Fui al cementerio hoy, no fui a hablar con M. Fui a hablar con el lugar de M. en mí. El cementerio no es un lugar para los muertos (los muertos ya no están), es un lugar para que los vivos se relacionen con los muertos, con sus muertos. Es un lugar donde los vivos van al lugar que ocupa la muerte en ellos. Es un lugar apartado, para un tiempo interior. Puedo ir al cementerio y darme un tiempo que no es el de la cotidianidad. Y luego caminar, y salir, y seguir caminando.
Esto es fundamental. La muerte no tiene un lugar propio, los muertos ya no están, pero la pena tiene que tener un lugar y un tiempo. Y qué rico que haya ahí una puerta. No es que yo después cierre la puerta y me olvide necesariamente. Pero puedo decirme: salgo de aquí, camino. Salgo y camino.
Nota bene: no es tan así, no es entrar y salir. En el cementerio busco tu lápida y me encuentro con las letras de tu nombre. Me sorprenden. Las miro una a una. Me detengo ahí. Las letras me detienen. En tu nombre hay demasiado recorrido. Estas letras, en la lápida, surgen al modo de una interrupción. Ya no se relacionan con un mundo, un proyecto, un instante que viene después. Pero forman un todo increíblemente coherente. Ese todo está ahí, indivisible. Tu nombre no está disperso. Y sin embargo, cada letra está sola.
Empiezo a caminar por el cementerio, a errar. Tomo asiento. El cielo está precioso, un azul claro pero contundente. Las nubes están muy dibujadas. Son muchas. La muerte no llega hasta el espacio. No incide. Solamente yo soy errante. Y después sí, salgo de ahí y camino. Y la pena viene después. Está en mi caminar. Pero en mi caminar no está solamente la pena, porque también he visto el cielo, he mirado un poco las otras lápidas, tumbas, te ubiqué de hecho dentro del mundo de los muertos. Me puse a mirar si otros habían fallecido más jóvenes. Camino con el mundo, este que surgió con el cielo y los otros nombres, las otras fechas, y esto no relativiza la pena, le da otro tono. La liga a otras emociones. Me saca de la errancia que me provocan las letras de tu nombre. Me restituye un horizonte.
Desde que los chefs se convirtieron en figuras culturales inescapables, Anthony Bourdain encarnó más que una serie de ideas sobre la cocina. Desde su primer programa de televisión, A Cook’s Tour, pasando por los más elaborados No Reservations y Parts Unknown, Bourdain incitó a los televidentes a salir de sus casas, a probar platos nuevos, a tomar una cerveza al medio día y a conversar con sus vecinos de mesa. Fue esta actitud, la de alguien que aborda con deseo la exuberancia de la vida, improvisando sin esfuerzo visible un discurso elegíaco sobre un humilde plato vietnamita, conectándolo a la historia política y social del lugar, la que lo convirtió en un amado presentador televisivo y en una celebridad cada vez más cómoda en su propia fama. La biografía Down and Out in Paradise: The Life of Anthony Bourdain, de Charles Leerhsen, titulada según el clásico Down and Out in Paris and London de Orwell, cuenta la historia de cómo esto ocurrió, pero sobre todo de cómo terminó.
El excesivo foco en el fin de la vida de Bourdain, concluida por su propia mano en junio del 2018, le da a esta narración un arco determinista donde los aspectos conflictivos de la personalidad del autor de Confesiones de un chef y Crudo, son relevados de tal forma que solo explican las circunstancias de su muerte y no los matices vitales de alguien que no debería ser reducido a sus adicciones. Pero, al no haber sido autorizada por sus herederos, es de esperar que esta biografía no corra por la línea correcta y predecible del documental Roadrunner y el libro Bourdain: The Definitive Oral Biography, de Laurie Woolever, dos intentos de la familia de administrar la narrativa de la muerte del chef.
Podríamos dividir el libro en dos partes. La primera se lee casi como un fact check del mito que Anthony Bourdain construyó de sí mismo en Confesiones de un chef, su primer libro de no ficción y el que lo catapultó a la televisión. En esta primera parte abundan testimonios que buscan derribar mitos; estos provienen de examigos heridos por la distancia que Bourdain puso entre él y ellos, a medida que su fama crecía. La segunda parte funciona como una tesis —sin sutileza— que busca probar que la actriz Asia Argento, la última pareja de Bourdain, influyó directamente en el suicidio. Como podemos adivinar por la inclusión de los últimos mensajes de texto intercambiados por la pareja, este libro abunda en patéticos detalles que van de la adicción a las prostitutas al uso de esteroides, hormonas y Viagra. Tampoco se nos ahorran detalles del suicidio de Bourdain, ni el centenar de veces que gugleó el nombre de Argento en sus últimos días de vida.
Pero antes, al narrar la vida de Bourdain previa al éxito, Leerhsen elige retratarlo como un adolescente perpetuo, que se enredó ingenuamente con la heroína, uno que llevó su personalidad adictiva a sus relaciones de pareja. Nos presenta a un chef joven y talentoso que cuando pudo someterse al rigor del aprendizaje en una cocina importante, eligió un trabajo poco exigente y un estilo de vida más parecido al de Lou Reed que al del chef Paul Bocuse, uno de sus héroes. Leerhsen parece querer decir que Bourdain era un pegoteo de mitos neoyorquinos, un montón de clichés rockeros y literarios, un personaje en perpetua performance. Parte de eso debe ser cierto. Bourdain fue un muchacho de Nueva Jersey avergonzado de su origen suburbano, que soñaba llevar la vida de un bohemio del Lower East Side, tanto que en 1978 propuso a dos amigos chefs formar el equivalente a una banda de rock gastronómica, un servicio de catering que se presentaría en los mismos sitios donde tocaban los Ramones y Patti Smith.
Algunos de los pasajes más interesantes del libro ocurren cuando Leerhsen narra el desarrollo literario de Bourdain, mostrándonos cómo pasó de firmar burdos textos universitarios a publicar dos novelas que combinaban cocineros y asesinos y, por supuesto, cómo pasó de ser humillado por el editor Gordon Lish a publicar en The New Yorker.
Algunos de los pasajes más interesantes del libro ocurren cuando Leerhsen narra el desarrollo literario de Bourdain, mostrándonos cómo pasó de firmar burdos textos universitarios a publicar dos novelas que combinaban cocineros y asesinos y, por supuesto, cómo pasó de ser humillado por el editor Gordon Lish a publicar en The New Yorker. Si elegimos creer el relato tejido por Leerhsen, no podríamos decir que Anthony Bourdain fue un buen escritor o un buen chef, quizás apenas podríamos considerarlo el excelente performer de un rol que escribió para sí mismo. Y eso es injusto, pero quizás es lo que podemos esperar de un exeditor ejecutivo de Sports illustrated, biógrafo del caballo Dan Patch y coautor de un libro con Donald Trump.
¿Es necesario que el autor de una biografía admire a su objeto de estudio?
No creo que Richard Ellmann fuera un devoto de Joyce o que Reiner Stach queme incienso en el altar de Kafka. Creo que la admiración es deseable, pero no indispensable, y que una cuota de obsesión solo puede ser útil. La admiración de Leerhsen por Anthony Bourdain es palpable en buena parte del libro, pero esta no se traduce en un retrato justo o profundo. Es lamentable que Leerhsen se enfoque tanto en detalles escabrosos y tan poco en cuánto Bourdain ayudó, por ejemplo, a cambiar la percepción de las comidas populares, a convertir simples turistas en viajeros intrépidos y a transformar cómo la televisión habla de comida. En este libro no hallaremos análisis sino la celebración de logros cuantitativos como el engrosamiento de la cuenta bancaria de Bourdain y la evolución de un programa de televisión centrado en un chef dispuesto a comer cualquier cosa a uno que podía entrevistar a Barack Obama en Vietnam.
El ejemplo perfecto de esta evolución es el último episodio de Parts Unknown, emitido mientras Bourdain seguía con vida, que alcanza alturas inesperadas para la televisión de viaje, pese a la incomodidad que transmite. El episodio fue filmado en Hong Kong, donde Bourdain se reúne con Cristopher Doyle, el director de fotografía de Wong Kar Wai, con quien conversa sobre los cambios de piel de Hong Kong. Ver a Bourdain grabado por Doyle es hermoso y evoca las citas cinematográficas que caracterizaron el show, pero en este caso la sensación de estar viendo una performance de Bourdain incómodo en su propia piel es un poco asfixiante y recuerda las desesperadas líneas con que decidió abrir el episodio: “Enamorarse de Asia es una cosa. Enamorarse en Asia es otra. Ambas me ocurrieron a mí”.
Down and Out in Paradise: The Life of Anthony Bourdain, Charles Leerhsen, Simon & Schuster, 2022, 308 páginas, $28.900.
Llegué a Taipéi invitado a cubrir las carreras de Bote Dragón. Aunque el evento transcurría en una tarde, el itinerario contemplaba un par de días para recorrer la isla en tren, conocer el moderno puerto de Kaohsiung y alojar una noche en las montañas junto al Lago de Sol y Luna.
En Taiwán todo parecía nuevo, y en cierto sentido lo era. En menos de cien años, los nacionalistas del Kuomintang liderados por Chiang Kai Shek, emigraron a la entonces isla japonesa tras el triunfo de Mao y fundaron un país próspero y desarrollado en base a una democracia y una avanzada industria tecnológica, sin resignar sus raíces. Al resguardo de su cultura milenaria, han conseguido sobrevivir al margen de la historia oficial. Pese a ser una isla pequeña a pocos kilómetros de China, que desde entonces la reclama.
Se trata de hostilidades históricas. “Un turista chino detenido bajo sospecha de ser espía”; “Temor por los ensayos nucleares de Corea del Norte”. Trece años después, leo los titulares del Taipei Times que anoté al aterrizar y me parecen menos inquietantes que los de este último tiempo.
Con la visita oficial de la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, las tensiones han escalado y la apacible vida en la isla pareciera también verse arrastrada por el curso inevitable de los acontecimientos mundiales. Rusia expresó su “solidaridad absoluta” con China, atendiendo al hecho de que Pekín no ha condenado la invasión rusa de Ucrania.
En estos meses, China ha realizado ejercicios navales en las aguas de la isla, amenazando e interrumpiendo las rutas comerciales. En agosto se contaron 446 aeronaves chinas, en su mayoría aviones de guerra, vulnerando su espacio aéreo. Es decir, la amenaza de esos aviones se hace escuchar en promedio catorce veces por día.
Lejos de renegar su origen, instituciones como el Museo Nacional del Palacio, permitieron rescatar reliquias del pasado y preservar tesoros nacionales que pudieron ser destruidos por decreto de no ser trasladados. En sus colecciones guardan piezas de un sofisticado refinamiento que datan de 4.000 años a.C., reafirmando que mientras nosotros dormimos, los orientales empujan pacientemente su propia rueda del tiempo, en otras dimensiones y escalas. Delicados grillos de jade, liebres de marfil o cuencos con mensajes en el fondo que solo podían leerse después de tomar la última gota. Maestros de la diplomacia y la estrategia desde antes de la greda. En Un bárbaro en Asia, Henri Michaux observa que “lo que más posee el chino, es el arte de esquivarse”.
Me acuerdo de que antes de viajar, fui a entrevistarme con un representante de la Oficina Económica y Cultural de Taipéi. El Señor Cheng me contó la historia de un niño taiwanés que recogía algas en Talcahuano y tras volver a la isla para hacer el servicio militar, terminó en la academia diplomática por su español. No recuerdo si se trataba de él, pero no era imposible. Hace poco, en Playa Ritoque un amigo vio unas luces tambaleantes avanzando en la orilla del mar cerca de las rompientes: chinos que según la luna salen a cazar jaibas con baldes.
Para la construcción de nuestra utopía cotidiana, hemos constatado el alza del precio del aceite y de los combustibles entre las implicancias de la guerra en Ucrania. Las repercusiones actuales de una escalada en Taiwán, podrían presagiar una nueva crisis de suministros.
La industria de chips y semiconductores de Taiwán representa el 63% de la capacidad de fabricación mundial y el 92% de los procesos de fabricación avanzada del mundo. Saber hacer es fácil; lo difícil, es hacerlo. Pienso en las modernas Torres Kaohsiung y en las delicadas pasarelas de madera entre los bosques que rodeaban el lago de Sol y Luna. El orgullo de lo que han logrado como nación en poco tiempo los obliga a defender su independencia y autonomía, sin importar su reconocimiento o no por parte de la comunidad internacional.
La idea del desabastecimiento de microchips ofrece una panorámica perfecta para una saga de animé distópica o post apocalíptica. No son más de 12 fábricas las que producen el componente esencial sobre el que se funda la economía digital global. Si la guerra llega a Taiwán, y estas fábricas fueran destruidas, las cadenas de suministros se verían interrumpidas y la ramificación global de estas consecuencias sería una catástrofe.
Cuando fui, la torre Taipéi 101 era el rascacielos más grande del mundo. Hoy, es el undécimo más alto y las amenazas también han subido de calibre. De cara a los gigantes del continente asiático, Taiwán asumió su posición estratégica para occidente y su determinante rol para la economía digital global como su principal política de defensa. En parte por esto, se ha transformado también en uno de los principales conflictos de China con Estados Unidos. Aunque no mantengan relaciones oficiales con la isla, los norteamericanos son los principales suministradores de armas y sus mayores aliados militares en caso de conflicto bélico con China.
La idea del desabastecimiento de microchips ofrece una panorámica perfecta para una saga de animé distópica o post apocalíptica. No son más de 12 fábricas las que producen el componente esencial sobre el que se funda la economía digital global. Si la guerra llega a Taiwán, y estas fábricas fueran destruidas, las cadenas de suministros se verían interrumpidas y la ramificación global de estas consecuencias sería una catástrofe. Si la producción se paraliza en Hsinchu, por ejemplo, en algún momento al otro lado del mundo los fabricantes de automóviles tendrán que detener sus líneas de ensamblaje y enviar a sus trabajadores y trabajadoras a sus casas.
Taiwán manufactura componentes claves para hacer teléfonos, autos o aviones de guerra. No tendríamos acceso a los dispositivos de los que dependemos para llevar a cabo nuestra vida cotidianamente. Aunque, por otro lado, los drones iraníes utilizados para bombardear Kiev tampoco podrían fabricarse.
Si parece complejo conjeturar qué sucedería si se interrumpiera esta cadena, tampoco es fácil imaginar qué clase de poder tendría China sobre el mundo si la producción de microchips estuviera en sus manos. Los taiwaneses ven con temor lo que sucede en Ucrania porque se parece a lo que han visto en Hong Kong. En reportajes de televisión, ya se muestra a ciudadanos comunes y corrientes preparándose en sótanos y pisos clandestinos aprendiendo a usar armas con réplicas de fogueo, tal como se veía a los civiles ucranianos prepararse en la escalada bélica de principios de año.
Bajo el renovado liderazgo de Xi Jinping, China se ha vuelto más agresiva que antes, insistiendo en la unificación, y amenazando con una eventual invasión. Recientemente reelegido para un tercer mandato, declaró que el principal objetivo de su política exterior será recuperar Taiwán, “necesaria para alcanzar y completar la reunificación de la China”.
La proliferación de grupos de defensa civil supone que la responsabilidad de defender el país, llegado a un punto, no será militar. Hay grupos que han recibido 100 millones de dólares por parte del multibillonario Robert Zhao, quien cree que para defender la isla, se necesitan 300 mil civiles apostados como francotiradores para repeler al enemigo en las calles en caso de una invasión.
Uno de los cuadros más impresionantes rescatados en el Museo Nacional del Palacio, es El festival Qingming junto al río. El largo rollo, y las variaciones que se conservan, fue pintado y replicado muchas veces por distintos artistas de diferentes cortes, transformando la hermosa y original panorámica de la fiesta popular en una serie de rimas temporales y personales, que patentan los cambios y aquello inmutable de una festividad nacional. Son detalles diminutos que describen un momento en la arquitectura de la ciudad, cuan precarias eran las chozas rurales; muestran los medios de transporte de entonces y los animales de trabajo; burros y mulas, bueyes y camellos, aperados y cargados de manera particular en cada época, exhibiendo una repetición novedosa de ese mismo motivo, el desarrollo en el tiempo de una gran civilización.
Entre los detalles, es posible ver hasta el tipo de volantines que se fabricaban en cada período. Recuerdo los botes remontando el río y pienso que pude haber estado allá en esas mismas fechas de aquellas festividades. En las tiendas cercanas a los templos vendían ofrendas de papel para quemar a los difuntos y el itinerario del viaje concluía, como en la tradición, con una excursión a un cerro boscoso.
Las carreras de Bote Dragón se han convertido en un evento ciudadano divertido. En barcas tradicionales con forma de dragones —ya no de madera, sino de fibra de vidrio—, tripulaciones de amigos, compañeras de oficina, clubes de aficionados y algunos más profesionales, compiten en carreras de eliminación. Son juegos que nacieron hace siglos, en homenaje al poeta diplomático Qu Yuan, quien se suicidó en un río; con fervor, el pueblo se apresuró a las barcas y llegó donde había caído su cuerpo, con ofrendas de arroz, que dejaban caer para evitar que los peces y los dragones se lo comieran.
Imagen de portada: Largo largo verano (2018), de Hun Kyu Kim.
Una pareja baila tango. Quiero ser la bailarina. Yo también bailo. Me cuesta porque soy muy volada y bailar en cambio es un estar aquí. Es el aquí. Se dice que bailar es el arte del movimiento, o una forma de relacionarse con el equilibrio. Así concebimos la danza desde la filosofía. Pensamos que, en vez de avanzar con zapatos pesados, en un suelo de pensamiento que estaría fundamentado, listo para aguantar el peso de nuestras existencias, hay que descubrir que no hay fundamento, es decir, no hay suelo, principio, dirección. Y esto por supuesto cambia el movimiento, cambia el modo de pisar, cambia incluso el modo de tocar y de tocarnos. Pero eso es filosofar, no es danzar.
En filosofía damos vuelta las palabras. En algunos momentos nos damos cuenta que su sentido es incierto. En otros, lo resignificamos, no de forma arbitraria sino por las relaciones que pueden darse entre un concepto y otro. Todo esto hace que nos desplacemos, que filosofar sea desplazarse, incluso aliviarse o espantarse o enmudecer o reír. Lo bello de la filosofía es que a fuerza de trabajar con las palabras tocamos la existencia, respiramos, nos vemos al borde del vacío, sentimos vértigo (o no lo sentimos, depende lo que pensemos y cómo lo pensemos), y nos tenemos que inventar ahí, en este hilo.
Pero bailar es otra cosa. Bailar es emerger y es estar a cargo, mientras dure el baile, de esta emergencia. Una bailaora no se hace la bonita, como si se tratara de imitar una forma de ser preexistente. Hace que ser sea ser bonita. Hace, por cierto, de “bonita”, un poderoso desgarro, o guiño, algo que cambia la espacialidad, algo que desaparece en el instante. Bailar no es filosofar. No es desplazarse; es decir, una forma de ser en el borde. En el baile uno pone su cuerpo como el escultor pone la tierra. Pero en el baile el cuerpo es la tierra. Es la espacialidad, es la instantaneidad, es el instrumento.
Quizás bailar es absoluto, solitario, mortal. Es hacer del ser o del no-ser un instante que conmueve, como un golpe de pies cambia un rostro, una atmósfera, una sensación de duración. Bailar es puro emerger. Es morir y vivir a la vez. Filosofar en cambio es girar alrededor de la muerte, aunque la muerte está en varias partes.
Hace 20 años leía libros de Martin Amis como quien fuma tales cigarros o toma tal trago: con vicio. Había un sabor fuerte en su literatura, específico; probablemente fuera la marca de la alta ironía, casi siempre bien afinada, que lo hacía resaltar entre sus contemporáneos, McEwan, Barnes y compañía.
Novelista, ensayista y crítico audaz, de Amis recuerdo haber leído a carcajadas El libro de Rachel, con asombro la reversa narrativa en La flecha del tiempo y la elegancia en la construcción y el estilo inquieto de otras novelas de este heredero pícaro y pop de Nabokov y Bellow. También haber experimentado cierto desconcierto o lejanía al leer los ensayos de El segundo avión u otras novelas de ya entrado el siglo XXI. Pero entre unos y otros libros, se imponen los que guardo como sus tres títulos clave: la novela Dinero, la autobiografía Experiencia y los ensayos de La guerra contra el cliché, libro este último donde, establecida la convicción de que “no hay forma de distinguir lo excelente de lo que no lo es tanto”, hace una maciza defensa del arte de citar como única forma de que la crítica eluda los clichés y las vaguedades al justificar sus puntos de vista mostrando las cualidades o defectos del texto analizado.
Dinero es la carta de un suicida que no se suicida, el inolvidable John Self, adicto al sexo y la genitalidad desatada, un energúmeno malpensado, malhablado y malportado. Es el largo y vertiginoso monólogo de un hombrecito que se cree hombrón y que reconoce, en uno de esos momentos en que la novela se transforma en su propio espejo, que hay en su cabeza cuatro voces, con las que se teje este relato de delirios y obsesiones. La primera es, cómo no, la voz del dinero y su “ininteligible chapurreo que podríamos representar con los signos de la primera fila del teclado de una máquina de escribir: %½$!”; luego vienen las voces de la pornografía y del envejecimiento, y una cuarta, intrusa, que es la voz de la “tendenciosidad insoportable de la paranoia”. Dinero, porno, vejez y persecución, en efecto, marcan el paso en el veloz discurrir de este sátrapa que intenta página a página pasar por comedia lo que en el fondo es un drama espeso.
La ‘experiencia’ es entendida por Amis como aquello que, años mediante, viene en la vida a reemplazar, bajo la forma ‘de algo estrechamente ligado al infinito miedo’, a la inocencia y la soberbia juventud, reconfigurándolo todo, incluida la propia escritura.
No le falta incorrección a su sarcástica narrativa, pero también es probable que se hayan añejado algunas noticias que su obra traía. Releerlo, sin embargo, hojearlo incluso como lo hago ahora entre mil cosas días después de su muerte, es volver a sentir el viento fresco que en su momento implicó su irrupción. La risa, la suspicacia y la fuerza satírica que la atraviesa hacen que de su obra pueda decirse lo que, en ese otro libro notable que es Visitando a Mrs. Nabokov, él mismo dice sobre Philip Larkin, poeta que le fue muy cercano en términos familiares y literarios: “Desde luego, no se encontrará su obra en la sección de Desarrollo Personal de la librería del barrio”.
Larkin, Bellow, Updike, Ballard y contemporáneos como Salman Rushdie o su amigo Christopher Hitchens, son algunos de los nombres dentro de una constelación acotada pero resistente de autores a los que una y otra vez volvió en sus ensayos y crónicas, en sus entrevistas y en su notable autobiografía, Experiencia, publicada el 2000. También le gustaba escribir sobre política y pop, sobre Thatcher, Maradona y películas insufribles como Cuatro bodas y un funeral, y decía de todo, a veces cualquier cosa: “El Concerto para chelo de Bach se me reveló como una implacable transcripción de un dolor de muelas”.
A través de reflexiones, viejas cartas, fotos y notas al pie que funcionan como relatos complementarios, en Experiencia Amis repasa las derivas de su vida sin autocomplacencia, dejando caer inquietantes preguntas (“¿De qué sueño escapas con un mayor anhelo de cabal conciencia: de un sueño en el que eres asesinado o de un sueño en el que asesinas?”), contando las rugosas relaciones con su padre Kingsley, su obsesión por las etimologías, sus amores y amistades, su célebre calamidad dental y sus encuentros con Robert Graves, John Travolta y otras figuras notables. La “experiencia” es entendida por Amis como aquello que, años mediante, viene en la vida a reemplazar, bajo la forma “de algo estrechamente ligado al infinito miedo”, a la inocencia y la soberbia juventud, reconfigurándolo todo, incluida la propia escritura.
Se murió y se va un acento: un desenfado propio del siglo XX y algo impropio tal vez para el XXI, que en su debut en los años 80 fuera saludado por el crítico Anthony Thwaite con estas adecuadas palabras: “Ingenio desdeñoso, disparatada obscenidad, astucia literaria, petulancia, lujuria, ansiedad”. Petulancia y simpatía: quizás en ese raro cruce se levante parte de su distinción. Creo, en fin, que, parafraseando ahora El libro de Rachel, de las mejores páginas de Martin Amis podrá decirse que ya “esta clase de fiestas no se dan, se reciben”.
El otro día vi a un perrito jugar. Se generaba ahí una alegría. No era solo del perrito, estaba en la intensidad del juego. En ese instante, alegría y energía coincidían. El perrito corría como loco detrás de una pelota, la agarraba, la devolvía, volvía a correr como loco, la agarraba de nuevo. Corría. Sus orejitas volaban. Creo que la alegría se debía a que lograba su meta y podía repetir el juego.
La alegría tiene que ver con el logro. Es una emoción de conquista. Yo también me alegro cuando gana mi equipo de fútbol. Me alegro demasiado. Pero es un logro sin mañana, es un juego. El perrito devuelve la pelota. No es suya. Él solo alcanzó su meta; la meta lograda lleva a la repetición; la repetición produce energía. En ese instante, la alegría se desborda. Proviene de esta mezcla entre logro y juego, conquista y ficción. Gané, pero es un juego. El trofeo pertenece al juego, no al jugador. La alegría coincide con el saber la conquista como ficción.
Me parece que la alegría es así: la tenemos y no la tenemos. Nos alivia de nuestro ser por un instante. Lo logramos, pero sabemos que el logro no dura y esta forma de ser del logro, alivia, alegra. Lo que logra el perro, la pelota, no le pertenece, es parte del juego. De hecho, la devuelve siempre. Nunca el perrito guarda para él la pelota. De otro modo, perdería la alegría. De otro modo, el perro pertenecería ya al recuerdo del logro: a la melancolía.
Entonces la alegría es la emoción que coincide con el hecho de que lo que tenemos, no nos pertenece. Pero en la alegría ganamos algo, ganamos lo que no es posible poseer y que por definición se desvanece: el instante. El instante del logro que produce la repetición, la energía, el desborde. La alegría es la conquista del instante, que por definición no se posee, solo existe al desvanecerse. Es una emoción pura, inocente, juvenil, pero paradójica, sabia, abismal.
Artaud lo dice así: “Estoy lleno de alegrías que no quiero poseer y de las que voy a agotar la fuente de golpe, pues provocan celos”.
“Le han dicho que allá, a un día de camino si consigue cambiar los caballos, las cosas están que arden. Le han dicho que si quiere ver acción directa, si quiere cambiar el mundo de verdad, debe arrancarse más para el norte. Allá, a un paso de la frontera, encontrará Estación Camarón”. A quien se lo han dicho es a un joven José Revueltas, quien en 1934 fue enviado por el Partido Comunista mexicano a incitar una huelga que, como entendió de inmediato al llegar, no necesitaba las arengas de nadie: “Lo que sí podía hacer, era oír. Lo que tenía que hacer, era escribir”.
Con esta historia comienza Autobiografía del algodón, novela de Cristina Rivera Garza publicada originalmente en 2020, pero traída a nuestro país tras el éxito de su conmovedor libro El invencible verano de Liliana. La escritora mexicana también ha publicado muchas otras novelas, libros de cuentos, ensayos y poemarios, pero son aquellas dos publicaciones más recientes y profundamente interconectadas las que se han convertido en una cima de su obra, por la que a su vez ha recibido dos galardones desde Chile: el Premio José Donoso (2021), de la Universidad de Talca, y el Premio Cátedra Mujeres y Medios (2022), de la Universidad Diego Portales.
Autobiografía del algodón es una narración documental, mezcla de investigación y ficción, en torno a los campos de cultivo de esta planta que se instalaron en la primera mitad del siglo XX al norte de México, esto gracias a la creación de un ingenioso sistema de riego desde el Río Bravo, y la huelga presenciada por Revueltas —quien la registró en su novela El luto humano (1943)—, que antecedió la posterior sequía y el cierre de las plantaciones. Pero la autora también la llama: “La historia de cómo, aun antes de nacer, el algodón me formó”, ya que sus abuelos fueron parte de los colonos que llegaron a la zona fronteriza tras la creación del sistema de riego.
El abuelo paterno de la escritora, José María o Chema, que participó activamente de la huelga, tuvo tres esposas. Aunque Rivera Garza también considera como sus abuelas a las dos primeras —Asunción, que lo acompañó cuando joven en la vida brutal de las minas y en la muerte de sus primeros hijos, y Regina, su valerosa compañera durante la Revolución mexicana—, es Petra Peña, su abuela biológica de nombre tan rocoso, con quien la conexión es más intensa, no solo porque fue con quien Chema llegó a Estación Camarón en busca de un futuro mejor para sus hijos, sino también por su relación con la escritura: ella fue la primera persona de su familia en aprender a leer y escribir, llevaba un diario y “se comunicaba con lo que no estaba ahí, frente a ella, que casi era lo mismo a decir que Petra mandaba y recibía mensajes de fantasmas y muertos”.
En su relación con la escritura, Petra no es solo la antepasada de la autora, sino también de la protagonista de su última novela. “Mi hermana, Liliana Rivera Garza, construyó un archivo meticuloso de sí misma a lo largo de su vida”, cuenta en El invencible verano, que trabaja con las cartas de Liliana recuperadas por la familia años tras el femicidio que le quitó la vida en 1990, mucho antes de que existiera esta nomenclatura. Junto con Autobiografía del algodón, son dos caras de un mismo proyecto escritural, ubicado en el cruce entre historia política, familiar y personal, entre la voz de la autora y las de aquellos a quienes invoca: los muertos. Pero la similitud entre ambas novelas va más allá de la reconstrucción documental de la vida de sus familiares, también comparten una misma estructura formal —partes numeradas, compuestas por capítulos con títulos en minúsculas entre corchetes—, la ordenación no cronológica —y con fragmentos que no son siempre narrativos, más cercanos al ensayo o la poesía—, el cuidado de la visualidad —una contiene una sección de fotografías y la otra incorpora una tipografía basada en la letra de su hermana— y la narración del proceso de investigación —desde la primera persona de la autora, pero reconociendo a todas las personas que la ayudaron—, al tiempo que tienden sutiles puentes entre sí —cada novela cuenta muy brevemente, como de pasada, el argumento central de la otra— y también dialogan con protestas sociales y con un libro al que vuelven de manera recurrente: en El invencible verano, esas protestas son las manifestaciones por el aborto, el movimiento #MeToo y las performances de Lastesis, y el libro es Sin marcas visibles, un estudio de Rachel Louise Snyder sobre la violencia de género.
Su noción arqueológica de la escritura se encuentra con un problema fundamental en esta historia: ‘La gente de campo deja pocas huellas’. Un problema agobiante para la investigación, sí, pero al que la autora sabe sacarle provecho en términos literarios, como en los momentos en que recrea la vida íntima de los personajes por medio de la ficción.
El diálogo explícito de Autobiografía del algodón es con la ya mencionada El luto humano, especialmente en la segunda parte de la obra, un ensayo que gira en torno a Revueltas y las ideas de permanecer y pertenecer a la tierra. Aquí Rivera Garza sostiene que “la tarea más básica, la más honesta, la más difícil, consiste en identificar las huellas que nos acogen. Este es el momento ético de toda escritura y, aún más, de toda experiencia”. Pero su noción arqueológica de la escritura se encuentra con un problema fundamental en esta historia: “La gente de campo deja pocas huellas”. Un problema agobiante para la investigación, sí, pero al que la autora sabe sacarle provecho en términos literarios, como en los momentos en que recrea la vida íntima de los personajes por medio de la ficción o en los pasajes destinados a su descubrimiento del rostro de Petra en un acta fronteriza cuyos datos contradicen lo que afirman otros registros, que dejan preguntas sobre la veracidad de los documentos y acerca de lo que uno entrega u oculta a las autoridades.
“Usurpar —concluye Rivera Garza en ese capítulo ensayístico— es lo contrario a escribir”, una afirmación con la que vuelve a lo planteado en Los muertos indóciles (2013), libro de ensayos que, desde el concepto de desapropiación, hacía un llamado a la reescritura y otras formas de trabajo textual en que la autoría se colectivice y el resultado esté impregnado de una suma de voces ajenas, las que se reconozcan como tales “con el fin de regresar al origen plural de toda escritura y construir, así, horizontes de futuro donde las escrituras se encuentren con la asamblea y puedan participar y contribuir al bien común”. Es difícil creer que la literatura pueda alcanzar realmente aquel fin utópico, pero es claro que Autobiografía del algodón —al igual que El invencible verano— hace todo lo posible por lograr esa escritura plural por medio de un trabajo de archivo que, sin dejar de ser riguroso, permite que se asomen tanto el cariño como la rabia más intensas.
Porque el yo no se borra. Pese a buscar el protagonismo de los otros, la autora se deja ver a sí misma no solo en el proceso de investigación, sino también al dar cuenta del efecto que los descubrimientos tienen en ella misma y su identidad. Esto es evidente en los capítulos de la segunda mitad del libro, cuando se enfoca en la historia de la familia de su madre, cuyos actuales problemas de memoria menciona en más de una ocasión. Sus abuelos maternos se conocieron siendo migrantes mexicanos en EE.UU., pero al enterarse de la oferta de tierras para los colonos de la zona del algodón, regresaron a México y tuvieron a su primer hijo en Estación Rodríguez, cerca de Estación Camarón. Con los años, sin embargo, algunas de sus hijas volvieron a migrar en un movimiento rotatorio que perdura en la vida de la autora: “Pensaba que había llegado a Houston, pero estaba equivocada. En realidad, en 1990, cuando me bajé de un avión de Aeroméxico para iniciar un viaje que ha durado casi 30 años ya, estaba regresando a Houston. En los cinco años que pasé leyendo en los cubículos helados de la biblioteca universitaria, (…) aprendí mucho de la economía de América Latina y de la historia de México. No aprendí —porque no pregunté, porque pensé que la sabía— nada sobre la historia de migración de mi familia”.
“La retroexcavadora rompía el cemento de la vieja plaza justo en el momento en que llegamos a Estación Camarón. (…) Era una tarde luminosa y caliente de fines de marzo del 2017. Para entonces, Estación Camarón ya tenía décadas siendo un pueblo fantasma”, escribe Rivera Garza sobre su llegada —o regreso— a esas ruinas, esas huellas siendo borradas mientras ella intenta reconstruirlas en Autobiografía del algodón. Sus viajes al territorio de la novela ocurren cuando en este se abren nuevas heridas por la violencia de los carteles y la “guerra contra el narco”, parte importante de lo que la empujó hacia lo que ha denominado necroescritura, que en la literatura mexicana tiene ecos ineludibles —como menciona en el ensayo Los muertos indóciles— de“Juan Rulfo. Todos sus murmullos. Esos que suben o bajan por la colina detrás de la cual se asoman, ateridas, las luces de Comala, la gran necrópolis poblada de exmuertos”.
Autobiografía del algodón, Cristina Rivera Garza, Literatura Random House, 2022, 320 páginas, $18.000.
Habitó este mundo de manera personal e intransferible, pero se comportó como si la vida fuese una fiesta publica, abierta, movediza. Toda forma de existencia, toda voz tenía cabida mental para él. Reunía en sí mismo, como pocos, la figura del festinador y la capacidad de cantar amores y dolores, si no con toda seriedad, sí con profundidad y belleza resistentes. Se lo puede pensar como un goliardo fuera de época. Los goliardos eran esos estudiantes eternos y esos monjes descarriados que en la Edad Media iban de pueblo en pueblo y de convento en convento dejándosele caer a quien fuera que diera señas de hospitalidad, a cambio de prodigarles a esos ocasionales huéspedes cantos y entretenciones, risas y roces, a veces, todo lo cual dejaban luego anotado en sus poemas goliardos que han trascendido siglos para dejarnos ver un espíritu ligero y libérrimo que seres como Pohlhammer de alguna manera vuelven a encarnar.
*
Erick Sven Pohlhammer Boccardo nació en Santiago en 1955, fue hijo de un conocido escultor (es maravilloso el poema en que observa una obra de su padre: “Está lo combo ondulando, / Está lo plano / Entremezclado, / Como sombras de ramas / Abrazadas”) y estudió un poco de pedagogía, un poco de estética: de nada sabía mucho, de mucho lo esencial. Era un astuto y un enterado, no albergaba rigideces. Podía participar en programas televisivos cuando ninguna moda amparaba tal cruce desde la alta cultura a la cultura entonces llamada de la basura. Podía —pudo— escribir poemas amorosos de total hermosura, que en sus puntos altos hacen recordar a los clásicos españoles, y al mismo tiempo incurrir en toda clase de aventuras con la lengua coloquial, burlándose sin desdén de la ridiculez humana, incluida la propia.
La mejor escritura de Pohlhammer funde la fluidez del coloquialismo narrativo con un lenguaje musical que se repliega, se estira y se observa, y en ese trance propicia una pausa, una extrañeza a veces triste, a veces jubilosa, y esta particular combinación de velocidad y detención le permite con un ojo atender a la realidad circundante y con el otro a la individualidad más específica.
Fue generoso con la risa en sus versos, entrampándose a veces en jugarretas que quizás el tiempo sepa dejar atrás y pudo, a su modo, dar en los años 80 con una manera de seguir vivo en la palabra y perseverar en la alegría en tiempos opresivos, sin desentenderse de los dramas de esos años oscuros, prueba de lo cual sería su poema “Los helicópteros”, que capta literalmente al vuelo el ambiente ominoso que se vivía en el país. En la década de 1980, tan fecunda para la poesía chilena, la obra de Pohlhammer se convirtió en todo un emblema gracias a poemas como ese o los incombustibles “Usted” o “Miedo a la noche”.
La mejor escritura de Pohlhammer funde la fluidez del coloquialismo narrativo con un lenguaje musical que se repliega, se estira y se observa, y en ese trance propicia una pausa, una extrañeza a veces triste, a veces jubilosa, y esta particular combinación de velocidad y detención le permite con un ojo atender a la realidad circundante y con el otro a la individualidad más específica, en primer lugar la de otros y luego la suya, dejando caer cada tanto versos misteriosos y radiantes a la vez: “No todos hemos visto rodar soles por aguas limpias en canaletas musicales. / El sentimiento que va causando es como si el pensamiento / de uno mismo se fuese rodando como un globo / luminoso hacia el silencio de un océano de desahogos”.
Crédito: Mabel Maldonado.
Después de haber publicado sus tres primeros libros en los años 70 y 80, se hizo humo en la escena literaria y volvió dos décadas después, ya bien entrado el siglo XXI. Y acá no puedo evitar la nota personal, pues esa vuelta al ruedo la hizo con un libro llamado Vírgenes de Chile, que editó Andrés Braithwaite y que publicamos con un grupo de amigos o codeudores en un sello medio fantasmal bajo el nombre de Ediciones Bordura —por el personaje antagonista en la obra Ubú Rey de Alfred Jarry, con cuyo espíritu picaresco y jovial creo que Pohlhammer sentía cercanía. No recuerdo ya si lanzamos el libro o no, pero celebración hubo. Acabada la cual se fueron todos los comensales, salvo uno: Erick Sven Pohlhammer Boccardo, que se fue quedando, quedando y quedando hasta la salida del sol. Al final de ese alargue, me dedicó un ejemplar. Y después, para no quedar cortos, otro. Como dos sin tres no es nada, le pedí un tercero. Horas después figurábamos donde mismo con nueve ejemplares dedicados a mí por el poeta, de los cuales tengo a la mano el siguiente, que dice, con la caligrafía de un niño: “Dedico esta obra magna, para algunos acaso irónica, acaso para otros (as) mística, de espiritualidad laica, a don Vidente Undurraja (sic), excelentísimo editor, rutilante pluma, jubiloso juglar, Ubú Rey de Santiago Centro, antimaricón benemérito, y sincero amante de la literatura, de Erick Sven Pohlhammer Boccardo, a 12 de mayo de 2007, Chile, Sudamérica”. Está en esas palabras improvisadas y regadas todo o casi todo el espíritu de su poesía: juegos y citas, risas, exageraciones y calidez.
Hubo, en estos últimos años, una vuelta de Pohlhammer a la escena. Entiendo que ciertas seriedades no logran tomarlo en serio, pero eso lo tenía sin cuidado. Su escritura más bien, al decir de Martín Hopenhayn, “cuida el poema para que no pierda su aire de descuido, de lo dicho al pasar”. Lo dice en el prólogo a Helicópteros, su poesía reunida por Ernesto Pfeiffer en 2022 en Ediciones Universidad de Valparaíso. Recuperación que se suma al rescate, ese mismo año, de su libro esencial, Gracias por la atención dispensada, por parte de Ediciones Bastante, y a la reciente recopilación de sus crónicas futbolísticas, Pelota muerta, por Editorial Aparte.
Su escritura (…), al decir de Martín Hopenhayn, ‘cuida el poema para que no pierda su aire de descuido, de lo dicho al pasar’. Lo dice en el prólogo a Helicópteros, su poesía reunida por Ernesto Pfeiffer en 2022 en Ediciones Universidad de Valparaíso. Recuperación que se suma al rescate, ese mismo año, de su libro esencial, Gracias por la atención dispensada, por parte de Ediciones Bastante, y a la reciente recopilación de sus crónicas futbolísticas, Pelota muerta, por Editorial Aparte.
No le agregaba drama a la vida, que ya los tiene en cantidad suficiente. Al contrario, a medida que pasaban los años se preguntaba más y más, como el filósofo Clément Rosset, por la alegría y sus paradojas: escribió cada vez más odas a la felicidad que hacen suya la vieja idea de que hacia ella tiende todo; poemas celebratorios de la vida y del mundo en los que pide “un aplauso cerrado / por el creador de la roca y el agua / por la lluvia generosa / el milagro del aire”. El último texto que incluye Helicópteros, fechado en junio de 2022 y agrupado en la sección de poemas escritos en la UTI, consta de solo dos versos: “Vivió con ganas de vivir / de morir murió con ganas”. Líneas que en los hechos tuvo el coraje de refrendar pues, como fuera informado en reportajes recientes, al enterarse de que tenía un tumor en el cerebro quiso irse del hospital a morir en lo suyo.
Poemas de amor, rezos reinventados, himnos de juego y amistad; todos son en el fondo hermosas ofrendas del poeta que escribió “Yo nunca le he metido un gol a nadie”; ofrendas de las cuales hay dos que quisiera destacar hoy día en que ha muerto a los 68 años. La que le dedicó a Ernesto Rodríguez, donde cuenta que se robó (“me chorié”) una pera del supermercado Unimarc y que, aunque hambriento, en vez de comérsela se la regala al destinatario del poema en una “actitud propicia para un Propercio como tú / equilibrista de trapecios invisibles”, y ya por último el que quizás sea su obra maestra, “Poema a mi hijo Martín”, largo y hermoso texto que, para quedarnos un momento con la ilusión de que los muertos no se restan de las conversaciones, prefiero, en vez de comentar, citar en su comienzo:
Sol que la Gracia Amorosa
por los muslos hermosos quiso subir
de Andrea en la aurora del siglo maduro. Yo
soy hijo también, tuyo:
me educa tu mirada sin ansia sin juicio sin mal. Por eso
hálito de mi hálito, de mi piel, piel de nadie
siento que no siento congruente
decirte nada.
Mis primeras estrellas que fueron mis padres
no me dieron —que recuerde— consejos
y si robé
la vergüenza me enseñó que no era necesario. Te quiero
infinitamente y el sentimiento amoroso
impulsa el ritmo que pulsa las cuerdas
de esta guitarra paternal que estoy tocando, dulzura bienaventurada
ojos de agua, manantial sagrado, dientes de las más
tiernas nieves, ternura mía, comisura
blanda y pura
suave y sin causa.
(…)
Las personas que no aman las mismas películas no pueden estar juntas. Jean-Luc Godard
1.
Para acercarse a Anne-Marie Miéville hay que alejarse un poco de Jean-Luc Godard. Alejarse, pero no tanto. Bordear la orilla norte del lago Lemán, entrar a un pueblito llamado Rolle y detenerse frente a una antigua casona de dos pisos y fachada color salmón.
Los fans de J. L. G. que, hasta su muerte en septiembre de 2022, tocaban la puerta del número 11 de la Rue des Petites-Buttes en búsqueda del fundador de todo lo que se entiende como cine moderno (Sin aliento, El desprecio o Historia(s) del cine), solían estrellarse con una mujer rubia y de cara ovalada cuya respuesta era invariable: “Je suis desolée, monsieur Godard no está disponible”.
Anne-Marie Miéville nunca estuvo disponible para ser madame Godard. Durante 50 años de matrimonio, fue —si es que hay un término para describirlo— la mayor colaboradora cinematográfica de su marido. Basta revisar algunos créditos. Su nombre se asoma una y otra vez en las películas que Godard filmó entre los años 70 y el 2000: directora de foto en Todo va bien (1972) y Sálvese quien pueda (1980); guionista de la misma, Prénom Carmen (1983) y Detective (1985); directora de arte de Nouvelle Vague (1990) y Nuestra música (2004), y productora de Film socialisme (2010). También aparece como coautora de varias series de TV y documentales hoy de culto que ambos dirigieron y produjeron para la TV francesa, como Six fois deux/Sur et sous la communication (1976) o France/tour/détour/deux/enfants (1977). Y brilla sola —al fin—, en letras blancas sobre un fondo blanco, como directora de sus propias películas, en tres célebres cortometrajes (a destacar El libro de Marie, 1985) y tres largometrajes, en dos de los cuales hace actuar a Godard: Estamos todavía todos aquí (1997) y Después de la reconciliación (2000).
A pesar de haber dedicado su vida al cine, y tener una obra por sí misma, Anne-Marie Miéville (1945) sigue siendo un secreto a voces entre los cinéfilos. Nunca quiso ser la Agnès Varda de su generación —quien también estaba casada con un cineasta, Jacques Demy—, y tampoco buscó desligarse de la figura de Godard. “Eso de ser su sombra no fue jamás un motivo de sufrimiento”, se lee en una entrevista a Libération. “Muchas veces se trataba de su obra, pero ¿cuál era el problema?; teníamos ganas de hacer cosas juntos. Al mismo tiempo, me decía a mí misma: si tienes ganas de hacer otra cosa, ¡hazla y ya está!”.
Quienes han estudiado la obra de J. L. G., coinciden en que la influencia de Anne-Marie Miéville es mayor a la que ella misma se atribuye. Como las mejores historias de colaboraciones, su impronta transcurre “fuera de campo”. Fue ella quien, por ejemplo, en los 70 empujó a Godard a superar la etapa maoísta que emprendía sin mucho éxito junto al colectivo Dziga-Vértov. A pesar de su elegancia suiza y su voz suave, era una fotógrafa y una artista multimedia radical, influenciada por las vanguardias del videoarte y las teorías estructuralistas de Roland Barthes. Tras conocerse en una librería parisina en 1971, donde ella trabajaba de librera, impulsó a Godard a recuperar su libertad autoral y experimentar nuevas formas cinematográficas que con el tiempo originarían los ensayos Adiós al lenguaje, El libro de las imágenes, Nuestra música o la monumental Historia(s) del cine (1988-1998). Anne-Marie tenía 27 años y una hija. Godard, 42 años, un pasado estelar en el cine de la Nueva ola francesa y dos matrimonios fallidos con dos mujeres con nombres casi idénticos: Anna Karina y Anne Wiazemsky Karenina.
Ambos eran suizos (o mitad suizo él), de origen burgués, bien educados y los rebeldes de familias conservadoras. Al poco tiempo de empezar a salir, en 1971, Godard fue arrollado por un bus parisino mientras manejaba su scooter. Durante los seis meses en que estuvo inmóvil en el hospital, fue la tercera Ana, la definitiva, quien estuvo a su lado. Una vez recuperado, A. M. M. le propuso irse a Suiza. Dejar Francia era una manera de liberarse del fantasma del joven Godard que le penaba a un Godard en plena adultez, inconformista y sumido en una búsqueda intelectual.
En la tranquilidad de la casa con vistas al lago, encontraron la manera de trabajar fuera de la industria convencional del cine, a su ritmo y sin tantas expectativas. Juntos y por separado, además de películas, hicieron series de TV, docuficciones, ensayos y poemas audiovisuales, en distintos formatos y con diversos fines; con mayor o menor aceptación de la crítica, atravesaron la era del Super-8, del VHS y del Betamax, del 3D, formando un laboratorio de archivos del cual conocemos solo un ápice.
A este refugio, mitad casa, mitad productora de cine con alfombras persas en el piso, monitores de TV en las murallas y un gran retrato de Hannah Arendt en la planta baja, lo bautizaron Sonimage. Godard devela su significado en el guion de Historia(s) del cine, probablemente su obra definitiva: “Imágenes y sonidos / como personas / que se conocen / en el camino / y ya no pueden / separarse”.
Anne-Marie Miéville nunca estuvo disponible para ser madame Godard. Durante 50 años de matrimonio, fue —si es que hay un término para describirlo— la mayor colaboradora cinematográfica de su marido. Basta revisar algunos créditos. Su nombre se asoma una y otra vez en las películas que Godard filmó entre los años 70 y el 2000.
2.
¿Dónde empieza Godard y dónde termina Miéville?
Se dice que entre ellos nunca hubo un sistema de repartición mecánica de las funciones. A veces editaba ella, otras él. Escribían textos a dos manos, los sacaban, los volvían a montar. No importaba quién hacía qué. En las piezas que ambos filmaron para el cine, la TV o los museos —Film socialisme, The Old Place, Libertad y patria, por nombrar algunas— borraron la noción de autoría, entendiendo las colaboraciones como un ensayo-error de flujos contaminantes, de impurezas convenidas y consentidas. Este juego de intertextualidad entre ambos lo veremos en otros momentos. El spin-off de Prénom Carmen está en el primer cortometraje de Miéville, How Can I Love. Su segundo cortometraje, El libro de Marie, es un preludio de Yo te saludo María, de Godard. La pregunta sobre el sentido del amor de Después de la reconciliación, de Miéville, encuentra un año después una probable respuesta en Elogio del amor de J. L. G.
Tal vez lo más divertido de la dupla fue su dialéctica cómica, que quedó registrada en otra serie de TV que hoy sería abiertamente declarada como una autoficción: Soft and Hard (1985). En ella Godard aparece con bermudas y un puro en la boca, ensayando con una raqueta de tenis en el pasillo de su casa, mientras Anne-Marie plancha una camisa. Conversan —con la pausa y el ritmo espeso de un mundo que ya no existe— sobre el devenir de la imagen y de la tele, de la comunicación en la pareja, del deseo y de la felicidad “como un pensamiento”. Godard aparece irascible y vulnerable. Miéville, fría y cuestionadora. La serie termina con la proyección de El desprecio —y su desgarradora música— en una pared blanca.
Anne-Marie Miéville solía sacarle en cara a su marido su incapacidad para filmar historias de amor. No es raro que, de los dos, sea ella quien deconstruyó su pareja e hizo de esta el tema de su obra.
Para acercarse a A. M. M. hay que dejar caer la mirada al fondo de un lago. Detrás de la quietud, de la opacidad del reflejo, surge algo singular de una belleza pulcra, entre poética y abstracta. Un cine que es un delicado estudio de las relaciones humanas y los desafíos de la comunicación. Un cine, tal como escribió Jacques Rancière, sobre el disenso.
3.
Para acercarse a A. M. M. hay que dejar caer la mirada al fondo de un lago. Detrás de la quietud, de la opacidad del reflejo, surge algo singular de una belleza pulcra, entre poética y abstracta. Un cine que es un delicado estudio de las relaciones humanas y los desafíos de la comunicación. Un cine, tal como escribió Jacques Rancière, sobre el disenso.
El lago es el mismo de la bellísima El libro de Marie, película en la que una niña experimenta el divorcio de sus padres elípticamente, con extrañeza, reteniendo algunos momentos de los que se escapa porque duelen, mientras cena a solas, sin sus padres, un huevo a la copa. Es también el lago de Estamos todavía acá, en el que una pareja, tras pasar el día separados —ella ayuda a una amiga a lavar ropa mientras no cesa de filosofar; él, Godard, recita en un teatro vacío Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt— finalmente se reúne a hablar de sus neurosis (“nadie nos encuentra simpáticos”, se dicen o “me detestas / no, tú te detestas”) y decide al término de una conversación que parece filmada en tiempo real, salirse de sí misma —o sea, cada uno se sale de sí mismo— para intercambiar los gorros de lana y al fin dar un paseo nocturno.
“Los filmes que hago son los que sé que puedo hacer”, dijo Anne-Marie Miéville. “Nunca tuve ganas de imitarlo (a J. L. G.), quizás porque soy mujer”.
En su última película, Después de la reconciliación, nos encontramos con ella y Godard atrapados en un departamento parisino, librando su última batalla de amor. Ella prepara un florero, lo reta por comerse una galleta. Ella habla, no para de hablar, él hace muecas, cita a Arendt, a Rilke, y luego ella le ruega que por favor diga “esa frase”. Godard es incapaz de decir “esa frase” y se derrumba en el llanto. Y viene, al fin, el abrazo.
En Paradiso, su enorme novela-poema, José Lezama Lima puso en labios de Fronesis que un “niño que después no es adolescente, adulto y maduro, sino que se fija para siempre en la niñez, tiene siempre tendencia a la sexualidad semejante (…). Por eso el Dante describe en el infierno a los homosexuales caminando incesantemente, es el caminar del niño para ir descubriendo lo exterior”. La explicación misma no es nada original, ya que alude a las ideas psicoanalíticas que situaban el origen de la atracción homoerótica en el narcisismo infantil; lo interesante de la cita comienza en la segunda parte, con la referencia a la Divina comedia, en que los sodomitas serían niños condenados a una caminata sin fin. En Caminamos porque amamos algo, este desplazamiento infinito no es una condena.
El dramaturgo, performer y director teatral Nicolás Lange (Puerto Montt, 1994) hace su debut en el cuento con este libro publicado por Cástor y Pólux, editorial que con este título también incursiona por primera vez en la narrativa breve. Caminamos porque amamos algo recibió el premio Mejores Obras Literarias 2021, en la categoría de libros inéditos, y ese no es el único galardón del autor, quien fue seleccionado en la Muestra Nacional de Dramaturgia 2022 con la obra Esto podría durar y durar y durar y durar y durar.
Dada su proveniencia de las artes escénicas, no es de extrañar que el libro de cuentos de Lange empiece con un prólogo que nos explica algunos guiños autobiográficos y su visión sobre los textos: “Lector, lo que acá traigo / y ofrezco, como un rey mago abre su pañuelo verde y ofrece, / son algunos diarios, notas en mi celular, poemas reciclados, / pero del mismo material que usaba Nicolás de muy niño: / mentiras”. La mezcla de verso y prosa tiene una larga tradición en la dramaturgia, que se puede observar desde Shakespeare al teatro posdramático, y es un aspecto central en la construcción de estos relatos que combinan ambas formas de enunciación.
Caminamos porque amamos algo tiende, ya desde su título, hacia un tono melodramático —una decisión arriesgada, ya que pocos autores logran sacarle provecho desde la literatura, siendo la obra de Ocean Vuong una de las excepciones más notables en el último tiempo.
Caminamos porque amamos algo tiende, ya desde su título, hacia un tono melodramático —una decisión arriesgada, ya que pocos autores logran sacarle provecho desde la literatura, siendo la obra de Ocean Vuong una de las excepciones más notables en el último tiempo. Quizá por eso, aquí la aparición de las estrofas tiene algo que recuerda al teatro musical o a las películas de Disney. Para explicar la presencia y ubicación de las canciones en un musical, se suele decir que cuando los personajes ya no pueden hablar, cuando no les basta con las palabras para expresar lo que sienten, cantan. Estas narraciones parecen seguir el mismo patrón: en los momentos en que la prosa no es suficiente, se desata el verso: “La palabra ‘frío’ se olvidó y nunca más nadie tuvo frío, / y todo lo sólido quedó derretido, / y su casa flotaba hacia la cordillera”.
Los 15 cuentos que componen este libro son variados, aunque hay ciertos tipos que se repiten. El más notorio es el de los relatos cercanos al cuento infantil, cuyos títulos declaran abiertamente su estatuto de “historia”, lo que persiste en las frases iniciales: “Esta es la historia de un niño que siempre quiso amar a otro niño. Un día finalmente encontró ese amor, y amó a ese otro niño, y fue maravilloso”; “Había una vez un niño que siempre quiso vivir en su techo y un día finalmente se fue a vivir a él”; “Esta es la historia de un hombre que se agotó de ser hombre y se volvió una ciudad”. Tal como los cuentos de hadas, estos relatos están marcados por la voluntad imparable de sus protagonistas —¿quién tiene mayor voluntad que un niño?—, que los lleva a transformarse, a irse a otro lugar, a embarcarse en el viaje necesario para alcanzar su deseo.
Uno de los cuentos más particulares del libro es el relato homónimo final, que tras un inicio narrativo se convierte en un ensayo fragmentado sobre el punto —tal vez por eso es que los cuatro relatos inmediatamente anteriores llevan punto al final del título. Y entre los que juegan con la autoficción, el más conmovedor es “Periméne”, en que el narrador visita a su abuelo senil al que debe ayudar a orinar mientras intenta borrar de su historia un asesinato, aunque eso no sea posible para él, al igual que ignorar su homofobia.
Se podría decir que lo queer atraviesa el libro, no solo por la presencia constante —aunque no excluyente— de hombres y mujeres homosexuales. Todos son o parecen ser niños, o incluso un mismo niño, que narra todas las historias y es a la vez su protagonista, un niño que camina descubriendo todo con inocencia, mirando todo y a todos con ternura, hasta a quienes le hacen daño.
Se podría decir que lo queer atraviesa el libro, no solo por la presencia constante —aunque no excluyente— de hombres y mujeres homosexuales. Todos son o parecen ser niños, o incluso un mismo niño, que narra todas las historias y es a la vez su protagonista, un niño que camina descubriendo todo con inocencia, mirando todo y a todos con ternura, hasta a quienes le hacen daño. La primera persona de los distintos cuentos se convierte en una misma voz, por lo que el texto, pese a su diversidad formal, se unifica y toma aires de novela, lo que también se ve reforzado por la abundancia de temas recurrentes.
Una lista no exhaustiva de elementos que hacen eco de un relato a otro incluye narradores que saben lo que va a ocurrir en el futuro, muertes recientes o presentidas, el olvido, los pájaros, el saludo “¡Hey!”, un chicle pegado en la cabeza, el boxeo como un acto inherentemente homoerótico, dar la espalda en la cama, el deseo de contar o escuchar cuentos, los cuentos como mentiras, y el amor que también es desamor y viceversa, además de un futuro lejano sin ciencia ficción, solo marcado por un sol demasiado intenso, en que “un hombre lee la nueva teoría de tránsito intercontinental de Oceanía a Latinoamérica, que trata de cómo un chico antes de la gran glaciación cruzó en una balsa de cuero para encontrarse con otro chico porque lo amaba, y ese es el inicio de cualquier teoría, caminamos porque amamos a algo”.
Fotografía: Magdalena Chacón.
Caminamos porque amamos algo, Nicolás Lange, Cástor y Pólux, 2023, 94 páginas, $13.000.
“Muy pronto había aprendido a vivir esa dualidad vital de forma instintiva: la vida externa que se conforma y la interna que cuestiona”, escribe Kate Chopin en El despertar, el epígrafe de la ópera prima de Natacha Oyarzún Cartagena (Punta Arenas, 1993), quien antes editó Poeta en prosa. Extractos de entrevistas a María Luisa Bombal (2020) y fue coeditora de La ola viene de vuelta. Extractos de entrevistas a Gladys Marín (2022). Los diez cuentos de Terremoto blanco exhiben la frialdad, el silencio y la soledad patagónica. En esos pueblos pequeños, los roces comunitarios, el qué dirán y los comentarios de boca en boca son problemáticas a las que deben enfrentarse las protagonistas —nueve son mujeres— de estos relatos, personajes conformistas y cíclicos, que optan por la introspección en lugar del diálogo. El epígrafe, entonces, anuncia la importancia del mundo interior en este universo.
Marcado por la temperatura que irradian ese clima y ese paisaje, Terremoto blanco está impregnado de un carácter frío, una brisa que cala los huesos y convierte a las mujeres en personas parcas, un tanto despersonalizadas, en la misma medida en que se sienten ajenas a sí mismas y al entorno. La característica común de esos personajes es el silencio: no exhiben sus pensamientos y no hacen nada para cambiar sus vidas. Este es el primer paralelo que Oyarzún crea con el mar: el fluir, el dejarse llevar por la corriente que deja a las mujeres entregadas a su destino.
La prosa de Oyarzún roza el verso en sus reflexiones poéticas y ocupa el clima como espejo de la realidad de las protagonistas, en cada una de las cuales hay una frialdad interna que se ve exaltada por el mismo frío de la Patagonia que las envuelve y entra en sus casas, en sus familias, en sus relaciones y, por ende, también en la relación que llevan consigo mismas.
Hay un ruido de fondo constante que resuena como las olas en lo poético de la prosa de Oyarzún, que nos hace intuir que el mar es el verdadero protagonista de la obra, porque los personajes —sobre todo las mujeres— son arrastrados por la corriente, y cuando quieren o intentan escapar de ella se encuentran rodeados por una nieve seca, un océano desierto, una luz invernal que no indica ninguna salida.
Aunque son cuentos sobre la vida cotidiana, historias mínimas —a lo González Vera—, el título del libro alude a un desastre climático que ocurrió en 1995 y afectó a comunidades desde el Maule hasta Magallanes. Los relatos de Terremoto blanco parecieran mostrar que ese desastre también se infiltró en la psiquis de los personajes, en esa lejanía que sienten respecto a sus vidas.
En el cuento homónimo, una clara muestra del estilo marcado de los demás relatos, se presenta el día del desastre climático y cómo la rutina de una casa se ve mínimamente interrumpida: el matrimonio interactúa como si fuesen desconocidos, y lo mismo ocurre en relación a sus hijos. Afuera está lo único diferente, y la mujer del relato pareciera desear esa diferencia, como una manera de dejar de lado su vida rutinaria e infeliz: “Tras unos segundos que dediqué a tomar aire, me trasladé a la cocina. Raúl había encendido la estufa, pero era imposible que combatiera el frío que se metía por las imperfecciones de la casa. De cualquier modo, ya nos habíamos acostumbrado a esa falsa ilusión de calor”.
Hay un ruido de fondo constante que resuena como las olas en lo poético de la prosa de Oyarzún, que nos hace intuir que el mar es el verdadero protagonista de la obra, porque los personajes —sobre todo las mujeres— son arrastrados por la corriente, y cuando quieren o intentan escapar de ella se encuentran rodeados por una nieve seca, un océano desierto, una luz invernal que no indica ninguna salida: “No siento mis zapatos, definitivamente los perdí en el agua, bajo la corriente que me heló el corazón y más tarde me empujó de vuelta”.
En las librerías de viejo hay libros que jamás se devalúan y que siempre valen caros, por ejemplo cualquiera de la editorial Siruela, Masa y poder de Elías Canetti, en la primera edición de Muchnik, la Antología de la poesía surrealista de Aldo Pellegrini, o las cuatro Iluminaciones de Walter Benjamin, en la primera edición de Taurus. Estos libros pueden reeditarse muchas veces, y hasta piratearse, pero hacerse de una de esas ediciones es siempre algo especial, como si por ese acto participáramos de algún modo del momento en que irrumpieron en nuestro medio, desencadenando cientos de comentarios y abriendo nuevas rutas para la imaginación y el pensamiento.
Sentí esa emoción hace poco releyendo mi ejemplar de Tristes trópicos, de Claude Levi-Strauss, publicado por Eudeba en 1970 y que es otro de los libros que no se devalúan. En la primera página lleva mi nombre timbrado, lo que indica que debí comprarlo cuando era estudiante, ya que muy pronto abandoné esa práctica por temor a que alguien descubriera mi intimidad a la luz de mis rayados. La misma página muestra además que pagué por él 15 mil pesos, por lo que mi interés debió ser muy grande, ya que esa suma era un tanto elevada para mi presupuesto de entonces, que era bajo en general para casi todo. Me gustaba también la portada, sobria y geométrica, ideal para un pensador de las estructuras.
Tristes trópicos se publicó en Francia el año 1955 y tenía un arranque memorable: “Odio los viajes y los exploradores”. Una provocación, claro, ya que él mismo es un extenso relato de las expediciones de Levi-Strauss en la Amazonía brasileña, donde realizó estudios etnográficos de tribus como los caduveos, los bororo y los nambikwara, de sus costumbres, ritos e instituciones. La frase, en verdad, era una diatriba contra un tipo especial de literatura antropológica: los relatos de exploradores, que idealizan el viaje como una aventura y hacen el elogio de unas tribus en las que supuestamente sobrevivirían impolutas las costumbres de una noble humanidad primitiva. La civilización urbana, industrial, burguesa, pensaba por el contrario Levi-Strauss, ha llevado su pestilencia a todas partes y ha acabado para siempre con “los perfumes de los trópicos” y la supuesta “frescura” de sus habitantes, por lo que ningún viaje, ni aun el suyo, podría sustraernos hoy a “la visión de las formas más desgraciadas de nuestra existencia histórica”. La mirada exotista del viejo explorador, en una palabra, debía dar paso a la mirada desengañada del etnógrafo, que va tras los vestigios de una realidad en vías de desaparecer sin hacerse ilusiones, y que en el caso particular de Levi-Strauss oscila entre la melancolía y la furia: “Lo que nos mostráis, en primer lugar, ¡oh viajes!, es nuestra inmundicia arrojada al rostro de la humanidad”.
Pero Tristes trópicos traía algo más que una mirada heterodoxa y que también hace de él un libro inolvidable. En sus páginas hay observaciones de campo y reflexiones por montón, algunas muy brillantes, como los análisis de la pintura corporal de los caduveos o la comparación entre las ciudades y mercados de Brasil y las de Asia del Sur, entre “los trópicos vacantes y los trópicos abarrotados”, pero hay sobre todo una escritura, una prosa declinada con elegancia en primera persona y por la que se desliza, como apuntara muy bien Octavio Paz, “un pensamiento que ve a las ideas como formas sensibles y a las formas como signos intelectuales”. Es lo que más sorprende, el modo en que la reflexión científica se encarna allí en una vivencia personal y adquiere rápido el rango de filosofía, pero sobre todo de literatura: la Academia Goncourt, de hecho, lamentó no poder premiar el libro al no ser una novela y los escritores franceses lo acogieron mucho mejor que los etnógrafos, que se sintieron ultrajados. Sucede algo parecido con otros libros del género, como El África fantasmal de Michel Leiris, Esa eterna fugitiva de Emmanuel Terray o El antropólogo inocente de Nigel Barley, todos los cuales pueden disfrutarse también por sus cualidades literarias y conforman incluso un tipo especial de literatura —“de la alteridad” podría ser un nombre—, que reivindica la narración personal frente a los excesos científicos, que no idealiza la relación con los pueblos que estudia y que relativiza incluso las pretensiones de la misma disciplina.
Realizando estudios etnográficos en Siberia, Martin fue atacada por un oso, que le desfiguró la cara y la dejó medio muerta durante ocho horas sobre la nieve. El libro comienza relatando este accidente, prosigue con el relato de su recuperación en hospitales de Rusia y Francia (…), para desembocar poco a poco en una bella meditación sobre el cuerpo como un “mundo abierto” en el que cohabitan seres múltiples y que minaría el concepto tradicional de la identidad.
Sobre esto y otras cosas conversaba hace un tiempo atrás con la antropóloga francesa Nastassja Martin, que estaba de paso por Chile y que me presentaron unos amigos. Ella me confesó su admiración por el libro de Levi-Strauss y añadió que el antropólogo, aun estando obligado a producir libros áridos o científicos, no debería perder de vista ese registro literario, al que ella misma había recurrido, como pude comprobar después, en un libro que había publicado dos años antes: Creer en las fieras (2021), una fascinante divagación a partir de un suceso personal rayano en lo inverosímil y de consecuencias teóricas insospechadas.
Realizando estudios etnográficos en Siberia, Martin fue atacada por un oso, que le desfiguró la cara y la dejó medio muerta durante ocho horas sobre la nieve. El libro comienza relatando este accidente, prosigue con el relato de su recuperación en hospitales de Rusia y Francia —es también una crítica implacable a la violencia simbólica y concreta que ejerce el poder médico sobre el cuerpo enfermo; Artaud, por supuesto, figuraba entre sus lecturas—, para desembocar poco a poco en una bella meditación sobre el cuerpo como un “mundo abierto” en el que cohabitan seres múltiples y que minaría el concepto tradicional de la identidad como un centro de asignación unidimensional, unívoco y uniforme. Es un efecto, en el fondo, de la potente mordida del oso, que depositó en ella, como dice Martin, “una cosa indefinida”, pero que a la vez se llevó algo que hasta entonces desconocía, sellándose entre ambos una relación íntima por la que ninguno de los dos podría volver a ser lo que era antes. Es más, Martin llega a sostener que el encuentro con el oso se venía gestando en ella desde hace mucho tiempo, en sueños, pero no en “sueños-recuerdo” ni en “sueños-deseo”, sino en otro tipo de sueños, “animistas” podríamos llamarlos, “sobre los que no tenemos control, pero que los esperamos porque establecen una conexión con los seres de fuera y abren la posibilidad de un diálogo”.
Los libros de Martin y Levi-Strauss coinciden en varias cosas: una mirada crítica que no idealiza, una escritura que hace disfrutar de la lectura, y una misma creencia, más o menos enfática, en que la vocación etnológica todavía puede ser un refugio frente a una civilización que no nos satisface: “Hay que salir de la alienación que produce nuestra civilización”, dice Martin, “pero la droga, el alcohol, la melancolía y, en última instancia, la locura o la muerte no son una solución, hay que encontrar otra cosa. Eso es lo que busqué en los bosques del norte, lo que encontré en parte, lo que estoy persiguiendo”. Ninguno de los dos, sin embargo, viaja por aventura o para hacer las loas del buen salvaje, sino solo para encontrarse, en el caso de Martin, con un árbol, un río o una fiera y meditar a partir de esos encuentros sobre las relaciones entre los humanos y los no-humanos.
Curiosamente, la última línea de Tristes trópicos evocaba el “guiño cargado de paciencia, de serenidad y de perdón recíproco que un acuerdo involuntario permite a veces intercambiar con un gato”, que por cierto no es un oso, sino una fiera burguesa o un animal domesticado. Habría que ver en eso una diferencia también entre ambos antropólogos, porque a Martin, como confiesa ella misma, nunca se le ha dado bien la calma y la estabilidad, y seguramente por eso el oso le salió al paso y ella no salió corriendo. De hecho, lo golpeó con su piolet y fue el oso el que huyó sangrando.
En el prólogo a esta nueva edición de La palabra quebrada, Marcela Fuentealba repara en un detalle elocuente en la escritura de Martín Cerda: el uso reiterado de la expresión “en último trámite”, que es como decir hoy “en definitiva” o “sumando y restando” o “al final del día”, algo así. Y advierte que ese uso muestra “que son varias las fases de ese tiempo de pensar”.
Y es que el ensayo es escritura en el tiempo. Pensamiento en curso. Proceso —búsqueda—, no sentencia. Pensamiento y despensamiento, sostiene Cerda. Así, el último-trámite sería, más que un punto final, una cuenta transitoria. “Último” en el sentido de “más reciente”, no de “terminal”. Un sumando y restando que no acaba la operación, solo la actualiza y proyecta. Un balance, no un balazo. Un final del día al que seguirá indefectiblemente una noche y otro día en los que el ensayista seguirá dando “la brazada del náufrago”, explorando “las pistas del posible curso del mundo”.
Nacido en Antofagasta en 1930, Cerda estudió en los Padres Franceses de Viña del Mar, derecho en la Universidad de Chile y filosofía en Francia, donde decía haber sacado “carnet de existencialista”. Escribió siempre en diarios y revistas y vivió, además de dos temporadas largas en Venezuela —participó ahí de la legendaria editorial Monte Ávila—, en Santiago y hacia el final de su vida en Punta Arenas, donde un incendio destruyó su biblioteca y los manuscritos de los libros que tenía proyectados. “Estoy saliendo de la violenta depresión que me produjo la pérdida de varios años de trabajo”, le escribiría a su amigo, el poeta y crítico venezolano Guillermo Sucre, pero al cabo de poco, en 1991, murió tras sufrir un infarto y un derrame. Años antes, en 1982, cuando ya tenía más de 50, había publicado este primer libro, La palabra quebrada, que obtuvo entre otros el Premio Municipal de Santiago y que después continuaría en su segundo libro, Escritorio.
Lo que hizo Cerda en La palabra quebrada es lo que anuncia ya en su subtítulo con meridiana claridad: un ensayo sobre el ensayo. Al tratar el ensayo sobre todo lo existente, un ensayo sobre el ensayo trata sobre cómo tratar todo lo existente, desde las palabras hasta, nada menos, el ensayo mismo, pasando por la memoria, la envidia, la literatura como modo de “introducir un radical desequilibrio entre el hombre y el mundo”, la vanidad, las calles.
No se queda corto en alcances, pero su centro es el ensayismo; lleva a cabo una meditación sobre el género con las herramientas y modos del propio género. La fragmentariedad, entonces, es forma y contenido desde el principio, desde el título mismo: La palabra quebrada. Fragmentos no entendidos como restos o escolios de textos mayores ni como apuntes o esbozos para futuros tratados integrales, sino como unidades en sí mismas, “un modo de mirar y valorar el mundo”. De escudriñarlo y desentrañarlo. De dar la mejor cuenta posible de su multiplicidad y complejidad. Por eso se permitía, como apuntara Martín Hopenhayn hace años, “la licencia de la discontinuidad. Más aún, la trabaja deliberadamente para contrastarla con un mundo que se pretende totalizador y, por lo mismo, aprisiona”.
Cerda articuló así una larga reflexión sobre la forma del ensayo, sobre el ensayo como forma —entendida como el “principio de estructuración que permite al escritor aprehender, ordenar y exponer esa región de la realidad que se propuso reconocer”. Una forma, la del ensayo, marcada a fuego por la ironía y por el hecho de tratar siempre sobre otras formas: vidas, libros, obras de arte. Es un comentario, todo ensayo, tal como la crítica (“descripciones de descripciones”, las llamaba Pasolini). Pero es un comentario abierto, digresivo, exploratorio, y en esa medida creativo, no un conjunto de cláusulas o un glosario. Por eso, tal vez, Cerda arremete con firmeza contra lo que llama “la falsa ensayística”, la producción de “libros útiles” y, sobre todo, de “libros superfluos”, que al no ser de ficción a menudo son por defecto catalogados de ensayo, sin tener ni sus vacilaciones ni sus intrepideces, disidencias y perspicacias: comunicaciones de temporada, compendios de generalidades con buen eco, papers y demás prosas de servicio.
El ensayo es para Cerda ante todo un despensar lo pensado. Pero en serio, radicalmente, no discutiendo con caricaturas de refutación regalada. Un desmontaje delicado y perspicaz de ideas recibidas. Un buen ensayo ha de airear nociones fijas y quebrar cerrazones conceptuales, torcerles el cuello a los lugares comunes.
El ensayo se juega en buena medida en la escritura misma, en cómo se escogen las palabras y se las articula para hacerlas decir de manera iluminadora y vivaz —elegante, dirá Cerda citando a Ortega— no solo lo pensable, sino lo hasta entonces impensable, lo no obvio. Por eso, como queda dicho, el ensayo es para Cerda ante todo un despensar lo pensado. Pero en serio, radicalmente, no discutiendo con caricaturas de refutación regalada. Un desmontaje delicado y perspicaz de ideas recibidas. Un buen ensayo ha de airear nociones fijas y quebrar cerrazones conceptuales, torcerles el cuello a los lugares comunes. Por eso, dice el autor, el ensayo está siempre en problemas. Trata con ellos. Es problemático. No zanja; aborda, abre.
Algunos problemas que marcan la deriva que toma La palabra quebrada y que Cerda escruta con lucidez que el tiempo no arruga son cuestiones que en 1982 seguro han de haber tenido, en Chile y el continente, resonancias poderosas: la violencia, el fanatismo (“esa epilepsia de las ideas”), los extremismos ideológicos, el deseo utópico, la razón y el terror, o la razón cuando deviene amenaza y terror. Y también los modos burgueses y la cotidianidad como “común trasfondo del ensayo”. Y entre divagaciones sobre la novela, las ciudades, el testimonio y los diarios, pobladas siempre de abundantes citas, van y vienen sus figuras tutelares: Lukács, Adorno, Kafka, Jünger, Benjamin, Benn, Blanchot, Barthes. Y antes Bacon, Montaigne, Nietzsche, Freud. A propósito, la idea moderna de autor, de autoría en relación con un público y un sistema de circulación, es también un foco del libro.
En la tercera de sus cuatro partes, La palabra quebrada se detiene en la casa como “espacio biográfico”, ahí donde la vida tiene lugar y que el ensayo hace tan a menudo su objeto y su modelo. Ese lugar donde se escribe y se lee, se vive. Caso emblemático el del escritor italiano Mario Praz y su autobiografía contada a través de la historia de su casa y los muebles y objetos que la conformaban.
Muebles, mesas de trabajo, escritorios, vidas, todo le sirve a Cerda para hablar del ensayismo en este libro. Todo, menos la tradición de su propia lengua. Imposible no reparar en eso. Porque en este ensayo apenas se considera la prosa de la lengua. Por España aparece el gran Ortega y Gasset, Julián Marías y sería. No se ven ensayistas latinoamericanos. Ni siquiera se echa aquí mano a los chilenos, ni a los poetas, que conforman, como dijera otro ensayista local, la más alta forma de pensamiento chileno. Esto es llamativo, porque el mismo Cerda tantas veces abordó autores nacionales, antes y después de publicar este libro, en sus escritos periodísticos compilados en volúmenes póstumos (la mayoría a cargo de Alfonso Calderón): Joaquín Edwards Bello, Gonzalo Rojas, José Donoso, Adolfo Couve y Juan Luis Martínez, entre otros. Lo mismo las cuestiones de la vida chilena, por ejemplo el saber reír, del que habló en ese notable escrito titulado “Éramos un pueblo alegre”, recogido póstumamente en Escombros: “Ni el tonto grave, ni el aguafiestas, ni el solemne huemul fueron nunca bien recibidos en ninguna parte, porque andar con la cara seria era casi lo mismo que estar enfermo. El bromista fue siempre, en cambio, recibido con los brazos abiertos hasta en los velorios”.
Y aunque tampoco sea el humor una presencia activa en este libro, como sí lo es en otras páginas que escribió, no se impone ninguna pesadez porque Cerda tiene cierta serenidad e ironía, dadas tal vez por la claridad de un razonado escepticismo, de un recio desapego ideológico. Todo esto puede responder a lo que apuntara Guillermo Sucre en el precioso texto que le dedicó tras su muerte: “Asumir lo trágico de la condición humana: esta es, para mí, una de las lecciones del ensayismo de Martín Cerda”.
En último trámite, La palabra quebrada mantiene intacta su vivacidad, su aguda indagatoria ética y su fuerza crítica que pasa, según el favor del viento, de la lucidez a la brillantez. Por lo que tuvo de señero, de avanzada intelectual, por cómo lee vidas y textos y los cruza, por lo que tiene de apertura y de actitud especulativa, es, en más de un sentido, un ensayo ejemplar.
La escritora argentina María Sonia Cristoff visitó nuestro país la semana pasada para participar de la Cátedra Abierta UDP en homenaje a Roberto Bolaño y presentar su novela más reciente en el Espacio Literario Ñuñoa. En Derroche, un mensaje póstumo de su tía lleva a Lucrecia a cuestionar su creencia ciega en el trabajo y el éxito, y un jabalí cantante llamado Bardo narra sus aventuras por La Pampa mientras reflexiona sobre la vida contemporánea, todo a partir de la influencia de Vita, hija de anarquistas y autora, no solo de la carta explosiva que abre la novela con un lenguaje desaforado, sino también de un plan fascinante para extorsionar a los ricos de su pueblo.
Una muestra de la voz de Vita: “salí de la oficina con ganas de prenderla fuego, de prenderla fuego con todos esos cangrejos adentro, con todos esos papeles que no hacían, que no hacen más que reafirmar un orden atroz, un sistema plagado de eufemismos, de pactos injustos, de agujeros negros, de atrocidades, de robos y de sangre, un sistema al que yo aportaba tipeando frases con mis dedos secos, mis dedos que estaban a punto de tener una crisis artrósica nunca vista a esa edad, una crisis que me hubiese hecho viajar por congresos de kinesiólogos y terapeutas del mundo, las manos inutilizadas en unas vitrinas para que las eminencias las estudien mejor, para que se devanen los sesos sin nunca ser capaces de llegar al verdadero diagnóstico de artrosis por rabia, porque de eso se trataba, de entumecimiento por rabia, de ir quedándome seca de rabia por las injusticias y por las ganancias ilegítimas de los reptiles, con el perdón de los reptiles, de esos crápulas mejor digo, esa runfla babosa a la que yo no podía seguir viendo ni un solo día más”.
Las distintas formas del extrativismo y la explotación, tanto del medioambiente como del ser humano, son algunas temáticas de este libro de Cristoff, una escritora que nunca pierde el sentido del humor, que se mueve con soltura entre la ficción y la no ficción, y que construye esta narración polifónica por medio de una carta, una autobiografía, documentos digitales, noticias, llamadas telefónicas, chats, mensajes de audio, fragmentos de obras de teatro, letras de canciones, citas de libros, un telegrama de renuncia y una crónica de viaje.
“Trabajar con géneros no asociados a la literatura es conspirar contra las bellas letras, porque a mí los temas y formas de las bellas letras me sacan bastante de quicio. Que la literatura se encierre en sí misma no me interesa para nada, y estas me parecen formas de abrirla”, explicó en un tranquilo café en las cercanías del hotel donde se hospedó durante su visita a Santiago, cuando nos reunimos para hablar sobre Derroche.
¿De dónde surgió esta novela? Del deseo de escribir sobre el trabajo, que es un tema que está en todos mis libros previos, pero acá me aparecía con mucha insistencia. Creo que eso tiene que ver con que me la he pasado batallando con el trabajo con que me gano la vida y el trabajo de la escritura, viendo cómo hacer coincidir uno con otro, cómo ganarme la vida sin sacrificar la escritura. Y cuando yo ya creía haberlo resuelto, tuve un trabajo en una universidad que para mí fue excesivo. Durante cinco años fui jefa de cátedra de un programa sobre novela que se fue convirtiendo en una especie de bestia hambrienta a la que tenía que alimentar permanentemente, y en un momento me encontré con que solo estaba leyendo para renovar la bibliografía. Esto me estaba complicando la escritura, lo que me provocó mucha rabia, y la única manera de resolverlo era escribir sobre eso. Ahí se me apareció Vita, un personaje bastante rabioso que en ese momento para mí fue una especie de heroína, y apareció después de muchas lecturas, porque el tema del trabajo me llevó a leer mucho.
¿Qué lecturas fueron fundamentales para Derroche? Trabajos de mierda, de David Graeber, fue un texto realmente crucial, porque me permitió pensar incluso el trabajo del arte y de los trabajadores de la palabra, que es algo que yo habito muy culposamente. Para mí hay una contradicción muy grande entre la necesidad y la fascinación que siento por escribir y el rechazo que me provocan ciertas prácticas culturales alrededor de la literatura: la espectacularización, la banalización, la mercantilización. Entonces la lectura de Graeber, que plantea que hay prácticas laborales que pueden aportar a una vida contra la gran maquinaria productiva, me reconcilió íntimamente con la escritura. También hubo un libro extraordinario de Martín Arboleda, un autor colombiano que vive acá en Chile, llamado Gobernar la utopía. Ese texto fue muy importante, porque Derroche habla mucho de las utopías anarquistas y este libro trata la idea de la utopía como algo posible: cómo podemos hacer para que la utopía incluso sea parte de un programa de gobierno y no solo episodios aislados de la literatura. También hubo una serie de lecturas periodísticas que se volvieron cruciales: algunas publicaciones anarquistas y feministas, como La Voz de la Mujer, de fines del siglo XIX, y Nuestra Tribuna, de principios del XX. Esas obras del periodismo me volvieron loca y me hicieron crear a Vita.
Trabajar con géneros no asociados a la literatura es conspirar contra las bellas letras, porque a mí los temas y formas de las bellas letras me sacan bastante de quicio. Que la literatura se encierre en sí misma no me interesa para nada, y estas me parecen formas de abrirla.
Formas de resistencia
Los libros que mencionas y esas publicaciones anarquistas tienen en común el tema de la resistencia.
Claro. También hay uno de Suely Rolnik que se llama Esferas de la insurrección, con un prólogo extraordinario de Paul Preciado, que llama a pensar la insurrección como un modo de habitar. Este libro me vino muy bien para pensar la micropolítica, que es una diferencia importante de Vita con sus padres. Ellos eran anarquistas puros y duros, a los que armé teniendo en cuenta un movimiento que existió en la provincia de La Pampa y estuvo reunido alrededor de otra publicación llamada Pampa Libre. De ahí sus formas de vida, de sociabilidad, de amar familia, de vivir y de morir. El padre termina siendo masacrado, cosa que ella dice bastante sutilmente porque es una persona que quiere cualquier cosa menos el lugar de la víctima. Su dolor por su padre masacrado por sus ideales —algo que pasó en la década del 30 con muchos anarquistas y socialistas en la Argentina— es tan grande que ella toma una distancia que está permanentemente en su discurso, una distancia que tiene mucho de autodefensa.
Esas formas de resistencia micropolítica, si bien son más notorias en el caso de Vita, están presentes en Lucrecia y Bardo, y también en las pequeñas historias de los “Flashes”. Incluso en el capítulo “Toma de rehenes”, pese a que esos personajes tienen una posición de privilegio en el sistema y no lo cuestionan, parece que ellos necesitan escapar por medio de los placeres secretos que Vita descifra para extorsionarlos. Sí, pero la diferencia es que pensé a los rehenes desde la mirada de Vita como personajes que son la aspiración de la media, la pequeña burguesía de pueblo, cada uno de los cuales representa ciertas aspiraciones burguesas: la que habla bien inglés, el que quiere ser un explorador. Es una cosa con la que yo me reí mucho, y Vita se ríe de esos personajes que son sus víctimas, adivinándoles esas cosas con que los extorsiona. O al menos eso dice, ya que en definitiva nunca sabremos de dónde sacó su dinero fraudulento, porque como buena manipuladora, jamás lo querrá decir. La otra serie de personajes a los que te referías, los de los “Flashes”, son la manera de narrar lo que le ocurre a Lucrecia ya bastante más avanzada la novela. No me importa espoilearme a mí misma, porque lo último que me interesa es que la gente se enganche por la trama: la novela es un modo de decir, y si eso no te interesa mejor ni la leas, porque si es por la gran trama vayan a ver Netflix. Lucrecia, que es la urbana esnob, el personaje que tiene lo que se considera éxito y es una desgraciada sin fin, sufre una transformación que va pasando por distintas etapas tras la interpelación de su tía y la promesa concreta de recibir un montón de dinero. Luego de que se encierra, entra en crisis con su pareja, se acerca al chancho jabalí que había sido de Vita y empieza a leer como loca, yo tenía que hacerme cargo de contar su liberación. Y narrativamente el modo que encontré fue esa serie de “Flashes”, cuando ella empieza a leer noticias en los diarios —muchos son casos periodísticos reales con los que yo me encontré— y las convierte en microrrelatos de gente que en un momento pega un portazo a su vida laboral y a todo lo que eso implica, porque hoy “vida laboral” es una redundancia, ya que vivimos trabajando. Estas historias escritas por Lucrecia dejan ver que ella se ha transformado, porque nadie que no haya realmente cambiado de lugar en su relación con el mundo puede escribir eso.
¿Y por qué tuviste que contar su liberación de esa manera?
Lo que ocurrió es que cuando llegué al punto de la novela en que Lucrecia tiene un montón de dinero —o cree que tiene, porque todavía no sabe que el chanco jabalí le pasó el dato a todo el mundo y se lo van a afanar— y está planeando llamar a la mejor gente de la arquitectura, de la literatura, de las ciencias sociales, para armar esta comunidad utópica, me di cuenta de que la estaba odiando. Yo quería que fuera una liberada genial, pero después de haberse transformado y dejado el trabajo, y teniendo un montón de guita para hacer otra cosa, opta por una cuestión de privilegio para ciertas personas iluminadas. Ese fue un momento en que tuve que dejar la novela por un buen tiempo, hasta que entendí que la respuesta estaba en el chancho jabalí. Un día entró Bardo volando por la ventana y me di cuenta de que la única manera de provocar una transformación total iba a ser con esa conexión interespecie. Por otra parte, la relación con lo animal está presente en todo lo que escribo. Por eso el tercer personaje y la voz final es del chancho jabalí, que para mí es un anhelo de transformación, de apertura, de liberación, de utopía. Así quisiera que fuera la marcha del mundo: un chancho jabalí trotando y cantando canciones y repartiendo dinero.
Una de las cosas que realmente nos están extirpando, junto con la vida, es el humor: todo el mundo, desde los bandos que más detestás a los que más querés, tiene un nivel seriedad insoportable. Y como esos lugares de enunciación para mí no llevan a nada, me interesa mucho el sentido del humor, pero no como lo gracioso, sino como una forma, primero, de autocuestionamiento.
El humor y lo animal
¿Por qué optaste por narrar esta historia en clave humorística? Porque si hay algo que realmente me pone muy nerviosa es el gesto grave. Además, una de las cosas que realmente nos están extirpando, junto con la vida, es el humor: todo el mundo, desde los bandos que más detestás a los que más querés, tiene un nivel seriedad insoportable. Y como esos lugares de enunciación para mí no llevan a nada, me interesa mucho el sentido del humor, pero no como lo gracioso, sino como una forma, primero, de autocuestionamiento. Últimamente está lleno de pontificadores en todos lados, con esta lógica binaria atroz en la que vivimos atrapados.
En otro libro tuyo, Desubicados, se lee: “Lo que tendría que hacer es contar, directamente desde el punto de vista de un animal adaptado a la civilización, cuáles son las estrategias a las que recurre y cuáles los costos que paga un provinciano para vivir en la ciudad”. ¿Es eso lo que haces en Derroche con Bardo? Esa parte tiene que ver con otro texto que ha sido crucial acá para pensar lo animal y el tema provinciano, el “Informe para una academia” de Kafka. Yo no veo mis libros como independientes, para mí en gran parte la escritura tiene que ver con una serie de hipótesis echadas a rodar. Me interesa el lado ensayístico de la escritura, el costado argumentativo de la narración, y esos temas, como lo animal, están siempre dando vueltas. Entonces claro, quizás en verdad esto viene de esa célula latente que estaba en Desubicados.
Y en relación a lo animal, ¿por qué escogiste la voz de un jabalí? Esto tiene mucho que ver con el contexto. Si bien yo borroneo un poco las referencias de tiempo y lugar, a la vez están tremendamente claras en la novela y cualquiera que esté atento las puede seguir. Derroche transcurre en la provincia de La Pampa, donde pasamos de tener colonias anarquistas a vivir de los cotos de caza para extranjeros, que pagan un montón de dinero para matar animales dopados. No me cabe en la cabeza que exista algo así y que yo supuestamente tenga que ver con esa especie: pónganme otro nombre, no soy humana, soy otra cosa. A esta provincia vienen a matar normalmente jabalíes, y alguien me contó, mientras investigaba, que es común que los cazadores maten a la madre jabalí y queden los chanchitos dando vueltas solos, como le ocurre a Bardo. Entonces la elección del jabalí tuvo que ver con el verosímil. También resulta que él habla y compone y canta canciones, pero quiero decir que hay ciertos puntos del verosímil realista que me interesa tener en cuenta. Como tenía que haber un animal de la zona, podría haber sido un puma, pero a mí no me interesan los felinos, en cambio me encantan los animales grandes, gordos, que dan ganas de abrazar, para mí son como descansos de la crueldad del mundo.
Como tenía que haber un animal de la zona, podría haber sido un puma, pero a mí no me interesan los felinos, en cambio me encantan los animales grandes, gordos, que dan ganas de abrazar, para mí son como descansos de la crueldad del mundo.
Voz de Vita
Has dicho que Vita surgió de tu propia rabia y de la lectura de libros sobre el trabajo y ciertos medios anarquistas. ¿Cómo desarrollaste a este personaje y, sobre todo, esta voz? Con Vita quería pensar a alguien capaz de sustraerse del mundo del trabajo, pero no por ser una ricachona. Este tema fue mi gran incomodidad con la creación de ese personaje, porque alguien que no trabaja podía caer rápidamente en algo que ideológicamente me resultara deplorable. Y reconozco que por supuesto puede ser gran tema hacer literatura sobre personajes desagradables, pero con esta novela tenía ganas de escribir sobre alguien que me alegrara. Un poco por las condiciones en que te dije que la estaba escribiendo, y otro poco porque mi novela anterior, Mal de época, me llevó a una zona de oscuridad muy densa, así que quería un personaje que me levantara el ánimo, hacer una cosa vital. Por eso le puse Vita. Todos los nombres de estos personajes dicen algo de ellos, siguiendo el modelo de la retórica clásica, que me encanta. Y ella básicamente está hecha de los modos de decir que encontré en esos medios anarquistas, de esa vehemencia, esos adjetivos totalmente saturados, excesivos. Además, es una voz muy apelativa, algo que a mí me gusta mucho, porque gran parte de la función de Vita es provocar una transformación en su sobrina, que es una especie de alienada del presente. Con Lucrecia quería mostrar la alienación contemporánea por el trabajo, es por eso que, como Vita le dice en un momento, se llama Lucre, por el tema de vivir lucrando, que es el mandato de época por excelencia.
En la novela, la voz de Vita parece ir filtrándose hacia los otros personajes. ¿Esperas que algo de ella se cuele también hacia los lectores, a quienes nos llega su carta bomba a través de Derroche?
Sí, hay una aspiración de interpelar, claramente. Siempre la hay, en todo lo que escribo, pero acá es muy explícita. Es un llamado a ejercitar las tretas y el pensamiento crítico, a salir de los maniqueísmos, de las certezas y de los extremos. De la alienación, básicamente. Es una pequeñita bombita de tiempo que espero que pueda tener algo de irradiación en la vida que vivimos, en la vida de quien lee. Yo creo que esa es una aspiración de todos los que escribimos.
Fotografía: María Sonia Cristoff durante su conferencia en la Cátedra Abierta UDP en homenaje a Roberto Bolaño.
Derroche, María Sonia Cristoff, Literatura Random House, 2023, 256 páginas, $14.000.
Este año se ha cumplido medio siglo del estreno de El Padrino, y Paramount quiso celebrarlo, pero no con una película, sino una serie: The Offer. La elección del formato televisivo para homenajear una película cristaliza la preeminencia que ha alcanzado la TV en detrimento del cine. ¿Han primado los presupuestos y la economía de escala? ¿Para qué producir una historia de dos horas cuando, por un precio similar, podemos producir una de 10? Seguramente también pesaron las decisiones prácticas. Un filme sobre una de las mejores películas de la historia habría significado pagar un director decente, un par de actores de renombre y una producción que no desentonara. Y todo para terminar, de cualquier modo, en una plataforma digital.
The Offer narra en clave épica las peripecias que debió enfrentar la producción de El Padrino. Aborda su origen como proyecto sin importancia (fue pensada como una película de gánsteres al estilo del Hollywood de los años 40); su desarrollo creativo a cargo de Francis Ford Coppola, quien aportó los códigos conceptuales que la convertirían en leyenda (fue él quien transformó la empresa criminal de Vito Corleone en la fábula de una familia siciliana que forjaba su propia ley en la metrópoli del capitalismo); su consolidación dentro de Paramount como la apuesta que casi hundió al estudio, pero que finalmente lo salvaría de la ruina; y su apabullante éxito comercial (en su momento fue la película más vista de la historia, algo inaudito para una cinta de tres horas), además de su rutilante recepción crítica y su indiscutido triunfo como mejor película en los premios Oscar. Todo es contado a través de Al Ruddy (Miles Teller), el productor del filme, un underdog inconformista que hizo carrera en Hollywood a base de desparpajo, instinto y coraje.
Si la serie funciona es, precisamente, por el amor que le profesa la TV a ese Hollywood donde confluyeron Steve McQueen, Elizabeth Taylor, Ali MacGraw, Robert Towne, Bogdanovich, Scorsese y Polanski, donde el viejo Hollywood le dio la mano a una nueva camada para que inyectaran a las colinas de Los Ángeles una última aventura.
La historia está basada directamente en las “experiencias” del Ruddy de carne y hueso, quien oficia como productor adjunto de la serie. No en un libro, sino en sus testimonios orales: es la definición por antonomasia del narrador poco fiable. Por lo mismo, sería un error tomarse en serio todo lo que cuenta. Lo más valioso que tiene The Offer es, de hecho, su descaro a la hora de mitificar, exagerar y de esculpir la estatua de su propia gesta. Por más que ofrezca detalles reveladores y desconocidos del making of de la película, no pretende ser una crónica histórica sino una comedia revisionista y unificadora de las anécdotas que Ruddy ha ido atizando durante su vida. Bajo ningún punto de vista esta obra califica para sentarse a conversar con las grandes series de este siglo. No tiene ni los dilemas morales ni la elegancia de ninguna de ellas; figura entre las series del montón, pero esa medalla la luce con dignidad. Aquí no hay vanguardia; simplemente televisión y algunas decisiones muy inteligentes. Por ejemplo: si no puedes estar a la altura de El Padrino, ponte muy por debajo, y ante tu pequeñez el mito crecerá. Esto queda claro cuando la serie aborda la incorporación de Marlon Brando al elenco de la película. El encargado de darle vida es Justin Chambers, un modelo y actor de culebrones cuyo rostro suena vagamente. Cuando interpreta el momento en que Brando propone a Coppola su caracterización de Vito Corleone (voz lijosa, mandíbula desencajada, desapego existencial), vemos a un actor del montón (Chambers) interpretar a un titán de la actuación (Brando) que, a su vez, está inmerso en el personaje de su vida (Corleone). Es un juego de máscaras. El eje moral de esta historia apuesta por los mentirosos y los fabuladores de Hollywood, aquellos capaces de renovar el panteón de semidioses que educaron sentimentalmente a generaciones.
Si la serie funciona es, precisamente, por el amor que le profesa la TV a ese Hollywood donde confluyeron Steve McQueen, Elizabeth Taylor, Ali MacGraw, Robert Towne, Bogdanovich, Scorsese y Polanski, donde el viejo Hollywood le dio la mano a una nueva camada para que inyectaran a las colinas de Los Ángeles una última aventura. Es un homenaje, como el de Tarantino, a lo que Phillip Lopate llamaba “la edad heroica del espectador”: una época en la que los estrenos derrochaban erotismo, cuyo barómetro era el aplauso de la sala y en la que el veredicto del gusto se contrastaba con la crítica impresa del día siguiente. Es una forma de vida extinta, que hoy solo existe en la memoria.
The Offer (2022), creada por Michael Tolkin, 10 episodios, disponible en Paramount+.
Esto es absurdo, el día que me pongo a pensar en la mirada, aparece en mi propio jardín algo que mirar. Llegan sin aviso, cinco jovencitos, dos camionetas y una máquina parchada a perforar el nuevo pozo de agua. Desde el segundo piso los veo colgarse de la torre sin cuerda o arnés, y presionar con las plantas de sus pies el cabezal del taladro para convencerlo de que entre a la tierra. Solo uno trae botas y son de goma, los demás meten al barro las zapatillas de marca, toman sin guantes los caños, las cadenas, los pernos. Cuando los jóvenes miran hacia el segundo piso, me ven sentada al otro lado de la ventana, no saben qué hago tantas horas en este cuarto. Hasta que uno, curioso, escala más arriba y mira hacia el escritorio.
Nos reímos.
Los cuerpos juveniles, aceitados por los 20 pozos de agua que perforan al mes, son una suerte de titanes a pie pelado. Busco la imagen de un Titán y me encuentro con que Wikipedia te pide una contribución voluntaria “para ayudar a construir un mundo donde el conocimiento sea gratuito para todas las personas”.
El asunto se pone apasionante.
Sigamos.
Teniendo todos los elementos que necesito para mirar, algo pasa, y no miro. Ni siquiera cuando sacan los tubos estilando barro y salta cabriosa el agua. Yo también me sorprendo: he perdido las ganas de mirar. No solo es una actividad vital. ¡De eso vivo!
Necesito entender por qué dejé de mirar.
Voy hacia atrás, al libro con el que aprendí a mirar por primera vez. Había un rey, relata Walter Benjamin en Cuadros de pensamiento, que año a año veía aumentar su melancolía. Un día llamó a su cocinero y le pidió un omelette de moras como el que saboreó en su tierna juventud la noche en la que escapó del castillo con su padre, el antiguo rey. Dentro del bosque, con el enemigo pisándoles los talones, con miedo, hambre y frío, una mujer los cobijó, y lo único que tenía para ofrecerles era un omelette de moras.
Tras escuchar el relato, el cocinero le dice al rey que él conoce el secreto del omelette de moras y sus ingredientes, desde el simple berro hasta el noble tomillo, las frases que hay que decir al revolver y cómo el batidor de madera de boj debe girarse siempre hacia la derecha. “Sin embargo, oh Rey, no te agradará la omelette. ¿Cómo habría de condimentarla con todo lo que saboreaste aquella vez? El peligro de la batalla y el acecho, el calor del horno y la dulzura del descanso, la presencia ajena y el futuro oscuro”.
Si le hago caso a Benjamin tendré que volver a las circunstancias en las que saboreé mirar por primera vez. Curiosamente, el punto de partida fueron sus fábulas y relatos de viaje que una amiga me prestó para mi primer viaje largo. A esa edad creía que escribir era expresar pensamientos y sentimientos a través de la escritura. Con Benjamin descubrí que entre expresión y escritura, existe la mirada.
Ahora siento que en ese pacto hubo algo que perdí, algo que el hijo del rey, cuando se convirtió en rey, añora.
Sigamos.
En el relato Espacio para lo valioso, Benjamin mira una silla a través de una puerta abierta y de la cortina perlada y recogida de una casa. Va a distintas horas, a otras casas y pueblos del sur de España, y la silla siempre está en un lugar diferente. Es todo un misterio para él. Se le ocurre que la misma silla en la que comen, por la tarde la llevan a la galería para mirar la calle. Si tiene colgando un sombrero indica que el padre está en casa y si dejan la red de pesca encima se preparan a salir al mar. Va más hondo. Porque eso es mirar para él. Ir más y más hondo en el pozo que los titanes a pie pelado perforan en mi jardín. Benjamin lee en la silla que en estos pueblos a los objetos se les da espacio para que puedan ser valiosos en toda su magnitud, en contraposición a las casas burguesas donde no hay un lugar libre para que lo valioso pueda brindar sus servicios.
Googleo qué más importante que los movimientos de una silla podría haber visto Benjamin en el sur de España. Aparece un pueblo de 500 habitantes que viven dentro de una roca. Otro con un río que lo atraviesa y separa la “calle de sol” de la “calle de sombra”. Un espectacular faro, imponentes fondos marinos para bucear.
Estando en Tel Aviv, pillo la puerta abierta de un local a la calle que ahora sirve de habitación y donde cocinan un padre judío y su hijo. Estoy horas mirando la olla, los huesos y la formación del caldo. Siento que hay algo más que no estoy viendo. El procedimiento de Benjamin es desafiante. Para él, pensar y mirar no van por carriles separados. Cuando él mira, piensa. Cuando piensa, ve. La imagen no es utilitaria, no adorna. El pensamiento jamás excede en peso, tamaño, sonido, sabor, color, a lo visto. No se ahogan, conversan como dos camaradas. La idea se va formulando mientras la imagen toma cuerpo, y viceversa. El resultado es que después de haber visto la silla a través de la cortina abierta de esas casas en el sur de España, el o la lectora también siente que allí a los objetos se les da espacio para que puedan ser valiosos en toda su magnitud.
Cuando Benjamin me pregunta al oído qué más veo a través de la puerta abierta de ese local en Tel Aviv, le cuento que mi abuelo tenía un local en la Vega en Santiago y que podía haber revuelto el caldo de huesos como estos dos. ¿Qué más?, insiste. En ese momento recuerdo que al local en Tel Aviv entró un sobrino del viejo a contar muy ufano que emigraba a América a hacerse rico. Mientras el padre se burlaba de las aspiraciones del joven, su hijo procedió a lavar la loza. Nunca levantó la mirada de la operación que hacían sus manos; la delicadeza, la atención con la que lavó esos tres platos y tres cucharas me conmovió. Vuelvo a sentir el ahogo que me oprimía en la adolescencia, cuando me daba por pensar que jamás iba a salir del molde que mis padres habían construido para mí. Muchas veces quise describir esa sensación y no pude. La olla, los huesos, el caldo, lo hicieron posible.
Si le hago caso a Benjamin tendré que volver a las circunstancias en las que saboreé mirar por primera vez. Curiosamente, el punto de partida fueron sus fábulas y relatos de viaje que una amiga me prestó para mi primer viaje largo. A esa edad creía que escribir era expresar pensamientos y sentimientos a través de la escritura. Con Benjamin descubrí que entre expresión y escritura, existe la mirada.
Dice Proust: “Miraba los tres árboles, los veía perfectamente, pero mi espíritu sentía que ocultaban algo que no podía aprehender. […] Con mi pensamiento concentrado, intensamente controlado, di un salto hacia los árboles, o mejor dicho en aquella dirección interior donde los veía en mí mismo”.
Saltemos.
Es durante los viajes que hago por el tren ramal Talca-Constitución donde percibo la sensación de que se abre en mi frente un tercer ojo. A las ocho de la mañana bajo en una estación que de estación tiene el puro letrero. Estaré allí hasta que a las seis de la tarde vuelva a pasar el tren. Ni viajar por Ucrania a dedo sola es tan difícil como mirar donde no hay nada. John Berger cuenta que camino a su casa hay un prado que le encanta; se pregunta por qué no va a pasear allí más a menudo, en vez de confiar en que la barrera cerrada lo obligará a detenerse: “Los acontecimientos que tienen lugar en el prado —dos pájaros que se persiguen, una nube que oculta el sol cambiando así el color del verde— adquieren una significación especial porque ocurren los dos o tres minutos que estoy obligado a esperar. Es como si esos minutos llenaran una zona del tiempo que encaja perfectamente en la zona espacial del prado. El espacio y el tiempo se unen…”.
En la estación González Bastías observo a tres ancianos que no venían en el tren y tampoco lo abordan. Por la noche llegan a la casa en la que alojo a ver televisión y, a la mañana siguiente, llegan a la estación con el primer tren. Me da curiosidad saber qué hacen. Cuando quiero preguntarles, han desaparecido.
Al comienzo, el prado es un espacio donde se está a la espera de los acontecimientos que van a tocarnos. Cuando Berger se va de allí, el prado se ha transformado en un acontecimiento en sí mismo. “De manera repentina —escribe— una experiencia de observación desinteresada se abre por el centro y da vida a una alegría que reconocemos al instante como nuestra. El prado ante el que nos hemos detenido parece tener las mismas proporciones de nuestra vida”.
Recuerdo perfectamente en qué estación del ramal sentí que el espacio y el tiempo se unían. Cuando descendí en la estación Toconey encontré a un anciano igual a los de González Bastías. Por la tarde lo volví a encontrar y le pregunté qué hacía allí por segunda vez. Me explicó que el médico del consultorio le recetó caminar 40 minutos diarios para mejorar sus rodillas. ¡Justo el tiempo que demoran las cuatro idas y venidas diarias de los trenes a la estación! ¡Los de González Bastías deben ver al mismo médico!
Desde que resolví el misterio, nunca más paré, miraba, miraba.
Miento, no sabía si miraba o leía.
Lo dice Piglia: “El que narra no entiende lo que cuenta y trata de reconstruirlo para comprenderlo. El primero que hace esa experiencia de reconocimiento es el narrador mismo, él avanza del no saber al saber, de un desconocimiento hacia cierto tipo de certidumbre. La lectura es una experiencia de construcción de sentido. Eso ya lo sabemos desde El Quijote, la primera novela que puso como héroe a un lector de novelas. Una novela que puso como intriga el que alguien le buscara intensidad a los signos, y que esos signos le cambiaban la vida. Allí hay un misterio en esos dos momentos: el narrador que intenta entender lo que narra y el conocimiento a través de los signos de la lectura como uno de los mecanismos más persistentes del conocimiento”.
Por azar fui encontrando los demás ingredientes. Desde el simple “Ver y mirar” hasta la noble percepción. Pedro Gandolfo, en Artes menores, establece una suerte de itinerario para conocer de dónde viene la mirada y hacia dónde va, una suerte de iniciación. Basta con leer los nombres de los ensayos. “Ver y mirar”. “Ver y lo impreciso”. “Ver y lo visible 1”. “Ver y lo visible 2”. “Ver lo que tiembla y viaja”. “Ver dormir”. “Ver el movimiento”. “Ver nuevo y antiguo”. “Ver el color 1”. “Ver el color 2”. “Ver a través del arte”. “Ver con palabras y con imágenes”. “Ver y tocar”. “Oír y ver”. “Mirar por primera vez”.
Sigamos.
En una vuelta me encuentro con lo Infraordinario. Para Georges Perec la silla de Benjamin es todo un acontecimiento, ni qué decir del pájaro que sobrevuela el prado de Berger. Perec prefiere mirar la pelusa que hay junto a la pata derecha de la silla. Y se interroga: “Lo que realmente ocurre, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está? Lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, ¿cómo dar cuenta de ello, cómo interrogarlo, cómo describirlo?… ¿Cómo hablar de esas ‘cosas comunes’, más bien cómo acorralarlas, cómo hacerlas salir, arrancarlas del caparazón al que permanecen pegadas, cómo darles un sentido, un idioma: que hablen por fin de lo que existe, de lo que somos?”.
La tentación de mirar algo importante, central, que nos traiga reconocimiento y nos ponga en la tradición, es enorme. Busco la respuesta en un caserío con cinco viviendas, un riachuelo y un puente colgante al interior de una quebrada poco conocida del norte. Adonde voy siento la violencia soterrada de la sequía agravada por las plantaciones de paltas de unos cuantos millonarios. Especialmente en la casa vecina anida una tensa situación emocional entre el empresario de las micros, casado, y una joven empleada con quien tuvo un hijo, a espaldas de su mujer. Todas las tardes el padre de la madre soltera —abuelo del niño nacido fuera del matrimonio— sale de casa en su motoneta con una hielera de plumavit anudada a la parrilla. Por medio de una bocina anuncia la llegada de los helados de agua. Los niños y niñas salen corriendo al camino bajo el ardiente verano con las monedas agarradas en el puño, atemorizados de que el heladero deje atrás el paisaje de la infancia secado por los nuevos dueños.
Berger dice que el movimiento de la escritura se parece al de la lanzadera de un telar. Como ella, la escritura se acerca a un momento dado de la experiencia para escrutar (cercanía) y toma distancia para conectar. Se acerca y se aleja una y otra vez, viene y se va. A diferencia del telar, la escritura no sigue una pauta fija. A medida que se repite a sí mismo, el movimiento de la escritura aumenta su intimidad con la experiencia. Y al final, si tienes suerte, nos dice Berger, el significado será el fruto de esa intimidad.
La hielera me parece un objeto demasiado grande, la bocina también. Me concentro en las gotas que escurren por el plumavit, mientras el padre de la madre soltera va y viene en la moto desde el pueblo donde compra los helados para no estar en la casa cuando la madre soltera le mienta a su hijo sobre su origen. Me concentro en el vapor que escapa hacia el cielo sin nubes, llevándose consigo las últimas gotas que la cordillera le dio de beber al riachuelo antes de extinguirse los hielos que salen más caros que los helados que vende el padre-abuelo.
Berger dice que el movimiento de la escritura se parece al de la lanzadera de un telar. Como ella, la escritura se acerca a un momento dado de la experiencia para escrutar (cercanía) y toma distancia para conectar. Se acerca y se aleja una y otra vez, viene y se va. A diferencia del telar, la escritura no sigue una pauta fija. A medida que se repite a sí mismo, el movimiento de la escritura aumenta su intimidad con la experiencia. Y al final, si tienes suerte, nos dice Berger, el significado será el fruto de esa intimidad.
El desafío es fascinante. Menos mal que de camino encuentro a Robert Walser, que me ayuda con su magia a volverme tan pequeña como las piedras que saltan a la vista al retirarse las aguas del río, avergonzadas y desnudas ante todos y todas las que pasan hacia la cantina y el prostíbulo al final del caserío. Es tan aliviador no mirar como escritora, como académica, ganadora de premios, reconocida por X o Y, estar con las piedras, dudar con ellas si el agua volverá a correr o nos iremos destiñendo con el sol. En tanto la madre soltera alienta a su hijo a que demande al empresario de las micros para pagarse la universidad y, en ausencia del abuelo heladero, el resto de la familia planea cómo quedarse con el dinero, el conocimiento adquirido en los libros, la comprensión y los conectores gramaticales se deshacen como una paleta de helado. En su lugar aparece una pielcita delicada, impresionable, frágil. Con ella puedo no solo mirar y pensar, también sentir: en mi piel se imprime lo visto, como dice Proust, no hay descripción, es impresión sensible.
“Quizá —dice Perec— se trate finalmente de fundar nuestra propia antropología: la que hablará de nosotros, la que buscará en nosotros lo que durante tanto tiempo hemos copiado de los demás. Ya no lo exótico sino lo endótico”.
En esta parte tendría que decir Sigamos, pero siento que no estoy llegando a ninguna respuesta.
“Ver y mirar”. “Ver y lo impreciso”. “Ver y lo visible 1”. “Ver y lo visible 2”. “Ver lo que tiembla y viaja”. “Ver dormir”. “Ver nuevo y antiguo”. “Mirar por primera vez”… No les encuentro sabor. Me da miedo poner los dedos en las teclas, siento que mi conciencia ya tiene preparado su discurso y que no tengo fuerzas para oponerme.
Suspendemos.
Hasta que un día, como en los cuentos, llega a mis manos Banco a la sombra. La escritora argentina María Moreno viaja con el señor Plaza por Europa, y se escapa a mirar plazas. No va a la Berlín Alexanderplatz de Benjamin o a la Plaine Monceau de Perec, busca la plaza de Catalunya, que rebautizará como la plaza Suplicantes.
Su primer instinto al ver a los mendigos es salir corriendo. No con los pies. Moreno ha demostrado en sus libros lo valiente que es. Ella sale de ahí con la imaginación. Es su imaginación lo que le permite mirar atenta, puntillosa, dedicada, a los mendigos, los locos, las estatuas vivas y, al mismo tiempo, pensar los cuadros vivos.
Su primer instinto al ver a los mendigos es salir corriendo. No con los pies. Moreno ha demostrado en sus libros lo valiente que es. Ella sale de ahí con la imaginación. Es su imaginación lo que le permite mirar atenta, puntillosa, dedicada, a los mendigos, los locos, las estatuas vivas y, al mismo tiempo, pensar los cuadros vivos. “Esas puestas en escena de las damas del siglo XIX en los salones de té, no tienen nada que envidiarle al hombre sin manos y pies que pide dinero en la plaza de Catalunya. Colette desnuda despertando a una momia egipcia tras cuyas vendas se escondía la condesa de Belbeuf, Mata Hari montada en un elefante en medio de un salón donde se tomaba té con masitas”. Moreno se asombra de que la tradición de los cuadros vivos haya sido recuperada por los mendigos de Barcelona que parecen haber creado sus poses con una dedicación que excede el interés utilitario.
Mientras Berger une tiempo y espacio, Moreno los colisiona. No entendemos cómo pasamos de las fotografías de las histéricas de Chacot, a una joven rumana acostada boca abajo sobre la vereda y a La muerte del cisne interpretada por Jorge Luz, pero la seguimos igual, alucinados ante este invento misterioso y seductor que nos propone. Llegamos a prestarle ayuda y hasta a cruzar los dedos para que no se detenga. En ella, el pensamiento, la mirada y la escritura no tienen una conversación fluida. Es filosa, desordenada y, hasta diría, ebria. La estatua viva de la rumana trae al presente la historia del esposo de la hirsuta y desdichada Julia Pastrana, que vendió las momias de su mujer y su bebé a la Universidad de Moscú. Pasan por el costado los personajes de la película Freaks, de Tod Browning. Moreno vuelve a la plaza después de que se apagan las luminarias, encuentra un banco oculto por tres árboles proustianos, desde los que puede ver a los tres mendigos en su coreografía conjunta, sin ser vista. Le parece que también duermen ahí. “Yo no estaba tan limpia como ellos”, se compara. Le toca el turno de bañarse en la fuente al mendigo que no tiene manos o piernas. A Moreno le parece que se abandona al placer del agua como Mata Hari al desierto. Ya vestido y peinado, el parapléjico intenta encender un cigarro con el cuerpo mojado. La Moreno tiene el reflejo de ir en su ayuda y no lo concreta. Cada vez que me adelanto y predigo lo que viene, ella cambia de rumbo. O pasa de largo. Las imágenes están, no solo extremadamente distantes las unas de las otras, pertenecen a conjuntos, tienen texturas, distintas, es imposible hacerlas calzar con lógica. A la lástima fácil que busca imponer la conciencia timorata, Moreno antepone su confianza en que el mendigo inventó un método para encender el cigarrillo que fuma todas las noches después de bañarse en la fuente. Sus imágenes no están prolijamente cosidas, tejidas o entrelazadas, producen una suerte de combustión interna.
Escribe del mendigo: “Había apoyado la caja de fósforos de madera para que la pared de la fuente la mantuviera quieta. Que su dificultad no proviniera de su defecto sino de hacer fuego con el cuerpo mojado me parecía una coquetería cercana a la jactancia. ‘No se puede encender con facilidad un fósforo con una parte del cuerpo mojada’, parecía decir su mueca de impaciencia”. Luego, en la oscuridad, Moreno distingue el fuego del cigarrillo encendido. “Sentí emoción. Lo había visto ser como todos los hombres”.
Sigamos.
En Especies de espacios, Perec enseña a mirar una calle Inventariar, comparar, describir, descubrir un ritmo, descifrar, encontrar excepciones… Al final de este exhaustivo relevamiento, dice algo que recién ahora entiendo:
“Continuar hasta que el lugar se haga improbable”.
Es el sentido en el que hay que dar vuelta el batidor de madera de boj para que la mirada no quede bien situada, cómoda, aceitada, para que no se crea con veteranía o autoridad; para que nunca olvide el peligro de la batalla y el acecho, el calor del horno y la dulzura del descanso, la presencia ajena y el futuro oscuro.
Diez años después de haber escrito Ramal viajé nuevamente en el buscarril. Tenía miedo de que sus habitantes estuvieran molestos, ofendidos con lo que escribí de ellos y ellas en el libro. Lo que encontré fue una sorpresa. Las personas que viven en el ramal no se parecen en nada a los personajes de Ramal. Siendo una novela rigurosamente documental, después del gran incendio, el maremoto y terremoto, hasta el paisaje parece inventado.
El tercer ojo que se abrió en mi frente nunca sirvió para mirar. Lo que hace es inventar. Ahora que lo sé, vuelve a mí el deseo de mirar.
Sigamos.
Imagen: Estación Toconey del ramal Talca-Constitución.
Releí La Araucana para un seminario de literaturas nacionales, o más bien la leí, pues la tenía por libro aburrido, machista e incomprensible. Tuvo que pasar mucho barroco hispanoamericano para adecuar la mirada al español castizo, a la apreciación de la forma de la literatura y a la historia literaria misma. “Chile recta provincia señalada / de la región Antártica famosa”: reconocí el verso que recitaba mi madre en recuerdo de las enseñanzas de sus años escolares; fue como si recién pudiera subir el volumen, escuchar la referencia a la épica de Alonso de Ercilla.
Publicada en 1598, La Araucana funda nuestro canon. Es decir, la literatura chilena arranca con un poema épico, el de los vencedores sobre los vencidos.
¿Cómo calificar este dato? A mí me parece increíble. Y sí, lamentablemente es “repetido”, como sentir que se habla una y otra vez de lo mismo. Sin embargo, el feminismo nos llama a buscar en la obra las figuraciones de lo femenino que han sido poco y mal leídas, amplificar las miradas “repetidas” que mantiene el canon, pues cuando hablamos las mujeres tenemos harto que decir sobre cómo se nos ha figurado. Por eso vuelvo al texto.
La Guerra de Arauco, cantada como una gloriosa batalla, muestra el valor del ejército español para derrotar a los feroces y sanguinarios “araucanos”. Ercilla relata que incluso las mujeres gestantes acudían a la batalla. Y que Fresia, al conocer la derrota de su compañero Lautaro, asesinó a sus hijos para librarlos de la deshonra, lanzándolos por un barranco.
Su valor historiográfico hizo que fuera leída como un testimonio verídico; ahí se contraponen personajes femeninos que protagonizan las historias pastoriles entre batallas: Glaura, Lauca y Tegualda, “princesas mapuche” de acuerdo a José Toribio Medina en su lectura de 1928, que representan pasajes puramente ficcionales dentro del poema. La idea de una “princesa mapuche” me parece ridícula y preocupante. Más aún, sufro pensando en cuántos siglos llevamos siendo en la literatura damiselas en apuros.
Quienes nos interesamos en la relación entre literatura y género tenemos mucho que leer y construir a partir de la forma en que hemos sido representadas y omitidas. A la idealización castiza de lo femenino, podemos oponer lo que nos dice la historia: que los secuestros y violaciones de mujeres fueron armas comunes a ambos bandos, lo que tampoco debe ser interpretado como una forma de jugar al empate.
La escena es: ha terminado la batalla, y Alonso de Ercilla camina entre los cadáveres y pueblos conquistados, y en cada uno encuentra a una “princesa mapuche”, hijas de caciques, quienes le cuentan su historia, a pedido del soldado: Glaura, hija de Quilicura, sufre los acosos de un familiar. Es salvada de la violación por una bala española que mata a su atacante, pero también a su padre; luego Cariolán la salva de dos esclavos que la desnudan, y ella lo desposa en agradecimiento. En un nuevo ataque, Cariolán oculta a Glaura en el bosque mientras él acude a la batalla, quedando ella nuevamente a la deriva. Así la encuentra Ercilla, que al reconocer en uno de sus esclavos a Cariolán lo libera para que vuelva con ella.
Lauca, hija de Millalauco, aparece con ropajes y actitud noble sobre la hierba con una herida letal en la cabeza, que aumenta su hermosura adolescente. Lauca ruega a Ercilla que le quite la vida para liberarla del sufrimiento que vive por ver a su marido morir, y recibir ella solo una herida, pero él “viendo que era / más cruel el amor que la herida”, decide rescatarla. Tegualda aparece tras la batalla de Tucapel, buscando el cuerpo de Crepino, su marido. Tegualda también ruega por ser asesinada, pero el soldado la conduce “donde en honesta guarda y compañía / de mujeres casadas quedó”. El designio trágico de las “princesas” eleva la honra de Ercilla, quien personifica el hombre de armas y de letras.
Las “princesas mapuche” se ubican en la frontera entre realidad y ficción, y están despojadas de sus historias y destinos. Quienes nos interesamos en la relación entre literatura y género tenemos mucho que leer y construir a partir de la forma en que hemos sido representadas y omitidas. A la idealización castiza de lo femenino, podemos oponer lo que nos dice la historia: que los secuestros y violaciones de mujeres fueron armas comunes a ambos bandos, lo que tampoco debe ser interpretado como una forma de jugar al empate. Los destinos de Tegualda y Lauca podrían haber sido en verdad los de una esclavitud romantizada, con la imposición de la castidad como forma de colonizar los cuerpos; y el peligro constante de violación que vive Glaura, una sugerencia de que la violencia de género goza de longevidad en Abya Yala.
La Araucana, Alonso de Ercilla, Cátedra, 2011, 1.032 páginas, $34.000.
Tras 16 años sin publicar una novela, Cormac McCarthy hizo su esperado retorno con El pasajero y Stella Maris, libros que en inglés aparecieron con meses de diferencia, pero que en español se editaron en un mismo volumen. Esta es una decisión importante, ya que, aunque podrían ser leídos de manera individual, ambos relatos son hermanos: tienen una relación tan interdependiente y complicada como la de sus protagonistas, dos hijos de un físico que trabajó con Oppenheimer en la bomba atómica y que sienten una enorme atracción incestuosa no consumada.
El pasajero empieza como una historia de misterio en que Bobby, un exfísico teórico y corredor de la Fórmula 2 vuelto buzo de rescate, explora un avión caído al mar en 1980 y descubre que falta un pasajero, tras lo cual es acosado por agentes que sospechan de él; en paralelo, al inicio de cada capítulo y en cursivas, se nos presenta la historia de su hermana muerta, que fue diagnosticada con esquizofrenia y sufría alucinaciones. Stella Maris, por su parte, es un relato mucho más breve, que consiste en la transcripción de siete sesiones de Alicia con su psiquiatra en 1972, en los días anteriores a su suicidio, luego de abandonar su precoz doctorado y su carrera en la matemática pura, mientras Bobby estaba con muerte cerebral en Italia por un accidente automovilístico. Pero más allá del argumento superficial, ambas novelas son reflexiones sobre los límites de nuestra capacidad de conocer la realidad, ya sea por medio de las palabras o los números, una preocupación epistemológica que a primera vista parece diferir de todo aquello a lo que McCarthy nos tenía acostumbrados.
Hay bastante acuerdo en que existen al menos dos periodos definidos en la obra del autor. A la primera etapa pertenecen El guardián del vergel (1965), La oscuridad exterior (1968), Hijo de Dios (1973) y Suttree (1979), novelas que por su ambientación y temáticas se enmarcan en la tradición del gótico sureño estadounidense, con notorias huellas de Faulkner. El segundo periodo se compone de una serie de narraciones con elementos del wéstern y que transcurren en la frontera suroeste de Estados Unidos con México: la violenta, épica y genial Meridiano de sangre (1985), seguida de la trilogía formada por Todos los hermosos caballos (1992), En la frontera (1994) y Ciudades de la llanura (1998), y finalmente No es país para viejos (2005), uno de esos casos poco comunes en que la adaptación cinematográfica funciona aún mejor que el libro por haber desnudado la historia hasta los huesos.
Después apareció La carretera (2006), novela posapocalíptica ganadora del Pulitzer que hizo famoso a McCarthy, quien siempre se escondió de las luces. Esta obra conserva la brutalidad característica del autor, ya que en ella los pocos sobrevivientes han llegado a extremos como el canibalismo, pero con un lenguaje que alcanza un tono lírico en su contención; es la historia de un padre perseguido por el suicidio de su esposa y un hijo que logra mantener su inocencia, compasión y esperanza en ese mundo que es el único que conoce. La carretera marcó un quiebre con su trabajo anterior y el inicio de lo que algunos han llamado silencio, pero que no ha sido tal: durante estos años McCarthy ha escrito guiones de teatro y cine, de los cuales El Sunset Limited (2006) y El consejero (2013) se publicaron en formato libro, aunque en gran medida su interés se volcó hacia la ciencia —es miembro del Santa Fe Institute, que se enfoca en el estudio de sistemas complejos desde la multidisciplinariedad—, como lo evidencia “The Kekulé Problem” (2017), un ensayo muy ligado a sus nuevas novelas que aborda el origen del lenguaje como un parásito en nuestro cerebro, mientras que el inconsciente es un fenómeno muy anterior y, por eso mismo, suele expresarse de manera no lingüística, como cuando el químico alemán August Kekulé comprendió la estructura en anillo de la molécula de benceno al soñar con el uróboro, la serpiente que se come su propia cola.
La publicación de El pasajero y Stella Maris parece concluir —al menos por ahora— una tercera etapa en la obra del escritor, iniciada por su novela anterior. Los paralelismos entre estos relatos pareados y La carretera son notorios: el protagonista masculino de El pasajero deambula perseguido por un peligro poco claro mientras huye del fantasma de la mujer suicida a quien amaba, Stella Maris se estructura a través del diálogo de dos personajes solos ante la inminencia de la muerte, y ambos libros continúan el tema apocalíptico de La carretera: aunque ahora sea a través de discusiones sobre el desarrollo del modelo estándar de la física de partículas o sobre el platonismo matemático, y aunque los relatos se ambienten en el pasado en lugar de un indeterminado futuro, la pregunta de estas novelas remite al fin del mundo y del ser humano.
Puede que este no sea el libro más adecuado para entrar al mundo de McCarthy, excepto para quienes tengan un especial interés por sus temas epistemológicos, matemáticos y físicos, ni mucho menos el mejor que ha escrito, pero aun así hay algo fascinante en verlo lanzarse a experimentar a sus 89 años y que lo haga con la misma desfachatez barroca con que se entregó a explorar la oscuridad del ser humano en sus novelas más sobresalientes.
Otro aspecto central de La carretera era la paternidad, que aquí no solo se manifiesta en el hecho de que el padre de los protagonistas sea uno de los creadores de la bomba atómica, que engendró muchos miedos apocalípticos, sino también en la posibilidad de que los hermanos hubiesen podido engendrar un hijo, que ronda la conversación de Stella Maris. Quizás por eso es que el Chico, la principal visión que persigue a Alicia desde los 12 años —cuando perdió a su madre y menstruó por primera vez—, sea un enano con aletas y “Cicatrices en el cráneo. Como si hubiera sufrido un accidente. O nacido de un parto difícil. [Que] Habla por los codos y emplea frases hechas que estoy segura de que no entiende. Como si se hubiera topado con el lenguaje en alguna parte y no supiera muy bien qué hacer con él”. El Chico, que también parece simbolizar el inconsciente mismo en su relación con el lenguaje —lo anunciado en el ensayo sobre Kekulé—, le presenta de manera explícita algunas de las ideas centrales del libro a Alicia: “Nunca sabrás de qué está hecho el mundo. Lo único seguro es que no se compone del mundo. Cuando te acercas mucho a una descripción matemática de la realidad no puedes evitar perder eso que está siendo descrito”.
En sus novelas anteriores, quizás precisamente por surgir en un ambiente dominado por la acción y la violencia, los momentos reflexivos —los monólogos cansados del sheriff Bell o los diálogos breves, punzantes y de alta tensión de Chigurh en No es país para viejos— brillaban. Por el contrario, en estas nuevas novelas abundan los parlamentos expositivos y lo que ansiamos son las páginas en que McCarthy nos permite degustar su brutalidad característica, como cuando un veterano se arrepiente de haber matado a unos elefantes en medio de la violencia sin sentido de Vietnam, cuando Alicia describe en forma tan pormenorizada el efecto que tendría en su cuerpo el suicidarse arrojándose a un lago gélido que la hace cambiar de opinión, o cuando se relata el efecto de la bomba nuclear en Hiroshima: “Personas quemadas reptaban entre los cadáveres como espantosas apariciones en un crematorio inmenso. Pensaban simplemente que era el fin del mundo. (…) Aquellos que sobrevivieron recordarían a menudo estos horrores con un cierto toque estético. En aquel fantasmagórico florecer micoidal del amanecer como un loto maligno y en el derretirse de sólidos hasta entonces creídos incapaces de tal derretimiento se erguía una verdad que silenciaría toda poesía durante un millar de años”.
Puede que este no sea el libro más adecuado para entrar al mundo de McCarthy, excepto para quienes tengan un especial interés por sus temas epistemológicos, matemáticos y físicos, ni mucho menos el mejor que ha escrito, pero aun así hay algo fascinante en verlo lanzarse a experimentar a sus 89 años y que lo haga con la misma desfachatez barroca con que se entregó a explorar la oscuridad del ser humano en sus novelas más sobresalientes. En ese sentido, sigue siendo el autor de Meridiano de sangre, una obra maestra a la que le perdonamos sus excesos por la cruenta belleza de sus mejores pasajes, como ocurre con el olvidable epílogo incluido luego del final perfecto del juez Holden bailando y proclamando su inmortalidad.
Esa imagen de Holden dando vueltas hasta la eternidad ya anunciaba el interés de McCarthy por la última persona de la historia, que también es la primera, aquella en que surgió el parásito del lenguaje, porque como nos recuerda el uróboro, el origen y el fin, génesis y apocalipsis, son inseparables y casi indistinguibles. La estructura de estas novelas entrelazadas subraya lo mismo: El pasajero, que se inicia con el final elidido en Stella Maris y transcurre antes y después de esta, jamás resuelve el argumento que se plantea como central al principio de la trama, y la historia de Bobby culmina con la idea de reencontrarse con Alicia tras la muerte, convertido en el único sobreviviente: “Sabía que el día que muriera vería el rostro de ella y quería pensar que podía llevarse consigo aquella hermosura, él, el último pagano sobre la faz de la tierra, cantando en su jergón a media voz en una lengua ignota”.
El pasajero / Stella Maris, Cormac McCarthy (traducción de Luis Murillo Fort), Literatura Random House, 2022, 624 páginas, $20.000.
De acuerdo: es el acontecimiento central del siglo XX, tanto desde el punto de vista de sus plenitudes como de sus miserias. Hay pocos fenómenos políticos que se le comparen en magnitud, profundidad y proyecciones. Pocos hay también que hayan generado tantas expectativas y probablemente ninguno que esté asociado a tantos sufrimientos y decepciones. Fue la mayor maquinaria constructora de utopías e ilusiones de los tiempos modernos, y un experimento de ingeniería social como el mundo nunca había conocido. El balance general, sin embargo, no es satisfactorio porque, más allá de las decepciones, durante décadas estuvo asociada a un inmenso aparato policial responsable de asesinatos, abusos y hambrunas.
A pesar de corresponder en sus orígenes a un formidable proyecto político de liberación y justicia social, informado inicialmente tanto por el pensamiento liberal como por el marxismo, la Revolución rusa fue antes hija de las circunstancias que el producto de una conspiración o plan diseñado hasta en sus últimos detalles. Si hay una primera impresión que domina la totalidad de las mil páginas del libro de Orlando Figes, y que se mantiene inalterable hasta el final, es que, como ocurre siempre en las revoluciones, lo que pasa al comienzo tiene poco que ver con el desenlace. Parece ser cierto, como lo supieron en Francia las dirigencias responsables de la caída del Antiguo Régimen tras el asalto a La Bastilla, que llega un momento en que las revoluciones se salen del control de sus gestores y terminan devorando a sus propios hijos, alcanzando una dinámica cuya velocidad, rumbo y alcances no figuraba en el libreto inicial.
El libro de Figes es portentoso en términos de rigor, calado y ambición. Solo un hombre tan compenetrado como él con la historia rusa, tan sensible a la variedad del tablero étnico y religioso congregado por el país más grande del mundo, tan atento a la experiencia de siglos de europeización forzada a partir de Pedro el Grande y tan leal a las tradiciones de rigor de la historiografía británica, podía haber acometido esta empresa que junta vidas privadas con sueños colectivos, reformas políticas con realidades económicas, antiguas maneras de pensar con resentimientos súbitos, heroísmos fuera de toda escala y miopías que aun hoy siguen siendo impresentables. La Revolución rusa fue una gigantesca embarcación cuyos jerarcas y dirigentes creían conducir, pero que en realidad chocó una y otra vez con los arrecifes de la decepción hasta que su tinglado —su proa, sus mástiles, su poderosa sala de máquinas— se vino sorpresivamente abajo a fines de 1989, luego de haber sobrevivido siete décadas y haber levantado una potencia mundial que amenazó de igual a igual a Occidente.
Figes rescata soberbiamente los inicios de ese proceso, un hecho histórico posiblemente irrepetible por dos grandes razones. Porque es difícil concebir a estas alturas un proyecto histórico que se proponga cambiar de manera radical no solamente la sociedad sino también la naturaleza humana, dado que hacia allá apuntaban los tiros de Lenin, su gran timonel. Y porque también parece inviable que en otro lugar del mundo puedan volver a colisionar placas de la misma magnitud que chocaron en Rusia a comienzos del siglo pasado. Eran las placas de la Rusia burguesa y la Rusia feudal; del inmovilismo autocrático y del cambio cultural; de la industrialización incipiente y de la economía campesina arcaica; de la gradual emancipación de los sectores medios y del vertiginoso mesianismo y fragor intelectual que capturó a las élites pensantes.
La mesa puesta
Figes deja en claro que la Revolución partió sin aviso y que no hubo día que no marchara contra el reloj. Es cierto que el año 1905 la Rusia zarista había vivido una suerte de ensayo general de lo que fue la Revolución de 1917. También es cierto que el partido bolchevique (en realidad, la facción más radical del Partido Social Demócrata Ruso) no había dejado de presionar un solo día por cambios rupturistas y violentos. Pero no es cierto que el desarrollo de la Revolución haya correspondido a un programa subversivo completamente afinado. Tampoco que Lenin haya podido tener plena certeza del rumbo que las cosas iban a tomar. La mecha de la inestabilidad, por lo demás, no la encendió el bolchevismo sino más bien los reformistas que, desde la vereda del liberalismo, estaban empeñados en transformar la autocracia zarista en una monarquía constitucional parecida a las del resto de Europa. Más que ellos, incluso, quienes la encienden son los batallones del ejército imperial que se descuelgan de las órdenes de represión en San Petersburgo a comienzos del año 1917, estando Lenin en Zúrich, y pasan a incorporarse a las movilizaciones populares que exigían cambios. La Revolución gatillada por la actitud de esos soldados ni siquiera estaba en el horizonte mental de quienes se declaraban marxistas, porque si de algo este grupo estaba convencido es de que Rusia no disponía —como Alemania y otras naciones europeas— de un proletariado industrial con las potencialidades suficientes para sustentar un proceso revolucionario congruente con lo que Marx había escrito.
Sin embargo, las cosas se fueron dando solas, sin que nadie las buscara y nadie, tampoco, las pidiera. En retrospectiva, claro, es fácil advertir que la mesa estaba puesta y que la esclerosis del zarismo estaba generando un vacío de poder de dimensiones colosales. Pero también podía ser que el estallido hubiera ocurrido varios años antes o muchos años después. Está claro en la lectura de este libro que lo que situó la Revolución el año 17 no fueron los revolucionarios. Fue la Primera Guerra Mundial. Tres años interminables de una guerra feroz, de extraordinaria crueldad y sin sentido, al menos para la gran mayoría del pueblo ruso. Fue una guerra que terminó succionándolo todo: sangre, energía, armamentos, imaginación, valores, alimentos, inteligencia, riquezas, lágrimas. Fue eso lo que hizo que el imperio se volviera insostenible. Eso y una serie de otros factores de muy distinta jerarquía e incidencia, cada uno de los cuales hablaba de un Estado en bancarrota, de una élite descompuesta, de una economía atascada, de un ejército herido por sucesivas derrotas, de un campesinado diezmado por la confiscación y las conscripciones, de un proletariado golpeado por la inflación y, en fin, hasta de un pueblo que se sentía injustamente castigado por la ley seca (con todo lo que eso significaba en la tradición alcohólica rusa) luego que el zarismo la impusiera apenas Rusia entró a la guerra.
¿Era sostenible un cuadro así? ¿Podía resistir el sistema político a tanto descalabro si, adicionalmente, la conducción del zar no solo era débil sino también errática, dividida su cabeza como estaba entre el autócrata irredento que llevaba adentro, el reformista a contrapelo que le aconsejaban sus ministros y el tirano de mano dura que deseaba ver en él su mujer, la emperatriz Alexandra en sus delirios de orfandad después del asesinato de Rasputín el año antes?
Obviamente que no, por mucho que hasta antes de la guerra el país se estaba modernizando, la educación se estaba expandiendo, la burocracia se profesionalizaba y podía incluso comenzar a hablarse, por primera vez en siglos, de una clase media de creciente protagonismo, al menos en las grandes ciudades. A comienzos de 1917 la guerra ya había borrado todo eso y las derrotas se habían traducido en hambrunas, pestes, pesimismo, carestía y resentimiento. Obligado el zar a dimitir por efecto de los violentos disturbios populares de febrero del 17, y ya sin fuerzas leales que lo protegieran en San Petersburgo, se instala un gobierno provisional que intenta hacerle guiños no muy convincentes al régimen parlamentario, el cual desde el primer día de gestión tendrá que vérselas con las organizaciones, los soviets, los sindicatos y los comités comunales que la propia sociedad civil había formado en los años previos como respuesta a la crisis, ante la indolencia de la corte y los gobiernos. Esa, la de febrero de 1917, es la primera Revolución, que fue caótica, popular y muy violenta. El país ya se ha tornado ingobernable. Los bolcheviques, aun siendo minoría, están a punto de hacerse del poder en julio, pero por falta de resolución o de coraje dejan pasar la ocasión. Tres meses después, prácticamente les cae el poder en las manos, sin disparar ni un tiro ni lamentar muchos muertos. La Revolución triunfa por segunda vez, pero ahora, claro, ya no tiene el color azul del liberalismo constitucional sino el rojo del comunismo.
El libro de Figes es portentoso en términos de rigor, calado y ambición. Solo un hombre tan compenetrado como él con la historia rusa, tan sensible a la variedad del tablero étnico y religioso congregado por el país más grande del mundo, tan atento a la experiencia de siglos de europeización forzada a partir de Pedro el Grande y tan leal a las tradiciones de rigor de la historiografía británica, podía haber acometido esta empresa.
Las marcas de Figes
Entre muchos otros, he aquí algunos de los aspectos más interesantes de esta historia:
1. La Revolución no inventó el terror, aunque sí lo canalizó y estimuló. El terror vino de abajo, del resentimiento popular. El espíritu de revancha, de humillación y crueldad, de destrucción y vandalismo, está asociado a la primera hora del proceso y corresponde a un resentimiento que estaba reprimido posiblemente hacía décadas o siglos en la jerarquizada sociedad rusa. La Checa, el siniestro aparato institucional de represión del régimen soviético, aparece uno o dos años después de las tropelías, robos, ensañamientos, asesinatos y despojos de que fueron víctimas tanto la aristocracia como la alta burguesía.
2. El terror fue funcional a la guerra civil que sucede a la captura del poder por parte del partido bolchevique y supuso condiciones de control político extremadamente duras. La guerra civil se hizo inevitable desde el momento en que parte del diezmado ejército imperial consiguió rearticularse. Pero para entonces, ya había tenido lugar un cambio de proporciones en Rusia. El campesinado había logrado hacerse de enormes paños de tierra pertenecientes a la nobleza y en eso, ellos creían, no había vuelta atrás. El ejército rojo, mientras tanto, estaba dando sus pasos iniciales bajo la dirección de Trotski. El país, en muchas de sus regiones, había caído en la anarquía. Los blancos estaban desmoralizados y, habiendo dejado su estrategia de combate exclusivamente en manos de militares, es evidente que sus dirigentes subestimaron la variable política de la guerra, que fue lo que en definitiva dio el triunfo a los rojos, a pesar de las debilidades que tenían y de los continuos y casi inverosímiles errores que cometieron.
3. Precisamente porque Figes es un experto en la complejidad de la textura de la sociedad rusa del siglo XIX y comienzos del XX, su libro justifica a una serie de activistas, comisarios, soldados y combatientes que abrazaron muy temprano la causa de la Revolución y llegaron a ocupar posiciones destacadas. También los hubo que tuvieron un destino trágico. En mayor o menor medida, todos ellos provenían del campesinado o de los grupos menos aventajados de la sociedad; todos, también, se ajustaron al modelo del revolucionario profesional y ciento por ciento dedicado a los desafíos del partido definido por Lenin. Con todos los excesos que pueden haber cometido, la apasionada respuesta que tuvieron, la fe con que abrazaron la causa, el compromiso inquebrantable que mantuvieron y el fuego que los movió, no solo es parte de la épica más genuina de la Revolución sino también uno de los capítulos finales de la inocencia en política. Probablemente nunca más el mundo iba a volver a ver una generación así. Ya se encargaría el siglo XX de conectar la política con crecientes dosis de manipulación o cinismo. El autor perfila con singular agudeza la vida privada y pública de muchas de esas figuras y estos apuntes confieren a su historia la sensación de estar frente a un río que arrastró, capturó e ingirió miles y miles de biografías como las suyas.
4. Figes también hace justicia a una serie de figuras desgarradas, básicamente porque no encajaban bien en su propio bando ni en ningún otro, cuyos dilemas la Revolución terminó por devorar, aplastar u olvidar. En este frente hay varios excelentes retratos. Entre otros, el del ministro Piotr Stolypin, cabeza del gabinete del zar entre 1906 y 1911, el hombre en cuyos planes estaba terminar, vía parcelaciones y derechos de propiedad, con el arcaico sistema de las tierras comunales del campesinado ruso, lo que a la vuelta de pocos años podría haber generado una clase media rural potente que habría hecho abortar la Revolución. Sus ideas no eran malas. Pero ya era tarde. Figes lo compara con lo que fue Gorbachov y el paralelo no resulta descaminado. También está el perfil del príncipe Gueorgui Lvov, primer jefe de gobierno de la Rusia democrática, a quien bastaron cuatro meses para que le encaneciera totalmente el cabello; político maniobrero en vísperas de la caída del gobierno provisional de Kérenski, fue uno de los grandes referentes con posterioridad del exilio ruso en París, donde organizó campañas de ayuda para combatir las hambrunas en su patria. Por supuesto, también está el retrato de Kérenski, brillante, joven, ambicioso, arrogante, irresoluto, que quiso quedar bien tanto con la izquierda como con la derecha… y terminó mal con ambas. Y el del general Brusílov, un aristócrata con larga hoja de servicios en el ejército imperial, de exitoso desempeño durante la Primera Guerra, que alcanza la comandancia en jefe después de la Revolución de febrero del 17 y durante la guerra civil decide pasarse al ejército rojo por consideraciones estrictamente nacionalistas. ¿Oportunismo, traición, deslealtad? No, lo hace porque no quería ver al imperio más lastimado de lo que ya estaba tras la pérdida de Polonia, las repúblicas bálticas y Finlandia. El suyo es un caso curioso. Figes dice que al general le gustaba profetizar: “El bolchevismo desaparecerá un día y todo lo que quedará será el pueblo ruso y aquellos que han permanecido en Rusia para dirigirlo por el camino correcto”. La galería de personajes de sentimientos encontrados con la Revolución se completa con el retrato de Maksim Gorki, autor al menos de dos novelas canónicas, Los bajos fondos y La madre, gran escritor que fue a la vez profeta, recaudador y agente de la Revolución, en seguida crítico de la misma, porque nunca perdonó la violencia, la censura y el autoritarismo leninista, más tarde víctima y exiliado, de nuevo héroe tiempo después, cuando se reconcilió con Lenin, de quien era amigo, y finalmente —arresto domiciliario mediante— una gloria nacional incómoda en la Rusia estalinista de los años 30.
5. Toda revolución triunfante supone obviamente derrotados y los primeros en subir al cadalso o a la infamia de los campos de reclusión fueron los aristócratas y la alta burguesía. Al fin y al cabo, contra ellos fue el levantamiento. Por lo mismo, quizás mucho peor fue el desenlace para grupos que habiéndose subido al carro de la Revolución, habiendo jugado un rol decisivo en su victoria, terminaron enfrentando un destino tanto o más trágico. Fue el caso del campesinado, que se embriagó con la posibilidad de acceder a las tierras de la nobleza, entre otras cosas porque el crecimiento demográfico y los rudimentarios métodos de cultivo en tierras comunales ya lo estaban matando de hambre. Mirados por los revolucionarios de forma persistente con sospecha, tanto porque representaban el peso de la religión y del conservadurismo como porque —según Marx— el protagonismo de la revolución correspondía al proletariado industrial, el campesinado apoyó y se ilusionó creyendo que el nuevo régimen le iba a reconocer sus derechos a la tierra. Inicialmente así fue. Pero al poco tiempo se advirtió que había caído en una trampa que le significó despojo, abandono y exterminio. También fue el caso de los grupos políticos que confiaron en la vocación democrática de los bolcheviques y, peor aún, de los que hicieron alianza con ellos y salvaron la Revolución bolchevique en momentos en los cuales prácticamente estuvo derrotada. Fue el caso de los eseristas más radicalizados y también de los mencheviques de izquierda. Los primeros provenían de un partido populista campesino que fue importante en el levantamiento del año 1905, que después declinó aunque volvió a la primera línea en el cuadro político de 1917, al punto que uno de sus dirigentes, Aleksandr Kérenski, encabezaría el último gobierno provisional. Era un partido inorgánico pero grande: se quedó con el 38% de los votos en las elecciones de la Asamblea Constituyente de noviembre del 17, que después los bolcheviques desconocieron. En esos comicios, los bolcheviques conseguirían el 24% de los votos, seguidos por el partido liberal o kadete (15%), los eseristas ucranios (12%) y los mencheviques (3%). Esta última facción se había descapitalizado políticamente muy rápido, no obstante que en algún momento fue la base mayoritaria y moderada del Partido Socialdemócrata Ruso. Lo concreto es que, tal como en el caso de los eseristas, sus militantes y dirigentes fueron aplastados sin contemplaciones ya a fines del verano de 1921.
6. Son pocas las páginas del libro de Figes donde no esté presente la figura —o la sombra— de Lenin como gran eje de la Revolución. Resuelto, iluminado, obsesivo, pragmático, duro cuando había que serlo y dúctil o empático cuando le convenía, su liderazgo fue una enorme reserva de inspiración, trabajo y energía. Según Figes, con el tiempo se fue volviendo cada vez más destemplado e irascible en el manejo de los asuntos del gobierno y del partido. Es posible que a fines de 1921, cuando se presentaron los primeros síntomas de su enfermedad (insomnio, agotamiento, pérdidas de memoria, problemas motrices), haya sentido, con enorme frustración, que era tarde para resolver problemas que la revolución traía de arrastre. Entre esos estaba el tema de la sucesión (imposible de resolver en todas las dictaduras), el problema de las nacionalidades y el de la burocratización de Rusia, que convertiría a Stalin, “la fuerza gris” del papeleo, las orgánicas y la mediocridad, en el amo y señor de la Revolución. Los últimos días de Lenin fueron de mucha duda y tormento. El retrato que entrega Figes de ese Lenin terminal, sin cerrar la puerta a nuevas interpretaciones, es dramático, porque no le gustaba el futuro que alcanzaba a visualizar. Parece haberse arrepentido de habérsela jugado por Stalin. Parece haber intentado redimir o compensar a Trotski, brillante, visionario, personalista y a veces muy descriteriado. Lo concreto es que, sin margen ya de maniobra, las cartas estaban echadas y a esas alturas solo quedaba apretar los dientes.
Esta historia pasa a llevar numerosos mitos históricos y políticos construidos por el comunismo ruso. Figes se cuida de no poner demasiado énfasis en ellos, aunque queda en evidencia que la captura del poder por parte de los bolcheviques fue mucho menos heroica de lo que el partido hizo creer y sus dirigentes bastante menos resueltos de lo que quedaron grabados en la estatuaria soviética. El régimen siempre necesitó de una épica y de mitología ad-hoc para legitimarse y funcionar; por lo mismo, no es raro que entre la historia oficial y esta de Figes, existan desencuentros importantes.
La puerta de las conjeturas
No hay que perderlo de vista: Figes escribe historia. Fiel a los postulados de Ranke, en orden a que el historiador debe cerrar la boca y dejar que hablen los hechos, el autor narra lo que sucedió, no lo que podría haber sucedido, sin perjuicio, claro, de establecer conexiones, de buscar paralelos y formular preguntas respecto del rumbo que fueron tomando los acontecimientos. Así y todo, al concluir esta historia monumental, es lícito que el autor se pregunte si las cosas pudieron haber sido de otro modo de no mediar muchas veces circunstancias fortuitas o caracteres anómalos que estuvieron en el lugar indicado y en el momento exacto. Sí, es lícito abrir la puerta de las conjeturas, pero al final no es muy productivo. Lo que el historiador tiene que hacer es explicar por qué las cosas fueron como fueron. Rusia era un país muy singular no solo al momento de la Revolución sino al menos desde medio siglo antes. Irène Némiroski, que tiene autoridad para hablar de estos temas, dice que cuando se abolió la servidumbre hacia 1865 hacía ya mucho tiempo que la sociedad estaba anhelando ese y otros cambios sociales y que la glorificación del campesinado ruso, del mujik sufrido, bárbaro, embrutecido por la pobreza y el vasallaje, aunque sentimental e inocente, pasó a formar parte de un arrebato mistificador que terminó por conquistar distintos espacios de la sociedad y, muy especialmente, de la imaginación de la intelligentsia. Esa percepción desde luego favoreció los vientos de la Revolución desde mucho antes del 17. En 1881, el zar Alejandro II había sido víctima de un atentado terrorista que le costó la vida y, desde luego, el régimen a partir de ahí se endureció más. Vino después la revolución de 1905, que fue particularmente extendida, popular y violenta y que significó la vaga promesa de una monarquía parlamentaria, que en realidad nunca fue tal. Aunque el régimen político era la consagración del inmovilismo, la sociedad civil emergente, incluso amplios sectores de la nobleza, para no hablar del mundo cultural, estaban intensamente jugados por un cambio profundo, muy profundo, aunque no muy bien evaluado. Entre otras cosas, esa exaltación del ánimo nacional, esa difusa aunque extendida demanda de reformas, es lo que le dio ribetes misionales o incluso mesiánicos al trabajo de escritores como Dostoievski, Gógol, Tolstói, Turguénev y Gorki. A partir de este contexto, de malestar por un lado y de idealizaciones por el otro, puede tener sentido decir que, mucho antes de la Revolución, Rusia ya estaba hipersensibilizada con la necesidad de una ruptura, fuere lo que fuere que esto significara.
Una vez que la Revolución fue capturada por los bolcheviques, era muy difícil que llegara a un desenlace distinto del que tuvo. En la terminología de Hannah Arendt, el objetivo básico del proyecto revolucionario de Lenin era fundar la igualdad, no la libertad, y esta orientación explica todas sus diferencias no solo con la Revolución americana, sino también con lo que fue la Revolución francesa anterior al terror y con el fantasma de ese levantamiento fallido que fue la Comuna de París, fatídico precedente del cual el bolchevismo hizo lo imposible por cuidarse. Así las cosas, desde la pasión por la igualdad y la dictadura del proletariado, quizás el proyecto no tenía cómo devenir en otra cosa que en un totalitarismo de contornos aplastantes y siniestros.
Punto, pero solo punto seguido
Escrita con rigor, pero también con inspiración y belleza en muchos momentos, conmovedora a ratos y apasionante siempre, esta historia de la Revolución rusa es una obra colosal. Será difícil superarla, porque su autor, además de haberse especializado en Rusia, pudo beneficiarse, por una parte, de la desclasificación de numerosos archivos oficiales y, por la otra, del acceso directo a diarios de vida, cartas, memorias y otros testimonios de fuentes privadas.
Con todo, desde luego, este libro no es ni podría ser la última palabra. La historia está reñida con el concepto de punto final. Figes, por lo demás, es un historiador de matriz más bien conservadora, que ha tenido desencuentros tanto con colegas de izquierda como con el actual gobierno ruso, más que por este libro, que fue celebrado en su momento por un autor del tonelaje de Eric Hobsbawm, por Los que susurran (Edhasa, 2009), una crónica monumental sobre la represión y el terror en los años del estalinismo. De hecho, el Kremlin impidió que el libro se publicara en Rusia, aduciendo diversos errores e inexactitudes en los testimonios recogidos.
Ciertamente, esta historia pasa a llevar numerosos mitos históricos y políticos construidos por el comunismo ruso. Figes se cuida de no poner demasiado énfasis en ellos, aunque queda en evidencia que la captura del poder por parte de los bolcheviques fue mucho menos heroica de lo que el partido hizo creer y sus dirigentes bastante menos resueltos de lo que quedaron grabados en la estatuaria soviética. El régimen siempre necesitó de una épica y de mitología ad-hoc para legitimarse y funcionar; por lo mismo, no es raro que entre la historia oficial y esta de Figes, existan desencuentros importantes.
Doctor por la Universidad de Cambridge, ciudadano alemán ahora, luego de fastidiarse con el Reino Unido a raíz del Brexit y de acogerse a las facilidades para que ciudadanos de origen judío pudieran recuperar la nacionalidad de sus ancestros, Orlando Figes, autor también de una magnífica historia cultural de Rusia (El baile de Natasha, Taurus, 2021), sigue enseñando historia en el Birkbeck College de la Universidad de Londres y su último libro, Crimea, The Last Crusade, fue publicado simultáneamente en inglés, francés, ruso y turco. Se lo considera un best seller, lo cual no es raro, atendido su talento para traspasar los sesgos academicistas de la historiografía contemporánea, es decir, su notable capacidad narrativa y la destreza con que cruza los hechos con la historia de las ideas.
La Revolución rusa. La tragedia de un pueblo (1891-1924), Orlando Figes, Taurus, 2022, 1.136 páginas, $30.000.
No deja de asombrarme la multiplicidad de versiones que toma la lógica binaria en la que estamos sumidos. Se activa a propósito de cualquier tema, desde la guerra en caracteres cirílicos hasta el tipo de menú que elegimos para el desayuno. Tampoco deja de agobiarme: pocas cosas me parecen tan alienantes y aburridas como el alzamiento de dos bandos supuestamente contrarios que en el fondo no dejan de ser mutuamente funcionales. Les huyo todo lo que puedo —que, como sabemos, es poco, así de cercados estamos. Les huyo leyendo, les huyo ejercitando el sentido crítico, les huyo musitando sospechas. O, como me pasó hace poco, les huyo siguiendo un hilo.
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Estaba yo en el sur, en uno de mis viajes recurrentes, cuando me topé con una nueva versión de esa lógica, una que en este caso enfrentaba a las ovejas, ese animal emblemático en la producción y el imaginario patagónico, con los pumas que, hambrientos por los desmontes que aumentan en La Pampa, han empezado a desplazarse más al sur ahora en forma masiva y por ende a comerse a las ovejas ya no en forma esporádica como solían sino en cantidades alarmantes y continuas. De un lado de la ecuación maniquea, previsiblemente, están como figuras defensoras de las primeras los estancieros, y del otro, también previsiblemente, los ambientalistas. El reduccionismo subyacente no impide las adhesiones. Es fácil en estas contiendas percibir hacia qué lado se inclina la sensibilidad de uno, tan fácil como aburrido, tan fácil como inquietante. Estaba por descartar el match cuando escuché hablar de los perros protectores. Y ahí fue que empecé a seguir este hilo.
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Llegamos a los perros por desesperación, no por preocupación, me dice J. J. Hace al menos dos horas que vamos en su camioneta por un camino encandilante que se interna en una meseta chubutense cada vez más plana, que inevitablemente me genera esa impresión de estar en otro planeta de la que habla Florence Dixie en A través de la Patagonia. Pero me desvío rápidamente de la cita de la autora, un poco porque el paisaje plagado de jarilla y de coirones y de maras que saltan a nuestro paso me captura los sentidos, otro poco porque me quedo pensando en esa diferencia de la que me habla J. J., en esa escalada de dislocamientos que supone, en cualquier escenario, en cualquier vida, el pasar de la preocupación a la desesperación.
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Los pumas han llegado a matar 50 ovejas en una semana, me cuenta después. El número es letal para un pequeño productor como él, que está a años luz, que incluso está en las antípodas del gran estanciero especulador que se nos viene a la cabeza cuando pensamos en propietarios de ovejas y de tierras en el sur. Así es como los maniqueísmos bobos empiezan a resquebrajarse.
Los pumas han llegado a matar 50 ovejas en una semana, me cuenta después. El número es letal para un pequeño productor como él, que está a años luz, que incluso está en las antípodas del gran estanciero especulador que se nos viene a la cabeza cuando pensamos en propietarios de ovejas y de tierras en el sur. Así es como los maniqueísmos bobos empiezan a resquebrajarse. A ese problema de los predadores, sigue J. J., hay que agregarle la desertificación que no para de intensificarse, y el detalle nada menor de las condiciones de facturación: mientras que las grandes empresas multinacionales procesadoras y exportadoras de lana que operan en la zona tienen habilitados los mecanismos para poder liquidar afuera, con el dólar blue, el productor local cobra al dólar oficial. Para la mayoría de los que viven acá, agrega, el negocio no funciona ya, o funciona en una escala muy menor.
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Pienso que tal vez sea eso, más que los pumas, lo que explique los campos despoblados que veo cada vez que fijo la vista en la ventanilla. Además de los pumas, me corrige J. J.
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Si esto fuera una fábula moral, a esta altura podríamos pensar que, en esta contienda, los pumas están haciendo una especie de justicia. Porque las ovejas, como especie invasora, desplazaron a los guanacos, habitantes originarios de esta zona, y fueron el origen de ese proceso de desertificación de los suelos que va dejando todo como un páramo y que nada ni nadie parece dispuesto a revertir. Pero ahora que los guanacos están siendo reintroducidos sistemáticamente desde hace más de 10 años ya, ocurre que los pumas también los matan, y entonces la fábula se complejiza.
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Leí hace poco en un libro de esos que logran convertir una tesis de doctorado en algo no solo legible sino también disfrutable, milagro poco frecuente que en este caso lleva la firma de Fernando Coronato, que a fines del siglo XIX, después de que los gobiernos centrales de Argentina y Chile terminaron sus campañas de exterminio y sometimiento en el sur, quedaron los campos disponibles para usufructo del hombre blanco, y ahí fue que todo por acá se llenó de ovejas. En gran parte llegaron desde La Pampa, donde las ovejas nunca habían logrado competir con el ganado bovino, a un punto tal que hasta se llegó a usarlas como combustible en los hornos de ladrillo. Los pastizales del sur que por entonces parecían eternamente renovables pasaron a ser su destino, y hasta acá llegaron en arreos terrestres que no descartaron el componente épico ni las muertes que el género suele cobrarse para resultar verosímil. En el arreo que organizaron los hermanos Rudd en 1887, por ejemplo, se perdieron dos tercios de los animales en el camino, y en el que organizó M. Patanchon, en 1891, murieron cinco mil de los 10 mil animales con los que habían partido inicialmente.
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Si esto fuera una fábula moral, a esta altura podríamos pensar que, en esta contienda, los pumas están haciendo una especie de justicia. Porque las ovejas, como especie invasora, desplazaron a los guanacos, habitantes originarios de esta zona, y fueron el origen de ese proceso de desertificación de los suelos que va dejando todo como un páramo y que nada ni nadie parece dispuesto a revertir.
Y, en otra gran parte, las ovejas llegaron a la Patagonia desde las Islas Malvinas, un territorio en el que la industria ovina encontraba todo lo que necesitaba: un clima adecuado, pastos favorables, ausencia de predadores, ausencia de pobladores originarios y presencia de gauchos británicos que habían aprendido todo sobre este tema en sus islas natales, fundamentalmente en las Hébridas escocesas. Hubo un momento en el que las islas desbordaban de ovejas, parece. Y entonces esta actividad, que venía desarrollándose ahí desde mediados del XIX, encontró en la Patagonia que recién entraba en el radar de los gobiernos centrales, tanto argentino como chileno, una manera de canalizarse, de expandirse. A fines de ese mismo siglo, el primer gobernador del Territorio de Santa Cruz, Carlos Moyano, hizo varias gestiones personales para atraer a los productores británicos de Malvinas, y así fue que se organizó un flujo de ovejas, de colonos y de capitales hacia la Patagonia Sur que fue muy próspero en términos económicos y que en gran parte explica la potente anglización que durante décadas prevaleció en la zona.
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“El frente pionero debe avanzar al paso de los rebaños”, era el lema que predicaban los gobiernos de Argentina y Chile, a la vez que diezmaban a los pueblos originarios, acaparaban terrenos que no pocas veces fueron a alimentar la especulación e iniciaban una destrucción de los recursos naturales que no cesa al día de hoy. “Pensar que esta barbarie es para poner ovejas, y es obra de gente que se dice civilizada”, decía en una carta del año 1895 José Fagnano, un cura salesiano que trataba de hacer algo contra las cacerías —literales— de indígenas que pusieron en marcha algunos estancieros en territorio fueguino. Las ovejas, entonces, tan mansas y tan buenas, tan connotadas de virtudes sacrificiales, muestran hasta qué punto son también los animales con los que ingresa el capitalismo más salvaje en toda la región al sur del Colorado.
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De pronto se me cruza por la cabeza Lamb, la película de Valdimar Johannsson, en la cual ese ser que es mitad oveja, mitad humano, termina destruyendo todo a su paso antes de fugarse de la mano de una figura de respiración amenazante.
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Me interrumpe la digresión mental la marcha de la camioneta, que aminora. J. J. toma un atajo que, pienso, será otro de los tantos que hemos tomado ya cada vez que se desdibuja la huella, o que un puente destruido impide cruzar un arroyo, pero no se trata de eso sino de la entrada a un establecimiento en el que hay un puñado de casas semiabandonadas. En ese puesto vivió él hasta los 14 años, me cuenta. Con su abuelo materno; al padre no lo conoció nunca. Y como sucedía que su abuelo prefería pasarse temporadas en el bar del pueblo más próximo, donde se había erigido en una especie de campeón de truco, de rummy y de pase inglés, él desde chico aprendió a hacerse cargo de todo. Trabajaba ahí y después, cuando creció, también en los campos de los alrededores. Esquilaba, buscaba leña en los montes de algarrobo, limpiaba los canales, arreglaba alambrados, ese tipo de cosas. Todo por changas, nada firmado. Pero se fue haciendo su nombre, su reputación. Y así fue que llegó a tener sus cinco mil ovejas. Para otros será nada, para él es un tesoro.
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Pastor de Maremma, son perros que, por su gran porte, por su gran nivel de concentración y de equilibrio psicológico, y por su instinto de protección, ejercen instantáneamente ese costado defensivo que las ovejas no tienen. Los pumas ven en ellos una especie de par, y se abstienen.
Y lo tiene guardado en una especie de Arcadia, cosa que no me había preanunciado, tal vez porque él, como todos nosotros, sea bastante poco consciente de cuáles son los verdaderos tesoros a su alrededor. Ahí, en esa arboleda que de pronto irrumpe en medio de la meseta, están los perros que vine a conocer. En cuanto llegamos, un chico con el pelo teñido de un caoba intenso pasa el parte acerca del asado que está casi a punto. Asado de cordero, por supuesto. Mi almita urbana y biempensante se estruja. Hay animales que ya no como hace años, y hay otros que puedo seguir comiendo siempre y cuando me distancie y me disocie lo más posible de sus latidos, de sus pupilas. La Arcadia empieza a mostrarme sus fisuras.
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De su historia, de la de este campo, me entero mientras almorzamos. Romina, la pareja de J. J., lleva la voz cantante. Sus abuelos, mapuche los dos, vinieron a instalarse acá en la década del 20, hace un siglo exactamente. Desde Chile vinieron, a pie. Se establecieron en este paraje por su proximidad con la aguada y construyeron ellos solos con sus 13 hijos las casitas de piedra, los corrales y los senderos para ir a buscar leña. Uno de esos hijos, tío de Romina, un señor pausado y elegante que almuerza con nosotros, alambró con su hermano todo el perímetro. Años hace ya, muchos. Tallaron con sus propias manos las estacas de madera: llegaron a contar siete mil. Después, agarraron unos ponchos y se fueron al campo a plantarlas. No volvieron acá, a la casa, durante ocho meses. Así fue como empezaron a alambrar, jovencitos eran. Unas décadas después, empezaron el trámite para obtener el título de esas tierras fiscales que el gobierno provincial fomentaba y, a la vez, obstaculizaba. La burocracia y los grandes especuladores, una vez más, merodeaban. El abuelo de Romina, como tantos otros pequeños productores precarizados, murió sin haber logrado ese título. Fue ella la que finalmente lo tramitó. Después de infinidad de pasos y papeleos que fue cumpliendo asesorada por uno de los pocos abogados locales que no se queda con todo en el camino, el año pasado lo obtuvo. Sabe que en gran parte lo logró porque se trasladó a vivir a la ciudad. Si no, hubiesen seguido en ese estado de precariedad. Con los papeles flojos y los pactos tramposos. Antes de que ella interviniera, durante años, muchos, la mayoría, toda su familia sobrevivió trocando la carne y la lana de las ovejas, que antes de la llegada de J. J. eran un número ínfimo, por bolsas de harina y azúcar que cierto tipo de comerciante canjea en campos de este mismo perfil para ir acumulando así una producción que después, para su exclusivo provecho, vende a las grandes empresas procesadoras de lana.
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Román, el tío, la interrumpe para contar cómo es que su madre armaba unos candiles con grasa de chivo para tejer de noche. Alguien trae unos telares coloridos en señal de muestra. Me extraña y me alegra que semejante belleza haya quedado a salvo de las transacciones tramposas. La conversación fluye, mis máximas inamovibles se relajan. Por un momento hasta me olvido de que vine a ver unos perros que me interesaron porque, con su accionar, desarman el match de las ovejas versus los pumas. Alguien habla de estos últimos, de los pumas. Han llegado a matar a 15 ovejas en una noche, dice. A veces lo hacen para alimentarse, otras para cumplir con una función didáctica: las madres puma sacan a los cachorros, que por lo general son varios, cinco o seis, a entrenarse en la caza futura, y así es que matan cantidad de animales y siguen de largo. Román sale a cazarlos, a veces en su caballo, otras a pie. Pero cada vez menos, en el invierno cumplirá 80. Y además, ahora, están los perros. Un gaucho que acaba de acovacharse por acá después de cansarse de perder trabajos por otras zonas de la meseta cuenta una batida cuerpo a cuerpo con un puma pesado. No dice grande, dice pesado.
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Se me acerca un cachorro irresistible. Estoy por acariciarlo cuando escucho que es eso justamente lo que no hay que hacer: parte de la disciplina rigurosa de entrenamiento que necesitan estos perros para no convertirse en un faldero más, es poner distancia con los humanos. Es con las ovejas que tienen que aquerenciarse.
Su cuento me hace acordar a un relato de Asencio Abeijón, uno de esos escritores locales de principios del siglo XX que quedaron enterrados bajo el mote de regionalistas, uno de esos escritores a los que habría que volver a leer críticamente, o al menos leer para encontrarse con un relato como el que menciono, “El ataque del puma en río Chico”, en el que se cuenta lo que le pasa a un grupo de reseros que hace ya cuatro meses viene arriando un grupo de ovejas cuando decide pasar la noche bajo unos cerros altos en los que, les parece, estarán protegidos de los ataques de los pumas, solo para encontrarse con una alteración inexplicable del rebaño, y sobre todo de los perros que los acompañan, un nerviosismo potente sin enemigo a la vista que hasta les hace pensar en fantasmas, una aparición inexplicable de ovejas sangrantes aquí y allá, todas señales a partir de las cuales descubren, varias horas más tarde, que la razón de esas alteraciones era un puma que, siguiendo la estrategia de la carta robada, estaba escondido precisamente dentro del rebaño, que los perros tenían razón, que las ovejas también, y que ahora solo queda vérselas con él, con el león, como les gusta llamarlo por acá, con el león que ahora pega un salto hasta quedar al descubierto, al descubierto y con la espalda apoyada sobre la ladera del gran cerro para que este le sirva de protección, y así prepararse lo mejor posible para librar una batalla feroz contra perros furiosos y hombres armados que el narrador cuenta con una indiscutible empatía hacia el puma a la que el lector, doy fe, no puede dejar de sustraerse.
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Lo primero que pregunto cuando vamos a ver a los perros protectores de rebaño que me trajeron hasta acá, y que supuestamente son una novedad en la zona, es cuál es la diferencia entre ellos y esos perros de los que habla Abeijón. Ocurre que aquellos eran perros ovejeros que sirven para arriar el ganado y organizarlo, pero no para defenderlo. La diferencia es crucial. Estos otros que estoy viendo acá, que se llaman perros protectores genéricamente hablando, pero que en este caso específico son de una raza que se llama Pastor de Maremma, son perros que, por su gran porte, por su gran nivel de concentración y de equilibrio psicológico, y por su instinto de protección, ejercen instantáneamente ese costado defensivo que las ovejas no tienen. Los pumas ven en ellos una especie de par, y se abstienen. Se lo explicó bien Franca Bidinost, la ingeniera agrónoma que más sabe sobre el tema. Fue a verla aquella vez que estaba desesperado, llegó hasta la cordillera por tierra para verla, y ella le explicó. Le dijo también que, si lograba entrenarlos bien, estos perros evitarían la muerte de sus ovejas pero no porque fueran a atacar a los pumas y doblegarlos, sino porque operan fundamentalmente por disuasión, porque lo interesante de estos perros es que son una herramienta para controlar la predación de un modo no letal, porque permiten que las ovejas vivan, sí, pero que también vivan los pumas, porque no implican seguir cargándose un arma al hombro para resolver el problema.
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Se me acerca un cachorro irresistible. Estoy por acariciarlo cuando escucho que es eso justamente lo que no hay que hacer: parte de la disciplina rigurosa de entrenamiento que necesitan estos perros para no convertirse en un faldero más, es poner distancia con los humanos. Es con las ovejas que tienen que aquerenciarse. De hecho, ahí radica parte fundamental de su educación. Hay que improntarlos desde cachorritos con las ovejas, me dice J. J., hay que enseñarles a formar parte del rebaño, por lo cual, en cuanto se destetan, o antes, pasan a vivir como una oveja más. Comen con ellas, duermen con ellas, sueñan con ellas. Esa capacidad de sintonizar una lógica en la cual no todo es enfrentamiento y muerte, pienso mientras me abstengo con esfuerzo de acariciar esa mata de pelo blanco frondoso, pienso aun sospechando mi proyección antropocentrista, tal vez se deba a que han aprendido a evitar la violencia de los reduccionismos y de las identidades fijas, a que han aprendido a ser un poco ovejas y, por momentos, también un poco pumas.
Para los que llevamos 15 años de lectura de los trabajos de Kathya Araujo, sumergirse en una de sus nuevas obras supone siempre una exigencia. Durante estos años a sus lectores se les ha exigido mirar un entramado teórico —las configuraciones de sujeto, los ideales normativos, las pruebas estructurales, la desigualdad interaccional y, ahora, las figuras de autoridad— a la luz de un conjunto amplio de relatos recolectados en distintos grupos de la sociedad chilena. A través de la fineza de sus análisis, uno debe ir sopesando la robustez teórica del argumento con los múltiples hallazgos de un trabajo enraizado en la experiencia cotidiana. A esta exigencia como lector, también hay que reconocer el placer de recorrer una escritura cuidada, y en varios de sus últimos textos, su rol como curadora de investigadores de diferentes disciplinas y generaciones. Quien haya pasado por esta experiencia sabrá también cómo crecen los textos a la luz de sus comentarios y sugerencias. En este sentido, el resultado final de sus apuestas teóricas, novedades metodológicas, escrituras singulares y colectivas —más allá de los puntos débiles que uno siempre intenta encontrar— siempre han estimulado seguir leyendo, y entendiendo el país que habitamos. Uno como lector solo puede estar agradecido por su continuo trabajo.
En esta ocasión, en tanto trabajo editado, me es imposible detenerme en todos los hallazgos que este libro ofrece. Cada una de las esferas analizadas —familia, escuela, trabajo, hospitales, instituciones policiales y políticas— requeriría una larga y necesaria discusión de lo que se está jugando en cada ámbito. Como se advierte en el libro, es urgente pensar en cada uno de estos espacios, en sus particularidades y en las consecuencias que derivan del tipo de autoridad que intenta desplegarse, las formas de constituirse y las relaciones que se establecen a partir de ellas. Pero ya en esta última idea se recalca algo que recorre todo el libro: la autoridad actualmente es un intento de llevarse a cabo más que una función social que se reproduce dócilmente. En vez de obedecer y acatar, se negocia; o al menos intentamos sentirnos convencidos de las órdenes. En vez de ejercer con mano férrea, debemos maniobrar dubitativamente. En sus últimos libros —El miedo a los subordinados, ¿Cómo estudiar la autoridad?—, Kathya Araujo ha insistido en que la autoridad no está necesariamente en crisis, sino que nos abrimos a su carácter relacional. Y lo que se intenta mostrar este libro es precisamente cómo cambian esas relaciones en la sociedad chilena.
Dicho esto, no me queda más que discutir una tesis más general que ofrece la propia editora y cotejarla con parte de los hallazgos reunidos por las investigaciones agrupadas en este volumen. Y para hacerlo, voy a utilizar y extender la metáfora con la que el libro comienza.
Al principio se recoge una anécdota de los diarios de la hermana de Wittgenstein, Hermine Wittgenstein. Ella recuerda un diálogo con el afamado filósofo austriaco, donde él intentaba explicarle por qué quería ser profesor de una escuela rural. Ella no lograba entender la decisión de su hermano. Ludwig usa la siguiente comparación: “Tú me recuerdas a una persona que mira desde una ventana cerrada y no puede entender los movimientos erráticos de un transeúnte. Esa persona no sabe que afuera hay un vendaval y que quizás el transeúnte apenas se mantiene en pie con mucho esfuerzo”.
Es claro que Wittgenstein sitúa a su hermana detrás de la ventana, en un lugar de incomprensión de un estado interior. Kathya también sitúa a la sociedad chilena – o al menos a quienes intentamos leerla– detrás de esa ventana, donde no se entienden los movimientos y no logramos del todo ver las corrientes de aire que asedian a las personas. Estado de incomprensión que a ratos atemoriza, y desde la cual simplemente emergen más y más preguntas: ¿qué hacen? ¿pero, qué hacen? ¿por qué lo hacen?
Déjenme seguir y extender esta metáfora. Primero pensemos un poco en la imagen de la persona detrás de la ventana. Por un lado, pareciera que no escucha el viento o el vendaval que mueve al individuo. Es decir, hay un problema de escucha que nos afecta. Nos cuesta escuchar o quizás estamos imposibilitados para escuchar bien por ciertas barreras que nos distancian. Pero tampoco miramos bien. La persona detrás de la ventana no mira bien las señales que hay de hecho. No mira el movimiento de las hojas, de la ropa, el polvo. Pareciera que aquellos detrás de la ventana no saben reconocer las señalas mínimas que las personas situadas en un entorno complejo sufren. Y creo que este es un primer llamado del libro: debemos auscultar mejor, escuchar y observar con más cuidado cómo nos estamos relacionando. Porque, siguiendo con la imagen de Wittgenstein, no son conductas erráticas, sino personas que con esfuerzo se logran mantener en pie.
Un segundo despliegue de la metáfora es esta imagen de corrientes de aire, tormentas y vendavales, que de algún modo mueven a las personas. Con esta imagen quiero presentar brevemente las grandes transformaciones que Kathya señala en su primer capítulo, como cuatro corrientes de aire que nos hacen movernos peculiarmente.
1) La primera que recojo es la individualización. Desde principios del 2000, las ciencias sociales en Chile han ido develando las modalidades que toma este proceso. Fernando Robles ya en el 2001 hablaba de la “individuación desregulada” (arréglatelas como puedas); el 2002 el PNUD refería a la “individualización asocial” en un contexto del debilitamiento de las identidades tradicionales (la exigencia de definirse a uno mismo). Kathya Araujo y Danilo Martuccelli luego elaboraron en Desafíos comunes, en 2012, la imagen del hiper-individuo que afrenta demandas desmesuradas y bajos soportes de apoyo. Es una individualización centrada en las capacidades y resiliencias del agente más que en las instituciones que la hacen posible.
Debo mencionar que ya este primer aspecto está tensionado entre dos figuras a lo largo del libro. Por un lado, en algunos de los capítulos se asocia la individualización a valores neoliberales. Es el neoliberalismo el que dotaría de preminencia a lo privado y a la competencia individual. No obstante, otros capítulos hacen pensar que la individualización va más allá del neoliberalismo cuando discutimos sobre la legitimidad y valoración de la autoridad. El gobierno de sí mismo, como diría el último Foucault, no estaría sometido a una autoridad tradicional que se justifica externamente, sino que se busca a partir de decisiones autónomas. Es claro que el neoliberalismo en Chile debilita los soportes públicos y deja a merced de peores servicios públicos a la población más precarizada. Pero cuando se hace referencia, por ejemplo, a los emprendimientos en el mundo laboral, no queda claro si es el mero efecto de una ideología neoliberal, o son personas que huyen de un tutelaje autoritario en trabajos mal remunerados.
Es claro que el neoliberalismo en Chile debilita los soportes públicos y deja a merced de peores servicios públicos a la población más precarizada. Pero cuando se hace referencia, por ejemplo, a los emprendimientos en el mundo laboral, no queda claro si es el mero efecto de una ideología neoliberal, o son personas que huyen de un tutelaje autoritario en trabajos mal remunerados.
En cualquier caso, queda claro en los capítulos de Camila Andrade con Kathya Araujo sobre la autoridad parental, o en el trabajo de las militancias políticas de Isidora Iñigo y Nelson Beyer, que el despliegue de la individualización en Chile impacta con intensidad las trayectorias de las mujeres, y ellas mismas desde diversas agendas empujan el debilitamiento de figuras autoritarias. Este es un punto clave a lo largo del libro.
2) Siguiendo con la metáfora, el segundo aire que empuja a nuestro Wittgenstein callejero son las expectativas de un trato horizontal. Desde el libro Desafíos comunes, esta tesis ha cobrado fuerza y es parte central del diagnóstico de nuestra sociedad actual. Asimismo, este libro está inundado de ejemplos en la familia, en los servicios médicos o en el trabajo donde se demandan jerarquías que respeten, reconozcan la dignidad personal, que no pasen a llevar o menosprecien por razones de clase, género o edad. Quizás el capítulo que más claramente muestra esto es la reconstrucción histórica de la autoridad en la escuela de Pablo Neut, al narrar el declive de esa figura tan respetada, y tan temida a la vez, como era el profesor de antaño. Las prácticas reportadas para el siglo XIX y buena parte del XX son imposibles de pensarse hoy en día. Como se presentaba el profesor del colegio de mi hijo la semana pasada: “Yo soy de la nueva escuela, me gusta un trato horizontal con mis alumnos, reafirmando su autoestima, valorando lo positivo y enseñándoles cuando se equivocan”. A su misma edad a mí me tiraban las patillas y me hacían recitar el Mío Cid Campeador.
En este sentido el libro es inequívoco: no hay espacio social en que no se busque un trato más horizontal y no se intente imponer una lógica de derechos. Niños, empleadas domésticas, trabajadores de supermercados, pacientes, militantes de izquierda, funcionarios de la policía de investigaciones, se sienten sujetos de derecho.
3) La consecuencia de esto —y es la tercera gran transformación que se presenta en la introducción— son las nuevas alocaciones de poder. Tanto la individualización como la perspectiva de un trato horizontal, alimentan la idea de que aquellos que antes tenían mucho menos poder, ahora cuentan con mayores recursos culturales para demandar o negociar los elementos que configuran el ejercicio de la autoridad. No es que se hayan invertido por completo los roles: ni patrones, doctores, dirigentes políticos, padres y madres, empresarios y jefes son subordinados, ni que los factores estructurantes que facilitan llegar a esas posiciones hayan declinado del todo. Pero los subordinados saben que cuentan con más soportes culturales e institucionales para impugnar el arbitrio y el mal trato.
Muchas de las investigaciones que alimentan este libro se han venido desarrollando desde hace ya varios años. Estas son tendencias de largo plazo. Por eso mismo, los efectos de estas nuevas configuraciones de poder también son ya más visibles. Por un lado, se nos dice que una clásica lógica de acción enraizada en la sociedad chilena —y ya revelada por Araujo en su libro Habitar lo social— es la confrontación de poderes. Se nos indica que con las nuevas dotaciones de poder esta confrontación se agudizaría. Es decir, sin la validez del modelo autoritario, se disputa más la cancha. En términos de un horizonte más democrático esto puede ser muy fructífero. Que un médico explique bien o un jefe no abuse puede ser producto de que alguien finalmente encaró una mala práctica. Pero hay que ser sincero que en muchas ocasiones ha llegado ser un proceso tremendamente agotador. Para quien ejerce la autoridad, recaerá siempre la sospecha de que algún derecho puede pasar a llevar. Para quien depende de una autoridad, una incesante búsqueda por encontrar el intersticio de arrebatarle un poco de su figura de autoridad y sospechar del poder que posee. No solo no hemos encontrado un modelo más democrático de ejercer la autoridad, sino que buscamos permanentemente por dónde puede volver el abuso.
Por lo mismo, creo que actualmente se hayan muchos puntos muertos en la interacción (una resolución negativa del conflicto), donde algún actor finalmente decide abandonar la relación. Ya sea se renuncia a ejercer la autoridad o se renuncia a verse sometido a tal autoridad. Esto no es algo positivo para una sociedad como la chilena. Probablemente una de las ventajas más fuertes que se acumulan hoy y que sedimentan la desigualdad actual es la capacidad de huir de una mala autoridad: si carabineros no me protege, busco seguridad privada. Si mi doctor me trata mal o no encuentra una solución, busco otro en otra clínica. Si me cae mal mi jefe, renuncio y busco otro trabajo. Si ya no soporto mi familia, abandono mis responsabilidades como padre.
Volvamos a nuestra metáfora. Wittgenstein camina solo —obligado a ser sí mismo y mantenerse en pie con su propio esfuerzo—, y hacia donde se dirija sabe que se espera de él un trato más horizontal, y que hay nuevas configuraciones de poder que deberá afrontar. Pero cabe recordar que mientras esas corrientes de aire movían de un lado a otro a este transeúnte, vinieron varios aires huracanados en nuestras ciudades. Vino un estallido social que lo dio vueltas en los aires —con calles multicolores y una violencia desatada; luego vino el huracán de la pandemia que lo obligo a encerrarse en la misma casa con su hermana y reconocer que la familia seguía siendo el único soporte que lo entendía y apoyaba; luego nuestro Wittgenstein salió a la calle y se dio cuenta que el pasaje donde vivía ahora tenía un portón eléctrico. Y es probable que saliendo del pasaje le hayan robado el celular mientras decidía qué hacer. Y cuando fue a comprar uno nuevo valía el doble por la inflación del año pasado.
Hay que reconocer que estos huracanes —productos de una mezcla de corrientes de aires que nos arrastran desde hace décadas y que tienen su origen más allá de nuestra cordillera— han dejado no solo a las personas inmovilizadas, sino agotadas y hastiadas. Además, estos huracanes han levantado tanto polvo que en muchos de los materiales cualitativos que uno lee en este último tiempo, no vemos más allá de unas pocas cuadras. Con esto quiero decir que el futuro aparece bloqueado y nadie sabe muy bien cómo avanzar hacia adelante. Parafraseando a Reinhart Koselleck, el horizonte de expectativas no se ve producto de cómo se ha ido configurado nuestro espacio de experiencia. Desesperanza abunda. Quiero contar que nunca en 15 años me había topado con testimonios de personas de sectores populares que desearan irse del país, y ahora se encuentran. Al mismo tiempo, la inseguridad desata sentimientos punitivistas y las confrontaciones de poderes al respecto están siendo cada vez más duras.
Para quien ejerce la autoridad, recaerá siempre la sospecha de que algún derecho puede pasar a llevar. Para quien depende de una autoridad, una incesante búsqueda por encontrar el intersticio de arrebatarle un poco de su figura de autoridad y sospechar del poder que posee. No solo no hemos encontrado un modelo más democrático de ejercer la autoridad, sino que buscamos permanentemente por dónde puede volver el abuso.
Pero también se visibiliza que frente a estos escenarios no hay solo movimientos erráticos movidos por vientos huracanados, sino que se aprenden nuevos repertorios de acción. Por ejemplo, Rosario Fernández —a partir de su estudio sobre empleadas domésticas y empleadoras— reconoce un trabajo de reconocimiento mutuo que permite cambiar el modelo de autoridad. Y no solo en ese espacio: hay ejemplos de profesores, matronas, jefes de supervisión en tiendas que hacen un incesante trabajo afectivo por mantener las jerarquías y, a su vez, la horizontalidad que exige el respeto. La autoridad pareciera estar forzada a un trabajo emocional para mantener la relación. Hay que cuidar el equipo laboral, hay que cuidar el ánimo de los estudiantes, o el espíritu de las bases militantes si queremos seguir. El libro muestra que el trabajo de la autoridad se convierte crecientemente en un asunto emocional.
Otro repertorio que aparece es el transaccional. Yo transo para mantener el orden. El capítulo de Paulina Bravo, Alejandra Martínez, Loreto Fernández y Angelica Dois, cristaliza muy bien esta figura en una matrona que para ganarse a su paciente le dice: “Mira, si transamos un poquito, ¿te parece?… démosle tantas mamaderas, intentamos, veamos”. Hay aquí un registro de que ya no se puede convencer al modo antiguo —la amenaza— sino que se hacen micro-negociaciones. En el capítulo de Araujo y Andrade me da la impresión que sucede algo similar: se transan momentos de respeto y autoridad. Te paso el celular, te dejo jugar tres horas, te compro esto, si se hace esto y lo otro. En las tiendas comerciales, jefaturas y trabajadores también transan ubicaciones, permisos, unos minutos de descanso. Y de esto hay varios ejemplos. Este es un repertorio marcado por la idea de una negociación continua y emergente, a veces beneficiosa para las dos partes, pero reconozcamos que desgastante para toda organización.
4) La última corriente que se señala en la introducción es el cambio tecnológico. El capítulo de Antonio Stecher y Álvaro Soto muestran todas las consecuencias que tiene y puede tener el despliegue de formas de control managerial basado en nuevos dispositivos tecnológicos en grandes empresas del retail.
Habría que insistir, no obstante, que en todos los capítulos se podría haber desplegado con mucha más fuerza este último punto. Por ejemplo, el trabajo de Judy Wajcman muestra que las madres se han visto estrujadas por las nuevas tecnologías. En vez de la liberación del tiempo prometido a través del cambio tecnológico, a esas mujeres omnipresentes que muestran los capítulos de este libro se le podría sumar todas las pruebas que implica la profunda digitalización de nuestra vida social. En el mismo sentido, Danah Boyd en su estudio sobre adolescencia y nuevas tecnologías en Estados Unidos, muestra el brutal tiempo que deben usar padres para seguir a sus hijos en redes sociales, controlando lo que hacen. En las escuelas, el uso de celulares desafía tanto a paradocentes como profesores. Para qué decir las autoridades políticas enfrascadas en el uso de su Twitter, Instagram, y Tiktok.
El capítulo sobre trabajo de Antonio Stecher y Álvaro Soto creo que además devela otra faceta poco develada en los demás capítulos. Llama la atención que muchas de las descripciones utilizadas implican no solo una figura de autoridad singular (el jefe o la jefa), sino múltiples supervisores y fuentes de autoridad en el mundo laboral. Eso me hizo pensar que, en la actualidad, en todos los ámbitos las autoridades trabajan colectivamente: hay equipos docentes, equipos médicos, parejas que resuelven juntos problemas con sus hijos, dirigentes que piensan en sus militancias. Esto creo que se relaciona con la dificultad de ser autoridad. Es mejor pedir ayuda y asumir esto entre varios que asumir totalmente toda la responsabilidad. Si bien se ha insistido en que la autoridad implica una relación, uno podría enfatizar más el hecho de que en la práctica las autoridades buscan otras para organizarse y responder a las demandas. Reconocer esto es importante porque mientras muchas de las tendencias actuales en torno a la autoridad agotan a sus participantes, creo que esta alivia.
Esto último podría develarse con una mayor observación etnográfica de las prácticas de autoridad. De hecho, metodológicamente, los capítulos más iluminadores tienen esa mirada múltiple y situada: uno escucha la voz de autoridades y sus subordinados, y cómo ha ido cambiando históricamente. Al contrario, cuando una de las figuras de esta relación no aparece, se pierde parte importante de la complejidad del fenómeno. Unos se pregunta, por ejemplo, en el capítulo de Rosario, ¿qué piensa el hombre de clase alta sobre las relaciones de sus mujeres con las empleadas domésticas?, o en el capítulo de Isidora Iñigo y Nelson Beyer, ¿cómo despliegan su autoridad las dirigencias a la luz de la individualización de las nuevas bases militantes de izquierda? O, en el capítulo de Lucía Dammert y Jennifer Morgado, ¿cómo se percibe la autoridad de la PDI en sus relaciones con la población? Ante esto último no puedo dejar de señalar lo que un colega me narraba: según su experiencia en Villa Francia, La Legua o en El Castillo, la violencia y la humillación impera en los allanamientos de la PDI. No debemos olvidar que en el libro Habitar lo social de la propia Kathya Araujo, el símbolo del abuso en los sectores populares era la fuerza policial. Que la ola de punitivismo que nos invade no nos haga olvidar el maltrato que ejerce la autoridad policial en los sectores populares.
Para terminar, y perdón por extender tantas aristas pero eso es precisamente lo que provoca este libro, creo que actualmente hay que entender mejor la demanda por una autoridad eficiente. Sin duda se ha consolidado la exigencia de un trato más horizontal basado en una cultura de derechos. Pero también se escucha con fuerza la necesidad de que las instituciones funcionen para volver a confiar o al menos conectarse con ellas. Debo decir que no entendí del todo la idea en el capítulo de salud cuando se hacía una referencia a una cultura más democrática, implicando con ello un cierto saber compartido. Yo la verdad nunca he escuchado eso a nivel de la población en mis investigaciones. Al doctor se le pide mirar a los ojos, escuchar, atender bien, pero también curar y sanar. En la mayoría de los casos, no se desea igualar conocimientos o tener representantes de mis propias intuiciones, se desea que la doctora nos evite la muerte o nos sane un dolor. Y que eso no demore tres años ni que se nos vaya todos los ahorros en ello. Pero eso aplica a todas las autoridades: que sepan criar, educar, dar trabajo decente, estable y bien remunerado, proteger, conducir el país y transformarlo. Cuando percibimos que no se cría adecuadamente, que pocos colegios ofrecen educación de calidad, que existen muy pocos trabajos donde el respeto impere a todo nivel, que no siempre se accede a buena salud, y no hay ni protección ni conducción política efectiva, es que terminamos preguntando: ¿qué hacen? ¿pero, qué hacen? ¿por qué se mueven así de manera tan errática?
La hermana de Wittgenstein al escuchar la metáfora utilizada por su hermano expresaba finalmente: “Ahí comprendí, en qué situación interior se encontraba mi hermano”. Creo igualmente que después de leer este excelente conjunto de capítulos uno puede abrir la ventana y entender mejor qué estamos viviendo interiormente como sociedad y lo que enfrentamos ante tanto viento huracanado. Felicitaciones a la editora y todo el equipo del Núcleo Milenio de Autoridad y Asimetrías de Poder (NUMAAP).
Figuras de autoridad. Transformaciones históricas y ejercicios contemporáneos, Kathya Araujo (ed.), LOM, 2022, 268 páginas, $17.000.
Lola Larra (Claudia Larraguibel) nació en Santiago de Chile en 1968 y creció en Caracas (Venezuela). Ha sido redactora en medios como El País, Cinemanía y Vogue, además de corresponsal tanto en Europa como Latinoamérica. Ha publicado las novelas Reír como ellos (2004), Reglas de caballería (2005), Donde nunca es invierno (2008), Puesta en escena (2010) y Sprinters (2016), además de su premiada novela gráfica inspirada en la revolución estudiantil de 2006: Al sur de la Alameda (2014). Actualmente es directora de editorial Ekaré Sur.
La eterna juventud es una compilación de ensayos y crónicas cuya mirada se concentra en el oficio de la escritura, pero al mismo tiempo entrega una selección variada, que mezcla tonos, experiencias, reflexiones. La memoria, los antecedentes y la investigación son clave para cada una de las historias, y además confirman lo importante que ha sido la lectura y la escritura en la vida de la autora. “Me gustaría pensar que el lector también se sitúa en esos momentos históricos de los que hablan algunas de las crónicas. Y me interesa también cómo los recuerdos personales pueden convertirse en memorias colectivas si el lector entra en el juego que propone el libro y rememora también sus lugares y sus primeras veces”, cuenta en esta entrevista.
¿Cómo nace La eterna juventud? Fue iniciativa de Marcela Fuentealba, la editora de Saposcat. Ella había leído algunas crónicas que yo había publicado por aquí y por allá, y me propuso hacer un libro con ellas. Seleccionamos algunas y Marcela invitó a Antonia Daiber a ilustrarlo. Antonia, que es una grandísima artista, hizo unos grabados abstractos muy hermosos y pensamos que el libro ya estaba listo. Pero, como suele suceder, cuando uno cree que tiene listo un libro, por lo general todavía no lo tiene. Era apenas un boceto de lo que sería La eterna juventud. Entonces llegó la pandemia. Y durante ese tiempo me pasó algo raro: me costaba mucho leer novelas, leer ficción, y también me costaba escribirla. En esos dos años leí solo ensayos, biografías, crónicas. Y me di el tiempo de escribir nuevos textos para el libro. De las primeras crónicas que seleccionamos quedaron solo unas pocas; la mayoría son nuevas. Y los grabados de Antonia también cambiaron y fueron sustituidos por las pinturas que finalmente aparecen en esta edición. Todos cambiamos tanto en esos dos años que era imposible que el libro quedara igual a como lo habíamos pensado en 2019.
En otra entrevista mencionó que la adolescencia fue una especie de refugio durante la pandemia. ¿Esto se conecta con la importancia de la memoria en estas crónicas? ¿Hay un factor nostálgico que las une? Podría llamarse nostalgia, claro que sí. Gran parte de nuestra percepción y construcción del mundo, y de nosotros en él, está sujeta a la nostalgia. La memoria no es sino una gran nostalgia, dicen. Y situaciones extremas, como el exilio, la guerra o una pandemia, amplifican mucho más esa nostalgia. En unos tiempos tan duros como los dos años que pasamos encerrados, cada quien armó su refugio como mejor pudo. Recuerde que pensábamos que todos nos íbamos a morir, cabía esa posibilidad. Así que yo me refugié en tiempos que fueron felices en mi vida y por eso el libro es una mezcla de anécdotas y crónicas y recuerdos. Muchos de ellos transitan por el territorio de la adolescencia y la juventud, y hablan de las primeras veces, de los primeros pasos en el periodismo, de los primeros pasos en la literatura, los primeros viajes, las primeras veces en el sexo. No fue calculado. Solo salió así. Estaba recordando y escribiendo. La memoria, y también la nostalgia, une los 20 textos del libro: esas memorias individuales y personales, pero también las colectivas. Me interesa recuperar la memoria colectiva: qué estábamos haciendo el día que murió Pinochet, por ejemplo, o la mañana que estallaron las bombas en los trenes de Atocha en Madrid, qué nos pasó por la cabeza, qué dejamos de hacer o qué continuamos haciendo. Me gustaría pensar que el lector también se sitúa en esos momentos históricos de los que hablan algunas de las crónicas. Y me interesa también cómo los recuerdos personales pueden convertirse en memorias colectivas si el lector entra en el juego que propone el libro y también rememora sus lugares y sus primeras veces.
¿Cuándo nace su primer impulso de convertirse en escritora? Empecé a escribir desde que era muy pequeña. Tal vez a los 8 o 9 años. Siempre digo que es una suerte enorme haber sabido desde tan pronto a qué quería dedicarme, aunque luego el camino para lograrlo haya sido muy lento y accidentado. Como escritora una aspira a escribir cada vez mejor, que la experiencia y el tiempo y todo lo vivido y todo lo leído te convierta en mejor escritora. Pero, ¿quién sabe? ¿Escribo mejor ahora que cuando tenía 18 y boceteaba mi primera novela? No lo sé. Una vez me invitaron a un taller literario y la profesora me pidió que enviara a sus alumnas algunos cuentos o fragmentos de novelas para que pudiéramos discutirlos en la sesión. Elegí un par de cuentos antiguos, de los primeros que había publicado y un fragmento de una novela más actual. Mi idea era justamente mostrarles la evolución que —pensaba yo— había tenido como escritora. Una evolución que —creía— iba de la profusión, el exceso y lo ampuloso, a la contención, a lo preciso, a la simpleza, al menos es más. Para mi sorpresa, casi todas prefirieron los primeros cuentos, que a mí me parecía que pecaban de intentar ser demasiado literarios.
Ante esto, ¿cómo se construye su mundo literario y cuáles son sus referentes? No puedo disociar mi mundo literario de la vida que he tenido, una en la que los libros han estado siempre muy presentes; he tenido esa fortuna. Los libros han estado siempre allí, en casa, en las sobremesas familiares, en el trabajo de mi madre, que es una gran editora, en la pasión compartida con mi padre por las novelas policiales, en mis estudios universitarios, en las conversaciones con amigos. En esa omnipresencia de los libros hay todo tipo de géneros y estilos. Desde mis primeras lecturas (aquellas series para jóvenes de Enid Blyton, o los relatos de Conan Doyle y Stevenson, los policiales de Hammett y Chandler), hasta autores a los que siempre regreso, como Patricia Highsmith, Marguerite Duras, Salinger, Scott Fitzgerald y tantos otros. O autores que radiografío porque admiro mucho cómo logran construir sus historias, como Poniatowska, Emmanuel Carrère, Javier Cercas, J. M. Coetzee, Alice Munro… Todos esos libros han influido en cómo escribo, y sobre todo en cómo quisiera escribir. Y también en cómo vivo, o cómo deseo vivir.
Me revuelve el estómago cuando veo que las noticias que nos llegan están hechas por esos ‘cronistas inmóviles’ que no salen de sus pantallas, que no se asoman a la calle, y que se limitan a copiar tweets de otros. Es desalentador que el periodismo hoy en día sea un copy/paste y, por ende, un caldo de cultivo para las fake news, la ignorancia, la confusión, el desconocimiento, la negligencia. Se supone que el periodismo es todo lo contrario.
En La eterna juventud el transcurrir del tiempo a través de la lectura y la escritura tiene un lugar importante. Me gusta pensar en La eterna juventud como en una memoria de mi vida de escritora. Y de toda esa experiencia rescato sobre todo la relación con el tiempo que se tiene cuando una escribe. Un tiempo que corre distinto al tiempo ordinario, y que no responde ni a la inmediatez ni a la premura, sino a la paciencia y a la lentitud. También un lugar en el que disfrutas ese silencio que nos es tan escaso.
¿El hecho de haber vivido en diferentes países también afecta el modo en que concibe su estilo? Nací en Chile, crecí en Venezuela. Cuando tenía veintipocos años me mudé a España y allí pasé más de 14 años. Ahora vivo en Santiago. Y aunque en todos estos lugares se habla español, se habla distinto. Cuando mi familia tuvo que salir de Chile por culpa de la dictadura de Pinochet, tenía cinco años y solía ser muy parlanchina. Pero al llegar a Caracas me quedé muda durante varios meses. Cuando volví a hablar lo hice con acento venezolano. En España, donde comencé a escribir más en prensa y también a publicar ficción, sufrí una segunda transformación lingüística, y escribía usando tiempos verbales, modismos y palabras más españolas, sobre todo porque trabajaba en medios en los que en ese momento no estaba bien visto escribir como latinoamericana. Mis novelas publicadas en España son muy castizas, muy sobreadaptadas. Pero escribir se trata de volver a tu lugar, de encontrarlo. Es curioso cómo suceden las cosas, las vueltas que a veces hay que dar para encontrar lo que realmente nos importa, lo que queremos hacer, lo que realmente queremos contar. Creo que solo al regresar a Chile he podido escribir el tipo de libros que realmente me interesa escribir. Al sur de la Alameda y Sprinters son dos novelas en las que, creo, he encontrado temas y estructuras (híbridas), ojalá también un lenguaje, un estilo, que considero, no propios, que es una palabra muy vanidosa, pero sí genuinos, auténticos, que tienen verdad para mí.
¿Lleva diarios o anota sucesos que pueden ser potencialmente útiles para construir y escribir sus historias? Anoto muchas cosas, siempre. Anoto noticias que me llaman la atención, anoto sueños, anoto comienzos de posibles historias. Es bastante común entre escritores y escritoras. Siempre tuve diarios, agendas, libretas de notas. Y los tengo siempre a mano, son de las poquísimas cosas que he conservado en las tantas mudanzas que he tenido de un lado a otro. Es muy curioso regresar a ellas: a veces parece que esa persona que las escribía es otra. La memoria nunca es unívoca. Siempre hay varias versiones de un recuerdo, incluso versiones contradictorias. Un solo acontecimiento tiene siempre muchas versiones. La memoria tiene esa cualidad escurridiza, esquiva, fragmentada. Y eso literariamente es muy interesante. Por eso me sirven mucho esas antiguas anotaciones, para confrontar las distintas memorias.
Al leer La eterna juventud parece surgir la idea de que la fórmula de su literatura es experiencia más ficción, entremezcladas, dialogantes y enmascaradas. Es difícil que una misma defina y ubique su estilo. Es una labor que hacen mejor los críticos o los estudiosos. He publicado novelas documentales, novelas para jóvenes, una nouvelle erótica, una novela policial, que es un género que me apasiona. Esto puede decir que soy una escritora sumamente dispersa. O que me gusta experimentar con los géneros y contar historias de maneras diversas. Pero es verdad que me interesa mucho un tipo de literatura que bebe de la actualidad, de los hechos históricos, del periodismo, de la experiencia, finalmente. Me gusta transitar entre la ficción y la no ficción, desdibujar sus fronteras, instalar dudas: qué es verdad, qué es invención.
¿Cómo fue la experiencia de lo que se narra en “La contradicción de la novela documental”? Usted se sumergió como escritora e investigadora en el caso de Colonia Dignidad, que en esa crónica llama “un caso abierto que se niega a terminar, un embrollo que aparece y reaparece una y otra vez”. Esta descripción da a entender que a pesar de conocer la crudeza de los hechos, no dejan de existir más preguntas que respuestas. ¿Siente que le ha dado una conclusión a Sprinters o siguen apareciendo aún más dudas? Siempre aparecen más preguntas en torno a Colonia Dignidad, porque las víctimas aún no han sido reparadas, y la mayoría de los victimarios nunca han cumplido condena. Hemos tenido en democracia ministros que fueron cercanos a Colonia Dignidad. Ahora, en la comisión de expertos que redactará el proyecto de nueva Constitución está Hernán Larraín, conocido amigo de la Colonia. Todo esto no solo es un fracaso de la política de memoria de Chile, sino también un fracaso político en general. Al escribir esa crónica que mencionas, que es como un epílogo a la novela Sprinters, pensé que ya había dicho todo sobre el tema. Pero como no se ha hecho justicia, desgraciadamente es imposible que haya un cierre.
Siento que “Cronistas inmóviles” es una crítica solapada al periodismo de hoy, a pesar de estar hablando de un caso que no es reciente. ¿Esa era su intención? Además, ¿qué piensa del periodismo actual, sobre todo durante el tiempo del estallido y la pandemia? Fui periodista por más de 20 años, conozco bien ese mundo, las redacciones de periódicos y revistas, los intereses que a veces mueven los hilos, y también a esa raza de periodistas que logra mantener intactos el entusiasmo y la curiosidad y las ganas de reflejar lo mejor posible la realidad. Tengo varios amigos periodistas así, y los admiro por ello; pero son pocos, cada vez menos. Y me revuelve el estómago cuando veo que las noticias que nos llegan están hechas por esos “cronistas inmóviles” que no salen de sus pantallas, que no se asoman a la calle, y que se limitan a copiar tweets de otros. Es desalentador que el periodismo hoy en día sea un copy/paste y, por ende, un caldo de cultivo para las fake news, la ignorancia, la confusión, el desconocimiento, la negligencia. Se supone que el periodismo es todo lo contrario.
Fotografía: Lisbeth Salas.
La eterna juventud, Lola Larra, Saposcat, 2022, 180 páginas, $14.000.
“Panico: la banda que desprecia la técnica y quiere sonar sucio”, se leía en el titular de una nota del diario La Época de junio de 1994. Era prácticamente la presentación del grupo al público masivo y aunque cualquier introducción tan definitiva corre el riesgo de quedarse corta, no era tan imprecisa: capturaba el ánimo disidente que traía la banda liderada por Eduardo Henríquez y Caroline Chaspoul. Recién habían lanzado su primer E.P, un disco empaquetado en una caja de cartón que traía cinco canciones que se movían entre el punk, el pop y los sonidos alternativos. Era una fiesta inesperada, un desparpajo que, tal como había anotado la periodista Paula Molina en el diario, no se anclaba en la técnica e iba contra cualquier purismo. Eso sí, Panico era más que música.
“Pocas bandas chilenas de esa época reflejan mejor la capacidad de hacer música unida a un ideario y estética firmes, comprendiendo a la vez las pequeñas transacciones que su ambición de popularidad les imponía”, anota Marisol García describiendo el espíritu del grupo en el libro Al estilo Panico. La primera publicación de la editorial Club de Fans reconstruye los 18 años de la banda, desde sus inicios en el Santiago del barrio Yungay en medio de los nuevos aires para el rock chileno en los 90, hasta su disolución en París tras haber llegado a tocar en algunos de los más grandes festivales del mundo y telonear a Franz Ferdinand. Es una ruta de múltiples experimentaciones musicales que, a la vez, tiene como correlato la construcción de un universo estético hecho por la banda a través de cómics y gráficas en los bordes del kitsch, conciertos que también podían ser perfomances e incluso un estilo de vida con vocación contracultural e independiente.
Periodista e investigadora de música popular, García es autora de libros como Canción valiente, Llora corazón. El latido de la canción cebolla y un perfil del pianista Claudio Arrau, entre otros. Fue en los 90 que empezó trabajando en el área, cubriendo una nueva escena de rock nacional, y ahí se topó con Panico, a quienes entrevistó varias veces. No recuerda exactamente cómo fue la primera vez que los vio en vivo, pero sí el impacto de sus conciertos. “Tengo mis recuerdos noventeros confundidos en una gran madeja que no permite distinguir años precisos ni, menos, primeras ni últimas veces. Sí sé que me tomaba muy en serio lo de asistir a conciertos, y que a Panico los vi al menos en La Batuta, Laberinto, Blondie, Background, Centro Arte Alameda y, quizás, La Picá de ‘on Chito. Era una de las bandas que más tocaba en vivo, y verlos constituía una excepción por el tipo de show que sus músicos eran capaces de montar, pero no por su frecuencia”, cuenta.
Hijo de padres exiliados, Eduardo Henríquez creció en París y fue allá donde conoció Caroline Chaspoul. Como cuenta García, rápidamente se convirtieron en pareja sentimental (que dura hasta hoy), pero también formaron bandas que luego se transformarían en Panico, al instalarse en Chile en 1994. Tras la dictadura, acá estaba todo por reconstruirse y ellos, convertidos en Eddi Pistolas y Carolina Tres Estrellas, traían un impulso irreverente que mezclaba referencias que iban desde el cine de Pedro Almodóvar a The Cramps. “La dictadura había mantenido a Chile tan alejado del mundo, que nos atraía mucho llegar a un lugar donde estaba todo por hacerse”, cuenta Eduardo en el libro.
Junto a Cristóbal Pfennings en guitarra y Sebastián Arce en batería, Panico se hizo un espacio en el incipiente circuito alternativo local e incluso fueron fichados por la multinacional EMI en su proyecto de “Nuevo Rock Chileno”, el alero del que lanzaron Pornostar, un disco en que desplegaron un imaginario que incluyó personajes y cómics. En las entrevistas fantaseaban las respuestas, en la televisión jugaban a la insolencia, en los escenarios montaban fiestas disfrazados. En su casa, en la zona de Yungay, fueron pioneros al crear Combo Discos, un sello independiente que rimaba con un espíritu de autogestión.
Con entrevistas a todos los integrantes de la banda y múltiples personas que la rodearon, García hace de este volumen algo más que el relato de un grupo de rock: el libro también es un catálogo gráfico de las preocupaciones estéticas de Panico y del contexto cultural del Chile de los 90 y el cambio de siglo. Ilustrado por decenas de fotografías, describe su discografía, entrevistas a los “chicos y chicas Panico”, y también trae un ensayo desmitificador sobre los tonos que tuvo el llamado Nuevo Rock Chileno. Es la historia de una banda que coqueteó con el mainstream y cuando efectivamente llegó al centro de la industria, salió arrancando para confirmar que su camino musical solo despegaba al alero de la independencia y la experimentación.
¿Cómo era la escena de rock de esos años en Chile? En una sección del libro, planteas que la búsqueda del éxito comercial fue una guía general en la música popular de los 90.
Recuerdo haber entrevistado a una banda que se enorgullecía de no tener temas “radiables”. A otra que decía no querer escuchar tendencias de moda “para no influenciarnos”. Persistía aún un dogmatismo inconducente e innecesariamente solemne sobre qué constituía creación legítima y qué banalidad comercial. A la vez, los discos más vendidos de los primeros años de transición democrática fueron de Illapu y Los Llaneros de la Frontera, lo cual dejaba automáticamente al margen de grandes ambiciones a quien quisiera volver masiva una propuesta que mirara al shoegaze británico o el grunge. Una banda como Panico consiguió exponer la ingenuidad de toda esa autoconciencia, que acaso era entendible en la resaca de una dictadura que asoció canción popular a baladas y animación de estelares televisivos, pero que era importante sacudir de una vez con propuestas que volvieran a presentar al pop en su carga provocadora y cosmopolita que es —o debiese ser— propia del género. Es probable que no se haya entendido así en ese momento, y de ahí el recurrente mote de “extravagantes” que se le daba a Panico en los medios, sin detenerse mayormente en su manifiesto asociado. Pero estimo que fue lentamente efectivo. En el libro, músicos de bandas tan disímiles como Fiskales Ad-hok, Congelador, Parkinson y Shogún reconocen haber visto y escuchado en Panico un aire fresco del que extrajeron lecciones.
Era una escena más literal en cuanto a su crítica política, la que se creía debía ser explícita en grandes temas sociales (rabia, denuncia) y obediente en formalidades, fuese el uso de bototos o la asignación de un rol específico a una mujer en una banda. Pero Panico pudo darse cuenta de que un país de debates tan delirantes como aquel sobre la ‘crisis moral’ detectada por la Iglesia católica, y tan anacrónicos como la legitimidad de una ley de divorcio, podía subvertirse desde el humor, la fiesta y la sacudida.
Yo tengo un recuerdo muy claro de la primera vez que supe de ellos: vi en una revista Extravaganza! una nota pequeña sobre Panico ilustrada por una foto del grupo en la que era evidente su preocupación estética. Aún no habían publicado su primer E.P. y ya tenían un look más profesional que muchas bandas de la época. ¿Cómo llegaron a diseñar una estética que superaba a la música en una etapa tan inicial?
La autoformación que Caroline y Eduardo se dieron desde adolescentes en París (incluso antes de conocerse, pero sobre todo desde que ya fueron pareja) fue intensa y dedicada. Eran devoradores de cine, discos, recitales, cómics y revistas culturales, en una ciudad además pródiga en todo ello. Luego, sus estudios universitarios fueron de Filosofía, en el caso de ella; y de Cine y Artes, en el de él. Eran jóvenes con ideas ya definidas sobre el discurso asociado a una obra artística, con el potencial contracultural de una banda de rock, por precarios que fueran sus recursos (como lo demostraron The Velvet Underground), y con cuánta fuerza ganaba un grupo que vinculaba música y un trabajo visual disruptivo, como lo habían visto en The Cure y The Cramps. Los guiños de las películas de John Waters y Pedro Almodóvar al kitsch, la cultura basura y el mundo travesti eran igualmente estimulantes para ellos. Para Eduardo, además, tener en la universidad clases con Michel Journiac (1935-1995), pionero del body-art francés, le hizo ver en el cuerpo y el trabajo con los estereotipos físicos toda una nueva materia de posible trabajo.
Además de esa idea integral de Panico, un grupo que excedía los límites de la música, ¿qué más pretendían al instalarse en Chile? ¿Crees que de alguna manera querían proponer también cierta forma de acción cultural a contrapelo del mainstream musical noventero?
Más que un cancionero, Caroline y Eduardo buscaban instalar un manifiesto. No tenían planes profesionales con ello, pensaban que iba a ser cosa de uno o dos años. Fue un primer EP en 1994 (el rosado, con Bruce Lee en la carátula), como pudo haber sido una película o una oficina de diseño gráfico. Y en torno a él aparecieron muchas cosas asociadas, muchas más que las que había en otras bandas en Chile. Algunas eran visibles y se volvieron inolvidables, como toda su puesta en escena y el material audiovisual con el que promocionaban sus tocatas y singles. Otras eran captables solo por los más despiertos, como sus graciosas mentiras en entrevistas o el vínculo de particular cercanía que intencionalmente cultivaron con sus fans, a quienes llamaban “chicos y chicas Panico”, y a quienes les dedicaron al menos una canción. Tenían conciencia, incluso, de que una propuesta artística va asociada también a un modo de vida, que en su caso se tradujo en una casa-oficina-sala-de-ensayo-salón-de-fiestas en el barrio Yungay. Dice Eduardo en el libro: “Desde un principio, con Caro abordamos el proyecto desde el punto de vista de una acción de arte total. Todo era una puesta en escena y la aplicación de un concepto-Panico en todos los aspectos de la vida. Por eso les dimos tanta importancia a las carátulas de los discos, la ropa que usábamos, el contenido de las canciones, la forma de vivir”.
“Y a la policía, los políticos y toda la gente del Estado les decimos: Concha tu madre”, dice la letra de “Una revolución en mi barrio”. ¿Piensas que en esa letra se expresa un ánimo cultural y político va más allá del grupo y que convierte a Panico, quizás involuntariamente, en una expresión generacional? Si uno lo piensa bien, eso que parecía puro juego, era en realidad una manera de bypassear al Chile sectario, clasista, de jerarquías rígidas e ínfulas de apertura jaguaresca. Que con el paso del tiempo Panico no solo se consolidara, sino que terminara trabajando con gente como Sebastián Lelio, Franz Ferdinand o Iván Navarro es coherente con esa inicial intención artística. Que todos sus exintegrantes sigan hasta hoy en la música o trabajos de base creativa, también. Y, por cierto, lo que Caroline y Eduardo desarrollan ahora en el dúo Nova Materia, de electrónica y arte sonoro, no debiese sorprender a nadie. Me interesaba presentarlo en el libro como una deriva por complemento coherente con todo aquello que la banda exponía con muchos menos años e inciertos recursos.
Pienso en la posibilidad generacional atendiendo a lo que cuentas en el libro, especialmente a esa articulación de una sensibilidad “alternativa” que intentó generarse en torno al barrio Yungay. ¿Crees que Panico fue parte de una escena que aspiró a construir un modo disidente al exitismo de los 90? Es clave que el motor de la banda fuese una pareja educada lejos de Chile. Caroline es francesa, conoció Chile recién a inicios de los 90 acompañando a Eduardo, quien a su vez había partido al exilio junto a sus padres poco después del Golpe y tuvo una educación repartida entre París, Ginebra y Tokio (aunque siempre muy lejos de la comunidad de exiliados, como se detalla en el libro). Al llegar a Chile con el propósito de armar cuanto antes una banda e incluso ahorros para autofinanciar un primer disco, tenían la distancia cultural suficiente para ver no solo las precariedades en el medio, sino también ciertos códigos más profundos de los que en Chile iba a tener que pasar mucho tiempo para que nos diéramos cuenta. Se daban cuenta de la ingenuidad de los medios, que para su sorpresa les daban un espacio que ellos mismos consideraban excesivo, dado lo incipiente de su carrera y el riesgo que corrían acogiendo sus provocaciones (las que, de hecho, no solo llevaron a una censura en Más Música, sino también a muy graciosos desajustes en vivo que se detallan en el libro). También de cierto clasismo entre jóvenes de izquierda acomodada y del sexismo general que a veces veía imposible que Caroline tomara decisiones dentro de la banda. Y estaba también el conservadurismo instalado en el medio musical, aún rígido en audiencias diferenciadas según estilos y escuchas, y también en cómo se suponía que debía ser y comportarse por ejemplo un punk. Panico desarrolló amistad con bandas como Fiskales Ad-hok y Supersordo, pero no eran queridos por sus seguidores, para quienes el pelo rosado de Eduardo era evidencia suficiente de ser “maraco”, como él escuchó decenas de veces en vivo. Era una intolerancia tonta e insostenible, pero real: y que una noche puso incluso en riesgo la vida de Eduardo, cuando recibió un cuchillazo de alguien que parecía un skinhead. Era una escena más literal en cuanto a su crítica política, la que se creía debía ser explícita en grandes temas sociales (rabia, denuncia) y obediente en formalidades, fuese el uso de bototos o la asignación de un rol específico a una mujer en una banda. Pero Panico pudo darse cuenta de que un país de debates tan delirantes como aquel sobre la “crisis moral” detectada por la Iglesia católica, y tan anacrónicos como la legitimidad de una ley de divorcio, podía subvertirse desde el humor, la fiesta y la sacudida. Sus primeras letras repetían temas en apariencia absurdos, como lo de la “revolución en mi barrio” o la debida desobediencia a los padres. Pero al fin en todo ello había un llamado a la autonomía, el goce y el pensar disidente, que por cierto podía llegar a tener un efecto social. Un estribillo que repite “No me digas que no, si quieres decirme que sí” es menos ingenuo de lo que parece.
Tras grabar con sellos multinacionales, no consiguen encajar con las pautas comerciales del momento y terminan saliendo sin lograr éxitos concretos. Su entrada y salida del trabajo corportativo a gran escala (con dos vistosos contratos que en verdad duraron poco, con EMI-Chile y luego con Sony-Francia) puede verse como parte de una dinámica acorde al enorme ajuste y desajuste que vivía la industria discográfica justo en los años de transición hacia lo digital. Panico trabajó sus grandes lanzamientos frente a un mundo que cambiaba radicalmente y para siempre sus maneras de escuchar música y de acceder a los discos. Alguien podrá verlo como una situación de mala suerte o de emprendimiento frustrado, pero a mí me interesa sobre todo por cómo todo ello afianzó la convicción de Panico en el trabajo independiente —cuando este aún constituía un riesgo— y por la inteligencia con que la banda decidió cosechar su experiencia con multinacionales desde la propia conveniencia: aprendiendo lecciones valiosas sobre el trabajo en grandes sellos, en sus ventajas y en sus trampas. Al fin, fue como “conocer al monstruo” desde dentro.
¿Cómo o dónde incluirías a Panico en la tradición de la música popular chilena? El pop inteligente, provocador y propositivo toma muchas cosas del rock convencional, pero las lleva a otro lado, idealmente descolocante y a la vez masivo, pues confía en la canción como un vehículo ideal para esa sacudida a gran escala. Se vale de muchas influencias y nunca descuida lo visual. No creo que tenga demasiados ejemplos como tal en la historia de la música popular chilena, aunque por cierto se aparece cada cierto tiempo y es bienvenido. En el anexo dedicado a la música chilena de los 90 dejo algunas pistas al respecto, e indico que probablemente Parkinson contenía un espíritu muy similar al que luego iba a mostrar Panico, sobre todo por su cercanía al punk y, a la vez, distancia de la solemnidad en la crítica social.
¿Crees que la investigación sobre la música y la cultura popular han quedado al margen de los estudios e investigaciones sobre nuestra historia reciente? Se me hace inevitable responder a esto con particular cercanía, pues lo que preguntas es precisamente el oficio que he elegido darme. El de Panico es mi quinto libro como autora, además de varios otros que he editado, traducido y coescrito sobre música y músicos de Chile. Lo digo no para ostentar conquistas sino para hacer ver que no podría mantener esta persistencia en el tema si no fuese porque estoy convencida de la importancia de la canción popular y la música en el debate cultural y en la comprensión de la historia de los países. En Chile, es evidente que esa relevancia no es reconocida como tal ni en los medios masivos, ni en la academia ni en la institucionalidad cultural, pese a los chispazos de valiosos investigadores sobre música, entre los que incluyo a musicólogos, historiadores, documentalistas y periodistas a los que siento cercanos en el esfuerzo. No queda más que insistir. Puedo tener dudas sobre cómo presentar y divulgar mis libros o proyectos, pero nunca sobre la validez de sus temas y contenidos. Una banda como Panico me parece de la mayor relevancia para comprender un momento de Chile, y precisamente porque no fue la más famosa ni exitosa de su tiempo. Es en las vidas privadas, en la escucha a solas, en el compartir colectivo de una tocata donde la música afecta de un modo tan profundo que ya se quisiera esa fuerza cualquier ideólogo.
Al estilo Panico, Marisol García, Club de Fans, 2023, 128 páginas, 19.000.
Aunque ha venido varias veces a nuestro país y en esas ocasiones pudimos verla en otros eventos de menor escala, la reciente visita de Mariana Enriquez causó furor desde su anuncio a fines del año pasado, lo que provocó que los 800 cupos para asistir a su charla magistral de ayer en el Salón Fresno del Centro de Extensión de la Universidad Católica se acabaran en apenas seis minutos, como si se tratara de un concierto. Esto se debe a que es su primer encuentro con el público chileno tras la publicación de Nuestra parte de noche, el clásico instantáneo con que la escritora argentina ganó el Premio Herralde de Novela 2019, se instaló como una figura central de la literatura latinoamericana y ganó un enorme reconocimiento entre los lectores de diversos lugares e idiomas del mundo.
Pese a que afirmó que no le gustan los microrrelatos, esta visita se dio en el marco de Santiago en 100 Palabras, concurso de cuentos brevísimos fundado en 2001 y presentado por Minera Escondida y Fundación Plagio, del que Enriquez fue la primera invitada internacional. Debido a eso, aunque también habló sobre muchos otros temas y se dio el tiempo de leer varios fragmentos de su obra, la charla se enfocó en el tema de las ciudades y el modo en que estas se vinculan con su propio proceso creativo.
Basta con mirar cualquiera de sus libros para reconocer la importancia de las ciudades, sin importar el género en que trabaje. Sobre su primera novela, Bajar es lo peor, que escribió con solo 19 años, Enriquez ha dicho que “fue una especie de reescritura de Mi mundo privado de Gus Van Sant y Entrevista con el vampiro de Anne Rice, pero ubicada en Buenos Aires”; un dato no menor en una novela en que, como en esas dos fuentes de inspiración, la ciudad —aquella capital a la que viajaba desde La Plata los fines de semana para disfrutar de la bohemia y la vida nocturna— es un personaje más. Su libro Las cosas que perdimos en el fuego, compuesto por varios cuentos inolvidables y organizados con gran acierto, empieza y termina con relatos en que las protagonistas se obsesionan con personas que piden dinero en el subte bonaerense: un niño de la calle y una mujer quemada por su pareja, respectivamente. Y en Alguien camina sobre tu tumba, sus crónicas de viajes a cementerios de muchos países, siempre deja ver cómo esas necrópolis reproducen en miniatura —y, paradójicamente, amplifican— la cultura, la estética y las formas de segregación social de las poblaciones en que se enclavan. Una de esas crónicas se llama justamente “Ciudades de los muertos” y se enfoca Nueva Orleans, la cuna de Anne Rice —a quien Enriquez dedicó un hermoso perfil incluido en El otro lado—, esa zona marcada por el vudú que, debido a lo pantanoso del suelo que impide enterrar los ataúdes, tiene 42 camposantos.
“El Cementerio General (…) es uno de los pocos lugares de esta ciudad que conozco bien”, dijo Enriquez en la primera parte de su conferencia de ayer, en que relató sus experiencias en Chile, leyó el capítulo que abre la novela Este es el mar, ambientado en Santiago, y se refirió a su fascinación por la brujería chilota, que juega un papel importante en Nuestra parte de noche. Todo esto se conecta con uno de los ejes de su obra, una pregunta que declaró haberse hecho en cuanto decidió escribir en el género por el que ahora es más reconocida, el gótico: “¿Cómo se hace una novela de terror que sea de acá, que sea de este continente?”, lo que implica “tener en cuenta los personajes de la ciudad, pensar en la historia de la ciudad y en cómo hacemos para llevar eso hacia el horror”.
Lo hago para recordarme a mí que eso es un horror y que es una cosa que no tiene que ser olvidada, e indefectiblemente la voy a olvidar, porque nadie puede empatizar tanto. Para vivir en una sociedad tenemos que tener cierto grado de indiferencia a lo espantoso que pasa alrededor nuestro, porque de lo contrario no podemos vivir, y esto es un horror en sí mismo.
La exploración de estas cuestiones derivó en un método que la autora explicó en detalle, específicamente en relación a la escritura de cuentos. Para ella sus relatos tienen tres niveles: uno que llama la metáfora general, un tema que puede ser, por ejemplo, la memoria y la identidad; otro que se relaciona con la inspiración y que a veces es un mito, un suceso de la vida real o una psicogeografía (“la idea de que un lugar tiene memoria”); y, por último, los tropos propios y ya muy codificados del género de terror. A todo lo anterior añade: “Cuando voy a elegir una zona, pienso en cómo fue, en la historia de esa zona; la pienso igual que un personaje”.
A modo de ejemplo, se refirió al proceso de escritura de varios relatos. Uno que permite ver todos estos elementos es “Bajo el agua negra”, de Las cosas que perdimos en el fuego, basado en un caso de abuso policiaco de 2002 que resultó en la muerte de Ezequiel Demonty, de 19 años, por haber sido forzado a nadar en el Matanza-Riachuelo, un cauce extremadamente contaminado en el barrio de Constitución, en Buenos Aires. En manos de Enriquez, esta historia se convirtió en un cuento lovecraftiano, en que el sacrificio se conecta con un mal de dimensiones cósmicas, por lo que desata fuerzas oscuras y mutaciones en el barrio.
“Yo soy una perversa por hacer eso, porque no me impresiona nada y, es más, le cambio detalles para que quede más espantoso —dijo refiriéndose a por qué no narra los hechos de este tipo tal como ocurrieron—. Pero el punto es que también lo hago para recordarme a mí que eso es un horror y que es una cosa que no tiene que ser olvidada, e indefectiblemente la voy a olvidar, porque nadie puede empatizar tanto. Para vivir en una sociedad tenemos que tener cierto grado de indiferencia a lo espantoso que pasa alrededor nuestro, porque de lo contrario no podemos vivir, y esto es un horror en sí mismo”.
“Uno se va acostumbrando al horror”, afirmó respecto a nuestra relación con la información que recibimos de la realidad y, sobre todo, de los medios, la que con el tiempo solo refuerza la indiferencia. Frente a esa apatía, sin embargo, Enriquez ve una salida posible en la literatura: “La ficción tiene una verdad —dijo frente a un auditorio lleno, atento a cada una de sus palabras—. Y la ficción convierte ciertas cosas en inolvidables”.
Cada cierto tiempo surge en el mundo literario la figura del joven prodigio. En 2021 le tocó a Mohamed Mbougar Sarr, nacido en 1990, ganador ese año del premio Goncourt, el más prestigioso de la industria editorial francesa. Que fuese senegalés le añadió encanto a su nombre: es el primero en alcanzar ese reconocimiento. En agosto de este año apareció su novela traducida al español con el título La más recóndita memoria de los hombres, una cita a Los detectives salvajes de Roberto Bolaño que aparece también al comienzo del libro, a la manera de una reflexión sobre la obra y sus lectores: “Durante un tiempo, la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto, luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la Soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente, la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres”.
Hay un gesto de altivez, un guiño erudito, en la cita de Mbougar a una novela creada en un idioma distinto del francés. La más recóndita memoria extiende ese gesto por más de cuatrocientas páginas en que navega por las literaturas del mundo, con el pretexto de una búsqueda que incluye el Buenos Aires de Sábato y Gombrowicz.
Con una historia que se abre a otras, como El Quijote, Mbougar construye una trama sobre escritores y escritura. “Escribíamos porque no sabíamos nada, escribíamos para decir que ya no sabíamos qué había que hacer en el mundo sino escribir”, afirma uno de sus personajes en una cita que podría venir de Los detectives salvajes. Pero Mbougar es senegalés y su novela no habla de cualquier literatura, sino de la africana, y de sus escritores, sometidos a la mirada europea, una “mirada-emboscada que les exigía al mismo tiempo que fuesen siempre auténticos —es decir: distintos— y sin embargo similares”, como afirma Diégane, el protagonista de La más recóndita memoria, una industria que busca obras africanas “comprensibles (dicho todavía de otra manera: comercializables en el medio ambiente occidental en el que evolucionaban)”.
Mbougar nació en la costa occidental de África, en Diourbel, Senegal, que fue colonia francesa entre 1677 y 1960. Estudió en un instituto militar senegalés y luego en Francia, en un liceo en Compiègne y en la Escuela de Altos Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. La más recóndita memoria es su quinta novela; las otras son La Cale, publicada en 2014, cuando tenía 24 años (Premio Stéphane-Hessel), Terre ceinte (2015, Premio Ahmadou-Kourouma, Gran Premio de Novela Mestiza y Premio de Novela Mestiza de los Estudiantes), Silence du choeur (2017, Premio de Novela Mestiza de los Lectores, Premio Literario de la Porte Dorée y Premio Littérature Monde-Étonnants Voyageurs) y De purs hommes (2018).
Como Mbougar, Diégane Latyr Faye —el protagonista de La más recóndita memoria— forma parte de una nueva generación de escritores africanos que se ha formado en Francia y que, desde ahí, despotrica contra sus antecesores. “Deploramos el hecho de que algunos de nuestros mayores hubiesen estado versados en las negrerías del exotismo complaciente y otros en las autoficciones en las que no llegaba a trascender su ínfima existencia, ellos, que estaban obligados a ser africanos pero no demasiado y que, para obedecer a estos dos imperativos a cuál más absurdo, se olvidaban de ser escritores”, dice Diégane, quien también va contra la crítica y los lectores europeos: “Muchos los leían como quien hace caridad, queriendo que los divirtiesen o les hablasen del vasto mundo con esa famosa truculencia natural de los africanos, los africanos que tienen el ritmo en la pluma, los africanos que tienen el arte de contar como al claro de luna, los africanos que no complican las cosas, los africanos que saben aún tocar el corazón con historias emocionantes, los africanos que no han cedido”. Esos africanos con “las personalidades expresivas y las grandes sonrisas llenas de grandes dientes y esperanzas”.
Diégane y sus amigos están, finalmente, paralizados ante las muchas formas en que pueden equivocarse. “Lo que acabará pasando, sin duda, es que la Francia burguesa, para tener buena conciencia, consagrará a uno de vosotros y veremos de vez en cuando a un africano que alcanza el éxito o es erigido como modelo. Pero en el fondo, créeme, sois y seguiréis siendo extranjeros”, le dice, despiadado, su compañero de departamento, un traductor francés con afanes intelectuales poscolonialistas. Diégane le responde que ellos no esperan representar a nadie excepto a sí mismos. “Todo escritor debería poder escribir libremente de lo que quiera, esté donde esté, sean cuales sean sus orígenes o su color de piel”, le dice al traductor, quien le devuelve una mirada de conmiseración y un adjetivo: ingenuo.
Mbougar construye a dos personajes que enfrentan la carga de ser escritores africanos en épocas aparentemente diversas, pero que comparten la mirada sobre un otro, el inmigrante, cargada de prejuicios. Abiertamente hostiles en los años de entreguerras, hoy abrumadoramente comprensivos.
Es este Diégane, un escritor que ha conseguido reconocimiento por su primera novela y que carga con la maldición de crear una segunda obra a la altura de la anterior, quien se embarca en la búsqueda de T. C. Elimane, un misterioso senegalés que en 1938 publicó un único, admirado y también defenestrado libro, El laberinto de lo inhumano, y que desapareció poco tiempo después.
Al revisar las reseñas sobre El laberinto en viejos diarios, Diégane se encuentra con todo el abanico esperable de reacciones ante la obra de un autor africano. “Seamos francos: nos preguntamos si esta obra no será la de un escritor francés bajo pseudónimo. Deseamos que la colonización haya producido milagros de instrucción en las colonias de África. Sin embargo, ¿cómo creer que un africano haya podido escribir así en francés?”, se pregunta incrédula B. Bollème en La Revue des deux mondes. “Es la obra maestra de un Negro: todo es africano hasta la médula […] Porque el señor Elimane es muy poeta y muy negro. […] Bajo los horrores aparentes que la obra describe, se encuentra en realidad una profunda humanidad. […] Este autor, de quien el señor Ellenstein, su editor, nos ha dicho que apenas tiene 23 años, contará en nuestras letras. Atrevámonos a decirlo: a la vista de su juventud y del estallido pasmoso de sus visiones poéticas, lo que tenemos aquí es una especie de ‘Rimbaud negro’”, anuncia Auguste-Raymond Lamiel en L’Humanité. “Todas esas páginas sin gracia demuestran que la civilización aún no ha penetrado en las venas de esos negros, que solo sirven para saquear, devorar, asar, quemar, emborracharse, fornicar, idolatrar arbustos, matar”, opina sin filtro Édouard Vigier d’Azenac en Le Figaro. “Este libro es todo lo que se quiera menos africano. Esperábamos más color tropical, más exotismo, más penetración en el alma puramente africana”, lamenta Tristan Chérel en La Revue de Paris.
Amparado en los códigos de la época, Mbougar hace decir a sus personajes todo lo que hoy nadie podría afirmar ni preguntar sobre un autor senegalés. Asimismo, encuentra reseñas llenas de buenas intenciones. “El señor Elimane ha aparecido demasiado pronto, en una época que aún no está preparada para ver a los negros destacar en todos los campos, incluido el de las Artes. Puede que llegue ese día, ¿quién sabe? De momento, el señor Elimane tiene que ser un precursor valiente, un ejemplo. Tiene que mostrarse, hablar y demostrar a todos los racistas que un negro puede ser un gran escritor. Desde aquí le mandamos nuestro apoyo más firme y fiel. Ponemos nuestras columnas a su disposición”, anuncia Léon Bercoff, en el Mercure de France.
Pronto los críticos de T. C. Elimane lo acusan de plagio. Y ante eso, cargan sobre él la responsabilidad no solo de su propia carrera como escritor, sino también del futuro de todos los escritores africanos. “Elimane, en cierto modo, ha arrojado una sombra de duda sobre su credibilidad, su seriedad, y tal vez sobre su cultura. La cosa es más indignante si se confirma que el tal T. C. Elimane es africano. Porque entonces habría infligido un rotundo agravio a los depositarios de una cultura que pretendió civilizarlo. Esperemos que algún día se sepa la verdad sobre este escándalo”, advierte Jules Védrine en Paris-Soir.
Mbougar construye así a dos personajes que enfrentan la carga de ser escritores africanos en épocas aparentemente diversas, pero que comparten la mirada sobre un otro, el inmigrante, cargada de prejuicios. Abiertamente hostiles en los años de entreguerras, hoy abrumadoramente comprensivos. Diégane admira a T. C. Elimane por su libro y por haber excedido los márgenes que el circuito cultural parisino había impuesto a los africanos que llegaban a estudiar en sus universidades desde las colonias, africanos completamente excepcionales en sus logros, al punto de haberse ganado las becas para viajar a la capital del imperio, y que aun así eran vistos como inferiores. Africanos “civilizados”, de quienes se sospechaba que mantenían costumbres “primitivas”.
Diégane habita en otro mundo, por supuesto, un mundo donde la inmigración cruza a personas de todos los continentes, donde parece no haber un arriba ni un abajo, donde no hay mejores ni peores libros, sino “libros que nos gustan”, pero no se sacude de encima la sensación de ser ajeno: “Tal vez la constatación silenciosa de que somos africanos un poco perdidos e infelices en Europa, aun cuando parezca que estamos como en casa”.
La idea del plagio —qué es, hasta qué punto la literatura es creación a partir de fragmentos de otros— es central en la novela de Mbougar: la sospecha surge ante cualquier escritor africano que exceda lo que se espera de él. Hay algo paradójico en encumbrarse en la jerarquía literaria con una novela sobre escritores expulsados de ese mismo circuito.
Afirma haber alcanzado el estadio terminal de la migración: finge creer que volverá a casa, pero sabe que es imposible para él recuperar el tiempo y los lazos con su familia de origen. “El exiliado se obsesiona con la separación geográfica, el alejamiento en el espacio. Sin embargo, el tiempo es el motivo esencial de su soledad; y echa la culpa a los kilómetros cuando son los días los que lo matan”. Por eso no llama, o llama poco. “Mis padres querían contarme mil cosas, menudencias felices o apremiantes, sobre mis inquietos hermanos pequeños, sobre la situación política general del país. Pero yo no me veía con ánimos para escuchar todo aquello. Sobre la única cuestión importante, guardaban silencio”. La cuestión importante: cómo el que emigra sabe que el tiempo avanza, que la muerte se acerca y que no estará ahí cuando eso ocurra.
En su búsqueda de T. C. Elimane, Diégane descubre más historias de africanos que estudiaron en las escuelas de los colonizadores en África, africanos enamorados de la cultura europea, algunos al punto de enrolarse en ejércitos para luchar en guerras que no eran suyas. Otros han migrado para escapar de la guerra. “Pero eso solo es una ilusión duradera: la gente como yo nunca sale de su país. O, en cualquier caso, el país nunca sale de nosotros”, le dice un amigo senegalés a Diégane. Es un escritor obsesionado con la sordera desde que, siendo niño, oyó cómo su madre era torturada por paramilitares, mientras él permanecía oculto en un pozo. “Desde ahí he escrito siempre. Y los alaridos retumban. Pero ya no me tapo los oídos. A partir de ahora, sé que escribo o debo escribir para oír. Simplemente, no encontraba el valor para confesármelo”.
“Elimane”, le escribe en una carta a Diégane, “era aquello en lo que no deberíamos convertirnos y en lo que nos convertimos lentamente. Era una advertencia que no se supo interpretar. Esa advertencia nos decía a los escritores africanos: inventad vuestra propia tradición, fundad vuestra historia literaria, descubrid vuestras propias formas, probadlas en vuestros espacios, fecundad vuestro imaginario profundo, tened una tierra vuestra, porque solo ahí existiréis para vosotros, pero también para los demás. En el fondo, ¿quién era Elimane? El producto más logrado y trágico de la colonización. El triunfo más esplendoroso de esta empresa, más que las carreteras asfaltadas, el hospital y la catequesis”. Porque Elimane “quiso convertirse en blanco y le recordaron no solo que no lo era, sino que jamás lo sería a pesar de todo su talento”. Por eso le asegura: “No volveré a París, donde con una mano nos alimentan y con la otra nos estrangulan. Esa ciudad es nuestro infierno disfrazado de paraíso”.
Es el mismo París en el que habita Mohamed Mbougar Sarr, aunque la novela lo ha llevado de gira por toda Europa. En septiembre estuvo en Barcelona, promocionando la edición en español recién publicada por Anagrama. Allí respondió preguntas sobre autores latinoamericanos (con García Márquez y Bolaño a la cabeza), los motivos que lo impulsaron a escribir la novela y su relación con el idioma: “Yo escribo en francés, a pesar de no ser mi lengua materna, porque hablo diversas lenguas propias del Senegal, como el wolof y el serere, que aprendí antes, pero no sé escribir en ellas y acabo escribiendo en esta lengua que no deja de ser la colonial”.
La más recóndita memoria está dedicada a Yambo Ouologuem, escritor nacido en 1940 en Mali (país vecino a Senegal) que publicó en Francia Le Devoir de violence en 1968, novela inicialmente bien recibida (fue el primer escritor africano en obtener, ese mismo año, el prestigioso premio Renaudot para autores en lengua francesa) y luego, como la de T. C. Elimane, acusada de plagio. A Ouologuem se lo culpó de copiar pasajes de It’s a Battlefield de Graham Greene y Le Dernier des justes de André Schwartz-Bart. Él se defendió con el argumento de que estaban entrecomillados. Finalmente volvió a Mali, donde fue profesor y publicó algunas obras más que fueron ignoradas por la crítica francesa. En su país aún se entrega un premio literario en su honor.
La idea del plagio —qué es, hasta qué punto la literatura es creación a partir de fragmentos de otros— es central en la novela de Mbougar: la sospecha surge ante cualquier escritor africano que exceda lo que se espera de él. Hay algo paradójico en encumbrarse en la jerarquía literaria con una novela sobre escritores expulsados de ese mismo circuito. El propio Mbougar lo hizo ver en su presentación: “Es curioso que la historia del libro se centre en un autor que busca desaparecer y que yo esté ahora aquí, porque no puedo desaparecer al no poder dejar de acompañar a aquel que sí quiere hacerlo”. Más irónico es que la obra de Mbougar solo llegue a los lectores en Senegal en el idioma de los colonizadores. Sus lenguas originarias, el wolof y el serere, no se enseñan en las escuelas, por lo que no existen obras impresas en ellas.
La más recóndita memoria de los hombres, Mohamed Mbougar Sarr, Anagrama, 2022, 448 páginas, $23.000.
Minutos antes de tomar el bus, Alexánder creó un grupo de Whatsapp en el que me agregó junto a su pareja, Fernando. El chat no tenía nombre, sino tres banderas: la de Chile, la de Venezuela y la de Estados Unidos, una especie de mapa iconográfico de lo que sería su segunda migración. Apenas salió del terminal, en Estación Central, escribió: “Después de tres años, comenzó nuevamente la travesía”.
Alexánder había llegado a Chile el 24 de julio de 2019. Lo hizo por un paso no habilitado entre la frontera de Tacna y Arica, luego de que la policía lo devolviese en siete ocasiones hacia Perú. No venía con pasaporte, por lo que no tenía otra forma de ingresar que no fuese esa. Había salido de Los Valles del Tuy, en Venezuela, hacía 18 días y en Santiago lo esperaba Fernando, su pareja, que había llegado tres meses antes con una visa de Responsabilidad Democrática. El viaje era un reencuentro, un nuevo comienzo.
Ambos fueron los protagonistas de “Diario de un indocumentado”, el texto principal del libro Nosotros no estamos acá, crónicas de migrantes en Chile, que publiqué en agosto de 2021. Allí relataba la historia de esa primera migración, la vida en Santiago y cómo la irregularidad de Alexánder se fue convirtiendo en un problema. Fueron tres años en Chile que, a grandes rasgos, podrían resumirse así: arrendaron un departamento en la comuna de Independencia, se compraron motos para hacer delivery y trabajaron de lunes a domingo solo para sobrevivir. El resto son detalles: conocieron la nieve, fueron a la playa, se endeudaron, se contagiaron de covid, chocaron en moto y adoptaron dos perros. Nada de eso, sin embargo, fue suficiente para generar arraigo. “El mes que viene me voy a Estados Unidos”, me dijo Alexánder a fines de julio de 2022. “Se me está haciendo muy difícil, no tengo posibilidad de sacar mis papeles y siento que estoy perdiendo el tiempo”.
La ruta que pensaba seguir era la del Darién, una inexpugnable selva de alrededor de 575 mil hectáreas que separa Colombia de Panamá y que también es conocida como El Tapón. En internet abundan los videos sobre las dificultades de atravesarla y las muertes que ocurren en la espesura del monte: los que caen montaña abajo, los que son arrastrados por las crecidas de los ríos y los que cuelgan de los árboles, abrumados por la desesperanza. Hombres, mujeres y niños. Quienes han logrado cruzarla, unas 158 mil personas en lo que va de 2022, recorrieron otros cinco mil kilómetros por carretera hasta la frontera con Estados Unidos. “Yo me voy primero y Fernando se va después”, me dijo Alexánder en julio.
Pasaron dos meses antes de concretar el viaje. El primer destino era regresar a Venezuela, una escala para ver a la familia y tramitar su pasaporte.
*
Migrantes ilegales cruzando la selva del Darién camino a Estados Unidos.
Para hacer el camino de vuelta, Alexánder pagó 650 dólares en una agencia de viajes, un concepto generoso para un negocio que bordea lo ilegal. El primer tramo fue hasta Iquique. “Me fueron a buscar dos chavos súper malandros”, escribió en el grupo dos días después de haber salido. Contó que lo trasladaron a una casa y envió un video de la pieza en la que se estaba alojando: un cuarto pequeño con cuatro colchones en el suelo. Al día siguiente cruzó de Colchane a Pisiga. Así: caminó 10 minutos por el desierto, con el sol a su espalda, y llegó a Bolivia. Nadie lo detuvo. Ahí, un asesor lo hospedó en una casa repleta de otros venezolanos que iban camino a Chile. La ruta de Alexánder era a contrapelo: era el único que regresaba.
El chat se transformó en un diario. Por ahí nos contó los problemas que tuvo para cruzar de Bolivia a Perú, la historia de una joven que iba a Caracas a buscar a su hijo y nos llenó de videos cortos que lo mostraban a él en la ruta: cruzando el lago Titicaca en bote, el paisaje de Lima a Tumbes y una selfie luego de haber amanecido en un bus. “Se me ve otro brillo en la cara. Le di 12 soles al colector y me pasé para el asiento preferencial. Dormí más que la Bella Durmiente”.
Al llegar a Ecuador, Alexánder se reencontró con su padre, que vivía hacía cuatro años en Durán, una ciudad a orillas del Guayas. Subió una foto con él: un señor calvo, moreno, con una barba tipo candado, que llevaba un polerón de los Chicago Bulls. Luego envió otra, esta vez de un hombre andrajoso. “Aquí es donde vive mi papá y mi tío, en el trabajo”, escribió. “Duermen en el piso y está peor que cuando llegó: sin ropa, sin zapatos, sin nada”. Estuvieron un día juntos y cuando lo fue a dejar al terminal le dijo que le tenía una sorpresa: “Me regreso contigo a Venezuela”.
Al llegar a Colombia, Alexánder no escribió más. Supuse que era por problemas de señal, pero días más tarde, cuando ya estaba en Venezuela, se volvió a conectar: “Nos secuestraron”, dijo. Al llegar a Cúcuta, el chofer del bus paró unos minutos al lado de un caserío y cerca de 50 personas, que él atribuye a miembros de la mafia del Tren de Aragua, salieron a saquear a los pasajeros. Luego de eso, les cobraron un rescate de 60 dólares por los dos. “Yo llegué a Venezuela decepcionado. Lo único bonito ha sido estar con mi familia”.
El origen de esa desilusión radica en un diagnóstico que, desde su punto de vista, no era cierto: “Decían que Venezuela se estaba arreglando, pero era mentira”. Alexánder profundizó en esos matices. No hay un solo día, explicó, en que una persona disponga con seguridad de agua, luz e internet. “Acá la gente solo trabaja para comprar comida. Son pocos los que se pueden dar un lujo y si se lo dan es porque tienen familia fuera del país. ¿Cómo te lo explico? La gente sobrevive, se ve mucha decadencia en las personas, se les nota en la cara, en su forma de hablar, conformándose con todo”.
Uno de los pocos fenómenos positivos es que en su barrio ya prácticamente no hay delincuencia. Cuando se vino a Chile en 2019, los Valles del Tuy era una de las zonas con mayor criminalidad. En los diarios se leían noticias como estas: “Colgaron dos cadáveres degollados en los Valles del Tuy”, “Ocho muertos en disputa entre bandas delictivas en los Valles del Tuy”, “Adornaron un arbolito de Navidad con cabezas decapitadas en los Valles del Tuy”. Pero ahora, dice Alexánder, “los malandros se fueron del país”. Tiene lógica: si no hay a quién robarle, hasta el crimen organizado migra.
Ahora, dijo, lo que la lleva es ser policía. “Acá todos quieren estudiar eso. Tengo cinco primos y 12 amigos”. La razón: ser policía entrega la seguridad de un salario mínimo y también la posibilidad de obtener un extra siendo corrupto. “Tengo un primo al que la semana pasada lo corrieron por pasarle droga a un preso a cambio de cinco dólares”.
En el barrio ya todos saben que Alexánder ha vuelto y que pronto saldrá hacia el norte. En su cuadra son varias las familias con parientes que están yendo hacia allá. Algunos que ya cruzaron la frontera y otros que van en camino. A veces este concepto es literal: son muchos los venezolanos que se cuelgan una mochila en la espalda y se van caminando. Alexánder cree que en algunos tramos le tocará hacerlo, porque el costo de acceder a una agencia de viajes es imposible. Solo por cruzar de México a Estados Unidos le pueden cobrar hasta US$1.500, un precio que varía dependiendo “si vas por el río o por el muro”.
Alexánder no tiene ahorros, solo un teléfono de última generación que se llevó de Chile y que espera vender en US$500. Con eso, cree, le debiese alcanzar para cruzar el Darién. De Panamá a Estados Unidos, Fernando le irá enviando dinero. Ese es el plan.
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Los planes del migrante cambian a una velocidad impetuosa. Un día piensas ir a Estados Unidos y al día siguiente no te queda otra opción que regresar a Chile o mantenerte en Venezuela. ‘Es muy difícil planificar, estamos siempre inestables, casi siempre pasa algo. Siento que no puedo ir a otro lado que no sea Santiago’, me dijo ese día, la misma semana en que el presidente Gabriel Boric lanzó una amenazante frase a los indocumentados: ‘O se regularizan o se van’.
El viaje que hizo a Tarma, un pequeño pueblo rural cerca de Caracas, donde vivía su abuela paterna, de 79 años, tenía dos objetivos: verla después de tres años y despedirse antes del nuevo viaje. La anciana lloró. Otra vez. La anterior fue en julio de 2019, cuando Alexánder se vino a Chile. Él tiene una singular analogía para explicarlo: “Es como si yo me fuera muerto”, dijo. “¿Te acuerdas del día de mi velorio?”, bromea cada vez que habla con ella.
En Tarma estuvo tres días sin señal de teléfono y cuando regresó al terminal su celular comenzó a repicar. Eran cientos de mensajes. El primero era una nota de voz de Fernando: “¿Viste las noticias?”, le preguntó. Alexánder no tenía idea de qué se trataba. “Ya no te vas a poder ir, no hay oportunidad, porque cerraron la frontera de Estados Unidos”, continuó. Alexánder gugleó. Era cierto. El 12 de octubre, mientras él estaba en la casa de su abuela, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos había anunciado un nuevo plan migratorio para 24 mil venezolanos. Para postular, las personas debían someterse a una investigación, tener un apoyo financiero en Estados Unidos y cumplir con los criterios de elegibilidad, entre ellos tener pasaporte al día. Las autoridades advirtieron que cualquier persona que fuese sorprendida ingresando de manera irregular, sería deportada de inmediato a México. “Ya no hay nada que hacer por allá”, le respondió Alexánder a Fernando.
Los planes del migrante cambian a una velocidad impetuosa. Un día piensas ir a Estados Unidos y al día siguiente no te queda otra opción que regresar a Chile o mantenerte en Venezuela. “Es muy difícil planificar, estamos siempre inestables, casi siempre pasa algo. Siento que no puedo ir a otro lado que no sea Santiago”, me dijo ese día, la misma semana en que el presidente Gabriel Boric lanzó una amenazante frase a los indocumentados: “O se regularizan o se van”.
A la semana siguiente, Alexánder fue a la cita para la obtención de su pasaporte. Le tomaron una foto e imprimieron sus huellas digitales. Si tiene suerte, en dos meses tendrá su documento. Sin embargo, no se quedó a esperarlo. El 1 de noviembre tomó un bolso, metió dos mudas de ropa, se despidió de su mamá y con 100 dólares en el bolsillo se montó en un bus hacia Cúcuta. Se vino con la incerteza de no saber cómo iba a atravesar las fronteras hasta Chile, ni dónde iba a dormir, mientras esperaba que Fernando le enviara dinero. “Cuando esté allá vamos a trabajar duro para pagar todo lo que debemos y empezar a hacer nuevos planes”, le prometió.
Con la experiencia de haber hecho la ruta dos veces, cruzó de un país a otro sin asesores, siguiendo la huella de los pasos no habilitados por los que ya había caminado de ida y de vuelta. La “trocha”, como le llama él. Fueron 12 días de viaje hasta el terminal de Estación Central, el mismo desde donde dos meses antes había salido rumbo a Estados Unidos. En el camino se duchó solo una vez y desde Bolivia a Santiago no comió nada. A los 28 años, Alexánder ha recorrido Latinoamérica tres veces. Apenas llegó, se montó en la moto de Fernando y salió a repartir comida.
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Para proteger la identidad de los protagonistas de esta historia se optó por colocar sus segundos nombres y, por lo mismo, se acordó no publicar imágenes de ellos.
Todos somos inmigrantes o desterrados, o descendientes de ellos. Cuando Theodor Mommsen señala en su Historia de Roma que no hay relato ni tradición que mencione las más remotas migraciones en ese territorio, apunta que allí, como en todas partes, la Antigüedad creía que los primeros habitantes “habían salido del suelo”. Pero como ni en Roma ni en lugar alguno los seres humanos han brotado de la tierra, necesariamente tuvieron que llegar desde un lugar inicial abandonado. Que este sitio sea el Jardín del Edén o el Valle del Rift africano —y que el motivo haya sido un castigo al pecado, el hambre, el calor o la curiosidad— no altera su marca de desarraigo.
La condición migrante parece haber sido decisiva en la humanidad, desde sus orígenes, y es probable que lo siga siendo en el futuro. En términos temporales amplios, el movimiento y la migración han sido la regla, y el asentamiento la excepción. Según el economista Jacques Attali, el hombre migra desde sus comienzos: parte con la carrera de un bípedo que baja de los árboles y se echa a andar. Las migraciones masivas no son fenómenos nuevos. Las ha habido para poblar el planeta, para cazar, para generar o destruir imperios, para comerciar o trabajar, para escapar de la persecución, de los desastres climáticos o de las guerras. En las zonas, luego países, de salida y acogida, el factor migrante se deja sentir en lo económico, social y cultural.
Las crisis migratorias tampoco son nuevas: los visitantes temporales o definitivos que llegan desde fuera a veces son bienvenidos, pero otras, discriminados, marginados, incluso perseguidos, según los distintos factores de expulsión y atracción hacia ellos. Las presiones migratorias generan distintas percepciones pendulares, motivando retóricas promigrantes: desde mano de obra barata hasta aportes civilizatorios o bien un cosmopolitismo que favorece la movilidad sin fronteras; y retóricas antimigrantes: desde el miedo a enfermedades hasta prejuicios tribales; actualmente explotan argumentos económicos (quitan empleos, copan servicios públicos), de identidad (destruyen maneras de ser autóctonas) y de seguridad (traen delincuencia y terrorismo), magnificados en ciertos inmigrantes: el pobre o el irregular. La interacción no siempre resulta en un hogar “multicultural” de diásporas entrelazadas, sino en un campo fértil para la xenofobia.
¿Cuál ha sido el papel de las migraciones?, ¿tiene el discurso antimigrante un respaldo histórico? ¿Son avalanchas humanas incontrolables o responden a otros factores? Los migrantes, ¿enriquecen o perjudican económica y culturalmente a las sociedades adonde llegan?, ¿el cambio climático aumentará la migración?
Diversos libros intentan observar estas formas de la errancia, desde perspectivas diversas: de las muy amplias a las más específicas.
Los episodios previos no debieran llevar a subestimar el actual calentamiento global y la anticipación (o constatación) de una catástrofe: los ‘refugiados climáticos’. Según la Organización Internacional para las Migraciones de las Naciones Unidas, en un escenario de calentamiento de 2°C, más de 350 millones de personas estarán expuestas a temperaturas inhabitables para 2050.
Gran angular
Con pocos años de diferencia, el escritor Bruce Chatwin y el dúo filosófico Deleuze-Guattari imaginaron cómo sería contar la historia desde el punto de vista de los nómades. Algo así hace Michael Fisher en Migración: una historia mundial: en poco más de 100 páginas, cubre más de 200 mil años de historia, en un relato que abarca todos los continentes, muchos océanos y mares. Rastrea los itinerarios de los viajes ancestrales humanos desde la originaria África oriental hasta Eurasia y luego, mediante líneas ramificadas, a través de Australasia y las Américas (cuando pudieron atravesar con la ayuda de puentes terrestres durante las glaciaciones). Relata las mareas de movimiento que fueron el resultado de las depredaciones de Alejandro Magno, la expansión del Imperio Romano o la del Islam. O las migraciones de los vikingos en el Mar del Norte o los cruzados en Tierra Santa.
Su punto de vista mundial le permite distinguir, en los últimos siglos, una serie de eventos migratorios. En los siglos XVIII y XIX lo fue el mercado de esclavos (más de 10 millones de personas sacadas de África). La expansión europea decimonónica provocó una migración voluntaria a gran escala hacia las colonias. Otros periodos: Estados Unidos como potencia industrial, donde, entre 1850 y 1930, millones de trabajadores viajaron desde Europa. O después de 1945, cuando las economías de posguerra prósperas necesitaron mano de obra. O, a fines de los años 70, cuando el auge laboral migrante terminó en Europa, aunque continuó en Estados Unidos hasta los años 90.
Una aproximación diversa es la de Jacques Attali en El hombre nómada (2003), donde recorre, desde el ángulo del nomadismo, la historia humana. Intenta desvirtuar su mala imagen: “Los nómadas inventaron lo esencial: el dominio del fuego, la caza, las lenguas, la agricultura, la cría de animales, el calzado, el vestido, las herramientas, los ritos, el arte, la pintura, la escultura, la música, el cálculo, la rueda, la escritura, la ley, el mercado, la cerámica, la metalurgia, la equitación, el timón, la marina, Dios, la democracia”. El gran invento de los sedentarios sería el Estado.
Su relato atraviesa miles de años: los primeros homínidos, los primeros agricultores, la domesticación del caballo que ayudó a forjar imperios. Aparecen hunos, vikingos, peregrinos. Desfilan juglares, pobres, piratas, vaqueros, gitanos. Y explica el temor sedentario a los que van por los caminos, sin trabajo ni dinero, por lo que los Estados procuran controlarlos. Distingue tres fenómenos de mundialización. El primero, mercantil (s. XVII); el segundo, industrial (s. XIX) —ambos se interrumpen por la miseria y las revueltas que generan—; y un tercero, después de 1945, también mercantil, en el que, como antes, hay nómades de lujo y de miseria, o según Attali, “hipernómadas” e “infranómadas”: los primeros, por opción y opulencia; los segundos, por obligación y precariedad.
La idea de que las personas y las especies ‘pertenecen’ a ciertos lugares es relativamente nueva: identifica el surgimiento de la taxonomía biológica en el s. XVIII, como el momento en el que se planteó que la naturaleza, que nunca había dejado de moverse, en realidad estaba fija; la biología de la conservación aumentó esta creencia errónea con teorías sobre los hábitats y encasillar a los animales en especies nativas y no nativas, lo que llevó a pensar la migración como ‘un vector de muerte’.
Lente europeo y expulsiones globales
En Inmigrantes y ciudadanos (1996), la socióloga Saskia Sassen ofrece una mirada histórica de la migración europea —que podría iluminar como ejemplo a escala— desde 1800 hasta el presente. Pretende desestimar la asociación de las migraciones con situaciones de desesperación o miseria, y sostiene que los flujos migratorios no son aleatorios o “invasiones”, sino movimientos selectivos y organizados.
En Europa se dieron las condiciones para el crecimiento económico y demográfico, pero con grandes desigualdades regionales, generando migraciones intraeuropeas. No siempre los gobiernos vieron como una amenaza el ingreso de trabajadores de otros países: durante el siglo XVII y parte del XVIII, ellos circulaban con “mayor facilidad que las mercancías” y los calificados, con gran demanda.
Las revoluciones de 1848 generaron refugiados o exiliados, lo que unido al crecimiento del capitalismo industrial y los nuevos medios de transporte, repercutió en la movilidad: las migraciones cubrían mayores distancias (aumentaron las transatlánticas), favorecidas por la expansión de los imperios coloniales.
En un capítulo contrasta las respuestas a las pautas migratorias de Alemania, que favorecía la inmigración temporal; Francia, que favorecía la asimilación y la inmigración permanente; e Italia, convertido en país de emigración masiva.
Las dos guerras mundiales marcan un punto de inflexión respecto de los refugiados. La Primera Guerra supuso grandes flujos y la regulación por los Estados ante la imposibilidad de asumirlos (9,5 millones), dando lugar a las primeras crisis de refugiados, restringidos aún más con la crisis económica de los años 30.
Tras la Segunda Guerra (con millones de refugiados dentro y fuera de Europa), la reconstrucción y la necesidad de mano de obra facilitaron la absorción de estos flujos y transformaron su percepción: del miedo a la aceptación. Esto duró hasta la próxima crisis económica, la del petróleo en los 70. Nuevamente afloraron sentimientos antimigratorios y los Estados se cerraron. En las décadas de los 80 y 90, surgen nuevas pautas migratorias: la desaparición del bloque soviético, la transformación de países emisores en receptores de mano de obra (Italia, España o Portugal), el desarrollo de la Unión Europea. El cierre de la migración laboral y el endurecimiento de las políticas de asilo generaron un nuevo tipo de inmigración, la irregular.
En la perspectiva de Sassen, la percepción del migrante varía según los factores de expulsión y atracción: la desconfianza y eventualmente el odio al inmigrante es de carácter cíclico, lo que conlleva un desdén o una revalorización. Sin embargo, visto en la perspectiva histórica, la migración ha sido un estabilizador demográfico y un activador económico. Las cifras que presenta del siglo XIX desmienten las aproximaciones alarmistas de recibir un gran número de extranjeros. Entre 1840 y 1914 dejaron Europa 50 millones de personas: 37 hacia Norteamérica; 11 a Latinoamérica y 3,5 hacia Australia y Nueva Zelanda. Esas olas migratorias no significaron la destrucción de las economías de los países receptores. El periodo de entreguerras y la Segunda Guerra implicó el desplazamiento interno de 60 millones de civiles europeos: tampoco el continente colapsó.
Aunque la autora no se refiere a las migraciones por razones climáticas, sí lo hace en un libro más reciente, Expulsiones (2014). En las últimas décadas habrían aumentado las personas, empresas y comunidades desplazadas por la aparición de una nueva “lógica” de expulsión en las economías desarrolladas. Su análisis considera desde instrumentos derivados de las altas finanzas y el desalojo de deudores hipotecarios hasta los nuevos patrones de adquisición de tierras y el impacto ambiental de las industrias extractivas.
Todo esto generaría nuevos modelos de migración. Los desplazamientos en países pobres reflejan la expulsión masiva de poblaciones enteras. Según sus cifras, en 2011, 42,5 millones de personas fueron desplazadas en el planeta por conflictos. A ellos se suman los efectos de la crisis ambiental y un “nuevo mercado global de las tierras”: el aumento de los precios de alimentos y el auge de los biocombustibles han llevado a que los terrenos sean una inversión sumamente rentable y a que los campesinos sean expulsados de ellos. Esto genera erosión, desertificación y sobreexplotación por monocultivos. El calentamiento climático ha afectado zonas que se deprecian (alrededor del 40% de las tierras agrícolas mundiales) y las explotaciones mineras y la industria deterioran tierras que no pueden recuperar su fertilidad.
Los agricultores de arroz en Vietnam trabajan durante la noche debido a las altas temperaturas.
Migraciones climáticas
Los cambios climáticos drásticos generan migración. Así ocurrió en el siglo XVII europeo —cuenta Philipp Blom en El motín de la naturaleza (2019)— con la “Pequeña Edad del Hielo”. Pero también lo ha hecho el calor: Attali recuerda que 35 mil años a.C., el calentamiento generó los viajes por mar; y hacia 20 mil a.C., la mutación climática llevó al invento del arco (en Eurasia, el calor desarrolló una selva espesa y reemplazó grandes herbívoros por animales más pequeños y veloces).
Los episodios previos no debieran llevar a subestimar el actual calentamiento global y la anticipación (o constatación) de una catástrofe: los “refugiados climáticos”. Según la Organización Internacional para las Migraciones de las Naciones Unidas, en un escenario de calentamiento de 2°C, más de 350 millones de personas estarán expuestas a temperaturas inhabitables para 2050.
La periodista Sonia Shah, en La última gran migración, señala que ya ha empezado un “éxodo salvaje”: plantas y animales buscan otros entornos, dirigiéndose a los polos o escalando lentamente las montañas. Y más personas que nunca viven fuera de sus países de nacimiento, algunas por el clima. La autora no se desespera: la mejor alternativa es migrar. La idea de que las personas y las especies “pertenecen” a ciertos lugares es relativamente nueva: identifica el surgimiento de la taxonomía biológica en el s. XVIII, como el momento en el que se planteó que la naturaleza, que nunca había dejado de moverse, en realidad estaba fija; la biología de la conservación aumentó esta creencia errónea con teorías sobre los hábitats y encasillar a los animales en especies nativas y no nativas, lo que llevó a pensar la migración como “un vector de muerte”. Estas ideas informaron las actitudes hacia los humanos: podrían dividirse en tipos biológicamente diferentes, cada uno vinculado a un continente, con los europeos como superiores. Rastrea el desarrollo de la “ciencia racial” del siglo XIX y cómo ella anima los discursos políticos antimigrantes.
Pero la autora confía en la ciencia. Así como los animales se mueven y se adaptan según los recursos, los humanos encontrarán soluciones innovadoras (ejemplifica con un poblado mexicano que impulsó mejorar la eficiencia de la producción de trigo y el uso del agua). Shah, optimista, ve lo que ocurre como el último capítulo de una larga historia de supervivencia y adaptación.
Más concreta es la periodista medioambiental Gaia Vince en El siglo nómade, suerte de continuación de Aventuras en el Antropoceno (2014; Ocholibros, 2018), en el que explicaba de qué manera la acción humana ha creado una nueva era geológica en el planeta. Su nuevo libro constata la conjunción del cambio climático y del cambio demográfico humano. Cree que se cumplirían todas las pesadillas ecologistas, con un calor no visto en millones de años, de no reducir las emisiones de gases de efecto invernadero: incendios forestales, costas tragadas por el mar, sequías, tormentas tropicales, inundaciones en unas zonas y la desertificación en otras; en los países tropicales y subtropicales, el calor y la humedad impedirán realizar toda actividad al aire libre, tendrán temperaturas intolerables antes de 2050 y se derrumbará su agricultura. En diversos lugares, esto es el presente, no el futuro: informa que los productores de arroz en Vietnam ya están sembrando de noche con focos para evitar el calor peligroso y que Catar tuvo que prohibir el trabajo al aire libre entre las 10 y las 15:30 horas (antes del escándalo por muertes de trabajadores migrantes construyendo estadios). El cambio climático, indica, multiplica las amenazas: el fuego, el calor, la sequía y las inundaciones serán los “cuatro jinetes del Antropoceno” que harán que una gran parte del mundo sea inhabitable.
Ahora, debido al cambio de su patrón demográfico, la mayoría de los países más ricos (y fríos) tienen tasas de natalidad decrecientes, envejecen velozmente y la fuerza laboral será demasiado pequeña para realizar las labores necesarias y mantener a las personas mayores. Dado esto, Vince ve posible una migración planificada de millones de personas desde los trópicos hacia los polos, con nuevas ciudades construidas para los refugiados climáticos, capaces de resistir situaciones extremas con ayuda de tecnologías avanzadas. Sugiere una organización internacional que supervigile esto. Pero la redistribución de personas no revertirá los daños existentes, por lo que la autora dedica parte del libro a considerar cambios: descarbonizar la producción energética, privilegiar la electricidad. Predice que la dieta humana se basará en plantas, hongos o algas y que los insectos serán el ganado del futuro.
También estos desplazamientos han cumplido un papel en la transmisión del saber. En Exiliados y expatriados en la historia del conocimiento, el historiador Peter Burke vincula la difusión y la producción del conocimiento con el fenómeno del exilio y el desplazamiento. Aplica o retoma teorías sobre la ‘hibridez’ y el distanciamiento para comprender estas relaciones y pretende mostrar lo que se pierde cuando se levantan muros y lo que se gana cuando se derriban.
Mestizaje cultural
“Extraterritorial” llamó George Steiner al multilingüismo de algunos grandes escritores, como Nabokov, Beckett y Borges, que se expresaban en dos o tres idiomas y que a veces fueron sus propios traductores. Pero solamente dos de ellos abandonaron realmente sus culturas y países nativos, y únicamente Nabokov se vio obligado a hacerlo. La “extraterritorialidad” no siempre es voluntaria.
No lo es, por supuesto, en los casos de exilios. Pero tampoco lo es como consecuencia de las migraciones, que inciden en todas las dimensiones humanas, generando el “mestizaje” o la “hibridez” de las culturas, siendo cada vez más difícil pensarlas en términos de pureza.
También estos desplazamientos han cumplido un papel en la transmisión del saber. En Exiliados y expatriados en la historia del conocimiento, el historiador Peter Burke vincula la difusión y la producción del conocimiento con el fenómeno del exilio y el desplazamiento. Aplica o retoma teorías sobre la “hibridez” y el distanciamiento para comprender estas relaciones y pretende mostrar lo que se pierde cuando se levantan muros y lo que se gana cuando se derriban. Aunque el exilio y la expatriación son fenómenos mundiales, la mayor parte del libro está dedicada a ejemplos modernos occidentales. En el periodo moderno temprano aborda desde las diásporas judía y griega del siglo XV hasta las confesionales de finales del siglo XVII, y se detiene en grupos como los judíos asquenazíes y sefarditas, los exiliados isabelinos, los hugonotes y los exiliados protestantes italianos, entre otros. Destacan las experiencias masculinas: las mujeres estarán mejor representadas cuando exista una actitud más abierta en las universidades (un apéndice lista 100 académicas refugiadas entre 1933 y 1941).
Cuando del exilio pasa a la expatriación, Burke refiere ciertos impulsores del conocimiento, por ejemplo, el comercio de libros y el mercantilismo global, además de la expansión de botánicos, diplomáticos, clérigos y naturalistas dedicados a la descripción del mundo, muchas veces al servicio de la influencia imperial. Destaca el “giro cognitivo” de los misioneros, los jesuitas como mejor ejemplo: compara su labor con el papel modernizador, no siempre bienvenido, asumido por los académicos europeos atraídos a regiones “atrasadas”, como Rusia y Japón en el siglo XIX. Su capítulo final, “El gran éxodo”, distingue entre los exilios “por el bien de la religión” antes de 1789 y los “políticos”, que ocurrieron a partir de entonces: desde la Revolución francesa a la rusa y, especialmente, los refugiados del nazismo, aunque su alcance es amplio (rastrea personas y comunidades en España, Hungría, Italia y muchos otros lugares), además de destacar la influencia de los expatriados y exiliados en distintos campos y su contribución a eliminar el “provincianismo” de sus países anfitriones.
Lo que Burke aborda en un capítulo de 50 páginas, la crítica Mercedes Monmany lo amplía a un libro de 500 (aunque restringido a la literatura): Sin tiempo para el adiós indaga en lo que significó el destierro de parte importante de la intelectualidad europea del siglo XX. Es un amplio panorama del exilio político literario mediante una serie de historias individuales y retratos de escritores que sufrieron el nazismo o el comunismo, y en algunos casos, ambos.
Es admirable la variedad de autores abordados con amable erudición: desde Klaus Mann, que abre el libro y organiza el exilio alemán, hasta su familia, encabezada por su padre, Thomas. Entre los austríacos y alemanes escapando o rechazando el nazismo hubo destacados escritores: algunos pudieron mantener su reconocimiento y nivel de vida (el propio Mann, Franz Werfel, Stefan Zweig) pero otros perdieron todo, pasando a ser ignorados y bordear la pobreza (Alfred Döblin o Hermann Broch). Incluye a muchos autores en lengua alemana: Hannah Arendt, Joseph Roth, Musil, Polgar o Kisch (y alguna alemana en lengua inglesa como Sybille Bedford). También estudia a los rusos que huyeron del comunismo (Nina Berbérova, Nabokov, Bunin o Joseph Brodsky) y polacos como Gombrowicz, Herling-Grudziński, Milosz o Zagajewski. Aparecen los serbios Miloš Cernianski (autor de Migraciones) y Dragan Velikiç; los bosnios Predrag Matvejević, Dubravka Ugrešić o Velibor Çoliç (autor de Manual de exilio); a ellos suma a Norman Manea (rumano), Sándor Márai (húngaro), Yorgos Seferis (griego) o la española María Zambrano, junto con otros españoles como Cernuda, Chaves Nogales o Aub.
Algunos autores volvieron a sus países tras la guerra, muchos murieron o se suicidaron en el exilio, otros decidieron no regresar nunca, incluso cuando pudieron hacerlo.
También figuran otras formas de extrañamiento: los confinados en la Italia fascista (Pavese, Natalia Ginzburg, Carlo Levi); o quienes escaparon del antisemitismo (Henry Roth o Isaac Bashevis Singer). O irlandeses que huyeron de la censura (Joyce) o de la pobreza hacia Estados Unidos, como los padres de Frank McCourt, quienes vuelven a Irlanda por la Gran Depresión para sufrir mayor miseria.
Monmany llega hasta aquí, sin embargo, después de tales exilios forzados, hubo otros de escritores huyendo de dictaduras de distinto signo en la estela de la Guerra Fría. Pero también de escritores que, escapando de conflictos, la persecución o buscando mejores condiciones, se movieron a las metrópolis de sus antiguas colonias, configurando el modelo del escritor “migrante” o “poscolonial”. Así, con más o menos urgencia o incomodidad, una serie de autores de Oriente Medio, África, el Caribe, India o Pakistán, migraron: nombres tan variados como Sam Selvon, Jamaica Kincaid, Amin Maalouf, V. S. Naipaul, Salman Rushdie, Tariq Ali, Doris Lessing, Orhan Pamuk, Chinua Achebe, Vikram Seth o Wole Soyinka. Podría ser otro, el Premio Nobel de Literatura 2021, Abdulrazak Gurnah.
Nacido en Zanzíbar, Gurnah llegó a Inglaterra en 1967, huyendo de su país. Escritor en inglés, interesado en los migrantes, sus obras tempranas se enfocaron en el desplazamiento físico, el lugar de arribo y la sensación de extrañeza, mientras las siguientes, en las situaciones que provocan migrar. En A orillas del mar (2001) vincula la historia de un solicitante de asilo con la de un intelectual migrante. Su décima novela, La vida, después (2020) —como Paraíso (1994)— se ambienta en África oriental a comienzos del siglo XX, con las migraciones vistas en el contexto imperial, en este caso, alemán. Sigue las historias entrelazadas de tres (o cuatro) protagonistas en una ciudad costera, en lo que hoy es Tanzania. Uno es un musulmán medio indio que forma una sociedad con un amigo, quien se une al ejército colonial alemán y desaparece, dejando al cuidado del primero a su hermana (a quien rescata de un hogar abusivo). Luego, un joven que escapa de una infancia problemática en el ejército alemán y vive la Primera Guerra Mundial, regresa herido, conoce y se casa con la joven rescatada. Con un relato moderado, sin levantar la voz, Gurnah cubre décadas en la vida de sus personajes. Tras la Segunda Guerra Mundial, el hijo de esa pareja trabaja en la administración británica de Tanzania y, ya maduro, migra a Alemania, donde se entera del resto de la vida de su tío desaparecido.
Actualmente siguen existiendo escritores “en movimiento”, aunque nada “poscoloniales”: disfrutan trasladarse por el mundo, cómodos en más de un lugar, más cercanos a los “híper” que a los “infra” nómades. Pico Iyer (inglés de padres indios) prefiere llamarlos “almas globales”, él mismo como una muestra.
La migración humana ha sido fundamental para el éxito de nuestra especie, al poblar todo el mundo. Ha sido un factor de difusión del conocimiento y de intercambio económico y cultural que ha enriquecido tanto a los migrantes como a sus lugares de destino. Si esto no bastara, podría considerarse lo siguiente: los primeros humanos fueron migrantes y los que están amenazados con ser los últimos, aparentemente, también lo serán.
Sueños y pesadillas
En la actualidad, en todo el mundo, personas de diferentes orígenes, idiomas, costumbres y religiones pueden entrar en contacto. Para algunos esto es una oportunidad; para otros, una amenaza.
Son sueños ilusos ver la migración como la esperanza de un futuro mundial integrado y la salvación de la crisis climática? ¿Son pesadillas xenófobas estimar a los migrantes como destructores de la civilización y la causa de la exacerbación del crimen y la violencia?
Del miedo a la necesidad, de la admiración al desprecio, de la acogida al odio, la oscilante consideración de los migrantes respondería a factores que muchas veces no tienen que ver con ellos.
Según la evidencia de estos libros, la migración humana ha sido fundamental para el éxito de nuestra especie, al poblar todo el mundo. Ha sido un factor de difusión del conocimiento y de intercambio económico y cultural que ha enriquecido tanto a los migrantes como a sus lugares de destino. Si esto no bastara, podría considerarse lo siguiente: los primeros humanos fueron migrantes y los que están amenazados con ser los últimos, aparentemente, también lo serán.
Ilustración: Matías Prado,
La vida, después, Abdulrazak Gurnah, Salamandra, 2022, 350 páginas, $16.000.
Nomad Century, Gaia Vince, Flatiron, 2022, 288 páginas, US$28.99.
Sin tiempo para el adiós, Mercedes Monmany, Galaxia Gutenberg, 2021, 544 páginas, €27.50.
The Next Great Migration, Sonia Shah, Bloomsbury, 2020, 400 páginas, US$28.00.
Exiles and Expatriates in the History of Knowledge, Peter Burke, Brandeis University Press, 2017, 293 páginas, US$40.
Hay días en que uno sabe que se va a mojar, ahí dejo el banano arriba y me abrocho la zunga. Cuando cae una ola hay que entrar, llegar a la víctima, contenerla, sacarla. Es complicado cuando al que está adentro le viene la angustia, en general se tienden a entregar, pero a veces les agarra el orgullo, no quieren salir, me han mordido, me han rasguñado, si yo le dijera.
A esa persona le decimos nadador a las doce, no nada muy bien y llega un punto en que se queda quieto, nada un poco, se detiene, se lo lleva la corriente, nada otro poco y así… y ya cuando pide ayuda es porque se está muriendo. Las personas se ahogan más por cansancio que por no saber nadar, se desesperan, mueven los brazos, si yo le dijera, he tenido rescates en que uno está dirigiendo el tránsito, entra-entra-entra, aguanta ahí, es como leer el mar. Le puedo avisar desde afuera, dos, tres olas antes en qué punto salir, y si es necesario te metes, si no, no hay pa’ qué mojarse.
Los días más complicados son los de falsa marejada, se dan por ejemplo en la plena mar o baja mar, en los repuntes, cuando la marea sube-sube-sube, tiene un momento de paz y después un repunte, ahí baja de a poco y vuelve, como los latidos del corazón, y en los repuntes salen olas grandes y en la baja se lleva a los niños, porque se hace la ola acá, la siguiente aquí, la tercera acá, la cuarta aquí, y la quinta, para terminar el ciclo, vuelve aquí o acá y el niño que fue a buscar agua con un balde se va como un barquito de papel.
Es estresante cuando hay mucha gente, en la playa de al lado hay dos colegas más, el Ale y el Moreno, deberían ser unos cuatro. El otro día se me acercó un chico, que una señora se había caído, le pregunté cómo estaba, porque la primera impresión cuando te dicen que una señora sola se cayó en las rocas… ¿está bien? Sí, se dobló el tobillo pero está bien, la trajimos por la arena, me ayudaron, era riesgoso que siguiera caminando, era bien pesá la señora, estaba viendo unas conchitas y de repente se dio vuelta… como le digo, lo que más he tenido son esguinces, rasmillones y un palazo. Unos chicos de 13 años hicieron un hoyo gigante y uno se cavó el pie con una pala metálica, con ese grupo no me llevaba muy bien, llegaban aquí y me tiraban besitos, así que fui a hablar con los papás. También he tenido grupos en que me llevaba mal con los papás pero bien con los chicos.
Yo he tenido peleas en la playa, gente acampando, personas que se han ahogado, bueno, no ahogado, me refiero a rescates, y los marinos llegan a las cuatro horas. La otra vez una señora me preguntó ¿y el helicóptero?, si yo le dijera, las veces que lo he visto ha sido para botar quitasoles, se acerca a la orilla, hace una pirueta y salen todos volando.
Esta playa nunca ha tenido bandera verde, es muy abierta, las banderas verdes son para playas cerradas. El problema es que uno no puede decirle a la gente que no se meta, entonces hay que estar atento a las personas en la arena y en el agua y ahí hay rescate todo el rato.
Una vez un colombiano llegó a la boya y se congeló. Los colombianos están acostumbrados al agua caliente. Llevaba un mes en Chile, estaba vacacionando con la familia, se tiró un piquero, nadó, nadó, llegó a la boya, se quedó ahí, empezó a hacer señas, los amigos sacándole fotos, riéndose, le digo a mi colega el Mecina —que es igual al del Discovery Channel— que no lo veo muy bien, me dice ya, es tuyo… llegué, estaba agarrado a la boya, hola, estás bien, sí, sí, estoy bien, lo que pasa es que me dio frío… le amarré el flotador, lo saqué, llego a la orilla, cómo te sientes, puedes caminar… sí, sí, dio dos pasos y se cayó, el frío lo tenía mal, lo tiré arriba y se lo fui a dejar a la familia, era pesadito, metro noventa y cinco.
Cualquier persona puede ser salvavidas. Antes no, había test de Cooper, una travesía de nado de tres kilómetros, eeemm, cómo se llama…, apnea, 25 metros de apnea, los mínimos estándares para un salvavidas, si no tengo buena apnea no voy a pasar la ola, si no tengo buena resistencia de nado me voy a ahogar con la víctima, si tengo que ir a una emergencia con la camilla no puedo llegar sin aire, por eso entreno todo el año, hago cursos, clínicas, capacitaciones. Siempre lo he dicho, yo trabajo en esto por vocación, me gusta ayudar.
No como los marinos, pa’ lo único que sirven es pa’ andarle diciendo a la gente señor, no puede tomar en la playa, y después se van y todos tomando. Yo he tenido peleas en la playa, gente acampando, personas que se han ahogado, bueno, no ahogado, me refiero a rescates, y los marinos llegan a las cuatro horas. La otra vez una señora me preguntó ¿y el helicóptero?, si yo le dijera, las veces que lo he visto ha sido para botar quitasoles, se acerca a la orilla, hace una pirueta y salen todos volando.
Hacia 1934, Ayn Rand —la escritora rusa emigrada tras la Revolución de 1917, quien en Estados Unidos se convertiría en portavoz de un individualismo radical— albergaba el convencimiento de que las obras de ficción (en literatura o cine) podían abordar cuestiones filosóficas exigentes, sin que el público tuviera que necesariamente dormirse o salir escapando. Para eso, tras varios años como guionista en Hollywood, contaba con una fórmula: la trama debía tener varias capas y la historia debía funcionar en diversos niveles. Por ejemplo, un triángulo amoroso (una mujer que se entrega a otro hombre para salvar o conquistar al que realmente ama) tenía que interesar en el plano de la acción; pero también, en otro plano, entregar una visión de las emociones de los personajes; y, en un tercero, el filosófico, analizar las tensiones entre deber, sacrificio y felicidad. Así al menos nos lo recuerda Wolfram Eilenberger en El fuego de la libertad, en el cual Rand es una de las protagonistas.
Como si oyera sus consejos, Eilenberger parece compartir parte importante de esas ideas en la elaboración de su propio libro: que los temas filosóficos pueden ser una lectura amena y que, para lograrlo, han de mezclarse distintos estratos: en uno, contar las peripecias vitales de quienes se aborda; en otro, qué efectos tienen tales sucesos en su vida emocional; y en un tercero, cómo todo lo anterior se manifiesta en su reflexión o se cristalizan en sus escritos. De esta manera, va tejiendo un tapiz en que los hilos biográficos se cruzan con los hilos del acontecer histórico, de la historia de las ideas y de la obra filosófica creando un entramado con distintas densidades.
También como Rand, Eilenberger mantiene una fórmula o patrón. En El fuego de la libertad sigue el modelo de su anterior libro, Tiempo de magos: cuatro influyentes “amantes de la sabiduría” que comparten una generación, algunas preocupaciones y unos cuantos lugares, son vistos y seguidos a través de un decenio, en un periodo que suele coincidir con un momento crítico de la historia del siglo XX.
Si en Tiempo de magos los filósofos eran Walter Benjamin, Ludwig Wittgenstein, Martin Heidegger y Ernst Cassirer, en El fuego de la libertad el cuarteto filosófico es de mujeres: Simone de Beauvoir, Ayn Rand, Simone Weil y Hannah Arendt. Si en el primer libro la década en que se enfocaba iba de 1919 a 1929, en el segundo es la siguiente, de 1933 a 1943. Si en el primero todo (o casi todo) ocurría en Alemania, ahora se divide en dos ciudades en que sus sujetos coincidieron: París (Beauvoir, Weil y, por un tiempo, Arendt) y Nueva York (Arendt, Rand y, muy brevemente, Weil).
Incluso la estructura expositiva es similar. Empieza con el año final del que se ocupa, ofreciendo un adelanto de la situación de quienes conforman el relato, para seguir luego sus andanzas cronológicamente, hasta llegar de nuevo al punto con que comenzó. Este libro empieza en 1943 y termina en 1943 (como el anterior lo hacía en 1929). En ambos volúmenes el montaje de los capítulos se compone de secciones breves, pasando de un personaje a otro sin insistir en las conexiones. Ambos tienen epígrafes de Goethe (el más reciente agrega uno de la cantante Billie Eilish) y ambos concluyen mostrando qué pasó con los protagonistas después del periodo estudiado.
La creencia que anima a uno y otro libro es que la filosofía, cuando menos para quienes son allí analizados, es una forma de vida y no solamente una disciplina académica, y que lo que les pasa en su vida incide en sus teorías, y al revés: todo lo que les ocurre es ilustrado o moldeado por sus ideas.
Si esta premisa forma parte de un proyecto de Eilenberger que excede estos dos libros, cabe preguntarse si lo continuará y con qué criterios elegirá a sus próximos protagonistas o cuál será la década que viene. Si sigue siendo así de previsible, cuando menos sabemos su forma.
Que siga un modelo no significa que estos libros sean desdeñables. Su mayor interés reside en la capacidad de su autor para entrelazar las andanzas vitales de quienes estudia, basado en el dominio de distintas fuentes, así como su habilidad para alternar entre la representación biográfica de sus ideas y la interpretación filosófica de sus vidas, encarnando diferentes actitudes y formas de combinar pensamiento y existencia.
Vidas paralelas
Si bien parecen muy distintas, las cuatro mujeres que analizadas en El fuego de la libertad tienen cosas en común: son intelectuales jóvenes (ninguna tenía, en 1933, más de 27 años) y tres de ellas, judías. Ser intelectual, mujer y judía no era promesa de respeto ni de tranquilidad durante esos años en que el mundo ardió en un fuego que no era precisamente el de la libertad. Todas se opondrán a los totalitarismos que se apoderan de Europa: el nazi o el soviético o ambos. Todas se convertirán en refugiadas, fuera de sus países, en algún momento.
El libro comienza en la primavera de 1943, en tres lugares distintos. Simone de Beauvoir, está en el París ocupado por los alemanes, frecuenta cafés, está pronta a publicar su primera novela y a descubrir una nueva forma de filosofar y vivir sobre la base de la cuestión del sentido de la propia existencia en relación con los otros.
Cruzando el Atlántico, en Nueva York, Ayn Rand publica El manantial, novela en que plantea al individuo como lo único absolutamente valioso. También allí, Hannah Arendt piensa y escribe sobre el exilio y el desarraigo, mientras vive con su segundo marido y lamenta todo lo que ha perdido.
Ser intelectual, mujer y judía no era promesa de respeto ni de tranquilidad durante esos años en que el mundo ardió en un fuego que no era precisamente el de la libertad. Todas se opondrán a los totalitarismos que se apoderan de Europa: el nazi o el soviético o ambos. Todas se convertirán en refugiadas, fuera de sus países, en algún momento.
Simone Weil, por su parte, está en Inglaterra (a fines de 1942 había tomado un barco desde Nueva York, donde había huido con sus padres) con el objetivo de unirse a las fuerzas de la Francia libre. Quiere establecer una misión especial de enfermeras en la primera línea francesa, pero le encargan trabajos de intelectual mientras escribe sobre variados temas, a pesar de la fragilidad de su salud.
Concluida esta mirada inicial, Eilenberger vuelve al relato cronológico. Con la ventaja de no tener que contar una historia completa de cada personaje, recorta momentos precisos y va entrecruzando las hebras de sus biografías de modo que progresen en paralelo y el desenlace de las distintas líneas mantenga el suspenso.
Las vidas relatadas fueron realmente “vidas paralelas”, pues a pesar del gusto del autor por las coincidencias, en esos años estas cuatro mujeres no se conocieron o trataron. Apunta en algún momento que en Nueva York Rand y Arendt vivían a pocas cuadras de distancia, pero sin relacionarse. En realidad, algunas se trataron: recuerda que tempranamente Beauvoir y Weil se conocieron como compañeras de estudios. No congeniaron, pues Weil rompió a llorar debido a una hambruna en China, tan sensible al sufrimiento de otras personas como Beauvoir indiferente. El episodio debió de impactarla en todo caso, pues quiso inspirarse en Weil para un personaje en una novela, aunque la cambió por una de las amantes que compartía con Sartre.
El libro retoma entonces el cambio de año 1933 a 1934, que supone experiencias importantes para todas ellas. En París, una joven Beauvoir enseña filosofía y mantiene una relación amorosa con Jean-Paul Sartre que supone una unión “esencial”, permitiendo otras “contingentes”. En 1934 ella viaja a Alemania para encontrarse con Sartre, que estaba allí estudiando la fenomenología; lo hace además para profundizar su estudio ella misma, pero parece prestar poca atención al terror cotidiano y las consecuencias de la toma del poder de Hitler.
En cambio Simone Weil volvía a Francia justamente desde Alemania, adonde había viajado un año antes y sobre la que escribió una serie de reportajes señalando la crisis en que se encontraba y anunciando el triunfo del nazismo. Era una profesora, sindicalista vinculada al movimiento obrero, torturada por las migrañas y un deseo ascético autodestructivo, que ayudaba a refugiados alemanes y rusos.
En Alemania, por su lado, Hannah Arendt había concluido su relación con su maestro Heidegger (iniciada en 1925) y estaba trabajando en un estudio sobre Rahel Varnhagen, una intelectual del siglo XVIII-XIX que tenía puntos de contacto con su propia vida en cuanto a reconocer su identidad judía por hechos políticos. Arendt experimenta el terror en su vida cotidiana, pues es interrogada por la Gestapo por distribuir propaganda antinazi y apenas logra salvarse de la cárcel. Tuvo que huir a Francia a causa de su ascendencia judía, como lo había hecho su primer marido, un intelectual comunista.
Más aislada, Ayn Rand (nacida Alissa Rosenbaum) llegó a en Estados Unidos huyendo de Rusia. De Chicago marchó a Hollywood, para vivir como escritora. Soñaba con escribir novelas, teatro y películas en que figuraran sus ideas, centradas en la defensa del individuo frente a las masas y contra el triunfo del colectivismo que veía incluso en el Estados Unidos de Roosevelt.
El avance en las sombras
De ahí en adelante, Eilenberger va contando, en tramos bianuales, las vicisitudes de sus protagonistas mientas ellas se adentran en lo que llama “tiempos sombríos”, determinados por el desarrollo triunfal del nacionalsocialismo y el estallido de la guerra.
Se podrían seguir sus trayectorias por carriles separados, como efectivamente ocurrió. En 1935, Ayn Rand deja Hollywood por Nueva York, dedicándose a sus guiones y a concebir y elaborar una novela sobre la afirmación de la independencia y la dignidad del yo. Entre 1939 y 1942, ve el mundo al borde del precipicio y se convierte en una activista “libertaria”. Trabaja incansablemente en esa novela en que un arquitecto representa el enfrentamiento entre el individuo y la intromisión colectiva: el personaje hace demoler una colonia de viviendas sociales como protesta por las injerencias en su proyecto de un comité público. El libro será El manantial, una de sus más famosas novelas “ideológicas” en que defiende un “egoísmo racional”.
Por su parte, Simone Weil redacta en 1934 un tratado sobre las causas de la libertad y de la opresión social, con 25 años de edad. También trabaja en una fábrica, llevando al extremo la resistencia de su cuerpo que expone a otros riesgos, pues en 1936 lucha en el frente durante la Guerra Civil española, donde sufre una quemadura grave. Desilusionada de la experiencia, empieza a percibir paralelismos entre el fascismo y el estalinismo. Más tarde, entre 1937 y 1939, en medio del avance nacionalsocialista por Europa y su propia peor fase de migrañas, encuentra el amor divino en una experiencia mística. Escribe, además, su ensayo sobre la Ilíada, en el que analiza las tendencias hacia la violencia y la cosificación en la guerra. Entre 1941 y 1942, trabaja en una granja como recolectora (en cuanto judía no podía enseñar en las escuelas), pero además da conferencias y, sobre todo, trabaja en sus “cuadernos de pensamientos”.
En el mismo periodo, Simone de Beauvoir junto con Sartre están ensimismados en sus obras literarias y filosóficas, ensayando lo que sería el “existencialismo”, mientras mantienen variadas relaciones amorosas con otras personas (triangulares, cuadrangulares y con una creciente complejidad geométrica) como una forma de afianzar su relación. Durante el comienzo de los años 30, Sartre y Beauvoir observaron el ascenso de Hitler, pero no le prestaron mayor atención. Entre 1938 y 40, Beauvoir finalmente comienza a trabajar seriamente en la novela que sería La invitada, utilizando su experiencia autobiográfica de un trío amoroso para abordar la relación entre uno mismo y los demás. Sufre una crisis nerviosa al enterarse de la invasión de Francia por Alemania y que Sartre es tomado prisionero. En el París ocupado, ella estudia a Hegel y comienza a pensar, mucho antes que Sartre, en la ética. Hacia 1941 y 1942, la pareja se integra, sin que los tomen muy en serio, a la resistencia, mientras Beauvoir desarrolla su idea de la libertad en el reconocimiento de los otros.
Tempranamente Beauvoir y Weil se conocieron como compañeras de estudios. No congeniaron, pues Weil rompió a llorar debido a una hambruna en China, tan sensible al sufrimiento de otras personas como Beauvoir indiferente. El episodio debió de impactarla en todo caso, pues quiso inspirarse en Weil para un personaje en una novela, aunque la cambió por una de las amantes que compartía con Sartre.
También en París, ya instalada después de escapar de Alemania en 1933, Hannah Arendt trabaja como secretaria de organizaciones sionistas o de ayuda humanitaria (viaja a Palestina). En Francia conoce y se relaciona con su segundo marido, refugiado alemán. Con la ocupación alemana de Francia, ambos deben escapar a Estados Unidos. En Nueva York, bajo muchos aprietos económicos, colabora en revistas y analiza la situación en el Medio Oriente, alejándose del movimiento sionista, pues cree que su idea de Estado-nación para Israel es una reproducción de lo que había ocurrido en Europa. Le gustaría para Palestina una federación de pueblos, similar a los Estados Unidos. En 1942 obtiene su primer empleo académico.
En el capítulo final, Eilenberger cierra el círculo y llega al año 1943, cuando se decidió en gran medida el destino de la guerra. Son los primeros éxitos editoriales de algunas: El manantial, de Rand, gana lectores y se vende bien, incluso se supone que se filmará en Hollywood. La primera novela de Beauvoir, La invitada, también es un éxito, aunque tuvo que dejar de hacer clases, acusada de seducción de una de sus alumnas (y amantes). Arendt prosigue más o menos aislada, y logra, por primera vez, una situación económica menos desesperada, pues su marido es nombrado profesor en Princeton, mientras ella sigue reflexionando sobre la condición totalitaria.
Pero 1943 es también el año de la muerte de Weil —tuberculosa, anoréxica, exhausta—, en un sanatorio inglés, con 34 años. Parte importante de su obra aparecerá póstumamente.
A las tres protagonistas que siguen vivas en 1943, les quedan varias décadas por delante en las que se convertirán en figuras más o menos importantes de la filosofía y la historia intelectual. Simone de Beauvoir (que morirá en 1986) publicará novelas y memorias muy reconocidas y su pensamiento evolucionará desde la individualidad a la sociedad con preocupaciones éticas y políticas que incluirán la situación de la mujer, particularmente desde la publicación de El segundo sexo (1949), uno de los libros cruciales del feminismo moderno. Hannah Arendt (muerta en 1975) terminó ejerciendo una fuerte influencia más intelectual que política, con estudios como su libro Los orígenes del totalitarismo (1951). Enseñó en varias universidades y continuó activa como periodista, a veces de forma polémica como su reportaje sobre el juicio al jerarca nazi Eichmann, en 1961.
Probablemente la con menos prestigio, aunque con un importante influjo, es Ayn Rand, quien vivirá hasta 1982. Menos una filósofa que una ideóloga (lo que quizá dificulta considerarla al mismo nivel que Arendt, Beauvoir y Weil) se convirtió en una autora de enorme éxito en Estados Unidos, amada por las corrientes derechistas y “libertarias” al defender el egoísmo y un capitalismo ultraliberal. Admirada por figuras como Alan Greenspan o el mismo Trump, sus novelas se vendieron por millones. El manantial efectivamente sería llevada al cine en 1949; y trabajó por muchos años su cuarta y última novela, La rebelión de Atlas, que no aparecería sino hasta 1957.
Repensando la libertad
Cautivadoras como son las historias de estas cuatro mujeres seguidas en sus derroteros individuales, Eilenberger, sin embargo, insiste en irlas trenzando para presentarlas conjuntamente, como si se hubieran vinculado más de lo que lo hicieron. Apenas se cruzaron alguna vez Weil y Beauvoir, por más que esta última se haya impresionado, pero el autor señala un detalle casual de “estas dos existencias unidas por hilos invisibles”: en abril de 1937 ambas colapsaron físicamente y tuvieron largos meses de tratamiento.
Que todas hayan deplorado o escapado de los totalitarismos, huyendo Rand del comunismo y Arendt, Weil o Beauvoir del nazismo, no basta para afirmar la trenza, que tiene amarres flojos. Algunos son fantasías, como cuando, en el jurado que aparece en una novela de Rand juzgando a su protagonista, imagina que participaran Arendt, Beauvoir y Weil, y supone que nunca habrían llegado a un acuerdo.
A veces busca similitudes en sus ideas. Si Arendt y Weil criticaron los totalitarismos, Rand el colectivismo y Beauvoir concibió una filosofía de la libertad, podría interpretarse el conflicto entre el yo y los otros, o entre el individuo y el colectivo, como la tensión central del libro.
Pero, en realidad, todas las protagonistas tuvieron cambios y evoluciones. La más constante fue Rand, drástica defensora de la libertad individual contra toda forma de colectivismo. Pero Beauvoir —para quien, según Eilenberger, “el fuego de la libertad individual y el fuego de la libertad política eran, en realidad, uno y el mismo” — va desde un pensamiento centrado en la singularidad de las personas hacia uno más alerta con los demás, como condición de la propia libertad individual. Pero es más dudoso que estuviera tan atenta a la libertad política: no vio el peligro en Alemania cuando Hitler subía al poder y tampoco lo vio años más tarde, como partidaria del comunismo soviético primero y chino después. A diferencia de ella, Weil tempranamente vislumbró la similitud de la Alemania nazi con la Unión Soviética estalinista y Los orígenes del totalitarismo de Arendt es uno de los primeros libros en los que nazismo y comunismo se muestran como parientes cercanos.
El fuego de la libertad está repleto de anécdotas e historias llamativas. Unas muestras. En sus ejercicios ascéticos, cuando sus padres invitaban a Weil a cenar, ella exigía dejar la cantidad de dinero equivalente, pero su madre lo contrarrestaba escondiendo pequeñas sumas de dinero en su ropa y cajones. O el encuentro final de Arendt con Walter Benjamin en Marsella en 1940, poco antes de su suicidio, cuando se mueven a pie esperando poder escapar hacia América y en que Benjamin le entrega a su amiga un manuscrito. O bien el encuentro cara a cara entre Weil y León Trotski, y sus consiguientes discusiones, a comienzos de los años 30, en un departamento vacío de la acomodada familia Weil para resolver la fundación de una Cuarta Internacional encaminada a la revolución mundial.
El fuego de la libertad, Wolfram Eilenberger (Traducción J. Chamorro), Taurus, 2021, 384 páginas, $16.000.
“Roberto Torretti, en cuyo nombre y recuerdo estamos ahora reunidos, es sin duda el filósofo más relevante que ha producido nuestro país y uno de los más importantes filósofos e historiadores de la ciencia contemporánea”, afirmó Carlos Peña en el homenaje organizado por el Instituto de Filosofía de la Universidad Diego Portales, que se llevó a cabo ayer lunes en la Biblioteca Nicanor Parra. Este evento, que contó con la presencia de la ministra de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, Aisén Etcheverry, y la filósofa chilena Carla Cordua, viuda del pensador fallecido en noviembre del año pasado, consistió principalmente en tres ponencias de los académicos José Luis Villacañas (Universidad Complutense de Madrid), Mario Caimi (Universidad de Buenos Aires) y Hernán Pringe (UDP), en una mesa moderada por Juan Manuel Garrido (UAH).
La obra de Torretti, inaugurada por un libro que a la vez fue uno de sus ejes, Manuel Kant (1967), incluye textos como Filosofía de la naturaleza (1971), Variedad en la razón (1992, con Carla Cordua), Relatividad y espaciotiempo (2003), Conceptos de gen (2009) y Democracia. Hitos de la historia de una palabra (2019). A partir de esa variada obra, el rector de la UDP señaló que su problema central fue el conocimiento humano, que para Torretti es siempre histórico. Así, su verdadera disciplina habría sido la historia filosófica de las ciencias, por medio de la cual procuró enlazar los estudios científicos y las humanidades.
Luego el moderador Juan Manuel Garrido abrió la conversación refiriéndose a los aportes sustantivos de Torretti en diversos campos, aunque indicó que su logro fue “haber introducido en nuestro país, y hace tiempo, formas de hacer o formas de practicar la filosofía que significaron un verdadero salto para la cultura académica local”. De este modo, lo caracterizó como un fundador de la filosofía en Chile, un autor cuya obra, como Garrido dice haber comprobado en su propia actividad como profesor, “despierta un entusiasmo muy grande y creciente en generaciones de filósofas y filósofos más jóvenes”.
La primera ponencia, del filósofo español José Luis Villacañas, se refirió a la innovación aportada por el estudio de Torretti sobre Kant, especialmente alrededor de la noción de espacio y su relación con el cuerpo material, sensible y perceptivo. La importancia que le dio a la espacialidad habría sido para Villacañas un fundamento clave para sus estudios posteriores, como los relacionados con la física cuántica y los sistemas espaciales gravitacionales.
La primera ponencia, del filósofo español José Luis Villacañas, se refirió a la innovación aportada por el estudio de Torretti sobre Kant, especialmente alrededor de la noción de espacio y su relación con el cuerpo material, sensible y perceptivo. La importancia que le dio a la espacialidad habría sido para Villacañas un fundamento clave para sus estudios posteriores, como los relacionados con la física cuántica y los sistemas espaciales gravitacionales.
El argentino Mario Caimi, por su parte, se enfocó en un problema filológico puntual relacionado con la definición kantiana de objeto, cuya doble negación proveniente del latín ha desconcertado a muchos intérpretes y traductores, pero de la que la traducción de este pasaje llevada a cabo por el filósofo chileno logra salir airada y confirma, en palabras de Caimi, “la precisión y la claridad de la explicación de Torretti en este libro suyo [Manuel Kant] fundamental para la comprensión de la Crítica de la razón pura”.
En la tercera y última ponencia, el profesor argentino Hernán Pringe se acercó a la posición filosófica del homenajeado a partir de sus cuestionamientos al realismo como postura ontológica y su correlato epistemológico, la teoría del conocimiento como copia de lo real. Como explicó Pringe, para Torretti “el conocimiento no es una mera reproducción de ‘un mundo hecho y derecho’”. Esta crítica al cosismo, una postura muy instalada pero que consideró ingenua, conlleva una idea de razón como voluntad pura, una actividad “que no reproduce nada, sino que produce todo”.
Al concluir las presentaciones, se proyectó un video en que Roberto Torretti comentaba la influencia crucial de dos lecturas que lo llevaron a acercarse a los 14 años, en un principio de manera instintiva, a la filosofía. Un cierre apropiado para la celebración de un maestro, que enseñó tanto en las aulas como por medio de la conversación y la escritura. Y como dijo la ministra Etcheverry al explicar su motivación para unirse a la actividad: “Tenemos un deber como país de homenajear a quienes han impulsado el conocimiento, a quienes han creado escuela y a quienes han formado a las nuevas generaciones”.
El libro Juicios finales, de Joseph Kessel, relata los procesos judiciales de Pétain, Núremberg y Eichmann. Los juicios toman tiempo; convocan burocracia, archivos, investigación. Pero el foco no está solo en la jueza o el juez, que debieran juzgar de manera imparcial, fría, sin rostro humano. En un proceso circulan palabras, argumentos y, por ende, relaciones de fuerza, que hacen del juicio una maquinaria. Si bien sabemos que un juicio descansa en gran parte sobre el poder impersonal de la argumentación, esperamos algo del o de la imputada. Esperamos que, de una forma u otra, reconozca una falta. Esta espera es común, tácita, incluso inconsciente, pero crucial. Cuando en un juicio el silencio de la persona imputada no se rompe, lo que ocurre no es tanto que no haya remordimiento y, por lo tanto, una forma personal de relacionarse con el mal, sino que la comunidad entera queda vinculada con el carácter inexplicable de ese mal, con algo que lo mantiene fuera del lenguaje, como si, en definitiva, el mal fuera superior, inquebrantable.
En los anexos a su reporte del juicio de Núremberg, Kessel describe este desplazamiento del foco y el quiebre de los imputados. Durante una de las audiencias, narrada en el capítulo “Cine”, se proyectan imágenes de los campos, de los cuerpos reducidos a huesos, vivos y muertos. La luz está en las imágenes proyectadas en la pantalla, pero de repente se ilumina el rostro de los imputados, poco a poco modificado por este “espectáculo”. En este momento, el “Cine” ya no está confinado a la pantalla; no es un elemento de prueba en el juicio, sino que se hace parte del escenario, del proceso. Según el testimonio de Kessel, las “mandíbulas lívidas” de Goering se rompen, Keitel cubre su rostro con sus manos, el miedo desfigura la cara de Streicher. Kessel termina así su relato de los juicios de Núremberg: “Y todos nosotros quienes, con un nudo en la garganta, asistíamos en la sombra a este espectáculo, sentíamos que éramos testigos de un instante único en el tiempo de permanencia de los hombres”.
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Ya sea porque no es posible comprobar un no-consentimiento, o bien porque no es posible rastrear las huellas de una violación, o porque las relaciones de poder hacen imposible ponerle palabras al daño, o porque una violación se hace pasar por un acto consensuado. La violencia de la violación es inseparable de esta lógica que la hace indiscernible, imposible de denunciar e incluso de formular. De alguna manera, la lógica de la violación es que ocurre en la negación de su ocurrencia.
Semanas atrás, una frase que circuló en Twitter me hizo pensar en este periodo de la historia en el que el “mal” se instala como una fuerza inquebrantable. La frase, pronunciada por Cristóbal Urruticoechea —diputado del Partido Republicano— con el fin de derogar la ley de aborto, era: “Una mujer que ha sido violada y aborta, no se desviola”.
Esta frase no dice nada falso. Aun así, justamente su coherencia lógica, su evidencia, la hace brutal. La capacidad lógica, lo sabemos, empodera a los interlocutores. Es más, la capacidad lógica da lugar a un razonamiento solitario. Por lo tanto, con la simple evidencia de la lógica, es posible aplastar, ignorar e instalarse un cierto modo de ser brutal. Basta muy poco, un conjunto de palabras articuladas a la perfección, para que un rostro se vuelva inmune a los hechos, para que se instale esto que Simone Weil llama la “fuerza” que trasforma a los seres humanos en piedra. Lo que hace que el mal se instale de forma inquebrantable no es la existencia de seres malignos, sino la perfección de la lógica subyacente a sus acciones.
El argumento del diputado es lógico. Y es violento de una manera doble. No solo hace perder de vista los hechos —la violación—, sino la lógica desde la cual estos ocurren y la violencia con la que se producen. En la gran mayoría de los casos, una violación no puede ser ni denunciada ni reconocida (incluso por quien la padece). Esto sucede por el modo en que los patrones culturales y las estructuras sociales codifican ciertas relaciones y por el carácter intrínsecamente secreto de la sexualidad. Ya sea porque no es posible comprobar un no-consentimiento, o bien porque no es posible rastrear las huellas de una violación, o porque las relaciones de poder hacen imposible ponerle palabras al daño, o porque una violación se hace pasar por un acto consensuado. La violencia de la violación es inseparable de esta lógica que la hace indiscernible, imposible de denunciar e incluso de formular. De alguna manera, la lógica de la violación es que ocurre en la negación de su ocurrencia. La violencia no se reduce a un hecho que podría ser deshecho, como se insinúa cuando se habla de “desviolar”. En su lógica, la frase del diputado se vuelve inmune a los hechos y a la lógica misma bajo la cual la violencia se hace indiscernible.
En la sección “Ideología y terror” de Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt define la ideología no como la aplicación de una idea, sino como el despliegue de su lógica. La idea de una raza superior no tiene ninguna cabida sin una lógica de la destrucción. El proyecto de exterminio de los judíos es radical: no debía solo hacer desaparecer a los judíos, sino también destruir toda huella de su destrucción, haciendo incluso de los judíos los obreros de su propia muerte. No se buscó solo matar, sino hacer desaparecer de la memoria humana la huella de una civilización. En este sentido, la ideología nazi es el despliegue de la lógica de una destrucción de la destrucción, es decir, de una lógica cuyo efecto es deshacer todo rastro de violencia, blanquear la violencia. La idea de la superioridad de una raza no existiría sin esta lógica de destrucción de la destrucción, porque de otro modo se reconocería a la raza “inferior”, se relativizaría la superioridad de la otra supuesta raza, la única que se atribuye un lugar en la escala de valor. Lo que hacía inquebrantables a los nazis es que solo existía en ellos el despliegue de esa lógica. Cuando se despliega una lógica no hay rostros, porque no hay hechos. Probablemente, si en la audiencia relatada en “Cine” se quebraron los rostros de algunos de los más grandes criminales de la historia, es porque las imágenes mostraron el rostro de esta lógica. Se transformó en un hecho.
Ante esta prevalencia de la lógica en el despliegue de la violencia, ¿podemos decir, leyendo la frase del diputado, que estamos frente a una situación similar a la de una fuerza que se impone sin rostro?
La frase del diputado, por brutal que sea, no puede ser asimilada con la ideología nazi. No obedece a un proyecto de exterminio. Es más, asemejar una lógica con otra, haciendo que todas las violencias sean equivalentes, sería vaciar una ideología específica, en este caso el nazismo, de su violencia particular. El efecto de las identificaciones de unas violencias con otras es que finalmente la violencia se confunde con un hecho cualquiera y no con el despliegue singular de una lógica. Ahora bien, a través de la frase del diputado se construyen sujetos políticos, se instalan fuerzas, se configuran mundos, o más bien moldes para la constitución de mundos de violencia. Antes de conformar una ideología, la violencia requiere de formas, mecánicas, piezas de un ensamblaje que hacen posible su instalación.
Avanzando por este camino, podemos preguntarnos si la forma pacífica o neutral de la lógica no es lo que posibilita la instalación de regímenes políticos violentos. En Italia, por ejemplo, no es el discurso de odio el que ha hecho posible la elección de una candidata de un partido fascista, son los modos de hacer circular evidencias cuyo efecto es crear sentido común, y así, tranquilizar. Cuando Giorgia Meloni dice: “Soy Giorgia. Soy cristiana. Soy una madre”, no instala el odio; sí crea un orden semántico tan sencillo que ordena inmediatamente una sociedad. Lo complejo se discute, pero lo sencillo se instala. La mecánica del sentido es la principal arma del autoritarismo: produce silencio, individuos que ya no tienen que tomar la palabra, porque lo que habla es el sentido común, una lógica que se sostiene sola. Esta soledad y esta mecánica de la lógica hace que violencias políticas puedan instalarse y normalizarse. En la medida en que prevalece la lógica por sobre la singularidad de los hechos, quienes actúan de forma violenta solamente ejecutan un orden (lógico, semántico, social). Son así inmunes a la realidad, inquebrantables ante la violencia desplegada.
¿Vivimos entonces en un mundo próximo al fascismo o, en términos más generales, a lo que antes llamé lo inquebrantable?
En la sección ‘Ideología y terror’ de Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt define la ideología no como la aplicación de una idea, sino como el despliegue de su lógica. La idea de una raza superior no tiene ninguna cabida sin una lógica de la destrucción. El proyecto de exterminio de los judíos es radical: no debía solo hacer desaparecer a los judíos, sino también destruir toda huella de su destrucción, haciendo incluso de los judíos los obreros de su propia muerte. No se buscó solo matar, sino hacer desaparecer de la memoria humana la huella de una civilización.
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Hace unos meses terminó el juicio relativo a los atentados en la sala de concierto Le Bataclan en Francia. Salah Abdeslam, el único sobreviviente, guardó silencio los cinco años en que estuvo en la cárcel. Hablaba solamente para reiterar su fidelidad al Dios que ordenó esa masacre. Al cabo de meses y meses de juicio, pidió perdón a los familiares de las víctimas. Muchas personas replicaron que su remordimiento era falso. Sin embargo, aunque no podamos saber si se quebró el silencio que lo hacía inmune a la comunidad, por lo menos se modificó. Sea cual sea su verdadera relación con el crimen cometido, el lenguaje del acusado se desplazó desde el Dios a nombre de quien habría cometido los atentados hasta la comunidad que lo juzgaba, pero sobre todo que esperaba de él una palabra.
Esta incertidumbre relativa a la sinceridad de un imputado es estructural. Ninguna palabra es absolutamente transparente. La ficción, el ponerle color a un hecho o a un sentimiento, nos constituye y es constitutiva de los hechos. Por lo tanto, no hay un camino seguro o “puro” fuera de lo inquebrantable, fuera de lo que nos hace inmunes y mudos frente a la violencia. Lo inquebrantable no es una maldad personal; es una estructura del comportamiento. Nos constituye de forma universal. En la medida en que la lógica constituye a los seres humanos como seres racionales, lo inquebrantable es de cierta forma una condición humana. La violencia, su ejercicio ciego, no es solo una posibilidad inminente, es un tejido. Fabricamos fuerzas y somos un producto de la fuerza (de la lógica). Podemos, sin embargo, movernos dentro de esta lógica y construir contextos que permitan hacer que sean las otras personas o los otros seres, los hechos, sus singularidades, las que inspiren nuestras palabras (aunque sea para mentir) y no verdades inmutables (como el Dios de Salah Abdeslam) o evidencias lógicas (como la del diputado). No estamos nunca lejos de la fuerza, de lo inquebrantable. Es más, estamos siempre adentro, siempre vueltos “piedra”, ya que la coherencia lógica es requerida para la formación de nuestro pensamiento. Pero la palabra nos dispone también a la proximidad de los hechos. Es con ella que sentimos, que nos acercamos o nos alejamos. Gracias a ella pensar es más que un razonamiento lógico. De esta manera, si no hay salida a nuestra condición de piedras, algo hace que las piedras vacilen, que un rostro se quiebre, una mano lo sostenga, o un silencio pueda mutar en mentira.
Este ensayo es parte del proyecto Fondecyt 1210921.
No sorprende, dada la pobre circulación de la literatura brasileña en librerías, que el nombre de Lima Barreto sea poco más que un código secreto en cofradías de lectores chilenos. Hasta la publicación de Diario de hospicio y otros textos por la editorial Montacerdos, la obra de Afonso Henriques de Lima Barreto (1881-1922) solo existía en español representada por sus dos novelas capitales: Recuerdos del escribano Isaías Caminha (1909) y El triste fin de Policarpo Quaresma (1911), publicadas en conjunto por la editorial Ayacucho en 1978 y por separado, ya en este siglo, en España por Universidad del País Vasco y en Argentina por Mardulce.
Lima Barreto, junto a Machado de Assis, Oswald de Andrade, Mário de Andrade y Guimarães Rosa, es uno de los fundadores ineludibles de las letras de su país. Su escritura, pre-moderna según la historia literaria brasileña, despliega un retrato crítico de la sociedad carioca que vivió, un ambiente marcado por el despotismo de la república velha, el latifundio y una esclavitud recién abolida en 1889. No podía ser de otro modo, Lima Barreto era hijo de padres mulatos y el pasado esclavista le mordía los talones por el lado de su abuela materna. El trauma transgeneracional de la esclavitud aparece y reaparece en su escritura, por ejemplo en la voz del protagonista de Isaías Caminha, una versión apenas velada de sí mismo.
Al revés de Machado de Assis, conocido como “el mulato de alma griega”, Lima Barreto no disimula su origen ni exagera su helenismo en el obsesivo autoanálisis que plasma en Isaías Caminha y Policarpo Quaresma, es más, enfrenta la mediocridad y la impostura para encarnar, en palabras de Francisco de Assis Barbosa, al “portavoz de las amarguras y los sueños de una capa social sufrida y marginalizada de la población brasileña”.
Por innata rebeldía o por haber hecho sus primeros pinitos en el periodismo, Lima Barreto no acomoda su estilo al parnasianismo imperante y desestima la floritura preciosista de sus contemporáneos. Su escritura es desprolija, tiende a la oralidad y rehúye el esmerado extractivismo de diccionario donde se refugiaron escritores como el entonces célebre Henrique Coelho Netto. Es justo esto lo que lo ubica incómodamente como pre-modernista, siendo que es dueño de rasgos estéticos similares a los de modernistas como Oswald de Andrade y Patrícia Galvão (Pagu).
Quizás esa delicadeza y esa cordura sean lo que convierte a Lima Barreto en un observador tan agudo, en un alienado tan enfermo de literatura que es capaz de consolarse a sí mismo diciendo: ‘Mientras trapeaba, lloraba; pero me acordé de Cervantes, del propio Dostoievski, que debieron haber sufrido más en Argel y en Siberia. ¡Ah! La literatura o me mata o me da lo que yo le pido’.
Diario del hospicio y otros textos reúne los diarios que Lima Barreto escribió en su segunda caída en el hospital psiquiátrico tras una crisis de delirium tremens y dos novelas inconclusas que se alimentan de anotaciones pergeñadas en su encierro: El cementerio de los vivos y Como llegó el “Hombre”. De entrada, el autor confinado declara: “No me incomodo demasiado con el Hospicio, pero sí detesto esta intromisión de la policía en mi vida”. Sabe que está perfectamente cuerdo pero también que de quedar en libertad arriesga una recaída que podría costarle la vida e infinitas molestias a los suyos. Quizás esa delicadeza y esa cordura sean lo que convierte a Lima Barreto en un observador tan agudo, en un alienado tan enfermo de literatura que es capaz de consolarse a sí mismo diciendo: “Mientras trapeaba, lloraba; pero me acordé de Cervantes, del propio Dostoievski, que debieron haber sufrido más en Argel y en Siberia. ¡Ah! La literatura o me mata o me da lo que yo le pido”.
El texto del diario es un recorte vibrante de la vida en el “gehena social” al que son arrojados inmigrantes, obreros y aristócratas caídos en desgracia. Lima Barreto deja constancia de sus quejas, sus actos irracionales y sus suicidios: “Aquí en el Hospicio (…) yo solo veo un cementerio: unos están en criptas y otros en la fosa común. Pero así y asá, la locura se burla de todas las vanidades y sumerge a todos en el insondable mar de sus caprichos”.
Este libro, traducido y prologado solventemente por Matías Rebolledo, lejos de ser un capricho bibliográfico es una rara joya en nuestro medioambiente editorial (ensombrecida apenas por la cantidad de erratas). Es el vívido testimonio de un “suicidado por la sociedad”, un corresponsal de genio único encerrado en una celda con 19 locos que el 16 de enero de 1920 escribió: “Se suicidó un enfermo en el pabellón. El día está lindo”.
Diario del hospicio y otros textos, Lima Barreto, Montacerdos, 2022, 250 páginas, $16.000.
Si se quiere, Jorge Edwards fue el último gran representante y también el último rehén de esa mixtura tan latinoamericana de escritores que ejercen la carrera diplomática o de diplomáticos que se tientan con la literatura. En un momento esa fue la quilla con la cual se abrió camino en las letras chilenas y, después de un tiempo, ese fue también su estigma, el que le negó reconocimientos que merecía y lectores que lo hubieran apreciado.
Como era un personaje comedido, sociable, gran conversador, lo que se llama un hombre de mundo y buenas maneras, fueron muchos los que se confundieron y creyeron hasta el final que la literatura de Edwards era un juego de salón. Mal por ellos, porque o no lo leyeron o, habiéndolo leído, nunca lo entendieron. La verdad es que, a pesar de las cordiales apariencias y a pesar de los civilizados alcances de su producción, en los mejores escritos de Edwards hay más filo, coraje y atrevimiento que en muchos escritores que, estando identificados desde siempre con la insumisión o el rupturismo, se dedican a escribir autobiografía de cabros chicos. Hasta ahí llegan: se quedaron pegados de Papelucho.
Edwards no fue por la vida, en cualquier caso, cobrando eventuales dividendos en la caja del arrojo o la independencia. Nunca posó o militó como escritor engagé, aunque cuando lo tuvo que hacer no eludió el bulto y se la jugó, como cuando durante la dictadura de Pinochet integró el Comité de Elecciones Libres, entre otras agrupaciones cívicas. Tampoco escribió para cambiar el mundo, aunque sí —movido por una mirada curiosa y casi siempre intrigada— para observarlo, estudiarlo, conocerlo, admirarlo o desmitificarlo. Lo que mejor supo hacer era eso: mirar a la gente, a su país, a su época. Mirar y mirarse con distancia.
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Vargas Llosa cree que Edwards fue un escritor que se ganaba la vida como diplomático y no un diplomático que escribía. Su afirmación es mucho más que un juego de palabras, pues no deja de ser una ironía que haya sido él, arquetipo según muchos del escritor acomodado e inofensivo, quien terminó por dividir radicalmente las aguas de la literatura latinoamericana al publicar Persona non grata, el más contundente memorial de cómo la Revolución cubana había devenido en una dictadura totalitaria y feroz. Es cierto que para entonces —año 1973— el rey estaba desnudo y lo estaba desde hacía bastante tiempo. Curiosamente, eso sí, nadie desde las veredas de la simpatía a la revolución, que eran las suyas y de sus amigos, se había atrevido a decirlo públicamente. Los valientes preferían callar, entre otras cosas, porque siempre pueden existir buenas razones para hacer la vista gorda: comodidad, vasallaje, acostumbramiento, temor a enemistarse con el poder, cálculo y sensatez para no entregarle supuestamente municiones al enemigo. Cuento viejo e indecoroso: es el consabido discurso de los mandarines que nunca faltan y que prefieren “dar la pelea por dentro”.
Después de Persona non grata nada volvió a ser igual en el debate cultural latinoamericano. Las aguas se dividieron irreversiblemente y Edwards terminó pagando con vetos, con ataques, con ninguneos y subestimaciones, el valiente testimonio que entregó. Desde la izquierda, porque era un traidor; desde la derecha, porque no era confiable. No solo había sido un observador privilegiado del caso Padilla, que es el escándalo a raíz del cual buena parte de la intelectualidad mundial rompe con Castro en 1971, sino también un actor de primera mano. Fue en sus aposentos en el hotel Habana Riviera, donde se alojaba como encargado de negocios y el hombre llamado a abrir la embajada chilena en La Habana, donde el poeta Heberto Padilla y muchos de sus amigos sueltos de lengua se reunían a conversar, a quejarse o a recriminarse, en un distendido clima de confianza y amistad, de los fatídicos humores totalitarios que habían capturado a la revolución.
La verdad es que, a pesar de las cordiales apariencias y a pesar de los civilizados alcances de su producción, en los mejores escritos de Edwards hay más filo, coraje y atrevimiento que en muchos escritores que, estando identificados desde siempre con la insumisión o el rupturismo, se dedican a escribir autobiografía de cabros chicos.
Obligado muy poco después de eso por las autoridades policiales a dar razón de sus dichos, Padilla, después de 38 interminables días de arresto en que nadie supo nada de él (estuvo detenido en la Villa Marista), tuvo que leer en una sesión pública de la Unión de Escritores Cubanos una patética carta de autocrítica, donde se reconoce a sí mismo como “contrarrevolucionario objetivo”. Dijo que no merecía estar libre, a pesar de la alharaca internacional orquestada por sus amigos del exterior, y a partir de ese momento se convertiría primero en un cautivo y en seguida en una triste y lastimada figura fantasmal que sobrevivió por algunos años en el desempleo, el alcoholismo y encargos menores, hasta que en 1980, en gran parte gracias a la presión del senador Edward Kennedy, pudo abandonar la isla.
Jorge Edwards estuvo lo bastante cerca del caso para que las autoridades cubanas se quejaran al presidente Allende del ADN del representante chileno enviado. La queja fue directa del propio Castro al mandatario chileno. Pero hasta el final el dictador jugó el juego doble que era su especialidad. El día antes de la fecha programada para el regreso de Edwards a Chile, Padilla y su pareja ya habían sido arrestados y no es casualidad que esa misma noche, conviene insistir, esa misma noche, se haya dejado caer el propio Fidel Castro en el hotel de Edwards para darle su despedida. Lo tenía entre ceja y ceja. Le hizo creer que le había tomado simpatía, que apreciaba su profesionalismo diplomático impasible, su manejo y autocontrol. Debe haber supuesto que eran los minutos finales de la carrera diplomática del escritor y que en Santiago lo esperaba por lo menos la expulsión del servicio diplomático. No debe haber quedado muy contento cuando a los pocos días se enteró que Edwards —más como premio que como castigo— era enviado a París como ministro consejero de la embajada que encabezaba Pablo Neruda, donde permaneció hasta el día del golpe de Estado, cuando las nuevas autoridades sí lo expulsaron. En el apéndice que escribió Pilar Donoso, “El boom doméstico”, para el libro de su marido, José Donoso, Historia personal del “boom”, está el relato de una gran escena en la casa de los Donoso en Barcelona. Edwards ha llegado a la ciudad de paso, se está alojando en casa de Vargas Llosa y viene a comer donde los Donoso luego de su problemática misión en La Habana. Sabía que tenía que asumir en cosa de días sus nuevas responsabilidades en París, pero Pilar lo describe descolocado, nervioso, ensimismado y resueltamente paranoico. Recién estaba reponiéndose del peligroso juego de chismes, soplonaje, micrófonos ocultos e informes de inteligencia que cercaron sus días en Cuba. Poco tiempo después sacaría su libro, con un detalle no menor: estaba casi en prensas cuando se produjo el golpe de Estado en Chile.
¿Había que detener el lanzamiento porque las circunstancias habían cambiado o para evitar, por último, las acusaciones de hacer leña del árbol caído, que de todos modos su autor iba a recibir? ¿Era mejor esperar o no esperar? ¿Esperar qué (que era lo que le aconsejaban sus amigos, incluyendo a Vargas Llosa y el propio Pablo Neruda), teniendo en cuenta que el momento era aquel?
Al final el autor optó con su editor, Carlos Barral, por dejar el libro igual y agregarle un epílogo. Como era previsible, la publicación fue recibida como una bomba de tiempo, con silencio y frialdad. No volaba una mosca y nadie dijo una palabra en las primeras semanas, hasta que Octavio Paz instó a Vargas Llosa a publicar un histórico comentario en su revista, Vuelta, lo que le valió al autor de La ciudad y los perros el veto furioso y definitivo de la izquierda castrista. Ojo, que Vargas Llosa está en ese momento todavía lejos de estar en guerra con la revolución. Su corazón sigue estando con Cuba. Dice que el libro de Edwards es un aporte crítico para salvarla, para corregirla antes de que sea tarde. También salieron en su defensa Emir Rodríguez Monegal, gran crítico uruguayo, José Donoso, que nunca fue parte de las trenzas del castrismo y, por supuesto, Cabrera Infante, que ya llevaba años exiliado en Europa. A solo semanas de haber aparecido, estaba claro sin embargo que Persona non grata tendría una cuesta empinada por delante.
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Por más que fue el libro que, bien o mal, lo situó en las grandes ligas y lo convirtió en el invitado de piedra del panorama literario latinoamericano de las dos últimas décadas del siglo XX, Edwards es un escritor que trasciende en muchas direcciones los ejes narrativos de Persona non grata. Dicho eso, corresponde eso sí reconocer que su memorial cubano, que tiene algo de crónica, algo de memorias, algo de diario, algo de novela, algo de testimonio histórico, lleva como pocas veces en su producción estos mestizajes a un equilibrio que parece perfecto.
Después de Persona non grata nada volvió a ser igual en el debate cultural latinoamericano. Las aguas se dividieron irreversiblemente y Edwards terminó pagando con vetos, con ataques, con ninguneos y subestimaciones, el valiente testimonio que entregó. Desde la izquierda, porque era un traidor; desde la derecha, porque no era confiable.
Edwards nunca fue un escritor de un solo registro. En la nomenclatura de José Bergamín, que él mismo alguna vez citó, no era un escritor de menú fijo (los que practican un solo género) sino un escritor de menú “a la carta”. Siempre mezcló ficción con no-ficción, novela con ensayo, impresiones personales con datos históricos, historia social con crónicas privadas o de familia, conjeturas posibles aunque improbable con datos conocidos y validados por la historia. Y todo eso mezclado con el yo. Yo lo vi, a mí me lo contaron, lo leí en tal libro, me encontré con tal persona, me di cuenta tarde, lo anticipé desde temprano… Y así, suma y sigue. El suyo era un yo narrador potente, que interviene cuando menos se espera, que es vulnerable tanto a la duda como a la digresión, una voz mandada hacer para reiterar y redondear, que se maneja con destreza en el relato paralelo y en la frase subalterna, que pareciera disfrutar más del camino que del lugar al que quiere llegar. ¿Narcisismo? Bueno, ese siempre fue el sentir dominante de la tribu. En La muerte de Montaigne, que más parece un ensayo que una novela, reivindica la figura legendaria del ilustre pensador, político y diplomático, sobreviviente de las sangrientas guerras religiosas de Francia, y allí Edwards incluso se mide, por decirlo así, con el propio Montaigne. Y, guardando todas las distancias del caso, hay que reconocer que le resulta. Tenía un ego potente, es verdad, aunque dicho eso costará encontrar en las letras chilenas un escritor que haya hablado tanto y con tanta generosidad de otros escritores y ensayistas chilenos, De los antiguos y de los nuevos. De los de su generación (Donoso, Lihn, Jodorowsky, Luis Oyarzún, Jorge Millas), pero también de los más nuevos. Hasta de Bolaño, incluso.
Es cierto que Edwards escribió cuentos buenísimos, la mayoría de los cuales son ajenos a los ensamblajes de sus textos mayores. Escribió por de pronto uno de los mejores de la literatura chilena de todos los tiempos: “El orden de las familias”, la historia de una pasión nunca muy bien asumida de un chico que está egresando del colegio por su hermana. Sí, por su hermana un poco mayor. La suya es una familia que todavía no se viene abajo, aunque está crujiendo. Edwards era un especialista en este fenotipo: ruinas, discreción, frustraciones, secretos, apariencias. Al padre le ha ido mal por años. Ella, la hermana, está siendo cortejada por un joven más bien obeso, insignificante, intercambiable, aunque de muy buena posición económica. La madre advierte antes que nadie que el matrimonio podría ser la salvación de esa casa. Pero también el fracaso del protagonista. Un relato notable.
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Edwards decía siempre que había llegado a la escritura por el camino de la lectura y a la novela por la vía del cuento. En una entrevista declaró incluso que nunca había salido del cuento, que siempre volvía a él: “Porque, escribiendo novelas, me quedan cabos sueltos, que son cuentos”.
No obstante haber sido formado en los jesuitas en un canon más bien hispanófilo ya casi olvidado —mucho de Campoamor, bastante de Azorín, Unamuno y Baroja, aunque también de Leon Bloy y Claudel, acervo que él iría ampliando después en la adolescencia con el Joyce de Dublineses o las novelas de Paul Bourget— Edwards formó parte con Donoso, con Lafourcade, con Jodorowsky, con Enrique Lihn (en cuya figura se inspira vagamente su novela La Casa de Dostoievsky), de la avanzada de escritores que reivindicaron en los años 50 la modernidad y abjuraron de lo que se había escrito en Chile hasta entonces. No les interesaba Eduardo Barrios ni Luis Durand ni Mariano Latorre. Les interesaba Faulkner, T. S. Eliot, Neruda, Huidobro, Kafka. Salvaban, claro, a María Luisa Bombal, que venía de otra matriz. Les interesaba no el campo sino la ciudad. Rompieron con el Chile pobretón y nostálgico de las riquezas pasadas, un poco anquilosado y desencantado del presente, disociado año tras año, década tras década, entre un notorio desarrollo político que ni por un minuto dejó de sembrar expectativas de prosperidad o reparación social y un deprimente desarrollo económico que no hizo otra cosa que sepultarlas en el fracaso y la pobreza. El país pagaría caro en los años 70 esa disociación.
En ese grupo, que se terminó disipando en muy distintas direcciones, Edwards mantuvo desde un comienzo una identidad que fue ratificando año a año en una dirección central que Vargas Llosa caracteriza así: “La de un escritor realista, apasionado por la historia, la ciudad, los recuerdos, dueño de una prosa clara, de andar lento, a ratos quieta, repetitiva, memoriosa, elegante y medida, en la que curiosamente coexisten la tradición y la modernidad, la invención y la memoria, vacunada contra los desbordes sentimentales, la cursilería y la truculencia”.
Edwards mantuvo desde un comienzo una identidad que fue ratificando año a año en una dirección central que Vargas Llosa caracteriza así: ‘La de un escritor realista, apasionado por la historia, la ciudad, los recuerdos, dueño de una prosa clara, de andar lento, a ratos quieta, repetitiva, memoriosa, elegante y medida, en la que curiosamente coexisten la tradición y la modernidad, la invención y la memoria, vacunada contra los desbordes sentimentales, la cursilería y la truculencia’.
Es posible que a esos rasgos haya que agregar el factor de clase. Edwards proviene de un riñón de la antigua elite. Su clase fue una burguesía ilustrada, aunque un tanto venida a menos. La decadencia social, el tema que fue una gran herida en Donoso, es también un trauma no menor en el mundo de Jorge Edwards. En algún sentido, fue la clase lo que demarcó las fronteras de su imaginario. Tuvo perfecta conciencia al respecto y nadie diría que trató de salirse de ahí. En sus libros no está el llamado Nuevo Chile. No hay obreros ni proletarios. No está tampoco esa clase media emergente viviendo en una caja de fósforo, con un plasma enorme en la sala y con auto pagado en cuotas. La pobreza que se ve en sus libros es la otra, la de cuello blanco pero con camisas raídas, la de gente que se fue quedando atrás y le pasó la historia por encima. Puede que Los convidados de piedra, novela sobre el derrumbe de la democracia, sea la más explícita en esa conexión con la clase: son todos burgueses enfrentados unos a otros en el Chile con toque de queda de octubre del 73 y que no son capaces de soportarse ni a ellos mismos.
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Aunque le gustaban las novelas grandes, como no podía ser de otra manera siendo un lector tan apasionado de la literatura francesa (eso sí que bastante más próximo a las puntadas sin hilo de Stendhal que al constructivismo maniático de Flaubert), es posible que a veces lo abrumaran los problemas asociados a la consonancia de distintas estructuras narrativas en un solo libro. Por eso con frecuencia tendía a dar los problemas por resueltos cuando muchas veces ostensiblemente no lo estaban. No por eso, sin embargo, él se iba a bloquear. Seguía adelante y a pesar de esos lomos de toro, sus narraciones discurrían tensas, envolventes, robustas e inspiradas.
Posiblemente las dos novelas de estructuras más complejas que escribió, El sueño de la historia y El inútil de la familia, tienen pasajes que a veces hacen ruido. Pero como conjunto son relatos ambiciosos, sinfónicos, imponentes, que aparte de rescatar buenos personajes y retratos de época (de Toesca y su mujer, de Edwards Bello y de sí mismo), rescatan también mucho del país que fuimos en la colonia, del que seguíamos siendo a mediados del siglo pasado y del que fuimos en los años finales del Pinochet. En las novelas de Edwards Chile, más que un tema, es una atmósfera, un hedor engañoso, un vapor que se te pega a la piel y que, en determinadas circunstancias, te puede incluso envenenar.
También se le dio en términos gozosos el relato más chico, más despeinado, menos estructurado, por así decirlo. Era bueno para sugerir, para entregar trazos, para dejar cabos abiertos. De esas habilidades suyas extrajo excelentes novelas, como El origen del mundo y El museo de cera. Ambas son muy distintas, aunque las dos están cruzadas por el tema de los celos. El origen del mundo bien podría ser la mejor novela chilena de temperatura erótica en personajes ya próximos a la tercera edad. Este es otro rasgo del autor: supo ir envejeciendo con sus personajes. El museo de cera, por su parte, es una novela más rara. En un país donde tiene lugar una revolución y una contrarrevolución después, el Marqués de Villa Rica encarga a un escultor perpetuar el momento en que sorprendió a su mujer con un amante. ¿Qué movió al protagonista a inmortalizar el adulterio de su mujer? ¿Voyerismo, autocastigo, humillación? Esta es una inmersión en terrenos jabonosos y distorsionados, en los cuales Edwards —qué duda puede caber— se manejaba con sutileza. Con sutileza aunque de manera obsesiva, porque esta pulsión, que era muy suya, lo llevó muchas veces a prescindir de los equilibrios, de las explicaciones, de las historias redondas, de los desenlaces que encajan como piezas de un rompecabezas. Al diablo con esos resguardos y recatos.
El historiador y ensayista peruano Alfredo Barnechea parece tener la razón cuando dice que el modelo literario en el cual trabaja Edwards le debe mucho más a la literatura francesa del siglo XVIII que a la del siglo XIX. Es un escritor realista, por supuesto. Pero un escritor que pocas veces está en paz con el verosímil, que no tiene problemas en ambientar una historia mefistofélica en Ovalle, que se deja seducir tanto por Montaigne como por Rousseau, que se deja llevar tanto por las simetrías como por el mito del eterno retorno, que disfruta con los vuelcos filosófico-morales de sus personajes y asimismo con el tono de fábula, de moraleja un poco cruel que alcanzaron algunas de sus mejores narraciones.
Precisamente porque fue un escritor de la memoria, no faltaron los que se sorprendieron muchísimo cuando comenzó a publicar sus memorias el año 2012. Pero, cómo, dijeron, ¿no era justamente eso lo que había hecho toda su vida? Bueno, sí y no. El primer tomo, Los círculos morados, que llega hasta la época de la Revolución cubana, funciona con total autonomía de su obra anterior, y Esclavos de la consigna, el tomo dos, que también es un buen libro, tiene el tono desencantado de quien va absorbiendo con el tiempo golpes y desprecios, años y desilusiones, rebeldías y acomodos, amistades y rupturas, duelos y soledades.
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En lo básico, como él mismo lo dijo, Jorge Edwards fue un escritor de la memoria. De la memoria personal y de la memoria colectiva. En su caso esto se tradujo en una fidelidad a su clase, una burguesía que tenía más pasado que futuro, no muy boyante que digamos; también a su época, el Chile de mediados del siglo XX, y desde luego a la gente que conoció.
Precisamente porque fue un escritor de la memoria, no faltaron los que se sorprendieron muchísimo cuando comenzó a publicar sus memorias el año 2012. Pero, cómo, dijeron, ¿no era justamente eso lo que había hecho toda su vida? Bueno, sí y no. El primer tomo, Los círculos morados, que llega hasta la época de la Revolución cubana, funciona con total autonomía de su obra anterior, y Esclavos de la consigna, el tomo dos, que también es un buen libro, tiene el tono desencantado de quien va absorbiendo con el tiempo golpes y desprecios, años y desilusiones, rebeldías y acomodos, amistades y rupturas, duelos y soledades. Desde luego, este segundo tomo está muy marcado por lo que fue para él la experiencia cubana.
Enrique Krauze, el editor de Letras Libres, a propósito de Persona non grata escribió: “Edwards decía que la literatura, el periodismo literario, la edición, la cátedra, los cafés de la rivera izquierda del Sena y de las capitales de América Latina eran nidos de censores, de soplones vocacionales. Esclavos de la consigna, como había dicho Vicente Huidobro”.
Otro tanto debe decirse de Adiós, poeta, un notable rescate de la figura de Pablo Neruda en función del poeta que él leyó y admiró de joven, y con quien desarrolló una amistad larga, muy conversada, muy caminada, muy bien comida y muy tomada, que culmina en los años en que se convierte en su sombra en la embajada chilena en París. Neruda ya estaba enfermo y, porque no le gustaba lo que estaba ocurriendo, estaba preocupado por el gobierno de Allende. Adiós, poeta es por supuesto el libro donde Edwards mejor despliega la versión suya del Neruda socialdemócrata, políticamente muy moderado y cauteloso no solo frente a la revolución cubana, con la cual el poeta había caído en desgracia, sino también frente a la radicalización del gobierno de Allende. Edwards insistió hasta el final en el realismo político de Neruda, no obstante que el poeta, públicamente al menos, no se apartó en vida ni un solo milímetro de la ortodoxia del PC.
Premio Nacional de Literatura en 1994, cuatro años después de que lo obtuviera José Donoso en el momento en que Chile volvía a la democracia, Edwards también obtuvo el Premio Cervantes en 1999. En España nunca fue un suceso editorial, pero sí llegó a ser querido en pequeños círculos y respetado más ampliamente. La escena literaria es más grande y está menos contaminada. Aparentemente, lo apreciaban más que en Chile. No es extraño por lo mismo que haya preferido morir en Madrid. Hasta en eso fue consecuente porque, llegado su momento final, también supo mantener las distancias.
En el segundo de sus tres libros, Damsi Figueroa (Talcahuano, 1976) escribe: “Rondo al hombre y lo desconozco / porque toda transformación impone un segundo de ceguera”.
Se podría decir que su poesía supone —o realiza, más bien— una transformación así, porque impone u obsequia una especie de ceguera, una total descolocación del entendimiento y del corazón que dura un segundo. Pero un segundo de efecto infinito. Ceguera que nunca se quita del todo; es lo que tiene de alumbramiento todo deslumbre. No se trata de una transformación parafernálica, vistosa, sino de una sutil costura de frases, modos e imágenes entre cuyos hilos los sentidos, los sentimientos y los pensamientos se intensifican y se vuelven novedosos, se dan en libre vuelo e hipnótico canto. Es una poesía que pareciera tener un “ojo de pájaro en su centro”.
Terry Eagleton escribió que mientras “el lenguaje científico y legal pretende restringir el significado”, esto es, precisar conceptos, acotarlos, “el lenguaje poético busca su proliferación”. Y lo que hace Figueroa lleva ese afán tan lejos como es posible. Hay temas o asuntos en sus poemas, pero no son ajenos al “apocalipsis del motivo” y la multiplicación de los alcances.
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Damsi Figueroa publicó Judith y Eleofonte en 1995, Cartografía del éter en 2003 y Muerte natural en 2021, reunidos —revisados— ahora en Signos vitales. Investigadora de poesía mapuche y de didácticas poéticas infantiles, con los años uno de sus poemas, “Autorreconocimiento”, se volvió un hito, un hit:
Yo no soy la que se pierde tan pronto como se la encuentra
El amor en mí no se toca
Se escribe
Yo no soy piadosa con los hombres de poca fe
No intercambio los calzones con nadie
En cambio asumo la desvergüenza de una desnudez colectiva
en una casa de playa o en una playa a secas
Yo no me complico la vida omitiendo adverbios y conjunciones
Patino por la hoja
Y tapo los surcos amargos con la sangre de mis amigos
(…)
No es una poesía que comparta los hallazgos de su honda indagación por medio del acopio o la insistencia. Es, más bien, una poética de la resistencia, la concentración. Leyendo Signos vitales se tiene la impresión de acceder al decantado —lo que resistió en pie— de una escritura que antes abrazó mucho más, dejando como huella versos donde hasta “el aire, la noche y el agua se contemplan / y se abrazan”. Maravilla del arte de la comprensión y la compresión —no reducida al verso corto y lo minúsculo.
En casi 30 años, descontada su poesía infantil, ha publicado tan solo 40 poemas. Especialmente los 30 del segundo y tercer libro le sacan modulaciones y cadencias joviales a la lengua y la abren a lo real y lo incierto al mismo tiempo. Son el canto de una búsqueda misteriosa. El asombro es por eso emoción irrecusable en su lectura.
Para tan acotada cantidad de poemas —por lo general breves, además; pocos superan la página— el espesor que portan, la delicadeza y la intensidad con que se abren paso, constituyen una forma de decir inaudita. En su forma de parecerse a varios, no se parece a nadie, porque hay algo en su escritura que se ‘alarga tuerce recoge y oscurece / finalmente en el eco del canto que desflora’.
Para tan acotada cantidad de poemas —por lo general breves, además; pocos superan la página— el espesor que portan, la delicadeza y la intensidad con que se abren paso, constituyen una forma de decir inaudita. En su forma de parecerse a varios, no se parece a nadie, porque hay algo en su escritura que se “alarga tuerce recoge y oscurece / finalmente en el eco del canto que desflora”. En ella lo real comparece antes como visiones que como simples vistas o referencias, como la Isla Quiriquina, móvil en estos versos, viva, histórica, fantasmal, hipnótica.
Decía que esta poesía abre sentidos y sentimientos; diría aún más: inaugura, si no realidades, comprensiones. Leer el poema “Muerte natural” es volverse un naciente. Muestra el “trabajo de entender” que se dan “solo las niñas”. Si hubiera una cifra o especificidad del saber femenino que nace en la niñez y dura para siempre, este texto la deja ver con generosidad: “Ellas descubren / que el mundo no está hecho de palabras (…) / enseguida, se vuelven silenciosas / y construyen escondites donde no penetran los adultos / sus leyes, ni las leyes de la física / ni las leyes del dolor, / ni las leyes del sometimiento”. Y así logran comprender “el torbellino de la existencia / sus golpes, sus latidos, olas de vida vibrante”.
Y ese poema, que cito a tropezones pero que leído entero no tiene tropiezo alguno, viene significativamente a continuación del que quizás sea el poema mayor de Figueroa: “La distancia relativa de una isla”. En 57 versos se transita ahí de la epifanía a la crónica con la soltura del viento y por no sé qué asociaciones —por lo pronto, el paso de danza con que lo vocativo y lo narrativo recalan en el aforismo o la anunciación misteriosa—, recuerda la experiencia de leer alguno de esos poemas perfectos que escribieron Eduardo Anguita o Ximena Rivera.
Son cercanías posibles para un “canto terrestre” muy propio, por no decir muy único. Propio y único por cómo “deletrea con sencillez máxima cosas profundísimas”, al decir de Verónica Zondek, por cómo escancia ritmos y humanidad en cada letra, por cómo abre espacios y los habita sin copar. De ahí las palabras con que Gonzalo Rojas saludara temprano esta poesía: “No hay página que no toque el fundamento. Ni la Pizarnik me trae tanto: contención, desapego, imaginación, videncia”. En ecos, guiños y préstamos de otras poéticas no se queda corta. Es una poesía dialogante en más de un sentido, que piensa al poema mismo siempre, pero eso es un rasgo de su hacer, no su techo. Revive todo lo que toma.
Si como decía una vieja canción, algo quita quien nada deja, de la poesía de Figueroa podría decirse justo lo contrario, que algo deja una poesía que nada quita. Nos devuelve al que es su espacio o unidad vital más explícita: el segundo, no el instante ni el momento sino el segundo, ese brevísimo lapso de tiempo donde puede ocurrir la eternidad. Se ve con fuerza en el hermoso “Sobre los bellos durmientes”, poema “para ser escrito sobre los durmientes de la línea férrea”. Poner solo una palabra por verso y desplegarla en el largor veloz de una ferrovía (y de la página) resulta una precisa estrategia para aligerar a velocidad de segundos la carga de un poema intenso y toda su “motora / prefiguración / del / desastre”. Lo mismo cuando, en sentido contrario, su único poema en prosa parece ser la mejor forma, “un baile oceánico”, de concentrar recuerdos y olvidos.
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Una abuela trabaja incasablemente pedaleando en su máquina de tejer frente a una gran ventana y ese retrato convive en estas páginas con “el susurro esquizofrénico de la naturaleza del hombre”, y hay “semen sobre las plumas del cisne”. Entre medio el silencio “es una puerta entrecerrada / … no tiene trampas, sino abismos”, es “un abrigo con los bolsillos rotos”. En ese cruce entre énfasis y discreción, esta poesía deviene pensamiento, agudo escolio a todo lo humano: “Los orgasmos son / puro silencio derrochado”.
En Muerte natural, de 2021, conviven lo mapuche, lo angélico, los pájaros y una brevísima “Historia del hombre de Occidente”, donde la Historia es interceptada por la contingencia bajo la forma de un boleto de micro. Ese boleto hace al poema. Y en la última página hay una adivinanza o tal vez la formulación de un misterio; es probable que desde Los detectives salvajes la literatura chilena no ofreciera unas líneas finales que nos dejaran tan colgados en una pregunta.
“Hay que esperar por los fuegos silvestres / con el corazón encendido y en silencio… Hay que saber esperar / y agradecer al sendero / a su mano oscura / que nos regresa siempre”. Eso pide esta poesía, y regala a cambio, para habitar esa espera, esa inminencia, un segundo de ceguera, algo anterior al deslumbramiento y posterior a la intuición, el segundo en que algo se alumbra, como en la aurora, cuando algo nace y algo muere y somos por un segundo ciegos no por no ver, sino por volver a ver como por primera vez, como quien tiene un cuerpo nuevo.
Un hombre mayor caminando por la calle al que no puede evitar acercarse porque le recuerda a su padre; una conversación después de muchos años con un ejecutivo discográfico que trae de vuelta su desdén por esa industria; su deseo de ser un primate frente al consejo sanitario de lavar también el celular durante la pandemia; el inicio de sus perplejidades respecto de las relaciones humanas, al recordar cuando fue elegida compañera del año en su colegio, sin haber cruzado apenas palabra con alguien; la descripción del revuelo doméstico previo a una visita importante, como la de Mario Vargas Llosa… Estas son parte de las escenas que Colombina Parra reúne en su libro Otro tipo de música. Bajo títulos como “Recordándote”, “Guitarras sonando”, “Lou Reed” y “Lo que no dije en un funeral”, la autora desarrolla una serie de pequeños relatos personales, pensamientos, diálogos y experimentos literarios.
“Creo que es un libro que se vino haciendo solo desde hace mucho tiempo”, cuenta. “Tuve varios intentos que no llegaron a puerto porque perdí los manuscritos o porque no era suficiente la necesidad de hacerlo. Podía tardar. Como perdí los primeros manuscritos se rehicieron de nuevo, se acomodaron de otro modo en la cabeza y en el lápiz. La editorial se me acercó por uno de los relatos que había subido a Facebook y me preguntaron si tenía más”.
Es el primer libro de la música y arquitecta, quien aprovechó el encierro pandémico para escribir. Dice que “salieron todos estos relatos como lluvia inesperada, sin querer”. Buena parte del material, de hecho, se enfoca en experiencias durante la pandemia de Covid-19 y en las reflexiones que le despertó aquel periodo de restricciones sanitarias y distancia social. Pero el conjunto de temas cristaliza una serie de intereses que, yendo de lo alto a lo bajo y de lo general a lo minúsculo, expresan una muy determinada sensibilidad y forma de mirar; algo así como un autorretrato impresionista en palabras.
¿La creación literaria es para usted “otro tipo de música”? ¿De dónde surge el título de este libro? El título viene de mi trabajo a partir de la obra Four 6, de John Cage. Siempre me había gustado su forma de hacer música, pero nunca la había comprendido tan bien como cuando me tocó montar y leer sus partituras. Cuando entré en sus signos pude ver que por primera vez se llevaban al papel los sonidos del mundo. Lo que hace él es un scanner de cómo se producen los sonidos en el espacio. Trabaja con el azar, pero de un modo matemático. Cada vez que terminaba un concierto y paraba de leer las partituras, aparecía la metáfora de la partitura en el espacio cotidiano. Cuando entiendes la música desde el modo en que él la construye, todo es música. Podría extenderme horas para hablar sobre esto y me encantaría hacerlo algún día en algún taller o algo así. Pero bueno, a grandes rasgos se trata un poco de eso. Cuando aprendes a escuchar la música que nos envuelve en todo momento, hasta los ruidos más macabros son parte de esa partitura. Son música.
Registra distintas situaciones ocurridas durante la pandemia y el encierro. ¿Qué le reveló sobre usted y los demás aquella experiencia? Me reveló sin querer todo lo que está escrito en el libro.
Cuando leí por primera vez el ‘Soliloquio del individuo’, a los 13 años lo admiré y me dije a mí misma ‘no puedo creer que el que escribió esto está aquí en la pieza de al lado’. No puedo creer que sintiéndome tan incomprendida en mi adolescencia este poema lo comprendía todo. (…) Si llegara a existir un poco de antipoesía en la forma en la que escribo la culpa no es mía. La culpa es de él.
En un momento confiesa que ha escrito siempre desde la rabia y que le gustaría empezar a hacerlo desde el amor. ¿Este libro es parte de ese intento? ¿Qué situación anímica diría que predominó durante la escritura? La situación anímica creo que está en la frase de Juan Pablo II: “El amor es más fuerte”. Cuando escuché esa frase dicha por él, en esa época en que era una adolescente, me hizo tiritar. El tono en que la dijo era de una convicción total. Lo dijo casi con rabia. Cuando vino a Chile corrí a verlo. Lo vi arriba de su papamóvil transparente y, entre la multitud, en silencio, yo tenía esa frase en mi mente. Esa frase quedó metida en algún lugar del disco duro interno y creo que algo de eso hay en el libro. El amor permite al hombre volver a ser hombre, dice Marx.
Los árboles también tienen una presencia importante en estos textos. Una imagen que repite, de hecho, es la suya abrazando alguno. ¿Qué lugar ocupa la naturaleza en su vida?
Yo creo que para todo el mundo, la naturaleza ocupa un lugar importante. Hasta para los que la destruyen. Creo que si me salvé del encierro fue por recordar que existen los árboles. Me cuesta hablar sobre la pandemia, porque es traer esos recuerdos de encierro. Cuando los edificios se tapen de verde y las calles se transformen en parques continuos por donde nos podamos comunicar a pie, en bicicleta, vamos a poder darnos cuenta de que vivíamos en el infierno. Cuando las calles tengan lagunas con patos, animales, vacas, caballos, gallinas, huertos, ahí vamos a acordarnos del infierno en que vivíamos. Cuando abracemos un árbol vamos a decir por qué no lo hice antes. Creo que la “Carta del piel roja” es la que mejor explica tu pregunta. La situación anímica que tuve cuando escribí fue la de estar nadando en agua tibia. Fue la de mirar una montaña sin pensar en nada.
Relata momentos desagradables relacionados al negocio de la música. ¿Afectaron esas experiencias su vínculo con la creación? No, por suerte no. Todas las puertas que te golpean en la nariz son antecedentes nada más. A veces eso te da más fuerza y le da una dirección a tu trabajo. Una voz. Una forma de enfrentarte o de transmitir o de resistir. De cambiar de rumbo. Te ayudan a abrir nuevos caminos. La resistencia tiene diferentes formas de expresión y si no fuera por todos los momentos desagradables, no existiría. Todo eso es material de trabajo. Son brochas y colores para tus pinturas.
Ignacio Echevarría dice que este es un libro lleno de antipoesía. ¿Nota en su sensibilidad, en sus fascinaciones, en su modo de ver, el influjo de Nicanor Parra, su padre? Creo que sin querer. Me crie con él en toda la extensión de la palabra criar. Fue mi padre, mi madre y mi maestro. Cuando leí por primera vez el “Soliloquio del individuo”, a los 13 años lo admiré y me dije a mí misma “no puedo creer que el que escribió esto está aquí en la pieza de al lado”. No puedo creer que sintiéndome tan incomprendida en mi adolescencia este poema lo comprendía todo. Así fue como me inicié en una relación intelectual y terminé trabajando con él durante más de 30 años. Hicimos muchos proyectos juntos: editoriales, visuales, sonoros y arquitectónicos. Algunos salieron a la luz. Otros quedaron en maquetas. Si llegara a existir un poco de antipoesía en la forma en la que escribo la culpa no es mía. La culpa es de él. Según Rumi, lo que se hace es reescribir. Nadie escribe desde cero, todo es una reescritura de algo que ya se escribió antes. Y otro por ahí agregó que nadie entonces es dueño de su escritura, sino que es la comunidad la que hace que eso se escriba. Lo que algunos llaman el espíritu de la época. El espíritu de la época se encarga de que se reescriba en un momento presente algo que sucedió antes, de otro modo. Hay un poema de Teillier que explica muy bien esto. Mi padre es el espíritu de mi época que es esta que aún estoy viviendo. También Shakespeare, Marx, John Keats, Platón, Martín Fierro, Jodoroswky y todos los antipoetas que han existido. La antipoesía siempre ha estado, claro que mi padre la supo nombrar. O dicho de otro modo, quizás la supo sentar en sus rodillas.
Otro tipo de música, Colombina Parra, Literatura Random House, 2022, 188 páginas, $15.000.
Tríada es el primer poemario de Francisca Pérez Morales. Partícipe de talleres literarios desde que era colegiala, becaria de la Fundación Neruda, mención honrosa en el concurso Roberto Bolaño, esta joven autora compone un texto de secciones enlazadas a partir de referencias numéricas, de allí el título de la obra y el epígrafe de Pixies. En ese sentido, Tríada parece orientada a la búsqueda de un equilibrio de expresión y contenido; sin embargo, dicho equilibrio entra en trayectoria de colisión con el propósito explícito de su hablante: destruir al padre. La potencia de este deseo desmantela la armonía: “la finalidad es la descomposición de las triangulaciones desde dentro, abriendo las grietas de los espacios oscuros, de la regla moral familiar”. Instalada en los confines del mundo y vuelta hacia el pasado, la voz de este poemario repasará una historia vital que es percibida como lastre y herida, “costras de óxido en la pared de sus caderas”, tal como se lee en el poema inaugural.
La poeta trabaja con una escritura de verso breve, en la que se proyecta una voz anclada en el dolor, que atrapa escenas familiares tamizadas de violencia y que son apenas percibidas en el trasfondo oceánico que las contiene. El contrapunto espacial interior/exterior se despliega a través de imágenes desmembradas de la casa a lo largo de los poemas: niños que juegan bajo la mesa, toallas muertas, la pieza compartida con la madre, pasillos, una casita de perro, un sillón, una olla. En un marco acuoso y abisal emerge la orfandad de la sujeto, cuyo origen parece provenir de un trauma que ocurre dentro, en la más profunda intimidad de la familia.
Si la finalidad es escarbar la grieta familiar, la sección que opera como su magistral expresión es “Taenia”, simbólicamente el núcleo del libro. El tono se vuelve casi gozosa confesión cuando se relata la aniquilación del padre, a través de la presencia de un parásito depredador en el que se ha travestido el yo, figurando tanto la degradación propia (“una sola noche pude verla/ la vi caer en el intestino grueso/ tenía mil rostros/ y todos se parecían al mío”) como la venganza contra el padre, cuyo accionar ha desarticulado el orden familiar. El nivel más hondo de ese interior será el cuerpo paterno, parasitado por su taenia-hija que emerge de las entrañas del padre destruido: “mi deseo siempre fue/ salir del vientre de algún hombre”. La venganza elegida es lenta y tortuosa. Hay en esa transformación una creatividad apabullante, pues es la hija quien se transforma en parte de ese cuerpo victimario, para emerger triunfante: “asomar mi cabeza/ por el agujero de su ombligo”, completando así el simbólico exterminio y desdibujando la idea misma de identidad.
Si la finalidad es escarbar la grieta familiar, la sección que opera como su magistral expresión es “Taenia”, simbólicamente el núcleo del libro. El tono se vuelve casi gozosa confesión cuando se relata la aniquilación del padre, a través de la presencia de un parásito depredador en el que se ha travestido el yo.
El episodio de ese padre que violenta/viola los cuerpos y trastoca los cimientos familiares es expuesto casi sin querer (“Usted nos llevó a una playa/ donde todo es doloroso/ Me sacaste los broches del vestido”) y recorre todo el poemario (“Abra bien los ojos/ abra bien las piernas”). En otra sección, indirectamente, emerge una alusión en medio de la enumeración de quehaceres cotidianos: “apagar la cocina lavar los platos sucios/ no dejar las niñas abiertas”. Por su parte, la madre, que está siempre presente en estos poemas, será compañera de orfandad, será figura de contención (“mi madre siempre me leía/ la historia de Dédalo e Ícaro”), pero también es desapego (“la sangre se coagula/ se agotan las ganas de ser madre”) y confusión para el yo, en tanto su cercanía con el victimario: “la leche materna chorrea el piso/ el semen del padre/ forma una mezcla pegajosa”. La vida de la hija, en definitiva, está sujeta a la desviación: “de niño duermes/ dentro de un televisor roto/ en una hora empieza la pornografía”.
Tríada es un libro perturbador, de imágenes que se superponen y trastocan, y que opera con el corrimiento del sentido. El trauma vivido es tan radical y profundo que fragmenta los mundos y los decires de su hablante. La voz poética de Francisca Pérez asume la venganza de su estirpe y proyecta la figura de una mujer que disemina su yo y su orfandad en una escritura que se ofrece al escrutinio del mundo.
El Greco (2021)es la primera novela de Gaspar Peñaloza Avsolomovich, quien anteriormente publicó los poemarios Sedimento (2018) y Orbificios (2021); es, además, el compilador del libro Maraña (Alquimia, 2019), producto de un encuentro de poetas capitalinos y regionales realizado en Valparaíso.
En esta ocasión, Peñaloza ofrece una novela breve, que transita entre la autobiografía, el relato familiar y la entrevista; aborda, a partir de una investigación personal, la vida privada de quienes asumieron la lucha armada contra la dictadura militar chilena, particularmente asociada a organizaciones como el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, incluyendo, además, menciones a la Operación Retorno, del MIR, enclavada en Neltume, Región de Los Ríos. En boca de Pancho, un alter ego del narrador, aparece la motivación por indagar en la historia de la resistencia a la dictadura: “Pero lo que prendió mi chispa no fue el horror, fue la resistencia a ese horror”. En ese sentido, el foco está puesto, más que en los hechos, en conocer la interioridad de los revolucionarios.
En un tono intimista para tratar la historia de la oposición armada al régimen militar, el texto cruza lo personal con lo colectivo, pues se construye desde la perspectiva de un hijo, quien en un momento señala que “yo antes de empezar a estudiar la resistencia clandestina, quería escribir la historia de mi papá, no la de mi padrastro”. La chapa de este último, como integrante del FPMR, es la que da título a la novela.
El Greco se compone de diversos testimonios recogidos por el hijo-narrador, quien también incluye reflexiones sobre el proceso de la escritura, configurando una historia compuesta de diversas voces que irán tejiéndola , una suerte de tapiz cuyos fragmentos adquieren paulatinamente sentido de conjunto. En esta apuesta formal hay un punto valioso, pues el lector es invitado a participar del proceso investigativo y de su registro, avanzando junto con el narrador en la reconstitución de ciertos acontecimientos.
El tema de la violencia política, “las diferentes tragedias de la historia de la resistencia chilena”, y el tema de la paternidad se entrelazan. La novela abre con el testimonio de la madre, de ascendencia judía, una de las pocas voces femeninas presentes en el texto, que aporta información de la vida cotidiana y amorosa de los personajes investigados; la otra voz de mujer será la de María, pareja argentina de su padre. Padre ausente y padrastro presente. Da ambos, la madre dice: “me he preguntado por qué me atrae ese perfil de macho que está en la pelea mientras la princesa no la ve. Los hombres no te cuentan las cosas completas”.
La primera novela de Gaspar Peñaloza se juega en una apuesta formal que funciona, pero algunas de sus voces no resultan verosímiles, especialmente la que reflexiona sobre aspectos metaliterarios; más interesante resulta la voz del investigador que lee fuentes testimoniales de quienes participaron en la lucha armada en Chile.
El Greco y El Rolo, aprendiz y maestro, respectivamente, son las fuentes vivas privilegiadas de la indagatoria sobre la lucha armada, cuyos testimonios ilustran el sentido de la vida para quienes sobrevivieron, de acuerdo con la perspectiva autorial: “Levantar la consigna ‘patria o muerte’ es plantear solo dos formas posibles de consumación de la vida. Una decisión así de radical nunca te va a dejar volver a la vida normal”; vidas que de sutiles maneras se oponen a la historia del padre, afanado en disputas personales que distan de las políticas, ofreciendo un efectivo contrapunto ideológico y existencial sin caer en juicios directos del hijo abandonado.
El ejercicio de hacer memoria al que se aboca el narrador tendrá una doble vertiente: fuentes vivas —entrevistas y grabaciones—, lo que implicará viajar al sur de Chile (Valdivia, Neltume, Conguillio), y fuentes escritas; una es la lectura acuciosa de diversos textos testimoniales, entre los que destacan los de los frentistas: Una larga cola de acero, de Ricardo Palma Salamanca (uno de los epígrafes de la novela); Un paso al frente, de Mauricio Hernández Norambuena, y el del nicaragüense Omar Cabezas, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde. Aparecen también referencias a Lo llamaban comandante Pepe y a Sangre de baguales, de Pedro Cardyn, libros que relatan la historia del Complejo maderero de Panguipulli y uno de sus líderes, el estudiante de agronomía y mirista Gregorio Liendo, asesinado por la Caravana de la Muerte. La novela cierra con el poema Morir sin disparo, de Sergio Vesely. Se trata de un conjunto de obras que testimonia algunas de las iniciativas fracasadas de una parte de la izquierda chilena. Con la inclusión de dichos textos, la novela cobra un espesor de sentido, puesto que aquello que se quiere investigar y escribir desde lo filial/personal tiene un correlato con la historia, profundizando el tema de la violencia política ejercida en nuestro país.
Hacia la segunda mitad emerge otro momento histórico, el estallido de 2019, vivido y relatado desde Valparaíso; momento de la historia reciente a partir de la que el narrador pareciera tender hilos con un pasado combativo: “Después de años de escuchar sobre el toque de queda, ahora sé lo que es”. Los fragmentos dedicados a la revuelta tienden a la descripción pormenorizada de las jornadas de protesta y su represión. Una escritura quizá demasiado presurosa y antojadiza de un autor-narrador al que ahora le toca vivir la experiencia de la revuelta social, pero que no alcanza la fuerza testimonial de quienes escribieron su experiencia contra la dictadura.
La primera novela de Gaspar Peñaloza se juega en una apuesta formal que funciona, pero algunas de sus voces no resultan verosímiles, especialmente la que reflexiona sobre aspectos metaliterarios; más interesante resulta la voz del investigador que lee fuentes testimoniales de quienes participaron en la lucha armada en Chile, reuniendo en la novela los nombres de un proyecto revolucionario fracasado.
El Greco, Gaspar Peñaloza, Cuneta, 2021, 120 páginas, $10.400.
Los libros sobre música popular y sociedad chilena que son los antecedentes de esta nueva publicación de Juan Pablo González, remitían a periodos históricos que al lector podían parecerle lejanos a su propia experiencia. Los dos volúmenes de Historia social de la música popular en Chile, en coautoría con Claudio Rolle, atendían un panorama extenso (1890 a 1950, el primero; hasta 1970, el segundo, también con créditos a Óscar Ohlsen), y se volvieron referencia imbatible para quienes trabajamos alrededor de la música chilena. La profusión de datos, asociaciones y citas nunca antes se había abordado de un modo tan abarcador y detallado (amable en la prosa, además). Eran, eso sí, investigaciones sobre coyunturas un tanto ajenas a las dinámicas y códigos del presente (la escucha pública de gramófonos entre medidas de higiene, las “buenas maneras” asociadas a la cultura de salón, la irrupción colérica, entre tantas). Considerando que González persistió luego a solas con su (más breve) Des/encuentros en la música popular chilena 1970-1990 (2017), corresponde comprender este nuevo Música popular chilena de autor. Industria y ciudadanía a fines del siglo XX, como el cierre de una tetralogía, pero además como el relato más cercano de los cuatro a la biografía de su autor, de los protagonistas a los que alude y también del propio lector. No se indica en portada, pero quedará claro en el primer párrafo del prólogo: el turno corresponde esta vez a una sola década, la de los 90; aquella “con los protagonistas vigentes y la memoria viva”.
Como antes, González va a abordarla desde las múltiples perspectivas y oficios en torno a la canción popular y la escucha, pero siendo también categórico sobre particularidades derivadas de nuevos ritmos de mercado, sociabilidad y técnica que son propios de esos años. Estas se exponen con una minuciosidad ajena a aquella de la que es capaz la prensa musical —a la que González nunca desprecia y cita con recurrencia, aunque como una parte de sus muchos recursos—, y así de pronto se nos revelan más complejas (e irrepetibles) de lo que asumíamos antes de su lectura.
Aunque próximas en nuestra memoria —reconocemos a las bandas y los discos que se nombran, estuvimos en la barra de la Laberinto y bailamos en la Blondie, acumulamos CDs—, distinguimos en el libro tendencias irremediablemente extintas. Hacia 1994 el casete aún era el formato de música más vendido en el país (60% del total), durante un decenio en el que además un 85% de los jóvenes decía escuchar radio todos los días (la mayoría, durante dos a cuatro horas). Para 1992, Feria del Disco administraba 1.600 metros cuadrados en tres grandes tiendas (poco después, sumaría más locales en centros comerciales y puntos de venta, además de franquicias en regiones). Desde oficinas de sellos multinacionales con decenas de empleados a jornada completa, todopoderosos directores artísticos decidían desde el extranjero qué íbamos a escuchar y cómo.
Aunque próximas en nuestra memoria —reconocemos a las bandas y los discos que se nombran, estuvimos en la barra de la Laberinto y bailamos en la Blondie, acumulamos CDs—, distinguimos en el libro tendencias irremediablemente extintas. Hacia 1994 el casete aún era el formato de música más vendido en el país (60% del total), durante un decenio en el que además un 85% de los jóvenes decía escuchar radio todos los días (la mayoría, durante dos a cuatro horas).
Que en paz descanse todo aquello. A la rotativa de antiguos nombres y avances técnicos a la que el libro atiende, se suma la descripción precisa de aquellos lugares de encuentro (detallados con rigor, aunque foco inevitablemente capitalino), hábitos de sociabilidad y consumo, oficios laborales y tendencias de negocio global en torno a la música chilena de esos años. Este libro extenso, que nunca se aparta del estricto foco musicológico en su desarrollo, insiste en que no olvidemos que “son muchos los elementos que conforman una canción grabada”, y así pone a nuestra disposición datos articulados en diálogo con otras disciplinas. Aquel error frecuente entre cronistas y auditores de compartimentar géneros musicales (“como si no tuvieran vínculos, no habitaran espacios similares, ni tuvieran problemas en común, o como si los gustos y repertorios de su público no saltaran de aquí para allá”, se lee en la página 21) no es solo estético, sino también de diagnóstico, sobre todo en un país como el nuestro, donde un mercado acotado vuelve inevitable que al fin todos nos terminemos encontrando.
Es estimulante que González incluya en su indagatoria la consulta a profesionales de la grabación, la realización audiovisual (videoclips), la producción de conciertos y el diseño, entre otros, cuyas perspectivas refuerzan lo que el autor integra bajo el concepto de “intermedia” (“relaciones de sentido que hay entre el racimo de medios que conforman una canción grabada, considerando además sus posibles relaciones con la cultura y sociedad en que está inmersa”).
Según González, son siete las expresiones de distinta naturaleza que convergen en la canción (“la literaria, la musical, la performativa, la sonora, la audiovisual, la iconográfica y la discursiva”), y su esfuerzo lo compara en un momento con un “doble click” que permita integrar la mayor cantidad posible de ellas en la escucha: “Este es uno de los desafíos centrales de la musicología popular al abordar una canción de tres minutos de duración, que antes no ofrecía mayor interés a una disciplina como la musicología, hasta la década del 70, demasiado ocupada en el estudio de las grandes obras de la historia de la música occidental”.
La música popular chilena se ha configurado en función de nuestra ubicación geográfica, la lejanía del molde africano, los escasos géneros urbanos propios y la distancia de los grandes mercados discográficos. Habiendo analizado aquellas características en su obra previa, González atribuye ahora a los años 90 el añadido de tres nuevas mezclas: la performativa, la histórica y la del consumo. Así, cuando expone los rasgos de la autoría en Chile, lo hace como quien describe un oficio pero también un comportamiento; que como tal excede el ejercicio individual de componer una canción. Es importante cómo González cincela bien el concepto para luego no soltarlo, instalándolo así en un intencionado énfasis de proposición nueva y hasta cierto punto rupturista. La autoría creativa no remite solo al creador de una letra y una música. Ser autor, establece, en realidad es una labor que se sostiene en siete pilares: compositor, autor, arreglador, músicos, cantante, productor e ingeniero: “Una música popular autoral será entonces una música fundante, aquella que manifiesta grados apreciables de originalidad y autonomía respecto a los géneros en los cuales se basa y que expresa conciencia y control del artista sobre el material con el que trabaja. Todo esto, en diálogo con los requerimientos de la industria y su cadena productiva; es decir, sin abandonar su articulación con la cultura de masas”.
Escrito con precisión y abundancia de datos, el texto va dialogando también con los análisis que sobre un país en transición democrática, expansión macroeconómica y despercudimiento cultural hicieron en los 90 autores como Tomás Moulian, Alfredo Jocelyn-Holt, Julio Pinto y Gabriel Salazar. Al fin, el investigador aborda su trabajo desde ‘una musicología concebida en las humanidades’.
Los conceptos de González cristalizan en una selección de 30 álbumes, una antología parcial y sin intención canónica, conformada luego de consultas a cercanos al trabajo musical. Presenta ocho géneros, con definiciones contundentes (abarcadoras y precisas) sobre su conformación, desarrollo, audiencias asociadas e hitos básicos para su mejor comprensión durante los 90; aunque sin esquivar sus problemas coyunturales, como “la irrupción de la memoria para la nueva-canción; la dicotomía entre raíces y modernidad para la fusión latinoamericana; la tensión entre industria y vanguardia para las contracorrientes; el cosmopolitismo tardío en el pop-rock; la articulación entre diseño y contingencia para el punk y el grunge; y la construcción de nuevas identidades para el funk y el hip-hop”. Si por igual podemos leer sobre un disco de Illapu y Parkinson, de Makiza y Fulano, de Pánico y Christian Gálvez, es dentro de su respectiva adscripción a un campo mayor al que ese determinado álbum alimentó.
En tal sentido, el libro aventaja en su enfoque al periodismo musical. Si por ejemplo se asume la tarea de describir un disco como Corazones (1990), de Los Prisioneros —perfecto representante del “cosmopolitismo tardío” al que González le otorga uno de los ocho apartados—, no es solo para repetir los datos en torno a su significado en la historia de la banda, sino que también habrá descripciones precisas de las opciones de producción y arreglos que este tuvo, excepcionales entonces en Chile. Se describe cómo en “Estrechez de corazón” la mezcla adelanta bajo y batería, y la voz muestra preeminencia de frecuencias agudas; que la mayoría de las estrofas comienzan con un adverbio de negación “(y) posee un constante movimiento hacia el modo frigio descendente sobre Sol#”. En fin: detalles musicales en panorámica de 360 grados.
Así, el libro cumple con retratar la década no necesariamente desde sus hitos “noticiosos” ni de venta, sino desde los sonidos que generó, los versos que hizo corear, los nuevos lazos creativos (y técnicos) que forjó y los desvíos que, de lo sentimental a lo político, fueron dotando a la canción chilena de legitimidad como registro de época (en tal sentido, la primacía del citado foco autoral puede restarle representatividad a una selección que no se detiene en géneros popularmente relevantes entonces, como la balada o el axé).
“Historia social” llamaron en portada a los dos primeros volúmenes de este proyecto, decididos sus autores a desafiar la perspectiva usualmente política de este tipo de recuentos. La definición ya no está explicitada en este (cuarto) tomo de la serie —la cercanía temporal impediría una perspectiva efectivamente “histórica”—, pero es innegable que Juan Pablo González como investigador sigue recorriendo tal camino. Escrito con precisión y abundancia de datos, el texto va dialogando también con los análisis que sobre un país en transición democrática, expansión macroeconómica y despercudimiento cultural hicieron en los 90 autores como Tomás Moulian, Alfredo Jocelyn-Holt, Julio Pinto y Gabriel Salazar. Al fin, el investigador aborda su trabajo desde “una musicología concebida en las humanidades”. Está dentro del aporte general de este excepcional libro el gesto mismo de quien escribe sobre música popular atento a los muchos rasgos sociales que en realidad afectan en ida-y-vuelta a las canciones y quienes nos las hacen llegar, tomándole el debido peso a la insoslayable relevancia que muchos sabemos que ellas tienen en nuestras vidas e intereses, lo reconozcan o no la institucionalidad cultural o el entramado académico. Ese entusiasmo salva a González de parecer un erudito. O, mejor dicho: es ya un erudito cómplice de nuestras propias convicciones.
Música popular chilena de autor. Industria y ciudadanía a fines del siglo XX, Juan Pablo González, Ediciones UC, 2022, 556 páginas, $35.000.
Nunca pretendió disimularlo, pero cada vez lo deja más claro: la motivación de Thomas Piketty, con sus siderales análisis estadísticos, no es simplemente acreditar los excesos del neoliberalismo, sino reconstruir un proyecto transformador al que se pueda llamar socialismo.
Así cabe entender que Una breve historia de la igualdad, su último libro, sugiera desde el título un ejercicio de erudición más diletante, no obstante constituya su más decidida incursión en la pedagogía política. Se trata, en sus palabras, de “un llamamiento para continuar con la lucha a partir de una base histórica sólida”, para lo cual “la reapropiación del conocimiento por parte de los ciudadanos es un paso esencial”.
Pedagógico, pero en las antípodas de lo panfletario, el libro examina la progresiva tendencia hacia la igualdad (económica, política y cultural) que experimentó el mundo desde finales del siglo XVIII, con miras a darle un nuevo impulso tras el frenazo que supuso el ciclo neoliberal iniciado en 1980, al menos en lo económico. Piketty sintetiza aquí buena parte de la abrumadora información que desplegó en El capital en el siglo XXI y Capital e ideología, pero esta vez acentúa la perspectiva histórica con el fin de extraer lecciones, principalmente dos. La primera, que las transformaciones igualitarias suelen implicar “enfrentamientos sociales y crisis políticas a gran escala”, pues las élites se resisten apelando a los marcos normativos vigentes. Mover la aguja, entonces, supone la audacia de cuestionar y transgredir dichos marcos, bajo esta divisa: “El derecho debe ser una herramienta de emancipación y no de conservación de las posiciones de poder”.
La segunda lección, que modera la primera, es que la igualdad solo avanzó cuando la lucha social decantó en soluciones políticas en torno a mecanismos institucionales. Como salta a la vista, la intención del autor es mediar entre las dos almas de la izquierda: la que dejó de creer en los conflictos y la que ha llegado a creer solo en ellos.
Piketty integra a su revisión histórica las desigualdades de género y raza, en aras de reconciliar las causas económicas con las identitarias, la otra grieta que divide al progresismo. Algo consigue en este propósito, pero nada comparable a lo que ofrece en su especialidad: retrotraer los fenómenos sociales y políticos a sus factores económicos. Así, por ejemplo, es capaz de mostrar cómo Europa, durante el siglo XVII, rebasó las capacidades institucionales de China y del Imperio otomano al cuadruplicar sus cargas tributarias, lo que permitió a sus Estados movilizar muchos más recursos para fines militares y administrativos. En el principio no fue la ortodoxia.
Como ser didáctico no exige ser reiterativo, Piketty avanza a paso firme por los siglos XVIII y XIX, documentando una lenta desconcentración del poder y de la propiedad que halló su fase de aceleración en el siglo XX. Aquí entran en escena los dos héroes de esta historia: los impuestos progresivos y el Estado social, responsables de la “gran redistribución” que marca al período 1914-1980. Los tributos “cuasiconfiscatorios” sobre las rentas y herencias más elevadas, convergentes con “un proceso de desacralización de la propiedad privada”, dieron lugar a lo que el autor describe como una “doble revolución antropológica”: por primera vez el Estado escapó al control exclusivo de las clases dominantes y, al mismo tiempo, vastos sectores de la economía (salud y educación, parcialmente energía y transporte) se organizaron al margen de la lógica de mercado.
Los beneficios de este régimen fueron también políticos, toda vez que los contribuyentes percibieron que un criterio de justicia regía el sistema. De ahí que la víctima más sensible del prurito desregulador que irrumpió en 1980, a merced del cual “la progresividad real ha desaparecido”, sea a estas alturas la legitimidad misma del orden social.
Someter este ensayo a las contradicciones del presente inmediato sería malentenderlo. La apuesta de Piketty es ampliar las fronteras de lo pensable para involucrar al mundo en un trance de largo aliento: una nueva disputa entre proyectos políticos realmente divergentes. ‘Lo más importante en este estadio es tratar de reconstruir esa narrativa’, aclara.
Esta amenaza, además de la ecológica, sirve de respaldo a Piketty para postular “una profunda transformación del sistema económico mundial”, palabras que no se lleva el viento, pues nuestro autor trae el proyecto diseñado. Las medidas propuestas, eso sí, son de una radicalidad mayúscula, que en ningún caso se conforma con remedar el Estado de bienestar de posguerra. Su eje central son unos impuestos a la renta, a la herencia y al patrimonio que, de materializarse, simplemente impedirían la existencia de lo que hoy llamamos superricos (si es que no de los ricos a secas). Con esos ingresos, el Estado financiaría un esquema de empleo garantizado, una “herencia universal” que cada ciudadano recibiría a los 25 años y los demás compromisos del “Estado social y ecológico”.
Desde luego, un programa de este tipo obliga a Piketty a imaginar un nuevo modelo de globalización, que obstaculice las fugas de capitales y la competencia tributaria entre países. Sin temor a las resonancias utópicas, el economista bosqueja futuros parlamentos transnacionales que darían forma a un “federalismo social y democrático”, capaz de consensuar políticas distributivas a escalas continentales o incluso más allá. “La naturaleza aborrece el vacío: si no se formula un proyecto democrático supranacional, construcciones autoritarias ocuparán su lugar”, advierte a los incrédulos, si bien omite sopesar que su proyecto presupone electorados de preferencias estables en el tiempo y, por si fuera poco, la generosa disposición de los países ricos a ver caer drásticamente su riqueza y poder relativos.
Sin embargo, a medida que profundiza en sus propuestas, Piketty deja entender cuál es aquí el valor normativo en disputa: el concepto de propiedad. Ese ha sido, en rigor, el horizonte ideológico de toda su obra: relativizar —y en este caso, historizar— una noción de la propiedad que hoy nos parece natural, pero que tuvo su origen en arreglos institucionales específicos, suscitados a su vez por relaciones de poder específicas. El autor prescinde de comprometerse con una definición ideal, pero a trazos perfila una concepción de la propiedad más “social y temporal” que “estrictamente privada”, en un marco jurídico “basado en el reparto de poder”. Circulación de la propiedad y gestión participativa de la misma: en eso consiste, y en poco más, el “socialismo democrático, descentralizado, ecológico y socialmente mestizo” del que este libro intenta sentar las bases.
Dado que el análisis comparado se enfoca en Europa y EE.UU., seguidos de China y las excolonias africanas, sus argumentos son de difícil asimilación para países que no vivieron la bonanza de la posguerra, pero sí la del Consenso de Washington, como Chile. El propio autor constata que América Latina y otras regiones no pueden añorar un ciclo igualitario que no conocieron, y que la desigualdad entre países ricos y pobres llegó a su peak en 1960, para experimentar un fuerte descenso desde 1980. Este último dato es, sin duda, el punto ciego de toda crítica igualitaria a la globalización neoliberal, lo cual explica que Piketty se conforme con mencionarlo. Lo que más se echa de menos, sin embargo, es que el autor calibre, siquiera a la pasada, el impacto que tendrían sus propuestas sobre el crecimiento económico. Aquí su radicalidad se entrampa en la timidez, pues todo indica que prefiere dejar para otro momento la defensa de un modelo de sociedad menos orientado a la expansión del consumo.
Pero someter este ensayo a las contradicciones del presente inmediato sería malentenderlo. La apuesta de Piketty es ampliar las fronteras de lo pensable para involucrar al mundo en un trance de largo aliento: una nueva disputa entre proyectos políticos realmente divergentes. “Lo más importante en este estadio es tratar de reconstruir esa narrativa”, aclara. En ese sentido, su aporte resulta superior al de otras tentativas similares: dota de contenidos plausibles —más aún, ¡cuantificables!— a una izquierda que, sobrepasada por la complejidad de la economía global, ha buscado alivio en estéticas de la impotencia o en una radicalidad apenas gestual, no siempre distinguible del narcisismo. A Piketty, ya se sabe, la aparente inconmensurabilidad de los datos no lo intimida en absoluto. Moderno hasta el final, siempre está dispuesto a descubrir en ellos un orden, y en ese orden, un escape a la melancolía: “El progreso humano existe, el camino hacia la igualdad es una lucha que se puede ganar”.
Una breve historia de la igualdad, Thomas Piketty, Paidós, 2022, 294 páginas, $17.900.
Es sabido que, para todo escritor, la segunda novela es la más difícil. La libertad creativa empieza a estar condicionada por una voz, su propia voz, que será la medida para comparar cada nuevo relato.
Una cuestión que tiene que haber sido particularmente abrumadora para Mario Vargas Llosa después de la ruidosa notoriedad de La ciudad y los perros. Hace seis décadas, un joven peruano de 26 años irrumpió en la escena literaria con esta novela que obtuvo el premio Seix Barral, aunque la censura franquista permitió su publicación recién en 1963. La reacción de la crítica y los lectores fue inmediata: éxito de ventas y reseñas por doquier. En tanto en Perú, el gobierno militar ordenó quemar ejemplares argumentando traición a la patria; lo que, como era de suponer, se constituyó en un halago aún mayor al brindado por los principales críticos.
En Chile uno de los primeros comentarios sobre La ciudad y los perros lo escribió José Donoso en la revista Ercilla. Impactado por esta nueva narrativa, asegura que “el lector sale del libro —‘sale’ porque en pocos libros se ‘mete’ tanto— con la conciencia de haber compartido con el autor una experiencia moral, intelectual y estética”. Su entusiasmo por esta “excepcional” novela chocaba con la realidad: la propia crónica afirma que era imposible encontrarla en librerías, asegurando que había solo dos ejemplares en el país. Luego, en Historia personal del Boom, Donoso contaría que las novedades de jóvenes autores circulaban de mano en mano y de boca en boca, y que al país llegaban por intermedio de “chasquis”, un verdadero tráfico de libros, un completo contrabando literario.
Con todo, Vargas Llosa no es hombre que se intimide con facilidad, lo sabemos. Pronto emprendió un nuevo proyecto narrativo, La casa verde, publicada a fines de 1966. Y si los libros no circulaban, aún menos lo hacían los autores, razón por la cual Donoso y Vargas Llosa nunca se habían encontrado cuando este último editó su segunda novela. Después, claro, compartirán fines de semana, comilonas, navidades, cumpleaños infantiles, fiestas, viajes… Pero en 1967 Vargas Llosa vive en Londres y Donoso y su esposa María Pilar han dejado Iowa con la intención de asentarse en Portugal. Un país tranquilo y barato. Viajan desde Nueva York a Lisboa en un barco de carga por 200 dólares cada uno, en busca de la tierra prometida donde concluir El obsceno pájaro de la noche. Pero todo sale mal: no encuentran dónde vivir, la úlcera corroe al escritor y, por supuesto, la novela se empantana. Un Donoso desesperado se refugia en la lectura de La casa verde. Un Donoso lúcido le escribirá luego sus comentarios a Mario Vargas Llosa. Este es el intercambio epistolar:
No sé cómo, ni por dónde comenzar a hablar de lo que siento sobre el libro, son tantas cosas. Y a fuerza de querer ser muy inteligente uno puede quedarse en la superficie —pero tal vez sea esta palabra, superficie, la que me sirva de trampolín para comenzar a divagar sobre tu libro. Lo primero que me llama la atención en él es, justamente, cómo lo has trabajado entero en ‘superficies’; no en una superficie, sino que en pedazos de superficies, que trozas y destrozas, que armas y desarmas y vuelves a armar con una destreza admirable.
Venda do Pinheiro, julio 19, 1967
Querido Mario:
Tenía muchas ganas de escribirte esta carta. Pero en Estados Unidos agarré LA CASA VERDE varias veces, la comencé, no pude con ella por razones personales, no había tiempo ni tranquilidad, le escribí a Elsa Arana que parecía que no me iba a gustar, que no creía que la leería. Pero he aquí que, instalado en este limbo que es Portugal y convaleciendo de un fuerte ataque de úlcera, agarré de nuevo LA CASA VERDE, no la pude soltar y la leí en dos días y la leí de nuevo. Estoy completamente entusiasmado, asombrado, deleitado y ha sido una experiencia maravillosa leerla y gozarla. Me imagino que habrás recibido innumerables fan letters de esta especie, pero quiero que la mía te llegue con especial fuerza, con especial entusiasmo.
No sé cómo, ni por dónde comenzar a hablar de lo que siento sobre el libro, son tantas cosas. Y a fuerza de querer ser muy inteligente uno puede quedarse en la superficie —pero tal vez sea esta palabra, superficie, la que me sirva de trampolín para comenzar a divagar sobre tu libro. Lo primero que me llama la atención en él es, justamente, cómo lo has trabajado entero en “superficies”; no en una superficie, sino que en pedazos de superficies, que trozas y destrozas, que armas y desarmas y vuelves a armar con una destreza admirable: uno piensa, inmediatamente, en la técnica de los mosaicos: este trocito de este color, más este trocito de este tono un poco menos oscuro, más este tono contrastante, logran finalmente dar una superficie gigantesca, enorme, como la de tu novela, sin jamás abandonar la ilusión de la superficie. Tú no nos das el interior de tus personajes, ni el significado de la vida en la selva, ni psicologías, ni teorías —solo presentas las superficies que tienen que sugerir todo lo que va debajo, todo lo que va adentro sin jamás decirlo: la superficie de tu novela, entonces, tiene para mí la curiosa cualidad de que es algo que abre hacia el interior, hacia el significado, no algo que lo encierra ni lo cubre. Fuera de esto, los cortes, las interrupciones, transforman de nuevo el fluir de la novela no en algo cinematográfico, sino que más bien en una serie de slides muy bien compuesta, cada slide dándole mayor significación a los slides que vinieron antes. Otra palabra de la que me puedo aferrar para hablar de tu novela: fluir. Es curioso como la presencia de tanto río, de tanta agua, hace que la idea del fluir, del transcurso y del viaje sea tan central a la obra —y que según creo, esta idea, te ha servido para darle una estructura interior tan curiosa a tu novela, de nacimiento y llegada, y que en el nacimiento y en la llegada surjan tan curiosas simetrías. Me parece que el personaje “fluyente”, el que va de una parte a otra, es Bonifacia, y en ella se apoya el símbolo y la mecánica de tu novela. Comienza salvaje en la selva (Green Mansions, acuérdate, casa verde natural), es civilizada por la región, etc., es sirvienta, se casa, hace un largo viaje que significa “progreso”, y termina en otra selva, en otra “casa verde”. Comienza, pagana, con monjitas en una casa blanca, la Regencia creo que la llamas, en medio de la Casa Verde de la selva; termina con el Padre Garopia, al borde de un río seco, en otra Casa Verde en medio de un desierto blanco. Curioso como recobras la esencia de la selva en Piura: el arpa verde. Como unes arte, sexo, amor, muerte, vida, fidelidad, todo en esa arpa verde —me pregunto si no es el símbolo, esta arpa, del valor máximo que presentas en la CASA VERDE: la canción, la gesta, el mito, el poder contarlo, cantarlo —es decir, la novela misma. Desde luego, emocionalmente, durante toda la obra —y me parece que esta es la falla, si es que puede llamarse falla— estás tremendamente comprometido con Don Anselmo. Eres tú, desde el momento en que llega hasta el momento en que muere —es tu héroe, y por lo tanto, tú, y emocionalmente, líricamente, se te nota. Hablas de él y el lenguaje te cambia. Todo lo demás, todo el resto de la novela, está trabajado con una espacie de desapego casi periodístico, es decir, te interesan tus personajes, pero, eres capaz de hacer con ellos lo que quieres, es decir, maniobrarlos, mientras que a don Anselmo no lo maniobras jamás, él te maniobra a ti, te lleva de la nariz. Y tal vez porque don Anselmo sea un personaje emotivamente tan rico, los demás personajes, especialmente los del río, Fushía, Aquilino, Nieves, tienen para mí, menos fuerza. Existen demasiado en lo que hacen, en lo que dicen, no debajo de lo que dicen, detrás de lo que hacen. Uno no adivina nada en ellos porque espera que tú lo cuentes, mientras que en Anselmo uno está continuamente adivinando porque lleva una carga emocional que hace que uno se quiera anticipar a la acción, a los hechos. Entonces, existe una arritmia emocional, para mí, entre Anselmo y los demás personajes. Te repito, Bonifacia y sus extraordinarias reencarnaciones, salvaje, consentida de las monjas, sirvienta de Lalita, Mrs. Lituma, habitanta, me parece magistral, y la técnica proustiana de las no transiciones sino de las reencarnaciones (como las de Odette en la dama de rosa, Miss Sacripant, Idette, Mme. Swann, Comtesse de Forchville) me parece ejemplarmente utilizada, y como estas reencarnaciones hacen que la novela transcurra, y uno piensa que ella está al centro de las cosas buenas, de las cosas buenas y terribles como todo lo que tiene verde: sus ojos, la selva, la Casa Verde, el Arpa, etc. ¿Es idea mía, o todo esto transcurre cerca —cést una facom de parler— de donde transcurre la acción de Green Mansions de Hudson? Y Piura es seco, y Anselmo trae arpa y selva y verde a Piura. Una cosa que me interesa es esta idea del río, de camino, de transcurso. No sé si me equivoque, pero me parece que has hecho algo muy inteligente: usar, en el fondo, la estructura lineal de la novela clásica (pienso en Smollett, por ende en el Quijote y en tus novelas de caballería que tan poco conozco), la idea del viaje (Fielding, etc.), con la que juegas constantemente: y esta estructura clásica lineal simbolizada en río-camino-viaje, la has cortado, deshecho, desarmado, reordenado, de modo que no resulte novela-viaje clásica y sea, siempre, novela-viaje. El ir y venir de Fushía, de Aquilino, de Nieves por esa maraña de ríos que los tienen prisioneros y que los matan, porque van y vienen, van y vienen y no salen, son como el remedo del viaje clásico, lineal, en busca de fortuna —ellos buscan fortuna en círculo, en maraña. Bonifacia, sí, hace un viaje, y es lineal, pero es de una casa verde a otra casa verde— en la otra casa verde, la de Piura, por lo menos hay un arpa que es del color de sus ojos. Es curioso, me gusta más la estructura, la idea, las formas abstractas que logras en tu novela (y claro, algunos personajes como Anselmo y Bonifacia) que la mayoría de los personajes como personajes que siento, muchas veces, inacabados o ineficaces. Pero las formas que logras, y lo que expresan esas formas, esas simetrías —y podría seguir hablándote horas de horas de ellas con el libro en la mano— me parece sencillamente magistral y todavía estoy boquiabierto. Me parece interesante también lo que has hecho con el tiempo —y aquí también es importante Bonifacia: hay un tiempo circular de viajes y leyendas (selva y ríos), de construcciones y destrucciones y leyendas (casa verde y casas verdes en Piura) —estos tiempos son míticos, vidas míticas que no comienzan en ninguna parte, también como los ríos que comienzan donde pescas. Donde comienzas a vivirlos. Y luego, estos tiempos míticos y vidas míticas que se repiten en las leyendas conradianas contadas por los Marlowes criollos de los ríos americanos, que pueden ser verdad o mentira, que no tienen hilación temporal, todos estos tiempos se resuelven en el tiempo absoluto, ordenado, en secuencia, de la vida de Bonifacia, y la vida mítico-real (porque participa en las dos fases) de don Anselmo: en estos dos encontramos línea clara, secuencia. En las demás vidas, en Lituma, en Lalita, en Fushía, etc., encontramos retazos: solo, y este es el toque magistral, que de todos cuentas el final, y cuentas el final al final del libro, como colofón, como se hacía en las novelas de antes: recoges todos los hilos en un manojo, y como en las novelas victorianas, cuentas qué les pasó. Esto —en contraposición al no comienzo de los personajes ríos, al tiempo destriculado [sic], da al final del libro una fuerza y una energía enormes.
Podría seguir hablándote interminablemente —con o sin razón, y podríamos discutir, lo que mucho me gustaría. ¿Pero cuándo te conoceré, cuándo estaremos juntos? En fin, este año en Europa, quizás, nos reunirá en alguna parte. Te he de confesar que la entrevista de Elena Poniatowska me había hecho cobrarte un sí es no es de distancia —parecías tan olímpico, tan perfecto, tan sin fallas, tan inconmovible, tan sin mancha de ninguna especie, tan dueño de ti mismo, que me dabas miedo, y ganas de hacerte una zancadilla para que te quebraras la nariz. Pero después de leerte, especialmente LA CASA VERDE, no siento nada de eso, creo por lo menos; y siento el gusto y la admiración por una obra que me parece riquísima, complejísima, muy ambiciosa —y por otro lado con fallas y debilidades que existen, pero que la riqueza misma de la obra, su vitalidad misma, se las devora. Esta falla, la central, me parece, es como una inhabilidad o una aversión a identificar ciertas partes tuyas con ciertos personajes, un control que muchas veces impide un lirismo, un abandono, una exageración cuando debía haberla —hay, en partes, y en algunos casos, una no entrega a los personajes. Pero no importa. Hay una entrega a las formas, a las estructuras, a las simetrías, que hace que aquí, esa entrega a los personajes no haga falta. Para otra vez será —si es que así lo quieres.
Te dejo. Te he lateado bastante. Si tienes un hoyito de tiempo, escríbeme, rebáteme, peléame. Estaremos aquí hasta Sept. 1ero.
Felicitaciones y un gran abrazo de
José Donoso
Tu carta me ha conmovido profundamente y la voy a conservar como la crítica más inteligente y generosa que he recibido jamás por lo que he escrito. Me alegró muchísimo, por supuesto, que mi libro te hubiera gustado —porque nada puede ser tan formidable y emocionante para un escritor recibir un elogio de otro escritor a quien admira—, pero sobre todo me impresionó el análisis tan rico, tan lúcido, tan revelador para mí mismo, que haces del libro.
Londres 25 de julio de 1967
Querido Pepe:
Tu carta me ha conmovido profundamente y la voy a conservar como la crítica más inteligente y generosa que he recibido jamás por lo que he escrito. Me alegró muchísimo, por supuesto, que mi libro te hubiera gustado —porque nada puede ser tan formidable y emocionante para un escritor recibir un elogio de otro escritor a quien admira—, pero sobre todo me impresionó el análisis tan rico, tan lúcido, tan revelador para mí mismo, que haces del libro. Yo había oído ya que eras un crítico tan excelente como novelista, pero por desgracia no había tenido ocasión casi de leer tus ensayos; ahora no me cabe duda de que es así. Imagínate que nadie había visto en mi libro el valor simbólico de ciertos elementos —como el color verde, el arpa, etc.—, y yo pensaba que eso era un fracaso mío, que todas esas alusiones simbólicas habían perdido toda significación, por fallas en la construcción de la historia. Así que ya puedes suponer la alegría que me dio saber que tú habías visto eso con precisión. Lo mismo ocurrió con las simetrías y paralelismos de escenarios, personajes y paisajes. Mi idea era la de que cada episodio tuviera algo así como un episodio equivalente, un espejo que lo reflejara y esclareciera sus motivaciones profundas por semejanza o contraste. Pero era una idea confusa, que tú me aclaraste del todo. En cuanto a tus objeciones estoy de acuerdo con casi todas ellas, sobre todo con la principal: un exceso de control, una falta de abandono. Siempre he pensado que a mis personajes les haría bien un poquito más de libertad, de espontaneidad, de locura. Siempre actúan como si no tuvieran bien engrasadas las articulaciones o les apretaran los zapatos. En la novela que estoy escribiendo ahora he tratado de romper un poco esa rigidez, interiorizando más las historias y presentando a los personajes con mayor sutileza. Pero no sé si lo conseguiré. Me cuesta mucho trabajo; me he dado cuenta que para mí —a diferencia de lo que pienso te ocurre a ti, es mucho más fácil mostrar lo que hace o dice un personaje, que lo que esas increíbles dos o tres páginas de El lugar sin límites en las que el lector siente a Pancho arrebatándose sexualmente contra toda lógica por el baile del marica. Para dar un mínimo de verosimilitud a un episodio así yo necesitaría un centenar de páginas. Y eso está por verse todavía.
Te pongo estas líneas de maletas a medio hacer, porque nos vamos al Perú por un mes y medio (mi dirección allá es: Casimiro Ulloa 490, San Antonio, Lima). Regresaré a Londres el 15 de setiembre. Es absolutamente necesario que nos veamos, conversemos y discutamos sobre literatura como dos compañeros feroces, etc. ¿Cuándo se darán un salto a Londres? Mándame tus señas para que no nos perdamos de vista y combinemos un encuentro (que celebraremos con champaña y rábanos) en algún lugar del mundo. Otra vez un millón de gracias por tu carta, querido Pepe. Un abrazo muy fuerte de
La biografía de Annie Ernaux, tal como aparece en la primera página de Diario del afuera, es, para decirlo en una sola palabra, sobria: “Annie Ernaux pasó su infancia y juventud en Yvetot, Normandía. Es profesora de literatura y vive en una ciudad nueva cerca de París”.
Nada sobre sus otros libros (seis, hasta este momento), sobre su familia (“tiene dos hijos”) o sus premios y reconocimientos (“y un Premio Renaudot”). Y, sin embargo —como su obra—, está repleta de información, sugerencias e implicaciones. Todo un tapiz de recuerdos contenidos en dos líneas. Todas las historias que Ernaux contaría en Una mujer, su libro sobre su madre, y El lugar, su libro sobre su padre, en Memoria de chica, y en su celebrada autobiografía colectiva Los años, condensadas en estas pocas palabras sobre geografía y profesión.
Estas líneas colocan a Ernaux como una decidida forastera del mundo literario francés centrado en París. Ella es de Normandía; vive cerca, pero no en París. Luego está la “ciudad nueva”, ville nouvelle, que evoca, según de dónde seas y cuánto cine francés hayas visto, suburbios, proyectos, teoría urbana, las películas de Eric Rohmer. La ville nouvelle es una utopía hecha de concreto. Una oportunidad de empezar de cero, de hacerlo mejor, de hacerlo bien.
¿Qué tipo de vida hace posible estas ciudades nuevas? La obra de Ernaux responde a esta pregunta en la forma en que atiende los pasajes entre la ciudad satélite —Cergy, en su caso— y París. En lugar de rastrear sus respuestas interiores al mundo que la rodea, Ernaux, en sus journaux extimes, o diarios “éxtimos”, registra fragmentos del mundo exterior, personas y momentos vislumbrados en el tren, frente a las estaciones de tren, en centros comerciales, en el supermercado, así como grafitis, anuncios, cosas leídas en periódicos y sobre los hombros de otras personas; cosas que de otro modo se perderían. Estos diarios se tejen con los hilos de la vida cotidiana. La insistencia obsesiva de una niña pequeña en leer la misma historia una y otra vez. Una mujer está hablando del “ministro judío que sacó a toda esa gente de la cárcel”. Un hombre se está cortando las uñas: “Parece haber tomado posesión de un cortaúñas por primera vez. Parece insolentemente feliz”.
Al igual que los pedazos de basura que Ernaux observa a lo largo de la carretera —“un envoltorio de galletas, una botella de Coca-Cola rota, latas de cerveza, algunos periódicos […]”— estos son fragmentos de memoria que quizás no significan mucho para nadie, pero en su propia especificidad y falta de sentido, son huellas del ser, de haber sido, en el mundo. ¿Por qué anotar todas estas personas, estos lugares, estas cosas? Y, sin embargo, lo que anotamos en nuestros diarios puede hablar tanto de nosotros como del mundo. Esto es lo que Ernaux llega a comprender en un tardío prefacio a Diario del afuera: “Estoy segura, ahora, de que aprendemos aún más sobre nosotros mismos cuando salimos al mundo que en la introspección del diario privado”. Que lo que pensamos como el yo no está contenido en nuestras mentes y cuerpos, sino que está distribuido en todos los lugares en los que hemos estado y en todas las personas con las que nos hemos cruzado. Y, además, como concluye Ernaux en la última línea de ese libro, “sin duda yo soy, en las calles y tiendas llenas de gente, un sustituto de la vida de otras personas”.
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Cuando la conocí en su casa en Cergy, Ernaux explicó que esta sensación de novedad es lo que la atrajo al suburbio hace 40 años. Habiendo crecido en la clase trabajadora de las provincias, se sentía incómoda en el París mismo; cambiar su ciudad natal por la ciudad elegante habría sido, paradójicamente, reproducir el mismo tipo de mentalidad de pueblo, donde todos saben quién eres, quién es tu familia, quiénes fueron tus abuelos, o quiénes no fueron.
Es tentador pensar en los suburbios en la categoría del concepto de no-lugar, non-lieu, de Marc Augé, refiriéndose a las especies de lugares intercambiables por los que la gente pasa sin pensar mucho en ellos, como los aeropuertos, las cadenas hoteleras, los centros comerciales, las autopistas. En los no-lugares no nos detenemos a reflexionar sobre quiénes somos; estamos demasiado ocupados en el camino desde el punto A hasta el punto B. Es un término que parece inventado para definir los suburbios; e incluso si sus defensores citan iglesias o sinagogas, escuelas o centros comunitarios como lugares donde los habitantes de los suburbios pueden reunirse, creando y manteniendo un sentimiento de comunidad, habiendo crecido frecuentando estos espacios suburbanos, puedo decirles que en la práctica no son más personales, menos alienantes y resistentes a la comunidad que un Starbucks.
El libro de Augé salió en abril de 1992; el libro de Ernaux salió al año siguiente y me parece una refutación de la teoría del no-lugar, o al menos de los espacios suburbanos como pertenecientes a su título. La ciudad nueva es solamente un non-lieu en el sentido de su novedad; nada ha existido antes. “Queríamos ser los primeros en construir allí”, escribió Bernard Hirsch, el ingeniero a cargo de la construcción de la ciudad nueva. Esta sensación de participar en la construcción de una ciudad atrajo a Ernaux.
Cuando la conocí en su casa en Cergy, Ernaux explicó que esta sensación de novedad es lo que la atrajo al suburbio hace 40 años. Habiendo crecido en la clase trabajadora de las provincias, se sentía incómoda en el París mismo; cambiar su ciudad natal por la ciudad elegante habría sido, paradójicamente, reproducir el mismo tipo de mentalidad de pueblo, donde todos saben quién eres, quién es tu familia, quiénes fueron tus abuelos, o quiénes no fueron. “Prefiero estar en un lugar que no tiene historia, que no es Historia con h mayúscula, con todos los signos del pasado que encuentras en las ciudades antiguas, las marcas del poder, la arquitectura ornamentada, no hay nada de eso aquí”. Ella escribe sobre esto en su prefacio a Diario del afuera: mudarse a un lugar que “surgió de la nada en unos pocos años, privado de memoria, con edificios esparcidos por un territorio inmenso de fronteras inciertas, fue una experiencia abrumadora”. Para las personas que han dejado atrás su pasado, los suburbios pueden ofrecer un acogedor espacio en blanco.
Mucha gente se queda en sus suburbios y casi nunca va a París. (Bernard Hirsch le dijo a un periodista que su objetivo número uno era “no crear una ciudad dormitorio”). Otros, como Pascale Ogier en Les nuits de la pleine lune, y como la propia Ernaux, no pueden; ya sea por razones personales o profesionales, están continuamente en movimiento entre estos dos mundos.
Al igual que la heroína de Rohmer en El amigo de mi amiga, quien declara que no está hecha “para la gran ciudad, ni para la provincia”, Ernaux se nutre de esta condición intermedia suburbana. Los journaux extimes de Ernaux resisten la carga negativa de la afirmación de Henri Lefebvre de que en los suburbios “la vida cotidiana pierde una dimensión; todo lo que queda es la trivialidad”. El diario éxtimo es una forma de registrar algo acerca de cómo vivimos ahora, un medio para rastrear tanto la historia personal de uno como la de su época.
En 2012 y 2013 Ernaux volvería al formato journal, centrándose concretamente en sus experiencias en el supermercado Auchan, del centro comercial Trois-Fontaines —en Mira las luces, amor mío (2014)—, un lugar que resultará familiar a los lectores de los journaux extimes anteriores. El proyecto social iniciado en la obra anterior continúa: “La gente que nunca ha puesto un pie en un hipermercado no conoce la realidad social de la Francia de hoy”. El día a día está salpicado de informes de sucesos trágicos: una familia turca en Mulhouse muere en un incendio, caen bombas sobre Sarajevo y en Auchan la gente empuja sus carritos. En términos perecquianos, es solamente el diarista —es decir, el que lo compromete todo en su diario— quien registra lo infraordinario. Ella pone al descubierto la distancia entre lo infra y lo extraordinario, entre las personas, entre los lugares, entre los destinos sociales y los sistemas políticos, que en el espacio de la yuxtaposición no es más grande que el espacio entre dos palabras.
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Tomando prestada la idea de Perec de lo infraordinario —lo que sucede cuando no sucede nada—, Ernaux traza los momentos tangibles de la vida cotidiana extraídos de las salidas menos dramáticas, en los trenes regionales RER, el supermercado, el centro comercial. La obra de Ernaux a menudo se ha llamado etnográfica, impersonal, incluso sin afecto en su contención; pero es en los journaux extimes donde tenemos la mejor evidencia de cómo este aparente proyecto etnográfico es en realidad un proyecto de memoria intensamente focalizado, al que se accede desde el presente mientras se rehace momento a momento.
“No hay jerarquía en nuestra experiencia de la palabra”, escribe Ernaux en Diario del afuera; “el hipermercado tiene tanto que ofrecer en cuanto al sentido y la verdad humana como la sala de conciertos”. Ernaux, hija de tenderos, sabe muy bien que es en “una cierta manera de mirar el contenido de la cesta de la compra en la caja registradora, en la forma en que pides un corte de ternera, o aprecias un cuadro, donde pueden leerse todos nuestros anhelos y frustraciones, e inequidades socioculturales”.
Con esto, Ernaux revela el propósito común que comparte con Georges Perec. En su ensayo en el Cahier de L’Herne de 2016, dedicado a la obra de Perec, Ernaux declara que descubrir a Perec mientras leía Las cosas “fue un punto de inflexión importante en mi forma de entender la escritura. O más precisamente, [una ampliación] del campo de posibilidad de la escritura”. La forma en que Perec intenta dar forma al vacío, escribir lo indecible, dejar una huella en la escritura de los que se fueron: podría decir exactamente lo mismo de la obra de Annie Ernaux. Para Perec, escribe Ernaux y, por implicación, también para Ernaux: “La escritura consistiría, entonces, en llenar el vacío y lo innombrable con la abundancia de cosas, mediante el inventario infatigable de la realidad en todas sus formas; llenar el hueco inicial de la infancia con la avalancha de 480 recuerdos personales y colectivos, de hechos triviales, sin sentido, esta letanía del ‘yo me acuerdo’ abierta a todas las memorias; enumerar y clasificar lo insignificante, lo infraordinario, listar objetos, recetas, relatos de sueños, postales, enumerar las figuras de estilo y las viviendas de una calle”.
“Nada, en la obra de Perec”, concluía ella, “es ajeno a mis propias preocupaciones compositivas”. Ernaux llegó a creer que la única forma de escribir sobre su familia y su crianza sin traicionarlas, como una desertora a la clase media, “era construir la realidad de esta vida y esta clase a través de hechos precisos, discursos escuchados, los valores de una época”. Tomando prestada la idea de Perec de lo infraordinario —lo que sucede cuando no sucede nada—, Ernaux traza los momentos tangibles de la vida cotidiana extraídos de las salidas menos dramáticas, en los trenes regionales RER, el supermercado, el centro comercial. La obra de Ernaux a menudo se ha llamado etnográfica, impersonal, incluso sin afecto en su contención; pero es en los journaux extimes donde tenemos la mejor evidencia de cómo este aparente proyecto etnográfico es en realidad un proyecto de memoria intensamente focalizado, al que se accede desde el presente mientras se rehace momento a momento. No hay nada más personal, y nada más —tomando prestado uno de los términos de Ernaux— transpersonal.
Todos los escritores son descendientes de aquellos cuya obra han amado, incluso, como señala Ernaux en su ensayo sobre Perec, cuando estas personas son tus contemporáneos. Mi propia obra está muy inscrita en el linaje de Perec y Ernaux; sin ellos no hubiera intentado escribir un libro feminista sobre la caminata urbana, ni publicado un journal extime mío, documentando los momentos banales y trascendentes de la humanidad vislumbrados en un viaje en autobús. Escribir después de Perec, y de Ernaux, e incluso después de Rohmer, es un proyecto de participación en la memoria colectiva.
Nada, en la obra de Ernaux, es ajeno a mis propias preocupaciones compositivas.
—
Artículo aparecido en Cahier de l’Herne dedicado a la obra de Ernaux, en mayo de 2022 en francés y en inglés en Literary Hub, septiembre de 2021. Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.
¿Existe una lengua original, germen de todas las lenguas, o el mundo fue políglota desde el primer día? ¿A qué ritmo procrean las palabras, con cuánta correspondencia con las necesidades de la vida cotidiana o del universo de los conceptos, de la acción o de lo meditativo? ¿Son productos de la cultura o también manufacturas del taller de la naturaleza? ¿Avanzan como fuerzas ciegas o responden a una intencionalidad recóndita? Las lenguas, ¿son regalos de los dioses o muestras de la potencia del espíritu humano? No siempre “Dios y el hombre”, subrayó Nietzsche, “hablan la misma lengua”. ¿Qué función cumplen los ritos sagrados ante la brecha absoluta del lenguaje?
Las interpretaciones sobre el significado del mito de Babel son como la torre misma del Génesis, se diferencian y se alejan entre sí, hasta conformar polos opuestos. Se dice que Babel señala el intento artero de Yavé, aleccionado por la soberbia impía de sus criaturas, por dividir a la humanidad para disipar sus fuerzas y así reinar a su antojo. Se dice, por el contrario, que esa construcción de ladrillos para alcanzar el cielo originó la polifonía erótica de la cultura, expresada en el arte de la traducción. En esta última versión no hay castigo, hay don.
Pensar en el mito de Babel no es una cosa de épocas tan remotas. En Hispanoamérica, como resultado del proceso de independencia de España, volvió a cobrar vigencia, o eso cabe suponer. Daré un breve rodeo para explicar por qué.
A mediados del siglo XIX, la región era el mayor laboratorio de experimentación política. Los intelectuales de la época, hombres de letras, solían ejercer cargos en los gobiernos y en el Congreso. Destacaba entre sus preocupaciones la reflexión sobre las tensiones entre conceptos rivales que organizaban el debate público: civilización versus barbarie, orden versus progreso, libertad versus anarquía.
En ese contexto, el venezolano Andrés Bello, quien vivió durante casi dos décadas en Londres, al borde de la miseria y buscando refugio en la biblioteca del Museo Británico, arriba a Chile en 1829, y nunca abandona el país. Bello es el mayor intelectual hispanoamericano del siglo XIX. Es, quizá, algo adicional: el único sabio-erudito de la región. Se lo ha comparado con Goethe, y no solo entre sus incondicionales.
Más escéptico que conservador, intentó conciliar el orden con el progreso, el respeto a la autoridad con la libertad política, la fidelidad juiciosa a las tradiciones con la apertura a la originalidad de cada época. Entre otras cosas, fue jurista y redactor del diario del gobierno, funcionario público y senador, tratadista de derecho internacional y poeta, primer rector de la Universidad de Chile, escritor fantasma de los discursos presidenciales y un elegante polemista en materias culturales.
La obra de Bello se reúne en múltiples volúmenes, y, aunque presenta muchas ramificaciones, contiene un elemento recurrente: la obsesión con el lenguaje como un elemento fundamental para la viabilidad del proyecto republicano, el futuro de Hispanoamérica y la difusión de la civilización, cuyo umbral de acceso era el hecho consistente en saber leer y escribir. Filólogo y gramático con amplios conocimientos históricos, Bello lideró el esfuerzo por evitar una fragmentación lingüística equiparable, según él, a la ocurrida después del fin del Imperio romano.
Se trata de una tesis alarmista: el mundo moderno de ese entonces, cada vez más interconectado, no guarda correspondencia con la desintegración territorial de la Europa de la Edad Media, que explica, en resumidas cuentas, su segmentación lingüística. Aun así, Bello hizo de esa empresa cultural un eje central de todo su trabajo como humanista.
El llamado uso correcto del lenguaje, tal como precisó Pierre Bourdieu, es una ‘competencia técnica’ que autoriza ‘para hablar, y para hablar con autoridad’. ¿Quiénes están capacitados para hablar o escribir con autoridad, incluso con independencia del valor de lo expresado?
La comunicación fluida y los intercambios intelectuales se veían amenazados por una realización, más o menos drástica, de la variante negativa del mito de Babel. Bello imaginaba una proliferación de dialectos, “embriones de idiomas futuros” que acabarían por dañar la comunicación entre Chile, Argentina, Perú o México. Y ese no era más que el principio del desmembramiento, porque los idiomas provinciales también asomaban en el horizonte. Bastaba con examinar los casos de España, Francia e Italia.
Para evitar esa situación, en 1847 Bello publica su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos, donde se propuso fijar el “buen uso” del castellano. La Gramática de Bello se inscribe en la línea del humanismo renacentista. El correcto uso del lenguaje (del castellano en este caso, ya no del latín) posee atributos morales, es una condición inescapable para dejar atrás la “barbarie” (un concepto central del vocabulario decimonónico) y conquistar las potencialidades de la condición humana. Bello también considera, como los primeros humanistas italianos, que la gramática es la “madre de todos los saberes”, y esos saberes se extienden desde lo contemplativo a lo práctico.
Para Bello, la Gramática, al regular el uso del castellano sin privarlo de plasticidad, hace del lenguaje un artefacto histórico en dos sentidos. Por una parte, el lenguaje muda sus formas en respuesta al paso del tiempo. Por otra, el lenguaje comunica el pasado con el futuro, intermediado por el presente. Como los prosistas franceses del siglo XVIII, que perseguían la expresión más diáfana posible del lenguaje, Bello, lector atento del Código napoleónico, célebre por su economía verbal y por su claridad, se empeña en propagar un castellano que respondiera a esos ideales. Aquí es importante tener en cuenta que Bello, en 1851, publicó un Compendio de gramática castellana escrito para el uso de las escuelas primarias.
Así, Bello se hace cargo de todas las edades, mientras profesa la subordinación de la oralidad, demasiado expuesta al uso antojadizo de la “plebe”, al lenguaje que se desprende del habla de las élites y, sobre todo, de la mejor escritura literaria. Según Bello, la Gramática pretendía contrarrestar los “estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional”. Hasta el mayor detractor de Bello en materias filológicas, el escritor y exiliado argentino Domingo Faustino Sarmiento, dejó constancia en la década de 1840 de los particularismos idiomáticos existentes en “cada sección de América, y aun en cada provincia de esta”.
Bello, en realidad, no se anticipaba a un futuro oscuro, intervenía en una situación ya existente: estratificaciones del castellano en condiciones sociales, jergas, infralenguas. En Bello la importancia del lenguaje se extiende a todos los planos. Además de autor de la Gramática, redactó el Código civil —aún vigente en Chile. Ambos textos son las dos caras del mismo proyecto: la gramática es un código lingüístico, y el código legal, una gramática jurídica. Este es el tipo de cuestiones que habría que tener en cuenta a la hora de elaborar un texto constitucional, un género literario en cierta forma, que responde a convenciones mientras arroja luz en vez de tinieblas sobre el significado de la vida en común. Hice el esfuerzo de leer el borrador constitucional rechazado el 4 de septiembre: no califica según estos parámetros. Los principios de fondo, muy atinados; la realización en el papel, más que defectuosa.
Al elaborar un código lingüístico, Bello contribuía a la formación de élites a la vez políticas y culturales, en un periodo en el que se les atribuye un papel protagónico, a ratos monologante, en la definición de las esferas del conocimiento y de la vida, de lo público y lo privado. En la práctica, durante todo el siglo XIX el sistema educacional chileno fue extremadamente precario, había muy pocas escuelas y, cuando empezaron a propagarse con la plata del salitre, escasearon los padres dispuestos a enviar a sus hijos.
Contra ese decorado, común en Hispanoamérica, el castellano hablado y escrito en Chile, con mayor o menor rigor según el ideal de Bello, distribuyó de manera extremadamente desigual el capital lingüístico asociado a la legitimidad social. El llamado uso correcto del lenguaje, tal como precisó Pierre Bourdieu, es una “competencia técnica” que autoriza “para hablar, y para hablar con autoridad”. ¿Quiénes están capacitados para hablar o escribir con autoridad, incluso con independencia del valor de lo expresado?
La obra La historia oculta de la década socialista 2000-2010, de Ascanio Cavallo y Rocío Montes, podría a simple vista clasificarse en el género de la crónica histórica. Con extremada pulcritud, sorprendentes diálogos y excelente pluma, los autores repasan uno de los momentos más trascedentes del ciclo político contemporáneo. Tempranamente plantean que en su narración no hay una tesis a demostrar; su intención es dejar que los hechos hablen, “mostrar la verdad”, sostienen. No obstante, más que una simple narración de acontecimientos, lo relatado en estas páginas nos hace cuestionarnos sobre la doble dimensión del poder: en el modo en que se ejercita y en su dimensión ideológica.
El arte de gobernar
Lo primero que salta a la vista en este volumen se refiere al modo cotidiano en que los actores administran el poder —lo que denominaré la facticidad del poder. Y aunque Lagos y Bachelet llegaron al poder con el respaldo mayoritario de la ciudadanía, el arte de gobernar implica gestionar la a veces cruel realidad de no contar con los votos suficientes para aprobar el programa de gobierno. La micro-historia del poder nos habla de una multiplicidad de prácticas y gestos que a simple vista parecen ocultos para la ciudadanía. ¿Cómo hacer funcionar el engranaje del aparato público cuando no se cuenta con el respaldo político para aprobar proyectos ansiados por la ciudadanía? ¿Cómo relacionarse con empresarios que quieren que los dejen trabajar tranquilos, es decir, libre de carga tributaria? ¿Cómo vincularse con instituciones que están acostumbradas a no rendir cuentas frente al poder político?
Las anécdotas son múltiples. En el texto se muestra a un presidente Lagos furioso respecto de los comandantes en jefe y del director de la policía que organizaron un desafiante almuerzo el que la prensa denominó el “servilletazo” (mayo del 2000). El presidente se enteró por la prensa de esta situación que consideró como un acto de insubordinación. Convocó uno por uno a los máximos oficiales castrenses y los conminó a no realizar nunca más este tipo de encuentros públicos para presionar a los civiles. Unos días más tarde, la justicia aprobaría el desafuero al general Pinochet, iniciándose un largo proceso judicial respecto del cual los militares fueron experimentando su propia transición.
Cavallo y Montes también relatan aquellas reuniones informales con empresarios que le pedían al Presidente que los dejaran trabajar tranquilos. Máximo Pacheco organiza una cena a la que convoca a Eliodoro Matte y al entonces candidato presidencial Ricardo Lagos. El primero, de modo directo y franco, le señala a Lagos que no lo apoyará con recursos para su campaña. Este, a su vez, le replica que debiese organizar a través del Centro de Estudios Públicos (CEP) una propuesta para establecer una ley de financiamiento electoral, “así nos evitaríamos esta conversación”, le señaló. En efecto, tres años después, el gobierno estaría impulsando una norma que por primera vez en la historia republicana definiría reglas para el financiamiento de campañas y en cuyo origen el CEP tuvo un rol preponderante.
La cuestión de la relación entre dinero y política se puso extremadamente delicada. La justicia comenzó a estudiar el financiamiento ilegal de campañas en un caso que se denominó MOP-Gate, complicando de sobremanera la gestión de Lagos. Hacia el año 2002, en la prensa se comenzaba a especular sobre la posibilidad de que el Presidente no lograra terminar su mandato, lo que movilizó una serie de encuentros y reuniones para encarar la agenda anti-corrupción. El entonces senador Pablo Longueira (UDI) se convertiría en un actor vital, al permitir un acuerdo para la reforma del Estado y del financiamiento de la política.
Lidiar con la facticidad del poder implica establecer estrategias, alianzas, redes de contacto, vínculos formales e informales. Así se va develando poco a poco el modo en que “verdaderamente” opera un sistema político. Y aunque en esos tiempos se clamaba por la autonomía y funcionamiento de las instituciones, ellas operaban en la medida en que había actores que las hacían funcionar: “Don Carlos —le dice el ministro de Hacienda al presidente del Banco Central—, necesito que me baje la tasa de interés, no es una proposición, es un sí o sí, ¿me entiende”. Ante lo cual Massad responde: “Sé lo que está pensando, Nicolás. Veré cómo convenzo al consejo…”.
El modo en que funcionan las cosas en la política implica, también, observar el carácter fuertemente patriarcal de la política chilena. La cena en que los “barones” socialistas le ofrecen a Michelle Bachelet asumir la candidatura a la presidencia es particularmente ilustrativa de aquella situación. La reunión se hizo en la casa de Jaime Gazmuri y a ella concurrió la directiva del partido, todos hombres. Era octubre de 2004. Luego de una serie de discursos y consejos a la potencial candidata, ella responde con enojo: “¿Ustedes creen que soy tonta? ¿Qué no me doy cuenta de lo que pasa? Mírense en un espejo: están viejos, han perdido contacto con la gente. Yo lo tengo. Y sé que tengo más votos que el partido, harto más que ese 10 por ciento en el que están pegados. ¡Sé muy bien lo que hay que hacer!”.
Lo oculto de la década socialista se refiere a los modos en que funciona el poder. Llamadas telefónicas, cenas en casa de alguna distinguida autoridad, señales públicas y privadas que van marcando aquella a veces pesada marcha del poder. Contado de este modo pareciera algo novedoso, pero no es así. La facticidad del poder —esto es, la practicidad de tener que ejercer cuotas de poder— nos acompaña desde que existe la polis, es decir, desde siempre.
Era octubre de 2004. Luego de una serie de discursos y consejos a la potencial candidata, ella responde con enojo: ‘¿Ustedes creen que soy tonta? ¿Qué no me doy cuenta de lo que pasa? Mírense en un espejo: están viejos, han perdido contacto con la gente. Yo lo tengo. Y sé que tengo más votos que el partido, harto más que ese 10 por ciento en el que están pegados. ¡Sé muy bien lo que hay que hacer!’.
¿Fue socialista esa década?
Una segunda dimensión que emerge de estas páginas es la pregunta sobre si la década socialista fue verdaderamente “socialista”. Las trayectorias personales de Lagos y Bachelet claramente se distinguían y, por lo mismo, resultaban esperables los énfasis distintivos de cada administración. El primero provenía de una corriente socialdemócrata más cercana a la tercera vía, que adquirió notoriedad y poder a fines de los 90. Bachelet en cambio tuvo sus orígenes en una corriente más tradicional del Partido Socialista. Misma familia, pero distintas trayectorias, estilos y prioridades.
La identidad socialista del gobierno de Lagos es quizás uno de los asuntos más debatidos por estos días. A Lagos se le recuerda por su dedo desafiante contra Pinochet para el plebiscito del Sí y el No, pero respecto de su administración se enfatizan la privatización de las carreteras o el Crédito con Aval del Estado (CAE). Así, se acusa a la Concertación en general de ser la responsable de la profundización del modelo “neoliberal”, un modelo que mercantiliza las relaciones sociales, que las deja al amparo de meras transacciones comerciales. Quizás sea Lagos quien cargue más con este sello porque fue bajo su gobierno donde se implementó el famoso CAE, aquella deuda bancaria con la que creció la generación que hoy detenta el poder.
Pero en este volumen se advierte la constante tensión entre la voluntad ideológica de avanzar en el sendero de las transformaciones y las resistencias políticas que inhibían tales cambios. El capítulo 10 del libro es iluminador sobre esta materia. Allí se aborda la reforma a la Salud que buscó promover “garantías explícitas”, esto es un conjunto de enfermedades prioritarias que no podrían ser denegadas en su atención y tratamiento ni en el sector público ni en el privado. Se trataba de un primer esfuerzo que buscaba establecer nociones básicas de universalismo, en un ámbito que resultaba crítico para la población. La propuesta sería complementada con un fondo solidario entre el sistema público (Fonasa) y privado (Isapres), que sería una bandera de los avances progresistas en materia social.
Los sectores más de izquierda del propio partido socialista mostraban enojo frente a una reforma que no tocaba al corazón de las Isapres y que focalizaba la atención en un grupo específico de enfermedades. Los dineros destinados a esta política competirían con la necesaria inyección de recursos para la infraestructura del sistema público de salud. Como el gobierno no contaba con los votos necesarios en el Congreso —no tenía mayoría en el Senado—, debió aceptar el recorte del fondo solidario y también conformarse con el alza del impuesto del valor agregado (IVA) para financiar esa política. La solución tampoco dejaba satisfechos a los más progresistas: al ser un impuesto regresivo, afectaría particularmente a los más pobres del país. Para dejar conforme a sus huestes, el Ejecutivo se comprometió a enviar un nuevo proyecto para establecer un royalty minero.
Con todo, la reforma de las garantías explícitas se transformaría en una de las políticas más simbólicas y duraderas del gobierno de Lagos. Se comenzaba a sembrar la semilla de la universalidad en el acceso a derechos de la salud. Al menos en un conjunto crítico de enfermedades no importaría el género, la condición social o el lugar de nacimiento. Todos tendrían el derecho a una atención digna y de calidad, al menos en una lista mínima pero relevante de dolencias.
Sin embargo, esta reforma develaba los límites de un gobierno socialista que no contaba con los votos suficientes en el Congreso para avanzar en un modelo de Estado de bienestar. La consagración de derechos sociales se hacía en la medida de lo posible, y el marco de posibilidades dependía de la derecha.
La identidad socialista del gobierno de Lagos es quizás uno de los asuntos más debatidos por estos días. A Lagos se le recuerda por su dedo desafiante contra Pinochet para el plebiscito del Sí y el No, pero respecto de su administración se enfatizan la privatización de las carreteras o el Crédito con Aval del Estado (CAE)
Gobernar no es transformar
Bachelet llegó al poder con la misma limitación encarada por los gobiernos democráticos anteriores: no contaba con una mayoría sustantiva para producir grandes transformaciones. Su política social se enmarcaría en establecer una red de protección que incluía un programa dirigido a la infancia, seguro de desempleo, plan Auge de salud, reforma al sistema de pensiones y pensión básica solidaria, y un plan para atender la extrema pobreza. Algunas de estas políticas se habían comenzado a gestar bajo la administración anterior de Lagos, pero su materialización e impulso político se dio con Bachelet.
Su administración incluyó también una nueva forma de hacer política. Además de establecer mayores exigencias para la inclusión de mujeres en cargos de responsabilidad gubernamental, remarcó la idea de un “gobierno ciudadano”, lo que materialmente se tradujo en el establecimiento de una serie de consejos consultivos para la creación de políticas públicas. Este modelo implicaba reconocer que la política tradicional —la del caudillaje, la de las cúpulas, la de los partidos y los poderes fácticos— no era suficiente para dar legitimidad a las políticas públicas que se pretendían implementar. Las manifestaciones de los estudiantes secundarios en 2006 mostraban los primeros síntomas del agotamiento de un modelo de relaciones sociales y políticas que terminaría por estallar en 2019.
¿Comparte algo esta década socialista y el actual gobierno del Presidente Boric?
Aunque las circunstancias políticas y el contexto se han transformado sustantivamente, existen ciertas condiciones invariables. La primera de ellas es la existencia de un gobierno que triunfa en las urnas, pero que no cuenta con mayorías legislativas para aprobar su programa. Lo anterior implica la necesidad de la actual administración de adecuar su programa, establecer redes, generar vínculos con aquellos actores que detentan el poder en el ámbito político, social y económico. ¿Cómo funcionarán las relaciones con el poder, ahora que una nueva generación encabeza el gobierno y se enfrenta a la necesidad de mantenerse en él? ¿Se repetirán aquellas cenas con líderes empresariales? ¿Qué tan flexible se vuelve la hoja de ruta diseñada antes de llegar a La Moneda?
Un segundo e imprevisto factor de continuidad se asocia con algunos actores claves del socialismo democrático que vuelven una y otra vez a la escena de las decisiones. Carolina Tohá fue subsecretaria con Lagos, ministra con Bachelet y ahora ocupa el principal cargo de coordinación política con Boric. Mario Marcel fue director de presupuestos de Lagos, encabezó la comisión encargada de la reforma previsional de Bachelet y ahora lidera la cartera de Hacienda. Aunque podría atribuirse a una mera casualidad, resulta particularmente curiosa esta continuidad histórica donde la jefatura política y de las finanzas son encabezadas por actores íntimamente ligados a un proyecto socialdemócrata que entiende que todo intento de transformación política y social posee un límite: la no tan oculta historia de la facticidad del poder.
La historia oculta de la década socialista 2000-2010, Ascanio Cavallo y Rocío Montes, Uqbar Editores, 2022, 414 páginas, $33.000.
Nadie elige la fecha de su muerte, salvo los suicidas, y Hernán Valdés tuvo siempre una vocación feroz de sobreviviente. Murió el 15 de febrero en Kassel, Alemania, a los 89 años, días después de que se cumpliera el 49º aniversario de su internación en el campo de detención y tortura Tejas Verdes, experiencia que dio origen al libro que le traería más reconocimiento. Nunca quiso volver a Chile. “¿A qué?”, se excusaba. Si toda la gente que conocía ya había muerto, convertida en esos “fantasmas literarios” que siguen vagando por los rincones de un Santiago que tampoco existe.
Tejas Verdes. Diario de un campo de concentración en Chile (1974) y Fantasmas literarios (2005): bastarían estos dos libros de memorias para asegurarle al autor un lugar eminente en la literatura chilena. Sobre todo el primero. Un poco a su pesar, tal vez, según se desprende del propio prólogo de Tejas Verdes, escrito en Barcelona “sin pensar en cualquier tipo de elaboración literaria y sin otra pretensión que mostrar a la opinión pública la cara oculta, la intimidad, por así decir, de la brutalidad militar chilena, que meses después del golpe de Estado, pese a la abundante información periodística, era casi completamente ignorada en lo concerniente a la rutina de la tortura de los campos de concentración”.
Favorecido por una inesperada autorización de la censura franquista —a raíz de una represalia económica contra el gobierno chileno por la cancelación de una venta de camiones—, el libro tuvo un éxito fulminante, primero en España y luego en otros países de Europa donde se tradujo. Fue el primer testimonio de su género, como advierte Valdés, y uno de los pocos no panfletarios en su intento de transmitir una experiencia subjetiva acerca de la sordidez que caracterizó a los meses posteriores al golpe. Junto con Los búfalos, los jerarcas y la huesera (1977), de Ana Vásquez-Bronfman —sobre la difícil convivencia de los asilados en una embajada—, se convirtió en un testimonio bien escrito y honesto, incluso “demasiado” honesto, hasta el punto de causar incomodidad entre los círculos del exilio chileno que estaban empeñados en construir una versión épica, militante y sin fisuras para enfrentar al régimen. Valdés, un escritor de izquierda sin partido, iba en cambio por la libre, denunciando los mecanismos del terror dictatorial, pero también deslizando críticas a la conducción del proyecto liderado por Salvador Allende, sobre todo a través de las conversaciones que mantenían los prisioneros durante su cautiverio.
La primera edición chilena de Tejas Verdes, realizada por Lom en 1996, y su publicación en Taurus el año 2012, a la que siguió una reedición en 2017, desmienten que el interés del libro sea meramente testimonial. Cinco décadas después de transcurridos los hechos que Hernán Valdés relata, cuando ya las atrocidades cometidas en este campo de prisioneros son de dominio público, el libro sobrevive a la relectura, tal como lo hace —guardando las proporciones— la “Trilogía de Auschwitz” (1947-1986), de Primo Levi. El autor italiano advertía en la primera de esas novelas, Si esto es un hombre, que no la escribía con intención de formular nuevos cargos ni de aportar detalles de crueldad ya suficientemente conocidos, “sino más bien de proporcionar documentación para un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana”. También Levi se excusa de las imperfecciones de su libro. “Defectos estructurales”, los llama, y los justifica por su origen en una escritura fragmentaria, urgente, que no sigue un orden lógico. El trabajo de empalmar y fundir los capítulos, admite, lo ha hecho de acuerdo a un plan posterior.
Una labor de montaje, en resumen, que Hernán Valdés practicó con singular destreza desde su novela Zoom (1971), que imbrica tres planos narrativos: el viaje del protagonista a estudiar cine en la tediosa Checoslovaquia de la Cortina de Hierro, a fines de los 60; sus frustrantes amores con una joven perteneciente a otra clase social y la evocación de Teófilo Cid en el Santiago de los años 50, bajo el gobierno de Ibáñez. Enrique Lihn fue uno de los pocos amigos de Valdés que leyó esa novela publicada en México por Siglo XXI —gracias a la intercesión de Pablo Neruda (como lo cuenta el propio Valdés en Fantasmas literarios)—, y el único que se dio el trabajo de examinarla con lupa para luego escribir, en 1972, una crítica detallada, más atenta a sus aspectos formales que a las fuentes históricas y sociales de su argumento. Lo primero que propone es que se trata de una novela en que “se barajan ideas” y que sostiene una “tesis” o, en todo caso, “responde a una estructura predictiva”. Algo similar —agreguemos— a lo que haría, años después, Ricardo Piglia en Respiración artificial (1980).
Favorecido por una inesperada autorización de la censura franquista —a raíz de una represalia económica contra el gobierno chileno por la cancelación de una venta de camiones—, Tejas verdes tuvo un éxito fulminante, primero en España y luego en otros países de Europa donde se tradujo. Fue el primer testimonio de su género, como advierte Valdés, y uno de los pocos no panfletarios en su intento de transmitir una experiencia subjetiva acerca de la sordidez que caracterizó a los meses posteriores al golpe.
“Zoom —recuerda Lihn al lector en su texto incorporado a la reedición de la novela publicada en 2021 por Fondo de Cultura Económica— es un lente cinematográfico de foco variable, que permite desplazar la visión desde un punto distante y fijarla rápidamente en un punto intermedio o en un primer plano —y lo mismo en sentido inverso—, sin necesidad de mover la máquina”. El título de la novela se vincula así con la forma que adoptan sus contenidos y, sobre todo, con los procedimientos para llegar a ella, tomados de una novela de la “memoria involuntaria” como lo es A la búsqueda del tiempo perdido, de Proust, cuyo correlato técnico es “el método del montaje espacial y temporal” que por esos mismos años —recordemos— se está abriendo paso con fuerza en el lenguaje cinematográfico.
Es una lástima que, como se queja el mismo Hernán Valdés, salvo la sesuda reseña de Lihn, Zoom no haya merecido la atención que merecía en su momento, en buena medida por un rasgo que llegó a ser otro de los sellos del autor: publicar a destiempo, en mal momento, de manera inoportuna, justo el año en que la coalición de la Unidad Popular llegaba al poder apoyada por partidos que miraban hacia la experiencia de los socialismos reales, de la que el protagonista de Zoom hace una parodia implacable. Sin ser una novela perfecta —algo que admite también Valdés—, su mecanismo, en cualquier caso, funciona con precisión y consigue secuencias memorables contrastando, de manera inédita, épocas y lugares distantes.
El escritor llevará al extremo estos procedimientos en su novela A partir del fin (1981), publicada en México (Era) y reeditada en Chile el año 2004 por Lom y el 2013 por Alfaguara, sello que sacó hace dos años una nueva edición revisada. En la trama confluyen las experiencias del escritor tras su retorno de Praga, en 1970; su trabajo como editor de los Cuadernos que publicaba el Centro de Estudios de la Realidad Nacional, de la Universidad Católica, dirigido por el sociólogo Manuel Antonio Garretón (Magus en la novela) y los debates sobre el rol de los intelectuales durante la Unidad Popular que trató de impulsar con un grupo de conocidos y amigos, entre ellos Enrique Lihn. Al momento del Golpe, Valdés estaba escribiendo un libro con todos estos materiales, pero el allanamiento del piso donde vivía en la calle Victoria Subercaseaux, y su consiguiente detención en el campo de prisioneros de Tejas Verdes durante poco más de un mes (desde el 13 de febrero hasta 15 de marzo de 1974), hicieron desaparecer, al menos, la mitad de los originales. El autor tuvo que reconstruir pasajes enteros y decidió añadir a la novela las vivencias posteriores al Golpe hasta su salida de Chile, en calidad de asilado de la Embajada de Suecia, omitiendo las de Tejas Verdes, lugar que ni siquiera menciona en esta novela.
A partir del fin es, por lejos, el libro más extenso de Hernán Valdés. También el más ambicioso, tanto desde un punto de vista formal como por sus propósitos introspectivos, que alcanzan extremos descarnados, guiados por una intención provocadora y una crítica feroz a los líderes políticos de la UP, partiendo por Allende, cuyo último discurso es “sampleado” con irreverencia por las voces del narrador y su pareja, Eva, una mujer nórdica que trabaja para la embajada de su país asistiendo a los refugiados políticos. Juntos reprochan la ingenuidad del mandatario respecto de sus habilidades negociadoras, su apuesta irrestricta a una vía que depositaba su confianza en instituciones burguesas liberales y el lugar que se reserva para sí mismo en la posteridad histórica a la que accede mediante su sacrificio. La escena en la que Hache y Eva mantienen relaciones sexuales mientras bombardean La Moneda posiblemente sea la gota que desbordó el vaso para que Planeta, en 1980, no se hubiera atrevido a publicar el libro en España, a pesar de los informes favorables de lectura, como se lo explicó al escritor el propio dueño de la editorial, según revela el autor en una breve advertencia incluida en la edición chilena del libro publicada por Alfaguara.
De nada sirven las aclaraciones de Hernán Valdés en ese texto introductorio. “Pero cuidado —dice—: A partir del fin no es un documento, contrariamente a Tejas Verdes. No es una tesis ni un análisis político. Es ante todo una novela, una obra de ficción, por mucho que su trama esté situada en momentos históricos determinados y en circunstancias en parte verificables. Es la mirada íntima, subjetiva, de un individuo sobre su propia historia sentimental, que está indisolublemente vinculada a las circunstancias sociales y políticas”.
El afán perfeccionista de Hernán Valdés lo impulsó a reescribir la mayor parte de su obra en prosa, haciendo necesario que, en algún momento, cuando el aprecio por ella crezca como sin duda ocurrirá, se confronten las distintas reediciones de sus títulos y se hagan ediciones críticas de cada una, con notas y variantes.
Justamente lo que pide Valdés al lector es lo que impide que su libro sea aceptable como mera ficción. Esta correlación simbólica, incluso alegórica, entre la subjetividad del personaje y su circunstancia histórica, es superada por su desmesura. Son demasiadas las historias que acopia el libro, infinitos los detalles supuestamente significativos en cada una de ellas. Los paralelismos, las coincidencias, los encuentros y apariciones de ciertos personajes fuerzan los límites de la verosimilitud, como el rarísimo primer capítulo del libro, que constituye una partida falsa o un paso en falso, sobre todo si se le compara con la riqueza del segundo.
Dice Hache, el alter ego de Hernán Valdés en A partir del fin —que pudo haber sido la gran novela sobre el Golpe, así como Tejas Verdes es su mejor testimonio—, que detesta su propio control, “esta capacidad de medirme que tuve que aprender una vez para sobrevivir, esta conciencia refulgente que no admite distracción ni descanso, espejo cóncavo empotrado en el interior de la nuca, no solo reflejando sino que parodiando los actos propios y ajenos”. Cómo se conoce el narrador. Su espejo a lo largo del camino no suscita un reflejo cualquiera: va más allá del realismo, deformando a los viandantes.
En Fantasmas literarios Valdés se revela como un maestro de la no ficción —memorias, escrituras del yo o comoquiera se llamen. Pero las reglas de estos géneros no son las mismas de la ficción. El espejo cóncavo que en Fantasmas literarios e incluso en Zoom funciona ironizando sobre la conducta del narrador y los demás personajes, en A partir del fin crea imágenes pesadas y esperpénticas. Una novela en la que no faltan, a pesar de todo, pasajes magníficos, audaces y bien escritos.
Digamos, con todo, que el zoom de Valdés acertó casi siempre. Fue quizá el escritor chileno que más lejos llevó el procedimiento narrativo del ojo de la cámara: una forma de corriente de la conciencia autobiográfica desarrollada por John Dos Passos en su trilogía “USA” (1930-1936), el monumental proyecto de documentar la historia de su país pasándola por el filtro de su subjetividad. “Esos pasajes joyceanos —como apunta E. L. Doctorow— en los que Dos Passos registra su inefable vida sensorial”.
***
Unos apuntes de circunstancia como estos, que buscan servir de fugaz obituario a ese importante escritor que fue Hernán Valdés (1934-2023), deberían incluir pormenores de su poesía, género en el que debutó como escritor, ganando importantes certámenes donde compitió con algunos de los mejores poetas de su tiempo: Enrique Lihn, Jorge Teillier y Armando Uribe. El año pasado, RIL Editores presentó el volumen antológico Reunión de versos, que incluye textos de sus primeros libros, Poesía de salmos (1954) y Apariciones y desapariciones (1964), además de poemas inéditos. No tuvimos a mano ninguna de esas obras ni sus novelas Cuerpo creciente (1966), La historia subyacente (1984; 2007) y Tango en el desierto (2011).
Es de esperar que continúe la recuperación de toda su obra, tarea en la que ha jugado un rol fundamental la periodista María Teresa Cárdenas, amiga del autor, quien tuvo oportunidad de conocerlo en Kassel, Alemania. El afán perfeccionista de Hernán Valdés lo impulsó a reescribir la mayor parte de su obra en prosa, haciendo necesario que, en algún momento, cuando el aprecio por ella crezca como sin duda ocurrirá, se confronten las distintas reediciones de sus títulos y se hagan ediciones críticas de cada una, con notas y variantes.
Matar a la madre patria es un libro incómodo y necesario. El ensayo propone que el odio a España y sus herencias, en los orígenes de las naciones latinoamericanas, sigue formulando la retórica del fracaso de las actuales repúblicas. Ese odio, que fue funcional durante la construcción de las identidades nacionales, generó cierta hispanofobia histórica en América Latina que, marxismo mediante, sigue vigente hasta hoy en la educación escolar y en el imaginario colectivo.
Uno de los hallazgos de este ensayo es hablar del bosque sin tapar el árbol, operación cada vez menos acostumbrada por la especialización académica. Saralegui relee textos clásicos y transitados del discurso hispanoamericanos (desde la Carta de Jamaica hasta José Martí y Mariátegui, pasando por Lastarria, Bilbao y los liberales argentinos), y con gran capacidad narrativa los pone en relación. El desbalance de las fuentes (la abundancia de argentinos y la ausencia de mexicanos no es más que un síntoma del corpus liberal del XIX) se disimula con el peso específico de los argumentos elegidos y con la influencia que algunos pensadores tuvieron en todo el continente.
El eje central del ensayo es definir los proyectos independentistas como matricidas. Por eso se elige el campo semántico de la familia conflictiva para nuclear los argumentos: madre/madrastra, hijos, parricidio, homicida. Esta metáfora, tomada de los propios textos que analiza, es un poco inestable y no se aprovechan conocidas imágenes psicoanalíticas que podrían darle un trazado narrativo en otro nivel. En cualquier caso, el autor tendría que ser rioplatense para hacer esto, y si así fuera, no escribiría con esa precisión.
Matar a la madre patria podría considerarse una respuesta a los textos edulcorados de la hispanidad, o una versión menos victimista de los grandes ensayos sobre la identidad americana, desde Martí hasta Galeano. Lo que atrae es su tono de simulado desapego montado en un estilo ágil y suelto.
El método de Saralegui es recorrer esos textos independentistas y liberales del XIX en los que se declara el deseo de aniquilar las raíces españolas de la cultura, economía, raza y religión de América. El intento latinoamericano de extirpar la españolidad de cada uno de estos aspectos se muestra con argumentos proteicos en cada apartado. Así, en “Matar a la política” se recoge la mirada liberal de que las malas costumbres de la monarquía española eran la pesada herencia para construir políticamente las naciones, sobre todo por los genes de la tiranía y el caudillismo: “Si existen diferentes concepciones de esta enfermedad genética, la más extendida considera que la Madre España transmite a sus hijas un poder ilimitado a sus gobernantes”. En “Matar a la economía”, por su parte, se despliega el discurso nostálgico liberal por algo que jamás sucedió: el deseo de haber sido colonizados por los ingleses. Aquí, especialmente, se plantea la coyuntura contrapuesta de la cultura económica española de la tierra versus la marítima de la cultura inglesa, dos ejes que facilitaron modelos de desarrollo divergentes. Además, se argumenta que el origen de la corrupción institucionalizada fue el monopolio virreinal y las consecuencias morales de esta administración parecerían alcanzar la mentalidad contemporánea: “Al atribuir la causa de la pobreza al monopolio virreinal —escribe el autor—, los pensadores liberales no podían saber que estaban creando una estructura exitosa para pensar Latinoamérica: la culpa del subdesarrollo y la pobreza es de otros”. En “Matar a la raza”, el autor cuestiona el mito de ciertos historiadores peninsulares sobre el positivo mestizaje de la colonización española. Los análisis de los cuadros coloniales, de las taxonomías de castas y la pervivencia de la esclavitud aparecen como argumentos de la institucionalización del racismo hispánico. Para Saralegui, así, los pensadores liberales reemplazaron el racismo hispánico por el propio, y acusaron a los españoles de ser unos conquistadores incompetentes porque “ni siquiera se han sentido tan superiores para mantener la pureza de la raza europea en América”. Por último, en “Matar a la religión”, se sintetiza la propuesta liberal de “despañolizar” la religión católica en América, promover un cristianismo menos ritual y más moral, fomentar la libertad de cultos y separar la Iglesia del Estado. La propuesta del liberalismo decimonónico, en suma, apuntaba a una transformación de la religión, pero no buscaba prescindir de ella, ya que se necesitaba del impulso religioso como molde para la educación de los ciudadanos, algo que se refleja en la religión civil de las fiestas y símbolos patrios, y en los actos escolares latinoamericanos hasta el día de hoy.
El ensayo, a ratos, cae en algunas generalidades (asegura que en el pensamiento liberal del siglo XIX prevalecía la visión pragmática de que “solo podía ser espiritual quien fuera rico”). Pero también defiende argumentos que pocos historiadores o especialistas pueden aventurar de la manera en que Saralegui lo hace. Por ejemplo, considera las gestas de la independencia fundadas en una distancia abismal entre deseo y realidad. Por este motivo, ve la acción revolucionaria como un salto al vacío totalmente consciente, cuyo fracaso previsible y su incapacidad permanente solo se pudo sostener por la argumentación de la herencia colonial de tres siglos. Un especialista educado en Latinoamérica podría criticar las formas del liberalismo y sus consecuencias sociales e institucionales, pero dudo que pudiera cuestionar abiertamente a los “padres de la patria” y menos justificar en ese desajuste idealista la situación actual de los países.
Atribuir el “fracaso” de las repúblicas latinoamericanas a sus orígenes coloniales hispánicos podría parecer parte del discurso decimonónico, el que poco tiene que ver con las autoconcepciones actuales de las naciones. Sin embargo, el autor señala que la carta de marzo de 2019 en la que el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador pide al rey de España que se disculpe por los crímenes de la Conquista, mostraría que el antiespañolismo sigue presente en el imaginario, atribuyendo a ese hecho histórico ciertos males que no se pueden erradicar. Una aceptación de los orígenes históricos de las actuales repúblicas podría, entonces, ser la clave para salir de ese laberinto discursivo. El ensayo propone que el verdadero fracaso radica en rechazar a la madre, haber querido matarla, pero, sobre todo, en insistir aún hoy en que no es la que hubiésemos deseado tener.
Como esos viajeros científicos europeos del siglo XIX que les mostraron su propio paisaje a los americanos, las imágenes generales del libro logran nombrar lo evidente. El fracaso de las repúblicas latinoamericanas no es un pecado original ni una condena histórica. Más bien es una elección retórica que busca culpables de una realidad demasiado compleja, cuyo origen político español y su recreación liberal y elitista no se terminan de aceptar.
Un tema central del ensayo es desde dónde se escribe (un autor español que vive hace una década en América). Ese desde dónde se presenta sin miedo en el prólogo. Nadie puede escribir un ensayo sobre una pasión dejando afuera la propia historia. Por lo mismo, es interesante que uno de sus lectores implícitos sea el español contemporáneo y su visión condescendiente sobre América Latina. A él se dirige el autor para cuestionar los mitos de la hispanidad que aún se repiten en la Península Ibérica y que tanto fastidian a cualquier mexicano o chileno que los escucha. Por esto, una posible incomodidad del texto es que Saralegui no le hace el juego a la corrección política ni a los revisionismos. Aquella reivindicación reciente de la función activa de indígenas y afrodescendientes en las guerras de la Independencia (el autor los llama “indios” y “negros”), es totalmente negada por él. Esta negación, sospecho, no viene de un desconocimiento de esas perspectivas —o eso espero—, sino de una omisión de las mismas; algo que pocas personas, por equivocadas que estén, se animarían a hacer con tanta tranquilidad. De todos modos, el autor no escribe como un español despechado por americanos desagradecidos (ese tono paternalista que el tema podría facilitar), sino con una afirmación del sentido común: nadie fortalece su identidad sin haber integrado su origen.
Matar a la madre patria podría considerarse una respuesta a los textos edulcorados de la hispanidad, o una versión menos victimista de los grandes ensayos sobre la identidad americana, desde Martí hasta Galeano. Lo que atrae es su tono de simulado desapego montado en un estilo ágil y suelto. Como Historia de una pasión argentina (a la que remeda el subtítulo, aunque jamás se atribuye la inspiración), el libro muestra la pulsión controlada de la escritura para hablar del odio retórico desmadrado. Pero a diferencia del ensayo de Eduardo Mallea, su fuerza no viene del dolor por la patria que no fue, sino del privilegio. El punto de vista del autor incluye su género, educación y nacionalidad, pero también el privilegio revelador del extranjero anfibio que analiza y propone nuevas imágenes sobre lo que siempre nos hemos contado en América. Para cierto lectorado latinoamericano, la perspectiva puede sonar taxativa, pero esto en ningún momento enturbia su agudeza.
Como esos viajeros científicos europeos del siglo XIX que les mostraron su propio paisaje a los americanos, las imágenes generales del libro logran nombrar lo evidente. El fracaso de las repúblicas latinoamericanas no es un pecado original ni una condena histórica. Más bien es una elección retórica que busca culpables de una realidad demasiado compleja, cuyo origen político español y su recreación liberal y elitista no se terminan de aceptar.
Imagen: Alegoría de la unión americana (1895), de Mariano Florentino Olivares.
Matar a la madre patria. Historia de una pasión latinoamericana. Miguel Saralegui, Tecnos, 2021, 205 páginas, €20.
En los pasajes finales de la película El tercer hombre, Harry Lime, el personaje interpretado por Orson Welles, declaraba: “En Italia, durante 30 años bajo los Borgia, sufrieron guerras, terror, asesinatos, derramamiento de sangre, pero produjeron a Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, tenían amor fraternal, 500 años de democracia y paz. ¿Y qué produjo eso? El reloj cucú”. Esa célebre frase dicha por Welles podría aplicarse a gran parte de la historia de España.
Es lo que propone Violencia: A New History of Spain: Past, Present and the Future of the West (Constable, 2020), del escritor de viajes y novelista angloestadounidense Jason Webster. El libro, que en su edición en Estados Unidos se titula Why Spain Matters?, puede leerse al mismo tiempo como una breve historia de España y como un ensayo audaz sobre ese país. En tal sentido, es cercano a la Big History, corriente historiográfica que se propone abarcar grandes ciclos de tiempo, abandonando la hiperespecialización y concentración en periodos y espacios muy acotados. Esta mirada de largo alcance permite identificar patrones y tendencias que permanecerían ocultos a una mirada más detallista.
La historia narrada por Webster ilumina una serie de dilemas y conflictos recurrentes, temas con variaciones. Uno de ellos es la violencia que da título a la obra. Si la violencia, como sugirió Marx, es la partera de la historia, esta parece haberse cebado de manera particular con España, donde cada siglo ha presenciado al menos una guerra civil, llegando a tener hasta tres simultáneas.
España aparece en el relato de Webster más como una entidad geográfica (la Península Ibérica) que como una realidad política. “La hispanidad es elusiva”, sostiene. Ha sido desde siempre un conglomerado de comunidades diversas, en que la identidad nacional está por construirse. La misma geografía parece imponer una paradoja: la Península ha sido destino de numerosas migraciones (celtas, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, judíos, suabos, vándalos, visigodos, árabes, bereberes y romaníes, entre otros), un punto de encuentro de culturas y civilizaciones, pero marcada por una tendencia al aislamiento. Las barreras naturales internas han contribuido a la conformación de fuertes identidades regionales. La tensión entre estas y la idea de una sola España ha causado derramamiento de sangre, pero no ha sido la única fuente de violencia.
Una y otra vez a lo largo de su historia, una versión de España ha intentado aniquilar a otra, recurriendo a las armas para intentar separar lo que en realidad son dos caras de una misma moneda, aspectos de una realidad colectiva. Ese esfuerzo siempre ha fracasado. Es imposible aniquilar al otro que es también uno mismo. Asimismo, ha sido recurrente el esfuerzo deliberado por negar grandes zonas del pasado para intentar construir una identidad nacional. Es el caso del “pacto de olvido” sellado tras la muerte de Franco. Hicieron lo propio con Al-Ándalus, una parte integral de su historia, pero que ha sido codificada como una anomalía: los árabes representan al “otro”, fueron “invasores” que debieron ser expulsados a sangre y fuego.
España adolece, según el autor, del síndrome de Casandra, la princesa troyana condenada por los dioses a ver el futuro sin que nadie creyera sus vaticinios. Se la considera atrasada respecto de sus vecinos del norte de Europa, un mero destino turístico, pero siempre ha ido curiosamente adelantada. La Península ha dado origen o ha anticipado, entre otros fenómenos, la emergencia del Imperio Romano, las cruzadas, el Renacimiento, el imperialismo, el liberalismo europeo, el poscolonialismo, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Webster sugiere que ese carácter visionario continúa hoy: las tensiones y contradicciones que marcan a la España contemporánea podrían arrojar luces sobre diversas crisis actuales, más allá de sus fronteras.
Bajo Felipe II, España se situó a la vanguardia de la Contrarreforma, hundiéndose en el aislamiento, la paranoia, el fanatismo y la obsesión por la pureza racial. El catolicismo que hizo posible una España unificada y su ‘imperio accidental’, iba a ser también un factor de su rápida decadencia, llevando a dilapidar la riqueza de América en las guerras de religión de los siglos XVI y XVII.
Luces y sombras
“Las cosas en España rara vez son lo que parecen. El negro y el blanco no se encuentran en oposición binaria, sino que tienden a coexistir lado a lado en una unión paradójica”, señala Webster. Su relato conforma una especie de tablero de ajedrez, un juego de luces y sombras que el oscurantismo y autoritarismo alternan con cumbres de la cultura universal, con obras como las de Averroes, Cervantes, Velázquez y Goya. Asistimos a una oscilación entre “momentos de luminosidad, apertura y experimentación”, y otros de “insularidad, auto obsesión y oscuridad”.
Las luces tienden a ser destellos fugaces. Una instancia de ello fue la Etimología, de Isidoro de Sevilla, enciclopedia que abarcaba todo el conocimiento del mundo en su época (siglo XI). También fue breve el apogeo de la Córdoba de los Omeyas. Lo mismo que la Escuela de Traductores de Toledo, revitalizada por Alfonso el Sabio en el siglo XIII, que marcó un momento de curiosidad intelectual, apertura y tolerancia aun en medio de una época convulsa (ese descalce entre florecimiento cultural y decadencia política iba a recurrir en el Siglo de Oro). La traducción sistemática de obras de la Antigüedad clásica tendría un enorme impacto en Europa, preparando el Renacimiento. Varias de estas instancias de luz tienen un factor común: la Península como un eslabón en la transmisión de conocimiento desde el Este hacia Europa.
Una de esas luces fue el florecimiento, en distintas épocas, del misticismo. Prisciliano, Obispo de Ávila, quien en el siglo IV practicó el ascetismo y expuso ideas cercanas al gnosticismo, fue la primera persona ejecutada por herejía en Europa (Webster sugiere que es posible que Santiago de Compostela haya sido fundada por error en torno a su tumba). Al-Andalus produjo a grandes exponentes del sufismo, como Ibn Masarra, Ibn Tufayl (autor de la primera novela europea, situada en una isla desierta, antecedente de Robinson Crusoe) e Ibn Arabi de Murcia, precursor de la poesía amorosa de los trovadores y del Dante. La Península dio origen a la cábala, una de las variantes del misticismo judío, cuyo principal exponente temprano fue Moisés de León. Y también fue cuna de las dos mayores figuras del misticismo cristiano: Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz, así como del místico y erudito mallorquín Ramón Llull.
Memoria selectiva
Es decidor que la conquista y administración romanas casi no figuren en el imaginario colectivo español, pese al legado nada menos que de las lenguas peninsulares. Ello ejemplifica tanto el síndrome de Casandra como el olvido selectivo del pasado. La Segunda Guerra Púnica se originó en España: la victoria de Roma y la destrucción de Cartago sentaron las bases del Imperio. Los celtíberos juegan un rol preponderante en nociones contemporáneas de identidad colectiva, argumenta el autor, en parte porque se trata de una “cultura nebulosa”, de la que se sabe relativamente poco. El mito central de la España romana es el sitio de Numancia, la heroica resistencia de la ciudad rodeada durante 13 meses por las legiones de Escipión el Africano, cuyos habitantes recurrieron al canibalismo y que al final optaron, en vez de la rendición, por el suicidio colectivo. Se trataría de la primera instancia del “pacto de olvido”, que buscaba tender un velo sobre el pasado para crear un mito nacional, presentando a los romanos como invasores y extranjeros, ignorando el legado de la administración y cultura romanas en la Península.
Lo mismo ocurre respecto del periodo de dominación árabe. No hay plena conciencia de la profunda influencia de Al-Andalus, no solo en España sino como una zona de contacto entre culturas con enorme influencia en la civilización europea moderna. Se trata de un periodo de convivencia de musulmanes, cristianos y judíos, de relativa tolerancia, asimilación y libertad de las mujeres, aunque no libre de violencia. La Reconquista es una instancia más de narrativa histórica revisionista. Tras el colapso del califato de Córdoba, la Península revirtió a su estado habitual de desunión, fragmentándose en un conjunto de pequeños reinos y principados, tanto cristianos como musulmanes, que formaban alianzas cambiantes para luchar contra enemigos, entre los que a menudo coexistían ambas religiones. El Cid, mercenario que sirvió tanto a líderes cristianos como a musulmanes, ejemplifica la complejidad y ambigüedad de esa época. La “Reconquista” fue en realidad una larga serie de guerras civiles, una lenta y caótica conquista militar del sur por el norte.
El año 1492, emblemático por el nacimiento de la España moderna, es un nudo de tensiones y contradicciones. Tras las guerras civiles de los siglos XIV y XV, se forjó la unión del país (Castilla y Aragón) en una nueva guerra civil. El reino de Granada había sobrevivido gracias a la hostilidad entre reinos cristianos; su caída, que completó la Reconquista, ocurrió producto de una guerra civil en su interior. La expulsión de los judíos, “otra luz que se apaga”, daría origen a la Inquisición. El descubrimiento de América dejaría huellas indelebles con un terrible costo humano. Bajo los Reyes Católicos, la religión iba a ser el factor unificador de “las Españas”, la base ideológica para la creación de la nación, esa “comunidad imaginaria”.
La Inquisición, establecida a fines siglo XV, aparece como un instrumento fundamental para la consolidación de la monarquía, al encontrarse bajo control estatal, no del papado. En igual sentido, la historiadora Karen Armstrong ha sugerido que la Inquisición no fue una institución conservadora sino modernizadora. Bajo Felipe II, España se situó a la vanguardia de la Contrarreforma, hundiéndose en el aislamiento, la paranoia, el fanatismo y la obsesión por la pureza racial. El catolicismo que hizo posible una España unificada y su “imperio accidental”, iba a ser también un factor de su rápida decadencia, llevando a dilapidar la riqueza de América en las guerras de religión de los siglos XVI y XVII.
El relato y análisis de Webster resultan iluminadores en un contexto de crisis del Estado-nación, oleadas migratorias exacerbadas por el cambio climático y resurgimiento de los nacionalismos, racismo y xenofobia. Violencia reconstruye con concisión las complejas dinámicas históricas que explican las fuerzas centrífugas del regionalismo, por ejemplo, en el contexto de las guerras carlistas.
Webster destaca que en el siglo XVIII —un interregno de paz, aunque también incluyó una guerra civil, la guerra de sucesión que instaló a los Borbones—, la violencia fue codificada en la tauromaquia, con la construcción de plazas de toros y el establecimiento de los rituales de la fiesta taurina.
Asimismo, argumenta que la Guerra de Independencia contra la invasión de Napoleón fue otra guerra civil, por cuanto una minoría apoyaba a Francia y las ideas de la Ilustración. Tras la derrota de Napoleón, muchas familias españolas salieron al exilio en Francia. Con la Constitución de Cádiz de 1812, la primera carta magna escrita en Europa, el término “liberal” se instaló en las lenguas europeas en su sentido político. Siguiendo el ejemplo de Estados Unidos, declaraba que la soberanía residía en la nación, no en el monarca. Sería otro destello de luz pasajera.
En el siglo XIX, España ya habría entrado en una fase poscolonial, adelantada en más de un siglo a sus vecinos europeos. El periodo entre 1808 y 1874 fue especialmente convulso. Hubo tantos “pronunciamientos” (golpes de Estado o intentos golpistas) que los libros de historia se rehúsan a contarlos. En 1843 hubo más de 100. El periodo incluye las guerras carlistas, en que perdieron la vida 300 mil personas.
La Guerra Civil (1936-39) sería otra instancia del síndrome de Casandra, anunciando sucesos por venir: no solo la Segunda Guerra Mundial, sugiere Webster, sino también la Guerra Fría y conflictos como los de Corea y Vietnam, en que grandes potencias iban a disputar su hegemonía de manera indirecta. Como tantos otros conflictos bélicos, la desunión al interior de un bando (el republicano) desembocó en una guerra civil dentro de otra guerra civil: los anarquistas contra los comunistas, como lo narró George Orwell en Homenaje a Cataluña.
Fuerzas centrífugas
Webster desmantela el “mito de la transición”, según el cual España pasó sin esfuerzo ni derramamiento de sangre (excepto por los atentados de ETA) de una dictadura a una monarquía democrática constitucional. El intento de golpe de 1981 no habría hecho sino cimentar el nuevo régimen, con el rey Juan Carlos como figura heroica central. Una vez más, un pacto de silencio vino a tender un velo de olvido sobre el pasado. El Estado franquista no fue desmantelado. La Constitución de 1978 nació al amparo y con la bendición del régimen anterior, cuya legitimidad de origen es cuestionable. ¿Cuán democrática es España? Para el autor, se trataría de una seudodemocracia. El sistema electoral fuerza el bipartidismo. La mayoría de los gobiernos logra mantenerse en el poder transando con nacionalistas catalanes, cuyo fin último es desligarse por completo del Estado español. Encuentra similitudes con el sistema creado por Cánovas del Castillo a finales del siglo XIX: una monarquía constitucional en que dos partidos se alternan en el poder, endémicamente corrupta, que sirve a los intereses de la élite. El breve interregno de paz hace agua debido a la crisis actual de la monarquía por escándalos de corrupción (“una larga tradición familiar”), la venalidad de la clase política y el movimiento separatista catalán. El autor vislumbra dos opciones: respetar la democracia y permitir que el país se disgregue o mantener la unidad mediante un giro hacia el autoritarismo.
El relato y análisis de Webster resultan iluminadores en un contexto de crisis del Estado-nación, oleadas migratorias exacerbadas por el cambio climático y resurgimiento de los nacionalismos, racismo y xenofobia. Violencia reconstruye con concisión las complejas dinámicas históricas que explican las fuerzas centrífugas del regionalismo, por ejemplo, en el contexto de las guerras carlistas (hay otros temas que hubiera sido posible desarrollar más, lo que no ha sido posible por la brevedad de la obra).
El autor destaca que, en sus novelas La granja de los animales y 1984, Orwell logró articular intuiciones de alcance universal a partir de sus experiencias en España. En esas obras visionarias habría conseguido eludir la maldición de Casandra, por tratarse de un extranjero. Lo propio puede decirse de Webster. Uno de los temas centrales de Violencia es la ceguera autoimpuesta de muchos españoles respecto de su propio país.
Imagen: Las meninas (1656), de Diego Velázquez.
Violencia: A New History of Spain: Past, Present and the Future of the West, Jason Webster, Constable, 2020, 352 páginas, US$19.
A principios de mayo de 1922 la prensa madrileña daba anuncio de la publicación de España invertebrada, de Ortega y Gasset, a la sazón astro emergente de una nueva filosofía que iba a brillar con luz propia en la Europa de entreguerras. El libro fue un éxito y en julio estaba ya agotado. La segunda edición se publicó en noviembre, “revisada y aumentada”, y aún hubo que hacer una tercera antes de acabar el año, porque el interés por el libro no dejaba de crecer. Con la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) el libro se quedó sin espacio político para ponerse en juego y medir su eficacia, pero volvió a ganarlo durante los años de la República, al menos al comienzo, y es por eso que contó con una nueva edición en 1934, también “revisada y aumentada” (señal inequívoca de la atención que ponía Ortega en ajustar su pensamiento al paso del tiempo). De esa cuarta se hicieron en Chile dos ediciones más, una en 1936 (Ediciones Extra, 138 págs.) y otra de más modesta factura (Editorial Ercilla, 79 págs.) dentro de la entrega del 11 de marzo de 1937 del semanario La novela popular.
Hay que decir que ambas ediciones fueron piratas, y que de ello y otros casos semejantes se quejó Ortega en las páginas de la revista argentina Sur, mediante un artículo titulado “Ictiosauros y editores clandestinos”, publicado en el número de noviembre de 1937. El problema lo había levantado Victoria Ocampo, directora de la revista y amiga personal de Ortega, con su artículo “Plagas. La langosta y los gangsters de las ediciones clandestinas”, publicado en el diario La Nación el 11 de noviembre de 1937 y recogido en parte en la sección de Notas de ese mismo número de noviembre de su revista. Allí dice, por ejemplo, aquello de que “los editores chilenos […] son los reyes del pirataje editorial”. Es obvio que aquella piratería tenía su razón de ser en un problema de aranceles y aduanas muy propio de la época, y que denunciar su ilegalidad, como dice Ocampo, era “clamar en el desierto”.
Pero la denuncia es parte de la historia y queda trabada a la recepción y difusión en Chile y en América Latina de este y otros libros de Ortega y otros autores (Ocampo señala también los casos de Marañón, Keyserling, Spengler, Malraux, Gide, Huxley, Lawrence, etc.). Es decir, que la denuncia es parte de una historia que hizo su curso a partir de ese detalle, pero sin que la ilegalidad del caso (o tal vez sería más apropiado hablar de vacío legal) entorpeciera la difusión y limitara su alcance en el juego de relaciones propio del campo de la cultura. A efectos de recepción, tanto en Chile como en América Latina, importa poco si las citadas ediciones de España invertebrada pagaban o no derechos de autor; lo que importa —ahora como entonces— es la lectura del libro: la que se hizo y sigue haciéndose con independencia de la factura editorial.
‘Los editores chilenos […] son los reyes del pirataje editorial’. Es obvio que aquella piratería tenía su razón de ser en un problema de aranceles y aduanas muy propio de la época, y que denunciar su ilegalidad, como dice Ocampo, era ‘clamar en el desierto’.
Porque un libro es, sobre todo, la lectura que de él se hace. Hay sobre ello páginas memorables en Misión del bibliotecario, del mismo Ortega. Un libro no es un contenedor que ofrece siempre la misma experiencia lectora: cada lectura es única, y un libro es (también, aunque no solo) la historia de sus distintas experiencias lectoras. ¿Cuál fue, si la hubo, la particular lectura o lecturas que se hicieron en Chile y en América latina de España invertebrada? ¿A qué obedeció el hecho de que se hicieran dos ediciones tan seguidas una de otra, por lo demás en unos años tan críticos para España?
En efecto, eran los años primeros de la Guerra civil, cuya conmoción tanto peso tuvo fuera de España, también en América Latina. No es exagerado decir que Chile fue un “frente de combate” de aquella guerra, una suerte de “trinchera” cultural en la que se jugaba (también) el futuro de la política chilena. Nótese, por ejemplo, que entre las señas de identidad más visibles de la llamada Generación del 38 está el posicionamiento cultural y político en apoyo a la causa republicana en la Guerra de España.
De inmediato se sintió en el campo cultural chileno una íntima necesidad de entender lo que tan lejos estaba pasando. Era una guerra lejana, pero en cierto modo se la sentía próxima, a veces incluso como algo en parte propio. La proclamación de la República en 1931 había abierto una nueva fase en las relaciones hispanoamericanas: España ya no era, o no era principalmente, o empezaba a dejar de serlo, la nación opresora del pasado colonial americano. A los nuevos ojos de la nueva época, España había dado o estaba dando el paso que la liberaba de su pasado imperial. La España republicana había ido con retraso frente a las repúblicas americanas, pero ahora, con la guerra, parecía como que se ponía a la vanguardia de una lucha internacional que trascendía los límites de su mera geografía: en la Guerra de España se combatía el futuro del mundo.
Las ediciones chilenas de España invertebrada respondían a esa necesidad de entender, no tanto lo que estaba pasando en España, sino lo que había llevado a ello, las causas del proceso histórico que acababa en la guerra de 1936. Porque lo cierto es que, si bien por un lado el pasado colonial de las repúblicas americanas se hacía en cierto modo común con el pasado español, por otro era fácil advertir que desde las Independencias habían sido realidades que caminaban hacia adelante dándose la espalda, sobre todo en lo que hace a su relación con España.
La proclamación de la República en 1931 había abierto una nueva fase en las relaciones hispanoamericanas: España ya no era, o no era principalmente, o empezaba a dejar de serlo, la nación opresora del pasado colonial americano. A los nuevos ojos de la nueva época, España había dado o estaba dando el paso que la liberaba de su pasado imperial. La España republicana había ido con retraso frente a las repúblicas americanas, pero ahora, con la guerra, parecía como que se ponía a la vanguardia de una lucha internacional que trascendía los límites de su mera geografía: en la Guerra de España se combatía el futuro del mundo.
Es obvio que el libro de Ortega nada tenía que ver con eso, que había sido escrito y publicado en otra circunstancia y que su horizonte interpretativo de la historia de España no contemplaba la guerra que iba a venir después. Sin embargo, más allá de eso, más allá de lo que cifran la intentio auctoris y la intentio operis, más allá también de la primera recepción del texto, en España y Europa, lo cierto es que en América Latina, y más concretamente en Chile, España invertebrada se leyó en un contexto cultural que tenía como íntima necesidad el hacer luz sobre el proceso que lleva a los hechos de la Guerra de España. Importa poco que a esto se lo califique de “lectura equivocada”, pues de lo que se trata es de dar cuenta de la efectiva experiencia de lectura que acompañó al libro en su aventura sudamericana. Y ello porque es esa y no otra la lectura que en Chile tuvo efectos y consecuencias —y habiéndolos tenido no pueden hoy no recogerse como parte de la historia del libro.
De él bien puede decirse que es una suerte de “libro de España”, un libro de escritura ágil y estilo elegante, un ensayo de ideas que busca hacerse ensayo político de España. El proyecto orteguiano consistía precisamente en vertebrar una nación invertebrada, a la que describe como “partes de un todo” que viven como “todos aparte”. Ortega reflexiona sobre el doble proceso de incorporación y desintegración de la nación y del imperio, y en ello sigue muy de cerca los estudios de Mommsen sobre el Imperio romano. Doble movimiento, pues, de ascenso y caída, pero visto en su unidad, lo cual era como decir que la forma del nacimiento conlleva la forma de la muerte —aunque tal vez solo en cierto modo.
El ensayo de Ortega es contra la muerte, claro está, y su proyecto político mira no solo a poner un dique de contención al proceso desintegrador, sino sobre todo a la construcción de una nación que tras la pérdida de las colonias había quedado en suspenso. Para Ortega es claro que la invertebración lleva a la desintegración, y para ilustrar ese paso se sirve de la erosión y desmembramiento del Imperio español a lo largo del siglo XIX. Pero no se detiene ahí, pues llega a decir que lo mismo que causó la desintegración americana será la causa de la desintegración peninsular: “En 1900, el cuerpo español ha vuelto a su nativa desnudez peninsular. ¿Termina con esto la desintegración? Será casualidad, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular”. Los nombres son muy variados y recorren de cabo a fin el texto: dispersión, disgregación, descomposición, desintegración; conceptos todos ellos alimentados por la invertebración que da título a la obra y que el libro propone resolver con un ensayo de vertebración nacional traducido en proyecto integrador de las diversidades hispánicas.
La Guerra de España da a la obra un contexto de lectura diferente: parece claro que en ese momento el proyecto político del libro ha quedado superado (la guerra es la evidencia del fracaso de cualesquiera ensayos de convivencia), pero a la vez ha quedado intacta la descripción del proceso desintegrador, su vértigo y su peligro, su implícita verdad, acaso confirmándola con las noticias que llegaban a Chile de una guerra que había conmocionado al mundo entero.
Pero eso era antes, porque lo cierto es que la Guerra de España da a la obra un contexto de lectura diferente: parece claro que en ese momento el proyecto político del libro ha quedado superado (la guerra es la evidencia del fracaso de cualesquiera ensayos de convivencia), pero a la vez ha quedado intacta la descripción del proceso desintegrador, su vértigo y su peligro, su implícita verdad, acaso confirmándola con las noticias que llegaban a Chile de una guerra que había conmocionado al mundo entero.
La historia que siguió después es conocida, y el libro, tras la dictadura franquista, supo jugar su eficacia en algunas partes de la nueva Constitución española de 1978 (no que se escribiera desde el libro, sino que el libro estuvo presente en el horizonte de problemas que la escritura constitucional estaba llamada a resolver). Y hasta ahora; pero esto, claro, solo por lo que respecta a España. Porque el libro tiene también, sin duda, una lectura americana. Y las ediciones chilenas, aunque centradas en las urgencias de la guerra, parecían entonces poder reclamarla. O tal vez la reclamaban envuelta entre aquellas otras urgencias.
Esa otra lectura no tiene que ver (o no únicamente) con la invertebración de España, sino con la invertebración de América Latina. Porque llama la atención que las antiguas colonias inglesas encontraran tras la independencia una forma vertebrada y que no lo lograran las antiguas colonias españolas. Américo Castro lo dijo mucho mejor: “El hecho que más llama la atención, cuando se contempla desde el norte del continente americano, es la falta de unidad de la América de lengua española”. Castro habla de una falta de unidad sustancial y no política, que ya no hacía al caso, y veía en las diferencias de las formas de vida española e inglesa la causa de ello. Tal vez con razón, pero el resultado no cambia y deja intacto algo que pudo ser y no fue: la fragmentación del imperio español dio lugar a un proceso de independencia que se explica pluralmente, sobre todo porque explicarlo en su unidad acaso desvela el fracaso —por invertebrado— de aquellas independencias.
Lo concreto hoy son los Estados nacionales que de aquel proceso salieron, pero no nos engañemos buscando un plural que esconda el común proceso de desintegración del Imperio (algo que, como notaba Ortega, no es exclusivo de América sino también de España). Incluso hoy se advierte —basta querer ver y saber mirar— cada vez con más fuerza en la región un tránsito hacia formas de integración. Otra cosa es que los nacionalismos construidos por los nuevos Estados jueguen en contra de un futuro que la mejor política reclama. Es obvio que la fragmentación de América Latina juega a favor de intereses ajenos, a la postre dominantes en la estructura geopolítica de nuestro tiempo, y es obvio también que no se trata de desandar ningún camino y buscar una unidad política imposible y ya sin demasiado sentido, pero no es menos obvio que la vida en América Latina podría ser muy distinta si a su fragmentación política se diera un horizonte de integración más eficaz y con verdadera voluntad de vertebración.
El novelista español Javier Marías nació en Madrid en 1951. Su padre, Julián Marías, fue uno de los filósofos más importantes de España en el siglo XX y autor de una historia de la filosofía que se convirtió en el libro de texto sobre el tema en el mundo hispanohablante. Marías padre fue también un abierto crítico del régimen de Franco; estuvo brevemente encarcelado y se le prohibió ejercer la docencia en las universidades españolas desde finales de los años 40 hasta principios de los 70. Su primer puesto académico en el extranjero, en 1951, fue en el Wellesley College, donde los Marías vivían en el mismo edificio que Vladimir Nabokov, y se hicieron amigos.
Al igual que la de Nabokov, la ficción de Javier Marías podría describirse como una indagación sumamente autoconsciente, casi obsesiva, sobre la autoconciencia y la obsesión. En algún momento, sus protagonistas de manera prácticamente invariable se involucran en actos humbertianos de vigilancia encubierta y tortuosa, y a su vez se lanzan en vertiginosos vuelos de especulación compulsiva pero infructuosa. Uno de esos asediadores, Víctor en Mañana en la batalla piensa en mí, observa a su presa, Luisa (una de las muchas Luisas en la obra de Marías), cuando adquiere una copia de Lolita en el transcurso de una compra; “excelente”, es su juicio sobre el libro escogido.
Marías estableció su nombre con la novela El hombre sentimental, de 1986, aunque los aficionados pueden buscar la anterior, Travesía del horizonte, publicada cuando solamente tenía 21 años: es un homenaje paródico y algo surrealista a las historias de aventuras de escritores como Conrad y Conan Doyle, que rinde honores también a los métodos narrativos complejamente indirectos del último Henry James; aunque entretenida en partes, termina —como el viaje a la Antártida que se propone relatar— haciendo relativamente pocos avances. Al decidir que la traducción literaria podría ser un aprendizaje en el arte de la ficción más valioso que el pastiche, Marías dedicó su época de veinteañero a crear versiones en castellano de los clásicos en inglés de Sterne, sir Thomas Browne, Conrad, Faulkner, James, Kipling, Hardy, Shakespeare y Nabokov. Su versión de Tristram Shandy ganó el Premio Nacional de Traducción de su país en 1979.
El narrador de El hombre sentimental es un cantante de ópera, conocido como el León de Nápoles, que se enamora de la infeliz esposa de un poderoso banquero belga, Hieronimo Manur. Durante una semana de ensayos en Madrid para el papel de Cassio, en Otello, de Verdi, el León hace un extravagante galanteo a la enigmática Natalia Manur, y logra cortejarla lejos de su marido aparentemente brutal y siempre ocupado, quien rápidamente, y para gran sorpresa del lector, se suicida. Es Manur, más que el tenor operístico, quien emerge como el hombre sentimental del título, como la figura de Otello en el triángulo amoroso.
La historia se cuenta a raíz del colapso del amor del León por Natalia, cuatro años después de que su declaración de amor hacia ella culminara en una visión grandiosa y elocuente de un Liebestod compartido. Pero él es solamente Cassio, incapaz de escalar las alturas de la pasión de idealistas como Manur, o el trágico Hórbiger, que hace el papel de Otello para el Cassio de León: aunque en el ocaso de su carrera, el obstinado y malhumorado cantante alemán se niega categóricamente a aparecer en el escenario a menos que todos los asientos en la platea y los palcos estén ocupados; a medida que sus capacidades se desvanecen y su popularidad decae, las direcciones de los teatros empiezan a contratar gente de la calle para satisfacer sus demandas de una platea abarrotada, hasta que los teatros donde actúa se llenan de “extraños patanes encorbatados a los que se notaba que no habían puesto un pie en una ópera con anterioridad”.
Su última representación, nuevamente en el papel de Otello, ocurre en un teatro de ópera en Múnich, lleno en gran parte por estos “falsos aficionados”, así como por el propio personal del teatro, sus acomodadores, porteros, encargadas del guardarropa, mujeres de la limpieza y taquilleras. A pesar de estos heroicos esfuerzos, asomándose por una rendija del telón del escenario con su pequeño telescopio japonés, el implacable Hórbiger divisa un asiento vacío en la antepenúltima fila del pasillo derecho. Emitiendo un gemido sobrenatural, “disfrazado como estaba de Otello, con la cara pintada de negro, la peluca abundante y rizada, los ojos y los labios agrandados por el maquillaje, el pendiente en la oreja y el telescopio en la mano, el grandioso Hórbiger salió a escena, descendió hasta el patio de butacas, lo atravesó con paso decidido ante el asombro del público ya encrespado, y se sentó en aquella única butaca acusadora, completando de este modo el aforo que había sido su perdición”.
Ninguna súplica puede traerlo de regreso al escenario y, finalmente, Iago, Cassio, Roderigo y Montano lo sacan del teatro con el traje completo, para nunca volver a actuar. Hórbiger también es, de esta manera, un hombre sentimental.
Hay varias formas en las que esta novela sutil, inquisitiva y oblicua establece un modelo para la ficción posterior de Marías. Aparte de un cuento en la colección Cuando fui mortal, todas hacen uso de narradores masculinos en primera persona cuya conciencia se expresa en oraciones largas y desplegadas, que revelan la influencia en su prosa de la traducción de escritores como Faulkner y Browne y James, lo mismo que el impacto de la lectura de ese maestro del monólogo, el novelista austriaco Thomas Bernhard.
Como había previsto Wheeler, Deza resulta tener un raro don para la observación y la interpretación desapasionada; escondido detrás de un cristal unidireccional, observa los tics y hábitos de quienquiera que esté siendo entrevistado, y ofrece respuestas directas a las preguntas de Tupra posteriores a la entrevista. Tal persona, ¿mataría?, ¿se echaría atrás en una discusión?, ¿qué más? Él no tiene idea del propósito de sus opiniones y evaluaciones, pero asume que Tupra trabaja en los servicios secretos de seguridad británicos.
Además, el drama en muchas de las novelas de Marías deriva de un triángulo amoroso real o temido o amenazado, siempre involucrando a dos hombres y una mujer. Víctor en Mañana en la batalla piensa en mí incluso desarrolla un conjunto de términos pseudo-anglosajones, tales como ge-licgan, que significa “conyacer”, o ge-bryd-guma, que significa “connovio”, para indicar la relación entre dos hombres que se han acostado con la misma mujer. Los libros posteriores también siguen a El hombre sentimental al enfrentar con frecuencia a un cerebral protagonista algo inseguro contra un hombre mayor de mucha mayor decisión y autoridad mundana.
El uso de Shakespeare por parte de El hombre sentimental también persiste, como lo indican muchos de sus títulos: Corazón tan blanco de 1992 está tomado de Macbeth (“Mis manos”, declara Lady Macbeth después de devolver la daga a la habitación donde Duncan yace asesinado, “son de tu color; pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco”); tanto Mañana en la batalla piensa en mí como Cuando fui mortal se derivan del Acto V, escena 3, de Ricardo III, en el que el maquiavélico usurpador, en vísperas de la Batalla de Bosworth, es visitado por los fantasmas de aquellos a los que ha asesinado: “Cuando fui mortal”, recuerda Enrique VI con pesar, “fiero horadaste mi cuerpo sacrosanto”, mientras que los fantasmas de Clarence y Lady Ana pronuncian la misma maldición: “Mañana en la batalla, piensa en mí, y caiga tu espada sin filo. ¡Desespera y muere!”, líneas utilizadas como motivo o frase musical a lo largo de la inquietante novela de usurpación e intriga sexual de Marías. Negra espalda del tiempo es una adaptación de la “oscura espalda y abismo del tiempo” de Próspero, y Tu rostro mañana de un discurso de Hal a Poins en Enrique IV, en el que el Príncipe se encuentra cansado de sus compañeros de mala vida, e incluso anticipando su traición a ellos: “¡Qué vergüenza es para mí el acordarme de tu nombre! ¡O conocer tu rostro mañana!”.
Todas las almas, la siguiente novela de Marías, está ambientada en Inglaterra, y viene precedida de una nota en la que niega cualquier parecido entre su autor y el narrador, a pesar de que ambos estuvieron dos años en el mismo puesto, el de profesor de literatura española en la Universidad de Oxford. Inevitablemente, esto llevó a que se leyera como un roman à clef, un ultraje para el autor que a su vez proporciona uno de los principales temas de discusión en Negra espalda del tiempo, publicado casi una década después. Esa novela, o “falsa novela”, abre así: “Creo no haber confundido todavía nunca la ficción con la realidad, aunque sí las he mezclado en más de una ocasión como todo el mundo, no solo los novelistas, no solo los escritores, sino cuantos han relatado algo desde que empezó nuestro conocido tiempo, y en ese tiempo conocido nadie ha hecho otra cosa que contar y contar, o preparar y meditar su cuento, o maquinarlo. Así, cualquiera cuenta una anécdota de lo que le ha sucedido y por el mero hecho de contarlo ya lo está deformando y tergiversando, la lengua no puede reproducir los hechos ni por lo tanto debería intentarlo…”.
Al igual que W. G. Sebald, Marías disfruta mezclar lo ficcional y lo documental; la historia de amor de Todas las almas entre el profesor y Clare Bayes, una mujer casada, gira en torno a la vida de John Gawsworth, un escritor real que nació como Terence Ian Fytton Armstrong en 1912: Gawsworth, quien también escribió ocasionalmente bajo el seudónimo “Orpheus Scrannel” (una alusión al “Lycidas” de Milton), se ganó una pequeña reputación con una serie de volúmenes de versos desafiantemente antimodernistas, publicada en la década de 1930, pero quizá ahora sea más conocido por su biografía de otro de los entusiasmos de Marías, el escritor galés de ficción sobrenatural Arthur Machen. Por razones que no puede comprender, el narrador de Todas las almas se encuentra obsesionado con los escritos no muy distinguidos de Gawsworth y la triste historia de su gradual declive hacia la vagancia en sus últimos años. El libro incluye una foto de él con su uniforme de la Real Fuerza Aérea, probablemente tomada en El Cairo, con un cigarrillo apagado en la boca, y también una de su máscara mortuoria, hecha por un tal Hugh Oloff de Wet, otro integrante de la galería de excéntricos de Marías, cuya historia de vida se entrega en su totalidad en Negra espalda del tiempo.
En ambos libros, Marías parece estar intentando crear perspectivas sobre personas y eventos que hacen que lo real y lo imaginario sean difíciles de separar; como resultado, nos vemos forzados insistentemente a reconocer que no hay una base sólida de verdad incuestionable sobre la cual apoyarse. El profesor, crónicamente con poco trabajo, de Todas las almas, por ejemplo, pasa gran parte de su tiempo merodeando por las librerías de viejo de Oxford; su favorita es una manejada por unos tales señor y señora Alabaster, en Turl Street, donde pasa largas horas revisando su inventario en busca de tomos de Gawsworth, Machen y otros oscuros autores ingleses. En un regreso a Oxford, descrito en Negra espalda del tiempo, vuelve a visitar su tienda favorita y queda asombrado por una propuesta que le hizo la pareja, aquí llamados señor y señora Stone: no solamente han leído su novela de Oxford, sino que también se han identificado como los originales del señor y señora Alabaster. Al enterarse de que se va a hacer una película de la novela, tienen una petición para el autor: ¿sería tan amable de pedirles a los productores de esta película, a quienes ya han escrito, pero sin éxito, que los elijan para representarse a ellos mismos en la película? Ambos pertenecen a la OSCA (la Oxford Society of Crowd Artistes, la Asociación Oxoniense de Artistas de Muchedumbre), explican, y son actores talentosos.
Cuando Marías parece dudar de sus derechos a interpretar estos papeles, le presentan la fotocopia de una entrevista —debidamente reproducida en el libro mismo— que le dieron a la revista especializada The Bookseller, en la que reivindican con orgullo a sus alter egos ficticios. En una inversión del paso de Hóbiger desde el escenario al público con su disfraz de Otello para verse a sí mismo como Otello, ellos sueñan con interpretarse a sí mismos como libreros en una película del libro en el que están convencidos de que ya aparecieron.
Otra encarnación de este ideal de un reino a la vez real e imaginario en Negra espalda del tiempo es la isla de Redonda, que Gawsworth heredó en 1947 del escritor de ciencia ficción, nacido en Montserrat, M. P. Shiel. La pretensión de Shiel de ser el rey de este trozo de roca deshabitado entre Montserrat y Nieves parece no haber sido demasiado seria, pero a su heredero le encantaba la idea de ser elevado a la realeza, y se autodenominó Su Majestad el rey Juan I. El copiosamente ilustrado Negra espalda del tiempo incluye numerosas fotografías, mapas y grabados de Redonda, e incluso algunos ex libris de volúmenes propiedad de sus diversos regentes, que son cuatro: Shiel, Gawsworth, su amigo y heredero Jon Wynne-Tyson, quien se autodenominó Juan II, y finalmente el propio Marías, que heredó el trono tras la abdicación de Juan II en 1997. Junto al título van los no demasiado lucrativos derechos de publicación de las obras completas de Gawsworth y Shiel, y el poder de entregar títulos nobiliarios a voluntad. Los duques y duquesas de Redonda incluyen ahora a personajes como Pedro Almodóvar (duque de Trémula), Alice Munro (duquesa de Ontario), J. M. Coetzee (duque de Deshonra) y A. S. Byatt (duquesa de Morpho Eugenia). “Es un reino”, escribe Marías en Negra espalda del tiempo, “que se hereda por ironía y por letra y nunca por solemnidad ni sangre”.
Al igual que el creador de Kurtz, Joseph Conrad, Marías logra muchos de sus mejores efectos mediante el uso de una técnica narrativa sofisticada para contar historias que a menudo rayan en lo espeluznante. Sus novelas se tienden a construir hacia algún momento de revelación largamente esperado, que luego altera de manera decisiva nuestra comprensión de todo lo que ha sucedido antes.
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Las ironías en la ficción de Marías surgen principalmente a través de su atención a las distorsiones inherentes a todos los actos de contar. Al igual que el Henry James tardío, le encanta ralentizar su narración casi hasta el punto de la parálisis, permitiendo que las percepciones, pensamientos y recuerdos de su narrador se expandan y proliferen a voluntad; esto hace que la textura de sus libros se asemeje a una corriente densa, turbia, meditativa, al mismo tiempo vacilante e irresistible, que a su vez contrasta fuertemente con los hechos de brutalidad y violencia que cada novela eventualmente llega a relatar.
Hay algo extrañamente adictivo en la manera en que las tramas que evocan sutilmente las tradiciones del cine “noir” o la ficción policiaca negra están mediatizadas a través de una conciencia abierta hasta el punto de la distracción a las delicias del pensamiento lateral, al refinamiento y la generalización sin fin. Víctor, por ejemplo, en Mañana en la batalla piensa en mí, se va a la cama por primera vez con una mujer llamada Marta Téllez, cuyo marido está en Londres y cuyo hijo de dos años duerme en el dormitorio de al lado. Sin embargo, antes de que se hayan desnudado completamente el uno al otro, Marta comienza a sentirse mal, y en cuestión de minutos (minutos que tardan muchas páginas en pasar) muere en sus brazos, dejando a Víctor sin saber qué curso de acción debería tomar. Sus respuestas son típicas de la desaceleración de la narración a una especie de exposición cuadro por cuadro de la sucesión de pensamientos y sentimientos que es tal vez el rasgo más distintivo del estilo de la prosa de Marías. Cada aspecto del momento se sopesa y evalúa, se le hace justicia, como si todas las observaciones del narrador pudieran compensar su impotencia y pasividad innata: “‘Se ha muerto’, me dije, ‘esta mujer se ha muerto y yo estoy aquí y lo he visto y no he podido hacer nada para impedirlo, y ahora ya es tarde para llamar a nadie, para que nadie comparta lo que yo he visto’. Y aunque me lo dije y lo supe no tuve prisa por apartarme o retirarle el abrazo que me había pedido, porque me resultaba agradable —o es más— el contacto de su cuerpo tendido y vuelto y medio desnudo y eso no cambió en un instante por el hecho de que hubiera muerto: seguía allí, el cuerpo muerto aún idéntico al vivo solo que más pacífico y menos ansioso y quizá más suave, ya no atormentado sino en reposo, y vi una vez más de reojo sus largas pestañas y su boca entreabierta, que seguían siendo también las mismas, idénticas, enrevesadas pestañas y la boca infinita que había charlado y comido y bebido, y sonreído y reído y fumado, y había estado besándome y era aún besable. Por cuánto tiempo. ‘Seguimos los dos aquí, en la misma postura y en el mismo espacio, aún la noto; nada ha cambiado y sin embargo ha cambiado todo, lo sé y no lo entiendo. No sé por qué yo estoy vivo y ella está muerta, no sé en qué consiste lo uno y lo otro. Ahora no entiendo bien esos términos’. Y solo al cabo de bastantes segundos —o fueron quizá minutos: uno y dos; o tres— me fui separando con mucho cuidado, como si no quisiera despertarla o le pudiera hacer daño al interrumpir mi roce, y de haber hablado con alguien —alguien que hubiera sido testigo conmigo— lo habría hecho en voz baja o en un cuchicheo conspiratorio, por el respeto que impone siempre la aparición del misterio si es que no hay dolor y llanto, pues si los hay no hay silencio, o viene luego. ‘Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere’”.
Como muchos de los narradores de Marías, Víctor ocupa una posición un tanto marginal en la sociedad: está divorciado y vive solo, escribe guiones para programas de televisión que nunca llegan a realizarse, y fantasmagóricos discursos para políticos e incluso para el rey de España, quien en una divertida escena se lamenta ante Víctor de la falta de impacto que sus apariciones tienen en la nación, y expone las diversas dudas que tiene sobre cómo debería desempeñar su papel real. El registro fanático de matices y detalles, de ejemplos y contraejemplos, que es tan característico del estilo novelístico de Marías, funciona dramáticamente como un vehículo para la conciencia de los narradores a quienes les gusta observar desde un costado en lugar de ocupar el centro del escenario, quienes traducen, leen o son escritores fantasmas o interpretan las palabras y acciones de otros.
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“¡Procure ser una de esas personas para las que nada se pierde!”, aconsejaba Henry James al aspirante a novelista en El arte de la ficción, en 1884. Jacques Deza, el narrador de Tu rostro mañana, no es exactamente un novelista, pero es alguien que pasa sus días observando e interpretando caracteres, reuniendo las pistas arrojadas por el habla, los gestos y la apariencia de un individuo, para elaborarlas en una narración coherente. Deza, que es el narrador de Todas las almas unos 10 años después, ha regresado a Inglaterra, donde tiene un trabajo en la BBC, dejando en Madrid a una mujer, Luisa, de la que se ha ido distanciando poco a poco, y dos hijos. Un domingo asiste a un almuerzo en Oxford organizado por un viejo amigo, un profesor jubilado llamado sir Peter Wheeler, de quien sospecha que tiene una larga carrera en el espionaje para el MI6. En este almuerzo le presentan a uno de los exalumnos de Wheeler, Bertrand Tupra, quien poco después lo invita a unirse a una peculiar organización clandestina que se especializa en predecir el comportamiento futuro de las personas que debe investigar y evaluar.
Como había previsto Wheeler, Deza resulta tener un raro don para la observación y la interpretación desapasionada; escondido detrás de un cristal unidireccional, observa los tics y hábitos de quienquiera que esté siendo entrevistado, y ofrece respuestas directas a las preguntas de Tupra posteriores a la entrevista. Tal persona, ¿mataría?, ¿se echaría atrás en una discusión?, ¿qué más? Él no tiene idea del propósito de sus opiniones y evaluaciones, pero asume que Tupra trabaja en los servicios secretos de seguridad británicos.
El segundo volumen de Tu rostro mañana culmina con una escena de violencia espeluznante en un club londinense. Tupra, que quiere ser conocido como Reresby en esta ocasión, le ha pedido a Deza que lo acompañe en una noche de fiesta con una especie de mafioso italiano para que actúe como traductor cuando sea necesario, pero también que entretenga a la esposa de este, si ella se pone nerviosa. Deza tiene la desgracia de encontrarse con un compatriota en el club, un lascivo agregado de la embajada española llamado De la Garza, que insiste en que le presente a esa mujer y luego la hace desaparecer cuando Deza es llamado a realizar sus tareas de traducción. Un lado diferente de Tupra, o Reresby, emerge una vez que él y Deza han localizado a la pareja fugitiva y llevado al desafortunado De la Garza al baño para discapacitados para una venganza sumaria. Tupra le ofrece una línea de cocaína; mientras De la Garza se arrodilla para esnifarla en el asiento del inodoro, Tupra desenvaina una espada renacentista y se dispone a decapitarlo: “Descendió la espada a gran velocidad, con gran fuerza, bastaría aquel tajo para cortar limpiamente y aun llegar a la tapa y astillarla o rajarla, pero Tupra detuvo en seco la hoja en el aire, a un centímetro o dos de la nuca, la carne, los cartílagos y la sangre…”.
Sobre todo, las novelas de Marías se ocupan de los procesos de narrar, de lo que significa contar y no contar, de los lazos que establecemos o disolvemos al contar, de las formas en que contar puede liberarnos del pasado o enclaustrarnos en él. ‘No debería uno contar nunca nada’, declara Deza en la frase inicial de Tu rostro mañana, pero luego procede a contarnos todo lo que hace y piensa, y hace de ese relato una actuación compulsiva y apasionante.
Tal vez en parodia de los tres golpes asestados por el Caballero Verde en el cuello de sir Gawain en el poema medieval, Tupra lanza tres veces su hoja afilada como una navaja sobre el cuello de De la Garza. Después de haberlo reducido a un estado de terror balbuceante, Tupra se pone manos a la obra: “Una vez que lo separó lo bastante, Tupra abrió las dos tapas del retrete y con mucha violencia le hundió la cabeza en el interior de la taza, el impulso fue tan fuerte que hasta los pies fueron levantados del suelo, vi agitarse en el aire los cordones sueltos de De la Garza, ni él ni yo habíamos llegado a anudarlos. No temí, inicialmente, que el agua depositada en el fondo pudiera ahogarlo, porque el tobogán se estrechaba como es la norma y no cabría allí entera su ancha cara de crecida luna, que sin embargo se daba brutales golpes contra la loza —y se le quedaba algo atorada— cada vez que Tupra volvía a empujársela tras retirársela un poco, y además este tiró de la cadena tres o cuatro veces seguidas, el chorro del agua azul era tan potente y tan prolongado que de nuevo me invadió brevemente la suprema alarma”.
Como la muerte de Marta, la escena está narrada en cámara lenta, lo que hace que se prolongue durante decenas de páginas de una tensión insoportable. Después de casi ahogarlo, Tupra golpea a De la Garza contra la barra cilíndrica habilitada para la comodidad de los usuarios discapacitados del baño y le rompe varias costillas. Más tarde revela que aprendió sus artes de intimidación de los famosos gangsters de los años 50 y 60, los gemelos Kray, y responde al estilo de los gemelos Kray a la queja de Deza de que “no se puede ir por ahí pegando a la gente, no se puede ir matándola”. “Pero dime según tú”, señala, “¿por qué no se puede?”.
La violencia que Deza se ve obligado a presenciar, y de la que hasta cierto punto es cómplice, es particularmente impactante porque se maneja de una manera muy diferente de las formas oblicuas en que normalmente se presentan las atrocidades en la ficción de Marías. La conciencia histórica que articula su obra fue moldeada en gran medida por la Guerra Civil Española, y esta escena en el baño para discapacitados está, de hecho, intercalada con los recuerdos de una conversación que Deza tuvo con su padre, ahora octogenario, en la que Deza padre relata la espantosa muerte de un conocido suyo, un republicano llamado Emilio Marés: capturado en Ronda, Marés es sacado con otros dos presos para fusilarlos, pero primero les ordenan cavar sus propias tumbas. Marés se niega, declarando: “A mí me podréis matar y me vais a matar. Pero a mí no me toreáis”. Afrentados, sus verdugos deciden que lo torearán; lo acosan y lo pinchan con banderillas como si fueran picadores, y finalmente le dan el golpe de gracia con un estoque. Como última indignidad, le cortan la oreja y la blanden como trofeo.
La violencia de Tupra, aunque pueda parecer imbuida de una teatralidad al estilo de Tarantino, se vuelve casi insoportablemente actual e inmediata, y llega a parecer una representación en la vida real, por así decirlo, de todas las atrocidades contadas por otros medios en la ficción de Marías, narrada a partir de libros, películas o conversaciones con su padre o sir Peter Wheeler. Y, por supuesto, obliga a Deza a preguntarse qué podría hacer él en determinadas circunstancias, cómo se vería su rostro mañana. Porque no encuentra respuesta a la pregunta de Tupra de por qué no se puede andar golpeando a la gente, o matándola.
Tal vez haya algo del enigmático Übermensch kurtziano en Tupra —un Kurtz que aún no ha sido abatido por la enfermedad y la culpa. Y al igual que el creador de Kurtz, Joseph Conrad, Marías logra muchos de sus mejores efectos mediante el uso de una técnica narrativa sofisticada para contar historias que a menudo rayan en lo espeluznante. Sus novelas se tienden a construir hacia algún momento de revelación largamente esperado, que luego altera de manera decisiva nuestra comprensión de todo lo que ha sucedido antes: nos enteramos de un asesinato al final de Corazón tan blanco; tanto Un hombre sentimental como Todas las almas concluyen con un suicidio, mientras que en la última sección de Mañana en la batalla piensa en mí, Víctor finalmente se encuentra con el hombre al que casi le pone los cuernos, solamente para enterarse de que en el momento de la muerte de Marta, Deán Téllez estaba en Londres con su amante, y que ella también murió esa misma noche, atropellada por un taxi negro después de escapar del intento de estrangularla de Deán en un autobús de dos pisos.
Sobre todo, las novelas de Marías se ocupan de los procesos de narrar, de lo que significa contar y no contar, de los lazos que establecemos o disolvemos al contar, de las formas en que contar puede liberarnos del pasado o enclaustrarnos en él. “No debería uno contar nunca nada”, declara Deza en la frase inicial de Tu rostro mañana, pero luego procede a contarnos todo lo que hace y piensa, y hace de ese relato una actuación compulsiva y apasionante; porque él es una de esas personas en las que nada se pierde.
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Artículo aparecido en The New York Review of Books, en enero de 2008. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.
El sincretismo es una tendencia a conjuntar y armonizar corrientes de pensamiento o ideas opuestas. Pareciera que Andrés Bello fue un sincretista y eso es notorio en su ideario jurídico. Hoy diríamos, un amarillo, o sea, un moderado o ecléctico. De ahí la gran dificultad de caracterizarlo. A pesar de ello, quienes lo han intentado caracterizar suelen arrastrarlo a ciertos idearios globales o posteriores, incurriendo no solo en anacronismos (como decir que Bello era iusnaturalista o positivista, olvidando que estos son movimientos filosóficos posteriores a su época). No hay dudas de la influencia que ejercieron en Bello los juristas Jeremy Bentham y Friedrich Karl von Savigny, pero es necesario armar el cuadro completo de las ideas que conformaron su cosmovisión jurídica. Veamos.
Bello como jurista hecho a sí mismo
En cuanto al Derecho, fue Bello un self-made man: un hombre que se hizo a sí mismo a través de sus lecturas al hilo de los desafíos que se le imponían a cada momento. No tuvo un proceso de aprendizaje sistemático, por ejemplo, a través de algún estudio regular. Pero sorprende la profundidad de sus conocimientos y cabe preguntarse cómo los fue adquiriendo; seguramente poco a poco, a través de múltiples lecturas y experiencias de las normas (en sus funciones como secretario u oficial administrativo), pero de manera sólida. Cinco ejemplos caben recordar:
1- Apenas llegó a Chile con 47 años, además de asumir el cargo oficial para el cual se lo contrató (esto es, consultor y secretario en el Ministerio de Relaciones Exteriores, Justicia y Culto), recibe en 1830 el encargo de dirigir el Colegio de Santiago, donde enseña Derecho Universal. ¿Qué hizo para ello? Echó mano a los textos que conocía y que portaba de Bentham, y de otros autores, de los cuales exprimió elementos jurídicos. Se transformó así en un profesor de Derecho.
2- El mismo año es nombrado redactor de El Araucano, en donde pudo reunir aún más elementos jurídicos. Para esta tarea recibía materiales extranjeros (libros y periódicos jurídicos, que llegaban habitualmente en barcos) que le iban sirviendo para educarse, para tomar textos, traduciéndolos para publicarlos en las distintas secciones de dicho periódico; para escribir ensayos de las más variadas materias, pero en especial de naturaleza jurídica, cubriendo varias de sus disciplinas y no únicamente el derecho civil. Una compilación de sus textos jurídicos es una buena muestra de ello. En 1832 editó su importante texto jurídico sobre derecho de gentes, el cual tuvo dos ediciones más en 1844 y 1864. Se transformó así en un autor de derecho.
3- No es discutido que Bello fue un jurista en las sombras durante la elaboración de la Constitución de 1833; ello pareciera evidente, dado su papel fundamental en medio de la institucionalidad de la época, y no pudo sino haber ayudado en su redacción.
4- Entre medio, con un fin práctico más bien y como una mera formalidad, en 1836 la Universidad de San Felipe le confiere a Bello el Bachillerato en Cánones y Leyes. Es como un doctorado honoris causa. Pero la verdad es que Bello se venía formando a sí mismo, a través de diversas lecturas, las que se sumaron a las de su primera época londinense, en especial de las obras de Bentham.
5- En fin, en 1840, con 59 años, atendido el reconocimiento de Bello como jurista insigne, es uno de los elegidos por el Senado para codificar las leyes civiles.
Bello ya es entonces un jurista.
Ahora podemos revisar su ideario jurídico, a la luz de lo que han señalado sus biógrafos y de lo que hemos concluido nosotros.
Apenas llegó a Chile con 47 años, además de asumir el cargo oficial para el cual se lo contrató (esto es, consultor y secretario en el Ministerio de Relaciones Exteriores, Justicia y Culto), recibe en 1830 el encargo de dirigir el Colegio de Santiago, donde enseña Derecho Universal. ¿Qué hizo para ello? Echó mano a los textos que conocía y que portaba de Bentham, y de otros autores, de los cuales exprimió elementos jurídicos. Se transformó así en un profesor de Derecho.
¿Un ecléctico?
Pedro Lira Urquieta califica a Bello de “ecléctico”, conservador y progresista a la vez. En este sentido, es reconocida como una de las influencias que actuaron en Bello la benthamiana; esta se habría cristalizado, entre otros aspectos, en la omnipotencia de la ley como fuente del derecho. Por su parte, Felipe Vicencio también aduce esta posición ecléctica, argumentando que esto se vio reflejado en su carácter y personalidad, “[en los que] imperaron el equilibrio, la mesura, la lejanía de los extremos”. Agrega Vicencio que, “dada su viva inquietud por el conocimiento, en consonancia con un espíritu científico bien asentado sobre una sincera fe religiosa católica, su construcción al respecto, en términos generales, es más bien ecléctica, no axiomática”. Vicencio trae a colación como prueba de este eclecticismo, la siguiente cita de un trabajo crítico de Bello, en que si bien denota su cercanía con el utilitarismo, señala en relación a la disputa entre las doctrinas racionalistas y utilitaristas: “Ni a las unas ni a las otras adherimos enteramente; lo que nos proponemos en estos Apuntes, es señalar un rumbo medio que nos parece más satisfactorio y seguro” (Bello 1846-1847: se trata de sus conocidos Apuntes sobre la teoría de los sentimientos morales, de Mr. Jouffroy). Por cierto, que esta frase de Bello es de un ecléctico y en ello aciertan Alamiro de Ávila Martel, Alejandro Guzmán Brito y Vicencio. Cabe destacar de ese texto la búsqueda del rumbo medio que confiesa perseguir Bello, lo cual es bien notorio en su obra.
¿Un benthamita?
Hemos visto que las ideas de Bentham arribaron efectivamente a Chile y uno de sus principales difusores y promotores fue precisamente Bello. Esto no deja de llamar la atención, dada la aparente contradicción entre las posturas ideológicas de ambos: Bello un aparente conservador y creyente, y Bentham, un liberal agnóstico. Justamente ahí radica lo interesante de la figura de Bello, la forma en que logró incorporar las ideas liberales de Bentham, haciéndolas suyas en medio de un ambiente sumamente conservador. Tras sus obras principales están casi siempre presentes las ideas de Bentham, quien desde un comienzo influyó y alimentó muchas de las ideas jurídicas de Bello; pero, no todas.
¿Un híbrido, entonces? Así lo califica Agustín Squella, pero lo hace desde la perspectiva filosófico-política. Dice que es “un híbrido liberal conservador (…); o, si se prefiere, ¿fue Bello un conservador con chispazos liberales o acaso un liberal que se vio obligado a adoptar posiciones conservadoras en la timorata sociedad chilena del siglo XIX?”. Vale la pena consignarlo aquí, pues proviene de un conocedor del ideario de Bello.
¿Positivista y iusnaturalista a la vez?
Recordemos que Bello fue estudiante en 1797 en la Real y Pontificia Universidad de Caracas, en la que podría haber iniciado sus estudios de derecho. Si bien se podría pensar que, dada su formación, su inicio jurídico habría estado marcado por ideas cercanas a lo que hoy llamamos iusnaturalismo, pareciera ser que la doctrina enseñada en dicha casa de estudios no caló muy hondo en él. Así, en una correspondencia de 1824, Bello ya se preguntaba si seguía aún en vigencia en esa universidad el “tontillo de la doctrina aristotélica-tomista y demás antiguallas”. Al respecto, Ávila, Guzmán, Iván Jaksic y Vicencio, afirman que Bello fue al mismo tiempo iusnaturalista y positivista, dejando de lado el hecho de que es una suerte de anacronismo sindicar a Bello unas tendencias filosóficas posteriores, que surgen de los debates del siglo XX. Incluso Guzmán califica también a Savigny de positivista. Es complejo sostener esta teoría, en cuanto resulta difícil hacer compatible el supuesto sustrato iusnaturalista con las ideas utilitaristas que Bello adquirió con posterioridad. En este sentido, pareciera que el acogimiento al derecho natural, si es que existió, fue una fase que quedó arrumbada en la juventud de Bello. Si aceptamos esa transposición, además, es bien discutible que hubiesen coincidido completamente, en un mismo tiempo, ambas creencias en Bello, lo que no es convincente, pues no pareciera ser posible que Bello pudiese ser al mismo tiempo un iusnaturalista y un positivista, dada la lejanía y contradicción de ambas convicciones filosófico-jurídicas, y las consecuencias que tiene cada una de esas posiciones. Lo más probable es que Bello pudo haber abrazado alguna idea iusnaturalista en su juventud, pero es claro que la abandonó con posterioridad, al abrazar el utilitarismo unido con su apego a la ley y el legalismo (lo que hoy se suele confundir con el positivismo jurídico). Existe un único texto de Bello en su libro de Derecho internacional que se refiere a un Derecho divino, idea que no desarrolló en ningún otro sitio, y que es contradictoria con todo el resto de su obra; si bien esto último llama poderosamente la atención. En todo caso, toda su obra codificadora, y la implantación del imperio de la ley y del principio de la legalidad es algo más coherente con la etapa chilena de su evolución intelectual que un supuesto iusnaturalismo, nada desarrollado en sus escritos, salvo ese acápite.
Lo que pareciera más real es que en Bello hubo una evolución en su pensamiento jurídico. Si fuese efectivo que en su juventud abrazó transitoriamente ideas que hoy calificamos de iusnaturalistas, a las que solo se acercó en esa primera enseñanza en su Venezuela natal, seguramente fueron reemplazadas por su posterior conocimiento y convicción utilitarista, luego de creer en ese artificio jurídico que es la ley y la codificación, y finalizó abrazando además el historicismo. La coincidencia entre el imperio de la ley positiva y el historicismo (que agrega la costumbre) es solo coherente en la medida que hubiese abandonado eventuales ideas de un origen del derecho distinto a las convicciones del pueblo o al acuerdo en las asambleas parlamentarias.
Bello, un jurista tricolor. Es por lo demás lo propio de la circulación de las ideas jurídicas, donde los sistemas completamente cerrados o herméticos casi no existen. Siempre los sistemas jurídicos y los idearios de los juristas han estado expuestos y dispuestos a esa síncresis.
El sincretismo de Bello
Lo que hizo Bello, entonces, fue sumar a su ideario de manera sucesiva buena parte de las ideas benthamianas y luego las savignyanas, llegando así a ese caudal sincrético de ideas que él tenía. Esto confirma lo que se ha comprobado sobre el modo selectivo en que Bello se dejaba influir por las ideas ajenas. Bello iba agregando las nuevas ideas que lo cautivaban, sin abandonar en lo posible o del todo las ideas más antiguas, salvo grave contradicción. En esto me parece que no hay discusión entre sus biógrafos y conocedores de su obra. Pero, entre el agregado de nuevas ideas y el abandono de las antiguas debió existir cierta coherencia. No podemos concebir entonces una síncresis tal en las convicciones de Bello que permitiesen calificarlo, a la vez, de iusnaturalista, positivista e historicista (como pretenden reputados biógrafos y conocedores de Bello). Es bien improbable que él se sintiera a sí mismo presa de tal florilegio. Todas esas ideas simultáneamente no permiten explicar a Bello como jurista. Quizás algunas de las ideas de esos sistemas de pensamiento predominaron en algunas de las etapas de su vida, pero las tres a la vez constituyen una situación irreal. Pareciera mejor hipótesis afirmar que Bello no fue ni lo uno ni lo otro, abrazando solo algunos aspectos o bases jurídicas identificadas con esas posiciones filosóficas o metodológicas, las cuales están bien identificadas. No veo a Bello, en caso de que hubiese escrito un texto autobiográfico, identificándose a sí mismo con alguno de esos tres idearios siquiera. Así:
a) quizás en su vida personal nunca dejó de ser un creyente, pero eso no lo transforma en un iusnaturalista (como hoy se conoce a tal adscripción filosófica), pues es contradictorio con toda su definición legalista y sus referencias al derecho de los hombres como fruto del acuerdo social;
b) luego, su adoración de la ley, como hombre de la época, no lo transforma en un positivista, que es una adscripción filosófica posterior, pues es contradictoria con su percepción de que el derecho también se origina en las costumbres;
c) su apego a muchos conceptos jurídicos benthamianos, como la utilidad y la felicidad como explicación de los fines de la tarea legislativa de los pueblos, no lo hace un completo benthamiano filosófico ni un liberal ni un agnóstico;
d) quizás su apego sincero a bases esenciales de la Escuela histórica savignyana, en cuanto al origen costumbrista del derecho, ya sea antes o al lado de la ley (lo que lo separa de todo iusnaturalismo o positivismo) es lo que más lo describe como jurista.
¿Cómo llamarlo entonces? De partida, y antes de responder, nos alejamos de esas filosofías jurídicas tan mencionadas por sus biógrafos o estudiosos: Bello no parece ser iusnaturalista ni positivista, ni de algunas de sus tendencias actuales. Si hubiese que sindicarle alguna tendencia jurídica quizás habría que calificarlo como un anticipador del movimiento jurídico posterior denominado realismo, cuyo análisis cabrá realizar a la luz de los nuevos antecedentes revelados últimamente, para lo cual acaso sea de utilidad una compilación de sus textos jurídicos.
Juristas rojos, azules y amarillos: el sincretismo tricolor de Bello
Joaquín Trujillo, en el frontispicio de su Andrés Bello: Libertad, imperio, estilo (2019), ofrece un dramatis personae y clasifica a los distintos personajes de la época de Bello (y aun a algunos actuales) en tres grupos: rojos, amarillos y azules; siendo rojos, en general los liberales, progresistas y románticos de izquierda; azules los conservadores y románticos de derecha; y amarillos los eclécticos y moderados. Ciertamente Trujillo sitúa a Bello entre los amarillos: un ecléctico o moderado. Sitúa a Savigny entre los azules: un conservador. Pero no sitúa a Bentham en color alguno, lo omite. ¿Lo olvidó? ¿No era importante acaso? Yo me atrevería a situarlo entre los rojos, por su liberalismo o progresismo. Si así fuese, entonces en este escrito hemos visitado a una trilogía de juristas cada uno con su color: Bentham un rojo, Savigny un azul y Bello un amarillo. Pero es más real decir que este último se dejó teñir tanto por el rojo de Bentham como por el azul de Savigny. ¿El resultado? Bello, un jurista tricolor. Es por lo demás lo propio de la circulación de las ideas jurídicas, donde los sistemas completamente cerrados o herméticos casi no existen. Siempre los sistemas jurídicos y los idearios de los juristas han estado expuestos y dispuestos a esa síncresis.
Andrés Bello. Escritos sobre fuentes del Derecho: Constitución, ley, costumbre y jurisprudencia, Alejandro Vergara Blanco, Editorial Jurídica de Chile, 2022, 456 páginas, $29.000.
En los últimos días de enero, el cineasta y guionista argentino Mariano Llinás (1975) visitó Chile para dictar en la Escuela de Cine de la Universidad Diego Portales dos clases magistrales sobre temas que conoce muy bien: por un lado, su nutrida carrera como director de filmes experimentales, ajenos a los plazos y límites que impone la industria fílmica, y por otro, su exitosa labor como coguionista de películas con vocación masiva.
Hijo de escritor (el poeta surrealista Julio Llinás) y hermano de actriz (Verónica, que participa en sus películas), en su primera faceta Llinás destacó por ser unos de los directores más jugados de la generosa cantera que renovó el cine trasandino a partir de los años 90 —conocida bajo el rótulo de “nuevo cine argentino”—, y donde caben cineastas tan disímiles como Lucrecia Martel, el fallecido Fabián Bielinsky, Pablo Trapero y Bruno Stagnaro, entre otros. A través de su productora El Pampero Cine, Llinás ha radicalizado los métodos del cine independiente, trabajando con presupuestos bajísimos, equipos que la industria deshecha y tiempos de rodaje que pueden extenderse por varios años. A nivel narrativo, películas suyas como Historias extraordinarias (2008), La flor (2018) y Concierto para la batalla de El Tala (2021) desafían los argumentos lineales, las duraciones impuestas por el canon (La flor dura 13 horas y 53 minutos) y a menudo devienen exploraciones autoconscientes sobre el proceso mismo de narrar. Es un cine que se apropia sin tapujos de la fecunda tradición narrativa rioplatense.
Obviamente, Llinás es más conocido por su otra faceta, la de guionista que sigue, más o menos al pie de la letra, las fórmulas del guion clásico, y particularmente por ser el guionista de cabecera del director Santiago Mitre, con quien ha establecido una colaboración creativa que ha entregado filmes notables: El estudiante (2011), La patota (2015), La cordillera (2017) y Argentina, 1985 (2022), la película sobre el Juicio a las Juntas de la dictadura argentina que se ha convertido en un fenómeno mundial.
Felicidades: Argentina, 1985 ganó el Globo de Oro y el Goya, y está nominada al Oscar. ¿Qué le parecen las películas que le compiten? La verdad es que no las he visto. Sé que hay cierta rivalidad, a nivel de plataformas, con la alemana Sin novedad en el frente, porque es de Netflix y la nuestra de Amazon. Además, la alemana y la nuestra son las dos que tienen el tema político detrás. Sin novedad tiene el trasfondo antibelicista de la Primera Guerra Mundial y eso la puede hacer ganar. Aunque si nos siguen haciendo el favor los fascistas, puede que andemos bien. Nuestro triunfo en los Globos de Oro hay que dedicárselo a los bolsonaristas, que atacaron el Parlamento brasileño. Aquello nos benefició, sin duda. Cualquier cosa que huela a Golpe, a trumpismo y amenaza para la democracia nos ayuda, porque 1985 es una película sobre las dificultades que tiene la democracia como proyecto colectivo.
¿Le sorprendió que Argentina, 1985 tuviera tanto éxito? Hasta cierto punto, lo intuí, pero no al nivel que llegó. En Buenos Aires fue muy contundente, se salió del eje de las películas y se convirtió en un acontecimiento sociopolítico del cual hablaban todos. No había político que no tuviera algo que decir. Fue un fenómeno cinematográfico como los de antes, como las películas de los años 70 y 80, que ponían temas sobre la mesa de los cuales se discutía.
Desde hace 20 años que la política argentina está en una modalidad muy agresiva —un fenómeno que se conoce como ‘la grieta’— y la película tuvo la astucia de no sumarse a eso. Creo que el éxito de la película tuvo que ver con las ganas de conectar con esos años de la nueva República, donde algo estaba comenzando, y que se opone a esta sensación actual de que algo está terminando. Aunque no sabemos, ese algo, qué es.
Parece que para llegar a un público masivo hay que darle a la gente lo que quiere escuchar. Cierto. El problema es que la gente no sabe lo que quiere escuchar. Lo sabe cuando ya lo tiene, no antes. Por eso no existen recetas para el éxito: el público encuentra lo que le gusta solo cuando lo ve.
¿Y qué encontró el público en 1985? Creo que conectó con algo que la democracia misma no está siendo capaz de proveer: una visión optimista de algo que teníamos y que no nos dimos cuenta de que lo teníamos. También ofreció la oportunidad de sacar la cabeza de cierto hartazgo con el estado de la democracia actual y de sus sumos sacerdotes, los políticos. Tengo la impresión de que 1985 irrumpió en medio de un territorio muy hastiado con la política. Desde hace 20 años que la política argentina está en una modalidad muy agresiva —un fenómeno que se conoce como “la grieta”— y la película tuvo la astucia de no sumarse a eso. Creo que el éxito de la película tuvo que ver con las ganas de conectar con esos años de la nueva República, donde algo estaba comenzando, y que se opone a esta sensación actual de que algo está terminando. Aunque no sabemos, ese algo, qué es.
¿Cómo ve usted la divergencia entre el cine industrial y el alternativo? Existe una especie de romantización del cine independiente, cámara en mano… Pero yo no hago cámara en mano. Ellos, los de la industria, hacen cámara en mano. Ese es un malentendido de base. Un equipo de rodaje, por más chico que sea, puede cargar su trípode, instalarlo, mirar, pensar el plano. Y tiene más tiempo para decidir, para volver a rodar si, por ejemplo, las luces no quedaron bien. Baudelaire decía: quien tiene tiempo, tiene libertad. El cine alternativo tiene tiempo; la industria, no. De hecho, la cámara en mano y el steadicam —el estabilizador de la cámara que va pegado al cuerpo del camarógrafo—, que comenzaron a estar de moda en los 80, son recursos que suelen utilizar los productores para resolver rápido situaciones que, si no, requerirían demasiado tiempo. Por otra parte, el cine industrial tiene mayores necesidades: su misión es narrar a cualquier precio. Muchas veces, cuando le pregunto a alguien qué tal alguna película, me responde: “Se cuenta”. Eso es propio de la industria. En una película independiente nadie quiere que “se cuente”. Más bien se concentra en el lenguaje, en resignificar el lenguaje y experimentarlo sin que sea utilitario para la narración. El cine independiente está despojado de estas obligaciones.
Las películas que dirige parecen tener mucho influjo literario, al punto de que la narración a ratos parece más literatura que cine. No es una competencia, pero la literatura es mi país de origen. Yo vengo de ahí. De hecho, algo que me está gustando cada vez más, a medida que voy filmando y siendo más libre respecto de lo que hago, es filmar libros. Me refiero al libro como objeto. ¿Por qué? Seguramente porque algunas de mis ideas vienen de los libros.
Me refería a la experimentación narrativa. El cine suele ser un artefacto de precisión, de detalles precisos. Y sus filmes tienden a una estética de la imprecisión, con narradores poco confiables. Eso tiene un origen clarísimo en la literatura: Borges. Simular que el relato es una especie de resumen de un relato mayor y fingir la imprecisión son trucos inventados por él. Yo solo he intentado una manera de trasladarlos al cine. La flor, por ejemplo, juega con la idea de que la narración es un acuerdo entre dos personas, entre el narrador y el público, y dice: “Esta historia podría ser de este modo, pero también podría ser de este otro”. Allí el artefacto narrativo queda en evidencia de manera explícita. El espectador sabe que lo que le están contando no es verdad.
Muchas veces, cuando le pregunto a alguien qué tal alguna película, me responde: ‘Se cuenta’. Eso es propio de la industria. En una película independiente nadie quiere que ‘se cuente’. Más bien se concentra en el lenguaje, en resignificar el lenguaje y experimentarlo sin que sea utilitario para la narración. El cine independiente está despojado de estas obligaciones.
También ha coescrito películas más formales en términos narrativos, y la gente engancha igual. Una característica común de sus películas más formales es que son muy políticas y opinan sobre temas polémicos. Por ejemplo, La patota, funciona como una especie de reverso de 1985: el personaje de Dolores Fonzi es violada por un grupo de hombres y en vez de hacer justicia, decide no hacerla. Depende de lo que entendamos por justicia; tal vez ella no cree que la justicia sea lo que las personas que la rodean —que, en general, son hombres— piensan. La patota es un remake de una película dirigida por Daniel Tinayre y protagonizada por Mirtha Legrand en los años 50. El argumento es igual: la chica, Paulina, es violada por una patota y queda embarazada. Ella es de una familia respetable, tiene un novio respetable y es hija de un juez muy respetable. Cuando la violan, todos se ven sacudidos, y al darse cuenta de que está embarazada, quieren el aborto. Pero ella no. Y llega al punto de que se va a vivir con el violador con tal de no abortar. Es una película con un sesgo antiabortista escandaloso. Nosotros decidimos quitarle la premisa antiabortista. Ella decide tener al niño e incluso no denunciar a sus violadores. Y entonces ocurre el escándalo. Me gusta que la película no intente justificar su decisión, algo que cuando se estrenó —fue previo a la marea feminista inmediatamente anterior a la actual— todo el mundo trató de hacer. Decían que no abortaba porque no estaba en sus cabales, porque estaba en shock. Y a mí me parecía que el personaje debía hacer lo que quería, aunque a muchos les pareció mal.
El estudiante cuenta la historia de un novato que entra a estudiar a la Universidad de Buenos Aires y es seducido por la política universitaria, donde termina acumulando mucho poder. ¿Cómo opera ese tipo de política universitaria en Argentina? Es algo que nadie entiende. Por lo demás, no había algo sobre la política universitaria que nos interesara particularmente. Nos servía más bien como metáfora de la política a secas, del ascenso en la política, sin tener que hablar directamente de la política grande. Con la historia del personaje de Esteban Lamothe uno podría pensar en la historia de alguien que parte como dirigente universitario y termina siendo Presidente de la República. De hecho, cuando hicimos La cordillera, pensábamos que el personaje de Darín era el personaje de Lamothe varios años después, y que finalmente había terminado siendo Presidente.
Cuando vi La cordillera pensé que el personaje del Presidente argentino estaba basado en Mauricio Macri. La interpretación de Darín —su inexperiencia política, su ambición desmedida— tenía ciertos guiños, incluso casi físicos. No, no. Es muy difícil, en una democracia con mandatos presidenciales cortos, como la nuestra, hacer algo así, porque el proceso de la película dura más que el gobierno de los presidentes. El Presidente interpretado por Darín, en principio, no tenía que ver con Macri, que era otra cosa. Pero Macri resultó ser, a la larga, un personaje mucho más interesante de lo que se pensaba y terminó teniendo una especie de capacidad para el mal que nadie le concedía, pues tengo la impresión de que todos pensábamos que era un imbécil. Pero resultó ser infinitamente menos ingenuo de lo que suponíamos. Y, entonces, a lo mejor fue Macri el que terminó convirtiéndose en el personaje de Darín.
La cordillera comienza como un thriller político, pero deriva hacia lo fantástico y lo mefistofélico. Son como dos películas en una. Fue muy arriesgada. Esa película implicó una gran decepción para mí. Traté —con la venia de Santiago Mitre, por supuesto— de hacer algo que, según mis módicos parámetros, era revolucionario: cambiar de género en mitad de una película de gran presupuesto, es decir, hacer algo experimental dentro de una película industrial. Yo pensaba: si esto funciona en una superproducción con Darín, cambiamos el cine argentino. No funcionó. No le gustó a nadie, ni a los parientes de mi mujer.
¿Por qué no funcionó? Porque el público quería otra cosa. Quería al Darín de siempre, quería una historia sin dobleces ni pliegues de ningún tipo. Querían cine argentino, querían 1985, no ese nuevo cine fantástico del Río de la Plata que nos animamos a ofrecer.
Elaine Potter Richardson nació en 1949 en Antigua, una isla del Caribe que perteneció al imperio británico, de 18 kilómetros de largo y 12 de ancho. Cuando se fue a Estados Unidos, con solo 17 años, ni siquiera la había recorrido entera. Sin embargo, su paisaje y sus personas la acompañarían siempre, en cada una de esas largas, circulares y afiladas oraciones que comenzó a escribir desde que se cambió de nombre y se convirtió, para todos sus lectores, en una presencia hipnótica. No podría haber dicho lo que dijo con el nombre que le fue dado; sí con el de Jamaica Kincaid, con el que pudo transmitir la noción de que el lugar de nacimiento —la isla, la familia, el pasado— es una condena o un agujero en el que se cae y se caerá siempre.
Kincaid comenzó a leer cuando era muy pequeña, al punto de que su madre la llevó a la escuela a los tres años y medio. “Si te preguntan qué edad tienes, di cinco”, dijo en un tono, más imperativo que cariñoso, aquella mujer que luego ocuparía el centro de buena parte de las obras de su hija. En Mi hermano, Lucy, Mr. Potter o en sus cuentos, la figura de la madre se filtra como un magma viscoso y quemante.
Kincaid fue hija única hasta los 13 años. Para ser exactos, era hija única por el lado de su madre. Su padre murió cuando ella recién había nacido; luego la madre se casó con un carpintero que tuvo alrededor de 30 hijos, con varias mujeres, algo no tan infrecuente en Antigua, pero con ella tuvo tres hijos. El menor es el protagonista de Mi hermano, que relata la agonía de Evon, contagiado de sida y recluido en un hospital donde ni siquiera hay medicamentos.
Pero antes, mucho antes, Kincaid debió cuidar de él, y un día la madre descubrió que su hija no había mudado al niño por estar absorta en la lectura. Era la época en que devoraba las novelas del siglo XIX, cuando soñaba con ser Jane Eyre o Charlotte Brontë o una mezcla de ambas. Entonces su madre agarró todos sus libros y, tras rociarlos con bencina, los quemó.
Nunca ha quedado del todo claro por qué Kincaid llegó a Estados Unidos a trabajar como niñera. Esa es la trama de Lucy, otro de sus relatos autobiográficos, aunque lo que en verdad hace esta autora es desestabilizar las nociones de invención y testimonio. Ella no escribe novelas para eludir el rigor de la verdad, sino justamente para evidenciar el carácter complejo —y no pocas veces turbulento— de la realidad (Saer dixit). Se suponía que debía estudiar enfermería, si bien es probable que su partida fuera una especie de sacrificio en aquellos hogares donde hay más niños que alimentos y comodidades.
El arribo a Nueva York de una joven que nunca se ha subido a un ascensor ni ha comido alimentos del refrigerador, y que debe encargarse de las cuatro hijas del matrimonio Lewis, es el eje de Lucy, una obra donde ya se aprecia esa mirada nada romántica del mundo que se abandonó. La visión de su lugar de origen es feroz y Lucy, por ende, hará todo lo posible por cortar cualquier vínculo: no lee ninguna de las cartas que le envía su madre, y cuando le escribe lo hace para decir que se cambiará de casa, dándole una dirección equivocada. Poco antes agarra el manojo de sobres sin abrir y los quema en la chimenea. Ojo por ojo.
En Kincaid no hay un ápice de nostalgia por su herencia ni victimización por crecer en un ambiente donde lo único que se da libremente es la brutalidad. Es fría y sus personajes parecen haber aprendido a vivir sin amor. En su obra predomina un deseo terrible por cortar los vínculos con todo lo que tenga que ver con el Caribe, lo que tampoco significa que exista admiración por los colonizadores.
Al final de Lucy se anuncia lo que será el recorrido vital de la propia autora: estudiará fotografía, ahorrará dinero y dejará a los Lewis. Kincaid fue recepcionista de la agencia Magnum, pero cuando empezó a inclinarse por la escritura, un amigo le presentó a William Shawn, el editor de The New Yorker, que publicó sus primeros relatos y la sumó a la plantilla de la revista en 1978.
Siete años después publicó Annie John, sobre la infancia y juventud de una niña en las Antillas. El volumen incluye un cuento extraordinario, “La mano”, donde una niña narra de qué manera cambió el amor absoluto que sentía por su madre —y la madre por ella—, cuando cumplió 12 años. Hasta ese momento, vivía en el “paraíso”: le pisaba los talones todo el tiempo a su mamá, absorta por la belleza de los labios, dientes, cabello, y por el tono envolvente de su voz y el olor a limón, salvia o laurel de su cuello. “Qué horrible —dice la niña— debía de ser para cualquier persona no tener quien lo quiera tanto, ni a quien querer tanto”. La magia se rompe un día cualquiera, cuando la pequeña quiere elegir la misma tela que su madre para un vestido: la madre le dice que ya está grandecita para seguir pareciendo “una copia mía en pequeño”. La hija siente que le quitan el suelo bajo los pies, y con esa inestabilidad existencial debe seguir caminando, descubriendo los secretos del sexo y la vida adulta. La embarga el odio y la amargura, como también le sucede a Lucy y a Xuela Claudette Richardson, la mujer que narra su vida en otra historia perturbadora: Autobiografía de mi madre.
En Kincaid no hay un ápice de nostalgia por su herencia ni victimización por crecer en un ambiente donde lo único que se da libremente es la brutalidad. Es fría y sus personajes parecen haber aprendido a vivir sin amor. En su obra predomina un deseo terrible por cortar los vínculos con todo lo que tenga que ver con el Caribe, lo que tampoco significa que exista admiración por los colonizadores. En su radicalidad hay una mujer tan herida como esa niña de “La mano” o como la Lucy que dice que si abría una sola de las cartas que le enviaba la madre se derrumbaría y le darían ganas de tomar el primer avión de regreso a Antigua.
Las consecuencias del colonialismo se aprecian de manera dramática en la obra de Kincaid, pero ella siempre se cuida de que esos seres ignorantes y despreciativos, esas sociedades resquebrajadas, se mantuvieran bien lejos de ella. Hoy es profesora en Harvard, varias veces ha sido candidata al Premio Nobel y vive en Vermont, rodeada de plantas.
Es magistral la manera en que ha sorteado el discurso de la víctima y ha complejizado el devenir de aquellas existencias trasplantadas, construyendo una de las obras más brillantes —y al mismo tiempo oscuras— de hoy, una obra hecha de memoria, furia y desesperación.
En la sombra del sueño americano (Diarios 1971-1991) es la primera traducción al español de la escritura del artista estadounidense David Wojnarowicz (1954-1992). Este es un libro compuesto de viajes, lecturas, historias de cruising, encuentros decisivos y el surgimiento de una obra que se expande del medio fotográfico a la música pop y la instalación, de la pintura al video arte y la escritura. Wojnarowicz fue un artista que se planteó trabajar contra la palabra y no junto a ella, como haría un cómplice silencioso en una escena donde el arte queer y el arte negro no fueron tomados en serio por el mercado y la crítica hasta fines de los 80, tras las rentables muertes de Basquiat, Keith Haring y Robert Mapplethorpe, y las consagraciones de Carrie Mae Weems y David Hammons.
El libro abre en 1971 con un Wojnarowicz de 17 años, un adolescente recién graduado que ya conocía la calle y se prostituía para sobrevivir fuera de un hogar donde el abuso físico y el abandono eran la regla. Saltamos a 1977 y nos encontramos con un hombre de 22 años que escribe monólogos a la manera de William Burroughs y que ha trabado amistad con Herbert Huncke, el más beat de los beat, un sobreviviente del tráfago nocturno de Times Square como él. Los 70 empiezan a despedirse y Wojnarowicz elabora pieza a pieza el cuerpo de una obra que lo hará célebre: lo primero, la serie fotográfica donde usa una máscara con el rostro de Rimbaud y retrata a sus amigos con ella en situaciones sórdidas y rincones patibularios de Manhattan.
Alineado con el verso de Alexander Pope que indica que “el único estudio apropiado al hombre es el hombre”, el material de la obra de Wojnarowicz era él mismo, sus diarios de vida grabados en cassettes y su marginalidad en la Nueva York de los años 70: la ciudad quebrada que Patti Smith romantiza en Éramos unos niños, la capital de la heroína, los apagones, los edificios vacíos y los incendios. Una capital de la decadencia, pero también un sitio donde la resistencia a través del trabajo artístico hizo posible una de las escenas más fértiles que conozcamos.
Según Amy Scholder, editora de este libro, su selección corresponde a un 15 por ciento de los 31 diarios que Wojnarowicz estaba en proceso de organizar cuando murió. En ellos, el autor narra cientos de encuentros sexuales que describe como “hacer el amor”, expresión que revela su apertura al potencial transformativo de estos, aunque fueran anónimos y clandestinos. Esta apertura fue recompensada a fines de 1980, cuando en un bar de Manhattan conoció al fotógrafo Peter Hujar, quien alternativamente cumpliría en su vida los roles de amante, maestro, amigo, hermano y padre. Un mes después, el 21 de enero de 1981, Wojnarowicz escribe en su diario: “Reagan ahora es el presidente de este país, lo único que nos faltaba…” y, refiriéndose a Hujar, “cuando le cuento algo o viceversa, es como si estuviésemos desentrañando sentimientos que terminan siendo casi los mismos en los dos, apenas separados por la clase social o el dinero o algo como la actitud propia de la edad”.
Siente frustración ante la pasividad de los funerales como acto de resistencia y cree en socializar lo privado: ‘Un simple paso puede convertirlo en un espacio mucho más público. No me hagan un funeral. Hagan una manifestación’. Ese es el espíritu furioso de David Wojnarowicz, un rasgo más patente en su escritura que en su obra visual, uno ampliamente representado en este volumen.
El año siguiente Wojnarowicz hace una muestra individual, ve despegar su carrera de artista y empieza a ganar dinero por primera vez en la vida. En 1985 experimenta algo parecido a la consagración cuando es invitado a participar de la Bienal del Whitney Museum, lo que como artista autodidacta creía imposible. Desde entonces, se suceden las muestras en Europa y Nueva York, y el trabajo no cesa. Esto explicaría las pocas entradas en los diarios entre 1981 y 1987. Es, de hecho, en una de esas escasas anotaciones que duda ante la violencia de su obra: “No termina de gustarme el sentido de las obras que muestro, casi todas con imágenes agresivas y que son como una bofetada (…). Realmente ansío encontrar una manera de seducir a las personas, de hacer que se sientan a gusto y renuncien a las cosas terribles que hay en el mundo y digan: Sí, esto es verdadero”.
Esa tensión halla su síntesis en 1987, cuando Peter Hujar muere por causa del virus del sida a los 53 años y Wojnarowicz se arroja a una combinación de activismo y arte político contra quienes negaban derechos constitucionales a las víctimas la epidemia. Es entonces cuando escribe el magnífico ensayo “Living Close to the Knives”, donde recuerda la furia de Hujar contra su sentencia de muerte y su propia mente en blanco mientras fotografiaba las manos, los pies y el rostro de su amigo muerto. Wojnarowicz recibió su propio diagnóstico en agosto de 1988 y ante la certeza de la muerte dobla la urgencia de su apuesta artística, convencido de que “cuando las personas se exponen a sí mismas en su obra (…) aplican una pequeña presión sobre este sistema de control que con gusto adoptaría el fascismo si no sintiera suficiente presión en la garganta”.
El periodo comprendido entre 1987 y 1992, desde la muerte de Hujar a la suya, está signado por la materialidad del cuerpo y su fragilidad, viajes solitarios en auto, viajes con amigos y su pareja, recuerdos demasiado tenaces y reflexiones sobre el uso de estos como material para la creación: “No me interesa tanto hacer literatura como tratar de poner en palabras todo lo que vi y experimenté”. Wojnarowicz crítica cómo el sida es tratado en la esfera social, odia el optimismo de las campañas mediáticas con videos donde “chicos musculosos asintomáticos y lesbianas hacen kick-boxing”, exige que “no pasemos por alto la Muerte como uno de los aspectos del sida” y demanda espacios libres de discursos donde “poder abrazar y pensar la posibilidad real de la Muerte”. Incluso siente frustración ante la pasividad de los funerales como acto de resistencia y cree en socializar lo privado: “Un simple paso puede convertirlo en un espacio mucho más público. No me hagan un funeral. Hagan una manifestación”. Ese es el espíritu furioso de David Wojnarowicz, un rasgo más patente en su escritura que en su obra visual, uno ampliamente representado en este volumen.
Sería injusto cuestionar la decisión de la editorial argentina Caja Negra de presentar la escritura de Wojnarowicz al público hispanohablante a través de sus diarios y no de su majestuoso Close to the Knives: A Memoir of Disintegration, porque este libro y la eficiente traducción Julio Pérez Manzanares y Cristian De Napoli consigue volver al lector un cómplice del autor e iluminar el arco completo de una vida agotada en la búsqueda y la defensa del placer y la libertad.
En la sombra del sueño americano (Diarios 1971-1991), David Wojnarowicz, Caja Negra Editora, 2021, 327 páginas, $18.800.
Roberto Torretti se fue discretamente, como correspondía a su manera de ser. No hubo entierro ni discursos ni ceremoniales. Él mismo dispuso que sus funerales fueran así; se había desengañado hace ya mucho tiempo de las ceremonias oficiales donde se dicen bellas palabras escondiendo lo esencial, que en este caso es la desequilibrada indiferencia en relación con su verdadera lucha en contra de la ignorancia y la chapucería intelectual. ¿Para qué hacer el resumen de los logros de su vida ahora muerto, cuando esos mismos logros no fueron suficientemente valorados cuando estaba vivo? Por eso, ni siquiera dijo “no les quito más tiempo”. Quiso dejar el mundo como si él no hubiera estado nunca en él, desapareció, simplemente. Pero que no se vea en esto ni orgullo ni desprecio. En Roberto no había resentimiento alguno, menos en contra de su país, que amaba profundamente. Se trataba simplemente de puro realismo. Así fueron las cosas y así las asumió.
Desde hace algún tiempo su vida se había transformado en una carga para él. Demasiadas enfermedades, demasiadas miserias, demasiada tristeza. Nos decía: “Si en Chile hubiera existido la eutanasia, yo hace tiempo que no estaría en este mundo”. Era terrible verlo disminuido, rengueando con la ayuda de un carrito, con su cuerpo atacado por mortíferos procesos corrosivos. La enfermedad que lo atacaba avanzaba sin piedad mientras los médicos erraban en el diagnóstico. Carla, la única mujer de su vida, lo cuidó con devoción, postergando su propio trabajo intelectual durante meses y hasta años para dedicarse a aliviar su dolor en la medida de sus fuerzas. ¡Qué conmovedora es la historia de estos dos que se encontraron un día en las aulas de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile, se casaron después en Friburgo y no pudieron separarse nunca más, compartiendo durante toda la vida el amor terrenal con el amor a la sabiduría! Ellos van juntos, no puede uno hablar de uno sin hablar del otro. Los que les otorgaron el Premio Nacional de Humanidades deben haberlo comprendido así, porque curiosamente les concedieron este galardón a los dos juntos. A pesar de estos méritos compartidos, son dos personas completamente diferentes y, en un cierto sentido, hasta contrarias. Ambos son seres excepcionales pero cada uno en su especie. Lo que no tiene uno, lo tiene el otro.
A pesar de las miserias físicas, lo que nunca perdió Roberto fue su lucidez que lo acompañó toda su vida, con su inteligencia y su prodigiosa memoria intactas, protagonizando como siempre la conversación en la que mostraba que, a pesar de sus dolencias, seguía con sus dos pies viviendo en este mundo, informado de todo y con su sabiduría de siempre. Así llegó hasta el final. No se engañó nunca sobre nada. Vivió lealmente en este mundo sin hacerse esperanzas ilusorias ni sobre los dioses ni sobre los hombres. Con su inteligencia privilegiada se dispuso a conocer con el máximo rigor todo lo que podía conocer. Su erudición era incomparable: traducía a Sófocles y a Tucídides, explicaba críticamente la teoría de la relatividad, sabía qué emperador sucedió a Constantino, y lograba salir airoso de todos los laberintos de la geometría contemporánea. Escribió historias de la física y de la geometría, y como no estaba nunca contento de los diseños gráficos que le proponían sus editoriales, los hacía él mismo con una tipografía que él mismo inventó. Hasta creó su propio abecedario griego, que usaba en sus libros y artículos, e inventó una serie de símbolos con los que escribió algunas de sus obras, con el objeto de exponer de manera más clara las fórmulas matemáticas. Una de ellas es El paraíso de Cantor, que de acuerdo con el testimonio del filósofo español Jesús Mosterín, “es la obra mejor y más completa que jamás se ha escrito en español sobre los fundamentos y la filosofía de las matemáticas”.
Su obra creativa comenzó con sus estudios sobre Kant, para derivar después hacia la filosofía de las ciencias: la filosofía de la geometría en el siglo XIX, el rol de la geometría en la teoría de la relatividad y el papel del entendimiento inventivo en la física matemática.
Desde hace algún tiempo su vida se había transformado en una carga para él. Demasiadas enfermedades, demasiadas miserias, demasiada tristeza. Nos decía: ‘Si en Chile hubiera existido la eutanasia, yo hace tiempo que no estaría en este mundo’.
De acuerdo con su propia opinión, el libro Creative Understanding: Philosophical Reflections on Physics, publicado en 1990, era su principal aporte a la filosofía de las ciencias. Este libro fue editado por la Universidad Diego Portales en el 2012, en una traducción hecha por el propio autor, bajo el título Inventar para entender. En él, Roberto expone la tesis según la cual los conceptos científicos, como cualquier otro concepto, surgen en el curso de la historia y, por lo tanto, pueden considerarse como invenciones. Debido a que la tesis se ejemplifica con la experiencia de la física, el libro se subtitula “Reflexiones filosóficas sobre la física”. Que en él Roberto haya puesto en valor para el desarrollo de la física la creatividad y la imaginación, contradice el prejuicio común que se tiene frente a la ciencia pura, que a menudo es vista únicamente como racionalidad.
Amaba la música y en eso nos encontrábamos. Su espíritu minucioso y ordenado lo impulsaba hacia la valoración de obras contrapuntísticas de perfecta factura, como las misas de Bach o la música renacentista. Como le gustaba compartir su afición, tuvo la gentileza de copiarme su colección de discos de Monteverdi, Gesualdo y Palestrina, en versiones perfectísimas que se agenciaba no sé cómo. Porque no solo buscaba la belleza de la música, también le importaba la belleza del sonido y no se contentaba con cualquier intérprete. Para no molestar a Carla, que detestaba que Roberto pusiera la música demasiado fuerte, se acostumbró a escuchar con sofisticados audífonos que encargaba directamente a los productores, porque ni los mejores que se pudieran encontrar en Chile le eran suficientes. A veces yo llegaba a verlo y Roberto me esperaba con una sonrisa en los labios. Había logrado importar unos audífonos ingleses de precio imposible que quería mostrarme. Yo quedaba asombrado escuchando el canturreo de Glenn Gould que podía distinguirse a la perfección mientras interpretaba El arte de la fuga. Pero su predilección era la ópera, que también presenciaba en versiones cada vez más perfectas, de acuerdo con los avances de las tecnologías de grabación, que Roberto celebraba como nadie.
Tenía una sorprendente facilidad para las lenguas. Me corregía mi francés, a pesar de que yo había vivido 15 años en Francia y él solo había visitado el país como turista. Fue el único filósofo chileno que jugó en las ligas mayores y recibió el reconocimiento de sus pares: fue reconocido como miembro de número de la Académie Internationale de Philosophie des Sciences, con sede en Bruselas, en 1988, y elegido miembro del Institut Internationale de Philosophie de París, en 1994. La Universidad de Puerto Rico, por su parte, lo nombró Profesor Emérito en el 2001, organizando un simposio en su honor, y la Universidad de Barcelona le confirió el Doctorado Honoris Causa en el 2005.
En sus opiniones fue siempre certero, bregando incluso a través de los periódicos por las buenas causas ciudadanas. A lo largo de su existencia vivió entre libros, acumulando muchos más saberes que los necesarios para realizar su labor de profesor y escritor, y enseñando lo que sabía con generosidad y disciplina. Miraba la vida con distanciamiento, con sabio escepticismo y sin caer en ningún entusiasmo excesivo que lo fuera a desviar de su ruta de pensador. Si bien siempre tuvo sus propias opciones políticas, que a lo largo de su vida fueron cambiando, nunca militó en ninguna causa, aunque defendió sus ideas con mucha pasión. Era liberal, republicano, detestaba las beaterías de todo tipo y defendió siempre con ahínco los fueros de la cultura y el pensamiento.
Gran persona, una lámpara en medio de la oscuridad chilensis. Gran amigo también, nos unió la curiosidad, el amor a los griegos, la música, el aprecio por la cocina italiana y el gusto por la conversación. A los que apreciamos su grandeza nos va a faltar su sabiduría. Ahora la noche se ve más oscura. Su muerte debe haber sido tranquila y serena, como lo ha sido siempre la disolución del mundo en tierra. Polvo fue y en polvo se convirtió. Una tierra siempre iluminada por la luz de las estrellas.
En su juventud escribió una novela con Carlos Fuentes mientras ambos eran alumnos del colegio The Grange. Se graduó con honores en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, pero nunca fue abogado. Prefirió dedicarse a la filosofía luego de doctorarse en Alemania con una tesis sobre Fichte.
Se llamó Roberto Torretti y es —y luego de su muerte seguirá siendo— uno de los más importantes filósofos e historiadores de la ciencia contemporáneos.
El hilo conductor de su trabajo intelectual [desplegado en Manuel Kant (1967, 1980, 2005), Philosophy of Geometry from Riemann to Poincaré (1978), Relativity and Geometry (1983), Creative Understanding (1990), El paraíso de Cantor (1998), The Philosophy of Physics (1999), el Diccionario de lógica y filosofía de las ciencias (2002)] puede presentarse echando mano a la distinción kantiana entre conocimiento intuitivo y conocimiento discursivo. Mientras el primero se relaciona con la sensibilidad (en el lenguaje kantiano esto equivaldría a la percepción), el segundo atinge al entendimiento, y a veces Kant lo denomina simplemente pensar y se relaciona con los conceptos. Kant supuso que gracias a este último —el conocimiento discursivo—, el flujo, de otra manera caótico de las sensaciones, podía ser transformado en objetos, en fenómenos y finalmente en experiencia. La tradición kantiana pareció creer que ese número de conceptos, gracias a los cuales la experiencia resulta constituida, era fijo y limitado, de suerte que el sujeto de los pensamientos construiría el mundo como si fuera un observador quieto y recostado, sin intervenir de manera alguna en él.
Esa imagen no se correspondería, piensa Torretti, con la historicidad del conocimiento, que muestra que los seres humanos combinamos con cierta libertad nuestros conceptos, inventamos algunos, desechamos otros, y mezclamos los de más allá, haciendo así posible nuestro trato y conocimiento del mundo, el que sería contextual y relativo a un sistema de conceptos sin, por eso, dejar de ser objetivo.
Torretti no cree, pues, que los conceptos con que atrapamos la realidad sean un número fijo o ahistórico. Por el contrario, él piensa que nuestros conceptos están infectados de historia. Al compás de ella —y de los dilemas que surgen al emplearlos—, los conceptos son reemplazados, sustituidos, transformados, a veces inventados.
¿Significa eso que una teoría científica surgida al amparo de un cierto contexto es inconmensurable con respecto de otra aparecida en un contexto histórico diverso?
No, en absoluto, responde Torretti. Solo transitamos de una teoría a otra, de un modo de pensar a otro, explica en Creative Understanding (1990), cuando la vieja teoría se revela insuficiente. Pero la crítica conceptual que permite detectar esa insuficiencia, y así transitar a la nueva teoría, parte “del mismísimo modo de pensar que ella diseca y disuelve”. Así pues, no hay abismos en la historia intelectual de las teorías científicas. La historia de la ciencia no sería una sucesión de cosmovisiones incompatibles.
El punto de vista de Torretti no solo resulta opuesto al realismo científico (la idea de que el mundo es independiente de la mente y no se corresponde con nuestra experiencia cotidiana); pero también al relativismo extremo (por ejemplo, de Kuhn), que ve en las teorías científicas discursos inconmensurables entre sí. En vez de eso, Torretti ha descrito el conocimiento humano, echando mano a una figura de Wittgenstein, como una ciudad vieja con calles nuevas, todas las cuales acaban, a pesar de las apariencias, comunicándose entre sí. “Las torres de acero y cristal de la teoría —dijo en otra ocasión— siempre pueden comunicarse entre sí a través de las arenas movedizas de la conversación humana sobre la cual reposan”. Y es que la conversación humana no transcurre en el mundo de la teoría, sino en el mundo a la mano, el mundo con el que tenemos trato cotidiano. “Porque la apertura en que consiste primordialmente la verdad —explica en sus Estudios filosóficos 2010-2014— no es un estado de cosas duradero y homogéneo, sino un acontecer diacrónica y sincrónicamente polimorfo, no es dable esperar que adopte una configuración definitiva, ni que se ordene como un solo ámbito coherente de luz, libre de sombras”. Sobra subrayar cuán importante es este punto de vista para la filosofía general, especialmente en tiempos en que muchos se apresuran, a veces con los más extravagantes pretextos, a derivar de la crítica a la metafísica o al realismo científico un simple irracionalismo.
Mostrar que el conocimiento y la ciencia son posibles gracias a la invención de conceptos y a la arena movediza de la conversación humana, es parte del espléndido trabajo intelectual del profesor Torretti.
Roberto Torretti fue un hombre excepcionalmente culto, que se comportaba como un pez en el agua en casi todos los ámbitos de la cultura, y un filósofo extraordinariamente preciso y profesional, alguien que conoció muy bien la literatura de su oficio, que dio a su disciplina dos o tres libros que son considerados de lo mejor que se ha producido en cualquier lengua, y que conoció mejor que ninguno dónde principian los límites más allá de los cuales es mejor guardar silencio.
¿Qué es lo que alentó una vocación como la de Torretti y qué preguntas son las que lo agobiaron para que se dedicara con tal intensidad al trabajo intelectual?
“De joven era un ardiente partidario de la vejez y me sabía de memoria un poema de Browning que empieza diciendo ‘envejece conmigo / lo mejor está aún por venir’. Y aunque mi adolescencia no fue nada turbulenta, entre los 30 y los 40 años de edad tenía una inquietud terrible”, confesó Roberto Torretti a Eduardo Carrasco en su libro de conversaciones En el cielo solo las estrellas (2006).
“Tuviste entonces angustia”, anota Eduardo, sin ocultar su esperanza de haber hallado por fin algún meandro metafísico.
“No precisamente —responde Roberto Torretti—. La época que estuve más angustiado en mi vida, al extremo de que despertaba agitado en medio de la noche, fue un mes que viví en Puerto Rico sin saber si nos iban a dar una visa americana”.
A quienes piensan que la filosofía se alimenta de tribulaciones y de preguntas trascendentes acerca de la existencia, e imaginan a los filósofos cargando sobre sus hombros todos los enigmas de la condición humana, una respuesta como esa les propinará una cierta desilusión. ¿Acaso la filosofía no nos entrevera inevitablemente con profundidades angustiosas? Después de todo, hay filósofos felices, hombres reflexivos cuya fuente de angustia no tiene nada que ver con su oficio, sino que es la misma que podemos tener usted o yo: ¿La preocupación por una visa que se niegan a concedernos, una cierta inquietud por el cambio de trabajo?, nada muy espectacular en suma.
A juzgar por lo que uno escuchó a Roberto Torretti, parece que sí, parece que hay, después de todo, filósofos felices, porque Roberto Torretti fue cualquier cosa menos un intelectual angustiado de esos que andan por la vida haciéndonos creer que llevan sobre sus hombros las preguntas de la humanidad entera.
En vez de todo eso, Roberto Torretti fue un hombre excepcionalmente culto, que se comportaba como un pez en el agua en casi todos los ámbitos de la cultura, y un filósofo extraordinariamente preciso y profesional, alguien que conoció muy bien la literatura de su oficio, que dio a su disciplina dos o tres libros que son considerados de lo mejor que se ha producido en cualquier lengua, y que conoció mejor que ninguno dónde principian los límites más allá de los cuales es mejor guardar silencio.
Y es que en opinión de Roberto Torretti, la metafísica —ese empeño por buscar un fundamento, una realidad última e incombustible que confiera sentido al conjunto de lo que hay— simplemente se acabó. En esto, según él mismo sugirió, la última palabra la habría dicho Wittgenstein: los problemas metafísicos son simples malentendidos, porfiados intentos de los seres humanos por ir más allá de los límites del lenguaje, como si fuéramos una mosca estrellándose una y otra vez con las paredes de la botella. La filosofía, entonces, no tiene por objeto revelarnos una realidad que de otra manera se nos escaparía. Su tarea es simplemente la de mostrar a la mosca —es decir, a cada uno de nosotros— cómo salir de la botella. Los problemas metafísicos, en otras palabras, no tendrían solución, sino terapia y esa terapia es, a fin de cuentas, la filosofía, una actividad humana capaz de mostrarnos los límites y decirnos hasta dónde podemos llegar.
Quizá por eso Roberto Torretti pensó que la filosofía confiere cierta paz y serenidad; aunque ello no provenga del hecho que la filosofía nos haya proporcionado una respuesta a nuestras tribulaciones más profundas, sino que deriva del hecho que nos ha mostrado que no existe ninguna y que hay ciertas cosas que simplemente no podemos saber.
“Tal vez por eso —dijo Torretti— me interesa poco de dónde las cosas vienen y solo a corto y mediano plazo me preocupa adónde van. Vivimos ahora. The rest is silence”.
Y es que Roberto Torretti no solo fue un hombre de cultura —uno de los más excepcionales que ha producido nuestro país—, sino también un filósofo que, por decirlo así, venía de vuelta de todas esas ilusiones que alguna vez pusieron a la filosofía a la cabeza de la cultura y de la historia.
La historia de la derecha en Chile muestra un importante pluralismo, especialmente durante el siglo XX. Él se vio severamente limitado durante la dictadura y la transición a la democracia iniciada en 1990.
Si se atiende a lo que ha sido la historia de esa derecha, incluida su historia intelectual, constan cuatro tradiciones de pensamiento, las que a su vez pueden ser ordenadas en dos ejes, uno con los polos Estado y mercado, otro con los polos cristianismo y laicismo.
Las combinaciones arrojan una tradición cristiana-liberal, moralmente conservadora, pero vinculada a la economía de mercado; una tradición socialcristiana, usualmente conservadora, pero más cercana al compromiso con las clases pobres y trabajadoras; una tradición liberal-laica, similar en el campo económico al cristianismo-liberal, pero distanciada de él en sus concepciones morales y políticas; y una tradición nacional-popular, que muestra una consciencia más despierta respecto de los límites de las nociones económicas y busca rehabilitar el significado político de las ideas de nación o pueblo, así como un concepto existencial o menos mecanicista del Estado.
Las cuatro tradiciones han tenido importantes realizaciones. La cristiano-liberal se expresa en la UDI y parte de RN. La socialcristiana, en el antiguo Partido Conservador, la Falange Nacional, contemporáneamente, en Solidaridad. La tradición laica liberal se realiza en el Partido Liberal, hoy en Evópoli. La laica y nacional-popular, en el Partido Nacional de 1915, en el “ibañismo” y el Partido Agrario-Laborista, en un ala del Partido Nacional, en parte de Renovación Nacional.
En cuanto a los pensadores de la derecha o políticos con talante más intelectual, las categorías también logran aplicación. Barros Arana es liberal laico; Encina, nacional-popular; Jaime Guzmán, cristiano-liberal, después de un período socialcristiano. Por los cristiano-liberales califica también Zorobabel Rodríguez. Mario Góngora, de joven un socialcristiano, pasa a combinar luego elementos socialcristianos y nacional-populares.
La clasificación sirve para ubicar a los autores y los grupos de la derecha; y, a los efectos del presente texto, especialmente, para mostrar que el pensamiento de la derecha es más complejo a como habitualmente se lo presenta.
2. Guzmán y Friedman
Durante la dictadura de Pinochet, la derecha pasa a ser hegemonizada por una síntesis entre el pensamiento de los discípulos de Milton Friedman y el de Jaime Guzmán. Las tesis de Friedman para la arena política, tal como él las expone en su libro programático Capitalismo y libertad, son un atomismo social, que concibe al individuo como entidad última y a la libertad individual como fin supremo; al Estado como instrumento posterior, al servicio del individuo; al mercado libre como la articulación que coordina más adecuadamente los intereses individuales; además, la idea de que la libertad económica es condición necesaria de la libertad política.
El neoliberalismo de Friedman podría haber quedado en las aulas. En Chile, en cambio, entró, gracias a la colaboración de Jaime Guzmán, en la política misma. Las ideas de Friedman son compatibles con el pensamiento que el jurista desarrolla desde la segunda mitad de los 60.
Guzmán afirma la prioridad del individuo respecto de la sociedad y el Estado. Mientras “puede concebirse la existencia temporal de un hombre al margen de toda sociedad”, Estado y sociedad no existen sin los individuos que los componen, se lee en la Declaración de principios de la Junta. Como consecuencia, el Estado queda subordinado al individuo. La limitación del Estado tiene su expresión operativa en el principio de la subsidiariedad. Este, desarraigado de sus fuentes socialcristiana y romántica, pasó a ser entendido por Guzmán de un modo acentuadamente negativo: como la exigencia de la abstención estatal, salvo excepciones calificadas, en todos aquellos asuntos que son campo específico de las agrupaciones menores. El impulso económico es radicado en sede privada, en el afán de los individuos de “querer hacer cosas y querer ganar dinero”, escribe Guzmán.
La alianza quedó sellada en el nivel ideológico, pero también en un nivel operativo, y aquí en dos sentidos. El gremialismo aglutina jóvenes de Derecho e ingeniería comercial de la Universidad Católica. Y los cuadros formados en Santiago y Chicago van encontrando lugar e influencia en la dictadura. Más tarde, la síntesis ideológica es eje discursivo de la oposición de derecha a los gobiernos de la Concertación. Aquí entra a incidir un nuevo tipo de organización: el think tank partidista, bajo financiamiento empresarial opaco. La derecha “Chicago-gremialista” quedó así firmemente instalada no solo en la dimensión discursiva, sino en la de las infraestructuras del poder.
En la rehabilitación de su capacidad ideológica es fundamental que la derecha active sus tradiciones, especialmente las soslayadas desde la dictadura: el pensamiento nacional-popular y el socialcristianismo. Ellas no solo cuentan con los autores más significativos en la historia del pensamiento chileno (Góngora, Edwards, Encina, T. Pinochet, Galdames, Salas, etc.), sino que serían un complemento capaz de poner coto y tino, moderando el desenfrenado economicismo de la eficiencia y la gestión, que amenaza con hundir en la irrelevancia a los actuales partidos de ese sector.
3. Estallido y la falta de arte
La crisis de 2019 mostró los límites del entramado (se venían anunciando ya desde el primer gobierno de Piñera, que no volvió a pararse políticamente tras las movilizaciones de 2011). El Gobierno existió propiamente hasta octubre de 2019, cuando se produjo el estallido. Piñera no pudo salir del discurso economicista y de la gestión, a lo que se sumaron los llamados equívocos a la guerra y a la paz.
El economicismo, que había servido para implementar reformas neoliberales “desde arriba” durante la dictadura u organizar a la oposición parlamentaria durante la transición, se mostraba inepto para orientar a la derecha en el Gobierno.
¿Por qué?
Las ideas de un individuo preexistente al Estado, de un Estado mínimo y de la economía (de mercado) como condición de la política, se cierran a la consideración del pueblo y a la cuestión de la legitimidad. La economía tiene significado para la política, y prescindir de ella es irresponsable. Pero administrar la economía no es lo mismo que conducir políticamente una nación, con la vista puesta en el pueblo y la legitimidad. Fue esa diferencia la que el gobierno de Piñera no percibió.
Desde antiguo se dice que la política es “arte”. Es un saber irreductible a los postulados de una ciencia o los conocimientos de disciplinas empíricas racionalizadas. Se trata de comprender la situación real para brindarle expresión. Esa situación real, el pueblo en su territorio, es misteriosa. El pueblo usualmente está disperso o es disciplinado, como “votante”, “opinión pública”, “manifestante pacífico” incluso. De pronto, sin embargo, estalla, como en 2019. Eso es discernible, pero es también acontecimiento. Por eso la política no puede ser ciencia.
Atendiendo a las consideraciones económicas, éticas, jurídicas, etc., la política se enfrenta a la tarea de captar lo que en cierta forma todos sentían, pero no eran capaces de decir, y de brindarle a eso cauce de expresión y despliegue. Tal capacidad artística coincide con los grandes momentos políticos ascendentes o constructivos, a saber: la organización institucional y cultural inicial de la República, la moderación liberal, el tendido de la red ferroviaria, la organización y expansión de la educación primaria y secundaria, la irrigación del país, el triunfo sobre la desnutrición infantil o el acceso universal a la educación superior. Se trata, a fin de cuentas, de articulaciones que lograron dar con asuntos especialmente sentidos por el pueblo, al punto que este les brindó reconocimiento.
4. Lo que viene
Solo en la medida en que la derecha recupere capacidades comprensivas para interpretar la situación y entrar de manera pertinente en la discusión pública, podrá ser un aporte real a la situación nacional. Hay incipientes esfuerzos por efectuar una renovación del discurso, como lo muestra la incorporación de RN a la Internacional Demócrata de Centro. En otros casos, como el del actual presidente de la UDI, se trata de un abandono de las viejas banderas, ante la constatación de que no hacen sentido en la nueva situación. Las señales no son claras, sin embargo, y en todo evento debe decirse que los procesos de transformación ideológica son lentos. Por eso es lenta la crisis actual, que es también ideológica. Si en la derecha cunde el economicismo, el moralismo de la izquierda académico-frenteamplista no solo hizo fracasar la Convención, sino que le pone severos obstáculos al Gobierno actual.
En la rehabilitación de su capacidad ideológica es fundamental que la derecha active sus tradiciones, especialmente las soslayadas desde la dictadura: el pensamiento nacional-popular y el socialcristianismo. Ellas no solo cuentan con los autores más significativos en la historia del pensamiento chileno (Góngora, Edwards, Encina, T. Pinochet, Galdames, Salas, etc.), sino que serían un complemento capaz de poner coto y tino, moderando el desenfrenado economicismo de la eficiencia y la gestión, que amenaza con hundir en la irrelevancia a los actuales partidos de ese sector.
Las democracias liberales están sufriendo una crisis de representatividad en distintas partes del mundo. El fenómeno de la globalización, producto del libre comercio, la inmigración, el desarrollo tecnológico en las telecomunicaciones y el auge de las redes sociales, se percibe como una amenaza para las industrias locales, la convivencia cívica, las formas de vida tradicionales e incluso para la propia identidad nacional. Los efectos de la globalización generan miedo y, como dice la sabiduría popular, el miedo es un muy mal consejero. Este fenómeno global está afectando la democracia. Según el Democracy Index, en 2021 se experimentó la mayor disminución de regímenes democráticos desde 2010, cayendo el porcentaje de personas que vive bajo esta forma de gobierno y aumentando el de quienes viven en regímenes autoritarios. De 167 países, menos de la mitad serían democráticos y solo 21 son considerados democracias plenas. Más de la mitad de la población mundial vive, según este mismo estudio, en países con regímenes híbridos o directamente autoritarios. América Latina es la región que sufrió el mayor retroceso del cual se tenga registro. Cuatro países cambiaron de categoría y, dentro del ranking de cada categoría, prácticamente todos los países disminuyeron en sus posiciones entre 10 y 20 puestos, con excepción de Uruguay. Chile no fue la excepción: el año 2021 pasó de ser considerado una democracia plena a una democracia defectuosa.
Nuestra democracia está bajo amenaza y el futuro de la derecha chilena pasa, en parte, por las respuestas que pueda ofrecer a esta amenaza. A nivel internacional se observa un aumento importante en la popularidad de opciones políticas más conservadoras, populistas o autoritarias. Turquía, Hungría, México y El Salvador son solo algunos ejemplos. En este escenario, los partidos políticos de orientación liberal se encuentran en una compleja situación, pues no tienen una respuesta política a los desafíos que plantea su propio liberalismo. De ahí que sea esperable, en el corto plazo, un debilitamiento de la derecha liberal, que ya es muy reducida en nuestro país, y un aumento en la popularidad de la derecha más conservadora, ligada a la tierra y las tradiciones, de corte más nacionalista, como es una fracción de Renovación Nacional, la Unión Demócrata Independiente y el Partido Republicano.
El aumento de los delitos y homicidios, la penetración del narcotráfico y el recrudecimiento de la violencia en la Región de la Araucanía componen otro conjunto de factores a considerar a la hora de pensar el futuro de la política chilena. El incremento en la percepción de la inseguridad de la población, sumado al miedo frente a las amenazas que presenta la globalización y la crisis económica que se avizora, son un caldo de cultivo para el autoritarismo y el populismo. Si el actual Gobierno —o el Estado— fracasa en otorgar mayor seguridad a las personas, nuestra democracia corre el riesgo de volverse populista o autoritaria; y esto puede ocurrir con el beneplácito de la derecha.
El estallido social dejó en evidencia una división al interior de la derecha, a saber, entre quienes se inclinaban por sacar a los militares a la calle para reprimir los actos de violencia y quienes se inclinaban por una solución política, sin el uso de la fuerza del Estado. El gobierno de Sebastián Piñera logró encauzar institucionalmente el malestar ciudadano a través del proceso constituyente. Sin embargo, el escenario ha cambiado desde aquel entonces. Las encuestas muestran cómo ha ido disminuyendo la tolerancia a la violencia y aumentando la legitimidad del uso de la fuerza por parte del Estado. La encuesta CADEM del 6 de noviembre muestra cómo todas las fuerzas de orden del Estado aumentaron su aprobación, situándose en la parte superior de la tabla, mientras que los partidos políticos, el Congreso, los tribunales de justicia y la Fiscalía, instituciones democráticas clave, se encuentran en el extremo inferior de aprobación en la tabla. Y la encuesta del 20 de noviembre muestra que mientras en 2020 el 57% de los encuestados consideraba que en la Araucanía había terrorismo, en noviembre de 2022 este porcentaje aumentó en más de 20 puntos porcentuales, alcanzando el 82%. En mayo de este año, el 25% de los encuestados se inclinaba por el diálogo político y el 44% por la vía de las Fuerzas Armadas para enfrentar el terrorismo en la Araucanía, hoy solo el 16% se inclina por el diálogo político y el 58% por la vía de la fuerza. Esto es un llamado de alerta a los líderes políticos, que se verán tensionados y tentados en las próximas elecciones por radicalizar el discurso en materia de seguridad, pudiendo algunos partidos mostrar tintes de autoritarismo.
Es posible que en el corto plazo observemos una inclinación de la ciudadanía por posturas más radicales de derecha, lo que sin duda tendrá un costo para la derecha liberal. Sin embargo, en el mediano plazo el multilateralismo debiera seguir en expansión y, en ese escenario, la derecha liberal tiene una ventaja frente a las otras derechas y a la izquierda.
Por otra parte, la pandemia reveló de forma cruda cómo en circunstancias críticas y ante la ausencia de liderazgos, el populismo logró encontrar terreno fértil. Los retiros de los fondos de pensiones son el claro reflejo de cómo frente a una crisis la respuesta populista, seduce tanto a políticos de izquierda como de derecha. Actualmente, el Partido de la Gente presenta una amenaza real para los partidos más de centro derecha. Considerando la pérdida de confianza en los partidos políticos tradicionales y el aumento de popularidad de esta nueva colectividad, es probable que observemos, previo al período de elecciones, un éxodo de políticos de derecha a este partido y un giro de los partidos de derecha a abrazar causas que sean altamente populares.
Como se puede apreciar, el futuro de la derecha chilena en el corto plazo es complejo. Y esta complejidad es aún mayor atendiendo a nuestro sistema político y electoral, cuyo diseño nos ha llevado a la pérdida de gobernabilidad. Para defender la democracia y fortalecerla se requiere un cambio profundo en el diseño del sistema político. Un nuevo proceso constituyente nos ofrece precisamente la oportunidad de corregir el sistema político, el sistema electoral y fortalecer a los partidos políticos, que son el principal dique de contención contra el populismo y el autoritarismo. Y es aquí donde se abre una ventana de esperanza para que la derecha juegue un papel clave en el futuro político del país.
Devolver la gobernabilidad a Chile es la tarea central hoy. En esta labor la derecha está llamada a jugar un papel relevante y cuenta con los liderazgos necesarios para conducir, junto con la centro-izquierda, este proceso. El primer desafío que debe enfrentar es logar un acuerdo con los partidos de la ex Concertación, que asegure la continuidad del proceso constituyente. Una vez logrado este objetivo, deberá consensuar un diseño del sistema político y electoral que evite la fragmentación y tenga incentivos a la colaboración, de tal modo de facilitar la gobernabilidad del país. Si no logramos este cambio, de poco y nada servirán los programas o agendas de gobierno, pues su implementación no será posible. Para el éxito de ambos desafíos, la unidad dentro del sector será fundamental.
En el mediano plazo, la derecha debe entregar respuestas a los desafíos que enfrenta el país, respondiendo a las demandas ciudadanas. Es posible que en el corto plazo observemos una inclinación de la ciudadanía por posturas más radicales de derecha, lo que sin duda tendrá un costo para la derecha liberal. Sin embargo, en el mediano plazo el multilateralismo debiera seguir en expansión y, en ese escenario, la derecha liberal tiene una ventaja frente a las otras derechas y a la izquierda.
Junto con la revisión programática de la derecha, es importante para la estabilidad política del país que tanto la centro-derecha como la centro-izquierda hayan aprendido la lección, a saber, que los acuerdos son fundamentales y que la permanente confrontación y obstaculización de la oposición al Gobierno termina no solo perjudicando a la coalición gobernante de turno, sino sobre todo a la democracia. Los años en que Chile logró avanzar más, fueron precisamente cuando los gobiernos de la Concertación consiguieron gobernar gracias a los acuerdos con la oposición.
Ahora bien, si no se logra el objetivo de devolver a Chile su gobernabilidad, no veo un futuro auspicioso para la derecha chilena. Tampoco, desde luego, para la izquierda ni para la democracia.
La guerra de Putin contra Ucrania representa un verdadero quiebre para el mundo occidental, el cual ha sido definido por Olaf Scholz, actual canciller alemán proveniente del Partido Socialdemócrata, como una Zeitenwende. Dicho concepto denota un punto sin retorno que marca el final de una época y el comienzo de un nuevo tiempo. Por cierto que el concepto utilizado por Scholz resulta correcto, pero varios lo han criticado por no darse cuenta de que el final de una época y el comienzo de una nueva era se inició antes. Los orígenes de la encrucijada actual en que se encuentra el mundo occidental se remontan a la irrupción de fuerzas de ultraderecha que han demostrado tener la capacidad suficiente como para ganar elecciones y conquistar el poder ejecutivo. En otras palabras, el comienzo de una nueva era se torna particularmente evidente con la aparición de figuras como Donald Trump en los Estados Unidos y Jair Bolsonaro en Brasil, quienes a pesar de haber realizado un manejo catastrófico de la pandemia del covid-19, lograron movilizar una enormidad de votantes y estuvieron muy cerca de ser reelectos. Esto demuestra entonces que se trata de proyectos políticos con un significativo caudal de fieles seguidores, independiente de cuán bien o mal lo haga la ultraderecha en el poder.
Investigaciones empíricas sobre el tema son concluyentes en demostrar que la llegada al poder de la ultraderecha implica un desafío mayúsculo para la democracia, sobre todo para los pilares liberales del régimen democrático, tales como la autonomía de los tribunales de justicia, la independencia de los medios de comunicación y la legalidad en el actuar de la administración pública. No se trata de un ataque súbito y brusco como un golpe de Estado, sino de agresiones sutiles que lentamente ponen en marcha un proceso de erosión democrática y que pueden desembocar en la aparición de regímenes competitivos autoritarios, vale decir, sistemas políticos en donde siguen existiendo las elecciones, pero quienes controlan el poder tienen tal margen de libre albedrío que gobiernan como dictadores antes que como demócratas. Brasil y EE.UU. están por ahora a salvo, porque la ultraderecha no fue reelecta. Pero en aquellos países donde esta logra consolidarse, termina socavando el régimen democrático. Hungría bajo Viktor Orbán es un ejemplo paradigmático al respecto.
Dos son los factores que nos ayudan a comprender por qué el punto sin retorno en que se encuentra el mundo occidental se remonta a la aparición de fuerzas de ultraderecha electoralmente viables. Por un lado, estamos hablando de un desafío a la democracia liberal que viene desde adentro y no desde afuera. Países como China y Rusia siempre han estado a favor del autoritarismo antes que de la democracia, de modo que no hay mucha sorpresa en que Putin decida invadir Ucrania o en la obsesión de China por obtener materias primas sin preocupación alguna por las reglas del juego democrático. Lo nuevo es que en el seno del mundo occidental estamos viendo la irrupción de líderes y partidos con ideas de derecha extrema que movilizan a amplios sectores del electorado, lo suficientemente amplios como para conquistar el poder ejecutivo. Por otro lado, la aparición de la ultraderecha pone en jaque a las fuerzas de derecha convencional, las cuales fueron fundamentales para la consolidación del modelo de democracia liberal que logró asentarse a lo largo del mundo occidental luego de la Segunda Guerra Mundial. Quizás una de las lecciones más importantes del fascismo fue la emergencia de partidos políticos de derecha moderada, que aprendieron a defender sus ideales tanto en temas económicos (libre mercado) como culturales (conservadurismo), respetando el funcionamiento de la democracia liberal. Esto trajo consigo una época de lentos pero grandes avances. Basta pensar en la consolidación del Estado de Bienestar y la gradual aceptación de las así llamadas “minorías”, logros que fueron posibles gracias a la paulatina adaptación de la derecha convencional a sociedades cada vez más liberales en términos morales y que demandan un piso mínimo de seguridad social.
El caso chileno es bastante similar a otras experiencias de la ultraderecha a nivel global. Al igual que VOX en España o el Partido de la Libertad en Holanda, el Partido Republicano chileno debe ser visto como una suerte de escisión de la derecha convencional (Kast era diputado de la UDI y Rojo Edwards era diputado de RN), que adopta un tono muy crítico hacia la clase política en general y hacia la centroizquierda en particular.
Hoy en día esta derecha convencional está cada vez más desdibujada y en serio peligro de extinción. El Partido Republicano en los Estados Unidos tiene poco o nada de moderado y quienes intentan imponer algo de sensatez son vistos como traidores, mientras que en Francia la derecha convencional está prácticamente difunta y la ultraderecha ha venido creciendo con fuerza. Por su parte, el Partido Conservador en el Reino Unido sigue inmerso en un proceso de caos interno luego del Brexit, ya que las facciones radicales no pueden ser aplacadas por las facciones moderadas y todo indica que resulta prácticamente imposible encontrar una paz interna. Uno de los pocos casos de supervivencia de la derecha convencional se puede encontrar en el Partido Demócrata Cristiano en Alemania, pero el costo de seguir adhiriendo a los valores de la democracia liberal ha implicado marcar una nítida diferencia con la ultraderecha. Producto de ello, el electorado de la derecha convencional se reduce y esta última se ve obligada a gobernar en coalición con formaciones que se distancian de la ultraderecha, vale decir, fuerzas políticas con agendas más bien progresistas, como los partidos liberales, socialdemócratas y/o verdes.
Si Angela Merkel en Alemania fue ampliamente respetada tanto adentro como afuera de su país fue justamente por plantearse como alguien decididamente contraria a figuras como Bolsonaro o Trump y, al mismo tiempo, como una líder que siempre defendió sus ideas en el marco de las reglas del juego democrático, aunque ello implique tener que adaptarse y ceder poder. Pese a ser contraria al matrimonio igualitario, no puso problema para que una parte de su partido votara a favor de esta medida, en conjunto con la gran mayoría de los parlamentarios de centroizquierda. Aun cuando ella defendió la perduración de la energía nuclear, el desastre de Fukushima en Japón la obligó a enmendar el rumbo y promulgar una legislación que establece tiempos concretos al desmantelamiento de las centrales atómicas en Alemania. Y cuando la crisis de inmigración producto de la Guerra en Siria se hizo insostenible, su gobierno optó por abrir las fronteras de manera temporal y recibir una gran cantidad de refugiados. En resumen, Merkel prosiguió una senda marcada por la moderación antes que claudicar hacia la ultraderecha.
Hasta hace poco tiempo atrás, el punto sin retorno del que hablamos acá se veía desde Chile como algo lejano; una suerte de excentricismo que acontecía en Europa y Estados Unidos. La aparición de Bolsonaro en Brasil fue vista en su momento como algo peculiar que difícilmente podría replicarse en nuestras tierras. Sin embargo, las elecciones de fines del año pasado demuestran que la ultraderecha aterrizó en nuestro país y todo indica que llegó para quedarse. La formación del Partido Republicano liderado por José Antonio Kast representa, de hecho, la versión criolla de las fuerzas de derecha extrema que han venido ganando terreno a lo largo y ancho del planeta. Cabe recordar que Kast no tuvo tapujos en azuzar los sentimientos antiinmigración (el video de la zanja), en proclamarse como defensor de la familia tradicional (la idea de clausurar el Ministerio de la Mujer) y en etiquetar al mundo progresista como quienes atentan contra la libertad (las constantes referencias al marxismo cultural).
En efecto, el caso chileno es bastante similar a otras experiencias de la ultraderecha a nivel global. Al igual que VOX en España o el Partido de la Libertad en Holanda, el Partido Republicano chileno debe ser visto como una suerte de escisión de la derecha convencional (Kast era diputado de la UDI y Rojo Edwards era diputado de RN), que adopta un tono muy crítico hacia la clase política en general y hacia la centroizquierda en particular. A su vez, para situar mejor el caso chileno en perspectiva comparada, resulta útil recurrir al refrán “dime con quién andas y te diré quién eres”. Kast defendió sin tapujos la candidatura de Bolsonaro en Brasil, durante su campaña presidencial viajó a Estados Unidos, donde se reunió con el senador republicano Marco Rubio, y mantiene una relación de gran cordialidad con Santiago Abascal, del partido VOX, en España. En otras palabras, todos los referentes internacionales de Kast son miembros de la ultraderecha y no tiene vínculo alguno con quienes representan a la derecha convencional.
No hay que olvidar que, para la segunda vuelta electoral, la derecha convencional se plegó en masa y prácticamente sin condición alguna a la candidatura de Kast. Hoy en día, aquellos líderes de la derecha establecida que son críticos de la ultraderecha son muy cuidadosos y parecen tener temor de marcar diferencias tanto hacia Kast como con el Partido Republicano. Atrás parecen haber quedado los intentos por construir una suerte de ‘derecha social’.
Ahora bien, la ultraderecha chilena tiene quizás dos particularidades importantes en comparación a la gran mayoría de los demás casos a nivel global. Por un lado, Kast es un miembro emblemático de la élite del país. Se trata de una persona de alto nivel socioeconómico, gran experiencia política y con llegada directa a los sectores más conservadores de la sociedad chilena. Esto lo diferencia de líderes como Bolsonaro y Trump, quienes gracias a sus biografías pueden presentarse a sí mismos como fieles representantes de “un pueblo puro” que lucha en contra de “la élite corrupta”. Para Kast es difícil hacer uso de este maniqueísmo propio del discurso populista, ya que él es un fiel exponente de la élite del país. No obstante, hay momentos en los cuales recurre a este lenguaje como, por ejemplo, cuando criticó duramente a la clase política por el acuerdo constitucional firmado con el objetivo de aplacar el estallido social. De manera particularmente provocadora, publicó el 9 de diciembre del 2019 el siguiente tweet: “¿No les parece curioso que la mayoría de los políticos, desde el Partido Comunista hasta la UDI y los gremios empresariales, estén todos de acuerdo con el cambio constitucional?”.
Por otro lado, aun cuando Kast constantemente se presenta a sí mismo como alguien moderado, se trata de un líder que proviene de una tradición autoritaria que muchos pensábamos en vías de extinción en el país: el pinochetismo. Su obsesión con la izquierda chavista es comparable al anticomunismo de la dictadura de Pinochet. La defensa irrestricta al modelo neoliberal y los valores tradicionales también muestran una similitud importante del proyecto de Kast con la ideología pinochetista. Del mismo modo, la promoción de políticas de mano dura sin tapujos contra la delincuencia, las protestas y el conflicto mapuche, refleja una concordancia con muchas de las prácticas del régimen autoritario de Pinochet. Visto así, la aparición del Partido Republicano y José Antonio Kast viene a poner fin a un largo y difícil proceso de moderación programática que la derecha chilena experimentó desde fines de los años 90, sobre todo gracias a figuras como Joaquín Lavín y Sebastián Piñera. La pregunta de fondo es qué hará la derecha convencional ahora: ¿le pondrá coto a la ultraderecha o establecerá una relación simbiótica con ella?
Es pronto para dar una respuesta definitiva a esta pregunta, pero muchos indicios dan para pensar en un desenlace muy negativo para el país y nuestra democracia. No hay que olvidar que, para la segunda vuelta electoral, la derecha convencional se plegó en masa y prácticamente sin condición alguna a la candidatura de Kast. Hoy en día, aquellos líderes de la derecha establecida que son críticos de la ultraderecha son muy cuidadosos y parecen tener temor de marcar diferencias tanto hacia Kast como con el Partido Republicano. Atrás parecen haber quedado los intentos por construir una suerte de “derecha social” y también las declaraciones a favor de un liderazgo como el de Angela Merkel en Alemania, vale decir, un ejemplo emblemático de establecimiento de un verdadero cordón sanitario hacia la extrema derecha.
De proseguir este camino, la derecha convencional terminará siendo fagocitada por la ultraderecha. Esta última es quien está poniendo la agenda, de modo que aun cuando los partidos de derecha establecida tengan mayor peso en el congreso, se ven cada vez más empujados a tomar las banderas que son levantadas por la derecha extrema. Mientras más se demore la derecha convencional en reaccionar y marcar un límite con Kast y el Partido Republicano, más difícil terminará siendo su capacidad de levantar un proyecto propio, compatible con las reglas del juego de la democracia liberal. El fondo del tema es que tiene que entender que estamos experimentando un punto sin retorno, que marca el final de una época y el comienzo de un nuevo tiempo. ¿De qué lado de la historia quieren estar los actores de la derecha convencional? ¿Del lado de los que marcaron una frontera con la ultraderecha o del lado de quienes se alían con ella? El futuro de nuestra democracia depende de esta decisión.
Imagen: arriba: Donald Trump (EE.UU.) y Jair Bolsonaro (Brasil); abajo: Giorgia Meloni (Italia) y José Antonio Kast (Chile).
“Y por su voz el tiempo se adelgazaba hasta la luz”, dice un verso infinito del poeta chileno Eduardo Anguita con el que podría pensarse toda la poesía del venezolano Rafael Cadenas, cuya escritura —cuya altísima voz, cuyo luminoso despojamiento— ha descrito justamente un movimiento de esa índole, el de un adelgazamiento hacia resplandores como de cuchillo.
Una voz cuyo adelgazamiento hace del tiempo, luz. Es mucho más que una sutileza o un encandilante minimalismo de receta. Es una proeza inusual de delicadeza y ferocidad, de levedad y hondura, una forma de condensación que logra abrirle espacio al misterio y la intuición, sin renunciar a la resonancia mundana. Es por ello que Cadenas es todo un Momento de la lengua castellana, emparentado con la poesía mística, estudioso como ha sido de San Juan de la Cruz, y también con la concisión ligera y profunda de la poesía italiana. Cadenas es capaz de maravillas como esta:
Tanteas
como ebrio
en la ruta del extravío
(así se llama
nuestro segundo nacimiento).
Ella nos conduce
fuera del mapa que trazamos.
Lo que vimos con una duda
—descubrimos—
no lo podíamos separar
de nosotros.
También éramos eso.
La aventura
nos trajo
este bien: no ser dueños.
De 1958 es Una isla, su primer conjunto de poemas, donde ya mostraba, como algunas grandes figuras artísticas, prácticamente el derrotero entero de lo que sería su poesía. Concisión, imaginación, escritura en segunda persona, apelativa, cercana a la oración, al apunte filosófico a veces, desbordada casi por lo amoroso, atenta a la naturaleza, contenida en elocuencias y suspicaz del propio decir. Luego vendrían sus Cuadernos del destierro, donde el exilio quizás lo forzó a arrojarse a un género —la prosa poética— en el que se mueve endiabladamente bien, pero que de alguna manera resulta lejano a su talante. Un feliz desvío en el que sabrá recaer cada tanto.
No hay alteración visible ni estridencias en la poesía venezolana, como si tuviera una base oriental y destino en el silencio, pero por debajo la intensidad de todo lo humano, el caos y el abismo, la violencia y el espanto, el deseo y la angustia están al pie del cañón de cada poema que la integra
Luego siguieron un puñado de libros donde el poema se inclina cada vez más hacia el despojo y la brevedad, lo mismo cada verso: “Florecemos / en un abismo”, dice su poema más corto y ungarettiano. Intemperie, Memorial, Amante y Gestiones son los títulos principales de una obra donde la escritura va quitándose excedentes (“Me sobra lo que no tengo”), para llegar a un decir prístino, certero, aunque nunca transparente u obvio. El misterio crece en la poesía de Cadenas a medida que el poema decrece.
Todos esos títulos fueron recogidos en Obra entera (cuya primera edición es del año 2000), una audaz exploración de lo sensual, la indagación literaria y mística de un hombre que sabe habérselas con su tiempo, sin desentenderse de la derrota que la vida humana siempre conlleva. Posteriormente ha publicado tres libros de poesía, de los cuales uno se destaca ya desde su nombre: Sobre abierto. Un título que, como sus poemas, no cierra lecturas sino que las abre. Publicado en 2012, es un libro cargado de epifanías, de imágenes cotidianas que no desdeñan la buena fortuna y la belleza: “Esta mañana / sobre el pequeño / Volkswagen / dejado en el jardín / reluce / entre gotas de lluvia / una cayena”. Pero ese libro es sobre todo una sostenida meditación, desprovista de todo adorno, sobre la palabra misma y sobre el misterio de ser.
Cadenas: sus precursores y contemporáneos
Un poeta así, que escribe “como quien se inclina sobre el cuerpo que ama”, no surge de la nada. Cadenas es hijo y a la vez motor de una poesía en más de un punto incomparable, la venezolana. Situada de alguna manera en las antípodas de la chilena o de la argentina, tan expresivas y a menudo enfáticas, es una poesía que tiene una notoria marca general en su inmensa variedad, que va desde figuras fundacionales como José Antonio Ramos Sucre —que escribió 400 páginas de poesía únicamente en prosa antes de 1930—, por no decir Andrés Bello y su Oda a la agricultura, hasta autores contemporáneos como el incomparable Igor Barreto con sus irrepetibles poemas y caballos.
Quizás esa ligereza, esa serenidad a todo evento de Cadenas tenga que ver tanto con la tradición de la que es parte como con una convicción personal y decisiva que dejó apuntada en su libro Realidad y literatura (…): ‘El mundo está en un borde. Se necesitan palabras que golpeen, no necesariamente con estridencia. Pueden ser calladas; dejan una herida más profunda’.
Si hubiera que indicar esa marca general, esto es, un rasgo común y distintivo en la gran poesía venezolana, con todas las diferencias que la habitan, se podría decir que es uno a las claras: la serenidad. Nunca una levedad o una medianía, mucho menos una pusilanimidad o una blandura o nadería, sino un talante de calma y contención, presente incluso en quienes abrazan poéticas de la agitación, como el surrealismo o el coloquialismo. Juan Sánchez Peláez (1922-2003), para decirlo todo de una vez, fue un inmenso poeta que vivió en Chile, se codeó con el grupo poético La Mandrágora y logró ser, como pocos, un surrealista del desate y la mesura al mismo tiempo. Toda su poesía no alcanza a ocupar 250 páginas. Es, de hecho, con un verso suyo con el que se podría definir el modo o distingo de la poesía venezolana, su temple de ánimo y estilo, como diría un viejo crítico: “Serenos en la inquietud”. Uno lee un poema salvaje de Yolanda Pantin, por ejemplo, que tiene algo de Hemingway reducido, y a pesar de los crudos hechos “narrados”, como la cacería de un ciervo, la serenidad el poema no la pierde nunca:
(…)
Yo alcé el arma que llevaba
y apunté entre los cuernos.
Disparé. Y con ello la cabeza
se deshizo en el aire
que había respirado.
Donde hubo belleza
quedó el cuerpo tendido
sobre la hierba.
(…)
Lo mismo los versos vitales de Antonia Palacios, los acentos fuertes de Miyó Vestrini o las finas precisiones de Hanni Ossott. Incluso en las puertas de la muerte, el poeta José Barroeta pudo escribir un poema sobre el cáncer que no pierde nunca una frialdad estremecedora, no por gritar sino por contener: “En mi pared bronquial / con arquitectura parcialmente alterada / por neoplasia maligna epitelial / las células se disponen en nidos y cestos / fragmentando el sonoro tejido de la noche”.
No hay alteración visible ni estridencias en la poesía venezolana, como si tuviera una base oriental y destino en el silencio, pero por debajo la intensidad de todo lo humano, el caos y el abismo, la violencia y el espanto, el deseo y la angustia están al pie del cañón de cada poema que la integra. Así, por ejemplo, Cadenas roza y fulmina la deriva política y social de su país:
¿Qué hace
aquí colgada
de un fusil
la palabra amor?
Quizás esa ligereza, esa serenidad a todo evento de Cadenas tenga que ver tanto con la tradición de la que es parte como con una convicción personal y decisiva que dejó apuntada en su libro Realidad y literatura, porque Cadenas es también un ensayista y aforista ejemplar: “El mundo está en un borde. Se necesitan palabras que golpeen, no necesariamente con estridencia. Pueden ser calladas; dejan una herida más profunda”. Eso, esas palabras calladas, esa herida y ese cuidado han sido reconocidos con el premio Cervantes 2022 y es ni más ni menos que una total justicia y una buena excusa para conocer o volver a una poesía que también podría definirse con los versos de otro poeta continental, el brasileño Ferreira Gullar, que de cierta voz dijo que le recordaba a un pájaro, “pero no un pájaro cantando / recuerda un pájaro volando”. Un maravilloso pájaro volando en las alturas de la palabra, Rafael Cadenas.
Cada vez que un maestro en un medio artístico elige trabajar en otro, surge la pregunta de qué le podría ofrecer la nueva disciplina y qué le negaba la anterior. El crepúsculo del mundo no es el primer libro de Werner Herzog (ni el último: hay unas memorias en elaboración, a la espera de ser traducidas), pero es su primer intento de lo que vagamente podría llamarse una novela. Entonces: ¿por qué no otra película? ¿Qué tiene que ofrecer la novela a un hombre que, con una carrera de 60 años y 70 películas, seguramente puede filmar lo que quiera?
El descargo de responsabilidad preliminar de Herzog ofrece una pista. “Muchos detalles son correctos”, nos dice, “otros muchos no lo son. Lo importante para el autor era otra cosa, algo fundamental, algo que creyó identificar durante su encuentro con el protagonista de esta historia”. Suponemos que es esto fundamental lo que Herzog sintió que su cámara no captaría.
El tema aparente de El crepúsculo del mundo es una persona real: el japonés Hiroo Onoda. Si su nombre no le resulta familiar, es casi seguro que su historia sí. Estacionado en la isla de Lubang, en Filipinas, durante la Segunda Guerra Mundial, Onoda recibió la orden de defender el territorio hasta que regresara el Ejército Imperial. Atrincherado en la jungla, Onoda quedó aislado de todas las comunicaciones. Cuando se hicieron esfuerzos para informarle del final de la guerra —se lanzaron folletos, se reprodujeron mensajes grabados—, los descartó como propaganda enemiga. Permaneció en la isla durante 29 años, realizando ataques de guerrilla contra los agricultores locales, librando una guerra que ya no existía.
Herzog encuentra su camino hacia la historia de Onoda a través de un dispositivo de encuadre documental. Está en Tokio, en 1997, dirigiendo una ópera. Cuando se le pregunta a quién le gustaría conocer, únicamente puede pensar en una persona: Onoda. A partir de ahí, mediante escenas retrospectivas, representa el tiempo de Onoda en la jungla a través de una serie de cuadros compactos y vívidos.
En su mejor momento, la escritura de Herzog se eriza con la misma energía inquietante e intransigente que sus películas. Su selva late con vida alucinante. “La noche se enrosca en sueños febriles”, escribe. “Tan pronto como se despierta, con un terrible estremecimiento, el paisaje se revela como una versión diurna duradera de la misma pesadilla, crepitando y parpadeando como tubos de neón flojamente conectados”. En una frase particularmente expresiva y hermosa, la mano de Onoda tiembla “como la piel de un caballo tratando de protegerse de las moscas”.
Para Herzog, el lenguaje es un puente entre lo terrenal y lo cósmico. Sin embargo, en su búsqueda de lo visionario, a veces sobresatura sus oraciones. (…) En el contexto de la narración del libro, estas excentricidades no se sienten como fallas. En cambio, al igual que las voces en off que Herzog entrega para sus documentales, le dan al proyecto un pavoneo contagioso y despreocupado.
Para Herzog, el lenguaje es un puente entre lo terrenal y lo cósmico. Sin embargo, en su búsqueda de lo visionario, a veces sobresatura sus oraciones. Las arañas son “como arpistas diabólicos que arrancan melodías irresistibles de sus cuerdas”. La luna es “un cuerpo celestial sin ningún significado más profundo que haber existido durante millones de años antes de que hubiera humanos”. En el contexto de la narración del libro, estas excentricidades no se sienten como fallas. En cambio, al igual que las voces en off que Herzog entrega para sus documentales, le dan al proyecto un pavoneo contagioso y despreocupado. Pero hay un costo. Cuanta más vida le da Herzog a la jungla, más parece Onoda camuflado por el follaje que lo rodea.
A medida que su tiempo en la isla se extiende en años, se nos dice que Onoda se vuelve “más estoico que nunca”. Cuando finalmente acepta que la guerra ha terminado, “parece no tener emociones, su interior es de piedra”. Tan fija está la atención de Herzog en esta impresión que, apenas una página después, se repite diciéndonos: “La cara vacía de Onoda no delata nada, él parece haberse vuelto de piedra”. Y, sin embargo, el propio Onoda, cuando habla, dice: “Hay una tempestad que ruge dentro de mí”.
Esa tempestad interior habla de la esencia de Onoda. Herzog, sin embargo, hace oídos sordos al respecto. Su propia palabra usada dos veces —“parece”—, es reveladora. Herzog está observando, no está cohabitando. La dimensión interior adicional a que invita la forma novedosa, y que en las manos adecuadas destaca en hacerse visible, está cerrada para él. Esto puede ser simplemente un problema técnico; tal vez, al tomar su pluma, Herzog no puede dejar su cámara por completo. Pero dado que Herzog es un hombre europeo blanco que escribe su ruta hacia la cultura japonesa, uno también se pregunta si la culpa es de una falla más profunda de la imaginación.
Al final de la novela, cuando Herzog finalmente regresa a su dispositivo de encuadre, nos dice que “Onoda y yo entablamos una relación de inmediato. Encontramos muchos puntos en común en nuestras conversaciones porque yo mismo había trabajado en condiciones difíciles en la jungla y podía hacerle preguntas que nadie más le había hecho”. ¿Por qué no dar espacio a este encuentro? ¿Por qué no mostrarnos ese terreno común? La respuesta, sospecho, se encuentra en el mismo terreno que Herzog siente que él y Onoda comparten: la jungla. Aquí es donde reside la verdadera cuestión “fundamental” que cautiva a Herzog. No la encuentra en Onoda, sino a través de él. Por supuesto, no podemos ver a Onoda: Herzog lo ha convertido en su lente.
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Artículo aparecido en The Guardian, en julio de 2022. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.
El crepúsculo del mundo, Werner Herzog (traducción de Mariana Bornas), Blackie Books, Barcelona, 2022, 184 páginas, € 20.
Lo político cruza las dos novelas de la escritora chilena Alia Trabucco: en La resta (2015) trabajó sobre la fractura que provocó la dictadura de Pinochet en el orden familiar y sus descendientes; ahora, en Limpia, emerge el trabajo femenino en su versión doméstica y migrante, y como telón de fondo están las relaciones entre el mundo capitalino acomodado y la vida sacrificada de las regiones.
Estela García, la protagonista, comienza su monólogo instalando tempranamente un escenario confesional (“No sé si estarán grabando o tomando notas o si en realidad no hay nadie al otro lado”) y declarando desde un comienzo la existencia de un crimen, el que precisamente explicaría su detención, situándola como la principal sospechosa. La historia transcurrirá entonces en dos niveles: la sala de detención desde la cual se habla y la casa en la que trabajó durante siete años. La novela se lee con rapidez, tanto por la intriga policial como por la forma de relatar la vida enclaustrada y rutinaria de la protagonista, en contrapunto con la fuerza simbólica de la infancia recordada en su vitalismo y sacrificio parental: “La niña seguramente recordaría estar limpia y tibia y llevar trenza francesa. A lo mejor, quién sabe, recordaría incluso mis manos como yo recuerdo las manos gruesas de mi mamá. Mi mamá paralizada en un camino de tierra porque se acercaba una jauría de perros salvajes”.
La narradora aporta sus datos personales: ha viajado desde Chiloé hasta Santiago para trabajar como empleada doméstica, dejando a su madre en la isla; es contratada rápidamente por un matrimonio que espera a su primera hija. Los personajes que conviven en la casa aparecen en constante confrontación, dibujando una familia triste; la pareja es representada de forma algo esquemática, pues marido y mujer tienen todos los defectos y viven sometidos a las apariencias; refiriéndose a la señora dirá: “Cenaba rúcula y semillas, achicoria y semillas. Después a escondidas, se comía una marraqueta con queso y se tomaba una copa de vino blanco con un puñado de pastillas”. Ahora bien, lo que resalta es cómo se relacionan con su empleada, quien describe a través de escenas claves las formas que asume la subordinación. Las más emblemáticas son las celebraciones de Navidad y Año Nuevo, ocasiones en las que la empleada es invitada a participar junto a sus patrones, pero sin olvidar que es ella la que prontamente debe volver a servirles, develando el profundo arraigo de las diferencias de clase.
Alia Trabucco hace una apuesta valiente: dar voz a una empleada doméstica a través de un monólogo. Digo valiente, pues ha elegido dar cuenta de la posición de una sujeta subalterna desde su más profunda interioridad. De hecho, lo más logrado de la novela es el relato íntimo y descarnado de esa vida de servicio doméstico.
Estela resulta ser un personaje ambiguo, con numerosos pliegues, que se defiende ante sus captores, pero que se silencia ante los dueños de casa, salvo en escasos momentos en los cuales emerge una furia apenas contenida; cuando se dirige a la compleja niña que cuida, señala: “Sostuve su mano, la apreté con fuerza y le dije: cabra culiá, pendeja de mierda, ándate de aquí”; en otro momento se refiere a un animal que ha acogido en la casa de sus patrones: “No se llamaba Yany, se llamaba perra de mierda, perra culiada, se llamaba estorbo, mal augurio”. Son expresiones que producen un radical extrañamiento y que muestran la riqueza con la que se ha construido el personaje, incluyendo su ambivalente relación con estos personajes “menores” de la historia.
Sin embargo, la permanente apelación a unos interlocutores innominados (¿los lectores?) que figuran durante toda la detención, resulta una opción formal que pierde efectividad. Este tipo de interpelaciones (“¿Aló? ¿qué pasa? ¿La empleada no puede usar la palabra brizna?” o “¿Qué les pasa? Me pareció escuchar un reproche tras la puerta. ¿Les molesta que les diga ‘amigos’? ¿Demasiado confianzuda?”) funciona para establecer el nivel confesional en el que se emite el discurso, pero su reiteración le resta fuerza a la carga metafórica de su cautiverio policial.
Alia Trabucco hace una apuesta valiente: dar voz a una empleada doméstica a través de un monólogo. Digo valiente, pues ha elegido dar cuenta de la posición de una sujeta subalterna desde su más profunda interioridad. De hecho, lo más logrado de la novela es el relato íntimo y descarnado de esa vida de servicio doméstico. La lectura de Limpia ilumina el secreto puertas adentro. Un ojo que mira y registra. Estela García porta un oculto poder, ser testigo de cargo.
Limpia, Alia Trabucco Zerán, Lumen, 2022, 232 páginas, $14.000.
La filósofa Elizabeth Anderson ha desarrollado un trabajo de gran significación política para las democracias contemporáneas. Su obra combina la sofisticación teórica con la información empírica, y despliega sus planteamientos sin saltarse ningún paso. No filosofa en las alturas de la metafísica. Siempre tiene a la vista la realidad cotidiana y, en particular, los problemas colectivos que nos aquejan. Es una pensadora pragmatista, de la estirpe de John Dewey, y como señaló la revista The New Yorker en un perfil, se trata de una figura cuyas ideas son fundamentales para cambiar los términos de la conversación pública y la comprensión de la democracia no solo como un sistema de gobierno sino como una forma de vida.
Usted se define como pragmatista. Me gustaría conocer su definición de pragmatismo, una escuela de pensamiento poco conocida en América Latina, y cuál es su pertinencia actual cuando se aplica a los cambios políticos, morales y culturales. Sí, el pragmatismo es un modo de investigación no ideal enfocado en problemas. Iniciamos nuestras exploraciones filosóficas con experiencias problemáticas. Experiencias con las que no nos sentimos cómodos y sin haber llegado a una articulación completa de lo que está mal, pero tratamos de llegar a saber qué es precisamente lo que está equivocado en el proceso de tratar de encontrar soluciones a ese problema. Y ese es un proceso de aprendizaje continuo. Así que no comenzamos con una concepción ideal de lo que sería perfectamente exacto, sino con los problemas como los experimentamos en nuestras vidas y después avanzamos desde ahí.
Usted no escribe en un plano de abstracciones ni reduce la complejidad del mundo a un sistema. Hace filosofía a partir de experiencias muy concretas. Me gustaría saber qué función pública le asigna a la filosofía, las humanidades y las ciencias sociales, más allá del mundo académico. Porque soy pragmatista, me enfoco en cómo estas disciplinas pueden ayudarnos a comprender los problemas que enfrentamos en nuestras experiencias y cómo aceptarlos. A partir de ahí, creo que la filosofía necesita estar profundamente conectada con las ciencias sociales que nos dan información empírica que es crítica, especialmente información causal, sobre qué causa qué. La filosofía aporta una variedad de perspectivas para ayudarnos a entender nuestras dificultades y pensar a través de qué elementos causales tiene sentido trabajar.
El populismo es una idea profundamente antipluralista, porque el grupo de identidad mayoritario en la sociedad puede dictar términos a todos estos otros grupos, o excluirlos o subordinarlos de diferentes formas. Y en el fondo de eso se encuentran modos de comunicación que fomentan el desprecio, el miedo y la desconfianza.
¿En qué consiste la libertad, en qué consiste la igualdad y cómo se relacionan ambas ideas dentro del marco de nuestra sociedad democrática?
Es una gran pregunta, porque el discurso político actual a menudo trata la libertad y la igualdad como opuestas. Pues si quieres igualdad entonces tenemos que renunciar a la libertad. Y no hay duda de que hay cierto concepto de igualdad que nos llevaría en esa dirección. Pero eso es porque hemos errado en los conceptos de libertad e igualdad. En ciertos regímenes comunistas totalitarios pretendían lograr la igualdad, y definitivamente redujeron la desigualdad económica, sin embargo a un costo terrible para la libertad. Pero también a un gran costo para la igualdad, porque son los jefes del partido los que ahora están por sobre todos los demás, y eso no es igualitario. Así que ni siquiera realmente entendían la igualdad, como tampoco entendían el valor de la libertad. Por eso, en mi conceptualización, libertad e igualdad están muy unidas. El republicanismo define la libertad como no estar sujeto a la voluntad arbitraria de otro, no estar sujeto a la dominación, pero si nadie domina a nadie, también esa es una condición de igualdad social. En ese punto, la libertad y la igualdad se unen. Y podemos ver entonces cómo desarrollar nuestros ideales de libertad e igualdad conjuntamente en lugar de concebirlos siempre en conflicto o en tensión entre sí.
Las democracias contemporáneas están llenas de emociones que promueven lo que usted ha llamado discursos políticos tóxicos. Estoy pensando en el resentimiento, el miedo, el desprecio y un sentido de superioridad moral. Sentimientos que nos distraen de los problemas sociales y nos impiden encontrar terrenos comunes para dialogar. ¿Por qué estas emociones son predominantes y qué se puede hacer para contrarrestarlas? Esa es una pregunta profunda. Este discurso problemático lo vemos en muchas democracias. Este tipo de discursos en los que ciertos grupos se constituyen como enemigos, o como gente aterradora y horrible. Se trata de la construcción de ciertos grupos demonizados que luego necesitan ser subordinados o excluidos. Eso está en el corazón de lo que los cientistas políticos llaman discurso populista. El populismo es una idea profundamente antipluralista, porque el grupo de identidad mayoritario en la sociedad puede dictar términos a todos estos otros grupos, o excluirlos o subordinarlos de diferentes formas. Y en el fondo de eso se encuentran modos de comunicación que fomentan el desprecio, el miedo y la desconfianza. Resulta que en las democracias modernas de todo el mundo enfrentamos problemas, desigualdad en aumento, dislocación económica, crisis ambientales y también transiciones demográficas, una serie de causas que están produciendo ciertos tipos de pánico por parte de mayorías nacionales tradicionales en una variedad de países y brindando un terreno fértil para que los políticos populistas siembren desconfianzas y miedo. La salida a eso es enfocarse implacablemente en lo que llamo discurso político de primer orden, que se trata de la resolución de problemas. Y el discurso populista no es solo algo de derecha, también sucede en la izquierda, en la llamada “cultura de la cancelación”.
¿Qué ejemplos históricos y contemporáneos de experimentos en formas de vivir son inspiradores para la justicia social? Retrocediendo históricamente, algunos de mis trabajos abordan la abolición de la esclavitud como un indicador principal del progreso moral de las sociedades. En Estados Unidos nos costó una guerra abolir la esclavitud, pero en realidad la simple abolición de las leyes que permiten la esclavitud no es suficiente para terminar con la servidumbre involuntaria. Los redactores de la 13ª enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, bajo la cual se abolió la esclavitud, estaban muy conscientes del hecho de que las condiciones de esclavitud pueden existir incluso después de la abolición de las leyes que permiten la propiedad de otras personas. Y, de hecho, entonces había una gran disputa en los Estados Unidos sobre el significado de la libertad y a qué equivalía el trabajo libre. El solo hecho de abolir una injusticia no significa que sepas con qué hay que reemplazarla. Pero todavía se necesitaba un régimen laboral de algún tipo u otro. Por lo que mucho de mi trabajo es explorar históricamente qué tipo de experimentos en regímenes laborales alternativos se han probado en el intento de lograr el trabajo libre, trabajo genuinamente libre y qué podemos aprender de esos experimentos.
Hemos tenido históricamente movimientos utópicos que no son particularmente democráticos porque alguien tiene en la cabeza una visión que solo quiere imponer. Tal vez digan que esa visión es igualitaria, pero no es el producto de la experiencia colectiva. Para fomentar la igualdad, un movimiento social tiene que ser democrático en su raíz.
El igualitarismo democrático es una de sus preocupaciones. ¿Me puede decir algo sobre su historia? ¿Qué podemos aprender de las experiencias pasadas? ¿Cuál es el rol de los movimientos sociales para avanzar en esta dirección? Los movimientos sociales democráticos están en el corazón del progreso hacia la igualdad. Esta es una lección profunda que obtuvimos de los abolicionistas, que tenían los movimientos sociales más exitosos e impactantes contra la esclavitud: casi todo el repertorio de los movimientos sociales contemporáneos fue inventado por los abolicionistas, la mayoría en Gran Bretaña. Y desde entonces, en todo el mundo, los movimientos sociales se han construido sobre las técnicas que fueron inventadas por los abolicionistas para expandir y profundizar la igualdad. ¿Qué tienen los movimientos sociales que son tan poderosos en términos de ayudar a la gente a conocer las injusticias y las soluciones? Es la unión de personas diversas en torno a una agenda social que es empíricamente responsable y crítica. Hemos tenido históricamente movimientos utópicos que no son particularmente democráticos porque alguien tiene en la cabeza una visión que solo quiere imponer. Tal vez digan que esa visión es igualitaria, pero no es el producto de la experiencia colectiva. Para fomentar la igualdad, un movimiento social tiene que ser democrático en su raíz.
En su libro The Imperative of Integration, defiende la integración racial en EE.UU. como elemento básico de la justicia social y el funcionamiento de la democracia. La segregación en escuelas o barrios, por ejemplo, produce formas de estigmatización que amenazan la cultura democrática. Me parece interesante hablar de esto en Chile, porque la nuestra es una sociedad muy segregada en clases y con una creciente población migrante y guetos urbanos. La segregación se produce fundamentalmente por grupos aventajados que acumulan oportunidades para sí mismos. Y que trazan límites fuertes entre su propia identidad social y las personas por debajo de ellos, con el fin de mantener estas oportunidades para sí mismos. Eso significa que la segregación también está en el núcleo de la desigualdad de clases. La segregación es la causa de la desigualdad, entonces la integración es una respuesta. Pero tenemos que ser cuidadosos, porque la integración no significa solo personas que estén en proximidad, significa cooperación activa entre iguales. Eso implica que el solo hecho de tener una población diversa dentro de una escuela no es suficiente para lograr la integración. La escuela debería promover activamente la amistad, la interacción, la cooperación intergrupal.
En Private Government, su último trabajo, trata del poder creciente de los empleadores sobre los empleados en su país. Ha definido a los jefes hasta como dictadores, cuyo poder autocrático se extiende más allá del trabajo. ¿Cuáles son los efectos de esto sobre la democracia? ¿Piensa que lo que advierte en los Estados Unidos es válido para otros países? Una democracia política vibrante requiere experimentar la democracia a diario. Dado que los trabajadores hoy en día pasan aproximadamente un tercio de sus horas en el trabajo, o más, ese es un ámbito significativo donde los ciudadanos contemporáneos de las democracias no viven realmente una forma de vida democrática. Eso es problemático. ¿Dónde más van a aprenderla y practicarla? De hecho, sabemos que Pinochet quería erradicar sistemáticamente la democracia en todos los dominios, ajustar la jerarquía de los empleadores sobre los trabajadores en términos muy fuertes, destruir los sindicatos, destruir cualquier oportunidad para que los trabajadores tuvieran voz. Si alguien tenía una idea de cuánto la experiencia de vida democrática tendría el potencial de extenderse a otros dominios, ese era Pinochet.
Imagen: Elizabeth Anderson durante su visita a la UDP. Fotografía: Emilia Edwards.
Comenzó con un agudo dolor de espalda que atribuí a la llegada de mi hija. El cuerpo se acomoda lento a las nuevas posiciones y sostenerla ese poco tiempo en que una recién nacida quiere o puede estar lejos de su mamá, provocó una contractura que me desequilibró el trapecio. Mi espalda prefiguró la nueva asimetría. En efecto, constató el masajista, tiene un hombro más arriba que el otro.
—Mueva el cuello… ¿Lo nota distinto?
—Sí, lo noto más libre.
—Y ahora, ¿se da cuenta de que está más restringido?
—Sí, doctor.
Durante un mes llevé la procesión por dentro. No hay dolor que valga después de ver a una madre en pleno trabajo de parto. Para mi asombro, desde el primer día, L. dormía tranquilamente, pero yo no podía con la presión que se extendía desde la cerviz hasta el brazo izquierdo, pasando por debajo del omóplato. El cuerpo no está aislado. Siempre una cosa es producto de otra cosa.
Llegué a la consulta sin saber más que su nombre y que era ciego.
Solo había escuchado de él, tampoco lo había visto. Que fuera ciego era su garantía como masajista. Hace años, en Ciudad Ho Chi Minh, al final de uno de mis primeros viajes para otra revista, en una calle cercana adonde alojaba, me dejé guiar hacia una escuela de masajistas ciegos.
A unas cuadras de la concurrida calle Bien Viu, la Ho Chi Minh City Blind Association tiene una escuela de masaje vietnamita que, hasta el día de hoy, sigue funcionando. Al menos en 2009, entre las luces y las motos, los cables y el humo gris de los escapes y las cocinerías de la calle, abundaban volantes y anuncios con dudosas alternativas de masajes relajantes. Recuerdo que llegué tímidamente. Algo me llevó a pensar en que podía encontrarme con una especie de casa de las bellas durmientes, donde podría descansar lánguidamente masajeado por mujeres de manos sanadoras, cuidadosas e imparciales.
Más allá de la fantasía, es razonable pensar que las personas con discapacidad visual desarrollan más su sentido del tacto. Pero es su percepción sinestésica lo que las distingue. Esto les permite orientarse a partir de otras imágenes sensitivas, misteriosas improntas que componen un campo espacial auditivo, que se mueve por cuerdas que la imagen visual oculta.
Se dice que fue Jianzhen (688-763), un monje budista que perdió la vista en uno de sus últimos intentos por llevar la medicina tradicional china al Japón, quien creó la primera escuela de masajistas ciegos. Finalmente, a su llegada, convirtió el templo en un lugar de sanación. En El cuento de un hombre ciego, Junichiro Tanizaki pone en boca de un anciano masajista ciego al servicio de una dama noble las memorias que persisten de un Japón medieval. Desde entonces, el oficio se ha secularizado.
En la sala de espera de un departamento en Antonio Varas con Galvarino Gallardo, Ricardo Cifuentes me pide que me saque las zapatillas y entre a su consulta en el horario acordado, puntual.
—Aunque las dos están en la misma posición, no están las dos al mismo nivel —me indica—. Si yo trazara una línea horizontal desde este ángulo inferior a este otro, la escápula izquierda está más elevada que la otra.
La voz del maestro Cifuentes se deja oír con claridad. Sus manos callosas se hunden en una espalda más cansada, diferente. Han pasado 13 años de ese viaje y lo recuerdo así: rodeado de ciegos, era invisible. Me encontraba en las antípodas de mi casa, en una zona paralela, lejos de todo lo que conocía. Al salir, me inundó una sensación de plenitud que pocas veces he sentido.
Se trata del masoterapeuta del Ballet Nacional de Chile desde 1982. No puedo ver lo que me dice, pero confío. En respuesta a la sedentaria espera en el nido, el cuerpo del padre se traslada silenciosamente. Las cervicales y las dorsales son traccionadas por la misma tensión muscular hacia el lugar donde hay más carga. El masajista me explica que el objetivo en la kinesiología, la fisioterapia o las llamadas terapias manuales, es que el cuerpo vuelva a ser funcional. Y para que sea funcional, hay que recuperar los movimientos propios, anatómicos, particulares, reprogramando “las sinapsis que reactivan la función y desactivan el vicio”. Por supuesto, para crear esa nueva sinapsis, lo primero es descubrir el problema puntual.
Con la llegada de L. tuve que sacar mi escritorio de la que sería y es, felizmente, su pieza. Entre las cajas, me llevé muchos cuadernos de viaje que he estado releyendo, entre los que estaba la pequeña libreta donde tomé las notas de Vietnam. No sería raro que la contractura se haya ocasionado en ese desplazamiento.
Las horas en el masajista me devolvieron la elasticidad del sueño. El trapecio no se desequilibra. Pende y propende entre dos lugares simultáneamente. Me sostengo entre las dos camillas somnoliento, relajado. Las manos ciegas perciben otras asperezas.
Me acuerdo del patio de la escuela vietnamita al entrar, con un altar luminoso adornado con velas y guirnaldas de flores, junto a una banca y una escalera por la que subían y bajaban los estudiantes del turno vespertino; vestidos con batas celestes y sandalias, se dirigían presurosos a sus clases guiados por una cuerda que hacía de baranda. Desorientado, en el segundo piso, entré a una larga sala común con nueve camillas separadas para la práctica. De fondo todavía puedo oír las melodiosas conversaciones en voz alta entre los alumnos masajistas, cada quien detrás de sus propias cortinas.
“La calle Bien Viu se parece demasiado a lo que pudo haber sido”, anotaba esa noche de junio de 2009 en mi libreta. Ahora escribo: ¿qué podía saber entonces? Pienso en las condiciones en que el personaje de Robert De Niro encuentra al de Christopher Walken, su amigo, en esos mismos barrios, en la última parte de la película El francotirador. En mi recuerdo de la escuela de masajistas ciegos, la ruidosa ciudad desaparece.
—¿Se da cuenta de que hemos ido cambiando?
La voz del maestro Cifuentes se deja oír con claridad. Sus manos callosas se hunden en una espalda más cansada, diferente. Han pasado 13 años de ese viaje y lo recuerdo así: rodeado de ciegos, era invisible. Me encontraba en las antípodas de mi casa, en una zona paralela, lejos de todo lo que conocía. Al salir, me inundó una sensación de plenitud que pocas veces he sentido. A los pocos pasos pensé que se trataba de fatiga y me senté a comer. Había estado solo una hora y la situación me dio otra perspectiva, una nueva posición vital, que definió mis años como cronista de viajes.
Con el maestro Cifuentes fueron cuatro sesiones y la última derivó en aspectos filosóficos respecto del cambio de percepción, la posición en el mundo y la ampliación de campo (“Lo que pasó es que se corrió el eje, pero la posición quedó donde mismo, ¿me entiende?”). Todavía tengo una contractura que eleva el ángulo superior y compromete el pectoral del lado izquierdo. En una clínica el diagnóstico fue el mismo; sin embargo, tras el masaje ya no me duele. No es un gesto, sino mi postura. Es mi manera de sostener a L. Más que carencia o falta de balance, es todo lo contrario: tiendo a compensar las fuerzas con lo que haga falta.
Imagen: Estatua de Jianzhen en el templo Tõshõdai-ji, Japón.
Como muchas y muchos, fui durante algunos años un lector que aguardaba con impaciencia las contratapas que Juan Forn escribía los viernes en Página 12, de un modo muy parecido a como esperaba antes las distinguidas Siluetas que Luis Chitarroni publicaba en la revista Babel. No eran lo mismo, pero prevalecían en ambos nombres desenterrados pequeños fragmentos biográficos que cruzaban las líneas entre la realidad y la ficción, escritoras o poetas desconocidos, epifanías lujosas, encuentros descabellados, detalles tan admirables como difíciles de pesquisar.
En calidad de miembro de una generación más joven —levemente más joven—, seguí a esos escritores con la sigilosa tenacidad de las sombras, intuyendo por alguna razón que el mundo en el que ellos se desenvolvían guardaba un parentesco antiguo con el mío. Recuerdo que en alguna de aquellas columnas, Juan Forn se retrataba a sí mismo caminando en invierno a orillas del mar en la localidad a la que se fue a vivir, Villa Gesell, ciudad balnearia a la que Alan Pauls dedicó una bella pieza literaria con ineludibles toques autobiográficos, y en la que yo mismo veraneé durante toda la infancia, con mi padre y una hilera de hermanos mordisqueando de noche las películas sin audio que pasaban en el autocine que lindaba con nuestro camping, en California.
De pronto se detenía, Forn, a recoger una piedra pulida por la erosión del viento, que sumaba a una colección de miniaturas abandonadas en el mismo lugar de la biblioteca en el que Chitarroni dice apretujar hasta el día de hoy libros en segunda fila, libros que no sabe dónde poner y que tapan, como resulta evidente, los lomos de los volúmenes que están detrás. Cuando Forn terminaba su recorrido, se sentaba en alguna duna (recuerdo de niño lo arduo que resultaba traspasarlas sin quemarse los pies, que repicaban sobre la arena buscando el paraíso húmedo de la orilla) con el fin de darle la puntada final a alguna de sus contratapas.
El resultado lo medía pasándolo por un abanico bastante amplio, tan amplio como las playas de Gesell: las columnas debían complacer al salvavidas del que se había hecho amigo charlando por las mañanas (y que solo lo leía a él, puesto que los salvavidas ocupan los ojos en versión largavista, escudriñando en el horizonte las desesperadas maniobras de algún ahogado), pero también a Luis Chitarroni, sobre quien pesa el calificativo de ser el lector más sofisticado de la Argentina. Si les gustaba a ambos de punta a punta —es decir, al hombre que no tiene otra página que el mar y al incansable devorador de libros—, entonces Forn sentía que el asunto podía funcionar. El veredicto final, por supuesto, no se lo entregaba ni al salvavidas ni a Chitarroni, se lo entregaba a un resumen de formas de leer colectivas.
Esto último lo lograba condensando las penas y las alegrías del existir en vidas tocadas por alguna excepcionalidad. Si escribía sobre Gospodinov, de inmediato asomaban las impiedades de la aflicción búlgara, con sus madres desguarnecidas cargando hijos al viento, con sus cementerios de soldados y sus panes de tristeza “amasados con lágrimas y con harina”. La toma de Nick Ut en una aldea de Vietnam, con la pequeña Kim Phuc huyendo desnuda del ataque de las bombas homicidas, podía conducir al universo de las éticas editoriales, abriendo fisuras en la interrogante común de las decisiones.
No conozco a Chitarroni en persona, pero entiendo que así como Forn usaba como medida formas extremas del lector, Chitarroni fue siempre dueño de un síntoma que, según me contó en una ocasión Sergio Chejfec, todos sus amigos conocen: darle la razón siempre, de manera irrevocable y absolutamente incondicional, a los mozos.
Las Siluetas de Chitarroni en Babel, donde me estrené reseñando despojos que los más grandes no se querían comer (libros sobre la descentralización del gobierno municipal, memorias de locutores decrépitos, manuales acerca del ajuste estructural en la integración sur), eran en este aspecto menos maniobrables. Versaban sobre la vida de Beerbohm en Rapallo o los experimentos con ritmos entrecortados de un por entonces incógnito Gerard Manley Hopkins; sumemos a Compton-Burnett, Edith Sitwell, Miguel Torga y al inverosímil Enrico Dalgarno presidiendo una banda de autores imaginarios que —a lo Wilcock— recreaba mes a mes.
Lo asombroso es el modo en que este refinamiento convive hasta el día de hoy con la figura del conversador transversal, abierto, un poco desaliñado y totalmente humilde. No conozco a Chitarroni en persona, pero entiendo que así como Forn usaba como medida formas extremas del lector, Chitarroni fue siempre dueño de un síntoma que, según me contó en una ocasión Sergio Chejfec, todos sus amigos conocen: darle la razón siempre, de manera irrevocable y absolutamente incondicional, a los mozos. A este síntoma —no sé si no estaré cometiendo una infidencia— sus amigos le llaman “el mal de Chitarroni”. Sucede que se juntan de pronto a comer en un restaurante, alguien pide una botella de vino, le traen una Coca-Cola y lógicamente reclama. Entonces Chitarroni salta y corrige: “Me parece que el mozo tiene razón, que vos pediste una Coca-Cola”.
Al parecer, esta regla la aplica también a sí mismo: por ejemplo, pide un bife de chorizo, le traen tallarines y, ante el rostro atónito del resto de los comensales, los comienza a devorar con fruición, precipitándose sobre el plato para que no se note el error del mozo. Es una imagen encantadora, que transporta a cualquier lugar de la vida la pericia del corrector de estilo. Enseguida entendemos que el estilo no es “el fruto de una impaciencia frenada” —como lo definió Agamben, dirigiéndose a una corte de obedientes taquígrafos—, sino la forma de todo lo leído o lo percibido aplicado a la comedia estoica de la existencia con los demás.
Es quizá lo que de Chitarroni percibía un hippie ilustrado como Juan Forn, quien con toda probabilidad no desconsideró ni este pequeño gesto que acabo de describir ni aquellas Siluetas tan estilizadas cuando, con Buenos Aires arrancado de sus entrañas a causa de una enfermedad maldita, se vio solo en aquel balneario en el que decidió dedicarse full time a sus contratapas. Se marchó de allí dos o tres días antes de que lo hiciera Horacio González, otro buceador erudito —ya que estamos con homenajes— de nombres perdidos y restos donde resplandecían las imaginerías olvidadas del pueblo.
Evidentemente, estoy tratando esta vez ese tema inasible que es el de las atmósferas, imposibles de precisar aunque envuelvan una misteriosa sustancia punzante, donde la mitad de uno se quedó para siempre —Buenos Aires, Gesell, Rosario, esas ciudades remotas y familiares—, mientras la otra, solícita y torpe, pasa de vez en cuando frente a mi ventana.
Lo primero que imaginé al entrar en La Comunidad tenía que ver con poliamor, pero la energía de los cuerpos ahí presentes no coincidía con esa frecuencia. Alrededor de una fogata parecían ánimas que miran el gélido atardecer y de vez en cuando hacen conexión. Bellas durmientes y jesucristos sustentables de tupidas barbas se mueven sin exceso ni tentación, como descorporizados al interior de sus túnicas. Quizás subliman o solo languidecen. Inhalan. Exhalan. Inhalan profundamente. Lo encendido dura un par de minutos, los mismos que el malabarista sostiene las pelotas en el aire.
En la conversación todo es indoor, cepa, abril, y en la palabra hierba se atora el humo del Ser. Puede que sea un asunto de química, pero después de un rato la cannabis me aletarga, comienzo a bostezar de manera compulsiva y me dan ganas de meterme al sobre de cúbito dorsal, con un guatero en los pies, aunque sea verano.
Otro joven de largos y gruesos rastas toca el ukelele. Había sido marino y ahora vestía poncho y trarilonco o cintillo mapuche. Mientras hablaba de tierras, de pueblos, lo imaginé frente al espejo; en el momento exacto donde antes se ponía la gorra marinera, ahora se amarraba el cintillo como quien se prepara para ir a un combate.
La Comunidad viene con vestimenta. Con olor a sándalo, a limoneno, a vinagre de manzana. Viene de la mano de las expresiones buena, demá. Un estilo que no cambia sustancialmente a lo largo del tiempo, o quizás con algunas variaciones vinculadas a lo circundante y al poder adquisitivo de quienes, en general de forma pasajera, entran y salen de aquí como de una postal de la nostalgia.
Ante la complejidad y el desafío que reporta ser individuo, muchas veces surge la idea de buscar una identidad y encarnar en cuerpo y alma lo que esta ofrece; en el caso de La Comunidad, una liberación de las cadenas de un sistema vinculado principalmente a lo familiar y a la concepción que esta tiene de lo social, lo político, lo religioso… Un salirse, por un rato, de lo acostumbrado.
El summum está en lo que promueva la reducción de residuos, las emisiones y el consumo energético, en la alimentación vegana, orgánica, de semillas. El dueño del almacén más cercano, un señor mayor, bromea llamándola comida de gallinas. Sobre la educación de sus infantes (Ilán, Noa, Kai) tienen muchas ideas, aunque la sensación es que los límites parecieran quedar fermentando en el compost del patio de atrás. La ansiedad está rayada en las paredes de la casa, tienen que descubrir su arte, y en el aire la demanda de sus exclamaciones. Inhala. Exhala.
Un chico argentino con marcas de almohada en su mejilla se detuvo a hablar del Despertar y la Experiencia Meditativa en Realidad Virtual, mientras pisábamos el campo que nos rodeaba, parecido a la torta sin gluten que se apelmaza en la boca de los cumpleaños infantiles. “Pequeña salvaje” llamé a la niña que venía cada tanto a buscar los frugelé que yo tenía en la mochila y que, como un ratoncito que hace lo ilícito, se encargaba de no ser vista por sus progenitores. La siguió otro niño que pedía el celular y luego otro que le repetía al oído Roblox Roblox Roblox.
Ante la complejidad y el desafío que reporta ser individuo, muchas veces surge la idea de buscar una identidad y encarnar en cuerpo y alma lo que esta ofrece; en el caso de La Comunidad, una liberación de las cadenas de un sistema vinculado principalmente a lo familiar y a la concepción que esta tiene de lo social, lo político, lo religioso… Un salirse, por un rato, de lo acostumbrado. La integran en su mayoría hijos de marinos o hijas de pequeños comerciantes, y se dan encuentro al aire libre de sus campos con la última ecotendencia o el tema de las vacunas que con obediencia no se ponen.
La tarde transcurrió y nunca había sentido al aire libre tal falta de aire. Inhala. Exhala. Un leve cruce se produjo cuando mi amiga quiso poner la canción “Sejodioto”, de Karol G, para prender el ambiente de los tejidos y mover un poco las piernas a esas alturas empaladas de frío. La conexión al bluetooth se volvió una esgrima de piratas, y del reino de la positividad emergió de pronto con voz de mando el fantasma de un marino retirado. Alcancé a vislumbrar, entre el humo índigo de la cannabis, un par de ojos que inyectados miraban y decían algo de La Comunidad… de prisa volvimos a los cuencos tibetanos, igual a dos ardillas que en el repliegue de una mesa sin alcohol liberan su ansiedad descascarando nueces.
La puerta de entrada que Wikipedia le abre a Leonard Woolf es un paradójico ejemplo de cómo la obra de un hombre puede eclipsarse en la última línea: “Leonard Sidney Woolf (Londres, 1880-1969) fue un teórico político, escritor, editor y antiguo funcionario público británico, más conocido por ser el marido de la escritora Virginia Woolf”.
Son pocos los hombres notables que desaparecen detrás del nombre aún más notable de una mujer. Y pocos quienes lo hacen sin complejos, con sabia resignación, conscientes —como lo estuvo Leonard Woolf tras casarse con una de las escritoras más trascendentales del siglo XX— de que, en el tupido paseo de la fama, él sería la roca y ella el faro.
Decir que Leonard Woolf fue el marido de la autora de La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) o Las olas (1931) es tan exacto como decir que Virginia Woolf fue la esposa del editor de La tierra baldía de T. S. Eliot.
Woolf o los Woolf (él siempre hablaba en plural) no solo publicó al padre de la poesía moderna de lengua inglesa, sino también al del psicoanálisis, traduciendo las obras completas de Freud al inglés cuando todo eso sonaba a depravación o a ciencias ocultas. El catálogo de la editorial Hogarth Press, que fundó en 1917 en su casa, junto a Virginia Woolf, y que mantuvo activa hasta su muerte a los 88 años, perseguía la modernidad de su tiempo como liebres en la oscuridad. Leonard Woolf era un intuitivo cazador oculto que detectaba a simple vista el valor de los cuentos de una desconocida Katherine Mansfield (Preludio) o los poemas de un joven Rilke (Poemas, Requiem, Sonetos a Orfeo). Su mayor alianza literaria fue con su mujer, Virginia, a quien definía como un “genio”. Cuando ya cerca de su muerte, en 1969, un periodista de la radio BBC 4 le preguntó a qué se refería con “genio”, dijo: “Alguien dotado de una rara combinación de imaginación e inteligencia”.
Emblema del feminismo clásico, es probable que Virginia Woolf no hubiera podido desplegar su genialidad si no hubiera tenido un marido como Leonard a su lado. Sufría de severos trastornos mentales (“escuchaba a los pajaritos hablar en griego”, decía él con elegancia), en un mundo sin terapias psiquiátricas. En el ensayo “La señora Woolf: una loca y su enfermero”, Cynthia Ozick especula que solo el paciente cuidado de Leonard impidió que la derivaran a un manicomio.
Leonard Woolf podía permitirse muchas cosas, incluso ser llamado irónicamente “El enfermero”, con tal de salvaguardar el patrimonio cultural que representaba Virginia. A diferencia de ella, él no pertenecía a una familia británica de linaje intelectual, como la de los Stephen (apellido de soltera de Virginia) o los Foster. Era judío, criado en una familia de clase media de profesionales y antiguos comerciantes, y su educación en un exclusivo colegio privado de Londres había sido posible gracias a sus méritos intelectuales y no clase. Si bien no pertenecía a la élite, conocía sus virtudes, códigos y manías de cerca. Delgado, de cara afilada y dientes chuecos, siempre fue the smartest boy in the room (el chico más listo de la habitación). El ingreso al selecto grupo de Bloomsbury, que pululaba en torno a la casa del barrio del mismo nombre, de las hermanas Virginia y Vanessa Stephen, antes de la Primera Guerra Mundial, fue el siguiente peldaño de una vida selfmade, construida con esfuerzo y ambición.
Según cuenta Quentin Bell en la crónica El grupo Bloomsbury, que su mismo tío Leonard le sugirió escribir en 1964, antes de las tertulias de Bloomsbury, ya era parte de la sociedad secreta de “Los Apóstoles” de Trinity College de Cambridge, donde se tejía algo así como la previa de la fiesta que vendría después en Gordon Square. A las reuniones de los Apóstoles se accedía con un código de acceso. Leonard Woolf llegaba con su mejor amigo, Lytton Strachey. Los otros integrantes eran Thoby Stephan (hermano de Virginia), John Maynard Keynes, Ludwig Wittgenstein, Bertrand Russell (de quien Woolf editó sus diarios y cartas “Amberley Papers”), E. M. Foster (de quien publicó Pasaje a la India) y Clive Bell. Los temas de conversación fluctuaban libremente de Platón a Henry James, pasando por asuntos éticos y políticos. Woolf era el menos aristocrático del círculo y el más trabajólico, y al egresar de sus estudios clásicos, se alistó en el servicio colonial británico. Mientras sus amigos seguían conversando tendidos en los jardines ingleses, él se hizo cargo de la administración de la antigua colonia de Sri Lanka, antes conocida como Ceylán. De esos siete años en el sudeste asiático, publicó una novela, Una villa en la jungla (1913) —hoy reeditada—, considerada la primera novela inglesa narrada desde el punto de vista del indígena y no del colonizador. Un año más tarde apareció Las vírgenes sabias, una sátira de la sociedad puritana inglesa.
Leonard Woolf era un intuitivo cazador oculto que detectaba a simple vista el valor de los cuentos de una desconocida Katherine Mansfield (Preludio) o los poemas de un joven Rilke (Poemas, Requiem, Sonetos a Orfeo). Su mayor alianza literaria fue con su mujer, Virginia, a quien definía como un ‘genio’. Cuando ya cerca de su muerte, en 1969, un periodista de la radio BBC 4 le preguntó a qué se refería con ‘genio’, dijo: ‘Alguien dotado de una rara combinación de imaginación e inteligencia’.
A su regreso a Inglaterra se volvió antiimperialista y socialista. Ingresó a la Sociedad Fabiana, para promover un socialismo a la inglesa, alejado de la revolución bolchevique.
“Una ley injusta o un error judicial me hieren y afectan como una cantidad equivocada o una discordancia, un mal poema, un mal cuadro, una mala sonata, la estupidez de los que se pasan de listos o la tergiversación de la verdad”, escribió en sus memorias.
Su trabajo como editor se extendió a la política; dirigió hasta 1945 la prestigiosa publicación Political Quarterly, fue editor literario del The Nation, y colaborador estable de la revista semanal de política y de literatura New Statesman, con un staff compuesto por la misma Virginia Woolf, Bertrand Russell, George Orwell y Thomas Hardy. Quizás porque siempre estuvo rodeado de gente notable, no pretendió ser famoso sino influyente. Pocos lo recuerdan, pero su tratado International Goverment influyó en la creación de la Sociedad de Naciones que luego derivó en la ONU.
Nunca paró de trabajar. Ya fuera en Monk’s House, su casa en las afueras de Sussex, o en un subterráneo antiaéreo del Parlamento inglés, donde era asesor del Partido Laborista. Un año antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, escribió su ensayo Barbarians at the Gate. “Es casi seguro que la economía, una guerra o ambas cosas acabarán destruyendo a los dictadores fascistas y sus regímenes. Pero eso no significa que la civilización vaya a triunfar automáticamente sobre la barbarie”, se lee. Para calmar sus ansias durante los primeros bombardeos nazis, se dedicó a jardinear profesionalmente y a observar a los animales (escribió varios ensayos que hoy serían considerados animalistas). Al igual que Walter Benjamin, planeó su suicidio junto a Virginia si algún día los nazis desembarcaban en la isla y tocaban a su puerta para llevárselo. Cansado de escribir, de pensar, de afligirse por el devenir de la historia, se alistó en el servicio voluntario de bomberos para apagar los incendios de las explosiones cerca del río Ouse.
El 28 de marzo de 1941 se sorprendió corriendo hacia el río preso de una premonición. Según relata en sus bellas memorias La muerte de Virginia (Lumen), ese día había terminado de jardinear para almorzar como siempre lo hacía, a las 13 horas, con su mujer. Luego de buscarla en vano por la casa, encontró una carta arriba de la chimenea. “Querido: estoy convencida de estar enloqueciendo de nuevo. Creo que no resistiré otra de esas épocas terribles. Y que esta vez no me recuperaré. Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que voy a hacer lo que me parece mejor”, leyó. “No logro imaginar a nadie que hubiese sido capaz de hacer por mí más de lo que hizo él… Siento que tiene tanto que hacer que seguirá adelante, y lo hará mejor sin mí”.
Con esa famosa y última carta de Virginia Woolf, el nombre de Leonard quedó amarrado del pie del cuerpo flotante de su mujer.
La guerra terminó. Los horrores que previó Leonard Woolf se hicieron públicos. Los años del grupo de Bloomsbury se evaporaron en la leyenda. Leonard sobrevivió a la muerte de Virginia y siguió trabajando y también amando hasta su muerte. Tuvo una relación de más de 20 años con Trecckie Parsons, ilustradora de Hogarth Press, que al parecer lo hizo feliz.
En 1963 —cuando la fama de Virginia Woolf ascendía—, se esmeró en aparecer un poco más y contar su historia, en cinco volúmenes de memorias. “A la edad de 88 años, mirando hacia atrás mis 57 años de trabajo político en Inglaterra, veo con claridad que no he obtenido prácticamente nada”, escribió con humor negro. “El mundo presente y la historia del hormiguero humano de los últimos 576 años serían exactamente idénticos si hubiera jugado al ping pong en vez de presidir comités y escribir libros y memorandos”.
Lost in Translation es un título genial, pero los encargados de traducirlo al español no se complicaron las cosas y se decantaron por Perdidos en Tokio, como se conoció en Hispanoamérica la taquillera película de Sofía Coppola. En toda traducción se pierde algo y traducir es por eso mismo una práctica melancólica, le escuché decir una vez al filósofo Pablo Oyarzún, quien ha traducido mucho y ha reflexionado mucho también sobre el tema. Otro amigo filósofo, Andrés Claro, escribió un libro completísimo sobre los aspectos literarios, epistemológicos y éticos de la traducción, de manera que lo que yo pueda decir sobre este asunto es a todas luces irrelevante: mis amigos me salvan a menudo de mis limitaciones.
De lo que sí puedo hablar es de algunas traducciones perdidas (lost translations) publicadas en Chile y realizadas además por poetas. Revisando en mi biblioteca, me topé con algunas que he ido adquiriendo con los años, como la que hizo Nicanor Parra de 50 poetas rusos o la de Jorge Teillier de 31 poemas de Sergéi Esenin, aunque ambos las efectuaron únicamente de la “versión poética” o le dieron forma literaria a la “literal” realizada por otros (José Vento, Gabriel Barra). En la misma repisa seguían tres traducciones de Shakespeare: la de Neruda de Romeo y Julieta, la de Parra de El rey Lear y la de Zurita de Hamlet. Estas últimas, es verdad, no están perdidas; al contrario, son relativamente recientes, pero la de Neruda aún sorprende a algunos que exista y creen que me la invento. El amante desesperado, el monarca amenazado por sus herederos, el atormentado por los fantasmas: las tres traducciones podrían ser una clave incluso para conocer a sus traductores.
Cuando un poeta traduce la obra de otro es porque algo de lo que allí se dice no ha podido decirlo él mismo o bien, porque admira tanto esa obra que traducirla es una manera de recrearla como una obra suya. Es un acto de apropiación creativa, podríamos decir, y una manera no polémica también de resolver la llamada “angustia de las influencias”, aunque pueden existir razones menos espirituales e incluso peregrinas.
Hace unos años descubrí que Samuel Beckett había traducido “Recado Terrestre”, el poema de Gabriela Mistral sobre Goethe, y lo di a conocer en una revista chilena, no sin antes pedirles alguna información a sus editores ingleses, que sabían de su existencia, pero no se animaban aún a incluirla en el volumen que recopila sus traducciones. “Fue una peguita para comer”, me respondió John Pilling, que llegó a la cita (yo estaba en Inglaterra) con Lagar bajo el brazo y acompañado de James Knowlson, el biógrafo de Beckett y fundador de su archivo en la Universidad de Reading. Un poco decepcionado por la respuesta, traté de defender su valor literario y la motivación que habría tenido Beckett para realizarla el mismo año en que escribía Esperando a Godot y cuando aún no era Beckett. Me escucharon respetuosamente, pero no se movieron un centímetro de sus posiciones. “Es probable que de mi oscura y absurda vida yo sepa muy poco”, espetó Pilling, sacando a relucir la típica autoironía inglesa. “Pero de esto al menos yo sé: esa palabrita [que no recuerdo] no la usaba nunca Beckett por esa época, de manera que aquí también hay otra mano y no demasiado buena”. Fin de la discusión, el resto fueron anécdotas y preguntas sobre los mineros atrapados en el norte de Chile.
La poesía chilena, pienso, es la única tradición artística consistente de este país, en parte porque hay una historia de marcas difíciles de batir, en parte también porque los poetas chilenos no han sido nunca provincianos. Traducir a otros poetas, decía Pound, que hizo de la traducción un arte, es un modo de ser cosmopolita, de favorecer el intercambio de formas y pensamientos, de eliminar los cercos y permitir que circule el aire.
El hecho, en todo caso, me llevó a imaginar después un libro que recopilaría todas las traducciones de poetas chilenos realizadas por poetas extranjeros y que sería algo así como una réplica invertida de Poesía universal traducida por poetas chilenos, una antología que publicó Jorge Teillier el año 1996 y que contiene varios hallazgos, sin contar que las versiones son más de 100 y fueron realizadas a partir de varios idiomas, incluido uno tan poco familiar como el rumano, cuyo administrador local fue siempre el poeta Omar Lara. Mi libro no prosperó, así que me detendré un poco más en este libro, el último de Teillier y que seguía en mi repisa a continuación de las versiones de Shakespeare.
Entre los hallazgos de la antología contaría, en primer lugar, las traducciones que hace Neruda de algunos poemas de Baudelaire y Joyce, y que evocan el tono y el imaginario de las Residencias, funesto, monótono y como estancado en un tiempo que no ofrece desarrollo o vampiriza la vida. Diego Maquieira, por su parte, traduce “Definiciones para Mendy”, un largo poema de David Antin, que ahora último tiene por aquí un revival y ha sido traducido también por los poetas Andrés Anwandter y Germán Carrasco. El poema es extraño y sugerente, como “Oración fúnebre” de Pär Lagerkvist, que Ángel Cruchaga Santa María tradujo del sueco y cuyo hablante añora la fealdad y rusticidad de una amada muerta. Traductor siempre sólido, Armando Uribe figura trasladando a nuestra lengua a Leopardi, Pound, Eliot, Montale y Rimbaud, y en todas sus versiones está presente ese fraseo exasperado que le era tan propio y, en general, su manejo ejemplar de los recursos poéticos, por ejemplo, de las aliteraciones. Es uno de los que más traduce, también Waldo Rojas, Jorge Teillier y Rosamel del Valle, cada uno de varios idiomas distintos, que tal vez ni siquiera conocieran a fondo. Da lo mismo: les sobra el léxico y el oído fino que poseen los poetas y muy escasamente los filólogos o los traductores profesionales.
La antología tiene también cosas curiosas, sin contar que Mistral, De Rokha y Lihn son los únicos poetas de talla mayor que parecen no haber traducido a nadie. Huidobro, por ejemplo, no aparece traduciendo del francés sino del alemán, a Hölderlin y Heine, y Elicura Chihuailaf traduce a un poeta italiano de nombre Gabrielle Milli, del que no encuentro más noticias en la red salvo que lo tradujo Chihuailaf y viceversa. Tampoco encuentro mucho sobre un poeta irlandés de nombre Mugron Dixit y otro árabe de nombre Hannud Ben Ismail, que traducen Roque Esteban Scarpa y Hernán Galilea. Salvo estos casos, el resto de los poetas traducidos son todos conocidos y también incuestionables, y la única omisión importante sería la traducción que hiciera Fernando Alegría de Howl, el poema de Allen Ginsberg, solo un año después de que apareciera en Estados Unidos y mientras era llevado a juicio.
Demasiado anecdótico todo esto, habría que tomar distancia y cerrar con una valoración aérea. La poesía chilena, pienso, es la única tradición artística consistente de este país, en parte porque hay una historia de marcas difíciles de batir, en parte también porque los poetas chilenos no han sido nunca provincianos. Traducir a otros poetas, decía Pound, que hizo de la traducción un arte, es un modo de ser cosmopolita, de favorecer el intercambio de formas y pensamientos, de eliminar los cercos y permitir que circule el aire. César Aira piensa, por el contrario, que traducir es un “necio pasatiempo adolescente”, que mejor sería aprender bien francés para leer, por ejemplo, directamente a Baudelaire sin compartirlo con nadie. Extraña idea que, de ser cierta, habría privado a los franceses de leer a Poe mejor que en Norteamérica. Por lo demás, los poetas no traducen únicamente para leer o para difundir a otros, lo hacen también para satisfacer un deseo mimético y para probar la resistencia del lenguaje. A ver si un buen poema puede ser un buen poema en mi propio idioma, a ver si se la puede.
El desembarco del haikú en la poesía de Occidente estuvo ligado al deseo de alejarse de la poesía victoriana y desarrollar una forma capaz de expresar las emociones que suscitaba la ciudad moderna, o al menos eso es lo que sugiere Ezra Pound en un artículo para The Forthnightly Review en 1914, donde explica cómo el haikú influyó en la escritura: “El ‘poema de una sola imagen’ es una forma de superposición, es decir, en él una idea es puesta sobre otra. Descubrí que esto era útil para salir del impasse en que me dejaron mis emociones en la estación del metro. Escribí un poema de 30 versos y lo destruí porque era lo que llamamos una obra ‘de segunda intensidad’”. Seis meses después escribió “In a Station of the Metro” (1912), considerado el primer haikú en inglés.
También en 1912 la poeta Amy Lowell comenzó a publicar sus “Lacquer Prints”, una serie de poemas basados en el haikú, aunque bastante laxos en su acercamiento formal. Más apegados a la forma son los haikús que William Carlos Williams publicó entre 1916 y 1921, 12 poemas que si bien no son particularmente evocadores, sí constituyen el hallazgo de un recurso que Williams visitaría en toda su obra posterior: la yuxtaposición. El cineasta ruso Sergei Eisenstein vio la similitud entre el haikú y el montaje cinematográfico, y lo consideró el método ideal para superar el cine naturalista: “Desde nuestro punto de vista, estas son frases de montaje. La simple combinación de dos o tres detalles de tipo material nos ofrece una representación perfectamente acabada de otro tipo: psicológico”.
La publicación de estos poemas de Pound, Lowell y Williams planteó de inmediato el problema de la forma del haikú occidental y, si bien todo género literario posee reglas y protocolos arbitrarios, como los 39 versos generalmente endecasílabos de la sextina, el haikú plantea limitaciones que son, primero, materiales. Un haikú está formado por tres versos que suman 17 “on” o unidades silábicas, el haikú no debe tener rima o ritmo, no permite asonancias, aliteraciones o nada parecido. De hecho, no se practica su lectura en voz alta, porque un haikú debiera ser leído en ideogramas chinos o japoneses para suscitar una experiencia visual cuya impresión solo podemos imaginar.
Luego, un haikú debe también usar un kigo o palabra-estación, esto es la mención explícita de la estación que se busca evocar o de elementos secundarios que puedan traer a nosotros dicha época del año, como la mención de un fruto o un rasgo climático único. La perpetuación del kigo es un rasgo de vestigialidad; sucede que el surgimiento del haikú está unido a una forma poética mayor llamada renku. Este poema partía con tres versos llamados haikú o hakku, pero con el tiempo esta apertura se popularizó y se independizó del renku. Esto habla de su fortaleza como género poético y de su capacidad para unir arte, ascetismo y religiosidad.
Otro elemento constitutivo del haikú es el kireji, una palabra que funciona como bisagra o como la cesura en la poesía occidental. Si está ubicada al final del primer o segundo verso, esta palabra permite un corte del pensamiento mientras consideramos los versos que la preceden y la siguen o puede también cerrar el haikú en una sensación de elevación. El kireji es el causante de la yuxtaposición que Eisenstein vio en el haikú y comparó al montaje cinematográfico. Pese a que no hay una prohibición de ciertos temas para el haikú, el mundo de la naturaleza y la impresión espiritual que esta causa en el haijin o poeta suele ser el más visitado. La elección del tema del haikú es importante y refleja el carácter del haijin que lo compone. Habla de él, de su posición social, su educación y su visión de mundo, por lo tanto se suelen omitir temas como la guerra, el sexo, las plantas venenosas y la enfermedad, así como todo lo que amenaza la vida.
Jack Kerouac descubrió el haikú gracias a los poetas budistas Gary Snyder y Philip Whalen, quienes le presentaron la fundamental antología en cuatro tomos de Reginald Horace Blyth, publicada en 1949. Esto ocurrió en algún punto de 1956 y marcó el inicio de una práctica que lo llevó a escribir alrededor de mil haikús repartidos en diarios, novelas, cartas, etc.
Ahora, todos los elementos que he descrito no valen nada si un haikú no produce la chispa de la iluminación. Un asomo visionario o satori que nos permita introducirnos a la vida de las cosas y percibir el significado inexpresable del detalle más diminuto, creando la sensación de que entendemos algo al descubrir nuestra unidad esencial con ello. Pero, he ahí lo fundamental, un haikú no significada nada, su significado es la sensación que provoca. Y aquí quiero citar a Roland Barthes, quien en La preparación de la novela, las notas para sus cursos y seminarios, dice del haikú: “Increíble, maravilloso, hasta qué punto me hace sentir el invierno. Se podría decir, en última instancia: el haikú intenta hacer con ese poco de lenguaje lo que el lenguaje no puede hacer: suscitar la cosa misma”.
Ya que mencioné a Barthes, quiero contar una anécdota referida por Kate Briggs en Este pequeño arte. Sucede que para acompañar la clase sobre el haikú, Barthes distribuyó un folleto con 63 haikús que, según dijo, habían sido traducidos al francés por los poetas Maurice Coyaud y Roger Munier. Pero, como señala Nathalie Léger, editora de la edición francesa de las notas de La preparación de la novela, Barthes falsea la fuente real de la traducción, pues eran sus propias traducciones del inglés, idioma que podía leer un poco, pero que no hablaba bien, de los tomos de R.H. Blyth. Esto sorprende porque estos 63 haikús son lo más cercano a un poema escrito por Roland Barthes que tenemos.
***
El haikú es un arte ascético, es ascetismo artístico. Y, en la cultura japonesa, hasta donde entiendo, ese aspecto ascético es más valioso que el artístico. Jack Kerouac era proclive a este ascetismo, a una mezcla de budismo y catolicismo culposo que podemos avizorar en los 66 poemas en prosa que tituló The Scripture of the Golden Eternity, una serie de meditaciones budistas sobre la naturaleza de la conciencia y la impermanencia. Pese a la fama de aventurero creada por sus primeros libros, la verdad es que Kerouac era un sujeto bastante tímido, que cuando descubrió el budismo más de una vez cambió a sus amigos por la soledad de una montaña, como el verano en que trabajó en Desolation Peak como guardabosques y se dedicó a meditar y escribir haikús, para luego huir del alcoholismo y la fama en Bixby Canyon, en la cabaña de Lawrence Ferlinghetti, para meditar, escribir la novela Big Sur y desarrollar un misticismo a la manera de Thoreau.
Jack Kerouac descubrió el haikú gracias a los poetas budistas Gary Snyder y Philip Whalen, quienes le presentaron la fundamental antología en cuatro tomos de Reginald Horace Blyth, publicada en 1949. Esto ocurrió en algún punto de 1956 y marcó el inicio de una práctica que lo llevó a escribir alrededor de mil haikús repartidos en diarios, novelas, cartas, etc. Un material enorme editado por Regina Weinreich para dar forma a Book of Haikus (2003), una antología en cuyo prólogo Weinreich, siguiendo a Allen Ginsberg, afirma que Kerouac logró mejor que nadie en los EE.UU. plasmar en haikús la naturaleza efímera de la existencia.
Kerouac propuso su propia solución formal: “El haikú estadounidense no es lo mismo que el haikú japonés. El haikú japonés está estrictamente ceñido a las 17 sílabas, pero dado que la estructura del lenguaje es diferente, no creo que los haikús estadounidenses deban preocuparse de las sílabas. (…) Lo importante es que el haikú debe ser simple y estar libre de cualquier truco poético”. Y no solo eso, además decidió cambiar el nombre del haikú a pop, expresión que podemos traducir como estallido o destello, de ahí el nombre de este libro. Por otra parte, además de los temas tradicionales, los haikús de Kerouac echan mano a temas que harían arriscar la nariz a los maestros japoneses, por ejemplo: latas de mayonesa, un discípulo de Wilhelm Reich, un cuadro de Gauguin, vendedores puerta a puerta, Bach sonando por una ventana, molinos de Oklahoma, un auto nuevo, críticos de teatro, una cerveza en un bar al mediodía, un viejo agonizante, Dostoievski y el jefe nativo Caballo Loco.
Afortunadamente, Meller también es partidario del método minimalista, entregándonos una traducción ‘simple y libre de cualquier truco poético’, como diría Kerouac, donde lo más importante es el haikú y el efecto que debe suscitar.
En una reseña de 1958 a Los vagabundos del Dharma, Allen Ginsberg hace notar que las oraciones de Kerouac se han vuelto más cortas, algo muy notorio en un autor tan visiblemente influido por la prosa oceánica de Thomas Wolfe. Ginsberg dice literal: “Es casi como si estuviera escribiendo un libro de mil haikús”. He aquí un ejemplo de este giro estilístico en Los vagabundos del Dharma: “The storm went away as swiftly as it came and the late afternoon lake-sparkle blinded me” [La tormenta se fue tan rápido como vino y el resplandor en el lago al final de la tarde me cegó].
Para hablar de cómo este libro fue ordenado por su traductor quiero citar a John Cage, quien cuenta que su interés por los hongos nació del hecho de que, en el diccionario, las palabras music y mushroom están una al lado de la otra. Es decir, en el diccionario las palabras están presentes una para la otra, pero no están relacionadas metonímica o causalmente. Siguiendo esta lógica, históricamente los haikús han sido ordenados según una consecución neutra, el paso de las estaciones. Y es precisamente esta la decisión que tomó Alan Meller, ordenando los 450 haikús que tradujo primero según las estaciones del año y dentro de estas unidades, según la hora del día, directamente contradiciendo la decisión de Regina Weinreich, quien ordenó su Book of Haikus siguiendo un criterio cronológico.
Según Adrian James Pinnington, R. H. Blyth era “un traductor brillante”, partidario de lo que llama el método minimalista, es decir, traducir el haikú “lo más literalmente posible”, abreviándolo incluso, al tiempo que el texto “a veces se acerca a una especie de poesía concreta”. Afortunadamente, Meller también es partidario del método minimalista, entregándonos una traducción “simple y libre de cualquier truco poético”, como diría Kerouac, donde lo más importante es el haikú y el efecto que debe suscitar.
Para terminar quiero leer seis haikús de Jack Kerouac traducidos por Alan Meller, tres apegados a la tradición japonesa y tres estrictos “dharma pops”.
Una flor
en el acantilado
asintiendo al cañón
El pájaro sigue en la copa
de ese árbol.
Por encima de la niebla.
Apurando las cosas,
lluvia otoñal
en mi toldo.
El gato blanco es verde
a la sombra del árbol,
como el caballo de Gauguin
Bach por una ventana
abierta al amanecer–
los pájaros en silencio
Llega la tarde–
la oficinista
afloja su bufanda
Dharma Pops. Antología de haikús, Jack Kerouac (traducción de Alan Meller), Descontexto Editores, 2023, 216 páginas, $18.000.
Llegué tarde a conocer a Tom Ripley. Al Ripley erigido de palabras y papel, pues como muchas y muchos conocí al Talentoso Mr. Ripley de la mano de Anthony Minghella e interpretado por Matt Damon en alguna tarde, viendo televisión por cable a inicios de la primera década de los 2000. Con el tiempo y sin ningún tipo de intención de por medio, me topé en una librería del centro de Santiago con A pleno sol y comencé a indagar en la obra de Patricia Highsmith, con quien hace años mantengo un pendiente, una deuda y varias dudas. La formación de una persona como lector, como lectora, se elabora y constituye a partir de esos pendientes. Y qué mejor que estar también pendiente siempre de la maestra del suspense, a quien vuelvo continuamente para preparar una clase, en el marco de un curso o taller de literatura policial; o bien, para escribir mis novelas de género negro. Vuelvo a ella, a ella y a Tom.
Vuelvo a la novela A pleno sol (traducida ahora como El talento de Mr. Ripley), la que continúa siendo para mí un manojo de naipes que se deshace en mis manos, un montón de arena de las playas que retrató Minghella en la cuidada fotografía del filme. Con los años vi también la primera película sobre A pleno sol, estrenada en la década del 60, dirigida por René Clément. Entonces me sucede que al leer a Highsmith, el rostro de Matt Damon, su rostro y su cuerpo se hacen uno con el otro Ripley, el de Alain Delon. Ahí estoy arriba del yate y me mareo, me mareo intentando reconstruir los deseos de Tom Ripley. Un yate para tres o más personajes, en el que Ripley rumia su ¿rabia?, ¿resentimiento?, ¿deseo devenido en violencia?, ¿su amor? Luego, en otras páginas, lejos ya de las imágenes fílmicas, estoy con Tom intentando comprender su crimen, palabra a palabra, inmersa en la mancha de tinta de Patricia Highsmith. Ahí estoy entre Tom y Dickie, mareándome de nuevo en una pequeña barca cuando Ripley le da muerte a su yo interno, a su deseo oscuro, a su otro: Dickie.
No sé qué es lo que más me gusta de Tom Ripley. Persiste en mí lo que trato de poner ahora en palabras: una aparatosa fragilidad, su deseo de querer ser otro, de perderse en esa representación. En A pleno sol vuelvo a intentar algún tipo de diálogo con él, pero me pierdo en la huida que él protagoniza. Obstinado en desentenderse, en desasirse. Es eso lo que me hace volver a él. ¿Qué es lo que le pasa a Ripley? ¿De dónde proviene su moral dudosa? ¿Es víctima o victimario?
Marginal y marginado, creo que Ripley nunca llega a verse a sí mismo y cuando lo hace, el espejo le muestra a un otro. Como un Narciso que se enamora ya no de él, sino de alguien que él cree ver en ese reflejo. Reflejado y fugaz, Ripley se escabulle en mi memoria cuando deseo entenderlo.
Paso de nuevo por las páginas del libro y leo a un victimario que se siente libre y omnipotente. No es una víctima, aunque en parte sí, es víctima de su resentimiento. De su envidia. Víctima de mirarse en un espejo y ver allí a su Narciso enamorado de sí mismo en el rol que le toca desempeñar, una y otra vez. Marginal y marginado, creo que Ripley nunca llega a verse a sí mismo y cuando lo hace, el espejo le muestra a un otro. Como un Narciso que se enamora ya no de él, sino de alguien que él cree ver en ese reflejo. Reflejado y fugaz, Ripley se escabulle en mi memoria cuando deseo entenderlo.
Ripley es el personaje contemporáneo que, por sus actos y decisiones, interpela nuestra oscuridad, nuestros deseos que, ominosos, están ocultos. Me atrevería a decir, al mismo tiempo, que Patricia Highsmith nos pregunta continuamente, en su obra, qué tanto estamos dispuestos a perder, pero por sobre todo, qué es lo que deseamos ganar. Con esta interrogante intimista, recóndita, nos espejeamos en las páginas de A pleno sol y estamos de frente al suspense devenido como un nuevo hito, un nuevo canto a la moral y sus pliegues.
Tengo un recuerdo que parafraseo, porque no quiero ir a mirar donde está la cita, principalmente porque me gusta la sensación que en mí dejó esa imagen. Patricia Highsmith decía que escribía sobre Ripley en una postura incómoda, sentada en la esquina de una silla. En su cuerpo, la autora quería experimentar los nervios de Ripley, la sensación de estar huyendo, arrancando, de estar cayéndose, agregaría yo. Ripley está al borde de sí mismo, en un vértigo continuo, zafando, zafándose de aventura en aventura. Ahora mismo, mientras escribo, vuelvo a ese vértigo, a esas páginas que rememoro y deseo volver a hundirme en ellas, ya presintiendo cómo me enfrentaré, junto a él, junto a Tom Ripley, a mi propia oscuridad.
El talento de Mr. Ripley, Patricia Highsmith, Anagrama, 2015, 324 páginas, $10.000.
También en Tom Ripley I, Anagrama, 2020, 578 páginas, $27.000.
El milenario arte del elogio fúnebre no se enseña en ninguna parte y, por razones obvias, nadie quiere aprenderlo a través de una práctica constante en iglesias y cementerios. La antiquísima técnica de la retórica, que los griegos y los romanos afinaron hasta la perfección, es una antigualla; y el lenguaje ornamentado de tantos de sus cultores es apenas un conjunto de metáforas de menor cuantía.
Sé que generalizo, pero nosotros los modernos hablamos a tientas en las ocasiones solemnes, y encima escuchamos sin gusto, mirando la hora, cuchicheando, buscando el secreto del universo en la punta de los zapatos. En estas circunstancias suelo constatar, movido por el recogimiento, que quedarse callado no es lo mismo que guardar silencio. Esto último implica un estado anímico, un trance acompañado de cierta sensación de inminencia, que va más allá del hecho de no formular palabras.
Dicho en breve, el arte de la retórica duerme el sueño eterno. Los elogios fúnebres descansan en libros encuadernados en cuero. Los antiguos hechiceros de la oralidad, llámense rapsodas de la revolución o mesías de la moral, han perdido sus poderes de encantamiento. Magnetizar a las multitudes con palabras sin acompañamiento musical, eso sí que ocurre tarde, mal y nunca. A veces, las emociones y el intelecto vibran a la par y el fervor colectivo se propaga, pero ese milagro es más bien mérito de las circunstancias. Lo dice, en todo caso, alguien que arranca de las ceremonias del verbo (de los recitales de poesía, despavorido) por razones aún difíciles de precisar.
A propósito de esto, pienso que el lenguaje es un organismo vivo. Lo que antes le daba salud y vitalidad, en el transcurso de unos años puede transformarse en un agente patógeno. Las figuras retóricas les entregan elasticidad a los tejidos del lenguaje, hasta que sufren de necrosis y, entonces, los corrompen.
Pasarme horas leyendo recónditos tratados retóricos, libros tediosos y clásicos latinos, como El orador de Cicerón y las Instituciones oratorias de Quintiliano, fue una manera inconsciente, me digo ahora, de intimar con el arte de hablar en memoria de los muertos, con la capacidad de trazar algunos rasgos de carácter con ayuda de unas pocas anécdotas.
A comienzos de la década del 2000 escribí un libro sobre la oratoria profana y sagrada, sobre la veneración que generaban los hombres con el don de la palabra, un don que conseguía persuadir y conmover, cautivar al intelecto, despertar las emociones y propagar sus efectos con el ímpetu de un contagio. Escribí ese libro a contrapelo, sin demasiada convicción o entusiasmo, porque tal vez no distinguía la elocuencia de la charlatanería y al locuaz del farsante. Me parecía que el tema era rancio, de otra época, y con justa razón. No lograba entender por qué me había enganchado con algo tan ajeno a mi carácter introvertido. Al hablar, yo cuidaba las palabras como si fueran especies en extinción. Me refugiaba en el silencio. Por esos días estaba interesado en la vida de los maestros del budismo zen y en los eremitas cristianos que abandonaron las ciudades del Imperio romano, para perseguir la pureza en los desiertos de Siria y Egipto.
Pasarme horas leyendo recónditos tratados retóricos, libros tediosos y clásicos latinos, como El orador de Cicerón y las Instituciones oratorias de Quintiliano, fue una manera inconsciente, me digo ahora, de intimar con el arte de hablar en memoria de los muertos, con la capacidad de trazar algunos rasgos de carácter con ayuda de unas pocas anécdotas.
Claude Lévi-Strauss dilucidó los motivos de la existencia y de la efectividad del hechicero. La ilusión es un componente esencial de la teoría del antropólogo. Se requieren tres tipos de ilusiones, plantea, y su fuerza solo se activa cuando se ensamblan; si eso no ocurre, la magia se desvanece. El brujo debe confiar en sus conjuros, el enfermo debe recibirlos sin dudar de su eficacia y la comunidad, para cerrar el círculo, tiene que depositar su fe en el poder sanador del hechicero.
Hago este rodeo porque el orador es una versión del hechicero. Él debía creer en la vitalidad de su arte y, los oyentes, en el valor de este para investir al orador con el poder de magnetizar a las audiencias, ya fueran las multitudes obreras de un mitín o el público que asistía a los debates del Congreso. Antes de convertirse en artificio, el arte de la retórica fue una construcción erigida sobre el lenguaje y la memoria, que cobraba vida con la puesta en escena del cuerpo, porque eso eran los oradores, actores, intérpretes de un sentir colectivo.
El cine, al igual que la literatura, viene conjugándose hace un buen tiempo en primera persona. Es lo que, desde Mekas y Naomi Kawase, evidencian las películas construidas a partir de archivos, abundantes hoy en las pantallas de salas y festivales. Los nuevos soportes digitales, por cierto, han desempeñado un papel de catalizadores en esa euforia intimista, poniendo al alcance de cualquiera las herramientas antes privativas del montaje y la producción. El Internet, al reducir significativamente los tiempos de espera entre el rodaje y la circulación, no ha hecho más que democratizar el fenómeno. El resultado es una relativa saturación del espacio público, supeditado a los antojos tiránicos del “yo”. Sylvie Lindeperg resume a la perfección el riesgo que tiene para el cine: “fetichización del fragmento y sacralización del rastro”.
De vez en cuando, sin embargo, algún filme se distingue del resto, vuela con sus propias alas e impone una reflexión más detenida, por la felicidad de sus imágenes o la identidad ―consensual o polémica― de su autor. Es el caso de Les années Super-8, la película que dirigiera junto a su hijo la más reciente ganadora del Premio Nobel, Annie Ernaux, autora de una obra tan extensa como económica, y no libre de controversias en su Francia natal.
El “aura” de un Nobel es una ocasión más que propicia para descubrir cómo un escritor ―y por encima de todo, un escritor de talla― (se) piensa en su relación con las imágenes, propias y ajenas. Producida un poco antes de ganar el Nobel, Les années Super-8 viene a iluminar una trayectoria vital precisamente en el momento que su exposición pública alcanza seguramente su punto más elevado (2022 es sin duda el año de Annie Ernaux: un Nobel, una película documental y al menos dos adaptaciones cinematográficas de gran circulación basadas en sus libros: Pura pasión y Elacontecimiento).
La preparación de la cinta se hizo en familia. Ernaux escribió y grabó el comentario de Les années Super-8 en solitario durante el confinamiento, a partir del visionado de alrededor de cinco horas de material. El montaje, realizado por su hijo, se emprendió enseguida, tomando su texto como hilo conductor, con atención a sus recuerdos, en una trayectoria de ida-y-vuelta entre lo íntimo y lo social.
Quienes frecuentan la obra literaria de Ernaux reconocerán una curiosa continuidad entre su prosa escrita —ese estilo deliberadamente clínico, que ella misma califica como ‘plano’— y la cadencia algo impersonal, como ausente, sin efusiones nostálgicas, de Les années Super-8. Y es que el ‘metraje encontrado’, en efecto, parece calzar a la perfección con la poética de Ernaux, fragmentaria y sintética, apoyada en la memoria personal como único sostén.
A grandes rasgos, la película consiste en una serie de imágenes analógicas, grabadas con una cámara Super-8, por el ex-esposo de la novelista, Philippe Ernaux, hoy desaparecido. Por lo general son escenas arrancadas al tedio de la vida pequeño burguesa, a los “largos domingos vacíos” que exige la rutina familiar, biológica o putativa. Todo ello, a lo largo de un tramo bien delimitado de vida doméstica de los Ernaux, entre 1972 y 1981, precisamente el período en que la escritora hace sus primeras armas en el campo de la literatura.
El repertorio de sucesos, con todo, es surtido, declinado al compás de los desplazamientos de la pareja: viajes, mudanzas, publicaciones, juegos, fiestas, encuentros y desencuentros. En la primera parte se destaca un curioso viaje a Chile que los Ernaux emprenden con la idea de descubrir de primera fuente el proyecto de la Unidad Popular. Las imágenes dejan ver el puerto de Valparaíso y los paisajes del Norte, mientras la voz evoca el entusiasmo de la pareja por el programa revolucionario, compartido por buena parte de la juventud europea de entonces. Más tarde, un viaje a Bulgaria, todavía bajo el comunismo soviético, ofrece el revés de la utopía emancipatoria, su cara más ingrata, entre paranoia persecutoria y miseria material. Un balneario marroquí, un poco después, termina de componer el cuadro de un turismo escapista, complaciente, indiferente a la suerte de las poblaciones locales, tan en boga entre las clases acomodadas europeas. La voz en off actúa aquí como un emulgente: a ella le corresponde dar cohesión al filme, asegurando la continuidad de un material a fin de cuentas heterogéneo y fragmentario, tanto en el tiempo como en el espacio. Quienes frecuentan la obra literaria de Ernaux reconocerán una curiosa continuidad entre su prosa escrita —ese estilo deliberadamente clínico, que ella misma califica como “plano”— y la cadencia algo impersonal, como ausente, sin efusiones nostálgicas, de Les années Super-8. Y es que el “metraje encontrado”, en efecto, parece calzar a la perfección con la poética de Ernaux, fragmentaria y sintética, apoyada en la memoria personal como único sostén.
Hay algo onírico y hasta inquietante en esa colección de imágenes silentes, frágiles, parpadeantes, sonorizadas a posteriori, que fluyen con “la interminable lentitud de un tiempo que se espesa sin avanzar, como el de los sueños”. Lo que dejan traslucir esos fragmentos es la sensación de un tiempo clausurado y ya sin vuelta atrás. En ellos se transparenta asimismo la fascinación confesada de Ernaux por una “visión temblante” del mundo, condición irreductible de las existencias individuales, envueltas en el flujo de un cambio perpetuo, donde nada puede estar dado de forma permanente. Chile, Bulgaria y Marruecos son, entre tantos otros, débiles destellos de mundos que ya no son.
“Todas las imágenes desaparecerán”, afirma Ernaux al inicio de Los años, uno de sus libros más famosos. La sentencia, económica, tiene algo de un perentorio truismo. ¿Cómo recusar su evidencia flagrante? Les années Super-8 logra acaso matizar el dictamen: todas desaparecerán, sí, pero a algunas, sin duda, les llevará más tiempo que a otras.
Les années Super-8 (2022), dirigido por Annie Ernaux y David Ernaux-Briot, escrito por Annie Ernaux, 61 minutos.
En el último tiempo, la etiqueta de gótico latinoamericano se ha convertido en un cliché de la crítica, el periodismo y las contraportadas, sobre todo en la literatura escrita por mujeres. Y es cierto que este género ha aflorado con especial fuerza en nuestros días, pero esa mirada reduccionista ha pretendido ver aquí un fenómeno aislado, vendiéndolo desde los prescindibles atributos de la novedad y la moda, y hasta asociándolo al concepto aún más cuestionable de nuevo boom latinoamericano, en lugar de entender el gótico como la sombra persistente y en constante reinvención que siempre ha sido, en particular en nuestras literaturas. Esto, por supuesto, no es culpa de las escritoras, que una y otra vez han intentado usar el foco que ha caído sobre ellas para sacar a la luz a quienes las inspiraron.
María Negroni es una de las autoras góticas latinoamericanas vivas que queda fuera de esta clasificación cuando se la plantea como un tema generacional. La escritora y traductora argentina, quien también dirige la Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF (Buenos Aires), ha desarrollado una obra que, además de novelas y ensayos, incluye reconocidos poemarios como Exilium (2016, reeditado en Chile por Bisturí 10) y Oratorio (2021) —una delicada meditación sobre la orfandad, muy hermanada con su última novela—, y otras publicaciones menos definibles, cercanas al libro-objeto, el diccionario o la enciclopedia, como Cuaderno alemán (Alquimia, 2015), Archivo Dickinson (2018) y Pequeño mundo ilustrado (2019). En aquella diversidad, lo que parece unificar la producción de Negroni es la tensión de los límites entre formatos y lo que ella misma ha calificado como el fulgor oscuro y poético del gótico.
Su interés por este género se hace manifiesto en la trilogía de ensayos La noche tiene mil ojos, donde explora la presencia de un orden ajeno a la razón en las narraciones del gótico europeo y estadounidense (Radcliffe, Wilde, James, Kafka), además de sus rebrotes en el cine (el expresionismo alemán, el noir). En Galería fantástica, segundo tomo de la trilogía, sigue su pista en el fantástico latinoamericano, y establece una lista personalísima —pero no por eso menos cierta— de tópicos recurrentes en la literatura gótica: “El aislamiento, lo nocturno y la orfandad, el incesante descenso a los ritmos del inconsciente, la sospecha de un crimen fundante, la omnipresencia del agua y lo maternal, el coleccionismo y la manía del catálogo (…). Pero, sobre todo, está la figura del artista, (…) que se para en ese umbral inseguro entre arte y vida y vuelve a intentar, infructuosamente, ser en el reflejo de su creación”.
Justo en ese umbral se ubica su tercera novela, El corazón del daño, cuyo origen fue una experiencia fundamental para la autora: la muerte de su madre. Debido a esto, el relato abarca desde su infancia y adolescencia junto a ella, hasta aquel momento decisivo y el duelo posterior. Entre esos dos puntos, narra también su paso por la universidad, el irse a vivir sola, su inicio en la escritura y su militancia contra la dictadura argentina; su relación con su esposo, quien recibe una beca para estudiar en Nueva York, una oportunidad que la narradora aprovecha para migrar aún más lejos del dominio materno; y finalmente, tras separarse en la ciudad estadounidense, el tiempo que se queda allí para llevar a cabo su propio doctorado y luego enseñar, hasta su retorno a Argentina muchos años después, impulsado por la necesidad de cuidar a la madre enferma.
Esta narración que divaga entre la primera, tercera y segunda persona (la Madre), el pasado y el presente, la memoria y el ensayo, está llena de otras citas, ya sea autoría ajena o de la misma Negroni, en particular con fragmentos referidos a su mamá. De este modo, el libro es también un muestrario de su propia obra, pero siempre marcado por esa figura avasalladora, cuyos nombres se multiplican en un dictado que la niña/escritora repite en su cuaderno de caligrafía como tarea/castigo sin fin.
El relato parte con la descripción del hogar de la infancia, un espacio que, como todo castillo gótico, es dominado por una presencia singular e imponente: “Una mujer difícil y hermosa ocupa el centro y la circunferencia de esa casa. Tiene los ojos grandes, los labios pintados de rojo. Se llama Isabel, pero le dicen Chiche, que significa juguete, pequeño dije, objeto con que se entretienen los niños”. Una madre nombrada casi siempre con mayúscula y que encarna varios arquetipos góticos a la vez: el doble, por medio de su reflejo en las muñecas (“Mi muñeca preferida, la más linda, se llamaba Isabel”); la vampira, que nunca suelta a su víctima y posee una carga erótica insoportable (“¿Ya dije que mi madre me parecía obscena?, ¿que todo en ella me resultaba demasiado gráfico?”); y la bruja, cuyas palabras de potencia mágica le bastan para herir profunda y permanentemente (“No olvidaré un segundo lo doloroso tuyo”).
“Mi madre siempre fue la dueña del lenguaje”, dice la narradora de esta novela en cuyos párrafos —que a veces son tan breves que parecen versos de un extenso poema— se suelen entrometer las palabras y expresiones de la progenitora, como la recurrente “tupadre”. Pero además de la irrupción del lenguaje materno, esta narración que divaga entre la primera, tercera y segunda persona (la Madre), el pasado y el presente, la memoria y el ensayo, está llena de otras citas, ya sea autoría ajena o de la misma Negroni, en particular con fragmentos referidos a su mamá. De este modo, el libro es también un muestrario de su propia obra, pero siempre marcado por esa figura avasalladora, cuyos nombres se multiplican en un dictado que la niña/escritora repite en su cuaderno de caligrafía como tarea/castigo sin fin: “Madre, cripta, nicho, altar”; “mujer hermosa – beba de pecho – ser insufrible – niña vieja – anciana mucho – alma invisible”; “Mater Dolorosa, Nuestra Señora del Verbo Dividir, Adoratriz de las Sombras, En el Nombre del Cuerpo y sus Faltas”.
Esta kafkiana carta a la madre —aunque Negroni parece más consciente de su paranoia que el autor de Praga— se dirige a un ser inmortal, un fantasma con el peso asfixiante del pasado y cuyas garras se extienden hasta el futuro: “Nunca te mataré lo suficiente, Madre. Nunca estarás debidamente muerta”. El corazón del daño es una novela gótica, lírica y de formación en que el encierro, tal como en el poema de Enrique Lihn, es lingüístico: nunca salir de la casa de la infancia, de la dolorosa lengua materna, del dominio de la Madre mayúscula.
El corazón del daño, María Negroni, Literatura Random House, 2022, 144 páginas, $12.500.
Al igual que Homero, nadie sabe bien si Wu Ch’êng-ên existió o no en este lugar que llamamos, exageradamente, “la vida real”. Se estima que su nacimiento tiene que haberse dado entre 1505 y 1508 y su muerte, unos 80 años después. Los folletos de turismo de una ciudad china y milenaria, Huai’an, en la provincia actual de Jiangsu, lo reclaman como hijo dilecto y a él se atribuye Viaje al Oeste, uno de los grandes clásicos de la literatura asiática, cuyo protagonista goza de fama similar a la de Don Quijote para los hispanohablantes.
Se trata de las aventuras de un monje chino, Tripitaka, que se lanza en viaje a la India en busca de las sagradas escrituras budistas, acompañado por ayudantes, entre los que se cuenta el Rey Mono. Hasta hace poco —sorprendentemente poco, si consideramos que estamos ante una obra maestra—, en nuestra lengua solo podíamos leer la versión extendida, de más de dos mil páginas, por Ediciones Siruela. El sello español, especializado en joyas olvidadas de la literatura medieval, va por la quinta edición de ese título que ahora entrega en tapa dura, para soportar el ancho, pero comenzó publicándolo en tres tomos a principios de los 90. “La novela total”, tituló Jesús Ferrero su prólogo, donde se lee: “Viaje al Oeste es una creación del periodo Ming, el más glorioso de la novela china, y es al mismo tiempo la obra de todo un pueblo, como la muralla china y como el mismo imperio, en la que intervienen muchos creadores, hasta cristalizar como narración plena de sentido y perfectamente estructurada en el siglo XVI, gracias a la probable intervención del escritor Wu Ch’êng-ên, que la dotó de una poderosa estructura” (en portada, Siruela la ofrece como obra anónima). Como con todo clásico de extensión intimidante, hay condensaciones y adaptaciones, y de Viaje al Oeste, por ejemplo, hay un retelling del poeta y editor armenio-estadounidense David Kherdian. Pero hay una versión más, todavía, que conecta como puente de oro, directo del chino, la sabiduría oriental y la sabiduría occidental: Monkey.
Esta versión personalísima se publicó por primera vez en 1942 y le valió el Premio James Tait Black Memorial, una de las distinciones más antiguas del Reino Unido, al orientalista y sinólogo británico Arthur Waley, quien venía de traducir infinidad de obras literarias del chino y el japonés. Entre sus trabajos más notables se cuentan El libro de la almohada, de Sei Shōnagon, y La historia de Genji en seis volúmenes, así como biografías de poetas chinos de los siglos VIII y IX, como la que dedicó a Li Po.
Waley era integrante del grupo de Bloomsbury, donde pululaban personajes como Bertrand Russell, E. M. Forster, Katherine Mansfield, John Maynard Keynes, Virginia Woolf y Lytton Strachey. Ray Strachey, cuñada de este último, llegó a retratarlo por lo menos 15 veces, y esos retratos se conservan en la National Portrait Gallery de Londres: un gesto reconcentrado, quizás taciturno, camisa con moño. Entre lo que se sabe a medias de Waley hay otra rareza: nunca, en toda una vida dedicada a ese mundo, visitó Asia.
Para presentar su Monkey, el reservado Waley ocupó muy pocas palabras. Dijo que se las vio ante un original “inmenso”, por lo que eligió omitir ciertos episodios, pero traducir completos los que preservaba. “Rey Mono fue traducido muchas veces, pero su versión es la mejor”, afirma Desmond Biddulph, presidente de la Sociedad Budista. Lo cierto es que la popular versión de Waley se ha convertido en cómics, películas y hasta inspiración para Son Gokū, protagonista de Dragon Ball, serie de manga y animé creada por Akira Toriyama en los años 80.
Tardamos muy pocas páginas en aceptar que, en medio de un enfrentamiento, el tan mentado mono puede arrancarse un pelo que se multiplicará en el aire en miles de unidades, para caer a tierra convertido en ejército de defensa, o que el alfiler que tiene escondido detrás de una oreja puede transmutar en garrote gigante y liquidar en un parpadeo a su retador.
No es de extrañar que un libro así haya inaugurado, también, una editorial: la mexicana Perla, cuenta su directora, surgió cuando a Wendolín Perla le asignaron la traducción de este clásico para una editorial transnacional a la que acababa de renunciar. Ella estaba ya traduciendo de motu proprio otro libro, La hija del rey del país de los elfos, de Lord Dunsany, cuando el editor Andrés Ramírez le encomendó la traducción del Rey Mono. Perla se fascinó tanto con la historia que decidió reunir ambos títulos y fundar el catálogo de su propia editorial especializada en fantasía.
Como en un juego de cajas chinas, tenemos entonces la traducción al español de Wendolín Perla del Rey Mono de Waley, que a su vez es una versión de Viaje al Oeste, obra monumental que, por su parte es, además, la recreación del mito de Hsüan Tsang. Parece y es un laberinto centrípeto, pero Waley se encarga de explicarlo en el prefacio: la historia del peregrinaje de Tripitaka refleja la de una persona real. “Hsüan-Tsang vivió en el siglo II de nuestra era y hay detallados relatos contemporáneos de su viaje. Ya en el siglo X, y probablemente antes, el peregrinaje de Tripitaka se había convertido en tema de todo un ciclo de leyendas fantásticas. Del siglo XIII en adelante estas leyendas se han representado con regularidad en escenarios chinos. Wu Ch’êng-ên tenía, por tanto, mucho material a partir del cual trabajar cuando escribió este cuento de hadas”.
Si bien Tripitaka es el enviado, no es el protagonista, ya que es imposible competir con el “Sabio Igual a los Cielos”, el mono cuyas desventuras en busca de la iluminación ocupan toda la primera parte del libro, hasta dejarlo castigado y encerrado en una montaña por 500 años, de la que saldrá con otro nombre: “Consciente de la Vacuidad”. Recién entonces aceptará ponerse al servicio de encomiendas mayores, pero será el mismo poder del que abusó el que le permitirá cumplir con la misión que le encargan: cuidar que Tripitaka llegue sano y salvo con las escrituras. Para Waley, Tripitaka representa al hombre común ante las dificultades de la vida y el Rey Mono, “la inquieta inestabilidad del genio”.
En el estante de los grandes clásicos de la literatura universal, Rey Mono se distingue, entre otras cosas, por una imaginación descomunal, hiperactiva y genial como el mono, y por una distorsión temporal total. Como en cualquier buena novela de aventuras, las peripecias se suceden casi sin respiro, una más impredecible que la otra, pero sus duraciones son materia de otro reino. Ramificaciones innumerables trabajan a nivel terrenal y astral al mismo tiempo, convocando personajes de todo orden y dotándolos de coexistencias impensadas. Un monje puede hablarle palabras a un tigre, una carpa dorada puede vengar a una princesa, un inmortal puede dirigirse a un oficial militar. Así, en el discurrir caudaloso de la trama nos encontramos con ogros, duendes, demonios, emperadores, monstruos, espíritus malignos, espadas voladoras, collares de cráneos humanos y hasta dragones que se convierten en caballos blancos.
Los peligros acechan en cada párrafo, pero Tripitaka no abandona su cometido: “El corazón es lo único que puede destruirlos. Yo juré solemnemente, parado frente a la imagen del Buda, que llevaría a término esta tarea, pasara lo que pasara. Ahora que ya empecé, no puedo ir atrás hasta haber llegado a la India, visto a Buda, obtenido las escrituras y girado la rueda de la ley, para que la gran dinastía de nuestro sagrado soberano esté por siempre segura”. Su cohorte se agiganta conforme avanza en su camino, y a las defensas del Rey Mono se suman, más adelante, las de Cerdito y Arenoso.
La traductora advierte que en la obra de Wu Ch’êng-ên se reúnen tres doctrinas filosóficas: budismo, taoísmo y confucianismo. ‘Nos hallamos ante una narración más alegórica todavía que la Divina comedia y absolutamente metafísica’, dirá Ferrero.
Lejos del dramatismo que una travesía tan exigente podría conllevar y acercándolo una vez más a la obra maestra de Cervantes, Rey Mono tiene un sofisticado sentido del humor: las burocracias celestiales y pedestres son expuestas y ridiculizadas con elegancia.
Atravesando largas distancias y maravillosos paisajes naturales en pocos segundos, por medio de hechizos, talismanes, armas mágicas y lecciones maestras, los personajes provocan y resuelven situaciones extraordinarias. Tardamos muy pocas páginas en aceptar que, en medio de un enfrentamiento, el tan mentado mono puede arrancarse un pelo que se multiplicará en el aire en miles de unidades, para caer a tierra convertido en ejército de defensa, o que el alfiler que tiene escondido detrás de una oreja puede transmutar en garrote gigante y liquidar en un parpadeo a su retador.
Las proezas alquímicas son una constante y comienzan desde el principio, cuando nos encontramos con “una roca preñada” que “desde la creación del mundo fue labrada con las esencias puras del cielo y los magníficos sabores de la Tierra, el vigor de la luz del sol y la gracia de la luz de la luna”. Una roca que se parte al medio para dar a luz un huevo, también de piedra y que, fertilizado por el viento, se convierte en un mono. ¡Ni Marosa di Giorgio!
Esta escena inaugural está en línea directa con el mito cosmogónico taoísta de Pan Gu, quien emerge del huevo cósmico que condensa el caos y contiene los principios opuestos del ying y el yang. Dieciocho mil años duerme Pan Gu dentro del huevo, hasta que se estira y lo rompe, quedando en medio de la tierra y el cielo.
La traductora advierte que en la obra de Wu Ch’êng-ên se reúnen tres doctrinas filosóficas: budismo, taoísmo y confucianismo. “Nos hallamos ante una narración más alegórica todavía que la Divina comedia y absolutamente metafísica”, dirá Ferrero, por su parte. Penitencias, reencarnaciones, purificaciones y calamidades se desenrollan acompañadas de un festín de nombres propios: en un mismo capítulo, por ejemplo, aparecen el río de las Arenas que Fluyen, el palacio de las Campanas de Oro y una princesa Capullo de Jade. La lectura es extremadamente placentera, efecto, entre otras cosas, de una seducción que el libro sostiene como una Scheherazade: “Si no sabes cómo le fue en el viaje, escucha lo que se dice en el siguiente capítulo”.
“Rey Mono es único en su combinación de belleza con absurdo, profundidad con sinsentido. Folclor, alegoría, religión, historia, sátira antiburocrática y poesía pura: estos son los elementos singularmente diversos de los que el libro se compone”, creía Arthur Waley, quien conservaba un único retrato fotográfico en su casa, en Golden Square de Londres. Tomado por Pamela Chandler el mismo año en que Yuri Gagarin se convertía en el primer hombre en orbitar la Tierra, muestra un Waley a la vez ensimismado y concentrado en un objeto externo. Hacia abajo, a la derecha, su mano sostiene una pequeña figura misteriosa. Es un perro dragón chino o León de Buda, símbolo popular de protección contra malos espíritus.
Rey Mono, Wu Ch’êng-ên, Perla Ediciones, 2022, 464 páginas, $38.000.
Leonel Lienlaf (Alepue, 1969) es un poeta consagrado, que ha recibido premios y publicado en varios idiomas, además del mapuzugun y el español, en los que escribe. El volumen La luz cae vertical (Lumen, 2018) reúne los cuatro libros publicados hasta ahora: su celebrado debut, Se ha despertado el ave de mi corazón (1989), Palabras soñadas (2003), Kogen (2014) —que “en realidad es una receta de una planta psicoactiva escondida en el texto poético”— y Epu Zuam (2016).
Para hablar de todo eso, nos reunimos en Concepción. Lienlaf anda “subiendo” desde su residencia en Alepue, localidad cercana a Valdivia e histórico refugio de las familias, de las cuales Lienlaf es descendiente, que apoyaron a Quilapan en la última resistencia mapuche, cuando en 1883 el ejército chileno conquistó Villarrica. Ya pasó por Angol y Temuco, y llegará a Santiago, motivado por compromisos múltiples.
Sentados para almorzar en un restorán del barrio El Collao, se hace difícil no mencionar los resultados del plebiscito y el momento político que vive el país. Lienlaf está decepcionado: “De haber sido un cincuenta y tantos por ciento, sería como normal, pero esto fue mucho”. Y agrega: “El analfabetismo de hoy es peor que en los años 60 o 70. Toda la gente con la que tú conversas ha creído cosas que no eran. Si lees la propuesta final, ves un trabajo increíble que se pierde frente al show de unos pocos. Así que mejor seguir con lo que estamos un tiempo y volver a tocar los temas de otra manera. Porque a la gente se le olvida, todo esto es pasajero”.
A la cháchara de lo pasajero que caracteriza a la política chilena, le contrasta la temporalidad más calma y ancha que requiere la comprensión de la historia y la cosmovisión de los pueblos indígenas. La política mapuche, cree el poeta, no hay que pensarla en términos de décadas, sino de siglos. Y la cosmovisión, donde Lienlaf entierra sus raíces para soñar los sueños de la tierra y darle forma a sus poemas, también requiere de un tiempo diferente, en el que sueño y vigilia se comunican, y donde conviven los seres animados e inanimados. En esa temporalidad entra el lector cuando lee su poesía: Lienlaf agranda el espacio al brindarle a las existencias que nos rodean —aves, zorros, vientos, sueños, noches, y a veces pinos, motosierras y balazos— una voz y un punto de vista, y con ello también una apertura del oído, de la mirada y de la imaginación.
“Se ha despertado el ave de mi corazón, extendió sus alas y se llevó mis sueños para abrazar la tierra”, así es el comienzo de tu primer libro. ¿Fue una liberación?
Es difícil analizarlo desde ahora. Yo empecé a escribir eso a los 10 años y lo publiqué a los 18. O sea, tiene 50 años. Puede ser una liberación del colegio, creo. A los 10 años tuve que irme internado donde los curas alemanes en Temuco, lo que tuvo algunas cosas positivas, entre ellas que en una biblioteca descubrí a Nietzsche, el Also sprach Zarathustra, que es como mi iniciación en la lectura occidental. Me hizo sentido con las contradicciones que tenía con la iglesia católica, y ya era una contradicción que Nietzsche, que habla de la muerte de Dios, estuviera en esa biblioteca.
¿Qué te quedó de Zaratustra? De alguna manera yo veo el tema poético ahí, en cómo tú te concentras con este mundo. Empecé a gozar en ese minuto la poesía como un mirador, como un lugar de donde miras tu mundo e intentas traspasar y contar eso que estás viendo en ese instante. Estoy hace años tratando de traducir al mapuzugun esa parte del Also sprach Zarathustra. Acabo de rescatar este libro de mi casa y lo ando trabajando, es la traducción de Andrés Sánchez Pascal. Me lo sé de memoria: “No la altura, la pendiente es lo horrible (…) desde que conozco mejor el cuerpo, el espíritu no es para mí un modo de expresarse, y todo lo imperecedero es también solo un símbolo (…) La profunda medianoche: (…) Hombre presta atención a lo que dice la profunda medianoche, yo dormía, yo dormía profundo sueño, he despertado. El mundo es profundo. Y más profundo de lo que el día ha pensado…”. Ahí es donde parte la poesía, y lo otro es lo que siempre he dicho, que tiene que ver con mi abuela, los cantos, el bosque.
Han tratado de encasillarme. Personalmente no me identifico con ese mundo. Yo vengo del ambientalismo por un lado, pero no tiene nada que ver, porque ve a la naturaleza como afuera, y yo la veo como ser parte, nosotros somos naturaleza. No es que tú defiendas la naturaleza, sino tu relación con ella. La naturaleza no tiene problemas, la bomba atómica también es naturaleza, qué más natural que la fusión nuclear.
¿Puedes hablar de ella?
Con ella aprendí a entender los bosques, porque con mi otro abuelo, que era medio brujo, entendí lo que tiene que ver con las plantas, y después terminé en el bosque nativo. Con ella aprendí a mirar esos espacios, los senderos, y descubrir la vida camino al estero. Todo parte desde chico, acompañándola a buscar agua, o a “hacer agua”, por una quebrada y cada viaje era alucinante, porque era una historia, una historia en ese minuto, pero también te llevaba atrás, a los abuelos. Me hablaba de otros lugares y espacios que después conocí, como la historia de la cordillera de Nahuelbuta, la cordillera de los Andes, Argentina, y me contaba historias de los viajes de gente que estuvo allí, y después yo volví a hacer esos viajes, y luego eso mismo era contado a la orilla del fogón. Las historias iban cambiando según el lugar donde las contaba.
¿Eran historias de personas? De personas, del lugar, de árboles. Son muchos mundos que están ahí funcionando. Nuestro mundo no es el mundo concreto, estamos en mundos paralelos a través de los cuales habitamos y transitamos. Eso me quedó como imaginario de ella, y lo trato de rescatar en el texto: mundos que se entrecruzan, que se alejan.
Las otras voces que aparecen son las de los muertos. ¿No te asustan esas presencias? No. Están dentro de ti, al lado tuyo. Dentro de tus células también están, y en tus sueños, que son como nuestra pantalla en la cual tú acercas lo que quieres ver, por eso hay plantas para soñar. Pero más que muertos son antepasados. La muerte es un tránsito a otros espacios. Lo mismo con los espíritus, tú puedes cruzar a esas realidades a través de los sueños o de ciertos portales, en los cuales te pierdes. Hay montañas que conozco bien y me he perdido, durante mucho rato y muchas veces, incluso con harta gente.
Contabas que tu abuelo era brujo. Sí, aprendí de él todo lo que son las plantas sicoactivas, enteógenas. Es un mundo más oculto, digamos, que tiene que ver con el sotobosque, el sentir espiritual y las relaciones sociológicas del bosque, cómo se relacionan esos seres entre ellos y cómo se relacionan con ese bosque.
¿Te identificarías como un poeta ecologista, que defiende la naturaleza? Han tratado de encasillarme. Personalmente no me identifico con ese mundo. Yo vengo del ambientalismo por un lado, pero no tiene nada que ver, porque ve a la naturaleza como afuera, y yo la veo como ser parte, nosotros somos naturaleza. No es que tú defiendas la naturaleza, sino tu relación con ella. La naturaleza no tiene problemas, la bomba atómica también es naturaleza, qué más natural que la fusión nuclear.
Tu poesía evoca el universo espiritual de la machi… La machi es un rol dentro de una cosmovisión. Yo creo que toda la asociación antropológica ha sido negativa, hay muchos cuentos que incluso han permeado al movimiento social mapuche o a la urbanidad. Es loco, pero la antropología ha posicionado que la machi corresponde al mundo espiritual. ¡No! La machi es parte de un proceso dentro de muchas otras interacciones. Esto es más complejo que un panteísmo estructurado desde la mirada de Mircea Eliade. Por eso nosotros nos llevamos mejor con las matemáticas o la física que con la antropología, la sociología o la psicología.
En general estoy en contra de las recuperaciones; yo creo en recordar. Si me preguntas si creo que la literatura tiene alguna labor, sería más de ir generando nuevas palabras. La labor literaria no es precisamente ser museología, es subvertir, y en todos los idiomas. Escribir no te va a llevar a preservar la lengua, sino a darle dinamismo.
En el prólogo de La luz cae vertical dices que trabajas con dos lenguas, el castellano y el mapuzugun, que van en direcciones distintas. ¿Tiene que ver con eso? Claro. Desde el punto de vista del empirismo occidental, tú puedes poner todo en clústeres, en tu carta Gantt, y todo te va a caber. Y lo ha hecho muy bien, ha permitido el lenguaje y la forma de mezclar a las culturas metiéndolas en jugueras que te sacan cosmovisiones tipo jugo de fruta: con más o con menos zanahoria o manzana, tienes una cosmovisión a tu gusto. Lo mismo pasa con el idioma, el castellano parte desde el cuadrito. Es interesante cómo la antropología, o la ciencia —no sé cómo llamar a estos procesos de reducción y de ordenar al pensamiento—, de una manera también permea al mundo mapuche, aunque vaya para otro lado. El mundo tiende a una diversificación, a un abanico, y esto otro tiende a la estandarización. A la cultura occidental le gusta la unificación. De ahí viene la concepción del Estado, el tema de los reinos, las pirámides, el control. La diversificación te impide el control, y creo que ese es el susto de las sociedades modernas. Es el susto, por ejemplo, de la academia a incluir a otros saberes.
¿Qué otra crítica le harías a la antropología? Bueno, yo me considero un experto en antropólogos. Más que criticar es eso de pontificar lo que debería ser y cerrar el conocimiento al elaborar cánones y parámetros, en vez de tratar de generar una posibilidad de intercambio de conocimiento. La universidad trató de tomar la literatura mapuche desde ese punto de vista, de etnologizarla. Como Iván Carrasco —soy bien amigo de él— con la etnoliteratura. ¡Si todo es etnoliteratura, la chilena, la alemana! Quisieron poner a Clemente Riedeman como poesía mapuche, porque hablaba del kultrün. Yo puedo ponerme a escribir en alemán, pero sigo siendo un poeta mapuche. Huidobro es un poeta chileno que escribió mucho en francés, pero no por eso es un poeta francés.
Cuando uno lee tu poesía o la de otros mapuche, aparece una percepción distinta de la realidad. ¿Se puede hablar de una percepción mapuche así como se habla del pensamiento mapuche? Sí, es evidente. Aunque yo creo que existe la poesía mapuche en tanto existe un pueblo, hay una pertenencia que condiciona tu forma de mirar y de entender. Si hay una separación con la obra es porque toda obra es una concientización, no hay obra inconsciente, tiene que haber un trasluz de reflexión. Yo discrepo de algunas cosas que se dicen, por ejemplo que los locos pintan súper bien, para mí eso no es arte porque no hay una construcción intelectual. Si es arte es porque hay una idea, no es al azar. Lo que nos hace diferentes, lo que nos hace hacer arte, es la conciencia de que estás posicionándote en un punto. Eso lo saco de la visión nietzscheana y de la visión de mi abuela.
¿Cuál es el lugar de la recuperación del mapuzugun en el futuro político mapuche? En general estoy en contra de las recuperaciones; yo creo en recordar. Si me preguntas si creo que la literatura tiene alguna labor, sería más de ir generando nuevas palabras. La labor literaria no es precisamente ser museología, es subvertir, y en todos los idiomas. Escribir no te va a llevar a preservar la lengua, sino a darle dinamismo.
Hölderlin decía que la poesía tenía que inventar nuevos nombres para retener a los dioses, al ver que la modernidad los estaba echando. ¿Lo ves así? He leído muy poco esa literatura. Me ha gustado más la poesía o las historias sufíes, que son muy tontas pero están contadas muy bellamente y se acercan al mundo mapuche. El más conocido es Nasrudín, un personaje muy cómico, es el sabio del pueblo pero siempre hace tonteras. Una vez iba sentado en el burro al revés y alguien se lo hace notar: “Maestro, usted va sentado equivocado en el burro”. “No —le responde—, lo que pasa es que el burro y yo tenemos diferencias de opinión”. También están los poetas chinos, los caligrafistas japoneses me alucinan, como Sei Chu, que trabajaba en blanco y negro y solo líneas de carbón. Sus dibujos eran verdaderos haiku. Y algo de poesía nórdica, los poetas suecos y finlandeses contemporáneos tienen una melancolía y una tristeza increíbles. Lasse Söderberg tradujo a varios.
¿Leíste La Araucana? Lo leí alguna vez. Como filología me parece interesante, pero no tengo tiempo, yo soy un lector de pasiones. Me interesa más El Quijote que La Araucana. Me gusta la historia de cómo una sátira pasa a transformarse en el libro ícono de una lengua. Eso ya es alucinante. Y lo segundo es esta locura de los sueños caballerescos, todo este mundo paralelo, y además tiene al otro que lo sigue. Esos dos personajes me encantan.
Me engarzo un poco más en lo tradicional, en lo más antiguo, que es más profundo y que espera más a largo plazo. Creo que hoy día no tenemos las capacidades para tener una discusión política seria interna, tienen que volver a renovarse ciertas cosas. Estamos en un momento de mantención. Creo que hay mucha gente que piensa lo mismo: esperar que decante. Siempre hemos pensado así, a 200, 300 o 500 años.
Tu poesía tiene elementos de la tradición pero, como dice Elvira Hernández en la contratapa de tu antología, también “es plena escritura de este tiempo”. ¿Cómo se junta la tradición y lo contemporáneo? Es que la tradición es eso en definitiva. Estás enraizado en algo pero haciendo algo nuevo. Y las raíces son un abanico de cosas que vienen de atrás y tú vas construyendo tu historia con el presente. Por eso el futuro está atrás y el presente está adelante, y ahí vas eligiendo ciertas cosas, no puede ser todo. La tradición no es algo que tu repliques, eso es una ilusión.
En “Baile sagrado” das otro ángulo para el mito de origen, no son dos serpientes que luchan por subir cada vez más alto hasta quemar a los mapuche, sino que es una danza y es el sol el que baja a ellas. Sí. El origen de Trentren y Kaikai tiene que ver con el agua y la tierra. Uno quería que fueran seres de tierra y el otro, de agua. No es una lucha entre el bien y el mal que nos quería matar. Los hombres que cayeron al mar se transformaron en espíritus de agua, siguieron viviendo, por eso hay historias con ellos. Mi familia tiene un emparentamiento, una bisabuela se casó con el shumpall del agua y se transformó en un ser de agua que todavía vive ahí.
¿Cómo ves tú el pensamiento mapuche contemporáneo? Hay tres tipos de pensamiento. Está el de los viejos linajes, que todavía subyace. Hay un pensamiento político, que anda bastante perdido. Y hay un pensamiento de ciudad, de gente nueva, que está tomando muchos elementos de izquierda que no son propiamente pensamiento mapuche. Por ejemplo, el mundo mapuche es más feudalista que comunitarista, y tiene una percepción de libertad mucho más amplia, no es piramidal. Entonces, cuando tú tratas de plantear que el pueblo mapuche es esto o esto, cuando estableces una definición: fregaste. Porque no es esto o esto, el pueblo mapuche es todos estos. Por eso estaban las alianzas entre cada territorio, tú vas a un guillatún acá y es totalmente distinto a como los hacemos allá. No hay este mito occidental de decretar que esto es y esto no es. Hay una pluriculturalidad dentro de la misma cultura. Y eso se dialoga.
De esos tipos de pensamiento, ¿a cuál eres más cercano? Me engarzo un poco más en lo tradicional, en lo más antiguo, que es más profundo y que espera más a largo plazo. Creo que hoy día no tenemos las capacidades para tener una discusión política seria interna, tienen que volver a renovarse ciertas cosas. Estamos en un momento de mantención. Creo que hay mucha gente que piensa lo mismo: esperar que decante. Siempre hemos pensado así, a 200, 300 o 500 años.
¿Cómo ves el tema de la plurinacionalidad tras el plebiscito donde triunfó el Rechazo? Yo tenía mis dudas con la plurinacionalidad, porque podía significar desprenderte de tu derecho como pueblo a reivindicar los tratados. Como no hay ningún convenio con el Estado, los tratados anteriores siguen vigentes, no hay nada nuevo que los anule. Y la plurinacionalidad podía sobreentenderse como una anulación de los tratados y que empezábamos con borrón y cuenta nueva. Eso es desde el punto de vista nuestro, como pueblo mapuche. Con los otros pueblos no hay tratados, o sea, no hay reconocimiento. Al mundo mapuche le da lo mismo que te reconozca o no el Estado, porque hay una preexistencia documentada en la legalidad occidental, y por lo tanto puedes demandar al Estado.
En el poema “Camino”, dices: “He venido a rescatar el silencio de mi pueblo (…) para que el espíritu sea viento entre el vacío de las palabras”. ¿Es un silencio político? No. Es el silencio de ciertas voces que se enraízan en cosas más antiguas. Por eso la búsqueda poética, escarbar un poco. Es como una arqueología de la memoria oral, rebobinar de donde viene, hasta el origen de cada historia.
¿Se puede llegar al origen? Es un árbol. El origen es perderse. Y eso es gracias al instante, uno tiene todo el tiempo del mundo para volver al origen.
Había gobierno militar, una contrarrevolución clave en el contexto de la Guerra Fría, cuando en cualquier momento los misiles cruzaban silenciosamente el Atlántico. Brasil, de todas formas sobrevivía al terror político y era el gran país del arte, la música, la arquitectura y de la cultura popular. “¡Viva Oscar Niemeyer y viva Villa-Lobos ¡Viva Clarice Lispector! Nuestro arte es un arte de denuncia”, le decía el compositor Antonio Carlos Jobim a la misma Lispector, mientras hablaban de las posibilidades de la creación. En 1966, una de las más famosas escritoras del país, abogada, mujer de mundo —esposa de diplomático—, muy privada y admirada, se quedó dormida con un cigarrillo prendido, su casa de Río de Janeiro se quemó completamente y ella resultó gravemente herida, pero se curó tras meses en el hospital. Entonces le ofrecieron algo nuevo: escribir crónicas para el diario Jornal do Brasil, las cuales aparecerían cada sábado. Dijo que no quería ser columnista, ni analizar ni opinar, y aceptó solo escribir. Fue así como empezó una labor que duraría 10 años, hasta su muerte, en 1977 —escribió un poco en revistas en los años 40 y estuvo hasta 1973 en el Jornal—, y en la que encontraría otra expresión de su vida y de su literatura.
“Soy una columnista feliz”, declaraba unos meses después de comenzar. “Escribí nueve libros que llevaron a muchas personas a amarme de lejos. Pero ser cronista tiene un misterio que no entiendo: a los cronistas, por lo menos a los de Río, los quieren mucho. Y escribir una especie de crónica los sábados me ha traído aún más amor”. En la crónica encuentra lo otro que le exige, que la excede, que maravilla. “En un periódico nunca se puede olvidar al lector, al paso que en un libro se habla con mayor libertad, sin compromiso inmediato con nadie”, reflexiona. Escribe directamente para otros, muchos o uno en particular o imaginario, muchas veces literalmente responde las cartas que le envían, cuenta anécdotas en que apela al interlocutor, narra escenas, entrevistas —memorables son las tres notas con Antonio Carlos Jobim o la conversación sobre fútbol con Zagallo, así como olvidable la de Neruda, llena de ínfulas y juegos de palabras. Por supuesto, también filosofa sobre las pequeñas y profundas facetas de la existencia, pero siempre conversando, en diálogo. Puede pensarse que ese es el espíritu de la crónica, pero pocos son los escritores que de verdad se dan a la pregunta y a los demás, en vez de buscar la respuesta taxativa y correcta.
Sabe que en la crónica la escritura siempre es personal —se lo dijo su amigo Rubem Braga, gran cronista— y le da un poco de pudor y de pavor. Es un yo desarmado, multiplicado, invadido. “Mi hijo entonces me dijo: ‘¿Por qué no escribes sobre el Vietcong?’ (…) Me sentí impotente, de brazos caídos. Pues todo lo que hice sobre el Vietcong fue sentir profundamente la masacre y quedarme perpleja”.
Clarice se une a la causa de los estudiantes —le escribe una carta al ministro de Educación, una de sus pocas alocuciones directamente políticas—, u otra de las mujeres, pero no trata de otra actualidad que no sea la propia. Dice directamente lo que va pensando en esos días. Su familia, su vida doméstica, sus amigos aparecen recurrentemente, sean frases de alguno de sus dos hijos, ideas de pintores —los artistas le interesan sobremanera y se declara dibujante frustrada— o un sueño con su admirado Carlos Drummond de Andrade, el gran poeta, periodista y promotor del modernismo brasileño. Como en sus cuentos, como en la vida, las subjetividades se superponen primero y es difícil que se enlacen, pero a veces sucede. Es tal la cantidad de matices, la cantidad de cosas que se pueden decir. Cómo decirlas bien. Cómo decir la rosa o la gallina. La muchacha, la niña, sí misma, donde se diluye, donde se encuentra. Sin la transferencia y modulación de la ficción, en las crónicas se hace evidente la palabra entregada, amorosa, como acto de encuentro.
Este tipo de declaraciones resuenan tan vivas, y también tan perdidas en una época que parece extinta, de mundos pequeños, de grandes amistades con gente genial, libertad total para hablar de una rosa blanca o de la importancia del maquillaje de ojos. Hoy una cronista como Clarice, que cuenta que manda a su sirvienta a dejar sus escritos, a comprar flores o cerveza para Jobim, sería imposible por corrección clasista, además de considerarla sentimental y poco teórica.
En estos textos Lispector está constantemente preguntándose sobre la posibilidad de escribir y qué es lo que logra comunicar: agradece y se emociona con una lectora que le dice que sus textos amplían su capacidad de amar y de darse; otra vez, mirando la luna llena, siente la soledad enorme que la toma si no escribe, y se declara “madre del mundo” por el amor que siente. Dice, más enigmática: “No se juega con la intuición, no se juega con el escribir: la presa puede herir mortalmente al cazador”. Se pregunta por los nimios temas que le gustaría tratar —tomar un vaso de agua o cuando pasa un dolor físico—, y le da miedo agotarse rápido: “A veces es el horror de decir una palabra que desencadenaría miles de otras no deseadas”. Escribir es como “buscar en uno mismo la nebulosa que poco a poco se condensa, poco a poco se concreta, poco a poco sube y aflora —hasta que llega como en un parto la primera palabra que la expresa”. Declara que nació para escribir, para criar a sus hijos y para amar a los demás, “la única salvación individual que conozco: nadie estará perdido si da amor, y a veces recibe amor a cambio”. Suma y sigue: escribir “es el modo que tiene la palabra como carnada, la palabra pescando lo que no es meramente palabra, es más bien la entrelínea”; “escribir es muchas veces acordarse de lo que nunca ha existido”; “la frase no se hace. La frase nace”.
Este tipo de declaraciones resuenan tan vivas, y también tan perdidas en una época que parece extinta, de mundos pequeños, de grandes amistades con gente genial, libertad total para hablar de una rosa blanca o de la importancia del maquillaje de ojos. Hoy una cronista como Clarice, que cuenta que manda a su sirvienta a dejar sus escritos, a comprar flores o cerveza para Jobim, sería imposible por corrección clasista, además de considerarla sentimental y poco teórica. Ella, en todo caso, es consciente de su condición y de su persona: “El confort de la prisión burguesa tantas veces me golpea el rostro”, escribe; declara que “se hace cargo del mundo”, porque lo ve y participa en él: “Me hago cargo de los miles de favelados ladera arriba”. Hoy parecería, quizá, antifeminista, por decir algo tan simple, y para muchas mujeres cierto, “si no fuera madre, estaría sola en el mundo”. Le molesta lo “femenino” porque es “como si la mujer formara parte de una comunidad cerrada aparte , y en cierta manera segregada”. Tampoco sería muy comprendida su narración de un almuerzo feminista en el que se aburre como ostra, porque no encuentra nada genuino de que hablar. En cambio, la emocionan las jóvenes que le escriben casi como en consultorio sentimental.
En esos tiempos, los años 60 y 70, el mundo parece de algún modo más libre que hoy, o más posible, cuando aún hay un futuro que se está gestando. Ella observa las máquinas, las primeras computadoras y las posibilidades científicas como algo fascinante, una maravilla civilizatoria de la que no alcanzará a formar parte. También le inquieta el poder creciente de la tecnología: “Tal vez el hombre deje de ser una organización humana. O el hombre será el triste antepasado de la máquina”. La intuición de esa inhumanidad hoy, tristemente, es una certeza que demolería la sensibilidad de Clarice, y ese afán maquinal ha hecho de su propio país uno de los más devastados ecológica y políticamente, de los más desiguales y violentos en un planeta que ya no asegura la vida de nadie.
Hay crónicas de una línea, otras que suman series y páginas, como en las que finalmente se lanza a contar sus muchos viajes, sean por Rusia recién nacida, por Estados Unidos de trabajo, por Groenlandia o África, largas estadías en Londres o en Nápoles. Forma un diccionario de flores o teoriza sobre los animales en su vida. O detalla tres páginas de puras preguntas: “¿Por qué las personas cantan? ¿Por qué existe la raza negra? ¿Por qué no soy negra?”. Y de nuevo, otra vez piensa en lo que escribe, en la vida, en el placer simple del día sábado en la mañana: “¿Mi vida tiene que ser escribir, escribir, escribir? ¿Cómo ejercicio espiritual profundo? E incorporar el aire aéreo de este sábado en que escribo. ¿Qué quiero escribir? Quiero hoy escribir cualquier cosa que sea tranquila y sin modas, algo como el recuerdo de un alto monumento que parece más alto porque es recuerdo. Pero quiero, de paso, haber realmente tocado el monumento. Voy a detenerme aquí, ¡porque es tan sábado!”. Claro, estamos ahí, en su monumento.
Todas las crónicas, Clarice Lispector (traducción de Regina Crespo y Rodolfo Mata), FCE, 2021, 540 páginas, $19.900.
Fue a fines de los 70 o a inicios de los 80. Iba entrando a la calle Recoleta por Bellavista cuando lo vio. Era un hombre de bigotes que se bamboleaba. Quizás iba borracho o bailando. Dio una luz roja, Paz Errázuriz frenó el auto que manejaba y buscó su cámara Nikkormat. En un impulso apuntó por la ventana. Solo tres disparos bastaron. No existen más que tres negativos, pero la serie “El caminante de Santiago” no necesita más: son tres imágenes que muestran al hombre avanzando espasmódicamente por unos cuatro o cinco metros, cruzando delante de un negocio de abarrotes clásico de la época, hasta resbalar y caer. No alcanzamos a verlo en el suelo, pero las fotos de Errázuriz registran el momento exacto en que se desencadena el derrumbe. Captó el instante perfecto.
La serie de “El caminante de Santiago” forma parte del imaginario callejero santiaguino de los 80. Muchos años circuló en libros y en pequeño formato, hasta que en 2002 Errázuriz tuvo una retrospectiva de sus fotografías en la Fundación Telefónica. Las imágenes de ese hombre que trastabilla habían sido ampliadas y el poeta Sergio Parra se quedó alucinado mirándolas. “Me recordó toda una época y una zona de Santiago que conoces pero no sabes exactamente dónde está”, cuenta Parra, que un año después consiguió una copia de las fotos y hoy están instaladas en un lugar protagónico de su librería Metales Pesados. “Las fotos de Paz logran comunicarnos con lo que uno no quiere comunicarse. Cosas que pasan por el lado, un vagabundo, un travesti, cosas que uno las evita o les tiene miedo”, dice.
Nacida en Santiago en 1944, Paz Errázuriz es la única fotógrafa pura que ha recibido el Premio Nacional de Artes Plásticas. Lo ganó en 2017, cuando su obra ya estaba consagrada en Chile y también internacionalmente. Parte de la vanguardia artística de los 80, en los 90 su obra empezó a ocupar un espacio central justamente por esa capacidad de la que habla Parra: revelar mundos prohibidos. Porque pese a que se formó en la calle, fotografiando escenas que hallaba siguiendo el azar en una ciudad sitiada por la dictadura, sus trabajos más importantes son el resultado de largas investigaciones que la llevaron a inmersiones en hospitales siquiátricos, burdeles de travestis, gimnasios de boxeadores prohibidos para mujeres, bambalinas de circos o los últimos miembros de la etnia Kawéskar.
“Me interesa más la mirada que el acto mismo de fotografiar”, dice Errázuriz en un correo electrónico, antes de recibirme en su casa. Sirve té. Conocerla es entender que fue su discreción y serenidad la que le permitió entrar en esos universos ocultos. Su casa es de fachada continua, con patio interior, y se ubica en el límite entre Providencia y Ñuñoa. Vive ahí hace 40 años. En una de las piezas estuvo su cuarto oscuro, pero hace unos años dejó de revelar y se pasó al digital. Demasiado gasto de agua, demasiados químicos, dice. Recientemente estuvo revisando los archivos de sus negativos buscando fotos que nunca ha expuesto, preparando una muestra en México (Formas de decir aquí) y otra en Santiago, en la la sala Nemesio Antúnez de la UMCE. Ahí seguramente hay imágenes de los años en que fue parte de la Asociación de Fotógrafos Independientes (AFI). Retrataban protestas y represión callejera. Ella colaboraba con revistas como Apsi. Nunca ha mostrado ese trabajo en exposiciones; cree que otros fotógrafos captaron mejor el momento. “En ese mismo tiempo comencé a preocuparme por situaciones sociales y culturales determinadas, que no existían como tema o preocupación y me atreví a enfrentar sola estos asuntos a modo de una investigación que podría decir etnográfica y que no tenían mayor circulación académica, ni en la sociedad”, dice Errázuriz. “Tal vez fue la calle, precisamente, la que me abrió el camino hacia donde debía dirigirme. La calle me quitó el miedo a esa búsqueda que necesitaba emprender, la búsqueda de muchas respuestas, la búsqueda por una propia identidad”.
Tal vez fue la calle, precisamente, la que me abrió el camino hacia donde debía dirigirme. La calle me quitó el miedo a esa búsqueda que necesitaba emprender, la búsqueda de muchas respuestas, la búsqueda por una propia identidad.
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Llegaron a las 12 de la noche a Talca. Corría 1981. Bajaron del tren y caminaron hasta La Jaula, un prostíbulo que era atendido exclusivamente por travestis. Errázuriz había sido invitada para estar en la elección de Miss Jaula y decidió sumar a la periodista Claudia Donoso, para que registrara por escrito las vidas de esos prostitutos. Ella venía sacándoles fotos en La Carlina, en Santiago, y ahí había entablado una relación de amistad con dos hermanos, Evelyn y Pilar, y también con su madre, Mercedes. “Cuando llegamos a La Jaula salió Maribel, que era la cabrona-cabrón del lugar. Nos echó una mirada, estaba esperándonos. Nos cedió su cama para que durmiéramos ahí”, cuenta Claudia Donoso.
Se quedaron toda una semana en La Jaula, conviviendo con los travestis y familiarizándose con su rutina. En el lugar estaban felices de que estuvieran ahí, especialmente por la perspectiva de las fotos: nunca nadie había querido retratarlas. Por el contrario, eran perseguidas y aisladas. Eran parias. Claudia recogía sus historias y tomaba notas del ambiente, mientras Paz hacía una suerte de acto de desaparición para sacar fotos sin importunar. “La actitud de la Paz al fotografiar es muy discreta. Sabe establecer un primer contacto con quienes le interesan. Es un contacto que le sale naturalmente, con su modo que es muy bajito. Establece relaciones emocionales pero también distantes. Nunca de echar la talla. Mantiene una distancia, que es un respeto por las personas que tiene en frente”, agrega Donoso.
Lo que estaban haciendo en Talca era “La manzana de Adán”, una serie que se convirtió mucho tiempo después en un libro que se publicó en 1989. También trae fotos tomadas en La Carlina, que, como dice Donoso, no solo era un prostíbulo, sino también un refugio para los travestis. Entrar ahí no era sencillo, pero Paz lo hizo lentamente, sin contarle a nadie. Es su modo de trabajo. “Paz es muy cuidadosa con el material que fotografía y sus proyectos. Es muy secreta. Es como si estuviera en un terreno casi sagrado. Donde no entra nadie. Nunca habló de sus trabajos, y en ese sentido fue una gran excepción que me llamara”, dice Donoso, con quien inauguró un sistema en el que luego entraron otras escritoras: Diamela Eltit, Malú Urriola y Sonia Montecino.
En aquel tiempo, Errázuriz se ganaba la vida haciendo retratos familiares. Iba a las casas de sus clientes, montaba su cámara y fotografiaba niños, parejas, familias. Luego salía a la calle. Con la AFI o sola. No era precisamente fácil. “Por el hecho de ser fotógrafa, existía una subestimación, que no podía medir ni sospechar lo peligrosa que podría ser la mujer en este trabajo con su ojo y sus imágenes”, cuenta. “La descalificación era una constante, pero al mismo tiempo fue una gran ayuda para mí y la aprendí a utilizar a mi favor, una gran provocación que me motivaba. Como mujer estoy subordinada a un espacio determinado que me resulta natural explorar: lo marginal. Y esa exploración tiene que ver con una necesidad de desatar amarras, de abrir nuevos espacios. Con mis fotografías construyo mi propia historia”, añade.
Tercera parte de la serie “El caminante de Santiago” (1987), de la muestra Personas, de Paz Errázuriz.
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Hace unos años, Martín Vargas salió en televisión pidiendo ayuda para un viejo compañero en el boxeo. Estaba enfermo. Iban a hacer un remate con sus guantes y algunos trofeos. Errázuriz vio la noticia y se dio cuenta de que al boxeador en desgracia ella lo conocía. En los 80 le había hecho fotos, cuando después de mucho intentarlo consiguió que le dieran permiso para ingresar a esos gimnasios donde nunca entraba una mujer. Fue al Club México y le cerraron las puertas. La primera vez tampoco le fue bien en la Federación de Boxeo. El no fue rotundo, pero ella consiguió reproducciones de pinturas de boxeadores y se las llevó a los dirigentes de la federación y logró convencerlos. Después no quedaron muy felices, sobre todo porque las fotos que sacó eran en blanco y negro.
La serie se llama “El combate contra el ángel”, y son retratos de boxeadores que posan con los brazos en la cintura, a veces con guantes y protectores faciales. Son populares y en la mirada de Errázuriz también destella una fragilidad sobrecogedora. El hombre para el que Martín Vargas pedía ayuda también está en la serie, sentado en una butaca, con pantalones y a torso desnudo. Tiene el pelo mojado. Su cuerpo es fuerte, su mirada denota cansancio. Quizá viene de recibir mil golpes, quizá está abrumado. No es obvio que sea un boxeador. Podría ser una estrella de Hollywood de los 50 que posa en medio de una filmación. Paz se contactó con Vargas y le regaló una foto para la subasta.
“La fotografía tiene mucho que ver con su autor o autora”, dice Errázuriz. “Todas mis series inevitablemente responden a mis deseos, intereses, obsesiones y la intuición ciertamente es parte de esto. Pero es algo que se complementa con la investigación y el vínculo con las personas fotografiadas”, agrega.
La fotografía tiene mucho que ver con su autor o autora (…) Todas mis series inevitablemente responden a mis deseos, intereses, obsesiones y la intuición ciertamente es parte de esto. Pero es algo que se complementa con la investigación y el vínculo con las personas fotografiadas.
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Había empezado una investigación en el Hospital Siquiátrico de la Universidad de Chile, pero no resultó. Supo que existía un hospital similar en Putaendo, a unos 150 kilómetros de Santiago, y fue para allá. Pidió una reunión con los directores del recinto y les explicó su proyecto. Cuando aceptaron, la directora le hizo una petición: quería que le sacara una foto. Fue lo primero que hizo. Luego empezó a familiarizarse con los internos. “Pienso que en la convivencia, en los largos períodos de tiempo que comparto con mis fotografiados, se logra construir un cotidiano juntos”, cuenta Errázuriz. Por eso viajó varias veces a Putaendo, se quedaba en un lugar del pueblo y después llegaba al manicomio. No sabía exactamente con qué se encontraría y ahí se dio cuenta de que en el recinto vivían varias parejas. Las fotografió. Con el tiempo la relación se hizo lo suficientemente cercana como para que Paz accediera a dormir en el hospital.
Cuando tenía una cantidad suficiente de fotos, Errázuriz se las mostró a Diamela Eltit y juntas decidieron hacer un libro, El infarto del alma, que fue publicado en 1992 en una pequeña tirada de 500 ejemplares. Los textos de Eltit no tienen el afán de describir las fotos, sino que avanzan por rutas de historias de amor y locura que se leen paralelamente a las imágenes. Errázuriz registra parejas que en sus desvaríos mentales lucen felices. “La reacción de ellos —dice Paz— fue de cercanía, de reconocer la importancia de ser parte de las fotografías. Es un deseo de trascender y que en ellas se reconoce su amor. Además, se vincula con ciertos deseos de libertad, de verse fuera del enclaustramiento. La reacción de ellos la podría definir como de valoración y de confianza hacia mí, a mis fotografías, que las hicieron propias”.
Luego Paz haría otras investigaciones. Otros trabajos de campo. A inicios de los 90, viajó varias veces a la Patagonia para retratar a las últimas huellas de los kawéskar y hasta su muerte, hace pocos años, mantenía contacto con Fresia Alessandri, una de las mujeres de la etnia. También fue a Calbuco para fotografiar a sus habitantes. Les sacó fotos a ciegos. En 2014 estuvo en prostíbulos de Tacna para registrar imágenes de las trabajadoras sexuales y fue una de las pocas veces que suspendió el blanco y negro para usar el color. Tiene retratos de escritores como Stella Díaz Varín y una serie que recoge las fotografías de difuntos instaladas en sus tumbas, provenientes de decenas de cementerios.
Ahora último, Errázuriz ha comenzado a usar el celular para sacar fotos. Durante la pandemia recorría las calles retratando sucesivamente los mismos lugares. Se dejaba llevar. “Caminar y sacar fotos. Es retomar una vieja costumbre”, dice, y cuenta que en los meses más duros del estallido iba a Plaza Italia durante las batallas entre manifestantes y Carabineros. Pero llegaba justo cuando las cosas se estaban calmando y empezaba a hacer fotos cuando la violencia se dispersaba y quedaban las ruinas de la lucha. No sabe qué hará con esas imágenes aún. Sí sabe, en cambio, que en el fondo lo que está haciendo es una forma de antropología: “La foto es una herramienta, no el fin de mis investigaciones: un método para comunicar lo que encuentro”.
“Susan Sontag, mi madre, estaba profunda y a veces desesperadamente interesada en que se la recordara”, afirma David Rieff en el prólogo de Obra imprescindible, antología de la ensayista, narradora y directora de cine estadounidense nacida en 1933. Aguda, controversial, farandulera y comprometida, Sontag fue una voz clave en el panorama crítico de la segunda mitad del siglo XX. Y tras su muerte en 2004 a causa del cáncer, la enfermedad que la persiguió toda su vida, su deseo de permanencia se ha cumplido a través del documental Recordando a Susan Sontag (2014), de Nancy Kates, y una enorme cantidad de libros dedicados a ella.
Rieff, analista político y periodista reconocido por cuenta propia con publicaciones como Contra la memoria (2011), El oprobio del hambre (2015) y Elogio del olvido (2016), armó esta antología especialmente para el mercado español a petición del editor de Penguin Random House Claudio López Lamadrid, quien falleció repentinamente en 2020. Rieff continuó el trabajo con apoyo del poeta Aurelio Major, quien además ha sido traductor de Sontag.
Si la crítica, como afirmó Piglia, es una forma de autobiografía, esta cuidada edición de la obra ensayística y literaria de Sontag es una especie de biografía intelectual, estética y ética de la autora, “vista a través de la lente de David Rieff”. Por lo mismo, podría leérsela como su particular respuesta a “la banal biografía de Benjamin Moser”, por usar las palabras con las que el propio Rieff se ha referido a Sontag. Vida y obra, que en 2020 ganó el Pulitzer en la categoría Biografía.
Este nuevo libro-retrato está compuesto de ensayos, prefacios, discursos, capítulos de monografías y novelas, cuentos, entrevistas y fragmentos de sus diarios, varios de ellos inéditos; un total de 52 textos vertidos al español por una docena de traductores y en que la imagen de la autora se va formando en la medida en que ella examina la obra de escritores y pensadores que la inspiraron: Simone Weil, Walter Benjamin, Emil Cioran, Virginia Woolf, Antonin Artaud y un largo etcétera. Todo organizado en función de la dicotomía entre la esteta y la moralista, una dualidad que a juicio de su hijo determina toda la obra de Sontag.
Obra imprescindible parte, y cómo no, con los provocadores ensayos que la llevaron a la fama: “Contra la interpretación”, “Sobre el estilo”, “Notas sobre lo ‘camp’”, textos que muestran su cara más conocida, la esteta en todo su esplendor, la joven autora que irrumpió en la escena cultural con afirmaciones como: “En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte”. Sin embargo, de ahí en adelante el libro explora las demás facetas del complicado poliedro artístico e intelectual que fue Susan Sontag.
La antología se divide en diez secciones temáticas, aunque las fronteras entre ellas son, como es de esperar dados sus múltiples intereses, difusas. Incluso dentro de las partes se producen mezclas llamativas por la variedad de géneros. La sección “El cuerpo”, por ejemplo, incluye capítulos de los libros La enfermedad y sus metáforas y El sida y sus metáforas, seguidos de “La imaginación pornográfica”, un lúcido ensayo sobre la intersección entre novela erótica, sexualidad y saber; pero todos los temas de esta serie confluyen en el texto que la cierra: “Así vivimos ahora”, un cuento de 1986 sobre la agonía de un hombre seropositivo a partir del relato coral de sus amigos.
La imagen de la autora se va formando en la medida en que ella examina la obra de escritores y pensadores que la inspiraron: Simone Weil, Walter Benjamin, Emil Cioran, Virginia Woolf, Antonin Artaud y un largo etcétera. Todo organizado en función de la dicotomía entre la esteta y la moralista, una dualidad que a juicio de su hijo determina toda la obra de Sontag.
Destacan en particular los momentos en que irrumpen fragmentos de sus diarios de vida, los que dan cuenta del proceso de escritura de los textos que acompañan y nos muestran las ideas de Sontag en plena génesis. Resulta especialmente acertado yuxtaponer el cuento “Peregrinación”, publicado en 1987, que relata su visita a Thomas Mann siendo solo una adolescente, con los pasajes de su diario de 1949 en que narra la impresión que le produjo el autor de La montaña mágica. Esta lectura deja ver sus decisiones al pasar de la realidad a la ficción y su total conciencia de estar construyendo su imagen pública.
Dado lo mucho que sabemos de su vida y su personaje público, llama la atención la presencia de textos como el ensayo-entrevista “El Tercer Mundo de las mujeres”, nunca antes recogido en un libro, en que se declara feminista a pesar de la compleja relación que tuvo con el feminismo por haberse negado siempre a encasillarse en cualquier categoría, o “Una fotografía no es una opinión… ¿o sí?”, presentación del libro Women, de Annie Leibovitz, su última pareja, que reúne retratos de mujeres de Estados Unidos, incluyéndola a ella.
A pesar de ser profundamente estadounidense, Sontag era una crítica y pensadora de mirada internacional, la que queda en evidencia a lo largo del libro, como en el discurso “El mundo como la India”, en que aborda la traducción literaria a partir de San Jerónimo, Schleiermacher y Benjamin, al tiempo que celebra la importancia de haber leído literatura extranjera en su juventud, o en la sección dedicada a Francia, uno de los principales focos de su marcado gusto europeo.
Desde su aparición no acreditada de apenas unos segundos en el largometraje Le Bel Âge (1960), de Pierre Kast, hasta su trabajo como directora de cuatro películas, la vida de Sontag estuvo marcada por el cine, por lo que no es ninguna sorpresa que este libro incluya una extensa sección sobre películas y documentales, con ensayos dedicados a Godard, Bergman y Fassbinder, pero también al cine B de ciencia ficción, además de “Fascinante fascismo”, una reflexión sobre el lavado de imagen de Leni Riefenstahl y la sexualización de la iconografía nazi.
La tensión esteta y moralista con que su hijo ha clasificado su obra también forma parte de los criterios con que Sontag analiza a algunos autores, como Elias Canetti y Adam Zafajewski, y por supuesto que está en sus textos más comprometidos, como “Esperando a Godot en Sarajevo”. Por lo que tiene mucho sentido que el libro finalice con un discurso que conjuga ambas posturas, “La literatura es la libertad”, en que cuestiona el actuar del gobierno estadounidense tras la caída de las Torres Gemelas, pero también recalca: “La escritora en mí desconfía de la buena ciudadana, de la ‘embajadora intelectual’, de la activista en favor de los derechos humanos”.
Más que una guerra, lo que había entre la esteta y la moralista era un baile. En “La escritura en sí misma: sobre Roland Barthes”, Sontag concluye que el crítico francés “albergaba luchas espirituales que no podían ser sostenidas por su posición de esteta. Era inevitable que fuera más allá de ella, como hizo en sus últimos escritos y clases. (…) Y desde ese mirador su obra en la actualidad parece desplegarse con más elegancia e intensidad y con mucho más vigor intelectual que la de todos sus contemporáneos: las considerables verdades concedidas a la sensibilidad del esteta, a un compromiso con la aventura intelectual, al talento para la contradicción y la inversión; esas ‘tardías’ maneras de experimentar, evaluar, leer el mundo, y de sobrevivir en él”.
Además de trazar muy bien la trayectoria de Barthes, en esta cita Sontag parece haber descrito su propia obra, una obra que de seguro triunfará contra el olvido.
Obra imprescindible, Susan Sontag (edición de David Rieff), Literatura Random House, 2022, 784 páginas, $26.000.
Se habla de “ganarse la vida”, de “forma de ser” y de “surgir”. El trabajo ha seteado a tal punto nuestras vidas que “si no trabajas y no estudias, no eres nadie: eres un nini”, ejemplifica Juan Rodríguez Medina (Santiago, 1983), autor de Recobrar el tiempo, un ensayo filosófico en el que piensa contra el trabajo, y contra sí mismo, explorando como horizonte de posibilidad una vida liberada del tiempo del capital.
Pero, ¿será capitalismo todo ese manto de moralidad con el que está investido el trabajo? Rodríguez cree que sí, al punto de llegar a ser una “metafísica” y “orden de mundo”. “Toda esa culpa porque se hace tarde y hay que dormir. El apuro. Pensar en irse (al sur, por ejemplo). Huir de Santiago, o de donde sea que esté tu trabajo, tu casa, cuando hay feriados y vacaciones. Llegar pronto a casa, o a juntarse con los amigos”, se lee en Recobrar el tiempo.
¿Podría ser de otra manera? Según Rodríguez, de hecho, la novedad (moderna) es que la vida se articule en torno al trabajo: “Es recién con el capitalismo, hace unos dos siglos, cuando comienza a transformarse en el quehacer predominante”, asegura. “Antes, las personas defendían su derecho a la subsistencia, o sea, a depender de sí mismas. Hasta la mendicidad era mejor vista que trabajar por un sueldo. Eso lo cuenta Iván Ilich en El trabajo fantasma”.
Imaginar el fin del trabajo —o al menos limitarlo— sería, entonces, recuperar la “temporalidad que somos”, creando zonas o esferas libres en las que, como dijeron Marx y Engels, “yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico”.
¿No será que para afrontar el horror vacui de una vida liberada del trabajo necesitemos un temperamento filosófico o medio zen, tipo Claudio Bertoni? ¿Estaremos realmente dispuestos a liberarnos de ese yugo que es también un articulador de nuestra vida? Comparto esa duda, de si realmente queremos liberarnos, y creo que a medida que avanza mi libro se hace más evidente. El asunto es si el trabajo asalariado, el chantaje del sueldo, ese yugo que incluso puede ser placentero, es la única manera de articular nuestra vida. O dicho de otro modo: aceptemos que sí: el ser humano necesita estar activo, necesita hacer algo, ¿pero no hay otro quehacer posible, otra actividad que no sea el trabajo asalariado? Hoy no, obvio, hoy es evidente que el trabajo articula nuestro tiempo, o sea, nuestra existencia, a nosotros; por eso no es una actividad más, y menos un medio, es el orden del mundo.
¿Por qué son así las cosas? No por designio divino. Probablemente sea porque dependemos del sueldo. Imaginemos, eso lo podemos hacer con toda libertad, que nos liberamos del chantaje del sueldo, ¿se acabaría la actividad humana, los quehaceres? ¿La única razón para hacer algo, para trabajar es que, como dice una canción, “te manejen con un sueldo”? ¿Qué pasa con el reconocimiento, la búsqueda de sentido, el querer apuntalar y agasajar a tu familia? ¿No son, esas u otras, motivaciones suficientes? ¿Necesitamos que nos chantajeen para trabajar? Para trabajar en algo desagradable o para que nos subordinen, sí, pero ¿para llenar el vacío? Imagino que, antes del capitalismo, las personas también llenaban los días de alguna manera.
¿Constituirá la pregunta por el trabajo algo así como el “retorno de lo reprimido”? Lo digo porque se ha culpado a cierta izquierda de perder el asidero material de sus reivindicaciones. ¿Se podrá conciliar la preocupación por las condiciones materiales de existencia con las demandas identitarias, o se trata de una falsa dicotomía? Es una falsa dicotomía. Por de pronto, apelar a los trabajadores es, de hecho, apelar a una identidad, y qué decir de quienes apelan a la nación. Las mal llamadas luchas identitarias no son más, y perdona lo bruto, que personas diciendo: yo también soy humano; es la misma lucha por la igualdad y la libertad de siempre. La lucha por la igualdad y la libertad siempre fue y siempre es, será, una lucha por el reconocimiento, una lucha “identitaria”: así como me ves, así como soy o como llegue a ser, como me muestre, yo también soy humano.
¿Y en el caso chileno? En el caso chileno la izquierda se subió a última hora al feminismo, ecologismo, etc.; antes de este siglo e incluso ya entrado en él eran reivindicaciones bien arrinconadas, de modo que es difícil que sean responsables de una desafección que, según yo, comenzó en los 90, a más tardar a fines de los 90. Y ahí, si hubiera que culpar a alguna izquierda, es a la izquierda neoliberal, o de tercera vía y hasta cosista, que se compró entera la consigna “resolver los problemas de la gente”. Además, no sé hasta qué punto se puede distinguir tan taxativamente entre reivindicaciones materiales y posmateriales.
¿En qué sentido? Las sufragistas estadounidenses pedían “pan y rosas”. Luego ese pasó a ser el lema del movimiento obrero. Y es que, claro, ¿para qué quiere alguien seguridad en su vida y la de los suyos, sustento material? Pues, para poder disfrutarla, para liberarse, en lo posible, de las cargas innecesarias que ponen aún más cuesta arriba la vida. Si tengo asegurado el pan, seguro será más fácil que disfrute de las rosas, o que me las invente. El asunto se podría poner en estos términos: la lucha por el sustento, por la sobrevivencia, nunca es solo por el sustento o la sobrevivencia. La lucha material siempre fue y siempre es una lucha posmaterial, si es que hay que seguir usando esas palabras.
Por supuesto nos hemos liberado de algunas labores pesadas y mecánicas, pero tampoco sé si todos. Un trabajador de estos almacenes de Amazon probablemente no opinaría lo mismo. Tampoco las mujeres que trabajan en las maquilas en el norte de México. Pero incluso si todos esos trabajos se eliminaran, si viviéramos como los seres humanos en Axiom, la nave espacial de Wall-E, o como en algún capítulo de Black Mirror, igual estaríamos trabajando, digitalmente, produciendo datos para que los capitalicen los grandes señores y señoras de la economía digital.
Resulta sugerente que te posiciones contra el “chantaje del sueldo”, pero no demonices el consumo, algo que para muchos constituye una de las características más alienantes del neoliberalismo. Creo que evito demonizar el consumo porque, dicho en chileno, tiene aroma a roteo, o, dicho en filosófico, tiene gusto a andar distinguiendo entre vidas auténticas e inauténticas. Y claro, rotos e inauténticos son siempre los otros, el que juzga está siempre del lado correcto. Pero además, no sé si el consumo es una actividad, y hasta una identidad, solo enajenante. Y hasta da lo mismo. Quiero decir, ¿no es más sugerente pensar, indagar qué deseos, qué anhelos están operando ahí? No olvidemos que el mall, esa infraestructura o esa tecnología, la diseñó un socialista. ¿Por qué no imaginar que en los pasillos del mall, por los que vamos y venimos solos, con amigos o en familia, habita algo así como un deseo de socialismo?
Tan inescapable parece ser el trabajo asalariado, que incluso ante un horizonte inminentemente automatizado —que según algunos liberaría a los trabajadores de las tareas más arduas y mecánicas—, a cierta izquierda parece costarle sobremanera imaginar su fin…
El capitalismo viene prometiendo eso desde la Revolución Industrial y aquí seguimos, trabajando más y mejor. Por supuesto nos hemos liberado de algunas labores pesadas y mecánicas, pero tampoco sé si todos. Un trabajador de estos almacenes de Amazon probablemente no opinaría lo mismo. Tampoco las mujeres que trabajan en las maquilas en el norte de México. Pero incluso si todos esos trabajos se eliminaran, si viviéramos como los seres humanos en Axiom, la nave espacial de Wall-E, o como en algún capítulo de Black Mirror, igual estaríamos trabajando, digitalmente, produciendo datos para que los capitalicen los grandes señores y señoras de la economía digital.
¿No habremos llegado al punto en que es más fácil imaginar el fin del capitalismo que el del trabajo, entendido como una metafísica y una moral?
Quizá, si entendemos que el trabajo del que hablo en mi libro es el trabajo asalariado, venderte por plata, y que esa manera de subsistir surge o se convierte en hegemónica con el capitalismo, entonces el fin del capitalismo sería lo mismo que el fin del trabajo. Imagino que por eso hay gente, como quienes adscriben al “aceleracionismo”, que imaginan que, de la mano de las tecnologías digitales, conducidas políticamente, se podría poner fin al capitalismo y entonces al trabajo.
Cuentas que en nuestro país existiría una tradición bastante arraigada de sacar la vuelta y cultivar la flojera. ¿Por qué crees que el aburrimiento es una emoción reactiva e incluso revolucionaria? Porque cuando estamos aburridos nos podemos poner a pensar y hasta puede que dejemos de creer; por eso la pereza es un pecado capital, porque cuando uno está flojeando se te puede meter el diablo. En la moral del trabajo, la virtud es el esfuerzo y el defecto, la flojera. Y por eso los ricos son ricos, porque se esfuerzan, y los pobres son pobres, porque son flojos. Por supuesto no es así, pero esa es la lógica. También son flojos los homosexuales, los mapuches y los comunistas. O sea, todo lo raro o lo que no cuadra bien. Eso ya debería darnos una señal de que algo de subversivo hay en la flojera. De hecho, pienso ahora, el verdadero héroe de la clase trabajadora, y si no héroe al menos figura, es el trabajador que saca la vuelta, llega tarde, toma desayuno en el trabajo, da menos de lo que puede dar; pequeñas resistencias, flojeras, que probablemente no van a cambiar el mundo, pero que ponen ciertos límites, y que antes que hacernos sentir culpa, como dicta la moral del trabajo, deberían ser motivo de orgullo —el orgullo flojo—, porque no es más que la sustancia humana resistiéndose al control; y sobre todo, buscando gozo, porque al final de eso se trata, de poder gozar.
¿Habrá escapatoria a la ubicuidad del trabajo en tiempos de capitalismo de la atención? Incluso cuando flojeamos generamos datos… No lo sé. Ahí es cuando al reformista y poco arrojado que habita en mí se le ocurre pensar en la ley, en poner límites, en regular, o sea, en no dejar hacer al capitalismo. En ponerle un freno. Pero no sé si es suficiente o siquiera posible a estas alturas. Walter Benjamin, creo que era él, quien frente a la revolución vista como una locomotora (la imagen es de Marx), dijo que, en realidad, de lo que se trataba, o lo que queríamos, era bajarnos del tren. Esa es la revolución.
Recobrar el tiempo, Juan Rodríguez Medina, Taurus, 2022, 220 páginas, $14.000.
¿Para qué vivimos sino para entretener a nuestros vecinos y reírnos de ellos a la vez? Jane Austen
Ya ni en boca de tontos abunda la risa, aunque nunca ha sido así. Bien mirado, jamás en la boca de los tontos ha abundado la risa. Sí el rictus de la severidad, que está más arraigada en el espíritu humano que la suspicacia y la ironía. Hoy, cuando la religión es más bien un recuerdo en retirada, el pálido reflejo de un antiguo poderío, los credos laicos se incrementan y otra vez la severidad se alza como virtud, una nueva castidad de la cual se derivan la intransigencia, la expresión enfática, la voluntad de sanción, actitudes que son vistas como valores o, cuando menos, como valiosas.
El humor tiene muchas capas y efectivamente una de ellas, la primera, la más elemental, suele ser contraproducente para alcanzar algunos avances culturales, porque en ese nivel básico el humor actúa como coraza, como repelente de la diferencia, de toda diferencia. Es ahí cuando el dicho es cierto, que la risa abunda en la boca de los tontos, pero esa es una risa molesta, chillona, muy parecida al grito aterrado de un cobarde.
Descontadas esa y la falsa, las risas amplían el mundo. Sobre todo, la risa que señala que hemos tomado conciencia de la fragilidad absoluta de nuestra existencia. Como llorar, reír es un instinto, se ve en los recién nacidos, pero a reír también se aprende. Apollinaire recuerda en un poema la noche en que conoció a su gran amigo André Salmon: estaban emborrachándose “sin saber aún reír”, escribe, hasta que “la mesa y los dos vasos se volvieron un moribundo que nos lazó la última mirada de Orfeo / los vasos cayeron se quebraron / y aprendimos a reír”. Desde entonces abandonaron la pomposidad y vivieron como “peregrinos de la perdición”.
En castellano, el verbo para la amistad, amistar, no pega ni junta, como sí lo hacen los verbos para el amor, amar; la crianza, criar; la colaboración, colaborar. Quizás porque el verbo que mejor describe la amistad es el reír. Que es una manera de relacionarse sin rigidez con las ideas, los hechos y las personas. Cuando se ríe se rompe el encantamiento del mundo ideal, pero se abre el encanto del real.
La risa decidida no es la risa forzada. Esa es tontera, nomás. La risa decidida es una apuesta por la vida, un cariño a lo que se nos escapa.
Reír es también una forma de aprender a perder. A soltar el control, resignarse y virar; incluso los problemas más irritantes se vuelven llevaderos con la distancia de la risa, por ejemplo, cuando el computador contrae el virus de la doble tilde, falla tecnol´´ogica que impide acentuar las palabras, pues al apretarse la tecla correspondiente aparece una doble tilde antecediendo a la letra que deb´´ia tildarse, noci´´on, ´´impetu, energ´´umeno, G´´ongora, huev´´on, etc´´etera, y as´´i no hay c´´omo seguir.
Hay pérdidas más hondas, pero la liberación que intermedia la risa es la misma. Una que tiene el sonido no de la burla ni del miedo, sino del aflojar, de la duda y de la ironía, que alguien definió como la sonrisa del intelecto. Se ríe para descomprimir, para diluir la crueldad que en alguna dosis siempre habita el alma humana, para quitar pesadez a lo que innecesariamente la ha adquirido por temores o angustias o inercias. La risa relativiza, airea, pone a prueba convicciones, pero no implica alejarse de todo valor, regla y hondura. En lo absoluto. La risa no es payaseo.
La risa es más seria que la actitud plañidera.
Porque el mundo es adverso y la risa es una resistencia, mientras el lamento y la queja son una redundancia, una entrega, muchas veces perfectamente comprensible, pero son eso. “La pena, Señor, es una especie de pereza”, escribió Saul Bellow.
Reír es un instinto y un aprendizaje, pero también una decisión. Quizás su llegada no se puede forzar y hay caracteres que nacen serios o amargos, pero en toda vida hay un momento en que la risa como actitud y horizonte se ofrece y hay una lucidez en dejarla entrar, en abandonar convencimientos e inflexibilidades para hacerle espacio a ella y a lo que con ella ha de venir: nuevas amistades y perdones, nuevas maneras de ver lo de siempre, saberes y sabores nuevos. La risa decidida no es la risa forzada. Esa es tontera, nomás. La risa decidida es una apuesta por la vida, un cariño a lo que se nos escapa. Puede ser sarcástica, negra, blanca, discreta, muda incluso o de carcajadas, pero en el fondo es una y la misma: la preferencia por lo incierto.
Chile no ha estado exento de estas tradiciones de la risa desafiante. Al contrario, es una cultura que muchas veces resuelve sus precariedades, sus impotencias, sus miedos y sus horrores, que no son pocos, a través de la risa.
No todos aprecian la risa. Algunos la oponen a la seriedad o la pena. Ahora y siempre. “Yo no envidio a los que ríen: es posible vivir sin reírse… ¡pero sin llorar alguna vez!”, escribió Gustavo Adolfo Bécquer. Por fortuna, la versión melosa del romanticismo, que caló hondo entre pedagogos y fulminó a tanto colegial desavisado, no es la única. Novalis, en alto contraste, escribió un poema glorioso: “Aún soy aquel que ayer por la mañana / le cantaba himnos al dios de la frivolidad / y por encima de toda seriedad y preocupación / aún conservaba la vana alegría”. La seriedad está bien en ciertos planos de la vida, no aplanando la vida entera. Más cerca en el tiempo y el espacio, el poeta chileno Héctor Figueroa escribió: “La vida es larga y pesarosa / ¿para qué abrumarla con lloriqueos?”.
Siempre ha existido la risa como modo de ver y procesar el mundo, pruebas hay en la literatura de todas las épocas, incluidas las más oscuras. Aristófanes o Diógenes en el mundo griego (cuando Platón definió al hombre como un animal bípedo implume, Diógenes se presentó entre sus alumnos con un gallo, lo desplumó y dijo que ahí estaba el hombre platónico), Catulo o Marcial en el latino, los goliardos en el medioevo, Chaucer y Cervantes, Quevedo, Shakespeare, Sterne, Jane Austen, Thomas Bernhard, J. K. Toole, Wislawa Symborska, Roque Dalton, Mario Levrero, Susana Thénon.
Son casos conocidos de alto humorismo. Pero es que hasta San Juan de la Cruz sabía que reír es esencial. Aunque entregado a su vocación mística y sacerdotal con el denuedo de pocos, sabía bien, como escribe su biógrafo, Gerald Brenan, que “no todo era oración, ascesis espiritual y contemplación”. Por eso en los días festivos salía a pasear con sus cercanos y discípulos y “sentándose en el suelo, les contaba cuentos graciosos para hacerlos reír”. No se sabe, puntualiza Brenan, qué cuentos serían, pero se sabe que eran acerca de Dios. Nada menos.
Podrá el reír quedar más arrinconado en unas épocas y más en el centro en otras. Aunque siempre habrá que revisar esto con ojo aguzado, porque allí donde cunde la solemnidad la risa no desaparece, al contrario, es profusa y más creativa que nunca en su abrirse paso, en su liberar. Lo demostró monumentalmente Mijaíl Bajtín al estudiar la obra de Rabelais y la cultura popular medieval y renacentista, en la cual “el mundo infinito de las formas y manifestaciones de la risa se oponía a la cultura oficial, al tono serio, religioso y feudal de la época”. Esa es una época que fue tenida por oscura y plana por parte de gente oscura y plana, siendo en realidad una inmensa porción de siglos donde, en contraposición a la tenebrosidad católica, el deseo, lo carnavalesco y el humor cundieron al punto de que, dice Bajtín, “la risa se introduce también en los misterios”.
Los que abrazan causas como no abrazan ni a sus seres más queridos, todos aquellos que andan con identidades y seguridades invariables a cuestas reducen la vida, la achatan.
Chile no ha estado exento de estas tradiciones de la risa desafiante. Al contrario, es una cultura que muchas veces resuelve sus precariedades, sus impotencias, sus miedos y sus horrores, que no son pocos, a través de la risa. Entre las cuestiones que han moldeado la mejor cultura del país está el sentido del humor de sus habitantes, ese que opera como desarmaduría de dramas y visiones de mundo maniqueas y opresivas, esas donde la gravedad, la infalibilidad y la coherencia son, más que unos valores, Los Valores. Habría que rescatar para la vida el humor filosófico de un Raúl Ruiz, que supo tomarle el pelo hasta a los exiliados en 1974, sin ser despreciativo del dolor. O de una Violeta Parra, que en “El Albertío” burla con gracia al amante ingrato: “Yo no sé por qué mi Dios / le regala con largueza / sombrero con tanta cinta / a quien no tiene cabeza”. O de un Alfonso Alcalde, que es de alguna manera nuestro Rabelais, aquel que al lamento antepone la carcajada, la picardía y la búsqueda del goce entre los inevitables senderos vitales de la pérdida y el dolor. “Se trata, entonces —escribió Alcalde— , de movilizar esta fortuna del humor que nos cayó en gracia para desdicha de los tontos graves y de los huevones a la vela”.
La risa, así entendida, puede desbaratar la cerrazón y lo dañino más eficazmente que nada. Puede incluso salvar vidas. Mauricio Redolés cuenta en sus memorias cómo una risa ligera aireaba la vida en los campos de detenidos donde estuvo (y cuenta también la historia del tipo al que, tras intentar suicidarse metiendo la cabeza al horno, los amigos para liberarlo acaso de su pesadumbre lo apodaron el Cabeza de Queque). “Ríe cuando todos estén tristes”, pedía el Jappening con Ja en los años 80 y había algo sórdido con eso en tiempos ominosos. Hoy, en cambio, cuando tantos están dispuestos a exhibir su enojo e intransigencia, el que ríe último estará riendo tarde solo por temor. “La verdadera seriedad es cómica”, escribió Nicanor Parra, apuntando a las formas autocomplacientes y pesadas de la vida burguesa y está por verse si sabremos vivir a la altura de ese pensamiento.
Especulo todo esto en tiempos donde el humor y su poder liberador se ven algo reducidos. Los machos boludos que aún confunden diversión con denigración y que se desenvuelven en la vida como si siguieran en el patio del colegio, los hombres y las mujeres dogmáticas que en vez de abrir el mundo pretenden estrecharlo, los que abrazan causas como no abrazan ni a sus seres más queridos, todos aquellos que andan con identidades y seguridades invariables a cuestas reducen la vida, la achatan.
Y así el buen humor, como la lluvia, escasea. Suena exagerado, pero la distancia irónica y la voluntad desdramatizadora no abundan como sí la gravedad, los militantes del reproche odioso, los haters, cuyo mix, si hay internet, da origen al troll, ese infrahumano que habita en las redes con amargura. Este fenómeno —pasajero, quisiera creer— no ocurre, como pudiera pensarse, por efecto del surgimiento de un nuevo sentido común —que ha obligado razonablemente a revisar los tratos y costumbres—. Flaquea el reír más bien por la falta de una visión amplia y comprensiva y compasiva del mundo, flaqueza por la cual terminan tantos convertidos en embajadores de sus propias estrecheces, acotados a la eterna tallita elemental o encerrados en el reducto ideológico o discursivo en que se han decidido situar o, más bien, al que han sido relegados por sus formadores o frustraciones.
El humor solo en su faceta más rudimentaria consiste en la denigración del otro. El humor vivaz trabaja con tintas más complejas y no tendría por qué desaparecer en un mundo un poco mejorado, sí tal vez en un mundo perfecto, pero ese sí que sería el infierno mismo.
Si erradicar el bullying, la intolerancia y las fobias agresivas es el fin que justifica la reducción del humor, podría aceptarse, no sin inquietud, la seriedad como destino. Pero es un falso dilema. El humor solo en su faceta más rudimentaria consiste en la denigración del otro. El humor vivaz trabaja con tintas más complejas y no tendría por qué desaparecer en un mundo un poco mejorado, sí tal vez en un mundo perfecto, pero ese sí que sería el infierno mismo. El humor, más bien, ha de mutar, reenfocarse, rozar de nuevas maneras las humanas bajezas para de ese modo seguir siendo lo que siempre ha sido: un escudo contra lateros y soberbios, un detector de imposturas y ridiculeces, un antídoto para las beaterías y los convencimientos estrictos, un bálsamo para tomarnos el pelo sin dañarnos, un bastón del que agarrarnos en esta vida incierta que en cualquier momento perdemos, porque a este hermoso mundo vinimos a perder, no a ganar.
Por eso, como escribió Hermann Broch, “incluso en medio del Apocalipsis no se puede hacer callar por completo la modesta aspiración personal del ser humano a la felicidad”. Y la risa es una forma de la felicidad. Hace poco, en un cruce de correos, mi abuelo nonagenario me comentó: “No sé dónde encontré esta cita de Spinoza que vale para todo: Hacer las cosas bien y perseverar en la alegría. ¿Por qué en este tiempo tan crítico se celebra tan poco la alegría?”. El malestar y la indignación no tienen por qué chocar con la alegría, que es una voluntad, una firmeza del carácter, un estilo que enfrenta al mundo, no una blandura que se complace en él.
Hoy, cuando en vez de caras en la calle andan mascarillas, es una belleza y una esperanza ver las sonrisas reveladas en su zona menos notoria pero más delicada, en la línea de los ojos. Imagen que recuerda el radiante poema de José Lezama Lima dedicado al reír de su hermana Eloísa, en quien “la sonrisa se agranda como la noche / y los ojos se reducen a una pequeña piedra / escondida”.
Imagen: Los comienzos de una sonrisa (1921), de Paul Klee.
Isabelle Stengers (Bruselas, 1949) nunca ha practicado deportes. Hija de padres historiadores que “trabajaban como locos” —según cuenta en una entrevista realizada por Malka Gouzer—, se rodeó siempre de libros, y la universidad para ella fue algo así como un Destino. Libros, laboratorios y preguntas: de eso está hecho su mundo, uno que apuesta por reducir la velocidad que se le ha impreso a la vida y que ahora, con una crisis climática apremiante, atenta contra la capacidad de pensar. Basta constatar que si la temperatura de la atmósfera sobrepasa los 1,5 grados Celsius, unos 100 millones de seres humanos estarán en riesgo vital, ya sea por hambrunas, inundaciones, incendios o nuevas plagas.
Stop, dice Stengers, a la ecuación crecimiento = consumo = progreso; detengan el autoritarismo de la ciencia, que va de imparcial cuando es sabido que puede responder a intereses corporativos; basta también del individualismo y la competencia extrema que distinguen al neoliberalismo, un modelo que para ella “no abre ninguna perspectiva de paz”.
El trabajo de Stengers, sin ser optimista, está lejos de dejarnos abatidos. Ello no se debe a que tenga respuestas nítidas; tampoco a que sea ingenua: sabe perfectamente que la humanidad no puede sobrevivir comiendo vegetales plantados en huertas orgánicas. ¿Pero eso significa que debamos resignarnos a imaginar otra vida posible que la que promueve el capitalismo, entendiendo este “como una época y proceso no solo de explotación, sino de expropiación sistemática de aquello que nos vuelve capaces de pensar juntos los problemas que nos conciernen”?
Desde luego que no.
Casi siempre (sus textos están llenos de ejemplos que aterrizan los conceptos y abstracciones) rehúye los “sí” y los “no”. Prefiere el “probablemente”, porque trabaja con lo que ocurrió, pero más aún con lo que podría ocurrir. En este sentido, tiene mucho de cronista esta química, filósofa e historiadora de la ciencia. Seguidora de la ciencia ficción (bueno, nadie es perfecto), rescata un aspecto central de la literatura: “Estamos ávidos de novelas que nos vuelvan testigos de las pasiones, dudas, sueños y espantos de sus protagonistas. […] Es esa imaginación, que le debemos a la ficción, la que nos enseña que una verdad puede siempre esconder otra, pero que ninguna es solo relativa”, se lee en su último libro llegado al país, Reactivar el sentido común. Whitehead en tiempos de debacle (FCE). Allí sigue a Donna Haraway, quien plantea que “hay que honrar la verdad de lo relativo, en oposición a la relatividad de la verdad”. En Chile además se han publicado, vía Saposcat, dos libros que recogen conferencias y ensayos: Cómo pensar juntos y Recuerda que soy Medea (los tres libros han sido traducidos por el antropólogo Diego Milos).
Stop, dice Stengers, a la ecuación crecimiento = consumo = progreso; detengan el autoritarismo de la ciencia, que va de imparcial cuando es sabido que puede responder a intereses corporativos; basta también del individualismo y la competencia extrema que distinguen al neoliberalismo, un modelo que para ella ‘no abre ninguna perspectiva de paz’.
La trayectoria de Stengers se remonta a los 70. Sus primeros libros son en coautoría con el premio Nobel de Química Ilya Prigogine, La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia (1979) y Entre el tiempo y la eternidad (1984), y de su amplia producción destacan La invención de las ciencias modernas (1993), En tiempos de catástrofes (2009) y ¡Otra ciencia es posible! (2013). Seguidora de William James, Deleuze y Bruno Latour, es profesora de la Universidad Libre de Bruselas. Recientemente apareció Cosmopolitiques, un texto que repasa episodios de la ciencia moderna para preguntarse, una vez más, de dónde viene esa descalificación de los científicos a lo que atenta contra el “avance”, es decir, todo lo que es tradicional, subjetivo y poco neutral.
Son vueltas a viejas ideas. Mejor, obsesiones. En Reactivar el sentido común, una invitación a volver/descubrir a Alfred North Whitehead, cita unas palabras del filósofo y matemático que ella hace suyas: “Refrenar los ardores de los especialistas y ampliar el campo de su imaginación”.
Es en este momento cuando volvemos al tema de la rapidez, que es lo que en verdad dificulta observar, dudar, interpretar, es decir, pensar. Ya sea cuestionando la sustentabilidad de los organismos genéticamente modificados (OGM) o rescatando el legado de la genetista Barbara McClintock, Stengers intenta tender un puente entre el conocimiento especializado y entre quienes demonizan a la ciencia y la tecnología. Poner a conversar a científicos y activistas para constatar que la vida, en esencia, está dada por un sinnúmero de “organismos entrelazados, múltiples y necesariamente interdependientes”.
Parece una perogrullada biempensante, pero no lo es tanto cuando vemos que durante años nos hemos maravillado con lo contrario. Un ejemplo son los monocultivos, que crecen en un medio artificial, sin suelo, como nuevos seres egoístas que ya no necesitan del vínculo con otros. No en vano, al ser trasladados de su entorno, arrasan con todo lo que está a su paso.
La biología, como la Tierra, está entregando señales elocuentes. Y si bien Stengers sabe que la filosofía perdió su influencia de modo dramático (el siglo XX particularmente ha sido de la física), apuesta por un saber que se abra a la vida, atento a las particularidades y, siguiendo a Whitehead, que sea capaz de soldar la imaginación con el sentido común. “Ninguna verdad unánime será instaurada ni restaurada”, escribe cuando hace un elogio al verbo rumiar: rumiar sobre la noción de orden, sobre el futuro, sobre la decadencia o sobre el concepto de éxito. Rescatar el arte de imaginar implica darse tiempo para restituir lo que para ella son las “relaciones civilizadas”, volver a dialogar y volcarse al otro para, así, dejar de vivir solos juntos.
Es sabido que detrás de ciertas historias, tanto en el cine como en la literatura, hay fórmulas que apuestan a provocar efectos precisos. Con el desarrollo de los algoritmos y las plataformas virtuales, esas fórmulas se han vuelto cada vez más contundentes y sofisticadas, porque indican cuándo un espectador, por ejemplo en Netflix, comienza a aburrirse. Esas fórmulas no solo están premoldeadas por las estructuras clásicas de una narración, sino que se ven complejizadas por los ensamblajes digitales y la lógica utilitaria de las empresas. El objetivo sería evitar con esas herramientas el aburrimiento y hacer posible, así, un determinado tipo de consumo cultural.
En consecuencia, aquella mirada crítica que Raúl Ruiz planteaba en su “Teoría del conflicto central”, no solo sigue vigente; también apunta al corazón del problema: ¿Cómo contar una historia en un mundo dominado por las tramas utilitarias y los algoritmos? ¿Qué resquicio queda para los experimentos narrativos que se corren de esos mandatos y buscan transformarse en una experiencia artística que invente su propia forma?
El conflicto central
El primer capítulo de Poéticas del cine, de Raúl Ruiz, es el famoso texto en donde plantea su crítica al modelo narrativo que se ordena sobre un conflicto central. Un modelo que, tomado por la industria de Hollywood, se masifica, se vuelve, a su vez, vehículo de una transmisión ideológica. “Decir que una historia solo puede existir en virtud de un conflicto central nos obliga a eliminar todas aquellas que no incluyan ninguna confrontación”, dice Ruiz. En las películas norteamericanas, el modelo aristotélico estaría combinado con la concepción de voluntad de Schopenhauer. ¿Qué lugar queda para esos acontecimientos que se narran con otra lógica: “la contemplación de un paisaje, una tormenta lejana, una cena entre amigos”? Esas historias que provocan el temido aburrimiento que Ruiz rescata como un elemento necesario dentro de una experiencia genuina. Benjamin decía que sin aburrimiento no hay posibilidad de contar historias. Contar historias es la manera de procesar ese estado en el que, como planteaba Cioran, “se mastica el tiempo”. El aburrimiento sería, por un lado, lo que no se puede editar en la intensidad de una experiencia y, a su vez, el almácigo de una futura historia, de un tiempo nuevo.
En este sentido, el problema que señala Ruiz cuando escribe ese ensayo es también el problema del tiempo. Las tramas utilitarias capturan al espectador durante unas horas, lo entretienen, lo estimulan con historias divertidas y dramáticas para, finalmente, devolverlos más empobrecidos a la vida cotidiana. Son las películas que no aburren, que atrapan con el demonio del mediodía. Con esta idea Ruiz hace referencia a lo que en el siglo IV los primeros padres cristianos llamaban el octavo pecado capital, es decir, la tristeza provocada por Asmodeo, el demonio del mediodía. El dilema de un creador, entonces, es trabajar con el tiempo: esculpir el tiempo, como decía Tarkovsky. El problema es el problema del tiempo no solo para el creador, también para el espectador, porque como cita Ruiz, siguiendo a Pascal, “la desdicha de los hombres proviene de una sola causa: no saben permanecer en reposo en un cuarto”.
Las películas de Ruiz vienen a cuestionar la posición dominante de las películas norteamericanas. Esa que borra cualquier posibilidad de estructurarse con una lógica opuesta a las del conflicto central. Cuesta imaginar que Días de campo o La recta provincia puedan encontrarse entre las ofertas de Netflix. Sería algo anómalo que el algoritmo rápidamente acomodaría y pondría en su lugar. Las películas de Ruiz, más bien, quedan encapsuladas en lo que se conoce como cine de autor. Es decir, esa categoría despectiva que se explica como un espacio ajeno a lo masivo, que busca la experimentación artística más que el predominio del entretenimiento.
Hay dos autores argentinos que están muy cerca de estos planteos de Ruiz. Siempre fueron pensados como autores antagónicos, como modelos narrativos opuestos, incluso entre ellos mismos. Me refiero a Juan José Saer y a César Aira. Si Saer despliega en una zona territorialmente mítica y narrada de un modo obsesivo un tiempo y una materialidad lenta y morosa, en busca de una percepción perdida, Aira, por su parte, juega con la dispersión que se escurre con la fuerza de la parodia y la ironía en un tiempo veloz. Si bien son modelos narrativos opuestos, desde hace un tiempo han empezado a ser pensados más que desde sus diferencias, desde sus puntos en común. El ensayo de Valeria Sager, El punto en el tiempo, es un buen ejemplo de ese intento de pensarlos en paralelo, a partir de la idea de Gran Obra y una nueva reformulación del concepto de realismo. Es evidente, a su vez, que la obra, el pensamiento y la biografía de Raúl Ruiz se ubican como una boya que hace posible, también, trazar una relación entre estos dos autores fundamentales de la narrativa contemporánea.
Las películas de Ruiz vienen a cuestionar la posición dominante de las películas norteamericanas. Esa que borra cualquier posibilidad de estructurarse con una lógica opuesta a las del conflicto central. Cuesta imaginar que Días de campo o La recta provincia puedan encontrarse entre las ofertas de Netflix. Sería algo anómalo que el algoritmo rápidamente acomodaría y pondría en su lugar.
Saer
Saer nació en Serodino, un pequeño pueblo en la provincia de Santa Fe, a orillas del río Paraná, en 1937. En los años 60, después de haber publicado sus primeros libros, partió hacia Francia por una beca y se quedó allí hasta su muerte, en 2005. La zona geográfica donde nació se fue convirtiendo, libro a libro, en un territorio literario materialmente complejo, que se expandió desde la percepción, desde la narración minuciosa y detallista, cercana al objetivismo francés. Una obra que tiene una unidad de lugar y compone una totalidad, pero siempre a partir de fragmentos, de personajes que reaparecen, de sensaciones astilladas. Como plantea Martín Prieto en su reciente libro sobre Saer, “el objetivo del programa narrativo es desactivar el modelo de los relatos cerrados, con principio, desarrollo y fin. El modelo puesto en discusión es el de los melodramas, los teleteatros, los best-sellers”.
Saer comenzó a escribir su obra antes de instalarse en París. Y el hecho de vivir en otra cultura no alteró en lo más mínimo semejante proyecto. La circulación, entonces, entre París y Santa Fe se comenzó a trazar de manera periódica. Ir y volver. Como lo hacía Ruiz con Chile, también desde París. Y también con esa zona de la infancia que tanto marcó el imaginario de ambos. En uno de esos regresos, Saer plantea en una charla en Santa Fe una crítica a lo que él llama, una literatura utilitaria. Le interesa “atacar, aflojar los cimientos de esa prosa pensada como lenguaje utilitario: una prosa económica, clara, directa. Me parecía que eso era una ideología utilitaria sobre la prosa. Una prosa donde todo lo que se dice se lo expresa de manera directa, sin circunloquios, sin opacidad”.
El camino que opone Saer a esa forma de hacer literatura se desprende de una tradición que viene no solo de Faulkner, sino de la tradición latinoamericana: Onetti, Rulfo, Guimaraes Rosa. Una literatura “opaca que guarda toda su fuerza poética, toda su fuerza musical”. Que genera impresiones “que no podemos atrapar totalmente pero producen en nosotros un impacto estético”.
En uno de los ensayos de El concepto de ficción, Saer desnuda con qué herramientas aflojará esos cimientos. Dice: “Un poema no se termina, se interrumpe”. De esta manera, busca a través de la fusión entre la prosa y la poesía modelar un camino que nada tenga que ver con el efecto utilitario o con el modelo del conflicto central. El mundo narrativo de Saer no se termina, se interrumpe. Así sucedió, azarosamente, con La grande, la última y magistral novela que se publicó de manera póstuma. La frase final con la que se cierra la obra de Saer puede ser pensada como un poema inconcluso: “Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino”.
Aira
César Aira nació en Pringles, en la provincia de Buenos Aires, en 1947. Luego se instala en Buenos Aires y comienza a desplegar una obra que se expande como una mancha incontrolable. Ser contemporáneo de Aira y vivir en la misma ciudad donde escribe, provoca una extraña sensación. La nueva novela de Aira siempre acecha en cualquier librería para sorprender pero, a su vez, es lo inevitable, es lo que uno sabe que va a ocurrir.
En ese sentido, hay un rasgo en la obra de Aira que opera tanto por dentro como por fuera del marco literario. Y es la idea de desborde o de desmesura lo que lo asemeja a la súper producción de películas y de escrituras de Ruiz. Por un lado, una materialidad desplegada como hiperproducción, una expansión física de la obra, más de 100 libros publicados en una diversidad de sellos editoriales: que va desde pequeñas ediciones cartoneras o independientes hasta grandes sellos multinacionales. La obra pareciera tener un efecto líquido, inasible. Y, asimismo, hay una desmesura interna, una deriva que rompe con cualquier expectativa lectora, con cualquier idea de género. Y allí opera una idea de tiempo.
Si Saer despliega en una zona territorialmente mítica y narrada de un modo obsesivo un tiempo y una materialidad lenta y morosa, en busca de una percepción perdida, Aira, por su parte, juega con la dispersión que se escurre con la fuerza de la parodia y la ironía en un tiempo veloz.
Valeria Sager plantea que en la escritura de Aira las historias se ordenan a partir de un punto de inicio y de un punto de cierre. Todo lo demás está regido por la lógica de lo impensado. Julio Premat lo remarca muy bien en su ensayo sobre las vanguardias. “Al tiempo medido, pensado en pasado, presente y futuro, se lo reemplaza por una circulación permanente, por un desplazamiento sin fin, por algo que aparece como un tiempo alternativo”.
Por dar apenas un ejemplo: en el cuento “El todo que surca la nada”, la típica estructura clásica de lo que sería un cuento, esa pieza de relojería ordenada que está golpeando al lector desde la primera página y termina revelándose al final con todo el impacto de la sorpresa, estalla. Lo que monta allí Aira es un devenir de historias que, por momentos, parecen cortadas y montadas sin una conexión interna. Se pasa de unas mujeres que hablan en un gimnasio, a la cantidad de taxis que hay en la ciudad de Buenos Aires, al diario de un escritor y a la reflexión final de cómo contar una historia, por dónde empezar a contarla, si contarla de manera cronológica, “ordenada”, o como la cuenta Aira, montada en capas que producen un efecto de salto e interrupción constante.
Derivas
En La ola que lee, el libro que recupera las notas críticas y las reseñas que escribió Aira durante gran parte de la década del 80 y en los 90, se lee una crítica a Saer. Aira dice allí que tanto Saer como Puig son los únicos novelistas presentables que tiene la Argentina y, curiosamente, viven en el extranjero. La lectura que hace Aira de Saer está atravesada por una ironía permanente. Dice del método de escritura de Saer que es “escolar aplicado, honesto a más no poder”. No es el tipo de crítica que despliega sobre Piglia, donde dice que Respiración artificial es la peor novela de su generación. Acá socava con burla y destaca la escritura controlada de Saer, a la que le faltaría un poco de locura. En esa crítica, Aira está negando un modelo de escritura serio, perfecto y presentable, para proponer otro que viene de Russell, de Duchamp, de Copi. Es decir, una escritura que no sea solemne ni seria, una escritura descontrolada.
Saer, después de semejante crítica, no hizo mención alguna, en ninguno de sus ensayos, a la escritura de Aira. Pero no es difícil sospechar que la escritura de Aira sea vista por el modelo de Saer como una escritura posmoderna y utilitaria. Durante muchos años fueron modelos antagónicos de narrar: la lentitud y la perfección, frente a la escritura rápida y ligera. Pero, finalmente, y más allá de la mirada de los propios autores y de la época, hay algo que trasciende en la escritura, algo que está por fuera de la voluntad de cada autor y traza relaciones posibles entre obras aparentemente contrapuestas.
Fabián Casas tiene una idea sobre la lectura que puede ser apropiada para pensar de otro modo estas dos maneras de narrar. Casas dice que se puede leer con la lógica de un soldado, defendiendo las trincheras de un modelo estético; o, en cambio, se puede leer con la lógica del soldador, aquel que lee lo inconexo, el que une lo que, en apariencia, no se puede unir.Saer y Aira constituyen modelos narrativos muy diferentes, con búsquedas muy opuestas, pero hay un punto que no solo los conecta, sino que también los acerca a Ruiz. Los tres son autores que piensan críticamente el modelo del conflicto central y que proponen a través de la deriva en la trama, cada uno a su modo, una forma de narrar distinta, antihegemónica, plural.
La ola que lee, César Aira, Random House, 2021, 336 páginas, $15.000.
Cuando arranco la maleza alrededor de la huerta, no lo hago como chilena o argentina; cuando escribo no lo hago como mujer. Si la suerte se puede ver en las líneas de la mano, al arrancar los yuyos queda en mi palma una capa de piel verde amarilla, granos de tierra atrapados bajo las uñas y alrededor. Transpiro, los dedos me duelen, bajo la maleza la tierra es negra, fértil, los bichos bolita huyen molestos con la intromisión. No tengo cómo saber si esto le ocurre a una chilena o a una argentina, hombre, mujer, no binario, joven, vieja. La única luz proviene de una reflexión que escribió la editora argentina en el archivo del libro que va a publicarme. Curiosamente, ella tampoco tiene una explicación, aunque es capaz de ver las dos orillas: “Me pareció un hallazgo el lenguaje fluido, tan parecido y lejano al nuestro. Me quedo pensando…”.
No me atrevo a preguntarle qué piensa, si la apuro dirá lo que no piensa todavía.
Cuando llego a Chile, no hay duda de que soy chilena. Me encantaría exhibir