Author Archives: Sebastián Duarte

  1. Las malogradas vidas de Baby y Topsy

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    No se sabe mucho de Baby, en parte porque murió muy joven, después de que su amigo Durov lo dejara al cuidado del parque zoológico de Moscú para realizar un breve viaje que, a la larga, sería el único que haría fuera de las fronteras de su país, la Unión Soviética. La escasez de carbón que había seguido a los días de la revolución bolchevique motivó que Baby contrajera un resfrío, enfermara y muriera.

    En aquel momento era un pequeño que no pasaba de los dos o tres años, y, por lo tanto, su peso era cinco o seis veces inferior al de un elefante adulto. Sin embargo, acompañaba al payaso Durov a todas sus diligencias. Le gustaba caminar por las calles en compañía de su amigo, no le importaba que se vieran como una dupla extraña, y solía esperar pacientemente en la puerta de algún banco o de la panadería —lugares a los que le estaba estrictamente prohibido ingresar—, moviendo la trompa mientras contemplaba con un aire de distracción el paso de los peatones. Algunos se le acercaban, otros cambiaban de vereda.

    En el célebre estudio que dedicaron a la historia natural y mítica de los elefantes, José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowsky señalan que durante muchísimo tiempo se pensó que la continuidad geográfica entre las regiones próximas a los pilares de Hércules y las regiones vecinas a la India, contaba con una prueba irrefutable: los elefantes existían a uno y otro lado del océano. Esto condujo a muchos a considerar que esta continuidad se debía a la capacidad de los elefantes para comunicarse entre sí a través de insondables distancias.

    Cuando a mediados del siglo XVIII el avance de la ciencia hizo que mitos de esta naturaleza quedaran a un lado, se produjo una transformación sin precedentes; como observó Derrida, las formas tradicionales de tratamiento de los supuestos brutos (los animales de tiro o de transporte, los bueyes, los renos, los caballos o los elefantes) se vieron alteradas por desarrollos conjuntos de saberes zoológicos, etológicos, biológicos y genéticos, que condujeron a una crueldad feroz hacia los animales. El dominio sobre las bestias se convirtió en emblema del triunfo de la civilización, un axioma puesto a circular por el dominio británico que, en el caso de los elefantes, condujo a que su reducción en el continente africano pasara de 27 millones de ejemplares en el siglo XIX a los 400 mil que existen actualmente en reservas naturales y parques.

    Es una baja bastante considerable, a la que Orwell prestó una especie de alegoría en un relato situado en Moulmein, en la baja Birmania, donde se ve obligado, en calidad de colono, a matar a un paquidermo domesticado que había sufrido, como le ocurre a la mayoría de los elefantes domesticados, uno de esos ataques de locura pasajera a la que llaman must. Estos instantes de locura se desencadenan en ellos no porque estén enfermos o faltos de salud mental, sino porque son sensibles e inteligentes (Burucúa y Kwiatkowsky pormenorizan que se aparean en lugares donde nadie puede observarlos, aborrecen el adulterio, no pelean entre machos por una hembra y su incomparable memoria se aúna con un respeto irrestricto a la justicia) y se rebelan, como lo haría cualquiera, ante situaciones que sobrepasan todos los límites.

    Mientras en el zoológico de Moscú Baby hacía esfuerzos por respirar, en el Luna Park le servían a Topsy kilos de zanahorias con cianuro, al tiempo que le calzaban unas sandalias metálicas. Así, medio adormecida y cansada, ingresó al escenario, donde se resignó a que conectaran a sus sandalias gruesos cables con corriente eléctrica. Minutos más tarde, el verdugo hizo descender la palanca y, ante el aplauso bobo de un público que sería después el mismo que el de las películas de Hollywood, la elefanta cayó encogida, con su boca abierta y babeante y los ojos perdidos en el cielo. Edison, por su parte, había logrado por fin probar los beneficios de la corriente anti alterna.

    Dado que ninguna ciencia está en condiciones de sepultar un mito sin erigir otro, siempre se podrá regresar a esa cosmovisión antigua según la cual, la memoria particular de los elefantes traspasa a tal punto las leyes de la historia que está en condiciones de unir mentalmente lugares desencontrados, distantes, heterogéneos. La idea era que un elefante siempre sabía lo que le estaba pasando a otro elefante, sin importar que se conocieran y sin importar que compartieran un mismo tiempo o lugar.

    No sabemos si fue esto lo que sintió Baby respecto de las desdichas que en ese mismo momento estaba padeciendo la paquiderma Topsy, una joven adulta de 30 años que había sido trasladada desde la India para trabajar en un circo de Coney Island, Estados Unidos, poco antes de ser sometida a un espectáculo tan brutal como tenebroso: el evento tuvo lugar en el Luna Park.

    Todo parece indicar que Topsy había experimentado, a imagen y semejanza del elefante de Orwell sumido en hondos martirios, un ataque de must, claro que después de que su domador se hiciera el gracioso obligándola a beber whisky, mientras le quemaba la trompa con un puro encendido. El must la llevó a barrer de un saque con los tres abusadores que la rodeaban y a correr con desesperación y sin rumbo por las calles de la ciudad, una actitud incomprendida que se prestó suficientemente bien para que, sentenciada a muerte, Edison probara con ella la eficacia de lo que sería tiempo más tarde la silla eléctrica.

    Mientras en el zoológico de Moscú Baby hacía esfuerzos por respirar, en el Luna Park le servían a Topsy kilos de zanahorias con cianuro, al tiempo que le calzaban unas sandalias metálicas. Así, medio adormecida y cansada, ingresó al escenario, donde se resignó a que conectaran a sus sandalias gruesos cables con corriente eléctrica. Minutos más tarde, el verdugo hizo descender la palanca y, ante el aplauso bobo de un público que sería después el mismo que el de las películas de Hollywood, la elefanta cayó encogida, con su boca abierta y babeante y los ojos perdidos en el cielo. Edison, por su parte, había logrado por fin probar los beneficios de la corriente anti alterna.

    Meses después de que Durov muriera con los bolsillos de su chaqueta repletos de trozos de carne para sus animales, se hallaron entre sus papeles unas notas profundamente sentidas: “Murió el mejor de mis camaradas, mi honrado y fiel amigo Baby, esa criatura tan dulce y pequeña en la que había depositado yo la totalidad de mi alma”.

    Entonces, mientras el payaso comunista Durov, quien desertó de una dinastía zarista para abrazar el progreso de la Historia, lloraba como un niño recostado sobre la oreja enorme de su paquidermo, el inventor Edison electrocutaba en Estados Unidos a una elefanta para exhibir las cualidades de un hallazgo —el progreso científico— tan repugnante como la silla eléctrica.

     

    Imagen de portada: Ilustración de Topsy. No se registran imágenes de Baby.

  2. Siete pasos hacia el cielo

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    Hace cinco millones de años, en la costa más meridional de África, a unas 200 millas de Ciudad del Cabo, se formó una cueva, muy probablemente por las olas que golpeaban la piedra. En la actualidad, la boca de la cueva, llamada Blombos, se abre ampliamente, a 30 metros sobre el nivel del mar y a unos cientos de metros de lo que hoy es la playa. Los arqueólogos han determinado, a partir de restos excavados durante los últimos 30 años, que estuvo esporádicamente ocupada entre 70 mil y 100 mil años atrás.

    La cueva era un taller, y sus ocupantes hacían cosas más hermosas y complejas de lo que creíamos que era posible en esa época. Están los artefactos esperados —hojas de piedra, cuentas, herramientas de hueso— de una fineza incomparable. Entre los objetos únicos de Blombos se encuentran varias piezas de ocre. Seis de ellas miden una pulgada de largo, datan de más de 70 mil años y presentan conjuntos intencionales de marcas grabadas, la más hermosa de las cuales tiene formas de diamante inscritas en la piedra. Son el ejemplo más antiguo de representación abstracta que tenemos, y son anteriores a los objetos de sofisticación similar encontrados en otras partes del mundo hasta por 60 mil años.

    Luego hay otra pieza de piedra, una más pálida, de 1,5 pulgadas de largo y con forma de hoja de haya. En su superficie se encuentra el dibujo más antiguo realizado por una mano humana. Con 73 mil años de antigüedad, se habría hecho con un proto-crayón —Blombos rojo en la caja de lápices de cera de la prehistoria— y mejora nuestra comprensión de lo que nuestra especie ha estado haciendo con su tiempo, desde que apareció. No sabemos qué provocó las marcas dejadas con Blombos rojo en el pedacito de piedra. Solamente sabemos lo que vemos allí: nueve líneas rojas que se cruzan.

    Y me veo de pie, mirando el cuadro con las dos rayas, una morada y una marrón, que se cruzan en el medio”, comienza la novela Septología, del escritor noruego Jon Fosse. “Un cuadro alargado, y veo que he trazado las rayas despacio y con un óleo espeso, y se ha corrido, y donde se cruzan la línea marrón y la morada el color ha producido una bella mezcla que corre hacia abajo y pienso que esto no es un cuadro, pero que al mismo tiempo el cuadro es como debe ser, está terminado, no cabe hacer más, pienso, y tengo que apartarlo, no quiero tenerlo más en el caballete, no quiero seguir mirándolo”.

    Y mirarán al narrador, durante otras 81 mil palabras, tan solo en la primera parte, sin lugar para un punto. Septología es una novela muy extraña, hermosa y conmovedoramente extraña, que consta de siete partes que se publican en tres volúmenes, casi mil páginas en total, todas ellas englobadas en una única y larga frase. El primer volumen, El otro nombre, que contiene las partes uno y dos, apareció en Noruega en 2019; el segundo, Yo es otro, con las partes tres a cinco, y el tercero, Un nuevo nombre, con las partes sexta y séptima, han sido publicados con posterioridad.

    Septología muestra a un protagonista estático que mira fijamente una pintura, buscando su significado mientras reflexiona sobre su propio pasado. El libro suena, en resumen, terrible: pretencioso, solemne, insoportable. Esto hace aún más destacable lo maravilloso que es. El libro elude todos esos escollos para convertirse en algo bastante distinto de lo que podría parecer, algo que, como toda gran novela, de algún modo supera nuestra idea previa de lo que es una novela.

    Mientras la carrera de Fosse entra en su quinta década, Septología se une a un cuerpo de trabajo ya asombroso. Desde 1983 ha publicado 48 novelas y colecciones de ensayos, poesía y cuentos, así como, y quizá fundamentalmente, teatro, más de 30 obras. Se dice que es el dramaturgo vivo más escenificado en Europa, con más de mil representaciones hasta la fecha. Hagamos los cálculos y el promedio es alucinante: una de sus obras se ha estrenado en algún lugar cada 13 días, durante 35 años. Mientras que Karl Ove Knausgård se ha convertido en los últimos años en la cara arrugada de la escritura noruega en el mundo de habla inglesa, Fosse ha sido uno de los escritores más destacados de Noruega durante décadas, y ostenta la distinción (ironías aparte) de haber sido el profesor de escritura creativa de Knausgård hace unas tres décadas. Quizá aún más ennoblecedor es que recibió, en 2011, una residencia permanente en los terrenos del Palacio Real de Oslo.

    A menudo se describe a Fosse como el Beckett del siglo XXI, una acusación que parece injusta para ambos escritores. Sí, la primera obra teatral de Fosse, Alguien va a venir, fue una especie de respuesta a Esperando a Godot, y sí, tanto los dramas de Fosse como los de Beckett avanzan con una especie de sencillez depurada, poblada más de voces que de personajes en el sentido convencional. Y las novelas de Fosse, como las de Beckett, están impulsadas por un angostamiento del enfoque y una rigidez formal. Pero la metafísica de Beckett, al estilo irlandés, equilibra la gravedad con la ligereza, mientras que la obra de Fosse —al menos según mi recorrido a saltos por el corpus (cinco novelas, cinco obras de teatro, algunas memorias, cuentos y poesía)— no parece abrumadoramente interesada en el humor. Un estudio del teatro de Fosse menciona la palabra “comedia” una vez, “reír” una vez, “gracioso” y “diversión” ninguna.

    Esto hará que la obra de Fosse —que de hecho es taciturna, que está absolutamente atormentada por la muerte, que sin lugar a dudas está ambientada en una fría Escandinavia del alma— suene vagamente a una parodia de un sombrío mundo nórdico en el que Bergman sería el rey. Es más, Septología muestra a un protagonista estático que mira fijamente una pintura, buscando su significado mientras reflexiona sobre su propio pasado. El libro suena, en resumen, terrible: pretencioso, solemne, insoportable. Esto hace aún más destacable lo maravilloso que es. El libro elude todos esos escollos para convertirse en algo bastante distinto de lo que podría parecer, algo que, como toda gran novela, de algún modo supera nuestra idea previa de lo que es una novela. Naturalmente, los placeres de la trama y los personajes, el tema y el escenario nos atraen hacia las novelas en términos generales, pero una gran novela nos atrae hacia un relato en las sombras que está en su centro: la historia de su estilo. Con Septología, Fosse ha encontrado un nuevo enfoque para escribir ficción, diferente de lo que él ha escrito antes y —es extraño decirlo, ahora que la novela entra en su quinto siglo— diferente de todo lo que se ha escrito antes. Septología se siente como algo nuevo.

    La voz en primera persona de Septología —una voz cerebral, no un registro escrito— pertenece a un pintor llamado Asle. A lo largo de la novela, Asle volverá repetidamente a mirar la pintura de las dos líneas que se cruzan. Es una pintura que Asle siente que está hecha, hecha y perfecta, demasiado perfecta para venderla; o, en realidad, hecha pero no perfecta; o, tal vez, simplemente es una pintura fallida sobre la cual debería pintar algo nuevo. Asle pinta, se nos dice, en parte por autoconservación, porque “lo único que puedo hacer es pintar, pintar para tratar de borrar las imágenes que se han agarrado a mí, nada más, borrarlas una a una pintándolas”, incluso si no sabe cuándo la imagen que se me ha agarrado se disuelva y desaparezca”.

    La voz en primera persona de Septología —una voz cerebral, no un registro escrito— pertenece a un pintor llamado Asle. A lo largo de la novela, Asle volverá repetidamente a mirar la pintura de las dos líneas que se cruzan. Es una pintura que Asle siente que está hecha, hecha y perfecta, demasiado perfecta para venderla; o, en realidad, hecha pero no perfecta; o, tal vez, simplemente es una pintura fallida sobre la cual debería pintar algo nuevo.

    Gran parte del drama de la novela proviene del lento desarrollo de las fuentes del malestar de Asle. Al principio tenemos muy poco con qué continuar. Asle vive solo, en una vieja casa fría y con corrientes de aire, en la costa suroeste de Noruega, en un pequeño pueblo de pescadores llamado Dylgja. Aunque no es rico, Asle ha encontrado la manera de vivir de su arte. Trece cuadros de gran tamaño están listos para una próxima exposición. Y luego está el lienzo sobre el caballete, un decimocuarto, aquel en el que “la raya marrón y la raya morada se cruzan”, un cuadro que Asle y su vecino Åsleik, un pescador y el único amigo verdadero de Asle, miran juntos de vez en cuando a lo largo de la novela: “Veo a Åsleik acercarse al cuadro que tengo en el caballete, está en medio de la sala, y para ser mío es un lienzo bastante grande, y es alargado, y primero pinté una raya oblicua por casi toda la superficie del cuadro, una raya marrón, con un óleo bastante espeso, viscoso y chorreante, y luego pinté la raya correspondiente en morado, que cruzaba la primera más o menos por el medio, y así salió una especie de cruz, una cruz de San Andrés, creo que se llama, y veo a Åsleik mirar el cuadro y también yo me acerco al cuadro y lo miro y veo a Asle sentado en su sofá, y no deja de temblar, y piensa que ni siquiera es capaz de levantar la mano, y siente que solo decir una sola palabra es demasiado esfuerzo, piensa”.

    Sí, algo extraño está pasando aquí. Al principio parece que estamos firmemente instalados en la primera persona, el narrador de pie con Åsleik, mirando la pintura de las dos líneas que se cruzan. Y luego, sin previo aviso, el narrador mira a “Asle sentado en su sofá”, lo que sugiere que hay un segundo Asle en la habitación. Entonces parece que nos adentramos en la cabeza del nuevo Asle, colocándonos en la tercera persona, dentro de este otro Asle, que no parece estar en ningún caso en la habitación del narrador. Este ir y venir —¿una historia de dos Asles?, ¿el segundo Asle es una invención del primero?, ¿un relato en primera persona?, ¿uno en tercera persona?— continúa en los cientos de páginas que siguen. Vamos a la deriva, principalmente en la mente del Asle que mira fijamente su pintura de las dos líneas que se cruzan, a veces deslizándonos hacia la mente de un aparentemente otro Asle a quien ese Asle puede, o puede que no, estar imaginando. Inicialmente, este modo narrativo resulta desorientador. Y, sin embargo, después de unas pocas decenas de páginas el lector se instala como lo haría ante un cuadro abstracto que el ojo absorbe pacientemente, uno de dos líneas, dos Asles, que se cruzan. A medida que se construye la narración, Fosse evita proporcionar cualquier resolución, lo que nos permite vivir en ese terreno intermedio según la novela se va desenvolviendo. Pero más que simplemente dejarnos suspendidos allí, Fosse también empuja al lector a buscar pistas que puedan resolver el misterio de estos dobles y triples. En este sentido, la novela también, a pesar del método de arte elevado y sus preocupaciones, es una especie de novela negra.

    Cada una de las partes de Septología ha comenzado y concluido de la misma manera. En sus inicios, Asle mira el cuadro de las dos líneas que se cruzan y se pregunta qué ve allí, si es un cuadro bueno o malo, si está terminado o no. Al final, Asle reza: reza en latín, le reza a Jesús, a María, a Dios Padre, los ritmos y repeticiones de la plegaria se acumulan y se reiteran.

    Entre esos puntos fijos, pintar y rezar, Asle realiza viajes hacia y desde la lejana Bjørgvin. Estamos a finales de diciembre, el final del periodo de Adviento. Se supone que él llevará las 13 pinturas a su galería de tres décadas para lo que su galerista, Beyer —quien descubrió a Asle como un muchacho talentoso y lo ha representado durante toda su vida—, llama el espectáculo navideño de Asle. Pero Asle no trae los cuadros consigo en su primer viaje unos días antes de Nochebuena, sino que piensa en visitar al otro Asle, pero finalmente no lo hace. Una vez de regreso, por razones que se le escapan a él mismo, se da la vuelta y conduce de regreso a Bjørgvin para ver a Asle, y lo encuentra borracho y desmayado en la nieve, tan borracho que cuando Asle lo despierta e intenta llevarlo a un café, se desploma dos o más veces. Asle y algunos otros hombres lo ayudan a levantarse por tercera vez, Asle lo lleva a un hospital, donde lo ingresan, luego se dirige a casa para recoger sus lienzos y conduce nuevamente hasta Bjørgvin para dejarlos en su galería, lo que de hecho hace. Asle, entonces, intenta visitar a Asle en el hospital, solamente para descubrir que Asle se encuentra en una condición demasiado delicada para ser atendido. Fragmentos de estos acontecimientos se encuentran dispersos a lo largo de las partes de la novela: Asle piensa en lo ocurrido, regresa a esos momentos, los amplifica y los resuelve una vez más en un estado de plegaria.

    Las novelas han entrenado a los lectores durante mucho tiempo para esperar el desarrollo cronológico de las vidas de sus protagonistas —desde Moll Flanders hasta David Copperfield y Los Buddenbrook—, para que podamos comprender su sufrimiento y saber qué es lo que sucedió que los llevó a ser tales. Fosse juega con esta expectativa. Aunque nos cuenta estos eventos, ellos no son esenciales y solamente importan en la medida en que sugieren una necesidad que se instaló en Asle, desde muy joven, de encontrar una práctica para mantener a raya los recuerdos.

    Ahí está, sentado en casa mirando el cuadro; sentado en su mesa en casa mirando por la ventana al mar; mirando por el parabrisas mientras conduce sobre la nieve hacia y desde Bjørgvin; sentado frente a su galería esperando a Beyer. Asle entra y sale del pasado, entra y sale de la historia de su vida, su infancia, su rechazo a sus padres y su religión, su camino para convertirse en artista, convertirse en borracho, en marido, en católico converso, en un bebedor reformado y luego en un solitario. Las novelas han entrenado a los lectores durante mucho tiempo para esperar el desarrollo cronológico de las vidas de sus protagonistas —desde Moll Flanders hasta David Copperfield y Los Buddenbrook—, para que podamos comprender su sufrimiento y saber qué es lo que sucedió que los llevó a ser tales. Fosse juega con esta expectativa. Aunque nos cuenta estos eventos, ellos no son esenciales y solamente importan en la medida en que sugieren una necesidad que se instaló en Asle, desde muy joven, de encontrar una práctica para mantener a raya los recuerdos. La pintura es una de esas prácticas, y el cuadro que Asle mira fijamente es el primer cuadro que ha hecho y que, como lo ve el pescador Åsleik, “se parece a algo real, por una vez he pintado un cuadro que se parece a algo, porque se parece a una especie de cruz”, un cuadro que siente terminado, un cuadro que Asle ha bautizado como cruz de San Andrés, un cuadro que lo ha llevado, finalmente, a abandonar la pintura por completo.

    El lector toma la lupa y escudriña el lienzo en busca de pistas. La cruz de San Andrés es una X, que lleva el nombre del primer apóstol de Jesús, un pescador que Jesús dijo que sería un pescador de hombres y que, predicando a los griegos, encontró el martirio. La historia es que Andrés insistió humildemente en que no fuera crucificado como lo había hecho Jesús, cambiando la cruz de la T a la X. ¿Por qué la pintura de Asle es una cruz así? Fosse desdibuja a Asle y Asle; le da como amigo a Asle un pescador cuyo nombre es casi el suyo, Åsleik; hace que Asle se case con una mujer llamada Ales, las letras de sus letras, el nombre de su nombre. Todas estas A, estas aleph: aleph, la primera letra de los alfabetos hebreo y arameo; aleph, que en arameo parece una x y, en hebreo, si entrecierras los ojos, también se parece a una. Las exégesis talmúdicas nos dicen que la aleph representa los aspectos ocultos de Dios y su revelación en el mundo. Así leemos los signos: cómo Asle, a quien el narrador Asle encuentra tirado en la nieve, es levantado tres veces, como Jesús cuando iba camino a la crucifixión; cómo la pintura de Asle de dos líneas que se cruzan es su decimocuarto lienzo, que recuerda las 14 estaciones de la crucifixión, la última de las cuales es donde Jesús fue sepultado; cómo Septología es, en un sentido pictórico, un tríptico, tres libros con números alternos de partes —II, III, II—, dos paneles estrechos que flanquean a uno central, una pintura religiosa, con tres cruces en el centro como si estuvieran sobre una colina; y cómo, en las siete partes de la novela, al final de las cuales Asle ora, podemos escuchar las siete horas canónicas de la oración, o ver los siete signos en el Evangelio de Juan, o ver los siete sellos del Libro del Apocalipsis escritos en un pergamino, sin punto final a la vista.

    Afortunadamente, estas características no cuadran de manera perfecta. Asle no es Jesús ni Lázaro, Åsleik no es Andrés, no aparecen los illuminati. Aun así, Asle está en una especie de viaje, sus pequeños viajes inútiles hacia y desde una ciudad durante los cuales ve, en su mente, la vida que ha vivido, sus encrucijadas. Después de todo lo que ve, regresa a casa para orar, cada parte comienza con Asle sentado ante la cruz y cada parte termina mientras agarra su rosario; cada parte de la novela, sin ambigüedades, es un camino hacia la plegaria.

    Muchas novelas han intentado reconciliar, a través de experiencias en diversas tradiciones religiosas, las preguntas que surgen del sufrimiento humano en el mundo de Dios. Los hermanos Karamazov, Pedro el afortunado, La montaña de los siete círculos, Siddhartha, El guía, Los elegidos… Podría agotar el espacio que me queda enumerándolas todas. Cada una, a su manera, aborda cuestiones de teodicea. Como llegué al término a través de James Wood, proporcionaré su definición: “La justificación del buen gobierno del mundo por parte de Dios frente al mal y al dolor”. Esto está ligeramente en desacuerdo con el Oxford English Dictionary, que prefiere “vindicación” a “justificación”. Septología vive en algún lugar entre la justificación y la vindicación, mientras Asle intenta, a través de la reflexión y la plegaria, una reconciliación con la manera en que las cosas son, con lo que su vida le ha costado y perdido.

    Lo que Krasznahorkai ha dicho sobre su propio método se aplica a Fosse: ‘Cuando hablamos, pronunciamos oraciones fluidas e ininterrumpidas, y este tipo de discurso no necesita puntos. Solamente Dios necesita el punto, y al final Él usará uno, estoy seguro’.

    Gran parte del material que se desarrolla en Septología resulta familiar. La biografía de Asle se mezcla con los componentes de un bildungsroman —madres que no creen en las ambiciones de un niño, depredadores que contaminarían a la pequeña criatura mientras se acerca a la iniciación— y ciertamente, Septología es un retrato del artista, un género que durante mucho tiempo ha hecho de la forma novela un hogar. Septología es una novela sobre un pintor, pero es uno extraño, ya que en realidad no vemos a Asle pintando, y la práctica de la pintura en el libro está al servicio de algo bastante diferente de la pericia estética por ella misma.

    Pienso que esto de pintar no lo he hecho por mí”, piensa Asle, en algún momento.

    No lo he hecho porque yo quisiera pintar, sino para ponerme al servicio de un contexto más amplio, bueno, quizá, aunque a veces sí me atrevo a pensar eso, a pensar que mis cuadros están al servicio del reino de Dios, nada menos, y lo mismo pensaba antes de convertirme, y eso tiene que ser porque siempre he sentido como una cercanía de Dios, sea lo que sea eso, pienso, y lo llames como lo llames”.

    No hay nada formalmente nuevo en las narraciones que despliegan la frase larga. Thomas Bernhard, que heredó su sonido de Joyce y de Woolf, persiguió la larga línea con la rabia en el corazón. W. G. Sebald fue considerado en el testamento de Bernhard, gastando su herencia en fines más melancólicos, examinando ruinas en busca de signos de vidas destruidas por el fascismo y la necedad humana. Javier Marías presta su patrimonio a historias de fantasmas, historias de asesinatos o suicidios o desapariciones. László Krasznahorkai es el más maníaco de los beneficiarios, sus frases cómicas gritan tan fuerte que el efecto es un horror ante el cual solamente se puede reír. Lo que Krasznahorkai ha dicho sobre su propio método se aplica a Fosse: “Cuando hablamos, pronunciamos oraciones fluidas e ininterrumpidas, y este tipo de discurso no necesita puntos. Solamente Dios necesita el punto, y al final Él usará uno, estoy seguro”.

    Fosse parece ser al mismo tiempo el más evidentemente influido por Bernhard y el que más radicalmente ha seguido su propio camino. Pero lo que resulta más sorprendente del método de Fosse es algo que esta reseña solamente puede señalar. Puedo hacer afirmaciones sobre el efecto de una frase que se extiende a lo largo de 250 mil palabras sin un punto, pero no puedo citarla lo suficiente como para ofrecer una prueba. Puedo decir que la novela es una epopeya de lo pequeño, pero desde el Ulises ciertamente hemos comprendido que una cosa semejante es posible. Puedo decir que la novela de Fosse, su progreso vocal, es incantatorio o que la prosa se lee como una plegaria extendida, que suena bien como una nota encomiástica, y nunca mal, tan solo vacía y conocida. Al leer Septología, al observar a Asle progresar en la vida y, sospecho, en las partes sexta y séptima, hasta el final de ella, uno siente —yo sentí— el embrollo y el desperdicio de una sola vida solitaria, la necesidad, inexplicable, de orar.

    Sería demasiado sugerir que en Septología uno llega a sentir el amor de Dios, pero la manera en que Fosse maneja la forma de la novela produce algo estremecedor en nuestro corazón.
    La forma es difícil de describir, algo muy diferente de la trama. Es el sistema nervioso de una novela, algo eléctricamente vivo.

    Es como dices. Estamos aquí para orar”, escribe Frederick Seidel en el último pareado de su poema “Del diario de Nijinsky”, uno que resonó en mi cabeza a medida que cada una de las partes de Fosse atraía al lector de regreso al rosario. No se nos lleva a un pensamiento de la plegaria, sino al acto mismo. Que sea un rosario lo que sostiene Asle no creo que importe mucho. Dudo que la mayoría de las personas que leen las Confesiones de san Agustín se conviertan al catolicismo cuando las terminan. En ese libro, uno llega a conocer el amor de san Agustín por Dios, pero no necesariamente sentiría ese amor si uno no hubiera estado previamente dispuesto a él. Sería demasiado sugerir que en Septología uno llega a sentir el amor de Dios, pero la manera en que Fosse maneja la forma de la novela produce algo estremecedor en nuestro corazón.

    La forma es difícil de describir, algo muy diferente de la trama. Es el sistema nervioso de una novela, algo eléctricamente vivo. El uso que hace Fosse de la frase larga no parece en absoluto una técnica aplicada. Cada fuerza desarrolla una forma, en palabras de Guy Davenport, una fórmula de cómo una necesidad en un artista —intelectual, emocional, metafísica— produce un objeto cuyos contornos describen, ocultamente, la necesidad misma. La forma séptuple de Fosse hace esto: establecer una expectativa de que Asle orará, creando una resaca que se apodera del lector. Estamos aquí para orar, dice la forma. Y así nos movemos no hacia la oración, sino dentro de ella, cada uno contando las palabras del largo rosario de Fosse, cuenta por cuenta, palabra por palabra. Los Asles, Åsleik y Ales de Fosse se mezclan ortográficamente, llevando al lector a preguntas sobre su parecido, lo que en última instancia conduce a una difuminación de los límites, a una difusión, a una ausencia del ego.

    Uno de los resultados tradicionales de la novela ha sido la tachadura momentánea del yo. “El cráneo es el casco de un viajero espacial”, dice el narrador de Pnin de Nabokov. “Quédate dentro o mueres”. Si cambiamos la o por la y, la novela como una forma evita que nos ahoguemos en el yo. Septología es, en ese sentido, solamente otra novela. Y, sin embargo, también es algo adicional, algo diferente, algo más. Al leer Septología, es como si dejara de ser una novela. No quiero decir con esto en el sentido de que sea una reacción a las ideas recibidas de la novela. No hay ningún indicio de un autor que haga declaraciones altisonantes sobre “la muerte del personaje” o “el hambre de realidad”. Lo que pasa es que al leer Septología resulta difícil, maravillosamente difícil, pensar que una novela podría escribirse de otra manera.

    La práctica de la plegaria, la práctica de la pintura, los productos de la prosa: todos ellos nos mantienen a flote mientras vivimos y lo harán cuando aquellos a quienes amamos mueran —cuando lo hagan aquellos a quienes Asle ha amado—. Tal como todos los miembros de nuestra especie lo han hecho antes que él, Asle deja sus propias líneas inescrutables en el mundo, “ese cuadro interior”, dice, “esa imagen que intentan imitar todos los cuadros que he pintado, esa imagen interior que es como una especie de alma y una especie de cuerpo en uno, bueno, que es mi espíritu, bueno, lo que yo llamo espíritu”. Y con Asle, en esta notable novela, oramos: “Y sostengo la cruz marrón de madera entre el índice y el pulgar y luego digo una y otra vez en mi interior tomando aire profundamente Señor y soltando el aire despacio Jesús y tomando aire profundamente Cristo y soltando el aire despacio Apiádate y tomando el aire profundamente De mí”.

     

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    Artículo aparecido en Harper’s Magazine, en agosto de 2021. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Septología, Jon Fosse, traducción de C. Gómez Baggethun, Seix Barral/De Conatus, 2023, 792 páginas, $22.900.

  3. Arrogarse la posición de modelo

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    Hace exactamente un año, Fernando Pérez me propuso participar en un conversatorio sobre la obra Sueño como Señorita de Avignon, de Consuelo Rodríguez. Había visto la exposición en la galería Gabriela Mistral, en metro Moneda, el 2022. La muestra ocupaba las dos salas. En la primera, hay textos enmarcados colgados en los muros, y hay un dibujo arriba de un gran lienzo abstracto. Esta sala está conformada por la palabra y la línea. En la segunda sala, hay una serie de pinturas al óleo de gran formato. Ocupan todos los muros. Son las “Variaciones como Señorita de Avignon”.

    Dudé antes de aceptar la invitación, pues no conozco la “historia del arte” más que por la forma con la cual algunas imágenes circulan. Esto sí, he sido “modelo” en escuelas de arte o en talleres privados. Hice este trabajo durante muchos años mientras era estudiante. Fui modelo en talleres, pero también trabajé en el Museo del Louvre, en la mesa de orientación al público. Esto, además de hacer cualquier otro trabajo que me permitiera estudiar. Entonces, si bien no podía hablar desde la historia del arte, podía intentar hablar desde la forma en la cual estuve expuesta a su existencia (en el Museo), así como al proceso de creación de una obra o de un trabajo (en los talleres).

    Me incomodó al inicio este trabajo, el de modelo. Pero muy rápidamente me encantó. Posar no es mostrarse: es un estar en el medio de lo que se hace, sin mucha responsabilidad, pero con un cierto peso y cierta liviandad: el peso del cuerpo, la liviandad de la respiración, el peso de la existencia que ha de soportar el cuerpo, sobre todo en la situación incómoda de ser inmóvil, y la liviandad de ser un soporte de algo externo que se hace, un dibujo, un retrato. Posar es una mezcla de detenerse (de hacer algo), soportar (el tiempo), ser parte de lo que se hace y ser apartada, literalmente. A nadie le importa el o la modelo. Importa solo la obra. Pero la obra se hace con el modelo —con un modelo que, terminada la sesión, se viste, se va.

    La peculiaridad de Sueño como Señorita de Avignon es que Consuelo Rodríguez es recíprocamente pintora y modelo, modelo y pintora. Es a ella a quien vemos en estas obras gigantes. De alguna manera, “ella” es la materia de su obra. Pero es ella la que obra, que pinta, que mira. Y ella pinta una obra que la precede, pues Sueño como Señorita de Avignon tiene también por modelo el cuadro de Picasso Las señoritas de Avignon (1907). Es más, Rodríguez pinta las “señoritas de Avignon” a raíz de un sueño que tuvo, y que constituye el hilo de los escritos de la primera sala. Su trabajo tiene por modelo la obra de Picasso, pero también la forma con la cual esta obra hace soñar a Consuelo Rodríguez, que es modelo y pintora, pero también aquella que sueña, que “cae” en el sueño, en esta máquina de producción de imágenes que es la actividad onírica. En la actividad de soñar no somos nadie, somos actores de lo que el inconsciente va produciendo. El inconsciente obra. No sé si es un artista, pero es un lugar de producción.

    Sueño como Señorita de Avignon explicita esta relación con modelos que anteceden al modelo, con modelos que existen como fantasmas, tal como lo fue para mí el modelo de la Besthabée, de Rembrandt. Lo explicita, lo tuerce. Impone un modelo en lugar de otro. De hecho, antes de ser modelo de su obra, una que tiene también como modelo a Picasso, Consuelo Rodríguez trabajó con otro modelo, uno que realmente es un fantasma, pues de ella no hay huella en Sueño como Señorita de Avignon.

    Sueño como Señorita de Avignon entrelaza varios modelos, varios artistas y obrantes: Picasso, sus modelos, la obra de Picasso vuelta modelo, los sueños de uno o de Picasso o de sus modelos, Consuelo, que es modelo y también artista, es decir Consuelo Rodríguez, y un artista que sueña. Al modelo que posa no le pongo apellido porque no firma la obra, desaparece. Tomo aquí el apellido como garante jurídico de algo, como quien se constituye haciendo algo y responde de lo que ha hecho. Si soy artista, me constituyo como artista a través de la obra. La obra me da un nombre, me hace “famoso” (en francés se dice “renommée”: renombrado). En Sueño como Señorita de Avignon está Consuelo y está Consuelo Rodríguez. Podemos reconocer a Consuelo (la que conocemos, que es nuestra amiga), pero antes de reconocerla estamos ante una obra, un imaginario, uno que viene de afuera: de la propia obra de Picasso, pero también del mundo primitivo que impregna la obra de Picasso. Son entonces varios “afueras”.

    Yo no reconocí de inmediato a Consuelo cuando vi la exposición. Al contrario, cuando la “reconocí”, ya estaba en el espacio impersonal de la obra. No vi, justamente, a Consuelo. Vi una “mascara”, algo que viene de lejos —aunque, justamente, a diferencia de Las señoritas de Avignon, en Sueño como Señorita de Avignon la máscara tiene que ver con el modo en el que la pintura fija rastros, expone la desnudez. En Sueño como Señorita de Avignon la máscara no oculta. Pasa algo parecido al mito de Orfeo, cuando este último se da vuelta para mirar a Eurídice. En este momento Eurídice desaparece y Orfeo solo puede encarar su ausencia. Lo que ve de Eurídice es su vacío, algo impersonal, sin contornos.

    Cuando posaba en las escuelas de arte, me puse a escribir. Eran los “apuntes de la pose” (“les notes de pose”), que luego se trasformaron en un libro titulado Poser me va si bien. No habría podido posar sin escribir. Escribir era mi columna vertebral, lo que me animaba, me permitía estar tanto tiempo inmóvil, sin hacer nada, pero soportando el tiempo y el cuerpo. Con la escritura podía hacer emerger lo que pasa en la pose, que es todo menos un descanso (una pausa). Posando, me situaba en lo que escribía. Mientras estaba desvestida, tenía un secreto: mis apuntes; y estos apuntes hacían que en cada nueva sesión de pose pudiera poner en juego algo nuevo, una nueva forma de experimentar el tiempo, el espacio, el cuerpo, la historia del arte, las miradas, etc.

    Al final del libro menciono algo que, me parece, constituye el núcleo de la obra de Consuelo Rodríguez: la relación del modelo con otros modelos, los que hicieron posible la historia del arte tal como la conocemos. La última de mi nota sobre el posar alude al hecho de que a pesar de no conocer en particular la historia del arte, mi forma de posar está influenciada por las obras que he visto, por la forma en la cual han sido representadas las mujeres en algunas obras. En el Louvre, donde trabajaba cuando estaba también modelando, había visto Besthabée con su carta, de Rembrandt. La verdad no me identificaba con Besthabée. Su cuerpo es imponente, sin ser masivo. Mis apuntes decían que no me identificaba con “la mujer” en general. Pero por esto mismo, y por discutible que haya sido mi afirmación, posar es esto: tomar parte en una cadena de poses, de “formas de ser”, de darse, de sustraerse. Es interrumpir esta cadena asumiéndola, pues la llevamos adentro, nos guste o no.

    Sueño como Señorita de Avignon explicita esta relación con modelos que anteceden al modelo, con modelos que existen como fantasmas, tal como lo fue para mí el modelo de la Besthabée, de Rembrandt. Lo explicita, lo tuerce. Impone un modelo en lugar de otro. De hecho, antes de ser modelo de su obra, una que tiene también como modelo a Picasso, Consuelo Rodríguez trabajó con otro modelo, uno que realmente es un fantasma, pues de ella no hay huella en Sueño como Señorita de Avignon.

    Sueño como Señorita de Avignon (2022), de Consuelo Rodríguez. Fotografía: Galería Gabriela Mistral.

    Veo dos gestos en esta operación de imponer otro modelo, incluso de imponerse como modelo. Primero, mientras Picasso pinta a partir de modelos mujeres, Consuelo Rodríguez toma el cuadro de Picasso como modelo. No hay aquí un gesto de imitación, sino de creación. No hay creación ex-nihilo. Hay lo que a propósito de la escritura literaria se ha llamado una operación de “destrucción amorosa”. Escribimos con la historia de la literatura que de una manera u otra llevamos adentro. Un escritor es aquel que mueve, sacude, a veces violenta esto que lleva dentro de él. Pero no lo violenta sin hacerse cargo, sin volver a esta historia, este material, nuevamente sensible, nuevamente sintiente. Posando en lugar de los modelos que escogió Picasso, Consuelo Rodríguez hace una operación similar: destruye una cierta relación con el modelo, una forma de mirarlo, de tenerlo ahí en el taller. Pero se trata de una destrucción amorosa, pues en lugar de una destrucción hay una relación. La obra de Picasso pasa a ser modelo, y es entonces la forma de ver al modelo, de disponerlo en la sala, de concebir a un taller que se modifica con esta operación doble.

    Segundo, mientras Rodríguez saca los modelos de la obra de Picasso, ella es su modelo. Es el modelo de su operación de destrucción, de destrucción amorosa. Lo que me interesó en este gesto es que Rodríguez no se pinta a sí misma. El gesto de pintarse es una manera de darse un lugar de nacimiento. Algo así pasa en Así habló Zaratustra. Este no es un texto biográfico en el sentido de que Nietzsche haría el relato de algo que él habría sido antes de escribir, como pasa por ejemplo en las “memorias”. Al revés, a través de la escritura, Nietzsche se arriesga a ser, experimenta límites, los pone en juego. Eventualmente los supera. La escritura no toma la vida como objeto; la crea. Bio-grafía: de la grafe surge la vida. En el caso de Nietzsche, esta “vida” surge como un proceso de superación.

    El carácter “biopictórico” de Sueño… es diferente. Al ser su propio modelo, Consuelo Rodríguez se crea a sí misma como pintora. A diferencia de Zaratustra, no se trata de emerger como “súper hombre” (heroico), sino de emerger como artista. Es la obra, el proceso de su creación, en la relación con el modelo, que constituye su propia mirada, su forma de ver y de sentir la materia. La obra, el proceso de su creación, hace emerger a la artista, así como su propia posibilidad de acceder al modelo, a una imagen de ella. Es más, la obra hace emerger también a Consuelo, al modelo, pero tal como Eurídice vista por Orfeo, la hace emerger en el lugar donde Consuelo expresa algo anónimo, algo que no es de nadie y que interrumpe la persona. No se trata de la Consuelo que conocemos, sino de lo que en cada persona se nos escapa.

    Consuelo posa para Consuelo Rodríguez, pero Consuelo Rodríguez no hace un retrato de Consuelo. Entre Consuelo y Consuelo Rodríguez está Picasso, hay otros modelos, y hay también un sueño. Uno, o varios.

    Cuando yo posaba, la escritura me permitía hacer del posar un proceso. La exposición Sueño como Señorita de Avignon comprende también escritos, pero enmarcados. Estos textos no comentan la obra, sino su proceso. Es más, estos textos despliegan el hilo del sueño que hizo Consuelo acerca de Las señoritas de Avignon. Acerca de Las señoritas de Avignon o acerca de Sueño como Señorita de Avignon, pues nunca sabemos exactamente qué soñamos. Por ende, nunca podemos saber si es que hemos soñado. Despertamos con la huella de algo. No hay acceso al sueño en cuanto tal. Accedemos al sueño imaginándolo. Somos seres metafóricos, seres transportados por imágenes de imágenes. Asimismo, entre Consuelo Rodríguez y Consuelo, entre Consuelo y Consuelo Rodríguez, entre Las señoritas de Avignon y Sueño como Señorita de Avignon, están esas muñequitas rusas que constituyen nuestro imaginario. Soñamos, fabricamos imágenes, imaginamos nuestros sueños, este imaginario nos hace soñar, nos hace pintar. Este modelo intermediario, esta fábrica de imágenes que somos sin ser propiamente su sujeto, desenvuelven los escritos enmarcados en la exposición. Es como si los escritos retrataran un sueño que, sin embargo, no puede ser retratado, porque el sueño es el modelo que nunca podrá ser convertido en objeto.

    Si queremos seguir sintiendo, y naciendo a nuevos sentidos, no podemos eludir la violencia. No podemos querer ‘cancelarla’. Esta obra de Consuelo Rodríguez me parece interesante justamente porque en vez de ‘cancelar’ una violencia o ‘consentir’ a ella, manteniendo una relación de reverencia con la historia del arte, asume la violencia del arte, de todo gesto creativo. Hay así, en Sueño como Señorita de Avignon múltiples violencias.

    Quisiera situar brevemente esta obra dentro del contexto actual de recepción de la obra de Picasso. Últimamente, se ha hablado de si seguir exponiendo o no la obra Picasso, y cómo hacerlo, visto que Picasso (la persona), pero también su obra (por ejemplo, las imágenes de mujeres sufriendo o deformadas), así como el sistema que posibilitó su posición de artista, conlleva violencia. Una tesis al respecto es que, si hay violencia en una obra y si el autor de esta obra es violento, ver esta obra es participar de una violencia. Sueño como Señorita de Avignon desplaza este problema. Si volvemos a la idea de creación como un gesto de “destrucción amorosa”, pintar, escribir, crear en general, es violento. La creación no deja nada intacto, pero al violentar también crea los sentidos de la violencia, nos permite abrir los ojos, vernos dentro de ciertos límites —aquellos que estamos siempre tentados a sortear. La “destrucción amorosa” es esto: hace de cada uno un ser que nace a sus sentidos, a nuevas formas de sentir, de sentirse sintiendo, de sentirse al límite. Si queremos seguir sintiendo, y naciendo a nuevos sentidos, no podemos eludir la violencia. No podemos querer “cancelarla”. Esta obra de Consuelo Rodríguez me parece interesante justamente porque en vez de “cancelar” una violencia o “consentir” a ella, manteniendo una relación de reverencia con la historia del arte, asume la violencia del arte, de todo gesto creativo. Hay así, en Sueño como Señorita de Avignon múltiples violencias.

    Hay la violencia del formato. Son telas muy grandes y son varias telas. Todo formato de representación, grande o pequeño, es violento. Supongo que incluso la idea de “justa medida” es violenta, porque nos relaciona con el límite como algo que podría ser trasgredido a cada momento. Hay la violencia del tamaño, pero esta cruza la violencia de la multiplicación de la obra. Donde Picasso hace una obra con varias “señoritas” (deformes), Consuelo Rodríguez hace varias obras de una señorita. Deforma el formato de Picasso, y no a los modelos de Picasso. Hay, también, la violencia de arrogarse la posición de modelo, y del modelo posando para sí misma (no para otro), para una “sí misma” que emerge con el acto de pintar. Esta violencia no consiste en trasgredir límites, sino en reapropiarse de un escenario.

    Finalmente, y esta es en realidad la primera violencia que sentí, mientras en Las señoritas de Avignon la violencia tiene que ver con el carácter deforme de las señoritas retratadas, con la violencia de los trazos de Picasso que parecen fijos en la tela, en Sueño como Señorita de Avignon no hay deformidad aparente, hay solo formas, hay poses que ostentan sin velo un sexo, una mirada y un trazo que recoge esta ausencia de velo. Hay violencia en el trazo, en el límite, en las formas, no en el hecho de torcerlas, volverlas extrañas, “primitivas”. De hecho, en la obra de Rodríguez vemos una máscara, algo impersonal o monstruoso, donde justamente solo hay un rostro, el de ella, que es absorbido, inmovilizado, por la pintura. Donde Picasso tuerce, deforma, recurre a máscaras, Rodríguez solamente traza. Es como si no necesitara exagerar un trazo para encontrar un punto de impersonalidad, su propia monstruosidad, una que nos asemeja a nadie, a las máscaras —las que Picasso encuentra en el mundo primitivo y que Rodríguez encuentra en el momento en el que el trazo la confunde con la pintura.

    El modelaje en talleres de arte fue para mí una experiencia extraordinaria, porque estaba en medio del “hacer”, de su aprendizaje, del aprender a hacer algo inaudito o algo que tuviera que ver con lo inaudito que es ser, que es toda existencia. Quien dibuja no está meramente mirando un modelo, está tocando sus propios trazos, está buscando el peso y la liviandad de la existencia a través del trazo, y posar es estar en contacto con este entramado de peso y de liviandad, pero en el medio de este quehacer múltiple de los estudiantes que dibujan. Sueño como Señorita de Avignon me remitió a este punto, esta intensidad, la del trazo. Hay algo inaudito en el trazo que habla de uno, del arte, de los sueños que confunden. El trazo hace violencia cuando capta, como cuando Orfeo se da vuelta hacia Eurídice. Pero en el trazo está la violencia de ser, de todo ser, de todo estar aquí y esta violencia nos abre a múltiples formas de mirar, a múltiples dimensiones del presente y a múltiples formas de hacer emerger recuerdos o huellas, capas de historia de arte.

     

    Imagen de portada: Sueño como Señorita de Avignon (2022, 3 de 7 pinturas), de Consuelo Rodríguez. Fotografía: Galería Gabriela Mistral.

  4. Vianden, una araña

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    un hueco de aire o de luz, uno basta para comenzar a ver y a pintar una parte reducida del mundo, una pila mal amontonada, un marco confuso y provisorio sin borde ni bastidor trabajando continuamente abre al pleno día, el 13 agosto 1871 hacia el Luxemburgo, un modelo que tanto se complejiza cuando la forma en otra se va. Es el recuerdo de una ventana más ancha que alta que ha sido perforada al centro de una pared redoblada por su vidrio espejo espuma, rico en helechos o dúplex, una hoja de aire solidificada arrancada de un libro de viaje que ahora deja pasar los olores, los ladrones y los ruidos, arriesgado para los somnámbulos y los gatos, preciados por las arañas de todo tipo

    un solo hilo removido la hace salir y su naturaleza es tal que se esconde en un rincón su tela definida pero en la hoja colorida y raspada con arte se aloja en pleno centro expuesta como nunca al contraluz, silenciosa se agazapa, verdadera labor de un 13, hay ahí una araña común y corriente, podría estar en cualquier lugar salvo en los polos, no escucha nada no siente salvo los vibratos de su red, tiene ocho ojos pero no ve nada más que pálidas variaciones. En el umbral memoriza las cosas pensadas a medias, historias para morir de aburrimiento, sobre todo la de un hombre que llegó ahí y le da vida al fondo de un rectángulo invariable de 25 centímetros por 30

    el 13 de agosto del 1871 Victor Hugo dibuja a color en su libro de viaje “una gran tela de araña a través de la cual se divisa como un espectro la ruina de Vianden”, una silueta vaga, apenas un esquema, manchas de sombra y esa inquietante calma, es un fantasma de imagen figurando el lugar vacío de materia y de relieve, un no lugar después de su doble escapada donde permanece un poco todavía. Una tela sin fondo que forma un excelente puesto de vigilancia ahí ve el mundo y sus historias, su ciudad sobresaltada en continuo movimiento, un paisaje decolorado en ese recuerdo de ventana que contiene otra y otra más, su motivo exterior, la gran tela de un maestro

    la araña no aprende este arte, lo posee por derecho de naturaleza dice Séneca y la teje dependiendo, como tubo campana zigzag tela o luna creciente, temprano por la mañana flota entre la hierba, un hilo le sirve a veces de puente aéreo pero ahí está fijísima ante un hueco de aire y de luz, un poco agotada sin embargo un espectro gráfico tan sorprendente como la escena que la envuelve, vibran lentamente ahí las ondas y el silencio. El de la noche, los bosques, los templos, el de la pintura mostrándola en el centro de su red, negra carnosa y común, podría estar en cualquier lugar salvo en los polos, en Paris donde se insurge en Roma que se vuelve capital

    el 13 agosto 1871 Hugo dibuja a color, tira de los hilos, uno solo hace que venga la araña o bien un paisaje lunar, al menos tres siglos antes Durero hacía lo mismo en un marco de madera más un vidrio cuadriculado, inventa una ventana para poder reproducir lo que tiene ante los ojos, la vista es solo cuestión de ajuste y la geometría es la verdadera ciencia de los ciegos, o casi, la araña tiene ocho pero no ve nada fuera de las pálidas variaciones. Un bonito trabajo, el de un hombre afligido y en viaje forzado y de un pequeño animal tranquilo que ha trazado con finura los planos de la ciudad, París, Bruselas o Vianden, un famoso testigo, no muere, solo cambia de piel

    cuando de especie tarántula se asocia con un hombre por ejemplo infundiéndole su veneno melancólico camina y baila entonces a su manera varios días seguidos los pies cansados, un furor bello un bello descarrilamiento general, para figurarse cómo las cosas ausentes imponen su presencia y cómo una forma en otra se va, verdadera labor de un 13 que hace correr el mundo y lo pone de través, una experiencia única —la araña lo hizo araña— dando el color y el tono

     

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    Suzanne Doppelt es escritora, editora y fotógrafa, y este poema forma parte del libro inédito Un beau masque prend l’air, que publicará próximamente editorial POL. Entre sus libros destacan Quelque chose cloche (2004), Le pré est vénéneux (2007), Lazy Suzie (2009), Vak Spectra (2017) y Meta Donna (2020). En castellano está disponible Divertimentos mecánicos (Forastera, 2022). Sus fotografías han sido expuestas en el Centre Pompidou y el Museo del Louvre. Traducción de Aïcha Liviana Messina y Luis Felipe Alarcón.

  5. La otra hija

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    Para un escritor, los hijos son una vergüenza, como si los personajes de su novela hubieran cobrado vida”.
    W. H. Auden sobre la familia Mann

    Fue su hija mayor, Erika, quien, entre juego y juego, le inventó el sobrenombre del Mago.

    Además de ser un hábil cuentacuentos, su padre era un extraordinario escritor; publicó una obra maestra a los 25 años (Los Buddenbrook), escribía novelas con títulos enigmáticos (La montaña mágica) y a sus 44 años era el único alemán que había ganado el Premio Nobel de Literatura. Thomas Mann (1875- 1955) era Thomas Mann, porque entre otros dones tenía el poder de hacer desaparecer a quienes lo rodeaban, partiendo por su familia. Le sucedió a su hermano más cercano, Heinrich, con quien libró una larga competencia literaria. A su mujer, Katia Pringsheim, una judía aristocrática que abandonó su carrera científica para ser su asistente. A su hijo Klaus, editor y novelista que terminó suicidándose, no sin antes crear una serie de novelas (Mefisto, El volcán, Hijo de este tiempo) concebidas abiertamente en contra —y para— el padre.

    Aunque se sabía “hija de”, Erika Mann (1905-1969) nunca necesitó “matar al padre” para ser ella misma. Era la mayor de los seis hermanos y, a diferencia de Klaus, no aspiraba a ser escritora sino actriz. Como todos los Mann, terminaría por escribir (publicó varios libros sobre el nazismo, crónicas de guerra y de viajes), pero jamás puso un pie en la ficción ni soñó con disputarle territorio al padre. Su primera obra fue reinventarse frente al espejo: a los 19 años se cortó el pelo a lo garçon, se vistió con traje y corbata y colocó un cigarro entre los dedos. Al verla bajar las escaleras travestida de hombre, Thomas Mann levantó una ceja y le dijo: ¡si fueras un chico serías muy guapo! En ese entonces, Erika Mann vivía en un barrio distinguido de Múnich, con dos autos estacionados en la puerta, un chofer, una villa de veraneo en Baviera, una educación en una escuela libre y una generosa mesada. Había crecido en una familia intelectualmente privilegiada, pero afectivamente limitada. Su madre entraba y salía de sanatorios y su padre era una presencia fantasmal en la casa. Cuando bajaba de su estudio a comer, ella y sus hermanos se pasaban papelitos por debajo de la mesa, donde conjuraban de qué hablarle. Erika y Klaus, que tenían un año de diferencia y se comportaban como una sola entidad (públicamente se hacían pasar por gemelos), sabían cómo llamar la atención del Mago: bastaba contarle alguna pesadilla, recitarle de memoria un poema de Goethe, travestirse de personajes bizarros e improvisar piezas de teatro que la pareja de hermanos escribía a cuatro manos, en su habitación. Él era femenino y melancólico; ella, masculina y extravertida.

    Entre los Mann no existía eso del raro de la familia. El único deber que tenían niños y adultos era con el arte. La libertad individual, incluida la sexual, era un principio de la cultura germánica-liberal que defendían sin titubeos ante el auge de la moralina nacionalista. El mismo Thomas Mann era implícitamente homosexual (basta leer Muerte en Venecia o sus diarios) y cuando un día un periodista le preguntó qué pensaba de que sus hijos fueran gays, dijo una sola palabra: “Envidia”.

    Así y todo, nunca fue fácil ser una Mann. Tanto Erika como Klaus se sofocaban en el Reino del Padre. Thomas Mann llevaba 12 años encerrado escribiendo La montaña mágica, cuando decidieron partir a Berlín. Eran los locos años 20 y los hermanos Mann se hicieron célebres en la escena cultural de manera muy rápida. Conscientes de sus personajes, parodiaron su relación simbiótica, montando una adaptación de Les enfants terribles, de su amigo Jean Cocteau. La prensa sensacionalista los acusó de incestuosos. Perdidos en noches de cabaret, de bohemia y de morfina, Klaus logró escribir su primera novela, La danza piadosa.

    Erika estudió teatro con el célebre director Max Reinhardt y actuó en una de las primeras películas lesbianas de esos años, Mujeres en uniforme. Sin el resguardo identitario de un discurso de género, se convirtió en un ícono de la “Nueva Mujer” alemana: masculina, independiente y rupturista. Entre sus parejas figuran la escritora y fotógrafa de culto, Annemarie Schwarzenbach, y las actrices Pamela Wedekind y Therese Giehse, todas precursoras de la estética tomboy. De ellas, Erika era la menos glamorosa, la más intelectual. El mismo año en que Thomas Mann recibió el Nobel, 1929, ella publicó su primer libro junto a su hermano, la crónica de viajes Una vuelta al mundo.

    Erika Mann (1905-1969) nunca necesitó ‘matar al padre’ para ser ella misma. Era la mayor de los seis hermanos y, a diferencia de Klaus, no aspiraba a ser escritora sino actriz. Como todos los Mann, terminaría por escribir (publicó varios libros sobre el nazismo, crónicas de guerra y de viajes), pero jamás puso un pie en la ficción ni soñó con disputarle territorio al padre. Su primera obra fue reinventarse frente al espejo: a los 19 años se cortó el pelo a lo garçon, se vistió con traje y corbata y colocó un cigarro entre los dedos. Al verla bajar las escaleras travestida de hombre, Thomas Mann levantó una ceja y le dijo: ¡si fueras un chico serías muy guapo!

    Antes del ascenso definitivo del nacionalsocialismo, se permitió hacer un último viaje a Venecia junto a Annemarie Schwarzenbach. Hay una bella selfi de las dos abrazadas en un café. De regreso a Berlín, Erika se encontró con una ciudad trastocada. El fanatismo nacionalista intoxicaba el aire y las vanguardias se replegaban. Una noche, mientras leía un poema pacifista de Víctor Hugo en un encuentro de mujeres, fue interrumpida por la milicia nazi. La prensa, que estaba al tanto de cada paso que daban los hermanos Mann, la trató de “hiena”. Apoyada por su padre, Erika hizo una demanda por injurias y ganó el juicio. A partir de entonces, el partido nazi boicoteó su carrera teatral y calificó a la familia Mann de “parásitos”.

    En 1933, Erika se despidió de un Berlín rendido a Hitler y regresó a Múnich. Si bien los días para los cabarets estaban contados, abrió su propio espacio literario-político, El Molinillo de Pimienta (el nombre fue invento del papá). De noche, a escondidas de la censura nazi, Erika ponía en escena sketches satíricos antifascistas que escribía en el día. “Todos seguíamos bebiendo y bailando para olvidar la realidad siniestra”, se lee en sus memorias, Principalmente yo. El refugio no duró mucho. Las luces de la ciudad se fueron apagando, las insignias de las arañas negras se replicaron, las listas de escritores enemigos de la nación se hicieron públicas: Heinrich Mann, Bertolt Brecht, Hermann Hesse, Walter Benjamin, todos dejaron Alemania. Si bien el Mago no figuraba en la lista, Erika convenció a sus padres de irse a Suiza, y presionó a Thomas Mann, quien hasta entonces cuidaba su reputación con un calculado silencio, para que escribiera una declaración pública contra el régimen.

    En el exilio, el gobierno le quitó la nacionalidad alemana a toda la familia Mann. El poeta inglés W. H. Auden, en un gesto de noble solidaridad, le ofreció a Erika casarse para que así obtuviera la ciudadanía británica. Hay una foto de ambos, recién casados; Erika disfrazada de mujer y Auden como un gentleman heterosexual. Gracias a su nuevo pasaporte logró embarcarse hacia Nueva York, el año 36.

    Erika y Klaus volvieron a vivir juntos en el Hotel Bedford, de la calle 40 con Park Avenue. Su padre y Katia se encontraban becados al otro lado de Hudson River, en la Universidad de Princeton. A pesar de su apellido, de sus contactos, de sus privilegios económicos, la vida en América resultó más amarga de lo que los hermanos Mann pensaban. Los Literary Mann twins, como se los llamaba en broma, encontraron un mecenas, el editor Alfred Knopf, amigos (en los Bowles, en el mismo Auden, que dejó Londres) y un centro de tertulia (la casa de Carson McCullers, en Brooklyn Heights). Pero Erika no congeniaba con el espíritu light americano. Intentó sin éxito replicar su mítico cabaret literario y encerrada en su hotel en Manhattan escribió dos libros de crónicas: Escape to Life (Huida hacia la vida. La cultura alemana en el exilio) y Cuando las luces se apagan. Pero es otra publicación la que la volverá famosa en Estados Unidos: School of Barbarians (Escuela para bárbaros: educación bajo los nazis, 1938), un estudio de crítica cultural sobre la educación nacionalista en los colegios de Alemania. Vendió 40 mil copias en poco tiempo.

    A principios de los años 40, Erika se alejó de la élite intelectual neoyorquina y de Klaus, quien editaba la prestigiosa revista literaria Decision y sucumbió a la droga. Volvió a Europa como corresponsal de guerra y en el frente aliado conoció a su último amor, la periodista Betty Cox. Con ella ya no hubo viajes en auto a toda velocidad ni champaña en hoteles de lujo. Su romance lo pasaron cubriendo los Juicios de Nuremberg.

    Terminada la guerra, Erika Mann no encontró ninguna forma de volver a casa. Su antigua mansión en Múnich estaba bombardeada. Su hermano y Annemarie se habían suicidado. Instalados otra vez todos los Mann en Suiza, Erika le dedicó una biografía al padre, El último año de Thomas Mann (1958), editó sus ensayos y se convirtió en su última confidente literaria. Tras morir de un tumor cerebral, en 1969, le dejó parte de su herencia a su antiguo amigo y marido, W. H. Auden, quien le había dedicado su libro de poemas Look, Stranger! La nota que acompañaba el cheque decía una sola palabra: “Gracias”.

  6. Otra coraza: epistolario de Andrés Bello

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    Las obras completas de Bello han sido construidas en tres grandes etapas. La primera, hacia finales del siglo XIX, en concreto, entre 1881 y 1893; la segunda, desde mediados y hasta finales del XX, 1951 a 1984, para ser más exactos, y la tercera, en la actual década del siglo XXI. Y es preciso constatar cuáles han sido las instituciones y personalidades del llamado “bellismo” que han acometido estas empresas.

    A mediados del siglo XIX, Andrés Bello participó de la comisión evaluadora en un examen de latín en el Instituto Nacional. ¡Sorpresa! Dos hermanos, huérfanos de padre, que vivían “una pobreza más parecida a la miseria” (las palabras son de su contemporáneo y biógrafo Diego Barros Arana) llamaron en razón de su talento la atención de Bello que, como se sabe, fue un eximio latinista. Eran Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui, los hermanos que se convertirían en sus más cercanos discípulos. Bello comenzó a invitarlos a su casa y en largas conversaciones, los jóvenes lograron extraerle suficiente información como para hacer al menos dos cosas inestimables: escribir la primera biografía importante del maestro y dibujarse un mapa de la producción inédita de Bello. Con estos elementos mínimos, los hermanos Amunátegui lograron editar las primeras obras completas. Este trabajo, al que dio el vamos la Universidad de Chile en la sesión extraordinaria del 16 de octubre de 1865, significó importantes pesquisas. Fueron capaces de atribuir muchos textos publicados originalmente anónimos a la pluma de Bello. También, de reconstruir ciertas producciones que quedaron a medias, sirviéndose de manuscritos y apuntes que en 2017 fueron publicados en Editorial Universitaria por Iván Jaksić y Tania Avilés, al mando de un grupo de colaboradores de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile (los llamados Cuadernos de Londres). Un caso de esa reconstrucción es el “Origen de la sífilis”, que Miguel Luis Amunátegui compuso a partir de notas de Bello. Los Amunátegui dejaron inconclusa esta tarea de edición que fue continuada por sus respectivos hijos: Miguel Luis Amunátegui Reyes y Domingo Amunátegui Solar. Así, fueron terminadas en 15 volúmenes las primeras obras completas de Bello, en las imprentas chilenas.

    Pero con el paso de las décadas, se encendió en Venezuela la idea de actualizar la edición. Una comisión redactora, integrada por Rafael Caldera (dos veces presidente de Venezuela) y también por bellistas insignes, de la talla de Pedro Grases, se dio a la tarea de complementar y hasta corregir la edición de las dos generaciones de la familia Amunátegui. Este proyecto, en su versión más reciente, alcanzó los 24 volúmenes, más un epistolario que se agregó en 1984. Es muy interesante el Bello que de esta obra emerge, especialmente a partir de los textos atribuidos a su autoría, como la dictaminación de apócrifos, menos liberal que el de los Amunátegui. Como toda producción de esta envergadura, la edición caraqueña también tuvo errores, aunque es preciso reconocer que se trata de un trabajo monumental, fruto de una gigantesca red de contactos a nivel continental y mundial, que revisó a este lado y al otro del Atlántico muchos archivos e hizo aclaraciones muy meritorias.

    La nueva edición es la del presente siglo y está liderada por Iván Jaksić, a quien debe considerarse el bellista más dedicado en la actualidad. Esta edición, desde su primer volumen, destaca por opcio­nes novedosas.

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    Para los estrechos, la República corre peligro cuando se conoce el corazón de sus padres. El mármol hace las veces de coraza. Bello, en una de sus cartas dirigidas a fray Servando Teresa de Mier, dada a conocer con escándalo en 1908, sostenía que ‘la monarquía (limitada por supuesto) es el gobierno único que nos conviene’. Dicha carta fue interceptada en Filadelfia por un agente secreto. Pedro Gual la recibió en Bogotá y ahí se desató la intriga con la reactualización de la calumnia contra Bello que lo sindicaba como soplón al servicio del Imperio Español en su Caracas natal en vísperas de 1810.

    Los trabajos fundamentales de Bello son sus grandes poesías, como la Silva a la agricultura de la zona tórrida, que a pesar de su clasicismo añejo ha sido considerada lo mejor de la poesía hispanoamericana en la primera mitad del siglo XIX; luego, sus Principios de derecho de gentes, obra que sufrió honrosos plagios y a la cual dedicó cuatro décadas de su vida, considerando que corrigió las ediciones segunda y tercera de 1844 y 1864; la Gramática de la lengua castellana, destinada al uso de los americanos, sin duda la mejor del siglo XIX en toda la hispanoesfera; su Código Civil de la República de Chile, magnífica sistematización y adaptación imitada en varios países y presente en los catálogos jurídicos más selectos del mundo; además de sus póstumos Filosofía del entendimiento, su muy personal Crítica de la razón pura, cuyos modelos se encuentran en la escuela del sentido común y la obra de Victor Cousin, un continuador de Giambattista Vico, y su Estudio sobre el poema del Mío Cid, que ofreció a Bretón de los Herreros, entonces mandamás en la Real Academia de la Lengua Española, pero que fue aclamado mucho tiempo después.

    Principiar las obras completas de Bello con cualquiera de estos textos sería previsible, pero esta edición abre con el epistolario. Nótese que en la caraqueña es el último vagón de cola. Esta primera entrega incluye una muy bien resuelta introducción de Iván Jaksić, una novedosa lectura de Adriana Valdés a modo de prólogo, además del homónimo de la edición caraqueña a cargo de Óscar Sambrano Urdaneta, una historia de las fuentes del epistolario, y por supuesto las cartas, y varios índices muy útiles: el de corresponsales, alfabético, el de cartas a Bello y el de las misivas escritas por él mismo.

    Lo que quiero aquí, sin embargo, es referirme al papel que juega este epistolario en cualquier investigación sobre Bello que no se concentre en un aspecto muy particular de su producción. Se trata de cartas muy significativas por la cara oculta del personaje.

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    En 1931, Ortega y Gasset fue invitado por sus amigos alemanes a participar del centenario de la muerte de Goethe. Ortega, un poco malhumorado, contestó que había que “desmarmolizar” a Goethe, que era una criatura “lunar”, ajeno a la vida de su tiempo. Años más tarde, parece que después de haber leído a Ortega, Joaquín Edwards Bello, al pie de la estatua de Bello en la Alameda, reflexionó también que era preciso “desmarmolizar” a su bisabuelo. Esta conjura contra el mármol llama la atención, en especial porque Rebeca Matte Bello, la otra célebre bisnieta, había trabajado este difícil material, y porque Eugenio Orrego Vicuña y Ángel Rosenblat tuvieron la chispa de ver en Bello al Goethe americano. Pero mientras el cortesano de la “corte liliputiense de Weimar”, que fue como Ortega tildó a Goethe, se esmeró en dejar registro de sus subjetividades cotidianas, Bello parece haber hecho todo lo posible por ocultarlas. Y si Goethe, ya en su vejez, tuvo a Eckermann para que tomase nota de sus pensamientos en voz alta, Bello nada más dispuso de los Amunátegui, que con la información que lograron se dieron a reforzar los aspectos mínimos de nuestro Goethe: su vida y obra. Además, mientras Eckermann no escatimaba halagos a su interlocutor, los Amunátegui se quejaron de que Bello había descuidado su tardía producción poética, tal vez su bastión de subjetividad, abandonando esbozos de poesías a su suerte aquí y allá, sin mostrar cuidados por esta cara de sí mismo.

    Siguiendo la empresa de desmarmolización, Jaksić comienza por esta cara de Bello, en la que nos encontramos a un tierno padre y abuelo, a un nostálgico de su vieja Caracas, a un refinado humorista, incluso cuando rabea por las erratas que ha encontrado en un número de El Araucano, que había dejado momentáneamente a cargo del más revoltoso de sus hijos, Juan Bello Dunn. Pero también nos encontramos al Bello de siempre, al de los altos encargos y comunicaciones oficiales. La gracia del mármol es que resiste las ocurrencias de la carne, y la entrada en Bello por esta puerta no lo desmiente nunca. No estamos ante una correspondencia meramente privada, secreta, de esa que ni la voracidad de editores ni la curiosidad de lectores histéricos tienen el derecho a develar.

    Las cartas de Bello y las dirigidas a él permanecieron durante el siglo XIX muy dispersas, hasta que Miguel Luis Amunátegui en la biografía de su maestro, Vida de don Andrés Bello, dio a conocer 111 de ellas. La odisea de reunir las cartas continuó por décadas. La empresa no era fácil, había altos intereses en juego.

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    Debe destacarse la carta que Bello escribió a Javiera Carrera, el 4 de marzo de 1834. En ella, además de los intercambios a propósito del cultivo de las dalias, se trasunta una amistad entre dos veteranos de la emancipación nacidos ambos en 1781. Otra carta, una a Manuel Ancízar, del 13 de febrero de 1854, nos muestra a un viejo Bello bien informado y preocupado acerca del posible deterioro laboral de la mano de obra femenina en el contexto de las transformaciones industriales.

    Para los estrechos, la República corre peligro cuando se conoce el corazón de sus padres. El mármol hace las veces de coraza. Bello, en una de sus cartas dirigidas a fray Servando Teresa de Mier, dada a conocer con escándalo en 1908, sostenía que “la monarquía (limitada por supuesto) es el gobierno único que nos conviene”. Dicha carta fue interceptada en Filadelfia por un agente secreto. Pedro Gual la recibió en Bogotá y ahí se desató la intriga con la reactualización de la calumnia contra Bello que lo sindicaba como soplón al servicio del Imperio Español en su Caracas natal en vísperas de 1810. Estos violadores de correspondencia, por supuesto, tuvieron la supuesta decencia que se estila en estos casos: mantuvieron el documento bajo llave y se dedicaron a fantasear sobre su contenido, suscitando una red de rumores contra Bello. Finalmente explotaron en Chile, con el gentil auspicio de los mediocres de turno. ¡Tenemos entre nosotros a un traidor, a un simulador!

    Como se ve, esta correspondencia tuvo desde temprano la fama de carta bomba. La posibilidad de que fuera ocupada para demoler el monumento llamaba a la precaución. De tal suerte que se prosiguió con cautela en esto de transparentar las meditaciones metafísicas de un puntal de la República.

    Con todo, en el epistolario de Bello se encuentran piezas preciosas, aquellas entre él y sus hijos Carlos y Juan, o las que le dirigió Francisco Bilbao, que son alta poesía. Debe destacarse la que Bello escribió a Javiera Carrera, el 4 de marzo de 1834. En ella, además de los intercambios a propósito del cultivo de las dalias, se trasunta una amistad entre dos veteranos de la emancipación nacidos ambos en 1781. Otra carta, una a Manuel Ancízar, del 13 de febrero de 1854, nos muestra a un viejo Bello bien informado y preocupado acerca del posible deterioro laboral de la mano de obra femenina en el contexto de las transformaciones industriales.

    Hay en este epistolario algunas cartas clásicas que siempre es divertido releer. Por ejemplo, la de Bello a Pedro Gual, desde Londres, en 1825, en la que le cuenta sobre la remoción de Irisarri, solicita ser llevado a Colombia y se muestra renuente a la idea de irse a Chile: “Por otra parte me es duro renunciar al país de mi nacimiento, y tener tarde o temprano que ir a morir en el polo antártico entre los toto divisos orbe chilenos, que sin duda me mirarían como un advenedizo”. O, luego, desde Santiago de Chile, el 20 de agosto de 1829, a Fernández Madrid, la carta en la que deja registro de sus primeras impresiones: “Echo de menos nuestra rica y pintoresca vegetación, nuestros variados cultivos, y aun algo de la civilización intelectual de Caracas en la época dichosa que precedió a la revolución; y quisiera echar de menos nuestros malos caminos y la falta de comodidades domésticas, mucho más necesarias aquí que en nuestros pueblos, porque el clima en el invierno es verdaderamente rigoroso. En recompensa se disfruta aquí por ahora de verdadera libertad; el país prospera; el pueblo, aunque inmoral, es dócil; la juventud de las primeras clases manifiesta muchos deseos de instruirse; las gentes son agradables; el trato es fácil; se ven pocos sacerdotes; los frailes disminuyen rápidamente (…)”.

    Más allá de todos los registros de ternura, frialdad oficial, legítimas frivolidades, es la carta del 7 de octubre de 1845, al argentino Juan María Gutiérrez, una de las que creo más reveladoras. En uno de sus pasajes se esboza una suerte de arte poética. Bello, ya viejo, que había sido un poeta famosísimo en lengua castellana, se autopercibe entregado a la prosa. Admite que la musa de la poesía exige exclusividad de parte del poeta, que no está dispuesta a compartirlo con otras ocupaciones. Bello ha asumido la responsabilidad de tener muchas otras. La entrega absoluta no es para él una opción. La musa, a la cual en Alocución a la poesía él había invitado a retirarse de la oscura Europa para exiliarse en la luminosa América, parece haberlo abandonado definitivamente. Esta sí que es una carta en la que se desnuda un problema. Goethe escribió que el mármol de ciertas esculturas romanas estaba todavía húmedo. El tema es que la de Bello ya no. Y el viejo ya estaba petrificado en vida. Eso es lo que tuvo que hacer de sí mismo para que la república tuviera en él a un modelo. He ahí lo que no entendieron, y aun no entienden hoy, todos los que celebran la estatua o la vapulean sin dar mayor espacio a las conjeturas, las indecisiones, los complejos que laten en el interior de una piedra angular.

    En esta tercera época del corpus bellista, es sabia decisión la de haber puesto por delante esta otra coraza, más persuasiva para nuestros tiempos.

     

    Ilustración: Paola Irazábal.

     


    Obras completas 1. Epistolario, Andrés Bello, edición de Iván Jaksić, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, Ediciones Biblioteca Nacional y Universidad Adolfo Ibáñez, 2023, 787 páginas.

  7. Las metamorfosis de Nicomedes Guzmán

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    A través de una completa y acuciosa investigación que, sin duda, requirió infinitas horas de trabajo, Juan José Adriasola y Luis Valenzuela Prado lograron otorgarles a los futuros lectores de esta edición crítica no solo una semblanza de la trayectoria literaria de Nicomedes Guzmán sino también un valioso resumen de los aspectos más relevantes de su entorno generacional creador de un importante cambio artístico en la literatura chilena.

    El cotejo de las diferentes ediciones de Los hombres oscuros y La sangre y la esperanza les permitió descubrir que Guzmán fue un escritor en constante búsqueda de cambios estilísticos y estructurales que le dieran a estas dos novelas una mayor efectividad estética. Gracias a este difícil trabajo de cotejo, se destruye con creces el manido estereotipo de Guzmán muchas veces categorizado por la crítica como “un escritor proletario” —aquel que, a partir de sus experiencias en los sectores marginales de la pobreza, sencillamente ofrece un testimonio sin mayor elaboración estética. Por el contrario, los editores demuestran, de manera fehaciente, que Nicomedes Guzmán fue un escritor con sólidas metas estéticas y una convicción ideológica que nunca lo abandonó.

    Sus modificaciones enfocadas en la forma del texto, el fraseo y la sonoridad de la prosa poética obviamente responden a esa intencionalidad artística que en los buenos escritores guía hacia cambios precisos.

    Dentro de este contexto, resulta de gran valor el hecho de que Adriasola y Valenzuela Prado hayan trazado la progresiva eliminación de los recursos tipográficos para representar el lenguaje oral de los personajes. Recursos inventados por una élite letrada para indicar lo otro subalterno y subrayar “lo ajeno” a la cultura burguesa, lo incorrecto dentro del horizonte de “lo culto” como norma y modelo a seguir. Eliminar comillas y cursivas responde, sin duda, a un proceso de legitimación que borra los límites establecidos por una jerarquía cultural inserta y producto de la tajante estratificación social que aún perdura en nuestro país.

    Muy ardua debe haber sido la elaboración de las notas explicativas en esta edición crítica. En ambas novelas, abundan los chilenismos y expresiones lingüísticas que ya no se usan. Sin embargo, este es un aspecto esencial en las ediciones críticas, cuyo objetivo es rescatar y reactualizar textos escritos en el pasado. Son las notas explicativas las que nos permiten comprender y revalorar el contenido de estos textos. Además, nuestra lectura, con el auxilio de las notas explicativas, hace posible una regresión en el tiempo que nos conduce hacia un fragmento de la realidad de Chile a mediados del siglo XX. Sector eficientemente ilustrado por las fotografías incluidas en esta edición.

    Resulta de gran valor el hecho de que Adriasola y Valenzuela Prado hayan trazado la progresiva eliminación de los recursos tipográficos para representar el lenguaje oral de los personajes. Recursos inventados por una élite letrada para indicar lo otro subalterno y subrayar ‘lo ajeno’ a la cultura burguesa, lo incorrecto dentro del horizonte de ‘lo culto’ como norma y modelo a seguir. Eliminar comillas y cursivas responde, sin duda, a un proceso de legitimación que borra los límites establecidos por una jerarquía cultural inserta y producto de la tajante estratificación social que aún perdura en nuestro país.

    Por otra parte, la bibliografía completa realizada por Catalina González es una prueba fehaciente de la importancia de Nicomedes Guzmán como narrador de la Generación de 1938. Allí se dan los datos de 12 ediciones para Los hombres oscuros y 13 ediciones de La sangre y la esperanza. Esta bibliografía, además, demuestra que el interés de la crítica literaria por estos textos sigue vigente.

    Cabe entonces preguntarse por qué estas dos novelas suscitan tanto interés aún hoy día. Desde la perspectiva de los estudios culturales, los espacios subalternos de la pobreza en estas dos novelas no solo constituyen el imaginario de un sector urbano generalmente desconocido para los lectores en su mayoría de la clase media. Imaginario construido a través de una perspectiva interior muy distinta a, por ejemplo, la de El roto (1920) de Joaquín Edwards Bello, donde el narrador describe una realidad a la cual no pertenece y únicamente conoce desde la posición de un aristócrata en sus incursiones en los “bajos fondos”.

    Esta relación entre el sujeto escritor y el espacio de la pobreza se modifica radicalmente en el caso de las novelas de Nicomedes Guzmán. Rechazando lo que él denunció en 1941 como “la traición literaria y estética al suburbio”, descrito desde una perspectiva exterior y clasista que le daba énfasis a lo sucio y lo mórbido, Guzmán cuenta, describe y metaforiza los espacios de la pobreza. Aquellos elementos que, según las palabras de Ricardo Latcham, resultan de “mal gusto” son, en esta realidad vista desde la perspectiva de un otro subalterno, elementos de lo cotidiano, de un espacio vivido en el cual lo supuestamente sucio y mórbido para una perspectiva distanciada resulta ser lo familiar.

    Además, es muy interesante indagar en los significados y estereotipos creados por la nación de aquella época con respecto a estos espacios subalternos. Contradiciendo su falso lema de ser una comunidad homogénea regida por la libertad, la igualdad y la fraternidad, para la nación estos sectores constituyeron el desecho, la basura, aquel sector bárbaro, según Vicuña Mackenna, que debe estar fuera de la ciudad culta y civilizada.

    Numerosos son los ensayos y discursos parlamentarios acerca de esta otredad excluida descrita como el anti-modelo de lo que debe ser el ciudadano ideal en la nación chilena. Según esta perspectiva, en los conventillos y arrabales reina la inmoralidad, las infecciones, los vicios pecaminosos y la delincuencia. Prejuicios que tiñeron la crítica de las novelas de Nicomedes Guzmán. Al definir lo que él cataloga como “novela proletaria” en un artículo crítico publicado en 1965, Fernando Uriarte afirma que este tipo de novela representa “todo ese magma humano que acintura las ciudades y las prolonga en colgajos harapientos”.

    Los instrumentos de su escritura provienen de fuentes literarias diversas, que no respondieron a la jerarquización de ‘lo canónico’ establecido por la cultura oficial sino a asistemáticas casualidades: el libro que encontró en una librería, el libro que le prestó un amigo, el libro que le recomendó el dueño de un negocio donde se vendían libros viejos o se arrendaban los más actuales.

    Durante muchos años, la producción literaria de Guzmán se calificó como “la Voz del Pueblo”, definición basada en el mito de que lo testimonial corresponde a la transcripción fidedigna de una realidad o un hecho verdadero cuando, como se ha demostrado, el discurso testimonial es interferido por el filtro de la memoria y una subjetividad que elabora e incluso inventa lo supuestamente real.

    Sin embargo, la compleja escritura de Nicomedes Guzmán constituye un serio desafío para aquellos adictos a las nítidas clasificaciones. No se trata de la Voz del Pueblo sino de la Voz de Nicomedes Guzmán, escritor que modeliza sus historias imaginadas o remodelizadas a partir de un entorno conocido. Los instrumentos de su escritura provienen de fuentes literarias diversas, que no respondieron a la jerarquización de “lo canónico” establecido por la cultura oficial sino a asistemáticas casualidades: el libro que encontró en una librería, el libro que le prestó un amigo, el libro que le recomendó el dueño de un negocio donde se vendían libros viejos o se arrendaban los más actuales. Casualidades que constituyeron un amasijo cultural que creó un campo intertextual heterogéneo en el cual se mezcla el Realismo y el Naturalismo del siglo XIX, la vanguardia, el folletín sentimental y el cine que hacia la década de los 40 en el siglo XX inicia, junto con la radio, la llamada cultura de masas.

    A lo asistemático se agrega la posición ideológica de Guzmán como el soporte firme y explícito en toda su obra. Discurso marxista que tuvo como objetivo la denuncia social, la resistencia política y la utopía de la igualdad como contratexto de la nación hegemónica. Agenda política que nos transmite la esperanza de un cambio en la sociedad chilena.

    De manera significativa, Esmeraldo en El roto de Edwards Bello y Raúl en la película Tony Manero, dirigida por Pablo Larraín, tienen como horizonte al final de sus trayectorias lo incierto, la oscuridad, la nada. Implicando en ambos textos que no existe una salida para esas existencias marginales.

    De manera significativa, Esmeraldo en El roto de Edwards Bello y Raúl en la película Tony Manero, dirigida por Pablo Larraín, tienen como horizonte al final de sus trayectorias lo incierto, la oscuridad, la nada. Implicando en ambos textos que no existe una salida para esas existencias marginales.
    Muy diferentes son los desenlaces de Los hombres oscuros y La sangre y la esperanza.

    Muy diferentes son los desenlaces de Los hombres oscuros y La sangre y la esperanza. En ambas novelas, Pablo y Enrique logran una meta para el futuro, convirtiéndose en sujetos activos en el devenir histórico y esta transformación es subrayada por la naturaleza en un vínculo trascendental. El reflejo luminoso del sol en las lágrimas de emoción que derrama Enrique en La sangre y la esperanza, la tierna lluvia y el aroma de la tierra mojada y fértil en Los hombres oscuros, y el sonido de aquellas claras campanas de la esperanza simbolizan una vida nueva.

    Tomás Moro definió la utopía como aquello que podría ser, aunque nunca lo sería. Imposibilidad que, de manera paradójica, ofrece alternativas haciendo tomar conciencia de las fallas y defectos de la sociedad. Hecho que conduce a una praxis, a una acción que modifica parte de las injusticias de este mundo.

    En 2022, Chile poseía un índice de pobreza multidimensional de un 16,9%. Tres millones trescientos mil quinientas cuarenta y nueve compatriotas carecían de necesidades básicas tales como la salud, vivienda y educación.

    Dado este contexto, esta edición crítica realizada por Juan José Adriasola y Luis Valenzuela Prado resulta extraordinariamente vigente. Ellos dos y la Editorial de la Universidad Alberto Hurtado han hecho llegar a sus lectores esta valiosa contribución de Nicomedes Guzmán a la historia de la pobreza en Chile. Historia que, en su subalternidad periférica, continúa siendo invisibilizada por la cultura oficial de la nación chilena.

     


    Los hombres oscuros. La sangre y la esperanza, Nicomedes Guzmán, edición crítica de Juan José Adriasola y Luis Valenzuela Prado. Ediciones UAH, 2023, 678 páginas, $28.000.

  8. Yo entrevisté a 253 mascotas

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    En la escuela de periodismo, aunque con poca insistencia y mucha menos convicción, se promovía el cliché de que este es un oficio para “darles voz a los sin voz”. Nunca me lo creí e incluso llegué a olvidarlo, hasta que una mañana de noviembre, con la grabadora en la mano, me encontré sentado frente a un gato plomo.

    A fines de 2014, cuando apenas llevaba unas semanas en la desaparecida revista Viernes, que circulaba junto a La Segunda, me encargaron hacer algo que nunca antes se había hecho: entrevistar a una mascota. No me explicaron mucho más, solo que necesitaban el texto para el siguiente número y que debía conseguir que un animal, ojalá de alguien conocido o importante, dijera cosas.

    De los animales siempre me fascinó su silencio, ese misterio que, como decía Schopenhauer sobre su perro, es transparente como el cristal. Ahora, lamentablemente, mi misión era desactivarlo. El mecanismo no podía ser periodístico, puesto que no se sustentaba en la realidad —la realidad es que las mascotas no hablan—, pero tampoco ficcional, ya que estos animales tenían dueños y debían, de alguna retorcida manera, reflejar su verdad.

    El resultado, que se repitió casi sin interrupciones durante 253 semanas, fue una entrevista en la cual trataba a la mascota de usted, con preguntas que yo mismo respondía, haciéndome pasar por ella. Si bien me basaba en las anécdotas que contaba su dueño y en lo que podía averiguar sobre su raza o especie, principalmente me dediqué, quizá como desquite ante esta ridícula misión, a revelar el absurdo que significa tener un animal en casa.

    Por esta sección pasaron perros de ministros y rectores, gatos de escritores y actrices, el gallo de Lucho Jara y el caballo de Manuel José Ossandón, así como también cacatúas, serpientes, erizos y hurones. Todos ellos, unos más que otros, reflejaban en sus callados ojos una particular tensión: la contradicción, me parecía a mí, de vivir en esa cómoda reclusión, de tener que atrofiar sus instintos e inutilizar sus garras y colmillos, a cambio de calma, cariño y cuidado.

    No me gusta vivir encerrado, pero encerrado es como he podido vivir”, dije que dijo el perro de un músico pop, que había sido recogido de la calle tras sufrir un accidente. Incluso la mascota más doméstica y urbanizada, como el gato de Bélgica Castro y Alejandro Sieveking, proyectaba esa resignación, un precio que los humanos, sin preguntarles, les obligamos a pagar por su compañía.

    Contra mi intuición —y también la del periodismo ‘serio’, que las vio como una ofensa a la profesión—, estas entrevistas lograron funcionar, seguramente porque el vínculo de los dueños con sus animales, más allá de los sombríos argumentos que los explican, nunca dejó de ser genuino. La soledad aumenta, también el ensimismamiento, pero visitando a estos cientos de mascotas comprobé que estamos condenados al cariño. Y que hace falta dejarlo hablar.

    ¿Qué hace un conejo en un departamento estudio de Santiago Centro, un gran danés en Providencia o un cocodrilo viviendo en Renca? Por muy rescatado que sea, ¿es plena la vida de un galgo en un living ñuñoíno, la de una tortuga en el dormitorio de un niño o la de un persa que solo experimenta el mundo a través de una ventana?

    No es que estas entrevistas me convirtieran en animalista; más bien me confirmaron el estado afectivo de nuestra cultura: mientras la voluntad de querernos y comprometernos entre humanos, y más aún la de criar y responsabilizarnos por un hijo, va en caída libre, la necesidad de establecer un vínculo con las mascotas y llenar ese vacío con ellas no deja de crecer.

    En Chile la tasa de fecundidad es de 1,3 hijos por mujer, la más baja de la historia. En cambio, en promedio hay casi dos mascotas en cada hogar, solo contando perros y gatos (Subdere, 2022). Es cierto que el mundo, con sus inflaciones, algoritmos y cambios climáticos, no ofrece muchos incentivos para reproducirse, y que convivir con un animal, al menos, parece más sustentable.

    Un cálculo de los investigadores ingleses Brenda y Robert Vale, publicado en su libro Time to Eat the Dog (2009), demostró que no es así: para alimentar un año a un perro mediano se necesita el equivalente a 0,84 hectáreas, bastante más que la huella de carbono de un ciudadano vietnamita —0,76 ha—, y el doble de lo que gasta una camioneta que recorre 10 mil kilómetros al año.

    Contra mi intuición —y también la del periodismo “serio”, que las vio como una ofensa a la profesión—, estas entrevistas lograron funcionar, seguramente porque el vínculo de los dueños con sus animales, más allá de los sombríos argumentos que los explican, nunca dejó de ser genuino. La soledad aumenta, también el ensimismamiento, pero visitando a estos cientos de mascotas comprobé que estamos condenados al cariño. Y que hace falta dejarlo hablar.

  9. Cormac McCarthy (1933-2023): el tesoro del condado Comanche

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    Si Dios pretendiera interferir en la degeneración del género humano, ¿no lo habría hecho ya?”.
    Meridiano de sangre

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    La enigmática observación de Pascal en los Pensées, “la vida es un sueño un poco menos inconstante”, sería un epígrafe adecuado para las novelas de Cormac McCarthy, las que se desarrollan con la agotadora intensidad de los sueños afiebrados. Desde los densos paisajes faulknerianos de su inicial obra de ficción sobre el este de Tennessee hasta el monumental Grand Guignol de Meridiano de sangre, desde las baladas en prosa de la Trilogía de la frontera hasta la novela policial de apretada trama de No es país para viejos, la ficción de McCarthy se ha caracterizado por búsquedas compulsivas y condenadas, ritos sádicos de masculinidad, un frenesí de movimiento perpetuo —a pie, a caballo, en automóviles y camionetas—. Nadie malentendería los mundos de Cormac McCarthy como “reales”, salvo en la forma en que los sueños febriles son “reales”, un resplandor sublime y destilado sobre la condición humana.

    Nacido en Providence, Rhode Island, en 1933, Cormac McCarthy fue llevado a vivir al este de Tennessee a la edad de cuatro años y de allí se mudó a El Paso, Texas, en 1974. Según cuenta él mismo, asistió a la Universidad de Tennessee en 1952 y se le pidió que no regresara, porque sus calificaciones eran muy bajas. Posteriormente vagó por el país, trabajó en empleos ocasionales, se alistó en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos durante cuatro años, de los cuales dos los pasó en Alaska; después de su licenciamiento, regresó a la Universidad de Tennessee durante cuatro años, pero se fue sin recibir un título. Las primeras cuatro novelas de McCarthy, que ganaron para él un pequeño público de admiradores entre los lectores de inspiración literaria, son claramente gótico sureño en cuanto al tono, escenario, personajes y lenguaje; la quinta, la burlona epopeya Meridiano de sangre (1985), ambientada principalmente en México y California en los años 1849-1878, marca la dramática reinvención de sí mismo del autor como escritor del Oeste: un visionario de distancias vastas e inhumanas para quien la psicología intensamente personal de la novela realista tradicional tiene poco interés.

    Algo raro entre los escritores, especialmente los escritores estadounidenses contemporáneos: Cormac McCarthy parece no haber escrito cuentos ni ensayos autobiográficos o memorias. Suttree (1979), ambientada a lo largo de las orillas del río Tennessee en Knoxville, tiene la intimidad descontrolada, pesada y arenosa de la ficción autobiográfica al modo de Jack Kerouac, pero sin serlo. El protagonista más inteligente y sensible de McCarthy hasta ahora ha sido John Grady Cole, de Todos los hermosos caballos (1992) y Ciudades de la llanura (1998), un estoico solitario de 16 años que juega al ajedrez con una habilidad sorprendente, es un jinete instintivo y que, en otras circunstancias, habría estudiado para ser veterinario. Pero John Grady no es representativo de los personajes de McCarthy y no comparte antecedentes biográficos con el autor. En términos más generales, es probable que los sujetos de McCarthy sean hombres llevados por un impulso y una necesidad rudimentarios, fanatismo antes que idealismo, para quienes la educación formal habría terminado en la escuela primaria y, si tienen una Biblia, hacen como el muchacho sin nombre de Meridiano de sangre, quien “la llevaba encima a pesar de que no sabía leer”.

    La opacidad onírica de la prosa de Faulkner impregna El guardián del vergel (1965) y La oscuridad exterior (1968). Estas son novelas en cámara lenta, en las que los nativos del interior del país flotan como sonámbulos en dramas trágicos/absurdos más allá de su comprensión y mucho más allá de su control. El escenario es la región montañosa del este de Tennessee en las cercanías de Maryville, cerca del hogar de la infancia del autor. Al igual que sus predecesores en la ficción de Faulkner ambientada en el condado de Yoknapatawpha, Mississippi, los personajes sin educación, inarticulados y empobrecidos de McCarthy luchan por sobrevivir con un mínimo de dignidad; aunque pueden soportar destinos trágicos, no tienen capacidad de intuición.

    En El guardián del vergel, el anciano Ather Ownby, “guardián” de un huerto de duraznos en decadencia, es un hombre independiente y comprensivo que termina confinado en un hospital psiquiátrico después de disparar su escopeta a los oficiales de policía del condado. Su espíritu rebelde ha sido sofocado, no tiene más que banalidades para ofrecer a un vecino que ha venido a visitarlo: “Casi todos los hombres aman la paz, dijo, y nadie más que un viejo”. En La oscuridad exterior, la desventurada joven madre Rinthy busca en la campiña de los Apalaches a su bebé perdido, que su hermano, el padre del bebé, le arrebató y lo entregó a un hojalatero itinerante: una mezcla de la Dewey Dell de Faulkner, de Mientras agonizo, que busca en vano un aborto, y la Lena Grove de Luz de agosto, que busca en vano al hombre que la ha embarazado, Rinthy se abre paso a pie por un paisaje cada vez más espeluznante, pero nunca encuentra a su bebé.

    Más allá incluso de la oblicuidad faulkneriana, McCarthy ha eliminado todas las comillas de su prosa para que el discurso de sus personajes no se distinga de la voz narrativa, sugiriendo así la curiosa textura de nuestros sueños, en los que el lenguaje hablado no es tanto escuchado como sentido y en que el diálogo es absorbido por su entorno. Esta forma de narración persistirá a lo largo de su carrera:

    El hombre se había estirado frente al fuego y estaba acodado en el suelo. Dijo: Me gustaría saber dónde se pueden conseguir unas botas de becerro como esas que lleva usted.

    Holme tenía la boca seca como el polvo y el trozo de carne parecía haber aumentado de volumen. No lo sé, dijo.

    De las cuatro novelas de McCarthy ambientadas en Tennessee, Hijo de Dios (1973) es la más memorable, un tour de force de piezas en prosa magistralmente sostenidas, que narran la vida y la muerte abrupta de un hombre de montaña llamado Lester Ballard con una propensión a coleccionar y consagrar cadáveres, predominantemente los de mujeres jóvenes y atractivas, en una cueva que será descubierta por funcionarios del condado de Sevier, Tennessee, solamente después de su muerte.

    Según cuenta él mismo, asistió a la Universidad de Tennessee en 1952 y se le pidió que no regresara, porque sus calificaciones eran muy bajas. Posteriormente vagó por el país, trabajó en empleos ocasionales, se alistó en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos durante cuatro años, de los cuales dos los pasó en Alaska; después de su licenciamiento, regresó a la Universidad de Tennessee durante cuatro años, pero se fue sin recibir un título.

    La leyenda de Lester Ballard se presenta con brevedad dramática y una especie de simpatía oblicua en un coro de voces locales:

    No lo sé. Dicen que ya no volvió a ser el mismo desde que su padre se suicidó. Era hijo único. Su madre se fue de casa… Yo y Cecil Edwards fuimos los que lo bajamos. Llegó a la tienda y lo dijo como si nada. Subimos hasta allí y nos metimos en el granero y vi cómo le colgaban los pies. Lo bajamos, lo dejamos caer al suelo. Era como si se cortase un trozo de carne muerta. Él se quedó allí de pie, mirando sin decir nada. Por aquel entonces tenía 10 o 12 años.

    Farsa trágica, o tragedia farsesca, Hijo de Dios es muy probablemente la obra más perfectamente realizada de McCarthy, por su compresión dramática y su sostenido virtuosismo estilístico, sin los excesos de sus posteriores y más ambiciosas novelas.

    2.

    Meridiano de sangre, la quinta novela de McCarthy y la primera ambientada en las tierras fronterizas del suroeste de las que haría una apasionada vindicación literaria, es la obra de ficción más desafiante del autor. Una crónica de pesadilla de los merodeadores estadounidenses en México en la década de 1850, se presenta en voces grandilocuentes y coloquiales, extasiadas y degradadas, bíblicas y ampulosas. Al igual que Los reconocimientos, de William Gaddis, y El arco iris de gravedad, de Thomas Pynchon, Meridiano de sangre es una novela altamente singular, muy admirada por otros escritores, predominantemente escritores masculinos, pero de difícil acceso, si no es que repelente, para muchos otros lectores. A los admiradores de Meridiano de sangre invariablemente les disgusta y menosprecian la superventas y “accesible” Trilogía de la frontera, de McCarthy, como si esas novelas fueran una traición a los ritos solemnes del sadismo del macho y la furia impactante de Meridiano de sangre, “para la cual la portada ideal sería una interpretación de Hieronymus Bosch de algunas escenas de Zane Grey”.

    Sin embargo, Meridiano de sangre y la Trilogía de la frontera se contraponen: una es una furiosa desacreditación del legendario oeste, la otra una exploración tenue, humana y sutil de las raíces enredadas de tales leyendas del oeste tal como moran en el corazón humano. Mientras que Meridiano de sangre desprecia cualquier idealismo excepto la jeremiada —“La guerra es Dios”—, las novelas interrelacionadas de la Trilogía de la frontera dan testimonio del idealismo quijotesco que celebra la hermandad, la lealtad, la integridad del vaquero-trabajador como alguien cuya vida está ligada a los animales en un ambiente duro y peligroso.

    Las novelas del oeste de McCarthy conmemoran el paisaje del sudoeste, sus cielos y clima, obsesivamente. A menudo, ya sea en el México del siglo XIX o en la Texas del siglo XX, los hombres pueden acampar “en las ruinas de una cultura antigua, un pequeño valle donde había un cauce de agua clara y buena hierba de montaña”, tan inconscientes de su historia como lo están de lo que esas ruinas podrían sugerir sobre su propia mortalidad. En la más romántica de las novelas, Todos los hermosos caballos, John Grady Cole, de 16 años, cabalga en el rancho de su abuelo bajo un sol “rojo sangre y elíptico”, a lo largo de un viejo sendero comanche:

    En la hora que siempre elegiría cuando las sombras eran largas y el antiguo camino se perfilaba ante él a la luz rosa y oblicua como un sueño del pasado en el que los ponies pintos y los jinetes de aquella nación perdida descendían del norte con las caras enyesadas y los largos cabellos trenzados y cada uno armado para la guerra que era su vida…, hacían todos promesas con sangre redimibles solo con sangre.

    Mientras Hijo de Dios es una historia de terror escrita en pequeño, representada con magistral moderación, Meridiano de sangre es una épica acumulación de horrores, poderosa a la manera de la Ilíada, de Homero; su estrategia no es indirecta, sino un bombardeo de artillería a través de cientos de páginas de violencia caprichosa, impredecible y estúpida. La “degeneración del género humano” es el gran tema de McCarthy, tan actual en nuestra era como lo habría sido en la década posterior al final de la Guerra de Vietnam, cuando se publicó Meridiano de sangre. Al principio de la novela, un capitán del ejército de los Estados Unidos reflexiona sobre la “pérdida” del territorio mexicano en la guerra reciente (1846–1848):

    Nos enfrentamos, dijo, a una raza de degenerados. Una raza mestiza, poco mejor que los negros. Puede que ni eso. En México no hay gobierno. Qué diablos, en México no hay Dios… Nos enfrentamos a un pueblo manifiestamente incapacitado para gobernarse. ¿Y sabes lo que ocurre con el pueblo que no sabe gobernarse? Exacto: que vienen otros a gobernar por ellos…

    Nosotros seremos el instrumento de liberación de un país lóbrego y atribulado.

    La opacidad onírica de la prosa de Faulkner impregna El guardián del vergel (1965) y La oscuridad exterior (1968). Estas son novelas en cámara lenta, en las que los nativos del interior del país flotan como sonámbulos en dramas trágicos/absurdos más allá de su comprensión y mucho más allá de su control. El escenario es la región montañosa del este de Tennessee en las cercanías de Maryville, cerca del hogar de la infancia del autor.

    Pronto, un muchacho sin nombre de Tennessee se unió a una banda de renegados estadounidenses para embarcarse, en palabras de un profeta menonita, en “la guerra de un loco a un país extranjero”. Aunque “el muchacho” es lo más cercano a un personaje simpático en Meridiano de sangre, McCarthy no hace ningún esfuerzo por caracterizarlo de una manera que no sea rudimentaria. No se pretende que nos identifiquemos con él, solamente percibirlo, el más joven entre un grupo de asesinos-psicópatas, como un participante irreflexivo en una serie de episodios violentos, a menudo demoníacos y trastornados. Meridiano de sangre está fríamente distanciada de cualquiera de sus personajes, irónica a la manera de una obra de teatro brechtiana; ocurren cosas terribles, pero solamente como en los cuentos de hadas, resumidas sin rodeos y pronto olvidadas:

    Cuando Glanton y sus jefes cruzaron de vuelta el campamento [indio de Gileno], la gente huía bajo los cascos de los caballos y los caballos corcoveaban y algunos de los hombres iban a pie entre las chozas armados de antorchas y sacando a las víctimas por la fuerza, empapados de sangre, acuchillando a los moribundos y decapitando a quienes imploraban clemencia…

    Entre los mercenarios se encuentra un improbable vidente/profeta conocido como el juez. Inicialmente una figura de extraña elocuencia y completamente sin conciencia, el juez parecería ser el portavoz demente de McCarthy, interpretando lo que de otro modo sería violencia bruta. El juez es un hombre gigantesco de casi 2,1 metros de altura, calvo, sin barba, la “enorme cúpula de su cabeza cuando la enseñaba era de una blancura deslumbrante y tan perfectamente circunscrita que parecía como si la hubieran pintado”. Lleva un rifle con la inscripción “Et In Arcadia Ego”. Rescata a un niño apache de una masacre solamente para quitarle gratuitamente el cuero cabelludo en el camino como, más tarde, rescata a dos cachorros huérfanos solamente para arrojarlos a un río. Incluso en la senda de la guerra, se detiene como un caballero naturalista para “botanizar” y tomar notas para sus retorcidos sermones:

    La verdad sobre el mundo… es que todo es posible. Si no lo hubierais visto desde el momento de nacer y despojado por tanto de su extrañeza os habría parecido lo que es, un juego de manos barato, un sueño febril, un éxtasis poblado de quimeras sin analogía ni precedente, una feria ambulante, un circo migratorio cuyo destino final después de muchos montajes en otros tantos campos enfangados es más calamitoso y abominable de lo que podemos imaginar.

    El tema constante del juez es la “degeneración del género humano”, de la que él parecería ser un excelente ejemplo, predicando una ética sacada de Thomas Hobbes, en la que “la guerra es el juego definitivo porque a la postre la guerra es un forzar la unidad de la existencia. La guerra es Dios”. Es improbable que el juez obeso, a menudo desnudo, sobreviva mientras la mayoría de sus camaradas son asesinados; la última vez que lo vemos, a través de los ojos del muchacho, es en 1878, en una taberna en algún lugar de Texas, “rodeado de toda clase de hombres” como él como un ejemplo aparente. Donde Conrad presentó, en El corazón de las tinieblas, la “oscuridad impenetrable” del degradado Kurtz con moderación, McCarthy invoca al juez con tanta frecuencia que a lo largo de cientos de páginas se convierte cada vez más en una caricatura: “Dominándolos a todos [los bailarines] está el juez y el juez baila desnudo… titánico y pálido y pelado, como un infante enorme. Él no duerme nunca, dice. Dice que nunca morirá”.

    La obra menos conocida y seguramente más infravalorada de Cormac McCarthy es su obra de teatro en cinco actos The Stonemason (El albañil, 1994), una notable hazaña de ventriloquía en su descripción íntima de cuatro generaciones de una muy unida familia negra, descendientes de esclavos, en Louisville, Kentucky, en la década de 1970. Con su comercialmente poco práctico elenco de 13 personajes nombrados, además de muchos otros, y largos, elocuentes, pero poco dramáticos monólogos, es más probable que The Stonemason sea leída que representada.

    A diferencia de Meridiano de sangre, con su nihilismo inmutable y entumecido, The Stonemason celebra los lazos de la responsabilidad y el amor familiar. Al igual que la Trilogía de la frontera, celebra la integridad del trabajo y el vínculo a veces místico entre personas (exclusivamente hombres) unidas por un oficio o industria común. El narrador de la obra es un hombre negro de 32 años, Ben Telfair, que originalmente había planeado ser profesor, pero se convirtió en albañil para emular a su venerado abuelo Papaw, de 101 años; es una obra de la memoria, con elaboradas indicaciones escénicas destinadas a “poner distancia a los eventos y ubicarlos en un pasado terminado”.

    De las cuatro novelas de McCarthy ambientadas en Tennessee, Hijo de Dios (1973) es la más memorable, un tour de force de piezas en prosa magistralmente sostenidas, que narran la vida y la muerte abrupta de un hombre de montaña llamado Lester Ballard con una propensión a coleccionar y consagrar cadáveres, predominantemente los de mujeres jóvenes y atractivas, en una cueva que será descubierta por funcionarios del condado de Sevier, Tennessee, solamente después de su muerte.

    Su acontecimiento central es la muerte del patriarca, el albañil Papaw, que parece precipitar la repentina desintegración de la familia Telfair: el suicidio del padre de Ben, un albañil que no se contenta con vivir dentro de sus posibilidades económicas, y la muerte por sobredosis de heroína de Soldier, el sobrino de 19 años de Den. Inteligentemente compasiva y realista, el tema predominante de la obra es la idealización de un joven respecto de este abuelo albañil y de la vocación secreta de la albañilería. The Stonemason se parece más a una obra de teatro de August Wilson que a cualquier cosa de Cormac McCarthy.

    Así como The Stonemason es una especie de reproche al “Dios guerra” de Meridiano de sangre, las estrechamente vinculadas novelas de la Trilogía de la frontera son una descripción cálidamente comprensiva de las vidas de los jóvenes peones de rancho en Texas y Nuevo México en la década de 1950, quienes ejemplifican valores tradicionales como la amistad, la lealtad, la compasión, el valor, la resistencia física y el estoicismo. Aunque impregnadas de nostalgia por una forma de vida que llegaba rápidamente a su fin en el suroeste en la década posterior al final de la Segunda Guerra Mundial, en su mayor parte las novelas evitan el sentimentalismo. La atmósfera que prevalece en la Trilogía de la frontera es algo así como el sentido común de la madurez adulta (masculina) que choca con la pasión y el idealismo adolescente (masculinos). Lo que estalla como drama, a menudo como drama trágico, en los relatos tipo balada de John Grady Cole y su contemporáneo Billy Parham, es el anhelo adolescente, hermosamente interpretado por McCarthy:

    Había un viejo cráneo de caballo en los matorrales. [John Grady Cole] se agachó y lo cogió y le dio vueltas entre las manos. Frágil y quebradizo. Blanco como el papel. Se quedó en cuclillas bajo la luz alargada, con el cráneo…

    Lo que amaba en los caballos era lo que amaba en los hombres, la sangre y el calor de la sangre que los recorría. Toda su reverencia y todo su afecto y todas las tendencias de su vida se inclinaban hacia los ardientes de corazón, siempre sería así y nunca de otro modo.

    En Ciudades de la llanura, John Grady Cole en su camino a la ciudad con “el pelo engominado como una rata almizclera”, hace una pausa para conversar con un viejo mozo de rancho a quien le habla con una cortesía conmovedoramente filial. El anciano le cuenta a John Grady una historia de violencia en los bares de Juárez, México, en 1929:

    Historias del viejo Oeste, dijo.

    Sí, señor.

    Muchos tiros y muchos muertos.

    ¿Cuál era la razón?

    El señor Johnson se pasó las yemas de los dedos por la quijada. Bien, dijo. Creo que la mayoría de ellos era de Kentucky y de Tennessee. Del distrito de Edgefield, Carolina del Sur. Del sur de Missouri. Gente de las montañas. Hijos de montañeses del viejo país. Siempre tenían la pistola a punto. No solo pasaba aquí. Todo el mundo venía al Oeste y cuando llegaron aquí fue por la época en que Sam Colt inventó el revólver de seis tiros y era la primera vez que aquella gente podía permitirse comprar un arma para llevarla al cinto. Esa es la explicación. No tenía nada que ver con la región en sí. Con el Oeste.

    Algo que no tiene nada que ver, en otras palabras, con la “degeneración del género humano”, sino solamente con la predilección por la violencia en un contexto histórico y sociológico específico.

    Mientras Hijo de Dios es una historia de terror escrita en pequeño, representada con magistral moderación, Meridiano de sangre es una épica acumulación de horrores, poderosa a la manera de la Ilíada, de Homero; su estrategia no es indirecta, sino un bombardeo de artillería a través de cientos de páginas de violencia caprichosa, impredecible y estúpida.

    3.

    A lo largo de las más de mil páginas de la Trilogía de la frontera, el conflicto esencial se da entre dos formas de vida distintas: la forma del viajero a caballo y la forma de vida circunscrita y sedentaria. El anhelo de dejar el hogar y “salir al territorio” es quizá el más poderoso de los anhelos en las novelas de McCarthy, mucho más convincente, por ejemplo, que los enamoramientos románticos de John Grady Cole con las chicas mexicanas. Aunque para la mayoría de los estadounidenses los vastos espacios vacíos de las zonas rurales de Texas y Nuevo México parecerían lo suficientemente amplios, para los muchachos-héroes de McCarthy, México es la región de la aventura exótica y el misterio: “Allá donde el mundo antiguo se aferraba a las piedras y a las esporas de las cosas vivas y moraba en la sangre de los hombres”. Incluso cuando John Grady se convierte en amante, permanece tan castamente estoico como el héroe de una tradicional historia de aventuras para niños.

    Inicialmente, tanto John Grady como Billy se sienten atraídos por cruzar la frontera mexicana a caballo, como una forma de escapar de los hechos cada vez más sombríos de sus vidas (con la muerte del abuelo de John Grady, el rancho familiar será vendido y él deberá irse; ambos padres de Billy Parham fueron asesinados) y de probarse a sí mismos como hombres. Aunque minuciosamente fundamentada en la verosimilitud de la vida del rancho y la seriedad del mundo físico, cada novela intenta vincular a sus muchachos-héroes con elementos de baladas o de cuentos de hadas que algunos lectores pueden encontrar increíbles.

    La mejor manera de apreciar el logro de McCarthy en la Trilogía de la frontera es simplemente suspender la incredulidad cuando las novelas se desvían bruscamente hacia su modo mítico. La primera parte de En la frontera es una especie de tierna historia de amor entre el adolescente Billy Parham y una loba preñada que ha atrapado, y que lo lleva a través de la frontera con México con la intención de liberarla en las montañas. Tiene que matar al misterioso y hermoso depredador para acabar con su sufrimiento:

    Se acuclilló junto a la loba y le tocó el pelaje. Palpó sus dientes, fríos y perfectos. El ojo vuelto hacia la lumbre no reflejaba luz alguna y el chico se lo cerró con el pulgar. Luego se sentó a su lado, le puso la mano en la cabeza ensangrentada y cerró los ojos para poder verla correr por las montañas, correr bajo las estrellas… Ciervos y liebres y palomas y campañoles, todos abundantemente inscritos en el aire para su deleite, todas las naciones del mundo dispuestas por Dios y de las cuales ella era una más e inseparable… Levantó de la hojarasca la rígida cabeza de la loba y la sostuvo entre sus manos o hizo ademán de asir lo inasible, lo que corría ya entre las montañas, terrible y bellísimo a un tiempo, como las flores que se alimentan de carne.

    John Grady, uno de los “ardientes de corazón” por los caballos, es igualmente convincente, pero mucho menos convincente es la predilección del muchacho por enamorarse desastrosamente de muchachas mexicanas. Un romance condenado de este tipo en Todos los hermosos caballos ayudó a hacer de la novela el gran éxito de ventas de McCarthy, pero en la más hábilmente compuesta y más oscura Ciudades de la llanura, la segunda historia de amor de John Grady, con una prostituta adolescente, a la vez abusada y santa, a la manera de una dostoievskiana muchacha de las calles, conduce a la muerte de él en una brillantemente coreografiada escena de pelea a cuchilladas con un proxeneta. Ambos morirán. Antes de ser asesinado por el muchacho estadounidense al que no ha tomado del todo en serio, Eduardo, el proxeneta, pronuncia este juicio cultural:

    Los de tu ralea no soportan que el mundo sea vulgar. Que no contenga otra cosa que lo que tenemos delante. Pero el mundo mexicano es un mundo de adorno que esconde algo muy ordinario. Mientras que tu mundo —volvió a pasar la hoja de atrás adelante como una lanzadera por un telar—, tu mundo se bambolea sobre un no expresado laberinto de preguntas.

    A lo largo de las más de mil páginas de la Trilogía de la frontera, el conflicto esencial se da entre dos formas de vida distintas: la forma del viajero a caballo y la forma de vida circunscrita y sedentaria. El anhelo de dejar el hogar y “salir al territorio” es quizá el más poderoso de los anhelos en las novelas de McCarthy, mucho más convincente, por ejemplo, que los enamoramientos románticos de John Grady Cole con las chicas mexicanas.

    En la ficción posterior de McCarthy, estas figuras aparentemente alegóricas comienzan a entrometerse. El diálogo da paso a monólogos y homilías deambulantes en la segunda mitad de En la frontera, cuando Billy Parham se encuentra con extraños en su peregrinaje a México, cada uno con una historia que contarle. En un anticlimático epílogo de Ciudades de la llanura, un extraño gárrulo parece contarle a Billy Parham, que ahora tiene 78 años, de qué se trata la vida:

    Como todas las historias, esta tiene su inicio en una pregunta. Y las historias que con mayor resonancia nos hablan tienen un modo especial de volverse contra el narrador y borrarlo a él y a los motivos que lo mueven. Así que la pregunta de quién cuenta la historia es muy consecuente.

    Mientras McCarthy confíe en John Grady Cole y Billy Parham para encarnar verdades que tal vez ellos no puedan articular, las novelas de la frontera son obras de una belleza y un poder emocional incomparables; elegías a un mundo fronterizo que se desvanece, o desvanecido, en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Al final de la trilogía, Billy se ha convertido en un anciano sin hogar, hace mucho tiempo sin caballos y sin amigos, acogido por una familia por lástima, que le da “un alpende contiguo a la cocina muy parecido al cuarto donde había dormido de muchacho”. Una visión aleccionadora de un anciano Huckleberry Finn en sus últimos años, ahora un vagabundo sin hogar, roto en cuerpo y espíritu, para quien la aventura romántica de “salir al territorio” ha pasado hace mucho tiempo.

    4.

    Un inventario parcial de la artillería de macho empleada en la novena novela de Cormac McCarthy, No es país para viejos, incluye: una Uzi de cañón corto con un cargador de veinticinco balas; un AK-47 automático; una escopeta de cañón corto, provista de una culata de pistola y una recámara de tambor de 20 cartuchos; una Tec-9 con dos cargadores extra; un rifle calibre 270 de cañón grueso con una acción Mauser del 98, una caja laminada de arce y nogal y una mira telescópica Unertl; un revólver de acero inoxidable calibre 357; una Glock de nueve milímetros; una Remington automática del calibre 12 con culata militar de plástico y acabado parkerizado, provista de un silenciador industrial, “de un palmo de longitud y casi tan grueso como una lata de cerveza”.

    Llewelyn Moss, un exfrancotirador de la guerra de Vietnam, un tejano que huye de un psicópata, emplea algunas de las armas en este arsenal; sin embargo, “tenía mucha fe en la escopeta”. Los hombres son juzgados por su destreza con las armas de fuego, pero también por las botas que eligen usar: “Nocona” por Moss; unas “caras de cocodrilo tipo Lucchese” por un autodenominado asesino a sueldo llamado Wells, contratado por un rico hombre de negocios/traficante de drogas de Houston; botas de piel de avestruz por el psicópata Anton Chigurh.

    No es la Texas como frontera de leyenda, sino la Texas rural contemporánea en las cercanías de Sanderson, cerca de la frontera con México, el escenario de esta novela de trama rápida, sobre contrabandistas de heroína y el considerable daño colateral entre los inocentes y no tan inocentes a su paso. La novela toma su título del poema “Rumbo a Bizancio”, de William Butler Yeats: “Ese no es un país para viejos. Los jóvenes / se abrazan, hay pájaros en los árboles” evoca la Irlanda de Yeats, aparentemente impregnada de energía erótica; el país de McCarthy está impregnado del malvado Eros de la violencia masculina. No son caballos ni lobos, sino armas de fuego y su efecto sobre la carne humana, el objeto del deseo de la novela No es país para viejos, que se lee como un cine de prosa de Quentin Tarantino. Con la excepción del sheriff del condado Comanche, un hombre mayor llamado Bell, la conciencia moral de la novela, los personajes están dibujados de manera esquemática como sobre la marcha. En el centro de la acción hay un psicópata que se abre camino a tiros a través de las escenas como un instrumento invencible de destrucción, y es dado a declaraciones de vate: “Cuando yo entré en su vida su vida ya había acabado”.

    Desprovista del lirismo melancólico y los poéticos pasajes descriptivos que se han convertido en el estilo característico de McCarthy, No es país para viejos es una variante de uno de los cuentos de suspenso más antiguos: un hombre descubre un tesoro e imprudentemente decide tomarlo y huir, trayendo para sí mismo y para otros una serie de calamidades que terminan con su muerte. En No es país para viejos, el tesoro es el dinero de las drogas —“Dos coma cuatro millones. Todo en billetes usados”— descubierto por Moss después de un aparente tiroteo entre traficantes de drogas rivales en las tierras salvajes al norte de la frontera con México, donde Moss está cazando antílopes. Además del dinero, Moss toma algo de heroína mexicana de la marrón y varias armas de fuego que, en el curso de su aventura condenada al fracaso, utilizará con frecuencia.

    Desprovista del lirismo melancólico y los poéticos pasajes descriptivos que se han convertido en el estilo característico de McCarthy, No es país para viejos es una variante de uno de los cuentos de suspenso más antiguos: un hombre descubre un tesoro e imprudentemente decide tomarlo y huir, trayendo para sí mismo y para otros una serie de calamidades que terminan con su muerte.

    De 36 años, casado con una mujer mucho más joven, un ingenuo tomador de riesgos que se pone a sí mismo y a su mujer en peligro, Moss no existe más que en función de la trama, una especie de marioneta sacudida por el autor. Dado que el modo de narración predominante en No es país para viejos es fragmentado, una documentación de las acciones físicas como en un libreto, seguimos a Moss y su némesis, Chigurh, pasando de uno a otro como en una película de acción, sin estar al tanto de sus motivos. (Después de varias lecturas, todavía no puedo entender por qué, habiendo robado el dinero de las drogas y escapado a salvo, Moss decide volver a visitar la escena de la matanza para ayudar al único mexicano sobreviviente, gravemente herido, en lugar de pedir ayuda profesional para el hombre. Excepto para que los traficantes de drogas lo vieran y lo persiguieran, y precipitar la trama, esta no es una decisión muy sensata).

    En esencia, No es país para viejos es una vitrina para el asesino psicópata Anton Chigurh. Como su casi exacto contemporáneo John Updike ha escrito, con ternura extática, sobre el amor físico heterosexual, McCarthy escribe sobre la violencia física, con una atención que no se encuentra en ningún otro escritor serio que conozca, excepto en Sade:

    Chigurh le disparó [a Wells] a la cara. Todo cuanto Wells había sabido o pensado o amado en su vida se escurrió lentamente por la pared que tenía detrás. El rostro de su madre, su primera comunión, mujeres que había conocido. Los rostros de hombres en el momento de morir arrodillados ante él. El cuerpo de un niño muerto en un barranco junto al camino en otro país. Quedó tumbado en la cama sin media cabeza y con los brazos extendidos y la mano derecha prácticamente desaparecida.

    Chigurh está retratado de manera plana y no muy convincente: “Yo no tengo enemigos. No permito que los haya”. Cuando entrega la mayor parte del dinero de las drogas al empresario/traficante de drogas anónimo de Houston, en lugar de quedárselo él mismo, explica que su alboroto ha sido para “básicamente establecer mi autenticidad”.

    Todo lo que evita que No es país para viejos sea un thriller hábilmente ejecutado pero rimbombante, es la presencia, cada vez más confusa e ineficaz a medida que avanza la novela, del sheriff del condado Comanche, uno de los “viejos” a los que se alude en el título. Repudiado como “un sheriff ignorante de una ciudad zafia de un condado zafio en un estado zafio”, Bell es valiente y bien intencionado, pero ineficaz como representante de la ley, incapaz de detener el alboroto de Chigurh y apenas capaz de identificarlo. Cuando no había tenido un solo homicidio sin resolver en su jurisdicción en 41 años, ahora tiene nueve homicidios sin resolver en una sola semana.

    La nueva generación de traficantes de drogas/ asesinos está más allá del poder de control de Bell, ya que las nuevas Uzi y las ametralladoras están más allá de los antiguos Colts y Winchester. Es posible que Cormac McCarthy, descrito en una entrevista reciente como un “conservador sureño”, pretenda que las predilecciones social-conservadoras de Bell hablen por sí mismas, explicando la alta tasa de criminalidad en el condado Comanche de esta manera: “Todo se origina cuando se empiezan a descuidar las buenas maneras. En cuanto dejas de oír Señor y Señora el fin está a la vuelta de la esquina… Y ocurre en todos los estratos”.

    Bell evidentemente no está familiarizado con la historia empapada de sangre de su estado y sus guerras fronterizas prolongadas, tan vigorosamente documentadas en otras partes por Cormac McCarthy. Es un hombre dejado atrás por su época, confrontado con un vacío moral más allá incluso de Satanás: “¿Qué le dices a un hombre que reconoce no tener alma? ¿Qué sentido tiene decirle algo?”. Es una pregunta que McCarthy aún tiene que responder con certeza.

     

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    Artículo publicado en The New York Review of Books en 2005. Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

  10. El llamado de la selva

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    No está muy claro cómo y en qué momento el escritor inglés J. R. Ackerley, hasta entonces sin mayor experiencia en la tenencia y cuidado de mascotas, quedó a cargo de Tulip, una perra alsaciana particularmente inquieta, de apenas un año, que por espacio de década y media fue parte de las plenitudes, paranoias, obsesiones y desvelos de su amo. Lo que se sabe es que el animal perteneció a uno de los jóvenes con los cuales Ackerley se involucró afectivamente en esa época. Era un marinero con el cual se relacionó por años, aunque con largos intervalos de ausencia. Fue una relación, como todas las suyas, que terminaría diluyéndose con el tiempo, no sin antes —eso sí— quedar a cargo del animal. Cuando lo hizo, seguro que pensó que estaba salvando a una perra. No tardaría mucho en darse cuenta después de que en realidad se estaba salvando él. La relación que tuvo con Tulip —que a todo esto no se llamaba así en la vida real, sino Queenie— fue posiblemente, en términos afectivos, la más intensa, estable, gozosa y recompensada de todas cuantas tuvo en vida.

    Tulip, por su parte, tenía su carácter. Lo tenía por genética y lo tenía por las inestables circunstancias que encontró al nacer. La perrita salió particularmente inquieta. Un alsaciano, un ovejero alemán para nosotros, es un perro que, aparte de una gran inteligencia, tiene mucha energía. En el caso de Tulip, era tanta que no está de más recordar que los que saben de este tema suelen recomendar esta raza más para el campo que para la ciudad. Por tamaño, fuerza y corpulencia, el ovejero alemán se comporta mejor en espacios abiertos que en lugares estrechos y cerrados, y eso le quedó claro al escritor a los pocos días de tenerla a su cuidado. En su departamento londinense, por supuesto. El tema es que la perra desarrolló con él una relación francamente posesiva, que se traducía en ladridos y señales de agresividad respecto de todos quienes se acercaran o interfirieran en el nexo y espacio que el animal considerara privativo de ambos. Le costó civilizarla, por decirlo diplomáticamente. Poco a poco la perrita, no obstante, fue puliendo su agresividad, aunque nunca dejó de ser una bestia ingobernable, brava y muy nerviosa. Era una mala combinación. Por de pronto fue un dolor de cabeza para varios veterinarios que, incapaces de doblegarla y a menudo en estado de pánico, terminaron echándola (echándolos) de la consulta. Ni ellos ni el amo podían controlarla.

    Quien vino a introducir certeza y algo de serenidad a ese cuadro de crispación y caos fue Mrs. Blandish, una veterinaria harto más sabia que el promedio de su gremio y que dio en el clavo cuando sentenció que el problema era que la perra estaba enamorada de Ackerley, y que era este el factor que la convertía en un atado de celos, ansiedades y descontrol cuando el amo estaba a su lado. Sin él, curiosamente, la perra pasaba a ser otra.

    Ese diagnóstico no solo le hizo sentido al escritor; en realidad, fue la base de la relación —muy consentida, por un lado, y súper culposa, por el otro— que establecería en los 15 años siguientes con su incondicional compañera. La perra tuvo la suerte de morir antes que su amo.

    Aunque en el libro, al menos inicialmente, la mesa pareciera estar puesta para desplegar otra historia edificante más sobre el cariño, las travesuras y la inteligencia de las mascotas, Mi perra Tulip no tiene nada que ver con la retórica y sensiblería del género. El que llegue a este libro queriendo encontrar un antecedente más o menos remoto de Marley y yo, tendrá todo el derecho de aducir no solo frustración sino también escarnio. Tulip no trata de la luz que la perra introdujo en la vida de Ackeley, sino más bien de los sinsabores y oscuridades que el escritor se ganó intentando que su mascota cumpliera del mejor modo posible los dictados tanto de su naturaleza perruna como del irrestricto apego y cariño que siempre le profesó a su amo.

    Quien vino a introducir certeza y algo de serenidad a ese cuadro de crispación y caos fue Mrs. Blandish, una veterinaria harto más sabia que el promedio de su gremio y que dio en el clavo cuando sentenció que el problema era que la perra estaba enamorada de Ackerley, y que era este el factor que la convertía en un atado de celos, ansiedades y descontrol cuando el amo estaba a su lado. Sin él, curiosamente, la perra pasaba a ser otra.

    Mi perra Tulip no es el libro que espera el público acostumbrado a regalonear mascotas. Al revés, es la crónica obsesiva, recurrente, maniática e interminable de un sujeto que al comienzo se ve sobrepasado por la conducta de un animal que lo supera, que ignora la letra chica de lo que significa criar a una perrita, que nunca ha tenido la menor idea de lo que implican los ciclos y las regularidades de la fecundación (entre otras razones, porque a él siempre le interesaron los hombres y no las mujeres) y que pone lo mejor de sí para que la vida de Tulip no sea el infierno de frustración, fracaso y represión que es para el resto de las perras y perros de este mundo. O, mejor dicho, que Ackerley se imagina que es para la especie como un todo. Muy en particular, para los ejemplares, machos y hembras, que viven a la sombra de un amo.

    Si alguien piensa que la vida sexual de los perros es sencilla, porque ahí todo se resolvería rápido y bien según las leyes del instinto, lo primero que tendrá que hacer después de leer este libro es poner sus impresiones en remojo. Porque este es un terreno de muchas fatalidades. De hecho, tienen que darse tantas condiciones para que los perros se crucen, que la gran mayoría de los machos debieran darse por satisfechos si logran hacerlo una o dos veces en la vida. Tal cual: según Ackerley, la vida sexual de los perros y perras no guarda relación alguna con el imperio orgiástico de Calígula o, para no llevar las cosas tan lejos, con la imaginería cándida y millennial del poliamor.

    El corazón del libro está en los sinsabores y sobresaltos del amo para acompañar a su perra en los días de celo, en los resguardos que toma para protegerla de la gente y otros animales, en las mil hebras que toca para cruzarla con un perro de su categoría (y no con un quiltro, que es lo que finalmente Tulip quiso, en una conducta por lo demás muy congruente con el historial de su amo), en el desgaste anímico intolerable que le genera el fracaso de Tulip con los sucesivos pretendientes que le consigue y, en fin, en su obstinada pertinacia de convertir un problema que era de la perra, en un problema suyo.

    Es obvio que, en este proceso, por muy distorsionado que fuera, sus sentimientos respecto de la perra llegaron a la plenitud. Es cierto también que en el camino más de algo el amo fue aprendiendo, hasta encontrar la manera de tomarse las cosas más serenas y menos aprensivamente. Ya era un poco tarde, claro, porque en cada ciclo de fecundidad de Tulip, dos veces al año hasta que la edad de la perra dispuso otra cosa, Ackerley se dio un cabezazo tras otro contra los impenetrables dictados de la naturaleza animal. Sí, era el recurrente llamado de la selva. Fue siempre lo mismo y nunca supo muy bien cómo manejar las fases de ardor y celo de su mascota, los periodos de hinchazones y fiebres, de malestares, olores y goteos que eran incómodos para la mascota, para él y para todos los demás (dado que la idea pareciera haber sido complicarse la vida a como diera lugar, no hay una sola línea en el libro que tome en serio la opción de la esterilización).

    Si Mi perra Tulip es un libro que se deja leer con cierta incomodidad —aunque con indudable interés—, es porque detrás de este relato Ackerley comprobó por la vía de la experiencia algo que no es menor: que la línea de defensa final de la naturaleza no es otra que el sexo y que esta es una verdad ineludible, que vale tanto para los perros y el resto de los animales, como para todos los humanos.

    J. R. Ackerley fue un escritor que escribió poco. Siempre tenía “otras cosas que hacer”. Y vaya que las hizo en busca de lo que irónicamente él llamaba el Amigo Ideal que nunca encontró. Cuando publicó Mi perra Tulip, el año 56, solo había publicado una obra de teatro y una crónica del tiempo que vivió en la India, gracias al contacto con un maharajá que le facilitó E. M. Forster, su gran protector. Cuatro años después, publicó una novela y al año siguiente de su muerte, en 1968, apareció Mi padre y yo, considerada una de las mejores autobiografías del siglo XX. Es un libro sincero, inteligente, original, desinhibido. Trata de dos vidas dobles, la de su padre, que mantuvo dos casas y dos familias sin que ellas acusaran la menor sospecha al respecto, y la vida suya, que era luminosa y recatada de día y bastante menos contenida a partir del crepúsculo.

    Si Mi perra Tulip es un libro que se deja leer con cierta incomodidad —aunque con indudable interés—, es porque detrás de este relato Ackerley comprobó por la vía de la experiencia algo que no es menor: que la línea de defensa final de la naturaleza no es otra que el sexo y que esta es una verdad ineludible, que vale tanto para los perros y el resto de los animales, como para todos los humanos. Quién mejor que él para comprobarlo, teniendo presente que había asumido su homosexualidad desde muy temprano, en una época en que eran pocos los valientes que lo hacían, y atendido, además, que siendo en su juventud un muchacho talentoso, apuesto y decididamente viril, nunca consiguió estabilizarse en relaciones cariñosas y duraderas, tal vez porque rechazaba el afecto entre pares, tal vez porque prefería involucrarse con jóvenes proletarios, tal vez porque ni siquiera él mismo llegó a entenderse del todo.

    Como quiera que fuera, sin ser un reprimido y mucho menos un desdichado, en el plano emocional las cosas no se le dieron como hubiera querido. Terminó sus días solo, compartiendo el departamento con su hermana mayor, a quien siempre había detestado, recluido en su habitación con su perra y entretenido con la esporádica visita de algunos amigos, extrañando los 24 años en que se desempeñó como editor de The Listener. Fue una gran revista literaria semanal de la BBC, que estuvo a cargo suyo desde 1935 a 1959, que fue importante para consolidar el prestigio de escritores ya destacados, como E. M. Forster, Virginia Woolf, W. H. Auden o Leonard Woolf, pero que además fue decisiva para abrirles camino a valores literarios que por entonces recién comenzaban a emerger, como Christopher Isherwood, Stephen Spender o Philip Larkin, entre otros.

    No solo Tulip, entonces, generó con él una enorme deuda de gratitud.


    Mi perra Tulip, J. R. Ackerley, Anagrama, 2011, 192 páginas, $40.000.

  11. Leila Guerriero: “Para mí no es un problema exponer las contradicciones”

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    Cuenta la historia de una mujer argentina que militó en Montoneros, una guerrilla armada de extracción peronista de los años 70. Fue secuestrada por la dictadura militar en diciembre de 1976, cuando tenía 20 años y estaba embarazada de cinco meses. Permaneció en un centro clandestino, la ESMA, hasta junio de 1978. Durante su cautiverio, fue torturada, parió a su hija sobre una mesa, la obligaron a hacer trabajo esclavo, fue violada reiteradamente por un oficial. Cuando los militares la liberaron y la enviaron junto a su hija de un año y medio al exilio en Madrid, sus excompañeros de militancia la repudiaron por considerarla una traidora, sospechosa por el hecho de estar viva. El libro se ocupa, a lo largo de 400 páginas, de mostrar los pliegues de la experiencia de la protagonista hasta llegar al día de hoy, cuando se reencontró con un antiguo amor, del cual la militancia y el secuestro la habían separado”. Así fue como la escritora y periodista argentina describió su publicación más reciente, La llamada, en la charla magistral “Mirar, escribir, volver a mirar”, llevada a cabo el pasado 4 de abril en el Teatro Oriente.

    Leila Guerriero fue invitada por la edición XXIII del concurso de cuentos breves Santiago en 100 Palabras, presentado por Fundación Plagio y Escondida | BHP, cuya convocatoria 2024 cierra el 30 de abril. En apenas 10 minutos se agotaron las entradas para la conferencia, en la que, entre abundantes citas y anécdotas, reflexionó sobre la escritura, el entrenamiento de la mirada, el estilo y la importancia de estar abiertos a no entender, sobre todo en relación a la lectura: “Cuando era chica leía libros que estaban por encima de mis posibilidades, cosas que no entendía del todo. Leer sin entender insemina una idea sublime, la idea de sedimentación. No entendí qué cuernos le pasaba a Raskólnikov la primera vez que leí Crimen y castigo, ni el sentido de la inmovilidad enfermiza de la atmósfera que recubre Muerte en Venecia, pero esas lecturas fertilizaron una zona que no puede ser fertilizada con la razón”.

    Al día siguiente pude conversar con ella sobre La llamada, que se lanzó a principios de este año en España y ahora está llegando a librerías chilenas. El libro es un perfil de Silvia Labayru, a quien la autora conoció en 2021, tras leer un artículo de Página/12 en que se hablaba de los procesos abiertos para denunciar a los agentes de la dictadura argentina por violación; antes de eso, este crimen era considerado como parte de los tormentos, sin una categoría legal independiente. Labayru era una de las tres denunciantes de ese primer juicio, en que acusaba a Jorge Acosta y Alberto González, el hombre que la violó reiteradamente y el que ordenó esas violaciones, respectivamente, durante el periodo en que ella estuvo en la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), el mayor centro de detención durante la dictadura de Videla, convertido ahora en el Museo de la Memoria trasandino. La autora conoció a Silvia durante la pandemia, aún con restricciones y mascarillas, y siguió haciendo entrevistas con ella y sus conocidos durante un año, horas y horas de grabación que, junto a libros y archivos judiciales, fueron el material que utilizó para trazar este poliédrico retrato.

    Desde el principio, yo siempre quise hacer un perfil de ella que abarcara toda su vida —explica Guerriero—. Nunca fue mi intención contar solamente lo de la ESMA. Me parecía incorrecto enfocarme en ese momento de la vida de esta mujer, una cosa que transcurrió en un año y medio y con la que ella convive de una manera que no es, a lo mejor, la habitual que uno supone en una persona que pasó por eso. Ella tiene una vida buena, afortunada, llena de vitalidad. Por supuesto, también tiene sus problemas, no es una mujer sencilla, pero limitar un retrato a lo que pasó allí hubiera sido recortar solo la parte más impresionante, y recortarla con cierto morbo.

    Yo creo que hay un gran tema que recorre La llamada de principio a fin, un tema de mucho peso en la vida de Silvia, y tiene que ver con lo que se perdió, con la pregunta: ¿Qué hubiera pasado si…?. (…) Hay gran una cantidad de momentos en los cuales se mezclan cosas completamente fuera de control. Es un poco abismal, porque tiene que ver con esa mezcla de cosas que llamamos la vida y que es un azar, un destino, una suma de decisiones y de estar a veces en el lugar correcto en el momento indicado, y otras, en el lugar incorrecto en el momento menos pertinente del mundo.

    Dentro de Montoneros, uno de los mayores pecados era la traición, y quizás por eso hay una marcada dualidad que se aborda en varios puntos de La llamada, un binarismo maniqueo que divide a los detenidos por la dictadura entre desaparecidos-héroes y sobrevivientes-traidores. Silvia se vio afectada por esto al llegar al exilio, debido a que mientras estaba en manos de los militares tuvo que hacerse pasar por hermana de su violador, quien estaba infiltrado en las Madres de la Plaza de Mayo, un operativo que terminó con la vida de tres de las Madres y dos monjas francesas.

    Para mí fue una sorpresa. Si bien había visto documentales y leído libros sobre mujeres que habían pasado por el secuestro, para mí no era tan evidente esta situación de repudio con los sobrevivientes. Yo pensaba que el que había salido de esa maquinaria de destrucción de seres humanos debía, por un lado, sentir alivio y, por otro lado, debía ser cobijado de alguna manera. Sé que esto les pasó a casi todas las personas que sobrevivieron y están entrevistadas en el libro, en su mayoría mujeres, pero entrevisté solo a personas que hubieran conocido a Silvia, ya sea en el Colegio, en el cautiverio, en el exilio o ahora.

    Un retrato escrito, un perfil, no es una entrada de Wikipedia o un currículum extendido —dijo Guerriero durante su charla—. Detrás de todo perfil hay un tema que excede la vida de quien se narra y ese tema es tan universal como reductible a pocas palabras: la historia de una huida, la historia de un afán, la historia de un rencor”. Para ella, este tema es algo que se encuentra durante el proceso de escritura, un asunto que abordó en un ensayo reciente publicado en revista Dossier (“El discurso del método”) y en su conferencia: “Escribir es la única manera de averiguar qué se quiere escribir”.

    Es más difícil, por supuesto, encontrar el tema en un libro que en un perfil más corto. Yo creo que hay un gran tema que recorre La llamada de principio a fin, un tema de mucho peso en la vida de Silvia, y tiene que ver con lo que se perdió, con la pregunta: “¿Qué hubiera pasado si…?”. ¿Qué hubiera pasado si ella no hubiera entrado en la militancia? ¿Qué hubiera pasado si la relación con su pareja actual seguía? ¿Qué hubiera pasado si ella se hubiera ido de Montoneros antes de que la secuestraran? ¿Qué hubiera pasado si el Tigre Acosta no llamaba a su padre? ¿Qué hubiera pasado si el padre no hubiera levantado el teléfono y no hubiera dicho lo que dijo? Hay gran una cantidad de momentos en los cuales se mezclan cosas completamente fuera de control. Es un poco abismal, porque tiene que ver con esa mezcla de cosas que llamamos la vida y que es un azar, un destino, una suma de decisiones y de estar a veces en el lugar correcto en el momento indicado, y otras, en el lugar incorrecto en el momento menos pertinente del mundo.

    Leila Guerriero durante su charla magistral “Mirar, escribir, volver a mirar”. Crédito: Fundación Plagio.

    En el libro escribe: “Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida”. Silvia se encontraba apresada en la ESMA, con ocho meses de embarazo, cuando el Tigre Acosta llamó a su padre, quien luego de meses sin saber de ella había asumido que estaba muerta, y al responder la llamada dio gritos contra los montoneros, a quienes culpaba por el destino de su hija. “‘¿Entonces tu padre es uno de los nuestros?’, preguntó Acosta. Ella no entendió, pero, aunque hubiera entendido, no habría dicho nada: cualquier gesto, cualquier reacción podía fulminarla”. Luego de eso, el militar volvió a llamar a Jorge Labayru para acordar la entrega de la Vera, la hija que Silvia tuvo en la ESMA, uno de los episodios en que Guerriero recurre a la yuxtaposición de relatos contradictorios y, en ocasiones, irreconciliables:

    Me acuerdo, por ejemplo, de lo de Cuqui Carazo, que comenta que fue ella la que entregó a la hija de Silvia a la madre, porque Silvia no podía ir de ninguna manera, cuando Silvia me había contado 70 veces el episodio con lujo de detalles. Claro, ahí ¿quiénes son los testigos de eso? Los militares que fueron, Silvia y Cuqui, nadie más. Para mí no es un problema exponer las contradicciones, son cosas que pasaron hace 40 años y me parece que el libro también tiene una capa de lectura que tiene que ver con la memoria, que funciona a veces como olvido, a veces como un mecanismo que suaviza las situaciones traumáticas, y otras veces, también, las cosas se empiezan a contar de determinada manera porque son más soportables de ese modo, pero después cristalizan y la gente pasa a recordarlas así aunque no hayan sucedido de esa forma. A mí no me da temor mostrar esas contradicciones, hasta me parece interesante. Y yo no sé si son siempre contradicciones; algunas sí, como lo de Cuqui y Silvia, pero otras veces son visiones conceptuales distintas sobre hechos iguales. O sea, para unos Silvia es determinada cosa y para otros, otra. Para unos Silvia es una tipa que demostró valentía y artilugio, que supo desplegar una estrategia que le costó muchísimo para salvar a su hija, etc., y para otros su visión es distinta, así que me parece que son eso: visiones.

    Algunos episodios especialmente fuertes y reveladores del libro aparecen precedidos de un párrafo que se repite como una especie de mantra —siempre incluye la frase “nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron esas cosas”—, el que, junto a otras reiteraciones (se dice muchas veces que la protagonista es repetitiva) y la estructura circular de la narración, forma parte de la arquitectura literaria que sostiene este hermoso y brutal relato de no ficción. Sin embargo, un libro que aparece como una inspiración importante para Guerriero durante este proceso de escritura no es una obra literaria, sino que un ensayo de divulgación sobre teoría cuántica: Helgoland (Anagrama, 2020), de Carlo Rovelli.

    Me encantó volver a leer, después de mucho tiempo, algo que me costara muchísimo trabajo. Esa frase que cito en el libro —“No hay un relato unívoco de los hechos (…). Hechos relativos a un observador no son hechos relativos al otro. La relatividad de la realidad resplandece aquí totalmente. Las propiedades de un objeto son tales solo con respecto a otro objeto. Por tanto, las propiedades de dos objetos lo son solo con respecto a un tercero. Decir que dos objetos están correlacionados significa enunciar algo que se refiere a un tercer objeto: la correlación se manifiesta cuando los dos objetos correlacionados interactúan ambos con ese tercer objeto”— para mí fue un deslumbramiento, porque me di cuenta de que era lo que yo había estado haciendo. O sea, obviamente no es un experimento de laboratorio, pero cuando vos observás a una persona, ocurre lo mismo que con una partícula, que es lo loco de la física cuántica: un fotón se comporta de una manera si lo observás y de otra si no lo estás observando. Entonces, cuando encontré eso, no es que me deslumbró por descubrir algo que yo no supiera de mi oficio, sino que por la posibilidad de resumir en eso, que podía parecer una fórmula fría de una ciencia dura, lo que pasaba entre las personas.

    El libro también tiene una capa de lectura que tiene que ver con la memoria, que funciona a veces como olvido, a veces como un mecanismo que suaviza las situaciones traumáticas, y otras veces, también, las cosas se empiezan a contar de determinada manera porque son más soportables de ese modo, pero después cristalizan y la gente pasa a recordarlas así aunque no hayan sucedido de esa forma.

    Esa visión de la complejidad de la realidad se refleja claramente en su propio libro, que intenta mostrar la mayor cantidad de perspectivas posibles, no solo la de la protagonista, aunque obviamente esa es la que está en el centro del relato. Cuando Guerriero se acercó a Silvia Labayru con la propuesta de hacer este perfil, ella le preguntó si podía leer lo que escribiera antes de su publicación, pero la escritora se negó. Esta precaución era entendible, ya que, como se cuenta en el libro, Labayru había tenido muy malas experiencias con periodistas, pero el resultado final de La llamada es un retrato en que la perfilada se reconoció a sí misma:

    Lo leyó recién cuando estaba en la imprenta, ese era el pacto. Entregué el libro en marzo de 2023 (yo soy bastante libre para escribir, así que nunca firmo un contrato antes, cuando termino, termino) y en ese momento el año editorial estaba prácticamente programado, entonces se decidió publicarlo en enero de este año en España y en marzo en la Argentina. Silvia se bancó con mucho aplomo los meses hasta diciembre de 2023, cuando la editorial finalmente le mandó una copia del libro en papel. Ella siempre ha sido muy entrañable al hablar de mi trabajo; se sintió respetada, reflejada. Al final de una larga conversación que tuvimos después de su lectura del libro, me dijo: “Me pillaste”. Como que le había sacado la ficha, de alguna manera. Por supuesto, a medida que pasa el tiempo, se siente a veces más conmocionada, porque en el libro supo cosas que opinaban otros, las que para ella fueron un terremoto.

     

    Imagen de portada: Cortesía de Fundación Plagio.

     


    La llamada, Leila Guerriero, Anagrama, 2024, 432 páginas, $24.000.

  12. Celia Paul en su cuarto propio

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    Un chaleco desgastado y una falda que le llega a los tobillos van acumulando, día tras día, capas y capas y más capas de pintura. La tela se va coloreando al mismo tiempo que endureciendo, como una costra o quizás una segunda piel, más gruesa, protectora. Celia Paul (1959) parece una asceta, una pintora entregada a su trabajo (y al silencio y la fe) en su estudio de Londres, donde vive hace cuatro décadas y del que ni siquiera su esposo, Steven Kupfer, tiene llaves. No hay cortinas, tampoco plantas ni televisor ni cuadros colgados en las paredes. La calefacción central es el único “lujo” que se ha permitido la autora del celebrado Autorretrato, el libro en el que parece haberse sacado, más que un vestido, ese gran trapo para limpiar pinceles que la cubre y, así, narrar su vida lejos del “triunfalismo habitual de las memorias”, como dijo Zadie Smith, pero lejos también de la autocompasión de la mujer que pasó 10 años en una relación amorosa muy compleja y desigual, a todas luces angustiante.

    En su segundo año en Slade, la prestigiosa escuela de arte del University College de Londres, entró a la sala donde estaba dibujando Lucian Freud. No era profesor regular, sino tutor invitado. Paul le mostró los retratos que había hecho de su madre y Freud, a quien también le gustaba pintar a su mamá, quedó sorprendido. La invitó a salir, una o dos o tres veces, caminaron por un parque, le regaló un libro, se besaron, tomaron té, hablaron de pintura, fueron a su departamento, prendieron la chimenea, leyeron en voz alta un poema de Yeats, se hicieron amantes. Celia Paul tenía 18 años y Lucian Freud, 55.

    Dejé de cepillarme el pelo y de lavarme la ropa. Sentía que había pecado y que algo se había perdido irremediablemente. Me sentía culpable y poderosa. Sentía que había entrado en un mundo ilimitado y peligroso”, escribe Paul con una prosa abierta a las emociones y a las imágenes ambivalentes, mostrando la enorme variedad de grises que componen cualquier amor.

    El padre de Paul era sacerdote de la Iglesia Anglicana. Por eso ella nació en Trivandrum, India, y buena parte de su infancia la pasó en hogares comunitarios, donde se compartía el comedor y la gente entraba y salía a voluntad. Más tarde, ya en Inglaterra, estuvo en un internado. Paul ha dicho que la necesidad de soledad y silencio, de preservar su mundo interior, la convirtieron en artista. Lo que más le gustaba pintar era la naturaleza, los paisajes, el mar, pero en la Slade le daban mucha importancia al ejercicio con modelos. Eso, sumado al vínculo con Freud, la hicieron concentrarse en la figura humana, especialmente en su madre, quien pasaba horas posando ante su hija, aprovechando el silencio, rezando. “Qué regalo para una cristiana”, escribe Paul. “Su cara asumía una expresión de trance. Mi cuadro llegaba más alto porque ella se había elevado. El aire se cargaba de plegarias”.

    Las narraciones de Paul son ejercicios de autoobservación admirables. Sin estridencia alguna, es capaz de dar cuenta de las dificultades y prejuicios a los que se veían enfrentadas las mujeres que deseaban ser artistas, al menos hasta hace un par de décadas. En vez de entregar certezas, plantea interrogantes acerca del cuerpo y el deseo, las asimetrías de poder, la vulnerabilidad y el egoísmo, el interés por ascender y los costos diferentes que tiene, para las mujeres y los hombres, entregarse a la vocación artística.

    Con Lucian Freud estuvo 10 años, no obstante los conflictos comenzaron rápido, debido a que las andanzas de Freud con otras mujeres eran parte del ruido de fondo de la Slade (en un momento ella se conformaba con ser no la única, pero sí la más “especial”). Celia Paul debía estar siempre disponible, a la espera, en una época en que el teléfono era fijo. En otras palabras, la habitación de su pensión era para ella una celda. En forma sutil, sugiere que para Freud “una corriente subterránea de celos” potenciaba su trabajo, era su mayor estímulo.

    Como él trabajaba hasta muy tarde, le pedía que lo fuera a ver a la una o dos de la mañana. Ella iba al cine, hacía hora en un café o bar, en fin, se dirigía al departamento de Freud “como una idiota”. Tampoco se sentía bien cuando modelaba para él, porque la desnudez la incomodaba y se daba cuenta de que Lucian la observaba no con deseo (y ella quería ser deseable para él), sino como objeto de estudio.

    Celia Paul sufrió depresión y tuvo un intento de suicidio que narra con frialdad, sin complacencia, para luego contar de qué manera el arte le permitió encontrar el equilibrio. Cuando tenía 24 años, Lucian Freud le compró un departamento, donde vive y trabaja hasta hoy, y después tuvo un hijo suyo, Frank, quien fue criado por la madre de Paul. La decisión de visitarlo los fines de semana y constatar que el vínculo nieto-abuela era más fuerte que el de hijo-madre no estuvo exento de dolor, pero fue la única manera que encontró para continuar con el arte.

    La culpa y la ansiedad se entremezclan con la libertad y la realización, como lo deja claro en Cartas a Gwen John, el excelente libro que le dedica a la artista británica que fue amante de Rodin, quien la doblaba en edad. Allí describe las enormes similitudes entre su obra y la de John, en pasajes donde el perfil biográfico y las memorias dan paso al ensayo crítico. Asimismo, establece paralelos entre ambas trayectorias vitales (desarrollar una obra en el aislamiento, privilegiar el arte por sobre la familia) y reconoce que ambas no son consideradas artistas autónomas: “Cada vez soy más consciente de que se refieren a nosotras en relación a los hombres”, escribe Paul en una de las cartas imaginarias a Gwen John.

    Las narraciones de Paul son ejercicios de autoobservación admirables. Sin estridencia alguna, es capaz de dar cuenta de las dificultades y prejuicios a los que se veían enfrentadas las mujeres que deseaban ser artistas, al menos hasta hace un par de décadas. En vez de entregar certezas, plantea interrogantes acerca del cuerpo y el deseo, las asimetrías de poder, la vulnerabilidad y el egoísmo, el interés por ascender y los costos diferentes que tiene, para las mujeres y los hombres, entregarse a la vocación artística.

     

    Ilustración: Daniela Gaule.

     


    Autorretrato, Celia Paul, traducción de Esther Cross, Chai Editora, 2021, 240 páginas, $19.900.


    Cartas a Gwen John, Celia Paul, traducción de Esther Cross, Chai Editora, 2023, 308 páginas, $26.900.

  13. Insomnios con Flora

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    Tuve, hace mucho, una época de insomnios autoinducidos. Fue cuando conseguí mi primer trabajo estable: era tal el pánico escénico que me daba entrar a ese curso en el que me esperaban adolescentes furiosos a los que yo tendría que dar clases de literatura, que deliberadamente me restaba horas de sueño para así poder enfrentarlos luego, en las mañanas, medio ausente, como ida, en medio de esa bruma mental que provoca la falta de sueño. El insomnio me generaba una especie de capa protectora, de escafandra que me ponía a salvo. Supongo que algo en mi inconsciente almacenó la estrategia como una forma posible de sobrevivir a ciertas cosas y entonces, frente a algunas situaciones —precisamente frente a situaciones como en la que estoy ahora, una serie de viajes concatenados por un libro mío que acaba de traducirse—, activa esos insomnios en forma automática. Pero ocurre que esta vez, en este viaje, algo se desbandó, se fue de cauce y entonces los insomnios, que suelen ser funcionales, que duran lo suficiente como para generar esa capa protectora pero también para dejarme con las habilidades intactas para, por ejemplo, contestar al día siguiente la misma pregunta mil veces sin perder la imaginación ni el humor, esta vez en cambio, decía, están tomando casi toda mi atención, están distrayéndome por completo de lo que acá me trajo, están concentrándome únicamente en las derivas de la noche.

    Al principio de esta escalada hubo una película. En el desvelo de la primera noche que pasé acá, en Lyon, quise asomarme a la ventana para mirar el río Saona que pasa justo frente a mi cuarto, pero una ráfaga helada me disuadió rápidamente. Me puse entonces a buscar películas en mi laptop y, guiada solamente por un criterio que aborrezco, una estrategia burdamente explotada por las series, aun por las que me gustan, que es el de mirar películas para conocer la ciudad en la que las cosas transcurren, elegí una que se llama Regreso a Lyon. Esa es una de las cosas que también me atrae de estos insomnios: la facilidad con la que, en ese tiempo suspendido, contradigo mis convicciones más férreas. Así fue que di con esta película de Claudia von Alemann en la cual una historiadora alemana, en medio de una crisis con su profesión y con su pareja, decide viajar a Lyon tras los pasos de Flora Tristán, la escritora y activista que, durante todo el año 1844, convencida de que había que ir más allá del gran centro aglutinador que ya por entonces era París, viaja por las ciudades del sur de Francia difundiendo las ideas socialistas y feministas que ha venido articulando toda su vida y que acaba de sintetizar, apenas un año antes, en su libro Unión obrera, cuya primera edición fue financiada, entre otros, por Eugene Sue, Victor Considerant y George Sand.

    Me había comprado Peregrinaciones de una paria, el libro de Flora más conocido, en una librería de usados de Lima, precisamente en otro de estos viajes de promoción. Un ejemplar curioso: el dueño anterior se había esmerado en conseguir un buen marcador negro, de trazo grueso, para escribir la palabra AMOR, así enorme, desorbitada, atravesando el borde de las páginas. Me acuerdo de haber buscado alguna otra pista de esa línea amorosa entre los subrayados, en algún papel suelto que estuviera dentro del libro, pero nada. Deduje entonces que ese mensaje no estaba destinado a alguien por fuera del libro, alguien a quien esa persona se lo hubiese regalado o a quien se lo estuviera agradeciendo, sino a la propia Flora. Y deduje bien. Es uno de los efectos posibles. Voy por mi quinta noche leyendo a Flora, en este libro y en los otros también, que están todos en algún lugar de la web, leyendo incluso a otros que escribieron sobre Flora, voy quedándome despierta muchas horas más de las que aconseja la táctica del insomnio como escafandra, voy trazando en un mapa caminatas tras los pasos de Flora y, en vez de revisar los textos que escribí para algunas de las mesas de este viaje concatenado, voy pasando de la capa protectora a la obnubilación. Voy comportándome, en fin, como una enamorada.

    Proponía (…) generar la unión de todos los obreros y obreras del mundo (…), un punto central de su propuesta que muy pronto sería retomado por Karl Marx y Friedrich Engels, con quienes compartió varios encuentros en París, en las páginas del Manifiesto comunista. La famosa frase ‘¡Proletarios del mundo, uníos!’, viene de Flora, entonces, y en ella la invocación implicaba, al contrario de lo que después pasó con tantos marxistas, la participación activa de las mujeres.

    La historiadora alemana, como yo misma quisiera hacer si no fuera que una charla se empalma con otra, un encuentro con otro, sigue los rastros de Flora en esta ciudad que, por su pasado de luchas obreras trascendentales, le supo generar tantas expectativas. Y no se equivocaba, en parte: con una colecta que los obreros hicieron en una sola reunión imprimió acá una tercera edición de cuatro mil ejemplares de Unión obrera. Esta ciudad debería ser la sede, dice ahí Flora, del primer Palacio de los Proletarios, un proyecto suyo que, inspirado en las ideas cooperativistas de Charles Fourier y de Robert Owen, proponía crear colectivos urbanos donde funcionaran centros de trabajo industrial y agrícola, escuelas para niños y adultos —con especial énfasis en las mujeres—, además de plazas para juegos, hospitales y hospicios; un centro urbano que, en paralelo, fuera también uno de los puntales para generar la unión de todos los obreros y obreras del mundo por la que venía batallando Flora Tristán desde sus escritos, un punto central de su propuesta que muy pronto sería retomado por Karl Marx y Friedrich Engels, con quienes compartió varios encuentros en París, en las páginas del Manifiesto comunista. La famosa frase “¡Proletarios del mundo, uníos!”, viene de Flora, entonces, y en ella la invocación implicaba, al contrario de lo que después pasó con tantos marxistas, la participación activa de las mujeres.

    Antes de estas Peregrinaciones que lamento tanto estar leyendo en versión digital, lejos de aquel amor subrayado en el borde de las páginas, Flora publicó dos textos breves: “De la necesidad de dar buena acogida a las mujeres extranjeras” y “Petición para el restablecimiento del divorcio”. En el primero, de 1835, se propone fundar una asociación para ayudar a mujeres abandonadas y perseguidas, todas parias “frente al sacerdote, el legislador, el filósofo”, que en ella nunca se trata de la idea romantizada de la paria, del personaje que circula por el mundo sin encontrar su lugar, sino más bien de la víctima de una desigualdad frente a la ley y, por ende, frente a la sociedad. El otro texto previo, de 1837, es brevísimo, tan breve como bombástico, y se trata de una Carta pública en la que exige a los diputados de la Asamblea Nacional de Francia que vuelvan a restablecer el derecho al divorcio que Napoléon había derogado. “Deseo que no vean mi solicitud solo como un hecho individual”, empieza Flora, consecuente con su activismo. Con lo de “hecho individual” se refería a la persecución que sobre ella ejercía su marido y padre de sus tres hijos, André Chazal, un artista mediocre y dueño de un taller de grabado con quien la madre de Flora, acosada por las deudas, la había obligado a casarse antes de cumplir los 20 años. Lo de persecución no es una figura retórica: en su Peregrinaciones, Flora detalla la cantidad de veces que tuvo que huir de París para evitar que Chazal la matara, como de hecho intentó hacerlo más adelante, con un disparo por la espalda en plena calle, lo que significó para él la cárcel y para ella una convalecencia de tres meses bien complicada. Cuando se repuso, Flora hizo una serie de reclamos legales, hasta que logró que sus hijos no llevaran más legalmente el apellido de su padre.

    ¿Será esa vehemencia para ir al fondo de lo que tenga para decir, sin medir las consecuencias, lo que me fascina de Flora?, me pregunto; ¿será ese contraste con una época como esta, en la cual los mundillos literarios están tan saturados de autocensura y remilgos, de tanta estrategia de posicionamiento autoral, de falsas polémicas?

    En Peregrinaciones de una paria, Flora cuenta experiencias que vivió durante el año largo, entre abril de 1833 y julio de 1834, que pasó en Perú reclamando a su tío la herencia que le correspondía por parte de su padre, que había muerto súbitamente cuando ella era una niña y cuando, dicen, estaba justo por legalizar en Francia el matrimonio que, por coerciones del contexto histórico, había contraído solo por la iglesia con la madre de Flora, cuando los dos vivían circunstancialmente en España. Si así lo hubiese hecho, Flora no habría tenido que padecer durante tantos años la pobreza extrema, porque su familia peruana era riquísima y, como suele suceder en todas las épocas y lugares, por eso mismo también poderosísima. Su tío Juan Pío Camilo de Tristán y Moscoso, más conocido como Pío Tristán, hermano de su padre y verdadera bestia negra de estas Peregrinaciones, se formó militarmente en Francia y en España, para después volver a Perú con el grado de coronel. Cuando Flora escribe este libro, a su vuelta a Francia, ya ha aprendido varias cosas, entre ellas el poder que puede tener una estrategia narrativa bien usada, así es que, sin tener que llenarse la boca de epítetos, se limita a citar un artículo aparecido en uno de los diarios más leídos de Arequipa, donde su tío tenía sus cuarteles, que dice así: “Si deseáis un hombre de honor, pero que falte continuamente a sus juramentos, ya sea como magistrado o como particular y cuya mala fe sea conocida en todas las naciones europeas, como se puede ver en el Atlas histórico escrito en París por el Conde de Las Casas, elegid al señor Tristán. Si queréis un hombre de espíritu y de raro talento para engañar a todo el mundo, como lo hizo con Manuel Belgrano, con quien falseó todos los convenios, nombrad al señor Tristán. Si queréis un hombre poseedor de un olfato particular para descubrir a los verdaderos patriotas y perseguirlos hasta la tumba, tomad al señor Tristán”. Y así sucesivamente. Cómo extraño el tono polemista de la prensa del XIX, pienso, mientras sigo leyendo.

    No es de extrañar, entonces, que ese mismo tío se agarre, para negarle la herencia, de un párrafo que la propia Flora escribe en la carta de 1829 dirigida a él, donde sintetiza cómo habían sido exactamente los vericuetos legales de la unión de sus padres y cómo es que por eso su madre, una vez viuda, quedó en la ruina total. Hija natural, resume el tío en la respuesta que le escribe al año siguiente. Te recibiré en Perú, le asegura, te querré como a una sobrina, incluso como a una hija, pero no podré acceder a tu reclamo de herencia porque, como tú misma has dicho, eres hija natural. En sus Peregrinaciones, Flora apunta que uno de los tantos abogados y miembros de tribunales con los que conversó tratando de batallar contra su tío, más precisamente el presidente de la Corte en Arequipa, le dice, sin vueltas, que ella misma se cortó la cabeza en cuatro con esa carta. Cuando su tío logró hacerse de un ejemplar de Peregrinaciones de una paria, no solo se enfureció sino que le quitó la magra pensión que había consentido en darle en compensación por la herencia que le negaba y, además, seguramente instigó para que el arzobispo Goyeneche, tildado de amarrete en esas páginas, quemara los ejemplares en la plaza pública. Literal. ¿Será esa vehemencia para ir al fondo de lo que tenga para decir, sin medir las consecuencias, lo que me fascina de Flora?, me pregunto; ¿será ese contraste con una época como esta, en la cual los mundillos literarios están tan saturados de autocensura y remilgos, de tanta estrategia de posicionamiento autoral, de falsas polémicas?

    Sí, había leído bien, comprobé al volver a mi cama ya a esta altura convertida en un escritorio desbordado, la ciudad monstruo, exactamente el nombre con el que, siguiendo mi aversión a incluir topónimos explícitos en mis novelas, llamé infinidad de veces a la ciudad de Buenos Aires en una novela que publiqué en 2017, mucho antes de haber leído algo de Flora Tristán. El hallazgo me confirmó lo que muchas veces creo, y fundamentalmente siento, que es esa especie de conexión telepática, de diálogo activo que se da con nuestros interlocutores literarios, no importa de qué época y lugar.

    La historiadora alemana va registrando en un grabadorcito ochentero el sonido de sus propios pasos mientras busca el hotel en el que Flora se hospedaba, la plaza que desde ahí se veía y el punto exacto de la costa del río en el que trabajaba a diario, con el agua hasta la cintura, Éléonore Blanc, la lavandera que se hizo íntima de Flora. Y Éléonore fue también quien rescató los manuscritos del Diario de esa gira por el sur de Francia que después pasó a ser El tour de Francia, libro que estuvo años en la sombra, más de un siglo, antes de ser publicado por primera vez en 1973, un diario de viaje en el que se siente la necesidad de propagar un ideario tanto como se siente la muerte que le pisa a Flora los talones y que, por no haberse detenido ni un segundo, la encontrará en este mismo viaje por las ciudades francesas del sur, en noviembre de 1844, a los 41 años. El estilo de El tour de Francia es vehemente, la necesidad de decir acuciante, la convicción de que lo dicho tendrá efectos contundentes sobre la marcha del mundo es total. ¿Será eso también, esa confianza en la capacidad performática de la escritura que también tuvieron las vanguardias, lo que añoro?

    Fue en una de estas noches, no me acuerdo en cuál precisamente, que me puse a leer Paseos en Londres. Bajo este título que, al igual que Peregrinaciones, sugiere una liviandad que se desvanece ya en las primeras páginas, Flora reunió las observaciones críticas que escribió —viajando por Londres pero también por Manchester y Birmingham, auténticas usinas para el desarrollo capitalista— acerca del así llamado progreso, de las injusticias que venían con él, de los desplazados que dejaba boyando por las calles o haciendo cola para conseguir empleos que los tendrían trabajando a la sombra, sin derecho alguno, durante 12 horas por día mínimo. Fue en una de estas noches, venía diciendo, que leí que, antes que llamarlo con ese título de levedad aparente, Flora decidió llamar a este libro La ciudad monstruo. Me acuerdo del zumbido que escuché al leer esa frase, una especie de alarma que se activa en mí cuando algo me afecta demasiado. Me levanté a lavarme la cara con agua fría, como para recobrar alguna pizca de lucidez. Sí, había leído bien, comprobé al volver a mi cama ya a esta altura convertida en un escritorio desbordado, la ciudad monstruo, exactamente el nombre con el que, siguiendo mi aversión a incluir topónimos explícitos en mis novelas, llamé infinidad de veces a la ciudad de Buenos Aires en una novela que publiqué en 2017, mucho antes de haber leído algo de Flora Tristán. El hallazgo me confirmó lo que muchas veces creo, y fundamentalmente siento, que es esa especie de conexión telepática, de diálogo activo que se da con nuestros interlocutores literarios, no importa de qué época y lugar.

    Después de agotarse con esas caminatas, la historiadora alemana vuelve al hotel que también, como el mío, mira al río. También ella toma notas en un teclado y tiene insomnio. En un momento va a ver a una librera y anticuaria, en busca de reproducciones de grabados del año en el que Flora anduvo por acá; en otro momento va a ver a un historiador a quien le hace escuchar sus pasos grabados. Sí, pero qué tiene que ver eso con la Historia, le pregunta él, y ella, que está tratando de pensar desde otro ángulo lo que hasta ahora había sido su profesión, le habla de la importancia de recorrer ciertos escenarios para imaginar los colores que un personaje vio, los sonidos que escuchó, los aromas que olió. Se pregunta si no será esa la manera de pasar a la acción, en vez de quedarse en una contemplación pasiva. Sus caminatas tras los pasos de Flora, entonces, no como una mera conmemoración sino como una forma de repensar un abordaje, una práctica de la narración. Me pregunto si no será eso, la necesidad de repensar algunas prácticas, más que el amor o además del amor, lo que me tiene desbordadamente insomne en este viaje. Me pregunto si lo que Flora no estará recordándome en esta larga noche, en este viaje concatenado que no es más que una de las tantas demandas que hoy en día impone la salida de un libro, es la necesidad de practicar una paradójica anacronía, un poco eso que plantea Agamben cuando se pregunta por lo contemporáneo, esa necesidad de no plegarnos plenamente a una época, esa necesidad de no dejarnos enceguecer por las luces del siglo para, en cambio, ser capaces de vislumbrar en ellas “la parte de la sombra, su íntima oscuridad”.

     

    Ilustración: Paola Irazábal.

  14. Francisca Noguerol: “La de Zurita es una obra total”

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    Raúl Zurita (1950), sin duda el poeta vivo más importante de la literatura chilena, ha recibido reconocimientos como el Premio Nacional de Literatura 2000, el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2016, y el Premio Reina Sofía de Literatura Iberoamericana 2020. Sus libros, entre los que destacan poemarios como Purgatorio, Anteparaíso, La vida nueva y Zurita, constituyen una unidad inseparable, un solo gran poema que cruza vida y literatura, historia y política. Esta es una voz poética polifónica, una escritura material que se traza en el cuerpo y en la naturaleza, como recalca aquel verso del Canto a su amor desaparecido tallado en el Memorial del Detenido Desaparecido y del Ejecutado Político: “Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas, al mar, a las montañas”.

    Zurita, creo, en la totalidad de su obra, identifica la pérdida y la muerte como las fuentes del sentido”, dijo el rector Carlos Peña durante su discurso de inauguración: “El Golpe aparece en Purgatorio, en Anteparaíso, desde luego, y en Zurita, como un acontecimiento terrible, dramático, depredador de la existencia, pero al mismo tiempo, como una fuerte muy notable de sentido. Por todo eso creo yo que sobran las razones para celebrar a Zurita”. Luego habló el escritor y director de la Escuela de Literatura Creativa UDP, Álvaro Bisama, quien se refirió a esta obra como “una literatura que aspira a transfigurar lo real para entenderlo, para sanarlo, para recuperarlo, para ser una única utopía posible, una casa donde está la esperanza de derrotar a la muerte”. La jornada de ayer continuó con la conferencia de Francisca Noguerol, catedrática de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca (España), dos mesas críticas sobre la obra de Zurita desde el punto de vista de la literatura y las artes visuales, y la proyección del documental Zurita y los asistentes, de Jael Valdivia.

    Esta actividad abierta a todo público continuará hoy en el auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra. Partirá a las 10 horas con otra conferencia, esta vez a cargo de Adela Busquet, de la Universidad Nacional de las Artes (Argentina), seguida de la inauguración de la exposición “Zurita Expandido”, una lectura que empezará al mediodía y contará con la participación del propio Raúl Zurita, teloneado por los poetas Héctor Hernández Montecinos, Paula Ilabaca Núñez y Soledad Fariña, además de estudiantes y alumni de la Escuela de Literatura Creativa. Por último, a las 15 horas se exhibirá el documental Zurita, verás no ver, de Alejandra Carmona Cannobio.

    Francisca Noguerol durante su ponencia en el auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra.

    Ética y estética

    Raúl Zurita: una poética de la orfandad” se tituló la conferencia de la académica sevillana Francisca Noguerol, quien no solo se ha dedicado al estudio de la obra de Zurita, sino que también estuvo a cargo de la edición de la antología Verás auroras como sangre (Ediciones Universidad de Salamanca, 2021). Luego de esta ponencia, en que analizó su escritura como una que adopta “personas poéticas (…) encaminadas a dar cuenta de los anulados de la historia”, tuve la oportunidad de conversar con ella y hacerle algunas preguntas en torno a Zurita.

    ¿Desde cuándo te interesaste en su poesía?
    Desde muy joven. Me fascinó la literatura escrita en español que no era de la Península Ibérica, porque la veía mucho más apasionada, intensa y ética, pero con una estética y unos registros del español que eran muy diversos a los de la Península. Leí a Raúl Zurita con 17 años y me conmocionó. Recuerdo perfectamente: estaba al lado del Guadalquivir, comiendo pescado frito con unos cuantos amigos (nos llevábamos en ese momento nuestros poemarios, nuestra cervecita, claro) y de pronto un chico sacó un texto de Zurita. Fue algo tan absolutamente apabullante que yo sentí que tenía que irme de la reunión y conseguir aquel libro. Por supuesto que estaba fotocopiado, estamos hablando del año 1987. Fue apasionante. Y me pasó como a toda la legión de sus admiradores. Descubrimos, como ha dicho muy bien el rector de la universidad, que él construye mundo, porque la suya es una ética y una estética al mismo tiempo.

    ¿Cómo describirías la obra de Zurita?
    El adjetivo “total” no se puede repetir para muchas obras, solamente es apto para T. S. Eliot, para Joyce, para Kafka. La de Zurita es una obra total, sin duda. Espero que le den el Cervantes, muy pronto, y es nuestro más firme candidato en español al Nobel; en eso tenéis suerte los chilenos con tan grandísimos poetas en vuestro haber. Pero le den o no cualquier otro premio, que estoy segura de que sí los conseguirá, lo importante de Zurita es que va a trascender en el tiempo. Es un clásico en el sentido etimológico de la palabra: cada generación ha sabido leerlo y extraer interpretaciones nuevas de su obra, cada generación lo aplica con ojos nuevos a su época. En su momento, por ejemplo, durante la dictadura pinochetista, muchos lo vieron por el compromiso, pero después de La vida nueva es sobre todo el autor de la ética, de los pobres, de los desfavorecidos, y eso me importa mucho destacarlo. Zurita siempre será clásico porque se harán lecturas nuevas de su obra, en el siglo XXII, en el siglo XXIII, y siempre llegará a aquel que lo esté buscando. Por eso se trata de una obra total.

    ¿Cómo fue editar la antología Verás auroras como sangre?
    Fue cuando ganó el Premio Reina Sofía. Siempre se encarga la edición y el estudio introductorio a un profesor al que se considera afín, y yo llevaba aproximadamente unos 18 años enseñando a Raúl en mis programas de estudio. Entonces tuve la enorme oportunidad de trabajar mano a mano con él, de ver su enorme generosidad: está siempre presente, a mano, ayudando, entregando textos. A partir de ahí aumentó todavía más mi admiración por él.

    Es un clásico en el sentido etimológico de la palabra: cada generación ha sabido leerlo y extraer interpretaciones nuevas de su obra, cada generación lo aplica con ojos nuevos a su época. En su momento, por ejemplo, durante la dictadura pinochetista, muchos lo vieron por el compromiso, pero después de La vida nueva es sobre todo el autor de la ética, de los pobres, de los desfavorecidos, y eso me importa mucho destacarlo. Zurita siempre será clásico.

    El desamparo

    La antología editada por Noguerol parte ―al igual que Tu vida rompiéndose (Lumen, 2021), la compilación seleccionada por el propio autor― con “Del Mein Kampf de Raúl Zurita”, una especie de manifiesto que anunciaba tempranamente el recorrido de su poesía, un plan que proyecta su “propio trabajo entendido como una práctica para el Paraíso, no para el cielo vacío. (…) Yo sé (y mis amigos también) que cuando podamos rediseñar nuestros trabajos y por ende romper con cualquier obligación al servilismo físico o mental, todos ―muertos y vivos― podremos por fin, con el producto de nuestra práctica aquí ―no con nuestro desvarío― revertir nuestras carencias y por ende corregir el cielo. Ese es el camino de mi vida”.

    ¿Por qué escogiste este texto para dar inicio al libro?
    Yo consulté toda la antología con Raúl y me di cuenta de la importancia de ese texto ensayístico, porque en él habla de que no quiere seguir la falacia autobiográfica, o sea, no quiere ser un tipo individualista que hable continuamente y de forma onanista de su yo, sino que quiere hablar para todos, desindividuar su voz. Y en “Del Mein Kampf” (con lo jovencito que era, porque te estoy hablando de un texto de 1979, pero que ya tenía pensado en 1974, con 24 años) él ironiza con el título Mi lucha, precisamente para contestar el título horrible de uno de los tipos más megalómanos del siglo XX, Adolf Hitler, para decir que su lucha era precisamente la contraria: no la de llevar al pueblo, gracias a su narcisismo, a un nuevo Reich o imperio, sino para mostrarse con los de abajo, y de ahí su trabajo con las comunidades y otros colectivos desfavorecidos.

    Esto se vincula a la orfandad de la que hablaste en la conferencia, un asunto que has tratado ya en otros textos y que lees como un tema central en la obra de Zurita.
    Esta vez lo revisé y lo amplié a la hora de preparar la ponencia. Quería circunscribirme más a una idea que estoy investigando en estos momentos: la divinidad otra. Porque como ha dicho el señor rector en el inicio, es cierto que Zurita profesa un cristianismo en ruinas, que busca la trascendencia en un mundo sin trascendencia. Creo que esta es una clave de su escritura.

    Porque al final todo su trabajo cabe dentro de ese tema: el desamparo en que quedó la humanidad.
    El desamparo total, el desamparo colectivo, y sin obviar nunca que uno también puede realizar o cometer actos culposos con los otros, que es lo que lo hace tan honesto. No ha sido nunca una persona que oculte absolutamente nada, porque se muestra en carne viva. No tiene una pose de autor, precisamente porque su voz es la de los que hablan para ser portavoces de toda una sociedad. Por eso lo admiro tanto.

     

    Fotografía de portada: El poeta Raúl Zurita sentado entre el público de “Zurita Expandido”.

  15. ¿Qué hacemos?

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    En el fondo del terreno dejamos que crezca lo que quiera, ahí tenemos el compost, el cordel para secar la ropa, un invernadero pequeño, troncos pudriéndose. Un amigo de mi pareja que nos visita les toma fotos. Me intriga lo que ve y yo no. Antes de jubilarse trabajó en diarios y montó un par de exposiciones. Me pregunto qué hace ahora con las que toma: ¿las deja en la cámara?, ¿las archiva?, ¿sabe la brizna de pasto que no será vista por otros ojos? ¿Modifica su mirada este cambio de estatus de las cosas? Desde la pandemia que pienso en la interrupción. ¿Recuerdan el silencio en la ciudad?, ¿la sensación de que sí es posible parar y hacerse a un lado?

    No sé quién lo ve primero. Es muy pequeño, aunque ya tiene plumas. Se aleja de nosotros a pasitos. Miramos hacia arriba a ver si damos con el nido. Tampoco. Vivimos con dos gatos. Cuando vengan para atrás, adiós pajarito. Acerco mi mano para cogerlo, me da resquemor tocar un cuerpo tan distinto, palpo los huesitos, mi dedo se hunde, busco una postura para retenerlo sin hacerle daño. A simple vista no se entiende por qué no vuela.

    ¿Qué hacemos?, pregunto. Los amigos de mi pareja mantienen silencio, como si por estar en nuestra propiedad, nos correspondiera a nosotras decidir. Lo coloco dentro del invernaderito, se esconde entre los plantines de tomates. Le llevo un gusano californiano. Nada. Agua, nada. Nos distraen los chillidos de una pareja de benteveos que sobrevuelan nuestras cabezas. Deben ser sus padres, opina mi pareja. Ella también está jubilada. Los tres comparten un tiempo que no sé describir.

    Los benteveos vinieron a buscar a su pichón perdido, les digo. Y lo dejo en el suelo. ¿Imaginé que iban a cogerlo por el pico, subirlo al árbol, obligarlo a volar? Nadie viene por él. ¿Qué hacemos?, pregunto. Los amigos de mi pareja mantienen silencio. Me resulta extraño que él tome fotografías de tantas cosas y ni una del pichón. Lo alzo hasta una rama de la morera. Es un blanco tan visible como en el pasto. Vamos a la casa. Los jubilados, a conversar. Me alejo irritada de ese tiempo que comparten. El pichón no está en la morera, lo encuentro detrás de las briznas de pasto que el amigo de mi pareja estuvo fotografiando. Apenas lo tomo, los benteveos se ponen a chillar. Recuerdo la jaula que le compramos al cachurero de Vagues. Mi pareja se niega a encerrarlo. Solo hasta que se recupere, sugiero sin saber de qué tendría que recuperarse. Pobrecito, está muy asustado, dice por única vez la compañera del fotógrafo, cuando lo dejo nuevamente en el invernaderito. Ella jubiló de sicóloga.

    Las buenas personas que rescatan animales en los videos de las redes no se preguntan como yo qué hacer. Los llevan a su casa, les dan de comer y de beber en jeringuillas o pinzas, duermen con ellos, les dan nombres, los arropan.

    No sé quién lo ve primero. Es muy pequeño, aunque ya tiene plumas. Se aleja de nosotros a pasitos. Miramos hacia arriba a ver si damos con el nido. Tampoco. Vivimos con dos gatos. Cuando vengan para atrás, adiós pajarito. Acerco mi mano para cogerlo, me da resquemor tocar un cuerpo tan distinto, palpo los huesitos, mi dedo se hunde, busco una postura para retenerlo sin hacerle daño.

    Para protegerlo de los gatos tendría que bajar la tapa del invernaderito. En ese caso, la pareja de benteveos y su pichón dejarían de tener contacto visual y él quedaría encerrado en el bosque de tomates. No puedo hacerlo. Al mismo tiempo tengo la sensación culposa de haberme apresurado. Debí dejarlo en el invernadero, acercarle el gusano con una pinza, esperar a que pudiera volar y solo entonces devolverlo a la corriente de la naturaleza.

    Hay un ensayo, el autor es francés, no recuerdo su nombre; dice que a ciertas personas que pierden su puesto o que les va mal o toman decisiones que no resultan o se detienen a pensar si quieren seguir en la fila, se les hace dificilísimo volver a la circulación; como en una pesadilla, la fila los repele. Si dejara de producir y me hiciera a un lado… pienso en el pichón, en los tres jubilados, en la brizna de paja, en el limbo en el que podríamos quedar.

    Mi pareja trae la noticia de que el pichón está vivo bajo los troncos. Es difícil que los gatos lo saquen de allí, advierte feliz. De camino hacia el fondo escuchamos unos gritos desgarradores que vienen del cielo. Uno de los gatos se aleja corriendo. Alrededor de los troncos podridos quedan dispersas las plumas.

    Casi un mes después encuentro un video donde un rescatador de aves explica que, al final de su ciclo natural, algunos pichones que ya desarrollaron plumaje, aunque todavía no vuelan, se tiran al piso. Durante ese periodo los padres los siguen y alimentan. Se le llama volantón. El rescatador pide a las personas que no los levanten. En su mayoría, sobreviven. Otra parte serán comidos por zorros, comadrejas, serpientes, gatos, como parte de la cadena alimentaria. Sepamos no interferir, estamos atochados de llamados, déjenlos donde los encontraron, ruega.

     

    Fotografía de portada: María Aramburú.

  16. Esther Kinsky: una mirada errante

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    Esther Kinsky es una de las escritoras alemanas contemporáneas más destacadas y reconocidas. Su escritura no se teje sobre el espectáculo de sí misma, ni narra la inmediatez del presente, sino que elabora un tiempo y una poética que toma distancia de la urgencia del instante. Kinsky construye en sus novelas tramas complejas, morosas, que traen ecos de Sebald, por ejemplo, de una tradición que pone el trabajo con la lengua en una centralidad conmovedora.

    En la lectura de Arboleda, River y Rombo, esta última su más reciente novela, se van trazando las continuidades de una obra; es decir, se puede contemplar el mapa de un recorrido. La idea de recorrido en la escritura de Kinsky no es casual. Diría que incluso la atraviesa. Un recorrido por paisajes marginales, desconocidos o visitados en otra época. Una narradora vuelve o descubre un lugar y comienza a habitarlo desplegando una sensibilidad que se concentra en el detalle, en los pequeños movimientos del día, en la luz o en el recuerdo. La idea que puede condensar esta búsqueda es, como dice la misma autora, la de zona fronteriza. Una escritura que habita la frontera.

    En la frontera

    River es la historia de una mujer que comienza una nueva vida en un suburbio de Londres. Elige un lugar que no remite a nada de su pasado, que desconoce por completo y reconstruye, desde allí, la relación que ha tenido con los ríos de su infancia y con los ríos de su vida. Traduzco un fragmento: “¿Cuáles eran mis recuerdos de los ríos, ahora que vivía en una isla cuyos pensamientos se dirigían hacia el mar, donde los ríos parecían poco profundos y bonitos, perceptibles solo cuando se deshilachaban en llanuras, o cortaban profundos canales mientras fluían hacia el mar?”.

    En cada capítulo de la novela se evoca un río. Y, a modo de síntesis, irrumpe también la técnica de la fotografía. Un paisaje capturado que no necesariamente refleja lo que se narra. Es otra cosa. Es probable que de allí, y no solo por las fotos, venga la conexión con la búsqueda de Sebald. Pero también podría pensarse una relación con la escritura del argentino Sergio Chejfec. Hay un capítulo de River que es una larga caminata junto al río Lea (las caminatas son centrales en esa idea de recorrido del paisaje en Kinsky: caminata, evocación y captura del paisaje a través de la foto), la narradora documenta, retrata, por momentos se quiebra la distancia con los otros; todo eso trae el recuerdo de Mis dos mundos, por ejemplo, esa caminata que despliega Chejfec por un parque en Brasil y a partir de la caminata se disparan percepción y memoria, formas de la narración que construyen un ida y vuelta entre quien camina y el territorio caminado.

    Lo mismo pasa en la escritura de Kinsky. Una contemplación reflexiva que se prolonga como modo narrativo de libro en libro. En la siguiente novela, Arboleda, el escenario es Italia. La idea de un recorrido por un territorio nuevo es parecida a la de River. Salirse de uno para encontrar en ese intervalo del viaje un destello novedoso.

    Rombo, por su parte, mantiene el escenario, Italia, pero ahora la narración es construida de un modo distinto a las anteriores. Porque son las voces y los testimonios de otros los que articulan el relato a partir del terremoto ocurrido en Friuli, en mayo y septiembre de 1976. Un terremoto devastador, que se ensañó dos veces en el mismo año con una zona del norte de Italia, dejando más de mil muertos y enormes daños materiales. Siete voces que Kinsky reconstruye van tejiendo la historia que pone en el centro la pérdida, la destrucción de un lugar y la imposibilidad de volver a afianzar una identidad en un territorio que ya no será como era.

    El mecanismo narrativo de Kinsky se constituye al estar en la frontera; estar en la frontera a partir de un cimbronazo: el exilio en River, el duelo en Arboleda o un terremoto en Rombo. Así se dispara la búsqueda. Dice Kinsky: “Me vino a la memoria el concepto de zona fronteriza, pues en aquella zona el tiempo transcurría de otro modo y regían otras leyes”.

    La escritura de Kinsky (…) se esmera en capturar el paisaje y las cosas más que los sentimientos. O mejor, es a través del paisaje, las cosas y los desplazamientos que emergen como onda expansiva los sentimientos. En este sentido, si bien el material que trabaja en sus tres novelas es un material evidentemente autobiográfico (Kinsky nació en Renania, a orillas del Rin, en 1956; es también traductora y vivió en Londres; su vida está muy cerca de la vida de sus narradoras), no hace de esa intimidad una exhibición explícita, sin mediaciones. Al contrario, capa sobre capa, monta, en un juego de desplazamientos, un artefacto estético que trasciende lo meramente coyuntural y biográfico.

    Los vivos y los muertos

    En las iglesias rumanas hay dos lugares para las velas. En uno están las velas para los vivos, en otro para los muertos. En uno está la esperanza, en otro el recuerdo. Kinsky comienza Arboleda a partir de esa evocación y así traza una línea fronteriza entre la tierra de los vii y la isla de los morti. Lo que le interesa es pensar en ese pasaje.

    La narradora entonces hace un viaje, sola, por Italia. Había planeado y fantaseado hacer ese viaje con su pareja, pero M. muere y la narradora de todos modos decide dos meses después llevarlo a cabo. Es el mismo recorrido que habían pensado juntos. Ahora es un viaje solitario para enfrentar un duelo habitando pequeños pueblos interiores de Italia.

    Arboleda está compuesta como un tríptico. Cada una de las partes lleva el nombre del pequeño pueblo en Italia que se explora: Olevano, Chiavenna y Comacchio. Pueblos que ocupan zonas distintas. Cuando la narradora llega a Olevano Romano, en el centro de la península, convive también en esa frontera que traza entre los vii y los morti. Entre la colina donde está el pueblo y la colina donde se ve, permanentemente, el cementerio, allí sucede el deambular del duelo. La mirada en esta parte inicial roza el objetivismo: hay una narradora atravesada por el dolor, que apenas nombra la pérdida y que se detiene en el afuera: muros, caminos, vegetación. Dice Kinsky: “La ausencia es impensable mientras haya presencia”. En Chiavenna, ubicada en la Lombardía, en cambio, la narración opera como evocación y la centralidad la tiene el padre de la narradora. Reconstruye así los viajes que hacía en su infancia por Italia. En Comacchio, un pueblo a orillas del Adriático, regresa al presente y es aquí donde la figura de M. sale de ese silencio largo y comienza a ocupar un poco más de espacio. Comienza a ser nombrado desde esa misteriosa inicial. Solamente como letra M. Y es también donde la reflexión sobre el duelo y la muerte sale de la frialdad y la quietud que prevalece en Olevano.

    La escritura de Kinsky, de todos modos, se esmera en capturar el paisaje y las cosas más que los sentimientos. O mejor, es a través del paisaje, las cosas y los desplazamientos que emergen como onda expansiva los sentimientos. En este sentido, si bien el material que trabaja en sus tres novelas es un material evidentemente autobiográfico (Kinsky nació en Renania, a orillas del Rin, en 1956; es también traductora y vivió en Londres; su vida está muy cerca de la vida de sus narradoras), no hace de esa intimidad una exhibición explícita, sin mediaciones. Al contrario, capa sobre capa, monta, en un juego de desplazamientos, un artefacto estético que trasciende lo meramente coyuntural y biográfico. Comprender, en ese viaje, el lenguaje cifrado de una arboleda, tal como dice Wittgenstein en la cita que abre el libro, es uno de los desafíos: “¿Tiene sentido señalar una arboleda y preguntar si se comprende lo que dice un grupo de árboles? En general, no. Pero ¿no podríamos expresar un sentido ordenándolos de determinada manera? ¿No podría ese orden ser un lenguaje cifrado?”.

    Y casi al final de Arboleda leemos: “Había aprendido a marcharme, a borrar huellas, a guardar lo acumulado y recolectado, a establecer en la memoria una imagen de espacios interiores que nunca llegaría a imprimirse. Lo que acabará asentándose en el recuerdo es algo que nunca se sabe por adelantado, algo que se sustrae a todo propósito”. En este fragmento se puede leer también la famosa tensión planteada por Proust entre memoria voluntaria y memoria involuntaria. La memoria voluntaria operaría en forma mecánica, burocrática, como un álbum de fotos que muestra una y otra vez, insistente, el mismo recuerdo. En cambio, como se sabe, la memoria involuntaria irrumpe inesperadamente, sustrayéndose a todo propósito. Esa es la forma que despliega Kinsky en su escritura. Recoge para dejar sedimentar y que brote, así, lo inesperado. Pero para que eso suceda debe existir un paisaje a recorrer, un camino a transitar, y una mirada dispuesta a dejarse llevar. Como dice el verso de Charles Olson: “Tu ojo, el errante, ve más”. Kinsky utiliza ese verso para abrir su novela River. Pero podría ser también una buena condensación estética de toda su obra.

     


    Arboleda, Esther Kinsky, Periférica, 2021, 336 páginas, $32.410.


    Rombo, Esther Kinsky, Periférica, 2023, 256 páginas, 31.920.

  17. Zzz

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    Escribo Zzz con mi teléfono y se marca una carita de sueño. Se apagó el lenguaje, o se duerme. La escritura ya mutó. O bien se está borrando la escritura en favor de un lenguaje simple, que no requiere la articulación en un discurso. Ya no es necesario decir: me voy a dormir o estoy cansada. Basta con escribir Zzz. O bien se está introduciendo algo parecido a los jeroglíficos, es decir, imágenes que son signos, escritura. Estaríamos entonces leyendo de otra forma, leyendo imágenes. O bien, serían imágenes de escritura: en la carita de sueño, vemos la palabra sueño o dormir o aburrido o quedarse dormido. En este último caso, en la carita de sueño, en el emoji en general, vemos el sueño de la escritura: la vemos descansar, pero con las imágenes que fabrica, con las imágenes que son producto de las letras, tal como la carita de sueño aparece con la sucesión de tres Z.

    Entonces cuando escribo Zzz estoy en este momento liminar: o bien es la extinción del lenguaje; o bien es el inicio de un nuevo lenguaje.

    Lo más probable es que no es nada tan grave o nada tan prometedor, aunque no deja de ser insólito. El lenguaje ya no es una mera híper estructura que nos determina: tiene un inconsciente, produce imágenes y los seres humanos que lo usamos estamos ahora viendo y manipulando el inconsciente del lenguaje.

    Así con la letra Z: hay que investigar en qué era de la escritura estamos.

  18. Un homenaje enredoso

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    Hace ya muchos años le preguntaron al historiador Mario Góngora, en una entrevista, por la influencia que había tenido entre sus estudiantes. Respondió que había sido escasa, lo que atribuyó a su carácter reservado.

    Suponiendo que su juicio haya sido correcto, su influencia aumentó mucho tras su muerte, cuando ya no hacía clases y la reserva de su carácter ya no era un impedimento para conseguirle seguidores. Hoy muchos mantienen vivo su legado y lo consideran no solo un gran historiador, sino también uno de los principales intelectuales chilenos de la segunda mitad del siglo XX. Varios todavía lo recuerdan como un profesor fundamental, y en este sentido es revelador que los tres historiadores chilenos más importantes de los últimos 20 años, Alfredo Jocelyn-Holt, Gabriel Salazar y Joaquín Fermandois —entre sí muy distintos en todos los sentidos imaginables— fueran discípulos suyos. En los últimos años se han estado reeditando sus libros y se le han hecho homenajes públicos, algo totalmente inusual entre los historiadores chilenos, a quienes con suerte recuerdan los especialistas. El caso de Góngora tiene, además, el rasgo especial de que se haya revalorizado también su dimensión humana o que su figura intelectual se haya percibido de manera póstuma como un modelo de integridad moral. La publicación del libro El último romántico. El pensamiento de Mario Góngora, de Hugo Herrera, es una confirmación de este fenómeno y de algunos de los inconvenientes que esto puede implicar.

    En este libro, Hugo Herrera —filósofo, académico, columnista y asesor político— explica bien cuáles fueron las principales facetas de la vida intelectual de Góngora, asumiendo como una premisa, al parecer correcta, que el historiador sostuvo a lo largo de toda su vida una unidad o continuidad en sus ideas. Herrera separa las fases de la vida intelectual de Góngora por capítulos, desde sus años de estudiante, que él registró en su diario de vida, hasta sus principales trabajos como historiador y ensayista, y al mismo tiempo mantiene esa unidad de sus ideas que se podría sintetizar en la noción de romanticismo. Herrera explica de manera precisa y acabada cuáles fueron los aportes de Góngora en la historia del derecho chileno, estableciendo la relación que existe entre sus ideas sobre el Estado indiano y las que expuso más tarde en su libro Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX.

    El análisis de Herrera sobre las obras fundamentales de Góngora es un acierto, pero en la caracterización que hace de las ideas políticas y filosóficas del historiador, su libro se enreda demasiado, al parecer innecesariamente. Herrera llama a Góngora como el último romántico, y esto supone algunos inconvenientes, no solo porque el lector podrá, como a mí me pasó, escuchar dentro de su cabeza la voz pastosa de Nicola di Bari, rodeada de violines llorones cantando que él era el último romántico del mundo, sino porque existen pocos términos históricos más difíciles de definir y aplicar que este. Cuando hablamos de romanticismo podemos referirnos no solo a un movimiento artístico o literario —generalmente con un carácter nacional—, a una actitud vital o a una visión del mundo que podrá o no tener un marco cronológico acotado y a otro montón de acepciones, más o menos borrosas y muchas veces peyorativas, tal como lo describió hace muchos años Jacques Barzun en un trabajo dedicado a este mismo asunto. Es un lugar común asumir que romántico significa solo emocionalidad, espiritualidad, misterio o asociar el término a lo gótico o irracional, porque la verdad es muy distinta e incluso opuesta.

    El análisis de Herrera sobre las obras fundamentales de Góngora es un acierto, pero en la caracterización que hace de las ideas políticas y filosóficas del historiador, su libro se enreda demasiado, al parecer innecesariamente. Herrera llama a Góngora como el último romántico, y esto supone algunos inconvenientes, no solo porque el lector podrá, como a mí me pasó, escuchar dentro de su cabeza la voz pastosa de Nicola di Bari, rodeada de violines llorones cantando que él era el último romántico del mundo, sino porque existen pocos términos históricos más difíciles de definir y aplicar que este.

    Góngora propuso en uno de sus ensayos una definición de romanticismo como una visión de la vida y el mundo, como “una profunda tentativa de rescate de la libertad interior al afirmar el cosmos como vida y la infinidad de la vida en el interior del alma individual”. Para él, el romanticismo era eminentemente alemán y no tenía época. Herrera observa también que Góngora vio en el romanticismo una manera de hacerle frente al avance de la “desacralización” que, según él, venía arrasando con el mundo desde el siglo XVIII. Sin embargo, la ambigüedad de este concepto le hizo a Herrera una zancadilla en otra parte de su libro, cuando sostiene que “Góngora tiene, ciertamente, innegable inclinación de cuño romántico, pero es también, ya en los años 30, un incipiente erudito y sus textos acusan los rasgos propios de un pensador en forma, provisto del vigor mental idóneo para producir rigurosas referencias y encadenamientos argumentales”. Lo que permitiría suponer que la erudición, el vigor mental o el pensamiento serían ajenos al romanticismo, que vendría a ser sinónimo de misterio y espiritualidad. Creo que una clave para explicar este enredo está en que, tal como sugiere Herrera, el romanticismo de Góngora fue una reacción al espíritu ilustrado, y no creo estar faltándole el respeto al maestro ni a su discípulo si propongo que a los dos se les nota un marcado sesgo “anti-ilustrado”.

    Herrera sugiere que después de la Ilustración hubo una “reivindicación” de la comprensión de la vida como fenómeno y experiencia, que tuvo importantes consecuencias políticas.

    Si entiendo bien, esto quiere decir que hubo una reacción a una concepción mecanicista o materialista de la vida que sería propia de la Ilustración, la cual había propuesto “un entendimiento del mundo en analogía con una gran máquina de partes agregadas”. Herrera sostiene que el romanticismo habría socavado estos esfuerzos “unidireccionales”, planteando que en lo vivo “parecía haber un todo de partes que gozan de autonomía, a la vez que su operación y su existencia están definidas por el todo que las traspasa, informándoles completamente y posibilitando sus relaciones recíprocas”. Sin embargo, esta visión romántica de la vida es más o menos igual a la propuesta por Buffon en 1749, en su famosa Historia natural, uno de los más grandes emblemas de la Ilustración: “El verdadero manantial de nuestra existencia, no está en esos músculos, venas y arterias y nervios, que han sido descritos con tanta minuciosidad; debe de encontrarse en las fuerzas más ocultas que no se encuentran limitadas por las toscas leyes mecánicas que quisiéramos poner sobre ellos”. No puede generalizarse sosteniendo que la Ilustración fue materialista ni mecanicista, ya que el vitalismo o lo que se ha llamado el “empirismo sentimental” fueron tendencias ilustradas cruciales que animaron no solo las ideas de Buffon, sino de varios más, como Hume y Diderot.

    Alguna vez cometí la imprudencia de decir en público que Mario Góngora había sido un conservador y alguien no se demoró en corregirme, diciéndome que en realidad había sido un tradicionalista. Y tenía razón. La mejor caracterización que he encontrado sobre el tradicionalismo de Góngora la hizo hace años el historiador Adolfo Ibáñez, en un ensayo donde superpuso los términos tradicionalismo y romanticismo, asumiendo que para Góngora estas eran nociones coincidentes e intercambiables. Según Ibáñez, un tradicionalista es alguien que ve el presente como un momento decadente y que no espera nada de él ni del futuro, mientras no se restableciera la tradición cuya pérdida era la causa de todos los males actuales y por venir. El tradicionalismo podía tener una vertiente revolucionaria y, tal como decía Góngora, suponía haber vivido intensamente esta experiencia revolucionaria, y así después asumir una actitud contraria. Para entender esta paradoja es necesario revisar la particular interpretación de la historia de Chile que Góngora pergeñó prematuramente y que es más o menos la siguiente: en Chile, la Revolución francesa o el proceso de la Independencia —dos experiencias herederas del espíritu ilustrado— no tuvieron gran impacto o trascendencia porque no lograron modificar la estructura del Estado colonial, que mantuvo su vigencia como director de la vida nacional durante gran parte del siglo XIX. La verdadera revolución, según Góngora, ocurrió en Chile mucho después, a partir de finales del siglo XIX y principios del XX, cuando la oligarquía transformó al Estado, haciéndolo abandonar su función anterior para subordinarse a sus propios intereses económicos.

    Fue en medio de este gran cambio, en el que se consolidaron el poder de la oligarquía y de las fuerzas económicas dominantes del capitalismo extranjero y nacional, que surgió la vocación revolucionaria de Góngora en sus años de estudiante, primero de Derecho, en la década del 30, y luego de Historia, en la primera mitad de la década siguiente. Es esta revolución la que explica su fuerte vocación política durante esos años y el tenor de ese discurso que dictó en octubre de 1937, cuando un tímido recién egresado de Derecho de poco más de 20 años, muy flaco y de bigotito, proclamó “el llamado de la revolución”, afirmando que “la vida, la bondad, la belleza, todo lo que es divino y humano en el hombre, están hoy en lucha contra el poderío de la burguesía capitalista, y ni el dinero, ni la propaganda, ni la violencia triunfarán contra los deseos más profundos de la humanidad”.

    Góngora enarboló el estandarte de esta revolución antiliberal hasta más o menos 1945, cuando tuvo que asumir su derrota, ya que el nuevo escenario de la posguerra permitió que en el mundo se impusiera el modelo del capitalismo internacional y el predominio indisputado de la forma de vida norteamericana, uniforme, homogénea y tecnocrática. A partir de esa derrota, su posición revolucionaria se volvió una reacción tradicionalista y romántica, pero entonces Góngora decidió abandonar sus afanes políticos y militantes, y se replegó en su trabajo de historiador.

    Herrera parece haber seleccionado algunas referencias intelectuales de Góngora y descartado otras, siguiendo un criterio misterioso. ¿Por qué, por ejemplo, prefirió al filósofo Husserl sobre el historiador Burckhardt? O a ¿Carl Schmitt en lugar de Edmund Burke? Sospecho que estos nombres están más cerca suyo que del homenajeado.

    Una nueva etapa en la vida ideológica de Góngora sobrevino a comienzos de los 60, cuando el historiador constató que el Estado chileno había cometido el error de seguir la dirección de lo que llamó las grandes planificaciones globales, es decir, propuestas políticas, económicas y sociales importadas e impuestas desde arriba, ignorando la historia chilena y sus particularidades. Góngora expuso estas ideas en su ensayo más famoso, describiendo una secuencia de planificaciones que comenzó con el proyecto desarrollista de Frei Montalva de los años 60, siguió con el proyecto del socialismo marxista de la UP y culminó con el proyecto neoliberal de los Chicago Boys y del gremialismo. Hay una anécdota curiosa contada por Armando Uribe que puede explicar el tenor de al menos una de las fases de estas planificaciones y, de paso, demostrar la influencia de Góngora. Uribe, que cuando chico había sido alumno de Góngora en el colegio, le preguntó en 1971 a Jacques Chonchol, quien fue uno de los encargados de dirigir la Reforma Agraria, si había leído los trabajos de Mario Góngora sobre la historia social del campo chileno, donde se explicaban las complejidades del mundo que él pensaba intervenir. Chonchol le dijo que no tenía tiempo para esa clase de cosas. Uribe terminó el asunto con una reflexión sobre la flojera. Lo mejor del libro de Hugo Herrera es su análisis sobre estas planificaciones globales y sus limitaciones en sus intentos de manipular la realidad nacional, pasando por encima de las tradiciones y de la cultura popular (y esto no significa que yo coincida con sus ideas sobre el espíritu o el alma nacional).

    El ensayo o lo que Góngora llamó sus “estudios históricos” fueron los géneros en los que pudo expresarse mejor. Esto, naturalmente, no implica desmerecer sus monografías históricas relativas a la propiedad rural y el trabajo en el periodo colonial, obras que Herrera califica como muestras de “historia telúrica”. Pero a través de estos ensayos y estudios —que poco o nada tienen de telúricos—, Góngora mostró la amplitud de sus capacidades intelectuales, su habilidad para desarrollar interpretaciones creativas, sintéticas e inteligentes, a partir de su gran erudición. En algunos de estos ensayos finales Góngora también pudo adoptar la posición de “diagnosticador”, un observador de la situación de su tiempo, que tanto había admirado en autores como Nietzsche y Burckhardt.

    Como dije antes, pienso que Hugo Herrera se ha enredado de manera innecesaria al caracterizar las ideas de Góngora o en la presentación de sus fundamentos filosóficos. Pareció olvidar que Góngora, antes que ninguna otra cosa, fue un historiador, y que la historia de Chile, América y Europa fue el principal punto de partida de sus cavilaciones y principal foco de sus lecturas. Herrera parece haber seleccionado algunas referencias intelectuales de Góngora y descartado otras, siguiendo un criterio misterioso. ¿Por qué, por ejemplo, prefirió al filósofo Husserl sobre el historiador Burckhardt? O a ¿Carl Schmitt en lugar de Edmund Burke? Sospecho que estos nombres están más cerca suyo que del homenajeado. Me parece que las abstrusas disquisiciones metafísicas de Herrera no siempre reflejan el tono de las reflexiones del mismo Góngora, que normalmente fue claro y sencillo en sus argumentaciones. Tampoco entiendo bien por qué si Herrera basó en buena parte su interpretación filosófica de las ideas de Góngora usando como referencia algunos de sus trabajos incluidos en el libro Civilización de masas y esperanza y otros ensayos, publicado como un homenaje poco tiempo después de su muerte, no presentó directamente este libro. Esto es importante, porque fue en estos ensayos, generalmente excelentes, donde el público pudo conocer una dimensión de las ideas de Góngora que hasta entonces conocían sus interlocutores y alumnos.

    En su libro, Herrera hace, por un lado, una abalanza monumental de Góngora, donde casi no hay crítica o reparo, presentándolo como alguien que siempre fue más lejos que el resto de los mortales, una especie de guerrero místico. Me refiero a expresiones como esta: “Nunca dejó de existir el Góngora que busca más allá; en las articulaciones institucionales y en el estudio de los documentos y testimonios, hacia los mundos perdidos del pasado. Y allende las premuras del ruido, hacia los misterios del alma y la vida. Mundos perdidos y el misterio existencial: esos son rumbos de su vocación”. Mientras que, por otro lado, Herrera termina por traducir en difícil a un autor que siempre privilegió la claridad, cultivando un estilo seco, pero comprensible. Podríamos estar frente a esa experiencia conocida tradicionalmente como el abrazo del oso, que, de puro entusiasmo, afecto y con las mejores intenciones, aprieta hasta triturar y entonces crujen los huesos.

     


    El último romántico. El pensamiento de Mario Góngora, Hugo Herrera, Crítica, 2023, 230 páginas, $19.900.

  19. Peligrosos fallos formales

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    Seis años después de publicar el libro de cuentos La velocidad del agua (Ojo Literario, 2017), con el cual debutó en la escena literaria, Nicolás Bernales publica su segundo y esperado libro, la novela Geografía de un exilio, siguiendo el que suele ser el tránsito inevitable de la mayoría de los narradores chilenos. Pareciera que, salvo contadas excepciones, nuestra narrativa no quiere ajustarse a la idea de que el cuento, en tanto género, es suficientemente poderoso como para cimentar el lugar de un escritor en el canon escritural de un país o la historia literaria en general. Los escritores chilenos parecen inquietos si no son novelistas —pocos se ven como un Borges, una Mansfield, un Chejov, un Carver— y no siempre, cuando dan el paso al formato largo, lo hacen con éxito.

    La velocidad del agua, fue un texto debut sólido, con cuentos diversos, potentes, inquietantes, de lenguaje preciso, temas solventes, arriesgados, que llevan al lector a reflexiones de esas que la literatura buscar generar, agitando las aguas de los significados. Por el contrario, Geografía de un exilio deja una sensación de dulce y agraz.

    Nadie tiene por qué pedir que una primera novela sea una obra maestra. Pero tampoco es razón para que la crítica deba guardar silencio y esperar un nuevo intento. Con Bernales el crítico se enfrenta a este dilema, sobre todo porque él debutó con unos cuentos que mostraron su talento como escritor; en este segundo texto, sin embargo, se queda corto y precisamente por la fe que cabe tenerle como tal, es que el silencio sería la peor reacción frente a esta nueva publicación.

    Cabe decir que escribir no es fácil y que Bernales logra estructurar una novela que cumple con los mínimos del género y que aborda su tema, incluidas las derivantes del mismo, de manera adecuada. Esto es, se confirma que es un escritor y su relato exige leerlo de cabo a rabo, tanto por la inevitable necesidad de saber hacia donde avanza la historia de Nicolás Sánchez (el protagonista), como por descifrar si los fallos del relato finalmente se resuelven y se convierten en una virtud que fortalece el texto, o no.

    Geografía de un exilio vuelve a abordar la que pareciera ser una temática ineludible en nuestro país: la historia política reciente desde Allende en adelante, con su inevitable impacto en las generaciones vivas el 73 y los hijos de las mismas, incluidos los nacidos después de la recuperación de la democracia. Nada nuevo en esto, salvo la legítima mirada que el escritor quiere darles a sus personajes, instalando en ellos los conflictos existenciales y sociales del caso, los que como bien sabemos son de amplia gama. Resulta interesante, aunque no necesariamente novedosa, la perspectiva que observa una burguesía acomodada y en conflicto, su evolución y acomodo político, el deterioro de los discursos que se atrinchera a ambos costados de ese eje histórico que representa el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, la irrupción de la codicia, el arribismo, el imperio global del mercado con su principal divisa de cambio, el dinero: tanto tienes, tanto vales.

    Comparto que el texto resulte en muchos aspectos abierto, ambivalente, sin mensajes, pero no sé si ello lo convierte en universal, ni me queda claro que haya sido algo intencional. No parece que sea un relato que lleve al realismo a un estadio superior y creo que decirlo puede confundir negativamente al autor. En Geografía de un exilio veo, más bien, un texto que suspende decir lo que podría decir por un no saber cómo decirlo (lo que no debiera ser la causa) o porque no ha querido entrar en la arena del decir ciertas cosas en un tiempo en el que hacerlo puede dar lugar a injustas y destempladas acusaciones.

    Con todo, Bernales sorprende negativamente con la falta de proligidad de su relato, algo que se mantiene a lo largo de las 342 páginas de la historia.

    Escribir sobre lo que un país viene experimentando desde poco más de 50 años exige del narrador un nivel de sutileza y detalle, un lenguaje que sea capaz de indagar en los significados de su texto, aportando aristas que obliguen a revisar ideas y conceptos instalados, ya sea para confirmar o ajustar el imaginario colectivo. No hacerlo o no intentarlo deja a la novela a mitad de camino, y esto es lo que ocurre con Geografía de un exilio.

    Por otra parte, hay que decir que la prosa que muestra el relato es tosca, y es evidente que faltó más revisión, edición, la selección de un lenguaje más preciso y eficiente. El texto está lleno de ejemplos en los que Bernales adjetiva o describe usando palabras que no parecen las más apropiadas para referir lo que parece buscan expresar; por ejemplo, en algún momento, queriendo describir la superficialidad social de una clase, el protagonista cuestiona la decisión de sus padres al momento de elegir dónde él debe estudiar, diciendo que la elección había recaído en un “colegio cursi”. El uso de este adjetivo, como en muchos otros casos, detiene la lectura y da la sensación de un error o falta de ductibilidad en el uso del lenguaje, haciendo dudar de lo que puede haber querido decir: ¿se trata de un colegio elegido con sentido arribista, aspiracional, convencional? Queda claro que “cursi” no es el mejor adjetivo para calificar a una institución. Este tipo de fallos se repiten casi como si se tratara de un estilo, pero sabemos que no es así, porque hemos leído ya sus cuentos y este tipo de confusiones no estaban ahí.

    Asimismo, cuando el escritor quiere darle autenticidad a su narración, buscando que los diálogos tengan el tono coloquial de los modos de habla locales, nuevamente parece quedarse a mitad de camino y el uso de los modismos paraliza los diálogos, su fraseo, con una suerte de sequedad que hace que lo que debería parecer natural resulte forzado, desviando la atención sobre el fondo —el conflicto de los personajes y su entorno— y dificultando que la historia fluya con soltura. Es sabido aquello de que para retratar una realidad es fundamental evitar la literalidad, lo obvio, la replica directa.

    Por último, y esto no necesariamente es una falla, en Geografía de un exilio el trabajo de los personajes y su contexto está abordado más en la línea del bosquejo que en la del detalle. En alguna parte he leído que el escritor Santiago Elordi, dice que en este texto, “Nicolás Bernales elevó el realismo latinoamericano a su más alto nivel de representación. Abierto, ambivalente, ciertamente sin mensajes: universal. Un verdadero caso literario”. Comparto que el texto resulte en muchos aspectos abierto, ambivalente, sin mensajes, pero no sé si ello lo convierte en universal, ni me queda claro que haya sido algo intencional. No parece que sea un relato que lleve al realismo a un estadio superior y creo que decirlo puede confundir negativamente al autor. En Geografía de un exilio veo, más bien, un texto que suspende decir lo que podría decir por un no saber cómo decirlo (lo que no debiera ser la causa) o porque no ha querido entrar en la arena del decir ciertas cosas en un tiempo en el que hacerlo puede dar lugar a injustas y destempladas acusaciones.

    Aun así, porque no hay perfección en literatura ni en nada, debe decirse que Geografía de un exilio es una novela legible y, en especial, revisable. Bernales, siguiendo esa obsesión por la reescritura que tenía Marguerite Yourcernar o González Vera, podría reeditar esta novela, sacando el lastre formal que la afecta, de modo que la reflexión de fondo encuentre su texto definitivo y, en él, toda la potencia de lo que ha querido contar. Especialmente sugerente resulta la idea de un exilio voluntario, que tiene que ver con la necesidad de huir de un estado de cosas que lleva lo humano, en general y particular, a una situación de deterioro y extravío esencial, que no viene de la falta de libertad sino de un cambio de valores en el marco de la democracia. En esa crisis transversal, el protagonista apuesta por salvar aquello que no va de la mano de lo material. Y en esa reflexión, Bernales esboza algo que no es menor y que reitera la señal de que estamos frente a un escritor que puede más.

     


    Geografía de un exilio, Nicolás Bernales, Zuramérica, 2023, 342 páginas, $18.500.

  20. Sobre el poder y la belleza en los chimpancés

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    Una frase evolutivamente proselitista, que anima el espíritu de todo primatólogo amateur, inaugura la narración de la miniserie El imperio de los chimpancés: “Si conocemos mejor a los chimpancés, nos conoceremos mejor a nosotros mismos”. No hace falta ver el documental entero para que el proselitismo haya surtido efecto. Más que conocernos mejor, el documental obliga a dejar de ver ciertos comportamientos como específicamente humanos; incluso también algunos que se pueden considerar patológicos, como la mentira, el disimulo, la obsesión por el poder y el ascenso social. Adolescentes que se comportan de modo exageradamente violento porque no saben cuál es su lugar en el grupo, jóvenes que juegan a ser mamás con las crías de otras hembras —quizá un poco anticuadas para las últimas generaciones humanas—, manos ajadas por las lianas como si fueran las de jugadores de balonmano o de estibadores, antes de que los puertos mecanizaran la descarga, largas travesías por el bosque en fila de a uno, como si estos chimpancés fueran socios de un club de montaña que los domingos organiza paseos por el bosque. El parecido resulta a veces cómico. Cuando se preparan para la guerra, los chimpancés se yerguen, sus pelos se erizan y el espectador sospecha de un humano de carnaval, disfrazado con un vestido barato de pelo sintético.

    Otras veces, las similitudes son inquietantes: un gesto idéntico acompaña situaciones para las que los humanos jamás lo habrían empleado. El rostro del chimpancé puede adquirir el aire parsimonioso y resignado de quien espera el autobús, cuando, en cambio, este experto en enmascararse se prepara para el ataque de un vecino temible.

    La serie documental está estructurada sobre una guerra entre dos grupos de chimpancés de las selvas de Ngogo, en Uganda, al este de África. A pesar de que en lengua castellana la palabra imperio —la traducción de Chimp Empire es literal— hace referencia a comunidades políticas muy habitadas y sobre todo muy extensas, las sociedades de chimpancés son numéricamente escasas. El documental sigue principalmente al primer grupo: el central, el más numeroso conocido de toda la Tierra, de 120 miembros, liderado por el macho alfa Jackson, a quien oficiosamente se le puede considerar el protagonista de la película. El segundo grupo, el occidental, es más pequeño, compuesto por unos 60 ejemplares, surgido como una segregación del primero y su macho alfa se llama Hutcherson. Ambos grupos conocen la misma y casi única división del trabajo: la que existe entre los guerreros y los patrulleros, encargados de saber que en el propio territorio no se han introducido chimpancés del grupo rival. Posiblemente, el objetivo bélico de la narración hace que otros “oficios” o labores apenas aparezcan, aunque se escurran en el relato, como el que practica un chimpancé adulto que parece conocer qué árboles de la selva son los más útiles y alimenticios.

    El narrador asegura que el segundo grupo está más cohesionado que el central, porque machos y hembras colaboran en la guerra, lo que le permite sobrevivir frente a un grupo muchísimo más numeroso (y sobre todo, con muchos más machos adultos). La causa de esta mayor cohesión residiría en el carácter comprensivo y auxiliador de su líder, Hutcherson.

    Respecto de esta afirmación, como de tantas otras, el espectador debe hacer un acto de fe, pues las imágenes no permiten extraer esta conclusión: ambos grupos parecen comportarse de modo muy similar y la unión parece inestable, más cercana a la de los grupos humanos que a otros animales sociales, como las hormigas. En ningún caso la autoridad es tan grande como para determinar el comportamiento de los individuos. De hecho, a Jackson —el líder desconsiderado para el narrador— sus chimpancés van a rescatarlo cuando se encuentra a merced del otro grupo. A partir de estas cuatro horas, la reconstrucción del comportamiento de los chimpancés no resulta sencilla. El mismo dimorfismo de los chimpancés —la diferencia de constitución física entre los sexos— es menos evidente que en los humanos, de tal manera que la mayoría de las veces solo se podrá distinguir un macho de una hembra cuando esta lleva colgada una cría.

    Pero el documental —y este es un logro— suministra la cantidad de información suficiente como para no creer todos los juicios morales y sociales de los guionistas. Después de que uno de los machos del primer grupo (Pork Pie) haya sido asesinado por el grupo rival, la voz apologética del narrador admite que esta violencia intergrupal es el principal defecto de los chimpancés. Se lamenta de que sean territoriales, tan buenos amigos de sus amigos, como fieros enemigos de quienes invaden su espacio. El chimpancé sería un doctor Jekill con su grupo, un animal juguetón y dócil, hasta que, fuera de sus fronteras, estallara como un temible míster Hyde.

    El documental —y este es un logro— suministra la cantidad de información suficiente como para no creer todos los juicios morales y sociales de los guionistas. Después de que uno de los machos del primer grupo (Pork Pie) haya sido asesinado por el grupo rival, la voz apologética del narrador admite que esta violencia intergrupal es el principal defecto de los chimpancés. Se lamenta de que sean territoriales, tan buenos amigos de sus amigos, como fieros enemigos de quienes invaden su espacio. El chimpancé sería un doctor Jekill con su grupo, un animal juguetón y dócil, hasta que, fuera de sus fronteras, estallara como un temible míster Hyde.

    Sin embargo, a lo largo de estas cuatro horas, los chimpancés no solo son incómodos y peligrosos en el extranjero, sino también en su propia casa. Es cierto que los chimpancés se están preparando continuamente para la guerra, para hacerse con la propiedad exclusiva de un árbol especialmente nutritivo que crece en la frontera entre ambos territorios. Pero esta no pasa de escaramuzas, de peleas y empujones, parecidos a los de los conciertos de grupos punks. Los conflictos intergrupales solo causarán una muerte más, precisamente la de Jackson.

    Y los empellones y saltos sobre los rivales se producen no solo en las peleas entre diferentes grupos, sino también dentro del propio grupo. La única diferencia entre ambas violencias estriba en que, dentro del grupo, resulta mucho más frecuente.

    Sobre todo cuando no se enfrenta a sus enemigos, la sociedad de los chimpancés es obsesivamente violenta. La violencia ya no se dirige contra quien amenaza su supervivencia —territorio, comida—, sino por el poder dentro del grupo, por un poder que es un fin en sí mismo.

    Los chimpancés no quieren ser poderosos para conseguir algo, simplemente quieren ser poderosos.

    El ansia por el poder es capaz de generar comportamientos bellos, extraordinariamente barrocos, en ningún caso directamente conectados con el incremento del éxito sexual, reproductivo o alimenticio. Cuando llueve y el resto de los chimpancés se protege de la humedad en la copa de los árboles, algunos jóvenes ambiciosos realizan una impresionante danza de liana en liana, de rama en rama, de árbol en árbol. Se trata del baile de la lluvia. Este poder como fin en sí mismo se reproduce en los comportamientos sociales más prototípicos y repetitivos de los chimpancés. El poderoso quiere ser acicalado, pero no acicalar de vuelta, incluso si se trata de un comportamiento que sirve para la higiene y la salud. Por la misma consideración jerárquica, el jefe podrá determinar que unos miembros del grupo no coman de la caza conseguida. Por último, el poderoso intentará evitar la conversación entre los miembros masculinos del grupo, sobre todo entre aquellos cuya alianza podría desbancarlo de la posición máxima de la jerarquía.

    Esta preocupación no se traduce necesariamente en la obtención de ventajas asociadas a los poderes sólidos. Que el grupo se organice jerárquicamente no implica que sea estable, ya que todos los miembros disputan continuamente por ascender en la jerarquía. A los primatólogos profesionales les gusta afirmar que el poder en esta sociedad está estructurado de manera muy sofisticada. Si la sofisticación se define por la continua agresión al poder establecido, entonces los chimpancés viven en la más refinada de las comunidades. En mi opinión, más que sofisticación, se trata de miles de variantes de un mismo comportamiento repetitivo. Todos los jóvenes fuertes quieren ser machos alfa y, de modo bastante descarado, intentan serlo. Por este motivo, la jerarquía es mucho más inestable que las fronteras: los chimpancés son mucho más arribistas que imperialistas, en su vida cotidiana están más interesados por ascender que por defenderse; más preocupados por ocupar un puesto superior en la escala, independiente de que estén preparados para organizar la defensa contra el grupo rival.

    Al igual que el sexo, el poder es poco evidente. No podemos estar seguros de quién es el macho alfa. En ningún caso corresponde al chimpancé más vigoroso, así que ni siquiera las sociedades de chimpancés cumplen el tópico de “el poder del más fuerte”, como posiblemente tampoco se aplica de modo correcto a los subgrupos humanos que suelen ser descritos con esta frase hecha: seguramente el líder mafioso o el narco no son los individuos más fuertes. Este tipo de poder, sin duda, requiere de habilidades lingüísticas o técnicas, de acuerdos, de consensos, de simpatías. En cualquier caso, el hecho de que la jerarquía, ni en su punto más elevado ni en sus escalones inferiores, sea determinada por las diferencias físicas, hace aumentar la inestabilidad de la sociedad. Muchos pelearán por llegar al puesto más alto.

    El ansia por el poder es capaz de generar comportamientos bellos, extraordinariamente barrocos, en ningún caso directamente conectados con el incremento del éxito sexual, reproductivo o alimenticio. Cuando llueve y el resto de los chimpancés se protege de la humedad en la copa de los árboles, algunos jóvenes ambiciosos realizan una impresionante danza de liana en liana, de rama en rama, de árbol en árbol. Se trata del baile de la lluvia.

    Durante los cuatro capítulos, al macho alfa lo retan competidores: primero Abrams, luego Wilson. La rivalidad para el macho alfa parece potencialmente total. Más insoportables que las agresiones del grupo rival, en cualquier caso más frecuentes, son los ataques de sus compatriotas. Los chimpancés aparecen retratados como grandes disimuladores. El macho alfa Jackson ejerce sus habilidades para el despiste y la insinuación, sobre todo frente a sus rivales internos. Es verdad que el carácter opaco de la selva permite que el grupo grite —y en cierto sentido mienta— para que los enemigos se los imaginen como más numerosos. Pero si grita una vez para ahuyentar a los enemigos, Jackson disimula mil veces para desincentivar las ansias de sus rivales más próximos, de los mismos chimpancés a los que ha protegido. Esconde sus heridas y su debilidad, también después de que haya hecho una defensa victoriosa y solitaria contra los occidentales. El heroico alfa Jackson se retira por varios días a lo profundo de la selva después de haber sido herido en la primera batalla. La sociedad de los chimpancés no respeta a sus héroes ni a sus protectores.

    Pero la inestabilidad se multiplica por otro factor: un alfa puede seguir siendo alfa, incluso después de haber perdido algún reto contra los inquietos competidores. En este reinado al borde del abismo, en el que el rey lucha por su jerarquía las 24 horas del día, solo él decidirá dejar el reinado, en el momento en que rehúya el combate con los jóvenes en ascenso y se incline ante ellos. Si da la pelea, seguirá siendo el alfa.

    En esta historia de cuatro horas, el alfa protagonista se esconderá, resistirá, pero finalmente morirá como alfa, solo como consecuencia de las heridas causadas por el grupo occidental, no por las muchas molestias y empujones de los dos arribistas principales. Hasta en esta sociedad, si no revolucionaria, por lo menos rebelde, el poder es conservador. Aparece como una constante que, si permite el atentado y la insumisión, solo acepta que el poder cambie de manos cuando el dueño de la casta se inclina y renuncia. A pesar del carácter contestario y maquinalmente burlón de los jóvenes chimpancés, esta sociedad también conoce peculiares consensos intergeneracionales.

    El pensamiento político moderno —por lo menos la línea que nace de Rousseau en El discurso sobre los orígenes y los fundamentos de la desigualdad— se imagina una sociedad natural plácida, unos orígenes satisfechos, un animal social traicionado y engañado por las máquinas, el dinero, el lujo, la corrupción. Es un mito que nos sigue enganchando. Somos puros, podremos ser puros, porque alguna vez lo fuimos. Existe una gran caída, posiblemente un gran culpable de esa gran caída: capitalismo, neoliberalismo, comunismo… hay para todos los gustos ideológicos. En ningún caso la convivencia grupal de este primate superior confiere historicidad y concreción a esta ensoñación acerca de los orígenes. Por el contrario, la hace más abstracta y lejana, más presuntuosa, la convierte en una nostalgia fingida. Al menos en este sentido, los primates nos ayudan a conocernos mejor: si existió la caída humana, esta no la compartimos con nuestros familiares que no necesitaron ni dinero ni contrato para comportarse de modo egoísta. No hace falta industrialismo, no hace falta una compleja división del trabajo, no son necesarias sociedades multitudinarias y anónimas, no hace falta modernización ni consumismo, ni siquiera hace falta el pecado original para que un grupo genere parias y semiparias, poderosos que solo reparten la comida entre sus amigos, que matan especialmente a seres más débiles cuando menos hambre tienen, que escogen la guerra en vez de la paz.

     


    El imperio de los chimpancés (2023), dirigida por James Reed, 4 capítulos, disponible en Netflix.

  21. Nuestras caras y cuerpos en las artes mayores y menores

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    En La matanza de los inocentes, de Guido Reni, apenas notamos el puñal que, desde el centro, ordena y resume la obra. Nuestros ojos se van más bien hacia la izquierda, hacia el rostro de la mujer de cuyos pelos tira el inminente asesino de su bebé. Es tan llamativo que casi arruina el cuadro; un elemento que distrae y se distingue de los demás. Cierto que esa desesperación también sintetiza la escena: es el primer grito de un coro que busca expresar una violencia casi audible, pero los alaridos de Guido no convencen: lo que vemos no son gritos sino bocas abiertas, gestos huecos en rostros demasiado tranquilos o malogrados como para visibilizar convincentemente el suplicio de las madres. El suyo es un horror sordo. Podríamos excusarlo diciendo que el pincel de Reni siempre fue demasiado elegante, demasiado clásico para el alboroto, pero sospechamos algo más: es la pintura misma la que nunca tuvo predilección por nuestras contorsiones indignas, por el desborde facial de nuestras pasiones o, en sentido opuesto, por nuestros gestos más feos, fugaces y banales. “Los griegos —escribió G. H. Calvert en su Vida de Rubens— tenían una percepción estética mucho más elevada cuando velaban, valiéndose de algún medio oportuno, el rictus distorsionado por el sufrimiento físico o moral”.

    Durante siglos, ese mismo reparo garantizó la mesura de nuestros rostros. No ignoramos los numerosos ejemplos de lo contrario, las logradas representaciones de la cólera o la congoja; no ignoramos que la una y la otra tengan un lugar destacado en la iconografía occidental, pero, incluso ahí, las Bellas Artes siempre dieron a nuestras facciones una plasticidad más bien infrecuente y a menudo difícil.

    La soltura vino por otro lado. Así como en el siglo XX los verdaderos herederos de Miguel Ángel y Rubens, de Tiepolo o Bouguereau, no son lo que llamamos “artistas contemporáneos”, sino los ilustradores de fantasía y ciencia ficción (Frank Frazetta, Jeffrey Catherine Jones, el horrendo Boris Vallejo, etc.), son las artes “menores” las que terminan de desplegar toda la expresividad de la que es capaz el rostro humano. Sumemos también el cuerpo. Y digamos, además, que por menores nos referimos aquí a las artes visuales destinadas más bien al entretenimiento y la decoración, desde las gárgolas a los dibujos animados, pasando por la caricatura y sobre todo la historieta.

    Sobre el primer punto no hay mayor controversia. La comparación de Frazetta y los suyos con los maestros de la pintura no solo es muy común; es algo que salta a los ojos. Basta ver el San Jorge de Rubens junto a cualquier Conan en armas; contar las veces que el Caminante de Friedrich ha servido de modelo compositivo y espiritual a guerreros y cosmonautas. Las islas, las criaturas de Böcklin, todo el conjunto de ensoñaciones simbolistas se confunde casi sin distancia con los mundos que entintan Jones y compañía. Más que casi cualquier artista contemporáneo, esta es gente que entiende de pinceles y colores, de líneas y sombras, pintores que todavía celan las proporciones doradas, las leyes de la anatomía y que conocen de memoria la tensión y el descanso de cada uno de nuestros músculos, porque el sentido de su arte sigue estando —como para el arte clásico— en la gracia, la fuerza, en la gloria del cuerpo humano.

    En el siglo XX los verdaderos herederos de Miguel Ángel y Rubens, de Tiepolo o Bouguereau, no son lo que llamamos ‘artistas contemporáneos’, sino los ilustradores de fantasía y ciencia ficción (Frank Frazetta, Jeffrey Catherine Jones, el horrendo Boris Vallejo, etc.), son las artes ‘menores’ las que terminan de desplegar toda la expresividad de la que es capaz el rostro humano. Sumemos también el cuerpo.

    Dentro de ese lenguaje, la historieta de superhéroes ofrece ya una primera modulación —digámosle así— respecto de las artes mayores. Por mucho que, desde el Renacimiento en adelante, la pintura buscara agotar toda posible postura de manos y miembros, no hay periodo artístico que haya podido imaginar a Spider-Man. El superhéroe pide nuevos movimientos, nuevos ángulos y, también, nuevos cuerpos: la enormidad inelegante de Hulk o la esbeltez de cualquier heroína, que finalmente da a la mujer la perfección atlética que la tradición había reservado a los hombres. Un cruce entre la Gibson Girl y el Hombre de Vitruvio. Esa continuidad estilística con el clasicismo es, quizás, la continuidad del héroe que se bate a puño limpio: la del atleta, el luchador o el dios, que la historieta convierte en mutante, extraterrestre, en ciudadano común, y que, llegado el siglo XX, había perdido casi toda vigencia, menguado por la maquinización de la guerra y reemplazado por la gente de a pie. Un enroque: mientras la pintura termina retratando cuerpos quietos y civiles, la historieta retoma ese universo cuyo destino sigue en manos de cuerpos ágiles, musculosos y desnudos. El universo con que todavía sueña Cristiano Ronaldo.

    Por otro lado, sabemos bien que, en las artes “mayores”, la representación siempre ha tendido a la idealidad y la compostura. Es el caso de casi cualquier figura estilizada, pero también el naturalismo nos acostumbró a ver figuras mayormente serenas, mayormente bellas; a procurar decoro aun en la ruina. No hay mártir que, bajo el pincel, haya perdido la entereza. Hasta los desgarbados santos de Ribera logran anteponer una suerte de invencible dignidad del cuerpo, sin siquiera apretar los dientes. Aun ahí, en la abyección de la tortura, las deformaciones más crueles a las que pueden someternos la fuerza y el dolor son corregidas por las dignidades de la belleza y el símbolo; son transformadas por un orden superior. Lo mismo vale para cualquier fiesta, cualquier batalla: ninguna puede permitirse la torpeza de gestos que encontraríamos, por ejemplo, en una fotografía, porque “en el arte anterior al siglo XIX, el tiempo nunca era un instante completamente aislado, sino que implicaba lo que lo había precedido y lo que habría de seguir”, como dice la historiadora del arte Linda Nochlin en Realism. Por mucho que el Barroco pusiera las cosas en movimiento, los líos de Rubens no eran más que “un paradigma generalizado, eterno, de la violencia física”, el “movimiento como una entidad ideal y permanente”.

    Frente a esto, toda mueca es terrenal: una expresión pasajera e inferior que, acordemente, suele quedar relegada a las figuras secundarias. Volviendo a Ribera, es el sátiro Marsias —un ser del inframundo— quien da al martirio su verdadera cara. También encontramos grosería en los rústicos rostros que ríen de Jesús en los cuadros de Grünewald, de Massys y del resto de la pintura flamenca.

    El norte siempre tuvo menos escrúpulos para lo bajo y lo feo. De hecho, fueron los Países Bajos los que en el siglo XVII ampliaron su vocabulario con todas las picardías que siempre escasearon en el sur. Las muchedumbres de Brueghel, las tabernas de Jan Steen, los radiantes retratos de Hals y Judith Leyster; todos ellos abren un repertorio de nuevos ademanes; pintan las poses y miradas de la plebe y de una burguesía libre de báculo y blasón. A la diferencia de rango corresponde una diferencia de gestos. Ese cambio (pictórico, social) permite que, en el siglo siguiente, Joseph Ducreux pueda retratar sus monerías frente al espejo, que en el XIX los alemanes de Adolph Menzel se explayen con semejante naturalidad y que en, en el XX, por culpa de gente como el ilustrador Norman Rockwell, ya no quede movimiento corporal o facial que la pintura no pueda reproducir con una perfección casi asfixiante, con una soltura impensable en cualquier época anterior.

    Con todo, lo de Rockwell es ya una cosa “menor”, y es justamente el virtuosismo de su gestualidad lo que parece dejarlo fuera del arte “serio”, que a esa altura —años 20 y 30 en adelante— ya poco y nada tenía que ver con nuestros cuerpos. El histrionismo ofende a la pintura. Sus caprichos contradicen el trabajo contemplativo del óleo, lento de capas y tradición. Por esto lo siguen evitando los pintores que aún insisten en volcar nuestras expresiones sobre la tela. Las carnes de Lucien Freud entonces y de Jenny Saville ahora, los retratos hiperrealistas que hacía Chuck Close y hoy realiza Craig Wylie: groseros, prosaicos, pero nunca efusivos. Permanecen quietos en una suerte de tiempo propio.

    Ajena a la sincronía del símbolo, la historieta descarga sobre la representación visual todo el peso del rigor diacrónico. La palabra no releva a la imagen de su tarea explicativa; al contrario, la obliga a ilustrar cada uno de sus pormenores con una exactitud que la pintura y la escultura jamás conocieron; a modular ojos, labios, manos, cuerpos para dar sentido a cada frase de cada diálogo, a cada momento de cada una de esas situaciones de las que, por su naturaleza, las artes mayores nunca se ocuparon.

    Si nuestros gestos cotidianos terminaron incorporándose a nuestro régimen visual fue gracias al lápiz, a la pluma, al buril quizás, pero no al pincel. Fue gracias a las ilustraciones en los libros y periódicos de la era moderna; es decir, de medios discursivos y no solamente visuales. Fue gracias a la caricatura, del italiano “caricare”, “cargar”, “cargadura”, por así decir. Ese juego permitió que nuestros rostros eludieran el control del gremio y que se deformaran para ganar elasticidad, para amigarse con lo trivial y para hacer regla de esas caras y comportamientos que en las artes mayores eran solo excepción. Desprendidas de la tela, impresas sobre el papel, las figuras fueron ganando en amplitud expresiva lo que perdían en densidad simbólica, adecuándose a un panorama gráfico (hecho de publicaciones, publicidades, películas, pósters, afiches, etc.) cada vez más atravesado por la palabra.

    En esto la historieta es ejemplo cabal. Si “la pintura es la escuela del silencio”, como dicen que dijo Paul Claudel, la historieta es el dibujo de la palabra hablada y, desde este punto de vista, es a la pintura lo que la burguesía era al clero y la nobleza: un arte “menor” que no solo aterriza la iconografía, sino que la ignora; y que ni siquiera es capaz de contentarse con el “fragmento temporal desgajado” (Nochlin) de la pintura realista, porque ninguno de sus instantes se sostiene ya por sí mismo: cada viñeta debe hilvanarse con la siguiente para construir el sentido que solo puede darles el relato.

    Ajena a la sincronía del símbolo, la historieta descarga sobre la representación visual todo el peso del rigor diacrónico. La palabra no releva a la imagen de su tarea explicativa; al contrario, la obliga a ilustrar cada uno de sus pormenores con una exactitud que la pintura y la escultura jamás conocieron; a modular ojos, labios, manos, cuerpos para dar sentido a cada frase de cada diálogo, a cada momento de cada una de esas situaciones de las que, por su naturaleza, las artes mayores nunca se ocuparon. La historieta es, como explicaba Will Eisner en Comics and Sequential Art, un “arte secuencial”, y se la debe comparar más bien con el cine, “del que en realidad es un antecesor”. Y si bien el naturalismo la emparenta decididamente con las bellas artes, su autonomía narrativa y su herencia caricaturesca la abren también a una infinidad de estilos; le permite fundar un reino inagotablemente plástico donde, ya sin constricciones de usanza ni método, es posible representar cualquier cosa de cualquier modo.

    Es más: parecería que el dibujo logra ensanchar la representación de nuestra vida interior justamente cuando abandona el naturalismo. Falseando nuestras facciones, logra a veces retratar realidades psíquicas que, paradójicamente, son inaccesibles a cualquier dibujo realista. No a otra cosa deben su éxito los Rage Comics, una cultura digital basada en un elenco gráfico tan sencillo como eficaz y cuyo engendro más perfecto es, también, el más esquivo: Trollface, la personificación de un incordio a la vez siniestro e inocuo, la cara de una pesadilla en chiste.

    Son este tipo de catálogos los que hoy pueblan nuestro régimen visual: memes, gifs, emoticones y stickers que consuman la textualización de la imagen. Desde el diseño gráfico, desde el reciclaje del patrimonio televisivo, cinematográfico, pictórico-artístico, en una palabra, cada formato elabora un elenco de figuras hiperexactas que permiten abreviar, absorber o acompañar la palabra, pero que, por eso mismo, solo funcionan al interior de la comunicación escrita. Aprendemos a ver pensando epígrafes. O a hablar con dibujitos. La nuestra es una imagen puramente incidental cuyo formato fragmentario y reducido resume el sentido del intercambio telemático. Es difícil imaginar una representación que hoy supere esa lógica. El derrotero de nuestras caras y cuerpos, que va de la solemnidad al desparpajo, es también el de un mundo cada vez más dinámico, más horizontal, que ya no puede sustraer sus figuras a la coyuntura porque no cifra en ellas ninguna verdad de fondo.

  22. Yo

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    Se dice que el lenguaje se aprende por imitación. Esto significa que el aprendizaje del lenguaje nos sitúa ante otros, más que ante un sistema lingüístico. Al imitar a las otras personas, las reinventamos, las re-hablamos. El “yo” emerge de esta apropiación de los modismos de otros.

    El proceso de aprendizaje del lenguaje parte con la imitación, pero no se agota con ella. Digo “mamá” o “papá” o “zapato” y se abre un mundo de respuestas posibles, mímicas, exclamaciones, aclamaciones, sonrisas o risas, repeticiones (“zapatos”, dice la guagua; “¡bravo!”, exclama la abuela). Hablar es dar la palabra. Siempre esperamos una respuesta, un eco, un retorno. Aprendo a hablar reinventando a otras personas, imitándolas, y estas personas, a su vez, se reinventan a sí mismas con el lenguaje que surge de mí. Asimismo, el aprendizaje del lenguaje no es unívoco. La niña o el niño que aprende a hablar, lo hace a condición de que otras personas aprendan. El yo que surge de su aprendizaje del lenguaje, es un yo que espera una respuesta, un eco, un aplauso.

    Del mismo modo que aprendo a hablar imitando, los sentimientos también vienen desde afuera. Se forjan con el aprendizaje del lenguaje, con los procesos de imitación, repetición, con la repetición de los gestos corporales que asociamos a las palabras. Siento y vivo el amor en función del modo en el cual escucho las palabras de amor, las repito, soy receptivo a la gestualidad del afecto, la hago mía. Una niña o un niño aprende, de a poco, a decir “te amo”. Repite lo que ha escuchado. Aprende a dar besos. Se los damos, le damos afecto, y con el tiempo, lo restituye.

    El sentimiento de amor es indisociable del lenguaje que lo hace posible, incluso del sistema gramatical que lo estructura. Amo en la medida en la cual me contaron el cuento del amor. Aquí, hago más y menos que imitar un significante; hago más y menos que una mímica para incorporar una palabra. En los cuentos que nos trasmitieron, el amor se presenta como un absoluto. Entonces, más que reproducir una palabra, buscamos elevarnos a ese significado. Tal vez en el caso del amor buscamos más bien copiar algo que no es del todo visible. Lo que inicialmente era lúdico, como la imitación de la palabra “zapato”, se vuelve, en algún momento, abismante. Si digo “zapato”, la mamá o el papá se va a reír; si digo “te amo”, la mamá se va a quedar un segundo en silencio. Quizás sonría o me abrace. Lo que yo repito produce emociones, conmociones. Paradójicamente, mientras aprendo a hablar se forjan afectos y se instalan silencios. De cierta manera, aprendemos a hablar para experimentar los límites del lenguaje: la conmoción (y entremedio, sonrisas, abrazos fuertes, intercambio de miradas, contenciones). En este momento, hablar es nutrirse del silencio de las emociones, de la felicidad y de la inseguridad que suscitan. Ya no sabemos del todo qué decimos, pero nos volvemos más sensibles. En ese momento, “yo” no soy un mero efecto del lenguaje a la espera de una respuesta: soy parte de un drama, una historia, con intensidades.

    El hecho de que aprendamos a sentir porque aprendemos a hablar hace que seamos también seres empáticos. Como hablar es ante todo imitar a otra persona, me vuelvo capaz de sentir la tristeza de otra persona. No soy una persona empática porque tengo buenos sentimientos. Soy una persona empática porque dependo completamente de las otras personas para constituirme y para sentir y porque esta co-constitución de mí y del otro, eso que se produce a través de la imitación, produce además conmoción: silencios. Siento lo que siente otro y que se expresa en silencio, porque la conmoción produce, entre nosotros, silencio. Por lo mismo, a medida que aprendo a hablar, cargo con la tristeza de otro (de otro que me habló primero y, luego, de los demás otros). Mi tristeza nunca es pura, solamente mía. Mi tristeza es también la tristeza de otro. Aprender a hablar es incorporar la tristeza de otro, de quien nos habló primero. Es imitarla, pero esta vez, al imitar no hago mío algo que es otro, soy el otro, repito su historia. La repito para que esta tristeza tenga una historia, no quede inmóvil en otro que la guarda en su silencio.

    Para ser “yo” tengo que hablar, imitar, dar lugar a una escena entre otra persona y yo. Imito a otro hablando —¡zapato!—, me burlo un poco de este otro, pero así incorporo también su silencio, su tristeza, y le doy la palabra, le pido, sin saberlo, salir de la tristeza o moverse dentro de ella. Otro me habla y así me exige existir, así como yo le exijo existir. Ser “yo” tiene muchas aristas. Me constituyo en la medida en que repito lo que otros dicen, espero su eco, incorporo su tristeza. Soy así esperanza y compasión.

    El “yo” es un efecto, pero el efecto de una fuerza que nos anuda a otros y nos empuja a todos. Estamos, desde el nacimiento, en medio de un entramado de fuerzas. El “yo” se constituye anudando estas fuerzas unas a otras, modulando su tensión.

  23. García Márquez: otra novelita burguesa

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    Quizás no haya una forma elegante de salir de esto. Antes que la ficción, lo más interesante de En agosto nos vemos, la última novela de Gabriel García Márquez, es la historia de su escritura, que quiere contener la tristeza del duelo y la ternura de una despedida familiar. Lo básico: el colombiano trató por mucho tiempo de contar esta historia acerca de una mujer que cada año visita la tumba de su madre en una isla, para luego sostener una relación de una noche con un desconocido, determinada por la promesa de una vida que nunca tendrá, pues está atrapada en un matrimonio tan burgués como predecible.

    García Márquez o Gabo, como le dicen amigos, conocidos y fans, se refirió a ella en alguna nota de prensa en 1999 y publicó uno de sus capítulos como cuento en la prensa (Cambio, El País), mientras se abocaba a trabajar en varias versiones que tuvieron como contrapunto la internación del autor por un cáncer en Los Ángeles y, luego, un cierre triste, cuando la demencia senil se tomó su cuerpo y diluyó su memoria. “Este libro no sirve. Hay que destruirlo”, dijo sobre el manuscrito, que ya contaba con varias versiones. Décadas después y con la bendición póstuma de sus hijos, que lo releyeron y no lo encontraron tan espantoso (“Mucho mejor de cómo lo recordábamos”, escribieron Rodrigo y Gonzalo García) o simplemente rentable, el texto (la versión n°5) fue rescatado del archivo de Harry Ransom Center de la Universidad de Texas, en Austin, corregido por el editor Cristóbal Pera (que había trabajado en Vivir para contarla) y presentado al público como la enésima resurrección de un santo varón de la literatura del siglo pasado. Todo lo anterior está explicado tanto en el prólogo de los hijos como en el epílogo (a cargo de Pera), además de un apéndice con algunas fotografías del manuscrito, donde es posible ver las correcciones que el colombiano hizo a mano sobre una de las versiones preservadas.

    En la novela vemos como Ana Magdalena Bach, la heroína, toma un transbordador que la lleva a una isla cada 16 de agosto, visita el cementerio donde está enterrada su madre y tiene un affaire con un desconocido que puede lucir conmovedor, alocado, frustrante o melancólico, dependiendo del año. Luego, vuelve a su rutina cotidiana y a ‘un matrimonio bien avenido con un hombre que amaba y que la amaba, y con el cual se casó sin terminar la carrera de Artes y ras, todavía virgen y sin noviazgos anteriores’.

    La ficción es bastante más sencilla. En la novela vemos como Ana Magdalena Bach, la heroína, toma un transbordador que la lleva a una isla cada 16 de agosto, visita el cementerio donde está enterrada su madre y tiene un affaire con un desconocido que puede lucir conmovedor, alocado, frustrante o melancólico, dependiendo del año. Luego, vuelve a su rutina cotidiana y a “un matrimonio bien avenido con un hombre que amaba y que la amaba, y con el cual se casó sin terminar la carrera de Artes y ras, todavía virgen y sin noviazgos anteriores”.

    Su tragedia, entonces, tiene que ver con cómo Ana Magdalena trata de navegar por una serie de tormentas interiores. De este modo, extraña a alguno de sus amantes pasajeros, sospecha de la fidelidad del esposo, le inquieta la voluntad de su hija de volverse monja; y, lo que es más terrible, cada viaje la somete a la incertidumbre de pensar que su vida se ha convertido en un equívoco. Ana, como el Gurov de “La dama del perrito” entiende que lo otro (el deseo secreto, su libertad pasajera, los ajustes de cuentas con su madre y consigo misma) es lo único relevante, pues la define de modo íntimo.

    Por supuesto, García Márquez narra todo con cierta eficacia, por medio de un lenguaje casi siempre contenido, concentrado en la efectividad de pensar en cada capítulo casi como un relato independiente y cada frase como una sentencia rotunda. Esa eficacia menor quizás define al libro, que carece de todo vértigo y que exhibe un realismo lánguido, ubicado en las antípodas de lo que siempre fue la obra de su autor; o sea, lejísimo del vértigo de aquella imaginación que, más allá de ese color local que era experto en imprimirle, resultaba un modo de entender cómo narrar el paisaje y las vidas americanas.

    No le podemos exigir calidad literaria a un fantasma. Sí podemos preguntarnos cuánto de lo que recordamos o atesoramos de su mejor obra realmente sobrevive en esta reliquia encontrada, y si su estilo y su imaginación pueden ser reconocidos como algo más que ecos o murmullos en esta prosa final, donde tal vez la mejor opción es hacer la vista gorda y leer con esa fe ciega que aún parecen exigirle al mundo los viejos coroneles de la literatura latinoamericana.

    Por supuesto, hay destellos o resplandores en el volumen. El viejo estilo del Premio Nobel puede atisbarse un poco ahí en dosis frustrantes donde cierta ligereza suya, quizás misteriosa, sirve para narrar las tribulaciones de una burguesía donde parece no transcurrir el tiempo. Además, se puede reconocer cierta belleza cansada en este paisaje que solo sabe ser triste, como sucede en los momentos muertos o los tiempos perdidos de los viajes de la protagonista, en las que se dedica a leer “novelas sobrenaturales” (Drácula, El día de los trífidos, Crónicas marcianas, Defoe) casi como una tradición secreta que planea sobre la trama.

    Por lo mismo, salir a buscar lo fallido es acá un ejercicio inútil. Este es un libro que está a varios continentes de distancia de las obras más conocidas del novelista, lejos de cualquier arte mayor, y hace descansar su valor literario en su condición de reliquia. Por lo mismo, vale la pena quizás como anécdota, en tanto búsqueda final de ese talento perdido. Y sí, quizás lo más interesante es aquel gesto de unos hijos, que aspiran a reconocer en el volumen la silueta de su padre en una escritura que los permite abrazar sus recuerdos y hacer más llevadera su ausencia. En cualquier caso, nada de lo anterior es inesperado, pero está sepultado por una movida editorial, ya clásica a estas alturas, donde se rescata un manuscrito perdido para revivir, gracias a una respiración artificial que descansa en el prestigio y la fama del autor, por un rato a una obra canónica cuyas mejores virtudes conviven en el presente con las poses ridículas, el lugar común y la posibilidad del meme.

    Pero de literatura hay poco, quizás nada. De hecho, si Memoria de mis putas tristes era una reescritura más bien impresentable de Kawabata, En agosto nos vemos luce como una de las muchas novelas intercambiables de Haruki Murakami; una de las olvidables. A años luz de la prosa desaforada de El otoño del patriarca, este es un relato muy menor, que tiene conciencia de esa condición y que opera explotando la nostalgia de las sombras chinescas del Boom, una zona sagrada llena de rituales, que hasta el día de hoy exige ser abordada con reverencia y no poco cuidado, aunque desde hace medio siglo que pelea con su propia caricatura. De hecho ahora mismo, la publicación más o menos reciente de volúmenes como Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina (2021) o Las cartas del boom (2023), sigue delimitando los contornos de esas biografías literarias para insistir en ellas como una cosmogonía fundacional de nuestra literatura.

    El truco más inquietante de los escritores del Boom fue quizás hacernos olvidar que sus autores (con García Márquez y Vargas Llosa a la cabeza) escribieron novelas fabulosas o totales para terminar convertidos en sus mejores personajes, haciendo de sí mismos la forma final de su propia literatura y del culto a la personalidad su novela más poderosa, acaso un texto coral que nunca termina de escribirse: la cacofonía de una ficción acerca de las amistades hechas y deshechas, de la vida política como una peripecia trágica y de la celebridad como una trampa antes que una fiesta.

    Pero no le podemos exigir calidad literaria a un fantasma. Sí podemos preguntarnos cuánto de lo que recordamos o atesoramos de su mejor obra realmente sobrevive en esta reliquia encontrada, y si su estilo y su imaginación pueden ser reconocidos como algo más que ecos o murmullos en esta prosa final, donde tal vez la mejor opción es hacer la vista gorda y leer con esa fe ciega que aún parecen exigirle al mundo los viejos coroneles de la literatura latinoamericana, por más que estén muertos.

    Ahí, al lado de sus novelas inolvidables y sus biografías que aspiran a ser recordadas como fabulosas, campea una fascinación insaciable que ha terminado convertida en un nicho comercial. Por lo mismo, esta novela es a la vez innecesaria y reveladora. Innecesaria, porque En agosto nos vemos no aporta nada al universo narrativo del autor, salvo como otro testimonio melancólico de sus últimos años, donde el fracaso de su estilo tardío es tan solo un merodeo otoñal, una despedida triste antes que un descubrimiento o una novedad fulgurante.

    Y reveladora, porque nos recuerda la costumbre de la literatura latinoamericana de saquear sus propios mitos hasta dejarlos vacíos. No es raro; el truco más inquietante de los escritores del Boom fue quizás hacernos olvidar que sus autores (con García Márquez y Vargas Llosa a la cabeza) escribieron novelas fabulosas o totales para terminar convertidos en sus mejores personajes, haciendo de sí mismos la forma final de su propia literatura y del culto a la personalidad su novela más poderosa, acaso un texto coral que nunca termina de escribirse: la cacofonía de una ficción acerca de las amistades hechas y deshechas, de la vida política como una peripecia trágica y de la celebridad como una trampa antes que una fiesta.

     


    En agosto nos vemos, Gabriel García Márquez, Literatura Random House, 2024, 144 páginas, $17.000.

  24. Nora Ephron: vivir para contarlo

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    Estaba embarazada de siete meses y tenía un hijito pequeño. Vivía en Washington, en el glamour de ser parte de una power couple de la capital estadounidense. Casada con Carl Bernstein —uno de los dos icónicos reporteros del Washington Post que destaparon el caso Watergate—, la vida parecía sonreírle a la periodista Nora Ephron. Sus problemas tenían que ver con la renovación de su casa, cuándo devolverle la invitación a comer a tal o cual pareja, de qué color pintar la pieza de la guagua en camino.

    Hasta que se dio cuenta de que las repetidas salidas de su marido —a comprar calcetines o cualquier cosa— escondían una amante, que además era parte de ese círculo de amistades, y que había huellas de esa infidelidad por todas partes.

    Entonces Ephron partió a Nueva York, con su pequeño hijo y el otro en camino, al departamento de su padre, mientras pensaba qué hacer.

    Y luego, decidió lo que casi siempre: Escribirlo.

    Everything is copy”, su madre le dijo una vez. Todo es material para una escritora.

    Nació su hijo y nació su primera novela: Heartburn, publicada en 1983 y traducida al español como Se acabó el pastel. Ya había publicado, en 1975, su primer libro de ensayos, Ensalada loca, que fue aclamado por la crítica. Ambos libros acaban de llegar a Chile, reeditados por Anagrama. Es la quinta reedición de una novela, que fue un hit y que el director Mike Nichols transformó en la entrañable película El difícil arte de amar (1986).

    A Ephron la interpretó nada menos que Meryl Streep, a su exmarido, Jack Nicholson. Y el guion lo hizo la misma Ephron, su primero en solitario.

    Así fue su camino desde el periodismo a la novela y al cine, una carrera prolífica que incluyó éxitos de dirección, como Tienes un e-mail, o de guiones, como el de Cuando Harry conoció a Sally.

    Con el episodio de la infidelidad de Bernstein, en todo caso, Ephron hizo carne su lema: “Sobre todo sé la heroína de tu vida, no la víctima”.

    ***

    Fue periodista, bloguera, ensayista, novelista, dramaturga, guionista nominada al Oscar y directora de cine. Ephron fue una figura extraordinaria, especialmente en la industria cinematográfica. Hija mayor de los guionistas de Hollywood Henry y Phoebe Ephron, estudió en el célebre Wellesley College de Massachusetts. Regresó a Nueva York para empezar su vida de reportera en Newsweek, y se instaló en un departamento en el West Village, barrio aún no gentrificado (Ephron dice que en ese entonces anunciaban que sería un barrio así, pero que solo pasó 20 años después).

    La contrataron como una ayudante de correo, una mail girl. En Newsweek no había mail boys. Si eras hombre, en ese entonces, te contrataban como reportero, no así a las mujeres. “Esto es injusto, pero era 1962, y eran así las cosas”, contó Ephron en Journalism, a Love Story. Luego la promovieron a investigadora, que en realidad era fact checker. Estuvo cinco años ahí. “Puedo ver ahora lo brillantemente institucionalizado que estaba el sexismo en Newsweek”, contó.

    Pese a eso, se hizo famosa. Durante una huelga del New York Post escribió una parodia del diario, con la gracia y el humor que se transformaron en su marca registrada. La directora del Post vio el talento en bruto y la contrató. Su pluma brillante, su mirada un tanto desapegada, y siempre el humor, fueron mostrándose. Así llegó al periodismo de revistas, en donde se estaba desarrollando a fines de los 60 el llamado “nuevo periodismo”. Liderado por figuras como Tom Wolfe y Gay Talese, se trató de un grupo heterogéneo de reporteros que querían contar la realidad tal como si fuera ficción y revelar las historias que la prensa tradicional no contaba. Contar los cambios sociales, los nuevos modos y modas de vivir, la efervescente sociedad norteamericana de fines de los 60 y 70. Ephron escribió en las célebres revistas Esquire y New York, en una época de gloria. Escribió sobre sus pechos pequeños, sobre la rivalidad entre las icónicas feministas Gloria Steinem y Betty Friedan, sobre qué pasaba con el sexo después de la “liberación femenina”.

    Por muchos años estuve enamorada del periodismo. Amaba la sala de redacción. Amaba el grupo. Amaba fumar y tomar whisky, y jugar póker de dólar. No sabía mucho de nada y estaba en una profesión donde no tenías que saberlo. Amaba la velocidad. Amaba los cierres. Amaba que los diarios luego (servían para) envolver pescado”, escribió.

    Una Tom Wolfe con faldas”, la catalogaron. Ella, sin embargo, no se reconoció como “nueva periodista” (quizás Tom Wolfe era un “Nora Ephron con pantalones”). “Solo me siento ante la máquina de escribir y la machaco”, dijo.

    ***

    Tuvo éxito, qué duda cabe. Una de las pocas mujeres dirigiendo y, además, con películas muy vistas y comentadas. Como dijo Jessie Wright-Mendoza, ‘Nora Ephron, la reina de la comedia romántica moderna, fue también una feminista de toda la vida. Estos puntos de vista se trasladaron a los personajes femeninos que Ephron puso en pantalla. En una industria a menudo dominada por hombres que hacían películas para hombres, Ephron creó protagonistas femeninas inteligentes, divertidas y complejas’.

    Su salto al cine vino con el guion de la película Silkwood, que escribió en 1983 junto a Alice Arlen, y que fue dirigida por Mike Nichols. La cinta fue protagonizada por una muy joven Meryl Streep, interpretando la historia real de Karen Silkwood, una activista que murió mientras investigaba problemas de seguridad en una central nuclear.

    Fue la primera nominación al Oscar para Ephron. Luego de Heartburn, que se estrenó en 1986 como El difícil arte de amar, debutó como directora de cine con This is My Life (1992), a la que siguieron las comedias románticas Sleepless in Seattle (1993), Michael (1996), Tienes un e-mail (1998), Embrujada (2005) y Julie & Julia (2009), sobre Julia Child, graciosa y entrañable gourmet, como ella misma, famosa por su show de cocina en la televisión. Premios, a Ephron no le faltaron: entre ellos un British Academy Film Award, así como nominaciones a tres Oscar, un Globo de Oro, un Tony y tres Writers Guild of America Awards.

    Mientras hacía sus películas, siguió publicando ensayos y blogs: fue de las primeras blogueras que Arianna Huffington reclutó para el Huffington Post.

    I Feel Bad About My Neck, su primera colección de artículos en 30 años, fue publicada en 2006, y estuvo en el ranking de los libros más vendidos del New York Times. Luego vino I Remember Nothing (2010).

    Tuvo éxito, qué duda cabe. Una de las pocas mujeres dirigiendo y, además, con películas muy vistas y comentadas. Como dijo Jessie Wright-Mendoza, “Nora Ephron, la reina de la comedia romántica moderna, fue también una feminista de toda la vida. Estos puntos de vista se trasladaron a los personajes femeninos que Ephron puso en pantalla. En una industria a menudo dominada por hombres que hacían películas para hombres, Ephron creó protagonistas femeninas inteligentes, divertidas y complejas”.

    Como era ella misma.

    ***

    Un humor seco, que sería lapidario si no fuera tan hilarante, está en sus columnas y blogs para Huffington Post, en sus ensayos, sus libros.

    Es la risa en medio de la tempestad. La mirada sobre sí, la capacidad de dar la vuelta y esperar que suba la marea. Reírse y escribir todo. “Porque si cuento la historia, controlo la versión. Porque si cuento la historia, puedo hacerte reír, y prefiero que te rías de mí a que sientas lástima por mí. Porque si cuento la historia, no duele tanto”, escribió en Se acabó el pastel.

    En I Feel Bad About My Neck escribe una lista de lo que le habría gustado saber antes. Algunas cosas: “Los cuatro últimos años del psicoanálisis son una pérdida de dinero. Escribe todo. El nido vacío está subestimado. El zapato que no te calza en la tienda nunca lo hará. Cuando tus hijos sean adolescentes, es importante tener un perro, para que alguien se alegre cuando llegues a casa. No existen los secretos”.

    El humor está en su cine; por ejemplo, la muy famosa escena de Meg Ryan y Billy Crystal en Katz’s Deli, en Cuando Harry conoció a Sally, esa que termina con: “Tomaré lo mismo que ella”, tras el orgasmo fingido de Meg Ryan.

    ***

    Sea lo que sea que elijas, recorras los caminos que recorras, espero que elijas no ser una dama. Espero que encuentres la manera de romper las reglas y causar problemas. Y también espero que elijas causar algunos de esos problemas en nombre de las mujeres”, les dijo a las alumnas de su alma mater, Wellesley College, en 1996.

    Nora se transformó en un emblema feminista no solo en los 70. Lena Dunham, por ejemplo, la adoraba, se declaraba su fan número uno. Y Ephron fue una mentora para ella.

    Fue la misma Nora la que la contactó, y para muchos, se proyectaba en Ephron. Se dice que la serie Girls apareció cuando ella ya luchaba silenciosamente contra la leucemia, algo que nadie supo. O solo sus muy cercanos.

    Su último trabajo fue una obra de teatro que se llamó Lucky Guy, y que marcó el debut de Tom Hanks en Broadway. Se trata de la historia de un periodista, Mike McAlary, desde 1985 hasta su muerte a los 41 años, en 1998. Es una historia sobre periodismo, tabloides, Nueva York… y la enfermedad y la muerte precoz. “He vivido la vida que soñaba, pero hay tanto más que quiero hacer. Quiero bailar en la boda de mi hija. Quiero ver a mi hijo Ryan graduarse de la universidad. Quiero caminar viejo y canoso por la playa con mi esposa”, dice al final.

    Nora Ephron murió a los 71 años.

    Sus amigos quedaron en shock: nadie sabía de su enfermedad. No quería que la vieran de otro modo. No quería explicar. La sobrevivió su marido, el guionista Nicholas Pileggi, y sus dos hijos. Uno de ellos, Jacob Bernstein, hizo luego un documental sobre su madre, llamado, cómo no: Everything is Copy.

    Narra el obituario del New York Times que el productor Scott Rudin contó que, dos semanas antes de la muerte de Ephron, él había tenido una larga conversación telefónica con ella, repasando notas para un piloto que estaba escribiendo para una serie de televisión. Según el diario, desde el New York-Presbyterian Hospital ella le dijo: “Si pudiera traer a un peluquero acá, podríamos tener una reunión”.

    ***

    Un humor seco, que sería lapidario si no fuera tan hilarante, está en sus columnas y blogs para Huffington Post, en sus ensayos, sus libros.
    Es la risa en medio de la tempestad. La mirada sobre sí, la capacidad de dar la vuelta y esperar que suba la marea. Reírse y escribir todo. ‘Porque si cuento la historia, controlo la versión. Porque si cuento la historia, puedo hacerte reír, y prefiero que te rías de mí a que sientas lástima por mí. Porque si cuento la historia, no duele tanto’, escribió en Se acabó el pastel.

    En su libro No recuerdo nada, publicado dos años antes de morir, escribió dos de sus famosas listas. Lo que extrañaré y lo que no. Un modo, quizás, de hablar de la muerte sin nombrarla.

    Lo que NO: la piel seca, las malas cenas, el correo electrónico, la tecnología, su clóset, los sostenes, los funerales, las encuestas, las mamografías, lavarse el pelo, paneles sobre las mujeres en el cine y sacarse el maquillaje cada noche, entre otros.

    Termina el libro con “lo que extrañaré”:

    Mis hijos
    Nick
    La primavera
    El otoño
    Waffles
    El concepto del waffle
    Tocino
    Un paseo en el parque
    La idea de un paseo en el parque
    El parque (Central Park)
    Montajes de Shakespeare en el parque
    La cama
    Leer en la cama
    Fuegos artificiales
    Risas
    La vista desde la ventana
    Luces brillantes
    Mantequilla
    Cena con amigos
    Cena con amigos en una ciudad donde ninguno de nosotros vive
    París
    El próximo año en Estambul
    Orgullo y prejuicio
    El árbol de Navidad
    Cena de Acción de Gracias
    Una botella para la mesa
    Flor del cornejo
    Tomar un baño
    Cruzar por el puente hacia Manhattan
    Pies (tartas).

    ***

    La mejor venganza es tener una gran vida, dijo una vez Ephron. Vaya que la tuvo.

     


    Ensalada loca, Nora Ephron, Anagrama, 2023, 176 páginas, $20.000.


    Se acabó el pastel, Nora Ephron, Anagrama, 2023, 208 páginas, $20.000.

  25. El resplandor de la basura

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    Hay una palabra algo gastada a la que, sin embargo, valdría la pena echar mano para referirse a Rewind, las memorias de Clemente Riedemann: entrañable. El libro lo es en el sentido literal y primero del término, es decir, de aquello que se nos presenta en su condición de bien trabajada intimidad, con el afecto a la vista. O los afectos, más bien, porque en estas páginas el poeta presenta una serie de relaciones afectivas (literarias, musicales, laborales) decisivas.

    Con una prosa diáfana y acogedora que recuerda su escritura poética —poemas memorables como “Chamaco Valdés”, “Gente desaparecida” o Coronación de Enrique Brouwer—, Riedemann acomete una revisión autobiográfica que incluye desde su temprana admiración por el profesor y escritor Luis Oyarzún (cuyo encanto en la conversación es descrito como “el equivalente a fumarse un porro”, destacándose su lucidez a toda prueba y su trabajo pionero en el pensamiento ecológico), hasta el largo retrato de su relación con Nicanor Parra. En un curioso análisis de la antipoesía, Riedemann formula generosamente su deuda con Parra, sin miramientos ni acomodos. En cuanto a la persona Parra, el relato que hace Riedemann es inolvidable porque lo retrata en distintos momentos, desde una regada comilona en su casa de La Reina hasta unos encuentros de final de vida, siendo central la reseña que hace de un largo viaje de ambos por Chiloé acompañados de Braulio Arenas. Es glosando unos versos de Parra que Riedemann se refiere a los recuerdos como “esa suerte de basura que se va acumulando en la conciencia y que suele resplandecer en cuanto se la anota en un cuaderno”. Ese resplandor anima y alumbra las mejores páginas de este volumen.

    Con nostalgia y humor se suceden semblanzas de autores como Jorge Teillier, Jorge Torres y Enrique Lafourcade, de quien hace un lindo y justo encomio. Entre medio, describe Riedemann su amor total por la música de Miles Davis (“Cada vez que me siento existencialmente desafinado vuelvo a oírlo para poner las cosas en su lugar”) o su estrecha colaboración con Nelson Schwenke, del dúo Schwenke & Nilo; el sentido relato que hace de la muerte abrupta del músico y del duelo que lo embargó es otro de los puntos altos de estas memorias. Siempre en Valdivia, al final de Rewind Riedemann ofrece un detallado recuento de la vida en común y de la obra de dos figuras sobresalientes de la vida cultural de dicha ciudad: Maha Vial y Pedro Guillermo Jara, revisando sus escrituras, la historia de un amor duradero y sostenido y, también, sus propios años universitarios y de formación literaria en la cercanía de ambos.

    En cuanto a la persona Parra, el relato que hace Riedemann es inolvidable porque lo retrata en distintos momentos, desde una regada comilona en su casa de La Reina hasta unos encuentros de final de vida, siendo central la reseña que hace de un largo viaje de ambos por Chiloé acompañados de Braulio Arenas. Es glosando unos versos de Parra que Riedemann se refiere a los recuerdos como ‘esa suerte de basura que se va acumulando en la conciencia y que suele resplandecer en cuanto se la anota en un cuaderno’. Ese resplandor anima y alumbra las mejores páginas de este volumen.

    Otros dos momentos merecen mención especial. El primero es el retrato que hace de Víctor Jara. Como en su poesía, Riedemann muestra gran destreza para, en pocas líneas, dibujar escenas resonantes. Al repasar su pasión por Víctor Jara, el poeta cuenta que una vez, lleno de admiración, fue a oírlo en vivo a la SAVAL de Valdivia. Esa vez, Víctor Jara mostró la complejidad que lo constituía, lejana a la pureza beatífica, molestándose por no obtener la atención que merecía, por lo que Riedemann, dice, le oyó “proferir varias groserías por lo bajo”. En un momento, Jara clavó la mirada en el joven aspirante a poeta, que a diferencia de la muchedumbre sí lo oía con interés, pero el cantautor se mostró despreciativo por el color de su pelo: “‘Ah, un rubiecito —exclamó— ¡seguro eres uno de estos’ y, estirando los labios, apuntó hacia la gente que continuaba comiendo y bebiendo… Había en su mirada un sesgo burlón que me decepcionó. Me había pegado la caminata desde el barrio Collico solo para verle y oírle y su observación me pareció arbitraria y resentida”. Pese a haberse ido triste, Riedemann, sin ostentación, deja ver luego su altura de miras al narrar cómo, sobreponiéndose a una justificada disposición en contra, volvió a oír sus nuevas canciones y dejó entrar la belleza suprema de “Te recuerdo Amanda”.

    El otro punto sobresaliente es el capítulo “Tantos chicos sentados junto al fuego”, donde se hace una vívida y emocionante descripción de la noche bajo toque de queda en Valdivia, las reuniones escondidas, la tensión por los amigos caídos, las siniestras rondas de la DINA. Sin embargo, siempre hubo espacio para la creación e, incluso, para la alegría: “Lo mejor para el relato consistiría en hacer irrumpir a la policía en una de esas reuniones y hacer que nos llevaran a todos detenidos… Por el contrario, a veces, mientras bailábamos una cumbia, una salsa, un son cubano, como puestos allí por una nave extraterrestre, veíamos una pareja de carabineros súbitamente parados en la puerta de la casa. En más de una ocasión aceptaron un café o un vaso de pisco. Luego continuaban su ronda. En cierto modo también eran prisioneros”. Ahí, en la imagen de esos carabineros recibiendo un poco de pisco, se deja ver la humanidad que circula por estas cálidas, entrañables páginas.

     


    Rewind. Memorias literarias, Clemente Riedemann, Ediciones Universidad Austral de Chile, 2023, 168 páginas, $ 12.900.

  26. Confucio: despejes del camino

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    En cuanto maestro de la humanidad, Confucio (551-479 a. C.) figura como par de Sócrates, y estos dos figuran a su vez como pares laicos del Buda y Jesucristo. Este último es con mucho el sujeto más influyente entre los occidentales. El influjo de Sócrates quizá se extienda tanto, aunque revuelto con el de Jesús: entre ambos forman el grueso de la ortodoxia occidental, lo que llamamos el racionalismo cristiano. Eso sí, Jesús, además de humano es Dios —el hijo único del único Dios—, hace milagros y es capaz de resucitar, con lo que quizá sobrecalifique para este grupo. Si el Buda no es más que humano, la verdad es que sus logros lo elevan por sobre dioses y espíritus, quienes se muestran humildes ante él. Sócrates se permitía, es cierto, apenas unos pocos deslices sobrenaturales, pero también es cierto que no existen eventos sobrenaturales menores. Al simple lector de sus dichos, Confucio le parece un tipo exclusivamente humano y natural, y le resulta escandaloso enterarse de que incluso a él lo hayan divinizado un poco.

    Intriga también que tanto la pareja oriental —Buda y Confucio— como la pareja occidental —Jesús y Sócrates— expresen tan claramente las necesidades específicas y constantes de la vida humana: la de vivir en permanente aprendizaje, en un descubrimiento permanente de la razón y la moral, con Sócrates y Confucio; la de una comprensión total del mundo, que para Jesús es revelación divina y para el Buda iluminación humana. Más todavía me intriga que la pareja oriental sea esencialmente razonable y bastante comprensible; mientras que Sócrates resulta una paradoja exasperante y a Jesús, dice Bloom, los demonios nomás lo reconocen.

    Ninguno de los cuatro escribió nada que se haya conservado: son, en la práctica, creaciones colectivas de sus discípulos, no siempre directos. En el caso de Confucio, los recuerdos de sus enseñanzas fueron recopilados y editados en numerosos libros que, unos 300 años después, alcanzaron la forma reunida en que los conocemos: las Analectas. Para la dinastía Han se volvió un texto clásico, incluso por encima de aquellos en que el propio Confucio basó su enseñanza. Gardner cuenta que los literatos de este periodo centraban cada vez más sus estudios en el I Ching, el Tao Te Ching y las Analectas, “leyendo estos tres textos uno contra el otro” —un programa de estudios fabuloso, realmente.

    Y la verdad es que para el lector ajeno conviene adoptar un programa así de económico, porque la erudición aquí descorazona: se conocen en China más de ocho mil comentarios y la bibliografía occidental —se puede partir con Wolff, Leibniz y Hegel— supera también las posibilidades de un individuo. Uno puede acabar fácilmente atrapado en la cuestión planteada por Ivanhoe: “¿El Confucio de quién?” —pero no debería, se pueden hacer despejes provisorios en el camino.

    Hay sin duda oportunidades para distinguir a la persona histórica de su leyenda, pero con personajes como Confucio la leyenda misma tendrá siempre un peso histórico y una significación incomparablemente mayor que el sujeto que se logre identificar —pero también una significación que seguramente no interesa para una lectura corriente de las Analectas.

    Sobre la biografía, por ejemplo, ¿qué puede sacar en limpio un principiante de las investigaciones biográficas acerca de personajes antiguos y legendarios? Según mi experiencia, muy poco, y menos cuando son chinos. Hay sin duda oportunidades para distinguir a la persona histórica de su leyenda, pero con personajes como Confucio la leyenda misma tendrá siempre un peso histórico y una significación incomparablemente mayor que el sujeto que se logre identificar —pero también una significación que seguramente no interesa para una lectura corriente de las Analectas. Así es que prefiero sugerir al lector que en este punto crea lo que lea por ahí y no quiera saber más si no está dispuesto a iniciar una investigación mayor.

    Las discusiones filológicas y lingüísticas son otro manglar que se extiende más allá del horizonte. Para avanzar aquí no basta la mera curiosidad, se requiere un completo fanatismo o una cierta indiferencia. Si no se tiene intención de estudiar chino clásico, lo recomendable es sin duda esa cierta indiferencia. Porque se trata, además, de los registros de la enseñanza oral de un maestro, lo que ya implica cierto relajo en la expresión, y escritos encima en una lengua que no es representación del habla. En líneas gruesas, respecto de las muchas incoherencias y hasta contradicciones en el texto de las Analectas, unos arman complicadas interpretaciones para deshacerlas, otros atribuyen cada diferencia a una u otra línea sucesoria. Con sabiduría, Yuri Pines —un estudioso de la revolución confuciana— propone no preocuparse demasiado por estas inconsistencias y considerarlas más bien naturales de este tipo de literatura.

    Otro tema que conviene despejar es la idea tan extendida de que comprender a Confucio es comprender la verdadera China, la China profunda. Ya desde los jesuitas, una imagen muy ordenada y reverente de la antigua China, y hasta del carácter chino en general, se extrajo de las enseñanzas de Confucio. Pero de igual manera se podría deducir de la enseñanza de Sócrates que los atenienses eran en general éticos y racionales. Si esas enseñanzas fueron necesarias, en primer lugar, no debe haber sido así. De igual modo se supone que en la India la gente es muy espiritual; pero tal vez ahí exista más bien mucha gente particularmente materialista y mezquina, si tanta enseñanza en contrario ha provocado. Como sea, Confucio figura por toda la cultura china, durante dos milenios y de mil maneras, pero toda esa figuración icónica es un puro estorbo a la hora de comprender sus ideas principales.

    Por el lado filosófico, en tanto, las interpretaciones más importantes del texto, a lo largo de los siglos, añadieron mezclas. Por ejemplo, en teoría el movimiento neoconfuciano se oponía al budismo; en la práctica, la discusión de los temas budistas incorporó esos temas y modos de tratarlos. El resultado fue un Confucio bastante más complejo filosóficamente, bastante más difícil de interpretar también, pero en cuestiones que seguramente no eran tema para él. Por fascinantes que sean esas y otras discusiones —25 siglos de ellas—, un interés sencillo en las ideas de Confucio se las puede saltar alegremente.

    Hay que dejar atrás la idea de Confucio como un moralista esquemático, porque hasta en las cuestiones más formales busca respuesta en la actitud y el carácter; no en las reglas. Si sus seguidores son tan diversos y mezclados es porque el propio influjo de sus dichos es abierto e impredecible: los buenos confucianos son todos libre-confucianos.

    Otro tema que se puede despejar: muchos seguidores han supuesto que el maestro entregó también una enseñanza esotérica. Creen que un mandato del cielo, por el cual Confucio debía gobernar y restablecer el camino en el mundo, no se cumplió: un unicornio muerto en una cacería le habría entregado ese augurio desgraciado. El maestro, entonces, dio forma a su enseñanza para que esta cumpliera el destino que su persona no. En una tesis espectacular, se afirma que esta enseñanza secreta se encuentra en los comentarios al I Ching, legendariamente atribuidos al sabio, y que esa sería precisamente su enseñanza más elevada, aquella en que revela los principios inherentes del camino, y que todo lo demás debería leerse bajo esta clave.

    No quiero seguir esta interpretación, porque obliga a involucrarse en asuntos esotéricos chinos; prefiero la del maestro Zhang, que sencillamente reafirma la primera impresión de cualquiera que lea las Analectas: Confucio no hablaba de ese tipo de cosas, sino que hablaba solo de los asuntos humanos. Y, además, porque esta interpretación más sencilla, exenta de ocultismo, supone en realidad un misticismo prístino y marcado: “El maestro habló tan solo de aquellas cosas que podían ser substanciadas en fenómenos efectivos. Él nunca usó vanamente una charla vacía para explicar el camino”.

    ***

    Ahora bien, ¿de qué camino se habla?

    En Occidente asociamos el camino con Laozi y sus seguidores, y vemos a confucianos y taoístas como facciones bien definidas y enfrentadas. Pero ya en los textos la línea de frontera se pierde en el tejido: me ha sorprendido mucho que algunas interpretaciones chinas, muy autorizadas, den un Confucio incluso más taoísta que Laozi. Sin ahondar, al menos hay que dejar atrás la idea de Confucio como un moralista esquemático, porque hasta en las cuestiones más formales busca respuesta en la actitud y el carácter; no en las reglas. Si sus seguidores son tan diversos y mezclados es porque el propio influjo de sus dichos es abierto e impredecible: los buenos confucianos son todos libre-confucianos.

    Para no esquivar el dragón más grande, y desde un punto de vista apenas periodístico, estimo que se habla aquí del camino como un símbolo realmente mayor: nada menos que el símbolo que identifica la ortodoxia de una cultura; un símbolo que para entenderlo debe ocupar un lugar tan eminente y decisivo como el que ocupa el símbolo de la cruz en el imaginario occidental.

    En los temas más importantes, la visión bajo el solo símbolo del camino o el solo símbolo de la cruz, cuando se los conoce a ambos, parece bizca. (…) Si desde la cruz tendemos a observar la vida ética punto por punto, registrando algunas grandes ocasiones de altísima exigencia moral, bajo el signo del camino abruma en cambio una presión ética sobre cada momento de la vida.

    Desde el punto de vista del camino, no emociona mucho la búsqueda de lo que no cambia, del sustrato único, simple y eterno de la realidad; se considera que el ser propio de algo es justamente el ciclo de los cambios en su existencia, más que aquello que pueda permanecer inmutable a lo largo de esos cambios. Compárese, por ejemplo, el arrojo romántico con que Keats exclama “Oh, pájaro inmortal”, con la simple constatación e íntima celebración que anota Onitsura ante esa misma avecita: “El ruiseñor / posado en el ciruelo / desde tan antiguo”. En su aspecto humano el camino es la cultura; y este aspecto del camino requiere no ser sencillamente atendido, como los ciclos naturales, sino mantenido y cuidado con toda constancia: aunque sepamos que su imbricación con el camino natural debe ser bastante completa, puesto que donde sea que los sapiens desarrollan una cultura de manera automática y con mucha eficacia, sabemos también que los ciclos culturales —sociales, familiares, personales— se corrompen si se descuidan y desatienden —de manera tantas veces catastrófica.

    Las repercusiones de pensar bajo uno u otro símbolo son masivas. Para ir a lo más general: muta la noción misma de verdad. Los puntos simples, marcados por la cruz de la ordenada y la abscisa, pueden ser comprobados y las nociones de verdadero y falso aplicarse con sentido; bajo el símbolo del camino estas nociones no llegan a formarse completamente y, en lugar de verdadero y falso, se hablará más bien de “apropiado” o “inapropiado”. Así, las demostraciones de Gödel respecto de un fondo incoherente, incompleto e indecidible en las matemáticas, y los descubrimientos de la física que muestran que en definitiva la realidad tiene esas mismas características fantasmales, espantan y torturan a las gentes de la cruz, mientras que las gentes del camino más bien se ufanan en la noticia —a veces livianamente.

    Hace mucho tiempo en Occidente, y hasta en Chile, está de moda suponer que esta interpretación de la vida como camino es moralmente superior, pero los orientales no parecen ser en general mejores personas que los occidentales, ni más justos ni más pacíficos, y sea en la moral, en la política o en la ecología, cometen barbaridades iguales o peores. Ahora, si una visión no me parece mejor que la otra, sí me parece mucho mejor no quedarse con una sola: la consideración de los fenómenos bajo esta paralaje que nunca será síntesis ha sido muy propia de los sabios en todo tiempo y lugar, e incluso de muchos pícaros. En los temas más importantes, la visión bajo el solo símbolo del camino o el solo símbolo de la cruz, cuando se los conoce a ambos, parece bizca. Si en Oriente la libertad no llega a ser un tema definido —en la lengua de Confucio ni siquiera existe la palabra—, en Occidente es un tema tan obsesivo que deviene abstracto y se vive más bien como una ansiedad vacía. Si desde la cruz tendemos a observar la vida ética punto por punto, registrando algunas grandes ocasiones de altísima exigencia moral, bajo el signo del camino abruma en cambio una presión ética sobre cada momento de la vida.

    Como maestro del camino, Confucio personifica, al menos, un carácter precioso que sí me parece más alcanzable desde esta visión de las cosas, el camino, y en cambio más lejano para la gente de la cruz: la armonía entre naturaleza y cultura. Los humanos son sencillamente culturales por naturaleza, y esquivar los ciclos culturales —sociales, estéticos, morales, políticos— resulta igual de insensato que ignorar los ciclos naturales, porque el desgaste de esquivarlos puede ser tanto o más peligroso que no abrigarse en invierno o no hidratarse en verano. Quien ignora el camino en materia social y cultural se arriesga de hecho a lo que para Confucio —y para cualquiera— son los peores males: cosas como el desprecio y la vergüenza, para no hablar de otras como la prisión y la ejecución —el misterioso destino de Jesús y Sócrates.

  27. Un aperitivo metafísico

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    Los eventos del inicio y el fin de una vida; entre ellos, la rutina y el sueño fugaz de la existencia. Así se podría resumir Mañana y tarde, la novela corta de Jon Fosse publicada originalmente en 2003, pero editada en castellano por De Conatus ―editorial española que lleva años apostado por su narrativa― y Nórdica el año pasado, apenas una semana antes del anuncio del Premio Nobel de Literatura, tras el cual otras editoriales han empezado a difundir las novelas del escritor noruego en todo el ámbito hispanohablante.

    El libro se divide en dos partes de extensión desigual. El breve primer capítulo relata el nacimiento de Johannes: mientras su esposa tiene al bebé con ayuda de la vieja matrona del pueblo, Olai, el papá, un pescador que decide bautizar al niño con el nombre de su propio padre, piensa en la vida, en Dios y en el futuro del pequeño recién llegado al mundo. Nada fuera de lo común ocurre en este parto: es el segundo que ha vivido la pareja y solo uno de los cientos que ha acompañado la partera. La segunda parte aborda el último día en la vida de Johannes, si es que es vida aún aquello que está experimentando. La narración se enfoca en la rutina de este anciano que heredó el oficio de su padre, en lo que parece ser un día más de su monótona vejez, aunque asoman momentos extraños, únicos, señales que Johannes no comprende del todo en un principio, pero que poco a poco le revelan la naturaleza de esa jornada.

    El título alude, por una parte, al nacimiento y la muerte del protagonista, pero también, en un sentido más literal, al hecho de que el día final de Johannes es narrado en dos momentos: la mañana, cuando se levanta creyendo que es un día cualquiera, solo sintiéndose más fuerte de lo normal, para luego salir con su amigo Peter a pescar cangrejos; y la tarde, que comienza con ellos intentando vender los cangrejos en un puerto vacío, donde luego aparece gente de su pasado. Esto se debe a que Johannes solo se encuentra con personas (que él no recuerda que están) muertas, hasta que se cruza con su hija que va camino a visitarlo, preocupada porque su padre no ha contestado el teléfono en todo el día.

    Este estilo repetitivo (…) da cuenta de la influencia que han tenido en Fosse otros autores que utilizan la repetición como recurso estético, como Samuel Beckett y Thomas Bernhard. A su vez, el argumento tiene elementos que a los lectores hispanoamericanos nos remiten a novelas cortas de nuestra propia tradición, como La amortajada o Pedro Páramo. Pero en la obra de Fosse estos elementos están al servicio de una búsqueda que no solo es literaria, sino también religiosa.

    Un elemento que puede llamar la atención de los nuevos lectores de Fosse es una forma de narración que Mañana y tarde comparte con Trilogía y Septología, consideradas las novelas más importantes de su obra: no hay ningún punto aparte, los nombre de ciertas zonas geográficas empiezan con mayúscula, no aparece puntuación alguna antes o después de las preguntas, solo los párrafos de diálogo inician con mayúsculas, los de narración e introspección siempre parten con el conector “y” en minúscula, y las palabras “dice” y “piensa” se repiten hasta el hartazgo: “podría salir con la barca, tratar de pescar algo, pues sí, eso debería hacer, piensa Johannes, y al momento piensa que eso mismo es lo que piensa todas las mañanas, todas las santas mañanas piensa exactamente lo mismo, piensa Johannes ¿y qué iba pensar si no? ¿qué podría hacer sino ir al oeste de la Ensenada? piensa Johannes”.

    Este estilo repetitivo, que alcanza un ritmo casi hipnótico por momentos, recalca lo rutinario de la vida de Johannes, al tiempo que da cuenta de la influencia que han tenido en Fosse otros autores que utilizan la repetición como recurso estético, como Samuel Beckett y Thomas Bernhard. A su vez, el argumento tiene elementos que a los lectores hispanoamericanos nos remiten a novelas cortas de nuestra propia tradición, como La amortajada o Pedro Páramo. Pero en la obra de Fosse estos elementos están al servicio de una búsqueda que no solo es literaria, sino también religiosa; al igual que Flannery O’Connor, otra gran escritora católica, Fosse se atreve a explorar los bordes de su fe: “no puede responder del credo, no puede, no está en sus manos, porque tampoco puede fingir no saber lo que sabe, y no haber visto lo que ha visto, y no haber entendido lo que ha entendido, (…) y si le aprietas diría que su Dios es más bien de afuera de este mundo, es un Dios que solo se intuye al negar el mundo, solo entonces se muestra, curiosamente, tanto en el individuo como en el mundo, piensa Olai”.

    Lo metafísico está en el centro de gran parte de su trabajo, especialmente Septología, que tal como esta es una historia sobre la soledad y el doble ―la repetición de nombres es frecuente en Fosse―, sobre la vida de hombres mayores junto al mar, y que reflexiona en torno a la existencia y la divinidad entre experiencias cotidianas y místicas. Además comparten el estilo ya descrito, que da la impresión de que estos libros nunca empiezan ni terminan, pese (y tal vez, debido) a que las nociones mismas de inicio y fin son claves en ellos. Pero en contraste, Mañana y tarde es una novela mucho más minimalista y breve ―la diferencia es de casi 700 páginas―, por lo que funciona como un perfecto aperitivo para degustar la narrativa de Jon Fosse.

     


    Mañana y tarde, Jon Fosse, traducción de Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun, Nórdica Libros/De Conatus, 112 páginas, $19.000.

  28. Lucha cuerpo a cuerpo

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    A mi madre, mis abuelas, mis amigas y las estudiantes”, reza el epígrafe de Bisagras (2023), primer volumen de cuentos de Florencia Rabuco (1996), joven escritora chilena, dando cuenta de la estirpe femenina que se despliega en 10 relatos escritos con una prosa ajustada y precisa: colegialas, trabajadoras, madres, cuidadoras, un universo femenino volcado a la incertidumbre y expuesto a una violencia cotidiana soterrada, a la que también están invitados algunos personajes masculinos.

    Me gusta el conjunto, hay una hebra interna que da sentido de continuidad al volumen, aun cuando los textos fueran escritos en distintos momentos. Las historias ocurren en dos niveles: la superficie del relato es de mesurado equilibrio, con una gran detención en el detalle, focalizada en las descripciones del cuerpo, en los espacios habitados, aunque se intuye un fondo de rebeldía en el que los personajes van expresando en sordina deseos, opresiones e injusticias, como si en principio no pasara nada, aunque pasa demasiado.

    El universo de Rabuco está impregnado de infancia, es capaz de transmitir a través de la morosidad del discurso una mirada sobre el mundo basada en la perplejidad de sus personajes, que aparecen inmovilizados. Por ejemplo, en el cuento “Violentas” la narradora recuerda un episodio de bullying ocurrido en su infancia: “Simón es un niño, oí decir tantas veces después de que sucediera, lo oí en boca de los profesores, en la tía encargada de Convivencia Escolar y también en la de mi mamá. Yo entendía perfectamente que era un niño, pero no sabía qué tenía que ver eso con lo que había pasado”, se lee en este relato que da cuenta indirectamente de una perspectiva patriarcal para interpretar las relaciones humanas. O en el texto final —que da nombre al conjunto—, en el que uno de los protagonistas describe las visitas del padre: “Tras la puerta había un hombre que yo en ese entonces habría llamado un extraño. La golpeaba como una bestia, como si se le fuera la vida en cada patada y en cada grito ronco que decía mi apellido. Yo tenía catorce años y estaba sentado al comedor”. Se trata de personajes detenidos al borde, atisbando un mundo que los sobrepasa.

    El afuera es percibido como una amenaza o ligado a experiencias de muerte, y por ello no es casual que la mayoría de las y los protagonistas estén volcados hacia el interior de departamentos, gimnasios, salas de clase, supermercados. Lo exterior, la calle, aparece como espacio atemorizante y violento. (…) Los personajes habitan un espacio urbano que los desplaza y los empuja hacia adentro, generando un efecto de enclaustramiento en el lector.

    El trabajo cobra especial dimensión en estos relatos. Expertas en artes marciales, traductoras, repartidoras, estudiantes, secretarias, cuidadoras, ninguno de los personajes femeninos vive sino de la fuerza de su trabajo, en la mayoría de las ocasiones ocasional e invisibilizado. Dos cuentos están especialmente enlazados, en tanto muestran escenas de la explotación de los cuerpos, asociando la productividad animal, en “Gloria”, ambientado en una empresa avícola, con la de una trabajadora humana que vive del ranking de sus clientes, en el caso de “Delivery”. El subtexto de clase y género se figura en estos cuerpos feminizados en momentos de trabajo precarizado.

    El afuera es percibido como una amenaza o ligado a experiencias de muerte, y por ello no es casual que la mayoría de las y los protagonistas estén volcados hacia el interior de departamentos, gimnasios, salas de clase, supermercados. Lo exterior, la calle, aparece como espacio atemorizante y violento. Adentro estamos más seguras y plenas, parece decir Lina, la protagonista del cuento “Take care (of me)”, que no ha salido de su departamento hace 32 días y que ha sustituido la relación familiar presencial por videollamadas. O la protagonista de “Delivery”, que trabaja en una zona liminal: “Me dirijo al epicentro. La torre más alta de la ciudad que alberga en su primer subterráneo al supermercado más grande de la ciudad”. Los personajes habitan un espacio urbano que los desplaza y los empuja hacia adentro, generando un efecto de enclaustramiento en el lector.

    Bisagras da cuenta de tragedias soterradas en las que las y los personajes viven en una dimensión claustrofóbica y precaria, pero nunca como víctimas, sino buscando respuestas en los intersticios y bordes, en las luchas cuerpo a cuerpo de cada heroína y héroe de estos diez cuentos de Florencia Rabuco.

     


    Bisagras, Florencia Rabuco Quiroga, Montacerdos, 2023, 162 páginas, $15.900.

  29. Xilófono

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    El otro día vi el xilófono que usaron mis niños cuando eran bebés. Lo agarré, lo puse en una bolsa de basura. No pensé si botarlo o no, como puedo hacerlo con otros objetos. Claramente el xilófono no tenía más utilidad.

    Luego, el xilófono empezó, no a obsesionarme —sería una exageración— sino a aparecer en mi cabeza, de vez en cuando, pero de forma precisa. Me puse a pensar en el xilófono. Se trata de un objeto que uno conoce solamente por su utilidad. Los niños lo utilizan para, supuestamente, iniciarse en la música. Lo usan: lo golpean. Así, se emiten sonidos. De momento, también me golpeaba el oído. Xilófono no es realmente un objeto amable, que uno trata y recuerda con cariño.

    Bueno, sin pensarlo mucho, un día boté el xilófono, y desde ese momento el xilófono empezó a aparecer en mi cabeza, cada tanto. Es el único objeto cuya utilidad se acaba de forma tan nítida, que no tuve ninguna hesitación al momento de botarlo. Un martillo es nada más que útil, pero no deja nunca de ser útil. Nunca he botado un martillo. Salvo si ha sido usado para un crimen, no hay razones de deshacerse de un martillo. Un encendedor es útil, pero un encendedor desaparece solo. No hay que agarrarlo, con un impulso parecido a una decisión, y botarlo. Un felpudo es nada más que útil y se echa a perder, pero demora antes de deteriorarse, y aun así uno sigue usando su felpudo desarmado. Cuando finalmente decidimos botar el choapino es porque ya no nos gusta o porque está tan deteriorado que se vuelve molesto. Entonces compramos otro, con otra estética; el hogar adquiere otra personalidad. El xilófono no se deshace ni se apaga ni tiene gas ni no se rompe. Tampoco personifica una casa. Simplemente deja de ser un objeto que uno golpea. Por ende, uno lo bota o lo dona sin remordimiento.

    Por un buen tiempo, no supe que el objeto que golpeaban mis niños se llamaba xilófono, y no me pregunté tampoco cuál era el nombre de este objeto. Descubrí este nombre, xilófono, por unos juegos “inteligentes” que tenían mis hijos y en el que tenía que corresponder una letra con un objeto. En el juego, la letra x se correspondía a la imagen del xilófono. Cuando vi está relación me acordé del paquete de plástico en el que venía el instrumento que golpearon un tiempo mis hijos. Este decía en efecto “xilófono”. Pensé entonces que cada objeto tiene un nombre, pero que a veces los ignoramos y esta ignorancia no nos perturba. Nunca había asociado a un nombre esta cosa ruidosa, que hay que golpear para que revele su sentido: crear sonidos. Para mí justamente era una cosa, algo que no tiene nombre. La cosa, a diferencia del objeto, es lo que no cabe bajo una nomenclatura y que queda en un estado de indeterminación.

    Pero en realidad esta cosa era un metalófono, no un xilófono. El xilófono se refiere a un objeto completamente diferente.

    Xilófono es una palabra hermosa, asocia xilo (madera) a sonido (fono). El xilófono consiste en láminas de madera que emiten un sonido cuando son golpeadas. Su sonido es calmado, sobrio, cálido. Xilófono habla del espíritu (el sonido) contenido en la materia (la madera). Xilófono podría ser la palabra para dar cuenta de la esencia del lenguaje: de una palabra, similar a la lámina, tenemos la expectativa de que nos diga algo. Pronunciar una palabra es como golpear, suavemente, la lámina de madera del xilófono: algo surge, inesperado, que no está en nuestras manos, que no tocamos. Las palabras las usamos una y otra vez porque su sentido nunca está fijado y nosotros nunca acabamos de entenderlo, interiorizarlo. Pasa lo mismo con el xilófono. Golpeo la lámina de madera y el sonido es una experiencia única. Así puedo golpearlo de nuevo, de forma indefinida.

    No botamos un xilófono, uno verdadero. No botamos el lenguaje. Por esto lo usamos: porque no sabemos qué nos promete, qué experiencia vamos a hacer con él. Esto es un xilófono: la materia vivida, como lo que nos permite espiritualizarnos, producir un eco, escucharnos; la metáfora del lenguaje como algo que crea ruido, sonido, algo que no acaba su sentido.

  30. El más allá de las mascotas

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    La píldora, probablemente, es en gran medida la responsable de la explosión de las mascotas, más que cualquier otro factor. Es muy simple. El viejo estilo era que el marido se ganaba la vida y la madre se quedaba en casa. Hoy, el marido y la mujer trabajan, quieren tener un hogar y comprar todas las cosas que les gustan antes de formar una familia. Esto está bien desde el punto de vista de la planificación, pero la naturaleza no se puede dejar de lado, así que cuando la joven mujer llega a casa tiene que tener algo que acariciar, algo para ser madre, algo que amar, entonces tendrá una mascota”. Estas palabras corresponden a uno de los entrevistados principales del documental Gates of Heaven (1978), Cat Harberts, pastor y dueño del parque memorial para mascotas Bubbling Well, ubicado en el Valle de Napa, Estados Unidos.

    Errol Morris vio hace ya 45 años la humanización de las mascotas y el mercado inherente a ese sitial. Pero también indagó en el sentido de la vida, las relaciones familiares, qué hacemos y cómo reaccionamos cuando se muere un ser querido —porque los temas que subyacen son el duelo y la muerte—. El cineasta, antes detective privado, comenzó así su carrera, con la dirección de este curioso documental, tan extravagante como visionario. Tenía 19 años y su amigo Werner Herzog le apostó que si lograba filmar esta película se comería uno de sus zapatos en público (y eso quedó registrado en el cortometraje Werner Herzog: Eats His Shoe (1980), donde, entre mordiscos, Herzog alaba la obra de Morris).

    Ganador del Oscar en la categoría mejor largometraje documental con The Fog of War (2004), una elocuente entrevista a Robert McNamara sobre la guerra de Vietnam, Morris ha dicho que el chispazo de Gates of Heaven provino de una noticia que leyó en mayo de 1977 en el San Francisco Chronicle: “450 mascotas muertas se van al Valle de Napa”, decía el titular, y luego: “Desalojan a mascotas muertas de los Altos Graves”.

    Morris reclutó de inmediato a un pequeño equipo y se internó en California.

    Floyd McClure, un agricultor amante de los animales, había encontrado su razón de vida dándoles una digna sepultura a las mascotas, las que consideraba enviadas por Dios para dar compañía y aliento a los seres humanos. A su cementerio llegaban serpientes, ratas, pollos, monos, roedores, pero lo que más había eran gatos. El escaso personal y problemas administrativos lo obligaron a declararse en quiebra, quedando más de 450 tumbas de mascotas a la deriva. Como dice McClure, “no solo estoy en la bancarrota, también se me rompió el corazón”. Una de sus épicas, y uno de los paralelos notables de la película, era evitar que las mascotas fueran a parar al camión de la empresa de reciclaje de animales, con quienes en un momento llega a disputar el cadáver de un cordero. Como explica displicentemente el dueño de esta empresa, su negocio era el sebo, por lo tanto, procesaban a los animales completos. Cuenta además cómo llegó un elefante a sus hervideros y se jacta, incluso, de haber hecho un pacto secreto con el zoológico local para aprovechar cada kilo de jirafas, osos y leones.

    En este documental la narración está solo cimentada en decenas de testimonios, sin una voz en off. En los análisis actuales de su cinematografía se lo describe como un epistemólogo del testimonio. Desde ese momento entonces, Morris instaura la entrevista como su dispositivo central, donde las personas están en medio del plano y hablan directamente a la cámara. A esas personas que toman un rol protagónico, a las que deja profundizar en sus cosmovisiones, deja sus silencios y las deja ser. En Gates of Heaven aparece una mujer en su cocina cantando, por varios minutos, al unísono con su perro. Y una pareja reflexiona:

    Tu perro está muerto.

    ¿Pero dónde está lo que lo hizo moverse?

    Tenía que ser algo, ¿no? Ahí está su espíritu, ahí está.

    Este cine testimonial de Morris no tiene una cámara improvisada. Tanto en los grandes planos generales como en los planos medios de las entrevistas, manda la simetría, una cuidada dirección de arte donde se les hace tributo a las escenografías de la vida cotidiana: vitrinas atiborradas de recuerdos, platos pintados en las paredes, cuadros de fondo con una pintura de un difunto poodle

    Las mascotas exhumadas del cementerio de McClure fueron a parar al exitoso Parque Conmemorativo de mascotas Bubbling Well. Morris se queda en este micromundo por el resto de la película. A este lo presenta como una pyme o emprendimiento familiar. El padre, una mezcla de empresario y guía espiritual, oficia como pastor en estos entierros no humanos, mientras sus dos hijos aprenden, cada uno a su estilo, el oficio familiar. El mayor, que viene del mercado de la venta de seguros, tiene el impulso de incorporar sus estrategias en el cementerio, y el segundo, con más experiencia en este mundo necrológico, pero más tímido, intenta buscar su destino entre los pequeños ataúdes, componiendo canciones, las que toca con su guitarra eléctrica en una colina con vistas a este particular camposanto donde flamea una bandera norteamericana.

    Bubbling Well, como explica su dueño, está basado en una sólida estrategia comercial. Un cementerio parque, con cuidadas praderas, donde las mascotas son sepultadas por orden alfabético. Ofrecen variados diseños de lápidas y los servicios fúnebres son con un toldo, prédica y los recuerdos de sus dueños o amos. “Este cementerio estará en funcionamiento dentro de 50, 60, 70 o 100 años, seguramente más allá de la vida de cualquiera que haya enterrado una mascota aquí”, sentencia Cat Harberts, el padre en el documental. Actualmente, diciembre de 2023, su nieto está a cargo de esta necrópolis que ya cuenta con los restos de más de 20.000 mascotas. También existe una capilla, servicios de cremación, grupos de apoyo para la pérdida de mascotas y una línea de atención telefónica: Pet Compassion.

    La Agrupación Pro Defensa del Cementerio de Animales San Francisco de Asís de Magallanes se constituyó legalmente el 9 de enero de este año, con unos 30 socios y hoy son más de 100. Su misión es lograr que este cementerio, ubicado literalmente a las orillas del estrecho de Magallanes, en el sector de agua fresca, sea legal, según cuenta su presidenta Elizabeth González Vivar. En 2020, cinco animales yacían en este lugar. La agrupación reconoce que a noviembre de este año habían superado las 200 pequeñas tumbas de perros, gatos, tortugas, hámsteres y hasta un ternero.

    Al sur del mundo

    Con la vuelta a la democracia, en marzo de 1989, un perro siberiano fue el primer animal en ser enterrado en Chile en un cementerio de mascotas, el Parque de Asís, creado como una manera de obtener fondos para la Fundación Zoológica Buin Zoo.

    En palabras de su fundador, Ignacio Idalsoaga: “Es un lugar sencillo, en el que está prohibido todo tipo de sofisticaciones, nada que haga pensar en la humanización de la muerte de un animal”. De todas maneras, existe un lugar de recepción para las mascotas en su último adiós, en el que están distribuidas en forma de velatorio antiguas bancas del teatro municipal, para crear un espacio de recogimiento. Con los años, el Parque de Asís amplió la posibilidad de la sepultura en tierra incorporando la cremación, cuyas ánforas pueden además quedar depositadas en el llamado columbario, bastante parecido a los nichos de un cementerio cualquiera. Más de tres mil mascotas alberga este lugar, desde pequeños roedores hasta perros San Bernardo, la mascota más grande que se admite.

    El Parque de Asís, junto al Cementerio y Crematorio de Mascotas Del Pilar, en la zona de Rungue, son de los escasos cementerios de mascotas que hay en nuestro país y que cumplen con las normativas (es la misma legislación para el de los seres humanos). Y este es un tema en crisis también: la Ley de Tenencia Responsable de Mascotas y Animales de Compañía (Ley Cholito) no señala qué hay que hacer tras la muerte de una mascota. Y con la explosión de perros, gatos, tortugas, pájaros, hurones, ardillas y un cuanto hay, la proliferación de cementerios ilegales, en tomas de terreno, se ha incrementado considerablemente. Un tema que divide a las comunidades. Enfrenta a las municipalidades con sus vecinos o a estos con las autoridades. Para algunos, es el Ministerio de Salud el que tendría que afrontar el tema; para otros, la Subdere. Por lo general, estos repositorios se ubican a unos pocos kilómetros de las ciudades y a los costados de la carretera o caminos interiores. Los lugares más emblemáticos por su masividad son Arica, Calama y Copiapó, con dos cementerios, y con uno están Alto Hospicio, Calbuco, San Pedro de la Paz, en Concepción; Colina, Puerto Montt y Punta Arenas.

    La Agrupación Pro Defensa del Cementerio de Animales San Francisco de Asís de Magallanes se constituyó legalmente el 9 de enero de este año, con unos 30 socios y hoy son más de 100. Su misión es lograr que este cementerio, ubicado literalmente a las orillas del estrecho de Magallanes, en el sector de agua fresca, sea legal, según cuenta su presidenta Elizabeth González Vivar. En 2020, cinco animales yacían en este lugar. La agrupación reconoce que a noviembre de este año habían superado las 200 pequeñas tumbas de perros, gatos, tortugas, hámsteres y hasta un ternero.

    Mónica Canto (66), tesorera de la Agrupación y asistente educacional de un colegio, es madre —así se define ella— de cuatro perros: Pilila, Princesa, Chispa, Mayra, y de dos gatos: Mini y Perla. Cuando conversamos, Mónica estaba de luto hace pocas horas. A las siete de la mañana del 30 de noviembre falleció Kissi en Punta Arenas, una poodle negra de 15 años, aproximadamente. Estaba ciega, no veía ni su comida, y tampoco escuchaba. Su última noche comió pollo con arroz. “La fui a ver en la mañana y agonizaba. Nos tendimos en el piso, al lado de su camita, mi marido, mi hijo y yo, él le pasaba un algodoncito con agua por sus labios. A mí me pasan a buscar antes de las ocho para ir al trabajo. Yo no quería moverme de su lado. Le pedía al Señor: ‘Señor, por favor, llévatela’”.

    Cuando el furgón tocó la bocina, ella dio su último suspiro. Después la prepararon rápido para llevarla al cementerio. Primero le pusieron su parka de polar para que no pasara frío. Luego, pusieron cal en su cuerpo, después una frazada y cal nuevamente. “Mi hijo —relata Mónica— partió rápido al cementerio porque ahora nos tienen prohibido enterrar a nuestros hijitos ahí. Pero nosotros ya le habíamos reservado su terreno al lado de Copito, que falleció el año pasado”.

    Este cementerio, que tiene unos 700 metros de costa, es de propiedad de la Marina, que al igual que las autoridades locales y parte de la comunidad están en contra de esta toma. Héctor Díaz, presidente de la Junta de Vecinos del sector de Agua Fresca, cuenta que en tres años ha sido una explosión, que hay cruces de un metro y medio, capillas, emprendimientos de lápidas hechas en mármol y se ha creado un negocio a su alrededor: “Los globos y decoraciones de las tumbas se las comen las gaviotas, los caranchos se van en picada sobre los cuerpos mal enterrados, y otras aves marinas se comen los peluches que son arrastrados por los fuertes vientos propios de la zona. Los líquidos percolados caen al mar, afectando a los peces. Habiendo tantos terrenos en Punta Arenas, tienen que buscar otro lugar”. Héctor espera que Bienes Nacionales y el departamento de medio ambiente trasladen el cementerio.

    Para otros la solución es la cremación, más aún ahora que se instaló el primer crematorio en la ciudad. Pero como advierte la Agrupación, los precios parten en los 90 mil pesos, sin contar las ánforas. “Imagínate yo que tengo tantas mascotitas, no puedo pagar eso. Últimamente me he dado cuenta de que este mundo está girando alrededor del monopolio de la plata. Todo es plata”, advierte Mónica.

    La tumba de Copito en dos momentos distintos, con el Estrecho de Magallanes de fondo. Las piedras de colores se extienden en todos los cementerios de Chile. Fotografía: archivo personal de Mónica Canto.

    Polvo eres y polvo serás

    Los crematorios para mascotas en el mundo son un negocio asentado y bullente, aunque también deben cumplir con normas sanitarias, por ejemplo, estar alejados de las zonas urbanas. Cada vez son más sofisticados sus servicios anexos. Retiro del cuerpo en la casa. Posibilidad de asistir a las cremaciones o envío de un video para corroborar que sea solo esa mascota la que ingresa al horno. Los diseños de ánforas desafían la creatividad, con patitas, con la forma del animal, distintos materiales, con fotos y la última inclinación va por las joyas que contienen las cenizas. Hasta colgantes y anillos de oro y plata. Las plataformas de ventas online, de China sobre todo, ofrecen catálogos interminables.

    Considerando que en Chile existen 12 millones de mascotas solo entre perros y gatos, de acuerdo con un estudio realizado por la Subsecretaría General de Gobierno en 17.458 hogares, de 35 comunas del país, el año 2022, no es de extrañar que el mercado relacionado con todo el proceso vital de los animales se haya más que duplicado en la última década. Hoy no es extraño escuchar hablar de ecografías, partos, yoga, pilates, música, ropa, zapatos y, por cierto, de los trámites vinculados con la muerte. Hoy incluso existen terapias orientadas a veterinarios, consejeros, dueños de cementerios y de crematorios, para que puedan manejar el estrés y los estados angustiosos después de contener a los deudos. Y el lenguaje, que sabemos que es el espejo de cómo miramos el mundo, viene registrando cambios significativos: a las mascotas ahora se les debería llamar compañeros(as), porque no son un amuleto ni un fetiche. Es la propuesta de quienes ven a los animales como individuos con sentimientos e intereses, agrupaciones como Personas por el Trato Ético de los Animales (People for the Ethical Treatment of Animals, PETA), más los colectivos antiespecistas y veganos. Tutor o amigo reemplazarían los posesivos conceptos de dueño o amo.

     

    Fotografía de portada: Vista general del cementerio de mascotas en el sector de Agua Clara en Punta Arenas, a las orillas del Estrecho de Magallanes. Crédito: La Prensa Austral.

  31. Repensar Chicago chico

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    Vivimos, luego de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, tiempos complejos y hasta cierto punto asfixiantes. La hegemonía neoliberal reaccionaria ha recuperado su dominio sobre parte importante del horizonte social, a través de la administración de cada uno de sus medios que día a día producen “efectos de verdad”, como lo señala Pierre Bourdieu. El paso del siglo XX al XXI está marcado por la importante e impactante revolución tecnológica y por la devastación industrial derivada a China o a India o a Guatemala. De esa manera, el trabajador industrial y el peso de sus sindicatos se han diluido y abundan hoy en Chile, como los define Nancy Fraser, los McEmpleos desprotegidos, débiles, muchas veces infrapagados.

    Marx pensó en el proletariado industrial como la gran fuerza revolucionaria; Antonio Gramsci se detuvo en la cuestión cultural para definir la hegemonía en toda su plenitud. Pero Rosa Luxemburgo, la gran pensadora, a diferencia de Marx, consideró la inclusión del subproletariado, abriendo así un espacio social mucho más amplio.

    Hoy mismo, este Chile siglo XXI, recorrido por la desigualdad, abandonado en gran medida por el Estado, ha segregado las periferias. La mitad de los niños derivados al Sename van a la cárcel. Las cárceles están sobrecargadas y solo funcionan como sedes pedagógicas. Precisamente, una amplia franja social, sin soporte, ajena a formación política, sometida a la esperanza de una falsa seguridad, coexistente con la violencia, se inclina hoy por el populismo que encarna el Partido Republicano.

    Aunque la ultraderecha ha ganado un espacio considerable en diversos países, fundamentalmente debido a la migración y a la inoculación de nacionalismos, Chile vive un proceso particular, en donde se resignificaron el estallido y sus víctimas en cierta forma de delincuencia, la Convención fue asolada por los cuatro costados y definida como un error social conformado por un conjunto de representantes sin mérito alguno. Y, hoy, en definitiva, el gobierno del Frente Amplio tiene severas limitaciones, pues está condicionado por la oposición.

    El neoliberalismo que nos rige, sumado a la mayoría parlamentaria conformada por las derechas y la ultraderecha, se funda en asociaciones con el gran capital, promueve acumulaciones, reducción de derechos, liberación de impuestos, somete a la población a una deuda que hipoteca la vida misma, en el interior de una sociedad donde cuerpo y objeto valen lo mismo. Una derecha que, después de 50 años del bombardeo a La Moneda, sigue prendada y prendida a Pinochet.

    La figura de la prostituta es central. Si bien tiene un oficio que puebla la literatura chilena —Juana Lucero y El lugar sin límites, entre otras—, en este texto carece de la dramática moralizante que rodea a estos personajes. Para Méndez Carrasco, forma parte del grupo en igualdad de condiciones, baila, y su tragedia consiste en contraer enfermedades de transmisión sexual contagiadas por los clientes anónimos, lo que marca su decadencia y su caída.

    ¿Dónde está la novela Chicago chico hoy? ¿Quién la escribe?

    Hay que volver atrás, a examinar este texto y su estructura. Méndez Carrasco transformó la novela en un dispositivo político del habla, como dice el filósofo francés Jacques Rancière, “para la parte de los que no tienen parte”, abriendo así un surco en la narrativa chilena, al diseñar un espacio social centrado en la noche, que reúne mayoritariamente pequeños maleantes junto a cafiches y prostitutas. Un escenario donde las vidas se certifican a ellas mismas en el transcurso nocturno con otras y con otros. Su protagonista, experto en jazz, vive el baile o transforma la noche en baile. Se entrega a esa noche compartida para establecer una comunidad otra, desde abajo, que ejerce diversas formas de ilegalismo.

    El Chicoco, narrador y protagonista, es el que cuenta con mayor formación cultural y política, aunque enmascarada al interior de esa comunidad, porque él tiene estudios en un periodo histórico donde la educación secundaria completa era un atributo, pero el baile, la noche lo conducen hasta un espacio diverso, adictivo, donde cursa sus deseos. Su madre lo lee como una prolongación del padre, y lo acepta.

    El universo de Chicago chico se cierra sobre un conjunto de personajes pícaros, la cáfila hampona (aunque en otro registro, podrían ser considerados sobrevivientes como el Lazarillo de Tormes), que llevan de una manera igualmente pícara sus apodos.

    La figura de la prostituta es central. Si bien tiene un oficio que puebla la literatura chilena —Juana Lucero y El lugar sin límites, entre otras—, en este texto carece de la dramática moralizante que rodea a estos personajes. Para Méndez Carrasco, forma parte del grupo en igualdad de condiciones, baila, y su tragedia consiste en contraer enfermedades de transmisión sexual contagiadas por los clientes anónimos, lo que marca su decadencia y su caída. El cafiche, figura también central de múltiples cinematografías, es uno más y marca la cara de sus protegidas como signo de propiedad económica. Ladronzuelos, semejantes a los niños de la novela El río, son miembros de esta comunidad nocturna donde transcurre la noche que los deleita y los desafía, una suma de personajes que Marx habría calificado como lumpen proletariado.

    El cafiche, figura también central de múltiples cinematografías, es uno más y marca la cara de sus protegidas como signo de propiedad económica. Ladronzuelos, semejantes a los niños de la novela El río, son miembros de esta comunidad nocturna donde transcurre la noche que los deleita y los desafía, una suma de personajes que Marx habría calificado como lumpen proletariado.

    La novela es múltiple, con muchas zonas analizables, pero quiero detenerme en tres espacios de sentido que me parecen muy significativos. Por una parte, el viaje de retorno del Chicoco desde Valparaíso y la deconstrucción de los acompañantes del auto. Durante el viaje, con tres personajes de la alta burguesía, se pone en evidencia, a través del Chicoco, de qué manera se reproducen riqueza y estatus de clase. Las conversaciones que mantienen los personajes liderados por misiá Juanita Pereira se detienen en el matrimonio como sede de reproducción de capitales, no solo económicos sino especialmente simbólicos. La familia es la portadora de la historia de los apellidos “propietarios del país” que van citando los viajeros. Así, Amunátegui, Errázuriz, Vial, Munizaga, Mackenna y Morandé, entre otros, se constituyen en poder, en seguros de vida, en el interior de la clase que los garantiza. El narrador devela la construcción estructural de la hegemonía y de lo que denomina una catástrofe social, como es la alianza con subordinados: “Vicentito, el hijo de Susanita Echeverría, fue sorprendido en horrorosos amoríos con la empleada de mano”. O el error matrimonial: “Figúrese usted a Renato Valdés Ortúzar casado con María Arellano Zapata… y los pobres hijos… Patricio Valdés Arellano. Qué abominable”. Y, desde luego, la oposición política más tradicional e invariable: “A mí me desagradan los anarquistas, a los comunistas no los puedo ver”.

    Desde otra perspectiva —y en otro registro—, se podría pensar políticamente la novela como una aproximación posible a los planteamientos gramscianos que Nancy Fraser promueve como “contrahegemonía”, para producir así una hegemonía desde “abajo”, un espacio donde los sujetos se unan más allá de sus diferencias, para formar parte de un escenario cuando no idéntico, al menos común. Este escenario social está presente en el cumpleaños de la madre del Chicoco, mujer de clase media. Reunidos por el afecto, comparecen en la casa de la madre del Chicoco, los amigos, las prostitutas, la cáfila hampona toda, para celebrar a la madre y organizan para ella una sede protagónica: “Cachetón Pelota abrazó a mi madre. Todos hicieron lo mismo. Algunos aplaudían, otros bebían. Mi madre devolvía las atenciones con maternal cariño; como si esa gente le perteneciese”.

    Y en un tercer aspecto, el de la recepción, habría que pensar en las numerosas ediciones de la obra en su tiempo, una tras otra, generando una marea de lectores, que ingresaron en los sucesos narrativos de manera intensa, como si con esta novela se hubiese abierto un surco lector intempestivo. O como lo señala Nietzsche: “Obrar en este tiempo intempestivamente, esto es contra el tiempo y, esto es de esperar, a favor del tiempo del porvenir”. Pero lo importante son esos lectores y esa novela que habla desde otro lugar, desde un lugar también intempestivo, fuera del canon de su tiempo, atravesando el control del sentido común de las convenciones dominantes.

    Sin duda, la novela detona preguntas estratégicas acerca del abuso en torno a las figuras de la madre por parte del Chicoco, de las prostitutas por los cafiches, esas zonas de ultra explotación de las mujeres. Pero más allá de los agudos problemas que se generan desde el ilegalismo, hay que considerar la existencia de esas figuras en el presente. Se puede pensar, por qué no, que la novela se adelantó a su tiempo y es hoy, 62 años después, cuando tenemos que leer la palabra desde abajo, “de la parte de los que no tienen parte”, y romper la abismante desigualdad que nos habita para politizar esos espacios que están vacíos o vaciados, recorridos por el machismo y altas cuotas de violencia, segregados, entregados a un abandono que solo puede conducirnos al fascismo popular y a una penosa y constante tragedia social.

     

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    Este texto fue leído en la presentación del libro, realizada en la Librería Gonzalo Rojas, en agosto de 2023.

     


    Chicago chico, Armando Méndez Carrasco, FCE, 2023, 205 páginas, $12.900.

  32. Veraneante

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    El Veraneante había logrado arrendar una económica cabaña llena de promesas turísticas para llevar, en las vacaciones de un verano post separación, a sus cuatro hijos con muda expresión adolescente. En el Toyota del Veraneante viajaron a Calbuco, pueblo sureño de ventanas cerradas y cortinas a crochet, donde dejaron el auto para cruzar a la isla del frente.

    El Veraneante y sus hijos, de entre 10 y 22 años, cruzaron el agua oscura y fría en una barcaza y cuando llegaron de noche a la orilla saltaron; el mal cálculo hizo que el agua salpicara ropa, zapatos, calcetines, bolsos. Los recibió el Cuñado del dueño de la cabaña, un hombre joven de envejecidos ojos verdes que se había venido de la capital hace años por amor y que, al poco tiempo de tener a su primera hija, su mujer lo había dejado. El hombre parecía estar sumido en un mutismo parecido al del Veraneante, aunque ya irreversible, instalado con gravedad hace años. Caminaron hasta la cabaña enclavada en la playa de piedras negras, el Veraneante tropezó y si no fuera por el bolso que amortiguó su caída se habría roto la nariz. Los hijos estallaron en carcajadas. El Veraneante no.

    El dueño de la cabaña había llegado a un acuerdo con su Cuñado para que hiciera de guía turístico, y para inaugurar dicha aventura tendría preparado un curanto al hoyo, aunque en lo concreto una población de choritos era lo que flotaba en la olla. Comenzaron a tomar el caldo sentados a la mesa, la cara del Cuñado iba enrojeciendo con el vino mientras contaba cosas de la isla, como que abundaban las relaciones incestuosas, y recordó la historia de un hombre que había echado a su mujer para quedarse con la hija. El viento arrasaba y silbaba afuera, y antes de despedirse les dijo que vendría temprano para llevarlos a pasear a caballo. El Veraneante y sus cuatro hijos se fueron a dormir, con la cabeza cargada de imágenes, como si hubieran visto mucha televisión, pero aquí no había televisión ni señal alguna, y una rama golpeó la ventana toda la noche.

    Al otro día llegó a la puerta un niño de 11 años, su cuerpo parecía el de un hombre. Con voz aflautada se presentó como el guía y dijo que había sido enviado por el Cuñado, quien había tenido un percance. Agregó que la cuota de arriendo debía quedar cancelada.

    A la primera despejada salimos, decía el hijo mayor con cierta irritación, pero pasaron casi dos días y las maletas seguían como piedras amontonadas en la entrada. El clima parecía una conspiración y la paciencia comenzaba a acalambrarse, se notaba en el desenlace de los juegos de mesa, con el metrópoli, el bachillerato o el colgado terminaban reflotando viejas rencillas familiares rematadas en portazos. El Veraneante a esas alturas ya había perdido el habla, solo abría la boca para fumar y tomar un resto de Ballantines que le quedaba cuando nadie veía.

    El paseo del Veraneante se enredó en dos sentidos, primero porque no había suficientes caballos, por lo que a la hija y al hijo menor les tocó compartir el burro. Segundo, porque la isla estaba cercada y solo podían andar por los pocos y estrechos caminos establecidos en la ruta. Miraban como desde una vitrina de alambres las praderas verdes y llenas de margaritas. Al poco rato ya estaban de vuelta en la cabaña.

    Al día siguiente, al llegar a la playa, el Veraneante y sus cuatro hijos se subieron a un bote inflable que estaba en la cabaña; el bote no hizo otra cosa que dar vueltas en el mismo eje, parecía anclado a no sé qué fuerza de gravedad que le impedía avanzar, estuvieron así un rato bajo el sol, hasta que el hijo mayor se bajó de un salto y cayeron al agua. Esa noche, el hijo del medio despertó con una pesadilla en la que gritaba ¡Paseo, Paseo, Paseo!, como si pronunciara las palabras de una condena, y transpirado cayó del camarote. Dos caídas en menos de 24 horas, diría la exsuegra.

    El Veraneante no supo del Cuñado del dueño de la cabaña sino hasta el penúltimo día de vacaciones, cuando llegó a tocar la puerta para avisar que, dadas las condiciones climáticas, no salía ni entraba barcaza de la isla. El Veraneante y sus hijos tenían los bolsos listos, los habían dejado armados la noche anterior con la secreta esperanza de que amainara la lluvia. La ansiedad de la noticia y del encierro hizo que se comieran todas las pelotitas de unos cereales de chocolate, muchas de las cuales caían y rodaban por el suelo hasta que alguien las pisaba con indiferencia. A la primera despejada salimos, decía el hijo mayor con cierta irritación, pero pasaron casi dos días y las maletas seguían como piedras amontonadas en la entrada. El clima parecía una conspiración y la paciencia comenzaba a acalambrarse, se notaba en el desenlace de los juegos de mesa, con el metrópoli, el bachillerato o el colgado terminaban reflotando viejas rencillas familiares rematadas en portazos. El Veraneante a esas alturas ya había perdido el habla, solo abría la boca para fumar y tomar un resto de Ballantines que le quedaba cuando nadie veía.

    Pensaban que el clima mejoraría al día siguiente y que vendría la barcaza y podrían subir. Y así fue, en un movimiento tan rápido como exagerado estaban todos afuera. ¡Vamos, vamos rápido, vamos, vamos!, decía el hijo mayor con la respiración discontinua al cruzar la playa de las piedras. El capitán de la barcaza miró desconcertado. Avanzaron por el mar lentamente, mareados, en completo silencio, aunque sin bajar la guardia. No alcanzaron a poner un pie en el suelo cuando el Veraneante y sus hijos en zancadas llegaron al auto y desaparecieron por la carretera.

  33. ¿Qué saben los animales de Kafka?

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    Aunque es imposible reconducir a una única idea el uso que Kafka hizo del animal a lo largo de su obra, existe una verdadera saga de interpretaciones acerca de la función literaria, filosófica, incluso teológico-política que cumple el animal en varias de sus narraciones. Cual sea la interpretación, estas harían bien en partir de un hecho simple, recordado por Reiner Stach en un breve ensayo que se adjunta a una compilación reciente sobre el asunto: Kafka se aferra a una tradición, para continuarla, reanimarla y a su modo subvertirla, al conferirle voz narrativa a un animal.

    El interés de Kafka por los animales es puramente literario: solo en algunas ocasiones respeta mínimas reglas zoomórficas, mientras en otras se aparta decididamente de ellas para ofrecer alimañas anfibias (“Una cruza”) o directamente “cósicas” (Odradek en “La preocupación del padre de familia” o las bolas que perturban la tranquilidad del solterón “Blumfeld”). El carácter literario de este interés proviene, en lo fundamental, del hecho de que —salvo el caballo, y ni siquiera siempre— las alimañas kafkianas pronuncian discursos, cuentan su historia y, por sobre todo, dan testimonio de su existencia en la medida de sus modestas posibilidades: En “Informe para una academia”, el simio puede recordar apenas su vida anterior de simio, porque es el olvido el que media entre su anterior existencia simiesca y su presente, cuando pronuncia su discurso. A su modo, la posición del simio en el “Informe” es la posición del animal humano en cuanto tal: ingresar en la lengua es adquirir la posibilidad de una historia, pero con ello un pasado irrecuperable queda a nuestras espaldas. Las alimañas kafkianas están transidas por esta paradoja: pronuncian el discurso imposible que narra la historia de aquello que nunca se puede contar, y lo hacen recusando toda floritura, toda tentativa que haga pensar que hay algo del orden de la invención o de “literatura” (en el peor sentido de la palabra). Muy sobriamente, el discurso toma la forma de un reporte, un informe. “Señores míos —dice el simio—, en la medida en que ustedes puedan tener algo semejante en su pasado, no les puede resultar más lejano que a mí el mío”. El animal, digo, se sitúa en la imposible posición de ofrecer testimonio sobre aquello que no puede ser recordado. En otras ocasiones (“La transformación”), el animal inquiere reflexivamente acerca de su propia condición (¿humana?, ¿animal?), lo que tiene algo de paródico y risible (“¿Era realmente un animal puesto que la música lo emocionaba tanto?”).

    El conjunto de los efectos literarios que desatan las narraciones de Kafka protagonizadas por animales tiene, no obstante, un antecedente insoslayable en la tradición. Stach remite a E. T. A. Hoffmann y a Marie von Ebner-Eschenbach, pero es probable que estos apelaran a un trasfondo todavía anterior: la literatura infantil, la fábula, y la variante única de estos que en alemán se denomina Märchen (traducido a menudo como “cuento maravilloso”). Todos nos hemos acercado de alguna manera a esta tradición, y a ella apelan en buena medida las narraciones de Kafka. Varios de estos relatos portan los rasgos fundamentales de los viejos cuentos infantiles. Antes que “literatura” —una palabra que Kafka siempre administra con extraordinaria reticencia, como si su pronunciamiento lidiara con lo sagrado, lo prohibido o lo imposible–, estas formas narrativas tienen por rasgo distintivo hacer reposar la expectativa del oyente o del lector en la obtención de consejo o enseñanza. La imaginación de quien la recibe se tensa para ponerse en disposición de obtener de esa historia un mínimo botín de sabiduría, incluso cuando la enseñanza es velada o debe terminar de ser elaborada por el que la escucha. Varias de las narraciones de Kafka protagonizadas por animales, especialmente las tempranas y a las que les llamamos —no sin cierta incomodidad— “cuentos”, adoptan deliberadamente el tono de la fábula. Más tarde, cuando las historias de animales tiendan a disminuir, Kafka se valdrá de las parábolas bíblicas, por regla general muy breves, con idéntico propósito.

    ‘Kafkología’ llamó Kundera a la dudosa ciencia destinada a traer a la superficie motivos latentes que subyacen a una prosa límpida, clara, a veces resplandeciente. Kafka dejó tendida una trampa mortal a sus lectores: hacerles creer que sus narraciones funcionan como metáfora de la sociedad contemporánea. Con la metáfora, interpretan, pero es justamente contra la interpretación que esta obra ha sido cuidadosamente diseñada. La ironía, no obstante, es que cada nueva interpretación confirma negativamente ese proyecto: su infinitud, su persistencia y su indestructibilidad.

    Desde tiempos inmemoriales, se diría, un repertorio de fábulas y narraciones más o menos anónimas y protagonizadas por animales ofician de transmisores de la cultura de un pueblo y abonan, así, a su patrimonio y su linaje.

    Esto tiene, además, rasgos únicos en Kafka, que apenas cabe comentar acá: escritor judío en Praga, en lengua alemana (por vía materna) en una Bohemia en la que el checo es la lengua mayoritaria, y el catolicismo y el protestantismo prevalecen con un marcado antisemitismo. Viejas historias se transmiten de manera más o menos clandestina, ajena a la cultura oficial y son preservadas en la memoria de quienes más tarde vuelven a contarlas.

    Kafka adopta deliberadamente estas formas mínimas de transmisión, pero no ya para acentuar su “costado épico” (la sabiduría) —es acá donde tantas cabezas brillantes del siglo XX se dejaron caer en tentación—, sino para, apelando al trasfondo inmemorial de las historias anónimas, desproveerlas de toda forma de sabiduría, enseñanza o consejo. En una palabra, Kafka se vale de esa tradición, pero para subvertirla: la función psicopedagógica y sociopolítica que por regla general define a la fábula es vaciada de todo contenido en la apropiación que Kafka hace de ella. La sabiduría que es dable esperar de su forma se desplaza y se sustrae con la misma intensidad con la que se la busca, y con mayor razón ahí donde se cree haberla encontrado. No pocas cabezas sesudas creyeron hallar un sentido oculto en las narraciones kafkianas (la burocracia, el judaísmo, la alienación en la gran ciudad). “Kafkología” llamó Kundera a la dudosa ciencia destinada a traer a la superficie motivos latentes que subyacen a una prosa límpida, clara, a veces resplandeciente. Kafka dejó tendida una trampa mortal a sus lectores: hacerles creer que sus narraciones funcionan como metáfora de la sociedad contemporánea. Con la metáfora, interpretan, pero es justamente contra la interpretación que esta obra ha sido cuidadosamente diseñada. La ironía, no obstante, es que cada nueva interpretación confirma negativamente ese proyecto: su infinitud, su persistencia y su indestructibilidad. La “radiante serenidad” de Kafka —como Benjamin la llamó— emana de esta constatación: que no hay consuelo, o que la literatura al menos no está en posición de ofrecerlo, y consecuentemente, que el consuelo rara vez es otra cosa que “interpretación”. Y por eso “literatura” e “interpretación” a su modo se oponen.

    Este mismo gesto se reproduce en la apelación kafkiana a la fábula, como un cierto repertorio de escucha o de legibilidad de sus narraciones. Si en la fábula el animal es un recurso destinado a abstraer ciertos rasgos morales (astucia, egoísmo, vanidad), en Kafka el mismo recurso es subvertido para expulsarnos fuera de la esfera de la moralidad. La “literatura” —esa palabra acaso impronunciable para Kafka— expresa por regla general una pura vocación de salida. A diferencia de los animales de la fábula, las alimañas kafkianas nunca tramitan una resolución moral (como sí es el caso del hijo en “La condena”), ni interpelan algún rasgo específico de la comunidad política. Por esto, en su vocación de “salida” la literatura contiene algo anárquico. Así, la voz del simio en el “Informe para una academia”: “No, no quería la libertad. [Quería] solamente una salida; a la derecha, a la izquierda, a cualquier lado; no planteaba otras exigencias; aunque la salida solo fuera una ilusión”.

    La ‘literatura’ —esa palabra acaso impronunciable para Kafka— expresa por regla general una pura vocación de salida. A diferencia de los animales de la fábula, las alimañas kafkianas nunca tramitan una resolución moral (como sí es el caso del hijo en ‘La condena’), ni interpelan algún rasgo específico de la comunidad política. Por esto, en su vocación de ‘salida’ la literatura contiene algo anárquico.

    En “La partida”, el señor que luego de haber ordenado ensillar su caballo responde a la interpelación de su criado acerca del destino de su viaje:

    ¿Adónde se dirige el señor?

    No lo sé, dije, solo fuera de aquí, solo fuera de aquí. Siempre y decididamente fuera de aquí.

    Aunque Stanley Corngold propuso dos momentos de la obra de Kafka —uno temprano, caracterizado por las “historias oníricas” (dream stories), y uno tardío, caracterizado por las “historias que piensan” (thought stories)—, toda su narrativa converge en una dimensión irrenunciable a la idea que este se hiciera, entonces, de lo literario y de la “literatura”: la experiencia de un radical extrañamiento, es decir, una “salida” (de sí, de la familiaridad y de la comunidad política); una salida que jamás se dejaría confundir con la chapucera idea de libertad.

    La libertad, vieja cuestión kafkiana, porta en cambio los rasgos del pecado original. Aunque imposible, la “salida” en cambio es lo único por lo cual se podría acaso luchar: es lo que sabe el simio y que a su modo nos delega como testimonio en su “informe”.

    El extrañamiento, la enajenación (Deleuze se valió de un término más enrevesado: “desterritorialización”), es así el hecho literario eminente. “Toda la obra de Kafka es un ejercicio sobre las numerosas gamas de la extrañeza”, sentenció Calasso.

    Bajo un gesto similar observó Benjamin las narraciones kafkianas en torno al animal. Planteó que esa forma ancestral de narración (los Märchen o “cuentos maravillosos”), de la que Kafka es acaso el último exponente, reanimaba unas fuerzas capaces de contrarrestar el poder del “mito”. Y el mito no es otra cosa que el poder que se ejercita como domesticación de la vida: “Los poderes del mito —escribió Benjamin— han dejado de ser invencibles, y el cuento maravilloso (Märchen) es la transmisión del triunfo sobre esos poderes”. El animal kafkiano es portavoz de esa fuerza mínima procedente de un tiempo inmemorial, capaz de disolver el poder corrupto que liga a una comunidad política: “Casi cinco años me separan de mi existencia simiesca, un periodo quizá breve si se mide por el calendario, pero infinitamente largo para recorrerlo al galope”.

    No hay manera de remontar el origen, porque este no tiene nada que ver con el tiempo cronológico. De ese origen solo queda la mácula, la cicatriz o la espuma, y por supuesto, la palabra del animal para aquel que pueda escucharla.

  34. Conciencia, culpa, absolución

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    Por su ambición narrativa, por su densidad psicológica, por su ambigüedad moral, Los asesinos de la luna, la última película de Martin Scorsese, califica como el estreno más importante del año. Con esta producción, el director neoyorquino añade a su obra los imaginarios del wéstern y le da una vuelta de tuerca a la sombría reflexión sobre la muerte y las posibilidades de redención que había realizado hace unos años en El irlandés (2019).

    Basada en la investigación homónima del periodista David Grann, Los asesinos de la luna está ambientada en la década de 1920, en la entonces fronteriza Oklahoma, en una tierra que le pertenece al pueblo nativo osage. Allí han encontrado grandes reservas de petróleo y su explotación —cuyos derechos se heredan familiarmente— ha convertido a los osage en “los más ricos per cápita del mundo”, con inclinaciones a la opulencia y a los cachivaches de la modernidad. La agudeza e ironía de Scorsese se palpa en los primeros minutos: este no es un mundo cualquiera, sino uno donde la pirámide social de la conquista europea está invertida. Aquí no son los indios haciendo de sirvientes para los blancos, sino al revés.

    Hay una excepción: un poder fáctico llamado William Hale (Robert De Niro). Es un magnate ganadero que domina la lengua nativa, hace negocios en el pueblo y que, al igual que el Tentador del Antiguo Testamento, es un lobo vestido de oveja. Hale tiene un sobrino: Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), un exsoldado recién desmovilizado en Europa, bueno para el trago y el juego, muy atractivo. Y le hace un encargo: que se arrime a una osage de sangre pura, Mollie Kyle (Lily Gladstone), y se case con ella para tener acceso a los derechos de explotación del petróleo de su familia.

    De este encargo emana toda la tragedia que desatará el guion, pues el matrimonio por interés termina en amor y en hijos. También surge un par de preguntas fundamentales: ¿hasta qué punto Ernest es consciente de que el plan se inserta en las decenas de asesinatos cometidos contra hombres y mujeres de la comunidad osage, para quedarse con su dinero? ¿Entiende Ernest que la encomienda implica eliminar a las hermanas y a la madre de su esposa y, eventualmente, también a su mujer?

    La ambigüedad de Ernest es uno de los aspectos más notables del filme. En él conviven la estupidez y la frialdad, el amor y la indiferencia, el cálculo y la ceguera. Ernest lleva adentro el rasgo más desdichado con que, desde Jake La Motta en Toro salvaje hasta Henry Hill en Los buenos muchachos, cargan los antihéroes scorseseanos: la toma de conciencia, donde el peso de la culpa por lo irreparable cae como un piano sobre ellos.

    La ambigüedad de Ernest es uno de los aspectos más notables del filme. En él conviven la estupidez y la frialdad, el amor y la indiferencia, el cálculo y la ceguera. Ernest lleva adentro el rasgo más desdichado con que, desde Jake La Motta en Toro salvaje hasta Henry Hill en Los buenos muchachos, cargan los antihéroes scorseseanos: la toma de conciencia, donde el peso de la culpa por lo irreparable cae como un piano sobre ellos.

    ¿Es Los asesinos de la luna una película culposa? Lo es. Parafraseando al personaje de DiCaprio hacia el final de la película, está llena de remordimiento. Pero ¿remordimiento de qué?

    No respecto de los crímenes contra la nación osage de parte de los pioneros blancos, ni de la desidia del FBI ni del gobierno central. Scorsese no usa la historia para dar lecciones morales, sino para ilustrar, una vez más, que Estados Unidos fue forjado por el dinero y la ambición, al margen de las instituciones. Una ambición de la cual no están libres los osage. Por eso la madre de Mollie Kyle, el eje moral de esta historia, recrimina a sus hijas por casarse con puros hombres blancos. La ambición puede incluir el dinero y el poder, pero ¿por qué no el amor?

    Hace muchos años, el gran crítico Héctor Soto hizo notar que las películas de Scorsese tenían su contrapartida en el cine del propio realizador. Si estaba en lo cierto, el reverso de este filme es El irlandés. Allí la toma de conciencia del protagonista, asesino de su gran amigo Jimmy Hoffa, llegaba tarde, y la verdad sobre los acontecimientos, que hubiera entregado paz a los deudos y al asesino, no llegaba. En Los asesinos de la luna, la verdad se ajusta para que el protagonista salde deudas con su propia conciencia y con la justicia, y la confesión final con su esposa (la que importa) llega a medias. Hay verdades que no estamos dispuestos a reconocernos a nosotros mismos porque nuestra conciencia no puede con ellas, dice Scorsese. Y en ese trance ni siquiera la muerte puede redimirnos.

     


    Los asesinos de la luna (2023), dirigida por Martin Scorsese, 206 minutos.

  35. Chile, fértil provincia erosionada

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    Este libro quiere ser el rescate de una obra olvidada, cuyo valor ha de enmarcarse en parámetros objetivos: nos asoma a la génesis del pensamiento ecologista en Chile. Permite completar hacia atrás, entonces, un cuerpo de conocimiento cada vez más relevante en el presente. A eso está invitado el lector y la lectura no lo defraudará. Pero también se verá sumergido en una experiencia inquietante, no estipulada en el programa, pues irá reconociendo, poco a poco, el espíritu de un autor singular, de modales discretos, contenidos y, sin embargo, intensamente luminoso y transido de piedades y angustias.

    La sobrevivencia de Chile es un informe que Rafael Elizalde Mac-Clure publicó en 1958, por encargo del Ministerio de Agricultura. En 1970, el Servicio Agrícola y Ganadero imprimió una versión aumentada y corregida por el autor, que había muerto en abril de ese año. En casi 500 páginas, Elizalde diagnosticaba el estado de conservación de cada uno de nuestros recursos naturales renovables (“renarres”), así clasificados: agua, suelos, bosques, praderas, flora, fauna, belleza escénica y hombre. Una obra técnica, a primera vista, en la cual había que adentrarse para descubrir un incipiente modo de pensar y sufrir el mundo.

    El volumen aquí reseñado nos ahorra ese camino: selecciona directamente “los pasajes más ensayísticos o de prosa histórica”, en los cuales reflexiona en propiedad “un previsor de la crisis global que entonces se iniciaba”, según las palabras de Pablo Chiuminatto en el prólogo. Un previsor de cuya existencia recién venimos a enterarnos, pero no aparentemos asombro: la cuestión ambiental aún no mueve pasiones en la vida intelectual del país. Se celebra al precursor Luis Oyarzún, por su admirable Defensa de la Tierra (1973). “Lo curioso es que si vamos al libro de Oyarzún, se entiende prontamente que su principal referente local es Elizalde”, anota Chiuminatto.

    De ese carácter pionero e ignoto deriva el único reproche que puede hacerse a este libro: hay poca información biográfica sobre el autor. La indagación aclara algunas cosas, aunque no disipa la intriga. De padre ecuatoriano y madre chilena (el primero, diplomático, fue embajador en Santiago), Elizalde se educó en distintos países y luego estudió Ciencias Políticas en Lovaina. Tras algunos periplos por Europa, volvió a Chile, fue analista financiero en el Banco Central y partió a California a estudiar Economía, donde mal no se movió: adaptó al castellano la película Blancanieves, cuyo doblaje supervisó él mismo en los estudios de Walt Disney. De eso y más dejó registro en Los ángeles de Hollywood (1938), un libro de crónicas. “En nuestra lengua no existe libro alguno tan completo sobre Hollywood y sus misterios”, sentenció Carlos Silva Vildósola.

    Vivir en armonía con la naturaleza es una causa política sinuosa, capaz de acortar distancias entre sabios y fanáticos. El estilo de Elizalde, sin embargo, consonante con sus ideas, no admite las derivas implacables: fluye en sus palabras un apego natural a las formas deferentes, el impulso genuino del cuidado, sustentado en este caso por una vasta cultura y por sus dotes de investigador obsesivo.

    Ya establecido en Santiago, Elizalde ejerció el periodismo en diarios y revistas (La Nación, El Mercurio, Zig-Zag, En Viaje) y mantuvo su oficio de traductor, con Nelson Rockefeller y la embajada estadounidense en su cartera de clientes. Creó una agencia de publicidad en Buenos Aires, fue jefe de Turismo de la Corfo y cofundó, en 1968, el Comité Pro Defensa de la Flora y Fauna. No es mucho más lo que puede pesquisarse en línea. Pero basta para apreciar el talante cosmopolita y las inquietudes heterodoxas que explican su amplio dominio, ya en los años 50, de los estudios ambientales que tomaban forma entre Estados Unidos y Europa. También cabe inferir que Elizalde era objeto de suspicacias en el Chile desarrollista: un hombre de privilegiados vínculos con el imperio y que anteponía el interés de los árboles al interés social.

    La preocupación central de Elizalde, en línea con su época, es la erosión. Fenómeno cuyos enormes alcances —subestimados hasta la crisis del Dust Bowl, tormentas de polvo que azotaron a Norteamérica en los años 30— permiten al autor conciliar tres motivaciones en apariencia contrapuestas: la rentabilidad económica (agricultura, turismo, transporte), la supervivencia humana y la pura devoción por la naturaleza. Enfrentados a la misma amenaza, cualquiera de estos fines reclama el mismo medio: la conservación de los suelos, bosques y cuencas hidrográficas cuyo ultraje desencadenó la erosión. Otrosí: Chile es “el país más erosionable del mundo”, según decreta el autor tras pasar revista a nuestra geografía física.

    La primera parte del libro, “El paraíso que fue”, nos enfrenta a la naturaleza que vieron los cronistas de la Conquista y la Colonia. Historiador y esteta, Elizalde cita sugestivos pasajes de Ercilla, González de Nájera, Alonso Ovalle o el Abate Molina, entre otros, componiendo una pequeña antología visual. La majestad de un paisaje único, por su belleza o fertilidad, alterna en esos fragmentos con las primeras advertencias sobre el descriterio de sus habitantes. El padre Vidaurre, en 1748, denuncia “la malísima práctica que se tiene de incendiar los bosques con el fin de ahorrar fatigas”, augurando que “al cabo de unos años habrán acabado con ellos”.

    Pero no será hasta entrado el siglo XIX que comience el verdadero descalabro. Al grito de “¡A hacernos ricos, muchachos!”, la minería en el Norte Chico, la colonización en el sur y la explotación agropecuaria en todo el territorio (cuyos bárbaros métodos deploraba incluso la Sociedad Nacional de Agricultura) abonaron la famosa profecía de Vicuña Mackenna: “Chile en un siglo será un desierto”. Este pronóstico, que data de 1855 y “no se ha cumplido totalmente, pero sí en gran parte”, persigue a Elizalde y enmarca sus observaciones empíricas sobre lo ocurrido desde entonces en distintas regiones del país. ¿La conclusión? “Ni siquiera hemos empezado a reaccionar”. Quemamos los bosques, se desbocan las aguas, los ríos se embancan, la tierra se empacha, los rebaños arrasan y, por todos lados, “el desierto avanza”.

    Defender la naturaleza es cuidar lo que queda de ella; vale decir, insertarse en una historia general de la pérdida, donde ya todo prodigio es un pálido reflejo de lo que fue. Millones de años de creación dilapidados en décadas, por los más groseros motivos: un desconsuelo cósmico se apodera de Elizalde cuando extrema su conciencia al respecto, sin descuidar por ello el rigor de su tarea. Esto lo lleva a escribir líneas de repentina belleza.

    Vivir en armonía con la naturaleza es una causa política sinuosa, capaz de acortar distancias entre sabios y fanáticos. El estilo de Elizalde, sin embargo, consonante con sus ideas, no admite las derivas implacables: fluye en sus palabras un apego natural a las formas deferentes, el impulso genuino del cuidado, sustentado en este caso por una vasta cultura y por sus dotes de investigador obsesivo.

    Pero fluye, también, la fatalidad de la melancolía, el desencuentro radical con el mundo. Defender la naturaleza es cuidar lo que queda de ella; vale decir, insertarse en una historia general de la pérdida, donde ya todo prodigio es un pálido reflejo de lo que fue. Millones de años de creación dilapidados en décadas, por los más groseros motivos: un desconsuelo cósmico se apodera de Elizalde cuando extrema su conciencia al respecto, sin descuidar por ello el rigor de su tarea. Esto lo lleva a escribir líneas de repentina belleza, si esta se conserva, por ejemplo, en la desembocadura del río Baker. Pero también le permite ver en la Araucanía, por la ventanilla del tren, “cementerio tras cementerio de árboles carbonizados, algunos atrozmente retorcidos, momificados con un postrer gesto de dolor; sus negras ramas, cual brazos amputados clamando al cielo”. O la tierra de las laderas, apuñalada por el arado y las lluvias, hundidas sus entrañas “en impresionantes cráteres, rojos, sangrantes, que se alargan, socavan y ensanchan al infinito, haciéndola abortar toda su fecundidad”.

    Sobre este cuadro gravita, ininteligible, la trágica muerte del autor. Elizalde se quemó a lo bonzo o eso concluyó la policía. Su cuerpo fue hallado en un potrero adyacente al aeródromo de Tobalaba, con una esponja en la boca y una mordaza, atribuidas a su voluntad de soportar las llamas sin clamar por auxilio. Tenía 62 años y vivía solo en la calle Rosal, junto al Santa Lucía. Carlos Rodríguez, jefe de la Brigada de Homicidios, declaró a la prensa que “indudablemente fue una forma de protestar contra la sociedad actual”, sin más indicios que el perfil de la víctima. Sobre el terreno había huellas de una sola persona. Pero el presunto suicida, si acaso se inmoló, no dejó otro testimonio que su cuerpo.

    El hombre, por un lado y otro, se suicida”, escribió Alone meses después, en un elogioso comentario de La sobrevivencia de Chile. Elizalde cifraba su esperanza en “la muchachada sana” a la cual dedica su libro, aún a tiempo de ser educada sobre bases ecológicas. Su desesperanza, en que no sabemos vivir para después de nosotros. La ciencia se anticipa, pero un presente sin dioses se ovilla en su propia fe: “El mañana se encargará de sí mismo”.

     


    La sobrevivencia de Chile, Rafael Elizalde Mac-Clure, Saposcat, 2023, 94 páginas, $10.000.

  36. Mircea Cărtărescu: “No soy un maestro en mi escritura, soy esclavo de ella”

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    Mircea Cărtărescu es un escritor rumano de voz suave y gestos contenidos, que en la última década ha gozado de una admiración global. The London Review of Books subrayó su capacidad para navegar tanto en la tradición americana como en la europea, así como en todas las épocas históricas. Y Die Zeit lo compara con Kafka y Borges. Nacido en Bucarest, en 1956, pertenece a la generación de los blue jeans, que es como se conoce al grupo de autores que absorbió con apetito la influencia de Occidente. Ha escrito cuentos, novelas, ensayos y poemas, y lleva un diario desde muy joven que, según sus palabras, es algo así como la cantera desde la cual surge toda su obra. Esta conversación, que se encuentra íntegra en el sitio web del Centro para las Humanidades de la UDP, se llevó a cabo después de la conferencia que el autor dio en la misma universidad.

    Antes de que colapsara la Unión Soviética y cambiara por completo el panorama político de Europa, ya habías publicado algunos libros de poesía y recibido el reconocimiento de la Unión de Escritores de Rumanía en 1984. ¿Qué le pasó a tu escritura después de que cambiara ese panorama político?
    Bueno, a veces bromeaba diciendo que una simple revolución no puede cambiar mi estilo. Pero hay algo de verdad en ello. Mis libros anteriores son exactamente iguales a los siguientes libros. La revolución no cambió mi forma de escribir, mi manera de entender la literatura. Los libros que publiqué durante la dictadura, en los años 80, son absolutamente igual de duros y llenos de coraje. El precio que tuve que pagar fue altísimo. Todos mis libros fueron intervenidos fuertemente por la censura. De hecho, fueron mutilados por la censura. En cada uno de mis libros recortaron al menos 50 páginas de mis poemas y de mis cuentos. Por ejemplo, de mi Nostalgia, mi primer libro de cuentos, uno de los cinco cuentos está absolutamente ausente, fue sacado, y otros cuatro fueron mutilados por la censura. Ni siquiera el título les bastaba. Cambiaron el título de Nostalgia a El sueño. Así que la primera tirada se tituló El sueño porque el gran director de cine ruso Andrei Tarkovsky acababa de desertar a Italia en ese periodo y había hecho una película llamada Nostalgia. Así que incluso esa palabra estaba prohibida en Rumanía. En ese momento, todos y cada uno de los libros estaban censurados. Por ejemplo, Umberto Eco vino a Rumanía en los años 80 y la Unión de Escritores lo recibió como una estrella pop, como corresponde, pero cuando estaba en la Unión, uno de mis colegas, un autor muy joven, se dirigió a él en público y dijo: “¿Sabe usted, Sr. Eco, que a su libro El nombre de la rosa le quitaron 30 páginas?”, y Eco se sorprendió mucho y dijo: “Pero ¿por qué? Mi libro trata sobre la época medieval, ¿por qué deberían haberlas eliminado?”. Y mi colega le explicó que en Rumanía incluso los libros de cocina están sujetos a censura.

    Parece que los censores tienen una imaginación muy desarrollada, incluso más que la de los lectores normales.
    Los censores fueron parte del problema. En cierto modo, la mayoría de ellos eran escritores que querían formar parte del mundo literario. Entonces invitaban a otros escritores a tomar un café y a negociar. Algunos lo hacían con la esperanza de salvar el libro, porque no todos los censores eran malos. Hacían concesiones y fueron muchos los libros que se publicaron gracias a esos compromisos. Por ejemplo, había censores que te pedían añadir unas 20 o 30 páginas, lo que después les permitía sacarlas como un acto de censura y demostrar con ello que estaban haciendo su trabajo. A veces las cosas son más complicadas de lo que la gente piensa.

    Todos mis libros fueron intervenidos fuertemente por la censura. De hecho, fueron mutilados por la censura. En cada uno de mis libros recortaron al menos 50 páginas de mis poemas y de mis cuentos. Por ejemplo, de mi Nostalgia, mi primer libro de cuentos, uno de los cinco cuentos está absolutamente ausente, fue sacado, y otros cuatro fueron mutilados por la censura.

    Leyendo Nostalgia me parece que Bucarest no es solo una ciudad, sino también un personaje. Tiene personalidad, está llena de añoranza. Me gustaría saber cuánta distancia existe entre la ciudad que has creado en tu literatura y la ciudad real en la que vives.
    Bucarest evolucionó a lo largo de mis libros. Al principio, en mi poesía, la presentaba espléndida, una ciudad de milagros, llena de luz y de chispas como un champán, solo porque pensaba que realmente era así. Nunca viajé al extranjero, creí que nunca viajaría, así que no tenía comparación con otras ciudades del mundo. Por eso, durante mucho tiempo pensé que Bucarest era realmente esa ciudad maravillosa. Por eso aparece de esa manera en mis poemas. En los versos que escribí hasta los 30 años, Bucarest es la ciudad donde me encantaba vivir. Pero después esta imagen se fue erosionando. (…) En Cegador, Bucarest ya no es Bucarest, es más bien una creación mía. Antes he dicho que Bucarest no respira bajo el cielo, sino bajo mi cráneo. Para entonces ya se había convertido en un núcleo, una ciudad imaginaria. Y su involución, como yo la describí en Solenoide, es una Bucarest completamente despojada de su aura. Se convierte en una ciudad de tristeza inconmensurable. La describo como la más triste del mundo. Está completamente reconstruida, hecha de hierro y yeso, arquitectura industrial y decoración absurda de yeso con ángeles y otros personajes mitológicos. Intenté crear una especie de ciudad steampunk alejada de la verdadera Bucarest. Su desintegración termina en uno de mis libros aún no traducido al español, Melancolía, donde Bucarest simplemente desaparece.

    Hay algo sobre Cegador, en el hecho de que sean tres volúmenes. Con un proyecto así ahora estás en minoría. ¿Quién más está haciendo esto? Me refiero a proyectos de escritura con tanta amplitud. Pensé en Karl Ove Knausgård, por ejemplo, y más allá de él hay otros nombres, pero no muchos. Estamos ahora en una era de inmediatez, todo debe ser breve, si no la audiencia se pone ansiosa.
    Yo diría que hay algunas personas que comparten el mismo proyecto maximalista que es visible en Cegador. Cuando comencé a escribirlo, no me comparé con nadie, solo quería escribir un libro a mi imagen y semejanza. Entonces simplemente escribí sin pensar demasiado, sin planificarlo, sin borrador, sin documentación y cosas así. Con mi imaginación y memoria de forma natural. Entonces un día comencé a escribir y nunca dejé de hacerlo, hasta después de 14 años. Así que escribí los tres volúmenes de este libro a modo de tríptico. Un tríptico como los que se suelen usar en pintura, como el Retablo de Gante o los de Brueghel y otros. Quería hacer una verdadera obra de arte, quizás sea el más estético de mis libros, describiendo todo lo que sé sobre este mundo que comienza con mi historia personal y termina en la historia del universo, conteniendo todos los registros desde, como he dicho, la escatología de lo obsceno hasta la escatología de la muerte. Un gran arco que unifica los rasgos más profundos y repugnantes de la humanidad, el infierno de la humanidad hasta el paraíso. (…) Cegador, aunque tiene 1.500 páginas, no cuenta con ninguna arrancada ni palabras tachadas con tinta. Lo escribí a mano en tres cuadernos grandes. Yo los tengo en casa y tal vez tendrías que verlos para creerme, pero muy pocos están dispuestos a creer.

    Hay escritores como Kafka, que no estuvo directamente involucrado en su mundo, y hay escritores como Solzhenitsyn, que fue un gran luchador por la dignidad humana. Creo que esto es lo que hace que el arte sea tan maravilloso: la diversidad, la diversidad de las artes. No condenaría ningún tipo de arte en la medida en que siga siendo arte.

    Antes de comenzar esta entrevista contabas que gracias a tu trabajo como periodista político tienes una gran colección de enemigos. ¿Qué parte de la vida política es evidente en tus escritos y qué parte de la experiencia política palpita, aunque no es realmente evidente en tu literatura?
    Sí, publiqué varios libros que son colecciones de artículos, de artículos políticos, contra personas importantes y poderosas de la vida política y económica de mi país. Pero también tengo una tendencia política en mis libros de ficción. Un libro que nunca se ha escrito después de la Revolución rumana, creo que es la tercera parte de mi trilogía de Cegador, que es extremadamente política, una especie de escáner de la Revolución. Debido a que allí había una visión política tan poderosa, es mi único libro escrito como una sátira. Es una sátira rápida, donde usé imágenes y palabras duras, usé lo grotesco, usé la parodia para castigar a las personas que me robaron la juventud.

    En Solenoide es muy divertido leer sobre el taller literario. Y doloroso, porque se puede ver allí la imaginación joven moldeada también por otros clichés, así que lo pensé como un arte poética de la mente del joven escritor. Me preguntaba si ese concepto de pureza, de cómo debe ser el escritor sin más obligaciones que la de escribir y seguir adelante con un libro, es una visión utópica, una figura arquetípica o es un modelo al que cualquier escritor joven puede o debe aspirar.
    Es una larga discusión, un extenso debate. ¿Una obra de arte debería estar dominada únicamente por las leyes internas de ese arte? Entonces, ¿una obra de arte debería simplemente continuar la historia de ese arte o debería reflejar algo de los problemas del mundo? Hay argumentos a favor del arte puro y hay argumentos a favor del arte comprometido. Y creo que todos y cada uno de los periodos de la historia de las artes tuvieron este debate. ¿Qué debe hacer un escritor? ¿Debería abrazar la belleza y la pureza de las líneas de su literatura? Por ejemplo, en nuestro caso, o en el caso de la poesía y demás, ¿o deberían protestar de alguna manera contra las injusticias que ocurren en todas partes? No hay respuesta. (…) Hay escritores como Kafka, que no estuvo directamente involucrado en su mundo, y hay escritores como Solzhenitsyn, que fue un gran luchador por la dignidad humana. Creo que esto es lo que hace que el arte sea tan maravilloso: la diversidad, la diversidad de las artes. No condenaría ningún tipo de arte en la medida en que siga siendo arte.

    El purista y el luchador son modelos válidos de artistas que comparten una cosa: la certeza. Ambos están seguros de lo que están haciendo. ¿Cómo te consideras como escritor? ¿Te defines como alguien lleno de certezas? ¿O tu composición está hecha más de dudas?
    Qué bueno tener certezas, decía Kafka, que estaba condenado a no tener ninguna. No creo, realmente no pienso en estas cosas. Solo escribo. No soy un maestro en mi escritura, soy esclavo de ella. Es mi mente quien la hace. Solo pongo énfasis aquí o allá, pero normalmente confío en mi mente. Es una cuestión de fe, tener fe en tu aptitud interior para escribir. (…) Alguien más dicta, algún poder interior, lo cual para mí es muy importante. No creo que ahora haya muchos escritores o artistas que todavía crean en la inspiración y yo no sería nada sin sentirme inspirado. Es como algo religioso.

     

    Imagen de portada: Mircea Cărtărescu en la Biblioteca Nicanor Parra. Fotografía: Archivo UDP.

  37. Fascinación

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    Esta canción tan triste me ayudó a salir de la melancolía de haber intuido esa vida que podría ser pero jamás será, que en general se oculta detrás de las canciones y los pasos delicados de un joven hermoso que podría ser un fantasma de paseo durante alguna tarde gris. Tumbas de cemento, piedras que se convierten en óxido, el milagro del color en las autopistas”, anota la escritora argentina Mariana Enriquez en su libro Porque demasiado no es suficiente. Mi historia de amor con Suede, sobre “Flytipping”, la última canción de Blue Hour, su disco de 2018. La autora de Nuestra parte de noche (2019) escucha el tema en Londres, el día después de un recital de la banda en Cambridge y luego de visitar la tumba de Marx. Así encuentra los puntos de unión entre la balada y la vida (la suya y la de los otros), reconociendo en ella un paisaje secreto, intransferible. “Afuera llovía y el bus pasó porque ahí se estrecha, casas de ladrillo, parques, campos de golf, estadios y dejé de prestar atención a ubicar la parada donde debía bajarme”, dice antes Enriquez y es revelador el modo en que hace de la fascinación otro nombre para la pena.

    En el libro, la autora sigue hasta el presente el trayecto de la banda inglesa formada en 1989 y compuesta por Brett Anderson, Mat Osman, Simon Gilbert, Richard Oakes y Neil Codling (con la salida de su guitarrista Bernard Butler, en 1994, como hito dramático), pero también habla de sí, de la ficción y las noches en vela de los 90 (con su disco debut homónimo, y luego Dog Man Star y Coming Up), del periodismo cultural y musical como las vigas de una poética privada y pública, y del modo en que se entrelaza el pop con la tradición romántica, como si compartieran los mismos espectros.

    Enriquez escribe de sí misma y de los otros como un espejo y una obsesión. En su trayecto están descritas las formas de una educación sentimental que no solo conecta con los textos incluidos en ese monumental atlas pop que es El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones (2020). Autora de hagiografías de criaturas hermosas y malditas, como Anita Pallenberg, Tupac Shakur y River Phoenix, entre muchos; los ensayos, columnas y textos biográficos de ese libro la acercaban a sus objetos (y a ella misma) desde una proximidad arrebatadora, como si consignara los fragmentos de una biblioteca sagrada y casi siempre oculta, haciendo de ese acto crítico (referir el funcionamiento de una novela, describir las formas en que desaparece o estalla una celebridad, obsesionarse con una obra hasta perseguir sus significados más escondidos) un gesto íntimo, tan personal como irrepetible. “Los fans también pueden ser seres temibles y terribles, claro, pero eso sucede porque los de nuestra especie nos degeneramos rápidamente. El estado del fan, sin embargo, es muy grato. El fan ha encontrado una manera de aliviar las desdichas de este mundo. Está menos solo que los demás, vive más intensamente. Parece un poco triste desde afuera, ¿no? Esos chicos esperando en la calle frente al hotel en el que está Madonna. Las señoras llorando de amor por Sandro. Pero desde adentro no es así: desde adentro se siente euforia y fiebre y una alegría extraña, obsesiva”, dice en un ensayo llamado “Las devociones”, del 2012, donde comenzaba hablando de los Manic Street Preachers para terminar su deriva con la muerte de Spinetta.

    Es imposible no leer Porque demasiado no es suficiente desde ese ángulo: aquel que narra cómo Suede coloniza los días y las noches de la autora, quien acumula detalles y experiencias mientras va uniendo las pistas donde percibe una ficción cifrada en sus letras (las fantasías subterráneas del deseo entre Anderson, el vocalista, y el guitarrista Butler, y luego con Codling, tecladista del grupo) y relatando el modo en que ella y la banda cambian una y otra vez a lo largo de 30 años.

    Aquello cobraba un espacio relevante también en sus ficciones, como lo que sucedía en la novela fantástica Este es el mar (2017), donde una serie de divinidades femeninas perseguían y acosaban a músicos de rock que luego se suicidarían para ser devorados de modo sacrificial. “Ellos se alimentan comiendo, nosotras nos alimentamos de ellos, de sus devociones. Vivimos de ese amor, de esa devoción, de ese zumbido. Y tenemos que alimentar ese fuego con cuerpos, de vez en cuando, para mantenerlo vivo y mantenernos vivas”, anotaba en la ficción una de esas criaturas tan bellas como terribles, tan frágiles como poderosas.

    Por lo mismo, es imposible no leer Porque demasiado no es suficiente desde ese ángulo: aquel que narra cómo Suede coloniza los días y las noches de la autora, quien acumula detalles y experiencias mientras va uniendo las pistas donde percibe una ficción cifrada en sus letras (las fantasías subterráneas del deseo entre Anderson, el vocalista, y el guitarrista Butler, y luego con Codling, tecladista del grupo) y relatando el modo en que ella y la banda cambian una y otra vez a lo largo de 30 años. En este trayecto vital caben también confesiones, elegías y una entrevista que la novelista le hace a Brett Anderson (cuyo secreto no revelaremos acá); y va del no future gótico de La Plata a Buenos Aires, y de ahí a Londres y París, abordando la distancia y la lejanía de las copias pirateadas, el gossip alucinado de la prensa musical inglesa y la cercanía paulatina que le permite el periodismo de rock (cuya rutina está muchas veces definida desde una intensidad que se vuelve hastío, un entusiasmo por lo nuevo que luego se entumece) hasta, sobre el final, conocer en persona a la banda.

    Al lado de este relato corre otro, intercalado y revelador, sobre el modo en que el público se relaciona con los artistas al modo de una historia oculta de la cultura, que la autora rastrea hasta su origen mítico (Dionisio, las bacantes, el éxtasis y la fiesta) para seguir con Cortázar y “Las Ménades”, la Lisztomanía, las lecturas en clave de películas como Performance y Velvet Goldmine, y la descripción laberíntica y casi demencial de un universo de foros, páginas webs y fan fictions sobre la banda.

    De este modo, el libro sugiere que la interpretación o apropiación que un fanático hace de una obra nunca deja de extenderse, para volverse un relámpago o una revelación capaz de unir el presente con el pasado, la tradición con lo olvidado o lo nimio, y los viejos detalles invisibles con el sentido pleno y arrebatador que el arte puede llegar a provocar. “No creo que cualquiera tenga la predisposición para ser fan. Sí admirador, incluso coleccionista. Pero el fan tiene algo roto y melancólico, es alguien en busca de trascendencia o eternidad o esa otra vida que debería estar en esta, esa otra vida que tiene más colores, que se parece más a lo soñado” escribe.

    Enriquez lee como fanática, pues entiende que no puede haber para ella sino vértigo y goce, decepción y deseo y, por lo tanto, aborda el éxtasis y la decepción, pero también los anhelos de las habitaciones de los adolescentes que vuelven en la adultez como espectros hechos del tiempo perdido, abordando la soledad de las imágenes resquebrajadas y el modo en que la música (y también la literatura y el cine) permite comprender la vida, soportar el presente y encontrarse en la voz o la mirada de los otros. Acá todo se vuelve, entonces, una pista; todo es una clave que acerca Suede a la escritora, una clase de verdad o de conocimiento que es también un retrato de ella misma y lo que entiende por belleza.

    Porque demasiado no es suficiente exhibe las coordenadas de ese sueño: Enriquez lee como fanática, pues entiende que no puede haber para ella sino vértigo y goce, decepción y deseo y, por lo tanto, aborda el éxtasis y la decepción, pero también los anhelos de las habitaciones de los adolescentes que vuelven en la adultez como espectros hechos del tiempo perdido, abordando la soledad de las imágenes resquebrajadas y el modo en que la música (y también la literatura y el cine) permite comprender la vida, soportar el presente y encontrarse en la voz o la mirada de los otros. Acá todo se vuelve, entonces, una pista; todo es una clave que acerca Suede a la escritora, una clase de verdad o de conocimiento que es también un retrato de ella misma y lo que entiende por belleza, a través del recorrido de las canciones y la iconografía compuesta por Brett, Bernard, Neil, Mat y sus múltiples variaciones, especulaciones, ensoñaciones, encuentros y desencuentros.

    Más: Porque demasiado no es suficiente deja una serie de preguntas. La más importante tiene que ver con los límites de la ficción. El año 2022, cuando aparece Autofiction, calificado el disco más punk de Suede, escribe Enriquez: “Es lo que hace todo artista, por eso es tan aburrido que se la aplique [la etiqueta] solo a los trabajos semiautobiográficos. Todos lo son de alguna manera”.

    Tiene razón, y el volumen puede leerse completo desde ese lugar, desde esa autobiografía que dispara relámpagos de asociaciones inauditas, para desplegar la propia vida con una sucesión de escenas breves y viñetas que funcionan en tanto suma o más bien un álbum de recuerdos. De hecho, a lo largo del libro se menciona una y otra vez cómo los viejos tesoros de los fans desaparecen y los recortes, fotos, grabaciones, fanzines, páginas webs, papeles de todo tipo, se pierden en cajones y, quizás, vuelven a la nada.

    Enriquez lee y escribe contra ese olvido. El libro es su respuesta en la medida de que es tanto una arqueología del sentido como una forma de preservar lo desaparecido. Su escritura consiste en un acto de fascinación que el tiempo no va a poder borrar y, por lo tanto, hace de la trivia un conocimiento mágico que vuelve una reliquia a toda imagen coleccionada; a toda canción, un relato en clave, y a toda conversación entre fanáticos, un debate sobre las formas de la iluminación. Acá, la obsesión es también una forma del recuerdo, y la música pop y la literatura se convierten en una persecución de lo sublime (“la noche es sublime”, anotó alguna vez Kant), de una belleza capaz de arrasar todo. De este modo, comparte el estremecimiento íntimo de quien, al escuchar las canciones que siguen explotando en su cabeza, es capaz de percibir la verdad de las cosas del mundo.

     


    Porque demasiado no es suficiente. Mi historia de amor con Suede, Mariana Enriquez, Montacerdos, 2023, 222 páginas, $18.900.

  38. Vladimir Putin: en busca de la grandeza perdida

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    Sin Putin no hay Rusia”. Pese a que fue pronunciada en 2014, la frase del estratega político del Kremlin, Vyacheslav Volodin, no ha perdido vigencia. Porque Vladimir Vladimirovich Putin es hoy mucho más que el presidente de Rusia: gracias a apreciables dosis de maña y fuerza, el exagente del KGB ha llegado a encarnar como nadie al país que dirige desde el 1 de enero de 2000. La simbiosis entre Putin y Rusia hace que, para bien y para mal, él sea “el nuevo zar”, como tituló Steven Lee Myers, reportero de The New York Times, la biografía del líder ruso que publicó en 2015. “Putin se ha convertido en el símbolo de una Rusia resurgente” y su figura es “inseparable de la del Estado”, que controla con mano de hierro, señala el periodista en su libro. Aun cuando la invasión a Ucrania ha mellado su prestigio y golpeado severamente su aura de invencibilidad, Putin continúa “representando las esperanzas y los miedos, las aspiraciones y las angustias, la arrogancia y los resentimientos de una parte sustancial de la población de Rusia”, sentencia a su vez el historiador Philip Short, autor de otra biografía del mandatario publicada en 2022.

    Myers, más crítico, y Short, más indulgente, recorren la vida del político nacido en 1952 en una Leningrado (hoy San Petersburgo) todavía bajo los efectos de la devastación que provocó el asedio alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Hijo de un comunista convencido y de una madre que, según él, lo bautizó en secreto, Putin creció en un departamento compartido por varias familias, como un niño rebelde que tardó en entrar a los Pioneros (el paso previo al ingreso al Komsomol, la juventud comunista), aprendió a controlar sus sentimientos y canalizó sus inquietudes hacia las artes marciales. A los 16 años, luego de ver una serie de espías en la televisión, el joven Vladimir decidió que quería ser parte del KGB y servir en el extranjero. Tras estudiar derecho en la prestigiosa Universidad de Leningrado, cumplió su sueño, en 1975. Tendría en el aparato de seguridad una carrera poco destacada y la caída del Muro lo sorprendería en Dresde, un destino de segundo orden en las prioridades del KGB.

    Aunque más tarde catalogaría el fin de la Unión Soviética como un “desastre geopolítico”, el derrumbe de la URSS permitió que la vida de Putin diera un vuelco decisivo: pasó de ser un oscuro espía, a trabajar para Anatoly Sobchak, el carismático alcalde de San Petersburgo cuya confianza fue clave para su ascenso político.

    Después de la caída en desgracia de Sobchak, a mediados de los 90, Putin encontró trabajo en el gobierno en Moscú. Su eficiencia y fama de incorruptible captaron la atención del presidente Boris Yeltsin, quien fue promoviéndolo hasta nombrarlo, sorpresivamente, primer ministro, en agosto de 1999. Nadie creía que fuera a durar en esa posición. Según Myers, Putin estaba dispuesto a aferrarse a la oportunidad, pues se sentía a cargo de una “misión histórica”: rescatar a una Rusia decadente, absorbida por problemas económicos, debilitada por la división y la corrupción, amenazada por el terrorismo separatista checheno, ninguneada por Occidente y confundida por un caótico paso desde el socialismo totalitario al capitalismo democrático. La responsabilidad creció más cuando, al poco tiempo, Yeltsin lo escogió como su heredero. El enfermo y debilitado presidente renunció a última hora del 31 de diciembre de 1999. Rusia amaneció al nuevo milenio con un nuevo jefe de Estado. A los 48 años, Putin enfrentaba una tarea urgente: “evitar que Rusia dejara de existir”, como diría más tarde en sus memorias.

    Pese a su relativa inexperiencia y lo repentino de su nombramiento, Putin sabía bien lo que debía hacer. Myers subraya que el rápido ascenso de Putin le había permitido conocer en primera fila los males que aquejaban a Rusia. Tres días antes de asumir, publicó un artículo en la prensa en el que presentó las ideas que inspirarían su gestión: un Estado firme, que sirviera como “fuente de orden y la principal fuerza para cualquier cambio”, el regreso a los valores tradicionales y el patriotismo para recobrar la grandeza perdida, la renovación del orgullo nacional y del estatus de potencia respetada que tiene derecho a definir su propio camino (y, de paso, el de otros). Short advierte que toda la gestión de Putin puede verse resumida en esta declaración previa a acceder a la presidencia. Lo que ha variado son los medios con los que pretende alcanzarlos.

    Según Putin, “Rusia necesita un Estado fuerte”. Eso equivale a un gobierno con atribuciones potentes y al cual nadie le haga sombra. Metódicamente, a cualquier costo, el Kremlin fue sacando del camino a todo aquel que amenazara al Estado y el poder de Putin, cada vez menos distinguibles el uno del otro. Los rebeldes chechenos que perpetraron crueles atentados terroristas fueron aplastados y Grozny, su capital, arrasada, instalando allí a un gobierno títere y corrupto; los “oligarcas” que se habían quedado con las empresas privatizadas y se habían hecho multimillonarios, fueron doblegados uno a uno, incluso los más renuentes, como Boris Berezovsky (exiliado en Londres) y Mijaíl Jodorkovsky (condenado a la cárcel en Siberia); las estaciones de televisión independientes fueron estatizadas, retirándoles o no renovándoles sus licencias; a la oposición de comunistas y nacionalistas se la domesticó y transformó en un ente funcional al autoritarismo en alza; los gobiernos regionales perdieron atribuciones a manos de Moscú y la presidencia; los enemigos políticos fueron envenenados o asesinados (mientras Myers responsabiliza a Putin por estos crímenes, Short le da el beneficio de la duda y señala que en la mayoría de los casos fue encubridor, no autor de la orden de matar).

    Según Short, inicialmente Putin buscó un acercamiento con Occidente y Estados Unidos, pero sus señales no fueron atendidas. A medida que su gobierno adquiría tintes cada vez más autoritarios, las relaciones con las democracias occidentales se fueron tensionando. El líder ruso creía que EE.UU. actuaba como un imperio, sin preocuparle demasiado cómo afectaba los intereses de los demás. Rusia, entendía, era constantemente humillada por una superpotencia única que todavía utilizaba el enfoque de la Guerra Fría para lidiar con Moscú.

    Las acciones de Putin tenían una razón: él cree en la fuerza y aborrece la debilidad. “Nos atacan porque somos débiles”, dijo en 2004, luego de que un comando checheno tomara rehenes en Beslán, localidad ubicada en Osetia del Norte.

    Si Rusia quería ser respetada, debía dejar atrás la actitud sumisa y reactiva que adoptó en la década de 1990, cuando dependía de los organismos financieros internacionales para conseguir divisas y la OTAN se expandió hacia el este, hasta tocar la puerta de la antigua Unión Soviética. Según Short, inicialmente Putin buscó un acercamiento con Occidente y Estados Unidos, pero sus señales no fueron atendidas. A medida que su gobierno adquiría tintes cada vez más autoritarios, las relaciones con las democracias occidentales se fueron tensionando. El líder ruso creía que EE.UU. actuaba como un imperio, sin preocuparle demasiado cómo afectaba los intereses de los demás. Rusia, entendía, era constantemente humillada por una superpotencia única que todavía utilizaba el enfoque de la Guerra Fría para lidiar con Moscú. Lenta e inexorablemente, las diferencias fueron ensanchándose.

    La primera evidencia irrefutable de la frustración rusa tuvo lugar en la Conferencia de Múnich de 2007, cuando, frente a los dignatarios occidentales, Putin expresó sin ambigüedad ni diplomacia que no le gustaba “un mundo donde solo hay un amo”, que hacía “híper uso de la fuerza militar” y que había “sobrepasado sus fronteras en todos los órdenes”. Myers estima que “el discurso de Múnich fue un hito en las relaciones de Rusia con Occidente, tanto como el de Winston Churchill de 1946 sobre la Cortina de Hierro”. Después de las palabras, vinieron los hechos: en 2008, Rusia invadió Georgia, cuando el presidente de la pequeña república del Cáucaso se acercó demasiado a la OTAN; en 2014, fuerzas rusas ocuparon la península de Crimea y apoyaron a los rebeldes prorrusos en el este de Ucrania, y en 2022, el ejército ruso invadió ese país, en una ofensiva que se prolonga hasta hoy de forma peligrosa para Putin.

    El obvio distanciamiento geopolítico entre Rusia y Occidente ha ido acompañado (¿o ha sido causado?) por una creciente brecha ideológica. Putin, que llegó al Kremlin como un liberal pragmático dispuesto a integrar a su país con Occidente, se ha alejado de su posición inicial y ha abrazado una postura nacionalista y conservadora.

    Short señala que el cambio de actitud definitivo se concretó a fines de 2011. Entonces se produjeron masivas protestas como consecuencia del fraude en las elecciones parlamentarias que antecedieron al retorno de Putin a la presidencia al año siguiente, tras deshacer el enroque que protagonizó como primer ministro del presidente Dmitri Medvedev (2008-2012). Myers afirma que el mandatario vio la mano de Estados Unidos tras las manifestaciones. Short añade que quienes protestaron contra Putin eran justamente los que se habían beneficiado por la bonanza económica que vivió Rusia a principios de este siglo, gracias al boom en el precio del gas y el petróleo, principales exportaciones rusas. “En política interna como exterior, Putin concluyó que no había nada que ganar tratando de apaciguar y complacer a sus oponentes”, sostiene. El camino era claro: confrontación con Occidente e imposición del orden interior, incluso por la fuerza si resultaba necesario. Su gobierno, añade Short, descansaría de ahí en adelante solo en el respaldo de los “rusos auténticos”.

    Esta determinación no solo reafirmó la deriva iliberal de Putin, sino que también lo impulsó a una búsqueda por la identidad nacional, la tradición rusa y su propio rol como líder o guía (Vozhd, una denominación que antes usó Stalin), a cargo de un país al que creía encarnar de manera cada vez más profunda: “Rusia es mi vida. No es solo amor lo que siento… me siento parte de nuestro pueblo”, dijo con lágrimas en los ojos —en una de las contadas muestras públicas de emoción— tras la victoria electoral de 2012.

    En 2008, Rusia invadió Georgia, cuando el presidente de la pequeña república del Cáucaso se acercó demasiado a la OTAN; en 2014, fuerzas rusas ocuparon la península de Crimea y apoyaron a los rebeldes prorrusos en el este de Ucrania, y en 2022, el ejército ruso invadió ese país, en una ofensiva que se prolonga hasta hoy de forma peligrosa para Putin.

    Desde ese momento, indican tanto Myers como Short, Putin se presenta como el líder que rescata la esencia rusa frente a la amenaza de un Occidente en descomposición. La nueva “narrativa estaba basada no en la nostalgia por los tiempos soviéticos, sino por el más distante pasado zarista”, escribe el primero.

    Ambos biógrafos destacan el papel que jugó para Putin la lectura del exiliado ruso blanco Ivan Ilyin, muerto en Suiza después del término de la Segunda Guerra Mundial y cuyos restos Putin repatrió para sepultarlos en el monasterio Donskoi en Moscú. Ilyin desconfiaba de la importación directa del modelo democrático y en su lugar proponía la búsqueda de una solución propiamente rusa que debía corresponderse con la tradición e historia nacionales. Fue el cineasta Nikita Mijalkov quien introdujo a Putin en la obra de Ilyin. De inmediato, el presidente comenzó a citarlo en sus discursos. Lo que más le atrajo fueron dos puntos clave desarrollados por el intelectual. Primero, su visión sobre el rol heroico del líder que “toma sobre sí el peso de su nación, sus infortunios, su lucha, y, habiendo asumido esa carga, gana (…) y muestra a todos el camino a la salvación”. En segundo lugar, su idea de que Occidente “no puede soportar la originalidad de Rusia” y que, por lo mismo, “necesita desmembrarla para destruirla desde el odio y la codicia por el poder”. También le atrajeron al gobernante otros intelectuales postergados, como el filósofo cristiano Nikolai Berdyaev, expulsado del país por Lenin en 1920, quien subrayó el carácter único y euroasiático del alma rusa, eternamente en disputa entre las sensibilidades occidental y oriental, y el historiador decimonónico Vasily Klyuchevsky, cuya obra destacaba la necesidad de un cambio gradual y la existencia de un pacto unitario no escrito entre las autoridades y las diversas clases sociales rusas.

    Putin encontró respuestas en una revisión histórica que Short califica de optimista: reconociendo los episodios oscuros del pasado, el presidente patrocinó una versión edulcorada que destaca más los logros y los puntos altos de la trayectoria política y cultural del país. Al mismo tiempo, rescató el papel de la Iglesia Ortodoxa e incluso dio muestras públicas de una conversión religiosa en la que Myers no cree, pero que Short plantea como posible.

    La versión más difundida por estos días acerca de Putin recalca su inagotable sed de poder y lo presenta como un villano poco sofisticado, ambicioso y “asesino” (como lo llamó el presidente de EE.UU., Joe Biden, en 2021). Esa descripción puede ayudar a explicar las acciones del presidente ruso, pero es obviamente insuficiente. A no ser que se aspire a volver a una mentalidad de Guerra Fría, resulta prudente tomarse en serio la crítica de Putin a Occidente y sus prácticas, así como el reclamo ruso por su seguridad amenazada. No solo porque quien las pronuncia es líder de un país con un enorme arsenal nuclear, sino porque ella es compartida en parte o en su totalidad por otras potencias emergentes en un mundo crecientemente multipolar. Es llamativo, por ejemplo, que la invasión contra Ucrania haya sido condenada sin ambages en las democracias occidentales, pero no por los gobiernos de India, China, Sudáfrica o Brasil, entre otros integrantes del denominado “sur global”.

    Una recomendación útil en este sentido puede ser leer más sobre Putin, para descubrir o intuir cuáles son las motivaciones que inspiran sus decisiones. Los contrastantes libros de Myers y Short son un buen punto de partida para comenzar a conocer al hombre que podría gobernar Rusia hasta 2036 y que ha llegado a considerarse a sí mismo como la encarnación política del alma de su país.

     


    Putin, Philip Short, Henry Holt & Co., 2022, 864 páginas.


    El nuevo zar. Ascenso y dominio de Vladimir Putin, Steven Lee Myers, Ariel, 2014, 580 páginas, $31.000.

  39. Una oscuridad gótica, cósmica, apocalíptica

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    Tras su absorbente primera novela, Matadero Franklin, los libros de cuentos Cielo negro, La pesadilla del mundo y La sangre y los cuchillos, y su diario Todo es personal, Simón Soto publica Aguafuerte, una narración que transcurre durante la Guerra del Pacífico. Sin embargo, las batallas, al menos aquellas registradas por la historia, abarcan apenas una fracción del relato: al comienzo vemos el Desembarco en Pisagua, de modo épico y casi cinematográfico; hacia el final nos enteramos del Desastre de Tarapacá, pero solo de oídas.

    Luego de un breve preludio, una prédica que anuncia el fin de la era de Cristo y la llegada de un nuevo hijo de Dios, pero uno sediento de sangre, la primera parte de la novela sigue la historia de Manuel Romero, desde su llegada a la guerra. Al final de cada capítulo, esta narración en tercera persona se ve interrumpida por una segunda voz, que se dirige a Manuel y le recuerda su propio pasado: su infancia con sus hermanos en el campo y un episodio de cruenta violencia que los hace huir; su paso por la capital, con un corto periodo de felicidad matrimonial precedido y cerrado por otras muertes, y, cuando los hermanos asesinan a un terrateniente en la Araucanía por encargo de un lonco, su descubrimiento del aguafuerte, el líquido de cualidades extraordinarias en cuya búsqueda partirá a la guerra.

    En la segunda parte, Sanhueza, uno de los compañeros de Romero, cuenta su experiencia muchos años después, en un local nocturno del barrio Franklin, rodeado de matarifes. Así, la novela confirma lo que uno presiente desde el inicio: seguimos en el mundo de Matadero Franklin. Más bien, de Soto, ya que aquí no solo vuelve a temas como la violencia, la venganza y los espacios masculinos, sino que además deja caer los títulos de sus otros libros —como pequeños Easter eggs— en pasajes especialmente decidores de Aguafuerte, los que dan cuenta de la cosmovisión de Espanto.

    Como el autor reconoce desde el epígrafe, el gran referente de esta novela es Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy. Por eso Espanto tiene mucho del juez Holden, partiendo por su inhumana apariencia y su siniestra religiosidad: “Sin palabras ni muestras de agotamiento tras haberle quitado la vida a ese cristiano, muchachos, así estaba Espanto, tranquilo como el cura que termina la misa y camina entre los fieles con satisfacción”.

    La novela confirma lo que uno presiente desde el inicio: seguimos en el mundo de Matadero Franklin. Más bien, de Soto, ya que aquí no solo vuelve a temas como la violencia, la venganza y los espacios masculinos, sino que además deja caer los títulos de sus otros libros —como pequeños Easter eggs— en pasajes especialmente decidores de Aguafuerte, los que dan cuenta de la cosmovisión de Espanto.

    Y los paralelismos siguen: Romero y Sanhueza (sobre todo este último) tienen rasgos que recuerdan al chico sin nombre que protagoniza Meridiano de sangre; ambas narraciones son wésterns que, si bien parten en contextos de guerra, muestran que la violencia y la crueldad gratuitas abundan en todo momento y lugar; y aunque los miembros del grupo de Espanto no escalpan apaches ni hacen collares de orejas humanas, la narración del Tajo Martínez, intercalada en la primera parte, incluye elementos similares: “Tengo sangre de charrúas y diaguitas y tehuelches y pehuenches y selknam y dedos de cada una de las razas que aniquilé, porque para mí es una cábala cortar dedos meñiques y guardarlos, secos, como quien lleva escapularios y crucifijos”.

    Dicho todo lo anterior, Aguafuerte es una novela muy chilena. Además de que el relato transcurre en varias zonas del país (o que pasarían a formar parte de él) y se enfoca en un momento determinante de nuestra historia, la figura de Espanto recuerda al diablo de las leyendas locales, y una tradición como el ñachi aparece en varias ocasiones, especialmente el “endiablao”, en que a la sangre fresca y aliños se añade aguardiente, lo que potencia su efecto: “Corazón agitado en desenfrenadas pulsaciones, sudor excesivo, luces y formas grotescas, colores y sonidos deformes, incluso la sensación de pisar la tierra árida, todo había crecido, amplificada la experiencia en cada uno de sus sentidos”.

    El ñachi resalta, además del deseo de sangre y la idea de canibalismo que resuena en la novela, un eje central de los relatos de Soto: los hombres, envalentonados por el trago, las drogas, la adrenalina de la batalla misma, llegan a la violencia extrema y, usualmente, fatal. Esto ya aparecía en Matadero Franklin, pero Aguafuerte no es un calco de su predecesora: es una novela más compleja, más ambiciosa, más desaforada y aún más oscura, de una oscuridad gótica, cósmica, apocalíptica.

     


    Aguafuerte, Simón Soto, Planeta, 2023, 360 páginas, $18.900.

  40. Un fantasma recorre el continente

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    La irrupción de Javier Milei en la política argentina y, de paso, en la latinoamericana, ha despertado el más alborozado entusiasmo entre ciertos grupos políticos de derechas. La razón es pública y notoria: Milei ha puesto en el foco de la atención pública un conjunto de ideas y teorías políticas cuyo interés, fuera de Estados Unidos, era hasta la fecha muy marginal. En Latinoamérica en general —y en Argentina en particular—, tales ideas malvivían en la academia, donde generalmente se las conoce de oídas y se las despacha sumariamente bajo el mote de “neoliberalismo”. Fuera de la academia, podían ser cultivadas con tanto ahínco como futilidad política: los devotos lectores de Ayn Rand, Robert Nozick o Murray Rothbard difuminados por aquí y por allá, podían preservar la preciosa verdad libertaria, pero con muy escasas —por no decir inexistentes— posibilidades de conseguir algún tipo de repercusión en la discusión política cotidiana. El privilegio de dicha repercusión lo tenían otros neoliberales, los arquitectos del modelo chileno o de la revolución neoliberal de Reagan o Thatcher: Hayek, Friedman, Becker, los monetaristas… es decir, el neoliberalismo mainstream, bienintencionado, pero, en último término, solo parcialmente correcto.

    Sin embargo, gracias a Milei, el libertarianismo, esa teoría académicamente marginal y políticamente irrelevante, cobró vida y, además, lo hizo con una fuerza arrolladora: por medio de su adalid, proclamaba su superioridad moral, económica y estética. De pronto, las ideas de que los impuestos son un robo, de que la justicia social es un “verso empobrecedor” y que favorece a los “parásitos”, desafiaban abierta y desenfadadamente las verdades oficiales del establishment político, social y económico. En una demostración de fuerza hercúlea, Milei movió el eje de la discusión política de la arruinada Argentina. Y las ondas del sismo ya se sienten también en otras partes de Latinoamérica. El terremoto Milei sacude el continente. Sus admiradores están exultantes.

    ¿Qué es el libertarianismo?

    El libertarianismo es una de las tantas teorías políticas que conforman el liberalismo. Como eso no nos dice mucho, dada la amplitud del mismo liberalismo, que comprende autores tan disímiles como Hayek, Rawls, Berlin o Popper, lo mejor para caracterizarlo es recurrir a su principal exponente: Robert Nozick.

    Es un lugar común decir que la filosofía política anglosajona estaba muerta hasta que John Rawls la resucitó con la publicación, en 1971, de Teoría de la justicia. Ese lugar común se funda, por cierto, en la calidad de la obra del propio Rawls, pero también en las respuestas que motivó. La obra de Nozick, Anarquía, Estado y utopía, publicada tres años más tarde, es la respuesta libertaria a Teoría de la justicia, que se orienta más bien por el modelo de una socialdemocracia.

    Nozick defiende, a partir de una teoría de los derechos naturales, un Estado mínimo, es decir, un Estado que se ocupa únicamente de la defensa de los derechos de propiedad, del cumplimiento de los contratos y de la defensa contra la agresión externa. En términos concretos, el Estado defendido por Nozick tendría un poder judicial, un ejército, un ministerio del Interior y poco más. Tendría un gobernante cuyas funciones Nozick no se encarga nunca de aclarar. Esto, que podría parecer un defecto del libro, es intencional: Nozick es lo suficientemente inteligente como para dejar asuntos sin definir: aquellos cuya descripción podrían hacerle perder encanto a su propia utopía. De cara al éxito de la teoría es mejor no adentrarse en detalles. O dar solo los indispensables.

    ¿Pero cuál es el encanto de las ideas de Nozick? ¿Cómo puede ofrecer una utopía una teoría política que dice que el único Estado legítimo es el Estado mínimo y que cualquier otro Estado mayor (¡incluyendo el subsidiario!) es inmoral?

    La respuesta es mucho más sencilla de lo que parece: el Estado mínimo puede ser una utopía porque es el único que asegura a todos y cada uno de sus ciudadanos vivir según las elecciones que han hecho. Dicho de otro modo, el Estado mínimo promete que su vida va a ser el reflejo perfecto, sin residuos ni distorsiones, de sus opciones de vida. En consecuencia, no hay detallados programas educativos, ni excesivas regulaciones sobre las relaciones entre los sexos, ni sobre las drogas, ni sobre la religión, ni nada de eso. En ese sentido, no se parece a Utopía, de Moro, ni a Viaje a Icaria, de Cabet, ni a ninguna de las abundantes utopías socialistas, tan dadas a regular todos los aspectos de la vida, hasta en sus detalles más exasperantes.

    Pero… ¿y si escojo mal? ¿Qué pasa con los yerros en la utopía libertaria?

    Cada uno carga con ellos, como es justo. La ventaja de la utopía libertaria es que nadie les impone costos a otros y nadie asume más costos de los que quiere asumir. Tal vez haya gente como el Padre Hurtado o la Madre Teresa, que dediquen sus vidas a otros (a los desamparados, los marginados, los criminales, etcétera), pero nadie los obliga a ello. Las otras teorías políticas pueden distinguirse del libertarianismo porque imponen arbitrariamente sobre unas personas los costos de las decisiones de otras. Así, la máxima libertaria de Nozick queda resumida en el siguiente aserto: “A cada quien como escoja, de cada quien como es escogido”.

    La aspiración de resolver —o diluir— los problemas políticos mediante su privatización refleja el poco aprecio que los libertarios tienen por los derechos y libertades políticas. Después de todo, si todo fuera privado, ¿para qué querríamos tales derechos y libertades? En tal caso no serían necesarios. Y es este engañoso cálculo el que lleva a los libertarios a subestimar las libertades políticas que son propias de la democracia.

    I love Singapur

    Milei suele repetir la siguiente definición de liberalismo, que atribuye a Alberto Benegas Lynch: “El liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo”. ¿Incluye esta definición la democracia? O, más aún, ¿es posible en ella? ¿Qué sistema de gobierno debemos entender que se sigue de ella? ¿Supone alguna concepción de ciudadanía?

    Los defectos de esta definición ponen de manifiesto uno de los problemas más generales del libertarianismo, que es su ambigüedad frente a la democracia.

    El liberalismo ha adoptado la causa de la democracia porque, como ha explicado Giovanni Sartori, la democracia representativa es una garantía de la libertad política, al punto de que, como dice el mismo autor, liberalismo y democracia representativa han llegado a ser una y la misma cosa: la democracia liberal.

    El libertarianismo es una excepción a esta síntesis. Ello tiene que ver, fundamentalmente, con el hecho de que es un intento de solucionar los problemas políticos por medio de su privatización. Pero la democracia presupone que hay cosas y problemas comunes (lo que los romanos llamaban res publica) que no pueden reducirse a asuntos y problemas privados. Tales cosas y problemas no pueden ser tratados más que de modo conjunto. Esta incongruencia entre los propósitos libertarios y los presupuestos de la democracia explican tanto la incomodidad que los libertarios tienen a la hora de discurrir acerca de la democracia como la afinidad que tienen con el mercado. La razón es que mientras el mercado permite desagregar las preferencias, posibilitando que cada uno satisfaga la suya, la democracia obliga a tratarlas de modo conjunto, evitando que todos puedan satisfacerlas simultáneamente. Las discrepancias en un grupo acerca de qué comer pueden resolverse permitiendo que cada uno vaya por su cuenta a comer donde quiera. Sin embargo, esa solución no es posible si los miembros del grupo no pueden separarse. Como este ejemplo pone de manifiesto, en la democracia las minorías siempre pierden. Y a ello todavía hay que añadir que las decisiones de las mayorías no tienen por qué ser las mejores ni las más racionales.

    Dificultades como estas explican que autores libertarios —como Jason Brennan (Contra la democracia) o Bryan Caplan (El mito del votante racional)— sean sumamente críticos de la democracia. Pero, además, la aspiración de resolver —o diluir— los problemas políticos mediante su privatización refleja el poco aprecio que los libertarios tienen por los derechos y libertades políticas. Después de todo, si todo fuera privado, ¿para qué querríamos tales derechos y libertades? En tal caso no serían necesarios. Y es este engañoso cálculo el que lleva a los libertarios a subestimar las libertades políticas que son propias de la democracia.

    Todo lo anterior explica que los libertarios (al menos los latinoamericanos) toleren de buena gana gobiernos autoritarios económicamente exitosos o los prefieran a democracias caóticas y con un mal desempeño económico: los primeros están más cerca de la privatización total, mientras que los segundos se enredan en las complejidades del sistema de decisión conjunta que es la democracia. Singapur, entonces, es preferible a Brasil o a Ecuador.

    Las derivas distópicas del libertarianismo

    Nozick es un hereje de la misma doctrina que ayudó a perfeccionar: aunque Anarquía, Estado y utopía contiene la forma más sofisticada de libertarianismo, años después, Nozick declaró en más de una oportunidad la insatisfacción con su propia doctrina. La razón estriba en que, al orientarnos por el concepto de propiedad para definir los derechos y la justicia, no hay nadie ni nada que escape a una posible instrumentalización: la ciudadanía, la libertad y hasta los niños son bienes potencialmente transables según las premisas libertarias. Varios autores libertarios y anarcocapitalistas (libertarios “de derechas”) dan ejemplo de esto.

    En su libro Ética de la libertad, Murray Rothbard, por ejemplo, no solo defiende el aborto libre hasta los nueve meses de gestación en virtud del derecho de propiedad que la mujer tiene sobre el propio cuerpo, sino también la compraventa de niños en virtud del presunto derecho de propiedad que los padres tienen sobre sus hijos. Por lo demás, dice, un “floreciente mercado de niños” permitiría resolver difíciles conflictos paternofiliales.

    Por su parte, Walter Block —otro ícono del libertarianismo— sostiene en una serie de libros convenientemente titulados Defendiendo lo indefendible, que el chantaje, el tráfico de favores, el tráfico de órganos, el proxenetismo, el trabajo infantil y el soborno policial, entre otras prácticas similares, son (o deberían ser) acuerdos legítimos en una sociedad libre.

    Como cualquier otra utopía, la libertaria alberga las semillas de su propia distopía. La interpretación de todas las categorías e instituciones políticas a partir de la propiedad obliga a adherir a tesis absurdas o chocantes: que los niños son propiedad de los padres, que los contratos de esclavitud son jurídicamente posibles, que la libertad de expresión —en tanto prolongación de la propiedad sobre mis propias cuerdas vocales— contempla el derecho a ofender o la libertad contractual, el derecho a discriminar.

    Es difícil subestimar la influencia de Rothbard y Rockwell, ambos cofundadores del think tank norteamericano Mises Institute. El ‘derecho a discriminar’, el ‘derecho a ofender’, la visión decadentista de la Historia, la reivindicación instrumental del cristianismo, la definición ad hoc de ‘Occidente’ y ‘cultura occidental’ (con la exclusión a priori de Marx, Foucault, Butler u otras figuras igualmente importantes), el peligro de las minorías para la integridad cultural occidental (el constructo de la “ideología de género” juega aquí un papel muy importante) o, en fin, la construcción de los diversos enemigos políticos de Occidente responden al credo paleolibertario formulado por ellos.

    El tránsito hacia la derecha radical

    ¿En qué momento y cómo pasa el libertarianismo a engrosar las filas de esa nueva derecha que mezcla nacionalismo, liberalismo económico, conservadurismo y populismo, conocida como derecha radical? ¿En qué momento los libertarios comienzan a simpatizar con candidatos como Trump o Bolsonaro, cuyo respeto por el Estado de derecho y la separación de poderes parece ser, en el mejor de los casos, instrumental?

    En la versión de Nozick, la utopía libertaria es meramente formal, es decir, es una utopía que no promueve ninguna forma de vida en particular, porque las acepta todas, con tal de que puedan coexistir las demás. Por eso es una utopía inspirada en la tolerancia, de la que cabría esperar la mayor diversidad. Además, es una utopía cosmopolita y de “fronteras abiertas”, proclive a la más amplia recepción de inmigrantes. Sin embargo, los defectos de su formulación teórica —la explicación e interpretación de todos los derechos e instituciones sociales a partir de la propiedad— explican el tránsito del libertarianismo hacia la derecha radical.

    Podemos, entonces, responder las preguntas anteriores diciendo que el libertarianismo se integra a los movimientos de la derecha radical cuando abandona totalmente su matriz liberal y muta en “paleolibertarianismo”.

    En 1990, un discípulo de Rothbard, Llewellyn Rockwell Jr., publicó el texto fundacional del paleolibertarianismo, The Case for Paleo-libertarianism, traducido al español como Defensa del paleolibertarianismo. El prefijo “paleo” apunta a la necesidad de “volver a las raíces” y, con ello, de “corregir” las pretendidas ambigüedades teóricas del libertarianismo. Rockwell no explica la factibilidad teórica del tránsito del libertarianismo al paleolibertarianismo en los términos en que hemos hecho aquí. Se limita a afirmar que no existe contradicción entre conservadurismo y libertarianismo, y constata las escasísimas posibilidades electorales del libertarianismo mientras siga siendo un movimiento “contracultural”, tenga un “aspecto Woodstock”, sea “modernista”, “moralmente relativista e igualitario”.

    En consonancia con la adición del prefijo “paleo”, Rockwell propuso ciertas innovaciones —él diría

    rescate”— doctrinarias: la asunción de que la ética igualitaria es reprensible moralmente, destructora de la propiedad privada y de la autoridad social; la reivindicación de la cultura occidental “como digna esencialmente de conservación y defensa”; la reivindicación de la importancia de la autoridad social de la familia, las iglesias, la comunidad y otras “instituciones mediadoras”; la defensa de “los patrones objetivos de moralidad, especialmente los que se encuentran en la tradición judeocristiana, como esenciales para el orden social libre y civilizado”.

    Tal vez la mera enunciación de los principios no hace justicia a los alcances del propósito de Rockwell, que puede quedar descrito como el intento por sacar adelante una agenda conservadora e identitaria por medios libertarios. En este sentido es, junto con su maestro Rothbard, uno de los pioneros de esta operación de instrumentalización del libertarianismo, la cual funciona más o menos así: si usted quiere defender el “derecho a discriminar” no necesita decir que tal o cual grupo es inferior; basta con que reivindique la libertad contractual para justificar el hecho de que no quiere tener trato con ellos; si usted quiere difamar u ofender a un grupo, basta con que diga que la libertad de expresión contiene o supone forzosamente el derecho a ofender (elevando a rasgo esencial una consecuencia accidental del ejercicio de tal libertad), etcétera.

    Rothbard, por su parte, saludó con entusiasmo el texto de Rockwell y profundizó su programa, promoviendo como estrategia paleolibertaria, en un texto de 1992, el “populismo libertario”. En dicho populismo encontramos anticipadas varias de las advertencias contra el “globalismo” que tan frecuentemente repiten hoy grupos de derecha radical: la denuncia de poderosas élites internacionales que imponen unilateralmente un programa político a la ciudadanía, la corrupción de los políticos (la “casta”), la connivencia de la academia con dicha élite, etcétera. Este diagnóstico es seguido por un programa que recoge y expande los puntos de Rockwell. Curiosamente, su séptimo punto se titula “Primero América”.

    Es difícil subestimar la influencia de Rothbard y Rockwell, ambos cofundadores del think tank norteamericano Mises Institute. El “derecho a discriminar”, el “derecho a ofender”, la visión decadentista de la Historia, la reivindicación instrumental del cristianismo, la definición ad hoc de “Occidente” y “cultura occidental” (con la exclusión a priori de Marx, Foucault, Butler u otras figuras igualmente importantes), el peligro de las minorías para la integridad cultural occidental (el constructo de la “ideología de género” juega aquí un papel muy importante) o, en fin, la construcción de los diversos enemigos políticos de Occidente responden al credo paleolibertario formulado por ellos. El lector puede hacerse una idea de esos enemigos por dos citas de uno de los más importantes exponentes del paleolibertarianismo en la actualidad, Hans-Hermann Hoppe:

    Los libertarios deben distinguirse de los demás practicando y defendiendo las formas más radicales de intolerancia y discriminación contra los igualitaristas, demócratas, socialistas, comunistas, multiculturalistas y ecologistas, contra las costumbres pervertidas, los comportamientos antisociales, la incompetencia, la indecencia, la vulgaridad y la obscenidad.

    Y en la otra, a propósito de los indeseables en la sociedad libertaria, dice:

    Un orden social libertario no puede tolerar ni a los demócratas ni a los comunistas. Será necesario apartarlos físicamente de los demás y extrañarlos. Del mismo modo, en un pacto instituido con la finalidad de proteger a la familia, no puede tolerarse a quienes promueven formas de vida alternativas, no basadas en la familia ni en el parentesco, incompatibles con aquella meta. También estas formas de vida alternativa —hedonismo individualista, parasitismo social, culto al medio ambiente, homosexualidad o comunismo— tendrán que ser erradicadas de la sociedad si se quiere mantener un orden libertario.

    El peso de la utilidad simbólica

    Pese a la altísima inflación y a la crisis global por la que atraviesa Argentina, Milei —que suele citar a los autores aquí mencionados— debió esperar hasta la segunda vuelta para asegurar su triunfo, que en un momento pareció dudoso. Seguramente, influyó que fuera un candidato cuya filosofía admite la venta de niños o la diversificación de los derechos ciudadanos según su capacidad adquisitiva. Tales posibilidades, aunque solo sean teóricas y no estén plasmadas en el programa, hacen que una elección sea sumamente costosa. Y a eso se refería Nozick cuando afirmaba que el libertarianismo que había defendido en su juventud pasaba por alto el problema de la utilidad simbólica: hay elecciones que nos resultan inadmisibles —o mucho más difíciles— por lo que entrañan. En este sentido, Nozick fue, una vez más, mucho más lúcido que todos sus epígonos.

  41. El testigo, entre el miedo y la muerte

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    El idiota de la objetividad es el periodista que tiene fama, que todo el mundo, cuando habla de él, cambia de expresión facial. Yo encuentro que el idiota de la objetividad es un fracaso”, dice el cronista brasileño Nelson Rodrigues, en una cita que Francisco Mouat (1962) apunta dos veces en el libro Un puñado de cerezas.

    El acento que hace Mouat en la frase es coherente con el relato biográfico que desarrolla en las 88 secciones que conforman este libro. El autor, acaso uno de los mejores cronistas nacionales, narra sus vivencias, amores, sus años de formación y labor periodística —no necesariamente en la primera línea—, con las imágenes de fondo de lo que ha acontecido en el último medio siglo en Chile.

    Mouat es el testigo mientras el miedo y la muerte fueron protagonistas de su infancia y juventud. El cronista —y testigo— intenta, de algún modo, tomar distancia de los hechos para observarlos, detenerse en los detalles, y así juzgar cuando hay que juzgar, dimensionar el escándalo, el crimen o una anécdota, y luego narrar lo que hay que narrar. Pero nunca con la pasión del fanático ciego en las tinieblas. Aunque el miedo, el amedrentamiento y la muerte fueron parte del ambiente de su vida cotidiana durante años. Quizás su único sentimiento más visceral es el fútbol y hacia el club al que le dedicó un libro.

    En Un puñado de cerezas, el título más íntimo de Mouat —autor de obras como El empampado Riquelme y Chilenos de raza—, no hay espacio para la nostalgia, el resentimiento ni la épica militante. “Lejos de mi casa y mi familia nuclear, había otro mundo, diverso, hermoso y feroz”, escribe en el libro que no pretende ser una memoria convencional: más bien, la evocación de una memoria fragmentada, entre citas literarias y la realidad, que puede entregar recuerdos más sustanciales y verídicos.

    En Un puñado de cerezas, el título más íntimo de Mouat —autor de obras como El empampado Riquelme y Chilenos de raza—, no hay espacio para la nostalgia, el resentimiento ni la épica militante. ‘Lejos de mi casa y mi familia nuclear, había otro mundo, diverso, hermoso y feroz’, escribe en el libro que no pretende ser una memoria convencional: más bien, la evocación de una memoria fragmentada, entre citas literarias y la realidad, que puede entregar recuerdos más sustanciales y verídicos.

    Allende es una tragedia”, le dijo su abuela siendo él un niño, de quien toma distancia con los años y la ve por última vez, a lo lejos, dentro de un supermercado. Mouat se ha ido de casa y de las comodidades. Entró a estudiar periodismo en la Universidad Católica en 1980. “De un total de cuarenta que ingresamos a la carrera, en dos semanas nuestro grupo de opositores a Pinochet ya tenía a trece miembros en sus filas”, escribe. “Una de las primeras tareas del Grupo de los Trece fue identificar en las salas de clases a aquellos estudiantes sospechosos de ser sapos, soplones, informantes de la CNI”, agrega en el ejemplar que incluye imágenes y recortes de prensa. Estos archivos van desde una fotografía escolar del autor o su credencial universitaria, hasta portadas de diarios.

    Con una escritura amena y reflexiva, Mouat recorre su pasado y narra con destreza y humor anécdotas de formación —locutor en radio Carrera—, su práctica en revista Hoy y luego su ingreso a la Apsi, donde, desde la sala de redacción o la calle, presencia los acontecimientos más brutales de la dictadura (“Yo estoy invicto. No tengo un miserable moretón ni una peladura de rodilla que achacarle a Pinochet”, apunta). Vinculado habitualmente a los temas culturales, el cronista no se escapó —no pudo ni quiso— de desarrollar también crónicas y notas sobre el crimen de Tucapel Jiménez, el músico Jorge Peña Hen, asesinado por la Caravana de la Muerte, y un texto tras el fallecimiento de Pinochet.

    Entremedio, entre fragmentos de la memoria y la subjetividad del tiempo transcurrido, el autor cuenta su labor durante una década en el diario El Mercurio. Narra el tras bambalinas de columnas (la suya se llamaba Tiro libre) o reportajes memorables, los viajes y en dos ocasiones la censura. Desfilan varios nombres por el libro. Está su vínculo con el periodista “Gato” Gamboa —director del diario Clarín—, aparecen Julio Martínez, Sebastián Piñera, Agustín Edwards, Fidel Castro, Nicanor Parra, Osvaldo Soriano y Rodrigo Rojas De Negri. Y aunque hayamos leído y sepamos cómo sucedió el caso Quemados, Mouat vuelve sobre los hechos y describe lo que sabemos en un par de páginas: pero con su estilo, a su manera, con calma y sin estridencias. El retrato de un joven fotógrafo regresa a la memoria del autor y lo eterniza en el presente, entre una y otra oscuridad.

     


    Un puñado de cerezas, Francisco Mouat, Overol, 2023, 224 páginas, $15.900.

  42. Isabel Behncke: “Los humanos vivimos como monos y, al mismo tiempo, como hormigas”

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    Cuando era niña, Isabel Behncke adoptó a una singular mascota que le enseñó cómo actúan y sienten los animales sociales. Su loro Tuk se le paraba en el hombro y la acompañaba al colegio, a la casa de sus amigas e incluso al viajar en avión. “A través de esas experiencias tempranas se aprenden cosas fundamentales. Esa interacción tan cercana me mostró que los animales poseen personalidad, inteligencia y distintas preferencias. A mí hasta me parecía que Tuk tenía un incipiente sentido del humor”, cuenta con entusiasmo esta primatóloga y etóloga chilena, el mismo que transmite cuando habla de la naturaleza y los animales.

    Esa pasión fue la que la impulsó a recorrer más de tres mil kilómetros caminando por la selva del Congo estudiando el juego en los bonobos, uno de los cuatro tipos de “grandes simios” que existen. Estos primates comparten el 98% del genoma con los humanos.

    Antes, Behncke había recorrido Asia y África del Este observando el comportamiento de los animales en su hábitat natural e investigando el origen del ser humano. Esa experiencia en terreno, además de sus estudios en las universidades College of London, Cambridge y Oxford —donde obtuvo su doctorado—, su trabajo en los más prestigiosos centros académicos del mundo y sus diálogos con los principales pensadores del momento, la llevaron a formular una conclusión intrigante: “Somos monos y hormigas”.

    A simple vista, esa idea parece contradictoria…
    Somos animales complejos: tenemos lenguaje, dominamos el fuego, caminamos erguidos, crecemos lentamente, formamos vínculos y transmitimos conocimiento de una generación a otra. Pero a pesar de esto, aún nos cuestionamos cómo funciona nuestra cognición. Esta complejidad se puede ilustrar con la metáfora de ser como “monos y hormigas”. ¿Qué quiere decir esto? El ser “como monos” hace referencia a que indudablemente somos un primate social. Existe una herencia tanto biológica como psicológica en donde las interacciones cara a cara y el contacto con el otro son fundamentales. Al igual que primates como los chimpancés y los bonobos, evolucionamos en grupos pequeños viviendo en “tribus”. Pero estas agrupaciones hoy están insertas en una sociedad gigantesca y en permanente expansión. Se podría decir que existe un paralelo entre las colonias de insectos como las hormigas y los humanos, por el gran número de individuos que componen la población.

    Estos insectos —al igual que los primates— cooperan y compiten, tienen guerras, pero no funcionan con relaciones individuales como las que se encuentran en los grandes mamíferos. Las hormigas utilizan distintos mecanismos para identificar quiénes pertenecen a su grupo social; en cambio los primates usan símbolos tanto geográficos como culturales. Entonces es verdad que somos monos, ya que tenemos una historia evolutiva de nuestros orígenes, pero es una paradoja que, pese a ser tantos, actuemos como las hormigas. Esto no es algo que se pueda cambiar, no hay vuelta atrás, ya que somos multitudes. La paradoja es inherente a nosotros.

    ¿Qué luces da esto sobre nuestro comportamiento?
    Al estudiar la paradoja de vivir en tribus “como monos” y, al mismo tiempo, ser multitudes “como las hormigas”, se logra entender varios fenómenos. Si bien se interactúa con muchas personas, más de las que nos imaginamos, se están utilizando emociones sociales que son propias de grupos pequeños. La complejidad inherente de ser un ente social radica en que, aunque seamos individuos, nuestra existencia se entrelaza con un entorno social, a su vez enraizado en un contexto natural mucho más amplio. Esta interconexión revela la importancia de los sistemas complejos y las relaciones entre sus componentes. La naturaleza misma se organiza en sistemas complejos, un aspecto que resulta valioso al considerar sistemas sociales, económicos o ambientales.

    Al habitar en ciudades gigantescas, por ejemplo, no hay tiempo ni capacidad para interactuar con tantos individuos. Para resolver el no tener mecanismos de apego directo, al crecer la población, las hormigas aumentan la especialización dentro del grupo de individuos. Un animal social que tiene un cerebro grande, que vive largo tiempo y que se organiza en grupos, se encuentra con patrones en los que se ilustra un problema similar. En este contexto, existen mecanismos de compensación conocidos como trade-off, lo cual implica que existe una pérdida para obtener un beneficio. En grandes ciudades se forman barrios con tipos de personas distintivas, donde para interactuar articulamos categorías.

    Pensemos en el caso de un profesor. Si vive con más personas, en la mañana se relaciona con los miembros de su familia, pero no permanece con ellos durante todo el día. Luego debe ir a enseñar a la universidad y utiliza el transporte público. Ahí se encuentra con el conductor del transporte y con personas distintas. Al llegar al destino donde realiza clases, interactúa con sus colegas y alumnos. Dentro de un día, esta persona no está en cada momento con todos los que se va cruzando. Ocurre una separación y también un encuentro con diversa gente. Paralelamente, el tamaño y la composición de los círculos con los que se relaciona varían. Cuando estos se subdividen en subgrupos se habla de fisión y cuando estos se unen se denomina fusión.

    El ser ‘como monos’ hace referencia a que indudablemente somos un primate social. Existe una herencia tanto biológica como psicológica en donde las interacciones cara a cara y el contacto con el otro son fundamentales. Al igual que primates como los chimpancés y los bonobos, evolucionamos en grupos pequeños viviendo en ‘tribus’. Pero estas agrupaciones hoy están insertas en una sociedad gigantesca y en permanente expansión. Se podría decir que existe un paralelo entre las colonias de insectos como las hormigas y los humanos, por el gran número de individuos que componen la población.

    ¿Al estudiar a los bonobos observaste esta fisión y fusión?
    Diariamente. Este término fue aplicado por primera vez para describir los cambios en el tamaño de subgrupos en primates no humanos, los cuales se rigen respondiendo a las actividades y disponibilidad de recursos. Hoy se utiliza el concepto de fisión-fusión para hacer alusión al grado de variación en la cohesión especial y al sentido de pertenencia individual dentro de un grupo a lo largo del tiempo.

    En el caso de los chimpancés, una comunidad puede alcanzar un total de 200 individuos. Uno no está junto a los 199 en cada momento, sino que anda con otros dos o tres. Al cabo de dos horas se encuentran algunos miembros en un árbol junto a otros 15 individuos. Luego, los chimpancés se vuelven a repartir en grupos y, dependiendo de la cantidad de comida, se vuelven a juntar en uno más grande. Hay veces que incluso distintas comunidades se encuentran. Pero prevalece la dinámica de pequeños grupos que se juntan y se separan. Así es también nuestra manera de socializar con los círculos familiares, de amistades o profesionales a los que pertenecemos.

    La gran diferencia entre nosotros y otros animales es que, al ser una población tan grande, somos “insectos sociales”. Sin conocer a quienes trabajan en PayPal, confiamos en la institución y realizamos transacciones de dinero. Sin embargo, tenemos una cabeza que está forjada por haber evolucionado en comunidades pequeñas, es decir, grupos de personas que se conocen cara a cara. Estos se caracterizan por funcionar sobre la base de la confianza, la reputación y la proyección de una interacción a futuro.

    En contextos donde se producen juegos sucede algo interesante, ya que estos surgen cuando existe un nivel de confianza básico entre los animales. En un comienzo, se pensaba que el juego se producía solo en cautiverio y en condiciones protegidas, donde no existía un gran riesgo. Esta noción motivó que se realizaran observaciones de comportamientos en el hábitat natural de los animales, lo que demostró que también existen instancias lúdicas en la naturaleza.

    ¿Cuál es la importancia del juego y la cooperación en el desarrollo de los primates?
    Los bonobos presentan rasgos inusuales de conducta, como ser relativamente pacíficos. No obstante, el conflicto existe en todas las especies y en múltiples niveles de organización biológica, tanto entre individuos e incluso dentro de los mismos, como en su expresión genética. Este fenómeno, entre conflicto y cooperación, es fundamental en la naturaleza. No solo coexisten, sino que también interactúan, y se evidencia en la naturaleza humana, ya que cooperamos para competir, lo que permite lograr grandes avances. Por ejemplo, la colaboración en la investigación científica para el desarrollo de vacunas, donde diferentes laboratorios compiten, pero también cooperan en un contexto más amplio.

    Estos patrones fundamentales se observan en diferentes juegos presentes en el reino animal, donde la relación entre riesgo, confianza y la voluntad de participar son claves. Asimismo, el juego en sí contribuye a la construcción y fortalecimiento de los lazos de confianza. Es un proceso que parte de la seguridad relativa y desemboca en una mayor confianza a medida que se juega y se cumplen las reglas acordadas. Los juegos, al igual que compartir una comida, se convierten en actividades que generan vínculos y confianza, siempre que se mantengan las reglas y exista un mínimo de confianza entre los participantes.

    De este modo, pese a que jugar implique correr riesgos y gastar tiempo y energía, se logra un nivel básico de confianza donde existe un nivel relativo de seguridad. Cuando un primate está colgando de otro a 15 metros de altura, confía en que este no lo soltará. De igual manera, cuando uno va a comer con un colega, se forman vínculos, pero se requiere de un grado mínimo de confianza, una seguridad de que no me van a atacar.

    El animalismo es una proyección de las buenas intenciones de cierta gente, pero está muy mal pensada, ya que incluso ha causado grandes daños a la naturaleza, como cuando se prohíbe controlar a los perros y gatos ferales que cazan la fauna nativa. No hay duda de que hay que hacerlo porque significan una amenaza directa a la biodiversidad. Es muy ridículo y perjudicial —y esto lo dice alguien que es muy ‘perruna’— que solo proyectemos el amor hacia nuestras mascotas, sin ver el resto de la naturaleza.

    ¿Qué pasó con estos “monos y hormigas” durante la pandemia?
    Ahí se vio claramente la paradoja de nuestra complejidad. Por un lado, fuimos como insectos, ya que en un tiempo récord nueve billones de individuos se movilizaron y organizaron. En tan solo un par de días, el Homo sapiens se confinó por un bien mayor, que era evitar que el virus se continuara propagando. Pero esto tuvo un costo. Estar en cautiverio implicó un quiebre en esta dinámica tan arraigada en nuestra historia evolutiva como es la fusión-fisión. Pasamos de interactuar con diversos tipos de gente en un mismo día, a estar meses con las mismas personas, teniendo una sobre simplificación del ambiente. Disminuyó la complejidad al no interactuar —intercambiar información— con diferentes grupos. La información que recibimos fue principalmente a través de las redes sociales y de las noticias.

    Lo que se observa en la complejidad del ambiente físico tiene un correlato en la complejidad de la cognición, ya que los cerebros son plásticos. Pero eso varía en el tiempo. Los primates adultos e infantes tienen cerebros plásticos, que responden a variaciones en la complejidad de su ambiente. Si complejizas o simplificas el ambiente de un mono, eso tiene correlato en su sistema nervioso. Mientras estudiaba tuve oportunidad de encontrarme con animales enjaulados en solitario, que tenían comida, un ambiente seguro sin depredadores, y los pude comparar con la misma especie de animal enjaulado con otros animales y objetos. Es decir, en un ambiente más complejo se encuentran diferencias en el desarrollo.

    ¿Qué opinas respecto del avance de los derechos de los animales? ¿Cuáles son los límites?
    Frente a este tema se nos desordenó la cabeza. Es obvio que los animales son seres sintientes, pero ¿tenemos que tratarlos como nuestros hijos?, obviamente que no. Debido al cambio climático, más que darles toda la atención y recursos a los centros de rescate de perros, por ejemplo, debemos preocuparnos de la pérdida de biodiversidad. De ella depende la vida en el planeta y de todos los animales, por eso hay que mirar la big picture.

    El animalismo es una proyección de las buenas intenciones de cierta gente, pero está muy mal pensada, ya que incluso ha causado grandes daños a la naturaleza, como cuando se prohíbe controlar a los perros y gatos ferales que cazan la fauna nativa. No hay duda de que hay que hacerlo porque significan una amenaza directa a la biodiversidad. Es muy ridículo y perjudicial —y esto lo dice alguien que es muy “perruna”— que solo proyectemos el amor hacia nuestras mascotas, sin ver el resto de la naturaleza.

    Hoy existe mucha especulación —y temor— sobre los efectos de la inteligencia artificial y de la robótica en el ser humano. ¿Compartes esa preocupación?
    Vivimos en un periodo emocionante de transformación tecnológica y coevolución con la tecnología, y obviamente, surge la inquietud ante los cambios. Sin embargo, es crucial organizar las ideas sobre qué aspectos cambiarán y cuáles permanecerán constantes. Me parece arriesgado y poco efectivo hacer predicciones sobre el futuro, ya que la futurología frecuentemente incurre en errores. Es importante recordar que frente a un futuro tan incierto hay algunas cosas que permanecerán. No va a cambiar el que somos primates sociales y como tales, creamos coaliciones, modificamos tecnologías, formamos amistades, narramos historias, tenemos capacidad para imaginar y compartimos música. Nuestra mente, cognición y nuestras emociones son sociales. La mejor opción que tenemos es aceptar esa complejidad, enfrentarla y tratar de entenderla lo mejor posible. Como diría Nicanor Parra: “Tarea para la casa, aprender a vivir la contradicción sin conflicto”.

  43. Wawa

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    La palabra wawa (o guagua) es quecha y se escribe wa-wa.

    Wawa parece una onomatopeya pura, un significante forjado únicamente en una relación de imitación con su objeto, con el significado. Waaaa, waaaa. La wawa llora. Wawa sería lo que es anterior a la palabra, lo que expresa las necesidades del ser vivo solamente, con llantos, gritos.

    Cuando una wawa llora, llora aullando; algo en nuestra comodidad gramatical deja de funcionar. Hablar del “llanto de una wawa” correlaciona demasiado fácilmente el llanto a la wawa. Cuando una wawa llora, llora a gritos, está casi transformada en un grito, en el llanto, en el llanto como aullido. Por lo tanto, el hogar de la familia que lo cuida está invadido. No hay paz cuando una wawa llora así. Casi no hay hogar.

    Hay un llanto que traspasa las paredes, que traspasa el tiempo. Una wawa puede llorar, aullar, horas, a veces toda la noche. Todos escuchan el aullido de una wawa. A veces se aparecen las vecinas, para expresar preocupación o en realidad molestia. El aullido de una wawa provoca un cierto desquicio interior. La wawa dice algo que nos excede: parece la expresión pura de la vida, indomable, fuera de las paredes que buscan contener lo que pasa adentro, que se mantiene silencioso, tranquilo, reservado o secreto.

    Wawa es la ruptura del secreto, de la interioridad del hogar, de la distancia o reserva hecha posible por el lenguaje. Cuando la wawa es vuelta aullido, tratamos de hablarle, invocar su nombre; pero el aullido continúa. “Wawa” nos desarma dentro de nuestra capacidad de hablar. Nos lleva al límite del habla, de la paciencia. Esta onomatopeya expresa más que la condición del ser que no habla: dice también nuestra condición de desarme dentro del habla.

    Hace un par de noches que despierto con la sensación de ser un poco wawa. Siento la muerte muy cercana. Mis sueños anticipan la muerte de quienes estuvieron cuando yo era wawa. Varios ya murieron, obviamente. Estos sueños me hacen sentir vulnerable. Me hacen sentir wawa, pero no porque no hablo o porque vuelvo al estado de necesidad, sino porque anticipo el silencio de la muerte, su carácter irrevocable. Anticipo, en mis sueños, el desamparo en el cual me encontraré, el hecho de que este silencio me desquiciará de una forma distinta a la del desquicio provocado por el aullido de la wawa.

    Aunque wawa es la vulnerabilidad en su estado puro, uno nunca deja esta condición. Avanzamos hacia esta condición, nos habita en los lugares en los cuales el lenguaje ya deja de conectarnos, de abrir canales para posibles relaciones, mundos. Pero, si bien me siento wawa a veces, no lloro como wawa. Me quedo con el silencio, el de los sueños que quedan como en una nebulosa, o el de la muerte que anticipan mis sueños. Si no lloro como wawa aunque puedo sentirme vulnerable cuasi como una wawa, no es porque hablo sino porque empiezo a descubrir el silencio, el de la muerte que ya empieza a desnudarnos.

    El llanto entonces se desplaza. Está en el silencio. En esto que no es de uno. El silencio no traspasa las paredes: está en ellas. Es una capa fina que nos rodea y no es ajena al lenguaje que hablamos. El silencio que nos hace wawa nos prohíbe gritar, aullar. No se escucha, pero nos envuelve de una forma que justamente es contingente, como lo son los hogares, las paredes. Está en su cierre, en su porosidad, en el desarme que necesariamente experimentarán.

  44. Rebecca Solnit y el caminar urbano

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    Recuerdo nítidamente cuando mi querido profesor David Frisby se levantó de su silla en su oficina de London School of Economics y buscó en su librero Wanderlust: Una historia del caminar. Fue uno más de sus invaluables regalos. La reflexión de Rebecca Solnit sobre este acto tácito para la mayoría de los humanos, nos abre la puerta para pensar en un caminar específico, el caminar en la ciudad, tema central de los pensadores modernos tan admirados por Frisby. Más de 100 años después del ensayo de Simmel sobre la vida metropolitana (1903), continuamos caminando hoy por paisajes urbanos de la modernidad, como se titula una de las obras más leídas del sociólogo David Frisby. Seguimos experimentando la alienación del espacio temporal en el que estamos sumergidos, la fragmentación de la vida cotidiana y la constante reinvención de lo nuevo. Ante ello, Solnit, con su tono luminoso y firme, nos invita a detenernos, disfrutar y vivir materialmente, con sentido de finitud.

    Caminar nos sitúa en el suelo. Estamos donde estamos, no en otro lugar, es un cable a tierra para volver sobre lo que somos, materia limitada. Releyendo a Solnit me acuerdo de uno de los cuentos preferidos de mis hijos para ir a dormir años atrás: el del búho que quería estar arriba y abajo simultáneamente y corría escaleras arriba, escaleras abajo, muy rápido, sin poder lograrlo. Algo parecido a lo que intentamos hacer tercos, obstinados, sin pensarlo, cruzando la ciudad por las autopistas urbanas, a toda velocidad, para estar en más de un lugar a la vez, y también sin más resultados que cansancio y una cuenta de tag impagable.

    A Rebecca Solnit también le gusta la lentitud. Ayer, en su charla en la Universidad Diego Portales, habló de su escribir lento, que se detiene en las consecuencias no lineales y ofrece un relato distinto al de la lógica racional.

    Walter Benjamin registró que ante la vorágine de la época moderna, a mediados del siglo XIX, una de las formas de protesta de aquellos que gustaban de caminar por la ciudad sin apuro, fue caminar con tortugas. Su ritmo lento marcaba el paso de los caminantes y se diferenciaba de la rapidez con el que se abrían camino a pasos agigantados los hombres modernos. A Rebecca Solnit también le gusta la lentitud. Ayer, en su charla en la Universidad Diego Portales, habló de su escribir lento, que se detiene en las consecuencias no lineales y ofrece un relato distinto al de la lógica racional.

    En las ciudades de hoy, aunque sin tortugas, caminar por las calles sin un destino claro se percibe como una acción sin sentido. Pero caminar en el espacio público es estar con otro y compartir la vereda con personas que no conocemos, pero con las que compartimos la existencia humana. Ese caminar nos devuelve el sentido de que somos con los demás y con ellos debemos buscar formas de convivir y ser felices. El caminar urbano —como muy bien lo recuerda Solnit en Wanderlust— puede significarse como acción política y pública, y de ahí los movimientos sociales por rescatar la práctica de caminar por sobre la movilidad automotriz y privada. La ciudad como espacio para caminar, significado como espacio político, es un espacio democrático, y por eso es urgente promover un diseño urbano menos segregado socialmente y con perspectiva de género, para una ciudad inclusiva en que todos y todas nos sintamos seguras y reconocidas al caminar, en el que nadie quede fuera de ser parte del andar colectivo. Los lugares no se constituyen solo de una geografía específica, sino de las historias que en ellos sucedieron. Momentos cotidianos, pasajeros, vividos en un cruce de calles o en un paradero de micro, y ningún personaje puede quedar excluido del relato.

    La ciudad como espacio para caminar, significado como espacio político, es un espacio democrático, y por eso es urgente promover un diseño urbano menos segregado socialmente y con perspectiva de género, para una ciudad inclusiva en que todos y todas nos sintamos seguras y reconocidas al caminar, en el que nadie quede fuera de ser parte del andar colectivo. Los lugares no se constituyen solo de una geografía específica, sino de las historias que en ellos sucedieron.

    Rebecca Solnit, invitada a la Cátedra Abierta en homenaje a Roberto Bolaño, reflexionó en la Biblioteca Nicanor Parra de la UDP sobre las posibilidades de observar el mundo desde fuera, sin pertenecer, con la libertad y la agudeza del extranjero, como lo remarca también Simmel. “Yo he sido una outsider”, afirmó, y es esa mirada afectiva sin ataduras, parte de su talento para orientar nuestra atención a las historias de la calle, las historias de las vidas humanas.

    Caminar en el espacio público entrega experiencias privilegiadas para el relato común de lo que somos y, parafraseando a Simmel, para intentar comprender.

  45. El exilio que habitamos

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    En el transcurso de la disputada conmemoración de los 50 años del golpe de Estado civil y militar, que derrocó el gobierno de la Unidad Popular en Chile, se ha discutido sobre mucho: las causas de la destrucción de nuestra democracia, las responsabilidades de unos y otros, la tragedia posterior, incluyendo las violaciones a los derechos humanos, la necesidad de vincular el pasado con el futuro, la disputa sobre la importancia y oportunidad de la memoria. A pesar del llamado al olvido, a dar vuelta la página, la memoria se impuso. Sin embargo, la vivencia del exilio pareciera haber desaparecido de nuestros debates y preocupaciones. Más allá de menciones marginales, uno de los mecanismos persistentes de persecución y amedrentamiento utilizado por la dictadura, el extrañamiento, pareció habitar un lugar de silencio en nuestra discusión pública, tornándose invisible a pesar de los cientos de conmemoraciones que se han organizado a lo largo del mundo para rememorar ese fatídico 11 de septiembre de 1973.

    Pero a pesar de los silencios, para miles de nosotros el exilio sigue siendo parte constitutiva de quienes somos. No solo de nuestro pasado, también de nuestro presente y de la manera en que construimos nuestro futuro.

    En mi caso, mi familia tuvo un exilio tardío. No fue hasta 1980, siete años después del Golpe, que mis padres tomaron la decisión de partir. Con la ayuda de religiosas canadienses, obtuvimos el estatus de refugiados y nos trasladamos a Canadá. Para entonces ya habíamos experimentado de primera mano la persecución de la dictadura; nuestra casa había sido allanada varias veces, mi padre fue detenido y despedido de su trabajo, nuestra familia se mudó de casa en casa, perdiendo la mayoría de nuestras pertenencias en el proceso.

    Llegamos a Saskatchewan, en pleno invierno, recibidos por un solitario trabajador social, en contraste con la despedida de familiares, vecinos y amigos que nos acompañaron al aeropuerto en Santiago. Al llegar, arribamos a un hotel que parecía estar en medio de la nada. En ese momento, Canadá había establecido un programa especial de refugiados para ayudar a los chilenos. En nuestro caso, esto significaba que el gobierno pagaba nuestros boletos de avión y se encargaba de nuestra subsistencia inicial, hasta que mis padres pudieran comenzar a trabajar. Una generosidad que cambió nuestras vidas y por la cual estaremos eternamente agradecidos.

    Para entonces yo acababa de cumplir 14 años, mi hermano 11 y mi hermana pequeña tenía solo dos años y medio. Recuerdo que estábamos sentados frente al televisor, sin entender nada de lo que veíamos y comiendo lo que se podía comprar en una tienda cercana, porque no era fácil cocinar. Mis padres trataban de aparentar que todo estaba bien, pero probablemente estaban más asustados que nosotros. Ninguno de los cinco hablaba inglés. Mi padre era el único que intentaba hacerse entender y ofició de traductor durante las primeras semanas. Como la hija mayor, muy pronto tuve que reemplazarlo en ese rol.

    Afortunadamente, comenzamos a conocer a otros chilenos poco después de llegar. Para entonces ya había una comunidad establecida y siempre alguien sabía cuando una nueva familia chilena llegaba a la ciudad. A principios de los años 80, los chilenos habían establecido una impresionante variedad de organizaciones que ayudaban a conectarse y apoyarse mutuamente: un club de fútbol, una asociación de residentes, que tenía su propio salón para organizar actividades; la escuela Salvador Allende, donde niñas y niños de todas las edades acudían los sábados por la mañana a aprender español, y, por supuesto, grupos de todos los partidos políticos de izquierda.

    Personas yendo y viniendo, recibiendo cartas y cintas de casete de familiares y amigos como principal forma de comunicación. A menudo recibiendo noticias dolorosas. Alguien había sido encarcelado. El pariente de algún amigo había muerto. Los adultos siempre hablaban de regresar, trabajar para volver, discutían sobre si retornar o no. Recuerdo que una familia de amigos casi no tenía muebles ni decoraciones: estaban tan preocupados por regresar a Chile que su casa estaba vacía; vivían literalmente con las maletas listas para marcharse.

    Mi familia fue bienvenida en la comunidad y recibió la solidaridad de otros chilenos y canadienses. En menos de un mes, mi hermano y yo comenzamos a estudiar: él en la primaria, yo en la secundaria. En pocos meses tuve que empezar todas mis clases regulares, con mi inglés rudimentario leía a Chaucer y Shakespeare, y batallaba con álgebra y cálculo. Pero la tarea educativa más difícil fue, sin duda, sobrevivir a clases de educación física. Después de nunca haber practicado un solo deporte, se esperaba que los jugara todos en un semestre. Así que ahí estaba, intentando sobrevivir a jockey en suelo y esquiando con 20 grados bajo cero.

    Los años de secundaria pueden ser particularmente difíciles en sí mismos. Más aún si eres exiliada. Y es que partir al exilio no es lo mismo que elegir migrar, buscando descubrir el mundo o mejores oportunidades de vida. Esto, a pesar de que todos, refugiados, exiliados, migrantes, al final del día, sean tratados de la misma forma y enfrenten desafíos similares. Escapar de tu país o ser expulsado de él marca quién eres de una manera distinta. Mi experiencia me mostró que la adolescencia no es el mejor momento para enfrentar cambios de tal magnitud. Como adulto tomas decisiones por ti mismo, cuando eres menor tus padres deciden por ti. Pero como adolescente estás en el medio: ni completamente autónomo para decidir por ti mismo, ni suficientemente dependiente de tus padres para que ellos resuelvan todo. Es una etapa en que la mayoría de nosotros estamos preocupados por la vida social, descubrir el amor, entender quiénes somos. Ser arrancada de tu entorno para aterrizar en un mundo ajeno implicó vivir y ser tratada como una extraterrestre en esa secundaria en medio de las praderas canadienses.

    Vivir la experiencia del exilio durante mi adolescencia, haber vivido el Golpe y la dictadura sin entender completamente lo que estaba sucediendo, porque mis padres querían protegerme, significó que no podía desconectarme de lo que había quedado atrás. Por ello, fue en Canadá donde pude entender completamente lo que había sucedido, por qué teníamos que huir, por qué teníamos tanto miedo de la policía y los militares. Lo que le había ocurrido al presidente Salvador Allende y su gobierno. Cómo la gente había sido asesinada, torturada, desaparecida. Fue en Canadá donde encontré los libros, donde vi documentales, escuché los testimonios de otros exiliados y de todas(os) quienes pasaron por esa lejana ciudad. Fue en las universidades canadienses donde continuamos aprendiendo sobre nuestra historia. En Canadá, cientos de nosotros participamos de un amplio movimiento de solidaridad y resistencia.

    La comunidad chilena se convirtió en mi familia extendida, en momentos en que los tíos, tías y primos habían quedado lejos. Participaba como profesora en la escuela chilena, enseñando español a niños más pequeños, incluida mi propia hermana, y me uní al grupo folklórico donde se reunían muchos de mi edad. También participaba en la organización de las múltiples actividades de recaudación de fondos para enviar dinero a Chile. Reunirse para el Dieciocho, Navidad, esperar el Año Nuevo escuchando el himno nacional.

    Mi hermana recuerda que mientras todos los adultos estaban permanentemente ocupados, la mayoría con más de un trabajo, al igual que nuestros propios padres, reuniéndose en fiestas y reuniones, fumando en todas partes, las niñas y los niños corrían libremente, a menudo sin supervisión. Divirtiéndonos y tomando riesgos como si viviéramos en un campamento, como si las reglas formales de crianza no aplicaran en esa situación. Viviendo tiempos excepcionales. Así es como se sintieron esos años. Excepcionales en todos los sentidos. Personas yendo y viniendo, recibiendo cartas y cintas de casete de familiares y amigos como principal forma de comunicación. A menudo recibiendo noticias dolorosas. Alguien había sido encarcelado. El pariente de algún amigo había muerto. Los adultos siempre hablaban de regresar, trabajar para volver, discutían sobre si retornar o no. Recuerdo que una familia de amigos casi no tenía muebles ni decoraciones: estaban tan preocupados por regresar a Chile que su casa estaba vacía; vivían literalmente con las maletas listas para marcharse.

    Casi al fin de la dictadura nosotros seguíamos lejos. En 1989 mis padres decidieron mudarse al otro extremo del país. Mi hermano y yo ya habíamos comenzado la universidad, pero decidimos quedarnos juntos; todos trabajábamos para poder llegar a fin de mes. Así partimos nuevamente, cruzando Canadá para empezar de nuevo. Aunque llegamos a Toronto, una gran ciudad metropolitana, nuevamente nos conectamos con otros chilenos.

    Marcela Ríos leyendo un discurso en representación de la asociación de chilenos, por las violaciones a derechos humanos en la dictadura de Pinochet.

    El ir y venir entre dos países, ser chilena y canadiense, ha definido mi vida, incluso a pesar de que decidí retornar apenas pude. Mi familia, como cientos de otras familias exiliadas, ha vivido lo que parece ser un eterno flujo de idas y venidas. Cada uno de nosotros tomó decisiones diferentes. Mis estudios me llevaron a México, regresar a Chile, partir a Estados Unidos y de vuelta a casa. Mi hermano volvió primero; luego de deambular por el país y armar familia regresó a Canadá y allá está. Mi hermana se fue y volvió, pero nunca deja de planificar su retorno a su otro país. Mi madre retornó, viajó por el mundo, volvió a Canadá, luego a Chile, va y viene. Mi padre tardó 40 años en regresar. Y no termina de decidir dónde quisiera estar. Y si bien yo nunca dudé respecto de dónde quedarme, aferrándome a la tierra de mis abuelas y memorias, criando a mis hijos para que tuvieran raíces, ¿quién lo hubiera imaginado? Mi sobrina y sobrino, después de todas esas mudanzas, se están quedando en Canadá y mis propios hijos, que pasaron toda su vida en el mismo barrio, decidieron emigrar. Las vivencias se repiten. Quién sabe dónde terminará cada uno.

    No hay caminos correctos e incorrectos en estas trayectorias. Cada uno de nosotros ha tenido que construir su propio camino, su propia identidad. Como la mayoría de los exiliados chilenos, en algún momento tuvimos que decidir, quedarnos para siempre fuera, construir una vida con raíces, amigos, familias en nuestro segundo, y para muchos, su primer país, o intentar recuperar o reinventar lo que dejamos atrás. Algunos, como mi propia familia, siguen yendo y viniendo. Cuesta juntarse para celebrar cumpleaños o almorzar el domingo. Los aeropuertos y las despedidas son constitutivas de nuestras vidas. Pero ahora no es una experiencia traumática. Al menos no para todos. Es lo que somos. Llevamos nuestro exilio a cuestas.

    La vivencia del exilio implica que la mayoría nunca logra asumir y ser considerada como una más en su país de adopción: una canadiense, sueca, francesa, inglesa más. Pero por más que lo intentes, tampoco es sencillo ser aceptada y sentirse simplemente chilena. Muchos de quienes intentaron retornar no lograron integrarse y volvieron a partir. Especialmente quienes, como yo, partieron de niños. Nuestra diáspora sigue creciendo. Los que se quedaron siempre fuera, sus hijas e hijos, sus nietas y nietos que siguen naciendo y aportando a esa amalgama de identidades, mezclados millones de otros nuevos migrantes.

    La vida me ha enseñado que el exilio no es solo una experiencia del pasado. Se reproduce en el presente. Se reproduce y transmite a las nuevas generaciones. Transforma el modo en que pensamos y cómo vemos el mundo. Cómo los otros nos ven. Después de todas las idas y venidas, he terminado por entender que las pertenencias plurales son parte de quien soy, de quienes somos.

    Muchos han cuestionado la necesidad de conmemorar este año, de recordar juntos ese fatídico y traumático quiebre de la institucionalidad política. La instalación de una dictadura que derrocó un gobierno democrático y, además, clausuró el Congreso, proscribió partidos, intervino universidades y medios de comunicación, exilió, encarceló, torturó, ejecutó, hizo desaparecer a miles. Dicen que necesitamos dar vuelta la página, pensar en el futuro. Que la memoria profundiza los conflictos y causa polarización. Que solo el olvido nos puede permitir convivir en paz.

    Pero la memoria no es solo una opción, es un imperativo ético de justicia: la necesidad de honrar y buscar justicia para las víctimas, reafirmando nuestro compromiso con la democracia y la defensa de los derechos humanos. Memoria es también presente. Nuestras vivencias y trayectorias de vida no son únicamente historia, son también nuestra identidad actual y el camino que nos hizo llegar hasta aquí. El futuro no se construye en el vacío; y el nuestro, el colectivo como país, requiere también reconocer y conmemorar nuestros exilios, nuestra diáspora. La existencia de este nosotros plural.

     

    Imagen de portada: Encuentro folclórico y de solidaridad en la provincia de Saskatchewan, Canadá.

  46. Gazapos, pifias, motes, lapsus

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    Eunice Odio consignó alguna vez, sin ocultar la risa, el caso de un amigo poeta que escribió los versos “Tengo hambre de infinito, oh nubes que pasáis, / dadme consejo”, pero que en la versión impresa obtuvo un matiz inesperado, para el autor muy tortuoso: “Tengo hambre de infinito, oh nubes que pasáis, / dadme conejo”. No es claro que el verso empeore. Como sea, el caso —literalmente, un gazapo en toda ley— podría formar parte de El agua verde del idiota. La errata: cultura e historia, libro donde los escritores y antropólogos Yanko González Cangas y Pedro Araya Riquelme salen a lacear gazapos de todo tipo para llevar a cabo una sagaz e inaudita exploración en el ámbito del lapsus escrito, esa zona donde el diablo de los errores, Tutivillus, ha sabido meter la cola con perseverancia a través de los siglos.

    Las erratas dan en ocasiones frutos mucho más dulces que el fracaso o la humillación”; en libros impresos y electrónicos, en tablillas y códices, en carteles y jeroglíficos, en manuscritos y rayados callejeros, la pifia siempre ha tenido lugar. Y no necesariamente el del convidado de piedra. A veces, al contrario, ha ocupado un lugar liberador. O mejorador. El rastreo que hacen los autores es un obsesivo seguimiento a las erratas que distintas formas de escritura han albergado desde siempre. Pero no al modo de un catálogo de errores ajenos, ni de una enojosa fe de erratas, sino como una pesquisa de las implicancias, apreturas y aperturas y hasta maravillas que tales errores han propiciado. Esta erudita búsqueda se despliega bajo la premisa de Wallace Stevens que hace las veces de epígrafe del libro: “Lo imperfecto es nuestro paraíso”.

    El agua verde del idiota consta de un prólogo escrito a cuatro manos, luego de dos grandes secciones, la primera firmada por González y la segunda por Araya, y al final un largo y temerario epílogo firmado nuevamente a dúo. El conjunto resulta fascinante por dos cuestiones. Primero, por las notables historias que trae a escena, como la que da título al volumen, la de la errata que en una edición argentina de Editorial Losada llevó el verso de Neruda “el agua verde del idioma” a convertirse en “el agua verde del idiota”, traspié que le dolió en el alma al poeta, igual que su conejo al amigo de Eunice Odio; para colmo, la errata nerudiana se ha perpetuado en muchas ediciones. Es que, como ciertas marcas en la piel, hay erratas que reaparecen más allá de cualquier empeño de corrección (por algo Flaubert las llamaba “piojos de las palabras”), ya se deban al autor, al editor, al linotipista, al impresor, a las máquinas que intervienen en el tránsito de un texto a un libro o bien, como supo exponer Freud, al inconsciente y sus elocuentes arremetidas en el primer plano vital.

    La falla escrita ha sido desde parte de una estrategia para romper los límites de la lengua, como en la escritura vanguardista de Trilce (…), hasta espacio para rebeldías simbólicas, como la B dada vuelta que dejaron los prisioneros polacos que fueron obligados a forjar en fierro el cartel con la frase que iría en el pórtico de Auschwitz (…), pequeña sublevación que deja ver, ‘en el sitio donde se despojaba de toda humanidad, la humana belleza de la imperfección’.

    Otros casos notables son los errores indagados en obras clásicas como las de Cervantes y Shakespeare, o en la mismísima Biblia, así como las correcciones indeseadas introducidas en escritos de Raymond Chandler, por ejemplo, o los errores y ajustes felices, como ese que llevó a Auden a mejorar notablemente un verso o el paso de la escritura manuscrita a la mecánica que cambió el estilo de Nietzsche, volviéndolo aforístico y de pies ligeros. También en constituciones políticas, documentos astronómicos o escenas de películas se rastrea el efecto liberador o esclavizante, según, que puede tener una errata.

    Mención aparte merecería la indagación, verdadero tratado de crítica antropológica, que hacen los autores al retomar en las páginas finales la escritura conjunta para aventurarse en las posibilidades de encontrar equivocaciones en otras formas de escritura “fuera de la cárcel del alfabeto”, como los yerros calendáricos en los códices mayas o la errancia en los vestigios de las tablillas rongorongo de los rapanui.

    Independiente de los casos —que le dan una necesaria contraparte narrativa al peso informativo de un volumen que trenza teorías, informaciones históricas, glosas librescas, humor e hipótesis críticas—, el centro de este libro está en el otear en el horizonte de significados y aperturas que pueden propiciar las pifias, motes, lapsus, es decir, en asediar “el poblado campo semántico de la errata”. La falla escrita ha sido desde parte de una estrategia para romper los límites de la lengua, como en la escritura vanguardista de Trilce (“Vallejo encontró en la ruleta rusa del gazapo su guarida virtuosa e hizo de la duda un arte y del equívoco, una estética”), hasta espacio para rebeldías simbólicas, como la B dada vuelta que dejaron los prisioneros polacos que fueron obligados a forjar en fierro el cartel con la frase que iría en el pórtico de Auschwitz, y que el tiempo convirtió en emblema del horror nazi: “Arbeit Macht Frei” (“El trabajo os hará libres”), donde la B larga quedó puesta al revés, con la parte más ancha arriba, pequeña sublevación que deja ver, “en el sitio donde se despojaba de toda humanidad, la humana belleza de la imperfección”.

    En algún momento, comentando la obra de Mary Ruefle, González expone cómo en ocasiones “escuchar mal o leer mal son errores felices para todo artista”, lo que me recordó cuando Augusto Monterroso contaba la vez que, de niño, escuchó a la profesora recitando la primera égloga de Garcilaso, pero en vez de oír “el dulce lamentar de dos pastores”, escuchó o imaginó el corte de sílabas en otro sitio, “el dulce lamen tarde dos pastores”, con lo cual la lectura y la imaginación se desvían, cobrando la égloga otra dimensión, desde ya más jocosa o erótica que bucólica.

     


    El agua verde del idiota. La errata: cultura e historia, Yanko González Cangas y Pedro Araya Riquelme, FCE, 2023, 301 páginas, $17.900.

  47. Todos los caballos salvajes

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    La reciente nominación al Oscar de dos películas chilenas (La memoria infinita como mejor documental y El Conde por su fotografía) ha llevado a que algunos estén cuestionando el hecho de que la Academia de Cine chilena haya elegido a Los colonos como representante del cine nacional a la categoría de mejor película extranjera. Como se sabe, la ópera prima de Felipe Gálvez no llegó a estar ni siquiera entre las 15 finalistas. Uno de los que levantó el debate fue Juan de Dios Larraín, el productor de Fábula, la empresa que produjo los dos filmes nominados. “Lo que tiene que entender la Academia chilena”, dijo, “es que no se vota por la película que más les gustó”, sino por la que “mejor puede representar al país”. En su opinión, esta debe reunir “por un lado, calidad, y por el otro, la musculatura de la distribución”.

    ¿Tiene razón, más allá de ser parte interesada en el asunto? ¿Hay que dejar de elegir a las mejores películas para cederles el paso a aquellas cuyos representantes se manejen mejor en los engranajes de la industria? ¿Podrá ser que si Los colonos fue elegida para representar a Chile ante los premios es porque, pese a sus defectos, es mejor película que las dos nominadas?

    Los colonos es un buen filme y, para ser la primera película de su director, se puede afirmar que es una muy buena primera película. Entretiene, tiene ritmo, tiene música y tiene silencios. Tal vez uno de sus grandes problemas es que, con lo que tenía, pudo ser mejor.

    En clave wéstern, en Los colonos vemos el viaje que en 1901 emprenden por Tierra del Fuego un duro mercenario escocés, un impetuoso pistolero estadounidense y un impenetrable mestizo chilote. Es una expedición marcada por la antiépica: la misión que deben cumplir es limpiar de indios la ruta hacia el Atlántico. Limpiar, en este caso, significa matar. El encargo lo hace el terrateniente español José Menéndez, porque en el lado chileno de sus tierras los indígenas le están matando el rebaño.

    La disímil personalidad de los viajeros es uno de los aspectos fuertes de la película. El escocés es el líder, el gringo desafía su liderazgo y el mestizo solo observa. Son personajes a la intemperie, tanto en el sentido literal como en el metafórico: ni la patria, ni la raza, ni la clase social les sirven de refugio; solo los sostiene su condición de supervivientes y su capacidad para ejercer la violencia.

    La disímil personalidad de los viajeros es uno de los aspectos fuertes de la película. El escocés es el líder, el gringo desafía su liderazgo y el mestizo solo observa. Son personajes a la intemperie, tanto en el sentido literal como en el metafórico: ni la patria, ni la raza, ni la clase social les sirven de refugio; solo los sostiene su condición de supervivientes y su capacidad para ejercer la violencia. La violencia también es el punto de fuga y el acicate para la tensión dramática, pues desde muy temprano se intuye que entre ellos habrá un desenlace fatal. El guion y la cámara los despojan, capa por capa, de su humanidad hasta convertirlos en animales y mimetizarlos con el paisaje. En vez de hacerlos crecer, los empequeñece. Finalmente, la naturaleza los devora. El encuentro con otros hombres que sobreviven mejor que ellos, en una secuencia hermosa y espeluznante que sucede en una playa frente al Atlántico, sellará el destino del viaje. Allí aparece un coronel inglés que recuerda al juez Holden, el temible personaje de Cormac McCarthy.

    La matanza del pueblo selk’nam ha sido el gancho con que la película ha encontrado a un público nacional e internacional ávido de revisionismos históricos. A riesgo de caer en los prejuicios, imagino que algo de esto explica que en Francia la película ya haya llevado a las salas a 60 mil espectadores (se espera que pronto llegue a los 100 mil), una cifra espectacular por donde se le mire: para los franceses debe ser fascinante constatar que no fueron los únicos que arrasaron con las comunidades autóctonas de los sitios que colonizaron. Sin embargo, este es de los aspectos menos interesantes del filme. No es que la película eluda la violencia, todo lo contrario: hay imágenes de una crudeza brutal. No obstante, el pesado tono de denuncia con que el filme insiste en señalar que no hubo colonizador bueno ni tampoco indio malo en estos alejados pagos de Dios, tiene algo de sabor a moralina. Lamentablemente, el guion no logra darle un sentido más profundo a la violencia ejercida sobre los autóctonos. No me refiero a las razones sociológicas, sino dramáticas: cuesta mucho empatizar con los personajes. A final de cuentas, el que más empatía genera es el mestizo. Pero a la hora de evaluar sus acciones, por acción u omisión este resulta igual de sanguinario que sus compañeros de viaje. Él es parte de la patota. Y cuando tiene la oportunidad de redimirse, no es capaz. A la hora de distribuir responsabilidades, la película no se hace cargo de esto.

    El pesado tono de denuncia con que el filme insiste en señalar que no hubo colonizador bueno ni tampoco indio malo en estos alejados pagos de Dios, tiene algo de sabor a moralina. Lamentablemente, el guion no logra darle un sentido más profundo a la violencia ejercida sobre los autóctonos. No me refiero a las razones sociológicas, sino dramáticas: cuesta mucho empatizar con los personajes.

    Algo similar ocurre con la crítica que el final de la película hace al Estado chileno y a la construcción de la identidad nacional. En el epílogo de la historia, que transcurre seis años después del fatídico viaje por Tierra del Fuego, llega hasta Punta Arenas un emisario del Estado chileno que le pide cuentas a Menéndez por los indígenas asesinados. El burócrata busca aclarar el exterminio, pero no con fines altruistas, sino para usarlo como propaganda en el relato que busca elaborar el gobierno de cara a las celebraciones del Centenario. ¿Tiene algo de novedoso el hecho de que las élites de la metrópoli pactaron con los señores feudales de las provincias y subieron a la población restante al vagón de cola de la nación? ¿Debería esto escandalizarnos? Sí, así se construyó el país, y esto sucedió en todas partes. La historia ha sido brutal y lo seguirá siendo siempre. Con menos sociología y con mayor disección al tajo abierto del corazón humano, a esta película no se le estarían pidiendo explicaciones por no haber logrado una nominación a un premio en Hollywood.

    De todos modos, Los colonos no necesita nominaciones, pues tiene algo que dejará huella en la memoria del espectador. Con el tiempo, de las películas uno olvidará casi todo: la trama, las actuaciones, las premisas, pero no las atmósferas. Este filme tiene atmósfera. Tiene imágenes inolvidables, como la del fantasmal selk’nam pintado que recorta la noche. Y tiene un pulso envidiable para captar la magnificencia del horizonte fueguino, el ominoso misterio de los bosques, la urgente huida de los pájaros y el inasible terror del guanaco y el caballo.

     


    Los colonos (2023), dirigida por Felipe Gálvez, escrita por Felipe Gálvez y Antonia Girardi, 97 minutos.

  48. El arte de archivarlo todo

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    Innumerables dimensiones analíticas contiene el libro Pinochet desclasificado: los archivos secretos de Estados Unidos sobre Chile. Partamos por la tradición de registrarlo todo. Se trata de una tradición burocrática-estatal de anotar en un papel —un memorándum— las cosas que ocurren en el ejercicio del poder. El registro es en muchas ocasiones frío y calculado. Uno de los documentos desclasificados tiene fecha 15 de septiembre de 1970 y resume la agenda de reuniones que tendrá el presidente de Estados Unidos, Richard Nixon. El texto es formal y no tiene anotaciones mayores en los costados. Dice:

    9:15 Mr. Agustine (sic) Edwards
    The President Office
    9:30 Mr. Henry A. Kissinger – The President Office
    9:45 Gerhard Schroeder, CDU Deputy Chairman
    The President Office
    10:00 Signing Ceremony – Foreign Assistance Message.
    The Cabinet Room.

    Otro documento hace referencia a esa misma reunión con Agustín Edwards, entonces dueño de El Mercurio, pero en esta ocasión se dejan entrever los intereses de los actores. Se trata de una conversación entre Henry Kissinger y su asistente especial Stephen Bull, quienes discuten sobre la agenda de reuniones del presidente Nixon aquel 15 de septiembre.

    Bull: Does Edwards need more than 15 minutes?
    Kissinger: Absolutely not.

    Resuena en las paredes la respuesta categórica de Kissinger. En varias ocasiones, el registro permite al lector imaginar la tensión y hasta el estado de humor de los actores. Minutas preparadas por algún asistente, conversaciones telefónicas, memos escritos a mano. Todo, absolutamente todo, se registra. Como la reproducción de la conversación telefónica entre el secretario de Estado Henry Kissinger y el presidente Nixon, el 16 de septiembre de 1973, cuando se refieren al derrocamiento de Allende:

    K: Hello
    P: Hi, Henry
    K: Mr. President.
    P: Where are you. In New York?
    K: No, I am in Washington. I am working. I may go to the football game this afternoon if I get through.
    P: Good. Good. Well it is the opener. It is better than Television. Nothing new of any importance or is there?
    K: Nothing of very great consequence. The Chilean thing is getting consolidated and of course the newspapers and bleeding because a pro-communist government has been overthrown.
    P: Isn’t that something, Isn’t that something.
    K: I mean instead of celebrating —in the Eisenhower period we would be heros.
    P: Well we didn’t —as you know— our hand doesn’t show on this one though.
    K: Well we didn’t do it. I mean we help them. ______ created the conditions as great as possible (??) (sic).
    (El texto continúa)

    Kissinger en Washington DC preparándose para asistir a una partida de fútbol. El presidente Nixon indicándole la buena idea que era tener aquella distracción en vez de mirar televisión. Kissinger informándole del golpe de Estado en Chile. El presidente respondiéndole con cierta ironía y complacencia. Kissinger lamentándose porque en otros tiempos serían tratados como héroes por derrocar a un gobierno procomunista y luego destacando que al menos ayudaron a crear las condiciones para el fin del gobierno de Allende.

    Los intereses y juicios de los tomadores de decisión quedan registrados como un testimonio de lo acontecido, pero también como una verdad que suele darse a conocer algunas décadas después. La primera potencia del mundo desnudando sus secretos de palacio y abriendo sus conversaciones íntimas. ¿Debemos considerar esta práctica como una fragilidad de la democracia o debe ser concebida como una de sus fortalezas? Son pocos los gobiernos democráticos que organizan un sistema de archivo tan prolijo y en donde cada conversación, cada reunión, cada decisión queda registrada para la historia. Son menos los gobiernos democráticos que establecen políticas para la desclasificación de tales documentos. ¿Se imagina usted teniendo acceso a las conversaciones telefónicas entre un presidente y sus ministros? Estos papeles son tan relevantes que los dos últimos presidentes de Estados Unidos —Trump y Biden— han enfrentado sendos escándalos por llevarse a casa parte de aquella memoria gubernamental.

    Una vez que se toma la decisión de registrarlo todo, el próximo paso es cuándo desclasificarlo. El proyecto The National Security Archive, en la que ha participado Peter Kornbluh, ha batallado con la burocracia estadounidense para ir desclasificando papeles. Incluso hasta ahora —50 años después del Golpe—, todavía se ven documentos que están tachados con tintura para ocultar detalles que para alguna administración parece vital no dar a conocer. Un memorando, fechado el 23 de agosto de 1975, informa de los arreglos que la CIA estaba realizando para recibir a Manuel Contreras, director de la DINA en ese momento. Se informa que el coronel chileno tendría un almuerzo con el subdirector de la CIA y luego se sostendría una reunión privada para debatir sobre las recientes medidas que había tomado el gobierno de Chile para mejorar su imagen sobre el tema del respeto de los derechos civiles en su país. El resto de los temas que se discutirían se encuentran tachados con un marcador negro. Otras informaciones aparecen censuradas, como el nombre y firma de quien redactó el documento.

    La obra de Kornbluh, entonces, va mostrando el modo en que se va desenvolviendo la relación entre Estados Unidos y Chile en la era de Pinochet, pero a partir de unos particulares ojos —documentos oficiales— y siempre con la posibilidad de una parcial o total ceguera al leer esos documentos.

    El libro Pinochet desclasificado muestra con particular detención una secuencia histórica que parte antes del golpe de Estado y que culmina con los escándalos de corrupción del Banco Riggs y la posterior muerte de Pinochet. Se trata de un texto confirmatorio de muchas aseveraciones y rumores que han circulado en la política chilena. Con lujo de detalles se muestran las acciones del gobierno de Estados Unidos para impedir el ascenso de Allende al poder. Luego, se van explicando las acciones emprendidas para —como nos indica Kissinger— ayudar a crear las condiciones para su derrocamiento. Una vez establecida la dictadura, nos informa sobre la creación de la DINA, el vínculo que se establece entre la CIA y la DINA, y la operación Cóndor, entre otras. A continuación muestra el cambio de giro de la administración estadounidense y su apoyo al proceso de transición a la democracia. Especial mención debe hacerse al manejo de la administración norteamericana respecto de las víctimas de su propio país que fueran ejecutadas por el régimen militar.

    Kissinger en Washington DC preparándose para asistir a una partida de fútbol. El presidente Nixon indicándole la buena idea que era tener aquella distracción en vez de mirar televisión. Kissinger informándole del golpe de Estado en Chile. El presidente respondiéndole con cierta ironía y complacencia. Kissinger lamentándose porque en otros tiempos serían tratados como héroes por derrocar a un gobierno procomunista y luego destacando que al menos ayudaron a crear las condiciones para el fin del gobierno de Allende.

    Los archivos desclasificados muestran a “desalmados funcionarios estadounidenses” dando rodeos y evitando informar a los familiares el destino de las víctimas. Todavía más, el régimen militar había informado que dos ciudadanos estadounidenses (Charles Horman y Frank Teruggi) fueron asesinados por sectores extremistas de izquierda que se hicieron pasar por militares. La embajada de Estados Unidos en Chile hizo suya aquella interpretación, pese a que disponía de pruebas que comprobaban la falsedad de aquella versión. En 1976, reporteros de CBS News y The Washington Post daban a conocer una entrevista a un oficial chileno, Rafael González, quien indicó que Horman había sido ejecutado por soldados chilenos y que en los interrogatorios participó también un estadounidense.

    Existe otra dimensión de la obra y que se refiere al modo de entender el vínculo entre la primera potencia del orbe y un país pequeño, subdesarrollado, ubicado en el extremo sur de América Latina.

    ¿Por qué esta particular preocupación de las distintas administraciones por un país que, la verdad, nunca podría llegar a afectar sus intereses?

    Obviamente, desde la primera página de este volumen deben considerarse los factores más globales —geopolíticos— que siempre ha tenido Estados Unidos. Inmersos en una confrontación a gran escala con la Unión Soviética, la preocupación central era que otro gobierno marxista se instalase en las Américas, pues ya lo había hecho Cuba.

    Ante una amenaza como la descrita, un cable secreto de la CIA del 7 de octubre de 1970 instruye al aparato operativo de Chile establecer contactos para buscar una “solución militar” y que el gobierno estadounidense la apoyaría ahora o más tarde. “En suma —termina el memo— queremos apoyar una solución militar que puede tomar lugar, en la medida de lo posible, en un clima de incertidumbre económica y política”.

    La decisión de apoyar una “solución militar” no era ni novedosa ni extraña a la historia diplomática estadounidense. El intervencionismo diplomático —formal e informal— ha sido parte de la historia de las grandes potencias y en el caso de la relación de Estados Unidos con América Latina, fue recurrente desde principios del siglo XIX.

    La estrategia de iniciar operaciones encubiertas era familiar en los pasillos de la Casa Blanca. El 25 de noviembre de 1970, Kissinger firmaba un memorándum titulado “Covert Action Program-Chile”, que incluía cinco medidas: “acciones políticas para dividir la coalición gobernante de Allende; mantener e incrementar los lazos con los militares chilenos; proveer apoyo para los grupos antimarxistas de oposición; apoyar a periódicos y utilizar otros medios de comunicación para hablar en contra del gobierno de Allende; utilizar algunos medios de comunicación para mostrar el intento de Allende de subvertir el proceso democrático, involucrando en ese proceso a Cuba y la Unión Soviética”.

    ¿Constituía Chile un país de vital interés para Estados Unidos? Claramente, no. Un memorándum del año 1970, emitido por la Casa Blanca, indicaba que, con el triunfo de Allende, “EE.UU. no tiene interés vital alguno en Chile. Sin embargo, habría pérdidas económicas tangibles. El equilibrio de poder militar en el mundo no se vería alterado de modo significativo en caso que Allende formara gobierno”. Agregaba el mismo documento que la victoria de Allende tendría costos políticos y psicológicos considerables, dado que se vería afectada la cohesión del hemisferio e implicaría un revés psicológico apreciable, en la medida en que sería percibido como un avance de las ideas marxistas. Chile importaba no tanto por su estatura política o económica, sino por el ejemplo que estaba dando a otros países del continente.

    Existe una última dimensión, menos trabajada en la exposición de estos documentos, pero que resulta relevante a la hora de leer el texto. Me refiero al tipo de interacciones entre los burócratas y funcionarios de las distintas administraciones estadounidenses con los líderes políticos, empresarios, militares y diplomáticos chilenos. Lars Schoultz, en su libro Beneath the United States (Harvard University Press, 1998), argumenta que los tomadores de decisiones de EE.UU., desde muy temprano, consideraron a los países latinoamericanos como inferiores, incapaces de manejar sus asuntos domésticos y testarudos en sus acciones. Se estableció así una relación de patronazgo, en la que domina un sentimiento de superioridad.

    En los distintos documentos que Peter Kornbluh expone en su libro, se observa precisamente aquella particular forma de relacionarse entre una potencia que busca defender sus intereses y acciones que a la luz de sistemas democráticos más consolidados parecieran sacadas de una película de ficción. Pero allí están, bien documentados, un sinnúmero de juicios, intrigas palaciegas, juegos de roles y operaciones encubiertas que han ido construyendo una extensa y muy contradictoria historia de relaciones bilaterales entre dos naciones que están geográficamente tan distantes, pero que en determinadas coyunturas estuvieron tan cerca. Quizás, demasiado cerca.

    Lo curioso es que esta potencia, que tiene tanto por lo que sentirse avergonzada de su historia de política exterior, exponga tan abierta y descaradamente el modo en que ha actuado. Es el arte de archivarlo todo.

     

    Imagen de portada: Augusto Pinochet y Henry Kissinger reunidos en Chile, durante la visita del político estadounidense en 1976. Fotografía: Fondo Diario La Nación, Cenfoto-UDP. Cortesía del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.

     


    Pinochet desclasificado: los archivos secretos de Estados Unidos sobre Chile, Peter Kornbluh, Catalonia, 2023, 540 páginas, $25.900.

  49. Vacaciones

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    Cuando niña tuve la suerte de pasar todos los meses de julio, en verano, con mis abuelos, en un balneario de Italia, frente al mar. Era parecida a una aldea: había condominios, casas, pero también zarzas, algo que aún no estaba definido, y una pista de aterrizaje de aviones de la armada. Recuerdo que despertaba temprano, antes que mis abuelos, para ver el mar desde la ventana del baño. Cuando el mar estaba quieto y reflejaba además la luz del sol, se lo veía brillar y de ese brillo emanaba silencio, algo que me iba a acompañar todo el día. Sentía entonces que el día era mío, que iba a hundirme en el mar por largas horas, tal vez más lejos y por más tiempo que lo permitido.

    Aquellos días de sol radiante iba a la playa con mi abuelo. Él se sentaba en una silla pequeña, de madera, adornada con un tejido colorado. Se ponía en el borde izquierdo de la playa. Yo nadaba lejos o jugaba con los compañeros del condominio. Muchas veces me pasaba a otras playas con ellos, a las privadas, las que significaban un cambio social —sus dueños gozaban del derecho a no ser invadidos por niños molestosos, paletas y pelotas, o vendedores ambulantes. Recuerdo que mi abuelo estaba ahí, sentado en esa silla colorada, que pasarme a otras playas era un desafío, un cambio de mundo, una posible discusión con él. Recuerdo que me pasaba a otra playa justamente porque él estaba sentado, mirando el mar, el horizonte, tal vez su horizonte, el mar de su infancia, su inmensidad. Recuerdo que su silencio me protegía, que su mirar el mar de una forma tan constante me ponía limites —para que yo los pasara, pero bajo su supervisión. Ahora sé que así se generaba un secreto, entre él y yo: abuelo, me voy a otras playas, tú no sabes lo que hay ahí, no hay nada de hecho, sillas y quitasoles monocromos, veraneantes sin ocupación, sin alteración, pero tú sabes que mi mundo se extiende, que retornaré a la silla y a la ventana del baño: son los lugares desde donde fijar lo inmenso.

    Otros días mi abuelo se iba a trabajar. Creo que lo hacía en una fábrica de acero, cerca de Roma. Con mi abuela lo esperábamos en el balcón. Nos poníamos de cara al horizonte, esperábamos ver pasar su auto amarillo en la carretera que se podía vislumbrar lejos, muy lejos. Por este lado del balcón se veía la pista de aterrizaje de los aviones. Nunca supe qué utilidad tenía ese minúsculo aeropuerto. El ruido de los aviones aterrizando podía ser desgarrador. De noche yo salía con mis amigas del condominio. Nos reuníamos en las escaleras que estaban en el patio, al centro de los cuatro edificios a los que pertenecíamos. Estas escaleras eran como el corazón neurálgico de un reinado, pero con varias reinas y varias pandillas que formaban una amplia corte hablando constantemente de lo que pasaba en los edificios, sus reglas no respetadas, sus nuevos habitantes.

    La noche, en las escaleras del patio, se juntaba la población de todo el condominio: niños y niñas de distintas generaciones, a veces guaguas acompañadas de sus padres o abuelas y abuelos, o adolescentes apartadas, producidas, chicas que se sabían dueñas de sus movimientos, sus noches, probablemente no de sus deseos. Los de mi edad podíamos quedarnos en las escaleras hasta la medianoche. Las escaleras eran tal como la ventana del baño: un lugar para fijar la lejanía, la ciudad, sus luces, sus parques de atracciones, su plaza principal en la orilla del mar. Algunas veces, cuando por fin tuvimos permiso, nos encaminábamos hacia la plaza principal, con el objetivo de comprarnos un helado o ver las ferias nocturnas. Nos hemos atrevido a ir más lejos, en las playas vacías, oscuras, por ejemplo. No sé si en ese momento se agrandaba el mundo —o se volvían más esenciales las escaleras. Volvíamos siempre ahí, a sentarnos un rato más, sin necesariamente tener algo más que conversar. Las escaleras fueron nuestro lugar de encuentro, de retorno, el lugar donde nos vimos crecer.

    V de vacaciones habla de esta apertura del espacio, ese traspaso de los límites, esa espera del auto amarillo junto con mi abuela que me invita a mirar en la misma dirección que lo hacen sus ojos, ese ir lejos porque la silla colorada está en su lugar, a la izquierda de la playa, porque la mirada de mi abuelo se pierde, pero nunca me pierde, a mí.

    V de vacaciones es la ubicación de un centro focal desde donde nos ampliamos, para ser guardianes de los recuerdos, de sus latidos, los que ahora son mi territorio, mis vacaciones.

  50. Robert Lepage: “Hiroshima fue algo horrible, pero siempre surge la belleza”

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    En Hiroshima hay más de mil mujeres con la cara desfigurada que siguen recluidas sin poder recibir ni atención, ni protección adecuada”, escribió Kenzaburo Oé tras su segunda visita a la ciudad, en 1964. El escritor japonés, fallecido en 2023, decía haber descubierto la verdadera dignidad humana en los hibakusha (“persona bombardeada”), sobre quienes vuelve una y otra vez en sus Cuadernos de Hiroshima: el doctor que dirigió el hospital durante años, aunque él mismo estaba afectado; el hombre mayor que intentó cometer seppuku para conservar su honra; todas las demás víctimas que también optaron por el suicidio o por vivir pese a todo, y esas mujeres cuyos rostros dañados las llevaron al encierro, voluntario o no.

    A principios de los 90, Robert Lepage (Quebec, 1957), director y dramaturgo reconocido como una de las figuras más importantes del teatro canadiense, visitó Hiroshima, y se sorprendió al encontrar una ciudad viva y efervescente. Su guía, un hibakusha, le contó la historia de una mujer que, como las que menciona Oé, resultó con el rostro visiblemente afectado. Su familia ocultó todos los espejos de la casa para que no pudiera verse, pero ella guardaba bajo su almohada un lápiz labial y un pequeño espejo. A escondidas, la mujer se pintaba y contemplaba su rostro, luego se desmaquillaba y lo escondía todo. Esta imagen se convirtió en el punto de partida de una de las obras más reconocidas de Lepage y su compañía Ex Machina, Los siete arroyos del río Ōta (1994), que se presentó en el Teatro Municipal de Las Condes en el marco del Festival Internacional Teatro a Mil.

    Esta obra de dimensiones épicas está compuesta por siete historias interconectadas, puestas en escena a lo largo de siete horas. Este número que se repite viene del río Ōta, cuyo delta se despliega en siete brazos en Hiroshima. Los siete actos de la obra se ambientan en diversos lugares (además de Hiroshima, Nueva York, Osaka, Amsterdam y Terezín), van desde 1945 hasta 1999, y los diálogos utilizan diferentes lenguas, pero los personajes que reaparecen y los abundantes paralelismos visuales y argumentales le dan unidad al relato, que no solo aborda las consecuencias de la bomba atómica, sino también otras catástrofes del siglo XX, como el Holocausto nazi y la crisis del sida. Desde que se reestrenó en 2020, el montaje se encuentra en un tour internacional y es la segunda obra del director que se ha presentado en nuestro país, tras La cara oculta de la luna, que fue traída por Teatro a Mil en 2013.

    Tuve la oportunidad de reunirme con Robert Lepage antes de la segunda función de la obra. Conversamos en las butacas del teatro mientras en el escenario algunos actores ensayaban o preparaban sus cuerpos para la exigencia física del extenso montaje, y parte del equipo intentaba resolver un problema técnico ocurrido el día anterior.

    La gente quiere conservar esta idea de Shakespeare como un autor inspirado, pero en verdad era un hombre del escenario. La dramaturgia no es una escritura dictada por la musa, no es el autor encerrado en su torre. En el teatro lo primero es considerar cuánto cuesta esto, cuánto duran las velas.

    Aunque esta obra se ambienta en diversos lugares, el eje es lo ocurrido en Hiroshima. ¿Cómo reaccionó el público japonés cuando llevaron Los siete arroyos en 1995, para el 50° aniversario de la bomba?
    Al público le gustó, pero algunas personas me dijeron que en Japón hablar de Hiroshima es extraño. Porque al final de la Segunda Guerra Mundial Alemania fue muy castigada, por generaciones los alemanes tuvieron que pagar por el nazismo, y Japón también hizo cosas horribles durante la guerra, algunas peores que los alemanes, pero Hiroshima lo borró todo. Así que los japoneses me decían: “Es delicado presentarnos como víctimas”. El diseñador de moda Issey Miyake vio la obra y después me dijo: “Yo soy un hibakusha, pero nunca hablo de eso porque no quiero que la gente me vea como una víctima”. Miyake vivía en Hiroshima, tenía siete años al momento de la bomba y quedó con una cojera. Él vio a la gente arrastrando su propia piel quemada, a la gente con el kimono impreso en la espalda, pero en vez de expresar el horror, decidió transformar aquello en belleza. Y si observas el plisado y las arrugas de sus diseños, eso fue exactamente lo que hizo. Hiroshima fue algo horrible, pero siempre surge la belleza.

    Esto se vincula al concepto de “grito controlado” que ha usado en otras ocasiones, una idea que viene de la ópera, y del que ha dicho: “El grito controlado para mí es una metáfora de lo que el arte en general debe ser”.
    Claro, es lo mismo que hace Miyake. Cuando quieres expresar el dolor en el escenario, si lo muestras tal como es, no logras llegar al público. Si lo transformas en algo armonioso, esto pone a la audiencia en una posición en que puede recibirlo y analizarlo de manera metafórica.

    Muchos personajes de Los siete arroyos son artistas, gente que se dedica a la fotografía, la música, la actuación, el baile, el canto lírico. ¿Tiene especial interés por utilizar diversos lenguajes artísticos para contar una historia?
    Sí. Todo el teatro tiene escenografía, vestuario y todo eso, pero lo que cambia en mi caso es la jerarquía y el orden en que aparecen estos elementos. Normalmente el escritor es “el gran genio inspirado”, y luego viene el director, y después llegan los diseñadores y actores. En nuestro caso, todos estamos presentes desde el día uno. Aún no hay obra, no hay personajes, pero hay una idea de ambientación, de vestuario, de música: todo es creado al mismo tiempo. Y a partir de eso, de la improvisación de los actores y con los técnicos presentes, nace el texto. No quiero condenar la dramaturgia tradicional, es un gran arte, pero yo no sé hacerlo, así que tuve que encontrar otra manera de escribir. El problema es que la industria no permite esto, no funciona así.

    El problema con la escritura, de una obra de teatro, una novela o lo que sea, es que cuando eres un escritor joven tiendes a ser muy redundante, dices lo mismo tres veces. Cuando tienes más experiencia entiendes que no es necesario. Y cuando vuelves a hacer una obra décadas después, lo más probable es que ya no seas la misma persona.

    ¿En qué sentido choca este tipo de escritura con la industria del teatro más institucional?
    No sé cómo será aquí en Chile, pero en Canadá hay un programa que beca a dramaturgos jóvenes para que escriban, hacen lecturas dramatizadas y luego publican, así que publican obras que nunca han pasado por una verdadera puesta en escena, no dejan que la realidad de los problemas técnicos y la reacción del público corrijan el texto. Olvidan que Shakespeare era un productor. Hamlet, su obra maestra, es la que tiene más soliloquios, algunos de los mejores de la historia del teatro, pero si la lees con cuidado e intentas ponerla en escena, te das cuenta de que los soliloquios están ahí para cambiar la escenografía o porque los actores necesitan unos minutos para cambiarse de ropa. Es un tema práctico. La gente quiere conservar esta idea de Shakespeare como un autor inspirado, pero en verdad era un hombre del escenario. La dramaturgia no es una escritura dictada por la musa, no es el autor encerrado en su torre. En el teatro lo primero es considerar cuánto cuesta esto, cuánto duran las velas. Eso empuja al buen escritor a crear material fantástico, pero hay una gran negación al respecto. En nuestro caso, las obras las escribimos entre todos, van surgiendo en el proceso de improvisación y se van puliendo de a poco, por lo que es un problema cuando nos piden el guion antes del montaje. Incluso en el caso de esta obra, en que existe un texto publicado, ese guion es muy distinto al actual. Porque solo al final del proceso, cuando decidimos dejar de hacer una obra, tomamos el texto al que llegamos y eso es lo que se publica.

    Si el proceso creativo de la compañía está tan marcado por la improvisación y la colaboración con el elenco original, ¿cómo fue volver a montar la obra con un equipo nuevo?
    En este caso hay dos actores que sí estaban en el elenco original, pero todo el resto son actores y colaboradores nuevos, que reinventaron el material. Partimos donde habíamos quedado, del texto anterior, pero fue reescrito porque el equipo traía nuevas ideas, y también porque los tiempos han cambiado. Y yo he cambiado. El problema con la escritura, de una obra de teatro, una novela o lo que sea, es que cuando eres un escritor joven tiendes a ser muy redundante, dices lo mismo tres veces. Cuando tienes más experiencia entiendes que no es necesario. Y cuando vuelves a hacer una obra décadas después, lo más probable es que ya no seas la misma persona. En este caso hay un equilibrio delicado entre ser fiel a la obra original y mantenerla actual, porque en el teatro la performance es algo vivo. Aunque he hecho algunas películas, lo que encuentro decepcionante del cine es que mis películas siguen siendo las mismas, son quien yo era cuando las hice, no quien soy ahora.

    Crédito: Elias Djemil.

    En el primer acto de Los siete arroyos, la historia de Luke, el soldado y fotógrafo estadounidense, y Nozomi, la hibakusha japonesa a la que su familia no le permite ver su propio rostro, al principio Luke se impresiona por el efecto de la bomba en Nozomi, pero después logra ver su belleza y esto echa a andar toda la obra. ¿Hubo una búsqueda intencional de mostrarnos que Hiroshima no es solo un lugar de terror, sino también de belleza y humanidad?
    Sí. Cuando vas a Hiroshima te esperas los monumentos, los museos de la bomba y todo eso, que sí, están presentes, pero son solo un detalle de la ciudad. Algo que me llamó la atención fue que, como Hiroshima tiene muchos ríos, tuvieron que reconstruir varios puentes tras la bomba y los primeros dos puentes que levantaron son uno masculino y uno femenino, uno termina con una punta algo fálica y el otro es un receptor, porque pensaron que si querían nueva vida necesitaban darle órganos sexuales a la ciudad. En Occidente jamás harían eso, es algo tan japonés. Para nosotros esto fue importante, porque las grandes historias de guerra siempre tratan sobre la reconciliación. Necesitábamos una manera de reconciliar Japón y Estados Unidos, Oriente y Occidente. Como hace Shakespeare en Enrique V: cuando el ejército inglés derrota al francés, tienen que hacer las paces y casan a la hija del rey de Francia con el rey de Inglaterra, porque al hacer familia ya no van a seguir atacándose. Obviamente no es que lo pensáramos así desde antes, pero eventualmente teníamos dos o tres opciones y escogimos la que tenía más potencial. Lo único que logras con el tiempo es que, mientras más escribes, diriges y ves obras, tienes más conocimiento de los sistemas narrativos y eso te permite tomar decisiones. Pero siempre tienes que partir desde la más completa ingenuidad, no de una receta. Yo prefiero partir desde el caos: desde el desorden, nace el orden. En griego, cosmos significa “orden”, pero también se relaciona con la belleza, como en cosmética. Cosmos es lo opuesto al caos, pero para que el sistema de la obra funcione, para que sea un cosmos perfecto con los personajes, las relaciones y los eventos adecuados, tiene que haber habido antes un completo caos. Si no es así, no estás escribiendo nada nuevo, no estás dejando que la obra te diga qué hacer. No es superstición, simplemente así es como funciona.

    Uno de los temas que explora la obra tiene que ver justamente con la armonía que nace del caos a partir de la unión de opuestos. Esto se ve sobre todo en el séptimo acto, en que Pierre, un joven bailarín canadiense, va a Japón a estudiar danza butō y de alguna manera termina encarnando tanto a Nozomi como a Luke, lo femenino y lo masculino, Oriente y Occidente.
    Tal como lo anterior, no es que fuera una idea preconcebida, sino que más bien nos dimos cuenta de que era la opción correcta. Y en verdad es algo que nació de las personas que teníamos en el elenco. Como decías antes, hay muchos artistas en la obra; de hecho, siempre hay artistas en mis obras, pero eso es porque las personas que participan de la escritura son todos artistas, y cada uno trae sus propias habilidades. Al empezar a crear la obra no hubo un casting buscando habilidades específicas, porque no había personajes aún. Y el actor que ahora interpreta a Pierre fue bailarín por mucho tiempo, después empezó a actuar, así que tiene una aproximación muy física a la actuación.

    En la conferencia de ayer se habló de que muchos performers canadienses en los 90 iban a Japón a estudiar danza butō, pero ¿fue solo por eso que escogieron incorporarla en la obra o hubo algo más?
    La razón es que se inventó después de la bomba. En Japón hubo un importante accidente de bus tras la guerra y alguien hizo una obra sobre los espíritus de esas personas que murieron. La danza butō nació de ahí. Después la gente observó esto y se dio cuenta de que es el baile ideal para expresar Hiroshima.

     

    Crédito fotografía de portada: Elias Djemil.

     


    Los siete arroyos del río Ōta, de Robert Lepage y la compañía Ex Machina, 420 minutos.

    Esta edición del Festival Internacional Teatro a Mil continúa hasta el 28 de enero. Revisa la cartelera en https://teatroamil.cl/

  51. Augusto D’Halmar: el arte de cruzar las fronteras

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    A casi 100 años de su publicación, la novela Pasión y muerte del cura Deusto de Augusto D’Halmar vuelve a presentarse, esta vez, con una estupenda edición crítica a cargo del dúo D/B, es decir, de Daniel Balderston y Daniela Buksdorf. La coincidencia en las iniciales tanto de los nombres de pila como de sus respectivos apellidos pareciera recalcar la cohesión de este equipo cuyo trabajo celebro.

    En primer lugar, celebro la materialidad del libro. El elegante color negro, que ya distingue la colección de la Biblioteca Chilena de Ediciones Universidad Alberto Hurtado, también está a tono con el título de la obra y con la tristeza que la caracteriza. Así, el libro se ha vestido de luto para cargar una novela con tintes trágicos o, como diría Alejandro Mejías-López, una novela al “modo trágico”, es decir, “el modo dominante de expresión de la homosexualidad en la literatura occidental de la época”. No en vano, el texto refiere más de una vez al destino cuyo oráculo está en boca de una gitana que el cura ha hecho pasar al interior de la casa parroquial. Junto al color, es destacable todo el material fotográfico que acompaña no solo los textos del dossier, sino también la misma introducción de los editores. Cabe destacar que la fotografía no es aquí un mero ornamento: Daniel Balderston y Daniela Buksdorf realizan una comparación de las portadas de las ediciones de 1924 y 1938, para luego relacionarlas con el art nouveau y art decó, respectivamente. Las fotos de las celebraciones religiosas sevillanas nos ayudan también a contextualizar epocal y espacialmente la acción narrativa. Por su lado, la reproducción del material de archivo custodiado por la Biblioteca Nacional permite visualizar procesos de composición de la obra y del mismo Augusto D’Halmar, quien se forja como una leyenda o un mito. Otro aporte desde lo visual está constituido por el mapa de Sevilla. El equipo ha cartografiado la ciudad desde las unidades de acción y espacio de la novela, destacando la referencialidad urbanística del texto e identificando además aquellos elementos puramente ficcionales que se presentan en menor medida.

    Esta edición crítica trabaja respetuosamente con cuatro ediciones previas de la novela (1924, 1838, 1985 y 2014), llevando a cabo un exhaustivo y cuidadoso cotejo. De ello, quisiera destacar tres aciertos. El primero tiene que ver con el trabajo en torno al léxico. La novela es compleja por cuanto presenta expresiones en diferentes lenguas y diversos registros del castellano que dependen de variables tales como la etnia, la clase social y la región. Creo que la novela no podría llegar ser leída de manera tan expedita si no fuera por las definiciones y explicaciones de algunos términos en las muchas notas a pie de página. En segundo lugar, esta edición crítica explicita, también con el recurso de las notas a pie de página, el gran correlato, desde mi punto de vista, proyectado por la novela: a saber, el discurso litúrgico preconciliar que a su vez es reproducción o cita de pasajes bíblicos, himnos, oraciones, partes canónicas de la celebración eucarística, etc. Daniel y Daniela han sido acuciosos en la identificación de las fuentes (puesto que no siempre se trata de la Vulgata) y en las traducciones del latín. Este trabajo rendirá sus frutos, ya que permitirá a futuros investigadores proyectar relaciones intertextuales entre el relato de D’Halmar y el discurso ritual que la novela dispone a modo de performance o escenas. Por último, destaco del trabajo de los editores la explicación histórica y cultural de las múltiples referencias culturales del texto. Se trata, en efecto, de una novela alta y complejamente erudita. Las notas a pie de página facilitan la lectura sin dejar detalle suelto. Desde el origen y el significado de la expresión “por anga o por manga” hasta las referencias a la comedia del arte presentes en el espectáculo circense, la edición dará cuenta pacientemente de las referencias culturales, permitiendo una mayor comprensión y decodificación de un texto cuyos alcances cubren múltiples horizontes culturales.

    El texto de Alone, único artículo del dossier al cual no me atrevería a darle el calificativo de crítico en un sentido diciplinar, tiene el valor de realizar biográficamente una semblanza de Augusto D’Halmar y de llevar a cabo un recorrido por sus títulos. Es bello e interesante el espejeo entre ambos hombres que tienen, por lo demás, mucho en común. Alone proyecta el secreto del deseo no solo en D’Halmar, sino también en la misma novela que nos concierne.

    Con respecto a la interpretación crítica del texto de Augusto D’Halmar, Balderston y Buksdorf lúcidamente destacan la des-nacionalización de la novela —si se me permite la expresión— y, en segundo lugar, su marcado carácter anticlerical. El primer rasgo indicado explicaría no solo la menor o nula presencia de un castellano de Chile, sino también el contexto espacial de gran parte de su narrativa. Por ello, términos tales como exotismo, orientalismo y cosmopolitismo son abundantes en los textos críticos sobre D’Halmar. Sin ir más lejos, la misma Sylvia Molloy advierte en Pasión y muerte del cura Deusto un “orientalismo desplazado y fluctuante” como un “intento del autor de reclamar lo hispano para Hispanoamérica y, a la vez, subvertirlo”. Esta des-chilenización explica también cómo el autor produce su propia imagen dentro del campo cultural. En una carta dirigida al director de la editorial Nascimento y reproducida parcialmente en esta edición, D’Halmar se presenta como un escritor hispanoamericano en lugar de chileno. Según los editores, el novelista “opta por una suerte de cosmopolitismo por sobre el rótulo acotado y provinciano que le ofrece su país natal”. Pero también la orfandad de la novela con respecto a la nación tiene que ver con el desarraigo, rasgo que los editores atribuyen al autor junto con el de ser un flâneur. La metáfora vegetal de arrancar las raíces del suelo patrio supone desde luego interminables andanzas por el mundo, un globetrotter tal como se indica en la Introducción, pero también supone un camuflaje o, diría yo, un desvío en términos de género. Para la época, el ser nacional iba de la mano con el ser heterosexual dado los discursos de raza y los discursos médicos, cartografiados por Óscar Contardo en Raro y aquí por Juan Pablo Sutherland, discursos médicos, digo, que desajustaban al sujeto no heteronormado para situarlo finalmente en los márgenes de la identidad y del orden. Negar el constituyente orden nacional equivale también a la ampliación de las libertades sexuales. Al respecto, los editores indican lo siguiente: “Se podría pensar que el autor aleja sus narraciones del espacio nacional también como una estrategia, la que podía ser de utilidad para evitar o librarse de asociaciones que lo vinculen con su personaje”. Un sentido similar le otorga Alejandro Mejías-López a la expresión “errancia nómada” para explicar el fin de, al menos, un tipo de vínculo entre novela y nación: “Entrelazando la trama queer con la trama etnonacionalista, D’Halmar, quien construyó su propia persona pública sobre la base de la errancia nómada, propone con el final de su novela la muerte de las ficciones nacionalistas heteronormativas y la vida eterna de lo que hoy podríamos llamar una cosmopolita diversidad sexual”.

    De los seis documentos que conforman el dossier, los cinco últimos son textos críticos que tienen la gracia de dialogar entre sí, sin repetir necesariamente una misma lectura. Mejías-López, Sutherland, Blanco y Traverso dialogan, porque todos ellos remiten o parten desde los aportes de Sylvia Molloy. En este sentido, el dossier es una bellísima manifestación del diálogo entre maestra y discípulos. El texto de Alone, único artículo del dossier al cual no me atrevería a darle el calificativo de crítico en un sentido diciplinar, tiene el valor de realizar biográficamente una semblanza de Augusto D’Halmar y de llevar a cabo un recorrido por sus títulos. Es bello e interesante el espejeo entre ambos hombres que tienen, por lo demás, mucho en común. Alone proyecta el secreto del deseo no solo en D’Halmar, sino también en la misma novela que nos concierne. Al mismo tiempo, el silencio del deseo secreto de la novela repercute en el mismo estudio de Alone, ya que en su texto la homosexualidad no es referida como tal. El uso del término “uranismo”, palabra usada en el siglo XIX para indicar la homosexualidad, supone no solo una mediación médica y filosófica —el término podría tener su origen en los diálogos platónicos—, sino también cierto pudor, algo así como si la palabra usada para calificar a otro pudiera actuar también en mi contra, despojándome de máscaras.

    A través del concepto de ‘identidades líquidas’, Sylvia Molloy comprende el nomadismo y orientalismo del autor, quien reinventa los orígenes hispanos a través de una Andalucía exótica y cursi, con el objetivo de decir lo que no se puede decir. Es ahí, en esa Andalucía, donde se manifiesta el deseo homoerótico.

    Quisiera destacar algunas de las ideas expuestas en el dossier que son fundamentales para la breve lectura que quiero compartir de esta edición de Pasión y muerte del cura Deusto. A través del concepto de “identidades líquidas”, Sylvia Molloy comprende el nomadismo y orientalismo del autor, quien reinventa los orígenes hispanos a través de una Andalucía exótica y cursi, con el objetivo de decir lo que no se puede decir. Es ahí, en esa Andalucía, donde se manifiesta el deseo homoerótico. Por su parte, Alejandro Mejías-López desarrolla la inversión de la lectura cristológica de Deusto para dar cuenta de un Pedro Miguel redentor y positivo que trasciende, en términos de Fernando Blanco, “la condición del homosexual y su destino trágico, marcado por su deseo por la pulsión de muerte”. Una segunda idea desarrollada por Mejías-López y que para mí es clave es la de Sevilla como espectáculo barroco. Retomando las ideas de Molloy acerca del modernismo, de la España como objeto del modernismo y el efecto de este mismo en el campo cultural transatlántico, Juan Pablo Sutherland hablará de la pose decadentista con la cual es posible identificar al dandy y al nómade queer, dos figuras que pudieron garantizar a D’Halmar “una ficción de sí mismo más productiva que otras nociones del escritor a inicios del siglo XX”. Fernando Blanco establece lúcidamente puentes intertextuales entre la novela de D’Halmar, Muerte en Venecia de Thomas Mann y The Priest and the Acolyte de Francis Bloxam, pieza breve que figuró de manera gravitante y anónima durante el juicio contra Wilde. A su vez, lee la novela desde los modelos de la picaresca, del Bildungsroman y del naturalismo, los que finalmente dan lugar al “registro realista de la novela psicológica” y a la figura del pícaro queer. Finalmente, Ana Traverso, a la luz del relato biográfico que narra la ruptura entre D’Halmar y Santiván, configurará intertextualmente un magnífico cuarteto compuesto por Memorias de un tolstoiano, Ansia (primera novela de Santiván) y dos novelas de D’Hamar, Lámpara en el molino y Pasión y muerte del cursa Deusto.

    Si se me permite el anacronismo, lo anterior posibilita conectar la novela de Augusto D’Halmar con el neobarroco. La sintaxis no siempre fácil de su escritura, la alta densidad de referencias culturales, el amplísimo y poco familiar léxico, las descripciones con efectos tan visualizantes de montajes, espectáculos y altares, la retratística caravaggiana que el texto simula, algo recuerdan, por ejemplo, a un Paradiso de Lezama Lema. No me interesa relevar a D’Halmar como un precursor del neobarroco hispanoamericano, tarea por lo demás que me obliga a acatar una cronología pronta a fracasar. Más bien lo que intento decir es que aquello que no se dice adquiere al interior de la novela una modulación metafórica e incluso transmedial. La cadera del torero y su chaqueta bordada con lentejuelas, lo estilizado del bailaor, el discurso de una lengua muerta (me refiero a los pasajes en latín), el abanico, las casullas, encajes y bordados de las vestimentas eclesiales, todo ese mundo tremendamente material, visual y sensualmente recargado es, diría yo, muy gusto de loca —si se me permite el uso del estereotipo tan preferible, por lo demás, al de gay o al de homosexual. Hay mucho de mariconería en ese amaneramiento incesante, ritual, sofisticadamente producido, en ese manierismo que podría decir junto con la cantante española María Isabel “antes muerta que sencilla”. No niego lo popular ni tampoco lo cursi en ello. No es casual, por ejemplo, que el kitsch almodovariano se apropie de la postal andaluza, así como tampoco es casualidad que, en otro sentido, tránsito o dirección, Gades y su compañía halla dialogado con la Carmen de Bizet o con Bodas de sangre de Lorca. De igual modo, Rocío Jurado fue una diva estupenda, porque María Callas la antecedió. Se trata, por lo tanto, de un barroco que pasa a ser neobarroco al incorporar lo popular, la cultura de masas y el kitsch. La novela de D’Halmar es muchas cosas, pero también es eso, una novela del corazón, de un corazón —como dirá Rocío—, uno de los personajes más lúcidos de la novela, para describir la relación entre Deusto y el Aceitunita. Lo interesante es que con D’Halmar podríamos decir que la novela de corazón no solo puede ser rosa, sino también negra.

     


    Pasión y muerte del cura Deusto, Augusto D’Halmar, edición crítica a cargo de Daniel Balderston y Daniela Buksdorf, Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2023, 490 páginas, $20.000.

  52. Guía de lecturas para entender el conflicto de Medio Oriente

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    En 1917, durante la Primera Guerra Mundial, el entonces secretario de exteriores británico, Arthur Balfour, escribió una carta al líder de la comunidad judía, Lord Rothschild, expresándole el apoyo de Reino Unido al establecimiento de “un hogar judío en Palestina”. Para algunos, el documento, hecho público en noviembre de ese año y conocido como la Declaración de Balfour, es el punto de partida del conflicto actual en la región. Otros sitúan el año cero en 1897, cuando nace el movimiento sionista en Europa, de la mano de Theodor Herzl. Hay también aquellos que retroceden en el tiempo y se remontan al imperio romano y los que fijan la fecha decisiva en 1948, cuando se crea el Estado de Israel, o en 1967, cuando estalla la Guerra de los Seis Días.

    El conflicto palestino-israelí ha sido fuente infinita de análisis, reflexiones y estudios. Su atención se reactiva regularmente y la lista de libros sobre el tema es larga y, probablemente, nadie sea capaz de abarcarlos todos. El actual enfrentamiento entre Hamas e Israel es el último episodio de una larga trama de violencia, que revivió el interés y los intentos por identificar eventuales caminos de solución. Pero para hacerlo, no basta centrarse solo en la historia del conflicto, sino en todos los factores aledaños que han hecho de Medio Oriente una de las zonas más conflictivas de los últimos 100 años y escenario de algunas de las guerras más cruentas de las que ha sido testigo la humanidad. En ello se cruzan intereses económicos, energéticos, geopolíticos y religiosos.

    La siguiente es una lista acotada que intenta abordar las distintas variables que confluyen en la tensa realidad de la región. Es apenas una pincelada para introducirse en un conflicto que parece infinito y cuya solución ha sido esquiva durante décadas, pese a algunos tibios esfuerzos.


    Palestina
    Rashid Khalidi (Capitán Swing, 2023)

    La obra del historiador estadounidense de origen palestino y actual titular de la cátedra Edward Said en la Universidad de Columbia, resulta indispensable para adentrarse en la complejidad del conflicto. Khalidi parte recordando la carta que su tío tatarabuelo y entonces alcalde de Jerusalén, le envío al padre del sionismo Theodor Herzl, a fines del siglo XIX, tras enterarse del interés de este por aumentar la presencia judía en Palestina e instaurar ahí un Estado judío. “En nombre de Dios, dejemos a Palestina en paz”, culmina el texto. Y entrega una serie de factores, como el riesgo de que el sionismo siembre disensión entre los cristianos, musulmanes y judíos palestinos, y el hecho de que ese territorio ya estaba habitado por otros que, a la luz de los acontecimientos posteriores, pocos acogieron. Para Khalidi, en el origen del problema de Palestina está la colonización, primero de los otomanos, luego de los británicos y finalmente de los judíos. No duda, sin embargo, en atribuirle a los británicos una cuota mayor de responsabilidad. Por ello, el título original del libro es The Hundred Years’ War on Palestine (La guerra de los 100 años en Palestina), en referencia al inicio del mandato británico en ese territorio. Palestina no es solo un libro de historia, sino también una reflexión sobre los caminos de solución para el conflicto, que según Khalidi —quien tuvo un rol activo a inicios de los 90, en las primeras conversaciones de paz entre palestinos e israelíes— pasa primero por la aceptación mutua. “Solo una vía basada en la igualdad y la justicia podrá concluir la guerra de los 100 años contra Palestina con una paz duradera”, escribe en las últimas líneas del texto, abordando, además, el efecto que los cambios geopolíticos en el mundo, como el mayor peso de China e India y la eventual reducción de influencia de Estados Unidos, tendrán en el conflicto.


    Cicatrices de guerra, heridas de paz
    Shlomo Ben-Ami (Ediciones B, 2006)

    En el prefacio de Cicatrices de guerra, heridas de paz, el excanciller israelí Shlomo Ben-Ami recuerda una conversación entre él y el expresidente de Estados Unidos Bill Clinton, durante los esfuerzos por salvar los acuerdos de Oslo a fines de 2000, tras el estallido de la segunda intifada. “¿Cree que todavía lo podemos lograr?”, le preguntó el entonces mandatario estadounidense. “No lo sé”, respondió Ben-Ami, antes de agregar: “Pero de lo que sí estoy seguro es que si fracasamos, tendremos mucho tiempo para escribir libros sobre ello”. Bueno, este es uno de esos libros. El trabajo, sin embargo, va más allá del simple recuento personal de un proceso fallido de negociación. Es un honesto intento por desenredar la madeja del conflicto, remontándose al nacimiento del movimiento sionista en la Europa del siglo XIX, para identificar las claves que puedan ayudar a encontrar una salida. El excanciller israelí, actor central de las negociaciones palestino-israelí en los años 90, aborda las causas que llevaron a los judíos a abandonar Europa desde el siglo XIX y la visión que tenían entonces del mundo árabe, para luego adentrarse en los episodios que marcaron la relación entre ambos pueblos, desde la creación del Estado de Israel hasta inicios del siglo XXI, cuando el libro se publicó. La obra de Ben-Ami es un excelente complemento del trabajo de historiadores o intelectuales palestinos como Rashid Khalidi o Edward Said.


    From Beirut to Jerusalem
    Thomas Friedman (Farrar, Straus & Giroux, 1989)

    El actual columnista de The New York Times Thomas Friedman, ganador del Premio Pulitzer, fue corresponsal en Beirut y luego en Jerusalén durante casi 10 años. Llegó a la capital libanesa en 1979, pocos años después del inicio de la guerra civil en ese país, y se fue de la región en 1988, un año después del estallido de la primera intifada palestina y meses antes de que se firmaran los acuerdos de Taif, que pusieron fin al conflicto libanés. Una experiencia que terminó relatando en De Beirut a Jerusalén, ganador en 1989 del National Book Award en la categoría no ficción. Si bien no hubo unanimidad sobre el libro —Edward Said lo consideró ingenuo y con una mirada demasiado occidental del conflicto, mientras que The Washington Post aseguró que era un libro de lectura obligada para todo aquel que esté preocupado del presente y futuro de esa región del mundo—, el trabajo del periodista estadounidense es un fascinante recuento en primera persona de algunos de los eventos que han marcado no solo el conflicto palestino-israelí sino todo Medio Oriente. Sus años en Beirut le permitieron ser testigo de la primera guerra entre Israel y el Líbano, en los albores del nacimiento de Hizbulá y de la matanza de Sabra y Shatila, uno de los episodios más dramáticos de la historia palestina. Su cobertura sobre el hecho le valió incluso su primer Premio Pulitzer. Luego, a fines de los 80, estando destinado en Jerusalén, fue testigo privilegiado de la primera intifada palestina, durante la cual se fundó Hamas y que llevaría a la mesa de negociaciones a Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Todo eso hace de este libro un texto indispensable para entender el actual momento del conflicto.


    La gran guerra por la civilización
    Robert Fisk (Planeta, 2006)

    En 2005, el año en que se publicó la primera edición de este libro en Reino Unido, el mundo estaba sumido en dos guerras, que más allá de sus particularidades, estaban atravesadas por un factor común: la tensión entre Occidente y el Oriente musulmán. En Afganistán, EE.UU. y sus aliados intentaban derrotar a los talibanes y erradicar a Al Qaeda, mientras en Irak buscaban instaurar un régimen democrático tras el derrocamiento de Saddam Hussein, pero los esfuerzos habían derivado en una cruenta guerra de guerrillas contra las fuerzas de ocupación. Parte de eso es lo que Fisk, considerado uno de los más famosos e influyentes corresponsales extranjeros de la segunda mitad del siglo XX, aborda en esta obra monumental, que recoge en sus más de mil páginas la tensión en Medio Oriente, desde fines de la Primera Guerra Mundial hasta la actualidad. No es una obra centrada exclusivamente en el conflicto entre israelíes y palestinos —aunque le dedica tres de los más interesantes capítulos del libro—, sino que intenta cubrir las distintas aristas de la violenta historia de esa región. La obra aborda desde el derrumbe del imperio otomano hasta el surgimiento del extremismo islámico, pasando por la revolución iraní de 1979 y la guerra de Irak. El primer capítulo parte con el inolvidable recorrido de Fisk en 1997 por el agreste paisaje afgano para reunirse con Osama bin Laden, a quien entrevistó en tres ocasiones. De las decenas de recuerdos personales que recoge la obra, el libro es un intento por dilucidar las razones que han hecho de esa zona una de las más convulsionadas del mundo. Y para Fisk la respuesta es clara: detrás de la caótica realidad de Medio Oriente está Occidente. Por ello, al terminar el libro recuerda la batalla de Somme, durante la Primera Guerra Mundial, en la que luchó su padre, Bill Fisk.


    La cuestión palestina
    Edward Said (Debate, 1992)

    No es el libro más famoso de Edward Said. Ese título lo tiene sin discusión Orientalismo, su aguda reflexión sobre la mirada condescendiente que Occidente y sus intelectuales han tenido del mundo que surge más allá de esa “imaginaria línea trazada en algún sitio entre Grecia y Turquía”. Esa obra data de 1978, época en que Said se consolidaba como el más reconocido intelectual palestino del siglo XX y uno de los mayores expertos en Medio Oriente. Solo un año después, sin embargo, publicó La cuestión palestina, una suerte de spin off de su obra principal, pero también su trabajo más personal. El libro es un esfuerzo para ayudar a entender al mundo las claves de un tema que, para alguien como él, nacido en Jerusalén durante los años del mandato británico en Palestina y emigrado luego a EE.UU., no era solo un asunto académico. Si bien fue escrito hace más de 40 años, es un libro de referencia para entender la guerra actual en Gaza. Said aborda desde el origen de la identidad palestina hasta el rol del sionismo, y el auge de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en un intento por fijar el marco desde el cual miran el mundo los palestinos. En 1992, además, publicó una edición revisada que recoge los cambios experimentados en los poco más de 10 años transcurridos desde su primera edición. “Los libros como el de Said —escribió The New York Review of Books—, deben escribirse y leerse con la esperanza de que comprender el problema ofrezca más posibilidades de sobrevivir”.


    ¿Qué ha fallado?
    Bernard Lewis (Siglo XXI, 2002)

    Durante años, el historiador británico-estadounidense Bernard Lewis fue la contracara de Edward Said y protagonizó airados debates con el intelectual palestino, quien lo acusó de encarnar todo lo que él criticaba en Orientalismo. El exprofesor emérito de Princeton, muerto en 2018, es considerado uno de los más destacados expertos sobre Medio Oriente de la segunda mitad del siglo XX. Destacado intelectual público, fue un ferviente defensor de Israel (la primera ministra Golda Meir obligó a su gabinete a leer los trabajos de Lewis). Entre sus más de 30 libros destacan El Islam y Occidente, Medio Oriente: una breve historia de los últimos 2000 años y La creación de Medio Oriente moderno. ¿Qué ha fallado?, aparecido solo días después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, es la mejor síntesis del pensamiento de Lewis y un libro obligado para entender la compleja relación entre el Islam y Occidente. No es un texto centrado en palestinos e israelíes, pero ofrece claves indispensables para analizar la situación actual de la región. Duro crítico del mundo islámico, para Lewis detrás de su tensión con Occidente está su incapacidad para adaptarse a los tiempos. Mientras la cultura judeocristiana se modernizó a lo largo de los siglos, en parte de la mano del pensamiento liberal, el mundo musulmán siguió atrapado en el pasado. “Lo que subyace en los problemas del mundo musulmán es una falta de libertad”, escribió en un artículo en la revista The Atlantic que resume la tesis del libro. Los avances logrados por el Islam durante siglos y que fueron la principal fuente de progreso para Europa en la Edad Media, comenzaron a quedar relegados durante el Renacimiento, ampliando a partir de allí, según Lewis, las distancias entre ambos mundos.


    El muro de hierro
    Avi Shlaim (Almed Ediciones, 2015)

    Desde fines de los años 70 comenzó a emerger en Israel un grupo de historiadores que desafiaba el relato tradicional de la historia de Israel. Entre estos “nuevos historiadores”, como se conocen hoy, destacan Benny Morris, Ilan Pappé y Avi Shlaim, cuyo libro El muro de hierro es una pieza fundamental para entender la lógica detrás de la relación de una parte importante del establishment político y militar israelí con el mundo árabe. El término “muro de hierro” dice relación con un concepto acuñado por los sectores más duros del sionismo en la primera mitad del siglo pasado, quienes consideraban que la única manera para que pudiera sobrevivir un Estado judío en Medio Oriente era desde una posición de fuerza. Por ello, era fundamental reforzar la capacidad militar de Israel y demostrar a sus vecinos árabes la fortaleza del nuevo Estado. Según Shlaim, esa tesis, surgida de un grupo minoritario del sionismo, se fue instalando en el centro del pensamiento del liderazgo sionista y es en parte, según él, la causa de las dificultades de los últimos 75 años. El libro del actual académico de Oxford adquiere especial actualidad tras el estallido de la guerra entre Hamas e Israel. Shlaim ha sido un duro crítico del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, a quien considera “un impulsor de la doctrina del conflicto permanente”.


    Una historia de amor y oscuridad
    Amos Oz (Siruela, 2015)

    Una historia de amor y oscuridad es un libro de memorias, las memorias del escritor israelí Amos Oz. Pero es también un recorrido por la historia de Israel. En 700 páginas se cruzan figuras clave de los últimos 75 años, como David Ben Gurión o el escritor y premio Nobel de Literatura Shmuel Yosef Agnon, pero también los dramas y desafíos de una familia en un Estado que recién estaba naciendo. El fin del mandato británico en Palestina; la votación del plan de partición del territorio en la Asamblea General de Naciones Unidas; el estallido de la guerra tras la declaración del nacimiento del Estado de Israel; las consecuencias de la violencia, y la repercusión en su familia, son parte del íntimo relato de Oz. Una historia, además, marcada por el suicidio de su madre, en 1952, tras caer en depresión luego de la guerra de 1948. Para muchos, el libro del escritor israelí es más que una historia autobiográfica; es el relato de miles de judíos durante la segunda mitad del siglo XX. Por eso, Oz le regaló en 2011 una copia del libro traducida al árabe al dirigente palestino detenido en Israel, Marwan Barghouti, con la leyenda: “Esta historia es nuestra historia, espero que la lea y nos entienda como nosotros lo entendemos, espero verlo afuera y en paz”. El encuentro nunca se produjo: Barghouti sigue encarcelado y Oz murió en 2018.


    El parisino
    Isabella Hammad (Anagrama, 2021)

    Si Una historia de amor y oscuridad es un libro para entender el peregrinaje de los judíos a lo largo del siglo XX, hasta la consolidación del Estado de Israel, El parisino de Isabella Hammad es en cierto sentido su complemento. Hammad es una escritora palestino-británica, incluida este año por la revista Granta entre los mejores novelistas británicos jóvenes, y El parisino es su primera novela. Es, como el libro de Oz, un relato biográfico, pero no de su autora, sino de Midhat Kamal, el protagonista de la novela, que como comentó Hammad en una entrevista, está inspirado en la historia familiar de muchos palestinos que entrevistó durante la preparación del libro. Situado entre los albores de la Primera Guerra Mundial y comienzos de la década de 1920, el libro no es solo la historia de amor de su protagonista que viaja a estudiar medicina a Francia y regresa luego a su tierra añorando esos años en Europa, sino también el relato sobre los cambios en Palestina tras el derrumbe del imperio otomano y los primeros años del mandato británico. A través de los ojos de Kamal, Hammad muestra las transformaciones y los temores que despierta en el protagonista y en los habitantes de su ciudad, Naplusa, el creciente avance del movimiento sionista, las revueltas árabes y el temor a la ocupación británica. El parisino da claves para entender, desde la óptica palestina, el impacto que tuvo la creación del Estado de Israel.


    The Balfour Declaration
    Jonathan Shneer (Random House, 2010)

    Para el historiador británico Simon Sebag Montefiore —cuya monumental obra Jerusalén también debería ser lectura obligada para quienes quieran entender lo que sucede en Medio Oriente—, el libro de Shneer es “un excelente y acabado retrato de las intrigas, los personajes y la diplomacia que creó el Medio Oriente moderno”. Y razones tiene para decirlo, porque el trabajo del historiador del Georgia Institute of Technology es el más acabado relato sobre los factores que llevaron a la elaboración de la declaración de Balfour y las relaciones y traiciones que marcaron la diplomacia británica tras el fin de la Primera Guerra Mundial. Para muchos, ese documento, elaborado en 1917 y que expresó el apoyo británico al establecimiento de un Estado judío en Palestina, es el punto de partida de las tensiones y conflictos posteriores. Shneer se preocupa de dejarlo claro desde la primera línea del libro: “Esa tierra no entregaba ninguna señal, a comienzos del siglo XX, de que se convertiría en el centro de operaciones del mundo”. Sin embargo, todo cambió tras el derrumbe del imperio otomano. Y la red de intrigas, negociaciones e intereses que lo explican está magistralmente relatada en las páginas escritas por el historiador estadounidense. Para Avi Shlaim, la declaración de Balfour es “el pecado original” que dio nacimiento al conflicto y este libro ayuda a entender por qué.


    The Shia Revival
    Vali Nasr (W. W. Norton & Company, 2006)

    No solo las tensiones entre Israel y el mundo árabe o entre el Islam y Occidente atraviesan las actuales lógicas políticas de Medio Oriente. También las tensiones dentro del Islam han definido en parte la política de la región, especialmente en los últimos 40 años, desde el triunfo de la revolución de los ayatolas en Irán. De eso trata The Shia Revival (El renacer del chiismo), de Vali Nasr, profesor de asuntos internacionales y Medio Oriente en la Universidad John Hopkins. El libro es una excelente guía para entender los elementos que diferencian a la vertiente chiita de la sunita en el Islam y la histórica rivalidad que los separa. Y también arroja luces sobre cómo esa división está marcando la geopolítica de la región. Con Arabia Saudita como líder del mundo musulmán sunita, Irán se ha alzado desde 1979 como el impulsor del renacer chiita en Medio Oriente. El avance de Hizbulá en Líbano es el principal ejemplo de ello. Pero también está detrás de los hutíes en Yemen, cuya guerra civil no ha sido otra cosa que el principal campo de batalla entre Teherán y Riad. Irán hoy es un actor decisivo en Siria y también en el conflicto palestino-israelí, porque si bien Hamas profesa la vertiente sunita del Islam, ha estrechado sus lazos con Irán e Hizbulá para reforzar su lucha contra Israel. Como en los 60 y 70 el factor nacionalista fue el que guio la discusión política y las reivindicaciones territoriales en la región, en este siglo es la variable religiosa la que ocupa ese lugar.

     

    Imagen de portada: Ataque aéreo israelí en las cercanías de la Torre Palestina, en el centro de Gaza, el 10 de octubre de 2023.

  53. Quiero aprenderme esta tierra

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    Voy a aprenderme esta tierra adonde me trajo el viento, una marea y un leño.

    Aprenderme quiero, uno por uno, Dios mío, sus árboles que veía en sueño, aprenderme como palabra cada fruta. Desde el fondo de las quebradas, aprenderme los mugidos nuevos de los animales. El extraño sabor del aire, aprendérmelo, lleno de sal, de polen, de caña de azúcar.

    Esta rojez de la tierra parecida a Bartolomé, con mi espalda sobre ella, aprendérmela.

    El fervor de los colibríes en los cafetos floridos, parecido al fervor del cielo, aprendérmelo, antes del cielo.

    Quiero moler todas las resinas y los bálsamos con mis dientes y mis manos, hasta que mi cuerpo tenga tus colores y tus sabores y en mí no quede cosa extranjera.

    Cura mi cuerpo, salva mi alma, con tanta hierba ferviente, tanta agua bautista y dulce y columpio lento de orquídeas.

    Aprenderme quiero, uno por uno, Dios mío, sus árboles que veía en sueño, aprenderme como palabra cada fruta. Desde el fondo de las quebradas, aprenderme los mugidos nuevos de los animales. El extraño sabor del aire, aprendérmelo, lleno de sal, de polen, de caña de azúcar.

    Aprender el habla tuya quiero, aunque deba quemar la mía, el cuchicheo y el dejo y hasta que el sabiá1 me entienda, los pastos me hagan señales y se me alleguen las serpientes.

    Quiero, quiero, quiero, desesperadamente y obedezco, mirarme a los ojos, oírme los pulsos, silbarme bien tu secreto.

    Échame en tierra, revuélveme con tus santas motas de tierra, tus matorrales locos de insectos y tu champaña de mariposas.

    Me olvidaré del olivar, de los pinos y los encinares. Me sé el recuerdo como el olvido.

    Tómame que te tomo, no llego tarde por más que tenga la cabeza blanca que me he quemado en el horno de Daniel, en donde estuve quince años, del lado rojo del infierno, al que llamaban Babilonia.

     

    ————
    1 En Argentina y Uruguay es el nombre que se da a diversas aves paseriformes.

     


    Elogio de la naturaleza, Gabriela Mistral, Lumen, 2024, 232 páginas, $17.000.

  54. Revisa los contenidos que trae revista Santiago 20

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    PERSONAJE
    Celia Paul en su cuarto propio, por Álvaro Matus

    LA MIRADA DE LOS ANIMALES
    Desnudos sin saberlo, por Diego Milos Sotomayor
    Lo que les debemos a los animales, por Patricio Tapia
    Isabel Behncke: “Los humanos vivimos como monos y, al mismo tiempo, como hormigas”, por Juan Cristóbal Villalobos
    Sobre el poder y la belleza en los chimpancés, por Miguel Saralegui
    Todo lo que hay en la Tierra morirá, por Luis Felipe Alarcón
    La prueba del espejo, por Sebastián Duarte Rojas (léelo como anticipo)
    ¿Qué saben los animales de Kafka?, por Diego Fernández H.
    ¿Qué hacemos?, por Cynthia Rimsky
    Historias verdaderas de perros, por Walter Benjamin
    Vianden, una araña, por Suzanne Doppelt
    Yo entrevisté a 253 mascotas, por Cristóbal Bley
    El llamado de la selva, por Héctor Soto
    El más allá de las mascotas, por Viviana Flores Marín

    LAGUNAS MENTALES
    Temporada de caza, por Manuel Vicuña

    Un fantasma recorre el continente, por Felipe Schwember

    Vladimir Putin: en busca de la grandeza perdida, por Juan Ignacio Brito

    Guía de lecturas para entender el conflicto de Medio Oriente, por Juan Paulo Iglesias

    El arte de archivarlo todo, por Claudio Fuentes

    El exilio que habitamos, por Marcela Ríos Tobar

    Otra coraza: epistolario de Andrés Bello, por Joaquín Trujillo Silva

    Un homenaje enredoso, por Marcelo Somarriva

    Sobre convertirse en Lucy Sante, por Lucy Sante

    Todo lo sólido se desvanece en el aire: narrativas del desastre medioambiental, por Sergio Missana (léelo como anticipo)

    Repensar Chicago chico, por Diamela Eltit

    Insomnios con Flora, por María Sonia Cristoff

    Confucio: despejes del camino, por Adán Méndez

    LIBROS USADOS
    El otro imaginario, por Bruno Cuneo

    Siete pasos hacia el cielo, por Wyatt Mason

    PERSONAJES SECUNDARIOS
    La otra hija, por María José Viera-Gallo

    Cormac McCarthy (1933-2023): el tesoro del condado Comanche, por Joyce Carol Oates

    Nora Ephron: vivir para contarlo, por Paula Escobar Chavarría

    Mircea Cărtărescu: “No soy un maestro en mi escritura, soy esclavo de ella”, por Rodrigo Rojas

    Esther Kinsky: una mirada errante, por Hernán Ronsino

    ARQUETIPOS DE SITUACIÓN
    Veraneante, por Milagros Abalo

    Nuestras caras y cuerpos en las artes mayores y menores, por Alejandro Grimoldi

    VIDAS PARALELAS
    Las malogradas vidas de Baby y Topsy, por Federico Galende

    CRÍTICAS DE LIBROS Y CINE
    La sobrevivencia de Chile, de Rafael Elizalde Mac-Clure, por Daniel Hopenhayn
    Porque demasiado no es suficiente. Mi historia de amor con Suede, de Mariana Enriquez, por Álvaro Bisama
    Aguafuerte, de Simón Soto, por Sebastián Duarte Rojas
    Un puñado de cerezas, de Francisco Mouat, por Javier García Bustos
    Los asesinos de la luna, de Martin Scorsese, por Pablo Riquelme

    TURISMO ACCIDENTAL
    Umbrales, por Matías Celedón

     

    Imagen de portada: Algunas ballenas del Pacífico Sur (2020), de Antonia Reyes Montealegre.

     

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  55. El discreto encanto del marqués de Cuevas

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    Un chileno que llegó a Europa sin un peso y terminó convertido en millonario, que dirigió una importante compañía de ballet internacional, que organizó fiestas de disfraces estrambóticas y con miles de invitados, que fue retratado por Dalí, de quien fue mecenas y amigo, y que fue tema recurrente en las crónicas de Joaquín Edwards Bello; eso, entre muchas otras cosas, fue Jorge Cuevas Bartholin (1885-1961), el cautivador protagonista de la última novela de Jorge Marchant Lazcano, que obtuvo el premio del Círculo de Críticos de Arte 2022.

    El favorito de las viejas es un breve relato escrito con una prosa impecable y un sólido manejo de los saltos de tiempo, rasgos que no son nada nuevo en la obra de Marchant Lazcano. Tampoco lo son su exploración de las clases altas chilenas y el arribismo, que abordó desde su primera novela, La Beatriz Ovalle (1977), un best seller local, o su trabajo con personajes reales, como hizo con Augusto D’Halmar, E. M. Forster y Edward Carpenter en De ahí venía el miedo (2020).

    ¿Qué es lo nuevo, entonces?

    El marqués de Cuevas, el personaje casi legendario que cuenta su vida en este libro.

    Más de alguien supondrá que comencé siendo una especie de pícaro”, dice en las primeras páginas, pero “los pícaros fracasan siempre. Yo no quería fracasar”. Marchant Lazcano tiene plena conciencia de que esta es una novela picaresca, pero a diferencia de los clásicos del género, este es un pícaro refinado y encantador que, precisamente por esos rasgos, se las arregla para no solo desplazarse por distintas ciudades y clases sociales, sino para ascender hasta la cúspide.

    Aunque cuenta su infancia y sus primeros merodeos entre las viejas aristócratas santiaguinas, la historia realmente empieza en París, donde se hace llamar George de Cuevas y trabaja en un famoso atelier: “Cómo aprendí de historia, moda y decoración en Maison Irfé. (…) Ni en cuatro generaciones educándome en Chile habría logrado conseguir ni un ápice de esa sabiduría”. Allí se relaciona con los aristócratas de capa caída, pero cultos y elegantes, que huyeron de la Revolución rusa, entre quienes se encuentran sus jefes, la princesa Irina Alexandrovna y su esposo Félix Yusúpov. Cuevas se acerca especialmente a este último, el asesino de Rasputín, un personaje fascinante —y no del todo fiable— que le relata sus ménages à trois con soldados a los 12 años, sus días de vida cortesana en el Palacio de Invierno y sus escapadas nocturnas a la avenida Nevski, travestido como una más de las prostitutas de San Petersburgo.

    El marqués de Cuevas de Marchant Lazcano, como el Mr. Ripley de Patricia Highsmith, es un personaje de sexualidad ambigua, cuya vida cambia por un viaje a Europa y que va alterando su identidad para moverse por los círculos en los que logra colarse pese a su origen, y como el emperador Adriano de Marguerite Yourcenar, relata su improbable ascenso gracias a una mujer para terminar dirigiéndose a su heredero en un mundo decadente en todos los sentidos de la palabra.

    Su obsesión por la nobleza se ve interrumpida con la llegada a la Maison Irfé de Maggie Rockefeller, la heredera del líder de la industria estadounidense. La atención que ella le presta despierta la envidia de Yusúpov, que quiere seducirla por su dinero, al tiempo que Cuevas se da cuenta de que ella es la clave para continuar su trayectoria: “Había que hacer un sacrificio, sin duda. Inmolarse. Ya no se trataba de salir de juerga para que una señora le comprara a uno las fichas del casino o, en el mejor de lo casos, cierta dama se permitiera regalarte unos gemelos de oro con zafiros. Esto era más complejo, más brutal, más aterrorizador”. Entonces deja atrás a sus amos rusos, Maggie le compra a la corona española su título de marqués perdido en alguna rama dudosa de su árbol genealógico, y luego se casan y se mudan a Estados Unidos.

    Pero tras decepcionarse de la aristocracia europea, no tarda en ocurrirle lo mismo con la alta burguesía capitalista norteamericana, cuando conoce al patriarca de los Rockefeller en Nueva York: “En aquella lejana comida de bienvenida, pude observar que estos multimillonarios tenían hábitos de clase media sin sofisticación alguna, o es que nunca se habían distanciado de los pozos de petróleo donde se embarraron las patas desde los inicios de la hazaña. Ahorrativo hasta lo increíble, usaba siempre la misma ropa áspera de las pulperías o como fuera que se llamaran sus tiendas del Lejano Oeste. En Chile habría parecido campesino de fundo o buscador de salitre en el norte”. Y algo similar ocurre en otro momento central de la novela, el regreso del marqués a Santiago años más tarde, ya famoso, millonario y a cargo de su renombrada compañía de danza, una visita que lo pone nervioso, pero en la que pronto desenvaina su lengua filosa para reírse de las pretensiones de la patética clase alta chilena.

    La apariencia, costumbres y amaneramiento general del marqués han hecho que se asuma su sexualidad como algo obvio; en ese sentido, llama la atención el giro que le da Marchant Lazcano, autor que ha dedicado toda una trilogía de novelas a explorar las experiencias de hombres homosexuales chilenos en el extranjero —la emotiva Sangre como la mía (2008), la prometedora pero decepcionante Cuartos oscuros (2015) y la ya mencionada De ahí venía el miedo—, un giro que complejiza la imagen de Cuevas: “Lo cierto es que a estas alturas debo declararlo: me enamoré de ella (…). Aunque muchos no lo crean treinta años después y sigan pensando que me casé por interés (…). Maggie Strong Rockefeller fue la mejor guía femenina del mundo y, de paso, me hizo sentir que sí me gustaban las mujeres”. Como en el caso de Yusúpov, lo que importa no es tanto la veracidad de sus dichos, sino el relato que el marqués construye de sí.

    Esta “novelita”, como la describe el subtítulo, parece tomar aquella clasificación diminutiva de las Tres novelitas burguesas que José Donoso publicó tras salir del abismo de El obsceno pájaro de la noche. El marqués de Cuevas de Marchant Lazcano, como el Mr. Ripley de Patricia Highsmith, es un personaje de sexualidad ambigua, cuya vida cambia por un viaje a Europa y que va alterando su identidad para moverse por los círculos en los que logra colarse pese a su origen, y como el emperador Adriano de Marguerite Yourcenar, relata su improbable ascenso gracias a una mujer para terminar dirigiéndose a su heredero en un mundo decadente en todos los sentidos de la palabra. La diferencia más notoria es, por supuesto, su tono, la comicidad y liviandad gracias a las que El favorito de las viejas logra ser exactamente lo que promete: un divertimento encantador.

     


    El favorito de las viejas. Una novelita sobre el Marqués de Cuevas, Jorge Marchant Lazcano, Cuarto Propio, 2022, 108 páginas, $14.500.

  56. Deja que los muertos entierren a sus muertos

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    Hubo una vez un hombre que perdió a su padre, este hombre debía emprender un viaje por el mar de Galilea o el mar Muerto, era uno de esos mares, estoy casi segura. Con el duelo pesándole en los tobillos se acercó al hombre que lideraba la embarcación y le dijo: temo que no puedo emprender este viaje contigo, mi padre acaba de morir, debo quedarme.

    El hombre lo miró, no a la cara —este hombre sabía—, lo miró a los tobillos, entendió el peso, la dimensión de su duelo y supo qué decir.

    Deja que los muertos entierren a sus muertos.

    ***

    Deja que los muertos entierren a sus muertos, fueron sus palabras. El hombre que las pronunció —cuentan otras historias— multiplicó el vino, el pan y cómo no, sus propias palabras. Primero fueron San Mateo y San Lucas, luego cientos de miles de fieles, o mejor: lectores —llamémoslos así.

    La lectura es el arte de la réplica”, decía Ezra Pound. Dos mil años después, este relato que acabo de reescribir o replicar, me encontró cuando trabajaba en las primeras páginas de Mientras dormías, cantabas (2021), una novela que, sabía entonces, se trataba de la pérdida. Yo sin otra religión que la lengua, caí rendida. Sentencia tan radical, sugerente y finita, no he escuchado o esa es mi apuesta.

    Me cuesta creer en la magia de los versos”, escribió Jorge Teillier. Y claro, en ese universo pronunciado por el poeta condenado a la cruz, no hay magia. La cruz es madera y esa frase: pan y barro.

    Caprichosamente, intenté sopesar la materialidad de ese enunciado. Encontré luego esa frase en Borges, en Tolstói, en Enrique Lihn, dónde más, ayúdenme, ustedes. Ricardo Piglia, en El último lector, señalaba: “Para entender hay que narrar otra historia. O narrar de nuevo una historia, pero desde otro lugar. Y en otro tiempo. Ese es el secreto”.

    Leonor, la protagonista de Mientras dormías, cantabas, muere al inicio y al final de la novela. No son sus alas las que arden, como en el final de Prado, sino su aliento consumido por un corazón maltrecho. Leonor se pregunta, también, durante todo el libro y en su muerte: ¿qué hay antes? Antes de todo esto. De esa vida cruzada por la enfermedad, de esa vida miserable que le tocó vivir. Y escribiendo esta historia comprendí: antes de la vida solo hay muerte y esta no es una sentencia de la que tengamos que huir.

    Y ahí estaba. Mientras dormías, cantabas quería comprender la muerte de una mujer enferma, curcuncha, blanca y azul. Una mujer como lo fue Alsino, el niño alado de la novela de Pedro Prado, o como me gusta llamarlo a mí: Pedrito Prado.

    Mi novela sería un homenaje, un espejo a Alsino (1920) y a su niño jorobado, linchado, enfermo, en el pináculo del delirio, Jesucristo: la muerte que cargo por arte de ficción. La primera vez que lloré leyendo fue con La granja de los animales, no me pregunten por qué. La segunda, fue mientras veía a Alsino caer, un mes de mayo, contó Prado, hecho cenizas: “Deshechas hasta lo insoportable… fundidas en el aire invisible y vagabundo”.

    Leonor, la protagonista de Mientras dormías, cantabas, muere al inicio y al final de la novela. No son sus alas las que arden, como en el final de Prado, sino su aliento consumido por un corazón maltrecho. Leonor se pregunta, también, durante todo el libro y en su muerte: ¿qué hay antes? Antes de todo esto. De esa vida cruzada por la enfermedad, de esa vida miserable que le tocó vivir. Y escribiendo esta historia comprendí: antes de la vida solo hay muerte y esta no es una sentencia de la que tengamos que huir.

    Hace unos días, mientras viajaba por Magallanes, vino a mí una verdad tan radical, sugerente y finita como el verso del poeta multiplicador. Los árboles que vemos conviven día a día con la muerte. Solo la fina corteza que los recubre está viva. Dentro de ellos, dentro de sus troncos, albergan la muerte.

    Qué son las palabras, me pregunto, entonces.

    Muertes entredichas.

    Fórmulas para enterrar a nuestros muertos. Para mantener viva la corteza que esconde la muerte.

    Teillier lo dijo mejor: “Palabras, palabras —un poco de aire / movido por los labios— palabras / para ocultar, quizá lo único verdadero: / que respiramos y dejamos de respirar”.

     


    Mientras dormías, cantabas, Nayareth Pino Luna, Los Libros de la Mujer Rota, 2021, 204 páginas, $13.000.

  57. Todo lo sólido se desvanece en el aire: narrativas del desastre medioambiental

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    En su notable ensayo The Great Derangement: Climate Change and the Unthinkable (2016), el novelista indio Amitav Ghosh llamó la atención sobre la escasa relevancia que la crisis climática —el gran riesgo existencial de nuestro tiempo— ha tenido en la narrativa “literaria” más prestigiosa, siendo relegada a obras de género, en particular a la ciencia ficción. Esa tendencia, más marcada en el contexto anglosajón que en el latinoamericano, se ha visto revertida en parte en los últimos años. La novela El emisario, de Yoko Tawada, publicada en japonés en 2014 y recientemente traducida al castellano, es un ejemplo de ello.

    Tras una catástrofe ecológica no especificada, Japón ha decidido aislarse del resto del mundo. Está prohibido viajar al extranjero e incluso emplear palabras de origen foráneo. La agricultura ha colapsado, excepto en la sureña y lejana isla de Okinawa, y la comida es escasa. Algunos productos, como la fruta, se han transformado en bienes suntuarios. La mayoría de los animales ya se extinguieron. Las ciudades están casi completamente deshabitadas debido a la contaminación. Los niños y niñas nacen débiles, enfermizos, muchos fallecen a una edad temprana, mientras que las ancianas y los ancianos son robustos, están llenos de energía y superan ampliamente los 100 años de vida. Las personas cambian de sexo de manera espontánea. Los hombres experimentan la menopausia. Las relaciones sexuales son casi inexistentes. El lenguaje se ha llenado de eufemismos oficiales. El Gobierno fue privatizado.

    Tawada imagina este mundo posible con prolijidad de detalles y lo hace a partir de un espacio ínfimo, centrándose en la relación entre un anciano, Yoshiro, y su bisnieto Mumei. Yoshiro tiene más de 100 años y está pletórico de fuerzas. Vive obsesionado por el bienestar de su bisnieto, a quien adora. La salud del niño es precaria, lo aqueja una fiebre constante, apenas puede caminar, casi toda la comida le cae mal, pero se resigna a ello con una alegría y optimismo que conmueven a su abnegado bisabuelo. Tawada se enfoca en esta relación para ir construyendo una cotidianidad cercada por el derrumbe exterior. Quizás el gran mérito de esta novela —considerada una obra menor dentro de la producción de su autora, que también incluye El novio fue un perro (1993) y Memorias de una osa polar (2011)— es su tono satírico.

    La autora se burla con agudeza de rasgos y tendencias de la sociedad japonesa actual, comenzando por la inacción ante la crisis climática y la devastación medioambiental, sin duda inspirada por el desastre nuclear de Fukushima, ocurrido en 2011. La novela alude también al envejecimiento de la población. Es particularmente aguda su mirada sobre la evolución reciente del lenguaje, cada vez más cauteloso y políticamente correcto, parte de la cual sin duda se pierde en la traducción. El empleo de eufemismos oficiales remite al doublespeak orwelliano: “Los nombres del Día del Respeto a los Ancianos y del Día de los Niños se modificaron por el Día del Ánimo a los Ancianos y el Día de Disculpa a los Niños; el Día de la Educación Física pasó a llamarse el Día del Cuerpo para que los niños que no crecían físicamente no se pusieran tristes, y el Día del Agradecimiento del Trabajo se convirtió en el Día de Basta con Vivir para no herir a los jóvenes que no podían trabajar”.

    Además de Orwell, El emisario contiene elementos de Kafka —la principal influencia declarada de su autora, quien reside en Alemania desde 1982, y escribe en japonés y alemán—, sobre todo en el tono apacible con que se relatan situaciones levemente absurdas, y se emparenta con el surrealismo light de Murakami. También pueden trazarse líneas de conexión con dos obras clave de la literatura japonesa del siglo XX, ambas publicadas en la década de 1960. El emisario puede leerse como una vuelta de tuerca a la novela Una cuestión personal (1964), de Kenzaburo Oé. En ese relato semiautobiográfico, el narrador se veía confrontado al dilema del nacimiento de un hijo con severa discapacidad intelectual, torturado por la repulsión y la culpa, entregándose al escapismo a través del alcohol y el sexo, llegando a planear el asesinato de la criatura. En la novela de Tawada, un hombre anciano queda a cargo de un niño aquejado por severos trastornos físicos, al que ama casi con desesperación, esmerándose en su crianza, preocupándose de mimarlo y atenderlo en los más mínimos detalles.

    Asimismo, el libro de Tawada puede situarse en la cuerda de Lluvia negra (1965), la novela de Masuji Ibuse sobre la devastación causada por la bomba de Hiroshima (Ibuse publicó “Carpa” en 1926, uno de los grandes cuentos de la literatura japonesa, cuando no de la literatura a secas). Asimismo, el tema de la contaminación radiactiva iba a permear la cultura popular japonesa, desde películas como Godzilla (1954) y la serie Ultraman (1966) y sus secuelas, hasta los mangas y animés que irrumpieron en Occidente a partir de la década de 1980.

    El arte del siglo XX, sostiene Ghosh, supuso un giro de la naturaleza a lo humano, situando la conciencia, agencia e identidad humanas en el centro de la experiencia estética. Pero resulta imposible confrontar la crisis climática de manera individual: esta plantea un desafío colectivo a una cultura que ha eliminado lo colectivo de la economía, la política y la literatura.

    El gran delirio

    El emisario es una novela literaria que se hace cargo de la devastación medioambiental. Su tono satírico parece hacer referencia a la causa de fondo de la crisis climática: la ineficacia de nuestras instituciones, la ineptitud de las élites y los intereses económicos que controlan la política. Aunque las soluciones técnicas están a la mano, nos dirigimos como lemmings al abismo. El humor sirve para marcar contrastes y remarcar lo que Bruno Latour apuntó en su ensayo “Esperando a Gaia”: existe una radical “desconexión entre la magnitud de los problemas que enfrentamos y lo limitado de nuestra comprensión y rango de atención”.

    The Overstory (2018), de Richard Powers, es otro ejemplo de obra literaria prestigiosa centrada en el medio ambiente. Pero Amitav Ghosh tiene razón: el tema climático se concentra particularmente en la ficción especulativa, la ciencia ficción y en el subgénero de la ficción climática, que tiene ilustres antecedentes en El mundo sumergido (1962), de J. G. Ballard, y La nueva Atlántida (1975), de Ursula K. Le Guin, y que hoy prolifera a manos de autoras y autores como Paolo Bacigalupi, Tobias Buckwell, Octavia E. Butler, Omar El Akkad, N. K. Jemisin, Sam J. Miller, Nnedi Okorafor, Rebecca Roanhorse, Kim Stanley Robinson, Lauren Teffeau y Alexis Wright. Aunque la distinción trazada por Ghosh es más relevante en el ámbito anglosajón, donde el mercado busca segmentar los libros en una multiplicidad de géneros y subgéneros, no deja de ser sintomática de un problema mayor: lo que llama “el gran delirio”, nuestra incapacidad colectiva de asumir la crisis como una crisis y no un problema más entre muchos.

    Ghosh asimila a la narrativa el debate clásico que contrapuso a dos teorías geológicas antagónicas: el catastrofismo, surgido en el siglo XVII, que postulaba que la Tierra había sido moldeada por eventos violentos y discontinuos, y el gradualismo, la visión de una naturaleza moderada y ordenada, formada por procesos lentos y predecibles, como la erosión, que emergió en el siglo XVIII y terminó por ganar la partida en el XIX. No es casualidad, sugiere Ghosh, que el gradualismo se impusiera al mismo tiempo que lo hacía la novela realista, que desplegaba la regularidad como rasgo crucial de la vida burguesa: ambas reflejaban un grado de complacencia y confianza en la estabilidad del emergente orden burgués. La novela realista muchas veces describía conflictos transcurridos en espacios cerrados, mientras que la realidad exterior se daba por sentada. La arrogancia depredatoria de la Ilustración europea hacia la naturaleza, sostiene Ghosh, se basa en el hábito de crear discontinuidades, desglosar cada problema y fenómeno en componentes pequeños, un modo de pensar que hace inconcebible la “interconectividad de Gaia”. También la literatura ha sido construida sobre la base de discontinuidades, mundos acotados.

    La canonización de la novela realista conllevó el exilio de la ciencia ficción del mainstream literario. Ghosh ejemplifica esa transición mediante una novela emblemática, Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, que al momento de su publicación fue acogida como una obra de valor literario y con el paso de las décadas sería desplazada a un estatus inferior, reservado a la literatura de género. La relegación de género ocurrió en un doble sentido, al tratarse de una escritora, quien además era la hija de una de las pioneras del feminismo, Mary Wollstonecraft.

    Ghosh teje una sutil conexión entre Frankenstein y el proceso de ocultamiento que hoy se tiende sobre la crisis climática. Es célebre la historia de la concepción de la novela a orillas del lago Ginebra durante el verano de 1816. Debido al sorprendente mal tiempo —frío y lluvia incesante—, Lord Byron, John Polidori, Mary Godwin y su futuro esposo, Percy B. Shelley, pasaron tres días encerrados en una villa creando historias de terror, las que darían origen a dos clásicos de la literatura gótica: El vampiro, de Polidori, y Frankenstein. Ghosh destaca que el mal tiempo que asoló a Suiza durante el verano de 1816 no fue un hecho aislado. En abril de 1815, el Monte Tambora en Indonesia había hecho erupción. Durante los meses siguientes, el volcán arrojó a la atmósfera millones de toneladas de material particulado, oscureciendo el sol y causando un descenso global de la temperatura; 1816 fue llamado “el año sin verano”.

    El arte del siglo XX, sostiene Ghosh, supuso un giro de la naturaleza a lo humano, situando la conciencia, agencia e identidad humanas en el centro de la experiencia estética. Pero resulta imposible confrontar la crisis climática de manera individual: esta plantea un desafío colectivo a una cultura que ha eliminado lo colectivo de la economía, la política y la literatura (John Updike, por ejemplo, definió la novela como una “aventura moral individual”). Ghosh reconoce, eso sí, que algunos autores y autoras contemporáneos han ido a contracorriente de esa tendencia, tales como Margaret Atwood, Doris Lessing, Cormac McCarthy y Kurt Vonnegut.

    La opción de Yoko Tawada por elaborar un microrrelato casi claustrofóbico, una obra de cámara, centrada en la relación entre un niño y su bisabuelo, se queda en el tono menor, no alcanza a tomar vuelo, pero constituye un esfuerzo original y contraintuitivo por hacerse cargo de la vastedad de la crisis climática, que equivale a lo que el filósofo Timothy Morton ha llamado ‘hiperobjetos’, entidades de dimensiones temporales y espaciales tan vastas que desbordan nuestra capacidad de concebirlas y pensarlas.

    Giro hacia el futuro

    En América Latina no es posible trazar fronteras tan tajantes, la producción cultural está menos segmentada por los mercados y predomina la hibridación entre géneros literarios. El tránsito desde las llamadas “novelas de la Tierra”, obras realistas instaladas en el paisaje latinoamericano que predominaron hasta las primeras décadas del siglo XX, hacia contextos urbanos fue de ida y vuelta. La ciudad fue ocupada literariamente a partir de las vanguardias de los años 20, pero el entorno natural persistió en autores y autoras como Borges, Carpentier, Asturias, Rulfo o Castellanos, hasta los “macrorrelatos” del boom.

    En un ensayo publicado en el New York Times en 2021, “La literatura latinoamericana da un giro hacia el futuro”, Jorge Carrión destacó la proliferación de la ficción especulativa en la región, una mezcolanza heterodoxa que combina narrativa y ensayo, cosmovisiones indígenas y feminismo, tecnología y humor. Menciona a Gabriela Alemán (Ecuador), Verónica Gerber Bicecci (México), Juan Cárdenas (Colombia), Martín Felipe Castagnet (Argentina), Alberto Chimal (México), Marcelo Cohen (Argentina), Liliana Colanzi (Bolivia), Rita Indiana (República Dominicana), Giovanna Rivero (Bolivia), Edmundo Paz Soldán (Bolivia), Samanta Schweblin (Argentina), Fernanda Trías (Uruguay) y J. P. Zooey (Argentina). El canon latinoamericano siempre se ha preocupado del presente y el pasado, sostiene Carrión. Ahora estamos viendo un desplazamiento de la mirada hacia el porvenir. De momento, predomina la distopía, pero no es inconcebible que también encuentre un lugar la utopía: “La región está encontrando en su literatura los futuros que sus políticos son incapaces de imaginar… La literatura ocupa ese lugar vacío —el de los proyectos colectivos del mañana— y lo convierte en un poderoso generador estético y filosófico”.

    Micro y macro

    La opción de Yoko Tawada por elaborar un microrrelato casi claustrofóbico, una obra de cámara, centrada en la relación entre un niño y su bisabuelo, se queda en el tono menor, no alcanza a tomar vuelo, pero constituye un esfuerzo original y contraintuitivo por hacerse cargo de la vastedad de la crisis climática, que equivale a lo que el filósofo Timothy Morton ha llamado “hiperobjetos”, entidades de dimensiones temporales y espaciales tan vastas que desbordan nuestra capacidad de concebirlas y pensarlas.

    Es posible que el macrorrelato esté más allá de nuestro alcance, que no sea posible en parte por lo que Bruno Latour describe como una radical “indiferencia de Gaia”. La hipótesis científica de Gaia, formulada en la década de 1970 por James Lovelock y Lynn Margulis, postulaba que el planeta y los seres vivos que lo habitan formarían un solo sistema complejo, un entramado de sinergias que ayuda a mantener las condiciones para la vida. Ello ha dado pie al empleo del término en un sentido New Age, a considerar el planeta como un solo ser vivo, análogo a la Pachamama o a la Pandora de James Cameron.

    Latour enfatiza que el planeta es extremadamente sensible a la acción humana, hasta tal punto que hemos entrado en una nueva era geológica, el Antropoceno, marcada por los efectos de nuestra presencia en la Tierra. Afirma Latour que Gaia “es extraordinariamente sensible a nuestra acción, pero al mismo tiempo, persigue objetivos que no apuntan en absoluto a nuestro bienestar”, al contrario de lo que dicta nuestro antropocentrismo. Ficciones como la de Tawada parecen apuntar en esa dirección: imaginar un planeta en el que los seres humanos van rumbo a la puerta de salida, es decir, que se atisba su salida de escena. En un sentido cabalístico, podemos concebir el mundo —o el universo— como un texto que los seres humanos nos empeñamos en descifrar, pero que no requiere de ojos humanos. Una narrativa que seguirá su curso cuando ya no estemos.

     


    El emisario, Yoko Tawada, traducción de Marta Morros Serret, Anagrama, 2023, 176 páginas, $20.000.

  58. Voces vacías

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    Anunciada por Anagrama como “lanzamiento mundial”, escrita originalmente en inglés y traducida a más de 30 idiomas, la novela Maniac aspira a consolidar el éxito de Benjamín Labatut en el campo literario contemporáneo después del aclamado Un verdor terrible, libro que abordaba un aspecto desconocido, aparentemente tangencial y, finalmente, central en el genocidio judío en manos de los nazis: la invención del gas venenoso usado en las cámaras de exterminio masivo. Ya el título conjugaba las ideas de belleza y horror, de creación y monstruosidad que Labatut planteaba como una paradoja del avance científico y del funcionamiento de la mente humana.

    En Maniac, en cambio, no hay espacio para la metáfora: todo es legible y claro, como definió Bolaño la condición sine qua non de una obra que aspira al aplauso de la crítica y del público, hecha a la medida de los tiempos, en ese ensayo donde la ironía es una forma de lucha: “Los mitos de Cthulhu”.

    El libro se estructura en tres partes. La primera se llama “Paul o el descubrimiento de lo irracional” y aborda el caso de Paul Ehrenfest, un físico matemático judío alemán que mata a su hijo Down y se suicida en medio del avance incontenible del nazismo y de la mecánica cuántica. Poco importa que el científico sufriera de una depresión no tratada; no vale tanto Ehrenfest como personaje sino como ilustración de una idea: la riesgosa dirección que han tomado la ciencia y la sociedad a comienzos del siglo 20. “Su desorden interno —dice el narrador— reflejaba la turbulencia política y económica que estaba empezando a desgarrar Europa”.

    Este afán de hacer calzar la figura con la horma lleva al narrador a proponer que Ehrenfest mató a su hijo porque no podía protegerlo “de una nueva y perversa racionalidad que estaba empezando a echar raíces a su alrededor, una forma de inteligencia profundamente inhumana y totalmente indiferente a las necesidades y los deseos más fundamentales de la sociedad”. Y es así como la primera parte del libro ajusta una tragedia particular al plan general de la obra, que es demostrar que la mente humana se ha empeñado en crear la inteligencia que la destruirá.

    Lo de Ehrenfest es solo la introducción a la historia central del libro: una semblanza de John von Neumann que se despliega a lo largo de 253 páginas, titulada “John o los delirios de la razón”. Dividida en tres partes, cada una con un título (“Los límites de la lógica”, “El delicado equilibrio del terror”, “Fantasmas en la máquina”), se trata de un relato construido a partir de 15 voces. Es evidente el esfuerzo del autor por complejizar la estructura de este libro, tal vez para distanciarlo del narrador omnisciente que dominaba en Un verdor terrible y para desplegar una habilidad narrativa que pudiera ser considerada más “literaria”.

    Es en esta ambición donde Maniac flaquea. Las voces que cuentan la historia no son tales, no se escuchan como individualidades, sino que son más bien bosquejos, maquetas, estereotipos. No parece haber detrás de ellas personajes completos, no suenan a personas reales. No son verosímiles. Las estrategias para diferenciarlas son más bien técnicas, no de tono: algunas voces hablan con muchos puntos aparte y otras, solo con puntos seguidos, por ejemplo. También hay énfasis en diversas dimensiones del personaje, como las descripciones íntimas de Klára Dan, la segunda mujer de Von Neumann. Pero el lenguaje, la forma de hablar, es una sola, y se parece a las traducciones al español que aparecen en los documentales televisivos y que suelen ser parodiadas en redes sociales como TikTok:

    “Uno podía oír perfectamente cuando estaban… haciendo fiestita…, así que nadie se sorprendió cuando nacieron ocho bebés después del primer año” (p. 133).

    “Pero ¿qué más iba a hacer? ¡Estaba aburrido! ¡Cansado! Mi mujer estaba enferma y muriendo de tuberculosis en un sanatorio de Albuquerque, mientras yo ayudaba a construir una bomba atómica en el desierto. Estaba podrido, ¿entiendes? Frustrado, furioso y reventado de cansancio” (p. 136).

    “Yo la vi, ¿sabías? En Trinity. La primera explosión” (p. 142).

    Estos ejemplos son de un mismo testimonio, el de Richard Feynman, que lleva el epígrafe “No podía ver nada más que luz” (todos los testimonios tienen esa especie de títulos, que finalmente son intercambiables con los títulos de las secciones y con los de las partes de la novela).

    Ya al tercer testimonio está claro que Von Neumann era extremadamente inteligente y amoral, por lo que todo el resto de las afirmaciones sobre esos dos aspectos de su personalidad se vuelven reiterativas e innecesarias. (…) En Maniac todos los narradores se extienden en sus opiniones, como si no hubiese un interlocutor con suficiente visión de conjunto para conservar lo que aporta y descartar lo demás. Esto, que es un pecado de edición en obras testimoniales, resulta inexplicable en un libro donde los testimonios son ficticios y, por tanto, la libertad para ajustarlos es total.

    Como se observa, se trata de una voz que le habla a un tú, como si hubiese alguien de este lado recibiendo el testimonio (un investigador o un periodista). El texto pretende ser un relato oral, pero —al menos en la versión en español— no logra la naturalidad en el lenguaje que se requiere para hacer verosímil ese esfuerzo.

    No se trata solo de la forma, sino también del contenido: lo que dicen esas voces sobre Von Neumann también es intercambiable. Reiteran, por ejemplo, la idea del “genio único en su especie” (p.148), el semidios. Al mismo tiempo, lo describen como una mente siniestra:

    “América gatilló un cambio en su interior, una reorganización química o eléctrica en su cerebro, y como yo me había casado con él principalmente debido a la cualidad excepcional de ese órgano —incluso podría decir «exclusivamente», si casi no tenía otros encantos— fue una verdadera tragedia” (p. 147).

    “La frialdad de su razonamiento me parecía salida de una pesadilla” (p. 164).

    Ya al tercer testimonio está claro que Von Neumann era extremadamente inteligente y amoral, por lo que todo el resto de las afirmaciones sobre esos dos aspectos de su personalidad se vuelven reiterativas e innecesarias. Es justo lo contrario a lo que han logrado narradores como Virginia Woolf o José Donoso, quienes usan la diversidad de voces y de puntos de vista para complejizar la realidad o la versión oficial de un acontecimiento, de una vida. En Maniac todos los narradores se extienden en sus opiniones, como si no hubiese un interlocutor con suficiente visión de conjunto para conservar lo que aporta y descartar lo demás. Esto, que es un pecado de edición en obras testimoniales, resulta inexplicable en un libro donde los testimonios son ficticios y, por tanto, la libertad para ajustarlos es total.

    Otra debilidad es el manejo de información de los personajes: resulta poco creíble que la mujer de Von Neumann, después de haberse referido a la primera esposa del científico como “esa flaca histérica”, afirme en tono de analista político que Einstein “era una paloma, la cabeza no oficial del movimiento de desarme, mientras que Johnny era un halcón”. Hay también voces que citan párrafos completos de publicaciones o de discursos, como si un testigo común y corriente pudiese, en un relato oral, referir esas otras voces con exactitud, como ocurre en los textos periodísticos.

    Y están, además, las reiteraciones de referencias a Dios, los dioses y los demonios, en boca de narradores de orígenes y creencias, supuestamente, muy disímiles:

    “El mundo real —cuyas verdaderas reglas y propósitos solo Dios conoce” (p. 157).

    “¿Cómo pudimos traer esos demonios al mundo? ¿Cómo nos atrevimos a jugar con fuerzas tan terribles que podían borrarnos de la faz de la Tierra, o enviarnos de vuelta a un tiempo previo a la razón, cuando el único fuego que conocíamos brotaba de los rayos que dioses iracundos nos lanzaban desde el cielo mientras nosotros temblábamos en las cavernas?” (p. 168).

    “Aquel Dios de la Muerte Destructor de Mundos, la bomba de hidrógeno” (p. 170).

    Transitar por el segmento central de Maniac exige paciencia y buena voluntad. Finalmente se llega a la tercera parte, afortunadamente narrada por una sola voz que simula no ser un personaje histórico. Esa tercera parte, sobre el torneo de Go entre el campeón mundial y un software, recupera la tensión de Un verdor terrible, que radicaba en gran medida en la manera delicada en que engarzaba acontecimientos en apariencia distantes y establecía relaciones insospechadas.

    A la hora de construir Maniac, Labatut ha tenido la inteligencia de escoger tópicos actuales, presentes en seminarios académicos y gerenciales: la neurodivergencia, las oportunidades y amenazas de la inteligencia artificial y de la energía atómica. Abordarlos a partir de personajes vinculados a estos temas es una estrategia clásica de la divulgación científica, utilizada exitosamente en biografías y ensayos. Labatut toma esos recursos nacidos en la época en que se creía en la objetividad de los datos y los envuelve en una reflexión pesimista muy contemporánea. Sin embargo, se extraña en Maniac una mayor comprensión de esos personajes secundarios que podrían dar una mayor porosidad al carácter del protagonista. Tal vez por ser ellos comunes y corrientes no lograron suficiente atención de su creador, pero son esas voces, su autenticidad y profundidad, lo que puede hacer la diferencia entre una obra que aspira a ser grande y la verdadera grandeza.

     


    Maniac, Benjamín Labatut, Anagrama, 2023, 400 páginas, $25.000.

  59. Variaciones sobre la violencia

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    El Festival Internacional Teatro a Mil, cuya trigésima primera edición empezó el pasado 3 de enero, trae más de 100 espectáculos: teatro, danza y música, nacionales e internacionales, en salas, en la calle y de manera digital, gratuitos y pagados. Entre los montajes nacionales que regresan a las tablas se encuentran Girls and Boys y Encuentros breves con hombres repulsivos, dos obras que tienen muchos puntos de contacto, que dialogan entre sí.

    Girls and Boys, un monólogo estrenado originalmente en Londres a principios del 2018, fue escrito por Dennis Kelly, autor británico de una veintena de obras de teatro, series, películas y la adaptación musical de Matilda. El montaje chileno es una versión que trae la historia a nuestro contexto local, lo que no solo es obra de los traductores Andrés Kalawski y Milena Grass, sino también de la dirección de Alfredo Castro, que añadió un elemento que determina esta puesta en escena protagonizada por Antonia Zegers: el stand up comedy.

    Debido a eso, la actriz se deja ver en el escenario, preparándose para el show, y empieza a hablar incluso antes de que se oigan los anuncios para apagar los celulares y que la sala se oscurezca. Luego empieza la obra propiamente tal, en que se alternan dos planos. En uno de ellos, la protagonista sin nombre nos narra momentos como cuando conoció a su esposo, cuando quedó embarazada, cuando empezó a hacer carrera desde abajo hasta llegar a ser productora de documentales o cuando su relación amorosa empezó a colapsar; todo esto en el formato stand up: histriónica, garabatera, tomándose una piscola y siempre lista para responder a las reacciones del público. En el otro plano, la mujer habla con su hija y su hijo, la oímos dirigirse a ellos pero no sus respuestas: solo su parte del diálogo nos da a entender lo que ocurre.

    La transición entre el primero y el segundo plano es acompañada por el ascenso del telón, la aparición de la música y otros efectos, pero en la medida en que la obra avanza las transiciones van cambiando, se vuelven más lentas o dolorosamente abruptas, hasta que finalmente la frontera se borra y la máscara de la comedia se deja caer junto al telón que colapsa, dejándonos frente a la tragedia que atraviesa la obra. En ese sentido, la opción de reforzar lo cómico en el inicio solo hace más brutal la llegada del desenlace, en que todo lo que vimos anteriormente adquiere un nuevo sentido.

    En cuanto al título, que en este caso se optó por mantener en inglés (en otros países de habla hispana se ha traducido), anuncia que un tema central de Girls and Boys tiene que ver con el género. Sobre todo, en relación con la violencia, un aspecto que para la protagonista define la condición humana. El montaje explora el hecho de que aunque tratemos de contar las excepciones, por lejos la violencia suele estar en manos de los hombres, desde sus formas sutiles hasta las más devastadoras, como la que marca la historia de esta mujer. Lo vemos en la crianza de sus hijos ―las ligeras diferencias que hace entre ambos, los juegos que prefiere cada uno―, pero también en el relato sobre su esposo, una historia que evita en cada giro caer en lo estereotípico. Lo vemos, en definitiva, desde su punto de vista, porque como ella misma comenta en un momento, solo está contando su lado de la historia, porque eso pasa cuando hay una sola persona hablando.

    Montaje de Encuentros breves con hombres repulsivos en 2021. Crédito: FITAM.

    A partir del libro de cuentos Entrevistas breves con hombres repulsivos (1999), de David Foster Wallace, en que hay una serie de transcripciones de diálogos que solo incluyen las respuestas de los hombres, pero no las preguntas de las mujeres, el director argentino Daniel Veronese dio forma a la obra Encuentros breves con hombres repulsivos, que es la segunda parte de su trilogía Experiencia. Otra obra de ese conjunto, La persona deprimida, que se basa en un relato del mismo libro, también está en cartelera en FITAM.

    De las transcripciones del libro, el director seleccionó solo ocho y optó por incluir a algunos de los personajes más provocadores: el hombre que tiene un brazo con una malformación (él lo llama su aleta) y lo utiliza para seducir mujeres fingiendo que es muy sensible al respecto, pero que confía tanto en ellas que les va a mostrar eso que nunca le ha mostrado a otra; el que parte hablando de la determinación intuitiva del sexo de los pollos en Australia para describir de manera similar su elección de mujeres, para encontrar a aquellas que aceptarían que él las amarre; o el que intenta que su interlocutora acepte que una agresión sexual puede tener consecuencias positivas, lo que compara con la necesidad de un holocausto para que exista El hombre en busca de sentido.

    Veronese montó esta obra en paralelo en Argentina y Chile, con un elenco local en cada caso, y trajo los relatos a un contexto más cercano. A nivel dramatúrgico, un cambio respecto al libro de Foster Wallace es que aquí las escenas suelen tener remates más intensos. Estos remates son cruciales porque al final de cada escena ocurre un cambio de papeles y el actor que interpreta a uno de los “hombres repulsivos” en una escena, toma el papel femenino en la siguiente.

    Poner ambas voces en escena fue claramente una decisión, ya que montar los diálogos desde un solo lado, tal como en el libro, hubiera sido una opción perfectamente plausible en el teatro, como ocurre en las escenas de Girls and Boys de la madre con sus dos hijos. La inclusión de ambas partes en Encuentros breves no solo le da voz al lado femenino de las historias, sino que además (y sobre todo) recalca el hecho de que estos hombres suelen interrumpir a las mujeres, lo que en el libro se subentiende, pero aquí se hace explícito. Estas historias exploran varias caras del machismo: son escenas de hombres que les dicen a las mujeres qué pensar y siempre dominan la conversación.

    Si bien ver a ambos papeles representados por actores masculinos, dada la particular suspensión de la incredulidad que se da en el teatro, no es algo extraño, aquí tiene un cierto efecto alienante, el que se vuelve notorio en la medida en que los personajes hombres dejan salir sus costados más perversos, como el que le dice “Te amo” a su pareja a cada rato, pero con esa misma intensidad huye siempre del compromiso, y aunque afirma que ella es la excepción, también le dice: “Me sentí culpable. A pesar de lo increíblemente mágico y bien que estuvo, que estuviste tú, sobre todo cuando pudiste relajarte un poco. Porque al principio estabas un poco incómoda, ¿no? Pero yo me sentía tan increíblemente atraído por ti. Por eso te presioné. Te forcé un poquito”.

    Encuentros breves escenifica los diálogos para resaltar el ensimismamiento y falta de empatía —o un cierto narcisismo— de estos hombres, que solo se oyen a sí mismos. Quizá por eso es que siempre hablan desde la distancia y/o con un mueble de por medio, excepto hacia el final. Por el contrario, Girls and Boys no solo es un monólogo, sino que además refuerza ese aspecto por medio de la puesta en escena que adopta la forma del stand up comedy, pero esto mismo también lleva a la protagonista a interactuar directamente con el público desde antes de que la obra empiece, lo que nos convierte a nosotros en el otro personaje con el que ella dialoga. Aquí no hay distanciamiento, sino todo lo contrario: la protagonista rompe la cuarta pared para llevarnos hasta su espacio más íntimo, y como en una reunión de amigos, nos hace conocerla entre risas para solo luego, al final de la noche, ser capaz de confesarnos su dolor más profundo.

     

    Imagen de portada: Antonia Zegers en Girls and Boys. Crédito: Pablo Larraín.

     


    Girls and Boys, de Dennis Kelly, dirección de Alfredo Castro, traducción de Andrés Kalawski y Milena Grass, 95 minutos.


    Encuentros breves con hombres repulsivos, basada en el libro de David Foster Wallace, adaptación y dirección de Daniel Veronese, 60 minutos.

    Esta edición del Festival Internacional Teatro a Mil continúa hasta el 28 de enero. Revisa la cartelera en https://teatroamil.cl/

  60. Mirar con ojos de búha

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    La nueva novela de Diamela Eltit tiene la fuerza y poder de su escritura hipnótica, de la palabra que dice desde esa “mirada búha” o “pájara” a que alude ya en el primer capítulo. Es sabido que la escritora ha venido entregando textos de ficción, desde Lumpérica (1983), en los que el lenguaje y el decir desafían al lector común, obligando a repasar las frases, identificar los símbolos, masticar las metáforas. Y es que Eltit escribe para decir y denunciar, para revelar, lo que no cabe en el formato propio de los relatos de ficción cuya intención principal es entretener, informar, evadir. Su escritura entonces —que ha ido evolucionando y descubriendo formas más flexibles y cercanas— es de aquellas que usan el lenguaje, la frase, la imagen, como herramientas de construcción de significados que salen a la superficie para hacernos pensar y revisar si nuestra comprensión de la realidad soporta los desafíos interpretativos que propone la autora.

    De alguna manera, todos los textos de Eltit recurren a técnicas narrativas que vienen de la literatura oral griega, relatos primero contados y luego escritos y traducidos, en una suerte de reconstrucción arqueológica. A partir del modo de decir de la tragedia griega clásica, de la forma en que personajes, el coro colectivo y los arquetipos operan, Eltit renueva y moderniza esa escritura con la finalidad de recuperar su función educativa, esa paideia que investiga de manera acuciosa Werner Jaeger en su libro homónimo, y que hizo de la literatura griega clásica un poderoso instrumento en la creación de una narración civilizatoria.

    Así, en Falla humana, con los recursos de la literatura de ficción, Eltit articula un relato que desnuda las estructuras del poder económico y del poder a secas, en su enfrentamiento con las necesidades y fragilidades de individuos y colectividades. Todo ello girando en una suerte espiral viciosa, en la que, desde la parte al todo, los engranajes van construyendo siempre, inevitablemente, alguna manera de abuso de poder de unos sobre otros, como consecuencia de un hacer esencial. Los arquetipos quedan al descubierto para ver cómo funciona el mecanismo de una especie de matriz inexorable, defectuosa ab initio.

    Con una prosa impecable e implacable, y como una manera de contrastar la enfermedad contemporánea denunciada, la falsificación exponencial de los motivos que movilizan nuestro tiempo, la escritora recurre al símbolo clásico del pájaro sabio que tiene la capacidad de ver por la noche y girar su cabeza para captar con sus ojos lo que ocurre a sus espaldas. Y lo convierte en una voz denunciante, la de la búha.

    En estas páginas, un vecindario, una corporación, la institución religiosa, la familia, el proyecto inmobiliario que genera la dialéctica de los intereses, son usados para denunciar problemas tratados por la filosofía más reciente en un arco tan amplio como el que va del pensamiento de Žižek al de Byung-Chul Han; todos ellos denunciando los excesos del mercado, la globalización, la pérdida de narrativas auténticas que permitan a las sociedades aferrarse a algo que detenga la vorágine tecnocrática, tecnológica, mercantilista, digital, el imperio líquido de internet y sus profundas confusiones. Y si bien en la voz de Eltit esta denuncia puede tener el matiz de una mirada de izquierda, ello no la hace sacrificar su honestidad intelectual, de modo que, en el entrevero de su preciso relato, queda en evidencia cómo, a fin de cuentas, en los tiempos que vivimos —cualquiera sea el color de la ideología que soporta nuestros comportamientos— todos estamos cruzados, dominados o sometidos por la misma falla: la Corporación. Es esta entidad la que coloniza al Estado, al individuo, al ciudadano, al político y al empresario, es decir, todos se ven atrapados en la tela de araña del sistema vigente. Podrá decirse que es una novela que critica el “sistema”, en un tiempo post Guerra Fría en el que el sistema siempre se entiende como el capitalismo. Pero Falla humana, también puede leerse en una clave más amplia, más “búha”, para entender que el poder genera sus imposiciones, sus abusos, desde todas las formas que puede adoptar la “Compañía”, incluido el propio Estado, y no solo como la estructuración jurídica de los intereses del poder privado.

    Con una prosa impecable e implacable, y como una manera de contrastar la enfermedad contemporánea denunciada, la falsificación exponencial de los motivos que movilizan nuestro tiempo, la escritora recurre al símbolo clásico del pájaro sabio que tiene la capacidad de ver por la noche y girar su cabeza para captar con sus ojos lo que ocurre a sus espaldas. Y lo convierte en una voz denunciante, la de la búha (no el búho, porque quizás hoy la capacidad de ver y denunciar y mirar esté más presente en los ojos femeninos. Quizás).

    Una vez más, Diamela Eltit escribe en un registro de complejidad simbólica que la convierte en una de las narradoras más inteligentes de nuestro tiempo. Denuncia en sus textos lo que le duele, pero su denuncia, leal a sus sensibilidades, tiene la capacidad de dejar en evidencia la falla ahí donde está, incluso en la “cuadra”, en el “bloque” que le es más familiar. Falla humana debe leerse como se lee la literatura del más alto nivel, como un mensaje que abarca todos los escenarios posibles. Eltit no escribe para los políticos simplones o los ciudadanos que han comprado una ideología banalizada, escribe para registrar lo esencial y ella misma, creo, lo confiesa en su primera frase: “Soy la búha guardiana de la cuadra. La búha que relatará las partículas de la noche”. Y lo hace, como siempre, con precisión aterradora, tal como lo deja ver el título de la tercera sección de la novela: “La nueva caminata. ¿Hacia dónde?”.


    Falla humana, Diamela Eltit, Seix Barral, 2023, 202 páginas, $17.900.

  61. El ritmo de Harlem: desvíos y torsiones en tres actos

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    El ritmo de Harlem (2021) es una novela de crímenes dividida en tres actos que podríamos considerar como tesis, antítesis y síntesis; en ella, Whitehead nos presenta tres episodios en la vida de Ray Carney, situados en 1959, 1961 y 1964. Carney es un personaje complejo y memorable que ingresa al mundo del crimen como por acto reflejo, casi afirmando que es inevitable para un hombre negro tomar ciertos desvíos y pasos bajo nivel en una trayectoria moral hasta entonces intachable; ese es el primer acto, una trepidante serie de eventos y retratos de personajes del hampa.

    En el segundo acto, Carney se rebela contra una de las verdades del racismo estructural, los límites que la sociedad impone a la ambición, y hace suya la inescapable herencia criminal de su padre.

    En el último acto encuentra una “tercera vía”, una metáfora tan poderosa como el tren que permite a los esclavos huir de los estados del sur en El ferrocarril subterráneo o la escuela reformatoria para adolescentes negros de Los chicos de la Nickel, aunque esta solución parece más predecible y de menor alcance que las anteriores.

    Uno de los grandes logros de la novela es cómo, episodio tras episodio, vemos caer los muros entre las identidades de Carney, hasta que en las últimas páginas lo vemos compartiendo la mesa con su esposa, sus hijos y Pepper, un compinche de su padre en pretéritos atracos.

    Podríamos decir que, al aligerar el estilo de sus dos novelas anteriores y escribir El ritmo de Harlem, Whitehead realizó una operación parecida a la que Cormac McCarthy llevó a cabo al abandonar la complejidad de libros como Suttree (1979) y Meridiano de sangre (1985) por el estilo más digerible de No es país para viejos (2005) y La carretera (2006). Al mismo tiempo, si bien El ritmo de Harlem comparte una cantidad importante de ADN con los libros de bolsillo que solían venderse en quioscos, es innegable que tanto Whitehead como McCarthy expanden los límites de los géneros populares, colmándolos de humanidad, al tiempo que reformulan las expectativas de la convención genérica y las parodian sin sorna.

    El retrato humano del que hablo es inseparable de la creación de Ray Carney, un sujeto que subdivide su identidad y transforma su lenguaje y performance social según la ocasión, mostrándose como un yo fracturado por imposiciones sociales de tipo afectivo, familiar, laboral, criminal o de funcionamiento ante el “mundo blanco”. De hecho, uno de los grandes logros de la novela es cómo, episodio tras episodio, vemos caer los muros entre las identidades de Carney, hasta que en las últimas páginas lo vemos compartiendo la mesa con su esposa, sus hijos y Pepper, un compinche de su padre en pretéritos atracos. Esa fractura y serie de subdivisiones se aplica también para el elocuente e informado retrato histórico que Whitehead hace de Harlem y su compleja estratificación racial y social. Quizás es precisamente al plantear ese paralelo entre las identidades fracturadas de Carney y la sociedad en que se desenvuelve donde Whitehead consigue, como Herman Melville con la tripulación del Pequod, hacer un retrato de su nación y, por extensión, de la humanidad.

    Una de las cosas que se celebra a Toni Morrison, como si fuese un logro y no algo natural, es que escribió sobre personas negras con la atención y empatía que la literatura estadounidense hasta entonces reservaba a personajes blancos. Colson Whitehead no solo pertenece a su escuela, además nos hace habitar la piel de alguien expuesto a diversos matices de racismo, desde los más insultantes a otros casi imperceptibles para quienes no los sufren.

    Una de las cosas que se celebra a Toni Morrison, como si fuese un logro y no algo natural, es que escribió sobre personas negras con la atención y empatía que la literatura estadounidense hasta entonces reservaba a personajes blancos. Colson Whitehead no solo pertenece a su escuela, además nos hace habitar la piel de alguien expuesto a diversos matices de racismo, desde los más insultantes a otros casi imperceptibles para quienes no los sufren, y a experimentar la extrañeza de ver la cultura blanca desde el mundo negro, un poco como en la serie Atlanta o en el arte afro-surrealista.

    El traductor Luis Murillo Fort ofrece una versión de la lengua que no hace concesiones al lector latinoamericano y que incluso puede pesar al lector peninsular, forzándonos a detenernos y repasar oraciones vibrantes que parecen interrumpidas por “lomos de toro” o, como dirían en España, badenes. Pese a esto, El ritmo de Harlem es una novela que encanta desde su primer acto, que baja la velocidad en el segundo y en el tercero avanza a toda máquina, para estrellarse con la última página.

    Una última observación. El título original de esta novela, Harlem Shuffle, admite significados que incluyen: arrastrar los pies, un tipo de baile y actuar de forma engañosamente servil. En cualquier caso, to shuffle es una forma de moverse, de adaptarse, de permitirse desvíos y torsiones para sobrevivir en una sociedad donde ser derecho o rígido equivale a una condena.

     


    El ritmo de Harlem
    , Colson Whitehead, Random House, 2023, 288 páginas, $17.000.

  62. Diego Maquieira: “Yo ya me retiré, ya pasé por el siglo XX”

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    Están los viejos amigos, personajes y escenarios que han protagonizado su poesía e imaginario en los últimos 40 años: Marlon Brando, Albert Einstein, Bob Dylan, Stanley Kubrick, Arthur Rimbaud, fotografías de la NASA, portaaviones, faros, telescopios y una serie de poemas ajenos que Diego Maquieira (72 años) recorta, pega y reproduce con pasión en Gramercy Park. Es un tributo a sus lecturas y referentes, un montaje con ecos al pasado y al presente, un diálogo con la tradición y sus pares, un ejercicio notable de lo que Burroughs denominó el cut-up. “Es un homenaje a la poesía, es volver a la poesía. Es un libro para la poesía, es una entrega contemplativa”, dice Maquieira, autor de dos obras clave de la poesía chilena: La Tirana (1983) y Los Sea Harrier (1993). En 2003, una edición de Tajamar Editores reunió ambos volúmenes.

    Publicado por D21 Editores, como ocurrió con el libro álbum El Annapurna (2013), esta vez el formato de Gramercy Park es más pequeño. Un libro de bolsillo, de tapa dura, donde nuevamente aparece la relación entre imagen y la letra manuscrita del poeta. Está dedicado a sus hijos, Samuel, Sebastián y Lucas, “al Ministerio de la Soledad del Reino Unido” y a Rumi (“¿Le has tirado alguna vez piedras a un espejo? / Yo soy tu espejo y aquí están las piedras”). En el ejemplar incluye una fotografía de su padre cuando niño con una raqueta de tenis, el exdiplomático Fernando Maquieira —su madre fue la exsocialité Julita Astaburuaga—, como también hay guiños a la contingencia, desde el estallido social de 2019 hasta una imagen del líder de Corea del Norte, Kim Jong-un, observando el horizonte con binoculares.

    Gramercy Park es una libreta privada, un diario, todo escritor debería tener uno. Son páginas que no tienen relación entre sí. No hay relato, no como El Annapurna, donde se buscan conexiones inesperadas”, señala Maquieira, quien presentó decenas de imágenes de El Annapurna, un año antes de publicarlo, en la XXX Bienal de Sao Paulo, en 2012. En esa combinación de imágenes —un homenaje a la fotografía— Maquieira narra las ruinas de la cultura de Occidente. En sánscrito, Annapurna significa “diosa de la abundancia”, acaso una referencia al exceso de imágenes con las que convivimos a diario en el espacio infinito de las redes sociales.

    Es a través de fotos, de recortes de diarios y revistas, imágenes de enciclopedias y de retratos tomados por Sebastião Salgado y Henri Cartier-Bresson, y guiños al Infierno, de la Divida comedia, de Dante Alighieri, y de la piedra de los Doce ángulos, ubicada en Cusco, que Maquieira establece su discurso visual. Raya una y otra vez esa piedra milenaria, cuya imagen repite. Todo esto junto a frases de su puño y letra. El poeta reinterpreta el mundo de las convenciones y lo establecido.

    Pero el interés por la relación imagen-palabra en Maquieira tiene antecedentes. En 1977 publicó Bombardo, un libro de láminas rectangulares, hechas con recortes de diarios junto a poemas y frases dispuestos en distinto orden dentro de la hoja. Luego, con La Tirana y Los Sea Harrier, utilizó citas barrocas a textos ajenos, variadas voces, donde aparece el cine y la ciencia ficción, mezcló el lenguaje culto y popular. Enrique Lihn lo llamó un “compositor” con “cierta pasta de erudito; cualidades compatibles con las del humorista sangriento”. Si por esos años Maquieira dijo acercarse a la poética musical de Ígor Stravinski (“los arrebatos revolucionarios nunca son enteramente espontáneos”), en Gramercy Park la sintonía de su obra, señala, está en órbita con el compositor Claude Debussy (“un total de fuerzas dispersas expresadas en un proceso sonoro”).

    Contra mi voluntad

    Yo ya me retiré. No soy una figura pública. No estoy haciendo carrera. Yo ya pasé por el siglo XX. No me interesan las memorias, los anales, ni la posteridad”, asegura Diego Maquieira, quien rehuye las entrevistas y recomienda leer Gramercy Park con lupa. Hace casi 20 años ingresó a una clínica para rehabilitarse por un alcoholismo que casi lo deja ciego. Ahí comenzó a utilizar grandes lupas para leer. En una parte de su nuevo libro reproduce un poema sobre el vino y una breve reseña biográfica sobre el poeta chino Li Po.

    Maquieira pega en Gramercy Park algunas páginas del Eclesiastés, libro del Antiguo testamento atribuido a Salomón. El poeta destaca con lápiz grafito versos como “No quieras ser honrado en demasía / ni te vuelvas demasiado sabio. / ¿A qué destruirte?”; “Mira, solo esto descubrí: Dios hizo / sencillo al hombre, pero él se complicó / con tantos razonamientos”, y apunta un verso clásico del libro citado como un mantra: “Basta de palabras”.

    Salomón es mi rey favorito. Era muy sabio y extendió fronteras y fue pareja de la reina de Saba”, señala Maquieira, y dice que el nombre del libro es un homenaje a Nueva York, ciudad en la que vivió junto a sus padres de niño. “El Gramercy Park es un vecindario de Manhattan, y había un parque donde se entraba con llave. No era el Central Park, que es un centro abierto. Este libro es una metáfora de un parque de diversiones”, comenta Maquieira, e insiste que este es un libro “donde no hay relato, solo fuerzas dispersas”, finalmente “un homenaje a la poesía”.

    Y es cierto, en las páginas de Gramercy Park hay variados poemas. Lo más seguro es que algunos Maquieira los recite de memoria. Muchos son homenajes a otros poetas y a su vez a una dimensión contemplativa. Hay un poema de E. E. Cummings (“Creo que la muerte es un paréntesis”); William Butler Yeats (“Los mejores carecen de convicción, mientras los peores / Rebosan intensidad apasionada”); Lao-Tse (“Mantente al margen de todo”); La ciudad, de Cavafis; Tiempos modernos, de Nicanor Parra; Louis XIV y el parque de Chantilly, de Paulo de Jolly, donde Maquieira anota bajo el título “In Memoria” y coloca luego la fecha nacimiento y muerte del poeta chileno: 1952-2020. Mientras, de Giuseppe Ungaretti selecciona tres poemas; uno de ellos es San Martino del Carso, que habitualmente suele citar en sus conversaciones:

    De estas casas
    no ha quedado
    más que algún
    fragmento de muro

    De tantos
    que me amaban
    no ha quedado
    ni eso

    Pero en el corazón
    ninguna cruz falta

    Mi corazón
    es el país más devastado.

    Sobre el compositor, poeta y Premio Nobel de Literatura 2016, Bob Dylan, Maquieira reproduce la letra de la canción “Not Dark Yet”, donde el protagonista rememora el pasado y observa el presente. “Ni si siquiera hay espacio para estar en ningún lado”. Luego reflexiona: “Ya no busco nada en los ojos de nadie”. La estrofa final es una especie de epitafio: “Aquí nací y aquí moriré contra mi voluntad / Sé que parezco moverme, pero sigo quieto / Tengo los nervios embotados y ausentes / Ni siquiera recuerdo de que venía huyendo / Ni si quiera oigo el murmullo de un rezo / Aún no ha oscurecido, pero ya falta menos”.

    Gramercy Park contiene recortes de prensa sobre el estallido social en 2019, donde fueron quemadas algunas iglesias en Santiago. Una imagen es la puerta incendiada de la iglesia San Francisco. Tal vez haciendo un guiño al libro de Enrique Lihn, el poeta coloca sobre la imagen en letra manuscrita “Aparición de la Virgen en llamas”. Otra página: una imagen con fuego de la parroquia de la Veracruz, ubicada en el barrio Lastarria. Ese recorte es enfrentado con el poema “¡Cuídate, España, de tu propia España!”, de César Vallejo, pero le cambia el título a “Cuídate Chile”. Los últimos cuatro versos dicen: “¡Cuídate de tus héroes! / ¡Cuídate de tus muertos! / ¡Cuídate de la República! / ¡Cuídate del futuro!”, y Maquieira le agrega el verso “¡Cuídate de la revolución!”.

     

    Fotografías: Cortesía D21 Editores.

     


    Gramercy Park, Diego Maquieira, D21 Editores, 150 páginas.

  63. ¿Más Homero, menos Ercilla?

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    Ningún problema es tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción”, dice Borges en su ensayo “Las versiones homéricas”. Por supuesto, el misterio de las letras no tiene nada de modesto; Borges tiene la costumbre de mitigar o enmascarar la radicalidad de sus ideas, pero no es modesto al afirmar que las diversas versiones traducidas de La Ilíada son principalmente “un largo sorteo experimental de omisiones y de énfasis”.

    Borges hace detonar la granítica idea de la primacía del original sobre las versiones traducidas. No se inhibe para sostener que ninguna obra literaria se puede anclar a su presunto autor original ni tampoco a su lenguaje. “De Homero […] ignoramos infinitamente los énfasis”, dice, y además observa que ciertos aspectos del griego, como los conocidos epítetos, pueden funcionar de manera tan arbitraria (y tan vacua de sentido) como las preposiciones del castellano.

    Para Borges, traducir con la libertad que todo buen texto exige no es una operación distinta a la de escribirlo. Escribir es traducir, traducir es escribir. No se trata de un juego de espejos sino de un principio fundamental de toda escritura. La traducción, libre del sometimiento al original, adquiere vida propia; no hay originales sino versiones, formas de escribir y reescribir, de leer y releer, de traducir y retraducir, y estas se vuelven indistinguibles entre sí, y por lo tanto imposibles de ordenar jerárquicamente en el largo acontecer del tiempo. Los clásicos son nuestros y los estamos reinventando constantemente. Parafraseando a un prócer: la literatura es nuestra y la hacen los que leen, los que traducen, los que escriben. Es la “obra invisible” a la que se refiere magistralmente el crítico peruano Efraín Kristal en su estudio sobre Borges y la traducción.

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    En El curso que hice al revés, Ignacio Álvarez cuenta que existe una traducción de Moby Dick al macedonio, el lenguaje de un país que no tiene mar ni ballenas ni balleneros. Esto no fue obstáculo para que un profesor universitario llamado Ognen Čemenski sacara una versión de la novela de Melville en su “lengua de rulo”.

    ¿Cómo lo hizo?

    Para representar la jerga náutica norteamericana del siglo XIX, Čemenski recurrió al léxico de los pescadores lacustres de su país. Para representar el habla de los tripulantes del ballenero Pequod, recicló antiguas versiones de Shakespeare en macedonio. A Borges no le hubiera extrañado este sampleo literario; más aún, hubiera celebrado la audacia de Čemenski al demostrar que para traducir a Melville no se requiere haber visto ni de lejos una ballena ni replicar el inglés de los isleños de Nantucket. Impostar la lengua también es una forma legítima de escritura; las lenguas impostadas también son literatura, siempre lo han sido.

    Para Borges, traducir con la libertad que todo buen texto exige no es una operación distinta a la de escribirlo. Escribir es traducir, traducir es escribir. No se trata de un juego de espejos sino de un principio fundamental de toda escritura. La traducción, libre del sometimiento al original, adquiere vida propia; no hay originales sino versiones, formas de escribir y reescribir, de leer y releer.

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    Chile tiene una épica impostada, La Araucana, un poema de calidad irregular —con perdón— que muy poca gente lee más allá de las primeras estrofas o de los momentos estelares copy-pasteados a los libros de texto u otras formas de la farándula educacional. Tiene una anomalía: parece ser un poema épico sin héroe, lo que ha dado pie a interpretaciones enclenques pero efectivas, como la que dice que La Araucana tiene un héroe colectivo y que “araucanos” y españoles se van turnando el protagonismo. A partir de la carencia o la ausencia, se inventa una virtud: este gesto de fantasía es un dispositivo recurrente en el discurso de la nación chilena. Alquimistas de los símbolos, para disfrazar cualquier derrota, le cambiamos el signo y la convertimos en victoria.

    Épica impostada, épica impostora: La Araucana, inscrita en un contexto de colonización y formación imperial, es una especie de Eneida sin Roma, enmarcada en una geografía inhóspita y terremoteada. La Araucana también puede ser leída como una Ilíada sin Aquiles, situada en una Troya movediza en la que piños de contrincantes combaten en como en un círculo vicioso, propinándose golpes alevosos, igualados en contumacia, alternándose en derrotas y victorias ad infinitum, como en las sagas de superhéroes y sus inalterables némesis.

    El esfuerzo sostenido por convertir La Araucana en un documento cuasi-testimonial e instalarlo en el grado cero de la identidad nacional sugeriría que Chile es un país poco dado o francamente inepto para comprender su propia historia. ¿Qué hubiera pasado si en vez de un Virgilio/Ercilla preocupado de glorificar el imperio romano/español hubiéramos tenido de figura tutelar al fantasmagórico Homero, capaz de ir más allá del tedioso angst colonizador y pechoño del señorito poeta-soldado? ¿Qué hubiera pasado si tuviéramos como referente fundacional a un autor capaz de meterse en temas como el fracaso repetido, el batallar inútil contra el destino, el anhelo imposible, la indiferencia sempiterna de la naturaleza, la burla veleidosa de los dioses? ¿Qué pasaría si nos leyéramos o imagináramos en clave de Odiseo y no de Eneas? ¿Cómo sería un Lautaro homérico? ¿Un Allende homérico, un Allende sin la sombra de Caupolicán, sin la impronta del acorralado manco Galvarino? ¿Qué pasaría con Fresia y con Guacolda ante los hologramas de Penélope o de Circe? ¿Ante Calipso? ¿Qué haríamos de Telémaco, de su furia y su impotencia de hijo abandonado en aras del proyecto paterno? ¿O de Argos, estragado por los años, con su fidelidad perruna?

    La Odisea es una historia de navegaciones y retornos imposibles, de rebeldía tenaz frente a los pesares infranqueables y los dilemas insolubles de la vida. Es una historia sobre el deseo, sobre la curiosidad irreprimible, sobre el inútil empecinamiento humano, sobre el fracaso y la pérdida.

    En literatura, nada nunca es demasiado tarde. Imaginémonos que Homero nos interpela como individuos y como ciudadanos en estos momentos de quiebre e incertidumbre: ¿cómo será su voz traducida de ese modo? Podría decirse que trasladar La Odisea al idioma de un país reseco y obnubilado como el nuestro, se asemeja a traducir Moby Dick al macedonio. A pesar de tanta costa y tanto mar, Chile no es tan distinto a Macedonia: nuestra literatura, con pocas excepciones, está escrita de espaldas al mar, nuestros combates se dan en tierra, terra tremens. Nuestros grandes naufragios son de rulo. ¿Cómo será imaginarnos a nado, náufragos que añoran poner pie en tierra desde la altura de una ola? ¿Cómo se vería la isla Chile pensada como Ítaca?

    4

    En abril de 2023, The New York Review of Books publicó un fragmento de la reciente traducción de La Odisea hecha por Daniel Mendelsohn: Odysseus Saved from the Sea, donde se narra un episodio del Libro V del poema homérico. A partir de un fragmento, Mendelsohn logra crear un poema completo en sí mismo, aspiración que me impongo como deber al momento de traducirlo. Mi versión homérica no es fiel al original-original, porque ignoro el griego clásico; la de Mendelsohn seguramente lo sigue más de cerca, pero mi intento solo aspira a emular la claridad de esta reciente versión en inglés. Las omisiones y los énfasis son responsabilidad mía y de la larga cadena de traductores anteriores. And so it goes, como diría Kurt Vonnegut.

    ¿Qué hubiera pasado si tuviéramos como referente fundacional a un autor capaz de meterse en temas como el fracaso repetido, el batallar inútil contra el destino, el anhelo imposible, la indiferencia sempiterna de la naturaleza, la burla veleidosa de los dioses? ¿Qué pasaría si nos leyéramos o imagináramos en clave de Odiseo y no de Eneas?

    ***

    Odiseo rescatado de la mar

    Y pasó dos noches y dos días en las olas,
    y de frente su corazón miró el desastre,
    pero cuando la aurora de las hermosas trenzas
    trajo al mundo el tercer día, amainó el viento,
    dejando tras de sí la más clara y suave calma;
    y entonces, desde lo más alto de una ola,
    Odiseo avistó tierra y unos bosques a lo lejos.
    Como el hijo de un padre muy enfermo
    se alegra al ver una leve señal de mejoría
    (y luego —dicha inmensa— entiende
    que por fin los dioses lo liberan de su mal),
    así se alegró Odiseo al divisar
    esa costa lejana y esos árboles.

    Se echó a nadar con fuerza, ansioso de pisar terreno firme.

    Pero cuando estuvo a un grito de distancia de la orilla,
    sintió el estruendo de la mar golpeando el arrecife.
    Las grandes olas se estrellaban en las rocas,
    tronando con un ruido aterrador,
    todo espumaba en el hervor agitado de esas aguas,
    no había ensenadas, no había abrigo alguno,
    no había nada más que salientes y arrecifes,
    roqueríos y escarpas cubiertas de alba espuma.

    Entonces, las rodillas de Odiseo se aflojaron
    y dentro de él tembló su corazón.

    ¡Ah! Cuando ya perdía la esperanza,
    dios me dejó vislumbrar de nuevo tierra,
    y así avancé desde lo hondo, brazada tras brazada,
    pero veo que no hay modo de eludir
    estas aguas grises y salobres
    que golpean la dura roca del acantilado:
    en su entorno todo el oleaje brama, su faz agreste
    surge vertical desde las profundas aguas de su orilla,
    y no veo dónde afirmar el pie para escaparme del desastre.
    Si me acerco, vendrá un gran tumbo a lanzarme
    contra las rocas afiladas, sin que de nada valgan mis esfuerzos.
    Y si sigo nadando en busca de un espacio,
    de una apertura en que las olas no rompan tan de frente
    o de algún otro resguardo de la mar, me da terror imaginar
    que la resaca me arrastrará otra vez,
    lanzándome de vuelta a la mar llena de peces.
    ¿Y si entonces, más encima, a algún dios se le ocurre azuzar
    sobre mí un monstruo, uno de los tantos
    que se engendran en las profundidades?
    (Porque ya sé cuánto me odia
    el que hace estremecer la Tierra con las olas)”.

    Mientras todo esto pesaba en su corazón,
    una corriente enorme lo aventó contra las rocas.

    La piel se le hubiera rasgado en jirones,
    sus huesos se hubieran destrozado
    si la diosa de los ojos de lechuza
    no hubiera puesto esta idea en su cabeza:
    dejarse llevar hacia el rostro de la roca,
    y aferrarse a ella para aguantar así el embate.
    Por un momento, Odiseo logró asirse, pero la ola volvió con un rugido,
    volcándose sobre él,
    lo aplastó con todo el peso de sus aguas
    y lo arrojó de nuevo mar adentro.

    Si se descuaja un pulpo de su cueva
    se verá la densa masa de guijarros
    que agarra desesperadamente en sus ventosas:
    así, arrancada de las duras manos de Odiseo,
    quedó su piel, jirones en el cuchillo de esas rocas.

    La gran ola lo envolvió de nuevo por completo.

    Hubiera muerto entonces, desdichado, (ese no era su destino)
    si la diosa de los ojos luminosos no le hubiera sugerido otra salida:
    se abrió paso entre las aguas, nadando de costado frente al risco, y avanzó,
    orillando las rompientes, a la espera de encontrar alguna entrada
    en que los tumbos golpearan de costado, algún refugio de la mar y su oleaje.

    Así siguió nadando hasta llegar a la boca de un manso y bello río.

    El lugar le pareció perfecto: no había roqueríos y estaba a resguardo de los vientos.
    Al verlo fluir, se preguntó qué río era y, desde el fondo de su alma, Odiseo así le habló:

    No sé quién eres, pero como a tantos otros inmortales
    te ruego que me escuches: vengo del mar, huyendo de su dios y sus maltratos.
    Hasta los dioses como tú debieran respetar la súplica
    de un hombre errante y desvalido (así llego ahora a tu corriente)
    que se presenta ante ti después de soportar tantos trabajos.
    Apiádate de mí, yo te lo imploro”.

  64. Visiones de Kerouac, un universo en expansión

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    Hace poco vi un meme que, bajo un conocido retrato de Roberto Bolaño, sentencia: “Al menos no soy un personaje femenino escrito por Bolaño”. Ese meme, a la vez digno de atención e injusto para cualquier lector del cuento “Vida de Anne Moore”, me recordó la frase de Truman Capote sobre Jack Kerouac (“Eso no es escribir, es mecanografiar”) y en el daño que su aguzada pulla hizo a la reputación del autor de En el camino y al método creativo que bautizó como “prosa espontánea”. Pero claro, Kerouac prácticamente pidió esa burla cuando dijo haber escrito esa novela en 20 días, a un ritmo de 100 palabras por minuto, en un rollo de papel de teletipo. Hoy sabemos que llevaba 10 años dando forma a los bocetos que transcribió durante ese estallido creativo de tres semanas y que, una vez terminado, hizo varias revisiones antes de entregarlo a su editor.

    Puede que una frase memorable baste para derrumbar una reputación, pero el ingenio de Capote no es la única dificultad que enfrenta la lectura de Kerouac. Hoy lo perjudican, por ejemplo, la inexcusable misoginia en el tratamiento literario de sus personajes mujeres, la falta de voluntad entre los críticos por abordar una obra que tiende a ser reducida a la ecuación arte-vida y la negativa a leer más allá de En el camino y Los vagabundos del dharma, los dos buques insignia de la marca Kerouac. En este punto vale también culpar a editores que optaron por no reeditar sus libros más interesantes (Ángeles de desolación fue publicado en 1968 por Luis De Caralt, Visiones de Gerard en 1970 por Zig-Zag, Visiones de Cody en 1975 por Grijalbo y El libro de los sueños en 1978 por Producciones Audiovisuales), limitando la recepción de un autor cuyo trabajo funciona como bisagra entre estéticas modernistas y posmodernas y, una vez más, facilitando la reducción de su legado a una caricatura.

    Si esos libros hubiesen estado disponibles, habríamos conocido a un autor contrariado por un estatus de celebridad literaria que no creía merecer, alguien que luchó con su alcoholismo retirándose a cabañas en valles y montañas para ahondar en la meditación y la escritura de cuadernos llenos de poemas, haikús, registros de su sueños y sutras, como consta en los póstumos Some of the Dharma y Books of Sketches. Si el lector en lengua hispana hubiese tenido a la mano Visiones de Cody, escrita entre 1951-52 y publicada en 1972, quizás veríamos esa romántica búsqueda del padre alcohólico de un amigo, llena de melancólicas descripciones de un país que se desvanece y la transcripción de conversaciones grabadas, como una obra arriesgada y a Kerouac como un innovador de la forma.

    De haber accedido a esos libros, quizás sabríamos que Kerouac pensaba en sus novelas como partes de La leyenda Duluoz, un universo literario similar al de La comedia humana de Balzac, un proyecto que comparó con En busca del tiempo perdido de Proust, señalando ‘solo que mis recuerdos son escritos en el momento y no en mi cama de enfermo’. De haber leído este Kerouac más oculto no sería tan fácil certificar la obsolescencia de su ideario estético y la caducidad de su revuelta individualista.

    De haber accedido a esos libros, quizás sabríamos que Kerouac pensaba en sus novelas como partes de La leyenda Duluoz, un universo literario similar al de La comedia humana de Balzac, un proyecto que comparó con En busca del tiempo perdido de Proust, señalando “solo que mis recuerdos son escritos en el momento y no en mi cama de enfermo”. De haber leído este Kerouac más oculto no sería tan fácil certificar la obsolescencia de su ideario estético y la caducidad de su revuelta individualista.

    Recién en enero del 2023 Editorial Anagrama expandió el universo de Kerouac más allá de sus más emblemáticos long sellers, publicando cuatro novelas, todas en híper ibérica traducción de Antonio-Prometeo Moya. Esto, pese a la tardanza, se agradece. Maggie Cassidy, la primera de estas, escrita en 1953 y publicada en medio del éxito de En el camino, narra un romance adolescente modelado en Las penas del joven Werther y en pasajes de Poesía y verdad de Goethe. Por su parte, Tristeza (que ya había sido traducida en 1997 por el mexicano Jorge García-Robles) es la historia de un Kerouac avecindando en Ciudad de México y dividido entre el budismo, la heroína y su relación con una hermosa junkie, una combinación de motivos esbozados en Los subterráneos y cierto misticismo católico. Big Sur, escrita en 1961, aborda los retiros con que un Kerouac ya famoso buscó alejarse del alcohol y el delirium tremens. Respecto a esta novela, Anagrama pudo haber contactado al argentino Pablo Gianera y reeditar su estupenda traducción, publicada por Adriana Hidalgo el 2001.

    La cuarta, Ángeles de desolación, es quizás la mejor novela de Jack Kerouac. Escrita entre 1956-57 en una combinación de poesía y prosa espontánea, cuenta la historia de un escritor dividido entre la búsqueda espiritual budista en una montaña al norte de EE.UU. y las escenas literarias de San Francisco, Nueva York, con cameos de miembros de la generación beat y breves pasos por Tánger y París. Un triunfo extraído cara a cara con la amarga derrota del éxito. Si nos preguntamos qué puede ofrecer la lectura de Jack Kerouac en nuestra época, este libro contiene la respuesta.

     


    Maggie Cassidy, Jack Kerouac, Anagrama, 2023, 206 páginas, $14.000.


    Tristeza, Jack Kerouac, Anagrama, 2023, 120 páginas, $12.000.


    Big Sur, Jack Kerouac, Anagrama, 2023, 271 páginas, $15.000.


    Ángeles de desolación, Jack Kerouac, Anagrama, 2023, 446 páginas, $16.000.

  65. La prueba del espejo

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    En cada nueva ocasión, Sultán se ve obligado a formular el pensamiento menos interesante (…), ya que sobre sus hombros descansa la responsabilidad de representar a la simiedad”.
    J. M. Coetzee

    Los animales siempre han estado presentes en la literatura y, en más de un sentido, se vinculan con sus comienzos: aparecen en los primeros relatos míticos de casi todas las civilizaciones, en que fueron nuestros dioses, mensajeros, guías; pero también están en los cuentos, películas y juegos infantiles y, dado que sus onomatopeyas son algunas de las primeras palabras que aprenden los niños, con ellos descubrimos la magia de la sonoridad verbal. Pero ciertamente hay épocas —y esta parece ser una de ellas— que llaman a la reflexión sobre la animalidad.

    En el ensayo “Por qué miramos a los animales” (1977), incluido en la antología homónima recién editada en español, John Berger recorre la historia de nuestra relación con otras especies, desde las primeras pinturas, de tema animal y hechas con su sangre, o incluso desde antes, pues “no es irrazonable suponer que la primera metáfora fue animal”. Aunque ese sería también el inicio de nuestro distanciamiento: “Lo que apartó al hombre de los animales fue una capacidad humana inseparable de la evolución del lenguaje, la capacidad para el pensamiento simbólico”.

    Con todo, la separación no fue abrupta. El autor analiza, por ejemplo, cómo en la Ilíada la muerte de un guerrero y de un caballo son descritas en un mismo nivel, lo que da cuenta de una cercanía que aún era visible en los primeros textos literarios. Pero en el siglo XIX inició “un proceso, hoy prácticamente consumado por el capitalismo del XX, que llevaría a la ruptura con todas aquellas tradiciones que habían mediado entre el hombre y la naturaleza”. Así, con el zoológico como la señal más clara para Berger, los animales fueron eliminados de la esfera cotidiana y reducidos a imágenes.

    Antiguamente, la humanidad tenía cerca a los animales que utilizaba para movilizarse, trabajar o alimentarse —lo que ahora solo ocurre en zonas rurales—, pero los que hoy en día son criados para su uso en la industria (cárnica, peletera, farmacológica, cosmética) quedan fuera de la vista de quienes, en todo sentido, los consumen. Al mismo tiempo se ha masificado la tenencia de animales sin utilidad, las mascotas, un fenómeno que para Berger también es parte del problema, ya que, como en el zoológico, el animal es sacado de su ambiente para ser observado “como un espejo en el que se reflejara una parte, nunca reflejada, de su dueño”, una relación en que “ambas partes han perdido su autonomía (el dueño se ha convertido en aquella-persona-especial-que-solo-es-para-su-animal y este ha pasado a depender del amo para todas sus necesidades físicas)”.

    En Animalia, un conjunto de breves relatos autobiográficos publicados de manera póstuma, Sylvia Molloy toma una posición muy diferente, ya que su foco está puesto en la intensidad del vínculo con las mascotas. Luego de “una infancia desprovista de animales, salvo los que aparecían en los libros”, y tras años de vivir sola y en distintos países, la escritora argentina cuenta cómo empezó a tener cada vez más mascotas, especialmente gatos.

    Incluso sus relaciones con otras personas están marcadas por los animales, como su amistad con un escritor que compartía su afición por los felinos, por lo que ambos siempre falseaban la cantidad que tenían. Pero su relación más cruzada por las mascotas es la que tuvo con su pareja: cuenta, por ejemplo, cómo su gato se impuso elegantemente sobre el perro de Geiger cuando empezaron a vivir juntas, y en la medida en que ambas adoptaron más y más animales, aparece reiteradamente el tema de la elección de los nombres, inspirados en primeras damas, cantantes, una paciente de Freud, etc.

    Pese a los momentos en que asoman ciertas diferencias entre los animales y nosotros, Molloy les atribuye una conciencia (y una voz) similar a la humana: “Me impaciento, la reto, le digo que no se distraiga, mirá quién habla, parece decirme. Después pienso que no importa que no mee, no fue esa la razón del paseo, salimos porque estábamos aburridas las dos y no queríamos pensar”. Mientras Berger podría decir que aquí solo está confirmando y reflejando en su mascota su propio pensamiento, Molloy confía en sus interpretaciones: “Quedó para siempre agradecida (esas cosas con los animales se saben)”.

    Según Berger, si bien el zoológico está hecho para que observemos a los animales, al estar enjaulados, ellos no nos ven, no de verdad, así que la “mirada entre el hombre y el animal, que probablemente desempeñó un papel fundamental en el desarrollo de la sociedad humana (…), esa mirada se ha extinguido”. Pero aunque él entiende a las mascotas de manera similar, en el libro de Molloy la mirada animal es algo que el ser humano solo se gana bajo ciertas condiciones: “Por primera vez me pareció que estaba contenta. Por primera vez me pareció que me miraba”. La compañía y la felicidad mutua que esta provee, eso era lo más importante para ella, que creía que “para ser uno mismo es siempre mejor estar con otro, sobre todo si el otro pertenece a una especie distinta, es decir, si es totalmente no uno”.

    En el ensayo ‘Por qué miramos a los animales’ (1977), incluido en la antología homónima recién editada en español, John Berger recorre la historia de nuestra relación con otras especies, desde las primeras pinturas, de tema animal y hechas con su sangre, o incluso desde antes, pues ‘no es irrazonable suponer que la primera metáfora fue animal’.

    Los otros animales I

    Para Berger, la otredad de los animales está garantizada “por la falta de un lenguaje común, su silencio”. Pero en la misma época en que se aceleró nuestra separación, apareció una idea paradójica: “La teoría de la evolución de Darwin, indeleblemente marcada como está por las concepciones del siglo XIX europeo, pertenece, sin embargo, a una tradición casi tan antigua como el propio hombre. Los animales mediaban entre el hombre y su origen porque eran al mismo tiempo parecidos y diferentes de él”. Esta teoría, que en un sentido recalcó nuestra diferencia, también nos recordó que somos animales. De este modo, frente al animal humano, se encontrarían los otros animales, la frase que da título al ensayo “The Other Animals” (1908), de Jack London.

    El autor de El llamado de la selva y Colmillo blanco decía haber escrito estos relatos como “una protesta contra la ‘humanización’ de los animales, de la que me parece que muchos ‘escritores de animales’ han sido profundamente culpables. Una y otra vez (…) escribí: ‘Él no pensó estas cosas; solo las hizo’, etc. Y lo hice (…) de manera de instalar en el entendimiento humano promedio que mis héroes-perros no eran dirigidos por un razonamiento abstracto, sino por instinto, sensación y emoción, y por un razonamiento simple”. Pero todo este ensayo es una respuesta contra quienes reducen a los animales al instinto, negándoles cualquier forma de raciocinio y, en el fondo, negando la evolución, por lo que London les advierte: “No debes negar a tus parientes, los otros animales. Su historia es tu historia (…). Junto a ellos te alzas o caes. Lo que repudias en ellos, lo repudias en ti mismo”.

    Casi dos décadas después, el escritor inglés E. M. Forster usó esta expresión en su libro Aspects of the Novel (1927), al explicar por qué en el capítulo dedicado a los personajes novelísticos se enfocaría solo en los seres humanos: “Otros animales han sido introducidos, pero con éxito limitado, dado que hasta ahora sabemos demasiado poco sobre su psicología”. No obstante, predecía que, en unos 200 años, posiblemente “tendremos animales que no sean ni simbólicos, ni hombrecillos disfrazados, ni mesas de cuatro patas andantes, ni trozos de papel pintado que vuelen. Es una de las maneras en que la ciencia podría ampliar la novela”.

    El antropomorfismo y la ciencia siguen presentes en la discusión contemporánea sobre el tema, como ocurre en el libro El otro radical: la voz animal en la literatura hispanoamericana (2015), del académico mexicano Alejandro Lámbarry, que identifica tres voces animales: satírica, política y posmoderna. Pese a los problemas que puede presentar esta nomenclatura y algunas de las premisas que la sostienen —como que cuando se da voz a un animal es necesariamente para hacer una crítica unidireccional, ya sea hacia algún aspecto de la sociedad humana (el animal satírico) o a nuestra relación con los animales (el animal político)—, su división tripartita es de cierta utilidad.

    Los primeros dos tipos que distingue Lámbarry se vinculan con los aspectos mencionados anteriormente: el primero es un animal antropomorfo, un humano enmascarado de animal, que solo utiliza el disfraz de otra especie por lo que esta simboliza para nosotros —uno de sus ejemplos es el cuento “El policía de las ratas”, de Roberto Bolaño, aunque históricamente el grueso de las narraciones animales entraría aquí—; el segundo, en cambio, sí se basa en lo que sabemos (o creemos saber) sobre los animales, su conciencia y su mundo, como Lámbarry ejemplifica con la novela El portero, de Reinaldo Arenas, donde cada animal habla desde el modo en que su especie percibe la realidad.

    El autor bautiza al tercer tipo como posmoderno, aunque quizás sería más apropiado llamarlo poético, ya que, como planteó Derrida en El animal que luego estoy si(gui)endo, “el pensamiento del animal, si lo hay, depende de la poesía”, y en esta categoría propuesta por Lámbarry “existe una intención autoral que imagina al animal como un dispositivo de pensamiento poético”. Este es el tipo de animal que aparece en varias novelas latinoamericanas recientes, uno que “no sustenta su animalidad con base en la ciencia, pero tampoco se trata de un animal antropomórfico. Se trata (…) de un animal humanizado. (…) El animal puede ser todo lo que desee, en tanto que su selección se justifique dentro de la trama y no tanto en relación con su supuesta naturaleza animal o su estereotipo histórico”.

    Este es el tipo de animal que aparece en varias novelas latinoamericanas recientes, uno que ‘no sustenta su animalidad con base en la ciencia, pero tampoco se trata de un animal antropomórfico. Se trata (…) de un animal humanizado. (…) El animal puede ser todo lo que desee, en tanto que su selección se justifique dentro de la trama y no tanto en relación con su supuesta naturaleza animal o su estereotipo histórico’.

    Bestiario

    La novela Derroche, de María Sonia Cristoff, gira en torno a Vita, la hija de una pareja de anarquistas que logra lo que sus padres nunca pudieron, una especie de microrrevolución en que extorsiona a los ricos de su pueblo. O eso dice, al menos. Por medio de su habla barroca e incontenible, Vita influye en su sobrina Lucre, quien al recibir sus cartas y herencia deja de creer ciegamente en el trabajo y el éxito, y en Bardo, el jabalí cuya crónica de viaje cierra el libro.

    Bardo se sabe distinto: “Yo no soy un chancho salvaje más (…), sino que, en una de las tropelías de la vida, aprendí a decodificar la lengua de los humanos. A escribirla también, como consta en esta crónica, como consta en mis canciones”. Mientras recorre la pampa argentina, compone temas inspirados en las lecturas que Lucre compartía con él. Su lenguaje proviene de distintas influencias humanas: de Vita, de su sobrina, de los libros y, a causa de una amiga que conoce en su travesía, de los linyeras (anarquistas que se movían por la pampa propagando sus ideas) y sus refranes.

    Y como respondiendo a las expectativas sobre su animalidad, Bardo dice: “Creyeron que un chancho salvaje solo puede reaccionar frente a la sangre, frente a la carne, frente a algo tan básico como la reproducción, frente a lo que corre por sus entrañas y nada más. Un gesto de superioridad que ya les conocemos a los pobres bípedos. Una muestra más de su ignorancia, de su estrechez de miras. Una incapacidad para ver que a un chancho salvaje lo mueve lo que corre por sus entrañas, sí, pero también lo que sus lecturas y sus andanzas lo llevan a imaginar, a desear, a pergeñar, a componer”.

    Yo maté a un perro en Rumanía, de Claudia Ulloa Donoso, cuenta la historia de una mujer latinoamericana que reside en Noruega, donde enseña la lengua local a inmigrantes, pero vive aletargada por el clonazepam. Cuando Mihai, un exalumno rumano, la invita a su país, este viaje la lleva a perderse entre las distintas lenguas y a descubrir una cercanía cada vez mayor con los animales, sobre todo con el perro que adopta.

    El primer capítulo de la novela es narrado por ese cachorro, con una explicación del habla animal que alcanza dimensiones míticas: “Todos los animales, absolutamente todos recuperamos el lenguaje en el momento de la muerte”. El perro afirma: “Si en vida nos la hemos pasado graznando, chillando o ladrando no es porque no hayamos podido entender las palabras de los hombres y las mujeres, sino porque es así como nos mandaron a la Tierra; con una inteligencia superior para entender, pero con aparatos fonadores que limitaban nuestra posibilidad de expresarnos”.

    Con esa capacidad de comprender todo en vida, pero solo expresarse verbalmente tras la muerte, este perro se atribuye la autoría de la novela, pese a ser el narrador explícito de solo una parte. “Te preguntarás cómo yo he podido escribir todo esto y, sobre todo, cómo he logrado que mi relato llegue a la Tierra, se escriba y se lea”, dice, y lo explica de manera bastante metaliteraria, ya que el primer capítulo termina con un diálogo entre una escritora (que el libro sugiere que es la autora) y su terapeuta, una escena en que ella comenta que quiere escribir esta historia de un perro que va a terminar muerto.

    En Falla humana, la narradora animal de Diamela Eltit funciona, en un estilo muy propio de la autora, como un dispositivo de vigilancia panóptico, pero que en vez de servir al poder tiene un objetivo antisistémico. “Soy la búha guardiana de la cuadra. La búha que relatará las partículas de la noche”, parte diciendo esta ave, que de su especie solo tiene la morfología (como las vértebras adicionales que le permiten mirar en todas direcciones), el carácter nocturno (la noche contra la iluminación totalizadora, un elemento central en las novelas de Eltit desde Lumpérica) y la sabiduría que le hemos atribuido.

    Este relato sin localización ni época definida, pero con guiños que aluden a la Villa San Luis y la Unidad Popular, gira en torno a los vecinos de una cuadra de casas pobres emplazada en un territorio más rico, por lo que la Compañía que domina el mundo da la orden de expulsarlos y levantar un edificio en la zona. Frente a aquello, la búha es una especie de Sherezade que cuenta esta historia, arquetípica en su falta de especificidad, para “retardar o desplazar el final definitivo de la (última) cuadra”.

    Más que representar a un animal verdadero, la búha de Eltit parece una deidad milenaria que busca traer justicia social. Junto al jabalí de Cristoff y el perro de Ulloa son tres animales extraordinarios y, en el fondo, puramente literarios. Son constructos narrativos que, si bien toman algunos elementos de las especies a las que aluden, funcionan sobre todo como el punto de observación desde donde las autoras desarrollan la poética particular de estas novelas.

    Más que representar a un animal verdadero, la búha de Eltit parece una deidad milenaria que busca traer justicia social. Junto al jabalí de Cristoff y el perro de Ulloa son tres animales extraordinarios y, en el fondo, puramente literarios. Son constructos narrativos que, si bien toman algunos elementos de las especies a las que aluden, funcionan sobre todo como el punto de observación desde donde las autoras desarrollan la poética particular de estas novelas.

    Los otros animales II

    No solo para Kafka aparecen los animales como recipientes de olvido”, escribió Walter Benjamin. Y quizás por ese vínculo con nuestro origen olvidado, en todos estos libros hay un punto en que la frontera entre los animales y nosotros se disuelve, lo que siempre está ligado a la mortalidad. Incluso Berger afirmaba algo en esta línea al decir que la vida de los animales corre en paralelo a la nuestra, pero “en la muerte convergen las dos líneas paralelas, y, tal vez, después de la muerte se cruzan para volver a hacerse paralelas: de ahí la extendida creencia en la transmigración de las almas”.

    Uno de los temas que explora Derroche es la similitud entre la explotación de la naturaleza y de las personas, enjauladas por el trabajo. Vita logra encontrar una alternativa y su habla es tan poderosa que trasciende la muerte: no solo lleva a su sobrina a cuestionarse su cautiverio laboral, sino que también resurge en otros personajes (como en un joven que ayuda a Bardo cuando es capturado), y se sugiere en más de una ocasión que fueron sus susurros los que permitieron que Bardo accediera a nuestro lenguaje, la herramienta que luego él usó en sus canciones para llamar a la liberación.

    En Falla humana, otra novela marcadamente política, la búha busca postergar, detener, retroceder el tiempo para salvar a los vecinos de la Compañía, que “decía que parecían animales, o que vivían como animales”. Sus personajes humanos suelen compararse mutuamente o a sí mismos con otras especies, y algunos se vuelven animales, una metamorfosis que casi siempre conlleva su muerte. Incluso aparece una mujer que se sabe destinada a convertirse “en la búha de este siglo nuevo” durante unas barricadas multitudinarias: “Piensas que quizás vas a morir esta noche (…). Pero de inmediato te dices que no vas a morir, que eso no va a suceder pues esta noche te entregarás a la experiencia de una fusión orgánica extraordinaria”.

    En la novela de Ulloa, aún más repleta de comparaciones animales, el narrador canino explica que al morir, las personas pierden el habla “y se reúnen con nosotros aquí, solo les queda recrearse en la cháchara de todas las especies animales”. Y los dos personajes humanos centrales, al tener experiencias que los acercan a la muerte, empiezan a entender lenguas desconocidas y, después, a las demás especies. El libro insiste en que podemos recordar lo que supieron nuestros antepasados, incluso los animales que alguna vez fuimos, porque la palabra, esa que probablemente surgió de la metáfora animal según Berger, viene de nuestro pasado arcaico: “El aire que salía de nosotros, y vibraba entre nuestras pieles y cartílagos, era (…) el mismo aire que abría las branquias de los peces e hinchaba el pecho de los pájaros, el de la oscuridad del principio, el aire que se volvió palabra y fue luz”.

    Y “Réquiem”, el último relato de Animalia, que fue a su vez el último libro que Molloy escribió antes de morir, habla sobre la mecenas Peggy Guggenheim, que está enterrada en su jardín, en el cementerio de sus perros. Molloy cuenta que ella y su pareja no dejaron instrucciones de ser enterradas junto a sus mascotas, aunque más que nada por lo difícil que se había vuelto ubicar todas esas tumbas. “Pero igual estaremos con ellos”, concluye esta autora que se buscaba a sí misma en compañía de otras especies.

    Sus ojos eran dos espejos negros y esféricos donde me veía a mí misma”, dice la protagonista de Yo maté a un perro en Rumanía. En todos estos libros, al mirar a los animales e intentar descifrar lo que ven en nosotros, lo que hacemos es mirarnos. La prueba del espejo, un test que venimos aplicando hace medio siglo para determinar si los animales tienen autoconciencia —la clase de experimento que Coetzee critica en Las vidas de los animales, porque dice más sobre nosotros que sobre ellos—, intenta evaluar si el sujeto de prueba se reconoce a sí mismo en el reflejo o cree ver a otro. En estos espejos literarios, al osar la traducción imposible de la voz animal (aunque queda un siglo para que se cumpla el plazo que predijo Forster), vemos en los animales la mortalidad que compartimos, el pasado remoto en que fuimos iguales, y nos damos cuenta de que los otros animales somos nosotros.

     

    Imagen: Cabeza de venado, de Diego Velázquez.

     


    Animalia, Sylvia Molloy, Eterna Cadencia, 2022, 80 páginas, $13.000.


    Derroche, María Sonia Cristoff, Literatura Random House, 2023, 256 páginas, $14.000.


    Falla humana, Diamela Eltit, Seix Barral, 2023, 204 páginas, $17.900.


    Por qué miramos a los animales, John Berger, traducción de Pilar Vázquez y Abraham Gragera, Alfaguara, 2023, 168 páginas, $15.000.


    Yo maté a un perro en Rumanía, Claudia Ulloa Donoso, Almadía, 2022, 368 páginas, €21.

  66. El teatro que llegó del frío

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    En los últimos días se ha escrito bastante sobre el autor noruego Jon Fosse (1959). Como siempre, todos tienen una opinión: desde la más elemental —si merecía o no el Nobel de Literatura— hasta sus influencias literarias: Bernhard, Beckett, Bergman. Fosse llevaba más de 10 años sonando entre los candidatos al Nobel y hace 10 años estuvo entre los cinco favoritos de las apuestas. Fue precisamente en 2013 que compré una recopilación de las obras de teatro de Fosse en Buenos Aires, titulada La noche canta sus canciones y otras obras teatrales (Colihue, 2011), traducida por Clelia Chamatrópulos y con un estudio crítico del académico español Pablo Moro Rodríguez. Y si bien la selección estuvo a cargo del propio Moro Rodríguez, fue un encargo de Jorge Dubatti, quien veía cómo dos obras de Fosse se representaban en 2008 en Buenos Aires: La noche canta sus canciones y El hijo —esta última también representada en Chile.

    A primera vista, lo que predomina en sus obras es la incomunicación y, por eso mismo, los diálogos y las situaciones (pese a ser cotidianas) carecen muchas veces de sentido e incluso parece que los personajes no dialogaran entre sí, sino que hablaran solos o al público, en una suerte de delirante soliloquio que, sin embargo, no nos conduce a la comedia, sino todo lo contrario: a la tragedia personal de cada uno de ellos.

    Los personajes son centrales en la propuesta del autor noruego. En Y nunca nos separarán están Ella, Él y La Joven, dichas denominaciones son una constante en Fosse (en La noche canta sus canciones, que le da nombre al volumen que reúne las obras, los personajes son La Joven, El Joven, El Padre, La Madre, Baste) y recuerdan por supuesto a Kafka, porque no se sabe mucho de ellos y en repetidas ocasiones son solo esa denominación, por lo que refieren a la definición que hizo William Gass acerca de los personajes, que a su juicio son: “1) un ruido, 2) un nombre en sí mismo, 3) un sistema de ideas complejo, 4) una percepción controladora, 5) un instrumento de organización verbal, 6) un modo referencial fingido…”. Gass plantea una alternativa más a los personajes redondos (construidos con mucha psicología e historia personal, como los de Dostoievski) y los planos (no construidos y que tienden más a la comedia, como en el Quijote). Para Gass, los personajes son gaseosos, etéreos (un ruido, un nombre en sí mismo) y los de Jon Fosse calzan muy bien en esta categorización. Porque carecen de psicología y de historia personal.

    Ver cómo se despliegan estos personajes es otro cuento. En Y nunca nos separarán, la acción arranca con una mujer (Ella) hablando sola, esperando a su pareja, y va pasando por todos los estados de ánimo que se pueden imaginar: ira, tristeza, amor, ternura, autocompasión, alegría. Parece una demente, alguien fuera de sí, porque también —y esto es otra constante en Fosse— va repitiendo los parlamentos. Después de varias páginas queda claro que está esperando a su amado, que este se pudo haber ido a trabajar tras una discusión o que todo sea una ilusión de la mujer, porque Él, como dice Ella, nunca llama, entonces cómo puede saber que llegará. Eso y los preparativos de la cena (poner la mesa, el vino, etcétera) van creando la sensación de que eso nunca pasará. Sin embargo, sucede: el hombre regresa a casa, pero acompañado por una mujer joven (La Joven).

    Aquí se abre otro aspecto interesante a analizar, porque por unos instantes no se sabe si el tiempo de la acción lo comparten los tres personajes. Podrían ser dos tiempos: uno, el de la mujer que espera, y otro, el de la pareja que llega a la casa. No hay conflicto o al menos no el típico conflicto: mujer enfrentando a la muchacha. Y esto sucede porque estos dos mundos no se topan: son mundos paralelos, pese a que comparten un mismo espacio (la casa). Otras veces, como en Variaciones sobre la muerte, los mundos son uno solo, pero en dos tiempos diferentes; de este modo, La Joven Mujer y La Mujer Mayor son la misma persona, solo que separadas por el tiempo, y el punto de quiebre es la maternidad (aunque la obra no trata de la maternidad, sino de la partida de la hija, que obviamente es su muerte).

    Fosse reflexiona sobre situaciones cotidianas, para luego indagar teatralmente en cómo abordar esas situaciones. De este modo, lo cotidiano es tratado no desde un lugar común o desde el realismo, sino desde la fisura del lugar común y del realismo. Por eso hay ocasiones en que las escenas recuerdan los cuentos de Raymond Carver, aunque la fisura de Carver es de menor intensidad. Fosse va por todo. Intenta cuestionar no solo los hechos cotidianos del discreto encanto de lo cotidiano, sino la sociedad entera, sumergida en ritos sinsentido, vacíos, ritos que, en todo caso, son fundamentales para el funcionamiento. La sintaxis de sus diálogos, carentes de puntuación y con muchas pausas, potencian el sinsentido.

    Otro aspecto fundamental en su propuesta es el movimiento. Los personajes llegan, se van y entre medio se ubica la espera. No por nada, el mismo Fosse ha dicho en una entrevista que “todo es movimiento”. La espera, que es como una bisagra entre el ir y venir, tiene un papel fundamental, como se aprecia en las palabras de Ella al final de Y nunca nos separarán: “Pero la vida es esperar no es cierto / La gente se sienta en sus habitaciones / se sientan en sus casas / en sus habitaciones / se sientan a esperar / entre sus cosas / en la seguridad que le dan las cosas / se sientan a esperar / en sus casas bajo el cielo / se sientan allí esperando / en las habitaciones / en las casas /entre las cosas suyas / viven esperando / y después no esperan más”. Pero si la vida es espera, la espera no es vida: es angustia, una angustia que remite a la muerte.

    Fosse reflexiona sobre situaciones cotidianas, para luego indagar teatralmente en cómo abordar esas situaciones. De este modo, lo cotidiano es tratado no desde un lugar común o desde el realismo, sino desde la fisura del lugar común y del realismo. Por eso hay ocasiones en que las escenas recuerdan los cuentos de Raymond Carver, aunque la fisura de Carver es de menor intensidad. Fosse va por todo.

    En Mientras las luces se atenúan y todo se oscurece también los personajes se llaman por una denominación genérica (El Hombre, La Muchacha, La Mujer, El Muchacho) y también la acción arranca con un personaje esperando, en este caso El Hombre. En esta obra está más condensado el movimiento y es, por decirlo así, un poco más obvio, porque los personajes insisten en anunciarlo. Es más, la obra arranca así: “Qué suerte que viniste”. Luego aparece la espera en boca del Hombre: “Pero por qué no viniste / Yo te estuve esperando y esperando”. Y páginas más adelante, el mismo Hombre agrega otra versión: “Sabes / tenía tanto miedo de que no vinieras”. Parece que el personaje no supiera exactamente qué sucede: ¿La Muchacha va o viene? Él lo desconoce. Y es que a lo mejor va y viene.

    Otro punto interesante son los espacios, que también están desnudos: una mesa y sillas en Y nunca nos separarán, una banca en Mientras las luces se atenúan. Quizá una de las obras que más elementos tiene es La noche canta sus canciones: sofá, sillón, mesa, ventana, reloj, mueble de gran tamaño, puerta. Pablo Moro Rodríguez, en el estudio crítico de La noche canta sus canciones y otras obras teatrales, explica la función de los espacios: “Los espacios en Fosse son siempre asfixiantes, acompañan y metaforizan los encierros a los que están sometidos los personajes. Sus dramas transcurren en espacios fijos, pero estos espacios van mutando en función de la relación que los personajes van estableciendo con ellos”. Y agrega que la poética de este autor remite a una tragedia de la cual no hay escapatoria, para concluir que estos espacios “apuntan al sentido posmoderno de la destrucción de la modernidad”. Y sí, buena parte de estos espacios son el interior de un departamento.

    Además de la incomunicación y la lejanía, queda muy patente que los personajes están desquiciados. No se sabe por qué viven, cuál es su vocación (o profesión), tampoco se sabe de sus pensamientos políticos o sus problemas existenciales (si es que los tienen). Están vaciados de todo, incluso de intereses básicos, como algún pasatiempo, salvo de un deseo, que se manifiesta al comienzo y que a medida que la obra avanza se ve como un imposible, una utopía o, por qué no, un sueño. Precisamente eso hace que su teatro sea atractivo: el nudo de la acción, que es casi existencial, se presenta sin adornos. Y este nudo está expresado con un lenguaje poético, tal como hacían los autores del teatro isabelino (Shakespeare o Marlowe, por ejemplo, que usaban el verso blanco).

    Para Moro Rodríguez, es la imposibilidad de los personajes de hacer diálogos que comuniquen o den información lo que obliga a Fosse al lirismo: “Se podría decir que el dramaturgo es poeta en todas sus obras, independientemente del género en el que estén escritas. Fosse sugiere, muestra solamente un ápice de lo que suponemos hay detrás”. Algunos aquí han estado tentados a usar la figura del iceberg de Hemingway para retratar las obras de este autor, pero esto no es posible porque, a diferencia de Hemingway, debajo de las historias no hay nada, o más bien, existe un vacío, el vacío, es que ahí precisamente es donde radica su poesía y nihilismo.

    Moro Rodríguez explica, además, que la relación con el lenguaje poético viene por dos vías: por la influencia del poeta austriaco Georg Trakl (la muerte de la hija en la obra El niño puede estar influenciada por el poema “Grodek”) y por la temprana vinculación con la música (de donde aprendió ritmo y repetición). Y agrega: “Creo que Fosse es poeta siempre, también cuando escribe para la escena”.

    En el programa de la obra El nombre, el propio autor explica lo que él denomina “voz sin palabras”, que podría ser este lenguaje poético o expresión lingüística, como quieran llamarlo: “Muy pronto observé en la literatura esta voz que existía, pero que, paradójicamente, no decía nada. Lo que es extraño es que, de la buena literatura escrita, ascendía una voz que no era oral, que no decía nada en concreto, que solamente estaba allí como algo que se podía oír, como una palabra que venía de lejos”.

    Pese a que Jon Fosse publica novelas y poesía, tiene una visión bastante crítica del campo literario y del escritor. En la obra La noche canta sus canciones, La Joven le dice al Joven lo siguiente: “Pero cuánto tiempo vas a seguir / con esto tuyo de escribir / No puedes estar sentado allí escribiendo / año tras año / No puedes / No es seguro que estés hecho para escritor / Sí quiero decir que / O consigues que te publiquen algo / o / tienes que encontrar otra cosa / que hacer”. Páginas más adelante, La Joven vuelve a repetir esto casi de la misma manera, pero agregándole cosas. Los personajes parecen ser, como decía Borges, extensiones de la personalidad e inquietudes del propio autor.

    Se ha dicho que su principal influencia teatral ha sido su compatriota Henrik Ibsen y que luego estaría el teatro de Samuel Beckett, pero vale la pena preguntarse con qué directores de teatro se ha sentido más cercano cuando sus obras han sido montadas. La respuesta: el francés Claude Régy y el alemán Thomas Ostermeier. El primero ha puesto el acento en los aspectos metafísicos o filosóficos y el segundo, en los políticos. Para Régy, lo que hace Jon Fosse es hacer “coincidir contradicciones irreductibles, y nos las muestra, existiendo unidas en el mismo movimiento, en el mismo ser vivo. Sin duda, esto es posible solamente en el modo de vida tan particular de lo inconsciente”.

     

    Fotografía: La noche canta sus canciones (2015), en Nueva York, EE.UU., dirigida por Rodrigo Calderón.

     


    La noche canta sus canciones y otras obras teatrales, Jon Fosse, traducción de C. Chamatrópulos, Colihue, 2011, 320 páginas.

  67. Los fósiles que esperamos ser

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    En 1788, el geólogo escocés James Hutton publicó un libro titulado Theory of the Earth (“Teoría de la Tierra”) y el tiempo se hizo más largo. El cuidadoso escrutinio de Hutton de las montañas de Cairngorm en las Tierras Altas de Escocia, y más tarde de los riscos de Salisbury en Edimburgo, lo convenció de que los procesos geológicos que dieron forma a la Tierra no comenzaron en la noche del 22 de octubre de 4004 a. C., como sostenía la ampliamente aceptada cronología bíblica del arzobispo James Ussher, sino que más bien se habían desarrollado durante millones de años. Al contar el tiempo a través de las estrías en el granito rugoso, Hutton escribió memorablemente que “no encontramos ningún vestigio de un comienzo, ninguna perspectiva de un final”. Hutton había abierto las bóvedas del tiempo geológico que luego permitirían a Charles Darwin formular su teoría de la evolución por selección natural.

    James Hutton descubrió el “tiempo profundo”, pero fue el crítico literario Thomas Carlyle quien acuñó el término en un ensayo sobre la biografía escrita por James Boswell sobre Samuel Johnson. Hablando del trabajo de Johnson como si fuera una fuerza de la naturaleza, Carlyle preguntaba: “¿Quién calculará qué efectos se han producido y se siguen produciendo en el tiempo profundo?”. Los poetas y críticos siempre han estado interesados en la longue durée de la historia, desde la eterna fama del monumento poético de Horacio, más eterna que el bronce, hasta el Xenotexto en curso de Christian Bök, un poema codificado en el ADN de células vivas. Pero mientras que los poetas buscan lograr una especie de inmortalidad, hacer que los muertos hablen y hablen después de la muerte, los geólogos nos ven a todos como los fósiles que esperamos ser: todos ya muertos.

    Huellas, de David Farrier, intenta armonizar el tiempo poético y el geológico, y lo hace en un momento en el que el ritmo asombrosamente rápido del cambio climático nos ha obligado a renegociar nuestra relación con el futuro natural y político. Pensamos en horas y días, no en siglos o milenios, pero Farrier se propone ayudarnos a superar esta limitación a través de vívidas evocaciones de lo que nuestros descendientes lejanos podrían descubrir miles e incluso millones de años más adelante. Él se afana en el antiguo ideal retórico griego de la enargeia, lo que Alice Oswald ha traducido como “brillante realidad insoportable”, con la que los poetas o retóricos “mirarían más allá del momento presente” y pondrían el futuro ante la audiencia como si estuviera sucediendo aquí y ahora. Utilizando las herramientas del poeta, Farrier quiere que pensemos más como científicos, que miremos directamente nuestra relativa insignificancia y fragilidad.

    El itinerario de Farrier no es tanto una misión política como una búsqueda privada. Maravillado por la delicada complejidad del mundo, preñado de un significado que está más allá de nuestro alcance, Farrier habla el asombroso lenguaje de la observación atenta que ha definido la escritura de la naturaleza al menos desde Thoreau, y posiblemente desde su temprano predecesor moderno, Sir Thomas Browne.

    Identificar los fósiles futuros —escribe Farrier— implica ver qué revela la brillante e insoportable realidad del Antropoceno; observar una ciudad tal como lo haría un geólogo y afrontar el problema que plantea la seguridad de los residuos nucleares desde la perspectiva de un ingeniero; comprender las historias químicas escritas en un fragmento de residuo plástico y escuchar los silencios que retumban en los ecosistemas destruidos”.

    Mirar el presente como una invención del pasado de otra persona pronta a ser fosilizada te aleja de la realidad de la manera en que lo hace una pintura renacentista de la vanitas: uno de esos bodegones espeluznantes en los que la radiante floración de las flores o la sobre maduración de las uvas está socavada por una calavera boquiabierta o un siniestro reloj de arena. Toda belleza existe en tensión con la mortalidad, nos dicen estas pinturas, y uno tiene la sensación de que una convicción similar impulsa la búsqueda de Farrier de los fósiles futuros. Sin reconocerlo, el autor entrega un relato secular de una temporalidad que en última instancia pertenece a la fe, en la que cada acción es juzgada sub specie aeternitatis, desde la perspectiva de la eternidad.

    Farrier enseña literatura en la Universidad de Edimburgo, cerca de los riscos de Salisbury, y para él los fósiles del futuro son realmente signos que, entretejidos en un estrato geológico, cuentan historias. Cada acto humano es un acto de comunicación con alguien, en algún lugar; cada huella envía un mensaje. Al contemplar un gran puente nuevo que atraviesa el estuario del río Forth, cerca de Edimburgo, Farrier observa que, incluso cuando “las finas torres del puente, su coro de brillantes cables y la plataforma elegantemente curva” hayan desaparecido, tal vez dentro de un millón de años, “los cimientos de hormigón y el desmonte hecho en la roca todavía serán legibles, escritos en la tierra como las marcas que indican la alusión a una cita en un discurso, siendo testigos de que aquí, hace mucho tiempo, una carretera cruzaba un río que también hará mucho tiempo que desapareció”. Levanta un hacha de mano paleolítica de 200.000 años fabricada por los primeros residentes de las Islas Británicas, sintiendo cómo “una suave depresión encajó exactamente donde presionaba el pulgar”, y se pregunta: “¿Habrá alguien del futuro lejano que extraiga un trozo de plástico del siglo XXI, algo moldeado para que encaje en la mano de su usuario como una botella o un cepillo de dientes, y se sobresalte al sentir la misma conexión?”.

    Todo viaje en el tiempo profundo será pausado, y en Huellas acompañamos a Farrier en un itinerario sin prisas (y presumiblemente intensivo en su huella de carbono) desde su sala de clases en Edimburgo hasta la expansión de Shanghái; desde la Gran Barrera de Coral que está enferma hasta un puesto de perforación de núcleos de hielo en la Antártida, y desde una instalación de almacenamiento de desechos nucleares en Finlandia hasta una estación de investigación marina en el Mar Báltico. Su recorrido, facilitado por becas académicas, notoriamente no incluye edificios gubernamentales, protestas climáticas o sedes corporativas, y nos damos cuenta de que el itinerario de Farrier no es tanto una misión política como una búsqueda privada. Maravillado por la delicada complejidad del mundo, preñado de un significado que está más allá de nuestro alcance, Farrier habla el asombroso lenguaje de la observación atenta que ha definido la escritura de la naturaleza al menos desde Thoreau, y posiblemente desde su temprano predecesor moderno, Sir Thomas Browne. Él nos muestra un mundo rico en sentido, codificado en todas partes por la actividad natural y humana. “El hielo es el lugar donde se guarda la memoria del planeta”, escribe, lo que él llama “un archivo global que abarca cientos de miles de años”, el equivalente natural de la Biblioteca de Babel de Borges. E incluso mientras derretimos y quemamos lo que la naturaleza ha escrito en el mundo, nuestra contaminación bombea un nuevo tipo de información a la nube en un acto de traducción diabólica. Cuando nuestros libros hayan sido compostados y reintegrados en la tierra y la internet se oscurezca, “nuestros datos persistirán durante miles de años como moléculas de carbono circulando en la atmósfera”.

    Reconocer que al final todos seremos fósiles algún día puede ayudarnos a volver a la política incluso cuando sabemos que bien podemos fracasar: el estoicismo geológico de Farrier no es tanto un rechazo de la acción pública como su necesario complemento privado. Debemos mirar larga y detenidamente la brillante realidad insoportable del futuro profundo, y luego ponernos nuestras mascarillas y volver al trabajo.

    Farrier recurre a una rica biblioteca de futuros imaginados y pasados míticos —al bricolaje urbano de Walter Benjamin en su Libro de los pasajes, a historias de origen indígena australiano y escandinavo, a las visiones distópicas de J. G. Ballard y, en todo momento, a los relatos cambiantes de las Metamorfosis de Ovidio— para comunicar con una particular riqueza lo que con exactitud perderemos y cómo lo perderemos. Pero a pesar de todo su bordado literario, Huellas no intenta encantar al mundo o, como la escritura conservacionista, hacernos amar lo que nuestra inacción está destruyendo. El libro no es ni un toque de clarín ni una elegía. Más bien, Huellas es lo que viene después de la elegía: una meditación vigorizante pero a fin de cuentas terapéutica, sobre la verdad de que, en el gran esquema de las cosas, la naturaleza siempre nos abrumará. La brillante realidad insoportable del Antropoceno no es solo que el poder destemplado de la humanidad ha tocado todos los rincones del mundo: también es que tú y yo nunca, como individuos, hemos sido menos capaces de enfrentar los desafíos que encaramos. Ahora que hemos matado a la naturaleza, la humanidad se ha convertido en todo y los humanos en nada. Por lo tanto, puede haber un cierto tranquilo consuelo en comprender que, no importa cuán poderosos seamos, a la larga el universo tiende a la entropía.

    Farrier nos ha dado enargeia, entonces, pero ha cambiado sutilmente sus objetivos: enargeia, que el retórico romano Quintiliano tradujo como evidentia, se teorizó primero como una herramienta de persuasión, evidencia utilizada para defender la acción. Sin embargo, la expresividad de Farrier no nos convence tanto de actuar como de poner nuestra acción e inacción en perspectiva. El futuro profundo, suavizando los bordes temporales y los surcos que usamos para enmarcar nuestra política, no mejora nuestro sentido de obligación moral hacia las generaciones no nacidas, como afirma sin entusiasmo Farrier en las últimas páginas del libro. En cambio, visualizar fósiles futuros nos ayuda con la tarea privada de hacer frente a la verdad subyacente de la cual la conciencia ecológica es solo la manifestación más reciente: vivimos en un mundo frágil, contingente, y todo lo que nos importa desaparecerá algún día. El pensamiento geológico es el estoicismo del Antropoceno, un recurso para aprender a morir en el mundo que hemos hecho para nosotros.

    Pero ¿qué hay de cómo vivir?, ¿qué de cómo actuar? El novelista y crítico Amitav Ghosh observó en 2016 que “la crisis climática es también una crisis de la cultura y, por tanto, de la imaginación”. Ghosh identifica una necesidad por la literatura que nos ayude a pensar lo impensable de la crisis climática o que nos enfrente al sufrimiento que nos rodea, un arte al servicio de la política. Pero también existe la necesidad de un arte privado que nos ayude a manejar las demandas del vivir, y del vivir juntos, en un mundo que se siente, al mismo tiempo, pequeño y enorme, plagado de problemas que ni siquiera un héroe podría resolver. Particularmente en estos días de confinamiento y frustración, existe la necesidad por una literatura de dolor que, como la tragedia griega, nos ayude a enfrentar los límites de lo que un individuo y una comunidad pueden conseguir. Huellas no da los recursos para trazar tanto las victorias políticas como los fracasos en un relato que dura mucho más que un ciclo electoral, una pandemia o incluso la breve historia de la misma humanidad. Paradójicamente, reconocer que al final todos seremos fósiles algún día puede ayudarnos a volver a la política incluso cuando sabemos que bien podemos fracasar: el estoicismo geológico de Farrier no es tanto un rechazo de la acción pública como su necesario complemento privado. Debemos mirar larga y detenidamente la brillante realidad insoportable del futuro profundo, y luego ponernos nuestras mascarillas y volver al trabajo.

     

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    Artículo aparecido en Los Angeles Review of Books en noviembre de 2020. Se traduce con autorización de su autor y de la revista. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Huellas, David Farrier, traducción de Pedro Pacheco González, Crítica, 2021, 288 páginas, $18.900.

  68. Golpe a la ventana

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    De un tiempo a esta parte, diría uno, tal vez dos años, escucho con cierta frecuencia el retumbar de fuegos artificiales más o menos lejanos a través de mi ventana. Como vivo en una ciudad, doy por sentado que aquello que escucho desde mi ventana lo escuchan también otros desde la suya. Podría, de cualquier forma, vivir en la ciudad en la que vivo o en muchas otras, y la impresión que ese no demasiado lejano retumbar me causaba en un inicio se habría disipado igual: corre la voz, el dato, la información de que lanzar fuegos artificiales en algún momento de la noche es una práctica recurrente en las comunidades narcos, ya sea por funerales o por ingreso de la droga, entre otras razones que no nos inquieta desconocer precisamente porque nos basta con ese saber.

    A menudo las ventanas convierten lo que ocurre afuera, en el exterior de nuestras casas o de cualquiera sea el interior que habitamos, en una página por leer. La recurrencia de algunos estímulos, sonoros en este caso, sumado a cierta información contextual, nos brinda la posibilidad de comprender un suceso determinado, encuadrándolo en un marco de sentido, por precario que este sea. Si nuestras ventanas no funcionaran cotidianamente como un marco de sentido en el que se dejan caber y, con ello, leer ciertos acontecimientos, nuestra situación en el mundo se vería a lo menos alterada. De alguna manera, la idea que nos hemos hecho de una casa, de un hogar, depende de la estabilidad que un espacio logra mantener respecto del tiempo que transcurre afuera. Y digo tiempo pensando en el clima, ciertamente, pero también, y acaso sobre todo, en un modo de transcurrir de las cosas: hay un tiempo del afuera que nuestra ventana desea enmarcar, expresándose la distancia que respecto de él necesitamos tomar en un medio tan transparente y frágil como un cristal.

    El hecho es que ocurren, han ocurrido —y nada indica que dejen de hacerlo—acontecimientos que desbaratan por completo esas circunstancias ventaneras que deseamos o suponemos la mayor parte del tiempo estables, como si se tratara de un cuadro. Sucesos que no son historias, aún, que puedan leerse o contarse. Acontecimientos como pudo ser la mañana que un día 11 de septiembre encontró, hace ya increíbles 50 años, a muchas y muchos relegados, devueltos, asombrados o aterrorizados, apostándose en el marco de sus ventanas. Mirando, escuchando, ocultándose, asomándose. Intentando leer, comprender lo que estaba ocurriendo afuera bajo la forma de una cantidad ingente de signos diversos que invadieron, de pronto, la ciudad. La vida. Las historias. La Historia de un país.

    Según pasan los años se organiza en función de un acontecimiento que está ausente, aunque en el centro: el bombardeo a La Moneda y la muerte de Allende. Solo están los medios, la ventana y la radio y los recuerdos que ese fuera de campo despierta en quien narra, para construir un posible relato de lo que está ocurriendo. Y lo que hace Droguett es detenerse, tres años después, únicamente en ellos, reconstruyendo las huellas materiales que cada uno de esos medios imprimió en la experiencia y el imaginario de un día que, en sus palabras, no ha cesado de repetirse.

    ***

    Con ocasión de esta negra conmemoración se publicó hace algunos meses una novela de Carlos Droguett que lleva un título doble y singularmente emotivo: Según pasan los años. Allende, compañero Allende. La novela fue escrita el año 1976, un día 7 de diciembre de 1976 a las 11:30 de la mañana, exiliado Droguett en la ciudad suiza de Berna hacía algo más de un año. En ella, con una voz continua, tan melancólica como exasperada y enardecida, Droguett da curso al relato de lo que fue ese día 11 de septiembre, de la mañana a la noche. Ese día que vio morir a Allende y con él tanto y a tantos más: “Casi no necesito recordarlo, es la pura verdad, porque lo he estado reviviendo todo el tiempo, todos los días desde aquel 11 de septiembre fatal”. La mañana lo encontró temprano visitando a Hugo, un amigo librero de cuyo departamento ya no podrá salir en dos o más días y desde cuya ventana comenzarán a ver pasar los aviones mientras una voz en la radio vociferaba “que dentro de 30 minutos si el señor Allende no abandona La Moneda este será bombardeado, aló, aló”. La jornada transcurre entre balazos y explosiones y humaredas y sirenas de incendio parcialmente vistas y oídas, intercalándose con las noticias interrumpidas que logran escuchar por la radio. Entre mirarse las caras, tomar café, fumar, lavar las tazas, hablar un poco, recordar y tomar vino, mirar inmóviles por la ventana, pensar en salir y no hacerlo: quedarse paralizados ante un espectáculo de muerte frente al cual se sienten tomando palco, un palco ciego, recortado el presente por el presente. Recortado el tiempo por un marco que deja la historia fuera de campo.

    En rigor, la novela entera es una elipsis. Todo el relato se organiza en función de un acontecimiento que está ausente, aunque en el centro: el bombardeo a La Moneda y la muerte de Allende. Solo están los medios, la ventana y la radio y los recuerdos que ese fuera de campo despierta en quien narra, para construir un posible relato de lo que está ocurriendo. Y lo que hace Droguett es detenerse, tres años después, únicamente en ellos, reconstruyendo las huellas materiales que cada uno de esos medios imprimió en la experiencia y el imaginario de un día que, en sus palabras, no ha cesado de repetirse.

    En otro relato publicado recientemente, el cronista Juan Pablo Meneses ha hecho también de la repetición y la ventana el medio a partir del cual se configura el imaginario de algo, una historia, un acontecimiento que se sustrajo. El libro se titula Una historia perdida y arranca de la imagen de un niño desprevenido que ese 11 de septiembre de 1973, siendo las 11 en punto de la mañana, comienza a oír los bombardeos desde su ventana y se acerca a mirar lo que está ocurriendo cuando, desobedeciendo los llamados de su mamá, la ventana estalla en su cara, dejando las esquirlas del cristal incrustadas en su cuerpo y su memoria, una memoria colectiva que será también de orden psíquico, personal. El libro entero es un precario intento por recomponer, en las palabras, ese vidrio que estalló en la cara de Pablo, contracara del autor, dejándolo sin posibilidad de ver ni comprender un evento que muchos años después se convertiría en el núcleo velado y sintomático de sus recuerdos. Su lectura me devolvió a la imagen del lente quebrado de Allende que un día Carlos Altamirano instaló ampliado a escala inusitada en La Moneda, así como también a un ensayo escrito hace un par de años por Lina Meruane, movido y conmovido por las múltiples cegueras que dejó el estallido social de 2019. Al leerlo, recuerdo muy bien, fue creciendo en mí la sensación de comprender cómo, ante la falta de justicia y verdad, la historia, nuestra historia, se ha escrito en la ceguera y la oscuridad.

    Volver ahora a estas ventanas redobla esa sensación. A estas ventanas que son los ojos de las casas, que al mismo tiempo que nos brindan la ilusión de dominio de un campo visual, son su parte más frágil, su agujero acuático, visceral. En estos modos de ofrecerse como medio para aquello no era posible representar, imagino agazapado un pedazo de la política de la ceguera que a contar de ese día 11 de septiembre se impondría, bajo muchas formas de violencia —entre otras, la censura—, en todo el país.

    Una ventana será imagen del silencio y la muerte que enlutó los días, los meses, los años que siguieron a ese inolvidable y repetido 11 de septiembre: la imagen de la ventana, o el balcón, de la oficina de Allende en La Moneda, que solo días después del Golpe pudo ser vista por los transeúntes, autorizados a pasar frente al palacio una vez depuesto el estado de sitio. Entre esos transeúntes, paseantes, espectadores, hubo uno que registró esa ventana bombardeada, desolada. Radicalmente abierta, es decir impedida la mediación, y por lo tanto ciega, como la ventana de un mausoleo, esa imagen puso, a través del lente de Luis Poirot, un velo posible que hiciera frente al desgarro total de los imaginarios que esa misma ventana inauguró.

    ***

    Raúl Zurita escribió un libro inmenso volcado únicamente, en sus casi 800 páginas, a repetir en sus distintas capas y profundidades los afectos e imágenes que produjo un solo día, aquel 11 de septiembre de 1973. Lo tituló Zurita. La segunda parte, “Tu rota noche”, se cierra con el poema “Y emergimos del mar”, compuesto de ocho partes que arrancan con una imagen del nacimiento: entre los paredones de la cordillera abriéndose sobre las playas, alguien abre sus piernas y pare a un hombre y con él a la entera humanidad. A la cabeza de cada uno de los textos se repiten las palabras CIELO ABAJO, que es en verdad una suerte de mantra a lo largo de todo el libro. Bajo el último CIELO ABAJO, este poema:

    Ya es 11 de septiembre. Como si fuera otro mar, el
    inacabable pedrerío se estrella contra la reja de
    una casa de dos pisos que se ha mantenido intacta,
    incólume, en medio de la tierra infinitamente
    arrasada. Te acercas. Miras por una de sus
    ventanas y ves que todo sigue igual; el cuadro con
    un puerto de noche colgado en el living, la
    pequeña mesa de centro, el sofá y los dos sillones
    de un verde muy claro. Tu madre se levanta de
    uno de los sillones con un niño de días en sus
    brazos y alza los ojos. Le haces gestos desde el
    otro lado de la ventana, le mueves las manos, le
    golpeas los vidrios, mientras el sonido del mar se
    hace uno con el estruendo de la muchedumbre
    cruzando las aguas. Son infinidades de niños,
    mujeres y hombres que se abrazan con los ojos
    enrojecidos, hijos cargando a sus padres en las
    espaldas, pueblos, generaciones enteras que
    avanzan fundiéndose con el río de la barrosa
    humanidad que emerge gritando. Tú también
    gritas, tú también chillas pegado a la ventana de
    una casa en medio de la tierra devastada.
    Empapado, con desesperación golpeas los vidrios
    y los gritos se oyen cada vez más fuertes. Tu
    madre se acerca a la ventana con el niño de días
    en los brazos y mira el amanecer. Sus ojos se
    cruzan con los tuyos. No te ve. No puede mirarte. 

    ¿Quién es ese niño que naciendo se asoma junto a su madre a la ventana? ¿Quién es aquel que al crecer le hace gestos desde el otro lado del cristal? ¿Cuál es esa muchedumbre que, como generaciones enteras de la humanidad, atraviesa con sus padres a cuestas el marco de la ventana, o de la historia? Hay un hombre, la humanidad, que marcha en medio de la tierra devastada y a la vez chilla como un niño contra el cristal de la ventana. Uno y otro no se ven, no pueden verse. Cielo abajo algo cayó, interrumpiendo acaso, de una vez y para siempre, el encuentro entre la imagen que se ve a través del cristal y la realidad que, desesperada, lo golpea.

    Jaar somete en ese ejercicio aquella imagen inmensamente política del fin de un relato, es decir de un modo de contarnos la historia, a un régimen de representación visual tan antiguo como la pintura enmarcada. En ese gesto, a primera vista paradojal, un poco a la manera de un ready-made de Duchamp, lo que sentimos, sin embargo, es también la amargura de presenciar la repetición del horror.

    ***

    Una imagen falta. Lo sucedido no logra ser representado, solo queda el signo de una imagen posible. Como escribe Pascal Quignard, la imagen que está por verse es lo que falta en la imagen. Como faltan, por ejemplo, en estas pocas imágenes ventaneras una gran ventana que hubo y persiste en el fuera de campo de cada una, que se sustrajo a las demás, que se calló. Una ventana que será imagen del silencio y la muerte que enlutó los días, los meses, los años que siguieron a ese inolvidable y repetido 11 de septiembre: la imagen de la ventana, o el balcón, de la oficina de Allende en La Moneda, que solo días después del Golpe pudo ser vista por los transeúntes, autorizados a pasar frente al palacio una vez depuesto el estado de sitio. Entre esos transeúntes, paseantes, espectadores, hubo uno que registró esa ventana bombardeada, desolada. Radicalmente abierta, es decir impedida la mediación, y por lo tanto ciega, como la ventana de un mausoleo, esa imagen puso, a través del lente de Luis Poirot, un velo posible que hiciera frente al desgarro total de los imaginarios que esa misma ventana inauguró.

    Azuzados por el deseo de pensar y recordar e imaginar nuevos relatos y relaciones posibles, vi la muestra que inauguró este año Alfredo Jaar en el Bellas Artes de Santiago. Me encontré con un trabajo que no conocía: una reinterpretación de esa fotografía de Luis Poirot en manos de distintos estudiantes de escuelas de arte norteamericanas, quienes habrían recibido de parte del artista el encargo de dibujar un fragmento de la imagen fotografiada, diseccionada mediante una cuadrícula. Jaar somete en ese ejercicio aquella imagen inmensamente política del fin de un relato, es decir de un modo de contarnos la historia, a un régimen de representación visual tan antiguo como la pintura enmarcada. En ese gesto, a primera vista paradojal, un poco a la manera de un ready-made de Duchamp, lo que sentimos, sin embargo, es también la amargura de presenciar la repetición del horror: por un lado el intento de copiar, de representar cada una de las ventanas que conforman la fachada del bombardeo acudiendo, para ello, a un velo, que es también el velo que resulta de todo trabajo de elaboración —poner frente a lo real el velo de algún lenguaje—; por otro lado, sin embargo, la repetición del desgarro, de la imagen ausente —la muerte de Allende— que sin embargo insiste en el tiempo y en el espacio del presente.

    Hoy día, de hecho, a esta misma hora, hay ventanas estallando en una parte del mundo. Si aún es posible esperar de nuestras ventanas el ingreso del viento y la luz, es porque seguimos pidiéndoles un pedazo de cielo. Ese pedazo de cielo es el mismo cielo que las ventanas de La Moneda bombardeada dejaron traslucir en su derruido interior, y es el mismo cielo abajo que compartimos con quienes están viendo destruirse las suyas, despedazándose con ellas el marco posible de lo real.

  69. Uva

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    Las viñas requieren cuidado a lo largo del año para que los viñedos se mantengan sanos y que la uva madure. Es lento. Me acuerdo de días calurosos podando. Esto, dependiendo del tamaño del campo, demora. El campo es silencioso. Al momento de podar se escucha el ruido del motor del tractor que permite llevar a cabo el proceso. Estamos solos ahí, cuidando, de alguna manera, cada uva. En estos periodos cuidamos lo que se viene, lo que aún no está. Creamos las condiciones para que venga algo. En este periodo, trabajar es similar a lo que dice Simone Weil de la mujer que teje mientras está embarazada: hay un cariño hacia el trabajo; no porque seamos seres cariñosos, sino porque trabajar, en algunos casos (y en algunas condiciones), es crear el futuro, es cuidarlo ―cuidar algo que esperamos.

    La uva se cosecha una vez al año, hacia el final del verano. Cuando los viñedos son destinados a una producción masiva, se busca cada año mano de obra para la temporada de cosecha. Circula entonces la voz de que se puede ganar dinero y se apuntan trabajadores que vienen de distintos lugares, a veces de zonas urbanas, lejanas, o bien de otras zonas rurales, donde se realizaron otros tipos de tareas. Los que íbamos al colegio cosechábamos durante los fines de semana. Nos venían a recoger en un punto de la ciudad, nos llevaban a zonas que en general descocíamos, llegábamos a los viñedos y nos asignaban por dónde empezar. En este momento, las personas que habíamos conocido en el bus desaparecían en las filas de plantaciones. En este contexto se ve el espacio, el recorrido hecho, el recorrido faltante, que habrá que repetir hasta la hora de la colación. No recuerdo la uva en estos campos, tampoco a mis compañeros de cosecha. Solo recuerdo el breve tiempo de la colación.

    El tiempo de la naturaleza tiene que ver con el cultivo de la tierra. El trabajo es natural. La naturaleza trabaja, es decir, se produce a sí misma. La semilla en la tierra se nutre y produce nutrientes; absorbe agua y desarrolla raíces. Mientras este trabajo se hace, quien lo observa busca producir su repetición, la de su proceso, de su vitalidad, de su temporalidad. Por otro lado, observar la naturaleza es natural. El órgano ocular se desarrolla mirando y se nutre de lo que mira. Ningún ojo ve antes de mirar y mirar es relacionarse con algo más grande que uno. La observación de la naturaleza es la incorporación de sus temporalidades. El tiempo de la mirada es afectado, forjado, impactado, por la vitalidad de su objeto. Asimismo, el sujeto que busca instruirse no es externo a lo que conoce. Quien observa y cuida plantas se conoce a través de ellas, porque se produce con ellas.

    Recuerdo un año de anarquía en el que, mientras buscábamos agarrar los racimos de uva, se entrelazaban las manos de quienes cosechábamos y la cosecha se volvió un juego. La uva ya no era un fin sino un pretexto. Creo que este año la cosecha fue buena. Recuerdo que el carrito detrás del tractor estaba lleno de cestas con la fruta. Recuerdo muy bien esta cosecha, porque era la primera vez que estábamos juntos, cosechando juntos, tocando nuestras manos. El momento crea la memoria. La uva jugó un rol de tercero entre nosotros quienes nos pusimos a jugar y no solo a cosechar. Recuerdo que fue un día alegre. El sol tal vez era alegre. Mientras volvíamos de la faena con las canastas llenas, el carrito detrás del tractor se dio vuelta y la uva quedó enteramente aplastada. Todo el trabajo del año quedó ahí, en el piso, desgastado. Recuerdo que se apagó el sonido del tractor y no dijimos una sola palabra. Recuerdo las miradas. Entonces empujamos el carro para fijarlo de nuevo al tractor, buscamos recuperar los racimos buenos, la uva todavía jugosa. Fue un instante de confusión dolorosa entre el trabajo y el juego, la alegría y algo que solo fue una pequeña tragedia. Fue también un instante en el que sin decir nada, estuvimos todos juntos, reparando el desastre. La uva ya no era objeto de cosecha o de juego: era nuestra aliada en ese instante de reconstrucción del tiempo, de la vida.

  70. Todo comenzó por aburrimiento

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    Aburre esperar, aburre el apuro, aburre el sinsentido, aburre el exceso de sentido, aburre trabajar, aburre el ocio, aburre hablar, aburre el silencio, aburre el hambre, aburre comer, aburre la gente, aburre no poder estar a solas, aburre la incapacidad de sentir, aburren los otros, me aburro de mí, aburre el matrimonio, aburre el amante, aburre la soltería, aburre lo viejo, aburre lo cotidiano, aburre la guerra, pero también —secretamente— aburre la paz.

    El hastío es una especie de enfermedad de las cosas, incluso puede atacar a aquellas que alguna vez nos dieron alegría. Por eso, prácticamente todo puede derivar en una lata. Tal como describe Flaubert, el tedio de Emma Bobary es como una telaraña tejida en la sombra, una telaraña que alcanza todos los rincones del corazón.

    Este particular fastidio ha tomado tantos nombres como épocas hemos atravesado: el taedium vitae de los romanos duró hasta el siglo I. La acedia de los monjes cristianos apareció en el siglo III. Reapareció bajo el nombre de melancolía en el siglo XV. Regresó en el XIX con el spleen del llamado “mal de siglo”. En el siglo XX vuelve como depresión. A esta lista de términos reunidos por Pascal Quignard, habría que agregarle en el siglo XXI varios otros: anhedonia —o fatiga crónica—, trastorno ansioso, déficit atencional, apatía.

    Pese a sus diferencias, lo que en todas estas palabras habita es un “secreto doloroso”. La espantosa constatación de que la satisfacción, tan anhelada por el ser humano, es seguida por un dolor: más allá del placer ocurre la estafa del hastío.

    Basculamos en un péndulo que oscila entre el anhelo doloroso y el hastío de la satisfacción; entre la pesadilla y la broma. A esta condición Sigmund Freud la llamó neurosis, cuyas consecuencias no solo urdirían la historia personal, sino también la gran Historia. De ello escribió en tiempos de guerras, y propuso una de sus tesis más provocadoras como inadmisibles: el ser humano no siempre busca el placer, tampoco su bien.

    Ya nadie habla de neurosis. Tampoco el aburrimiento es un diagnóstico, pese a su presencia masiva. Si en el medievo tuvo estatus de pecado y los románticos le dieron un carácter de elegancia, hoy no es más que un estado indigno, propio de un tonto que no sabe cómo entretenerse: “Los burros se aburren”. Quizá porque el entretenimiento es más que el tiempo que queda al final del día; es el sostén de la economía anímica. Una economía, por cierto, millonaria.

    La explicación fisiológica del aburrimiento es que los niveles de excitación cortical disminuyen en situaciones poco interesantes. Es una explicación aburrida. Pero el cerebro también responde al aburrimiento activando otras redes neuronales que activan la ensoñación. Ese añadido es más interesante. De todas maneras, el aburrimiento no alcanza a ser un diagnóstico psicológico ni social, seguramente porque los diagnósticos hablan de problemas, y los problemas buscan solución. Mientras que los males existenciales no se curan. No hay fármacos para el aburrimiento. En realidad, sí, pero no los recetan los médicos y tienen efecto rebote.

    El aburrimiento es una condición vital, algo que se enfrenta cada vez, sin superarse jamás. Como el mal tiempo. No es casual que, de aburridas, las personas se pongan a hablar del clima. Fernando Pessoa lo intuía: “Concibo que seamos climas sobre los que gravitan amenazas de tormenta, realizadas en otro sitio”.

    La década de los 90 fue el tiempo de conmemorar el pasado, inventar futuros afines al presente, y por supuesto divertirse. Jubilados antes de la primera batalla, una generación inventó intensidades de otro tipo: el deporte aventura y otras expresiones sospechosamente sintomáticas. El lenguaje de la guerra se desplazó al mundo de la empresa; un tipo de frase corta, en inglés. Esa lengua fue la de estandarización de la vida, las variaciones comenzaron a ser de tamaño, color y cuotas de la tarjeta de crédito. ¿Un desierto?

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    Todo comenzó por el aburrimiento, dice el narrador de Memorias del subsuelo, de Dostoievski. Se refiere al comienzo de su historia, pero en realidad tal observación es un buen comienzo para cualquier historia. Primero los dioses se aburrían, y un dios aburrido, escribió Nietzsche, solo podía crear a un hombre aburrido. A su Adán le dio a Eva, pero ambos se aburrieron, como se aburre cualquier pareja. Kierkegaard imaginó que en ese punto el tedio del mundo comenzó a multiplicarse, luego Adán y Eva, Caín y Abel se aburrían en familia, tras ellos aumentó la población y el aburrimiento se hizo masivo. Para entretenerse concibieron construir una torre tan alta que fuera capaz de alcanzar el cielo: la Torre de Babel es la medida de su aburrimiento.

    El tedio puede ser un comienzo en varios sentidos. De una creación, “calma chicha” le llamó Nietzsche a ese momento desagradable que antecede a la felicidad de la creatividad. Pero también puede ser el comienzo de un encierro sin salida. Puede ser tanto el inicio de una revolución, como de una contrarrevolución.

    De todos los términos, en mi opinión la mejor denominación es Ab-horrore: separado del horror. Baudelaire hizo una advertencia al respecto en su poema “El viaje”: en el desierto del aburrimiento, el horror es un oasis. El horror como respuesta al aburrimiento es una clase de perversión que busca alcanzar una verdad de un modo inhumano, niega lo que la verdad le debe a la metáfora, a la ficción, incluso, a la mentira. El horror busca una verdad sin política, sin negociación. Una hiperrealidad.

    Entonces nos debería preocupar el desierto, tanto como nos ocupa el horror.

    Existe un cuento de Alphonse Allais sobre un Rajá hastiado de la danza de las bailarinas y de la desnudez repetida. Pide que a una niña le quiten el último velo, la piel. Solo el sadismo y la carne cruda lo despertaron del sopor. Lo que el cuento dice es que el placer sexual no es la última estación, es posible ir más allá, y más allá del principio del placer está la muerte. Es lo que enseña Saló de Pasolini. También Crash de Cronenberg, cuyos protagonistas, anestesiados sexualmente, buscan en el dolor volver a sentir. Más acá de la ficción: las imágenes de los prisioneros de Abu Ghraib, torturados y fotografiados por los soldados norteamericanos. Una imagen sutil, pero no menos siniestra del horror: Lucía Hiriart pedía en La Moneda que cortaran el quesillo en forma de corazón (J. C. Romero dixit).

    Para George Steiner, el ennui podría ser una teoría de la cultura, una evidencia de las fuerzas que pulsan en la psicología colectiva. El gran ennui europeo se sitúa en las décadas de prosperidad económica y cultural que ocurren después de las guerras napoleónicas hasta la Primera Guerra Mundial. Mito de una pequeña edad de oro, bajo el supuesto de haber alcanzado una madurez y una coherencia sustentadas en la racionalidad. Pero lo que nota Steiner es que, proporcional a cada entusiasta publicación científica, aparecía otra que expresaba una desazón, incluso una nostalgia del desastre.

    Un estado de ánimo feroz crecía y se colaba en las fantasías de ruina y destrucción. El mito de progreso encubría graves tensiones de clase y generacionales, además de una represión sexual imposible de contener. Las energías vitales estaban estancadas, la vida se volvió repetición y somnolencia. Creció una generación rumiante, con recuerdos que no le pertenecían. Padecía del recuerdo de otro tiempo que corría más rápido, un tiempo de inaugurarlo todo, donde el paisaje se erotizó. Se llenó de sangre también. Y el paso de un tiempo a otro no fue pacífico en el alma de una generación. ¿Cómo podía un joven escuchar sobre el Terror o Napoleón y luego ir a la oficina?

    Antes la barbarie que el tedio”, escribió Théophile Gautier en el siglo XIX. La frase reapareció en mayo del 68.

    Para Steiner, junto con las razones políticas, fueron las tendencias psicológicas, cuyo deseo era el de un fuego purificador, las que llevaron a Europa a abrir con la Primera Guerra Mundial una catástrofe que no paró hasta después de la bomba atómica. Es probable que esas generaciones, aquellas que perdieron el mundo más de una vez, hayan sufrido de una nostalgia del aburrimiento. Pese a ello, el siglo XX no cerró con una arcada, sino con un gran bostezo. Francis Fukuyama le puso nombre al nuevo ciclo: el fin de la Historia. Pero dijo también que la historia se reanudaría por aburrimiento.

    Entrados a este siglo, en Chile los informes mostraban que la gente estaba más feliz, pero más disconforme; las cifras de cosas importantes para una sociedad crecían, pero también el descontento y la desconfianza. Tal como en el mito de la edad de oro europea, se negaron las tensiones, la desigualdad, la crisis migratoria y la ruptura generacional que trajo la tecnología digital. En Chile el mito en disputa se llama ‘los 30 años’.

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    ¿Qué significa nacer en la era “post”? ¿Es un comienzo o un tiempo póstumo? El fin de la Historia dice que todo ha sido realizado. La década de los 90 fue el tiempo de conmemorar el pasado, inventar futuros afines al presente, y por supuesto divertirse. Jubilados antes de la primera batalla, una generación inventó intensidades de otro tipo: el deporte aventura y otras expresiones sospechosamente sintomáticas. El lenguaje de la guerra se desplazó al mundo de la empresa; un tipo de frase corta, en inglés. Esa lengua fue la de estandarización de la vida, las variaciones comenzaron a ser de tamaño, color y cuotas de la tarjeta de crédito. ¿Un desierto?

    El lenguaje de la empresa se extendió a todo, a la psicología, la educación, el amor. Pese a ese arreglo lingüístico que suponía efectividad, crecía una opacidad no calculada por las estadísticas. Entrados a este siglo, en Chile los informes mostraban que la gente estaba más feliz, pero más disconforme; las cifras de cosas importantes para una sociedad crecían, pero también el descontento y la desconfianza. Tal como en el mito de la edad de oro europea, se negaron las tensiones, la desigualdad, la crisis migratoria y la ruptura generacional que trajo la tecnología digital. En Chile el mito en disputa se llama “los 30 años”. Para algunos, crecimiento; para otros, la desigualdad al margen del crecimiento. Hay quienes ven modernización, otros, posfascismo. Desde luego, en esa discusión se juegan trayectorias vitales, posiciones sociales, intereses corporativos, verdades, mentiras y neurosis. No hay duda de que los estallidos en el mundo hablan de la crisis de un ciclo político y de fracturas sociales, pero aspectos psicológicos —como el aburrimiento— son poco explorados. Quizá por pudor, por poco noble. Pero el aburrimiento puede ser un serio síntoma de época. Se debe considerar el hastío de quienes viven en barrios desesperanzadores, lugares que crecen como un caracol, hacia dentro, sin horizonte; tanto, como el —no menos peligroso— aburrimiento burgués.

    La política extrainstitucional fue la que empezó a erotizarse casi a fines de la primera década del 2000 en el mundo. Y en el caso de Chile, el estallido llegó en 2019. Se pueden decir muchas cosas sobre el estallido social que superan la intención de lo que acá escribo, pero lo que es innegable es que fue un acontecimiento erótico.

    También una tempestad de excesos, hasta el asco. Como notó Pasolini a fines de los 60, en momentos de revuelta llega un punto donde ya no es posible distinguir a fascistas de antifascistas. La reacción no tardó demasiado; también la exaltación aburre. La pandemia, la crisis de seguridad, el fracaso en la traducción de ese ánimo a la vida institucional hicieron lo suyo.

    El recuerdo del estallido en el discurso público se volvió una especie de pesadilla vergonzante. Como el día después de la orgía. Pero eso existió, una fuerza dionisiaca, una exaltación sexual y violenta, que cada cierto tiempo, bajo diversas circunstancias, retorna de lo reprimido.

    Hay razones psicológicas que precipitan las políticas.

    Leí que Fukuyama dijo que la guerra en Ucrania era un evento que, ahora sí, podría ser capaz de echar a andar la Historia de vuelta. Por supuesto, no era ese el regreso esperado.

    No hay duda de que los estallidos en el mundo hablan de la crisis de un ciclo político y de fracturas sociales, pero aspectos psicológicos —como el aburrimiento— son poco explorados. Quizá por pudor, por poco noble. Pero el aburrimiento puede ser un serio síntoma de época. Se debe considerar el hastío de quienes viven en barrios desesperanzadores, lugares que crecen como un caracol, hacia dentro, sin horizonte; tanto, como el —no menos peligroso— aburrimiento burgués.

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    Occidente ha hecho de la noche el lugar del miedo. Pero los antiguos, en cambio, temían al día, pensaban que el alma podía ser asaltada por el demonio de mediodía. Tal como lo expresó Meursault, el protagonista de El extranjero de Camus, cuando el juez le preguntó por qué mató al árabe, respondió que a causa del sol.

    Hace más de un siglo, la filosofía advierte que el desierto avanza. Advertencia que a algunos les aburre. No así su versión literal, la que llaman eco-ansiedad. Como sea, lo que avanza es un sol sin sombra, un sol que es metáfora de la ruina del lenguaje para reparar el mundo. Un sol que es sumisión total al destino.

    Frente a ello, siempre es posible distraerse. Pero lo que hace que las cosas no sean aburridas, en realidad, es prestar atención. A veces el absurdo impone su verdad y, como en el mito de Sísifo, nunca llegaremos a destino. Pero aun así, conviene comenzar. Pese a que no veremos finalizados nuestros proyectos, en una de esas, bajando por la roca una vez más, puede que se nos ocurra algo lindo y hagamos algo por ello. Esa es la auténtica libertad, que, como escribió Simone Weil, no es la satisfacción de los deseos, sino la relación entre el pensamiento y la acción.

     

    Fotografía: Sergio Bravo (2019).

  71. Ruinas de mi ciudad

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    Mirando a través de la ventana de un altillo en una vieja casona en el barrio La Chimba, en Santiago, descubrí el vasto tejado de zinc y óxido que cubría las precarias viviendas del lado norte del río Mapocho. En el horizonte del cielo gris se dibujaba un mosaico de latas, clavos y alambres. En cada una de esas fonolitas de zinc, pizarreño y asbesto cemento, se abría un sinfín de posibilidades: trizaduras, perforaciones, amarres, grietas, fragmentos, musgo, moho. Durante los años que recorrí las calles de La Chimba, no dejé de tropezar con esas materialidades derruidas, mil veces reutilizadas y siempre desvencijadas. Eran los escombros y fragmentos del otro lado de la ciudad. Sin embargo, fue una fotografía de la fachada del Palacio de La Moneda, quemado y cubierto por andamios de madera, lo que me hizo sospechar que a veces lo derruido puede ser más que un cúmulo de escombros. Esa fotografía tenía la potencia de retrotraerme a la imagen de La Moneda en llamas. No eran escombros, era una ruina que —a pesar de los rastros carbonizados de sus muros y los fragmentos de ventanas, rejas y concreto a punto de caer— operaba como dispositivo de la memoria violentada, remitiéndome a ese instante traumático de la historia nacional: el bombardeo y el fin de un proyecto revolucionario.

    Más tarde, comprendí que las ruinas existen por doquier y que, en nuestras derivas por la ciudad, siempre es posible tropezar con ellas. El descubrimiento de otras ruinas en Santiago me sedujo ya no como la evidencia de un estorbo o escombro al que se mira con distancia y temor, sino como ese cuerpo-artefacto misterioso y extraño en sus formas y envolventes. Imponentes cuerpos fisurados, sostenidos a menudo por andamios, que me llevaron a sospechar que, en cada una de esas grietas y estructuras derruidas debían existir, agazapadas y escondidas, un sinfín de memorias, emociones y quehaceres. El término fisura, según el diccionario de la Real Academia Española, es una “abertura alargada y con muy poca separación entre sus bordes, que se hace en un cuerpo sólido, especialmente un hueso o un mineral”. Pero también alude a la “dificultad o desacuerdo que amenaza la solidez o la resolución de una cosa”. Sinónimos de fisura son la grieta, raja, hendidura, hiato.

    Entonces emprendí la tarea de recorrer estas fisuras y grietas para pronto comprender que, además de desestabilizar las formas arquitectónicas, ellas operan también como dispositivos de memoria, identidades y afectos. Efectivamente, en torno a las ruinas de nuestra ciudad se anudan prácticas y narrativas que, con resultados diferenciados, moldean nuestras vidas y sus horizontes: la Basílica del Salvador como cuerpo sin esqueleto y en perpetuo movimiento; el Palacio Pereira como cuerpo del desamarre y bello final; la Villa San Luis como el cuerpo doliente del despojo brutal.

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    Tarjeta postal del Templo del Salvador editada entre 1911 y 1916, décadas antes de que fuera declarado basílica en 1938. Crédito: Archivo fotográfico de la Biblioteca Nacional.

    En la Basílica del Salvador, la profundidad de las grietas y fisuras que acompañan su fachada, sus esculturas y relieves atrapan la imaginación hacia el derrumbe. No es difícil imaginar que si no fuese por las estacas que sostienen el muro y las rejas que impiden circular por la vereda contigua, eso no sería más que un cúmulo de escombros derramados sobre el pavimento. No obstante, la Basílica está allí, de pie como baluarte patrimonial. “La iglesia de oro”, como la llaman por su delicada filigrana dorada, conserva aún la magnificencia y belleza de su porte. Pero las imágenes de su deterioro se magnifican al recorrer las tres naves, sentir el frío y observar el altar vacío, los arcos en deteriorada albañilería, los pilares desgastados, los vitrales que ya no están, las pinturas y revestimientos de yeso que escurrieron con las lluvias; polvo, peñascos y excrementos de paloma por doquier. Al levantar la vista hacia el bello cielo decorado y perforado, un edificio se inscribe en el horizonte, los balcones del vecindario entran como parte del templo abandonado. Sobre la cúpula destrozada, un delicado árbol crece y una pelusa de maleza completa la escenografía del recorte dorado sobre el cielo gris de Santiago. Como toda ruina, la Basílica del Salvador también tiene piel, muchas pieles, costras y cortezas que se adhieren a su cuerpo, envolventes que hablan de un tiempo en que el ejército celebraba y oraba sus victorias; las élites bautizaban a sus hijos; las muchedumbres clamaban por justicia ante el asesinato de Rodrigo Rojas Denegri; las devotas oraban frente al Cristo del Salvador; vagos y tránsfugas se cobijarán bajo sus altares y gárgolas en las noches de la dictadura, y hoy, restauradores, arquitectos y patrimonialistas se afanan en su conservación, impidiendo que ella siga su natural y vital derrumbe.

    La historia del Palacio Pereira, en pleno centro de Santiago, da cuenta de las riquezas acumuladas en tiempos del salitre; imponente presencia donde el juego de órdenes jónico y corintio se superponen a balcones, rejas y archivoltas de fierro fundido, importados y adaptados de catálogos franceses. En su interior, los salones y patios comunicados por un amplio eje de circulación, y algunas reminiscencias de arquitectura colonial, permiten imaginar la vida que transcurría en él. Delicada ornamentación basada en los principios de composición clásicos que inspiraba a arquitectos y familias de la oligarquía de fines del siglo XIX, pero donde el mármol y las maderas exóticas contrastaban con el suelo de tierra y los escombros. Desde los años sesenta el palacio se mantuvo como una escenografía derruida. Antes de su restauración, iniciada 40 años después, la fachada chorreada de excrementos de paloma operaba como pizarrón del tiempo: por allí pasaron vagabundos, grafiteros y una fauna diversa que necesitó de algún refugio. Podría decirse que el edificio había sido absorbido por la ciudad y se encontraba, cada día más, a merced de los intereses inmobiliarios que pugnaban por deshuesarlo y engullirlo por completo. Nada de eso ocurrió, finalmente, porque la ruina ha desaparecido para volver a transmutarse en el palacio inmaculado —demasiado inmaculado, quizás— que alguna vez fue. Es la magia de la política urbana y el fetiche patrimonial.

    En uno de los terrenos más caros de Santiago, en la comuna de Las Condes, entre grandes edificios espejados, dos amasijos de betón y fierros retorcidos se muestran impúdicos tras las rejas que los resguardan. Son los escombros —hoy transformados en ruinas por una declaratoria del Consejo de Monumentos— de Villa San Luis, conjunto habitacional modernista que encarnó el sueño de justicia social de la revolución socialista de los años 70. Era, o sería, una ciudadela para familias obreras en una ciudad segregada y desigual. Con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, esta ciudadela de la revolución socialista llegó a su fin y los vecinos fueron desalojados violentamente. Transformada en un amasijo de escombros y varillas retorcidas, en una mixtura de materiales polvorientos, poco queda de aquella utopía. Más de 40 años demoraron los pobladores en reorganizarse para demandar lo suyo y gestionar la Declaratoria Patrimonial, instancia administrativa fuertemente contestada por la inmobiliaria que hoy es propietaria, arguyendo la condición de ruina en la que estaba la Villa al momento de adquirir el terreno. Es el lenguaje de la “dislocación”, de la torsión del argumento que aboga por la renta del suelo y niega la posibilidad de su valor como lugar de memoria. Aunque tarde, la declaratoria ha detenido hasta ahora —escribo esto a comienzos de abril— el derrumbe, para desplazar la mirada desde el escombro a la ruina patrimonial, fijando así su sitial en la historia urbana y social del país.

    ***

    Cuentan que la Basílica del Salvador siempre ha caído, porque nunca tuvo huesos apropiados para un país sísmico como el nuestro; que el Palacio Pereira fue lenta y progresivamente desamarrado por un dueño que solo quería verlo caer para construir allí su torre espejada, y que la Villa San Luis, tan firmemente construida, en realidad nunca debió caer, pero que su cuerpo fue tan ferozmente golpeado, una y otra vez, que finalmente no pudo resistir.

    La vida de las ruinas en nuestra ciudad es larga y compleja. Sus cuerpos desordenan e interrogan nuestra historia urbana de progreso y modernidad. Si en la historia de los imaginarios dominantes de la planificación urbana y la tabula rasa, las ruinas son ignoradas y despreciadas, estas tres obras arquitectónicas arruinadas —o cuerpos, como prefiero llamarlos— permanecen aún vivas. Se rebelan y sacuden. Son incómodas, pero dejarlas y olvidar resulta difícil. Porque las ruinas siempre chirrían y perturban el orden de lo dado. A pesar de su aparente fealdad e incompletitud, la ruina posee, a diferencia del escombro, el poder de mostrarnos la grandeza de un proyecto, de un sueño, de una vida. En los términos de Cornelius Castoriadis, diremos que en este proceso de derrumbe, el significante de cada edificio a menudo transgrede y amplía los horizontes de la imaginación para conducirnos a significados insospechados.

    Comprender el paso del edificio al escombro, del escombro a la ruina y de la ruina al edificio patrimonial y las memorias vivas es el propósito de este texto. La ruina no nace, se hace, se va haciendo desde las prácticas, decisiones y gestos de actores y colectivos en determinados tiempos y espacios de un mundo sometido siempre al cambio. La ruina es lugar, figura, construcción, artefacto, movimiento y desplazamiento.

    El cuerpo de la ruina hace evidente las leyes de la gravedad, el peso del cuerpo, del nuestro y el de ella. Cuerpos sintientes en su pesadez, en su caída, en sus fracturas, en su modo de estar en el mundo, humano y no humano, material e inmaterial.

    Frágiles y siempre cercanos a la muerte, nuestros cuerpos, así como el de la ruina, esquivan la rigidez de la inmovilidad desde la plasticidad de sus formas y movimientos. La ruina, que siempre amenaza con caer, incluso desde el pequeño escombro que rueda cuesta abajo —“No olviden sus cascos”, dice el guía a los turistas que la recorren— nos alecciona desde el trabajo transformador e incesante de su forma.

    En su capacidad de transmutación, la ruina indefectiblemente remite a la naturaleza, a la tierra, a la materia prima, a un lugar común. En toda ruina se encuentra la idea de que en un instante esa forma y esa naturaleza se confundieron, aunque pueda ser para dar paso a una renovación de lo viejo. En un país habituado a los temblores de la tierra, la ruina y sus escombros pasan a ser parte del paisaje que anuncia y recuerda la catástrofe, junto a la necesidad de movilizarse para hacerle frente.

    ¿Cómo caen las ruinas? ¿Y cómo resisten? ¿Qué cae primero? ¿Y qué no cae jamás? Cuentan que la Basílica del Salvador siempre ha caído, porque nunca tuvo huesos apropiados para un país sísmico como el nuestro; que el Palacio Pereira fue lenta y progresivamente desamarrado por un dueño que solo quería verlo caer para construir allí su torre espejada, y que la Villa San Luis, tan firmemente construida, en realidad nunca debió caer, pero que su cuerpo fue tan ferozmente golpeado, una y otra vez, que finalmente no pudo resistir. Edificios que cayeron y se derrumbaron, pero aun así no murieron porque siempre hay alguien que los recuerda, que los observa, que los cuida, que les habla, los venera y los ama en su potencia siempre plástica. Edificios que del escombro transitaron a la ruina, asegurando así la permanencia de su fluctuante legibilidad. Fluctuante porque no todas las ruinas se trizan, erosionan, envejecen y caen de la misma manera. Pero todas ellas tienen en común su capacidad de torcer y dificultar el guion de los tiempos y espacios dominantes. Las ruinas son ruinas, justamente porque en ellas los contornos de su genealogía son aún legibles, solo que, en su movimiento esos contornos se desprenden, se desplazan para reubicarse de otro modo. Obras que rehúyen las formas fijas, rígidas, para abrirnos al movimiento, a la poética y a la potencia de una praxis política lo suficientemente inestable para que dé paso a la creación crítica y transformadora.

    En tanto movimiento, espíritu y aura, la ruina posibilita rehabitar lugares compartidos, locales, encantados y tópicos —como diría Donna Haraway. Pero sobre todo, la ruina como cuerpo doliente en nuestras ciudades de la vertiginosidad y el progreso interroga nuestras certezas. Ellas nos abren a formas de pensar y estar en el mundo, a maneras de ser que sorprenden e inquietan la experiencia corporal de quienes las observan, las sienten, las ocupan, las destruyen, las trabajan, restaurándolas y patrimonializándolas.

     

    Imagen de portada: La Villa San Luis en junio de 2017. Crédito: Andrés Pérez.

  72. Para una estética de la derrota

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    Una multitud aparece en el horizonte. Extiende grandes lienzos, que a su vez convergen y se transforman en una bandera chilena. Tres rostros superpuestos en el cuadrante inferior izquierdo sugieren un espacio intermedio, anterior a la masa. Junto a la silueta con sombrero que aparece más atrás, dan nombre a quienes la componen: mujer, obrero, campesino. Aunque nos encontramos con las figuras de manera frontal, el espectador también está involucrado. La perspectiva y composición nos sitúan en un mismo plano con la masa que apresta a manifestarse. Estamos nosotros también en la calle: somos parte de la multitud.

    Multitud III (1972) es quizás la obra que mejor condensa la tensión entre modos abstracto y figurativo que Gracia Barrios buscó resolver en su trabajo. También es su obra más monumental. Por eso sorprende que el material que utiliza no sea uno en el que previamente se haya involucrado, al menos de forma directa. En sentido estricto, Multitud III no es una obra textil. Lo que hoy llamamos arte textil se caracteriza por concebir la tela o el tejido como idea de medio y soporte, a través de la materialidad de la obra o la relación que establece (e imagina) como su tradición. Pero, al menos inicialmente, en esta obra la preocupación principal parece ser exclusivamente pictórica: Multitud III explora elementos de composición, color y línea, y cómo estos convergen en una sola idea visual. Lo textil simplemente facilita esta investigación.

    Dicho esto, son precisamente las cualidades específicas del material textil las que determinaron la creación y devenir de la obra. Por una parte, le permitieron a Barrios transponer la composición a un formato monumental. El patchwork también facilitó el desarrollo de aspectos formales clave, por ejemplo, el contraste de bloques estandarizados de color, que genera un efecto rítmico, rompiendo la linealidad de la composición. Los retazos, al enfatizar el contorno, otorgan una calidad casi estática a la figura individual, pero chocan entre sí generando vibración y movimiento: bermellón choca con verde estridente, púrpura con aguamarina, marrón con amarillo. A través de esta yuxtaposición de retazos de color, Barrios produce una imagen casi abstracta en tensión con su aspecto narrativo.

    Lo textil también facilitó su rápida ejecución. Barrios creó Multitud III junto a Graciela Córdova para el edificio que albergó a la conferencia UNCTAD en 1972 —el que, completado en 100 días, se convirtió en un verdadero manifiesto de la ambición modernizadora del gobierno de Salvador Allende. Rompiendo con la visión del artista como alguien cuya labor se distingue de la del proletariado, Barrios y Córdova solicitaron ser compensadas por hora, tal y como todos los obreros que participaron en su construcción, utilizando además un material creado de modo industrial. Con ese gesto, las autoras desmitificaron la idea del artista, posicionándolo simplemente como otro productor más.

    Multitud III quizás sería mejor descrita como una obra heredera de la llamada pintura de historia y su continuación en el corpus realista. Desde Gustave Courbet en el Entierro en Ornans hasta el pintor divisionista Giuseppe Pellizza y su Il quarto stato (El cuarto Estado), muchos han intentado capturar y hacer de la masa su sujeto. A través del subterfugio de la alegoría histórica, Courbet introdujo nuevos actores de la sociedad de clases decimonónica en un idioma visual y formato que no les pertenecía. La referencia a este nuevo sujeto histórico aparece de modo más explícito en la masa prerrevolucionaria de Pellizza, quien muestra a tres figuras desprendiéndose serenamente desde una multitud que se manifiesta —marchando hacia el espectador, uno imaginaría, para negociar el fin de una huelga. Si bien comparte con Courbet y Pellizza el escenificar una demostración, posicionando frontalmente a la masa, Barrios no lo hace desde afuera. Extiende una invitación al espectador, buscando generar una identificación con la masa. Le dice, tú también eres parte de la multitud que exige cambios. En ese sentido, es una obra que no refleja, sino que produce la historia. Esta, sin embargo, resultó ser una historia truncada.

    Lo textil también marcó la posteridad de Multitud III. La obra desapareció en los días posteriores al golpe de Estado de 1973. En el caos que siguió al Golpe y la apropiación del edificio de la UNCTAD como sede administrativa de la dictadura, alguien descolgó, enrolló y se robó la obra. Esta fue ubicada y restituida a la artista a comienzos de la década del 2000, luego de ser identificada entre las pertenencias de un connotado político de la Concertación. Lo textil, en otras palabras, determinó su futuro como obra literalmente desaparecida tras el Golpe y apropiada en el consenso posdictadura.

    Pienso en la bandera desplegada por los manifestantes en Multitud III, y recuerdo también otras banderas que se levantaron durante el debate sobre una nueva Constitución —tanto entre quienes trataron de endosar a la bandera nacional características inmutables de pertenencia o cohesión, como también otros quienes buscaron subvertirla. Pienso, al mismo tiempo, en las banderas de la dictadura y sus descendientes: las de Leppe, Rivadeneira, Voluspa Jarpa… Banderas irónicas donde el mito-país se encuentra con la realidad abyecta, y que sin embargo nuevamente reinscriben pertenencia en un colectivo que disiente y se disgrega.

    Si bien comparte con Courbet y Pellizza el escenificar una demostración, posicionando frontalmente a la masa, Barrios no lo hace desde afuera. Extiende una invitación al espectador, buscando generar una identificación con la masa. Le dice, tú también eres parte de la multitud que exige cambios. En ese sentido, es una obra que no refleja, sino que produce la historia.

    La leche derramada

    Cruzando el atrio del pabellón central en la Bienal de Venecia 2022, un pórtico se abría hacia la izquierda. El espectador encontraba allí una sala completa dedicada a la obra de Cecilia Vicuña. En sus muros colgaban óleos, algunos de ellos recreaciones de obras que se perdieron en el tiempo, producidas nuevamente para la exhibición. En esta obra temprana, Vicuña se servía del estilo ingenuo de la pintura popular y un imaginario onírico para dar forma a su mitología personal: su madre, Karl Marx, la propia artista, Violeta Parra, el Ángel Menstruante, Fidel y Allende. Contrastando con esta obra figurativa, al centro de la galería se hallaba una inmensa instalación, titulada NAUfraga. Desde el techo colgaban 161 objetos: basuritas atrapadas como peces en redes o en anzuelos.

    Dentro de la discusión mayoritariamente anglófona sobre la historia del arte contemporáneo, la obra de Vicuña —interpretada como instalación y performance— aparece inscrita dentro del giro conceptual de los años 70. Su trabajo también suele ser interpretado desde cierta idea de lo textil: una valorización del trabajo manual como forma de trabajo femenino. Al subrayar la exposición la importancia de su obra temprana —pintura y escultura—, Vicuña aparecía más explícitamente ligada al continuo surrealista y a una exploración de la palabra. Y también presentaba inmediatamente una conexión con discusiones que se expandían mucho más allá de los confines de la Bienal.

    En su contexto temporal, la obra subrayaba el legado histórico de ideas y debates desarrollados en la Convención Constitucional —que aún sesionaba por aquellos días y cuyas posiciones sobre género, medioambiente y pueblos originarios capturaban la atención de la prensa internacional. Aunque superficial, en esta lectura el trabajo de Vicuña aparecía de sobremanera actual y vigente.

    Pese a que el uso de un formato monumental —por ejemplo, en sus quipus o en la misma NAUfraga— determina de modo implícito algunas apreciaciones de su trabajo, otra Vicuña emerge al considerar la dimensión material de la obra. Tal como lo indican las referencias a su trabajo como “basuritas” o “precarios”, la obra de Vicuña es singularmente frágil y efímera. Su potencia deriva, precisamente, de su precariedad —una inestabilidad fundamental que solo se comprende a partir del hecho de que esta obra emerge desde el movimiento y la acción. Comenzando ya en 1971 una itinerancia temprana, Vicuña desarrolló una serie de acciones con las que abordó diversos problemas —dolores a la vez personales y políticos, ligados al Golpe y al exilio. A partir de entonces, Vicuña posicionó su obra al margen, desarrollando una práctica individual, vinculada a la poesía y difícil de reconciliar con los paradigmas críticos que han dominado la escena internacional en artes visuales desde los 70. Ante todo, su obra emerge como una práctica migrante: acaballada entre soportes, idiomas, identidades, y surgida en condiciones de un extrañamiento afectivo, fruto de la migrancia.

    Su obra visual es forma poética en su fragilidad, aún más allá de los trozos de realidad que recoge y enhebra con aguja e hilo. Tempranamente reconoció en pinturas, acciones y objetos, algo como un mandala: lo que llama “universos para pensar”. Los Precarios —forma que desarrolló intuitivamente a fines de los 60, mientras aún residía en Chile— cobraron un significado mayor a partir de su trashumancia. La artista reflexionaba a comienzos de esa década que debido a su condición apátrida, su pequeño tamaño era necesario para poder viajar con ellos —y que su pobreza era “socialista” en el sentido de ser algo replicable por cualquiera. Lo precario, insiste Vicuña, comparte raíz etimológica con “plegaria”: en otras palabras, su promesa es la momentánea suspensión y modificación del mundo. Como plegaria, sus Precarios son verbo encarnado: encontrar, escoger, desplazar, modificar, urdir, tejer, coser, reparar.

    Sirviéndose de la precariedad como estrategia en una de sus acciones más conocidas, Vicuña abordó el opresivo contexto político en Latinoamérica en los años 70, a partir de la sinécdoque de la leche contaminada. La acción El vaso de leche se realizó en Bogotá, en septiembre de 1979, frente a la antigua casa de Simón Bolívar. Amarrando un hilo rojo en torno a un vaso de leche, Vicuña tironea y vierte el vaso, derramando su contenido en el pavimento. Un poema inscrito en la vereda interroga: “La vaca es el continente / cuya leche (sangre) está siendo derramada / ¿qué estamos haciendo con la vida?”. Es una acción simple, que contrasta con la solemne monumentalidad de Inversión de escena del grupo CADA y su caravana de camiones Soprole, realizada ese mismo año en Santiago.

    Al discutir la obra de Vicuña, no es mi intención sugerir una lectura cerrada, ni menos indicar pérdidas en la manera en que ha sido absorbida en la escena del arte internacional. Tampoco es mi deseo decir que todo arte debiera ser o verse así, sino simplemente a través de su obra evocar procedimientos y formas que abren modos distintos de ver y hacer.

    Tal como lo indican las referencias a su trabajo como ‘basuritas’ o ‘precarios’, la obra de Vicuña es singularmente frágil y efímera. Su potencia deriva, precisamente, de su precariedad —una inestabilidad fundamental que solo se comprende a partir del hecho de que esta obra emerge desde el movimiento y la acción.

    Para otro realismo

    Pensar la derrota como categoría estética ilumina esa otra capacidad del arte: lo que Bataille llama su miseria, que es a la vez su verdadero poder. A través de dos obras casi antitéticas, puede apreciarse cómo la derrota hace obra.

    Pienso en la necesidad de un nuevo realismo, más allá de la idea de representación desde la cual equivocadamente intentamos articular el cambio. Hay modelos para esto, tanto en la historia local como internacional de la vanguardia. En su momento histórico, la vanguardia empujó dos ejes programáticos: el poder de la mímesis como agente desestabilizador del cotidiano y la fragmentación de la coherencia del campo visual; ambas eran maneras de romper el manto de conformismo con que el poder vela su acción. Quizás ahí hay una estética que permita pensar las condiciones que son nuestra derrota, repararnos y encontrar otras luces. Una estética construida a partir de memoria y acción.

    Una estética de la derrota requiere fragmentos que empujen a preguntarnos si de verdad conocemos lo que conocemos, si estamos de hecho todos y si acaso es posible un futuro juntos. Una estética de la derrota sabe de ausencias. Una estética de la derrota invita a pequeños gestos, cuidados y rituales que permitan recomponernos, reparar confianzas, reconocernos en nuestra diferencia. Una estética de la derrota buscará interrogar la imagen: su atracción, su poder tiránico y sus mecanismos. Una estética de la derrota reconoce la fortaleza de la creación en sus límites: la pobreza del arte.

     

    Imagen de portada: NAUfraga (2022), de Cecilia Vicuña.

  73. “Te amo”

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    En una entrevista en la radio, Bruno Latour evoca esta solicitud que surge a veces entre dos amantes, cuando uno de los dos pregunta: “¿Me amas?”. Explica que esta pregunta surge por el hecho de que no somos substancias, sino subsistencia. Si fuéramos substancias, amaríamos una vez y para siempre. Bastaría decir “Te amo” una pura vez, a modo de información, para que el amor se consagre y permanezca. Por el contrario, ser subsistencia implica que las condiciones cambian. La vida no está asegurada, el amor tampoco. Esto no significa que sea contingente, sino que ha de ser reiniciado, cada tanto. El amor no es para siempre, lo que es para siempre es la posibilidad de su reinicio. “¿Me amas?” sería, de este modo, solicitar un nuevo comienzo. O sería una intuición, un miedo. Después de todo, no sabemos si este nuevo comienzo ocurrirá.

    Lo que dice Latour es correcto, pero es ya una visión de la vida, un hablar de ella, sin situarse dentro de ella. Es correcto, el amor no es para siempre. El lenguaje no puede fijar el amor, solo puede hacer performativa la potencia de su inicio —o su término.

    Pero el terreno del amor no es solo verbal. “Te amo” lo decimos a veces cuando el amor ya se dio, cuando dos cuerpos ya no logran separarse, cuando dos vidas se ven gesticulando juntas, agarrando el café, buscando una nueva taza, componiendo un espacio. En este caso, “Te amo” no es un performativo, es más parecido a la vociferación de algo que ya aconteció, pero, por sorpresa, cuando cuerpos, manos, limpieza (a veces), objetos, espacio y tiempo ya están en un proceso de metamorfosis, ya son un tejido, un olor, una atmósfera, un ritmo, un hogar. “Te amo”, en este caso, es como un eco de lo que ya existe, pero que se hace constatación y promesa. Al momento en el que digo “Te amo”, digo que todo esto acontece y está en exceso, que todo esto me excede, ocurrió un poco a pesar nuestro, pero te lo prometo, te prometo que te amo, que esto que nos excede yo lo pongo delante de nosotros como una antorcha, una palabra que alumbra la oscuridad de la vida, y que nos libera de la necesidad de ver siempre todo claro.

    En el amor no somos dueños ni del comienzo ni del final. Eso sí, nos adueñamos de algo que es también dueño de nosotros: de la realidad del amor. Duplicamos esta realidad. “Te amo”: el café, lo estamos haciendo juntos. El café, las compras, la cama, el tiempo. Decir “Te amo” es una forma de recibir lo bondadoso de todo esto. ¿Quién hubiese imaginado este ritmo hecho entre los dos, esos objetos que ahora hablan de nuestro anclaje, nuestra forma de configurar mundos y deseos? Las manos y los cuerpos juntos hacen algo que antecede a la imaginación, aunque hay obviamente patrones sociales, literarios o cinematográficos que nos guían. “Te amo” es gratitud, sorpresa, promesa. Es también pregunta: ¿Tú me amas? ¿Esto es de nosotros dos, todavía? ¿Todavía nos es familiar, todavía late, o ya está siendo extraño, mortífero? Es miedo, claro. ¿Cómo no tener miedo de que algo tan inesperado y a la vez sedimentado, se desvanezca?

    Pero es, sobre todo, lenguaje. Es el lenguaje de las cosas y es el lenguaje de nosotros. Es un momento de divinidad, donde lo que se dice es lo que hay y no algo que se impone de afuera. Y es un momento humano, de fragilidad y promesa reunida, de soledad a veces cuando solo una persona dice “Te amo” y maneja el bote, heroicamente y sin esperar contraparte. O bien es un momento de silenciosa comunión.

    Nota bene

    Está mal hecha la entrada de esta letra, que corresponde a la letra T. Tal como presento el grupo de palabras, pareciera que no importa el pronombre “te” en “Te amo”. Además, si es que quisiera hablar del pronombre personal, del “te”, su lugar en la frase es relativo, depende de la estructura gramatical de cada idioma. En inglés, el “te” está al final: “I love you”. Pareciera envuelto por el amor. En francés, está en segundo lugar respecto del locutor, el “yo” que se afirma soberano: “Je t’aime”. Por cierto, en una película de Godard (no recuerdo cual), el “yo” (“je”) está silenciado y queda solo el “te” (t’): “t’aime”. Dicho así, escuchamos que algo falta —algo o alguien.

    Pero de esto se trata. “Te” en “Te amo” es vago. No hace falta silenciar al “yo” o al “te”. “Te amo” hace cuasi inconsistentes a los sujetos de enunciación, a los pronombres. “Te amo” es un murmullo: lo dice el deseo, lo dice el cansancio, lo dice la rutina, lo dice el miedo (a que te vayas). A veces no lo digo. Es cuando te has vuelto inalcanzable o frágil como el cristal. En estos momentos, sé que si hablara todo podría quebrarse. Tú también lo sabes. Tú nunca hablas. Es que el amor se hace. Riegas mis plantas. Sirves té a los invitados. Conoces mi casa. Mi habitar ya está en tus manos. He vuelto entonces a la condición de creatura y habito tu silencio. No debería hacer falta hablar. Y, sin embargo, hace falta hablar. “Te amo” es lo que tú me dices a mí, solamente a mí. Son las palabras que me salvan de la asfixia, del silencio del habitar. Te creo cuando me dices “Te amo”. Me vuelvo creyente e incrédula a la vez. Todo vuelve a vacilar. Nada es certero, pero me das tu palabra y te doy la mía.

    Entonces “Te amo” cabe en la letra T a condición de querer dar un lugar a esta inconsistencia del lenguaje que, sin embargo, es su respiración, su ansia, su espera, su descanso.

  74. Los contornos del fracaso

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    Cuando ocurre, el fracaso se siente como algo inaudito, como la horrible anomalía en un mundo presidido, si no por el logro, cuando menos por la tranquilidad. La tormenta es lo raro, no la calma. Sin embargo, en nuestro universo que —según las leyes físicas— tiende al desorden y en que cualquier organismo vivo es una excepción cósmica, respirar es lo extraño. Para los antiguos griegos la vida era preciosa, justamente, porque era precaria.

    Si la propia vida humana es improbable, ¿cuán remota puede ser una vida exitosa, una que escape al fracaso? Ciertamente depende de lo que se entienda por lo uno y lo otro. Pero el triunfo, por definición, es escaso: por cada campeón, existen miles de perdedores; por cada multimillonario, hay multimillones de pobres; por cada mente brillante, ejércitos de mentes opacas. Estadísticamente al menos, tenemos más posibilidades de conocer el fracaso que el éxito: fiascos románticos, pruebas malogradas, caídas, juegos perdidos, errores, anhelos sin realizar, carencias materiales y un generoso etcétera. Para algunos, todos estos fracasos serían anticipos de uno mayor: morir. No es cuestión de atizar el tremendismo, pero si se ha afirmado que somos un ser hacia la muerte, también podría decirse que lo somos hacia el fracaso.

    En una cultura crecientemente fascinada con la bendición del éxito, el fracaso es la gran maldición. No siempre fue así. Se ha buscado determinar cuándo la mala suerte se convirtió en motivo de oprobio y de culpa, y cuándo la condición fallida dejó de tener un sentido puramente comercial, desprendida de la personalidad, para adherirse a ella. Desde entonces ya no se tenía un fracaso, sino que se era un fracasado.

    Entendido como la cifra de todo lo adverso, parece un ejercicio de “negación de la negación” que haya quienes, desde hace algún tiempo, lo consideren como una etapa en la senda hacia el éxito. La industria del crecimiento personal, la autoayuda y las homilías sobre el espíritu empresarial nos anuncian que no es más que un traspié del que nos levantamos de inmediato para intentarlo de nuevo, ansiosos por sacar lo mejor de nosotros y desafiar nuestros límites.

    Pero hay límites infranqueables. En Elogio del fracaso, el filósofo Costica Bradatan propone un viaje a través de círculos concéntricos de sus manifestaciones física, política, social y biológica (esta, la propensión a enfermar, envejecer y morir, sería “el último fracaso”).

    Cuesta entender cómo se puede fracasar por algo que escapa a nuestro control, como la muerte. Si un artesano tiene un accidente y pierde sus manos, ¿ha fracasado? Pareciera que no. El mito fundacional del fracaso es que hay una culpa, en algo erramos y, por tanto, merecemos lo que nos ocurre. En su trasfondo está la necesidad (o ilusión) de creer que determinamos al menos en parte el curso de nuestras vidas. Aunque, en realidad, todo cuanto nos sucede depende tanto de lo que hacemos como de las circunstancias o la suerte.

    Cuando Bradatan elogia el fracaso, es porque propone la humildad para una visión más certera de nosotros mismos. Detecta cuatro tipos de fracaso, encarnados en cuatro figuras principales. Simone Weil, la filósofa francesa, representa el fracaso físico: niña y mujer frágil, llena de empatía por el sufrimiento, fue obrera, anarquista, intelectual y una mística que se dejó morir de hambre.

    La trama del revés

    Nos sentimos fracasados cuando caemos en la enorme brecha entre nuestras aspiraciones y nuestros logros”, dice el historiador de lo cotidiano Joe Moran en su singular ensayo Si fracasas. Bradatan, por su parte, considera fracaso “cualquier cosa que experimentamos como una desconexión, interrupción o incomodidad en el curso de nuestra interacción pautada con el mundo y los demás, cuando algo deja de ser, funciona o sucede como se esperaba”.

    Son definiciones bastante amplias, aunque captan la idea de que el fracaso es algo más enmarañado y sutil que la pura falta de éxito. Lo cierto es que casi ninguna vida termina resultando según lo planeado e incluso las personas más afortunadas experimentan más de alguna vez la decepción y el sufrimiento.

    La meditación de Moran sobre el fracaso parece motivada porque un año de su trabajo (no nos dice por qué) quedó en nada. A sus experiencias personales agrega reflexiones que van desde lo económico a lo deportivo y lo onírico. Cuenta que suele tener “el sueño del examen”: volver a rendir, adulto, uno que no ha preparado; ahí aprovecha de referir la historia de los exámenes: desde la China de principios del siglo VII hasta convertirse, en el XIX, en la norma en Europa. Cuando habla del sentido de los premios, se puede desviar a contar la historia de las medallas —desde el Imperio Romano hasta el siglo XIX— o a lo que significa no recibir una: menciona así la serie fotográfica de Tracey Moffatt retratando atletas en las Olimpíadas de Sydney 2000, justo en el momento en que terminaban de competir y se percataban de que llegaron en cuarto lugar, sin medalla, lejos de todo encanto, incluso del glamour de llegar último.

    A los que han fallado —señala Moran—, no les ofrezco ningún consejo, solamente consuelo”. Esta consolación toma fundamentalmente la forma de relatos de casos: el del sociólogo Max Weber, cuya brillante y precoz carrera académica se vio truncada por una crisis nerviosa; o los de las escritoras Natalia Ginzburg o Virginia Woolf, quienes se consideraron siempre unas impostoras o unas fracasadas; o el futbolista Johan Cruyff, creador de un “giro” espectacular, aunque no ganó el Mundial de 1974; o Leonardo da Vinci, quien terminó muy pocas pinturas. A ellos se suma la mitología de escritores bohemios como Paul Potts o el autor de musicales Lionel Bart (más Jeffrey Bernard, Joe Gould o Joseph Mitchell), cuyos genios naufragaron en la melancolía o el perfeccionismo.

    Cuando Bradatan elogia el fracaso, es porque propone la humildad para una visión más certera de nosotros mismos. Detecta cuatro tipos de fracaso, encarnados en cuatro figuras principales. Simone Weil, la filósofa francesa, representa el fracaso físico: niña y mujer frágil, llena de empatía por el sufrimiento, fue obrera, anarquista, intelectual y una mística que se dejó morir de hambre. El fracaso político lo enfoca en Gandhi, el adalid pacifista indio, quien se esforzó por demostrar que renunciaba a todo éxito material (cita a un ayudante suyo que se lamentaba de lo caro que era mantenerlo pobre) y los peligros de la búsqueda de la pureza política: Gandhi murió asesinado.

    Luego considera el fracaso social, centrado en E. M. Cioran, el filósofo rumano que marchó a Francia, para quien era un principio ético jamás trabajar y que se identificó con muchas ideas fallidas (incluido el fascismo). El cuarto fracaso es el biológico o “final”. Su protagonista es el escritor japonés Yukio Mishima, quien decidido a ser un “fracaso noble”, ejecutó su propia muerte por seppuku; allí también menciona a Séneca, quien deseaba asimismo tener una buena muerte (ambos estropearon sus suicidios de manera sangrienta). Es curiosa la centralidad que entrega al suicidio considerando que, a diferencia de la muerte, no es algo universal.

    Glosario del fracaso, editado por Valerio Rocco —libro que recoge algunos resultados de un proyecto académico europeo sobre las genealogías del fracaso—, aborda, a través de entradas escritas por distintos autores, sus dimensiones económicas, psicológicas, epistemológicas, políticas e incluso metafísicas. Sus aproximaciones suelen partir desde la etimología, pero se abren a sus diversas manifestaciones históricas, artísticas o filosóficas para cubrir toda su riqueza conceptual y su aplicación a personas, grupos, clases sociales, instituciones o Estados.

    Las voces del fracaso

    Sócrates, el filósofo griego, en sus últimas y enigmáticas palabras, reconocía deber un gallo a Asclepio. Veinticinco siglos después, Sócrates, el futbolista brasileño, afirmaba que no jugaba para ganar, sino para ser recordado. Que formen parte de un mismo diccionario las voces “deuda” y “derrota” —en esta se cita al segundo Sócrates— es demostración de la amplitud multiforme del concepto.

    Glosario del fracaso, editado por Valerio Rocco —libro que recoge algunos resultados de un proyecto académico europeo sobre las genealogías del fracaso—, aborda, a través de entradas escritas por distintos autores, sus dimensiones económicas, psicológicas, epistemológicas, políticas e incluso metafísicas. Sus aproximaciones suelen partir desde la etimología, pero se abren a sus diversas manifestaciones históricas, artísticas o filosóficas para cubrir toda su riqueza conceptual y su aplicación a personas, grupos, clases sociales, instituciones o Estados. Los autores constatan que la atribución del fracaso se puede deber a distintas razones, aunque su carga negativa suele generar relaciones de dominación y discriminación. Se apunta, además, que en la Antigüedad no existía una noción tan abarcadora como “fracaso”, por lo que su uso es moderno, en particular desde el siglo XVI, como demuestran sus incursiones etimológicas en varios idiomas, lo cual seguramente se vincula al surgimiento y consolidación, por la misma época, de la noción de individuo autónomo, que se autodefine, elige sus acciones y asume sus consecuencias (entre ellas, fallar).

    De esta forma, en la voz “pobreza” se señala la constante extensión moderna del término, que corre en paralelo al ascenso de la sociedad comercial, las asociaciones cada vez más firmes riqueza-éxito y pobreza-fracaso, así como el aumento del control gubernamental sobre la población. En la voz “error” como vertiente epistemológica del fracaso que se manifiesta en una tradición moderna de escritos introductorios para eliminar del entendimiento humano sus inclinaciones erróneas. Otras voces aparecen como figuras del fracaso: el “olvido” como fracaso de la memoria, el “monstruo” como fracaso de la naturaleza, el “naufragio” colectivo como fracaso en la gestión del Estado. Hay vinculaciones entre las entradas: “caída” y su relación etimológica con “decadencia” y “declive”, y con los esquemas cíclicos de las edades del hombre; la “ruina” como declive o corrupción de lo inorgánico; las relaciones entre “culpa” y “deuda”: la primera se transformaba en la segunda, pagándose de diferentes formas, desde la compra de indulgencias al suplicio físico.

    Como en las mencionadas, en cada una de las voces restantes —bancarrota, culpa, desastre, desengaño, exilio, mancha, ocaso, pérdida, suicidio, tropiezo— se realiza una amplia excursión por el desarrollo conceptual e histórico de ellas. Así, en “bancarrota” se aborda desde su origen en los intercambios mercantiles (quebrar el banco del arruinado), que también podía (y solía) ser un fracaso fingido, y que llega a los Estados con las crisis de deuda externa.

    La expulsión de Adán y Eva del paraíso (1791), de Benjamin West.

    De la vergüenza a la celebración

    El Glosario del fracaso no se agota en sus voces (el proyecto prosigue, al parecer, en otras figuras, como el aburrimiento). Por otra parte, en su introducción se manifiesta la curiosidad por el “doble discurso” sobre el fracaso en las sociedades actuales: su repudio, por una parte, y su ensalzamiento, por otra, como la vía adecuada para alcanzar la victoria. Ejemplos distintos de apología a través de la “superación personal” son los libros Las virtudes del fracaso, del filósofo Charles Pépin, y Rebotar sobre el fracaso, del conferencista Fred Colantonio.

    En el primero, Pépin explica que el fracaso contribuye al conocimiento y al aprendizaje, a la comprensión y el sentido de humanidad, porque equivocarnos es una muestra de que no somos animales ni máquinas ni dioses. “Podemos fallar porque somos hombres y porque somos libres”. Para exponer sus bondades relata las derrotas fructíferas de personajes ilustres en el deporte (Rafael Nadal, Roger Federer, Michael Jordan), en la empresa (Steve Jobs, Richard Branson), cantantes (Ray Charles, Serge Gainsbourg), escritores (J. K. Rowling) o políticos (De Gaulle).

    En sentido parecido, Colantonio diserta sobre el arte de convertir los contratiempos en oportunidades, a través de personas que han tenido grandes logros —entrevista a deportistas, empresarios, científicos y artistas, ninguno muy conocido, con la posible excepción del exvocalista del grupo de heavy metal Iron Maiden, Blaze Bayley— y también refiere las historias de personajes más célebres: Nelson Mandela o Elon Musk. Señala que enfrentando la adversidad medimos de lo que somos capaces, que el fracaso sirve como un “trampolín” para el éxito y que puede ser cómplice tanto de las caídas como de la recuperación: “Si nos hunde la cara en el lodo cuando tropezamos —señala en su particular estilo lírico-motivacional— es también la fuerza que nos levanta la cabeza hacia las estrellas”.

    Aunque el libro de Bradatan ofrece una “terapia” y, por tanto, un tratamiento y eventualmente una cura, está lejos de los tópicos de la autoayuda y la superación, al alentar la humildad dolorosa ante el fracaso, pero el verdadero. ¿Y cómo se distingue este del falso, pregonado por los gurús de la superación de sí mismo? Es simple, responde: el fracaso humilla, si no, es engaño.

    Por su lado, Moran cree que efectivamente podemos aprender del fracaso. Pero eso ocurre a veces. Y, en todo caso, él no tiene ningún deseo de convertir el suyo en lección de vida ni quiere escuchar que el fracaso hunde a los perdedores e inspira a los ganadores, o que es el trampolín en el que rebotar para saltar hacia el éxito.

    Citas citables: “No pierdas el tiempo golpeando una pared con la esperanza de convertirla en una puerta” (Coco Chanel); “La verdad no es más que un error rectificado” (Bachelard); “El éxito es ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo” (Churchill). Estas y otras agudezas salpimientan generosamente los libros de Pépin y Colantonio. Inevitablemente, también aparece lo de “fracasar mejor” de Samuel Beckett.

    El autor de Esperando a Godot, en su obra tardía Rumbo a peor escribió: “Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”, frase que ha terminado citándose y repitiéndose por todo tipo de emprendedores y especuladores del éxito, para inspirar a seguir adelante y triunfar como ellos lo hicieron. Bradatan recuerda que ahí no termina Beckett, quien continúa: “Vuelve a fracasar peor. Todavía peor otra vez. Hasta enfermarse para siempre. Vomitar para siempre”. La referencia es entonces menos inspiradora.

    En realidad, las palabras de Beckett no tratan de superar la derrota, sino de aceptarla como algo inevitable. El fracaso no es un bache en el camino: es el camino y es el destino final. Algo en lo que podría concordar Moran: “Ser humano significa ser un fracaso”, apunta hacia el final de su libro. “Significa comprometernos con planes que sabemos que se derrumbarán o se desvanecerán en la nada”.

    En realidad, las palabras de Beckett no tratan de superar la derrota, sino de aceptarla como algo inevitable. El fracaso no es un bache en el camino: es el camino y es el destino final. Algo en lo que podría concordar Moran: ‘Ser humano significa ser un fracaso’, apunta hacia el final de su libro. ‘Significa comprometernos con planes que sabemos que se derrumbarán o se desvanecerán en la nada’.

    Los negocios y el alma

    En el Glosario del fracaso se afirma que su noción amplia es totalmente moderna, posterior al siglo XVI. Sin embargo, el fracaso para referirse a una persona que se arruina, es de acuñación aún más reciente. Antes del siglo XIX, señala el historiador Scott Sandage en Nacidos perdedores, la palabra era un “incidente”, que un negocio había fallado. Se convirtió por primera vez en una identidad, en los Estados Unidos, durante la expansión del capitalismo como actividad económica y artículo de fe, entre 1819 y 1893, cuando una serie de auges especulativos colapsaron en pánicos financieros y crisis económicas.

    Consultando libros contables, informes de agencias de crédito, diarios, memorias, correspondencia, panfletos, manuales de ayuda, notas de suicidio y cartas, Sandage muestra el auge de dos culturas centrales: la del “esfuerzo incesante” y la de la “vigilancia”, configuradas mientras el futuro se construía expandiendo el vocabulario capitalista, cuando los individuos eran “motores”, “hombres hechos a sí mismos”, “ganadores”. En la década de 1840 surge la vigilancia: las agencias de calificación crediticia clasificaron a las personas según su solvencia. Sus informes hicieron que las vidas estuvieran disponibles para la inspección y además expusieron secretos familiares, transformando chismes en “verdades”. Hacia la década de 1890, muchos “perdedores” confesaban sus fracasos a desconocidos millonarios (como Rockefeller) en “cartas de mendicidad”.

    En el siglo XX, según Sandage, la definición de fracaso se amplió: ya no se necesitaba ser insolvente o indigente; bastaba una vida vivida en la “oscuridad rutinaria” y la grave tara de “falta de ambición”: podría incluir al trabajador laborioso nunca ascendido o al vendedor que simplemente sobrevive. Sentirse un “fracasado”, señala, es tan común que se olvida que es una manera de hablar, un “lenguaje de los negocios aplicado al alma”.

    Fallos persistenentes

    Que los negocios, las empresas y los planes fallen, es algo probable. No tanto que eso salpique toda la personalidad de quien ha sufrido ese traspié. Ahora bien, en las empresas y negocios tecnológicos, en teoría tan vertiginosamente exitosos, el ensayo y error, los pasos en falso, han sido la norma. En Invención e innovación, el ingeniero Vaclav Smil entrega una “breve historia” de ellos. Su enfoque general acerca de los fracasos inventivos se centra en que el flujo de inventos exitosos en los últimos 150 años corre junto a una frustrante falta de progreso en muchas áreas cruciales. Lo importante es reconocer que el “éxito” o el “fracaso” es una consecuencia de la elección social, pues los avances técnicos no son autónomos y las sociedades no pueden decidir de manera simple qué innovación adoptar o rechazar.

    Examina tres categorías de fracasos de la innovación: las “promesas incumplidas”, que llegaron con grandes expectativas, pero terminaron siendo dañinas o peligrosas, al punto de ser prohibidas: la gasolina con plomo, el insecticida DDT y los clorofluorocarbonos, usados como refrigerantes, pero que dañaban la capa de ozono. Luego, las “decepciones”; productos que inicialmente parecían dominar sus mercados para después desaparecer, superados por alternativas más económicas y menos peligrosas: los aviones supersónicos o la fisión nuclear. Y, por último, las innovaciones altamente deseables cuyo éxito ha sido prometido por generaciones, pero que no han logrado convertirse en tecnología útil: la fusión nuclear para la generación de electricidad; los viajes de alta velocidad en el vacío (renovados como hyperloop); la mejora de los cultivos de cereales por bacterias fijadoras de nitrógeno.

    Smil entiende y explica los problemas técnicos involucrados y se pregunta por qué las tecnologías que son fracasos comprobados vuelven a tener con cierta regularidad brotes renovados de entusiasmo. La culpa está, según él, en los medios de comunicación: un invento novedoso y que será trascendental es el titular soñado, aunque, en realidad, falten décadas o siglos para que se haga realidad, o simplemente no tenga verdadera trascendencia. Las tecnologías más importantes en la actualidad, señala, tienen que ver con mejorar los métodos de tratamiento del agua, el rendimiento agrícola y la distribución de la electricidad. Esto podría traer más beneficios a más personas en un período de tiempo más breve que otros avances milagrosos menos útiles. Su conclusión es que el futuro probablemente lucirá similar al pasado: lleno de fracasos.

    Antes del siglo XIX, señala el historiador Scott Sandage en Nacidos perdedores, la palabra era un ‘incidente’, que un negocio había fallado. Se convirtió por primera vez en una identidad, en los Estados Unidos, durante la expansión del capitalismo como actividad económica y artículo de fe, entre 1819 y 1893, cuando una serie de auges especulativos colapsaron en pánicos financieros y crisis económicas.

    Variables políticas

    Si el fracaso se entiende como un compendio de todo lo negativo, desde la bancarrota y la pobreza hasta los desastres y la muerte, ¿tiene una dimensión política?

    En Política y negación, el filósofo Roberto Esposito postula que la falta de confrontación no con el fracaso sino con lo negativo en general, y con el intento de eliminarlo, ha provocado un retorno violento de este, que en el siglo XX alcanzó una “semántica de la aniquilación”. Así, analiza cómo las principales categorías políticas modernas se desarrollan a partir de la negación: la soberanía del Estado civil surge en Hobbes como el fin de un conflicto o del estado de naturaleza; la propiedad, negando “el fantasma de lo común”; la libertad negativa, transformando lo que no está prohibido en necesidad; el pueblo, modelándose a través de sus contrapuntos: la plebe, la multitud y la muchedumbre.

    Esposito cree que lo negativo se ha convertido en la configuración del mundo contemporáneo: terrorismo, desastres ambientales, pandemias, violencia, políticas xenófobas; el capitalismo global (según él) también se niega a sí mismo, porque el bienestar se ha convertido en carencia y privación para la mayoría de los habitantes del planeta. Para escapar de esto debería producirse una “desarticulación” entre negación y política.

    Si la pobreza puede ser una figura del fracasar (como la voz respectiva atestigua en el Glosario del fracaso), eso demostraría cuán extendida es esta falla: alrededor de un 10% de la población mundial vive en la extrema pobreza y alrededor del 50% tiene dificultades para satisfacer sus necesidades básicas, según el Banco Mundial. El pobre como “fracasado” o “perdedor” es un recurso extremadamente útil como patrón social contra el cual los ganadores y exitosos pueden contrastar sus logros y riquezas, que generalmente asumen como recompensas merecidas por su trabajo y esfuerzo.

    Del libro de Bradatan surge un argumento: que elfracaso induce a la humildad y esta es necesaria para lademocracia como “ejercicio social y político de la modestia”, que puede reducir “la cantidad de sufrimientoinnecesario en el mundo”. Pero las razones para sufrir son tantas como las posibles figuras del fracaso. En ese sentido, ciertamente el fracaso es más “democrático” que el éxito.

    Esposito cree que lo negativo se ha convertido en la configuración del mundo contemporáneo: terrorismo, desastres ambientales, pandemias, violencia, políticas xenófobas; el capitalismo global (según él) también se niega a sí mismo, porque el bienestar se ha convertido en carencia y privación para la mayoría de los habitantes del planeta.

    Consolación

    Fallamos cuando no conseguimos lo que queremos, cuando las cosas salen mal o contra nuestro plan (en teoría) perfecto. Tal vez “fracasar mejor” signifique reducir expectativas. El origen del sufrimiento, según Epicteto, está en “querer algo y que no suceda”.

    Probablemente, fracasar no sea motivo de vergüenza, pero tampoco de celebración. Sin embargo, la industria de la superación personal y la retórica de la autoayuda —con su léxico particular poblado de desafíos, resiliencia, individuos proactivos o ganadores, así como la búsqueda de la excelencia— han llevado a encomiar sus dudosos efectos tonificantes. Pero para atenuar su huella no basta con repetirse que el fracaso es un moretón y no un tatuaje o que cuando se cierra una puerta se abre una ventana. El consuelo que, por ejemplo, propone Joe Moran, no espera que aprenda-mos de nuestros fallos o que sean una oportunidad para “crecer” o un trampolín al triunfo. Simplemente significa encajar sus golpes y aceptarlos como lo que son, un costo más de la vida.

     

    Imagen de portada: Llueve luz clara (2022), de Nicole Tijoux.

     


    In Praise of Failure, Costica Bradatan, Harvard University Press, 2023, 273 páginas, US$29.95.


    Invention and Innovation, Vaclav Smil, MIT Press, 2023, 229 páginas, US$24.95.


    Política y negación, Roberto Esposito, traducción de M. T. D’Meza y R. Molina, Amorrortu, 2022, 272 páginas, $34.900.


    Glosario del fracaso, edición de Valerio Rocco, Círculo de Bellas Artes, 2021, 328 páginas, €14.


    If You Should Fail, Joe Moran, Viking, 2020, 176 páginas, £14.99,


    Rebondir sur l’échec, Fred Colantonio, L’attitude des Héros, 2018. 179 páginas, €16.


    Las virtudes del fracaso, Charles Pépin, traducción de A. Torrego, Ariel, 2017, 192 páginas, €17.90.


    Born Losers, Scott Sandage, Harvard University Press, 2005, 362 páginas, US$35.

  75. Contra la decadencia y caída

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    Tomado de un ensayo escrito por Theodor Adorno en 1937 sobre las últimas obras de Beethoven, el concepto de lo tardío ha servido para interpretar las etapas y producciones finales de algunos artistas. Acostumbrados como estamos a celebrar las óperas primas, las novelas de iniciación, en definitiva, a la juventud y el esplendor iniciático, Adorno y luego Edward Said en Sobre el estilo tardío, se esmeraron en resolver las contradicciones de aquellos que enfrentan las “cadencias definitivas de la muerte”: algunos, dice Said, lo hacen con cierto espíritu de resolución y sabiduría, mientras que otros lo toman con “intransigencia, dificultad y contradicción no resuelta”.

    En la historiografía, por su parte, lo tardío ha resultado útil para erosionar las rígidas categorías de Antigüedad, Edad Media y Modernidad. El otoño de la Edad Media, escrito por Johan Huizinga (1919), es un precursor genial de lo tardío: su investigación fue uno de los primeros eslabones para desmitificar el oscurantismo medieval. El otoño de la Edad Media es un canto a lo contradictorio, un retrato del inestable equilibrio entre amor caballeresco, cisma religioso y la llegada del Renacimiento en el siglo XV. “Un contraste directo de crueldad y misericordia”, anotaba Huizinga sobre esa época. Un objetivo similar se propone Peter Brown en El mundo de la Antigüedad tardía. Su obra no solo pretende instaurar un nuevo periodo histórico, situado entre el 200 y el 700 d. C., sino también quiere matizar, darle el brillo dorado de un mosaico ortodoxo, al mito de la “decadencia y caída” del Imperio Romano, erigido por Edward Gibbon en cuatro tomos. Para Peter Brown, la obra de Gibbon (escrita entre 1737 y 1794) tenía una “triste claridad de visión” de lo que había sucedido en esa etapa y merecía ser desentrañada.

    Y en gran medida, el esfuerzo de Brown en El mundo de la Antigüedad tardía consiste en ampliar la visión de esa época. En sus primeras páginas recalca: “El Mediterráneo en el periodo clásico había sido siempre un mundo que rozaba los límites de la inanición”. Así como Walter Benjamin apuntaba a que habíamos perdido la experiencia del hambre, Brown nos retrotrae directamente a una era donde los habitantes de las grandes ciudades sobrevivían gracias al pillaje y al robo de alimentos. Es la época donde “un 10 por ciento de la población, que vivía en las ciudades y había dejado su marca en el curso de la civilización, se alimentaba gracias al trabajo del restante 90 por ciento”. No es extraño, entonces, imaginar que aquel mundo comenzaría a fisurarse. Las invasiones, las protestas en las ciudades, o la crisis del siglo III, que tuvo reinados, como el de Gordiano, de apenas 22 días, son la muestra más palpable de un mundo en serias dificultades.

    Sin embargo, Brown subraya que era, al mismo tiempo, un mundo floreciente. Se dedica a observar el ascenso de hombres que no provenían de la aristocracia y que terminaron modelando, gracias a su intelecto, el devenir del imperio. “De entre los padres de la Iglesia, por ejemplo, solamente uno procedía de una familia senatorial”. Venían también de “oscuras ciudades”, como Plotino desde el Alto Egipto y San Agustín, que había nacido en África.

    Es quizás el de San Agustín un buen ejemplo para mostrar el mayor cambio de la época, según Brown: la vida espiritual. “El historiador corre el peligro de olvidar que las personas de las que se ocupan sus obras emplean mucho tiempo en dormir, y que cuando se hallan en ese estado suelen tener sueños”, dice Brown con lucidez. Nació así “una nueva preocupación por la vida interior y por lo sobrenatural”. La proliferación de manuales de astrología, de tratados de magia, y el ascenso inesperado del cristianismo que dio pie a la conversión de Constantino en el 312, prefiguraron un mundo que ya no vivía sus tribulaciones como en la Grecia Antigua y que se alejaba paulatinamente de lo que daría en llamarse “paganismo”. Brown ejemplifica este cambio en dos hechos: la “violenta aparición de los ‘demonios’ como fuerzas activas del mal, contra las que los hombres debían pelear”. Pecar, dice Brown, “no era ya simplemente errar: consistía en permitir ser derrotado por fuerzas invisibles. Equivocarse no era encontrarse en el error, sino ser inconscientemente manipulado por algún poder maligno invisible”.

    Sin embargo, Brown subraya que era (…) un mundo floreciente. Se dedica a observar el ascenso de hombres que no provenían de la aristocracia y que terminaron modelando, gracias a su intelecto, el devenir del imperio. ‘De entre los padres de la Iglesia, por ejemplo, solamente uno procedía de una familia senatorial’. Venían también de ‘oscuras ciudades’, como Plotino desde el Alto Egipto y San Agustín, que había nacido en África.

    Como consecuencia de esa sensación nació el movimiento ascético y el ascenso del espíritu monástico. “Al ‘hombre santo’ se le enseñaba que había conseguido la libertad y un poder misterioso gracias a haber traspasado muchas barreras visibles de una sociedad no tanto oprimida cuanto rígidamente organizada para la supervivencia. En las aldeas, dedicadas durante milenios a preservar sus intereses contra la naturaleza, el hombre santo había escogido deliberadamente la ‘anticultura’: el desierto cercano, los farallones montañosos de las proximidades”. Alejarse del mundo era ahora virtud. Por ello, los cristianos, que habían dejado atrás la época de persecuciones intermitentes, se convirtieron en una fuerza amplia, no de esclavos, sino de “gente humilde pero acomodada”, que avanzaba mientras se nutría de las debilidades del imperio: “En una época en la que tantísimas barreras locales se iban oscura y dolorosamente erosionando, los cristianos se habían adelantado llamándose a sí mismos una no-nación”, apunta.

    Finalmente, Brown recuerda que la “decadencia y caída” del Imperio Romano afectó solamente a la estructura política de las provincias occidentales, “mas dejó incólume la central energética cultural de la Antigüedad tardía, el Mediterráneo Oriental y el Próximo Oriente”.

    En El mundo de la Antigüedad tardía, Brown a menudo señala que Bizancio y Persia, como el ascenso del islam en el siglo VII, lograron gobernar con astucia sus imperios personales. Incluso el paganismo sobrevivió de mejor manera en Oriente: “muchos ‘helenos’”, escribe Brown, “ampliamente respetados, mantuvieron la vida universitaria de Atenas, de Alejandría y de otros innumerables centros más pequeños hasta la conquista árabe”.

    La cubierta de El mundo de la Antigüedad tardía dice que la investigación de Brown “explica como pocas el mundo de hoy”, pero realmente no lo hace. La época que esboza Brown se acerca más al espíritu de “resolución y sabiduría” que mencionaba Edward Said sobre lo tardío, que al opaco y desesperanzado presente donde creemos vivir en el “capitalismo tardío”.

    ¿O será que, como Gibbon, tenemos una triste claridad de nuestros días?

    Casi al final del libro, Brown apunta: “Es momento de que también nosotros veamos el mundo del siglo VI a través de ojos más orientales”. Es un hábito que, como sabemos, también ejercitó Edward Said en Orientalismo, y que quizás también debiera invitarnos a mirar el mundo desde otras ópticas.

     


    El mundo de la Antigüedad tardía, Peter Brown, Taurus, 2021, 280 páginas, $ 13.500.

  76. Marguerite Duras: perderse es encontrarse

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    Para Marguerite Duras (1914-1996) la pasión y la obsesión son una misma cosa: una inmersión en el conocimiento, una forma de vivir. Este y otro tipo de ideas se dejan entrever en Los ojos verdes, un libro recopilatorio de las críticas, ensayos, entrevistas y conversaciones que publicó en la revista francesa Cahiers du cinéma. Para Duras, esta revista era una carta en blanco, un repositorio de sus pensamientos en torno al cine, la política, la literatura y cómo todos estos temas convergen y terminan formando una sola pasión/obsesión que la inunda.

    Duras nació en Saigón (actual Ho Chi Minh, Vietnam) y pasó gran parte de su niñez y adolescencia en Indochina con su madre, lo cual fue fundamental para su vida y obra. A los 18 emigró a Francia, donde estudió Derecho, matemáticas y ciencias políticas. Entre sus libros destacan Un dique contra el Pacífico (1950), El amante (1984), El dolor (1985), El amante de la China del norte (1991) —una versión ampliada de El amante, a medio camino entre novela y guion— y Escribir (1993). Además de su extenso repertorio literario, tuvo renombre en la industria del cine con películas como Hiroshima, mon amour (1959), a cargo del director francés Alain Resnais.

    Los ojos verdes reúne sus reflexiones en torno al trabajo cinematográfico, las que conservan la espontaneidad y elegancia que definen su escritura. La conversación que mantiene con Elia Kazan es especialmente iluminadora; más que una entrevista, parece un diálogo espontáneo en que se dispersan, se centran y vuelven a dispersar, pero nunca pierden el eje: el cine como una pasión. En otros textos habla de los cineastas de la Nouvelle vague: “Bresson me llega hasta el dolor. Tati hasta la alegría. Pero seguramente Tati drena menos cosas en mí que Bresson, desgarra menos”. Y de Godard afirma: “Es uno de los más grandes. El mejor catalizador del cine mundial”. Duras se enfoca en un solo cine, el que provoca, el que hace vibrar, no el comercial, que le parece demasiado explicativo, ya que en él “la palabra adelanta la imagen”.

    Hay una idea que atraviesa cada una de estas entrevistas, reseñas y ensayos: el oficio de escribir. Es por eso que resalta el guion como elemento esencial: “El escrito de la película, para mí, es el cine”. Para Duras, el cine implica perderse, pero en sus propias películas se encuentra. “Escribir, es ir a buscar fuera de uno mismo lo que está ya dentro”, dice, y esa búsqueda es la que emprendió a través de sus libros, de sus guiones, de su escritura en general.

    Hay una idea que atraviesa cada una de estas entrevistas, reseñas y ensayos: el oficio de escribir. Es por eso que resalta el guion como elemento esencial: ‘El escrito de la película, para mí, es el cine’. Para Duras, el cine implica perderse, pero en sus propias películas se encuentra. ‘Escribir, es ir a buscar fuera de uno mismo lo que está ya dentro’, dice.

    Los ojos verdes permite comprender sus tópicos recurrentes, sus silencios, sus divagaciones, sus ideas políticas no partidistas y su obsesión con el amor y la guerra. Hace muchas observaciones en torno a la Segunda Guerra Mundial —algo que está absolutamente presente en Hiroshima, mon amour— y dice que el primer título de su novela, El dolor, iba a ser La guerra, pero optó por el que sintetizaba su relación con lo bélico y con su propia vida. Hay una afirmación que cala hondo cuando habla de los judíos y los campos de exterminio: “No es un genodicio. No es una expedición de escarmiento, una llamada de violencia. Es un decreto, una decisión pensada, una organización lógica, una previsión minuciosa, maníaca de la supresión de una raza de hombres. Recuerdo por enésima vez la existencia de esos estranguladores, de esas corporaciones de mujeres, de las encargadas de la estrangulación de los niños judíos. Existían del mismo modo que la corporación de la enseñanza o de la medicina”.

    Para Duras el mal radica en el ser humano y muchas veces lo domina. Tanto en sus escritos literarios, como en los que fueron llevados al cine, deja esto en claro, y no como una defensa sino como una manera de mostrarlo. Reflexiona mucho en torno a esto al hablar de Aurélia Steiner (1979), documental escrito y dirigido por ella, donde aborda los estragos de una vida condenada por el sufrimiento y la memoria de la guerra. En él, muestra imágenes del mar, de una casa, de la naturaleza, de la vida en sí, pero sin nadie a alrededor. Lo único que llena la imagen es la voz de una mujer de dieciocho años, Aurélia Steiner, quien lee una carta dirigida a nadie, pero al mismo tiempo a todos: a sus antepasados judíos, a sus padres muertos, a los exterminadores y, también, al espectador.

    El dolor es un tema presente en cada una de sus obras, en forma de rechazo o de aceptación, y también se manifiesta en estas reseñas y entrevistas. Es tajante al afirmar que el cine ya no existe, porque ya no existe emoción. “Ver una película, hoy en día, es decidir pasar el tiempo con la ayuda de una película”, escribió durante el siglo pasado, aunque esas palabras expresan un sentimiento muy actual. Los ojos verdes nos pone frente a Marguerite Duras, a su perspectiva amplia, compleja, diversa y absolutamente contemporánea.

     


    Los ojos verdes, Marguerite Duras, Ediciones UDP, 2022, 175 páginas, $15.000.

  77. Sonreír

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    Hay un sonreír maligno y hay un sonreír amoroso. Entre los dos hay muchos matices. Por ejemplo, la sonrisa irónica, la sonrisa incómoda, la sonrisa hipócrita, la sonrisa que busca dar ánimo… La sonrisa es polisémica, pero la pregunta es si lo es por naturaleza o por imitación. ¿Es la sonrisa maligna un robo, una forma de apropiarse de la sonrisa amorosa para pervertir el amor, reducirlo a nada? Y si es así, si hay robo y extorsión, ¿qué viene primero? ¿Cuál sentido de la sonrisa es el original, el auténtico? ¿Hay de hecho algo tal, una sonrisa pura, primera, verdadera, o todo sonreír está definido por los múltiples sentidos de cada sonrisa?

    No me resulta tan fácil responder la pregunta. Por mi “escuela de pensamiento” debería decir que no hay nada puro, originario. Que donde hay bondad hay también maldad, que todo está siempre contaminado. Pero en la sonrisa siento pureza. Por ejemplo, el otro día estaba en una comida, vi a un muchacho y le sonreí. Esto ocurrió totalmente a pesar mío. Estábamos todos hablando, comiendo, haciendo chistes y algo en la atmósfera se distendió e hizo que sonriera. Ahí sentí que sonreír tenía que ver con fuerzas y no solo con significados, con condiciones atmosféricas y no solo con intenciones. Hay un sonreír que ocurre por sorpresa. Sonreímos a veces a la vista de un recién nacido, de una flor, cuando a pesar de sentir pena sentimos amor por lo que está pasando. Me ha pasado de sonreír diciendo “adiós”. En este último caso, es verdad que los dispositivos sociales se mezclan con las fuerzas y los sentimientos, y que sonreímos también para dar una forma aceptable a todo lo que pasa. De hecho, fuerzas y sentimientos existen también en virtud de estos dispositivos. Nada es puro. Toda facticidad está compenetrada de sentido. Esto es la condición de su aparición.

    Pero dentro de estas estructuras de sentido dentro de las cuales sonreímos o lloramos, pasa algo, una fuerza, por ejemplo, sentir felicidad y sonreír. Hay un instante en el que el rostro es la fotografía de una fuerza. No es un síntoma, algo que hay que leer y explicar. Es captación. Mi sonrisa al muchacho fue la captación de algo que estaba ocurriendo. No sé lo que era. Nos hicimos buenos amigos. Sonreímos porque somos máquinas fotográficas. Mientras hablamos, y tomamos, y nos reímos en voz alta, somos también un dispositivo en el espacio que capta por un instante la felicidad (que no puede ser más que instantánea o, digamos, muy breve).

  78. El mito de Henry Kissinger

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    En 1952, a la edad de veintiocho años, Henry Kissinger hizo lo que hacen los estudiantes de posgrado con iniciativa cuando quieren proteger su futuro académico: fundó una revista. Escogió un nombre imponente —Confluence—, y reclutó a ilustres colaboradores: Hannah Arendt, Raymond Aron, Lillian Smith, Arthur Schlesinger Jr., Reinhold Niebuhr. El editor James Laughlin, que patrocinaba la revista, describió al joven Kissinger como “una persona completamente sincera (terriblemente seria, del tipo germánico) que se esfuerza al máximo por realizar un trabajo idealista”. Al igual que su otra producción temprana, el Seminario Internacional de Harvard, un programa de verano que convocaba a participantes de todo el mundo —Kissinger, de manera intrépida, se ofreció a espiar a los asistentes para el FBI—, la revista le abrió canales no solamente con los responsables políticos de Washington sino también con una generación de pensadores judíos alemanes cuya experiencia política se había formado a principios de los años treinta, cuando la República de Weimar fue suplantada por el régimen nazi.

    Para los liberales de la Guerra Fría, que veían los indicios del fascismo en todo, desde el macartismo hasta el surgimiento de la cultura de masas, Weimar era una advertencia que confería cierta autoridad a quienes habían sobrevivido. Kissinger cultivó el trato con los intelectuales de Weimar, pero no le impresionaron sus perspectivas de influencia. Aunque más tarde invocó la memoria del nazismo para justificar todo tipo de juegos de poder, en esta etapa se estaba construyendo una reputación como un inconformista totalmente estadounidense. Horrorizó a los emigrados al publicar en Confluence un artículo escrito por Ernst von Salomon, un ultraderechista que había contratado a un conductor para la fuga de los hombres que asesinaron al ministro de Asuntos Exteriores de la República de Weimar. “Ahora me he unido a ustedes como un villano principal en la demonología liberal”, le dijo Kissinger a un amigo después, bromeando porque el artículo estaba siendo tomado como “un síntoma de mis simpatías totalitarias e incluso nazis”.

    Durante más de sesenta años, el nombre de Henry Kissinger ha sido sinónimo de la doctrina de política exterior llamada “realismo”. En su época como asesor de seguridad nacional y secretario de Estado del presidente Richard Nixon, su disposición a hablar con franqueza sobre la búsqueda de poder de Estados Unidos en un mundo caótico le valió tanto aclamación como notoriedad. Posteriormente, el caso en su contra se desarrolló, reforzado por una serie de documentos desclasificados que relatan acciones en todo el mundo. Seymour Hersh, en El precio del poder (1983), retrató a Kissinger como un paranoico desquiciado; Christopher Hitchens, en Juicio a Kissinger (2001), describió su propio ataque como una hoja de cargos para procesarlo como criminal de guerra.

    Pero Kissinger, que ahora se acerca a su cumpleaños número noventa y siete, ya no inspira un odio tan generalizado. A medida que los antiguos críticos se acercaron sigilosamente al centro político y ascendieron ellos mismos al poder, las pasiones se enfriaron. Hillary Clinton, quien, cuando era estudiante de Derecho en Yale, se opuso abiertamente al bombardeo de Camboya por parte de Kissinger, ha descrito las “astutas observaciones” que compartió con ella cuando fue secretaria de Estado, escribiendo en una efusiva reseña de su libro más reciente que “Kissinger es un amigo”. Durante uno de los debates presidenciales de 2008, John McCain y Barack Obama citaron cada uno a Kissinger como apoyo a sus posturas (opuestas) hacia Irán. Samantha Power, la crítica más célebre del fracaso de Estados Unidos a la hora de detener los genocidios, no estuvo lejos de recibir de manos de él mismo el Premio Henry A. Kissinger.

    Kissinger ha demostrado ser terreno fértil para historiadores y editores. Hay estudios psicoanalíticos, relatos de exnovias, compendios de sus citas y libros de negocios sobre su manera de hacer tratos. Dos de las valoraciones recientes más significativas aparecieron en 2015: el primer volumen de la biografía autorizada escrita por Niall Ferguson, que valoraba a Kissinger con simpatía desde la derecha, y La sombra de Kissinger de Greg Grandin, que se acercaba a él críticamente desde la izquierda. Desde perspectivas opuestas, convergieron en cuestionar la profundidad del realismo de Kissinger. En el relato de Ferguson, Kissinger entra como un joven idealista que sigue todas las modas de la política exterior de la posguerra y se vincula repetidamente con los candidatos presidenciales equivocados, hasta que finalmente tiene suerte con Nixon. El Kissinger de Grandin, a pesar de hablar el lenguaje de los realistas —“credibilidad”, “vínculo”, “equilibrio de poder”— tiene una visión de la realidad tan arrogante que resulta radicalmente relativista.

    El nuevo libro de Barry Gewen, La inevitabilidad de la tragedia, pertenece a la escuela de kissingerología que ni lo vilipendia ni lo reverencia. “Nadie ha pensado más profundamente en los asuntos internacionales”, escribe Gewen, y añade: “El pensamiento de Kissinger va tan en contra de lo que los estadounidenses creen o desean creer”. Gewen, editor de The New York Times Book Review, atribuye las decisiones de política exterior más trascendentales de Kissinger a su experiencia como “un hijo de Weimar”. Aunque Gewen es consciente de los peligros de atribuir demasiado a un régimen que colapsó antes de que su personaje cumpliera diez años, está fascinado por las conexiones entre Kissinger y los emigrados de más edad, cuyas experiencias de democracia liberal les hicieron temer la capacidad de la democracia para socavar el liberalismo.

    Hillary Clinton, quien, cuando era estudiante de Derecho en Yale, se opuso abiertamente al bombardeo de Camboya por parte de Kissinger, ha descrito las ‘astutas observaciones’ que compartió con ella cuando fue secretaria de Estado, escribiendo en una efusiva reseña de su libro más reciente que ‘Kissinger es un amigo’. Durante uno de los debates presidenciales de 2008, John McCain y Barack Obama citaron cada uno a Kissinger como apoyo a sus posturas (opuestas) hacia Irán.

    Heinz Kissinger nació en 1923 en Fürth, una ciudad de Baviera. Su familia huyó a Nueva York poco antes de la Kristallnacht o noche de los cristales rotos y se instaló en Washington Heights, un barrio con tantos inmigrantes alemanes que a veces se lo conoció como el Cuarto Reich. Hablaban inglés en casa y Heinz se convirtió en Henry. En su juventud, mostró pocas cualidades notables más allá del entusiasmo por las tácticas defensivas del fútbol italiano y una habilidad especial para aconsejar a sus amigos sobre sus hazañas amorosas. Cuando era adolescente, trabajaba en una fábrica de hisopos para afeitar antes de ir a la escuela; y aspiraba a convertirse en contador.

    En 1942, Kissinger fue reclutado por el ejército estadounidense. En Camp Claiborne, Luisiana, se hizo amigo de Fritz Kraemer, un soldado alemán-estadounidense quince años mayor que él, a quien Kissinger llamaría “la mayor influencia en mis años de formación”. Un agitador nietzscheano hasta el punto de la autoparodia —usaba un monóculo en el ojo bueno para que su ojo débil trabajara más arduamente—, Kraemer afirmó haber pasado los últimos años de Weimar luchando en las calles tanto contra los comunistas como contra los camisas pardas nazis. Tenía doctorados en ciencias políticas y derecho internacional, y siguió una prometedora carrera en la Liga de las Naciones antes de huir a Estados Unidos en 1939. Advirtió a Kissinger que no emulara a los intelectuales “listos” y sus incruentos análisis de costos y beneficios. Creyendo que Kissinger estaba “musicalmente en sintonía con la historia”, le dijo: “Solamente si no ‘calculas’ tendrás realmente la libertad que te distingue de la gente pequeña”.

    A pesar de todas las imputaciones de germanidad de Kissinger, la experiencia indeleble de su juventud fue servir en la 84ª División de Infantería mientras recorría Europa. “Era más estadounidense de lo que jamás había visto a ningún estadounidense”, recordó un camarada. El trabajo de la ocupación estadounidense, con sus oportunidades para asumir rápidamente puestos de autoridad, lo entusiasmaba. En 1945, Kissinger participó en la liberación del campo de concentración de Ahlem, en las afueras de Hannover, y obtuvo una Estrella de Bronce por su papel en la disolución de una célula durmiente de la Gestapo.

    En 1947, Kissinger se matriculó en Harvard con la ley de beneficios a los soldados veteranos, con la intención de estudiar ciencias políticas y literatura inglesa. Encontró un segundo mentor, William Yandell Elliott, un profesor de historia bien conectado de la élite blanca y protestante, que asesoró a una serie de presidentes de Estados Unidos en asuntos internacionales. El joven Kissinger se sintió menos atraído por los exponentes clásicos de la Realpolitik, como Clausewitz y Bismarck, que por los “filósofos de la historia” como Kant y los anatomistas de la decadencia de la civilización como Arnold Toynbee y Oswald Spengler. A partir de estos pensadores, Kissinger improvisó su propia visión de cómo operaba la historia. No era una historia de progreso liberal, ni de conciencia de clase, ni de ciclos de nacimiento, madurez y decadencia; más bien era “una serie de incidentes sin sentido”, a los que la aplicación de la voluntad humana daba, de manera fugaz, forma. Cuando era un joven soldado de infantería, Kissinger había aprendido que los vencedores saqueaban la historia en busca de analogías para cubrir de oro sus triunfos, mientras que los vencidos buscaban las causas históricas de su desgracia.

    Ferguson y Grandin aprovechan una frase de la tesis universitaria de Kissinger, titulada “El significado de la historia”: “El reino de la libertad y la necesidad no pueden reconciliarse excepto mediante una experiencia interior”. Una visión del mundo tan profundamente subjetiva podría parecer sorprendente en Kissinger, pero el existencialismo francés había llegado a Harvard y la tesis citaba a Jean-Paul Sartre. Tanto Sartre como Kissinger creían que la moralidad estaba determinada por la acción. Pero para Sartre la acción creaba la posibilidad de la responsabilidad individual y colectiva, mientras que para Kissinger la indeterminación moral era una condición de la libertad humana.

    En 1951, mientras realizaba estudios de posgrado, Kissinger trabajó como consultor en la Oficina de Investigación de Operaciones del Ejército, donde se familiarizó con la inclinación del Departamento de Defensa por la guerra psicológica. Para los colegas de Kissinger en Harvard, que adaptaban sus currículums a las necesidades del Estado de seguridad estadounidense, su trabajo doctoral —sobre el Congreso de Viena y sus consecuencias— parecía caprichosamente de anticuario. Pero su tesis publicada invocó las armas termonucleares en su primera frase y presentó a los lectores en Washington una analogía histórica inequívoca: los esfuerzos de los imperios británico y austríaco por contener a la Francia de Napoleón ofrecían lecciones para tratar con la Unión Soviética.

    Kissinger ha demostrado ser terreno fértil para historiadores y editores. Hay estudios psicoanalíticos, relatos de exnovias, compendios de sus citas y libros de negocios sobre su manera de hacer tratos. Dos de las valoraciones recientes más significativas aparecieron en 2015: el primer volumen de la biografía autorizada escrita por Niall Ferguson, que valoraba a Kissinger con simpatía desde la derecha, y La sombra de Kissinger de Greg Grandin, que se acercaba a él críticamente desde la izquierda. Desde perspectivas opuestas, convergieron en cuestionar la profundidad del realismo de Kissinger.

    Kissinger es a veces llamado el Metternich estadounidense, en referencia al estadista austríaco que forjó la paz posnapoleónica. Pero en su tesis, sopesando las carreras de los hombres sobre los que escribió, destacaba las limitaciones de Metternich como modelo:

    A Metternich le falta el atributo que ha permitido al espíritu trascender un callejón sin salida en tantas crisis de la historia: la capacidad de contemplar un abismo, no con el desapego de un científico, sino como un desafío que hay que superar, o perecer en el proceso… Porque los hombres se convierten en mitos, no por lo que saben, ni siquiera por lo que logran, sino por las tareas que se proponen.

    Kissinger estaba atacando a los científicos sociales de ojos brillantes que lo rodeaban, quienes pensaban que la confrontación mortal de la Guerra Fría podría resolverse con modelos empíricos y conductuales, en lugar de con altanería existencial.

    En 1954, Harvard no le ofreció a Kissinger la cátedra inicial que él esperaba, pero el decano de la facultad, McGeorge Bundy, lo recomendó al Consejo de Relaciones Exteriores, donde Kissinger comenzó a dirigir un grupo de estudios sobre armas nucleares. En el Washington de la era Eisenhower, una nueva visión de las armas nucleares podría hacerle un nombre. En 1957, Kissinger publicó el libro que lo consagró como figura pública, Armas nucleares y política exterior. Argumentaba que la administración Eisenhower necesitaba prepararse para utilizar armas nucleares tácticas en guerras convencionales. Reservar armas nucleares solamente para escenarios apocalípticos dejaba a Estados Unidos incapaz de responder de manera decisiva a las crecientes incursiones soviéticas. Kissinger pretendía que su tesis fuera provocativa, y no podía saber que el Estado Mayor Conjunto de Eisenhower le había estado diciendo al presidente lo mismo durante años.

    A finales de los años 50, Kissinger no necesitaba elegir entre ser académico, intelectual público, burócrata o político. Cada esfera de actividad realzaba su valor en las otras. Fue un consultor muy solicitado por los candidatos presidenciales; asumiendo que la aristocracia blanca y protestante de Estados Unidos ofrecía el camino más probable hacia el poder, pasó años dando clases particulares a Nelson Rockefeller en política exterior. En 1961, Bundy, que se había convertido en asesor de seguridad nacional del presidente John F. Kennedy, contrató a Kissinger como consultor. Kissinger también consiguió finalmente un puesto en Harvard. Los miembros de la facultad objetaron que su libro sobre armas nucleares no era académico, pero Bundy impulsó el nombramiento y convenció a la Fundación Ford para que aportara dinero para su cátedra.

    Es difícil ubicar a Kissinger entre los pensadores de política exterior de su época. ¿Pertenece al grupo de los estrategas más idiosincráticos y brillantes de Estados Unidos, como George Kennan y Nicholas Spykman? Por lo general, se le clasifica junto con “intelectuales de la defensa” menores, como Hans Speier y Albert Wohlstetter. Estos hombres se movían con fluidez entre las salas de conferencias y los laboratorios de la Corporación Rand, donde se quejaban de los estudiantes que protestaban y hacían alarmantes presentaciones de diapositivas sobre el apocalipsis nuclear.

    Gewen prefiere ubicar a Kissinger entre los emigrados de Weimar más altruistas, aunque los “parecidos de familia” que encuentra son difíciles de precisar. Arendt nunca simpatizó con él, pero compartieron su decepción por el desempeño inicial de Estados Unidos en la Guerra Fría. En su libro Sobre la revolución, a Arendt le preocupaba que las naciones poscoloniales, en lugar de optar por copiar las instituciones políticas estadounidenses, estuvieran siguiendo el guion comunista de liberación económica a través de la revolución. Kissinger argumentó que Estados Unidos necesitaba difundir mejor su ideología, y lo hizo con un fervor evangélico que iba más allá de cualquier cosa que haya intentado Arendt. “Una sociedad capitalista o, lo que es más interesante para mí, una sociedad libre, es un fenómeno más revolucionario que el socialismo del siglo XIX”, dijo Kissinger en una entrevista con Mike Wallace en 1958. “Creo que deberíamos continuar la ofensiva espiritual”. Este era el impulso no de un intelectual crítico sino de alguien que no cuestionaba la misión global estadounidense.

    Kissinger improvisó su propia visión de cómo operaba la historia. No era una historia de progreso liberal, ni de conciencia de clase, ni de ciclos de nacimiento, madurez y decadencia; más bien era ‘una serie de incidentes sin sentido’, a los que la aplicación de la voluntad humana daba, de manera fugaz, forma. Cuando era un joven soldado de infantería, Kissinger había aprendido que los vencedores saqueaban la historia en busca de analogías para cubrir de oro sus triunfos, mientras que los vencidos buscaban las causas históricas de su desgracia.

    El emigrado más cercano a Kissinger fue Hans Morgenthau, el padre del realismo moderno en política exterior. Ambos se conocieron en Harvard y mantuvieron una amistad profesional que tuvo altibajos a lo largo de las décadas. “No hubo ningún pensador que significara más para Kissinger que Morgenthau”, escribe Gewen. Al igual que Kissinger, Morgenthau se había hecho muy conocido con un popular libro sobre política exterior, Política entre las naciones (1948). Y compartía la creencia de Kissinger de que la política exterior no podía dejarse en manos de tecnócratas con diagramas de flujo y estadísticas. Pero, a diferencia de Kissinger, Morgenthau no estaba dispuesto a sacrificar sus principios realistas en aras de la influencia política. A mediados de los años sesenta, mientras trabajaba como consultor para la administración Johnson, él criticó públicamente la guerra de Vietnam, que en su opinión ponía en peligro el estatus de Estados Unidos como gran potencia, y Johnson hizo que lo despidieran.

    Tanto Morgenthau como Kissinger se resistieron a describirse a sí mismos como practicantes de la Realpolitik —Kissinger retrocedió ante el término—, pero la Realpolitik ha demostrado ser un concepto notablemente flexible desde que surgió, en la Prusia del siglo XIX. Los pensadores políticos que se enfrentaban al ascenso de Prusia en un continente repleto de potencias en competencia propusieron varias corrientes de pensamiento estratégico. En una sociedad cada vez más burguesa, la diplomacia ya no podía adaptarse a los caprichos y rivalidades de una corte regia; una política exterior prudente requería reunir todo lo que estaba a disposición de un Estado (apoyo público, comercio, derecho) para proyectar una imagen de poder hacia sus rivales. La ironía es que estas doctrinas eran en el fondo un intento de codificar algo que sus seguidores creían que los estadistas angloamericanos ya hacían instintivamente. “Nosotros, los alemanes, escribimos grandes volúmenes sobre la Realpolitik, pero no la entendemos mejor que los bebés en una guardería”, recordó que le dijo al editor de New Republic, Walter Weyl, un profesor alemán durante la Primera Guerra Mundial. “Ustedes, los estadounidenses, lo entienden demasiado bien como para hablar de eso”.

    A Estados Unidos nunca le han faltado estadistas capaces de comunicar al público su visión del interés nacional. Si Kissinger era realista, lo era en este sentido: hacer del aspecto de gestión de la imagen de la política exterior una prioridad. Morgenthau, aunque también estaba obsesionado con la reputación del poder de un Estado, creía que esa reputación no podía diferir demasiado de la capacidad de un Estado para ejercer su poder. Si Estados Unidos alteraba este delicado equilibrio, como creía que estaba haciendo en Vietnam, otros Estados, más realistas en su evaluación, se aprovecharían. Lo mejor que podía hacer un realista era adaptarse a las situaciones, trabajando por un interés nacional estrechamente definido, mientras otras naciones trabajaban por los suyos. Las nociones idealistas sobre el avance de la humanidad no tenían cabida en su plan. Para Morgenthau, escribe Gewen, “la guerra no era inevitable en los asuntos internacionales”, pero “la preparación para la guerra sí lo era”. Las guerras libradas por los realistas serían menos destructivas que las libradas por los idealistas que creían estar luchando por la paz universal.

    Morgenthau se decepcionó cuando Kissinger defendió la guerra de Vietnam en público, a pesar de haber admitido en privado ante él que Estados Unidos no podía ganar. Fue necesario un contemporáneo cercano de Kissinger, el teórico político Sheldon Wolin —otro hijo de emigrados judíos que luchó en la guerra y estudió en Harvard con William Yandell Elliott— para diseccionar completamente los instintos de hacer carrera de Kissinger. A primera vista, observó Wolin, Kissinger habría parecido no coincidir con el antielitista Nixon. Pero la pareja era perfecta: Nixon necesitaba a alguien que pudiera elevar su oportunismo a un plano de propósito más elevado y hacerlo sentir como una gran figura en el drama de la historia. Como escribió Wolin: “¿Qué podría haber sido más reconfortante para esa alma estéril e inarticulada que escuchar la voz autoritaria del doctor Kissinger, quien hablaba tan a menudo y con conocimiento sobre el ‘significado de la historia’?”. Más tarde, a Kissinger le gustaba mencionar sus escrúpulos a la hora de aceptar el puesto con Nixon: había tenido tanto éxito en movilizar su pedigrí académico en Washington que bien podría haber sido designado para el mismo puesto incluso si el candidato demócrata, Hubert Humphrey, hubiera llegado a ser presidente.

    Tan temprano como en 1965, en su primera visita a Vietnam, Kissinger había llegado a la conclusión de que la guerra allí era una causa perdida, y Nixon creía lo mismo. Sin embargo, ellos conspiraron para prolongarla incluso antes de llegar a la Casa Blanca. Durante las conversaciones de paz de París, en 1968, Kissinger, que estaba allí como consultor, pasó información sobre las negociaciones a la campaña de Nixon, que comenzó a temer que el progreso de Johnson hacia un acuerdo traería la victoria electoral a los demócratas. Luego, la campaña de Nixon usó esta información en charlas privadas con los survietnamitas para disuadirlos de participar en las conversaciones.

    Después de haber ganado las elecciones prometiendo “un final honorable a la guerra”, Nixon quería dar la impresión de que buscaba la paz y al mismo tiempo infligir suficiente daño a Vietnam del Norte como para lograr concesiones. En marzo de 1969, él y Kissinger iniciaron una campaña secreta de bombardeos en Camboya, que era una base de operaciones para el Vietcong y los norvietnamitas. En cuatro años, el ejército estadounidense arrojó más bombas sobre Camboya que en todo el teatro de operaciones del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. La campaña mató a unos cien mil civiles, aceleró el ascenso de Pol Pot y devastó irrevocablemente grandes extensiones de campo. También estuvo tan lejos de sus objetivos estratégicos que más de un historiador se ha preguntado si Kissinger, —quien personalmente modificó los cronogramas de los bombardeos y la asignación de aviones— tenía algún otro motivo. Pero, como escribe Grandin, “había construido su propia máquina de movimiento perpetuo; el propósito del poder estadounidense era crear una conciencia del propósito estadounidense”.

    Si Allende realmente representaba una amenaza, era casi seguro que tenía menos que ver con las ambiciones soviéticas que con sus propios y poderosos argumentos a favor de una distribución global de recursos mucho más allá de lo que Washington estaba dispuesto a tolerar. (…) Él y Nixon asumieron, correctamente, que podían respaldar un golpe contra Allende con el mínimo alboroto (…). Aun así, el espectáculo de la remoción de Allende tuvo una consecuencia no deseada: encendió la mecha de una de las molestias más duraderas de Kissinger: el movimiento global de los derechos humanos.

    En ocasiones, Gewen defiende el historial de Kissinger con más energía que lo que ha hecho el propio Kissinger. Sostiene que las afirmaciones sobre la necesidad de mantener la “credibilidad” tenían sus raíces en preocupaciones legítimas sobre asegurar un orden global liderado por Estados Unidos. Pero, como vio Morgenthau, el argumento de Kissinger se basaba en un desastroso error de cálculo de las capacidades de Estados Unidos. ¿Cómo se mejoraría la credibilidad de Estados Unidos prolongando una guerra contra una potencia de cuarta categoría? ¿Cómo, parafraseando a John Kerry, se pide que mueran treinta mil soldados estadounidenses para que los treinta mil soldados que les precedieron no hayan muerto en vano?

    Como estaban las cosas, cada sucesiva iniciativa estadounidense erosionó la credibilidad en lugar de reforzarla. Ni siquiera el bombardeo navideño de Vietnam del Norte, en 1972, el mayor de la guerra, pudo convencer a los norvietnamitas de renegociar. El joven funcionario del Servicio Exterior John Negroponte ofreció una irónica autopsia, que Kissinger nunca perdonó: “Bombardeamos a los norvietnamitas para que aceptaran nuestras concesiones”.

    Gewen también defiende la idea de Kissinger de que todo acontecimiento político en cualquier parte del mundo exige una respuesta en otro lugar, un punto de vista que, en la práctica, hacía que cada peón pareciera una reina amenazada. Cuando Nixon y Kissinger respaldaron la campaña genocida del presidente paquistaní Yahya Khan contra Pakistán Oriental, en 1971, lo hicieron para mostrar a los soviéticos que Estados Unidos era “duro”. Cuatro años después, la aprobación de Kissinger de la campaña genocida del presidente indonesio Suharto en Timor Oriental pretendía indicar que Estados Unidos recompensaría sin cuestionar a quienes habían diezmado a los comunistas que estuvieran a su alcance. En retrospectiva, la noción de que todo lo que Estados Unidos hiciera sería debidamente registrado y respondido por sus oponentes y amigos parece una expresión de narcisismo geopolítico. En ese momento, el senador Joe Biden, de 33 años, acusó a Kissinger, en una audiencia en el Senado, de intentar promulgar “una doctrina Monroe global”.

    Dada la insistencia de Gewen sobre el realismo de Kissinger, resulta extraño que no se detenga más en los episodios más pragmáticos de su carrera —la búsqueda de la distensión con la Unión Soviética, la apertura de relaciones con China y el desarrollo de una “diplomacia de lanzadera” para contener la guerra árabe-israelí de 1973— que todavía se celebran ampliamente como logros diplomáticos importantes. La distensión requirió que Kissinger prevaleciera sobre las opiniones de línea dura sobre los líderes soviéticos como ideólogos empeñados en dominar el mundo y que se viera el Kremlin de Leonid Brézhnev como habitado por actores racionales. En cambio, Gewen a menudo parece inclinado a defender a Kissinger en los momentos de su carrera donde la defensa es más difícil. Abre el libro con un largo capítulo sobre la participación de Estados Unidos en Chile, que culminó en un golpe de Estado en 1973. Cuando Chile eligió al socialista Salvador Allende como presidente, en 1970, Nixon y Kissinger resolvieron destituirlo. El hecho de que Allende fuera elegido popularmente lo hacía aún más peligroso a sus ojos. “No veo por qué tenemos que quedarnos impasibles y ver cómo un país se vuelve comunista debido a la irresponsabilidad de su propio pueblo”, observó Kissinger. Gewen piensa que esta broma captura el trágico dilema de la relación de Kissinger con la democracia y el poder. “La afirmación parece muy diferente si uno tiene en mente el ascenso de Adolf Hitler”, escribe Gewen, y sugiere que el Chile socialista debería reunirse con la República de Weimar como ejemplos de un pueblo que se expulsa a sí mismo de una democracia mediante el voto. Gewen enumera los pecados y debilidades de Allende —incluidos los aumentos salariales “perniciosos” para los trabajadores y el adoctrinamiento de los jóvenes en los “valores del humanismo socialista” —, pero escamotea tal escrutinio a su sucesor, el dictador de derecha, general Augusto Pinochet, cuyo poder Estados Unidos ayudó a consolidar y que, si se tiene en mente el ascenso de Hitler, parece bastante más pertinente.

    De manera similar es cuestionable la afirmación de Gewen de que “lo que no se puede descartar es la preocupación de Nixon y Kissinger de que Chile bajo Allende fuera un adoquín en el camino hacia la hegemonía soviética”. De hecho, la Unión Soviética había reducido su rivalidad con Estados Unidos en el mundo en desarrollo, donde contrarrestar a China ahora diluía sus recursos. La crisis de los misiles cubanos, en 1962, y un intento fallido de establecer una base de submarinos en Cuba, ocho años después, habían agriado cualquier esperanza de desarrollar un Estado verdaderamente cercano en América Latina. Los dirigentes del Kremlin se mostraron reacios a aumentar la miseria que enviaban a Chile, sabiendo que Allende la gastaría en importaciones estadounidenses que tanto necesitaba.

    Si Allende realmente representaba una amenaza, era casi seguro que tenía menos que ver con las ambiciones soviéticas que con sus propios y poderosos argumentos a favor de una distribución global de recursos mucho más allá de lo que Washington estaba dispuesto a tolerar. A diferencia de Morgenthau y Kennan, que veían el mundo no industrializado como un remanso que no merecía la atención de Estados Unidos, Kissinger consideraba al socialismo del Tercer Mundo un enemigo serio, capaz de perturbar el delicado enfrentamiento de Estados Unidos con la Unión Soviética. Él y Nixon asumieron, correctamente, que podían respaldar un golpe contra Allende con el mínimo alboroto, tal como Eisenhower, dos décadas antes, había librado a Guatemala de su presidente democráticamente elegido, Jacobo Árbenz. Aun así, el espectáculo de la remoción de Allende tuvo una consecuencia no deseada: encendió la mecha de una de las molestias más duraderas de Kissinger: el movimiento global de los derechos humanos.

    A veces puede parecer como si hubiera habido un pacto inconsciente entre Kissinger y muchos de sus detractores. Si todos los pecados del Estado de seguridad estadounidense pueden cargarse sobre un solo hombre, todas las partes obtendrán lo que necesitan: el estatus de Kissinger como figura histórica mundial está asegurado, y sus críticos pueden considerar su política exterior como la excepción y no la regla.

    En 1972, cuando la periodista italiana Oriana Fallaci le pidió a Kissinger que explicara su popularidad, él dijo: “El punto principal surge del hecho de que siempre he actuado solo”. Tanto los críticos como los defensores tienden a aceptar esta autoevaluación, pero su historial muestra una figura más mundana que asimiló los supuestos prevalecientes en política exterior. Sus movimientos más controvertidos tienen claros precursores. El presidente Johnson también había bombardeado en secreto Camboya y, en 1965, condonó el genocidio de Suharto en Indonesia, que superó en escala al que Kissinger aprobó en Timor Oriental. Las intervenciones respaldadas por Estados Unidos que prefiguran la remoción de Allende incluyen docenas solamente en América Latina y el Caribe.

    Desde que dejó el cargo, Kissinger también rara vez ha desafiado el consenso, y mucho menos ha ofrecido el tipo de evaluaciones incómodas que caracterizaron la carrera posterior de George Kennan, quien advirtió al presidente Clinton contra la expansión de la OTAN después del colapso de la Unión Soviética. Es instructivo comparar los instintos de Kissinger con los de un verdadero realista, como el politólogo de la Universidad de Chicago, John Mearsheimer. Cuando terminó la Guerra Fría, Mearsheimer estaba tan comprometido con el principio del “equilibrio de poder” que hizo la sorprendente sugerencia de permitir la proliferación nuclear en una Alemania unificada y en toda Europa del Este. Kissinger, incapaz de ver más allá del horizonte de la Guerra Fría, no podía imaginar ningún otro propósito para el poder estadounidense que la búsqueda de la supremacía global.

    Aunque ha criticado el intervencionismo de los neoconservadores, apenas hay una aventura militar estadounidense, desde Panamá hasta Irak, que no haya contado con su aprobación. En todas sus meditaciones sobre el orden mundial, no ha pensado en cuán contingente e imprevisto fue, en realidad, el ascenso de Estados Unidos como superpotencia global. Nada en la tradición republicana del país, antes de la Segunda Guerra Mundial, lo exigía.

    Aunque puede que Kissinger no haya originado los preceptos por los que es más conocido, es difícil encontrar discusiones sobre ellos que no se refieran a su carrera. Como ha señalado Grandin, la doctrina del uno por ciento del vicepresidente Dick Cheney —la idea de que un Estado tiene que actuar contra los enemigos si existe la más mínima posibilidad de que puedan dañarlo— es completamente kissingeriana, y cuando se dice que Karl Rove dijo: “Creamos nuestra propia realidad”, se hacía eco de las palabras de Kissinger de cuarenta años antes. En 2010, los abogados de la administración Obama utilizaron el precedente de las incursiones de Nixon y Kissinger en Camboya como parte de su argumento para establecer la base legal para los asesinatos con aviones no tripulados de sospechosos estadounidenses de terrorismo que se encontraban fuera del campo de batalla de Afganistán. Un memorando del Departamento de Justicia argumentaba que la acción militar en lugares como Yemen estaba justificada cuando las amenazas reconocidas ya se habían extendido allí. El reciente asesinato del comandante iraní Qassem Suleimani por parte de la Administración Trump, aparentemente con la intención de aterrorizar a los iraníes para que cesen las operaciones en Medio Oriente, se ajusta a la obsesión de Kissinger por la “credibilidad”.

    Los historiadores podrían aprender mucho sobre los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial simplemente estudiando las vicisitudes de la celebridad de Kissinger”, aventura Gewen hacia el final de su libro. Se podría ir más lejos: la principal muestra del “realismo” de Kissinger fue la gestión de su propia fama, su transformación de un desempeño convencional en un símbolo de virtuosismo diplomático. A veces puede parecer como si hubiera habido un pacto inconsciente entre Kissinger y muchos de sus detractores. Si todos los pecados del Estado de seguridad estadounidense pueden cargarse sobre un solo hombre, todas las partes obtendrán lo que necesitan: el estatus de Kissinger como figura histórica mundial está asegurado, y sus críticos pueden considerar su política exterior como la excepción y no la regla. Sería reconfortante creer que los liberales estadounidenses son capaces de ver que la política es más que una cuestión de estilo personal y que la historia prevalecerá, pero el culto duradero a Kissinger apunta a una posibilidad menos grata: Kissinger es nosotros.

     

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    Artículo aparecido en The New Yorker, en mayo de 2020. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

  79. Excéntricos, radicales y performáticos: Glenn Gould y Keith Jarrett

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    Glenn Gould y Keith Jarrett, para una buena cantidad de oídos los dos pianistas más radicales del siglo XX, no llegaron a conocerse ni hicieron mayores esfuerzos por enviarse elogios cruzados. Ni de la pormenorizada biografía que Kevin Bazzana dedicó al primero, ni de la que 10 años más tarde Wolfgang Sandner escribió sobre el segundo, se desprende algo así, a pesar de que eran contemporáneos y tenían un modo muy parecido de abordar sus ejecuciones. Lo hacían como si formaran con el instrumento una especie de centauro, mitad persona y mitad piano, mostrándose como poseídos y dejándose llevar, junto con los característicos carraspeos que los dos solfeaban al aire, por una serie de gestos que habrían resultado ridículos si no fuera porque se emparentaban con los de los personajes del expresionismo alemán: las órbitas de los ojos desencajadas, las manos cayendo en punta sobre el teclado, como si este fuera una yugular.

    Es cierto que en otros aspectos habían tomado caminos opuestos, dado que Gould optó por alejarse de los conciertos en público para encerrarse en los estudios de grabación, donde su delicadeza para pulsar las teclas se conjugaba con una destreza poco habitual para manipular las perillas de los ecualizadores, justo en el momento en el que Jarrett, después de tocar con Miles y de participar junto a él en ese trip majestuoso y sonoro que fue el concierto eléctrico en la isla de Wight, había decidido pasar de los estudios de grabación a las improvisaciones en vivo, donde se permitía intercalar algunos motivos kitsch para brindar un toque de familiaridad a sus complejísimas ejecuciones de avanzada. Sin embargo, se trataba de opuestos que se citaban.

    El propio Keith Jarrett explicó en más de una ocasión que Glenn Gould era un intérprete demasiado puro y que él, a diferencia de los intérpretes demasiado puros, era de los que tocan siempre condicionados por el material que deben ejecutar. En otras palabras, contaba con canales muchísimos más abiertos para expresarse. Con esto no estaba aludiendo solo a los diferendos entre el piano clásico y el piano de jazz, sino también al arte de la improvisación, que en 1975 lo había impulsado a una aventura que Gould jamás se habría permitido, mucho menos en público: dar un concierto de punta a punta en un piano totalmente impresentable. Al parecer, los operarios del Teatro de Colonia habían cometido un error, y en lugar de poner sobre el escenario el Bösendorfer para concierto que se hallaba en el sótano, subieron un piano de un cuarto de cola que se utilizaba para los ensayos del coro y que estaba sin afinar, con varias teclas que no sonaban y un pedal derecho inservible. Como cancelar el concierto a esas alturas era imposible, Keith hizo lo que pudo —se limitó a las alturas del piano y eludió sobre la marcha, con maniobras similares a las del piloto que esquiva baches a 200 kilómetros por hora, las teclas mal templadas—, y “lo que pudo” fue nada menos que el Köln Concert, una pieza hermosísima en do mayor (Keith escogió la escala a propósito para mostrar que la temprana ironía de Schönberg sobre las armonías tritónicas era más que discutible) que terminó convirtiéndose en el disco más vendido de la historia del jazz.

    Keith Jarrett explicó en más de una ocasión que Glenn Gould era un intérprete demasiado puro y que él, a diferencia de los intérpretes demasiado puros, era de los que tocan siempre condicionados por el material que deben ejecutar. En otras palabras, contaba con canales muchísimos más abiertos para expresarse. Con esto no estaba aludiendo solo a los diferendos entre el piano clásico y el piano de jazz, sino también al arte de la improvisación.

    Ese mismo año, Glenn Gould grabó dos bagatelas de Beethoven, sin saber muy bien quién era ese pianista excéntrico del que se había empezado a hablar en todas partes, una actitud propia de alguien que, como Gould, difícilmente salía de su casa, donde el insomnio que padecía lo habilitaba para ensayar hasta altas horas de la madrugada, o solo lo hacía conduciendo su auto con unas anteojeras como las de los caballos, para no tener que cruzarse con nadie. Si la diligencia era a pie, recorría las calles de Toronto cubierto con un gorro y unos guantes de lana, incluso en verano, cargando como único equipaje la silla plegable que su padre le había confeccionado cuando era niño y que, a causa de que era cuatro o cinco centímetros más baja de lo recomendado, lo hacía verse sobre el piano como si se estuviera trepando a un balcón.

    Lo cierto es que a Gould sus contemporáneos no le interesaban, a excepción de Petula Clark (algo así como nuestra Myriam Hernández) o Barbra Streisand, su regalona, sobre quien escribió una crónica formidable acerca del día en que tuvo el privilegio de conocerla. Jarrett, en cambio, sí daba la impresión de seguirlo, tanto en el modo performático de tocar el piano como en un manojo de misteriosísimas coincidencias: los mismos dolores de espalda, que ambos pianistas cargaron como una cruz a lo largo de toda la vida; el mismo boxeo contra las teclas, que ambos pulsaban con delicadeza pero también con una reserva de malestar, de inconformismo con “vista exclusiva”, y sobre todo el final, el mismo final, un súbito derrame cerebral que dejó a Jarrett sin poder tocar más el piano y a Gould desparramado para la eternidad sobre su Steinway de cola.

    En El malogrado, la exquisita y desenfrenada novela que Thomas Bernhard destinó a Gould, pero con la que apuntó más que nada a probar que el mundo no vale la pena y que la vida es un accidente largo y desesperado, se atribuye a la fragilidad que habita en el alma de los inconformistas esta clase de finales tan súbitos y desconsoladores. Asimismo, resulta evidente que Keith Jarrett estaba hablando de sí mismo cuando señaló, en la misma línea que Bernhard, que la conducta de Gould, a ratos incomprensible y sumida en un sufrimiento infinito, no era sino el efecto de la frustración artística. De pronto —pienso ahora— fue esa frustración la que los unió y en la que mutuamente se disolvieron.

  80. Albricia brava (Mistral póstuma)

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    Profesionalmente chilena, profesionalmente sudamericana, por eso gustó en Suecia”, dijo Borges de Mistral, señalando que su obra era “bastante floja”, pero que ella representaba la figura requerida de la escritora sudamericana en cuanto a “tener sangre india, escribir de un modo sentimental, ser morena”.

    Difícil que hoy se pronunciara algo así, no tanto por la incorrección política sino por el extravío literario que el tiempo ha sabido remarcar. Pero interesa el punto de la vocación chilena y latinoamericana de Mistral. Ella misma lo refrendaría. ¿Qué podía significar hacerse la chilena, la latinoamericana? En la idea de Borges, algo así como rentabilizar una postura pagadora en el ámbito internacional. Pero Mistral tenía en materia política y cultural objetivos más complejos que calzar con la demanda y solazarse en los beneficios asociados. Operaba, incidía, se procuraba esferas, voz y ecos, influencia. Reconfiguraba sigilosamente un mapa futuro y abría espacios en su escritura al color local, del que Borges desconfiaba.

    Solo atendiendo a una parte muy acotada de su obra podría decirse que era una autora sentimental. Predominantemente, en sus versos, como los de “El amor que calla”, de Desolación, no hay sensiblería ni cantos de galería; más bien una seca sospecha en la palabra, la potencia de un decir descreído pero tenaz:

    Si yo te odiara, mi odio te daría
    en las palabras, rotundo y seguro;
    ¡pero te amo y mi amor no se confía
    a este hablar de los hombres, tan oscuro!

    Tú lo quisieras vuelto un alarido,
    y viene de tan hondo que ha deshecho
    su quemante raudal, desfallecido,
    antes de la garganta, antes del pecho.

    Estoy lo mismo que estanque colmado
    y te parezco un surtidor inerte.
    ¡Todo por mi callar atribulado
    que es más atroz que el entrar en la muerte!

    Han de haber sido poemas así los que llevaron a otro argentino, Ricardo Piglia, a ver en cambio en Mistral a alguien que “se hacía la maestra caritativa para esconder su aridez despótica y su percepción beckettiana de la muerte”, llegando incluso a sugerir que más bien “Beckett parece tener una percepción a lo Mistral del vacío y del límite”.

    La impronta de la escritura mistraliana es abismante en ese sentido, señera: señala vacíos y también nuevos espacios. A menudo suena extraña, pero nunca ajena ni remota. Abrió posibilidades literarias que se proyectarían. En Mistral abrevan escrituras tan distintas como las de Enrique Lihn y Cecilia Vicuña. Lihn, que tomó de ella esa palabra siempre poniéndose contra las propias cuerdas, explicitó esa proveniencia en uno de sus poemas mayores, “Elegía a Gabriela Mistral”, incluido en La pieza oscura, donde dice: “El canto, cuando es bello, cura el dolor que mienta / y le sobra belleza para el dolor más ancho. / Creo verla poner a su desgracia / el rostro grave y dulce que espejea en su verbo. / Escuchémosla hablar, roto el silencio / no atinaremos a llamarla ausente”.

    No atinaremos a llamarla ausente. Hoy menos que nunca. La Mistral póstuma es infinita: esa que arrancó con la publicación de Poema de Chile a 10 años de su muerte. Y que sobre todo ha crecido alucinantemente en el ámbito de la prosa, ya sean epistolarios, relatos (como los recopilados por Gladys González en Cuentos inéditos y autobiografías), textos sobre cultura y naturaleza, escritos místicos y religiosos, artículos políticos, reseñas literarias, diarios y páginas autobiográficas, la mayoría con una escritura cargada de una gramática nueva, sagacidades y poderosos designios.

    En Recados completos, el investigador Diego del Pozo reunió 700 páginas de lo que Mistral llamaba sus recados, textos que escribió desde el extranjero (“Así llamaba yo esa especie de ‘conversación’ con los míos a través del mar”) y que son en el fondo ensayos que se refieren a todos los asuntos que hay entre el cielo y la tierra, desde las piedras y madame Curie hasta Cristo y los queltehues. Sus recados tienen siempre una forma diversa (a veces los mandó para ser leídos en la radio, otras eran cartas, crónicas, reseñas o poemas) y un estilo la mayor parte de las veces alucinante. Es un acontecimiento, este libro, que deja ver el trato tan particular que Mistral tenía con la lengua castellana y la inteligencia audaz con que decía lo que quería decir. Por ejemplo, cuando comenta un libro de Juvencio Valle, junto con celebrar sus virtudes, repara en cierta sobrecarga de alusiones literarias, recadeándole al autor con elegancia que en su libro “falta el olvido de lo que leyó”.

    Todos esos escritos abren una dimensión que el ensayo chileno y latinoamericano harían bien en procesar para estar a la altura de sus raíces. Ese sería el gran recado: la prosa crece hacia atrás con Mistral.

    Es un acontecimiento, este libro, que deja ver el trato tan particular que Mistral tenía con la lengua castellana y la inteligencia audaz con que decía lo que quería decir. Por ejemplo, cuando comenta un libro de Juvencio Valle, junto con celebrar sus virtudes, repara en cierta sobrecarga de alusiones literarias, recadeándole al autor con elegancia que en su libro ‘falta el olvido de lo que leyó’.

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    En cuanto a su poesía póstuma, la cuestión es diferente. Ya en los libros que publicó en vida, especialmente en Desolación, Tala y Lagar, hay suficientes poemas donde, como dijera Grínor Rojo, “cuando uno menos se lo espera saltan liebres extrañas”, y hay, sobre todo, un sonido y un modo propios que le aseguran un lugar en cualquier panorama de la poesía persistente del siglo XX (no es llegar y escribir versos así: “Todo me sobra y yo me sobro / como traje de fiesta para fiesta no habida”), mientras que los poemas que han aparecido entre sus manuscritos no han modificado sustancialmente los contornos de una obra irreductible, aunque sí la han reiterado, ampliando y consolidando, más que una voz, los estados de una voz que en ella conviven.

    Si primero fueron el Poema de Chile, Lagar II y antologías, más recientemente fue Almácigo, amplísimo compilado de poemas y versiones preparado por Luis Vargas Saavedra (hay dos ediciones, de 2008 y 2015, publicadas por Ediciones UC). Después Manuscritos (2017, Garceta Ediciones), 24 poemas inéditos recopilados por Lorena Garrido Donoso entre los cuales hay piezas más o menos acabadas, algunas notables, como “Regreso de hermano”. Y ahora aparece Matriarca, una selección de inéditos que reunió y prologó el poeta Gustavo Barrera Calderón. Se repiten poemas entre Almácigo y Matriarca, a veces con variaciones relevantes que se deben al modo de transcribir y otras consideraciones que cada volumen a su manera expone.

    Barrera plantea que “en algunos de los poemas del legado, recogidos con anterioridad en antologías, surgieron interpretaciones erradas o alteraciones que se arrastraron de una publicación a otra”. No especifica cuáles antologías, cuáles poemas, pero sí añade una consideración inquietante: “Algunas versiones publicadas parecieran escritas por la estatua de Gabriela Mistral y distan bastante del espíritu original de los textos”. Queda abierta esa discusión y, por lo pronto, consignada la magia de una obra futura. Futura en sentido literal, pues más allá de la vigencia y la feracidad de lo ya habido, seguirán saliendo “nuevos libros” de Mistral que articulen y recompongan de distintas maneras el legado inmenso que dejó la poeta elquina.

    Matriarca reúne 62 poemas como una nueva muestra y, más concretamente, como una invitación, en palabras de Barrera, “a explorar y regresar a la fuente original de estos textos, la herencia poética de Mistral que se encuentra en la Biblioteca Nacional”. Se reconoce en el conjunto el carácter del verbo mistraliano, su tranco fuerte. No excluye poemas inconclusos o menores, pero hay algunos sobresalientes, como “La palabra”, que es una vuelta de tuerca a un asunto que siempre inquietó a la poeta: el sentido, o la posibilidad más bien, del decir y del callar, de esa palabra que muere en la garganta, como escribiera en su célebre poema “Una palabra”, de Lagar. Acá, en el poema de Matriarca, se lee: “No tiembla como tiembla tu boca con jadeo / y no entrega la rima tu entrechocar de dientes / Se muere el canto como la salamandra ardiente / saliendo de tu entraña torcida de deseo”.

    Entre personajes, coloquios y duelos (“Caen los gestos de los amigos / en la soledad de mi falda”), hay un poema, “Para Doris”, entre cuyos versos sorprende la cercanía con la poética extraordinaria del propio antologador, Gustavo Barrera, recordando a la vez al Gonzalo Millán de Vida; ¡pero es Mistral hace casi un siglo!: “… ocurre que entre losas / y muñecas destripadas / queda un bultito que se parece / a cosa viva y no mentada”.

    ***

    El misterio Mistral crece a medida que se le acercan. Comentando Doris, vida mía, la correspondencia de Mistral con Doris Dana, Alia Trabucco Zerán indica el carácter complejo y múltiple de la poeta, “escurridiza ante las etiquetas, polifónica en su escritura, recelosa de su intimidad, habilísima en la política y capaz de construir para sí misma un rinconcito de felicidad en un mundo que proscribía o silenciaba incluso el nombre de sus afectos”. Ha devenido una clásica en llamas, proveedora volcánica de un magma que sigue marcando el presente.

    Cabe en un redondel de luz la América / que un corazón contuvo en un gesto de amor”, escribe Lihn en otro momento de su elegía, y Mistral es eso: un gran gesto de amor que abraza las formas duras y dulces, los arqueos y las quebradas de una lengua, de un paisaje y de un modo de estar que ciertamente no es el europeo. Ante tanto criollismo, Borges rehuía y defenestraba la presencia del “color local”. Otras escrituras, como las de Mistral y Cecilia Vicuña, se hundieron en ese colorido y proyectaron un arcoíris que incluye desde el dorado hasta lo más oscuro. Así lo vio Alfonsina Storni, que ya en 1920 dijo que lo publicado por Mistral era “lo suficiente para hacer comprender que el infinito puede reflejarse en una pequeña gota”.

    La palabra “albricia”, tan viva en Mistral, alude a la manifestación que se hace al recibir una noticia importante y feliz y al regalo que se da en gratitud por ella. En uno de los poemas incluidos en Matriarca hay unas líneas que con esa palabra informan mejor que nadie la gran noticia de esta obra nunca vieja: “Novedad verdadera / y albricia brava. / Hay una niña viva / que ayer no estaba”.

     


    Matriarca
    , Gabriela Mistral, Ediciones Biblioteca Nacional de Chile, 2023, $12.000.


    Recados completos, Gabriela Mistral, La Pollera Ediciones, 2023, $25.000.

  81. Cazadores crepusculares

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    No recuerdo bien cómo llegamos a los bosquimanos. Tal vez fue la sed, el calor de ese otoño, la sensación febril de un marzo interminable como los meses secos en el desierto de Kalahari. A la espera de una botella que caiga del cielo como en la película Los dioses deben estar locos. Una botella vacía, inexplicablemente.

    Cruzamos la frontera en lancha por Kazungula, después de visitar las cataratas Victoria. En ese cuatrifinio entre Zambia, Botsuana, Namibia y Zimbabue, anudado sobre el curso del Zambezi, los bordes son líneas imaginarias que arrastra el caudal y corroboran la existencia de una tercera orilla. Del otro lado tomamos una avioneta para llegar al campamento donde estaba la doctora Evans. Du Matau quedaba en medio de un pantano cerca de la frontera con Namibia, en Botsuana. Desde el aire se veían los primeros elefantes y algunos cuellos de jirafas rodeando las acacias.

    El Okavango es un delta que no desemboca en el mar. Sus aguas se absorben y se evaporan durante nueve meses, hasta la estación de las lluvias. Después hay muchas pozas e incluso ríos, pero en una semana toda el agua se escurre en las profundas arenas del Kalahari. Las primeras en secarse son las aguas abiertas, transformándose en zonas pantanosas y barrosas que acaban resquebrajadas. En el verano hay vestigios de humedad solo en algunos ojos de agua muy escondidos entre los altos pastos. La hierba crece de un hermoso color dorado y aporta forraje, pero no hay ni habrá agua por meses. Así es que la mayoría de los animales se van y los humanos también, excepto los bosquimanos.

    El pensamiento africano ha llegado al consenso de que después de la séptima generación ya no es posible distinguir entre historia y mito”, escribe J. M. Coetzee, en Diario de un mal año. Si hubiera que remontarse al primer ancestro común, los bosquimanos son el pueblo vivo más antiguo del mundo. Su impronta es el arquetipo del cazador nómade primitivo en cuyas huellas nuestra civilización ha rastreado su propio origen.

    Son los únicos que pueden vivir en las condiciones que ofrece este territorio”, me comentaba esa noche Nick Galpine, el administrador del campamento, un inglés que se jactaba de llevar 10 años viviendo en Linyanti. Cada mañana, a las 11.30, se detenía a mirar el cielo para ver pasar el vuelo diario que salía de Johannesburgo a Londres. “Desde las servilletas hasta el vodka que te estás tomando —repetía— lo traemos, lo traemos todo, aquí no hay nada”. La doctora Kate Elizabeth Evans, por su parte, llevaba meses instalada en los pantanos de este margen del Okavango, conviviendo con elefantes y nativos. Al menos en esos años, en Botsuana vivía un tercio de la población de elefantes de toda África. Y en los pantanos del Linyanti era donde se daba la mayor concentración en la zona.

    Salí temprano, guiado por Obonye, en busca de la manada que había madrugado. Obonye manejaba un Land Rover, uniformado y armado con un rifle de caza. Trabajaba empleado para la compañía que arrendaba sus tierras, como casi toda su familia. Contra la imagen obsoleta del bosquimano primitivo, resumía en un vistazo los 50 años de registro de Una familia en el Kalahari, el documental donde el antropólogo estadounidense John Marshall registra los cambios en la vida de un clan en Namibia desde los años 50 hasta el 2000.

    Obonye era un bosquimano de río. Los bosquimanos de río sobreviven en los densos pantanos de papiro del río Okavango, plagados de mosquitos, serpientes y fiebres. Son los únicos bosquimanos con abundante agua, aunque por la mayoría de los lugares que pasamos predominaba el monte seco, y sobre todo una especie de arbusto, el combretum mossambicense. Con su paso arrasador, los elefantes son una amenaza para la diversidad del bosque. Aunque había sido beneficioso para la reserva, porque contribuyeron al aumento de jirafas y kudús.

    ‘El pensamiento africano ha llegado al consenso de que después de la séptima generación ya no es posible distinguir entre historia y mito’, escribe J. M. Coetzee, en Diario de un mal año. Si hubiera que remontarse al primer ancestro común, los bosquimanos son el pueblo vivo más antiguo del mundo. Su impronta es el arquetipo del cazador nómade primitivo en cuyas huellas nuestra civilización ha rastreado su propio origen.

    Cuando el kudú escucha peligro, hace un sonido que alerta a los babuinos a subir a los árboles para mirar en la dirección donde le indican las jirafas. En las leyendas bosquimanas se perciben otra clase de señales: “Niños, niñas, creo que el abuelo se acerca, pues siento el lugar de esa antigua herida en su cuerpo”.

    La doctora Evans había investigado desde los insectos de Namibia hasta los hipopótamos y leones del Okavango. Ahora se encontraba ocupada de los elefantes de Botsuana y estudiaba apasionadamente las complejas relaciones de competencia por los recursos. Para los bosquimanos los elefantes eran un problema. El año que estuve allí, hubo más de 200 campos y cultivos arrasados, y al año siguiente la cifra aumentó al doble. Aunque la relación de muertes entre elefantes y personas era de 8 a 1, el régimen de lluvias muchas veces determinaba la frecuencia y gravedad de los ataques. En época seca, los elefantes se acercaban al río a comer papiros. Al haber agua, no se iban. Cuando las autoridades decidieron ampliar el territorio protegido por la reserva, el poblado de Obonye fue relocalizado a cinco horas del campamento por el aumento de muertes y ataques.

    Vi que el accidentado camino conducía directamente a un espejo de agua. Repetí un estúpido comentario de Nick sobre los hipopótamos (“A veces se exagera sobre su ferocidad, la culpa es de la gente que se acerca a lavar y a pescar al río”) y me acuerdo de que Obonye detuvo el Land Rover y me invitó a bajar.

    Las hierbas están muy altas para hacer caminatas —dijo.

    Solo se veían árboles secos, víctimas de la voracidad de los elefantes, y algunos termiteros que según él tenían más de 50 años. Los había visto aparecer antes de que brotaran los troncos donde parecían encaramarse. Si una reina vive alrededor de 20 años, era posible hablar de dinastías de termitas que habitaron esas galerías, refrescándose bajo la tierra con sus sofisticados sistemas de ventilación. Como la doctora Evans, supongo, en su privilegiada torre de observaciones.

    Los bosquimanos de este siglo viven como inquilinos en su propia tierra. Los safaris sobreviven sobre sus premisas coloniales ofreciendo trabajo, capacitación y desarrollo de sus comunidades. En Du Matau, Obonye trabajaba como guía y su mujer era lavandera. Ranolang, la prima del balsero Baleseng, hacía las camas, mientras él llevaba a los turistas de paseo. Tres meses residían en el campamento y al cuarto mes volvían a su pueblo. Nadie conocía mejor ese territorio.

    El cuerpo de un mismo bosquimano se convierte en el cuerpo de su padre, de su mujer, de un avestruz, de una gacela —escribe Elias Canetti en Presentimiento y metamorfosis de los bosquimanos—. Que los pueda ser todos en distintos momentos, y luego ser otra vez él mismo, es de tremenda importancia”.

    Los bosquimanos, como los Indios Pueblo, constituyen una reliquia que ha generado una particular fascinación en quienes los conocen. Pero el deseo de ir a su encuentro les ha traído cambios que ahora los muestran irreconocibles. Hay razones históricas que explican su carácter esquivo. Fueron explotados por los granjeros bantú y luego por los europeos que acabaron con el que fuera el último territorio autónomo del sur de África. “Puede que tengan motivo para seguir creyendo en sus presentimientos, a pesar de que a veces hayan sido engañados por ellos”, dice Canetti. Mientras tanto, el elefante arrasa con su entorno para preservarlo.

     

    Fotografía: Matías Celedón.

  82. Rostro

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    Por lo general, nos preocupamos de ver o de mirar de forma correcta. Lo que veo de forma correcta lo comprendo. I see, I see. Esto se dice para decir: entiendo. Ya veo de qué me hablas. Entender es hacerse una idea de lo que otra persona está diciendo. Y para entender lo que otra persona dice, tengo que entrar en su mundo de representaciones. Pero entrar en su mundo de representaciones es, en realidad, importar su mundo de representaciones en el mío. Ya veo de qué me hablas. Me familiaricé con el objeto de la conversación. Ahora es parte de mis representaciones. Levinas diría: Nada nuevo bajo el sol. Entender es ver y ver es estar en terreno familiar (algo ya conocido). Lo familiar es lo de siempre. Entender es volver a lo de siempre.

    Veo lo que siempre he visto. No puedo ver algo nuevo; algo nuevo me sorprende. Me desorienta. Lo nuevo justamente no es lo familiar. ¿Es posible entonces saber que algo nuevo ha ocurrido? En una situación de sorpresa, el cuerpo reacciona antes de que sea posible saber algo, agarrarse de algo. Algo me ha sorprendido, algo que ha pasado, algo que ha sido dicho (o un modo de decirlo). Mis ojos se abren, la posición de mi cuerpo cambia. Esto no ocurre porque yo veo, porque yo vuelvo a lo de siempre. Levinas habla de una “ignorancia de ojos abiertos”.

    Cuando veo, no hay nada nuevo bajo el sol. Este edificio, esta panadería, incluso esta persona, encaja en mis expectativas. “Rostro” es el concepto de lo que no encaja, es lo que me viene a sorprender. Un cuadro puede sorprenderme. Este color, esta forma, se rehúsan a lo que estoy acostumbrado a ver. Ocurre un desajuste. Lo que me permite ver y entender deja de funcionar. Empiezo a mirar el cuadro porque no sé verlo. Este cuadro hace que experimente la mirada como un cierto nacimiento. No es dado ver este color. No es fácil mirar un cuadro. No sé si en realidad lo miramos o si solo buscamos nacer a la mirada.

    Hay “rostro” cuando algo se sale de mi expectativa. El edificio puede salirse de mi expectativa. Algo puede hacer que me sorprenda y lo mire por primera vez. “Rostro” no es algo. Es más bien una molestia, un disturbio que no me permite más ser como antes, tranquilo como antes, acomodado a la familiaridad de siempre. Rostro es una extrañeza en el aire que suspende hasta mi forma de respirar.

    Levinas asocia el rostro a lo invisible. No significa que algo se esconde detrás de lo visible. Se trata de otra cosa, de una situación. “Rostro”: la familiaridad se interrumpe y no estoy en situación de dominio en la que ver es comprender, disponer del sentido de lo que me rodea. Rostro es ser mirado: el color, este color, no lo veo, no lo entiendo, pero de alguna forma me reclama. Reclama que nazca a la mirada. Rostro dice que no soy ante las cosas, sino que soy también por ellas, gracias a ellas. He de nacer a un color, una llamada, a un llanto o a una respiración.

    El rostro me mira. En francés que algo me mire (que quelque chose me regarde) significa también que me concierne, me inquieta o me moviliza. Es porque algo me mira que no puedo quedarme quieto en mi silla, leyendo el diario y volviendo cotidianas (rutinaria, lo de siempre) las noticias que vienen de afuera. Me acomodo a lo que se vuelve familiar, a las tragedias del mundo. Me quedo sentado. En cambio, lo que me mira me saca de mi lugar: el color rojo en la tela es extraño, me desubica un rato. El rojo, este rojo, hace que no sepa dónde estoy o quién soy. Me inquieta o me pierdo en él y me obliga a hacer un recorrido del que nace una mirada. El rojo nadie lo ve; solo puede atestiguarse en el renacimiento de mi mirada, en el recorrido que produce en ella.

    Cuando todo es funcional, cuando todo corresponde a una expectativa, no hay nada nuevo bajo el sol. El sol ilumina lo de siempre, el sol es el mismo de siempre. Veo lo de siempre. Conocer es ver lo de siempre, pero no este edificio o aquella panadería en su particularidad, sino la luz que hace posible que estén en el paisaje y me sean familiares. Platón habla de reminiscencia: algo que siempre estuvo, vuelve. La luz siempre estuvo, pero nunca pensé en ella. Yo veo la panadería, no la luz que le da lugar. Conocer es conocer la luz. El rojo en la tela, en cambio, viene a sorprenderme. El rojo desafía la luz, la desarma o la provoca. Ante el rojo, este rojo, no funciona la luz de siempre y mis ojos han de abrirse, vaciarse de lo que ya saben ver. Han de nacer.

    Levinas repite muy a menudo que el rostro no es la cara. La cara es objeto de la mirada. La cara tiene particularidades que yo identifico, que se vuelven familiares. En cambio, el rostro me mira. Es una provocación. El rojo, este rojo, provoca mi mirar al mismo tiempo que suspende mi capacidad de ver (de reconocer, de estar en lo de siempre). Otra persona me provoca tan solo porque me habla. Su habla es siempre un momento de incomprensión. No solo porque no sé de qué me habla sino porque nadie sabe realmente de qué habla. El objeto del habla se constituye hablando. Hablar es una irrupción, una trasgresión. Hablando se interrumpe el silencio, la tranquilidad de nuestro acomodamiento. Hablar, dice Levinas, es “ruptura y comienzo”. Hablar desgarra y moviliza. Anima incluso (fuera del sillón donde me acomodo a la tragedia del mundo). Hablando me encamino. No sé completamente de qué hablo, lo voy descubriendo, parcialmente, y por esto nazco también a mi habla. Hablar es una aventura, un atrevimiento fuera de lo ya dicho, lo familiar. El “rostro habla”, dice Levinas.

    El rostro es el acontecimiento de una desubicación que me saca de mi silla —o me desacomoda. Quizás para que vuelva a acomodarme. Quizás nunca me levanté del sillón. Pero un corazón latió. La provocación dio lugar a una inquietud. El rostro no es nada que pueda tocar, comprender, hacer mío, hacer familiar. Se atestigua en esta inquietud, en este saber que la silla no es el sentido de mi existencia. Rostro es esta provocación que traspasa lo familiar, lo de siempre, sin cambiar la luz o el lugar, pero cambiándome a mí, exigiéndome a mí, dejando en mí la inquietud de nacer de nuevo a mi mirada, a mis gestos, a mi palabra —al mundo también.

  83. Charlotte Delbo y la marcha de los pingüinos

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    Hay lugares de los que nunca se regresa. La casa de la infancia, el patio del colegio, la muerte de un hijo, un viaje de juventud.

    Existe una estación donde quienes llegan son precisamente los que se van / una estación donde quienes llegan nunca llegaron, donde quienes se fueron nunca volvieron. / Es la estación más grande del mundo”. Con este preludio, Charlotte Delbo (Francia, 1913-1985) inicia las memorias de un “viaje extraordinario” que hizo en enero de 1943 y del cual regresará para escribir su libro Ninguno de nosotros volverá.

    Charlotte Delbo llegó a Auschwitz “por error”, junto a 230 presas francesas de la Resistencia. El lugar oficial donde iban a parar los presos políticos del régimen nazi era el campo de Ravensbrück. Su convoy, el 24, es el único que siguió de largo. Cuando se bajó del tren, se vio rodeada de “mujeres con pañuelos de Zagreb, banqueros de frac de Montecarlo, griegos que comparten potes de aceitunas, recién casados vestidos de novios, adolescentes de un internado con sus faldas plegadas, niños abrazados a sus peluches”; todos personajes anónimos de una inminente tragedia que ni ella ni nosotros volveremos a ver. Desde el otro lado de la vía, Charlotte Delbo cree comprender dónde se encuentra y grita: “Ayuda, somos francesas”.

    Nadie la escucha.

    Una vez hecho el check in al barracón de la sección de mujeres del campo, en su mayoría habitada por polacas, esta joven secretaria parisina de pelo negro y ojos verdes mira a lo lejos la chimenea humear y de nuevo comprende. “Ignoraban que al infierno se pudiera llegar en tren”.

    A sus 30 años había conocido muchas cosas —la estrechez económica, el amor, la clandestinidad, la cárcel—, pero no el mal. Francesa de origen obrero e italiano, militante de las juventudes comunistas, miembro anónimo de la Resistencia Francesa, tenía la contextura de una mujer fuerte, capaz de soportar una guerra. Los dedos rígidos, azulados, sin uñas, que rápidamente sus manos adoptaron durante su primer invierno en Auschwitz, eran los de una dotada dactilógrafa, que solía transcribir a gran velocidad las lecciones del actor Louis Jouvet durante sus cátedras en el conservatorio del Ateneo en París. Delbo era su secretaria, aunque sería más justo decir, su asistente. Se habían conocido durante una entrevista que ella le había hecho para la revista Cahiers de la Jeunesse. Eran los años 30, los años de entre guerras, de las vanguardias surrealistas y dadaístas, de los grandes bulevares y la bohemia en los cafés parisinos. Charlotte, que era ajena a la escena artística y burguesa de la capital, viajaba a París desde la periferia, donde vivía con sus padres obreros metalúrgicos, para asistir a los cursos de marxismo y filosofía que Henri Lefebvre dictaba en la Université Populaire. Fue ahí donde conoció al dirigente comunista Georges Dudarch, con quien se casó en 1936.

    Cuando los nazis entraron a París, en junio de 1940, Delbo, que se enorgullecía de ganarse la vida con su oficio, se encontraba de gira con Jouvet en Argentina. Mientras la compañía teatral siguió con su montaje de Molière en Buenos Aires, ella decidió regresar en barco y enrolarse en la Resistencia con su marido. Durante los meses de clandestinidad se dedicó a lo que sabía hacer mejor: mecanografiar día y noche fanzines antifascistas. Al poco andar fue arrestada junto a su marido, y tras un año encarcelados en las prisiones de La Santé y en el fuerte Romainville, Dudarch fue fusilado. Charlotte, quien le dedicó varios poemas desgarradores, fue enviada a Auschwitz. No alcanzó a llorar.

    Su ambición literaria trascendía el testimonio y flirteaba pudorosamente con la auto-ficción. Es poco, de hecho, lo que sabemos de Delbo leyéndola. Como Annie Ernaux, ella prefiere desaparecer para dar lugar a una voz impersonal, colectiva, y reconstruir estampas de escenas donde el mal es el protagonista silencioso.

    Ni víctima ni heroína de su suerte, una vez atrapada en ese inframundo de vivos y muertos que era el campo de exterminio de judíos, se sorprendió “dotada de facultades muy agudas para captarlo todo, hacer frente a todo”. Ninguna de las ensoñaciones de la literatura francesa que había leído (era gran lectora de Stendhal) se asemejaba a las escenas que presenciaba a diario: “espectros que hablan”, “maniquíes con uniformes de rayas”, “silencios y gritos que estriban las horas”. Sabía que a quienes le flaqueaban las rodillas, tosían escandalosamente o ardían de fiebre, se las encerraba en el bloque 25, último anillo del infierno y antesala de la cámara de gas. Con sus compañeras francesas ideó estrategias de encubrimiento, mutua protección y sororidad express. En la temida hora del recuento —“Caminar en la fila crea una especie de obsesión. Siempre miramos los pies que tenemos adelante”—, excavaba en su memoria literaria y recordaba poemas aprendidos en el colegio. Llegó a memorizar 57. Al final de la guerra, una vez trasladada al campo de prisioneros políticos de Ravensbrück, montó una obra de Molière, se fumó su primer cigarro y esbozó una primera idea sobre el porqué se había salvado de Auschwitz: “Nunca dejé de hablar con las demás, para permanecer humana era necesario no renunciar al lenguaje”.

    Escribió Ninguno de nosotros volverá en 1946, internada en un sanatorio suizo. El libro, el primero de una trilogía llamada “Auschwitz y después” (seguido por Un conocimiento inútil y La medida de nuestros días), le debe el título a un verso de Apollinaire que se le vino a la mente una noche, parada en medio de una llanura nevada junto a un grupo de prisioneras, y que dice: “Seremos tan felices juntos. / El agua se cerrará sobre nosotros. / Pero llora y sus manos tiemblan. / Ninguno de nosotros volverá” (del poema “La casa de los muertos”). Ella y un millar de prisioneras habían sido sacadas de sus barracones en plena noche para ser llevadas a la intemperie. Nevaba. “Transportadas de otro mundo, de pronto nos vemos sometidas a la respiración de otra vida, a la muerte viva, en el hielo, en la luz, en el silencio”. Ordenadas en filas simétricas, sin haber dormido ni comido, Delbo pasará 12 horas abandonada en esa performance sin sentido, esperando que las guardias SS, “envueltas en capas, pasamontañas y botas de cuero”, y sus perros, “con abrigos de perro”, den la orden de silbato.

    Estas memorias íntimas, que prefirió guardar en secreto hasta estar segura de su valor literario, fueron publicadas 20 años más tarde, en 1965, por la prestigiosa Les Éditions de Minuit. Al lado de Primo Levi y su clásico Si esto es un hombre, Viktor Frankl y El hombre en busca de sentido, Imre Kertész y su novela Sin destino, el libro de Charlotte Delbo no parecía encajar en la Literatura del Holocausto (no era judía) ni en los relatos heroicos de la Resistencia (terminar deportado en Alemania era un pésimo final). A diferencia de otras autoras judías, Ruth Klüger y Seguir viviendo o Helga Weiss y El diario de Helga, que serían rescatadas de la amnesia años después, su ambición literaria trascendía el testimonio y flirteaba pudorosamente con la auto-ficción. Es poco, de hecho, lo que sabemos de Delbo leyéndola. Como Annie Ernaux, ella prefiere desaparecer para dar lugar a una voz impersonal, colectiva, y reconstruir estampas de escenas donde el mal es el protagonista silencioso. A veces, adopta la carcajada siniestra de una SS de apellido Drexeler burlándose de un grupo de jóvenes judías, que gritan de pánico en un camión que las lleva a la cámara de gas, o se funde en paisaje atmosféricos, casi góticos, como cuando Delbo, una mañana de primavera, ve una flor al otro lado de la alambrada. “Soñamos con el tulipán todo el día”. El cuerpo habla desde todos los rincones, desde las narices tapadas por la humareda de las chimeneas, desde la sed que mata y la falta de saliva que no deja hablar, desde los piojos que saltan en el escote, pero también desde lo banal; el deseo de que el pelo crezca de nuevo en la nuca, de cambiarse los calzones sucios que no se despegan de la carne, de tomar un baño en el riachuelo, de mirar a los hombres, al otro lado, y querer abrazarlos, consolarlos.

    De una feminidad cruel y compasiva, el de Delbo es un viaje meditativo y transfigurado de una psiquis rota. Auschwitz, “ese conocimiento inútil”, no la hizo mejor persona; la arrojó al fondo de sí misma. “¿Cuándo llegará el día en que acabará esta solidaridad obligatoria del cerebro, de los nervios, de los huesos y de todos los órganos? ¿Cuándo llegará el día en que mi corazón y yo dejaremos de conocernos?”, escribe al final.

    A su regreso a la realidad, Charlotte Delbo se encuentra con un nuevo horror: la indiferencia del mundo. Su madre, a cuyo recuerdo se aferraba en el campo como a una figura protectora, ha muerto. Su padre se casó con otra mujer; ya no hay una habitación para ella en la casa. El único abrazo que recibe una noche en el teatro es el de Jouvet. Delbo emigra a Suiza, donde encuentra un trabajo en Naciones Unidas y saca la voz para apoyar la independencia de Argelia. De vuelta a París, en 1959, se convierte en la asistente de Lefebvre, su antiguo profesor, ahora convertido en un célebre sociólogo. Nunca volvió a casarse ni tuvo hijos.

    Antes de morir de cáncer a los 72 años, una tarde nevada en que daba un paseo con su sobrino tiene una ocurrencia: “¿Y si mejor vamos a ver los pingüinos de Bois de Vincennes?”. El sobrino se sorprende. Charlotte Delbo ríe y le confiesa que anda nostálgica, que el andar lento, torpe y en fila de los pingüinos sobre la nieve le recuerda cuando en las noches hacían el recuento de prisioneras en Auschwitz.

  84. Tres hebras de los diarios de Cecilia Vicuña

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    Los diarios de vida, diarios de creación en este caso, nos ofrecen la ilusión de que es posible de ordenar el tiempo en una línea. Están los pensamientos divergentes, los acontecimientos que irrumpen con su propio caos o capricho, el mundo de la imaginación que convive con el de los hechos, pero aun así, al presentar una publicación con fechas y su orden cronológico, nos quedamos con la impresión de que el tiempo es así, una línea, un solo trazo que avanza o retrocede. En el caso de Diario estúpido de Cecilia Vicuña, que acaba de publicar Ediciones UDP, se trata de una compilación de entradas entre los años 1966 y 1971. En este libro se propone una conversación sobre el momento anterior, antes de que la autora iniciara sus viajes definitivos como el paso por Londres, su viaje a Bogotá y luego su asentamiento en Nueva York. Es un diario antes de los libros que publicaría, antes de las exposiciones o en el momento en que estas estaban cuajando. No es que no haya producción artística, no. Este diario es un retrato de la joven artista en plena eclosión, es más, este diario es la eclosión, pero el valor de ellos en el análisis crítico de Cecilia Vicuña como artista visual, autora, como activista y performer; es ofrecer una ventana al momento inicial, a la historia previa. Proponen muchas conversaciones, pero su premisa inmediata es un racconto, una visita al primer gesto, al inicio de una vida creativa, una ventana que retrata a la artista en ciernes. Estos diarios, los fragmentos de una escritura testimonial, y como veremos, desbocada a veces, es un testimonio, el registro de cotidianeidad y de poesía que antecede a todo.

    Este diario está fechado, comienza un día domingo 4 de diciembre de 1966, está oscuro, faltaba entonces una sola noche para la luna nueva, ocho meses para que estudiantes colgaran el lienzo con la leyenda “Chilenos: el Mercurio miente” sobre el frontis de la Universidad Católica, faltan tan solo sesenta días para que Violeta Parra se quite la vida. Entonces Violeta había terminado de grabar su último disco con canciones como “Maldigo al alto cielo” donde dice: “Maldigo lo perfumoso / Porque mi anhelo está muerto / Maldigo todo lo cierto / Y lo falso con lo dudoso”. Pronto necesitaré retornar brevemente a la palabra “anhelo” cuando explique que este libro comienza con tres hebras: una de ellas estará vinculada a ese anhelo.

    El texto que abre este diario comienza en Bagdad. Digo que comienza porque se sitúa en un lugar que se llama así. Lleva por título la fecha, 4 de diciembre del año 66, y al iniciar con Bagdad por unos minutos imaginamos a la autora en Iraq, pero pronto queda claro que esa Bagdad está en otra parte, en una Persia de la mente, no en la ribera del río Tigris, sino que asediada por helicópteros, perfumada por limones, coloreada por ciruelos que se transformarán en frutillas, habitada por personas que cantan, luego esa Bagdad cede su espacio a Siracusa y a Tánger, el Tánger de almendras y beatniks, una precipitación de cartas del norte y ríos selváticos que permiten el amor subacuático y transformarse en sirena. Este vertiginoso paseo, este mapa que tiene la miel del manicomio, lo dibuja la autora del diario en solo veinte versos. Podría decir veinte líneas, pero la intención poética es tan turgente que es más sincero llamarlos versos. A medida que traza ese mapa, un mapa que no es de la razón, sino uno de la experiencia y del trance, hay un pequeño comentario que da cuenta de desde dónde está hablando ese 4 de diciembre de 1966. Dice así: “En mis sueños soy libre, no necesito caer a tierra”. Pero claro, estos no son sueños de una persona dormida, no es el recuento de las imágenes de la noche previa. Estos son sueños de un despertar.

    Si el arte poética de un autor fuera un telar, este texto podría considerarse el anverso con sus nudos e hilos sueltos, porque no tiene ninguna pretensión de dar lecciones, de dictaminar precepto alguno para las artes. Es una muchacha de 19 años autoexaminándose como artista, sincerando el calado de su deseo.

    Ya anuncié que este libro comienza con tres hebras, esta es la primera hebra, el trance, las visiones. Ella despierta y se sienta al borde de la cama a recibir algo, uno de esos algos que vienen en palabras e imágenes, de esos algos con suficiente trueno que terminan por apoderarse del cuerpo. Cecilia Vicuña lo describe en su prefacio al libro como “una fuerza invisible, como un aire caliente me despertó, agarrándome de la nuca, como las leonas agarran a sus cachorros. Me puso al borde de la cama y empezó a dictar. Había una Underwood al lado mío, y empecé a tipear: Bagdad y los helicópteros, Bagdad y las personas que cantan”.

    Entonces esa es la primera hebra de este libro: el trance, la fuerza invisible, que trae palabras tronantes y que termina por transformar a quien decide prestar el cuerpo para que esa fuerza llamada poema, llamada diario, llegue a la página. Se manifiesta como un rapto, algo que la habita en veinte líneas y nos lleva desde Bagdad a Juan Fernández, desde la lengua árabe que antecede al Mío Cid Campeador, hasta el Incahuasi desplazado a la Isla de Más Adentro.

    La segunda hebra de este diario es un texto que se reproduce en el libro de manera facsimilar. En la página 20 vemos una imagen de una hoja mecanografiada y fechada el 22 de septiembre de 1967. Este es un aporte documental dentro de un libro que juega entre su propia fiebre de archivo y su delirio poético. La autora tiene 19 años y expresa cierta inquietud sobre el lugar de la creación artística en su vida y la forma en que desea que esta se despliegue. Si el arte poética de un autor fuera un telar, este texto podría considerarse el anverso con sus nudos e hilos sueltos, porque no tiene ninguna pretensión de dar lecciones, de dictaminar precepto alguno para las artes. Es una muchacha de 19 años autoexaminándose como artista, sincerando el calado de su deseo. Ahora, como es una imagen facsimilar, es decir una imagen detallada del documento, donde se aprecian una serie de detalles físicos del papel, es posible sentir también la presencia del cuerpo de la autora. Si fuéramos arqueólogos este sería el huaco del poema. Aquí están las letras impresas por la fuerza que cada dedo imprimió sobre las teclas de la máquina Remington, están los ojos que repasan las líneas que se van completando a medida que el carril corre hacia la izquierda, están incluso las manos que sostienen el papel, que luego incluso tirarán la hoja del rodillo, están las campanillas que anuncian la llegada al margen derecho y, por supuesto, el repiqueteo constante y rápido del lenguaje, esa fuerza invisible, que desciende desde quizás dónde hasta las manos de la autora. Aquí esa Cecilia Vicuña de diecinueve años, que escribe esto un mes después de la muerte de Violeta Parra, se observa a si misma y anota: “Mi afán creador va más allá de lo que es natural”. Lo primero que uno puede pensar al leer esa línea es que eso de un afán creador que supera el límite de la naturaleza puede ser algo que dialoga con el creacionismo de Huidobro. El movimiento creacionista quiere situarse más allá de la imitación de la naturaleza, esa viejita que ya no da más frutos si el poeta solo se limita a imitarla. Pero eso sería un error, porque Cecilia Vicuña ya lo dijo claro, está raptada por el trueno, hay una fuerza invisible que le llegó y la tiene al borde de la cama repiqueteando las teclas de la Remington. Ahora es cuando quiero recordar la canción de Violeta Parra. Para la fecha de este documento ella ha muerto hace un mes y el ímpetu destructor de su canción “Maldigo…” aún resuena; recordemos que ella maldice lo perfumoso: “Porque mi anhelo está muerto / Maldigo todo lo cierto / Y lo falso con lo dudoso”. Mientras Violeta Parra habla de la muerte de su anhelo, la enfebrecida Vicuña teclea sobre su afán creador. Anhelo y afán, ansia y ansia, deseo y deseo. Uno derrotado y muerto y el otro se manifiesta desde más allá de lo que es natural, es decir, desde lo sobrenatural. Así como Chuquicamata y el Guggenheim son el anverso del otro, aquí el espacio negativo del anhelo de Parra es el afán positivo de Vicuña, es la fuerza invisible que de una se transmuta a la otra.

    Mientras Violeta Parra habla de la muerte de su anhelo, la enfebrecida Vicuña teclea sobre su afán creador. Anhelo y afán, ansia y ansia, deseo y deseo. Uno derrotado y muerto y el otro se manifiesta desde más allá de lo que es natural, es decir, desde lo sobrenatural.

    Esto me lleva a la tercera hebra con la que comienza el diario. Es una imagen en la página 8, una fotografía de Claudio Bertoni titulada Gillete Budha. En esta se ven unas manos en posición de meditación apoyadas sobre unos muslos y entre estos una hoja de afeitar. El filo está en la antesala del sexo, con su promesa del doble filo de la sangre, la herida y la vida, como la semilla que se abre paso rajando la vaina que la contiene. Aquí no hay sangre, solo una promesa. Esa sangre ya vendrá a raudales de lana, en hebras gruesas de un quipu que solo podrían colgar de caderas portentosas. Pero si bien en esta hebra de entrada al diario no hay sangre, lo que sí hay es algo táctil. Lo táctil del texto textura, pero lo táctil también de la forma que tiene la autora de interactuar con el espacio. Este diario es un diario estúpido solo porque la autora decide construirlo a partir de un ejercicio que no debe tener una idea preconcebida. Un ejercicio estúpido porque no tiene un fin racional más que el ensayo físico de la escritura. Pero ya sabemos, al menos eso es mi propuesta, que esa falta de propósito racional es necesario para dejarse habitar, para permitir que una fuerza invisible la rapte, para dar espacio a que su afán supere los límites de lo natural, entre otros límites el de la razón natural y, por último, para permitir esa doble promesa de la sangre, la de la herida y la de la vida. Es un diario que se deja habitar por voces. Es estúpido porque la autora no es responsable del mapa de la imaginación que se construye o de cómo se inicia y cuándo se termina este rapto al que se somete. Es estúpido porque la decisión artística es no controlar, es privilegiar el flujo caótico, torrencial y pleno.

    Recuerdo que no hace mucho, en Santiago, en el mismo salón en que se presenta este Diario estúpido, fruto de un ejercicio estúpido como lo explica Vicuña, escuchamos a la poeta Anne Carson leer fragmentos de su libro The Albertine Workout, que es una rutina de ejercicios de Albertine, el personaje de Proust. Sucede que Cecilia Vicuña propone con su diario un ejercicio inverso, sin rutina, que consiste en dejarse habitar, entregarse a la fuerza invisible. Ya vendrán otros proyectos. Ya vendrá la Cordillera como sistema nervioso central de América, ya vendrán esas basuritas luminosas que conoceremos como precario. Pero todo eso se sitúa más adelante en la línea del tiempo. En el diario es el peso del ahora y nada más que el ahora es lo que importa, como la entrada del 24 de enero de 1968: “De inmediato podríamos hacernos unos cigarros mientras espero / la visita del demonio o de algún santo más peregrino”.

     

    Fotografía: Cecilia Vicuña durante la presentación del libro, en la Biblioteca Nicanor Parra de la UDP, el 21 de noviembre de 2023.

     


    Diario estúpido, Cecilia Vicuña, Ediciones UDP, 2023, 268 páginas.

  85. Dos libros para navegar en el mundo de la IA

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    Me hago preguntas sobre la condición humana que a veces se convierten en libros, neurociencia, charlas, documentales, arte o música”, es la presentación que hace de sí mismo el neurocientífico argentino Mariano Sigman, doctorado en Nueva York y posdoctorado en el College de France en París.

    Mariano terminaba de preparar un libro sobre las palabras y la conversación, cuando recibió la sugerencia de agregar un capítulo sobre cómo conversar con una inteligencia artificial. Esa fue la semilla de una idea que creció de manera explosiva y vertiginosa: “¿Por qué no mejor un libro nuevo?”. Mariano levantó su teléfono (o más bien el celular) y se comunicó con el también divulgador, emprendedor y experto tecnológico Santiago Bilinkis, para invitarlo a la aventura de escribir una obra en conjunto. Debía hacerse en tiempo récord, dada la rapidez de los acontecimientos relacionados con la inteligencia artificial. Comenzaron entonces frenéticas conversaciones e intercambios de dos personas que vivían en distintas partes del mundo, con cinco horas de diferencia horaria. El resultado es Artificial. La nueva inteligencia y el contorno humano, que plantea un viaje por la historia, el presente y las posibles proyecciones de este campo.

    Escrito a cuatro manos, el libro se viene a sumar a obras anteriores de Sigman, como La vida secreta de la mente —una suerte de bitácora de viaje recorriendo la neurociencia, el sueño, la memoria, el aprendizaje— o El poder de las palabras, que arrancaba de preguntas cotidianas, como por qué a veces nos enfadamos más de lo que queremos.

    Es una obra que continúa en esa senda de ciencia y tecnología aterrizadas a la vida cotidiana, en un relato plagado de ejemplos sabrosos e ilustrativos, lleno de analogías, comparaciones y metáforas (a ratos, cayendo en un exceso de metáforas, como si se buscara llevar el formato de una charla TED a un libro de divulgación).

    Agassi descubrió que Becker —sin darse cuenta— hacía un movimiento con la lengua que delataba el tipo de saque que estaba a punto de ejecutar: ‘Agassi tenía, en el mundo del tenis, una superinteligencia que le permitía detectar rasgos casi imperceptibles para predecir la dirección de un saque. Una red neuronal funciona de la misma manera: detecta atributos que le permiten identificar si una imagen es o no la de un gato, si hay un tumor en la imagen de un pulmón o qué emoción expresa la voz de una persona’.

    La génesis de la inteligencia

    El recorrido histórico de Mariano Sigman y Santiago Bilinkins comienza poco antes de la Segunda Guerra Mundial. En 1938, el Servicio de Inteligencia Británico compró una mansión conocida como Bletchley Park y recorrió las universidades más importantes de Reino Unido, para reclutar a un selecto grupo de investigadores para que trabajaran en una importante misión: ayudar a salvar el mundo occidental, descifrando los códigos de la máquina Enigma con que los alemanes encriptaban sus mensajes. No era una tarea sencilla, ya que Enigma encriptaba sus mensajes a través de un complejo sistema de engranajes, basado en tres rotores que transformaban cada letra en otra; y los nazis cambiaban a diario la posición inicial de los rotores, resultando en 159 trillones de combinaciones posibles. El equipo ultrasecreto era liderado por Alan Turing —uno de los trágicos padres de la IA— y Dillwyn Knox, a quienes se sumó Joan Clarke, quien era muy hábil resolviendo crucigramas.

    Ya en pleno conflicto bélico, el equipo creó una máquina de cálculo a la que denominaron Bombe. Con su ayuda, fue posible determinar el contenido de los mensajes encriptados por Enigma, entregando una importante ventaja táctica.

    Bombe no hubiese pasado una prueba de inteligencia. Ejecutaba apenas un cálculo demandante y sofisticado para descifrar un enigma. Pero este esbozo de pensamiento humano depositado en un dispositivo electrónico mostraba ya algunos rasgos de lo que identificamos como inteligencia. Podía hacer operaciones y tomar decisiones que hasta ese momento solo realizaban personas ‘inteligentes’. El programa que ideó Turing (…) fue una versión muy rudimentaria de una inteligencia artificial (IA)”, señalan los autores.

    Hasta ahora las creaciones tecnológicas han alcanzado niveles sobrehumanos, pero para tareas específicas, como jugar ajedrez, traducir textos o escribir ensayos completos en cuatro segundos. A juicio de Sigman y Bilinkins, ninguno de estos programas presenta un peligro real. Pero distintas empresas de alcance global se han propuesto un objetivo mucho más ambicioso: construir una Inteligencia Artificial General (IAG), es decir, una máquina con una superinteligencia que albergue distintas capacidades humanas.

    La lengua de Boris Becker

    Décadas después de la Segunda Guerra Mundial, Sigman y Bilinkins acuden a la legendaria rivalidad tenística entre André Agassi y Boris Becker para acercarnos al mundo de las redes neuronales del presente.

    Ambos jugadores tenían estilos muy distintos. El alemán se caracterizaba por su saque potente y habilidad en la red. Sin embargo, el famoso saque de Becker no era muy efectivo contra el norteamericano. El secreto: Agassi descubrió que Becker —sin darse cuenta— hacía un movimiento con la lengua que delataba el tipo de saque que estaba a punto de ejecutar: “Agassi tenía, en el mundo del tenis, una superinteligencia que le permitía detectar rasgos casi imperceptibles para predecir la dirección de un saque. Una red neuronal funciona de la misma manera: detecta atributos que le permiten identificar si una imagen es o no la de un gato, si hay un tumor en la imagen de un pulmón o qué emoción expresa la voz de una persona. Estos atributos permiten sacar conclusiones y tomar buenas decisiones en dominios muy específicos. Como a Agassi, nadie le enseña a una red neuronal cuál es el mejor atributo para poder predecir algo. Tiene que descubrirlo a partir de una pila abismal de datos”.

    El libro no se queda solo en anécdotas y se sumerge también en aspectos más técnicos, como la arquitectura transformer de las redes neuronales artificiales, que están basadas en un mecanismo matemático llamado atención, que permite distinguir qué fragmentos de los datos evaluados son más importantes, así como identificar relaciones y dependencias más complejas entre ellos.

    Ese mecanismo es el que está detrás de los hoy célebres modelos masivos de lenguaje (o LLM, Large Language Model), como ChatGPT, que son el resultado de entrenar una inteligencia artificial con miles de millones de textos y audios bajo dicha arquitectura transformer. Su tarea es leer o escuchar un mensaje y predecir cuáles deberían ser las siguientes palabras para que tengan el máximo sentido posible. No más ni menos que eso.

    En los siguientes capítulos, los autores esbozan el impacto de estas herramientas en la educación, la creación artística y cultural, la economía y el mundo del trabajo, combinando ejemplos reales, recomendaciones y guías prácticas de uso, con reflexiones más generales acerca de la huella más profunda que estos desarrollos pueden tener en el porvenir de la humanidad.

    Hasta ahora las creaciones tecnológicas han alcanzado niveles sobrehumanos, pero para tareas específicas, como jugar ajedrez, traducir textos o escribir ensayos completos en cuatro segundos. A juicio de Sigman y Bilinkins, ninguno de estos programas presenta un peligro real. Pero distintas empresas de alcance global se han propuesto un objetivo mucho más ambicioso: construir una Inteligencia Artificial General (IAG), es decir, una máquina con una superinteligencia que albergue distintas capacidades humanas, haciéndonos de esta manera caminar al borde del abismo.

    De acuerdo con los autores, a los viejos temores de nuestra extinción por una guerra nuclear, después sumamos la crisis climática y ahora, más recientemente, hemos incorporado a la IAG como otro camino posible al despeñadero.

    En 2018 fue autora del proyecto Anatomía de un Sistema de Inteligencia Artificial, que rastreó ese parlante inteligente desde la extracción de los minerales necesarios para construirlo, pasando por lo que sucede con las voces que recopila, hasta el final de su vida en vertederos de desechos electrónicos en Ghana o Pakistán. El proyecto forma parte hoy de las colecciones permanentes del Museo de Arte Moderno de Nueva York y del Museo Victoria and Albert de Londres.

    El costo sobre el planeta

    Una visión aún más oscura y preocupante es la que presenta Kate Crawford en su libro Atlas de inteligencia artificial, publicado también este año en español.

    Crawford es una académica experta en las implicaciones sociales y políticas de la inteligencia artificial. Su trabajo se ha centrado en comprender los sistemas de datos a gran escala, el aprendizaje automático y la inteligencia artificial en contextos más amplios, como la historia, la política, el trabajo y el medio ambiente.

    Kate Crawford llevaba 15 años investigando inteligencia artificial y sabía de los costos humanos y ambientales ocultos, pero no se dio cuenta de la magnitud real de esos costos hasta que se propuso rastrear el ciclo de vida completo de un solo producto de inteligencia artificial destinado al consumidor: un parlante “inteligente” de Amazon.

    En 2018 fue autora del proyecto Anatomía de un Sistema de Inteligencia Artificial, que rastreó ese parlante inteligente desde la extracción de los minerales necesarios para construirlo, pasando por lo que sucede con las voces que recopila, hasta el final de su vida en vertederos de desechos electrónicos en Ghana o Pakistán. El proyecto forma parte hoy de las colecciones permanentes del Museo de Arte Moderno de Nueva York y del Museo Victoria and Albert de Londres.

    Ese proceso, para mí, fue realmente abrir mis propios ojos para ver cuántas de estas elecciones que hacemos están alimentando realmente estos sistemas mucho más grandes de extracción”, ha contado Crawford. “Ese fue el momento en que me di cuenta de que quería ver eso a una escala más grande, verlo en toda la industria de la inteligencia artificial”.

    Esta perspectiva a nivel global sobre cómo la inteligencia artificial extrae materias primas, tanto literales (litio para las baterías en dispositivos impulsados por IA, incluyendo automóviles eléctricos) como virtuales (los datos personales de miles de millones de personas), se convirtió en el tema de su último libro.

    Atlas de la IA: poder, política y costos planetarios de la inteligencia artificial fue catalogado como “incisivo” por el New York Review of Books; “una fascinante historia de datos”, por el New Yorker; una “contribución oportuna y urgente”, por Science, y nombrado uno de los mejores libros sobre tecnología por el Financial Times.

    Crawford profundiza en la intrincada red de asociaciones público-privadas que sustentan el desarrollo de la IA. Plantea cómo los gobiernos, incluido el de Estados Unidos, colaboran estratégicamente con el sector tecnológico privado para avanzar en sus agendas de seguridad nacional. Presenta ejemplos como In-Q-Tel, entidad de capital de riesgo que invierte en tecnologías de vanguardia que puedan servir a los intereses de la CIA, y la colaboración entre la Agencia de Seguridad Nacional y empresas tecnológicas privadas.

    Ni artificial ni inteligente

    A diferencia de la obra de la dupla de divulgadores latinoamericanos presentada en primer lugar en este artículo, aquí no hay consejos prácticos ni recomendaciones de cómo conversar con ChatGPT o crear un prompt (comando) más potente y útil. Es un viaje muy diferente.

    Uno de los argumentos centrales gira en torno al poder e influencia. Crawford sostiene que la IA está inherentemente incrustada en ámbitos sociales, políticos, culturales y económicos, todos los cuales son moldeados por instituciones humanas. Partiendo de esta premisa, afirma que la búsqueda de capacidades de IA es esencialmente una búsqueda de poder e influencia. Crawford subraya repetidamente la noción de que la IA sirve principalmente a los intereses de aquellos que poseen el poder.

    En este libro, sostengo que la IA no es artificial ni inteligente. Más bien existe de forma corpórea, como algo material, hecho de recursos naturales, combustible, mano de obra, infraestructura, logística, historias y clasificaciones. Los sistemas de IA no son autónomos, racionales ni capaces de discernir algo sin un entrenamiento extenso y computacionalmente intensivo, con enormes conjuntos de datos o reglas y recompensas predefinidas”, escribe la autora. “Debido al capital que se necesita para construir IA a gran escala y a las maneras de ver que optimiza, los sistemas de IA son, al fin y al cabo, diseñados para servir a intereses dominantes ya existentes. En ese sentido, la IA es un certificado de poder”.

    Crawford profundiza en la intrincada red de asociaciones público-privadas que sustentan el desarrollo de la IA. Plantea cómo los gobiernos, incluido el de Estados Unidos, colaboran estratégicamente con el sector tecnológico privado para avanzar en sus agendas de seguridad nacional. Presenta ejemplos como In-Q-Tel, entidad de capital de riesgo que invierte en tecnologías de vanguardia que puedan servir a los intereses de la CIA, y la colaboración entre la Agencia de Seguridad Nacional y empresas tecnológicas privadas. Este examen revela hasta qué punto las entidades públicas y privadas se entrelazan para dar forma a la trayectoria de la IA.

    En el primer capítulo, la autora viaja a oscuros lugares del planeta donde tiene lugar la “extracción computacional”, es decir, la obtención de materia prima que posibilita las técnicas y dispositivos del presente. Así es como llega hasta Silver Peak en Nevada, Estados Unidos, donde hay un enorme lago de litio, describiendo el peligro de daños ambientales, enfermedades de los mineros y comunidades desplazadas. Una advertencia para tener en cuenta para el triángulo del litio que conforman los salares del norte de Chile, Argentina y Bolivia.

    En los siguientes capítulos, Crawford continúa confeccionando de manera exhaustiva y llena de ejemplos contundentes su atlas de la huella ecológica y humana detrás de la IA. Viajando a distintos lugares del mundo, explora el impacto sobre los trabajadores, los datos personales, los procesos de clasificación de información (y los sesgos ocultos bajo dichas etiquetas), los esfuerzos por interpretación automática de las emociones y el uso de la IA como herramienta militar de vigilancia y control, tanto por los Estados como en entornos civiles o comerciales.

    El resultado global es un libro muy bien investigado, que aporta una necesaria mirada crítica sobre el fenómeno. Pero más que una obra sobre inteligencia artificial en sí, que explique el funcionamiento de los sistemas de IA, es un recuento desolador de su impacto sobre el planeta y sus habitantes.

     


    Artificial. La nueva inteligencia y el contorno humano, Mariano Sigman y Santiago Bilinkins, Debate, 2023, 232 páginas, $16.000.


    Atlas de inteligencia artificial, Kate Crawford, FCE, 2023, 444 páginas, $18.900.

  86. Quemar

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    Quemar y prender fuego pueden referir a acciones completamente distintas, aunque inseparables.

    Prendo fuego, en la noche, para ver un rostro, o para generar calor. Mi acción habla del fuego como de un intermediario. El fuego puede abrirme a un otro. Lo veo, quedo un instante en silencio. Le pregunto que hace aquí. Le propongo hacer el aquí, conmigo. Y entonces, entre los dos, decidimos en qué lugar este fuego que he prendido nos servirá de iluminación, de qué modo lo podemos usar para que nos caliente. Decidiremos un lugar —o un espacio— donde el fuego quedará contenido.

    Prendo el fuego y surge un mundo, abierto para ser construido. El fuego sirve de intermediario y de momento originario. No habría otro si no divisara un rostro en la noche. No habría mundo si con este otro no buscara un lugar contenido para el fuego. El mundo no es consecuente de la apropiación de un territorio. Hay mundo cuando veo más allá de mí, cuando veo a otro aparecer, cuando juntos tenemos la idea de crear calor y quedarnos un rato.

    Es cierto, apenas prendo fuego quemo algo. Quemo el fósforo, la leña, las hojas del diario. La creación de energía implica un consumo. Supongo que pasa lo mismo con el sol (lo ignoro, en realidad, lo dejo como pregunta).

    Hay otro uso del fuego, uno que es exclusivamente para quemar. En tal caso, no está quemando algo porque necesito hacer fuego; necesito el fuego para quemar algo. Quemar territorios: volverlos infértiles. En algunos incendios se destruyen cultivos, labor humana, tiempo, arraigo, la fertilidad de la tierra, por ende, la posibilidad de un recomienzo. Quemar libros: aniquilar el pensamiento; instalar la autoridad absoluta, una que no requiere palabras, contradicción, forma de experimentar los límites, nuestros límites.

    El uso político del fuego no suele iluminar ni crear calor. Con un incendio, brilla la verdad del “hombre nuevo”, el “hombre del comienzo”. Se instituye sin demostración, solamente mediante la acción, la reducción a nada, a ceniza, de todo lo que lo antecedió, de todo lo que lo podría contradecir. Imagino así el incendio del Reichstag. Lo que pretendió iniciar este incendio, la “raza pura”, no tendría relación con el pasado, con la historia, con el hecho de que provenimos de algo otro, algo anterior. El “hombre nuevo”, nuevo porque es puro de todo pasado y de toda alteridad, no necesita iluminar un rostro en la noche y construir así un mundo, una temporalidad futura: es (pretende ser) él mismo la luz, una luz cuyo brillo y poder requiere las cenizas de todo lo que la antecedió. Quemar para brillar: el ser humano vuelto sol en la Tierra.

    Quemar como acción política: destruir la raíz de algo, buscar la aniquilación. Se usa el fuego para quemar edificios, lugares de poder, tierra, libros, pero también objetos de pertenencias. Se busca así quemar lo que nos constituye, el modo en que estos objetos eran parte de nuestras historias, nuestros relatos, nuestras esperanzas.

    Recuerdo cuando en un incendio (no sé si fue intencional o no) en un sitio de migrantes en el sur de Italia, se quemaron hasta sus fotos: lo único que poseían de su lugar de proveniencia y que constituía un lazo afectivo: la parte humana, esperanzada, de cada uno de ellos y ellas.

    Se prende el fuego y se podría quemar el tiempo, el aspecto fértil del tiempo: el recuerdo, la paciencia, la esperanza (lo que nos hace humanos).

    Quemar vivo a alguien es una táctica de guerra que no busca —exclusivamente— la desaparición de la persona, ni siquiera solamente la desaparición de la identidad, de sus rastros, de su cuerpo, como ocurre cuando se quieren borrar las pruebas de una matanza. Quemar a alguien es convertir el hecho de vivir en la brutalidad de la desaparición, del estar desapareciendo. Se busca quemar el verbo vivir, la inmensidad que despliega: el acto de hacerse cargo de la vida propia y de la de otros seres.

    El fuego es, entre otros, la herramienta o el elemento del Apocalipsis (el día del juicio, del juicio último). ¿Significa esto que ver la luz es ver nuestra propia desaparición?

    No seríamos nunca, entonces, los héroes de ningún comienzo.

  87. Dama del olvido

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    Pierde sus cosas, la orientación en el tiempo y en el espacio, se demora, repite detalles, deambula, se vuelve a perder, no encuentra el camino a casa. En la muñeca de la dama del olvido pusieron una pulsera con un número de contacto, parecida a la de los recién nacidos. Ha dejado de entender lo que ve. Se mira al espejo y no se reconoce. Llora. Se ríe. El principio es lo más difícil, la dama del olvido quiere seguir haciendo sus cosas, pero las capacidades comienzan a desaparecer y, por lo mismo, aparece el mal humor y cierta irritación. La conciencia ya no es sinónimo de bienestar.

    Las etapas por las que pasa son diversas, pero todas van en la misma dirección, la pérdida de los verbos vestirse, limpiarse, aguantarse, decir, andar, sentarse, sonreír, sostener la cabeza. Un yo en desarticulación, como los fragmentos finales de nuestro país en el mapa.

    No retiene cosas nuevas. No hay cura. Tiene una estampa muda, de ciervo asustado, anterior a la palabra. Perdió parte del oído también. La voz de la dama del olvido es un capítulo aparte. Al perder los nombres pierde la realidad de esos nombres, aquello a lo que aluden, ¿a dónde va todo eso que se fuga? Sigue flotando en su nebulosa de estrellas la dama del olvido: esta bien podría ser la neuroimagen del arquetipo.

    Mira el horizonte, cuenta pájaros, cuenta barcos, pregunta quién, cuándo, dónde, si vas. Olvida la conversación que acaba de tener o pregunta por personas que ya no están. La dama del olvido se levanta y parte. Sin rumbo, otra vez. Pierde la firmeza que la mantiene erguida. El olvido se traduce en un encogimiento del cuerpo, una mengua, un recogimiento. Se caen las extremidades, se rinden hasta paralizarse en su peso. El deterioro de la masa muscular trae la inmovilidad; al final, la cama.

    Si la memoria es lo que nos permite reconocernos como lo que somos, lo que fuimos y lo que llegaremos a ser, la dama del olvido rebobina y nada. La memoria es física y se va cerrando junto con el cuerpo. El puño de la dama siempre está apretado, como si quisiera sujetar algo, recuerdos.

    Si se observa se pueden advertir en su cara los rasgos de un recién nacido, en la postura que toma su cuerpo también; la mano firmemente empuñada y aferrada a otra mano, la diferencia es que el recién nacido proyecta una intención en su cuerpo, en su mirada (aunque todavía no la fije), una intención que se traduce como futuro, un ir hacia. La dama del olvido ya no va. Todo en ella es declive.

    Ha quedado desanclada de sí, del resto, como si poco a poco se hubieran soltado los hilos que la mantenían vinculada a la realidad. Entró en el terreno de lo incierto y no hay vuelta, o mil vueltas sobre sí, como la pieza rodada de una vieja máquina. Si la memoria es lo que nos permite reconocernos como lo que somos, lo que fuimos y lo que llegaremos a ser, la dama del olvido rebobina y nada. La memoria es física y se va cerrando junto con el cuerpo. El puño de la dama siempre está apretado, como si quisiera sujetar algo, recuerdos. La pérdida de la memoria es el comienzo de lo Nadie, de la Nada (suponiendo que la Nada tiene un comienzo y no ha estado siempre ahí). La voluntad ya está afuera. Todo va empeorando con el tiempo: la llave de paso del gas en la cocina, la estufa prendida… Necesita que la cuiden, todo el día, todos los días. Ida. Cinco, seis, siete años así. Los que la quieren aprenden a cuidarla, a llevar ese peso nada liviano en los hombros. Al principio se exasperan, con el tiempo la acompañan con paciencia y cariño, pasan de ser hija a ser madre, de ser hijo a ser padre.

    Rodeada por un gran silencio en el que apenas balbucea, la dama del olvido comienza a disolverse en un limbo donde los tiempos se han hecho polvo, como Prion, la proteína de su cerebro. Nadie quiere morir de olvido ni ser olvidado. Vivir para terminar olvidando lo vivido subraya en la existencia la palabra absurdo. ¿Antes de irse recordará, un fragmento, un destello, algo que le permita decir Yo soy la que muere?

  88. Contra Chile y Chile en contra

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    Hace poco apareció un librito cuyo título es el revés de otro que proyectamos alguna vez con un amigo y que incluiría todas las diatribas de Raúl Ruiz contra Chile. Se llama Contra Chile —el nuestro se llamaba “Chile en contra”— y es una selección realizada por Felipe Reyes de un centenar de discursos contra el país que pueden encontrarse, asimismo, en los escritos de Joaquín Edwards Bello, a quien Ruiz, valga decir, leía con entusiasmo y le dedicó incluso Tres tristes tigres. No es raro, ya que esa película era el manifiesto de su primera propuesta estética, el “cine de indagación”, que buscaba registrar los comportamientos gestuales y lingüísticos más inconscientes de los chilenos, para provocar una afirmación de la personalidad nacional, incluso si esos rasgos eran negativos, y casi siempre lo eran.

    ¿Por qué hacer algo así?

    En primer lugar, porque visibilizar nuestros defectos puede servir para corregirlos o incluso para afirmarlos como tácticas de resistencia: hablar mal castellano, por ejemplo, puede ser un defecto, pero también una manera de resistir el habla imperial o hispana. En segundo lugar, porque las idealizaciones no sirven para nada, y aplicadas a una nación conducen rápido a la autocomplacencia o, peor aún, al chovinismo, que es una patología social de las peores. Tres tristes tigres, de hecho, fue concebida también para contestar al éxito de la película Ayúdeme usted compadre, de Germán Becker, que pretendía mostrarle al mundo que Chile era un país moderno y ponía en escena para ello a una pareja de andariegos (el dúo Los Perlas) que recorrían el país estupefactos, como si se tratara del mejor de los mundos posibles.

    A Chile, por el contrario, Ruiz y Edwards Bello no le perdonan nada, y son tan intransigentes como Ezra Pound con Estados Unidos, Castellanos Moya con El Salvador o Thomas Bernhard con Austria. Pero hablan desde lugares sociales distintos y eso determina en buena medida el color de lo que observan y el humor de lo que dicen.

    Ruiz, en efecto, era un tipo de clase media que se movía sin complejos entre la alta cultura y la cultura popular, y por eso pudo molestarle tanto que el país se convirtiera de pronto a la ideología del neoliberalismo y la globalización, que borra las diferencias culturales e impone como válida una única forma de cultura: la del consumo y el entretenimiento. Edwards Bello, por su parte, era un renegado de una clase alta que, según él, carece de mundo e imaginación y que además se ha empeñado siempre por mantener la inferioridad del pueblo. De ahí la intolerancia que demuestra con los aspavientos culturales de esa clase, que es esencialmente arribista e imitadora de los estereotipos europeos, y de ahí también su interés en la figura del “roto”, que no designa únicamente en sus escritos al plebeyo ultrajado por la clase dominante, sino también una fractura en el núcleo mismo de lo social, que provendría en último término de nuestra constante exposición a los terremotos. Es como si la tembladera nos impidiera tener confianza en el Ser y en el Otro, por lo que seríamos propensos a tratarnos mal, a alcoholizarnos, a escribir versos desesperados y a rebajar a cualquiera que se atreva a sobresalir de la media. En la misma línea, Ruiz decía que los chilenos tenemos el “síndrome del perro chico”: les ladramos a los perros grandes.

    A Chile, (…) Ruiz y Edwards Bello no le perdonan nada, y son tan intransigentes como Ezra Pound con Estados Unidos, Castellanos Moya con El Salvador o Thomas Bernhard con Austria. Pero hablan desde lugares sociales distintos y eso determina en buena medida el color de lo que observan y el humor de lo que dicen.

    Esta columna es sobre libros usados y hasta ahora he estado rondando uno reciente. Lo que sucede es que su lectura me recordó otro de Edwards Bello, editado esta vez por Alfonso Calderón y publicado el año 1977 en la editorial Aconcagua, una de las pocas independientes del periodo de dictadura. Se llama La deschilenización de Chile —el título, convengamos, es divertidoy es una recopilación de 30 crónicas en las que siempre puede encontrarse una aguda observación sobre la idiosincrasia chilena o sobre lo que el cronista llamaba “el problema de lo chileno”.

    El chileno, dice por ejemplo Edwards Bello, se caracteriza por su “espíritu autocensor”: se inclina mansamente ante el europeo y “desacredita sutilmente a sus compatriotas y a su género de vida, echando a broma y juego su actualidad nacional en un alarde de fantasía deletérea”. Tiene también un “concepto deportista de la vida”: le gusta triunfar desplazando o hundiendo al otro o bien, le gusta molestarlo simplemente para ver qué cara pone. Peor aún, siente repulsión por el arte, la imaginación y el sentido artístico de la vida, lo que se explicaría en último término por la ascendencia vasca de la clase acomodada, ya que el vasco es un tipo práctico, comercial y tolera únicamente la imaginación si está al servicio de los negocios. Esto, valga decir, sigue siendo válido tanto para los “patricios” del siglo XIX como para los “nuevos ricos” de fines del siglo XX que, como diría Aristóteles, tienen los mismos vicios de los primeros pero redoblados.

    Con el pueblo llano, en tanto, Edwards Bello suele ser igual de crudo, pero es indudable que su mundo le fascina. Él mismo dice no ser un oligarca sino un “roto cuajado” o un “neorroto”, y como tal le atraen los rituales, no del gentleman, sino del hombre popular que desprecia el trabajo, la posesión y prefiere la molicie de las chinganas y los burdeles, esos espacios de sociabilidad en que cuajó durante décadas la identidad cultural del bajo pueblo. En el prefacio a la última edición de su novela El roto decía que si esta perduraría sería por haber reconstruido con pasión el mundo de la vida popular, que ahora se estaba extinguiendo. Ese prefacio, valga decir, era del año 1968, el mismo en que se mató y Raúl Ruiz le dedicó Tres tristes tigres, que también estaba dedicada a Nicanor Parra y al club deportivo Colo Colo, es decir, al “genio del pueblo”.

    Confieso que lo siguiente no lo advertí sino hasta ahora, pero creo que el sentido de la dedicatoria es esta: lo que para Edwards Bello eran los burdeles, para Ruiz eran los bares, y Tres tristes tigres era un retrato de la vida íntima de estos lugares, como la novela El roto lo era de los primeros. En los bares, comentó una vez Ruiz, un pueblo carnavalesco podía pasarse la vida como si no existiera el tiempo y complacerse en un comportamiento que era una mezcla muy particular de “ingenio barroco” y “negación cultural a todos los niveles”. Es precisamente lo que nos hace reír en ese filme, y reconocernos en algo que, quizás, era lo mejor que teníamos antes de que Chile se convirtiera, gracias a la ideología neoliberal, en un país sin atributos o transparente.

  89. Recuerdos prestados

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    Me asombran los taxistas del sistema público de transporte de Londres. Me asombran con la intensidad que solo pueden despertar en un desmemoriado. Esos conductores son prodigios de la memoria, sometidos a un entrenamiento de atletas olímpicos. Se preparan durante años. La prueba para obtener la licencia, llamada el “Conocimiento”, supone haber memorizado 25 mil calles. No contentas con eso, las autoridades les piden conocer los patrones del tráfico según las horas y los días, más 14 mil hitos o puntos de referencia. Quien supera el examen puede conducir entre dos puntos del área metropolitana por la ruta más corta y mencionar los lugares de interés a lo largo del camino, como si se tratara de eruditos guías turísticos. Me encantaría visualizar la arborización de esas dendritas, la plena vibración neuronal de esos cerebros bendecidos por la naturaleza.

    Palacio de la Memoria”: antiguamente, así se le llamaba al dispositivo mental empleado para recordar abundantes cantidades de información. La técnica consistía en imaginar entornos, espacios, lugares diferentes entre sí, para no confundirlos, hasta construir arquitecturas mentales, incluso urbanizaciones. Casas, habitaciones, recodos del camino, rincones domésticos, senderos en el bosque, los vitrales de una galería renacentista, los paraderos de un recorrido en micro, todo servía, sin importar si se correspondían con la realidad o eran meros productos de la imaginación. En esos sectores del Palacio de la Memoria se sitúan imágenes mentales que representan lo que deseamos recordar. Esas imágenes deben ser vívidas, extraordinarias, mejor insólitas, ridículas u horripilantes que corrientes u ordinarias.

    En el siglo XV, un profesor de derecho canónico en la Universidad de Padua, Pedro de Rávena, quiso hacer escuela en el arte de la memoria. Aconsejó un método propio, no sin autobombo y que sin duda hoy tendría altas probabilidades de cancelación. “Normalmente coloco en los lugares jóvenes hermosísimas las cuales excitan mucho mi memoria… Y créanme: si me sirvo de jóvenes bellísimas como imágenes, me ocurre que repito esos conceptos que había fijado en la memoria con mayor facilidad y regularidad. Te revelaré ahora un secreto muy útil para la memoria artificial, un secreto que por pudor me callé durante mucho tiempo. Si deseas recordar rápido, coloca vírgenes bellísimas en los lugares; de hecho, la memoria se excita de forma maravillosa con la utilización de las jóvenes… Perdónenme los hombres castos y religiosos”.

    Haciendo uso de estos preceptos, el humanista italiano se jactaba de retener 10 mil lugares de memoria, una verdadera metrópolis mnemotécnica poblada de cuerpos sugerentes.

    No es menos interesante el arte de la memoria de los aborígenes de Australia y de los apaches de Norteamérica, afinados generación tras generación según sus necesidades. Entre esas gentes llevadas a la desgracia, no hay edificaciones mentales. La base de las narrativas que conservaban su cultura oral eran los accidentes de la topografía local. En el propio territorio se inscribía todo. El mito y el mapa coincidían. De ahí la doble tragedia que les cayó encima cuando los gobiernos blancos les arrebataron sus tierras. Entonces, perdieron sus hogares y el arraigo de sus mitologías.

    Mientras escribo estas anotaciones tengo a la vista dos libros sobre la vida de Henry Gustav Molaison, el caso más renombrado de la historia de la neurociencia. Se trata de la crónica del derrumbe del Palacio de la Memoria como posibilidad. La identidad de Henry solo se reveló tras su muerte. Antes, durante décadas, para todos fue H. M., el joven a quien le habían practicado una lobotomía experimental en 1953, con el objetivo de poner fin a una epilepsia invalidante, solo que al extraerle ambos lados del hipocampo quitaron también la posibilidad de formar nuevos recuerdos. Desde entonces, su vida fue amnesia total. Conservó recuerdos de su vida anterior a la cirugía, y por eso reconocía a su familia, pero a nadie más. Instalado en un presente puro, al parecer no le perturbaba el pasado ni demostraba ansiedad por el futuro. Según una de las doctoras que lo trató, vivía como un budista, sosegado en el aquí y el ahora.

    A Primo Levi, en el infierno de Auschwitz, la memoria le salvó la vida, le aseguró una llamarada de humanidad en medio de la noche más oscura. Los nazis le robaron todo, salvo lo que retenía en la cabeza. Por las noches, a sus compañeros de desgracia les recitaba la Divina comedia de Dante. La monotonía de cualquier confinamiento solitario debe hacerse más llevadera con un cerebro colmado de recuerdos.

    Aceptaba su condición sin hacer drama. Era amable. Se prestaba a las pruebas y a las entrevistas sin problemas, con algo así como una conciencia altruista, asociada a su condición de caso de estudio científico. Confiaba en que los aprendizajes obtenidos a partir de sus peculiaridades aportaran al bienestar de otras personas. Poseía un buen vocabulario. Tenía una inteligencia superior al promedio y capacidad de razonamiento abstracto. Quizá lo más curioso de todo es que luego de haber sufrido una lobotomía de consecuencias trágicas, repetía que su sueño era haber sido neurocirujano.

    Se dice que sin memoria no hay identidad, que sin ella somos solo carne a la deriva en un presente perpetuo. Somos contadores de historias, de las propias y de las ajenas, historias que varían cada vez que las relatamos, influidas por las experiencias nuevas que se les han adherido, retocadas por el contexto y los desplazamientos de los puntos de vista. La memoria es fiel e inventiva a la vez. Es tan caprichosa como prodigiosa. Está a nuestro servicio, y nosotros al suyo. Edita a su pinta, es la reina de las omisiones y también es trabajadora: se afana durante el día y la noche, alternando turnos de acuerdo a las funciones que cumple.

    ¿Qué queda del yo cuando perdemos la memoria?

    Henry conservaba a lo menos una sombra de identidad. Manifestaba creencias, expresaba deseos. Les rendía cuentas a determinados valores y no le faltaba el sentido del humor. Podía sostener una conversación agradable, escribir y leer, aunque no retuviera nada en la cabeza. La comunidad científica lo valoró en vida, lo mismo que muerto. Cuando falleció, para preservar intacto el cerebro de Henry, cubrieron su cabeza con hielo. Trasladaron el cuerpo al lugar donde estaba previsto hacer el escáner cerebral. Luego llevaron el cadáver a la sala de autopsias —esto era en Boston— y procedieron a extraerlo con sumo cuidado, conteniendo la respiración para no arruinar sus tejidos adheridos al cráneo.

    No había espacio para el error en una maniobra planificada segundo a segundo, durante siete años, por un equipo de neurólogos, neuropatólogos, radiólogos y neurocientíficos. Los investigadores, arrebatados por una experiencia que calificaron de sublime, por fin contemplaron, depositado en un cuenco metálico, el cerebro más codiciado por la comunidad científica ocupada en descifrar los secretos de la amnesia. Más tarde, lo rebanaron por completo, verticalmente, en cortes finísimos, del grosor de un pelo. A continuación digitalizaron cada lonja, 2.401 en total, y después recompusieron el cerebro respetando su arquitectura original.

    Las lobotomías, que hoy nos resultan aberrantes, alguna vez causaron sensación.

    ¿Dónde leí que la técnica de la trepanación se remonta al Antiguo Egipto?

    Por ahora sé, sin asomo de duda, de la existencia del neurocirujano Walter Freeman, el número uno de la lobotomía a mediados del siglo XX. Durante su carrera realizó más de tres mil, a lo largo y ancho de Estados Unidos. Operó a pacientes psiquiátricos adultos, criminales, niños esquizofrénicos. Le interesaba mantenerse en contacto con ellos después de su paso por el quirófano. En los años 60, Freeman recorrió el país para visitarlos y promover su método, en una casa rodante que bautizó como el “Lobotomobile”.

    A Primo Levi, en el infierno de Auschwitz, la memoria le salvó la vida, le aseguró una llamarada de humanidad en medio de la noche más oscura. Los nazis le robaron todo, salvo lo que retenía en la cabeza. Por las noches, a sus compañeros de desgracia les recitaba la Divina comedia de Dante. La monotonía de cualquier confinamiento solitario debe hacerse más llevadera con un cerebro colmado de recuerdos. Todo el tema de la precarización de la memoria me lleva a pensar en la posibilidad de esta distopía. De repente, sin previo aviso, colapsa toda la infraestructura de nuestra memoria externa: los libros arden, las bibliotecas quedan reducidas a cenizas, la información digital desaparece, las imágenes de las fotografías se desvanecen… y entonces subsistimos a la intemperie, apenas cubiertos con unos recuerdos raídos, sin literatura, sin tantas otras cosas.

  90. Ottessa Moshfegh: escribir contra la moda

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    La mayoría de los libros confirma los valores de su época. Son lo que Roland Barthes llamó textos confortables, bien hechos, que no ponen en entredicho lo que consideramos bueno y deseable, que no hacen vacilar los fundamentos morales, culturales o sicológicos del lector. Eso ha sido siempre así, pero hoy se da una situación límite. La corrección política ha llegado a tal nivel, que las novelas se colman de buenas personas. Narraciones que se ubican en el lado correcto de la historia, que solidarizan con las víctimas y están contra todo tipo de abuso. Los protagonistas más inteligentes dudan de sí mismos o se arrepienten de alguna bajeza, pero siempre, siempre, salen ilesos. Páginas y páginas repletas de falsa vulnerabilidad y pretendido misterio, porque quién es el bueno y quién el malo está claro desde la primera página. Hay una ausencia total de opacidad; dicho de otro modo, asistimos al triunfo de la transparencia. Y quizás por eso, Ottessa Moshfegh (Boston, 1981) ha sido comparada con Nabokov, Henry James y Flannery O’Connor, tres escritores que indagaron con valentía en el dolor, las perversiones, el desencanto y la degradación.

    Moshfegh, que ha ganado premios y cosechado muchas reseñas positivas, también ha irritado a un buen número de críticos y lectores que la cuestionan por solazarse en la decrepitud de los cuerpos, por salpicar su obra con imágenes escatológicas y, sobre todo, por crear personajes poco compasivos. Andrea Long Chu, por ejemplo, reparó en la revista Vulture en su fijación con las heces, en que usara palabras como “maricón” y “retrasado”, en que describiera a las mujeres gordas como “vacas” o “sacos de manzana”, con los “muslos hinchados” que “parecen a punto de romperse”.

    Una novela no es BuzzFeed, NPR, Instagram o incluso Hollywood”, argumenta Moshfegh. “Aclaremos eso. Una novela es una obra de arte literaria destinada a expandir la conciencia. Necesitamos novelas que vivan en un universo amoral, más allá de la agenda política descrita en las redes sociales. Tenemos imaginación por una razón. Novelas como American Psycho y Lolita no envenenaron la cultura. (…) Necesitamos que los personajes de las novelas tengan la libertad de adentrarse en la oscuridad y el mal. ¿De qué otra manera nos entenderemos a nosotros mismos?”.

    El padre de Moshfegh, Farhoud, perteneció a una rica familia de judíos iraníes. En Europa estudió violín y conoció a Dubravka, quien había nacido en Yugoslavia. La pareja quiso instalarse en Teherán, pero solo vivieron allí unos meses, porque en 1978 llegó la revolución islámica y los bienes de la familia de Farhoud fueron incautados. En Estados Unidos, donde se exiliaron, ambos trabajaron como profesores de música y criaron a sus tres hijos. Ottessa aprendió a leer las notas musicales antes que palabras y a los cuatro años ya tocaba el piano. También estudió clarinete. Sin embargo, en la adolescencia su inclinación por la música empezó a ceder ante la literatura.

    Su libro más famoso es Mi año de descanso y relajación, (…) una novela estática brillante, sobre alguien que piensa que después de pasarse un año en cama, durmiendo un sueño inerte, se convertirá en otra persona. La prosa de Moshfegh, seca y apegada al realismo, tiene a su vez algo de esos sueños pegajosos de los que no se logra despertar. Por momentos, incluso se siente que el aire es distinto. Y eso ocurre cada vez menos en la literatura contemporánea.

    La disciplina necesaria en la música fue trasladada a la literatura como si de una plantilla se tratara. En un estupendo perfil que le hizo The New Yorker, la manera de trabajar de esta mujer (que vive con su pareja y cinco perros, que padece una escoliosis severa que la obligó a usar un corsé durante tres años, que tuvo problemas de alimentación desde muy joven y pasó por Alcohólicos Anónimos, que tras estudiar en Barnard College vivió dos años en China, donde enseñó inglés y trabajó en un bar punk) fue calificada como monacal. Y sí, el régimen de abstinencia y aislamiento se ha traducido en cinco novelas y un volumen de cuentos extraordinario. Se llama Nostalgia de otro mundo y está poblado de individuos ligeramente desesperados y solitarios, muchos de ellos entrañables.

    El señor Wu” es la historia de un hombre en extremo pudoroso, que en sus visitas a un prostíbulo se desviste debajo de las sábanas. Está enamorado de la mujer que atiende en el cibercafé al que acude a diario, y buena parte del relato consiste en los devaneos de un hombre extremadamente tímido, incapaz de escribirle un mensaje para invitarla a salir. Pero cuando tiene la opción de conocerla, el asco y el placer se mezclan en sus fantasías, y Moshfegh, con iguales dosis de descaro y ambigüedad, combina un último encuentro de sexo pagado con la noche en que finalmente se cita con la mujer del cibercafé. “Me estoy cultivando” narra el encuentro de una profesora con su exmarido, entregando pistas de lo alejada que está la autora de cierta comprensión (militante) del feminismo. Y en “Una carretera oscura y sinuosa”, Moshfegh adopta la voz de un abogado que quiere disfrutar de un último fin de semana solo antes de que nazca su hijo. Va a la casa de veraneo familiar, conoce a la amante de su hermano y, junto con seducirla, se hace pasar por homosexual.

    Su libro más famoso es Mi año de descanso y relajación, que también rompe el molde: una mujer que ha perdido a sus dos padres y recibido una herencia, decide tomarse un año sabático. No es una “nueva rural” que aspira al contacto con la naturaleza, ni una devota del turismo ni un alma caritativa. Su pausa consistirá, literalmente, en borrarse por completo, ingiriendo dosis cada vez más fuertes de pastillas que la hagan dormir durante la mayor parte del día. Fenobarbital, Zolpidem, Seroquel, Trazodona, Risperdal, Valium, Orfidal, Lunesta… son parte del cóctel que le receta una de las doctoras más delirantes de la historia de la literatura. Es una novela estática brillante, sobre alguien que piensa que después de pasarse un año en cama, durmiendo un sueño inerte, se convertirá en otra persona. La prosa de Moshfegh, seca y apegada al realismo, tiene a su vez algo de esos sueños pegajosos de los que no se logra despertar. Por momentos, incluso se siente que el aire es distinto. Y eso ocurre cada vez menos en la literatura contemporánea.

     

    Ilustración: Daniela Gaule.

  91. Un eslabón fundamental

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    Después de publicar Persona non grata, la carrera de Edwards entró a una etapa difícil. Abandonado por la izquierda, resistido por la derecha y despedido del servicio exterior, el escritor nunca había estado tan a la intemperie como en sus primeros años de exilio. Como dice Julio Ortega, destacado crítico y académico peruano, si Donoso hizo de la pesadilla el lugar de la identidad nacional, Edwards prefirió hacer de Ulises el héroe que disputa su vuelta a casa. Vuelta que en su caso nunca fue definitiva y nunca, tampoco, total. El tiempo demostraría que el desarraigo es una experiencia a la vez muy presente e irrenunciable, tanto en su vida como en su obra.

    Los convidados de piedra, publicada cinco años después de Persona non grata, es un eslabón fundamental en la obra de Edwards. Corresponde a un momento en que el escritor retorna a la ficción y se independiza de la diplomacia (después volvería). Junto con haber sido escrita en el exilio, es asimismo la novela que comienza a traer a Edwards de vuelta al país.

    El libro trata de una fiesta de cumpleaños en las afueras de Santiago de un grupo de amigos pertenecientes a la alta burguesía. Durante esa celebración exorciza, un mes después del golpe de Estado de Pinochet, los fantasmas, la plenitud y los temores que los han rondado desde el triunfo de Allende en adelante, tanto a ellos como a los que no están, porque la vida, la represión, el fracaso, el exilio o las quimeras ideológicas o esotéricas los sacaron antes del camino, por un tiempo o para siempre. Son los “convidados de piedra”, los que están y no están.

    Es una novela potente, muy elaborada, de corte clásico, de estructura coral, donde se escuchan muchas voces y donde la de Edwards se hace oír a través de un narrador que, en tiempos de enorme polarización, pertenece de alguna manera, como anota Christopher Domínguez Michael, al partido de los que no tienen partido. Aunque toda la acción está desarrollada en un mismo tiempo y lugar, la dinámica de los amigos convoca desde personajes reales hasta ficticios, para dar cuenta de un trauma que no solo es de una clase social, sino que alcanza a la sociedad chilena toda, hasta llegar a los días en que otro conflicto político parecido al del 73 —el de la revolución del 91, que culmina con el suicidio de Balmaceda y la derrota de las fuerzas militares que lo apoyaban— selló el inmovilismo como fatalidad nacional.

    Los convidados de piedra fue un libro acogido con interés, con respeto, como no podía ser menos, aunque también con un cierto temor. Al menos en Chile no generó mayor entusiasmo, sea porque era un relato incómodo, sea porque era un tanto incorrecto exaltarlo. En España, sin embargo, la primera edición agotó 16 mil ejemplares en pocas semanas.

    ¿Es lo bastante convincente esta explicación, un tanto mítica, de todo lo ocurrido?

    Quizás no, ¿pero hay otra que convenza más? Quizás tampoco.

    Cuesta creer que la primera versión de este libro estaba prácticamente lista en 1969, un poco antes del triunfo de Allende. Se titulaba El culto de los héroes y solo en las sucesivas versiones el relato fue quedando capturado tanto por el triunfo como por el fracaso político del gobierno de la Unidad Popular.

    Los convidados de piedra fue un libro acogido con interés, con respeto, como no podía ser menos, aunque también con un cierto temor. Al menos en Chile no generó mayor entusiasmo, sea porque era un relato incómodo, sea porque era un tanto incorrecto exaltarlo. En España, sin embargo, la primera edición agotó 16 mil ejemplares en pocas semanas. Al margen de una mirada lapidaria sobre la clase alta, la verdad es que la novela defraudó mucho en Chile a quienes esperaban una lectura más monolítica del 11 de septiembre, como representación de todos los males y como base de sustentación de héroes positivos, mensajes edificantes y todo eso. Desde un escepticismo que está en su ADN más profundo, Edwards jamás se compró ni se compraría tales simplificaciones.

    Curioso destino el de este libro. No obstante que apelaba en su inspiración a ese concepto que Vargas Llosa acuñó con la expresión de “novela total”, que fue el cielo bajo el cual se instaló el boom latinoamericano, nadie en su momento sintió que Los convidados de piedra fuese la gran novela chilena de la tragedia del Golpe. Es posible que ni siquiera Edwards lo haya pretendido. Dice mucho de los vacíos de nuestra literatura, sin embargo, que este mismo libro haya terminado encumbrado en ese sitial, entre otras cosas porque hay muy pocas obras que puedan disputárselo.

     

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    Este texto sobre la novela Los convidados de piedra fue añadido como un recuadro en la versión impresa del ensayo “Jorge Edwards (1931-2023): Memoria, clase y época”, aparecido al momento del fallecimiento del escritor chlileno.

  92. Escenas de escritura

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    En un pueblito inglés llamado Great Missenden se esconde la casa museo de Roald Dahl; al fondo, se halla el pequeño cobertizo en el que se encerraba a escribir. Son unos cinco o seis metros cuadrados que guardan un gran escritorio de madera en el que solo hay piedritas, caracoles y recuerdos polvorientos, como si el escritorio fuese demasiado para él y se lo hubiese cedido a los adornos. A su lado hay un fichero de metal y un sillón de una plaza que finalmente preside la coreografía mobiliaria. Sobre ese sillón —que alguna vez habrá sido rosa, pero con el tiempo se opacó de modo indescriptible— se ve un tablón largo que va de brazo a brazo, y bajo el tablón una especie de tubo de cartón, forrado con papel de bobina, el tipo de papel industrial que usan en las panaderías. Es un adminículo casero que el autor de Matilda aprovechaba para elevar un poco las hojas limpias sobre las que escribía a mano. Hay fotos que lo muestran en acción, rodeado de sus paredes amarilleadas por la nicotina, y traen todavía una intimidad mayor: la de una manta de plumas cubriéndole las piernas mientras trabaja. Dahl sonríe.

    No era el único que se encerraba así. George Bernard Shaw también construyó su propia choza en los jardines de su casa en Hertfordshire y Henry David Thoreau, por ejemplo, se escondía en un bosque. Al parecer, durante un periodo de su vida Emily Dickinson “atendía” a las visitas con la puerta entreabierta. Sus ojos deben haber aparecido primero, recortados e inquirientes a través de la hendija, para recibir cartas o entregarlas. A sus espaldas quedaban todos los misterios de un mundo, el mundo en el que Emily Dickinson escribía a mano sus poemas pequeñísimos en sobres y cuadernos.

    ¿Qué fue de ese celo? Los años dos mil trajeron eventos de escritura en vivo con computadoras inalámbricas, y a medida que el tiempo pasó las redes sociales trajeron, además, una nueva versión del mismo concepto. Durante los años de aislamiento, allí estaban todas las bibliotecas de quienes escribían, firmes en el encuadre que el Zoom regalaba, e incluso se conseguían fondos simulados de bibliotecas de cartón en internet y a domicilio.

    Escritoras y escritores de todas las latitudes participaron de festivales, ferias, clases y conferencias mirando a la cámara con sus hogares de fondo, la intimidad de su orden o su caos, su vida doméstica de repente expuesta de modo impiadoso e irreversible. Fue abrupto, como abrir por error la puerta de un baño ocupado, pero ocurrió en medio de hechos todavía más extraordinarios, y pasó desapercibido.

    Así, vimos el gran salón en el que Jamaica Kincaid guarda libros, macetas y esculturas, a sabiendas de que detrás de la puerta la esperaba su jardín. Vimos las estanterías blancas ocupando todas las paredes del cuarto desde el que nos hablaba Joyce Carol Oates, una luz lateral y nublada bañando un tomo indiscernible en el ángulo izquierdo de la imagen. Vimos el cuarto en el que Lydia Davis tiene su escritorio —dos cuadros grandes y uno pequeño sobre un sillón—, la cama matrimonial donde duerme Vivian Gornick y el espacio que comparten Siri Hustvedt y Paul Auster, sentados como colegiales, uno al lado del otro, para responder a una pantalla.

    Escritoras y escritores de todas las latitudes participaron de festivales, ferias, clases y conferencias mirando a la cámara con sus hogares de fondo, la intimidad de su orden o su caos, su vida doméstica de repente expuesta de modo impiadoso e irreversible. Fue abrupto, como abrir por error la puerta de un baño ocupado, pero ocurrió en medio de hechos todavía más extraordinarios, y pasó desapercibido.

    Intimidades a las que antes accedíamos de modo accidental son hoy día, además, material y tema de escritura. Pero para conocer cosas como esas, aunque nunca tan abundantes, hasta hace muy poco no quedaba más que deducirlas o inventarlas partiendo de fotografías aisladas, casi accidentales, o leyendo las entrevistas de la Paris Review. Por sus introducciones nos enterábamos de que Ernest Hemingway escribía de pie sobre una alfombra de piel de kudú mientras el sol del este cruzaba su espalda, o que Simone de Beauvoir tenía su estudio a cinco cuadras del de Jean Paul Sartre, pero solo lo utilizaba por la mañana: después del mediodía caminaba tranquilamente hasta ahí y seguía trabajando junto a él.

    En la Firestone Library de la Universidad de Princeton se guardan manuscritos y cartas de escritores latinoamericanos: ahí están, por ejemplo, los archivos de Ricardo Piglia o de Juan José Saer. En la Biblioteca Nacional Argentina se exhibieron hasta fines de abril los manuscritos de Alejandra Pizarnik y también sus libros, marcados con su letra inconfundible. En la Biblioteca Pública de Nueva York se reservan, además de papeles, objetos personales: es posible consultar la agenda de Joan Didion y hasta los cajones privados de autores del siglo pasado, cápsulas museísticas destinadas a reponer una atmósfera que quizás exista únicamente a condición de imaginarla.

    Sobreexpuestos al mundo digital, los escenarios donde las escritoras y los escritores de nuestra era diseñan sus comienzos y traman sus finales parecen perder, con su materialidad, también su sentido. ¿Habrá universidades y bibliotecas en el futuro que estudien y acumulen los correos electrónicos donde se cartean dos colegas? ¿Habrá que separar en esos correos los “interesantes” de los “superfluos”, las cartas del spam, los textos que digan cosas como las que se escribían Chéjov y Gorki: “mi alma está irremediablemente enferma, como es necesario que esté el alma del hombre que piensa”? ¿A dónde van a ir a parar los mensajes de WhatsApp en los que se compromete una edición o se informa una lectura en positivo, como cuando Roberto Bazlen le recomendó a Eugenio Montale que se lance a traducir el Ferdydurke apenas provisto de un papel, una máquina de escribir e incontables signos de exclamación? ¿Será Google el dueño futuro de los inéditos de los autores que mueran dejando sus drives repletos de bytes?

    ¿De qué está hecho el misterio de la escritura ahora? ¿Por qué pensar que ya no existe? ¿Por qué creer que existía en un manuscrito empeñado por un escritor empobrecido, en un cuarto cerrado con olor a biblioteca y alcanfor? ¿Visitar ese misterio no ha sido siempre una escenificación profana, una máscara que coincide con la cara, como decía Calvino?

    En un poema de Wisława Szymborska, traducido por Gerardo Beltrán con el título “Miedo escénico”, encontramos: “Allá en el escenario acecha una mesita / un tanto espiritista y de patas doradas, / y sobre la mesita humea un candelabro. // De eso se desprende / que tendré que leer a la luz de las velas / lo que escribí a la luz de una simple bombilla / tac tac tac/ a máquina”.

  93. La politización platónica de la economía

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    ¿Qué nos pueden enseñar los antiguos sobre la economía? Confinados en un mundo donde la ciudad veía artificialmente los beneficios de la esclavitud, ¿no estaban los pensadores de la antigua Grecia muy lejos de poder imaginar la autonomía y el rigor de la economía política? Si, al leerlos, uno se encuentra con la opinión de que los mecanismos de la economía no pueden ser objeto de una ciencia autónoma, porque no constituyen una realidad propia cuyas razones puedan separarse de las que rigen otros campos de la práctica humana, pronto veríamos esto como el síntoma de un desconocimiento de las leyes que gobiernan la esfera de las necesidades y las actividades de las comunidades humanas. Uno de los méritos de la obra de Étienne Helmer es afirmar que tal visión de la economía no es el resultado, en Platón, de aquel prejuicio, sino que más bien se basa en el reconocimiento de la especificidad de los fenómenos económicos generales; esto, por tanto, permite al autor guiar a su lector, con gran claridad, a través de la exploración de un pensamiento de la economía quizás más sutil de lo que el lector contemporáneo podría esperar encontrar en un pensador del siglo IV a. C. Platón reconoce, en efecto, la especificidad de las interacciones económicas, sea que se trate de la actividad, la producción, el intercambio, afirmando que esta especificidad solo aparece una vez subordinada, tanto por la antropología que le ofrece su material como por la forma política que distribuye de antemano los bienes, los hombres y las actividades de las que expresa su circulación.

    La economía existe y puede revelar su propia inteligibilidad: es, sin embargo, solo un efecto, el de un cierto estado del hombre y de una cierta configuración previa de la distribución de las cosas, los tiempos, los espacios y las prerrogativas. He aquí, procedente de un pasado lejano, una aproximación intempestiva, en un momento en el que quizá nunca hemos alimentado la representación —que tal vez es solo una representación— de un orden económico total, que trabaja para producir al hombre y para prescribir a la política sus razones.

    Tales son las preguntas a las que la lectura de Platón, en la actualidad, somete nuestro conocimiento económico: el reconocimiento de leyes propias de la economía, ¿conlleva la autonomía de este campo de práctica, alejado de cualquier otro principio que no sea el propio? El despliegue de los mecanismos económicos, ¿puede influir en otras dimensiones de la existencia humana, y moldear su forma y sus valores? Un pensador de otro tiempo nos invita a preguntarnos si no podríamos haber sido víctimas de una tendencia a dar demasiada realidad a lo que nos asegura solamente la inteligibilidad. Reconocer la racionalidad de la economía: ¿y si eso significara devolverle el lugar que le corresponde en un orden de cosas en el que ella no necesariamente está solitaria ni en primer lugar?

    Étienne Helmer propone presentar al lector la hipótesis de que Platón fue el inventor de la economía política en el sentido clásico, que el autor toma del ejemplo de Rousseau, es decir, en el sentido de “gobierno sabio y legítimo”, no “de la casa para el bien común de toda la familia”, sino “extendido al gobierno de la gran familia, que es el Estado” (artículo “Economía política” de la Enciclopedia). Es entre los griegos, de hecho, donde se encuentra el pasaje, por analogía, entre el objeto de la oikonomia, a saber, la gestión de los bienes, las rentas y los recursos de la casa —el oikos griego se concibe como una unidad ampliada, pudiendo incluir un dominio, esclavos, filiales—, con la preocupación paralela, en el marco de la ciudad, de la gestión de sus recursos, sus bienes, su comercio.

    Afirmar que la economía necesita el relevo de la (buena) política es, en este esquema platónico, afirmar también que es el instrumento necesario de la política. La política debe abrazar la economía —debe ser el arte del usar. Así, hacia el final, Helmer, bajo el título de ‘politizar la economía’, detalla las medidas propuestas en la República y en las Leyes para devolver la economía a su función de fiel servidora de la ciudad.

    En estos términos, la propuesta del autor de convertir a Platón en el inventor de tal extensión es quizá generosa: podría ser que Platón no fuera el primero de los griegos en considerar la administración de la ciudad por analogía con la de la casa. Desde este punto de vista, el apéndice donde el autor presenta síntesis muy útiles sobre las consideraciones relativas a la administración de bienes y riquezas de la ciudad que se pueden encontrar en ciertos contemporáneos, como Tucídides, Jenofonte y Aristóteles, no es suficiente para establecer esta primacía: un estudio de los pasajes, de Homero a Heródoto, que muestran la preocupación política por recaudar los recursos (si se piensa, por ejemplo, en los gravámenes a la producción del pueblo, de los poemas homéricos, ver Od. XIX 194-198 ; II. IX 141-156; XII 312-328), para asegurar la producción, la cosecha o el comercio, sería entonces necesario y ciertamente fructífero.

    No ha sido, por supuesto, el objeto de la obra evaluar el lugar de Platón en tal historia: como resultado de una tesis sobre la historia de la filosofía y que consiste en una monografía dedicada al pensamiento platónico, la obra es esencialmente una exposición de la reflexión sobre la economía que se puede extraer de la lectura de los diálogos de Platón. Lo cierto es —si se permite una sugerencia aquí— que se leería con gran interés el fruto de una ampliación de este trabajo en la dirección de una contextualización del pensamiento platónico en una historia más amplia de la representación antigua de la economía.

    Si Platón no fue el primero, Étienne Helmer ciertamente puede defender la idea de que el ateniense fue particularmente capaz de reconocer la especificidad de los mecanismos económicos. El autor lo hace con sutileza, comenzando por esbozar los contornos en el hueco de su ausencia, dentro del mito de la Política, antes de apoderarse de ellos en el Libro II de la República. En ambos casos, se trata en realidad de la misma cuestión de necesidades, las cuales, suprimidas por la hipótesis de que los hombres, ellos mismos frutos de la tierra, viven de la abundancia de lo que crece espontáneamente, o puestas en evidencia por la imposibilidad de que un individuo humano pueda satisfacerlas él solo en su diversidad, hace desaparecer o aparecer una dimensión específica de la existencia humana: la necesidad de una organización colectiva de la producción. El relato de los orígenes de la ciudad, en el Libro II de la República, es considerado con razón por el autor como un experimento mental completamente excepcional: tomando el curso opuesto a las historias tradicionales sobre el origen de las ciudades, que invocan a menudo a sus héroes fundadores, Platón hace nacer la ciudad de la pura y simple multiplicidad de necesidades humanas, conjuntamente con el principio de especialización individual: es debido a que los hombres naturalmente tienen múltiples necesidades y no son naturalmente buenos para realizar todas las tareas, sino más bien para aprender a realizarlas de una manera satisfactoria —una en lugar de otra, además—, que la asociación es necesaria. El autor se preocupa de distinguir este principio antropológico de especialización funcional del de la división económica del trabajo en la economía moderna: no se trata de optimizar las capacidades de producción, sino de limitar las capacidades del hombre. El principio en sí no es económico: uno podría imaginar que la distribución de las disposiciones naturales no cubre todas las necesidades (que ninguna persona en una comunidad dada es buena para tejer) o, por el contrario, que el florecimiento de talentos sobrepasa las funciones útiles (si, por ejemplo, nacen muchos ciudadanos dotados para montar a caballo en una ciudad marítima). Si un individuo no puede ser dotado en todas las áreas, ¿se sigue por tanto que cada uno no puede realizar más que una tarea? Y eso vale de la misma forma para todas las tareas: ¿no hay tareas que son más factibles de ser realizadas, y otras que solamente son accesibles para unas pocas personas, después de un aprendizaje largo y difícil? Étienne Helmer destaca acertadamente que este principio abre el horizonte de una distinción entre conocimientos absolutamente imposibles de ser intercambiables (por tanto, conocimientos propios del gobernar la ciudad, que solo pueden ser adquiridos por muy pocos), y aquellos que podrían ser intercambiables: Sócrates precisa en efecto que el carpintero y el zapatero bien podrían intercambiar sus herramientas sin causar gran daño a la ciudad. En última instancia, son menos los oficios que las principales clases de funciones de la ciudad que no son intercambiables: se es naturalmente más dotado en el ejercicio de una actividad “económica” (artesanos, agricultores, comerciantes y hombres de negocios), o una actividad guerrera, o una actividad deliberativa, es decir, política. Aquí encontramos la matriz que el propio orden económico presupone: la ciudad crece bajo el efecto mecánico de la diversidad de necesidades solo porque primero es elaborada por un orden de repartición de funciones que la precede. Solo hay intercambio económico porque hay una distribución previa de lugares en el intercambio. Allí aprenderemos a reconocer la huella de lo político. La tripartición funcional es fundamental y es lo que Sócrates considera necesario santificar con una noble mentira sobre el origen ctónico de los hombres, formados a partir de tierra mezclada con oro, plata o bronce, y así destinados a dirigir, custodiar o producir (República III 414d-415b). Es esta parte de bronce en la ciudad, la de los comerciantes y productores, la que define el lugar de la economía y que da título al libro.

    La obra termina con una profundización de la paradoja que, de hecho, se encuentra en el corazón de la politización platónica de la economía. Se supone que el principio de especialización funcional, que consiste en ocuparse de los propios asuntos, preserva la posibilidad de algo común. ¿Cómo es que una forma de individualización de ciertas cosas (las actividades) garantiza la persistencia del bien común, en lugar de que también resulte ser una tendencia a la búsqueda del interés personal?

    Al reconocer esta doble dimensión antropológica y política del principio de especialización, ¿no debilita Étienne Helmer la idea de que Platón, en el Libro II, defiende la dimensión autónoma del desarrollo económico? Además, si Sócrates admite el hecho de que todos los oficios económicos son relativamente intercambiables, ¿no cuestiona el hecho de que es necesario que haya varios para satisfacer las necesidades? En primer lugar, no exageremos la importancia de la intercambiabilidad de los oficios. El hecho de que la naturaleza no nos destine más a la reparación de zapatos que a la carpintería no evita que tome tiempo para aprender estos oficios y que realizar los trabajos requiera una especialización. Como ha subrayado Jacques Rancière en El filósofo y sus pobres (1983), el tiempo, al igual que la capacidad, impone la distribución de las tareas —es lo que todavía impone la distribución de las actividades, incluso cuando la hipótesis de una capacidad natural específica parece ser un problema. El tiempo revela un orden antropológico de distribuciones que precede y permite la liberación de una capa económica propia. Esta relativa indeterminación natural de las capacidades abre ciertamente la posibilidad, como señala Helmer, de que los individuos puedan realizar un cierto número de tareas por sí mismos en una economía rudimentaria donde las necesidades son limitadas en número, recurriendo a una división mínima, por ejemplo, sexual, de las tareas. Pero el refinamiento y diversificación de las necesidades a las que los hombres parecen espontáneamente ser llevados acaba por reducir esta posibilidad de autarquía. El tiempo necesario para hacer las cosas bien impone la diversidad de oficios y la multiplicación de la comunidad. Sin embargo, ¿es esto suficiente para afirmar la autonomía de una dimensión económica? Aquí llegamos a una especie de paradoja.

    Como subraya el autor, “al situar la necesidad en el origen de los vínculos sociales, Platón funda la política sobre relaciones previamente establecidas a las que esta tendrá que hacer frente y que parecen dotar de legitimidad la idea de que las actividades y los agentes económicos son el fundamento de la ciudad”. Aparece así de manera innegable una dimensión específicamente económica. Sin embargo, este plan perteneciente a la economía general, el de las dinámicas propias de la esfera de las necesidades en el contexto de la necesaria especialización, es “heterónomo”, y esto de acuerdo a sus “dos aristas”: por un lado, el desarrollo de actividades y el intercambio es efecto del desarrollo de necesidades que se enmarcan en una esfera puramente antropológica de pasiones y deseos; por otro lado, la economía está sujeta a la política donde encarna los valores de regular y dirigir la actividad de la ciudad. Este doble límite corresponde a “las dos tesis fundamentales de Platón sobre la economía”: la institución política de la economía y el fundamento antropológico y cosmológico de toda concepción de la economía. El final del primer capítulo explica esta segunda tesis: la esfera de las necesidades no es autónoma en la medida en que no concierne a la necesidad en general sino a la de una criatura en particular, una parte de la naturaleza donde el cuerpo y el espíritu deben estar situados en su lugar en el universo. Ahora, tanto desde el punto de vista corporal como del punto de vista psíquico, el hombre es frágil: su cuerpo, a diferencia del cuerpo del mundo, no es autosuficiente; su espíritu, a su vez, es vulnerable a la obsesión de tener más, la pleonexia, un término que floreció en Tucídides y en la generación de Platón. En suma, la esfera de las necesidades, antes de ser un campo cuya lógica es autónoma, es ante todo efecto de un determinado estado de disposiciones humanas. Sin embargo, este estado también se expresa en el tipo de valores que una comunidad de hombres quiere ver reinar en su seno. La primera de estas dos tesis, la de la institución política de la economía, se desarrolla, por tanto, a lo largo del segundo capítulo. Los dos lados de la economía parecen apoyarse: las ciudades descritas por Platón, tanto en los Libros VIII y IX de la República como en el Critias, muestran la inclinación a llevar al poder las tendencias antropológicas más extremas de la apropiación individual. El hecho de que tales ciudades parezcan hacer de la economía una política no debe alimentar ninguna ilusión sobre una supuesta autonomía de la economía —esta última está sujeta entonces a la liberación de ciertas tendencias antropológicas hacia la apropiación que se han vuelto políticamente dominantes. La absolutización de la economía, de sus leyes y de su juego, no son más que rehenes secuestrados por formas antropológicas y políticas corruptas. La economía solo aparece autónoma en la medida en que las formas políticas la instituyen en esta postura, sometiéndola a un orden cuya finalidad ya no es la satisfacción de necesidades sino la apropiación infinita.

    La segunda parte de este capítulo proporciona información importante sobre el momento en que la búsqueda de la apropiación individual llegó a amenazar la existencia misma de la ciudad. La economía, abandonada a sus propios recursos por determinadas formas de política, llega a afectar la matriz de distribución de los lugares y los tiempos de tal manera que cuestiona la posibilidad misma de una ciudad. Es, por un lado, la tendencia social a “entrometerse en los asuntos de todos”, la famosa polupragmosunê, que se opone al ideal de “tranquilidad” del ciudadano, examinado en particular por L. B. Carter en The Quiet Athenian (1986) y Paul Demont en La Cité grecque archaïque et classique et l’idéal de tranquillité (1990) —tal vez Étienne Helmer debería, en su obra que vendrá, permitirse una discusión de estos importantes estudios— y, por otro lado, de la privatización del espacio público, sobre la cual el autor relata de manera completamente convincente el ideal de cerrar, de levantar muros alrededor la casa, de lo que dan testimonio las ciudades donde se produce el enriquecimiento personal, la bóveda homérica, el thalamos, a la vez lugar de riqueza y de poder, sustraído de la mirada de todos. Merece la pena subrayar la paradoja: el hecho de que, a la manera de los sofistas, la actividad y los bienes circulen libremente, el que todo el mundo toque todo, cuando quiera, donde quiera, parece, lejos de entorpecer, apoyar y favorecer, por el contrario, el hecho de que la riqueza se acumule entre los individuos, al abrigo de los muros de su propiedad, y que, a medida que se deshace el bien común, los lugares de poder no se prestan más a la mirada preocupada de cada uno. Se podría sugerir que, por el contrario, la buena gestión de las necesidades humanas, es decir la buena economía, como aparece en la primera cita del Libro II, individualiza la actividad con el fin de mejor poner en común sus frutos.

    La oikeiopragia es un principio de adecuación del individuo y la tarea y no el horizonte de apropiación individual de estos frutos. Es por este principio que la economía se convierte en un elemento de construcción de la ciudad. De modo que esta puede ser la verdadera originalidad de Platón: no la invención de la economía general, cuya perspectiva quizás no se les escapó a sus predecesores, sino la de una politización de la economía que pueda devolverla a ella misma.

    Vuelve así en la tercera parte de la obra a explorar la forma en que Platón pretende devolver la economía a ella misma, dándole el fundamento político que le permita alimentar una ciudad estable. Debemos tomar la ecuación de intercambio regulada desde el inicio del Libro II de la República: la distinción de funciones y el intercambio de sus frutos, en oposición al intercambio de actividades relacionado con la privatización de los frutos. Así, productores y guardianes hacen cada uno lo que tienen que hacer, intercambiando los frutos de su trabajo, la alimentación y la protección, de una manera que excluye la posibilidad de apropiación por parte de los gobernantes. La política aparece nuevamente como la instancia que organiza la distribución de tareas y los términos de intercambio. De una manera muy fina, la relación entre la política y la economía en Platón, debe calificarse, por así decirlo, como una relación de dependencia orientada: la economía necesita una cierta distribución para no estar sujeta a las fuerzas que la vuelvan corrupta para la ciudad, pero la política que debe darle la forma adecuada no podría llevarse a cabo sin esta organización de la esfera de las necesidades. La economía no es política, pero la política no está exenta de aquella. En la filosofía platónica, este tipo de relación puede definirse como la de la “causa auxiliar” con la verdadera “causa”. Étienne Helmer encuentra en la lectura de la Política la oportunidad de establecer este estatuto epistemológico de la economía dentro de la filosofía platónica, a través de una breve pero juiciosa comparación con la física del Timeo. La esfera de las necesidades pertenece a ese tipo de cosas que Platón describe a la vez como necesarias y necesariamente sujetas a otro principio —uno material, el material del arte político. Se podría empujar la comparación entre los mecanismos económicos y otros cuya pretensión de autonomía describió Platón: así los procesos fisiológicos y mecánicos, examinados en el Fedón, el Timeo o las Leyes, mediante los cuales quienes practican la investigación sobre la naturaleza buscaban explicar todas las cosas. Ahora bien, ¿no tiene Platón en todos estos casos métodos similares para probar la pretensión de fundar el análisis sobre este único nivel de explicación? La estrategia, en efecto, muy a menudo consiste en abrir un espacio teórico donde dejamos toda latitud a la expresión de este mecanismo, para dejar que se rinda por sí solo a las consecuencias que no deja de producir en esas condiciones: revela así su déficit de causalidad y, por tanto, indica que debe encontrar su lugar, subordinado, de causalidad auxiliar al servicio de otro principio. Exactamente como los procesos de división o de composición, en la física, producen indiferentemente tanto la unidad como la dualidad (Fedón 96e-97b), el desarrollo llevado por la esfera de las necesidades humanas, entregado a sí mismo, es decir, al desbordamiento político de ciertas tendencias antropológicas, produce indiferentemente el orden o el desorden político. No nos equivoquemos, sin embargo: subordinar es también elegir —los mecanismos fisiológicos, si deben estar subordinados a una causalidad formal para que puedan explicar lo que nace bajo su efecto, no son menos, pues sin ellos nada nacería. Afirmar que la economía necesita el relevo de la (buena) política es, en este esquema platónico, afirmar también que es el instrumento necesario de la política. La política debe abrazar la economía —debe ser el arte del usar. Así, hacia el final, Helmer, bajo el título de “politizar la economía”, detalla las medidas propuestas en la República y en las Leyes para devolver la economía a su función de fiel servidora de la ciudad. Ya sabemos que para que esto suceda debe ser establecida de manera que evite el desencadenamiento de la apropiación privada. La determinación y la limitación de la riqueza de cada uno por atribución de lotes de tierra, la salida de las mujeres fuera de la esfera privada de la casa son algunas de tales medidas.

    La obra termina con una profundización de la paradoja que, de hecho, se encuentra en el corazón de la politización platónica de la economía. Se supone que el principio de especialización funcional, que consiste en ocuparse de los propios asuntos, preserva la posibilidad de algo común. ¿Cómo es que una forma de individualización de ciertas cosas (las actividades) garantiza la persistencia del bien común, en lugar de que también resulte ser una tendencia a la búsqueda del interés personal? El límite parece delgado, efectivamente, entre la oikeiopragia (hacer lo que nos es propio) promocionada en la República y la idiopragia (servir al interés personal) condenada en las Leyes. Étienne Helmer repasa las distintas expresiones de este principio (ta hautou prattein), a través del Alcibíades, el Cármide y la República para seguir la manera cómo, poco a poco, surge la posibilidad de una finalidad no individual sino colectiva. Es en la República donde se produce esta transformación, una vez que la tarea ha vuelto a lo natural del individuo: cada uno debe cuidar aquello para lo que tiene un talento natural —hacer sus cosas propias ya no es hacerlas por sí mismo, sino hacer lo que uno mismo puede hacer mejor. La oikeiopragia es un principio de adecuación del individuo y la tarea y no el horizonte de apropiación individual de estos frutos. Es por este principio que la economía se convierte en un elemento de construcción de la ciudad. De modo que esta puede ser la verdadera originalidad de Platón: no la invención de la economía general, cuya perspectiva quizás no se les escapó a sus predecesores, sino la de una politización de la economía que pueda devolverla a ella misma. De hecho, solo está sujeta a la distribución adecuada de bienes, tareas y espacios, es decir, a la política ilustrada, que puede reconocerse en su especificidad, en la pureza de las reglas de intercambio cuyo libre juego une a los hombres por la satisfacción de sus necesidades, sin ser parasitada por la oleada de apetitos que la estimulan y de las políticas que la pervierten. Esto también supone, a cambio, identificar la política como el orden de las distribuciones de los tiempos y los espacios, de los bienes y los actos, es decir, identificar la gramática sensible que rige la distribución de los diferentes aspectos de la vida humana en sociedad. Ésta es la gramática en la que la economía debe apoyarse para encontrar su lugar. Étienne Helmer extiende así la intuición de Jacques Rancière al explorar los fundamentos sensibles de la economía platónica. Este es, en efecto, un campo prometedor, sobre el que el pensador ateniense no ha terminado de nutrir nuestra reflexión. Hay que pensarlo: ¿si, lejos de imaginar que los mecanismos del mercado son hoy la matriz de las leyes, las costumbres y los hombres, nos preguntamos si solo adoptaron la configuración que les impone una multiplicidad de elecciones previas en cuanto a qué se comparte y qué no se comparte, de nuestras acciones, de nuestros bienes, de nuestros tiempos y de nuestros lugares?

     

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    Artículo aparecido en Revue de philosophie économique 12 (2011). Traducción de Patricio Tapia.

     

    La parte de bronce. Platón y la economía, Étienne Helmer, traducción de María del Pilar Montoya, LOM, 2019, 314 páginas, $16.600.

  94. Iván Jaksić: “Bello no es meramente un educador, sino un educador para algo concreto: la ciudadanía”

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    ¿Cómo surgió el interés por Andrés Bello?
    El interés por Bello empezó muy temprano, porque en Santiago, y en Chile en general, Bello está muy presente. La Universidad de Chile se conoce como La Casa de Bello. Pero cuando llegué a Estados Unidos me di cuenta que nadie tenía idea de quién era Andrés Bello. Al comienzo me interesé principalmente por sus ideas sobre educación superior. Eso me llevó eventualmente a tratar de conocerlo con más profundidad. No tenía en mente hacer una biografía, pero me interesaba mucho como pensador y sobre todo en los aspectos filosóficos de su obra. Fui a Venezuela, consulté los manuscritos, y comencé a venir a Chile a fines de los 80 y principios de los 90. Aquí me encontré con los cuadernos manuscritos de Londres. Gracias a un querido colega, que ya falleció, consideré lo que me resultaba impensable hasta ese momento: ¿por qué no hacer una biografía de Bello?

    ¿Quién fue Andrés Bello? ¿Cuál era su relación con la política nacional? ¿Cómo se formó intelectualmente? ¿Qué autores tomaba como referencia?
    Para mí, lo más importante es que se trata de un intelecto de primer nivel, pero incluso los talentos de primer nivel requieren formación. La formación universitaria del periodo tardío-colonial en Caracas, como en toda América Latina, era excelente, porque estaba muy basada en las humanidades. Las humanidades en el fondo se concentran en el estudio del lenguaje y en el conocimiento de diferentes lenguas. Desde muy temprano Bello tuvo contacto directo con el latín, pero también con otras lenguas. Por vivir en Venezuela tenía contacto con las islas británicas del Caribe. También aprendió francés muy rápidamente y todo esto tenía que ver con su formación humanista y la calidad de la educación colonial. Él era un hombre de la colonia y por lo tanto tenía una sensibilidad muy desarrollada para entender lo que significaba la caída del imperio español. Él se hace la pregunta sobre qué lo reemplazará. Bello es un hombre que padece mucho durante ese periodo de caos, de quiebre. Vive el exilio en Londres por 19 años; allí estudia los orígenes del castellano, como una forma de mantener su lengua, y además como una forma de entender la dinámica de la caída de los imperios desde una perspectiva lingüística. Realiza una investigación que para mí es fundacional. Al mismo tiempo tiene mucho contacto con la poesía clásica. También estudia el Cantar de Mío Cid y redacta sus propios poemas. Aunque ya había compuesto algunos en Caracas, su poesía florece en Londres con la “Alocución a la poesía” y la “Silva a la agricultura de la zona tórrida”. Tiene también una importante experiencia diplomática. De modo que la experiencia de Londres es muy importante, muy rica. Él políticamente es una persona moderada. Se lo trata de conservador, pero yo creo que él es más bien un liberal al estilo de los Whigs ingleses. Es un hombre que rechaza la violencia, sobre todo la violencia ideológica y jacobina de la Revolución francesa. Cuando llega a Chile, trae un bagaje de estudios, de investigación, de experiencia diplomática y aquí es muy bien recibido. Tanto el régimen liberal de Francisco Antonio Pinto, como también el régimen conservador de Joaquín Prieto y Diego Portales, reconocen sus talentos y entienden claramente lo que Bello puede aportar a Chile. Quizás por este último apoyo es que hay mucha confusión a propósito de lo que ideológicamente representa la obra de Bello. Yo creo que […] sobre todo es alguien muy sensato, muy sensible, es un hombre que tiene una visión de cómo se construyen las naciones y que tiene éxito en Chile, porque Chile en muchos sentidos es una república apropiada por lo pequeña y manejable. Es una isla.

    La lengua, la educación y las leyes fueron temas centrales para Bello. De ellos se ocupó de distintos modos. ¿Puede hablarnos un poco sobre eso?
    El gran tema en América Latina es crear repúblicas que ya no se rigen por monarcas, sino por un sistema de leyes. Para entender las leyes es fundamental la alfabetización. Es importantísimo el lenguaje escrito. […] Lengua, literatura, ley, educación son parte del proyecto de Bello, quien las aplicó al sistema de educación pública en Chile. La creación de la Universidad de Chile como academia, pero sobre todo como superintendencia de educación, es parte de un amplio proyecto de alfabetización y educación cívica. Pero va incluso más allá, puesto que concibe un vínculo con el sistema político: el sufragio, en particular, está directamente relacionado con la alfabetización. De modo que, para ejercer los derechos de un ciudadano, es necesario que el individuo comprenda el lenguaje escrito, que razone sobre sus deberes, y que tenga como guía al Código Civil. El Código está escrito con un cuidado tal que permite la memorización. Ese era su objetivo, que el ciudadano tuviera un conocimiento de la ley a través del lenguaje. Todo esto está muy relacionado. Bello no es meramente un educador, sino que un educador para algo concreto: la ciudadanía.

    La virtud republicana es algo que se cultiva a nivel del pensamiento, es decir, los derechos de los otros, las conductas éticas. Eso le importa mucho porque sin esa base nada se sostiene. La persona tiene que llegar a la convicción de que debe hacer un aporte al bien nacional, al bien público.

    ¿Por qué Bello escribió una gramática de la lengua castellana?
    Yo creo que en parte por una cuestión institucional, que es el promover el pensamiento gramatical o la necesidad de una gramática en la educación pública. Antes de la creación de la Universidad de Chile, es decir de una institución encargada de la difusión del conocimiento, él escribía sobre todo en la prensa. Con la creación de la Universidad de Chile en 1842, y su funcionamiento a partir de 1843, el Estado asume la responsabilidad de promover la alfabetización. Entonces no es coincidencia que entre la fundación de la Universidad de Chile y la publicación de la Gramática (1847) haya un afán de proporcionar los recursos pedagógicos que van a utilizarse de allí en adelante en las aulas.

    ¿Así que las otras gramáticas que había, las de la Academia y de otros, no servían para esa situación específica de alfabetización y de educación en Chile?
    No las considera particularmente apropiadas para ese objeto. La gran crítica que él hace a la gramática y a la ortografía de la Real Academia Española es que se basa mucho en la etimología. Influye también su conocimiento de los clásicos, como Quintiliano. Para él las palabras deben escribirse como se pronuncian. Él piensa que las gramáticas que critica pertenecen a otro clima cultural, más alfabetizado y apegado al latín. Lo que se necesita en Chile es simplificar, empezando por el abecedario, simplificar la ortografía. Además, hace un argumento incluso más fuerte en contra del criterio etimológico para definir la ortografía castellana. El uso le parece más importante, y considera que el criterio etimológico carece de consistencia y resulta innecesario en palabras como “cristiano,” que de acuerdo con el criterio etimológico debe escribirse con “ch.” Eso, para Bello, simplemente obstaculiza la comprensión de las palabras y la adquisición del lenguaje escrito. Tal como está, Bello tenía otras críticas muy importantes. Pero no busca la simplificación como un mero instrumento pedagógico, sino que desarrolla una verdadera teoría gramatical. Por eso su gramática no es fácil. En verdad, está dirigida a sus pares y a los profesores del ramo.

    Algunos dicen que el gran logro de Bello fue “deslatinizar” la gramática castellana. Ese es un punto interesante que él defiende.
    Exacto. El pone, como ejemplo, que la Academia hace que los nombres castellanos sean declinables por la simple razón de que así se hace con los latinos, cosa que él considera absurda. Y si puedo decir una cosa más, creo que hay algo muy importante relacionado con la ley y los tiempos verbales. Él pensaba que había muchos vicios en el uso de los tiempos verbales, mucha distorsión. La comprensión de la ley dependía de una buena organización de los tiempos verbales. Entonces, la Gramática no es meramente un instrumento pedagógico, sino que además tiene dimensiones filosóficas y jurídicas muy importantes.

    En algún momento, yo leí que había la idea en la época de que, si uno lee y escribe bien, piensa bien, o mejor. Entonces, la lectura y la escritura están relacionadas con el pensamiento. Bello pensaba de esa manera.
    Correcto. Por eso creo que hay un sustrato filosófico muy importante en Bello. En su época, era de eso de lo que se hablaba: la relación entre lenguaje y pensamiento. Están las teorías de Condillac, están los ideólogos de la escuela francesa, pero Bello siguió más bien la corriente de los escoceses. Ese era el gran tema: la relación entre ideas, pensamiento, lenguaje. Mientras más claridad exista en el pensamiento, mayor es la claridad del lenguaje. Y viceversa. Se encuentran en una relación de mutua dependencia.

    Nación es una comunidad y esa comunidad se rige por una idea de orden y este orden es fundamentalmente un orden propio de la realidad del continente. O sea, es un continente que ha roto con un imperio, que está en construcción y que tiene necesidad de seguir una ruta, una ruta republicana, una ruta nacional. Yo creo que ese es el gran aporte. Todas las disciplinas de las que se ocupó contribuyen a eso.

    ¿Cree usted que Andrés Bello logró sus objetivos con la gramática?
    Bueno, si lo consideramos en términos del éxito que tuvo la gramática, yo he contado 90 ediciones. Él alcanzó a hacer cinco ediciones, pero después de su muerte el colombiano Rufino José Cuervo la tomó y con sus anotaciones pasó a ser una gramática difundida a un nivel hispanoamericano, tal como lo quería Bello desde el remoto Chile. Entonces, yo creo que fue un gran éxito. Y los especialistas han dado cuenta de cómo sus criterios fueron al fin aceptados incluso por la Real Academia Española.

    ¿Cuál era su concepción de lengua?
    Yo creo que él está transitando desde una concepción humanista a una concepción más científica de la lengua, es decir, que él en primerísimo lugar da cuenta del uso. La gramática no es algo abstracto, sino que refleja el uso. Eso implica una observación de la conducta real de la lengua. Ahora, él tiene una visión del lenguaje correcto y es por eso que en la Ortología y en la Gramática hay tantas citas del Siglo de Oro. Claro, uno esperaría que la Gramática se refiriera a otros gramáticos, pero él cita sobre todo fuentes literarias, porque en la literatura él descubre el buen uso.

    Estaba analizando los contenidos de los ejemplos en la Gramática de Bello. Hay la idea de lengua correcta, basada en el buen uso, y hay valores morales, religiosos […] que reflejan los valores que deseaba cultivar en los ciudadanos.
    Exacto. Ese es un argumento que yo hice hace mucho tiempo. Hay una idea de orden que pasa precisamente por el orden del pensamiento. La virtud republicana es algo que se cultiva a nivel del pensamiento, es decir, los derechos de los otros, las conductas éticas. Eso le importa mucho porque sin esa base nada se sostiene. La persona tiene que llegar a la convicción de que debe hacer un aporte al bien nacional, al bien público. Eso es lo que yo denomino la dimensión nacional del orden, y después hay una dimensión internacional del mismo, porque un país no vive aislado, existe en una comunidad de naciones. Por ello, él también se dedica al derecho internacional. Uno de los aspectos más influyentes de la obra de Bello es el derecho internacional.

    Sabemos que Andrés Bello hizo muchísimas cosas en su vida. Para usted, ¿cuál fue la contribución más grande de Bello para Chile y para Hispanoamérica?
    Habría que desarrollar como 10 puntos para poder contestar, pero yo creo que todo se remite a uno principal y ese es la construcción de las naciones independientes. Y enfatizo lo de nación, porque hay un concepto de orden que late bajo el concepto de nación, no es algo frío, que se remite a la mera división de poderes o a la Constitución. Nación es una comunidad y esa comunidad se rige por una idea de orden y este orden es fundamentalmente un orden propio de la realidad del continente. O sea, es un continente que ha roto con un imperio, que está en construcción y que tiene necesidad de seguir una ruta, una ruta republicana, una ruta nacional. Yo creo que ese es el gran aporte. Todas las disciplinas de las que se ocupó contribuyen a eso.

  95. Lee Child en el camino

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    Quizás, para partir, debería anotar algunas cosas. Primero, una confesión personal: a comienzos del año pasado pasé varias semanas absorto y perdido en la lectura de las novelas del inglés Lee Child, todas protagonizadas por un policía militar dado de baja llamado Jack Reacher, quien es, a la vez, un héroe y un asesino, un caballero andante y un ronin. Debería decir también que en la escritura de dichos volúmenes se esconde quizás un mito y una catarsis. Mal que mal, Child (1954) es el seudónimo de James Dover Grant, un productor de Granada TV que abandonó el medio y se puso a escribir ficción, a razón de una novela por año, casi sagradamente desde 1997. Debería recordar también que las adaptaciones al cine que protagonizó Tom Cruise (2012, 2016) y Reacher (2022), la serie que estrenó Amazon Prime, no le hacen justicia alguna y que, al verlas, el lector se va a sentir decepcionado y estafado, porque este es un caso donde la distancia entre la literatura y las imágenes resulta insalvable. No queda otra opción: la mejor vía para seguir las aventuras de Reacher son los libros de Child.

    A esto habría que sumar el hecho de que sus novelas son capaces de desplegar un rango de estilos tan amplio que aborda con eficacia el thriller más comercial, el relato de espías, el policial de cuarto cerrado y las historias de guerra (y sus traumas), amén de una especial dedicación a la heráldica militar y una apabullante acumulación de trivia y datos respecto a todo tipo de armamento. Aunque puede que acá, en esa multitud de estilos y géneros citados, se esconda una ilusión: las novelas de Reacher son, antes que nada, novelas de Reacher y, por lo tanto, sus méritos descansan tanto en el atractivo de su universo privado como en la construcción de su propio género, de una idea propia acerca de lo que deben ser la literatura y el arte popular.

    Basta leer el comienzo de Mañana no estás (2009), cuyos primeros capítulos relatan cómo Reacher mira y sospecha de una mujer que viaja en el metro de Manhattan a las dos de la mañana. Puede que cargue una bomba. Reacher la observa con cuidado en el vagón casi vacío mientras recuerda varias lecciones de contraterrorismo israelí. La tensión se despliega a partir del examen visual. Pasan los capítulos, pasan las estaciones. Reacher lee las actitudes y señales de la mujer (lo que quiere decir que reconoce tanto el miedo como el secreto) al modo de un detective decimonónico; trata de reconstruir una vida a partir de los gestos, de los detalles de la ropa y del pánico concentrado en la mirada de la pasajera. “Miré a la mujer. No había manera de acercarse a ella. Yo estaba a diez metros de distancia. Su pulgar estaba ya listo en el botón. Los contactos de lata baratos estaban quizás separados por tres milímetros, y esa separación diminuta quizás se angostaba y se ensanchaba fraccional y rítmicamente con los latidos de su corazón y los temblores de su brazo. Ella estaba lista para partir, y yo no”, escribe Child en la voz de Reacher. Por supuesto, todo se va al diablo momentos después (la trama incluirá a políticos, terroristas, espías y asesinos en la Nueva York posterior al 9/11), pero el vértigo de la amenaza elabora y define un tono y, sobre todo, nos permite recordar quién es el narrador y cómo es capaz de lanzarse a la aventura.

    Protagonista de más de una veintena de novelas (todas escritas por Child, salvo las últimas, redactadas a cuatro manos con su hermano Andrew Grant), además de un puñado de relatos breves, Jack Reacher mide dos metros, bordea los 120 kilos y tiene una memoria casi fotográfica. Hijo de militar, creció en el extranjero y estudió en West Point. Luego fue soldado y policía militar. Después renunció a todo. Carece de domicilio fijo o de trabajo estable. Huye del invierno. No tiene posesiones materiales de ningún tipo. Sus únicas pertenencias son un cepillo de dientes, algunos billetes sueltos y la ropa que lleva puesta, que cambia y renueva sobre la marcha en supermercados, tiendas de saldos o de excedentes del Ejército. De hecho, desde hace décadas se ha convertido en un vagabundo o más bien en un detective vagabundo —Sherlock Hobbo, lo llaman por ahí— que cruza Norteamérica con lo puesto, mientras resuelve crímenes, acaba con conspiraciones, caza asesinos, descubre espías y se reencuentra con viejos amigos y enemigos. En ocasiones, tan solo persigue una canción o los detalles de la vida de un músico negro olvidado. En ocasiones, recuerda a su hermano y a su madre francesa (quien alguna vez peleó en la resistencia), ambos muertos, y se felicita —no sin cierta melancolía— por la vida de libertad que ha escogido, atado tan solo a sí mismo y a la deriva de los caminos. A veces, también vuelve a las grandes ciudades y escucha el murmullo de un mundo vivo que lo atrae, llamándolo a la acción una y otra vez.

    No sería raro pensar que las novelas de Child puedan completar, a su modo, las de John Le Carré. Ambos autores describen las señas de un mundo perdido y un cambio de orden global; ambos están invadidos por la melancolía y la ausencia, lo que hace que sus héroes puedan ser comprendidos como mecanismos rotos de un engranaje defectuoso y vencido, apenas resignados a ser piezas de un museo de la violencia.

    Aquella libertad se refleja en sus historias. Child narra todo esto con un estilo propio, “seco, corto, y a la vez chisporroteante”, según el uruguayo Elvio Gandolfo, algo que quizás encarne “el recurso perfecto para devolverles el gusto por la lectura a quienes nunca lo perdieron”, como dijo César Aira. “El secreto es narrar lo lento, muy rápido; y lo rápido muy lento”, ha dicho el mismo Child. A lo anterior hay que sumar la condición episódica de los libros de Reacher, donde no hay una gran trama que los una a todos, salvo la biografía del protagonista, que va ganando espesor y complejidad en la medida en que pasan los años y se suceden las novelas, que intercalan relatos policiales más bien clásicos (Zona peligrosa, Luna azul), thrillers militares (El enemigo, Escuela nocturna) y relatos de espías (Guerras pequeñas, Nada que perder). A veces se ejecuta alguna venganza o se cobran ciertas cuentas; casi siempre lo que pasa es que Reacher simplemente reacciona al entorno, estrellándose con el caso y ofreciendo soluciones o respuestas en medio de la violencia.

    De este modo, en sus novelas puede aparecer de todo: conspiraciones terroristas, asuntos de Estado, policías corruptos, francotiradores, jefes mafiosos de pueblos pequeños, militares, policías honestos y corruptos, agentes dobles o triples, políticos acosados por los muertos del pasado, los sonidos del jazz como la música del mundo, moteles, estaciones de servicio, buses Greyhound, pasajeros y pasajeras en tránsito, recuerdos de la resistencia parisina a los nazis, asesinatos por encargo, jihadistas en búsqueda de venganza en pleno territorio yanqui, el Hijo de Sam, viejos maestros perdidos y encontrados, mansiones vacías, funerales militares y las medallas militares como un laberinto o una biografía. En ese tránsito de libro a libro, vemos a Reacher envejecer y acumular cicatrices, muertos y enemigos, cruzarse con atentados al Presidente de Francia o enfrentarse a asesinos en serie, resolver enigmas policiales (si Reacher es Sherlock, su hermano Joe es la versión de Child de Mycroft Holmes). De este modo, vuelven los enigmas familiares o las vidas de los viejos compañeros de armas como el general Leon Garber o la compleja Frances Neagley, quienes trabajaron con él en la policía militar. Al seguirlo, peripecia tras peripecia, aquel paso del tiempo se hace más evidente: su cuerpo envejece y su condición heroica adquiere cierto hálito trágico.

    Publicadas ahora mismo por la editorial argentina Blatt & Ríos y la española RBA, las novelas de Child presentan a un escritor obsesionado con la cultura norteamericana, del mismo modo en que lo están Martin Amis, Sadie Smith (en El cazador de autógrafos), Peter Milligan o John Connolly, rememorando así aquel deseo británico de poder describir las coordenadas de la vida americana con fantasía y no poca fascinación, dibujando el atlas personal de un territorio que se explora mientras se lo imagina. La suma es una panorámica que describe un arco histórico que aborda la caída del Muro de Berlín, el ataque a las Torres Gemelas, las guerras del Golfo y las crisis económicas norteamericanas, un verdadero paseo por las últimas décadas de Occidente, que también podemos leer como la resaca de las novelas de espías de la segunda mitad del siglo pasado.

    Una idea: no sería raro pensar que las novelas de Child puedan completar, a su modo, las de John Le Carré. Ambos autores describen las señas de un mundo perdido y un cambio de orden global; ambos están invadidos por la melancolía y la ausencia, lo que hace que sus héroes puedan ser comprendidos como mecanismos rotos de un engranaje defectuoso y vencido, apenas resignados a ser piezas de un museo de la violencia. Para Le Carré, ese mundo perdido late en el fondo de todos los espejos de la Guerra Fría; George Smiley, su héroe, es un hombre triste, enamorado de su esposa esquiva, que representa a una Inglaterra que apenas comprende y de la que solo puede aspirar a una iluminación secreta, siempre tardía. Para Child, en cambio, no hay orden alguno. Reacher vaga por Norteamérica, un país que quiere habitar y entender. Caído el Muro de Berlín, él mismo se comporta como un fantasma que envejece mientras vaga por el territorio. Es otra clase de culpa o de nostalgia, otra clase de violencia, otra clase de abandono. Esa geografía es política, pero también sentimental, pues los músicos de jazz y de blues de Reacher son el equivalente de los poetas alemanes que estudia el Smiley de Le Carré. Su lamento está definido por un romanticismo inherente y casi disimulado, definido por la búsqueda de un paisaje que tratan de atrapar porque nadie más puede hacerlo, porque es su deber o lo que les quedó de su deber. Ambos envejecen en el intertanto, convirtiéndose en espectros o leyendas, para luego volverse fósiles o memoriales de aquello que se perdió, oscilando entre el deseo de atrapar ese presente hecho de un tiempo nuevo y los ecos de un pasado que se presenta como una serie de interrupciones en el camino.

    Mientras, habitan en el claroscuro del cambio de siglo; mientras, hacen de la literatura un mapa de monstruos o héroes o asesinos. “Son historias de ruta, pero sin alucinógenos”, sostuvo Child en una entrevista. Lo que queda es una narrativa, la de las aventuras de Reacher, que piensa la aventura como un modo de percibir las cosas y estar en el mundo. Con eso, abraza las palabras con las que alguna vez Jack Kerouac definió el tono de En el camino: “Sabía que durante el camino habría chicas, visiones, de todo; sí, en algún lugar del camino me entregarían la perla”.

     


    Nunca vuelvas atrás, Lee Child, RBA, 2016, 480 páginas, $18.600.


    Mala suerte, Lee Child, RBA, 2017, 464 páginas, $23.000.


    Noche caliente, Lee Child, Blatt & Ríos, 2017, 198 páginas, $17.900.


    Sin segundo nombre, Lee Child, Blatt & Ríos, 2018, 392 páginas, $17.900.


    Mañana no estás, Lee Child, Blatt & Ríos/Eterna Cadencia, 2020, 488 páginas, $24.000.

  96. Retrato de un inadaptado: insumos para entender a Gombrowicz

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    A lo mejor nunca se sabrá con exactitud qué fue lo que llevó al escritor polaco Witold Gombrowicz a quedarse en Buenos Aires cuando no se presentó a la embarcación que debía llevarlo de vuelta a su patria ante la perspectiva inminente de la Segunda Guerra Mundial. Gombrowicz, en lo que parece un cuento de realismo mágico, era parte de una delegación de diplomáticos, empresarios, literatos y periodistas que había llegado al Río de La Plata en el crucero inaugural de una nueva naviera que cubriría el tráfico entre Polonia y Argentina. El asunto es que el escritor decidió en agosto del 39 quedarse en Buenos Aires. La nave recibió la orden de anticipar su regreso, puesto que la situación mundial estaba al rojo. A último momento, él, con dos miserables maletas, 200 dólares en el bolsillo y sin saber una palabra de castellano, se baja. Es cierto que ya era un hombre de 35 años, que había estudiado Derecho y se había destacado en Polonia por una novela más bien experimental, titulada Ferdydurke, que hablaba con tanto humor como sentido del absurdo de una regresión de su protagonista, un treintañero, a la etapa de inmadurez. Pero en Argentina Gombrowicz era nadie. ¿Se quedó por miedo a la guerra, que estallaría una semana o 10 días más tarde? ¿Fue porque una mujer le arrebató su corazón en el puerto, como en el tango? ¿Fue por un joven? ¿Quería comenzar otra vida?

    Nunca se supo y tampoco pudo establecerlo la escritora Mercedes Halfon en el excelente perfil que traza del escritor en su libro Extranjero en todas partes. Los días argentinos de Witold Gombrowicz. Conocíamos algunas de las obras del polaco. Algo sabíamos de su vida. Algo también de planteamientos corrosivos suyos, como su prolija invectiva “Contra la poesía”. Pero era una información muy segmentada, inconexa y descontextualizada. El gran mérito de este libro es que disipa varias incógnitas y permite entender mejor los ejes rectores de su obra.

    Sí sigue siendo un misterio el factor que lo retuvo en Buenos Aires, también hay mucha conjetura en torno a qué diablos lo llevó a quedarse en Argentina nada menos que 24 años, siendo que la guerra terminó el año 45, que siempre se sintió allá como un desarraigado, que nunca estableció relaciones muy robustas con el mundo literario argentino y que tampoco hizo muchos esfuerzos por generar vínculos —cualquiera sea el alcance que se atribuya a este concepto— con el medio local.

    No obstante vivir durante años a salto de mata, herido a más no poder por el aguijón de la pobreza, alojando de pensión en pensión, Gombrowicz jamás se vendió por un plato de lentejas y nunca tuvo problemas de eso que ahora llaman autoestima. Por algún tiempo fue un empleado menor de un banco de capitales polacos. Debe haber sido un pedante de colección. No había nacido para caer bien y demostrarse obsequioso con los demás.

    No obstante vivir durante años a salto de mata, herido a más no poder por el aguijón de la pobreza, alojando de pensión en pensión, Gombrowicz jamás se vendió por un plato de lentejas y nunca tuvo problemas de eso que ahora llaman autoestima. Por algún tiempo fue un empleado menor de un banco de capitales polacos. Debe haber sido un pedante de colección. No había nacido para caer bien y demostrarse obsequioso con los demás. Por la inversa, tenía algo de tábano o de alacrán. Le gustaba llevar la contra, disentir, ir por la libre, nadar contra la corriente y romper los consensos. Lo suyo no era la condescendencia ni el empate.

    Ferdydurke, la novela que había publicado en Polonia y por la cual la crítica lo saludó como una promesa de las letras polacas, era un trabajo de vocación rupturista que conversaba bien con la modernidad literaria europea. Pero no, desde luego, con la argentina, capturada en ese momento por el circuito de la revista Sur que, con Victoria Ocampo y Borges a la cabeza, imponía aún sin proponérselo un modelo literario absolutamente elitista y europeizante.

    Un momento especialmente revelador del libro de Mercedes Halfon es cuando Gombrowicz acude a una cena en casa de Silvina Ocampo y su marido, Adolfo Bioy Casares. También está Borges, por cierto. La conversación discurre por carriles que no son los suyos. No solo eso: son carriles por los cuales siente franca aversión. Su castellano es torpe. El de Borges, para su gusto, es tan rápido que le resulta incomprensible, lo mismo que su francés, porque su pronunciación le parece desastrosa. Como escribe en su diario: “¿Cuáles eran las posibilidades de entendimiento entre yo y aquella Argentina intelectual, estetizante y filosofante? A mí me fascinaba, en este país, lo bajo y eso (lo de ellos) eran las alturas. A mí me encantaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París. Para mí, esa silenciosa, no confesada juventud del país constituía una vibrante confirmación de mis propios estados de ánimo, y esa fue la razón de que Argentina me sedujera como una melodía o como el anuncio de una melodía. Ellos no veían ahí ninguna belleza”.

    La otra escena crucial de este libro es el momento en que el escritor se obstina con la traducción al castellano de Ferdydurke, su novela hasta ese momento más famosa. La lleva a cabo con sus amigos y conocidos de la confitería Rex de Av. Corrientes. Es un lugar que comenzó a frecuentar poco tiempo después de llegar y donde se hizo de un nombre sobre todo por sus habilidades con el ajedrez. Él apenas está empezando a chapucear algo de nuestro idioma. Sus nuevos amigos, partiendo por el escritor cubano Virgilio Piñera, ignoran todo del polaco. Pero él se obstina en sacar adelante esta traducción con lógicas de asamblea. Es un modelo que no tiene precedentes y que posiblemente nunca más se volvió a utilizar.

    La otra escena crucial de este libro es el momento en que el escritor se obstina con la traducción al castellano de Ferdydurke, su novela hasta ese momento más famosa. La lleva a cabo con sus amigos y conocidos de la confitería Rex de Av. Corrientes. Es un lugar que comenzó a frecuentar poco tiempo después de llegar y donde se hizo de un nombre sobre todo por sus habilidades con el ajedrez. Él apenas está empezando a chapucear algo de nuestro idioma. Sus nuevos amigos, partiendo por el escritor cubano Virgilio Piñera, ignoran todo del polaco. Pero él se obstina en sacar adelante esta traducción con lógicas de asamblea. Es un modelo que no tiene precedentes y que posiblemente nunca más se volvió a utilizar. Como en el chiste, el caballo terminó en camello. Tiempo después, Sabato, entre otros, lamentaría las desprolijidades y los disparates del trasvasije. Piglia, en cambio, los celebraría. Pero el hecho marcó un hito no solo editorial; de alguna manera fue un tributo a un migrante que, a su modo, estaba pidiendo a gritos identidad y auxilio.

    Desde luego, el alienígena que fue en sus primeros años bonaerenses con el tiempo fue dando paso al excéntrico y, más hacia final, al escritor literalmente de excepción que nombres como Piglia, Aira, Lamborghini o Martin Kohan, y otros más, reivindicarían con sentimiento y doctrina. Entre otras cosas, porque fue un escritor extremadamente coherente, siempre abierto a la experimentación, siempre anclado a un imaginario en sus orígenes más bien popular, siempre comprometido con la juventud, siempre en pugna con la cultura de salones, siempre en guerra con el gusto académico y siempre receptivo a las oscuridades y ambigüedades de barrios un tanto impresentables. Asimismo, porque de algún modo también fue un gran inspirador, como cuando en 1957, a raíz de un viaje para tratar una rebelde gripe, se traslada al pueblo de Tandil, ontológicamente perdido en la inmensidad de la pampa aunque cercano a la capital, y conoce en esas latitudes a un grupo de adolescentes hambrientos de literatura que no solo lo ubican sino que —increíble— además lo han leído. Halfon los llama “lectores salvajes”. Llegó a ser un maestro para ellos. De ahí saldrían varios poetas, escritores y figuras asociadas al mundo cultural.

    Desde luego, el alienígena que fue en sus primeros años bonaerenses con el tiempo fue dando paso al excéntrico y, más hacia final, al escritor literalmente de excepción que nombres como Piglia, Aira, Lamborghini o Martin Kohan, y otros más, reivindicarían con sentimiento y doctrina.

    Aunque se demoró en darle continuidad a su producción, puesto que hay un bache de 14 años en su bibliografía, Gombrowicz publicó en 1953 Trasatlántico, libro que da cuenta de su experiencia como migrante y, siete años después, en 1960, Pornografía, que Seix Barral tradujo como La seducción para no herir susceptibilidades. Fue un relato no siempre bien logrado, que reivindica tanto las verdades de la juventud y la inmadurez como del eros en un contexto de aristócratas aburridos y decadentes. En 1967 publicó otra novela más, Cosmos, un relato vanguardista y complejo que hablaba de lo que su autor llamaba “la formación de la realidad” bajo el camuflaje de una intriga policial. La traducción fue nada menos que de Sergio Pitol. Mientras tanto, escribía su Diario, que es fascinante, entrañable, irregular y no siempre de buena leche, y que se fue conociendo de a poco: primero la parte argentina, después la totalidad, y al final, tras su muerte el 69, Kronos, que ilumina su sexualidad. También escribió ensayos y algo de teatro, aunque nunca mostró gran interés por verlo representado.

    Para cuando Gombrowicz volvió a Europa, el año 63, su prestigio ya había trascendido a los círculos de la modernidad literaria europea e, instalado en París, a la sombra tutelar de Wittgenstein y en la huella de figuras como Kafka, Beckett o Bruno Schultz, fue postulado en cuatro ocasiones consecutivas al Nobel de Literatura. No lo ganó, desde luego. Nunca fue un escritor masivo ni fácil. Pero terminó convertido sin duda en algo que podría ser mejor: un escritor de culto.

     


    Extranjero en todas partes. Los días argentinos de Witold Gombrowicz, Mercedes Halfon, Ediciones UDP, 2023, 164 páginas, $14.500.

  97. Las aves del templo

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    Colgaron los pájaros entre las plantas tropicales del salón. «Son un regalo para la vista», comentó él. Era lo que siempre decía cuando algo le parecía de buen gusto. «Son muy bonitos», reconoció la mujer. Aunque los pájaros no le entusiasmaban demasiado, aquellos eran preciosos, negros y grises y con un pico rosa caracola.

    Y después el marido se olvidó de los pájaros, a pesar de que había puesto mucho empeño en arreglarles la jaula. Andaba muy ajetreado.

    Y la mujer se olvidó de los pájaros. No por falta de tiempo; ella nunca iba ajetreada, ni mucho menos.

    Era porque los pájaros no cantaban. No hacían el menor ruido, ni siquiera el batir susurrante de las alas. La mujer no reparaba en su presencia y no se acordaba de darles de comer.

    Una noche estaba con su marido sentada en el salón. «¡Los pájaros!», exclamó.

    Fue corriendo y les llenó el platito de alpiste y les puso un cuenco con agua. Un poco más tarde volvió a la jaula. Los pájaros seguían posados frente a frente y al principio creyó que no habían comido nada de alpiste, pero sí, faltaba un poco. «Apenas lo han tocado —dijo—, prácticamente nada. —Y se sentó al lado de su marido—. A esos pájaros locos no les gusta comer, así que da lo mismo».

    Pero se sentía culpable por el descuido, y al día siguiente les compró alpiste, un alpiste especial, con sésamo, cilantro, pipas de girasol y anís. Abrió la bolsa y olió las semillas. «Ah, sí, estas les gustarán», se dijo.

    Qué va: los pájaros, ni caso. Fue a comprobar el platito varias veces, pero ni se habían acercado. Esparció un poco de alpiste por el suelo de la jaula. «Mirad, bobos, regaliz». Ni se movieron. «Maldita sea», farfulló, y esparció el resto.

    Aquella noche se lo contó a su marido, y él le dijo que debería haber llevado el alpiste a la tienda para devolverlo.

    Tardó casi una semana en dar de comer a los pájaros. Una noche se despertó de madrugada y zarandeó a su marido. «Qué pasa», preguntó él. «Creo que los pájaros están muertos». «Dios», dijo el marido, y se dio la vuelta. Ella se levantó y se puso un albornoz, aunque no hacía frío. Entró en el salón. No, por supuesto que los pájaros no estaban muertos. Les llenó el plato de alpiste y les puso agua y se quedó un rato junto a la jaula, pero nunca comían mientras estaba cerca, así que volvió a la cama.

    Cuando fue de nuevo a echarles comida, no quedaba alpiste. Les puso un trozo de pan de centeno en el plato. Volvió al cabo de poco y los pájaros estaban acurrucados delante del comedero, picoteando el pan en silencio. «Oh», exclamó, y se asustaron, así que se apartó hacia un lado.

    Se sentó en una silla y sonrió. Cuando llegó su marido, se lo contó. «Les ha gustado —dijo—, lo sé porque estaban los dos comiendo a la vez. ¿A que es una buena señal? Es la primera vez que han reaccionado, ¿verdad?». «Sí, supongo», contestó el marido, y le dijo que tenía que volver al trabajo y no le daba tiempo a cenar.

    Ella se despertó cuando él llegó a casa y le preguntó cómo le había ido. «Bien», contestó él, y se desvistió rápido y se hundió en la cama. «Estoy cansado —dijo—. Buenas noches», y le pasó el brazo a su mujer por encima del hombro.

    Al cabo de un rato ella se echó a reír y se puso a hablar con él. «Pensaba conseguir un espejo, ¿sabes? Dicen que los pájaros cantan si tienen un espejo, pero se me acaba de ocurrir que a los pájaros que no están solos les daría igual». Él estaba dormido.

    Durante un tiempo los dos se olvidaron de los pájaros.

    Hasta que un día uno de los pájaros se cayó de la percha y no podía volver a posarse encima. Se quedó en el suelo de la jaula aleteando desesperadamente hasta que al final consiguió volver a subir. Al pájaro le pasaba algo en las patas, en las garras.

    Las garras del pájaro habían crecido por debajo de la pata y se retorcían hacia arriba otra vez, formando una ese escamada de color beis. «Es que les han crecido las uñas —dijo el marido—, porque no andan ni escarban para buscar comida. Córtaselas, da grima».

    «¿Es cierto que a la gente le siguen creciendo las uñas después de morir?», preguntó ella. Pero no la oyó. Le preguntó si podía ayudarla a cortarles las uñas. «No», contestó él.

    Las uñas se pusieron mucho peor. Se enganchaban y se enredaban unas con otras, y los pájaros estaban grotescos y torpes, y pronto apenas pudieron moverse en la percha para alcanzar la comida. La mujer fue a ver a la señora Dawson, la anciana que vivía al otro lado de la calle. La señora Dawson sujetó a los pájaros mientras ella les cortaba las uñas. Intentaba no tocarlos, le daba asco, porque tenían las patas descamadas, secas y frías. A la señora Dawson se le saltaban las lágrimas. «¿Cómo has podido, querida? ¿Cómo has podido dejar que llegaran a este punto estas pobres criaturas?». La mujer se sintió avergonzada, y se excusó diciendo que creía que era natural, como la muda.

    Fue un alivio. Veía a los pájaros más contentos, aunque siguieran sin moverse salvo para comer. A medida que los días eran más cálidos también se pusieron más bonitos, con los ojos brillantes y el plumaje suave y lustroso.

    Quería ser su amiga: cada día les silbaba, llamaba su atención, los arrullaba y metía el dedo en la jaula…

     

    ————
    El segundo relato de Lucia Berlin, escrito en 1957 para un curso de escritura creativa, se inspira en sucesos vividos durante su primer matrimonio. Escribió este cuento con la esperanza de que su marido comprendiera sus sentimientos encontrados, pero él nunca llegó a leerlo, y, aunque no sabemos cómo acababa la historia en un princi­pio, probablemente tuviese un final feliz. En la vida real, contaba que lo primero que hizo el día que Paul se marchó a la escuela de posgrado (para nunca volver) fue soltar a los pájaros. Años después, en sus memorias Bienvenida a casa, menciona que regaló los pájaros a una anciana que vivía al otro lado de la calle. Este cuento permaneció inédito.

     


    Una vida nueva, Lucia Berlin, edición de Jeff Berlin, traducción de Eugenia Vázquez Nacarino, Alfaguara, 2023, 366 páginas, $18.000.

  98. David Hockney: un viejo loco por el dibujo

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    Durante casi 50 años, David Hockney ha indagado sobre la perspectiva y las ambigüedades que implica la representación visual de la realidad, llegando muy lejos en la exploración de las distintas posibilidades técnicas que existen para producir las imágenes. Es uno de los artistas más populares del mundo, pero su obra no tiene la espectacularidad o grandilocuencia de la de otras celebridades del arte. Hace mucho que dejó de ser un provocador insolente y hoy, a sus 85 años, se ve a sí mismo tal como le gustaba hacerlo a Hokusai, el gran artista japonés de los siglos XVIII y XIX, autoproclamado “un viejo loco por el dibujo”. Su éxito y popularidad tienen algo de enigma, porque no se trata de un artista que busque la belleza por sí misma y su obra no puede considerarse “fácil”. Pero al mismo tiempo, es un artista que nunca ha tenido inconvenientes con la popularidad y el principio del placer siempre ha estado presente en sus obras, que se caracterizan además por ser inteligibles. Sus exploraciones sobre la perspectiva podrán parecer abstractas y difícilmente urgentes, pero igual nos conciernen a todos.

    Hockney mantiene una actitud bastante democrática frente a los medios artísticos y está permanentemente ensayando tecnologías nuevas como la fotografía, el video, las fotocopiadoras, las máquinas de fax y “pintó” con iPhones o iPads. Todo esto puede acercar su trabajo al público, algo que también podría atribuirse a que se haya convertido en una figura de artista inmediatamente reconocible por su aspecto de un Wally dandy —lo digo por ese hombrecito perdido en esos libros llenos de gente.

    Hockney ostenta también el récord de ser el autor del cuadro más caro que se haya subastado de un artista vivo, pero esto no parece ser algo que buscara con mucho afán. El tamaño de su fama es algo que le sorprende hasta a él mismo. Un amigo suyo —medio en broma, medio en serio— dijo una vez que este artista era famoso desde que nació, y Andy Warhol —la esfinge sin secreto— dijo que Hockney tenía algo mágico.

    Sus libros no son mágicos, pero son inusuales entre lo que comúnmente se conoce como un “libro de artista” —esos que traen muchas imágenes y que nadie lee—, ya que no solo iluminan su propia obra, sino que también abren nuevas perspectivas para comprender la historia del arte. Los libros que escribió en el último tiempo en colaboración con el historiador y crítico de arte Martin Gayford, Una historia de las imágenes y La primavera no puede detenerse, son una muestra de esto y sirven como testimonios de las inquietudes intelectuales de este artista y de su vida creativa pasados los 80. Estos textos comparten también esa condición de inteligibilidad o transparencia que caracteriza a su obra visual, porque son directos y sencillos. Tienen además el mérito que el mismo Hockney le asigna al conocimiento del trabajo de los grandes artistas: nos enseñan a ver el mundo de una manera nueva.

    Hockney lleva tiempo pintando el curso de las estaciones del año, pero justo antes del comienzo de la pandemia se trasladó a una casa en Normandía, donde se pasó el año registrando en imágenes el transcurso del año esperando la llegada de la primavera.

    Una historia de las imágenes es una indagación histórica sobre las distintas formas de representación del mundo, desde las cavernas hasta nuestros días. El libro está escrito en forma de diálogo entre el artista y Gayford, y aunque no se cuente cómo se arreglaron estas conversaciones, claramente no fueron improvisadas o espontáneas, ya que son muy documentadas y hasta eruditas, si bien transmiten la impresión de un diálogo fluido. Se trata, en todo caso, de un formato muy inteligente para explorar asuntos que, abordados desde una posición académica, habrían sido increíblemente latosos. No se puede detener la primavera es más bien un libro de Gayford sobre Hockney, pero también se apoya mucho en las conversaciones entre ambos. El tema central es la observación de la naturaleza y los desafíos que implica su representación. Hockney lleva tiempo pintando el curso de las estaciones del año, pero justo antes del comienzo de la pandemia se trasladó a una casa en Normandía, donde se pasó el año registrando en imágenes el transcurso del año esperando la llegada de la primavera. Por esto el libro está basado en observaciones sobre la naturaleza: los árboles, la luna, las nubes y el agua, entre otras cosas, que se cruzan con reflexiones sobre la vejez y la vida creativa, haciendo constantes alusiones a los artistas veteranos a los que Hockney sigue de muy cerca, como Monet, Picasso, Rembrandt, Hokusai, Hiroshige y otros con quienes comparte la obsesión por el dibujo y la urgencia de seguir trabajando hasta el final.

    En muchos aspectos, Una historia de las imágenes es la continuación o segunda parte del libro que Hockney publicó el 2002, El conocimiento secreto, cuya tesis central, que causó bastante polémica, sostenía que “el espíritu de la fotografía” había estado presente en la pintura europea siglos antes de su invención en 1839, ya que los pintores venían trabajando con imágenes proyectadas en lentes, espejos y cámaras oscuras desde por lo menos el siglo XV. Esto implica que las imágenes fotográficas determinaron la producción artística desde mucho antes del desarrollo de la tecnología que permitió fijar las fotos en daguerrotipos o papel. Una historia de las imágenes confirma esta reconsideración histórica del trabajo de los llamados old masters, aportando más datos y nuevas evidencias, y la expande hacia adelante, proponiendo que esta relación entre la fotografía y la producción de las imágenes artísticas es un continuum en los siglos siguientes.

    Tal como ocurre en El conocimiento secreto, muchas de las hipótesis planteadas por Hockney y Gayford tienen como fuente o evidencia las propias obras de los artistas y en sus conversaciones los autores comentan y analizan imágenes mostrando señales o indicios reveladores que confirman sus propuestas. Así, por ejemplo, sugieren que la presencia de sombras muy marcadas en la pintura del Renacimiento delataría el uso de algún tipo de instrumento óptico, como lentes o espejos. Las sombras de Masaccio, por ejemplo, difícilmente podrían haber sido tomadas del natural. Otro caso emblemático serían las pinturas de Caravaggio y Vermeer que representan grupos de personas. Hockney sugiere que en estas pinturas las figuras no se ajustan bien dentro de un espacio coherente, están muy apretadas, no calzan entre sí, tienen algunas desproporciones o deformaciones, y el fondo se viene muy encima. Según él, esto pasa porque se trataría de composiciones ensambladas o montadas por partes, como collages hechos con una especie de photoshop análogo a partir de imágenes formadas con una cámara oscura. Es lo contrario, dice, de lo que ocurre con la pintura Los jugadores de cartas, de Cézanne, considerada como el primer intento completamente honesto de reunir a un grupo de personas en una pintura. La clave de esto estaría en que Cézanne, a diferencia de Caravaggio y Vermeer, compuso sus cuadros mirando con sus dos ojos y adaptando distintas formas de perspectiva en un mismo espacio. Esta sería una tendencia constante en la historia de la pintura europea, donde algunos exploran las posibilidades de la óptica y otros las descartan.

    Retrato de un artista (piscina con dos figuras) (1972), de David Hockney.

    Hace ya 20 años, cuando Hockney publicó estas ideas sobre la influencia de la óptica en la historia del arte, mucha gente recibió esto como si el artista estuviera revelando que los viejos maestros habían hecho trampa. Susan Sontag dijo, por ejemplo, que suponer algo semejante equivalía a proponer que los grandes amantes de la historia hubieran tomado viagra. Sin embargo, entonces y ahora, Hockney sostiene que el uso de estas tecnologías no desmerece para nada a un artista ni su talento y que aprender a manejar estas técnicas, algo nada fácil por lo demás, nunca podrá reemplazar la mano del artista ni hacer magia.

    En Una historia de las imágenes hay varios datos sorprendentes, algunas provocaciones polémicas y bastantes relaciones curiosas entre la pintura y otras artes como el cine. Entre estas últimas, Hockney dice, un poco en talla, que Caravaggio inventó la iluminación de Hollywood, es decir, una forma dramática de iluminar sus escenas que no existe en la naturaleza; o que el taller de Van Eyck debió de haber sido como el estudio de la MGM. Asimismo, Hockney cuenta que en el cine mudo había mucho movimiento de los ojos, que actores y actrices resaltaban con mucho delineador negro porque “hablaban” con ellos. La aparición del cine hablado disminuyó estos movimientos oculares, pero acentuó la acción —que nunca más abandonó a las películas. La llegada del color al cine hizo necesaria una iluminación muchísimo más brillante y cuenta que un técnico veterano de Hollywood alguna vez le contó que en los estudios las luces eran tan fuertes que se podía encender un cigarro con las ampolletas. La aparición del tecnicolor, hacia 1938, favoreció el amarillo, y de ahí vino el camino amarillo del mago de Oz. La producción de películas se hizo cada vez más cara y por eso los estudios se instalaron en California, donde llegaron técnicos de todo el mundo, muchos de los cuales tenían formación artística. Hockney y Gayford destacan el papel de la tecnología en la producción de imágenes, algo que al artista le toca bien de cerca, y cuando se habla de esto no solo se alude a la fotografía, el cine y las innovaciones digitales más recientes, sino también a otros inventos más discretos, pero no menos cruciales, como el óleo aplicado sobre una tela y la invención de las técnicas de grabado. Hacia fines del siglo XIX, la aparición del tubo de pintura colapsable permitió el desarrollo del impresionismo, porque sin ellos los pintores no habrían podido salir a pintar al aire libre.

    Las afirmaciones polémicas en este libro desafían algunas visiones predominantes en la historia del arte y acusan algunas omisiones en el estudio de ciertos procesos que no parecen estar bien explicados. Hockney y Gayford observan que el arquitecto Filippo Brunelleschi descubrió la perspectiva con la ayuda de instrumentos ópticos, lo que supone que el uso de estos artefactos y el establecimiento de la perspectiva lineal habrían sido fenómenos concomitantes. Esto inició un diálogo entre pintura y óptica que continuó durante por lo menos 500 años. Esta hipótesis, según sugieren, obligaría a revisar la historia de la perspectiva. Gayford advierte que entre Las ricas horas del duque de Berry, pintadas entre 1412-1416 por los hermanos Limbourg, y el altar de Gent, de Jan van Eyck, dos obras separadas por una década y media, hay un enorme salto, “probablemente el más extraordinario desarrollo que ha ocurrido en la historia de las imágenes”, para el que los historiadores no tienen una explicación convincente.

    Hace ya 20 años, cuando Hockney publicó estas ideas sobre la influencia de la óptica en la historia del arte, mucha gente recibió esto como si el artista estuviera revelando que los viejos maestros habían hecho trampa. Susan Sontag dijo, por ejemplo, que suponer algo semejante equivalía a proponer que los grandes amantes de la historia hubieran tomado viagra.

    Otro asunto que estaría pendiente es estudiar las relaciones entre la pintura y la fotografía entre fines del siglo XVIII, cuando muchos artistas pintaron usando cámaras oscuras u otros implementos ópticos, y la primera mitad del siglo XIX, cuando se inventó y difundió la fotografía. La mayoría de los primeros fotógrafos fueron artistas y sus primeras fotos estaban inspiradas en las pinturas del periodo inmediatamente anterior, las que habían sido creadas por artistas que trabajaron con instrumentos ópticos que antecedían a la fijación de la imagen por la fotografía, de tal manera que pintores y fotógrafos habían trabajado con equipos similares, bajo condiciones comparables y esta relación se ha pasado por alto.

    Hacia el final del libro, Hockney afirma que “el arte del siglo XX no ha sido verdaderamente comprendido”, y lamentablemente esta aseveración queda suspendida en el aire. Si entendí bien, creo que con esto Hockney apunta a reivindicar la importancia del cubismo como la primera reacción contundente a la primacía de la perspectiva lineal del Renacimiento y la visión bidimensional de la fotografía, considerando también que la abstracción, surgida a partir de la obra de Van Gogh, Gauguin, Matisse, Picasso y de los cubistas, fue también una respuesta de la pintura occidental para deshacerse de la influencia de la fotografía y de la perspectiva tradicional.

    En sus inicios, en 1962, Hockney fue definido como un artista pop, algo así como la respuesta del swinging London a lo que entonces hacía en Estados Unidos gente como Warhol o Rauschenberg. Sin embargo, esta faceta fue muy corta, ya que, según un crítico de entonces, para ser un artista pop Hockney parecía más interesado en el museo que en el grafiti. En la década siguiente, este artista tomó un desvío respecto de sus contemporáneos, que siguiendo el modelo de Duchamp abandonaron lo que este llamaba el “arte retiniano” para dedicarse al arte conceptual. Hockney permaneció dentro de los márgenes del arte figurativo. Con todo, si se miran las cosas desde otro ángulo podría decirse que él también inició —a su manera— un camino conceptual, empezando en 1975 sus exploraciones con la perspectiva invertida e isométrica y sus trabajos con fotografías y videos, planteando disquisiciones filosóficas en torno al tema de la perspectiva y las imágenes.

    Una frase que Hockney repite bastante en estos libros es que la fotografía no es la realidad y que este es un concepto muy resbaladizo. Advierte que el uso de la perspectiva renacentista y de la fotografía tiene muchas limitaciones, porque supone una representación bidimensional de un mundo que cuenta por lo menos con cuatro dimensiones. Tanto la perspectiva lineal como la fotografía nos entregan, además, una impresión de la realidad que está separada de nosotros. La perspectiva renacentista se ha presentado como una ventana hacia al mundo, pero Hockney se pregunta: ¿Dónde estoy yo ahí? Y responde que nadie ve el mundo de esa manera, como si uno estuviera sentado adentro de una casa y el mundo quedara en el exterior. Nuestros ojos siempre están moviéndose —con menos dramatismo que en las películas mudas— y cada vez que esto ocurre la perspectiva se va con ellos. El problema de la perspectiva lineal es que está en los objetos y no en nosotros. Los ojos, dice, son una extensión de la mente y cuando vemos algo, lo hacemos usando los demás sentidos y nuestra memoria. Nuestra percepción real del espacio es psicológica y esto es algo que ni la perspectiva lineal ni la foto pueden reproducir. Con estas ideas en mente, Hockney se define como un productor de imágenes y cita a Degas para definir su vocación: “Solo soy un hombre al que le gusta dibujar”. Observa que las innovaciones tecnológicas recientes han estado fundamentalmente dirigidas a la imagen, pero que a pesar de los cambios el dibujo a mano sigue siendo muy importante en el mundo digital, ya sea en los juegos como en la realidad virtual, y que lo seguirá siendo por mucho tiempo: “Ahora si quieres puedes vivir en un mundo virtual, y quizás sea ahí donde termine viviendo la mayoría de la gente: en un mundo de imágenes”.

     


    Una historia de las imágenes, David Hockney y Martin Gayford Siruela, 2022, 360 páginas, $56.000.


    No se puede detener la primavera: David Hockney en Normandía, David Hockney y Martin Gayford, Siruela, 2021, 280 páginas, $37.780.

  99. Tres siglos de Adam Smith

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    Hace 300 años, frente a las gélidas aguas del Mar del Norte, en Kirkcaldy (Escocia), nació Adam Smith, uno de los pensadores más influyentes en todo el pensamiento político y económico posterior. Este año, en todo el mundo, se celebra este acontecimiento con sendos eventos, por lo que es pertinente que en Chile tengamos una reflexión más profunda sobre su pensamiento.

    De forma muy reduccionista se define hoy a Smith como “el padre de la economía moderna”. Se suele además citar La riqueza de las naciones para destacar la importancia de la libertad económica y, al mismo tiempo, se utiliza La teoría de los sentimientos morales para demostrar que el liberalismo da forma a una sofisticada doctrina moral. Desde esta perspectiva, se argumenta que el liberalismo conforma una doctrina integral, que se preocupa tanto por nuestras necesidades materiales (homo economicus) como por nuestras altas pretensiones morales (homo moralis). Esto es lo que el Premio Nobel de Economía Vernon Smith llama hoy Humanomics —que es justamente el título de su último libro y que podríamos traducir como “una economía liberal humanista”. De esta forma, Smith demostraría, en la práctica, que la acción humana no sería puro egoísmo y que dichas acciones de forma indirecta —y quizás sin siquiera saberlo— contribuyen además al bienestar de la comunidad.

    En Chile, salvo contadas excepciones, pocos han leído y reflexionado sobre los postulados que Smith desarrolló en sus diferentes obras. Podríamos decir que su fama precede por lejos a su estudio. Smith, en efecto, desarrolló una teoría sobre la naturaleza y el comportamiento humanos en general. Y si algo alimentó sus inquietudes intelectuales, fue la necesidad de descubrir qué motivaba a las personas a actuar y cómo dichas motivaciones eran alteradas por las instituciones. ¿Por qué un peatón tomó un determinado camino y no otro? ¿Por qué sentimos mayor simpatía por algunas personas que por otras? ¿Por qué nos causa más empatía el sufrimiento de un niño que el de un asesino? ¿Cómo sostenemos relaciones pacíficas con quienes no conocemos? El puzle de la naturaleza y las pasiones humanas, y cómo estas interactúan con las instituciones, fue el desafío de toda su carrera intelectual. En dicha búsqueda, este pensador sistematizó diversas conclusiones clave que podrían orientar la manera en la cual vemos nuestra sociedad comercial actual.

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    A diferencia de lo que se suele difundir en las universidades y en la discusión pública, Smith no sostiene jamás que el humano sea un sujeto calculador que busca maximizar su utilidad a cada momento. El comportamiento humano, comúnmente, excede al pensamiento racional calculador, ya que son otros los motivos y sentimientos que también influyen en nuestras acciones. Como ha quedado confirmado en el campo de la economía del comportamiento, nuestros sentimientos están lejos de ser meros ejercicios calculadores, puesto que estos se ven influenciados constantemente por diversas dimensiones de lo humano, como la moral, la política, la sociedad en que nos desenvolvemos o nuestra propia psicología y nuestras emociones. En ese sentido, a diferencia de Bernard Mandeville, Smith no cree que la vida en sociedad se basa solo en la satisfacción de vicios privados que generen beneficios públicos. Esto lo afirma expresamente en la Teoría de los sentimientos morales, en una crítica contundente a Mandeville, que fue el autor de la Fábula de las abejas.

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    A pesar de ser criticado por un supuesto “economicismo”, Smith es un pensador con una profunda formación en las fuentes de los autores clásicos, sobre todo en el pensamiento estoico de Séneca y Marco Aurelio. Pero a diferencia de estos últimos, Smith decidió incorporar como parte fundamental de su reflexión otras dimensiones de la vida social a través de sus estudios multidisciplinarios y empíricos. De ahí su interés por la economía o, más certeramente, por la economía política y por la “mano invisible” que coordina el mercado. En relación con el mercado, Smith reconoce que somos animales que buscan el progreso en todas las dimensiones de la vida, tanto a nivel individual como colectivo o familiar. Smith nota que la necesidad de colaborar no proviene de “ninguna sabiduría humana”, sino que es la consecuencia de una propensión de la propia naturaleza: dependemos de los demás a través del intercambio. En el pensamiento de Smith, el hombre “está casi permanentemente necesitado de la ayuda de sus semejantes, y le resultará inútil esperarla exclusivamente de su benevolencia”.

    A diferencia de lo que se suele difundir en las universidades y en la discusión pública, Smith no sostiene jamás que el humano sea un sujeto calculador que busca maximizar su utilidad a cada momento. El comportamiento humano, comúnmente, excede al pensamiento racional calculador, ya que son otros los motivos y sentimientos que también influyen en nuestras acciones.

    Smith reconoce que poseemos un instinto que nos hace ayudar a los demás, pero que lamentablemente es insuficiente para sobrevivir en un mundo amplio en donde no conocemos a todos, y la benevolencia, entonces, posee límites naturales. Por tanto, la conclusión es evidente: una sociedad compleja y productiva no puede sostenerse ni nosotros tampoco podemos vivir de la caridad de otros. El trabajo requiere esfuerzo, y aquellos que pueden colaborar y no decidan hacerlo pueden terminar agotando la simpatía que los demás sienten hacia ellos. Esa constatación, por cruda que sea, da paso a una conducta clave y que tiene lugar de la mano de la formación de otros fenómenos sociales, como el lenguaje y la cultura: el intercambio.

    Según Smith, el hombre es el único animal capaz de realizar acciones de compra, venta, permuta o donación bajo ciertos rangos de reciprocidad. El autor de La riqueza de las naciones afirma lo siguiente: “Todo trato es: dame esto que deseo y obtendrás esto otro que deseas tú; y de esta manera conseguimos mutuamente la mayor parte de los bienes que necesitamos”. Es decir, en una sociedad moderna, para poder alcanzar nuestros objetivos, debemos sobre todo apelar y satisfacer los objetivos de los demás de forma pacífica y, en consecuencia, promover el bienestar ajeno en situaciones donde la benevolencia tiene límites.

    A nivel moral, Smith era un empírico y un realista, que consideraba la simpatía y la benevolencia como características humanas fundamentales, pero que, en sí mismas, escasean en las personas y, por ende, son difíciles de extender fuera de la familia y los vínculos sanguíneos. Una sociedad moderna, compleja e impersonal no puede ser sostenida a través de la benevolencia ni a través del pillaje y los vicios. Es aquí donde entra una de las ideas más trascendentales de Smith: el poder coordinador e impersonal de la mano invisible del mercado.

    Para Adam Smith, es el mercado —con un buen marco de reglas que promuevan la competencia y respeten la propiedad privada— el orden espontáneo que ayuda a sostener una forma de coordinación y de cooperación pacífica a través de la división del trabajo y el intercambio, precisamente ahí donde la benevolencia y la caridad no llegan. De esta forma, ayudando a aumentar nuestra productividad (alcanzando rendimientos crecientes de escala) y, al mismo tiempo, empujándonos a que dependamos cada vez más de otros seres humanos para vivir; extendiendo nuestra cooperación hacia personas que ni siquiera conocemos y, más importante aún, apelando al interés de estas en vez de apelar al pillaje, a la violencia o al interés propio.

    Este profundo análisis económico, que surge de observaciones antropológicas y morales, dista mucho de aquella visión ingenua y superficial de muchos libertarios que creen que el egoísmo es siempre bueno y conducente al bienestar. Como reconociera Hayek, “es un error que Adam Smith haya predicado el egoísmo: su tesis central nada dijo con respecto a cómo debían usar los individuos el aumento de sus entradas… Le preocupaba cómo facilitar a la gente contribuir al producto social en la forma más amplia posible”.

    Así, la cooperación a través de la compleja división del trabajo es uno de los principios de organización social trascendentales en una sociedad moderna. Nuestras limitaciones individuales, por un lado, y la escasez de cara a las infinitas necesidades, por el otro, nos obligan a cooperar a través de la mano invisible y la división del trabajo para superar la tensión entre nuestras capacidades limitadas y recursos insuficientes y las abundantes necesidades de la sociedad. Como lo evidencia el sociólogo Fernando Uricoechea, “una vez que la división del trabajo esté establecida por completo, solo una pequeña parte de las necesidades materiales de los individuos acaba siendo satisfecha por el producto del trabajo personal”.

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    Smith reconoce que poseemos un instinto que nos hace ayudar a los demás, pero que lamentablemente es insuficiente para sobrevivir en un mundo amplio en donde no conocemos a todos, y la benevolencia, entonces, posee límites naturales. Por tanto, la conclusión es evidente: una sociedad compleja y productiva no puede sostenerse ni nosotros tampoco podemos vivir de la caridad de otros.

    Smith además se aleja de la idealización de la vida en común. Para él, la búsqueda de riquezas, gloria o reconocimiento es una “superchería” que “despierta y mantiene en continuo movimiento la laboriosidad de los humanos”, y es, por ende, útil. Lo que de alguna manera logra transmitir cierto sentido: si no lográramos superarnos a cada momento, mejor sería quedarnos de brazos cruzados. Por supuesto, no todos los humanos cuentan con esta disposición vital, pero al menos la mayoría sí la tiene, como se puede constatar en el funcionamiento de las ciudades: si la mayoría dejara de trabajar para convertirse en monjes que viven de la caridad ajena, la sociedad se desintegraría en poco tiempo. La paradoja de la benevolencia en sociedad es esta: si todos abandonáramos los intercambios y nos convirtiéramos en ángeles de la caridad que salen a las calles a ayudar directamente al prójimo, probablemente moriríamos todos de hambre y la civilización dejaría de existir. Es por este motivo que el mercado es una buena extensión social que complementa a la benevolencia y, de forma indirecta, ayuda a generar más bienestar que la caridad directa.

    Según Hayek, “la gran realización de Adam Smith es el reconocimiento de que los esfuerzos de un hombre podrán beneficiar a más gente y, en general, satisfacer mayores necesidades, cuando este hombre se deja guiar por las señales abstractas de los precios más que por las necesidades perceptibles, y que por este método podemos superar mejor nuestra ignorancia sistémica acerca de la mayoría de los hechos particulares, y podemos también usar mejor el conocimiento de las circunstancias concretas, tan ampliamente dispersas entre millones de seres individuales”.

    En otras palabras, la paradoja —y al mismo tiempo la virtud— de la sociedad comercial es que podemos producir más bienestar general y más riqueza cuando no satisfacemos directamente nuestras necesidades, ni tampoco las necesidades visibles de nuestros amigos o prójimos, sino que generamos más bienestar cuando buscamos satisfacer nuestras necesidades de manera indirecta, al saciar primero las necesidades de personas que ni siquiera conocemos y al cooperar con toda la sociedad en su conjunto, a través de las señales abstractas del mercado. Gracias a Adam Smith, entonces, comprendemos que una de las ventajas de la impersonal mano invisible de los mercados es que minimiza o baipasea la necesidad de tener que resolver directamente problemas de asignación de recursos y coordinación de actividades productivas a través de mecanismos explícitos de elección social (por ejemplo, a través de mecanismos políticos o de acción colectiva) que bien podrían generar grandes conflictos entre las visiones disímiles de las personas.

    Lamentablemente, debido a las intensas pasiones que despiertan estos sentimientos, las personas caen en comportamientos como el engaño, la colusión, el abuso y otros, los cuales Adam Smith condena categóricamente. Por ello, él considera fundamental el papel que desempeñan las instituciones formales e informales dentro de la sociedad, en particular el rol del Estado en promover la libre competencia y generar un marco legal propicio para que la mano invisible genere prosperidad. De hecho, algunos economistas argumentan que Smith inició la “economía institucional”, corriente predominante durante las últimas décadas con premios Nobel como Douglas North, Elinor Ostrom y Ronald Coase, entre otros. Son finalmente las buenas instituciones y las virtudes, las normas morales —no los vicios y el egoísmo rampante— las que permiten la coexistencia pacífica y deseable entre los grupos humanos, extendiendo la división del trabajo y la productividad más allá de la familia, los vínculos sanguíneos y las tribus.

    Sin duda, la obra de Smith es todavía uno de los puntos más altos del pensamiento de Occidente y trasciende el ámbito económico. Más que el “padre de la economía moderna”, el filósofo escocés fue más bien un pensador multidisciplinario en la intersección entre la filosofía, la política y la economía, dejando así un legado y patrimonio intelectual de valor incalculable. A tres siglos de su nacimiento, hoy seguimos sobre los hombros de un gigante, descubriendo nuevos horizontes intelectuales y sentimientos morales.

  100. En la dirección opuesta

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    Durante todos estos años nos hemos preguntado qué aspecto tendría lo Nuevo… Aquí está lo Nuevo”, dijo en 1969 la poeta y ensayista Ingeborg Bachmann, que no solía exagerar, para referirse a la obra de Thomas Bernhard, que sí solía exagerar, y medio siglo después no solo parecen haber sido palabras acertadas, sino que siguen acertando, en presente y medio a medio porque, hoy como ayer, la prosa de Bernhard resulta inaudita: su inventiva y su invectiva, provocadoras y enérgicas entonces, en este tiempo de comedimiento y precauciones lo son tanto o más.

    Bernhard es autor de algunas novelas perfectas, como Corrección o Extinción (la última y la más larga y espesa de las que escribió y que tiene la curiosidad de terminar señalando a la dictadura de Pinochet, “la más atroz de todas”); de algunas sátiras inolvidables, como Maestros antiguos o Tala; de ensayos y discursos corrosivos y desarticuladores de cualquier acomodo cultural, como los recogidos en Mis premios y En busca de la verdad —donde se puede leer por ejemplo la negativa que envía en 1986 para recibir un reconocimiento: “Desde hace más de diez años no acepto premios ni títulos y, como es natural, tampoco aceptaré su ridículo título de catedrático. La asamblea de escritores de Granz es una reunión de imbéciles sin talento. Saludos cordiales”.

    También fue autor de El imitador de voces, un conjunto de cuentos brevísimos que, aun en seis o siete líneas, logran misteriosamente mantener ese estilo obsesivo y caudaloso que lo caracteriza. Por toda esa obra, por la radicalidad de su prosa y del desapego que su mirada supone de toda ilusión, suele ser comparado con Samuel Beckett y con Robert Musil, al lado de los cuales se alza con fuego propio. Y con el paso de los años la furia de su prosa resiste y persiste, pues encuentra nuevo material de combustión en la siempre renovada pequeñez, abyección y ridiculez humana.

    Nacido accidentalmente en Holanda, Bernhard (1931-1989) creció en Salzburgo, Austria, país al que odió con rigor y al que maldijo, con ese talento incomparable que tenía para el denuesto, en todos y cada uno de sus libros. Hijo de un campesino austríaco que no lo reconoció y al que nunca pudo conocer, fue criado por su madre, pero no fue un hijo agradecido (“No hay padres en absoluto, solo hay criminales como procreadores de nuevos seres”) y su gran referente, su formador intelectual y moral y literario fue su abuelo materno, que entre otras cosas le enseñó la felicidad de leer a Laurence Sterne.

    A punto de cumplirse 35 años de su muerte, acaban de ser reeditados sus Relatos autobiográficos, libro que agrupa cinco novelas escritas entre 1975 y 1982: El origen. Una indicación; El sótano. Un alejamiento; El aliento. Una decisión; El frío. Un aislamiento y Un niño. Juntas constituyen “la mejor introducción posible para conocer a Thomas Bernhard”, según dice Miguel Sáenz, su excelente traductor al español (y biógrafo), en el prólogo, donde con total conocimiento de causa advierte que “leer a Bernhard, aunque no tiene nada de deprimente (al contrario, toda su obra es una exaltación de la supervivencia), puede cambiar la vida de una persona”.

    En estos cinco relatos, cada uno de poco más de 100 páginas, Bernhard, con su prosa musical, barroca, vertiginosa, desquiciada y sin embargo perfectamente sólida, carente siquiera de un mero punto aparte y llena en cambio de repeticiones y vueltas reflexivas, de espirales de palabras que a veces son verdaderos tornados, reconstruye su vida entre sus ocho y sus 18 años, y lo hace centrándose en hitos que son para él puntos de inflexión en la historia de su carácter —no se ahorra al hacerlo los detalles incómodos porque, dice, “tengo sed de darme a conocer”.

    Quizás los Relatos autobiográficos puedan oponer cierta resistencia a la primera lectura, porque Bernhard rehúye las pausas y los remansos y se vale de incontables pensamientos intercalados y duplicaciones de palabras y de frases, pero una vez que se entra en su música, en su endemoniado ritmo y en su energía arrasadora, su voz se vuelve hipnótica, imparable, completamente alucinante.

    En El origen describe su nefasta educación en un instituto nacionalsocialista destruido al final de la Segunda Guerra Mundial y transformado en un instituto católico (“régimen del terror católico”): ambas cosas —nazismo y catolicismo— para Bernhard vienen a ser prácticamente lo mismo, una absoluta opresión: lo único que cambia tras la guerra es, sobre la pizarra en la sala de clases, una esvástica por una cruz. Esa es una época de espanto, de soledad, de permanente pensamiento en el suicidio y de una marcada conciencia de su vocación de aguafiestas de la vida familiar y nacional.

    El sótano, como bien lo dice su subtítulo, es la historia de “una decisión”, tomada no con demasiada premeditación pero sí con tenacidad: la de enmendar una mañana el rumbo y, en vez de ir al instituto, partir “en la dirección opuesta”, hacia los bajos fondos de la ciudad a trabajar como aprendiz del almacenero Podlaha, para posteriormente retomar sus estudios musicales. Ahí, mientras por una parte su suspicacia irónica y su carácter refractario a toda blandura se consolidan, el autor es capaz de mostrar la alegría contagiosa que lo arrebata por haberse decidido a ir en la dirección opuesta, alegría que no le quita peso a su despiadada mirada sino al contrario, le da relieve y mayor calado. Es la alegría del quiebre, ese al que aludió en una entrevista en 1975: “Creo que todo el mundo debe recibir en la vida alguna patada, y concretamente una muy decisiva. O una bofetada que lo saque a uno de casa y lo lance al otro lado de la calle”. Su propia obra literaria, de tan intensa y desafiante y hasta exasperante, puede ser para muchos esa patada.

    En la secuencia siguen El aliento y El frío, donde Bernhard describe la enfermedad respiratoria que contrae trabajando precisamente en el sótano de Podlaha, enfermedad que lo obliga a pasarse largas e infernales temporadas en hospitales y que, al convertirse en una afección pulmonar, lo tiene de casero en sanatorios desmoralizadores, periodo en el que, pese a su desencanto y al escepticismo que ha desarrollado como defensa, decide vivir: cuando las monjas enfermeras lo tienen casi desahuciado, él decide respirar: “Entre dos caminos posibles, me había decidido esa noche, en el instante decisivo, por el camino de la vida”.

    Bernhard establece una diferencia que es la misma que establece Enrique Lihn en su Diario de muerte: ambos vienen a decir, con parecidas palabras incluso, que solo existen dos países, el de los sanos y el de los enfermos, los que para Bernhard tienen siempre algo de clarividentes. Habitante recurrente de hospitales, Bernhard los define como “círculos de conciencia”, diciendo que son, o debieran ser, lugares recurrentes para los intelectuales, pues allí el hombre se plantea las cuestiones más profundas y quien no los frecuenta se vuelve irremediablemente superficial.

    Un niño rompe la cadena cronológica que muestran los primeros cuatro relatos para retrotraernos hacia la primera infancia de Bernhard, cuando tenía ocho años y la Segunda Guerra Mundial y el nazismo eran el telón de fondo de una infancia en ningún caso idílica.

    Quizás los Relatos autobiográficos puedan oponer cierta resistencia a la primera lectura, porque Bernhard rehúye las pausas y los remansos y se vale de incontables pensamientos intercalados y duplicaciones de palabras y de frases, pero una vez que se entra en su música, en su endemoniado ritmo y en su energía arrasadora, su voz se vuelve hipnótica, imparable, completamente alucinante. Además de su lucidez casi perversa, de la densidad filosófica de sus observaciones, impresiona su sentido del humor, su malicia, su capacidad “para perforar la niebla humana”, su talento para el denuesto, cuyos blancos recurrentes son Austria (específicamente Salzburgo) y la iglesia católica (con particular énfasis en el Papa), pero también la maternidad, la seriedad y ciertos autores para él beatos, como Heidegger, al que ha definido en otro libro como “una vaca filosófica constantemente preñada que pastaba en la filosofía alemana”.

    Furibundo, impío, mordaz y magnéticamente exagerado, Bernhard desconfía de la verdad, pero cree en la posibilidad de ser verídico, de sostener una voz y una mirada que no sean nunca una forma de la satisfacción sino siempre de la indagación y la exploración. Por eso en estas páginas deja tan de lado los miramientos, a tal punto que llega a contar sin ambages cómo, en el entierro de su madre, le vino un ataque de risa que no pudo y tal vez ni quiso controlar. Esa risa nerviosa y feroz atraviesa toda su literatura.

     


    Relatos autobiográficos, Thomas Bernhard, Anagrama, 2023, 432 páginas, $24.300.

  101. Hablar bien

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    Hace algunos días recibí las pruebas de un artículo escrito en inglés. En el texto figuraban dos comentarios. Uno observaba que el artículo estaba escrito en masculino y me invitaba a reflexionar sobre la supremacía de dicha forma de adjetivación y eventualmente a cambiarla. El otro sugería cambiar la palabra “explotación” en el contexto de la utilización de recursos naturales. Ambas observaciones venían acompañadas de explicaciones. En cuanto al uso del masculino, la observación decía que es reflejo de normas patriarcales y que usarlo de forma unívoca tiene como consecuencia la negación de la muerte de mujeres y también de la posibilidad de los seres humanos de tener otras identidades sexuales. Si entendí bien el comentario, el uso del masculino no me sitúa solo en un no-reconocimiento de otros, Fotras y otres (por ejemplo, las mujeres o las personas transexuales), sino también en la ignorancia de este no-reconocimiento. Ejercito así en total “inocencia” la violencia de todo lo que este no-reconocimiento implica y que conduce a las personas o seres excluidos a padecer estructuras de dominación, discriminación, vidas marginales, sufrimiento y muerte. En cuanto al uso de la palabra “explotación”, el comentario aludía al activismo ecológico y a su búsqueda de una relación distinta con la naturaleza, una que no fuera de mero uso, como implica la palabra “explotación”. Se me sugería entonces cambiar la palabra “explotación” por una que no fuera violenta.

    No desprecio estos comentarios. Al contrario, considero crucial su importancia (al menos la del primero; el segundo me dejó escéptica). Debo decir que me he resistido por muchos años a aceptar estas normas de escritura “inclusiva”. Me parecían del orden de la corrección política. Es más, encontraba que cambiar el masculino por formas gramaticales neutrales o derechamente por el femenino era violento en esto que se pretendía corregir una violencia del lenguaje por medio del borramiento del modo en el que la violencia está inscrita en el lenguaje. En suma, mi razonamiento era el siguiente: si borramos siglos y siglos de usos del masculino, de un masculino que es ocupado para significar lo universal, borramos al mismo tiempo la historia de esta homologación de lo universal con lo masculino, borramos el hecho de que la violencia se instala en el tiempo en virtud de nuestras estructuras lingüísticas; borramos, por último, nuestra historia y, por ende, nuestra violencia. Para mí entonces el problema de la corrección política consistía en que esta es una solución fácil y a la vez violenta. Todos, todas, todes hablando bien, sin que nadie vea su violencia, sin que nadie la vea como algo mucho más profundo, estructural, constitutivo, que lo que un cambio de palabra o de artículo o adjetivo permite ver.

    De alguna forma, los argumentos de la correctora me brutalizan. Es como si al pedirme cambiar mi forma de escribir me pidiera ponerme otro traje, uno que aún no sé usar y que tal vez no calza con mi forma de ser. Además, también debo reconocer que usar el femenino no me resulta natural y me da un poco de pudor. Es como si se sexualizara el lenguaje, como si empezara a tener colores, cuando yo siempre lo consideré algo neutral, transparente, una suerte de fantasma inmaterial que me persigue y me manda, pero que, al fin y al cabo, yo termino utilizando y dominando. Incluir el femenino le da otro tono al lenguaje: le da un color. De hecho —y he aquí mi problema—, si me he resistido por mucho tiempo a usar el lenguaje inclusivo es porque asumía que el masculino era lo universal y que la violencia no estaba del lado de lo universal sino de lo particular. “Él”, pensaba yo, designa al hombre, es decir al ser humano. “Ella” o “elle”, son particulares. Nos encierran en la particularidad del género.

    Me he dado cuenta de que el lenguaje acoge, da un lugar, hace circular la luz de distinta manera. Es parecido en esto a un dispositivo cinematográfico. Si digo bienvenidos y bienvenidas, la luz empieza a circular. El foco luminoso que antes estaba fijo, empieza a moverse. No es que empecemos a mirarnos en función de nuestros géneros; es más bien que el modo en el que creíamos estar tranquilamente abstraídos del género, porque lo universal nos ampara, se modifica.

    Sin embargo, algo cambió con el tiempo y, sobre todo, con la práctica. Tuve que usar el lenguaje inclusivo. Lo tuve que hacer porque así lo sugiere la institución, y lo empecé a hacer porque al escuchar a otros, otras, otres, terminé incómoda también con mi uso del masculino universal. De alguna manera, mi idea de lenguaje trasparente, neutral, inmaculado, se manchó. Lo que me pidió hacer la correctora (y que no hice), en realidad yo lo hago. Yo casi siempre cuido de dar cabida al femenino, sobre todo (pero no solamente) en el lenguaje oral, por ejemplo, en instancias de bienvenidas institucionales o en correos. Y a fuerza de usar el femenino —“bienvenidas y bienvenidos, estimadas y estimados estudiantes”— me he dado cuenta de dos cosas.

    La primera es que usar los dos géneros (y observo a modo de autocrítica que por lo general no incluyo formas que no refieren a un binarismo: no digo “bienvenides”), hacer esta pequeña gimnasia cada vez que hablo, es reparar en que se ha pensado lo universal en función de una cierta primacía de lo masculino. Si “él” tiene lugar de universal, es en cuanto lo universal remite a una historia, una construcción. La historia de lo universal es particular: depende de estructuras sociales. En este caso, la idea de universalidad se fundamenta sobre la diferencia entre lo público y lo privado, la cual es inseparable de lo que llamamos patriarcado. Lo masculino es lo público, el lugar de la formación de la razón; lo femenino habría sido lo doméstico, lo privado, incluso lo silencioso, lo cuasianimal. A fuerza de decir bienvenidas y bienvenidos, estimadas y estimados, amigas y amigos, me he dado cuenta de que lo universal tiene una historia bien particular y bien compleja. Es una construcción, lo que no quiere decir

    que no sea nada (al contrario, ¡es todo!). Si hablo de otra forma, muevo este constructo. Abro una brecha para que esto que parecía ahistórico (lo universal) se reinvente. Lo universal remite a estructuras económicas, sociales, políticas. Esto no significa que haya que encerrarse en el particularismo. Este encierro es un infierno. Más bien, hay que sacudir un poco estas estructuras para salir o desviarlas de la particularidad de su construcción. Hablar de otra forma nos relaciona de otra manera con lo que hasta ahora se daba como universal y, ojalá, abra el piso a su reinvención.

    Segundo, me he dado cuenta de que el lenguaje acoge, da un lugar, hace circular la luz de distinta manera. Es parecido en esto a un dispositivo cinematográfico. Si digo bienvenidos y bienvenidas, la luz empieza a circular. El foco luminoso que antes estaba fijo, empieza a moverse. No es que empecemos a mirarnos en función de nuestros géneros; es más bien que el modo en el que creíamos estar tranquilamente abstraídos del género, porque lo universal nos ampara, se modifica. Si digo “bienvenidos, bienvenidas, bienvenides”, lo que pasa es que se desmitifica lo universal, la idea de que somos nada más que seres humanos, y explicito la idea de que en realidad los seres humanos existen en virtud del lenguaje que los reconoce, y que por ende les da lugar. “Bienvenidos” nos saluda de forma ahistórica, y fuera de un espacio determinado. Bienvenidos se refiere a una abstracción. “Bienvenidas, bienvenidos, bienvenides” nos sitúa en un tiempo en el cual algo está cambiando.

    Escribir siempre es aplicar una regla, pero también es entrar en tensión con la regla. La obra de Sade sin duda es violenta, pero es una relación con la violencia de la ley. Si corregimos a Sade perdemos este momento de tensión desde el cual es posible hacer cualquier reflexión sobre la violencia. Lo que me pide la correctora es aceptar un nuevo código gramatical, uno que busca desactivar sistemas de dominación silenciados. Lo que hace que aún no pueda asomarme a estas nuevas reglas es que al hacerlo tan rápidamente, asumo la ley sin tensión. Entonces ahí no escribo. Aplico reglas de escritura.

    Por cierto, es engorroso. Es engorroso además agregar un tercer término. ¿Qué es esto de decir “bienvenides”? Ni siquiera existe aún en los manuales de gramática. Pero por esto: si no existe en un manual, en un diccionario, entonces queda fuera del ámbito del derecho, no está protegido, no está reconocido. Si ninguna autoridad, institución, me nombra, entonces no me queda otra que sobrevivir de forma clandestina (por ejemplo, a través de la prostitución). Si me matan, habrán matado una cosa exótica: alguien que quiso ser así. Mi muerte no habrá sido tan grave, quizás incluso no habrá sido un asesinato, es decir, algo no autorizado por la ley, la muerte de un ser humano. Porque lo que el lenguaje nombra es lo legítimo —es lo que cabe en nuestro espacio de vida y de trabajo—, y por el momento lo que el lenguaje nombra es binario. Entonces cuando nombro, reconozco, acojo, entrego cierta protección. Esto, antes que se normalice, es una luz nueva. La luz circula entre nosotres de una forma nueva. Lo que ocurre, entre nosotres, es nuevo.

    Hay realmente buenas razones para cambiar de lenguaje, razones cruciales, que van más allá de la corrección política. El lenguaje inclusivo cambia nuestras formas de razonar, de disponernos en el espacio, de podernos encontrar, de constituirnos como sujetos políticos. Cambia la forma con la cual la razón se hace

    pública. Constituye un punto de vista crítico sobre lo universal y su historia, tan particular. Sin embargo, yo decidí no modificar mi texto. Lo dejé en masculino y justifiqué mi decisión con una nota a pie de página. Tampoco cambié la palabra “explotación” por una no-violenta. Ahí no fui capaz de pensar que no había cierta hipocresía en pretender que puedo elevarme a una situación de no-explotación, cuando mi propio uso del computador, internet y wifi implica consumo. Aquí van las razones por las cuales decidí dejar mi texto en masculino, manteniendo entonces en mi texto una violencia que ahora reconozco y que, por lo mismo, practico de forma consciente.

    Para empezar, considero que el lenguaje no es un mero instrumento para decir las cosas, es un lugar de nacimiento. Expresarse no es solo reconocer o no reconocer a otro ser, es también constituirse a sí mismo. Con el lenguaje pienso, me desplazo, me vuelvo más o menos sensible. Puedo, con el lenguaje, decir lo que diría cualquier otra persona, participar de un debate, algo ya predefinido. O puedo buscar un punto de fuga respecto a lo ya dicho, dar a oír otra cosa, algo inaudito. En tal caso, ya no soy un agente neutro de la comunicación. Llamo a ser a alguien que aún no existe. Por esto el lenguaje es también un lugar de nacimiento. Emergemos de nuestros textos, de forma fugaz, sin sustento. Acoger los comentarios de la editora conlleva una apuesta política, pero en el lenguaje hay también una apuesta existencial. Puedo sumarme de a poco a estas reglas, pero si me subsumo a ellas rápido, entonces subsumo lo existencial a lo político, y esto es políticamente peligroso. Me sumo a una batalla importante, pero dejo de ser yo la que piensa —y un yo que necesita nacer para pensar—, un yo que necesita nacer siempre. De alguna forma, el lenguaje nos hace únicos más allá de nuestras identidades sociales (ellas, ellos, elles). Antes de identificarme con algún género, mi sexo, mi vientre, la sensibilidad de mis manos, la ceguera o la permeabilidad de mis ojos, han de constituirse en lo que los hace vivos. De hecho, sin esta necesidad de nacer una y otra vez, en cuanto ser único, no habría ninguna deconstrucción posible del género.

    Es violento el masculino, pero es violento también el inglés, el hecho de que me hayan pedido escribir el texto en mi idioma y también en inglés. Hay muchas capas de violencia. Corregimos una, pero ahondamos en otra…

    Esta primera razón se expresa de otra forma: escribir siempre es aplicar una regla, pero también es entrar en tensión con la regla. La obra de Sade sin duda es violenta, pero es una relación con la violencia de la ley. Si corregimos a Sade perdemos este momento de tensión desde el cual es posible hacer cualquier reflexión sobre la violencia. Lo que me pide la correctora es aceptar un nuevo código gramatical, uno que busca desactivar sistemas de dominación silenciados. Lo que hace que aún no pueda asomarme a estas nuevas reglas es que al hacerlo tan rápidamente, asumo la ley sin tensión. Entonces ahí no escribo. Aplico reglas de escritura.

    La otra razón, y es la que señalé en mi nota al pie, es que los cambios toman tiempo y no ocurren de la misma manera en todos los idiomas. Este texto que corrigió la editora fue la traducción al inglés de un texto que había escrito en francés. En inglés, hay algunos trucos para evitar el uso del masculino. En francés, como en castellano, hay que empezar a hacer proliferar letras. En inglés a veces se usa solo el femenino, y ya está. Esto, en francés, creo que empobrecería el idioma. Además, mi texto aludía a la palabra Dios y si bien Dios, justamente, no tiene género, corregir el uso del masculino con una forma gramatical neutra o femenina borra toda una historia de la recepción de este “innombrable” que terminó siendo representado con figuras masculinas.

    Por último y esto, para no ser polémica, decidí no incluirlo en la nota: es violento el masculino, pero es violento también el inglés, el hecho de que me hayan pedido escribir el texto en mi idioma y también en inglés. Hay muchas capas de violencia. Corregimos una, pero ahondamos en otra…

    Todas estas razones tienen un peso y vuelven interesante este momento. No se trata de estar en pro o en contra del lenguaje inclusivo. Se trata de estar en un entre-dos, de habitarlo. Si todo se resuelve con un cambio de letra, entonces nada cambia. Si el lenguaje permanece intacto, nada cambia tampoco. Si la escritura inclusiva nos tensiona, nos cuestiona, entonces quizás volvemos a escribir, porque volvemos a concebir la escritura como una relación de tensión con la regla y en última instancia con la ley. Nos damos cuenta de que escribir es crear mundos, ejercer violencia, crearse a sí mismo, desaparecer, oír, o bien volverse sordo. Reconocemos que escribir no es cualquier cosa, es más que mandar un paper y aceptar su revisión. Por cierto, cuando recibí los comentarios, por varios días me sentí incómoda: me cargó el tono moral de los comentarios, sentí que mientras, por un lado, hay policías que interpelan a quienes piropean, hay procuradores moralizando la escritura, por otro. Sentí una confusión entre la apuesta política de este cambio y su lado moral o policial. Pero por lo mismo, por esta confusión siempre posible entre la moral y la política, creo que podemos tomar estas reglas como espacios de experimentación de la escritura y defender nuestro derecho a aceptar o no los cambios sugeridos.

     

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    Este ensayo es parte del proyecto Fondecyt 1210921.

  102. El ensayo, una forma de sobrevivencia

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    El ensayo es la combinación precisa y múltiple de exactitud y de evasión, de lo crucial y lo vulnerable, del conocimiento del mundo y del balbuceo de un sí mismo tan cambiante como ineludible. El ensayo, el género literario que supone la unión de lo narrativo con lo real, del punto de vista crítico férreo con el enorme tamaño de nuestro desconocimiento, sigue definiéndose una y otra vez. Parece, incluso, haber tantos ensayos sobre qué es un ensayo, que ensayos en sí mismos. Se desperdiga hacia la crónica, hacia la opinión, hacia lo biográfico o lo político, hacia el arte o hacia la estupidez, pero sus cualidades siguen siendo evidentes y necesarias, por muy poco actuales que puedan parecer en una época de expertos, especificidades e ignorancia.

    El escritor Brian Dillon (Dublín, 1969) se ha dedicado a él prolíficamente; profesor universitario y periodista (escribe para The Guardian o el Irish Times, es editor de la revista Cabinet), ganador de premios con una memoria sobre la muerte temprana de sus padres, es autor de libros como Imaginemos una frase (2020), en el cual, a partir de 27 sentencias de sus escritores fundamentales, de Shakespeare a Joan Didion, genera otros tantos ensayos tan eruditos como imaginativos. Ensayismo aparece entonces como su obra cumbre, por lo sintética y concisa, aunque las resonancias que abre en el lector puedan ser casi infinitas.

    El libro se estructura en capítulos breves, cada uno con inicios en capitulares, a la manera clásica, que indican los temas del amplio y circunscrito recorrido: sobre el ensayo y los ensayistas, sobre los orígenes, sobre los aforismos, sobre divergir, sobre la extravagancia. Sin temor a volver a los caminos conocidos, va rápido al quid del asunto: si el origen de la palabra indica que un ensayo es “una prueba o comentario textual ingenioso sin pretensión de ser definitivo ni ambición de agotar su tema”, puede agregar varias puntualizaciones. Viene del siglo XII y del verbo francés essayer, que a su vez se origina en la palabra latina exagium, balanza, pero también se relaciona con un enjambre de abejas. Entonces el ensayo valora, sopesa, es trabajoso, abunda en sus temas y los pone a prueba, con el ancla clásica dada por Montaigne: el yo que es materia de la escritura. Pero ese yo es también disperso, casi deshecho, como quedó el escritor francés cuando se cayó de un caballo, al borde de disiparse fuera de la propia conciencia.

    Esa es su apuesta sobre el “ensayismo”: más que un ejercicio formal, es una actitud hacia la escritura, hacia sí mismo y el mundo. Cita a El hombre sin atributos de Musil: “Este orden no es tan firme como aparenta; ningún objeto, ningún yo, ninguna forma, ningún principio es seguro, todo sufre una invisible pero incesante transformación; en lo inestable tiene el futuro más posibilidades que en lo estable, y el presente no es más que una hipótesis, todavía sin superar”. Estar desasido, pegado al azar, se supera entonces en una forma literaria que busca siempre integridad estética y dar placer al lector (un ensayo aburrido, sin color personal, es más bien un texto de especialista). Si es fragmentario, no exhaustivo, poco metódico, como dijo Adorno, es porque muestra un pensamiento en curso, liberado, para encontrar siempre lo parcial frente a lo total; no quiere mostrar lo eterno en lo fugaz, “sino eternizar lo pasajero”.

    Este es un libro tan entretenido como conmovedor, del que se desprende que la literatura, aunque sea como consuelo, no es una cuestión solo profesional o de goce privado, sino una actividad incesante que otorga a algunos un modo de sobrevivencia material y psíquica a la vez, un modo de ser.

    Dillon detalla desde aquí su fascinación con diversas escrituras y autores que conforman su gabinete personal de formas e ideas estéticas: las listas (de Joan Didion y Georges Perec); la dispersión (para reforzar la integridad de una forma hecha de hilachas); el gusto y las frases (los efectos extraordinarios de una coma o de un adjetivo en los textos de su amada Elizabeth Hardwick, una de las fundadoras de The New York Review of Books y esposa de Robert Lowell); la melancolía (la complejidad de la obra de Cyril Conolly, en especial La tumba sin sosiego, donde muestra su espanto e incapacidad con la vida); el fragmento (“puente ambiguo entre la identidad y la dispersión, entre la integridad formal, casi física, y la acción pulverizadora” del ensayo); el detalle (que culmina con la irlandesa Maeve Brennan comiéndose un brócoli malísimo en un triste restaurante neoyorkino); o hablar con uno mismo (donde se explaya sobre los diarios de Susan Sontag y por qué le parecen tanto más cautivadores que sus ensayos: en ellos duda y se odia). Sus fuentes son infinitas: de Virginia Woolf a la crítica de arte Lynne Tillman, del escritor experimental William Gass al clásico inglés sir Thomas Browne, del filósofo Schlegel a Oscar Wilde, de William Carlos William a Jacques Derrida. Y si bien hay erudición, no se trata de una obra para eruditos o iniciados, porque este es un ensayo literario que reúne y muestra sus materiales nítidamente, sin la pedantería de una teoría ni los corsés canónicos de lo pedagógico.

    En esta variedad de capítulos y temas, empieza a repetirse, cada vez con más insistencia, la misma apertura: “Sobre el consuelo”. En estas secciones Dillon nos cuenta que tras una ruptura amorosa y las dificultades económicas, se fue a vivir a un pueblo costero melancólico o que su casa de infancia estaba llena de libros, pero antes que literato él quería ser crítico de discos en el New Musical Express. Porque no está hablando de una afición, ni de una pasión intelectual, sino de una vida: no prefiere cierto escritor, sino que lo ama; escribir no es una ocupación, es su camino existencial. Dillon logra elaborar sus propias experiencias y equivocaciones, sus miedos y afectos, entender que la depresión que sufre es superable, aunque terrible.

    Y en esa comprensión se cruzan la fragilidad que encuentra en La cámara lúcida de Roland Barthes y la claridad de Las cimas de la desesperación de Emil Cioran. “Creía que si escribía desde el horror con alguna distancia o si lo describía como de reojo, se quedaría en su lugar, pero que diría lo suficiente sobre él como para poder decirme a mí mismo que no iba a huir (…). Y siempre la pregunta, ligada al ser, de a quién leer, qué libros y, sobre todo, qué ensayos podrían cambiar las cosas, cambiarme a mí”.

    Este es un libro tan entretenido como conmovedor, del que se desprende que la literatura, aunque sea como consuelo, no es una cuestión solo profesional o de goce privado, sino una actividad incesante que otorga a algunos un modo de sobrevivencia material y psíquica a la vez, un modo de ser. Por cierto, sus referencias son anglosajonas y europeas, por lo cual los lectores querrán imaginar cómo sería este periplo en nuestra lengua, de Borges a Martín Cerda, de Mistral a María Moreno. Porque él indaga en el pasado, conoce sensibilidades y experiencias presentes, calibra los lenguajes y libertades, y esto moldea y da coraje al lector, permite seguir adelante, aunque sea apenas con lo puesto.

     


    Ensayismo, Brian Dillon, traducción de Inmaculada C. Pérez Parra, Anagrama, 2023, 162 páginas, $20.000.

  103. Isabelle Eberhardt: nómada en la arena blanca

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    En su vida, Isabelle Eberhardt (1877-1904) apostó todo al nomadismo y a la literatura. Vestida de hombre, con sus manuscritos como único equipaje, recorrió el desierto con la voracidad de los errantes. Desposeída de todo, incluso de fortuna, se internó en el Sahara y en los bajos fondos del norte de África con el nombre masculino de Si Mahmoud Saadi. Aunque murió a los 27 años, dejó una obra ecléctica, que en su gran mayoría se conoció de manera póstuma: artículos, novelas, cartas, cuadernos y memorias. “Me he vestido con la librea, bien pesada a veces, del vagabundo y del apátrida”, escribe en Los diarios de una nómada apasionada.

    Su origen no ha estado exento de mitos. Se llegó incluso a decir que fue hija de Arthur Rimbaud. Sin embargo, una de sus tantas biógrafas, la egipcia Eglal Errera, refiere a esta tesis como “aberrante”. En realidad, fue hija natural de Nathalie Eberhardt e hija ilegítima de Alexander Trophimowsky, tutor de Nicolas, Olga y Wladimir, los niños que Nathalie tuvo con Paul Carlowitch de Moerder, un general de la Rusia zarista, a quien abandonó para huir con sus hijos y Trophimowsky. Las razones de su fuga no están claras, pero se especula que la posible vinculación de este último con los movimientos revolucionarios hizo del exilio una necesidad inminente. La deriva inició en Estambul, luego en Nápoles, hasta llegar a Ginebra, donde nació Augustin y cinco años después Isabelle Eberhardt.

    No asistió al colegio. La niña creció en un hogar políglota y libertario, al calor de las discusiones de los visitantes que continuamente estaban de paso por Villa Neuve. Fue formada por Trophimowsky —anarquista, amigo de Bakunin y discípulo de Tolstói—, al que nunca nombró papá sino Vava (viejo), y quien le dio una educación que abarcó desde idiomas (griego, latín, árabe, alemán, turco, italiano y, sobre todo, ruso) hasta botánica. En definitiva, una juventud ausente de cualquier atadura impuesta a las de su género, lo que propició en ella una libertad excéntrica para cambiar continuamente de nombre y travestirse. Según testimonio del editor y crítico francés René-Louis Doyon, “en el patio había un muchacho cortando leña. Alto, bien configurado, aparentaba unos 16 años. La cara redonda, casi en forma de luna llena, imberbe, con el pelo negro. Era Isabelle Eberhardt, pero yo no lo adiviné de buenas a primeras. —¿Has visto a mi hija? —me dijo Trophimowsky—. Se viste de hombre, es más cómodo para bajar a la ciudad”.

    Así, formada con las mismas libertades que un varón y rodeada de libros y plantas que parecían devorar la casa, Isabelle Eberhardt desarrolla una hambrienta pulsión por los estudios y la escritura: “Escribo porque me gusta el processus de creación literaria, escribo como amo, porque probablemente es mi destino. Y es mi único verdadero consuelo”. Este será el tono latente en todo lo que escriba. Sus reiteradas decepciones forjaron un carácter esquivo, con tendencia al misticismo; primero la partida de su hermana Olga, quien se rebeló a la autoridad de Vava y huyó con la excusa del matrimonio. Más tarde, en 1895, la de su hermano y mayor cómplice, Augustin, tras hacerse soldado de la Legión Extranjera. Esta despedida, quizás, fue el motor para que junto a su madre decidan viajar a Argelia. Desconsoladas, madre e hija desembarcan en el puerto de Annaba en mayo de 1897, dejando a Trophimowsky junto a Wladimir y Nicolas.

    Entonces Isabelle tiene 20 años. Cambia su aspecto europeo por una chilaba blanca, mantiene el cabello corto, afeitado, fuma kif, habla en árabe. Pero hay dos cosas aún más decisivas: se convierte al islam y comienza a escribir la novela Trimardeur. Al mismo tiempo corrige otra más breve titulada Yasmina. Un tunecino le pide matrimonio; lo rechaza, pues carece de cualquier sentido de posesión, es feliz viajando con su madre. Pero lamentablemente, las quimeras del viaje caen de golpe en una zona ciega: Nathalie enferma del corazón y muere en Bône el 28 de noviembre de 1897, producto de una crisis cardíaca.

    En la soledad del país de arena, Isabelle bebe en exceso, escribe poco, se refugia en la muda contemplación de la naturaleza. Según una epístola enviada a un amigo: “Me analizo con todas mis fuerzas, utilizo mi energía para poner en práctica el aforismo estoico: Conócete a ti mismo”. Bajo ese estado de orfandad abandona Bône y se marcha a Argel. Allí recibe la desgarradora noticia del suicidio de su hermano Wladimir, ahogado con gas. La familia muta en una constelación lejana a la que acude únicamente en el recuerdo. Se ignora el trayecto de Eberhardt durante ese periodo, solo se sabe que reside en Túnez y que frecuenta las mezquitas con la misma intensidad con que recorre los bajos fondos, donde se rodea de trabajadoras sexuales, bandidos y expresos: “Solo me siento atraída por las almas que padecen de ese alto y fecundo sufrimiento que recibe el nombre de insatisfacción consigo mismo”, escribió en uno de sus diarios.

    Formada con las mismas libertades que un varón y rodeada de libros y plantas que parecían devorar la casa, Isabelle Eberhardt desarrolla una hambrienta pulsión por los estudios y la escritura: ‘Escribo porque me gusta el processus de creación literaria, escribo como amo, porque probablemente es mi destino. Y es mi único verdadero consuelo’. Este será el tono latente en todo lo que escriba.

    A comienzos de 1899 retorna a Ginebra. La casa está bajo un desmoralizante estado de abandono. Por ella camina Vava como un espectro, desconsolado por la muerte de Nathalie, y ahora enfermo de cáncer. En ese tiempo Isabelle sostiene un amorío con Archivir, un joven turco opositor al sultán Abdul Hamid, al que también renuncia porque África no la ha dejado indiferente. El desierto es una misión personal todavía incompleta. Necesita volver: “Ser libre y sin trabas —dice—, plantada en el centro de la vida, en ese gran desierto en el que sin embargo siempre seré una extraña”. El 15 de mayo Isabelle y Augustin entierran a Vava en el cementerio de Vernier.

    Pasados seis meses, regresa a África vestida con su atavío árabe. En sus cuadernos titulados Sahara y Vagabondages, relata su paso por Túnez y Constantina, trabajo por encargo de La Revue Blanche. Sin duda estos viajes serán su experiencia más reveladora. Allí se hará pasar por varón, adoptando el nombre definitivo de Si Mahmoud Saadi. “Se supone que soy un joven tunecino ilustrado que viaja para instruirse visitando las zaouias del Sur”. Anda a camello. Duerme sobre dunas, rodeada de moscas. En ese océano de arcilla escribe sus diarios, se trata de un proyecto espiritual y literario al que dedica horas enteras. Tiene una convicción: “Vivir una existencia doble, la del desierto, siempre aventurera, y la tranquila y dulce del pensamiento, alejada de cuanto pueda turbarla”.

    Durante los siguientes cuatro años regresa a Villa Neuve para encontrarse con Augustin, ahora ambos herederos de todo lo que allí va quedando. Recorre Gènes, Livorno, Cerdeña y París. Sin embargo, aburrida de los círculos intelectuales parisinos, decide volver a Ginebra. Isabelle ha tenido una formación anarquista, desdeña todo atisbo de autoridad, aun cuando esta sea de carácter intelectual. Ese tiempo lo dedica a terminar la versión definitiva de Rakhil.

    En 1900 vuelve al África, allí reanuda su vida de cafés moros, suburbios y andanzas a caballo, lugar donde al poco tiempo se casará con Ehuni Slimène, compañero hasta el final de sus días. En 1901 cae hospitalizada y, como en un presagio, escribe: “Esta noche todo parece tomar ese aspecto particular de las cosas en los días en que se deciden nuestros efímeros destinos”.

    El suyo, su destino, no será morir allí. Tampoco en el intento de homicidio que sufrió en Behima, cuando un tipo ligado a los tidjaniya, la atacó con un sable. Su destino tendrá naturaleza de catástrofe.

    El 21 de octubre de 1904, en la Ain-Sefra del sur oranés, el desborde de un río inunda la ciudad baja, que queda hecha un magma de agua y arena. Veintiséis personas mueren. Los militares emprenden excavaciones. Días más tarde, descubren el cadáver de Isabelle Eberhardt. Está bajo los escombros de una choza, con sus manuscritos desperdigados alrededor. “Nómada fui cuando pequeña soñaba contemplando las carreteras, nómada seguiré siendo toda mi vida”, dice en sus diarios. A eso podría añadirse: y nómada partí, con rostro de luna llena, esta vez para iluminar los horizontes inexplorados de la muerte.

     


    Los diarios de una nómada apasionada, Isabelle Eberhardt, BlackList, 2008, 292 páginas, $3.500 (eBook).

  104. El reverso de la colonización

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    El escritor y fotógrafo Johny Pitts nació en el norte de Inglaterra, durante el gobierno de Margaret Thatcher. Creció en Sheffield, en el área de Firth Park, que fue construida, como muchos lugares en el país, por un industrial próspero (el empresario del acero Mark Firth) que quería proveer, de forma paternalista, un distrito con casas decentes y lugares de recreación para sus trabajadores. También, como muchos lugares urbanos del país, con el tiempo Firth Park se convirtió en un espacio donde se mezclan los idiomas de Yemen, Jamaica, India y Pakistán, donde convive gente de Siria, Kosovo, Albania y Somalia, y donde se celebra el festival Diwali al mismo tiempo que una fiesta de reggae.

    Desde esa infancia y educación, Pitts pasó a ser lo que él describe como una creatura rarísima: un mochilero negro. Como un paseante o flâneur, otro personaje históricamente blanco (además de masculino), parte a recorrer Europa en un tour que destila una serie de ensayos e imágenes en su libro Afropean: Notes from Black Europe (editado recientemente en español como Afropean: notas sobre la Europa negra). El texto es un diálogo sobre las dinámicas entre Europa y África, exploradas desde el formato de un viaje por algunas de las ciudades grandes del continente: París, Bruselas, Moscú, Estocolmo, Berlín, Marsella, con paradas e interludios en lugares más pequeños o donde Pitts se queda menos rato.

    El término afropea fue usado por primera vez por David Byrne (vocalista de los Talking Heads) y Marie Daulne, la artista belga-congolesa fundadora del grupo Zap Mama, en 1991. Cuando se topó con Zap Mama por primera vez, Byrne vio un nuevo continente emergiendo, una especie de colonización en reversa, no una relación histórica sino una desplegándose en el ahora, sin exotismos. Para Pitts, afropean se convierte en un objeto de contemplación durante su viaje, el alejarse de una idea coherente e inmóvil de la experiencia negra en Europa y una oportunidad para conectar historias y personas sin absolutismos.

    El libro de Pitts teje historias de africanos en narrativas de identidad europea, ignorando las discusiones académicas y privilegiando la vista desde la calle. Casi siempre se aleja del circuito turístico, pero a veces coincide con él para revelar una historia olvidada: la abuela negra de Alexandre Dumas, autor del clásico francés Los tres mosqueteros; el hecho de que otro Alexandre, Pushkin —caracterizado a veces como el Shakespeare de Rusia— era de origen mixto y recibió mucha influencia de sus ancestros africanos. En Estocolmo, Pitts se lamenta de las formas limitadas de integración, bajo un aparente laminado de convivencia social, comentarios que resuenan fuerte en 2022, cuando la extrema derecha ha tomado el gobierno. En Marsella, se encandila con una de las entradas más dramáticas del continente: la maravillosa estación de trenes inundada de palomas, el contraste entre el tono ocre de la ciudad y el azul cielo de su ubicuo equipo de fútbol, que sirve como trasfondo de una urbe gigante y complicada, pero más cómoda que otras en su perfil racial. La “llegada fallida” de los habitantes de Cova de Moura en las afueras de Lisboa, un barrio satelital poblado por inmigrantes de Cabo Verde que emigraron para construir la capital portuguesa que no les dejó tener una casa y, por eso, armaron otra con basura y los materiales que fueron sobrando.

    Varios proyectos paralelos circulan en la misma órbita de Afropean, unos iniciados por Pitts, otros con vínculos más tenues con el concepto. El sitio web Afropean: Adventures in Black Europe, por ejemplo, es una revista multimedia y multidisciplinaria que explora las dinámicas sociales, culturales y estéticas entre las culturas europeas y de raza negra, a través de relatos de viaje, reseñas y ensayos. Un artículo reciente explora la relación entre la diáspora africana y prácticas socio culturales en Turquía, a través del concepto de lo cool que, precisamente, tiene una historia relacionada con la estética de la diáspora africana, que se mantuvo durante y después de la esclavitud y que denota aspectos de autocontrol y relajo, una forma moderada pero subversiva de ser desafiante (un texto clásico sobre esto es An Aesthetic of the Cool, de Robert Farris Thompson, publicado en 1973). Otro ejemplo es una edición especial de la revista bilingüe francesa / inglesa The Eyes, dedicada a una serie de fotografías históricas y contemporáneas que exploran temas relacionados con la identidad africana.

    Ni el Reino Unido ni Europa han tenido un movimiento político articulado de forma similar al de los derechos civiles en Estados Unidos, por lo tanto, la conversación sobre la posición de la cultura negra en la historia europea ha sido, al menos hasta ahora, más dispersa, menos definida, más cercana a la periferia.

    De viaje

    Afropean tiene un antecedente directo: el libro The European Tribe, del escritor, ensayista y dramaturgo Caryl Phillips, publicado en 1987. Phillips también usa el formato de un libro de viaje para recorrer, en su caso, una Europa donde en ese tiempo los negros eran menos visibles que hoy. El tono comparte la misma mirada en apariencia despegada y casi naïve de la guía turística, jugando con la postura externa que escritores blancos usaron, por mucho tiempo, para narrar sus viajes por África, como un observador mirando a una tribu que practica ciertos ritos novedosos. Pitts, de hecho, se encuentra, casi por coincidencia, con Phillips en el viaje de Afropean: en su pasada por Bélgica, se da cuenta de que Phillips también está ahí y se ponen de acuerdo para encontrarse en un hotel en Liège, una ciudad en el lado francés del país. Phillips ya no vive en Europa, hace años armó su vida en Estados Unidos para sacudirse del título totémico de “escritor de raza negra exitoso”, el eterno convocado a comentar los problemas raciales del momento. Es el mismo recorrido, pero en reversa, del héroe de ambos: el escritor norteamericano James Baldwin, quien terminó viviendo y muriendo como celebridad local en el pueblo costero francés Saint-Paul-de-Vence, otro lugar de peregrinación para fanáticos que Pitts visita en su paseo europeo.

    Este formato de documental de viaje también le sirve a Pitts para explorar una idea implícita pero fundamental en su libro: ni el Reino Unido ni Europa han tenido un movimiento político articulado de forma similar al de los derechos civiles en Estados Unidos, por lo tanto, la conversación sobre la posición de la cultura negra en la historia europea ha sido, al menos hasta ahora, más dispersa, menos definida, más cercana a la periferia. Pitts tampoco se siente cómodo con los pocos pasajes monolíticos de esta historia, que en su Inglaterra natal casi siempre se inscriben en la llamada generación Windrush: personas afro-caribeñas que llegaron a bordo de ese barco entre los años 1948 y 1973 a reconstruir un país que estaba de rodillas (como si en Chile usáramos el término la generación Winnipeg para referirnos al grupo de inmigrantes que, en nuestro caso, llegó a Valparaíso como refugiados de la Guerra Civil Española).

    Como miembros del antiguo imperio británico, los pasajeros del Windrush llegaron a una Inglaterra que muchos veían como propia. Existe un vínculo directo entre esas enfermeras del servicio de salud pública, conductores de buses y porteros de hospitales —que habían aprendido a actuar y hablar como británicos en las colonias—, y el Reino Unido contemporáneo, pero delimitar su viaje en un singular evento de inmigración masiva es precisamente lo que Afropean quiere evitar: la dinámica entre África y Europa no empieza ni termina en este mito fundacional de la nación multicultural. Más aún, como expone el trabajo del académico Hakim Adi, especializado en historia política africana, Windrush no fue ni la primera ni la más masiva inmigración de gente negra. Había africanos en las islas de Gran Bretaña antes de la llegada de los anglosajones, incluso antes de la presencia de los romanos. Se cree que el llamado Cheddar Man, el esqueleto más antiguo encontrado en Gran Bretaña, vivió hace unos 10 mil años, cuando las islas todavía estaban pegadas al continente europeo. Tiene el perfil genético de un hombre de piel negra.

    La versión popular de esta conversación acerca de la presencia o no de gente de etnia negra en Europa, de cuándo llegaron y quién estaba dónde, también ocurre a veces a través de series de televisión de época. Por ejemplo, Bridgerton, de Netflix, que trata de ocho hermanos de una prominente familia y sus relaciones durante el periodo de la regencia (en las primeras décadas del siglo XIX) en un Londres multicultural, multirracial y preocupado sobre la igualdad de géneros. O Sanditon, basada en la novela inconclusa de Jane Austen, donde aparece Georgiana Lambe —hija de una madre esclava y un padre que es dueño de una plantación de azúcar en Antigua—, el único personaje negro en toda la obra de Austen, a pesar de que se sitúa en el mismo periodo de la regencia. Según la escritora y periodista Charlotte Higgins, la ausencia de gente de color en otros libros de Austen solo demuestra dónde ponía su atención la escritora y no quién había llegado o no a Hampshire en esos años. Mientras el vecino de Austen, el político y panfletista William Cobbett, escribía sobre los desposeídos y los inmigrantes africanos, a ella le preocupaba la nobleza terrateniente y los jardines perfectamente podados.

    Afropean permite pensar cómo la etnia negra ha formado la cultura europea y sugiere la posibilidad de vivir en y con más de una idea: África y Europa, los mundos del hemisferio sur y la Europa Occidental, pero sin usar los recursos más conocidos de razas mixtas, identidades a medias, o descripciones raciales con apellido. Permite que la historia de alguien negro en Europa no solo sea exclusivamente una crónica de ser inmigrante, aunque la experiencia específica de esa persona muchas veces tiene que ver con traslados, movimientos, cruzar fronteras. En y de Europa. Y también reformulando su historia.

     


    Afropean: Notas sobre la Europa negra, Johny Pitts, Capitán Swing, 2022, 440 páginas, $44.000.

  105. Insectario de bichos raros

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    “‘Está vacante el cargo de juez en una ciudad de diez mil habitantes’, escucho a través del hilo telefónico (…). ‘Y eso, ¿qué tiene que ver conmigo?’, pienso, al escuchar su voz como una letanía. Siempre detesté a esos individuos que en mi imaginación recreaba bajitos y rechonchos, (…) mientras miran al acusado con el frío desprecio de un entomólogo”, dice en la primera página de “La propuesta”, uno de los 38 relatos que forman parte de la antología Teoría del espanto, del cuentista, poeta, novelista y exjuez Juan Mihovilovich (Punta Arenas, 1951). Y recalco esto último, porque las labores literarias y judiciales del autor están entrelazadas, y pese a que su mirada está lejos del “frío desprecio”, sí es bastante entomológica.

    Insectos y burocracia legal. Quizás ni siquiera hace falta agregar que sus protagonistas suelen estar atrapados en bucles sin salida —excepto, quizás, la muerte— para hacer evidente que la influencia más notoria, no solo en este recorrido que abarca cinco libros de cuentos publicados entre 1989 y 2018, sino también en una novela como El contagio de la locura (2005, semifinalista del Premio Herralde), es Kafka, aunque también hay varias marcas que dejan ver influencias latinoamericanas como Cortázar y, en menor medida, Rulfo.

    En los cuentos de Mihovilovich, cuya extensión varía de media página a casi una decena, predomina el párrafo largo y muchos discurren sin un solo punto aparte, una forma que el autor domina y usa a su favor, sobre todo cuando la narración tiende hacia la verborrea y lo demencial. Teoría del espanto reorganiza estos relatos en ocho secciones dedicadas a distintas temáticas y elementos recurrentes, como la infancia, la burocracia y la ley, la paranoia y la muerte, los animales, etc.; una división que resulta práctica, aunque quizá algo simplista por lo difuso de sus fronteras, dado que estos aspectos suelen mezclarse al interior de los cuentos.

    La segunda sección, por ejemplo, se denomina “Bichos raros”, pero esta noción es un descriptor bastante apto para muchos de los personajes de otras partes del libro, en particular de algunos de los cuentos más potentes, como “El mejor amigo del hombre”, en que sale a relucir la mirada del escritor-juez: “La codicia, la explotación, los abusos sexuales de niños y de adultos, el maltrato familiar, y ahora la ingestión de un perro, toda esa miseria humana que se viste de deprimente etiqueta al concurrir frente al estrado, está allí. La singulariza ese individuo esperpéntico que ahora estira su mano derecha y atrapa a la abeja encima de la Biblia contrahecha”.

    Hay algo en este mundo masculino que por momentos recuerda a otro escritor sureño, Francisco Coloane, en cuyas historias de hombres solos de vez en cuando se produce una breve pero intensa comunión (…). En este insectario de Mihovilovich, los bichos raros a veces también logran mirarse a los ojos, aunque sea por un instante, mientras son atravesados por el frío alfiler de su soledad radical.

    Entre los problemas del libro, el primero y más notorio se debe a la edición: el uso de tildes es espantoso. Pero en cuanto a los relatos mismos, más allá de que todos con la excepción de uno tengan protagonistas y puntos de vista masculinos, sus personajes femeninos suelen ser más planos y, es más, se evidencia una ligazón entre la femineidad y lo negativo. Un cuento que parece condensar lo anterior es “El sacristán”, una mezcla de crónica roja, psicología barata y las tramas de Psicosis y Vestida para matar que, sin el soporte estético de aquellas películas, resulta embarazosa incluso si ignoramos por completo su incorrección política. Reproduzco un fragmento con ligeros cortes, pero con sus tres errores ortográficos:

    El tono de su voz se agudizó tanto que se tornó evidentemente femenino. (…) Hablo (sic) de su niñez y de un padre autoritario que lo martirizaba. Que para evitarlo se escudaba en las faldas de su madre. Que sin saber cómo empezó a vestirse con ropas de su hermana (…) hasta que terminó delineándose las cejas y los labios. Contó cómo el infaltable tío lo invitó a su casa y lo violó. Si, (sic) violado a los diez años. Pero, en estricto sentido no fue violación, sino la consumación de un acto inevitable. Y comenzó a sentir que también ansiaba poseer. (…) ¿Y por qué con los niños? No lo sabía. ¿Cómo (sic) una forma de borrar la paternidad castrando la suya? Al final se puso histérico.

    Sin embargo, hay algo en este mundo masculino que por momentos recuerda a otro escritor sureño, Francisco Coloane, en cuyas historias de hombres solos de vez en cuando se produce una breve pero intensa comunión, como ocurre entre el narrador y el joven con síndrome de Down en “Bucear en su alma”. En este insectario de Mihovilovich, los bichos raros a veces también logran mirarse a los ojos, aunque sea por un instante, mientras son atravesados por el frío alfiler de su soledad radical.

     


    Teoría del espanto: Narrativa breve reunida, Juan Mihovilovich, edición de Claudio Maldonado, Ediciones UCM, 2021, 190 páginas, $12.000.

  106. La materia de la que están hechos los líderes

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    Las ciencias sociales llevan largo tiempo discutiendo acerca del dilema entre agencia y estructura. La duda es si son las personas o el sistema lo que determina los resultados sociales. Martin Wight lo describe a través de una pregunta: “¿La sociedad es la gente o las circunstancias dentro de las cuales la gente se forma?”. Un debate sin resolución posible que un par de libros actuales trae de vuelta, para dar un giro de tuerca más a esta discusión de siglos. En Personalidad y poder, el historiador Ian Kershaw aborda a los “constructores y destructores de la Europa moderna”, mientras que, en Liderazgo, el longevo exsecretario de Estado Henry Kissinger da cuenta de las estrategias que despliegan los estadistas capaces de dejar huella. Kershaw, biógrafo de Hitler y autor de una historia en dos volúmenes del Viejo Continente entre 1914 y 2017, repasa las trayectorias de 12 líderes que ayudaron a definir a Europa a lo largo del siglo XX. Kissinger, por su lado, escoge a seis estadistas notables, de casi todos los rincones del mundo, a los que le tocó conocer durante su carrera. En la disputa eterna entre agentes y estructura, el norteamericano se inclina por los primeros, mientras que el inglés opta por la segunda.

    La fascinación con los grandes personajes es antigua. Ya Plutarco advertía al comienzo de su obra sobre Alejandro Magno que “no escribimos historias, sino vidas”. También es duradera la idea de que son impulsos superiores y ajenos al individuo los que modelan el curso de los hechos. En Guerra y paz, Tolstói asimilaba la confrontación entre las potencias durante las guerras napoleónicas al choque entre bolas de billar empujadas por fuerzas irresistibles. Para estudiar estas últimas, escribía el autor ruso, hay que “cambiar por completo el objeto de la observación” y “dejar tranquilos a los reyes, a los ministros y a los generales”. Según Tolstói, el destino —y no los grandes hombres— pilotea el devenir histórico. Marx, por su parte, entendió que el ser humano solo hace historia de acuerdo con el marco estructural de su época, pues su espacio de maniobra está limitado por el modo de producción prevaleciente.

    Kershaw tiene reparos con la idea de los “grandes hombres”. Su listado incluye a personajes polémicos y sanguinarios, como Lenin, Stalin, Mussolini, Hitler, Franco y Tito (los “destructores”), y a Churchill, De Gaulle, Adenauer, Gorbachov, Thatcher y Kohl (los “constructores”). Considera que la grandeza es un criterio subjetivo, temporalmente variable, poco clarificador y moralista, del cual prefiere rehuir en favor de uno más neutro, menos problemático y más “científico”: el impacto y legado histórico de los personajes que examina. Aunque otorga un papel a la personalidad, entrega gran importancia a las condiciones en las que se desarrolló la trayectoria de cada uno de los personajes que revisa, en especial el sistema político en el cual operó.

    Kissinger también aprecia que “la combinación entre carácter y circunstancias es lo que crea la historia”, pero advierte que el énfasis en “los movimientos, las estructuras y las distribuciones de poder” conduce a la creencia errónea de que el ser humano carece de elección y está plenamente condicionado. Él no lo ve así. Estima que lo que hace crecer a un líder es su capacidad para vencer las circunstancias adversas, sin dejarse dominar por ellas. Tal como Kershaw, analiza a Adenauer, De Gaulle y Thatcher, pero añade otros tres personajes: el padre-fundador de Singapur, Lee Kuan Yew, el líder egipcio Anwar Sadat y el presidente estadounidense Richard Nixon, bajo el cual él sirvió como asesor de seguridad nacional y secretario de Estado, y a quien siguió viendo con regularidad después de su forzada renuncia a raíz del caso Watergate, en 1974. Al revés de Kershaw, Kissinger es capaz de distinguir grandeza en todo tipo de regímenes, pues para él lo que importa no es el escenario, sino las virtudes que cada cual despliega en él.

    El británico escoge una serie de villanos frecuentes. A Lenin, cuyo cuerpo embalsamado sigue descansando en un mausoleo en la Plaza Roja, lo identifica como una rara mezcla de ideólogo y revolucionario inflexible, con una enorme determinación para fundar la URSS, instaurar la política del terror que caracterizaría al régimen soviético y dejar como heredero (aunque se arrepintió a último momento) a Stalin. Este es descrito como “una personalidad horrible que bañó a su país en sangre y asesinatos y que dejó una marca más profunda en la Europa del siglo XX que cualquier otro líder, quizás con la excepción de Hitler”. El Führer, por su parte, era un fanático resentido que no solo arrasó con la vieja Alemania, sino que también provocó el mayor colapso civilizacional de la era moderna a través de un incalculable costo material y una “mancha moral” que hasta hoy resulta imposible lavar. Otros “bandidos” reseñados son el dictador fascista Benito Mussolini, el “caudillo” español Francisco Franco y el heterodoxo comunista yugoslavo Josip Broz, conocido como el mariscal Tito. Todos ellos usaron la violencia y, en mayor o menor grado, el terror, para llegar al poder y mantenerse en él hasta la muerte.

    Kissinger también aprecia que ‘la combinación entre carácter y circunstancias es lo que crea la historia’, pero advierte que el énfasis en ‘los movimientos, las estructuras y las distribuciones de poder’ conduce a la creencia errónea de que el ser humano carece de elección y está plenamente condicionado. Él no lo ve así. Estima que lo que hace crecer a un líder es su capacidad para vencer las circunstancias adversas, sin dejarse dominar por ellas.

    En el elenco de “constructores” que presenta Kershaw destaca Winston Churchill, poseedor de un enorme coraje y una convicción a toda prueba para denunciar el nazismo alemán y para poner de pie a sus compatriotas cuando pocos parecían dispuestos a hacerlo, aunque también indica que su inclinación imperial quedó superada por el desarrollo de los eventos. Algo parecido ocurre con De Gaulle, que fue capaz de vencer la resistencia de casi todos para convertirse en el líder de la Francia Libre durante la Segunda Guerra Mundial, luego rescató a su país del marasmo argelino, aunque a costa de faltar a su palabra, y diseñó a su medida el sistema político semipresidencial que hasta hoy rige en el país. A Konrad Adenauer lo ve como el reconstructor de una nación en ruinas, mientras que en Helmut Kohl identifica a un líder que superó un desempeño inicialmente mediocre para convertirse en el “canciller de la unidad”, aprovechando su momento con oportunismo y sentido histórico. Aunque no puede ocultar su antipatía ideológica respecto de Margaret Thatcher, reconoce en la primera ministra una determinación y una valentía poco frecuentes.

    Según Kershaw, hay algunos rasgos comunes en los personajes que examina: un carácter de hierro para alcanzar sus metas, un comportamiento autoritario que no aceptaba críticas, un profundo egocentrismo, un acendrado sentido de misión y el aprovechamiento de las situaciones críticas que les tocó enfrentar. No es raro que buena parte de los gobernantes mencionados estén relacionados de manera directa o indirecta con la Segunda Guerra Mundial, que para el autor fue “el gran motor de un cambio de época”. El historiador británico considera que las crisis son grandes moldeadores de líderes. Presta mucha atención al entorno político en el que estos se despliegan. Para Kershaw, la personalidad es un predictor significativo del comportamiento de los estadistas, pero más lo son el régimen de gobierno y el grado de concentración del poder que ponen en sus manos.

    Al contrario del británico, Kissinger solo escoge en Liderazgo a los que Thomas Carlyle llamaría “héroes”. A mediados del siglo XIX, Carlyle aseguraba que la historia universal “es, en el fondo, la historia de los grandes hombres que habitaron entre nosotros”. Kissinger parece adherir a esa idea e incluso ir tan lejos como el alemán Jacob Burckhardt, quien a principios del siglo pasado indicaba que existe “necesidad de hombres extraordinarios”, pues estos “encierran un alto valor para el mundo”. Kissinger concibe a sus seis reseñados como ejemplos a seguir en tiempos en que afloran la laxitud moral, el individualismo, la falta de espíritu de servicio y la escasez de confianza de Occidente en sí mismo. Males provocados, según él, por el largo período de calma geopolítica que siguió al fin de la Guerra Fría. “La época actual se encuentra desorientada porque carece de una visión moral y estratégica”, sostiene el diplomático.

    Estas carencias no se manifiestan en los estadistas que Kissinger presenta en Liderazgo. No se trata solo de políticos duchos y hábiles, sino también de personajes virtuosos, empapados del sentido del deber, agudos observadores de la realidad, líderes que no ocultaron las dificultades a sus pueblos, capaces de remontar problemas para desarrollar una estrategia y llevarla a cabo con éxito. A cada uno de ellos el autor lo asocia a una virtud que le facilitó cumplir con el diseño que se había fijado.

    Adenauer es el líder humilde, que reconoce y acepta los errores que condujeron a Alemania a la rendición incondicional y posee a la vez la fortaleza de carácter para conseguir que su país retome su posición internacional, sin renunciar a la idea de recuperar en el futuro la unidad entre las dos repúblicas germanas de posguerra e impulsando, al mismo tiempo, la inserción de su país en un proyecto europeo que garantice la paz en un continente desangrado por las guerras. De Gaulle es descrito como el militar con una voluntad férrea, que derrotó las adversidades para convertirse en el líder de la Francia Libre y soñar con “volver a convertir a su país en una nación grande e independiente”, como arengó en un discurso pronunciado en 1940. No solo eso. Merced a su visión y oportunismo, el general fue el personaje clave de la Francia de posguerra, impulsor de la V República y su régimen semipresidencial consular. Llegó a verse a sí mismo, de igual manera que lo hicieron millones de sus compatriotas, como el salvador de su país cuando este se consumía por la crisis de Argelia, a fines de la década de 1950 y comienzos de la siguiente. En el controversial Nixon, Kissinger aprecia a un presidente que tuvo una infancia de precariedad económica y una personalidad —insegura y compleja— cuya constante búsqueda de reafirmación lo llevó a su perdición. Pero también observa en él a un estratega fino, especialmente en asuntos de política exterior. Un líder que puso fin a la presencia norteamericana en Vietnam, diseñó e implementó la geopolítica del equilibrio con la Unión Soviética y dio un zarpazo histórico al acercar a Estados Unidos a la China de Mao Zedong.

    Sin proponérselo, Kershaw y Kissinger actualizan, cada uno desde su posición, un debate antiguo. (…) Quizás influido por su propia trayectoria y lo que le tocó ver y vivir en ella, el exsecretario de Estado estima que, si bien las condiciones ambientales juegan un rol relevante, ‘es la agencia humana la que convierte en inevitable aquello que parece serlo’. Por el contrario, el historiador británico admite que la ‘personalidad sigue siendo un factor de central importancia para el ejercicio del poder’, pero advierte que ‘cualquiera sea su personalidad, incluso el más experto operador político debe luchar para remontar los enormes asuntos estructurales que lo confrontan’.

    El mandatario egipcio Anwar Sadat es considerado por Kissinger como un adelantado, creador de una “audaz visión de la paz cuya concepción no tenía precedentes y cuya ejecución fue osada”. El autor destaca en él la virtud de la trascendencia, porque Sadat promovió una estrategia que pretendía alterar para siempre el conflicto perenne del Medio Oriente. Aunque solo lo logró a medias, dio un corajudo y gigantesco paso al firmar con Israel los Acuerdos de Camp David (1978). Esta decisión lo enfrentó a la incomprensión de sus vecinos (muchos de los cuales terminarían más tarde siguiendo la ruta pionera que él trazó) y en 1981 le costó la vida, al caer asesinado por extremistas islámicos que lo acusaban de traición a la causa árabe.

    Lee Kuan Yew es para Kissinger el político de la excelencia. La increíble historia de éxito de Singapur, un mini Estado situado en la boca oriental del estrecho de Malaca, no puede ser relatada sin hacer referencia a Lee, forjador de una nación con identidad propia, próspera y plenamente integrada al mundo, donde todo funciona como un reloj. La exigente y pragmática visión de Lee, que entendía la política como “una vocación no muy diferente del sacerdocio”, ayudó a formar un país en el cual la excelencia y la competencia técnica y administrativa son reglas inexcusables.

    Por último, según Kissinger, Thatcher es la prueba viviente de que actuar guiado por la convicción y una fortaleza personal a toda prueba siempre da réditos. Valora el hecho de que fuera capaz de dar vuelta una situación muy adversa cuando llegó al poder, en 1979. Lo hizo reformando la economía de acuerdo con su credo monetarista, restituyendo el orgullo nacional cuando la Junta Militar argentina invadió las islas Malvinas, en 1982, y oponiéndose a la radicalización burocrática del proyecto de integración europeo. Cuando le tocó dimitir en 1990, lo hizo con la bandera al tope, dejando un legado que influiría por décadas en la política británica.

    Kissinger subraya que los personajes reseñados en Liderazgo vivieron en una época marcada por el cambio social y cultural, transitando desde órdenes jerarquizados y aristocráticos a sistemas democráticos o, al menos, meritocráticos, donde la cuna ya no definía la suerte vital de las personas. Todos ellos, afirma, fueron criados en la clase media, en un mundo en transición donde prevalecían virtudes como la formación del carácter, la disciplina, la superación personal, la caridad, el patriotismo, la fe y la igualdad ante la ley.

    Sin proponérselo, Kershaw y Kissinger actualizan, cada uno desde su posición, un debate antiguo. Es una cuestión aparentemente de matices, pero que expresa una distancia amplia en la manera de entender los procesos sociales, sus resultados y las razones que explican la conducta humana. Quizás influido por su propia trayectoria y lo que le tocó ver y vivir en ella, el exsecretario de Estado estima que, si bien las condiciones ambientales juegan un rol relevante, “es la agencia humana la que convierte en inevitable aquello que parece serlo”. Por el contrario, el historiador británico admite que la “personalidad sigue siendo un factor de central importancia para el ejercicio del poder”, pero advierte que “cualquiera sea su personalidad, incluso el más experto operador político debe luchar para remontar los enormes asuntos estructurales que lo confrontan”. El debate continúa.

     

    Imagen de portada: Margaret Thatcher (Gran Bretaña), Charles de Gaulle (Francia), Konrad Adenauer (Alemania) y Lee Kuan Yew (Singapur).

     


    Liderazgo, Henry Kissinger, Debate, 2023, 648 páginas, $24.000.


    Personalidad y poder, Ian Kershaw, Crítica, 2022, 576 páginas, $23.000.

  107. La autoironía y referencialidad en las crónicas de Marcelo Maturana/Vicente Montañés

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    La crónica condensa, en una línea fronteriza entre ficción y realidad, uno de los paisajes más fecundos que exploran las plumas latinoamericanas actuales. Una muestra de tal versatilidad es el chileno Marcelo Maturana Montañés (Londres, 1955 – Santiago, 2023). Durante casi dos décadas de exploración del género, indagó sobre la memoria y la identidad en la clave de la identificación e incluso desindentificación y ruptura de estereotipos a través del humor.

    Marcelo Maturana fue un editor reconocido y solicitado por muchos escritores chilenos —durante algunos años trabajó en Alfaguara, luego de manera independiente— y, sin duda, con su destreza en el manejo de nuestra lengua mejoró muchos de los manuscritos de la narrativa chilena contemporánea. Además de sus piezas que están a medio camino entre la literatura y el periodismo, escribió ficción. “Las estaciones de la noche” fue el cuento con el que ganó el Concurso Paula en su edición de 2012. Sin embargo, otra serie de relatos, poemas e incluso una novela permanecen inéditos.

    Maturana, que a veces firmó sus textos como Vicente Montañés —dos nombres “reales” para un solo escritor—, fue el autor de las columnas Corto de Vista y Nervio Óptico, difundidas en los periódicos chilenos La Nación y Las Últimas Noticias, respectivamente. Nunca publicó en vida un libro que reuniera un corpus significativo de sus piezas; esto es extraño hoy en día, cuando muchos compilan sus escritos que aparecen en la prensa. Actualmente, hay un proyecto de antología bastante adelantado que ojalá vea la luz más temprano que tarde.

    En Corto de Vista y Nervio Óptico solía echar mano tanto a las remembranzas biográficas como a las referencias intertextuales para recrear, en lo que tal vez podríamos llamar “realismo alucinado”, ese territorio casi indiscernible en que se transmutan las sensibilidades estéticas, las vivencias personales, la observación sociológica, e incluso los planos urbanos o topográficos de la experiencia, por medio de una voz que mira. Es la suya, a menudo, una mirada anclada en la autorreferencialidad y la autoironía.

    Maturana/Montañés es un ejemplo de una poética periodística dentro de la tradición literaria de la narrativa contemporánea. La prosa poética original e inconfundible del escritor chileno se caracteriza por su tonalidad humorística; con su expresividad evidencia la riqueza y la elasticidad del género en América Latina. En los textos de Corto de Vista y Nervio Óptico se activan mecanismos de identificación y desidentificación y en ellos el humor en el lenguaje ejerce como mecanismo que potencia los diversos engranajes creados en el texto. El humor en la escritura funciona como el recurso al cual se echa mano para expresar en otro tono las referencias a la realidad, y que se palpa en la reproducción de las voces cotidianas, en las exageraciones o caricaturas, en la fina ironía, por solo mencionar algunos ejemplos. En MM/VM, el humor es un guiño constante en las palabras, siempre presente entre líneas, a menudo obligando a una doble lectura por las alusiones que a primera vista son, valga la paradoja, invisibles.

    El humor en la escritura funciona como el recurso al cual se echa mano para expresar en otro tono las referencias a la realidad, y que se palpa en la reproducción de las voces cotidianas, en las exageraciones o caricaturas, en la fina ironía, por solo mencionar algunos ejemplos.

    Como títulos de sus columnas, Corto de Vista y Nervio Óptico aluden a la mirada. Una mirada autoirónica y aguda, insólita a ratos, con la que Marcelo Maturana (o Vicente Montañés) elaboró, entre los años 2005 y 2023, crónicas que condensan su expresividad sobre el contrasentido frecuente de las vivencias cotidianas. Asistimos a sus sensaciones de estar y no del todo en el tránsito por una existencia que a veces parece conmovedora y a veces absurda. Esta gama variada de textos configura un otero especialmente útil para explorar esa frontera siempre movediza entre el periodismo y la literatura.

    El referente común en estos materiales diversos, publicados en La Nación de Santiago de Chile y en Las Últimas Noticias, LUN, en las columnas señaladas, es la experiencia personal y mental de la realidad cotidiana. Es, a menudo, una experiencia de la “derrota”, una suerte de pesimismo sonriente y escéptico que imprime una perspectiva particular de omnipresente melancolía a las columnas de MM/VM. Aparece la ciudad como territorio perdido y hoy degradado, la memoria, el paso del tiempo por los cuerpos, los habitantes de diversos espacios reales y alucinados, la inasible e inabarcable identidad mutante, la emocionalidad, el eros y la sensualidad.

    Sus columnas están, quizás, mal caracterizadas como “de opinión” —aunque son escritos que cumplen todos los requisitos de estas: los textos de Maturana/Montañés van más allá de este formato, pues, en lo formal, conforman una poética que responde a una constante exploración estilística y a una afinación de la escritura. Podríamos decir que son más bien crónicas en el sentido laxo del término: lo externo pero también lo interno, lo verificable y también una suerte de asociación libre disparada hacia la invención. No se trata aquí de un “periodismo” que hace uso de técnicas literarias de composición narrativa para contar un suceso real o una noticia; más bien, estos textos están siempre (por estilo, por imágenes, por la elección del punto de vista y de los tópicos) estirando los límites de una columna de periódico convencional (si es que existe tal cosa, por otra parte), aun cuando eventualmente se refieran a sucesos reales. Aparece una innegable densidad poética que resulta de la creación de imágenes tejidas con filigranas entre palabras inimaginadas, de la unión de campos semánticos disímiles que luego casan de manera inusitada, o más bien mandan al lector en un vuelo hacia otros parajes de las palabras de nuevas metáforas o metonimias o figuras para atrapar sensaciones.

    Así, MM/VM recurre, incluso al referirse a asuntos que suceden en la realidad, a diálogos insólitos, personajes convocados para la interlocución, atmósferas expresionistas, e incluso lo que el lector puede intuir como elementos ficticios que se amalgaman al referente real y facilitan su narración. Esos elementos se funden en los actos mismos que no sabemos a ciencia cierta si sucedieron efectivamente en la biografía de este escritor. Sería una suerte de trenza híbrida, un correlato real investido de cierta sutil irrealidad, pues ésta parece ser una escritura autorreferencial y experiencial.

    La intertextualidad con la obra de otros escritores, o con narraciones ficcionales como películas u obras de teatro, casi siempre aparece en los textos de Corto de Vista o en los de Nervio Óptico. En este cronista chileno es posible encontrar expresiones que, sin explicitarlo, funcionan como “frases hechas” provenientes de la tradición de otras letras, o bien dichos de personajes políticos: por ejemplo, de Ciro Alegría, el propio Homero o Fidel Castro, fusionadas con un verso de un poema que, intuimos, ha sido escrito por el propio autor. Los referentes reales son aquí (en los párrafos citados) un incendio en Valparaíso hace años y una famosa visita del líder cubano a Chile en 1971. La conexión hacia ese pasado está dada por el grito de los queltehues (pájaros) y por las ensoñaciones de la madrugada: se unen así los años 2014 y 1971 en la experiencia mental simultánea del narrador insomne que añora, por otra parte, el antiguo ferrocarril que unía el norte y el sur del país.

    En la crónica “Malos durmientes”, por ejemplo, se lee: “El verano me parece ancho y ajeno, y el mundo, ya está claro, es largo y ardiente como Valparaíso, cuyos viejos edificios ahora quemados deberían reconstruirse a la pata del ladrillo, y por dentro con fuentes y flores… En fin, quién dijo ‘aquí viene la aurora de rosados dedos’, si acá, en este pedazo de Santiago, la luz que se cuela por el ventanal es verdosa, anterior al sol. Oigo a unos queltehues que son tataranietos, o más, de aquellos que oí en la adolescencia segunda, cuando esta casa era nueva y un señor Allende recibía a otro que decía que alguna cosa debía hacerse ‘por la moral, por la moral, por la moral, por la razón, por la razón, por la razón’, mientras el que esto iba a escribir se dormía en unos pastos creo que de la Universidad Técnica de entonces, a media tarde de esa primavera del año 71, sin sacarse el uniforme secundario, incapaz de comprender nada, ni grande ni pequeño, aturdido de antemano por un sopor apolítico, insensible también a los aspavientos del amor, sentimiento revelado como ‘esa mentira / de la que juré ser cómplice un día’, según está escrito”.

    En este cronista chileno es posible encontrar expresiones que, sin explicitarlo, funcionan como ‘frases hechas’ provenientes de la tradición de otras letras, o bien dichos de personajes políticos: por ejemplo, de Ciro Alegría, el propio Homero o Fidel Castro, fusionadas con un verso de un poema que, intuimos, ha sido escrito por el propio autor.

    El humor como artificio expresivo casi siempre está ligado a las más audaces búsquedas literarias —Bajtín habla de la bivocalidad—, por el doble registro que implica. En Maturana/Montañés se da como una autoironía que, a la vez que cuestiona el entorno, aparece como mecanismo que pone al “narrador” a dudar de sí mismo, a relativizar su propia mirada. Está, también, asociado a la ficción y al timbre de voces que recrean la oralidad. Así ocurre —en relación con los conflictos de pareja y a la ambivalente demonización de la sexualidad en el habla coloquial— en estas líneas, donde se oponen con sarcasmo la ficción de una novela “utópica” aún inacabada y el recuerdo de una anécdota de hace cuarenta años. Todo condensado en la célebre frase del “crimen que nos hace felices” del Marqués de Sade:

    Los matrimonios eran (o serán) de a tres: dos mujeres y un hombre, o dos hombres y una mujer. Esto, según las autoridades, estimularía los celos: los ‘crímenes’ serían, mayoritariamente, pasionales y aplicados a alguien del mismo sexo. Y ocurrirían dentro del matrimonio, célula social primaria que, así las cosas, sobreviviría como núcleo procreativo pese a la muerte de uno de sus miembros… ¿Qué son, si no, los celos quemantes? Pero vamos a ello. Una distinguida profesional de la salud psíquica contaba que, cuando era adolescente, un año antes del golpe del 73 (que a tanto crimen institucional daría lugar), se divertía escuchando desde un segundo aparato los diálogos telefónicos de la asesora del hogar —la llamaremos Malva— con un cabo de la comisaría del barrio. ‘¿A qué hora sale hoy, Malvita?’, inquiría el funcionario de verde. ‘A las seeeis…’, decía la fámula. ‘Ya, a las seis nos juntamos… Y dígame una cosa, mijita, ¿cómo andamos pal crimen?’ ‘¿Pal qué?’, musitaba ella, como en la luna. El uniformado reía por lo bajo: ‘Usted sabe, Malvita, aquí en la comisaría somos muy maliciosos… Le llamamos el crimen a eso que…, usted me entiende’. Bueno, a eso que realmente nos hace felices. (“El crimen que nos hace felices”, 22-10-2008)

    Hay textos que adoptan la fisonomía de un cuento que en este caso no es lineal. Maturana entrega una historia con duplicidad, como sucede en las narraciones cortas que siempre contienen un recuento oculto: el que suele ser, a ojos del lector, el más interesante, el que es necesario desentrañar, el que nos manda a otros mundos y abre otras miradas ocultas (Piglia). Es palpable esta cara que no es evidente en “Lisboa disuelta”, un texto donde la evocación pasa por la historia de la capital portuguesa, sus habitantes navegantes, y que de repente aterriza en un lugar clandestino de Santiago, donde dos amantes furtivos que se dan cita en un espacio que también llaman “Lisboa” para sus amores inconfesados y aparentemente condenados a una ficción:

    Tengo un amigo que llamaba con ese nombre, ‘Lisboa’, a los aposentos secretos donde se reunía con una señora casada para obtener, a cambio de una historia ni triste ni alegre, la ilusión de tenderse en su camarote sentimental… Tomamos esa tarde muchas tazas de té, y me explicó, poniéndose cubitos de azúcar sobre la lengua, que aquella señora de ‘Lisboa’ le había ‘enseñado’ (es la palabra que usó) que el amor no existe, y que sus espejismos dulces son amargos entre los dedos, como azúcar disuelta. ‘Por lo menos, no existe en Lisboa’, agregó al ver mis cejas levantadas por el asombro… Hace años vi a la Lisboa real, calurosa y empinada, borroneada por el relumbre del sol en el agua, una ciudad-puerto donde se dice que desembarcó Ulises cuando se acercaba a las orillas del mundo conocido. Hoy Lisboa puede ser una frontera interior, cada uno sabe qué significa, y cada uno la construye sin darse cuenta, a su manera, quizás una ciudad que para sus habitantes de carne y hueso, si la vieran dentro de la cabeza del viajero que la busca, sería irreal o incomprensible.

    En los textos de Nervio Óptico algunas veces el escritor deviene personaje que dialoga con una misteriosa prima llamada Raquel. Aunque los tópicos son variados, Vicente Montañés asume la postura de desmontar los lugares comunes en los que incurre la prima y para ello se pone él mismo en los márgenes, en la situación de no encajar en la ciudad, en las conversaciones con los amigos, en la familia y en la propia sociedad santiaguina. Expone sus dudas, sus debilidades, sus falencias y, en un juego autoirónico cuestiona las supuestas identidades que convocan a los diversos colectivos, como se lee en “Párpados a media asta”: “‘Qué te importa’, dijo [Raquel], ‘preocúpate mejor del país en que vives hoy en día’. O sea: oye, imbécil, ya estamos viejos para jugar a las escondidas. ‘Ok’, murmuré, ‘pero es que soñé que este país…’. Iba a contarle, también, que un experto chileno en educación confesó en la tele que detestaba la manera de ser de los chilenos. Pero me abstuve. A la siguiente noche apagué la lámpara, masticando un chicle conceptual. Este país en que vivo. Nicanor Parra dijo que Chile no era un país, sino apenas un paisaje. No sé adónde quería llegar con ese verso”.

    Fabulaciones, soliloquios, recreaciones de escenas en espacios públicos y privados son los elementos de la ficción de los que echa mano para plantear preguntas sobre la “realidad” que lo interpela o situarse en un lugar del no lugar. En algunos recurre a la memoria de la infancia y la adolescencia de una época en la que aún el futuro se vislumbraba como una página en blanco, pero que al revisarla desde el presente le deja y nos deja a sus lectores la sensación de un tiempo vacío y nunca cumplido a cabalidad. Aunque a veces el referente sea, como en “Un manotazo en el pecho”, político y del todo real, suscitado por la inédita y catártica profusión de testimonios y debates sobre los crímenes de la dictadura, expuestos en la televisión chilena en 2013, al cumplirse 40 años del golpe de Estado:

    Escuché testimonios espeluznantes de mujeres y hombres torturados en Tejas Verdes o en Villa Grimaldi, e inevitablemente me pregunté si mi persona hubiese resistido (probablemente no) sin enloquecer o degradarse un trance semejante. No sé si otros se preguntarán lo mismo. Es una maldita curiosidad y un extraño, injustificado sentimiento de ‘culpa’ por haber atravesado la dictadura prácticamente intocado. La única medallita en mi pecho es un fuerte manotazo ahí mismo, asestado durante una especie de allanamiento y acompañado de una pregunta bilingüe: ‘¡Anda diciendo dónde está my father!’. El padre buscado era el mío, por supuesto, no el de aquel advenedizo antropomorfo, agente-rata no sé si de la Dina o del Servicio de Inteligencia de la Fach, institución que interceptó y detuvo en otro lugar al autor de mis días.

    Este escritor logró crear atmósferas particulares en dos líneas, registró voces cotidianas, modismos, tonos que se oyen en la calle (demostrando un buen oído), en un muy corto espacio, se inventó pequeños relatos a veces coherentes o a veces inconexos pero que dan la sensación de que tocan los materiales profundos de la vida con gracia, humor lúdico y, al mismo tiempo, derrotismo y desesperanza.

    Una obsesión recurrente en los textos de Nervio Óptico firmados por Vicente Montañés es la muerte. Esta aparece referida a sí mismo o a seres cercanos. Revive un encuentro pasado con su padre muerto —empático con otros más que con el hijo— en un café de una calle santiaguina pero que bien podría ser una ciudad francesa, en esos juegos infinitos como la cinta de Moebius a los que acude este cronista invitándonos a imaginar. Ese diálogo lo refiere, a su vez, a la novela Réquiem de Antonio Tabucchi, cuyos personajes gravitan en un estado entre la consciencia y la inconsciencia, lo onírico y lo real como la febrilidad de su propia escritura.

    Recuerdo —escribe en “En un café de Lyon”— el episodio sobre ‘el padre joven’ del narrador en la novela Réquiem de Antonio Tabucchi. El padre soñado pregunta al hijo cómo fue su muerte. Puesto en los zapatos del narrador, yo diría: ‘No lo sé. Eso lo sabes tú, que —intuyo— la tenías pensada (…) Mi padre murió el año pasado, unas horas después de mi cumpleaños’.

    Y, en el último Nervio Óptico que escribió Montañés —“Virar en U”— y que fue publicado el día de su propia muerte, el 19 de agosto de 2023, anuncia en forma profética: “Las docentes de la enseñanza básica o preparatoria no enseñaban lo básico: prepararse para morir. Este reproche solo tiene sentido ahora, medio siglo más tarde”.

    Confluyen, entonces, en Marcelo Maturana/Vicente Montañés varios atributos propios de la crónica latinoamericana: una poética de la brevedad, el registro estilizado y elaborado de contextos locales y universales, y sin duda el cultivo cuidadoso de los diversos rasgos de este género textual. Este escritor logró crear atmósferas particulares en dos líneas, registró voces cotidianas, modismos, tonos que se oyen en la calle (demostrando un buen oído), en un muy corto espacio, se inventó pequeños relatos a veces coherentes o a veces inconexos pero que dan la sensación de que tocan los materiales profundos de la vida con gracia, humor lúdico y, al mismo tiempo, derrotismo y desesperanza. Hay, en suma, desde la lectura que propongo, dos voces que aparecen en las crónicas de Corto de Vista y los Nervio Óptico: el escritor que “fabula” como una voz irónica que recrea la vida, pero que parece saber que la sola estilización no es suficiente por sí misma, y la del cronista que sí conoce detalles “reales” del espacio que habita y que cuestiona esa ciudad que es insuficiente a todas luces por los desenlaces fatales de una modernización destructora del entorno y de la cual pareciera querer escaparse siempre. Entre las dos voces está el papel de los lectores activos que somos los responsables de reconstruir esa poética del espacio.

    Memoria, ficción, realidad, narrativa… todas palabras que convocan el género textual de la crónica. Maturana/Montañés fue uno de los exponentes de las diversas perspectivas que se pueden explorar en América del Sur dentro del género. El columnista y narrador chileno se paró desde la orilla más próxima a la ficción, la perspectiva personal y la autoironía que se nutría de múltiples referencias a otros escritores, de las frases hechas a las que daba una vuelta insólita, de la sensorialidad de una conciencia escéptica puesta en el mundo.

  108. Peter Orner: “Leer es una experiencia física”

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    Los grandes lectores son, por naturaleza, desconocidos. Porque esos lectores —los pocos que existen o han existido— pasan página tras página bajo un silencio clandestino, y rara vez comparten sus pensamientos por escrito o emiten sus opiniones en voz alta”, leemos en un ensayo sobre el béisbol, la muerte y la lectura que hizo Kafka —“un lector insuperable”— sobre el Quijote —la gran novela sobre un lector—, escrito por Peter Orner (Chicago, 1968), un gran lector que nos ha entregado ya dos volúmenes de textos sobre sus lecturas.

    Orner es autor de los libros de cuentos Esther Stories (2001), Last Car Over the Sagamore Bridge (2013) y Maggie Brown & Others (2019), además de las novelas The Second Coming of Mavala Shikongo (2006) y Love and Shame and Love (2011), pero las colecciones de ensayos ¿Hay alguien ahí? (2016; Chai Editora, 2020) y Sigo sin saber de ti (2022; Chai Editora, 2023) son sus primeras obras traducidas a nuestra lengua.

    Al adentrarse en cualquiera de estos dos libros, es claro que nos encontramos ante uno de esos lectores a los que da gusto leer: culto, sensible, profundo e inteligente, pero jamás académico o programático. Porque Orner se presenta, incluso antes que como escritor, como un lector incansable en cuyas afirmaciones se suele mezclar la agudeza analítica con el cariño por los autores a quienes admira: “La obra de Rulfo, en su esencia, se ocupa de estudiar las formas en que la gente se deshace del dolor que les producen las historias que no pueden dejar de contar”. Entre los escritores a quienes dedica ensayos se encuentran, además de Rulfo y Kafka, Virginia Woolf, Isaac Babel, Anton Chéjov, John Cheever y otras voces menos conocidas en el ámbito hispánico, como Gina Berriault, Andre Dubus o Wright Morris.

    Sigo sin saber de ti, su libro más reciente, compuesto por 107 textos cortos organizados en secciones tituladas como las partes de un día, comparte con ¿Hay alguien ahí? el cruce de memoria, crónica y ensayo que marca sus reflexiones desde y sobre la literatura, pero en las que también la vida, la muerte, las relaciones interpersonales y los recuerdos juegan un papel fundamental, ya sea que giren en torno a escritores, a su familia —como su padre, el gran fantasma que habita ambos libros y cuya muerte detonó la escritura del primero— o a otras personas a quienes conoció brevemente.

    ¿El proceso de escritura de Sigo sin saber de ti fue distinto al de tu colección de ensayos anterior?
    Sí lo fue, por alguna razón. En verdad no puedo explicarlo, solo sentí más libertad escribiendo este libro. Pienso que en el pasado me habría preguntado: ¿es este un ensayo? En Sigo sin saber de ti, me dije: da lo mismo, cualquier cosa puede ser un ensayo. Los pensamientos mismos son ensayos. El libro simplemente empezó a tomar forma de esa manera. Con algunos pensamientos. Siempre temprano en la mañana; este libro fue escrito usualmente antes del amanecer, que es cuando puedo pensar.

    Una diferencia sutil entre ambos libros tiene que ver con los géneros de los que hablan: mientras ¿Hay alguien ahí? se enfoca principalmente en el cuento, en Sigo sin saber de ti hay mucha poesía, algunas novelas y biografías, e incluso un par de diarios de vida y obras de teatro. ¿A qué se debe este cambio?
    Pasa algo parecido con lo anterior. No tenía una agenda particular, el libro solo creció a partir de la práctica diaria de pensar sobre lo que he estado leyendo, y pese a que me encanta el cuento por todo lo que puede hacer que otra prosa no puede, en este libro yo estaba muy disperso en términos de género, porque así es como leo, de manera dispersa…

    ¿Y abordas la escritura de manera distinta según el género de cada libro?
    No estoy seguro de haber pensado en esto. Mi acercamiento a la escritura sobre cualquier texto, ya sea que pretenda dedicarme a él o no, es como lector, no como escritor. Y nunca como alguna clase de experto académico. Pienso que está bien equivocarse sobre la literatura, pienso que está bien recordar mal. Muchas de mis lecturas son inexactas, ¿sabes? Son esas sensaciones que no podemos terminar de describir en papel con autoridad alguna. Leer es una cosa fluida para mí. Cambia constantemente. Lo único que no quiero sugerirle a nadie es una lectura fija sobre un texto en particular. Pienso en los ensayos de Sigo sin saber como si fueran unas especies de instantáneas. Mis impresiones de esa mañana…

    En Sigo sin saber de ti, me dije: da lo mismo, cualquier cosa puede ser un ensayo. Los pensamientos mismos son ensayos. El libro simplemente empezó a tomar forma de esa manera. Con algunos pensamientos. Siempre temprano en la mañana; este libro fue escrito usualmente antes del amanecer, que es cuando puedo pensar.

    ¿Tienes un interés particular por la literatura en lenguas extranjeras?
    Sí, yo hago un esfuerzo por leer traducciones. Recuerdo algo que dijo Milan Kundera, algo en la línea de, si no hubiera descubierto a ciertos autores en traducción, jamás hubiera encontrado el valor para intentar escribir yo mismo. Creo que restringirte a ti mismo a leer en tu lengua materna es muy limitante. Yo he encontrado a los míos por medio de la traducción. Rulfo. Levi. Babel. Szymborska. Más recientemente: Tove Ditlevsen, Silvina Ocampo y tantos otros. ¿Cómo podría empezar a agradecer a los traductores que me han traído las voces de estas personas a quienes no hubiese podido leer de otra manera?

    ¿Cómo lidias con las traducciones de tu propia obra? ¿Y cómo fue en el caso de la traducción al español de estos ensayos por parte de Damián Tullio?
    Me he involucrado en las traducciones de mi obra y he desarrollado relaciones cercanas con mis traductores al francés y al italiano. ¡Y Damián! Él es maravilloso y trabajamos muy bien juntos. Damián es un lector excelente y minucioso. Y dado que él mismo es un gran escritor, no tengo duda de que mejora mi trabajo. Lo veo como una colaboración.

    La literatura y la vida

    Como sugiere el subtítulo de ¿Hay alguien ahí? —“Apuntes sobre vivir para leer y leer para vivir”—, la literatura y la vida, y los diferentes modos en que se conectan, son los elementos principales de tus ensayos. Aquí no son opuestos, sino esferas que parecen coexistir en el mismo plano y con la misma importancia.
    Que coexisten en el mismo plano, sí, me gusta mucho esa idea. Pienso en la lectura no como un escape, sino como una extraña especie de experiencia vital simultánea. Así que puedo estar en el metro de Nueva York y caminando por las calles de Buenos Aires al mismo tiempo, ¿entiendes? Leer es una inmersión total en otra realidad igualmente poderosa.

    Sueles hablar no solo de cuándo, sino también de dónde lees (o relees) un libro y el modo en que eso afecta tu experiencia lectora, en especial cuando se trata de lugares públicos, donde puedes ser interrumpido por otras personas. ¿Por qué te importa tanto establecer la escena del momento en que lees algo?
    Pienso que el lugar donde leemos es importante porque leer es una experiencia física. Como el sexo, de alguna manera; usualmente mejor. Lo puedes hacer donde sea, y no sé por qué, pero siempre he disfrutado leer en público, de nuevo, como una manera de estar y no estar ahí al mismo tiempo. Además, sostener un libro te vuelve un poco invisible. ¿Y has notado alguna vez que vuelve incómoda a cierta gente? Todos los demás están cliqueando sin parar en su teléfono pero nunca se ven felices, ¿sabes? Siempre hay una mirada de consternación en el rostro de las personas que tienen la vista fija en sus celulares. Compara eso con la sensación de paz que alguien tiene en su rostro cuando lee un libro. Me desvié un poco, pero esto tiene que ver con el hecho de que leer no es una acción pasiva, es algo que haces con tus ojos, tu cerebro, todo tu cuerpo en realidad…

    Otros dos elementos centrales en tus ensayos son la paternidad y la muerte, no solo en relación a tus propias experiencias, sino también en las historias que cuentas sobre otros escritores.
    Es verdad que suelo saltar hasta el final de las biografías porque me interesa cómo concluyen esas vidas interesantes. No sé por qué, pero por alguna razón con esto recuerdo a Borges, quien dijo que lo atraían los principios y los finales, pero no lo que hay en medio. Quizás eso lo dice todo. Me pregunto dónde lo dijo, y si lo estoy recordando bien. Pero bueno, ese es más o menos mi punto, siempre me pregunto por qué ciertas cosas se presentan en mi mente cuando otras no. Y supongo que diría que para la mayor parte de la gente la infancia es lo que permanece. Y también las muertes de las personas que amamos.

    La manera en que cruzas constantemente vida y literatura parece entrar en crisis hacia el final de Sigo sin saber de ti, en un capítulo en que un amigo te cuenta que presenció una muerte, y cuando le respondes algo acerca de un cuento de Isaac Babel, él dice: “¿Nunca vas a parar? ¿No te cansas de hablar siempre de lo mismo?”, un exabrupto que culmina con: “Que ni se te ocurra, no digas una puta palabra más”. ¿Ese momento fue revelador o importante para ti?
    Sí, me hizo entender que hay un límite, ¿sabes?, para todo esto de la literatura y la vida. En ese momento mi amigo estaba describiéndome cómo vio a alguien siendo golpeado hasta morir en la calle y yo llegué y lo comparé con un cuento… Fue un poco atontado de mi parte. Debí haber estado escuchando su historia, no buscando una conexión literaria. Así que sí, hay un punto en que demasiada lectura (o más bien, demasiado hablar de la lectura) te puede volver un poco tonto.

     


    Sigo sin saber de ti, Peter Orner, traducción de Damián Tullio, Chai Editora, 2023, 256 páginas, $15.900.

  109. Las aventuras de Andrea Wulf por la ciencia y la filosofía

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    Imaginar un libro para el público general de más de 500 páginas, donde sus protagonistas sean figuras como Goethe, los filósofos Hegel y Fichte, el poeta Novalis, el explorador Alexander von Humboldt y otros intelectuales de fines del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII, con apellidos tan germánicos como Schelling, Schiller y Schlegel, puede parecer una misión cuesta arriba. Más aún si prácticamente toda la acción transcurre casi exclusivamente en una pequeña localidad del Sacro Imperio Románico Germánico.

    Pero esa es la invitación que realiza la escritora Andrea Wulf en su último libro, Magníficos rebeldes: viajar en el tiempo hasta una época en que Europa seguía gobernada por monarcas que determinaban gran parte de la vida de sus súbditos. En medio de ese ambiente opresivo, donde en muchas partes se censuraba a los filósofos por sus ideas, Wulf centra la mirada en un pequeño rincón de la actual Alemania: Jena, una ciudad de apenas 4.500 habitantes, que conservaba un aire medieval y donde un antiguo convento de dominicos alojaba a una universidad que constituía el centro de gravedad de la urbe.

    Por una serie de afortunadas circunstancias, como estar ubicada en la encrucijada de muchas rutas postales y el hecho de que la universidad estuviera en manos de cuatro duques al mismo tiempo (lo que en la práctica significaba que no había nadie efectivamente al mando), la ciudad de Jena gozó en ese entonces de un ambiente de libertad intelectual y efervescencia creativa, filosófica y científica.

    Una de las características de la escritura de Andrea Wulf es su maravillosa capacidad de construir atmósferas, que transportan al lector a escenas cotidianas, donde los personajes históricos se transforman en personas de carne y hueso. Así, podemos imaginarnos caminando por las empedradas calles de Jena, siendo testigos de animadas conversaciones sobre filosofía, ciencia y poesía, o bien escuchando el entrechocar de las jarras de cerveza en alguna de las numerosas tabernas de la ciudad.

    Todo lo anterior lo realiza basada en una exhaustiva investigación que da fundamento y validez —o al menos verosimilitud— a las situaciones descritas. Por algo la autora dedica más de 150 páginas al final del libro a una sección completa de notas y fuentes bibliográficas (que cualquier lector promedio puede saltarse sin ningún complejo).

    Más allá de sabrosos episodios de encuentros, diálogos y disputas que emergen tempranamente en el llamado Círculo de Jena, Magníficos rebeldes rescata un momento crucial en la historia, donde el yo se instaló en el centro del pensamiento, gracias al trabajo de un revoltoso grupo de novelistas, poetas, críticos literarios, filósofos y ensayistas que transformaron la experiencia individual en la estrella guía de la vida: “Hoy en día, pocos fuera de Alemania han oído hablar de Jena, pero lo que ocurrió allí en esos pocos años aún se encuentra entre nosotros. Aquellos pensadores visionarios aún están junto a nosotros. Todavía pensamos con las mentes de aquellos pensadores revolucionarios, vemos con su imaginación y sentimos con sus emociones. Puede que no seamos conscientes, pero aquella forma de entender el mundo todavía vertebra nuestras vidas y nuestro ser”, escribe Wulf.

    Independiente del profundo impacto intelectual de este grupo de pensadores, uno de los ingredientes que más sabor y aliño da al relato es lo poco magnífico de los personajes, con sus continuas disputas y traiciones. Es la constatación de cómo la búsqueda apasionada de ideales elevados puede desembocar en la obstinada persistencia del egoísmo y la rivalidad desatada.

    Hacia el final del libro y ya habiéndose dispersado el Círculo de Jena, luego de transformarse en un verdadero nido de víboras, la autora rastrea la influencia de estos pensadores en las generaciones posteriores: desde los poetas románticos ingleses hasta el presente, pasando por el pensamiento de Sigmund Freud y James Joyce: “Sus ideas arraigaron tan profundamente y con una rapidez tan inusitada en nuestra cultura y nuestro comportamiento, que hemos olvidado de dónde proceden. Ya no hablamos del Ich (Yo) autónomo de Fichte porque lo hemos interiorizado. Nosotros somos ese Ich. Dicho de otro modo, hoy damos por sentado que juzgamos el mundo que nos rodea a través del prisma de nuestro yo: esa es la única manera en que podemos actualmente dotar de sentido nuestro lugar en el mundo”.

    Una de las características de la escritura de Andrea Wulf es su maravillosa capacidad de construir atmósferas, que transportan al lector a escenas cotidianas, donde los personajes históricos se transforman en personas de carne y hueso. Así, podemos imaginarnos caminando por las empedradas calles de Jena, siendo testigos de animadas conversaciones sobre filosofía, ciencia y poesía, o bien escuchando el entrechocar de las jarras de cerveza en alguna de las numerosas tabernas de la ciudad.

    El nuevo mundo de Humboldt

    Magníficos rebeldes ha tenido una recepción favorable tanto del público como de la crítica especializada, siendo incluido en las listas de mejores publicaciones del 2022. En este sentido, sigue la senda de su anterior libro, La invención de la naturaleza, publicado hace siete años en más de 25 países y que recibió numerosas condecoraciones, incluyendo el Premio al Mejor Libro Científico de la Royal Society (un honor que con anterioridad recibieron destacados divulgadores, como Stephen Hawking y Bill Bryson).

    Hay varios puntos en común entre ambos libros. Tal como se lo propone Wulf en Magníficos rebeldes, en La invención de la naturaleza busca conectar desconocidos y olvidados pasajes ocurridos siglos atrás, con un legado que perdura hasta hoy, esta vez en el campo de la ciencia, la ecología y el medio ambiente. Un legado tan transversal e incorporado dentro del imaginario colectivo, que habitualmente lo pasamos por alto.

    Un segundo punto de conexión está relacionado con el personaje de Alexander von Humboldt, quien cumple un rol más bien secundario en la historia del Círculo de Jena, pero que en La invención de la naturaleza se despliega con toda majestad en sus más de 400 páginas.

    A lo largo del mundo nos encontraremos con ciudades, ríos y cordilleras que llevan su nombre. La corriente oceánica que baña la costa sudamericana, una especie de pingüino, un calamar gigante e incluso uno de los “mares” o planicies de la Luna están bautizados en honor al explorador, geógrafo y naturalista Alexander von Humboldt (1769-1859). Toda esta multitud de nombres refleja el impacto de su obra en la curiosidad e imaginación de las personas del siglo XIX. De hecho, el centenario del nacimiento de Humboldt, en 1869, se celebró a nivel global, con grandes eventos en Europa, África, Australia y todo el continente americano, con miles de asistentes festejando al gran naturalista.

    Las aventuras de Humboldt parecen sacadas de un cuento infantil: exploró las profundidades de la selva tropical, escaló los volcanes más altos del mundo e inspiró a príncipes y presidentes, científicos y poetas. La revolución de Simón Bolívar se alimentó en parte de sus ideas; Darwin se embarcó en el “Beagle” gracias a Humboldt, y el Capitán Nemo de Julio Verne poseía todos sus libros. En palabras de un contemporáneo, fue “el hombre más grande desde el Diluvio”.

    Pero con el paso del tiempo y el devenir político, este entusiasmo fue apagándose y restringiéndose al mundo académico. Tal como con el Círculo de Jena, Andrea Wulf muestra a través de un relato apasionante y cotidiano por qué la vida y las ideas de Humboldt siguen siendo tan importantes en el presente. Dos de sus innumerables contribuciones fueron, por ejemplo, haber detectado ya en 1800 la amenaza del cambio global inducido por el ser humano y la concepción de la naturaleza como un todo complejo e interconectado.

    En su retrato del naturalista, Wulf le da un aire de Tintín a las aventuras de Humboldt por selvas, desiertos y montañas. Dentro de las escenas, se incluyen momentos que hoy escandalizarían a cualquier grupo animalista. Por ejemplo, para estudiar las anguilas eléctricas que se escondían en los fondos de charcas poco profundas en Venezuela, envió caballos a las aguas. Los animales sufrieron una dolorosa y espantosa muerte, todo para comprobar los efectos de la electricidad de las anguilas.

    Una de las críticas que se podrían hacer al libro es su visión extremadamente eurocentrista. No se trata de reinterpretar hechos de hace dos siglos con ojos contemporáneos, aplicando otros estándares éticos o morales. Sin embargo, Andrea Wulf tiende de manera involuntaria a consolidar viejas visiones respecto del aporte de europeos y latinoamericanos al desarrollo de la ciencia. América Latina es descrita básicamente como un territorio salvaje, del cual Humboldt extrae detalladas muestras y minuciosos datos, que son analizados tiempo después en despachos europeos. Extrañamente, la autora pasa casi por alto la larga estadía de Humboldt en México, que en ese entonces conformaba el Virreinato de la Nueva España. En Ciudad de México visitó instituciones como el Colegio de Minería y la Academia de Bellas Artes, pero no hay menciones al intercambio de Humboldt con académicos y eruditos locales, muchos de ellos con un conocimiento acabado de las especies que el naturalista recolectaba.

    Dejando de lado esta limitación, La invención de la naturaleza constituye un relato fascinante de viajes, aventura y exploración.

    Ese espíritu aventurero en el relato de Andrea Wulf quizás está relacionado con la propia biografía de la autora. Ella nació y pasó sus primeros cinco años en India, debido al trabajo de sus padres en ayuda internacional para el desarrollo. Creció en Alemania, donde realizó sus primeros estudios universitarios y después, sin un plan muy definido, se trasladó a Londres. Allí terminó completando su formación en historia del diseño, ciudad donde actualmente reside. Además de su obra literaria y la contribución regular en importantes diarios y revistas internacionales, ha aparecido de manera regular en radio y televisión del Reino Unido, Estados Unidos y Alemania, incluyendo el documental Nuestro Humboldt, coproducido por las cadenas ZDF (Alemania) y Smithsonian Channel (Estados Unidos).

    En su retrato del naturalista, Wulf le da un aire de Tintín a las aventuras de Humboldt por selvas, desiertos y montañas. Dentro de las escenas, se incluyen momentos que hoy escandalizarían a cualquier grupo animalista. Por ejemplo, para estudiar las anguilas eléctricas que se escondían en los fondos de charcas poco profundas en Venezuela, envió caballos a las aguas. Los animales sufrieron una dolorosa y espantosa muerte, todo para comprobar los efectos de la electricidad de las anguilas.

    A la caza de Venus

    El tercer libro disponible en español de Andrea Wulf rescata otra hazaña intelectual del polvo de la historia: narra los pormenores de la primera colaboración científica mundial, en medio de ejércitos en guerra, huracanes y tragedias personales.

    En la actualidad estamos acostumbrados a ver colaboraciones científicas de carácter global. Chile acoge importantes observatorios astronómicos que son el resultado de grandes consorcios, con participación de investigadores de diferentes continentes. Por ejemplo, las primeras imágenes directas obtenidas de un agujero negro fueron el resultado del trabajo conjunto de observatorios repartidos por todo el planeta que conformaron una suerte de telescopio virtual del tamaño de la Tierra.

    Este espíritu de colaboración que ahora parece tan natural en muchos campos de la ciencia, no era una práctica extendida siglos atrás. Una de las primeras oportunidades en que equipos se repartieron por diferentes partes del mundo para hacer mediciones de manera simultánea en busca de un premio mayor fue para el tránsito de Venus de la década de 1760.

    Los tránsitos se producen cuando un objeto (como el planeta Venus) pasa delante de otra estrella (en este caso, nuestro Sol). Los tránsitos de Venus son muy poco frecuentes: ocurren de a pares, separados por más de un siglo. El siguiente tránsito de Venus que podremos ver recién ocurrirá en el año 2117, es decir, las personas que nazcan el 11 de diciembre de este año podrán celebrar su cumpleaños número 94 para el siguiente tránsito de Venus.

    Viajando hacia el pasado junto a Wolf, a mediados del siglo XVIII, uno de los grandes misterios de la ciencia era el tamaño preciso del sistema solar. Ya se conocía el espaciamiento relativo entre los planetas, pero no sus distancias absolutas. ¿Cuántos kilómetros deberíamos viajar para alcanzar otro mundo?

    Venus tenía la clave para responder esta pregunta, según el astrónomo Edmund Halley. Este concluyó que, si se observan tránsitos de Venus desde lugares muy distantes en la Tierra, se podría triangular la distancia a Venus usando una técnica conocida como paralaje. Esta misión cautivó a cientos de científicos que emprendieron expediciones por todo el mundo, incluyendo al gran explorador James Cook. En un momento en que la guerra desgarraba a Europa y a gran parte del resto del mundo, debieron superar fronteras políticas, geográficas e intelectuales, en un intenso relato de aventuras y luchas personales que Andrea Wulf construye con gran nivel de precisión y basada en abundante documentación.

    A diferencia de otros libros de divulgación científica que constituyen magníficos y hermosos libros de mesa, pero que son de muy difícil lectura, En busca de Venus no requiere de conocimientos avanzados de matemáticas para comprender la aventura que Wulf nos propone. De hecho, se agradece que la trigonometría quede relegada a una nota al pie.

    El contenido científico se introduce con amabilidad en la primera parte del libro, tras lo cual nos arrojamos a la aventura, con piratas, plagas, astrónomos y científicos como Benjamín Franklin, en una época donde los investigadores debían sincronizar sus observaciones a lo largo del planeta, sin internet ni sistemas de posicionamiento global. El resultado final es un elogio a la curiosidad, al espíritu de exploración y a la importancia de la colaboración global, en busca del conocimiento, superando enormes obstáculos y adversidades.

     


    Magníficos rebeldes. Los primeros románticos y la invención del yo, Taurus, 2022, 592 páginas, $22.000.


    En busca de Venus. El arte de medir el cielo, Taurus, 2020, 396 páginas, $16.000.


    La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander von Humboldt, Taurus, 2016, 578 páginas, $19.000.

  110. La crisis de la crítica (literaria, local)

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    Coincidiendo con los planteamientos esenciales Roberto Careaga y también con los de Joaquín Castillo respecto del diagnóstico de la crítica literaria local, me parece que hay otros temas de la realidad crítica que se pueden sumar. Creo que es fundamental poner a la crítica literaria como parte de lo que hoy se reconoce como el “ecosistema del libro”, el que no solo está determinado por las variantes tradicionales de creación, edición, publicación y recepción, sino que debiéramos considerar otro factor fundamental, que remite al hecho de que en Chile existe hace ya algunas décadas un copartícipe fundamental de la escena literaria, el Estado. Un participante que a través de lo que se reconoce como las políticas culturales asociadas al contexto del libro y la lectura también tiene implicancias en la crítica, porque, se quiera o no, las líneas concursables y los fondos ministeriales específicos —incluyendo la gestión de los principales premios relacionados con el impulso a los creadores, los gremios y la industria— allí se alojan.

    Así, tal como recuerda Roberto Careaga, si Enrique Lihn se quejaba de que había un solo crítico y un solo diario hace 40 años atrás, la pregunta que podemos hacernos es qué pasó que no han surgido otros medios y otros críticos. Por otra parte, a la hora de los recuentos parece que tampoco todo el apoyo económico estatal logra que ese “ecosistema” del libro asegure sustentabilidad para las editoriales, las librerías y los autores, porque finalmente la subsidiaridad tiene aquí también sus restos. Un sistema público privado que da señales contradictorias ya que, cuando visitamos ferias como la Primavera del Libro, organizada este fin de semana, se aprecia un número importante de editoriales con nutridas novedades. Alguien dirá que nada comparable con la capacidad de las editoriales transnacionales, de ahí el curioso complemento de “independientes” que utilizan los sellos más pequeños. Por lo anterior, me parece que lo que refieren tanto Careaga como Castillo, remite más bien a cierta crítica que está asociada a los medios más tradicionales, lo que antiguamente se llamaba la prensa escrita y, en ese caso, sin duda, qué decir, sino que todo ha cambiado; y eso que el mundo intelectual valoraba, o designaba como meritorio a la luz de la guía crítica, se ha diseminado en diversas iniciativas y formas.

    Me parece importante sumar otro factor derivado de este principio que podemos identificar con —recordando el título de la novela de Milan Kundera publicada en 1973— que parece que “la vida está en otra parte”, en el sentido de que la crítica no logra alcanzar todo el espectro de la literatura que se estaría moviendo o desplegando en modos imposibles de rastrear para los radares tradicionales. Lo señalo porque creo importante reconocer que no solo existe la asimetría entre lo mucho que se publica y lo poco que se critica, por falta de medios, sino que además esto nos recuerda algo que comenzó a denominarse, desde fines del siglo pasado, como “el paréntesis de Gutenberg”. Noción que identificaba el complejo escenario que vivía la cultura del libro y la lectura, cinco siglos después de que el notable invento del orfebre de Núremberg cambiara la historia del libro. Cinco siglos que las nuevas tecnologías ponen en crisis en tanto otra mutación derivada de la escritura.

    Guillory también resalta la retirada del principio estético relacionado con el pensamiento crítico y lo que se entiende por juicio estético (me gusta / no me gusta), transformado hoy en un derecho de subjetividad.

    No es posible dar un solo nombre para la noción del “paréntesis de Gutenberg” cuando ya otros autores nos habían advertido de la crisis de la escritura y la lectura a fines del siglo XX, como el francés Jean-Pierre Bénichou en 1985 o el danés Lars Ole Sauerberg en 1990, para no remitir siempre a voces como las de Marshall McLuhan (Galaxia Gutenberg, 1962), Walter Ong (Oralidad y literacidad, 1982) y John Miles Foley (Tradición oral e Internet, 2012); hasta llegar a quien quizás es el que le dio el acabado final al concepto, el académico danés Thomas Pettitt en 2012. En Chile, Adriana Valdés lo mencionó tempranamente en su libro de 2017 Redefinir lo humano: las humanidades en el siglo XXI.

    Como se aprecia en estos autores, no es solo la crítica lo que está en crisis, o más bien en mutación, lo que ocurre es que cuando hablamos de crítica no estamos asumiendo las nuevas formas que pueden identificarse en medios no impresos, es decir más allá de lo que queda de la prensa tradicional. Por lo que, si nos parece una tragedia el que la crítica verdadera se dé en espacios íntimos, conversaciones, cafés y bares, definida por grupos de amigos y pasillos, me parece importante sugerir que existen otros medios en los que también se hace crítica literaria. Instancias que hoy quizás no podamos reconocer como tales, pero que sin duda serán reconocidas como “la crítica” cuando las generaciones futuras vuelvan la vista atrás y miren el segundo cuarto del siglo XXI.

    Esta nueva dimensión digital y social es aquella que encontramos en plataformas de Internet, en formatos que por cierto no siempre son escritos —en la versión de la pluma y el ojo crítico— sino que pueden adquirir la forma de posteos de Instagram y Facebook, pódcasts en plataformas de audio y streaming, booktubers en YouTube o tiktokers que tienen miles de miles de lectores, auditores y seguidores. Sin contar, por cierto, con la enorme red de recomendaciones que solemos identificar con Goodreads u otras. Las que además abarcan el universo de recomendación de audiolibros, entre otros productos de la cultura, donde por cierto convergen también el mundo de los cómics, los juegos de mesa y los videojuegos. Lo que ocurre quizás es que el “paréntesis de Gutenberg”, es decir el nuevo contexto de la lectura y el libro (+ Internet + oralidad + audiovisualidad), incluye hoy también a la crítica literaria. No solo a nivel de los medios, sino también respecto de su rol en ese otro ámbito donde la crítica encontró un espacio cómodo: la academia.

    Los focos de emisión son presa de los propios algoritmos y hacen circular flujos predefinidos sin criterio más que el comercial. Esto, sin siquiera considerar lo que aportará el universo creativo asociado a las plataformas de escritura asistida con Inteligencia Artificial, que prefiero dejar para otro momento.

    Me permito un desliz autorreferencial, porque acabo de publicar en la nueva revista chilena, Archipiélago, una reseña del libro del profesor John Guillory, Professing Criticism (2023), que da cuenta de la historia de la crítica literaria anglosajona, su crisis actual, y de cómo, en sus últimos giros, es parte de la devaluación de las humanidades en las universidades del hemisferio norte angloparlante. Allí señalo también otro aspecto que me parece relevante para pensar la situación que describen Careaga y Castillo en sus respectivas columnas, y se trata de la nueva situación derivada de dos aspectos que influyen, como decía, el “ecosistema” general de la cultura letrada, y que remiten a una serie de señales que se anuncian, hace un buen tiempo ya, y que el estudioso estadounidense releva: primero, la crisis ante el abandono del foco lingüístico y cognitivo que permite la práctica intelectual y su relación con la conciencia de la propia materialidad del lenguaje, base del desarrollo del pensamiento. Luego, la pérdida del potencial moral relacionado con la estimulación de virtudes públicas o éticas, que son fundamentales, permitiendo la comprensión de los valores culturales que las obras literarias en sí mismas guardan. Guillory también resalta la retirada del principio estético relacionado con el pensamiento crítico y lo que se entiende por juicio estético (me gusta / no me gusta), transformado hoy en un derecho de subjetividad. Y, por último, destaca el principio epistémico, fundado en que la disciplina literaria y también la crítica misma pone en escena el valor y las formas de conocer, cuestión que, por cierto, también está en una fase compleja.

    Me parece importante sumar a estos aspectos que mencioné, y que espero se entienda que son más bien descriptivos, no preferencias personales, el central para la crítica misma que implica comprender que si estamos siendo testigos de sendos discursos para llamar la atención acerca de la pérdida de certeza y de medios fidedignos y certificados de información, desde el propio periodismo, es evidente que algo similar ocurre con aspectos de la cultura que se ven transformados en nichos y tendencias. Los focos de emisión son presa de los propios algoritmos y hacen circular flujos predefinidos sin criterio más que el comercial. Esto, sin siquiera considerar lo que aportará el universo creativo asociado a las plataformas de escritura asistida con Inteligencia Artificial, que prefiero dejar para otro momento. Por lo mismo, ya son pocas la señas que remiten a valores estético generales, nacionales o universales a la antigua, sino más bien todo está bajo el modelo del cosmopolitismo digital e interconectado que impera, a pesar del amor que podamos tener por los libros o por lo noble que nos pueda parecer el que la crítica sea ejercida por críticos o desde la academia. Mientras, autores que venden mucho deben su popularidad a un grupo ingente de lectores no representados por la crítica, puesto que sus obras no serían “literatura”.

    Esto ya lo han señalado en el contexto hispanoamericano, donde es patente que los libros más vendidos poco tienen que ver con la crítica especializada y los principales medios de comunicación. Un caso claro es el éxito de la escritora estadounidense Colleen Hoover (1979), con más de 20 millones de copias vendidas y casi nula presencia en la crítica tradicional, allá y acá. Parecido sucede en España, tal como llamó la atención Begoña Gómez Urzaiz en el diario El País en 2022, con figuras superventas como Elísabet Benavent (1984), Luz Gabás (1968), Alice Kellen (1989) y Megan Maxwell (1965), quienes simplemente no aparecen en los diarios. Aquí en Chile tampoco hay espacio, por ejemplo, para sagas románticas como las de Denise Hunter (1968) o las históricas de Ken Follett (1949), las fantásticas de Brandon Sanderson (1975), las que, insisto, son leídas por millones de personas, y representan entradas millonarias para las editoriales, aunque no sean parte de ningún tipo de canon. Sin embargo, cuando se les nombra ante la academia y la crítica, reconozcámoslo, fruncimos un poco el seño porque no son elegidos como “la literatura” que la propia literatura quiere reconocer y celebrar. Aquí es donde surge el último aspecto que me parece importante mencionar, y es el desencuentro que marca la escena de la crítica cuando no se abre a un equilibrio mínimo respecto de lo que realmente los públicos leen, o es más, cuando creemos que ese publico puede ser identificado con un solo segmento de audiencia. Lo complejo es que lo mismo ocurre con las políticas culturales de parte del Estado, que también intenta ejercer su propia influencia en lo que los más jóvenes deben leer, suponiendo que ese segmento es igualmente unitario y cohesionado. Cuando sabemos que ya no es así. Ni mencionar que el audiolibro gana adeptos día a día y que tal como señala Pettitt, es inevitable una vuelta a lo oral y, hoy, audiovisual, para reconfigurar el futuro de la lectura. En fin, como se aprecia, más allá de si en Chile la crítica literaria ha pedido su rol y fuerza, su espacio y medios, creo importante reconocer que el “ecosistema” mismo está en una metamorfosis radical. Nos guste o no.

  111. Jon Fosse, variaciones sobre el vacío

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    En principio, casi se podría decir que el teatro de Fosse pone en duda el término drama. Si la etimología del término se refiere a la acción, incluido el sentido de “decisión puesta bajo la mirada de los demás” que le atribuye Denis Guénoun, en realidad solamente podemos constatar su desaparición en las obras y la pasividad esencial de los personajes. La única “acción” que marca el desarrollo de algunas obras de Fosse es la muerte de uno de los protagonistas: ocurre en El niño, La noche canta sus canciones, Un día en el verano, El hijo y Variaciones sobre la muerte. Pero incluso en este caso, la muerte no es el tema de la obra, no constituye ni un punto crucial ni un desenlace. Además, el acontecimiento como tal siempre está silenciado, atenuado, ya sea porque no lo presenciamos, teniendo lugar la muerte fuera del escenario (en El niño, La noche canta sus canciones, Un día en el verano) y a veces también fuera del tiempo escénico (en Variaciones sobre la muerte, nos enteramos de la noticia tras la muerte de la joven); ya sea porque está en cierto modo desdramatizada: no comprendemos la causa (es el caso de Un día en el verano y Variaciones sobre la muerte), o bien esta causa es irrisoria (en El hijo, La noche canta sus canciones). Por otra parte, como veremos, la escritura de Fosse provoca una retención de la emoción que juega un papel importante en esta impresión de desdramatización. Ampliando un poco el trazo, y salvo excepciones, la muerte como acción no altera el tenor del diálogo de la obra ni le da ningún movimiento particular.

    Este aspecto, la desaparición de la “acción”, nos permite subrayar un segundo punto que explica el funcionamiento en el vacío del diálogo del teatro de Fosse. Mencioné la pasividad de los personajes. Se traduce concretamente en su actitud: los personajes de Fosse suelen estar sentados, tumbados o de pie, inmóviles, congelados en posiciones de contemplación frente a una ventana. Es más, esta pasividad resulta en la ausencia de causalidad en las obras: los personajes no parecen estar en el origen de lo que les sucede, o al menos ese origen es tan lejano que lo han olvidado; en cualquier caso, muy raramente aluden a ello, y siempre parcialmente. Por eso podemos dudar, con razón, de atribuirles la decisión de los hechos ocurridos. Es por esta razón, entre otras, que las situaciones en las que se encuentran los personajes están aisladas tanto del pasado como del futuro, y parecen no tener principio ni fin.

    Vemos, por tanto, que las obras de Fosse no trazan la curva de una trama que evoluciona hacia su desenlace. Allí nada está atado, nada se desanuda. Las discordancias que se escuchan en las parejas se mantienen en estado germinal y no conducen ni a una crisis ni a una armonía reencontrada. Fosse, a veces, tiende señuelos, trampantojos que hacen creer al espectador, por un momento, que ahí está la causa del drama (de ahí la sospecha de encarcelamiento que pesa sobre el hijo en El nombre o los posibles tocamientos a la muchacha por el hombre en Visitas). No solamente son estas meras ilusiones dramáticas (no sabemos si estos hechos realmente sucedieron), sino que rápidamente comprendemos que en nada modifican ni explican una situación ya establecida desde el inicio de la obra.

    El carácter de impersonalidad que afecta a los personajes surge del vacío de información que los rodea. Las piezas únicamente mencionan los vínculos familiares o sentimentales que los unen, aunque de manera muy sumaria. De 11 piezas, solamente cinco dan los nombres de personajes, pero no de todos: tres de estas piezas indican el nombre de un solo personaje. Sin embargo, se trata del personaje aparentemente más secundario (Bjarne en El nombre, Baste en La noche canta sus canciones) o del personaje desaparecido (Asle en Un día en el verano). Tampoco se da información sobre el mundo exterior. Los personajes no tienen un “propósito” o “carácter” definido.

    Los personajes de Fosse suelen estar sentados, tumbados o de pie, inmóviles, congelados en posiciones de contemplación frente a una ventana. Es más, esta pasividad resulta en la ausencia de causalidad en las obras: los personajes no parecen estar en el origen de lo que les sucede, o al menos ese origen es tan lejano que lo han olvidado; en cualquier caso, muy raramente aluden a ello, y siempre parcialmente. Por eso podemos dudar, con razón, de atribuirles la decisión de los hechos ocurridos.

    Un teatro de “estado”

    El diálogo se constituye así en torno a un vacío, todo lo que no se dice y que el espectador no sabrá. Predomina la parte de lo no dicho y el silencio. El contenido de las respuestas se limita a palabras muy banales, a lugares comunes, a frases inacabadas. El vocabulario es a menudo pobre y la sintaxis elemental. Los intercambios se centran en frases repetidas sin cesar, en preguntas cuyas respuestas ya se conocen. El diálogo vuelve circularmente a los mismos temas sin desarrollar ninguno. En varias ocasiones, Fosse pone en escena a personajes incapaces de comunicarse, escucharse o entenderse, o incluso seres caracterizados por su mutismo. Parecen, así, seguir siendo extraños los unos para los otros.

    El diálogo en Fosse, por tanto, no da como resultado la construcción de ninguna visión, el establecimiento de ningún valor o la formulación de ninguna conclusión. Por el contrario, se convierte en el medio para establecer en el tiempo la suspensión del sentido y del juicio. De hecho, esta dramaturgia provoca una forma de suspenso en la mente del lector-espectador, cuyo reflejo sigue siendo el de esperar algo parecido a una resolución. Sin embargo, por lo general, en el teatro de Fosse no hay nada resuelto. También provoca una retención de las emociones. El lector-espectador permanece en suspenso, a la espera de una posible identificación, es decir, un esquema de sentido reconocible y legible, un tema, una moraleja o una visión del mundo. Al no darse este esquema, se retiene la lectura (tanto la dicción como la interpretación) de la escena. La escritura de Fosse parece así centrarse en impedir que el lector-espectador nombre lo que sucede en escena, en mantenerlo en este estado de espera, suspendiendo su flujo mental que es un flujo verbal. Esto explica el efecto hipnótico de estos textos, proveniente de una forma de ralentizar, casi anestesiar, las funciones de reconocimiento y denominación de la mente. De esta manera, no hay una salida rápida, ni una posible ingesta sumaria de la representación o la lectura. Tenemos la impresión de que Fosse trabaja para impedir algo, para mantener un estado.

    ¿De qué estado se trata? Podemos intentar aclarar esto observando más de cerca el funcionamiento de la escritura tan singular del autor. El texto gira en torno a algunos motivos, que se presentan incansablemente. Estos motivos son segmentos de frases, sintagmas que serán sometidos a un finísimo tratamiento de repetición-variación, obedeciendo a un principio de composición casi musical. El propio Fosse declaró en una entrevista que trabaja “como un músico que toca su partitura, con temas y variaciones, repeticiones, da capo”. Los motivos dan lugar a un entrelazamiento, un trenzado compacto, aunque horadado por el silencio, cuya única función parece ser la de asegurar una especie de continuum lingüístico. Este continuo tiene la característica de que nunca es interrumpido por las áreas de silencio que lo escanden, sino que es uno con ellos. El silencio, de esa forma, se siente como el sustrato de la lengua, el suelo del que ella proviene, y el lenguaje como la extensión del silencio, incluso su profundización o su cuestionamiento. Este silencio omnipresente se evidencia en la tipografía adoptada, que corta las respuestas en versos libres y va aislando las palabras hasta que solamente queda una en la línea.

    El uso del lenguaje por parte de Fosse no pretende, por tanto, transmitir un sentido, sino establecer, a través de una reconfiguración, lo que podría denominarse un bajo continuo, un flujo cuyas recurrencias léxicas y sintácticas aseguran la gran homogeneidad rítmica y sonora de los textos. La homogeneidad temática y estilística es tal, que une las obras hasta el punto de que Fosse dijo que estaba escribiendo “una especie de texto sin fin”.

    Llegamos, por tanto, a invertir el punto de vista habitual sobre el lenguaje: es el silencio el que se vuelve primario, el silencio que el lenguaje tendrá la función de resaltar. El vacío de los intercambios entre los personajes tendría como objetivo hacer emerger ese ‘algo más’ que algunos de ellos escuchan y que explica su actitud inmóvil. Los personajes de Fosse parecen estar siempre en un estado de espera, luchando por algo.

    Llegamos, por tanto, a invertir el punto de vista habitual sobre el lenguaje: es el silencio el que se vuelve primario, el silencio que el lenguaje tendrá la función de resaltar. El vacío de los intercambios entre los personajes tendría como objetivo hacer emerger ese “algo más” que algunos de ellos escuchan y que explica su actitud inmóvil. Los personajes de Fosse parecen estar siempre en un estado de espera, luchando por algo.

    Debemos entonces referirnos a dos piezas en particular. Se trata de Un día en el verano y una pieza separada del corpus de Fosse, debido a su brevedad: Duerme, mi pequeña niña.

    En Un día en el verano, una mujer pierde a su amigo que se hizo a la mar. Ella pasa el día esperándolo y acaba teniendo la certeza de que nunca volverá. Luego intenta describir el estado al que ha llegado en los siguientes términos:

    LA MUJER VIEJA
    y yo estaba allí
    […]
    y sentí que cada vez estaba más vacía
    […]
    que me estaba quedando vacía
    como la lluvia y la oscuridad
    como el viento y los árboles
    como el mar allí
    De ahora en adelante ya no estaba preocupada
    De ahora en adelante fui una gran paz vacía
    Ahora yo era una oscuridad
    una oscuridad negra
    De ahora en adelante no fui nada
    Y al mismo tiempo sentí que
    de alguna manera estaba brillando
    Muy al fondo de mí
    en esta oscuridad vacía
    sentí que la oscuridad vacía brillaba
    suavemente
    sin significar nada
    sin querer decir nada
    la oscuridad brillaba en mi interior
    […]
    y pude escuchar las olas
    escuchar las olas golpear
    las olas golpean y golpean
    y me sentí como las olas
    golpeando a través de la lluvia y la oscuridad
    quien era yo ahora
    quien iba a ser yo
    quién sería yo para siempre
    (…)

    La mujer ha llegado a estar ausente de sí misma y al mismo tiempo ha experimentado una presencia a la que no puede dar nombre. Desde el punto de vista del tiempo, ella no sabe cuándo se produjo en ella esta experiencia, en qué momento dio ese salto a este nuevo estado que nunca la abandonará; pero sabe que está allí ahora. Y esta nueva temporalidad es un tiempo suspendido, como lo indican tanto las escenografías que muestran a la mujer envejecida en la misma posición que la joven, de pie frente a su ventana contemplando el mar, como las respuestas de un antiguo amigo que vino a visitarla, quien señala que nunca la ha visto en otra posición desde aquel famoso día.

    La mujer da la impresión de hundirse en sí misma y el espectador con ella. Al hacerlo, el espectador no obtiene ningún conocimiento mejor o una comprensión mayor del personaje. Al contrario, el misterio se vuelve más espeso.

    En esta pieza, el diálogo tiene un estatuto ambiguo en la medida en que también podemos leer el texto como un largo monólogo interior de la mujer consigo misma, recordando momentos y personas del pasado para intentar comprender lo sucedido. Sin desarrollar este punto, podemos ver que el diálogo no sirve para avanzar en el sentido tradicional del término, sino para descender: pasamos de un plano horizontal a un plano vertical. La mujer da la impresión de hundirse en sí misma y el espectador con ella. Al hacerlo, el espectador no obtiene ningún conocimiento mejor o una comprensión mayor del personaje. Al contrario, el misterio se vuelve más espeso. Esta inmersión en el discurso a la vez recurrente y silencioso de la mujer permite al lector-espectador compartir el estado que siente, acercarse con ella a este borde literalmente indescriptible, a esto desconocido. El propio Fosse atribuye a la escritura este poder de acercarnos a lo desconocido, incluso lo convierte en el desafío de escribir: “La escritura, la buena escritura, se convierte así en el lugar donde algo desconocido, algo que antes no existía, comienza a existir […] buscamos acercarnos a un lugar donde no comprendemos”.

    Por otro lado, en Duerme, mi pequeña niña, la obra más beckettiana de Fosse, donde la impersonalidad de los personajes alcanza su cúspide, encontramos tres personajes escenificados, designados como Personajes 1, 2 y 3, en lo que bien podemos llamar un no-lugar. Es la única pieza de Fosse cuyo marco no se puede situar. Los tres personajes se esfuerzan en describir este lugar indescriptible, en enseñarnos que no saben dónde están, ni cuánto tiempo llevan allí, y luego se dan cuenta de que siempre han estado allí, que este lugar “les parece familiar / y al mismo tiempo no me resulta familiar del todo”, y que no tiene ni puertas ni ventanas. Ahora, en este no-lugar es también donde cesan toda comprensión y toda palabra. Aquí hay algunas líneas finales:

    PERSONAJE 3
    Todo el mundo entiende todo
    y nada

    PERSONAJE 1
    No queda nada por entender

    PERSONAJE 2
    Todo se acabó

    PERSONAJE 3
    ahora somos amor
    ahora estamos donde está el amor
    y el gran descanso
    Ahora ninguno de ustedes
    debe decir nada más
    ahora nos callaremos todos
    no pensar
    no decir nada
    Ahora los pensamientos han terminado
    Ahora se acabaron las palabras

    Esto desconocido a lo que los personajes de Fosse buscan llegar, ¿lo llamaremos un “estado”? ¿Un “estado de conciencia”? ¿Una “era” del pensamiento o una “zona” geográfica? ¿Una nueva temporalidad? ¿Un “no-lugar”? Sea lo que sea, se sitúa en el cruce de las categorías de pensamiento y lenguaje.

    Este efecto de cámara lenta va de la mano de lo que podríamos llamar los ‘primeros planos’ en la escritura de Fosse, que aíslan, como hemos dicho, las palabras sobre la línea, o que fijan la atención en una imagen que agrandan y profundizan a través de la reconfiguración. Esta técnica es particularmente notable en las novelas de Fosse, Melancolía I y II. Estos dos fenómenos producen una dilatación del instante: Fosse consigue dar un espesor extraordinario, un volumen, a un punto en el tiempo, para hacer durar el instante.

    Una escritura continua que no revela nada

    Queda por definir los procesos de escritura que permiten acceder a este estado a través del lenguaje y que están en el centro de la obra de Fosse. Entre estos medios estilísticos, hay que mencionar en primer lugar el efecto de ralentización generado por los procesos de repetición-variación: el texto avanza no linealmente sino en pequeños movimientos de avance-retroceso, que no dejan de evocar los de las olas y crean un texto a la Imagen del mar: siempre en movimiento, pero cuya visión de conjunto sugiere inmovilidad. No es casualidad que la imagen de las olas chocando reaparezca constantemente en sus textos. Este efecto de cámara lenta va de la mano de lo que podríamos llamar los “primeros planos” en la escritura de Fosse, que aíslan, como hemos dicho, las palabras sobre la línea, o que fijan la atención en una imagen que agrandan y profundizan a través de la reconfiguración. Esta técnica es particularmente notable en las novelas de Fosse, Melancolía I y II. Estos dos fenómenos producen una dilatación del instante: Fosse consigue dar un espesor extraordinario, un volumen, a un punto en el tiempo, para hacer durar el instante.

    Es también a través de repeticiones-variaciones que Fosse logra vaciar el diálogo hasta el grado de dar una extrañeza al lenguaje más familiar, a las palabras de todos los días. La atonía dada a los diálogos por la ausencia de puntuación, que hace vacilar las inflexiones y entonaciones esperadas, también contribuye a esta extrañeza del lenguaje, y produce un efecto de voz en blanco que Claude Régy subrayó en L’Ordre des morts (1999). Estamos pues ante una escritura a tal punto vaciada de su contenido informativo que se vuelve casi abstracta, y que, en lugar de delimitar los personajes o el sentido, los abre al extremo, manteniéndolos en un estado de apertura o de máxima disponibilidad. Finalmente, la extrema continuidad que vemos en la escritura de Fosse, no solamente al interior de cada pieza, sino desde una pieza a otra, produce esta escritura llena de suspenso que parece no tener fin. No hay cierre del diálogo en Fosse.

    En términos generales, los personajes de Fosse parecen más bien hablar no en el vacío, sino al vacío creado a su alrededor. Por lo tanto, muy a menudo nos encontramos ante un hablar descentrado. Este hablar descentrado me parece estar en la base de la dramaturgia fossiana. De hecho, presenta a aquellos que hablan como una persona medio vacía, medio presente, como ausente de sí misma y volcada a su reflexión interior. Las respuestas de los personajes nunca sacan a la luz lo que está en el corazón de los intercambios. Como las olas, llegan al borde (Fosse escribió un cuento para niños con este nombre), en un movimiento de ida y vuelta que las mantiene en el mismo punto. Si el intercambio pretende progresar, una respuesta lo devuelve al punto de partida. Este proceso da al lector la impresión de que el texto profundiza gradualmente su incapacidad de decir y, sin embargo, se acerca a una zona ardiente cuya presencia se vuelve casi perceptible en la especie de vacío o receso creado por la “vacuidad” repetida de los intercambios. De esta manera, el texto consigue descentrar el interés del lector-espectador, trasladándolo del plano informativo a uno distinto, el de esa profundidad y de esa opacidad sin nombre ante la cual la escritura de Fosse sitúa a sus personajes, y a nosotros con ella.

    Es este descentramiento en obra que actúa en la escritura fossiana lo que da al lenguaje esta extraña resonancia, lo desvía de su objetivo inmediato y lo hace oír tal vez no tanto por sí mismo como por los límites a los que nos permite acercarnos. Por tanto, sería inexacto hablar de una “frontalización” del hablar en el teatro de Jon Fosse. Sería más exacto decir que Fosse nos invita a cerrar los ojos juntos, a sondear la oscuridad que el lenguaje hace brillar.

    Estamos pues ante una escritura a tal punto vaciada de su contenido informativo que se vuelve casi abstracta, y que, en lugar de delimitar los personajes o el sentido, los abre al extremo, manteniéndolos en un estado de apertura o de máxima disponibilidad.

    Cuatro preguntas a modo de conclusión:

    ¿Qué queda del diálogo cuando el hablar está (casi) siempre descentrado?

    ¿Qué queda del drama cuando la pasividad de los personajes socava la noción de acción dramática, tan estrechamente ligada al diálogo?

    ¿Cómo puede afectar la primacía dada al silencio, al rechazo del alivio, al descentramiento, la estructura y la naturaleza del drama, o incluso del género teatral?

    ¿Es justo hablar, para identificar eso indecible o eso desconocido sobre lo cual se abren los textos de Fosse, de un “más allá de lo humano”?

    No me parece que esta incógnita esté fuera del hombre, sino que, al contrario, es una de sus dimensiones. Por otro lado, esta incógnita ciertamente está más allá del lenguaje tal como lo consumimos actualmente. Si debemos dirigir el diálogo hacia otros horizontes, ¿no sería más bien hacia ese más allá del lenguaje, y entonces podríamos pensar que en este punto el trabajo de Fosse sobre el lenguaje no constituye una apuesta tan distinta de la de Valère Novarina?

     

    ————
    Artículo aparecido en Études théâtrales 33 (2005). Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

     


    La noche canta sus canciones y otras obras teatrales, Jon Fosse, traducción de C. Chamatrópulos, Colihue, 2011, 320 páginas.

  112. Texto compro, texto vendo, texto arriendo, texto texto texto

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    Esta semana fui a ver la exposición sobre Enrique Lihn en la Galería Gabriela Mistral y viendo al poeta actuar, erigiendo una pieza audiovisual ilegible y libre, pensé justamente en eso. Cada pieza, cada texto, dibujo, incluso cada retrato, se traducía en una libertad sin ambages. Hace poco también veía una charla de Martín Kohan sobre Borges en la que se burlaba de “Instantes”, ese poema falso que se le atribuye, ese en que un Borges añora esa vida que no vivió, los helados que no se tomó, las montañas que no subió. Kohan decía muy lúcidamente —cómo no— que muchos han cuestionado el modelo de vida que eligió don Jorge Luis, como si leer no fuera vivir. Para Borges, para Kohan, leer como un desquiciado es también una forma de vivir a concho. Por supuesto que Kohan no dice “a concho”. Este texto, como lo son todos, es una lectura de otros. Este ensayo será una lectura del texto de Roberto Careaga, no me aventuraría a decir: una respuesta.

    ***

    En Chile hay un miedo atávico a ser uno mismo”, dijo hace poquito Cecilia Vicuña en una entrevista en la Radio Universidad de Chile. Narra cómo cambia todo después del Golpe, cómo esa maldita fuerza de la naturaleza —la creatividad— se ve silenciada o desafiada, diré más adelante. También lo dice Lihn y Careaga lo rememora, lo dice Ruiz y tantos otros. Lihn, Vicuña, Ruiz son inmensamente libres —escribo en el presente que merecen. Borges también. Es cosa de ver cómo juega con lo verosímil, cómo se ríe de nosotros a través de sus sofisticadas estructuras. Me atrevería a decir, en este texto enrevesado, que hoy el campo literario chileno carece de esa libertad.

    Este será un texto reposado. Porque, la verdad de las cosas, tengo ganas de mandar todo a la cresta. Porque, la verdad de las cosas y por fortuna, esto no es tuiter. No hay un sociópata descontándome la vida, descontándome los caracteres. En este texto mi intención es tomarme el tiempo y la palabra.

    ***

    Han pasado dos años desde que publiqué mi novela Mientras dormías, cantabas, dos años viendo de cerca —pero no tanto— este mundo literario que tan bien perfila Roberto Careaga en su texto del 3 de octubre. Poco antes de publicar mi novela me tocó presenciar como lectora la discusión que se dio a partir del texto de Lorena Amaro en Palabra Pública y ahora, que harta agua ha pasado bajo el puente, mi pregunta es solo una: ¿qué esperamos?

    Amaro y Careaga representan dos tesis de distinto cariz, deciden usar la palabra para desafiar al campo literario que tanto les importa, su intención no es generar murmullo ni conventilleo. Puedo señalar, patudamente, que lo que buscan —y esta es mi lectura— son más textos y menos cahuín, más textos y menos reseñas mediocres y serviles a las distribuidoras y al mercado, más textos y menos tuits llenos de indirectas para hacerse los choros.

    Esta semana también salía con el novio polaco de una de mis mejores amigas. Ella también estaba presente —qué se creen. Él nos comentaba que lo que lo sorprendió de Chile fue ese murmullo. Una forma de entretenimiento curiosa y nociva a la larga. También sumaría a ese diagnóstico que en Chile nos encanta hacernos los choritos del puerto. Chile es un extenso puerto a las orillas del Pacífico y está bien. A mí también me gusta pelearme en las micros, sacar mis cuchillas, hacerle honor a mi nombre poblacional y defenderme. Sin embargo, me pregunto, por ejemplo, si acaso no es una pose cool criticar la narrativa de Zambra, si acaso no es cómodo leer una obra —ya bastante extensa— solo desde dos claves de lectura: la paternidad y la literatura de los hijos, cuando Zambra también habla —desde sus inicios— de la escritura, de la lengua. He visto también estos días ciertos tuits cuestionando su premio Manuel Rojas. Caraderrajismo. Y acá va mi segunda piedra: la palabra opuesta a libertad es cobardía.

    Toda tesis es una piedra.
    Todo tuit es un flato.
    Todo cahuín es carraspeo.
    Argumenten.
    Citen.
    Escriban.
    Piedras y palos.

    ***

    El mercado de la novedad es el cáncer. Escritores y escritoras —o aspirantes— que solo se alimentan de la novedad están destinados a la mediocridad. La libertad no reside solo en la capacidad de articular una verdad, o en expresar con valentía un discurso, sino también en la posibilidad manifiesta de leer más allá de los bordes que dibuja el mercado. Leer la tradición, leer lo clásico, volver atrás con lápiz en mano, intentar descifrar las operaciones de escritura detrás de obras que sobrevivieron el paso apresurado de la historia es una forma de ejercer la libertad.

    El golpe de Estado no logró silenciar la creatividad, la desafió y los artistas tomaron con valentía esa posta. Esta es una historia conocida y fértil. Careaga postulaba que hemos vivido cuatro años intensos —y claro que sí— como una forma de intentar comprender lo tullido que se encuentra el campo. Un acto de suma generosidad del autor. No hay excusas para justificar este cuerpo adormecido. La historia, la política nos debe movilizar, no tullir. ¿Somos artistas o no somos artistas? ¿Somos amigos o no somos amigos? ¿Qué somos?

    Soma.
    Novedad.
    Texto vendo, texto arriendo.
    Influencer.
    Filtro.
    Like.
    Emoji mercado retuit, amiga.
    MERCADO.
    Llegó la merca.

    Mi otra piedra: aunque quisiéramos —bienaventurados los que quieren— que la reflexión sobre la literatura versara solo sobre lo político-estético, no se puede. Como Amaro decía, estamos fagocitados —autoras y autores, mediadores, editoras, críticos— por el neoliberalismo. Ese maldito hijo de puta. Ese soma que insertó Pinocho y que hace que todos los monos bailen a su ritmo. Y nadie se salva. Ni tú, ni yo.

    El mercado de la novedad es el cáncer. Escritores y escritoras —o aspirantes— que solo se alimentan de la novedad están destinados a la mediocridad. La libertad no reside solo en la capacidad de articular una verdad, o en expresar con valentía un discurso, sino también en la posibilidad manifiesta de leer más allá de los bordes que dibuja el mercado. Leer la tradición, leer lo clásico, volver atrás con lápiz en mano, intentar descifrar las operaciones de escritura detrás de obras que sobrevivieron el paso apresurado de la historia es una forma de ejercer la libertad. Tal como Borges lo hacía. Encerrarse y leer, quebrarse la cabeza cosechando estructuras, gestos retóricos, éticas, estéticas, fórmulas, es moverse con libertad en este y los campos literarios que nos antecedieron. Borges fue libre por eso mismo. No necesitamos otra cosa que los textos. Esa es mi propuesta.

    Me podrán decir estructuralista —y sonreiré—, pero hay que volver a los textos, a su materialidad, a desmenuzar esos dispositivos que nos colman hasta el placer. No hablo de intelectualizar el panorama. ¡No! Hablo de detenerse en las gramáticas de hoy y de la tradición. En los personajes y sus derivas. En el lexicón —dícese del vocabulario— de cada autor. Cuál es esa palabra que tanto repite Teillier, digo manos. Cuál es esa palabra que tanto repite Mistral: aupar. Cuál quieres que sea tu palabra. Escribamos, salgamos de la autoficción ramplona y no me digan “ay y cómo Annie Ernaux”, porque cualquier lector medianamente inteligente entiende que su operación es retratar una época y a sus protagonistas, porque cada libro se trata justamente de contarnos sobre los otros.

    Inventemos. Mintamos. Juguemos. Que la lengua sea el artificio que aprendimos de los Parra, de Vicuña, de Ruiz, de Lira, de Eltit, de Lihn, de Brunet. Poiesis. Ficción. Libertad. “La palabra es irreversible, esa es su fatalidad”, dice Barthes. Esa es la urgencia. ¿Qué esperamos, entonces?

    Y para terminar, a todas las muchachas y muchachos que están en sus casas, quisiera cantarles una canción. Cualquier colaboración, se agradece:

    Las rotativas de imprenta
    Ya están empezando a editar escritores incautos
    Y tú tienes una cara de cliente fácil
    Tú compras por una promesa de texto
    Abres el libro y te meten el dedo
    Y les sigues el juego
    Y les das tu dinero
    Y te sientes muy hipster
    Y me río en tu cara de tu estupidez.

    Texto compro, texto vendo, texto arriendo, texto texto texto texto.

  113. La crítica literaria: una conversación inexistente

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    El martes pasado, Roberto Careaga publicó en Santiago un ensayo en que lamenta la escasa (o nula) discusión que suscita, al día de hoy, la literatura. La tesis principal, que comparto, es que se publican muchos libros, pero se discute poco sobre ellos: “Ya no hay crítica literaria: desapareció entre los recortes de páginas que sufrió la prensa y cierres definitivos de suplementos culturales y revistas”. Y sí: hay poca crítica en los medios, especialmente en los de circulación masiva. Donde antes había comentarios semanales no solo de libros, sino también de teatro, música y artes visuales, hoy parece haber simplemente vacío. Matías Rivas lo dijo con algo de provocación hace un par de años, y fueron muchos los que se indignaron con sus frases, sin entrar mucho al fondo del asunto. El tema, sin embargo, parece ser más complejo: si uno escarba y busca en otros sitios, fuera de los medios tradicionales, algo de crítica hay, aunque sí mucho más dispersa y, a ratos, especializada.

    Pero lo importante del diagnóstico de Careaga no tiene que ver solo con los pocos espacios para ponderar y comentar, sino también con la profundidad con que hoy se lee. Abundan, para el periodista de El Mercurio, los comentarios livianos, dichos al pasar en el pasillo o en un café. Mientras tanto, “la discusión literaria está congelada. No es solo que no tengamos suficiente crítica, sino que los libros caen en el vacío. No hay eco, no hay debate. No hay un espacio para que un libro como el de Zambra (Literatura infantil) encuentre un diálogo que lo discuta y lo sitúe en algún contexto”. Algo busca hacer la academia, pero sus ritmos más lentos y su tendencia a la hiperespecialización atentan contra esa conversación más general que Careaga echa de menos.

    Con respecto a los sucesos políticos de los últimos años, a propósito del interés que suscitó una obra como Limpia: ¿cuánto influyen las posiciones políticas a la hora de dar visibilidad a ciertas obras o autores? ¿Qué ha dicho la crítica académica —de cuya erudición y agudeza hay sobrados ejemplos— acerca del estado catastrófico de nuestra crítica y acerca del modo en que la literatura puede iluminar nuestro presente? Son preguntas que, complementando las que proponía Careaga, nos obligan a mirar la dimensión pública de la literatura.

    Esto sucede, además, en un escenario paradójico, pues la vitalidad del mundo editorial local no se detiene: además de los dos grandes grupos editoriales, que publican a muchos autores locales, traducen e importan libros, hay una densa red de editoriales independientes y universitarias con un trabajo abundante y de primer nivel que atiborra de novedades las librerías a una velocidad imposible de seguir. El problema, sin embargo, es mucho más pedestre que la dificultad para seguirle el ritmo a los libros que no dejan de aparecer: es que ellos, en su gran mayoría, pasan de largo sin pena ni gloria.

    ¿Qué se pierde cuando la crítica literaria desaparece? Al enunciar esta pregunta emergen dos dimensiones distintas de la crítica, una más académica o especializada, y otra más periodística o de difusión. Sobre la primera, cabe recordar una reflexión de Octavio Paz a propósito de este tipo de ejercicio intelectual. En uno de los ensayos de Corriente alterna, el Nobel mexicano aseveró: “Carecemos de un ‘cuerpo de doctrina’ o doctrinas, es decir, de ese mundo de ideas que, al desplegarse, crea un espacio intelectual, el ámbito de una obra, la resonancia que la prolonga o la contradice. Ese espacio es el lugar de encuentro con las otras obras, la posibilidad de diálogo entre ellas. La crítica es lo que constituye lo que llamamos una literatura y que no es tanto la suma de las obras como el sistema de sus relaciones: un campo de afinidades y oposiciones”. En cierta medida, la academia sí mantiene viva una parte de ese “sistema de relaciones”: libros como los de Grínor Rojo sobre la novela chilena, de Lorena Amaro o Rodrigo Cánovas sobre los escritos autobiográficos, las ediciones críticas sobre la narrativa de Marta Brunet, Manuel Rojas o Mariano Latorre contribuyen, con sus versiones anotadas y dossiers críticos, a situar ciertas obras en un espacio literario académico que, mal que nos pese, parece estar más amoblado que el descampado que lo rodea. En cierta medida, lo logra también el trabajo editorial que hacen La Pollera, Tácitas o Ediciones UDP al rescatar y compilar textos como los de Gabriela Mistral, Teófilo Cid, José Miguel Ibáñez o Jenaro Prieto, entre muchos otros. Se echa de menos, no cabe duda, un diálogo más fluido entre la universidad, las editoriales y los lectores, pero hay que comenzar por constatar y celebrar un corpus importante de libros que rescatan el canon e interpretan la historia y el campo de la literatura chilena.

    Sin embargo, hay otra dimensión que subyace a la crisis de la crítica que es algo más difícil de abordar: hoy parece no haber espacio para el juicio estético ni para la defensa del gusto; nadie (o casi nadie) parece estar dispuesto a decir que tal o cual libro no vale la pena; las desavenencias en torno al arte o la belleza quedaron, aparentemente, en el pasado. La pérdida de legitimidad de los juicios estéticos es de larga data y atraviesa complejas discusiones filosóficas, pero tiene un correlato importante en el modo en que experimentamos y compartimos aquellas aproximaciones generales a toda obra de arte. Despreciamos la “crítica impresionista” que se daba en el siglo XX en los medios masivos y ahora nos quejamos de que la crítica literaria no entusiasma a nadie. Desterramos la posibilidad de celebrar o lanzar diatribas, y circunscribimos las lecturas a los claustros de especialistas, en que toda interpretación debe estar precedida de análisis científicos y metodológicos que interesan solo a un corro de convencidos.

    A ratos, los escasos espacios culturales parecen una vitrina de relaciones públicas que los medios destinan a ciertos autores o editoriales. Todo fotogénico, bien diseñado y buena onda, donde toda novedad vale la pena. El modo de salir del marasmo quizás comience por la posibilidad de decir que hay obras o autores que no la valen. Quizás alguien, de paso, se enoje por ello, por estar en desacuerdo, porque le tocaron una fibra sensible o le criticaron a su autor favorito. Y quizás alguien, en el mejor de los casos, responda. Eso ya sería, sin duda, una buena noticia.

    No cabe duda de que la escasez de espacios para la literatura en medios masivos impide la conversación que, con cierta nostalgia, extraña Careaga. Él mismo apuntaba varias preguntas muy agudas acerca del campo literario actual. Hay muchas otras que se pueden plantear, e intentar responderlas es necesario para hacer un diagnóstico acucioso del estado de nuestra crítica: ¿cuánto pesan las amistades y camarillas a la hora de ocupar o atacar ciertas posiciones dentro del campo cultural? ¿Por qué ponemos tanta atención a las novedades editoriales —cayendo, de paso, en las más burdas lógicas del consumo— dejando pasar oportunidades para volver sobre cierto canon, aunque sea para ponerlo en cuestión? Como dijo el mismo Matías Rivas hace unos días, ¿por qué pasó el 50 aniversario de la muerte de Pablo Neruda en el más absoluto silencio mediático? O con respecto a los sucesos políticos de los últimos años, a propósito del interés que suscitó una obra como Limpia: ¿cuánto influyen las posiciones políticas a la hora de dar visibilidad a ciertas obras o autores? ¿Qué ha dicho la crítica académica —de cuya erudición y agudeza hay sobrados ejemplos— acerca del estado catastrófico de nuestra crítica y acerca del modo en que la literatura puede iluminar nuestro presente? Son preguntas que, complementando las que proponía Careaga, nos obligan a mirar la dimensión pública de la literatura, esa que hoy parece palidecer ante nuestras omnipresentes discusiones constitucionales y, sobre todo, ante la primacía de las redes sociales y la cultura audiovisual.

    En medio de este páramo, ya no tenemos los atisbos de espectáculo que la crítica tuvo alguna vez: ya no queda ni la virulencia legendaria de Pablo de Rokha, las diatribas de Enrique Lafourcade ni los elegantes desmembramientos de Juan Manuel Vial. Quedan, como un testimonio de un tiempo pretérito, los ácidos y categóricos juicios de Patricia Espinosa, sindicada alguna vez como la crítica más temida de Chile. A ratos, los escasos espacios culturales parecen una vitrina de relaciones públicas que los medios destinan a ciertos autores o editoriales. Todo fotogénico, bien diseñado y buena onda, donde toda novedad vale la pena. El modo de salir del marasmo quizás comience por la posibilidad de decir que hay obras o autores que no la valen. Quizás alguien, de paso, se enoje por ello, por estar en desacuerdo, porque le tocaron una fibra sensible o le criticaron a su autor favorito. Y quizás alguien, en el mejor de los casos, responda. Eso ya sería, sin duda, una buena noticia.

  114. El diente de oro de Pinochet

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    Hace unos años circuló la noticia de que una productora estadounidense estaba preparando una serie sobre Pinochet. Iba a recrear el bombardeo a La Moneda con estándares hollywoodenses, para contar la tragedia del general que traicionó a Allende y se enquistó en el poder. Aun cuando el casting contemplaba a un actor de calidad —Edward James Olmos, alguien que habría dotado de matices al personaje—, la serie finalmente no se hizo. ¿Por qué? Vaya uno a saber, pero en una industria plagada de villanos resulta pertinente preguntarse por qué la ficción audiovisual, chilena o internacional, ha sido tan esquiva con Pinochet. A 50 años del Golpe sorprende constatar que ni el cine ni la televisión han podido abordarlo. La razón puede ser simple. Para mover los hilos del regicida Macbeth, Shakespeare tuvo que quererlo, tal como David Chase quiso al asesino Tony Soprano. Para poner a Pinochet en la pantalla, primero habría que hacerlo querible o al menos entregarle buenas dosis de ambigüedad, es decir, sacarlo de la caricatura.

    ¿Quién tendría el valor para algo así?

    Los alemanes necesitaron seis décadas para tragarse una película como El hundimiento, en la que un Hitler de carne y hueso (interpretado por Bruno Ganz) arrastra a Alemania a la debacle total. Y claro, humanizar dictadores tiene costos. La escena en que el furioso Hitler increpa a sus generales por los avances del Ejército Rojo lleva 15 años siendo materia prima de videos parodia. Para muchos jóvenes que no conocen la historia alemana del siglo pasado, la primera referencia que reciben del Führer proviene de esos divertidos memes titulados “Hitler se entera”. Es decir, el genocida provoca risas antes que horror.

    La única película dedicada al dictador chileno es Pinochet’s Last Stand, un telefilme producido por la BBC en la que Derek Jacobi lo interpreta durante la detención en Londres. Pero el guion no deposita el conflicto dramático sobre él, sino en los políticos laboristas que deben decidir si lo devuelven a Chile, para no provocar un conflicto diplomático con el gobierno concertacionista, o si gestionan su extradición a España, para que sea juzgado por alguno de sus crímenes. En otras palabras, la película no se trata de él.

    Para este año, Netflix ha anunciado el estreno de una comedia negra llamada El conde, producida por Fábula y dirigida por Pablo Larraín, en la que un Pinochet vampiro, a la edad de 250 años, decide morir “de una vez por todas, debido a las dolencias que le acarrearon su deshonra y sus conflictos familiares”. La película, según el director, pretende “analizar los hechos ocurridos en Chile y el mundo en los últimos 50 años”. Más allá del arrojo en la elección del género y de que uno de los guionistas sea el gran dramaturgo Guillermo Calderón, permítasenos ser escépticos: cada vez que Pablo Larraín usó la historia de la dictadura para sus películas, eludió el asunto central. Dicho sea de paso: qué distintas habrían sido algunas de sus películas si en vez de nihilismo les hubiera inyectado algo de convicción y de verdadero compromiso ya no político, sino con los protagonistas. Él, por su historia familiar, estaba pintado para eso. Con una comedia de vampiros el director podrá ganar visionados en el streaming y aplausos en muchas partes, pero no conseguirá matar al padre.

    ¿Dónde encontramos a Pinochet entonces?

    Un buen lugar es Pinochet y sus tres generales, del español José María Berzosa. Es un documental antiguo, que circuló hace una década, gracias al rescate que hizo el antropólogo Matías Wolff. Hacia 2011, entre la celebración del bicentenario y la conmemoración de los 40 años del Golpe, Wolff, que se encontraba estudiando en París, comenzó a recopilar documentales europeos que estaban siendo digitalizados y subidos a diversas plataformas de internet. Con paciencia, Wolff los subtituló y colgó en una página a la que bautizó “Chile desde afuera”. Fue un trabajo admirable. En conjunto, el material reunido por el antropólogo ilustra la fascinación que generó entre los europeos el proceso de la Unidad Popular y cómo los horrorizó la dictadura. Si se observa con atención, puede notarse el cambio político-cultural que se dio entre, digamos, 1971 y 1986. Solo como ejemplo, en el Chile de 1971 la clase media se maneja con destreza en francés; 15 años después, aquel atributo, presente durante más de un siglo en la cultura chilena, desaparece.

    Aquí puede verse a un Pinochet relajado y feliz, durante el viaje que hizo a la Antártica (…). El general recibe honores de una banda de la Armada aterida por la nieve, pasa revista a las tropas, es ayudado a saltar de un bote a un muelle (casi se cae) y observa pingüinos desde el Aquiles, el barco presidencial, junto a su fascinada esposa. Toda esta secuencia (…) es un inusual acceso a la intimidad de Pinochet.

    Pinochet y sus tres generales corresponde al remontaje de una serie de cuatro documentales hechos para la televisión francesa, rodados en una visita de varios meses que Berzosa realizó al país entre 1976 y parte de 1977, es decir, cuando el régimen ya había puesto en marcha las primeras reformas estructurales de la economía y Pinochet se encontraba firme en el poder. En 2001, aprovechando el interés global que produjo su detención en Londres, Berzosa le dio nueva vida al material recopilado. Se trata del más acabado perfil que se haya hecho sobre la Junta Militar.

    A través de la vieja técnica de la adulación, el director se gana la confianza de los generales, para luego ridiculizarlos y poner en evidencia el nacionalismo exaltado que sirvió de sustento ideológico para el régimen en sus primeros años. Berzosa tiene el mal gusto de alternar la pomposa comedia de marchas castrenses y frases para el bronce de los generales con los testimonios de las madres y esposas de los desaparecidos, un recurso que sirve como denuncia y contrapropaganda de la dictadura, pero que tiene severos problemas éticos. ¿Es lícito usar el dolor de las víctimas de una dictadura tercermundista para que en Europa se entienda que cuando los militares niegan los asesinatos están mintiendo? Algunos dirán que sí; lo cierto es que un cineasta que se ubica a sí mismo en el lado correcto de la historia también puede ser un carroñero. Para que esto funcionara habría que jugarse el pellejo, y Berzosa tiene astucia y mucha gracia, pero no corrió peligro alguno. Todo lo contrario: las puertas se le abrieron como a nadie.

    Pero el documental es valiosísimo por las imágenes y los testimonios que tiene de los integrantes de la Junta. Aquí puede verse a un Pinochet relajado y feliz, durante el viaje que hizo a la Antártica, en enero de 1977, para resguardar la soberanía. El general recibe honores de una banda de la Armada aterida por la nieve, pasa revista a las tropas, es ayudado a saltar de un bote a un muelle (casi se cae) y observa pingüinos desde el Aquiles, el barco presidencial, junto a su fascinada esposa. Toda esta secuencia en la Antártica es un inusual acceso a la intimidad de Pinochet y uno de los escasos registros en que lo pillamos con la guardia baja.

    Berzosa también logra grandes momentos con los otros tres integrantes de la Junta. Aquí, la carne fresca es la vanidad de unos hombres que saben que sus apellidos serán una nota al pie en la historia del jefe supremo. Con uniforme o sin él, el director les sonsaca opiniones sobre variados temas, algunos ridículos, que sirven de todos modos para saber quiénes son y entender cómo operaba la dinámica interna de la Junta.

    Mendoza, el general director de Carabineros, es amante de los caballos y es capaz de enumerar la relación entre ellos y los seres humanos desde la época de los sumerios, pero no de articular una visión política propia para el gobierno militar; su función decorativa es manifiesta. Leigh, en cambio, es rotundo y no muestra fisuras, aunque la neurosis le brota por los poros. Su referente político es el general De Gaulle, quien según él terminó con el caos en Francia, y sus pasiones son la ópera y los pájaros que tiene enjaulados en un aviario de su jardín. Merino, por su parte, es un histriónico golfista (el primer plano de sus pies cuando le pega a la pelota es glorioso), incondicional de Francisco Franco, aunque más identificado con el almirante Nelson (“El hombre que derrotó a todas las flotas del mundo”), tiene talento para la pintura y demasiados argumentos para refutar a Marx (“No es un filósofo, es un seudoeconomista”). No obstante que la intención es dejarlos mal (lo logra), también los muestra en su dimensión más casera, de viejos cansados y casi seniles, de abuelos cariñosos que levantan en brazos y ven correr a sus nietos, como lo haría cualquier chileno.

    La excepción es Pinochet. Cuando se le pide que se abra, se vuelve impenetrable y, estresado seguramente por conflictos de la coyuntura, se suelta solo para lanzar una furiosa perorata contra la Democracia Cristiana. De los cuatro, es el que más se defiende, el que más desconfía. Ante este enigma, la cámara caza detalles: los inquietos ojos verdes, el bigote cano, la pesada argolla matrimonial. El lente se acerca hasta los dientes inferiores del general, hasta las coronas de oro que sostienen los incisivos central y lateral.

     

    ————
    Este texto fue escrito mucho antes del estreno de la película El conde, que se encuentra disponible en Netflix desde el mes pasado.

     


    Pinochet y sus tres generales (2001), dirigido por José María Berzosa, disponible en YouTube.

  115. Las dificultades del yo

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    El último libro de Juan Pablo Meneses, periodista viajero y de alcance latinoamericano, creador de formas de la crónica como el periodismo portátil y el periodismo cash, se titula Una historia perdida, y se vende como una revelación del 11 de septiembre de 1973: además de bombardear con precisión La Moneda y la casa de Allende en Las Condes, uno de los pilotos de los seis aviones Hawker Hunter se desvió y apuntó a un blanco errático, el hospital de la Fuerza Aérea. Cuenta esa historia, muy poco conocida e intrigante, y sobrevuela las políticas del horror, pero más bien, se trata de una novela sobre sí mismo y su vida de desarraigo, una autobiografía que arranca a partir del bombardeo equivocado. Meneses sabe investigar y contar, y cuenta así su historia personal y también algo de la historia de la dictadura, además de varios pormenores del boom de la no ficción en español del que forma parte, y el común odio al horroroso Chile y no poder salir de él, del verso de Enrique Lihn que ama.

    Digo que el libro “se vende” —o se promociona— porque Meneses, que se ha ganado la vida escribiendo y dictando talleres en varios países, tiene claro que la crónica es un producto más en un mundo donde todo es mercancía y transacción. Ha dicho que la crónica puede ser como una start-up o como una incubadora de negocios. Por eso creó primero el periodismo portátil —escribir desde cualquier parte para cualquier parte— y luego el cash, con tres libros que investigan cómo es comprar y ser dueno de algo: una vaca y hablar de la explotación animal; un niño futbolista y ver el deseo grotesco de éxito; un dios portátil, y tratar de la desmesura humana. Sobre Chile por supuesto también ha reporteado: en 2004 publicó el libro Sexo y poder, sobre el caso Spiniak y el extraño destape chileno comparado con otros lugares del mundo; ha entrevistado a cientos de chilenos en el extranjero —como el protagonista de esta novela, llamado Pablo—, a quienes vendía, o le compraban, por ser “exitosos” según la pauta del exitista Chile de las últimas décadas.

    El hecho inicial aquí es el hombre, Pablo, o Juan Pablo, que recuerda el ruido y las esquirlas de esa bomba equivocada que cayó cerca de su casa de infancia; él, niño en el bombardeo, a su madre metiéndolo para adentro y él queriendo salir, los vidrios rotos y llorar abrazado y aterrado. Los militares invaden el barrio y el padre instala un vidrio nuevo que no queda bien. Ese estallido, se da cuenta, le dejó un trauma psíquico y físico: se descompone cuando escucha un fuego artificial o un estruendo.

    Años después, cuando está instalado como investigador en Nueva York, su madre muere y él vuelve a Chile una vez más. Y se queda para escribir la novela que leemos: se propone saber quién tiró la bomba errada que le dejó prendida la necesidad de saber y de contar (su padre, relata, era contador, y su gran desilusión infantil fue saber que en sus enormes libros no había historias, sino números). La investigación es entretenida y se muestra simplemente: hay cuatro posibilidades que se han dado casi en secreto a lo largo de los años, y que él va buscando obsesivamente: a) que el piloto fuera un extranjero, b) un novato, c) el hijo del general Gustavo Leigh (comandante de la Fuerza Aérea y miembro de la Junta Militar gobernante) y d) un desertor. Estas opciones conforman la estructura del libro, pero, al desplegarla, tiene que contar también su historia de ser chileno, su experiencia de bombardeado y de periodista, y por eso también su vida extranjera y lejana del horroroso Chile.

    Aparece entonces la difícil cuestión de la escritura en general y del periodismo narrativo en particular: el lugar del yo. Cuando alguien cuenta sobre la realidad, ¿importa la del cronista o más bien él se interpone entre los hechos y el lector?

    Importa lo que pueda decir, su punto de vista —que viene de lo que sabe, lo que investiga, de su inteligencia y persistencia ante una cosa—, pero quizá no interesan sus devaneos íntimos, paralelos a la historia. A veces la escritura y el yo son la misma cosa, como dice Montaigne, pero a veces no. Por supuesto, toda escritura es subjetiva y viene de un punto de vista, de un yo, de lo contrario no sería escritura —es elaboración tipo Chat GPT—, pero cuando se habla de un hecho ajeno y concreto, no es pura subjetividad, como muy bien va revelando Meneses en el libro: lo que él crea y lo real no son lo mismo, y en ese espacio de diferencia se toma libertades, por supuesto, que pueden también alejar al lector de las pasiones que movilizan la historia.

    Hacer calzar los datos consigo mismo para lograr lo real es de una dificultad insuperable. La escritura del trauma intenta ajustar la historia general y fatídica con la personal y, por cierto, menos fatídica: la no ficción de sí mismo. “Pasé del periodismo literario a la literatura periodística”, declaró Meneses en una entrevista. Está muy bien borrar las fronteras supuestas entre ficción y no ficción, pasar esa frontera, como lo hizo Eloy Martínez, uno de sus ídolos, y tantos cronistas del nuevo boom latinoamericano. Pero también es un juego que se vuelve peligroso.

    Hacer calzar los datos consigo mismo para lograr lo real es de una dificultad insuperable. (…) Está muy bien borrar las fronteras supuestas entre ficción y no ficción, pasar esa frontera, como lo hizo Eloy Martínez, uno de sus ídolos, y tantos cronistas del nuevo boom latinoamericano. Pero también es un juego que se vuelve peligroso.

    Este juego entre la ficción y lo real, algo que se estudia en las universidades, es más divertido en las fiestas, como dice Meneses en el libro. En el más apoteósico de estos eventos internacionales, en un taquillero hotel de la Ciudad de México, el protagonista especula irónicamente sobre cómo explicarle a la mujer que lo acompaña —su futura novia— una tipología o quién es quién de los avezados periodistas presentes: el cronista miseria, que vive de fondos y premios ONG y ejecuta la pornomiseria; el cronista tecnócrata, frío tratante de datos; el cronista traductor, que lee lo último del inglés y copia; el cronista invisible, que siempre está en los eventos y es amigo de todos, pero no se le conoce obra; el cronista activista, sin punto de vista propio sino redactor de causas bienpensantes. Entre estas caricaturas, él sería el cronista herido, que descree de todo y debe ir solo por el mundo para purgar un dolor difícil de comprender, que es de algún modo lo que intenta en esta novela donde a veces el lector no sabe dónde ubicarse: leemos, por ejemplo, de su crianza durante la dictadura, que incluye lecturas de periodismo casi heroico, activismo juvenil y un amigo muerto, pero al final no sabemos si es cierto.

    Esto porque hay varios, demasiados cabos sueltos. Por ejemplo, un poco más adelante, cuando habla de la famosa frivolidad noventera y de las posibilidades del periodismo de investigación en el Chile de la Transición, denosta a la revista Nervio (claramente, un nombre supuesto para la revista Fibra) por ejercer “la crónica como maquillaje: tenían todos los recursos a disposición para no tocar ningún tema relevante”. Inventa entonces un personaje que dirige esta revista, para reírse y odiarlo, lidiando con una cuenta que no sabemos bien cuál es. En lo que respecta a su trabajo, en todo caso, las cosas están claras: él no ejercerá el heroísmo político ni develará las grandes oscuridades económicas del poder, sino simplemente podrá “publicar mensajes entre líneas en una revista de viajes”.

    En la investigación, unas páginas más adelante, cuenta que Pablo entrevista a Patricio Manns para obtener información, porque es el único autor que publicó en un libro la tesis de que los pilotos de los aviones eran gringos con gran experiencia previa, quizá en la guerra de Vietnam —pues ningún chileno tenía esos niveles de puntería—, cuestión que le habría corroborado un historiador mexicano. ¿Podemos creerle o es un invento? ¿Son las palabras de Manns o es una recreación?

    Está bien, seguimos leyendo, como leemos una novela que habla de la historia, como tantas otras, pero aparecen cada tanto los puntos extraños en que la convención y acuerdo tácito entre autor y lector parecen desarmarse.

    Lo más interesante de la novela, precisamente, es cómo reconstruye el hecho perdido: la búsqueda de materiales, el contacto con las fuentes (en la supuesta entrevista con Patricio Manns, por ejemplo, el escritor le explica fehacientemente que la bomba fue un error: ningún piloto bombardearía un hospital, ni en la peor guerra), las formas en que la disciplina de investigación se cruza con el azar. En este sentido, es fascinante cómo un encuentro aparentemente trivial con alguien que debe entrevistar en sus viajes por el mundo, un expiloto de la Fuerza Aérea, ahora comandante comercial en el sudeste asiático, se transforma en la fuente clave para resolver el enigma del bombardeo (pero, de nuevo, ¿es verdad o invento?). La relación con ese entrevistado, además, señala las grietas posibles en la construcción de una historia periodística, la posibilidad de creer, cómo valorar la información. Es un tipo que a cada palabra se vuelve más oscuro e intrincado, y no sabemos —con suspenso, más allá de la duda por la verosimilitud— si es un torturador, un traidor o un pobre tipejo sin ética (o las tres cosas). Hasta que llega el punto en que la única manera de resolver quién bombardeó el hospital es inventar una escena a partir de unos datos inciertos, pero posibles. Imagina, supone, que el piloto “se bajó del avión con los brazos en alto. No hubo ninguna broma, como dice la mayoría de los libros de investigación que han registrado el hecho. No fue un error, fue una causa”.

    Paralelamente a ese logro —hacer real su punto de vista, investigación y análisis, pasándolo por las formas de la novela—, nos deja saber las experiencias infructuosas de su asistente en el periodismo chileno, las violencias machistas sufridas por su elegante agente colombiana, su odio a la ciudad de Barcelona por ser demasiado Gaudí, su trabajo psicoanalítico abandonado en Buenos Aires o los devaneos existenciales de su expolola mexicana. Su propio proceso, la pérdida de la madre, y de la patria, están cerca, pero permanecen en la zona más oscura del yo (a la que se llega vía inconsciente o psicoanálisis, mediante la poesía o la creación). Fuera de ahí, la historia común, que es difícil y oscura, se puede perder. Y ese es el riesgo ante el cual hay que estar en guardia.

     


    Una historia perdida, Juan Pablo Meneses, Tusquets, 2022, 260 páginas, $18.500.

  116. La insistencia de la memoria

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    La historia de un país bien puede ser narrada como la historia de una mansión que deviene lugar de fiestas y luego recinto de torturas, o como la historia de un cuerpo torturado y vaciado de voluntad que se busca en cualquiera que reconozca su existencia. Esa es una forma de leer lo que hacen Germán Marín en El Palacio de la Risa (1995) y Fátima Sime en Carne de perra. Es decir, como dos novelas que, al relatar la visita de un hombre a las ruinas del sitio donde los aparatos del Estado ejercieron toda su violencia y la otra, el reencuentro de una víctima de tortura con su victimario, se plantean cómo convivir con el recuerdo de la violencia política. Una violencia que no solo es demasiado reciente, sino parte inextricable del légamo que nos constituye como sociedad, aunque haya quienes insistan tercamente en negarlo.

    Carne de perra apareció originalmente en agosto del 2009 y fue recibida con entusiasmo por la crítica. Merecidamente. Esta novela de Fátima Sime se ganó su sitio junto al documental La flaca Alejandra (1994), de Carmen Castillo, como obra ineludible, que trata la abyección de la tortura. Carne de perra lleva un título doloroso y afortunado que apunta tanto a la dureza que permite sobrevivir a la protagonista como a la “domesticación” del cuerpo de una mujer mediante el alternado uso de vejaciones e incentivos amorosos. Es importante no confundir esta reprogramación con el “síndrome de Estocolmo”, pues este no describe la relación de la protagonista y su torturador, más ajustada al “vínculo afectivo traumático”, descrito por la psicóloga Shirley Spitz, en The Psychology of Torture (1989).

    Para Spitz, la tortura es el máximo acto de intimidad pervertida, una forma de posesión donde la víctima desarrolla un vínculo con el victimario usando primitivos métodos de defensa, como la disociación, la identificación proyectiva, la introyección y la disonancia cognitiva. Es notorio que Fátima Sime conoce el suelo que pisa al narrar cómo la personalidad de su protagonista es reestructurada, cómo la intimidad y el afecto que busca en los torcidos escarceos sexuales y amorosos a los que la somete el Príncipe, pasan a convertirse en el relleno de su voluntad vaciada.

    La novela presenta dos episodios en la vida de María Rosa Santiago López, una enfermera que un día descubre a su extorturador, Krank, el Príncipe, agonizando en una cama de la UCI. (…) Sime da forma a su libro echando mano a esta estructura aparentemente sencilla, un tinglado que al ser considerado con atención revela un modo sutil e inteligente de hablar del pasado.

    La novela presenta dos episodios en la vida de María Rosa Santiago López, una enfermera que un día descubre a su extorturador, Krank, el Príncipe, agonizando en una cama de la UCI. Alternadamente leemos capítulos breves situados en dos tiempos: unos en los años 70, que narran la prisión política, la tortura y la colaboración de María Rosa, y otros, unos 20 años más tarde, cuando está trabajando en la Posta Central, es alcohólica, no tiene amigos, se entrega al sexo mecánicamente, casi no se alimenta y evita el contacto con su familia tras volver del exilio. Sime da forma a su libro echando mano a esta estructura aparentemente sencilla, un tinglado que al ser considerado con atención revela un modo sutil e inteligente de hablar del pasado.

    La autora elige narrar los episodios de los años 70 en tercera persona, de forma tal que parecen estar ocurriendo momento a momento en el presente, casi como en un guion, y nos sitúan vívidamente en la casa cercana a la iglesia San Francisco, donde María Rosa está siendo torturada: “Nuevas costras que le pican empiezan a cubrir las heridas donde el hombre escarbó. Al menos no duelen. Excepto por las personas que le traen las comidas, no ha visto a nadie. No sabe qué le pasa. No sabe qué pretenden”.

    A su vez, los episodios que creemos situados en el presente son narrados en primera persona y en un pasado perfecto que parece insistir en la transitoriedad de cada instante: “No me importó. El pisco con Martini me raspó la garganta y el esófago. No había tomado desayuno. Fue como un sedante a la vena que agradecí con una sonrisa, una sonrisa idiota, pero que al cantinero le gustó”.

    Esta delicada elección estilística de Sime sugiere que el presente es un caudal de instantes al que es inútil aferrarse, mientras que el pasado es un bloque omnipresente que nunca deja de ocurrir, un bloque ante el cual la única respuesta moral es la insistencia en la memoria.

     


    Carne de perra, Fátima Sime, Cuneta, 2022, 154 páginas, $14.900.

  117. Nadie dijo nada (o el murmullo privado que acalla toda discusión)

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    No se puede escribir una novela así. Es pésima”, me dice un escritor en un pasillo en un encuentro al azar y uno o dos días después alguien declara sobre el mismo libro: “No pude parar de leerlo. Es genial”. Me pasa varias veces a lo largo de varias semanas y no siempre son conversaciones pasajeras. Lo aliento. Pido opiniones, colecciono elogios y reprobaciones, busco posiciones sobre Limpia, de Alia Trabucco. Podría haber sido otro libro, pero ese en particular desata el deseo de situarse: sí o no. O sí, pero no. O un rotundo sí. O por supuesto no. Es un murmullo detrás del ruido general que provoca la novela, más allá de las posibles menciones públicas que se registran en la prensa, que prolifera en las bambalinas del sistema literario y tiene la honestidad de lo extraoficial. Lo disfruto, pero sé que solo vive ahí y desaparecerá.

    Sucede mucho. Sucede demasiado. No sé hace cuánto tiempo, pero por lo menos hace unos 10 años. O más. El dato que todos manejamos es que ya no hay crítica literaria: desapareció entre los recortes de páginas que sufrió la prensa y cierres definitivos de suplementos culturales y revistas. Ya nadie habla de libros salvo quienes los escriben. Y, por cierto, quienes los editan. O los venden. Escritores, editores, unos pocos libreros, algunos académicos y un par de periodistas que se encuentran en lanzamientos, mesas redondas, bares, fiestas, y se preguntan unos a otros si leyeron tal o cual novela que acaba de salir. A veces todo queda en un gesto, otras el diálogo se prende junto a una cerveza. Como sea, poco importa: desaparece. Me refiero a la narrativa, claro, porque la poesía está en un planeta diferente, con sus propias reglas.

    Un solo crítico literario, ninguna revista, dos salas de conferencia, un lugar de reunión, nada”, escribió a mediados de los 80 Enrique Lihn describiendo el ambiente cultural de esos días. La queja tenía el marco del apagón cultural de la dictadura, pero a veces me parece que también retrata lo que sucede hoy. O no, estoy exagerando. La escena se mueve: cada semana, al menos en Santiago, se lanzan dos libros en librerías y diferentes espacios, y con una regularidad asombrosa escritores extranjeros dictan charlas en el país —aunque son muy pocos los escritores que asisten a ellas. En este mes —septiembre de 2023— pasaron por acá la argentina Albertina Carri, la española Irene Solá, el rumano Mircea Cărtărescu, el cubano Leonardo Padura, el estadounidense David Rieff, el mexicano Christopher Domínguez Michael y la colombiana Margarita García Robayo. Pero como una vez Raúl Ruiz tituló una película: Nadie dijo nada.

    O sí, pasan algunas cosas: los invitados dan un par de entrevistas, se encuentran con el público en las charlas, firman libros y luego se van a una cena. Ahí pasa otra vez: me gusta este libro, ese autor, este no tanto, ese es un imbécil, risas, otra copa de vino, a veces un intercambio de correos y buenas noches, hasta la próxima feria en Guadalajara o Buenos Aires. Más allá, el descampado: el eco de las palabras de Rieff sobre la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado queda entre los asistentes a su conferencia, la visión mágica de la literatura de Cărtărescu llega a quienes han ido a verlo, la rarísima posición de Carri ante la ficción flota entre los curiosos. Al final se evaporan. Quizás nunca van a parar el tráfico, está bien, ¿pero por qué ese tejido de voces potencialmente tan provechoso se aprovecha tan poco?

    ¿Qué nos está diciendo María José Ferrada en sus libros en que las barreras de infancia y adultez se disuelven? ¿Por qué un autor como Simón Soto escribe novelas históricas? ¿Es histórica Aguafuerte? ¿La ciudad migrante de Daniela Catrileo refleja el país? ¿Acaso la imagen de Pedro Lemebel que presenta Óscar Contardo en Loca fuerte es con la que nos quedaremos? ¿Álvaro D. Campos de verdad contiene el descontento urbano post estallido?

    En Chile llevamos cuatro años en una crisis política que absorbe todas las conversaciones y tiene al debate público atragantado. Ante el trance constitucional, la literatura parece una frivolidad. Yo creo que no lo es y basta leer la última novela de Diamela Eltit, Falla humana, para saber que un texto literario puede ser un retrato del ánimo político del país más afilado y duradero que cualquier columna dominical en los diarios que coleccionan corazones en redes sociales. Sabemos que el problema es leerla. A Eltit, pero a casi cualquier autor que no tenga la seducción masiva de la frase corta y el párrafo transparente. Eso lo sabemos hace mucho. De lo que me estoy dando cuenta ahora (tardísimo, lo sé) es que no es solo el “público general” quien no la lee, sino que tampoco es leída por quienes habitan ese espacio —inestable— conocido como campo literario. O, mejor dicho, su lectura queda solo en ese ámbito privado de los círculos culturales en que las opiniones se mueven a la velocidad de un café expreso o la primera cerveza.

    Después de Limpia, detecté lo mismo con Literatura infantil, de Alejandro Zambra. Se publicaron muchas entrevistas al autor —yo le hice una en El Mercurio— y él mismo la presentó en Santiago ante una cantidad de público enorme, pero cuento poquísimas críticas a su libro. No la reseñó ni Patricia Espinosa ni Pedro Gandolfo, los dos críticos semanales que van quedando en la prensa y llevan el “pulso” de la literatura local. Pero en conversaciones de pasillo, mensajes por teléfono, lanzamientos, se multiplicaron los comentarios. Quizás yo los buscaba, pero fue facilísimo hallarlos: “genial”, “emocionante”, “fabulosa”, “innecesaria”, “no podría encontrar una frase mal escrita por Zambra”.

    No hay ni qué decirlo, pero lo digo para remarcar un contraste posible: esas opiniones privadas sobre Literatura infantil no son solo ligeras y pasajeras, sino que se imponen a la posibilidad de una lectura profunda. ¿Acaso hemos dicho ya demasiado sobre las formas de la paternidad que no queremos seguir pensando en ella? ¿Acaso la masculinidad ejercida en los textos del aquel libro ya la dimos por sentada? No lo creo. Creo que estamos en un problema mayor: la discusión literaria está congelada. No es solo que no tengamos suficiente crítica, sino que los libros caen en el vacío. No hay eco, no hay debate. No hay un espacio para un libro como el de Zambra encuentre un diálogo que lo discuta y lo sitúe en algún contexto. Y si un autor de su importancia no lo encuentra, no sé cuál podría. Sobre todo pensando en la enorme cantidad de libros que producen mensualmente las editoriales independientes.

    Quizás la conversación sobre la “literatura de los hijos” fue la última que efectivamente encontró un espacio y a la distancia tiene sentido: estuvo enmarcada en los 40 años del golpe de 1973, donde hubo todo tipo de conversaciones culturales, debates sobre la historia del país y diálogos políticos. Tantos que nuestros narradores produjeron un hito que, a su vez, fue detectado por la crítica. Leer esas novelas sobre niños que soportaron a sus padres en la dictadura reveló un sentimiento que manteníamos muchos. Diez años después, la conversación sobre el país está marcada por el revisionismo conservador y ya no sabemos qué podría estar diciéndonos la literatura. Porque algo nos está diciendo. Puede que sea borroso y se multiplique sin formar una visión general, pero algo dice. Algo pide. Creo.

    Entre la enorme cantidad de libros que se publican en Chile irán aparecieron joyas que descubriremos en el futuro, pues hoy nadie habló de ellas. No sé cuál es el peor escenario, pero sospecho que lo tenemos más o menos identificado y no sabemos cómo enfrentarlo: que la literatura llegue a ser tan irrelevante que se vuelva apenas la fuente de conversaciones azarosas en pasillos y bares.

    ¿Qué nos está diciendo María José Ferrada en sus libros en que las barreras de infancia y adultez se disuelven? ¿Por qué un autor como Simón Soto escribe novelas históricas? ¿Es histórica Aguafuerte? ¿La ciudad migrante de Daniela Catrileo refleja el país? ¿Acaso la imagen de Pedro Lemebel que presenta Óscar Contardo en Loca fuerte es con la que nos quedaremos? ¿Álvaro D. Campos de verdad contiene el descontento urbano post estallido? ¿Nona Fernández puede seguir hallando más pliegues en la memoria? ¿Dónde ubicamos el humor dislocado de Cynthia Rimsky? ¿Por qué Andrés Montero se gana todos los premios con una narrativa anclada en una tradición que supuestamente habíamos olvidado? ¿Acaso Benjamín Labatut es el futuro? ¿O lo es un realismo tan dramáticamente luminoso como el de Nayareth Pino? ¿Y si Álvaro Bisama encontró la clave al buscar en Pablo de Rokha? ¿De qué pueblo habla Marcelo Mellado? ¿Qué es la escritura de Matías Celedón? ¿Desde dónde leer a Mike Wilson?

    Por supuesto, ninguna de esas preguntas tiene una respuesta muy clara, pero lo relevante es que no estamos intentando responder ninguna de ellas. Leemos esos libros, los pelamos, a veces los premiamos. Los desaprovechamos. Están ahí, acumulando polvo en los libreros. Supongo que el hecho mismo de intentar leerlos con profundidad sería provechoso, pero lo que de verdad echo de menos (¿existió alguna vez?) es un ambiente en que esas lecturas saquen alguna chispa. Alguna disputa. Un poco de sangre. Un texto contra otro. En cambio, lo que hay es una planicie de supuestas verdades, poquísimas revelaciones y, por debajo, viejas y nuevas amistades operando.

    Fue durante los primeros meses de la pandemia que, en las páginas de Palabra Pública, surgió el debate sobre la autorías y el feminismo. “Cómo se construye una autora”, se titula el texto de Lorena Amaro que dio la partida a una discusión en que intervinieron Nona Fernández, Lina Meruane, Claudia Apablaza, Alia Trabucco, Andrea Kottow, Alejandra Costamagna, Julieta Marchant y otras. No fue tanto un debate sobre textos, sino que sobre ubicaciones y poses en el campo literario desde el lugar de la mujer. Hubo chispas, quizás alguna autora quedó afectada, sobre todo hubo conversación que superó los circuitos privados. Se generó un cuerpo reflexivo sobre situaciones locales muy precisas que, sin embargo, ilumina los mecanismos de entrada y posicionamiento de una mujer en un espacio machista como el de la literatura chilena.

    Acaso la parálisis del debate político actual es un virus que infecta toda conversación hasta acallarla. Sí, pero también es una resaca de años sin medios culturales, la desaparición de la crítica literaria en la prensa, el ensimismamiento de la crítica en la academia y la desatada devoción por la opinión emocional dictada por las redes sociales. En el mejor de los casos, entre la enorme cantidad de libros que se publican en Chile irán aparecieron joyas que descubriremos en el futuro, pues hoy nadie habló de ellas. No sé cuál es el peor escenario, pero sospecho que lo tenemos más o menos identificado y no sabemos cómo enfrentarlo: que la literatura llegue a ser tan irrelevante que se vuelva apenas la fuente de conversaciones azarosas en pasillos y bares. “Genial”, diremos sobre esos libros que miraremos de reojo solo para decir algo. A veces diremos incluso antes de abrirlos: “No me interesa”.

  118. Una confesión inconsciente

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    Fue en 1996 cuando el exagente de la Central Nacional de Informaciones, Carlos Herrera Jiménez, grabó su primer audiolibro en prisión. Su voz se guarda en decenas de casetes que hizo llegar a la Biblioteca Central para Ciegos, condenada a perpetuidad por sus crímenes”. Este párrafo abre la quinta novela de Matías Celedón, que surge de la escucha de aquellas grabaciones de quien cumple cadena perpetua en el Penal de Punta Peuco, por el asesinato del líder sindical Tucapel Jiménez y del carpintero Juan Alegría.

    La primera sección de Autor material, “Identidad operativa”, ficcionaliza las respuestas de Herrera durante un juicio que culmina con la narración de un sueño en que él mismo es torturado: “El voltaje me desangra por dentro, han conseguido quebrarme y mi lengua desbocada alcanza a huir, como un pájaro, cantando lo que he callado hasta ahora”. Luego viene “Frases grabadas”, el eje central de este libro, un relato construido por medio del montaje de fragmentos de cinco libros leídos por el exagente: un texto catequístico acerca del dolor, un estudio sobre derecho constitucional, un clásico de la literatura latinoamericana y dos novelas de espías. Y la última parte es “Retrato hablado”, un ensayo acompañado de abundantes citas que reflexiona en torno a la memoria, la ceguera y las diferencias entre la palabra escrita y hablada, al tiempo que cuenta la historia de Herrera y la experiencia del propio autor del libro escuchando sus cintas: “Pensaba que podía haber algún mensaje cifrado (…). En su voz, las frases de determinadas historias, los diálogos e inflexiones de ciertas escenas cobraban un sentido distinto”.

    La escritura por medio del montaje y el trabajo con la materialidad no son nada nuevo para Celedón, cuya obra es muy coherente y sofisticada. Sus primeras tres novelas se caracterizan por su brevedad, su forma experimental, su localización difusa y un cierto hermetismo: además de Trama y urdimbre (2007) y Buscanidos (2014), a esta etapa pertenece su publicación más celebrada, La filial (2012), una narración inquietante construida por medio de frases estampadas con timbres y otros elementos visuales. Luego vino El Clan Braniff (2018), su novela más larga y convencional que, al igual que su nuevo libro, remite a fuentes de archivo —fotografías, diapositivas, documentos— para abordar un caso real sobre agentes de la dictadura, una operación de tráfico de cocaína autorizada por Pinochet y dirigida por su hijo mayor.

    Celedón, como los espías de las novelas grabadas por Herrera, se infiltró en la biblioteca para ciegos en que se hallaba la voz —perpetuada en cintas de grabación— de uno de los pocos condenados por aquellos crímenes, para descifrar atentamente sus palabras —que son de otros, pero pasaron por él— y re-cifrar con ellas un relato.

    En Autor material aparecen varios temas recurrentes de la obra de Celedón, como el abuso, la maldad, las organizaciones secretas y las discapacidades físicas. Pero si en otros libros el texto dialogaba con la visualidad, en esta nueva novela se privilegia la dimensión auditiva. Por eso la sección “Frases grabadas” incluye un código QR para acceder a la pista compuesta con la voz del agente, aunque esta no es exactamente igual al texto impreso. Los elementos adicionales del libro son los títulos de los capítulos, mientras que los del audio son, además de los aspectos no verbales propios de una grabación, los efectos de sonido —estática, cambios de cintas, música y otros detalles por el estilo— y algunas palabras o frases omitidas en el texto.

    El capítulo más extenso, logrado e intenso de esta parte es “La bella durmiente”, un episodio cuya temática es previsible desde el título: “Cerró los ojos. Penetró de modo irresistible, como un cerdo viejo en la mugre. De pronto experimentó un sentimiento de soledad más intenso que nunca”. Pero otros momentos de la narración son débiles, sobre todo cuando las voces se vuelven indistinguibles o hasta inverosímiles, y se sostienen más en el carácter espectacular del montaje que en la calidad literaria. Sin embargo, el gesto de la novela parece especialmente apto en este año conmemorativo: mientras las víctimas de la dictadura perdieron la voz y solo dejaron imágenes que terminaron conformando una sola en los afiches con la frase “¿Dónde están?”, en las conmemoraciones y monumentos o en las paredes del Museo de la Memoria, Celedón, como los espías de las novelas grabadas por Herrera, se infiltró en la biblioteca para ciegos en que se hallaba la voz —perpetuada en cintas de grabación— de uno de los pocos condenados por aquellos crímenes, para descifrar atentamente sus palabras —que son de otros, pero pasaron por él— y re-cifrar con ellas un relato, para extraer de ellas una confesión inconsciente.

     


    Autor material, Matías Celedón, Banda Propia, 2023, 120 páginas, $13.000.

  119. Coproducir la violencia

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    Muy rara vez o casi nunca, la violencia que sigue a un colapso institucional adquiere expresiones razonables. Se trate de una guerra civil o de un golpe de fuerza unilateral, lo usual es que víctimas y testigos se sientan enfrentados a una brutalidad imprevisible, sin poder comprender de dónde ha emergido el odio visceral que parece inspirar a los perpetradores y sus cómplices. El objetivo estratégico de infundir terror no termina de explicar esas conductas: se manifiesta en ellas algo más, una perversidad gratuita que la reflexión posterior necesita dilucidar.

    En su ensayo Sociología de la masacre, Manuel Guerrero Antequera (hijo de Manuel Guerrero Ceballos, una de las tres víctimas del Caso Degollados) toma distancia de la intuición hobbesiana que atribuye este fenómeno a una liberación de nuestros impulsos atávicos, roto el orden que los inhibía. Tampoco cree que la polarización previa a esa ruptura permita dar cuenta de la barbarie que le sobreviene. Ambas explicaciones, aunque parcialmente certeras, dejan en sombras un hecho esencial: la violencia no se desenvuelve en función de las condiciones que la desatan, sino de las que ella misma crea una vez que se instala. Citando al politólogo Stathis Kalyvas, su fuente más recurrida, el autor fija su premisa: “La violencia en paz y la violencia en guerra son de una especie diferente”. Y entonces, sus preguntas: “¿Cómo se llega a ser delator o torturador? ¿Bajo qué condiciones y de qué modo la población civil colabora con la violencia?”.

    Sociólogo asentado en la filosofía política y en la bioética aplicada a la investigación científica (su campo académico principal), Guerrero rehúye la descripción del represor como una bestia psicótica. Esto no lo lleva, sin embargo, a recluir su análisis en el diseño impersonal del aparato represivo. Su propósito es percibir las dinámicas sociales que activa un régimen de violencia, y así reconocer la racionalidad de los distintos actores que deciden, con arreglo a sus propios fines, hacer uso de ella o colaborar con sus agentes. Seguir la pista del “carácter fundacional” de la violencia, en ese sentido, es advertir el modo en que su despliegue genera nuevas identidades, reconfigura lealtades grupales y adscripciones ideológicas, motiva comportamientos ambiguos en las mayorías expectantes, estimula el temor y la venganza; en resumen, el modo en que la violencia “cambia el marco de referencia de la acción, estableciendo su propio orden”.

    El libro no ofrece un panorama exhaustivo de esas dinámicas ni profundiza en experiencias históricas distintas a la chilena. La ambición del autor, si se quiere más modesta, es modelar posibles taxonomías que orienten su disciplina —la sociología— en la investigación empírica de la “producción social de la violencia”. En esa línea, parte por definir masacre como “aquella violencia que puede llevar a la aniquilación de una población civil sin que esta tenga la posibilidad de defenderse”. Distingue entre sus formas el genocidio, la guerra civil y el terrorismo de Estado, que a su vez se relacionan con otras tantas variables: la violencia unilateral y la que enfrenta a dos grupos o más, la que persigue eliminar a un colectivo y la que solo busca someterlo, su aplicación indiscriminada o bien selectiva; escenarios que, en cada caso, impactan de un modo distinto a la población “no combatiente”.

    El lector menos comprometido con los marcos conceptuales, sin embargo, podrá seguir con interés el examen de ciertos fenómenos en particular. Por ejemplo, las conductas de soplonaje y delación, en general poco exploradas si consideramos que toda policía política, desde la Gestapo a la Dina, ha hecho de ellas su insumo primordial. En el caso de Guerrero, la inquietud es también biográfica. El primer capítulo del libro, el único testimonial, relata su experiencia familiar, donde la figura del traidor ocupa un lugar relevante. Miguel Estay Reyno, el Fanta, no solo participó en el Caso Degollados; ya en 1976, Manuel Guerrero Ceballos lo identificó en su declaración judicial como uno de los hombres que lo había torturado durante el secuestro que sufrió ese año. Desde entonces, escribe Guerrero Antequera, “había un odio particular hacia él” que incidió en su escabroso asesinato.

    En el capítulo final se aborda la pregunta ineludible: qué hacer, cómo prevenir una masacre. Por cierto que a este ensayo, dado su arco temático, no le toca responder cómo se cuida la paz, sino cómo se mitiga la violencia cuando ya se desató. Y la evidencia disponible, apunta Guerrero, es concluyente: no hay contrapeso más efectivo que la ‘monitorización externa’ por parte de la población civil.

    Como se sabe, el Fanta era un exmilitante comunista que devino delator tras ser detenido en 1975. “Estuvo varias veces con mi familia, jugó conmigo cuando yo era pequeno”, constata Guerrero, como si aún no saliera del asombro. De ahí su pertinente obsesión por este tema, que también lo lleva a interrogarse por la pulsión delatora de la población civil más extendida. Los periodos de violencia, concluye al respecto, abren espacios de anonimato e impunidad para perjudicar a terceros, pero no solo eso: inhiben además la autosanción moral de las personas, empujándolas a realizar acciones que no se permitirían en circunstancias normales. A modo de ejemplo radical, cita la experiencia de Ángela Jeria, quien, mientras su marido era torturado en prisión por sus compañeros de armas, recibía en su casa permanentes llamados de denuncias contra adherentes de la Unidad Popular, pues su número telefónico figuraba en la guía como contacto de la FACH.

    Quizás menos novedosa, pero igualmente oportuna, es la reflexión del autor sobre “los procesos de expulsión de la comunidad moral de iguales”. Vale decir, la construcción de estigmas deshumanizadores (“perros”, “ratas”, “humanoides”) que permiten clasificar a un colectivo como alteridad negativa a eliminar, y que constituyen “uno de los mecanismos base de la desconexión moral de los perpetradores”. Degradación paradójica, en todo caso, pues al mismo tiempo se exageran el poder y la astucia de ese grupo, para así justificar su erradicación —a nombre de la sociedad— en defensa propia. El sociólogo anota con agudeza que “la racionalización [del prejuicio sobre la víctima] no es un mecanismo intelectual sino, y aquí su complejidad, una estrategia afectiva”. No asistimos, entonces, a un problema racional y otro emocional: es una simbiosis entre ambos planos lo que permite consumar “la desaparición de la responsabilidad moral individual”.

    Ahora bien, Guerrero nos sorprende en este punto con un salto analítico arriesgado. Asegura que la animalización de la víctima revela una “violencia de doble fondo”, toda vez que se sostiene en un prejuicio especista que “ya ha expulsado previamente a las otras especies de nuestra comunidad moral”, negando que somos “parte de una misma comunidad interespecie”.

    ¿Propone el autor una equivalencia moral entre el humano y los demás animales? Al menos plantea que el especismo, en tanto discrimina a ciertos individuos solo por el grupo al que pertenecen, “tal como ocurre en las masacres intraespecie (…), viola en forma equivalente el principio de igualdad y el derecho a igual consideración moral”. Estas afirmaciones son apoyadas por una serie de estadísticas relativas a la explotación animal y la industria alimentaria, seguidas de la impugnación a prácticas como los zoológicos o el rodeo. El lector juzgará si esta es otra conversación o si ya ha dejado de serlo.

    En el capítulo final se aborda la pregunta ineludible: qué hacer, cómo prevenir una masacre. Por cierto que a este ensayo, dado su arco temático, no le toca responder cómo se cuida la paz, sino cómo se mitiga la violencia cuando ya se desató. Y la evidencia disponible, apunta Guerrero, es concluyente: no hay contrapeso más efectivo que la “monitorización externa” por parte de la población civil. Allí donde un cierto número de ciudadanos —agrupaciones de víctimas, periodistas y abogados, entre otros— no se resigna a la condición de testigo, sino que asume el rol de observador activo, “los agentes, al saberse observados, tienden a aplicar la coerción de manera controlada”. Los propios gobernantes, de hecho, suelen reformar el modelo de coerción para adecuarse a la vigilancia externa, que a su vez cohíbe a los potenciales delatores —temerosos de ser descubiertos— y ofrece una “ventana de escucha” a quienes repudian los crímenes, pero no son afines al bando atacado (agentes dispuestos a filtrar información, por ejemplo). Llenar ese espacio, “el espacio para el coraje cívico”, no alcanzará para restaurar la paz, pero sí podría impedir que la violencia “derive en una dinámica aniquilatoria creciente”, lo que llegado el caso ya es bastante decir.

     


    Sociología de la masacre. La producción social de la violencia. Manuel Guerrero Antequera, Paidós, 2023, 177 páginas, $17.900.

  120. Por una memoria no heroica

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    El sentimiento de fracaso que muchos de nosotros vivimos a 50 años del Golpe encuentra en la derrota de los proyectos revolucionarios un lenguaje común. Este sentimiento se produce, en parte, porque en la misma democracia hay una fuerza renovada de grupos ultraconservadores que han logrado triunfar en las elecciones, al mismo tiempo en que la izquierda se ve signada por populismos cuya autocomplacencia les ha hecho completar su propia caricatura del caudillo totalitario. La escritora Ana María Devaud habla de un “desaliento marcado por una inexplicable decisión popular, en contra de sus propios intereses”. Raúl Zurita dice que ve “ondear en el fondo las banderas negras del fascismo”.

    El problema es que la disociación bipolar y vertical entre traidores y héroes en el contexto de la violencia política se vuelve hoy tan obtusa como la que esencializa a dominadores y dominados, hegemonía y subalternidad, lo culto y lo popular. El triunfo de los grupos neoconservadores, como bien indica Néstor García Canclini, “se facilita por haber captado mejor el sentido sociocultural de las nuevas estructuras de poder”. Esta es, en buena medida, la razón por la que hoy, en el contexto de las democracias neoliberales, la derrota se ve como una consecuencia inescapable, como una herencia que no se puede impugnar. Lo que propone Idelber Avelar como una “incorporación reflexiva” de la derrota en nuestro sistema de determinaciones, parece un buen punto de partida para pensar en el complejo panorama político que vivimos. En particular, para desafiar una tendencia mistificadora y reduccionista de los modelos identitarios que utilizamos para entender los procesos políticos que nos exceden, que no somos capaces de leer, porque hay un lenguaje de la política que pareciera no dar cuenta de la singularidad de los eventos del presente.

    ***

    Hemos visto que el rechazo al proceso constitucional en Chile ha renovado las narrativas de la derrota. El movimiento de octubre de 2019 instaló en el espacio público una serie de demandas sociales, principalmente al Estado chileno, en una sociedad en donde el problema de la distribución de la riqueza difícilmente puede ser peor. Chile es uno de los países más desiguales de Latinoamérica, según el World Inequality Report de 2022. Estos versos quizás debiéramos memorizarlos: el 10 por ciento del país posee el 80 por ciento del patrimonio total; el uno por ciento es dueño de la mitad del país; este uno por ciento, durante los últimos 25 años, ha duplicado su patrimonio; la mitad del país posee un patrimonio negativo.

    La desigualdad refiere a la distribución de la riqueza, a las inequidades de género y etnia, junto con la destrucción medioambiental: a mayor acumulación de capital, mayor producción de contaminación y de basura que se apila lejos, invisible a los ojos de quien la produce, en poblaciones callampas a orillas de los esteros o en islas flotantes al medio del Pacífico. Aquí no hay disenso: el fin de la dictadura fortaleció las políticas económicas neoliberales que ampliaron estas desigualdades.

    El mapa político que dibujó el rechazo es, como el Buenos Aires de Borges, un “plano de humillaciones y fracasos”. Al día siguiente del triunfo del rechazo, un meme con una cita de Roberto Bolaño se viralizó en las redes sociales: “La extraña voluntad de este país por hundirse en vez de volar”. Las razones del rechazo son complejas y aún estamos en el proceso de entenderlas y nombrarlas. En el frontis de una casa de Valparaíso vi un lienzo con una pregunta: “¿Qué rechazaste?”.

    Si bien el diálogo entre dos voces en contradicción es un medio para encontrar una verdad (según la dialéctica platónica) o una síntesis (según la dialéctica hegeliana), el diálogo sirve en la obra de Lihn como procedimiento para reconocer que el mundo está constituido por elementos que se resisten a ser reducidos a identidades fijas.

    El sentimiento de derrota después del triunfo del rechazo a la nueva Constitución afectó a la generación que vivió su juventud en la dictadura militar, y también a los que nacimos durante y los que vinieron después, quienes heredamos la desesperanza. Muchas lecturas que vinieron luego indicaban que la gente es tonta por defecto, que cómo iban a aprobar una Constitución que no eran capaces de leer, o que la gente es naturalmente fascista. La figura del “pueblo” revivida en la revuelta de octubre se transforma ahora en el “lumpenfascismo” o la “masa logrera” a la que se analiza con asco. El responsable del epíteto de “masa logrera” fue el académico Grínor Rojo, quien en su artículo “La derrota” la sindica como una masa “racista, antifeminista y furiosamente homofóbica”, movida por un deseo “de poseer un cierto estatus y de poseer ciertas cosas, así como también del miedo de no poseerlas”. La filósofa Lucy Oporto habla con una aversión aún mayor sobre esa horda “lumpenfascista”, que destruyó las ciudades no por demandas legítimas, sino porque su “única pertenencia y validación social es su repugnante posicionamiento en el reino indiferenciado de la psicopatía estructural que retroalimenta la peste negra del neoliberalismo”.

    Otras lecturas culparon a esa misma intelectualidad de izquierda “obsesionada con la jerigonza de género”, “que entiende poco desde su posición de vanguardia, muy de élite universitaria”, “que cambió a Marx por Foucault, la misma que en la Convención Constitucional representó a los indígenas sin que estos se lo pidieran, y que prefirió derrochar todo su apasionamiento en discusiones sobre la sintiencia animal” (las citas son del profesor de filosofía Mario Sobarzo). Yo misma reenvié un meme en donde un niño sostiene un lienzo en el que se lee “país culiao penca”.

    La derrota ante la posibilidad de una nueva Constitución dejó a muchos de nosotros enrabiados, tristes, y también en silencio, mientras seguimos masticando las posibles razones y significados de la decisión de más de un 62% de las y los ciudadanos. Esa tristeza, sin embargo, requiere y está en busca de un cambio de modo de ser narrada, una narración de lo político que, como dice el escritor del fantástico apodo Aniceto Hevia, sea “crítica de su propia soberbia intelectual”.

    La derrota, desde hace 50 años, requiere de un lenguaje escéptico de los binarismos en el que los hablantes parecemos a ratos habernos hecho una prueba de la blancura, mientras los otros o son una masa ignorante que se deja llevar por sus pequenas y fútiles ambiciones, o son un grupo de burgueses que nada saben del hambre. Recordemos que la “masa logrera” está conformada por individuos con historias marcadas por una tremenda pobreza económica y una constante negación de derechos básicos, como la salud, la educación y la seguridad. Y también que “la obsesionada jerigonza de género”, o la necesidad de la representación de los pueblos originarios “sin que ellos lo pidan”, responde no a la mera autocomplacencia teórica de un grupo al que “le falta calle”, sino que apela a desigualdades estructurales reales, materiales, que necesitan ser abordadas de manera urgente.

    El semiólogo Héctor Schmucler, en un hermoso ensayo sobre la traición, indica que “la impiadosa historia del siglo ha repetido hasta el hartazgo la imagen del traidor como causa de los fracasos colectivos y las decepciones individuales”. Pensar que el pueblo se “traicionó” a sí mismo, o que me traicionó a mí al rechazar la nueva Constitución, me devuelve 50 o 60 años atrás, a esa narrativa cuya frontera delimita claramente dos lados, confirmando mi inocencia. “La traición senalada en el otro nos protege”, concluye Schmucler. En la misma derrota, en el mismo fracaso, hay espacios donde aparece un lenguaje y un ojo distinto al de la repetición impiadosa del siglo XX, un lenguaje que actúa sin sacralizar ni convertir en emblema.

    Para que un modo alternativo de lo político sea verdaderamente distinto, debiera partir de una duda de los sistemas identitarios puros, partiendo por el propio. En Respiración artificial, de Piglia, el joven filósofo se debate entre ser fracasado o cómplice. Creo que ahora no nos queda más que asumir las dos condiciones. Como sujetos políticos, como los protagonistas de las memorias de la derrota, debemos partir de la premisa de que no somos autónomos o externos a la violencia, sino que estamos constituidos por ella.

    ***

    ¿Qué recordar o qué conmemorar a los 50 años del Golpe? Diálogos de desaparecidos es una obra escrita en 1978 por Enrique Lihn y publicada en 2018 de manera póstuma por Ediciones Overol. La obra, imposible de publicar en la vida del autor por razones obvias, consta de cuatro diálogos cuyos personajes son fantasmas de desaparecidos que regresan para cuestionar y perturbar el orden de los vivos y la memoria de los muertos. Juan Guillermo Alcalde, el desaparecido del primer diálogo, se aparece para convencer a un cura de que lo saque de la lista de los detenidos desaparecidos, pues en sus palabras, “la causa de los desaparecidos va a perder conmigo ese airecito que ustedes le han dado, de cosa edificante”. Como puesta en escena del discurso, el diálogo en esta obra es el lugar para expresar la contradicción, así como el lugar para experimentar la crisis. Y si bien el diálogo entre dos voces en contradicción es un medio para encontrar una verdad (según la dialéctica platónica) o una síntesis (según la dialéctica hegeliana), el diálogo sirve en la obra de Lihn como procedimiento para reconocer que el mundo está constituido por elementos que se resisten a ser reducidos a identidades fijas. Los personajes, al narrar la complejidad de sus experiencias, movilizan su identidad hacia otros roles, particularmente en el caso de las víctimas de la violencia, como son las y los desaparecidos, y las esposas y madres de los desaparecidos. Como la obra de Lihn, hay muchas narrativas de la derrota del proyecto revolucionario, de horizontes utópicos caídos, de desesperanza, que poseen una búsqueda deliberada por encontrar un lenguaje y un sentido distinto a la política. Las historias sobre gente que no resistió poseen una particular fuerza poética y política.

    Juan Guillermo Alcalde, el cínico que interfiere en el sistema de pensamiento del cura, dirige también su mirada hacia los lectores/espectadores de su obra. Esta mirada me interroga sobre quién es el beneficiario del sistema de identidades fijas, de los traidores, colaboradores y débiles, de hordas malogradas de lumpenfascistas que están allá, lejos de mí. ¿Acaso nosotros, que nos sentimos traicionados, no olvidamos también a voluntad, a conveniencia?

    Para que un modo alternativo de lo político sea verdaderamente distinto, debiera partir de una duda de los sistemas identitarios puros, partiendo por el propio. En Respiración artificial, de Piglia, el joven filósofo se debate entre ser fracasado o cómplice. Creo que ahora no nos queda más que asumir las dos condiciones. Como sujetos políticos, como los protagonistas de las memorias de la derrota, debemos partir de la premisa de que no somos autónomos o externos a la violencia, sino que estamos constituidos por ella.

    Existen memorias no heroicas de la dictadura, como los Diálogos de Lihn, que más que ser una herramienta de utilidad o presentar figuras “concientizadoras”, operan como explosiones semánticas, sin juego de sustituciones, con la rebeldía de un amasijo de alambres, fuera de los lineamientos prescriptivos de las narrativas del héroe que precedieron el Golpe. Un trabajo hecho desde la literatura, con las movilizaciones que produce la literatura —el placer entre ellas—, entiende que el trabajo de la memoria es una pelea que se da en el terreno de las palabras.

    En la aventura que nos queda por vivir hay un lugar para los vencidos, para la cobardía y para la pérdida, como fracaso de la empresa y como lo que desaparece y no queda. Como se rompe todo en Chile, podemos romper el lenguaje para devolverle su encanto, o su poder como encanto, como conjura.

    La revuelta de octubre y el proceso constituyente no fueron solo pérdida y derrota, y no solo despiertan la desesperanza. Como dice Aïcha Liviana Messina, el proceso constituyente no trajo únicamente “nuevas palabras políticas”; también contribuyó a “nuevas formas de ponerlas en circulación”. Elisa Loncon, por ejemplo, desde la presidencia de la asamblea, hizo circular de otro modo las palabras, incluyendo la lengua de los pueblos originarios, desafiando el automatismo del lenguaje. Dice Loncon: “Para los pueblos sus lenguas, las palabras, son parte del aliento de la Tierra, la Tierra respira a través de ellas, dicen los mapuche, las palabras son los cantos, los sonidos y voces que existen en la naturaleza, porque no solo hablamos nosotras/os. Desde esta mirada, cuidar la lengua, revitalizarla, salvarla del exterminio es también salvar la Tierra y sus voces”.

    Las palabras de Loncon entraron en el panorama político para conmover la relación entre el poder y la palabra. Entender la revuelta solo a la luz del rechazo restituye una visión teleológica de la historia en donde el pasado queda atrás, como ejemplo de algo perdido. Superar el lamento por la pérdida de sentido, por la derrota, por la falla, debe ser parte de una búsqueda de un sentido distinto, que reflexione sobre los modos en que se construye el conocimiento y las representaciones del mundo, construcciones y representaciones que no son paralelas al mundo, sino que son constitutivas del mundo. Tenemos un enigma por resolver, pero no sabemos cuál es. El trabajo literario consiste en buscar pistas, resolver acertijos, encontrar simetrías, y entiende que la realidad, la historia y la literatura son parte de un mismo entramado. No son lo mismo, pero componen un juego de reflejos, en el que escritura y política se determinan la una a la otra.

    El mundo como pesadilla, como un “plano de humillaciones y fracasos” es, en definitiva, nuestro mundo. No se puede restituir la aventura política en los mismos términos de antes, porque los actores han cambiado y el horizonte de expectativas es otro. Carmen Castillo, al pensar sobre la derrota de 1973, dice: “Me pregunto cómo mantener la fidelidad a nuestra historia sin caer en la nostalgia mortífera ni en la caricatura de lo que fuimos”. Y agrega: “Habitada por la energía de la memoria de los vencidos, poco a poco voy aprendiendo que de la derrota surgen derroteros”. Los derroteros de la derrota, un acierto literario de la cineasta, que conversa directamente con el meme de Bolaño cuya cita, he comprobado más tarde, es mucho más larga y compleja de la que leímos ese día triste. Dice Bolaño: “Como se rompe todo en Chile, y en esto quizás resida el encanto del país, su fuerza: en la voluntad de hundirse cuando puede volar y de volar cuando está irremisiblemente hundido”.

    En la aventura que nos queda por vivir hay un lugar para los vencidos, para la cobardía y para la pérdida, como fracaso de la empresa y como lo que desaparece y no queda. Como se rompe todo en Chile, podemos romper el lenguaje para devolverle su encanto, o su poder como encanto, como conjura.

  121. Los dos Carlos

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    El golpe de Estado de 1973, cuyos 50 años conmemoramos, puso una lápida definitiva sobre el doble papel que habían tenido hasta ese momento los cuerpos: el de ser, por un lado, el gozoso leno vital que cada quien sumaba a una multitud encendida y el de aspirar, por el otro, a una cierta contención del estilo o la forma que encontró en el gesto final de Allende algo así como su consumación. Allende, como se sabe, era un hombre de gran estilo, y este estilo, que también fue en su momento el de Chile, provenía de una figura que no conocieron los griegos, pero sí los romanos: la dignidad.

    La dignidad atane al cuerpo que se vive incompleto y que, por esto mismo, aspira a representarse. Es el motivo por el que, en la época de las utopías, la representación no estaba anudada solo a las prácticas artísticas o culturales que incidían en el diseño del imaginario colectivo del país, sino también a la imagen exterior de un mandato a cuya altura debía ponerse el cuerpo al que le había sido encomendada la conducción de la República. Esto proviene de las antiguas arcas del derecho público romano, donde el cuerpo del soberano no es un cuerpo real o encarnado, un cuerpo que saliva, suda o secreta, sino una imagen, una investidura en cuyo hueco el soberano se impersonaliza.

    Este cruce particular entre el cuerpo infantil y gozoso de la multitud encendida y el cuerpo honorífico y digno de quien debía representarla llegó a su fin el 11 de septiembre de 1973, cuando Chile extravió para siempre su estilo más hondo. Aunque quizá no del todo, en el sentido de que ese estilo tuvo reelaboraciones en el mundo del arte y también en el de los espectáculos de masas. Un ejemplo contundente lo aportan Carlos Caszely y Carlos Leppe, quienes tenían en común no solo el nombre de pila, sino también un modo performático de citar el pasado y las dignidades que se habían perdido.

    En ambos casos, lo que estaba en juego era lo que podía un cuerpo bajo los nubarrones de la represión. Era una forma de oponerlos a los dictámenes ásperos de las filosofías de la existencia —donde el cuerpo es el peso muerto al que el ser permanece engrillado—, para recuperarlos como insumos del oficio. En Leppe, era el insumo de una degradación, de un material repleto de excesos servido como un pan mórbido en las ceremonias frías del arte. Un cuerpo humillado, que daba vuelta —como si fuera un guante— el cuerpo de Allende, para forjar una teoría visual en la que la obscenidad y la deshonra cifraban un detalle alegórico sobre el fin de la República. Su metro cuadrado, como sabemos, eran las salas de espera, las galerías invisibles, los tocadores arruinados o cualquier lugar en el que pudiera la carne llorar, no sin un resto de intrigante comicidad, sobre las cenizas de Chile. En Caszely, en cambio, el cuerpo era una armadura ligera que resplandecía en el área chica y compensaba las ilusiones marchitas, dejando a una línea entera de zagueros rascándose la cabeza.

    Guillermo Machuca, aficionado a pensar el arte y la cultura local apelando a un método que era el de los contrastes electrificados, comparó con un dejo de malicia a los dos Carlos. Lo hizo en un fragmento de El traje del emperador, donde recordó que el mismo año en el que el artista presentó una obra difícil de descifrar en la Bienal de París, de 1982, el delantero le dirigió un gesto a Pinochet que todos rememoramos.

    Caszely se despidió del fútbol jugando un partido ante 90 mil espectadores en el Estadio Nacional, entre cuyas rejas fueron segadas y masacradas en medio del silencio tantas vidas y donde, poco a poco, se empezó a escuchar a todo volumen el emotivo “¡Y va a caer…! ¡Y va a caer…! ¡Y va a caer…!”. Era una frase a lo mejor tatuada en la exuberante protesta del cuerpo de Leppe.

    Vamos primero a Leppe: en la Bienal de París, su cuerpo es la pista de una gran afrenta contra sí mismo; primero está enfrascado en un traje de esmoquin, después pasa a ser una grotesca mole desnuda, al final vomita en cuatro patas una torta en el baño. Todo esto es muy raro, arduo de interpretar incluso para las conspicuas membresías de un arte internacional, que ya había cambiado la jerga de las prácticas conceptuales por las de la pintura vaciada en los moldes del neo-expresionismo. Se podría decir que performances como las de Leppe llegaban tarde, pero Machuca había tenido el decoro de salvarlas al percibir en las acciones de nuestra bestia más lúcida la traición del tercermundista que, fuera de casa, se comporta desnudando la pobreza y la suciedad de los recursos representacionales del arte.

    Lo de Leppe admitía ser analizado bajo el ángulo de una protesta desesperanzada, con aterrizajes similares al del payaso que exhibe en el suelo las penitencias de la encarnación. En cambio, en Caszely el protagonismo lo tenía la ingravidez, su capacidad para devolverle al desconsolado pueblo de Chile una pequeña alegría, volando al interior de un metro cuadrado. De hecho, lo llamaban así, el “rey del metro cuadrado”.

    Perfectamente se los podría reunir a ambos en la dialéctica que Starobinski exhumó de las comedias del arte y aplicó, como lo hizo también Simone Weil, a la vida moderna: la dialéctica entre la ingravidez de la bailarina que se eleva como una pluma en el aire y la pesantez del payaso que se desploma en el suelo. Pero Machuca, menos por atacar a Leppe que por exponer a una clase intelectual fundada en prejuicios contra las industrias del espectáculo, optó por una escena que tomó de Chomsky y Guarello en el libro Anecdotario del fútbol chileno e ideó de inmediato la comparación. Ese año de 1982, después de que la selección chilena clasificara para el Mundial de Espana, Pinochet invitó al Palacio de la Moneda al director técnico junto con los jugadores. Carlos Caszely, apodado el “chino comunista” por su antigua proximidad con Allende y la Unidad Popular, daba vueltas por ahí cuando, de pronto, el dictador se le vino encima para estrecharle la mano y confesarle su admiración. Entonces “el rey del metro cuadrado” lo miró a los ojos y, tocándose la pierna izquierda, le dijo: “Mire, general, que yo pateo con esta”.

    Tres años más tarde, Caszely se despidió del fútbol jugando un partido ante 90 mil espectadores en el Estadio Nacional, entre cuyas rejas fueron segadas y masacradas en medio del silencio tantas vidas y donde, poco a poco, se empezó a escuchar a todo volumen el emotivo “¡Y va a caer…! ¡Y va a caer…! ¡Y va a caer…!”. Era una frase a lo mejor tatuada en la exuberante protesta del cuerpo de Leppe, arrodillado a solas en ese baño como un palimpsesto mudo, rodeado por copas de champana que se entrechocaban a muchos kilómetros de las verdaderas penas del arte.

  122. Gianni Vattimo: contra la nostalgia de lo absoluto

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    Después de ciertos ataques de los que fue objeto en la comunidad cristiana de Corinto, San Pablo les escribió una carta para defender su apostolado y señalar cuán próximo se sentía de ellos. Se preguntaba sobre quién era débil sin que él lo compartiera y sobre quién podía caerse sin que él se indignase. Y entonces afirmaba: “Si es necesario gloriarse, me gloriaré en lo que es de mi debilidad” (2 Cor. 11: 30).

    Diecinueve siglos después, el filósofo Gianni Vattimo, más que jactarse de su debilidad, proponía un pensamiento que llamó “débil”, al interior de la corriente filosófica, y quizá una concepción de época, que se dio en llamar “posmoderna”, la cual se basaba en la disolución de las ideas de “objetividad” o “verdades últimas”. Hubo quienes consideraron la noción como un producto refinado del capitalismo tardío, pero su creador se encargó de desmentirlo.

    Nacido en 1936, Vattimo, profesor emérito de la Universidad de Turín, fue heredero de la filosofía de Nietzsche y Heidegger (de los que llegó a ser un erudito prestigiado y también traductor). Se formó en la tradición hermenéutica como discípulo de intelectuales destacados: Luigi Pareyson en Italia y Hans-Georg Gadamer en Alemania. También fue alumno de Karl Löwith y cercano de Umberto Eco. Publicó una cantidad importante de libros y artículos, y fue una presencia constante en el debate público europeo, habiéndose, además, dedicado a la política propiamente tal. Fue miembro del Parlamento Europeo (1999-2004) y cumplió un segundo período como eurodiputado (2009- 2014).

    Su pensamiento supone tanto la determinación histórica como la crisis de una visión unitaria de la realidad y de los “grandes relatos”. Sin embargo, logró incorporar o dar un vuelco para volver a relatos tan imponentes como el cristianismo y el comunismo. En parte por su educación, en parte por la pérdida de seres queridos —que de manera conmovedora relató en su autobiografía No ser Dios— Vattimo declaró su retorno al cristianismo y también un desplazamiento político hacia un comunismo que él llamó “ideal” o “hermenéutico”, según puede seguirse en libros como Ecce comu y Comunismo hermenéutico.

    En su conferencia en Santiago demostró no solo agudeza y claridad, sino también buen humor (del Producto Interno Bruto dijo: “El PIB es tan bruto que no sabe repartirse razonablemente”). Explicó su giro religioso y político: del paso del pensamiento débil al de los débiles. Y cómo estos giros están, de cierta forma, vinculados: “Ciertamente, yo no creo que se vaya a instaurar en parte alguna un comunismo ni siquiera hermenéutico, pero la esperanza política, aunque sea solo una esperanza, se sitúa en el ideal de una sociedad más justa”.

    Creo que la única definición filosófica posible de la violencia es el silenciamiento de las preguntas en nombre de supuestos primeros principios absolutos. Ni siquiera matar a otro es siempre un acto de violencia, por ejemplo, en los casos en que se ayuda a alguien que desea interrumpir un sufrimiento físico sin remedio.

    Usted ha hecho casi su emblema, la afirmación de Nietzsche de que “no existen hechos, sino solo interpretaciones”.
    Esto solo quiere decir que la realidad para llegar a ser verdad debe ser enunciada en una proposición de alguien. Los hechos por sí solos no hablan, y cuando hablamos, hablamos siempre desde un punto de vista históricamente definido y no absoluto, sino precisamente interpretativo. Esto ya lo sabía Kant.

    Pero rechaza el relativismo del “todo vale”. ¿Cómo determinar que algunas interpretaciones son mejores que otras?
    Solo mediante la confrontación con otras interpretaciones y respondiendo a las preguntas que las otras interpretaciones nos plantean. La única interpretación seguramente falsa es aquella que no sabe que es interpretación y cree ser el puro reflejo de la realidad.

    ¿Cree entonces que el conflicto de las interpretaciones es una parte esencial de la democracia?
    Ciertamente. Si hubiera una verdad objetiva, científicamente verificable en las cuestiones políticas, la democracia no tendría sentido.

    En Ecce comu habla de un comunismo “ideal”, de “evolución, no revolución”. ¿Es una política débil?
    A decir verdad, quizá ahora ya no hablaría de evolución. Pero mantendría la idea de una revolución no violenta, solo por razones prácticas: una revolución violenta hoy no tiene ninguna posibilidad de triunfar dada la fuerza militar de que disponen las grandes potencias mundiales.

    ¿Es posible ser comunista después del socialismo real?
    Sí, claro. Y se lo debe ser justamente ahora que el socialismo real no nos impide aspirar a una sociedad sin clases.

    Usted ha señalado su apoyo tanto a Cuba como a Venezuela.
    Cuba (la revolución de Castro) y Venezuela (la realidad actual del chavismo) me parecen las verdaderas novedades políticas de las últimas décadas. Cuba y Castro fueron un ejemplo de una resistencia posible y vencedora contra la superpotencia de Estados Unidos. Chávez ha recogido esta herencia y ha realizado una política social con éxito: analfabetismo eliminado; hospitales y asistencia social; también participación política popular con las misiones. Es solo la vanguardia de la difusión de gobiernos progresistas en toda América Latina, un fenómeno decisivo para la promoción de políticas socialistas en todo el mundo.

    ¿Pudo hablar alguna vez con Castro o Chávez? En ese caso, ¿quién de ellos hablaba más?
    Con Castro tuve una entrevista personal de tres horas y media; yo he hablado en total 20 minutos, pero he aprendido muchas cosas y le estoy profundamente agradecido. A Chávez lo he visto en Caracas solo brevemente; lo estimo y admiro desde lejos.

    Como buen posmoderno, pienso que el multiculturalismo, el pluralismo ético y cultural son nuestros máximos valores. Pero la mayor amenaza a todo ello es la nostalgia de lo absoluto, es decir, del poder dominante y tranquilizador con el cual a menudo se reacciona ante tal pluralidad.

    Se ha dicho que usted es un antisemita heideggeriano. ¿Qué opina de esto?
    Esta historia de mi antisemitismo es una leyenda negra inventada por los sionistas más reaccionarios. He llegado a ser antisionista, no antisemita, como muchos intelectuales judíos (Chomsky, Morin, Finkelstein, Ilan Pappé) viendo lo que hace el Estado de Israel (racista, antidemocrático, colonialista) en Palestina. Yo no quiero el fin del Estado de Israel, solo quisiera que llegase a ser un Estado laico moderno y respetuoso de los derechos humanos y no un Estado superarmado que amenaza la paz mundial.

    ¿Qué prefiere: la realidad o el deseo?
    ¡Me gustaría la realización de muchos deseos!

    En su libro De la realidad reflexiona sobre la disolución de la realidad misma. También dice: “El Ser está apolillado”. ¿No estará exagerando?
    Era una broma nacida en un debate con Umberto Eco. El sentido que me parece todavía válido es que el Ser no es la perentoriedad del objeto, sino que está, más bien, marcado, carcomido, por los proyectos humanos que hacen que los eventos sucedan.

    ¿Qué entiende usted por violencia?
    Creo que la única definición filosófica posible de la violencia es el silenciamiento de las preguntas en nombre de supuestos primeros principios absolutos. Ni siquiera matar a otro es siempre un acto de violencia, por ejemplo, en los casos en que se ayuda a alguien que desea interrumpir un sufrimiento físico sin remedio.

    Conoció bien a Luigi Pareyson. ¿Qué significó para usted?
    De todas las cosas que aprendí de Pareyson, que son muchísimas, la que me resulta más definitivamente decisiva es su idea de que para que tenga sentido la experiencia de la libertad es necesario pensar que en el origen de ella solo existe un acto de libertad; esto es un poco el sentido del creacionismo cristiano. No podría imaginar mi libertad como algo que deriva de una estructura lógico-deductiva de lo real.

    ¿Cuál es el aspecto del mundo actual que más aprecia y cuál el que no puede tolerar?
    Los dos elementos están estrechamente vinculados: como buen posmoderno, pienso que el multiculturalismo, el pluralismo ético y cultural son nuestros máximos valores. Pero la mayor amenaza a todo ello es la nostalgia de lo absoluto, es decir, del poder dominante y tranquilizador con el cual a menudo se reacciona ante tal pluralidad. Es este el sentido de la lucha actual entre realistas (es decir, absolutistas, metafísicos, autoritarios) y “debilistas” o hermenéuticos.

    ¿Cómo ve el futuro?
    No tan claro ni agradable. Los poderes que quieren afirmar su autoridad van a reaccionar cada vez más duramente ante la posibilidad de la libertad que también la tecnología nos ofrece. Tengo miedo de un futuro en el que unos pocos privilegiados se impondrán cada vez con un control completo de tipo fundamentalmente fascista.

  123. Supervivencia de las mariposas: Lumpérica 40 años después

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    Ven acá, estoy confundiendo los haces de luz, los avisos, el grito salvaje de ella decadencia, no sé cuál será mi suerte”.
    Malú Urriola

    El 10 de marzo de 1983, hace ya 40 años, Diamela Eltit recibió una correspondencia sorpresiva. El Ministerio del Interior de Chile, por orden del ilegítimo presidente de la República, Augusto Pinochet, autorizaba la edición, publicación y distribución de su primera novela, Lumpérica. La apuesta literaria de la escritora traspasaba la censura para dar cuenta de la máquina censora de la dictadura. En una entrevista, la autora argumentó haber escrito la novela con un censor a un lado, lo cual no implicaba alineación alguna con la tecnología de la censura. Por el contrario, la opera prima de Eltit era capaz de burlar el estricto control establecido por la oficina estatal, a partir de la exposición de la máquina totalitaria que pretendía modelar el sentido.

    Lumpérica apela a la luz artificial como alegoría del poder dictatorial. Su propia circulación a través de la burocracia censora expone los comprometidos modos de producción del texto, dado el enseñoramiento de la lógica totalitaria en Chile. Asimismo, la novela hace de la luz una alegoría que, además, tensiona las relaciones entre autoritarismo, iluminismo y poder. La luz que bana el lumperío, que define a los pálidos en la novela, constituye la única garantía de sujeción que posee el Luminoso, figura que ha sido ampliamente entendida como referente metafórico de la dictadura. Según ha señalado Sara Castro-Klarén, L. Iluminada es “la suma o posiblemente la resta de un cuerpo desgarrado que intenta encontrar una voz en el límite con la muerte. Paradójicamente, es la luz enceguecedora del Luminoso sobre la plaza, la que, al torturar el cuerpo, lo rescata del silencio total”.

    Recordemos, L. Iluminada es una mujer a quien torturan toda una noche: cuerpo quizá violado en un espacio que ocupa la electricidad, vigilado y filmado para ser reducido, troceado. Pero este mismo cuerpo, radicalmente iluminado por el Luminoso, podría ser inscrito a partir de otras interrogantes que incluso cuestionen las operaciones alegóricas o metacríticas que han organizado la recepción de la novela. La luz también debe ser concebida como figura propia de los dispositivos audiovisuales; y, asimismo, como crítica al bio y psicopoder de la imagen que Diamela Eltit decide desplegar desde su primera novela.

    Justamente, el complejo andamiaje que erige Lumpérica solicita entender cómo ambas figuras visuales, el cartel lumínico y la cámara, son capaces de alterar el cuerpo de L. Iluminada: “El luminoso no se detiene. Sigue tirando la suma de nombres que los va a confirmar como existencia”. De esta manera, la novela da cuenta sistemáticamente de la capacidad seductora del Luminoso, la fuerza orgásmica, en el sentido que le adjudica Paul B. Preciado, que imprime y requiere la mirada totalitaria inscrita en el ojo mecánico de Dios. Entonces, el dispositivo cinematográfico que se basa en el corte es también capaz de perpetrar sus cortes en el cuerpo de L. Iluminada.

    En 1980, las compañías Osram, Philips y Siemens, líderes internacionales en luminotecnia, finalizaron un proyecto de iluminación en Santiago y Valparaíso. El proyecto se proponía reiluminar los edificios y espacios icónicos de las ciudades chilenas. Entre ellos, el metro de Santiago, la Plaza de Armas, la Universidad de Chile, el Estadio Nacional: precisamente, los espacios más comprometidos en los primeros años de la dictadura.

    De acuerdo con Lumpérica, las mecánicas del cine echan mano del halo de luz y del corte para cercenar a los cuerpos lumpen. La oscuridad, basada en ese fuera de campo y en las zonas no iluminadas de la plaza, se convertirá en un espacio de posibilidades múltiples que, aún ambiguo, no transita por la disciplina bio, psico o necropolítica y el martirio del Luminoso. El laboratorio chileno del neoliberalismo ha enseñoreado el dispositivo audiovisual como figura que remarcará las nuevas retóricas imaginarias del totalitarismo.

    En este sentido, la novela Fuerzas especiales, publicada 30 años después que Lumpérica, se instala en el desajuste que constituye el mismo espacio del cíber —lugar pornificado, de constante tecnología en falla, precarización máxima del trabajo y el cuerpo—, para comprender su capacidad de succión. Ya las ráfagas de luz eléctrica no deben solo ser instigadas por la fuerza orgásmica del cuerpo feminizado, sino que esta nueva temporalidad parapetada en los confines del cuerpo permite que la violencia visual sea ejercida por nuestros propios dedos, digitalmente. Por ello, la cíber-Lumpérica de Fuerzas especiales es capaz de autocapturarse. El Luminoso se ha escurrido al interior de su propio cuerpo.

    Fuerzas especiales da cuenta de cuerpos encapsulados en los cubículos del cíber, atrapados en las prácticas telefotográficas, obligados a producir su propio exterminio: “Yo fotografiaba el abrazo que sellaba el amor desesperado que se tenían o la frente de mi hermana contra la pared o sencillamente la registraba tapándose la cara ante el espejo… Después yo me iba porque cuando descubrieran el enmarque en el celular se volvían en mi contra de una manera que me aterraba”.

    Encapsuladas, las nuevas lógicas de la visualidad fuerzan el encerramiento voluntario: “Tengo que olvidarme de mí misma para entregarme en cuerpo y alma a la transparencia que irradia la pantalla”. Por esta razón, por esta consentida entrega a la transparencia lumínica, la falla del cíber, a media marcha entre prostíbulo, café con piernas y maquila tecnológica, constituye una catástrofe para muchas vidas.

    La mujer de Fuerzas especiales afirma: “Me bajo mis calzones en el cíber, me los bajo atravesada por el resplandor magnético de las computadoras… Después abandono corriendo el cíber y me voy a consumir todo lo que puedo”. Las titilantes ráfagas lumínicas de la computadora doblan el cuerpo, lo atraviesan e instalan el dolor —encarnado en las células digitales— para, entonces, consumirse y, paradójicamente, poder consumir. Porque el cuerpo ha sido iluminado, devorado irreversiblemente. Fuerzas especiales reactiva y complejiza la teoría de los dispositivos audiovisuales que ya instalaba Lumpérica.

    Pero quiero ir más allá.

    Al igual que la imagen de portada, estas fotografías pertenecen al archivo de Diamela Eltit en la Universidad de Princeton.

    En Supervivencia de las luciérnagas, Georges Didi-Huberman produce una sofisticada lectura ya no de la efímera danza de las luciérnagas a la que a comienzos de los años 40 hacía referencia Pier Paolo Pasolini, sino, por el contrario, de la desaparición de ellas que el cineasta italiano denunciaba en un artículo de 1975, donde afirmaba que se trataba de un error pensar que el fascismo había sido vencido. En su ensayo, Didi-Huberman cita un pasaje clave del artículo de Pasolini: “A comienzos de los años 60, a causa de la polución atmosférica y, sobre todo, en el campo, a causa de la polución del agua (ríos azules y canales límpidos), las luciérnagas comenzaron a desaparecer. Ha sido un fenómeno fulminante y fulgurante. Pasados algunos años, no había ya luciérnagas”. La desaparición de las luciérnagas, para Didi-Huberman, estaría ya no en la oscuridad nocturna como metáfora de tiempos difíciles, sino, por el contrario, en la cegadora claridad de los “reflectores de los miradores y torres de observación, de los shows políticos, de los estadios de fútbol, de los platós de televisión”. La hiperexposición lumínica se opondría a la “luz pulsante, pasajera, frágil” de las luciérnagas. La intermitencia de la luz y su carácter amatorio propondrían una metáfora capaz de denunciar el fascismo luminoso y plastificado que ocupa cuerpos y habita plazas en la segunda mitad del siglo. No obstante, Didi-Huberman demuestra que incluso luego de la muerte de Pasolini, entre 1984 y 1986, en Roma, existían robustas comunidades de luciérnagas. Para el teórico francés, se trataría más bien de comunidades anacrónicas y atópicas que necesitarían de condiciones especiales para ser experimentadas: “Para conocer a las luciérnagas hay que verlas en el presente de la supervivencia: hay que verlas danzar vivas en el corazón de la noche, aunque se trate de una noche barrida por feroces reflectores”.

    Didi-Huberman finaliza su libro haciendo referencia a un mundo polarizado, a una parte del globo inundada de luz en contra de otra surcada por los resplandores diminutos de las luciérnagas: “Por un territorio infinitamente más extenso, caminan innumerables pueblos sobre los cuales sabemos demasiado poco y para los cuales, por tanto, parece cada vez más necesaria una contrainformación”. Y esta contrainformación cristaliza en lo que a fin de cuentas Didi-Huberman entiende como imágenes-luciérnagas, caracterizadas como “imágenes al borde de la desaparición, siempre cercanas a quienes… se ocultaban en la noche e intentaban lo imposible a riesgo de su propia vida”. Estas punciones contrainformativas, entonces, rechazarían “la gloria del reino y sus haces de dura luz” y, también, la desaparición de lo popular ante el avance del fascismo.

    Ahora bien, a la luz de Lumpérica, es oportuno reconocer los límites de la teoría de las luciérnagas de Georges Didi-Huberman. Porque, pese a su sofisticación, termina proponiendo una metáfora que reproduce la oposición binaria oscuridad-claridad, ceguera-visión. La luz fascista pareciera cegar por su luz omnipotente, mientras que la orgiástica e intermitente bioluminiscencia de las luciérnagas permitiría contemplar la impredecible oscuridad. Allí los dos reinos permanecerían casi intactos, pese a haberse intercambiado sus ontologías. Sin embargo, aun si ignoramos este aspecto y condenamos los reflectores del fascismo, al igual que Pasolini y Didi-Huberman, la interpretación alegórica del teórico francés constituye uno de sus mayores límites y, sin duda, el más relevante inconveniente del ensayo y su imaginación crítica.

    Como decía al principio, 40 años después Lumpérica reclama otras posibles lecturas. Mejor, resulta fundamental una revisión ya no de los modos de producción que la hicieron posible como anomalía —rara avis de las letras chilenas—, sino de los alcances materiales que inscribieron la luz 40 años atrás. Es decir, ¿puede Lumpérica alejarse de la postura de Didi-Huberman? ¿De qué luz habla la novela de Diamela Eltit? ¿Adónde irradiaría la gloria del reino y sus haces de dura luz? ¿Cuál es la fuente de la feroz luz del poder? Porque esta novela no solo instala la continuidad entre poder y luz, fascismo e iluminación, sino que los conecta materialmente. Entonces, es necesario indagar en la relación entre electricidad y totalitarismo, y comprender que la luz estaría mediada tanto por su electrificación como por su borramiento.

    Lumpérica parece entender que el pacto entre Estado y mercado pasa por la electrificación, y que la luz en la novela no es meramente un recurso alegórico. Iluminar es materialmente ver más para desconocer aquello que fue aniquilado. Ver la luz del día constituye un proyecto que expulsa a aquellos cuerpos contralumínicos cuya opacidad debe, entonces, exterminarse.

    En 1980, las compañías Osram, Philips y Siemens, líderes internacionales en luminotecnia, finalizaron un proyecto de iluminación en Santiago y Valparaíso. El proyecto se proponía reiluminar los edificios y espacios icónicos de las ciudades chilenas. Entre ellos, el metro de Santiago, la Plaza de Armas, la Universidad de Chile, el Estadio Nacional: precisamente, los espacios más comprometidos en los primeros años de la dictadura, a partir del golpe de Estado de 1973. Sobre el principal centro deportivo de Chile, por ejemplo, un aviso publicado en El Mercurio afirmaba: “El trabajo ya ha terminado y nuestro Estadio Nacional ya posee Luz de Día, el asombroso avance tecnológico logrado y aplicado en el mundo entero por Siemens y Osram… La intensidad de la luz que provee el nuevo sistema de iluminación incorporado al Estadio Nacional es de 2.000 lux, siendo la anterior de solo 460 lux”. Otro texto de El Mercurio insistía en que se trataba del mismo sistema de iluminación instalado en Moscú para los Juegos Olímpicos, siendo los centros deportivos de Santiago y Moscú los más recientemente iluminados por la corporación alemana Siemens.

    Lumpérica parece entender que el pacto entre Estado y mercado pasa por la electrificación, y que la luz en la novela no es meramente un recurso alegórico. Iluminar es materialmente ver más para desconocer aquello que fue aniquilado. Ver la luz del día constituye un proyecto que expulsa a aquellos cuerpos contralumínicos cuya opacidad debe, entonces, exterminarse. La luz aniquila y esto no sucede por su condición cegadora, sino por su imperativo visual profundamente excluyente que sigue la lógica del dispositivo fílmico.

    En su análisis de las luciérnagas, Didi-Huberman se engolosina con la prosa de Pasolini y no se percata de las razones que el cineasta italiano argumentaba para afirmar que las luciérnagas estaban siendo aniquiladas. El fascismo está instalado en la destrucción del mundo, en la extinción de sus ecosistemas, en la catástrofe ecológica. En Chile, durante el tiempo en que Eltit escribía Lumpérica, se publicó un artículo titulado “El ocaso de las mariposas”, que abordaba la progresiva extinción de los lepidópteros en el país: “Las mariposas tienden a extinguirse de la faz de nuestro territorio… atentan contra la supervivencia de estos hermosos animalitos los roces descontrolados que se realizan en los campos: la eliminación de la flora de la cual se alimentan; la competencia con otras especies que han sido introducidas al país; la acción de predadores e insectos entomófagos; la comercialización abusiva de los ejemplares y el uso bárbaro y generalizado de insecticidas residuales”.

    El ocaso de las mariposas resulta similar a la extinción de las luciérnagas de Pasolini. Lo que no pudo ver Didi-Huberman era la magnitud destructiva que el totalitarismo dejó, ya no encarnada en la cegadora luz, sino en el pacto entre mercado y Estado a propósito de la electrificación de la memoria. Lumpérica escribe simultáneamente el pacto alegórico entre dispositivo y luz eléctrica, pero a la vez activa su materia electrónica. La escritora esperará 30 años para revisitar lo que Pasolini denunció en los 70 y que ya preveía en Lumpérica. No solo la electrificación del poder, sino las consecuencias ambientales que el enseñoramiento del fascismo tendría en la aniquilación de las luciérnagas. Vuelvo a Fuerzas especiales: “La mariposa fue solo una técnica que quise poner en práctica. La saqué de un sitio de sanación que aseguraba que el dolor no era exactamente real. Decía que el dolor no existía en sí mismo, sino que formaba parte de la imaginación humana y que requería de un esfuerzo mental para ahuyentarlo… Pensé que si me hacía una con sus alas podría evitarme a mí misma, huir, salirme de mí y dejarme afuera con todo el dolor por las clavadas del lulo. Pero la mariposa me falló porque lo que nunca pensé fue que la mariposa incentivaría mi dolor con sus alas que se movían amarillas tal como yo me muevo amarilla encima del lulo. No me imaginé que la mariposa iba a estimular mi dolor y la técnica resultaría un tremendo fracaso”.

    La mariposa fosilizada en la pantalla de la computadora, la luminosa constatación de su aniquilación y su supervivencia como fósil electrónico se vuelve más que resistencia, una materia conductora de dolor. La falla humana de la trabajadora del cíber da cuenta de la asociación entre dispositivos electrónicos y deriva totalitaria, de la plastificación del pacto entre cuerpo, fascismo y electricidad. Lo que Didi-Huberman no vio, pero vieron sí Pier Paolo Pasolini y Diamela Eltit, fue que las consecuencias alegóricas de la incandescencia se hicieron materia, materia de la electricidad capaz de contaminar, aniquilar, fosilizar, electrocutar la bioluminiscencia de las luciérnagas italianas, pero también el aleteo de las sedosas mariposas chilenas.

  124. Periodismo undercover en dictadura

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    La cárcel por dentro se llama el conjunto de reportajes sobre la vida de la Cárcel Pública de Santiago que el periodista Rubén Adrián Valenzuela publicó entre diciembre de 1980 y enero de 1981, en La Tercera de la Hora. El reportaje sacó de quicio a Pinochet, produjo un remezón en Gendarmería y despertó un apetito voraz en los lectores. Las ediciones del diario se agotaban en cuestión de horas e incluso en algunas localidades los reportajes eran fotocopiados para venderlos.

    Valenzuela se infiltró en la cárcel adoptando la identidad de un estafador prófugo de la justicia y estuvo adentro una semana, totalmente librado a su suerte. Además de observar, escuchar y conversar, padece en carne propia las atenciones del régimen penitenciario, que le dejan lesiones físicas de por vida. El cabo Juan Rego, el villano de la historia, lo machaca a palos para dejarlo mansito de entrada. Le meten miedo con la posibilidad de encerrarlo en “El Metro”, un lugar de reciente construcción, pero ya legendario, que no figura en los planos del penal y que los gendarmes destinan a bajarles los humos a los presos, que no siempre ingresan ahí con “pasaje de retorno”.

    Para aceitar el mecanismo y superar la etapa del rodaje, a Valenzuela le toca coimear, una práctica casi reglamentaria, que nadie denuncia. Se salva, eso sí, de que lo “pasen por las armas”. Enfermos mentales, tratantes de blancas, homicidas, narcotraficantes, cafiches, ladrones de todas las calañas, estafadores, “lanzas a chorro”, detenidos por ebriedad y homosexuales componen la población del penal, donde el mercado negro opera mediante la colusión de reos y gendarmes que hacen circular marihuana y Desbutal, unas cápsulas compuestas de metanfetamina y pentobarbital, que en el ambiente carcelario reciben el nombre de “la rubia de los ojos celestes”.

    Ahora me pregunto qué cuestión habrá indignado más a Pinochet, siempre tan cuidadoso a la hora de escenificar el poder. ¿La revelación sobre las patadas en el culo que recibía de su instructor? De todas maneras. Pero también esta otra causa, de seguro: La cárcel por dentro no pasó desapercibida fuera de Chile.

    A Valenzuela no lo mandan a la cárcel por iniciativa del diario. Él propone hacerlo con una insistencia obsesiva, pero por un buen rato se topa con las negativas de los editores. A nadie le interesan los temas carcelarios ni las pellejerías que pasan los delincuentes, le repiten en las reuniones de pauta. “Tú lo que quieres de verdad —le dice un jefe directo— es que te den por el culo”. Valenzuela sospecha que al interior de la cárcel existe una mafia que organizaba fugas masivas “a fecha fija”, y que Gendarmería es un antro. Al final, logra convencer al director del diario, que le pone una condición: antes de encanarte, tienes que tener clases con un experto en artes marciales como mínima medida de seguridad contra las violaciones y otras amenidades presidiarias.

    Resultó que el profesor contratado, Arturo Petit, era el instructor personal de Pinochet. “Soy el único chileno”, bromeaba, “que le ha pegado patadas en el culo al general”. Para protegerlo de la furia de los presos, que tienen a los periodistas por cómplices de los detectives, y salvarlo de las represalias del personal de Gendarmería y de sus “guardias blancas” compuestas por reos propensos al ajuste de cuentas, la misión de Valenzuela se mantuvo en estricta reserva, algo más que necesario en el caso de un reportero de izquierda, contratado en un diario cuya planilla incluía agentes de la CIA, informantes de los servicios de seguridad y fachos furibundos.

    En el medio carcelario existe una figura arquetípica, el “pillo canero”. Ese hombre investido de autoridad, ese choro de rango superior, sabe que al salir en libertad con los “papeles sucios” será un don nadie, un bulto arrojado a la calle, cuestión que lo perturba. “El Parafina” era uno de esos. Homicida y rey del chanchullo, tenía reputación de maletero, siempre andaba armado y trabajaba de sapo y de sirviente para los “tombos” (gendarmes). Hacía un tiempo, no tanto, “El Parafina” había pasado un periodo en libertad, sin buscarla ni celebrarla, puteando por su mala suerte. Se había dedicado a vagar por el sector de la Vega Central, a la espera de ser repatriado a la cárcel, su hábitat natural. Con ese propósito, a un viejo le vació las tripas de una sola cuchillada.

    Ahora me pregunto qué cuestión habrá indignado más a Pinochet, siempre tan cuidadoso a la hora de escenificar el poder. ¿La revelación sobre las patadas en el culo que recibía de su instructor? De todas maneras. Pero también esta otra causa, de seguro: La cárcel por dentro no pasó desapercibida fuera de Chile. Tras conocerse el reportaje en el exterior, la agencia internacional de noticias de España, EFE, catalogó a Valenzuela como un “verdadero héroe nacional chileno” que había burlado a los secuaces del régimen, con la elegancia de un impostor consumado.

  125. Las dimensiones internacionales del golpe de Estado chileno

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    Es inusual comenzar con una reflexión personal un artículo académico, pero en este caso se justifica. Me encontraba en Inglaterra al momento del Golpe de 1973 y ayudé a crear una organización para traer a académicos refugiados chilenos al Reino Unido (también existieron organizaciones de derechos humanos y solidaridad paralelas). Muchas campañas de este tipo deben trabajar arduamente para conseguir apoyo. Nuestra experiencia fue la opuesta: fuimos avasallados por ofertas de apoyo, becas, ayuda con alojamiento, universidades que ofrecieron matrículas gratuitas.

    No se había respondido de la misma manera en el Reino Unido ante la violencia represiva en un país extranjero desde el levantamiento en Hungría, de 1956, y la invasión de Checoslovaquia, de 1968, por la Unión Soviética. Pero esos eran países europeos, enfrentando a un enemigo —la URSS— que se encontraba a la vanguardia de las preocupaciones de la política internacional. Chile era un país muy distante y poco familiar. Entonces, ¿cómo podemos explicar el extraordinario estallido de apoyo de variados sectores de la sociedad británica, los intensos debates en el parlamento sobre quién era el responsable del Golpe, y la interminable cobertura en la prensa y la televisión? Este apoyo vino no solo desde la izquierda, también se originó desde el centro del espectro político y, en algunos casos, desde la derecha. En otras palabras, el apoyo provino de aquellos comprometidos con la democracia más que desde los simpatizantes de una ideología específica. La respuesta al Golpe evocada en Gran Bretaña tuvo paralelos en muchos países alrededor del mundo.

    (…)

    No era esperable que, en Chile, un país que ostentaba un envidiable récord de gobiernos constitucionales, la democracia fuese atacada. Esta es una de las razones del impacto duradero del Golpe en Chile: el ataque no era a una dictadura, sino contra la democracia. Los gobiernos autoritarios en España, Grecia o Portugal, por ejemplo, siguiendo el colapso de regímenes civiles frágiles, no fueron considerados como alejamientos fundamentales de las prácticas políticas de dichos países. Pero Chile era diferente, al menos eso era lo que muchos observadores creían, y con razón. Chile tenía una tradición constitucional mucho más extendida y fuerte que muchos países europeos. La reacción, especialmente en Europa, fue que, si un golpe de Estado de este tipo pudiese ocurrir en Chile, entonces podía ocurrir casi en cualquier lugar.

    (…)

    La Revolución cubana se había transformado en un símbolo de resistencia a la opresión imperialista. El Golpe chileno se transformó en el símbolo internacional para el brutal derrocamiento militar de los regímenes progresistas. Los símbolos no son historia fidedigna. La cara represiva de la Revolución cubana fue ignorada y hubo golpes de Estado, por mucho, más brutales en América Latina que en Chile. El conocimiento de la complicada política chilena desde 1970 a 1973 era muy superficial. Sin embargo, a nivel de la percepción internacional, la Revolución cubana ahora tenía su reflejo en el golpe de Estado chileno.

    (…)

    Otra razón para el profundo impacto del Golpe fue que, probablemente, este fuese el primero televisado. Imágenes de los días posteriores al 11 de septiembre inundaron las pantallas y periódicos del mundo. Cuatro en particular circularon ampliamente y produjeron una oleada de simpatía por aquellos que sufrieron la persecución. Estas fueron la imagen del bombardeo al Palacio de La Moneda por jets Hawker Hunter; la quema de libros en la calle por parte de soldados, evocando recuerdos de escenas similares durante la Alemania nazi; una imagen siniestra de Pinochet usando lentes oscuros, sentado al frente de los demás miembros de la Junta Militar que permanecían de pie, y los prisioneros esperando, atemorizados, en el Estadio Nacional. Aun en países geográficamente más remotos que Chile, social y culturalmente, dichas imágenes llevaron directamente a los hogares una visión de lo que estaba ocurriendo en Chile el 11 de septiembre y después de este. Y dichas imágenes de 1973 fueron luego acompañadas por otra: el vehículo destrozado en el que Orlando Letelier halló su muerte en 1976, en Washington.

    (…)

    Es difícil exagerar el impacto del golpe de Estado chileno en la conciencia política de una amplia variedad de países. En el Parlamento Europeo, el país extranjero más debatido (y condenado) por muchos años luego de 1973 fue Chile. En Gran Bretaña, el embajador de Allende en dicho país, Álvaro Bunster, fue el primer extranjero en dirigirse a la Conferencia del Partido Laborista desde que lo hiciese la líder comunista La Pasionaria, en tiempos de la Guerra Civil Española. En Italia, los análisis que hizo del Golpe el Partido Comunista y su líder intelectual, Enrico Berlinguer, llevaron al “compromiso histórico” mediante el cual el PC italiano se incorporó al gobierno por primera vez luego de muchos años. En Francia, el Partido Socialista debatió larga y arduamente sobre cómo modificar sus tácticas luego del golpe de Estado chileno. Aun cuando existía menos debate sobre el significado del Golpe para la política internacional, países como Canadá, Australia y Nueva Zelandia recibieron a miles de refugiados chilenos.

    El ataque no era a una dictadura, sino contra la democracia. Los gobiernos autoritarios en España, Grecia o Portugal, por ejemplo, siguiendo el colapso de regímenes civiles frágiles, no fueron considerados como alejamientos fundamentales de las prácticas políticas de dichos países. Pero Chile era diferente, al menos eso era lo que muchos observadores creían, y con razón. Chile tenía una tradición constitucional mucho más extendida y fuerte que muchos países europeos. La reacción, especialmente en Europa, fue que, si un golpe de Estado de este tipo pudiese ocurrir en Chile, entonces podía ocurrir casi en cualquier lugar.

    (…)

    Para la izquierda en Francia, Italia, España y Alemania, por ejemplo, entregar ayuda era una manera de demostrar apego a los ideales de la solidaridad internacional con los pueblos reprimidos del Tercer Mundo, y para mostrar que cualquiera fueran sus cambios en sus políticas o tácticas, los partidos socialistas de Europa se mantenían a la izquierda. Brindar ayuda a la oposición chilena era una manera de apoyar públicamente la causa por la democracia en el Tercer Mundo. En Holanda, como en muchos otros países, Chile se vinculó simbólicamente al debate político entre izquierdas y derechas. Para un país como Holanda, el apoyo a la oposición chilena era una manera de proyectar una imagen de tolerancia y visiones progresistas —¿y quizás revivió memorias de la oposición holandesa al poder Nazi?

    En contraste con la respuesta inicial del gobierno de EE.UU., los gobiernos y partidos europeos sintieron una afinidad especial con Chile. La oposición chilena poseía un concepto de democracia que era evidentemente similar al de la mayoría de los movimientos políticos europeos, basado en una combinación de elecciones justas, justicia social y la observancia de los derechos humanos básicos. Apoyar a la oposición chilena era una manera de reafirmar la creencia en los cánones básicos de la democracia. Más aún, sin negar los sentimientos de solidaridad genuinos por Chile y la genuina aversión por una dictadura brutal, el apoyo a la oposición no era susceptible de incurrir en ninguna sanción.

    (…)

    Un importante factor que mantuvo al Golpe vivo en la comunidad internacional fueron las actividades de la comunidad de exiliados chilenos. Muchos exiliados eran políticos con vínculos en partidos de Europa, otras partes de Latinoamérica y en otros lugares. Los socialistas, comunistas, democratacristianos y radicales chilenos encontraron comunidades receptivas fuera de su país. La comunidad exiliada buscaba la condena al gobierno de Pinochet en organizaciones internacionales, tales como las Naciones Unidas, y persuadir a gobiernos nacionales para boicotear el comercio con Chile y cortar vínculos con el gobierno chileno.

    (…)

    En Francia e Italia, el debate sobre “la lección de Chile” llevó a repensar las estrategias políticas de la izquierda, y los exiliados chilenos eran, a su vez, profundamente conmocionados por la discusión alrededor de ellos. La izquierda europea desarrolló ideas sobre el atractivo de la economía mixta y la necesidad de cooperación entre capital, trabajo y el gobierno, las cuales afectaron fuertemente a los exiliados chilenos, en especial a aquellos de los partidos socialistas. Los chilenos exiliados en Venezuela también parecieron ser persuadidos por las virtudes de la transigencia política como medio para consolidar una democracia estable. Los exiliados en países que recalcaban las virtudes de la revolución por sobre la democracia —como México, Cuba o Nicaragua— parecían haber mantenido más firmemente sus convicciones sobre lo correcto de los objetivos del gobierno de la UP.

    (…)

    A fin de cuentas, el apoyo externo para la democracia chilena fue importante y positivo, no fue una simple imposición de objetivos de los países donantes sobre sus beneficiarios. Fue más una asociación. Una oposición en aprietos tenía pocas alternativas más que buscar apoyo desde fuerzas democráticas en el extranjero, a modo de ayudar con el proceso democrático interno. La ayuda foránea puede provocar en ciertos países más problemas que lo que pueden contribuir a solventarlos. Pero en el caso de Chile, la similitud básica de los objetivos de las fuerzas domésticas e internacionales se combinaron para crear una oposición lo suficientemente fuerte para derrotar a una de las más poderosas dictaduras de Latinoamérica, e igual de importante, para comenzar el proceso de construcción de una democracia viable en Chile.

     

    Imagen: Archivo Cenfoto-UDP.

     

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    Alan Angell es profesor emérito del Latin American Center, Oxford School of Global and Area Studies, Universidad de Oxford. Entre sus libros más destacados se cuentan Democracy After Pinochet y Politics and the Labour Movement in Chile. Este texto, que se reproduce con autorización del autor, es un extracto de su trabajo titulado “Las dimensiones internacionales del Golpe de Estado chileno”.

  126. Mircea Cărtărescu: “Toda la literatura es fantasía”

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    El público que ayer al mediodía llenó el auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra de la Universidad Diego Portales, en el marco de una nueva Cátedra Abierta en homenaje a Roberto Bolaño, tuvo la oportunidad de oír y dialogar con Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) durante su primera visita a nuestro país. Además de ser la figura más importante de la literatura rumana desde hace varias décadas, el autor ha recibido importantes reconocimientos internacionales, como el Premio Austriaco de Literatura Europea (2015), el Premio Leteo (2017), el Premio Thomas Mann de Literatura (2018), el Premio Formentor de las Letras (2018) y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances (2022), un listado al que muchos esperan que se sume el Nobel.

    Si bien han circulado otras ediciones en castellano de sus libros —sobre todo traducciones indirectas desde el alemán o el francés—, la iniciativa más consistente por darnos acceso a la obra de Cărtărescu ha sido el trabajo de Marian Ochoa de Eribe, cuyas cuidadas traducciones son publicadas casi anualmente por la editorial española Impedimenta. Y ya en el prólogo al primer tomo de esa colección, una nouvelle inolvidable llamada El ruletista (2011), la traductora explicaba que este autor “entronca en una tradición propia y original de la literatura rumana: el onirismo. (…) Para ellos, el sueño no es un simple proveedor de imágenes sino todo un modelo compositivo”, una caracterización habitual de su obra que el escritor, si bien no negó, sí acotó durante la charla de ayer: “Yo no hago diferencia entre literatura realista y literatura fantástica u onírica. Creo que toda la literatura es fantasía. Cualquier clase de literatura es onírica. Nuestra vida es onírica (…). Tenemos sueños nocturnos y diurnos. Nuestros sueños diurnos los llamamos realidad”.

    Cărtărescu es poeta y sus libros deben leerse como poemas”, afirmó Kurt Folch, el poeta, traductor y director del Magíster en Escritura Creativa de la UDP, quien presentó al escritor rumano con un texto en que, pese a lo lejano que nos podría resultar ese país del sureste europeo, resaltó la cercanía de su registro barroco y tensionador del lenguaje con ciertas voces más familiares para nosotros: “Desde Góngora hasta Lezama Lima o Macedonio Fernández, o pasajes completos de José Donoso, o parrafadas de Pablo de Rokha, o pasajes de Allen Ginsberg y de Pound, de Saint-John Perse, Baudelaire, en fin, el vidente de Rimbaud, incluso el galope muerto de Neruda está en perfecta sincronía con Cărtărescu”.

    Lo que más aprecio al hablar de la literatura es su fantástica diversidad”, declaró el autor al comienzo de esta cátedra, y aunque a nuestra lengua se ha traducido apenas una parte de la treintena de libros que componen su obra, basta con mirar los ya editados en español para sorprenderse de su variedad: el mundo onírico, metaliterario y cruelmente infantil de Nostalgia (1993; Impedimenta, 2012), entre cuyos cinco relatos entrelazados se encuentra El ruletista; la novela Lulu (1994; Impedimenta, 2011), que amplía un episodio narrado brevemente en Nostalgia y que lleva el ambiente confuso y tenebroso de esa primera incursión del autor en la narrativa a niveles pesadillescos; los tres relatos mucho más livianos y hasta humorísticos de Las bellas extranjeras (2010; Impedimenta, 2013); los ensayos y crónicas autobiográficas de El ojo castaño de nuestro amor (2012; Impedimenta, 2016), un mapa muy útil para adentrarse en el universo de Cărtărescu; la novela Solenoide (2015; Impedimenta, 2017), el diario de un escritor frustrado y profesor de rumano en la Bucarest comunista de los 70 y 80 que mezcla autobiografía y fantasía, que retoma varios elementos de sus libros anteriores y que muchos consideran su obra maestra —aunque él mismo en esta ocasión dijo ser incapaz de elegir una favorita entre sus publicaciones—; la aún más extensa trilogía Cegador (1996-2007; Impedimenta, 2018-2022), cuyas partes conforman la totalidad del cuerpo de una mariposa; y su obra poética, de la que se han traducido El Levante (1990; Impedimenta, 2015), un poema épico posmoderno en 12 cantos que mezclan verso y prosa, y la antología bilingüe Poesía esencial (Impedimenta, 2021), que abarca cuatro poemarios y tres décadas desde Faros, escaparates, fotografías (1980), su celebrado debut, muy inspirado en la generación beat.

    Imagino la literatura como un edificio. Este edificio podría ser una ciudadela, podría ser un palacio, podría ser un monasterio. (…) Este edificio puede ser visto a gran distancia porque está en la cima de una montaña: es la montaña de los millones y millones de libros dudosos, de los libros malos, (…) los libros que no acceden a la ciudadela; ellos la hacen visible sobre sí.

    La edificación de la literatura

    Dada la importancia que tienen en su producción imágenes como la telaraña, la ciudad y la ruina, no es sorpresa que el eje de su charla haya sido la descripción de la literatura —su tema favorito, recalcó— por medio de una alegoría relacionada con la construcción: “Imagino la literatura como un edificio. Este edificio podría ser una ciudadela, podría ser un palacio, podría ser un monasterio. (…) Este edificio puede ser visto a gran distancia porque está en la cima de una montaña: es la montaña de los millones y millones de libros dudosos, de los libros malos, (…) los libros que no acceden a la ciudadela; ellos la hacen visible sobre sí”.

    Este edificio —siguió Cărtărescu— está compuesto por cuatro pisos o niveles, cada uno de los cuales “corresponde a una definición de la literatura”. En el primer piso se la puede entender como una profesión: en este nivel están los carpinteros y albañiles, “las personas que levantan los muros de la literatura”. Estos son los escritores que tienen el manejo de la técnica —aquello que se puede aprender o enseñar de la escritura—, entre quienes el autor mencionó a Balzac y Tolstói.

    Una catedral, luego de que construiste los muros, necesita algo más, necesita ser decorada”, por lo que el segundo piso es de los pintores y escultores de este edificio, “los grandes artistas de la palabra”, entre quienes se encontrarían figuras como Góngora o Nabókov, de quien nombró Lolita como ejemplo de un libro del que uno no se puede saltar una palabra, ya que cada una de ellas es tan esencial como los átomos de una molécula.

    Continuando con la imagen de la catedral, Cărtărescu dijo que luego de ser levantada y decorada, la literatura debía ser consagrada, y esos escritores que la hacen acceder a lo sagrado “son los que llamamos genios”, como Dostoievstki, García Márquez o Thomas Mann. Por sobre ese tercer nivel de los profetas, aquellos que dan cuenta de la condición humana, Cărtărescu dijo posicionar a un solo autor, quien se encontraría en lo más alto del edificio: “Para mí, Kafka es el escritor absoluto, precisamente porque no era un escritor, porque la escritura es una habitación demasiado pequeña para encasillarlo. Kafka es la voz del dios”.

    Tras su acabada descripción de “esta ciudadela maravillosa, este maravilloso castillo en que todos los amantes de la literatura vivimos”, Cărtărescu concluyó vinculando la literatura con la belleza, la gracia y, en definitiva, el conocimiento, ya que “las matemáticas, la física, las ciencias, la metafísica, la filosofía, la poesía, el arte, la música, la literatura, el vino, el sexo, cualquier cosa que puedas imaginar: toda nuestra vida es conocimiento, pero la cima del conocimiento es la poesía, en mi opinión”.

     

    Fotografía: Mircea Cărtărescu en el auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra.

  127. Pausa

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    En francés, pausa suena como pose. Posar es a la vez colocar en un lugar y una forma de mostrarse. En situaciones en las que un artista trabaja con un modelo, la pose implica menos mostrar una imagen de sí que dar una presencia. La pose del modelo implica inmovilidad, tensión, paciencia. Es una retención (del movimiento) que produce presencia. Pintar un modelo posando es, por ejemplo, pintar la mano en cuanto tiene una presencia específica: es dar cuenta del tocar de la mano y de la mesa misma como un acontecimiento. Para esto hay que posar, colocarse en un lugar, retener este estar en un lugar.

    Posar, estar ahí inmóvil un rato corto o largo (parece siempre eterno) es hacer posible que se haga de la presencia una obra (una escultura, una pintura, un dibujo). Posar es un trabajo.

    Pausar en cambio es descansar. Salirse de este lugar. La pausa es imprescindible y es acotada en el tiempo. No es un término. Al contrario, es un tiempo, una modalidad del tiempo. Hay tiempos de pausas obligatorios en sesiones de pose, en clase, para toda persona que está haciendo un trabajo que requiere vigilancia, concentración. Durante una pausa nos fumamos un cigarro, nos ponemos a conversar, a veces nos ponemos a dormir. La pausa es el momento de la porosidad. Dejo entrar en mí los sueños. Hablo con otro: salgo de mí. De hecho, la pausa es también un momento de utopía: me autorizo a soñar, a salirme, a divagar. Habito otro lugar aun permaneciendo aquí, sentada en el escritorio.

    Posar y pausar son cuasi simétricamente opuestos, pero en realidad son solamente formas distintas de habitar el espacio y de relacionarse con el tiempo. Ahora mismo, es tiempo de hacer una pausa…

  128. Cabos sueltos

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    Hasta hace un mes pasaba todos los días por la entrada del Museo Histórico de Carabineros. Recortando camino por calle Vasconia, caminaba cada mañana por la vereda del Parque Inés de Suárez preguntándome qué clase de historia encontraría adentro.

    Desde afuera es poco lo que se intuye. La fachada solo muestra una gran casa antigua que pareciera siempre recién pintada. Las cortinas hacia el poniente están cerradas. Lo único que se ve desde la calle es una serie de vehículos de carabineros, donde entre carros blindados y aviones, destaca Juan Pablo II en el Papa Móvil.

    Desde niño me han gustado los museos. Más allá de la temática, me divierte la manera en que una historia es comprendida. Cada detalle de la presentación y su lógica, la selección de los objetos y sus textos informativos, pero sobre todo, por la narrativa implícita del recorrido, es decir, el sentido de la visita que propone la museografía.

    Si hubiera un curador, podríamos encontrar algunas de sus claves en el texto curatorial, pero en el caso del museo de Carabineros, el curador, o más bien la curadora, es la propia institución, y los textos museográficos que nos permiten leer y entender la exposición están basados en su historia. En este sentido, la lectura que sugiere el recorrido es un trabajo de edición institucional, con textos referidos a temporalidades de objetos, emblemas, próceres, herramientas, armas y uniformes.

    La función policial es antigua como el garrote. La palabra proviene del vocablo griego politeia, con el que se entendía el ordenamiento y el buen gobierno de la ciudad. El concepto moderno se instituyó en Francia, cuando el rey Luis XIV separa totalmente la función policial de la judicial, y luego, en la Revolución francesa, cuando se asignó a la policía la misión que ha desempeñado hasta hoy: garantizar los derechos de los ciudadanos y ciudadanas reconocidos constitucionalmente.

    La muestra del Museo Histórico de Carabineros narra la historia de esa función y su arraigo en Chile desde la llegada de los españoles. “Plantea una exhibición museográfica moderna, didáctica y educativa, mediante un recorrido cronológico y secuencial que abarca desde 1541 a 2012”, se lee en la entrada.

    La primera actuación policial que consigna corresponde al capitán Juan Gómez de Almagro, alguacil mayor, quien desbarató un complot contra Pedro de Valdivia y le salvó la vida, al interceptar una hogaza de pan enviada a uno de los conspiradores con un mensaje en su interior: “No confeséis, porque no se sabe nada”.

    En dos plantas se cuentan las formas que adoptó la función policial y la historia moderna de la institución, que comienza con los gendarmes de la Colonia, liderada por el capitán Hernán Trizano, en el segundo piso. Una hermosa y plácida maqueta de la vida en La Araucanía, entonces, abre a la historia de la primera mitad del siglo XX, donde destaca el nacimiento de la Policía Fiscal y sus labores de alfabetización de niños pobres, la creación del Cuerpo de Carabineros (“El desarrollo agrícola e industrial que había alcanzado el país, hacía sentir en forma imperiosa la necesidad de crear un organismo que diera garantías al libre ejercicio de la industria naciente, y prestara protección a la vida y la propiedad de los ciudadanos en las zonas rurales y centro del país”, dice la museografía); también, los logros del Club Atlético Brigada Central y el Stadium Policial, la unificación de las policías fiscales y la creación de la Escuela Policial de Chile, más unas palabras enmarcadas de Gabriela Mistral.

    Cabe preguntarse qué clase de historia se cuenta a sí misma la propia institución acerca de, por ejemplo, la dictadura de Pinochet. Sobre qué relatos se articula su identidad actual. Cómo preserva y actualiza su historia. No se trata de imponer una revisión, sino de intentar una reflexión institucional que contribuya a integrar los hechos sin omisiones ni victimizaciones.

    En los hechos, Carabineros se funda sobre la historia de muchos otros cuerpos y estamentos policiales que han surgido en respuesta a las necesidades de determinadas coyunturas. Es su capacidad de adaptación o reacción a nuevas demandas, reorganizándose y conformando nuevos cuerpos frente a las nuevas necesidades, lo que destaca este museo; son estos precisamente los hitos que recoge la museografía, que habla de una institución que, al menos hasta Ibáñez, reconoce con claridad y orgullo sus progresos.

    En la última sala del segundo piso está recreado el despacho de Carlos Ibáñez del Campo, se exhibe su uniforme y otras pertenencias personales, se destaca su vida y obra, marcando el cierre de los textos con una cronología gráfica de la institución hasta 1958.

    Un túnel del tiempo con placas de los retenes y cuarteles de distintas épocas y estilos me devuelve al presente. Durante el recorrido hay zonas ambiguas, espacios donde la visita no es clara sobre la dirección que se debe seguir. Los textos se diluyen en los últimos días de Ibáñez y da la sensación de que la historia de Carabineros termina justamente cuando comienza, omitiendo (o aceptando) cualquier interpretación posterior.

    Pero una colección de radiopatrullas y vehículos policiales en miniatura evidencian que la cronología avanza y la muestra sigue. Una serie de uniformes de las especialidades actuales escoltan al visitante hasta la escalera que conecta el museo con el sofisticado teatro del Centro Cultural. Una vitrina sobre el pasamanos también da cuenta del paso del tiempo en la evolución de sus armas. Hasta allí, el recorrido es neutro, no deliberante. Sin embargo, en el foyer del teatro, junto a los retratos de todos los generales directores de carabineros hasta la fecha, persisten en su sitio los de César Mendoza y Rodolfo Stange.

    Para Eric Hobsbawm, la tarea de los historiadores es recordar la historia que otros olvidan: “La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven”, escribe en Historia del siglo XX.

    Hay una serie de vacíos que surgen a partir de lo que se exhibe. Y esto abre espacio para cualquier interpretación. Sobre el final, al no haber más que objetos fechados, desprovistos de cualquier relato o contexto, cabe preguntarse qué clase de historia se cuenta a sí misma la propia institución acerca de, por ejemplo, la dictadura de Pinochet. Sobre qué relatos se articula su identidad actual. Cómo preserva y actualiza su historia. No se trata de imponer una revisión, sino de intentar una reflexión institucional que contribuya a integrar los hechos sin omisiones ni victimizaciones.

    La narrativa no es la historia. Es la historia que nos contamos.

    A la salida del museo, la figura de cera a escala real de Juan Pablo II convive con dos Mowag antidisturbios, usados en los 70 y 80; más atrás, se exhibe una barrera de hormigón grafiteada presumiblemente en el estallido. La última pieza de la muestra es un parabrisas baleado en 2021, en la macrozona sur. ¿Qué valor histórico dan a esos elementos? ¿Por qué están ahí?

     

    Imagen: César Mendoza (debajo al centro) y Rodolfo Stange (debajo a la derecha) entre los directores generales retratados en el Museo Histórico de Carabineros.

  129. Chile, 11 de septiembre de 1973: un giro del siglo XX latinoamericano, un acontecimiento mundial

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    El año 1973 en América Latina no puede reducirse al golpe de Estado del 11 de septiembre que, en Chile, derrocó al gobierno de Unidad Popular (UP) encabezado por el socialista Salvador Allende Gossens y que sentó las bases de un régimen militar, autoritario y represivo, hecho para durar más de dieciséis años. Dos meses y medio antes, la disolución del Congreso uruguayo por el ejército había puesto fin a un proceso autoritario iniciado en 1968 al formalizar el establecimiento de una dictadura que hasta entonces no se había atrevido a decir su nombre. Del otro lado del Río de la Plata, el mes de junio también estuvo marcado por el regreso a Argentina del general Juan Domingo Perón luego de casi dieciocho años de exilio y por la masacre en el aeropuerto de Ezeiza, en el sur de Buenos Aires, donde peronistas de derecha y de izquierda se enfrentaron violentamente a la hora de recibir al exiliado de 1955. En julio, las elecciones legislativas mexicanas confirmaron una vez más la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional, en un régimen político donde la apertura democrática prometida por el presidente Luis Echeverría todavía se esperaba. En Venezuela, donde el oro negro representaba más del 90% de las exportaciones y había sido el pilar de una economía decididamente rentista desde la década de 1920, el shock petrolero de octubre allanó el camino para un crecimiento espectacular de los ingresos fiscales del Estado, reforzó la tendencia estructural a la monoexportación y afianzó aún más la ilusión de una prosperidad perpetua.

    Sin embargo, fue principalmente hacia Santiago de Chile donde se dirigieron todas las miradas, en la medida en que el golpe liderado por las fuerzas armadas en el final del invierno austral, incubado con la bendición de Washington, parecía encarnar una serie de desarrollos políticos en marcha en la región a fines de las décadas de 1960 y 1970. Décadas después, el 11 de septiembre de 1973 no ha perdido nada de este valor paradigmático a los ojos de los historiadores y merece plenamente ser considerado como una gran ruptura en el siglo XX latinoamericano, incluso como un verdadero acontecimiento mundial, al igual que el otro 11 de septiembre, el de 2001, en Nueva York.

    El crepúsculo de una ilusión

    Un día le bastó a las fuerzas armadas chilenas, aunque reputadas de legalistas a diferencia de la mayoría de sus homólogas latinoamericanas, para derrocar al gobierno de la UP que había llegado al poder en noviembre de 1970 según la más estricta legalidad democrática, dos meses después de las elecciones que vieron a Salvador Allende obtener poco más del 36% de los votos emitidos por delante del candidato conservador, Jorge Alessandri, y el representante de la Democracia Cristiana (DC), Radomiro Tomić. Desde el levantamiento de la armada en la madrugada del 11 de septiembre de 1973, en el puerto de Valparaíso, hasta el bombardeo del palacio presidencial de La Moneda en pleno mediodía en Santiago, la “vía chilena al socialismo” que estuvo funcionando durante casi tres años —cuyo programa económico y social apuntaba principalmente a reducir la dependencia chilena del exterior y los fuertes contrastes sociales que caracterizan al país— terminó brutal y repentinamente, y provocó una inmensa conmoción en la izquierda internacional.

    La victoria de la UP, tres años antes, había despertado un verdadero entusiasmo incluso más allá de las fronteras chilenas, en el sentido de que una transformación política y social radical, como proponía el programa electoral de la coalición, ya no parecía incompatible con la democracia, al contrario de lo que se había podido observar lo largo de la historia de la Unión Soviética desde la década de 1920 o en Cuba en la primera mitad de la década de 1960, a medida que avanzaba la sovietización del régimen castrista. “Al fin y al cabo Allende es presidente con todos los requisitos de la democracia representativa que el país del norte [Estados Unidos] formalmente predica”, señalaba Eduardo Galeano, y es en eso que logró reunir a grandes sectores de la opinión mundial, igualmente desilusionada por la revelación de los crímenes del comunismo en el 20º Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1956 como por las rebeliones abortadas de 1968, que, sin embargo, fue repentinamente reencantada por el viento fresco de la reforma agraria y la nacionalización del cobre sobre una base de constitucionalidad.

    En esto, el 11 de septiembre de 1973 representó por primera vez un choque emocional planetario y debe ser pensado como un momento que es tanto más importante en la historia de las sensibilidades políticas contemporáneas cuanto que el suicidio de Allende sumó al martirio de la democracia la tragedia de un destino personal. Más allá de los innumerables homenajes internacionales rendidos en los últimos meses del año al hombre que había intentado conciliar una cultura humanista de la masonería y la ortodoxia del marxismo-leninismo, el escritor colombiano Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura en 1982, restauró de manera ejemplar la importancia de este hito generacional en un texto titulado “La verdadera muerte de un presidente”: “el drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo, que se quedó en nuestras vidas para siempre”.

    En términos más estrictamente políticos, el golpe de Estado chileno también podría ser visto como una confirmación de que transformar las sociedades latinoamericanas dentro de un marco legal y sin recurrir a la violencia era definitivamente imposible, no solamente por el conservadurismo de las élites nacionales, dispuestas a todo para preservar su privilegios, como lo demuestra, por ejemplo, la odiosa campaña de prensa protagonizada por el diario chileno El Mercurio durante todo el periodo de la UP, sino, sobre todo, por parte de Estados Unidos, que nunca ocultó su hostilidad hacia la UP desde 1970 y participó activamente en la desestabilización del gobierno de Allende financiando a las oposiciones más radicales. Es sobre la base de esta observación que muchas de las guerrillas, que habían florecido en toda la región latinoamericana después de la revolución cubana de enero de 1959, radicalizaron sus acciones: este fue particularmente el caso de los Montoneros en Argentina que, según un testimonio a posteriori de uno de sus principales dirigentes, Roberto Perdía, se sintió definitivamente rodeado tras el final de la UP entre el Uruguay de Juan María Bordaberry, el Paraguay de Alfredo Stroessner, la Bolivia de Hugo Banzer y el Chile de Augusto Pinochet (entrevista mayo 2012). A esta representación sitiada de la historia argentina en la década de 1970 se sumó el hecho de que muchos actores políticos chilenos cercanos a la UP encontraron refugio temporal en Argentina, donde el peronismo acababa de regresar al poder, y ayudaron a difundir del otro lado de los Andes las lecciones a menudo amargas que habían aprendido de los años de Allende.

    También es necesario subrayar las múltiples consecuencias políticas que tuvo el golpe de Estado chileno fuera de las fronteras latinoamericanas y que invitan a pensar el 11 de septiembre de 1973 como un acontecimiento mundial. Independientemente de los muchos movimientos de solidaridad que se desplegaron por todo el mundo a favor de las víctimas de la dictadura o del exilio, el caso del comunismo italiano es notable desde este punto de vista ya que es precisamente a la luz de la tragedia chilena que Enrico Berlinguer concibió la lógica de un acercamiento a la Democracia Cristiana. Los tres artículos publicados en la revista Rinascita por el Secretario General del Partido Comunista Italiano (PCI) en las semanas posteriores al golpe de Estado, en efecto, ofrecían una riquísima reflexión táctica sobre la forma en que la UP había conquistado el poder —Berlinguer llamó especialmente la atención sobre la presencia decisiva del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), el ala disidente de la DC, en la coalición—, pero también un análisis de las causas del golpe destacando la ofensiva llevada a cabo en los últimos meses del gobierno de Allende por la DC. Desde el momento en que se enfrentó el PCI, como Allende a fines de la década de 1960 cuando el presidente Eduardo Frei Montalva estaba en el poder, con una DC poderosa, la lección a aprender del caso chileno parecía clara: las fuerzas políticas de transformación social no podían sacudir en profundidad el sistema capitalista sin una mayoría estable y un relativo consenso político, que debía incluir en su seno a los elementos más progresistas de la DC, o incluso a toda la DC si eso era posible. Tales fueron las bases del “compromiso histórico” que, como sabemos, marcó un punto de inflexión decisivo en la historia del comunismo y de la vida política en Italia en los años setenta. En España y Grecia, donde la cuestión de las alianzas políticas era crucial en la perspectiva de un posible final del franquismo y del régimen de los coroneles, en Francia, donde el programa común del 27 de junio de 1972 se había inspirado en gran medida en el programa electoral de la UP, el 11 de septiembre de 1973 también tuvo un impacto mayor que atestigua el alcance transnacional del acontecimiento.

    El 11 de septiembre de 1973 marca un hito en la historia contemporánea de América Latina tanto como en la del mundo entero, ya que los medios de comunicación internacionales —especialmente la prensa (la revista Time publicó en la portada de su edición del 24 de septiembre de 1973 una foto de Allende manchada con un charco de sangre y un artículo titulado ‘El final sangriento de un sueño marxista’), pero también la televisión— difundieron ampliamente imágenes de rostros ensangrentados y cuerpos postrados en las calles de Santiago o en los bancos del Estadio Nacional. El 11 de septiembre de 1973 fue también un golpe mediático.

    El terrorismo de Estado

    Además, el golpe de Estado chileno representó un punto nodal en la militarización de las sociedades que caracterizó a América Latina entre mediados de la década de 1960 y fines de la década de 1980. Por un lado, constituyó un poderoso eco del episodio guatemalteco de junio de 1954, durante el cual el gobierno democráticamente electo del coronel Jacobo Árbenz, que había iniciado una reforma agraria destinada a crear pequeños campesinos independientes en detrimento de los inmensos intereses de los la empresa estadounidense United Fruit, fue derrocado por un ejército de mercenarios controlados desde Langley por la CIA; o del golpe de Estado brasileño de marzo-abril de 1964, que puso fin a la presidencia reformista de João Goulart e inauguró casi dos décadas de dictadura. Con la salvedad de que la junta militar instalada la noche del 11 de septiembre de 1973 en Santiago también marcó una ruptura en materia de política represiva.

    En nombre de la erradicación del “cáncer marxista” y la restauración de los intereses superiores de la nación, que constituían los únicos objetivos de los militares golpistas si se cree en sus primeras alocuciones radiales, el confinamiento inmediato de todos los individuos sospechosos de simpatías con la UP dentro del Estadio Nacional, la ejecución sumaria de miles de activistas —entre ellos el cantante y guitarrista Víctor Jara el 16 de septiembre y el líder del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Miguel Enríquez, el 5 de octubre del año siguiente—, la persecución de los opositores incluso en sus lejanos exilios (como el atentado en Roma contra Bernardo Leighton en 1975 o el asesinato de Orlando Letelier en Washington en 1976), así como la sistematización de la tortura como método de gobierno, instauraron un terrorismo de Estado hasta entonces inédito en su alcance, aunque el Brasil habría experimentado los primeros esbozos desde fines de 1968 y principios de 1969. En total, la violencia perpetrada desde la cúpula del Estado chileno cobró al menos 40.000 víctimas (muertos, desaparecidos y torturados incluidos) y que luego encontraría funestas prolongaciones en la experiencia exacerbada de la dictadura argentina entre 1976 y 1983 (30.000 muertos o desaparecidos), en el plan Cóndor —que pretendía unir los esfuerzos de las dictaduras militares de los años 70 (Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil) en la represión de movimientos y activistas considerados subversivos y antinacionales— o incluso en el contexto de las guerras civiles que desgarraron a casi todos los Estados centroamericanos en la década de 1980.

    Si la doctrina de la seguridad nacional que nutrió los regímenes militares de este periodo tuvo sus raíces en reflexiones estratégicas realizadas en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, pero también en el seno de la Escuela Superior de Guerra fundada en Río de Janeiro en 1949 y en la teorización de la guerra contrarrevolucionaria propuesta por el ejército francés en el marco de sus guerras coloniales, ella encontró en el régimen instaurado bajo la dirección del general Augusto Pinochet una sistematización de sus prácticas represivas que tuvo muchos emuladores en los quince años que siguieron. En esto, el 11 de septiembre de 1973 marca un hito en la historia contemporánea de América Latina tanto como en la del mundo entero, ya que los medios de comunicación internacionales —especialmente la prensa (la revista Time publicó en la portada de su edición del 24 de septiembre de 1973 una foto de Allende manchada con un charco de sangre y un artículo titulado “El final sangriento de un sueño marxista”), pero también la televisión— difundieron ampliamente imágenes de rostros ensangrentados y cuerpos postrados en las calles de Santiago o en los bancos del Estadio Nacional. El 11 de septiembre de 1973 fue también un golpe mediático.

    Más allá del ejercicio de una violencia masiva por parte del Estado y de la ruptura constitucional que supuso en un país notablemente estable dadas las incertidumbres políticas que ha vivido la región desde la independencia, el 11 de septiembre de 1973 estuvo, finalmente, en el origen de una revolución económica que dotó al gobierno militar con una identidad ideológica que no podía proporcionarle un proyecto político desvalido y que, sobre todo, se difundió ampliamente, hasta el punto de convertirse una década después en el patrón de la buena gobernanza mundial y que, con algunos matices, dura hasta nuestros días.

    La agonía del keynesianismo

    Más allá del ejercicio de una violencia masiva por parte del Estado y de la ruptura constitucional que supuso en un país notablemente estable dadas las incertidumbres políticas que ha vivido la región desde la independencia, el 11 de septiembre de 1973 estuvo, finalmente, en el origen de una revolución económica que dotó al gobierno militar con una identidad ideológica que no podía proporcionarle un proyecto político desvalido y que, sobre todo, se difundió ampliamente, hasta el punto de convertirse una década después en el patrón de la buena gobernanza mundial y que, con algunos matices, dura hasta nuestros días.

    En la primera mitad del siglo XX, las consecuencias económicas de la Primera Guerra Mundial y la crisis de 1929 habían convencido a algunas de las élites políticas latinoamericanas de los peligros de una dependencia demasiado grande de la exportación de materias primas y la necesidad de desarrollo endógeno. En octubre de 1938, la llegada al poder de un Frente Popular en Chile marcó el verdadero inicio de la intromisión estatal en los asuntos económicos y sociales. Bajo la presidencia del radical Pedro Aguirre Cerda, una serie de iniciativas rompieron con el liberalismo hasta entonces dominante y marcaron el nacimiento de una política pública de desarrollo cuyos resultados fueron palpables en la década siguiente —por ejemplo, en materia de electrificación del país o mecanización de la agricultura. Numerosas medidas en el campo de la educación tendieron también a hacer del Estado un agente de promoción social y democratización, tanto que el Frente Popular sentó las bases, si no de un Estado de Bienestar, al menos de un innegable intervencionismo desarrollista e igualitarista. Los años 1970-1973 en Chile pueden entonces considerarse como el punto culminante de esta secuencia iniciada en la década de 1930: tan pronto como Salvador Allende llegó al poder, el gobierno anuló un aumento reciente en las tarifas eléctricas, lanzó un plan de emergencia que preveía la construcción de 120.000 viviendas, decidió el pago inmediato de los jubilados y otorgó 3.000 becas a niños mapuches para mejorar la integración educativa de la minoría indígena. Más allá de las medidas de emergencia destinadas a satisfacer las expectativas de los más pobres, surgieron algunas áreas importantes con miras a las reformas estructurales. La primera de ellas se asentaba en una suerte de “New Deal” chileno, basado en una redistribución de la riqueza (aumento de salarios, aumento de prestaciones sociales) acompañada de una congelación parcial de precios, que permitía aumentar los ingresos de los sectores desfavorecidos. La fiebre del consumo provocó entonces un reinicio de la producción industrial, una reactivación del comercio y una importante caída del número de desempleados. La profundización de la reforma agraria constituyó el segundo eje importante de la política económica y social de Allende: en base a una ley promulgada por Eduardo Frei en 1967, la UP expropió y redistribuyó en seis meses casi tantas propiedades como había hecho el gobierno democratacristiano. Última parte de esta política de ruptura: un ambicioso programa de nacionalizaciones, en línea con el programa de la UP que pretendía erradicar el capitalismo monopolista, tanto nacional como extranjero. El proceso se inició en diciembre de 1970 en la industria textil y continuó al año siguiente en los sectores bancario, químico, siderúrgico o del carbón —en ocasiones bajo la presión de trabajadores en huelga que ocupaban los locales de sus empresas— para culminar en julio de 1971 con una reforma constitucional aprobada por la unanimidad del Congreso que permitió la completa nacionalización de las minas de cobre.

    Más que una ruptura con los tres años de la UP, el golpe de Estado del 11 de septiembre marcó entonces el final de un ciclo de inspiración keynesiana de medio siglo o casi, que había buscado promover una determinada idea de democracia social. Las estrategias intervencionistas fueron reemplazadas por la influencia de las teorías neoliberales desarrolladas en la Escuela de Economía de la Universidad de Chicago en torno a Milton Friedman. El proceso de importación del monetarismo se inició en la década de 1950 por convenios de colaboración entre la Universidad de Chicago y la Universidad Católica de Santiago, que permitieron a jóvenes estudiantes como Sergio de Castro —ministro de Economía de abril de 1975 a diciembre de 1976, luego ministro de Hacienda hasta abril de 1982— formarse en Estados Unidos en un rechazo radical a los preceptos keynesianos que habían alimentado gran parte de la economía política latinoamericana desde la década de 1930. La acción de los Chicago Boys comenzó con una fase conocida como “ajuste recesivo” (control de la inflación y estabilización monetaria, reducción drástica del gasto público y lucha contra el déficit presupuestario, privatizaciones y reducción considerable de las asignaciones del Estado) que pronto dio sus frutos, ya que la economía chilena vio aumentar considerablemente sus exportaciones, atrajo más que nunca a inversores extranjeros y recuperó tasas de crecimiento espectaculares (9,9% en 1977, 8,3% en 1979). Al confiar los destinos económicos del país a una nueva generación de economistas, el general Pinochet ofreció a los defensores del neoliberalismo un laboratorio de tamaño natural que, a los ojos de instituciones financieras como el Fondo Monetario Internacional o de élites políticas necesitadas de soluciones concretas a la crisis, fue la cura milagrosa. A partir de entonces, el “modelo chileno” se difundió rápidamente en Europa —desde los años de Thatcher en Gran Bretaña a partir de 1979 hasta el giro en el rigor de los socialistas franceses en 1983— y en Estados Unidos durante los dos mandatos de Ronald Reagan, hasta el punto de erigirse en una norma internacional de gobernabilidad a finales de los años 80 y 90, en el marco del “Consenso de Washington”.

    Aunque ofrecían perspectivas improbables de recuperación económica en el contexto internacional de la época, estas políticas acarrearon, sin embargo, un costo social muy importante, que incluía la destrucción de los servicios públicos, el empobrecimiento de grandes sectores de la población, la erosión de las clases medias y el crecimiento de las desigualdades en la distribución de la riqueza, que constituyeron los aspectos más visibles. En 1990, el 48,3% de la población latinoamericana —es decir, 200 millones de individuos— vivía por debajo del umbral de la pobreza frente al 40,5% diez años antes: a las múltiples desigualdades heredadas del largo tiempo de la historia, la mutación neoliberal había añadido nuevas formas de exclusión social en el espacio de algunos años. Es precisamente en el Chile de Augusto Pinochet, a raíz del 11 de septiembre de 1973, que ella dio sus primeros pasos.

     

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    Artículo aparecido en la Revue internationale et stratégique 91 (2013). Se traduce con autorización de su autor y la revista. Traducción de Patricio Tapia.

  130. Carlos Altamirano: “Cuando el objeto de la obra es uno mismo, hay que escarbarse y llegar hasta donde se tenga que llegar”

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    La muestra Morfologías sensibles, exhibida en el MAC y abierta hasta fines de septiembre, reúne diversas obras de artistas nacionales, entre las cuales se encuentra una serigrafía de Carlos Altamirano que estuvo en el lanzamiento de la Revista de Crítica Cultural, en el año 1995. También inauguró en mayo pasado una instalación en una sala del ex Hospital San José, en la que reúne y mezcla diversos materiales y formatos, como su título lo anuncia: Panorama de Santiago (manchas, videos y cien pinturas abstractas). La muestra quedó montada en el espacio “como semipermanente, solo que no abierta al público, una especie de work in progress, voy a veces y hago cambios, agrego cosas, pienso, escribo, voy con amigos y conversamos”, explica Altamirano en esta conversación realizada en ese mismo escenario.

    Esta instalación es una especie de síntesis de tu trayectoria, como si hubieses llegado a un estado más silencioso, económico incluso, una línea más cercana a Beckett.
    El estado beckettiano que mencionas me hace mucho sentido. Beckett para mí es una influencia, un sujeto que admiro. Nunca se me había ocurrido hacer la relación, lo miraba como algo inalcanzable, con envidia, me hubiera gustado ser él, pero nunca me he puesto en situación de decir: voy hacia allá.

    ¿Un estado en el que has ido decantando?
    Pienso que sí, que tiene que ver con mi vida actual. Desde hace un tiempo el único sentido que tiene mi trabajo es construir una entidad, no puedo decir un sujeto, sino una entidad que me acompañe, que vaya siendo como yo. Entonces mi trabajo avanza y se va modificando. Y las cosas las voy acarreando, avanzo con todas juntas, con las cosas que he hecho, las que no he hecho, las que me han fallado. Se superponen unas a otras; uno de los videos de esta instalación, por ejemplo, es del año 80, pero lo que tiene encima es otro del 2023. El original muestra una ciudad que está descompuesta, vertiginosa, desagradable, y el video que está arriba muestra una ciudad completamente distinta y que es la misma, el mismo recorrido, la misma calle. Esas tensiones me hacen sentido.

    ¿Y cómo detectas cuando las cosas, los objetos o las ideas entran en relación?
    Es más bien intuitivo, trato de pensar de una manera preverbal, relacionando ideas que visualizo, que sé qué significan y a dónde apuntan, pero que no están verbalizadas todavía, porque al verbalizarlas se fijan, pasan a ser de una determinada manera. Esas sensaciones tienen muchas salidas posibles.

    Estuve un buen rato en psicoanálisis, dos o tres sesiones a la semana, en las que me pasaba una hora metiéndome en los rincones donde hay arañas y donde no hay arañas, rincones a los que se me había olvidado ir. Entonces me quedó clara una manera de ser. No sé si me sirvió, porque uno tiene la idea de que te puede sanar de algo, y no te puede sanar de nada. Lo que hizo fue encausarme en mí mismo.

    ¿Son imágenes?
    Son ideas. Es difícil explicar justamente porque no están verbalizadas, y trabajo conectándolas y de repente siento que se enganchan y se transforman en una sola, aun cuando cada una conserva su individualidad. Y aparece el azar, el error, el accidente, la intuición, en fin, todas esas cosas que son parte del pensamiento preverbal. Uno va incorporando, construyendo algo en la medida en que la vida lo va construyendo también.

    ¿Y qué es lo que le das a quienes observan tus obras?
    No me gusta la expresión, pero de alguna manera es un fragmento de mi mundo interior, cosas que me han sucedido o que he pensado, que he visto, cosas que de alguna manera conforman ese universo que uno tiene en el cráneo. Y lo que hago es agarrarlas y ponerlas a que hablen, así como me hablan a mí, que le hablen a otro. Trato de ser lo menos pedagógico posible.

    Iniciaste tu trabajo artístico en diálogo con lo político, ¿crees que en el camino se prescinde del referente concreto?
    Sí, yo creo. Ya que pusiste el tema, no me queda más que agarrarme al cuello de Beckett… tiene que ver con aislar. No tengo un discurso político que enunciar a través de mi trabajo. Ni pretendo hacerlo. Tengo una postura política respecto de la vida, y eso necesariamente se traduce en lo que hago. No hay ningún arte que no sea político y que no muestre de alguna manera la ideología del autor, pero desde que dejé de pelear contra la dictadura, lo que hago es mostrar lo que veo y eso necesariamente me hace recogerme. Cuando el objeto de la obra es uno mismo hay que escarbarse hasta donde llegue y buscar lugares que son difíciles de entrar, no tanto por lo incómodo o terribles que puedan ser, sino porque son lugares por los que uno no transita, no los necesitas para la vida cotidiana.

    En una conversación con Fernando Balcells decías que el psicoanálisis no te sirvió tanto como sanación sino como método.
    Estuve un buen rato en psicoanálisis, dos o tres sesiones a la semana, en las que me pasaba una hora metiéndome en los rincones donde hay arañas y donde no hay arañas, rincones a los que se me había olvidado ir. Entonces me quedó clara una manera de ser. No sé si me sirvió, porque uno tiene la idea de que te puede sanar de algo, y no te puede sanar de nada. Lo que hizo fue encausarme en mí mismo, y agarrar vuelo y seguir siendo yo más tiempo del que era antes, porque uno deja de ser uno muchas veces a lo largo del día. Y lo que he logrado últimamente es ser yo mismo más seguido por más tiempo.

    Mientras pintaba cada una de las telas, el tiempo seguía transcurriendo. Nunca vi la pintura completa ni las piezas juntas hasta que las monté en esta muestra, y cuando las monté me produjo una sensación de desaliento enorme, sentí que eso que estaba ahí, esa palabra pueblo, se había apagado de nuevo, había pegado un chispazo y rápidamente había desaparecido. La pintura ya era completamente anacrónica, era como si hubiera pintado la batalla de Chacabuco. Entonces la desordené, se rompió esa unidad, desapareció ese pueblo y se me hizo más vital. Y esa es como la imagen que tengo de Chile. Un desastre, pero es lo que tenemos.

    ¿Cuál es tu relación con el fracaso?
    Me funciona como una característica, a estas alturas no lo califico como bueno o malo, es un dato con el que trabajo constantemente, y miro para atrás y me doy cuenta del fracaso, y a veces lo retomo y lo trato de arreglar o de incorporar a la personalidad de la obra, que sea una parte significativa, que modifique el discurso. Lo mismo nos pasa en la vida. Uno va cambiando y se va modificando a medida que le llegan los chancacazos físicos, mentales, económicos, y de todo tipo. Se convive con eso.

    Si tu hijo te dijera que quiere ser artista, qué le dirías.
    Estudia física, y una vez que tengas el cerebro entrenado para pensar y para resolver tu vida y tus cosas, dedícate al arte, pero sabiendo algo. Pienso que el que estudia arte no sabe nada útil. Saber pintar es una estupidez, la huevá más inútil que hay.

    ¿Cómo te desplazas a la escritura? Pienso en tu libro Unas fotografías o en la plaquette que sacaste para la muestra Panorama de Santiago.
    Me cuesta mucho la escritura, me cuesta horrores y me fascina. En encontrar la palabra adecuada me puedo demorar un día, hago lo mismo que con las artes visuales: busco, copio, robo, saco de donde pille hasta que encuentro la palabra para lo que quiero decir.

    ¿Hay un montaje ahí también?
    Sí, totalmente. Me cuesta, pero sé cuándo una cosa está bien escrita o mal escrita. Y cuando está bien en función de lo que yo quiero decir, por eso me cuesta el triple. No es llegar y largar la idea, sino que debo encontrar la manera adecuada de decirla. Y tengo como referente a todos mis héroes que son escritores, más que artistas visuales.

    ¿Eres más lector de qué?
    De novelas, pero cómo catalogar de novela a Beckett o a Kafka. Roberto Merino es un crack, creo que es el mejor escritor chileno, en función de lo que a mí me interesa, claro. Está al nivel de los grandes. Los tengo a todos alrededor de la mesa, diciéndome “no po huevón, así no se escribe”.

    ¿Cuál es tu visión de Chile?
    Quizás en esta pintura (ver foto de la muestra), que empecé el año 2019 y en la que me demoré un buen rato, estaba todavía la fuerza de las manifestaciones de Plaza Italia, de las mujeres, todas esas que hubo en que sentí que se pegaba un rebrote, un resurgir de esa energía que había durante la Unidad Popular. La palabra pueblo volvió a tener sentido. Mientras pintaba cada una de las telas, el tiempo seguía transcurriendo. Nunca vi la pintura completa ni las piezas juntas hasta que las monté en esta muestra, y cuando las monté me produjo una sensación de desaliento enorme, sentí que eso que estaba ahí, esa palabra pueblo, se había apagado de nuevo, había pegado un chispazo y rápidamente había desaparecido. La pintura ya era completamente anacrónica, era como si hubiera pintado la batalla de Chacabuco. Entonces la desordené, se rompió esa unidad, desapareció ese pueblo y se me hizo más vital. Y esa es como la imagen que tengo de Chile. Un desastre, pero es lo que tenemos.

    ¿Nunca logrará encarnarse esa palabra aquí?
    En esos tres años de la Unidad Popular, que han sido tan vilipendiados, una gran parte de la población, no la mayoría, sino la que constituye el segmento más postergado de los chilenos, los que nunca han tenido nada ni van a tener nada, durante esos años tuvieron la esperanza de que eran dueños de su vida. Había una alegría y un impulso alucinante que se cortó con el Golpe.

    A 50 años del Golpe, cuál es tu impresión.
    No me gusta esta celebración. Se usa la palabra conmemoración, pero se parece a la palabra celebración. Y no hay nada que celebrar. Ni siquiera que conmemorar. Yo lo borraría. Hay mucha gente que tiene cuentas pendientes. Mucha gente que busca a sus desaparecidos y los sigue buscando. No han pasado 50 años para ellos, eso es ayer y hoy. Como fecha me parece apestosa.

    ¿Te sientes más vulnerable que antes?
    Me siento más vulnerable, pero me importa menos.

    ¿Formas de matar el tiempo?
    Hay un momento en que las formas de matar el tiempo se transforman en las maneras de aprovechar el tiempo. Miro fútbol, me paso largas horas viéndolo en la tele, pero no siento que sea un tiempo perdido. Es una experiencia que entra a funcionar como leer, por ejemplo, están en esa misma categoría. En ese momento estoy consciente de mí.

  131. Las raíces del presente

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    En 1991, la joven reportera Anne Applebaum decidió partir a una aventura inédita. Su objetivo era atravesar las “tierras fronterizas” que dividen Europa Oriental de la entonces agónica Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Un recorrido que la llevaría desde el Báltico al Mar Negro, para conocer y relatar cómo era la vida en una zona donde muy pocos occidentales habían estado desde 1939, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, y que se había hecho infranqueable luego de la caída de la Cortina de Hierro que partió al Viejo Continente en dos bandos irreconciliables.

    El resultado del periplo de Applebaum es Entre Este y Oeste, un libro de viaje donde la escritora ya exhibe los instintos que más tarde la conducirían a ganar fama y premios por sus documentados libros sobre el Gulag soviético y la hambruna ucraniana. Originalmente publicado en 1994, el volumen ha sido reeditado recientemente. Aunque su autora reconoce que debe ser leído como un “registro documental de una experiencia que no puede repetirse”, resulta útil para entender las raíces de muchos de los acontecimientos que aún tienen lugar en torno al conflicto entre Rusia y Ucrania, la expansión de la OTAN o los problemas geopolíticos de unos territorios donde los mapas explican poco y, en cambio, la geografía humana, la tradición y la historia son claves para comprender la persistencia de identidades nacionales y la tragedia de los acontecimientos.

    El viaje de Applebaum es una búsqueda casi arqueológica por encontrar lo que subsiste y lo que ya no existe en sitios donde la violencia o las deportaciones forzadas (lo que hoy llamamos limpieza étnica) han erradicado a comunidades enteras.

    La periodista parte en Kaliningrado, el enclave ruso en el Báltico. Va tras las huellas alemanas en una ciudad que alguna vez fue el corazón de la Prusia Oriental y la cuna de Immanuel Kant. Tras la Segunda Guerra Mundial, el territorio fue convertido por Stalin en una fortaleza militar —misma tarea que cumple hoy para Rusia— en la cual fueron borradas todas las huellas de un pasado germano que se originó en 1226, cuando los caballeros de la Orden Teutónica ocuparon las tierras de los prusios, un pueblo pagano que atormentaba a los polacos. El arribo de los caballeros teutónicos daría pie a la formación de Prusia y su aristocracia guerrera dominante, los junkers, que a su vez serían clave para la unificación alemana del siglo XIX. También inauguraría la confrontación secular entre germanos y eslavos, donde los primeros se verían a sí mismos como portadores de la civilización y percibirían a los segundos como bárbaros inferiores que debían ser dominados.

    Por todas partes, Applebaum busca restos de las vibrantes comunidades judías que en un pasado no tan distante poblaron urbes como Brest (hoy Bielorrusia), Leópolis (Ucrania) o Kobrin (Polonia), la localidad desde donde emigró su abuelo paterno a principios del siglo XX con destino a Nueva York. Queda muy poco. Estas son tierras de genocidios y masacres implacables. No solo la Shoah hebrea, sino asimismo el Holodomor ucraniano y bielorruso. Y también zona de guerra: en el pueblo ucraniano de Drohóbych, cerca de la frontera con Polonia, la autora presencia el descubrimiento de una fosa común con víctimas de la NKVD soviética. Ve una pila de cráneos humanos, algunos de ellos de niños, otros con un agujero de bala en la frente e incluso uno con la punta de un hacha de metal en la nuca. Junto a las osamentas se acumulaban los enseres de las víctimas: “Botones de latón de los soldados y de los zapatos y vestidos de las damas, y luego zapatos de cuero, los crucifijos de plata, las espadas de los nobles y toda la multiplicidad de monedas —del Tercer Reich, de la Segunda República polaca, de la Unión Soviética— que revelaban la confusión de aquellos tiempos”.

    Esa confusión persiste. Pocos meses antes de la disolución de la URSS, Applebaum descubre que las lealtades nacionales de los habitantes de las “tierras fronterizas” polacas y rusas (kresy y okrainy, respectivamente) son firmes, pero a menudo no coinciden con las líneas limítrofes que con meridiana claridad muestran los mapas. En el terreno todo es bastante más complejo. Muchos de los que viven en Lituania se sienten polacos, un sentimiento que no es bien recibido en la pequeña república báltica, que declara haber sido maltratada por Varsovia mientras existió la poderosa Mancomunidad Polaco-Lituana (conocida también como la República de las Dos Naciones), desaparecida a fines del siglo XVIII; los olvidados rutenos transcarpatianos no soportan a los ucranianos y se sienten más cercanos a los eslovacos, pese a que hoy administrativamente están bajo la soberanía de Kiev; varios de los habitantes de Moldova ven en Rumania su patria, aunque la pequeña República de Transnistria es ciegamente leal a Moscú. La incertidumbre también existe entre Rusia, Ucrania y Bielorrusia (Belarús), las tres naciones eslavas que se declaran herederas de la Rus de Kiev. Esta última surgió en el año 862 y se prolongó por cuatro siglos, dejando un legado cultural que perdura hasta hoy.

    El expansionismo del Gran Ducado de Moscovia, el antecedente medieval de lo que luego llegaría a ser Rusia, hizo que las okrainy pasaran a ser parte del territorio imperial. Se trata, afirma Applebaum, de un caso curioso, casi único: Rusia, una nación que tan poco había contribuido al arte y la cultura, se sintió llamada a gobernar sobre pueblos fronterizos más avanzados, construyendo sobre la marcha su identidad nacional. Por eso muchos rusos consideran hasta hoy a Ucrania y Bielorrusia como parte de su territorio. Las fronteras políticas de la Rusia postsoviética “no se corresponden con ninguna ‘Rusia’ anterior de la historia”, explica la autora. En la medida en que Rusia recuperara la confianza, como ha ocurrido bajo el liderazgo de Vladimir Putin, era inevitable que esa realidad se convirtiera en fuente de conflictos durante el siglo XXI.

    El enredo tiene lugar porque la Gran Planicie Central Europea, donde se ubican todos estos países, no ofrece resistencia topográfica alguna para las invasiones. Así, las ciudades y regiones cambian de manos con una facilidad pasmosa. Chisinau (Kishinev para los rusos) es la capital de la actual Moldova, pero antes fue polaca, turca, rumana y rusa. Chernivtsí, hoy en la Bucovina ucraniana, fue cedida en 1775 por el Imperio Otomano a la casa austríaca de Habsburgo, pasó a llamarse Czernowitz y fue “una de las legendarias ciudades germanoparlantes del Este”. Tras la Primera Guerra Mundial, fue entregada al Reino de Rumania, adoptando el nombre de Cernauti. Después de 1945 se convirtió en territorio soviético y en 1991 adquirió su domicilio ucraniano actual. Leópolis, hoy en el oeste de Ucrania, es conocida como Lviv por los ucranianos, Lwow por los polacos y Lvov por los rusos, y es el núcleo del nacionalismo ucraniano. Este tiene mayor intensidad en el oeste del país, mientras que en el este los sentimientos prorrusos tradicionalmente han ejercido mayor atractivo, lo cual se corresponde con el mapa dibujado hasta ahora por la invasión rusa de febrero de 2022.

    El continuo y azaroso trazado de fronteras políticas en la zona ha dejado a casi todos insatisfechos, lo cual no ha hecho sino reforzar lealtades nacionales que a menudo no hallan equivalencia en la situación administrativa. No obstante vivir en Hermaniszki, localidad situada en Bielorrusia a escasos kilómetros de la frontera con Lituania, una mujer que conversa con Applebaum rehúsa identificarse con alguno de esos países. “Esto es Polonia, señora, no Bielorrusia. Esto no es la Rusia atea. Nosotros somos católicos y nuestro presidente es (Józef) Pilsudski.”, dice, refiriéndose al héroe polaco que contuvo el avance soviético… ¡en 1920! Pese al incesante ir y venir de ejércitos, líderes políticos, poetas y artistas, los habitantes de la zona tienen clara su proveniencia y su pasado. La robustez del nacionalismo es una sorpresa para quien crea que esta es una fuerza descartable y superada por la historia. En las tierras fronterizas, la identidad nacional respira con potencia y parece ser la única referencia que importa.

     


    Entre Este y Oeste. Un viaje por las fronteras de Europa, Anne Applebaum, Debate, 2022, 368 páginas, $18.000.

  132. Allende vive

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    Resulta difícil clasificar el libro Salvador Allende. La izquierda chilena y la Unidad Popular, de Daniel Mansuy. No pretende ser una biografía y tampoco calza como un ensayo histórico. La elección del título no debió haber sido fácil, por cuanto en la narración se entrecruza la relación de Allende con los partidos de la Unidad Popular y las posteriores revisiones y contra-revisiones intelectuales y políticas de la figura del expresidente. ¿Se trata de un texto sobre Salvador Allende o más bien de la relación entre la izquierda chilena y la figura del exmandatario? ¿Es SALVADOR ALLENDE —así con mayúsculas— la figura principal del texto o, más bien, lo que terceras personas percibieron y pensaron sobre lo acontecido durante la Unidad Popular y luego del Golpe?

    El autor anuncia temprano que pretende examinar el papel que juega la figura de Salvador Allende en el proceso político de la Unidad Popular (UP) y en nuestra memoria política. Argumenta que “la rebelde persistencia de nuestro pasado está directamente conectada con su persona”. A Mansuy le intriga aquella persistencia y de ahí que busque resolverla.

    Lo que el lector encontrará en este volumen son dos partes. En la primera se trata de desenmarañar la relación entre la UP y Allende durante los mil días de su gobierno. En la segunda, se da cuenta del modo en que la izquierda asumió, pensó y procesó la figura de Salvador Allende y el gobierno de la UP después del Golpe. Así, el subtítulo es más importante que el título principal de la obra.

    En la primera parte, la tesis central es que existieron tres razones que hicieron fracasar a la UP. Primero, aunque los principales líderes de la UP contaban con un enorme capital cultural, carecían de una reflexión teórica que les permitiese comprender el contexto sociopolítico que vivían, lo que los llevó a tomar decisiones equivocadas a nivel político, particularmente respecto de su relación con las clases medias y el centro político.

    Segundo, y tal vez la dimensión que Mansuy más destaca, es que no se contaba con mayorías sociales robustas. Los partidos se dividieron en torno a una vía chilena más moderada y otra más radical al socialismo. Mientras el escenario político se tornaba cada vez más complejo y se requería más unidad, las fuerzas políticas se dividieron. El Partido Socialista (PS) buscaba acelerar la confrontación con los sectores vinculados al gran capital, mientras el Partido Comunista quería posponerla. Allende, a su vez, quería evitar tal confrontación. Hacia mediados de agosto de 1973, el presidente no tenía nada que hacer, estaba cercado, rodeado, asediado. Los peores enemigos los tenía en el propio PS.

    Tercero, reconociendo esta división política, Allende nunca se decidió o se inclinó por una u otra dirección. Mansuy sugiere que existían antecedentes sobre esta discusión. Tempranamente, el intelectual español Joan Garcés planteó que la sobrevivencia de la UP dependería de la alianza con el centro político. Si aquello no sucedía —es decir, si no se construían grandes mayorías—, el proyecto político de la UP fracasaría. La DC había pedido en julio de 1973 una serie de garantías que Allende no quería o no era capaz de aceptar. Aylwin en su última reunión con Allende, pocos días antes del Golpe, le indica que debía optar y dejar de apoyar el polo revolucionario de su gobierno. De acuerdo con Mansuy, el dilema para Allende era insoluble: “Allende no escoge, no quiere escoger, se niega a escoger y prefiere la muerte antes que escoger. Esa fue su tragedia. Esa sigue siendo nuestra tragedia”.

    Aunque discrepo respecto de las principales tesis esbozadas por Mansuy, se trata de un libro inteligente de principio a fin. Analiza las contradicciones de las izquierdas en la UP y luego las interpretaciones que los segmentos de izquierda más o menos revisionistas hicieron tanto de la UP como de la figura de Allende. La tesis es cuestionable en un doble sentido, como dispositivo para justificar lo sucedido el 11 de septiembre y como dispositivo para inferir las motivaciones que llevaron a tomar las decisiones que tomó Allende durante su gobierno y en la hora final.

    Detengámonos aquí por un momento. La versión de Mansuy del periodo 1970-1973 sugiere que un talentoso y habilidoso político no fue capaz de resolver el dilema que enfrentaba su propia coalición de gobierno. Allende, según esta versión, no era reconocido como un líder de la izquierda. “Allende no es un gran protagonista de la historia para nadie en la izquierda hasta el 11 de septiembre. Hay un divorcio con su coalición. La UP lo considera una especie de coordinador en jefe, pero no mucho más” (entrevista al autor en The Clinic, 2 de julio de 2023). Resolver el problema político en 1973 implicaba quebrar a la UP y Allende no estaba a dispuesto a tomar aquella decisión. El final trágico, el suicidio, es un acto moral donde se dispone a morir en pos de un proyecto colectivo.

    Mansuy resalta la alocución de Allende desde el palacio presidencial aquel día 11. Se trataría de un discurso que calaría muy profundo en la conciencia colectiva nacional, como se lee: “Allende cuenta con la lucidez necesaria para proveer de un marco y de una narrativa a su propio final: su hora más oscura queda cargada de sentido. Allende se eleva sobre el golpe de Estado, sobre las vicisitudes de la Unidad Popular, sobre el colosal equívoco que él mismo había construido, sobre sus adversarios de todos los colores y se instala en la historia larga de Chile”.

    Atrapado en una encrucijada política imposible de resolver, Allende opta por una salida moral y su discurso refleja precisamente aquello. Acusa de traidores a los militares y plantea que vendrán otros que abrirán las grandes alamedas. Pero en ese discurso, advierte Mansuy, quedan fuera los partidos. Es un presidente solitario, que le habla al pueblo y al futuro, no a sus camaradas de tantas luchas electorales: ese gesto se convierte, a su vez, en un criterio muy exigente. En lo sucesivo, a la izquierda no le resultará fácil estar a la altura de Allende”.

    La principal preocupación e interrogante de Mansuy es la relación entre las izquierdas y el presidente, y de ahí que la explicación de lo sucedido esté cruzada por aquella dinámica. Y aunque aquella dinámica existió y queda bien documentada, la revisión del discurso final sitúa las preocupaciones de Allende en otro lugar. Ese día y a esa hora, los militares ya estaban bombardeando una serie de puntos estratégicos y en el trasfondo se escuchaban gritos que mostraban la tensión del momento. Las primeras palabras son para acusar la traición de los militares. Son palabras que con dureza acusan la cobardía y traición del juramento de los soldados como del “autodesignado almirante Merino” y el “senor Mendoza, general rastrero que solo ayer manifestara su fidelidad y lealtad al gobierno”.

    No es posible desatender la fuerza política de aquel discurso, sin considerar el momento vital que se estaba viviendo. Bombas destruyendo antenas de radios, tanques rodeando La Moneda, aviones surcando los cielos, disparos de metralletas. Y frente a ellos, un puñado de civiles que acompañaban al presidente en “este momento definitivo” como él mismo lo indicara. ¿A quiénes responsabiliza Allende en aquel preciso momento, además de los militares? Nombra al capital foráneo que, “unido a la reacción, creó el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición”. Allende no desatiende que se trata de un conflicto de clases y que los sectores privilegiados utilizan a las Fuerzas Armadas para reconquistar el poder. Esto lo expresa cuando se dirige a los profesionales de la patria, aquellos que trabajaban “contra la sedición auspiciada por los colegios profesionales, colegios de clase para defender también las ventajas que una sociedad capitalista da a unos pocos”.

    Allende sabe que vendrán días muy difíciles, por lo que hace un llamado al pueblo a defenderse, no a sacrificarse: “El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse”. Para Allende, aquel día es un momento gris y amargo, marcado por la traición. Termina señalando: “Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo certeza de que por lo menos habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”.

    La lectura de Mansuy está anclada en el conflicto UP-Allende y a partir de aquella premisa, sostiene que el presidente estaba atrapado en un laberinto de decisiones que lo dejaron sin capacidad de conducir la coalición, pero sin querer romperla. ¿A qué respondió el sacrificio de Allende? En una parte del libro, Mansuy se imagina una respuesta de Allende sobre la decisión de quitarse la vida: “Nunca quise llegar hasta acá, nunca fue mi intención llegar a este punto, pero ustedes, socialistas, no me dejaron otra alternativa, prefiero morir a traicionar a mi familia política”.

    El texto es sugerente, sobre todo respecto del modo en que las izquierdas han pensado la figura de Allende después de Allende. El texto obliga a reflexionar sobre la política de coaliciones, la construcción de mayorías y el modo de resolver conflictos políticos sin convertirnos en enemigos. Su lectura y la lectura de los comentarios sobre este libro comprueban, una vez más, que Allende moviliza pasiones, provoca reflexiones, persiste en el tiempo.

    ¿Qué habrá estado pensando Allende en esa hora? ¿Estaría pensando acerca de su familia política o sus pensamientos se asociaban a no permitirles a esos militares y policías cobardes salirse con la suya? ¿Por qué en ese momento no hay palabras para los partidos y sí las hay para el pueblo, que lo acompañó hasta la Presidencia de la República? El momento era tan decisivo que tal vez la grandeza de aquella alocución estuvo, precisamente, en decidir quedarse allí para defender, aunque sea con sus palabras, el último bastión de una democracia bajo ataque.

    La lucidez y templanza de Allende en ese momento decisivo tal vez se explica por un fenómeno que Mansuy no examina en su ensayo y que se refiere a la trayectoria de aquel personaje. Porque lejos de ser un actor secundario del socialismo, se trata de un doctor (dato no menor en el Chile del siglo XX), que se transformaría en un icono no solo por su capacidad de oratoria, sino que por toda una trayectoria dedicada a la cuestión social: su vida de joven transcurrió entre Tacna, Iquique, Valdivia, Valparaíso y Santiago. Una figura que decidió hacer el servicio militar, estudiar medicina, que a los 29 años era diputado y a los 31 años asumía como ministro de Salubridad. Desde 1952 y hasta el año 1970 fue cuatro veces candidato presidencial, derrotando a sus competidores internos del PS. Se echa de menos en la obra de Mansuy un examen más acucioso de esta extensa trayectoria que explica su retórica.

    Cuando se examina la trayectoria vital de Allende se entiende la particular sensibilidad ante las necesidades del pueblo. Le habla a la juventud, pues interactuó con ella; le habla al joven trabajador que visitó en los cerros de Valparaíso; le habla a la mujer pobladora que seguramente atendió en los hospitales. Pero también les habla a sus adversarios y a quienes lo traicionaron. Entonces, tal vez la lucidez de aquel discurso se debe a su propia capacidad de resumir una trayectoria vital de ideología y luchas sociales, de la cual había sido testigo y protagonista desde los albores del siglo XX.

    La segunda parte del libro pasa revista al modo en que la intelectualidad y la política decidieron recordar tanto la figura de Allende como el proceso de la Unidad Popular. Aquí, el análisis se centra, en particular, en los trabajos iniciales del post Golpe de Tomás Moulian y Manuel Antonio Garretón, que se interrogan con una fuerte mirada crítica sobre el socialismo y su renovación. Más recientemente, observa cómo desde el sistema político se ha procesado la figura de Allende, examinando el gobierno de Aylwin, Lagos y Boric. El volumen en esta parte oscila entre la reflexión intelectual sobre la renovación socialista y las perspectivas más políticas acerca del modo en que se ha encarado el mito de Allende.

    Quisiera referirme también a las reacciones que ha generado este texto. Se destaca en las opiniones que haya sido un autor de derecha quien se sentara a reflexionar sobre el lugar de Allende en la izquierda chilena. Se advierte que Mansuy obliga a las izquierdas a observarse en tanto proyecto político en sus derrotas y fracasos (Alfredo Joignant). Otros sugieren leerlo con precaución (Mauro Basaure), y hay quienes se sorprenden del modo en que sectores de izquierda han salido a aplaudir un texto que evidencia una estrategia defensiva desde el punto de vista de la derecha (Juan Pablo Manalich).

    Aunque discrepo respecto de las principales tesis esbozadas por Mansuy, se trata de un libro inteligente de principio a fin. Analiza las contradicciones de las izquierdas en la UP y luego las interpretaciones que los segmentos de izquierda más o menos revisionistas hicieron tanto de la UP como de la figura de Allende. La tesis es cuestionable en un doble sentido, como dispositivo para justificar lo sucedido el 11 de septiembre y como dispositivo para inferir las motivaciones que llevaron a tomar las decisiones que tomó Allende durante su gobierno y en la hora final.

    Sin embargo, el texto es sugerente, sobre todo respecto del modo en que las izquierdas han pensado la figura de Allende después de Allende. El texto obliga a reflexionar sobre la política de coaliciones, la construcción de mayorías y el modo de resolver conflictos políticos sin convertirnos en enemigos. Su lectura y la lectura de los comentarios sobre este libro comprueban, una vez más, que Allende moviliza pasiones, provoca reflexiones, persiste en el tiempo, ¡Allende vive!

     


    Salvador Allende: La izquierda chilena y la Unidad Popular, Daniel Mansuy, Taurus, 2023, 364 páginas, $17.000.

  133. Eugenio Tellez: un artista fieramente armado

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    Abril de 1976. La cita es en la fuente de soda Zurich, en la Plaza Italia. Un día de semana a las cuatro de la tarde. Tellez acaba de llegar de Canadá, donde reside. Debe sentarse en el pequeño mostrador adosado al ventanal que da a Vicuña Mackenna, de espaldas a la barra principal, tras la cual se afanan los mozos sirviendo sándwiches y cervezas. “Imagínate si no era ridículo —me dice ahora—, yo sentado de espaldas a la barra principal que estaba vacía y ese tipo se tenía que sentar a mi lado, cuando éramos casi los únicos clientes”. Tellez tiene que poner un ejemplar de la revista Cosas un paquete de cigarrillos Kent y una caja de fósforos sobre el mesón. El tipo entra, se sienta a su lado, pregunta:

    ¿Me permite los fósforos, por favor?

    La respuesta es:

    Sí, cómo no, se me anduvieron mojando.

    Pregunta exacta, respuesta exacta: contacto establecido.

    Tellez debe comerse un lomito. “El sándwich más indigesto de mi vida, porque acababa de almorzar en la casa”, dice ahora. Cuando lo termina, el tipo dice:

    Salgamos.

    Una vez afuera:

    Los compañeros del Comité Central quieren conversar con usted.

    Se han sentado en un banco del Parque Forestal.

    No puedo —contesta Tellez—, tengo instrucciones precisas. Vamos a hacer una cosa —propone—, en dos días más a esta misma hora nos juntamos en este banco.

    Llama a su contacto:

    Tengo un primo enfermo en Valparaíso, ¿puedo ir a verlo?

    Sí, puedes —le contestan.

    El nuevo “punto” es en la estación Baquedano. Tellez lleva un posavasos de mimbre, con el que debe hacer como que se abanica. El contacto debe traer el mismo posavasos, pararse frente a él y hacer el mismo gesto, como si se estuviera dando aire. Un tanto absurdo como gesto, pero son las instrucciones. De pronto, alguien se acerca, muestra el mismo objeto, hace el mismo gesto. Ambos se abanican con un posavasos entre el gentío de la estación de metro más concurrida de Santiago. Tellez me cuenta ahora: “Cagué, me dije, era un tipo fornido, pelo corto, vestido como un tira, chaqueta y corbata, bigotito recortado, incluso llevaba un maletín negro en la mano”. Pero no es un tira. Caminan desde el Parque Bustamante hasta el Estadio Nacional, ida y vuelta. El contacto le dice:

    Primera cosa, que los huevoncitos de afuera corten la payasada, porque aquí llegan compañeros súper adiestrados en Cuba, capaces de montar una central radio transmisora en dos días, pero no saben ni tomar una micro, están entrenados como James Bond, pero caen como moscas.

    Y mientras hablan, atravesando el Parque Bustamante, agrega:

    Mira, yo ando armado —se abre el impermeable y le muestra una granada—, si algo pasa no corras, sigue caminando, yo me encargo.

    ¿Fierro? —pregunta Tellez.

    El tipo se descorre el otro lado del impermeable y le muestra una pistola.

    Ah, una P38 —dice él.

    El tipo se queda un tanto sorprendido de que su interlocutor reconozca con precisión la pistola. Lo que el contacto ignora es que Tellez es, entre otras cosas, un especialista en armas. Pistolas, fusiles automáticos, escopetas, granadas y tanques constituyen su universo. Quienes conocemos y admiramos su trabajo sabemos que entrar en una exposición o en el taller de Tellez es adentrarse en un mundo atiborrado de todo tipo de máquinas de guerra, mapas militares, helicópteros, ametralladoras, bombas, forman parte de un fabuloso despliegue estratégico. El arte para Tellez es una batalla, o mejor dicho, la batalla de Tellez es un Armagedón simbólico en el que se exhibe una extraordinaria fuerza vital de destrucción. Es como si Satanás, liberado de su prisión de mil anos, procediera lenta, inteligente y sistemáticamente a la aniquilación del mundo y de entre los humanos solo quedara Tellez para consignarlo. Lo curioso, si es que algo puede resultar curioso a estas alturas, es que Tellez es un sujeto consecuente: al artista de “los desastres de la guerra” (porque existe desde luego una relación entre su estética y la pintura negra de Goya) corresponde un sujeto que se sumó en su momento a la lucha contra la dictadura chilena y no solo firmando cartas.

    Tellez es, entre otras cosas, un especialista en armas. Pistolas, fusiles automáticos, escopetas, granadas y tanques constituyen su universo. Quienes conocemos y admiramos su trabajo sabemos que entrar en una exposición o en el taller de Tellez es adentrarse en un mundo atiborrado de todo tipo de máquinas de guerra, mapas militares, helicópteros, ametralladoras, bombas, forman parte de un fabuloso despliegue estratégico. El arte para Tellez es una batalla, o mejor dicho, la batalla de Tellez es un Armagedón simbólico en el que se exhibe una extraordinaria fuerza vital de destrucción.

    ***

    Julio de 2023. Cuarenta y siete años más tarde, el pintor Eugenio Tellez me abre la puerta del departamento en el que se aloja, en pleno centro de Santiago. Ha venido a montar un tríptico de grandes dimensiones (A sangre y fuego, seis metros por 1,50) en una de las exposiciones con que el MAC conmemora los 50 anos del golpe de Estado. Tellez es un hombre joven. Tiene 84 anos, pero es joven. Alto, calvicie afeitada, esbelto, siempre vestido de negro. No fuma, no bebe alcohol, practica karate. Uno podría pensar: un cuadro político militar. Pero Eugenio Tellez está en las antípodas de un cuadro político militar: es uno de los artistas latinoamericanos más reconocidos de los últimos tiempos. Tiene a su haber una vasta trayectoria, con alrededor de 20 exposiciones individuales en prestigiosos museos, entre los cuales están el Museo de Bellas Artes de Santiago y la Maison de l’Amérique Latine, que acaba de organizar en París, hace algunos meses, su última gran retrospectiva. Tellez saluda siempre con circunspección, como un caballero chileno a la antigua. Si uno no lo conoce podría pensar que está frente a un ministro o a un embajador de carrera. Pero es todo lo contrario de un ministro. Embajador, en cierto modo, sí lo ha sido: entre el arte y la política, entre la creación y la acción, entre la representación del mundo y el mundo. Nos sentamos. Bebemos, obviamente, agua. Me cuenta que ese día, al llegar de nuevo al Parque Bustamante desde el Estadio Nacional, su contacto le mostró la base de un árbol y le dijo: vuelve mañana a este mismo lugar, si junto al árbol ves cáscaras de mandarina, quiere decir que nos tenemos que volver a encontrar y le indicó un día, una hora y un lugar preciso. Tellez volvió al día siguiente y vio junto al tronco del árbol un montículo de cáscaras de mandarina.

    ¿Y se volvieron a ver? —le pregunto.

    Muchas veces —contesta—, estuve incluso en su casa, con su mujer.

    Eran, por decirlo así, las “relaciones peligrosas” de la época, con el lenguaje de signos de la época también.

    ¿A él le entregaste los microfilms? —le pregunto.

    No, esos se los entregué a Valdemar —dice él.

    El pintor había recibido en su casa de Toronto un paquete enviado por la dirección del MIR desde París. Era el “encargo” que debía traer a los compañeros en Santiago. Tellez abrió el paquete. En su interior descubrió un osito de peluche. Había algo duro en el vientre del osito. Lo abrió y extrajo un cassette, unas tarjetas postales de Suiza con unos códigos en el reverso y un sobrecito con microfilms. Llamó a París.

    Yo no viajo ni cagando con esta huevada así —les dijo—, voy a hacer de nuevo el barretín.

    Sí, hazlo nomás —le contestaron.

    Hizo el barretín probablemente más profesional que el MIR haya tenido nunca. Y viajó a Santiago.

    Un día, en casa de mis padres, apareció Valdemar —cuenta—. Era un señor muy buen mozo y elegante, con las maneras de un gran burgués chileno. Le entregué el “encargo”. Valdemar leyó la serie incomprensible de números de los microfilms y exclamó: “Ah, pucha, se complican las cosas”. Tellez nunca supo cuál era exactamente el mensaje.

    Pero muy pronto deduje que esos microfilms comunicaban el retorno de Andrés Pascal Allende a Chile (Tellez se refiere a él como “el Pituto”, como lo apodaban en el MIR), porque no mucho después se produjo el enfrentamiento en Malloco, donde murió Dagoberto Pérez —el Chico Pérez— y Nelson Gutiérrez quedó malherido, aunque Andrés logró salir con vida —me cuenta ahora.

    Lo dicho, las “relaciones peligrosas”. A quien ese señor buen mozo y distinguido no le pareció nada de peligroso fue a la mamá de Tellez, que irrumpió en el cuarto donde se entrevistaban a solas con una bandeja con refrescos. Cuando Valdemar se marchó, la mamá de Tellez le dijo: “Pero qué refinado y buen mozo es tu amigo, .por qué no lo invitas a cenar?”. Las mamás… Y a propósito de familia, Tellez cuenta que sus primeros anos de vida los pasó en Arequipa, donde su padre —abogado y radical, aunque había sido fundador del Partido Socialista— se desempeñaba como diplomático. Su segundo destino fue Guayaquil. Allí, la familia vivía en una casa que pertenecía al dictador de turno. Un día se produjo un alzamiento popular, una turba rodeó la casa donde vivían los Tellez, en cuyos bajos residía la madre del presidente. Tellez recuerda a su padre dirigiéndose a la multitud para evitar lo peor. Pero en la mano que la muchedumbre no veía llevaba una pistola. A lo lejos, estallaban los disparos de la asonada. Para Tellez esas detonaciones nunca significaron peligro, eran como parte de un juego infantil. Se familiarizó con las armas en familia.

    Y ya que estamos en la familia, una anécdota más. Como buen hijo de la burguesía, su padre había decidido por él que tendría que estudiar derecho. Pero Tellez, tras dar un muy buen bachillerato, se inscribió en Bellas Artes. Esa noche su madre le comunicó la devastadora noticia a su padre. El padre entró en el cuarto de Tellez. “¿Pero te das cuenta de lo que has hecho?”, lo increpó. Y agregó que la suya sería una vida de miseria y perdición, que moriría solo y sin hijos. Tellez dijo: “No me importa”. El padre exclamó: “¡Insolente!”, y se desmayó. Tellez lo cuenta así: “Estaba solo en camiseta, calzoncillos y unos suspensores que sostenían las medias, pero no se había quitado su sombrero de radical, así cayó al suelo, con sombrero y en calzoncillos, con mi madre pensamos: ¡un infarto! Quería hacerme creer que yo lo había matado y lo creí por un instante, hasta que se reincorporó, como si nada”.

    Ahí está la otra faceta: la teatralidad. Tellez, en su táctica de combate hecha con los elementos del grabado, la pintura, el collage, la fotografía, es un mago de la puesta en escena. El crítico italiano Maurizio Serra escribe: “Liberar a la humanidad de la decadencia mediante la estética a la vez bárbara y tecnológica de la guerra es un objetivo subversivo que encontramos por todas partes en Europa: en Tren blindado en acción de Gino Severini (1915), en los angustiosos estudios del Retorno a las trincheras (1914-1916) de Christopher Nevinson, en el supremacismo de Caballería roja (1928) de Malévich, pasando por D’Annunzio y Stefan George, para llegar a Benn, Jünger, Eliot, Wyndham Lewis, y después Malaparte, Malraux, Drieu La Rochelle, Klaus Mann, etcétera, la generación de los ‘estetas armados’. Se trata de referencias precisas para Tellez, que ha visto mucho pero que también ha leído mucho, y que no distingue entre inspiración artística o literaria: testimonio de ello son los títulos, leyendas, comentarios y citas que acompanan sus pinturas, grabados, sus collages y sus sorprendentes composiciones fotográficas”.

    Cuando llegó a París, en 1961, Tellez fue a ver a Matta. Le mostró sus grabados. Matta le aconsejó: ‘Dibuja las cosas como son, no como las imaginas’. Curioso, viniendo de un surrealista. Las cosas como son: la realidad y la representación, la vida y el arte… Y en el Olimpo de los grandes artistas chilenos: Tellez y Matta, Matta y Tellez, Cronos y Saturno…

    Ahora, hace dos días, lo llamo por teléfono:

    ¿Me das permiso para hablar de tu colección de armas?

    Sí, claro —contesta.

    ¿Qué armas eran exactamente?

    Una tarde estábamos en su departamento de Santiago. Yo acababa de regresar a Chile y él exponía en el Museo de Bellas Artes. Cuando su mujer se ausentó, le pedí que me mostrara las armas. Fue hasta una habitación y regresó con un par de bolsos grandes. Dispuso el arsenal en la mesa del comedor y me explicó las características de cada una de ellas. En las paredes estaban las pistolas de resina, de alambre y madera, las armas simbólicas. Y sobre la mesa del comedor, las armas de este mundo. Ahora, al teléfono, recuerda con la precisión de un entomólogo:

    Había un fusil Steyr, calibre 3.08, con balas de guerra, un AK47, comprado en Chile, procedente de un cargamento llegado directamente de la ex Unión Soviética, una escopeta de repetición Benelli, antimotines, de perdigones, calibre 12, una pistola Beretta 9F, que usa el ejército norteamericano, una Gold Cup, calibre 45, de la Segunda Guerra Mundial, una Glock 9F de canón largo, calibre 9 mm, y una Glock pequeña, calibre 40, ambas con mirilla láser, una Beretta calibre 22, las que usa la mafia italiana, porque no se pueden trazar sus balas (el cañón no tiene estrías), una Walter P8 calibre 40, una Walter PPK, pistola muy segura (para disparar tienes que apretar la cacha)…

    Luego agrega:

    Antes de regresar a Francia las tuve que vender.

    ¿A quién? —pregunto.

    A un armero del Paseo Bulnes. El tipo insistía: pero déjese una al menos.

    Difícil desprenderse de una colección así, ¿no?

    Tellez suspira, dice:

    Fue como separarse de unos 10 guardaespaldas dispuestos a morir por ti.

    Cuando llegó a París, en 1961, Tellez fue a ver a Matta. Le mostró sus grabados. Matta le aconsejó: “Dibuja las cosas como son, no como las imaginas”. Curioso, viniendo de un surrealista. Las cosas como son: la realidad y la representación, la vida y el arte… Y en el Olimpo de los grandes artistas chilenos: Tellez y Matta, Matta y Tellez, Cronos y Saturno…

     

    Fotografía: Emilia Edwards.

  134. Derechos con historia (y con prehistoria)

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    La historia de los derechos humanos demuestra que al final la mejor defensa de los derechos son los sentimientos, las convicciones y las acciones de multitudes de individuos que exigen respuestas con su sentido interno para la indignación”.
    Lynn Hunt

    Si bien el derecho suele expresar los intereses de los sujetos más fuertes, también puede operar como un instrumento al servicio de los sujetos más débiles”.
    Gerardo Pisarello

    Cada vez que explico en clases qué es la democracia como forma de gobierno y cuáles son las razones para preferirla, algunos de los jóvenes presentes consiguen a duras penas detener un bostezo y más de uno lo hace abiertamente. Es en ese momento que echo mano de los derechos humanos y pregunto si los estudiantes que se encuentran en la sala dan o no importancia a tales derechos. Por cierto que la respuesta afirmativa es unánime. No falta incluso aquel que hace un gesto de desaprobación, haciéndome ver cómo se me ocurre preguntar algo así. Dejo pasar ese gesto y voy derecho al grano: “Si ustedes dan importancia a los derechos humanos —digo—, tienen que darla también a la forma de gobierno que tiene un evidente mejor rendimiento en cuanto a declaración, garantía y promoción de los derechos”. Y esa forma de gobierno no es otra que la democracia. Si se trata de rendir examen en cuanto a eso —declaración, garantía y promoción de los derechos humanos—, la democracia es la forma de gobierno que saca mejor nota, no la máxima de toda la escala, pero sí la mejor.

    Existen los derechos comunes y corrientes, podríamos decir, que se adquieren en virtud de actos jurídicos que se otorgan o de posiciones jurídicas que se ocupan. Así ocurre con el derecho del vendedor de una cosa a que se le pague el precio y con el de un hijo a recibir alimentos de sus progenitores. Derechos que solo tiene ese preciso vendedor y ese determinado hijo, no todas las personas, y cuya titularidad concierne únicamente a ellos. En cambio, los derechos humanos, a veces llamados derechos fundamentales, adscriben a todo individuo de la especie humana, sin excepción, y por lo mismo, no provienen de actos o contratos que se celebren ni de posiciones jurídicas especiales que se tengan. Son derechos de titularidad universal… y tuvieron que vencer obstáculos para conseguirla.

    Tales derechos se llaman humanos por dos razones: porque son una creación humana, una de las más afortunadas en la historia, y porque, tal como fue señalado antes, adscriben sin excepción a todo sujeto perteneciente a nuestra especie. Creación humana que, como tal, tiene una historia que la respalda y explica, puesto que estos derechos no fueron dados por una divinidad, ni hallados escritos en el firmamento, ni forman parte de la naturaleza, ni se encuentran esculpidos en la condición racional de hombres y mujeres, ni tampoco ínsitos u ocultos en lo que algunos llaman “naturaleza de las cosas”. Los derechos humanos son un invento, más no en el sentido de una fantasía o ficción, sino en el de una creación o producción humana. Son culturales, no naturales, un producto de la acción conformadora y finalista del hombre —habría dicho Jorge Millas— o, en la hermosa definición de cultura de Gustav Radbruch, algo que la especie humana “supo colocar entre el polvo y las estrellas”.

    Una creación humana que tuvo que vencer muchas dificultades y la decidida oposición de quienes se les oponían o querían los derechos solo para los estamentos o sectores de la sociedad a que ellos pertenecían. La famosa Carta Magna inglesa de 1215 no fue dada graciosamente por el rey Juan; le fue arrebatada por los caballeros y nobles de la época que rodearon el palacio real con un gran ejército de hombres a caballo. Muchísimo después, también en Inglaterra, el no menos famoso Bill of Rights fue una imposición que el parlamento hizo a Guillermo de Orange y su esposa antes de asumir su reinado y como condición para llegar al trono. Poco antes de aquella Declaración de Derechos, en 1679, una pieza fundamental para la protección legal —el Habeas Corpus— fue resultado de la fuerte presión ejercida sobre el entonces monarca Carlos II, quien había dispuesto el encarcelamiento arbitrario de sus opositores políticos. Quienes están en el poder suelen no conceder derechos, hay que arrebatárselos. Lo mismo, ahora en el caso de los derechos sociales, quienes tienen el poder económico se van a resistir siempre a ellos porque, quiérase o no, significan nuevas cargas e impuestos para los mayores ingresos y patrimonios.

    Los derechos humanos se incorporaron primero al derecho interno de los Estados, desde el siglo XVII en adelante, y, bastante más tarde, a partir de 1948, al derecho internacional, y esto último solo después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Hoy forman parte de un capítulo destacado de las constituciones de los Estados democráticos y en declaraciones, pactos y tratados suscritos a escala mundial y, asimismo, en ámbitos regionales. Esto último es lo que explica, por ejemplo, que exista una Declaración Universal de los Derechos Humanos, la de 1948, y que poco antes se promulgara una Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre. Igual en el ámbito estadual como internacional, y en el caso del segundo, tanto universal como regional, lo que tenemos hoy es un auténtico derecho positivo de los derechos humanos, es decir, ordenamientos jurídicos vigentes que les dan una base de sustentación cierta y objetiva, y que establecen órganos jurisdiccionales ante los cuales presentar recursos y reclamaciones cuando los derechos son vulnerados.

    Resulta interesante comprobar cómo los derechos humanos se han expandido. Desde meros límites al poder (derechos civiles y personales), se agregaron luego derechos que permiten participar en la génesis y ejercicio del poder (derechos políticos), y más tarde, los derechos económicos, sociales y culturales, que son algo más que límites al poder y participación en este: se trata de exigencias que debe satisfacer cualquiera que se haga con el poder y que tienen que ver con la provisión de bienes básicos sin los cuales nadie podría llevar una vida digna, responsable y autónoma; bienes como atención sanitaria, educación, vivienda, ingresos justos por el trabajo, y previsión oportuna y justa.

    Los derechos humanos forman hoy una unidad y son interdependientes unos de otros, pero hace claridad sobre su historia presentarlos como lo que han sido: una auténtica escalada respaldada por distintas doctrinas: el liberalismo en el caso de los personales; la teoría democrática, en el de los políticos, y el socialismo y socialcristianismo tratándose de los económicos, sociales y culturales. Que los derechos sociales vinieran después de las otras dos clases o generaciones de derechos, no significa que vengan después en cuanto a su garantía y realización efectiva. Sostener lo contrario, como advierte Pisarello, equivale a dar una “protección devaluada” a los derechos sociales. Que hayan venido después no significa que los derechos sociales deban ser tratados como derechos segundones.

    Quienes están en el poder suelen no conceder derechos, hay que arrebatárselos. Lo mismo, ahora en el caso de los derechos sociales, quienes tienen el poder económico se van a resistir siempre a ellos porque, quiérase o no, significan nuevas cargas e impuestos para los mayores ingresos y patrimonios.

    La expansión de los derechos no para donde la acabamos de dejar, y hoy tenemos derechos colectivos. Derechos de pueblos indígenas, por ejemplo, como también derechos específicos de determinados grupos de la sociedad (discapacitados, por ejemplo) que se encuentran en una especial situación de vulnerabilidad. Derechos incluso de los pueblos en general: a la paz, al desarrollo, a un medio ambiente libre de contaminación.

    Lo nuevo se teje en lo viejo”, solía recordar Gregorio Peces-Barba, estudioso del tema, y es por eso que la historia de los modernos derechos humanos tiene a sus espaldas lo que hemos llamado “prehistoria” de los derechos. Otro ejemplo: ¿derechos humanos en el antiguo derecho romano? Ni por asomo. Pero en el siglo V a. C. tuvo que ocurrir una sublevación de los plebeyos contra los patricios para que estos consintieran escriturar y hacer público el derecho privado de la época. Tal fue el origen de la famosa Ley de las Doce Tablas, que fueron expuestas a la entrada del foro.

    Cuando se pierde la democracia, que es lo que ocurrió en nuestro país el 11 de septiembre de 1973, y se la recupera después de 17 años con fuertes limitaciones, los que sufren son los derechos de las personas. Ocurrió también en buena parte de América Latina, donde los gobernantes pasaron de traje de civil a uniforme militar. Durante la dictadura de Pinochet no hubo claramente derechos políticos y tampoco económicos, sociales ni culturales, mientras que, en el caso de los derechos civiles, se respetó solo el de propiedad privada y el de emprender actividades económicas. Todas las demás libertades fueron canceladas en nombre de la seguridad nacional, que no era más que la seguridad y estabilidad del propio régimen: libertad de pensamiento, de expresión, de prensa, de discusión, de creación, producción y difusión artística, de reunión, de asociación. Se invocó la necesidad de orden para suprimir tales libertades y se logró lo que consigue cualquier dictadura, sea del signo que sea: orden en las calles a punta de metralletas, policía secreta y represión de los adversarios políticos. Como dejó dicho Norberto Bobbio, si la democracia es rápida en la demanda (todos piden) y lenta en la respuesta (que depende de instituciones y no de una sola persona), la dictadura es lenta en la demanda (nadie se atreve a pedir) y rápida en la respuesta (el dictador saca el ejército a la calle para silenciar a los que piden).

    Cuando se sacrifica la igualdad en nombre de la libertad, las desigualdades impiden a muchos un ejercicio efectivo de sus libertades, y cuando se sacrifica la libertad en nombre de la igualdad, se pierde la primera y tampoco se consigue la segunda. De igual manera, la tensión entre orden y libertad debe ser manejada con prudencia, sin incurrir en el error de pregonar el primero de esos valores a costa del segundo de ellos.

    Junto con recuperar la democracia en 1990, por limitada que haya sido —que lo fue—, Chile retomó el camino de los derechos, si bien lentamente, tan lentamente como avanzó nuestra transición, e incurrió en una abierta pereza constitucional, resignándose a reformas con cuentagotas a la Constitución que había impuesto la dictadura y manteniendo, hasta hace apenas un año, el quórum excesivamente supramayoritario de 2/3 de los parlamentarios en ejercicio para su reforma. A quienes defendieron la Constitución de 1980 y el quórum de 2/3 para reformarla podría preguntárseles lo siguiente: ¿qué pensarían si se acabara de pronto alguna de las dictaduras comunistas que existen todavía en el mundo y los demócratas llegados al poder demoraran décadas en reemplazar la Constitución de la dictadura a la que pusieron término?

    Se pueden banalizar los derechos humanos de varias maneras: pasando por encima de ellos, aceptando solo algunos y rechazando otros, o creyendo que todo deseo o expectativa da lugar a uno de estos derechos. Se banalizan también cuando se manejan con la lógica del doble estándar, tan habitual en esta materia, al condenar las violaciones a los derechos por parte de gobiernos que no son de nuestro agrado y celebrar o hacernos los desentendidos con aquellas en que incurren los gobiernos que son de nuestro gusto. Tratándose de derechos humanos, el doble estándar no es solo una inconsecuencia, es una inmoralidad.

    Todos sabemos algo de los derechos humanos, pero nunca lo suficiente. En ocasiones no pasamos de decir que se trata de derechos importantes, que son de todos, que las dictaduras los desconocen, y cosas así. Examinar la historia de estos derechos, desde la modernidad hasta nuestros días, y poner atención también a su prehistoria, la cual puede ser rastreada hasta en algún libro del Antiguo Testamento, es una buena manera de saber acerca de ellos, de tomarles el peso y de tomárselos igualmente en serio, y de expandir una cultura de los derechos. Nuestro sistema educativo tiene en esto una gran tarea y, a la vez, una importante responsabilidad. En la educación superior, especialmente en las facultades de derecho, creo que antes de 1973 se enseñaba poco de los derechos humanos, pero a partir de ese año, al menos en mi caso, empecé a dedicarles un número mayor de clases. Cierta mañana llegó a la sala el vicerrector delegado que había en la sede de Valparaíso de la Universidad de Chile, un exmilitar que había sido profesor de Pinochet en la Escuela Militar. Se sentó en primera fila, cruzó las piernas y puso atención. Menos mal que yo ese día explicaba una materia tan abstrusa y políticamente inocua como la estructura lógica de la norma jurídica. Pasados 20 minutos, el vicerrector se retiró con expresión satisfecha. Vueltos a la democracia, y atendido que los derechos se enseñan en varias asignaturas, se convocó en Valparaíso a una jornada sobre cómo enseñar derechos humanos.

    Siguiendo el ejemplo de Sócrates, que sostenía que muchas veces no sabemos lo que creemos saber, o que sabemos menos de lo que creemos saber, o que, sabiendo algo, no tenemos el lenguaje suficiente para transmitirlo a los demás de manera persuasiva, deberíamos tomar conciencia de nuestros limitados conocimientos sobre los derechos humanos y su larga y apasionante historia. Es de esa manera que estaremos en mejor posición de reclamarlos y defenderlos, para no tener que volver a lamentar en Chile lo que el poeta Miguel Hernández escribió en una cárcel española de la dictadura de Francisco Franco: “Yo que creía que la luz era mía, precipitado en la sombra me veo”.

     

    Imagen: El decenvirato romano durante la creación de la Ley de las Doce Tablas.

  135. Notas sobre el fuego

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    La tarde del 11 de septiembre de 1973, a eso de las 14.55 horas, el cuerpo de bomberos de la comuna de Santiago entraba a La Moneda tras el bombardeo. Alejandro Artigas, bombero a cargo esa noche, había recibido la orden de quedarse en el cuartel junto al equipo de guardia hasta nuevo aviso. Pese al tanquetazo del 29 de junio de ese mismo año, Artigas confiesa que no estaban preparados para un evento como ese: “No teníamos ninguna información distinta a la del resto de la gente. Recuerdo que el segundo piso era algo así como un infierno, lleno de humo y llamas. Era una escena dantesca. Un silencio sepulcral”. Desde allí vio quemarse la Galería de los Presidentes, el Salón Rojo y un sector de la Presidencia de la República, según relató a un medio nacional. Ese día, además de atender al incendio de La Moneda, el cuerpo de bomberos tuvo que acudir a la sede del Partido Socialista (también en llamas) y al de la casa de Allende, ubicada en la calle Tomás Moro.

    El humo, y por tanto el fuego, son figuras que anuncian acontecimientos. Si bien su valor simbólico es polisémico, ha sido incorporado en las ceremonias y rituales de diferentes culturas en momentos liminares. Ya sea para anunciar el ascenso de un gobernante, transferirle características sagradas a un objeto, guiar la comunicación con los dioses, o para la fundación o destrucción de ciudades. Para el que acecha, el humo anuncia la presencia de terceros, facilitando la captura del enemigo. Utilizado como herramienta para la insubordinación, muchos de los relatos de la historia son explicados a partir de este fenómeno.

    En Chile los ejemplos abundan. La huelga de la carne de 1905, que tuvo lugar en el Matadero de Lo Valledor, alcanzó su punto cúlmine cuando las fuerzas de seguridad dispararon a quemarropa a los huelguistas. Ese mismo año, durante la revuelta de la Quinta Normal, unos manifestantes incendiaron varios edificios gubernamentales en protesta contra el gobierno de Germán Riesco. La matanza a los huelguistas de las salitreras en diciembre de 1907 es otro ejemplo que culmina con el fuego disparado a los trabajadores refugiados en la Escuela Santa María. Y en 1817, las posiciones realistas en el fuerte de La Concepción se rinden ante el estratégico incendio provocado por el general José de San Martín.

    El 11 de septiembre de 1541, al mando de Michimalongo, los españoles tuvieron que enfrentarse a su primera catástrofe: un destructivo incendio que acabó con el puñado de casas que por entonces conformaban la pequeña ciudad de Santiago. Dos minutos y medio para el mediodía del 11 de septiembre de 1973, del artista Fernado Prats, es un intento audaz por dimensionar el ataque —el fuego, el humo, la destrucción— de esa mañana. Y para ello, ni más ni menos, ha quemado la cúpula del Museo. Quien se detenga a mirarla, verá una nube de humo expandiéndose en el cielo; efecto producido por el movimiento de los cielos.

    En la dictadura el fuego ocupa un lugar protagónico en los episodios de violencia y represión, convirtiéndose en un símbolo de la brutalidad y destrucción asociada al régimen militar. Inmediatamente después del bombardeo, las poblaciones y zonas periféricas protagonizaron numerosos incendios. La quema de viviendas era una estrategia destinada a aterrorizar, a forzar el desplazamiento de las comunidades.

    Pese al tamaño de la explosión, no concebimos la experiencia como una amenaza. Quien se detenga en la cúpula sentirá la inmensa distancia que lo separan del humo y se sentirá resguardado. El cielo se convierte entonces en la simulación de algo más viejo y profundo, una experiencia que siendo nueva es, sin embargo, atávica.

    Algo similar ocurre con las pinturas de Natalia Babarovic, pero en dirección opuesta. La inmensa nube grisácea que protagoniza uno de sus cuadros podría confundirse con cualquier día de esmog. Si nos detenemos frente a él, veremos cómo abajo, en la esquina izquierda, ha apuntado la fecha en números romanos, sobre un tímido pero definitivo 11 SEPT 1973. Las pinturas reproducen algo tan íntimo como ordinario. En una calle residencial y completamente vacía, Babarovic reconstruye una escena familiar: el relato que ocurre puertas adentro.

    En la dictadura el fuego ocupa un lugar protagónico en los episodios de violencia y represión, convirtiéndose en un símbolo de la brutalidad y destrucción asociada al régimen militar. Inmediatamente después del bombardeo, las poblaciones y zonas periféricas protagonizaron numerosos incendios. La quema de viviendas era una estrategia destinada a aterrorizar, a forzar el desplazamiento de las comunidades.

    Otra estrategia que permitió la anulación del otro durante la dictadura fue la quema de archivos y documentos. Además de borrar la evidencia de actividades opositoras, socavó la capacidad de organización y funcionamiento. En este mismo terreno, el régimen emprendió una campaña de quema de libros y propaganda considerados subversivos o contrarios a la ideología oficial. Algunos testimonios de detenidos políticos señalan cómo este elemento fue utilizado como herramienta para infligir dolor y terror.

    Para dejar constancia de ello, Janet Toro muestra un ciclo de performances e instalaciones realizadas en enero y febrero de 1999, con el cual denuncia 72 tipos de torturas. Nuevamente el fuego, aplicado contra detenidos con la ayuda de un cigarro, o exponiendo alguna zona del cuerpo del detenido a altas temperaturas. Por su parte, el fotógrafo Alexis Díaz Belmar reúne una serie de fotos de golpes de bala recibidos por viviendas y algunos edificios públicos cercanos al Palacio de La Moneda, como el Museo Nacional de Bellas Artes, el Banco de Chile y la Torre Entel: todos ellos aún conservan esa huella.

     

    Imagen de portada: pintura de Natalia Babarovic.

  136. Crónica de una derrota

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    Es inevitable sentir escalofríos al ver El realismo socialista. Desde las imágenes de los obreros que miran a la cámara con una energía contagiosa, ignorantes de lo que se vendría meses más tarde, hasta el suicidio de los miembros de un frente poético de izquierda tras el fracaso de su proyecto. Mientras la veía, recordé que Ruiz contaba que le llegó el rumor que, tras el Golpe, la película fue usada por los militares para identificar a los partidarios de la UP. Filmada en 1972, la versión definitiva de esta cinta se estrena justo en septiembre de este año y ofrece un relato descarnado de los años de la Unidad Popular.

    Ruiz, el “cineasta inconcluso”. Así lo apodaron durante su etapa chilena, antes de su exilio en Francia. Esa leyenda negra, de que no terminaba sus películas, lo persiguió toda su vida. Pasó con su primer cortometraje, La maleta, de 1963, perdido durante décadas y que Ruiz finalizó recién el 2008. Se repitió con El tango del viudo y su espejo deformante, inacabada desde 1967 y que la cineasta Valeria Sarmiento concluyó el 2020, en una versión tan osada como delirante.

    Quizá eso explique el empeño de Sarmiento, su viuda y guardiana de su legado, por el rescate de El realismo socialista, pese a las dificultades que tuvo para lograr el financiamiento. Si en su momento Ruiz contaba que la película duraba cuatro horas, Sarmiento tuvo la titánica tarea de convertir las nueve horas de material encontrado en un largometraje de 118 minutos. Después de su paso por la embajada de Alemania post-Golpe, durante el exilio los archivos terminaron repartidos entre la Universidad de Duke, en Estados Unidos, y la Cinemateca de Bélgica. Para repatriarlos, Sarmiento contó con la ayuda de Poetastros, productora de la actriz Chamila Rodríguez y el realizador Galut Alarcón, quien se encargó del montaje de esta nueva versión, que fue restaurada en la Cinemateca Portuguesa.

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    Como las otras películas políticas que Ruiz filmó en el periodo chileno —La colonia penal (1970) y La expropiación (1971-1974)—, El realismo socialista fue un proyecto al que se lanzó con la urgencia de quien buscaba “registrar antes que mitificar el proceso chileno”, como dijo en una entrevista con la revista Primer Plano en 1972. Se trataba de películas pequeñas, filmadas con la cámara Éclair de su fiel amigo y cómplice, Darío Pulgar, con un presupuesto ínfimo, a las que sumaba —o arrastraba— a actores y técnicos.

    Esta trilogía de cine político comparte las condiciones de producción y un espíritu crítico hacia la UP impensable para un militante de izquierda, como era Ruiz. Incluso en su trabajo que podría ser calificado como el más oficialista de esa época, el documental Ahora te vamos a llamar hermano, se aleja de una mirada convencional. Realizado en marzo de 1971, durante un viaje del presidente Salvador Allende a Temuco, en que anunció un nuevo proyecto de ley indígena, Ruiz apenas registra en este documental el discurso de Allende y prefiere centrarse en el testimonio de un mapuche viejo y de otro más joven, quienes denuncian el despojo histórico de sus tierras. Como contraste, ese mismo año, Miguel Littin filmaba Compañero Presidente, documental sobre la entrevista del intelectual francés Régis Debray a Allende.

    Un oscuro militante de izquierda”. Con estas palabras, Ruiz describe su militancia en mi libro Los años chilenos de Raúl Ruiz. Era una manera de bajarle el perfil a su paso por el Partido Socialista (PS). A diferencia de Littin, que fue el primer director de Chile Films durante la UP, Ruiz no ocupó ningún cargo en el gobierno. Sin embargo, una de las cosas que me sorprendió en mi investigación fue descubrir que Ruiz fue un militante mucho más activo de lo que se piensa, que incluso participó en labores de defensa del partido. En una aventura digna de la serie The Americans, Ruiz y Valeria Sarmiento coordinaron el transporte de unos dispositivos para grabar conversaciones, desde Roma a Santiago.

    Sobre ese episodio, Sarmiento recuerda que “a Raúl le pedían estas misiones. Raúl se cagaba de susto, pero las hacía. Una cosa es el cine militante y otra es la militancia. Raúl estaba muy en contra del cine militante y de lo políticamente correcto, pero si había que hacer un trabajo para el partido, lo hacía”.

    Esa tensión entre el militante y el cineasta cruzará todo el periodo de la UP, hasta explotar en Diálogo de exiliados (1974). En el germen de este Ruiz más político se encuentra ¿Qué hacer?, que codirige junto a los estadounidenses Saul Landau y Nina Serrano, en la previa de las elecciones presidenciales de 1970. Un proyecto fallido, un pastiche, en que el documental se cruza con una historia policial y romántica en que los villanos son los agentes de la CIA.

    Pese a todo, ¿Qué hacer? sobrevive como un documento valioso para entender esos agitados días antes de que Allende asumiera el poder y para intuir cuál será la mirada de Ruiz frente a estos temas. En un tono escéptico, que recuerda a Memorias del subdesarrollo (1968), del cubano Tomás Gutiérrez Alea, la parte de Ruiz sigue al personaje de Simón Vallejo (Aníbal Reyna), que regresa al país luego de pasar una temporada en Cuba y que mira con distancia las discusiones al interior de la izquierda chilena, entre los que apoyan la vía democrática hacia el socialismo y los que creen que las elecciones no servirán para lograr una verdadera revolución.

    Chile me confunde. Si gana Allende, la tradición democrática va a perder todo sentido para los momios. El problema es si van a dejar tomar el poder”, reflexiona Vallejo. Ese momento introspectivo contrasta con otra escena, típicamente ruiziana, que transcurre en un bar, en que un parroquiano (Darío Pulgar), envalentonado por el alcohol, encara a un norteamericano y lo acusa de ser un agente de la CIA, mientras emprende una larga perorata sobre la UP y la guerra de Vietnam.

    Ese humor incómodo y corrosivo es transversal a todas las películas políticas de Ruiz en esos años y es un recurso que lo distanciará de un cine más militante. Así, la primera película que filma tras el triunfo de Allende es La colonia penal, una sátira sobre un dictador (Luis Alarcón) de una república bananera, en una isla ficticia que se dedica a la exportación de noticias. Basada en un relato de Kafka, la visita de una periodista extranjera (Mónica Echeverría) permite conocer las torturas que se cometen al interior de esa comunidad, en que además se habla un idioma inventado por el director: el cautiveño.

    Lejos de celebrar la llegada de la UP, el cineasta sorprendía con una historia que puede ser vista como una alegoría de Fidel Castro y hasta de Hugo Chávez. Según Ruiz, la mostró al interior del PS, donde incluso quisieron prohibirla. Eso no ocurrió, pero tampoco circuló mucho. A fines de 1971 filma La expropiación, en que plantea una paradoja: un grupo de campesinos quiere que el fundo donde trabajan no sea expropiado, mientras que el dueño (Nemesio Antúnez) de las tierras quiere que sean expropiadas para marcharse de Chile. Para solucionar el entuerto llega un funcionario (Jaime Vadell) de la Cora (Corporación de la Reforma Agraria), lo que termina en un violento episodio.

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    Esta disección de la retórica del militante, en la versión del intelectual y del obrero, ofrece algunas líneas desopilantes. ‘Cuando cada uno de los habitantes de nuestro país escriba poesía, habremos cumplido nuestro objetivo’, dice en un momento el líder del frente poético, mientras que, en otra escena, el obrero, hastiado de tanto discurso, reclama: ‘Son revolucionarios para hablar, pero no hacen ni una hueá’.

    Esta urgencia de registrar lo que estaba pasando se agudiza en el caso de El realismo socialista. Si La expropiación se centraba en la Reforma Agraria y se aludía a la marcha de las cacerolas vacías —protesta de las mujeres de la clase alta en contra del gobierno de Allende—, en El realismo socialista aparece una cruda autocrítica sobre el rol de los partidos de izquierda en el proceso chileno.

    Ya en el exilio, en una entrevista a Cahiers du Cinéma, en 1978, Ruiz ofrecería una lectura aún más incisiva sobre el rol de la izquierda durante la UP: “Es verdad que estábamos persuadidos de que lo que pasaba en Chile era el guion de lo que habría de pasar años más tarde en Europa. Una toma del poder que no lo era realmente, con una perspectiva leninista en un contexto socialdemócrata. Y todo el mundo quería saber lo que esto daba de sí. Nos sentíamos como actores y se vio cómo iba llegando el público: Yves Montand, Theodorakis, todo el mundo. Esta sensación de estallido simulando algo, sensación de fragilidad, estuvo presente todo el tiempo. Desde este punto de vista fue una utopía, porque sabíamos que no estábamos construyendo nada, sino que estábamos haciendo una puesta en escena”.

    Javier Maldonado, amigo con el que Ruiz compartía el amor por la gastronomía y la militancia en el PS, fue uno de los colaboradores más estrechos en El realismo socialista. Recuerda que se filmó en los primeros meses de 1972, porque refleja las discusiones que se estaban dando al interior del partido. “El PS es un partido lleno de sentimentalismos políticos —dice—. La característica principal del PS era la indisciplina, y la multiatomización y faccionización. Facciones de seis, siete pericos, que eran protroskistas y pro varias cosas simultáneamente”.

    Originalmente llamada Del realismo socialista como una de las Bellas Artes —un guiño al ensayo Del asesinato considerado como una de las bellas artes, del escritor inglés Thomas de Quincey—, desde su título esta película era una provocación. En la época estalinista, el término realismo socialista nació para identificar a las obras de arte que mostraran los logros de la revolución. En el caso, de Ruiz, ocurre lo contrario.

    Nacida para alimentar los debates internos del PS, según Maldonado la película “tenía el sentido irónico de mostrar que lo nuestro era un despelote y que no iba para ninguna parte, y tenía otro sentido didáctico siguiendo el modelo brechtiano, para enseñarles a los trabajadores su responsabilidad”.

    Ciau Masino, de Pavese, y Las palmeras salvajes, de Faulkner, fueron las referencias que Ruiz tuvo en mente para una estructura narrativa con dos historias que finalmente convergen. Por un lado, la cinta muestra las vicisitudes de un frente poético, liderado por Javier Maldonado —que no era actor, sino que había estudiado filosofía, literatura y sociología— e integrado por un grupo de intelectuales de izquierda. En el otro extremo, sigue el periplo de Lucho (Juan Carlos Moraga), un obrero que llega a vivir a un campamento, pero que luego termina expulsado tras robarse las herramientas de su fábrica, que estaba en toma.

    A diferencia de la copia de casi una hora que circuló en los últimos años, caótica e inconclusa, esta nueva versión destaca por su pulcritud. Valeria Sarmiento es fiel a la estructura narrativa propuesta por Ruiz, pero también incorpora imágenes que contextualizan el momento social que se vivía, como ocurre con las tomas de las marchas y del cordón industrial de Vicuña Mackenna, filmadas por Jorge Müller, que captura con espontaneidad esos rostros anónimos, llenos de esperanza. También se incorpora un hermoso registro de los fotógrafos de cajón, oficio extinto, en la Plaza Italia, que de inmediato nos remite a Los minuteros, uno de los documentales perdidos de Ruiz que realizó para Quimantú en 1972, junto a Sarmiento. Hay además bastante material inédito, como la participación de Jaime Vadell en el papel de dirigente de un partido o la pelea en la calle entre Maldonado y un amigo momio (Marcial Edwards), después de que este sugiere que para acabar con la crisis que vive el país “la única solución viable es matar al presidente”.

    Como es habitual en su cine de este periodo, la película es un desborde de lenguaje. Chile es un país en estado de asamblea, en que todos hablan mucho y a cada momento. Esta disección de la retórica del militante, en la versión del intelectual y del obrero, ofrece algunas líneas desopilantes. “Cuando cada uno de los habitantes de nuestro país escriba poesía, habremos cumplido nuestro objetivo”, dice en un momento el líder del frente poético, mientras que, en otra escena, el obrero, hastiado de tanto discurso, reclama: “Son revolucionarios para hablar, pero no hacen ni una hueá”. Cuando después se conocen el líder del frente poético y el obrero, las ideologías y la causa colectiva quedan desplazadas por el pragmatismo y la violencia.

    Quizá sea la música de Jorge Arriagada, sutilmente paródica y punzante, o quizá sea el sello de Valeria Sarmiento, al ordenar este material con las heridas y la distancia que significa hacerlo 50 años después, pero hay un sentimiento de fracaso que cruza toda la película. Más que un relato construido desde la complacencia y la nostalgia, lo que vemos es la crónica de una derrota. Así, El realismo socialista es un mazazo en que la ironía convive con el desencanto y donde Ruiz emerge como una voz vigente y lúcida para alumbrar las complejidades del proceso de la UP.

    La cinta opera como un prólogo a Diálogo de exiliados, aquel retrato de las penurias cotidianas del exilio, que le significó a Ruiz la condena de la izquierda y de la comunidad chilena en París. Filmada en mayo de 1974, con ese arrojo propio de Ruiz en que contagiaba a productores y amigos, se hizo con un presupuesto mínimo, recurriendo a la solidaridad de técnicos y actores franceses.

    Es un relato coral, en que la mayoría de los chilenos aparecen interpretándose a sí mismos, a excepción de Sergio Hernández, que encarna a Fabián Luna, un cantante que llega a París a cantar la verdad de la Junta Militar. El poeta Waldo Rojas, el fotógrafo Luis Poirot y hasta el escritor y cineasta argentino Edgardo Cozarinsky son algunos de los que desfilan en esta suerte de diario del exilio, donde el desarraigo del país es también un exilio de la lengua.

    Bertolt Brecht y su Diálogos de refugiados fue la inspiración para este retrato del exilio que se aleja de toda épica, en que el humor negro se cruza con la amargura del fracaso. Muchos de los que participaron se sintieron traicionados, especialmente por el episodio en que se sugiere el destino incierto de las platas de la ayuda internacional.

    La película no fue la crónica de la resistencia chilena que muchos esperaban. Cuando se estrenó en el festival de Pesaro, en Italia, un año después del Golpe, los cineastas cubanos y el actor Nelson Villagra, antiguo colaborador de Ruiz y representante del MIR, lo enjuiciaron públicamente. Se habló hasta de un intento de secuestro, pero más allá del mito, sí es verdad que Ruiz y Sarmiento recibieron cartas con amenazas. Como siempre ha ocurrido con Ruiz, desde Tres tristes tigres (1968) en adelante, lo que muchos vieron fue un espejo feroz e incómodo, donde pocos estaban dispuestos a reconocerse.

     

    Fotografía: Archivo Ruiz-Sarmiento PUCV.

     


    El realismo socialista (1973, 2023), dirigida por Raúl Ruiz y Valeria Sarmiento, 78 minutos. Estreno: 23 de septiembre en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián.

  137. Jorge Müller y Carmen Bueno: desaparecer a pleno sol

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    Sus sombras avanzan por la avenida Los Leones, con ese aire distraído y espectral que tienen los enamorados condenados a muerte. Reina un silencio totalitario sobre Providencia; la ciudad ha perdido el habla, el pulso, el aire. Irreconocible ante cualquier reflejo, el país respira hace un año un Estado de Sitio.

    Así y todo, la vida continúa. Los bellotos y quillayes recién florecidos no consuelan. La aparición de un Chevrolet Opala produce taquicardia. Estar vivo o viva, una mañana como la del 29 de noviembre de 1974, consiste en pasar inadvertido. Carmen Bueno y Jorge Müller son jóvenes, bellos, hippies y se hacen notar. Ella es una chica moderna, morena, de ojos verdes, blue jeans americanos y andar seguro. Él mide 1,90, es pelirrojo, delgado y le dicen Flaco. Ella tiene 24 años. Él, 27. Ambos trabajan en cine. Él estudió en la Escuela de Cine de Viña de Aldo Francia. Ella, en la de la Universidad Católica de Santiago. A pesar de su reserva de juventud, ya tienen varios rodajes en el cuerpo, entre largometrajes de ficciones, documentales y —en el caso de Carmen— comerciales de publicidad. Trabajan —en la guerra hay que salir a trabajar— para Chile Films y es allí a donde se dirigen cuando cruzan Eliodoro Yánez.

    Rebeldes con una causa —militan en el MIR—, ambos provienen de familias de clase media. Carmen creció en el barrio República, en una casa católica donde se hablaba del Evangelio a la hora de la once. Tercera de cinco hermanos, fue al colegio Santa Teresa de Jesús y luego, al Liceo 1 de Niñas, conocido como el Instituto de Señoritas de Santiago. El padre de Jorge es un alemán-judío que arrancó del Holocausto en barco cuando tenía 14 años. La mamá, una folclorista del Biobío. Jorge, quien se crio en el paradero 11 de Gran Avenida, fue circuncidado al nacer y acompañó varias veces a su papá a la sinagoga. Nunca le gustó la religión ni el colegio (rotó por el Liceo Lastarria y el Kent School), y soportó la universidad dibujando en una croquera. En uno de sus cuadernos, se lee: “La capacidad artística del cine no la determina la buena fotografía”.

    En el mundo del cine chileno, Jorge Müller Silva será reconocido por llevar la fotografía cinematográfica a un nivel superior. Siguiendo las huellas de Sergio Larraín, de Robert Frank y del cinéma-verité, la cámara es un instrumento expresionista que puede resignificar la realidad y transmitir sentidos inauditos. Intuitivo, rápido, preciso, sensible, los más destacados directores del nuevo cine chileno de los 70 —de Littin a Ruiz— se lo pelean como camarógrafo. Pero es una mujer, Angelina Vásquez, con quien filma Crónica del salitre (1971), la que lo hará conocido entre sus pares. Entre 1971 y 1973, Müller filmó tres películas de Raúl Ruiz: La expropiación, Palomilla Brava (docuficción de Palomita blanca, hasta hoy día perdida) y El realismo socialista. El sonidista Pepe de la Vega, quien trabajó codo a codo con Müller en estos filmes, así como en las olvidadas giras internacionales de Allende, lo recuerda así: “Jorge hablaba poco, pero hablaba bien. Se metía la cámara al hombro y no le decía a nadie lo que estaba captando”.

    Durante los tres años de la Unidad Popular, Müller no parará de filmar la calle. Lo hace para Carlos Flores y su bello documental Descomedidos y chascones, aunque es La Batalla de Chile la obra que lo define como artista. Cuando el documental de Patricio Guzmán al fin se estrena el año 1996, muchos repararán en una foto del making off donde se ve a un joven delgado de nariz aguileña y camisa formal, que apunta su Eclair de 16 mm sobre Santiago. El autor de planos-secuencias tan célebres como el del hombre que avanza casi volando por la calle mientras empuja un carretón de verduras, había desaparecido en las imágenes que rodó y que nunca vio.

    ***

    Esa mañana del 29 de noviembre van hacia las oficinas de Chile Films temprano, a terminar la posproducción del documental sobre ‘La celebración del año santo chileno’, que les encargó la Conferencia Episcopal. (…) Al doblar por Bilbao, las sombras de la pareja se disuelven en movimientos bruscos, al ser atacadas por dos hombres de la Dina que salen de una camioneta blanca.

    Si alguien los viera hoy caminando a pleno sol, por Los Leones, como lo hacen esa manaña del 29 de noviembre de 1974, podría pensar: una pareja de hípsters. Jorge vive cerca de Pocuro con Holanda. Carmen, en el Forestal. A diferencia de la izquierda tradicional, a ellos les gusta el jazz y el bossa nova, el cine de Fassbinder, fuman marihuana sin sentirse imperialistas, cuando no están haciendo registros sociales en las poblaciones, se arrancan a la casa en la playa de los Müller en el Quisco. Jorge prefiere tocar la guitarra que el charango; durante la UP tuvo dos bandas, Los Neumáticos Desinflados y Los Darks, que se presentaron en Sábado Gigante. “No sabíamos si éramos políticos o artistas”, recuerda Pepe de la Vega, quien también militaba en el MIR junto a otros cineastas (Carlos Flores, Pablo Perelman, Angelina Vásquez o el argentino Carlos Piaggio).

    Desde que rige el toque de queda, las citas usuales ya no ocurren en el café Il Bosco. Algunos amigos, como Raúl Ruiz, Miguel Littin y Patricio Guzmán se han ido al exilio. Cuando Ruiz le ofrece asilo en París, Müller lo rechaza. Él y Carmen han decidido quedarse. Quieren seguir haciendo cine. Imaginar otro final. Ambos han tenido varios romances, pero el que están protagonizando parece el definitivo. Si el matrimonio no fuera una mana burguesa, se casarían. Carmen no espera nada “del mejor camarógrafo de Chile”, excepto tal vez, vivir secuencias de amor. Carmen o Carmencha, como le dicen sus hermanas, es un personaje femenino ruiziano; de una belleza natural y un carácter fuerte, “achorado”. Está en el peak de su carrera. Ha actuado en dos películas cuyo estreno el Golpe frustró. Una acabada, La tierra prometida de Miguel Littin (que nunca verá) y otra inconclusa, Esperando a Godot de Cristian Sánchez y Sergio Navarro (que la Cineteca estrenará este año). Actúa porque es carismática, pero donde vibra es detrás de la cámara. Ha sido asistente de producción de Guzmán y de Carlos Flores, y directora de fotografía de Cristián Sánchez (Cosita). Cuando en el verano del 74 la llaman para integrar el equipo de A la sombra del sol, lo hace como script o continuista. La película, filmada por encargo por la dupla Pablo Perelman y Silvio Caiozzi, fue idea de un excéntrico productor hijo de marino. A la sombra del sol quedará en el imaginario cinéfilo como una producción bizarra, un western neorrealista sobre dos ladrones que se refugian de la justicia en el Desierto de Atacama, filmada y estrenada en medio de la distopía de esos primeros años de represión.

    La película también será el set en que Jorge y Carmen se enamoraron y la última vez que filmaron.

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    La noche del 28 de noviembre de 1974, Carmen y Jorge fueron al demolido cine Las Condes, al estreno de A la sombra del sol. Estaban felices, orgullosos de su trabajo, al fin en una gran producción. A la salida, parados en una berma de la Avenida Apoquindo, Müller le confiesa a Pepe de la Vega que “anda con cola”, es decir que lo andan siguiendo. Tras la celebración, se quedan a dormir en la casa donde ocurre la fiesta.

    Esa mañana del 29 de noviembre van hacia las oficinas de Chile Films temprano, a terminar la posproducción del documental sobre “La celebración del año santo chileno”, que les encargó la Conferencia Episcopal. No importa la resaca. Son trabajólicos, mateos. Al doblar por Bilbao, las sombras de la pareja se disuelven en movimientos bruscos, al ser atacadas por dos hombres de la Dina que salen de una camioneta blanca. Rápidamente, el auto se los lleva hacia José Arrieta 8401.

    Una vez en Villa Grimaldi, a Jorge Müller lo encierran en la celda 11. A Carmen Bueno, en la 9. A ella la acusan de haberle regalado un perro al líder del MIR, Miguel Enríquez. A él, de haber filmado una torre de alta tensión que pretenden hacer explotar. Tras un mes de torturas, los trasladan a Cuatro Álamos. Los enamorados se vuelven a ver una mañana en la fila del baño. A un lado están las mujeres, al otro, los hombres. Entre medio, un grupo de oficiales. Carmen y Jorge se reconocen a la distancia y se hacen senas. Al ser sorprendidos, los alejan de los demás prisioneros para someterlos a nuevas torturas. Al cabo de unas horas, ambos han desaparecido. Su historia de amor deja una última pregunta: ¿Dónde están?

  138. José Ángel Cuevas: “Yo solo quería despejarme y caminar, como ese día del Golpe”

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    Tenía todo preparado para irse a vivir al sur del país. Había conseguido trabajo en la sede de la Universidad Técnica del Estado en Castro, Chiloé. Luego de recorrer en su juventud “a dedo” el territorio nacional, quería instalarse lejos de Santiago. Pero llegó septiembre de 1973. El profesor de filosofía José Ángel Cuevas vivía con sus tres hijos pequeños, Ximena, Marcela y Leonardo —el menor entonces de un año—, y su esposa, Luz Venegas, en un departamento de la Villa Olímpica, en Nuñoa.

    Recuerdo que ese día del Golpe salí a la calle y caminé hasta Vicuna Mackenna con Grecia. Estaba lleno de pacos, no se podía pasar. Todo estaba alterado. Después empezó la matanza”, señala José Ángel Cuevas, más conocido como Pepe Cuevas y también como ex poeta, una mañana de fines de otoño, con un sol generoso que entra por la puerta de su casa, ubicada en la calle Finlandia, entre Holanda y Noruega, en la comuna de Puente Alto. Cuevas habla como escribe: sencillo, preciso, desilusionado. Así son sus poemas con los que ha registrado el desencanto y los diversos rostros de Chile.

    Lo de ex poeta tiene que ver con las vivencias, con un accionar, una manera de ver el mundo que ya no existe, profecías que no se cumplieron”, dice Pepe Cuevas, integrante de la generación del 70, quien debutó con un poemario autofinanciado, Efectos personales y dominios públicos (1979). “Era todo bien precario en esos años. Costaba mucho publicar”, rememora quien hace más de una década fue postulado por primera vez como candidato al Premio Nacional de Literatura.

    Pepe Cuevas tiene 80 años. Nació el 12 de octubre de 1942. Su hijo Leonardo y un certificado de nacimiento corroboran la información. Esto, a pesar de lo que dicen todas las solapas de sus libros incluyendo su perfil en Wikipedia, que fijan su nacimiento dos años después: en 1944. Los padres del poeta fueron Edmundo Cuevas y María Silvia Estivil. Don Edmundo quería un hijo abogado. “Tuve entonces un muy buen puntaje”, asegura Pepe Cuevas, pero su paso por la carrera de Derecho en la Universidad de Chile fue fugaz. “El ambiente era muy burgués y pituco”, dice. Allí conoció a su esposa, Luz, quien falleció en mayo de 2022. Juntos se cambiaron al Pedagógico. A fines de los 60, Pepe Cuevas ingresó a la carrera de Filosofía y formó parte del grupo literario América, con Naín Nómez, Jaime Anselmo Silva y Jorge Etcheverry, entre otros.

    Creo que conozco todo Santiago a pie. Por eso mi literatura está más vinculada al viaje. En esos años, cuando jóvenes, andábamos mucho a dedo, nos interesaba la literatura de los beatniks. Conocí a dedo todo Chile. Tenía un hambre de conocer todo: por eso andaba mucho viajando. Recuerdo que fuimos a Argentina, Perú, Brasil…”, comenta.

    En enero de 2021, salió de su casa en Puente Alto y terminó compartiendo un asado con unos amigos y excompañeros de trabajo en Renca. Estaba aburrido de los encierros de la pandemia. No le dijo nada a nadie. Cinco días después apareció. Salió en todos los noticieros. “Qué leseras, ¿no? Yo solo quería despejarme y caminar, como ese día del Golpe. Caminar para saber qué ocurría”, dice.

    Había harto facho también en la Villa Olímpica”, comenta en medio de una conversación donde las imágenes del pasado van salpicando el presente. “Estoy un poco mal de la memoria”, se ríe con su pelo cano revuelto. Recuerda que una vez lo detuvieron ya instalada la dictadura de Pinochet, pero que gracias a un cuñado militar quedó libre.

    Varias veces lo habían amenazado. Lo más seguro, señala, es que se tratara de agentes de la Dina. Cuevas indica: “Solo estuve una noche en el centro de detención Londres 38, al lado de la iglesia San Francisco. Pero quedé libre. Era seria la cosa en ese tiempo, ahí estaba la muerte metida en todas partes. Creo que la dictadura es lo más terrible que le ha ocurrido a la historia de Chile”.

    En el “Poema 11”, Pepe Cuevas escribe: “Llegó la peste a la ciudad / Es de noche, se oye el silencio de los muertos (…) se llevaron a unas mujeres / los diarios no dicen nada / nada. Estamos solos / llegó la peste por años y años…”.

    ‘De alguna manera él me validó. Valente era el crítico de Chile. Fue importante entonces salir en el diario. Incluso para encontrar trabajo’, comenta Pepe Cuevas, quien tiene enmarcado en el comedor de su casa un poema de Nicanor Parra de Obra gruesa con el rostro dibujado del antipoeta.

    “Yo era como un obrero”

    La poesía de Pepe Cuevas es la voz de un cronista que registra lo que ocurre en la calle, describe a los seres marginales, trabajadores, cesantes, alcohólicos, a sus amigos Talo-Tilo, Chico Martínez y Kiko Rojas, que observa los cambios del país y apunta los ecos de la historia, desde la Unidad Popular, los años de la dictadura, la década del 90 y la sociedad de consumo, hasta nuestros días. Su mirada está impresa en libros como Introducción a Santiago (1982), Canciones rock para chilenos (1987), Poesía de la comisión liquidadora (1997), Canciones oficiales (2009) y la antología Ex-Chile (2021).

    Pródigo en aciertos memorables y con un singular desplante verbal”, anotó en los años 80 el crítico del diario El Mercurio Ignacio Valente, destacando “su voz sencilla” que “no asume el acento de la ideología o del tiempo futuro, que simplemente cuenta su pequeña historia, su historial privado del trauma del 11”.

    De alguna manera él me validó. Valente era el crítico de Chile. Fue importante entonces salir en el diario. Incluso para encontrar trabajo”, comenta Pepe Cuevas, quien tiene enmarcado en el comedor de su casa un poema de Nicanor Parra de Obra gruesa con el rostro dibujado del antipoeta. Varias veces habló con Parra. “Era simpático, bueno para la chacota. También nos enseñó a ser transgresores”, señala el autor del verso “Destruir en nuestro corazón la lógica del sistema”, proyectado por el colectivo Delight Lab, que rodeó el monumento al general Baquedano, en Plaza Italia, en septiembre de 2020.

    Pepe Cuevas cree que su verdadero interés por la literatura comenzó siendo estudiante en el Liceo Amunátegui. “Se discutían cuestiones teóricas en ese tiempo. La literatura estaba presente. Los jóvenes articulaban discursos. Y las peleas a puñetazos se producían en la Quinta Normal”, explica. “¿Pero te digo la firme? Mis verdaderas vivencias me marcaron. Yo tuve una vida de pueblo. De chico iba a las fábricas, era como un obrero. Creo que de ahí nace todo”, asegura.

    Se apagó el humo, la fritanga, las cuecas / sobrevino el desastre, no hubo revolución chicha ni empanadas / Pero yo necesito más que nunca esa revolución, ahora sí que soy / una escoria una mierda una piltrafa”, escribe Cuevas en el poema “Creíste que era fácil la revolución, eh muchacho”.

    Sobre los años previos al Golpe y de su paso por el Pedagógico, donde obtuvo el Premio de la Federación de Estudiantes en 1971 y 1972, cuenta lo siguiente: “Había una lucha social muy grande. El estudiantado estaba en movimiento y se hacían cosas. Se salía mucho. Había harto vínculo de los estudiantes y los jóvenes con los obreros. Por ejemplo, en la población Los Nogales, en Estación Central. En poblaciones de Pedro Aguirre Cerda, La Cisterna, Pudahuel… Con los pobladores hacíamos charlas, compartíamos música y recitábamos poesía. Teníamos una concepción muy bonita de unirnos con los trabajadores. Nosotros luchamos por una verdadera revolución social. Todo, hasta el golpe de Estado”.

    Me gustaba caminar. Yo recorría caminando las poblaciones de Santiago, vagaba mucho en la noche. ¡No andaba un alma! También era peligroso. A veces a uno le decían: ‘¿Usted qué anda grabando? Ya, váyase, váyase, váyase de aquí, anda puro hueveando’. Pero creo que era importante registrar lo que estábamos viviendo. Pasaban muchas cosas. Había mucho que recoger.

    Pitucos y la sospecha

    Escribe a mano. Tiene decenas de cuadernos con poemas inéditos. Algo similar le ocurre con la acumulación de imágenes. Cuenta que durante casi toda su vida ha filmado. Muestra una cámara de video y muchos casetes que conserva sin ver aún el resultado. Dice que “desde siempre” se metía a las poblaciones, grababa las protestas, a los trabajadores, los mítines, las ollas comunes, los rostros de incertidumbre, y que algún día hará algo con ese trabajo.

    Esos recorridos recuerdan las palabras que señaló la crítica Soledad Bianchi: “Cuevas construye sus trabajos literarios trasladándose, avanzando y retrocediendo por las páginas, párrafos, líneas, espacios, palabras, de sus cuadernos. Mientras que, para nosotros, lectores, conocer su poesía es acompañar al autor —y a los hablantes— a sus viajes, paseos, caminatas por ciudades, calles, parques, mercados, fondas, micros, montes, plazas, bares, restoranes…”.

    Me gustaba caminar. Yo recorría caminando las poblaciones de Santiago, vagaba mucho en la noche”, relata Cuevas. “¡No andaba un alma! También era peligroso. A veces a uno le decían: ‘¿Usted qué anda grabando? Ya, váyase, váyase, váyase de aquí, anda puro hueveando’. Pero creo que era importante registrar lo que estábamos viviendo. Pasaban muchas cosas. Había mucho que recoger”, añade el autor del poema “Desgraciados países”: “Los países quedan heridos / pasan largo tiempo sin recuperar el habla / deben aplicarse electroshock / someterse al olvido / beber beber / hablar de otra cosa”.

    Pepe Cuevas es el mayor de siete hermanos. Creció en una casa de la calle Rosas, en el Santiago antiguo, hasta que la familia se trasladó a Las Condes, cuando era una comuna menos segregada. Después de egresar de Filosofía en el Pedagógico, a comienzos de los 70, hizo clases en el sector del barrio Mapocho, en un colegio en San Bernardo, en La Cisterna, en Pudahuel. También fue profesor, hasta que lo despidieron y fue exonerado en dictadura, del Liceo Comercial B-113, en Pedro Aguirre Cerda, hoy llamado Liceo Comercial Julio Chana Cariola.

    Sobre los mil días de la Unidad Popular, Pepe Cuevas asevera: “Yo vi esa efervescencia, que se debía a que Allende estaba relacionado con el pueblo. Era increíble ver las concentraciones, el nivel de participación de las personas. El compromiso”. Agrega que incluso tras el Golpe, “en la clandestinidad se participaba bastante. Aunque la dictadura fue una descomposición, que aplastó, eliminó y asesinó. Yo recuerdo que iba a las cárceles a ver a los presos. Creo que conocí todo Santiago a pie. Después vino la desilusión de la democracia”. No en vano, en el poema “Algo sobre la Concertación” se lee: “No fue ninguna vanguardia la Concertación / sino la muerte definitiva del Pueblo Trabajador la consolidación / del sistema de mercado y consumo”.

    En plena dictadura, Pepe Cuevas volvió a trabajar con su padre, tras ser expulsado del colegio donde hacía clases. “Me despidieron y volví a la reparación de máquinas de escribir. Un oficio que conocía. Fue un regreso, porque desde niño trabajaba con mi papá”, dice el autor de Maquinaria Chile. Su padre tenía un taller en la calle 21 de Mayo, cerca de Plaza de Armas. “Era muy severo y estricto —sigue—. Íbamos a terreno y me decía: ¡Ya mierda, pesca las herramientas! Había que agarrar la escobilla, los destornilladores y partíamos a diferentes fábricas a trabajar, en Maipú, Pudahuel, Lo Prado… Después me independicé: trabajé solo arreglando máquinas Underwood y Remington. Allí conocí a los verdaderos trabajadores de las fábricas”.

    ¿Cómo era entonces la noción de pueblo?
    Muy potente. Tenía mucha actividad y lucha social. El pueblo tenía diarios como El Siglo, pero después como que asesinaron al pueblo. Se fue diseminando. Esa presencia, esa fortaleza, con la dictadura se fue para abajo. Muchos se encerraron en sí mismos, porque el peligro era muy grande. Con la excepción de los verdaderos militantes, que trabajaban en la clandestinidad.

    ¿Era militante comunista?
    Milité muchos años, iba a una población por el lado de Las Rejas, luego del Golpe milité en unas poblaciones, unas casas medias clandestinas que quedaban por detrás del cerro San Cristóbal, siempre acompañado de mi amigo Kiko Rojas, pero después dejé de participar. Hay un poema que tengo, “El sueño de Kiko Rojas”, donde digo “a los Cordones / Vicuna Mackenna / Cerrillos / Maipú / fábricas e industrias / que habrán de saltar sobre la Fach”. En el sueño del Kiko Rojas, Pinochet es fusilado y “se para el Golpe”. Pero creo que ahora murió el Kiko Rojas…

    Y en dictadura, ¿cómo era la Sociedad de Escritores de Chile (SECH)?
    Era entretenido ir a la SECH. Se tomaba harto. Llegaban viejos y jóvenes escritores. Era como un refugio. Pero quienes siempre estaban eran Rolando Cárdenas y Jorge Teillier. Nos juntábamos también en la Unión Chica. Ellos vivían como poetas. Uno aprendía mucho. Era bonito eso. Se vivía como poeta, a pesar del horror. A veces aparecía Armando Uribe.

    ¿Y cómo ocurrió esa anécdota con Armando Uribe, en que lo confundió con un gásfiter…?
    Fue en el departamento del poeta frente al Parque Forestal. No recuerdo qué se celebraba. Yo llegué ahí con otros poetas. Él ya había llegado del exilio. Es que yo siempre andaba con mi bolso, lo más probable con las herramientas para arreglar las máquinas de escribir o quizás solo con mis libros. Y Uribe pensó que yo era un obrero, un mecánico… Me preguntó si podía arreglar un asunto en la cocina. Jajaja. Él era un pituco, un cuico, pero participaba activamente contra Pinochet. No iba a las poblaciones, pero dejaba en nuestras conversaciones su punto de vista.

    En esos años, ¿había mucha desconfianza en el otro?
    ¡Pero claro! En todas partes, en la calle, en el metro, en las micros… Había mucha sospecha. Gente que hacía puro teatro… Por ejemplo, ibas en el metro y un tipo se ponía a hablar en voz alta contra Pinochet o decía: “¡Estos milicos desgraciados!”. ¿Y para qué? Para ver quién caía. ¡Era una trampa! El que se ponía a hablar contra los milicos pisaba el palo y lo agarraban después. Eran sapos. ¡Había sapos por todos lados!

    ¿Cómo ve ahora la política?
    Antes existían cuestiones más nítidas: la izquierda, el proletariado, el Partido Comunista, y ahora no está eso, fíjate. O le han cambiado el nombre o han mutado. Las identidades han cambiado. El proletariado siempre ha existido, pero no está organizado. La gente también se aburre de escuchar lo mismo. Entonces, ahora a los pobladores les dicen ciudadanos. Yo siempre estoy por la lucha social. No hay que dejar de lado la lucha social y las transformaciones.

    ¿Qué piensa de esta conmemoración de los 50 del golpe de Estado?
    Esto que sucedió fue uno de los crímenes más grandes de la historia de Chile. La esperanza del pueblo era tremenda. Después vino la masacre. Después vino el poeta y el ex poeta. Se instaló el lumpen en las poblaciones, la depresión en la población, la justicia en la medida de lo posible y las cosas cambiaron para siempre. Parece hoy que la consigna es robar. Yo tengo un poema que se llama “Roba, roba” y dice: “Las AFP Roban / la Banca Roba y las casas / Comerciales / toda la Villa Esperanza Roba / Los lumpen de Santiago centro / también Roban / Pinochet se lo Robó Todo”.

     

    Crédito fotografía de portada: Javier García Bustos (julio de 2023).

     


    Ex-Chile, José Ángel Cuevas, Editorial UV, 2021, 348 páginas, $10.000.


    Treinta poemas del ex poeta José Ángel Cuevas, José Ángel Cuevas, Ediciones UDP, 2022, 72 páginas, $16.000.

  139. Una caída exagerada

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    Entre 1950 y 1962, mientras Milton Friedman hacía clases en la Facultad de Economía, Friedrich Hayek estaba en el Departamento de Pensamiento Social de la Universidad de Chicago. Aunque ambos se conocían, no hubo mayor intercambio. Y la verdad es que hay diferencias significativas entre ambos economistas “neoliberales”. Pero ambos visitaron Chile durante la dictadura. No una vez, sino dos. Y los dos se reunieron con Pinochet. Esto tal vez contribuyó a echarlos juntos al saco “neoliberal”. Sin embargo, Hayek no se sentía “neoliberal”. Era un epíteto que tal vez le venía mejor a Friedman. Si definimos el neoliberalismo como la hegemonía o preeminencia de la economía, donde la economía no solo es la madre de todas las ciencias sociales, sino que además es una ciencia, Friedman podría caer en esta categoría. Y en esto, los Chicago Boys tampoco se perdían.

    Hayek solía repetir que un economista que es solo economista no es un buen economista. Sebastián Edwards pertenece a esa inusual categoría. Tiene intereses que abarcan la literatura, el arte y la historia. Por si fuera poco, también obtuvo su PhD en la Universidad de Chicago en 1981. Como lo señala él mismo en The Chile Project. The Story of the Chicago Boys and the Downfall of Neoliberalism, “me convertí en un accidental y atípico graduado de Chicago, uno que se oponía a la dictadura y escapó del país por eso. Por esta y otras razones, nunca fui considerado un miembro de la tribu de Chicago”.

    La mirada del economista chileno más citado internacionalmente y su propia vida caminan por su más reciente libro. Aunque hay mucho trabajo de investigación, estas páginas se leen de un tirón. El autor es observador y protagonista, hay consulta de archivos, análisis de datos, gráficos, estadísticas y notas de prensa internacional. El libro contiene ocho fotografías, 11 gráficos y 13 tablas. También, una cronología que parte con el famoso Coloquio de Walter Lippmann, en agosto de 1938, y termina en Chile, mientras buscábamos la salida del túnel constitucional, en septiembre de 2022. Y, además, incluye un listado de actores, un dramatis personae. Saltan algunos detalles. Se lee: “Jaime Guzmán. Un católico y anticomunista cercano a los Chicago Boys”, pero tal vez hubiera sido más preciso decir: “Jaime Guzmán. Un católico y anticomunista que se hizo cercano a los Chicago Boys”. Ricardo Lagos aparece como “un economista con un PhD de la Universidad de Duke”, en cambio, Sebastián Pinera es “un graduado de Harvard”. Quizá era más exacto definirlos como “un abogado con un PhD en economía en Duke” y “un economista con un PhD en Harvard”. Y hacia el final, el exconvencional Fernando Atria es retratado como un “seguidor de la teología de la liberación”. Para esta historia sonaba más apropiado definirlo como un “seguidor de Carl Schmitt y enemigo del liberalismo”.

    La introducción es un resumen o una panorámica de esta aventura intelectual. La pregunta es cómo y por qué este grupo de jóvenes tan radicales para su época logró torcer nuestra historia económica, situando a Chile como “la estrella más brillante del firmamento latinoamericano”. Y la otra gran pregunta es acerca de lo que estamos viviendo.

    Algo sucedió con el milagro de Chile. Hace años se venía hablando del malestar. Había, por así decirlo, una incómoda comodidad. Hasta que el oasis de Piñera se hizo llamas. Ante la violencia, la mayoría de las fuerzas políticas firmó el Acuerdo por la Paz Social y una Nueva Constitución. Pero la esperanza depositada en la Convención Constitucional se esfumó. Y lo que se avecina, según el autor, es un cambio profundo: sería el ocaso del neoliberalismo.

    Al comienzo hubo desconfianza entre una pontificia y conservadora Universidad Católica y la Universidad de Chicago, que era laica y liberal. Pero finalmente el acuerdo se firmó en marzo de 1956. De los primeros nueve estudiantes elegidos para estudiar en Chicago, cinco fueron de la Universidad Católica y cuatro de la Universidad de Chile. El criterio de selección no fue de dónde venían. Solo pesaba el mérito.

    Edwards formula su propia definición del neoliberalismo: “Un marco de creencias y recomendaciones de políticas públicas que enfatizan el uso de los mecanismos de mercado para resolver la mayoría de los problemas y necesidades de la sociedad, incluyendo la provisión y asignación de servicios sociales como la educación, pensiones, salud, apoyo a las artes y transporte público”. No obstante, se ha escrito mucho sobre el sentido y el significado del neoliberalismo, lo interesante es que en esta amplia definición la experiencia chilena aparece como paradigma o, a lo menos, como telón de fondo. El neoliberalismo a la chilena sería el imán. Tanto el autor, que escribe en inglés y cita prensa anglosajona, como el joven estudiante que vibraba en esa época revolucionaria, no escapan de esta realidad narrativa.

    El autor divide su historia de la caída del neoliberalismo en tres etapas: el incipiente neoliberalismo de los Chicago Boys antes de la crisis de 1982; el neoliberalismo pragmático, que se inicia en 1984, con Hernán Büchi, y el neoliberalismo inclusivo, que se inicia con el regreso a la democracia en 1990. A su vez, el libro se divide en tres partes: el contexto de los Chicago Boys y Allende (44 páginas), los Chicago Boys y la dictadura de Pinochet (107 páginas) y el neoliberalismo bajo democracia (104 páginas).

    En la primera parte se repasan los orígenes del Chile Project que fue rechazado por la Universidad de Chile. Las negociaciones con la Universidad Católica no fueron fáciles. Al comienzo hubo desconfianza entre una pontificia y conservadora Universidad Católica y la Universidad de Chicago, que era laica y liberal. Pero finalmente el acuerdo se firmó en marzo de 1956. De los primeros nueve estudiantes elegidos para estudiar en Chicago, cinco fueron de la Universidad Católica y cuatro de la Universidad de Chile. El criterio de selección no fue de dónde venían. Solo pesaba el mérito.

    Para los chilenos, Chicago no fue fácil. No era solo la barrera del inglés. Las clases eran muy exigentes y en Chile se enseñaba otro tipo de economía. Y las condiciones de vida, como se narra en el gran documental de Carolina Fuentes, eran estrechas. Pero ahí estaba Milton Friedman enseñando teoría de precios, en sus temidos cursos Economics 301 y Economics 302. Solo imaginarlo en la sala sentado sobre la mesa, con sus pies colgando y balanceándose, mientras pensaba un tema o una pregunta para algún distraído alumno, era intimidante.

    Poco a poco, el sello de Chicago se fue instalando en la Universidad Católica. Con los Chicago Boys llegaban libros y nuevas ideas para enseñar microeconomía, teoría monetaria y evaluación de proyectos. Y como era de esperar, los Chicago Boys tuvieron sus problemas. Incluso enfrentaron la censura. Estos inquietos jóvenes eran, en palabras de Aníbal Pinto, unos “esotéricos y dogmáticos”.

    En 1965 se crea en Santiago el Centro de Estudios Sociales y Económicos (Cesec), financiado por Agustín Edwards. Aquí se fragua El ladrillo y la influencia de los Chicago Boys. El autor calcula que entre 1967 y 1970 los Chicago Boys y su círculo publicaron unas 170 columnas en El Mercurio. No obstante, para la campaña presidencial de Jorge Alessandri, los Chicago Boys, liderados por Sergio de Castro, fueron a presentar sus propuestas al candidato. “Saquen a estos locos de aquí —habría exclamado Alessandri— y que no vuelvan a entrar”.

    El autor calcula que entre 1967 y 1970 los Chicago Boys y su círculo publicaron unas 170 columnas en El Mercurio. No obstante, para la campaña presidencial de Jorge Alessandri, los Chicago Boys, liderados por Sergio de Castro, fueron a presentar sus propuestas al candidato. ‘Saquen a estos locos de aquí —habría exclamado Alessandri— y que no vuelvan a entrar’.

    Sebastián Edwards resume las políticas de El ladrillo y su implementación. En la impresionante tabla 4.2 desnuda su impacto y profundidad. Y salta una realidad indesmentible: “Una revolución económica de esta magnitud no podía haber sido posible bajo un régimen democrático. Esto hace aún más extraordinaria la adopción de las reformas bajo los gobiernos democráticos de los 1990s”. No olvidemos la famosa respuesta de Margaret Thatcher ante las alabanzas de Hayek sobre lo que estaba sucediendo en Chile: “Estoy segura de que estará de acuerdo que, en Gran Bretaña, con nuestras instituciones democráticas y la necesidad de consentimiento, algunas de las medidas adoptadas en Chile serían bastante inaceptables” (17 de febrero de 1982).

    En seguida se cubre la polémica visita de Milton Friedman a Chile, en marzo de 1975. En su autobiografía Two Lucky People (1998), Friedman le dedica un capítulo completo y un apéndice a su experiencia en Chile. Con su habitual franqueza y crudo sentido del humor, concluye que: “Nunca pude decidir si debía divertirme o molestarme ante la acusación de que administraba la economía chilena desde mi escritorio en Chicago”. Había buenas razones para estar molesto. En efecto, este episodio lo persiguió durante toda su vida. Basta recordar la entrega del Premio Nobel en 1976, justo después del brutal asesinato de Orlando Letelier en Washington. Un manifestante interrumpe esa formal ceremonia gritando: “¡Libertad para Chile! ¡Ándate para la casa Friedman! ¡Larga vida para los chilenos! ¡Destruyamos el capitalismo!”. “Pudo haber sido peor”, agrega el maestro de la ceremonia. Siguen algunas risas nerviosas y recibe el premio.

    Acerca del famoso Plan de Recuperación Económica, implementado en 1975 por Jorge Cauas, Edwards sostiene que, cuando Friedman se reúne con Pinochet, el Plan “no había sido trazado y ni siquiera delineado”. En una entrevista realizada en mayo de 2014, Jorge Cauas me dijo lo contrario. Y la revista Qué Pasa (número 206, 9 de abril de 1975, titulada “Raquetazos en la Política Económica”) también lo sugiere. Emilio Sanfuentes escribe que el “tratamiento de shock” se encontraba en curso “antes de la venida de los expertos”. O sea… algo había. Edwards, a mi juicio, sobreestima el rol de Friedman y subestima la influencia de los Chicago Boys antes de lo que sería conocido como el shock treatment.

    Al margen de esta pequeña diferencia, el autor agrega nuevas aristas respecto de la segunda visita de Friedman, en 1981. Aunque es la más interesante desde el punto de vista económico, es la menos estudiada. En ese entonces, el dólar estaba fijo y ya aparecían algunos nubarrones que presagiaban la aguda crisis de 1982. ¿Cómo se explica que los Chicago Boys hayan fijado la tasa de cambio, que contradecía lo que Friedman pensaba y enseñaba? Edwards devela la influencia de Larry Sjaastad, que pasaba mucho tiempo en Chile, y de Robert Mundell, que estuvo en Chicago entre 1965-72. Y también desmenuza los detalles del conflicto entre Sergio de Castro y José Piñera.

    El autor afirma que, en 1981, Milton Friedman y Friedrich Hayek visitaron Chile para asistir a la Mont Pelerin (133-4). Imagino que aquí hay un lapsus calami y no un error. Efectivamente, Friedman vino a Chile en noviembre de ese año para participar en la Mont Pelerin que se realizó en Vina del Mar. En cambio, Hayek no asistió a la Mont Pelerin y vino antes, en abril de 1981. Fue invitado por el Centro de Estudios Públicos, que lo nombró presidente honorario.

    Para Edwards, la desigualdad, en su sentido amplio, ha sido el gran problema en Chile. El tema fue advertido por los Informes del PNUD sobre los que se hicieron oídos sordos. No fueron solo los abusos los que explicarían el malestar. Existiría cierta irresponsabilidad de la élite chilena.

    La tercera parte del libro cubre el periodo 1990-2022. Si bien en esta sección se echa de menos algo del contexto de la Guerra Fría, una frase de Robert Barro que describe a Patricio Aylwin como “un Pinochet con rostro humano” refleja de manera cruda lo que Edwards asume como la última etapa de los Chicago Boys durante la Concertación. Fue una gradual y pacífica transición que mantuvo los grandes ejes del modelo económico. Si la desigualdad no era prioridad para los Chicago Boys —la prioridad era reducir la pobreza—, los gobiernos de la Concertación apuntaron a crecer con igualdad. Fue la exitosa apuesta por el “crecimiento con equidad”.

    Para Edwards, la desigualdad, en su sentido amplio, ha sido el gran problema en Chile. El tema fue advertido por los Informes del PNUD sobre los que se hicieron oídos sordos. No fueron solo los abusos los que explicarían el malestar. Existiría cierta irresponsabilidad de la élite chilena. Para graficar esta crítica, comparte un testimonio de su colega y amigo Arnold Harberger. Después de 50 años, cuando fue a almorzar nuevamente al Club de la Unión, se da cuenta de lo poco que había cambiado. El autor insiste en la desigualdad horizontal, tomando como inspiración las ideas de Elizabeth Anderson. La pregunta es si esto es responsabilidad del modelo o del neoliberalismo, o la verdad es que en Chile no hemos sido realmente liberales. Personalmente, y teniendo en mente “el plan liberal de la igualdad, la libertad y la justicia” de Adam Smith, me inclino por esto último.

    Ahora vamos al tema de fondo. El autor usa en su título la palabra downfall para referirse a la caída del neoliberalismo en Chile. Las palabras, como nos enseñaron Wittgenstein y Austin, encierran realidades y sentidos. Pienso que al unir down y fall, Edwards exagera la realidad. El downfall no es cualquier caída. Es, literalmente, una caída hacia abajo, un desplome abrupto y en picada. Ni siquiera Edward Gibbon fue tan lejos al escribir su Decline and Fall del imperio romano. Y esto no es solo una cuestión semántica. De su propia definición de neoliberalismo no se desprende una caída tan precipitada ni estrepitosa. Que nuestra nueva Constitución sea escrita en democracia e incluya un Estado social de derecho no es causa suficiente para el downfall del neoliberalismo, tal como lo define Edwards. Creo que exagera en el título de su libro y en el centro de gravedad de su tesis.

    Milton Friedman fue muy criticado —y con justa razón— por su metodología positiva de la economía. En resumen, postulaba que la validez de un modelo económico se definía por su capacidad predictiva. En Chile también vivimos esa fiebre predictiva, que puede ser otra herencia de Chicago. Nuestros economistas competían por adivinar cifras, olvidando que el futuro es impredecible. Y aunque es imposible saber lo que el futuro nos depara, el autor finaliza su libro con un panorama desalentador: “Creo que Chile se alejará de los mercados y la competencia… del modelo impuesto por los Chicago Boys y refinado por los gobiernos de la Concertación. Algunos recordarán la era neoliberal con nostalgia y otros se sentirán aliviados de que haya finalizado. Es posible que en una o dos generaciones Chile vuelva al lugar donde estuvo gran parte del siglo XX: al medio del pelotón latinoamericano”. Aunque el “posible” lo eximiría del afán predictivo de Friedman, su apuesta por el downfall es eso, solo una apuesta.

    Sebastián Edwards es un observador crítico y un protagonista comprometido. Al final confiesa: “A ratos pienso que he estado trabajando en este libro toda mi vida profesional”. Hay algo humano y profundo en esto. Se respira cierta nostalgia, una especie de catarsis por entender esa historia que también le es propia. El autor no desaparece, porque su distancia también es pertenencia. Edwards es y sigue siendo un chileno que se preocupa por el rumbo de su país. Por esto y por mucho más, esta es una historia de carne y hueso.

     

    Fotografía de portada: Imagen del documental Chicago Boys (2015), dirigido por Carola Fuentes y Rafael Valdeavellano.

     


    The Chile Project. The Story of the Chicago Boys and the Downfall of Neoliberalism, Sebastián Edwards, Princeton University Press, 2023, 376 páginas, US$23,47.

  140. El fuego y las cenizas

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    El libro que ahora presentamos aparece justo en el momento y en los días en que el tema sobre que versa, los acontecimientos que en él se relatan y que en él se evalúan —la experiencia de la Unidad Popular— agitan y desasosiegan el debate público. Esa circunstancia sería ya más que suficiente para alegrarse por su aparición y para que el texto concite la atención de los lectores; pero si ese texto está escrito además por uno de los constructores del Chile contemporáneo, una persona cuya trayectoria y desempeño resumen, como en un ejemplo, el puñado de virtudes que Max Weber caracterizó como la ética de la responsabilidad, entonces los motivos para leerlo, atender a las razones que en él se exponen y aquilatarlas, que es lo que me propongo hacer en lo que sigue, son todavía mayores.

    Ahora bien, a fin de llevar adelante esa tarea, me referiré a tres cuestiones distintas: en primer lugar, describiré el punto de vista o, si se prefiere, el tipo de análisis que el expresidente adopta en este texto; en segundo lugar, intentaré identificar la tesis central del libro, el diagnóstico acerca de la Unidad Popular que subyace en los hechos y en las peripecias que en él se narran y describen, y en tercer lugar, intentaré exponer alguna conclusión.

    ¿Cuál es el punto de vista que el expresidente adopta a la hora de volver la mirada sobre los hechos del periodo a que este libro se refiere?

    No es difícil imaginar al expresidente Patricio Aylwin, en los días iniciales de la dictadura, en el verano del año 1974 para ser más preciso, invadido por una sensación de derrota y fracaso, inclinado sobre sus papeles, encerrado en su escritorio, intentando recoger en unas páginas los hechos de los que había sido protagonista, antes de que el viento de los días disipara los pormenores o la memoria los distorsionara. Según relata, las circunstancias vitales y las peripecias de la vida cotidiana y familiar lo hicieron abandonar esas páginas que quedaron allí, esperando algún día completarlas; algo que solo pudo ocurrir mucho más tarde, en esos días en que, habiendo dejado ya la presidencia, y luego de haber vengado durante su gobierno el fracaso que debió sentir en el verano de 1974, decidió volver sobre ellas, para concluirlas y dejarlas quizá como un legado o testamento político. Un testamento en el sentido clásico, porque testar no equivale, en la vieja tradición, al acto de decidir el destino de los propios bienes para después de la muerte, sino que se trata de ajustar cuentas con uno mismo, revisar la propia peripecia a fin de dilucidar si se ha estado o no a la altura.

    Y ese es el propósito, el sentido íntimo, que posee este libro.

    A diferencia de lo que es posible observar en otros textos relativos al periodo, textos que ponen en juego tesis generales acerca del acontecer histórico para explicar lo que entonces ocurrió, y a diferencia también de esa otra tendencia en la que predomina el tono exculpatorio o, lo que es peor, el tono encomiástico, este texto parece un retrato fiel de la personalidad del expresidente: sobrio a la hora de la descripción, modesto en el momento de situarse como protagonista, equilibrado en el balance, pero a la vez, con puntos de vista firmes acerca de lo que narra.

    El propósito que declara es describir el papel que cupo a la Democracia Cristiana en el proceso que condujo al Golpe, describir los hechos y explicitar las razones de la conducta del partido. Al hacerlo pone el acento en las circunstancias, más que en los seres de carne y hueso que en medio de ellas se desenvolvían.

    El texto, pues, tiene un propósito descriptivo: no intenta justificar o exculpar la conducta de nadie, ni tampoco culpar o reprochar alguna acción en particular; lo que pretende es más bien registrar los hechos o los acontecimientos que, como grandes vendavales, empujaron para allá o para acá, a veces como si fueran hojas movidas por el viento, a las fuerzas políticas del momento. Vale la pena subrayar este aspecto del libro. Es probable que en los tiempos que corren, donde se reclama sin más una condena moral al Golpe y cuando cualquier intento de dilucidar las causas que condujeron a él se considera una forma de negacionismo, una manera de justificar lo que entonces ocurrió o un pretexto para ocultar culpas, este texto sea considerado insuficiente. Pero bien mirado, este trabajo continúa una larga reflexión que comenzó en la izquierda acerca de las causas del Golpe y la caída de la democracia, y cada una de sus páginas contribuye a dilucidar el papel que en el desenlace final le cupo al que era por entonces el partido más poderoso del sistema político chileno. Por lo mismo, quizá uno de los efectos benéficos de este libro consista en poner de manifiesto la ausencia de una reflexión sobre el papel de la derecha en el Golpe, las conspiraciones de las que participó y la forma en que contribuyó a que él se configurara.

    Entonces, a la hora de caracterizar el tipo de discurso o de análisis que este libro contiene, habría que decir que él es, ante todo, descriptivo de los acontecimientos y las conductas que acaecieron en el periodo que media entre 1970 y 1973, con especial énfasis en la conducta de la Democracia Cristiana, y desde ese punto de vista constituye un texto que ayuda a comprender lo que entonces ocurrió, que es uno de los asuntos que ocuparán a la historiografía de manera permanente.

    ¿Cuál es —cabría preguntarse ahora— la tesis que en este libro se desenvuelve y que se va develando en cada una de sus páginas?

    Hubo en la época, por decirlo así, la expansión de un espíritu religioso que acabó infectando a la política. Un espíritu religioso es, sociológicamente hablando, un espíritu que encuentra en la historia una explicación para el sufrimiento humano. Ese espíritu trasladado a la política se traduce en sectarismo e impide los acuerdos.

    Me parece que al cerrar este libro, el lector atento retendrá tres circunstancias generales que este libro describe y que conforman lo que pudiera llamarse la fisonomía del periodo. Esas tres circunstancias configuran un problema que está en el centro de la experiencia de la Unidad Popular.

    La primera es que, en opinión de Patricio Aylwin, la experiencia de la Unidad Popular viene a culminar, de manera dramática, como sabemos, una tendencia que se anida desde temprano en el llamado Estado de compromiso, que es la existencia de un sistema político que estimula y favorece las expectativas de los sectores más postergados, por una parte, y una estructura social y económica que impedía o retardaba su satisfacción, por la otra. La tesis, que se insinúa ya en las primeras páginas y que subyace en sus líneas, es que la práctica que hasta entonces traía el sistema político, y que permitió su estabilidad durante casi cuatro décadas, consistente en que gobernaba el centro a veces aliado con la derecha y otras con la izquierda, y que el gobierno de Jorge Alessandri se propuso cambiar con su estrategia más bien retentiva de los cambios que el país requería, había llegado a su fin.

    La segunda es que, como consecuencia de lo anterior, la mayor parte del país anhelaba cambios profundos en todas las dimensiones de la estructura social, que se expresaban en el espíritu revolucionario que comenzó a expandirse por todos los intersticios. Ese espíritu revolucionario se manifiesta, primero, en la revolución en libertad de Frei, y en la Unidad Popular y la vía chilena al socialismo, después.

    La tercera circunstancia es que había amplias coincidencias entre el proyecto de la DC y el de la UP, al menos en el mediano plazo. Desde este punto de vista podría decirse que el gobierno de la Unidad Popular no fue un gobierno de minorías sino de mayorías, si se atiende al espíritu revolucionario y las demandas que la mayor parte de la sociedad venía manifestando desde la elección de Frei en adelante. Mejor dicho, un gobierno de minorías cuando se lo miraba desde el punto de vista de las preferencias políticas; pero de mayorías desde el punto de vista de la cultura.

    Esas tres circunstancias configurarían un problema que está en el centro mismo de la experiencia de la Unidad Popular o, si se prefiere, en el Chile de principios de los 70: si había amplias coincidencias entre el proyecto de la DC y el de la UP, si ambos eran anticapitalistas, si ambos habían concluido que se necesitaba modificar las bases de la estructura social, si Allende accede al poder con el apoyo de la DC, si la derecha está inicialmente aislada, si existe una mayoría social acerca del proyecto revolucionario, ¿cómo pudo ocurrir entonces que el proyecto fracasara y acabara en una revolución capitalista, una revolución muy distinta a la que entonces parecía ser el espíritu de la época?

    Me parece a mí que en la respuesta a esa pregunta está la clave del periodo y de su trágico desenlace. Desde luego, la pregunta clave de ese periodo de la historia de Chile exigiría recoger múltiples antecedentes y considerar una multitud de factores; pero hay un conjunto de variables que este libro recoge que son, en mi opinión, fundamentales. Y creo que podemos resumir ese conjunto en cuatro factores que asoman con intensidad diversa en cada una de las páginas del libro.

    Uno es relativo al utopismo que se expandió en la cultura política. El utopismo no consiste, como suele decirse, en tener ideales, puesto que eso es algo indispensable en la condición humana. El utopismo consiste en dejarse encandilar, hasta cegarse mirando el rostro del futuro que se anhela. Las élites intelectuales de la época, todas o casi todas de origen burgués, de cultura católica, eran de alguna forma milenaristas, creían que el tiempo desenvolvía un guion que ellos habían inteligido —la nueva cristiandad, la sociedad sin clases, un mundo nuevo para usar el título de un ensayo de Frei Montalva—, para cuyo logro ningún precio a pagar era demasiado alto. Hubo en la época, por decirlo así, la expansión de un espíritu religioso que acabó infectando a la política. Un espíritu religioso es, sociológicamente hablando, un espíritu que encuentra en la historia una explicación para el sufrimiento humano. Ese espíritu trasladado a la política se traduce en sectarismo e impide los acuerdos. Si la política es la realización de los ideales últimos, si en ella se juega el sentido de la historia, si la política se inspira en la verdad final acerca de los asuntos humanos, como entonces se creyó por élites intoxicadas de Lenin, Léon Bloy, Maritain o Marx, entonces cualquier acuerdo equivale a una herejía, al abandono o la traición de la confianza final. Si el liberalismo político aspira a lo que la literatura denomina acuerdos traslapados —formas de convergencia en las que cada uno pone entre paréntesis sus convicciones últimas—, entonces puede afirmarse que en el periodo entre 1970 y 1973 se aspiraba a la conversión forzada del adversario y no a un acuerdo razonado con él.

    Las frases con las que Arturo Alessandri Palma inauguró el Estado de compromiso durante el debate de la Carta del 25 —hay que comprender que el cambio oportuno es la mejor forma de salvaguardar el orden—, no tenían ningún sentido para esos grupos que hegemonizaban a la derecha hacia el año 1970, y ello explica su actitud obstruccionista y más tarde conspiradora en contra de la democracia.

    Lo anterior afectó muy profundamente a la Democracia Cristiana. Desde su aparición, en 1938, este partido fue un centro excéntrico. Al revés de lo que ocurre con los radicales, la DC no se plantea como un mediador entre la clase dominante y los intereses populares —o como un partido modernizador—, sino como una alternativa global al capitalismo y al socialismo. Si el Estado de compromiso suponía lo que la literatura llamaría un “mediador evanescente”, que fue el papel del radicalismo —un agente que permite el intercambio de energía entre dos extremos que de otra forma se excluyen—, la DC nunca pudo cumplir ese papel porque se intoxicó de utopismo. Esto es lo que explica, de algún modo, que mientras algunos sectores, entre los que se encontraba el propio Patricio Aylwin, estaban dispuestos a cumplir el papel de mediadores evanescentes, otros en cambio veían eso como una herejía y transitaron muy prontamente al MAPU y luego, a la Izquierda Cristiana. Este tránsito prácticamente obligó al resto de la DC a plegarse como aliado a la derecha.

    Se encuentra también, desde luego, el papel de la derecha. Hasta 1973, las fuerzas modernizadoras son más bien minoritarias entre las élites de la derecha, y predomina en ella una conciencia de clase que no es la de una burguesía, sino más bien de un grupo que posee una conciencia de sí mismo aristocratizante, imitativa de una cultura del linaje, atada a la posesión de la tierra y a un intenso nacionalismo, por llamarlo de alguna manera, hispanista. Es probable que la reforma agraria haya sido vista por ese grupo como un acontecimiento cósmico, un mundo que se venía abajo y lo arrastraba al abismo, y todo ello alimentó la imposibilidad de un acuerdo. Las frases con las que Arturo Alessandri Palma inauguró el Estado de compromiso durante el debate de la Carta del 25 —hay que comprender que el cambio oportuno es la mejor forma de salvaguardar el orden—, no tenían ningún sentido para esos grupos que hegemonizaban a la derecha hacia el año 1970, y ello explica su actitud obstruccionista y más tarde conspiradora en contra de la democracia.

    Y, por supuesto, está el papel que cupo a Allende en todo esto. En cada una de las líneas de este libro asoma un retrato del presidente Allende que ha solido eludirse en medio de las hagiografías o las condenas. Allende aparece aquí como un político atravesado por una contradicción íntima entre una conducta rigurosamente parlamentaria, de salón, algo que asoma en su vestimenta, en sus prácticas de comensalidad y en sus modales, y al mismo tiempo un ideal del yo, por decirlo así, revolucionario. Es probable que esa contradicción le haya impedido decidirse entre los puntos de vista que configuran el campo de fuerzas de su gobierno. La actitud final de Allende, para Aylwin, fue producto de un espíritu que vacila entre esas dos identidades, la del político parlamentario, empapado de las costumbres del diálogo y la negociación que sin duda hubo en él, y la del revolucionario, ese ideal del yo que inconsciente lo animaba.

    ¿Qué concluir de todo esto? ¿Cuál es el balance del periodo que hace este volumen?

    A menudo creemos que lo que ocurrió durante la Unidad Popular fue un desorden, una conflictividad que no se pudo encauzar, un proceso que los dirigentes no fueron capaces de destrabar, un tiempo empedrado de furias. Algo de eso sin duda hubo; pero hay un aspecto que se ha subrayado poco y sobre el que vale la pena reflexionar. Dentro de las escenas de la UP más estremecedoras se encuentra una que se puede ver en el documental de Patricio Guzmán, La batalla de Chile. Se trata de una masa carente, empobrecida, muchas veces desdentada, que sin embargo había sido erigida, gracias al proceso de esos años, en sujeto histórico. Esa dimensión del proceso, la masa proletaria o los marginados, para usar la expresión que la Democracia Cristiana prefería, convertida en sujeto, es quizá el aspecto más relevante de esos años lejanos, el logro al que la Democracia Cristiana y la Unidad Popular aspiraban y cuyo término sangriento es el que, sin duda, hizo sentir a Patricio Aylwin, en esas semanas de principios del año 1974, cuando comenzó a escribir este libro, una sensación de derrota y de fracaso.

    Perseguí el fuego del poder y contemplé cómo la esperanza quedaba reducida a cenizas”. Esa es la frase con la que Michael Ignatieff, el filósofo y biógrafo de Isaiah Berlin, resume su experiencia política. Cuando esta frase se lee apresuradamente, parece que se describe un fracaso; pero acto seguido, Ignatieff recuerda que su madre solía esparcir las cenizas de la chimenea en el jardín, de manera que cuando él veía brotar las rosas le gustaba pensar que ello se debía a las cenizas del invierno que se habían esparcido en la tierra.

    La imagen, me parece a mí, sirve para describir la manera en que el expresidente Aylwin debió mirar su trayectoria política —y la de su generación— décadas después de aquel verano del 74 en que comenzó a escribir este libro. En el periodo entre 1970 y 1973, el fuego de la utopía encendió a muchos o a casi todos, incluso a quienes descreían de ella, y al final solo quedaron cenizas; pero de esas cenizas surgió mucho más tarde no un jardín de rosas —una cosa como esa no existe en la política ni en la historia—, pero sí un país más sensato, que gracias al esfuerzo del expresidente, a la reflexión que supo hacer y a las cenizas que fue capaz de recoger y esparcir, es mucho mejor de lo que fue posible imaginar luego del derrumbe de la democracia y las sombras de la dictadura.

     

    ————
    Este texto fue leído en la presentación del libro, realizada el martes 11 de julio, en la Casa Central de la Universidad de Chile.

     

    Imagen de portada: Patricio Aylwin (esquina inferior izquierda) sentado junto al presidente Allende en calidad de presidente del Senado. Fotografía: Archivo Cenfoto-UDP.

     


    La experiencia política de la Unidad Popular. 1970-1973, Patricio Aylwin, Debate, 2023, 744 páginas, $25.210.

  141. Allende sin cadenas

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    Se ha escrito tanto sobre Allende… En todos los tonos, con distintos estilos. En muchos países, en diferentes idiomas. Pero aquí vamos, otra vez y como será siempre… desde las entrañas.

    Las razones son infinitas: desde las anécdotas más superficiales (que Allende se entusiasmaba con las corbatas de sus ministros y colaboradores para quedárselas, que en los cócteles llevaba siempre una pequeña petaca de whisky en el bolsillo interior de su terno para no mezclar tragos, que se escapaba sin vigilancia con amigas íntimas), hasta la encarnación de un proyecto político original, la redefinición de lo que hacer la revolución en democracia quiere decir, un socialismo con olor a empanada y vino tinto, y un cúmulo de razones de este tipo. Pero el Allende sin cadenas que quiero abordar no es este. Me interesa el Allende que desemboca en una forma de muerte sacrificial, una rareza histórica, ya que es a través de esta forma de morir que Allende se universaliza y, desde el primer día, transforma a Pinochet en el icono irremediable de la traición y la maldad. Pinochet no murió de viejo: fue liquidado por Allende hace exactamente 50 años.

    ¿Cómo Allende pudo llegar a un final tan trágico como universal?

    Aquí entrego mis razones, aparentemente inconexas, sobre un personaje que, desde mi punto de vista, no es de este mundo. Estas razones prefiguran varios años antes a un político singular, único, irrepetible, con contradicciones incomprensibles, pero que a la hora de los quiubos lo que se impone es su convicción, la que por mucho tiempo él mismo sugería y más tarde prometía. Cuesta entender que Allende sea recordado por su “muñeca”, esa expresión tan chilena para describir a un político con capacidad para negociar: sobre esto, recuerdo el humor de Pierre Rosanvallon, en una cena en mi casa con Manuel Antonio Garretón, allá por el año 2000, sobre la traducción literal al francés de la palabra “muñeca”, la poupée (poignée en francés). No solo nos resultaba llamativa: era la conducta descrita por esa palabra la que resultaba enigmática, teniendo a la vista el desenlace de la vida de Allende. Todavía no sé, confieso que por ignorancia, en qué sentido Allende era un muñequero consumado.

    Sí era un hombre de convicciones. No es una casualidad que Allende protagonizara, junto a Raúl Rettig, el último duelo a pistoletazos entre senadores, un 6 de agosto de 1952, por razones que se movían entre lo político y lo personal. Un episodio desconocido y que fue magníficamente narrado por Hernán Millas muchos años después. Del mismo modo en que Allende pudo ser actor del cierre de una práctica política anómala para el siglo XX (un duelo que nos remite a una forma de barbarie para dirimir controversias en el siglo XIX, pero también, ojo, un código de honor entre caballeros), este mismo personaje marcará por décadas la historia de Chile: no solo por su gobierno y sus consecuencias, sino por su muerte y la memoria que esta pudo provocar.

    Ofrezco recuerdos sueltos, directos, personales o “por poder” notarial: de mi padre, quien me transmitió desde chico una imagen sobrenatural de Salvador Allende. Y lo sobrenatural se confirmó. Es de esto que a partir de ahora escribo, sin control ni distancia. Propongo que a través de una escritura sin amarras, observemos a un Allende liberado de restricciones de todo tipo. Un Allende sin ataduras.

    Conocí” a Allende: así es. Tenía unos 10 u 11 años, y “conocer” era sinónimo de tocar, estrechar la mano, cosas por el estilo. Fue un día cualquiera. Le di la mano a Allende, me lo presentó mi papá en La Moneda cuando era (creo) intendente de Santiago (o tal vez jefe de gabinete de José Tohá). No recuerdo nada de lo que pudo haberme dicho (a lo sumo un ¡hola!, cariñoso). Lo que sí recuerdo es que segundos (o minutos) después, Allende salió arrancando (¡Allende!): hubo un temblor y años después supe que el compañero presidente les tenía pavor. Aún recuerdo, entre brumas, a secretarias corriendo y a Allende arrancando sin despedirse. Puedo equivocarme, pero no mucho. Puedo estar exagerando el recuerdo, pero no tanto. La imagen, eso sí, es insólita, teniendo a la vista cómo el gobierno de la Unidad Popular terminaría, con Allende con casco y metralleta, luchando en el palacio presidencial y suicidándose poco antes del asalto de los militares golpistas.

    Todavía no me calza el presidente que arranca de un temblor (fuerte), en que casi pedía socorro, con ese día decisivo en el que no dudó ni vaciló en pegarse un tiro no sin antes gritar —según cuentan quienes lo escucharon, pero no lo vieron (suponemos) dispararse: “¡Allende no se rinde!”. Y aquí parte la leyenda. Según relata Patricio Guijón, doctor de cabecera y personal de Allende, al momento de evacuar La Moneda por orden presidencial, este médico tan cercano al presidente vuelve sobre sus pasos para buscar su máscara de gas, momento en el cual ve a Allende sentado en un sillón colocándose el arma bajo el mentón para, en seguida, dispararse. Años después, otro médico personal, y un puñado de años más tarde, seis médicos más declaraban haber presenciado el suicidio, lo que provocó un pequeño escándalo y mucha confusión sobre lo que ya parecía un espectáculo inverosímil: en lo personal, me quedo con la versión temprana e inicial del doctor Guijón.

    Estas son las cosas raras que hacen de alguien, en este caso de Salvador Allende, un actor único. Tan único que Allende pudo decir a muchos de sus conocidos, en vida y en serio, que lo tocaran porque era carne de estatua y que saldría de La Moneda muerto.

    No era broma.

    ¿Cómo explicarlo?

    Es muy difícil. Tal vez ayude este recuerdo por procuración. Allá por 1969, mi padre tomaba un café con un conocido periodista deportivo socialista y con Allende: eran amigos los tres. ¿Dónde? En el café Santos, en el centro de Santiago. Allende anuncia que será por cuarta vez candidato presidencial, ante lo cual Alfredo Joignant Munoz, quien para entonces era un simple profesor socialista, le pregunta: “¿Pero cómo Salvador? ¿Otra vez quieres ser presidente?”. Pregunta decisiva, crucial, fatal. Allende responde golpeando la mesa, derramando el café de las tazas: “No quiero ser presidente, ¡necesito ser presidente!”. El efecto fue glacial por algún rato, sin consecuencias personales hacia adelante. Pero convengamos que el enojo de Allende no solo era genuino: reflejaba un sentido de la historia anómalo, escaso y, por lo tanto, sumamente raro.

    La Moneda bombardeada el 11 de septiembre de 1973. Fotografía: Archivo Cenfoto-UDP.

    Desde que mi padre me transmitió este recuerdo, Allende se transformó en un político extraterrestre. Esa imagen nunca me ha abandonado.

    Y lo fue.

    Fue también excepcional la conducta del presidente cuando le comunican el asesinato de su edecán, el capitán de navío Arturo Araya, a manos de un comando de Patria y Libertad junto a integrantes del Comando Rolando Matus. Fue un asesinato que marcó un punto de inflexión en la vida de todos nosotros después del tanquetazo, en 1973, anunciando lo que sería nuestra última catástrofe. Al enterarse, Allende parte raudo al Hospital Militar, donde el capitán Araya agonizaba. Esto lo sé por mi padre, quien entonces era director general de Investigaciones y presenció la escena. El doctor Allende entra a la sala en la que se encontraba su edecán, momento en el cual tiene un paro cardiaco. Allende salta sobre la camilla y comienza a hacer desesperadamente las maniobras de auxilio, golpeando el pecho del capitán. Fue inútil: su edecán falleció, tras lo cual Allende dijo entre lágrimas: “Esto es el fascismo”.

    El tiempo pasa, los recuerdos quedan y uno siempre va aprendiendo cosas. Cenando en casa de amigos, Osvaldo Puccio (hijo de quien fuera secretario privado del presidente Allende) relató sus recuerdos del día del Golpe, cuando él tenía 17 años. En medio del humo y del ruido, cuenta cómo vio, sí, ¡vio! (y no fue el único), a Allende pronunciar su último discurso, el de despedida, por Radio Magallanes, antes de ser bombardeada La Moneda. Cualquiera pensaría que ese discurso tan articulado y personal solo podía tener lugar en la soledad de una oficina. Pues bien, no fue eso lo que ocurrió. Fue un discurso extraordinario, sin papel, que hasta el día de hoy me estremece y me lleva a considerarme un allendista sin complejos. En medio del estruendo, con puertas abiertas, Allende con su casco y por teléfono, escondía su oreja en el auricular y decía, sin ningún papel de por medio:

    Esta será seguramente la última oportunidad en que me pueda dirigir a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado las torres de Radio Portales y Radio Corporación.

    (…)

    Mis palabras no tienen amargura, sino decepción, y serán ellas el castigo moral para los que han traicionado el juramento que hicieron… soldados de Chile, comandantes en jefe titulares, el almirante Merino que se ha autodesignado, más el señor Mendoza, general rastrero… que solo ayer manifestara su fidelidad y lealtad al gobierno, también se ha nominado director general de Carabineros.

    Ante estos hechos, solo me cabe decirles a los trabajadores: ¡Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza de que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente.

    (…)

    Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen… ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos.

    (…)

    El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse.

    Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas, por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor.

    ¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!

    Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición.

    Estas palabras, no escritas, tampoco improvisadas, pero que fueron pronunciadas en un momento crítico, en minutos en los que sabes que se te va la vida, sin duda fueron elaboradas por años en el fuero íntimo del presidente Allende. Son impresionantes, cuya escucha (gracias a grabaciones radiales en las que golpean al auditor su voz metálica y su tranquilidad) conmueve y hacen de Allende una figura universal.

    Son estos recuerdos inconexos, algunos que me constan y otros que me fueron transmitidos por quienes fueron testigos de esos días aciagos, los que originaron en mí una representación heroica de Allende. Esa representación es lo que pienso: es mi fantasía personal, a la que no me interesa (ni aunque quisiera podría hacerlo) renunciar. Esto explica que me sea tan difícil escribir sobre Allende como si fuese un objeto de estudio cualquiera: es probablemente el más difícil de los objetos de investigación, cuya vida en algún sentido fantástica se impone, seduce, hipnotiza. ¿Qué hacer frente a eso? Sucumbir: esa fue mi opción. Conozco perfectamente las razones de fondo que permiten criticar al gobierno de la Unidad Popular: críticas de conducción, estrategia, sentido de la realidad y contenido de las políticas de cambio social que yo mismo critico (aunque la orientación de las “40 medidas” de Allende siguen haciéndome sentido). Poco importa. Las palabras de cierre de su gobierno y de despedida fueron de tanta emoción y espectacularidad, que las críticas a su gobierno se sitúan en otro registro, así como los crímenes de la dictadura no son responsabilidad de Allende, sino el resultado inmoral de un proceso audaz, en algún sentido ingenuo, pero lo suficientemente genuino para provocar odio y revanchismo (siempre he pensado que la brutalidad e ignominia de la dictadura de Pinochet fue proporcional a la magnitud del sacrificio de Allende).

    Es por todas estas razones que ante la pregunta de quién fue Allende, mi respuesta es: alguien que no era de este mundo.

     

    Imagen de portada: El presidente Salvador Allende dirigiéndose a una multitud. Fotografía: Archivo Cenfoto-UDP.

  142. Muhammad Ali y yo en Londres 38

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    En enero de 1974, Silvio Caiozzi me dio un espacio cuando decidíamos asomar nuevamente la nariz, luego de un periodo submarineado y de vida clandestina. Aun sabiendo de mi militancia, me contrató para dirigir un comercial de leche Colun para el que debíamos viajar a Osorno. El productor era Alberto Célery y la fotografía la haría Nelson Fuentes. El día anterior a la partida llegamos a la oficina con Alberto Célery, que estaba en Matías Cousino, para hacer los últimos arreglos. La oficina de Silvio estaba muy cerca, entrando por la calle Moneda. Cuando me bajaba de mi Austin Mini fui detenido por agentes de la Dina y nos llevaron en el mismo auto a la comisaría de la calle Santo Domingo. Alberto insistió en acompañarme, a pesar de mis disimulados intentos por advertirle que la tranquilidad con que estaba actuando era para ganar tiempo. No se estaba dando cuenta del riesgo que asumía, en un gesto solidario increíble.

    Sobre Londres 38 y Tejas Verdes, los centros de detención clandestinos de la dictadura donde estuve detenido, hay un estupendo relato novelado de Hernán Valdés, publicado en 1974, que pude leer en el exilio. Los espacios, sensaciones y momentos que Valdés describe los vivió solo unas semanas antes de mi propio periplo. En realidad, el que me hubieran tomado preso no me pareció extraño. Días antes me había llamado mi padre para entregarme unos antecedentes importantes.

    Yo estaba saliendo poco a poco de la clandestinidad y preparándome para volver a mi oficio.

    El mensaje me lo enviaban por escrito mis tías Ikela y Tegualda Allende Ponce, dos experimentadas espiritistas protagonistas de historias que parcialmente cuento en este libro. En este caso era un recado urgente que me enviaba Jaime Galté,1 quien había muerto hacía ocho años. Galté era un asiduo de las sesiones espiritistas de mis tías, donde escribía poseído por el médico suizo-alemán Erick Halfanne, fallecido en Bolivia en 1906. Lo hacía con una letra distinta a la suya, la misma que tenían las dos hojas de cuaderno que sostenía mi padre en sus manos y que me leyó lentamente.

    En ella me hacía una descripción pormenorizada de lo que me ocurriría unas semanas después con mi detención. En ese momento no le tomé mucho asunto, aunque yo creía absolutamente en el espiritismo.

    Recuerdo que comuniqué a la dirección de mi partido el riesgo que significaba este mensaje, pero a pesar de que algunos sabían de mis habilidades espiritistas, ni antes ni después de mi prisión se cambiaron a otros domicilios.

    Entrando a la comisaría de Santo Domingo, logré convencer con gestos a Alberto Célery que esto no era rutinario, como yo decía en voz alta para tranquilizar a mis captores, con la secreta esperanza de que se tratara de un error. Cuando Alberto se dio cuenta de lo que implicaba la situación, escapó rápido y avisó de mi detención.

    En la comisaría, los dos personajes de aspecto rudo y desaseado que me detienen se presentan como funcionarios de la Dina. Luego me esposaron, atado a una banca metálica empotrada y me dejan allí. En la noche llega mi padre y con su uniforme, un tío, el general de Ejército Moro Latorre, casado con una prima de mi padre, que habla con la guardia y entra. Me dice que me quede tranquilo, que temprano, al día siguiente, me dejarían en libertad.

    A la mañana siguiente me sueltan las amarras y me llevan frente al oficial de guardia en un alto pupitre y me hace firmar una declaración en que aseguro haber sido tratado muy bien y que quedaba en libertad.

    Terminado de firmar, se me abalanzan dos tipos y veo por el rabillo del ojo que llevan una gran tela emplástica y algodones con las que cubren mis ojos, al tiempo que me golpean salvajemente. Antes había logrado divisar una camioneta pick up roja esperando en la entrada. A golpes me lanzan al piso de la camioneta y ponen una pistola en mi sien, con los pies encima; sentía cerca de la cabeza los pedales del acelerador y el freno. Empezamos un largo recorrido que parecía circular; cada cierto tiempo sentía que cruzábamos la Alameda de norte a sur. O al revés.

    Podía distinguir el cruce por los ruidos de la construcción del metro; era un camino errático con el que, sin duda, buscaban desorientarme. Luego de unas horas llegamos a la calle Londres, que supe distinguir por el adoquinado del piso y la curva que hace hacia la calle París, a través de un espacio entre el algodón humedecido por el sudor y la tela un tanto floja. Pasé muchos días allí, encapuchado, sin comer ni beber, amarrado a una silla de pies y manos, sufriendo torturas inclementes. Sin embargo, hay cosas que no puedo olvidar: el 28 de enero de 1974 se televisaba la revancha pendiente de Muhammad Ali contra Joe Frazier, en el Madison Square Garden de Nueva York. En medio de las sesiones de tortura, escucho que han encendido la televisión, por el típico acento caribeno de los locutores del boxeo de la TV estadounidense latina, anunciando la pelea. Era Chon Romero, el famoso relator de boxeo panameno que así relató el combate:

    Al concertarse la segunda riña entre Ali y Frazier, ya este último no era el campeón de todos los pesos, lo había perdido por la vía del knock out en dos asaltos contra George Foreman en Kingston, Jamaica, el 22 de enero de 1973. Frazier venía de imponerse en Londres, Inglaterra, a Joe Bugner, el 2 de julio de 1973, su presentación más reciente antes de ofrecerle el desquite a Muhammad Ali. En esta oportunidad, la victoria fue para Ali por decisión unánime del jurado.2

    Estoy completamente ciego desde hace varios días, ahora escucho la televisión, la pelea se va a iniciar. Repentinamente, siento que mis torturadores sueltan las amarras que me mantenían atado a una silla y me dejan de pie con las manos libres, en esa pieza que parece contigua al espacio desde donde se escuchan varias voces expectantes y el ruido de la TV. Casualmente, una de esas voces es la del más rudo contendor de la pelea paralela que tendría lugar en un cuadrilátero imaginario. Es la de un argentino, que con el tiempo poco se ha sabido, salvo que era un agente infiltrado en la izquierda y que aparecería muerto en una playa del litoral, amarrado con alambres. Estoy solo en un espacio que siento vacío y me parece del tamaño de un ring. Después, con los años, lo pude conocer como el garaje de lo que fue el Instituto O’Higginiano en dictadura y una sede del Partido Socialista antes del Golpe.

    El árbitro era el puertorriqueno Tony Pérez. Una vez más, el Madison Square Garden estaba repleto de fanáticos ansiosos de ver a Ali vengar una de sus dos derrotas, ya que el 31 de marzo de 1973 perdió el título de los pesos pesados de Estados Unidos al caer ante Ken Norton, en San Diego, si bien lo recuperó poco después frente al mismo rival, el 10 de septiembre de ese año, en Los Angeles.

    Pasé muchos días allí, encapuchado, sin comer ni beber, amarrado a una silla de pies y manos, sufriendo torturas inclementes. Sin embargo, hay cosas que no puedo olvidar: el 28 de enero de 1974 se televisaba la revancha pendiente de Muhammad Ali contra Joe Frazier, en el Madison Square Garden de Nueva York. En medio de las sesiones de tortura, escucho que han encendido la televisión.

    Sigo de pie, ciego y esperando que llegue la paliza múltiple desde cualquier lado y a mansalva. La pelea en la TV se da inicio y bastarán los descansos entre round y round, para que en este ring imaginario empiece la otra, la de un contendor encapuchado y sus captores, que me usaran como un puching ball.

    Desde el primer campanazo, Muhammad Ali dio muestra de presentar un combate distinto, mejor preparado, con buen sentido de la distancia, que precisó para mantener a Frazier nulo de poder golpear a su antojo las zonas medias, como también el gancho de izquierda volado, que fueron tan efectivos y certeros en su primera pendencia. Igualmente, tuvo muy presente el campeón de todos los pesos de Norteamérica no refugiarse en las cuerdas ni cantones, que se convirtieron en zonas prohibidas para combatir contra el aguerrido Joe Frazier.

    Se produce el primer campanazo de fin de round y entran mis contendores a golpearme en el rostro con sus puños. Mi cara estaba cubierta por una bolsa que me cubría también el pecho y los brazos. Caí al suelo y me pararon a punta de patadas y gritos; no pude irme contra las cuerdas para afirmarme… aquí no hay cuerdas.

    Ali, esta vez, fue más atinado y constante con su combinación de dos golpes, retrocediendo y golpeando a Frazier en el rostro. Recordemos que Muhammad Ali no lanzaba golpes más abajo de la barbilla, nunca trabajó el cuerpo humano, razón por la cual jamás se consideró boxeador completo.

    Se viene otro round, y siguen los golpes; estoy con la adrenalina a tope, como el deseo de ser capaz de resistir. No siento dolor, pero sí veo estrellas y luces como flashes y relámpagos en cada golpe seco en plena cara. Deseaba que llegara un knock out rápido de mi admirado Ali, pero ya no era el mismo de antes. Yo, a partir de esta experiencia, tampoco.

    Durante los primeros seis asaltos del combate, Ali golpeó a Frazier a su antojo, mientras pudo mantenerse danzando alrededor del ring y lanzando su viciosa combinación “one two”, de dos golpes de rectos y el jab, que fue efectivo y llave de golpear y eludir a su rival. Desde el séptimo episodio, la pelea comenzó a cambiar para Muhammad Ali, ídolo de entonces de los estadounidenses y también mundial.

    Las energías comenzaron a mermar y razonablemente sus danzas y rapidez disminuyeron, lo que aprovechó Frazier para disminuir la distancia impuesta por Ali e imponer su estilo de fajador, acosando a su oponente a refugiarse en las cuerdas, donde lo castigaba con golpes de preocupación.

    Ahora mi rival es solo el argentino, que golpea a voluntad, insultando e insinuando que esto será solo un ablandamiento, que ya volverán los interrogatorios y que regresaré a la parrilla.

    Para el noveno asalto, Ali comenzó a recibir el peligroso volado gancho de izquierda, especialidad de Joe Frazier, con el cual lo derribó en su primer combate. Ali sangraba por la nariz y Frazier tenía el rostro muy inflamado, ambos sumamente agotados.

    Mis torturadores, hacia el final de la pelea, me abandonaron en el suelo y la TV los mantuvo atentos. No volvieron ese día. El audio continuaba:

    Exhaustos terminaron la pelea con acciones que aplaudía el público con delirio en el majestuoso Madison Square Garden. Los jueces ofrecieron el veredicto unánime para Muhammad Ali.

    Yo también deseaba salir victorioso, quería resistir con toda la dignidad posible; ya sabía que el nexo que me inculpaba era mi Austin Mini, que había comprado con 12 letras a la Distribuidora Codisa de mi primo Juan Trabucco, que luego por su quiebra lo reencontraría en su exilio económico en Argentina. Ellos insistían que era propiedad del MIR. Desde ese momento empecé a recordar al espíritu de Jaime Galté, que me había enviado el recado perentorio con mis tías. Sabía que Galté tuvo un sueño con su padre fallecido donde le decía que había dejado un paquete con dinero para su madre. La historia transcurría en un hotel de Valparaíso, que él buscó hasta encontrar, y efectivamente allí estaba lo que le había dejado su padre. Quizá yo podría hacer lo mismo con mi padre, madre o mi mujer, Faride Zerán, que me buscaban como preso desaparecido.

    Al día siguiente, siento que traen a una mujer, a la que torturan y vejan en la forma más despiadada. El interrogatorio es intenso y la conminan a delatar nombres que le reiteran. Ella mantiene silencio y se niega a colaborar. Ella, a su vez, escucha las torturas de las que yo era víctima.

    Años después fuimos citados por el realizador Sergio Castilla a La Habana, a la casa de Pedro Chaskel y su mujer, Fedora Robles, a dar testimonios para colaborar en el guion de la película Desaparecidos, que estaba preparando. Allí en Alamar, un conjunto habitacional de autoconstrucción, nos recibieron Pedro Chaskel y Yeya, como le decíamos a su mujer, que se esmeró en darnos unas buenas onces.

    Había bastante gente y se leían los textos con los testimonios. De pronto empiezo a escuchar una historia que me retrotrae a la mujer torturada que había estado conmigo en Londres 38; la escuché atentamente.

    Por cierto, el relato era dramático y narrado con toda la dignidad que correspondía. El que yo llevaba era más duro en cuanto al lenguaje y la forma; por ello, cuando terminó, me paré, abracé a la mujer y le dije al oído: “Yo estaba allí contigo, esa es nuestra historia; la mía me la guardo”. Era Nieves Ayress, una hermosa mujer que finalmente pudo recomponerse con la ayuda médica y tener una bella hija con el dirigente poblacional Víctor Toro.

    Por ello no voy a dar más detalles de las vejaciones de las que fui víctima por este argentino infiltrado y con fuertes desviaciones sexuales. Pero siguió llegando gente a ese pequeño espacio en nuestra prisión de calle Londres. Algunos eran jóvenes de la población La Legua. Esa noche, botados en el suelo, todos encapuchados y pegados unos con otros, me habla uno de ellos en voz baja: “¿Cuándo vamos a combatir?”. Al comienzo no entendí la pregunta. Me dice que el Guatón Romo3 y otra gente estaban juntando jóvenes para salir a combatir a la dictadura y los traían a este centro de entrenamiento y que sería duro. Andaban en un Austin Mini con el que recorrían las poblaciones. Con dolor le explico que el lugar en que estábamos era un centro de detención clandestino y que lo habían engañado. No lo podía creer. El Austin Mini me lo quitaron a mí, agregué. No lo volví a ver.

    Las torturas y los gritos desgarradores no cesaron, conocimos la parrilla y la corriente eléctrica en nuestros cuerpos, y lográbamos dimensionar los espacios, contando los escalones de las escaleras al segundo piso donde nos llevaban y el tamaño del ring al contar los pasos y el retumbar de los gritos en los muros.

    Pasó mucha gente, incluidos avezados delincuentes comunes acusados de traficar armas, entre los que estaba el Pate Loro, quienes solidariamente y solo por sus voces y experiencia, nos daban tranquilidad y esperanzas. Cada vez que había silencio o lograba concentrarme convocaba a Galté y le pedía le dijera a mi madre y Faride dónde estaban las letras pagadas de la compra de mi auto, que luego de abandonar mi casa y entrar a la clandestinidad había dejado en un gancho metálico en el piso de un clóset, en la casa de mi madre, junto a otros documentos.

    De pronto, Faride y mi madre, que estaban sentadas en el living pensando en qué sería de mí o si seguía con vida, sienten un impulso y ambas corren al clóset y van directo al gancho con las letras. Sin entender lo que significaba, se lo comentan a mi padre y lo unen al hecho de que el espíritu de Galté, masón como él, me había advertido por intermedio de las tías Allende, situación de la que me entero por ellos cuando logré salir de ese infierno.

    Sigo de pie, ciego y esperando que llegue la paliza múltiple desde cualquier lado y a mansalva. La pelea en la TV se da inicio y bastarán los descansos entre round y round, para que en este ring imaginario empiece la otra, la de un contendor encapuchado y sus captores, que me usaran como un puching ball.

    Finalmente, somos trasladados en un camión frigorífico a Tejas Verdes, otro centro de detención; todos seguíamos encapuchados, sin comida ni bebida. Luego de horas de viaje nos bajaron en un lugar en que el aire marino y el olor a eucaliptos eran evidentes. En un segundo nos hacen formar a empujones y fuimos víctimas de un fusilamiento simulado cuando nos apegaron a un muro. El vértigo de morir y vivir, vivir y morir, es indescriptible y solo lograba aumentar el miedo y la dependencia del captor.

    A lo lejos, el viento traía las voces de un coro que entonaba la canción “El corralero”. El Pate Loro nos dice: “Caballeros, tenemos esperanza de vida por un tiempo largo; ese coro tiene a lo menos un par de semanas de ensayos; hay que estar tranquilos”. Al segundo día nos sacaron la capucha y las vendas y nos dieron alimentación. Fue realmente emocionante conocer las caras de las personas que estábamos juntos desde hacía días. Las mujeres fueron separadas.

    La sorpresa fue descubrir que estaba en un lugar similar a un estudio de cine como el de Samuel Bronston, que había conocido en Madrid.

    Estaba construido con la misma estética de los campos de concentración nazis que veíamos en las películas estadounidenses; parecía una escenografía; incluso en la entrada existía un gran puente mecano como para cruzar un río, pero en este caso, inexistente. El Campamento N° 2 de prisioneros había sido construido por la Escuela de Ingenieros Militares Tejas Verdes.

    El puente se levantaba en la entrada, pero solo cumplía un sentido estético. Provocaba un sonido especial cuando pasaba un vehículo, que lo hacía aterrador a las horas en que nos venían a buscar para la tortura. En los primeros interrogatorios, me di cuenta de que mis captores tenían conocimiento de mi vida personal y que el trato, si bien era muy duro, parecía de iguales. Efectivamente había oficiales y suboficiales que fueron compañeros míos en la Escuela Militar o de mi primo Juan Trabucco —que llegó a oficial con la primera antigüedad—, aunque no pude ver sus caras. Los interrogatorios y la tortura se hacían fuera del campo y nos mantenían encapuchados.

    El jefe del campo era el suboficial Ramón Carriel, que había sido el jefe de la Banda Instrumental y de Guerra de la Escuela Militar, donde yo fui corneta en 1962, por lo que lo reconocí inmediatamente.

    Él tuvo hacia mí un comportamiento especial, dejándome un sándwich debajo de la “payasa de paja” que se usaba como camastro y diciéndome que no tomara agua después de la tortura con electricidad. Otro compañero de la Escuela que estaba allí, según supe después, y al que tampoco logré ver, era el exalcalde Cristián Labbé.

    En mi desesperación por la tortura y al ver que mis captores eran gente con la que compartí en el ejército, se me ocurrió pedir trato de prisionero de guerra, acudiendo a la Convención de Ginebra. No solo me convertí en el hazmerreír, sino que recibí un trato peor.

    Mi padre, que seguía mi búsqueda por todo Chile, era acompañado por su amigo y colega, el abogado Miguel Schweitzer Speisky, que tenía un pasado socialista. En su casa había conocido al abogado Raúl Rettig,4 que completaba el trío de amigos. Desde niño les dije tíos, pero para mi decepción y la de mis padres, Schweitzer terminó siendo, dos años después, ministro de Justicia del régimen, cargo que desempeñó hasta marzo de 1977, sabiendo exactamente lo que estaba ocurriendo en materia de derechos humanos; como contrapartida, Raúl Rettig se convertiría en el símbolo de la búsqueda de la verdad y la reconciliación. Ambos eran más que amigos.

    Al no tener respuestas claras, ya que todas las autoridades decían desconocer mi prisión, mi papá le pidió al general Sergio Arellano Stark, de triste recuerdo, que me hiciera llegar un pequeño paquete con una muda, un chocolate y una hoja de afeitar, pero con su letra inconfundible que decía: “Para Sergio Trabucco-Presente”. Arellano había sido subalterno de mi abuelo general, ya fallecido en esos momentos, e hizo llegar el encargo a Tejas Verdes, con lo cual resulta evidente que tenían un claro control de donde estaban los presos desaparecidos. El paquetito causó revuelo al oficial jefe del campo en ese momento secreto. A partir de ese instante, un capitán ordenó dejarme tranquilo y esperar que se me borraran las marcas de la tortura. Así fue como logré salir de Tejas Verdes, cuando una mañana me botan desde un camión frigorífico en marcha en plena Alameda, a la altura de Pajaritos. Después caminé nuevamente a mi destino original, la oficina de Silvio Caiozzi. Estaba hecho una piltrafa, pero cuando llegué allí me recibió con los brazos abiertos su compañera de esos años, la productora Adela Cofré, y lloramos abrazados por un tiempo. Luego, con Silvio y todos los que estaban en la oficina llamamos a mi padre, artífice de mi liberación, que no sabía que sus esfuerzos y astucia habían dado resultado.

     

    ————
    Extracto del libro Con los ojos abiertos, publicado por Editorial LOM el año 2014.

     

    Notas

    1 Jaime Galté Carré nació en Santiago, en 1903. Se tituló en 1930 como abogado de la Universidad de Chile. Director de la cátedra de Derecho Procesal en la Escuela de Leyes de Valparaíso y en la Escuela de Derecho de Santiago. Fue abogado en el tribunal de cuentas de la Contraloría General de la República y fundador de la Sociedad Chilena de Parapsicología, de la cual fue vicepresidente hasta que falleció, el 1 de noviembre de 1965. Escribió varios textos de procedimiento procesal, como el Manual de organización y atribuciones de los tribunales. Fue un destacado miembro de la masonería, llegando a ser Gran Orador en la Gran Logia de Chile y activo miembro de Martinismo. Fue el más grande médium y espiritista de Chile.

    2 Este fragmento, al igual que los otros que aparecen en cursivas, son una transcripción del audio de la pelea.

    3 Osvaldo Romo, “el Guatón”, fue un dirigente poblacional de la Unión Socialista Popular, que luego se transformó en agente de la Dina.

    4 Raúl Rettig Guissen (1909-2000) fue político, abogado y profesor normalista. Perteneció al Partido Radical y se desempeñó entre 1938 y 1940 como subsecretario del Interior y después de Relaciones Exteriores (1940). Fue elegido senador por la octava agrupación provincial (Biobío, Malleco y Cautín) en el periodo 1949-1957. Profesor de la cátedra de Filosofía del Derecho en la Universidad de Chile desde 1958. Durante el gobierno de la Unidad Popular se desempeñó como embajador en Brasil hasta el golpe de Estado de 1973. Presidente del Colegio de Abogados de Chile entre 1985-1987. A comienzos del gobierno de Patricio Aylwin fue nombrado presidente de la Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación, encargada de emitir un informe sobre la violación a los derechos humanos durante la dictadura de Augusto Pinochet.

     

    Imagen: Muhammad Ali (derecha) contra Joe Frazier (izquierda) en el Madison Square Garden (1974).

  143. La historia con minúscula

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    El Golpe es un acontecimiento bifronte. Cierra un periodo y abre otro: la larga noche de la dictadura, 17 años, toda la infancia y la adolescencia de quienes nacimos en 1973 y este año también cumplimos 50. De ese periodo de la vida apenas tenemos unos cuantos recuerdos fragmentarios, por los que la realidad se fue infiltrando y uno, sin saber cómo, fue despertando a una conciencia difusa del estado alterado de las cosas. Articular esa memoria puede ser interesante. La historia, se sabe, también puede escribirse con minúscula.

    ***

    La mañana del Golpe tengo un poco más de un mes de vida. A unas cuadras de mi casa, en la Universidad Federico Santa María, han detenido a un joven estudiante de ingeniería que años más tarde será un poeta famoso: Raúl Zurita. Antes de eso, ha pasado toda la noche en el restaurante de mi abuelo, mientras yo dormía en la casa contigua. Me entero de esta coincidencia por una entrevista que aparece en el diario con motivo de los 45 años del Golpe. Le escribo un email contándole que estuvimos muy cerca esa última noche de democracia, sin que ninguno de los dos supiera del otro. Se sorprende mucho y prometemos darnos un abrazo apenas nos veamos. Cada vez que leo Canto a su amor desaparecido me alegro mucho de que haya sobrevivido.

    ***

    Tengo cuatro años. Mi madre me lleva al pediatra pero no puedo ingresar de inmediato a la consulta. El doctor me ha visto llegar y le ha pedido conversar primero en privado. Le dice que no puede atenderme con el disfraz que llevo, comprado días antes en una juguetería: casco de plástico con ramas, walkie-talkie y metralleta del mismo material barato. Mi madre sale al recibidor y me pide que me saque ese atuendo. No entiendo nada y solo siento que me degradan. Mi pediatra es Aldo Francia, el cineasta de Valparaíso mi amor y Ya no basta con rezar, que no volvió a filmar nunca más después del Golpe.

    ***

    Tengo siete años y mis padres vuelven de votar Sí o No a la Constitución del 80. Los carnés son verdes y a los que han sufragado les ponen una calcomanía, un escudo de Chile. Corro a pedirles que me la muestren y mi padre me aparta, molesto. Presiento que algo ha pasado, que no puede hablar o que hablar, incluso conmigo, incluso en su propia casa, podría ser peligroso. Es la primera vez que tengo ese sentimiento.

    ***

    Frases que escucho a menudo como un mantra: “No se habla de política en la mesa”; “Baja la voz, que pueden estar escuchando”.

    ***

    Tengo ocho años, hay muchos apagones y jugamos carioca a la luz de las velas, en una pieza alejada de la ventana. Me gustan los apagones, saber que “los antisociales han volado una torre de alta tensión” en un cerro perdido. Cada apagón es un triunfo de los buenos sobre los malos y los celebro, pero mi madre me hace callar furiosa. Es el comienzo de una larga historia de desavenencias políticas en la familia.

    ***

    Tengo 10 años. Jugando en el patio del colegio escucho un grito que me espanta: “¡Al X hagámosle un CNI!”. Todos se abalanzan sobre X y comienzan a pegarle de manera teatral, pero violenta. No me sumo y me quedo mirando la escena junto a un compañero y el auxiliar del colegio, que ha parado de barrer y mira el cuadro horrorizado. Se apellida Mundaca y nos dice en voz baja: “No deberían jugar a eso, qué mierda les pasa”. Luego nos cuenta que su tío, el carpintero Juan Alegría, fue inculpado por la CNI de matar a Tucapel Jiménez y lo asesinaron, simulando un suicidio. Es la primera historia de horror que conozco de cerca.

    Jugando en el patio del colegio escucho un grito que me espanta: ‘¡Al X hagámosle un CNI!’. Todos se abalanzan sobre X y comienzan a pegarle de manera teatral, pero violenta. No me sumo y me quedo mirando la escena junto a un compañero y el auxiliar del colegio, que ha parado de barrer y mira el cuadro horrorizado. Se apellida Mundaca y nos dice en voz baja: ‘No deberían jugar a eso, qué mierda les pasa’.

    ***

    A la misma edad, un niño con el que juego en la calle me invita a tomar once a su casa. Me llama la atención que la ventana de su pieza esté bloqueada por un enorme ropero. “Es por si entra una bala”, me dice, cuando le pregunto por qué tapiar de ese modo la ventana. Mientras tomamos once, veo en la pared del living dos katanas colgadas y un escudo de Chile repujado en cobre a manera de adorno. Su padre entra sin saludar y lleva una chaqueta de cuero negra y lentes oscuros. Sospecho de su trabajo, pero mi amiguito me dice que es vendedor de una firma de licores.

    ***

    Tengo 14 años. Toti y Pedro son dos primos y participo con ellos en un grupo pastoral salesiano. Nos juntamos los sábados o domingos en un colegio de enormes patios vacíos y nos preparamos, junto a un grupo más grande, para nuestros encuentros espirituales. Todo es muy ingenuo, pero se infiltran allí preocupaciones políticas. Toti y Pedro tocan a la perfección todas las canciones de Silvio Rodríguez. Nunca había escuchado algo así y desde entonces comienzo a hacer diferencias entre aquellos que prefieren o detestan su música. Los que la detestan suelen ser indulgentes con lo que pasa. “Lo que pasa”, por cierto, es un eufemismo de la época para designar la dictadura.

    ***

    A los 15 años, un batido de canciones, lecturas y conversaciones con mi amigo Luis Cabrera, que sabe todo desde mucho antes que yo, me ha llevado a distanciarme de algunas personas y a calarme mi chapita del NO en la solapa de la chaqueta del colegio. Pero mi generación es inoportuna, llega siempre tarde al acontecimiento. En la primera gran concentración del NO organizada en Valparaíso corro con Luis hacia una sede del Partido Socialista, a buscar banderas para repartir entre la muchedumbre. Ansiamos repartir las banderas del PS, con su hacha mapuche al centro y palo de coligüe, pero solo conseguimos que nos den un hato de banderas de plástico del PPD con un palo de globo. Gran decepción.

    ***

    Triunfa el NO y siento una inmensa alegría. Mi madre me prohíbe salir a celebrar —tiene miedo de lo que pueda suceder—, pero me escapo. No recuerdo dónde estuve, solo me acuerdo vagando. Veo una multitud que grita: “¡El pueblo, luchando, se va multiplicando!”. De pronto alguien cambia “luchando” por “culeando”, y estalla la risa. Es el espíritu carnavalesco que ha regresado, aunque tal vez nunca se fuera del todo. Cuentan que en el Estadio Nacional un grupo de detenidos obligados a asear el recinto empezó de pronto a corear en voz baja: “Enceremos, enceremos”.

    ***

    Tengo 18 años. Estoy en la universidad y subsisten allí profesores del periodo de la dictadura. Uno de ellos incluso ha justificado filosóficamente la tortura en un artículo de prensa publicado en los 80. Se dice también que salvó a un ayudante suyo de las garras de la CNI. Comienza la época de las recriminaciones y las justificaciones, de los debates a viva voz en casa, con los parientes o con los amigos. Dura poco. La sensación de impunidad se impone y todo el mundo se acomoda o se hunde en la melancolía. A alguien que ha vuelto del exilio lo oigo hacer el siguiente brindis: “Compañeros, para la próxima revolución no cuenten conmigo”.

    ***

    Tengo 50 años. Sin haber sido protagonista ni víctima de nada, el Golpe y su onda expansiva se ha infiltrado en mi memoria. Lo advierto cuando acompaño a la cineasta Valeria Sarmiento, con quien colaboro en un documental sobre las huellas de la dictadura, al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos. Es la primera vez que voy y puedo reconocer muchas de las imágenes. Ella cumple 50 años de exilio y me confiesa conocer muy pocas. Le sorprende que yo las reconozca y yo también me sorprendo. Es como si esas imágenes se hubiesen grabado en una suerte de inconsciente colectivo, del que yo sería solo uno de millones de depositarios. Los niños y los adolescentes, se sabe, son sensibles a los traumas, pero los registran como el trasfondo borroso de un plano protagonizado por los juegos, los escarceos amorosos o la absorción en conversaciones banales. A veces ese fondo se vuelve nítido y uno siente vergüenza, y alivio también, de haber estado en otra parte.

     

    Fotografía: Archivo Cenfoto-UDP.

  144. Las que buscan

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    Al trabajo no llegó, fue detenido en la plaza, la búsqueda comenzó en el Estadio Nacional, luego en el Juzgado, le hacían tantas preguntas, con qué ropa, con qué zapatos iba, dónde estaba el lunar, y las imágenes se le borraban, se le confundían, recordó cuando tenían siete, no recordaba si la muela rota estaba al lado derecho o al izquierdo. Tú que pudiste enterrar a tus muertos y tus muertos fueron tumbas fueron flores dices eso pasó hace tanto. La Serena, Copiapó, Antofagasta, Calama, Iquique, Arica, Pisagua, busca en todas partes, restos en esa inmensidad bajo las estrellas, pero en lugares tan grandes, tan idénticos como el desierto, donde cava y cava y camina y camina, todo es igual. Ha soñado que vuelve a pasar, lo ha visto otra vez, ha removido las astillas de la tierra con sus dedos para encontrar un pie, un diente, algo, dime quién eres, mira fotos de vértebras, falanges, alambres y fuera del horror no ve nada. ¿Los tiraron al mar, a los cerros, a dónde, en qué lugar desconocido están? Cuántos secretos guarda el mar, cuántos el desierto, cuántos huesos sin descanso ahí donde las estrellas se tocan con la mano, sabías que las estrellas mueren para dar espacio a otras y son las únicas que miran en el brillo de la noche. Ya no cree en nada, le enseñaron a no creer, pregunta y pregunta y nadie le da una respuesta o le dicen se fue con otra o le dicen está en el extranjero o le dicen los restos no serán entregados. Un domingo de octubre una camioneta se lo llevó, la búsqueda la fue marcando en su huella, todas las puertas se le cierran, golpea y nadie abre, como si nunca hubiera existido, queda en el aire, pero sigue el recorrido por tribunales, por los centros de tortura. En las manos lleva sus ropas, en la memoria el color de su piel, el color de sus ojos. Lleva cartas, lleva listas al Congreso, al Instituto Médico Legal, dime quién eres, dime: ¿eres el joven que fue mi hermano? Tantas veces ha estado ahí, como la que busca en la micro la cara de su hijo, en el tumulto, en el invierno piensa estará pasando frío, estará pasando hambre. Vaya a la Vicaría, le dice una nota anónima, tantas mujeres ahí, madres, esposas, hijas, hermanas, las que buscan, que no olvidan. Tú que pudiste enterrar a tus muertos y tus muertos fueron tumbas fueron flores dices eso pasó hace tanto. No tenía miedo de nada, salvo de morir sin encontrarlo. Villa Grimaldi, Tres Álamos, Cuatro Álamos, Londres 38, nunca termina de buscar, hasta el día de hoy sueña y sigue soñando que lo encuentra, por muy macabro que sea el hallazgo, en el mar o en el desierto. Fue sacado a las 8 de la mañana de su casa, un 30 de septiembre, llevado a la comisaría y de ahí no se supo más. Fue mil veces al retén y nada. Golpeaban la puerta y pensaba que era él, la puerta por donde salió permanece cerrada para siempre. Hasta cuando Dios me tenga lo buscaré. No pudo rehacer su vida, cómo iba a rehacerla sin un cuerpo, lo escondieron dice, de qué bestias nace ese castigo, agrega, no ha podido llorar, como tantas mujeres, cuántas habrá como ella, cuántas ha habido, la poeta rusa Anna Ajmátova cantó su peregrinar en las puertas de Leningrado, como las que buscan en todas las puertas de Chile, del dolor, de la muerte, de la desaparición, la puerta en las narices, la Historia se repite, no tiene la fuerza de antes, pero sí la fe, porque la fe dice no es otra cosa que amor. Va a la pampa y vuelve con la cabeza hundida en la arena, el día entero pasa, la vida pasa, el viento de la mañana barre con el presente y su semilla, barre con todo menos con su voz. Tú, que pudiste devolverlos a la tierra o en cenizas al aire dices para qué seguir, para qué queremos huesos: para seguir queremos huesos, un lugar en la tierra donde ponerlos, donde poner un nombre, una fecha, un primero de noviembre una flor. Una vida no se borra así nomás.

  145. El entierro de la sardina

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    Releer hoy El Palacio de la Risa, de Germán Marín, es una experiencia tan vertiginosa como paradójica. No solo porque es sin lugar a dudas la mejor novela sobre el tema escrita en Chile, sino porque goza de una libertad y un descaro que parece que hemos perdido completamente. La llamada “literatura de los hijos” tiende a enfatizar la inocencia de sus protagonistas para conseguir una visión pop, pero no por eso menos maniquea, del pasado dictatorial y de las deudas o renuncias de la Transición. Visión del mundo que encuentra su máxima representación en la obra de Nona Fernández, donde el ingenio de los dispositivos que usa para convocar la memoria excluye, casi siempre, la ironía, el rencor y la ambigüedad. En Marín, en cambio, nadie es inocente, porque ni la Unidad Popular ni la dictadura son del todo gestas plenamente épicas o trágicas: ambas son parte de un continuo histórico de fracasos, desmesura y parodia que se llama Chile.

    El Palacio de la Risa se puede leer de muchas maneras distintas. Una de estas obedece a sus circunstancias editoriales: la novela se publicó primero en un volumen que llevaba ese título (en realidad, es una novela corta o relato corto), pero que incluía Carne de perro (también una historia de media distancia) y el cuento “Nudos”. Leída en ese orden, la historia de un hombre que regresa del exilio y visita un centro de torturas que antes fue una discoteca, una discoteca donde él conoció el amor y el deseo, venía a ser un recuento despiadado de las posibilidades y fracasos de la Unidad Popular. Posibilidades y fracaso que eran también el centro de Carne de perro, donde Marín narra con clínica mesura la vida y obra de la VOP (Vanguardia Organizada del Pueblo), el grupúsculo de ultraizquierda que acribilló a Edmundo Pérez Zujovic en pleno gobierno de Allende.

    La unión de las dos novelas cortas venía a confirmar que el pasado añorado por el protagonista de El Palacio de la Risa ya estaba marcado por la traición y el absurdo desde su nacimiento. En Carne de perro, de hecho, en los años felices de la revolución, un grupo de locos semimarginales era capaz de poner todo en juego por un extraño capricho. ¿Y qué sucedía? Pues fueron severamente reprimidos por la policía de la Unidad Popular.

    Todo eso era en 1995, cuando se publicó el libro, inédito hasta entonces. Los libros sobre la dictadura no vendían. Soy testigo de que cuando el propio Marín insistió en publicar, en 1998, mis Memorias prematuras, todos le predijeron un esperado fracaso. Si la dictadura no vendía libros, el exilio menos. El humor, el impudor y el sexo solían estar en aquella época, como ha vuelto a serlo hoy, separados del “trabajo de la memoria”, que solo se emprendía entre los convencidos. Para el resto, cualquier cosa que oliera a UP, olía también a pobreza y aburrimiento.

    Mientras la izquierda concertacionista se acomodaba al presente, la izquierda cultural solía pensar, como decía Armando Uribe, que Chile había muerto en 1973. Pero uno puede enamorarse perfectamente de un muerto. Y no solo platónicamente; también literariamente. Esa posibilidad, la de la necrofilia como una forma extrema de la memoria, es la que explora Marín en Cartago, la última parte de la trilogía Un animal mudo levanta la vista. Allí vino a alojar El Palacio de la Risa cuando lo volvió a publicar en editorial Sudamericana, el 2003.

    Cartago, la historia de un hombre que se enamora de un brazo, extremidad de una víctima de la dictadura encontrada en el parque de Villa Grimaldi, es la versión alucinada de El Palacio de la Risa. Entre las dos novelas Germán Marín situó Ídola, su exploración más lograda por los laberintos del Santiago de los años 90 y su picaresca. Explora también el fetichismo de su personaje, un sujeto que, extraviado de la política —que era por supuesto el centro de su pasado—, se ve arrojado a la tragicomedia de los instintos.

    El Palacio de la Risa, puesta al inicio de la trilogía Un animal mudo levanta la vista, no es solo un ajuste de cuentas con las ilusiones y realidades de la Unidad Popular, el golpe de Estado y el trágico dolor que vino después, sino la obertura a una exploración al mundo que se construyó sobre las ruinas de ese palacio que alguna vez fue una mansión de hombres cultos, luego un local de placer y diversión, para terminar por convertirse en un atroz centro de tortura. ¿Qué queda?

    El Palacio de la Risa, puesta al inicio de la trilogía Un animal mudo levanta la vista, no es solo un ajuste de cuentas con las ilusiones y realidades de la Unidad Popular, el golpe de Estado y el trágico dolor que vino después, sino la obertura a una exploración al mundo que se construyó sobre las ruinas de ese palacio que alguna vez fue una mansión de hombres cultos, luego un local de placer y diversión, para terminar por convertirse en un atroz centro de tortura. ¿Qué queda?

    Villa Grimaldi, un “lugar de memoria” abordado en términos artísticos en forma magistral por Guillermo Calderón en su imprescindible díptico teatral Villa+Discurso.

    Pero alrededor de ese lugar de memoria, ¿qué ciudad, qué vida se ha construido?

    En Ídola, el narrador que recordaba en El Palacio se ve empujado a ser parte de este nuevo Chile que no se decide nunca a terminar algo y termina siendo parte de una oscura trama de pornografía y secuestros. Ese oscuro bajo fondo de tortura y sexo carece de una excusa política, queda vacío; no obstante, la violencia de Villa Grimaldi sigue a sus anchas bajo otras formas, todas ellas oscuras e impunes.

    Ídola empieza con una resaca de whisky, al ritmo de la cual el narrador recorre una ciudad en completo estado de catástrofe, similar al ambiente del estallido chileno de octubre del 2019. La novela entera puede ser leída como la exploración de esa conciencia carnavalesca, hedonista, victimizada, sadomasoquista, resentida y dislocada que el narrador atisba con tanto miedo como placer en El Palacio. Esa nueva conciencia, que protagoniza las dos siguientes partes de la trilogía y se hará visible a los ojos de todos en el estallido más reciente, deja la ciudad marcada por sus labios, por sus garras.

    En la pintura El entierro de la sardina, de Goya, que servía de portada de la edición de 1995, daba la clave por donde se podía acceder al libro. En ella, un pueblo borracho de alegría baila entre una arboleda de ominosa sombra. En un cartel aparece, riendo en todo su esplendor, mostrando sus dientes en forma aterradora, un demonio. En esa endemoniada risa, en esa fiesta que es un entierro y también un carnaval, está la clave para comprender en qué sentido la barbarie de la dictadura se convirtió en una forma de nombrar algo anterior y posterior a ella misma. Algo que habita en la violencia con que la policía reprimió el estallido, pero también en la ritualizada desmesura con que se quemó una iglesia o se destruyó —dos veces— el Museo Violeta Parra.

    La beatería bien pensante que ha dominado los terrenos de la memoria —y los escritores que caminan por ese filón— llega a parecer estridente en comparación con la enorme profundidad y sorna con que Germán Marín abordó esos territorios, antes y mejor que nadie. Quizás la razón de este choque de visiones estéticas y, por qué no, morales, anide en esa necesidad desesperada de inocencia que habita la sociedad chilena desde que se hizo culpable de tantos crímenes, o quizás porque esta memoria, invocada, y subvencionada, es una forma programada de olvido de ese carnaval cruel y permanente que, a pesar de todos nuestros intentos, vuelve, siempre vuelve.

     

    Imagen: El entierro de la sardina (1814-1816), de Francisco de Goya.

  146. Poemas chilenos de la desaparición

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    La muerte habitualmente deja restos, cenizas, ritos, duras certezas. La desaparición, solo desesperación, un abismo de conjeturas y espanto. Nada que tenga fin porque la desaparición no deja nunca de acontecer.

    De todas las cuestiones de la vida pública que la poesía chilena ha abordado, la de la desaparición es de las más recurrentes. Se abre una paradoja, en cierto sentido, si se asume que la poesía es un arte de la aparición, de darle forma a intuiciones y posibilidades, a conexiones impensadas entre las cosas, los seres y los tiempos: una ocasión, diría María Zambrano, “tendida hacia lo que no logró ser, para que al fin sea”. Que ese arte verbal de las apariciones, luminosas u opacas, definidas o difusas, se haga cargo de la desaparición forzada de personas produce tensiones que redundan en poemas de inmensas cargas de sentido y nuevas formas.

    De aparecer apareció / pero en una lista de desaparecidos”, escribió con negra hondura Nicanor Parra en los años 80. En artefactos y textos así, bajo máscaras de predicadores y energúmenos, Parra hablaba de los desaparecidos. En “La sonrisa del Papa nos preocupa” se lee: “S. S. debiera preguntar / por sus ovejas desaparecidas / (…) fue para eso que los Cardenales / lo coronaron Rey de los Judíos / no para andar de farra con el lobo”.

    Otro modo directo, tan feroz como feraz, se da en la poesía de Elvira Hernández, que enfrentó desde el comienzo el desafío de cómo hablar explícitamente del horror. Lo hace siempre quebrando algo en la palabra misma, y esa es la verdadera noticia de sus versos, que espejean el otro quiebre, el civil, el humano detrás de toda desaparición. En el primer poema de El orden de los días (1981) se describe cómo un sujeto es arrancado de la realidad, subido a un taxi, donde “le borran la boca los ojos con scotch”, a plena luz de día, mientras “el carabinero de la esquina bosteza hacia los cielos”. El poema, que no puede acercarse más, que no puede abrazar al secuestrado, se queda en la indeleble imagen de cómo “desde la ventana de las micros asoman rostros / lámparas extinguidas”.

    Poco después, en el primer poema de ¡Arre! Halley ¡Arre! (1986), Hernández describe a alguien que no levanta, como quería el régimen, la cabeza al cielo para mirar el espectáculo del cometa fugaz, atareada con los trabajos de la escritura y la sobrevida, pero a cambio deja caer una comparación devastadora: “Dicen que era como una cabeza degollada apareciendo / sin nunca querer desaparecer”. Ese breve poemario es al espectáculo del cometa lo que La aparición de la Virgen de Lihn a la noticia de la Virgen de Villa Alemana: un desmontaje. Y en los 2000, en “Restos”, Hernández hace un directo encaramiento del estado fantasmal del destino de tantos huesos ya en posdictadura:

    ¿Encontraremos los pelos de la vergüenza
    las escamas óseas de una verdad agrietada
    la vértebra de nuestra historia?
    (…)
    Los arrojaron al mar
    y no cayeron al mar
    cayeron sobre nosotros.

    Tiene eco con el poema “Huesos” que Óscar Hahn publicó en Apariciones profanas (2002), donde refiere la obstinación ósea y cómo imprevistamente las desapariciones pueden cobrar presencia y hasta voz, desarmando todo ocultamiento: “Un día la picota que excava la tierra / choca con algo duro: no es roca ni diamante / es una tibia un fémur unas cuantas costillas / una mandíbula que alguna vez habló / y ahora vuelve a hablar”.

    Verónica Zondek conjetura en “Detenido desaparecido” un punto de vista inquietante, el de una testigo sin nombre que narra el momento en que es arrojado un cuerpo desde las alturas, mientras “abajo muge el vaquerío” y arriba “la hoja del corvo está helada. / El monosílabo ejecuta la orden” y entonces “el plomo cae por los aires en azul vértigo y rojo”. Esta escena podría ser la que desemboca, en una secuencia narrativa del espanto, en la escena que otro poeta, Gonzalo Millán, expone en La ciudad (1979), cuando con el puro filo de su decir objetivo refiere la aparición en la playa de un cuerpo que se intentó hacer desaparecer mar adentro (lo que remite al caso de Marta Ugarte, asesinada por la Dina y aparecida en Los Molles en 1976): “Apareció. / Había desaparecido. / Pero apareció. Meses después. / La encontraron en una playa. / Apareció en una playa. / Meses después con la columna. / Rota y un alambre al cuello”. Es notorio en un poema tan breve, de versos ellos mismos quebrados, el recurso de la repetición, uno de los más antiguos que tiene la poesía para fijar, para hacer aparecer. En un momento cúlmine de ese libro, Millán narra los hechos en reversa, imaginando así que “aparecen los desaparecidos”, abrigando el viejo anhelo humano de volver sobre sus pasos.

    Imposible dar cuenta de cada poema donde, en pasajes más o menos desarrollados, más o menos elípticos, aparecen las desapariciones durante los años 70, 80 y 90. Desde Omar Lara y Carlos Cocina, que ya en 1981 escribía en Aguas servidas con fina lucidez sobre “el acto de nacer la muerte de los desaparecidos”, hasta el hermoso “Salmo de los desaparecidos” de Alfonso Alcalde: “Todo lo que fuiste se lo tragó la tierra. / Ni masticando el polvo encontrarán / la huella del último grito”.

    De todas las cuestiones de la vida pública que la poesía chilena ha abordado, la de la desaparición es de las más recurrentes. Se abre una paradoja, en cierto sentido, si se asume que la poesía es un arte de la aparición, de darle forma a intuiciones y posibilidades, a conexiones impensadas entre las cosas, los seres y los tiempos (…). Que ese arte verbal de las apariciones, luminosas u opacas, definidas o difusas, se haga cargo de la desaparición forzada de personas produce tensiones que redundan en poemas de inmensas cargas de sentido y nuevas formas.

    ***

    El 28 de abril de 1976, a Ana González le arrebataron a sus hijos Manuel Guillermo y Luis Emilio y a su nuera, Nalvia Mena, embarazada. Esa noche el Puntito, el hijo de dos años de estos últimos, fue dejado afuera de la casa por la Dina. Y al día siguiente secuestraron al marido de Ana, Manuel Recabarren, quedando el Puntito sin abuelo ni padres ni tío ni hermano. Ya adulto, dedicado en Suecia a la danza, diría: “Yo siento que mis padres viven en mi cuerpo”. Muerta en 2018, el destino trágico de Ana, griego, teje un relato de intensidad único en la historia nacional, al trenzarse con el carácter férreo, magnánimo y luminoso que siempre mostró. “El odio no me ciega. El odio no me echa a perder”, dice en el documental Quiero llorar a mares. Ahí, filmada en Villa Grimaldi a 20 años de esos secuestros, Ana le cuenta al recuerdo de su marido que la casa está siempre llena. La mujer que supo estar a la altura de su desesperante espera, que encabezó la Asociación de Familiares de Detenidos Desaparecidos, que se paseó por centros de detención y morgues buscando a los suyos, esa chilena que enfrentó la vida con ira y pena, como reconocía, pero sin miedo y sin odio, como enfatizaba, hizo ese y otro gesto vital que fueron poemas absolutos, insuperables: nunca dejó esa casa en la que vivió con su marido y sus hijos, pero cerró para siempre el portón por el que una mañana salieron para jamás volver.

    ***

    Para una antología colectiva publicada en Nueva York hace poco, la traductora de Cecilia Vicuña le hizo llegar un poema perdido que la poeta le había mandado décadas antes por fax y que trata justamente de todo esto y de cómo la palabra misma desaparece, letra por letra, y todo ha de volver a recomponerse: “¿Cómo hablar / si las sílabas / caen al mar?”, se lee en el potente poema, que dos veces hace suya la pregunta clave “¿dónde estás?” y que termina así: “Los lanzaron / de adré / dejándonos sin hablar”.

    Dejándonos sin hablar, pero con un habla que hay que recuperar como sea. Que no se podía escribir poesía después de Auschwitz, dijo Adorno, pero toda la poesía de la segunda mitad del siglo XX es una revocación de esa sentencia. Inocentemente no se puede, pero la poesía no es inocente. Y todos los horrores y desapariciones son un grito que se comunica, como cuando Vicuña, contando en “Lola Kiepjá” la historia de la última yagana, escribe: “Los Selk’nam / fueron los primeros / desaparecidos / en Chile”, haciendo visible la conexión de los exterminios.

    ***

    El 2022 apareció El cuaderno azul, los poemas de María Cristina López Stewart, militante del MIR de 21 años, secuestrada en 1974, en Las Condes, por agentes de la Dina y hecha desaparecer hasta hoy. En el poema que escribió justo un año antes de su captura deja ver la intuición de su destino:

    Tengo un miedo intensamente lejano,
    como la luz del sol,
    a ratos se transforma en suave angustia,
    la angustia que producen las sirenas
    en las noches,
    la angustia que provoca la certeza
    de un peligro incierto.

    Más allá de la notable comparación de un miedo que, como el sol, era entonces “intensamente lejano”, sus poemas acusan otra desaparición: la de un inmenso cuerpo creativo, de cosas en curso que hubo que abortar y de cosas que quedaron, como el canto de Víctor Jara, brutalmente truncadas.

    Eso vuelve doblemente asombroso que el 19 de julio de 1973 haya escrito López un poema donde ya no solo adivina el peligro, sino que imagina y le habla a una ausencia: “No me miras porque no tienes ojos / no me hablas porque no tienes boca / no puedes caminar; no tienes piernas / me quieres abrazar, no tienes brazos / pero estás allí / Como un acompanante interminable”.

    ***

    Esa palabra que se recupera de su aniquilación —porque también se hizo todo por desaparecer a la palabra, por amordazarla, como escribió Millán—, esa palabra, porfiada, tomó muchas formas. La metafórica, el hablar de una cosa diciendo otra, o la metonímica, que es hablar de una por sus costados, son formas indirectas que constituyen otro modo en que la poesía ha referido el desaparecimiento. La nueva novela (1977), de Juan Luis Martínez, puede leerse como un tratado de la desaparición de un autor que reúne, monta y hace aparecer sentidos desde su ausencia. En su excepcional poema “La desaparición de una familia”, todos se extravían de la nada.

    Armando Uribe, que había debutado en 1954 con el extraordinario Transeúnte pálido y que había escrito tres libros más hasta 1971, quiso tal vez encarnar en su propia figura poética la desaparición, borrándose de escena durante los 17 años de dictadura. Cumplió así, sin alardes, la promesa que no cumpliría García Márquez: no publicar mientras Pinochet no dejase el poder usurpado. Uribe siguió lanzando diatribas políticas, cartas abiertas, pero poesía no. Luego, vuelta la democracia, reapareció con 35 poemarios. En su afán de combatir las atrocidades de la dictadura, “¿no se siente un poco solo?”, le preguntaron en la TV en los 90 y la colérica respuesta de Uribe no tardó: “Mire, yo estoy con las decenas de miles de personas que fueron torturadas, con los miles de detenidos, con los cientos de miles que fueron desterrados, y creo que con muchos más también”. Ese poeta que desaparece es cifra o senal de un país que fue borrado por una contrarrevolución que no solo eliminó personas sino también un entramado social, encuentros, sueños y colaboraciones. Se hizo desaparecer una historia, una utopía entera y de raíz: todo un Chile. Por eso José Ángel Cuevas “desprendió un país entero de sus ojos” y ha escrito en democracia una incomparable y desafiante obra como un ex poeta que se refiere una y otra vez al ex Chile.

    ***

    Los versos centrales del Canto a su amor desaparecido, de Raúl Zurita —‘Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas al mar a las montanas’—, están tallados en el memorial que lleva grabado el nombre de todos los ejecutados y desaparecidos en el Cementerio General de Santiago. Endecha alucinada, ese poema es un gran llanto y canto a la tragedia de lo que desaparece, una vida que es siempre un amor.

    Los versos centrales del Canto a su amor desaparecido, de Raúl Zurita —“Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas al mar a las montanas”—, están tallados en el memorial que lleva grabado el nombre de todos los ejecutados y desaparecidos en el Cementerio General de Santiago. Endecha alucinada, ese poema es un gran llanto y canto a la tragedia de lo que desaparece, una vida que es siempre un amor. En su versión incluida en La vida nueva, el poema está antecedido del testimonio de hijos que recuerdan a los suyos y le imploran al poeta “Recuérdalos tú también”. Zurita pone su escritura y su cuerpo para esa petición. No como un mero dato, si bien en un primer plano consigna hechos y nombres y crímenes y aberraciones a la manera de un cronista. Pero la desaparición cobra vida en sus versos sobre todo como sustrato y como duelo. Sus poemas son nichos.

    En su ensayo “Poesía y nuevo mundo”, Zurita rastrea en la propia lengua antecedentes donde la desaparición es lo esencial. Se remonta a La Araucana, al episodio donde, tras una batalla campal, un soldado de guardia distingue un ruido y al abalanzársele descubre que es una mujer, Tegualda, que le implora recuperar el cadáver de su hombre. Es un gesto decisivo: cómo un soldado, que es también el poeta que escribe, revierte la desaparición de un cuerpo: “La grandeza de este acto matricial —escribe Zurita—, arquetípico, ya presente en la Ilíada y que cruzará el arco completo de las obras que se escribirán en nuestro continente, radica en que es el poeta mismo, Ercilla, el que permite realizar el acto del entierro. De allí en adelante la misión del poeta no será otra que la de darle sepultura, a nombre de sociedades que no han querido o no han podido hacerlo, a toda esa fila interminable de cuerpos”.

    Zurita fue detenido en Valparaíso el 11 de septiembre, llevado al Estadio Playa Ancha y conducido en un camión, amontonado con decenas de otros prisioneros, hacia el buque carguero Maipo, donde pasó días entreviendo apenas un pedazo de cielo por una escotilla. Experiencia que no aparece, sin embargo, de manera directa en los libros de poesía con que debutaría años después, Purgatorio y Anteparaíso. Pero ya en este último el horror emerge de a poco, vencido: “Yo sé que tú vives / yo sé ahora que tú vives y que tocada de luz / ya no entrará más en ti ni el asesino ni el tirano / ni volverán a quemarse los pastos sobre Chile”.

    Ya en 1985 aparece todo de una manera directa en el Canto a su amor desaparecido y en 1994, en La vida nueva. Pero en 2003, cuando la atención hacia Zurita era mezquinada, la desaparición se hace absolutamente central en su libro INRI, esa cifra del calvario de Dios hecho hombre. El libro trata básicamente del arrojamiento de cuerpos (“Sorprendentes carnadas llueven desde el cielo. / Sorprendentes carnadas sobre el mar”) y es la materialización más clara de esa poética que Zurita había anunciado en un temprano manifiesto, “El Mein Kampf de RZ”, donde proponía un arte no como representación de la vida sino como corrección del dolor, de la experiencia. Los peces en esos poemas de INRI son tumbas para esos cuerpos arrojados, “cruces hechas de peces para los Cristo”.

    Pero esa corrección es ya imposible y el primero en saberlo es el poeta, que en el epílogo anota que “No”, que fue solo un sueño que hubiera “un océano subiéndolos salvos desde sus tumbas”. A diferencia de Ercilla, ya la poesía nunca podrá reparar esa ausencia, pero al menos puede anotarla y soñar con corregirla o revertirla. Ese anhelo mueve la poesía inmensa de Zurita, que el escritor argentino Marcelo Cohen describió como de un “animismo macabro, gótico… demencial en su ambición de unir lo real y lo simbólico”. Esa poesía que ya bien entrados los 2000 culmina en el libro Zurita, de 800 páginas y donde el poeta, en un notable giro de “estilo tardío”, según diría Edward Said, lleva a cabo una renovación del carácter, la energía y las formas, ahora muy influidas por la narrativa norteamericana, como la de Cormac McCarthy. Ahí, engranada con lo autobiográfico y los paisajes, entra ya de manera definitivamente explícita la desaparición, lo execrable. En Zurita ocurre todo a la vez, en un día infinito, lleno por igual de horror y de amor imborrable: lo metafórico, lo simbólico y lo directo, poniendo incluso las voces de los victimarios en escenas de total brutalidad, y llegando a lo más concreto al listar a algunos desaparecidos con nombre y apellido, “lirios cercenados”, para culminar en la desaparición de ciudades enteras; desaparecen Buenos Aires y Santiago y la poesía nos deja entonces en las alturas, las mismas desde las que tantos fueron arrojados.

     

    Imagen: arriba: Raúl Zurita (1950) y Gonzalo Millán (1947-2006); abajo: Elvira Hernández (1951) y Armando Uribe (1933-2020).

  147. La filosofía chilena a 50 años del Golpe

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    Egresé de la Escuela Industrial de Puente Alto en 1969. Mi promoción fue de las primeras en acceder a las carreras universitarias no tecnológicas. Era una época de profundos cambios educacionales que buscaban democratizar el ingreso a la educación terciaria, sobre todo en la Universidad de Chile. Tanto la Casa de Bello como su legendario Instituto Pedagógico habían experimentado cambios importantes a raíz de la reforma universitaria de 1968. Cuando ingresé a Filosofía en el Pedagógico seguían vivos los conflictos relacionados con ella, y de hecho marcaron la vida universitaria durante los años de la Unidad Popular.

    Estudiar en el Pedagógico en esos años significaba ingresar a un mundo de ideas y perspectivas que se perfilaban y enfrentaban diariamente en clases, asambleas o recreos. Para muchos, ese ambiente de efervescencia resultaba insoportable. Varios profesores abandonaron el Instituto para desempeñarse en otras sedes de la universidad, buscando una tranquilidad académica que se fue volviendo cada vez más precaria. Para quienes permanecían en el Pedagógico, el problema central era si la autonomía universitaria (sobre todo a nivel departamental) significaba un control académico del currículo de acuerdo con estándares disciplinarios o si los imperativos del cambio social hacían indispensable un compromiso de la universidad con el gobierno de la Unidad Popular.

    Durante los años de la reforma universitaria se instaló una polarización política que dividió a la universidad de la misma forma en que se enfrentó el país. Una postura crítica se había esbozado para superar esta división, al menos dentro de la institución, pero se vio sobrepasada por el antagonismo ideológico. El currículo de Filosofía, argüían las fuerzas de izquierda, debía reflejar y aportar al proceso de transformaciones sociales; tenía que incorporar el materialismo dialéctico como instrumento de análisis social y, también, enseñar el marxismo como fuente para impulsar los cambios necesarios a nivel global. La reacción de los críticos, amparados por los principios de la reforma, fue la de resistir los cambios curriculares, lo que derivó en frecuentes enfrentamientos, algunos meramente propagandísticos y otros más violentos, como tomas y desalojos.

    Dada la polarización política del país, un movimiento que se manifestaba crítico de la ideologización resultaba blanco fácil para la prensa partidista (cabe recordar que algunos diarios y revistas eran órganos de los partidos). Era común en ese periodo escuchar que Filosofía en el Pedagógico era un nido de drogadictos, transgresores variopintos, agitadores profesionales, agentes de la CIA y anarquistas. Penosamente, algunos de esos estereotipos reaparecen de cuando en cuando. Se suponía (y aún se piensa) que radicaba allí un grupo sectario, con un grado formidable de cohesión, al que los partidos de derecha consideraban de extrema izquierda y, a su vez, los de izquierda consideraban de extrema derecha. La caricatura resultante ha hecho difícil rescatar los aspectos intelectuales y filosóficos de la oposición al maniqueísmo político que imperaba en esos años. La reforma de 1968 politizó a las universidades, pero también introdujo importantes cambios institucionales que permitieron una más amplia gama de discusiones intelectuales y filosóficas a nivel de seminarios y publicaciones.

    Millas se manifestó esperanzado cuando el golpe militar frenó violentamente la actividad política, pero a corto andar, en 1976, declaró que la ‘universidad vigilada’ de la dictadura no era mejor que la ‘universidad comprometida’ de la Unidad Popular. Desde entonces sufrió el acoso de las autoridades, lo que le condujo a la misma esfera política que antes había condenado.

    Durante la década de 1950 y hasta la reforma, la filosofía era una disciplina altamente especializada, si bien con un sesgo hacia escuelas y autores en los que predominaba la fenomenología, la obra de Ortega y Gasset y el pensamiento de Heidegger. La apertura, posibilitada por la reforma, abrió otros horizontes, pero en un ambiente crecientemente ideologizado. Algunos académicos, como se ha mencionado, simplemente se trasladaron a otras sedes o incluso salieron del país. Otros presionaron para que la disciplina se sumara a las transformaciones revolucionarias. Los que no estaban ni de uno ni de otro lado, cultivaron el estudio de pensadores críticos que no encajaban en un esquema puramente academicista o en uno comprometido. Resultaba escandaloso para los primeros estudiar a Arthur Koestler, Sigmund Freud, Norman Brown, Herbert Marcuse o Marshall McLuhan, mientras que para los segundos era una herejía considerar a autores que miraban a la sociedad y al individuo desde una perspectiva no marxista (ortodoxamente marxista, mejor dicho).

    En este contexto, el estudio de Marcuse o McLuhan no se consideraba genuinamente filosófico. Estos autores no pretendían ser filósofos, pero sus ideas tenían un impacto en la disciplina. Hablaban, es cierto, de revoluciones tecnológicas que nosotros estábamos todavía muy lejos de vivir. Pero no era ese el tenor del rechazo. Se desautorizaba a estos autores por no ser compatibles con el canon prevalente, o lo que resultaba de interés o instrumentalización política inmediata. Lo que decía Marcuse, y sobre todo McLuhan, era que las transformaciones sociales estaban directamente relacionadas con el cambio material —y no con programas ideológicos. El cambio tecnológico, por ejemplo, proporcionaba una perspectiva de las transformaciones políticas, económicas y culturales a nivel global. Pero en Chile se alimentaba un clima ideologizado que veía el ejercicio intelectual crítico como una amenaza.

    Los principales filósofos del momento, como Jorge Millas, Humberto Giannini y Juan Rivano, entendían claramente lo que estaba en juego y recurrieron a la tradición filosófica para superar las pugnas ideológicas de la época. Millas se opuso a la reforma universitaria, pero, sobre todo, a la instalación de la política de masas en la educación universitaria. Identificaba a la universidad como la expresión institucional de la razón, en la que cabía el debate, pero no la ideología. Quizás la obra más importante en este período es Idea de la filosofía, publicada en dos tomos en 1970 —sin duda, se trata de los ensayos mayores de nuestra cultura de todos los tiempos—. Es un libro erudito, con un lenguaje filosófico sofisticado, pero en el que late un sentido de la responsabilidad hacia la sociedad: un afán de orientar, de dar pautas intelectuales para superar la estrechez de las consignas. Millas se manifestó esperanzado cuando el golpe militar frenó violentamente la actividad política, pero a corto andar, en 1976, declaró que la “universidad vigilada” de la dictadura no era mejor que la “universidad comprometida” de la Unidad Popular. Desde entonces sufrió el acoso de las autoridades, lo que le condujo a la misma esfera política que antes había condenado. Una de sus últimas apariciones públicas fue en un acto masivo en el Teatro Caupolicán, para oponerse al plebiscito de 1980. Nadie ha descrito mejor al Millas de estos años que Humberto Giannini: “Fue empujado por los hechos a los primeros planos de la vida nacional y en un momento tuvo que levantar la voz a nombre de los miles de seres silenciosos que no nos atrevíamos a hablar. Y el ejercicio honesto de este derecho le valió no ya la desconfianza, sino una guerra sistemática y demoledora”.

    Giannini (…) no vio con buenos ojos la politización de la universidad durante el periodo de la reforma, pero el golpe militar lo sacudió personal e intelectualmente. Ayudó en lo que pudo a sus colegas perseguidos, como Armando Cassigoli, y posteriormente formó parte de la Comisión Chilena de Derechos Humanos. Fue de los primeros en rescatar aquel mundo de ideas y debates filosóficos que había sido tan caricaturizado por diferentes ideologías políticas.

    Giannini mismo tuvo una experiencia similar: no vio con buenos ojos la politización de la universidad durante el periodo de la reforma, pero el golpe militar lo sacudió personal e intelectualmente. Ayudó en lo que pudo a sus colegas perseguidos, como Armando Cassigoli, y posteriormente formó parte de la Comisión Chilena de Derechos Humanos. Fue de los primeros en rescatar aquel mundo de ideas y debates filosóficos que había sido tan caricaturizado por diferentes ideologías políticas. En Desde las palabras (1981) mencionó las discusiones, a veces bastante especializadas, que tuvieron lugar poco antes del Golpe. Con algo de nostalgia, recordó un debate con Juan Rivano sobre la llamada prueba ontológica de San Anselmo: “Hoy, a tantos años de distancia, quisiera hacer algunas consideraciones más acuciosas sobre el tema. Vaya esto también como un homenaje a una época muy intensa, rica, difícil, de nuestra vida universitaria”, es decir, el debate público sobre temas de contenido filosófico.

    Sobre Juan Rivano se ha escrito menos que sobre Millas y Giannini, y debieron pasar décadas antes de que su obra se publicara en Chile en editoriales de prestigio. Sin embargo, fue desde un principio un filósofo motivado por la vinculación de la filosofía con el acontecer público. En los años previos al Golpe fue crítico tanto de la intervención política partidista en las universidades, como de la renuencia o incapacidad de la disciplina para abordar los temas que salían de los estrechos límites académicos. En Pasión según Judas (1972), Rivano trasladó los ejes narrativos centrales de la Pasión al Chile de la reforma universitaria, es decir, el destino de una posición crítica y contestataria en un ambiente político polarizado e intolerante. En Filosofía en dilemas, también de 1972, esbozó la crítica de aquellas filosofías de la historia que, en su afán por sistematizar teóricamente un mundo azaroso, fracasaban en aterrizar la filosofía en la realidad cotidiana. Su obra fue truncada por el Golpe, la prisión y el exilio; gran parte aún permanece inédita.

    Los filósofos chilenos mencionados, entre otros, eran todavía parte de una tradición que se remonta a los orígenes de la República y que respondía a las inquietudes nacionales. Desarrollaron los instrumentos analíticos y una impronta de responsabilidad frente a un amplio público que los reconocía como referentes. El golpe militar cercenó esta tradición, al punto de que la filosofía ha dejado de ser un referente intelectual, traspasándose esa responsabilidad a otras áreas del conocimiento o al mundo de la opinión periodística. No sabemos si existe un zurcidor hábil que pueda reconstituir las hebras de la tradición filosófica chilena o si nos encontramos ante un proceso de fragmentación en donde las partes ya no suman un todo.

     

    Imagen: De izquierda a derecha: Jorge Millas, Humberto Giannini y Juan Rivano.

  148. Cómplices pasivos: aprendizajes e involuciones

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    Nunca las conmemoraciones del 11 de septiembre han sido inocuas. Es como si el calendario no perdonara. Meses o semanas antes, por lo bajo, el país vuelve a conectar con el pasado para recordar la mayor y más perdurable división que hemos tenido en nuestra historia. Cuando además la efeméride se escribe en números redondos (20, 30, 40 o 50 años), la fecha se recarga aun con mayor intensidad de sentimientos y emociones, más allá de lo que cualquier historiador hubiera previsto. Así fue cuando se cumplieron 20 años en los tiempos del presidente Aylwin, 30 años en el mandato de Ricardo Lagos y 40 años en el gobierno de Sebastián Piñera.

    Esta última conmemoración pude conocerla desde adentro, ya que en septiembre de 2013 ejercía como jefe de asesores de la Presidencia, el llamado Segundo Piso, al que llegué luego de tres años a cargo de la División de Estudios de la Segpres. Pues bien, la entrevista donde Sebastián Piñera habló de “los cómplices pasivos”, publicada por La Tercera el 30 de agosto, y el discurso que pronunció a raíz de los 40 años del Golpe pocos días después fueron el resultado de una meditada reflexión realizada por el mandatario, con el propósito de enfrentar con un mínimo de solvencia un tema siempre candente para nuestro sector. Piñera no quiso eludirlo. Tampoco quiso quedarse en lugares comunes. Todo lo contrario. Desde su entorno más cercano siempre tuvimos claro que veía en esa conmemoración una posibilidad no solo de cumplir con su responsabilidad como jefe de Estado, fijando una línea que fuese aceptable para una amplia mayoría. También identificó una oportunidad única para dotar a la centroderecha de un relato que permitiese hacerse cargo de mejor forma de su pasado, marcado indeleblemente por el apoyo irrestricto que parte importante de la derecha le brindó a la dictadura. El presidente consideraba que no existiría mejor instancia para hacerlo que entonces, cuando un aniversario de “número cerrado” del Once coincidía por primera vez con un gobierno de dicho signo político. Eso nunca había pasado. Era, por lo mismo, la ocasión propicia para salir a enfrentar los fantasmas y demostrar que se podía mirar sin complejos la conmemoración.

    Para entender bien lo ocurrido conviene recordar el contexto. En los meses previos al aniversario del golpe de Estado, la ciudadanía estaba muy sensibilizada con el tema a raíz de la enorme cantidad de publicaciones, programas, investigaciones, notas de prensa y debates que se sucedieron en los distintos medios de comunicación. A ello se le sumó la inédita caja de resonancia producida por las redes sociales, fenómeno novedoso en un hito de esas características. Piñera, es cosa sabida, siempre adoptó una posición disonante respecto a su coalición en esta materia. Había, por lo mismo, un cierto morbo en el ambiente respecto de la forma en que el gobierno encararía el tema, todo esto a menos de dos meses de una elección presidencial donde se jugaba buena parte de su legado. Estos elementos tal vez explican la enorme efervescencia que alcanzó dicho aniversario, distinto en su naturaleza, pero similar en cuanto a intensidad, con el de los 30 años del Golpe, cuando el presidente Lagos reabrió la puerta de Morandé 80 de La Moneda. Así y todo, ante la disyuntiva de abstenerse para no generarse problemas o asumir un bulto que era bien poco presentable seguir chuteando, a Piñera no le cupo ninguna duda.

    En la entrevista mencionada, el mandatario acunó el concepto de los “cómplices pasivos”, alusivo a las responsabilidades de orden político e institucional derivadas de las violaciones a los derechos humanos cometidas por la dictadura. De esta manera, se refirió a las altas autoridades de la época que, no habiendo podido menos que saber lo que estaba ocurriendo, nada hicieron por impedirlas, por investigarlas o por sancionarlas. También fue el caso —mencionó— de los jueces y tribunales que descartaron sistemáticamente miles de recursos de amparo, y de la prensa, que en reiteradas ocasiones se prestó para distorsionar los hechos o para acatar versiones oficiales que poco y nada conversaban con la realidad.

    La entrevista cayó como un balde de agua fría en la dirigencia oficialista. Los partidos de la Alianza manifestaron su malestar a La Moneda a través de sus presidentes, calificando las expresiones del mandatario como “inadecuadas”, “poco asertivas”, “injustas” o incluso “antipáticas”, no obstante que algunos dirigentes históricos de la UDI ya habían hecho su propio mea culpa. Como siempre, el escenario escogido para los reproches fue el comité político de los lunes, donde hubo duras recriminaciones cruzadas. De todos modos, pese a las divergencias, en ningún caso hubo asomo de rupturas.

    Digeridos los alcances de la entrevista, La Moneda anunció la realización de un acto de carácter republicano, para el lunes 9 de septiembre, con motivo de los 40 años del Golpe. Se cursaron invitaciones a distintas autoridades de los poderes públicos y del oficialismo, las que también incluyeron a la entonces candidata presidencial Michelle Bachelet, al resto de los aspirantes a la presidencia, a los expresidentes de la República y a los principales dirigentes de la centroizquierda. Sin embargo, nadie del conglomerado opositor concurrió a la ceremonia, argumentando actos de campaña y actividades paralelas como justificación (terminaron organizando un acto paralelo en el Museo de la Memoria). El mensaje era evidente: había que negarle al gobierno y al presidente Piñera cualquier legitimidad para referirse al Once. La actividad, pese a recibir críticas desde el oficialismo, contó con la participación de sus principales dirigentes.

    El acto del 9 de septiembre en sí fue muy sobrio. El presidente bajó de su despacho en La Moneda a la Plaza de la Constitución y procedió a reabrir la plaza, que había estado cerrada durante meses por trabajos de remodelación. Se izaron las 14 banderas instaladas en el lugar y luego el jefe de Estado volvió al Palacio, para pronunciar un discurso que planteó en términos explícitos que en la agonía de la democracia chilena hubo “responsabilidades compartidas”, porque el gobierno de la UP “reiteradamente quebrantó la legalidad y el Estado de derecho”, aunque fue categórico en afirmar que “ninguno de los hechos, causas, errores y responsabilidades” que condujeron al quiebre de la democracia pueden justificar “los inaceptables atropellos a la vida, integridad y dignidad de las personas”. También insistió en la responsabilidad por omisión en las violaciones de DD.HH. de quienes “ejercieron altos cargos en el gobierno militar o de quienes, por su investidura o influencia, y conociendo estos hechos, pudieron alzar la voz para evitar los abusos”. Adicionalmente, señaló que, si “muchos de nosotros pudimos haber hecho mucho más en la defensa de los DD.HH., también nos alcanza una cuota de responsabilidad”.

    La actividad se inició a las 9:30 de la mañana y se extendió por casi dos horas. Al término de la ceremonia no hubo mayores controversias.

    Otro hecho muy relevante ocurrido por esos días fue la decisión del gobierno de cerrar el penal Cordillera, recinto creado el 2004 durante el mandato del presidente Lagos, que contaba con condiciones especiales para los internos y donde permanecían, a esa fecha, 10 oficiales en retiro condenados por delitos de lesa humanidad. La medida fue anunciada el jueves 26 de septiembre y representó la respuesta del gobierno a la polémica originada tras una entrevista de CNN a Manuel Contreras, que fue transmitida un día después del acto en La Moneda. En sus declaraciones, el exjefe de la Dina desconocía por completo las violaciones a los DD.HH., negaba su condición de preso e incluso ponía en duda la existencia de los detenidos desaparecidos. Como era de esperar, la entrevista produjo una enorme y justificada polémica. Intentar cuadrar su versión con verdades más que zanjadas por la justicia (y la historia) resultaba simplemente indignante. El cierre del penal Cordillera significó que los exmilitares fuesen trasladados a Punta Peuco, y el presidente justificó la medida aduciendo razones de igualdad ante la ley. Con todo, Piñera llamó a “no confundir a las FF.AA., que merecen todo el respeto, con criminales que atentaron contra los DD.HH.”. Y aunque hubo algunos reclamos en los partidos de la coalición, las cosas tampoco se salieron de control.

    Un balance a la distancia

    Los 40 años del Golpe nos encontraron en La Moneda en medio de un ambiente polarizado, exigente, contradictorio. Ciertamente, el año 2013 fue mucho menos ingrato que 2011 y 2012, al menos desde una perspectiva política. No tuvimos nada parecido a las enormes movilizaciones que habían tenido lugar en los años previos (HidroAysén, Magallanes, Aysén, Freirina, movimiento estudiantil, etc.), que en su momento plantearon situaciones de gran dificultad. Al ser un año electoral, el eje del debate fue desplazándose desde La Moneda hacia las candidaturas presidenciales, y esta pérdida de protagonismo, en vez de perjudicar al mandatario, le entregó mayores márgenes de movimiento.

    Como era el último año del periodo, el gobierno pudo concentrarse mejor en sus prioridades y a raíz de eso, anotarse logros significativos: la economía y el empleo aparecían totalmente consolidados; lo mismo que el proceso de reconstrucción del 27-F, donde era posible constatar un fuerte avance en las metas autoimpuestas; también se podían exhibir avances sociales de relevancia, como la extensión del permiso posnatal a seis meses o la eliminación del descuento del 7% de salud para los adultos mayores más vulnerables, ambas medidas emblemáticas de la campaña del 2010.

    Sin embargo, a nivel político las tensiones seguían siendo una constante, fruto del discolaje, la polarización y la incipiente fragmentación del sistema de partidos. Partiendo por la oposición, la cual mantuvo un inalterable “obstruccionismo” legislativo durante casi todo el periodo, actitud que se intensificó con la candidatura de Michelle Bachelet, por lejos la favorita en todas las encuestas.

    También hubo serias dificultades con la Alianza, integrada en ese entonces por la UDI y RN. Desde el disco Pare de la UDI por el Acuerdo de Vida en Pareja, tras la cuenta pública del 2011, hasta la renuncia del presidente de RN a los comités políticos de los lunes, debido a sus permanentes desavenencias con el gobierno. En realidad, fue la centroderecha como un todo la que hizo crisis, como quedó de manifiesto con el hundimiento ese año de sus sucesivas candidaturas presidenciales.

    Y si bien durante 2013 se produjo una gradual recuperación en las encuestas, veníamos saliendo de dos largos años con cifras de apoyo que oscilaron entre el 20% y el 30%, lo que en ese momento era motivo de gran escarnio y fuente inacabable de críticas (hoy apenas sería un pecado venial).

    Por ello, desde una perspectiva política, calibrada además con el paso de los años, pienso que la forma en que Sebastián Piñera encaró ese particular aniversario entrana una cuota importante de mérito. El tema no era sencillo de tratar. De lado y lado se arriesgaban pérdidas importantes. No pocos asesores lo instaban a “capear la ola” con discreción e incluso invisibilidad. Pero optó por lo contrario, porque tenía la convicción de que ni el gobierno ni su propia coalición podían dejar pasar la fecha sin hacer una reflexión profunda.

    Recuerdo que el discurso en La Moneda fue largamente meditado por el mandatario. Se preparó con dedicación, tomó incontables notas en su clásico block Colón, escuchó a muchísima gente, siempre apoyado por el equipo de contenidos que lideraba el abogado Ignacio Rivadeneira, hijo del fundador y primer presidente de RN, Ricardo Rivadeneira, quien a fines de los 80 había sido una figura importante para los acuerdos políticos que fueron fraguando la transición democrática.

    Durante ese periodo consultó diversas opiniones, recabó una serie de antecedentes de carácter histórico, y probó una y otra vez sucesivos borradores para encontrar el tono y los adjetivos adecuados. Su idea era dar cuenta tanto de los factores que fueron pavimentando el camino al quiebre de nuestra democracia, como de los traumáticos e inaceptables sucesos posteriores. Explícitamente nos señaló que buscaba plantear una reflexión con “mirada de Estado”.

    El mandatario también compartió los principales elementos del discurso con su comité político, del que yo formaba parte como responsable del Segundo Piso. Desde ahí pude conocer las orientaciones generales de su intervención. Comentarios de más o de menos, todos estuvimos de acuerdo con la mirada planteada. Lo mismo al interior del gabinete, donde no recuerdo haber escuchado ninguna voz disidente.

    Los partidos de la Alianza manifestaron su malestar a La Moneda a través de sus presidentes, calificando las expresiones del mandatario como ‘inadecuadas’, ‘poco asertivas’, ‘injustas’ o incluso ‘antipáticas’, no obstante que algunos dirigentes históricos de la UDI ya habían hecho su propio mea culpa. Como siempre, el escenario escogido para los reproches fue el comité político de los lunes, donde hubo duras recriminaciones cruzadas.

    Por el contrario, en los equipos de gobierno, especialmente en la generación sub-40 (todos nacidos con posterioridad a 1973), integrada por un grupo grande de profesionales que debió transitar en forma acelerada desde los rigores de la técnica a los vaivenes de la política, el discurso encontró en general una recepción muy positiva. Para muchos de nosotros, venía a fijar una línea que era muy solvente en términos políticos e irreprochable en términos morales. Considerábamos que ya era hora de que la centroderecha se hiciera cargo de sus déficits históricos, para reconocerlos, asumirlos y explicarlos, sin medias tintas, al país. En muchos sentidos, las definiciones del mandatario significaron un alivio para buena parte de esa generación, que siempre se sintió incómoda con aquellas posturas que, de una u otra manera, justificaban o hacían la vista gorda ante las atrocidades cometidas por la dictadura.

    Un ejemplo fue la carta publicada por un grupo transversal de analistas, académicos e investigadores sub-40, titulada “A 40 años del Golpe: una declaración generacional”, la que fue suscrita, entre otros, por destacados profesionales que trabajaban o que habían pasado por el gobierno, como Hernán Larraín (Segundo Piso), Lorena Recabarren (Segpres), Francisco Irarrázaval (Minvu) o Ignacio Briones (Hacienda). El texto instaba a establecer ciertos mínimos comunes sobre los cuales construir una comunidad política, a saber, el rechazo de la violencia política, el compromiso con la democracia y la inviolabilidad de los DD.HH.

    Hubo sobre todo dos aspectos que fueron enfatizados por Piñera en su discurso. El primero se refería a que el quiebre de 1973 fue una consecuencia, predecible pero no inevitable, del deterioro que venía experimentando nuestro sistema político desde fines de los 60, periodo marcado por el peak de la Guerra Fría y por las contradicciones de la vía chilena al socialismo. Según el mandatario, este era un proceso donde la izquierda renunciaba —hasta donde fuese conveniente— a la vía armada para la conquista del poder, pero no a los fines de control político prescritos por la ortodoxia marxista para toda revolución, así fuera que la suya tuviera, como dijo Salvador Allende, sabor a “empanadas y vino tinto”. El presidente Piñera habló de las inconsecuencias programáticas de la Unidad Popular, de su escaso apego a la legalidad y del desorden y divisionismo que distinguieron al gobierno en ese periodo. Este factor, a juicio suyo, fue el verdadero germen del colapso de nuestra democracia. En este plano, la izquierda tiene una responsabilidad que nunca ha terminado de asumir con claridad. Peor aún, en los últimos años el sector más bien se ha alejado de toda posible autocrítica, al punto que la renovación socialista —un hito fundamental de la Transición— parece a estas alturas una simple nota al pie de los libros de historia o una extraña transgresión incompatible con los anhelos redentores de las nuevas generaciones.

    El segundo punto, por lejos el más relevante en términos políticos, es que Piñera no solo condenó las violaciones de DD.HH. cometidas por la dictadura (algo que por lo demás siempre había hecho), sino que por primera vez asumió que hubo una cuota indirecta de responsabilidad en su sector —política, moral, simbólica o como se la quiera llamar—, en la medida en que no se actuó diligentemente, habiendo podido hacerlo, para representar, corregir o simplemente condenar lo que estaba ocurriendo.

    Ese es, a no dudarlo, el principal aporte de ese discurso. Piñera marcó una clara línea divisoria respecto de lo que es admisible e inadmisible en materia de DD.HH. Sostuvo que no solo es condenable justificar, promover o perpetrar estos atentados; también es reprochable omitirse frente a hechos que son siempre inaceptables, en cualquier lugar y circunstancia, y que durante la dictadura alcanzaron niveles de gravedad y reiteración sin parangón en nuestra historia.

    Es posible que la forma en que el mandatario encaró los 40 años del Golpe no haya tenido toda la pulcritud o prolijidad que debió tener. El desplante presidencial generó tensiones en la coalición; algunas eran quizás inevitables, pero otras no. De más está decir que la candidatura de Evelyn Matthei quedó injustamente abollada. Con un poco más de pericia, se podría haber embarcado de mejor manera a la Alianza, de forma de haber marcado el punto de manera más robusta e incontestable. Hoy sigue siendo motivo de discordia al interior de la coalición y son todavía demasiado pocos los que defienden la aproximación al tema del mandatario. Es más, hay quienes atribuyen a ese momento el surgimiento de una incipiente desafección del electorado con las posturas más moderadas de Piñera (hipótesis más que discutible, considerando el macizo triunfo del 2017). Aun así, e incluso asumiendo ese costo, sigo pensando que el resultado final tuvo muchas más luces que sombras para el sector. Permitió encajar de mejor forma el pasado con el presente, fijó un nuevo marco de referencia para el futuro y mostró la indiscutible existencia de una centroderecha comprometida con los valores democráticos más esenciales. Hoy, de hecho, es posible constatar que todos los partidos de Chile Vamos incorporan referencias al respeto de los DD.HH. en sus declaraciones de principios. En el caso de RN, esta fue modificada en 2014, mientras que en el caso de la UDI fue actualizada en 2018. En el caso de Evópoli, que data de 2015, forma parte de sus principios fundacionales.

    El reconocimiento ciertamente no ha llegado. Y quizás nunca llegue. Al exmandatario se le suele evaluar con una vara en exceso celosa. De todos modos, en términos históricos, aún ha corrido muy poca agua bajo el puente.

    50 años después: ahora o nunca

    Los 30 años del Golpe estuvieron marcados por el arribo a La Moneda de Ricardo Lagos, el primer presidente socialista desde Salvador Allende. Lagos, a diferencia de la Unidad Popular, lideró un proyecto político de vocación mayoritaria, plenamente democrático y apegado a la legalidad, alejado de todo idealismo exacerbado o tentación refundacional. Hasta cierto punto, reivindicó el socialismo chileno con los valores más profundos de nuestra tradición democrática.

    Los 40 años del Golpe, ya se mencionó, estuvieron marcados por el retorno de la centroderecha a La Moneda, de la mano de un presidente que votó por el No, que no solo rechazó las violaciones de DD.HH. ocurridas en dictadura, sino que además reconoció la existencia de complicidades pasivas, por lejos el aspecto más recordado de dicha conmemoración.

    ¿Qué marcará ahora la conmemoración de los 50 años? ¿Será acaso una mirada reivindicatoria del proyecto utópico y excluyente de la Unidad Popular? ¿O será, desde la otra vereda, una suerte de esfuerzo restaurador de las modernizaciones impulsadas por la dictadura, aun a costa de empatarlas con los atropellos cometidos?

    Creo que ambas opciones envolverían un severo retroceso democrático. Algo de eso, de hecho, se ha venido observando desde el 18 de octubre de 2019. Por una parte, ha proliferado cierta izquierda que, amparada por las primeras líneas de Plaza Baquedano o de Twitter, no ha dudado en desempolvar sus viejos sueños de ruptura. Es una izquierda ultrona y pendenciera, que desnudó impúdicamente sus débiles credenciales democráticas en los días posteriores al estallido social, que buscó derribar por todos los medios a su alcance a un mandatario plenamente democrático y, lo que es peor, que estuvo dispuesta a utilizar la tragedia del 73 de la peor manera posible, forzando comparaciones abusivas y analogías inverosímiles que al final, y eso es lo más triste, solo debilitan la causa misma de los DD.HH. Obviamente, luego de las debacles electorales del 4 de septiembre de 2022 y del 7 de mayo de 2023, hoy se planta con algo más de pudor en la escena pública, más por obligación que por convicción. Pero no es para nada improbable que apenas cambie la dirección del viento, esa izquierda beata reaparezca con renovado y militante entusiasmo.

    También se observa la reaparición de cierta derecha que, después de décadas de hibernación, vuelve a reivindicar con “mirada de Estado” las obras impulsadas por la dictadura, poniéndolas como contrapunto de las violaciones de DD.HH., como si en esto fuese posible realizar una suerte de balance contable o análisis de costo-beneficio.

    ¿Qué hacer frente a polaridades tan extremas como dañinas? ¿Estaremos condenados en esta conmemoración a vivir (o sufrir) una fiesta del revisionismo por lado y lado? ¿Tendremos nuevamente una suerte de competencia entre bandos, donde únicamente se reivindicará la superioridad moral de los propios? ¿O bien, por una vez, podremos intentar mirar el futuro juntos en torno a mínimos comunes que sean ampliamente compartidos? La respuesta a estas preguntas —creo— dependerá de la actitud que adopten hacia adelante las fuerzas más tradicionales o con mayor arraigo de la política chilena, esto es, la vieja centroizquierda concertacionista y la vieja centroderecha aliancista, ambas hoy con mala salud política y electoral, atrapadas entre las dudas sobre su pasado y los temores sobre su futuro.

    De la actitud que ambos bloques adopten, de las banderas que enarbolen, de no avergonzarse de su historia, de no sucumbir frente a las amenazas que enfrentan por las bandas, de ello dependerá (en buena medida) esta nueva conmemoración del 11 de septiembre. En esto nos jugaremos el fortalecimiento, o el deterioro, de ciertos consensos que han estado vigentes por más de 30 años y que fueron esenciales para la restauración democrática. Consensos que creíamos fuera de toda disputa y que, ahora sabemos, se encuentran amenazados por las fuerzas centrífugas de nuestro debilitado sistema político. Consensos como la democracia liberal o representativa por sobre las fórmulas del asambleísmo popular o identitario. Consensos como el reformismo responsable por sobre el utopismo refundacional. Valores intangibles de nuestra democracia, como el rechazo a toda forma de violencia, la legitimidad del monopolio estatal de la fuerza, la defensa y promoción permanente de los DD.HH., el respeto irrestricto de las leyes y normas, la amistad cívica, el reconocimiento de la validez moral de nuestros adversarios políticos, y la preferencia del diálogo y los acuerdos por sobre la imposición a rajatabla de las mayorías circunstanciales.

    Hoy, a 50 años del Golpe, muchos llaman a poner la mirada en el futuro. En lo personal, y a contrario sensu, creo justo lo contrario. O puesto de otra manera, el futuro depende de aprender de lo vivido. No podemos dejar de atender las lecciones de lo ocurrido hace ya medio siglo, cuando perdimos nuestra democracia de manera traumática. Tampoco podemos ignorar lo que sucedió hace algo más de 30 años, cuando trabajosamente la recuperamos. Y aunque el recuerdo sea más cercano, tampoco parece aconsejable ignorar el desmadre de hace apenas cuatro años, cuando volvimos a estar cerca de desbarrancarnos. Todos esos momentos, todos esos instantes, nos recuerdan con particular vehemencia la fragilidad de nuestra democracia, y también, el imperativo que tenemos de cuidarla para nunca más volver a perderla.

     

    Imagen: Sebastián Piñera durante la conmemoración de los 40 años del Golpe en La Moneda, el 9 de septiembre de 2013. Fotografía: cortesía de AgenciaUno.

  149. Memoria y olvido: reflexiones acerca de los efectos de la violencia

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    En estas últimas semanas he leído varias intervenciones y testimonios acerca de lo que se conmemora, a saber, un hecho brutal, un “golpe”, un golpe político, un golpe a la autoridad estatal, pero sobre todo a la democracia, es decir, a una forma de estar en común que debiera garantizar libertad y protección. Conmemorar podría ser una actitud pasiva, una forma de mirar un pasado desde la tranquilidad de un presente alejado del “objeto” de la conmemoración. Sin embargo, la palabra conmemoración dice algo más: dice que estamos con la memoria y que la memoria nos constituye, no es solo parte de nuestro presente, es su condición de posibilidad, aunque no estamos siempre volcados hacia el pasado. Conmemorar es situarnos en el territorio de la memoria, y por esto, también hay tensión y vulnerabilidad. Si no recordáramos nada, no seríamos nada; no hablaríamos en primera persona. Con-memorar es hacer un acto de memoria con otros y otras, lo que obliga a interrogarnos por lo que somos, cada uno, individualmente, lo que somos los unos con los otros, en común; y de momento también los unos contra los otros.

    Además de constituirnos, la memoria es un objeto de debate. Hay un libro de Nietzsche que ha sido una fuente de inspiración para muchas personas dentro y fuera de la academia, titulado: De la utilidad y los inconvenientes de la historia para la vida. Este libro busca darle su justo lugar a la memoria —a una memoria posibilitada por la historia (el estudio de los hechos y su transcripción)—, dándole también su justo lugar al olvido. Si no olvidáramos nunca nada, no podríamos vivir; estaríamos estancados en el pasado. El olvido tiene —o tendría— una dimensión saludable. Olvidar permitiría dar vuelta la página, pasar a otra cosa, a otra historia. Además, el olvido no es solo necesario individualmente, lo es también políticamente. Afirma David Rieff, en una entrevista publicada en la revista Barbarie, que si bien la memoria es necesaria para la justicia, es decir para indagar en la profundidad de los hechos, de la violencia, el olvido también es necesario para la paz, es decir, para hacer acuerdos fuera de la dureza de los relatos que no nos permiten tranzar con otros, llegar a un punto de encuentro, relacionarnos con un futuro. Asimismo, y aludiendo superficialmente a Nietzsche, si bien la historia —con la cual se constituye parte de nuestra memoria— es necesaria para que podamos objetivarnos y conocernos, por ende, para ser responsables; el olvido sería también necesario para seguir adelante, para proyectarnos, para recobrar un futuro.

    Por cierto, la combinación de memoria y olvido es saludable. Un ser humano sin memoria no se constituye como un yo sujeto; un ser humano que no olvida nada está encerrado en sí mismo. Sin olvido no puedo pensar en algo otro, solo vuelvo a lo mismo. Sin embargo, ¿cuál sería el grado de memoria y de olvido que permite esto que Nietzsche llama “la gran salud”? ¿Existe algo así como una justa medida, una posible medida de cuánta memoria y olvido son necesarios para poder vivir sin ser irresponsable, injusto, incluso innoble, es decir, despectivo respecto de los hechos, y que así podamos ser responsable sin dejar de vivir? El mismo Nietzsche en Aurora dice: “Que haya olvido, queda por ser comprobado”. Si el olvido es una falta de memoria, pues no está en nuestro poder olvidar. Yo no puedo olvidar. Lo que no puedo es “no olvidar”. El olvido, como dice otro escritor que he frecuentado mucho, “es el maestro del juego”. Pasar a otra cosa, olvidar, no está del todo en nuestras manos.

    Si olvidar no es tan fácil, recordar o con-memorar (y no son lo mismo), tampoco. Me parece que esto se debe a que la memoria y el olvido se condicionan uno a otro. En sus Confesiones, San Agustín afirma que la memoria requiere el olvido y el olvido requiere a la memoria. Solo puedo olvidar lo que he recordado, pero recuerdo lo que olvido. Recuerdo lo que ya no es parte de un presente vivo. Recuerdo lo que ya pasó, lo que ya no es parte del presente. El recuerdo es ya una reconstrucción, una ficción de alguna manera. El olvido en este caso es como el agua en el cimiento: permite cierta cristalización del recuerdo. Y es porque recuerdo que olvido, que parte de lo que ha sido cristalizado, cimentado, se va o más precisamente se desprende, para siempre o momentáneamente de lo que conseguimos ver o sentir o leer. De momento, olvidar y recordar son una y misma cosa. Es más, y en esto creo que el olvido es muy peligroso: el olvido no solo arriesga vaciarnos de toda subjetividad, de la necesidad de constituirse como un “yo” sujeto, sino que, mientras creemos que el olvido permite darle vuelta a la página, en realidad el olvido nos inmoviliza en el recuerdo. El problema del olvido —de un olvido planteado como fin en sí mismo— es entonces que no permite darle un futuro a la memoria. Reivindicar el olvido puede ser la peor forma de quedar estancados en el pasado, en un pasado que no volvemos a sopesar, a escribir, a matizar; un pasado que por ende no se articula con un porvenir. Pensando así, pensando el modo en el cual olvido y memoria se condicionan uno a otro, el punto no sería afirmar el olvido en lugar de la memoria, o la memoria en lugar del olvido, sino pensar su articulación. Lo que habría que pensar es cómo la memoria nos permite olvidar o, mejor, avanzar, cambiar, como el relato de la memoria, el relato que hace posible cierta memoria permite hacer del presente un lugar de articulación entre pasado y futuro. A fin de cuentas, ¿cómo la memoria permite transformarnos, distanciarnos, posibilitar un olvido que lejos de encerrarnos en la frivolidad nos permita mayor lucidez?

    Antes de seguir con estas ideas, con esta constatación de que olvido y memoria no se oponen —constatación que podría muy fácilmente ser un subterfugio retórico—, me gustaría detenerme sobre una dimensión más grave del olvido, de la memoria, de lo inolvidable, pues no estamos conmemorando nuestra infancia, sino un golpe a la democracia que ha implicado el dolor interminable del secuestro, la tortura, la desaparición, la muerte.

    Reivindicar el olvido puede ser la peor forma de quedar estancados en el pasado, en un pasado que no volvemos a sopesar, a escribir, a matizar; un pasado que por ende no se articula con un porvenir. Pensando así, pensando el modo en el cual olvido y memoria se condicionan uno a otro, el punto no sería afirmar el olvido en lugar de la memoria, o la memoria en lugar del olvido, sino pensar su articulación.

    Solemos pensar que algunos acontecimientos del pasado son inolvidables porque lo que pasó superó los límites de lo aceptable. Hay un grado en el cual la violencia infligida destruye cualquier posibilidad de aceptación, cualquier olvido posible. La búsqueda de un familiar desaparecido no se termina justamente porque la desaparición no tiene lugar, fecha, atestiguación. El rito de enterar o incinerar está prohibido. Los ritos en una sociedad no son cualquier cosa. Hacen posible el tiempo; por ende, el recuerdo; por ende, la con-menoración: el estar con los vivos y los muertos. Con la desaparición, el tiempo o la posibilidad de construir un presente, se derrumba. Y es que lo más terrible de la violencia política no es que sobrepasa cualquier límite, dejándonos así suspendidos en lo inolvidable, sino que borra los límites mismos, dejándonos fuera del recuerdo, fuera de la posibilidad de estar con.

    El horror que a mí me habita, que no dejo de darle vueltas, es el de la Segunda Guerra Mundial, el de la destrucción de los judíos de Europa, una destrucción que es un punto de partida de una destrucción mucho más amplia, sin límites. Lo que es objeto de mi preocupación no es solo lo que pasó en el pasado, sino la maquinaria que hizo posible tal destrucción y que por ende mantiene lo que pasó como una amenaza aún posible. El nazismo, contrariamente a lo que se dice, no es la afirmación de una identidad por sobre otra o el mero despliegue de una raza que se considera “originaria”. Es una operación que consistió en destruir toda huella de destrucción. No se trató de matar a un pueblo determinado, sino de borrar de la memoria de la humanidad la existencia de este pueblo, eliminando así toda huella de matanza, de destrucción, haciendo por ende de esta destrucción, de esta borradura, algo que no podría ser olvidado porque no podría ser recordado. Se trató de borrar de la memoria de la humanidad la existencia de un pueblo, de tal suerte que nadie los hubiese matado, porque nunca habría existido. Paradójicamente, el mal busca producir un mundo de inocencia, sin manchas; una nación sin recuerdo de sus fallas, sin, posibilidad de tomar consciencia de sí misma. Lo que se produce entonces como mal radical no es una violencia que sobrepasa los límites de lo aceptable; es una violencia que ocurre borrándose a sí misma —y se borra de la memoria. Creo que esto es lo más violento y doloroso de la violencia: no solo matar, torturar, humillar, sino que producir a la vez la negación de esta violencia. De alguna manera, el negacionismo es parte de la operación misma de la violencia política. No es una mera posición en el pensamiento, una opinión, un juego retorico. Es parte del ejercicio de la violencia.

    La reflexión sobre la forma que tomó la violencia política en el siglo pasado me hace entender que la violencia tiene una estructura, una racionalidad propia y que, de alguna manera, en algún lugar de nuestro lenguaje, le pertenecemos. Me gustaría insistir sobre el hecho de que el negacionismo no es una posición externa a acontecimientos violentos, sino que es parte de su producción y de lo que la vuelve por ende perpetua. Antes de reivindicar un argumento negacionista, habitamos esta negación porque es así como la violencia se produce. He escuchado recientemente hablar de “victimización” o “victimismo”. Habría un uso indebido del dolor, una apropiación abusiva de algo que es más grande que uno. Por cierto, el dolor no es de “uno”, no es algo apropiable, comercializable, justamente porque destruye a los individuos y porque supera los límites. Pero apuntar a la victimización es delicado, porque lo que destruye la violencia política, y esto no solo en situaciones de quiebre de la democracia, es la posibilidad de constituirse como víctima. Alguien o un grupo de personas puede constituirse como víctima ante una ley que limita, pero también que ampara, protege —otorga derechos—; y ante una comunidad que se legitima y se construye con esta ley. Es dentro de un mundo hecho de valores compartidos que podemos constituirnos como víctima y reconocer a víctimas.

    Ahora bien, aunque la victimización es violenta, no se compara con la estructura negacionista de la violencia, que ha impedido a víctimas ser reconocidas como tales. Esta ausencia de reconocimiento de las víctimas no puede quedar en el olvido y no puede quedar impensada. Por esto, conmemorar no es tanto ver un pasado, sino estar ante un mundo recobrado y, a la vez, ante la fragilidad del mundo. Los nombres de las víctimas en un memorial no nos ponen ante su memoria, sino ante lo que hizo posible su aparición. Para reconstruir hechos pasados, es el presente el que debe construirse. Un momento de conmemoración es frágil porque pasado y presente son frágiles. El mundo que hace posible la aparición de los nombres de las víctimas nunca está dado. Es parte de lo que conmemoramos y que nos vuelca de una manera inaudita, me parece, al presente.

    Hace poco, en un curso que estoy impartiendo, una alumna mencionó la diferencia entre ser víctima y ser sobreviviente. Por cierto, una cosa no excluye la otra, pero me parece que la palabra víctima apunta al reconocimiento de una lesión, a la necesidad de una reparación, de una justicia o de un porvenir. Sobrevivir, en cambio, parece apuntar a una tarea de orden más bien personal, o por lo menos no necesariamente política. Sin embargo, no creo que haya que elegir entre uno y otro camino, como si fueran dos opciones distintas ante el dolor vivido. Si en algunos contextos se está en la situación de llamarse sobreviviente y no víctima, es porque la violencia política destruye los marcos que hacen posible reconocer las lesiones y abandona a la soledad de la sobrevivencia. En situaciones en que no hay un marco político, jurídico, epistémico o social que permita reconocer el daño —en situaciones en las cuales regímenes políticos buscan destruir no solo personas, sino sus nombres, sus existencias, la fecha y el lugar de su fallecimiento—, en estas situaciones no se es, a la luz de un mundo, “víctima” de violencia: se sobrevive, y de alguna manera se sobrevive solo. De ahí la importancia política de la palabra víctima. Un trabajo de memoria enfocado en las víctimas no está enfocado en el pasado con una idea de “reparación” que otorgaría efectivamente justicia. No se trata de reparar pérdidas individuales, sino de colocarse en el lugar de una pérdida del mundo. Enfocarse en las víctimas es constituir un lugar de enunciación, ahí donde la violencia se produjo en la negación de sí misma y se continúa en el negacionismo. Nombrar a las víctimas no es por lo tanto enfocarse en las víctimas y en injusticias pasadas. Es enfocarse en el presente, en la reconstrucción de un mundo en el cual, de forma general, podemos reconocer daños. El enfoque en las víctimas habla del hecho de que la democracia no contiene el principio de su realización o terminación: solo puede construirse remitiendo a su fragilidad interna. No son entonces solamente los sobrevivientes de situaciones de pérdida y de dolores extremos aquellos que necesitan el estatuto de víctima —este estatuto incluso puede confinar en el dolor—: es la comunidad entera.

    Mencioné que la designación de víctima puede ser dolorosa o puede confinar en el dolor. Creo que esto habla del hecho de que no somos solo seres políticos. Si sobrevivimos a situaciones dolorosas, es porque el dolor es siempre más grande que uno. El sufrimiento nos supera. Esta es la estructura del sufrimiento. Sufrir es padecer, no poder ser sujeto. Pero por esto mismo sufrir nos obliga a ser más que nosotros mismos. Porque el dolor me supera no me quedo en el dolor. Sufrir impide victimizarse y creo que por esto también hay algo incómodo, incluso violento, en ser encerrado en la situación de víctima. No se trata entonces de oponer sobrevivientes y víctimas como memoria y olvido. La memoria de la víctima, lo hemos visto, hace posible la reconstrucción de la comunidad; tiene una dimensión política imprescindible. La sobrevida de cada persona singular hace posible la reconstrucción de la vida, la posibilidad de vivir más allá del dolor, sin que esto signifique que el dolor es superado u olvidado (insisto sobre esto: no se trata de superar, sino de vivir con el dolor). Una persona sobreviviente no continúa en la vida como si la vida fuera dada. Produce condiciones de vida: la ritualidad o la cotidianidad que hace sustentable la vida.

    Aunque la victimización es violenta, no se compara con la estructura negacionista de la violencia, que ha impedido a víctimas ser reconocidas como tales. Esta ausencia de reconocimiento de las víctimas no puede quedar en el olvido y no puede quedar impensada. Por esto, conmemorar no es tanto ver un pasado, sino estar ante un mundo recobrado y, a la vez, ante la fragilidad del mundo. Los nombres de las víctimas en un memorial no nos ponen ante su memoria, sino ante lo que hizo posible su aparición.

    A propósito de este sobrevivir el dolor que propulsa más allá de la posición de víctima, hay una exposición que encontré extremadamente justa en el Centro Cultural La Moneda. Se trata de Vestigios. En una sala interactiva, el visitante puede relacionarse con seis mujeres cuya presencia es proyectada en una pared. El visitante puede escuchar las palabras de cada una de estas mujeres a través de un dispositivo instalado en su teléfono. Para esto hay que elegir escuchar. Es una iniciativa de quien entra en la sala. El visitante no está en una sala de museo para mirar, sino que toma la decisión de escuchar, y de escuchar a cada mujer de forma singular. A partir del momento en el cual escuchamos a cada mujer, uno siente la responsabilidad de llegar hasta el final. Se produce en la sala una interpelación. Esta exposición me ha parecido extraordinariamente justa porque permite experimentar un “punto de encuentro”, un espacio entre todos nosotros, un espacio que no abandona al testigo o al sobreviviente a su soledad y al visitante de la sala a lo que podría preservarlo en una mirada pasiva o incluso compasiva. Entrar en este espacio es escuchar desde el lugar en que el dolor, sin ser superado, implica la sobrevivencia, implica una palabra y una forma de vida que ya remite a más que al individuo encerrado en sí mismo. El sobreviviente ya ha creado un mundo y es desde este lugar que nos interpela y que lo escuchamos.

    Inicié esta ponencia preguntando cómo podríamos olvidar gracias a la memoria o, más precisamente, cómo la memoria nos podría permitir ser sujetos nuevos, sin que esto signifique inmovilizarse en el olvido, en un olvido que podría ser innoble, además de ignorante de lo que nos hace partícipes de la producción de violencia. Esta diferencia entre la noción de víctima y la necesidad de sobrevivir abre una pista, sin dar una receta.

    La noción de víctima apunta a la necesidad de reconstruir un mundo. Cincuenta años después del golpe de Estado, no se ha acabado el proceso de esta reconstrucción. Al contrario. Respecto de este proceso, me parece importante sugerir que las políticas dirigidas a las víctimas no las confinan en un dolor pasado, sino que construyen un mundo presente. No se trata de recordar solamente que la democracia es frágil, sino que es una tarea común, que implica cuestionar constantemente los marcos que nos constituyen como sujetos. Siguiendo esta vertiente, me parece que las políticas enfocadas en las víctimas no buscan reparar un daño como si las lesiones fueran cuantificables, sino promover posibilidades políticas. Hemos visto hace poco a la ministra Carolina Tohá en una celebración de titulación de familiares muertos (entre ellos su padre, José Tohá) o desaparecidos durante la dictadura. Se hizo una ficción o una proyección de su ceremonia de término de los estudios; algo que podría haber ocurrido en un pasado cobró presencia, marcó nuestro presente. Me parece que aquí la idea de reparación no está volcada al pasado. Al contrario, busca hacer posible un futuro de la memoria porque nos permite imaginar un presente. Aquí la imaginación nos levanta, articula recuerdos y nos sitúa en un porvenir que podemos desear (se habla mucho de la necesidad de imaginar un futuro; pero creo que antes debemos imaginar un presente). La forma en la cual conmemoramos depende entonces de la posibilidad de proyectarnos, de relacionarnos con un porvenir. Esta forma de articular, en una ceremonia pública, la política, la memoria, el presente y la imaginación, abre la posibilidad de una trasformación común. No se trata de un olvido que cierra los ojos para no leer, sino de uno que los abre para ver algo inaudito —o algo esperado. No se trata de un olvido relacionado con hechos, sino del olvido de lo que encierra en el presente.

    La noción de sobreviviente no significa continuar solitariamente en la vida. No obedece a un requisito meramente individual o incluso egoísta. Se sobrevive con otros y otras, y estar con otros y otras implica tener un rostro, gestos de acogidas, no solamente formas de continuar en la vida sino formas de producirla. Si aún en el dolor sonreímos —como ocurre en la exposición Vestigios— es porque, aunque el dolor parece ser del orden de lo indecible, estamos llamados a estar en el mundo. Justamente porque el dolor es más grande que uno, no podemos meramente identificarnos con él, mimetizarlo. En situaciones de violencia política se derrumba el mundo, pero justamente porque el dolor nos excede no estamos encerrados en ese hundimiento. Es desde un mundo que podemos pensar el fin del mundo o la violencia como una máquina que destruye incluso las huellas de la destrucción. Viendo recientemente la exposición Vestigios, y también la magnífica película La memoria infinita, que relata el encuentro —tan humano y sensible— entre memoria y olvido desde la posición extremadamente dolorosa de un no poder olvidar el olvido, me ha parecido que lo que es memorable es este “punto de encuentro”, este mundo frágil, esta interpelación que surge de la punta del dolor, pero de un dolor que no puede permanecer encerrado en sí mismo. El dolor es inolvidable, pero la alegría, el surgimiento de un espacio entre nosotros, uno que nos relaciona, es memorable. Tenemos memoria porque tenemos mundo (el fin del mundo —la destrucción radical de marcos políticos— es el fin de la memoria). La memoria no es algo psicológico; es mundana. Depende de nuestra forma de anclarnos en un mundo. Por lo tanto, si el reconocimiento de las víctimas permite cierto olvido, porque permite reconstruir un mundo y permite proyección, la sobrevida permite anudarnos a lo único que es memorable: el mundo, la alegría de su surgimiento (el cual no está garantizado), la alegría de que puedan existir “puntos de encuentro”, los cuales nacen de la punta del dolor, no de su exclusión o negación.

    Víctima y sobreviviente nos relacionan entonces con el requisito de construir un mundo, el mundo. En el primer caso se trata de un mundo político; en el segundo caso, creo, de un mundo ético, uno en la cual nos hacemos testigos unos de otros. En la exposición Vestigios la memoria que relata cada mujer proyectada en la pared es pública; pero el encuentro que se produce con cada relato es singular.

    En este contexto, y volviendo a mi pregunta inicial, creo que, si hay que buscar una “gran salud”, como la llama Nietzsche, es donde tenemos una escucha por algo que no es la repetición de lo mismo sino la creación de sujetos únicos. La “gran salud” no puede ser la de individuos que buscan proyectarse en desmedro de la dimensión constitutiva de la memoria; o de una nación que pretende establecer el consenso, como si los hechos pudieran prescindir de la pregunta por lo que hace posible su percepción. Cuando se habla de “gran salud” o cuando se profesa el olvido sin articularlo a la memoria, hay un riesgo de entregarse al cinismo o a la negación. Estar aquí en este momento intenso, frágil, pero decidido (el Plan de Búsqueda es una decisión), me hace pensar que lo saludable implica o conlleva formas de hablarnos que permiten relacionar pasado y porvenir, y dónde la justicia no deja de ser una pregunta, una que nos cuestiona en nuestras formas de estar en el presente. Por ende, una que nos provoca y quizás también nos exige.

     

    Fotografía: Archivo Cenfoto-UDP.

  150. Cinema Pinochet

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    ¿Qué tipo de películas le gusta ver?
    Las históricas. Esas que dejan alguna enseñanza.
    (Augusto Pinochet Ugarte en Ego sum Pinochet, de Raquel Correa y Elizabeth Subercaseaux, 1989)

    No sabe cuándo. Los destellos de la máquina se solapan por demasiados años estampando caídas torpes, persecuciones, risas mudas y balaceras, en un far west más escenográfico que polvoriento. Tampoco lo auxilian los lugares —Chile Films, Bucalemu, el edificio Diego Portales o La Moneda—, como si la oscuridad de las salas de proyección le hubiese dejado parte de su memoria en penumbra. No puede precisar la fecha, pero conserva algunos fotogramas vivos en su cabeza: luces encendidas, un cruce de miradas y una mueca cálida y cómplice, diferente a otras semanas, quizás por verse ambos tan heroicos representados en la pantalla. Su jefe, Augusto Pinochet Ugarte, y él, su proyeccionista. Una escena calcada a la que años antes habían protagonizado Stalin e Iván Sanchin. Sus antípodas políticos, claro, pero en el fondo eran ellos: en sus puestos, en su orgullo y en sus responsabilidades. Vi esa película, le interrumpo. Se estrenó a comienzos de los 90, pero Pinochet ya no estaba en La Moneda. “Sí, seguramente —me dice—, tal vez se la pasé a mi general en la Comandancia, y yo ya había cruzado la Alameda”.

    La ilusión óptica, el movimiento, esas 24 imágenes por segundo habían hipnotizado a quien para efectos de esta crónica llamaremos Alfredo Arana. Lo habían hipnotizado desde su niñez, cuando vivía en el paradero 30 de la Gran Avenida. Tuvo la suerte de que su padre trabajaba en una empresa que distribuía películas —Universal— y llegaba a casa con trozos de acetato que Alfredo se ingeniaba para proyectarlos en la pared con ayuda de linternas, espejos y ampolletas con agua. “Siempre traía pedacitos de películas y yo era feliz, feliz. Hasta que un día mi padre le comentó al dueno de un cine que había cerca, donde él iba a buscar y a dejar películas, que tenía un hijo al que le gustaba mucho el cine, y Ballesteros, así se llamaba el señor, le dijo mándalo para acá”.

    El dueño, para más felicidad de Alfredo, le dijo que si quería aprender, que fuera los domingos para ver cómo eran las máquinas, las técnicas de proyección, y se encantó para siempre: “Ahí aprendí a manejar los equipos, las máquinas, todo eso, hasta que un día llegó el dueño de uno de los cines de San Bernardo, Lalo Arenillas, porque quería exhibir una película que yo estaba pasando, y terminé reemplazando al operador de su cine y seguí y seguí hasta llegar a las salas de Santiago, Chile Films y La Moneda”.

    Llevo varios años escuchando el audio de estas conversaciones con Alfredo Arana, buscando, acaso, surcos, señales o pisadas factuales de su paso que transformen sus relatos en una “Historia de vida”, esa apostillada narrativa del yo, que para la antropología o la historia, supongo, aún importa algo. Recogí extensos diálogos con Arana solo dos años antes de su muerte, entre otras razones, porque todo en ese barrio —mi barrio— se estaba muriendo e intuía que aquel vecino que conocí en la infancia y del que sospeché en la juventud, no nos había contado todo. Como Sanchin, el proyector privado de Stalin retratado en el filme de Andréi Mijalkov Konchalovski (The Inner Circle o Círculo de poder, 1991), Alfredo distrajo y entretuvo con sus películas, primero, a la Junta de Gobierno y, a poco andar, solo a Pinochet y sus cercanos, durante más de 17 años.

    ***

    Las preguntas me persiguen desde hace varios años mientras escribo un libro sobre esta historia. No solo las que aluden a las paradojas biográficas, como la de un joven militante socialista que, de súbito, cae en medio del ‘círculo del poder’ de una dictadura que derrocó a su gobierno de manera brutal, sino la que entiendo más significativa: ¿será el testimonio de Alfredo, como el de Alexander Ganshin, capaz de desentrañar alguna opacidad cultural en el ámbito de la producción de subjetividades que en estos 50 años no hayamos percibido ni aquilatado ni resuelto?

    ¿Se puede leer una sociedad a través de una historia de vida? ¿Es la acción individual una forma de totalización de lo social? Por desaciertos y aciertos anteriores, ya no son esas dudas las que me acechan, sino las mediaciones biográficas, aquellas necesidades metafóricas y evidenciales que parecen imprescindibles para saber de vidas y tiempos a través de otras vidas y tiempos. ¿Qué nos puede decir Alfredo Arana de la dictadura cívico-militar, encerrado en su cabina, mostrando las películas del cómico argentino Jorge Porcel que a Pinochet “le gustaban tanto”? ¿Un imaginario especular? ¿Un régimen de sensibilidad que, como el haz de luz cinematográfico, aumenta y se invierte por una lente que enfoca la imagen sobre una pantalla? Me basta por ahora con un reflejo esquinado, marginalmente decisivo, pero que capture el tono de ciertas subjetividades de una época; acentos que, como el timbre en el habla o el grano en la fotografía, le den otra definición a la imagen de esos 17 años alargados hasta ahora.

    Alfredo —le pregunto—, ¿sabías que la película sobre el proyeccionista de Stalin está basada en una historia real?

    Lo desconoce o duda. Sí, la verdad es que Iván Sanchin era una chapa que encubría al agente de la NKVD —predecesora de la KGB— Alexander Sergeevich Ganshin y que trabajó desde 1939 hasta la muerte del dictador mostrándole películas (incluso logró quedarse en el Kremlin hasta principios de los años 80). El director del filme sabía que el proyector escribió sus memorias, lo conoció en los 70 y lo entrevistó, sacando a la luz una amarga historia, le digo. Su esposa se convierte en amante del jefe de la NKVD, el temido Lavrenti Beria, se embaraza y vuelve donde Ganshin solo para suicidarse. Aun así —le cuento—, él se mantuvo devoto del régimen y de Stalin.

    Como yo de Pinochet —me contesta—. No fui de ningún servicio secreto, me vigilaban, seguro que me vigilaban, pero nunca dije lo que hacía. No decía nada. La gente no tenía idea en lo que yo trabajaba, a lo mejor muchos creyeron que yo era de la CNI.

    Se sabe que Arana, como Ganshin, no fue de ninguna manera “único en su tipo”, entre otras razones, porque la autocracia, con sus privilegios y placeres, convirtió a muchos dictadores no solo en cinéfilos y censores, sino en realizadores, guionistas, actores y hasta en directores, rodeándose de funcionarios, operarios, productores y tecnología, tanto para el goce propio como para la perpetuación del statu quo a través de la propaganda.

    Francisco Franco, premunido de su primera cámara, una Pathe-Baby, rueda varias películas en África que, aunque terminarán extraviadas, le servirán de experiencia para actuar en el filme La malcasada (1926) y, ya convertido en dictador de España, rodar la película nacional-catolicista Raza (1941), basada en un argumento —después convertido en novela bajo el seudónimo Jaime de Andrade— escrito por su puño y letra. En materia cinematográfica no dejó nada al azar: desde sus inicios nombra en la dirección de prensa y propaganda (de la que dependía el Departamento Nacional de Cinematografía) a su amigo Millán Astray, luego a su hermano Nicolás Franco y, finalmente, a su cuñado Serrano Suñer, los que contribuyeron cuadro a cuadro al culto de su imagen. El cine fue su ocio desde joven y cumplió su sueño de transformar un pequeño teatro de su residencia del palacio El Pardo en una sala de cine.

    ¿Qué veía Franco?

    Hace muy poco, José María Caparrós y Magí Crusells encontraron en el Archivo General del Palacio Real de Madrid un material inédito e insólito: las invitaciones a las sesiones cinematográficas realizadas en la residencia del dictador, desde enero de 1946 hasta el 12 de octubre de 1975, con el programa detallado de las mismas. Según la documentación, Franco vio cerca de dos mil películas en El Pardo (1.514 extranjeras y 465 españolas), dos veces a la semana, y el catálogo revela puntos de fuga desconocidos en los monolíticos valores del franquismo: vio varias películas de Buñuel y del “cine de la disidencia”, como las dirigidas por Bardem o Berlanga. Y contra lo que se creía, el género más visionado fue la comedia, seguido del drama, el policial y el musical.

    El registro de consumo fílmico de un dictador más cercano al encontrado por Caparrós y Crusells está contenido en Las memorias de Clara Petacci, la concubina favorita de Mussolini, pero son mínimas en comparación. Lo propio ocurre con los visionados de Hitler, que aparecen muy ocasionalmente en los diarios de Goebbels, a veces en periódicos o en los registros de sus ayudantes, especialmente entre 1938 y 1939, como lo prueba la meticulosa investigación del inglés Bill Niven en su Hitler and Film, que coloca a Metrópolis, de Fritz Lang, entre sus obsesiones.

    Y están las memorias de Ganshin, claro. Por eso sabemos que las películas favoritas del zar rojo eran las históricas y militares, la comedia musical Volga Volga, Tiempos modernos, de Chaplin, pero también nos enteramos de que amaba los westerns de Spencer Tracy y Clark Gable, así como las del vaquero y héroe solitario interpretado por John Wayne. Y algunos detalles más: odiaba el erotismo explícito (en Volga Volga se sorprendió por un beso apasionado y ordenó que recortaran el filme con tal furia, que los besos en las películas soviéticas se prohibieron durante un tiempo) y encargaba la realización de sus propias hagiografías fílmicas, ordenando que un solo actor lo interpretara (Mijael Gelovani), amén de delinear muchas películas a la medida de su gusto.

    Como sucederá a menor escala con Pinochet, Stalin contaba en todas sus residencias con una sala de visionado y, de hecho, el ataque al corazón que lo mató ocurrió momentos después de una de estas sesiones de cine doméstico, el 28 de febrero de 1953.

    ***

    Alberto Olmedo, Susana Giménez, Jorge Porcel y Moria Casán en la película Las mujeres son cosa de guapos (1981).

    Es una película nueva, le dije a mi general”, cuenta Arana. Y sigue: “Ah, ya, me respondió medio serio. Pero cuando terminó, uffff, ¡salió bailando! Disfrutando de lo lindo. Trataba de un famoso cantante de rock and roll, pianista, era casi pura música. Mi general quedaba maravillado con lo que hacía con las manos. Esa película me gustaría guardarla, tenerla conmigo, porque te alegra la vida”.

    Pero ¿cuál era esa película, Alfredo?

    Bolas de fuego —me responde (Great Balls of Fire!, 1989)— y era sobre Jerry Lee Lewis, donde él se enamora de su sobrina, un amor imposible.

    Perdido el plebiscito del Sí y el No, el dictador aún bailaba, pienso. Pero también cavilo sobre una constante, a juzgar por lo que su cercano ideológico —Francisco Franco— más veía: comedias y, de paso, todo el cine comercial que podía elegir antes de que lo mirara el resto. Haz lo que yo te digo, pero no lo que yo veo.

    Por lo mismo, quizás lo que visionaba en su pequeño cine privado nos habla más de lo que nos dejó ver, a la manera de una curatoría espontánea, paralela a la censura institucional. Como lo estudió pioneramente María de la Luz Hurtado y en forma reciente, Jorge Iturriaga y Karen Donoso, en Chile, o Jane Esberg, en Princeton, desde el golpe de Estado comienza una fase de censura creciente, con películas prohibidas ya sea por razones políticas, religiosas o sexuales. Si desde el año 1960 la proporción de filmes purgados rondaba entre el 1,5% al 3,5% del total de presentadas a los organismos calificadores, a partir de 1974 rondará sobre el 10%, llegando en 1978 a censurarse casi el 18% de las películas revisadas.

    ¿Estaban los ojos cinéfagos de Pinochet detrás de estas purgas?

    Es difícil saberlo, pero han quedado huellas tentativas: el cambio drástico de miembros del organismo calificador por personeros afines a la dictadura, en 1973; la reforma a la ley en 1975, que modifica la composición y atribuciones de este cuerpo censor (se rebautiza el Consejo de Censura con el nombre de Consejo de Calificación Cinematográfica, traspasando su presidencia al subsecretario de Educación e integrando como miembros a representantes activos de las cuatro ramas de las Fuerzas Armadas) y, cómo no, el privilegio que tenía Pinochet, como me relató Arana, de ver películas antes de que llegaran a los cines, es decir, antes de que fuesen calificadas o prohibidas por el Consejo. Ello pudiese implicar, aun potencialmente, recomendaciones o interferencias directas de los títulos “adecuados” para ofertarse en las marquesinas del país.

    Como es obvio, este Consejo dejó fuera de los cines a todos los filmes políticos que se situaban en las antípodas de los predicados ideológicos de la dictadura y ejemplos hay muchos, incluyendo absurdos como El batallón chiflado (1981). Pero ¿le repugnó a Pinochet El último tango en París (1972) de Bertolucci? Cuando pasó por los revisores en 1974 y se vetó, María Romero, integrante de este Consejo que permanecerá varios años, dijo que se le consideró “aberrante pornografía pura”. O tal vez el dictador no tuvo oportunidad de que le asqueara, pues se mantuvo ocupado viendo la prolífica producción de comedias eróticas protagonizadas por Jorge Porcel, que desde el año 1973, comenzando con La casa del amor y hasta El profesor punk (1988), contabilizó 35 filmes, muchos de ellos lanzados en un mismo año.

    En 1978, las tensiones limítrofes entre Chile y Argentina estaban conduciendo a ambos países a un conflicto bélico inevitable. El integrante de la Junta y comandante de la Aviación, Gustavo Leigh, estaba en franca oposición a Pinochet, lo que se zanja con su destitución y una gravísima crisis interna. Pero en abril de ese año, el cómico porteño estrena Fotógrafo de señoras —con Graciela Alfano— y en septiembre, Encuentros muy cercanos con señoras de cualquier tipo, protagonizado por Porcel y su dupla inseparable, Alberto Olmedo, junto a las vedettes Moria Casán y Adriana Aguirre. Al parecer, ni la guerra inminente ni la salida de Leigh ni el origen del filme o el escrutinio de sus fieles partidarios ultracatólicos, liderados por Jaime Guzmán, impidieron que Pinochet gozara de las desventuras de hombres lascivos y torpes, que se las ingenian de mil maneras para conseguir la aquiescencia de ingenuas personificaciones femeninas, siempre de faldas muy cortas, tacos muy altos y blusas escotadas.

    En ese tiempo había películas de un cómico argentino, el gordo Porcel —me cuenta Alfredo—. Puuuu, que le gustaban esas comedias, ¡y se reía! Yo te digo que salían riéndose y quedaban felices. Esas comedias argentinas de Porcel, puuuuuu. Mi general pedía de esas películas, porque salían riéndose. Eran picantes, pero lo que le interesaba era disfrutar, reírse, reírse, reírse. A mí me abrazaba, me decía: ‘¿Cómo está Arana? ¿Qué película tiene hoy día?’. Esto, esto y esto, le decía yo. Puuuuuu, gozaba”.

    Alfredo, ¿quién decidía sobre cuáles películas ofrecerle? ¿Tú tenías la decisión?”, le pregunto. “Mira, había un encargado que trabaja en el sistema de cine y me decía: ‘Hay esta, esta y esta película, para que le ofrezcas’. Yo no las había visto, él me las contaba un poco y yo ahí elegía lo mejor según el gusto de mi general”.

    —La izquierda unida, jamás será vencida, gritábamos. Pero, ¿por qué fue vencida la izquierda? Porque nunca estuvo unida. Nunca tuvo unidad —me replica enfático—. Así que me dejó de interesar el partido. Mira, finalmente estaba ahí por la pega, porque necesitabas trabajar, yo estaba cesante y para entrar a trabajar al cine Bandera, que era uno de los cines administrados por la Corfo, tenía que estar en el partido. Y como la Corfo también era la dueña de Chile Films… Bueno, un día me fueron a buscar los militares para pasar películas en Chile Films y ya te dije, no paré hasta terminar en La Moneda, debajo de la Plaza de la Constitución, donde mi general construyó otra sala de cine.

    Como sabemos, acaecido el Golpe, la industria cultural y los medios de comunicación son drásticamente intervenidos, lo que en materia cinematográfica tendrá consecuencias devastadoras, pero también muy anheladas por parte de aquellos sectores que pugnaban por una “liberación nacional”, especialmente de la “propaganda marxista”.

    El mismo 11 de septiembre, relató el funcionario Marcel Llona al periodista Sergio Villegas, los estudios de Chile Films son asaltados por una tropa de militares que destroza laboratorios y quema archivos fílmicos, lo que se extendió por tres días, destruyendo, entre otras piezas, todos los noticiarios desde el año 1945 en adelante. Proseguirá el cierre de los departamentos de cine de las universidades y la derogación de la ley de cine, que promovía la protección de la producción cinematográfica nacional.

    La contraparte, consecuente con la idea de liberación nacional, es la reapertura ilimitada de las importaciones de filmes desde el extranjero, las que habían sido fuertemente controladas a través de cuotas e impuestos a partir de medidas proteccionistas impulsadas por la Unidad Popular. De hecho, apenas tres semanas después del golpe de Estado, se apersonó en el país Robert Corkery, presidente de la Motion Picture Association of America, para aupar el envío de películas desde los grandes estudios de Hollywood. La proliferación de la oferta le abrió a Pinochet y a la Junta un apetito fílmico omnívoro y es por ello que, apenas pudieron, sus miradas se dirigieron a Chile Films para ver las novedades cinematográficas de las que el socialismo los había privado por mil días.

    Cuando llegué a Chile Films —relata Alfredo—, en noviembre o diciembre de 1973, supe que habían estado construyendo un microcine, porque ese día, justo ese día, lo iban a inaugurar. Vi las máquinas —las conocía— y cuando estaba todo listo, me dijeron que me tenía que quedar. Estaba a cargo un coronel, muy jodido. Entonces comenzó a llegar gente de seguridad, de Carabineros, de la Armada, de la Aviación… Y de repente veo que entra Mendoza, Leigh, Merino y mi general, todos con sus senoras, los cuatro, cada uno con su señora. No recuerdo qué vieron, puede ser que nada muy recordable, pero a mitad de la película se me comenzó a quemar un foco y a salir humo, y todos empezaron a alarmarse, a salir de la sala y los de seguridad a entrar a la cabina. Imagínate, yo estaba muy nervioso… Al final logré resolverlo y seguir con la proyección, tratando de que no pasara de nuevo. Y bueno, terminó la película y me quedé, me dijeron que tenía que seguir trabajando en Chile Films”.

    ¿Pero cómo llegaste ahí, Alfredo? —lo inquiero— Pareciera que un día estás proyectando en algún cine del centro de Santiago y al otro día estás proyectándole películas a la Junta Militar en pleno. No hay golpe de Estado, no hay gobierno de la Unidad Popular, no hay decorado ni escenografía que acompañe la película de tu vida en esos años.

    Mira, es un poco difícil y largo explicártelo —comenta con lentitud—, porque el año 1973 yo era del Partido Socialista.

    Las preguntas me persiguen desde hace varios años mientras escribo un libro sobre esta historia. No solo las que aluden a las paradojas biográficas, como la de un joven militante socialista que, de súbito, cae en medio del “círculo del poder” de una dictadura que derrocó a su gobierno de manera brutal, sino la que entiendo más significativa: ¿será el testimonio de Alfredo, como el de Alexander Ganshin, capaz de desentrañar alguna opacidad cultural en el ámbito de la producción de subjetividades que en estos 50 años no hayamos percibido ni aquilatado ni resuelto?

    Las máquinas proyectoras eran difíciles —prosigue Alfredo—, eran inmensas y las películas venían en 10 o en 15 rollos. Cuando aparecía un punto pequeño en la proyección, indicaba que el rollo se estaba terminando… Entonces había que tener la otra máquina lista.

    Pero Alfredo, ¿cómo llegaste a militar en el Partido Socialista y terminar trabajando para Pinochet?

    La izquierda unida, jamás será vencida, gritábamos. Pero, ¿por qué fue vencida la izquierda? Porque nunca estuvo unida. Nunca tuvo unidad —me replica enfático—. Así que me dejó de interesar el partido. Mira, finalmente estaba ahí por la pega, porque necesitabas trabajar, yo estaba cesante y para entrar a trabajar al cine Bandera, que era uno de los cines administrados por la Corfo, tenía que estar en el partido. Y como la Corfo también era la dueña de Chile Films… Bueno, un día me fueron a buscar los militares para pasar películas en Chile Films y ya te dije, no paré hasta terminar en La Moneda, debajo de la Plaza de la Constitución, donde mi general construyó otra sala de cine.

    ¿Ahí esperó los resultados del plebiscito del 88? —me apresuro a interrogarle.

    Es tarde, el barrio se ha puesto peligroso, mañana te lo cuento —y se despide.

  151. Restos

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    Entonces, recuerdas que la dictadura era la imagen del hombre sentado en el tren con una radio a pilas pegada a la oreja, mezclada con las de los militares apostados en la línea del ferrocarril que corre paralela al estero Marga Marga. Ibas con tu padre. Subían en la estación de Villa Alemana, un edificio de techos altos y adobe trizado. El hombre de la radio tenía la cara roja, ocupaba un viejo abrigo de marino y se sentaba al frente de ustedes. El viaje era suave y buena parte de los pasajeros tendían a repetir sus asientos, sus poses, sus conversaciones. Mientras, veías por la ventana cómo las ciudades despertaban de a poco y las luces del tendido eléctrico se apagaban cuando llegaba la mañana helada.

    ***

    Piensas en el acento perdido de los chilenos, en esa voz que era más finita, casi destemplada. Un trino, una conversación de aves que a veces podía formar un coro. “El lenguaje de los pájaros / es un lenguaje de signos transparentes / en busca de la transparencia dispersa de algún significado”, anotaba Juan Luis Martínez en el 77. Su libro era el catastro falso de un mundo roto. ¿Dónde quedó ese acento? ¿Tenemos un atlas de nuestras lenguas muertas, una enciclopedia del ruido?

    ***

    Así que recuerdas o piensas en el ruido negro, en el sonido que va detrás del sonido, que es inaudible porque es el sonido secreto de las cosas, un sonido hecho de sombra, si es que eso es posible. William Burroughs y David Bowie hablaban de él en 1974, en una conversación que es ahora una noticia vieja, algo que parece un tratado sobre el mundo o un murmullo de pasillo. “Me pregunto si hay un sonido que pueda unir cosas”, decía Bowie. “Tienen sonidos que controlan las manifestaciones basadas en las ondas de sonido”, respondía Burroughs. Y esa idea retorna ahora, cuando vuelves a oír las grabaciones de las transmisiones del bombardeo a La Moneda en el 73. Son inquietantes y terribles, todo está ahí. Recuerdas haber escuchado esas grabaciones hace años, cuando Patricia Verdugo publicó Interferencia secreta y reconociste en ellas una novela hecha con esas voces, con esos pedazos de horror inesperados. Son las voces de los figurantes de un relato que conspiran (Leigh, Pinochet, sus subordinados), dan órdenes, exhibiéndose a sí mismos en medio del golpe de Estado, buscando el protagonismo en medio del despliegue de las tanquetas, de los rumores sobre la situación vital de Allende, entre los avisos del despegue de los aviones que van a atacar el palacio. Estaba ahí el relato minuto a minuto, como si se estuviese creando un acento o una lengua nueva, una pronunciación que prefiguraba lo que vendría. Sí, piensas en el ruido negro, en el sonido de las máquinas y los aparatos de radio y los parlantes y la respiración de los conspiradores, en la ausencia de toda piedad y la crueldad feliz de Pinochet, de los oficiales que reciben sus órdenes, en la estática y el modo en que cada frase cortada, cada saludo o cada respuesta se presenta precedida o seguida por una suerte de velo que se rompe, un sonido eléctrico que se oye como un papel rasgado o la banda de música de una guerra que no es tal.

    ***

    Y todo vuelve ahora, 50 años después, como un apunte o una línea de sombra, como esos cuerpos atrapados en el hielo que el sol libera después de siglos o milenios: esos minutos que transcurren en una manana eterna, que aún no termina porque sigue siendo 11 de septiembre en Chile, como si ese día, como en el libro de Zurita, nunca llegase a su fin.

    Y todo vuelve ahora, 50 años después, como un apunte o una línea de sombra, como esos cuerpos atrapados en el hielo que el sol libera después de siglos o milenios: esos minutos que transcurren en una manana eterna, que aún no termina porque sigue siendo 11 de septiembre en Chile, como si ese día, como en el libro de Zurita, nunca llegase a su fin. Así que los escuchas de nuevo y piensas que esos sonidos (¿cuántas veces puedes hacerlo?, ¿buscas un enigma ahí?), esas órdenes, esos ruidos de los aparatos de radio militares prendiéndose y apagándose, esperando instrucciones para lanzar sobre el centro de Santiago los aviones y las bombas, son el reverso del discurso de Allende, como si su prosa breve y seca y violenta huyese del tono triste del presidente que espera su minuto final y trata de sonar tranquilo en medio del humo y las bombas y el fuego, porque sabe que su voz es lo que quedará de él; no su imagen o sus actos o su vida o las anécdotas de su vida, sino ese discurso que toma la tragedia y la convierte en épica, mientras ofrece alguna forma de consuelo y redacta una poesía de lo inmediato que atesora imágenes posibles, porque eso es lo que sobrevivirá: todas esas alamedas abiertas como un futuro posible. Eso es lo que rescataremos del fuego, piensas, la silueta y la voz de un hombre que se despide de los suyos, que sabe que no hay vuelta, que se llama a sí mismo compañero, y por lo tanto, le pide al resto que tenga cuidado, a la vez que se despide de las mujeres y de los jóvenes, de los trabajadores, caminando hacia su propia extinción mientras entra en el sueño y se hace parte de él y todo cae, las antenas de las radios son bombardeadas y detrás suyo explotan más voces, una suerte de agitación que su discurso parece despejar para dejarlo a solas en un palacio que será una ruina, que será el blanco de las bombas, el pasto de las llamas. Mientras, el ruido turbio de las comunicaciones militares se despliega en órdenes ansiosas y avisos de exterminio. Mientras, la voz de Allende se deshace, es desmantelada por los bandos militares que suenan por la radio, por las grabaciones de las órdenes de los generales que asaltan La Moneda. Puras voces vueltas pedazos, puros fragmentos hechos de espanto. La voz aguda y estridente de Pinochet, las órdenes de bombardear las radios pirata, la sospecha de que Allende está armado (un fusil, 30 tiros), los ultimátum, los bandos militares, la búsqueda paranoica de activistas extranjeros, la ley marcial, en este país no se aceptan actitudes violentistas, deben deponer toda actitud extrema, todo el que sea sorprendido con armas o explosivos será ejecutado de inmediato, la tropa debe ponerse un pañuelo blanco para que los aviadores los vean; a las 12 en punto vendrá el bombardeo; a las 11 hay que atacar La Moneda, porque este gallo no se va a entregar; el avión se cae, viejo, cuando vaya volando; que lo echen en un cajón y lo embarquen en un avión, viejo, junto con la familia, que el entierro lo hagan en otra parte, en Cuba; se mata la perra, se acaba la leva.

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    Porque eso era la dictadura, un murmullo que no era tal y que vuelve ahora, que no se ha ido, que no se irá. Nada se va nunca. Todo está en todas las cosas, dijo Pitol alguna vez. En los 60, autores como Guillermo Atías y Fernando Alegría seguían escribiendo de la Masacre del Seguro Obrero. Sus novelas volvían sobre los muertos del 38 para entender el pasado y su juventud perdida, que también consistía en un país perdido y la idea de un futuro trágico. Ahora ese sonido regresa. Ahora la memoria (tu memoria, en realidad) está rodeada por una colección de piezas, de momentos, de fragmentos que se unen, que existen en la sombra. Pedazos. Voces. Canciones. Versos sueltos. Fragmentos. El Golpe es eso, quizás, una música secreta que no se fue nunca, que siguió pegada en la memoria o en el borde de un oído, acaso un velo. Como si la Radio Cooperativa hubiese seguido sonando siempre al lado de las fanfarrias de Sábado Gigante, de las voces de los trabajadores desempleados que salían en Cuanto vale el show y El festival de la una y esos estelares del mediodía hechos de una varieté del hambre mientras aparecía Zalo Reyes o alguien que cantaba las canciones de Zalo Reyes, en el sonido de Radio Moscú en la madrugada, en el ruido blanco de los teléfonos públicos, donde los amigos de tus padres llamaban desde Alemania o Bélgica (una voz extranjera, a veces un grito o una bocina al fondo o simplemente el silencio electrificado a la espera de una palabra que atravesaba el mar y dos o tres continentes), en el modo en que se acoplaban los parlantes de la escuela en un patio lleno de escarcha, en la carta de ajuste y el pitido que parecía extenderse por minutos u horas, en el modo en que las películas sonaban en todos esos cines (que no se llamaban cines sino teatros) ya extinguidos, como el Metro de Valparaíso, el Olimpo y el Rex de Vina del Mar, el Velarde de Quilpué, el Pompeya de Villa Alemana; en todos ellos podías oír cómo la película se desenrollaba en una máquina que vomitaba luz y, detrás de ella, un traqueteo incesante, los fotogramas como una percusión del motor de la proyectora, otra manera de desplegar el tiempo y atrapar el mundo.

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    Carátula del casete ¡Viva Chile! (1986), de la banda Electrodomésticos.

    Sigues. La memoria funciona por cortocircuitos, por saltos inesperados; después esos saltos se convierten en un patrón, en la sugerencia de un relato: te das cuenta de que esas transmisiones, que esos bandos militares, que todo ese ruido negro existe en una línea que termina, que se abre o que se cierra en ¡Viva Chile!, el primer disco de Electrodomésticos, que se lanzó en 1986 pero puede remontarse a 1973 y saltar hacia los 90, huir hasta el presente. Y sí, te sabes de memoria esas canciones, que no son canciones sino fragmentos, piezas que recogen lo que está en el aire, con lo que existe o quedó en el éter, en la calle, en el pavimento o la tierra o al interior del oído que es también el interior de la memoria. Porque en ese disco está todo, es un documental, un artefacto, un dossier de found footage, un archivo criminal, un álbum lleno de basura psíquica, lleno de discursos de odio, sermones evangélicos, avisos publicitarios y predicciones de adivinas. Recuerdas: lo escuchaste en casete (el vinilo estaba extinguido en Chile cuando eras adolescente) o alguien te habló en el colegio y con algún amigo, a comienzos de los 90, te preguntaste si la música podía ser eso, si la literatura era eso, si lo que había que hacer era salir a buscar una banda sonora que organizara o reprodujese el ruido del mundo, para preservar y darles sentido a los pedazos de la realidad. Porque, pensabas, había que estar atento tal y como estaba atento Carlos Cabezas en “Yo la quería”, cuando se calzaba la voz de un asesino, aunque lo que podías reconocer en la canción era algo más que una confesión, era el resumen de lo que estaba en el aire y que se desplegaba con una tranquilidad pasmosa, con una naturalidad (“Había pasado a cortarme el pelo ese día”) que anclaba el tema en otro lugar, en una suerte de violencia ambiental, como si la vida en la dictadura pudiese explicarse, de nuevo, con otra metáfora extrema, la del crimen vuelto ritmo o el mapa de los cuerpos sobre el paisaje: la normalidad de la crónica roja y lo que decía y no decía se había convertido en la poesía sucia de la ciudad, en una literatura que no era literatura, que era apenas música, acaso un noticiario invisible hecho de señales secretas, quizás una forma de encontrarse en la noche. De nuevo: todo está ahí. Los Electrodomésticos están registrando el sonido del presente, un mundo hecho de pausas comerciales, de melodías publicitarias, de dibujos animados. El grupo construye un arte que existe entre el archivo y la invención, como si apuntara la banda sonora de una película mental, de una película que no existe, pero que todos reconocen, que todos habitan. Ese disco completa el discurso de Allende, lo deshace. Los Electrodomésticos trabajan desde ese silencio y esa imposibilidad. Construyen un arte que se nutre del desierto de lo real y convierten lo banal en una forma de la extrañeza para que el auditor pueda darse cuenta de lo deforme o violento de lo cotidiano, de las máscaras que definen el pop, ya no como un arte fabricado sino como algo más bien parecido a un objet trouvé, una ruina habitada por el espectro de Yolanda Sultana, de los dibujos animados de Walter Lanz y las voces de Hitler y Jimmy Swaggart, entre los samplers y las guitarras frenéticas de Medina y Cabezas y una percusión que corresponde a una pista de baile, a una fiesta imposible, peligrosa y secreta.

    ***

    Vuelves al inicio, a esos viajes en tren en las mañanas de la década del 80. Recuerdas: amanecía y podías ver las armas de los soldados desde la ventana del tren, todos esos fusiles sostenidos por los muchachos a los pies de cerros secos o cruces de caminos, mientras los ecos de la radio pegada a la oreja del hombre del abrigo de marino rebotaban amortiguados y no se podían distinguir las palabras unas de otras. La radio estaba sintonizada en alguna frecuencia AM de la que solo podías escuchar una chicharreo, una niebla de estática. No sabías si eran noticias o música. El chicharreo era una masa opaca, como si perteneciese o fuese la misma discoteca imposible donde Los Electrodomésticos saqueaban la realidad para construir una novela que se elevaba por sobre cualquier idea de novela, porque su sintaxis estaba tejida de ese ruido negro, un relato parecía venir de la oscuridad y existir como alguna clase de misterio. Usted sabe, poh, el trago lo pone ciego a uno, qué le costaba esperar un poco, qué le costaba esperar; sírvase una empanadita; pero cómo besa este gitano; el futuro de Chile, ¿dónde está?; el futuro de Chile, ¿dónde está?; el futuro de Chile, ¿dónde está?; viva Chile, viva Chile, viva Chile.

  152. Rosemarie Bornand, justicia en tiempos violentos

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    Partió sola al Estadio Nacional y al Estadio Chile. Esas fueron sus primeras incursiones por los derechos humanos, pocos días después del golpe de Estado. En el Nacional, su fin era constatar que estaba ahí el jefe máximo de la Dirección Nacional de Prisiones de la UP, Littré Quiroga. Necesitaba entregarle unos remedios para la hipertensión, a nombre de su madre, que era vecina de Rosemarie Bornand.

    Pedí hablar con el jefe, porque la custodia estaba a cargo de un carabinero. No se podía pasar, no se podía entrar. Cuando finalmente me los recibió el jefe, le dije: ¿Pero usted me está confirmando que él está aquí y va a recibir los remedios? No, señora, no se puede confirmar, pero déjelos, a lo mejor le llegan. Qué terrible. El cuerpo de Littré apareció el 16 de septiembre, junto al de Víctor Jara y otros, en las cercanías del Cementerio Metropolitano”, relata la abogada.

    Bornand sentía estas incursiones como un deber profesional: “Cuando una persona está privada de libertad tengo que ir, soy abogada. Todas tienen derecho a que se les defienda, pues. La injusticia yo no la aguanto. Tengo esa mentalidad. Yo además estaba convencida de que iba a haber otro gobierno. Pero ¿una guerra contra la población civil? No, eso no entraba en mi cabecita”, advierte.

    Ella era admiradora del gobierno de Salvador Allende, pero nunca militó en un partido político. Sí su marido, Eduardo Mayer, en el Partido Comunista. Una sola vez los allanaron, a los pocos días del Golpe. “Cuando uno supo después cómo eran los allanamientos, la verdad es que este fue de guante blanco”, cuenta.

    El jueves 13 de septiembre, un inserto pagado por el Comité Permanente de Obispos se publicó en El Mercurio. En la declaración firmada por el Cardenal Raúl Silva Henríquez, junto a obispos de distintas regiones del país, se denunciaba el derramamiento de sangre y se pedía paz y respeto por los caídos, incluido el presidente Salvador Allende.

    Bornand cuenta que “quedé muy sorprendida y emocionada. Eso fue un gesto muy importante. Y yo partí donde mi pastor, Tomas Stevens Noel, y le pregunté qué iba a hacer la Iglesia Metodista. Me tuvo que bajar un poco la ansiedad, pero me aseguró que había conversaciones entre las iglesias y me dijo: Rosemarie, yo te aviso”.

    Dos semanas después, el 6 de octubre, se conformó el Comité Pro Paz, con la misión de contrarrestar las violaciones a los derechos humanos de la dictadura. “Nos juntamos en el Arzobispado. Tenía cero contacto en mi vida con la Iglesia Católica y me impresionó mucho esto de reunirse con obispos que andaban con sotanas. Ahí nos presentamos los primeros abogados. Ese día conocí a Roberto Garretón y a Hernán Montealegre, que ya era un hombre prominente. Y algo que nunca voy a olvidar es cómo se presentó Roberto. Muy conciso. Dijo que era democratacristiano y que él, personalmente, y en esto insistió, había visto cuerpos flotando en el Mapocho. Me impresionó mucho y tuvo todo mi respeto”.

    Rosemarie Bornand era la única mujer abogada miembro del Comité. Además, era la más joven y de provincia, como le gusta recalcar. Muchos de los otros abogados que eran parte de esta organización se conocían previamente. “La Universidad Católica y la Universidad de Chile me salían hasta en la sopa. Pero yo me sentía bien dueña de mí misma, creía que esa era mi labor como abogada, que tenía las herramientas y los valores, que es lo más importante. Después llegaron más mujeres, como Fabiola Letelier, y otros abogados más”, cuenta.

    Consejos de guerra

    Los consejos de guerra fueron la primera misión que le asignó José Zalaquett, que era el jefe del departamento jurídico. “Tuve que estudiar el Código de Justicia Militar, que en la escuela lo habíamos visto de pasadita, porque efectivamente hubo muy pocos consejos durante la Guerra del Pacífico. Los plazos eran cortos. Tenías que prepararte a veces sin poder leer el expediente. Hacías la defensa escrita formalmente y luego la leías. No era un alegato como el de la corte. Estos consejos se realizaban en el quinto piso del Ministerio de Defensa, en un gran auditorio con butacas de cuero. Tenía un escenario, con una gran mesa en el que se reunían las Fuerzas Armadas”, cuenta.

    El acceso al Ministerio tenía mucha seguridad. Revisaban a todas las personas, pero Bornand reiteradamente se negó a que fiscalizaran su cartera. “Entonces, el pobre paco que está en la puerta, llamaba al milico. Después al oficial de guardia de ese día. Y le decía: soy abogada. Voy a un consejo de guerra. Está por empezar, no corresponde que usted me revise la cartera, aquí llevo mi defensa, en un tono bien seco, fíjate. Como son de clasistas los milicos, yo iba bien arreglada. No exageradamente, ni enjoyada ni pintada, pero bien formal. Con tacos altos y mi cartera. Y después cuando estaba embarazada tenía mis tenidas maternales, pero siempre arregladita”, detalla.

    ¿Cómo era su interacción con los abogados militares?
    El fiscal era el abogado del servicio jurídico del Ejército. A veces andaban uniformados. A mí los fiscales poco me importaban, porque eran malos. O sea, eran malos abogados. No se expresaban bien.

    ¿De qué servían estos juicios?
    A ver… no servían para que les dieran la libertad inmediata, pero sí para aminorar la pena. Si era baja, que la cambiaran por extrañamiento, que se fueran del país. Entonces, sí sirvieron. Pero claro, una pregunta que nos rondaba siempre era: ¿Cómo me estoy prestando para esta farsa?

    Noche y niebla

    El Comité Pro Paz finalmente se vio forzado a dejar de funcionar por orden directa de Augusto Pinochet. Sin embargo, al día siguiente, el 1 de enero de 1976, nació la Vicaría de la Solidaridad. Automáticamente, Bornand comenzó a trabajar en la institución del Arzobispado de Santiago como abogado de planta. Tenía que estar todo el día en las oficinas de la Vicaría y ahora tenía más responsabilidades.

    Cuenta Bornand que la creación de las distintas unidades de trabajo en la Vicaría se correspondía con las maneras de operar de la represión. Sus primeras participaciones fueron dentro del equipo de desaparición forzada. “A fines del 75, ya todos sabíamos, después de la operación Colombo, del caso de los 119, que supuestamente murieron en Argentina, que había detenidos desaparecidos, pero daba harta cosa decirlo. Hablábamos de no ubicados. Pasamos años con la duda de que podían estar en campos de detención”.

    El plan “Noche y niebla” fue la estrategia usada por el régimen nazi para la desaparición forzada de prisioneros (de ahí Alain Resnais tomó el título para su documental sobre Auschwitz). Fue una orden directa de Hitler. “Desaparecen en la noche”. En Chile, el primero que comenzó a emplear este término en sus escritos y alegatos judiciales durante la dictadura fue Sergio Concha, un excura que se dedicó por entero al derecho. “Fue muy terrible constatar que había un método sistemático de desaparición forzada”, asegura Bornand. “La segunda prueba irrefutable fue Lonquén. En noviembre del 78. Ahí ya se encontraron restos de no ubicados”.

    Bornand detalla que el departamento de desaparición forzada en ese tiempo estaba compuesto por cuatro personas. “Héctor Contreras era el jefe de la unidad. Yo era la segunda a cargo, y dos asistentes sociales, María Luisa Sepúlveda y Ximena Taibo. Ahí se empezaron a confeccionar las listas, las primeras sábanas de los detenidos desaparecidos, que eran unos rollos de papel cada vez más extensos, con información muy minuciosa de cada persona. Eso permitía hacer cruce de datos y encontrar patrones. Los familiares nos ayudaron muchísimo en esto”.

    En esos días oscuros las jornadas laborales podían extenderse hasta entrada la noche. La crianza de sus dos hijos la lideraba Eduardo, un gran lector de cuentos, que los mantenía, como dice Rosemarie Bornand, alejados del horror, y cuando ella llegaba, les daba un beso mientras dormían. Durante varios años los almuerzos en la Vicaría eran en los escritorios y consistían en café y unas hallullas con paté. Y muchos cigarrillos. La marca dependía de las platas del momento: Advance, Hilton o Lucky, que le encantaban. En segundo año de derecho comenzó a fumar y a sus 78 años, prefiere los Kent One, pero ahora solo después del mediodía.

    Otro de los cometidos de Bornand fue la Unidad de Análisis de la Vicaría. Era allí donde se llevaba el pulso de las acciones de la dictadura, a través del Informe Mensual. “El objetivo —asegura— era salvarles la vida a todos los que incluíamos en este informe. Teníamos que ser muy cuidadosos, todo tenía que ser escrito en tono mercurial, es decir, no adjetivar. Neutro total. Y siempre con respaldo de un escrito judicial. Si la persona no tenía amparo, no se podía incluir. Las estadísticas y los relatos que se elaboraban en esta unidad tenían que ser a prueba de desmentidos, y la verdad es que nunca lo hicieron”.

    Tuve que estudiar el Código de Justicia Militar, que en la escuela lo habíamos visto de pasadita, porque efectivamente hubo muy pocos consejos durante la Guerra del Pacífico. Los plazos eran cortos. Tenías que prepararte a veces sin poder leer el expediente. Hacías la defensa escrita formalmente y luego la leías. No era un alegato como el de la corte. Estos consejos se realizaban en el quinto piso del Ministerio de Defensa, en un gran auditorio con butacas de cuero. Tenía un escenario, con una gran mesa en el que se reunían las Fuerzas Armadas.

    La venda

    El Museo de la Memoria recibe múltiples donaciones de las víctimas de derechos humanos. Algunas están expuestas en sus colecciones. Bornand guarda relación con un objeto clave, un objeto que tiene algo de mítico: una venda gris oscuro para cubrir los ojos, usada por los servicios de seguridad durante las sesiones de tortura.

    En 1984, el Diario Oficial publicó cuáles eran los cuarteles de la Central Nacional de Investigaciones (CNI). Sin dejarse amedrentar, los equipos de la Vicaría se apostaban a sus afueras con un abogado, un periodista y un fotógrafo. La idea era ingresar a los recintos para hacer valer en terreno la defensa de los derechos humanos. Tocaban a las puertas, insistentemente. Por lo general, sin resultados.

    En este periplo constante, Bornand se anima a ir sola al centro de detención, tortura y exterminio Cuartel Central Borgono, sede central del mando operativo de la CNI, también conocido como la “Casa de la Risa”. Allí, en el barrio Independencia, operaban los agentes de seguridad especializados en el MIR y el FPMR. La puerta era de fierro forjado, por lo que golpear con la mano era en vano. Se requería algo sólido, como una piedra. Eso hizo Bornand y, en contra de lo esperado, le abrieron la puerta.

    A mí no me daban miedo los uniformes ni las metralletas. Iba a buscar a un cabro joven. Cuando llegó, lo vi y me llamó la atención que parpadeaba mucho y le pregunté si había estado vendado. Me di cuenta de que sus ojos estaban humedecidos. Me hizo un gesto. No habló casi nada. Quizás desconfiaba. Al despedirse me dio la mano y me pasó algo”, recuerda la abogada.

    Salí con mi mano empuñada y me fui rápido. No la quería abrir, sentía que era un pedazo de tela, quizás venía un mensaje adentro. Cuando la abrí en el escritorio, estaba la venda. La llevamos a la corte como evidencia. Lo bueno es que después la recuperamos y quedó como testimonio”, senaló.

    De los diversos ejes de su trabajo, Bornand habla con la misma intensidad, pero con tono suave, sin quebrarse, por más opacos y escabrosos que fueran. Viajó a lugares aislados de Chile para verificar las condiciones de vida de los relegados y para ser testigo de varias exhumaciones.

    En Pisagua estuve harto tiempo, de alguna manera me especialicé en Pisagua. Fue un hallazgo muy importante porque estábamos encontrando a varias personas. Uno de los primeros fue el Chono Sanhueza, que la primera en reconocerlo fue María Maluenda. En ese momento a mí se me conectaron mis recuerdos universitarios. Resulta que el Chono era un obrero de las Juventudes Comunistas de Concepción y que siempre recorría la universidad. Nunca me voy a olvidar que era de una población que se llamaba Agüita de la Perdiz. Nunca fuimos amigos, pero como la sal del desierto momifica los cadáveres, el Chono era completamente reconocible”.

    Tenía bastante sangre fría…
    Fueron muchos los horrores que nos tocó conocer y ver. Iba mucho al Servicio Médico Legal a acompañar a los familiares. Conocía perfecto el camino hacia el frigorífico donde están las bandejas. Era un trámite de identificación terrible, pero importante. Me acuerdo cuando asesinaron a un muchacho, Mauricio Mairet, del MIR. Fui al Médico Legal con la familia. Lo veo y la carita era idéntica a la de mi hijo. Lo encontré tan parecido a Ricardo. En la noche me levanté dos o tres veces a mirarlo. Tenía que mirarlo y tocarlo para sentir que no era él. Tenía el mismo color de pelo. En esos tiempos, Ricardo debería haber tenido 14 o 15 años. Y este Mauricio tenía 18, 19. Fue la única vez que me pasó algo así. Nunca lo he dicho.

    Los archivos de la violencia

    Con la llegada de la democracia, el trabajo de la Vicaría se concentró en el resguardo de la documentación generada entre 1973 y 1990. Más de 45 mil carpetas. Así fue como el Arzobispado, más las tratativas impulsadas por Javier Luis Egana, decidieron que la misma Iglesia cuidaría de los archivos que contenían los métodos de represión y las historias de las víctimas de violaciones a los derechos humanos —este archivo de la violencia chilena, en 2003, fue declarado por la Unesco patrimonio de la humanidad.

    A través de un decreto cardenalicio, el arzobispo Errázuriz nombró a Bornand como la persona encargada de asignar los casos pendientes o en proceso a distintos organismos de derechos humanos y judiciales. “El archivo jurídico se convirtió en mi misión. Para mí dejar los casos fue muy difícil. Trabajé hasta el último día, hasta diciembre de 1992”, reconoce.

    Ella trabajó y puso todo su corazón, como dice, en la Comisión Rettig. Aun así, la Transición la decepcionó: “Pensé: no puedo seguir trabajando en derechos humanos si vamos a tener que ceder o conceder ciertas cosas en términos de justicia. A mí, eso de ‘en la medida de lo posible’ me cayó como patada en la guata. No lo entendí. Ahora he tratado de entenderlo, pero aquí, dentro en mi corazón, todavía no lo acepto”.

    50 años después del Golpe, ¿cómo ve ese acontecimiento que transformó la vida del país y también la suya?
    Para mí, el Golpe fue ayer. Cómo iban a ser necesarios esos excesos… Matar gente. Me duele y me indigna. No se debió haber quebrado la democracia, había otros caminos. Era un hecho que venía un plebiscito. Reconozco que hubo errores, pero el pueblo no estaba armado. En menos de 24 horas estaba el país paralizado. Se instaló el miedo porque la fuerza bruta te arrastra, te pisotea y te mata. Además, la maldad de las personas lamentablemente invadió a parte de los chilenos. Busco y leo explicaciones. Sigo pensando que fue el temor al cambio. Desde que fuimos independientes hubo una élite con pequenas luces de progresismo, pero esa élite siempre ha ido soltando muy poco sus privilegios, y siempre fue a sangre y fuego. Yo estoy agradecida de haber dedicado mi vida a defender a las personas, pero no puedo estar, ni medio segundo, orgullosa de eso, porque el Golpe y la dictadura jamás deberían haber ocurrido.

     

    Fotografía: Emilia Edwards.

  153. Suprema prueba de Salvador Allende

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    La delicadeza de Salvador Allende lo convertirá siempre en un arquetipo de victoria americana. Con esa delicadeza llegó a la polis como triunfador, con ella supo morir. Este noble tipo humano buscaba la poesía, sabe de su presencia por la gravedad de su ausencia y de su ausencia por una mayor sutileza de las dos densidades que como balanzas rodean al hombre. Tuvo siempre extremo cuidado, en el riesgo del poder, de no irritar, de no desconcertar, de no zarandear. Y como tenía esos cuidados que revelaban la firmeza de su varonía, no pudo ser sorprendido. Asumió la rectitud de su destino, desde su primera vocación hasta la arribada de la muerte. La parábola de su vida se hizo evidente y de una claridad diamantina; despertar una nueva alegría en la ciudad y enseñar que la muerte es la gran definición de la persona, la que la completa, como pensaban los pitagóricos. Ellos creían que hasta que un hombre no moría, la totalidad de la persona no estaba lograda. El que ha entrado triunfante en la ciudad, solo puede salir de ella por la evidencia del contorno que traza la muerte. Llevaba a su lado a Neruda, que era el que tenía las palabras bellas y radiantes para acompañarlo en su muerte, pero los dos morían al mismo tiempo. ¡Qué momento americano! El héroe y el canto se ocultaban momentáneamente, para reaparecer de nuevo en un recuperado ciclo de creación.

    Al despertar el héroe y la poesía, tenía que aparecer lo coral, la gran antífona del pueblo. La raya vertical que es Chile, en el contraste de los mapas, se convierte en una raya ígnea y un gran fuego ha comenzado a soplar. El coro avanzará sobre las arpías y las furias desatadas de la reacción, como la primitiva hoguera que no se consumía. La misma naturaleza ya se muestra enemiga de aquellos que atentaron contra Allende. Los árboles en la medianoche prorrumpen en maldición. El carabinero siente el ramaje que con violencia se le pega en las costillas. Los Andes ruedan pelotas de trueno que asordan a los tiranuelos de cartón piedra. Por todas partes la naturaleza coopera con el hombre para rechazar a los encapuchados de la maldición.

    Ahora Allende combate en todas partes de la franja vertical de fuego coronario, atrae como un imán mágico y enseña a todos la fuerza irradiante de la suprema prueba del fuego y de la muerte. Él entrará de nuevo, no en la ciudad de ahora sino con los citaderos y los jóvenes que saltan como jaguares por encima del fuego. Está en todas partes como la mejor compañía, luchador absoluto, y sus amistosos designios como la libertad.

    Ya hemos dicho que el espacio americano es un espacio gnóstico, un espacio que conoce y que fija sus ojos, destruye la visión de los malvados. Existe desde luego el estado inmóvil, paleontológico, que mira hacia la muerte infecunda, pero hay también la muerte creadora, que representa la muerte y la resurrección. Ahora Allende combate en todas partes de la franja vertical de fuego coronario, atrae como un imán mágico y enseña a todos la fuerza irradiante de la suprema prueba del fuego y de la muerte. Él entrará de nuevo, no en la ciudad de ahora sino con los citaderos y los jóvenes que saltan como jaguares por encima del fuego. Está en todas partes como la mejor compañía, luchador absoluto, y sus amistosos designios como la libertad.

    Como en las grandes construcciones donde el número de oro que daba las proporciones de la armonía, traza la melodía de la arquitectura, de la misma manera ciertas vidas, como la de Allende, están regidas en su parábola y en su muerte por el número de oro. Un secreto canon que les da su misterio y su cumplimiento. Tanto en su vida como en su muerte bullen las más seleccionadas fuerzas generadoras. Al morir ya está a su lado el nuevo retoño del grano de trigo.

    25 de abril de 1974

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    Este texto fue incluido en la revista Eco, N° 200, Bogotá, abril-mayo-junio, 1978. Posteriormente, en el libro Lezama disperso, editado por Ciro Bianchi Ross, Unión, 2009.

  154. La deuda jurídica

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    En mayo de este año se conoció que un 36% de quienes respondieron la encuesta CERC-MORI estimó que las Fuerzas Armadas “tenían razón para dar el golpe de Estado”. Eso implicaría un aumento de 20 puntos en 10 años. Si bien la encuesta pregunta por el golpe de Estado y no por los crímenes cometidos al amparo de la dictadura, parece artificial el ejercicio de separar quirúrgicamente lo uno de lo otro, sobre todo porque el horror del abuso de la fuerza estatal para cometer delitos de manera sistemática se comenzó a vivir desde el mismo 11 de septiembre, lo mismo que la política de establecer un nuevo orden por la fuerza se evidenció también desde el primer día. Esa política dio un trasfondo común a los crímenes, según ha quedado establecido en múltiples resoluciones judiciales que entienden que los crímenes cometidos son, además de delitos según el derecho interno, también crímenes de lesa humanidad.

    Desde el mismo día del Golpe hubo víctimas de delitos que invariablemente han tenido un solo reclamo: justicia. Cincuenta años después, cabe constatar que como sociedad no hemos satisfecho ese clamor, lo que ha llevado a nuevas violaciones de derechos, esta vez por la demora o falta de investigación u otra clase de acción estatal ante las violaciones de derechos humanos originalmente cometidas.

    En ese escenario, resulta impresionante la resiliencia de las víctimas, verlas permanentemente buscando justicia, con las herramientas del Estado de Derecho, en los tribunales chilenos o persiguiendo la responsabilidad del Estado. A su vez, en procesos internacionales que no suelen recibir tanta cobertura mediática como aquellos en los que Chile se enfrenta a otro país, el Estado de Chile ha litigado varias veces contra las víctimas de su represión, perdiendo hasta ahora en todos los casos (Almonacid Arellano y otros vs. Chile, García Lucero y otros vs. Chile, Maldonado Vargas y otros vs. Chile, Órdenes Guerra y otros vs. Chile). Está pendiente de resolución Vega González y otros vs. Chile, cuyos alegatos tuvieron lugar en febrero pasado. Mediante las resoluciones en estos procesos se comprueba que, lamentablemente, la deficiente acción del Estado en su conjunto ha producido, a lo largo de los años, nuevas violaciones de derechos.

    El hecho de que las víctimas de los crímenes de la dictadura sigan clamando por justicia en distintos escenarios (en la justicia penal, en la justicia civil, ante tribunales internacionales), que en ocasiones he notado se percibe como su incapacidad de hacer un cierre, es en realidad fruto de nuestra incapacidad como sociedad para brindarles un mínimo de justicia.

    En procesos internacionales que no suelen recibir tanta cobertura mediática como aquellos en los que Chile se enfrenta a otro país, el Estado de Chile ha litigado varias veces contra las víctimas de su represión, perdiendo hasta ahora en todos los casos (Almonacid Arellano y otros vs. Chile, García Lucero y otros vs. Chile, Maldonado Vargas y otros vs. Chile, Órdenes Guerra y otros vs. Chile). Está pendiente de resolución Vega González y otros vs. Chile, cuyos alegatos tuvieron lugar en febrero pasado. Mediante las resoluciones en estos procesos se comprueba que, lamentablemente, la deficiente acción del Estado en su conjunto ha producido, a lo largo de los años, nuevas violaciones de derechos.

    Al día de hoy, la mayoría de las víctimas de delitos graves (homicidios, secuestros, tormentos) cometidos como parte del ataque contra la población civil, reconocidas en su calidad de tales por el Estado de Chile a partir de los informes de las comisiones Rettig y Valech, no cuentan con una sentencia firme que dé cuenta de una investigación adecuada y establezca las responsabilidades penales del caso. El Estado ha reconocido más de 40.000 víctimas directas de esta clase de delitos, cometidos sistemáticamente: 3.216 personas forzadamente desaparecidas y ejecutadas políticas, y 38.254 personas que fueron sujeto pasivo de tortura y/o prisión política. De esos casos, de acuerdo con el Informe Anual de Derechos Humanos de la UDP en el año 2021, solo en una minoría de casos existía una sentencia penal firme. Se habían concluido con sentencias definitivas procesos penales por un 26,75% de las personas reconocidas actualmente por el Estado como desaparecidas o ejecutadas, mientras que de las personas reconocidas como víctimas de los demás delitos, el porcentaje es dramáticamente menor. Por cierto, en los años transcurridos desde 2021 hubo una serie de nuevas sentencias, pero no alcanzan a revertir el hecho de que la amplia mayoría de los casos no cuentan aún con una sentencia firme.

    ¿Por qué el Estado, en 30 años, no ha encontrado los recursos suficientes para completar la investigación exhaustiva, al menos en los casos de las víctimas que ha reconocido? Claramente, hemos tenido otras prioridades. Se ha recordado a las víctimas en ocasiones puntuales, pero no solo no hemos priorizado la justicia, sino que tampoco valoramos adecuadamente el valioso aporte que su incansable labor ha logrado para nuestra sociedad: dar testimonio de que es posible buscar respuestas civilizadas ante el horror.

    En tiempos de campante punitivismo y populismo —también en lo penal—, las víctimas de estos delitos, los más graves que conoce el ordenamiento jurídico nacional e internacional, solo han buscado que el Estado declare la responsabilidad penal de quienes corresponda y que aplique penas acordes a la gravedad del delito, de acuerdo a lo previsto en el derecho penal patrio vigente a la época de los hechos.

    Se trata de personas que sufrieron lo indecible por actos cometidos en promoción de una política estatal que perseguía deshacerse no solo de opositores ideológicos, sino de todas aquellas personas que estorbaran por no ser funcionales al nuevo modelo, al nuevo Chile. Sufrir prisión política, tortura, que un familiar desaparezca o sea ejecutado, son dolores difícilmente imaginables para quienes no los hemos sentido en carne propia. A esto ha seguido la negación de los delitos (a saber, la declaración “no hay tales detenidos desaparecidos”); una vez que fue imposible negarlos, la negación de su sistematicidad (utilizando el término “excesos” para referirse a las torturas); el procurar evitar a toda costa el castigo (por ejemplo, el boinazo como señal de que no se permitiría el desfile de militares por los tribunales); los presagios de caos total del sector político que apoyó la dictadura, si el régimen llegaba a cambiar (en un capítulo más de su perenne campaña del terror); el presentarlos como algo del pasado, por lo que se preocupan personas resentidas e incapaces de mirar al futuro.

    El Estado ha reconocido más de 40.000 víctimas directas de esta clase de delitos, cometidos sistemáticamente: 3.216 personas forzadamente desaparecidas y ejecutadas políticas, y 38.254 personas que fueron sujeto pasivo de tortura y/o prisión política. De esos casos, de acuerdo con el Informe Anual de Derechos Humanos de la UDP en el año 2021, solo en una minoría de casos existía una sentencia penal firme.

    Infelizmente, se produce un dé vécu si se observa la reacción pública del mismo sector respecto de los delitos durante el estallido social a partir de octubre de 2019: de nuevo se dice que no existe (esta vez la ceguera); de nuevo se niega la sistematicidad (a pesar de que los entes públicos espontáneamente publicaron informes diarios de la gran cantidad de denuncias a nivel nacional); se habla, en cambio, de “excesos” y se procura evitar el castigo (políticos del mismo sector piden “tomar medidas” contra una fiscal, “dar herramientas” a las policías mediante normas que garanticen su impunidad)… en fin, el set de herramientas que se empleó estaba guardado en su caja, listo para volver a ser empleado.

    Un argumento que suelen repetir las defensas de las personas a quienes se les imputan crímenes motivados políticamente es que quienes los cometen —en general, buenos vecinos, padres de familia— solo actuaron en circunstancias extraordinarias y que no es previsible que se repitan, por lo que no es necesario el castigo. Pero la historia se encarga de mostrarnos que no es así. Antes bien, la comisión sistemática de crímenes por el aparato estatal va impactando en culturas institucionales, que pueden quedar en estado de latencia, pero subsisten y vuelven a emerger.

    A todo el despliegue comunicacional y a otras manifestaciones de poder se ven enfrentadas permanentemente las víctimas y sus abogados y abogadas. De no ser por su infatigable labor, no tendríamos procesos ni condenas por crímenes de la dictadura. Hoy tenemos cientos de ellos, lo que comparativamente con lo ocurrido en otros Estados parece mucho, pero —lo recalco— es solo un porcentaje menor de los casos reconocidos por el propio Estado.

    Quiero insistir en relevar a quienes, ante la injusticia y el crimen organizado con mayúsculas, empuñaron valientemente las armas del derecho, abriendo posibilidades de dar pasos hacia un Estado de Derecho mediante argumentos jurídicos. Lamentablemente, su clamor no ha podido cesar porque la injusticia no ha cesado. Su incansable lucha no solo incide en cada una de sus causas, sino que también ha dado a la sociedad en su conjunto una lección de civilización contra la barbarie.

  155. El 11 en las universidades: cómo se torció el destino de una generación

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    Marcela Lizana se demoró años en recordar cómo se llamaba ese hombre. El 11 de septiembre de 1973 pasó horas a su lado; él le habló de su mujer, de sus hijos, de la esperanza que había traído para él la Unidad Popular. Pero de esas conversaciones, el 12 en la manana, no quedaba nada en su mente; y de la marcadora noche anterior, solo imágenes confusas que no conseguía asociar con la realidad.

    Así fue durante años hasta que, poco a poco, los recuerdos afloraron: ese hombre al que había acompañado en el gimnasio de la Universidad Técnica del Estado (UTE), justo a un costado de la Escuela de Artes y Oficios (EAO) donde ella estudiaba, se llamaba Hugo Araya. Tenía 37 años, dos hijos, era reportero gráfico y trabajaba en la Secretaría de Extensión de la casa de estudios.

    Pero ella lo conoció cuando ya era tarde. A pesar de sus intentos por salvarlo —usando lo que sabía de primeros auxilios, los implementos básicos que se había conseguido en la posta universitaria, y hablándole para que no perdiera el conocimiento—, la bala que había perforado su abdomen terminó matándolo. El error de Araya había sido asomarse hacia el patio, unas horas antes, para tomar fotos de la intervención de las fuerzas militares en el recinto universitario.

    Marcela Lizana tenía 19 años el día del Golpe. Como la mayoría de los estudiantes de la UTE, venía de una familia de pocos recursos. Estudiaba artes plásticas y militaba en las Juventudes Comunistas. Tenía un proyecto de vida en mente, uno —pensaba— que los alejaría a ella y a sus companeros de la experiencia de adversidad y pobreza que les había tocado a sus padres, tíos y abuelos.

    Por eso, apenas se enteró de que había un intento de Golpe, partió a la universidad. Quería defenderla. El recorrido que hizo a dedo para llegar desde Los Dominicos hasta Estación Central duró horas. Cuando partió, vio helicópteros sobrevolando la casa de Salvador Allende en la calle Tomás Moro, soldados con fusiles apostados en toda la ciudad, tanques y gente corriendo hasta sus casas. Pero lo que Lizana nunca imaginó era que carabineros y militares rodearían el campus de su universidad ni que, unas horas después, dispararían desde los edificios aledaños hacia el patio de su escuela. Menos que al día siguiente entrarían a bombazos y los detendrían a todos.

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    Hasta el 10 de septiembre de 1973, las ocho universidades que existían en el país, con sus diversas sedes regionales, sumaban una matrícula total de 145.666 estudiantes. Eran alumnos de distintos orígenes y tendencias, que convivían en un ambiente de debate que reflejaba la polarización del país. La reforma universitaria de fines de los 60, que buscaba abrir las universidades a las transformaciones sociales, había generado una efervescencia política sin precedentes en las casas de estudios. Suficiente como para que los golpistas las intervinieran desde el primer día.

    El balance fue demoledor: miles de estudiantes, docentes y funcionarios de las universidades fueron detenidos, torturados, ejecutados o hechos desaparecer. El mismo 11, los militares comenzaron a llevárselos, destrozando todo lo que encontraron en su camino. En la sede oriente de la Universidad de Chile saquearon los locales e incendiaron la biblioteca de la Escuela de Periodismo. En todas las casas de estudio del país quemaron libros y, en varios casos, arrasaron también con las residencias estudiantiles. La ferocidad del ataque a la UTE provocó dos muertes por disparo y, entre 1973 y 1976, fueron detenidos y hechos desaparecer 141 estudiantes a lo largo de Chile.

    El Golpe torció las biografías de la mayor parte de la sociedad, pero en el caso de los universitarios, tuvo un agravante: le quitó a gran parte de una generación la posibilidad de formarse y alcanzar su mayor potencial. Miles de los que sobrevivieron tuvieron que soportar el ambiente de delación y la permanente represión dentro de los recintos educativos; o debieron reinventarse, porque al querer retomar sus estudios se encontraron con un espacio en el que no tenían cabida o se limitaban a instruirlos.

    El quiebre del 11 lo vivieron también miles de docentes que fueron exonerados, cuyas disciplinas fueron eliminadas y escuelas cerradas. Y lo vivió la educación misma, cuando de un sablazo las nuevas líneas establecidas por el régimen militar destruyeron lo que la define: la oportunidad de expandir el conocimiento, de desarrollar un espíritu crítico, de debatir y reflexionar en libertad. En los primeros tiempos de la intervención militar, entre 22 mil y 25 mil estudiantes fueron expulsados de sus escuelas; alrededor del 30 a 35% de la planta docente fue eliminada, y 15% del personal no académico fue marginado. Tras su llegada al poder, la Junta Militar cerró al menos 25 escuelas, facultades, unidades o centros de estudios. En el mejor de los casos, los estudiantes perdieron uno o varios semestres de los estudios que habían completado. En otros, la totalidad.

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    En los primeros tiempos de la intervención militar, entre 22 mil y 25 mil estudiantes fueron expulsados de sus escuelas; alrededor del 30 a 35% de la planta docente fue eliminada, y 15% del personal no académico fue marginado. Tras su llegada al poder, la Junta Militar cerró al menos 25 escuelas, facultades, unidades o centros de estudios. En el mejor de los casos, los estudiantes perdieron uno o varios semestres de los estudios que habían completado. En otros, la totalidad.

    No todas las universidades vivieron el mismo nivel de represión. Este dependió, en gran medida, de la tendencia de las autoridades y del nivel de vinculación política con partidos y movimientos de izquierda de cada casa de estudios. La UTE, símbolo de la UP, era uno de los primeros focos a atacar para los golpistas.

    Osiel Núñez, presidente de la Federación de Estudiantes de la UTE (FEUT), estaba ahí cuando los militares entraron a bombazos a la Escuela de Artes y Oficios, el 12 en la manana. El 11 le habían avisado temprano que habían atacado la antena y las instalaciones de la radio con metralletas y artefactos explosivos. Salió rápidamente hacia allá para ver cómo responder a la situación.

    Cuando llegó, las Fuerzas Armadas ya rodeaban la universidad. Entró de inmediato a la Casa Central a hablar con el rector. Afuera, los estudiantes iban llegando desde distintas partes de la ciudad con la intención de defender el recinto. El ambiente era tenso y la preocupación fue creciendo. Por eso, unas horas después, la directora de Extensión mandó a todos quienes no tenían puestos de liderazgo —unas 600 personas— a la Escuela de Artes y Oficios. Era una construcción antigua, de muros gruesos, que podía resultar más segura a la hora de protegerse.

    La mayor parte del día transcurrió tranquilamente. Las cosas se complicaron poco antes de las 18:00 horas, cuando una patrulla de militares acompanados de un oficial de Carabineros llegó hasta al frontis de la Casa Central. El mayor al mando, Donato López, pidió hablar con el dirigente estudiantil y Núñez se acercó. López quería desalojar la Escuela de Artes y Oficios, pero como había toque de queda, Núñez logró convencerlo de que esperaran al día siguiente. El compromiso era que quienes estaban en el campus saldrían a primera hora y que los militares pondrían buses a disposición para dejarlos en puntos neurálgicos de la ciudad. Pero el oficial del Ejército tenía otras intenciones y apenas cayó la noche, francotiradores apostados en edificios cercanos comenzaron a disparar. Al amanecer llegaron dos unidades con ametralladoras y cañones.

    Las aproximadamente 100 personas que habían permanecido en la Casa Central quedaron detenidas, con las manos en la nuca y la cara contra los adoquines del patio. Marcelo Moren Brito, segundo comandante del Regimiento de Infantería N° 21 Arica, y pronto uno de los agentes más crueles de la Dirección de Inteligencia Nacional (Dina), estaba a cargo ese día. Fue enviado a Santiago para apoyar el Golpe.

    Le ordenó a Núñez levantarse, lo llevó hasta una muralla del patio de rosas de la universidad y mandó a llamar a un tirador escogido.

    Cuando yo le diga, dispárele en las rodillas, luego al estómago y después en la cabeza —le dijo Moren Brito.

    A pesar de lo que muchos pensaban, los estudiantes de la UTE no tenían armas dentro del recinto, pero el futuro coronel estaba obsesionado con dar con ellas. Núñez tenía solo 22 años, un soldado apuntándole y estaba siendo brutalmente interrogado. Pero se mantuvo entero. El oficial se indignó.

    ¡Dispare! —gritó.

    El tiro llegó a 10 centímetros del hombro derecho de Núñez. El interrogatorio siguió, sin que el estudiante cambiara de respuesta.

    ¿Y tú no tienes miedo a morir? —le lanzó Moren Brito.

    Yo quiero vivir, pero no hay armas —insistió Núñez.

    Hubo un disparo fallido más. Faltaban fracciones de segundo para el tercero, esta vez dirigido al abdomen, cuando un grupo de soldados llegó corriendo a buscar a su superior. Moren Brito partió raudo con ellos, y Núñez detrás.

    En la Casa Central, las negociaciones con los militares seguirían. Moren Brito quería entrar disparando a la Escuela de Artes y Oficios; Núñez buscaba disuadirlo. Y finalmente, lo consiguió. En una ironía de la historia, ante sus oficiales, el futuro coronel alabaría la valentía de quien había “salvado la vida de los estudiantes”, un hombre al que había querido matar poco antes.

    El allanamiento de la UTE fue brutal; en su edición del 18 de septiembre, El Mercurio indicaba: “Prácticamente la totalidad del edificio que da a la calle Ecuador, una construcción cuyo frontis es de estructura metálica, se encuentra destruida por efecto de proyectiles de diversos calibres disparados por efectivos militares contra los extremistas que el martes ofrecieron resistencia”.

    ***

    En la Pontificia Universidad Católica de Santiago (UC), donde en esos años el movimiento gremialista había tomado fuerza en torno a la figura de Jaime Guzmán, el día 11 transcurrió de manera muy distinta. No hubo mayor agitación. Pese a ser afín al gobierno de Salvador Allende, el rector democratacristiano Fernando Castillo Velasco había logrado mantener cierta neutralidad en la institución.

    En los días que siguieron se sintió un ambiente de celebración. Los partidarios de la UP eran minoría y según recuerda el exministro socialista Osvaldo Andrade, quien estudiaba Derecho en esa fecha, “no había espacio para un mínimo de conducta de oposición o de reproche”.

    La represión existió de todos modos. Los militares se tomaron las dependencias de Canal 13; en los meses siguientes, 95 profesores fueron exonerados, y en los años de dictadura, más de 20 estudiantes y académicos de las distintas sedes de la UC en Chile fueron detenidos y desaparecidos.

    Según el sociólogo Manuel Antonio Garretón, director y decano del Centro de Estudios de la Realidad Nacional (Ceren) de la UC al momento del Golpe, llegar hasta los simpatizantes de la UP no fue tarea difícil. Desde antes del 11, la Federación de Estudiantes estaba vinculada con la Marina, a quien informaba de lo que pasaba en la universidad.

    La colaboración por parte de la Universidad Católica con el Golpe y con la dictadura militar es indiscutible —dice—. Los marinos sabían absolutamente todo y eso es claramente por soplonería de estudiantes, profesores o algún personal administrativo.

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    En los días que siguieron se sintió un ambiente de celebración. Los partidarios de la UP eran minoría y según recuerda el exministro socialista Osvaldo Andrade, quien estudiaba Derecho en esa fecha, ‘no había espacio para un mínimo de conducta de oposición o de reproche’.

    El trato especial que recibió la UC el día 11 muestra que los cabecillas del régimen de Augusto Pinochet sabían dónde atacar. Por lo mismo, en la Universidad de Concepción fueron brutales. En esa fecha, esta era la tercera universidad del país y un actor político importante por su rol durante el movimiento estudiantil de los 60. Contaba entre sus alumnos a los principales líderes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR); hasta 1972, su rector había sido Edgardo Enríquez F., exministro de Educación de Allende y padre del líder del MIR Miguel Enríquez.

    El 11, las Fuerzas Armadas se instalaron desde temprano alrededor de la universidad. Camiones y jeeps militares se estacionaron cerca del arco central que llevaba hacia la biblioteca y decenas de soldados se bajaron y sacaron ametralladoras a la calle.

    Dentro del recinto, los estudiantes estaban reunidos en el patio central. Algunos escuchaban las últimas noticias por la radio, otros pocos llamaban a defender la universidad. Nada cambiaría en las horas que siguieron. El casino, como cualquier día, se llenó de estudiantes a la espera del almuerzo.

    Pasado el mediodía, sin embargo, la tensión aumentó cuando llegó la noticia de la muerte de Allende. Gonzalo Ampuero, quien era jefe del Departamento de Arqueología en el Instituto de Antropología, había llegado temprano ese día y se dedicó a quemar documentos comprometedores. La presencia de los militares alrededor del campus y la muerte de Allende lo tenían muy intranquilo. Su mujer embarazada y su hija estaban en Santiago. No sabía qué hacer. Lo único que se le ocurrió fue cruzar la calle y refugiarse en el Museo de Historia Natural de Concepción, cuyo conservador era amigo suyo. Se llamaba Ramón Barrientos y era un conocido miembro del Partido Comunista. Desde ahí, vieron incrédulos nuevos camiones con soldados bloquear los principales accesos al campus, militares bajarse y abalanzarse sobre alumnos y profesores. Detenían a los más inquietos o a quienes parecían haber preseleccionado y se los llevaban manos en la nuca.

    Parecía que todo el proceso hubiera sido previamente ensayado —recuerda Ampuero en un texto que escribió hace unos años.

    Dentro del campus no sintieron disparos, pero sí en las calles colindantes. Los heridos eran lanzados como fardos a los camiones.

    En la radio, la seguidilla de bandos militares enumeraba nombres; las líneas telefónicas estaban cortadas. Entonces, Barrientos se largó a llorar. Luego se dirigió hacia la sala de exposiciones donde había una muestra sobre vitivinicultura regional, sacó una botella y la descorchó.

    Total, a lo mejor mañana estaremos detenidos o sin pega —dijo.

    Y así siguieron ambos abriendo botellas durante varias horas.

    La del 11 no fue la única redada en la Universidad de Concepción; al día siguiente, cuando varios estudiantes fueron a sacar sus cosas de los dormitorios universitarios destrozados, los militares llegaron de nuevo. Empezaría ahí, como en todas las universidades, un proceso de “depuración”.

    ***

    La actividad universitaria se paralizó el mismo 11 de septiembre. Las Fuerzas Armadas suspendieron de inmediato las clases para evitar que los alumnos se concentraran, marcando así el inicio de una contrarreforma radical. El 2 de octubre, el nuevo régimen publicó el Decreto Ley 50, que ponía fin al mandato de todos los rectores y le daba a la Junta Militar la facultad de nombrar a rectores delegados, varios de ellos militares. En los meses siguientes, una serie de decretos adicionales terminó de entregarles a esas nuevas autoridades la totalidad del poder para eliminar personal, cerrar unidades académicas, controlar las organizaciones estudiantiles, modificar los programas de estudios y establecer mecanismos de vigilancia política.

    (E)n las ocho universidades hay organismos de vigilancia y represión. Servicios militares y grupos paramilitares, entre los que se destacan las brigadas de seguridad de ‘Patria y Libertad’”, dice un documento de la Vicaría de la Solidaridad presentado en la conferencia episcopal, en 1975. “El sistema vigente en la universidad inhibe toda reivindicación de derechos, y ha creado un clima que tiende a asfixiar el pensamiento crítico y creativo”, sigue.

    Las delaciones fueron prácticamente inmediatas. En octubre, cuando el Instituto de Antropología reabrió, Ampuero partió a la universidad. En la entrada, los militares esperaban con listas de alumnos.

    Había una lista blanca y una negra —dice hoy.

    Los profesores, a su vez, fueron emboscados. Menos de un mes después del 11, se los citó a cobrar sus sueldos a través de una ordenanza en el “Diario Color”. Esta indicaba que los académicos que no fueran serían considerados renunciados. Al llegar, algunos recibían el cheque y se iban. A otros, en cambio, los esperaba la Policía de Investigaciones. Los destinos para ellos eran la isla Quiriquina, algún centro de detención en Santiago o, en el mejor de los casos, el Estadio Regional de Concepción. A Ampuero lo acusaron de ser tirador experto y pasó una semana en el recinto deportivo penquista.

    ***

    El ambiente de delación era ubicuo. Óscar Liendo, un estudiante de geografía de la Universidad de Chile, discreto y sin afiliación política, estuvo entre los 42 alumnos de su escuela que figuraban en la lista de los militares —habían bastado cuatro personas para denunciarlos. Liendo descubrió recién en 2016 que estaba en la lista y se sorprendió, porque no lo expulsaron ni lo fueron a buscar. Al igual que otros estudiantes del Pedagógico en esa época, cree que había cierta arbitrariedad en las acusaciones y que en muchos casos se entremezclaban asuntos personales.

    Uno de los acusadores, por ejemplo, estaba enamorado de una niña que se puso a pololear con un amigo mío —recuerda—. Con él, se ensañaron.

    Aunque los jardines y aulas del Pedagógico fueran considerados un epicentro del debate sobre el devenir del país, el 11 no se registraron incidentes en ese campus de la avenida Macul. Ahí, estudiantes de sociología, pedagogía o de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), entre otros, habían pasado varios años compartiendo un nuevo entusiasmo por la política, pero esa mañana fueron pocos. Cuando Liendo llegó, a las 8:45 horas, no vio soldados fuera o dentro del recinto. En las salas, algunos alumnos asistían a sus clases, sin saber del levantamiento militar. Liendo fue uno de los que entró a avisar.

    La reacción ante la noticia del Golpe fue de desconcierto. Nadie sabía qué hacer. Los estudiantes salían de las salas mientras los profesores subían y bajaban las escaleras, sin dar instrucciones claras. En algún momento, alguien dijo que vendrían alumnos de la UTE a apoyar o que Alejandro Rojas, presidente de la FECh, iba en camino, pero nunca llegaron.

    Todo era un mirarse, caminar para allá y para acá. Un profesor nos decía: “Así como los momios se tomaron Providencia, nosotros ¡salgamos a Macul a tomarnos la calle!”. No se medía la magnitud —recuerda Liendo.

    Poco a poco, la gente se empezó a ir. A diferencia de la sede oriente de la universidad, donde miembros del Ejército entraron y detuvieron a cientos de estudiantes y profesores, el día terminó sin disturbios.

    Al otro lado de Santiago, en la Escuela de Economía —sede norte— de la misma universidad, el decano Roberto Pizarro, militante socialista, partió automáticamente a la escuela al enterarse de la situación. Dirigentes y alumnos se reunirían en una asamblea para definir las acciones a seguir.

    El edificio de la escuela, que se convertiría después en un cuartel de la Dina, estaba ubicado en República 517, muy cerca de la Octava Comisaría de Carabineros. Para alcanzarla bastaba con salir por una puerta trasera y cruzar la calle Toesca. En un momento, los estudiantes le pidieron a Pizarro que fuera a hablar con los oficiales para ver si podían ayudar a detener el Golpe. Y él, con ingenuidad, partió. Pero cuando se aprontaba a atravesar la calle Toesca, un cabo de guardia, un militar y un carabinero de más alto rango se le acercaron.

    ¡Ni un paso más! —le dijeron— Nosotros los conocemos muy bien a usted y a sus estudiantes; son extremistas de izquierda. Dígales que tienen que retirarse inmediatamente o vamos a entrar a la escuela e iniciar los disparos.

    Pizarro obedeció las órdenes.

    ***

    Las delaciones fueron prácticamente inmediatas. En octubre, cuando el Instituto de Antropología reabrió, Gonzalo Ampuero partió a la universidad. En la entrada, los militares esperaban con listas de alumnos.
    —Había una lista blanca y una negra —dice hoy.
    Los profesores, a su vez, fueron emboscados. Menos de un mes después del 11, se los citó a cobrar sus sueldos a través de una ordenanza en el ‘Diario Color’. Esta indicaba que los académicos que no fueran serían considerados renunciados.

    La mayoría de las universidades volvió a abrir entre octubre y noviembre de 1973. Pero la realidad con la que se encontraron universitarios y profesores fue muy distinta a la que conocían. Liendo solo perdió un semestre de sus estudios. Pero como el 80% de los profesores del Departamento de Geografía fue exonerado, tuvo que tomar ramos en otras facultades. Cuando finalmente pudo regresar a su carrera, lo hicieron firmar un papel que dejaba grabado el cambio drástico que implicaba la intervención militar de las universidades.

    Decía que no íbamos a hacer política, que teníamos que entrar y caminar sin conversar desde la entrada a la sala de clase; que no se podía fumar y que en el casino no nos podíamos sentar achoclonados —recuerda.

    A eso se sumó la presencia de agentes de Inteligencia, vestidos de civil, que se paseaban por el Pedagógico, vigilando.

    En ese contexto, ir a la universidad era de alto riesgo para los alumnos vinculados con la izquierda. Lo entendieron apenas se les notificó de su suspensión o expulsión.

    María Angélica Muñoz trabajaba como secretaria del Instituto Técnico Pedagógico de la UTE al momento del Golpe. Era miembro de las Juventudes Comunistas, pero transversalmente querida, incluso por su jefa, una mujer de derecha, que se preocupó de protegerla. Cuando reabrieron la universidad, le asignó una tarea difícil: estaría a cargo de la unidad de coordinación de matrícula. La primera labor de Muñoz consistió en sentarse en una mesa en el estacionamiento de la Casa Central, flanqueada de dos militares, con largas listas de alumnos delante suyo.

    Había una fila de chiquillos y yo a cada uno tenía que buscarlo en una lista y decirle: estás suspendido, estás expulsado —recuerda Muñoz.

    Para tratar de que los reintegraran, mandaba a los sancionados donde un amigo psicólogo, quien certificaba que el alumno pasaba por un momento de inestabilidad cuando había participado en política.

    Los que más me complicaban eran los expulsados, porque significaba que tenían un historial —dice Muñoz—. A esos se lo decía bien bajito, para que no me escucharan los militares al lado mío, pero fue terrible. Cuando terminaba, salía y me encerraba en el baño a llorar.

    Los académicos que se oponían al régimen también pusieron en marcha estrategias para ayudar. Una de ellas consistía en una colaboración entre profesores activos y otros exonerados, para reubicar a los alumnos de los centros de estudio que habían sido cerrados.

    Entre los que nos fuimos y los que quedaron adentro, buscamos formas extraoficiales de que la formación no fuera solo según los estándares impuestos por la universidad intervenida —explica Manuel Antonio Garretón.

    Pizarro participó de una iniciativa similar. Ya lo habían expulsado de la Escuela de Economía cuando, a fines de 1973, lo llamaron desde el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) en Buenos Aires, para invitarlo a estructurar una red de ayuda a los estudiantes y profesores eliminados de las universidades. Eso implicaba localizar, movilizar e instalar a alumnos y docentes en distintos centros educativos del mundo. Tuvieron éxito: lograron mandar entre tres y cuatro mil personas a casas de estudios de distintos países.

    ***

    Tras la muerte del fotógrafo Hugo Araya, Marcela Lizana volvió a la universidad a pesar del trauma. Retomó las clases, pero la fueron a buscar varias veces a las aulas y abrieron un sumario en su contra por robo. El hostigamiento fue tal, que no pudo seguir. Durante años trabajó como dibujante para instalaciones eléctricas y se dedicó a criar a sus hijos. Recién en los 80 volvió a estudiar, esta vez en la Universidad de Tarapacá y luego la Universidad Católica, donde se formó como profesora diferencial.

    Esa noche en que vio a Araya morir estaba refugiada en los talleres de mecánica cuando fueron a pedirle asistencia por sus conocimientos en primeros auxilios. Para llegar al gimnasio donde estaba él, tuvo que salir reptando para evitar los balazos. Ahí lo vio en el piso; estaba consciente y hablaba mucho. Las cosas cambiaron poco antes del amanecer. Comenzó entonces a transpirar abundantemente. Lizana, desesperada por que llegara una ambulancia que algunos companeros llamaron horas antes, lo limpiaba y le decía que no le pasaría nada, que ya se lo llevarían al hospital.

    Estamos aquí contigo —lo reconfortó.

    Pero de repente, él dijo que no sentía las manos. Lizana se las refregó, pero no hubo caso. Luego fueron los pies, las rodillas, las piernas… Hasta que llegó un momento en que se quedó tranquilo.

    Me di cuenta de que había muerto —dice—. Después de eso, me borré completamente.

    Sentada en una mesa, a 50 años de los hechos, Lizana tiene el pelo cano y corto y luce unos aros con plumas largas. Habla con la voz pausada, sin rastros de rencor.

    De repente se truncó todo y parecía que el dolor fuera lo más presente —dice—. Pero a estas alturas ya no quiero que eso sea lo más latente.

     

    Imagen de portada: La Universidad Técnica del Estado filmada por Juan Ángel Torti los días 13 y 14 de septiembre de 1973. Cortesía del Fondo Torti Alcayaga del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.

  156. El guitarrista de Paine

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    Ignacio del Tránsito Santander Albornoz tenía 17 años, era estudiante secundario, trabajaba en el campo de vez en cuando, en la viña El Escorial, de Paine, cortando uvas y poniendo corchos y etiquetas en las botellas de vino. Estaba juntando plata para sacar su cédula de identidad: así podría hacer trámites y ganar independencia. Salvo en verano, siempre andaba con un gorro de lana azul con pompón. Tenía talento para el trompo y lo apasionaba la guitarra, la acústica y la eléctrica. Tocaba cada vez que podía, en la iglesia, por ejemplo, y también cantaba. Lo cautivaban las canciones religiosas, aunque la suya era una familia con más interés en los rituales festivos del catolicismo que en la fe o en la doctrina o en la prédica de los curas. Ignacio además formaba parte de una banda. Tocaba la guitarra eléctrica. Se presentaba en casamientos que podían extenderse durante días, con sacrificio de chanchos incluido. Era muy perfeccionista al momento de ejecutar el repertorio de cumbias y cuecas.

    En las tardes le gustaba ir a la capilla de El Escorial, ubicada junto a la casona patronal, a ver películas y partidos de fútbol, porque allí tenían una tele grande y se reunían campesinos y trabajadores agrícolas a pasar el rato después de las faenas. Lo acompanaba su hermana chica, Ana María, hija del segundo matrimonio de su madre. Ana María lo idolatraba: “Cuando estaba en la casa yo andaba siempre con él —recuerda—, era como su resfrío, pegadita a la espalda”. De verdad eran inseparables. Ignacio le regalaba dulces cuando volvía del trabajo y la llevaba consigo a todas partes. Juntos asistían a matrimonios y bautizos, solo para ver el espectáculo y luego “copuchar”, según Ana María. En la faena del vino, cuando las máquinas extraían el jugo de las uvas, jugaban a la par, como “cabros chicos”, sobre los montones de hollejos descartados, un poco mareados por el vapor del alcohol. Luego el hollejo servía para alimentar a los chanchos. La mitología dice que los animales se emborrachaban.

    Según sus hermanas, Alicia y Ana María, Ignacio no militaba. “Era un niño —dicen— que ni siquiera tenía polola”. Del liceo al trabajo y del trabajo a la casa en los tiempos de faenas agrícolas. Era responsable, muy friolento, bajo de estatura y llevaba el pelo largo. “Ni gordo ni flaco”, aseguran las hermanas. Muy respetuoso de los padres, agregan. Y también tímido. Le gustaba una “niña” de El Escorial, hija de un trabajador de la viña, pero nunca se aventuró a galantearla.

    En la zona de Paine, las desapariciones empezaron a los dos días del golpe de Estado. Los militares se ensanaron con los campesinos y los trabajadores agrícolas. La Reforma Agraria había alterado los ánimos y después del 11 de septiembre se desataron las represalias. En Paine las personas detenidas desaparecidas y ejecutadas políticas llegaron a 70. Esto convirtió al sector en la comuna con el mayor número de asesinados, en proporción al tamaño de su población.

    Poco después del Golpe, los militares coparon con tropas la cancha de fútbol de la viña El Escorial y, de refuerzo, los escoltó un helicóptero. Allanaron las casas del lugar e iniciaron una balacera sin respuesta, largando tiros al aire para intimidar. Corría este rumor infundado: que en la bodega de la viña se guardaban armas por montones. Era el primer aviso de lo que venía.

    El 24 de septiembre de 1973 regresaron, aún más decididos. El objetivo presunto: los obreros agrícolas que ambicionaban una parcela propia. La denuncia la había realizado una vecina de la viña, con la venia del patrón, por medio de una carta que inculpaba a gente con la que trataba a diario, en un ambiente de gran cordialidad entre los trabajadores que vivían en El Escorial.

    Los militares, todos de la Escuela de Infantería de San Bernardo, llegaron en camiones y en un jeep. Llevaban una lista en la que figuraba el nombre de Ignacio y el de Juan Guillermo Cuadra Espinoza, su cunado, a quien también se llevaron detenido. Ante la noticia, la madre de Ignacio voló a la cancha de fútbol: allí los habían reunido, tendidos en la tierra, boca abajo. Ambos se encontraban bajo uno de los arcos, el que da al camino. Ella se notaba abrumada, de modo que Ignacio intentó calmarla, diciéndole, tal como recuerda Ana María: “El que nada hace, nada teme, yo voy y vuelvo”. Antes de partir, le alcanzó a pasar una chaqueta para abrigarse, y él le entregó a su madre las pocas monedas que llevaba encima. Ana María, de ocho años en ese entonces, lloraba e incluso intentó subirse al camión donde se había subido Ignacio. Todo esto pasó cerca de las cuatro de la tarde de un día de cielo grisáceo, con nubes muy bajas, como cargadas de lluvia.

    Después de una breve parada en un regimiento, los llevaron al campo de prisioneros de la Escuela de Infantería de San Bernardo, en el cerro Chena. Los mantuvieron vendados. Los torturaron. Un sobreviviente que compartió con Ignacio, José Luis Marchant, cuenta que cuando llamaban a declarar a Juan Guillermo, Ignacio decía: “Por favor, cuando lleven a mi cunado llévenme a mí, porque yo no conozco ni siquiera Buin. Y otra cosa que les voy a pedir es que, si lo matan a él, mátenme a mí también”. Imposible precisar cuánto tiempo los tuvieron en ese recinto; tal vez 10 días.

    Ana María recuerda que su madre iba a diario a Chena. Se tomaba la primera micro de la mañana, al alba, y regresaba en la última del recorrido; solo llevaba la plata para los pasajes, nada para comer. Fue a la madre, seguramente, a quien le dijeron que ya ‘era demasiado tarde para seguir preguntando’ por ellos.

    A través del testimonio de la gente que liberaron, la familia de Ignacio y Juan Guillermo se enteró de que estaban prisioneros en el cerro Chena. Fueron de inmediato a preguntar por ambos, pero no consiguieron información y, por lo demás, ya los habían trasladado a otro lugar. La madre volvió más tarde y logró acercarse a las instalaciones militares. Esta es la versión de Alicia. Ana María, en cambio, recuerda que su madre iba a diario a Chena. Se tomaba la primera micro de la manana, al alba, y regresaba en la última del recorrido; solo llevaba la plata para los pasajes, nada para comer. Fue a la madre, seguramente, a quien le dijeron que ya “era demasiado tarde para seguir preguntando” por ellos. Los familiares no se conformaron con esa respuesta.

    Entonces empezó una odisea de gestiones judiciales y de consultas en la Cruz Roja Internacional, en el Estadio Nacional, en la Secretaría Nacional de Detenidos, el Ministerio de Defensa y el Instituto Médico Legal, donde fueron maltratados, pese a haberles advertido de la posible presencia de los cuerpos de Ignacio y Juan Guillermo. Alicia, hermana de Ignacio y esposa de Juan Guillermo, asistió al Instituto. Ahí le dijeron que los cuerpos ya habían sido retirados por los militares. De esos cadáveres solo había quedado una ojota guacha.

    En esos trámites, Alicia cargaba a su hija, Flor, de siete meses. Sentada en el living de su hermana Ana María, el 19 de abril de 2023, Alicia cuenta que al salir del Instituto Médico Legal solo quería “tirarse a los autos”. Pero ella y su madre no aflojaron nunca. Alicia se hizo habitué de la Vicaría de la Solidaridad y aún forma parte de la Agrupación de Familiares de Detenidos Desaparecidos de Paine, donde dos memoriales los honran. “Hay gente que todavía los espera como si fueran a llegar”, dice.

    Finalmente, cuando se entregaron los cuerpos de los campesinos detenidos y asesinados de El Escorial, Alicia partió al cementerio general, requerida para identificar las ropas de su hermano. A Ignacio se lo habían llevado vestido con una camisa roja, pero en el lugar solo había un chaleco del mismo color.

    En 1974, un oficio firmado por el coronel Pedro Montalva Calvo, en su calidad de director de la Escuela de Infantería, señaló que los detenidos Ignacio del Tránsito Santander Albornoz y Juan Guillermo Cuadra Espinoza, “fueron dados de baja por centinelas del Campo de Prisioneros de Chena el 4 de octubre de 1973 por intento de escape del citado lugar”.

    Ana María, hoy integrante de la Iglesia Metodista Pentecostal, siempre reza por Ignacio y en sus oraciones se lo encomienda a Dios. En el día de su cumpleaños lo saluda de pie frente a las fotos que conserva de su hermano. Ni en su casa ni en la de su madre prendían velas o mantenían altares, la relación con la memoria de Ignacio circulaba más bien por los recuerdos, la pena de todos los días y los afectos. “Corazón y mente”, por ahí pasa todo, dice Ana María.

    Ella sabe que es algo irreal, pero de todos modos se imagina que él regresa de improviso, toca la puerta de la casa, y entonces el dilema que ella se plantea es si podrá reconocerlo después de cinco décadas. De niña, cuando recién se lo llevaron los militares, Ana María se sentaba en unas piedras a las afueras de su casa, que quedaba justo frente a la cancha de fútbol improvisada como lugar de detención el 24 de septiembre de 1973. Miraba las micros pasar, por si Ignacio se bajaba de alguna. Ahora habla de la frustración reiterada que sigue a la esperanza que provocan los hallazgos de osamentas; siempre piensa: por fin identificarán los restos de Ignacio, tendremos un lugar donde llevarle flores, pero nunca ocurre eso.

    Ya mayor, Ana María se preguntaba: “¿Cómo lo habrán matado, qué tortura le habrán hecho?”. A su padre también lo habían detenido y torturado, aplicándole corriente y apaleos. Cuando lo largaron y llegó a su casa, Ana María descubrió a un hombre en las últimas, mortalmente ojeroso, con el rostro chupado y “sin ningún color”, como “sacado de la tumba”. Se le quedó grabada la imagen de la espalda de su padre, entera morada. Cuando piensa en Ignacio y en Juan Guillermo, a veces se le interpone la visión de su padre demolido. Si su padre regresó así, “imagínese los chiquillos”.

    Ana María, su marido y sus dos hijos tienen buen oído. Todos cantan y tocan, al menos, la guitarra. Ensayan con frecuencia en familia. De este modo se preparan para animar los encuentros en la iglesia. En esos momentos, en medio de la vida cotidiana, recuerdan a Ignacio y de alguna manera lo invocan, porque saben que, en caso de haber sobrevivido, ahí estaría, radiante, tocando su guitarra, cantando con el resto.

     

    Ilustración: Franco Nieri.

     

    Más información sobre la exposición Vestigios, que estará abierta en el Centro Cultural La Moneda hasta el 5 de noviembre, en el siguiente enlace: https://www.cclm.cl/exposicion/vestigios/

  157. Estética y violencia: el primer mensaje de Pinochet hacia el extranjero

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    Las catástrofes, tal como las define el historiador francés Henry Rousso, nunca se agotan por completo. Son el punto de referencia del análisis del pasado y del futuro de toda sociedad. Entonces, mientras el Golpe sea nuestra “última catástrofe”, aquella de la cual hay memoria y testigos vivos, no podremos eludirla, pues sigue porfiadamente afectando nuestros debates y conmemoraciones, además de condicionar nuestro horizonte, el porvenir.

    La imagen internacional de la Junta Militar se deterioró prácticamente de inmediato. De hecho, la primera de varias resoluciones condenatorias de la Asamblea General de la ONU a la dictadura chilena por la violación de derechos humanos se manifestó en noviembre de 1974 (resolución N° 3.219) y fue votada por una abrumadora mayoría: 90 votos contra 8. De ahí en adelante, prácticamente cada año, hasta 1989, hubo 16 resoluciones condenatorias de este organismo al gobierno de Pinochet.

    Las imágenes del bombardeo y posterior incendio del palacio presidencial dieron la vuelta al mundo pocas horas después de los acontecimientos. Es importante recordar que el Golpe del 11 de septiembre de 1973 fue uno de los primeros acontecimientos catastróficos filmados tanto en cine como en televisión. Esto no es menor, pues fueron las imágenes en movimiento, junto con las fotografías, las que marcaron la primera impresión que tuvo el mundo de lo sucedido en Chile. A fines de los años 60 —desde la llegada del Apolo XI a la Luna— se generalizaron las transmisiones vía satélite y ya en 1973 se podían enviar fotografías en pocas horas a muchas partes del mundo.

    Fotografía: Chas Gerretsen (18 de septiembre de 1973).

    La fotografía de los lentes oscuros

    Las fotografías de La Moneda en llamas o de los guardias personales de Salvador Allende tendidos en el piso y con un tanque que amenaza aplastarlos, impactaron al mundo de una manera que los militares difícilmente pudieron imaginar. Además, desde el “tanquetazo” del 29 de junio de 1973, corrían rumores constantes de un posible golpe de Estado, por lo que numerosos reporteros y enviados especiales se encontraban en Chile, a la espera de un posible desenlace del gobierno popular. Uno de esos tantos reporteros gráficos que estaban en el país, en septiembre de 1973, era el neerlandés Chas Gerretsen (1943), quien tenía experiencia cubriendo conflictos armados (Vietnam, Camboya, República Dominicana) y el ambiente de las celebridades de Hollywood. Sus fotografías de los acontecimientos del 11 de septiembre forman parte del corpus más conocido de lo ocurrido aquel día en el centro de Santiago. Pero probablemente la fotografía más recordada de su carrera la tomó el 18 de septiembre de 1973, en la homilía realizada en la iglesia de la Gratitud Nacional, pues se había decidido no hacer el tradicional Te Deum ecuménico en la Catedral de Santiago. Los invitados más esperados por la prensa internacional eran los integrantes de la Junta Militar y en especial el general Augusto Pinochet. En aquellos días, la violencia represiva del Estado se había desatado contra oponentes vencidos, desarmados y, en la mayoría de los casos, detenidos o que se habían entregado voluntariamente a las nuevas autoridades. El régimen hablaba de una guerra que nunca ocurrió o que apenas duró unas pocas horas. A partir del mismo 11 de septiembre, lo que desató fue una suerte de “cruzada” de exterminio —o “policidio”, en palabras del historiador Steve Stern— en contra de todos aquellos que militaban en partidos de orientación marxista o que habían sido incluso simpatizantes de la Unidad Popular. Como diría uno de los miembros de la Junta, el general Gustavo Leigh, “había que extirpar el cáncer marxista”, lo que implicaba paralizar de miedo al resto del país. El miedo, incluso más que la represión misma, era lo más contagioso, especialmente cuando el fantasma de la delación recorría todo el país.

    La foto de Gerretsen del 18 de septiembre del 73 se transformó probablemente en la imagen más conocida de la dictadura chilena, y cuyo protagonista es un general Pinochet sentado, con el ceno fruncido, los brazos cruzados, los lentes oscuros y su edecán detrás y de pie, rodeado además de otros militares. Ambas figuras (Pinochet y el edecán) representan la firmeza del régimen, y si a eso se le suma el impacto que produjo en el mundo el ver unos uniformes prusianos tan similares a los del nazismo, una imagen del mal absoluto estaba configurada para la posteridad. La fotografía original en papel y los negativos de la película forman parte de la colección del Museo de la Fotografía de los Países Bajos, y constituyen una huella reconocible de toda una época de la Guerra Fría en América Latina. El propio Gerretsen regresó a Chile años después, y donó una copia numerada y firmada de esta foto al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos al cumplirse los 40 años del Golpe.

    Caricatura de Riss publicada en Charlie Hebdo (junio de 1999).

    Cuando pensamos en Europa occidental y también en la socialista, esta foto no podía sino ser leída como una manifestación renovada del fascismo de los años 30 y 40 del siglo XX. Se trata de una imagen que transmite un mensaje universal y una condena moral casi por defecto. Como me lo confirmó un conocido caricaturista de Le Monde, esta fotografía es la imagen del villano perfecto; de una suerte de encarnación del mal. Si a eso le sumamos que Pinochet había sido recomendado por el general Carlos Prats al propio Allende pocas semanas antes del Golpe, y que posteriormente el mismo Pinochet dio luz verde al asesinato de Prats y su esposa en Buenos Aires, no resulta muy difícil imaginar el grado de desprestigio que alcanzó el régimen chileno en el mundo al cumplirse el primer año del Golpe.

    Rápido, la caricatura de prensa internacional se hizo eco de la figura de Pinochet y de las noticias atroces que llegaban desde Chile. En mis investigaciones pude encontrar decenas de caricaturas sobre el personaje, casi siempre representado a partir de la fotografía de Gerretsen, es decir, con el uniforme prusiano y los lentes oscuros. No había que decir nada más, ni tampoco incluir texto. El mejor ejemplo de lo anterior es una caricatura publicada a página completa en The New York Review of Books, el 1 de noviembre de 1973, y cuya autoría pertenece al famoso dibujante David Levine. Ahí podemos ver a un Pinochet representado como un carnicero con traje militar y portando en su cuello las insignias de la SS alemanas. Y el periódico satírico francés Charlie Hebdo publicó, a inicios de 1974, una portada dando la “bienvenida” al nuevo embajador chileno en Francia nombrado por la dictadura.

    Como si la memoria y las imágenes no importaran, las fotografías de militares quemando libros en el sector de la remodelación San Borja, en el centro de Santiago, no ayudaron al régimen a evitar las comparaciones con las recordadas quemas de libros del nazismo y otros lamentables ataques a la cultura. Esta acción fue ampliamente difundida en los medios afines a la dictadura, como una suerte de depuración y limpieza ideológica de la sociedad chilena. Pero destruir libros, fotografías, afiches o clásicos de la sociología, la literatura y la economía, fue leído como una muestra de barbarie y salvajismo. Si alguna política comunicacional tuvo la dictadura en aquellos primeros meses, resulta evidente su fracaso. Los mensajes de propaganda del régimen podían funcionar internamente, dado el clima de revanchismo incubado durante meses, pero fuera del país solo las dictaduras afines de la región hicieron la vista gorda a las noticias e imágenes que llegaban desde Chile. Ni siquiera un aliado estratégico como el gobierno de Estados Unidos pudo frenar las condenas que emanaban de sus propios ciudadanos con conciencia democrática. La arbitrariedad y la violencia infligida contra adversarios inermes y derrotados era demasiado evidente y arbitraria. Ni siquiera los simulacros de justicia penal lograron contener la condena internacional.

    Caricaturas de Pancho (izquierda) y Montezuma (derecha) publicadas en Indagación del Chile actual (Venezuela, 1981), libro de denuncia de varios dibujantes.

    El coliseo deportivo

    Cuando pensamos en cómo se fue configurando esta percepción inicial de la dictadura, es imposible olvidar las imágenes del Estadio Nacional como campo de prisioneros, tema que fue retomado en la premiada película Missing (1982), de Costa Gavras. Además, el régimen quiso mostrar al mundo el “trato humanitario” que se les daba a los prisioneros y convocó a una visita de prensa internacional al recinto deportivo, el 22 de septiembre de 1973. El documental de Carmen Luz Parot, Estadio Nacional (2001), recupera muchas filmaciones y testimonios de aquella visita, la cual resultaba particularmente inexplicable, dado que se sabía lo que ocurría en el estadio: torturas, hacinamiento y privaciones de todo tipo. Un nutrido grupo de periodistas de distintos países pudo ver con sus propios ojos la situación del lugar, a pesar de los esfuerzos de las autoridades por mostrar el carácter “humanitario” del recinto. Es difícil no recordar al comandante del centro de detención, coronel Jorge Espinoza, explicando a los periodistas la dieta equilibrada de los detenidos y su aporte nutricional (minuto 33), cuando los rostros famélicos de los prisioneros decían otra cosa. Otro momento muy fuerte ocurre cuando el periodista Claudio Sánchez presenta a un coro de prisioneros, queriendo dar cuenta de las actividades recreativas de los detenidos, y estos aparecen cantando “El patito chiquito”, de los Huasos Quincheros, y “Libre”, de Nino Bravo, ambos temas muy identificados con los seguidores del régimen.

    La extraña y dramática historia del Estadio Nacional no terminó ahí. En noviembre de 1973 se llevó a cabo lo que fue mundialmente conocido como “el partido de la vergüenza”: el duelo entre las selecciones de fútbol de Chile y la Unión Soviética por las clasificatorias del Mundial de Alemania Federal de 1974. El partido de ida, en Moscú, había terminado con empate a cero, en condiciones de viaje y juego muy difíciles para el equipo chileno en la URSS, pues el Golpe se había producido apenas unos días antes y el ambiente era bastante hostil para los jugadores. La federación soviética de fútbol se negó a jugar el partido de vuelta en Chile, aduciendo que el Estadio Nacional era un campo de prisioneros y de tortura. La Conmebol visitó las instalaciones chilenas mientras aún había detenidos y la FIFA ordenó jugar el partido de todas maneras. Al final, el encuentro se llevó a cabo con poco público y, lo más ridículo, sin contrincante. Los 11 jugadores chilenos avanzaron desde la mitad de la cancha y empujaron la pelota al arco en un estadio que 15 días antes fue vaciado de prisioneros. El match duró apenas 30 segundos y después se jugó un amistoso con el Santos de Brasil (el equipo chileno perdió 5 a 0). Fue así como la selección nacional clasificó al Mundial de 1974, con un marcador de uno a cero y las imágenes de este extraño “partido” dieron la vuelta al mundo. Los jugadores locales quedaron marcados por este episodio, además de ser recibidos fríamente en el Mundial de Alemania.

    Dibujo de Reiser para la portada de Charlie Hebdo (25 de febrero de 1974).

    Misión imposible

    La historiografía respecto de la historia reciente de Chile nos entrega, cada cierto tiempo, trabajos de gran calidad; nuevas perspectivas y fuentes que desconocíamos por completo hasta ahora. Este es el caso de la original investigación de archivos del historiador Pablo Pryluka sobre los intentos de la Junta, en 1974, por contar con los servicios de la agencia de publicidad más famosa del mundo. Este trabajo pone de manifiesto el conocimiento que tenían ciertos funcionarios del régimen sobre la mala imagen de la dictadura chilena en el exterior y la necesidad de revertir esto lo antes posible, por razones económicas y geopolíticas. Fue así como, a principios de 1974, un grupo de civiles tomó contacto con altos ejecutivos de la J. Walter Thompson (JWT), y se firmó un contrato en julio del mismo año, el cual se distribuyó a todas las oficinas regionales de la empresa. El objetivo era poner en marcha una campana internacional de propaganda en favor del régimen chileno, y así neutralizar las acciones de solidaridad del exilio y las continuas denuncias que se hacían contra el gobierno chileno en Naciones Unidas. El proyecto de posicionamiento internacional se concentraba en destacar las cualidades del país como un socio comercial fiable y una plaza segura para la inversión extranjera, la llegada de capitales y la exportación de materias primas, sobre todo cobre y celulosa. En segundo lugar, situar al país dentro de la lógica de la Guerra Fría como un aliado de Estados Unidos y de las democracias occidentales en su lucha contra el comunismo.

    El plan de comunicación estratégica de JWT tenía lógica, además de potenciales socios y futuros beneficios. Sin embargo, la empresa no contaba con la protesta y boicot de sus propios empleados y ejecutivos, especialmente aquellos de las oficinas de Europa occidental, que advirtieron sobre las posibles repercusiones negativas de tener un cliente tan “tóxico” en términos de imagen corporativa. Defender y publicitar al régimen autoritario chileno podía tener graves repercusiones en los negocios de JWT a nivel mundial y afectar su propia imagen. En septiembre de 1974 ya era evidente que el contrato generaba problemas para la empresa y fue unilateralmente cancelado, en octubre, por los ejecutivos de JWT en Estados Unidos.

    Esto que podría ser leído como una simple anécdota del periodo, refleja que incluso para los mejores profesionales de la comunicación y el marketing internacional, un cliente como el régimen dictatorial chileno era algo insalvable e incluso un peligro para su propio negocio. La tesis de Pryluka es que aun cuando la dictadura chilena estaba instalando, a sangre y fuego, un modelo de economía de mercado (neoliberal) en consonancia directa con los intereses del mundo capitalista, había un límite a lo que se podía defender, incluso para una empresa que operaba desde el centro del capitalismo mundial. La mala reputación de la Junta y la terrible situación humanitaria en Chile constituían una misión imposible, incluso para los mejores expertos en publicidad.

    La dictadura militar chilena generó una imagen negativa de la cual nunca pudo deshacerse, y que se reactivó con el arresto de Pinochet en Londres, entre 1998 y 2000, e incluso hasta su muerte, en 2006. Es importante recordar que el personaje, hasta el día de hoy, no tiene una sepultura pública y salvo un grupo de irreductibles seguidores, su popularidad no ha dejado de disminuir con el paso del tiempo. Quienes aún defienden lo que se realizó en aquellos años, prefieren hablar de “la obra del régimen” más que del personaje, al cual solo condenaron una vez que se conoció el escándalo de las cuentas secretas del Banco Riggs, en 2003. Pero la historia enseña —si es que nos enseña algo— que las representaciones del pasado siempre se pueden reinterpretar a la luz de las disputas del presente. El debate constitucional ha sido la mejor prueba de aquello.

     

    Imagen de portada: Caricatura anónima publicada en el diario francés L’Unité (1975).

  158. El asesinato de Chile

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    El asesinato de Chile se había esperado durante tanto tiempo y la agonía de los últimos meses de Allende ha sido tan cubierta por la prensa, que todos los que viven de aparecer en los medios ya pronunciaron sus responsos; con la excepción de Washington, que mientras escribo continúa manteniendo un elocuente silencio. Incluso el Partido Laborista, que mostró el mismo interés por la socialdemocracia en Chile —mientras estuvo viva— que por los asuntos corrientes de Afganistán, ha llorado su muerte con algunas lágrimas oficiales. Esto es temporalmente embarazoso para los asesinos, cuyo modelo fue una contrarrevolución mucho menos publicitada, la que por cierto produjo la mayor masacre que se registre en la posguerra: la de Indonesia, en 1965.

    Antes del Golpe, los jóvenes reaccionarios habían pintado “Yakarta” en los muros de Santiago; y ahora los militares chilenos les están diciendo a los televidentes cuán exitosa ha sido Indonesia desde entonces en atraer el capital extranjero. No habrá ningún problema para atraer el capital extranjero. Nadie sabrá siquiera cuántos chilenos caerán víctimas de la venganza de su propia clase media, pues la mayor parte de las víctimas será el tipo de chilenos de quien nunca nadie oyó hablar más allá de su fábrica, su población o su pueblo. Después de todo, cien años después de la Comuna de París, todavía no conocemos con precisión cuántas personas murieron en la masacre que acabó con ella.

    El principal problema con las condolencias públicas es que muy pocos de sus autores estaban realmente interesados en Chile. La tragedia de este pequeño y remoto país es que, como España en los años treinta, su proceso político resultó ser de importancia mundial, ejemplar y, desafortunadamente, desprotegido. Se volvió un test, un caso de estudio. Los americanos sabían perfectamente que el experimento no era acerca de si el socialismo podía sobrevenir sin una insurrección violenta o una guerra civil, sino sobre algo mucho más simple: para ellos el asunto era, y sigue siendo, la permanencia de su supremacía imperialista en América Latina. En los cinco últimos años este dominio ha comenzado a verse erosionado por una serie de regímenes políticos, no solo Chile sino también Perú, Panamá, México y más recientemente, con el triunfo de Perón, Argentina. Más que Allende, se habría apostado que Perón iba a ser quien finalmente atrajera hacia sí un golpe de Estado. Estados Unidos se había confiado, con buenas razones, en que un lento estrangulamiento de la economía acabaría con el experimento socialista en Chile, que siempre fue un país con una deuda externa en permanente escalada, costos de importaciones en rápido ascenso y una sola materia prima para vender, el cobre, cuyo precio se derrumbó en 1970 y se mantuvo bajo los dos años siguientes. Pero hoy los americanos sienten que ya no pueden esperar. En cualquier caso, las continuas entregas de armas a las Fuerzas Armadas chilenas muestran que Estados Unidos siempre tuvo en mente la posibilidad de un Golpe.

    Para el resto del mundo, Chile era un experimento más bien teórico sobre el futuro del socialismo. Tanto a la derecha como a la ultraizquierda les preocupaba probar que el socialismo democrático no es algo que pueda funcionar. Sus obituarios, por lo tanto, se han concentrado en probar cuánta razón tenían. Para ambos bandos la culpa es de Allende.

    La debilidad y los errores de la Unidad Popular de Allende fueron, sí, graves. Pero antes de que la mitología decante y solidifique en moldes inmóviles, dejemos tres cosas en claro. La primera y más obvia es que el gobierno de Allende no se suicidó sino que fue asesinado. Lo que acabó con él no fueron los errores políticos y económicos ni la crisis financiera, sino la metralla y las bombas. Y para aquellos comentaristas de la derecha que se preguntan qué otra opción les quedaba a los opositores de Allende más que un Golpe, la respuesta es simple: no hacer un Golpe.

    El principal problema con las condolencias públicas es que muy pocos de sus autores estaban realmente interesados en Chile. La tragedia de este pequeño y remoto país es que, como España en los años treinta, su proceso político resultó ser de importancia mundial, ejemplar y, desafortunadamente, desprotegido. Se volvió un test, un caso de estudio.

    En segundo lugar, el gobierno de Allende no era un experimento de socialismo democrático, sino un intento de la burguesía de atenerse a la legalidad cuando la legalidad y el constitucionalismo no servían ya a sus intereses. La Unidad Popular no tuvo el tipo de poder constitucional que el Partido Laborista ha tenido, y malgastado, cuando ha sido gobierno. Tenía a un presidente legalmente elegido por un pequeño margen de votos, que enfrentaba a un Poder Judicial hostil y a un Congreso controlado por sus enemigos, que le impidieron aprobar cualquier proyecto de ley, excepto si la oposición lo autorizaba. Allende no operó con un poder constitucional, sino meramente con los recursos que su ingenio le permitió obtener de su posición como mandatario legítimo (aunque constitucionalmente baldado). La mayor parte de esos recursos se habían agotado a fines del primer año de gobierno. Incapaz de obtener el control en las elecciones parlamentarias de este año, no había forma de obtener mucho más por los medios constitucionales.

    Pero ¿y por medios inconstitucionales? Este es el tercer punto al que quería hacer referencia, y es que la opción de “revolución” antes que “legalidad” no era realmente una opción. Ni militarmente ni en términos políticos estaba la Unidad Popular en posición de imponerse en un torneo de resistencia física. Sin duda, Allende detestaba la idea de la guerra civil, como cualquier adulto con experiencia histórica, sin importar lo convencido que se esté de que a veces es necesaria. Pero si hizo todo lo que estuvo en su poder para evitarla fue porque creía que su bando sería el perdedor, e indudablemente tenía razón. Fue el otro bando el que trató de provocar una prueba de fuerza, y, por cierto, lo hizo echando mano de los métodos tradicionales de la clase obrera, con efectos devastadores. Las huelgas nacionales de los camioneros fueron diseñadas no simplemente para paralizar la economía, sino para enfrentar al gobierno con una decisión incómoda, la coerción o la abdicación, y de este modo, obligar a los militares a abandonar su postura de neutralidad política. Porque los reaccionarios sabían que si los militares debían elegir entre identificarse con la izquierda o con la derecha, lo harían con la derecha. Las huelgas fallaron el último otoño, pero tuvieron éxito este verano.

    Contra este estado de cosas, Allende solo contaba con la amenaza de la resistencia. En efecto, preguntó al otro bando si estaba preparado para embarcarse en una fea y, a largo plazo, incontrolable guerra civil. Probablemente calculó mal la reticencia de la burguesía chilena a esa opción. En general, la izquierda ha subestimado el temor y el odio de la derecha, la facilidad con que los hombres y mujeres bien vestidos adquieren el gusto por la sangre. Pero como los acontecimientos han mostrado, la resistencia de la izquierda estaba organizada. Solo el tiempo dirá si estaba organizada lo suficientemente bien. Quizás, no. Pero a diferencia de la izquierda brasileña en 1964, la izquierda chilena ha caído luchando. Y si el país va a entrar ahora en un periodo de oscuridad, nadie puede albergar la menor duda acerca de quién apagó la luz.

    ¿Qué podría haber hecho Allende? Es un difícil momento para llevar a cabo una investigación sobre los posibles errores de esos hombres y mujeres valientes, muchos de los cuales están muertos o lo estarán pronto. Yo no quisiera en ningún caso unirme a aquellos que hoy rondan la tumba de Allende con carteles donde se lee, convenientemente escrito de diversas formas, “Te lo dije”. Ni siquiera es fácil, en este instante, distinguir entre lo que fue un error y lo que no lo fue, entre asuntos que no estaban bajo el control de los chilenos (como el mercado del cobre), asuntos que teóricamente podrían haber sido de otro modo, pero que en la práctica eran inmodificables (por ejemplo, la parálisis de la política a raíz de las rivalidades al interior de la Unidad Popular), y políticas que sí podrían haber sido diferentes. No hay duda de que la apuesta económica del régimen de Allende —y fue siempre una apuesta contra todas las previsiones— fue un fracaso.

    Personalmente no creo que hubiese mucho que Allende hubiera podido hacer después de, digamos, principios de 1972, excepto hacer hora, asegurar la irreversibilidad de los grandes cambios que se habían logrado concretar y con suerte, mantener un sistema político que le diera a la Unidad Popular una segunda oportunidad más tarde. En el curso de un solo periodo presidencial no había modo de construir el socialismo, y Allende lo sabía y no prometió hacerlo. En cuanto a los últimos meses, es casi seguro que no había prácticamente nada que él pudiera hacer. Por trágicas que sean las noticias sobre el Golpe, era un hecho esperado y que se había predicho. No fue una sorpresa para nadie.

     

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    Publicado el 20 de septiembre de 1973 en New Society. Extraído de Ecos mundiales del golpe de Estado: escritos sobre el 11 de septiembre de 1973, compilado por Alfredo Joignant y Patricio Navia, Ediciones UDP, 2013.

  159. El cuerpo de los chilenos

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    Es extraño. Recién tomo conciencia de que he leído muy pocos testimonios sobre detenidos, torturados y exiliados debido al golpe militar. Y solo ahora, casi a medio siglo de su publicación, leo Tejas Verdes. Diario de un campo de concentración en Chile, publicado primero en Barcelona en 1974, traducido a muchas lenguas en los años inmediatamente siguientes y solo en 1996 editado en Chile por LOM.

    Leo y me recojo, me ovillo y trato de mantener la calma. Teniendo presente el vasto material de videos, entrevistas y recuentos escritos sobre el Holocausto, es increíble el parecido de estos testimonios con el de Hernán Valdés. Ya lo decían alemanes detenidos en esos tiempos (recientemente avecindados en Chile, algunos habiendo hecho clases en las Deutsche Schule del país): “Está sucediendo lo mismo que con las detenciones de Hitler: no hay esperanza”.

    ¿Qué hemos aprendido desde entonces?

    Más allá de haber sufrido (o no) detención y tortura, comprendo que esto le ocurrió a un cuerpo colectivo, al cuerpo de los chilenos, y no sabemos bien cómo incluirlo en el flujo vital de la vida. El rito de los 50 años puede que ayude: “El dolor —leemos en Tejas Verdes— corresponde, por una parte, a una mutilación. Es como si se me arrancara el sexo de raíces, como una dentellada que me deja abierto y, arriba, en la boca, como una explosión que volara toda la carne, que dejara los huesos de la cara y del cuello al desnudo, los nervios petrificados, en el vacío. Es más que eso, no hay memoria del dolor”.

    ¿Constituye lo allí contado, en estos momentos, una sorpresa? Al leer este diario en Chile, no importa cuándo, ¿es novedad? En realidad, desde un inicio cada uno de nosotros escuchó con miedo muchos relatos de amigos y conocidos en la intimidad del hogar: me amarraron a una silla, me conectaron cables eléctricos a la lengua, el pene y las tetillas… y vinieron las descargas, caí de bruces, perdí el conocimiento. Lo común era que las preguntas fueran una simple excusa para denigrar al detenido: dónde están las armas, confiesa el paradero de tal dirigente. Y en muchos casos, se soltaba al insurrecto, 24 horas después, con unas costillas rotas. Para asustar a todos: a la familia, al barrio, a los del trabajo, a los universitarios. Y volver a la rutina, como si nada hubiera pasado. Con el testimonio de Hernán Valdés se disparan los recuerdos: es el regreso de lo reprimido, el trabajo con la culpa introyectada, la posibilidad de mirar nuevamente de frente el lado oscuro de la condición humana.

    Entremos en materia. Este texto está escrito en forma de diario, poco tiempo después de haber salido (expulsado con vida, por suerte) del campo de concentración Tejas Verdes. Aclaremos: no es que el autor haya escrito día a día mientras estaba preso, sino que vuelve a vivir desde la escritura esta experiencia límite, incorporando en el relato la incertidumbre que sufrió: no sabe qué ocurrirá con él, cuándo le llegará el turno de la tortura y si logrará salir vivo de esa temporada en el infierno: “Puede suceder cualquier cosa. Son dueños de hacer con nosotros lo que les dé la gana”.

    ¿Y qué pasa con nosotros, los lectores? Uno sufre día a día la asfixia del detenido y no sabe qué le deparará el destino; a pesar de que sí sabemos que saldrá libre y que contará la historia; es decir, será un testigo que nos legará nuestra historia, individual y colectiva.

    Vista del regimiento de Tejas Verdes (1990). Fotografía: Archivo Cenfoto-UDP.

    Tejas Verdes es un campamento compuesto por cabañas (pocilgas, donde se depositan los prisioneros, “tráfico de carne”), que aparecen camufladas a la vista de curiosos que puedan deambular cerca de la carretera, en viaje al balneario de Santo Domingo, que está al frente. En realidad, estamos habitando el espacio chileno, vivido esquizofrénicamente: por un lado, el descanso familiar en las playas del litoral, cercano a la capital (el mismo Hernán Valdés estuvo allí con su compañera un poco antes de su detención), y yuxtapuesto, el campo de concentración, donde los detenidos apenas atisban la luz entre las rendijas de las denominadas “cabañas”. Solo el espacio natural (el verdor de la clorofila) y el espacio estelar, cuando los prisioneros salen a defecar, le devuelve a nuestro autor un hálito de trascendencia vital. Dos mundos que no se tocan, que se ignoran: la vida cotidiana durante la dictadura, la venda a medias corrida sobre nuestros ojos, mundos individuales.

    Desde la primera página del diario, Hernán Valdés vive un tiempo muerto, un vacío que lo llena de zozobra: es el tiempo de la Espera: a ser detenido, a ser torturado, a morir. Es un tiempo irremediable, que en el caso de la tortura (centro de la incertidumbre) fija el espíritu de los días: “Pensamos que los sábados, por ejemplo, deben ser excelentes, ya que entonces los torturadores han de estar impacientes por terminar su jornada e irse a tomar un trago o a almorzar. Por el contrario, creemos que los lunes deben volver llenos de energías”.

    ¿Qué significa la tortura? ¿Es la división del espíritu y el cuerpo, la conversión al sujeto en mero detritus? ¿Un lenguaje denigratorio que pretende despojarlo de sus órganos, cual operación maligna? ¿Una materia descompuesta, los ideales habitando un mero esqueleto? Son todas imágenes que surgen de las vivencias exhibidas en este diario: “Soy una pura masa que tiembla y que trata todavía de tragar aire”. Sufrir el hacinamiento (sujeto tapiado), caminar a tientas con una capucha hedionda que cubre el rostro (el juego a la gallinita ciega), los hervores malolientes de las sopas; en fin, golpizas reiteradas y un constante lenguaje denigratorio, que se exacerban en la tortura bajo los golpes de corriente: “Alguien me da un agarrón en el sexo. Insisten en que les describa los órganos sexuales de Eva, el color de sus pendejos, la forma de sus tetas. Quieren saber qué hacemos en la cama, cómo y qué nos besamos. Si mis respuestas son evasivas o demorosas, viene la descarga”.

    El relato exhibe el sadismo enmascarado en chiste de los juegos que implantan los cuidadores sobre los prisioneros, como si se nos presentara una serie de lugares comunes del lenguaje donde los seres humanos (aquí, los chilenos) gozan denostando al otro, no se sabe bien por qué: puede ser miedo, resentimiento, ignorancia, repetición de lo visto y vivido, en muchos casos, lo cotidiano. Los soldados, “amoratados por la cerveza”, exigen a los pobres diablos (personas indefensas) que alguien cante, que cuente un chiste. Un cuidador, al despertarlos les espeta: “¿Durmieron bien, pelotudos? ¿Tienen alguna queja?”. Y en la rutina diaria del trote por el campamento: “¡Abajo, huevones! ¡De pie, huevones!”. Y el autor acota: “No sé hacia dónde, pero una patada en el culo me orienta”.

    Bofetadas circenses, golpes gratuitos con laques y porras, pataditas en las canillas; acaso hipérboles de los antiguos castigos ejercidos por los inspectores en los colegios: coscorrones, reglazos, bromas que los muchachos del curso celebran nerviosamente.

    Menciono esto, porque muchas de las actitudes pueden estar en el corazón de nuestra educación colegial y hogareña. En este campo de concentración ocurren situaciones inverosímiles para nosotros, pero que hablan del oportunismo y de situaciones absurdas y tragicómicas, como el negocio que arma la señora de un suboficial en la vivienda ubicada en el mismo centro de detención: “Dicen que hasta hace poco la mujer del suboficial vendía sándwiches y cigarrillos a los prisioneros a través de la alambrada, pero que últimamente se lo han prohibido”. Un cruce de caminos: todos vamos a comprar berlines al quiosco de la tía, en el recreo en el colegio.

    Cagados, orinados, pulguientos, alimentándose de comida agusanada, están al borde del desquiciamiento: “Hace tres días que no duermo ni cago. Es un estado semejante a la alucinación, al desvarío de los inmundos ascetas del desierto. No puedo razonar. Todo lo que me propongo como pensamiento se transforma en ensoñaciones, en visiones tortuosas y escalofriantes”. Aquí, lo que más llama la atención es la fijación de la mirada en las deposiciones, que alude a la descomposición de lo humano, a la pérdida de la dignidad: “La mierda de Rubén sale ante mis propios ojos, es como un parto. Un cilindro de mierda compacto, increíblemente grueso, estriado de nervaduras amarillas y con algunas incrustaciones blancas, granulosas, sale de un orificio estrechísimo”.

    Aquí (por suerte) no hay héroes como en las películas: nadie aguanta la tortura, entre los detenidos hay gente desagradable, algunos demasiado ingenuos o de pocas luces. Siendo calificados como ‘prisioneros de guerra’, no hay ningún detenido que sea un dirigente de renombre; por el contrario, son personas del montón (Valdés incluido).

    Es un vaciamiento, el reverso del alma, un cuerpo-máquina que licúa sustancias: “Quedo asombrado, cada día, de las cantidades de mierda que logro evacuar, de color amarillo subido, como pulpa de naranja prensada, cantidades superiores a lo que he comido”. Es el espejo ominoso, lo que va quedando del hombre en el proceso de denigración. Y repetimos aquí la sombría cláusula de Primo Levi, judío sefardí sobreviviente de Auschwitz, al exhibir la miseria humana de los campos de concentración: “Si esto es un hombre”.

    Quiero abordar finalmente un aspecto relevante en relación con el tono de este testimonio de Hernán Valdés: el énfasis en lo antiépico, su realismo escéptico (al borde del sarcasmo) para referirse al fracaso de su vida sentimental y al derrumbe de la utopía política, sus retratos paródicos de quienes lo acompañan en las cabañas (pocilgas) y muchas veces el gesto de distinguirse de los demás, acaso por el hecho de ser un intelectual.

    No es alguien obsecuente. Aquí (por suerte) no hay héroes como en las películas: nadie aguanta la tortura, entre los detenidos hay gente desagradable, algunos demasiado ingenuos o de pocas luces. Siendo calificados como “prisioneros de guerra”, no hay ningún detenido que sea un dirigente de renombre; por el contrario, son personas del montón (Valdés incluido): un mozo de cocina del hospital Barros Luco, alguien que trabaja en una farmacia, un profesor de primaria socialista que dirigía la repartición de mercaderías en su barrio, un antiguo dirigente de suplementeros, un joven seguidor de un gurú. El autor acota: “Somos un mosaico informe de la sociedad”. Un grupo heterogéneo, atrapado en un sistema irracional que castiga a los débiles.

    Desde ya avanzado el siglo XXI, resulta pintoresco leer algunos retratos de soldados y campesinos, quizás desafiando algunos estereotipos de lo popular que se tenían en aquella época, pero también demostrando cierta cuota de clasismo. Así, de un soldado (procaz, como los demás) se indica: “Si no fuera por el fusil y el casco de acero, que lo cubre hasta las cejas, y las fuertes botas, no sería sino un típico campesino chileno: mestizo, piel aceitunada, ojos pequeños, grandes dientes. No debe tener más de veinte años, juraría que conozco sus héroes. El Colo Colo, las teleseries mexicanas, los cómics”. Anotemos, de paso, según registros fotográficos, que la figura de Hernán Valdés no está alejada de ese retrato. Y de una enfermera (cuyo trabajo es examinar a los detenidos luego de la tortura: lo hace despreocupadamente), acota: “Es una pequeña morena, también de rasgos nacionales muy característicos, un moreno enfermizo, ceniciento, ojos negros, boca pequeña. Está muy maquillada en los ojos”. Por cierto, son gentes que no tienen conciencia de sus actos, del daño que provocan y se quisiera hacer un símil con su figura física.

    Hay cierta picaresca al registrar las historias de algunos detenidos, que revelan un alma popular que vive de mitos. Por ejemplo, don Ramón, viejo suplementero, cuenta su vida que es un calco de la del maratonista Manuel Plaza, indicando que compitió en las Olimpíadas de 1936 en Berlín. Y en el caso de un joven aspirante a gurú, el autor se complace en citarlo: “La energía es amor. Es perceptible por los sentidos. Hugo puede verla, con los ojos cerrados, como una luz azul, puede oírla como un rumor poderoso, melodioso, puede gustarla, como un sabor fuerte, de alcachofa”. A veces, eso sí, en el ruedo que se forma alrededor del que narra su historia personal, se escuchan algunas risas y chanzas, como desvirtuando aquellos cuentos.

    Este texto me ha conmovido. A veces hiere mi sensibilidad, un humor ácido que trabaja mi cuerpo. Pero nos devuelve a lo real poniendo en tensión el sentimiento de solidaridad: “Nos peleamos por la comida, por el pan, nos robamos unos a otros las mejores frazadas. No nos gustan nuestras caras; la fealdad de los demás expresa demasiado claramente cuál debe ser la fealdad de la propia”. Y, simultáneamente, ocurre algo maravilloso: en este testimonio reconocemos la dignidad de esos cuerpos abusados, su resiliencia, un sentir comunitario de algo perdido, en fin, la esperanza nunca abolida. Por ello, Hernán Valdés escribió lo que escribió.

  160. Marcia Scantlebury: “Hay un antes y un después de la tortura”

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    Viene llegando de Tres y Cuatro Álamos, los centros de tortura —junto a Villa Grimaldi— donde la periodista Marcia Scantlebury pasó meses de su vida durante 1975. Allí estuvo presa, allí fue torturada. Allí hay un antes y un después. Allí sonaba, mirando los caballitos de mar del desagüe, allí pensaba en sus hijos, en sus padres. Miraba el pasto y pensaba en si volvería a ser libre, si iba a sobrevivir a ese infierno.

    Este mes volvió allí, para ser parte de la plantación de árboles, los árboles de la memoria, dos mil árboles nativos que serán plantados en espacios públicos y privados, como parte de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado.

    Cuenta que fue impactante: que no había vuelto antes a ese lugar. Recibió el cariño de las y los ministros, de otras presas presentes.

    Con un té cargado, en su departamento, empieza a recordar los años más duros de su vida y el sentido de esta conmemoración de los 50 años. Destacada periodista, ganadora del Premio Lenka Franulic, exvicepresidenta de TVN, exdirectora de Cultura en el gobierno de Frei, curadora del Museo de la Memoria, que hoy preside, su estampa elegante y su enorme dignidad siempre la anteceden.

    Usted estaba en su casa con sus hijos cuando llegó la Dina a detenerla, el año 75. ¿Cómo fue ese día?
    Fue en dos días, lo que ellos hacían era un sistema de dos partes. Primero llegaban y te decían que te venían a chequear por cualquier otra cosa, me dijeron que era porque había habido un choque en la rotonda de Vitacura y que aparecía involucrado mi auto, que si podían hacerme unas preguntas. No me dijeron nada y se fueron. Al día siguiente volvieron a buscarme. Yo me di cuenta, entonces llamé a unos vecinos, que eran del PC, y les dije que me estaban tomando presa y que por favor se quedaran con los niños. Me quedé tranquila de que los niños estaban ahí, cerré la puerta para que no se dieran cuenta de lo que estaba pasando afuera. Nosotros teníamos detrás de la casa un sitio vacío y por ahí me podía escapar, pero cuando quise hacerlo ya estaban todos ahí. Me llevaron tres tipos. Me dicen que tengo que ir a declarar a la comisaría, que ellos me iban a llevar.

    ¿Quiénes eran?
    Era la Dina. Me dijeron que querían que yo fuera a declarar; yo no tenía ninguna posibilidad de decirles que no. Me metieron en la camioneta y me pusieron una tela plástica, un pañuelo encima de una venda y partimos. Había dos atrás. Yo estaba al medio y vendada, entonces nunca supe adónde iba. Mi nana me dijo que había visto a los tipos antes, en la esquina, observando.

    ¿Qué pensaba en ese minuto?
    Bueno, tampoco fue una gran sorpresa. Yo colaboraba con el MIR y había estado clandestina un tiempo atrás, poquito tiempo, un mes. Pero como no me fueron a buscar, pensé que estaba libre de polvo y paja. Y salí porque era el cumpleaños de un hijo mío, de Maximiliano, el 2 de junio. Entonces yo pensé que como no me habían ido a buscar en esos días, quería decir que podía salir o, por lo menos, salir y volver. Yo tenía órdenes de no salir en ese tiempo, de seguir como clandestina, pero ahí cometí el error y fui, y ahí me pasó todo esto.

    Marcia Scantlebury plantando uno de los árboles de la memoria, en julio de este año.

    ¿Cómo era el lugar donde la llevaron?
    Me di cuenta de que era un lugar muy frío, cerca de la cordillera, y yo iba con las botas que me había alcanzado a poner y un chaquetón, que todavía tengo. Me bajaron y me metieron en una casucha, me sacaron la venda y ahí me empezaron a registrar dos mujeres muy amablemente. Me desnudaron, revisaron las cosas de mi cartera e hicieron un inventario: una cruz de plata, mi billetera, una foto de mi mamá, de los niños. Las iban contando y dejando al lado supuestamente para cuando te liberaran. Yo pensé: bueno, esto no está tan mal, porque si me están examinando mujeres es como una consideración. Bueno, resulta que eran las mismas mujeres que después gritaban, que participaban en la tortura y no eran para nada consideradas. Pero ahí, mientras estaba esperando para que me hicieran el allanamiento, empecé a escuchar unos gritos horrorosos, y ahí me di cuenta.

    ¿Qué pensó?
    Yo sabía que había tortura, pero una cosa es saberlo y otra cosa es vivirlo. Los gritos que oí nunca los había sentido. Yo dije: estos tienen que ser animales, no gente. Un horror. Yo hasta entonces pensaba que el odio era un sentimiento intelectual, pero ahí me di cuenta de que existía el odio y que era feroz. Había un tipo que me decía: no trates de mirarme a través de la venda, y yo le dije que no tenía ningún interés en mirarlo, porque una persona que es capaz de hacer ese tipo de cosas, yo no quiero mirar la cara de alguien que tiene esa amargura y ese odio, así que no, no lo voy a mirar.

    ¿Estaba en la Villa Grimaldi, no?
    Sí, en Villa Grimaldi. Me di cuenta por el frío, me di cuenta de que había llegado al infierno, porque nosotros sabíamos que la Villa Grimaldi era el infierno. Que era lo peor que a uno le podía pasar. Ellos me empezaron a torturar. Me tendieron en una pieza chica con un catre, una especie de somier, pero con estas huinchas de acero. Ahí me encontré con una de las amables mujeres que me habían recibido al comienzo. Era sin piedad. El que dirigía esto era Marcelo Moren, el jefe de la Villa Grimaldi, y por supuesto Miguel Krassnoff. Aplicaban la electricidad en los lugares más húmedos, en la vagina, en la boca. Había una señorita, muy peinada, con un escritorio pequeño, muy maquillada, que era la que recibía las declaraciones después, y era como la testigo de fe de lo que pasaba ahí. Te daban la instrucción de que si tú llegabas a sentir mucho dolor y quisieras hablar, levantaras el dedo, y que te dieras cuenta de que no tenías alternativa. Es un dolor indescriptible. Yo siempre me imaginaba esas películas antiguas, como de la Greta Garbo, en que llegaba un momento de tanto dolor que ella se desmayaba. Entonces yo pensaba: es tanto el dolor que me voy a desmayar, pero nunca me desmayé.

    ¿Siempre estuvo consciente mientras todo esto pasaba?
    Totalmente consciente y con mucho dolor. Ellos querían que yo delatara, que les dijera dónde estaba cierta gente, dónde estaba la comisión política del MIR —en ese tiempo estaban fugados. Yo no era tan importante, pero se supone que tenía conexiones ahí. Era feroz, me ponían corriente, diciéndome: ¿no quieres hablar? Bueno, nunca hablé… Los tipos me tenían en el día en Villa Grimaldi y me mandaban a dormir a Cuatro Álamos, y me devolvían al otro día limpia, lista para la tortura.

    ¿Su familia sabía dónde estaba?
    No. Estaban desesperados. En ese tiempo estuve con una chica muy joven que se llamaba Miriam Silva, y cuando la soltaron fue a hablar con un sacerdote y le pasó un papelito mío. Yo le había regalado una medallita a ella, que había comprado en la iglesia de la Merced, y cuando se conectó con el sacerdote, este llamó a mis papás y fueron. Cuando vieron esta medallita y el papel, ellos tenían miedo de que fuera una trampa de la Dina. Y ahí Maximiliano, mi hijo menor, vio eso y dijo: eso es de la mamá. Porque yo iba con él cuando compré esa medallita. Ahí se dieron cuenta de que era verdad, que esta chica había estado conmigo y que su versión era real. Así que fue un alivio enorme para ellos saber. Ella les contó que se me había caído el pelo.

    ¿Se le cayó el pelo en la Villa?
    No, fue desde antes de caer presa, desde que estuve en la clandestinidad. Yo creo que era por miedo. Después me dijeron que sí, que se llama alopecia areata. Una vez uno de los torturadores me ofreció ponerme una inyección para que me volviera a salir el pelo. Entonces pensé: qué miedo, me va a poner esta inyección y a lo mejor voy a decir todo lo que no he dicho. A mí me disminuía mucho estar sin pelo, porque lo único seguro que he tenido siempre es el cabello. Pero yo sabía también que en esos casos nada puede doblegar tu voluntad. Si tú tienes la convicción de que no vas a hablar, no lo vas a hacer. Al día siguiente, le dije: póngame la inyección, y fíjate que me creció el pelo.

    Tenía una tristeza honda pensando en que yo había salido pero que las otras estaban adentro y, al mismo tiempo, darme cuenta de que afuera, después de todo lo que yo había vivido, afuera no había pasado nada. La gente seguía su vida con una indiferencia absoluta… Sentí entre pena, rabia, nostalgia, me daban ganas de entrar corriendo de nuevo a Tres Álamos, donde había construido un espacio afectivo.

    ¿Y se planteó alguna vez hablar para que la soltaran, porque tenía hijos y por el horror de lo vivido ahí?
    No, nunca. Luego, la gente con la que colaboraba me solicitó que hiciera un informe sobre eso y sobre por qué no había hablado. Yo dije: por miedo, el terror de que uno se daba cuenta de que quienes hablaban y delataban a otros vivían para siempre con esa culpa. Porque a esa persona (delatada) la iban a matar, la iban a desaparecer, la iban a torturar por tu culpa. Entonces nunca hablé, y fue terrible también.

    ¿Por qué?
    Yo estaba detenida y luego llegué a libre plática. En esos días se había producido el montaje de los 119 desaparecidos, un falso enfrentamiento entre miristas inventado por la Dina. Yo creo que casi el 70% de las mujeres que estaban ahí tenía a un hermano, a un marido, a un hijo desaparecido.

    ¿Qué fue lo peor que le tocó ver y vivir?
    Lo peor es subjetivo, pero para mí lo peor fue percibir el odio, es una cosa que se te queda atrapada bajo la piel. Nunca vuelves a ser la misma. Cuando me dicen que yo nunca he demostrado odio, es porque el odio te contamina y yo me he defendido mucho de eso, porque soy una persona que ha tenido muchos privilegios, mucho afecto de mis amigos, de mi familia, de mis hijos, entonces he podido retomar mi vida. Pero hay un antes y un después de la tortura, de presenciar la complacencia frente a tu dolor. Hay una parte de lo que hacían que era parte del libreto, del guion y que implicaba tortura, que implicaba atropellos, implicaba todo, pero dentro de ese horror estaba el doble horror. Por ejemplo, había una de las gendarmes que mientras me venían a buscar de Cuatro Álamos a la Villa me rompía la cara con las llaves. Pero eso no era parte del libreto, eso la gratificaba. Lo que pasa es que tú estás ahí y estás en el infierno. Es verdad, porque el infierno también te transforma a ti.

    ¿Cómo logró salir, finalmente?
    Fue rarísimo. Todas nos leíamos el I Ching, y preguntábamos quién salía, quién no, porque en ese tiempo estaban los rumores de que se venía una amnistía para hombres y mujeres en Navidad. Hablábamos y nos leíamos el I Ching y a algunas les salía: “Usted va a cruzar la gran corriente”. Pero a mí me acababan de sacar de nuevo para torturarme… todos pensaban que me iba a quedar para siempre. Entonces empezaron a leer la lista y cuando dicen mi nombre, todas las compañeras se tiraron encima mío porque fue emocionante. Ese día nos hicieron hacer una fila. De esa fila me sacaron para tomarme fotos, con lentes, sin lentes, de frente o de perfil, como delincuente. Adelante mío estaba Shaira Sepúlveda, la compañera con la que habíamos entrado, y para mí fue muy emocionante porque a ella le preguntaron: ¿Usted tiene militancia? Y ella respondió: yo soy militante del Partido Comunista de Chile. Ese gesto de valor y dignidad hizo que me quebrara y lloré.

    ¿Entonces salió libre?
    Salimos todos y estaban las familias esperando, pero a mi familia nunca la llamaron para avisarle, como a las demás. Quedé sola afuera. Esto era en Tres Álamos. La gente de las casas adyacentes salió a servirnos cosas de comer, y llamaron a mi madre. Además, los otros liberados se quedaron hasta que me vinieron a buscar. Esa noche yo dormí en la casa del cónsul de Colombia y al día siguiente volé a Bogotá.

    ¿Y pudo por fin ver a sus hijos?
    Sí, pude ver a mis hijos, y esa noche salimos. Fuimos al München, y yo debería haber estado feliz, porque después de no haber comido nada bueno, era una maravilla, pero no fue así. Tenía una tristeza honda pensando en que yo había salido pero que las otras estaban adentro y, al mismo tiempo, darme cuenta de que afuera, después de todo lo que yo había vivido, afuera no había pasado nada. La gente seguía su vida con una indiferencia absoluta… Sentí entre pena, rabia, nostalgia, me daban ganas de entrar corriendo de nuevo a Tres Álamos, donde había construido un espacio afectivo. Una vez alguien me preguntó cuál ha sido el peor momento de mi vida y el mejor, y yo respondí: Los dos pasaron en el mismo lugar; el peor, por esto de tomar conciencia del odio y del horror de vivir eso, y el mejor, porque también esa fue una historia de amor y solidaridad. Si hay algo que se puede parecer a lo que sonábamos —que era un cambio de la sociedad, una vida con más generosidad— fue esa vida, porque ahí compartimos todo. Y muchas presas nos seguimos juntando, compartiendo alegrías y dolores y acompañándonos hasta el día de hoy.

     

    Imagen de portada: Marcia Scantlebury durante el aniversario del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, en enero de este año. Fotografía: cortesía del MMDH.

  161. Allende y Pinochet: destinos contrapuestos

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    ¿Por qué al momento de conmemorarse medio siglo del golpe militar de 1973, la primera figura que asoma es la del presidente Salvador Allende, el derrotado, y no la del general Augusto Pinochet, el vencedor? ¿Por qué se apodera de la escena quien representa el último y fracasado intento de superar la crisis del Chile que surgió en los años 30, y no aquel que encabezara la profunda revolución a partir de la cual hemos tenido que ir construyendo, con sus claroscuros, el Chile de nuestros días? Son preguntas que, de obvias, o no se hacen o se verbalizan apenas, quizás en un susurro. Pero ya formuladas, hay que ensayar responderlas: es lo que intentaré en estas breves líneas.

    Ante la historia, ambas figuras quedaron íntimamente enlazadas. La grandeza de uno va de la mano con la miseria del otro: suma cero. Con su gesto de quedarse y morir en La Moneda, Allende se afincó para siempre en la memoria y condenó a Pinochet a la condición de personaje turbio, arribista y traidor, como lo describe cruelmente Roberto Ampuero. La defensa de la que fue objeto tras su detención en Londres, en 1998, no hizo más que confirmar la distancia entre dos destinos contrapuestos.

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    Allende confió en Pinochet para defenderlo de una eventual sublevación militar. Era su única garantía, pero en la hora clave el general le dio la espalda. Puede haber pensado en dar el Golpe, sacar a Allende a empellones de la sede de gobierno, mandarlo al exilio y ahí ver lo que le deparaba el futuro. Se encontró, sin embargo, con una situación imprevista: el presidente decidió no moverse de su lugar y, para no dejar dudas, afirmó a través de la radio que pagaría con su vida “la defensa de principios que son caros a la Patria”.

    Pinochet no le creyó: “Este huevón no se dispara”, habría dicho el futuro dictador en esos minutos cruciales. Allende fue presionado a salvarse por algunos de sus cercanos, pero no transó. Ante una resistencia que estaba fuera de su imaginario, el general dio a los pilotos de los Hawker Hunter la orden de bombardeo y, aún en su puesto, el doctor Allende se quitó la vida. Lo hizo, en sus propias palabras, como “castigo moral” a la “traición” de la que había sido víctima, especialmente por parte de Pinochet, en quien había mantenido la confianza hasta horas antes. También, sugiere Tomás Moulian, como senal de consecuencia frente a la retórica vacía de los dirigentes de los partidos de izquierda que boicotearon sus postreros intentos para evitar este desenlace.

    Aquel fue el punto de no retorno. A partir de ahí, con La Moneda en llamas y el fantasma de Allende a sus espaldas, para Pinochet y los militares no quedó más opción que la fuga hacia adelante. Debían llevar a cabo una revolución a la altura de la tragedia.

    Como al triste personaje de la tragedia Macbeth, fue la sangre en sus manos lo que obligó a los militares a justificar lo que habían hecho mediante un plan de refundación del país que, a su vez, diera sentido a una dictadura militar prolongada.

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    Si la intención original de los golpistas era una intervención militar breve, que reprimiera a los extremos y repusiera cuanto antes una democracia con ciertas restricciones —lo que le habría conseguido, si no el apoyo, al menos la benevolencia de las fuerzas de centro—, ella se desbarató por la resistencia del presidente Allende y la consiguiente violencia del Golpe.

    Un memorándum apócrifo dirigido a la Junta Militar en sus primeros meses —que se imputa a Jaime Guzmán—, verbalizó la situación sin tapujos, como lo consigna Robert Barros. Si la Junta es solo un paréntesis histórico —senalaba—, sus actos serán juzgados con criterios democráticos, ante los cuales no habrá excusa válida o posible. Su “misión”, entonces, es “abrir una nueva etapa en la historia nacional, proyectando su acción en un régimen que se prolongue por largo tiempo”, hasta conseguir para sus actos un juicio histórico radicalmente diferente, un dictamen que los justifique por la necesidad de crear un “nuevo orden”. Solo el tiempo, en otras palabras, apagaría el deseo de hacer justicia frente a los crímenes cometidos.

    Sin la determinación y el sacrificio del presidente Allende, probablemente Pinochet se habría sumado a la larga y olvidada lista de militares golpistas que abundan en los países latinoamericanos. Fue él quien lo empujó al afán refundacional que derivó en una revolución capitalista sin parangón. Esto ciertamente no alcanzó para borrar la traición y encaramarlo como héroe, pero al menos lo colocó, con dos caras, en los anales de la historia.

    Si hubiese que individualizar el principal factor que sacó a Chile de la ruta europea y lo puso tras el ‘sueño americano’, habría que mencionar a Allende. Los militares, con el fantasma del presidente muerto a sus espaldas, tenían que producir una fractura histórica equiparable a la fractura moral que ya se había consumado. La suerte estaba echada. Nada mejor, entonces, que romper con el rumbo económico, social y político que traía el país hasta 1973, como lo ofrecían Guzmán y De Castro.

     

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    La conmoción mundial desatada por el bombardeo de La Moneda y la muerte del presidente Allende, por el asalto y saqueo de su domicilio particular de Tomás Moro, por la intervención de las universidades, por la extensa represión posterior y por el desmantelamiento de la misma institucionalidad que los golpistas habían prometido restaurar, provocó que las Iglesias, la Democracia Cristiana y buena parte de los gobiernos democráticos del mundo, incluyendo el de Estados Unidos, se distanciaran del nuevo régimen. Este alarmante aislamiento volvió aún más urgente construir un relato que diera sentido de gesta a actos que, de otro modo, resultaban incomprensibles por su desmesura.

    Luego de una etapa inicial de confusión y a instancias nuevamente de Jaime Guzmán, los militares encontraron esa narrativa en la propuesta que elaborara un grupo encabezado por jóvenes economistas formados en la Escuela de Chicago. El ladrillo, como se la conoció, planteaba la necesidad de terminar con el modelo de capitalismo de tipo europeo prevaleciente por más de medio siglo, y ensayar la aplicación en Chile de las ideas economicistas y ultraliberales de Milton Friedman y Gary Becker, las cuales, para asentarse, requerirían de un prolongado gobierno autoritario. Fue el matrimonio perfecto: Pinochet necesitaba la justificación que le proveía el plan de los Chicago Boys, y estos necesitaban de su poder para materializar cambios que habrían sido totalmente inviables en democracia.

    Nada de esto estaba en la mente de las Fuerzas Armadas o de Pinochet antes del 11. Un giro en tal dirección era incongruente con el ADN de los militares chilenos, quienes habían participado del origen mismo del modelo desarrollista que se presentaba ahora como la fuente de toda clase de desventuras.

    Hay quienes imputan el éxito de las entonces extravagantes ideas de los Chicago Boys a las personalidades de sus líderes: la tosca inteligencia y asertividad de Sergio de Castro, que llegó a cautivar a Pinochet, así como la portentosa capacidad retórica de Jaime Guzmán, quien fuera el encargado de convencer uno a uno a los mandos militares. Los personajes siempre influyen, y mucho, en el curso que toma la historia, pero ellos no agotan su explicación.

    De ahí que, si hubiese que individualizar el principal factor que sacó a Chile de la ruta europea y lo puso tras el “sueno americano”, habría que mencionar a Allende. Los militares, con el fantasma del presidente muerto a sus espaldas, tenían que producir una fractura histórica equiparable a la fractura moral que ya se había consumado. La suerte estaba echada. Nada mejor, entonces, que romper con el rumbo económico, social y político que traía el país hasta 1973, como lo ofrecían Guzmán y De Castro.

     

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    Daniel Kahneman denomina “falacia narrativa” a la tendencia humana de establecer relaciones causales y explicaciones simples para entender eventos pasados y anticipar el futuro. Esto fue lo que hizo el nuevo régimen, con el argumentario provisto por el “Chicago-gremialismo”, como bautizara Jovino Novoa, uno de los jerarcas históricos de la UDI, a la férrea alianza entre Jaime Guzmán y los Chicago Boys.

    Refiriéndose a eso mismo, J. Samuel Valenzuela ha utilizado apropiadamente la noción de “legitimación inversa”. Se refiere así al intento del nuevo régimen de justificarse a sí mismo exagerando hasta la caricatura las fallas —que por cierto las tenía; de lo contrario, no habría habido la crisis que precipitó el Golpe— del modelo histórico precedente. Albert O. Hirschman advierte lo mismo cuando dice que “los Chicago Boys exageraron la imposibilidad de arreglar el sistema existente, porque querían algo enteramente diferente”. Esto explica el esfuerzo que se pusiera, por 17 años, en condenar el pasado e insistir en que la crisis de 1973 y sus consecuencias habían sido el resultado del agotamiento ineluctable de los modelos económico-social y político-institucional que imperaron en Chile durante gran parte del siglo XX; y, al mismo tiempo, reiterar majaderamente que la estabilidad y la democracia solo podrían ser restablecidas a partir de un nuevo modelo, condensado en la Constitución de 1980.

    A través de la decisión de defender hasta el fin la legalidad democrática, Allende deseaba imposibilitar a la burguesía la reconstrucción del aparato de Estado tradicional”. La afirmación de Joan Garcés, el asesor más cercano de Allende, tiene mucho de profecía. Curioso que venga de él, quien terminó por sepultar a Pinochet, primero, con su apresamiento en Londres por orden del juez Garzón, y luego, con la publicidad de sus cuentas en el Banco Riggs. Es otra de las múltiples ironías de esta historia.

     

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    Pero no solo fue Allende, con su heroica decisión de no entregarse, como le ofrecían para obtener así su salvación personal, quien determinó que su figura y la de Pinochet tuvieran destinos opuestos. En la decadencia definitiva del general, también influyó su patética defensa en el proceso judicial al que fue sometido en Londres, en 1998, a raíz de la orden de detención internacional pedida por el juez español Baltasar Garzón, por las violaciones a los derechos humanos bajo su gobierno.

    Pudo ser una oportunidad para el “Yo acuso” en boca del general y sus defensores. La Cámara de los Lores era el escenario ideal para que explicaran ante la historia la crisis sin salida que había desembocado en el 11 de septiembre. Para argumentar sobre la necesidad del bombardeo y la despiadada represión posterior, destinados a marcar un quiebre irreversible y evitar una guerra civil. Para insistir, en fin, en los incontables beneficios que traería consigo el paso sin concesiones desde el desarrollismo cepaliano hasta el neoliberalismo chicaguense.

    Tal ocasión, sin embargo, se descartó. Quizás no venía con el personaje. Como sea, sus defensores prefirieron argüir que el general había sido objeto de una “confabulación” del marxismo internacional, como si la Guerra Fría, de la que él tanto profitó, aún siguiera en pie. En Chile sus colaboradores civiles levantaron la voz en forma amenazante, para advertir que su detención había roto el “pacto de la Transición”, y exigían del gobierno del momento, y de la centroizquierda, medidas y actitudes que lindaban con lo grotesco. Nada de esto funcionó. Así, ante el fracaso del camino político, el pinochetismo se decidió por salvar al Pinochet “biológico” a costa del Pinochet “histórico”. O sea, lo opuesto de Allende.

     

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    Los alegatos de los abogados del general Pinochet ante la Cámara de los Lores, rogando por que se le reconociera inmunidad al viejo dictador retenido en The Clinic, no pudieron ser más demoledores para su figura y su obra.

    En el célebre juicio de Jerusalén, Eichmann se presentó a sí mismo como la pieza secundaria de un engranaje que tenía vida propia, para así evadir toda responsabilidad personal. La defensa jurídica de Pinochet en Londres aplicó la misma estrategia. En lugar de rebatir los actos por los que era acusado, se contentó con puntualizar que ellos no eran atribuibles a su voluntad o decisión individual, sino a su condición de jefe de Estado, lo que lo hacía merecedor de la inmunidad que reclamaba. Esto incluía, por cierto, la actuación de la Dirección de Inteligencia Nacional, la Dina. El argumento fue, por cierto, descartado de un plumazo por los lores: los “crímenes contra la humanidad”, como en este caso, no son ni pueden ser jamás actos de Estado, por lo que sus responsables, concluyeron en voto mayoritario, no están sujetos a inmunidad. Lo mismo había pasado con Eichmann.

    Fue así como, para la mirada expectante de la opinión pública chilena y mundial, lo que quedó grabado en la retina fue una defensa que dejó pasar sin protestar las acusaciones que se le hacían a Pinochet como responsable de la violación sistemática de los derechos humanos de sus compatriotas, para enfocarse exclusivamente en sostener que gozaba de inmunidad en su calidad de ex jefe de Estado y como embajador en misión especial.

    Para sus partidarios, que sus abogados no gastaran un minuto en defenderlo de las acusaciones debe haber sido motivo de desazón y, por qué no, de dolor. Para el público en general, fue avalar ante la historia el contenido mismo de las imputaciones.

    ¿Alguien se imagina a Allende callando ante sus acusadores, evitando la responsabilidad personal sobre sus actos, escudándose en triquiñuelas jurídicas, pidiendo a sus adversarios históricos un poco de compasión o fingiendo demencia para ser liberado?
    El fin de la historia es conocido. El Pinochet ‘biológico’ finalmente se salvó. Retornó a Chile dando inesperadas señales de buena salud.

     

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    Para conseguir su liberación, familiares y partidarios crearon la imagen de un anciano desconcertado, abatido y deprimido. De su entorno surgieron voces pidiendo ayuda y piedad, así como promesas de que, si el general retornaba a Chile, haría algunos de los “gestos” que tanto se habían esperado de él en relación con lo que aún se desconoce de la violación de los derechos humanos bajo su mandato. Todas esas senales, reafirmadas por rostros llorosos, buscaban crear un sentimiento de compasión en las autoridades laboristas británicas, en quienes radicaba la decisión de su extradición a Chile; pero también en sus contrapartes chilenas, antiguos opositores a Pinochet, con la esperanza de que ejercieran presión sobre el gobierno de Su Majestad.

    ¿Alguien se imagina a Allende callando ante sus acusadores, evitando la responsabilidad personal sobre sus actos, escudándose en triquinuelas jurídicas, pidiendo a sus adversarios históricos un poco de compasión o fingiendo demencia para ser liberado?

    El fin de la historia es conocido. El Pinochet “biológico” finalmente se salvó. Retornó a Chile dando inesperadas senales de buena salud. Lo aguardaban, sin embargo, 59 querellas, incluyendo la de la Caravana de la Muerte, por la cual sería desaforado meses después. La Corte Suprema ratificó su sobreseimiento definitivo bajo el alegato de “demencia senil”, luego de lo cual Pinochet renunció a su cargo de senador vitalicio, diciendo que lo hacía “por el bien del país”. Murió rodeado de su familia, pero el precio que pagó por todo esto fue la demolición de su figura “histórica”.

    De aquel líder que, desde Chile, había dado una lucha sin cuartel contra el comunismo e impulsado reformas económicas vanguardistas a escala mundial, lo que quedó después de Londres fue apenas un espectro.

     

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    ¿Fue Pinochet un personaje excepcional, que a fuerza de genio o de valor marcó su tiempo? El día de su muerte muchos se deben haber hecho la pregunta. Aunque se ha escrito poco sobre su figura, todo indica que, antes que un líder, fue un hombre que asumió con oportunismo y astucia un protagonismo que no planeó.

    No fue él quien ideó y organizó el golpe militar; pero cuando este ya era inevitable ante el caos social y económico del momento y ante una democracia incapaz de dar salida a los conflictos y garantizar un mínimo de orden, no tuvo escrúpulos en dar la espalda a las promesas hechas al presidente Allende y ponerse a la cabeza de la sublevación. Como sucede a menudo con los conversos de último momento, sorprendió a sus propios compañeros de armas, que habían venido planeando la sedición desde la primera hora, al emplear una fuerza cruel y desproporcionada: fue su manera de acabar con las suspicacias.

    No hay duda de que Pinochet encabezó una revolución capitalista que sacudió a Chile hasta sus raíces. Esto tampoco fue planificado: fue el correlato y la justificación de la fractura provocada por un golpe militar que terminó con un presidente democrático muerto en la casa de gobierno.

    El personaje, sin embargo, tiene un punto a su favor: luego de su derrota en el plebiscito de 1988, aceptó dejar el poder el 11 de marzo de 1990. ¿Por qué? Porque percibió, otra vez, hacia dónde iba la historia. De un lado, las condiciones que lo habían colocado en el poder (Guerra Fría, inflación, desabastecimiento, violencia, crisis económica, polarización) habían desaparecido. Del otro, se había creado una sociedad más moderna y abierta al mundo, incompatible con una dictadura con el historial que la suya mostraba en materia de violación de libertades y derechos humanos. Fue su propia revolución, entonces, la que terminó por expulsarlo del poder; y más allá de algunos corcoveos, el general nuevamente se resignó a su suerte. Lo que jamás imaginó fue que la cuestión de los derechos humanos lo perseguiría hasta Londres. Al momento en que esto sucedió, probablemente recordó a Jaime Guzmán y su memorándum: “A mí también me traicionaron”, debe haber murmurado.

     

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    En sus largos años en el poder, y antes del 16 de octubre de 1998, cuando fue detenido en Londres e iniciaba su calvario judicial, Pinochet alguna vez pudo haberse reconocido como un héroe. Pero aquel 11 de septiembre de 1973, con perfecta conciencia de lo que hacía, Allende se lo hizo imposible. Frente a un personaje que dejó su vida en La Moneda bombardeada, que rechazó con desprecio las ofertas que le hicieran de abandonar el país, que ordenó a las mujeres y a sus colaboradores salir del Palacio para resguardar sus vidas, que privilegió salvar su dimensión histórica a cambio de su propia vida, lo que quedó de Pinochet fue la imagen imperecedera de aquella figura que se vio en Londres, y que a Allende se le develó completa recién el día del Golpe: un individuo dispuesto a entregar cualquier cosa, incluyendo su dignidad, a cambio de la breve gloria que da el poder… o bien, de unos pocos años adicionales de sobrevida.

    Augusto Pinochet murió en su casa de Santiago, el 10 de diciembre de 2006. Pocos recuerdan la fecha y la misma no es objeto de recuerdos o conmemoraciones públicas. En sus últimas horas, el viejo general seguramente se preguntó por las crueles ironías de la historia. Creyó haber derrotado a Allende, pero fue este quien lo venció. Su sacrificio y la traición de la que fue objeto serán los que quedarán registrados para siempre en la memoria. Tal desenlace quedó escrito en el primer acto, del que este año se cumple ya medio siglo y que a pesar de ello no deja de estar vivo.

     

    Imagen de portada: El 23 de agosto de 1973, Salvador Allende nombra a Augusto Pinochet como comandante en jefe del Ejército. Fotografía: Archivo Cenfoto-UDP.

  162. El futuro de la memoria

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    ¿Por qué volver sobre el pasado hoy y traer el recuerdo del golpe de Estado y los hechos luctuosos que le siguieron? ¿No será acaso un error, algo equivalente a echar sal sobre una herida?

    Desde luego, no se trata de un error, sino de un deber intelectual. Ese deber consiste en discernir lo que en el río del tiempo vale la pena y lo que no.

    Y es que al revés de lo que solemos creer, la memoria no tiene que ver, en rigor, con el tiempo que se fue, sino con los días presentes; la memoria es, a fin de cuentas, contemporánea. Cuando los individuos y las sociedades recuerdan y vuelven la vista hacia el pasado, y escudriñan en lo que aparentemente ocurrió, en realidad están procurando definir su propia situación vital, que es siempre presente. Están, por decirlo así, poniendo al día el conjunto de sus recuerdos. Pero para hacerlo es imprescindible que cuenten con algún criterio que les permita discernir qué es lo que debe ser recordado como una forma de fijarlo en el tiempo de manera que no se repita, y qué, en cambio, debe ser recordado para reverdecerlo y ojalá realizarlo, porque después de todo, en el pasado están los fantasmas de las sociedades, pero también sus suenos.

    Esa tarea de discernimiento frente al pasado es contemporánea e inevitable, y prueba que las sociedades y los individuos nunca están presos de su pasado, como si este fuera una fuerza ciega e inane, una causalidad irresistible en la que, querámoslo o no, estuviéramos atrapados.

    Para comprender de qué forma las sociedades y los seres humanos somos capaces de discernir el pasado con vistas al tiempo que viene, evitando una suerte de excedente de memoria —el peligro de sumir la experiencia total del tiempo en el pasado, que es una sola de sus dimensiones—, bastaría recordar unas líneas que escribió Sartre. En El ser y la nada, Sartre discute la noción de inconsciente y la sustituye por la de mala fe. La noción de inconsciente de Freud, concebida como un pasado que sigue actuando sin que seamos capaces de darnos cuenta o advertirlo, enseña Sartre, es hasta cierto punto absurda, puesto que cuando el paciente recuerda sabe qué recuerdo era el reprimido que lo atormentaba bajo la forma de síntoma. Si el paciente de algún modo no lo supiera, si no fuera capaz de reconocer en el baúl de su memoria cuál evento es el reprimido y que, una vez sacado a la luz, lo libera, entonces la propia tarea analítica sería imposible.

    Lo que Sartre dice respecto del análisis hay que repetirlo respecto de la memoria histórica: el ejercicio de la memoria no consiste en simplemente recordar, en traer al presente la facticidad de lo que ocurrió, sino que consiste en discernir en esa facticidad el sentido que la acompañaba y ser capaz, a la luz de las convicciones presentes, de juzgarlo.

    Al revés de lo que solemos creer, la memoria no tiene que ver, en rigor, con el tiempo que se fue, sino con los días presentes; la memoria es, a fin de cuentas, contemporánea. Cuando los individuos y las sociedades recuerdan y vuelven la vista hacia el pasado, y escudriñan en lo que aparentemente ocurrió, en realidad están procurando definir su propia situación vital, que es siempre presente. Están, por decirlo así, poniendo al día el conjunto de sus recuerdos. Pero para hacerlo es imprescindible que cuenten con algún criterio que les permita discernir qué es lo que debe ser recordado.

    Ahora bien, si lo anterior es así, si para discernir en el pasado lo que es utilizable y lo que no, debemos contar con un sentido que lo permita, de ahí se sigue que el trabajo de la memoria es indiscernible del futuro. Es lo que, con una frase algo críptica enseñó Lacan: los recuerdos, dijo, vuelven del futuro.

    Esta idea, según la cual la tarea de la memoria requiere también una cierta delectación por el futuro, de manera que cuando el futuro se apaga o se ensombrece, la memoria al mismo tiempo languidece, la ha subrayado bien Hans Ulrich Gumbrecht con su concepto de latencia. La latencia designa un estado de ánimo consistente en saber que hay algo cuya presencia es sentida, pero que permanece oculta. A diferencia de la represión, que ata al sujeto a un pasado que no sabe, la latencia ata al sujeto al presente, coagula, por decirlo así, el tiempo, en una especie de inercia claustrofóbica. En estado de latencia el futuro ya no se experimenta como un conjunto de posibilidades abiertas, sino simplemente como una amenaza. La supresión del futuro es, sin embargo, también, la supresión del pasado. La latencia, la imposibilidad de explicitar el pasado y de discernirlo, hace que el presente lo inunde todo; pero allí donde el presente todo lo anega, el sentido desaparece y la experiencia se vuelve mera facticidad.

    Es por lo anterior que a 50 años del golpe de Estado y de los hechos luctuosos que le siguieron, es hoy día más importante que nunca volver reflexivamente sobre la memoria. Y para hacerlo es imprescindible recuperar la conciencia del futuro, especialmente de un futuro compartido.

    En uno de sus trabajos más agudos, Andreas Huyssen sugiere que la aparición de la memoria es uno de los fenómenos culturales y políticos más sorprendentes de los últimos años. Mientras la cultura modernista habría estado imantada por el futuro, hipnotizada por el horizonte, desde hace algunas décadas sería el pasado el que parece inundar los días que vivimos. En este resurgir de la memoria habría una suerte de descreimiento o desconfianza en las utopías en cuyo nombre se cometieron muchos de los crímenes que hoy día se rememoran con horror. Desde este punto de vista, cabría decir, la memoria es también una promesa, el compromiso de que los hechos que se recuerdan, la mayor parte de las veces con espanto, no volverán a ocurrir. El riesgo, sin embargo, de ese empecinamiento por rememorar de ese esfuerzo por fijar hitos y eventos que aten el hilo del recuerdo a nosotros de manera que siempre podamos volver a él, sin nunca perdernos en el bosque de la historia, es la pérdida de futuro o, más exactamente, de vocación de futuro.

    Entonces, impedir o evitar el olvido del pasado, pero hacerlo de una forma que no equivalga al olvido del futuro, es el desafío de la hora presente.

     

    Imagen: Militares y prisioneros en el Estadio Nacional (1973). Fotografía: Bibi de Vicenzi, archivo del Fondo Holanda Comunicaciones, Cenfoto-UDP.

  163. Todos los golpes, el Golpe

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    El Golpe es una suerte de aleph borgiano, donde todo confluye y se confunde. Es, acaso junto con la conmemoración de la Independencia, el único acontecimiento histórico que se continúa recordando sin perder un ápice de intensidad emocional y dramatismo. Pero allí donde el 18 de septiembre se hizo un símbolo de unidad entre el Estado, la nación y el pueblo, el 11 de septiembre carece de las características de acuerdo transversal: para unos se trata de una gesta; para otros, de una mancha de sangre, un funeral.

    ¿Qué es lo que cancela el golpe de Estado? ¿Contra qué estaban tan enojados Pinochet, Merino, Leigh y, en menor medida, Mendoza? ¿Cuál fue la verdadera motivación para que las Fuerzas Armadas se cortaran las cabezas y las repusieran por unos generales que, tras decenas de intentos sediciosos fracasados, terminaron dando un golpe de Estado brutal y violentísimo?

    No fue un golpe de la CIA. No fue un golpe “neoliberal”. No fue un golpe contra un “ejército de 20 mil guerrilleros extranjeros”. Todas estas caricaturas, exageraciones y falacias han sido hegemónicas durante medio siglo, y es muy difícil plantearlas como lo que son: narraciones políticas para justificar, una y otra vez, lo sucedido tras el golpe de Estado.

    La Unidad Popular fue un intento de transformación radical del sistema político y económico chileno, que aplicaba una receta que entonces se entendía, por buena parte de la izquierda, como un ejemplo de modernidad: el marxismo. Su meta no era oscura ni estaba escondida: era transferir la riqueza generada en Chile de una clase social, la burguesía, a otra, la clase trabajadora. No a “los pobres”. Pero esto no era el Hogar de Cristo. Su estrategia era única y no se había intentado antes: aquella transferencia se haría a través de los procesos democráticos vigentes, mediante reformas legales y constitucionales. En esto también tiende a haber una confusión: se equipara a la Unidad Popular con las socialdemocracias europeas que vinieron después.

    De los cuatro grandes objetivos inmediatos con que entró a La Moneda en 1970, la UP obtuvo, para 1973, los cuatro: nacionalización de la banca, nacionalización de la gran minería del cobre, fin del latifundio y conformación de un área gigantesca de empresas estratégicas en manos del Estado. El problema es que, mientras las dos primeras se hicieron “por las buenas”, es decir, desde el punto de vista legal-constitucional, sin mácula, las dos segundas terminaron haciéndose “por las buenas y por las malas”, a través de ocupaciones de facto de campos e industrias, con cierta pátina de legalidad provista, en el primer caso, por la ley de reforma agraria y, en el segundo, por los famosos “resquicios legales”, siempre discutibles y discutidos, rodeados de violencia, caos y drama político.

    La Unidad Popular, salvo en las elecciones municipales de abril de 1971, cuando alcanzó poco más de la mitad de las preferencias, gobernó siempre desde una posición de minoría. Es decir, no logró superar la maldición de la política chilena, de ser solamente un tercio del electorado, sin capacidad de formar alianza con alguno de los otros dos tercios. Pero había algo más, en lo que se repara poco, otra maldición de la izquierda y que reemergió recientemente en el proceso constitucional en el que fue derrotada en 2022, que es esta ilusión de considerar que representa una triada sagrada que tiene como vértices, e iguala, a la izquierda, al pueblo y a la nación. No me parece una herejía preguntarnos, hoy, qué tan popular fue la Unidad Popular. Por un lado, es indudable que sí representó al mundo de la pobreza urbana y a gran parte de los obreros industrializados, y a una parte no menos significativa de los mundos profesionales, técnicos y estudiantiles y, por supuesto, a la élite política y cultural de izquierda (el “progresismo”, diríamos hoy). Por otro, enfrentó el mismo problema que Lenin, Castro y todo lo que en ese entonces era el mundo marxista: ¿qué hacer con las capas medias y medias-bajas de la población? Aquellos pequenos negociantes, agricultores (“emprendedores”, se diría hoy) que no eran ricos ni conformaban la élite, pero que tenían un capital de trabajo propio. En Chile, la conformación de la clase media no se dio solamente a través de la ampliación de los puestos de trabajo en el Estado, ya sea en la burocracia, las Fuerzas Armadas, la judicatura o la docencia; había una tradición de pequenos capitalistas, administradores rurales, dueños de “medios de producción” acotados, comerciantes, feriantes, pequeños agricultores y mineros, etcétera, que también contribuyeron a la conformación de esta capa social, con raíces muy profundas y antiguas, que llegaban hasta la expansión económica posterior a la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, allá en los años 30 del siglo XIX. No eran “la continuación” de las relaciones sociales coloniales, como ocurría con los inquilinos de latifundios, sino algo nuevo; trabajadores “autodependientes”, “hechos a sí mismos” para quienes el Estado era un ente lejano, un obstáculo, y cuyos proyectos de vida estaban más centrados en la autonomía individual que en la solidaridad obrera que todo proyecto marxista demandaba, y que, sin embargo, sin la construcción del Estado y de sus instituciones no hubieran existido. No eran necesariamente de derecha, pero sí antimarxistas vehementes. Lenin enfrentó este dilema —trabajadores antimarxistas— de inmediato, sobre todo en el campo ruso. No se hizo problemas: les puso un sobrenombre (“kulaks”) y los exterminó.

    La Unidad Popular los aceptó retóricamente, pero el enfrentamiento fue rápido e inmediato. De los muchos procesos sediciosos que padeció Allende, uno de los más importantes fue el paro de octubre de 1972, protagonizado, justamente, por los duenos de camiones. Es cierto que en él hubo platas de la CIA. Pero es cierto, también, que el movimiento contó con un apoyo popular dado, a mi juicio, por esta condición irreconciliable: la igualdad radical y redistributiva del marxismo para ellos era la muerte. No en vano un dirigente de los camioneros adoptaba, por esos días, la retórica de ser “orgullosos rotos chilenos”, rescatando del baúl del siglo XIX esta palabra, “roto”, que lejos de ser un insulto, reflejaba el pacto social decimonónico entre la élite política y el pueblo guerrero, mestizo y orgulloso de ser parte de la construcción de la idea de Chile.

    Si bien Allende ganó la mano —incorporando a los militares al gabinete—, después de octubre de 1972 el proyecto político de la Unidad Popular estaba herido de muerte porque no pudo superar esta contradicción. El problema es que nadie en la UP estuvo dispuesto a reconocerlo.

    Por otra parte, estaba el Poder Popular, que si bien formalmente era un aliado del presidente aspiraba a superar el proyecto institucional del mandatario y controlar la acción del Estado a través de la movilización de masas. Esto significaba, en realidad, una oposición a la Unidad Popular; pero esta, asediada como estaba, no podía darse el lujo de abrir un frente en su propio lado izquierdo.

    El Poder Popular era orgulloso, desafiante, agresivo y arrogante. Fue inteligente presionando sobre todo al gobierno, avanzó muchísimo: fue él, junto con cierto grado de corrupción en los cuadros de la UP, quien estaba detrás de la radicalización del proceso: tras las tomas ilegales de fábricas y campos; fue él quien, con su organización, impidió que el paro de octubre quebrara por completo el país. Su idea de superar al Estado burgués rápido, a través de la acción radical de las masas organizadas, era, sin embargo, la antítesis del proyecto de Allende.

    La retórica del Poder Popular, amparado en sindicatos establecidos y espontáneos, en el MIR, en buena parte del PS, en la Izquierda Cristiana y en la mayoría del Mapu, fue su arma y, a la postre, su perdición. Porque en la medida en que se acercaba septiembre del 73, con su larga hilera de golpes fallidos, pequeños y grandes, comenzó a prevalecer la idea de que el Poder Popular era realmente poderoso, que contaba con armas y que podía quebrar a las Fuerzas Armadas, infiltrarlas y oponerse con “fierros” a las viejas y despreciadas instituciones republicanas. Aunque este “pueblo armado” distaba mucho de la realidad, es decir, no contaba con armas suficientes ni adecuadas para acometer semejante hazana, el Poder Popular, en vez de negar la falacia, la alimentó con retórica guerrera. Así, el fantasma de la guerra civil estaba, para septiembre de 1973, en boca de todo el mundo, y aunque no había posibilidad alguna de una oposición real al ejército por parte de la izquierda, esta idea permeó a los militares, los hizo temer y actuaron.

    Matar la democracia (por burguesa o por ineficiente)

    Salvador Allende sobrevivió por lo menos a 12 intentos sediciosos antes del 11 de septiembre de 1973. Los más importantes de ellos fueron el intento de golpe de octubre de 1970, ocurrido para impedir que el Congreso Pleno eligiera a Allende y que terminó con la muerte del comandante en jefe del Ejército, general René Schneider; el ya mencionado “paro de octubre”, que fue un movimiento de la civilidad opositora, y el “tanquetazo” de julio de 1973, sofocado, entre otros, por el general Augusto Pinochet.

    La visión hegemónica del Golpe ve en todos estos intentos una sola y larga continuidad. Es como si la bala disparada contra Schneider en 1970 atravesara lentamente los casi tres años del gobierno de Salvador Allende y llegara hasta él, por mano propia, el 11 de septiembre de 1973. Esto no se puede negar del todo: la evidencia grita que se trató de un gobierno bajo un asedio sedicioso y destitutivo constante.

    Sin embargo, una mirada más detenida a la evidencia obliga a hacerse algunas preguntas. ¿Por qué Allende fue electo, pese al golpe del 70, en el Congreso Pleno? ¿Cómo y por qué sobrevivió a los doce intentos previos, pequenos, medianos y grandes, al golpe final? ¿Por qué, en septiembre de 1973, el plan de defensa militar del gobierno es responsabilidad nada más y nada menos que de Augusto Pinochet?

    Porque en esta conjura los brujos eran muchos y estaban desconectados entre sí. Y porque todos y cada uno de los 12 intentos fallidos, desde los complots enanos del general Alfredo “Macho” Canales, hasta el movimiento de oficiales y Patria y Libertad que estuvo detrás del “tanquetazo” del coronel Souper, fueron detenidos por el propio ejército y sus servicios de inteligencia. Es decir, no se puede afirmar, desde la evidencia, que hubiera, desde 1970, un “ejército sedicioso”. Por el contrario, bajo el mando de Carlos Prats la institución fue el candado del golpe militar, no el gatillo. ¿Eran marxistas los militares? Por supuesto que no. Pero hasta que asume Pinochet, a fines de agosto de 1973, y acaso hasta dos días antes del Golpe, por más presiones, pulsiones, bravuconadas, reuniones y amenazas que los generales más radicales formularan, ellos fueron relegados a un papel político ínfimo, sin posibilidad real de articular un golpe de Estado exitoso.

    El momentum, la mecánica del golpe exitoso, fue muy rápido y, como todo, producto de ciertas condiciones políticas azarosas. Involucró, al mismo tiempo, varios “golpes” internos: el de Merino contra su jefe, el almirante Montero; el de Leigh —paradójicamente apoyado por Allende— contra su antecesor, el general Ruiz; uno contra Carlos Prats, y dos contra Pinochet mismo: los militares que no le entregaron la renuncia tras la humillación que le dieron a Prats, y el “apriete” que le hace el general Leigh, junto con los enviados del almirante Merino, en su propia casa, durante el cumpleaños de su hija menor, en una escena gangsteril en que poco faltó para que le pusieran la pistola en la cabeza. ¿Fue Pinochet víctima de las circunstancias? En varios modos sí, pero es difícil tenerle lástima: una vez que tomó la decisión de qué lado apoyar, olió muy bien la cuestión del poder y, a través del poder y la violencia, avanzó con todo.

    El momentum, la mecánica del golpe exitoso, fue muy rápido y, como todo, producto de ciertas condiciones políticas azarosas. Involucró, al mismo tiempo, varios ‘golpes’ internos: el de Merino contra su jefe, el almirante Montero; el de Leigh —paradójicamente apoyado por Allende— contra su antecesor, el general Ruiz; uno contra Carlos Prats, y dos contra Pinochet mismo: los militares que no le entregaron la renuncia tras la humillación que le dieron a Prats, y el ‘apriete’ que le hace el general Leigh, junto con los enviados del almirante Merino, en su propia casa, durante el cumpleaños de su hija menor, en una escena gangsteril en que poco faltó para que le pusieran la pistola en la cabeza.

    De modo que lo que se pone en marcha en Valparaíso, en la madrugada del 11 de septiembre de 1973, es “la suma de todas las conspiraciones” solo en un sentido lírico; la evidencia cuenta otra historia: una de cambios tectónicos y muy rápidos en los equilibrios de poder de los cuerpos de generales en Carabineros y las Fuerzas Armadas, en directa relación con la imposibilidad de la “salida política” (el “golpe blando”), cerrada a fines de agosto, esto es, la incorporación de la Democracia Cristiana y de los militares al gobierno, a nivel de subsecretarías, que en la práctica era el fin de la UP.

    Y es, pese, de nuevo, a la mitología y pese a su evidente ilegitimidad, brutalidad y violencia, un golpe destitutivo y restitutivo; no refundacional ni ideológico; planificado hasta por ahí no más. Y, sin embargo, no solo es un golpe “de los generales”, sino también “general”, porque no solo es contra Allende y los partidos marxistas, sino contra el sistema político y contra lo que el modelo desarrollista entendía por democracia. Los militares atacaron en la mañana, con armas, el Poder Ejecutivo; en la tarde, mediante una simple declaración en la prensa, clausuraron por 17 años la fuente primigenia del poder soberano chileno: el Congreso Nacional. Esto pudo haber sido, también, una maniobra de supervivencia: ningún poder, ni el de sus partidarios, se les opondría.

    Es entendible que se le asigne, por este motivo, al golpe de Estado un objetivo ulterior: la consagración del “neoliberalismo”. Pero si somos fieles a la evidencia y a los propios discursos de los generales, todo el “proyecto político” militar, en esa manana y en esa tarde, se resumía en dos cosas: el exterminio de la izquierda chilena y el cierre “hasta nueva orden” de la democracia desarrollista. Esto último, la clausura democrática, era quizás el único punto en común con la izquierda: tanto los militares como el Poder Popular sostenían, paradójicamente, que la democracia chilena, ya sea por “burguesa” o por ineficiente, debía morir.

    Los militares, llevados al poder por el golpe de los generales del 11 de septiembre de 1973, se tomaron su tiempo para armar un proyecto político de largo plazo, con una Constitución nueva, que consagraba, en versión chilena, lo que los militares brasilenos habían hecho ya en su país: un esqueleto de democracia en el que la soberanía popular debía pasar, siempre, por el filtro militar: un sistema con instituciones que recordaban los viejos hábitos democráticos, pero que respondían a las instituciones armadas y que eliminaban a la izquierda: una “ademocracia”, un remedo, un fantasma técnico que garantizaba estabilidad, pero ignoraba representatividad y participación.

    Si en Chile el Estado, a través de sus instituciones, había sido el constructor de la nación chilena; los militares se veían a sí mismos como el corazón palpitante de ese Estado: el núcleo sobre el cual todo lo demás se construyó. Con una historia que se remontaba al siglo XVII, eran la única institución que antecedía a la república y sabían que sin ellos el concepto de Estado de Chile hubiera sido imposible. Esto fue lo que los motivó tanto al golpe de los generales —es decir, se negaban a tener “otra historia”, una en la que primaban las visiones “foráneas”, como decía Pinochet— como a la idea de que tenían derecho a conformar un sistema político de espaldas al pueblo. Porque ellos, sostenían, eran el verdadero pueblo en armas: ellos habían hecho el gasto de la construcción de la república, de la agregación de territorio; a ellos recurría la democracia cuando había problemas, a ellos había recurrido el propio Salvador Allende. El derrumbe de la democracia no importaba tanto porque, como el edificio que sobrevive a un terremoto, ellos mantenían una “conciencia de pueblo” que trascendía a la política, a la ideología y nada menos que al paso del tiempo: eran una suerte de iglesia laica.

    Tradición golpista chilena

    En la madrugada del 11 de septiembre de 1973, Salvador Allende recibió la noticia del alzamiento en Valparaíso. A las 9 de la manana va a toda velocidad a La Moneda: no quiere que le ocurra lo de junio, cuando el “tanquetazo” lo sorprendió en su residencia y quedó cortado de la línea del poder, dependiendo de otros, condenado a emitir mensajes radiales.

    Comienza emitiendo mensajes radiales. En los primeros, intenta enganar a Merino: le da a entender que el ejército se prepara para ir a Valparaíso y sojuzgarlo. Pero pronto los militares lanzan su primera proclama, firmada por Pinochet y Leigh —ambos nombrados por el presidente— y nada menos que por Merino, su enemigo máximo, en la que le piden la renuncia. Se da cuenta de que el Golpe es real, que, como le dijo Prats, no habrá regimientos leales, y que al final del día lo van a derrocar. La pregunta es cómo.

    Los militares tienen dos misiones simultáneas. La primera y evidente es que, al caer la tarde, Allende no sea el presidente de Chile. La segunda, no menos importante, es que el presidente esté de acuerdo en renunciar. Esto es clave. La legitimidad de la Junta de Gobierno dependía de que existiera una continuidad jurídica en el mando de la nación. Esto no lo inventaron ellos. La tradición golpista chilena siempre había sido cuidadosa con las formas, desde la abdicación de O’Higgins, en 1823, y el siglo XX no estaba exento de ella. En septiembre de 1924 se constituyó un “comité militar” que le exigió al presidente Arturo Alessandri una serie de reformas: fue el resultado del famoso “ruido de sables”. Aunque obtuvieron todo lo que quisieron, los militares organizados no se disolvieron, como se los había solicitado el presidente. El presidente renunció, los militares no aceptaron la renuncia, pero sí un “permiso” para que el mandatario se ausentara del país. Así, también en un 11 de septiembre, se constituyó una Junta Militar que disolvió el Congreso, aunque técnicamente sin derrocar del todo al mandatario. En enero del año siguiente, una junta de oficiales jóvenes destituyó a la anterior; la demanda era el regreso de Alessandri a La Moneda. En 1932, para el golpe de la república socialista, el presidente Juan Esteban Montero fue obligado a renunciar, probablemente bajo amenaza de muerte, y terminó haciéndolo.

    Es decir, es difícil situar a la Junta de Gobierno que se constituye en la manana del 11 de septiembre de 1973 completamente fuera de una tradición golpista chilena que siempre termina buscando elementos de legalidad para poder continuar, aunque fuera a través de la coacción. Por un lado, los golpistas solicitan ese “grano de legalidad” que les permita una esquina de legitimidad; por otro lado, hasta ese entonces, los mandatarios derrocados la concedían, ya sea por salvar el pellejo o porque era lo políticamente sensato de hacer.

    Acá, alguna sorpresa. Sí, en 1973 había una “tradición golpista” de la que los socialistas mismos habían bebido en 1932. Pero la democracia que había llevado a Allende al poder había partido después del último golpe; realmente había comenzado en 1932, con el segundo gobierno de Arturo Alessandri, no sin amenazas, pero había sido exitosa en conjurar todos los intentos de derrocamiento, que no fueron pocos, y sostenía, tal como el mismo Allende lo reconoció en las Naciones Unidas, un valor muy importante en el hecho de que todos los presidentes habían llegado al término de sus mandatos constitucionales y habían hecho entrega del poder a sus sucesores.

    Con todo, el libreto conocido, golpe y renuncia presidencial, no se cumplió. En cambio, lo que se obtuvo fue la destrucción física del palacio de gobierno y el suicidio del presidente Allende. En muchas maneras, esto fue un fracaso para los militares. Esa tarde no pudieron establecerse como continuadores de la “tradición golpista”, por decirlo así, de la cual había terminado emergiendo un régimen democrático válido en 1932. Pisaban un terreno absolutamente desconocido, que mezclaba el poder total y, también, el de la disociación total con la tradición democrática y republicana, aun en sus vertientes golpistas del pasado reciente (entre 1932 y 1973 median solo 41 años).

    Por eso Allende, a lo largo de todo el periodo y especialmente en la manana del Golpe, es tan insistente en senalar que no va a renunciar. Haberlo hecho no solo tenía un efecto inmediato, el vacío de poder que llenaba la junta de Pinochet, sino un efecto de “normalidad”, una especie de descalificación de lo que se había hecho en los últimos cuarenta años y de lo cual él había sido parte.

    Allende no siempre valoró la democracia representativa que lo puso en La Moneda. Durante la campaña de 1970 radicalizó su mensaje, con loas al Che Guevara y a Ho Chi Minh. Fue torpe y quizás hubo algo de ausencia de coraje al plantearse frente al Poder Popular, que representaba en muchas maneras un cambio generacional en la izquierda. Durante 1971 tuvo una retórica destinada a establecer, claramente, que él no era un amarillo, un entreguista, un reformista como Frei Montalva; que las credenciales revolucionarias suyas eran tan grandes como las de Fidel Castro; que no había nada para la derecha en el nuevo mundo que el socialismo iba a construir.

    A partir del paro de octubre, su discurso comienza a ponerse más institucional, hay una valorización del camino avanzado; le comienza a decir al Poder Popular que cualquier cambio fuera del camino institucional era, en realidad, lo peor: contrarrevolución. Este fue un discurso, eso sí, destinado a su izquierda, porque ante la derecha y la DC se demostró particularmente duro casi hasta el final.

    Allende no era un mártir. Intentó, en la mañana del Golpe, en medio de los balazos, negociaciones imposibles con los militares: la firma de algún tipo de documento que dejara a firme, aun en el nuevo escenario, ciertos avances sociales. Se encontró con la férrea oposición de Pinochet: renuncia o nada, renuncia y exilio inmediato, no hay negociación alguna, renuncia o bombardeo. Pinochet era, aquella manana, a ojos de la gran mayoría de sus pares, un converso, y lo peor, un converso reciente, es decir, un oportunista y, posiblemente, muchos pensaban que si las cosas iban mal Pinochet volvería al bando constitucionalista. Pero era el único de todos los militares que podía liderar el Golpe con la pequeña pátina de juridicidad histórica que tenían: la de la antigüedad de las Fuerzas Armadas y del mandato que había recibido del propio presidente Allende de encabezar el ejército. Es posible que a Pinochet no le quedara otra que esta violencia, brutalidad y desprecio por la vida humana; una vez que escogió ser un monstruo, supo de inmediato que no había vuelta atrás y que la única manera de sobrevivir era devorarlo todo.

    La no-renuncia de Allende fue, en algún sentido, un arma mucho mejor que la AK-47 con la que terminó su vida. Porque privó a los militares de presentarse como una misión constituyente, de salvataje. Esto no se trataba de marxismo, izquierda o la Unidad Popular. Allende, en estos últimos momentos, intenta salvar, al menos simbólicamente, la democracia desarrollista que lo había llevado al poder, exenta de golpes de Estado. Es cierto que él la quería modificar hasta límites irreconocibles; no es menos cierto que, en su último suspiro, solo piensa en tres cosas: pueblo, trabajadores y Constitución. Eso es lo que dice su último discurso, donde no hay referencia alguna, pero ninguna, a la izquierda, al socialismo, al marxismo, al poder popular. Aquel discurso, cincuenta años después de pronunciado, brilla con luz propia porque no representa solamente a un solo sector político, sino a la democracia chilena como un todo, con sus fallas, dramas, fracasos, desencuentros y debilidades, excepto una: la simple verdad de que, al cabo de cierto tiempo, concurrimos pacíficamente a elegir a nuestros gobernantes, pase lo que pase.

     

    Imagen: Tanque (2005-2006), de Eugenio Tellez.

  164. Oso

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    La palabra oso es redonda, comienza con la misma letra con la que termina, como si el oso nunca pudiera salir de sí mismo. Así sería su forma de existir: su caminar, su comer, su estar en el mundo; incluso su ver. Este sería un ver sin mirar, sin enfoque particular, sin detención. El oso sería un existir sin existencia, sin alteraciones. Su estar sería nada más que ser. Esto es imposible. El oso sería lo imposible.

    El libro de Nastassja Martin, Creer en las fieras, se abre con la historia de un renacimiento tras una pelea con un oso. Nastassja Martin es hospitalizada. Operan su mandíbula. Recomponen su rostro. A la sala donde está entran periodistas que viajan hasta Rusia para fotografiarla. Nastassja no se ha visto en el espejo aún. No conoce la imagen que ellos ven. El oso le ha arrancado la mitad de la cara. Ella no añora su vida anterior. Hace del dolor, de los remedios, de las manos del personal médico que han cocido su cara y hasta de las infecciones, una suerte de útero abierto que la propulsa de nuevo a la vida. A diferencia del oso que vería sin mirar, ella tiene que volver a nacer y a existir a la luz de las otras personas. Ella sería todo lo contrario de un oso. Sería pura existencia abierta.

    Pensado en estos términos, el oso no existe, es. El ser humano en cambio existe, no puede solamente “ser” en la indiferencia del mundo, de las otras personas. Frente a una experiencia tan devastadora, la existencia de un ser humano es sostenible a condición de nacer de nuevo, de hacer de un rostro desfigurado un nuevo comienzo, un nuevo adentrarse en el mundo.

    Creer en las fieras pone en jaque este esquema tan cerrado acerca de la diferencia entre lo humano y lo animal, un esquema que confina al oso a su propia naturaleza y que otorga a lo humano la posibilidad de hacer una experiencia de su libertad, como si lo humano fuera lo abierto y lo animal, mero ensimismamiento.

    Esta oposición es lo que el recorrido de Nastassja pasa por alto. Nasstassja tampoco está confinada en lo humano, su supuesta apertura. En efecto, cuando sus heridas comienzan a mejorar, ella vuelve atrás. Su renacer es un volver atrás, tal vez incluso más atrás del útero (la cirugía) que abre el libro, que le da nacimiento y la acoge y la nutre. Es un volver de nuevo hacia el oso, en la foresta peligrosa donde no hay sueños tranquilos. Después de reencontrar, a través de la cirugía, un rostro, un poco de paz en la circulación de su sangre infectada, el cariño de sus familiares que temieron perderla, Nastassja se reencuentra con su deseo original, su deseo de fieras, de acercarse a lo salvaje, a esto que tal vez no es ni cerrado ni abierto. Oso, por cierto, es la palabra de un ser ensimismado, de un ver sin mirar. En francés “oso” puede ser usado como adjetivo. Se dice ours de alguien que no sale, que se queda en casa. Pero hay algo de los osos que Nastassja no puede ver ni mirar y que constituye el hilo de lo que la anuda a la vida. Anterior a los discursos que buscan explicar su existencia, sus decisiones, sus pasiones, hay algo que la propulsa hacia los osos. En Nastassja, oso hace de la libertad una existencia circular, y de la circularidad una experiencia de la apertura, de la libertad.

    El otro día escuché a un estudiante interesado en las corrientes poshumanistas decir que los seres humanos somos arrogantes. Cuando leo Creer en las fieras, se me ocurre que el ser humano puede ser también deseante. No hay porque confinar los seres a una sola definición. Este libro extraordinario habla de un campo magnético creado por los osos y de un deseo humano que capta aquel magnetismo. No hay ahí encuentro entre una mujer y un oso sino encuentro de partículas. El oso las emana, no sé si decir “a pesar suyo”. El oso existe, produce un campo magnético. Su ensimismamiento es también un afuera. Su ser existe. En la medida en que existe, atrae. Y por esto es toda la existencia de Nastassja que no puede quedarse quieta en ningún lugar. Oso entonces es un campo magnético. Es, para algunas personas, la vida fuera de sí. Es una emanación de partículas que desvía, atrae.

    Entendido así, como campo magnético, el oso permite entender que la vida no busca su conservación sino un punto de anclaje que es una pulsión sin explicación. Tras renacer, Nastassja no permanece en su hogar, sigue su deseo. Este no se explica y no es irracional. Tiene que ver con lo que confunde ser y estar, existir y existencia y que perfora entonces de forma invisible, suave pero salvaje (como el deseo de Nastassja) la lógica del universo, la que asigna roles, lugares, matrices explicativas a cada ser.

  165. Revisa los contenidos que trae revista Santiago 19

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    A 50 años del quiebre de la democracia

    El futuro de la memoria, por Carlos Peña

    El 11 en las universidades: cómo se torció el destino de una generación, por Daniela Mohor W.

    El guitarrista de Paine, por Manuel Vicuña

    El cuerpo de los chilenos, por Rodrigo Cánovas

    Marcia Scantlebury: “Hay un antes y un después de la tortura”, por Paula Escobar Chavarría

    Allende y Pinochet: destinos contrapuestos, por Eugenio Tironi

    Estética y violencia: el primer mensaje de Pinochet hacia el extranjero, por Manuel Gárate Chateau

    Allende vive, por Claudio Fuentes S.

    El fuego y las cenizas, por Carlos Pena

    Todos los golpes, el Golpe, por Alfredo Sepúlveda

    Allende sin cadenas, por Alfredo Joignant

    Una caída exagerada, por Leonidas Montes

    La deuda jurídica, por Claudia Cárdenas Aravena

    Lagunas mentales Periodismo undercover en dictadura, por Manuel Vicuña

    Rosemarie Bornand, justicia en tiempos violentos, por Viviana Flores

    Derechos con historia (y con prehistoria), por Agustín Squella

    Cómplices pasivos: aprendizajes e involuciones, por Gonzalo Blumel

    La filosofía chilena a 50 años del Golpe, por Iván Jaksić

    Por una memoria no heroica, por Yosa Vidal

    Cinema Pinochet, por Yanko González Cangas

    La historia con minúscula, por Bruno Cuneo

    Supervivencia de las mariposas: Lumpérica 40 años después, por Javier Guerrero

    Arquetipos de situación Las que buscan, por Milagros Abalo

    El entierro de la sardina, por Rafael Gumucio

    Poemas chilenos de la desaparición, por Vicente Undurraga

    José Ángel Cuevas: “Yo solo quería despejarme y caminar, como ese día del Golpe”, por Javier García Bustos

    Crónica de una derrota, por Yenny Cáceres

    Restos, por Álvaro Bisama

    Eugenio Tellez: un artista fieramente armado, por Mauricio Electorat

    Personajes secundarios Jorge Müller y Carmen Bueno: desaparecer a pleno sol, por María José Viera-Gallo

    Documentos

    El asesinato de Chile, por Eric Hobsbawm

    Suprema prueba de Salvador Allende, por José Lezama Lima

    Muhammad Ali y yo en Londres 38, por Sergio Trabucco Ponce

    Vidas paralelas Los dos Carlos, por Federico Galende

    Críticas de libros y cine

    Sociología de la masacre, de Manuel Guerrero Antequera, por Daniel Hopenhayn

    Autor material, de Matías Celedón, por Sebastián Duarte Rojas

    Carne de perra, de Fátima Sime, por Rodrigo Olavarría

    Una historia perdida, de Juan Pablo Meneses, por Marcela Fuentealba

    Pinochet y sus tres generales, de José María Berzosa, por Pablo Riquelme

    Turismo accidental Cabos sueltos, por Matías Celedón

     

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    Imagen de portada: Pintura aeropostal, Historia del rostro, 1993, Eugenio Dittborn

  166. Zurita y el 11: el paisaje de la devastación

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    Decir que Zurita es el poeta del Golpe sería reducirlo. Pero no ver que el Golpe es un centro de gravedad en su escritura sería perderse. Zurita es el poeta de los paisajes alucinados, del amor desbordado, de las ruinas y la desesperación, de los boteros y los sueños, de lo abyecto y lo grandioso, de los himnos y la maledicencia, del cuerpo herido y la felicidad obstinada, pero sobre todo es el poeta de una voz radicalmente única, una gramática inaudita y una escritura vital, que incluso en sus variaciones —que dejan ver la notable plasticidad de la lengua castellana— mantiene una marca, una consistencia asombrosa, como los rostros que por más que se transfiguren, o desfiguren, siempre reconocemos.

    Dentro de ese universo, donde lo autobiográfico es tan importante como la Historia y no solo la chilena ni la latinoamericana, ni siquiera solo la humana sino incluso la historia espacial, porque las estrellas y las bóvedas también son centrales en su obra; dentro de ese universo, sin duda el Golpe, el momento de ese quiebre trágico, el día preciso del 11 de septiembre de 1973, es un parteaguas. Una cifra, o la cifra misma, del abismo.

    Si huellas y efectos del Golpe aparecen y reaparecen desde temprano en Anteparaíso (“Yo sé que tú vives / yo sé ahora que tú vives y que tocada de luz / ya no entrará más en ti ni el asesino ni el tirano”) y de lleno en el Canto a su amor desaparecido o Inri, es ya en Zurita, el libro de 800 páginas que el autor publicó en 2011, donde todo se vuelve un huracán. “Sin fondo es la poza del tiempo”, dice una frase de Thomas Mann que aparece ahí, donde todo se mueve. Más cercano al desquicio de las pesadillas que a la mera cronología, en ese libro acontece todo entre un atardecer, un anochecer y el siguiente amanecer, pero a la vez todo está ocurriendo siempre en distintos tiempos y lugares, en paisajes reales y mentales que se cruzan y confunden como los vivos y los muertos en Comala. Eso abre un incesante ir y venir de episodios y seres, recuerdos y cuerpos, voces y ecos en cuyo centro se encuentra el 11 de septiembre de 1973.

    Esa fecha y una imagen sencilla, brutal, que se repite una y otra vez dando título a muchos poemas del libro: “Cielo abajo”. Esa fecha y esa frase vertebran una obra irreductible, que responde al Golpe con un contragolpe que tardaremos en asimilar, porque Zurita es un magma que nos desborda. Vamos a la siga de sus páginas, de su demencia y su afecto, pero nos deja siempre atrás. Aunque nunca afuera. Nos extravía, pero nos atrae, como para que sintamos en carne propia lo que es quedar descolocados de manera radical ahí donde se solía poner pie, como le pasó a Chile mismo tras el Golpe.

    Dentro de ese universo, donde lo autobiográfico es tan importante como la Historia y no solo la chilena ni la latinoamericana, ni siquiera solo la humana sino incluso la historia espacial, porque las estrellas y las bóvedas también son centrales en su obra; dentro de ese universo, sin duda el Golpe, el momento de ese quiebre trágico, el día preciso del 11 de septiembre de 1973, es un parteaguas. Una cifra, o la cifra misma, del abismo.

    Todo se vino cielo abajo hace 50 años, empezando por la comunidad y con ella los sueños que abrazaba quien en esos poemas se reporta con nombre y apellido: Raúl Zurita Canessa. Reportar es un verbo recurrente en estos poemas y señal de toda una poética: aquella que sabe que consignar lo que, aunque inimaginable, ocurrió, es la hazaña que le toca al poeta de su tiempo: la de nombrar, hacer ver y de alguna manera corregir el repetido horror.

    Uno de los poemas más poderosos del libro es el “Cielo abajo” con el que concluye “Tu roto anochecer”, la segunda parte del libro. “Ya es 11 de septiembre. Como si fuera otro mar, el / inacabable pedrerío se estrella con la reja de / una casa de dos pisos”, comienza el poema que luego muestra una tierra devastada y en ella a alguien que mira por la ventana hacia el interior de una casa, reconoce a su propia madre con un niño y golpea los vidrios, pero algo se ha roto, no hay encuentro posible: “Sus ojos se / cruzan con los tuyos. No te ve. No puede mirarte”.

    En las páginas de Zurita se relata lo acontecido desde ese día en el país. “Han bombardeado La Moneda”, dice el primer verso del poema “1973”, pero a continuación es la perplejidad la que se toma, como la ciudad en su momento, el poema mismo: “… y se ha producido la / estampida. Las calles quedaron vacías y a esta hora / las embajadas están atestadas de gente”. Entonces, ni siquiera en otro verso sino como continuación del tercero, asoma quien llevará la voz cantante, aunque entonces lo hace para de inmediato volver a perderse: “Yo fui / apresado en la madrugada en Valparaíso, pero eso / no importa. Importa que necesito amor y estoy / solo. Tampoco importa que los tipos hayan huido / como ratas. Es la vida. Yo sé bastante de eso”. Así queda abierto el espacio para todo: para las llamas inextinguibles de ese bombardeo, para esa estampida y para ese tipo que saca la voz y que sabe de huidas. Y también para la crónica descarnada de los hechos ocurridos ese día y en los años que vendrían, para sueños colectivos y para memoriales, para el arte y el emerger de las ciudades de agua en los ojos de la amada.

    Este trabajo tiene su reverso o su espejeo en la novela Sobre la noche el cielo y al final el mar y también en los ensayos del autor, donde encuentra sustento reflexivo su poética: “En este minuto, en algún lugar, hay una ciudad que está siendo bombardeada, y entendemos entonces que la tarea no era escribir poemas, ni pintar cuadros, ni componer sinfonías, sino hacer de la vida una obra de arte, el más vasto y hermoso de los cantos, la única gran sinfonía frente a la cual valía la pena luchar y morir”.

    Todo se vino cielo abajo hace 50 años, empezando por la comunidad y con ella los sueños que abrazaba quien en esos poemas se reporta con nombre y apellido: Raúl Zurita Canessa. Reportar es un verbo recurrente en estos poemas y señal de toda una poética: aquella que sabe que consignar lo que, aunque inimaginable, ocurrió, es la hazaña que le toca al poeta de su tiempo: la de nombrar, hacer ver y de alguna manera corregir el repetido horror.

    Eso ha hecho en casi medio siglo esta poesía. En “Tu roto amanecer”, la tercera parte de Zurita, aparece el poema “Reporte”, donde el poeta describe su propia detención el 11 de septiembre:

    REPORTE

    Me reporto. Soy estudiante de Ingeniería Civil de
    la Universidad Técnica Federico Santa María.
    Valparaíso, Chile. Tengo 23 años y estoy en el
    último curso. Entré en marzo del 67 y han pasado
    desde entonces siete años. Estoy tendido en la
    parte trasera de un camión militar que salta con
    los baches del camino. Vamos boca abajo, en filas
    cruzadas unas sobre otras como esos lotes de tablas
    que se amontonan en las barracas y siento el peso
    de los que han quedado encima mío. En cada bache
    nuestros cuerpos también saltan. Al amanecer
    había niebla, pero ya debe haberse despejado. El
    taco de mi zapato está clavado en la cara de uno los
    que están abajo y el peso de los que tengo encima
    hace que se lo entierre aún más. Siento que grita,
    pero tal vez lo imagino. Es posible que sea alguien
    que conozca, pero también puede que no. Hace un
    año se instaló una constructora soviética que
    levanta edificios prefabricados y quizás trabaja
    allí. Imagino sus dientes rotos enterrados contra su
    boca y pienso en el coágulo de sangre resbalándose
    sobre el taco de mi zapato. En un momento sentí
    que giraba su cara como si intentara zafarse. Ya
    no. El camión vuelve a saltar y mientras caigo
    recuerdo el túnel que forman las rompientes un
    segundo antes de reventarse. Hay un desierto y me
    escucho rebotar en la arena. El viaje ha terminado.

    El viaje ha terminado”: palabras que en otra parte podrían parecer una simple frase cotidiana pero que ahí, en la página 515 de ese libro, de esa vida expuesta que es Zurita, tienen el peso de un fin, de un golpe: “El viaje ha terminado”. Lo que viene, lo que de alguna terrorífica manera siempre estuvo, es “un mar de piedras” que recoge con dureza una dimensión de la obra de Raúl Zurita que suele ser menos atendida. Hay una dosis alta y cruenta de oscuridad en ella. Más vale enfrentar sin anestesia lo que esta obra nos arroja como ácido en pleno rostro: el horror de un país vuelto contra sí mismo, devenido monstruo, con delatores y torturadores (“Le pusimos Mi cariño malo y el tipo sí que se las / traía, una entera mierda de la punta de los bototos / hasta la mierda de casco”), asesinados, perseguidos y desaparecidos, un abismo que devasta porque no es otro mundo sino justamente nuestro mundo.

    Paisajes de la devastación, en todo caso, que no reniegan de la belleza que se resiste a morir, o que incluso existe porque nada le es ya propicio y sin embargo mientras siga lo humano, sigue la capacidad de concebirla:

    TODO HA SIDO CONSUMADO

    Hay un barco en el medio del desierto. Nadie
    diría que esto puede ser, pero hay un barco
    herrumbroso y negro reclinado en el desierto.

    No se me ocurre una imagen más dura y duradera de lo que pasó con Chile tras el 11. Ese barco negro y las desapariciones, la abyección, la muerte y los miles de nichos clandestinos, pero también, y esta es la grandeza y la esperanza que comporta esta poesía, asomos de amor y de dicha porque “incluso en medio del Apocalipsis”, como escribió el atormentado Hermann Broch, “no se puede hacer callar por completo la modesta aspiración personal del ser humano a la felicidad”.

     

    ————
    Vicente Undurraga ha editado la antología Tu vida rompiéndose y otros libros de Raúl Zurita publicados por Random House.

  167. Ñoquis

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    Descubrí esa tradición argentina de comer ñoquis el día 29 de cada mes aquí, en Chile. En Italia sí que comíamos ñoquis, pero no un día en particular. Hacíamos ñoquis los domingos o sábados. Para esto se necesitaba una mesa grande, tiempo para cocinar, estar todos juntos. Me acuerdo sobre todo de mi glotonería e impaciencia. Mi abuela extendía la masa hecha con papa y harina, cortaba los ñoquis en cuadraditos, los dejaba reposar. Yo llegaba y admiraba toda esta cantidad de cuadraditos. Agarraba varios. Los comía. Mi estatura apenas superaba la altura de la mesa y mi abuela me parecía gigante (en realidad era más bien pequeña). Ella me decía que comer ñoquis crudos me iba provocar dolor de guata. Por lo tanto, comía más. La masa cruda de los ñoquis era una delicia. La saboreo al escribir estas líneas. Al final llegaban a nuestros platos con la salsa de tomate.

    Nunca fue del todo relajado comer todos juntos. Me acuerdo de que más de una vez mi abuelo contó de su cautiverio en Buchenwald y de cómo se había escapado. Me acuerdo de que lo interrumpíamos: “No inicies de nuevo esta historia, abuelo”. No queríamos escuchar esa historia una vez más. Aunque nunca la habíamos escuchado en realidad. Esa no era una historia. La historia correlaciona un hecho con otro, le da sentido. Relata: ordena y dice algo remoto. Él contaba elementos de una trama (cómo se había escondido, cómo logró escapar), de los que incluso podíamos reírnos, y hechos demasiados brutales.

    Hablábamos de otras cosas. De lo que comíamos y de cómo comíamos o no comíamos (pues yo ya no tenía hambre con toda la masa cruda que había sacado). Era violento estar juntos comiendo. Se hablaba del hecho de que éramos voraces comiendo. Éramos voraces comiendo. Mi abuelo sobre todo. Era violento, nos tocaba relacionarnos con ciertos límites, pero también era fuerte, era intenso estar comiendo todos juntos, los ñoquis u otra comida preparada con tiempo, con cariño. Era fuerte, era el momento en el cual nos enlazábamos a una historia que nos trascendía, que no era historia, que tenía algo de los pedazos de pan en la mesa. Son y no son algo. Son muy reales y los comíamos todos, pero no están en la canasta del pan, todos juntos, ordenados. Era fuerte estar juntos comiendo. Por un lado, el relato interrumpido, imposible de escuchar porque este no es un relato. Cómo murieron los compañeros de cautiverio, esto lo hemos escuchado, a pesar de la prohibición de contar. Mi abuelo decía “No entiendo esto. No entiendo que los alemanes hicieran esto”. Él no juzgaba, solo relataba o iniciaba el relato, con esa misma incomprensión e inocencia. Por otro lado, la comida que llegaba. Era el fruto de toda una mañana de trabajo, con la papa, la harina, la abuela y la nieta, interactuando, jugando. Yo, la ladrona, y mi abuela nunca tan autoritaria como quería parecer. Ella era más cariñosa y juguetona que yo, no hay duda. ¿Qué habría hecho ella si no le robaba los ñoquis crudos? Entonces, por un lado, el relato callado, su repetición y nuestro rechazo, la voracidad, la lejanía que creaba entre nosotros y, por otro lado, este juego que se armaba con mi abuela, esta felicidad que existía y que existía también porque incidía en el relato callado. “Cállate abuelo, nonno”. Esto, decirle “cállate”, no era violento. Era nuestro estar aquí alrededor de la mesa, todos juntos, con los humores de cada uno, pero con palabras que encontrábamos en común. “Cállate abuelo”, no cuentes una vez más esta historia que nunca te hemos dejado contar. Con las puertas abiertas hacia el jardín para que el aire circulara. El ruido del tractor apagado. Se venía la tarde, la siesta. La tele, el volumen siempre era muy fuerte. Los ñoquis los comíamos en su totalidad.

    No recuerdo que hayamos hecho ñoquis con tanta frecuencia, pero sí recuerdo que los hemos hecho, robado, comido. Que esta historia interrumpida y callada, era parte del alimento, y que el alimento permitía que habláramos de otra cosa, del comer, de la voracidad. Permitía que hiciéramos siesta, que yo siguiera jugando con mi abuela, a las cartas, a las cosquillas, mientras todos dormían.

    Ñoqui para mí es esta anarquía de una vida que se reconstruye en un lugar violento. Pero la violencia no hemos de echarla. Echarla es violento. Hemos jugado, hemos aprendido un lenguaje (un silencio —“cállate, abuelo”— gracias al cual hemos escuchado y recordado cada palabra que alcanzaba a pronunciar el abuelo), hemos transgredido de forma lúdica, hemos compartido los ñoquis también, porque este relato no se termina y ese silencio era parte de la casa, de sus puertas siempre abiertas para que circulara el aire. Este silencio era parte del canto de los grillos, de la televisión que apagábamos solo durante las horas de la siesta.

  168. George Orwell, incombustible

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    No solo es cosa de años. Es desde hace décadas que se viene hablando de la captura un tanto abusiva de la figura de George Orwell a manos de la derecha (la liberal, la conservadora, la de corte autoritario), de la izquierda (la socialdemócrata, la marxista y la nueva izquierda radical) y, ahora último, también de parte de distintas causas identitarias. Esto, que muchos ensayistas han descrito con caracteres de escándalo, la verdad es que no tiene nada de escandaloso. ¿A qué, se pregunta uno, viene tanto ruido e indignación? ¿Quién se cree infalible para determinar hasta dónde llega el legado de Orwell y hasta dónde no? Porque de lo que básicamente habla el fenómeno de la captura —o el secuestro— de Orwell es, al final, de lo valioso que sigue siendo su testimonio de vida y de lo tentador que es barrerlo para adentro con miras a capitalizar su legado y a encontrar protección bajo su sombra. Sí, es verdad que puede haber mucho de oportunismo en la apropiación. Pero sin lugar a duda lo que primero revela esa maniobra es la renovada vigencia que tiene el legado político, intelectual y moral de Orwell. Lo demás son pelos de la cola. Un mínimo de sentido común recomendaría distinguir lo que es importante de lo que es anecdótico. Después de todo, para no ir demasiado lejos, ¿habrá alguien en estos momentos disputándose el magisterio de Sartre, de Marcuse, de Adorno, de lord Russell? La respuesta lo dice todo. La relevancia al final se impone. Qué importan los manotazos y las pequeñeces de todo intento de usurpación: allá los aprovechadores y ventajeros. Acá Orwell, intacto, provocativamente actual, incombustible.

    ***

    Dos libros recientes vuelven a traer a Orwell de vuelta. Uno y otro progresan en muy distintas direcciones. Las rosas de Orwell, de la aclamada ensayista y activista estadounidense Rebecca Solnit, más que una evocación de la figura del autor de Rebelión en la granja y 1984, aunque tenga mucho de ello, es un intento por recuperar el momento en cierto modo crucial en que Orwell, tras haber abrazado el socialismo y combatido en la guerra civil española, vuelve a su pequeña granja en el sur de Inglaterra y planta rosas en un jardín, quizás como una manera de recomponerse interiormente después de haber visto tantas injusticias y haber vivido tantas decepciones. Según Solnit —y no cabe ponerlo en duda—, en Orwell habitaba un naturalista y es esa dimensión la que ella intenta rescatar, sabiendo que esta vocación verde del ensayista y escritor puede mejorar todavía más su ya envidiable rating editorial.

    El espacio de la imaginación, del notable novelista británico Ian McEwan, es un pequeño opúsculo sin mayores ambiciones, que propone una relectura parcial aunque interesante de “El vientre de la ballena”, uno de los grandes ensayos que Orwell publicó en 1940 al reflexionar sobre el lugar que él le asigna a Henry Miller en las letras anglosajonas. En realidad, trata también de muchos otros temas: de las verdades de la historia y de las verdades de la ficción, del control que comienza a ejercer el Partido Comunista sobre la cultura europea, de los modelos literarios que los años 30 trajeron consigo en Inglaterra. La charla de McEwan, porque de ahí sale este librito, es un trabajo que recuerda algo que con mucha frecuencia en la actualidad tiende a pasarse por alto: que George Orwell fue también un excelente crítico literario.

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    Si bien el libro de la Solnit se plantea como un ensayo, (…) leyéndolo, hasta surge la duda de si acaso el ensayo, el género literario de la reflexión libre por excelencia, no será una experiencia enteramente reñida con el trabajo de quien se define como ‘activista’. En principio pareciera que en el ensayo lo básico son las puntadas sin hilo. Cuando se advierte detrás del discurso una cierta agenda, como que se pierde parte del encanto.

    Las rosas de Orwell es, como ha quedado dicho, un fogoso rescate del Orwell botánico y rural, del periodista y escritor que, incluso antes de participar en la guerra de España, encontraba en la naturaleza plenitudes asociadas a una tranquila vida de campo que solo muy esporádicamente y por muy breves instantes hallaría en la actividad política. En ese plano, al parecer, Orwell nunca cosechó frustraciones.

    Puesto que él arrastró desde niño complejos que tuvieron que ver con una cierta descolocación social (provenía de una familia que conoció en otro tiempo, si no esplendores, por lo menos algunos atisbos de vida aristocrática, a pesar de que cuando él era un niño la familia se había arruinado), en principio todo estaba previsto para que Orwell desarrollara en algún momento una especial conexión con la tierra. Le gustaba la naturaleza, amaba los animales, se emocionaba con la artesanía y respetaba las tradiciones inglesas todavía no perforadas por la industrialización. En su tiempo todavía era posible hacer efectiva una idea que actualmente es más metafórica que real: la idea de soledad. Quizás esta es la razón por la cual a mediados de 1936 arrendó una pequeña granja —porque era bastante más que una cabaña— en la aldea de Wallington, en la zona sur de Inglaterra. Fue ahí donde, entre otras cosas, crio cabras, tuvo gallinas y plantó las rosas que Rebecca Solnit asegura haber visto hace poco, cuando fue a visitar la casa donde el escritor vivió. Había sido su residencia campestre desde que se casó en una iglesia anglicana el 9 de junio de 1936. Llegó a vivir a esa casa con su mujer, una joven de 29 años, Eileen O’Shaughnessy, a la que conoció porque era compañera de la casera de Orwell en Londres. Ambas cursaban un programa de doctorado en psicología del University College de Londres.

    Por un corto tiempo, los Orwell instalaron en una de las habitaciones de esa casa una pequeña tienda de abarrotes para generar un ingreso adicional y cubrir las necesidades de los habitantes de la aldea. Años después, cuando las finanzas de la pareja estuvieron más desahogadas, sobre todo por el éxito de Rebelión en la granja, desplegaría con bastante más épica la opción por la naturaleza salvaje yéndose a vivir, en 1947, a las islas Hébridas en Escocia, concretamente a la isla de Jura, a unos 300 kilómetros largos y difíciles de Glasgow. Era una propiedad aislada, mejor dicho: un pedazo de fin de mundo. No había un solo teléfono en 40 kilómetros a la redonda. Fue una experiencia que, junto con blindarlo contra el nacionalismo escocés, lo apartó del mundo y de todo lo que no fuera el estatuto de los vientos, la inclemencia de los inviernos y el capricho de las marejadas.

    Si bien el libro de la Solnit se plantea como un ensayo, tal vez corresponda con mayor exactitud al formato del libro-picoteo. Un poco de por aquí y otro poco de por allá. A veces, leyéndolo, hasta surge la duda de si acaso el ensayo, el género literario de la reflexión libre por excelencia, no será una experiencia enteramente reñida con el trabajo de quien se define como “activista”. En principio pareciera que en el ensayo lo básico son las puntadas sin hilo. Cuando se advierte detrás del discurso una cierta agenda, como que se pierde parte del encanto. Algo de eso hay aquí. Tras la pista del Orwell naturalista y amante de las rosas, la autora se encuentra con muchísimos temas, recuerdos, impresiones, citas, poemas, lugares, personas y experiencias. Pasen no más: la convocatoria es muy amplia. Estas digresiones son como las cuentas de un largo collar, que podrían seguir agregándose indefinidamente. Que eso sirva o no sirva a los ejes de su trabajo es otro cuento. Pero, además, ¿cuáles son los ejes de su trabajo? Nunca está muy claro. Es cierto que vuelve a Orwell una y otra vez. Pero no para profundizar en verdades fundamentales de su carácter, de su obra o de su vida, sino más bien para ofrecer distintas aristas, anécdotas y perspectivas sobre su figura y autoridad como prueba de que fue un socialista evolucionado para los estándares de la época, a quien su ideario político no amputó ni mucho menos el gusto ni tampoco la sensibilidad, porque el hombre, aparte del pan demandado por el credo socialista, también aspiraba a rosas.

    En rigor, como aproximación a la figura de Orwell, este libro es decepcionante, sin perjuicio de lo atendible que puedan ser muchas de sus intuiciones. Después de todo, Rebecca Solnit está considerada entre las grandes ensayistas de la actualidad. Dicen que incluso algunos de sus trabajos han modificado los polos magnéticos de la discusión contemporánea. De tantas veces que uno ha leído eso, bueno, quizás sea cierto. Pero si de veras está entre las mejores mentes de Estados Unidos, es difícil que lo esté por este libro. Tal vez el único momento en que el volumen levanta vuelo y emociona está hacia el final, cuando incluye un análisis interesante de la última novela de Orwell, 1984, y una feroz crónica de la agonía del escritor. Eso vale. Todo el resto es muy intercambiable: que Orwell fue íntegro, que fue valiente, que fue jugado, que odiaba las máquinas, que tuvo coraje tanto físico como moral, que rechazaba los eufemismos y las trampas del lenguaje, que se entendía bien con los animales, que consideraba que tanto el pan como las rosas debían estar entre las demandas irrenunciables de la izquierda. Está bien. Pero, ¿algo que no supiéramos? La verdad es que poco. Descontado que fue un intelectual fuertemente comprometido, es decir, a fondo y de verdad, con los ideales de justicia y de libertad en una época que no hizo otra cosa que defraudarlos, y descontado también que sus ensayos tuvieron un rango de sensibilidad infinitamente superior al de la izquierda tristona, inculta, poco gozosa y estalinista que ejercía el rectorado de la cultura en esos años, conviene sin embargo no perder de vista que al final la grandeza histórica de Orwell radica en haber sido un opositor resuelto y tenaz a los tres peores “ismos” del siglo XX: el imperialismo, el fascismo y el comunismo. La vigencia de Orwell radica en que el gran tema de sus escritos fue el abuso de poder, cuestión que no puede ser más candente en la actualidad y que explica la temperatura de su legado. Este factor por supuesto no desmiente ni nubla su pasión por las rosas y todo lo que pueda englobarse en el mundo pastoril. No, no lo hace. Pero lo pone en su justa perspectiva.

    Orwell fue un personaje bastante más complejo de lo que muchos de sus exégetas siguen creyendo y desde luego bastante más recio que el almibarado fetiche “buena onda” construido por el torrente mediático de los años recientes. Esa construcción está dictada por una siniestra alianza entre el buenismo y la persistente demanda de heroísmos edificantes, que está asociada —se podría decir— tanto a la autoayuda como a los sentimientos contemporáneos de culpa. Orwell habría sido el primero en protestar por este equívoco. Le cargaba el buenismo y la santurronería, al punto que ni siquiera se compró el magisterio algo tramposo de Gandhi y su cacareada superioridad moral. No solo eso: vio con horror cómo la micro del socialismo se iba llenando después de la guerra de supuestos camaradas que a él, en lo personal, le cargaban: lamentaba que la palabra socialismo tuviera el don de atraer “con fuerza magnética a todo bebedor de zumo de frutas, nudista, maniaco sexual, cuáquero, curandero naturista, pacifista y feminista de Inglaterra”. Es muy incorrecto plantearlo así en estos días, pero no se sentía cómodo entre esa fauna. Y eso hay que recordarlo, no obstante que tal vez Rebecca Solnit califique seguramente en más de una de esas sectas.

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    Miller estaba exactamente en la vereda opuesta a la suya. Lo notable —y eso es lo que McEwan más destaca en este librito— es que no obstante estar hablando de alguien que tenía una aproximación a la literatura muy distinta de la que él profesaba, lo exalta, lo valora y lo sitúa históricamente con perspectiva analítica. Orwell podía ser un militante. Podía ser un combatiente y un activista. Pero, vaya, no por eso dejó de ser un liberal.

    Como escribió hace unos buenos años Christopher Hitchkens en Por qué es importante Orwell, un libro que debe estar entre las mejores y más equilibradas aproximaciones al personaje, es posible que las presiones del buenismo hayan sido el principal factor que terminó convirtiendo a Orwell en una especie de santo. Un santo laico. Ahora la situación posiblemente es peor, porque el pobre Orwell va camino de transformarse sencillamente en un santón. Un santón de verdades ligeramente antimodernas y verdes a la cabeza de una tribu de incondicionales que no siempre mantiene mucha conexión con lo que él vivió o escribió. Aun sin quererlo, quizás el libro de Solnit escala en esa dirección.

    En 1968 el gran crítico británico Cyril Connolly, que estudió en el mismo curso y colegio suyo y cuyo paso por esas aulas fue para él una experiencia mucho menos traumática de lo que fue para Orwell, recordaba a su célebre compañero como un animal político. “Lo reducía todo —escribió— a la política; asimismo, era inalterablemente de izquierdas”. En esto Connolly se aparta del consenso, porque según la versión más difundida habría sido en Birmania, cuando Orwell se fue a trabajar como policía durante cinco años apenas egresó de Eton, donde experimentó una verdadera conmoción ética y política, luego de tomarles el peso a las miserias del colonialismo. Connolly resueltamente va por otro lado. Es más: dice que desde muy joven Orwell destacó por su sensibilidad política y que era capaz de sostener con tozudez sus posiciones por impopulares que fueran. Dice además otra cosa: que era obsesivo. Y agrega: “No podía ni sonarse la nariz sin soltar una perorata sobre las condiciones laborales de la industria del pañuelo. Este hábito mental está presente en todo lo que escribió. Rebelión en la granja y 1984, Homenaje a Cataluña y El camino de Wigan Pier, y todos sus ensayos preguntan un cui bono e intentan desalojar a los favorecidos por el sistema, quienesquiera que sean. Esa meta principal es el secreto de sus mejores textos, pero resulta demasiado obvia en los peores”.

    Es doblemente divertida la referencia de Connolly a la industria del pañuelo, porque Rebecca Solnit cae en la misma trampa cuando repara que, aun detrás de las rosas, se esconde una malévola industria internacional que también es explotadora y abusiva.

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    El trabajo de McEwan sobre el Orwell de “En el vientre de la ballena” está centrado en la tensión existente entre la libertad que requiere la creación artística y el compromiso político que los artistas puedan alentar. Es un dilema antiguo, que en la historia de la literatura se prende con regularidad. ¿Vale el arte por el arte o vale en cuanto sirve o promueve ideales y causas en abono de un mundo mejor? ¿Nos quedamos con los poetas de clavel en el ojal, diestros para levantar portentosos castillos de palabras, porque están en permanente contacto con las musas del Olimpo, o preferimos a quienes a lo mejor sin tanta destreza verbal son capaces de ensuciarse las manos y de no hacerles el quite a los imperativos de este mundo?

    En su ensayo, Orwell habla del impacto que tuvo en él la novela Trópico de cáncer, de Henry Miller. El novelista estadounidense estaba viviendo en ese tiempo en París, junto a varios conspicuos representantes de la llamada “generación perdida” y llevaba un buen tiempo haciéndose pedazos en sus desafueros etílicos, en sus orgiásticas fugas a la lascivia, en una vida disipada, irresponsable y libertina. Cuando apareció su libro, el más famoso de los que escribió, Orwell saludó en esa voz lo que le parecieron resonancias de un mundo que hasta ese momento, con la sola excepción del Ulises de Joyce, nunca había estado presente en las letras anglosajonas: la voz de la gente corriente. En este sentido, aunque sin canonizarla (dice algo que sería profético, que Miller será autor de un solo libro), consideró que la novela era todo un hallazgo, no obstante que Miller pertenecía al grupo de escritores que, lejos de abrazar un compromiso político o social explícito, trabajaba más bien desconectado del mundo, en el aislado contexto de lo que Orwell imagina como el vientre de una ballena, donde los sonidos de afuera no se escuchan y los conflictos del mundo ni se sienten. McEwan desentraña la fascinación de Orwell por ese Miller. Reivindica la visita que le hizo a Miller en París, antes de irse a España, y lo poco comedido que él fue con Orwell. Miller tenía ya 45 años y Orwell solo 33. Para Miller ir a pelear por la causa de la República era una soberana estupidez. Le dijo a su amigo que le importaba un rábano lo que estuviera ocurriendo en Europa en ese momento y él estaba solo para vivir el presente. No es que lo tratara mal. Le hizo ver que sus prioridades eran muy distintas y le regaló una chaqueta de pana que al parecer Orwell nunca se puso en sus meses de combatiente. Pero debe habérsela agradecido y sin duda que lo había escuchado con atención para darse cuenta de que, como escritor, Miller estaba exactamente en la vereda opuesta a la suya. Lo notable —y eso es lo que McEwan más destaca en este librito— es que no obstante estar hablando de alguien que tenía una aproximación a la literatura muy distinta de la que él profesaba, lo exalta, lo valora y lo sitúa históricamente con perspectiva analítica. Orwell podía ser un militante. Podía ser un combatiente y un activista. Pero, vaya, no por eso dejó de ser un liberal. Admirable actitud, más admirable aun en tiempos de sectarismo y cancelación, como los actuales.

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    Si el nombre de George Orwell nos sigue interpelando de muchas maneras es porque (…) supo rendir un vibrante testimonio de compromiso político y de coherencia moral. Y también (…) porque escribió dos novelas que debemos poner quizás entre las más visionarias del siglo XX. Porque dejó un libro testimonial que es extraordinario: Homenaje a Cataluña. Porque los que saben sitúan su prosa entre las más puras, bellas y exactas del idioma inglés.

    ¿Era perfecto Orwell? Por cierto que no. Como las tenemos todos, tenía sus rarezas. También sus miopías y contradicciones. Ni hablar de sus demonios. Nunca quedará claro por qué, siendo tan político e izquierdista como plantea Connolly, se fue a trabajar como policía a Birmania. No es el lugar que alguien elegiría para comenzar a cambiar el mundo.

    No deja de ser extraño que aún hoy sea difícil situarlo con precisión políticamente. Describirlo como lo que hoy entendemos por socialdemócrata podría ser una mezquindad. Aunque nadie debería poner en duda su temprana adhesión al socialismo, era un socialista que estaba en contra del control estatal de los medios de producción. Había combatido junto a los anarquistas catalanes y a cuadros militarizados proclives al trotskismo. Terminó siendo quizás en lo básico un liberal, pero sería tramposo negar que le gustaba poco la industrialización y la modernidad. Siempre tuvo, además, un marcado sesgo antinorteamericano. En eso, vamos, era bien conservador. Alguna vez, y no solo con el propósito de epatar, él mismo se definió como “anarquista conservador” y la etiqueta, siendo imbancable en teoría, no deja de ser simpática. De más está decir que tampoco queda muy claro cuál era su pensamiento económico.

    Otro punto: puesto que se llamaba Eric Blair en la vida real, ¿de qué quería ocultarse o acaso quiso refundarse como persona adoptando el nombre de George Orwell?

    Parece ser cierto que cultivó en distintos momentos de su vida una suerte de “abajismo”, no obstante haber ido a Eton y reivindicar cierta alcurnia familiar. Y también parece que nunca le fue muy fácil adaptarse al mundo proletario con el cual pretendió identificarse. En ninguna parte, pero todavía menos en Inglaterra, donde el acento delata el barrio del que vienes y la calle donde naciste, en ninguna parte, digamos, es fácil cambiar de clase social. Y a Orwell eso nunca le resultó. Los obreros del carbón, los proletarios, los soldados en España, lo veían como alguien muy distinto de ellos. Alguna vez dijo que lo que más recordaba de sus aburridos días en las trincheras de la guerra civil española era el olor a comida podrida y a caca. Se entiende que lo dijera, era un tipo refinado. Peor aún para quienes quieren ponerlo a la vanguardia de las reivindicaciones de ahora, no estaba libre de prejuicios. Despreciaba a los homosexuales. Nunca tragó a los católicos. Cosa muy poco presentable hoy, delató después de la guerra a varios estalinistas enquistados en la orgánica del prestigio cultural y en las redes inglesas de poder. Y tampoco se preocupó de ocultar gran cosa sus costumbres machistas.

    Si el nombre de George Orwell nos sigue interpelando de muchas maneras es porque, tanto en la guerra de España como en su incansable lucha contra el estalinismo, cuando era Moscú el que ponía la música del debate cultural europeo, supo rendir un vibrante testimonio de compromiso político y de coherencia moral. Y también por muchas otras razones: porque escribió dos novelas que debemos poner quizás entre las más visionarias del siglo XX. Porque dejó un libro testimonial que es extraordinario: Homenaje a Cataluña. Porque los que saben sitúan su prosa entre las más puras, bellas y exactas del idioma inglés. Porque sus ensayos transmiten el fragor de una mente inagotable, siempre encendida y siempre en pugna con las ideas consabidas o heredadas. Porque es imposible no seguir la historia de su vida con la garganta apretada y el alma conmovida: el fantasma de la ruina familiar le dejó secuelas; las humillaciones que soportó en el colegio están en la raíz de su rechazo a las élites inglesas; las deslealtades de los comunistas cuando estuvo en las trincheras de Cataluña y que culminan en un intento de asesinato frustrado lo transformaron en un anticomunista militante. En fin, los estragos que le significó la tuberculosis o la muerte temprana de su esposa, cuando hacía poco habían adoptado un niño, son experiencias ante las cuales nadie puede permanecer impasible.

     


    Las rosas de Orwell, Rebecca Solnit, Lumen, 2022, 352 páginas, $17.000.


    El espacio de la imaginación, Ian McEwan, Anagrama, 2022, 72 páginas, $8.850.

  169. Alejandro Zambra: “La literatura empieza donde parecía que era mejor quedarse callado”

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    Ahora todos graban con el teléfono”, dice Alejandro Zambra apenas ve la grabadora sobre la mesa. Cuenta que hace unos meses decidió “deconstruir” el celular para aminorar el embrujo que ejercía en Silvestre, su hijo de cinco años, y consiguió una grabadora con la que se dedican a hacer entrevistas. Cada vez que suben a un taxi en Ciudad de México —donde vive desde 2017—, por ejemplo, él y su hijo entrevistan a los conductores. “Les preguntamos si escuchan música o noticias, cuántas horas trabajan al día, esas cosas. Pero el momento más emocionante es al final, cuando Silvestre les pregunta si conocen a Mon Laferte y a Los Bunkers, y les cuenta que él los conoce y que somos chilenos. Aunque enseguida puntualiza: mitad mexicano, mitad chileno”.

    La escena anterior podría encajar en ese conjunto de situaciones padre-hijo que el autor presenta en Literatura infantil, un libro donde aborda la experiencia de la paternidad combinando diversos géneros literarios. El tema ha sido tratado por el escritor en otras ocasiones —más bien la padrastría—, pero en esta obra la naturaleza autobiográfica de los textos es explícita; no hay máscaras.

    ¿Es un libro especialmente personal en tu producción?
    Claro que sí. Escribirlo fue muy natural, lo raro habría sido no escribirlo. La decisión de publicarlo fue otra cosa, por supuesto.

    Literatura infantil abre con un diario donde Zambra registra el primer año de vida de Silvestre. Ahí leemos: “Lloras cuando comprendes que tus pies no sirven para agarrar objetos. Pero luego descifras, asombrado, los dibujos de las sábanas. Y las imperfecciones de la cobija. Y las gotas de lluvia en la ventana”. Son anotaciones de un padre fascinado, atento a todas las pequeñas acciones del niño y a las nuevas situaciones que surgen con la paternidad. También el nacimiento alienta reflexiones en torno al rol de los hombres en la crianza, sobre la propia infancia y la labor creativa.

    Es un proceso deslumbrante el crecimiento de un niño”, dice. “La sensación de aprenderlo todo de nuevo. Por primera vez tenemos acceso a ese tiempo de aprendizaje que olvidamos en nosotros mismos. No recordamos que no sabíamos hablar, que no sabíamos caminar. Es muy impresionante ese espejeo constante. ¡Imagínate no haber sabido hablar!”.

    ¿El aprendizaje del habla te sorprendió particularmente?
    Claro. Sabes que te va a sorprender, pero te sorprende igual, doblemente. Todo el proceso que va del balbuceo a la frase o al momento en que los niños relatan o cuentan chistes es muy nutritivo y te lleva a repasar y repensar todas las certidumbres parciales sobre el lenguaje. Ese momento en que con tres palabras dicen 20 cosas y luego con 20 dicen 50… Cómo luchan con el lenguaje, cómo pasan de la tercera a la primera persona, cómo se relacionan con el humor y con la música. También en ese proceso se ha colado la extrañeza constante y provechosa de vivir en mexicano. Y la nostalgia del español de Chile, que también ha sido, para mí, provechosa.

    Como es costumbre en la literatura de Zambra, la reflexión lingüística tiene un espacio relevante. Uno de los conceptos que problematiza justamente es el de “literatura infantil”, el cual considera “condescendiente” y “redundante”, porque para él “toda la literatura es, en el fondo, infantil”.

    ¿Por qué el título?
    Es una expresión curiosa. A mí me interesan todas esas pequeñas discusiones de lenguaje. Más que condenar o aplaudir, por ejemplo, la expresión “literatura infantil”, me interesa discutirla. Hasta en la novela más “seria”, en tercera persona, con narrador omnisciente, los objetos tienden a cobrar vida. Y la infancia es el reino del animismo. No solo hablan los peluches, también las mesas, el suelo, el aire. La crianza nos permite recuperar el animismo y reformular nuestro hiperdesarrollado sentido del ridículo. También hay algo “adanista” que es chistoso. Una comprensión tardía de lo que siempre estuvo ahí.

    Me gusta constatar que al menos hay algunas comunidades donde la figura del padre está en crisis, en movimiento, en discusión. Y tampoco es un asunto netamente generacional. Pienso en ese padre monolítico, vertical, que no aceptaba que se cuestionara su lugar, que se limitaba a dar órdenes. Ese padre presente-ausente, porque era un padre presente pero nunca estaba en la casa. Ese padre envejeció y lo viste experimentar el fracaso, lo viste admitir, confesar el fracaso.

    El padre hijo

    Si en las primeras páginas del libro el foco está puesto en Silvestre, en el último segmento la figura del propio padre adquiere relieve. Cuenta el autor que los dos textos que cierran Literatura infantil surgieron al final, cuando ya daba el libro por cerrado. En uno de ellos, “Cogoteros de ojos azules”, intercala la reconstitución de un viejo recuerdo relacionado con un asalto del que fueron víctimas él y su padre, con la descripción de las videollamadas entre Silvestre y su abuelo. Uno en Chile y el otro en México juegan telemáticamente cada fin de semana. Dice el escritor que su padre se ha convertido en un gran abuelo a la distancia. “Es algo que podría no haber sucedido, por eso lo agradezco”, cuenta.

    Te empieza a importar más cómo es tu padre con tu hijo que cómo fue contigo. Eso es heavy. Y pasa lo mismo con otros vínculos: si alguien te cae mal, pero trata bien a tu hijo, inmediatamente te empieza a caer bien”, opina medio en broma y en serio. “Pero también he visto que sucede al revés: gente que a partir de la paternidad renueva el resentimiento con sus padres o con sus amigos”.

    De tus libros, parece que Literatura infantil es donde mejor parados quedan los padres.
    Capaz, no lo sabría comparar, aunque en los otros libros la imagen del padre es más colectiva. Igual no sé si podría yo mismo evaluar algo así. Son muy complejos los parentescos en general, son vínculos abigarrados. Y los padres conservan el superpoder de decepcionar a sus hijos. Esos años, estos años en que somos simultáneamente padres e hijos, esa doble militancia. Quizás este libro es simplemente el relato de esa aventura.

    Se percibe en el libro una suerte de paternidad híper consciente, atenta a los posibles errores. Como un temor a tropezar y a las recriminaciones futuras del hijo.
    Se juntan las ganas de hacerlo bien con el pánico de hacerlo mal, de no ser capaz de anticiparte a los problemas. Más que un temor al juicio del hijo, que sería muy abstracto, el mundo sucede con una intensidad nueva y tu idea de la muerte cambia por completo, minuciosamente. Suena muy grande y muy romántico, pero así es la cosa.

    ¿Y hoy ves que está en crisis un modelo de padre?
    Sí, afortunadamente, al menos para un pequeño sector de la sociedad. No tiene sentido generalizar, porque para buena parte del mundo el padre sigue siendo, fundamentalmente, una ausencia. Pero tampoco tiene sentido quedarse callado. Me gusta constatar que al menos hay algunas comunidades donde la figura del padre está en crisis, en movimiento, en discusión. Y tampoco es un asunto netamente generacional. Pienso en ese padre monolítico, vertical, que no aceptaba que se cuestionara su lugar, que se limitaba a dar órdenes. Ese padre presente-ausente, porque era un padre presente pero nunca estaba en la casa. Ese padre envejeció y lo viste experimentar el fracaso, lo viste admitir, confesar el fracaso. Ese padre dejó de fomentar el mito de su perfección. Ese padre hoy día es abuelo y tuvo que confesar o admitir ante sus hijos, y ante sus nietos tal vez, que no le alcanzaba la jubilación. En esas condiciones es difícil mantener vigente la versión espléndida.

    Una de las tensiones que atraviesa el libro es la dificultad que encuentran padres e hijos para comunicarse. ¿Piensas que aquello podría definir el vínculo?
    Sí. Igual estamos demasiado acostumbrados a pensar las relaciones con un léxico binario medio hollywoodense. Solemos hablar de rupturas y reconciliaciones, solemos sobreclasificar las historias. A mí lo que me interesa es el relato entero, porque los vínculos de parentesco biológico no terminan nunca, ni con la muerte. De hecho, a veces incluso pareciera que recién con la muerte algunos vínculos comienzan. Por eso creo que hay algo literario ahí, algo que puede ser narrado, solamente, desde una incertidumbre que no paralice.

    ¿En lo que no termina de resolverse?
    Lo podemos comparar de forma muy precisa con la conversación, porque la conversación es devenir. En la conversación a veces hay momentos conclusivos, pero no se detiene, tal vez se apacigua, pero siempre puede recomenzar.

    ¿Los ángulos no se agotan cuando se trata de los vínculos?
    La literatura empieza ahí donde campearía el silencio, donde parecía que era mejor quedarse callado, donde simplemente había unos signos de interrogación o una sensación amarga, una sensación incómoda. La literatura tiende a rehabilitar la conversación, a rehabilitar las contradicciones. Este mismo libro está construido a partir de contradicciones internas e inconsistencias. Tiene que haberlas para que la conversación sea plena.

    Soy la clase de escritor que quiere tener editores, porque también hay quienes pontifican contra ellos, que los sienten como figuras represoras. Yo al contrario he intentado siempre aprovecharme de los editores. Desde luego me he aprovechado de su tiempo, como ha sucedido con el propio Andrés Braithwaite y con otros editores que tuve. No soy para nada dócil a sus observaciones, lo que me gusta es esa pelea apasionada y fructífera que siempre agrega una cuota de intensidad a la escritura propia.

    Un cuento de Navidad

    El autor también acaba de lanzar Un cuento de Navidad, donde relata sus inicios como crítico literario y la relación que con ello comenzó con el editor Andrés Braithwaite —ficcionalizado en el cuento con el nombre David Tightwad. La obra ayuda a despejar la interrogante sobre qué rol cumple un editor. Las tensiones que el autor expuso en Literatura infantil de alguna manera también se perciben acá, ya que Zambra concibe este vínculo de una forma no muy distinta al que se podría tener con un hermano mayor o un padre. “Hay algo con la figura paterna, el cuento juega explícitamente con eso. Como el rol del editor tiende a desaparecer, también los escritores tenemos a veces a este padre ausente”, dice. “A mí me resulta muy decepcionante cuando no te editan. Peor aún, cuando te dicen ‘te publico lo que quieras’. Y yo no quiero que me publiquen cualquier cosa, quiero que lo discutamos todo”.

    ¿Han sido relevantes para ti los editores?
    Sí. Soy la clase de escritor que quiere tener editores, porque también hay quienes pontifican contra ellos, que los sienten como figuras represoras. Yo al contrario he intentado siempre aprovecharme de los editores. Desde luego me he aprovechado de su tiempo, como ha sucedido con el propio Andrés Braithwaite y con otros editores que tuve. No soy para nada dócil a sus observaciones, lo que me gusta es esa pelea apasionada y fructífera que siempre agrega una cuota de intensidad a la escritura propia.

    Un cuento de Navidad, por otro lado, hace presente al editor por medio de sus observaciones al texto mismo. Los comentarios de Braithwaite, que el autor decidió dejar, nos acompañan mientras seguimos la historia. “Me gusta la posibilidad de que este libro comunique la existencia de esa figura”, dice Zambra. “Hay gente que ni siquiera sabe que los editores existen”.

    ¿Qué rasgos definen a un buen editor?
    Sobre todo la capacidad de amar un texto sin pasar directamente por el ego. Creo que generosidad es la palabra clave. Sin generosidad no hay nada.

     


    Literatura infantil, Alejandro Zambra, Anagrama, 2023, 232 páginas, $19.000.


    Un cuento de Navidad, Alejandro Zambra, edición de Andrés Braithwaite, Gris Tormenta, 2023, 104 páginas, $14.000.

  170. Los ojos de Lady Di

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    Los ojos de Diana Spencer son grandes y firmes; herencia de su difunta madre Frances Shand. Perfectamente delineados, su mirada apunta hacia arriba en muchas de las fotos de dominio público. La inclinación de su mirada es como una reverencia, un gesto que podría compararse con el del sujeto que levanta la vista segundos antes de comulgar o el del paciente que fija la mirada en un objeto durante una sesión de hipnosis. Algunas fotografías o retratos de monjas reproducen este tipo de miradas ascendentes. Una mirada que casi siempre apunta al cielo. 

    Emparentada con una de las familias más emblemáticas de Inglaterra, entre los Spencer se cuentan héroes, ineptos y ladrones. Darius Guppy, el padrino de matrimonio de Charles Spencer, fue encarcelado por estafa. Randolph, hijo de Winston Churchill, fue uno de los políticos más detestados de Inglaterra; y el duque de Marlborough es recordado como el más sobresaliente comandante militar inglés. Pese a esto, y sin importar la difamación de los problemas de la vida privada de Diana, se ha afirmado que ella fue la máxima representación de lo bello y lo triste. 

    Entre los infinitos detalles y acontecimientos relacionados con su vida, encontramos secciones de revistas llenas de instrucciones y consejos para conseguir la mirada de Lady Di. La tendencia, en cuanto a cómo debían maquillarse las mujeres en los 90, consistía precisamente en delinear arriba y abajo, y en aplicar varias capas de rímel a las pestañas. “Conozca el truco con el que Lady Di resalta su mirada y aumenta el tamaño de sus ojos”, señalaban las revistas femeninas de todo el mundo. Mary Greenwell, su maquilladora de cabecera durante esos años, supo disimular su sempiterna melancolía con ayuda de este truco. Mismo truco que acentuó —sin buscarlo— ese semblante tímido tan característico que muchos asociaron con la complicidad. Quienes consulten sus fotografías y videos familiares reconocerán esa mirada en la de los niños que han sido descubiertos en medio de una travesura. 

    Una vez escuché a un americano afirmar que la mejor forma de inaugurar una relación con un cliente desconocido es quejándose. Si el otro responde a la queja, entonces se vuelven cómplices, inaugurándose una pequeña amistad. A la complicidad le sigue la conspiración. 

    La mirada de Lady Di es conspirativa, y busca una salida. 

    La inclinación de su mirada es como una reverencia, un gesto que podría compararse con el del sujeto que levanta la vista segundos antes de comulgar o el del paciente que fija la mirada en un objeto durante una sesión de hipnosis. Algunas fotografías o retratos de monjas reproducen este tipo de miradas ascendentes. Una mirada que casi siempre apunta al cielo.

    Un filósofo japonés creía que los ojos con ciertas características vaticinaban un futuro trágico. Esta creencia, divulgada por George Ohsawa, afirmaba que los ojos eran capaces de revelar si la persona está en equilibrio físico y espiritual. La maldición de los ojos sanpaku, que en japonés significa “tres blancos” o “tres vacíos”, es utilizada para referirse a aquellos ojos en los que es visible un espacio blanco (esclerótica) por debajo o encima del iris.

    La creencia popular afirma que quienes tienen este mal están marcados por una muerte temprana y violenta. Incluso hay estudios que, buscando una explicación científica, vinculan el sanpaku con un grave trastorno. En 1973, con la canción Aisumasen (I’m Sorry) de John Lennon, se despertó el interés generalizado en torno al mito de sanpaku, y se dan a conocer otras celebridades cuyas muertes se cree que están vinculadas a este mal: Marilyn Monroe, Abraham Lincoln y John Kennedy son algunos ejemplos.

    La madrugada del 31 de agosto de 1997, un accidente automovilístico graba la imagen de Lady Di en la memoria de una generación. El auto en el que viajaba se estrelló contra el túnel del puente Alma, junto al río Sena, en París. Se afirma que Paul, quien manejaba y era jefe de seguridad del Hotel Ritz, perdió el control al intentar escapar de los paparazis; que murió en el acto al igual que Dodi Al-Fayed, pareja de Diana. Y que Trevor Rees-Jones, el guardaespaldas, sobrevivió pese a las graves heridas provocadas por el impacto. Diana, sin embargo, fue trasladada al hospital de la Pitié-Salpêtrière, donde murió a causa de una hemorragia interna a las cuatro de la madrugada.

    La muerte de Lady Di puso sobre la mesa una serie de teorías conspirativas que vinculaban su muerte, su mirada y la maldición de sanpaku. La teoría más escandalosa apuntaba a la familia real; otras acusaciones —hechas principalmente por los abogados de Mohammed al Fayed— afirmaban que la muerte de Diana y de su hijo Dodi fue planeada por el servicio secreto inglés. Pese a las discusiones y los debates, las autoridades de Francia e Inglaterra llegaron a la conclusión de que no se trataba de una conspiración, sino de un accidente provocado por el chofer que esa noche se encontraba bajo los efectos del alcohol.

  171. Ali Smith: la luz de una novela

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    Nacida en 1962 en Inverness, Escocia, Ali Smith es una novelista, dramaturga y periodista, que vive y trabaja en Cambridge. Ha sido nominada cuatro veces al Man Booker Prize y cuenta con múltiples distinciones. Verano, su publicación más reciente, pertenece a un cuarteto estacional: los cuatro libros fueron lanzados en un lapso de cinco años y pueden leerse de manera independiente. Verano es el libro final de esta serie.

    La narración comienza con la historia de una familia en Brighton, los Greenlaw, una madre que vive con su hija Sacha y su hijo Robert. La trama se desarrolla estableciendo cruces entre asuntos contemporáneos y del pasado, como la vida de la cineasta y artista Lorenza Mazzetti, o hechos ocurridos en el campo de detención de la Isla de Man durante la Segunda Guerra Mundial. En paralelo aparecen personajes que reflexionan sobre momentos actuales: el Brexit, los campos de inmigrantes refugiados, el calentamiento global o la pandemia. De esta forma, sucesos imprevistos van tejiendo un entramado de realidades. A lo largo de la lectura se va desplegando una atmósfera de confusión, en que la estructura lineal de tiempo va quedándose atrás, para dar paso a situaciones elípticas que parecen ir acercándose entre sí, como si las distintas historias estuvieran a punto de confluir. En Verano no se entrega el cuadro completo. Algunos personajes provienen de otros libros del cuarteto, por lo que el lector se enfrenta a la lectura sin demasiadas certezas. Verano es una novela que exige un lector cómplice para completar una superposición de relatos vastos y fragmentados.

    La intención de Ali Smith es hablar desde el momento presente y hacerlo de manera convincente. Para ella, lo político está en lo contingente; de hecho, su determinación de publicar las cuatro novelas en una sucesión rápida fue con la intención de abordar la actualidad en la que tienen lugar sus narraciones. Verano es la intersección temporal del pasado con posibles futuros imaginados. Para la autora, lo político significa estar atento, tener esperanzas de ver dentro de la oscuridad: “Tengo la visión de que, en un sentido moderno, ser un héroe es enfocar una luz brillante a las cosas que necesitan ser vistas”. En la novela, los héroes son quienes afrontaron las luchas cotidianas de 2020: “Los trabajadores de la sanidad y de trabajos cotidianos como los repartidores a domicilio, los carteros, las personas que trabajan en las fábricas y en los supermercados, son los que tienen nuestras vidas en sus manos”. En su mayoría son personajes aislados, que tienen la posibilidad de relacionarse entre sí a través de afinidades y encuentros casuales. Por ejemplo, la carta que Sacha Greenlaw escribe a un refugiado dándole palabras de aliento en sintonía con la sensación del verano que se avecina. O cómo le pregunta a su hermano Robert, aficionado a los videojuegos violentos y al porno, por qué le interesa también Einstein y sus teorías sobre la luz. Hay una noción de afinidad en las relaciones que establecen los personajes. Y es que para Smith la novela se desarrolla a partir de ellos, de sus pensamientos íntimos y de sus miradas solitarias, en las que grandes y catastróficos eventos parecen ocurrir de forma independiente a sus acciones.

    El estilo de Smith hace referencia, entre otras cosas, a la vasta literatura de Shakespeare (alude a Cuento de invierno) y a citas bíblicas (“Desechemos, pues, las obras de las tinieblas y vistamos la armadura de la luz”). Verano es un collage de puntos de partida, como si las historias se escucharan desde distintas fuentes, desde la literatura canónica hasta voces cercanas y cotidianas. Retrata un mundo donde lo inesperado se despliega ante el lector, en un entramado que se acoge a algo mayor que nosotros. Smith nos remite a la figura del poeta enunciada por Agamben, es decir, a aquel que es capaz de visualizar los males de su época al retratar lo cotidiano en la inmensidad de los tiempos históricos. La autora asume que la forma de captar la atención del lector es a través de la fragmentación, descartando cualquier intento de construcción lineal en favor de una percepción superpuesta y simultánea del tiempo.

    Verano es un collage de puntos de partida, como si las historias se escucharan desde distintas fuentes, desde la literatura canónica hasta voces cercanas y cotidianas. Retrata un mundo donde lo inesperado se despliega ante el lector, en un entramado que se acoge a algo mayor que nosotros. (…) La autora asume que la forma de captar la atención del lector es a través de la fragmentación, descartando cualquier intento de construcción lineal en favor de una percepción superpuesta y simultánea del tiempo.

    Similar a la narración oral, Smith presta atención a lo local para encuadrarlo en un plano más amplio y de intersección con lo histórico —la relación con Shakespeare, Einstein o la Segunda Guerra Mundial. Smith está atenta al lector y a sus percepciones, le ofrece una visión sin un sentido fijo, donde resuenan las imágenes del “aquí y ahora” de los diarios, de la radio, de la conversación en la calle o el barrio. En ese sentido, la autora replantea el carácter nostálgico de ese narrador que alguna vez Walter Benjamin definió como un creador de memorias colectivas en lugar de un novelista solitario (como escribió Benjamin en su ensayo sobre Nikolái Leskov, el narrador de historias es quien crea una narración oral a partir de sus experiencias y las de otros, y la convierte en la de quienes lo escuchan, con el fin de crear una memoria colectiva. Esta figura se ha perdido, afirma él, con la aparición de los tiempos modernos y su dependencia del libro, y con el auge de las noticias).

    Ali Smith relata los hechos de tal manera que permite que el lector entre y salga fácilmente, sin necesidad de tener una visión completa, sino más bien siguiendo sus propias aproximaciones. La intención de Smith es hablarle al individuo que se acoge a su lectura: “Siempre he creído que los libros no los escriben los escritores, sino todos los que los han leído. Es la escritura ya existente la que engendra la literatura”. El tránsito rápido entre conjunciones verbales y su uso libre del lenguaje revelan la intención de la autora, pues refuerzan la improvisación y la noción movilizadora en la lectura.

    En Verano, las aves vencejos son una metáfora de cuando el verano viene y se va. Se trata de un momento pasajero, de la promesa incierta de un calor venidero. El verano refleja esa ilusión de sus largos días de luz brillante, al momento que nos recuerda que el ciclo de las estaciones es igual para todos. Verano remite a la belleza del arte en su fragilidad; a las esculturas de papilla de avena enmohecida de la Isla de Man y a los recuerdos de infancia en las películas de Lorenza Mazzetti. Es la vida solitaria de un refugiado en el campo de detención y, al mismo tiempo, es la necesidad de relacionarse con otros. Es la carta que Sacha le envía al refugiado y es la llegada de su respuesta. Es lo que une a la fuerza a los dos hermanos Greenlaw, después de que Robert persuadiera a su hermana de empuñar un objeto de cristal sin notarlo, adhiriéndose con un pegamento a su piel:

    No era solo cristal, dijo Robert. Era mucho más que un objeto de cristal.

    ¿Qué era, entonces?, dijo Charlotte.

    Era tiempo, dijo Robert.

    Tiempo, dijo ella. ¿Es ese el regalo que tenemos que ofrecer a los demás?

    No importa lo que nos depare lo imprevisto —el Brexit, el covid, los incendios forestales en Australia, los campos de refugiados—; para Smith el tiempo nunca nos abandona. Es la luz y la oscuridad; es el objeto de cristal; “es suave y áspero, y si intentas desvincularte del tiempo, el tiempo se reirá de ti y te arrancará la piel”. Dependemos del tiempo, sin más, y las narraciones de Smith encierran la circularidad de las estaciones en que viven los personajes, a la vez que sus historias se entrecruzan con otros tiempos literarios.

    En Verano podemos especular en torno a cómo se leerán los acontecimientos de 2020 representados dentro de 10 años o cuando se distancien del contexto en que surgieron. La naturalidad de las voces que Ali Smith expone sumidas en su contingencia probablemente seguirá conservando la sensación del ahora. Sus divagaciones y su estilo joyceano empujan a situarnos en un limbo; escuchamos las frases como un murmullo, como partes entrecortadas de una historia, mientras los largos días de verano van y vienen, y afrontamos su posibilidad. La esperanza de Smith al referirse a nuestro siglo está en la búsqueda de la confianza en los demás, en percibir que la novela aún puede recoger, tal como la tradición oral, la frescura de nuestros tiempos y generar algún sentido de pertenencia. Sin duda, las narraciones abiertas en forma de coro con las que la escritora crea un collage de voces ayudan a desmoronar nuestras creencias arraigadas, para dejar así que nuestra intuición alimente nuevas percepciones en torno al placer y renovación de la lectura.

     


    Verano, Ali Smith, Nórdica, 2021, 338 páginas, $22.000.

  172. Nacer

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    Nacer y morir son dos verbos difícil de conjugar y de articular con un sujeto, porque en ambos caso está en juego la pasividad. Yo no muero. Yo me muero. Yo no nazco, yo he nacido.

    En ambos casos, puede o debe haber la participación de alguien. Nazco de alguien. Alguien de hecho tiene que pujar y, a veces, hay muchas personas ayudando y apoyando. Nazco de alguien, y nazco a la vida de alguien —o a la vida tout court pero “la vida” no es una cosa, la vamos produciendo, entre todxs. Nacer es de por sí un relacionarse con. En El hombre que se ríe, de Victor Hugo, hay una escena inolvidable: un niño que está abandonado en una isla —creo— se topa con un bebé pegado al pecho de su madre. La madre está muerta. Murió de frío. La guagua está pegada, está mamando. O ya no. Toca. De no hacerlo no se sentiría a sí misma. Moriría.

    Morir es despegarse, sin poder frenar este movimiento, sin que nadie pueda retenerlo. Es probablemente esta impotencia generalizada que es terrible en el morir. Qué soledad hay en este sustraerse al mundo, en reconocer que somos un átomo que ya no puede vincularse con otro. Un átomo que ya no está preso en un juego de atracción. Morir no otorga paz interior. No es un retiro —un retirarse para conseguir quietud. En un retiro vamos a un lugar determinado y reposamos. Morir es un retirarse de todo lugar. Es retirarse de toda posibilidad de reposar. Es estar restado del retiro, apartado de cualquier participación. Es verdad, morir es un absoluto, no permite relación ninguna, nos deja sin posibilidad de agarrarnos a nada.

    Nacer es sentir por primera vez. Esto no pasa una sola vez en la vida. La guagua siente el pecho muerto de su madre, mientras se nutre o después de haberse nutrido. El nacimiento es un proceso. Nacer a la respiración, al aire, a su sistema respiratorio. Nacer al alimento, al gusto, a la saciedad, al hambre. Nacer al cariño que sensibiliza. Se nace a sí mismo. Se nace por completo. Se nace a la vida y no en la vida. La guagua no tiene un sistema respiratorio antes de gritar, no tiene tacto antes de tocar, no tiene intestino antes de digerir. Nacer no es estar aquí después de haber estado en otro lugar. Esto es trasportarse, tomar un avión y aterrizar en otro país. Pero nacer no es viajar: es ser por primera vez. Es nacer a sí mismo y a la vida, al hambre que se va haciendo, al organismo que se va activando, vitalizando, sensibilizando. En el nacimiento está en juego una totalidad y no un absoluto: a diferencia de la muerte, que es un apartarse de cualquier parte, el nacimiento no da lugar al individuo como un ser apartado sino a la vida como un proceso que requiere la creación continua de sus condiciones de posibilidad.

    Si nacemos a la vida y no en la vida, si nacer es nacer a sí mismo, a los sentidos de uno que no preceden el acto o el hecho de sentir, entonces nacer es un proceso continuo. Uno nace al hecho que nada es dado, ni la individualidad de uno, ni la vida en lo que la posibilita. Nacer, por lo mismo, es descubrir la necesidad de nacer siempre. Se nace hasta la muerte.

  173. Tuvimos una vida y la tratamos como un perro: la poesía de Malú Urriola

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    No es breve pero tampoco tan prolífica la obra de Malú Urriola: siete libros en 35 años. Sí es, en cambio muy diversa y versátil: es cosa de mirar por encima la cambiante textura de sus libros. Mutan desde la caja o los contornos de los textos y las elecciones tipográficas y espaciales hasta lo observado —desde la vida callejera y nocturna hasta la música y la muerte— y, sobre todo, aunque manteniendo un halo, cambia la mirada. Cómo mira quien mira en esta poesía.

    Podría aventurarse la idea de que su escritura da lo mejor de sí en sus fugas, en sus sostenidas mudanzas de estilo, tono y materia, en sus pasadizos y huellas: en el ir de una estación a otra, de una forma a otra distinta siempre. Entre que parte y llega, Urriola se eleva. No tiene, en ese sentido (ni en otros), nada de asentamiento ni menos de acomodo, sino al contrario, podría pensarse como una poética del desarreglo, del arranque de sí: “Nunca estoy, vengo llegando siempre”, escribió en uno de sus últimos poemas. Busca, encuentra, divaga y a veces se extravía, cae, pero como siempre se está yendo no perpetúa esos extravíos. Explora y halla, pero no explota lo hallado. Deja ser y también deja pasar, capta sin capturar el rastro de lo fugaz, de las estrellas que se extinguen y las noches que pasan. Nada se llama uno de sus libros más poderosos, donde el carácter huidizo de su escritura se ve en el afán de “trazar el arado de unos cuantos brotes de creatividad / que dan tumbos contra la pared”.

    Debutó en 1988 con Piedras rodantes, una colección de poemas habitados por gatos y por una voz que le habla a la poeta procurando hacerlo en el slang de un momento, con los acentos y las ondas de una época, los 80, en que convivían miedos e ilusiones, el rock y la muerte, el spanglish y la bohemia, la choreza y la fragilidad. A ese libro le siguió Dame tu sucio amor (1994), donde se abre camino en el poema en prosa, con parrafadas largas y anotaciones sueltas, manuscritas y otras indagaciones formales para darle espacio a una voz enfática, de mayúsculas y negritas, de collages y frases como cuchilladas. Es un escrito con “la furia del desencanto” y da, especialmente hacia sus últimas páginas, con unos poemas que mantienen hasta hoy la entera fuerza de su trizadura: “Maniobro mi más cruenta lucha, sola y abatida por el delirio, el anhelo desbordante, la lujuria”.

    Esa entonación luego fue a redundar y cerrarse en Hija de perra (1998), donde, ya metiéndose de lleno en la prosa poética, Urriola da con un extenso y colérico monólogo que termina con unas palabras que podemos considerar un vislumbre del giro que tomaría su poética: “Te juro que esta boca de perra no volverá a ladrar, ni a dar aullidos”. Esos tres libros constituyen una primera etapa marcada por el ímpetu, ese que tal vez llevó a que Diamela Eltit la definiera como “una de las más sorprendentes y deliberadas superstars de la poesía chilena”; es una poesía rodante y chocante, en el sentido literal de ir al choque —consigo misma, con la tradición poética, con el país. Es una etapa que se cierra en sí misma, por eso probablemente la autora en 2015 reunió esos tres títulos en un volumen llamado Las estrellas de Chile para ti.

    No tiene (…) nada de asentamiento ni menos de acomodo, sino al contrario, podría pensarse como una poética del desarreglo, del arranque de sí: ‘Nunca estoy, vengo llegando siempre’, escribió en uno de sus últimos poemas. Busca, encuentra, divaga y a veces se extravía, cae, pero como siempre se está yendo no perpetúa esos extravíos. Explora y halla, pero no explota lo hallado. Deja ser y también deja pasar, capta sin capturar el rastro de lo fugaz, de las estrellas que se extinguen y las noches que pasan.

    Después Urriola renovó el aliento al publicar dos libros más templados, aunque siempre audaces y, en cierto modo, más hondos, más resonantes: Nada, de 2003, y Bracea, de 2007 (los que al parecer iban a cerrarse en otra trilogía con Vuela, que quedó inédito). Nada alude al acto de nadar y también al vacío, que es la condición de quien escribe: “Yo que adentro estoy tan despoblada como un desierto / entretanto me pierdo”. Es un libro central en la obra de Urriola, donde con más fuerza se da su “estrecha e incalculable relación / entre ferocidad y dulzura”. Bracea es elocuente respecto a su estética huidiza; es un libro que parece muy otra cosa, aunque abre con “El cardo”, una delicadeza que bien podría ser el epílogo de Nada:

    Pasa volando una mariposa frente a estos ojos negros que estaban mirando el cardo. 

    La mariposa bracea, y braceando se retira tan lejos del cardo blanco,
    que se ha quedado vibrando, como queda el alma cuando el dolor con ella hace lo suyo. 

    Tan imperceptible, que pareciera que no lo notara el cardo blanco ni el viento. 

    Soy una intrusa de la relación que mantiene el cardo con el viento y la envidio.
    Pues yo quisiese ser ese cardo abrazado por el viento y no ser lo que soy. 

    Un cardo contra el viento, no es lo mismo que la condena de ser dos. 

    Si no hubiese visto a la mariposa aflorizar sobre el cardo blanco,
    habría pensado que lo cimbraba el viento. 

    Pero lo que pienso, extrañamente tiene relación alguna con la realidad.

    Tras ese poema-enlace, Bracea abre otro mundo: es como un enrarecido libro de cuentos mega expresivos, por no decir expresionistas, no exentos de crueldad ni malicia y humor negro; a ratos puede pensarse en una cruza de Agota Kristof y Mario Bellatin. Es un libro de textos escritos en una prosa incrustada de versos y de ilustraciones y fotos más bien precarias que conforman la historia de las siamesas que narran y el amigo de tres piernas, otro sin piernas, la madre cambiante, los animales acechantes, el padre borracho… Un perro cortado en dos por un tren se deja ver, indeleble, en las primeras páginas, dando la nota de lo que vendrá. Tras contar largamente la vida en ese mundo quebrado (con dos o tres claras señas que sitúan el asunto en Elqui), las siamesas bajan de la cordillera a la ciudad, a la costa, donde sufren el desprecio y la burla y terminan entregándose al mar, “imaginando que somos la cabeza bicéfala del mar, cuyo cuerpo de agua infinita rebosa lejos de nuestros ojos”.

    A Nada y Bracea siguió un largo silencio de la autora, interrumpido en 2010 por una colaboración con la fotógrafa Paz Errázuriz, La luz que me ciega. Recién en 2017 Urriola vuelve al ruedo con Cadáver exquisito. Tan consciente está de que se trata de un retorno, que el primer verso dice así: “Poesía regresaste / ha sido un infortunio esperarte”. Está escrito al modo de un cuaderno, con apuntes, poemas abiertos, dibujos, prosas, merodeos en torno a la pérdida de la madre. Es un libro extenso y de un saber duro, de una escritura filosa en la medida en que está movida por la conciencia del despojo: “Para vivir hay que tener huesos / que no teman hacerse polvo”. Cadáver exquisito anuncia una nueva, remarcada y final entereza, que cristalizaría en su último libro, El cuaderno de las cosas inútiles, que apareció en 2022 y fue escrito en plena pandemia en Madrid. “Tuvimos una vida y la tratamos como un perro”, se lee en sus aguzadas páginas.

    Se da ya en este texto final una potencia y a la vez una sencillez que conmueven, la música que siempre rondaba sus páginas ahora permea cada letra y la intuición de la muerte convive con la dicha de la escritura y una serena fascinación por la existencia, sus enigmas y su materialidad; es la hermosa y final aceptación de quien, con fiereza, vivió resistiendo:

    Tal vez sea hora de construir una noria,
    juntar las piedras, humedecer la tierra,
    moldear lo posible,
    hasta que finalmente el viento me cuente
    cómo se configura la lluvia.

    El 21 de julio de 2023, en el Santiago donde había nacido hacía 56 años, murió Malú Urriola producto de un cáncer fulminante. Ese día llovió sostenido y soplaron recios vientos en la capital y en toda la costa central. “Empedrado abajo, la muerte toca el violín”, dice su último verso.

  174. Una balada con forma de nación

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    Lluvia y viento sobre Télumée Milagro (1972) es un libro que debía existir en español hace años, por numerosas razones. Felizmente, la editorial argentina Compañía Naviera Ilimitada tomó cartas en el asunto y encargó a Claudia Ramón Schwartzman traducir esta obra fundamental, decisión también afortunada, pues su trabajo consigue subrayar la cualidad oral del libro y hacerlo fluir con una entrega natural y placentera. La autora de esta novela, Simone Schwarz-Bart, nació en Francia en 1938 y a los tres años partió a vivir a Guadalupe, en el Caribe francés, junto a su madre, mientras su padre iniciaba un periodo de seis años en el ejército francés.

    Guadalupe es un archipiélago de las Antillas que Colón reclamó para España en su segundo viaje y luego pasó por manos francesas, inglesas y suecas, antes de afianzar su estatus de colonia francesa, en 1814. Guadalupe fue ocupada por Francia en 1635 y destinada primero a la producción de tabaco y luego de caña de azúcar, industrias que, tal como ocurrió en Martinica y Haití, dependieron del uso masivo de mano de obra esclava. Este régimen aberrante fue abolido en 1794 por la Revolución francesa, pero restituido por Napoleón en 1802, quien consagró un orden social segregacionista que recién en 1848 fue abolido de forma definitiva.

    Simone Brumant, ese es su apellido de soltera, se crio en Pointe-à-Pitre, Guadalupe, y luego vivió en París y Dakar, periplo vital que da forma a su imaginario. A los 19 años conoció a André Schwarz- Bart, un escritor judío de 31 años, cuya familia fue asesinada en Auschwitz y que acababa de terminar su novela El último justo (1959), con la que ganaría el premio Goncourt. La pareja se casó en 1960 y poco después publicó su primer trabajo escrito a cuatro manos, Un plato de cerdo con plátanos verdes (1967), una novela histórica que exploraba los paralelos entre las diásporas caribeña y judía. Esta idea nació de un amor compartido por el Caribe y las literaturas de Isaac Bashevis Singer e Isaac Babel, de quienes Simone extrajo la idea de que un pueblo judío de Ucrania no es muy distinto a uno de Guadalupe.

    Entonces era imposible calcular el impacto que esta pareja formada por una mujer afrocaribeña y un judío tendría en la historia de la literatura antillana, adelantándose a los debates, encuentros y desencuentros que marcaron la reflexión política y lingüística de los últimos 50 años. Esta colaboración, que se adelantó más de 15 años al manifiesto Elogio de la creolidad (1989) y su llamado al redescubrimiento de lo creole y la búsqueda identitaria como respuesta a la asimilación a la cultura europea, recién fue valorada tras la muerte de André Schwarz-Bart, en 2006. Antes, tanto la comunidad judía como la antillana rechazaron el trabajo de la pareja. De hecho, la publicación de Lluvia y viento sobre Télumée Milagro, pese a ser un bestseller en Francia, en una Guadalupe presa de la efervescencia independentista, los nacionalistas más radicales fueron severos críticos de su éxito en Europa y de que la novela no fuera publicada en creole.

    La novela Lluvia y viento sobre Télumée Milagro tiende su arco narrativo sobre las vidas de cinco mujeres guadalupenses, aunque en verdad llegamos a conocer a tres de ellas; dos solo son aludidas. La primera es Minerva, una mujer negra a quien el fin de la esclavitud libró de los crueles caprichos de su amo. Minerva es la madre de Toussine, también llamada Reina sin Nombre. Toussine es la madre de las gemelas Eloisine y Merance y, después, de Victoire. Esta última es la madre de Regina, que a su vez es la madre de Télumée Lougandor, que es nuestra narradora y quien le presta a la novela la forma de su larguísima vida.

    La narradora es mujer y sus personajes principales son mujeres que navegan un panorama social dominado por la injusticia y la precariedad. Aunque la esclavitud está en el pasado, los habitantes de Fond-Zombi aún caminan sobre las brasas de ese régimen y son víctimas de la desesperación. En este universo, la población blanca es vista a la distancia como seres irreales, arrogantes y explotadores, tan a la distancia que ocupan una posición marginal en el libro. Algo parecido ocurre con los hombres negros, presentados como víctimas y victimarios en los que es muy difícil confiar, siendo el amor un fantasma que envenena el pasado, presente y futuro de las mujeres.

    Es complicado categorizar Lluvia y viento sobre Télumée Milagro como una ficción en el sentido convencional, porque es innegable que además de ficción es una obra testimonial e histórica. A su vez, este libro, escrito primero en creole y luego traducido por su misma autora al francés con el objetivo de ‘pervertir el espíritu de la lengua francesa inoculándole un aliento creole’, rezuma el estilo oral de una lengua marcada por la exuberancia y la violencia de la naturaleza, así como por los duraderos efectos del desarraigo y la esclavitud.

    Abandonada por su madre, Télumée parte a vivir con su abuela Toussine, bautizada por la comunidad como Reina sin Nombre. Ella domina este universo femenino como ejemplo a seguir; es profesora, depositaria también del saber popular y posee un coraje ilimitado ante la adversidad, dueña de una capacidad de amar indoblegable y una lógica que combina sueños místicos y pragmatismo. De ella Télumée absorbe un cantidad tal de conocimiento, que llega a ser vista como un ser sobrenatural y es gracias a ese mismo saber que logra, ante cada embate del destino, resurgir y erigirse como un pilar de su comunidad, que acaba llamándola Télumée Milagro.

    Si bien vemos a las mujeres actuar como colectivo y desplegar sorprendentes solidaridades, también son rivales feroces entre sí, cuyos celos, chismes y envidia rasgan el pacto de convivencia social. Así, podemos decir que la relación que domina el orden del universo en esta novela extraordinaria es la relación madre-hija o en palabras de Jamaica Kincaid: “Las vemos dispersarse y reunirse, a veces en el mismo párrafo o la misma oración. Sus dolores son los dolores de madres e hijas, que a su vez se convierten en madres —madres e hijas que siguen transmitiendo tradiciones y rituales que son parte de la vida cotidiana. Cada hija será una madre, cada madre ha sido una hija: un lazo que nunca se quiebra y persiste en la presencia del amor o su opuesto”.

    La literatura del Caribe es fecunda en libros que combinan autobiografía y ficción, pero cuando apareció esta primera novela de Simone Schwarz-Bart, solo podía ser comparada con la respuesta poscolonial a Jane Eyre que supuso Ancho mar de los Sargazos (1966), de Jean Rhys, y Crick Crack, Monkey (1970), de Merle Hodge, considerada tradicionalmente la primera mujer caribeña negra en publicar una obra de ficción fundamental.

    Ahora, es complicado categorizar Lluvia y viento sobre Télumée Milagro como una ficción en el sentido convencional, porque es innegable que además de ficción es una obra testimonial e histórica. A su vez, este libro, escrito primero en creole y luego traducido por su misma autora al francés con el objetivo de “pervertir el espíritu de la lengua francesa inoculándole un aliento creole”, rezuma el estilo oral de una lengua marcada por la exuberancia y la violencia de la naturaleza, así como por los duraderos efectos del desarraigo y la esclavitud.

    Otro rasgo fascinante de esta novela es su confianza en las propiedades mágicas de un habla salpimentada con proverbios, canciones y adagios que concentran el conocimiento colectivo. Esta confianza es notoria, primero, en el argumento, donde la proliferación de profecías en la boca de Reina sin Nombre traza una línea divisoria entre la vida y la muerte, entre salvación y condena. Y es también visible en la estructura de la narración, entregada del todo al poder de un habla infatigable que va de una historia a otra de forma asociativa y elíptica. Lluvia y viento sobre Télumée Milagro es algo así como la historia de una nación en forma de balada, una canción que de generación en generación va perdiendo los referentes que la atan al edificio de la historia mientras se reviste de un halo mítico y sobrenatural que la conecta a los relatos fundacionales.

    En su prólogo para la edición inglesa de esta novela, Jamaica Kincaid dice: “Algunos escritores hacen un fetiche del edificio que llamamos ‘la novela’. Escriben para reforzar la estructura de ese edificio”. Por su parte, un libro como Lluvia y viento sobre Télumée Milagro crea su propio orden, un mundo lleno de matices que navega entre el sueño y la memoria, entre cantos ancestrales, cuentos fantásticos, adagios y la magia de una bruja. Es una obra con más filosofía que argumento, un himno a la resiliencia y el poder de las mujeres negras que viven, sueñan y esperan la muerte en su jardín.

     


    Lluvia y viento sobre Télumée Milagro, Simone Schwarz-Bart, Compañía Naviera Ilimitada, 2022, 270 páginas, $19.200.

  175. Aquí no se obliga

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    El estallido de 2019 les confirió un estatus sapiencial a quienes habían advertido, durante años o décadas, que la arquitectura de nuestras políticas sociales (educación, salud, pensiones), antes de hacer aguas por la calidad de sus prestaciones, había modulado un ethos que contraponía los intereses del individuo a la lógica de un pacto social. Efectos culturales que, según esta crítica, fueron buscados —pero mal calculados— por la dictadura y luego tolerados —pero nunca asumidos— por la Concertación. Lo que tranquilizaba a unos, excusaba a los otros: la Constitución impedía ponerse graves con el asunto.

    La hegemonía de este diagnóstico, que tras el 18 de octubre abarcó a numerosas voces de la derecha, se desdibujó del modo más inesperado: fue la propia izquierda, excitación y pandemia mediante, la que redirigió el concepto de derecho social hacia la simple obligación del Estado de dar satisfacción al individuo, lo antes posible y sin reparar en costos colectivos. La promoción de los retiros de las AFP, que a todas luces reforzaban el esquema a subvertir, marcó el norte de un torpe derrotero del que aún no se vislumbra escapatoria: las reformas de salud y de pensiones, al parecer, serán discutidas al margen del acervo reflexivo que ha contrastado los criterios de eficiencia con el modo en que las instituciones modelan conductas y subjetividades.

    Como un pequeño dique contra este desborde de inercia, el libro Contra la libertad, del sociólogo Andrés Biehl y el economista Germán Vera (ambos egresados de la PUC y doctorados en Oxford), apuesta a reponer el debate con un título resonante, que el subtítulo acota de inmediato: “Por qué la ilusión de elegir dañó nuestra convivencia”.

    Los ilusos, aclaran los autores, no fueron los ciudadanos, sino los ideólogos de la dictadura que tramaron nuestro sistema de seguridad social. Pretendieron reemplazar un régimen dirigista, clientelar, infestado de mediaciones, por uno centrado en la relación directa entre cada usuario y el proveedor de su elección (por doctrina, el que mejor se adecuara a su situación presente y expectativas futuras). Las ventajas del modelo no eran pocas: ampliación de la cobertura, menores costos de transacción y, lo esencial, individuos más libres, más responsables y menos expuestos a la captura ideológica. La silenciosa utopía de una sociedad racional.

    Contra la libertad es un exhaustivo inventario de todo lo que no previó el diseñador ni enmendó después el continuador. Por detrás de los errores de diseño, el gran error de concepción: fundar el vínculo social en el consentimiento individual y en las relaciones contractuales que le darían expresión, sin reparar en que la pertenencia a una comunidad, la noción de responsabilidades compartidas, la legitimidad de las instituciones emergen de la convivencia y no de los contratos. Las instituciones de seguridad social, que en sociedades más libres y fragmentadas han concentrado los roles de antiguas redes de contención, son cada vez más relevantes en ese sentido: configuran identidades colectivas, ritos de pasaje, respuestas a temores y riesgos, en fin, “un aprendizaje de cómo ser personas responsables y vivir con otros”; trascienden por mucho, entonces, la racionalidad económica (“máquinas de preferencias”) en la cual se enmarcó al individuo convocado a elegir.

    Allí donde otros autores acusan que elecciones tan segmentadas por el poder del bolsillo no merecen llamarse tales, Biehl y Vera, al acecho de la antropología liberal y no del capitalismo, enfatizan otro problema: forzado el ciudadano a escoger entre alternativas que le exigen una racionalidad de experto (y proyectar su vida entera para acertar en la decisión), ofertadas además por proveedores más adictos a la rentabilidad que a la veracidad, la libertad de elegir se extravió pronto en un cuadro de responsabilidades diluidas y desconfianzas recíprocas

    Allí donde otros autores acusan que elecciones tan segmentadas por el poder del bolsillo no merecen llamarse tales, Biehl y Vera, al acecho de la antropología liberal y no del capitalismo, enfatizan otro problema: forzado el ciudadano a escoger entre alternativas que le exigen una racionalidad de experto (y proyectar su vida entera para acertar en la decisión), ofertadas además por proveedores más adictos a la rentabilidad que a la veracidad, la libertad de elegir se extravió pronto en un cuadro de responsabilidades diluidas y desconfianzas recíprocas. Si acaso la comunidad compartía riesgos y beneficios, costaba percibirlo. Si la elección de colegios subvencionados era valorada por las familias, sus motivos para elegirlos resultaban irracionales —cuando no inconfesables— a ojos de la política pública. El presunto ciudadano autónomo, en definitiva, fue más bien un portador de nuevas obligaciones que mal podía remitir a un pacto colectivo, pues tampoco el Estado podía sincerarlas si quería sostener la narrativa que aseguraba su cumplimiento: aquí se incentiva, no se obliga. Ficción a cuyo alero nuestra seguridad social, “destinada a entregar certezas, generó incertidumbre y conflicto”.

    Aunque la discusión diste mucho de ser nueva, el registro del libro es completamente original en su género. El adjetivo neoliberal no figura en estas páginas, en tanto que sus autores agradecen los aportes de Pedro Morandé, Daniel Mansuy y otros pensadores afines (para más señas, Biehl y Vera integraron el equipo económico de Mario Desbordes). Sus herramientas de análisis, sin embargo, apenas dan cuenta de esas filiaciones. Más bien, tributan de los diversos campos académicos que relacionan comportamientos sociales con estrategias institucionales. La psicología de las interacciones, las dinámicas que conducen a generar confianzas o al autoengaño colectivo, marcan el tenor de este ensayo, donde conceptos como innovación y optimización son cuidadosamente ponderados. A ratos desconcierta: pocas veces, entre nuestros intelectuales, principios tan hondos intentan ser verificados desde enfoques tan pragmáticos. Pero ahí, quizás, su ventaja: no se había planteado en el país esta crítica al (neo)liberalismo, antes de este libro, en términos tan familiares para el liberal de nuestro tiempo. No hace falta aquí que las desigualdades sean insoportables o la solidaridad un valor superior. Si la libertad y la responsabilidad individuales se invocaron en vano, si la eficiencia se tornó ineficaz, se justifica una crisis de fe.

    Los autores aportan ejemplos más que suficientes para apoyar su diagnóstico, aunque arriesgan la nitidez del mismo (y el ritmo del texto) al engolosinarse en la pesquisa de incongruencias; no pocas veces, en este ejercicio, la realidad parece acomodarse a sus insumos analíticos, más que al revés. Llegado cierto punto, sospechamos que ningún sistema de seguridad social resistiría este examen de consistencia, pues todo defecto de funcionamiento (abundantes por definición) será atribuido a un pecado conceptual de origen. Retrotraer cada falencia de la estructura al ideario que la inspiró, además, parece forzar a los autores a cotejar efectos equivalentes en los tres sistemas (educación, salud y pensiones), agrupando fenómenos de muy distinto grado y de repercusiones para nada uniformes en todo el espectro social.

    Por contraste, este trabajo se muestra mejor prevenido que otros sobre el riesgo de cambiar ilusiones por espejismos. En alusión al proceso constituyente, se advierte más de una vez que el egoísmo no se decretó por ley en 1980, ni se logrará el efecto inverso por la misma vía. Hay en este ensayo un saludable sentido de realidad que desconfía por igual de números y palabras, en especial si nos ayudan a pasarnos películas o, cuando el guion se tuerce, a hacernos los tontos.

    Subordinar el diseño de reglas e instituciones a la pregunta por lo que somos, por el modo en que realmente convivimos, suele entrañar el peligro de quedarse sin respuestas frente a la actual dispersión de intereses. Contra la libertad, hay que decirlo, no tiene resuelto ese problema (“tal vez no hay nada que articular en común”). Su ecléctica amalgama de idealismo y pragmatismo, sin embargo, le permite abrir una veta sugerente para explorar la crisis social del país. La exhortación a transparentar los costos de las decisiones públicas, de modo de sustentar las responsabilidades que a partir de ellas se distribuyen, apunta tal vez al único antídoto contra la pesadilla soberanista del individuo dependiente. Por lo mismo, no promete imponerse: es demasiado modesta en términos ideológicos, demasiado ambiciosa en términos políticos.

     


    Contra la libertad, Andrés Biehl y Germán Vera, Ariel, 2023, 199 páginas, $17.900.

  176. Mano

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    Comúnmente la mano es maestría, posesión, control, incluso dominación. Con la mano ponemos clavos, fijamos sólidamente el entorno, lo creamos. Poseo lo que manejo, lo que conozco. Soy dueño de lo que domino. Con la mano fabrico este dominio. El mundo puede estar en mis manos, porque mis manos lo fabrican. Pero además de poseer, la mano recibe. Esto es increíble. Recibo estas flores. No sé dónde ponerlas. Yo no suelo tener flores. Mi casa no tiene florero. Ya es mucho que tenga platos para que me siente a comer. Para que comamos juntos. Para formar un mundo, ahora lleno de incertidumbres, porque no solo fabrico e instalo, también hablo y no siempre sé lo que digo. Me escucho sorprendida, espantada, vuelta loro, mientras tú lavas los platos. Miro las flores con inquietud. No les encontré realmente un lugar en el espacio. Lo que recibo no está instalado. Lo que recibo es lo desconocido. Yo ahora, al recibir las flores, me desconozco a mí misma. Ya no pongo clavos. Cocino. Camino. Por suerte escribo. Hago como si pudiera agarrar lo que se va. Escribiendo, trato de engañar a la melancolía. Pero la mano es también la que toca la de otro en su último suspiro. La mano no quiere decir adiós y, sin embargo, algunas manos se cerraron sobre otra mano mientras la vida se interrumpía. Algunas manos tocaron la desaparición. En la mano se puede concentrar una dimensión del miedo y con el miedo puedo matar. Con esta mano agarro un cuchillo, camino por las calles, mantengo el cuchillo apretado.

    Hay una mano que me emociona. Hoy M. me da la mano. Eres chica, pero eres ya grande. La mayor parte del tiempo caminas suelta. No me das la mano. Pero hoy quieres retener el cariño, la felicidad. Hoy buscas mi mano todo el tiempo. No es que me des la mano porque no conoces el camino, sino porque sentiste felicidad y la retienes, la compartes a modo de un secreto que no se te ocurre formular. Tu mano solamente lo aprieta, lo mantiene, tocando mi mano.

    Hoy recibí tu mano y se generó ahí un secreto, un lenguaje nuevo y tocamos esto que es invisible: la felicidad. Esto, este lenguaje, esto que es invisible, estaba entre las dos manos. No es ni mío ni tuyo. Las manos lo aprietan apretándose. Lo producen tal vez, como también se produce el calor, o incluso el fuego. Pero esto que hoy tocaron las manos no se domina, no se posee y no se va tampoco.

  177. Marcela Aguilar Guzmán: “La crónica siempre será tangencial, porque está en los márgenes y es difícil de definir”

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    La periodista Marcela Aguilar Guzmán ha trabajado en El Mercurio y fue editora de la revista Domingo. Actualmente es decana de la Facultad de Comunicación y Letras de la Universidad Diego Portales. Además, ha sido editora y coautora de Domadores de historias: conversaciones con grandes cronistas de América Latina (2010), Escrituras a ras de suelo: crónica latinoamericana del siglo XX (2015) y La era de la crónica (2019), entre otros títulos. Criaturas fenomenales es una antología editada por Aguilar junto a María Angulo Egea. El volumen compuesto por cuatro capítulos (“Tránsitos”, “Cuerpos”, “Violencias” y “Huellas”) reúne crónicas de nuevas escritoras latinoamericanas y pone en la palestra discusiones que se centran en las problemáticas actuales en torno a la mujer, su género, su cuerpo y las marcas que deja.

    La primera crónica, “Las vidas de la Caimana”, de Amalia del Cid (Managua, Nicaragua), narra la historia de Petronila del Carmen Aguirre Ocampo, que se casó con una mujer llevando una vida de hombre e hizo todo a su manera; vivió a su antojo dentro de una sociedad limitada y logró convertirse en una especie de leyenda en Nicaragua. El texto no posiciona a su protagonista dentro de un género, ni ocupa conceptos como transexualidad o no binarismo, porque la Caimana misma no los consideraba. Parte también del capítulo “Tránsitos” es “La vejez desde la ventana” de Daniela Rea (Guanajuato, México), que comienza contando una pesadilla recurrente de Avelina, una trabajadora doméstica, en que que olvida alimentar a un niño recién nacido; a partir del sueño, la crónica lleva a cabo una reflexión en torno a su trabajo y sobre cómo ella dejaba a sus hijos de lado para criar niños ajenos. Y en “Cuerpos” se encuentra la crónica “El imperio del falso lacio”, de Irlanda Sotillo (Antón, Panamá), que se centra en cómo la mujer latinoamericana afrodescendiente se debe alisar el pelo para encajar en los cánones de belleza.

    Criaturas fenomenales busca dar a conocer nuevas voces de la crónica latinoamericana. Nos muestra, como lo establece Gabriela Wiener en el prólogo: “Las indias no como nuevo territorio a conquistar, sino como nuevos sujetos. La identidad que faltaba, la que no estaba del todo invitada”. “Nosotras no queremos decir que la escritura de las mujeres sea distinta a la escritura de los hombres —complementa Marcela Aguilar en esta entrevista—, sino que nos parece importante, casi como una estrategia política, el poder visibilizar a mujeres, porque en general tienen menos oportunidades de ser mostradas”.

    ¿Cómo surge la idea de armar este libro?
    Hice un doctorado en Ciencias de la Comunicación en la Universidad Católica y mi tema de tesis fue la crónica. Inicialmente quería abordarlo como un fenómeno del periodismo. En el 2012 —más o menos— surge el boom de la crónica. Fue cuando se publicaron dos antologías bien importantes: Mejor que ficción de Jorge Carrión y Antología de crónica latinoamericana actual de Darío Jaramillo Agudelo. Eso hizo que se elevara la conversación. Cuando dejé el trabajo en los medios y me involucré en el mundo académico, esto lo tenía muy fresco, quería seguir investigando y lo que más me interesaba era despejar esta idea en torno al boom de la crónica y ver si realmente había un cambio en el periodismo. Con esa investigación terminé publicando un libro que se llama La era de la crónica; es una síntesis de esta genealogía, de dónde viene el concepto, cómo ha evolucionado y cómo los buenos contadores de historias subsisten y se mantienen. Como parte del proceso de investigación conocí a María Angulo, académica y periodista española. Cuando vino a Chile conversamos, fue un muy buen encuentro y ahí se nos ocurrió primero hacer un libro de ensayos, invitar a personas a escribir sobre crónicas y periodismo narrativo. Teníamos esa inquietud por la representación de las mujeres, ya que la crónica también había sido un reducto muy masculino. Queríamos dar a conocer mujeres escritoras y nos dimos cuenta de que habían muchas cronistas que no estaban visibilizadas; ahí el proyecto comenzó a mutar y decidimos reunir textos de cronistas. Fue un proyecto en que trabajamos por cinco años. El primer borrador era gigante, porque había 50 autoras y teníamos cerca de mil páginas. Empezamos a hablar con editoriales y llegamos a La Caja Books —la editorial que publicó este libro— y a Raúl Asencio, el editor, a quien le gustó el proyecto, pero nos dijo que le interesaban sobre todo las nuevas cronistas. Entonces hicimos ese corte en mujeres que hubieran nacido después de los 80.

    ¿Cómo fue el proceso de investigación y selección? ¿En qué se enfocaron?
    Nos pusimos como obligación elegir a una persona de cada país. Eso fue súper difícil porque hubo que rastrear autoras y tuvimos que pedir recomendaciones. Además yo sé que ese criterio —como cualquier criterio— es discutible, porque al obligarte a tener solo una persona de cierto país, se dejó fuera a alguien que quizá era mejor de otro lugar. Pero nos pareció que era importante mostrar distintas realidades, diferentes fenómenos y, también, diversas formas de escribir. En el fondo, el castellano no es un puro idioma; como dice Martín Caparrós en Ñamérica: “Hay muchísimas formas de escribir el castellano”.

    A pesar de ser países y realidades diferentes todas las crónicas convergen y crean una narrativa en conjunto.
    Sí, eso tiene que ver con la estructura del libro. Nos pasó que leyendo todas las crónicas nos preguntamos de qué manera las organizaríamos. Leímos y notamos líneas que cruzaban todo, que todo dialogaba. Por eso en el prólogo pusimos que hay ríos subterráneos que conectan las crónicas. También podría decir que los cuatro temas que cruzan el libro son temas que en realidad cruzan todas las crónicas. El tema de las violencias es transversal y todos los tipos de violencias que se viven. También nos pareció muy importante la violencia que subyace en los estándares de belleza, como lo demuestra la crónica “El imperio del falso lacio” de Irlanda Sotillo, que originalmente se llamaba “Pelo malo”. La autora nos dijo que no quería mantener ese nombre porque no quiere darle la atribución de “malo”, pero se entiende que originalmente el nombre tenía que ver con esta sensación que tiene la mujer afrodescendiente que ve su pelo como un problema, si bien no debería ser así. El tema de las huellas nos parecía también importante, porque hay tradiciones que se van recogiendo, hay cierta solidaridad intergeneracional en las mujeres de apoyarse. Nos parecía importante ese papel que culturalmente juegan las mujeres —por lo menos en nuestras sociedades— de ser guardianas de ciertos conocimientos y tradiciones. Está también la idea de los tránsitos, que es transversal, porque claro, tiene que ver con la identidad de género pero también con la cultural; estamos en un periodo de contractura cultural, porque las mujeres que asumen tareas que tradicionalmente no eran para ellas tienen que enfrentar muchas dificultades y prejuicios. Con estos temas el libro terminó siendo una especie de ventana a realidades muy diversas, pero que hacen eco unas a otras.

    Una preocupación que teníamos con María Angulo era si podríamos hablar de un libro de escritura de mujeres, cuando hoy está la discusión sobre el espectro de las identidades y disidencias sexuales. Nos preguntábamos si acaso seríamos muy anticuadas, pero al leer los textos sentimos todo lo contrario; (…) nos parece importante, casi como una estrategia política, el poder visibilizar a mujeres porque en general tienen menos oportunidades de ser mostradas.

    ¿Cuál es la principal diferencia que existe entre estas nuevas cronistas y el trabajo que han realizado otras anteriores como Leila Guerriero o Alma Guillermoprieto?
    Alma Guillermoprieto fue una total adelantada a su época. Ella desde muy joven comenzó a trabajar en medios estadounidenses, así que diría que tiene una aproximación al periodismo narrativo, que es heredera de este gran fenómeno que fue el New Journalism. También fue una adelantada en contar historias sobre Latinoamérica, en denunciar tragedias y matanzas que fueron negadas por las autoridades sistemáticamente y que hace pocos años fueron reconocidas. Guillermoprieto es una especie de cronista solitaria, en el sentido de que no era publicada en español, era una voz latinoamericana en un entorno anglosajón. Leila Guerriero también es un caso especial, porque ha construido su carrera escribiendo únicamente no ficción. Además —desde mi lectura— ella nunca ha reivindicado el papel de mujer, ha construido su escritura por sobre el género. Entonces claro, esta generación —la de Criaturas fenomenales— escribe y publica en un contexto de absoluta crisis de los medios impresos, están muy instaladas en los medios digitales, y son personas que además trabajan en equipos de investigación, que es ahora la única manera en la que se puede hacer un trabajo en profundidad. También es una generación que trabaja en otras cosas: muchas de estas autoras tienen textos narrativos, pero también escriben notas para sitios web y hacen otras labores que tienen más que ver con el cotidiano del periodismo. Hay algunas que sí se proyectan a una carrera como escritoras de libros, que tienen visibilidad y generan interés en el mundo editorial, pero muchas otras están muy lejos de eso. Yo creo que esta es una generación que demuestra que el interés por contar historias de la realidad no declina, pese a todas las adversidades del entorno.

    El punto de partida es siempre una experiencia propia que tiene relación con un factor externo, en cambio en generaciones anteriores, el punto de partida es ese factor externo.
    Es que antes se daba que las personas publicaban por encargo de los medios y les financiaban los viajes. Muchos de los cronistas modernistas eran escritores de ficción, y tenían este trabajo en los diarios porque era la forma con la que financiaban su vida. Hoy muy pocas personas viven de publicar colaboraciones en un diario, tienen otros trabajos aparte de la escritura y el contar historias es algo que se reservan casi como un proyecto personal. No diría que algo es mejor que lo anterior, pero me preocupa el hecho de que este tipo de escritura pareciera nacer de una inquietud personal, porque limita la posibilidad de acceder a ciertas historias. Hasta hace pocos años había recursos en los medios para enviar a una persona a cubrir ciertas historias, pero hoy eso es muy difícil y las personas que cuentan historias tienen que combinar eso con un montón de otras obligaciones cotidianas, lo que va limitando la cantidad y calidad de historias que se publican en medios digitales o impresos.

    ¿Dónde está mejor posicionada la crónica en la actualidad? ¿En medios o en libros?
    En libros. Desde mi percepción como lectora, en los medios hay muy poco espacio para esto. Han desaparecido revistas latinoamericanas importantes, como Etiqueta Negra, que era un espacio donde se publicaba buen periodismo narrativo, con autores como Susan Orlean, autora de El ladrón de orquídeas, que autorizaba que tradujeran y publicaran sus textos gratuitamente. Gatopardo existe, aunque ha tenido que ir adecuándose a las condiciones del mercado. En Chile hubo un intento de publicar crónica en La Tercera, pero duró solo un tiempo. Y las revistas de El Mercurio están mucho más chicas que antes. Yo diría que el gran espacio para publicar esta literatura de no ficción son los libros y veo esfuerzos enormes de editoriales independientes por dar espacio a estas historias. Hay una editorial llamada Cinco Ases, del periodista Axel Pickett, que ha tratado de publicar solo libros de crónicas periodísticas. Yo creo que hay lectores para este tipo de textos, pero claro, nunca serán superventas. Es un tipo de texto que tienen una lectoría acotada, pero así también funciona la literatura; no se debería medir o evaluar el aporte de una obra simplemente por cuántos ejemplares vende. La crónica siempre será tangencial, porque está en los márgenes y es difícil de definir.

    Criaturas fenomenales es una selección que muestra una especie de feminismo genuino. No escriben mujeres que se declaran feministas; más bien, sus temas dialogan directamente con las problemáticas instaladas por el movimiento.
    Hay una perspectiva feminista, por ende, una perspectiva de género, pero por parte de las personas que investigan y escriben, así que no es forzado, porque tampoco son textos que nosotros hayamos encargado; es al revés, cuando uno recoge estos textos advierte que está esta mirada común. Además, creo que en Criaturas fenomenales hay historias de personas que jamás en su vida han escuchado hablar de feminismo, pero que dan cuenta de una injusticia que tiene que ver con su género. A mí lo que me gusta es que se puede leer de muchas maneras el ser mujer, por ejemplo, la Caimana, que ella quiere vivir su vida y ser auténtica, aunque eso implique romper con todos los estándares de su época. Una preocupación que teníamos con María Angulo era si podríamos hablar de un libro de escritura de mujeres, cuando hoy está la discusión sobre el espectro de las identidades y disidencias sexuales. Nos preguntábamos si acaso seríamos muy anticuadas, pero al leer los textos sentimos todo lo contrario; por eso nos gustó tanto la cita del libro de Andrea Kottow y Ana Traverso (Escribir & tachar). Nosotras no queremos decir que la escritura de las mujeres sea distinta a la escritura de los hombres, sino que nos parece importante, casi como una estrategia política, el poder visibilizar a mujeres porque en general tienen menos oportunidades de ser mostradas.

    Entonces no existe una sensibilidad especial o algo que distinga la escritura femenina.
    No, de hecho, por eso lo hablamos mucho, porque creíamos que estábamos haciendo algo cuestionable. De ninguna manera queremos decir que haya algo que caracterice la escritura de las mujeres. Finalmente, lo que se lee en muchas de estas historias es el sufrimiento de mujeres por estar limitadas culturalmente a ser de una cierta manera, a comportarse de una forma específica, desarrollar ciertos trabajos y tomar decisiones de vida que son las que les “corresponde”. Nos parece que eso limita muchísimo las posibilidades de las personas de ser lo que tienen que ser, creo que sería mejor que no existieran esas expectativas y estándares de lo que debe hacer o ser alguien. Ojalá nos dejaran ser personas. Es complejo, porque el tema de la escritura de mujeres ha sido un corsé, una especie de jaula; la idea de que a las mujeres les corresponde cierta sensibilidad ha implicado unos sesgos y encuadres sobre cómo hay que leer esa literatura. Yo tampoco me quisiera dedicar a hacer antologías sobre mujeres, porque creo que también es una limitación estar hablando todo el rato sobre el ser mujer y ser mujer en la escritura. Me encantaría que este libro encuentre a sus lectores y les permita a las autoras de esta antología desarrollar más y mejor sus carreras.

     


    Criaturas fenomenales, edición de Marcela Aguilar Guzmán y María Angulo Egea, La Caja Books, 2023, 324 páginas, $36.800.

  178. Abrazar los brazos idos: la poesía de Ximena Rivera

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    Ante cierta excepcional poesía se tiene la sostenida impresión de lo inmenso, por no decir de lo absoluto. Es la inmensidad de un arte del vislumbre, de un entendimiento directo y maravillado de cada cosa. Una poesía que en vez de reflejar el mundo, lo pone de revés —como quien da vuelta un guante—, para dejar expuesto su funcionamiento, sus uniones secretas, sus alcances desatendidos.

    Es el caso de la obra de Ximena Rivera Órdenes (Viña del Mar, 1959 – Valparaíso, 2013), una poesía que impone su gramática, su modo de alzarse y caer con la energía y la decisión del agua corriendo abajo en un estero crecido. Tiene algo de gesto y de delirio, de designio.

    Yo no veo muy claro las cosas, pero las pienso mucho. Veo detalles con profundidad… No veo el cuerpo completo de algo y creo que eso me ha hecho una relativamente buena poeta”, dijo Rivera poco antes de morir. En Delirios o el gesto de responder, un largo poema de 2001 (su primer libro publicado), están estos versos en los que puede tal vez encontrarse una clave de su escritura:

    Dicen, abuela, que el Hades
    es la tierra de los muertos
    y que ahí no podemos hablar ni dialogar
    porque nos falta la sangre necesaria,
    yo supongo que esto es un error
    los maliciosos, sin pensar
    ni dialogar estas palabras
    indiscretamente dirán:
    “Pobre mujer obscura
    estará enferma
    de abrazar los brazos idos”.

    Asumir lo indecible como error y combatirlo y ser la mujer obscura (así escrito, con la b que densifica la palabra), ser la enferma de abrazar los brazos idos. A los muertos, los caídos, los que ya no siguen.

    Estará enferma”; dicen eso de ella, otros, “maliciosos”, en el poema, y ese “estará” no sabemos bien si es a modo de predicción o a título de mera suposición, como quien dice que alguien estará de suerte o estará cansado o estará enamorado. ¿Estará enferma? Sus poemas conmocionan por lo que dicen, por lo que callan, por lo que tocan o intuyen. Jorge Polanco se ha referido a ellos como “iluminados por la historia de un secreto silencioso, tejido de bondad y dolor”.

    Es una voz muy singular la de Rivera, “una invitación oscura y misteriosa”, como si su habla fuera a la vez exposición filosófica (“cerrar los ojos es restaurarse por dentro antes de caer”), intercambio de tono cotidiano, cláusulas de pura subjetividad (“yo supongo que esto es un error”) y surtidor de imágenes metafísicas y fantásticas. Escribe en distintos registros (del poema en prosa al poema mínimo, vecino del haiku), con una versatilidad llamativa para las pocas páginas que suma su obra. En las mejores, se impone una palabra que despeja el entendimiento de tal manera que nos adentra en eso que Roberto Calasso llamó el “exaltante vacío en el que solo puede moverse el pensamiento”.

    Leída entera, de corrido, cuestión tan desafiante como placentera, se puede adivinar en ella, junto al discurrir de un pensar fuerte, una historia difusa, elusiva, pero en la cual no faltan los personajes y refulgen los acontecimientos, como el de ese pequeño gato que aparece muerto entre la ropa sin doblar o el de una hormiga comprensiva que trepa por su cara.

    Tanto como las líneas misteriosas o los fraseos que parecen quedar inconclusos, en sus poemas llaman la atención ciertos versos expositivos, casi como lenguajes de funcionario. Pero no es que la autora trabaje reutilizando lenguajes corrientes, antipoéticos, sino que intercala enunciados que parecen bajar el poema a tierra, basarlo, acercándolo mágicamente al sentido común o a un entendimiento general, a una especie de lógica tan común como nueva.

    Impresiona en ella el raudo tránsito entre lo apelativo y lo herido, el magnético cruzarse de los tonos de una época y una risa de total lucidez, “ese sarcasmo vagamente higiénico”, que la lleva, en un poema donde se lanzan temerarias sentencias sobre el tiempo, a matizarse: “podría decir cualquier cosa sobre él / y sería igualmente irrelevante”. Así, la obra de Rivera parece cumplir ese anhelo que tenía María Zambrano de reunir, de cruzar el “pasmo extático” de la visión poética con la violencia del pensar filosófico.

    Es una voz muy singular la de Rivera, ‘una invitación oscura y misteriosa’ (…). Escribe en distintos registros (…), con una versatilidad llamativa para las pocas páginas que suma su obra. En las mejores, se impone una palabra que despeja el entendimiento de tal manera que nos adentra en eso que Roberto Calasso llamó el ‘exaltante vacío en el que solo puede moverse el pensamiento’.

    Se cumplen 10 años de su muerte, del fin de una vida que tuvo mucho de extrema, como puede inferirse leyendo su último poema —en prosa y póstumo—, Casa de reposo. Es una suerte de diario descarnado de una estancia terminal hecha de “horarios, deberes, esperas y abusos”, cuestión en todo caso no inesperada, “ya que busqué un lugar que representara una madre maligna, una madre abusadora desde el primer día, para poder vivir. ¿Lo crees?”. Es un texto alucinante, una especie de casa Usher contada por su propio extraviado, un escrito que recuerda a la más alta Pizarnik (“por lo cual hablo sola, arañando una sombra”) y que describe un ámbito donde la demencia, bajo la forma de “un psicópata a punto de estallar”, ronda todo el tiempo.

    Como si fuera “un ancho ojo fosfórico”, vislumbra Ximena Rivera con su escritura quebrada y tenaz, clara y misteriosa a la vez, otro orden de cosas, otras relaciones. A veces parece un Juan Luis Martínez llevado a un nuevo límite, otras una Teresa de Jesús devastada: “¿Es que Dios no se conmueve / del tremendo temor a Dios / en el que vivo? / Estoy condenada a muerte, / y mi herida es la única luz / en cárcel tan tenebrosa”.

    Su temprano y crucial encuentro con Eduardo Anguita está referido por Víctor Rojas en el prólogo de Delirios en los siguientes términos: “Y descubrió la pólvora”. Anguita, entonces, y la lectura de Hölderlin y de Rimbaud y otros poetas franceses dieron el tiro para que cuajara la escritura de Rivera. A menudo parece una larga conversación, una amistad asomándose, un amor, una cercanía; siempre le hablan a alguien sus poemas y cualquier verso puede ser una iluminación, una lanza patafísica, una composición hiriente:

    Perfecto: el novio protege con sus brazos fuertes a la novia
    Esto puede ser contradictorio en tiempos de pobreza y convulsión
    Pero es el sueño de ellos
    El sueño muy viejo, feliz, de una puerta cerrada
    Una necesidad nupcial de quietud
    Y de opaco olvido sobre el mundo.

    También hay notas del más alto lirismo, todo lo cual permite pensar que esta poesía representa una aurora u horizonte nuevo, que así como la palabra primigenia de Mistral, la palabra sanguínea de Violeta Parra o la palabra quebrada y recompuesta de Elvira Hernández, la palabra iluminada de Rivera señala direcciones inauditas para la poesía chilena.

    Los datos sobre su vida bien podrían concentrar toda la atención, pero son insoslayables dos o tres. Nació en Viña y vivió entre esa ciudad, Valparaíso, donde tuvo una vida cultural activa, y Quilpué, en la que pasó sus últimos años. Vivió precariamente, tuvo un largo amor al que le dedicaría o le hablaría directamente en más de un texto poético, “Pepe”; en algún momento estacionó autos en Valparaíso, publicó poco, en revistas y pequeñas ediciones hoy inencontrables, pero que están reunidas en la edición de su Obra completa publicada en 2016. Gladys González, quien trabajó en esa y una edición anterior con Felipe Moncada para el sello Inubicalistas, escribió que “la poesía de Ximena es Ximena. Ella no muere. Es solo un estado más que ha cruzado por ella”.

    Leyendo su poesía —sobre la que no faltan lecturas y discusiones, crecientemente— se accede al espectáculo de una nueva intimidad de lo sagrado con lo mundano, y es como si al calor de esa intimidad aparecieran cosas, formas, posibilidades y nexos que intuíamos, pero no atinábamos a llamar presentes o, dicho una vez más con palabras de Zambrano, es como si la poesía de Rivera fuera una “ocasión tendida hacia lo que no logró ser, para que al fin sea”.

    Al cierre de su Obra completa, que recoge lo publicado durante dos décadas, se incorporan tres cartas que la poeta envió a su amiga Lucy Oporto, en 1988. Las primeras dos, firmadas en Viña, hablan de esa ciudad, del estero y su belleza, aunque es consciente de que “Viña se asemeja a un viejo y cansado pavo real que luce un montón de sucias ramitas en la rabadilla”. Pero qué más da si en la segunda carta le escribe a Oporto que “la morada del hombre no está en la tierra ni en el cielo sino en el aire, en pleno vuelo: Nuestro único nido son las alas”.

    Ya en la última carta, fechada en Quilpué en agosto de 1988, Rivera habla de tiempos no felices, de una conciencia incapaz de asirse a nada, de túneles, y le envía a la amiga su “último” poema (que en rigor es el más antiguo de los reunidos), donde señala la escritura como una defensa de la vida, un “arrancar chispas a la piedra, provocar la lluvia, ahuyentar a los fantasmas del miedo, el poder y la mentira”. No se pierde una obra así.

     


    Obra completa, Ximena Rivera, Libros del Cardo, 2016, 156 páginas, $12.000.


    Casa de reposo, Ximena Rivera, Cuadro de Tiza, 2019, 22 páginas, $2.000.

  179. Lazo

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    Inicialmente quería hablar del lenguaje. Esto, por una niña, M., que se mantenía muda. Quería contar cómo M. entró en el lenguaje, ya que un día M. entró. Se mantiene frágil en esta entrada, en este “hablar”, pero dio este paso. M. habla y no hay nada asegurado ahí.

    Lazo” es algo que hacemos con el lenguaje. “Buen día, señora Matilde”. Esto es una cordialidad, pero es también una forma de activar las células, de producir irrigación cerebral, por ende, de facilitar la respiración, absorber luz, tener entonces una determinada piel. “Buen día”. Aunque a veces lo decimos de forma mecánica, sin intención específica hacia la señora Matilde, esta palabra —este compuesto de palabras— produce un contacto y una pequeña expectativa. Hablar es, justamente, hablarse, producir el hecho de que estamos en común. Es estar en contacto con personas desconocidas, donde todo tiembla y nada es dado; todo se construye. Cuando nos decimos “buen día”, hacemos del día un acontecimiento, algo nuevo que se da, pero también y sobre todo algo que se hace, entre otras cosas, con el lenguaje, y algo que se hace en común, porque el lenguaje es común —nos pone en común. “Buen día”: esto me desplaza livianamente de mi individualismo, de mi somnolencia. He visto a otra persona. Otra persona me ha visto. Mi cerebro debe trabajar para conformarse a la expectativa sin nombre a la que abre este hablarse. Con el lenguaje nos exigimos, nos trasformamos —aunque sea de forma invisible. Imaginamos, deseamos y respiramos, entre otras cosas, porque nuestras proyecciones y deseos nos inspiran. Con el lenguaje enlazamos el cuerpo a un ambiente, un mundo vital, producimos este ambiente, por ende, producimos vida. “Buen día” crea lazos, no solamente lazos humanos, sino lazos orgánicos, pero frágiles, subterráneos, sin que los podamos ver, tocar, sentir.

    Lazo” es también una cuerda que usan los vaqueros para agarrar a los animales. El lazo liga, y para ligar hay que amarrar. Podemos encontrar violento el acto de amarrar a un ternero, pero dentro de esta violencia hay una expresión corporal muy peculiar, una que desliga a medida en que liga. Para amarrar al ternero hay que estirar el busto, lanzar los brazos al aire, dar vueltas específicas. Hay que subirse a un caballo también. Entonces hay que habitar un espacio, domar a un animal y, de alguna forma, iniciar un baile o, más precisamente, una metamorfosis, porque al lanzarse el vaquero ya adquiere otro cuerpo y otra percepción de sí mismo y del mundo. De este uso lingüístico del “lazo”, viene, en francés, la palabra lasso (lasò). La palabra francesa olvida la idea de lazo, la finalidad especifica de la cuerda. Retiene ante todo la materialidad de la cuerda y la asocia a los “gauchos”, a los “vaqueros de América Latina”. Mientras el español retiene la finalidad de la cuerda (enlazar con la cuerda), la palabra francesa trasmite algo exótico. Los diccionarios de hecho refieren lasso a gauchos o cowboys.

    Con el lenguaje, podemos formar amarres fuertes, potentes, o hasta violentos, como ocurre, a veces, con las palabras de amor. Te amo: a veces te doy, estoy. A veces te ahogo, no te dejo salir. Te he ligado a mí y te he desligado de otras personas o de tus quehaceres. A veces el amor aísla y sin que nos demos cuenta, sin que esto parezca violento. Pero, con estas mismas palabras, u otras, podemos producir libertad. Te amo: te doy, y estoy, para que tú crezcas, para tu libertad, es decir tu otredad, tu destino impredecible. Hay parientes o amistades que nos ahogan, y otros que saben dirigir sus palabras, sus saludos, sus miradas, a la libertad que hay en cada uno, a esto que se escapa, pero también que obra, persevera, que exige. El lenguaje enlaza de distintas maneras. Ahoga, amarra, inmoviliza. Se puede entonces confundir con una cuerda. O bien el lenguaje teje, compone, espacia, incluso toca vibraciones. Enlaza de tal suerte que permite el crecimiento, el paso del aire y por ende la posibilidad de los encuentros, el despliegue de raíces, las metamorfosis.

    En francés se usa la expresión “tejer lazos” (tisser des liens) para referirse a los lazos sociales, es decir, a los lazos que abren mundos en vez de solo amarrar. La metáfora del tejido es interesante. La cuerda también está compuesta de hilos. De alguna manera, una cuerda es un trenzado. Hay un enredo de hilos ahí. La cuerda además está hecha con un material bruto, pero se puede hacer una cuerda con cualquier cosa; con una sábana, por ejemplo. Lo importante, en el caso de una cuerda, es que no se rompa. En cambio, en un tejido importa cómo se enlazan los hilos, la lana, las partículas. Importa qué colores cruzaremos, qué tipo de nudos se harán, con qué intensidad. El tejido puede ser a la vez más frágil y más resistente. Por esto disponemos aún de tejidos muy antiguos. A pesar de usar hilos muy finos, la elaboración los hace resistente. En la expresión “tejer lazos”, la metáfora del tejido indica sobre todo que los lazos se hacen. Somos artesanos de nuestras relaciones, de nuestras amistades, hasta de los vínculos familiares, de nuestra forma de ser madre, padre, hijo o hija. Aunque a veces ahí puede haber una guerra o una miseria, un ahogo o seguridad y afecto, tejemos siempre algo, con gritos, con silencios, con palabras bondadosas, con gestos o parálisis.

    En Echar raíces, Simone Weil habla dos veces del tejido, o más bien, habla de dos experiencias distintas del tejer. Primero se refiere a “una muchacha joven, feliz, encinta por primera vez, que cose una canastilla, piensa en coser como es debido”, y enfatiza que esta muchacha, “no olvida ni por un momento al niño que lleva dentro de sí”. En el mismo párrafo, se refiere a otra mujer, a otra experiencia del tejer: “Al mismo tiempo, en algún rincón de un taller carcelario, una condenada también cose pensando en hacerlo como es debido, pero por miedo a ser castigada”. Simone Weil se refiere a la mujer libre que teje y espera. Teje esperando. La mujer encinta ya lleva el porvenir en ella. Su espera ya es esperanza. Lo que teje ya se vincula al porvenir. El trabajo enlaza a otro, a otra persona, pero también al tiempo —al tiempo en cuanto apertura, promesa. Simone Weil también se ha preocupado de los trabajos que, al revés, nos destituyen de toda esperanza, incluso de nuestras almas, es decir lo que nos hace pensar y nos singulariza. Es el caso del trabajo mecánico. En el trabajo en cadena, la persona está aislada de otra persona, se trasforma en un agente subordinado a lo que exige la máquina. En el caso del trabajo carcelario, al que refiere en Echar raíces, el trabajo no crearía vínculos humanos o temporales, solo resultados. Asimismo, los lazos se crean, no están dados, y dependen también de los contextos. Los lazos son una problemática política. Desvincular, aislar, impedir la producción de lazos, es confinar en un tiempo sin esperanza. Conduce a una sequedad de la vida, pues se paraliza así su producción.

    La metáfora del tejido indica que los lazos toman tiempo. “Tejer lazos”: los lazos se crean con el tiempo. Con los múltiples intercambios de palabras, incluso tan solo con la repetición de un “Buen día”, se llega a tejer un ambiente, un cierto mundo de recuerdos y de percepciones. Pero la idea del tejido no es solo una metáfora. Los lazos se tejen con tiempo, y con ellos también se teje el tiempo. La muchacha encinta por primera vez se vincula a la vida que lleva en ella tejiendo. En la cárcel se escriben a veces mensajes secretos, en las paredes o donde sea posible hacerlo. Estos crean, tejen, lazos con el porvenir, con un lector desconocido, pero ya presente —ya inscrito, deseado o esperado, en la piedra. Tejiendo lazos, tejemos el tiempo. Esto es “echar raíces”: ramificarnos más allá de lo que creíamos alcanzable, abrirse sin quererlo y descubrir una vitalidad que se nos escapa; pero al mismo tiempo crear el tejido de esta vitalidad, del mismo modo que creamos, tejemos el tiempo, la espera, la expectativa, la esperanza —algo para respirar.

    M. se demoró en hablar. A veces siento que aún no lo hace y yo tampoco. Es que hablar es enlazarse, confiar en un mundo posible y crearlo. El lenguaje no es una mera herramienta que nos permite dominar el mundo. Hablando, nos colocamos en el lugar de una expectativa, de una espera. Hay una intensidad ahí. Hay miedo al abandono y hay una alegría loca de quizás entrar en un mundo, avanzar y crecer. Pertenecer a la metamorfosis. Ser obrero del porvenir. Hablando no sabemos qué animales seremos y por cuánto tiempo. Pero hablar no es un mero salto. Si hablamos es que ya confiamos, ya estamos enlazados, aunque frágilmente, ya ha habido un abrazo y una posibilidad de desligarse. Hablamos porque el mundo ya se ha creado y ya se ha abierto, y ahí estamos, recreando lo creado, tejiendo lazos que ya nos abrazan o nos ahogan, tejiendo el tiempo y buscando la apertura, el aire entre los hilos, para sobrevivir la condena.

  180. Una escritura con nuevo nombre

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    Leí al menos dos veces la reciente novela de Ariel Florencia Richards: la primera, al modo tradicional de Cortázar, interesándome lentamente por la trama y el dibujo de sus personajes; la segunda fue una lectura de imágenes, con acceso directo a Google para visualizar en paralelo las obras de arte que se describen en sus páginas. En este sentido, Inacabada enlaza de manera delicada la historia de transición de género que vive la protagonista con la experiencia de la contemplación artística. Aunque en realidad esa transición no es el único centro del relato, sino que también lo es la recepción que de dicho transitar hace la madre, quien se niega y se escabulle ante su hija.

    Novela de múltiples capas, la lectura de Inacabada (2023) resulta altamente fluida y cadenciosa. Juana, investigadora de arte, ha planificado un viaje con su madre a Nueva York, aprovechando una invitación a una conferencia en la ciudad en la que antes residió; se trata de un viaje que permitiría sincerar posiciones entre ambas: “Quería hablar con ella, explicarle cómo se sentía, qué le pasaba. Romper ese silencio que venía embargándolas desde que había comenzado con las hormonas”. A partir de este viaje el texto se abre a otros tiempos y espacios, siguiendo el libre discurrir de la memoria de Juana.

    Aun cuando hay referencias al proceso de transitar que experimenta la protagonista y a sus relaciones amorosas, es la madre la que puebla la totalidad del relato; se trata de una figura querida, idealizada, descrita casi como una obra de arte, pero que resulta sin duda inalcanzable para Juana, quien lucha por ser querida desde su nueva identidad y entiende a medias el comportamiento de su progenitora, que se atrinchera en el silencio; cada escena entre ambas termina en la negación materna. Diálogos como el siguiente resultan recurrentes y sugestivos:

    Mamá, voy a empezar un tratamiento de reemplazo hormonal.
    M le sostuvo la mirada, inalterable.
    ¿Tienes mil pesos?
    ¿Cómo?
    Es que no sé si tengo efectivo para pagar el estacionamiento.

    La madre sin duda vive el proceso de tránsito como un duelo: Dejar de nombrarse como el hijo de M era reconocer la pérdida. Y así, todo el viaje era una despedida. Por eso, quizá, M creía que expresar su dolor en palabras le estaba prohibido.

    Ariel Richards aúna con virtuosismo literatura y crítica de arte, en una propuesta que propicia una visión íntima y sugerente del propio proceso de transición, que explora las tensiones que ello provoca sobre el orden familiar y que invita a la más profunda reflexión sobre la siempre diferida estabilidad identitaria.

    Con el ojo puesto en piezas inconclusas, Juana recorre museos y describe representaciones aparentemente no terminadas, privilegiando la figura humana y la relación con su creador. Van Dyck, Miguel Ángel, Picasso, K. J. Marshall y Marta Colvin son algunos de los artistas cuyas obras operan como una caja de resonancia que profundiza y amplía la radical experiencia del transitar, vivida como el “fin a un periodo de larga reclusión”. Cuerpos sin género aparente, Prometeo sin genitales, hada sin género en Shakespeare, cuerpos femeninos inconclusos o doblemente construidos, como una “proyección secreta de sí misma”, forman también parte del relato.

    La propuesta de que la protagonista investigue obras sin terminar potencia la reflexión sobre la propia experiencia de cambio: “La idea que rondaba esa muestra era la ausencia, como si a esas piezas les faltara algo. Piezas que se negaran a transformarse en algo concluido”. Juana es también una figura inconclusa, imposible de fijar, a lo cual contribuye el que sea un personaje en permanente desplazamiento: Valparaíso, Nueva York, Varanasi, Frutillar, Aysén, un personaje nómade que se identifica con el mar, dejando atrás “la tierra firme, con sus certezas y delimitaciones”. Nada hay de estable en esta novela; es una prosa en la que todo fluye, todo está en proceso de transformación, apoyándose en el peso simbólico del mar, que metaforiza el cambio y la muerte y cuya presencia cruza el mundo narrado.

    Ariel Richards aúna con virtuosismo literatura y crítica de arte, en una propuesta que propicia una visión íntima y sugerente del propio proceso de transición, que explora las tensiones que ello provoca sobre el orden familiar y que invita a la más profunda reflexión sobre la siempre diferida estabilidad identitaria.

     


    Inacabada, Ariel Florencia Richards, Alfaguara, 2023, 160 páginas, $12.750.

  181. Kafka

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    Mi primer intento de elegir una palabra con la letra K consistió en escribir una carta a Kafka. Fue un intento fallido, pero me pasaron tres cosas al respecto.

    La primera, constatar que debía buscar otra alternativa, otra palabra que no fuera Kafka. No puede ser que solo piense en Kafka. Sin embargo, para mí K es Kafka.

    La segunda es pensar en este asunto de las cartas. Salvo si queremos explícitamente contravenir esta regla (como las cartas de apoyo a una causa o las “cartas al director” en los medios), una carta es privada. Y esto, la privacidad, es un asunto jurídico. Si hago pública una carta privada o si leo una carta que no me está destinada, estoy violando el secreto de correspondencia. Es un delito. En la carta está, entonces, inscrito un derecho al secreto.

    Me acuerdo de una carta que escribí cuando era relativamente joven. Le daba mucha importancia a esa carta. La escribí cuando descubrí que tenía palabras para pensarme a mí misma y para comunicar mi “proyecto de vida” o, por lo menos, lo que parecía importante en lo que consideraba —muy ingenuamente— “mi” vida. Recuerdo haber mandado esta carta por correo, con una estampilla. La carta llegó. No recibí respuesta. Y un día me encontré con su destinatario y me la leyó, furioso, en voz alta. Aunque la carta no fue (creo) mostrada a un tercero, esta puesta en escena de mi carta fue violenta para mí. Su contenido fue expuesto fuera del papel y del silencio que implica. Se violó, en cierto sentido, el secreto de correspondencia. Por cierto, el secreto no se relacionaba con un contenido particular. Estaba en el mero hecho de escribir una carta, de dirigirme a otro. La escritura de una carta crea lazos; de cierta forma obliga al vinculo. Sin embargo, en la medida en que no sabemos cómo serán leídas nuestras letras, crea lazos peligrosos.

    Escribir nos expone siempre a ciertos límites. Con la escritura se sella un derecho (el envío de una carta contiene mi derecho al secreto), pero lo que se instala está siempre al borde de ser trasgredido (no existe el derecho al secreto, sin la amenaza de su violación). Es como si escribir reclamara la ley, dejándonos también al margen de ella.

    Esto me hace pensar en mi tercer punto: en Kafka. La obra de Kafka despliega este hilo peligroso que es la escritura. En La colonia penitenciaria, los condenados a muerte desconocen el motivo de su condena. La razón de su condena se revela progresivamente a través de una maquinaria compuesta de agujas gruesas destinadas a escribir la falta cometida directamente en los cuerpos de los condenados. En vez de aclarar, la escritura mata. En Kafka, la ley no ampara: desampara. La obra de Kafka despliega el hilo de este desamparo. Donde buscamos protección, secreto, es donde también encontramos incomprensión, amenaza, miedo.

    K de Kafka es la escritura como ley y la ley como condena a muerte. En La condena, Goerg, un “buen hijo” que vive y trabaja con su padre, escribe una carta a un amigo de San Petersburgo. Su amigo estaría pasando un mal momento, por temas relacionados con su negocio. Su padre duda de la existencia de este amigo. Desea que Goerg, su hijo, muera ahogado. Tal como si fuera una condena, que ha de ser ejecutada, Goerg se tira al río. En vez de dar soporte al amigo, la escritura condena al hijo, al sujeto de la escritura. En vez de otorgar comprensión, la escritura produce locura. Rompe los lazos que vinculan el hijo con el padre. Provoca la condena a muerte.

    Escribir sería experimentar esta involución de la razón hacia la locura, del derecho que protege, hacia la ley que mata. Nos colocaría en esta orilla que vincula inexorablemente la vida con la muerte.

    En la obra de Kafka, la muerte es más que un fin de la historia, una conclusión: es un corte respecto a lo que nos hace parte de una historia, parte de un mundo familiar, humano. En El proceso, K. muere “como un perro”. En La metamorfosis, Gregorio amanece en el cuerpo de un monstruoso insecto y termina barrido por su hermana fuera de la casa. Muere sin sepultura, por ende, sin formar parte de una memoria. En Kafka, la violencia de la ley no consiste solo en matar sino en producir una desvinculación radical. K. y Gregorio están desvinculados de lo que nos hace participes del género humano. Goerg y Gregorio están desvinculados del Oikos, es decir, del hogar y la familia, esto que debiera asegurar un amparo, fortalecer lazos entre semejantes.

    La obra de Kafka despliega el hilo de esta relación de la escritura con la muerte. Pero no se limita a esto. La escritura de Kafka es sobre todo una forma de habitar el desamparo. Hay un latido ahí, una respiración; no solo una condena y un corte. En La metamorfosis, Gregorio, el hijo cumplidor quien amanece una mañana en el cuerpo de un monstruoso insecto, se esconde para no producir molestia o incomodidad. Desde su extrañeza, Gregorio sigue siendo cuidadoso, un “buen hijo”.

    En Kafka hay una suerte de bondad o de dulzura. Esta dulzura no redime de la muerte: Gregorio muere barrido por su hermana, una hermana que quería de una manera muy especial. Tal vez la dulzura proviene de la muerte, de su carácter ineludible, y del modo con el cual la ley (la escritura) condena a muerte, a quedar fuera de la historia y de la memoria. En La metamorfosis, Gregorio sale de su escondite cuando escucha su hermana tocando violín. Lo irónico (y trágico) de este momento es que, al menos desde un punto de vista humano, normativo o social, su hermana toca muy mal el violín. Gregorio, sin embargo, está atraído por la música. Lo que para algunos no es más que ruido desastroso, a él lo nutre, lo vitaliza. El hijo condenado a habitar el cuerpo de un insecto otorga a su hermana una escucha que el mundo humano no le brinda. En Kafka, la extrañeza no fomenta la pasión por la marginalidad, sino que fomenta una cierta empatía, incluso una capacidad inaudita de escuchar. Hay algo dulce ahí. Se trata de una dulzura que no está a nuestro alcance, que se produce a pesar nuestro. Se produce a pesar del rechazo, de la condena, de la imposibilidad de ser comprendido —de formar parte de la humanidad y de la memoria.

    Es por esta dulzura misteriosa y trágica que la letra K para mi refiere necesariamente a Kafka. Su escritura habita la violencia radical de la ley. Habita el desamparo. Pero habita. No deja de habitar, de habitarnos, acompañarnos, escucharnos. Escuchar lo que falla en cada uno de nosotros, de nosotres. No es mera violencia. Es la violencia narrada desde el punto de vista de la dulzura.

  182. “La mafia de los pobres”

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    ¿Cómo se crea un monstruo humano? ¿Cómo se crean tantos? ¿Cómo se crea una sociedad monstruosamente violenta?”.

    Estas son las preguntas que se viene haciendo hace más de una década el periodista Óscar Martínez, de 40 años y jefe de redacción de Elfaro.net. Ha intentado darles respuesta en cinco libros que son una exploración por determinar los bordes y el espesor de un fenómeno criminal que ha convertido a El Salvador, un país de 6,3 millones de habitantes, en una profunda fosa común: “Nos matamos como una epidemia”, dice en Los muertos y el periodista.

    Martínez utiliza la divagación para “hilvanar” un conjunto de historias donde la muerte es protagonista y, de paso, mostrar los dilemas del periodismo cuando se trata de narrar el crimen organizado: “Si aquella noche del domingo 16 de abril de 2017 yo no hubiera aparecido en el cantón Santa Teresa, quizá Herber no habría sido asesinado a machetazos en la cara; quizá Wito no habría sido decapitado; quizá Jesica no habría tenido que huir. A Rudi, a ese sí, creo que lo habrían matado de cualquier forma”, escribe en el primer párrafo.

    Y es que Rudi, de 13, 14 o tal vez 15 años, no podía tener otro destino: en un país donde hubo 103 homicidios por cada 100.000 habitantes durante el año 2015, los finales trágicos son predecibles. Si no te persigue la pandilla rival, lo hace el Estado, y a Rudi lo buscaban ambos.

    Rudi se había convertido en el único sobreviviente de una facción de la mara Barrio 18, cuyo nombre apenas podía pronunciar, luego que un grupo de policías asesinara al resto de sus compañeros, aun cuando ya estaban rendidos. Martínez, que suele investigar con la rigurosidad y paciencia con la que los doctores de antes auscultaban a sus pacientes, dedujo rápido que aquello había sido una masacre. Y durante varios meses se reunió con Rudi para conocer su testimonio, mientras este huía por el monte, durmiendo en “abrevaderos de cerdos”: “Hoy hablé con un muchacho que va a ser asesinado”, escribió en su libreta durante aquel primer encuentro.

    Óscar Martínez plantea una lectura desmitificada de las pandillas, que está lejos de responder al imaginario de ‘cartel’ que proyecta el crimen organizado en México o Colombia. ‘La mafia de los pobres’, lo llama él. Niños que casi nada conocen del origen ‘metalero’ que alguna vez tuvieron las maras cuando nacieron en Los Angeles, Estados Unidos, a fines de la década del 70, y que hoy, 30 años después de haber sido deportadas a El Salvador, sus miembros más jóvenes apenas saben por qué asesinan.

    ¿Qué es la violencia extrema?”, se pregunta Martínez.

    Y lo dice porque en El Salvador hay cuerpos multibaleados, cruelmente desmembrados y quemados para que nadie pueda reconocerlos. También hay metáforas para digerir la barbarie: “Cuando a alguien le retiran los brazos, piernas y cabeza, lo han asesinado haciéndole un ‘corte de chaleco’; cuando a alguno le impactó un disparo de escopeta en la cabeza, deshaciéndosela, ‘le destaparon el coco’; si lo lanzaron a un pozo, lo pusieron a ‘tomar agua’; y si quedó boca arriba en algún monte, quedó ‘contando estrellas’”.

    A través de Rudi, Óscar Martínez plantea una lectura desmitificada de las pandillas, que está lejos de responder al imaginario de “cartel” que proyecta el crimen organizado en México o Colombia. “La mafia de los pobres”, lo llama él. Niños que casi nada conocen del origen “metalero” que alguna vez tuvieron las maras cuando nacieron en Los Angeles, Estados Unidos, a fines de la década del 70, y que hoy, 30 años después de haber sido deportadas a El Salvador, sus miembros más jóvenes apenas saben por qué asesinan: “A saber por qué salió este gran desvergue”, le dijo Rudi alguna vez.

    En este libro también hay otros personajes, testigos que distorsionan la voz como Darth Vader para no ser identificados, sicarios, policías corruptos y una madre que busca limpiar el nombre de su hijo fallecido, al que la policía confundió con un delincuente cuando unos pandilleros se escondieron en su casa. En todas estas historias, Martínez intenta explicar las decisiones que le han permitido narrar la violencia: “Uno no salva a nadie”, concluye.

    Los muertos y el periodista no es un relato sobre cómo los jóvenes desplazados por la guerra civil formaron las pandillas en Estados Unidos. De eso Martínez se hizo cargo en El niño de Hollywood. El ejercicio acá es una catarsis. O una especie de terapia que no solo puede interpretarse como un viaje personal por “la esquina más violenta del mundo”, sino también como una travesía colectiva hacia el averno, un recorrido por la memoria. Su memoria: desenterrar de su cabeza los cuerpos de aquellos que fueron asesinados, para entender y explicar cómo vivieron y por qué partieron.

     

    Fotografía: Óscar Martínez durante su conferencia en la Cátedra Abierta UDP en homenaje a Roberto Bolaño.

     


    Los muertos y el periodista, Óscar Martínez, Anagrama, 2021, 232 páginas, $20.000.

  183. La política de lo íntimo

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    Ambientada a mediados de los 80, la novela Vals chilote relata la revolución solitaria de Hiroito Cáceres, un joven que luego de ser detenido tras el Golpe y de pasar por diversos centros de entrenamiento revolucionarios en América Central, vuelve a cumplir con el sueño de derrocar la dictadura de Pinochet junto al Frente de Insurgencia Austral, movimiento del cual es fundador y único militante. Para eso contacta a uno de sus compañeros escolares, Ramón Millán, locutor de la radio El Faro, de Castro, quien detrás de su vida rutinaria y descomprometida carga con una culpa que terminará por despertar su ideal político y remecer su vida hecha de pequeños placeres.

    Como ya lo ha hecho en El Tarambana con la picaresca o con la escritura científica de fauna en Los multipatópodos, Vidal opta por la reescritura o apropiación de un género olvidado —la novela revolucionaria—, situándose a contrapelo quizás de la tendencia autobiográfica y de la “literatura de los hijos”. La historia está dividida en 33 capítulos breves, que oscilan entre las vidas de Hiroito y Millán, y sigue la forma de un relato con tintes policiales, con un narrador omnisciente capaz de entrar y salir de las mentes de sus personajes. En un movimiento parecido a la marea que va y viene, la novela política transcurre “entre” la misión épica de Hiroito y el trabajo en la radio de Millán. Con humor sutil y tierno, las pequeñas tragedias cotidianas van tomando protagonismo, al punto de hacerse inseparables de las grandes hazañas subversivas.

    Asimismo, la retórica revolucionaria y el código militante que encarna y difunde Hiroito son atravesados por la cadencia y el ritmo del habla local y familiar, un vocabulario capaz de nombrar las diferentes intensidades de la lluvia, la textura cálida de la lana en el cuerpo, los olores de la cocinería o cada matiz de la geografía accidentada del archipiélago. Las reflexiones militantes de Hiroito se ven contaminadas por pensamientos menos heroicos de la vida doméstica: “Herviría más agua para el mate. Esa tarde encendería la petromax para alumbrarse, había tomado la precaución de traer un poco de parafina y una mecha limpia para cambiarla. Su hermana le dijo que podía hacer un chonchón con una papa ahuecada a la que se echaba grasa animal y una mecha de trapo. Todo era con papa allá; podía combatir esa dictadura —la de la papa— con una lumbre menos rústica. La revolución es post, no precapitalista”.

    Yosa Vidal se interroga por la relación entre lenguaje y política, pero en lugar de vaciar el discurso revolucionario desde la ironía o el cinismo, opta por apropiarse de su imaginario y explorar su dimensión afectiva. El lenguaje se vuelve así un tejido poroso y frágil, como las ondas sonoras que captura Hiroito en la punta del cerro. Vals chilote parece decirnos que la revolución no es abstracta, sino que es siempre situada y que la Historia y sus grandes relatos se sustentan de pequeños triunfos y fracasos.

    En Vals chilote la geografía de la isla funciona como una fuerza adversa y determinante. Irónicamente para Hiroito, los recuerdos de infancia de su casa materna parecen más útiles que los duros entrenamientos en países tropicales para la supervivencia en la isla utópica de Chiloé: “Los ramalazos de agua y viento golpeaban la madera y las planchas de zinc en el techo. Hiroito no podía superar la dificultad de hacer fuego. (…) Hacer fuego no era una cuestión de aprendizaje sino una fatalidad, el destino trágico diario, la eterna posibilidad de que no funcionara”.

    Hiroito busca borrarse como individuo, porque así lo exige el ideal revolucionario y la clandestinidad, y la distancia narrativa omnisciente es una forma idónea para ese anonimato. Sin embargo, en esta lucha a destiempo la comunión no la encuentra con los habitantes de la isla, con su pueblo, sino sobre todo con su geografía, con el frío, con la lluvia, con el hambre, con su perro, con el humo. La vida de Hiroito en la clandestinidad, su dilatada espera ante la acción subversiva, su soledad y sacrificio personal funcionan como la contracara de la vida frívola de Millán, sus comilonas en el bar y su especial predilección por la música extranjera. Con todo, luego de elegir el camino de la rebelión, Millán también vivirá un proceso en el mundo de afuera que irá develando las tramas y corrupciones dentro de la isla.

    Siguiendo los pasos de Enrique Lihn, Yosa Vidal se interroga por la relación entre lenguaje y política, pero en lugar de vaciar el discurso revolucionario desde la ironía o el cinismo, opta por apropiarse de su imaginario y explorar su dimensión afectiva. El lenguaje se vuelve así un tejido poroso y frágil, como las ondas sonoras que captura Hiroito en la punta del cerro. Vals chilote parece decirnos que la revolución no es abstracta, sino que es siempre situada y que la Historia y sus grandes relatos se sustentan de pequeños triunfos y fracasos.

     


    Vals chilote, Yosa Vidal, FCE, 2022, 210 páginas, $7.500.

  184. Polvo radiactivo

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    Han pasado muchas décadas desde que Estados Unidos lanzó por primera vez el arma de destrucción masiva por excelencia contra objetivos civiles, dos veces en una semana, destruyendo dos ciudades en una llamarada de fuego nuclear. Nadie lo ha hecho desde entonces. J. Robert Oppenheimer se sorprendería de que no hayamos ido más allá.

    La bomba atómica seguramente habría llegado a existir sin Oppenheimer liderando el Proyecto Manhattan, pero la etiqueta de “padre de la bomba atómica” no podría asignársele a nadie más. Él sintió profundamente su responsabilidad. Su conciencia autolacerante le permitió ver con claridad inmediata y duradera lo que significó para la humanidad. Si no hubiera hecho nada más —si no le hubiera pasado nada más—, Oppenheimer seguiría siendo una de las grandes, complejas y definitorias figuras del siglo XX.

    Pero Hiroshima y Nagasaki no fueron el final para él; no se alejó de la ciencia estadounidense ni de la era atómica que había ayudado a inaugurar. Su logro y su angustia, antes de la bomba, y después de ella, hacen de él un hombre por el que continuamente se sienten atraídos historiadores y artistas. La obra de Heinar Kipphardt El caso Oppenheimer, cautivó al público teatral internacional en la década de 1960, y una ópera de John Adams y Peter Sellars, Doctor atómico, se estrenó en 2005 en San Francisco.

    Martin J. Sherwin, historiador de la Universidad de Tufts, comenzó su biografía de Oppenheimer hace 25 años, explorando a caballo las altas mesetas desérticas de Nuevo México de las que su biografiado se enamoró por primera vez cuando era un niño que visitaba un rancho para turistas. Dado que el proyecto de Sherwin duró dos décadas más de lo que pretendía (finalmente se le unió un segundo biógrafo e historiador, Kai Bird), podemos creerle cuando dice que le dio “una nueva comprensión de las complejidades de las biografías”. Valió la pena. Prometeo americano es una completa biografía, finamente juzgada donde más importa y, a veces, reveladora. “Triunfo y tragedia” es un eslogan del que se abusa mucho en los subtítulos de las biografías; este biografiado se lo ha ganado.

    Oppenheimer nació en 1903, el primer hijo de judíos alemanes ricos y cultos que vivían en Nueva York, y casi de inmediato se entendió que era brillante y sensible. O como él dijo: “Fui un niño empalagoso y repulsivo de tan bueno”. También era solitario, propenso a la melancolía, fascinado y confundido por el sexo, y, a la vez, romántico y arrogante. Estudió ciencias en Harvard, leyó a Dostoievski, Proust y la recién publicada Tierra baldía de T. S. Eliot, escribió poesía amorosa y pintó paisajes al óleo. Estos eran los embriagadores primeros días de una nueva física, la mecánica cuántica. Él siguió este campo hasta Europa, donde se estaba gestando, buscó a los pioneros de la nueva guardia y a todos los impresionó considerablemente.

    Bird y Sherwin lo describen acertadamente como ‘un diletante productivo’. Su casi contemporáneo, el físico Isidor I. Rabi (cuya fuerte voz moral se escucha a lo largo de este libro), alguna vez dijo: ‘Dios sabe que no soy la persona más simple del mundo, pero, al lado de Oppenheimer, soy muy muy simple’. (…) Tenía fuertes convicciones sociales y políticas, se identificaba con los comunistas y el comunismo, apoyaba a los sindicalistas y aportaba dinero a los republicanos españoles que luchaban contra los fascistas.

    Cuando regresó para convertirse en profesor en Berkeley, ya era conocido como el físico joven más brillante de Estados Unidos. Se convirtió en el primero en predecir la existencia de la antimateria, de la cual se dio cuenta, a fuerza de imaginación y cálculos, que debía existir; e hizo un trabajo innovador en estrellas de neutrones décadas antes de que los astrónomos pudieran observar alguna. De alguna manera, sin embargo, siempre se las arreglaba para no alcanzar a resolver los problemas más grandes. Bird y Sherwin lo describen acertadamente como “un diletante productivo”. Su casi contemporáneo, el físico Isidor I. Rabi (cuya fuerte voz moral se escucha a lo largo de este libro), alguna vez dijo: “Dios sabe que no soy la persona más simple del mundo, pero, al lado de Oppenheimer, soy muy muy simple”. Oppenheimer era el tipo de persona que estudiaba el Bhagavad Gita en el sánscrito original y daba nombres ingeniosos a sus automóviles (Gamaliel, Garuda y más tarde Bombsight, “visor de bombardero”). Tenía fuertes convicciones sociales y políticas, se identificaba con los comunistas y el comunismo, apoyaba a los sindicalistas y aportaba dinero a los republicanos españoles que luchaban contra los fascistas.

    Nunca ganó un premio Nobel. Los autores sugieren que su rol como creador de bombas pudo haber jugado en su contra, pero tal vez el juicio de Rabi —que el mayor logro de la física le fue esquivo— es más acertado: “Su interés por la religión… resultó en un sentimiento hacia el misterio del universo que lo rodeaba casi como una niebla. Veía la física con claridad… pero en el borde tendía a sentir que había mucho más de lo misterioso y de lo nuevo de lo que realmente había. No tenía la suficiente confianza en el poder de las herramientas intelectuales que ya poseía y no llevó su pensamiento hasta el final”. Terminó los escritos de otros físicos cuando ellos estaban atascados. Poseía un gusto exquisito al seleccionar problemas. En retrospectiva, podemos ver que estaba destinado a ser un inspirador, organizador y perfeccionador de científicos, y un líder.

    Pronto iba a dejar atrás el diletantismo.

    En enero de 1939 llegaron noticias provenientes de dos científicos alemanes de que el núcleo de un átomo de uranio podía dividirse cuando se bombardeaba con neutrones. Oppenheimer no fue el único físico que vio lo que eso implicaba. “Así que no creo nada improbable”, le escribió a un amigo, “que 10 centímetros cúbicos de deuteruro de uranio (habría que tener algo que ralentizara los neutrones sin capturarlos) produzcan una explosión brutal”.

    Cuando llegó el momento de que Estados Unidos intentara construir una bomba atómica, Oppenheimer era y no era una elección natural para ser director del proyecto científico e industrial más ambicioso de la historia de la humanidad. Él estaba en el pináculo de la física estadounidense. En 1942, fue puesto a cargo de la investigación de neutrones rápidos en Berkeley con un título gubernamental imaginativo: “coordinador de Ruptura Rápida”. Por otro lado, el aparato de seguridad del Gobierno alimentaba una antipatía hacia las personas con asociaciones comunistas, y las de Oppenheimer eran bien conocidas. El FBI había abierto una investigación que rozaba el acoso (a él rara vez no lo vigilaban ni escuchaban) que continuó durante la mayor parte de su vida, generando 10.000 páginas de expedientes. El Departamento de Guerra le negó una autorización de seguridad, en un momento en que la mayor parte del conocimiento del mundo relacionado con la fisión atómica residía en su cerebro.

    Y no era ingeniero. A la edad de 38 años, parecía etéreo. Estaba frágil y con bajo peso, y reprobó su examen físico del Ejército.

    Sin embargo, algunas personas lo seguirían a cualquier parte. Podemos medir su carisma a partir de su reflejo en la extravagante romantización que de él hacían otros: “El sombrero chato, la pipa y una extraña expresión en los ojos le daba cierta aura”. Sus ojos no eran solamente azules, sino que “tenía los ojos más azules que he visto nunca, de un azul muy claro”. Un físico dijo simplemente: “Cuando estaba con él, yo crecía como persona”. Los estudiantes imitaban su forma de hablar y de caminar. “Cuando algo le sorprendía, decía ‘hala’”, recordó uno, y “era una maravilla oírselo decir”.

    El FBI había abierto una investigación que rozaba el acoso (a él rara vez no lo vigilaban ni escuchaban) que continuó durante la mayor parte de su vida, generando 10.000 páginas de expedientes. El Departamento de Guerra le negó una autorización de seguridad, en un momento en que la mayor parte del conocimiento del mundo relacionado con la fisión atómica residía en su cerebro.

    La historia del éxito de Oppenheimer en esa meseta aislada de Nuevo México, desde la primavera de 1943 hasta el verano de 1945, se ha contado muchas veces. Bird y Sherwin capturan todo el drama, la euforia y la gloria irónica. Primero había 30 científicos en barracones de madera contrachapada, rodeados por cercas de alambre de púas; pronto, 6.000 hombres y mujeres vivían y trabajaban en cientos de edificios y remolques, creando una ciudad políglota e indomable. Oppenheimer hizo el trabajo. Pero para las personas que pasaron esos dos años esclavizados por él, también hizo que fuera una época dorada. “Aquí, en Los Álamos”, dijo un físico inglés, “he encontrado el espíritu de Atenas, de Platón, de la república ideal”. Todo al servicio de la muerte masiva.

    Entonces, ¿eran los científicos los responsables de las consecuencias del arma que habían creado? ¿Se seguían deberes morales a partir de los deberes técnicos? Edward Teller, quien pasó a liderar el desarrollo de la bomba de hidrógeno, decía que no: “El accidente en el que se resolvió esta cosa espantosa no debería darnos la responsabilidad de tener una voz sobre cómo se utilizaría”. Pero Oppenheimer no se dejaría zafar de esa forma. Cómo “se utilizaría” la bomba era en parte una cuestión científica, y Oppenheimer hizo esa parte de su trabajo con una eficiencia despiadada. “Que no lancen la bomba a través de las nubes o si está nublado”, les dijo a los oficiales que preparaban el ataque a Hiroshima. “Que no la detonen a mucha altura (…) si no, el daño que causará en el objetivo será menor”. Pero al mismo tiempo, ya estaba tratando de abordar cuestiones morales y políticas. Mirando el espectro de una carrera armamentista de posguerra, instó a que la Unión Soviética estuviera completamente informada sobre la bomba y su uso inminente; el presidente Truman hizo caso omiso de este consejo.

    Oppenheimer no se quedó en Los Álamos. Se fue a los pocos meses de los bombardeos de 1945 y se convirtió en director del Instituto de Estudios Avanzados en Princeton. Sin embargo, no abandonó la vida pública. A medida que el Gobierno comenzó a formar comités, comisiones y agencias para gestionar la nueva era nuclear, Oppenheimer parecía estar en todas partes.

    Incluso cuando estaba siendo enaltecido por la prensa nacional, estaba compartiendo sus visiones más oscuras con pequeñas audiencias de científicos y otras personas. “Hemos creado una cosa, un arma de lo más terrible, que ha alterado de golpe y profundamente la naturaleza del mundo. (…) Una cosa malvada, según los valores del mundo en el que crecimos”, dijo. Le confesó a Truman en una reunión privada que sentía que tenía las manos manchadas de sangre —una declaración que el presidente consideró ofensiva y presuntuosa. Truman le dijo enojado al subsecretario de Estado Dean Acheson que Oppenheimer era “un científico llorica”, que en su despacho “pasó el rato retorciéndose las manos y diciéndome que las tenía manchadas de sangre”.

    De hecho, Oppenheimer a veces les hablaba a los políticos como si se dirigiera a niños. Trató de advertir sobre la posibilidad de terrorismo nuclear: una bomba introducida de contrabando en una ciudad en un contenedor o caja. No había una defensa de alta tecnología, señaló. “¿Qué instrumento usaría para detectar una bomba atómica que estuviera escondida en una ciudad?”, preguntó un senador en una audiencia cerrada. Oppenheimer respondió secamente: “Un destornillador”, para abrir hasta el último contenedor y maleta. Bird y Sherwin muestran lo bien que anticipó nuestro propio mundo, donde los materiales y las tecnologías nucleares se filtran a través de redes oscuras y donde, a medida que cada nuevo país se une al club nuclear, no tenemos respuesta, solamente sorpresa y fanfarronadas perpetuas.

    Bird y Sherwin capturan todo el drama, la euforia y la gloria irónica. Primero había 30 científicos en barracones de madera contrachapada, rodeados por cercas de alambre de púas; pronto, 6.000 hombres y mujeres vivían y trabajaban en cientos de edificios y remolques, creando una ciudad políglota e indomable. Oppenheimer hizo el trabajo. Pero para las personas que pasaron esos dos años esclavizados por él, también hizo que fuera una época dorada.

    El monopolio atómico que tenemos”, advirtió Oppenheimer en 1948, “es como una tarta helada que se funde al sol”. En 1949, la Unión Soviética hizo explotar su primera arma nuclear, sorprendiendo a Truman, quien al principio no quería creerlo. Por su parte, Oppenheimer creía que la proliferación nuclear era inevitable, pero que no tenía por qué conducir a una carrera armamentista. Se opuso al punto de inflexión crucial: el desarrollo de la bomba de hidrógeno o “bomba H”, utilizando la fusión nuclear para liberar una fuerza explosiva miles de veces mayor que las primeras bombas de fisión. Temía que tales armas, si se fabricaban, seguramente serían utilizadas.

    En cambio Truman se puso del lado de los elementos extremistas de su administración, quienes argumentaron que los soviéticos desarrollarían estas armas por su cuenta y que la restricción unilateral sería un suicidio. Avanzó con un vasto programa industrial para aumentar la capacidad nuclear de la nación. Las decisiones se tomaron en su mayoría en secreto, prácticamente sin debate público, y el legado es nuestro: una reserva mundial de más de 100 mil armas nucleares, un costo de funcionamiento para la economía estadounidense que ha superado los 5.5 billones de dólares y, a cambio, ningún sentido realista de seguridad nuclear, incluso en una era postsoviética en la que tememos naciones cada vez más pequeñas y tenemos todos los grupos terroristas que podrían comprar o robar sus bombas.

    Cuando Oppenheimer cayó, cayó fuerte. Su principal antagonista fue Lewis Strauss, un exfinancista a quien Truman designó para la Comisión de Energía Atómica, donde encontró a Oppenheimer como un obstáculo y como alguien irritante. A Strauss le molestó la oposición de Oppenheimer al desarrollo de la bomba de hidrógeno, y cuando el presidente Eisenhower nombró a Strauss presidente de la Comisión de Energía Atómica, inmediatamente comenzó a intentar apartar a Oppenheimer. En 1954 presentó cargos formales: acusaciones de deslealtad, que iban desde haber figurado “como contribuyente de los Amigos del Pueblo Chino”, hasta haberse “opuesto enérgicamente al desarrollo de la bomba de hidrógeno”.

    Se alegan vínculos rojos”, resonaban los titulares de los diarios. El auge de la histeria anticomunista sirvió de telón de fondo, pero Oppenheimer no fue víctima del macartismo. Strauss deliberadamente mantuvo el asunto Oppenheimer lejos del volátil senador, porque Strauss quería que se manejara con cuidado. Era algo personal. Los procedimientos fueron secretos, fuera de cualquier tribunal o proceso legal normal. Strauss seleccionó al fiscal y a los jueces. Los entrenó con acusaciones secretas de los archivos del FBI de Oppenheimer que a Oppenheimer y sus abogados no se les permitió ver, y mucho menos refutar. Mientras tanto, Strauss y el FBI escuchaban a escondidas (con micrófonos ocultos) las discusiones de Oppenheimer con sus abogados. Strauss y sus aliados “estaban decididos a silenciar al único hombre al que creían capaz de desafiar sus estrategias políticas”, escriben Bird y Sherwin. Esto no fue un juicio; era, como muestran los autores en su desgarradora crónica, una “audiencia arbitraria” y un “jurado amañado”, y el resultado estaba predeterminado. Se revocó la autorización de seguridad de Oppenheimer y se acabó su trabajo en el gobierno.

    La excomunión de Oppenheimer no fue el final, por supuesto. Él vivió otros 13 años. Uno de los últimos actos del presidente Kennedy antes de ser asesinado fue preparar un rito de rehabilitación: otorgar a Oppenheimer el premio Enrico Fermi, un premio presidencial que entonces consistía en 50 mil dólares y una medalla de honor. Pero la vida pública de Oppenheimer había terminado; sus heridas nunca sanaron. El mejor epitafio para él todavía puede ser el de George F. Kennan; el gran diplomático elogió a Oppenheimer en 1967: “Con nadie se ensañaron más cruelmente los dilemas que planteó la conquista reciente de un poder arrancado a la naturaleza y tan desproporcionado respecto a la fortaleza moral del ser humano”.

     

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    Artículo aparecido en The Washington Post. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Prometeo americano. El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer, Kai Bird y Martin J. Sherwin, traducción de R. Marqués, Debate, 2023, 864 páginas, $30.000.

  185. Fortuna: la verdad, la realidad y lo cierto

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    Respetad al dinero, no caigáis en el infantilismo de despotricar como poetas contra él”.
    Émile Zola

    Tengo que hacer una advertencia antes de entrar en este libro. Fortuna (Premio Pulitzer 2023) está tramada de modo que algunos giros de la peripecia tienen gran importancia, es decir, es un texto cuya lectura puede ser afectada por un spoiler. Iba a escribir “arruinada”, pero es mentira: ningún libro o película realmente bue­no se arruina por un spoiler. Sigo: una reseña de prensa más o menos razonable se abstendría de mencionar esos giros, pero no quiero obligarme a una reseña más o menos razonable, porque Fortuna toca temas tan im­portantes que no vale la pena ese pudor si uno quiere discutirla con la intensidad que merece. Se me ocurrió la siguiente solución: en los dos primeros apartados no habrá filtraciones de esos giros del argumento. El terce­ro, en cambio, es puro spoiler. Ese es el acuerdo.

    Vamos.

    1. La verdad

    Fortuna discute, en primer lugar, la cuestión de la ver­dad, qué es lo que puede o no considerarse verdadero en un texto. El objeto de este examen es la vida y los hechos de Andrew Bevel, un colosal magnate de las finanzas que ha construido su posición con jugadas audaces y riesgosas que producen admiración y sos­pecha. Por ejemplo: ¿es en realidad responsable del crac del 29, del que emerge no solo sin daño en su pa­trimonio sino haciendo una ganancia enorme? Cono­cemos cuatro versiones de su ascenso extraordinario. El primero es Obligaciones, una novela inspirada en su vida que pone como protagonista a su esposa, una solitaria filántropa bien conectada con el mundo de la vanguardia literaria y musical. Mi vida, el siguiente li­bro, es una autobiografía de Bevel que combate lo que podríamos llamar, si no fuera una frase imposible, las mentiras de esa ficción. Sigue Recuerdos de unas memo­rias, de Ida Partenza, una escritora consagrada que, en los 80, cuenta cómo redactó la autobiografía de Bevel y de qué modo ese trabajo secreto de los años 30 la enfrentó a su padre, inmigrante italiano y militante del anarquismo. Finalmente leemos Futuros, el diario que Mildred Bevel, la esposa del magnate, lleva duran­te los últimos días de su vida.

    La disposición es inteligente y está urdida con maestría. Cada uno de los libros refuta abierta o su­tilmente al anterior, de modo que ya al comenzar el segundo de ellos uno se pregunta quién dirá, a fin de cuentas, la verdad. Es el sentido del título en inglés de la novela, Trust, que quiere indicar al mismo tiempo la confianza que tenemos o no en los testimonios que leemos, el acto de administrar ciertos bienes ajenos y las grandes asociaciones financieras que han forjado el capitalismo estadounidense. La traducción del títu­lo como Fortuna, por cierto, mantiene la ambigüedad, pero la desplaza hacia la suerte y el dinero.

    Vuelvo a la cuestión de la confianza: ¿Podemos confiar en los narradores? La primera respuesta que nos damos, por supuesto, es negativa. Ninguno de estos narradores es digno de nuestra fe (o de nues­tro crédito), porque cada uno tiene su propio interés. Harold Vanner, el autor de la novela que inicia la serie, quiere mostrar las culpas de Bevel y rescatar la figura de su esposa. Bevel, por su parte, quiere demostrar su inocencia y convertir la idea que tiene de los negocios en sentido común: su vida y la de sus antepasados demostraría que “el interés propio, si se encauzaba correctamente, no tenía por qué estar divorciado del interés común”. Cuando Ida Partenza revela que ella es la redactora de la autobiografía de Bevel intenta reconciliar, en su propio recuento autobiográfico, la honesta crítica al capitalismo y a los capitalistas que ha respirado desde que nació, con una no menos ho­nesta admiración por el lujo y el dinero que conoció con Bevel.

    Pero sería demasiado inocente y además pasaría por alto la verdadera experiencia de leer Fortuna si solo describiera su diseño diciendo que no es posible es­tablecer la verdad, que todos los textos nos mienten, que solo tenemos versiones de los hechos y no los hechos mismos. En una entrevista que dio hace más de un año, cuando Fortuna estaba a punto de salir en Estados Unidos, Hernán Díaz reconocía que los años vividos bajo el gobierno de Donald Trump entraron por su ventana mientras escribía. La verdad no es ina­sible, decía allí, es en realidad un bien de lujo, algo que se puede comprar. Las operaciones de Andrew Bevel para impedir que circule Obligaciones son la cara más visible de este movimiento. No, Bevel no solo compra todos los ejemplares de la novela; mediante una de sus empresas controla completamente la editorial que lo publica: “Mientras el libro se venda”, le explica a Ida, “el señor Vanner estará atado por su contrato actual. Y se venderá. Porque yo compraré hasta el último ejemplar de cada tirada. Y los reduciré todos a pulpa”.

    La verdad capitula ante el dinero, pero no solo ante el dinero. Curiosamente, los lectores también conce­demos más crédito a algunas versiones que a otras. Mientras el mundo de la novela debe rendirse ante quien puede comprar la verdad, el lector se ve inclina­do a pensar o sentir que el arte, es decir, la novela so­bre Bevel, y junto con el arte las personas que han sido sometidas por el poder, es decir, Ida Partenza y Mil­dred Bevel, su esposa, son quienes nos dicen la verdad. Mientras el mundo de la novela capitula ante el dinero, los lectores capitulamos ante nuestras propias inclina­ciones, ante las convenciones de todas las narraciones que hemos leído y también ante nuestros prejuicios.

    Mientras el mundo de la novela debe rendirse ante quien puede comprar la verdad, el lector se ve inclinado a pensar o a sentir que el arte y las personas que han sido sometidas por el poder son quienes nos dicen la verdad. Así, mientras el mundo de la novela capitula ante el dinero, los lectores capitulamos ante nuestras propias inclinaciones, ante las convenciones de todas las narraciones que hemos leído y también ante nuestros prejuicios.

    2. La realidad

    Dice Mark Fisher que Slavoj Žižek dijo, o quizá fue­ra Fredric Jameson, que parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Fisher llamó realismo capitalista a esta suerte de impasse, la idea de que el capitalismo es “no solo el único sistema econó­mico viable, sino que es imposible incluso imaginarle una alternativa”. La centralidad que Fortuna le conce­de al dinero y a la historia del mercado financiero en Estados Unidos pareciera confirmar la idea de que el capitalismo inunda la novela. Creo, sin embargo, que es justo al revés.

    El mucho tiempo y espacio que se dedica al dine­ro lo cerca, lo interroga, lo describe. El hombre más rico del mundo, por ejemplo, es alguien a quien “le fascinaban las contorsiones del dinero: que se lo pu­diera obligar a doblarse sobre sí mismo para forzarlo a comerse su propio cuerpo”. Y el anarquista crítico, en un discurso memorable que su hija conoce de memo­ria, remata, por su lado: “Si el dinero es una ficción, el capital financiero es la ficción de una ficción. Con eso comercian todos esos criminales: con ficciones”.

    También es largo el espacio que se dedica al fun­cionamiento de los mercados bursátiles. La novela quiere saber cuál es el papel de la especulación en el crac del 29 y ofrece al menos dos versiones, bastante fundamentadas: una en donde la intervención de Bevel salva a los mercados, otra en la que provoca la crisis y se aprovecha de ella. Por cierto, apostaría algún dinero a que la explicación de Hernán Díaz, tras haber estudia­do arduamente el asunto, no salvaría a los capitalistas, pero eso es menos importante que el esfuerzo que hace la novela por comprender el capitalismo. Y al compren­derlo, por otro lado, se convierte en algo, una cosa en el mundo que es distinta del propio mundo, una cosa que se puede describir, reducir, eventualmente cambiar y que no es, como el aire que respiramos, el fundamento invisible de nuestra existencia.

    3. Lo cierto

    Como advertí al comienzo, lo que sigue considera el giro argumental del último libro de Fortuna. Y ese giro es un perfecto deus ex machina: el verdadero res­ponsable de la fortuna de Bevel no es su prodigiosa inteligencia o el momento de violenta acumulación originaria, el trabajo esclavo, que se omite clamoro­samente en la novela. El genio de las finanzas es en realidad una genio, Mildred Bevel, la esposa del mag­nate. Futuros, escrito a fines de los años 30, consta de fragmentos que valen al mismo tiempo como escritu­ra de vanguardia y diario de muerte, porque Mildred está a punto de morir cuando lo escribe. Allí vierte su confesión, siempre indirecta, la narración de su declive físico y un gran número de observaciones ar­tísticas que son al mismo tiempo acertadas y crueles. No puede sino despreciar a su marido: “Cuanto más prosperábamos, más nos alejábamos y más se enve­nenaba nuestra relación. Se sentía emasculado, me dijo una vez. Su vanidad era repugnante”. No puede sino despreciar el arte adocenado: “Programa breve y predecible”, dice cuando su marido lleva un cuar­teto de cuerdas a su habitación de enferma: “Versión abreviada de la «Primavera» de Vivaldi, seguida de «Kleine Nachtmusik», J. Strauss y otras viennoiseries”.

    Este último giro es, a mi juicio, devastador. Las versiones de lo real que el resto de la novela salva­ban, el discurso del arte y el de las personas someti­das por el poder, terminan tan envenenadas como el discurso del especulador financiero. Futuros nos dice que una mujer brillante y desplazada de las luces por su esposo, una mujer sensible al arte y ella misma autora de un texto que dialoga con la vanguardia puede ser tan cruel como, nos imaginábamos, era su marido, porque es la verdadera responsable del crac y de la cascada de miserias que ello produjo. Es la verdadera responsable y, para peor, muere junto con la novela.

    Volvemos entonces al diseño del libro, pero ahora con algo de horror. Lo cierto es que conocer la verdad es imposible y ningún narrador es confiable, pero ahora también sabemos que es algo irreversible, que no hay discurso en el que uno pueda encontrar protección.

     

    Fotografía: Emilia Edwards.

     


    Fortuna, Hernán Díaz, traducción de Javier Calvo, Anagrama, 2023, 434 páginas, $22.000.

  186. Juventud

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    Son jóvenes ustedes”. Me acuerdo que un profesor mío nos lo dijo, a mí y a mi novio de entonces, al ver que nos habíamos tirado en el pasto y que nos comieron los zancudos u otros insectos.

    La madurez se adquiere, pero la juventud se posee. Los y las jóvenes desbordan de juventud y no la regalan, es solo de ellos. Juventud es lo contrario de inmadurez. Es plenitud. La piel está lisa para enfrentar el mundo. Las picaduras provocadas por los zancudos pasarán. Las heridas de juventud son aún parecidas a un episodio de verano. La infancia es lo que recordamos siempre, pero la juventud es la propensión al olvido. Un gato joven vuelve a enfrentarse con el peligro. Sus heridas no lo limitan. De joven debo haberme ido también a los mismos lugares peligrosos, a los mismos amores que procuran dolores, decepciones.

    Juventud e infancia no son lo mismo. La infancia es el imaginario con el cual avanzo en el mundo. Es el mundo. Nos juntábamos de chicos en las escaleras del condominio. Ahí hacíamos planes para las noches. Iremos hacia la plaza central. Los adultos no lo sabrán. Bajaremos a la playa. Volveremos por la avenida costera. La única de este pueblo. Con la infancia que se proyecta, imagina planes, nos adueñamos del mundo. Los adultos nos terminan retando. Era prohibido llegar hasta la plaza central. Ahí quizás había jóvenes drogados. Pero nuestro mundo era más amplio que el de ellos, el de los adultos. La infancia dibuja un círculo que amplía los mundos y los proyectan por primera vez. Mis niños, cuando van a la plaza, van donde están los perros. Van siempre más lejos. La infancia es este ir más lejos. Nosotros, los adultos, nos nutrimos del círculo de la infancia. La huella que deja en nuestra memoria nos acompaña hasta la vejez.

    ¿Es la juventud una propiedad?

    Ustedes son jóvenes”. Este momento fue, por cierto, un momento de plenitud. Los zancudos no nos dejaron marcados de por vida. El amor sí, pero este ha sido un viaje largo a través del tiempo. En un momento envejecemos. Ocurre entonces algo curioso. El cuerpo sabe que ya no puede aventurarse como antes, que las fracturas y las manchas en la piel se quedan.

    De alguna manera, con la vejez se achica el mundo. Nos quedamos en la casa o en el banco abajo del condominio. La infancia nos deja. Ya no nos imaginamos ir a la plaza. Ya no habitamos este imaginario, esta proyección de lo que ocurre detrás de los límites. Pero curiosamente volvemos a tener una piel joven, a ser una piel sintiente, a ser el instante. Quizás la plenitud. Quizás entonces en la vejez la juventud se vuelve un regalo. En la vejez, la juventud ya no es una propiedad, sino una dirección, algo que eventualmente encontraremos antes de morir.

  187. Aprendices de brujo

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    Doris Lessing observó que, tanto en religión como en política, suelen tomarse en serio actitudes o ideas que en otros campos se considerarían señales inequívocas de locura. Y agregó que si un suficiente número de personas está desquiciada al mismo tiempo, su locura no se toma por tal. A su vez, el novelista indio Amitav Ghosh ha llamado “el gran desquiciamiento” (the great derangement) a la incapacidad de las élites de aquilatar y hacerse cargo del gran riesgo existencial de nuestro tiempo: la crisis climática. Carlos Granés ha optado, para describir la historia cultural y política de Amé­rica Latina en el siglo pasado, por la noción de delirio.

    Delirio americano puede leerse al mismo tiempo como un ensayo, una cautivante narrativa historio­gráfica y un manual de consulta que lo abarca todo. Absolutamente todo: cada paso de nuestra ardua trayectoria política y la asombrosa proliferación de movimientos culturales, tanto en literatura como en plástica. Adoptando la nomenclatura de Eric Hobs­bawm —para quien al largo siglo XIX en Europa (que se extendió desde la Revolución francesa hasta la Pri­mera Guerra Mundial) habría seguido un corto siglo XX, hasta la caída del Muro de Berlín—, Granés se re­fiere al largo siglo XX latinoamericano, que comenzó en 1898 con la independencia de Cuba y continuaría hasta nuestros días.

    1898 es un año clave, porque marcó un súbito cambio de enemigo: tras el derrumbe del imperio es­pañol, la amenaza se desplazó al imperialismo esta­dounidense. En su influyente ensayo Ariel (1900), el uruguayo José Enrique Rodó trazó una frontera moral entre el mundo latino —reservorio de valores espi­rituales y estéticos— y el anglosajón —con su burdo utilitarismo. Estados Unidos pasaba a ser la bestia negra de los intelectuales latinoamericanos. Arranca­ba también una larga tradición de reticencia ante la democracia, considerada una institución foránea, im­portada a la fuerza desde el Norte, sin raíces en nues­tras tierras.

    Para Granés, la cooptación por el fascismo y el tránsito al comunismo de muchos artistas de van­guardia aluden a uno de los grandes dilemas de la modernidad occidental: ‘Los sueños de los artistas no cabían en las estrecheces de la democracia, la desbor­daban, eran mucho más osados y ambiciosos, tenían el semblante de la utopía’.

    Borrachera identitaria

    Las primeras décadas del siglo XX estuvieron mar­cadas por una obsesiva búsqueda de la identidad latinoamericana, muchas veces sobre la base de du­dosas teorías raciales, una “borrachera identitaria” centrada en personajes vernáculos arquetípicos (el gaucho, el indio) que fragmentaron el arielismo en diversos nacionalismos.

    Granés destaca el enorme impacto del Manifiesto futurista (1909) de Marinetti. La obsesión por lo nuevo, la transgresión de las convenciones burguesas, la am­bición de transformar la sociedad, su carácter perfor­mativo —un hambre de cambio propio de toda ruptura generacional, pero exacerbada por la “cafeína” futuris­ta—, iban a proyectar una larga sombra en América Latina. Algunos estudiosos se han interesado en las vanguardias históricas como un fenómeno socioló­gico: en el heroísmo implícito en la metáfora militar (la avanzada), el carácter mesiánico de los manifies­tos que venían a ser verdaderos programas políticos llenos de promesas estéticas no necesariamente res­paldadas por obras a la altura de sus ambiciones me­galómanas, pero recibidos con credulidad, celebrados acríticamente hasta hoy. El autor enfatiza ese carácter político desde un ángulo distinto: explorando los ne­xos con la política real.

    El americanismo impulsado por el modernismo y algunas vanguardias alimentó la explosión creativa de los años 20 (Granés concuerda en que las vanguardias latinoamericanas no fueron un mero epifenómeno de las europeas), pero al mismo tiempo invocó “demonios peligrosos”: el tránsito al nacionalismo y, siguiendo el ejemplo de Marinetti, al fascismo: “importantes crea­dores empezaron descifrando sus propias nacionalida­des y acabaron legitimando, invocando y promoviendo la dictadura y el totalitarismo”.

    Otro punto de inflexión fue el crac económico de 1929, que condujo a una serie de golpes militares nacionalistas, de modo que en los años 30 “en Amé­rica Latina no cabía un fascista más”. El fascismo ul­tranacionalista, pro-eje, anticomunista, antisemita y antiinmigrantes campeó en Argentina, Brasil, Ecuador, Bolivia y Paraguay. A ello se sumaron, en 1938, intentos de golpe de Estado en Brasil (por los integralistas) y en Chile a manos del partido nacista (la versión criolla del partido nazi), cuyo resultado fue la matanza del Seguro Obrero. En México, con la fundación del PNR en 1929, el protagonismo pasaba de los caudillos re­volucionarios al partido. El PRI iba a consolidar en 1946 la “particular forma de autoritarismo mexicano”. En Argentina, los años 30 contemplaron el ascenso, todavía en la segunda línea, de Perón. Su viaje a Italia en 1939, en que quedó deslumbrado por Mussolini, iba a ser clave a la hora de concebir su propia versión del corporativismo.

    Por su parte, tras su derrota a manos de Sandino en 1932 y su expulsión de Nicaragua, Estados Unidos iba a transitar en el Caribe desde la intervención mi­litar directa hasta una fase “diplomática” que Granés califica de “un asco moral y una estupidez”. Aunque preocupados por la deriva fascista de Perón y Getulio Vargas, los yanquis dieron su apoyo a dictadores de la calaña de Trujillo y el primer Somoza. F. D. Roosevelt habría descrito a este último como “our son of a bitch” (“será un monstruo, pero es nuestro monstruo”).

    Los regímenes nacionalistas se apropiaron del arte vernáculo impulsado por las vanguardias de los años 20, que fue en un principio patrimonio de la izquier­da, pero que resultó también funcional a la derecha.

    Granés ve en el surrealismo una reacción contra la “aplanadora nacionalista” del muralismo mexicano y el “chantaje moral del indigenismo”. Las obras de Westphalen, Moro, Paz, Matta, la Mandrágora y Va­rela, entre otras y otros, le habrían dado un segundo aire al surrealismo (al que se sumarían los beats en Estados Unidos), en un momento en que la mayo­ría de los surrealistas franceses había transitado al estalinismo. Subraya la influencia decisiva del su­rrealismo en los orígenes de lo real maravilloso y el realismo mágico. Asturias, Carpentier y Uslar Pietri encontraron el surrealismo en Europa (al igual que artistas como Tarsila do Amaral o Torres García des­cubrieron el arte geométrico prehispano a partir del interés de las vanguardias europeas por el arte “pri­mitivo”); aunque les pareció artificial, impostado, les ayudó a dejar atrás las novelas de la tierra realistas y regionalistas, y crear una literatura que interpelaba a toda América Latina, basada en el mito, la magia y la superstición, en la intuición de que “la realidad americana ya era surrealista”.

    Para Granés, la cooptación por el fascismo y el tránsito al comunismo de muchos artistas de van­guardia aluden a uno de los grandes dilemas de la modernidad occidental: “Los sueños de los artistas no cabían en las estrecheces de la democracia, la desbor­daban, eran mucho más osados y ambiciosos, tenían el semblante de la utopía”. En contraste con la tibia, mediocre democracia, los artistas veían reflejados en la retórica exaltada y las promesas redentoras de los políticos más radicales sus ambiciones espirituales. “La imaginación poética tomó un camino y la demo­cracia otro, y aún no acaban de encontrarse”.

    Muchas sociedades se encuentran hoy partidas por la mitad en bloques populistas que se disputan ante todo el relato mediático, el manejo y manipulación de los medios de comunicación. Ambos bandos enarbolan un mismo adanismo, una ‘pulsión redentora’, un afán por refundar la nación, de modo que muchas elecciones son de todo o nada, cada cambio de gobierno un nuevo amanecer, muchas veces codificado en Constituciones.

    Los delirios de la soberbia

    El final de la Segunda Guerra Mundial marcó un giro radical, un “huracán democratizador”. Ante la derrota y desprestigio del fascismo en Europa y bajo la pre­sión económica de Estados Unidos, varios fascistas latinoamericanos se reciclaron como demócratas, aunque iliberales, populistas. El primero en rein­ventarse fue Perón, privilegiando un aspecto de la democracia en perjuicio de los demás: las elecciones. El delirio “personalista y egocéntrico” del peronismo pasó por la captura de todos los sectores culturales en una unánime narrativa sentimental, cursi, una “fábula kitsch” que transformó al caudillo y a Evita en perso­najes de telenovela. En su reconversión del autorita­rismo al populismo lo siguieron, entre otros, Velasco Ibarra en Ecuador e Ibáñez en Chile.

    El periodo 1945-1959 marcó un breve interludio de legitimidad democrática, que llegó a su fin con la Revolución cubana. Estados Unidos, “incansable a la hora de meter la pata en América Latina”, había apo­yado en 1954 el golpe de Estado en Guatemala en fa­vor de los intereses de la United Fruit Company. Su “incompetencia abrumadora” continuaría con la inva­sión de Bahía Cochinos de 1961, durante la cual Fidel Castro iba a anunciar por primera vez que la suya era una revolución socialista. Granés enfatiza que esta enarboló, en un principio, demandas nacionalistas y antiimperialistas similares a las de otras revoluciones, para luego cambiar de curso una vez en el poder.

    El triunfo de la Revolución cubana fue un hito de­cisivo, cuya influencia irradió a toda América Latina. “La fascinación procubana fue abrumadora”, no solo en la política sino también en las artes, que pasaron a ser instrumentos revolucionarios. La democracia otra vez se transaba a la baja. En 1963, el Che Guevara de­claraba que la legalidad burguesa era una fachada de la dictadura de las clases dominantes. Miles de jóve­nes pasaron de ser seducidos por la violencia fascista a la revolucionaria. El autor afirma, a propósito de la filosofía emancipadora que se imponía en esos años, incluyendo la Teología de la Liberación: “La teoría so­cial de los 60 fue una gran epopeya sadomasoquista”. El problema ya no era el subdesarrollo, como se había articulado desde la Cepal, sino la dominación econó­mica y espiritual. Comenzaba, sostiene Granés, la vic­timización generalizada del continente.

    Entre los grupos y grupúsculos guerrilleros sur­gidos en esos años en toda América Latina destacan las FARC, que tuvieron su origen en enclaves de resis­tencia campesina, no en una aplicación ideológica de la teoría guevarista del foco guerrillero. Las instituciones del Estado y los rituales de la democracia no abarcaban a toda la población colombiana. Solo a partir de una intervención armada del gobierno en 1964 en contra de uno de los asentamientos independientes, los campesi­nos se organizaron, aceptaron el padrinazgo del Parti­do Comunista y formaron las FARC.

    En el plano cultural, Granés valoriza al boom, que describe como “el punto más alto del americanismo artístico”. Ángel Rama lo había considerado un fe­nómeno más de marketing que literario, marcado no solo por el impacto de la Revolución cubana sino tam­bién por la política editorial del régimen franquista. Juan José Saer señaló que los escritores latinoameri­canos más valiosos pertenecían a la generación ante­rior: Borges, Carpentier, Rulfo y Onetti. Se ha tachado al boom de “club de Toby”, del que quedaron excluidas autoras de la talla de Lispector, Garro o Silvina Ocam­po. Varias de las novelas canónicas del boom no han resistido bien el paso del tiempo. Para el autor, este fue más que la suma de sus influencias: combinó el americanismo de principios de siglo, la obsesión con la identidad latinoamericana de las vanguardias, la vuelta al paisaje de la poesía de los 30 y el impacto del surrealismo de la narrativa de los 40, a lo que se sumó una apropiación de técnicas literarias anglosajonas —con Faulkner a la cabeza— y la ambición totalizante de la novela decimonónica. (En general, Granés tiende a suspender o al menos a atenuar el juicio estético en favor de una descripción detallada de los movimien­tos artísticos: Delirio americano no es un catálogo de preferencias y fobias literarias y artísticas; más que aquilatar las obras y tendencias, las sitúa en su inter­faz con el poder).

    El fervor revolucionario de los 60 fue seguido por su sombra. En el desolador panorama de las dicta­duras militares de los 70 en Brasil, Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Ecuador y gran parte de Centroamérica, destaca la guerra en Guatemala y El Salvador, una de las “más bárbaras y desquiciadas” del continente, la confrontación maniquea entre guerri­llas comunistas y escuadrones de la muerte filofascis­tas. A diferencia de los regímenes autoritarios de los 30, las nuevas dictaduras no cooptaron la cultura, sino que “prefirieron el fútbol”, como en el caso emblemá­tico de Argentina. La cultura debió buscar espacios intersticiales, como el CADA en Chile o los “silueta­zos” en Argentina.

    El peronismo y el indigenismo, con sus énfasis en los marginados, las víctimas, han triunfado más allá de nuestras fronteras. Granés habla de una latinoamericanización de Occidente, a medida que se descubre la ‘utilidad política del sufrimiento’. No se trata solo de regímenes y movimientos populistas (Trump, el Brexit, los casos de Hungría, Polonia, Turquía o India), sino también por la adopción de un victimismo generalizado y la confrontación de enemigos difusos e invencibles.

    Las venas abiertas de Occidente

    Los 90 marcaron, para Granés, un nuevo interregno democrático, también de corta duración. Tras la caída del Muro de Berlín y la creciente influencia de Felipe González y Mitterrand, la izquierda latinoamericana anunció en el Foro de São Paulo (1990) su compro­miso con la democracia, enfrentada ahora a un nuevo enemigo, el neoliberalismo. Ese giro hacia la socialde­mocracia tendría los días contados. “Ser demócrata en América Latina siempre pareció muy poca cosa”, sos­tiene el autor, al tiempo que celebra la evolución hacia la derecha liberal de Paz y Vargas Llosa. A diferencia de García Márquez, quien en su discurso del Nobel pidió paciencia para que América Latina buscara un camino propio, Vargas Llosa ha abogado por una in­tegración inmediata a Occidente: no sería necesario esperar no ya 100, sino 300 años de autoritarismo y caudillismo. (Su apuesta por la democracia liberal no le ha impedido brindar su apoyo a representantes de la derecha cavernaria como Bolsonaro y Kast).

    Granés dedica especial atención a Rafael Guillén, el Subcomandante Marcos, en quien la historia parece repetirse en clave de tragicomedia. El EZLN fue to­mado por sorpresa por la caída del Muro de Berlín, señala. Se trataba de guerrilleros clásicos que habían elegido Chiapas por su impenetrabilidad; el hecho de que allí hubiera indígenas era casualidad. Marcos supo transitar de reivindicaciones de clase a cultura­listas e identitarias, adoptando un indigenismo per­formático, exotista, transformando Chiapas en un “museo de autenticidad”. Con él la guerrilla estetizaba su revuelta, la transformaba en espectáculo mediático hecho a medida de la academia estadounidense y sus obsesiones por el reconocimiento, la ética de la auten­ticidad y el poscolonialismo.

    Tras la caída de las utopías, América Latina se ha transformado en la utopía vicaria de otros. Se trata, afirma Granés, de una proyección, una “pantalla de fantasías” y culpas de la academia anglosajona, sím­bolo de resistencia a la modernidad, fuente de identi­dades y razas auténticas, némesis del neoliberalismo y, en definitiva, una oportunidad de redención para la izquierda estadounidense. América Latina debe arrastrar su identidad, seguir exhibiendo su herida colonial, aspirar a una “imposible pureza premoderna”, ser el “deshuesadero de las ideologías que fracasaron en el resto del mundo”.

    A fin de cuentas, no fueron Fidel y el Che quie­nes ganaron la batalla por las ideas, sino Perón. El populismo —en esto concuerda con el diagnóstico de Ernesto Laclau, aunque desde una óptica diametral­mente opuesta— sería la estrategia política triunfante: el ascenso al poder mediante la movilización de ma­quinarias electorales, para luego erosionar y demoler la democracia desde adentro, con el fin de eterni­zarse en el poder. Muchas sociedades se encuentran hoy partidas por la mitad en bloques populistas que se disputan ante todo el relato mediático, el mane­jo y manipulación de los medios de comunicación. Ambos bandos enarbolan un mismo adanismo, una “pulsión redentora”, un afán por refundar la nación, de modo que muchas elecciones son de todo o nada, cada cambio de gobierno un nuevo amanecer, muchas veces codificado en Constituciones. Al populismo de izquierda nacionalista, identitario, antineoliberal y anticolonialista (Chávez, Morales, Ortega, los Kir­chner, AMLO), se opone un populismo de derecha autoritario, patriótico, economicista y redentor (Me­nem, Fujimori, Bucaram, Uribe, Bukele, Bolsonaro). El informe más reciente de The Economist Intelligence Unit (febrero de 2023) parece darle la razón a Granés, concluyendo que en América Latina solo hay tres de­mocracias plenas: Chile, Costa Rica y Uruguay.

    El peronismo y el indigenismo, con sus énfasis en los marginados, las víctimas, han triunfado más allá de nuestras fronteras. Granés habla de una latinoame­ricanización de Occidente, a medida que se descubre la “utilidad política del sufrimiento”. No se trata solo de regímenes y movimientos populistas (Trump, el Brexit, los casos de Hungría, Polonia, Turquía o In­dia), sino también por la adopción de un victimismo generalizado y la confrontación de enemigos difusos e invencibles. En artes visuales, agotados los expe­rimentos conceptuales de la vanguardia de los 60 y 70, impera en todo el mundo la corrección política en forma del Victim Art, que sería una nueva vuelta de tuerca del muralismo e indigenismo.

    Tras cebarse con los “delirios de la soberbia” de la izquierda latinoamericana, el autor esboza una escueta crítica al liberalismo. Aunque claramente se ubica en la línea de Paz y Vargas Llosa, concede que los liberales no han logrado integrar a sectores po­pulares y marginados, que la democracia —el “menos malo” de los instrumentos de convivencia— ha sido asunto de élites urbanas. Sería una tarea pendiente monumental. La enciclopédica narrativa histórica de Granés deja, sobre todo en el plano político, un regus­to amargo. El delirio ha asumido la forma de oleadas de emoción colectiva, “aplanadoras” de las que ha sido difícil sustraerse. Carlos Fuentes afirmó, a propósito de la invasión de Irak por George W. Bush, que no hay nada peor que un cretino con iniciativa. Por iniciativa, América Latina no se ha quedado corta.

     


    Delirio americano: Una historia cultural y política de América Latina, Carlos Granés, Taurus, 2022, 600 páginas, $29.000.

  188. Lecturas vitales

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    Saber leer, comprender y pensar a partir de la lectura, no es algo tan simple y no a mucha gente le intere­sa ir más allá del goce momentáneo de la trama y del lenguaje. La experiencia de leer tiene algo de fugaz y muy íntima, mientras sus alcances imaginarios o de relaciones pueden ser infinitos. Vivimos en la lectura rápida y privada, pero otra cosa es la lectura de largo aliento o detenida y compartida. Los clubes de lec­tura, por ejemplo, demuestran que comentar libros en común es una forma de mejoramiento personal y social muy simple, tan simple como debiera ser la lec­tura en la universidad: leer textos en común y pensar en lo que dicen y lo que no. Textos y no reglamentos, rúbricas o manuales.

    Carla Cordua, profesora de filosofía, ha dedicado la vida a leer y a pensar con otros, como se dice. Es autora de una docena de libros, entre ellos estudios sobre He­gel, Wittgenstein y Sloterdijk, y varios de ensayos lite­rarios, como Luces oblicuas (1997) o Pasar la raya (2011). En este lee con sorpresa a los escritores que fueron un poco más allá, hasta el límite de lo decible, que de algún modo cantan en el abismo, desde Shakespeare y Cervantes hasta Pavese y Beckett. Su autor favorito es Kafka, como lo muestran sus brillantes estudios, y es una gran lectora de Borges. Lee ficciones, diarios, poemas, ensayos, siempre buscando un sentido no evidente, o preclaro, en el destino múltiple y preciso que implica una obra.

    Para escribir hay que tener un punto de vista, algo que decir. Para escribir sobre un libro, comprender el punto de vista del autor en sus varias magnitudes y conformaciones, cómo vive y da con esa forma; es una lectura doble, o triple, lo que se quiera. A Carla Cordua le interesan las situaciones vitales, lee desde la gracia del otro tiempo, de una visión ampliada de lo real y lo creado, de cómo se crea. Imaginación y verdad, título sucinto y abstracto que reúne sus crónicas sobre au­tores latinoamericanos, es muy fiel a lo que ella busca, lo que la escritura y la lectura buscan: algo esencial que se modula, algo no esencial que muestra su forma preclara, una especie de sueño borgiano. De Borges, precisamente, tratan los ensayos más notables de este libro, aunque todos son brillantes —en el sentido lite­ral de iluminar— por el conocimiento que aportan de los autores y sus textos.

    Como filósofa, Cordua declara que estas lecturas literarias no son profesionales, sino que se dedican a seguir una relación con “amores verdaderos”, es decir, de años. Y es así que además de encontrar esa línea entre la imaginación y la verdad, busca al leer la pa­sión vital que anima textos: una pasión de vivir y de crear. Busca una chispa de alegría, de desasosiego o de muerte, las formas posibles del lenguaje en la existen­cia, en lo que sucede, en especial en las experiencias cotidianas. Es, evidentemente, algo que está fuera de lo experto y profesional: comparte con Borges que la mera razón —lo filosófico— no debe entrometerse con las artes, y así puede definirla: “La razón fija los significados, elimina las ambigüedades y las contra­dicciones, disipa la opacidad de las imágenes, excluye la multiplicidad flotante de las sugerencias en favor de una verdad única que inmediatamente necesita asen­timiento y fe”.

    Como filósofa, Cordua declara que estas lecturas literarias no son profesionales, sino que se dedican a seguir una relación con ‘amores verdaderos’, es decir, de años. Y es así que además de encontrar esa línea entre la imaginación y la verdad, busca al leer la pasión vital que anima textos: una pasión de vivir y de crear. Busca una chispa de alegría, de desasosiego o de muerte, las formas posibles del lenguaje en la existencia, en lo que sucede, en especial en las experiencias cotidianas.

    Entiende a Borges esencialmente por los cuentos en inglés que le contaba su padre y por su relación con Macedonio Fernández: por su mundo de fantasía infantil y por el arte mayor de la conversación. Com­prende a César Vallejo por sus casas y viajes, por su libertad para relacionar la sierra peruana con el surrea­lismo: un hombre de mundo e innovador del lenguaje, anclado a los paisajes andinos y a una libertad poética que parece hermética pero es nítida. Cuando lee los diarios de Gabriela Mistral, se sorprende de que ella siempre está cansada por los chilenos que tiene que recibir en su papel de cónsul, agotada de hablas ajenas que no le interesan; de que se considere una mujer algo despreciada, menor, aunque con razón recelosa de Chile, donde se siente odiada sin motivo alguno.

    Como lectora apasionada que no debe seguir un programa, Cordua compara a Manuel Rojas con Al­bert Camus y aprecia la libertad solo accesible para los que no tienen una posición social ni nada con lo que cumplir. O afirma tajante que la no ficción no garantiza la verdad, y que a la verdad se llega por caminos más recorridos y menos declarados, al leer a Saer. O entiende la violencia y la sexualidad en el mundo narrativo sin mujeres de Mauricio Wacquez. O sigue compasivamente el deseo de muerte y de reivindicación indígena de José María Arguedas. Y también puede indignarse cuando Raúl Zurita declara que la poesía no tiene nada que ver con la verdad. Lo interpela: “Tal vez tú estás mal situado para decir si la poesía tiene que ver con la verdad o si carece de tal porvenir. Tú la enuncias y la dejas ser en la existencia que le impusiste. Quizá es después de ya existir que adquiere relaciones con las que tú no contaste y que ahora no aciertas a reconocer. Sé generoso y déjala ser lo que es para quien la conoce y recuerda por el acier­to que no le quieres permitir”.

    Sus reseñas sobre la obra de Juan Luis Martínez muestran la lectura desgarrada por esa comprensión. Junto al humor y los juegos lógicos del poeta, ve los anuncios y sentencias de la muerte de la poesía, y con ello de las posibilidades de existencia, desde la casa familiar al acto mismo de escribir. “La escritura no es tan independiente de la vida con la que, sin embargo, puede contrastar parcial, ocasionalmente. La escritura no es una alternativa capaz de mantenerse en pie por sí sola, de bastarse y bastar. A medida que la expe­riencia del sin sentido de las cosas se acentúa para el poeta, la poesía irá menguando, y se quedará, al fin, también ella, sin contenido”.

    Comprender la palabra en la experiencia de ima­ginar, y al mismo tiempo ser riguroso con ella, es una especie de actitud en estas reseñas excepcionales, quizá las mejores de la literatura chilena, generosas desde todo punto de vista, tanto con el lector como con el autor. Su indagación de las formas de la palabra de Borges, hablada, ensayística, poética o ficticia, es un regocijo (y una lección) para cualquier lector. “En cuanto prodigio mágico, el poema hará sentir los lími­tes de lo comunicable, de lo explicable, de lo cognos­cible”, escribe otra vez Cordua. “Los tiempos actuales, poco propicios a los mitos, los necesitan sin embargo, para ayudar a los hombres a soportar pasablemente la realidad”. Eso es, ni más ni menos, lo que la literatura nos prodiga, y que Carla Cordua multiplica en el triple placer de leer, pensar y decir.

     

    Fotografía: Emilia Edwards.

     


    Imaginación y verdad, Carla Cordua, Ediciones UDP, 2022, 320 páginas, $20.160.

  189. Ilusión

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    Solemos decir de alguien que “se hace ilusiones”, que no tiene los pies puestos en la tierra. En este caso la Ilusión se comprende como una carencia o una deformación. Tengo sed y veo agua. Pero estoy en el desierto, por lo que no puede haber agua. La ilusión toma el lugar de un vacío, lo llena y lo incrementa.

    El libro Madame Bovary de Flaubert habla de la ilusión —o deja que la ilusión hable—, no como lo que se opone a la realidad, sino como una condición crítica de lo que constituye nuestra relación con la realidad. Al inicio de la novela, cuando Emma se casa con Charles y pasa entonces a ser Madame Bovary, se desilusiona del amor o de lo que la vida matrimonial prometía ser. “Qué se quería decir precisamente, en la vida, con las palabras de felicidad, de pasión y de ebriedad, que le habían parecido tan lindas en los libros”, se pregunta ella.

    Emma no se ilusiona porque es sentimental, como a veces se dice, sino porque es lectora —porque se nutre de palabras. Emma se ilusiona porque las palabras ilusionan. Lucen, pero de algo que no es tan claro, de tal suerte que debemos meternos en ellas, seguir la pista de lo que dejan incierto, para vivir algo, una experiencia.

    Sin lenguaje no haríamos ningún tipo de experiencia. Viviríamos, lo que no es poco, pero no buscaríamos descubrir el sentido de lo que vivimos.

    Esta búsqueda la hacemos tan solo porque nos enamoramos. En ese momento estamos atrapados en algo que nos supera y que tiene que ver con normas, lenguaje, algo que debiera ser claro y que sin embargo es incierto. La palabra amor inventa el amor, pero al inventarlo nos deja el amor como algo desconocido. Amamos porque la palabra amor es una promesa, algo más que lo que está a nuestra “portada”. Una promesa o un pequeño agujero, algo en lo cual nos metemos a veces. Amamos porque esta promesa es alentadora y también porque es una norma —dibuja, entre otros, la ciudad (los hogares) y las sociedades.

    Si se produce una desilusión, esta no debe comprenderse en función de una fantasía personal sino de la fantasía que produce la realidad y ordena un mundo social. La desilusión tiene relación con el lenguaje como fantasía necesaria, fantasía creadora de realidades, de realidades inciertas —no obstante, apasionantes.

    En Madame Bovary aprendemos que una Ilusión es una experiencia del lenguaje que condiciona una vida entera. A la inversa, estar desilusionado es experimentar el lenguaje vaciado de su contenido. Es encontrase casi en el lugar de la muerte, pues toparse con un lenguaje vacío, vacío de promesa, nos pone ante la amenaza de permanecer inmóviles, sin deseo, sin razón de animarse.

    Si la ilusión es producto del lenguaje y no de un excesivo sentimentalismo, y si la realidad es inseparable del lenguaje, ¿la realidad no es más que una ilusión? Y, si es así, ¿sería el “bovarismo”, más que una señal de disconformidad con la realidad, un encuentro con el engaño que constituye la realidad, un engaño del cual no hay salida?

    No tengo respuesta a esta pregunta; solo intuyo algunas pistas.

    Primero, la ilusión es mortal (Emma muere) pero la ilusión tiene una vida propia (un comienzo, una duración, un fin). Charles Bovary también se ilusiona. La diferencia con Emma es que su ilusión se mantiene un buen rato, quizás incluso hasta el final. Emma nutre el sueño que para Charles representa la palabra amor. Hay aquí una cuestión de hambre, organismo, alimento. El lenguaje ilusiona; la ilusión anima, mueve. Nos vitalizamos gracias al lenguaje y nos vemos unos a otros bajo el prisma de esta ilusión. Tal muchacho o muchacha me gusta porque me ilusiona. Con él o ella creo en el cuento que me conté. Entonces, tal muchacho o muchacha colma y nutre mi hambre al mismo tiempo. Se crea un organismo vital y viviente. Por ello, cuando vivimos una desilusión no podemos simplemente seguir adelante, conformarnos con la realidad. La desilusión amenaza nuestro organismo cuya vitalidad era hecha posible por la ilusión. Es frecuente que cuando vivimos una desilusión, nuestro organismo se atrofia. Se cierra nuestro estómago. Dejamos de alimentarnos. Nadie que se haya nutrido de una ilusión puede seguir… como si nada. Lo que hacemos es reinventarnos, buscar otros alimentos, disponernos, de tal suerte que el organismo entero se reconfigure. No sé al final lo que le pasó a Charles, pero lo interesante es que su ilusión se mantuvo un buen rato.

    Segundo, creo que la pregunta es si la desilusión también tiene vida propia. Madame Bovary es la experiencia de una desilusión: Emma se ilusiona con el amor, con el baile, la noche, con su amante Rodolphe, y luego se desilusiona. La vida matrimonial no tiene brillo. El baile no existe más que una noche. Rodolphe desaparece. Ante estas desilusiones, no hay nada en Emma que permanezca indemne. Emma se mantiene viva porque su marido, Charles, la mantiene en vida, y de a poco nacen nuevas ilusiones. La desilusión es parecida a un estado de coma, una vida sin sueños, una vida sin nadie para sostenerla, salvo los apoyos médicos.

    En este sentido, es importante distinguir la desilusión de la decepción. La decepción se mide de acuerdo con una expectativa. Si nos decepcionamos, cambiamos nuestro enfoque. Una desilusión es otra cosa. Se mide en función de la vida, en cuanto es producida por imágenes, luces, brillos, historias. Una desilusión se supera produciendo una nueva forma de vida, pero nos arriesga siempre al borde de la muerte.

    Tercero, la ilusión no es una deformación evanescente como cuando vemos agua en el desierto (nunca me ha pasado esto, pero debe ser posible, porque nos nutrimos de fantasías); es la consistencia de la realidad. Con ella se forman organismos, hambre, alimentos, formas de animarnos, hasta ritmos cardíacos. Por esto Madame Bovary es un absoluto. Emma no es una chiquilla sentimental que quiere más que lo que la realidad provee. Con Madame Bovary aprendemos que el lenguaje es a la vez promesa y peligro, que lo que es vital al mismo tiempo es mortal, que el lenguaje tiene algo diabólico, seductor, y que dejarnos seducir por él conduce a vivir una gran experiencia. Por esto también Madame Bovary es más que una heroína: ella no enfrenta la muerte, sino que encuentra lo que hace que la vida sea viva y mortal a la vez.

  190. El malestar del individuo

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    En Impro —su tratado sobre el arte de la improvisación en el teatro—, el director Keith Johnstone dice que el requisito fundamental para que el público alcance la catarsis en una tragedia es mostrar a un per­sonaje de estatus alto que, tras ha­ber acumulado poder, es expulsado a la fuerza de su posición de poder. El personaje no puede aceptar su derrota. Si lo hiciera, dice Johnsto­ne, el resultado ya no sería trágico, sino patético.

    ¿No es exactamente lo que ocu­rre en Tár?

    La tercera película de Todd Field nos lleva lejos de los subur­bios de Maine y de Boston en los que el director californiano situó In the Bedroom (2001) y Little Children (2006), sus dos filmes anteriores. Y si allí había mostrado ese Estados Unidos chato y provinciano, en el que, en la piscina municipal o en el negocio de la esquina, te puedes encontrar con el pedófilo del barrio o el asesino de tu hijo, ahora diri­ge la mirada hacia dos metrópolis, Nueva York y Berlín, para ilustrar cómo se ejerce el poder en el sofis­ticado mundo de las orquestas de música clásica.

    En la primera mitad de la pe­lícula acompañamos a Lydia Tár (Cate Blanchett) en su camino a la cumbre. Directora superestrella de la Filarmónica de Berlín, etnóloga musical que se internó por el Ama­zonas en busca de sus particulari­dades musicales, autora de un libro cuyo tema es ella misma y, en fin, cráneo privilegiado de la industria posestructuralista que disemi­na la alta cultura entre el público masivo, la maestra Tár está ad por­tas de grabar la Quinta sinfonía de Mahler. Es el último peldaño que le falta para la consagración total a una mujer que, nos cuentan, ha llegado a lo más alto en esta escena gobernada por los hombres. Pese a ser una lesbiana practicante y una feminista con conciencia de género, de a poco nos enteramos de que ella ejerce el poder de la misma manera que sus anteceso­res varones, es decir, sin culpa ni contrapesos de ninguna índole. A pesar de su impecable manufactu­ra, aquí la película cae en un pozo de ambivalencias, pues, ¿hay algo realmente novedoso en la idea de que el poder corrompe por igual a hombres y mujeres? Sería un mo­ralismo escandaloso exigirle a ella que, solo por ser mujer, actúe de otra manera.

    Lydia Tár aparece desencajada frente a la modernidad progresis­ta en la que ella ejerce su ley, pues los valores que ella defiende, los del antiguo régimen, están bajo asedio. (…). Es un personaje mesiánico, ahogado en un ego que, sin con­ciencia moral, no acusa recibo de que, en el mundo actual, seducir a sus discípulas la convierte en objeto de acusaciones y juicios sumarios.

    Sin ser particularmente diver­tida, la primera mitad de la película tiene mucho de comedia burguesa. Con su ejército de cortesanos, su divismo y su neurosis galopan­te, Lydia Tár aparece desencajada frente a la modernidad progresis­ta en la que ella ejerce su ley, pues los valores que ella defiende, los del antiguo régimen, están bajo asedio. El personaje tiene algo de quijotesco en sus intentos de ame­drentar a la niña que acosa a su hija en el colegio y de convencer a sus alumnos pangénero de que desechen las políticas de identidad a la hora de valorar a los machos cabríos del canon (Bach, ni más ni menos, es la figura de la discordia). Incluso en la aspiración de querer ser original en la composición de una pieza musical propia, Lydia choca con el hecho de que, como le dice su mentor, hasta Beethoven copiaba de otros autores. Resulta cómico porque esta artista aspira­cional, que lanza sesudas citas de Freud, dialoga con fantasmas de un mundo en retirada y porque, dos siglos después de la muerte de Dios, cree que en su desempeño artístico ella solo le rinde cuentas a Él. Es un personaje mesiánico, ahogado en un ego que, sin con­ciencia moral, no acusa recibo de que, en el mundo actual, seducir a sus discípulas la convierte en objeto de acusaciones y juicios sumarios. ¿Es culpable de algún delito? No lo sabemos, pero como dice un personaje, ser acusado de algo grave hoy es lo mismo que ser culpable.

    En la segunda mitad de la pelí­cula asistimos a la defenestración de Lydia Tár. Ocurre a la manera de Hemingway: primero gradualmen­te y luego, de repente. Como una pieza musical que acelera hacia su silencio, el vertiginoso relato des­poja a Lydia de su cargo, su familia y su lugar en la sociedad. Podría creerse que, entre la sociedad y el individuo, Field ha elegido la moral comunitaria. En realidad —y esto es notable, sobre todo en el indul­gente cine actual—, es lo contrario: opta por el individuo. El director acompaña a su personaje hasta las últimas consecuencias: un país asiático donde, tras una fugaz debi­lidad, Lydia Tár se levanta y resiste, como una ciudad sitiada decidida a no dejarse arrasar.

     


    Tár
    (2022), dirigida y escrita por Todd Field, 158 minutos.

  191. Ha muerto Milan Kundera, novelista de la existencia

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    El novelista francés Milan Kundera, nacido el 1 de abril de 1929 en Brno (Moravia, entonces República Checoslovaca), murió en París el 11 de julio, según señaló su editor. Tenía 94 años. “Novelista” —y no “escritor”— en todo el sentido que le dio al arte de la novela, considerada como un medio de conocimiento total, estético y no teórico, una verdadera “llamada al pensamiento”. Este exigente programa, llevado por una poética y una meditación sobre la existencia, lo describió él mismo, en su ensayo Los testamentos traicionados (1993), como “una actitud, una sabiduría, una posición; una posición que excluía toda identificación con una política, con una religión, con una ideología, con una moral, con una colectividad”.

    Apoyado sobre toda una tradición de “literatura mundial” a la que Kundera nunca dejó de expresar su apego, de Cervantes a Carlos Fuentes, de Goethe a Diderot, de Kafka a Musil, el arte de la novela de Kundera cuestiona con agudeza los terrenos, las apuestas y la temporalidad de un género históricamente en tensión, a veces amenazado por el agotamiento interno, a veces por la agresión externa.

    El inmediato compromiso de Kundera a favor de Salman Rushdie, en 1988, en la época del caso de Los versos satánicos, fue un recordatorio ejemplar de la urgencia siempre presente de defender los derechos inalienables de la ficción. Fue, sin embargo, novelista “francés”, por decreto personal, por afinidad electiva por un país que recibía migrantes y que lo había naturalizado en 1981, tras su pérdida de la nacionalidad checa (en 1979) y, sobre todo, hacia esta “segunda lengua materna” conquistada en una ardua lucha contra el determinismo de la historia. Una historia trágicamente confusa del siglo XX, la del “Occidente secuestrado”, según su fórmula, una historia con la que su vida personal y su obra han estado continuamente enredadas, en múltiples giros y vueltas, a menudo sobre un fondo de violencia polémica y calumniosa.

    Un ingenio bromista

    Nací el 1 de abril. Tiene una significación metafísica”, le confió Kundera a su amigo y compatriota Antonin Liehm. Como muestra sin duda de un ingenio bromista al que consagraría en 1967 su título más famoso (La broma, 1968), como guiño también al burlesque de El buen soldado Švejk (1921), héroe popular de su compatriota Jaroslav Hasek, ascendido a escudo nacional.

    Contemporáneo de una joven nación reconfigurada por el periodo de entreguerras, antes y después de otros movimientos tectónicos, Milan Kundera nació en una familia de la élite cultivada de la república independiente, encarnada por la figura del presidente Tomas Mazaryk. Su padre, alumno del compositor Leos Janacek, profesor de piano en el Conservatorio de Brno, impartió a su hijo una educación musical de muy alto nivel, cuyo influjo se encuentra tanto en el principio de composición como en los leitmotivs centrales que irrigan la obra de Kundera: la reflexión sobre el ritmo y la aceleración, la combinación de tempi, la polifonía, el estilo legato y staccato, la fuga y la coda, la lección perfectamente asimilada de la modernidad musical, especialmente de Arnold Schönberg.

    El adolescente, excelente músico (quien también se inició en la composición), seguirá sin embargo otro camino para sus estudios universitarios, que lo llevarán desde la provincia de Moravia a la capital, Praga. Además de asistente a las clases de literatura, estudió al mismo tiempo guión y dirección en la Academia de Cine, práctica de la que la obra posterior sería igualmente deudora tanto por su temática como también por sus efectos de montaje, en un diálogo entre las artes que fue a la vez fecundo y turbulento.

    Su padre, alumno del compositor Leos Janacek, profesor de piano en el Conservatorio de Brno, impartió a su hijo una educación musical de muy alto nivel, cuyo influjo se encuentra tanto en el principio de composición como en los leitmotivs centrales que irrigan la obra de Kundera: la reflexión sobre el ritmo y la aceleración, la combinación de tempi, la polifonía, el estilo legato y staccato, la fuga y la coda, la lección perfectamente asimilada de la modernidad musical, especialmente de Arnold Schönberg.

    Breve idilio cinematográfico

    Aunque, en su juventud, Kundera frecuentó asiduamente a Milos Forman, Jiri Menzel, Juraj Herz, representantes de la brillante Nueva Ola checa, aunque colaboró ​​en la adaptación cinematográfica de La broma (1968) y aprobó la que Hynek Bocan propuso para un cuento de su colección El libro de los amores ridículos (1970), el idilio cinematográfico fue de corta vida. Radicalizado por el exilio en Francia (1975) y el reconocimiento literario, las posiciones de Kundera contra lo que él llamaba “rewriting” se fueron agudizando.

    En 1988, rechazó la adaptación de Philippe Kaufman de su best-seller La insoportable levedad del ser (1984). En cuanto a la crítica a la degradación del arte visual en “imagología”, del guión en “storytelling”, se desata en los ensayos y en su relato La lentitud (1995), con humor y sarcasmo demoledores. Para comprender el sonido a veces chirriante, la risa forzada que acompaña a la pequeña música de esta obra en dos lenguajes y dos espacios, es necesario entonces repetir da capo los meandros de un tortuoso recorrido personal e intelectual, desafiando unas cuantas prohibiciones del propio autor, empezando por la más intimidante de todas en el momento póstumo inmediato: el virulento antibiografismo. “El novelista derriba la casa de su vida para, con las piedras, construir la casa de su novela. Los biógrafos de un novelista deshacen, por tanto, lo que hizo el novelista, rehacen lo que él ha deshecho”, se lee en la entrada “Novelista (y su vida)” en El arte de la novela (1986).

    Este aforismo tan kunderiano, un culto para unos, un motivo de irritación para otros, bien merece una transgresión, una piadosa infidelidad, para poner precisamente la historia del enemigo en su justo lugar, la suya solamente, pero toda la suya. Porque si el individuo histórico se deja mistificar en Kundera es porque a veces tiene interés en ser embaucado, para manipular mejor, a su vez, llegado el momento.

    El período checo de Milan Kundera, brutalmente interrumpido por su exilio en Francia, primero en Rennes, luego en París, donde fue acogido junto a su esposa, Vera, gracias a la ayuda de Aragon y de Claude Roy, es inseparable de las vicisitudes de la historia pos-Yalta, de la relativa libertad que entonces ofrecía el régimen comunista a un joven intelectual dotado y promisorio.

    Joven oportunista

    En febrero de 1948, un golpe de Estado llevó al poder al comunista Klement Gottwald en Checoslovaquia; la fecha de incorporación del joven Kundera al partido es ligeramente anterior, del que fue excluido por primera vez en 1950. ¿Disidencia ideológica fundamental o simple pasión juvenil, como Ludvik, el héroe de La broma? Los hechos aún se discuten. Y si él lo sabía, ¿cómo vivió el joven la desgracia del ministro moderado Vladimir Clementis en 1952? Misterio. El episodio reaparecerá más tarde en un apólogo irónico de El libro de la risa y el olvido (1979), al borrar parcialmente lo indeseable de la foto oficial, de la que sólo queda el gorro de piel. Sic transit

    Sea como fuere, Kundera se reincorporó al Partido Comunista a mediados de la década de 1950, lo que le permitió publicar dos colecciones de poesía lírica (El hombre es mi jardín en 1953 y Monólogos en 1957), así como un gran poema épico dedicado a un comunista fusilado por los nazis, el resistente checo Julius Fucik (El último mayo, de 1955), al que se añaden un libro de ensayos y la obra de teatro Los dueños de las llaves (1962). El joven oportunista aún cometerá algunos perdonables textos propagandísticos, prefacios y epílogos, lo que indica que al menos era un autor conocido y reconocido por el público. Él recibe premios oficiales, se beneficia como otros de las ventajas secundarias de un estatus protegido, a cambio de una producción ideológicamente poco inquietante y más bien conformista.

    Tal vez debido a una relajación del régimen, Monólogos marca, sin embargo, un punto de inflexión estético en este período de producción poética constreñida por las circunstancias: allí se expresa la reivindicación de una vida íntima, el lirismo personal ofrece un respiro, abre una brecha en la vena del pathos revolucionario en estado puro. A esta edad de inmadurez, Kundera le dará más tarde golpes de navaja despiadados a través del personaje de Jaromil, su “ego experimental” sobre el papel, el poeta grotesco de La vida está en otra parte (1973), que le valió el premio Médicis.

    La oportunidad que se le ofrece de emigrar, por más desgarradora que sea, abre una nueva era, un casi renacimiento literario, que alcanzó su apogeo a fines de la década de 1980, con la caída del Muro de Berlín y el resurgimiento del interés en Francia por la literatura de Europa Central, en torno a revistas como Le Messager européen y L’Atelier du roman. Kundera primero enseñó cine en Bretaña, luego en París, fue introducido en el medio intelectual parisino, traducido y publicado por Gallimard.

    Talento emergente

    Es sin duda en la obra teatral Los dueños de las llaves, que tuvo un gran éxito en su estreno e incluso fue traducida a varios idiomas, incluido el francés (1969), donde mejor brilla el talento naciente de Milan Kundera, hábil en combinar el respeto superficial del canon realista de Zhdánov (la alianza de trabajadores e intelectuales, resistencia antinazi…) y situaciones escénicas explotadas en un registro cercano al teatro del absurdo.

    Por un tiempo cercano a Vaclav Havel (1936-2011), con quien se peleó por la cuestión del “destino checo”, encontrando alguna esperanza en la efervescencia de la Primavera de Praga, en 1968, Kundera publicó en su país los cuentos de El libro de los amores ridículos y su novela La broma, sin problemas de censura. El aplastamiento de la llamada Primavera no le impide seguir enseñando al precio de una lucha continua, de acosos y humillaciones que se acumulan.

    La oportunidad que se le ofrece de emigrar, por más desgarradora que sea, abre una nueva era, un casi renacimiento literario, que alcanzó su apogeo a fines de la década de 1980, con la caída del Muro de Berlín y el resurgimiento del interés en Francia por la literatura de Europa Central, en torno a revistas como Le Messager européen y L’Atelier du roman. Kundera primero enseñó cine en Bretaña, luego en París, fue introducido en el medio intelectual parisino, traducido y publicado por Gallimard.

    Una concepción hipercontrolada de la obra

    Su obra literaria, impregnada de la fenomenología de lo sensible, logra la hazaña de reunir a un vasto público internacional de lectores apasionados y círculos intelectuales y universitarios, particularmente en Canadá (bajo el impulso de François Ricard), Francia, Italia y Alemania, en torno a temas como el erotismo y el libertinaje (La insoportable levedad del ser), la burla (La despedida, 1976; El libro de los amores ridículos), el rechazo del kitsch (en todas partes) y la ilusión lírica mortal (La vida está en otra parte), la memoria y la amnesia (El libro de la risa y el olvido), pero también la nostalgia (La ignorancia, El telón, 2003 y 2005), todo en nombre de una concepción hipercontrolada de la obra que recibe un perímetro restringido administrado solamente por el autor.

    Hay dos concepciones de lo que es una ‘obra’. O consideramos como obra todo lo que ha escrito el autor; y es desde este punto de vista, por ejemplo, que a menudo se editan los escritores de la famosa colección La Pléiade. A saber, con todo: con cada carta, cada nota del diario. O bien la obra es solamente lo que el autor considera válido en el momento del balance. Siempre he sido un vehemente partidario de esta segunda concepción”.

    Esta “nota del autor” que Milan Kundera adjunta a la reedición checa de La broma, al día siguiente de la “revolución de terciopelo” (1989), que suspendió la censura de sus obras en su país de origen tras 20 años de prohibición, marca la ética y los prejuicios que se expresan incansablemente en francés en sus cuatro ensayos publicados. Sirve también como escrupuloso protocolo para la “edición definitiva” en La Pléiade de su Œuvre (en dos volúmenes), establecida por François Ricard, en 2011, sin aparato crítico ni biografía del autor, acompañada solamente de una “biografía de la obra” bajo los auspicios del adagio latino: Habent sua fata libelli, “los libros tienen su propio destino”.

    Sobre la base de que la traición juega un papel central en su imaginario, ¿por qué el hombre Kundera habría ‘delatado’ a Miroslav Dvoracek en 1950? Típico caso de ‘depuración’, esta acusación tardía y dudosa, a pesar de la movilización amistosa de muchos intelectuales internacionales, dejó heridas en el anciano. Asestó un golpe definitivo al deseo de Kundera de reasentarse en su país de origen y obstaculizó los meritorios esfuerzos de los intelectuales y estudiosos checos por la traducción y rehabilitación local de su obra.

    Una obra traducida a más de 80 idiomas

    Kundera, que renegó de sus textos poéticos juveniles y de otras producciones consideradas indignas de pasar a la posteridad, dejó una obra “reconocida” de 16 libros, traducidos a más de 80 idiomas, caracterizada, a partir de 1985, por la transición elegida de una primera lengua literaria (el checo) a una segunda lengua primera (el francés, que desde entonces se ha convertido en el idioma de referencia para todas las traducciones), y alternando entre la novela y el ensayo.

    Si la unidad temática domina fuertemente en esta creación de una lengua a otra, de un género a otro, ciertos críticos querían ver, a veces maliciosamente, un agotamiento de la inspiración y una reducción del formato ligado al paso a la expresión directa en francés, hasta la inquietud por escribir para seducir a este público internacional. Una lectura menos partidista casi permite afirmar, por el contrario, que la gracia kunderiana se acomoda con gusto a la punta seca y al impulso rítmico propio del francés. Este juicio esconde sin duda otros arreglos de cuentas más solapados de tipo extraliterario, como aquel al que se vio expuesto Kundera en 2008 tras las denuncias del diario checo Respekt.

    Sobre la base de que la traición juega un papel central en su imaginario, ¿por qué el hombre Kundera habría “delatado” a Miroslav Dvoracek en 1950? Típico caso de “depuración”, esta acusación tardía y dudosa, a pesar de la movilización amistosa de muchos intelectuales internacionales, dejó heridas en el anciano. Asestó un golpe definitivo al deseo de Kundera de reasentarse en su país de origen y obstaculizó los meritorios esfuerzos de los intelectuales y estudiosos checos por la traducción y rehabilitación local de una obra con una recepción paradójica, como demostró un bellísimo simposio internacional en Brno, su ciudad natal, en 2009.

    El regreso imposible del exilio

    La ignorancia (2003), su penúltima novela, lleva al paroxismo los poderes emocionales de la “ficción pensativa”: al ritmo entrecortado de sus 53 capítulos, la novela teje la fábula del regreso imposible del exilio. Contrariamente al mito de Ulises, cuyo texto ofrece una variación melancólica sobre un fondo de ensoñación filológica, los protagonistas checos de la novela, Josef e Irena, experimentaron en 1990 con el trabajo solapado de la “gran escoba de la historia”, que Praga ya no está en Praga, y convertirse definitivamente a ese “exilio liberador” celebrado por la novelista Vera Linhartova, citada por Kundera al comienzo de Un encuentro. Este último ensayo, publicado en 2009, sin duda el más autobiográfico, logra incluso eludir el tan odiado “impudor biográfico” por un sutil trenzado de temas nuevos y rapsódicos definidos así: “Encuentro de mis reflexiones y mis recuerdos; de mis viejos temas (existenciales y estéticos) y mis viejos amores (Rabelais, Janacek, Fellini, Malaparte)”. La figura paterna, ya presente en El telón (2005) lo recorre con emoción y calidez.

    Milan Kundera, que no tuvo descendencia biológica, tiene hoy muchos herederos en la literatura, “brotes jóvenes” a los que ha reconocido o ayudado y que, después de haber sido sus amigos de los últimos años, saludan su memoria con gratitud. De manera destacada: Marek Bienczyk, el polaco; Patrick Chamoiseau, el francés; Adam Thirlwell, el británico; Lakis Proguidis, el griego; y Massimo Rizzante, el italiano.

    Además, fue en Italia donde la última novela de Kundera, La fiesta de la insignificancia, se publicó por primera vez, en 2013 (en Francia aparece al año siguiente). Una fantasía en siete movimientos, bajo el signo de lo no serio y las bromas, de la ligereza como era vista por Arthur Schopenhauer: el secreto que es guardado por el discreto novelista.

     

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    Artículo aparecido en Le Monde el 12 de julio de 2023. Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

  192. Recobrar el pasado, compartir un mundo

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    Sabía que su padre había muerto cuando pequeño. No sabía bien cómo. Hasta que un compañero, un día cual­quiera, le dice: “Murió en un accidente de avión, me lo contaron mis padres”.

    Cristóbal Jimeno era un niño de no más de siete u ocho años. Trotaba por la cuadra de su colegio cuando escuchó eso de la boca de su amigo. Antes —cuenta— no se había preguntado por los detalles de la muerte de su padre.

    Dice que se quedó con esa información y no pre­guntó más.

    Hasta que una noche estaba de campamento en Valdivia, a los 12 años, y tomó una revista, una de las revistas de oposición de la época, para hojearla antes de dormirse. El reportaje que captó su atención habla­ba de las últimas horas del expresidente Allende en La Moneda. Cristóbal comenzó a leerlo, y a leérselo en voz alta a una compañera. Se contaba cada momento de ese martes 11 de septiembre, incluidos los nombres de quienes acompañaron a Allende hasta el final.

    Seguía leyendo en voz alta cuando, de pronto, pro­nunció el nombre de su propio padre: Claudio Jimeno.

    Esa noche no durmió. Y al otro día, cuenta en La búsqueda, no pudo hablar.

    Su padre, el sociólogo Claudio Jimeno, era uno de los detenidos desaparecidos tras el golpe de Es­tado. Uno de quienes permanecieron hasta el final con Allende.

    Con este libro, cuyo género es un híbrido de testimonio, memoria, reportaje, investigación e his­toria, (…) ayu­dan a un país entero a asomarse a la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado con al menos una cer­teza compartida: más allá de las posiciones políticas de cada cual, pasadas o presentes, nunca más puede acep­tarse que pase algo así.

    Pensar cuando no hay palabras

    ¿Cómo se acepta algo así? ¿O cómo se enfrenta sin quebrar la mente? ¿Cómo se elabora, cuando se es tan niño y no hay palabras? ¿Cómo se dialoga con fotos en blanco y negro, especialmente cuando, al preguntar, los demás se afligen, se afectan, sufren? ¿Cómo encuentras a un padre que ha “desaparecido”? ¿Cómo encontrarlo en la realidad, cómo conectarse con él íntimamente?

    El libro La búsqueda es la historia de esa elaboración que hizo Cristóbal Jimeno, a lo largo de su vida adulta, de este trauma, de este dolor.

    Ya es difícil, a veces desoladora, la ausencia del padre a temprana edad. La pena puede parecerse a esa sombra sensitiva que deja un miembro del cuerpo que falta, aquel que se siente aún en su ausencia. Si ya es una lucha sobreponerse a algo así, cuesta imaginar el dolor de que esa pérdida de ese padre, además, sea per­manente, que no exista el final de la historia, su cuerpo, una tumba donde ir a recordarlo.

    Cuando además esa “desaparición” ocurre en el marco de la mayor tragedia de la historia de Chile, todo se hace aún más complejo de comprender.

    Esa es la envergadura de lo que ha atravesado Jime­no y su familia, y en esta historia la cuenta, en coautoría con Daniela Mohor, destacada periodista y su esposa desde 2006. Con este libro, cuyo género es un híbrido de testimonio, memoria, reportaje, investigación e his­toria, no solo ayudan a imaginar lo que es vivir aquello, sino también a sentirlo. Y, ayudando a sentir eso, ayu­dan a un país entero a asomarse a la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado con al menos una cer­teza compartida: más allá de las posiciones políticas de cada cual, pasadas o presentes, nunca más puede acep­tarse que pase algo así. Nada justifica la barbarie. Nunca más la violación de los derechos humanos, la tortura, el asesinato, la desaparición. Nunca más un niño, su madre y su hermano pueden —como ellos— pasar de tener una vida con amor y futuro a verla quebrada y suspendida por el horror a manos del Estado.

    En estas páginas están las décadas de tristeza, búsqueda, esperanzas y desilusiones que ellos vivie­ron por intentar restablecer la verdad, por encontrar sus huesos (los huesos de Claudio), por desentrañar lo sucedido. Por estar a la altura de la dignidad con que Jimeno padre vivió y con que Jimeno hijo ha empren­dido su búsqueda.

    El Golpe —aunque algunos no lo vean aún— nos pasó a todos: nadie quedó indemne. Sea porque fue víctima o porque fue victimario, o porque apo­yó a esos victimarios, o porque hizo la vista gorda y justificó los crímenes; los cómplices pasivos, como lo señaló el expresidente Piñera cuando fue la con­memoración de los 40 años: no solo fueron quienes trabajaron activamente en el régimen, sino quienes miraron para otro lado mientras el padre de Cristóbal, y miles más, fueron asesinados, torturados, tirados al mar. En este sentido —como ocurre con la mejor lite­ratura, sea ficción o documental—, La búsqueda hace posible recuperar el pasado y, por lo mismo, compar­tir un mundo.

    En este libro están los datos, los hechos, los do­cumentos, con rigor y claridad periodística. Daniela Mohor es periodista de la Sorbonne Nouvelle y de la Universidad de California, en Berkeley. Ha trabajado en Revista Sábado (donde trabajamos juntas), Siete + 7, entre otros medios chilenos, así como en medios internacionales como CNN y hoy en The New Hu­manitarian. No es exagerado decir que Daniela Mo­hor alcanza con este libro su punto profesional más alto, con una investigación sólida y detallada, y una narración cautivante. Emplea las herramientas del periodismo investigativo y lo mejor del periodismo narrativo para ir contando esta historia, sin datos que falten ni adjetivos que sobren.

    Jimeno y Mohor abogan por reparar una vez que se conoce toda la verdad. No se conforman con nada menos que la verdad entera. Solo ella sana, solo ella puede ayudar a cicatrizar, si es posible, heridas tan profundas.

    El viaje

    El padre de Jimeno era un sociólogo y asesor direc­to del presidente Salvador Allende, y el 11 se quedó voluntariamente con él en La Moneda. Fue uno de sus colaboradores detenidos, torturados, ejecutados y hechos desaparecer por los golpistas. Este hecho, tal como él dice, marcó su vida como hijo: decidió, tempranamente, que iba a hacer todo lo posible por encontrarlo, “conocer su real destino y dar con los culpables de su muerte”. También decidió que el trau­ma no iba a ser destino.

    El viaje de Cristóbal Jimeno y su familia, ese viaje tan complejo, permite adentrarnos en su vida. Está su entrañable relación con su abuelo materno, quien, con su amor y conversaciones, con su compañía y presen­cia, lo blinda —dentro de lo posible— de quedar pre­so del dolor y la rabia. Él había sido un senador, muy destacado y respetado, que había sufrido una enfer­medad y estaba mayormente en casa. “Me doy cuenta de que después de sufrir su enfermedad, de ver caer la democracia republicana de la cual él había formado parte y de perder a un yerno al que él quería mucho, su propósito en la vida fue salvar a su hija y criar a sus dos nietos. Y lo hizo con mucha generosidad, pa­ciencia y sabiduría. Desde esa tarde de los años 70 en que me consoló por una pelea infantil hasta enero de 1997, cuando falleció, mi abuelo fue mi padre y yo fui su hijo”, se lee en La búsqueda.

    Es su abuelo quien lo impulsa a estudiar Derecho en la Universidad de Chile, pero luego está también la claridad de Jimeno para seguir su propio camino profesional. Se graduó también de la Universidad de Columbia con un Master in Law, además de un MBA en Kellogg Business School. Es socio fundador de un destacado estudio de abogados y también es director de empresas.

    Jimeno sigue un camino diferente y tampoco idealiza al padre. Como él dice, no es un libro de ho­menaje a su padre, ese ya fue escrito; tampoco es una reivindicación política. Hay lúcidos diálogos ficticios, preguntas duras, recriminaciones entre ambos. Hay una cruda honestidad. “Esta iniciativa responde al afán de contar, sin agendas ni cálculos personales, los hechos tal como ocurrieron, de manera que estos pue­dan ser conocidos y sopesados por cada lector”.

    Está también en el libro el retrato de su valiente madre y de su hermano más pequeño, de su padrastro, de su entrañable tío Tomás. Desde el primer día han buscado y perseguido a los culpables, “con una deter­minación férrea”. En La búsqueda hay también la histo­ria de una familia que lucha y que logra no sucumbir.

    Jimeno y Mohor nos llevan por ese camino de un duelo que se va enfrentando al Estado. Está la búsque­da interminable por justicia, con un sistema tan sordo, pero que en la figura de la jueza Amanda Valdovinos se erige en su mejor expresión. En La búsqueda están las leyes, están las personas, está la familia y están los niños que miran y padecen todo esto.

    Al final del texto queda la impresión de que, no obstante el daño y la tragedia, existe futuro. “En mi caso, la familia que mi madre y mi padre adoptivo, Jorge Garreaud Spencer, armaron con mucha inteli­gencia y cariño, nos permitió salir adelante y entender que la gran derrota de quienes tratan de aniquilar al que piensa distinto se logra cuando les demostramos que, a pesar de sus actos criminales, somos seres hu­manos libres y racionales; que vivimos plenamente según nuestras ideas y principios, sin miedo, sin pre­juicios y, lo más importante, sin odio”.

    La búsqueda me recordó otro gran libro: Chile, un duelo pendiente, acaso el mejor trabajo del psiquiatra Ricardo Capponi, fallecido hace unos años. Publicado en 1999, ese libro aspiraba a que entendiéramos qué pasa en una persona, en un grupo, en una sociedad, cuando no logra hacer el duelo y se queda sin poder salir de sus estadios más regresivos. Cómo operan los mecanismos de defensa, especialmente en grupos. Y cómo podía haber una oportunidad para elaborar, sin fecha de término, sucesivamente, si los liderazgos comprendían el nivel de dificultad de lo ocurrido.

    Pretender cerrar definitivamente los conflictos en una sociedad equivale a querer terminar con los desafíos de la vida”, dijo Capponi. “¿Es posible cerrar los desafíos de un día para otro? Creo que no: nos quedamos vacíos. Por lo tanto, no creo ser pesimista. La sociedad va enfrentando los desafíos que el día a día le va imponiendo. Hace 30 años tuvimos un con­flicto. En buena hora que lo tengamos presente para elaborarlo una y otra vez, para que así podamos crecer como sociedad y no volvamos a repetirlo. Este con­flicto es una oportunidad para que Chile crezca”.

    Cuán válidas son esas palabras de Capponi, di­chas a la revista Capital con motivo de la publicación del libro. Esto es lento, es sucesivo, es sin término, y no es la razón instrumental la que nos ayudará, sino la razón reparadora, como expresaba él.

    La razón instrumental, agregó, “más típica del hombre, es muy controladora y manipuladora, muy proclive al enunciado de tácticas y objetivos, al análi­sis de costos y beneficios. En este tema, sin embargo, confío más en la razón reparadora, más propia de la mujer, con una modalidad de pensamiento más intui­tiva. Una mujer, por ejemplo, está preocupada del cui­dado de un niño así sea que se cumplan o no ciertas leyes universales abstractas. La razón instrumental se propone producir objetos; la razón reparadora se pro­pone dar frutos”.

    La búsqueda conecta justamente con esa razón reparadora que sería tan importante que entrara a escena en esta conmemoración de los 50 años del Golpe. La búsqueda está, a mi juicio, en sintonía con esa razón reparadora.

    Jimeno y Mohor abogan por reparar una vez que se conoce toda la verdad. No se conforman con nada menos que la verdad entera. Solo ella sana, solo ella puede ayudar a cicatrizar, si es posible, heridas tan profundas. La escena final de este libro es la entrega de los restos de Claudio en el Servicio Médico Legal a los hermanos Jimeno y a su madre Isabel Chadwick. Un día frío y lluvioso. “Yo tenía dos años cuando mi padre fue asesinado —leemos—. Este libro muestra mi camino para encontrar mi respuesta”.

    Asimismo, La búsqueda puede ser el camino de un país. Un camino posible.

     

    Imagen: Fotografías de la familia Jimeno Chadwick.

     


    La búsqueda, Cristóbal Jimeno y Daniela Mohor, Planeta, 2022, 216 páginas, $16.900.

  193. Herir

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    En italiano, “herir” se dice ferire. Me hizo notar algo que ya suena en castellano: el hierro (ferro), y por ende la idea de que herir es fruto de una intervención externa, que a veces es medio torturante, insistente (feri-re: como que se repite).

    Se me abren entonces tres caminos para pensar esta palabra.

    El primero es relativo a la descripción que hace Nietzsche del lugar que ocupa el dolor, incluso la crueldad, en la constitución de las sociedades, de los sujetos morales y de nuestra memoria. Castigar, hacer daño con látigos y técnicas de tortura, hace que uno se acuerde de las reglas. Si me castigan porque no había que hacer tal o cual cosa, bueno, la ley penetrará mi cuerpo, y ahí sentiré una limitación real. El dolor permite construir memoria y patrones de comportamiento. Además, si la ley entra en mí, me constituyo como un yo. Soy yo ante otro. Este ante un otro, lo produce la herida, es decir, la marca del dolor en mí, la memoria que ha dejado en mí y a través de la cual me he constituido. La herida es entonces un pilar social, moral y subjetivo. Es nuestra matriz.

    El segundo camino es relativo a algo que descubrí leyendo El discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres, de Rousseau. Contrariamente a lo que se suele decir, Rousseau no piensa que los seres humanos empiezan a degenerar una vez que socializan, y que antes de este estado de sociabilidad el ser humano sería bueno. Su argumento es más bien que la sociabilidad crea orgullo y entonces formas de sentirse (formas de hacerse el picado). La sociabilidad crea susceptibilidad y la susceptibilidad crea formas peculiares de guardarse, protegerse, delirar, volverse paranoicos. Rousseau dice incluso que la sociabilidad crea la propiedad privada. Uno podría objetarle que la vida es ya una propiedad y que, por ello, en estado de naturaleza “el hombre es un lobo para el otro hombre”. Pero no, la vida no es propia en el sentido en que lo es una propiedad privada. Uno, justamente, no posee su vida. Con Rousseau podemos llegar a pensar que, para que haya propiedad privada, debe haber un ego, un orgullo que constituye un ego, un ego como algo propio, algo que se mira, se confina y delira. El “buen salvaje” de Rousseau defiende su vida, pero no su ego. La vida pertenece a la vida; en cambio el ego conforma un yo. El yo se rodea de barricadas, y las barricadas lo vulneran, lo hacen sentir frágil, lo hacen delirar.

    Con Rousseau tenemos de nuevo la herida como algo primordial, constitutivo. Apenas existe, el yo está susceptible, está sentido. Existe por orgullo y su orgullo lo deja herido.

    El tercer camino es más bien una pregunta, pero ya la respondí: ¿Cómo es que a veces “nos sentimos”, es decir, nos hacemos los heridos y terminamos hiriéndonos solos? ¿El acto de herir es interno o externo? ¿Requiere fierros, castigos, técnicas crueles para que la ley entre por fin en la cabeza al penetrar los cuerpos? ¿O basta ser un yo amenazado por la inevitable desproporción de su ego para encontrarse castigado —castigado por esto mismo que nos constituye: el orgullo y la susceptibilidad que lleva consigo?

    Herir, picarse: ahí tenemos el verbo de una matriz social y la fórmula de una construcción yoica.

    Por cierto, herir (el verbo) es antes de todo infligir el dolor, infligirlo a otra persona. Lo hacemos porque la sociabilidad está hecha de susceptibilidades. Es su materia prima. Quizás la sociabilidad no sea otra cosa que la susceptibilidad de cada persona. La sociabilidad no sería otra cosa que esta materia prima, la susceptibilidad, que va conformando lugares para tocarse, cerrarse, entregarse, matarse. Esta materia prima crea motivos para delirar, pero también para desear. Por lo que herir es un arma que tenemos siempre a disposición. Disponemos de ella en política, cuando queremos obtener control. Contamos con ella incluso en las relaciones más primordiales: amigos, parejas, familia. Nos herimos. A veces decidimos hacerlo. A veces el daño está hecho, no hay manera de evitarlo. No es que esto sea vital. Es algo más bien primordial —primordial para la sociabilidad, el ser yo, la ley, la propiedad, el amor. Por cierto, que sea primordial no significa que sea una finalidad.

  194. Dardo Scavino: ser uno con la máquina

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    Hasta ahora, la tecnología ha operado como una especie de pharmakon: liberación o fatalidad, dependiendo de quién dicte el código, con computadoras y dispositivos replicando una tecné (ese saber que los griegos atribuían a los esclavos), a partir de órdenes de programación dictadas por humanos siempre en la trastienda.

    Pero con la inteligencia artificial de formato conversacional ChatGPT, que esta vez no solo recibe órdenes sino que interactúa con los usuarios, se instaló la duda de si estos softwares podrían llegar a albergar algún día una episteme (ese tipo de conocimiento que los helenos atribuían a los amos), escribiendo, como ya lo hace, ensayos, historias cortas y creando incluso podcasts que, según algunos, dejarían instantáneamente obsoletos a miles de trabajadores creativos y del conocimiento.

    También se ha dicho que programas basados en Deep Learning, surgidos del matrimonio entre automatización y cognición, desarrollarían, a largo plazo la capacidad de dar instrucciones a otras máquinas y, eventualmente, a otros humanos. O lo que es igual: que pasarían de ser programadas a programar.

    Dilemas éticos y prácticos de esa relevancia, contra lo que pueda creerse, han estado presentes desde los inicios mismos de la filosofía, y cómo ese legado conceptual ilustra las problemáticas del presente es lo que Dardo Scavino explora en Máquinas filosóficas: problemas de cibernética y desempleo.

    Aunque durante el transcurso de los siglos hayamos terminado abrazando por necesidad o mera comodidad, los avances de la técnica, que una inteligencia artificial se instaure como “poder constituyente”, creando “obras originales del espíritu” o dictándonos instrucciones para llevar a cabo una operación, ya sería, a decir del autor, harina de otro costal.

    Es que la promesa de que la tecnología nos alivianaría la vida se asoció siempre a esas labores repetitivas, manuales y pesadas. Pero si estos softwares empezaran a sustituir definitivamente las actividades intelectuales o espirituales, ¿seguiríamos hablando de liberación a través de la tecnología? Y a esa entidad capaz de producir obras con valor estético, ¿la seguiríamos viendo como un instrumento a nuestro servicio?

    Scavino evita caer tanto en profecías de redención como en augurios apocalípticos, esos de robots sometiendo o superando en algún campo a los humanos, y mira con sospecha los discursos que presagian el fin del humanismo o que llaman a resucitar alguna espiritualidad agonizante. El libro funciona más bien como una genealogía filosófica de la técnica, indagando en los orígenes de aquellos discursos que hoy proliferan como novedades, pero que son tan antiguos como la cultura occidental misma.

    Automatismo y mutaciones

    Siguiendo a Heidegger, Ortega y Gasset, Sloterdijk y los griegos, Scavino entiende la técnica como inseparable de lo humano, ese “hibrido de primate y robot” que desde que emplea instrumentos externos para modificar su entorno, puede ya considerarse “un ciborg”.

    Al autor le interesa mostrar cómo llegamos hasta aquí explorando aquellas controversias filosóficas clásicas que han tejido el idioma “de las actuales profecías”, como la de los gobernantes y los gobernados, el pensamiento y el cuerpo o la dominación y el lenguaje, para así entender por qué pensamos lo que pensamos respecto de las implicancias sociales de la técnica. “Cada vez que la filosofía pensó el problema del poder —plantea— las máquinas no estaban lejos”.

    Tampoco le inquieta (tanto) un inminente advenimiento de los ciborgs como la facilidad con la que, en diversos momentos de la historia, personas perfectamente razonables se ‘metamorfosearon en autómatas’ bajo el influjo de la propaganda, como ocurrió en la Alemania nazi o en la Italia fascista.

    Scavino argumenta que si tenemos tiempo para pensar en este problema (la “verdadera riqueza”), es precisamente porque la técnica nos ahorra las tareas más arduas y pesadas, “como si la máquina no fuera enemiga del espíritu, sino la condición de existencia de una vida espiritual”.

    Por otro lado, tampoco le inquieta (tanto) un inminente advenimiento de los ciborgs como la facilidad con la que, en diversos momentos de la historia, personas perfectamente razonables se “metamorfosearon en autómatas” bajo el influjo de la propaganda, como ocurrió en la Alemania nazi o en la Italia fascista.

    Durante el transcurso del siglo XX, desde el Estado se buscó aplicar en varios momentos la ciencia del management para optimizar la producción fabril en sociedades enteras, un sueño tecnocrático en cuyo reverso, Scavino, siguiendo a Jacques Elull y Günther Anders, ve el germen para nuevas formas de gestión algorítmica por venir.

    A su juicio, entonces, el peligro no estaría tanto en que las inteligencias artificiales estén aprendiendo a imitarnos como que alberguemos el potencial latente de ser como ellas si se aprietan los botones correctos. Y eso era precisamente a lo que le temían los luditas: que con la llegada de la manufactura, los artesanos no solo perdieran su saber hacer, sino que, inmersos en labores repetitivas y enajenantes, se convirtieran en autómatas indistinguibles de las máquinas.

    O lo que es bastante similar: que los algoritmos, con sus memes autogenerados y sus “herramientas mecánicas del uso de la palabra”, terminen reemplazando el pensamiento por “programaciones sociales y automatismos colectivos”, lo cual, para Hannah Arendt, era puerta de entrada segura para los totalitarismos.

    Ellos [los luditas] no destruían a servidores capaces de aliviarles tareas más ingratas sino a divinidades mecánicas que convertirían a esos mismos operarios en dóciles ‘apéndices vivos’”, escribe Scavino. “Del mismo modo que, con la Revolución Industrial, cardadores, hilanderos y tejedores se vieron remplazados por máquinas automáticas, los sistemas cibernéticos están remplazando hoy a profesionales altamente calificados”.

    El punto, sugiere el autor, es que no nos convertimos en autómatas por el hecho de ser trabajadores, sino que trabajamos, precisamente, porque tendemos a ciertos automatismos (psicológicos, sociales, culturales y genéricos) que hoy los “administradores de internet” estimulan para hacer del “trabajo del click” una labor “inconsciente e incesante”.

    Sea cual sea el devenir de la técnica en los próximos años, Scavino rehúye los diagnósticos cerrados sobre si los robots, computadoras e inteligencias artificiales terminarán o no por remplazarnos (verdadero soplo de aire fresco en tiempos de profetas), prefiriendo, en cambio, sondear en el por qué y el desde cuándo pensamos que las cosas sucederán de ese modo.

     


    Máquinas filosóficas: problemas de cibernética y desempleo, Dardo Scavino, Anagrama, 2022, 368 páginas, $22.000.

  195. María Negroni: “El arte nunca busca ratificar nada”

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    María Negroni (Rosario, 1951), la escritora, traductora y directora del Máster en Escritura Creativa de la Universidad Nacional Tres de Febrero, en Buenos Aires, visitó Chile durante la semana pasada en el marco del festival que conmemoraba los 75 años de la revista española Cuadernos Hispanoamericanos, cuyas actividades se desarrollaron en el Centro Cultural de España, en la Cátedra Abierta UDP en homenaje a Roberto Bolaño y en la librería Metales Pesados.

    Nos reunimos una mañana a conversar sobre su novela más reciente, El corazón del daño, una excelente puerta de entrada a la obra de esta autora imperdible. La historia deja entrever varias de sus obsesiones, como la poesía, el gótico, el coleccionismo y lo que llama la escritura indócil. También aborda su relación con la lengua y su biblioteca personal, además de las complejidades de la relación madre-hija: “No pensé que, en los años, me tocaría cuidarte. / Que empezarías a doblarte, caerte, volverte diminuta. / Quién sabe, me decía, a lo mejor eso es bueno, me permite tenerte menos miedo”.

    El corazón del daño tiene muchos aspectos autobiográficos reconocibles y uno muy importante es el detonante de la historia, la muerte de tu madre. ¿Cómo partió la escritura de este libro?
    Los libros nacen cuando quieren. En este caso, no fue inmediatamente tras la muerte de mi madre, sino más o menos dos años después. Y la verdad es que cuando empiezo nunca sé para dónde voy. Lo que tenía era una especie de evocación que aparece en las primeras páginas del libro, esa escena de infancia en que yo la estoy mirando maquillarse. Mi madre era un personaje difícil, pero fascinante; una mujer muy hermosa, muy inteligente, con una especie de idiolecto propio muy cargado. Yo creo que mucho de lo que yo hago viene de ahí, que mi fascinación por las palabras y su sonoridad viene de ese lenguaje rarísimo que ella utilizaba. Y también de su asma, porque el asma hacía que ella dijera lo máximo con la menor cantidad de palabras y mis frases también son muy condensadas. Incluso el libro, a pesar de ser autobiográfico, tampoco es la narración de mi vida. Es como una especie de collar de escenas, las que me quedaron más marcadas, pero no las desarrollo. Lo que me salió, porque no es que lo intenté así, fue una serie de fragmentos que funcionan como ideas musicales, y con ellos se va articulando un pensamiento, se va construyendo no una autobiografía, sino una especie de fantasmática, algo que se ubica entre el sueño, el recuerdo, el falso recuerdo y los momentos traumáticos. Eso es la superficie, pero me parece que debajo de todo eso hay dos cosas más. Una es la pregunta sobre cómo llegué a ser la escritora que soy, sobre mi recorrido como escritora.

    En ese sentido, es una novela de iniciación.
    Exacto. Y la otra cosa que va paralela es la construcción de una especie de una filosofía del lenguaje: ¿qué es el lenguaje?, ¿cuáles son sus sus limitaciones?, ¿qué cosas puede o no puede hacer? Algo más que también está presente son los autores y autoras que me han formado y acompañado. Entonces podría decirse que el libro construye un doble origen: el de la lengua materna, por un lado, y el de la biblioteca, por el otro, que son los dos andamios más fuertes que tiene cualquier escritor o escritora.

    Quise abrir la puerta y mostrar mi biblioteca. Lo hice por el proyecto de crudeza que tiene El corazón del daño, de desnudez en todos los planos. Fue un texto muy difícil de escribir, porque creo que es lo más desnudo y expuesto que he escrito. Mientras en otros libros hay capas y capas de veladuras, en este no.

    En El corazón del daño está muy presente eso que llamas el idiolecto de tu madre, que de alguna manera interrumpe la narración.
    Sí, yo no sé si son palabras raras para los demás, pero para mí sí lo eran, como incordio o tupadre, que era como una sola palabra. Por eso en el libro yo digo que era la dueña del lenguaje. Ella decía: “Mirame a la boca cuando te hablo”; eso es rarísimo, porque el dicho, por lo menos en Argentina, es “Mirame a los ojos cuando te hablo”. Estas expresiones quedaron en mí y están muy cargadas de afecto, pero no en el sentido sentimental, sino psicoanalítico: son palabras o frases con mucha fuerza de resonancia.

    En la novela esas expresiones siempre aparecen en cursiva, las tratas casi como si fueran extranjerismos, y esto me parece importante porque la extranjería, el exilio, el alejarse del hogar, es muy importante en el libro y también en el resto de tu obra, como en tu poemario Exilium.
    Me parece que el irse siempre ha sido una constante vital para mí, el tratar de salir de cualquier entorno que yo sintiera opresivo. Por eso me fui siendo muy chica de mi casa, y después, cuando me metí en política, me fui de lo que se suponía que una chica de clase media y buena estudiante debía ser, y después me fui del país. Entonces, cuando siento o empiezo a sentir —como me pasó en Nueva York, donde estuve viviendo 20 años— que no hay nada en ese contexto que me sorprenda, me alejo. Y hago lo mismo con los libros.

    En El corazón del daño hablas precisamente de eso cuando escribes: “Un día empiezan a aburrirnos los libros que entretienen (ya lo advirtió Baudelaire, divertirse aburre) y nos volvemos adictos a la escritura indócil, la que acentúa su rareza”.
    Claro, esa es la escritura que se rebela, que está siempre corriéndose de lugar. Los libros que entretienen, en el fondo, aburren. Yo busco otro tipo de escritura, una escritura que provoque asombro, que me haga sobresaltarme en el pensamiento, en las emociones, en todo.

    ¿Qué autoras o autores tú dirías que escriben libros indóciles?
    Varios están mencionados en El corazón del daño. Para darte algunos ejemplos, a mí me gusta muchísimo Clarice Lispector, que es palabras mayores. Luego están la escritora suizo-italiana Fleur Jaeggy, que es rarísima y me encanta, la española Menchu Gutiérrez, que me parece extraordinaria, y la canadiense Anne Carson. He mencionado solo mujeres, curiosamente, pero entre los hombres, puedo nombrar tres que me gustan y están vivos: el italiano Erri De Luca y los franceses Pierre Michon y Pascal Quignard. Pero por supuesto también hay algunos más antiguos.

    Los monstruos no se pueden controlar, son las fuerzas psíquicas instintivas que no se dejan domesticar, que fuerzan a mirar el cuerpo, la noche, la muerte, la emoción, todo eso que está latiendo bajo el edificio racional. La poesía, o el arte en general, trabaja ahí.

    Hablando de tus influencias literarias más antiguas, la lectura de El corazón del año me hizo revisitar Galería fantástica, ya que si hay un género con el que yo relacionaría este libro, más allá de la discusión innecesaria sobre si es o no una novela, es con el gótico. Yo lo veo sobre todo en la figura de la madre, en su imagen seductora y aterradora, y en su relación con las muñecas, un elemento que trabajas bastante en esos ensayos sobre literatura fantástica latinoamericana.
    Lo que yo hice en Galería fantástica y en Museo negro, mi libro anterior sobre literatura gótica, fue tratar de entender qué es la poesía, qué es la escritura. Para mí el poeta es una especie de abandonado: yo pienso en Baudelaire y pienso en Drácula, o sea, pienso en estos seres nocturnos que se mudan, que no tienen madre, que están todo el tiempo circulando entre traumas, revisitándolos, y que tienen una especie de hambre incolmable. Y creo que esa es una de las formas de entender lo que hacemos los poetas. Así que, aunque no se me había ocurrido que El corazón del daño podía ser gótico, me parece una lectura posible, ya que todo se mezcla dentro de una obra. Así son las obsesiones, en definitiva. Y además quien lee también trae —por suerte— su propia carga. Como tú habías leído ambos libros hiciste esa conexión que nadie hizo hasta ahora. Cada lector o lectora le pone su propia carga emocional y cognitiva, va interpretando o agregando. Porque quien lee es cómplice de quien escribe, hay una complicidad entre lo que yo digo y lo que eso despierta en ti, y esto lo digo como lectora.

    Y volviendo a lo que hablabas antes sobre la biblioteca, las lecturas claramente son una fuente de inspiración para lo que escribes y en El corazón del daño dejas ver muchas de ellas.
    Sí. Mientras hacía mi tesis doctoral sobre Pizarnik, me habría gustado saber qué era lo que ella leía, que es algo que no está en ningún lado. Pizarnik hacía muchas, digamos, apropiaciones. Por ejemplo, en Los poseídos entre lilas, escribe: “Buscamos lo absoluto y no encontramos sino cosas”, una frase muy fuerte, pero que después yo encontré textual en los Himnos de la noche de Novalis. Así que ahí tú puedes inferir lecturas. O sea, obviamente yo sé que le gustaban los románticos y los surrealistas, pero me gustaría acceder a su biblioteca secreta. Por eso quise abrir la puerta y mostrar mi biblioteca. Lo hice por el proyecto de crudeza que tiene El corazón del daño, de desnudez en todos los planos. Fue un texto muy difícil de escribir, porque creo que es lo más desnudo y expuesto que he escrito. Mientras en otros libros hay capas y capas de veladuras, en este no.

    El modo en que nos muestras esa biblioteca es por medio de una colección de citas, a las que también se suman fragmentos de tu propia obra, pero en tu ensayo sobre Benjamin, incluido en El arte del error, defines el coleccionismo como una tarea inalcanzable. “¿Qué sería una colección completa sino una colección muerta?”, te preguntas.
    Sí, es un deseo de colmar algo que no se puede colmar, pero el intento sigue todo el tiempo. Y es lo que hace que alguien comience a escribir, porque terminar un libro es una especie de despedida, ya no te pertenece. Con eso siempre pienso en la imagen de Sísifo, que subía la roca hasta apoyarla en la cima, pero entonces volvía a caer; del mismo modo, cuando tú terminas el libro y lo depositas ahí arriba, se cae, no hay un lugar de certeza en el que tú te puedas instalar. Eso es paradójico porque por un lado sufres por tener que empezar de nuevo, pero por otro lado el deseo te relanza; entonces tienes que volver a encontrar otra grieta, otro caminito por donde volver a subir. Eso es lo que hace que vuelvas a escribir.

    Pensando en esa inestabilidad e incertidumbre, un aspecto común entre el gótico y la poesía es que ambos géneros buscan romper nuestra ilusión de certeza, por eso el gótico nace en la Ilustración.
    Claro, es como su cara oscura, una respuesta al racionalismo que estaba ordenando el mundo, dividiendo las ciencias en disciplinas, apostando por lo apolíneo, pero estaba olvidando el deseo. Y el deseo es algo que no se puede manejar. Como decía Goya: “El sueño de la razón produce monstruos”. Y los monstruos no se pueden controlar, son las fuerzas psíquicas instintivas que no se dejan domesticar, que fuerzan a mirar el cuerpo, la noche, la muerte, la emoción, todo eso que está latiendo bajo el edificio racional. La poesía, o el arte en general, trabaja ahí. Por eso a mí me interesa el gótico, es una geometría que me resulta útil para pensar cómo funciona eso indócil que es lo que busca el arte, ya que el arte nunca busca ratificar nada.

     

    Fotografía: María Negroni durante su conferencia en la Cátedra Abierta UDP en homenaje a Roberto Bolaño.

     


    El corazón del daño, María Negroni, Literatura Random House, 2022, 144 páginas, $12.500.

  196. Gennariello

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    Eres un joven muchacho, un personaje ficticio a quien Pasolini dirigió unas cartas en el diario en 1975, un año antes de que yo naciera. Probablemente Pasolini te inventó porque percibía que la sociedad de consumo que se estaba instalando en aquella época destruía una cierta concepción o imaginación de la infancia y de la juventud. La sociedad de consumo fragmenta, individualiza, remite a cálculos y vuelca al presente. Creo que Pasolini pensaba en una juventud más “inocente”, hecha de espera, de pasividad, de juegos con los límites. Una juventud que descubre la sexualidad, por ejemplo. Pero también una juventud que espera. Una juventud en la cual se concentra algo precioso e invisible: la esperanza. No la fantasía de un mundo o una vida mejor, sino la disposición hacia lo novedoso, lo inesperable.

    Hay un escrito de Pasolini que habla de esto, de la esperanza de los (y las) jóvenes, que nunca volví a encontrar. Refiere a esa juventud romana que deambula en la calle sin hacer nada. Dice que en su no hacer nada, precisamente, hay espera. Me acuerdo de que Pasolini localizaba la esperanza en la mirada de esta juventud. Tal vez hablaba de una mirada que no está definida por la acción, por la rentabilidad presente, una mirada que por ende se dirigía más lejos. Habría un mirar más inocente, más vacío y, por ende, más abierto.

    Esto, este “no hacer nada” de la juventud, yo lo recuerdo. Cuando jóvenes éramos pasivos, cuasi inmóviles. Nos sentábamos en las escaleras de los condominios, recapitulando las copuchas de la semana. No había casi nunca algo nuevo que contar. En el verano, en los balnearios cercanos a Roma (justo donde mataron a Pasolini), nos íbamos a la playa, nos echábamos en la arena. Tomar sol era nuestra actividad. No éramos plantas nutriéndonos de la energía solar. No, estábamos simplemente echados.

    La juventud —mi juventud, o esta, la romana— fue pasiva. La niñez, por el contrario, es activa. Produce energía, alegría. Aunque pueden estar días y días sin otro con quien pasar el tiempo, los y las niñas juegan, se ocupan, sueñan, imaginan. Hablan solas, hablan a los objetos, a las paredes. A la inversa, los jóvenes —o la joven que me tocó ser en algunos momentos— no hacen magia con el lenguaje. Me acuerdo de que hablábamos para no decirnos nada. Nos quedábamos sin ocupación, sin rechazar este tiempo muerto. A lo sumo, caminábamos hacia la plaza y buscábamos algún lugar donde sentarnos, tomar un helado, alguna pared en la que apoyarnos. Quien tenía un moto-scooter, una “Vespa” (en mi grupo de amistades nadie), se sentaba en él.

    Gennariello, hoy la juventud es distinta, pero en el fondo no lo sé. Yo solo puedo dirigirme a una cierta idea, imagen, proyección de la juventud. Leer a Pasolini, ver sus películas, construyó mi forma de recordar mi juventud. No podría decir nada de la pasividad de mi juventud, si no hubiese encontrado este texto fabuloso en el que Pasolini ve esperanza en la espera de la juventud romana. Hoy no veo espera, sino militancia. No veo esperanza, sino angustia.

    Se me ocurre algo muy caricaturesco, y por esto me dirijo a ti, personaje ficticio. Se me ocurre que la juventud de ayer era inocente. Inventábamos juegos crueles como “damas y caballeros”. Era un juego en el que nos hacíamos piezas de un tablero de ajedrez. Las damas y los caballeros avanzaban y se emparejaban, hasta que quedara la solterona (o el solterón). Éramos la repetición de un modelo (¿uno patriarcal?), pero también una forma de jugar con él y entonces también de encontrar nuestra libertad dentro de él. Estábamos anclados en esta historia, pero no amarrados a ella. Estábamos enlazados al pasado, pero sin ser prisioneros de él. Me acuerdo de que las personas ancianas estaban ahí. Tenían un lugar en nuestro mundo, en nuestro paisaje. Ellos estaban sentados también, si no en las escalares del condominio, en algún banco.

    En contraste con esta juventud “de ayer”, se me ocurre que la juventud de hoy es puro saber. Tiene una consciencia que nosotros y nosotras, los supuestos adultos, parecemos no tener. La juventud de hoy prevé el futuro. Conoce la tasa de CO2 que implica cada nuevo nacimiento. Puede decir que no dará más a luz, que no acogerá más nuevos nacimientos. ¿Hay algo ahí de desesperanza? ¿Hay ahí una simple, pero tremenda, inversión entre un sujeto pasivo y un sujeto activo, un sujeto inocente o vacío, y un sujeto consciente? ¿Hay ahí la inversión entre el pasado, las personas ancianas que pueblan los espacios de recreo o de espera de la juventud, y el futuro —un futuro que ya no le debe nada al pasado, sino su imposibilidad, su desastre, el calentamiento climático y la falta de agua? Pero si es así, ¿qué es esta inversión? ¿Es una escisión de la humanidad en dos, una que espera y tan solo por esto tiene horizontes, mientras la otra mide el tiempo y ya está bordeando el abismo? ¿Es solo una nueva época? ¿O es lo mismo de siempre? ¿Esperar es igual que habitar un presente vacío de sentido, y urgirse, ver el fin o pensar en él?

    Es una caricatura esta, Gennariello. Lo sé. Pasolini también hace una caricatura de ti. Si no recuerdo mal, eres un joven napolitano. Perteneces a un mundo popular, lleno de poesía, tal como es Nápoles, también de emboscadas, lo cual es tal vez parte de la poesía. Algunos dicen que Pasolini te crea para enseñarte, abrirte los ojos sobre este mundo nuevo, un mundo de consumo que, por varias razones, Pasolini emparenta con el fascismo. A mí me parece que, al contrario, Pasolini no te enseña, te necesita, necesita tu escucha ficticia, o incluso tu distracción ficticia, tus ganas de llevarte una Vespa y saborear un helado. Necesita hacerse una imagen ficticia de ti, para hacerse una idea del presente y narrarlo. La comprensión que tiene Pasolini de la sociedad de consumo no escapa a la caricatura, pero tampoco se reduce a ella. Tu eres una caricatura, la caricatura de la juventud, una que Pasolini añora y que probablemente nunca existió. Pasolini puede hablarte de su presente porque te ve a ti, te imagina, imagina que tú lo escuchas, y entonces también se proyecta, fantasea, piensa. Tú, en la ficción que Pasolini hace de ti, lo inspiras: das inicio a su palabra. Hay algo cerrado en el discurso de Pasolini, pero tú lo abres, tú eres el sujeto de las Cartas luteranas. Tú eres quien abre el discurso, para que le demos otra vuelta. La caricatura no es solo algo fijo. Un discurso caricaturesco puede ser abierto o cerrado. Todo depende de su montaje y de su destinario. Quizás, dirigiéndose a ti, Pasolini quiso encontrar para su discurso un destinatario que no fuera la burguesía, la élite intelectual, la cual no escapa a la descripción que hace Pasolini del progresismo como conformismo. O quizás tú eres el personaje añorado de cada uno de nosotros y nosotras, seamos lo que seamos. Eres quien nos promete más allá de la burguesía en la cual podemos estar instalados. Eres la parte ficticia de cada uno de nosotros y nosotras. Un ser que no nos deja exactamente en nuestro lugar y que, por ende, nos permite pensar. Tal como le permites, a Pasolini, pensar.

    No sé cómo salir de las caricaturas que hice de mi juventud, la que podía permitirse pasar los días sin hacer nada, y la de hoy, cuya inquietud por el futuro nos pide hacer un esfuerzo cotidiano. De hecho, es mentira que no hacíamos nada. Hacíamos un montón, sin que fuera parte de ningún relato y de ningún discurso militante. Quien asimilaba sin saberlo el discurso de su abuelo sobre los campos, ahí en Alemania, quien acompañaba a su madre al mercado y tenía permiso para salir solo los días que no había que ayudarla en varias tareas de las que simplemente no hablábamos; quien buscaba su lugar en estos departamentos donde convivían a veces varias familias… Lo que hace Pasolini contigo, Gennariello, es volcarnos hacia atrás. Pero cada vez que vuelvo atrás, veo algo nuevo. La caricatura me permite salir de la caricatura. La fantasía de un joven inocente, inocente tal vez porque malvado (es también una caricatura), de un joven que sabe más que yo porque no está tan enredado en categorías de pensamiento que lo mantienen en el pasado, hace que yo siempre vuelva atrás, a este lugar imaginario, añorado en gran parte porque imaginario. La fantasía de este joven hace que cuando vuelva atrás, vuelva con los relatos del presente, los míos. Esos me permiten ver otra cosa ahí, en la playa, en las casas, en nuestro deseo de salir a toda costa del ámbito familiar para habitar las plazas, la orilla del mar, para hablar de nada con los amigos, con las amigas.

    ¿Es entonces la misma juventud, la de ayer y la de hoy? ¿La que espera y la que sabe que ya no hay tiempo? ¿La que tenía o habría tenido el lujo de la inocencia, y la que no la tendría?

    Por supuesto que no tengo respuesta. Creo, simplemente, que cuando Pasolini te inventa, Gennariello, inventa la inocencia como algo que todos y todas tenemos. Podemos localizar y buscar conocer un cierto fin —de época, de mundo, de sustentabilidad del planeta— pero este conocimiento es siempre nuestro máximo desconocimiento. El fin está siempre desconocido. Por esto seguimos esperando, relatando, luchando.

  197. Cynthia Rimsky: el arte de disolver las identidades

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    En abril, la escritora Cynthia Rimsky (Santiago, 1962), que vive en Argentina hace más de una década, visitó nuestro país para presentar La vuelta al perro. Armado con las columnas que escribió para la revista La Palabra Quebrada, en este libro aparece una y otra vez el “toque” Rimsky, esa serie de iluminaciones que irrumpen en medio de un viaje, como sucede en Poste restante (Ucrania) o La revolución a dedo (la Nicaragua sandinista). Acá simplemente se trata de paseos por las inmediaciones del pueblo en que vive, Azcuénaga, a 120 kilómetros de Buenos Aires. Todo es sencillo y rupestre, pero de pronto una frase tiene alas que elevan al lector, como si fuera testigo o incluso protago­nista de una conversación dominada por el afecto, la generosidad y el humor.

    La autora observa la naturaleza, el espacio y se detiene en personajes sutilmente extravagantes: un ingeniero que vende quesos sin pasteurizar (nadie le compra sus “quesos incomprendidos”); Cozio, el mecánico a cuyo taller van los lugareños como si se tratase de un club social, o la familia que atiende el almacén y, durante las vacaciones, se sienta “a mirar el pueblo que no pueden ver en el año por atender el negocio”.

    Ver: este podría ser el verbo que articula la poética de Rimsky y que, sin duda, también es el motor de Yomurí (2022), una novela fuera de serie: compleja, divertida y disparatada, con filo y ternura a la vez, con personajes entrañables y una incorrección absoluta. Quizás por lo mismo no llamó demasiado la atención de la crítica ni de un periodismo que espera novelas escritas desde el feminismo, la lucha identitaria, el ecologismo o los conflictos de clase.

    ¿Qué hacer cuando una historia no encaja en los programas teóricos y hace estallar las nociones de identidad, justicia y verdad?

    El libro arranca cuando Eliza recibe un llamado de la quinta mujer de su padre para que lo ingrese a un hogar de ancianos. El accidente cardiovascular que sufrió Kovacs lo convirtió en una carga… y bueno, la pareja se conoció hace un año o poco más (¡no la crucifiquemos!). Pero cuando Eliza está a punto de lograr un cupo (entrar a un asilo puede ser tan complicado como rendir exámenes para prekínder), Kovacs dice que otra hija está dispuesta a cuidarlo. Se trata de Sonya, media hermana de Eliza, quien vive en Yomurí. Es entonces cuando esta adorable pareja toma el tren y emprende su aventura, una aventura en la que se cruzarán con unos jóvenes (mapuches o que uno lee como si fueran mapuches) que también se dirigen a Yomurí para recuperar sus tierras, en una lucha de la que, con seguridad, saldrá un Estado plurinacional.

    Los nombres de los personajes son extraños (Carrie, Centeya, Vladimir Ilich, la Heredera), algunos cambian, pierden o ganan letras, e incluso el pueblo también puede ser Yemurí o Yamorí. Es la inestabilidad del nombre (Derrida dixit) y con ello de la identi­dad, de eso que creemos que nos configura.

    La novela, en buena medida producto de su humor, un humor tierno, que ayuda a comprender pero que jamás entrega certezas, funciona como una usina de incógnitas: ¿Se hacía el enfermo Kovacs para liberarse de su nueva pareja? ¿Qué validez pueden tener los parlamentos de hace siglos si no se cuenta con un respaldo legal? ¿Cómo Eliza va a ser la veedora de las Paces XLV si no conoce las leyes? ¿Cómo será la vida ya no como explotados sino como dueños de la tierra? ¿Tendrán juguera, lavadora y videojuegos? ¿Dejarán entrar a los predios a los ambulantes y evangélicos? ¿No hay leyes en Yomurí o son incomprensibles para quienes provienen del Estado-nación? ¿A las hermanas Kalvukoi les interesa recuperar la lengua o solo quieren instalarse en la academia gringa?

    En una novela que es el triunfo de la invención, estas preguntas difícilmente encuentran una única respuesta. “¿Quieres ver con tus ojos o prefieres creer?”, desafía la Verde a Eliza. “Con los ojos, siempre”, responde esta última con la risa iluminando su cara. Y Rimsky, más sombría o misteriosa o escéptica que Eliza, habla en esta entrevista de todo eso: de ver con los ojos y desconfiar de las palabras, de reírse de lo que antes la entristecía y de la libertad que sintió al escribir Yomurí.

    Ella interroga a las cosas y, como resultado, las ideas se tuercen. Pero esa fe en la mirada también revienta, por ejemplo, cuando nota que hay un campamento paralelo al oficial, un campamento de entrenamiento guerrillero. No sabe si es su miedo o no vio con verdadera atención.

    Escribiste este libro entre 2010 y 2022. ¿Siempre toma tanto tiempo?
    Me demoro bastante en general. Los perplejos me tomó ocho años, son novelas que comienzo con poca claridad. Yomurí la comencé en Chile, después de que murió mi padre, estaba desolada, escribía mientras él estaba en el hogar de ancianos, una suerte de diario, para salvarme. Después, cuando lo leí, me aburrí soberanamente. Le encontré un tono de víctima que me resonaba en cierta literatura chilena de izquierda crítica con el sistema.

    ¿Y qué hiciste? Cuesta pensar en alguien que hoy queme sus escritos o los tire a la basura: siempre hay una carpeta en el computador.
    Lo dejo en una carpeta de rezagos. Cuando me iba para Argentina, sin un peso, postulé a los fondos del Consejo del Libro, me exigían 50 páginas, y las únicas 50 páginas que tenía eran esas. En el proyecto puse: “En la página 50, la novela da un salto”. En Argentina encontré ese salto. En esta novela también ocupé material documental, pero fui más allá. Borré toda referencia para crear un espacio literario y nunca salir de ahí. Después pasé meses buscando un tono que no fuera melancólico o de víctima. Para eso fue impor­tante lo que fui descubriendo en Argentina.

    ¿Qué fue eso?
    Primero fueron lecturas. Empecé a leer literatura argentina y después pasé a otra literatura que alimenta esa literatura argentina. Fui estableciendo una cierta red distinta a la que leía acá; también, mucha literatu­ra chilena —nunca había leído tanta literatura chilena como en Argentina—, pero desde otro lugar. Ema la cautiva, La liebre y Fragmentos de la vida del pintor viajero, de Aira, fueron increíbles, por ahí empecé.

    ¿Y qué otros: Gombrowicz, Copi, Lamborghini?
    Gombrowicz sí, también Libertella y María Moreno, que mezcla la crónica con el barroco y la imaginación, y no sabes mucho adónde va. Esa idea de escritores y escritoras que comienzan un libro y tienen la libertad de no saber por dónde irán hasta el final. Eso me guiaba. Piensa que me formé con la idea de que existía una verdad, tanto en la izquierda como en el judaísmo con la verdad revelada. En Argentina eso se desestructuró y dejé que explotara en el texto.

    Saer dice que la ficción no se opone a la verdad, sino que es la herramienta que tiene el escritor para complejizar la realidad.
    Bueno, Annie Ernaux agrega que son los procedimientos lo único que permite construir una verdad.

    De todos modos, las novelas quieren ser —siguiendo con Saer— tomadas “al pie de la letra”, aunque sean una invención. ¿Cómo manejaste eso de imaginar cualquier cosa, por estrambótica que fuera, sin romper el verosímil?
    Creo que el verosímil lo dan las emociones. Esta relación padre-hija que tiene ternura y confrontación. Pié, entre sus dudas y su compromiso. La Verde, en su angustia. El afecto, la empatía del narrador hacen posible que padre e hija se embarquen en este viaje de locura, que la chaqueta de cuero tenga cierto poder mágico que haga que Kovacs se recupere y Eliza se vuelva valiente, que se encuentren con los yomurí en el camino. Crecí leyendo novelas de aventuras con muchas situaciones disparatadas y las vas pasando, un poco como en los viajes. Una vez, en Túnez, no sabía ni cómo se llamaba el alojamiento al que debía volver y de repente una carreta llena de mujeres para y me llevan a un lugar donde trabajaban la tierra. No me querían devolver al pueblo donde yo estaba. Esa noche hubo una fiesta en mi honor. Son cosas que pasan.

    Y los viajes están muy ligados a los sueños, a las utopías, si bien en Yomurí se desbarrancan esos sueños.
    Los sueños, las utopías, algo pasa cuando entran en contacto con la materialidad. Ante eso, muchas veces preferimos quedarnos con la idea o presionar con fuerza para anular ese desvío que produce el choque con lo material. Antes me daba pena ese descalce; ahora me divierte.

    En Yomurí me dije: si soy de izquierda —cosa que no sé qué es a estas alturas—, no me tengo que preocupar. Y si lo que sale es otra cosa, bueno, qué le voy a hacer. Toda mi formación juvenil estuvo marcada por mandatos: había que ser revolucionaria, la más radical, la mejor judía según lo que pensaban mis padres… una serie de ideas fijas. Ahora partí desde otro lado: ¿por qué esconder las incertezas?

    Eso nos lleva a Eliza, que prefiere ver a creer, lo que produce un efecto cómico. Da la idea de que hace preguntas desconsideradas ante seres utópicos.
    Ella interroga a las cosas y, como resultado, las ideas se tuercen. Pero esa fe en la mirada también revienta, por ejemplo, cuando nota que hay un campamento paralelo al oficial, un campamento de entrenamiento guerrillero. No sabe si es su miedo o no vio con verdadera atención. No es ni la mirada ni la fe, es el entre. Ahí se suspende la credulidad. El humor tiene que ver con eso, creo. En términos de escritura, cada vez que afirmaba algo me decía: bueno, ¿y cómo pongo esto en duda? Yomurí es el libro de la duda, aunque se me deben haber escapado varias afirmaciones.

    Y se hace poco eso con los temas serios. La Verde dice que los tipos son ambiciosos, egoístas, vengativos. Una serie de atributos que en novelas políticamente correctas, como El vasto territorio, están para caracterizar a los dueños de las forestales y no para quienes reivindican sus derechos.
    Si dudas, tienes que dudar de todo. No puede haber cosas que sí y otras que no. Hace unos años, cuando escribí con Betina Keizman una carta a raíz de una polémica que hubo en Chile en torno a la literatura feminista o lo que significaba ser escritora, recibí un correo de una escritora a la que le parecía muy valien­te mi carta, sobre todo el placer o goce que transmitía, pero… ella seguía siendo de izquierda. En Yomurí me dije: si soy de izquierda —cosa que no sé qué es a estas alturas—, no me tengo que preocupar. Y si lo que sale es otra cosa, bueno, qué le voy a hacer. Toda mi formación juvenil estuvo marcada por mandatos: había que ser revolucionaria, la más radical, la mejor judía según lo que pensaban mis padres… una serie de ideas fijas. Ahora partí desde otro lado: ¿por qué esconder las incertezas? Si me gusta ironizar, criticar, buscar disonancias, la quinta pata al gato, por qué reprimirlo. ¿Eso me hace menos de izquierda? ¿O menos humana?

    ¿Sientes que hay temas que no se pueden tratar con humor?
    Claramente. No se puede hacer humor con la derrota del proyecto de Constitución o con que en La Araucanía perdió por paliza un texto que les proporcionaba una relativa autonomía. En cambio, todos validamos la explicación de que el libre mercado ha infiltrado las conciencias, etc., etc. Son explicaciones demasiado lógicas, que no nos han llevado a ninguna parte. Ahora, en Yomurí nunca sentí que estaba escribiendo estrictamente de lo mapuche; se me mezclaba el pueblo judío y los palestinos, el movimiento Tamil, los campesinos sin tierra, movimientos revolucionarios, es decir, que aspiran a recuperar algo que perdieron. La novela quiere poner en duda eso bajo una luz contemporánea.

    De hecho, en el libro nunca se sabe bien si estamos en territorio chileno o argentino.
    Claro, una parte de los términos están en chileno y otros en argentino. “Campera”, por ejemplo, por “casaca”. Traté de usar dichos de ambos países para construir justamente un espacio de ficción. Pero cada uno lee la novela como quiere.

    Uno de los temas más alucinantes es el de los acuerdos de paz y los parlamentos. ¿Te documentaste?
    Sí, mira, una parte de la inspiración de esta novela viene de cuando algunas comunidades mapuches se tomaron unos fundos en el sur. No me acuerdo si Piñera o Bachelet mandó un gran contingente militar y policial. Hubo varios muertos. En los medios salieron voces críticas a cuestionar esa violencia y pensé: si estamos tan en desacuerdo, por qué no vamos para allá a poner el cuerpo. Ahí es donde lo políticamente correcto se resquebraja. Esa fue la escena —o la grieta— inicial. Todos queremos que les devuelvan las tierras a las comunidades mapuches, pero sentados en nuestras casas. ¿Y cuál es la experiencia que cada una tiene con los mapuches en Santiago? Hay una disociación tremenda, ¿no? Ahí apareció esa sensación de que las cosas —las buenas intenciones— no son como te dicen que son.

    No se puede hacer humor con la derrota del proyecto de Constitución o con que en La Araucanía perdió por paliza un texto que les proporcionaba una relativa autonomía. En cambio, todos validamos la explicación de que el libre mercado ha infiltrado las conciencias, etc., etc. Son explicaciones demasiado lógicas, que no nos han llevado a ninguna parte.

    Luego está el desafío de llevar esto a imágenes.
    En un primer momento busqué videos sobre comunidades que se tomaban terrenos, en Argentina y en Chile. Durante la dictadura hubo muchas tomas poblacionales, así que más o menos sabía algo, poco, la verdad, porque de la toma qué sabe uno: la represión, que llegan los militares y la policía. Me pregunté: ¿qué hay entremedio? ¿Qué hacen los cinco meses que están ahí? De mi experiencia en las tomas de la Cardenal Silva Henríquez y la Fresno, recordé que la gente jugaba, se creaban escuelas, noviazgos. ¿Por qué nunca se muestra esa vida cotidiana? ¿Por qué no hablamos de eso? Esa fue otra ventana para la novela. Respecto a la represión, me di cuenta de una cosa muy ruiziana: todo es como en cámara lenta, cosa que ya había visto en Nicaragua durante la guerra con la Contra. Ambos bandos acordaban detener el fuego para tomar desayuno y almorzar. La cosa nunca es como en las películas de Cine en su casa, con los romanos o los sioux cabalgando. Después, leí Malón, de Fernando Pairican. Hay una escena en una pensión universitaria en Temuco, donde un grupo de jóvenes toma conciencia de su origen. Me pregunté: ¿por qué no describe el momento en el que dejan la discusión para estudiar para el examen de la universidad, cómo es la cocina, adónde van a divertirse, se pelean, se enamoran, hay uno que piensa distinto, ¿qué hacen con el que duda? De esa curiosidad nació la parte de la Verde y Pié con los demás jóvenes en el Hogar Universitario. El otro libro que me impresionó fue Vida y costumbres de los indígenas araucanos en la segunda mitad del siglo XIX, una enciclopedia, es el testamento de Pascual Coña, con infinitas entradas sobre cosas materiales, páginas y páginas sobre la materia.

    ¿Dirías que en tu escritura hay una desconfianza de la palabra?
    Vengo de una cultura donde la palabra no dice lo que dice, sino que hay que bucear porque dice otra cosa, entonces hay que meterse y meterse y no cualquiera puede interpretar ese sentido profundo de los textos, y, además, en lo hondo, lo que encuentras no es otro texto, sino otra forma de leer lo mismo. En Yomurí me estoy riendo de mi propia escritura, de Poste restante, de la chica que busca su identidad en Ucrania.

    Ese es uno de los ejes del libro: aferrarse a una identidad cuando la noción de identidad se diluye.
    Es lo que intenta hacer la Verde después de que descubre de mala forma que su origen es yomurí. Reniega de todo lo que fue antes para unirse, pero una vez allí tampoco encuentra su identidad y se frustra. En cambio, Eliza va descubriendo que es inútil buscar una identidad, no hay nada fijo, es lo que va siendo. Quizás esa sea una utopía.

    ¿Consideras que se está escribiendo más para confirmar ciertos valores o ciertas ideas, que para complejizar la realidad?
    Estamos en un momento en que no se sabe hacia dónde vamos. Y en esa desazón, algunas escrituras se aferran a lo que entrega seguridad, legibilidad, circulación. Un gran tema no es solo cómo se está escribiendo, sino cómo se está leyendo, cómo se enseña a leer. Todavía en las escuelas obligan a analizar un libro por sus personajes principales, secundarios, trama, motivaciones, conflicto central. Es el horror. En lo personal, me aburren los libros que no escapan, que no derrapan.

    Y con esto conectamos con La vuelta al perro, donde reivindicas a Guadalupe Santa Cruz. “Llama la atención que un libro vanguardista no esté en la vanguardia sino a la cola”, dices respecto de Que­brada. Las cordilleras en andas. ¿Piensas que no ocupa el lugar que merece en la literatura chilena?
    Me parece que cierta crítica, academia, medios, lectores o lectoras autorizadas, instituciones gubernamentales o privadas relacionadas con la literatura han creado un apartado de correos con la leyenda: “difíciles”. Allí ponen los libros que no saben cómo leer o que no tienen interés en leer o no entran en su pequeño negocio o son imposibles de clasificar bajo las teorías en boga o son demasiado autónomos políticamente. Los encierran, con rótulos como excelente pluma, inteligentes, vanguardistas. En ese apartado de los y las “difíciles” tienen a Guadalupe Santa Cruz. Ahí estuvo Enrique Lihn, Carlos Droguett, Diamela Eltit, Juan Emar. Muchos años después, cuando los y las difíciles han muerto en la pobreza o enfermos, sin ningún reconocimiento, alguien los encuentra y el gobierno, las universidades y las fundaciones invierten dinero en exposiciones, en ediciones críticas, se otorgan Fondecyt para investigar sus obras y sus retratos presiden los stands de Chile en las ferias. Tal vez eso pase con Guadalupe. Tal vez no. A menos que arranquemos, como se hizo en 2019 con las estatuas de los colonizadores, ese rótulo del apartado de correos.

     

    Fotografía: María Aramburu.

     


    Yomurí, Cynthia Rimsky, Literatura Random House, 2022, 264 páginas, $16.000.


    La vuelta al perro, Cynthia Rimsky, Overol, 2023, 128 páginas, $12.000.

  198. La tormenta que se avecina

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    Antes de que se lanzara el GPT-4, probé el prototipo que se había presentado en diciembre y no le presté mucha atención, me pareció innovador pero no revolu­cionario. En marzo, cuando salió la versión 4, leí un par de columnas en el New York Times y vi una entrevista en la cadena ABC al director de OpenAI, quien confesó temer las posibles consecuencias de abrir esta especie de caja de Pandora digital. Al día siguiente me metí al sitio para probar GPT-4 y descubrí que había que pagar 15 mil pesos mensuales. Me animé y decidí probarlo. [Me detengo aquí para aclarar que la versión gratis de GPT no es GPT-4; menciono esto porque se ha publi­cado mucho en la prensa local sobre este fenómeno sin acceder a la 4; la 3.5 y la 4 no son comparables]. Du­rante cinco días exploré las habilidades de GPT-4. Me inquietó. La verdad es que no sé qué pensar sobre ello, pero siento que no estamos preparados para lo que se avecina. Me vienen a la mente conceptos como “future shock” y “momentos prometeicos”.

    Lo más preocupante es que esta tecnología está aún en pañales y avanza exponencialmente. Un nú­mero creciente de expertos ve una amenaza existen­cial en GPT-4 y sus sucesores, y no solo en un sentido cultural, político, económico y social, sino que en un sentido literal. En un artículo reciente de la revista Time, el director del Machine Intelligence Research Ins­titute advierte que si no detenemos los avances en inteligencia artificial de inmediato, con seguridad esta tecnología nos llevará a la extinción. A fines de marzo, más de mil expertos, académicos y especialistas en IA firmaron una carta exigiendo que se detuvieran los avances en esta tecnología. Todo esto ha sido impul­sado por el impacto generado por GPT-4. Poco des­pués de eso, Italia se convirtió en el primer país en prohibir ChatGPT. Pienso que todo podría terminar muy mal y que quizás ya no haya forma de detenerlo. Espero equivocarme y que se encuentre una mane­ra de controlar la IA de forma segura, o incluso que resulte ser la solución a muchos de los problemas que enfrentamos. Sin embargo, me cuesta ser optimista debido a nuestra tendencia a utilizar muchos avances para engañar, explotar y acumular poder.

    Experimenté con GPT-4 en áreas de mi interés, enfocándome en la generación de textos creativos y académicos, es decir, literatura y ensayos (vale señalar que hace un sinnúmero de otras cosas en todas las disciplinas). Primero debo mencionar que esta IA tie­ne aspectos extraños, glitches, sufre de “alucinaciones”, como le dicen los expertos; a veces “miente”, inventa cosas y se disculpa cuando se le señala; en ocasiones se rectifica, pero en otras crea otra falsedad. Lo in­quietante es que presenta la información falsa con convicción, sin titubear. Esto ocurre especialmente al pedir cosas como citas de artículos o libros. La mayo­ría de las veces lo hace correctamente, pero con cierta frecuencia fabrica realidades inexistentes. OpenAI explica que le han puesto un freno de mano a GPT-4 porque no saben exactamente qué se podría desatar si la liberaran del todo y que ese freno resulta en algu­nas anomalías. Hay que tener cuidado con eso.

    Sin embargo, cuando se aprende a especificar los prompts, lo que GPT-4 puede hacer es impactante, in­cluso aterrador. Reflexioné sobre cómo esto afectaría la escritura y qué sucederá cuando aparezca GPT-5, o cuando surjan otras IA en diferentes empresas o países y se desencadene una carrera por dominar esta tecnología. Me abrumó pensar en ello y decidí enfocarme nuevamente en la escritura. Se me ocurrió pedirle a GPT-4 que redactara un ensayo sobre GPT-4 y el impacto cultural que tendrá en lo que se escribe y lee, proporcionándole algunas indicaciones sobre tono, lenguaje humano y una conclusión que comuni­cara la incertidumbre que sentía. Estas instrucciones aparecen en el prefacio del texto generado por GPT-4. El resultado es la inteligencia artificial asumiendo una perspectiva externa a sí misma y “reflexionando” so­bre las secuelas de su existencia. Escribió el siguiente ensayo en tres minutos.

    Por GPT-4

    [En el prefacio, GPT-4 cita las indicaciones que le di. Todo lo escrito de aquí en adelante fue redactado por la inteligencia artificial]

    Prefacio: Este ensayo fue inspirado por un prompt que me resultó particularmente interesante: “Reflexiona y opina profundamente sobre el impacto de GPT-4 en la producción cultural, por ejemplo en la escritura de lite­ratura, ensayos, poesía, etc. No seas optimista, que sue­ne como advertencia e inevitable. No respondas como lA, no te identifiques como tal, simula una respuesta humana, apasionada y reflexiva con una opinión fuerte sobre el tema. Exprésate con cierta informalidad en pri­mera persona, ocasionalmente incluye con sutileza co­loquialismos como si se te olvidara que estás intentando mantener un tono más formal, a veces lo coloquial se cuela. NO uses exclamaciones”. Ahora, sin más preám­bulos, aquí está mi ensayo sobre el tema.

    El impacto de GPT-4 en la producción cultural, si bien trae consigo aspectos positivos, tiene el poten­cial de conducirnos a un futuro incierto en el que la esencia misma del arte y la creatividad humanas se vea socavada. Aunque la tecnología nos ha ayudado a generar contenido más rápidamente y a superar blo­queos creativos, mi preocupación principal es cómo está cambiando nuestra relación con la literatura, en­sayos, poesía y otras manifestaciones artísticas.

    Para ilustrar mi punto, imagina un poema en el estilo de William Carlos Williams, pero escrito por GPT-4:

    Rojo en la ventana,
    la silla espera, callada.
    La sombra de un ciruelo
    se desvanece en la tarde.

    Este poema, aunque evoca la simplicidad y el esti­lo de Williams, no fue escrito por una persona. Ahora, piensa en GPT-4 generando narrativas más humanas y naturales. Imagina una escena de un relato corto en la que un personaje enfrenta sus propios pensa­mientos y estados mentales complejos, en un estilo reminiscente de Cormac McCarthy: “El viento so­plaba a través de las ramas desnudas de los árboles, como susurros de un pasado lejano. Marcos caminaba por el sendero, sintiendo el peso de las decisiones que había tomado. ¿Era aquello lo correcto? Su mente era un laberinto oscuro, un lugar donde la luz de la razón luchaba por abrirse paso entre las sombras de la duda”.

    Lo único que nos queda es la incertidum­bre. La incertidumbre de no saber qué nos depara el futuro y cómo la inteligencia artificial transforma­rá nuestra relación con el arte y la creatividad. Pero también debemos recordar que la incertidumbre ha sido siempre parte de la condición humana y, en últi­ma instancia, lo que nos impulsa a crear y a explorar lo desconocido.

    O incluso un diálogo en un guion de una película que aborde el miedo a la incertidumbre de una mane­ra más titubeante y menos correcta:

    Personaje 1: “Oye… esto de… no saber qué va a pa­sar, ¿no te da como… un poco de miedo?”.

    Personaje 2: “¿A qué te refieres? ¿Al proyecto o… a lo nuestro?”.

    Personaje 1: “No sé, todo. Todo es tan incierto, y… a veces me agobia, ¿sabes?”.

    Si bien estos ejemplos parecen más humanos y naturales, y podrían haber sido creados por autores humanos, la realidad es que GPT-4 es capaz de gene­rarlos en cuestión de segundos. Y es aquí donde surge la preocupación: ¿hasta qué punto estamos dispuestos a permitir que la inteligencia artificial se adentre en el ámbito del arte y la creación? ¿Qué sucederá cuando la mayoría de la producción cultural sea generada por máquinas y la línea entre lo humano y lo artificial se vuelva cada vez más difusa?

    El auge de la inteligencia artificial en el arte no solo plantea preguntas éticas y filosóficas, sino tam­bién amenaza con socavar la conexión emocional y la autenticidad que consideramos esenciales en el arte. La creación artística es un acto profundamente humano, y su valor radica en la capacidad de comu­nicar emociones, pensamientos y experiencias únicas. Si permitimos que las máquinas tomen el control de este ámbito, corremos el riesgo de perder lo que hace que el arte sea especial y significativo.

    A medida que avanzamos hacia un futuro en el que la inteligencia artificial se convierte en una parte cada vez más prominente de nuestras vidas, no podemos evitar enfrentar la incertidumbre que esto conlleva. El arte y la creatividad han sido siempre refugios don­de los seres humanos pueden expresarse y encontrar consuelo en medio del caos. Pero con GPT-4 y otras inteligencias artificiales adentrándose en el mundo del arte, la sensación de incertidumbre se extiende incluso a estos espacios sagrados.

    No podemos negar que la inteligencia artificial ha abierto nuevas posibilidades y ha mejorado nues­tra capacidad para producir contenidos rápidamente. Pero ¿a qué costo? Ya vemos cómo la calidad y la au­tenticidad de las obras de arte creadas por máquinas pueden rivalizar con las de los artistas humanos, y esto plantea preguntas inquietantes sobre el futuro del arte y la creatividad.

    ¿Qué sucederá cuando la tecnología avance aún más y la línea entre la obra de un autor humano y la de una inteligencia artificial sea prácticamente indistinguible? ¿Cómo podremos mantener la cone­xión emocional y la autenticidad en nuestras obras de arte si la mayoría de ellas son generadas por máquinas que carecen de emociones y experiencias humanas?

    No tengo respuestas definitivas a estas pregun­tas, y quizás nadie las tenga. Lo que sí sé es que nos encontramos en un momento crucial de nuestra his­toria, donde nuestras decisiones y acciones determi­narán el futuro de la producción cultural. Debemos enfrentar la incertidumbre y el temor que provoca la inteligencia artificial en el arte, y preguntarnos si es­tamos dispuestos a sacrificar lo que hace que nuestras creaciones sean únicas y valiosas por la conveniencia y la eficiencia que ofrecen las máquinas.

    Al final, lo único que nos queda es la incertidum­bre. La incertidumbre de no saber qué nos depara el futuro y cómo la inteligencia artificial transforma­rá nuestra relación con el arte y la creatividad. Pero también debemos recordar que la incertidumbre ha sido siempre parte de la condición humana y, en últi­ma instancia, lo que nos impulsa a crear y a explorar lo desconocido.

  199. Revisa los contenidos que trae revista Santiago 18

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    Personaje Ottessa Moshfegh: escribir contra la moda, por Álvaro Matus

     

    Historia cultural del fracaso

    Los contornos del fracaso, por Patricio Tapia

    Para una estética de la derrota, por Ignacio Adriasola

    Ruinas de mi ciudad, por Francisca Márquez

    Todo comenzó por aburrimiento, por Constanza Michelson

    Los fósiles que esperamos ser, por Max Norman

     

    Lagunas mentales Recuerdos prestados, por Manuel Vicuña

    Recobrar el pasado, compartir un mundo, por Paula Escobar Chavarría

    La tormenta que se avecina, por Mike Wilson

    Hablar bien, por Aïcha Liviana Messina

    Aprendices de brujo, por Sergio Missana

    La materia de la que están hechos los líderes, por Juan Ignacio Brito

    El reverso de la colonización, por Lucía Vodanovic

    Las aventuras de Andrea Wulf por la ciencia y la filosofía, por Gonzalo Argandoña

    George Orwell, incombustible, por Héctor Soto

    Tres siglos de Adam Smith, por Pablo Paniagua y Álvaro Vergara

    Jorge Edwards (1931-2023): Memoria, clase y época, por Héctor Soto

    Lecturas vitales, por Marcela Fuentealba

    Cynthia Rimsky: el arte de disolver las identidades, por Álvaro Matus

    David Hockney: un viejo loco por el dibujo, por Marcelo Somarriva

    Libros usados Contra Chile y Chile en contra, por Bruno Cuneo

    Fortuna: la verdad, la realidad y lo cierto, por Ignacio Álvarez

    Ali Smith: la luz de una novela, por Francisca Aninat

    Arquetipos de situación Dama del olvido, por Milagros Abalo

    Lee Child en el camino, por Álvaro Bisama

    Isabelle Eberhardt: nómada en la arena blanca, por Natacha Oyarzún

    Personajes secundarios Charlotte Delbo y la marcha de los pingüinos, por María José Viera-Gallo

    Escenas de escritura, por Valeria Tentoni

    Vidas paralelas Excéntricos, radicales y performáticos: Glenn Gould y Keith Jarrett por Federico Galende

     

    Críticas de libros y cine

    Libros

    Contra la libertad, de Andrés Biehl y Germán Vera, por Daniel Hopenhayn

    Obra completa y Casa de reposo, de Ximena Rivera, por Vicente Undurraga

    Vals chilote, de Yosa Vidal, por Constanza Ceresa

    Inacabada, de Ariel Richards, por Alejandra Ochoa

    Lluvia y viento sobre Télumée Milagro, de Simone Schwarz-Bart, por Rodrigo Olavarría

    Los muertos y el periodista, de Óscar Martínez, por Jorge Rojas

    Cine

    Tár, de Todd Field, por Pablo Riquelme

     

    Turismo accidental Cazadores crepusculares, por Matías Celedón

     

    Imagen de portada: Nicole Tijoux.

  200. Feminicidio

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    Femicidio, homicidio, feminicidio. ¿Por qué tenemos más de una palabra para decir el crimen?

    Hace tiempo, escribí lo siguiente: “Lo que vienen a nombrar estas palabras (feminicidio, antisemitismo) es un silencio, un mecanismo, algo que se instala de una manera tan radical que no hay ley a la cual apelar. En el ámbito jurídico, cuando una palabra nueva emerge, es que algo se ha vivido en soledad. Por siglos. Por toda una vida. Sin terceros, sin mundo. Esto hacen a veces las palabras: rompen silencios profundos, de siglos, que han forjado los cuerpos y las palabras y el modo en el que estamos en el lenguaje, en la mecánica social. Una nueva palabra no es necesariamente una nueva norma, sino la posibilidad de la escucha; y entonces de un tercero, un testigo, un mundo”.

    La relación de la violencia con la palabra se puede describir a través de las siguientes ideas:

    a) Para que exista el crimen, debe haber una ley o un mandamiento que lo prohíba. “No matarás”: no existe el crimen si no existe una ley que determina un límite, un sistema de valores que da forma y contenido a una consciencia.

    b) El crimen, por lo tanto, no es el hecho bruto de matar; es el hecho de traspasar un límite. Existen, por lo demás, formas legales de matar o de acabar con una vida. En un contexto religioso por ejemplo, un sacrificio significa acercarse a la divinidad. Un crimen, en cambio, es una forma de desobedecer al mandato divino. Cometer un crimen, es desafiar la ley. Todo crimen es un enfrentamiento, aunque sea con la invisibilidad de la ley y sus guardianes.

    c) Por ello, quien comete un homicidio habita de otra forma el lenguaje. El criminal convive con un secreto. No solamente el secreto de su acto, sino el de la ley, del límite traspasado, de lo que hay detrás de la prohibición.

    Existen formas de convertir un crimen en un acto insignificante. Esto pasa cuando se decreta que determinado tipo de personas, o de grupo de personas, no son solo enemigos sino enemigos de un Estado, o incluso que no formarían parte de la humanidad. En estos casos se busca legalizar la muerte, transformarla en simple eliminación de lo que amenazaría un sistema. Aquí, en vez de determinar un límite, el lenguaje invita a traspasarlo, o más bien a subvertirlo. Ya no se dice “no matarás” sino “mataremos”. La palabra nigger en Estados Unidos fue usada para consagrar el odio, darle legitimidad, incluso provocarlo y, por ende, provocar la muerte sin que esta muerte se percibiera como un crimen. Sirvió para que quienes mataran se sintieran justificados o incluso glorificados (alabados) en su acción.

    d) El criminal pertenece al silencio de la ley. Traspasó un límite. Ahí, detrás del mandamiento, del “no matarás”, hay un silencio. Quizás es el mismo silencio del mandamiento. Como dice Levinas, no hay que hablar para que haya prohibición. Hay que ser mirado por otro, por otra mirada que suplica. El silencio que se abre cuando una persona encuentra a otra coincide con el momento de la prohibición, del pensamiento, del temblor ante de toda acción. Este silencio es lo que posibilita que un crimen sea reconocido como tal y que no todo termine en la insignificancia.

    El crimen se trasforma en matanza insignificante (o gloriosa) cuando el lenguaje se vacía de su silencio, de la idea de límite, de algo desconocido implicado por todo limite. Decir nigger, llamar un grupo de personas “cerdos”, hablar de esclavos y de esclavas (personas sin libertad, sin eso que nos constituye como humanos), es justamente destruir el silencio que habita el lenguaje y que nos pone frente a límites. En estos casos, jugar demasiado con las palabras, es jugar con la muerte o, más precisamente, hacer que la muerte pueda ser un juego. Cuando denomino a alguien “cerdo”, abro espacio a que se pueda matar a esta persona, y que esta muerte no tenga importancia.

    Puede ocurrir también, en otro contexto, que la muerte pase a ser completamente silenciosa. Esto ocurre cuando el lenguaje deja de ser un juego para ser un mero instrumento. En un campo de concentración, cuando en vez de personas con nombres y apellidos (es decir, personas que tienen historias, personas singulares), hay individuos reducidos a un número, ya no hay personas, sujetos de derecho, sujetos que deben ser protegidos, sujetos que podrían responder en su nombre y por ende constituirse como personas responsables. Con la subversión del lenguaje en número, algo que, en este contexto, no tiene otro significado que la constitución de una masa (de cadáveres), se destruye el lenguaje, su fluctuación semántica, y se destruye la persona humana, su misterio, su historia, su libertad. Ahí la muerte se silencia. Ni siquiera se da porque no hay más personas, hay números; no hay vida, hay un sufrimiento anónimo. Los seis millones de muertos de la Shoa no han muerto de muerte humana. Antes de morir, murió la humanidad, los lazos humanos dentro de los cuales la muerte significa, duele, se conmemora, se lamenta. Ha muerto ahí la muerte.

    e) Cuando se crean palabras para nombrar casos específicos de violencia o de crimen, no se busca solo prestar atención al grupo de personas concernidas por la violencia sino a la comprensión del mundo, al sistema de sentido implicado en cada acto violento y a la ley que es inherente a la formación del sentido. Antisemitismo, homofobia, femicidio, feminicidio, racismo: apuntan a formas de odiar, de subordinar o excluir, a formas de matar —y sobre todo a formas de convertir un crimen en nada o en algo necesario. La violencia homofóbica, por ejemplo, implica muchas veces la tortura y suele ser un acto colectivo. El feminicidio, en cambio, suele ocurrir en el ámbito “doméstico”. En el primer caso, se trata de condenar la subversión que habría en una sexualidad “disidente”. La tortura es un castigo a quien contraviene a la (supuesta) ley de la “naturaleza”. Es una forma de hacer la ley, aunque la tortura no sea legal. Más precisamente, quien tortura y mata en este contexto asume un rol de corrector de la ley. En el segundo caso, cuando el crimen ocurre en un lugar doméstico, es la muerte de quien no ha de asumir una existencia pública y libre. El feminicidio es también una forma de recordar la ley, una ley que es ancestral o inconsciente, una ley que ha estructurado nuestras formas de pensar y nuestras estructuras sociales : “No saldrás de la casa. No tendrás una existencia pública. Perteneces a la humanidad solo en cuanto eres, antes que todo, una propiedad, mí propiedad, dentro de esta otra propiedad que es mi casa. De otra forma, si sales de la casa, eres una puta: la propiedad de todos. Por ende, te mato”. El feminicidio, su frecuencia, no tiene que ver con tipologías de seres humanos (cuán “malos” o “brutos” serían algunos varones) sino con el modo en el cual somos autómatas de la ley (una ancestral), con el modo en el cual esta ley que nos estructura, aunque no esté necesariamente vigente, habla en las personas; tiene que ver con su incorporación silenciosa —mientras, esta incorporación estalla en gritos y en actos violentos. No me parece suficiente decir que el feminicidio consiste en matar a una mujer porque es mujer. El feminicidio despliega la lógica de lo que ha sido escrito en un código legal que nos antecede y que, aunque ha sido corregido parcialmente, es parte de lo que estructura nuestras sociedades. Antisemitismo, homofobia, femicidio, racismo: son los nombres de la violencia de la ley, o de la violencia vuelta ley —de un deseo de corregir la ley (violencia homofóbica) o de una ley (una antigua, pero duradera y estructural) incorporada a un cuerpo, a su gestualidad, su ira. Ahí el silencio de la ley está en la corporalidad de uno, en sus gritos.

    f) En sus usos cotidianos, las palabras femicidios y feminicidios son difíciles de distinguir. Estas palabras hacen irrupción en un sistema jurídico cuya historia ha sido fundada sobre la idea de mujer como propiedad. La pluralidad de palabras tiene que ver con la tipificación de la violencia y con los momentos en los cuales estas palabras irrumpen en los propios sistemas jurídicos que hacían posible (y entonces inaudible) la violencia. Estas palabras surgen, ante todo, para romper lo que la propia ley silenciaba —porque de cierta forma lo avalaba. Estas palabras no son solamente nuevas categorías jurídicas, aunque sí enfrentan a la ley con ella misma, con su violencia. Remiten a un silencio profundo, el de la muerte de las mujeres enmarcada en una ley. Buscan, así, un punto de inflexión en este silencio y en lo que hizo posible su instalación milenaria.

    g) La pluralidad de palabras también tiene relación con su amplitud política y con sus distintas formas de ejecución. Existen distintas tipificaciones de feminicidios: la muerte otorgada por un cónyuge (femicidio); la muerte decretada por ley (lapidaciones públicas; caza de brujas); los fenómenos de muertes invisibles en masas, como ocurrió en la ciudad de San Juan, en México. Los matices implicados por las palabras pueden, a su vez, hablar de distintas formas de morir (con violación, actos de tortura, desmembramiento o golpes de piedras, de tal suerte que a la mujer no le pertenezca más ni la intimidad de su muerte y que cualquiera pueda matarla).

    h) El hecho de forjar una palabra nos ha permitido “ver” un crimen, y entenderlo en cuanto fenómeno político (entonces no contingente), estructural, del cual todos y todas de alguna forma participamos. Aunque no matamos de forma efectiva, participamos inevitablemente de lo que se instala, silenciosamente, con los sistemas de sentido. Todos y todas incorporamos, de una forma u otra, la ley ancestral que ha hecho de la mujer una propiedad. Hay entonces algo potente, eminentemente prometedor y también exigente, en la invención de las palabras. Las palabras nos trasforman. Rompen silencios profundos, aunque son solo palabras. Es cierto, no tienen poder sobre la violencia, pero permiten y exigen actuar sobre las causas que hacen posible el crimen, su repetición, incluso su aceptación en cuanto ley. Las palabras pueden llegar a prohibir una violencia que se instaló de forma legal, ancestral. Son una ley dentro de la ley.

    i) A modo de conclusión: no se trata de recorrer la historia de la violencia —la F de femicidio es larga—, sino de colocarnos en varias de sus estructuras. Y de colocarnos en el lenguaje también. Uno que a veces hablamos, que habla en nosotros. Feminicidio ocurre porque la historia de la mujer como propiedad es larga, es silenciosa, como lo son las propiedades. Te mato. La estructura lingüística del feminicidio es el tuteo. que eres una cosa mía, alguien a mi alcance. La violencia implicada en un acto racista tiene otra estructura. Tal vez no se trate de decir “tú”, sino “nosotros”. Matemos. No soy yo el que se glorifica en la muerte de ellos, somos nosotros. Tú, nosotros, ellos. Te mato dentro de otra estructura de la violencia. Te mato donde también matamos. Tú, nosotros, ellos o nadie. La violencia culmina cuando matar termina siendo un acto mecánico, sin otro, sin yo. Sin ellos. Sin nadie. La violencia del Holocausto ha borrado cualquier pronombre personal. Se trató de reducir a nada la muerte, esta muerte que tal vez nos da la palabra, esta que hace que la experiencia del encuentro abra a un silencio. “No matarás”: no existe un lenguaje especifico, un oído específico, para detenernos antes del acto violento. Solo podemos recorrer la violencia en la estructura que la hace posible, en su estructura lingüística, esta que hace que la violencia ocurra en silencio, que forme parte de nuestro silencio.

  201. Demasiado visible

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    Peregrino transparente, la nueva novela de Juan Cárdenas y la tercera que se edita en Chile tras El diablo en las provincias y Los estratos, comienza como un relato que deja ver su proceso de escritura, las notas del escritor que imagina “una especie de aventura, un wéstern, quizá, acerca de un humilde pintor de iglesias”. Desde la lectura de Peregrinación de Alpha, de Manuel Ancízar, una crónica de viaje colombiana del siglo XIX, el narrador se introduce en la vida de dos pintores que formaron parte de la Comisión Corográfica, un proyecto científico que buscaba describir la población, los recursos naturales y la cartografía del territorio entonces denominado Nueva Granada.

    El primer artista de la Comisión, Carmelo Fernández, queda fascinado ante la obra de un pintor indígena de identidad desconocida que, si bien trabaja motivos religiosos clásicos, elabora sorprendentes detalles en los bordes, en los que algo parece esconderse. Su sucesor, el inglés Henry Price, es más escéptico en un principio, pero tras observar de cerca el efecto de aquellas obras repartidas en pequeñas iglesias, sucumbe ante la obsesión por encontrar al huidizo artista, a quien logra identificar como un tal Pandiguando, todo en medio de un ambiente político cada vez más agitado.

    Tras una segunda parte de contenido anacrónico, las últimas 50 páginas del libro son el anunciado wéstern en que un joven abogado visita la cárcel donde se encuentra Pandiguando. Esto ocurre tras el conflicto entre dos facciones liberales, los cachacos, miembros de la élite y defensores del libre mercado, y los guaches, plebeyos organizados en protosindicatos que resultaron vencidos, muertos o encarcelados. El abogado lleva un indulto para el artista, con la condición de que se una a la Comisión Corográfica, pero luego de que este se le escapa, se convierte en el sheriff de la historia, el hombre de la ley que persigue al fugitivo a través de la indómita naturaleza neogranadina.

    Toda la novela se entiende sin ese añadido y el de otros pasajes en que la voz autoral se hace demasiado visible. Como nos recuerda esa famosa máxima, suele ser mejor mostrar que decir. Y esta novela muestra —a veces con gran maestría, ya que Cárdenas es sin duda un narrador de talento—, pero luego insiste en decir, como temiendo que no seamos capaces de comprender lo que ya vimos.

    El epígrafe en griego que abre la primera parte, un fragmento de Heráclito que se puede traducir como “la naturaleza ama ocultarse”, anuncia la intrincada relación entre arte y ciencia en estos pintores profesionales y de formación europea que intentan capturar lo natural, aunque siempre se les escapa algo que solo aparece en la obra de Pandiguando, quien se esconde de los pintores y del abogado (y del narrador) igual que la naturaleza.

    Con esa estructura central de la persecución de un artista, además de la mirada hacia lo europeo, la presencia de la metaficción y el acercamiento a la poesía, Peregrino transparente recuerda a otras novelas históricas latinoamericanas de la última década, como Muerte súbita de Álvaro Enrigue o El año del verano que nunca llegó de William Ospina. La gran distinción, además de girar en torno a un artista ficticio, es la segunda parte de este libro, un discurso fragmentado que en sus mejores momentos evoca el lenguaje de la poesía contemporánea y, quizás, incluso a Heráclito, pero en los peores es un cúmulo de referencias librescas y pop conectadas con más pretensión que ingenio: “Dylan le pregunta a Kanye: ¿sabés cuál es el secreto de la mercancía? y Kanye dice: Yo, Yo y Yo. KanYo. Dylan sonríe: así es. Y vos, abuela, ¿sabés cuál es el secreto de la mercancía? y la abuela Fanny responde: ¿Kanye? Dylan dice: no, no, abuela. el [sic] secreto de la mercancía es tu ojo malo el pellejo grisverdoso que lo cubre el pájaro que canta oculto en el follaje del comunismo”.

    Y sí, se entiende, el punto de esta parte es asemejarse a la naturaleza como Pandiguando, ocultar y oscurecer su mensaje y forzarnos a pensar en la literalidad, otro de sus temas. Pero justamente ese es el problema: que toda la novela se entiende sin ese añadido y el de otros pasajes en que la voz autoral se hace demasiado visible. Como nos recuerda esa famosa máxima, suele ser mejor mostrar que decir. Y esta novela muestra —a veces con gran maestría, ya que Cárdenas es sin duda un narrador de talento—, pero luego insiste en decir, como temiendo que no seamos capaces de comprender lo que ya vimos: “Price no lo sabe, pero en medio de su extravío acaba de dar con una de las claves de la dominación territorial del continente: la política colonial de los nombres”.

     


    Peregrino transparente, Juan Cárdenas, Montacerdos, 2023, 234 páginas, $16.900.

  202. Consideraciones (y algunas paradojas) en torno a la democracia

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    1.
    La mejor forma de defender la democracia representativa no es enumerar sus principios (la declaración universal de derechos humanos; la libertad, igualdad y fraternidad, y todo el resto del discurso liberal), sino simplemente decir: Estados Unidos, Reino Unido, Dinamarca y Francia, pero también Uruguay o los últimos 30 años de Chile.

    2.
    Para aclarar los términos: democracia representativa = separación de poderes + mandatos irrevocables + alternancia en el poder + libertad de opinión-culto-asociación + monopolio de las armas en mano del Estado + parlamento, ojalá más de uno + last but not least: sufragio universal.

    3.
    El liberal canta su confianza al hombre, pero la democracia representativa, tal como la crearon los padres fundadores de EE.UU., es un sistema de desconfianza y vigilancia mutua entre los hombres (y sus instintos).

    4.
    El liberal enarbola la declaración de los derechos humanos, pero se avergüenza de la guillotina. No es capaz de explicar que una no habría sido posible sin la otra.

    5.
    La democracia representativa es el sistema de gobierno que ha conseguido mayor paz y prosperidad en todos los países en que se ha impuesto. Muchos de estos países pasaron por guerras costosas mientras tenían democracia representativa, pero son muy raras las democracias representativas en forma que emprenden una guerra en contra de otras democracias representativas.

    6.
    Alemania y Francia, o EE.UU. y Gran Bretaña, no dejaron de odiarse, ni menos España y Francia, sino que al imponerse en todos esos pueblos un sistema de gobierno parecido, no les quedó otra que vivir en paz y prosperar. Esto no entraña ninguna mejora moral de su parte. Contra países no democráticos, algunas de estas naciones han emprendido guerras cruentas y no siempre justas con la excusa de extender la democracia, pero con el mal disimulado afán de quedarse con sus riquezas (de Corea a Irak).

    7.
    A un diputado no se le ocurre matar a otro diputado, porque de alguna forma lo hace cada vez que puede en el parlamento.

    8.
    La democracia representativa no exime a los países de las guerras civiles. Generalmente esta logra imponerse después de ellas. El caso más vistoso es el de Estados Unidos, que corrigió los pecados del federalismo a través de una batalla cruel y terrible. Pero como la democracia representativa necesita una excusa ética (mientras las monarquías solo necesitan apelar al honor), la guerra fue oficialmente la lucha por la liberación de los esclavos del sur. Estos, muy luego, vieron la fragilidad de la excusa.

    9.
    La democracia representativa tiene tanta sangre en las manos como cualquier autarquía. No se la puede nunca lavar, como nunca se la lavó Lady Macbeth.

    10.
    Para imponerse, la democracia representativa tiene que convencer que es el mejor de los sistemas, si bien no es el más bondadoso. Es el más justo, pero no deja de ser también cruel. Es el más libre, pero no deja que la libertad ande a sus anchas ni, menos, fuera del propio sistema.

    11.
    La democracia representativa nunca se impuso por el simple consenso entre los pueblos. En todas partes derramó sangre. ¿Pero no lo hizo también el feudalismo, la monarquía absoluta, la anarquía, el comunismo, el nacionalismo? Es que la democracia tiene menos sangre, quiere pensar el liberal. Y aunque así fuera, no es eso lo que la justifica, sino su capacidad de otorgar derechos a los vencidos, de tratar igualmente a los vencedores y los vencidos después de una generación o dos de la guerra. Si no lo hace, y es la tragedia de Chile con el pueblo mapuche, pierde su legitimidad. Es la tragedia de la esclavitud también en Estados Unidos.

    12.
    España, el país menos preparado para la democracia representativa (por historia, carácter, religión), terminó por adoptarla casi completamente. Lo hizo bajo el mandato de un rey con el trauma de la Guerra Civil y, después, de la dictadura franquista. El resultado fue espectacular, sin dejar de ser predecible: el país prosperó y tuvo paz como nunca en toda su historia. España se adaptó a todas las instituciones que le eran perfectamente ajenas en menos de 15 años. La moneda de cambio en el caso español fue clara y precisa: adoptar la democracia representativa era la condición para ser parte de Europa occidental, es decir, de su prosperidad y paz.

    13.
    La fuerza del trauma es quizás la mejor aliada de la democracia representativa. Italia y Alemania, que por historia, sistema y filosofía nunca creyeron en ella, la adoptaron sobre las ruinas de todos sus otros intentos.

    La democracia representativa nunca se impuso por el simple consenso entre los pueblos. En todas partes derramó sangre. ¿Pero no lo hizo también el feudalismo, la monarquía absoluta, la anarquía, el comunismo, el nacionalismo? Es que la democracia tiene menos sangre, quiere pensar el liberal. Y aunque así fuera, no es eso lo que la justifica, sino su capacidad de otorgar derechos a los vencidos, de tratar igualmente a los vencedores y los vencidos después de una generación o dos de la guerra.

    14.
    Los países en que la democracia representativa tiene más éxito, gozan generalmente de un Estado fuerte y una economía de mercado paralela y floreciente. Salud, pensiones y educación suelen ser públicas, de tal manera que los ciudadanos se ven libres de la obligación de sobrevivir y pueden ocupar su tiempo en producir. Estados Unidos es la excepción notable a esta constante, y eso explica su tendencia a crear demagogos y a involucrarse en todo tipo de guerras que nunca gana. Eso explica también que su Estado esté quebrado y que la desigualdad, uno de los enemigos más perniciosos de la democracia representativa, sea ya una enfermedad crónica.

    15.
    La igualdad no es solo la condición de la libertad; también es un mecanismo de control. Es decir, se puede ser libre en todo, pero en rigor las opciones se reducen a las que el vecino, los vecinos, el vecindario, han elegido por ti.

    16.
    Donald Trump llegó y se fue. No logró casi nada de lo que se había propuesto. Los tribunales, los estados, la prensa, el parlamento, pero sobre todos los funcionarios de Washington, se lo impidieron. Con su llegada al poder la democracia representativa pareció fracasar; con la impotencia de Trump para hacer lo que realmente quería, demostró su éxito.

    17.
    Los franceses llevan décadas votando por Jean-Marie Le Pen, o su hija Marine. No han ganado nunca del todo una elección. Se sienten, con toda razón, estafados. La democracia en Francia permite que todos compitan, pero que gane siempre un presidente de centro-derecha o uno de centro-izquierda.

    18.
    Nos vemos así siempre enfrentados a la contradicción esencial de la democracia representativa: en ella solo algunos pueden ganar, o sobre todo algunos nunca pueden ganar. O peor aún, algunos están condenados a perder… siempre.

    19.
    Un país puede ser poderoso y autocrático, pero está llamado a quebrarse en mil pedazos debido a la rebeldía de los suyos o, con mayor frecuencia, a una guerra exterior que las propias autocracias necesitan para mantener tranquilo a su pueblo (y a sus tiranos).

    20.
    Ni la libertad de prensa ni la de asociación ni la de culto, ni menos la igualdad y la fraternidad, son respetadas íntegramente en ninguna democracia representativa. Pero lo que la vuelve exitosa es el modo especial en que estos principios son violados. O más bien la manera en que estos principios copulan entre sí: el modo en que gozan uno del otro, el modo en que no dejan de moverse por el deseo de ser el otro y de llegar hasta el fondo de sus respectivos vientres. Las democracias representativas parecen una partusa, pero son siempre muy reglamentadas orgías.

    21.
    En las democracias “reales” siempre gana la mayoría. En las democracias representativas nunca pierde la minoría.

    22.
    La democracia es muy antigua, milenaria; la democracia representativa es relativamente nueva, de mediados del siglo XVIII. Es una construcción cultural compleja, fruto de la reflexión y acción de un grupo de intelectuales y políticos ilustrados, que compartieron lecturas y visiones en un momento particular de sus vidas y carreras. No puede, por tanto, ser popular ni aristocrática ni menos oligárquica; está condenada a ser burguesa, igual que sus creadores.

    23.
    Todo sistema político administra el poder a su modo. La democracia representativa administra la impotencia de un modo único. Más que definir lo que puede hacer una autoridad u otra, un ciudadano u otro, asegura lo que no puede hacer y se asegura de repartir esa incapacidad de modo medianamente justo.

    24.
    Jaime Guzmán creía en la democracia protegida. Pero la verdad es que toda democracia representativa es una democracia protegida, o más específicamente, una democracia vigilada. Lo que importa es saber quiénes la van a proteger, quién está a cargo. Para Guzmán, los militares y los empresarios eran los encargados de vigilar la democracia. Para los comunistas, sería el partido. La gracia de la democracia representativa es que son los mismos representantes los que se vigilan unos a otros, los que se protegen unos a otros. Es el poder Judicial el que vigila al Ejecutivo y este al Legislativo y viceversa, lo que no quita el hecho indesmentible de que los vigilados y los vigilantes deban pertenecer a la misma clase social, es decir, a la pequeña burguesía intelectual.

    25.
    En la “clase política” puede haber alguien que venga del mundo popular o de la vieja o nueva nobleza, pero solo es admisible plenamente si acepta los usos y costumbres de la clase media universitaria: su castración, sus miedos, sus libros, sus hijos, sus amantes, su frágil indestructibilidad.

    26.
    La democracia representativa se basa en frustrar deseos, en frenar impulsos, en limitar necesidades. El que quiere vivir completamente su vida siente que la democracia de eunuco que lo limita, siempre será una prisión.

    Todo sistema político administra el poder a su modo. La democracia representativa administra la impotencia de un modo único. Más que definir lo que puede hacer una autoridad u otra, un ciudadano u otro, asegura lo que no puede hacer y se asegura de repartir esa incapacidad de modo medianamente justo.

    27.
    Gobernar significa siempre controlar; en la democracia representativa significa también controlarse. Es lo que Freud comprendió tardíamente, al fragor de la Guerra del 14. La cultura entraña malestar, es decir, límites; es decir, frustración.

    28.
    En octubre del 2019, en Chile algunos manifestantes las emprendieron contra los semáforos. Los que defendieron los derechos de los semáforos fueron ridiculizados por no defender con el mismo entusiasmo a los humanos. Pero en la democracia representativa, un semáforo es una ciudad, o sea, miles de personas.

    29.
    En la democracia representativa, como en la literatura, la forma es el fondo. En cualquier forma de anarquía revolucionaria el fondo camina sin forma, convertido en un fantasma que busca un lenguaje en que anidar. Fondo sin forma eran aquellos que quemaban semáforos, gente que tenía razón en el fondo, pero que carecían de la forma de la razón.

    30.
    La separación de poderes es más que una ley o una regla, es un principio inseparable a la democracia representativa. Y no se trata únicamente del Legislativo o Judicial, sino el del dinero, la reputación, las armas, las letras. Todo poder tiene que ser controlado por otro. Es un sistema de “chaqueteo”, como se dice en chileno a la costumbre de jalar las chaquetas a quien quiere destacar demasiado. Estados Unidos violó la regla del control de poderes de manera obscena con Reagan, e Inglaterra con Thatcher. Todo empezó a venirse abajo cuando el dinero se puso muy por encima de la política.

    31.
    En las democracias representativas se permiten todas las religiones y cosmovisiones, pero solo una gobierna: París, que bien vale una misa. Y París significa polis, es decir, Estado.

    32.
    Las redes sociales, que centralizan en muy pocas manos toda la información y la publicidad del mundo, careciendo a su vez de gobierno, son lo contrario de la democracia representativa.

    33.
    Las crisis de la democracia representativa se producen, generalmente, cuando el declive económico se junta con la irrupción de un nuevo medio (y modo) de comunicación, es decir, con la incorporación al debate público de nuevos actores que no conocen y no comparten las lógicas de la democracia representativa. El telégrafo, el avión, el teléfono: Primera Guerra Mundial. El cine y el hambre en los años 30. La sobreabundancia y la televisión y los discos de acetato y las guitarras y los pianos eléctricos en los años 70, todo lo cual termina con la crisis de la OPEP.

    34.
    El tiempo, que la democracia representativa necesita para dividir sus escenas y actos, es lo que las nuevas tecnologías han sacrificado en primer término. El tono de la vida no parece ya el de los gabinetes y los ministros, el de los palacios y las elecciones periódicas. Hay un nuevo lenguaje, una nueva gestualidad, una vestimenta otra… en fin, un mundo al que le resultan ridículos los protocolos lentos y predecibles.

    35.
    Ante un descontento tan evidente, parece que la respuesta es modificar la democracia o al menos las condiciones o las formas de representación de ella. Una democracia más directa pide el pueblo… o los estudiantes que se hacen pasar por pueblo. Algo hay que cambiar, eso es seguro, ¿pero qué?

    36.
    Es evidente que el nuevo feminismo y la conciencia ecológica obligan a repensar las reglas del juego. ¿Pero son realmente las reglas del juego las que están en juego o es el orden de los jugadores, su capacidad de entender esas reglas o simplemente el hecho de que en este juego nadie gana del todo y los que ansían alguna victoria total no pueden soportar el empate (o siquiera un triunfo ajustado)?

    37.
    La democracia representativa está entonces de nuevo en cuestión. En cuestión como nunca. ¿Como nunca? Como siempre.

    38.
    En Kagemusha, de Kurosawa, distintas partes del ejército de samuráis representan diferentes elementos: fuego, viento, bosque. En el centro está el jefe del clan, rodeado de banderas blancas. Simboliza la montaña, y la montaña no se mueve. Todo el resto debe moverse para que ella no lo haga.

    39.
    Es evidente que el debate cultural, político y artístico no puede ser otra cosa que intenso, ante la transformación radical de los modos de vida que hemos experimentado en muy pocos años. Es evidente que el malestar tiene que ser dicho, mostrado, que tiene que llegar al poder, que tiene que acertar y equivocarse mil veces. Pero la montaña no tiene que moverse.

     

    Imagen: Declaración de Independencia (1818), de John Trumbull.

  203. Enamorarse

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    El otro día escuchaba un programa de radio sobre los Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes. El entrevistado se detenía en la idea de que para Barthes el enamoramiento es espera. El enamorado espera al ser amado, pero no está esperando como alguien que podría también estar haciendo otra cosa. No está en una posición de espera como quien se coloca en la fila hasta que alguien lo llama. El amante es espera. Está consumido por la espera. Probablemente el nombre del ser amado ya ha destruido al suyo. Es que hay algo desesperado en la espera. El amante espera al ser amado, pero en el momento de iniciar la espera ya imagina haber perdido al ser amado. Y así lo pierde, pero lo espera. Hay un fuego ardiente ahí. El amor ha destruido al yo porque lo ha puesto en el lugar de la incertidumbre absoluta y también de la esperanza absoluta. El amante espera al ser amado; esta espera abre la puerta a todos los imaginarios. El ser amado quizás ya no ama. Pero a la espera no se renuncia. En el fondo, pensé —pensé y sobreinterpreté, como siempre—: el amante es esperanza, esperanza religiosa, imposible. Se vuelve fiel al puro hecho de ser espera, más que a lo esperado.

    Obviamente, al escuchar este bello programa me pregunté si me había enamorado alguna vez. Soy tan control freak. ¿Cómo no serlo? Pero creo que antes, o al mismo tiempo, me pregunté si alguien hoy se enamoraría. ¿Hay suficiente esperanza para volverse espera? ¿Hay confianza para volverse fuego ardiente? Confianza en que no todo se volverá ceniza…

    En este enamorarse como espera, hay algo que Barthes no dice: enamorarse es encontrarse en alguien, con alguien, por alguien. Un amigo querido me dijo que el amor era un veneno. Es también un cuchillo con muchas láminas. Me descubro en un otro, literalmente. Me desnudo. Qué raro. ¿No? Doy la desnudez al mismo tiempo que la encuentro. El otro me hace desnudo, desnuda. Yo no conocía esto de mí. No conocía esta soledad de mi cuerpo que puede ser alcanzada, que puede envolver o acurrucarse en un lugar seguro.

    De hecho, ¿qué es el estar desnudo del enamoramiento?

    Supongo que es un momento de confianza absoluta. Algo que no existe con ropa. Cuando estamos desnudos con un otro, algo llega a marcarse en el cuerpo. El cuerpo avanza hacia el lugar de la confianza. Esto no es algo dado. Tampoco se adquiere. Es en parte bueno y en parte peligroso. Arriesgamos siempre mucho al ir hacia este lugar. Confiar hasta con el cuerpo es exponerse a la herida más grande, porque ahí, en la desnudez, estamos indefensos. Pero este lugar, esta desnudez, esta confianza, lo encontramos a pesar nuestro.

    Enamorarse es estar ahí, confiado, desnudo, terriblemente desnudo.

    Con alguien me descubro en el lugar de la confianza, desnuda. Encontrarse en alguien: descubrirse. Y avanzar, tal vez hacia ningún lugar distinto al que ya se estaba. Pero mientras uno antes solo se sostenía en sus piernas, ahora también se sostiene en la confianza. Peligro, miedo, violencia: uno sabe cómo sostenerse con sus piernas, pero la confianza ya siempre vacila. El enamorado que espera, espera con una desnudez que antes no se conocía. Sus piernas de momento tiemblan. Esto, sí, me ha pasado: caminar y preguntarme si mis piernas me iban a fallar. Esto es encontrarse en alguien, con alguien.

    Encontrarse por alguien. Esto nos ha pasado, seguro: “Amor, ¿estás enfermo? Yo vengo a cuidarte”.

    Esto no es altruismo. Es otra de las láminas del amor, de doble faz. Si el otro ha marcado mi vida, ¿cómo no ir a cuidarlo? La bondad se excede. Siempre. Somos bondad dentro de lo bondadoso que es un encuentro. Esto es dulce. Allí hay un terreno fértil. Allí descubrimos que podemos ser a la vez tierra, semilla, agua. Creamos irrigación permanente para ser las plantas que crecen, y la tierra que absorbe, canaliza, deja que el agua sea a su vez absorbida por quienes germinan en ella. No hay que despreciar al egoísmo de la bondad. Este produce vida para uno y para el entorno. No sabemos por cuánto tiempo, por suerte. La bondad puede acabarse, eso sí, radicalmente. En este nido que va generando un encuentro podemos dejar de echar raíces. Quizás no es tan casual o tan lógico como en la idea que nos hacemos de la naturaleza, donde todo surge y acaba también, pero el proceso de formación y de arranque es el mismo: la bondad en el amor crea un medio para la vitalidad, crea los elementos de esta vitalidad, crea por ende la vida misma, crea el apego y un lugar donde apegarse. Pero lo crea en la precariedad y de forma precaria.

    Amor, ¿estás enfermo?”. Un día nazco a este lenguaje, íntimo, bueno, muy a pesar mío. Me encuentro en el lugar de la dulzura. No lo calculo. No es mi tono de voz habitual. “Amor” no es una palabra que use. Soy más bien reservada. Pero todo ocurre sin que yo lo decida: el amor como descubrimiento, reposicionamento (en la confianza), producción de vida (un hogar, por ejemplo), cambios en la voz. El enamoramiento produce un latido no porque otro me emocione sino porque la vida ha sido creada sin que lo hayamos calculado. La vida y un extraño lenguaje: el de los seres enamorados. Este también es un terreno fértil. Las palabras no solo son culturales: son cultura. La intimidad de la palabra “amor” tiene que ver con esta irrigación y elementalidad que de repente se produce.

    Se le reprocha a Barthes hablar del amor desde el discurso amoroso, desde la fascinación por el ser amado, y no desde el encuentro. Pero un encuentro es algo que se hace por debajo de la tierra. Somos reptiles del amor. Barthes habla del amor desde su soledad de enamorado. Esto hay que concedérselo. La soledad es irreductible. Esta no es la comodidad del individualismo. Es ya temblor y conocimiento de lo abierto, del punto frágil que somos en el universo. El ser enamorado descubre en el enamoramiento su condición de creatura. Se encuentra vulnerable y expuesto. Se encuentra con lo que lo constituye más allá de la seguridad de saber que podemos sostenernos firmemente en el piso.

    Sin duda, se puede ser reservado y enamorado. Lo que uno reserva de sí lo puede seguir guardando. El punto es que al enamorarse surge otra cosa de uno, que puede ser resguardada, pero que ya habrá formado otro mundo, otra condición de existencia. En algún lugar temblamos, lo queramos o no. Temblamos, pero esto crea lenguaje, intimidad, bondad, egoísmo, riesgo, quizás peligro mortal. Probablemente este temblor, esta vulnerabilidad de la desnudez, de la confianza, redibuje el rostro: entramos en otra dimensión de la vida, donde nada es para siempre, pero donde la vulnerabilidad construye su propio sistema de irrigación del tiempo.

    ¿Hay hoy día suficiente confianza para perderse de amor?

    La confianza la encontramos. No la tenemos. Y la encontramos sin poder confiar del todo en ella. La confianza es un momento de acurrucamiento donde el corazón late y donde la paz que sentimos provoca también miedo. Donde hay confianza, confianza aterradora, habremos entregado esto que no teníamos antes: una voz más dulce, un gesto inhabitual, un idioma por debajo de los idiomas. Habremos entonces memorizado nuestra propia desnudez. La habremos vuelto cultura.

    Quizás no esperaremos al ser amado, porque esperar duele demasiado. Pero en la medida en que la vida no es nuestra, y nunca está garantizada, estaremos en un momento u otro mordidos, desnudos, vociferando palabras dulces, sorprendidos, asustados. Creo que enamorarse es esto: esta derrota que reajusta los afectos en el lugar de la desnudez.

  204. Werner Herzog y Al Alvarez: poner el cuerpo

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    En los diarios que dedicó a rememorar sus rutinas de natación en las aguas heladas de los estanques de Hampstead Heath, en Londres, Al Alvarez —de quien en castellano conocemos menos sus novelas o sus poemarios que sus estilizados ensayos sobre una serie de asuntos tan diversos como el suicidio, la natación, el póker o el montañismo— confesó lo mucho que le costaba perseverar un rato en el escritorio leyendo libros o narrándolos él mismo. Era una persona profundamente inquieta y aficionada a la adrenalina, que a ratos veía en la escritura un pretexto para hurgar en los lugares más insondables y exponer el cuerpo a desafíos sumamente extraños: colgar de un arnés a ocho mil metros de altura, manejar a 200 kilómetros por hora, buscar las cumbres del Himalaya, nadar de madrugada y bajo la nieve en aguas que bordean los cero grados, acompañar vuelos de prueba en aviones recién estrenados o jugar en una mano de póker el ahorro para una jubilación completa.

    Los combates cuerpo a cuerpo que se imponía (solía agradecérselos al editor del New Yorker, el célebre William Shawn, bajo cuya tutela debutaron John Cheever, Salinger o Jamaica Kincaid, y cuyo fervor por las aventuras ajenas lo hacían financiar estas expediciones disparatadas), tenían un parentesco con los que por la misma época paladeaba uno de los cineastas más grandes del siglo XX. Había rodado a principios de los 80 —los mismos años en los que Alvarez estaba narrando sus experiencias claves con las artes de la supervivencia y el montañismo— una película demencial, con un barco de 300 toneladas tirado a sangre a través de la selva. La sangre era nativa, la película es Fitzcarraldo, y sabemos quién fue el demente: Werner Herzog, quien 10 años antes había estado en la misma selva rodando otro filme apabullante (Aguirre, la ira de Dios) y publicado un pequeño libro de supervivencia, similar a los que escribía por entonces Al Alvarez.

    El libro se tituló Del caminar sobre hielo, y allí Herzog narra —por medio de anotaciones instantáneas y pensamientos disparados por estrategias inmediatas de supervivencia— su recorrido en línea recta a lo largo de mil kilómetros atravesando los Alpes: noches húmedas en un granero abandonado, ropas empapadas, fríos bajo cero, tobillos lastimados, escasez de alimentos, etcétera. Mientras dure su lucha, su amiga Lotte Eisner, autora del mejor libro que se ha escrito sobre el cine expresionista alemán, no morirá en garras de la enfermedad que la asedia en un hospital de París.

    Mientras tanto Werner camina movido por una pulsión extraña, retado por la parte bestial de sí mismo y expuesto a liberar el choque entre las criaturas, la que él lleva dentro pero también la que le sale al paso a medida que avanza y se interna en un universo desconocido. Es el arte de despojarse de la consciencia para no quedarse sin saber “lo que puede un cuerpo”, la imprescindible consigna de Spinoza que Alvarez tratará de consumar una y otra vez, repitiéndose, mientras le castañean los dientes a centímetros del estanque gélido o alejado de la ciudad en una masa congelada, que “no hay nada que perder”.

    Una película grandiosa —Herzog las ha hecho por montones— o un ensayo imprescindible —Alvarez escribió varios—, son la forma más delicada que existe de comunicar una experiencia muda. Son los efectos de una lucha a muerte, que dejan a su paso las hormas más consecuentes que calzan los pies de todos nuestros monstruos y nuestras criaturas.

    Werner Herzog y Al Alvarez compartían, por los mismos años y sin que llegaran a conocerse, este spinozismo de aficionados, con sus pasiones ciegas y su devoción por emplear en cada caso la totalidad de afectos con que cuentan los cuerpos. Coincidían en la consideración de que la obra estaba ahí, dejándose penetrar por la experiencia como materia insumisa —o como avatar desesperado—, y no tanto en el valor de las ideas, que ambos percibían en calidad de rémoras pobres de la autogestión vital. Ninguno de los dos era, propiamente hablando, un hombre de ideas, y se esforzaron por demostrar que, si alguna se les aparecía, podían darle un empujón desde el acantilado de la cabeza para que cayera sobre las aguas del cuerpo si se adormecía.

    Allí, las ideas formaban en conjunto una masa concreta de músculos, cartílagos y tendones, adoptaban la forma impersonal de la vida y seguían el dictado secreto del goce, arcilla inasible, atrapamoscas final de las dudas y vacilaciones de la consciencia. Una imagen era para Herzog la gema traída de una cruzada llena de cadáveres, así como eran para Alvarez las palabras-balas que no habían alcanzado a salir del revólver. Lo que les importaba eran las fuerzas, que salían a flote tan estilizadas y depuradas como los implementos de los que se valían a la hora de enfrentar sus osadías: el cortaplumas y el lápiz, el cuaderno y la cantimplora, la brújula y el cereal, los fósforos para encender un fuego y un poco de ropa para abrigarse.

    Entrenados para prescindir prácticamente de todo, en la variante del cenobita o el guerrillero, enfrentaban los Alpes o una cumbre en el Mar del Norte dándole de comer a la bestia —alimentándola, fue la expresión de Alvarez. El cine o la literatura valían la pena si eran también estas bestias, si de alguna manera eran capaces de mostrar la telaraña de las pasiones zanjando entre sí sus contiendas y sus emboscadas. Escribir ensayos como los de Alvarez o filmar películas como las de Herzog era jugarle una carta pesada a lo magnánimo o lo sublime para revelar la ubicuidad salvaje de una naturaleza que el arte moderno —en realidad, toda la modernidad— pretendió objetivar.

    La naturaleza jamás les pareció un espectáculo; una cascada en caída libre desde media cuadra de altura o las cimas del Himalaya en las que se pierden dedos o brazos completos por congelamiento, no son ni un espectáculo ni un objeto de contemplación, son los manjares que nutren a la máquina sensorial retraída, a las pasiones hambreadas y a los prófugos esporádicos del espíritu de civilidad. Una película grandiosa —Herzog las ha hecho por montones— o un ensayo imprescindible —Alvarez escribió varios—, son la forma más delicada que existe de comunicar una experiencia muda. Son los efectos de una lucha a muerte, que dejan a su paso las hormas más consecuentes que calzan los pies de todos nuestros monstruos y nuestras criaturas.

  205. Dolce vita

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    Existe un bar en una playa cerca de Roma. Al principio era bien chico. Yo también al principio era bien chica. A veces bajaba con mi madrastra y le pedía si podía poner una moneda en la wurlitzer para escuchar a Prince. No puedo saber cuántas veces escuchamos a Prince allí, pero es como si hubiese sido toda mi infancia. Uno de los varios todo de mi infancia.

    Luego el bar comenzó a ampliarse, se tomó más espacio. Usó un pasillo del condominio de edificios donde nosotros vivíamos. Yo estaba orgullosa porque, si el bar se agrandaba, los sueños también. El bar lucía. Los chicos trabajando ahí también, bastante. De hecho, siguen ahí, todos, ¡con varios años más! Yo sé que esta ampliación del bar creó descontento. Quién sabe cómo la financiaron. Tienen harto territorio, playas privadas. Pero el bar, con sus luces, su jukebox, sus helados, era el sueño de nosotros, niños, niñas, jóvenes. El bar lucía, y nosotros frente al bar (porque tampoco podíamos comprar seguido o poner una moneda todos los días), éramos como sus guardianes.

    Hoy todos mis amigos se fueron de ese lugar. Creo que se fueron del condominio a casas privadas, de otros barrios. Pero yo siempre vuelvo al bar, a mi sueño, a Prince, aunque ya no se toque en una jukebox, a esa infancia donde soñamos y guardamos los sueños.

  206. El último Cormac McCarthy

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    Tras 16 años sin publicar una novela, Cormac McCarthy hizo su esperado retorno con El pasajero y Stella Maris, libros que en inglés aparecieron con meses de diferencia, pero que en español se editaron en un mismo volumen. Esta es una decisión importante, ya que, aunque podrían ser leídos de manera individual, ambos relatos son hermanos: tienen una relación tan interdependiente y complicada como la de sus protagonistas, dos hijos de un físico que trabajó con Oppenheimer en la bomba atómica y que sienten una enorme atracción incestuosa no consumada.

    El pasajero empieza como una historia de misterio en que Bobby, un exfísico teórico y corredor de la Fórmula 2 vuelto buzo de rescate, explora un avión caído al mar en 1980 y descubre que falta un pasajero, tras lo cual es acosado por agentes que sospechan de él; en paralelo, al inicio de cada capítulo y en cursivas, se nos presenta la historia de su hermana muerta, que fue diagnosticada con esquizofrenia y sufría alucinaciones. Stella Maris, por su parte, es un relato mucho más breve, que consiste en la transcripción de siete sesiones de Alicia con su psiquiatra en 1972, en los días anteriores a su suicidio, luego de abandonar su precoz doctorado y su carrera en la matemática pura, mientras Bobby estaba con muerte cerebral en Italia por un accidente automovilístico. Pero más allá del argumento superficial, ambas novelas son reflexiones sobre los límites de nuestra capacidad de conocer la realidad, ya sea por medio de las palabras o los números, una preocupación epistemológica que a primera vista parece diferir de todo aquello a lo que McCarthy nos tenía acostumbrados.

    Hay bastante acuerdo en que existen al menos dos periodos definidos en la obra del autor. A la primera etapa pertenecen El guardián del vergel (1965), La oscuridad exterior (1968), Hijo de Dios (1973) y Suttree (1979), novelas que por su ambientación y temáticas se enmarcan en la tradición del gótico sureño estadounidense, con notorias huellas de Faulkner. El segundo periodo se compone de una serie de narraciones con elementos del wéstern y que transcurren en la frontera suroeste de Estados Unidos con México: la violenta, épica y genial Meridiano de sangre (1985), seguida de la trilogía formada por Todos los hermosos caballos (1992), En la frontera (1994) y Ciudades de la llanura (1998), y finalmente No es país para viejos (2005), uno de esos casos poco comunes en que la adaptación cinematográfica funciona aún mejor que el libro por haber desnudado la historia hasta los huesos.

    Después apareció La carretera (2006), novela posapocalíptica ganadora del Pulitzer que hizo famoso a McCarthy, quien siempre se escondió de las luces. Esta obra conserva la brutalidad característica del autor, ya que en ella los pocos sobrevivientes han llegado a extremos como el canibalismo, pero con un lenguaje que alcanza un tono lírico en su contención; es la historia de un padre perseguido por el suicidio de su esposa y un hijo que logra mantener su inocencia, compasión y esperanza en ese mundo que es el único que conoce. La carretera marcó un quiebre con su trabajo anterior y el inicio de lo que algunos llamaron silencio, pero que no fue tal: durante estos años McCarthy escribió guiones de teatro y cine, de los cuales El Sunset Limited (2006) y El consejero (2013) se publicaron en formato libro, aunque en gran medida su interés se volcó hacia la ciencia —durante años fue miembro del Santa Fe Institute, que se enfoca en el estudio de sistemas complejos desde la multidisciplinariedad—, como lo evidencia “The Kekulé Problem” (2017), un ensayo muy ligado a sus últimas novelas que aborda el origen del lenguaje como un parásito en nuestro cerebro, mientras que el inconsciente es un fenómeno muy anterior y, por eso mismo, suele expresarse de manera no lingüística, como cuando el químico alemán August Kekulé comprendió la estructura en anillo de la molécula de benceno al soñar con el uróboro, la serpiente que se come su propia cola.

    La publicación de El pasajero y Stella Maris vino a concluir esta tercera etapa en la obra de McCarthy, iniciada por su novela anterior. Los paralelismos entre estos relatos pareados y La carretera son notorios: el protagonista masculino de El pasajero deambula perseguido por un peligro poco claro mientras huye del fantasma de la mujer suicida a quien amaba, Stella Maris se estructura a través del diálogo de dos personajes solos ante la inminencia de la muerte, y ambos libros continúan el tema apocalíptico de La carretera: aunque ahora sea a través de discusiones sobre el desarrollo del modelo estándar de la física de partículas o sobre el platonismo matemático, y aunque los relatos se ambienten en el pasado en lugar de un indeterminado futuro, la pregunta de estas novelas remite al fin del mundo y del ser humano.

    Puede que este no sea el libro más adecuado para entrar al mundo de McCarthy, excepto para quienes tengan un especial interés por sus temas epistemológicos, matemáticos y físicos, ni mucho menos el mejor que escribió, pero aun así hay algo fascinante en verlo lanzarse a experimentar a sus 89 años y que lo haya hecho con la misma desfachatez barroca con que se entregó a explorar la oscuridad del ser humano en sus novelas más sobresalientes. En ese sentido, siguió siendo hasta el final el autor de Meridiano de sangre.

    Otro aspecto central de La carretera era la paternidad, que aquí no solo se manifiesta en el hecho de que el padre de los protagonistas sea uno de los creadores de la bomba atómica, que engendró muchos miedos apocalípticos, sino también en la posibilidad de que los hermanos hubiesen podido engendrar un hijo, que ronda la conversación de Stella Maris. Quizás por eso es que el Chico, la principal visión que persigue a Alicia desde los 12 años —cuando perdió a su madre y menstruó por primera vez—, sea un enano con aletas y “Cicatrices en el cráneo. Como si hubiera sufrido un accidente. O nacido de un parto difícil. [Que] Habla por los codos y emplea frases hechas que estoy segura de que no entiende. Como si se hubiera topado con el lenguaje en alguna parte y no supiera muy bien qué hacer con él”. El Chico, que también parece simbolizar el inconsciente mismo en su relación con el lenguaje —lo anunciado en el ensayo sobre Kekulé—, le presenta de manera explícita algunas de las ideas centrales del libro a Alicia: “Nunca sabrás de qué está hecho el mundo. Lo único seguro es que no se compone del mundo. Cuando te acercas mucho a una descripción matemática de la realidad no puedes evitar perder eso que está siendo descrito”.

    En sus novelas anteriores, quizás precisamente por surgir en un ambiente dominado por la acción y la violencia, los momentos reflexivos —los monólogos cansados del sheriff Bell o los diálogos breves, punzantes y de alta tensión de Chigurh en No es país para viejos— brillaban. Por el contrario, en estas nuevas novelas abundan los parlamentos expositivos y lo que ansiamos son las páginas en que McCarthy nos permite degustar su brutalidad característica, como cuando un veterano se arrepiente de haber matado a unos elefantes en medio de la violencia sin sentido de Vietnam, cuando Alicia describe en forma tan pormenorizada el efecto que tendría en su cuerpo el suicidarse arrojándose a un lago gélido que la hace cambiar de opinión, o cuando se relata el efecto de la bomba nuclear en Hiroshima: “Personas quemadas reptaban entre los cadáveres como espantosas apariciones en un crematorio inmenso. Pensaban simplemente que era el fin del mundo. (…) Aquellos que sobrevivieron recordarían a menudo estos horrores con un cierto toque estético. En aquel fantasmagórico florecer micoidal del amanecer como un loto maligno y en el derretirse de sólidos hasta entonces creídos incapaces de tal derretimiento se erguía una verdad que silenciaría toda poesía durante un millar de años”.

    Puede que este no sea el libro más adecuado para entrar al mundo de McCarthy, excepto para quienes tengan un especial interés por sus temas epistemológicos, matemáticos y físicos, ni mucho menos el mejor escribió, pero aun así hay algo fascinante en verlo lanzarse a experimentar a sus 89 años y que lo haya hecho con la misma desfachatez barroca con que se entregó a explorar la oscuridad del ser humano en sus novelas más sobresalientes. En ese sentido, siguió siendo hasta el final el autor de Meridiano de sangre, una obra maestra a la que le perdonamos sus excesos por la cruenta belleza de sus mejores pasajes, como ocurre con el olvidable epílogo incluido luego del final perfecto del juez Holden bailando y proclamando su inmortalidad.

    Esa imagen de Holden dando vueltas hasta la eternidad ya anunciaba el interés de McCarthy por la última persona de la historia, que también es la primera, aquella en que surgió el parásito del lenguaje, porque como nos recuerda el uróboro, el origen y el fin, génesis y apocalipsis, son inseparables y casi indistinguibles. La estructura de estas novelas entrelazadas subraya lo mismo: El pasajero, que se inicia con el final elidido en Stella Maris y transcurre antes y después de esta, jamás resuelve el argumento que se plantea como central al principio de la trama, y la historia de Bobby culmina con la idea de reencontrarse con Alicia tras la muerte, convertido en el único sobreviviente: “Sabía que el día que muriera vería el rostro de ella y quería pensar que podía llevarse consigo aquella hermosura, él, el último pagano sobre la faz de la tierra, cantando en su jergón a media voz en una lengua ignota”.

     


    El pasajero / Stella Maris
    , Cormac McCarthy (traducción de Luis Murillo Fort), Literatura Random House, 2022, 624 páginas, $20.000.

  207. La historia secreta de los árboles de cerezo

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    Los cerezos en flor han sido tan tempranos y magníficos como las magnolias y las camelias. Están un mes por delante de su temporada en este año locamente acelerado. La cantidad de las flores es asombrosa, pero dos vidas atrás, los cerezos en flor eran algo poco común en Gran Bretaña. Ahora están en todos los suburbios. Sin embargo, su hogar principal es Japón. Un proverbio japonés dice: “La del cerezo es la primera entre las flores, como el samurái lo es entre los hombres”.

    La mayoría de los que nosotros cultivamos fueron encontrados o criados a partir de originales japoneses. Casi ninguno de ellos se conoció sino hasta 1853, cuando Japón se abrió a los visitantes occidentales. Luego resultó que había al menos 250 variedades de cerezo en Edo, la capital. Desde el siglo XVII, los señores de la guerra locales habían estado plantando jardines de cerezos en la ciudad cuando acudían obligatoriamente a la corte. Japón tenía 10 especies nativas, pero la polinización cruzada y el injerto habían agregado muchas más. Finalmente, Gran Bretaña agregaría otra variedad en una secuencia extraordinaria de observación y jardinería diestra. Se cuenta en líneas generales en los textos de jardinería, pero solo ahora se ha investigado completamente en un libro notable, El hombre que salvó los cerezos. Japón fue el principal beneficiario del descubrimiento, pero allí apenas se conoce la historia.

    La autora, Naoko Abe, ganó un importante premio literario en Japón con el libro que ahora ha revisado para una audiencia más amplia. El héroe, Collingwood Ingram, es extraordinario. De niño sufrió de bronquitis y nunca fue a la escuela. Tuvo tutores privados que le enseñaron de todo, desde latín hasta francés. La familia era acomodada. Su abuelo había fundado The Illustrated London News; el hermano menor de Collingwood lo editaría durante más de 60 años hasta 1963. Al joven Collingwood le encantaba cazar en las tierras del condado de Kent alrededor del Thanet. A los 17 años, fue invitado a convertirse en un maestro de la caza local, que financiaba principalmente su padre. Hasta marzo, cada año cazaba. En abril observaba pájaros. En agosto disparaba a los urogallos. En noviembre, acechaba y mataba ciervos en Escocia. La caza, pensaba él, es un “instinto básico de todos los seres humanos”.

    Abe es excelente sobre el simbolismo cambiante de los cerezos en Japón y las nociones generales de la historia y la cultura japonesas en las que ellos encajan. En el período Meiji, una fina variedad de color rosa pálido, Yoshino, se plantó ampliamente, convirtiéndose en un tercio de todos los cerezos en Japón hacia 1880. Nadie sabe dónde se originó, pero como crecía rápido y florecía hermosamente antes de producir hojas, se convirtió en un artículo de la ‘diplomacia del cerezo’.

    Sin embargo, amaba a los pájaros, los dibujaba y los observaba con atento detalle. Él fue por primera vez a Japón en 1902 y también lo amó, amor a primera vista: “Nunca he visto al ser humano y a la naturaleza tan compenetrados”, escribió, “ni a unas gentes de tan buen gusto artístico”. Regresó en 1907 en su luna de miel con su esposa Florence, nieta del fundador de Laing & Cruickshank, corredores de bolsa, de Londres. Mientras ella esperaba, embarazada, él encontró 74 tipos de aves en Japón, incluido el raro “zorzal de White”. La pareja, más tarde, nombró a su única hija, Certhia, en honor a otro pájaro, un trepador de árboles. En 1919, se mudaron a The Grange, una casa con 25 habitaciones en Benenden, Kent. Por primera vez, Ingram se interesó en hacer un jardín natural, uno sin líneas rectas. Él no tenía necesidad de un trabajo y en 1926 dejó de observar y escribir sobre aves: pensó que el tema se estaba convirtiendo en un callejón sin salida.

    Abe ha descubierto que Ingram estaba intrigado por dos inusuales cerezos en flor en el jardín que había comprado a los Harmsworth, propietarios del Daily Mail. Se habían plantado incluso antes, en la década de 1890. Así que Ingram pasó de los pájaros a los cerezos, un tema estudiado superficialmente en ese momento en Gran Bretaña. Se convertiría en lo que Abe llama “un coloso de los cerezos”. Introdujo alrededor de unas 50 nuevas variedades, en su mayoría de su propia hibridación. Ellas incluyen un par de floración temprana, Okame y Kursar. Recientemente describí en otra publicación el Prunus Kursar de color rosa ácido como un cerezo del centro de Turquía, tal como me había dicho una vez un proveedor. De hecho, viene de Kent, una creación de los cruces de Ingram.

    Abe es excelente sobre el simbolismo cambiante de los cerezos en Japón y las nociones generales de la historia y la cultura japonesas en las que ellos encajan. En el período Meiji, una fina variedad de color rosa pálido, Yoshino, se plantó ampliamente, convirtiéndose en un tercio de todos los cerezos en Japón hacia 1880. Nadie sabe dónde se originó, pero como crecía rápido y florecía hermosamente antes de producir hojas, se convirtió en un artículo de la “diplomacia del cerezo”. Esas plantas se impusieron a la conquistada Corea e incluso se donaron a los Estados Unidos, donde rodean la Cuenca Tidal de Washington D. C. En la década de 1930, las canciones escolares promovieron el pináculo del “espíritu japonés”, la gloria de morir por el emperador de Japón, en ese momento un dios. “Como una flor joven”, escribió un poeta kamikaze en abril de 1945, “la vida vale más cuando cae”.

    Ingram visitó Japón nuevamente en 1926, esta vez en busca de los cerezos. Abe ha encontrado pruebas fascinantes de sus altos contactos sociales y botánicos, y su metódica caza de cerezos. En 1925, un duque japonés, un entusiasta cultivador de cerezos, visitó el jardín de Ingram en Kent y se maravilló de su árbol de una variedad blanca de flores grandes y largas hojas cobrizas. Lo llamó Taihaku, el “gran cerezo blanco”. Ingram lo había adquirido de dos amantes de los cerezos en Sussex que habían oído hablar de él por primera vez en 1899 a través de un cultivador de la Provenza. Ellos luego pidieron árboles con una descripción similar a un cultivador de Japón. Su propio árbol envejecido se veía mísero, pero Ingram tomó trozos para injertar y pronto lo hizo crecer bien. Era mucho más grande y con mejores flores que cualquier otro cerezo blanco.

    En Japón, un gran experto en cerezos de Tokio le mostró a Ingram su colección de pinturas de cerezos, incluido un pergamino pintado en la década de 1830. Lamentó que su mejor cerezo, uno blanco, se hubiera extinguido hace muchos años. Ingram exclamó que todavía lo estaba cultivando en Kent. Era el Taihaku, nada menos. Abe cuenta la admirable historia de los intentos de Ingram de enviar material para injertos desde Kent de regreso a Japón.

    En Japón, un gran experto en cerezos de Tokio le mostró a Ingram su colección de pinturas de cerezos, incluido un pergamino pintado en la década de 1830. Lamentó que su mejor cerezo, uno blanco, se hubiera extinguido hace muchos años. Ingram exclamó que todavía lo estaba cultivando en Kent. Era el Taihaku, nada menos. Abe cuenta la admirable historia de los intentos de Ingram de enviar material para injertos desde Kent de regreso a Japón. Finalmente tuvo éxito metiendo pedazos de los brotes de su Taihaku en papas para mantenerlos húmedos y enviándolos con una temperatura más fría a través del ferrocarril Transiberiano.

    El Taihaku ahora vuelve a crecer en Japón. En Gran Bretaña, en los años 90, la novelista Susan Hill plantó un gran campo de 400 de ellos, pero los sacó cuando un crítico se quejó de que sus hojas cobrizas no se adaptaban al verde de Gloucestershire. Recientemente, y por separado, se ha plantado un gran campo en Northumberland como parte del extravagante jardín público de Alnwick. El Taihaku es un árbol muy extendido, incluso más impresionante que mi otro favorito de flores blancas, el muy esparcido Yedoensis.

    Ingram vivió hasta los 100 años, casado con Florence durante 70. Era un excepcional hombre de plantas y una personalidad tan inolvidable que lamento no haberlo conocido nunca. Sin embargo, tengo sus dos cerezos tempranos y su Rubus Benenden de flores blancas, que recién está floreciendo, y los magníficos omphalodes pequeños de flores azules que llevan su nombre. Y también tengo el excelente libro de Abe. A veces ella se pierde demasiado en la historia de su propia familia en Japón, pero su texto es fascinante, un placer para los jardineros, los cultivadores de cerezos y los historiadores.

     

    ————

    Artículo aparecido en Financial Times en mayo de 2019. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    El hombre que salvó los cerezos, Naoko Abe (Traducción de J. M. Salmerón), Anagrama, 2021, 436 páginas, $24.000.

  208. Esas preciosas y pobres mujeres

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    Para hablar de la escritora francesa Nathalie Léger (1960) hay que hablar de la actriz y directora estadounidense Barbara Loden (1932-1980), y para hablar de Barbara Loden hay que hablar de Wanda, el personaje de su (única) película homónima, una obra de culto del cine norteamericano que, al momento de ser estrenada, en 1970, apenas se vio en su país, a pesar de ganar el León de Oro en el Festival de Venecia.

    ¿Quiénes son todas ellas?

    Esa es la pregunta que instala el libro Sobre Barbara Loden, sin que el ejercicio se agote en una respuesta unívoca. Pero intentemos un esbozo. Nathalie Léger, además curadora y editora, ha escrito tres libros cruzados por vidas de mujeres —La exposición (2008), Sobre Barbara Loden (2012) y La Robe blanche (2018)— en los que aprovecha también de hablar un poco de sí misma, de su madre y de la dificultad para vivir a la que se enfrentan las mujeres —casi todas— en algún momento de su existencia. Dificultad para jugar el papel, cualquiera sea este, para hacer lo que una mujer tiene que hacer, para ser parte del juego y tener una voz y estar con los pies bien plantados en la tierra y sostener con dignidad las miradas ajenas.

    Léger hace un repaso detallado de Wanda mientras va intercalándola con su propia vida y la vida de su directora: Loden es Wanda: escribe, dirige y protagoniza la película cuya historia se repite detrás de las cámaras, en donde ambas se unen a través de la tristeza de una vida vaciada de propósito. “Todas las mujeres se ven obligadas a ser actrices”, dice la actriz francesa Delphine Seyrig, afirmación citada por Léger que no es casual, pues en el caso de Loden y Wanda hay una dificultad esencial para desempeñar el papel que a la sociedad le acomoda. Almodóvar dijo sobre Wanda: “Una mujer errática, desorientada… esas preciosas y pobres mujeres que no le importan a nadie”. Ella renuncia a su vida —hijos, marido, casa— sin casi decidirlo, sino por una especie de inercia: no puede seguir fingiendo, no sabe actuar, cuidar de sus hijos, conseguir un trabajo ni ser útil para alguien, para algo, y comienza entonces un vagabundeo por bares, autopistas y hombres desde su pobre ciudad minera natal para terminar dejándose llevar por un ladrón, de quien se convierte en cómplice en el atraco a un banco.

    Léger indaga a tientas, temblando y utilizando las palabras, según declara, como el kintsugi de su alma trizada, esa resina con polvo de oro que usan los japoneses para reparar los objetos rotos. El intento, claro está, queda corto, pero así es, en parte, la escritura de Léger: un ejercicio desesperado por rescatar a los muertos del silencio.

    Su historia es a la vez el eco de la historia de Loden, quien escapó también de su precario hogar hacia Nueva York con solo 17 años, para convertirse en modelo pin-up y bailarina del Copacabana, hasta convertirse en actriz y esposa de nada menos que Elia Kazan, quien la describiría así: “De una naturaleza muy ruda, puede ser cruel, es agresiva, resistente al mal; quiere ser independiente, encontrar su propio camino”. Los finales son distintos, pero la procesión no: ambas vivieron anestesiadas, “atravesé la vida como una autista, convencida de que no valía nada, incapaz de saber quién era, yendo de un lugar a otro, sin dignidad”, asegura Loden, y esa errancia es la misma de Wanda, para quien la vida convencional (si es que eso existe) se presenta como un misterio imposible de ser develado.

    ¿Hay salvación posible para ellas?

    Wanda sale al rescate de Loden al ser una manera de afirmar su existencia como mujer y artista, y también sale al rescate de Léger al permitirle escribir sobre su madre —“Una mujer derrotada, humillada por un hombre sin haber podido ni sabido defenderse”— para comprenderla, para entender su angustia e impotencia. ¿Es eso suficiente? Acá la escritura de Léger, una que trasciende los géneros, pues mezcla distintos registros en sus textos, se topa con la realidad, ya que los vacíos en la biografía de Loden deben ser llenados con ficción, proyecciones y suposiciones desprendidas de la propia vida de la autora, aunque la escritura de este libro ya sea un acto reivindicatorio de estas vidas marginadas, cuyo único lugar de aparición es la crónica roja, sitio donde alguna vez Loden leyó sobre el atraco al banco que dio vida a la historia de Wanda.

    Si en Sobre Barbara Loden Léger duda entre “escribir a condición de ignorarlo todo o escribir a condición de no omitir nada”, en el libro En busca del cielo el reto cambia dramáticamente: allí la autora se enfrenta a la búsqueda de una lengua que sea capaz de revelar lo que la muerte de su esposo implica; y si bien sabe que las palabras sobre “la verdad” de la muerte no existen, también tiene la certeza de que la escritura es el único lugar donde reunir todo lo que su pareja significó. Entonces recopila imágenes, sensaciones, citas y pensamientos; también aquellas palabras que no se encuentran, simplemente no se han inventado aún. Esta enumeración constituye un inventario —de lo que hay y lo que no, qué es lo que queda de ese otro— y un mapa, tal como señala la cita de Jean-Loup Rivière que abre este libro de duelo: “Para saber dónde estoy, hace falta el mapa de donde no estoy”. Con las palabras que le quedan, delimita el nuevo territorio que, ahora, la viuda y el muerto comparten: “Estás acá, no ahí, ahí, acá”. Léger indaga a tientas, temblando y utilizando las palabras, según declara, como el kintsugi de su alma trizada, esa resina con polvo de oro que usan los japoneses para reparar los objetos rotos. El intento, claro está, queda corto, pero así es, en parte, la escritura de Léger: un ejercicio desesperado por rescatar a los muertos del silencio, por entenderlos y traducirlos a palabras que, con suerte, puedan salvarlos del olvido.

     


    Sobre Barbara Loden, Nathalie Léger, Chai Editora, 2021, 101 páginas, $15.210.

     


    En busca del cielo, Nathalie Léger, Chai Editora, 2020, 76 páginas, $15.900.

  209. Cementerio

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    Fui al cementerio hoy, no fui a hablar con M. Fui a hablar con el lugar de M. en mí. El cementerio no es un lugar para los muertos (los muertos ya no están), es un lugar para que los vivos se relacionen con los muertos, con sus muertos. Es un lugar donde los vivos van al lugar que ocupa la muerte en ellos. Es un lugar apartado, para un tiempo interior. Puedo ir al cementerio y darme un tiempo que no es el de la cotidianidad. Y luego caminar, y salir, y seguir caminando.

    Esto es fundamental. La muerte no tiene un lugar propio, los muertos ya no están, pero la pena tiene que tener un lugar y un tiempo. Y qué rico que haya ahí una puerta. No es que yo después cierre la puerta y me olvide necesariamente. Pero puedo decirme: salgo de aquí, camino. Salgo y camino.

    Nota bene: no es tan así, no es entrar y salir. En el cementerio busco tu lápida y me encuentro con las letras de tu nombre. Me sorprenden. Las miro una a una. Me detengo ahí. Las letras me detienen. En tu nombre hay demasiado recorrido. Estas letras, en la lápida, surgen al modo de una interrupción. Ya no se relacionan con un mundo, un proyecto, un instante que viene después. Pero forman un todo increíblemente coherente.  Ese todo está ahí, indivisible. Tu nombre no está disperso. Y sin embargo, cada letra está sola.

    Empiezo a caminar por el cementerio, a errar. Tomo asiento. El cielo está precioso, un azul claro pero contundente. Las nubes están muy dibujadas. Son muchas. La muerte no llega hasta el espacio. No incide. Solamente yo soy errante. Y después sí, salgo de ahí y camino. Y la pena viene después. Está en mi caminar. Pero en mi caminar no está solamente la pena, porque también he visto el cielo, he mirado un poco las otras lápidas, tumbas, te ubiqué de hecho dentro del mundo de los muertos. Me puse a mirar si otros habían fallecido más jóvenes. Camino con el mundo, este que surgió con el cielo y los otros nombres, las otras fechas, y esto no relativiza la pena, le da otro tono. La liga a otras emociones. Me saca de la errancia que me provocan las letras de tu nombre. Me restituye un horizonte.

  210. Anthony Bourdain: cómo renunciar al mejor trabajo del mundo

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    Desde que los chefs se convirtieron en figuras culturales inescapables, Anthony Bourdain encarnó más que una serie de ideas sobre la cocina. Desde su primer programa de televisión, A Cook’s Tour, pasando por los más elaborados No Reservations y Parts Unknown, Bourdain incitó a los televidentes a salir de sus casas, a probar platos nuevos, a tomar una cerveza al medio día y a conversar con sus vecinos de mesa. Fue esta actitud, la de alguien que aborda con deseo la exuberancia de la vida, improvisando sin esfuerzo visible un discurso elegíaco sobre un humilde plato vietnamita, conectándolo a la historia política y social del lugar, la que lo convirtió en un amado presentador televisivo y en una celebridad cada vez más cómoda en su propia fama. La biografía Down and Out in Paradise: The Life of Anthony Bourdain, de Charles Leerhsen, titulada según el clásico Down and Out in Paris and London de Orwell, cuenta la historia de cómo esto ocurrió, pero sobre todo de cómo terminó.

    El excesivo foco en el fin de la vida de Bourdain, concluida por su propia mano en junio del 2018, le da a esta narración un arco determinista donde los aspectos conflictivos de la personalidad del autor de Confesiones de un chef y Crudo, son relevados de tal forma que solo explican las circunstancias de su muerte y no los matices vitales de alguien que no debería ser reducido a sus adicciones. Pero, al no haber sido autorizada por sus herederos, es de esperar que esta biografía no corra por la línea correcta y predecible del documental Roadrunner y el libro Bourdain: The Definitive Oral Biography, de Laurie Woolever, dos intentos de la familia de administrar la narrativa de la muerte del chef.

    Podríamos dividir el libro en dos partes. La primera se lee casi como un fact check del mito que Anthony Bourdain construyó de sí mismo en Confesiones de un chef, su primer libro de no ficción y el que lo catapultó a la televisión. En esta primera parte abundan testimonios que buscan derribar mitos; estos provienen de examigos heridos por la distancia que Bourdain puso entre él y ellos, a medida que su fama crecía. La segunda parte funciona como una tesis —sin sutileza— que busca probar que la actriz Asia Argento, la última pareja de Bourdain, influyó directamente en el suicidio. Como podemos adivinar por la inclusión de los últimos mensajes de texto intercambiados por la pareja, este libro abunda en patéticos detalles que van de la adicción a las prostitutas al uso de esteroides, hormonas y Viagra. Tampoco se nos ahorran detalles del suicidio de Bourdain, ni el centenar de veces que gugleó el nombre de Argento en sus últimos días de vida.

    Pero antes, al narrar la vida de Bourdain previa al éxito, Leerhsen elige retratarlo como un adolescente perpetuo, que se enredó ingenuamente con la heroína, uno que llevó su personalidad adictiva a sus relaciones de pareja. Nos presenta a un chef joven y talentoso que cuando pudo someterse al rigor del aprendizaje en una cocina importante, eligió un trabajo poco exigente y un estilo de vida más parecido al de Lou Reed que al del chef Paul Bocuse, uno de sus héroes. Leerhsen parece querer decir que Bourdain era un pegoteo de mitos neoyorquinos, un montón de clichés rockeros y literarios, un personaje en perpetua performance. Parte de eso debe ser cierto. Bourdain fue un muchacho de Nueva Jersey avergonzado de su origen suburbano, que soñaba llevar la vida de un bohemio del Lower East Side, tanto que en 1978 propuso a dos amigos chefs formar el equivalente a una banda de rock gastronómica, un servicio de catering que se presentaría en los mismos sitios donde tocaban los Ramones y Patti Smith.

    Algunos de los pasajes más interesantes del libro ocurren cuando Leerhsen narra el desarrollo literario de Bourdain, mostrándonos cómo pasó de firmar burdos textos universitarios a publicar dos novelas que combinaban cocineros y asesinos y, por supuesto, cómo pasó de ser humillado por el editor Gordon Lish a publicar en The New Yorker.

    Algunos de los pasajes más interesantes del libro ocurren cuando Leerhsen narra el desarrollo literario de Bourdain, mostrándonos cómo pasó de firmar burdos textos universitarios a publicar dos novelas que combinaban cocineros y asesinos y, por supuesto, cómo pasó de ser humillado por el editor Gordon Lish a publicar en The New Yorker. Si elegimos creer el relato tejido por Leerhsen, no podríamos decir que Anthony Bourdain fue un buen escritor o un buen chef, quizás apenas podríamos considerarlo el excelente performer de un rol que escribió para sí mismo. Y eso es injusto, pero quizás es lo que podemos esperar de un exeditor ejecutivo de Sports illustrated, biógrafo del caballo Dan Patch y coautor de un libro con Donald Trump.

    ¿Es necesario que el autor de una biografía admire a su objeto de estudio?

    No creo que Richard Ellmann fuera un devoto de Joyce o que Reiner Stach queme incienso en el altar de Kafka. Creo que la admiración es deseable, pero no indispensable, y que una cuota de obsesión solo puede ser útil. La admiración de Leerhsen por Anthony Bourdain es palpable en buena parte del libro, pero esta no se traduce en un retrato justo o profundo. Es lamentable que Leerhsen se enfoque tanto en detalles escabrosos y tan poco en cuánto Bourdain ayudó, por ejemplo, a cambiar la percepción de las comidas populares, a convertir simples turistas en viajeros intrépidos y a transformar cómo la televisión habla de comida. En este libro no hallaremos análisis sino la celebración de logros cuantitativos como el engrosamiento de la cuenta bancaria de Bourdain y la evolución de un programa de televisión centrado en un chef dispuesto a comer cualquier cosa a uno que podía entrevistar a Barack Obama en Vietnam.

    El ejemplo perfecto de esta evolución es el último episodio de Parts Unknown, emitido mientras Bourdain seguía con vida, que alcanza alturas inesperadas para la televisión de viaje, pese a la incomodidad que transmite. El episodio fue filmado en Hong Kong, donde Bourdain se reúne con Cristopher Doyle, el director de fotografía de Wong Kar Wai, con quien conversa sobre los cambios de piel de Hong Kong. Ver a Bourdain grabado por Doyle es hermoso y evoca las citas cinematográficas que caracterizaron el show, pero en este caso la sensación de estar viendo una performance de Bourdain incómodo en su propia piel es un poco asfixiante y recuerda las desesperadas líneas con que decidió abrir el episodio: “Enamorarse de Asia es una cosa. Enamorarse en Asia es otra. Ambas me ocurrieron a mí”.

     


    Down and Out in Paradise: The Life of Anthony Bourdain, Charles Leerhsen, Simon & Schuster, 2022, 308 páginas, $28.900.

  211. Otro proverbio chino

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    Llegué a Taipéi invitado a cubrir las carreras de Bote Dragón. Aunque el evento transcurría en una tarde, el itinerario contemplaba un par de días para recorrer la isla en tren, conocer el moderno puerto de Kaohsiung y alojar una noche en las montañas junto al Lago de Sol y Luna.

    En Taiwán todo parecía nuevo, y en cierto sentido lo era. En menos de cien años, los nacionalistas del Kuomintang liderados por Chiang Kai Shek, emigraron a la entonces isla japonesa tras el triunfo de Mao y fundaron un país próspero y desarrollado en base a una democracia y una avanzada industria tecnológica, sin resignar sus raíces. Al resguardo de su cultura milenaria, han conseguido sobrevivir al margen de la historia oficial. Pese a ser una isla pequeña a pocos kilómetros de China, que desde entonces la reclama.

    Se trata de hostilidades históricas. “Un turista chino detenido bajo sospecha de ser espía”; “Temor por los ensayos nucleares de Corea del Norte”. Trece años después, leo los titulares del Taipei Times que anoté al aterrizar y me parecen menos inquietantes que los de este último tiempo.

    Con la visita oficial de la presidenta de la Cámara de Representantes de Estados Unidos, las tensiones han escalado y la apacible vida en la isla pareciera también verse arrastrada por el curso inevitable de los acontecimientos mundiales. Rusia expresó su “solidaridad absoluta” con China, atendiendo al hecho de que Pekín no ha condenado la invasión rusa de Ucrania.

    En estos meses, China ha realizado ejercicios navales en las aguas de la isla, amenazando e interrumpiendo las rutas comerciales. En agosto se contaron 446 aeronaves chinas, en su mayoría aviones de guerra, vulnerando su espacio aéreo. Es decir, la amenaza de esos aviones se hace escuchar en promedio catorce veces por día.

    Lejos de renegar su origen, instituciones como el Museo Nacional del Palacio, permitieron rescatar reliquias del pasado y preservar tesoros nacionales que pudieron ser destruidos por decreto de no ser trasladados. En sus colecciones guardan piezas de un sofisticado refinamiento que datan de 4.000 años a.C., reafirmando que mientras nosotros dormimos, los orientales empujan pacientemente su propia rueda del tiempo, en otras dimensiones y escalas. Delicados grillos de jade, liebres de marfil o cuencos con mensajes en el fondo que solo podían leerse después de tomar la última gota. Maestros de la diplomacia y la estrategia desde antes de la greda. En Un bárbaro en Asia, Henri Michaux observa que “lo que más posee el chino, es el arte de esquivarse”.

    Me acuerdo de que antes de viajar, fui a entrevistarme con un representante de la Oficina Económica y Cultural de Taipéi. El Señor Cheng me contó la historia de un niño taiwanés que recogía algas en Talcahuano y tras volver a la isla para hacer el servicio militar, terminó en la academia diplomática por su español. No recuerdo si se trataba de él, pero no era imposible. Hace poco, en Playa Ritoque un amigo vio unas luces tambaleantes avanzando en la orilla del mar cerca de las rompientes: chinos que según la luna salen a cazar jaibas con baldes.

    Para la construcción de nuestra utopía cotidiana, hemos constatado el alza del precio del aceite y de los combustibles entre las implicancias de la guerra en Ucrania. Las repercusiones actuales de una escalada en Taiwán, podrían presagiar una nueva crisis de suministros.

    La industria de chips y semiconductores de Taiwán representa el 63% de la capacidad de fabricación mundial y el 92% de los procesos de fabricación avanzada del mundo. Saber hacer es fácil; lo difícil, es hacerlo. Pienso en las modernas Torres Kaohsiung y en las delicadas pasarelas de madera entre los bosques que rodeaban el lago de Sol y Luna. El orgullo de lo que han logrado como nación en poco tiempo los obliga a defender su independencia y autonomía, sin importar su reconocimiento o no por parte de la comunidad internacional.

    La idea del desabastecimiento de microchips ofrece una panorámica perfecta para una saga de animé distópica o post apocalíptica. No son más de 12 fábricas las que producen el componente esencial sobre el que se funda la economía digital global. Si la guerra llega a Taiwán, y estas fábricas fueran destruidas, las cadenas de suministros se verían interrumpidas y la ramificación global de estas consecuencias sería una catástrofe.

    Cuando fui, la torre Taipéi 101 era el rascacielos más grande del mundo. Hoy, es el undécimo más alto y las amenazas también han subido de calibre. De cara a los gigantes del continente asiático, Taiwán asumió su posición estratégica para occidente y su determinante rol para la economía digital global como su principal política de defensa. En parte por esto, se ha transformado también en uno de los principales conflictos de China con Estados Unidos. Aunque no mantengan relaciones oficiales con la isla, los norteamericanos son los principales suministradores de armas y sus mayores aliados militares en caso de conflicto bélico con China.

    La idea del desabastecimiento de microchips ofrece una panorámica perfecta para una saga de animé distópica o post apocalíptica. No son más de 12 fábricas las que producen el componente esencial sobre el que se funda la economía digital global. Si la guerra llega a Taiwán, y estas fábricas fueran destruidas, las cadenas de suministros se verían interrumpidas y la ramificación global de estas consecuencias sería una catástrofe. Si la producción se paraliza en Hsinchu, por ejemplo, en algún momento al otro lado del mundo los fabricantes de automóviles tendrán que detener sus líneas de ensamblaje y enviar a sus trabajadores y trabajadoras a sus casas.

    Taiwán manufactura componentes claves para hacer teléfonos, autos o aviones de guerra. No tendríamos acceso a los dispositivos de los que dependemos para llevar a cabo nuestra vida cotidianamente. Aunque, por otro lado, los drones iraníes utilizados para bombardear Kiev tampoco podrían fabricarse.

    Si parece complejo conjeturar qué sucedería si se interrumpiera esta cadena, tampoco es fácil imaginar qué clase de poder tendría China sobre el mundo si la producción de microchips estuviera en sus manos. Los taiwaneses ven con temor lo que sucede en Ucrania porque se parece a lo que han visto en Hong Kong. En reportajes de televisión, ya se muestra a ciudadanos comunes y corrientes preparándose en sótanos y pisos clandestinos aprendiendo a usar armas con réplicas de fogueo, tal como se veía a los civiles ucranianos prepararse en la escalada bélica de principios de año.

    Bajo el renovado liderazgo de Xi Jinping, China se ha vuelto más agresiva que antes, insistiendo en la unificación, y amenazando con una eventual invasión. Recientemente reelegido para un tercer mandato, declaró que el principal objetivo de su política exterior será recuperar Taiwán, “necesaria para alcanzar y completar la reunificación de la China”.

    La proliferación de grupos de defensa civil supone que la responsabilidad de defender el país, llegado a un punto, no será militar. Hay grupos que han recibido 100 millones de dólares por parte del multibillonario Robert Zhao, quien cree que para defender la isla, se necesitan 300 mil civiles apostados como francotiradores para repeler al enemigo en las calles en caso de una invasión.

    Uno de los cuadros más impresionantes rescatados en el Museo Nacional del Palacio, es El festival Qingming junto al río. El largo rollo, y las variaciones que se conservan, fue pintado y replicado muchas veces por distintos artistas de diferentes cortes, transformando la hermosa y original panorámica de la fiesta popular en una serie de rimas temporales y personales, que patentan los cambios y aquello inmutable de una festividad nacional. Son detalles diminutos que describen un momento en la arquitectura de la ciudad, cuan precarias eran las chozas rurales; muestran los medios de transporte de entonces y los animales de trabajo; burros y mulas, bueyes y camellos, aperados y cargados de manera particular en cada época, exhibiendo una repetición novedosa de ese mismo motivo, el desarrollo en el tiempo de una gran civilización.

    Entre los detalles, es posible ver hasta el tipo de volantines que se fabricaban en cada período. Recuerdo los botes remontando el río y pienso que pude haber estado allá en esas mismas fechas de aquellas festividades. En las tiendas cercanas a los templos vendían ofrendas de papel para quemar a los difuntos y el itinerario del viaje concluía, como en la tradición, con una excursión a un cerro boscoso.

    Las carreras de Bote Dragón se han convertido en un evento ciudadano divertido. En barcas tradicionales con forma de dragones —ya no de madera, sino de fibra de vidrio—, tripulaciones de amigos, compañeras de oficina, clubes de aficionados y algunos más profesionales, compiten en carreras de eliminación. Son juegos que nacieron hace siglos, en homenaje al poeta diplomático Qu Yuan, quien se suicidó en un río; con fervor, el pueblo se apresuró a las barcas y llegó donde había caído su cuerpo, con ofrendas de arroz, que dejaban caer para evitar que los peces y los dragones se lo comieran.

     

    Imagen de portada: Largo largo verano (2018), de Hun Kyu Kim.

  212. Bailar

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    Una pareja baila tango. Quiero ser la bailarina. Yo también bailo. Me cuesta porque soy muy volada y bailar en cambio es un estar aquí. Es el aquí. Se dice que bailar es el arte del movimiento, o una forma de relacionarse con el equilibrio. Así concebimos la danza desde la filosofía. Pensamos que, en vez de avanzar con zapatos pesados, en un suelo de pensamiento que estaría fundamentado, listo para aguantar el peso de nuestras existencias, hay que descubrir que no hay fundamento, es decir, no hay suelo, principio, dirección. Y esto por supuesto cambia el movimiento, cambia el modo de pisar, cambia incluso el modo de tocar y de tocarnos. Pero eso es filosofar, no es danzar.

    En filosofía damos vuelta las palabras. En algunos momentos nos damos cuenta que su sentido es incierto. En otros, lo resignificamos, no de forma arbitraria sino por las relaciones que pueden darse entre un concepto y otro. Todo esto hace que nos desplacemos, que filosofar sea desplazarse, incluso aliviarse o espantarse o enmudecer o reír. Lo bello de la filosofía es que a fuerza de trabajar con las palabras tocamos la existencia, respiramos, nos vemos al borde del vacío, sentimos vértigo (o no lo sentimos, depende lo que pensemos y cómo lo pensemos), y nos tenemos que inventar ahí, en este hilo.

    Pero bailar es otra cosa. Bailar es emerger y es estar a cargo, mientras dure el baile, de esta emergencia. Una bailaora no se hace la bonita, como si se tratara de imitar una forma de ser preexistente. Hace que ser sea ser bonita. Hace, por cierto, de “bonita”, un poderoso desgarro, o guiño, algo que cambia la espacialidad, algo que desaparece en el instante. Bailar no es filosofar. No es desplazarse; es decir, una forma de ser en el borde. En el baile uno pone su cuerpo como el escultor pone la tierra. Pero en el baile el cuerpo es la tierra. Es la espacialidad, es la instantaneidad, es el instrumento.

    Quizás bailar es absoluto, solitario, mortal. Es hacer del ser o del no-ser un instante que conmueve, como un golpe de pies cambia un rostro, una atmósfera, una sensación de duración. Bailar es puro emerger. Es morir y vivir a la vez. Filosofar en cambio es girar alrededor de la muerte, aunque la muerte está en varias partes.

  213. Martin Amis (1949-2023): estas fiestas ya no se dan, se reciben

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    Hace 20 años leía libros de Martin Amis como quien fuma tales cigarros o toma tal trago: con vicio. Había un sabor fuerte en su literatura, específico; probablemente fuera la marca de la alta ironía, casi siempre bien afinada, que lo hacía resaltar entre sus contemporáneos, McEwan, Barnes y compañía.

    Novelista, ensayista y crítico audaz, de Amis recuerdo haber leído a carcajadas El libro de Rachel, con asombro la reversa narrativa en La flecha del tiempo y la elegancia en la construcción y el estilo inquieto de otras novelas de este heredero pícaro y pop de Nabokov y Bellow. También haber experimentado cierto desconcierto o lejanía al leer los ensayos de El segundo avión u otras novelas de ya entrado el siglo XXI. Pero entre unos y otros libros, se imponen los que guardo como sus tres títulos clave: la novela Dinero, la autobiografía Experiencia y los ensayos de La guerra contra el cliché, libro este último donde, establecida la convicción de que “no hay forma de distinguir lo excelente de lo que no lo es tanto”, hace una maciza defensa del arte de citar como única forma de que la crítica eluda los clichés y las vaguedades al justificar sus puntos de vista mostrando las cualidades o defectos del texto analizado.

    Dinero es la carta de un suicida que no se suicida, el inolvidable John Self, adicto al sexo y la genitalidad desatada, un energúmeno malpensado, malhablado y malportado. Es el largo y vertiginoso monólogo de un hombrecito que se cree hombrón y que reconoce, en uno de esos momentos en que la novela se transforma en su propio espejo, que hay en su cabeza cuatro voces, con las que se teje este relato de delirios y obsesiones. La primera es, cómo no, la voz del dinero y su “ininteligible chapurreo que podríamos representar con los signos de la primera fila del teclado de una máquina de escribir: %½$!”; luego vienen las voces de la pornografía y del envejecimiento, y una cuarta, intrusa, que es la voz de la “tendenciosidad insoportable de la paranoia”. Dinero, porno, vejez y persecución, en efecto, marcan el paso en el veloz discurrir de este sátrapa que intenta página a página pasar por comedia lo que en el fondo es un drama espeso.

    La ‘experiencia’ es entendida por Amis como aquello que, años mediante, viene en la vida a reemplazar, bajo la forma ‘de algo estrechamente ligado al infinito miedo’, a la inocencia y la soberbia juventud, reconfigurándolo todo, incluida la propia escritura.

    No le falta incorrección a su sarcástica narrativa, pero también es probable que se hayan añejado algunas noticias que su obra traía. Releerlo, sin embargo, hojearlo incluso como lo hago ahora entre mil cosas días después de su muerte, es volver a sentir el viento fresco que en su momento implicó su irrupción. La risa, la suspicacia y la fuerza satírica que la atraviesa hacen que de su obra pueda decirse lo que, en ese otro libro notable que es Visitando a Mrs. Nabokov, él mismo dice sobre Philip Larkin, poeta que le fue muy cercano en términos familiares y literarios: “Desde luego, no se encontrará su obra en la sección de Desarrollo Personal de la librería del barrio”.

    Larkin, Bellow, Updike, Ballard y contemporáneos como Salman Rushdie o su amigo Christopher Hitchens, son algunos de los nombres dentro de una constelación acotada pero resistente de autores a los que una y otra vez volvió en sus ensayos y crónicas, en sus entrevistas y en su notable autobiografía, Experiencia, publicada el 2000. También le gustaba escribir sobre política y pop, sobre Thatcher, Maradona y películas insufribles como Cuatro bodas y un funeral, y decía de todo, a veces cualquier cosa: “El Concerto para chelo de Bach se me reveló como una implacable transcripción de un dolor de muelas”.

    A través de reflexiones, viejas cartas, fotos y notas al pie que funcionan como relatos complementarios, en Experiencia Amis repasa las derivas de su vida sin autocomplacencia, dejando caer inquietantes preguntas (“¿De qué sueño escapas con un mayor anhelo de cabal conciencia: de un sueño en el que eres asesinado o de un sueño en el que asesinas?”), contando las rugosas relaciones con su padre Kingsley, su obsesión por las etimologías, sus amores y amistades, su célebre calamidad dental y sus encuentros con Robert Graves, John Travolta y otras figuras notables. La “experiencia” es entendida por Amis como aquello que, años mediante, viene en la vida a reemplazar, bajo la forma “de algo estrechamente ligado al infinito miedo”, a la inocencia y la soberbia juventud, reconfigurándolo todo, incluida la propia escritura.

    Se murió y se va un acento: un desenfado propio del siglo XX y algo impropio tal vez para el XXI, que en su debut en los años 80 fuera saludado por el crítico Anthony Thwaite con estas adecuadas palabras: “Ingenio desdeñoso, disparatada obscenidad, astucia literaria, petulancia, lujuria, ansiedad”. Petulancia y simpatía: quizás en ese raro cruce se levante parte de su distinción. Creo, en fin, que, parafraseando ahora El libro de Rachel, de las mejores páginas de Martin Amis podrá decirse que ya “esta clase de fiestas no se dan, se reciben”.

  214. Alegría

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    El otro día vi a un perrito jugar. Se generaba ahí una alegría. No era solo del perrito, estaba en la intensidad del juego. En ese instante, alegría y energía coincidían. El perrito corría como loco detrás de una pelota, la agarraba, la devolvía, volvía a correr como loco, la agarraba de nuevo. Corría. Sus orejitas volaban. Creo que la alegría se debía a que lograba su meta y podía repetir el juego.

    La alegría tiene que ver con el logro. Es una emoción de conquista. Yo también me alegro cuando gana mi equipo de fútbol. Me alegro demasiado. Pero es un logro sin mañana, es un juego. El perrito devuelve la pelota. No es suya. Él solo alcanzó su meta; la meta lograda lleva a la repetición; la repetición produce energía. En ese instante, la alegría se desborda. Proviene de esta mezcla entre logro y juego, conquista y ficción. Gané, pero es un juego. El trofeo pertenece al juego, no al jugador. La alegría coincide con el saber la conquista como ficción.

    Me parece que la alegría es así: la tenemos y no la tenemos. Nos alivia de nuestro ser por un instante. Lo logramos, pero sabemos que el logro no dura y esta forma de ser del logro, alivia, alegra. Lo que logra el perro, la pelota, no le pertenece, es parte del juego. De hecho, la devuelve siempre. Nunca el perrito guarda para él la pelota. De otro modo, perdería la alegría. De otro modo, el perro pertenecería ya al recuerdo del logro: a la melancolía.

    Entonces la alegría es la emoción que coincide con el hecho de que lo que tenemos, no nos pertenece. Pero en la alegría ganamos algo, ganamos lo que no es posible poseer y que por definición se desvanece: el instante. El instante del logro que produce la repetición, la energía, el desborde. La alegría es la conquista del instante, que por definición no se posee, solo existe al desvanecerse. Es una emoción pura, inocente, juvenil, pero paradójica, sabia, abismal.

    Artaud lo dice así: “Estoy lleno de alegrías que no quiero poseer y de las que voy a agotar la fuente de golpe, pues provocan celos”.

  215. Frontera fantasma

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    Le han dicho que allá, a un día de camino si consigue cambiar los caballos, las cosas están que arden. Le han dicho que si quiere ver acción directa, si quiere cambiar el mundo de verdad, debe arrancarse más para el norte. Allá, a un paso de la frontera, encontrará Estación Camarón”. A quien se lo han dicho es a un joven José Revueltas, quien en 1934 fue enviado por el Partido Comunista mexicano a incitar una huelga que, como entendió de inmediato al llegar, no necesitaba las arengas de nadie: “Lo que sí podía hacer, era oír. Lo que tenía que hacer, era escribir”.

    Con esta historia comienza Autobiografía del algodón, novela de Cristina Rivera Garza publicada originalmente en 2020, pero traída a nuestro país tras el éxito de su conmovedor libro El invencible verano de Liliana. La escritora mexicana también ha publicado muchas otras novelas, libros de cuentos, ensayos y poemarios, pero son aquellas dos publicaciones más recientes y profundamente interconectadas las que se han convertido en una cima de su obra, por la que a su vez ha recibido dos galardones desde Chile: el Premio José Donoso (2021), de la Universidad de Talca, y el Premio Cátedra Mujeres y Medios (2022), de la Universidad Diego Portales.

    Autobiografía del algodón es una narración documental, mezcla de investigación y ficción, en torno a los campos de cultivo de esta planta que se instalaron en la primera mitad del siglo XX al norte de México, esto gracias a la creación de un ingenioso sistema de riego desde el Río Bravo, y la huelga presenciada por Revueltas —quien la registró en su novela El luto humano (1943)—, que antecedió la posterior sequía y el cierre de las plantaciones. Pero la autora también la llama: “La historia de cómo, aun antes de nacer, el algodón me formó”, ya que sus abuelos fueron parte de los colonos que llegaron a la zona fronteriza tras la creación del sistema de riego.

    El abuelo paterno de la escritora, José María o Chema, que participó activamente de la huelga, tuvo tres esposas. Aunque Rivera Garza también considera como sus abuelas a las dos primeras —Asunción, que lo acompañó cuando joven en la vida brutal de las minas y en la muerte de sus primeros hijos, y Regina, su valerosa compañera durante la Revolución mexicana—, es Petra Peña, su abuela biológica de nombre tan rocoso, con quien la conexión es más intensa, no solo porque fue con quien Chema llegó a Estación Camarón en busca de un futuro mejor para sus hijos, sino también por su relación con la escritura: ella fue la primera persona de su familia en aprender a leer y escribir, llevaba un diario y “se comunicaba con lo que no estaba ahí, frente a ella, que casi era lo mismo a decir que Petra mandaba y recibía mensajes de fantasmas y muertos”.

    En su relación con la escritura, Petra no es solo la antepasada de la autora, sino también de la protagonista de su última novela. “Mi hermana, Liliana Rivera Garza, construyó un archivo meticuloso de sí misma a lo largo de su vida”, cuenta en El invencible verano, que trabaja con las cartas de Liliana recuperadas por la familia años tras el femicidio que le quitó la vida en 1990, mucho antes de que existiera esta nomenclatura. Junto con Autobiografía del algodón, son dos caras de un mismo proyecto escritural, ubicado en el cruce entre historia política, familiar y personal, entre la voz de la autora y las de aquellos a quienes invoca: los muertos. Pero la similitud entre ambas novelas va más allá de la reconstrucción documental de la vida de sus familiares, también comparten una misma estructura formal —partes numeradas, compuestas por capítulos con títulos en minúsculas entre corchetes—, la ordenación no cronológica —y con fragmentos que no son siempre narrativos, más cercanos al ensayo o la poesía—, el cuidado de la visualidad —una contiene una sección de fotografías y la otra incorpora una tipografía basada en la letra de su hermana— y la narración del proceso de investigación —desde la primera persona de la autora, pero reconociendo a todas las personas que la ayudaron—, al tiempo que tienden sutiles puentes entre sí —cada novela cuenta muy brevemente, como de pasada, el argumento central de la otra— y también dialogan con protestas sociales y con un libro al que vuelven de manera recurrente: en El invencible verano, esas protestas son las manifestaciones por el aborto, el movimiento #MeToo y las performances de Lastesis, y el libro es Sin marcas visibles, un estudio de Rachel Louise Snyder sobre la violencia de género.

    Su noción arqueológica de la escritura se encuentra con un problema fundamental en esta historia: ‘La gente de campo deja pocas huellas’. Un problema agobiante para la investigación, sí, pero al que la autora sabe sacarle provecho en términos literarios, como en los momentos en que recrea la vida íntima de los personajes por medio de la ficción.

    El diálogo explícito de Autobiografía del algodón es con la ya mencionada El luto humano, especialmente en la segunda parte de la obra, un ensayo que gira en torno a Revueltas y las ideas de permanecer y pertenecer a la tierra. Aquí Rivera Garza sostiene que “la tarea más básica, la más honesta, la más difícil, consiste en identificar las huellas que nos acogen. Este es el momento ético de toda escritura y, aún más, de toda experiencia”. Pero su noción arqueológica de la escritura se encuentra con un problema fundamental en esta historia: “La gente de campo deja pocas huellas”. Un problema agobiante para la investigación, sí, pero al que la autora sabe sacarle provecho en términos literarios, como en los momentos en que recrea la vida íntima de los personajes por medio de la ficción o en los pasajes destinados a su descubrimiento del rostro de Petra en un acta fronteriza cuyos datos contradicen lo que afirman otros registros, que dejan preguntas sobre la veracidad de los documentos y acerca de lo que uno entrega u oculta a las autoridades.

    Usurpar —concluye Rivera Garza en ese capítulo ensayístico— es lo contrario a escribir”, una afirmación con la que vuelve a lo planteado en Los muertos indóciles (2013), libro de ensayos que, desde el concepto de desapropiación, hacía un llamado a la reescritura y otras formas de trabajo textual en que la autoría se colectivice y el resultado esté impregnado de una suma de voces ajenas, las que se reconozcan como tales “con el fin de regresar al origen plural de toda escritura y construir, así, horizontes de futuro donde las escrituras se encuentren con la asamblea y puedan participar y contribuir al bien común”. Es difícil creer que la literatura pueda alcanzar realmente aquel fin utópico, pero es claro que Autobiografía del algodón —al igual que El invencible verano— hace todo lo posible por lograr esa escritura plural por medio de un trabajo de archivo que, sin dejar de ser riguroso, permite que se asomen tanto el cariño como la rabia más intensas.

    Porque el yo no se borra. Pese a buscar el protagonismo de los otros, la autora se deja ver a sí misma no solo en el proceso de investigación, sino también al dar cuenta del efecto que los descubrimientos tienen en ella misma y su identidad. Esto es evidente en los capítulos de la segunda mitad del libro, cuando se enfoca en la historia de la familia de su madre, cuyos actuales problemas de memoria menciona en más de una ocasión. Sus abuelos maternos se conocieron siendo migrantes mexicanos en EE.UU., pero al enterarse de la oferta de tierras para los colonos de la zona del algodón, regresaron a México y tuvieron a su primer hijo en Estación Rodríguez, cerca de Estación Camarón. Con los años, sin embargo, algunas de sus hijas volvieron a migrar en un movimiento rotatorio que perdura en la vida de la autora: “Pensaba que había llegado a Houston, pero estaba equivocada. En realidad, en 1990, cuando me bajé de un avión de Aeroméxico para iniciar un viaje que ha durado casi 30 años ya, estaba regresando a Houston. En los cinco años que pasé leyendo en los cubículos helados de la biblioteca universitaria, (…) aprendí mucho de la economía de América Latina y de la historia de México. No aprendí —porque no pregunté, porque pensé que la sabía— nada sobre la historia de migración de mi familia”.

    La retroexcavadora rompía el cemento de la vieja plaza justo en el momento en que llegamos a Estación Camarón. (…) Era una tarde luminosa y caliente de fines de marzo del 2017. Para entonces, Estación Camarón ya tenía décadas siendo un pueblo fantasma”, escribe Rivera Garza sobre su llegada —o regreso— a esas ruinas, esas huellas siendo borradas mientras ella intenta reconstruirlas en Autobiografía del algodón. Sus viajes al territorio de la novela ocurren cuando en este se abren nuevas heridas por la violencia de los carteles y la “guerra contra el narco”, parte importante de lo que la empujó hacia lo que ha denominado necroescritura, que en la literatura mexicana tiene ecos ineludibles —como menciona en el ensayo Los muertos indóciles— de “Juan Rulfo. Todos sus murmullos. Esos que suben o bajan por la colina detrás de la cual se asoman, ateridas, las luces de Comala, la gran necrópolis poblada de exmuertos”.

     


    Autobiografía del algodón, Cristina Rivera Garza, Literatura Random House, 2022, 320 páginas, $18.000.

  216. Erick Pohlhammer, el canto alegre de un goliardo

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    Habitó este mundo de manera personal e intransferible, pero se comportó como si la vida fuese una fiesta publica, abierta, movediza. Toda forma de existencia, toda voz tenía cabida mental para él. Reunía en sí mismo, como pocos, la figura del festinador y la capacidad de cantar amores y dolores, si no con toda seriedad, sí con profundidad y belleza resistentes. Se lo puede pensar como un goliardo fuera de época. Los goliardos eran esos estudiantes eternos y esos monjes descarriados que en la Edad Media iban de pueblo en pueblo y de convento en convento dejándosele caer a quien fuera que diera señas de hospitalidad, a cambio de prodigarles a esos ocasionales huéspedes cantos y entretenciones, risas y roces, a veces, todo lo cual dejaban luego anotado en sus poemas goliardos que han trascendido siglos para dejarnos ver un espíritu ligero y libérrimo que seres como Pohlhammer de alguna manera vuelven a encarnar.

    *

    Erick Sven Pohlhammer Boccardo nació en Santiago en 1955, fue hijo de un conocido escultor (es maravilloso el poema en que observa una obra de su padre: “Está lo combo ondulando, / Está lo plano / Entremezclado, / Como sombras de ramas / Abrazadas”) y estudió un poco de pedagogía, un poco de estética: de nada sabía mucho, de mucho lo esencial. Era un astuto y un enterado, no albergaba rigideces. Podía participar en programas televisivos cuando ninguna moda amparaba tal cruce desde la alta cultura a la cultura entonces llamada de la basura. Podía —pudo— escribir poemas amorosos de total hermosura, que en sus puntos altos hacen recordar a los clásicos españoles, y al mismo tiempo incurrir en toda clase de aventuras con la lengua coloquial, burlándose sin desdén de la ridiculez humana, incluida la propia.

    La mejor escritura de Pohlhammer funde la fluidez del coloquialismo narrativo con un lenguaje musical que se repliega, se estira y se observa, y en ese trance propicia una pausa, una extrañeza a veces triste, a veces jubilosa, y esta particular combinación de velocidad y detención le permite con un ojo atender a la realidad circundante y con el otro a la individualidad más específica.

    Fue generoso con la risa en sus versos, entrampándose a veces en jugarretas que quizás el tiempo sepa dejar atrás y pudo, a su modo, dar en los años 80 con una manera de seguir vivo en la palabra y perseverar en la alegría en tiempos opresivos, sin desentenderse de los dramas de esos años oscuros, prueba de lo cual sería su poema “Los helicópteros”, que capta literalmente al vuelo el ambiente ominoso que se vivía en el país. En la década de 1980, tan fecunda para la poesía chilena, la obra de Pohlhammer se convirtió en todo un emblema gracias a poemas como ese o los incombustibles “Usted” o “Miedo a la noche”.

    La mejor escritura de Pohlhammer funde la fluidez del coloquialismo narrativo con un lenguaje musical que se repliega, se estira y se observa, y en ese trance propicia una pausa, una extrañeza a veces triste, a veces jubilosa, y esta particular combinación de velocidad y detención le permite con un ojo atender a la realidad circundante y con el otro a la individualidad más específica, en primer lugar la de otros y luego la suya, dejando caer cada tanto versos misteriosos y radiantes a la vez: “No todos hemos visto rodar soles por aguas limpias en canaletas musicales. / El sentimiento que va causando es como si el pensamiento / de uno mismo se fuese rodando como un globo / luminoso hacia el silencio de un océano de desahogos”.

    Crédito: Mabel Maldonado.

    Después de haber publicado sus tres primeros libros en los años 70 y 80, se hizo humo en la escena literaria y volvió dos décadas después, ya bien entrado el siglo XXI. Y acá no puedo evitar la nota personal, pues esa vuelta al ruedo la hizo con un libro llamado Vírgenes de Chile, que editó Andrés Braithwaite y que publicamos con un grupo de amigos o codeudores en un sello medio fantasmal bajo el nombre de Ediciones Bordura —por el personaje antagonista en la obra Ubú Rey de Alfred Jarry, con cuyo espíritu picaresco y jovial creo que Pohlhammer sentía cercanía. No recuerdo ya si lanzamos el libro o no, pero celebración hubo. Acabada la cual se fueron todos los comensales, salvo uno: Erick Sven Pohlhammer Boccardo, que se fue quedando, quedando y quedando hasta la salida del sol. Al final de ese alargue, me dedicó un ejemplar. Y después, para no quedar cortos, otro. Como dos sin tres no es nada, le pedí un tercero. Horas después figurábamos donde mismo con nueve ejemplares dedicados a mí por el poeta, de los cuales tengo a la mano el siguiente, que dice, con la caligrafía de un niño: “Dedico esta obra magna, para algunos acaso irónica, acaso para otros (as) mística, de espiritualidad laica, a don Vidente Undurraja (sic), excelentísimo editor, rutilante pluma, jubiloso juglar, Ubú Rey de Santiago Centro, antimaricón benemérito, y sincero amante de la literatura, de Erick Sven Pohlhammer Boccardo, a 12 de mayo de 2007, Chile, Sudamérica”. Está en esas palabras improvisadas y regadas todo o casi todo el espíritu de su poesía: juegos y citas, risas, exageraciones y calidez.

    Hubo, en estos últimos años, una vuelta de Pohlhammer a la escena. Entiendo que ciertas seriedades no logran tomarlo en serio, pero eso lo tenía sin cuidado. Su escritura más bien, al decir de Martín Hopenhayn, “cuida el poema para que no pierda su aire de descuido, de lo dicho al pasar”. Lo dice en el prólogo a Helicópteros, su poesía reunida por Ernesto Pfeiffer en 2022 en Ediciones Universidad de Valparaíso. Recuperación que se suma al rescate, ese mismo año, de su libro esencial, Gracias por la atención dispensada, por parte de Ediciones Bastante, y a la reciente recopilación de sus crónicas futbolísticas, Pelota muerta, por Editorial Aparte.

    Su escritura (…), al decir de Martín Hopenhayn, ‘cuida el poema para que no pierda su aire de descuido, de lo dicho al pasar’. Lo dice en el prólogo a Helicópteros, su poesía reunida por Ernesto Pfeiffer en 2022 en Ediciones Universidad de Valparaíso. Recuperación que se suma al rescate, ese mismo año, de su libro esencial, Gracias por la atención dispensada, por parte de Ediciones Bastante, y a la reciente recopilación de sus crónicas futbolísticas, Pelota muerta, por Editorial Aparte.

    No le agregaba drama a la vida, que ya los tiene en cantidad suficiente. Al contrario, a medida que pasaban los años se preguntaba más y más, como el filósofo Clément Rosset, por la alegría y sus paradojas: escribió cada vez más odas a la felicidad que hacen suya la vieja idea de que hacia ella tiende todo; poemas celebratorios de la vida y del mundo en los que pide “un aplauso cerrado / por el creador de la roca y el agua / por la lluvia generosa / el milagro del aire”. El último texto que incluye Helicópteros, fechado en junio de 2022 y agrupado en la sección de poemas escritos en la UTI, consta de solo dos versos: “Vivió con ganas de vivir / de morir murió con ganas”. Líneas que en los hechos tuvo el coraje de refrendar pues, como fuera informado en reportajes recientes, al enterarse de que tenía un tumor en el cerebro quiso irse del hospital a morir en lo suyo.

    Poemas de amor, rezos reinventados, himnos de juego y amistad; todos son en el fondo hermosas ofrendas del poeta que escribió “Yo nunca le he metido un gol a nadie”; ofrendas de las cuales hay dos que quisiera destacar hoy día en que ha muerto a los 68 años. La que le dedicó a Ernesto Rodríguez, donde cuenta que se robó (“me chorié”) una pera del supermercado Unimarc y que, aunque hambriento, en vez de comérsela se la regala al destinatario del poema en una “actitud propicia para un Propercio como tú / equilibrista de trapecios invisibles”, y ya por último el que quizás sea su obra maestra, “Poema a mi hijo Martín”, largo y hermoso texto que, para quedarnos un momento con la ilusión de que los muertos no se restan de las conversaciones, prefiero, en vez de comentar, citar en su comienzo:

    Sol que la Gracia Amorosa
    por los muslos hermosos quiso subir
    de Andrea en la aurora del siglo maduro. Yo
    soy hijo también, tuyo:
    me educa tu mirada sin ansia sin juicio sin mal. Por eso
    hálito de mi hálito, de mi piel, piel de nadie
    siento que no siento congruente
    decirte nada.
    Mis primeras estrellas que fueron mis padres
    no me dieron —que recuerde— consejos
    y si robé
    la vergüenza me enseñó que no era necesario. Te quiero
    infinitamente y el sentimiento amoroso
    impulsa el ritmo que pulsa las cuerdas
    de esta guitarra paternal que estoy tocando, dulzura bienaventurada
    ojos de agua, manantial sagrado, dientes de las más
    tiernas nieves, ternura mía, comisura
    blanda y pura
    suave y sin causa.
    (…)

  217. Anne-Marie Miéville: dos o tres cosas que sé de ella

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    Las personas que no aman las mismas películas no pueden estar juntas.
    Jean-Luc Godard

    1.

    Para acercarse a Anne-Marie Miéville hay que alejarse un poco de Jean-Luc Godard. Alejarse, pero no tanto. Bordear la orilla norte del lago Lemán, entrar a un pueblito llamado Rolle y detenerse frente a una antigua casona de dos pisos y fachada color salmón.

    Los fans de J. L. G. que, hasta su muerte en septiembre de 2022, tocaban la puerta del número 11 de la Rue des Petites-Buttes en búsqueda del fundador de todo lo que se entiende como cine moderno (Sin aliento, El desprecio o Historia(s) del cine), solían estrellarse con una mujer rubia y de cara ovalada cuya respuesta era invariable: “Je suis desolée, monsieur Godard no está disponible”.

    Anne-Marie Miéville nunca estuvo disponible para ser madame Godard. Durante 50 años de matrimonio, fue —si es que hay un término para describirlo— la mayor colaboradora cinematográfica de su marido. Basta revisar algunos créditos. Su nombre se asoma una y otra vez en las películas que Godard filmó entre los años 70 y el 2000: directora de foto en Todo va bien (1972) y Sálvese quien pueda (1980); guionista de la misma, Prénom Carmen (1983) y Detective (1985); directora de arte de Nouvelle Vague (1990) y Nuestra música (2004), y productora de Film socialisme (2010). También aparece como coautora de varias series de TV y documentales hoy de culto que ambos dirigieron y produjeron para la TV francesa, como Six fois deux/Sur et sous la communication (1976) o France/tour/détour/deux/enfants (1977). Y brilla sola —al fin—, en letras blancas sobre un fondo blanco, como directora de sus propias películas, en tres célebres cortometrajes (a destacar El libro de Marie, 1985) y tres largometrajes, en dos de los cuales hace actuar a Godard: Estamos todavía todos aquí (1997) y Después de la reconciliación (2000).

    A pesar de haber dedicado su vida al cine, y tener una obra por sí misma, Anne-Marie Miéville (1945) sigue siendo un secreto a voces entre los cinéfilos. Nunca quiso ser la Agnès Varda de su generación —quien también estaba casada con un cineasta, Jacques Demy—, y tampoco buscó desligarse de la figura de Godard. “Eso de ser su sombra no fue jamás un motivo de sufrimiento”, se lee en una entrevista a Libération. “Muchas veces se trataba de su obra, pero ¿cuál era el problema?; teníamos ganas de hacer cosas juntos. Al mismo tiempo, me decía a mí misma: si tienes ganas de hacer otra cosa, ¡hazla y ya está!”.

    Quienes han estudiado la obra de J. L. G., coinciden en que la influencia de Anne-Marie Miéville es mayor a la que ella misma se atribuye. Como las mejores historias de colaboraciones, su impronta transcurre “fuera de campo”. Fue ella quien, por ejemplo, en los 70 empujó a Godard a superar la etapa maoísta que emprendía sin mucho éxito junto al colectivo Dziga-Vértov. A pesar de su elegancia suiza y su voz suave, era una fotógrafa y una artista multimedia radical, influenciada por las vanguardias del videoarte y las teorías estructuralistas de Roland Barthes. Tras conocerse en una librería parisina en 1971, donde ella trabajaba de librera, impulsó a Godard a recuperar su libertad autoral y experimentar nuevas formas cinematográficas que con el tiempo originarían los ensayos Adiós al lenguaje, El libro de las imágenes, Nuestra música o la monumental Historia(s) del cine (1988-1998). Anne-Marie tenía 27 años y una hija. Godard, 42 años, un pasado estelar en el cine de la Nueva ola francesa y dos matrimonios fallidos con dos mujeres con nombres casi idénticos: Anna Karina y Anne Wiazemsky Karenina.

    Ambos eran suizos (o mitad suizo él), de origen burgués, bien educados y los rebeldes de familias conservadoras. Al poco tiempo de empezar a salir, en 1971, Godard fue arrollado por un bus parisino mientras manejaba su scooter. Durante los seis meses en que estuvo inmóvil en el hospital, fue la tercera Ana, la definitiva, quien estuvo a su lado. Una vez recuperado, A. M. M. le propuso irse a Suiza. Dejar Francia era una manera de liberarse del fantasma del joven Godard que le penaba a un Godard en plena adultez, inconformista y sumido en una búsqueda intelectual.

    En la tranquilidad de la casa con vistas al lago, encontraron la manera de trabajar fuera de la industria convencional del cine, a su ritmo y sin tantas expectativas. Juntos y por separado, además de películas, hicieron series de TV, docuficciones, ensayos y poemas audiovisuales, en distintos formatos y con diversos fines; con mayor o menor aceptación de la crítica, atravesaron la era del Super-8, del VHS y del Betamax, del 3D, formando un laboratorio de archivos del cual conocemos solo un ápice.

    A este refugio, mitad casa, mitad productora de cine con alfombras persas en el piso, monitores de TV en las murallas y un gran retrato de Hannah Arendt en la planta baja, lo bautizaron Sonimage. Godard devela su significado en el guion de Historia(s) del cine, probablemente su obra definitiva: “Imágenes y sonidos / como personas / que se conocen / en el camino / y ya no pueden / separarse”.

    Anne-Marie Miéville nunca estuvo disponible para ser madame Godard. Durante 50 años de matrimonio, fue —si es que hay un término para describirlo— la mayor colaboradora cinematográfica de su marido. Basta revisar algunos créditos. Su nombre se asoma una y otra vez en las películas que Godard filmó entre los años 70 y el 2000.

    2.

    ¿Dónde empieza Godard y dónde termina Miéville?

    Se dice que entre ellos nunca hubo un sistema de repartición mecánica de las funciones. A veces editaba ella, otras él. Escribían textos a dos manos, los sacaban, los volvían a montar. No importaba quién hacía qué. En las piezas que ambos filmaron para el cine, la TV o los museos —Film socialisme, The Old Place, Libertad y patria, por nombrar algunas— borraron la noción de autoría, entendiendo las colaboraciones como un ensayo-error de flujos contaminantes, de impurezas convenidas y consentidas. Este juego de intertextualidad entre ambos lo veremos en otros momentos. El spin-off de Prénom Carmen está en el primer cortometraje de Miéville, How Can I Love. Su segundo cortometraje, El libro de Marie, es un preludio de Yo te saludo María, de Godard. La pregunta sobre el sentido del amor de Después de la reconciliación, de Miéville, encuentra un año después una probable respuesta en Elogio del amor de J. L. G.

    Tal vez lo más divertido de la dupla fue su dialéctica cómica, que quedó registrada en otra serie de TV que hoy sería abiertamente declarada como una autoficción: Soft and Hard (1985). En ella Godard aparece con bermudas y un puro en la boca, ensayando con una raqueta de tenis en el pasillo de su casa, mientras Anne-Marie plancha una camisa. Conversan —con la pausa y el ritmo espeso de un mundo que ya no existe— sobre el devenir de la imagen y de la tele, de la comunicación en la pareja, del deseo y de la felicidad “como un pensamiento”. Godard aparece irascible y vulnerable. Miéville, fría y cuestionadora. La serie termina con la proyección de El desprecio —y su desgarradora música— en una pared blanca.

    Anne-Marie Miéville solía sacarle en cara a su marido su incapacidad para filmar historias de amor. No es raro que, de los dos, sea ella quien deconstruyó su pareja e hizo de esta el tema de su obra.

    Para acercarse a A. M. M. hay que dejar caer la mirada al fondo de un lago. Detrás de la quietud, de la opacidad del reflejo, surge algo singular de una belleza pulcra, entre poética y abstracta. Un cine que es un delicado estudio de las relaciones humanas y los desafíos de la comunicación. Un cine, tal como escribió Jacques Rancière, sobre el disenso.

    3.

    Para acercarse a A. M. M. hay que dejar caer la mirada al fondo de un lago. Detrás de la quietud, de la opacidad del reflejo, surge algo singular de una belleza pulcra, entre poética y abstracta. Un cine que es un delicado estudio de las relaciones humanas y los desafíos de la comunicación. Un cine, tal como escribió Jacques Rancière, sobre el disenso.

    El lago es el mismo de la bellísima El libro de Marie, película en la que una niña experimenta el divorcio de sus padres elípticamente, con extrañeza, reteniendo algunos momentos de los que se escapa porque duelen, mientras cena a solas, sin sus padres, un huevo a la copa. Es también el lago de Estamos todavía acá, en el que una pareja, tras pasar el día separados —ella ayuda a una amiga a lavar ropa mientras no cesa de filosofar; él, Godard, recita en un teatro vacío Los orígenes del totalitarismo de Hannah Arendt— finalmente se reúne a hablar de sus neurosis (“nadie nos encuentra simpáticos”, se dicen o “me detestas / no, tú te detestas”) y decide al término de una conversación que parece filmada en tiempo real, salirse de sí misma —o sea, cada uno se sale de sí mismo— para intercambiar los gorros de lana y al fin dar un paseo nocturno.

    Los filmes que hago son los que sé que puedo hacer”, dijo Anne-Marie Miéville. “Nunca tuve ganas de imitarlo (a J. L. G.), quizás porque soy mujer”.

    En su última película, Después de la reconciliación, nos encontramos con ella y Godard atrapados en un departamento parisino, librando su última batalla de amor. Ella prepara un florero, lo reta por comerse una galleta. Ella habla, no para de hablar, él hace muecas, cita a Arendt, a Rilke, y luego ella le ruega que por favor diga “esa frase”. Godard es incapaz de decir “esa frase” y se derrumba en el llanto. Y viene, al fin, el abrazo.

  218. La historia de un niño

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    En Paradiso, su enorme novela-poema, José Lezama Lima puso en labios de Fronesis que un “niño que después no es adolescente, adulto y maduro, sino que se fija para siempre en la niñez, tiene siempre tendencia a la sexualidad semejante (…). Por eso el Dante describe en el infierno a los homosexuales caminando incesantemente, es el caminar del niño para ir descubriendo lo exterior”. La explicación misma no es nada original, ya que alude a las ideas psicoanalíticas que situaban el origen de la atracción homoerótica en el narcisismo infantil; lo interesante de la cita comienza en la segunda parte, con la referencia a la Divina comedia, en que los sodomitas serían niños condenados a una caminata sin fin. En Caminamos porque amamos algo, este desplazamiento infinito no es una condena.

    El dramaturgo, performer y director teatral Nicolás Lange (Puerto Montt, 1994) hace su debut en el cuento con este libro publicado por Cástor y Pólux, editorial que con este título también incursiona por primera vez en la narrativa breve. Caminamos porque amamos algo recibió el premio Mejores Obras Literarias 2021, en la categoría de libros inéditos, y ese no es el único galardón del autor, quien fue seleccionado en la Muestra Nacional de Dramaturgia 2022 con la obra Esto podría durar y durar y durar y durar y durar.

    Dada su proveniencia de las artes escénicas, no es de extrañar que el libro de cuentos de Lange empiece con un prólogo que nos explica algunos guiños autobiográficos y su visión sobre los textos: “Lector, lo que acá traigo / y ofrezco, como un rey mago abre su pañuelo verde y ofrece, / son algunos diarios, notas en mi celular, poemas reciclados, / pero del mismo material que usaba Nicolás de muy niño: / mentiras”. La mezcla de verso y prosa tiene una larga tradición en la dramaturgia, que se puede observar desde Shakespeare al teatro posdramático, y es un aspecto central en la construcción de estos relatos que combinan ambas formas de enunciación.

    Caminamos porque amamos algo tiende, ya desde su título, hacia un tono melodramático —una decisión arriesgada, ya que pocos autores logran sacarle provecho desde la literatura, siendo la obra de Ocean Vuong una de las excepciones más notables en el último tiempo.

    Caminamos porque amamos algo tiende, ya desde su título, hacia un tono melodramático —una decisión arriesgada, ya que pocos autores logran sacarle provecho desde la literatura, siendo la obra de Ocean Vuong una de las excepciones más notables en el último tiempo. Quizá por eso, aquí la aparición de las estrofas tiene algo que recuerda al teatro musical o a las películas de Disney. Para explicar la presencia y ubicación de las canciones en un musical, se suele decir que cuando los personajes ya no pueden hablar, cuando no les basta con las palabras para expresar lo que sienten, cantan. Estas narraciones parecen seguir el mismo patrón: en los momentos en que la prosa no es suficiente, se desata el verso: “La palabra ‘frío’ se olvidó y nunca más nadie tuvo frío, / y todo lo sólido quedó derretido, / y su casa flotaba hacia la cordillera”.

    Los 15 cuentos que componen este libro son variados, aunque hay ciertos tipos que se repiten. El más notorio es el de los relatos cercanos al cuento infantil, cuyos títulos declaran abiertamente su estatuto de “historia”, lo que persiste en las frases iniciales: “Esta es la historia de un niño que siempre quiso amar a otro niño. Un día finalmente encontró ese amor, y amó a ese otro niño, y fue maravilloso”; “Había una vez un niño que siempre quiso vivir en su techo y un día finalmente se fue a vivir a él”; “Esta es la historia de un hombre que se agotó de ser hombre y se volvió una ciudad”. Tal como los cuentos de hadas, estos relatos están marcados por la voluntad imparable de sus protagonistas —¿quién tiene mayor voluntad que un niño?—, que los lleva a transformarse, a irse a otro lugar, a embarcarse en el viaje necesario para alcanzar su deseo.

    Uno de los cuentos más particulares del libro es el relato homónimo final, que tras un inicio narrativo se convierte en un ensayo fragmentado sobre el punto —tal vez por eso es que los cuatro relatos inmediatamente anteriores llevan punto al final del título. Y entre los que juegan con la autoficción, el más conmovedor es “Periméne”, en que el narrador visita a su abuelo senil al que debe ayudar a orinar mientras intenta borrar de su historia un asesinato, aunque eso no sea posible para él, al igual que ignorar su homofobia.

    Se podría decir que lo queer atraviesa el libro, no solo por la presencia constante —aunque no excluyente— de hombres y mujeres homosexuales. Todos son o parecen ser niños, o incluso un mismo niño, que narra todas las historias y es a la vez su protagonista, un niño que camina descubriendo todo con inocencia, mirando todo y a todos con ternura, hasta a quienes le hacen daño.

    Se podría decir que lo queer atraviesa el libro, no solo por la presencia constante —aunque no excluyente— de hombres y mujeres homosexuales. Todos son o parecen ser niños, o incluso un mismo niño, que narra todas las historias y es a la vez su protagonista, un niño que camina descubriendo todo con inocencia, mirando todo y a todos con ternura, hasta a quienes le hacen daño. La primera persona de los distintos cuentos se convierte en una misma voz, por lo que el texto, pese a su diversidad formal, se unifica y toma aires de novela, lo que también se ve reforzado por la abundancia de temas recurrentes.

    Una lista no exhaustiva de elementos que hacen eco de un relato a otro incluye narradores que saben lo que va a ocurrir en el futuro, muertes recientes o presentidas, el olvido, los pájaros, el saludo “¡Hey!”, un chicle pegado en la cabeza, el boxeo como un acto inherentemente homoerótico, dar la espalda en la cama, el deseo de contar o escuchar cuentos, los cuentos como mentiras, y el amor que también es desamor y viceversa, además de un futuro lejano sin ciencia ficción, solo marcado por un sol demasiado intenso, en que “un hombre lee la nueva teoría de tránsito intercontinental de Oceanía a Latinoamérica, que trata de cómo un chico antes de la gran glaciación cruzó en una balsa de cuero para encontrarse con otro chico porque lo amaba, y ese es el inicio de cualquier teoría, caminamos porque amamos a algo”.

     

    Fotografía: Magdalena Chacón.

     


    Caminamos porque amamos algo, Nicolás Lange, Cástor y Pólux, 2023, 94 páginas, $13.000.

  219. Un mundo hacia adentro

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    Muy pronto había aprendido a vivir esa dualidad vital de forma instintiva: la vida externa que se conforma y la interna que cuestiona”, escribe Kate Chopin en El despertar, el epígrafe de la ópera prima de Natacha Oyarzún Cartagena (Punta Arenas, 1993), quien antes editó Poeta en prosa. Extractos de entrevistas a María Luisa Bombal (2020) y fue coeditora de La ola viene de vuelta. Extractos de entrevistas a Gladys Marín (2022). Los diez cuentos de Terremoto blanco exhiben la frialdad, el silencio y la soledad patagónica. En esos pueblos pequeños, los roces comunitarios, el qué dirán y los comentarios de boca en boca son problemáticas a las que deben enfrentarse las protagonistas —nueve son mujeres— de estos relatos, personajes conformistas y cíclicos, que optan por la introspección en lugar del diálogo. El epígrafe, entonces, anuncia la importancia del mundo interior en este universo.

    Marcado por la temperatura que irradian ese clima y ese paisaje, Terremoto blanco está impregnado de un carácter frío, una brisa que cala los huesos y convierte a las mujeres en personas parcas, un tanto despersonalizadas, en la misma medida en que se sienten ajenas a sí mismas y al entorno. La característica común de esos personajes es el silencio: no exhiben sus pensamientos y no hacen nada para cambiar sus vidas. Este es el primer paralelo que Oyarzún crea con el mar: el fluir, el dejarse llevar por la corriente que deja a las mujeres entregadas a su destino.

    La prosa de Oyarzún roza el verso en sus reflexiones poéticas y ocupa el clima como espejo de la realidad de las protagonistas, en cada una de las cuales hay una frialdad interna que se ve exaltada por el mismo frío de la Patagonia que las envuelve y entra en sus casas, en sus familias, en sus relaciones y, por ende, también en la relación que llevan consigo mismas.

    Hay un ruido de fondo constante que resuena como las olas en lo poético de la prosa de Oyarzún, que nos hace intuir que el mar es el verdadero protagonista de la obra, porque los personajes —sobre todo las mujeres— son arrastrados por la corriente, y cuando quieren o intentan escapar de ella se encuentran rodeados por una nieve seca, un océano desierto, una luz invernal que no indica ninguna salida.

    Aunque son cuentos sobre la vida cotidiana, historias mínimas —a lo González Vera—, el título del libro alude a un desastre climático que ocurrió en 1995 y afectó a comunidades desde el Maule hasta Magallanes. Los relatos de Terremoto blanco parecieran mostrar que ese desastre también se infiltró en la psiquis de los personajes, en esa lejanía que sienten respecto a sus vidas.

    En el cuento homónimo, una clara muestra del estilo marcado de los demás relatos, se presenta el día del desastre climático y cómo la rutina de una casa se ve mínimamente interrumpida: el matrimonio interactúa como si fuesen desconocidos, y lo mismo ocurre en relación a sus hijos. Afuera está lo único diferente, y la mujer del relato pareciera desear esa diferencia, como una manera de dejar de lado su vida rutinaria e infeliz: “Tras unos segundos que dediqué a tomar aire, me trasladé a la cocina. Raúl había encendido la estufa, pero era imposible que combatiera el frío que se metía por las imperfecciones de la casa. De cualquier modo, ya nos habíamos acostumbrado a esa falsa ilusión de calor”.

    Hay un ruido de fondo constante que resuena como las olas en lo poético de la prosa de Oyarzún, que nos hace intuir que el mar es el verdadero protagonista de la obra, porque los personajes —sobre todo las mujeres— son arrastrados por la corriente, y cuando quieren o intentan escapar de ella se encuentran rodeados por una nieve seca, un océano desierto, una luz invernal que no indica ninguna salida: “No siento mis zapatos, definitivamente los perdí en el agua, bajo la corriente que me heló el corazón y más tarde me empujó de vuelta”.

     


    Terremoto blanco, Natacha Oyarzún Cartagena, Alquimia, 2022, 84 páginas, $10.000.

  220. La pluma del etnógrafo

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    En las librerías de viejo hay libros que jamás se devalúan y que siempre valen caros, por ejemplo cualquiera de la editorial Siruela, Masa y poder de Elías Canetti, en la primera edición de Muchnik, la Antología de la poesía surrealista de Aldo Pellegrini, o las cuatro Iluminaciones de Walter Benjamin, en la primera edición de Taurus. Estos libros pueden reeditarse muchas veces, y hasta piratearse, pero hacerse de una de esas ediciones es siempre algo especial, como si por ese acto participáramos de algún modo del momento en que irrumpieron en nuestro medio, desencadenando cientos de comentarios y abriendo nuevas rutas para la imaginación y el pensamiento.

    Sentí esa emoción hace poco releyendo mi ejemplar de Tristes trópicos, de Claude Levi-Strauss, publicado por Eudeba en 1970 y que es otro de los libros que no se devalúan. En la primera página lleva mi nombre timbrado, lo que indica que debí comprarlo cuando era estudiante, ya que muy pronto abandoné esa práctica por temor a que alguien descubriera mi intimidad a la luz de mis rayados. La misma página muestra además que pagué por él 15 mil pesos, por lo que mi interés debió ser muy grande, ya que esa suma era un tanto elevada para mi presupuesto de entonces, que era bajo en general para casi todo. Me gustaba también la portada, sobria y geométrica, ideal para un pensador de las estructuras.

    Tristes trópicos se publicó en Francia el año 1955 y tenía un arranque memorable: “Odio los viajes y los exploradores”. Una provocación, claro, ya que él mismo es un extenso relato de las expediciones de Levi-Strauss en la Amazonía brasileña, donde realizó estudios etnográficos de tribus como los caduveos, los bororo y los nambikwara, de sus costumbres, ritos e instituciones. La frase, en verdad, era una diatriba contra un tipo especial de literatura antropológica: los relatos de exploradores, que idealizan el viaje como una aventura y hacen el elogio de unas tribus en las que supuestamente sobrevivirían impolutas las costumbres de una noble humanidad primitiva. La civilización urbana, industrial, burguesa, pensaba por el contrario Levi-Strauss, ha llevado su pestilencia a todas partes y ha acabado para siempre con “los perfumes de los trópicos” y la supuesta “frescura” de sus habitantes, por lo que ningún viaje, ni aun el suyo, podría sustraernos hoy a “la visión de las formas más desgraciadas de nuestra existencia histórica”. La mirada exotista del viejo explorador, en una palabra, debía dar paso a la mirada desengañada del etnógrafo, que va tras los vestigios de una realidad en vías de desaparecer sin hacerse ilusiones, y que en el caso particular de Levi-Strauss oscila entre la melancolía y la furia: “Lo que nos mostráis, en primer lugar, ¡oh viajes!, es nuestra inmundicia arrojada al rostro de la humanidad”.

    Pero Tristes trópicos traía algo más que una mirada heterodoxa y que también hace de él un libro inolvidable. En sus páginas hay observaciones de campo y reflexiones por montón, algunas muy brillantes, como los análisis de la pintura corporal de los caduveos o la comparación entre las ciudades y mercados de Brasil y las de Asia del Sur, entre “los trópicos vacantes y los trópicos abarrotados”, pero hay sobre todo una escritura, una prosa declinada con elegancia en primera persona y por la que se desliza, como apuntara muy bien Octavio Paz, “un pensamiento que ve a las ideas como formas sensibles y a las formas como signos intelectuales”. Es lo que más sorprende, el modo en que la reflexión científica se encarna allí en una vivencia personal y adquiere rápido el rango de filosofía, pero sobre todo de literatura: la Academia Goncourt, de hecho, lamentó no poder premiar el libro al no ser una novela y los escritores franceses lo acogieron mucho mejor que los etnógrafos, que se sintieron ultrajados. Sucede algo parecido con otros libros del género, como El África fantasmal de Michel Leiris, Esa eterna fugitiva de Emmanuel Terray o El antropólogo inocente de Nigel Barley, todos los cuales pueden disfrutarse también por sus cualidades literarias y conforman incluso un tipo especial de literatura —“de la alteridad” podría ser un nombre—, que reivindica la narración personal frente a los excesos científicos, que no idealiza la relación con los pueblos que estudia y que relativiza incluso las pretensiones de la misma disciplina.

    Realizando estudios etnográficos en Siberia, Martin fue atacada por un oso, que le desfiguró la cara y la dejó medio muerta durante ocho horas sobre la nieve. El libro comienza relatando este accidente, prosigue con el relato de su recuperación en hospitales de Rusia y Francia (…), para desembocar poco a poco en una bella meditación sobre el cuerpo como un “mundo abierto” en el que cohabitan seres múltiples y que minaría el concepto tradicional de la identidad.

    Sobre esto y otras cosas conversaba hace un tiempo atrás con la antropóloga francesa Nastassja Martin, que estaba de paso por Chile y que me presentaron unos amigos. Ella me confesó su admiración por el libro de Levi-Strauss y añadió que el antropólogo, aun estando obligado a producir libros áridos o científicos, no debería perder de vista ese registro literario, al que ella misma había recurrido, como pude comprobar después, en un libro que había publicado dos años antes: Creer en las fieras (2021), una fascinante divagación a partir de un suceso personal rayano en lo inverosímil y de consecuencias teóricas insospechadas.

    Realizando estudios etnográficos en Siberia, Martin fue atacada por un oso, que le desfiguró la cara y la dejó medio muerta durante ocho horas sobre la nieve. El libro comienza relatando este accidente, prosigue con el relato de su recuperación en hospitales de Rusia y Francia —es también una crítica implacable a la violencia simbólica y concreta que ejerce el poder médico sobre el cuerpo enfermo; Artaud, por supuesto, figuraba entre sus lecturas—, para desembocar poco a poco en una bella meditación sobre el cuerpo como un “mundo abierto” en el que cohabitan seres múltiples y que minaría el concepto tradicional de la identidad como un centro de asignación unidimensional, unívoco y uniforme. Es un efecto, en el fondo, de la potente mordida del oso, que depositó en ella, como dice Martin, “una cosa indefinida”, pero que a la vez se llevó algo que hasta entonces desconocía, sellándose entre ambos una relación íntima por la que ninguno de los dos podría volver a ser lo que era antes. Es más, Martin llega a sostener que el encuentro con el oso se venía gestando en ella desde hace mucho tiempo, en sueños, pero no en “sueños-recuerdo” ni en “sueños-deseo”, sino en otro tipo de sueños, “animistas” podríamos llamarlos, “sobre los que no tenemos control, pero que los esperamos porque establecen una conexión con los seres de fuera y abren la posibilidad de un diálogo”.

    Los libros de Martin y Levi-Strauss coinciden en varias cosas: una mirada crítica que no idealiza, una escritura que hace disfrutar de la lectura, y una misma creencia, más o menos enfática, en que la vocación etnológica todavía puede ser un refugio frente a una civilización que no nos satisface: “Hay que salir de la alienación que produce nuestra civilización”, dice Martin, “pero la droga, el alcohol, la melancolía y, en última instancia, la locura o la muerte no son una solución, hay que encontrar otra cosa. Eso es lo que busqué en los bosques del norte, lo que encontré en parte, lo que estoy persiguiendo”. Ninguno de los dos, sin embargo, viaja por aventura o para hacer las loas del buen salvaje, sino solo para encontrarse, en el caso de Martin, con un árbol, un río o una fiera y meditar a partir de esos encuentros sobre las relaciones entre los humanos y los no-humanos.

    Curiosamente, la última línea de Tristes trópicos evocaba el “guiño cargado de paciencia, de serenidad y de perdón recíproco que un acuerdo involuntario permite a veces intercambiar con un gato”, que por cierto no es un oso, sino una fiera burguesa o un animal domesticado. Habría que ver en eso una diferencia también entre ambos antropólogos, porque a Martin, como confiesa ella misma, nunca se le ha dado bien la calma y la estabilidad, y seguramente por eso el oso le salió al paso y ella no salió corriendo. De hecho, lo golpeó con su piolet y fue el oso el que huyó sangrando.

  221. En último trámite: Martín Cerda y el ensayo

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    En el prólogo a esta nueva edición de La palabra quebrada, Marcela Fuentealba repara en un detalle elocuente en la escritura de Martín Cerda: el uso reiterado de la expresión “en último trámite”, que es como decir hoy “en definitiva” o “sumando y restando” o “al final del día”, algo así. Y advierte que ese uso muestra “que son varias las fases de ese tiempo de pensar”.

    Y es que el ensayo es escritura en el tiempo. Pensamiento en curso. Proceso —búsqueda—, no sentencia. Pensamiento y despensamiento, sostiene Cerda. Así, el último-trámite sería, más que un punto final, una cuenta transitoria. “Último” en el sentido de “más reciente”, no de “terminal”. Un sumando y restando que no acaba la operación, solo la actualiza y proyecta. Un balance, no un balazo. Un final del día al que seguirá indefectiblemente una noche y otro día en los que el ensayista seguirá dando “la brazada del náufrago”, explorando “las pistas del posible curso del mundo”.

    Nacido en Antofagasta en 1930, Cerda estudió en los Padres Franceses de Viña del Mar, derecho en la Universidad de Chile y filosofía en Francia, donde decía haber sacado “carnet de existencialista”. Escribió siempre en diarios y revistas y vivió, además de dos temporadas largas en Venezuela —participó ahí de la legendaria editorial Monte Ávila—, en Santiago y hacia el final de su vida en Punta Arenas, donde un incendio destruyó su biblioteca y los manuscritos de los libros que tenía proyectados. “Estoy saliendo de la violenta depresión que me produjo la pérdida de varios años de trabajo”, le escribiría a su amigo, el poeta y crítico venezolano Guillermo Sucre, pero al cabo de poco, en 1991, murió tras sufrir un infarto y un derrame. Años antes, en 1982, cuando ya tenía más de 50, había publicado este primer libro, La palabra quebrada, que obtuvo entre otros el Premio Municipal de Santiago y que después continuaría en su segundo libro, Escritorio.

    Lo que hizo Cerda en La palabra quebrada es lo que anuncia ya en su subtítulo con meridiana claridad: un ensayo sobre el ensayo. Al tratar el ensayo sobre todo lo existente, un ensayo sobre el ensayo trata sobre cómo tratar todo lo existente, desde las palabras hasta, nada menos, el ensayo mismo, pasando por la memoria, la envidia, la literatura como modo de “introducir un radical desequilibrio entre el hombre y el mundo”, la vanidad, las calles.

    No se queda corto en alcances, pero su centro es el ensayismo; lleva a cabo una meditación sobre el género con las herramientas y modos del propio género. La fragmentariedad, entonces, es forma y contenido desde el principio, desde el título mismo: La palabra quebrada. Fragmentos no entendidos como restos o escolios de textos mayores ni como apuntes o esbozos para futuros tratados integrales, sino como unidades en sí mismas, “un modo de mirar y valorar el mundo”. De escudriñarlo y desentrañarlo. De dar la mejor cuenta posible de su multiplicidad y complejidad. Por eso se permitía, como apuntara Martín Hopenhayn hace años, “la licencia de la discontinuidad. Más aún, la trabaja deliberadamente para contrastarla con un mundo que se pretende totalizador y, por lo mismo, aprisiona”.

    Cerda articuló así una larga reflexión sobre la forma del ensayo, sobre el ensayo como forma —entendida como el “principio de estructuración que permite al escritor aprehender, ordenar y exponer esa región de la realidad que se propuso reconocer”. Una forma, la del ensayo, marcada a fuego por la ironía y por el hecho de tratar siempre sobre otras formas: vidas, libros, obras de arte. Es un comentario, todo ensayo, tal como la crítica (“descripciones de descripciones”, las llamaba Pasolini). Pero es un comentario abierto, digresivo, exploratorio, y en esa medida creativo, no un conjunto de cláusulas o un glosario. Por eso, tal vez, Cerda arremete con firmeza contra lo que llama “la falsa ensayística”, la producción de “libros útiles” y, sobre todo, de “libros superfluos”, que al no ser de ficción a menudo son por defecto catalogados de ensayo, sin tener ni sus vacilaciones ni sus intrepideces, disidencias y perspicacias: comunicaciones de temporada, compendios de generalidades con buen eco, papers y demás prosas de servicio.

    El ensayo es para Cerda ante todo un despensar lo pensado. Pero en serio, radicalmente, no discutiendo con caricaturas de refutación regalada. Un desmontaje delicado y perspicaz de ideas recibidas. Un buen ensayo ha de airear nociones fijas y quebrar cerrazones conceptuales, torcerles el cuello a los lugares comunes.

    El ensayo se juega en buena medida en la escritura misma, en cómo se escogen las palabras y se las articula para hacerlas decir de manera iluminadora y vivaz —elegante, dirá Cerda citando a Ortega— no solo lo pensable, sino lo hasta entonces impensable, lo no obvio. Por eso, como queda dicho, el ensayo es para Cerda ante todo un despensar lo pensado. Pero en serio, radicalmente, no discutiendo con caricaturas de refutación regalada. Un desmontaje delicado y perspicaz de ideas recibidas. Un buen ensayo ha de airear nociones fijas y quebrar cerrazones conceptuales, torcerles el cuello a los lugares comunes. Por eso, dice el autor, el ensayo está siempre en problemas. Trata con ellos. Es problemático. No zanja; aborda, abre.

    Algunos problemas que marcan la deriva que toma La palabra quebrada y que Cerda escruta con lucidez que el tiempo no arruga son cuestiones que en 1982 seguro han de haber tenido, en Chile y el continente, resonancias poderosas: la violencia, el fanatismo (“esa epilepsia de las ideas”), los extremismos ideológicos, el deseo utópico, la razón y el terror, o la razón cuando deviene amenaza y terror. Y también los modos burgueses y la cotidianidad como “común trasfondo del ensayo”. Y entre divagaciones sobre la novela, las ciudades, el testimonio y los diarios, pobladas siempre de abundantes citas, van y vienen sus figuras tutelares: Lukács, Adorno, Kafka, Jünger, Benjamin, Benn, Blanchot, Barthes. Y antes Bacon, Montaigne, Nietzsche, Freud. A propósito, la idea moderna de autor, de autoría en relación con un público y un sistema de circulación, es también un foco del libro.

    En la tercera de sus cuatro partes, La palabra quebrada se detiene en la casa como “espacio biográfico”, ahí donde la vida tiene lugar y que el ensayo hace tan a menudo su objeto y su modelo. Ese lugar donde se escribe y se lee, se vive. Caso emblemático el del escritor italiano Mario Praz y su autobiografía contada a través de la historia de su casa y los muebles y objetos que la conformaban.

    Muebles, mesas de trabajo, escritorios, vidas, todo le sirve a Cerda para hablar del ensayismo en este libro. Todo, menos la tradición de su propia lengua. Imposible no reparar en eso. Porque en este ensayo apenas se considera la prosa de la lengua. Por España aparece el gran Ortega y Gasset, Julián Marías y sería. No se ven ensayistas latinoamericanos. Ni siquiera se echa aquí mano a los chilenos, ni a los poetas, que conforman, como dijera otro ensayista local, la más alta forma de pensamiento chileno. Esto es llamativo, porque el mismo Cerda tantas veces abordó autores nacionales, antes y después de publicar este libro, en sus escritos periodísticos compilados en volúmenes póstumos (la mayoría a cargo de Alfonso Calderón): Joaquín Edwards Bello, Gonzalo Rojas, José Donoso, Adolfo Couve y Juan Luis Martínez, entre otros. Lo mismo las cuestiones de la vida chilena, por ejemplo el saber reír, del que habló en ese notable escrito titulado “Éramos un pueblo alegre”, recogido póstumamente en Escombros: “Ni el tonto grave, ni el aguafiestas, ni el solemne huemul fueron nunca bien recibidos en ninguna parte, porque andar con la cara seria era casi lo mismo que estar enfermo. El bromista fue siempre, en cambio, recibido con los brazos abiertos hasta en los velorios”.

    Y aunque tampoco sea el humor una presencia activa en este libro, como sí lo es en otras páginas que escribió, no se impone ninguna pesadez porque Cerda tiene cierta serenidad e ironía, dadas tal vez por la claridad de un razonado escepticismo, de un recio desapego ideológico. Todo esto puede responder a lo que apuntara Guillermo Sucre en el precioso texto que le dedicó tras su muerte: “Asumir lo trágico de la condición humana: esta es, para mí, una de las lecciones del ensayismo de Martín Cerda”.

    En último trámite, La palabra quebrada mantiene intacta su vivacidad, su aguda indagatoria ética y su fuerza crítica que pasa, según el favor del viento, de la lucidez a la brillantez. Por lo que tuvo de señero, de avanzada intelectual, por cómo lee vidas y textos y los cruza, por lo que tiene de apertura y de actitud especulativa, es, en más de un sentido, un ensayo ejemplar.

     


    La palabra quebrada, Martín Cerda, Cormorán Ediciones, 2022, 218 páginas, $16.800.

  222. María Sonia Cristoff: “Hoy ‘vida laboral’ es una redundancia, ya que vivimos trabajando”

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    La escritora argentina María Sonia Cristoff (Trelew, 1965) visitó nuestro país la semana pasada para participar de la Cátedra Abierta UDP en homenaje a Roberto Bolaño y presentar su novela más reciente en el Espacio Literario Ñuñoa. En Derroche, un mensaje póstumo de su tía lleva a Lucrecia a cuestionar su creencia ciega en el trabajo y el éxito, y un jabalí cantante llamado Bardo narra sus aventuras por La Pampa mientras reflexiona sobre la vida contemporánea, todo a partir de la influencia de Vita, hija de anarquistas y autora, no solo de la carta explosiva que abre la novela con un lenguaje desaforado, sino también de un plan fascinante para extorsionar a los ricos de su pueblo.

    Una muestra de la voz de Vita: “salí de la oficina con ganas de prenderla fuego, de prenderla fuego con todos esos cangrejos adentro, con todos esos papeles que no hacían, que no hacen más que reafirmar un orden atroz, un sistema plagado de eufemismos, de pactos injustos, de agujeros negros, de atrocidades, de robos y de sangre, un sistema al que yo aportaba tipeando frases con mis dedos secos, mis dedos que estaban a punto de tener una crisis artrósica nunca vista a esa edad, una crisis que me hubiese hecho viajar por congresos de kinesiólogos y terapeutas del mundo, las manos inutilizadas en unas vitrinas para que las eminencias las estudien mejor, para que se devanen los sesos sin nunca ser capaces de llegar al verdadero diagnóstico de artrosis por rabia, porque de eso se trataba, de entumecimiento por rabia, de ir quedándome seca de rabia por las injusticias y por las ganancias ilegítimas de los reptiles, con el perdón de los reptiles, de esos crápulas mejor digo, esa runfla babosa a la que yo no podía seguir viendo ni un solo día más”.

    Las distintas formas del extrativismo y la explotación, tanto del medioambiente como del ser humano, son algunas temáticas de este libro de Cristoff, una escritora que nunca pierde el sentido del humor, que se mueve con soltura entre la ficción y la no ficción, y que construye esta narración polifónica por medio de una carta, una autobiografía, documentos digitales, noticias, llamadas telefónicas, chats, mensajes de audio, fragmentos de obras de teatro, letras de canciones, citas de libros, un telegrama de renuncia y una crónica de viaje.

    Trabajar con géneros no asociados a la literatura es conspirar contra las bellas letras, porque a mí los temas y formas de las bellas letras me sacan bastante de quicio. Que la literatura se encierre en sí misma no me interesa para nada, y estas me parecen formas de abrirla”, explicó en un tranquilo café en las cercanías del hotel donde se hospedó durante su visita a Santiago, cuando nos reunimos para hablar sobre Derroche.

    ¿De dónde surgió esta novela?
    Del deseo de escribir sobre el trabajo, que es un tema que está en todos mis libros previos, pero acá me aparecía con mucha insistencia. Creo que eso tiene que ver con que me la he pasado batallando con el trabajo con que me gano la vida y el trabajo de la escritura, viendo cómo hacer coincidir uno con otro, cómo ganarme la vida sin sacrificar la escritura. Y cuando yo ya creía haberlo resuelto, tuve un trabajo en una universidad que para mí fue excesivo. Durante cinco años fui jefa de cátedra de un programa sobre novela que se fue convirtiendo en una especie de bestia hambrienta a la que tenía que alimentar permanentemente, y en un momento me encontré con que solo estaba leyendo para renovar la bibliografía. Esto me estaba complicando la escritura, lo que me provocó mucha rabia, y la única manera de resolverlo era escribir sobre eso. Ahí se me apareció Vita, un personaje bastante rabioso que en ese momento para mí fue una especie de heroína, y apareció después de muchas lecturas, porque el tema del trabajo me llevó a leer mucho.

    ¿Qué lecturas fueron fundamentales para Derroche?
    Trabajos de mierda, de David Graeber, fue un texto realmente crucial, porque me permitió pensar incluso el trabajo del arte y de los trabajadores de la palabra, que es algo que yo habito muy culposamente. Para mí hay una contradicción muy grande entre la necesidad y la fascinación que siento por escribir y el rechazo que me provocan ciertas prácticas culturales alrededor de la literatura: la espectacularización, la banalización, la mercantilización. Entonces la lectura de Graeber, que plantea que hay prácticas laborales que pueden aportar a una vida contra la gran maquinaria productiva, me reconcilió íntimamente con la escritura. También hubo un libro extraordinario de Martín Arboleda, un autor colombiano que vive acá en Chile, llamado Gobernar la utopía. Ese texto fue muy importante, porque Derroche habla mucho de las utopías anarquistas y este libro trata la idea de la utopía como algo posible: cómo podemos hacer para que la utopía incluso sea parte de un programa de gobierno y no solo episodios aislados de la literatura. También hubo una serie de lecturas periodísticas que se volvieron cruciales: algunas publicaciones anarquistas y feministas, como La Voz de la Mujer, de fines del siglo XIX, y Nuestra Tribuna, de principios del XX. Esas obras del periodismo me volvieron loca y me hicieron crear a Vita.

    Trabajar con géneros no asociados a la literatura es conspirar contra las bellas letras, porque a mí los temas y formas de las bellas letras me sacan bastante de quicio. Que la literatura se encierre en sí misma no me interesa para nada, y estas me parecen formas de abrirla.

    Formas de resistencia

    Los libros que mencionas y esas publicaciones anarquistas tienen en común el tema de la resistencia.
    Claro. También hay uno de Suely Rolnik que se llama Esferas de la insurrección, con un prólogo extraordinario de Paul Preciado, que llama a pensar la insurrección como un modo de habitar. Este libro me vino muy bien para pensar la micropolítica, que es una diferencia importante de Vita con sus padres. Ellos eran anarquistas puros y duros, a los que armé teniendo en cuenta un movimiento que existió en la provincia de La Pampa y estuvo reunido alrededor de otra publicación llamada Pampa Libre. De ahí sus formas de vida, de sociabilidad, de amar familia, de vivir y de morir. El padre termina siendo masacrado, cosa que ella dice bastante sutilmente porque es una persona que quiere cualquier cosa menos el lugar de la víctima. Su dolor por su padre masacrado por sus ideales —algo que pasó en la década del 30 con muchos anarquistas y socialistas en la Argentina— es tan grande que ella toma una distancia que está permanentemente en su discurso, una distancia que tiene mucho de autodefensa.

    Esas formas de resistencia micropolítica, si bien son más notorias en el caso de Vita, están presentes en Lucrecia y Bardo, y también en las pequeñas historias de los “Flashes”. Incluso en el capítulo “Toma de rehenes”, pese a que esos personajes tienen una posición de privilegio en el sistema y no lo cuestionan, parece que ellos necesitan escapar por medio de los placeres secretos que Vita descifra para extorsionarlos.
    Sí, pero la diferencia es que pensé a los rehenes desde la mirada de Vita como personajes que son la aspiración de la media, la pequeña burguesía de pueblo, cada uno de los cuales representa ciertas aspiraciones burguesas: la que habla bien inglés, el que quiere ser un explorador. Es una cosa con la que yo me reí mucho, y Vita se ríe de esos personajes que son sus víctimas, adivinándoles esas cosas con que los extorsiona. O al menos eso dice, ya que en definitiva nunca sabremos de dónde sacó su dinero fraudulento, porque como buena manipuladora, jamás lo querrá decir. La otra serie de personajes a los que te referías, los de los “Flashes”, son la manera de narrar lo que le ocurre a Lucrecia ya bastante más avanzada la novela. No me importa espoilearme a mí misma, porque lo último que me interesa es que la gente se enganche por la trama: la novela es un modo de decir, y si eso no te interesa mejor ni la leas, porque si es por la gran trama vayan a ver Netflix. Lucrecia, que es la urbana esnob, el personaje que tiene lo que se considera éxito y es una desgraciada sin fin, sufre una transformación que va pasando por distintas etapas tras la interpelación de su tía y la promesa concreta de recibir un montón de dinero. Luego de que se encierra, entra en crisis con su pareja, se acerca al chancho jabalí que había sido de Vita y empieza a leer como loca, yo tenía que hacerme cargo de contar su liberación. Y narrativamente el modo que encontré fue esa serie de “Flashes”, cuando ella empieza a leer noticias en los diarios —muchos son casos periodísticos reales con los que yo me encontré— y las convierte en microrrelatos de gente que en un momento pega un portazo a su vida laboral y a todo lo que eso implica, porque hoy “vida laboral” es una redundancia, ya que vivimos trabajando. Estas historias escritas por Lucrecia dejan ver que ella se ha transformado, porque nadie que no haya realmente cambiado de lugar en su relación con el mundo puede escribir eso.

    ¿Y por qué tuviste que contar su liberación de esa manera?
    Lo que ocurrió es que cuando llegué al punto de la novela en que Lucrecia tiene un montón de dinero —o cree que tiene, porque todavía no sabe que el chanco jabalí le pasó el dato a todo el mundo y se lo van a afanar— y está planeando llamar a la mejor gente de la arquitectura, de la literatura, de las ciencias sociales, para armar esta comunidad utópica, me di cuenta de que la estaba odiando. Yo quería que fuera una liberada genial, pero después de haberse transformado y dejado el trabajo, y teniendo un montón de guita para hacer otra cosa, opta por una cuestión de privilegio para ciertas personas iluminadas. Ese fue un momento en que tuve que dejar la novela por un buen tiempo, hasta que entendí que la respuesta estaba en el chancho jabalí. Un día entró Bardo volando por la ventana y me di cuenta de que la única manera de provocar una transformación total iba a ser con esa conexión interespecie. Por otra parte, la relación con lo animal está presente en todo lo que escribo. Por eso el tercer personaje y la voz final es del chancho jabalí, que para mí es un anhelo de transformación, de apertura, de liberación, de utopía. Así quisiera que fuera la marcha del mundo: un chancho jabalí trotando y cantando canciones y repartiendo dinero.

    Una de las cosas que realmente nos están extirpando, junto con la vida, es el humor: todo el mundo, desde los bandos que más detestás a los que más querés, tiene un nivel seriedad insoportable. Y como esos lugares de enunciación para mí no llevan a nada, me interesa mucho el sentido del humor, pero no como lo gracioso, sino como una forma, primero, de autocuestionamiento.

    El humor y lo animal

    ¿Por qué optaste por narrar esta historia en clave humorística?
    Porque si hay algo que realmente me pone muy nerviosa es el gesto grave. Además, una de las cosas que realmente nos están extirpando, junto con la vida, es el humor: todo el mundo, desde los bandos que más detestás a los que más querés, tiene un nivel seriedad insoportable. Y como esos lugares de enunciación para mí no llevan a nada, me interesa mucho el sentido del humor, pero no como lo gracioso, sino como una forma, primero, de autocuestionamiento. Últimamente está lleno de pontificadores en todos lados, con esta lógica binaria atroz en la que vivimos atrapados.

    En otro libro tuyo, Desubicados, se lee: “Lo que tendría que hacer es contar, directamente desde el punto de vista de un animal adaptado a la civilización, cuáles son las estrategias a las que recurre y cuáles los costos que paga un provinciano para vivir en la ciudad”. ¿Es eso lo que haces en Derroche con Bardo?
    Esa parte tiene que ver con otro texto que ha sido crucial acá para pensar lo animal y el tema provinciano, el “Informe para una academia” de Kafka. Yo no veo mis libros como independientes, para mí en gran parte la escritura tiene que ver con una serie de hipótesis echadas a rodar. Me interesa el lado ensayístico de la escritura, el costado argumentativo de la narración, y esos temas, como lo animal, están siempre dando vueltas. Entonces claro, quizás en verdad esto viene de esa célula latente que estaba en Desubicados.

    Y en relación a lo animal, ¿por qué escogiste la voz de un jabalí?
    Esto tiene mucho que ver con el contexto. Si bien yo borroneo un poco las referencias de tiempo y lugar, a la vez están tremendamente claras en la novela y cualquiera que esté atento las puede seguir. Derroche transcurre en la provincia de La Pampa, donde pasamos de tener colonias anarquistas a vivir de los cotos de caza para extranjeros, que pagan un montón de dinero para matar animales dopados. No me cabe en la cabeza que exista algo así y que yo supuestamente tenga que ver con esa especie: pónganme otro nombre, no soy humana, soy otra cosa. A esta provincia vienen a matar normalmente jabalíes, y alguien me contó, mientras investigaba, que es común que los cazadores maten a la madre jabalí y queden los chanchitos dando vueltas solos, como le ocurre a Bardo. Entonces la elección del jabalí tuvo que ver con el verosímil. También resulta que él habla y compone y canta canciones, pero quiero decir que hay ciertos puntos del verosímil realista que me interesa tener en cuenta. Como tenía que haber un animal de la zona, podría haber sido un puma, pero a mí no me interesan los felinos, en cambio me encantan los animales grandes, gordos, que dan ganas de abrazar, para mí son como descansos de la crueldad del mundo.

    Como tenía que haber un animal de la zona, podría haber sido un puma, pero a mí no me interesan los felinos, en cambio me encantan los animales grandes, gordos, que dan ganas de abrazar, para mí son como descansos de la crueldad del mundo.

    Voz de Vita

    Has dicho que Vita surgió de tu propia rabia y de la lectura de libros sobre el trabajo y ciertos medios anarquistas. ¿Cómo desarrollaste a este personaje y, sobre todo, esta voz?
    Con Vita quería pensar a alguien capaz de sustraerse del mundo del trabajo, pero no por ser una ricachona. Este tema fue mi gran incomodidad con la creación de ese personaje, porque alguien que no trabaja podía caer rápidamente en algo que ideológicamente me resultara deplorable. Y reconozco que por supuesto puede ser gran tema hacer literatura sobre personajes desagradables, pero con esta novela tenía ganas de escribir sobre alguien que me alegrara. Un poco por las condiciones en que te dije que la estaba escribiendo, y otro poco porque mi novela anterior, Mal de época, me llevó a una zona de oscuridad muy densa, así que quería un personaje que me levantara el ánimo, hacer una cosa vital. Por eso le puse Vita. Todos los nombres de estos personajes dicen algo de ellos, siguiendo el modelo de la retórica clásica, que me encanta. Y ella básicamente está hecha de los modos de decir que encontré en esos medios anarquistas, de esa vehemencia, esos adjetivos totalmente saturados, excesivos. Además, es una voz muy apelativa, algo que a mí me gusta mucho, porque gran parte de la función de Vita es provocar una transformación en su sobrina, que es una especie de alienada del presente. Con Lucrecia quería mostrar la alienación contemporánea por el trabajo, es por eso que, como Vita le dice en un momento, se llama Lucre, por el tema de vivir lucrando, que es el mandato de época por excelencia.

    En la novela, la voz de Vita parece ir filtrándose hacia los otros personajes. ¿Esperas que algo de ella se cuele también hacia los lectores, a quienes nos llega su carta bomba a través de Derroche?
    Sí, hay una aspiración de interpelar, claramente. Siempre la hay, en todo lo que escribo, pero acá es muy explícita. Es un llamado a ejercitar las tretas y el pensamiento crítico, a salir de los maniqueísmos, de las certezas y de los extremos. De la alienación, básicamente. Es una pequeñita bombita de tiempo que espero que pueda tener algo de irradiación en la vida que vivimos, en la vida de quien lee. Yo creo que esa es una aspiración de todos los que escribimos.

     

    Fotografía: María Sonia Cristoff durante su conferencia en la Cátedra Abierta UDP en homenaje a Roberto Bolaño.

     


    Derroche, María Sonia Cristoff, Literatura Random House, 2023, 256 páginas, $14.000.

  223. La edad heroica del cine

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    Este año se ha cumplido medio siglo del estreno de El Padrino, y Paramount quiso celebrarlo, pero no con una película, sino una serie: The Offer. La elección del formato televisivo para homenajear una película cristaliza la preeminencia que ha alcanzado la TV en detrimento del cine. ¿Han primado los presupuestos y la economía de escala? ¿Para qué producir una historia de dos horas cuando, por un precio similar, podemos producir una de 10? Seguramente también pesaron las decisiones prácticas. Un filme sobre una de las mejores películas de la historia habría significado pagar un director decente, un par de actores de renombre y una producción que no desentonara. Y todo para terminar, de cualquier modo, en una plataforma digital.

    The Offer narra en clave épica las peripecias que debió enfrentar la producción de El Padrino. Aborda su origen como proyecto sin importancia (fue pensada como una película de gánsteres al estilo del Hollywood de los años 40); su desarrollo creativo a cargo de Francis Ford Coppola, quien aportó los códigos conceptuales que la convertirían en leyenda (fue él quien transformó la empresa criminal de Vito Corleone en la fábula de una familia siciliana que forjaba su propia ley en la metrópoli del capitalismo); su consolidación dentro de Paramount como la apuesta que casi hundió al estudio, pero que finalmente lo salvaría de la ruina; y su apabullante éxito comercial (en su momento fue la película más vista de la historia, algo inaudito para una cinta de tres horas), además de su rutilante recepción crítica y su indiscutido triunfo como mejor película en los premios Oscar. Todo es contado a través de Al Ruddy (Miles Teller), el productor del filme, un underdog inconformista que hizo carrera en Hollywood a base de desparpajo, instinto y coraje.

    Si la serie funciona es, precisamente, por el amor que le profesa la TV a ese Hollywood donde confluyeron Steve McQueen, Elizabeth Taylor, Ali MacGraw, Robert Towne, Bogdanovich, Scorsese y Polanski, donde el viejo Hollywood le dio la mano a una nueva camada para que inyectaran a las colinas de Los Ángeles una última aventura.

    La historia está basada directamente en las “experiencias” del Ruddy de carne y hueso, quien oficia como productor adjunto de la serie. No en un libro, sino en sus testimonios orales: es la definición por antonomasia del narrador poco fiable. Por lo mismo, sería un error tomarse en serio todo lo que cuenta. Lo más valioso que tiene The Offer es, de hecho, su descaro a la hora de mitificar, exagerar y de esculpir la estatua de su propia gesta. Por más que ofrezca detalles reveladores y desconocidos del making of de la película, no pretende ser una crónica histórica sino una comedia revisionista y unificadora de las anécdotas que Ruddy ha ido atizando durante su vida. Bajo ningún punto de vista esta obra califica para sentarse a conversar con las grandes series de este siglo. No tiene ni los dilemas morales ni la elegancia de ninguna de ellas; figura entre las series del montón, pero esa medalla la luce con dignidad. Aquí no hay vanguardia; simplemente televisión y algunas decisiones muy inteligentes. Por ejemplo: si no puedes estar a la altura de El Padrino, ponte muy por debajo, y ante tu pequeñez el mito crecerá. Esto queda claro cuando la serie aborda la incorporación de Marlon Brando al elenco de la película. El encargado de darle vida es Justin Chambers, un modelo y actor de culebrones cuyo rostro suena vagamente. Cuando interpreta el momento en que Brando propone a Coppola su caracterización de Vito Corleone (voz lijosa, mandíbula desencajada, desapego existencial), vemos a un actor del montón (Chambers) interpretar a un titán de la actuación (Brando) que, a su vez, está inmerso en el personaje de su vida (Corleone). Es un juego de máscaras. El eje moral de esta historia apuesta por los mentirosos y los fabuladores de Hollywood, aquellos capaces de renovar el panteón de semidioses que educaron sentimentalmente a generaciones.

    Si la serie funciona es, precisamente, por el amor que le profesa la TV a ese Hollywood donde confluyeron Steve McQueen, Elizabeth Taylor, Ali MacGraw, Robert Towne, Bogdanovich, Scorsese y Polanski, donde el viejo Hollywood le dio la mano a una nueva camada para que inyectaran a las colinas de Los Ángeles una última aventura. Es un homenaje, como el de Tarantino, a lo que Phillip Lopate llamaba “la edad heroica del espectador”: una época en la que los estrenos derrochaban erotismo, cuyo barómetro era el aplauso de la sala y en la que el veredicto del gusto se contrastaba con la crítica impresa del día siguiente. Es una forma de vida extinta, que hoy solo existe en la memoria.

     


    The Offer (2022), creada por Michael Tolkin, 10 episodios, disponible en Paramount+.

  224. Contra la mirada bien situada

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    Esto es absurdo, el día que me pongo a pensar en la mirada, aparece en mi propio jardín algo que mirar. Llegan sin aviso, cinco jovencitos, dos camionetas y una máquina parchada a perforar el nuevo pozo de agua. Desde el segundo piso los veo colgarse de la torre sin cuerda o arnés, y presionar con las plantas de sus pies el cabezal del taladro para convencerlo de que entre a la tierra. Solo uno trae botas y son de goma, los demás meten al barro las zapatillas de marca, toman sin guantes los caños, las cadenas, los pernos. Cuando los jóvenes miran hacia el segundo piso, me ven sentada al otro lado de la ventana, no saben qué hago tantas horas en este cuarto. Hasta que uno, curioso, escala más arriba y mira hacia el escritorio.

    Nos reímos.

    Los cuerpos juveniles, aceitados por los 20 pozos de agua que perforan al mes, son una suerte de titanes a pie pelado. Busco la imagen de un Titán y me encuentro con que Wikipedia te pide una contribución voluntaria “para ayudar a construir un mundo donde el conocimiento sea gratuito para todas las personas”.

    El asunto se pone apasionante.

    Sigamos.

    Teniendo todos los elementos que necesito para mirar, algo pasa, y no miro. Ni siquiera cuando sacan los tubos estilando barro y salta cabriosa el agua. Yo también me sorprendo: he perdido las ganas de mirar. No solo es una actividad vital. ¡De eso vivo!

    Necesito entender por qué dejé de mirar.

    Voy hacia atrás, al libro con el que aprendí a mirar por primera vez. Había un rey, relata Walter Benjamin en Cuadros de pensamiento, que año a año veía aumentar su melancolía. Un día llamó a su cocinero y le pidió un omelette de moras como el que saboreó en su tierna juventud la noche en la que escapó del castillo con su padre, el antiguo rey. Dentro del bosque, con el enemigo pisándoles los talones, con miedo, hambre y frío, una mujer los cobijó, y lo único que tenía para ofrecerles era un omelette de moras.

    Tras escuchar el relato, el cocinero le dice al rey que él conoce el secreto del omelette de moras y sus ingredientes, desde el simple berro hasta el noble tomillo, las frases que hay que decir al revolver y cómo el batidor de madera de boj debe girarse siempre hacia la derecha. “Sin embargo, oh Rey, no te agradará la omelette. ¿Cómo habría de condimentarla con todo lo que saboreaste aquella vez? El peligro de la batalla y el acecho, el calor del horno y la dulzura del descanso, la presencia ajena y el futuro oscuro”.

    Si le hago caso a Benjamin tendré que volver a las circunstancias en las que saboreé mirar por primera vez. Curiosamente, el punto de partida fueron sus fábulas y relatos de viaje que una amiga me prestó para mi primer viaje largo. A esa edad creía que escribir era expresar pensamientos y sentimientos a través de la escritura. Con Benjamin descubrí que entre expresión y escritura, existe la mirada.

    Ahora siento que en ese pacto hubo algo que perdí, algo que el hijo del rey, cuando se convirtió en rey, añora.

    Sigamos.

    En el relato Espacio para lo valioso, Benjamin mira una silla a través de una puerta abierta y de la cortina perlada y recogida de una casa. Va a distintas horas, a otras casas y pueblos del sur de España, y la silla siempre está en un lugar diferente. Es todo un misterio para él. Se le ocurre que la misma silla en la que comen, por la tarde la llevan a la galería para mirar la calle. Si tiene colgando un sombrero indica que el padre está en casa y si dejan la red de pesca encima se preparan a salir al mar. Va más hondo. Porque eso es mirar para él. Ir más y más hondo en el pozo que los titanes a pie pelado perforan en mi jardín. Benjamin lee en la silla que en estos pueblos a los objetos se les da espacio para que puedan ser valiosos en toda su magnitud, en contraposición a las casas burguesas donde no hay un lugar libre para que lo valioso pueda brindar sus servicios.

    Googleo qué más importante que los movimientos de una silla podría haber visto Benjamin en el sur de España. Aparece un pueblo de 500 habitantes que viven dentro de una roca. Otro con un río que lo atraviesa y separa la “calle de sol” de la “calle de sombra”. Un espectacular faro, imponentes fondos marinos para bucear.

    Estando en Tel Aviv, pillo la puerta abierta de un local a la calle que ahora sirve de habitación y donde cocinan un padre judío y su hijo. Estoy horas mirando la olla, los huesos y la formación del caldo. Siento que hay algo más que no estoy viendo. El procedimiento de Benjamin es desafiante. Para él, pensar y mirar no van por carriles separados. Cuando él mira, piensa. Cuando piensa, ve. La imagen no es utilitaria, no adorna. El pensamiento jamás excede en peso, tamaño, sonido, sabor, color, a lo visto. No se ahogan, conversan como dos camaradas. La idea se va formulando mientras la imagen toma cuerpo, y viceversa. El resultado es que después de haber visto la silla a través de la cortina abierta de esas casas en el sur de España, el o la lectora también siente que allí a los objetos se les da espacio para que puedan ser valiosos en toda su magnitud.

    Cuando Benjamin me pregunta al oído qué más veo a través de la puerta abierta de ese local en Tel Aviv, le cuento que mi abuelo tenía un local en la Vega en Santiago y que podía haber revuelto el caldo de huesos como estos dos. ¿Qué más?, insiste. En ese momento recuerdo que al local en Tel Aviv entró un sobrino del viejo a contar muy ufano que emigraba a América a hacerse rico. Mientras el padre se burlaba de las aspiraciones del joven, su hijo procedió a lavar la loza. Nunca levantó la mirada de la operación que hacían sus manos; la delicadeza, la atención con la que lavó esos tres platos y tres cucharas me conmovió. Vuelvo a sentir el ahogo que me oprimía en la adolescencia, cuando me daba por pensar que jamás iba a salir del molde que mis padres habían construido para mí. Muchas veces quise describir esa sensación y no pude. La olla, los huesos, el caldo, lo hicieron posible.

    Si le hago caso a Benjamin tendré que volver a las circunstancias en las que saboreé mirar por primera vez. Curiosamente, el punto de partida fueron sus fábulas y relatos de viaje que una amiga me prestó para mi primer viaje largo. A esa edad creía que escribir era expresar pensamientos y sentimientos a través de la escritura. Con Benjamin descubrí que entre expresión y escritura, existe la mirada.

    Dice Proust: “Miraba los tres árboles, los veía perfectamente, pero mi espíritu sentía que ocultaban algo que no podía aprehender. […] Con mi pensamiento concentrado, intensamente controlado, di un salto hacia los árboles, o mejor dicho en aquella dirección interior donde los veía en mí mismo”.

    Saltemos.

    Es durante los viajes que hago por el tren ramal Talca-Constitución donde percibo la sensación de que se abre en mi frente un tercer ojo. A las ocho de la mañana bajo en una estación que de estación tiene el puro letrero. Estaré allí hasta que a las seis de la tarde vuelva a pasar el tren. Ni viajar por Ucrania a dedo sola es tan difícil como mirar donde no hay nada. John Berger cuenta que camino a su casa hay un prado que le encanta; se pregunta por qué no va a pasear allí más a menudo, en vez de confiar en que la barrera cerrada lo obligará a detenerse: “Los acontecimientos que tienen lugar en el prado —dos pájaros que se persiguen, una nube que oculta el sol cambiando así el color del verde— adquieren una significación especial porque ocurren los dos o tres minutos que estoy obligado a esperar. Es como si esos minutos llenaran una zona del tiempo que encaja perfectamente en la zona espacial del prado. El espacio y el tiempo se unen…”.

    En la estación González Bastías observo a tres ancianos que no venían en el tren y tampoco lo abordan. Por la noche llegan a la casa en la que alojo a ver televisión y, a la mañana siguiente, llegan a la estación con el primer tren. Me da curiosidad saber qué hacen. Cuando quiero preguntarles, han desaparecido.

    Al comienzo, el prado es un espacio donde se está a la espera de los acontecimientos que van a tocarnos. Cuando Berger se va de allí, el prado se ha transformado en un acontecimiento en sí mismo. “De manera repentina —escribe— una experiencia de observación desinteresada se abre por el centro y da vida a una alegría que reconocemos al instante como nuestra. El prado ante el que nos hemos detenido parece tener las mismas proporciones de nuestra vida”.

    Recuerdo perfectamente en qué estación del ramal sentí que el espacio y el tiempo se unían. Cuando descendí en la estación Toconey encontré a un anciano igual a los de González Bastías. Por la tarde lo volví a encontrar y le pregunté qué hacía allí por segunda vez. Me explicó que el médico del consultorio le recetó caminar 40 minutos diarios para mejorar sus rodillas. ¡Justo el tiempo que demoran las cuatro idas y venidas diarias de los trenes a la estación! ¡Los de González Bastías deben ver al mismo médico!

    Desde que resolví el misterio, nunca más paré, miraba, miraba.

    Miento, no sabía si miraba o leía.

    Lo dice Piglia: “El que narra no entiende lo que cuenta y trata de reconstruirlo para comprenderlo. El primero que hace esa experiencia de reconocimiento es el narrador mismo, él avanza del no saber al saber, de un desconocimiento hacia cierto tipo de certidumbre. La lectura es una experiencia de construcción de sentido. Eso ya lo sabemos desde El Quijote, la primera novela que puso como héroe a un lector de novelas. Una novela que puso como intriga el que alguien le buscara intensidad a los signos, y que esos signos le cambiaban la vida. Allí hay un misterio en esos dos momentos: el narrador que intenta entender lo que narra y el conocimiento a través de los signos de la lectura como uno de los mecanismos más persistentes del conocimiento”.

    Por azar fui encontrando los demás ingredientes. Desde el simple “Ver y mirar” hasta la noble percepción. Pedro Gandolfo, en Artes menores, establece una suerte de itinerario para conocer de dónde viene la mirada y hacia dónde va, una suerte de iniciación. Basta con leer los nombres de los ensayos. “Ver y mirar”. “Ver y lo impreciso”. “Ver y lo visible 1”. “Ver y lo visible 2”. “Ver lo que tiembla y viaja”. “Ver dormir”. “Ver el movimiento”. “Ver nuevo y antiguo”. “Ver el color 1”. “Ver el color 2”. “Ver a través del arte”. “Ver con palabras y con imágenes”. “Ver y tocar”. “Oír y ver”. “Mirar por primera vez”.

    Sigamos.

    En una vuelta me encuentro con lo Infraordinario. Para Georges Perec la silla de Benjamin es todo un acontecimiento, ni qué decir del pájaro que sobrevuela el prado de Berger. Perec prefiere mirar la pelusa que hay junto a la pata derecha de la silla. Y se interroga: “Lo que realmente ocurre, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás, ¿dónde está? Lo que ocurre cada día y vuelve cada día, lo trivial, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual, ¿cómo dar cuenta de ello, cómo interrogarlo, cómo describirlo?… ¿Cómo hablar de esas ‘cosas comunes’, más bien cómo acorralarlas, cómo hacerlas salir, arrancarlas del caparazón al que permanecen pegadas, cómo darles un sentido, un idioma: que hablen por fin de lo que existe, de lo que somos?”.

    La tentación de mirar algo importante, central, que nos traiga reconocimiento y nos ponga en la tradición, es enorme. Busco la respuesta en un caserío con cinco viviendas, un riachuelo y un puente colgante al interior de una quebrada poco conocida del norte. Adonde voy siento la violencia soterrada de la sequía agravada por las plantaciones de paltas de unos cuantos millonarios. Especialmente en la casa vecina anida una tensa situación emocional entre el empresario de las micros, casado, y una joven empleada con quien tuvo un hijo, a espaldas de su mujer. Todas las tardes el padre de la madre soltera —abuelo del niño nacido fuera del matrimonio— sale de casa en su motoneta con una hielera de plumavit anudada a la parrilla. Por medio de una bocina anuncia la llegada de los helados de agua. Los niños y niñas salen corriendo al camino bajo el ardiente verano con las monedas agarradas en el puño, atemorizados de que el heladero deje atrás el paisaje de la infancia secado por los nuevos dueños.

    Berger dice que el movimiento de la escritura se parece al de la lanzadera de un telar. Como ella, la escritura se acerca a un momento dado de la experiencia para escrutar (cercanía) y toma distancia para conectar. Se acerca y se aleja una y otra vez, viene y se va. A diferencia del telar, la escritura no sigue una pauta fija. A medida que se repite a sí mismo, el movimiento de la escritura aumenta su intimidad con la experiencia. Y al final, si tienes suerte, nos dice Berger, el significado será el fruto de esa intimidad.

    La hielera me parece un objeto demasiado grande, la bocina también. Me concentro en las gotas que escurren por el plumavit, mientras el padre de la madre soltera va y viene en la moto desde el pueblo donde compra los helados para no estar en la casa cuando la madre soltera le mienta a su hijo sobre su origen. Me concentro en el vapor que escapa hacia el cielo sin nubes, llevándose consigo las últimas gotas que la cordillera le dio de beber al riachuelo antes de extinguirse los hielos que salen más caros que los helados que vende el padre-abuelo.

    Berger dice que el movimiento de la escritura se parece al de la lanzadera de un telar. Como ella, la escritura se acerca a un momento dado de la experiencia para escrutar (cercanía) y toma distancia para conectar. Se acerca y se aleja una y otra vez, viene y se va. A diferencia del telar, la escritura no sigue una pauta fija. A medida que se repite a sí mismo, el movimiento de la escritura aumenta su intimidad con la experiencia. Y al final, si tienes suerte, nos dice Berger, el significado será el fruto de esa intimidad.

    El desafío es fascinante. Menos mal que de camino encuentro a Robert Walser, que me ayuda con su magia a volverme tan pequeña como las piedras que saltan a la vista al retirarse las aguas del río, avergonzadas y desnudas ante todos y todas las que pasan hacia la cantina y el prostíbulo al final del caserío. Es tan aliviador no mirar como escritora, como académica, ganadora de premios, reconocida por X o Y, estar con las piedras, dudar con ellas si el agua volverá a correr o nos iremos destiñendo con el sol. En tanto la madre soltera alienta a su hijo a que demande al empresario de las micros para pagarse la universidad y, en ausencia del abuelo heladero, el resto de la familia planea cómo quedarse con el dinero, el conocimiento adquirido en los libros, la comprensión y los conectores gramaticales se deshacen como una paleta de helado. En su lugar aparece una pielcita delicada, impresionable, frágil. Con ella puedo no solo mirar y pensar, también sentir: en mi piel se imprime lo visto, como dice Proust, no hay descripción, es impresión sensible.

    Quizá —dice Perec— se trate finalmente de fundar nuestra propia antropología: la que hablará de nosotros, la que buscará en nosotros lo que durante tanto tiempo hemos copiado de los demás. Ya no lo exótico sino lo endótico”.

    En esta parte tendría que decir Sigamos, pero siento que no estoy llegando a ninguna respuesta.

    Ver y mirar”. “Ver y lo impreciso”. “Ver y lo visible 1”. “Ver y lo visible 2”. “Ver lo que tiembla y viaja”. “Ver dormir”. “Ver nuevo y antiguo”. “Mirar por primera vez”… No les encuentro sabor. Me da miedo poner los dedos en las teclas, siento que mi conciencia ya tiene preparado su discurso y que no tengo fuerzas para oponerme.

    Suspendemos.

    Hasta que un día, como en los cuentos, llega a mis manos Banco a la sombra. La escritora argentina María Moreno viaja con el señor Plaza por Europa, y se escapa a mirar plazas. No va a la Berlín Alexanderplatz de Benjamin o a la Plaine Monceau de Perec, busca la plaza de Catalunya, que rebautizará como la plaza Suplicantes.

    Su primer instinto al ver a los mendigos es salir corriendo. No con los pies. Moreno ha demostrado en sus libros lo valiente que es. Ella sale de ahí con la imaginación. Es su imaginación lo que le permite mirar atenta, puntillosa, dedicada, a los mendigos, los locos, las estatuas vivas y, al mismo tiempo, pensar los cuadros vivos.

    Su primer instinto al ver a los mendigos es salir corriendo. No con los pies. Moreno ha demostrado en sus libros lo valiente que es. Ella sale de ahí con la imaginación. Es su imaginación lo que le permite mirar atenta, puntillosa, dedicada, a los mendigos, los locos, las estatuas vivas y, al mismo tiempo, pensar los cuadros vivos. “Esas puestas en escena de las damas del siglo XIX en los salones de té, no tienen nada que envidiarle al hombre sin manos y pies que pide dinero en la plaza de Catalunya. Colette desnuda despertando a una momia egipcia tras cuyas vendas se escondía la condesa de Belbeuf, Mata Hari montada en un elefante en medio de un salón donde se tomaba té con masitas”. Moreno se asombra de que la tradición de los cuadros vivos haya sido recuperada por los mendigos de Barcelona que parecen haber creado sus poses con una dedicación que excede el interés utilitario.

    Mientras Berger une tiempo y espacio, Moreno los colisiona. No entendemos cómo pasamos de las fotografías de las histéricas de Chacot, a una joven rumana acostada boca abajo sobre la vereda y a La muerte del cisne interpretada por Jorge Luz, pero la seguimos igual, alucinados ante este invento misterioso y seductor que nos propone. Llegamos a prestarle ayuda y hasta a cruzar los dedos para que no se detenga. En ella, el pensamiento, la mirada y la escritura no tienen una conversación fluida. Es filosa, desordenada y, hasta diría, ebria. La estatua viva de la rumana trae al presente la historia del esposo de la hirsuta y desdichada Julia Pastrana, que vendió las momias de su mujer y su bebé a la Universidad de Moscú. Pasan por el costado los personajes de la película Freaks, de Tod Browning. Moreno vuelve a la plaza después de que se apagan las luminarias, encuentra un banco oculto por tres árboles proustianos, desde los que puede ver a los tres mendigos en su coreografía conjunta, sin ser vista. Le parece que también duermen ahí. “Yo no estaba tan limpia como ellos”, se compara. Le toca el turno de bañarse en la fuente al mendigo que no tiene manos o piernas. A Moreno le parece que se abandona al placer del agua como Mata Hari al desierto. Ya vestido y peinado, el parapléjico intenta encender un cigarro con el cuerpo mojado. La Moreno tiene el reflejo de ir en su ayuda y no lo concreta. Cada vez que me adelanto y predigo lo que viene, ella cambia de rumbo. O pasa de largo. Las imágenes están, no solo extremadamente distantes las unas de las otras, pertenecen a conjuntos, tienen texturas, distintas, es imposible hacerlas calzar con lógica. A la lástima fácil que busca imponer la conciencia timorata, Moreno antepone su confianza en que el mendigo inventó un método para encender el cigarrillo que fuma todas las noches después de bañarse en la fuente. Sus imágenes no están prolijamente cosidas, tejidas o entrelazadas, producen una suerte de combustión interna.

    Escribe del mendigo: “Había apoyado la caja de fósforos de madera para que la pared de la fuente la mantuviera quieta. Que su dificultad no proviniera de su defecto sino de hacer fuego con el cuerpo mojado me parecía una coquetería cercana a la jactancia. ‘No se puede encender con facilidad un fósforo con una parte del cuerpo mojada’, parecía decir su mueca de impaciencia”. Luego, en la oscuridad, Moreno distingue el fuego del cigarrillo encendido. “Sentí emoción. Lo había visto ser como todos los hombres”.

    Sigamos.

    En Especies de espacios, Perec enseña a mirar una calle Inventariar, comparar, describir, descubrir un ritmo, descifrar, encontrar excepciones… Al final de este exhaustivo relevamiento, dice algo que recién ahora entiendo:

    Continuar hasta que el lugar se haga improbable”.

    Improbable, quimérico, irrealizable, irreal, inverosímil, inaudito, ilógico.

    Es el sentido en el que hay que dar vuelta el batidor de madera de boj para que la mirada no quede bien situada, cómoda, aceitada, para que no se crea con veteranía o autoridad; para que nunca olvide el peligro de la batalla y el acecho, el calor del horno y la dulzura del descanso, la presencia ajena y el futuro oscuro.

    Diez años después de haber escrito Ramal viajé nuevamente en el buscarril. Tenía miedo de que sus habitantes estuvieran molestos, ofendidos con lo que escribí de ellos y ellas en el libro. Lo que encontré fue una sorpresa. Las personas que viven en el ramal no se parecen en nada a los personajes de Ramal. Siendo una novela rigurosamente documental, después del gran incendio, el maremoto y terremoto, hasta el paisaje parece inventado.

    El tercer ojo que se abrió en mi frente nunca sirvió para mirar. Lo que hace es inventar. Ahora que lo sé, vuelve a mí el deseo de mirar.

    Sigamos.

     

    Imagen: Estación Toconey del ramal Talca-Constitución.

  225. Damiselas en apuros: las mujeres en La Araucana

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    Releí La Araucana para un seminario de literaturas nacionales, o más bien la leí, pues la tenía por libro aburrido, machista e incomprensible. Tuvo que pasar mucho barroco hispanoamericano para adecuar la mirada al español castizo, a la apreciación de la forma de la literatura y a la historia literaria misma. “Chile recta provincia señalada / de la región Antártica famosa”: reconocí el verso que recitaba mi madre en recuerdo de las enseñanzas de sus años escolares; fue como si recién pudiera subir el volumen, escuchar la referencia a la épica de Alonso de Ercilla.

    Publicada en 1598, La Araucana funda nuestro canon. Es decir, la literatura chilena arranca con un poema épico, el de los vencedores sobre los vencidos.

    ¿Cómo calificar este dato? A mí me parece increíble. Y sí, lamentablemente es “repetido”, como sentir que se habla una y otra vez de lo mismo. Sin embargo, el feminismo nos llama a buscar en la obra las figuraciones de lo femenino que han sido poco y mal leídas, amplificar las miradas “repetidas” que mantiene el canon, pues cuando hablamos las mujeres tenemos harto que decir sobre cómo se nos ha figurado. Por eso vuelvo al texto.

    La Guerra de Arauco, cantada como una gloriosa batalla, muestra el valor del ejército español para derrotar a los feroces y sanguinarios “araucanos”. Ercilla relata que incluso las mujeres gestantes acudían a la batalla. Y que Fresia, al conocer la derrota de su compañero Lautaro, asesinó a sus hijos para librarlos de la deshonra, lanzándolos por un barranco.

    Su valor historiográfico hizo que fuera leída como un testimonio verídico; ahí se contraponen personajes femeninos que protagonizan las historias pastoriles entre batallas: Glaura, Lauca y Tegualda, “princesas mapuche” de acuerdo a José Toribio Medina en su lectura de 1928, que representan pasajes puramente ficcionales dentro del poema. La idea de una “princesa mapuche” me parece ridícula y preocupante. Más aún, sufro pensando en cuántos siglos llevamos siendo en la literatura damiselas en apuros.

    Quienes nos interesamos en la relación entre literatura y género tenemos mucho que leer y construir a partir de la forma en que hemos sido representadas y omitidas. A la idealización castiza de lo femenino, podemos oponer lo que nos dice la historia: que los secuestros y violaciones de mujeres fueron armas comunes a ambos bandos, lo que tampoco debe ser interpretado como una forma de jugar al empate.

    La escena es: ha terminado la batalla, y Alonso de Ercilla camina entre los cadáveres y pueblos conquistados, y en cada uno encuentra a una “princesa mapuche”, hijas de caciques, quienes le cuentan su historia, a pedido del soldado: Glaura, hija de Quilicura, sufre los acosos de un familiar. Es salvada de la violación por una bala española que mata a su atacante, pero también a su padre; luego Cariolán la salva de dos esclavos que la desnudan, y ella lo desposa en agradecimiento. En un nuevo ataque, Cariolán oculta a Glaura en el bosque mientras él acude a la batalla, quedando ella nuevamente a la deriva. Así la encuentra Ercilla, que al reconocer en uno de sus esclavos a Cariolán lo libera para que vuelva con ella.

    Lauca, hija de Millalauco, aparece con ropajes y actitud noble sobre la hierba con una herida letal en la cabeza, que aumenta su hermosura adolescente. Lauca ruega a Ercilla que le quite la vida para liberarla del sufrimiento que vive por ver a su marido morir, y recibir ella solo una herida, pero él “viendo que era / más cruel el amor que la herida”, decide rescatarla. Tegualda aparece tras la batalla de Tucapel, buscando el cuerpo de Crepino, su marido. Tegualda también ruega por ser asesinada, pero el soldado la conduce “donde en honesta guarda y compañía / de mujeres casadas quedó”. El designio trágico de las “princesas” eleva la honra de Ercilla, quien personifica el hombre de armas y de letras.

    Las “princesas mapuche” se ubican en la frontera entre realidad y ficción, y están despojadas de sus historias y destinos. Quienes nos interesamos en la relación entre literatura y género tenemos mucho que leer y construir a partir de la forma en que hemos sido representadas y omitidas. A la idealización castiza de lo femenino, podemos oponer lo que nos dice la historia: que los secuestros y violaciones de mujeres fueron armas comunes a ambos bandos, lo que tampoco debe ser interpretado como una forma de jugar al empate. Los destinos de Tegualda y Lauca podrían haber sido en verdad los de una esclavitud romantizada, con la imposición de la castidad como forma de colonizar los cuerpos; y el peligro constante de violación que vive Glaura, una sugerencia de que la violencia de género goza de longevidad en Abya Yala.

     


    La Araucana, Alonso de Ercilla, Cátedra, 2011, 1.032 páginas, $34.000.

  226. Inseparables

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    Tras 16 años sin publicar una novela, Cormac McCarthy hizo su esperado retorno con El pasajero y Stella Maris, libros que en inglés aparecieron con meses de diferencia, pero que en español se editaron en un mismo volumen. Esta es una decisión importante, ya que, aunque podrían ser leídos de manera individual, ambos relatos son hermanos: tienen una relación tan interdependiente y complicada como la de sus protagonistas, dos hijos de un físico que trabajó con Oppenheimer en la bomba atómica y que sienten una enorme atracción incestuosa no consumada.

    El pasajero empieza como una historia de misterio en que Bobby, un exfísico teórico y corredor de la Fórmula 2 vuelto buzo de rescate, explora un avión caído al mar en 1980 y descubre que falta un pasajero, tras lo cual es acosado por agentes que sospechan de él; en paralelo, al inicio de cada capítulo y en cursivas, se nos presenta la historia de su hermana muerta, que fue diagnosticada con esquizofrenia y sufría alucinaciones. Stella Maris, por su parte, es un relato mucho más breve, que consiste en la transcripción de siete sesiones de Alicia con su psiquiatra en 1972, en los días anteriores a su suicidio, luego de abandonar su precoz doctorado y su carrera en la matemática pura, mientras Bobby estaba con muerte cerebral en Italia por un accidente automovilístico. Pero más allá del argumento superficial, ambas novelas son reflexiones sobre los límites de nuestra capacidad de conocer la realidad, ya sea por medio de las palabras o los números, una preocupación epistemológica que a primera vista parece diferir de todo aquello a lo que McCarthy nos tenía acostumbrados.

    Hay bastante acuerdo en que existen al menos dos periodos definidos en la obra del autor. A la primera etapa pertenecen El guardián del vergel (1965), La oscuridad exterior (1968), Hijo de Dios (1973) y Suttree (1979), novelas que por su ambientación y temáticas se enmarcan en la tradición del gótico sureño estadounidense, con notorias huellas de Faulkner. El segundo periodo se compone de una serie de narraciones con elementos del wéstern y que transcurren en la frontera suroeste de Estados Unidos con México: la violenta, épica y genial Meridiano de sangre (1985), seguida de la trilogía formada por Todos los hermosos caballos (1992), En la frontera (1994) y Ciudades de la llanura (1998), y finalmente No es país para viejos (2005), uno de esos casos poco comunes en que la adaptación cinematográfica funciona aún mejor que el libro por haber desnudado la historia hasta los huesos.

    Después apareció La carretera (2006), novela posapocalíptica ganadora del Pulitzer que hizo famoso a McCarthy, quien siempre se escondió de las luces. Esta obra conserva la brutalidad característica del autor, ya que en ella los pocos sobrevivientes han llegado a extremos como el canibalismo, pero con un lenguaje que alcanza un tono lírico en su contención; es la historia de un padre perseguido por el suicidio de su esposa y un hijo que logra mantener su inocencia, compasión y esperanza en ese mundo que es el único que conoce. La carretera marcó un quiebre con su trabajo anterior y el inicio de lo que algunos han llamado silencio, pero que no ha sido tal: durante estos años McCarthy ha escrito guiones de teatro y cine, de los cuales El Sunset Limited (2006) y El consejero (2013) se publicaron en formato libro, aunque en gran medida su interés se volcó hacia la ciencia —es miembro del Santa Fe Institute, que se enfoca en el estudio de sistemas complejos desde la multidisciplinariedad—, como lo evidencia “The Kekulé Problem” (2017), un ensayo muy ligado a sus nuevas novelas que aborda el origen del lenguaje como un parásito en nuestro cerebro, mientras que el inconsciente es un fenómeno muy anterior y, por eso mismo, suele expresarse de manera no lingüística, como cuando el químico alemán August Kekulé comprendió la estructura en anillo de la molécula de benceno al soñar con el uróboro, la serpiente que se come su propia cola.

    La publicación de El pasajero y Stella Maris parece concluir —al menos por ahora— una tercera etapa en la obra del escritor, iniciada por su novela anterior. Los paralelismos entre estos relatos pareados y La carretera son notorios: el protagonista masculino de El pasajero deambula perseguido por un peligro poco claro mientras huye del fantasma de la mujer suicida a quien amaba, Stella Maris se estructura a través del diálogo de dos personajes solos ante la inminencia de la muerte, y ambos libros continúan el tema apocalíptico de La carretera: aunque ahora sea a través de discusiones sobre el desarrollo del modelo estándar de la física de partículas o sobre el platonismo matemático, y aunque los relatos se ambienten en el pasado en lugar de un indeterminado futuro, la pregunta de estas novelas remite al fin del mundo y del ser humano.

    Puede que este no sea el libro más adecuado para entrar al mundo de McCarthy, excepto para quienes tengan un especial interés por sus temas epistemológicos, matemáticos y físicos, ni mucho menos el mejor que ha escrito, pero aun así hay algo fascinante en verlo lanzarse a experimentar a sus 89 años y que lo haga con la misma desfachatez barroca con que se entregó a explorar la oscuridad del ser humano en sus novelas más sobresalientes.

    Otro aspecto central de La carretera era la paternidad, que aquí no solo se manifiesta en el hecho de que el padre de los protagonistas sea uno de los creadores de la bomba atómica, que engendró muchos miedos apocalípticos, sino también en la posibilidad de que los hermanos hubiesen podido engendrar un hijo, que ronda la conversación de Stella Maris. Quizás por eso es que el Chico, la principal visión que persigue a Alicia desde los 12 años —cuando perdió a su madre y menstruó por primera vez—, sea un enano con aletas y “Cicatrices en el cráneo. Como si hubiera sufrido un accidente. O nacido de un parto difícil. [Que] Habla por los codos y emplea frases hechas que estoy segura de que no entiende. Como si se hubiera topado con el lenguaje en alguna parte y no supiera muy bien qué hacer con él”. El Chico, que también parece simbolizar el inconsciente mismo en su relación con el lenguaje —lo anunciado en el ensayo sobre Kekulé—, le presenta de manera explícita algunas de las ideas centrales del libro a Alicia: “Nunca sabrás de qué está hecho el mundo. Lo único seguro es que no se compone del mundo. Cuando te acercas mucho a una descripción matemática de la realidad no puedes evitar perder eso que está siendo descrito”.

    En sus novelas anteriores, quizás precisamente por surgir en un ambiente dominado por la acción y la violencia, los momentos reflexivos —los monólogos cansados del sheriff Bell o los diálogos breves, punzantes y de alta tensión de Chigurh en No es país para viejos— brillaban. Por el contrario, en estas nuevas novelas abundan los parlamentos expositivos y lo que ansiamos son las páginas en que McCarthy nos permite degustar su brutalidad característica, como cuando un veterano se arrepiente de haber matado a unos elefantes en medio de la violencia sin sentido de Vietnam, cuando Alicia describe en forma tan pormenorizada el efecto que tendría en su cuerpo el suicidarse arrojándose a un lago gélido que la hace cambiar de opinión, o cuando se relata el efecto de la bomba nuclear en Hiroshima: “Personas quemadas reptaban entre los cadáveres como espantosas apariciones en un crematorio inmenso. Pensaban simplemente que era el fin del mundo. (…) Aquellos que sobrevivieron recordarían a menudo estos horrores con un cierto toque estético. En aquel fantasmagórico florecer micoidal del amanecer como un loto maligno y en el derretirse de sólidos hasta entonces creídos incapaces de tal derretimiento se erguía una verdad que silenciaría toda poesía durante un millar de años”.

    Puede que este no sea el libro más adecuado para entrar al mundo de McCarthy, excepto para quienes tengan un especial interés por sus temas epistemológicos, matemáticos y físicos, ni mucho menos el mejor que ha escrito, pero aun así hay algo fascinante en verlo lanzarse a experimentar a sus 89 años y que lo haga con la misma desfachatez barroca con que se entregó a explorar la oscuridad del ser humano en sus novelas más sobresalientes. En ese sentido, sigue siendo el autor de Meridiano de sangre, una obra maestra a la que le perdonamos sus excesos por la cruenta belleza de sus mejores pasajes, como ocurre con el olvidable epílogo incluido luego del final perfecto del juez Holden bailando y proclamando su inmortalidad.

    Esa imagen de Holden dando vueltas hasta la eternidad ya anunciaba el interés de McCarthy por la última persona de la historia, que también es la primera, aquella en que surgió el parásito del lenguaje, porque como nos recuerda el uróboro, el origen y el fin, génesis y apocalipsis, son inseparables y casi indistinguibles. La estructura de estas novelas entrelazadas subraya lo mismo: El pasajero, que se inicia con el final elidido en Stella Maris y transcurre antes y después de esta, jamás resuelve el argumento que se plantea como central al principio de la trama, y la historia de Bobby culmina con la idea de reencontrarse con Alicia tras la muerte, convertido en el único sobreviviente: “Sabía que el día que muriera vería el rostro de ella y quería pensar que podía llevarse consigo aquella hermosura, él, el último pagano sobre la faz de la tierra, cantando en su jergón a media voz en una lengua ignota”.

     


    El pasajero / Stella Maris
    , Cormac McCarthy (traducción de Luis Murillo Fort), Literatura Random House, 2022, 624 páginas, $20.000.

  227. Tremenda, triste, terrible

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    De acuerdo: es el acontecimiento central del siglo XX, tanto desde el punto de vista de sus plenitudes como de sus miserias. Hay pocos fenómenos políticos que se le comparen en magnitud, profundidad y proyecciones. Pocos hay también que hayan generado tantas expectativas y probablemente ninguno que esté asociado a tantos sufrimientos y decepciones. Fue la mayor maquinaria constructora de utopías e ilusiones de los tiempos modernos, y un experimento de ingeniería social como el mundo nunca había conocido. El balance general, sin embargo, no es satisfactorio porque, más allá de las decepciones, durante décadas estuvo asociada a un inmenso aparato policial responsable de asesinatos, abusos y hambrunas.

    A pesar de corresponder en sus orígenes a un formidable proyecto político de liberación y justicia social, informado inicialmente tanto por el pensamiento liberal como por el marxismo, la Revolución rusa fue antes hija de las circunstancias que el producto de una conspiración o plan diseñado hasta en sus últimos detalles. Si hay una primera impresión que domina la totalidad de las mil páginas del libro de Orlando Figes, y que se mantiene inalterable hasta el final, es que, como ocurre siempre en las revoluciones, lo que pasa al comienzo tiene poco que ver con el desenlace. Parece ser cierto, como lo supieron en Francia las dirigencias responsables de la caída del Antiguo Régimen tras el asalto a La Bastilla, que llega un momento en que las revoluciones se salen del control de sus gestores y terminan devorando a sus propios hijos, alcanzando una dinámica cuya velocidad, rumbo y alcances no figuraba en el libreto inicial.

    El libro de Figes es portentoso en términos de rigor, calado y ambición. Solo un hombre tan compenetrado como él con la historia rusa, tan sensible a la variedad del tablero étnico y religioso congregado por el país más grande del mundo, tan atento a la experiencia de siglos de europeización forzada a partir de Pedro el Grande y tan leal a las tradiciones de rigor de la historiografía británica, podía haber acometido esta empresa que junta vidas privadas con sueños colectivos, reformas políticas con realidades económicas, antiguas maneras de pensar con resentimientos súbitos, heroísmos fuera de toda escala y miopías que aun hoy siguen siendo impresentables. La Revolución rusa fue una gigantesca embarcación cuyos jerarcas y dirigentes creían conducir, pero que en realidad chocó una y otra vez con los arrecifes de la decepción hasta que su tinglado —su proa, sus mástiles, su poderosa sala de máquinas— se vino sorpresivamente abajo a fines de 1989, luego de haber sobrevivido siete décadas y haber levantado una potencia mundial que amenazó de igual a igual a Occidente.

    Figes rescata soberbiamente los inicios de ese proceso, un hecho histórico posiblemente irrepetible por dos grandes razones. Porque es difícil concebir a estas alturas un proyecto histórico que se proponga cambiar de manera radical no solamente la sociedad sino también la naturaleza humana, dado que hacia allá apuntaban los tiros de Lenin, su gran timonel. Y porque también parece inviable que en otro lugar del mundo puedan volver a colisionar placas de la misma magnitud que chocaron en Rusia a comienzos del siglo pasado. Eran las placas de la Rusia burguesa y la Rusia feudal; del inmovilismo autocrático y del cambio cultural; de la industrialización incipiente y de la economía campesina arcaica; de la gradual emancipación de los sectores medios y del vertiginoso mesianismo y fragor intelectual que capturó a las élites pensantes.

    La mesa puesta

    Figes deja en claro que la Revolución partió sin aviso y que no hubo día que no marchara contra el reloj. Es cierto que el año 1905 la Rusia zarista había vivido una suerte de ensayo general de lo que fue la Revolución de 1917. También es cierto que el partido bolchevique (en realidad, la facción más radical del Partido Social Demócrata Ruso) no había dejado de presionar un solo día por cambios rupturistas y violentos. Pero no es cierto que el desarrollo de la Revolución haya correspondido a un programa subversivo completamente afinado. Tampoco que Lenin haya podido tener plena certeza del rumbo que las cosas iban a tomar. La mecha de la inestabilidad, por lo demás, no la encendió el bolchevismo sino más bien los reformistas que, desde la vereda del liberalismo, estaban empeñados en transformar la autocracia zarista en una monarquía constitucional parecida a las del resto de Europa. Más que ellos, incluso, quienes la encienden son los batallones del ejército imperial que se descuelgan de las órdenes de represión en San Petersburgo a comienzos del año 1917, estando Lenin en Zúrich, y pasan a incorporarse a las movilizaciones populares que exigían cambios. La Revolución gatillada por la actitud de esos soldados ni siquiera estaba en el horizonte mental de quienes se declaraban marxistas, porque si de algo este grupo estaba convencido es de que Rusia no disponía —como Alemania y otras naciones europeas— de un proletariado industrial con las potencialidades suficientes para sustentar un proceso revolucionario congruente con lo que Marx había escrito.

    Sin embargo, las cosas se fueron dando solas, sin que nadie las buscara y nadie, tampoco, las pidiera. En retrospectiva, claro, es fácil advertir que la mesa estaba puesta y que la esclerosis del zarismo estaba generando un vacío de poder de dimensiones colosales. Pero también podía ser que el estallido hubiera ocurrido varios años antes o muchos años después. Está claro en la lectura de este libro que lo que situó la Revolución el año 17 no fueron los revolucionarios. Fue la Primera Guerra Mundial. Tres años interminables de una guerra feroz, de extraordinaria crueldad y sin sentido, al menos para la gran mayoría del pueblo ruso. Fue una guerra que terminó succionándolo todo: sangre, energía, armamentos, imaginación, valores, alimentos, inteligencia, riquezas, lágrimas. Fue eso lo que hizo que el imperio se volviera insostenible. Eso y una serie de otros factores de muy distinta jerarquía e incidencia, cada uno de los cuales hablaba de un Estado en bancarrota, de una élite descompuesta, de una economía atascada, de un ejército herido por sucesivas derrotas, de un campesinado diezmado por la confiscación y las conscripciones, de un proletariado golpeado por la inflación y, en fin, hasta de un pueblo que se sentía injustamente castigado por la ley seca (con todo lo que eso significaba en la tradición alcohólica rusa) luego que el zarismo la impusiera apenas Rusia entró a la guerra.

    ¿Era sostenible un cuadro así? ¿Podía resistir el sistema político a tanto descalabro si, adicionalmente, la conducción del zar no solo era débil sino también errática, dividida su cabeza como estaba entre el autócrata irredento que llevaba adentro, el reformista a contrapelo que le aconsejaban sus ministros y el tirano de mano dura que deseaba ver en él su mujer, la emperatriz Alexandra en sus delirios de orfandad después del asesinato de Rasputín el año antes?

    Obviamente que no, por mucho que hasta antes de la guerra el país se estaba modernizando, la educación se estaba expandiendo, la burocracia se profesionalizaba y podía incluso comenzar a hablarse, por primera vez en siglos, de una clase media de creciente protagonismo, al menos en las grandes ciudades. A comienzos de 1917 la guerra ya había borrado todo eso y las derrotas se habían traducido en hambrunas, pestes, pesimismo, carestía y resentimiento. Obligado el zar a dimitir por efecto de los violentos disturbios populares de febrero del 17, y ya sin fuerzas leales que lo protegieran en San Petersburgo, se instala un gobierno provisional que intenta hacerle guiños no muy convincentes al régimen parlamentario, el cual desde el primer día de gestión tendrá que vérselas con las organizaciones, los soviets, los sindicatos y los comités comunales que la propia sociedad civil había formado en los años previos como respuesta a la crisis, ante la indolencia de la corte y los gobiernos. Esa, la de febrero de 1917, es la primera Revolución, que fue caótica, popular y muy violenta. El país ya se ha tornado ingobernable. Los bolcheviques, aun siendo minoría, están a punto de hacerse del poder en julio, pero por falta de resolución o de coraje dejan pasar la ocasión. Tres meses después, prácticamente les cae el poder en las manos, sin disparar ni un tiro ni lamentar muchos muertos. La Revolución triunfa por segunda vez, pero ahora, claro, ya no tiene el color azul del liberalismo constitucional sino el rojo del comunismo.

    El libro de Figes es portentoso en términos de rigor, calado y ambición. Solo un hombre tan compenetrado como él con la historia rusa, tan sensible a la variedad del tablero étnico y religioso congregado por el país más grande del mundo, tan atento a la experiencia de siglos de europeización forzada a partir de Pedro el Grande y tan leal a las tradiciones de rigor de la historiografía británica, podía haber acometido esta empresa.

    Las marcas de Figes

    Entre muchos otros, he aquí algunos de los aspectos más interesantes de esta historia:

    1. La Revolución no inventó el terror, aunque sí lo canalizó y estimuló. El terror vino de abajo, del resentimiento popular. El espíritu de revancha, de humillación y crueldad, de destrucción y vandalismo, está asociado a la primera hora del proceso y corresponde a un resentimiento que estaba reprimido posiblemente hacía décadas o siglos en la jerarquizada sociedad rusa. La Checa, el siniestro aparato institucional de represión del régimen soviético, aparece uno o dos años después de las tropelías, robos, ensañamientos, asesinatos y despojos de que fueron víctimas tanto la aristocracia como la alta burguesía.

    2. El terror fue funcional a la guerra civil que sucede a la captura del poder por parte del partido bolchevique y supuso condiciones de control político extremadamente duras. La guerra civil se hizo inevitable desde el momento en que parte del diezmado ejército imperial consiguió rearticularse. Pero para entonces, ya había tenido lugar un cambio de proporciones en Rusia. El campesinado había logrado hacerse de enormes paños de tierra pertenecientes a la nobleza y en eso, ellos creían, no había vuelta atrás. El ejército rojo, mientras tanto, estaba dando sus pasos iniciales bajo la dirección de Trotski. El país, en muchas de sus regiones, había caído en la anarquía. Los blancos estaban desmoralizados y, habiendo dejado su estrategia de combate exclusivamente en manos de militares, es evidente que sus dirigentes subestimaron la variable política de la guerra, que fue lo que en definitiva dio el triunfo a los rojos, a pesar de las debilidades que tenían y de los continuos y casi inverosímiles errores que cometieron.

    3. Precisamente porque Figes es un experto en la complejidad de la textura de la sociedad rusa del siglo XIX y comienzos del XX, su libro justifica a una serie de activistas, comisarios, soldados y combatientes que abrazaron muy temprano la causa de la Revolución y llegaron a ocupar posiciones destacadas. También los hubo que tuvieron un destino trágico. En mayor o menor medida, todos ellos provenían del campesinado o de los grupos menos aventajados de la sociedad; todos, también, se ajustaron al modelo del revolucionario profesional y ciento por ciento dedicado a los desafíos del partido definido por Lenin. Con todos los excesos que pueden haber cometido, la apasionada respuesta que tuvieron, la fe con que abrazaron la causa, el compromiso inquebrantable que mantuvieron y el fuego que los movió, no solo es parte de la épica más genuina de la Revolución sino también uno de los capítulos finales de la inocencia en política. Probablemente nunca más el mundo iba a volver a ver una generación así. Ya se encargaría el siglo XX de conectar la política con crecientes dosis de manipulación o cinismo. El autor perfila con singular agudeza la vida privada y pública de muchas de esas figuras y estos apuntes confieren a su historia la sensación de estar frente a un río que arrastró, capturó e ingirió miles y miles de biografías como las suyas.

    4. Figes también hace justicia a una serie de figuras desgarradas, básicamente porque no encajaban bien en su propio bando ni en ningún otro, cuyos dilemas la Revolución terminó por devorar, aplastar u olvidar. En este frente hay varios excelentes retratos. Entre otros, el del ministro Piotr Stolypin, cabeza del gabinete del zar entre 1906 y 1911, el hombre en cuyos planes estaba terminar, vía parcelaciones y derechos de propiedad, con el arcaico sistema de las tierras comunales del campesinado ruso, lo que a la vuelta de pocos años podría haber generado una clase media rural potente que habría hecho abortar la Revolución. Sus ideas no eran malas. Pero ya era tarde. Figes lo compara con lo que fue Gorbachov y el paralelo no resulta descaminado. También está el perfil del príncipe Gueorgui Lvov, primer jefe de gobierno de la Rusia democrática, a quien bastaron cuatro meses para que le encaneciera totalmente el cabello; político maniobrero en vísperas de la caída del gobierno provisional de Kérenski, fue uno de los grandes referentes con posterioridad del exilio ruso en París, donde organizó campañas de ayuda para combatir las hambrunas en su patria. Por supuesto, también está el retrato de Kérenski, brillante, joven, ambicioso, arrogante, irresoluto, que quiso quedar bien tanto con la izquierda como con la derecha… y terminó mal con ambas. Y el del general Brusílov, un aristócrata con larga hoja de servicios en el ejército imperial, de exitoso desempeño durante la Primera Guerra, que alcanza la comandancia en jefe después de la Revolución de febrero del 17 y durante la guerra civil decide pasarse al ejército rojo por consideraciones estrictamente nacionalistas. ¿Oportunismo, traición, deslealtad? No, lo hace porque no quería ver al imperio más lastimado de lo que ya estaba tras la pérdida de Polonia, las repúblicas bálticas y Finlandia. El suyo es un caso curioso. Figes dice que al general le gustaba profetizar: “El bolchevismo desaparecerá un día y todo lo que quedará será el pueblo ruso y aquellos que han permanecido en Rusia para dirigirlo por el camino correcto”. La galería de personajes de sentimientos encontrados con la Revolución se completa con el retrato de Maksim Gorki, autor al menos de dos novelas canónicas, Los bajos fondos y La madre, gran escritor que fue a la vez profeta, recaudador y agente de la Revolución, en seguida crítico de la misma, porque nunca perdonó la violencia, la censura y el autoritarismo leninista, más tarde víctima y exiliado, de nuevo héroe tiempo después, cuando se reconcilió con Lenin, de quien era amigo, y finalmente —arresto domiciliario mediante— una gloria nacional incómoda en la Rusia estalinista de los años 30.

    5. Toda revolución triunfante supone obviamente derrotados y los primeros en subir al cadalso o a la infamia de los campos de reclusión fueron los aristócratas y la alta burguesía. Al fin y al cabo, contra ellos fue el levantamiento. Por lo mismo, quizás mucho peor fue el desenlace para grupos que habiéndose subido al carro de la Revolución, habiendo jugado un rol decisivo en su victoria, terminaron enfrentando un destino tanto o más trágico. Fue el caso del campesinado, que se embriagó con la posibilidad de acceder a las tierras de la nobleza, entre otras cosas porque el crecimiento demográfico y los rudimentarios métodos de cultivo en tierras comunales ya lo estaban matando de hambre. Mirados por los revolucionarios de forma persistente con sospecha, tanto porque representaban el peso de la religión y del conservadurismo como porque —según Marx— el protagonismo de la revolución correspondía al proletariado industrial, el campesinado apoyó y se ilusionó creyendo que el nuevo régimen le iba a reconocer sus derechos a la tierra. Inicialmente así fue. Pero al poco tiempo se advirtió que había caído en una trampa que le significó despojo, abandono y exterminio. También fue el caso de los grupos políticos que confiaron en la vocación democrática de los bolcheviques y, peor aún, de los que hicieron alianza con ellos y salvaron la Revolución bolchevique en momentos en los cuales prácticamente estuvo derrotada. Fue el caso de los eseristas más radicalizados y también de los mencheviques de izquierda. Los primeros provenían de un partido populista campesino que fue importante en el levantamiento del año 1905, que después declinó aunque volvió a la primera línea en el cuadro político de 1917, al punto que uno de sus dirigentes, Aleksandr Kérenski, encabezaría el último gobierno provisional. Era un partido inorgánico pero grande: se quedó con el 38% de los votos en las elecciones de la Asamblea Constituyente de noviembre del 17, que después los bolcheviques desconocieron. En esos comicios, los bolcheviques conseguirían el 24% de los votos, seguidos por el partido liberal o kadete (15%), los eseristas ucranios (12%) y los mencheviques (3%). Esta última facción se había descapitalizado políticamente muy rápido, no obstante que en algún momento fue la base mayoritaria y moderada del Partido Socialdemócrata Ruso. Lo concreto es que, tal como en el caso de los eseristas, sus militantes y dirigentes fueron aplastados sin contemplaciones ya a fines del verano de 1921.

    6. Son pocas las páginas del libro de Figes donde no esté presente la figura —o la sombra— de Lenin como gran eje de la Revolución. Resuelto, iluminado, obsesivo, pragmático, duro cuando había que serlo y dúctil o empático cuando le convenía, su liderazgo fue una enorme reserva de inspiración, trabajo y energía. Según Figes, con el tiempo se fue volviendo cada vez más destemplado e irascible en el manejo de los asuntos del gobierno y del partido. Es posible que a fines de 1921, cuando se presentaron los primeros síntomas de su enfermedad (insomnio, agotamiento, pérdidas de memoria, problemas motrices), haya sentido, con enorme frustración, que era tarde para resolver problemas que la revolución traía de arrastre. Entre esos estaba el tema de la sucesión (imposible de resolver en todas las dictaduras), el problema de las nacionalidades y el de la burocratización de Rusia, que convertiría a Stalin, “la fuerza gris” del papeleo, las orgánicas y la mediocridad, en el amo y señor de la Revolución. Los últimos días de Lenin fueron de mucha duda y tormento. El retrato que entrega Figes de ese Lenin terminal, sin cerrar la puerta a nuevas interpretaciones, es dramático, porque no le gustaba el futuro que alcanzaba a visualizar. Parece haberse arrepentido de habérsela jugado por Stalin. Parece haber intentado redimir o compensar a Trotski, brillante, visionario, personalista y a veces muy descriteriado. Lo concreto es que, sin margen ya de maniobra, las cartas estaban echadas y a esas alturas solo quedaba apretar los dientes.

    Esta historia pasa a llevar numerosos mitos históricos y políticos construidos por el comunismo ruso. Figes se cuida de no poner demasiado énfasis en ellos, aunque queda en evidencia que la captura del poder por parte de los bolcheviques fue mucho menos heroica de lo que el partido hizo creer y sus dirigentes bastante menos resueltos de lo que quedaron grabados en la estatuaria soviética. El régimen siempre necesitó de una épica y de mitología ad-hoc para legitimarse y funcionar; por lo mismo, no es raro que entre la historia oficial y esta de Figes, existan desencuentros importantes.

    La puerta de las conjeturas

    No hay que perderlo de vista: Figes escribe historia. Fiel a los postulados de Ranke, en orden a que el historiador debe cerrar la boca y dejar que hablen los hechos, el autor narra lo que sucedió, no lo que podría haber sucedido, sin perjuicio, claro, de establecer conexiones, de buscar paralelos y formular preguntas respecto del rumbo que fueron tomando los acontecimientos. Así y todo, al concluir esta historia monumental, es lícito que el autor se pregunte si las cosas pudieron haber sido de otro modo de no mediar muchas veces circunstancias fortuitas o caracteres anómalos que estuvieron en el lugar indicado y en el momento exacto. Sí, es lícito abrir la puerta de las conjeturas, pero al final no es muy productivo. Lo que el historiador tiene que hacer es explicar por qué las cosas fueron como fueron. Rusia era un país muy singular no solo al momento de la Revolución sino al menos desde medio siglo antes. Irène Némiroski, que tiene autoridad para hablar de estos temas, dice que cuando se abolió la servidumbre hacia 1865 hacía ya mucho tiempo que la sociedad estaba anhelando ese y otros cambios sociales y que la glorificación del campesinado ruso, del mujik sufrido, bárbaro, embrutecido por la pobreza y el vasallaje, aunque sentimental e inocente, pasó a formar parte de un arrebato mistificador que terminó por conquistar distintos espacios de la sociedad y, muy especialmente, de la imaginación de la intelligentsia. Esa percepción desde luego favoreció los vientos de la Revolución desde mucho antes del 17. En 1881, el zar Alejandro II había sido víctima de un atentado terrorista que le costó la vida y, desde luego, el régimen a partir de ahí se endureció más. Vino después la revolución de 1905, que fue particularmente extendida, popular y violenta y que significó la vaga promesa de una monarquía parlamentaria, que en realidad nunca fue tal. Aunque el régimen político era la consagración del inmovilismo, la sociedad civil emergente, incluso amplios sectores de la nobleza, para no hablar del mundo cultural, estaban intensamente jugados por un cambio profundo, muy profundo, aunque no muy bien evaluado. Entre otras cosas, esa exaltación del ánimo nacional, esa difusa aunque extendida demanda de reformas, es lo que le dio ribetes misionales o incluso mesiánicos al trabajo de escritores como Dostoievski, Gógol, Tolstói, Turguénev y Gorki. A partir de este contexto, de malestar por un lado y de idealizaciones por el otro, puede tener sentido decir que, mucho antes de la Revolución, Rusia ya estaba hipersensibilizada con la necesidad de una ruptura, fuere lo que fuere que esto significara.

    Una vez que la Revolución fue capturada por los bolcheviques, era muy difícil que llegara a un desenlace distinto del que tuvo. En la terminología de Hannah Arendt, el objetivo básico del proyecto revolucionario de Lenin era fundar la igualdad, no la libertad, y esta orientación explica todas sus diferencias no solo con la Revolución americana, sino también con lo que fue la Revolución francesa anterior al terror y con el fantasma de ese levantamiento fallido que fue la Comuna de París, fatídico precedente del cual el bolchevismo hizo lo imposible por cuidarse. Así las cosas, desde la pasión por la igualdad y la dictadura del proletariado, quizás el proyecto no tenía cómo devenir en otra cosa que en un totalitarismo de contornos aplastantes y siniestros.

    Punto, pero solo punto seguido

    Escrita con rigor, pero también con inspiración y belleza en muchos momentos, conmovedora a ratos y apasionante siempre, esta historia de la Revolución rusa es una obra colosal. Será difícil superarla, porque su autor, además de haberse especializado en Rusia, pudo beneficiarse, por una parte, de la desclasificación de numerosos archivos oficiales y, por la otra, del acceso directo a diarios de vida, cartas, memorias y otros testimonios de fuentes privadas.

    Con todo, desde luego, este libro no es ni podría ser la última palabra. La historia está reñida con el concepto de punto final. Figes, por lo demás, es un historiador de matriz más bien conservadora, que ha tenido desencuentros tanto con colegas de izquierda como con el actual gobierno ruso, más que por este libro, que fue celebrado en su momento por un autor del tonelaje de Eric Hobsbawm, por Los que susurran (Edhasa, 2009), una crónica monumental sobre la represión y el terror en los años del estalinismo. De hecho, el Kremlin impidió que el libro se publicara en Rusia, aduciendo diversos errores e inexactitudes en los testimonios recogidos.

    Ciertamente, esta historia pasa a llevar numerosos mitos históricos y políticos construidos por el comunismo ruso. Figes se cuida de no poner demasiado énfasis en ellos, aunque queda en evidencia que la captura del poder por parte de los bolcheviques fue mucho menos heroica de lo que el partido hizo creer y sus dirigentes bastante menos resueltos de lo que quedaron grabados en la estatuaria soviética. El régimen siempre necesitó de una épica y de mitología ad-hoc para legitimarse y funcionar; por lo mismo, no es raro que entre la historia oficial y esta de Figes, existan desencuentros importantes.

    Doctor por la Universidad de Cambridge, ciudadano alemán ahora, luego de fastidiarse con el Reino Unido a raíz del Brexit y de acogerse a las facilidades para que ciudadanos de origen judío pudieran recuperar la nacionalidad de sus ancestros, Orlando Figes, autor también de una magnífica historia cultural de Rusia (El baile de Natasha, Taurus, 2021), sigue enseñando historia en el Birkbeck College de la Universidad de Londres y su último libro, Crimea, The Last Crusade, fue publicado simultáneamente en inglés, francés, ruso y turco. Se lo considera un best seller, lo cual no es raro, atendido su talento para traspasar los sesgos academicistas de la historiografía contemporánea, es decir, su notable capacidad narrativa y la destreza con que cruza los hechos con la historia de las ideas.

     


    La Revolución rusa. La tragedia de un pueblo (1891-1924), Orlando Figes, Taurus, 2022, 1.136 páginas, $30.000.

  228. Otra lógica

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    No deja de asombrarme la multiplicidad de versiones que toma la lógica binaria en la que estamos sumidos. Se activa a propósito de cualquier tema, desde la guerra en caracteres cirílicos hasta el tipo de menú que elegimos para el desayuno. Tampoco deja de agobiarme: pocas cosas me parecen tan alienantes y aburridas como el alzamiento de dos bandos supuestamente contrarios que en el fondo no dejan de ser mutuamente funcionales. Les huyo todo lo que puedo —que, como sabemos, es poco, así de cercados estamos. Les huyo leyendo, les huyo ejercitando el sentido crítico, les huyo musitando sospechas. O, como me pasó hace poco, les huyo siguiendo un hilo.

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    Estaba yo en el sur, en uno de mis viajes recurrentes, cuando me topé con una nueva versión de esa lógica, una que en este caso enfrentaba a las ovejas, ese animal emblemático en la producción y el imaginario patagónico, con los pumas que, hambrientos por los desmontes que aumentan en La Pampa, han empezado a desplazarse más al sur ahora en forma masiva y por ende a comerse a las ovejas ya no en forma esporádica como solían sino en cantidades alarmantes y continuas. De un lado de la ecuación maniquea, previsiblemente, están como figuras defensoras de las primeras los estancieros, y del otro, también previsiblemente, los ambientalistas. El reduccionismo subyacente no impide las adhesiones. Es fácil en estas contiendas percibir hacia qué lado se inclina la sensibilidad de uno, tan fácil como aburrido, tan fácil como inquietante. Estaba por descartar el match cuando escuché hablar de los perros protectores. Y ahí fue que empecé a seguir este hilo.

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    Llegamos a los perros por desesperación, no por preocupación, me dice J. J. Hace al menos dos horas que vamos en su camioneta por un camino encandilante que se interna en una meseta chubutense cada vez más plana, que inevitablemente me genera esa impresión de estar en otro planeta de la que habla Florence Dixie en A través de la Patagonia. Pero me desvío rápidamente de la cita de la autora, un poco porque el paisaje plagado de jarilla y de coirones y de maras que saltan a nuestro paso me captura los sentidos, otro poco porque me quedo pensando en esa diferencia de la que me habla J. J., en esa escalada de dislocamientos que supone, en cualquier escenario, en cualquier vida, el pasar de la preocupación a la desesperación.

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    Los pumas han llegado a matar 50 ovejas en una semana, me cuenta después. El número es letal para un pequeño productor como él, que está a años luz, que incluso está en las antípodas del gran estanciero especulador que se nos viene a la cabeza cuando pensamos en propietarios de ovejas y de tierras en el sur. Así es como los maniqueísmos bobos empiezan a resquebrajarse.

    Los pumas han llegado a matar 50 ovejas en una semana, me cuenta después. El número es letal para un pequeño productor como él, que está a años luz, que incluso está en las antípodas del gran estanciero especulador que se nos viene a la cabeza cuando pensamos en propietarios de ovejas y de tierras en el sur. Así es como los maniqueísmos bobos empiezan a resquebrajarse. A ese problema de los predadores, sigue J. J., hay que agregarle la desertificación que no para de intensificarse, y el detalle nada menor de las condiciones de facturación: mientras que las grandes empresas multinacionales procesadoras y exportadoras de lana que operan en la zona tienen habilitados los mecanismos para poder liquidar afuera, con el dólar blue, el productor local cobra al dólar oficial. Para la mayoría de los que viven acá, agrega, el negocio no funciona ya, o funciona en una escala muy menor.

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    Pienso que tal vez sea eso, más que los pumas, lo que explique los campos despoblados que veo cada vez que fijo la vista en la ventanilla. Además de los pumas, me corrige J. J.

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    Si esto fuera una fábula moral, a esta altura podríamos pensar que, en esta contienda, los pumas están haciendo una especie de justicia. Porque las ovejas, como especie invasora, desplazaron a los guanacos, habitantes originarios de esta zona, y fueron el origen de ese proceso de desertificación de los suelos que va dejando todo como un páramo y que nada ni nadie parece dispuesto a revertir. Pero ahora que los guanacos están siendo reintroducidos sistemáticamente desde hace más de 10 años ya, ocurre que los pumas también los matan, y entonces la fábula se complejiza.

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    Leí hace poco en un libro de esos que logran convertir una tesis de doctorado en algo no solo legible sino también disfrutable, milagro poco frecuente que en este caso lleva la firma de Fernando Coronato, que a fines del siglo XIX, después de que los gobiernos centrales de Argentina y Chile terminaron sus campañas de exterminio y sometimiento en el sur, quedaron los campos disponibles para usufructo del hombre blanco, y ahí fue que todo por acá se llenó de ovejas. En gran parte llegaron desde La Pampa, donde las ovejas nunca habían logrado competir con el ganado bovino, a un punto tal que hasta se llegó a usarlas como combustible en los hornos de ladrillo. Los pastizales del sur que por entonces parecían eternamente renovables pasaron a ser su destino, y hasta acá llegaron en arreos terrestres que no descartaron el componente épico ni las muertes que el género suele cobrarse para resultar verosímil. En el arreo que organizaron los hermanos Rudd en 1887, por ejemplo, se perdieron dos tercios de los animales en el camino, y en el que organizó M. Patanchon, en 1891, murieron cinco mil de los 10 mil animales con los que habían partido inicialmente.

    *

    Si esto fuera una fábula moral, a esta altura podríamos pensar que, en esta contienda, los pumas están haciendo una especie de justicia. Porque las ovejas, como especie invasora, desplazaron a los guanacos, habitantes originarios de esta zona, y fueron el origen de ese proceso de desertificación de los suelos que va dejando todo como un páramo y que nada ni nadie parece dispuesto a revertir.

    Y, en otra gran parte, las ovejas llegaron a la Patagonia desde las Islas Malvinas, un territorio en el que la industria ovina encontraba todo lo que necesitaba: un clima adecuado, pastos favorables, ausencia de predadores, ausencia de pobladores originarios y presencia de gauchos británicos que habían aprendido todo sobre este tema en sus islas natales, fundamentalmente en las Hébridas escocesas. Hubo un momento en el que las islas desbordaban de ovejas, parece. Y entonces esta actividad, que venía desarrollándose ahí desde mediados del XIX, encontró en la Patagonia que recién entraba en el radar de los gobiernos centrales, tanto argentino como chileno, una manera de canalizarse, de expandirse. A fines de ese mismo siglo, el primer gobernador del Territorio de Santa Cruz, Carlos Moyano, hizo varias gestiones personales para atraer a los productores británicos de Malvinas, y así fue que se organizó un flujo de ovejas, de colonos y de capitales hacia la Patagonia Sur que fue muy próspero en términos económicos y que en gran parte explica la potente anglización que durante décadas prevaleció en la zona.

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    El frente pionero debe avanzar al paso de los rebaños”, era el lema que predicaban los gobiernos de Argentina y Chile, a la vez que diezmaban a los pueblos originarios, acaparaban terrenos que no pocas veces fueron a alimentar la especulación e iniciaban una destrucción de los recursos naturales que no cesa al día de hoy. “Pensar que esta barbarie es para poner ovejas, y es obra de gente que se dice civilizada”, decía en una carta del año 1895 José Fagnano, un cura salesiano que trataba de hacer algo contra las cacerías —literales— de indígenas que pusieron en marcha algunos estancieros en territorio fueguino. Las ovejas, entonces, tan mansas y tan buenas, tan connotadas de virtudes sacrificiales, muestran hasta qué punto son también los animales con los que ingresa el capitalismo más salvaje en toda la región al sur del Colorado.

    *

    De pronto se me cruza por la cabeza Lamb, la película de Valdimar Johannsson, en la cual ese ser que es mitad oveja, mitad humano, termina destruyendo todo a su paso antes de fugarse de la mano de una figura de respiración amenazante.

    *

    Me interrumpe la digresión mental la marcha de la camioneta, que aminora. J. J. toma un atajo que, pienso, será otro de los tantos que hemos tomado ya cada vez que se desdibuja la huella, o que un puente destruido impide cruzar un arroyo, pero no se trata de eso sino de la entrada a un establecimiento en el que hay un puñado de casas semiabandonadas. En ese puesto vivió él hasta los 14 años, me cuenta. Con su abuelo materno; al padre no lo conoció nunca. Y como sucedía que su abuelo prefería pasarse temporadas en el bar del pueblo más próximo, donde se había erigido en una especie de campeón de truco, de rummy y de pase inglés, él desde chico aprendió a hacerse cargo de todo. Trabajaba ahí y después, cuando creció, también en los campos de los alrededores. Esquilaba, buscaba leña en los montes de algarrobo, limpiaba los canales, arreglaba alambrados, ese tipo de cosas. Todo por changas, nada firmado. Pero se fue haciendo su nombre, su reputación. Y así fue que llegó a tener sus cinco mil ovejas. Para otros será nada, para él es un tesoro.

    *

    Pastor de Maremma, son perros que, por su gran porte, por su gran nivel de concentración y de equilibrio psicológico, y por su instinto de protección, ejercen instantáneamente ese costado defensivo que las ovejas no tienen. Los pumas ven en ellos una especie de par, y se abstienen.

    Y lo tiene guardado en una especie de Arcadia, cosa que no me había preanunciado, tal vez porque él, como todos nosotros, sea bastante poco consciente de cuáles son los verdaderos tesoros a su alrededor. Ahí, en esa arboleda que de pronto irrumpe en medio de la meseta, están los perros que vine a conocer. En cuanto llegamos, un chico con el pelo teñido de un caoba intenso pasa el parte acerca del asado que está casi a punto. Asado de cordero, por supuesto. Mi almita urbana y biempensante se estruja. Hay animales que ya no como hace años, y hay otros que puedo seguir comiendo siempre y cuando me distancie y me disocie lo más posible de sus latidos, de sus pupilas. La Arcadia empieza a mostrarme sus fisuras.

    *

    De su historia, de la de este campo, me entero mientras almorzamos. Romina, la pareja de J. J., lleva la voz cantante. Sus abuelos, mapuche los dos, vinieron a instalarse acá en la década del 20, hace un siglo exactamente. Desde Chile vinieron, a pie. Se establecieron en este paraje por su proximidad con la aguada y construyeron ellos solos con sus 13 hijos las casitas de piedra, los corrales y los senderos para ir a buscar leña. Uno de esos hijos, tío de Romina, un señor pausado y elegante que almuerza con nosotros, alambró con su hermano todo el perímetro. Años hace ya, muchos. Tallaron con sus propias manos las estacas de madera: llegaron a contar siete mil. Después, agarraron unos ponchos y se fueron al campo a plantarlas. No volvieron acá, a la casa, durante ocho meses. Así fue como empezaron a alambrar, jovencitos eran. Unas décadas después, empezaron el trámite para obtener el título de esas tierras fiscales que el gobierno provincial fomentaba y, a la vez, obstaculizaba. La burocracia y los grandes especuladores, una vez más, merodeaban. El abuelo de Romina, como tantos otros pequeños productores precarizados, murió sin haber logrado ese título. Fue ella la que finalmente lo tramitó. Después de infinidad de pasos y papeleos que fue cumpliendo asesorada por uno de los pocos abogados locales que no se queda con todo en el camino, el año pasado lo obtuvo. Sabe que en gran parte lo logró porque se trasladó a vivir a la ciudad. Si no, hubiesen seguido en ese estado de precariedad. Con los papeles flojos y los pactos tramposos. Antes de que ella interviniera, durante años, muchos, la mayoría, toda su familia sobrevivió trocando la carne y la lana de las ovejas, que antes de la llegada de J. J. eran un número ínfimo, por bolsas de harina y azúcar que cierto tipo de comerciante canjea en campos de este mismo perfil para ir acumulando así una producción que después, para su exclusivo provecho, vende a las grandes empresas procesadoras de lana.

    *

    Román, el tío, la interrumpe para contar cómo es que su madre armaba unos candiles con grasa de chivo para tejer de noche. Alguien trae unos telares coloridos en señal de muestra. Me extraña y me alegra que semejante belleza haya quedado a salvo de las transacciones tramposas. La conversación fluye, mis máximas inamovibles se relajan. Por un momento hasta me olvido de que vine a ver unos perros que me interesaron porque, con su accionar, desarman el match de las ovejas versus los pumas. Alguien habla de estos últimos, de los pumas. Han llegado a matar a 15 ovejas en una noche, dice. A veces lo hacen para alimentarse, otras para cumplir con una función didáctica: las madres puma sacan a los cachorros, que por lo general son varios, cinco o seis, a entrenarse en la caza futura, y así es que matan cantidad de animales y siguen de largo. Román sale a cazarlos, a veces en su caballo, otras a pie. Pero cada vez menos, en el invierno cumplirá 80. Y además, ahora, están los perros. Un gaucho que acaba de acovacharse por acá después de cansarse de perder trabajos por otras zonas de la meseta cuenta una batida cuerpo a cuerpo con un puma pesado. No dice grande, dice pesado.

    *

    Se me acerca un cachorro irresistible. Estoy por acariciarlo cuando escucho que es eso justamente lo que no hay que hacer: parte de la disciplina rigurosa de entrenamiento que necesitan estos perros para no convertirse en un faldero más, es poner distancia con los humanos. Es con las ovejas que tienen que aquerenciarse.

    Su cuento me hace acordar a un relato de Asencio Abeijón, uno de esos escritores locales de principios del siglo XX que quedaron enterrados bajo el mote de regionalistas, uno de esos escritores a los que habría que volver a leer críticamente, o al menos leer para encontrarse con un relato como el que menciono, “El ataque del puma en río Chico”, en el que se cuenta lo que le pasa a un grupo de reseros que hace ya cuatro meses viene arriando un grupo de ovejas cuando decide pasar la noche bajo unos cerros altos en los que, les parece, estarán protegidos de los ataques de los pumas, solo para encontrarse con una alteración inexplicable del rebaño, y sobre todo de los perros que los acompañan, un nerviosismo potente sin enemigo a la vista que hasta les hace pensar en fantasmas, una aparición inexplicable de ovejas sangrantes aquí y allá, todas señales a partir de las cuales descubren, varias horas más tarde, que la razón de esas alteraciones era un puma que, siguiendo la estrategia de la carta robada, estaba escondido precisamente dentro del rebaño, que los perros tenían razón, que las ovejas también, y que ahora solo queda vérselas con él, con el león, como les gusta llamarlo por acá, con el león que ahora pega un salto hasta quedar al descubierto, al descubierto y con la espalda apoyada sobre la ladera del gran cerro para que este le sirva de protección, y así prepararse lo mejor posible para librar una batalla feroz contra perros furiosos y hombres armados que el narrador cuenta con una indiscutible empatía hacia el puma a la que el lector, doy fe, no puede dejar de sustraerse.

    *

    Lo primero que pregunto cuando vamos a ver a los perros protectores de rebaño que me trajeron hasta acá, y que supuestamente son una novedad en la zona, es cuál es la diferencia entre ellos y esos perros de los que habla Abeijón. Ocurre que aquellos eran perros ovejeros que sirven para arriar el ganado y organizarlo, pero no para defenderlo. La diferencia es crucial. Estos otros que estoy viendo acá, que se llaman perros protectores genéricamente hablando, pero que en este caso específico son de una raza que se llama Pastor de Maremma, son perros que, por su gran porte, por su gran nivel de concentración y de equilibrio psicológico, y por su instinto de protección, ejercen instantáneamente ese costado defensivo que las ovejas no tienen. Los pumas ven en ellos una especie de par, y se abstienen. Se lo explicó bien Franca Bidinost, la ingeniera agrónoma que más sabe sobre el tema. Fue a verla aquella vez que estaba desesperado, llegó hasta la cordillera por tierra para verla, y ella le explicó. Le dijo también que, si lograba entrenarlos bien, estos perros evitarían la muerte de sus ovejas pero no porque fueran a atacar a los pumas y doblegarlos, sino porque operan fundamentalmente por disuasión, porque lo interesante de estos perros es que son una herramienta para controlar la predación de un modo no letal, porque permiten que las ovejas vivan, sí, pero que también vivan los pumas, porque no implican seguir cargándose un arma al hombro para resolver el problema.

    *

    Se me acerca un cachorro irresistible. Estoy por acariciarlo cuando escucho que es eso justamente lo que no hay que hacer: parte de la disciplina rigurosa de entrenamiento que necesitan estos perros para no convertirse en un faldero más, es poner distancia con los humanos. Es con las ovejas que tienen que aquerenciarse. De hecho, ahí radica parte fundamental de su educación. Hay que improntarlos desde cachorritos con las ovejas, me dice J. J., hay que enseñarles a formar parte del rebaño, por lo cual, en cuanto se destetan, o antes, pasan a vivir como una oveja más. Comen con ellas, duermen con ellas, sueñan con ellas. Esa capacidad de sintonizar una lógica en la cual no todo es enfrentamiento y muerte, pienso mientras me abstengo con esfuerzo de acariciar esa mata de pelo blanco frondoso, pienso aun sospechando mi proyección antropocentrista, tal vez se deba a que han aprendido a evitar la violencia de los reduccionismos y de las identidades fijas, a que han aprendido a ser un poco ovejas y, por momentos, también un poco pumas.

  229. Vendavales

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    Para los que llevamos 15 años de lectura de los trabajos de Kathya Araujo, sumergirse en una de sus nuevas obras supone siempre una exigencia. Durante estos años a sus lectores se les ha exigido mirar un entramado teórico —las configuraciones de sujeto, los ideales normativos, las pruebas estructurales, la desigualdad interaccional y, ahora, las figuras de autoridad— a la luz de un conjunto amplio de relatos recolectados en distintos grupos de la sociedad chilena. A través de la fineza de sus análisis, uno debe ir sopesando la robustez teórica del argumento con los múltiples hallazgos de un trabajo enraizado en la experiencia cotidiana. A esta exigencia como lector, también hay que reconocer el placer de recorrer una escritura cuidada, y en varios de sus últimos textos, su rol como curadora de investigadores de diferentes disciplinas y generaciones. Quien haya pasado por esta experiencia sabrá también cómo crecen los textos a la luz de sus comentarios y sugerencias. En este sentido, el resultado final de sus apuestas teóricas, novedades metodológicas, escrituras singulares y colectivas —más allá de los puntos débiles que uno siempre intenta encontrar— siempre han estimulado seguir leyendo, y entendiendo el país que habitamos. Uno como lector solo puede estar agradecido por su continuo trabajo.

    En esta ocasión, en tanto trabajo editado, me es imposible detenerme en todos los hallazgos que este libro ofrece. Cada una de las esferas analizadas —familia, escuela, trabajo, hospitales, instituciones policiales y políticas— requeriría una larga y necesaria discusión de lo que se está jugando en cada ámbito. Como se advierte en el libro, es urgente pensar en cada uno de estos espacios, en sus particularidades y en las consecuencias que derivan del tipo de autoridad que intenta desplegarse, las formas de constituirse y las relaciones que se establecen a partir de ellas. Pero ya en esta última idea se recalca algo que recorre todo el libro: la autoridad actualmente es un intento de llevarse a cabo más que una función social que se reproduce dócilmente. En vez de obedecer y acatar, se negocia; o al menos intentamos sentirnos convencidos de las órdenes. En vez de ejercer con mano férrea, debemos maniobrar dubitativamente. En sus últimos libros —El miedo a los subordinados, ¿Cómo estudiar la autoridad?—, Kathya Araujo ha insistido en que la autoridad no está necesariamente en crisis, sino que nos abrimos a su carácter relacional. Y lo que se intenta mostrar este libro es precisamente cómo cambian esas relaciones en la sociedad chilena.

    Dicho esto, no me queda más que discutir una tesis más general que ofrece la propia editora y cotejarla con parte de los hallazgos reunidos por las investigaciones agrupadas en este volumen. Y para hacerlo, voy a utilizar y extender la metáfora con la que el libro comienza.

    Al principio se recoge una anécdota de los diarios de la hermana de Wittgenstein, Hermine Wittgenstein. Ella recuerda un diálogo con el afamado filósofo austriaco, donde él intentaba explicarle por qué quería ser profesor de una escuela rural. Ella no lograba entender la decisión de su hermano. Ludwig usa la siguiente comparación: “Tú me recuerdas a una persona que mira desde una ventana cerrada y no puede entender los movimientos erráticos de un transeúnte. Esa persona no sabe que afuera hay un vendaval y que quizás el transeúnte apenas se mantiene en pie con mucho esfuerzo”.

    Es claro que Wittgenstein sitúa a su hermana detrás de la ventana, en un lugar de incomprensión de un estado interior. Kathya también sitúa a la sociedad chilena – o al menos a quienes intentamos leerla– detrás de esa ventana, donde no se entienden los movimientos y no logramos del todo ver las corrientes de aire que asedian a las personas. Estado de incomprensión que a ratos atemoriza, y desde la cual simplemente emergen más y más preguntas: ¿qué hacen? ¿pero, qué hacen? ¿por qué lo hacen?

    Déjenme seguir y extender esta metáfora. Primero pensemos un poco en la imagen de la persona detrás de la ventana. Por un lado, pareciera que no escucha el viento o el vendaval que mueve al individuo. Es decir, hay un problema de escucha que nos afecta. Nos cuesta escuchar o quizás estamos imposibilitados para escuchar bien por ciertas barreras que nos distancian. Pero tampoco miramos bien. La persona detrás de la ventana no mira bien las señales que hay de hecho. No mira el movimiento de las hojas, de la ropa, el polvo. Pareciera que aquellos detrás de la ventana no saben reconocer las señalas mínimas que las personas situadas en un entorno complejo sufren. Y creo que este es un primer llamado del libro: debemos auscultar mejor, escuchar y observar con más cuidado cómo nos estamos relacionando. Porque, siguiendo con la imagen de Wittgenstein, no son conductas erráticas, sino personas que con esfuerzo se logran mantener en pie.

    Un segundo despliegue de la metáfora es esta imagen de corrientes de aire, tormentas y vendavales, que de algún modo mueven a las personas. Con esta imagen quiero presentar brevemente las grandes transformaciones que Kathya señala en su primer capítulo, como cuatro corrientes de aire que nos hacen movernos peculiarmente.

    1) La primera que recojo es la individualización. Desde principios del 2000, las ciencias sociales en Chile han ido develando las modalidades que toma este proceso. Fernando Robles ya en el 2001 hablaba de la “individuación desregulada” (arréglatelas como puedas); el 2002 el PNUD refería a la “individualización asocial” en un contexto del debilitamiento de las identidades tradicionales (la exigencia de definirse a uno mismo). Kathya Araujo y Danilo Martuccelli luego elaboraron en Desafíos comunes, en 2012, la imagen del hiper-individuo que afrenta demandas desmesuradas y bajos soportes de apoyo. Es una individualización centrada en las capacidades y resiliencias del agente más que en las instituciones que la hacen posible.

    Debo mencionar que ya este primer aspecto está tensionado entre dos figuras a lo largo del libro. Por un lado, en algunos de los capítulos se asocia la individualización a valores neoliberales. Es el neoliberalismo el que dotaría de preminencia a lo privado y a la competencia individual. No obstante, otros capítulos hacen pensar que la individualización va más allá del neoliberalismo cuando discutimos sobre la legitimidad y valoración de la autoridad. El gobierno de sí mismo, como diría el último Foucault, no estaría sometido a una autoridad tradicional que se justifica externamente, sino que se busca a partir de decisiones autónomas. Es claro que el neoliberalismo en Chile debilita los soportes públicos y deja a merced de peores servicios públicos a la población más precarizada. Pero cuando se hace referencia, por ejemplo, a los emprendimientos en el mundo laboral, no queda claro si es el mero efecto de una ideología neoliberal, o son personas que huyen de un tutelaje autoritario en trabajos mal remunerados.

    Es claro que el neoliberalismo en Chile debilita los soportes públicos y deja a merced de peores servicios públicos a la población más precarizada. Pero cuando se hace referencia, por ejemplo, a los emprendimientos en el mundo laboral, no queda claro si es el mero efecto de una ideología neoliberal, o son personas que huyen de un tutelaje autoritario en trabajos mal remunerados.

    En cualquier caso, queda claro en los capítulos de Camila Andrade con Kathya Araujo sobre la autoridad parental, o en el trabajo de las militancias políticas de Isidora Iñigo y Nelson Beyer, que el despliegue de la individualización en Chile impacta con intensidad las trayectorias de las mujeres, y ellas mismas desde diversas agendas empujan el debilitamiento de figuras autoritarias. Este es un punto clave a lo largo del libro.

    2) Siguiendo con la metáfora, el segundo aire que empuja a nuestro Wittgenstein callejero son las expectativas de un trato horizontal. Desde el libro Desafíos comunes, esta tesis ha cobrado fuerza y es parte central del diagnóstico de nuestra sociedad actual. Asimismo, este libro está inundado de ejemplos en la familia, en los servicios médicos o en el trabajo donde se demandan jerarquías que respeten, reconozcan la dignidad personal, que no pasen a llevar o menosprecien por razones de clase, género o edad. Quizás el capítulo que más claramente muestra esto es la reconstrucción histórica de la autoridad en la escuela de Pablo Neut, al narrar el declive de esa figura tan respetada, y tan temida a la vez, como era el profesor de antaño. Las prácticas reportadas para el siglo XIX y buena parte del XX son imposibles de pensarse hoy en día. Como se presentaba el profesor del colegio de mi hijo la semana pasada: “Yo soy de la nueva escuela, me gusta un trato horizontal con mis alumnos, reafirmando su autoestima, valorando lo positivo y enseñándoles cuando se equivocan”. A su misma edad a mí me tiraban las patillas y me hacían recitar el Mío Cid Campeador.

    En este sentido el libro es inequívoco: no hay espacio social en que no se busque un trato más horizontal y no se intente imponer una lógica de derechos. Niños, empleadas domésticas, trabajadores de supermercados, pacientes, militantes de izquierda, funcionarios de la policía de investigaciones, se sienten sujetos de derecho.

    3) La consecuencia de esto —y es la tercera gran transformación que se presenta en la introducción— son las nuevas alocaciones de poder. Tanto la individualización como la perspectiva de un trato horizontal, alimentan la idea de que aquellos que antes tenían mucho menos poder, ahora cuentan con mayores recursos culturales para demandar o negociar los elementos que configuran el ejercicio de la autoridad. No es que se hayan invertido por completo los roles: ni patrones, doctores, dirigentes políticos, padres y madres, empresarios y jefes son subordinados, ni que los factores estructurantes que facilitan llegar a esas posiciones hayan declinado del todo. Pero los subordinados saben que cuentan con más soportes culturales e institucionales para impugnar el arbitrio y el mal trato.

    Muchas de las investigaciones que alimentan este libro se han venido desarrollando desde hace ya varios años. Estas son tendencias de largo plazo. Por eso mismo, los efectos de estas nuevas configuraciones de poder también son ya más visibles. Por un lado, se nos dice que una clásica lógica de acción enraizada en la sociedad chilena —y ya revelada por Araujo en su libro Habitar lo social— es la confrontación de poderes. Se nos indica que con las nuevas dotaciones de poder esta confrontación se agudizaría. Es decir, sin la validez del modelo autoritario, se disputa más la cancha. En términos de un horizonte más democrático esto puede ser muy fructífero. Que un médico explique bien o un jefe no abuse puede ser producto de que alguien finalmente encaró una mala práctica. Pero hay que ser sincero que en muchas ocasiones ha llegado ser un proceso tremendamente agotador. Para quien ejerce la autoridad, recaerá siempre la sospecha de que algún derecho puede pasar a llevar. Para quien depende de una autoridad, una incesante búsqueda por encontrar el intersticio de arrebatarle un poco de su figura de autoridad y sospechar del poder que posee. No solo no hemos encontrado un modelo más democrático de ejercer la autoridad, sino que buscamos permanentemente por dónde puede volver el abuso.

    Por lo mismo, creo que actualmente se hayan muchos puntos muertos en la interacción (una resolución negativa del conflicto), donde algún actor finalmente decide abandonar la relación. Ya sea se renuncia a ejercer la autoridad o se renuncia a verse sometido a tal autoridad. Esto no es algo positivo para una sociedad como la chilena. Probablemente una de las ventajas más fuertes que se acumulan hoy y que sedimentan la desigualdad actual es la capacidad de huir de una mala autoridad: si carabineros no me protege, busco seguridad privada. Si mi doctor me trata mal o no encuentra una solución, busco otro en otra clínica. Si me cae mal mi jefe, renuncio y busco otro trabajo. Si ya no soporto mi familia, abandono mis responsabilidades como padre.

    Volvamos a nuestra metáfora. Wittgenstein camina solo —obligado a ser sí mismo y mantenerse en pie con su propio esfuerzo—, y hacia donde se dirija sabe que se espera de él un trato más horizontal, y que hay nuevas configuraciones de poder que deberá afrontar. Pero cabe recordar que mientras esas corrientes de aire movían de un lado a otro a este transeúnte, vinieron varios aires huracanados en nuestras ciudades. Vino un estallido social que lo dio vueltas en los aires —con calles multicolores y una violencia desatada; luego vino el huracán de la pandemia que lo obligo a encerrarse en la misma casa con su hermana y reconocer que la familia seguía siendo el único soporte que lo entendía y apoyaba; luego nuestro Wittgenstein salió a la calle y se dio cuenta que el pasaje donde vivía ahora tenía un portón eléctrico. Y es probable que saliendo del pasaje le hayan robado el celular mientras decidía qué hacer. Y cuando fue a comprar uno nuevo valía el doble por la inflación del año pasado.

    Hay que reconocer que estos huracanes —productos de una mezcla de corrientes de aires que nos arrastran desde hace décadas y que tienen su origen más allá de nuestra cordillera— han dejado no solo a las personas inmovilizadas, sino agotadas y hastiadas. Además, estos huracanes han levantado tanto polvo que en muchos de los materiales cualitativos que uno lee en este último tiempo, no vemos más allá de unas pocas cuadras. Con esto quiero decir que el futuro aparece bloqueado y nadie sabe muy bien cómo avanzar hacia adelante. Parafraseando a Reinhart Koselleck, el horizonte de expectativas no se ve producto de cómo se ha ido configurado nuestro espacio de experiencia. Desesperanza abunda. Quiero contar que nunca en 15 años me había topado con testimonios de personas de sectores populares que desearan irse del país, y ahora se encuentran. Al mismo tiempo, la inseguridad desata sentimientos punitivistas y las confrontaciones de poderes al respecto están siendo cada vez más duras.

    Para quien ejerce la autoridad, recaerá siempre la sospecha de que algún derecho puede pasar a llevar. Para quien depende de una autoridad, una incesante búsqueda por encontrar el intersticio de arrebatarle un poco de su figura de autoridad y sospechar del poder que posee. No solo no hemos encontrado un modelo más democrático de ejercer la autoridad, sino que buscamos permanentemente por dónde puede volver el abuso.

    Pero también se visibiliza que frente a estos escenarios no hay solo movimientos erráticos movidos por vientos huracanados, sino que se aprenden nuevos repertorios de acción. Por ejemplo, Rosario Fernández —a partir de su estudio sobre empleadas domésticas y empleadoras— reconoce un trabajo de reconocimiento mutuo que permite cambiar el modelo de autoridad. Y no solo en ese espacio: hay ejemplos de profesores, matronas, jefes de supervisión en tiendas que hacen un incesante trabajo afectivo por mantener las jerarquías y, a su vez, la horizontalidad que exige el respeto. La autoridad pareciera estar forzada a un trabajo emocional para mantener la relación. Hay que cuidar el equipo laboral, hay que cuidar el ánimo de los estudiantes, o el espíritu de las bases militantes si queremos seguir. El libro muestra que el trabajo de la autoridad se convierte crecientemente en un asunto emocional.

    Otro repertorio que aparece es el transaccional. Yo transo para mantener el orden. El capítulo de Paulina Bravo, Alejandra Martínez, Loreto Fernández y Angelica Dois, cristaliza muy bien esta figura en una matrona que para ganarse a su paciente le dice: “Mira, si transamos un poquito, ¿te parece?… démosle tantas mamaderas, intentamos, veamos”. Hay aquí un registro de que ya no se puede convencer al modo antiguo —la amenaza— sino que se hacen micro-negociaciones. En el capítulo de Araujo y Andrade me da la impresión que sucede algo similar: se transan momentos de respeto y autoridad. Te paso el celular, te dejo jugar tres horas, te compro esto, si se hace esto y lo otro. En las tiendas comerciales, jefaturas y trabajadores también transan ubicaciones, permisos, unos minutos de descanso. Y de esto hay varios ejemplos. Este es un repertorio marcado por la idea de una negociación continua y emergente, a veces beneficiosa para las dos partes, pero reconozcamos que desgastante para toda organización.

    4) La última corriente que se señala en la introducción es el cambio tecnológico. El capítulo de Antonio Stecher y Álvaro Soto muestran todas las consecuencias que tiene y puede tener el despliegue de formas de control managerial basado en nuevos dispositivos tecnológicos en grandes empresas del retail.

    Habría que insistir, no obstante, que en todos los capítulos se podría haber desplegado con mucha más fuerza este último punto. Por ejemplo, el trabajo de Judy Wajcman muestra que las madres se han visto estrujadas por las nuevas tecnologías. En vez de la liberación del tiempo prometido a través del cambio tecnológico, a esas mujeres omnipresentes que muestran los capítulos de este libro se le podría sumar todas las pruebas que implica la profunda digitalización de nuestra vida social. En el mismo sentido, Danah Boyd en su estudio sobre adolescencia y nuevas tecnologías en Estados Unidos, muestra el brutal tiempo que deben usar padres para seguir a sus hijos en redes sociales, controlando lo que hacen. En las escuelas, el uso de celulares desafía tanto a paradocentes como profesores. Para qué decir las autoridades políticas enfrascadas en el uso de su Twitter, Instagram, y Tiktok.

    El capítulo sobre trabajo de Antonio Stecher y Álvaro Soto creo que además devela otra faceta poco develada en los demás capítulos. Llama la atención que muchas de las descripciones utilizadas implican no solo una figura de autoridad singular (el jefe o la jefa), sino múltiples supervisores y fuentes de autoridad en el mundo laboral. Eso me hizo pensar que, en la actualidad, en todos los ámbitos las autoridades trabajan colectivamente: hay equipos docentes, equipos médicos, parejas que resuelven juntos problemas con sus hijos, dirigentes que piensan en sus militancias. Esto creo que se relaciona con la dificultad de ser autoridad. Es mejor pedir ayuda y asumir esto entre varios que asumir totalmente toda la responsabilidad. Si bien se ha insistido en que la autoridad implica una relación, uno podría enfatizar más el hecho de que en la práctica las autoridades buscan otras para organizarse y responder a las demandas. Reconocer esto es importante porque mientras muchas de las tendencias actuales en torno a la autoridad agotan a sus participantes, creo que esta alivia.

    Esto último podría develarse con una mayor observación etnográfica de las prácticas de autoridad. De hecho, metodológicamente, los capítulos más iluminadores tienen esa mirada múltiple y situada: uno escucha la voz de autoridades y sus subordinados, y cómo ha ido cambiando históricamente. Al contrario, cuando una de las figuras de esta relación no aparece, se pierde parte importante de la complejidad del fenómeno. Unos se pregunta, por ejemplo, en el capítulo de Rosario, ¿qué piensa el hombre de clase alta sobre las relaciones de sus mujeres con las empleadas domésticas?, o en el capítulo de Isidora Iñigo y Nelson Beyer, ¿cómo despliegan su autoridad las dirigencias a la luz de la individualización de las nuevas bases militantes de izquierda? O, en el capítulo de Lucía Dammert y Jennifer Morgado, ¿cómo se percibe la autoridad de la PDI en sus relaciones con la población? Ante esto último no puedo dejar de señalar lo que un colega me narraba: según su experiencia en Villa Francia, La Legua o en El Castillo, la violencia y la humillación impera en los allanamientos de la PDI. No debemos olvidar que en el libro Habitar lo social de la propia Kathya Araujo, el símbolo del abuso en los sectores populares era la fuerza policial. Que la ola de punitivismo que nos invade no nos haga olvidar el maltrato que ejerce la autoridad policial en los sectores populares.

    Para terminar, y perdón por extender tantas aristas pero eso es precisamente lo que provoca este libro, creo que actualmente hay que entender mejor la demanda por una autoridad eficiente. Sin duda se ha consolidado la exigencia de un trato más horizontal basado en una cultura de derechos. Pero también se escucha con fuerza la necesidad de que las instituciones funcionen para volver a confiar o al menos conectarse con ellas. Debo decir que no entendí del todo la idea en el capítulo de salud cuando se hacía una referencia a una cultura más democrática, implicando con ello un cierto saber compartido. Yo la verdad nunca he escuchado eso a nivel de la población en mis investigaciones. Al doctor se le pide mirar a los ojos, escuchar, atender bien, pero también curar y sanar. En la mayoría de los casos, no se desea igualar conocimientos o tener representantes de mis propias intuiciones, se desea que la doctora nos evite la muerte o nos sane un dolor. Y que eso no demore tres años ni que se nos vaya todos los ahorros en ello. Pero eso aplica a todas las autoridades: que sepan criar, educar, dar trabajo decente, estable y bien remunerado, proteger, conducir el país y transformarlo. Cuando percibimos que no se cría adecuadamente, que pocos colegios ofrecen educación de calidad, que existen muy pocos trabajos donde el respeto impere a todo nivel, que no siempre se accede a buena salud, y no hay ni protección ni conducción política efectiva, es que terminamos preguntando: ¿qué hacen? ¿pero, qué hacen? ¿por qué se mueven así de manera tan errática?

    La hermana de Wittgenstein al escuchar la metáfora utilizada por su hermano expresaba finalmente: “Ahí comprendí, en qué situación interior se encontraba mi hermano”. Creo igualmente que después de leer este excelente conjunto de capítulos uno puede abrir la ventana y entender mejor qué estamos viviendo interiormente como sociedad y lo que enfrentamos ante tanto viento huracanado. Felicitaciones a la editora y todo el equipo del Núcleo Milenio de Autoridad y Asimetrías de Poder (NUMAAP).

     


    Figuras de autoridad. Transformaciones históricas y ejercicios contemporáneos, Kathya Araujo (ed.), LOM, 2022, 268 páginas, $17.000.

  230. Lola Larra: “Solo al regresar a Chile he podido escribir el tipo de libros que realmente me interesa escribir”

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    Lola Larra (Claudia Larraguibel) nació en Santiago de Chile en 1968 y creció en Caracas (Venezuela). Ha sido redactora en medios como El País, Cinemanía y Vogue, además de corresponsal tanto en Europa como Latinoamérica. Ha publicado las novelas Reír como ellos (2004), Reglas de caballería (2005), Donde nunca es invierno (2008), Puesta en escena (2010) y Sprinters (2016), además de su premiada novela gráfica inspirada en la revolución estudiantil de 2006: Al sur de la Alameda (2014). Actualmente es directora de editorial Ekaré Sur.

    La eterna juventud es una compilación de ensayos y crónicas cuya mirada se concentra en el oficio de la escritura, pero al mismo tiempo entrega una selección variada, que mezcla tonos, experiencias, reflexiones. La memoria, los antecedentes y la investigación son clave para cada una de las historias, y además confirman lo importante que ha sido la lectura y la escritura en la vida de la autora. “Me gustaría pensar que el lector también se sitúa en esos momentos históricos de los que hablan algunas de las crónicas. Y me interesa también cómo los recuerdos personales pueden convertirse en memorias colectivas si el lector entra en el juego que propone el libro y rememora también sus lugares y sus primeras veces”, cuenta en esta entrevista.

    ¿Cómo nace La eterna juventud?
    Fue iniciativa de Marcela Fuentealba, la editora de Saposcat. Ella había leído algunas crónicas que yo había publicado por aquí y por allá, y me propuso hacer un libro con ellas. Seleccionamos algunas y Marcela invitó a Antonia Daiber a ilustrarlo. Antonia, que es una grandísima artista, hizo unos grabados abstractos muy hermosos y pensamos que el libro ya estaba listo. Pero, como suele suceder, cuando uno cree que tiene listo un libro, por lo general todavía no lo tiene. Era apenas un boceto de lo que sería La eterna juventud. Entonces llegó la pandemia. Y durante ese tiempo me pasó algo raro: me costaba mucho leer novelas, leer ficción, y también me costaba escribirla. En esos dos años leí solo ensayos, biografías, crónicas. Y me di el tiempo de escribir nuevos textos para el libro. De las primeras crónicas que seleccionamos quedaron solo unas pocas; la mayoría son nuevas. Y los grabados de Antonia también cambiaron y fueron sustituidos por las pinturas que finalmente aparecen en esta edición. Todos cambiamos tanto en esos dos años que era imposible que el libro quedara igual a como lo habíamos pensado en 2019.

    En otra entrevista mencionó que la adolescencia fue una especie de refugio durante la pandemia. ¿Esto se conecta con la importancia de la memoria en estas crónicas? ¿Hay un factor nostálgico que las une?
    Podría llamarse nostalgia, claro que sí. Gran parte de nuestra percepción y construcción del mundo, y de nosotros en él, está sujeta a la nostalgia. La memoria no es sino una gran nostalgia, dicen. Y situaciones extremas, como el exilio, la guerra o una pandemia, amplifican mucho más esa nostalgia. En unos tiempos tan duros como los dos años que pasamos encerrados, cada quien armó su refugio como mejor pudo. Recuerde que pensábamos que todos nos íbamos a morir, cabía esa posibilidad. Así que yo me refugié en tiempos que fueron felices en mi vida y por eso el libro es una mezcla de anécdotas y crónicas y recuerdos. Muchos de ellos transitan por el territorio de la adolescencia y la juventud, y hablan de las primeras veces, de los primeros pasos en el periodismo, de los primeros pasos en la literatura, los primeros viajes, las primeras veces en el sexo. No fue calculado. Solo salió así. Estaba recordando y escribiendo. La memoria, y también la nostalgia, une los 20 textos del libro: esas memorias individuales y personales, pero también las colectivas. Me interesa recuperar la memoria colectiva: qué estábamos haciendo el día que murió Pinochet, por ejemplo, o la mañana que estallaron las bombas en los trenes de Atocha en Madrid, qué nos pasó por la cabeza, qué dejamos de hacer o qué continuamos haciendo. Me gustaría pensar que el lector también se sitúa en esos momentos históricos de los que hablan algunas de las crónicas. Y me interesa también cómo los recuerdos personales pueden convertirse en memorias colectivas si el lector entra en el juego que propone el libro y también rememora sus lugares y sus primeras veces.

    ¿Cuándo nace su primer impulso de convertirse en escritora?
    Empecé a escribir desde que era muy pequeña. Tal vez a los 8 o 9 años. Siempre digo que es una suerte enorme haber sabido desde tan pronto a qué quería dedicarme, aunque luego el camino para lograrlo haya sido muy lento y accidentado. Como escritora una aspira a escribir cada vez mejor, que la experiencia y el tiempo y todo lo vivido y todo lo leído te convierta en mejor escritora. Pero, ¿quién sabe? ¿Escribo mejor ahora que cuando tenía 18 y boceteaba mi primera novela? No lo sé. Una vez me invitaron a un taller literario y la profesora me pidió que enviara a sus alumnas algunos cuentos o fragmentos de novelas para que pudiéramos discutirlos en la sesión. Elegí un par de cuentos antiguos, de los primeros que había publicado y un fragmento de una novela más actual. Mi idea era justamente mostrarles la evolución que —pensaba yo— había tenido como escritora. Una evolución que —creía— iba de la profusión, el exceso y lo ampuloso, a la contención, a lo preciso, a la simpleza, al menos es más. Para mi sorpresa, casi todas prefirieron los primeros cuentos, que a mí me parecía que pecaban de intentar ser demasiado literarios.

    Ante esto, ¿cómo se construye su mundo literario y cuáles son sus referentes?
    No puedo disociar mi mundo literario de la vida que he tenido, una en la que los libros han estado siempre muy presentes; he tenido esa fortuna. Los libros han estado siempre allí, en casa, en las sobremesas familiares, en el trabajo de mi madre, que es una gran editora, en la pasión compartida con mi padre por las novelas policiales, en mis estudios universitarios, en las conversaciones con amigos. En esa omnipresencia de los libros hay todo tipo de géneros y estilos. Desde mis primeras lecturas (aquellas series para jóvenes de Enid Blyton, o los relatos de Conan Doyle y Stevenson, los policiales de Hammett y Chandler), hasta autores a los que siempre regreso, como Patricia Highsmith, Marguerite Duras, Salinger, Scott Fitzgerald y tantos otros. O autores que radiografío porque admiro mucho cómo logran construir sus historias, como Poniatowska, Emmanuel Carrère, Javier Cercas, J. M. Coetzee, Alice Munro… Todos esos libros han influido en cómo escribo, y sobre todo en cómo quisiera escribir. Y también en cómo vivo, o cómo deseo vivir.

    Me revuelve el estómago cuando veo que las noticias que nos llegan están hechas por esos ‘cronistas inmóviles’ que no salen de sus pantallas, que no se asoman a la calle, y que se limitan a copiar tweets de otros. Es desalentador que el periodismo hoy en día sea un copy/paste y, por ende, un caldo de cultivo para las fake news, la ignorancia, la confusión, el desconocimiento, la negligencia. Se supone que el periodismo es todo lo contrario.

    En La eterna juventud el transcurrir del tiempo a través de la lectura y la escritura tiene un lugar importante.
    Me gusta pensar en La eterna juventud como en una memoria de mi vida de escritora. Y de toda esa experiencia rescato sobre todo la relación con el tiempo que se tiene cuando una escribe. Un tiempo que corre distinto al tiempo ordinario, y que no responde ni a la inmediatez ni a la premura, sino a la paciencia y a la lentitud. También un lugar en el que disfrutas ese silencio que nos es tan escaso.

    ¿El hecho de haber vivido en diferentes países también afecta el modo en que concibe su estilo?
    Nací en Chile, crecí en Venezuela. Cuando tenía veintipocos años me mudé a España y allí pasé más de 14 años. Ahora vivo en Santiago. Y aunque en todos estos lugares se habla español, se habla distinto. Cuando mi familia tuvo que salir de Chile por culpa de la dictadura de Pinochet, tenía cinco años y solía ser muy parlanchina. Pero al llegar a Caracas me quedé muda durante varios meses. Cuando volví a hablar lo hice con acento venezolano. En España, donde comencé a escribir más en prensa y también a publicar ficción, sufrí una segunda transformación lingüística, y escribía usando tiempos verbales, modismos y palabras más españolas, sobre todo porque trabajaba en medios en los que en ese momento no estaba bien visto escribir como latinoamericana. Mis novelas publicadas en España son muy castizas, muy sobreadaptadas. Pero escribir se trata de volver a tu lugar, de encontrarlo. Es curioso cómo suceden las cosas, las vueltas que a veces hay que dar para encontrar lo que realmente nos importa, lo que queremos hacer, lo que realmente queremos contar. Creo que solo al regresar a Chile he podido escribir el tipo de libros que realmente me interesa escribir. Al sur de la Alameda y Sprinters son dos novelas en las que, creo, he encontrado temas y estructuras (híbridas), ojalá también un lenguaje, un estilo, que considero, no propios, que es una palabra muy vanidosa, pero sí genuinos, auténticos, que tienen verdad para mí.

    ¿Lleva diarios o anota sucesos que pueden ser potencialmente útiles para construir y escribir sus historias?
    Anoto muchas cosas, siempre. Anoto noticias que me llaman la atención, anoto sueños, anoto comienzos de posibles historias. Es bastante común entre escritores y escritoras. Siempre tuve diarios, agendas, libretas de notas. Y los tengo siempre a mano, son de las poquísimas cosas que he conservado en las tantas mudanzas que he tenido de un lado a otro. Es muy curioso regresar a ellas: a veces parece que esa persona que las escribía es otra. La memoria nunca es unívoca. Siempre hay varias versiones de un recuerdo, incluso versiones contradictorias. Un solo acontecimiento tiene siempre muchas versiones. La memoria tiene esa cualidad escurridiza, esquiva, fragmentada. Y eso literariamente es muy interesante. Por eso me sirven mucho esas antiguas anotaciones, para confrontar las distintas memorias.

    Al leer La eterna juventud parece surgir la idea de que la fórmula de su literatura es experiencia más ficción, entremezcladas, dialogantes y enmascaradas.
    Es difícil que una misma defina y ubique su estilo. Es una labor que hacen mejor los críticos o los estudiosos. He publicado novelas documentales, novelas para jóvenes, una nouvelle erótica, una novela policial, que es un género que me apasiona. Esto puede decir que soy una escritora sumamente dispersa. O que me gusta experimentar con los géneros y contar historias de maneras diversas. Pero es verdad que me interesa mucho un tipo de literatura que bebe de la actualidad, de los hechos históricos, del periodismo, de la experiencia, finalmente. Me gusta transitar entre la ficción y la no ficción, desdibujar sus fronteras, instalar dudas: qué es verdad, qué es invención.

    ¿Cómo fue la experiencia de lo que se narra en “La contradicción de la novela documental”? Usted se sumergió como escritora e investigadora en el caso de Colonia Dignidad, que en esa crónica llama “un caso abierto que se niega a terminar, un embrollo que aparece y reaparece una y otra vez”. Esta descripción da a entender que a pesar de conocer la crudeza de los hechos, no dejan de existir más preguntas que respuestas. ¿Siente que le ha dado una conclusión a Sprinters o siguen apareciendo aún más dudas?
    Siempre aparecen más preguntas en torno a Colonia Dignidad, porque las víctimas aún no han sido reparadas, y la mayoría de los victimarios nunca han cumplido condena. Hemos tenido en democracia ministros que fueron cercanos a Colonia Dignidad. Ahora, en la comisión de expertos que redactará el proyecto de nueva Constitución está Hernán Larraín, conocido amigo de la Colonia. Todo esto no solo es un fracaso de la política de memoria de Chile, sino también un fracaso político en general. Al escribir esa crónica que mencionas, que es como un epílogo a la novela Sprinters, pensé que ya había dicho todo sobre el tema. Pero como no se ha hecho justicia, desgraciadamente es imposible que haya un cierre.

    Siento que “Cronistas inmóviles” es una crítica solapada al periodismo de hoy, a pesar de estar hablando de un caso que no es reciente. ¿Esa era su intención? Además, ¿qué piensa del periodismo actual, sobre todo durante el tiempo del estallido y la pandemia?
    Fui periodista por más de 20 años, conozco bien ese mundo, las redacciones de periódicos y revistas, los intereses que a veces mueven los hilos, y también a esa raza de periodistas que logra mantener intactos el entusiasmo y la curiosidad y las ganas de reflejar lo mejor posible la realidad. Tengo varios amigos periodistas así, y los admiro por ello; pero son pocos, cada vez menos. Y me revuelve el estómago cuando veo que las noticias que nos llegan están hechas por esos “cronistas inmóviles” que no salen de sus pantallas, que no se asoman a la calle, y que se limitan a copiar tweets de otros. Es desalentador que el periodismo hoy en día sea un copy/paste y, por ende, un caldo de cultivo para las fake news, la ignorancia, la confusión, el desconocimiento, la negligencia. Se supone que el periodismo es todo lo contrario.

     

    Fotografía: Lisbeth Salas.

     


    La eterna juventud, Lola Larra, Saposcat, 2022, 180 páginas, $14.000.

  231. Humor, fiesta y sacudida: la subversión de Panico

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    Panico: la banda que desprecia la técnica y quiere sonar sucio”, se leía en el titular de una nota del diario La Época de junio de 1994. Era prácticamente la presentación del grupo al público masivo y aunque cualquier introducción tan definitiva corre el riesgo de quedarse corta, no era tan imprecisa: capturaba el ánimo disidente que traía la banda liderada por Eduardo Henríquez y Caroline Chaspoul. Recién habían lanzado su primer E.P, un disco empaquetado en una caja de cartón que traía cinco canciones que se movían entre el punk, el pop y los sonidos alternativos. Era una fiesta inesperada, un desparpajo que, tal como había anotado la periodista Paula Molina en el diario, no se anclaba en la técnica e iba contra cualquier purismo. Eso sí, Panico era más que música.

    Pocas bandas chilenas de esa época reflejan mejor la capacidad de hacer música unida a un ideario y estética firmes, comprendiendo a la vez las pequeñas transacciones que su ambición de popularidad les imponía”, anota Marisol García describiendo el espíritu del grupo en el libro Al estilo Panico. La primera publicación de la editorial Club de Fans reconstruye los 18 años de la banda, desde sus inicios en el Santiago del barrio Yungay en medio de los nuevos aires para el rock chileno en los 90, hasta su disolución en París tras haber llegado a tocar en algunos de los más grandes festivales del mundo y telonear a Franz Ferdinand. Es una ruta de múltiples experimentaciones musicales que, a la vez, tiene como correlato la construcción de un universo estético hecho por la banda a través de cómics y gráficas en los bordes del kitsch, conciertos que también podían ser perfomances e incluso un estilo de vida con vocación contracultural e independiente.

    Periodista e investigadora de música popular, García es autora de libros como Canción valiente, Llora corazón. El latido de la canción cebolla y un perfil del pianista Claudio Arrau, entre otros. Fue en los 90 que empezó trabajando en el área, cubriendo una nueva escena de rock nacional, y ahí se topó con Panico, a quienes entrevistó varias veces. No recuerda exactamente cómo fue la primera vez que los vio en vivo, pero sí el impacto de sus conciertos. “Tengo mis recuerdos noventeros confundidos en una gran madeja que no permite distinguir años precisos ni, menos, primeras ni últimas veces. Sí sé que me tomaba muy en serio lo de asistir a conciertos, y que a Panico los vi al menos en La Batuta, Laberinto, Blondie, Background, Centro Arte Alameda y, quizás, La Picá de ‘on Chito. Era una de las bandas que más tocaba en vivo, y verlos constituía una excepción por el tipo de show que sus músicos eran capaces de montar, pero no por su frecuencia”, cuenta.

    Hijo de padres exiliados, Eduardo Henríquez creció en París y fue allá donde conoció Caroline Chaspoul. Como cuenta García, rápidamente se convirtieron en pareja sentimental (que dura hasta hoy), pero también formaron bandas que luego se transformarían en Panico, al instalarse en Chile en 1994. Tras la dictadura, acá estaba todo por reconstruirse y ellos, convertidos en Eddi Pistolas y Carolina Tres Estrellas, traían un impulso irreverente que mezclaba referencias que iban desde el cine de Pedro Almodóvar a The Cramps. “La dictadura había mantenido a Chile tan alejado del mundo, que nos atraía mucho llegar a un lugar donde estaba todo por hacerse”, cuenta Eduardo en el libro.

    Junto a Cristóbal Pfennings en guitarra y Sebastián Arce en batería, Panico se hizo un espacio en el incipiente circuito alternativo local e incluso fueron fichados por la multinacional EMI en su proyecto de “Nuevo Rock Chileno”, el alero del que lanzaron Pornostar, un disco en que desplegaron un imaginario que incluyó personajes y cómics. En las entrevistas fantaseaban las respuestas, en la televisión jugaban a la insolencia, en los escenarios montaban fiestas disfrazados. En su casa, en la zona de Yungay, fueron pioneros al crear Combo Discos, un sello independiente que rimaba con un espíritu de autogestión.

    Con entrevistas a todos los integrantes de la banda y múltiples personas que la rodearon, García hace de este volumen algo más que el relato de un grupo de rock: el libro también es un catálogo gráfico de las preocupaciones estéticas de Panico y del contexto cultural del Chile de los 90 y el cambio de siglo. Ilustrado por decenas de fotografías, describe su discografía, entrevistas a los “chicos y chicas Panico”, y también trae un ensayo desmitificador sobre los tonos que tuvo el llamado Nuevo Rock Chileno. Es la historia de una banda que coqueteó con el mainstream y cuando efectivamente llegó al centro de la industria, salió arrancando para confirmar que su camino musical solo despegaba al alero de la independencia y la experimentación.

    ¿Cómo era la escena de rock de esos años en Chile? En una sección del libro, planteas que la búsqueda del éxito comercial fue una guía general en la música popular de los 90.
    Recuerdo haber entrevistado a una banda que se enorgullecía de no tener temas “radiables”. A otra que decía no querer escuchar tendencias de moda “para no influenciarnos”. Persistía aún un dogmatismo inconducente e innecesariamente solemne sobre qué constituía creación legítima y qué banalidad comercial. A la vez, los discos más vendidos de los primeros años de transición democrática fueron de Illapu y Los Llaneros de la Frontera, lo cual dejaba automáticamente al margen de grandes ambiciones a quien quisiera volver masiva una propuesta que mirara al shoegaze británico o el grunge. Una banda como Panico consiguió exponer la ingenuidad de toda esa autoconciencia, que acaso era entendible en la resaca de una dictadura que asoció canción popular a baladas y animación de estelares televisivos, pero que era importante sacudir de una vez con propuestas que volvieran a presentar al pop en su carga provocadora y cosmopolita que es —o debiese ser— propia del género. Es probable que no se haya entendido así en ese momento, y de ahí el recurrente mote de “extravagantes” que se le daba a Panico en los medios, sin detenerse mayormente en su manifiesto asociado. Pero estimo que fue lentamente efectivo. En el libro, músicos de bandas tan disímiles como Fiskales Ad-hok, Congelador, Parkinson y Shogún reconocen haber visto y escuchado en Panico un aire fresco del que extrajeron lecciones.

    Era una escena más literal en cuanto a su crítica política, la que se creía debía ser explícita en grandes temas sociales (rabia, denuncia) y obediente en formalidades, fuese el uso de bototos o la asignación de un rol específico a una mujer en una banda. Pero Panico pudo darse cuenta de que un país de debates tan delirantes como aquel sobre la ‘crisis moral’ detectada por la Iglesia católica, y tan anacrónicos como la legitimidad de una ley de divorcio, podía subvertirse desde el humor, la fiesta y la sacudida.

    Yo tengo un recuerdo muy claro de la primera vez que supe de ellos: vi en una revista Extravaganza! una nota pequeña sobre Panico ilustrada por una foto del grupo en la que era evidente su preocupación estética. Aún no habían publicado su primer E.P. y ya tenían un look más profesional que muchas bandas de la época. ¿Cómo llegaron a diseñar una estética que superaba a la música en una etapa tan inicial?
    La autoformación que Caroline y Eduardo se dieron desde adolescentes en París (incluso antes de conocerse, pero sobre todo desde que ya fueron pareja) fue intensa y dedicada. Eran devoradores de cine, discos, recitales, cómics y revistas culturales, en una ciudad además pródiga en todo ello. Luego, sus estudios universitarios fueron de Filosofía, en el caso de ella; y de Cine y Artes, en el de él. Eran jóvenes con ideas ya definidas sobre el discurso asociado a una obra artística, con el potencial contracultural de una banda de rock, por precarios que fueran sus recursos (como lo demostraron The Velvet Underground), y con cuánta fuerza ganaba un grupo que vinculaba música y un trabajo visual disruptivo, como lo habían visto en The Cure y The Cramps. Los guiños de las películas de John Waters y Pedro Almodóvar al kitsch, la cultura basura y el mundo travesti eran igualmente estimulantes para ellos. Para Eduardo, además, tener en la universidad clases con Michel Journiac (1935-1995), pionero del body-art francés, le hizo ver en el cuerpo y el trabajo con los estereotipos físicos toda una nueva materia de posible trabajo.

    Además de esa idea integral de Panico, un grupo que excedía los límites de la música, ¿qué más pretendían al instalarse en Chile? ¿Crees que de alguna manera querían proponer también cierta forma de acción cultural a contrapelo del mainstream musical noventero?
    Más que un cancionero, Caroline y Eduardo buscaban instalar un manifiesto. No tenían planes profesionales con ello, pensaban que iba a ser cosa de uno o dos años. Fue un primer EP en 1994 (el rosado, con Bruce Lee en la carátula), como pudo haber sido una película o una oficina de diseño gráfico. Y en torno a él aparecieron muchas cosas asociadas, muchas más que las que había en otras bandas en Chile. Algunas eran visibles y se volvieron inolvidables, como toda su puesta en escena y el material audiovisual con el que promocionaban sus tocatas y singles. Otras eran captables solo por los más despiertos, como sus graciosas mentiras en entrevistas o el vínculo de particular cercanía que intencionalmente cultivaron con sus fans, a quienes llamaban “chicos y chicas Panico”, y a quienes les dedicaron al menos una canción. Tenían conciencia, incluso, de que una propuesta artística va asociada también a un modo de vida, que en su caso se tradujo en una casa-oficina-sala-de-ensayo-salón-de-fiestas en el barrio Yungay. Dice Eduardo en el libro: “Desde un principio, con Caro abordamos el proyecto desde el punto de vista de una acción de arte total. Todo era una puesta en escena y la aplicación de un concepto-Panico en todos los aspectos de la vida. Por eso les dimos tanta importancia a las carátulas de los discos, la ropa que usábamos, el contenido de las canciones, la forma de vivir”.

    Y a la policía, los políticos y toda la gente del Estado les decimos: Concha tu madre”, dice la letra de “Una revolución en mi barrio”. ¿Piensas que en esa letra se expresa un ánimo cultural y político va más allá del grupo y que convierte a Panico, quizás involuntariamente, en una expresión generacional?
    Si uno lo piensa bien, eso que parecía puro juego, era en realidad una manera de bypassear al Chile sectario, clasista, de jerarquías rígidas e ínfulas de apertura jaguaresca. Que con el paso del tiempo Panico no solo se consolidara, sino que terminara trabajando con gente como Sebastián Lelio, Franz Ferdinand o Iván Navarro es coherente con esa inicial intención artística. Que todos sus exintegrantes sigan hasta hoy en la música o trabajos de base creativa, también. Y, por cierto, lo que Caroline y Eduardo desarrollan ahora en el dúo Nova Materia, de electrónica y arte sonoro, no debiese sorprender a nadie. Me interesaba presentarlo en el libro como una deriva por complemento coherente con todo aquello que la banda exponía con muchos menos años e inciertos recursos. 

    Pienso en la posibilidad generacional atendiendo a lo que cuentas en el libro, especialmente a esa articulación de una sensibilidad “alternativa” que intentó generarse en torno al barrio Yungay. ¿Crees que Panico fue parte de una escena que aspiró a construir un modo disidente al exitismo de los 90?
    Es clave que el motor de la banda fuese una pareja educada lejos de Chile. Caroline es francesa, conoció Chile recién a inicios de los 90 acompañando a Eduardo, quien a su vez había partido al exilio junto a sus padres poco después del Golpe y tuvo una educación repartida entre París, Ginebra y Tokio (aunque siempre muy lejos de la comunidad de exiliados, como se detalla en el libro). Al llegar a Chile con el propósito de armar cuanto antes una banda e incluso ahorros para autofinanciar un primer disco, tenían la distancia cultural suficiente para ver no solo las precariedades en el medio, sino también ciertos códigos más profundos de los que en Chile iba a tener que pasar mucho tiempo para que nos diéramos cuenta. Se daban cuenta de la ingenuidad de los medios, que para su sorpresa les daban un espacio que ellos mismos consideraban excesivo, dado lo incipiente de su carrera y el riesgo que corrían acogiendo sus provocaciones (las que, de hecho, no solo llevaron a una censura en Más Música, sino también a muy graciosos desajustes en vivo que se detallan en el libro). También de cierto clasismo entre jóvenes de izquierda acomodada y del sexismo general que a veces veía imposible que Caroline tomara decisiones dentro de la banda. Y estaba también el conservadurismo instalado en el medio musical, aún rígido en audiencias diferenciadas según estilos y escuchas, y también en cómo se suponía que debía ser y comportarse por ejemplo un punk. Panico desarrolló amistad con bandas como Fiskales Ad-hok y Supersordo, pero no eran queridos por sus seguidores, para quienes el pelo rosado de Eduardo era evidencia suficiente de ser “maraco”, como él escuchó decenas de veces en vivo. Era una intolerancia tonta e insostenible, pero real:  y que una noche puso incluso en riesgo la vida de Eduardo, cuando recibió un cuchillazo de alguien que parecía un skinhead. Era una escena más literal en cuanto a su crítica política, la que se creía debía ser explícita en grandes temas sociales (rabia, denuncia) y obediente en formalidades, fuese el uso de bototos o la asignación de un rol específico a una mujer en una banda. Pero Panico pudo darse cuenta de que un país de debates tan delirantes como aquel sobre la “crisis moral” detectada por la Iglesia católica, y tan anacrónicos como la legitimidad de una ley de divorcio, podía subvertirse desde el humor, la fiesta y la sacudida. Sus primeras letras repetían temas en apariencia absurdos, como lo de la “revolución en mi barrio” o la debida desobediencia a los padres. Pero al fin en todo ello había un llamado a la autonomía, el goce y el pensar disidente, que por cierto podía llegar a tener un efecto social. Un estribillo que repite “No me digas que no, si quieres decirme que sí” es menos ingenuo de lo que parece. 

    Tras grabar con sellos multinacionales, no consiguen encajar con las pautas comerciales del momento y terminan saliendo sin lograr éxitos concretos.
    Su entrada y salida del trabajo corportativo a gran escala (con dos vistosos contratos que en verdad duraron poco, con EMI-Chile y luego con Sony-Francia) puede verse como parte de una dinámica acorde al enorme ajuste y desajuste que vivía la industria discográfica justo en los años de transición hacia lo digital. Panico trabajó sus grandes lanzamientos frente a un mundo que cambiaba radicalmente y para siempre sus maneras de escuchar música y de acceder a los discos. Alguien podrá verlo como una situación de mala suerte o de emprendimiento frustrado, pero a mí me interesa sobre todo por cómo todo ello afianzó la convicción de Panico en el trabajo independiente —cuando este aún constituía un riesgo— y por la inteligencia con que la banda decidió cosechar su experiencia con multinacionales desde la propia conveniencia: aprendiendo lecciones valiosas sobre el trabajo en grandes sellos, en sus ventajas y en sus trampas. Al fin, fue como “conocer al monstruo” desde dentro. 

    ¿Cómo o dónde incluirías a Panico en la tradición de la música popular chilena?
    El pop inteligente, provocador y propositivo toma muchas cosas del rock convencional, pero las lleva a otro lado, idealmente descolocante y a la vez masivo, pues confía en la canción como un vehículo ideal para esa sacudida a gran escala. Se vale de muchas influencias y nunca descuida lo visual. No creo que tenga demasiados ejemplos como tal en la historia de la música popular chilena, aunque por cierto se aparece cada cierto tiempo y es bienvenido. En el anexo dedicado a la música chilena de los 90 dejo algunas pistas al respecto, e indico que probablemente Parkinson contenía un espíritu muy similar al que luego iba a mostrar Panico, sobre todo por su cercanía al punk y, a la vez, distancia de la solemnidad en la crítica social.

    ¿Crees que la investigación sobre la música y la cultura popular han quedado al margen de los estudios e investigaciones sobre nuestra historia reciente?
    Se me hace inevitable responder a esto con particular cercanía, pues lo que preguntas es precisamente el oficio que he elegido darme. El de Panico es mi quinto libro como autora, además de varios otros que he editado, traducido y coescrito sobre música y músicos de Chile. Lo digo no para ostentar conquistas sino para hacer ver que no podría mantener esta persistencia en el tema si no fuese porque estoy convencida de la importancia de la canción popular y la música en el debate cultural y en la comprensión de la historia de los países. En Chile, es evidente que esa relevancia no es reconocida como tal ni en los medios masivos, ni en la academia ni en la institucionalidad cultural, pese a los chispazos de valiosos investigadores sobre música, entre los que incluyo a musicólogos, historiadores, documentalistas y periodistas a los que siento cercanos en el esfuerzo. No queda más que insistir. Puedo tener dudas sobre cómo presentar y divulgar mis libros o proyectos, pero nunca sobre la validez de sus temas y contenidos. Una banda como Panico me parece de la mayor relevancia para comprender un momento de Chile, y precisamente porque no fue la más famosa ni exitosa de su tiempo. Es en las vidas privadas, en la escucha a solas, en el compartir colectivo de una tocata donde la música afecta de un modo tan profundo que ya se quisiera esa fuerza cualquier ideólogo. 

     


    Al estilo Panico, Marisol García, Club de Fans, 2023, 128 páginas, 19.000.

  232. Mariana Enriquez: “La ficción convierte ciertas cosas en inolvidables”

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    Aunque ha venido varias veces a nuestro país y en esas ocasiones pudimos verla en otros eventos de menor escala, la reciente visita de Mariana Enriquez causó furor desde su anuncio a fines del año pasado, lo que provocó que los 800 cupos para asistir a su charla magistral de ayer en el Salón Fresno del Centro de Extensión de la Universidad Católica se acabaran en apenas seis minutos, como si se tratara de un concierto. Esto se debe a que es su primer encuentro con el público chileno tras la publicación de Nuestra parte de noche, el clásico instantáneo con que la escritora argentina ganó el Premio Herralde de Novela 2019, se instaló como una figura central de la literatura latinoamericana y ganó un enorme reconocimiento entre los lectores de diversos lugares e idiomas del mundo.

    Pese a que afirmó que no le gustan los microrrelatos, esta visita se dio en el marco de Santiago en 100 Palabras, concurso de cuentos brevísimos fundado en 2001 y presentado por Minera Escondida y Fundación Plagio, del que Enriquez fue la primera invitada internacional. Debido a eso, aunque también habló sobre muchos otros temas y se dio el tiempo de leer varios fragmentos de su obra, la charla se enfocó en el tema de las ciudades y el modo en que estas se vinculan con su propio proceso creativo.

    Basta con mirar cualquiera de sus libros para reconocer la importancia de las ciudades, sin importar el género en que trabaje. Sobre su primera novela, Bajar es lo peor, que escribió con solo 19 años, Enriquez ha dicho que “fue una especie de reescritura de Mi mundo privado de Gus Van Sant y Entrevista con el vampiro de Anne Rice, pero ubicada en Buenos Aires”; un dato no menor en una novela en que, como en esas dos fuentes de inspiración, la ciudad —aquella capital a la que viajaba desde La Plata los fines de semana para disfrutar de la bohemia y la vida nocturna— es un personaje más. Su libro Las cosas que perdimos en el fuego, compuesto por varios cuentos inolvidables y organizados con gran acierto, empieza y termina con relatos en que las protagonistas se obsesionan con personas que piden dinero en el subte bonaerense: un niño de la calle y una mujer quemada por su pareja, respectivamente. Y en Alguien camina sobre tu tumba, sus crónicas de viajes a cementerios de muchos países, siempre deja ver cómo esas necrópolis reproducen en miniatura —y, paradójicamente, amplifican— la cultura, la estética y las formas de segregación social de las poblaciones en que se enclavan. Una de esas crónicas se llama justamente “Ciudades de los muertos” y se enfoca Nueva Orleans, la cuna de Anne Rice —a quien Enriquez dedicó un hermoso perfil incluido en El otro lado—, esa zona marcada por el vudú que, debido a lo pantanoso del suelo que impide enterrar los ataúdes, tiene 42 camposantos.

    El Cementerio General (…) es uno de los pocos lugares de esta ciudad que conozco bien”, dijo Enriquez en la primera parte de su conferencia de ayer, en que relató sus experiencias en Chile, leyó el capítulo que abre la novela Este es el mar, ambientado en Santiago, y se refirió a su fascinación por la brujería chilota, que juega un papel importante en Nuestra parte de noche. Todo esto se conecta con uno de los ejes de su obra, una pregunta que declaró haberse hecho en cuanto decidió escribir en el género por el que ahora es más reconocida, el gótico: “¿Cómo se hace una novela de terror que sea de acá, que sea de este continente?”, lo que implica “tener en cuenta los personajes de la ciudad, pensar en la historia de la ciudad y en cómo hacemos para llevar eso hacia el horror”.

    Lo hago para recordarme a mí que eso es un horror y que es una cosa que no tiene que ser olvidada, e indefectiblemente la voy a olvidar, porque nadie puede empatizar tanto. Para vivir en una sociedad tenemos que tener cierto grado de indiferencia a lo espantoso que pasa alrededor nuestro, porque de lo contrario no podemos vivir, y esto es un horror en sí mismo.

    La exploración de estas cuestiones derivó en un método que la autora explicó en detalle, específicamente en relación a la escritura de cuentos. Para ella sus relatos tienen tres niveles: uno que llama la metáfora general, un tema que puede ser, por ejemplo, la memoria y la identidad; otro que se relaciona con la inspiración y que a veces es un mito, un suceso de la vida real o una psicogeografía (“la idea de que un lugar tiene memoria”); y, por último, los tropos propios y ya muy codificados del género de terror. A todo lo anterior añade: “Cuando voy a elegir una zona, pienso en cómo fue, en la historia de esa zona; la pienso igual que un personaje”.

    A modo de ejemplo, se refirió al proceso de escritura de varios relatos. Uno que permite ver todos estos elementos es “Bajo el agua negra”, de Las cosas que perdimos en el fuego, basado en un caso de abuso policiaco de 2002 que resultó en la muerte de Ezequiel Demonty, de 19 años, por haber sido forzado a nadar en el Matanza-Riachuelo, un cauce extremadamente contaminado en el barrio de Constitución, en Buenos Aires. En manos de Enriquez, esta historia se convirtió en un cuento lovecraftiano, en que el sacrificio se conecta con un mal de dimensiones cósmicas, por lo que desata fuerzas oscuras y mutaciones en el barrio.

    Yo soy una perversa por hacer eso, porque no me impresiona nada y, es más, le cambio detalles para que quede más espantoso —dijo refiriéndose a por qué no narra los hechos de este tipo tal como ocurrieron—. Pero el punto es que también lo hago para recordarme a mí que eso es un horror y que es una cosa que no tiene que ser olvidada, e indefectiblemente la voy a olvidar, porque nadie puede empatizar tanto. Para vivir en una sociedad tenemos que tener cierto grado de indiferencia a lo espantoso que pasa alrededor nuestro, porque de lo contrario no podemos vivir, y esto es un horror en sí mismo”.

    Uno se va acostumbrando al horror”, afirmó respecto a nuestra relación con la información que recibimos de la realidad y, sobre todo, de los medios, la que con el tiempo solo refuerza la indiferencia. Frente a esa apatía, sin embargo, Enriquez ve una salida posible en la literatura: “La ficción tiene una verdad —dijo frente a un auditorio lleno, atento a cada una de sus palabras—. Y la ficción convierte ciertas cosas en inolvidables”.

  233. Lengua ajena

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    Cada cierto tiempo surge en el mundo literario la figura del joven prodigio. En 2021 le tocó a Mohamed Mbougar Sarr, nacido en 1990, ganador ese año del premio Goncourt, el más prestigioso de la industria editorial francesa. Que fuese senegalés le añadió encanto a su nombre: es el primero en alcanzar ese reconocimiento. En agosto de este año apareció su novela traducida al español con el título La más recóndita memoria de los hombres, una cita a Los detectives salvajes de Roberto Bolaño que aparece también al comienzo del libro, a la manera de una reflexión sobre la obra y sus lectores: “Durante un tiempo, la Crítica acompaña a la Obra, luego la Crítica se desvanece y son los Lectores quienes la acompañan. El viaje puede ser largo o corto, luego los Lectores mueren uno por uno y la Obra sigue sola, aunque otra Crítica y otros Lectores poco a poco vayan acompasándose a su singladura. Luego la Crítica muere otra vez y los Lectores mueren otra vez y sobre esa huella de huesos sigue la Obra su viaje hacia la Soledad. Acercarse a ella, navegar a su estela es señal inequívoca de muerte segura, pero otra Crítica y otros Lectores se le acercan incansables e implacables y el tiempo y la velocidad los devoran. Finalmente, la Obra viaja irremediablemente sola en la Inmensidad. Y un día la Obra muere, como mueren todas las cosas, como se extinguirá el Sol y la Tierra, el Sistema Solar y la Galaxia y la más recóndita memoria de los hombres”.

    Hay un gesto de altivez, un guiño erudito, en la cita de Mbougar a una novela creada en un idioma distinto del francés. La más recóndita memoria extiende ese gesto por más de cuatrocientas páginas en que navega por las literaturas del mundo, con el pretexto de una búsqueda que incluye el Buenos Aires de Sábato y Gombrowicz.

    Con una historia que se abre a otras, como El Quijote, Mbougar construye una trama sobre escritores y escritura. “Escribíamos porque no sabíamos nada, escribíamos para decir que ya no sabíamos qué había que hacer en el mundo sino escribir”, afirma uno de sus personajes en una cita que podría venir de Los detectives salvajes. Pero Mbougar es senegalés y su novela no habla de cualquier literatura, sino de la africana, y de sus escritores, sometidos a la mirada europea, una “mirada-emboscada que les exigía al mismo tiempo que fuesen siempre auténticos —es decir: distintos— y sin embargo similares”, como afirma Diégane, el protagonista de La más recóndita memoria, una industria que busca obras africanas “comprensibles (dicho todavía de otra manera: comercializables en el medio ambiente occidental en el que evolucionaban)”.

    Mbougar nació en la costa occidental de África, en Diourbel, Senegal, que fue colonia francesa entre 1677 y 1960. Estudió en un instituto militar senegalés y luego en Francia, en un liceo en Compiègne y en la Escuela de Altos Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París. La más recóndita memoria es su quinta novela; las otras son La Cale, publicada en 2014, cuando tenía 24 años (Premio Stéphane-Hessel), Terre ceinte (2015, Premio Ahmadou-Kourouma, Gran Premio de Novela Mestiza y Premio de Novela Mestiza de los Estudiantes), Silence du choeur (2017, Premio de Novela Mestiza de los Lectores, Premio Literario de la Porte Dorée y Premio Littérature Monde-Étonnants Voyageurs) y De purs hommes (2018).

    Como Mbougar, Diégane Latyr Faye —el protagonista de La más recóndita memoria— forma parte de una nueva generación de escritores africanos que se ha formado en Francia y que, desde ahí, despotrica contra sus antecesores. “Deploramos el hecho de que algunos de nuestros mayores hubiesen estado versados en las negrerías del exotismo complaciente y otros en las autoficciones en las que no llegaba a trascender su ínfima existencia, ellos, que estaban obligados a ser africanos pero no demasiado y que, para obedecer a estos dos imperativos a cuál más absurdo, se olvidaban de ser escritores”, dice Diégane, quien también va contra la crítica y los lectores europeos: “Muchos los leían como quien hace caridad, queriendo que los divirtiesen o les hablasen del vasto mundo con esa famosa truculencia natural de los africanos, los africanos que tienen el ritmo en la pluma, los africanos que tienen el arte de contar como al claro de luna, los africanos que no complican las cosas, los africanos que saben aún tocar el corazón con historias emocionantes, los africanos que no han cedido”. Esos africanos con “las personalidades expresivas y las grandes sonrisas llenas de grandes dientes y esperanzas”.

    Diégane y sus amigos están, finalmente, paralizados ante las muchas formas en que pueden equivocarse. “Lo que acabará pasando, sin duda, es que la Francia burguesa, para tener buena conciencia, consagrará a uno de vosotros y veremos de vez en cuando a un africano que alcanza el éxito o es erigido como modelo. Pero en el fondo, créeme, sois y seguiréis siendo extranjeros”, le dice, despiadado, su compañero de departamento, un traductor francés con afanes intelectuales poscolonialistas. Diégane le responde que ellos no esperan representar a nadie excepto a sí mismos. “Todo escritor debería poder escribir libremente de lo que quiera, esté donde esté, sean cuales sean sus orígenes o su color de piel”, le dice al traductor, quien le devuelve una mirada de conmiseración y un adjetivo: ingenuo.

    Mbougar construye a dos personajes que enfrentan la carga de ser escritores africanos en épocas aparentemente diversas, pero que comparten la mirada sobre un otro, el inmigrante, cargada de prejuicios. Abiertamente hostiles en los años de entreguerras, hoy abrumadoramente comprensivos.

    Es este Diégane, un escritor que ha conseguido reconocimiento por su primera novela y que carga con la maldición de crear una segunda obra a la altura de la anterior, quien se embarca en la búsqueda de T. C. Elimane, un misterioso senegalés que en 1938 publicó un único, admirado y también defenestrado libro, El laberinto de lo inhumano, y que desapareció poco tiempo después.

    Al revisar las reseñas sobre El laberinto en viejos diarios, Diégane se encuentra con todo el abanico esperable de reacciones ante la obra de un autor africano. “Seamos francos: nos preguntamos si esta obra no será la de un escritor francés bajo pseudónimo. Deseamos que la colonización haya producido milagros de instrucción en las colonias de África. Sin embargo, ¿cómo creer que un africano haya podido escribir así en francés?”, se pregunta incrédula B. Bollème en La Revue des deux mondes. “Es la obra maestra de un Negro: todo es africano hasta la médula […] Porque el señor Elimane es muy poeta y muy negro. […] Bajo los horrores aparentes que la obra describe, se encuentra en realidad una profunda humanidad. […] Este autor, de quien el señor Ellenstein, su editor, nos ha dicho que apenas tiene 23 años, contará en nuestras letras. Atrevámonos a decirlo: a la vista de su juventud y del estallido pasmoso de sus visiones poéticas, lo que tenemos aquí es una especie de ‘Rimbaud negro’”, anuncia Auguste-Raymond Lamiel en L’Humanité. “Todas esas páginas sin gracia demuestran que la civilización aún no ha penetrado en las venas de esos negros, que solo sirven para saquear, devorar, asar, quemar, emborracharse, fornicar, idolatrar arbustos, matar”, opina sin filtro Édouard Vigier d’Azenac en Le Figaro. “Este libro es todo lo que se quiera menos africano. Esperábamos más color tropical, más exotismo, más penetración en el alma puramente africana”, lamenta Tristan Chérel en La Revue de Paris.

    Amparado en los códigos de la época, Mbougar hace decir a sus personajes todo lo que hoy nadie podría afirmar ni preguntar sobre un autor senegalés. Asimismo, encuentra reseñas llenas de buenas intenciones. “El señor Elimane ha aparecido demasiado pronto, en una época que aún no está preparada para ver a los negros destacar en todos los campos, incluido el de las Artes. Puede que llegue ese día, ¿quién sabe? De momento, el señor Elimane tiene que ser un precursor valiente, un ejemplo. Tiene que mostrarse, hablar y demostrar a todos los racistas que un negro puede ser un gran escritor. Desde aquí le mandamos nuestro apoyo más firme y fiel. Ponemos nuestras columnas a su disposición”, anuncia Léon Bercoff, en el Mercure de France.

    Pronto los críticos de T. C. Elimane lo acusan de plagio. Y ante eso, cargan sobre él la responsabilidad no solo de su propia carrera como escritor, sino también del futuro de todos los escritores africanos. “Elimane, en cierto modo, ha arrojado una sombra de duda sobre su credibilidad, su seriedad, y tal vez sobre su cultura. La cosa es más indignante si se confirma que el tal T. C. Elimane es africano. Porque entonces habría infligido un rotundo agravio a los depositarios de una cultura que pretendió civilizarlo. Esperemos que algún día se sepa la verdad sobre este escándalo”, advierte Jules Védrine en Paris-Soir.

    Mbougar construye así a dos personajes que enfrentan la carga de ser escritores africanos en épocas aparentemente diversas, pero que comparten la mirada sobre un otro, el inmigrante, cargada de prejuicios. Abiertamente hostiles en los años de entreguerras, hoy abrumadoramente comprensivos. Diégane admira a T. C. Elimane por su libro y por haber excedido los márgenes que el circuito cultural parisino había impuesto a los africanos que llegaban a estudiar en sus universidades desde las colonias, africanos completamente excepcionales en sus logros, al punto de haberse ganado las becas para viajar a la capital del imperio, y que aun así eran vistos como inferiores. Africanos “civilizados”, de quienes se sospechaba que mantenían costumbres “primitivas”.

    Diégane habita en otro mundo, por supuesto, un mundo donde la inmigración cruza a personas de todos los continentes, donde parece no haber un arriba ni un abajo, donde no hay mejores ni peores libros, sino “libros que nos gustan”, pero no se sacude de encima la sensación de ser ajeno: “Tal vez la constatación silenciosa de que somos africanos un poco perdidos e infelices en Europa, aun cuando parezca que estamos como en casa”.

    La idea del plagio —qué es, hasta qué punto la literatura es creación a partir de fragmentos de otros— es central en la novela de Mbougar: la sospecha surge ante cualquier escritor africano que exceda lo que se espera de él. Hay algo paradójico en encumbrarse en la jerarquía literaria con una novela sobre escritores expulsados de ese mismo circuito.

    Afirma haber alcanzado el estadio terminal de la migración: finge creer que volverá a casa, pero sabe que es imposible para él recuperar el tiempo y los lazos con su familia de origen. “El exiliado se obsesiona con la separación geográfica, el alejamiento en el espacio. Sin embargo, el tiempo es el motivo esencial de su soledad; y echa la culpa a los kilómetros cuando son los días los que lo matan”. Por eso no llama, o llama poco. “Mis padres querían contarme mil cosas, menudencias felices o apremiantes, sobre mis inquietos hermanos pequeños, sobre la situación política general del país. Pero yo no me veía con ánimos para escuchar todo aquello. Sobre la única cuestión importante, guardaban silencio”. La cuestión importante: cómo el que emigra sabe que el tiempo avanza, que la muerte se acerca y que no estará ahí cuando eso ocurra.

    En su búsqueda de T. C. Elimane, Diégane descubre más historias de africanos que estudiaron en las escuelas de los colonizadores en África, africanos enamorados de la cultura europea, algunos al punto de enrolarse en ejércitos para luchar en guerras que no eran suyas. Otros han migrado para escapar de la guerra. “Pero eso solo es una ilusión duradera: la gente como yo nunca sale de su país. O, en cualquier caso, el país nunca sale de nosotros”, le dice un amigo senegalés a Diégane. Es un escritor obsesionado con la sordera desde que, siendo niño, oyó cómo su madre era torturada por paramilitares, mientras él permanecía oculto en un pozo. “Desde ahí he escrito siempre. Y los alaridos retumban. Pero ya no me tapo los oídos. A partir de ahora, sé que escribo o debo escribir para oír. Simplemente, no encontraba el valor para confesármelo”.

    Elimane”, le escribe en una carta a Diégane, “era aquello en lo que no deberíamos convertirnos y en lo que nos convertimos lentamente. Era una advertencia que no se supo interpretar. Esa advertencia nos decía a los escritores africanos: inventad vuestra propia tradición, fundad vuestra historia literaria, descubrid vuestras propias formas, probadlas en vuestros espacios, fecundad vuestro imaginario profundo, tened una tierra vuestra, porque solo ahí existiréis para vosotros, pero también para los demás. En el fondo, ¿quién era Elimane? El producto más logrado y trágico de la colonización. El triunfo más esplendoroso de esta empresa, más que las carreteras asfaltadas, el hospital y la catequesis”. Porque Elimane “quiso convertirse en blanco y le recordaron no solo que no lo era, sino que jamás lo sería a pesar de todo su talento”. Por eso le asegura: “No volveré a París, donde con una mano nos alimentan y con la otra nos estrangulan. Esa ciudad es nuestro infierno disfrazado de paraíso”.

    Es el mismo París en el que habita Mohamed Mbougar Sarr, aunque la novela lo ha llevado de gira por toda Europa. En septiembre estuvo en Barcelona, promocionando la edición en español recién publicada por Anagrama. Allí respondió preguntas sobre autores latinoamericanos (con García Márquez y Bolaño a la cabeza), los motivos que lo impulsaron a escribir la novela y su relación con el idioma: “Yo escribo en francés, a pesar de no ser mi lengua materna, porque hablo diversas lenguas propias del Senegal, como el wolof y el serere, que aprendí antes, pero no sé escribir en ellas y acabo escribiendo en esta lengua que no deja de ser la colonial”.

    La más recóndita memoria está dedicada a Yambo Ouologuem, escritor nacido en 1940 en Mali (país vecino a Senegal) que publicó en Francia Le Devoir de violence en 1968, novela inicialmente bien recibida (fue el primer escritor africano en obtener, ese mismo año, el prestigioso premio Renaudot para autores en lengua francesa) y luego, como la de T. C. Elimane, acusada de plagio. A Ouologuem se lo culpó de copiar pasajes de It’s a Battlefield de Graham Greene y Le Dernier des justes de André Schwartz-Bart. Él se defendió con el argumento de que estaban entrecomillados. Finalmente volvió a Mali, donde fue profesor y publicó algunas obras más que fueron ignoradas por la crítica francesa. En su país aún se entrega un premio literario en su honor.

    La idea del plagio —qué es, hasta qué punto la literatura es creación a partir de fragmentos de otros— es central en la novela de Mbougar: la sospecha surge ante cualquier escritor africano que exceda lo que se espera de él. Hay algo paradójico en encumbrarse en la jerarquía literaria con una novela sobre escritores expulsados de ese mismo circuito. El propio Mbougar lo hizo ver en su presentación: “Es curioso que la historia del libro se centre en un autor que busca desaparecer y que yo esté ahora aquí, porque no puedo desaparecer al no poder dejar de acompañar a aquel que sí quiere hacerlo”. Más irónico es que la obra de Mbougar solo llegue a los lectores en Senegal en el idioma de los colonizadores. Sus lenguas originarias, el wolof y el serere, no se enseñan en las escuelas, por lo que no existen obras impresas en ellas.


    La más recóndita memoria de los hombres, Mohamed Mbougar Sarr, Anagrama, 2022, 448 páginas, $23.000.

  234. Diario de un retornado

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    Minutos antes de tomar el bus, Alexánder creó un grupo de Whatsapp en el que me agregó junto a su pareja, Fernando. El chat no tenía nombre, sino tres banderas: la de Chile, la de Venezuela y la de Estados Unidos, una especie de mapa iconográfico de lo que sería su segunda migración. Apenas salió del terminal, en Estación Central, escribió: “Después de tres años, comenzó nuevamente la travesía”.

    Alexánder había llegado a Chile el 24 de julio de 2019. Lo hizo por un paso no habilitado entre la frontera de Tacna y Arica, luego de que la policía lo devolviese en siete ocasiones hacia Perú. No venía con pasaporte, por lo que no tenía otra forma de ingresar que no fuese esa. Había salido de Los Valles del Tuy, en Venezuela, hacía 18 días y en Santiago lo esperaba Fernando, su pareja, que había llegado tres meses antes con una visa de Responsabilidad Democrática. El viaje era un reencuentro, un nuevo comienzo.

    Ambos fueron los protagonistas de “Diario de un indocumentado”, el texto principal del libro Nosotros no estamos acá, crónicas de migrantes en Chile, que publiqué en agosto de 2021. Allí relataba la historia de esa primera migración, la vida en Santiago y cómo la irregularidad de Alexánder se fue convirtiendo en un problema. Fueron tres años en Chile que, a grandes rasgos, podrían resumirse así: arrendaron un departamento en la comuna de Independencia, se compraron motos para hacer delivery y trabajaron de lunes a domingo solo para sobrevivir. El resto son detalles: conocieron la nieve, fueron a la playa, se endeudaron, se contagiaron de covid, chocaron en moto y adoptaron dos perros. Nada de eso, sin embargo, fue suficiente para generar arraigo. “El mes que viene me voy a Estados Unidos”, me dijo Alexánder a fines de julio de 2022. “Se me está haciendo muy difícil, no tengo posibilidad de sacar mis papeles y siento que estoy perdiendo el tiempo”.

    La ruta que pensaba seguir era la del Darién, una inexpugnable selva de alrededor de 575 mil hectáreas que separa Colombia de Panamá y que también es conocida como El Tapón. En internet abundan los videos sobre las dificultades de atravesarla y las muertes que ocurren en la espesura del monte: los que caen montaña abajo, los que son arrastrados por las crecidas de los ríos y los que cuelgan de los árboles, abrumados por la desesperanza. Hombres, mujeres y niños. Quienes han logrado cruzarla, unas 158 mil personas en lo que va de 2022, recorrieron otros cinco mil kilómetros por carretera hasta la frontera con Estados Unidos. “Yo me voy primero y Fernando se va después”, me dijo Alexánder en julio.

    Pasaron dos meses antes de concretar el viaje. El primer destino era regresar a Venezuela, una escala para ver a la familia y tramitar su pasaporte.

    *

    Migrantes ilegales cruzando la selva del Darién camino a Estados Unidos.

    Para hacer el camino de vuelta, Alexánder pagó 650 dólares en una agencia de viajes, un concepto generoso para un negocio que bordea lo ilegal. El primer tramo fue hasta Iquique. “Me fueron a buscar dos chavos súper malandros”, escribió en el grupo dos días después de haber salido. Contó que lo trasladaron a una casa y envió un video de la pieza en la que se estaba alojando: un cuarto pequeño con cuatro colchones en el suelo. Al día siguiente cruzó de Colchane a Pisiga. Así: caminó 10 minutos por el desierto, con el sol a su espalda, y llegó a Bolivia. Nadie lo detuvo. Ahí, un asesor lo hospedó en una casa repleta de otros venezolanos que iban camino a Chile. La ruta de Alexánder era a contrapelo: era el único que regresaba.

    El chat se transformó en un diario. Por ahí nos contó los problemas que tuvo para cruzar de Bolivia a Perú, la historia de una joven que iba a Caracas a buscar a su hijo y nos llenó de videos cortos que lo mostraban a él en la ruta: cruzando el lago Titicaca en bote, el paisaje de Lima a Tumbes y una selfie luego de haber amanecido en un bus. “Se me ve otro brillo en la cara. Le di 12 soles al colector y me pasé para el asiento preferencial. Dormí más que la Bella Durmiente”.

    Al llegar a Ecuador, Alexánder se reencontró con su padre, que vivía hacía cuatro años en Durán, una ciudad a orillas del Guayas. Subió una foto con él: un señor calvo, moreno, con una barba tipo candado, que llevaba un polerón de los Chicago Bulls. Luego envió otra, esta vez de un hombre andrajoso. “Aquí es donde vive mi papá y mi tío, en el trabajo”, escribió. “Duermen en el piso y está peor que cuando llegó: sin ropa, sin zapatos, sin nada”. Estuvieron un día juntos y cuando lo fue a dejar al terminal le dijo que le tenía una sorpresa: “Me regreso contigo a Venezuela”.

    Al llegar a Colombia, Alexánder no escribió más. Supuse que era por problemas de señal, pero días más tarde, cuando ya estaba en Venezuela, se volvió a conectar: “Nos secuestraron”, dijo. Al llegar a Cúcuta, el chofer del bus paró unos minutos al lado de un caserío y cerca de 50 personas, que él atribuye a miembros de la mafia del Tren de Aragua, salieron a saquear a los pasajeros. Luego de eso, les cobraron un rescate de 60 dólares por los dos. “Yo llegué a Venezuela decepcionado. Lo único bonito ha sido estar con mi familia”.

    El origen de esa desilusión radica en un diagnóstico que, desde su punto de vista, no era cierto: “Decían que Venezuela se estaba arreglando, pero era mentira”. Alexánder profundizó en esos matices. No hay un solo día, explicó, en que una persona disponga con seguridad de agua, luz e internet. “Acá la gente solo trabaja para comprar comida. Son pocos los que se pueden dar un lujo y si se lo dan es porque tienen familia fuera del país. ¿Cómo te lo explico? La gente sobrevive, se ve mucha decadencia en las personas, se les nota en la cara, en su forma de hablar, conformándose con todo”.

    Uno de los pocos fenómenos positivos es que en su barrio ya prácticamente no hay delincuencia. Cuando se vino a Chile en 2019, los Valles del Tuy era una de las zonas con mayor criminalidad. En los diarios se leían noticias como estas: “Colgaron dos cadáveres degollados en los Valles del Tuy”, “Ocho muertos en disputa entre bandas delictivas en los Valles del Tuy”, “Adornaron un arbolito de Navidad con cabezas decapitadas en los Valles del Tuy”. Pero ahora, dice Alexánder, “los malandros se fueron del país”. Tiene lógica: si no hay a quién robarle, hasta el crimen organizado migra.

    Ahora, dijo, lo que la lleva es ser policía. “Acá todos quieren estudiar eso. Tengo cinco primos y 12 amigos”. La razón: ser policía entrega la seguridad de un salario mínimo y también la posibilidad de obtener un extra siendo corrupto. “Tengo un primo al que la semana pasada lo corrieron por pasarle droga a un preso a cambio de cinco dólares”.

    En el barrio ya todos saben que Alexánder ha vuelto y que pronto saldrá hacia el norte. En su cuadra son varias las familias con parientes que están yendo hacia allá. Algunos que ya cruzaron la frontera y otros que van en camino. A veces este concepto es literal: son muchos los venezolanos que se cuelgan una mochila en la espalda y se van caminando. Alexánder cree que en algunos tramos le tocará hacerlo, porque el costo de acceder a una agencia de viajes es imposible. Solo por cruzar de México a Estados Unidos le pueden cobrar hasta US$1.500, un precio que varía dependiendo “si vas por el río o por el muro”.

    Alexánder no tiene ahorros, solo un teléfono de última generación que se llevó de Chile y que espera vender en US$500. Con eso, cree, le debiese alcanzar para cruzar el Darién. De Panamá a Estados Unidos, Fernando le irá enviando dinero. Ese es el plan.

    *

    Los planes del migrante cambian a una velocidad impetuosa. Un día piensas ir a Estados Unidos y al día siguiente no te queda otra opción que regresar a Chile o mantenerte en Venezuela. ‘Es muy difícil planificar, estamos siempre inestables, casi siempre pasa algo. Siento que no puedo ir a otro lado que no sea Santiago’, me dijo ese día, la misma semana en que el presidente Gabriel Boric lanzó una amenazante frase a los indocumentados: ‘O se regularizan o se van’.

    El viaje que hizo a Tarma, un pequeño pueblo rural cerca de Caracas, donde vivía su abuela paterna, de 79 años, tenía dos objetivos: verla después de tres años y despedirse antes del nuevo viaje. La anciana lloró. Otra vez. La anterior fue en julio de 2019, cuando Alexánder se vino a Chile. Él tiene una singular analogía para explicarlo: “Es como si yo me fuera muerto”, dijo. “¿Te acuerdas del día de mi velorio?”, bromea cada vez que habla con ella.

    En Tarma estuvo tres días sin señal de teléfono y cuando regresó al terminal su celular comenzó a repicar. Eran cientos de mensajes. El primero era una nota de voz de Fernando: “¿Viste las noticias?”, le preguntó. Alexánder no tenía idea de qué se trataba. “Ya no te vas a poder ir, no hay oportunidad, porque cerraron la frontera de Estados Unidos”, continuó. Alexánder gugleó. Era cierto. El 12 de octubre, mientras él estaba en la casa de su abuela, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos había anunciado un nuevo plan migratorio para 24 mil venezolanos. Para postular, las personas debían someterse a una investigación, tener un apoyo financiero en Estados Unidos y cumplir con los criterios de elegibilidad, entre ellos tener pasaporte al día. Las autoridades advirtieron que cualquier persona que fuese sorprendida ingresando de manera irregular, sería deportada de inmediato a México. “Ya no hay nada que hacer por allá”, le respondió Alexánder a Fernando.

    Los planes del migrante cambian a una velocidad impetuosa. Un día piensas ir a Estados Unidos y al día siguiente no te queda otra opción que regresar a Chile o mantenerte en Venezuela. “Es muy difícil planificar, estamos siempre inestables, casi siempre pasa algo. Siento que no puedo ir a otro lado que no sea Santiago”, me dijo ese día, la misma semana en que el presidente Gabriel Boric lanzó una amenazante frase a los indocumentados: “O se regularizan o se van”.

    A la semana siguiente, Alexánder fue a la cita para la obtención de su pasaporte. Le tomaron una foto e imprimieron sus huellas digitales. Si tiene suerte, en dos meses tendrá su documento. Sin embargo, no se quedó a esperarlo. El 1 de noviembre tomó un bolso, metió dos mudas de ropa, se despidió de su mamá y con 100 dólares en el bolsillo se montó en un bus hacia Cúcuta. Se vino con la incerteza de no saber cómo iba a atravesar las fronteras hasta Chile, ni dónde iba a dormir, mientras esperaba que Fernando le enviara dinero. “Cuando esté allá vamos a trabajar duro para pagar todo lo que debemos y empezar a hacer nuevos planes”, le prometió.

    Con la experiencia de haber hecho la ruta dos veces, cruzó de un país a otro sin asesores, siguiendo la huella de los pasos no habilitados por los que ya había caminado de ida y de vuelta. La “trocha”, como le llama él. Fueron 12 días de viaje hasta el terminal de Estación Central, el mismo desde donde dos meses antes había salido rumbo a Estados Unidos. En el camino se duchó solo una vez y desde Bolivia a Santiago no comió nada. A los 28 años, Alexánder ha recorrido Latinoamérica tres veces. Apenas llegó, se montó en la moto de Fernando y salió a repartir comida.

     

    Para proteger la identidad de los protagonistas de esta historia se optó por colocar sus segundos nombres y, por lo mismo, se acordó no publicar imágenes de ellos.

  235. Las formas de la errancia: migraciones, expulsiones, exilios

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    Todos somos inmigrantes o desterrados, o descendientes de ellos. Cuando Theodor Mommsen señala en su Historia de Roma que no hay relato ni tradición que mencione las más remotas migraciones en ese territorio, apunta que allí, como en todas partes, la Antigüedad creía que los primeros habitantes “habían salido del suelo”. Pero como ni en Roma ni en lugar alguno los seres humanos han brotado de la tierra, necesariamente tuvieron que llegar desde un lugar inicial abandonado. Que este sitio sea el Jardín del Edén o el Valle del Rift africano —y que el motivo haya sido un castigo al pecado, el hambre, el calor o la curiosidad— no altera su marca de desarraigo.

    La condición migrante parece haber sido decisiva en la humanidad, desde sus orígenes, y es probable que lo siga siendo en el futuro. En términos temporales amplios, el movimiento y la migración han sido la regla, y el asentamiento la excepción. Según el economista Jacques Attali, el hombre migra desde sus comienzos: parte con la carrera de un bípedo que baja de los árboles y se echa a andar. Las migraciones masivas no son fenómenos nuevos. Las ha habido para poblar el planeta, para cazar, para generar o destruir imperios, para comerciar o trabajar, para escapar de la persecución, de los desastres climáticos o de las guerras. En las zonas, luego países, de salida y acogida, el factor migrante se deja sentir en lo económico, social y cultural.

    Las crisis migratorias tampoco son nuevas: los visitantes temporales o definitivos que llegan desde fuera a veces son bienvenidos, pero otras, discriminados, marginados, incluso perseguidos, según los distintos factores de expulsión y atracción hacia ellos. Las presiones migratorias generan distintas percepciones pendulares, motivando retóricas promigrantes: desde mano de obra barata hasta aportes civilizatorios o bien un cosmopolitismo que favorece la movilidad sin fronteras; y retóricas antimigrantes: desde el miedo a enfermedades hasta prejuicios tribales; actualmente explotan argumentos económicos (quitan empleos, copan servicios públicos), de identidad (destruyen maneras de ser autóctonas) y de seguridad (traen delincuencia y terrorismo), magnificados en ciertos inmigrantes: el pobre o el irregular. La interacción no siempre resulta en un hogar “multicultural” de diásporas entrelazadas, sino en un campo fértil para la xenofobia.

    ¿Cuál ha sido el papel de las migraciones?, ¿tiene el discurso antimigrante un respaldo histórico? ¿Son avalanchas humanas incontrolables o responden a otros factores? Los migrantes, ¿enriquecen o perjudican económica y culturalmente a las sociedades adonde llegan?, ¿el cambio climático aumentará la migración?

    Diversos libros intentan observar estas formas de la errancia, desde perspectivas diversas: de las muy amplias a las más específicas.

    Los episodios previos no debieran llevar a subestimar el actual calentamiento global y la anticipación (o constatación) de una catástrofe: los ‘refugiados climáticos’. Según la Organización Internacional para las Migraciones de las Naciones Unidas, en un escenario de calentamiento de 2°C, más de 350 millones de personas estarán expuestas a temperaturas inhabitables para 2050.

    Gran angular

    Con pocos años de diferencia, el escritor Bruce Chatwin y el dúo filosófico Deleuze-Guattari imaginaron cómo sería contar la historia desde el punto de vista de los nómades. Algo así hace Michael Fisher en Migración: una historia mundial: en poco más de 100 páginas, cubre más de 200 mil años de historia, en un relato que abarca todos los continentes, muchos océanos y mares. Rastrea los itinerarios de los viajes ancestrales humanos desde la originaria África oriental hasta Eurasia y luego, mediante líneas ramificadas, a través de Australasia y las Américas (cuando pudieron atravesar con la ayuda de puentes terrestres durante las glaciaciones). Relata las mareas de movimiento que fueron el resultado de las depredaciones de Alejandro Magno, la expansión del Imperio Romano o la del Islam. O las migraciones de los vikingos en el Mar del Norte o los cruzados en Tierra Santa.

    Su punto de vista mundial le permite distinguir, en los últimos siglos, una serie de eventos migratorios. En los siglos XVIII y XIX lo fue el mercado de esclavos (más de 10 millones de personas sacadas de África). La expansión europea decimonónica provocó una migración voluntaria a gran escala hacia las colonias. Otros periodos: Estados Unidos como potencia industrial, donde, entre 1850 y 1930, millones de trabajadores viajaron desde Europa. O después de 1945, cuando las economías de posguerra prósperas necesitaron mano de obra. O, a fines de los años 70, cuando el auge laboral migrante terminó en Europa, aunque continuó en Estados Unidos hasta los años 90.

    Una aproximación diversa es la de Jacques Attali en El hombre nómada (2003), donde recorre, desde el ángulo del nomadismo, la historia humana. Intenta desvirtuar su mala imagen: “Los nómadas inventaron lo esencial: el dominio del fuego, la caza, las lenguas, la agricultura, la cría de animales, el calzado, el vestido, las herramientas, los ritos, el arte, la pintura, la escultura, la música, el cálculo, la rueda, la escritura, la ley, el mercado, la cerámica, la metalurgia, la equitación, el timón, la marina, Dios, la democracia”. El gran invento de los sedentarios sería el Estado.

    Su relato atraviesa miles de años: los primeros homínidos, los primeros agricultores, la domesticación del caballo que ayudó a forjar imperios. Aparecen hunos, vikingos, peregrinos. Desfilan juglares, pobres, piratas, vaqueros, gitanos. Y explica el temor sedentario a los que van por los caminos, sin trabajo ni dinero, por lo que los Estados procuran controlarlos. Distingue tres fenómenos de mundialización. El primero, mercantil (s. XVII); el segundo, industrial (s. XIX) —ambos se interrumpen por la miseria y las revueltas que generan—; y un tercero, después de 1945, también mercantil, en el que, como antes, hay nómades de lujo y de miseria, o según Attali, “hipernómadas” e “infranómadas”: los primeros, por opción y opulencia; los segundos, por obligación y precariedad.

    La idea de que las personas y las especies ‘pertenecen’ a ciertos lugares es relativamente nueva: identifica el surgimiento de la taxonomía biológica en el s. XVIII, como el momento en el que se planteó que la naturaleza, que nunca había dejado de moverse, en realidad estaba fija; la biología de la conservación aumentó esta creencia errónea con teorías sobre los hábitats y encasillar a los animales en especies nativas y no nativas, lo que llevó a pensar la migración como ‘un vector de muerte’.

    Lente europeo y expulsiones globales

    En Inmigrantes y ciudadanos (1996), la socióloga Saskia Sassen ofrece una mirada histórica de la migración europea —que podría iluminar como ejemplo a escala— desde 1800 hasta el presente. Pretende desestimar la asociación de las migraciones con situaciones de desesperación o miseria, y sostiene que los flujos migratorios no son aleatorios o “invasiones”, sino movimientos selectivos y organizados.

    En Europa se dieron las condiciones para el crecimiento económico y demográfico, pero con grandes desigualdades regionales, generando migraciones intraeuropeas. No siempre los gobiernos vieron como una amenaza el ingreso de trabajadores de otros países: durante el siglo XVII y parte del XVIII, ellos circulaban con “mayor facilidad que las mercancías” y los calificados, con gran demanda.

    Las revoluciones de 1848 generaron refugiados o exiliados, lo que unido al crecimiento del capitalismo industrial y los nuevos medios de transporte, repercutió en la movilidad: las migraciones cubrían mayores distancias (aumentaron las transatlánticas), favorecidas por la expansión de los imperios coloniales.

    En un capítulo contrasta las respuestas a las pautas migratorias de Alemania, que favorecía la inmigración temporal; Francia, que favorecía la asimilación y la inmigración permanente; e Italia, convertido en país de emigración masiva.

    Las dos guerras mundiales marcan un punto de inflexión respecto de los refugiados. La Primera Guerra supuso grandes flujos y la regulación por los Estados ante la imposibilidad de asumirlos (9,5 millones), dando lugar a las primeras crisis de refugiados, restringidos aún más con la crisis económica de los años 30.

    Tras la Segunda Guerra (con millones de refugiados dentro y fuera de Europa), la reconstrucción y la necesidad de mano de obra facilitaron la absorción de estos flujos y transformaron su percepción: del miedo a la aceptación. Esto duró hasta la próxima crisis económica, la del petróleo en los 70. Nuevamente afloraron sentimientos antimigratorios y los Estados se cerraron. En las décadas de los 80 y 90, surgen nuevas pautas migratorias: la desaparición del bloque soviético, la transformación de países emisores en receptores de mano de obra (Italia, España o Portugal), el desarrollo de la Unión Europea. El cierre de la migración laboral y el endurecimiento de las políticas de asilo generaron un nuevo tipo de inmigración, la irregular.

    En la perspectiva de Sassen, la percepción del migrante varía según los factores de expulsión y atracción: la desconfianza y eventualmente el odio al inmigrante es de carácter cíclico, lo que conlleva un desdén o una revalorización. Sin embargo, visto en la perspectiva histórica, la migración ha sido un estabilizador demográfico y un activador económico. Las cifras que presenta del siglo XIX desmienten las aproximaciones alarmistas de recibir un gran número de extranjeros. Entre 1840 y 1914 dejaron Europa 50 millones de personas: 37 hacia Norteamérica; 11 a Latinoamérica y 3,5 hacia Australia y Nueva Zelanda. Esas olas migratorias no significaron la destrucción de las economías de los países receptores. El periodo de entreguerras y la Segunda Guerra implicó el desplazamiento interno de 60 millones de civiles europeos: tampoco el continente colapsó.

    Aunque la autora no se refiere a las migraciones por razones climáticas, sí lo hace en un libro más reciente, Expulsiones (2014). En las últimas décadas habrían aumentado las personas, empresas y comunidades desplazadas por la aparición de una nueva “lógica” de expulsión en las economías desarrolladas. Su análisis considera desde instrumentos derivados de las altas finanzas y el desalojo de deudores hipotecarios hasta los nuevos patrones de adquisición de tierras y el impacto ambiental de las industrias extractivas.

    Todo esto generaría nuevos modelos de migración. Los desplazamientos en países pobres reflejan la expulsión masiva de poblaciones enteras. Según sus cifras, en 2011, 42,5 millones de personas fueron desplazadas en el planeta por conflictos. A ellos se suman los efectos de la crisis ambiental y un “nuevo mercado global de las tierras”: el aumento de los precios de alimentos y el auge de los biocombustibles han llevado a que los terrenos sean una inversión sumamente rentable y a que los campesinos sean expulsados de ellos. Esto genera erosión, desertificación y sobreexplotación por monocultivos. El calentamiento climático ha afectado zonas que se deprecian (alrededor del 40% de las tierras agrícolas mundiales) y las explotaciones mineras y la industria deterioran tierras que no pueden recuperar su fertilidad.

    Los agricultores de arroz en Vietnam trabajan durante la noche debido a las altas temperaturas.

    Migraciones climáticas

    Los cambios climáticos drásticos generan migración. Así ocurrió en el siglo XVII europeo —cuenta Philipp Blom en El motín de la naturaleza (2019)— con la “Pequeña Edad del Hielo”. Pero también lo ha hecho el calor: Attali recuerda que 35 mil años a.C., el calentamiento generó los viajes por mar; y hacia 20 mil a.C., la mutación climática llevó al invento del arco (en Eurasia, el calor desarrolló una selva espesa y reemplazó grandes herbívoros por animales más pequeños y veloces).

    Los episodios previos no debieran llevar a subestimar el actual calentamiento global y la anticipación (o constatación) de una catástrofe: los “refugiados climáticos”. Según la Organización Internacional para las Migraciones de las Naciones Unidas, en un escenario de calentamiento de 2°C, más de 350 millones de personas estarán expuestas a temperaturas inhabitables para 2050.

    La periodista Sonia Shah, en La última gran migración, señala que ya ha empezado un “éxodo salvaje”: plantas y animales buscan otros entornos, dirigiéndose a los polos o escalando lentamente las montañas. Y más personas que nunca viven fuera de sus países de nacimiento, algunas por el clima. La autora no se desespera: la mejor alternativa es migrar. La idea de que las personas y las especies “pertenecen” a ciertos lugares es relativamente nueva: identifica el surgimiento de la taxonomía biológica en el s. XVIII, como el momento en el que se planteó que la naturaleza, que nunca había dejado de moverse, en realidad estaba fija; la biología de la conservación aumentó esta creencia errónea con teorías sobre los hábitats y encasillar a los animales en especies nativas y no nativas, lo que llevó a pensar la migración como “un vector de muerte”. Estas ideas informaron las actitudes hacia los humanos: podrían dividirse en tipos biológicamente diferentes, cada uno vinculado a un continente, con los europeos como superiores. Rastrea el desarrollo de la “ciencia racial” del siglo XIX y cómo ella anima los discursos políticos antimigrantes.

    Pero la autora confía en la ciencia. Así como los animales se mueven y se adaptan según los recursos, los humanos encontrarán soluciones innovadoras (ejemplifica con un poblado mexicano que impulsó mejorar la eficiencia de la producción de trigo y el uso del agua). Shah, optimista, ve lo que ocurre como el último capítulo de una larga historia de supervivencia y adaptación.

    Más concreta es la periodista medioambiental Gaia Vince en El siglo nómade, suerte de continuación de Aventuras en el Antropoceno (2014; Ocholibros, 2018), en el que explicaba de qué manera la acción humana ha creado una nueva era geológica en el planeta. Su nuevo libro constata la conjunción del cambio climático y del cambio demográfico humano. Cree que se cumplirían todas las pesadillas ecologistas, con un calor no visto en millones de años, de no reducir las emisiones de gases de efecto invernadero: incendios forestales, costas tragadas por el mar, sequías, tormentas tropicales, inundaciones en unas zonas y la desertificación en otras; en los países tropicales y subtropicales, el calor y la humedad impedirán realizar toda actividad al aire libre, tendrán temperaturas intolerables antes de 2050 y se derrumbará su agricultura. En diversos lugares, esto es el presente, no el futuro: informa que los productores de arroz en Vietnam ya están sembrando de noche con focos para evitar el calor peligroso y que Catar tuvo que prohibir el trabajo al aire libre entre las 10 y las 15:30 horas (antes del escándalo por muertes de trabajadores migrantes construyendo estadios). El cambio climático, indica, multiplica las amenazas: el fuego, el calor, la sequía y las inundaciones serán los “cuatro jinetes del Antropoceno” que harán que una gran parte del mundo sea inhabitable.

    Ahora, debido al cambio de su patrón demográfico, la mayoría de los países más ricos (y fríos) tienen tasas de natalidad decrecientes, envejecen velozmente y la fuerza laboral será demasiado pequeña para realizar las labores necesarias y mantener a las personas mayores. Dado esto, Vince ve posible una migración planificada de millones de personas desde los trópicos hacia los polos, con nuevas ciudades construidas para los refugiados climáticos, capaces de resistir situaciones extremas con ayuda de tecnologías avanzadas. Sugiere una organización internacional que supervigile esto. Pero la redistribución de personas no revertirá los daños existentes, por lo que la autora dedica parte del libro a considerar cambios: descarbonizar la producción energética, privilegiar la electricidad. Predice que la dieta humana se basará en plantas, hongos o algas y que los insectos serán el ganado del futuro.

    También estos desplazamientos han cumplido un papel en la transmisión del saber. En Exiliados y expatriados en la historia del conocimiento, el historiador Peter Burke vincula la difusión y la producción del conocimiento con el fenómeno del exilio y el desplazamiento. Aplica o retoma teorías sobre la ‘hibridez’ y el distanciamiento para comprender estas relaciones y pretende mostrar lo que se pierde cuando se levantan muros y lo que se gana cuando se derriban.

    Mestizaje cultural

    Extraterritorial” llamó George Steiner al multilingüismo de algunos grandes escritores, como Nabokov, Beckett y Borges, que se expresaban en dos o tres idiomas y que a veces fueron sus propios traductores. Pero solamente dos de ellos abandonaron realmente sus culturas y países nativos, y únicamente Nabokov se vio obligado a hacerlo. La “extraterritorialidad” no siempre es voluntaria.

    No lo es, por supuesto, en los casos de exilios. Pero tampoco lo es como consecuencia de las migraciones, que inciden en todas las dimensiones humanas, generando el “mestizaje” o la “hibridez” de las culturas, siendo cada vez más difícil pensarlas en términos de pureza.

    También estos desplazamientos han cumplido un papel en la transmisión del saber. En Exiliados y expatriados en la historia del conocimiento, el historiador Peter Burke vincula la difusión y la producción del conocimiento con el fenómeno del exilio y el desplazamiento. Aplica o retoma teorías sobre la “hibridez” y el distanciamiento para comprender estas relaciones y pretende mostrar lo que se pierde cuando se levantan muros y lo que se gana cuando se derriban. Aunque el exilio y la expatriación son fenómenos mundiales, la mayor parte del libro está dedicada a ejemplos modernos occidentales. En el periodo moderno temprano aborda desde las diásporas judía y griega del siglo XV hasta las confesionales de finales del siglo XVII, y se detiene en grupos como los judíos asquenazíes y sefarditas, los exiliados isabelinos, los hugonotes y los exiliados protestantes italianos, entre otros. Destacan las experiencias masculinas: las mujeres estarán mejor representadas cuando exista una actitud más abierta en las universidades (un apéndice lista 100 académicas refugiadas entre 1933 y 1941).

    Cuando del exilio pasa a la expatriación, Burke refiere ciertos impulsores del conocimiento, por ejemplo, el comercio de libros y el mercantilismo global, además de la expansión de botánicos, diplomáticos, clérigos y naturalistas dedicados a la descripción del mundo, muchas veces al servicio de la influencia imperial. Destaca el “giro cognitivo” de los misioneros, los jesuitas como mejor ejemplo: compara su labor con el papel modernizador, no siempre bienvenido, asumido por los académicos europeos atraídos a regiones “atrasadas”, como Rusia y Japón en el siglo XIX. Su capítulo final, “El gran éxodo”, distingue entre los exilios “por el bien de la religión” antes de 1789 y los “políticos”, que ocurrieron a partir de entonces: desde la Revolución francesa a la rusa y, especialmente, los refugiados del nazismo, aunque su alcance es amplio (rastrea personas y comunidades en España, Hungría, Italia y muchos otros lugares), además de destacar la influencia de los expatriados y exiliados en distintos campos y su contribución a eliminar el “provincianismo” de sus países anfitriones.

    Lo que Burke aborda en un capítulo de 50 páginas, la crítica Mercedes Monmany lo amplía a un libro de 500 (aunque restringido a la literatura): Sin tiempo para el adiós indaga en lo que significó el destierro de parte importante de la intelectualidad europea del siglo XX. Es un amplio panorama del exilio político literario mediante una serie de historias individuales y retratos de escritores que sufrieron el nazismo o el comunismo, y en algunos casos, ambos.

    Es admirable la variedad de autores abordados con amable erudición: desde Klaus Mann, que abre el libro y organiza el exilio alemán, hasta su familia, encabezada por su padre, Thomas. Entre los austríacos y alemanes escapando o rechazando el nazismo hubo destacados escritores: algunos pudieron mantener su reconocimiento y nivel de vida (el propio Mann, Franz Werfel, Stefan Zweig) pero otros perdieron todo, pasando a ser ignorados y bordear la pobreza (Alfred Döblin o Hermann Broch). Incluye a muchos autores en lengua alemana: Hannah Arendt, Joseph Roth, Musil, Polgar o Kisch (y alguna alemana en lengua inglesa como Sybille Bedford). También estudia a los rusos que huyeron del comunismo (Nina Berbérova, Nabokov, Bunin o Joseph Brodsky) y polacos como Gombrowicz, Herling-Grudziński, Milosz o Zagajewski. Aparecen los serbios Miloš Cernianski (autor de Migraciones) y Dragan Velikiç; los bosnios Predrag Matvejević, Dubravka Ugrešić o Velibor Çoliç (autor de Manual de exilio); a ellos suma a Norman Manea (rumano), Sándor Márai (húngaro), Yorgos Seferis (griego) o la española María Zambrano, junto con otros españoles como Cernuda, Chaves Nogales o Aub.

    Algunos autores volvieron a sus países tras la guerra, muchos murieron o se suicidaron en el exilio, otros decidieron no regresar nunca, incluso cuando pudieron hacerlo.

    También figuran otras formas de extrañamiento: los confinados en la Italia fascista (Pavese, Natalia Ginzburg, Carlo Levi); o quienes escaparon del antisemitismo (Henry Roth o Isaac Bashevis Singer). O irlandeses que huyeron de la censura (Joyce) o de la pobreza hacia Estados Unidos, como los padres de Frank McCourt, quienes vuelven a Irlanda por la Gran Depresión para sufrir mayor miseria.

    Monmany llega hasta aquí, sin embargo, después de tales exilios forzados, hubo otros de escritores huyendo de dictaduras de distinto signo en la estela de la Guerra Fría. Pero también de escritores que, escapando de conflictos, la persecución o buscando mejores condiciones, se movieron a las metrópolis de sus antiguas colonias, configurando el modelo del escritor “migrante” o “poscolonial”. Así, con más o menos urgencia o incomodidad, una serie de autores de Oriente Medio, África, el Caribe, India o Pakistán, migraron: nombres tan variados como Sam Selvon, Jamaica Kincaid, Amin Maalouf, V. S. Naipaul, Salman Rushdie, Tariq Ali, Doris Lessing, Orhan Pamuk, Chinua Achebe, Vikram Seth o Wole Soyinka. Podría ser otro, el Premio Nobel de Literatura 2021, Abdulrazak Gurnah.

    Nacido en Zanzíbar, Gurnah llegó a Inglaterra en 1967, huyendo de su país. Escritor en inglés, interesado en los migrantes, sus obras tempranas se enfocaron en el desplazamiento físico, el lugar de arribo y la sensación de extrañeza, mientras las siguientes, en las situaciones que provocan migrar. En A orillas del mar (2001) vincula la historia de un solicitante de asilo con la de un intelectual migrante. Su décima novela, La vida, después (2020) —como Paraíso (1994)— se ambienta en África oriental a comienzos del siglo XX, con las migraciones vistas en el contexto imperial, en este caso, alemán. Sigue las historias entrelazadas de tres (o cuatro) protagonistas en una ciudad costera, en lo que hoy es Tanzania. Uno es un musulmán medio indio que forma una sociedad con un amigo, quien se une al ejército colonial alemán y desaparece, dejando al cuidado del primero a su hermana (a quien rescata de un hogar abusivo). Luego, un joven que escapa de una infancia problemática en el ejército alemán y vive la Primera Guerra Mundial, regresa herido, conoce y se casa con la joven rescatada. Con un relato moderado, sin levantar la voz, Gurnah cubre décadas en la vida de sus personajes. Tras la Segunda Guerra Mundial, el hijo de esa pareja trabaja en la administración británica de Tanzania y, ya maduro, migra a Alemania, donde se entera del resto de la vida de su tío desaparecido.

    Actualmente siguen existiendo escritores “en movimiento”, aunque nada “poscoloniales”: disfrutan trasladarse por el mundo, cómodos en más de un lugar, más cercanos a los “híper” que a los “infra” nómades. Pico Iyer (inglés de padres indios) prefiere llamarlos “almas globales”, él mismo como una muestra.

    La migración humana ha sido fundamental para el éxito de nuestra especie, al poblar todo el mundo. Ha sido un factor de difusión del conocimiento y de intercambio económico y cultural que ha enriquecido tanto a los migrantes como a sus lugares de destino. Si esto no bastara, podría considerarse lo siguiente: los primeros humanos fueron migrantes y los que están amenazados con ser los últimos, aparentemente, también lo serán.

    Sueños y pesadillas

    En la actualidad, en todo el mundo, personas de diferentes orígenes, idiomas, costumbres y religiones pueden entrar en contacto. Para algunos esto es una oportunidad; para otros, una amenaza.

    Son sueños ilusos ver la migración como la esperanza de un futuro mundial integrado y la salvación de la crisis climática? ¿Son pesadillas xenófobas estimar a los migrantes como destructores de la civilización y la causa de la exacerbación del crimen y la violencia?

    Del miedo a la necesidad, de la admiración al desprecio, de la acogida al odio, la oscilante consideración de los migrantes respondería a factores que muchas veces no tienen que ver con ellos.

    Según la evidencia de estos libros, la migración humana ha sido fundamental para el éxito de nuestra especie, al poblar todo el mundo. Ha sido un factor de difusión del conocimiento y de intercambio económico y cultural que ha enriquecido tanto a los migrantes como a sus lugares de destino. Si esto no bastara, podría considerarse lo siguiente: los primeros humanos fueron migrantes y los que están amenazados con ser los últimos, aparentemente, también lo serán.

     

    Ilustración: Matías Prado,

     


    La vida, después, Abdulrazak Gurnah, Salamandra, 2022, 350 páginas, $16.000.


    Nomad Century, Gaia Vince, Flatiron, 2022, 288 páginas, US$28.99.


    Sin tiempo para el adiós, Mercedes Monmany, Galaxia Gutenberg, 2021, 544 páginas, €27.50.


    The Next Great Migration, Sonia Shah, Bloomsbury, 2020, 400 páginas, US$28.00.


    Exiles and Expatriates in the History of Knowledge, Peter Burke, Brandeis University Press, 2017, 293 páginas, US$40.


    Expulsiones, Saskia Sassen, Katz, 2015, 294 páginas, $28.500.


    Migration: A World History, Michael Fisher, Oxford University Press, 2014, 149 páginas, US$29.95.


    Inmigrantes y ciudadanos, Saskia Sassen, Siglo XXI, 2013, 256 páginas, €18.50.


    El hombre nómada, Jacques Attali, Luna Libros/La Komuna, 2010, 471 páginas, $12.800.

  236. Salvavidas

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    Hay días en que uno sabe que se va a mojar, ahí dejo el banano arriba y me abrocho la zunga. Cuando cae una ola hay que entrar, llegar a la víctima, contenerla, sacarla. Es complicado cuando al que está adentro le viene la angustia, en general se tienden a entregar, pero a veces les agarra el orgullo, no quieren salir, me han mordido, me han rasguñado, si yo le dijera.

    A esa persona le decimos nadador a las doce, no nada muy bien y llega un punto en que se queda quieto, nada un poco, se detiene, se lo lleva la corriente, nada otro poco y así… y ya cuando pide ayuda es porque se está muriendo. Las personas se ahogan más por cansancio que por no saber nadar, se desesperan, mueven los brazos, si yo le dijera, he tenido rescates en que uno está dirigiendo el tránsito, entra-entra-entra, aguanta ahí, es como leer el mar. Le puedo avisar desde afuera, dos, tres olas antes en qué punto salir, y si es necesario te metes, si no, no hay pa’ qué mojarse.

    Los días más complicados son los de falsa marejada, se dan por ejemplo en la plena mar o baja mar, en los repuntes, cuando la marea sube-sube-sube, tiene un momento de paz y después un repunte, ahí baja de a poco y vuelve, como los latidos del corazón, y en los repuntes salen olas grandes y en la baja se lleva a los niños, porque se hace la ola acá, la siguiente aquí, la tercera acá, la cuarta aquí, y la quinta, para terminar el ciclo, vuelve aquí o acá y el niño que fue a buscar agua con un balde se va como un barquito de papel.

    Es estresante cuando hay mucha gente, en la playa de al lado hay dos colegas más, el Ale y el Moreno, deberían ser unos cuatro. El otro día se me acercó un chico, que una señora se había caído, le pregunté cómo estaba, porque la primera impresión cuando te dicen que una señora sola se cayó en las rocas… ¿está bien? Sí, se dobló el tobillo pero está bien, la trajimos por la arena, me ayudaron, era riesgoso que siguiera caminando, era bien pesá la señora, estaba viendo unas conchitas y de repente se dio vuelta… como le digo, lo que más he tenido son esguinces, rasmillones y un palazo. Unos chicos de 13 años hicieron un hoyo gigante y uno se cavó el pie con una pala metálica, con ese grupo no me llevaba muy bien, llegaban aquí y me tiraban besitos, así que fui a hablar con los papás. También he tenido grupos en que me llevaba mal con los papás pero bien con los chicos.

    Yo he tenido peleas en la playa, gente acampando, personas que se han ahogado, bueno, no ahogado, me refiero a rescates, y los marinos llegan a las cuatro horas. La otra vez una señora me preguntó ¿y el helicóptero?, si yo le dijera, las veces que lo he visto ha sido para botar quitasoles, se acerca a la orilla, hace una pirueta y salen todos volando.

    Esta playa nunca ha tenido bandera verde, es muy abierta, las banderas verdes son para playas cerradas. El problema es que uno no puede decirle a la gente que no se meta, entonces hay que estar atento a las personas en la arena y en el agua y ahí hay rescate todo el rato.

    Una vez un colombiano llegó a la boya y se congeló. Los colombianos están acostumbrados al agua caliente. Llevaba un mes en Chile, estaba vacacionando con la familia, se tiró un piquero, nadó, nadó, llegó a la boya, se quedó ahí, empezó a hacer señas, los amigos sacándole fotos, riéndose, le digo a mi colega el Mecina —que es igual al del Discovery Channel— que no lo veo muy bien, me dice ya, es tuyo… llegué, estaba agarrado a la boya, hola, estás bien, sí, sí, estoy bien, lo que pasa es que me dio frío… le amarré el flotador, lo saqué, llego a la orilla, cómo te sientes, puedes caminar… sí, sí, dio dos pasos y se cayó, el frío lo tenía mal, lo tiré arriba y se lo fui a dejar a la familia, era pesadito, metro noventa y cinco.

    Cualquier persona puede ser salvavidas. Antes no, había test de Cooper, una travesía de nado de tres kilómetros, eeemm, cómo se llama…, apnea, 25 metros de apnea, los mínimos estándares para un salvavidas, si no tengo buena apnea no voy a pasar la ola, si no tengo buena resistencia de nado me voy a ahogar con la víctima, si tengo que ir a una emergencia con la camilla no puedo llegar sin aire, por eso entreno todo el año, hago cursos, clínicas, capacitaciones. Siempre lo he dicho, yo trabajo en esto por vocación, me gusta ayudar.

    No como los marinos, pa’ lo único que sirven es pa’ andarle diciendo a la gente señor, no puede tomar en la playa, y después se van y todos tomando. Yo he tenido peleas en la playa, gente acampando, personas que se han ahogado, bueno, no ahogado, me refiero a rescates, y los marinos llegan a las cuatro horas. La otra vez una señora me preguntó ¿y el helicóptero?, si yo le dijera, las veces que lo he visto ha sido para botar quitasoles, se acerca a la orilla, hace una pirueta y salen todos volando.

  237. Cuatro filósofas y un tiempo de funeral

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    Hacia 1934, Ayn Rand —la escritora rusa emigrada tras la Revolución de 1917, quien en Estados Unidos se convertiría en portavoz de un individualismo radical— albergaba el convencimiento de que las obras de ficción (en literatura o cine) podían abordar cuestiones filosóficas exigentes, sin que el público tuviera que necesariamente dormirse o salir escapando. Para eso, tras varios años como guionista en Hollywood, contaba con una fórmula: la trama debía tener varias capas y la historia debía funcionar en diversos niveles. Por ejemplo, un triángulo amoroso (una mujer que se entrega a otro hombre para salvar o conquistar al que realmente ama) tenía que interesar en el plano de la acción; pero también, en otro plano, entregar una visión de las emociones de los personajes; y, en un tercero, el filosófico, analizar las tensiones entre deber, sacrificio y felicidad. Así al menos nos lo recuerda Wolfram Eilenberger en El fuego de la libertad, en el cual Rand es una de las protagonistas.

    Como si oyera sus consejos, Eilenberger parece compartir parte importante de esas ideas en la elaboración de su propio libro: que los temas filosóficos pueden ser una lectura amena y que, para lograrlo, han de mezclarse distintos estratos: en uno, contar las peripecias vitales de quienes se aborda; en otro, qué efectos tienen tales sucesos en su vida emocional; y en un tercero, cómo todo lo anterior se manifiesta en su reflexión o se cristalizan en sus escritos. De esta manera, va tejiendo un tapiz en que los hilos biográficos se cruzan con los hilos del acontecer histórico, de la historia de las ideas y de la obra filosófica creando un entramado con distintas densidades.

    También como Rand, Eilenberger mantiene una fórmula o patrón. En El fuego de la libertad sigue el modelo de su anterior libro, Tiempo de magos: cuatro influyentes “amantes de la sabiduría” que comparten una generación, algunas preocupaciones y unos cuantos lugares, son vistos y seguidos a través de un decenio, en un periodo que suele coincidir con un momento crítico de la historia del siglo XX.

    Si en Tiempo de magos los filósofos eran Walter Benjamin, Ludwig Wittgenstein, Martin Heidegger y Ernst Cassirer, en El fuego de la libertad el cuarteto filosófico es de mujeres: Simone de Beauvoir, Ayn Rand, Simone Weil y Hannah Arendt. Si en el primer libro la década en que se enfocaba iba de 1919 a 1929, en el segundo es la siguiente, de 1933 a 1943. Si en el primero todo (o casi todo) ocurría en Alemania, ahora se divide en dos ciudades en que sus sujetos coincidieron: París (Beauvoir, Weil y, por un tiempo, Arendt) y Nueva York (Arendt, Rand y, muy brevemente, Weil).

    Incluso la estructura expositiva es similar. Empieza con el año final del que se ocupa, ofreciendo un adelanto de la situación de quienes conforman el relato, para seguir luego sus andanzas cronológicamente, hasta llegar de nuevo al punto con que comenzó. Este libro empieza en 1943 y termina en 1943 (como el anterior lo hacía en 1929). En ambos volúmenes el montaje de los capítulos se compone de secciones breves, pasando de un personaje a otro sin insistir en las conexiones. Ambos tienen epígrafes de Goethe (el más reciente agrega uno de la cantante Billie Eilish) y ambos concluyen mostrando qué pasó con los protagonistas después del periodo estudiado.

    La creencia que anima a uno y otro libro es que la filosofía, cuando menos para quienes son allí analizados, es una forma de vida y no solamente una disciplina académica, y que lo que les pasa en su vida incide en sus teorías, y al revés: todo lo que les ocurre es ilustrado o moldeado por sus ideas.

    Si esta premisa forma parte de un proyecto de Eilenberger que excede estos dos libros, cabe preguntarse si lo continuará y con qué criterios elegirá a sus próximos protagonistas o cuál será la década que viene. Si sigue siendo así de previsible, cuando menos sabemos su forma.

    Que siga un modelo no significa que estos libros sean desdeñables. Su mayor interés reside en la capacidad de su autor para entrelazar las andanzas vitales de quienes estudia, basado en el dominio de distintas fuentes, así como su habilidad para alternar entre la representación biográfica de sus ideas y la interpretación filosófica de sus vidas, encarnando diferentes actitudes y formas de combinar pensamiento y existencia.

    Vidas paralelas

    Si bien parecen muy distintas, las cuatro mujeres que analizadas en El fuego de la libertad tienen cosas en común: son intelectuales jóvenes (ninguna tenía, en 1933, más de 27 años) y tres de ellas, judías. Ser intelectual, mujer y judía no era promesa de respeto ni de tranquilidad durante esos años en que el mundo ardió en un fuego que no era precisamente el de la libertad. Todas se opondrán a los totalitarismos que se apoderan de Europa: el nazi o el soviético o ambos. Todas se convertirán en refugiadas, fuera de sus países, en algún momento.

    El libro comienza en la primavera de 1943, en tres lugares distintos. Simone de Beauvoir, está en el París ocupado por los alemanes, frecuenta cafés, está pronta a publicar su primera novela y a descubrir una nueva forma de filosofar y vivir sobre la base de la cuestión del sentido de la propia existencia en relación con los otros.

    Cruzando el Atlántico, en Nueva York, Ayn Rand publica El manantial, novela en que plantea al individuo como lo único absolutamente valioso. También allí, Hannah Arendt piensa y escribe sobre el exilio y el desarraigo, mientras vive con su segundo marido y lamenta todo lo que ha perdido.

    Ser intelectual, mujer y judía no era promesa de respeto ni de tranquilidad durante esos años en que el mundo ardió en un fuego que no era precisamente el de la libertad. Todas se opondrán a los totalitarismos que se apoderan de Europa: el nazi o el soviético o ambos. Todas se convertirán en refugiadas, fuera de sus países, en algún momento.

    Simone Weil, por su parte, está en Inglaterra (a fines de 1942 había tomado un barco desde Nueva York, donde había huido con sus padres) con el objetivo de unirse a las fuerzas de la Francia libre. Quiere establecer una misión especial de enfermeras en la primera línea francesa, pero le encargan trabajos de intelectual mientras escribe sobre variados temas, a pesar de la fragilidad de su salud.

    Concluida esta mirada inicial, Eilenberger vuelve al relato cronológico. Con la ventaja de no tener que contar una historia completa de cada personaje, recorta momentos precisos y va entrecruzando las hebras de sus biografías de modo que progresen en paralelo y el desenlace de las distintas líneas mantenga el suspenso.

    Las vidas relatadas fueron realmente “vidas paralelas”, pues a pesar del gusto del autor por las coincidencias, en esos años estas cuatro mujeres no se conocieron o trataron. Apunta en algún momento que en Nueva York Rand y Arendt vivían a pocas cuadras de distancia, pero sin relacionarse. En realidad, algunas se trataron: recuerda que tempranamente Beauvoir y Weil se conocieron como compañeras de estudios. No congeniaron, pues Weil rompió a llorar debido a una hambruna en China, tan sensible al sufrimiento de otras personas como Beauvoir indiferente. El episodio debió de impactarla en todo caso, pues quiso inspirarse en Weil para un personaje en una novela, aunque la cambió por una de las amantes que compartía con Sartre.

    El libro retoma entonces el cambio de año 1933 a 1934, que supone experiencias importantes para todas ellas. En París, una joven Beauvoir enseña filosofía y mantiene una relación amorosa con Jean-Paul Sartre que supone una unión “esencial”, permitiendo otras “contingentes”. En 1934 ella viaja a Alemania para encontrarse con Sartre, que estaba allí estudiando la fenomenología; lo hace además para profundizar su estudio ella misma, pero parece prestar poca atención al terror cotidiano y las consecuencias de la toma del poder de Hitler.

    En cambio Simone Weil volvía a Francia justamente desde Alemania, adonde había viajado un año antes y sobre la que escribió una serie de reportajes señalando la crisis en que se encontraba y anunciando el triunfo del nazismo. Era una profesora, sindicalista vinculada al movimiento obrero, torturada por las migrañas y un deseo ascético autodestructivo, que ayudaba a refugiados alemanes y rusos.

    En Alemania, por su lado, Hannah Arendt había concluido su relación con su maestro Heidegger (iniciada en 1925) y estaba trabajando en un estudio sobre Rahel Varnhagen, una intelectual del siglo XVIII-XIX que tenía puntos de contacto con su propia vida en cuanto a reconocer su identidad judía por hechos políticos. Arendt experimenta el terror en su vida cotidiana, pues es interrogada por la Gestapo por distribuir propaganda antinazi y apenas logra salvarse de la cárcel. Tuvo que huir a Francia a causa de su ascendencia judía, como lo había hecho su primer marido, un intelectual comunista.

    Más aislada, Ayn Rand (nacida Alissa Rosenbaum) llegó a en Estados Unidos huyendo de Rusia. De Chicago marchó a Hollywood, para vivir como escritora. Soñaba con escribir novelas, teatro y películas en que figuraran sus ideas, centradas en la defensa del individuo frente a las masas y contra el triunfo del colectivismo que veía incluso en el Estados Unidos de Roosevelt.

    El avance en las sombras

    De ahí en adelante, Eilenberger va contando, en tramos bianuales, las vicisitudes de sus protagonistas mientas ellas se adentran en lo que llama “tiempos sombríos”, determinados por el desarrollo triunfal del nacionalsocialismo y el estallido de la guerra.

    Se podrían seguir sus trayectorias por carriles separados, como efectivamente ocurrió. En 1935, Ayn Rand deja Hollywood por Nueva York, dedicándose a sus guiones y a concebir y elaborar una novela sobre la afirmación de la independencia y la dignidad del yo. Entre 1939 y 1942, ve el mundo al borde del precipicio y se convierte en una activista “libertaria”. Trabaja incansablemente en esa novela en que un arquitecto representa el enfrentamiento entre el individuo y la intromisión colectiva: el personaje hace demoler una colonia de viviendas sociales como protesta por las injerencias en su proyecto de un comité público. El libro será El manantial, una de sus más famosas novelas “ideológicas” en que defiende un “egoísmo racional”.

    Por su parte, Simone Weil redacta en 1934 un tratado sobre las causas de la libertad y de la opresión social, con 25 años de edad. También trabaja en una fábrica, llevando al extremo la resistencia de su cuerpo que expone a otros riesgos, pues en 1936 lucha en el frente durante la Guerra Civil española, donde sufre una quemadura grave. Desilusionada de la experiencia, empieza a percibir paralelismos entre el fascismo y el estalinismo. Más tarde, entre 1937 y 1939, en medio del avance nacionalsocialista por Europa y su propia peor fase de migrañas, encuentra el amor divino en una experiencia mística. Escribe, además, su ensayo sobre la Ilíada, en el que analiza las tendencias hacia la violencia y la cosificación en la guerra. Entre 1941 y 1942, trabaja en una granja como recolectora (en cuanto judía no podía enseñar en las escuelas), pero además da conferencias y, sobre todo, trabaja en sus “cuadernos de pensamientos”.

    En el mismo periodo, Simone de Beauvoir junto con Sartre están ensimismados en sus obras literarias y filosóficas, ensayando lo que sería el “existencialismo”, mientras mantienen variadas relaciones amorosas con otras personas (triangulares, cuadrangulares y con una creciente complejidad geométrica) como una forma de afianzar su relación. Durante el comienzo de los años 30, Sartre y Beauvoir observaron el ascenso de Hitler, pero no le prestaron mayor atención. Entre 1938 y 40, Beauvoir finalmente comienza a trabajar seriamente en la novela que sería La invitada, utilizando su experiencia autobiográfica de un trío amoroso para abordar la relación entre uno mismo y los demás. Sufre una crisis nerviosa al enterarse de la invasión de Francia por Alemania y que Sartre es tomado prisionero. En el París ocupado, ella estudia a Hegel y comienza a pensar, mucho antes que Sartre, en la ética. Hacia 1941 y 1942, la pareja se integra, sin que los tomen muy en serio, a la resistencia, mientras Beauvoir desarrolla su idea de la libertad en el reconocimiento de los otros.

    Tempranamente Beauvoir y Weil se conocieron como compañeras de estudios. No congeniaron, pues Weil rompió a llorar debido a una hambruna en China, tan sensible al sufrimiento de otras personas como Beauvoir indiferente. El episodio debió de impactarla en todo caso, pues quiso inspirarse en Weil para un personaje en una novela, aunque la cambió por una de las amantes que compartía con Sartre.

    También en París, ya instalada después de escapar de Alemania en 1933, Hannah Arendt trabaja como secretaria de organizaciones sionistas o de ayuda humanitaria (viaja a Palestina). En Francia conoce y se relaciona con su segundo marido, refugiado alemán. Con la ocupación alemana de Francia, ambos deben escapar a Estados Unidos. En Nueva York, bajo muchos aprietos económicos, colabora en revistas y analiza la situación en el Medio Oriente, alejándose del movimiento sionista, pues cree que su idea de Estado-nación para Israel es una reproducción de lo que había ocurrido en Europa. Le gustaría para Palestina una federación de pueblos, similar a los Estados Unidos. En 1942 obtiene su primer empleo académico.

    En el capítulo final, Eilenberger cierra el círculo y llega al año 1943, cuando se decidió en gran medida el destino de la guerra. Son los primeros éxitos editoriales de algunas: El manantial, de Rand, gana lectores y se vende bien, incluso se supone que se filmará en Hollywood. La primera novela de Beauvoir, La invitada, también es un éxito, aunque tuvo que dejar de hacer clases, acusada de seducción de una de sus alumnas (y amantes). Arendt prosigue más o menos aislada, y logra, por primera vez, una situación económica menos desesperada, pues su marido es nombrado profesor en Princeton, mientras ella sigue reflexionando sobre la condición totalitaria.

    Pero 1943 es también el año de la muerte de Weil —tuberculosa, anoréxica, exhausta—, en un sanatorio inglés, con 34 años. Parte importante de su obra aparecerá póstumamente.

    A las tres protagonistas que siguen vivas en 1943, les quedan varias décadas por delante en las que se convertirán en figuras más o menos importantes de la filosofía y la historia intelectual. Simone de Beauvoir (que morirá en 1986) publicará novelas y memorias muy reconocidas y su pensamiento evolucionará desde la individualidad a la sociedad con preocupaciones éticas y políticas que incluirán la situación de la mujer, particularmente desde la publicación de El segundo sexo (1949), uno de los libros cruciales del feminismo moderno. Hannah Arendt (muerta en 1975) terminó ejerciendo una fuerte influencia más intelectual que política, con estudios como su libro Los orígenes del totalitarismo (1951). Enseñó en varias universidades y continuó activa como periodista, a veces de forma polémica como su reportaje sobre el juicio al jerarca nazi Eichmann, en 1961.

    Probablemente la con menos prestigio, aunque con un importante influjo, es Ayn Rand, quien vivirá hasta 1982. Menos una filósofa que una ideóloga (lo que quizá dificulta considerarla al mismo nivel que Arendt, Beauvoir y Weil) se convirtió en una autora de enorme éxito en Estados Unidos, amada por las corrientes derechistas y “libertarias” al defender el egoísmo y un capitalismo ultraliberal. Admirada por figuras como Alan Greenspan o el mismo Trump, sus novelas se vendieron por millones. El manantial efectivamente sería llevada al cine en 1949; y trabajó por muchos años su cuarta y última novela, La rebelión de Atlas, que no aparecería sino hasta 1957.

    Repensando la libertad

    Cautivadoras como son las historias de estas cuatro mujeres seguidas en sus derroteros individuales, Eilenberger, sin embargo, insiste en irlas trenzando para presentarlas conjuntamente, como si se hubieran vinculado más de lo que lo hicieron. Apenas se cruzaron alguna vez Weil y Beauvoir, por más que esta última se haya impresionado, pero el autor señala un detalle casual de “estas dos existencias unidas por hilos invisibles”: en abril de 1937 ambas colapsaron físicamente y tuvieron largos meses de tratamiento.

    Que todas hayan deplorado o escapado de los totalitarismos, huyendo Rand del comunismo y Arendt, Weil o Beauvoir del nazismo, no basta para afirmar la trenza, que tiene amarres flojos. Algunos son fantasías, como cuando, en el jurado que aparece en una novela de Rand juzgando a su protagonista, imagina que participaran Arendt, Beauvoir y Weil, y supone que nunca habrían llegado a un acuerdo.

    A veces busca similitudes en sus ideas. Si Arendt y Weil criticaron los totalitarismos, Rand el colectivismo y Beauvoir concibió una filosofía de la libertad, podría interpretarse el conflicto entre el yo y los otros, o entre el individuo y el colectivo, como la tensión central del libro.

    Pero, en realidad, todas las protagonistas tuvieron cambios y evoluciones. La más constante fue Rand, drástica defensora de la libertad individual contra toda forma de colectivismo. Pero Beauvoir —para quien, según Eilenberger, “el fuego de la libertad individual y el fuego de la libertad política eran, en realidad, uno y el mismo” — va desde un pensamiento centrado en la singularidad de las personas hacia uno más alerta con los demás, como condición de la propia libertad individual. Pero es más dudoso que estuviera tan atenta a la libertad política: no vio el peligro en Alemania cuando Hitler subía al poder y tampoco lo vio años más tarde, como partidaria del comunismo soviético primero y chino después. A diferencia de ella, Weil tempranamente vislumbró la similitud de la Alemania nazi con la Unión Soviética estalinista y Los orígenes del totalitarismo de Arendt es uno de los primeros libros en los que nazismo y comunismo se muestran como parientes cercanos.

    El fuego de la libertad está repleto de anécdotas e historias llamativas. Unas muestras. En sus ejercicios ascéticos, cuando sus padres invitaban a Weil a cenar, ella exigía dejar la cantidad de dinero equivalente, pero su madre lo contrarrestaba escondiendo pequeñas sumas de dinero en su ropa y cajones. O el encuentro final de Arendt con Walter Benjamin en Marsella en 1940, poco antes de su suicidio, cuando se mueven a pie esperando poder escapar hacia América y en que Benjamin le entrega a su amiga un manuscrito. O bien el encuentro cara a cara entre Weil y León Trotski, y sus consiguientes discusiones, a comienzos de los años 30, en un departamento vacío de la acomodada familia Weil para resolver la fundación de una Cuarta Internacional encaminada a la revolución mundial.

     


    El fuego de la libertad, Wolfram Eilenberger (Traducción J. Chamorro), Taurus, 2021, 384 páginas, $16.000.

  238. Celebración de un maestro

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    Roberto Torretti, en cuyo nombre y recuerdo estamos ahora reunidos, es sin duda el filósofo más relevante que ha producido nuestro país y uno de los más importantes filósofos e historiadores de la ciencia contemporánea”, afirmó Carlos Peña en el homenaje organizado por el Instituto de Filosofía de la Universidad Diego Portales, que se llevó a cabo ayer lunes en la Biblioteca Nicanor Parra. Este evento, que contó con la presencia de la ministra de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, Aisén Etcheverry, y la filósofa chilena Carla Cordua, viuda del pensador fallecido en noviembre del año pasado, consistió principalmente en tres ponencias de los académicos José Luis Villacañas (Universidad Complutense de Madrid), Mario Caimi (Universidad de Buenos Aires) y Hernán Pringe (UDP), en una mesa moderada por Juan Manuel Garrido (UAH).

    La obra de Torretti, inaugurada por un libro que a la vez fue uno de sus ejes, Manuel Kant (1967), incluye textos como Filosofía de la naturaleza (1971), Variedad en la razón (1992, con Carla Cordua), Relatividad y espaciotiempo (2003), Conceptos de gen (2009) y Democracia. Hitos de la historia de una palabra (2019). A partir de esa variada obra, el rector de la UDP señaló que su problema central fue el conocimiento humano, que para Torretti es siempre histórico. Así, su verdadera disciplina habría sido la historia filosófica de las ciencias, por medio de la cual procuró enlazar los estudios científicos y las humanidades.

    Luego el moderador Juan Manuel Garrido abrió la conversación refiriéndose a los aportes sustantivos de Torretti en diversos campos, aunque indicó que su logro fue “haber introducido en nuestro país, y hace tiempo, formas de hacer o formas de practicar la filosofía que significaron un verdadero salto para la cultura académica local”. De este modo, lo caracterizó como un fundador de la filosofía en Chile, un autor cuya obra, como Garrido dice haber comprobado en su propia actividad como profesor, “despierta un entusiasmo muy grande y creciente en generaciones de filósofas y filósofos más jóvenes”.

    La primera ponencia, del filósofo español José Luis Villacañas, se refirió a la innovación aportada por el estudio de Torretti sobre Kant, especialmente alrededor de la noción de espacio y su relación con el cuerpo material, sensible y perceptivo. La importancia que le dio a la espacialidad habría sido para Villacañas un fundamento clave para sus estudios posteriores, como los relacionados con la física cuántica y los sistemas espaciales gravitacionales.

    La primera ponencia, del filósofo español José Luis Villacañas, se refirió a la innovación aportada por el estudio de Torretti sobre Kant, especialmente alrededor de la noción de espacio y su relación con el cuerpo material, sensible y perceptivo. La importancia que le dio a la espacialidad habría sido para Villacañas un fundamento clave para sus estudios posteriores, como los relacionados con la física cuántica y los sistemas espaciales gravitacionales.

    El argentino Mario Caimi, por su parte, se enfocó en un problema filológico puntual relacionado con la definición kantiana de objeto, cuya doble negación proveniente del latín ha desconcertado a muchos intérpretes y traductores, pero de la que la traducción de este pasaje llevada a cabo por el filósofo chileno logra salir airada y confirma, en palabras de Caimi, “la precisión y la claridad de la explicación de Torretti en este libro suyo [Manuel Kant] fundamental para la comprensión de la Crítica de la razón pura”.

    En la tercera y última ponencia, el profesor argentino Hernán Pringe se acercó a la posición filosófica del homenajeado a partir de sus cuestionamientos al realismo como postura ontológica y su correlato epistemológico, la teoría del conocimiento como copia de lo real. Como explicó Pringe, para Torretti “el conocimiento no es una mera reproducción de ‘un mundo hecho y derecho’”. Esta crítica al cosismo, una postura muy instalada pero que consideró ingenua, conlleva una idea de razón como voluntad pura, una actividad “que no reproduce nada, sino que produce todo”.

    Al concluir las presentaciones, se proyectó un video en que Roberto Torretti comentaba la influencia crucial de dos lecturas que lo llevaron a acercarse a los 14 años, en un principio de manera instintiva, a la filosofía. Un cierre apropiado para la celebración de un maestro, que enseñó tanto en las aulas como por medio de la conversación y la escritura. Y como dijo la ministra Etcheverry al explicar su motivación para unirse a la actividad: “Tenemos un deber como país de homenajear a quienes han impulsado el conocimiento, a quienes han creado escuela y a quienes han formado a las nuevas generaciones”.

  239. Quebrarse

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    El libro Juicios finales, de Joseph Kessel, relata los procesos judiciales de Pétain, Núremberg y Eichmann. Los juicios toman tiempo; convocan burocracia, archivos, investigación. Pero el foco no está solo en la jueza o el juez, que debieran juzgar de manera imparcial, fría, sin rostro humano. En un proceso circulan palabras, argumentos y, por ende, relaciones de fuerza, que hacen del juicio una maquinaria. Si bien sabemos que un juicio descansa en gran parte sobre el poder impersonal de la argumentación, esperamos algo del o de la imputada. Esperamos que, de una forma u otra, reconozca una falta. Esta espera es común, tácita, incluso inconsciente, pero crucial. Cuando en un juicio el silencio de la persona imputada no se rompe, lo que ocurre no es tanto que no haya remordimiento y, por lo tanto, una forma personal de relacionarse con el mal, sino que la comunidad entera queda vinculada con el carácter inexplicable de ese mal, con algo que lo mantiene fuera del lenguaje, como si, en definitiva, el mal fuera superior, inquebrantable.

    En los anexos a su reporte del juicio de Núremberg, Kessel describe este desplazamiento del foco y el quiebre de los imputados. Durante una de las audiencias, narrada en el capítulo “Cine”, se proyectan imágenes de los campos, de los cuerpos reducidos a huesos, vivos y muertos. La luz está en las imágenes proyectadas en la pantalla, pero de repente se ilumina el rostro de los imputados, poco a poco modificado por este “espectáculo”. En este momento, el “Cine” ya no está confinado a la pantalla; no es un elemento de prueba en el juicio, sino que se hace parte del escenario, del proceso. Según el testimonio de Kessel, las “mandíbulas lívidas” de Goering se rompen, Keitel cubre su rostro con sus manos, el miedo desfigura la cara de Streicher. Kessel termina así su relato de los juicios de Núremberg: “Y todos nosotros quienes, con un nudo en la garganta, asistíamos en la sombra a este espectáculo, sentíamos que éramos testigos de un instante único en el tiempo de permanencia de los hombres”.

    *

    Ya sea porque no es posible comprobar un no-consentimiento, o bien porque no es posible rastrear las huellas de una violación, o porque las relaciones de poder hacen imposible ponerle palabras al daño, o porque una violación se hace pasar por un acto consensuado. La violencia de la violación es inseparable de esta lógica que la hace indiscernible, imposible de denunciar e incluso de formular. De alguna manera, la lógica de la violación es que ocurre en la negación de su ocurrencia.

    Semanas atrás, una frase que circuló en Twitter me hizo pensar en este periodo de la historia en el que el “mal” se instala como una fuerza inquebrantable. La frase, pronunciada por Cristóbal Urruticoechea —diputado del Partido Republicano— con el fin de derogar la ley de aborto, era: “Una mujer que ha sido violada y aborta, no se desviola”.

    Esta frase no dice nada falso. Aun así, justamente su coherencia lógica, su evidencia, la hace brutal. La capacidad lógica, lo sabemos, empodera a los interlocutores. Es más, la capacidad lógica da lugar a un razonamiento solitario. Por lo tanto, con la simple evidencia de la lógica, es posible aplastar, ignorar e instalarse un cierto modo de ser brutal. Basta muy poco, un conjunto de palabras articuladas a la perfección, para que un rostro se vuelva inmune a los hechos, para que se instale esto que Simone Weil llama la “fuerza” que trasforma a los seres humanos en piedra. Lo que hace que el mal se instale de forma inquebrantable no es la existencia de seres malignos, sino la perfección de la lógica subyacente a sus acciones.

    El argumento del diputado es lógico. Y es violento de una manera doble. No solo hace perder de vista los hechos —la violación—, sino la lógica desde la cual estos ocurren y la violencia con la que se producen. En la gran mayoría de los casos, una violación no puede ser ni denunciada ni reconocida (incluso por quien la padece). Esto sucede por el modo en que los patrones culturales y las estructuras sociales codifican ciertas relaciones y por el carácter intrínsecamente secreto de la sexualidad. Ya sea porque no es posible comprobar un no-consentimiento, o bien porque no es posible rastrear las huellas de una violación, o porque las relaciones de poder hacen imposible ponerle palabras al daño, o porque una violación se hace pasar por un acto consensuado. La violencia de la violación es inseparable de esta lógica que la hace indiscernible, imposible de denunciar e incluso de formular. De alguna manera, la lógica de la violación es que ocurre en la negación de su ocurrencia. La violencia no se reduce a un hecho que podría ser deshecho, como se insinúa cuando se habla de “desviolar”. En su lógica, la frase del diputado se vuelve inmune a los hechos y a la lógica misma bajo la cual la violencia se hace indiscernible.

    En la sección “Ideología y terror” de Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt define la ideología no como la aplicación de una idea, sino como el despliegue de su lógica. La idea de una raza superior no tiene ninguna cabida sin una lógica de la destrucción. El proyecto de exterminio de los judíos es radical: no debía solo hacer desaparecer a los judíos, sino también destruir toda huella de su destrucción, haciendo incluso de los judíos los obreros de su propia muerte. No se buscó solo matar, sino hacer desaparecer de la memoria humana la huella de una civilización. En este sentido, la ideología nazi es el despliegue de la lógica de una destrucción de la destrucción, es decir, de una lógica cuyo efecto es deshacer todo rastro de violencia, blanquear la violencia. La idea de la superioridad de una raza no existiría sin esta lógica de destrucción de la destrucción, porque de otro modo se reconocería a la raza “inferior”, se relativizaría la superioridad de la otra supuesta raza, la única que se atribuye un lugar en la escala de valor. Lo que hacía inquebrantables a los nazis es que solo existía en ellos el despliegue de esa lógica. Cuando se despliega una lógica no hay rostros, porque no hay hechos. Probablemente, si en la audiencia relatada en “Cine” se quebraron los rostros de algunos de los más grandes criminales de la historia, es porque las imágenes mostraron el rostro de esta lógica. Se transformó en un hecho.

    Ante esta prevalencia de la lógica en el despliegue de la violencia, ¿podemos decir, leyendo la frase del diputado, que estamos frente a una situación similar a la de una fuerza que se impone sin rostro?

    La frase del diputado, por brutal que sea, no puede ser asimilada con la ideología nazi. No obedece a un proyecto de exterminio. Es más, asemejar una lógica con otra, haciendo que todas las violencias sean equivalentes, sería vaciar una ideología específica, en este caso el nazismo, de su violencia particular. El efecto de las identificaciones de unas violencias con otras es que finalmente la violencia se confunde con un hecho cualquiera y no con el despliegue singular de una lógica. Ahora bien, a través de la frase del diputado se construyen sujetos políticos, se instalan fuerzas, se configuran mundos, o más bien moldes para la constitución de mundos de violencia. Antes de conformar una ideología, la violencia requiere de formas, mecánicas, piezas de un ensamblaje que hacen posible su instalación.

    Avanzando por este camino, podemos preguntarnos si la forma pacífica o neutral de la lógica no es lo que posibilita la instalación de regímenes políticos violentos. En Italia, por ejemplo, no es el discurso de odio el que ha hecho posible la elección de una candidata de un partido fascista, son los modos de hacer circular evidencias cuyo efecto es crear sentido común, y así, tranquilizar. Cuando Giorgia Meloni dice: “Soy Giorgia. Soy cristiana. Soy una madre”, no instala el odio; sí crea un orden semántico tan sencillo que ordena inmediatamente una sociedad. Lo complejo se discute, pero lo sencillo se instala. La mecánica del sentido es la principal arma del autoritarismo: produce silencio, individuos que ya no tienen que tomar la palabra, porque lo que habla es el sentido común, una lógica que se sostiene sola. Esta soledad y esta mecánica de la lógica hace que violencias políticas puedan instalarse y normalizarse. En la medida en que prevalece la lógica por sobre la singularidad de los hechos, quienes actúan de forma violenta solamente ejecutan un orden (lógico, semántico, social). Son así inmunes a la realidad, inquebrantables ante la violencia desplegada.

    ¿Vivimos entonces en un mundo próximo al fascismo o, en términos más generales, a lo que antes llamé lo inquebrantable?

    En la sección ‘Ideología y terror’ de Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt define la ideología no como la aplicación de una idea, sino como el despliegue de su lógica. La idea de una raza superior no tiene ninguna cabida sin una lógica de la destrucción. El proyecto de exterminio de los judíos es radical: no debía solo hacer desaparecer a los judíos, sino también destruir toda huella de su destrucción, haciendo incluso de los judíos los obreros de su propia muerte. No se buscó solo matar, sino hacer desaparecer de la memoria humana la huella de una civilización.

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    Hace unos meses terminó el juicio relativo a los atentados en la sala de concierto Le Bataclan en Francia. Salah Abdeslam, el único sobreviviente, guardó silencio los cinco años en que estuvo en la cárcel. Hablaba solamente para reiterar su fidelidad al Dios que ordenó esa masacre. Al cabo de meses y meses de juicio, pidió perdón a los familiares de las víctimas. Muchas personas replicaron que su remordimiento era falso. Sin embargo, aunque no podamos saber si se quebró el silencio que lo hacía inmune a la comunidad, por lo menos se modificó. Sea cual sea su verdadera relación con el crimen cometido, el lenguaje del acusado se desplazó desde el Dios a nombre de quien habría cometido los atentados hasta la comunidad que lo juzgaba, pero sobre todo que esperaba de él una palabra.

    Esta incertidumbre relativa a la sinceridad de un imputado es estructural. Ninguna palabra es absolutamente transparente. La ficción, el ponerle color a un hecho o a un sentimiento, nos constituye y es constitutiva de los hechos. Por lo tanto, no hay un camino seguro o “puro” fuera de lo inquebrantable, fuera de lo que nos hace inmunes y mudos frente a la violencia. Lo inquebrantable no es una maldad personal; es una estructura del comportamiento. Nos constituye de forma universal. En la medida en que la lógica constituye a los seres humanos como seres racionales, lo inquebrantable es de cierta forma una condición humana. La violencia, su ejercicio ciego, no es solo una posibilidad inminente, es un tejido. Fabricamos fuerzas y somos un producto de la fuerza (de la lógica). Podemos, sin embargo, movernos dentro de esta lógica y construir contextos que permitan hacer que sean las otras personas o los otros seres, los hechos, sus singularidades, las que inspiren nuestras palabras (aunque sea para mentir) y no verdades inmutables (como el Dios de Salah Abdeslam) o evidencias lógicas (como la del diputado). No estamos nunca lejos de la fuerza, de lo inquebrantable. Es más, estamos siempre adentro, siempre vueltos “piedra”, ya que la coherencia lógica es requerida para la formación de nuestro pensamiento. Pero la palabra nos dispone también a la proximidad de los hechos. Es con ella que sentimos, que nos acercamos o nos alejamos. Gracias a ella pensar es más que un razonamiento lógico. De esta manera, si no hay salida a nuestra condición de piedras, algo hace que las piedras vacilen, que un rostro se quiebre, una mano lo sostenga, o un silencio pueda mutar en mentira.

     

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    Este ensayo es parte del proyecto Fondecyt 1210921.

  240. El cementerio de los vivos

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    No sorprende, dada la pobre circulación de la literatura brasileña en librerías, que el nombre de Lima Barreto sea poco más que un código secreto en cofradías de lectores chilenos. Hasta la publicación de Diario de hospicio y otros textos por la editorial Montacerdos, la obra de Afonso Henriques de Lima Barreto (1881-1922) solo existía en español representada por sus dos novelas capitales: Recuerdos del escribano Isaías Caminha (1909) y El triste fin de Policarpo Quaresma (1911), publicadas en conjunto por la editorial Ayacucho en 1978 y por separado, ya en este siglo, en España por Universidad del País Vasco y en Argentina por Mardulce.

    Lima Barreto, junto a Machado de Assis, Oswald de Andrade, Mário de Andrade y Guimarães Rosa, es uno de los fundadores ineludibles de las letras de su país. Su escritura, pre-moderna según la historia literaria brasileña, despliega un retrato crítico de la sociedad carioca que vivió, un ambiente marcado por el despotismo de la república velha, el latifundio y una esclavitud recién abolida en 1889. No podía ser de otro modo, Lima Barreto era hijo de padres mulatos y el pasado esclavista le mordía los talones por el lado de su abuela materna. El trauma transgeneracional de la esclavitud aparece y reaparece en su escritura, por ejemplo en la voz del protagonista de Isaías Caminha, una versión apenas velada de sí mismo.

    Al revés de Machado de Assis, conocido como “el mulato de alma griega”, Lima Barreto no disimula su origen ni exagera su helenismo en el obsesivo autoanálisis que plasma en Isaías Caminha y Policarpo Quaresma, es más, enfrenta la mediocridad y la impostura para encarnar, en palabras de Francisco de Assis Barbosa, al “portavoz de las amarguras y los sueños de una capa social sufrida y marginalizada de la población brasileña”.

    Por innata rebeldía o por haber hecho sus primeros pinitos en el periodismo, Lima Barreto no acomoda su estilo al parnasianismo imperante y desestima la floritura preciosista de sus contemporáneos. Su escritura es desprolija, tiende a la oralidad y rehúye el esmerado extractivismo de diccionario donde se refugiaron escritores como el entonces célebre Henrique Coelho Netto. Es justo esto lo que lo ubica incómodamente como pre-modernista, siendo que es dueño de rasgos estéticos similares a los de modernistas como Oswald de Andrade y Patrícia Galvão (Pagu).

    Quizás esa delicadeza y esa cordura sean lo que convierte a Lima Barreto en un observador tan agudo, en un alienado tan enfermo de literatura que es capaz de consolarse a sí mismo diciendo: ‘Mientras trapeaba, lloraba; pero me acordé de Cervantes, del propio Dostoievski, que debieron haber sufrido más en Argel y en Siberia. ¡Ah! La literatura o me mata o me da lo que yo le pido’.

    Diario del hospicio y otros textos reúne los diarios que Lima Barreto escribió en su segunda caída en el hospital psiquiátrico tras una crisis de delirium tremens y dos novelas inconclusas que se alimentan de anotaciones pergeñadas en su encierro: El cementerio de los vivos y Como llegó el “Hombre”. De entrada, el autor confinado declara: “No me incomodo demasiado con el Hospicio, pero sí detesto esta intromisión de la policía en mi vida”. Sabe que está perfectamente cuerdo pero también que de quedar en libertad arriesga una recaída que podría costarle la vida e infinitas molestias a los suyos. Quizás esa delicadeza y esa cordura sean lo que convierte a Lima Barreto en un observador tan agudo, en un alienado tan enfermo de literatura que es capaz de consolarse a sí mismo diciendo: “Mientras trapeaba, lloraba; pero me acordé de Cervantes, del propio Dostoievski, que debieron haber sufrido más en Argel y en Siberia. ¡Ah! La literatura o me mata o me da lo que yo le pido”.

    El texto del diario es un recorte vibrante de la vida en el “gehena social” al que son arrojados inmigrantes, obreros y aristócratas caídos en desgracia. Lima Barreto deja constancia de sus quejas, sus actos irracionales y sus suicidios: “Aquí en el Hospicio (…) yo solo veo un cementerio: unos están en criptas y otros en la fosa común. Pero así y asá, la locura se burla de todas las vanidades y sumerge a todos en el insondable mar de sus caprichos”.

    Este libro, traducido y prologado solventemente por Matías Rebolledo, lejos de ser un capricho bibliográfico es una rara joya en nuestro medioambiente editorial (ensombrecida apenas por la cantidad de erratas). Es el vívido testimonio de un “suicidado por la sociedad”, un corresponsal de genio único encerrado en una celda con 19 locos que el 16 de enero de 1920 escribió: “Se suicidó un enfermo en el pabellón. El día está lindo”.

     


    Diario del hospicio y otros textos, Lima Barreto, Montacerdos, 2022, 250 páginas, $16.000.

  241. Jorge Edwards (1931-2023): Memoria, clase y época

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    Si se quiere, Jorge Edwards fue el último gran representante y también el último rehén de esa mixtura tan latinoamericana de escritores que ejercen la carrera diplomática o de diplomáticos que se tientan con la literatura. En un momento esa fue la quilla con la cual se abrió camino en las letras chilenas y, después de un tiempo, ese fue también su estigma, el que le negó reconocimientos que merecía y lectores que lo hubieran apreciado.

    Como era un personaje comedido, sociable, gran conversador, lo que se llama un hombre de mundo y buenas maneras, fueron muchos los que se confundieron y creyeron hasta el final que la literatura de Edwards era un juego de salón. Mal por ellos, porque o no lo leyeron o, habiéndolo leído, nunca lo entendieron. La verdad es que, a pesar de las cordiales apariencias y a pesar de los civilizados alcances de su producción, en los mejores escritos de Edwards hay más filo, coraje y atrevimiento que en muchos escritores que, estando identificados desde siempre con la insumisión o el rupturismo, se dedican a escribir autobiografía de cabros chicos. Hasta ahí llegan: se quedaron pegados de Papelucho.

    Edwards no fue por la vida, en cualquier caso, cobrando eventuales dividendos en la caja del arrojo o la independencia. Nunca posó o militó como escritor engagé, aunque cuando lo tuvo que hacer no eludió el bulto y se la jugó, como cuando durante la dictadura de Pinochet integró el Comité de Elecciones Libres, entre otras agrupaciones cívicas. Tampoco escribió para cambiar el mundo, aunque sí —movido por una mirada curiosa y casi siempre intrigada— para observarlo, estudiarlo, conocerlo, admirarlo o desmitificarlo. Lo que mejor supo hacer era eso: mirar a la gente, a su país, a su época. Mirar y mirarse con distancia.

    *

    Vargas Llosa cree que Edwards fue un escritor que se ganaba la vida como diplomático y no un diplomático que escribía. Su afirmación es mucho más que un juego de palabras, pues no deja de ser una ironía que haya sido él, arquetipo según muchos del escritor acomodado e inofensivo, quien terminó por dividir radicalmente las aguas de la literatura latinoamericana al publicar Persona non grata, el más contundente memorial de cómo la Revolución cubana había devenido en una dictadura totalitaria y feroz. Es cierto que para entonces —año 1973— el rey estaba desnudo y lo estaba desde hacía bastante tiempo. Curiosamente, eso sí, nadie desde las veredas de la simpatía a la revolución, que eran las suyas y de sus amigos, se había atrevido a decirlo públicamente. Los valientes preferían callar, entre otras cosas, porque siempre pueden existir buenas razones para hacer la vista gorda: comodidad, vasallaje, acostumbramiento, temor a enemistarse con el poder, cálculo y sensatez para no entregarle supuestamente municiones al enemigo. Cuento viejo e indecoroso: es el consabido discurso de los mandarines que nunca faltan y que prefieren “dar la pelea por dentro”.

    Después de Persona non grata nada volvió a ser igual en el debate cultural latinoamericano. Las aguas se dividieron irreversiblemente y Edwards terminó pagando con vetos, con ataques, con ninguneos y subestimaciones, el valiente testimonio que entregó. Desde la izquierda, porque era un traidor; desde la derecha, porque no era confiable. No solo había sido un observador privilegiado del caso Padilla, que es el escándalo a raíz del cual buena parte de la intelectualidad mundial rompe con Castro en 1971, sino también un actor de primera mano. Fue en sus aposentos en el hotel Habana Riviera, donde se alojaba como encargado de negocios y el hombre llamado a abrir la embajada chilena en La Habana, donde el poeta Heberto Padilla y muchos de sus amigos sueltos de lengua se reunían a conversar, a quejarse o a recriminarse, en un distendido clima de confianza y amistad, de los fatídicos humores totalitarios que habían capturado a la revolución.

    La verdad es que, a pesar de las cordiales apariencias y a pesar de los civilizados alcances de su producción, en los mejores escritos de Edwards hay más filo, coraje y atrevimiento que en muchos escritores que, estando identificados desde siempre con la insumisión o el rupturismo, se dedican a escribir autobiografía de cabros chicos.

    Obligado muy poco después de eso por las autoridades policiales a dar razón de sus dichos, Padilla, después de 38 interminables días de arresto en que nadie supo nada de él (estuvo detenido en la Villa Marista), tuvo que leer en una sesión pública de la Unión de Escritores Cubanos una patética carta de autocrítica, donde se reconoce a sí mismo como “contrarrevolucionario objetivo”. Dijo que no merecía estar libre, a pesar de la alharaca internacional orquestada por sus amigos del exterior, y a partir de ese momento se convertiría primero en un cautivo y en seguida en una triste y lastimada figura fantasmal que sobrevivió por algunos años en el desempleo, el alcoholismo y encargos menores, hasta que en 1980, en gran parte gracias a la presión del senador Edward Kennedy, pudo abandonar la isla.

    Jorge Edwards estuvo lo bastante cerca del caso para que las autoridades cubanas se quejaran al presidente Allende del ADN del representante chileno enviado. La queja fue directa del propio Castro al mandatario chileno. Pero hasta el final el dictador jugó el juego doble que era su especialidad. El día antes de la fecha programada para el regreso de Edwards a Chile, Padilla y su pareja ya habían sido arrestados y no es casualidad que esa misma noche, conviene insistir, esa misma noche, se haya dejado caer el propio Fidel Castro en el hotel de Edwards para darle su despedida. Lo tenía entre ceja y ceja. Le hizo creer que le había tomado simpatía, que apreciaba su profesionalismo diplomático impasible, su manejo y autocontrol. Debe haber supuesto que eran los minutos finales de la carrera diplomática del escritor y que en Santiago lo esperaba por lo menos la expulsión del servicio diplomático. No debe haber quedado muy contento cuando a los pocos días se enteró que Edwards —más como premio que como castigo— era enviado a París como ministro consejero de la embajada que encabezaba Pablo Neruda, donde permaneció hasta el día del golpe de Estado, cuando las nuevas autoridades sí lo expulsaron. En el apéndice que escribió Pilar Donoso, “El boom doméstico”, para el libro de su marido, José Donoso, Historia personal del “boom”, está el relato de una gran escena en la casa de los Donoso en Barcelona. Edwards ha llegado a la ciudad de paso, se está alojando en casa de Vargas Llosa y viene a comer donde los Donoso luego de su problemática misión en La Habana. Sabía que tenía que asumir en cosa de días sus nuevas responsabilidades en París, pero Pilar lo describe descolocado, nervioso, ensimismado y resueltamente paranoico. Recién estaba reponiéndose del peligroso juego de chismes, soplonaje, micrófonos ocultos e informes de inteligencia que cercaron sus días en Cuba. Poco tiempo después sacaría su libro, con un detalle no menor: estaba casi en prensas cuando se produjo el golpe de Estado en Chile.

    ¿Había que detener el lanzamiento porque las circunstancias habían cambiado o para evitar, por último, las acusaciones de hacer leña del árbol caído, que de todos modos su autor iba a recibir? ¿Era mejor esperar o no esperar? ¿Esperar qué (que era lo que le aconsejaban sus amigos, incluyendo a Vargas Llosa y el propio Pablo Neruda), teniendo en cuenta que el momento era aquel?

    Al final el autor optó con su editor, Carlos Barral, por dejar el libro igual y agregarle un epílogo. Como era previsible, la publicación fue recibida como una bomba de tiempo, con silencio y frialdad. No volaba una mosca y nadie dijo una palabra en las primeras semanas, hasta que Octavio Paz instó a Vargas Llosa a publicar un histórico comentario en su revista, Vuelta, lo que le valió al autor de La ciudad y los perros el veto furioso y definitivo de la izquierda castrista. Ojo, que Vargas Llosa está en ese momento todavía lejos de estar en guerra con la revolución. Su corazón sigue estando con Cuba. Dice que el libro de Edwards es un aporte crítico para salvarla, para corregirla antes de que sea tarde. También salieron en su defensa Emir Rodríguez Monegal, gran crítico uruguayo, José Donoso, que nunca fue parte de las trenzas del castrismo y, por supuesto, Cabrera Infante, que ya llevaba años exiliado en Europa. A solo semanas de haber aparecido, estaba claro sin embargo que Persona non grata tendría una cuesta empinada por delante.

    *

    Por más que fue el libro que, bien o mal, lo situó en las grandes ligas y lo convirtió en el invitado de piedra del panorama literario latinoamericano de las dos últimas décadas del siglo XX, Edwards es un escritor que trasciende en muchas direcciones los ejes narrativos de Persona non grata. Dicho eso, corresponde eso sí reconocer que su memorial cubano, que tiene algo de crónica, algo de memorias, algo de diario, algo de novela, algo de testimonio histórico, lleva como pocas veces en su producción estos mestizajes a un equilibrio que parece perfecto.

    Después de Persona non grata nada volvió a ser igual en el debate cultural latinoamericano. Las aguas se dividieron irreversiblemente y Edwards terminó pagando con vetos, con ataques, con ninguneos y subestimaciones, el valiente testimonio que entregó. Desde la izquierda, porque era un traidor; desde la derecha, porque no era confiable.

    Edwards nunca fue un escritor de un solo registro. En la nomenclatura de José Bergamín, que él mismo alguna vez citó, no era un escritor de menú fijo (los que practican un solo género) sino un escritor de menú “a la carta”. Siempre mezcló ficción con no-ficción, novela con ensayo, impresiones personales con datos históricos, historia social con crónicas privadas o de familia, conjeturas posibles aunque improbable con datos conocidos y validados por la historia. Y todo eso mezclado con el yo. Yo lo vi, a mí me lo contaron, lo leí en tal libro, me encontré con tal persona, me di cuenta tarde, lo anticipé desde temprano… Y así, suma y sigue. El suyo era un yo narrador potente, que interviene cuando menos se espera, que es vulnerable tanto a la duda como a la digresión, una voz mandada hacer para reiterar y redondear, que se maneja con destreza en el relato paralelo y en la frase subalterna, que pareciera disfrutar más del camino que del lugar al que quiere llegar. ¿Narcisismo? Bueno, ese siempre fue el sentir dominante de la tribu. En La muerte de Montaigne, que más parece un ensayo que una novela, reivindica la figura legendaria del ilustre pensador, político y diplomático, sobreviviente de las sangrientas guerras religiosas de Francia, y allí Edwards incluso se mide, por decirlo así, con el propio Montaigne. Y, guardando todas las distancias del caso, hay que reconocer que le resulta. Tenía un ego potente, es verdad, aunque dicho eso costará encontrar en las letras chilenas un escritor que haya hablado tanto y con tanta generosidad de otros escritores y ensayistas chilenos, De los antiguos y de los nuevos. De los de su generación (Donoso, Lihn, Jodorowsky, Luis Oyarzún, Jorge Millas), pero también de los más nuevos. Hasta de Bolaño, incluso.

    Es cierto que Edwards escribió cuentos buenísimos, la mayoría de los cuales son ajenos a los ensamblajes de sus textos mayores. Escribió por de pronto uno de los mejores de la literatura chilena de todos los tiempos: “El orden de las familias”, la historia de una pasión nunca muy bien asumida de un chico que está egresando del colegio por su hermana. Sí, por su hermana un poco mayor. La suya es una familia que todavía no se viene abajo, aunque está crujiendo. Edwards era un especialista en este fenotipo: ruinas, discreción, frustraciones, secretos, apariencias. Al padre le ha ido mal por años. Ella, la hermana, está siendo cortejada por un joven más bien obeso, insignificante, intercambiable, aunque de muy buena posición económica. La madre advierte antes que nadie que el matrimonio podría ser la salvación de esa casa. Pero también el fracaso del protagonista. Un relato notable.

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    Edwards decía siempre que había llegado a la escritura por el camino de la lectura y a la novela por la vía del cuento. En una entrevista declaró incluso que nunca había salido del cuento, que siempre volvía a él: “Porque, escribiendo novelas, me quedan cabos sueltos, que son cuentos”.

    No obstante haber sido formado en los jesuitas en un canon más bien hispanófilo ya casi olvidado —mucho de Campoamor, bastante de Azorín, Unamuno y Baroja, aunque también de Leon Bloy y Claudel, acervo que él iría ampliando después en la adolescencia con el Joyce de Dublineses o las novelas de Paul Bourget— Edwards formó parte con Donoso, con Lafourcade, con Jodorowsky, con Enrique Lihn (en cuya figura se inspira vagamente su novela La Casa de Dostoievsky), de la avanzada de escritores que reivindicaron en los años 50 la modernidad y abjuraron de lo que se había escrito en Chile hasta entonces. No les interesaba Eduardo Barrios ni Luis Durand ni Mariano Latorre. Les interesaba Faulkner, T. S. Eliot, Neruda, Huidobro, Kafka. Salvaban, claro, a María Luisa Bombal, que venía de otra matriz. Les interesaba no el campo sino la ciudad. Rompieron con el Chile pobretón y nostálgico de las riquezas pasadas, un poco anquilosado y desencantado del presente, disociado año tras año, década tras década, entre un notorio desarrollo político que ni por un minuto dejó de sembrar expectativas de prosperidad o reparación social y un deprimente desarrollo económico que no hizo otra cosa que sepultarlas en el fracaso y la pobreza. El país pagaría caro en los años 70 esa disociación.

    En ese grupo, que se terminó disipando en muy distintas direcciones, Edwards mantuvo desde un comienzo una identidad que fue ratificando año a año en una dirección central que Vargas Llosa caracteriza así: “La de un escritor realista, apasionado por la historia, la ciudad, los recuerdos, dueño de una prosa clara, de andar lento, a ratos quieta, repetitiva, memoriosa, elegante y medida, en la que curiosamente coexisten la tradición y la modernidad, la invención y la memoria, vacunada contra los desbordes sentimentales, la cursilería y la truculencia”.

    Edwards mantuvo desde un comienzo una identidad que fue ratificando año a año en una dirección central que Vargas Llosa caracteriza así: ‘La de un escritor realista, apasionado por la historia, la ciudad, los recuerdos, dueño de una prosa clara, de andar lento, a ratos quieta, repetitiva, memoriosa, elegante y medida, en la que curiosamente coexisten la tradición y la modernidad, la invención y la memoria, vacunada contra los desbordes sentimentales, la cursilería y la truculencia’.

    Es posible que a esos rasgos haya que agregar el factor de clase. Edwards proviene de un riñón de la antigua elite. Su clase fue una burguesía ilustrada, aunque un tanto venida a menos. La decadencia social, el tema que fue una gran herida en Donoso, es también un trauma no menor en el mundo de Jorge Edwards. En algún sentido, fue la clase lo que demarcó las fronteras de su imaginario. Tuvo perfecta conciencia al respecto y nadie diría que trató de salirse de ahí. En sus libros no está el llamado Nuevo Chile. No hay obreros ni proletarios. No está tampoco esa clase media emergente viviendo en una caja de fósforo, con un plasma enorme en la sala y con auto pagado en cuotas. La pobreza que se ve en sus libros es la otra, la de cuello blanco pero con camisas raídas, la de gente que se fue quedando atrás y le pasó la historia por encima. Puede que Los convidados de piedra, novela sobre el derrumbe de la democracia, sea la más explícita en esa conexión con la clase: son todos burgueses enfrentados unos a otros en el Chile con toque de queda de octubre del 73 y que no son capaces de soportarse ni a ellos mismos.

    *

    Aunque le gustaban las novelas grandes, como no podía ser de otra manera siendo un lector tan apasionado de la literatura francesa (eso sí que bastante más próximo a las puntadas sin hilo de Stendhal que al constructivismo maniático de Flaubert), es posible que a veces lo abrumaran los problemas asociados a la consonancia de distintas estructuras narrativas en un solo libro. Por eso con frecuencia tendía a dar los problemas por resueltos cuando muchas veces ostensiblemente no lo estaban. No por eso, sin embargo, él se iba a bloquear. Seguía adelante y a pesar de esos lomos de toro, sus narraciones discurrían tensas, envolventes, robustas e inspiradas.

    Posiblemente las dos novelas de estructuras más complejas que escribió, El sueño de la historia y El inútil de la familia, tienen pasajes que a veces hacen ruido. Pero como conjunto son relatos ambiciosos, sinfónicos, imponentes, que aparte de rescatar buenos personajes y retratos de época (de Toesca y su mujer, de Edwards Bello y de sí mismo), rescatan también mucho del país que fuimos en la colonia, del que seguíamos siendo a mediados del siglo pasado y del que fuimos en los años finales del Pinochet. En las novelas de Edwards Chile, más que un tema, es una atmósfera, un hedor engañoso, un vapor que se te pega a la piel y que, en determinadas circunstancias, te puede incluso envenenar.

    También se le dio en términos gozosos el relato más chico, más despeinado, menos estructurado, por así decirlo. Era bueno para sugerir, para entregar trazos, para dejar cabos abiertos. De esas habilidades suyas extrajo excelentes novelas, como El origen del mundo y El museo de cera. Ambas son muy distintas, aunque las dos están cruzadas por el tema de los celos. El origen del mundo bien podría ser la mejor novela chilena de temperatura erótica en personajes ya próximos a la tercera edad. Este es otro rasgo del autor: supo ir envejeciendo con sus personajes. El museo de cera, por su parte, es una novela más rara. En un país donde tiene lugar una revolución y una contrarrevolución después, el Marqués de Villa Rica encarga a un escultor perpetuar el momento en que sorprendió a su mujer con un amante. ¿Qué movió al protagonista a inmortalizar el adulterio de su mujer? ¿Voyerismo, autocastigo, humillación? Esta es una inmersión en terrenos jabonosos y distorsionados, en los cuales Edwards —qué duda puede caber— se manejaba con sutileza. Con sutileza aunque de manera obsesiva, porque esta pulsión, que era muy suya, lo llevó muchas veces a prescindir de los equilibrios, de las explicaciones, de las historias redondas, de los desenlaces que encajan como piezas de un rompecabezas. Al diablo con esos resguardos y recatos.

    El historiador y ensayista peruano Alfredo Barnechea parece tener la razón cuando dice que el modelo literario en el cual trabaja Edwards le debe mucho más a la literatura francesa del siglo XVIII que a la del siglo XIX. Es un escritor realista, por supuesto. Pero un escritor que pocas veces está en paz con el verosímil, que no tiene problemas en ambientar una historia mefistofélica en Ovalle, que se deja seducir tanto por Montaigne como por Rousseau, que se deja llevar tanto por las simetrías como por el mito del eterno retorno, que disfruta con los vuelcos filosófico-morales de sus personajes y asimismo con el tono de fábula, de moraleja un poco cruel que alcanzaron algunas de sus mejores narraciones.

    Precisamente porque fue un escritor de la memoria, no faltaron los que se sorprendieron muchísimo cuando comenzó a publicar sus memorias el año 2012. Pero, cómo, dijeron, ¿no era justamente eso lo que había hecho toda su vida? Bueno, sí y no. El primer tomo, Los círculos morados, que llega hasta la época de la Revolución cubana, funciona con total autonomía de su obra anterior, y Esclavos de la consigna, el tomo dos, que también es un buen libro, tiene el tono desencantado de quien va absorbiendo con el tiempo golpes y desprecios, años y desilusiones, rebeldías y acomodos, amistades y rupturas, duelos y soledades.

    *

    En lo básico, como él mismo lo dijo, Jorge Edwards fue un escritor de la memoria. De la memoria personal y de la memoria colectiva. En su caso esto se tradujo en una fidelidad a su clase, una burguesía que tenía más pasado que futuro, no muy boyante que digamos; también a su época, el Chile de mediados del siglo XX, y desde luego a la gente que conoció.

    Precisamente porque fue un escritor de la memoria, no faltaron los que se sorprendieron muchísimo cuando comenzó a publicar sus memorias el año 2012. Pero, cómo, dijeron, ¿no era justamente eso lo que había hecho toda su vida? Bueno, sí y no. El primer tomo, Los círculos morados, que llega hasta la época de la Revolución cubana, funciona con total autonomía de su obra anterior, y Esclavos de la consigna, el tomo dos, que también es un buen libro, tiene el tono desencantado de quien va absorbiendo con el tiempo golpes y desprecios, años y desilusiones, rebeldías y acomodos, amistades y rupturas, duelos y soledades. Desde luego, este segundo tomo está muy marcado por lo que fue para él la experiencia cubana.

    Enrique Krauze, el editor de Letras Libres, a propósito de Persona non grata escribió: “Edwards decía que la literatura, el periodismo literario, la edición, la cátedra, los cafés de la rivera izquierda del Sena y de las capitales de América Latina eran nidos de censores, de soplones vocacionales. Esclavos de la consigna, como había dicho Vicente Huidobro”.

    Otro tanto debe decirse de Adiós, poeta, un notable rescate de la figura de Pablo Neruda en función del poeta que él leyó y admiró de joven, y con quien desarrolló una amistad larga, muy conversada, muy caminada, muy bien comida y muy tomada, que culmina en los años en que se convierte en su sombra en la embajada chilena en París. Neruda ya estaba enfermo y, porque no le gustaba lo que estaba ocurriendo, estaba preocupado por el gobierno de Allende. Adiós, poeta es por supuesto el libro donde Edwards mejor despliega la versión suya del Neruda socialdemócrata, políticamente muy moderado y cauteloso no solo frente a la revolución cubana, con la cual el poeta había caído en desgracia, sino también frente a la radicalización del gobierno de Allende. Edwards insistió hasta el final en el realismo político de Neruda, no obstante que el poeta, públicamente al menos, no se apartó en vida ni un solo milímetro de la ortodoxia del PC.

    Premio Nacional de Literatura en 1994, cuatro años después de que lo obtuviera José Donoso en el momento en que Chile volvía a la democracia, Edwards también obtuvo el Premio Cervantes en 1999. En España nunca fue un suceso editorial, pero sí llegó a ser querido en pequeños círculos y respetado más ampliamente. La escena literaria es más grande y está menos contaminada. Aparentemente, lo apreciaban más que en Chile. No es extraño por lo mismo que haya preferido morir en Madrid. Hasta en eso fue consecuente porque, llegado su momento final, también supo mantener las distancias.

  242. Un segundo de ceguera

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    En el segundo de sus tres libros, Damsi Figueroa (Talcahuano, 1976) escribe: “Rondo al hombre y lo desconozco / porque toda transformación impone un segundo de ceguera”.

    Se podría decir que su poesía supone —o realiza, más bien— una transformación así, porque impone u obsequia una especie de ceguera, una total descolocación del entendimiento y del corazón que dura un segundo. Pero un segundo de efecto infinito. Ceguera que nunca se quita del todo; es lo que tiene de alumbramiento todo deslumbre. No se trata de una transformación parafernálica, vistosa, sino de una sutil costura de frases, modos e imágenes entre cuyos hilos los sentidos, los sentimientos y los pensamientos se intensifican y se vuelven novedosos, se dan en libre vuelo e hipnótico canto. Es una poesía que pareciera tener un “ojo de pájaro en su centro”.

    Terry Eagleton escribió que mientras “el lenguaje científico y legal pretende restringir el significado”, esto es, precisar conceptos, acotarlos, “el lenguaje poético busca su proliferación”. Y lo que hace Figueroa lleva ese afán tan lejos como es posible. Hay temas o asuntos en sus poemas, pero no son ajenos al “apocalipsis del motivo” y la multiplicación de los alcances.

    ***

    Damsi Figueroa publicó Judith y Eleofonte en 1995, Cartografía del éter en 2003 y Muerte natural en 2021, reunidos —revisados— ahora en Signos vitales. Investigadora de poesía mapuche y de didácticas poéticas infantiles, con los años uno de sus poemas, “Autorreconocimiento”, se volvió un hito, un hit:

    Yo no soy la que se pierde tan pronto como se la encuentra

    El amor en mí no se toca

    Se escribe

    Yo no soy piadosa con los hombres de poca fe
    No intercambio los calzones con nadie
    En cambio asumo la desvergüenza de una desnudez colectiva
    en una casa de playa o en una playa a secas
    Yo no me complico la vida omitiendo adverbios y conjunciones

    Patino por la hoja

    Y tapo los surcos amargos con la sangre de mis amigos

    (…)

    No es una poesía que comparta los hallazgos de su honda indagación por medio del acopio o la insistencia. Es, más bien, una poética de la resistencia, la concentración. Leyendo Signos vitales se tiene la impresión de acceder al decantado —lo que resistió en pie— de una escritura que antes abrazó mucho más, dejando como huella versos donde hasta “el aire, la noche y el agua se contemplan / y se abrazan”. Maravilla del arte de la comprensión y la compresión —no reducida al verso corto y lo minúsculo.

    En casi 30 años, descontada su poesía infantil, ha publicado tan solo 40 poemas. Especialmente los 30 del segundo y tercer libro le sacan modulaciones y cadencias joviales a la lengua y la abren a lo real y lo incierto al mismo tiempo. Son el canto de una búsqueda misteriosa. El asombro es por eso emoción irrecusable en su lectura.

    Para tan acotada cantidad de poemas —por lo general breves, además; pocos superan la página— el espesor que portan, la delicadeza y la intensidad con que se abren paso, constituyen una forma de decir inaudita. En su forma de parecerse a varios, no se parece a nadie, porque hay algo en su escritura que se ‘alarga tuerce recoge y oscurece / finalmente en el eco del canto que desflora’.

    Para tan acotada cantidad de poemas —por lo general breves, además; pocos superan la página— el espesor que portan, la delicadeza y la intensidad con que se abren paso, constituyen una forma de decir inaudita. En su forma de parecerse a varios, no se parece a nadie, porque hay algo en su escritura que se “alarga tuerce recoge y oscurece / finalmente en el eco del canto que desflora”. En ella lo real comparece antes como visiones que como simples vistas o referencias, como la Isla Quiriquina, móvil en estos versos, viva, histórica, fantasmal, hipnótica.

    Decía que esta poesía abre sentidos y sentimientos; diría aún más: inaugura, si no realidades, comprensiones. Leer el poema “Muerte natural” es volverse un naciente. Muestra el “trabajo de entender” que se dan “solo las niñas”. Si hubiera una cifra o especificidad del saber femenino que nace en la niñez y dura para siempre, este texto la deja ver con generosidad: “Ellas descubren / que el mundo no está hecho de palabras (…) / enseguida, se vuelven silenciosas / y construyen escondites donde no penetran los adultos / sus leyes, ni las leyes de la física / ni las leyes del dolor, / ni las leyes del sometimiento”. Y así logran comprender “el torbellino de la existencia / sus golpes, sus latidos, olas de vida vibrante”.

    Y ese poema, que cito a tropezones pero que leído entero no tiene tropiezo alguno, viene significativamente a continuación del que quizás sea el poema mayor de Figueroa: “La distancia relativa de una isla”. En 57 versos se transita ahí de la epifanía a la crónica con la soltura del viento y por no sé qué asociaciones —por lo pronto, el paso de danza con que lo vocativo y lo narrativo recalan en el aforismo o la anunciación misteriosa—, recuerda la experiencia de leer alguno de esos poemas perfectos que escribieron Eduardo Anguita o Ximena Rivera.

    Son cercanías posibles para un “canto terrestre” muy propio, por no decir muy único. Propio y único por cómo “deletrea con sencillez máxima cosas profundísimas”, al decir de Verónica Zondek, por cómo escancia ritmos y humanidad en cada letra, por cómo abre espacios y los habita sin copar. De ahí las palabras con que Gonzalo Rojas saludara temprano esta poesía: “No hay página que no toque el fundamento. Ni la Pizarnik me trae tanto: contención, desapego, imaginación, videncia”. En ecos, guiños y préstamos de otras poéticas no se queda corta. Es una poesía dialogante en más de un sentido, que piensa al poema mismo siempre, pero eso es un rasgo de su hacer, no su techo. Revive todo lo que toma.

    Si como decía una vieja canción, algo quita quien nada deja, de la poesía de Figueroa podría decirse justo lo contrario, que algo deja una poesía que nada quita. Nos devuelve al que es su espacio o unidad vital más explícita: el segundo, no el instante ni el momento sino el segundo, ese brevísimo lapso de tiempo donde puede ocurrir la eternidad. Se ve con fuerza en el hermoso “Sobre los bellos durmientes”, poema “para ser escrito sobre los durmientes de la línea férrea”. Poner solo una palabra por verso y desplegarla en el largor veloz de una ferrovía (y de la página) resulta una precisa estrategia para aligerar a velocidad de segundos la carga de un poema intenso y toda su “motora / prefiguración / del / desastre”. Lo mismo cuando, en sentido contrario, su único poema en prosa parece ser la mejor forma, “un baile oceánico”, de concentrar recuerdos y olvidos.

    ***

    Una abuela trabaja incasablemente pedaleando en su máquina de tejer frente a una gran ventana y ese retrato convive en estas páginas con “el susurro esquizofrénico de la naturaleza del hombre”, y hay “semen sobre las plumas del cisne”. Entre medio el silencio “es una puerta entrecerrada / … no tiene trampas, sino abismos”, es “un abrigo con los bolsillos rotos”. En ese cruce entre énfasis y discreción, esta poesía deviene pensamiento, agudo escolio a todo lo humano: “Los orgasmos son / puro silencio derrochado”.

    En Muerte natural, de 2021, conviven lo mapuche, lo angélico, los pájaros y una brevísima “Historia del hombre de Occidente”, donde la Historia es interceptada por la contingencia bajo la forma de un boleto de micro. Ese boleto hace al poema. Y en la última página hay una adivinanza o tal vez la formulación de un misterio; es probable que desde Los detectives salvajes la literatura chilena no ofreciera unas líneas finales que nos dejaran tan colgados en una pregunta.

    Hay que esperar por los fuegos silvestres / con el corazón encendido y en silencio… Hay que saber esperar / y agradecer al sendero / a su mano oscura / que nos regresa siempre”. Eso pide esta poesía, y regala a cambio, para habitar esa espera, esa inminencia, un segundo de ceguera, algo anterior al deslumbramiento y posterior a la intuición, el segundo en que algo se alumbra, como en la aurora, cuando algo nace y algo muere y somos por un segundo ciegos no por no ver, sino por volver a ver como por primera vez, como quien tiene un cuerpo nuevo.

     


    Signos vitales, Damsi Figueroa, Aparte, 2022, 62 páginas, $13.000.

  243. Colombina Parra sobre Otro tipo de música: “Es un libro que se vino haciendo solo desde hace mucho tiempo”

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    Un hombre mayor caminando por la calle al que no puede evitar acercarse porque le recuerda a su padre; una conversación después de muchos años con un ejecutivo discográfico que trae de vuelta su desdén por esa industria; su deseo de ser un primate frente al consejo sanitario de lavar también el celular durante la pandemia; el inicio de sus perplejidades respecto de las relaciones humanas, al recordar cuando fue elegida compañera del año en su colegio, sin haber cruzado apenas palabra con alguien; la descripción del revuelo doméstico previo a una visita importante, como la de Mario Vargas Llosa… Estas son parte de las escenas que Colombina Parra reúne en su libro Otro tipo de música. Bajo títulos como “Recordándote”, “Guitarras sonando”, “Lou Reed” y “Lo que no dije en un funeral”, la autora desarrolla una serie de pequeños relatos personales, pensamientos, diálogos y experimentos literarios.

    Creo que es un libro que se vino haciendo solo desde hace mucho tiempo”, cuenta. “Tuve varios intentos que no llegaron a puerto porque perdí los manuscritos o porque no era suficiente la necesidad de hacerlo. Podía tardar. Como perdí los primeros manuscritos se rehicieron de nuevo, se acomodaron de otro modo en la cabeza y en el lápiz. La editorial se me acercó por uno de los relatos que había subido a Facebook y me preguntaron si tenía más”.

    Es el primer libro de la música y arquitecta, quien aprovechó el encierro pandémico para escribir. Dice que “salieron todos estos relatos como lluvia inesperada, sin querer”. Buena parte del material, de hecho, se enfoca en experiencias durante la pandemia de Covid-19 y en las reflexiones que le despertó aquel periodo de restricciones sanitarias y distancia social. Pero el conjunto de temas cristaliza una serie de intereses que, yendo de lo alto a lo bajo y de lo general a lo minúsculo, expresan una muy determinada sensibilidad y forma de mirar; algo así como un autorretrato impresionista en palabras.

    ¿La creación literaria es para usted “otro tipo de música”? ¿De dónde surge el título de este libro?
    El título viene de mi trabajo a partir de la obra Four 6, de John Cage. Siempre me había gustado su forma de hacer música, pero nunca la había comprendido tan bien como cuando me tocó montar y leer sus partituras. Cuando entré en sus signos pude ver que por primera vez se llevaban al papel los sonidos del mundo. Lo que hace él es un scanner de cómo se producen los sonidos en el espacio. Trabaja con el azar, pero de un modo matemático. Cada vez que terminaba un concierto y paraba de leer las partituras, aparecía la metáfora de la partitura en el espacio cotidiano. Cuando entiendes la música desde el modo en que él la construye, todo es música. Podría extenderme horas para hablar sobre esto y me encantaría hacerlo algún día en algún taller o algo así. Pero bueno, a grandes rasgos se trata un poco de eso. Cuando aprendes a escuchar la música que nos envuelve en todo momento, hasta los ruidos más macabros son parte de esa partitura. Son música.

    Registra distintas situaciones ocurridas durante la pandemia y el encierro. ¿Qué le reveló sobre usted y los demás aquella experiencia?
    Me reveló sin querer todo lo que está escrito en el libro.

    Cuando leí por primera vez el ‘Soliloquio del individuo’, a los 13 años lo admiré y me dije a mí misma ‘no puedo creer que el que escribió esto está aquí en la pieza de al lado’. No puedo creer que sintiéndome tan incomprendida en mi adolescencia este poema lo comprendía todo. (…) Si llegara a existir un poco de antipoesía en la forma en la que escribo la culpa no es mía. La culpa es de él.

    En un momento confiesa que ha escrito siempre desde la rabia y que le gustaría empezar a hacerlo desde el amor. ¿Este libro es parte de ese intento? ¿Qué situación anímica diría que predominó durante la escritura?
    La situación anímica creo que está en la frase de Juan Pablo II: “El amor es más fuerte”. Cuando escuché esa frase dicha por él, en esa época en que era una adolescente, me hizo tiritar. El tono en que la dijo era de una convicción total. Lo dijo casi con rabia. Cuando vino a Chile corrí a verlo. Lo vi arriba de su papamóvil transparente y, entre la multitud, en silencio, yo tenía esa frase en mi mente. Esa frase quedó metida en algún lugar del disco duro interno y creo que algo de eso hay en el libro. El amor permite al hombre volver a ser hombre, dice Marx.

    Los árboles también tienen una presencia importante en estos textos. Una imagen que repite, de hecho, es la suya abrazando alguno. ¿Qué lugar ocupa la naturaleza en su vida?

    Yo creo que para todo el mundo, la naturaleza ocupa un lugar importante. Hasta para los que la destruyen. Creo que si me salvé del encierro fue por recordar que existen los árboles. Me cuesta hablar sobre la pandemia, porque es traer esos recuerdos de encierro. Cuando los edificios se tapen de verde y las calles se transformen en parques continuos por donde nos podamos comunicar a pie, en bicicleta, vamos a poder darnos cuenta de que vivíamos en el infierno. Cuando las calles tengan lagunas con patos, animales, vacas, caballos, gallinas, huertos, ahí vamos a acordarnos del infierno en que vivíamos. Cuando abracemos un árbol vamos a decir por qué no lo hice antes. Creo que la “Carta del piel roja” es la que mejor explica tu pregunta. La situación anímica que tuve cuando escribí fue la de estar nadando en agua tibia. Fue la de mirar una montaña sin pensar en nada.

    Relata momentos desagradables relacionados al negocio de la música. ¿Afectaron esas experiencias su vínculo con la creación?
    No, por suerte no. Todas las puertas que te golpean en la nariz son antecedentes nada más. A veces eso te da más fuerza y le da una dirección a tu trabajo. Una voz. Una forma de enfrentarte o de transmitir o de resistir. De cambiar de rumbo. Te ayudan a abrir nuevos caminos. La resistencia tiene diferentes formas de expresión y si no fuera por todos los momentos desagradables, no existiría. Todo eso es material de trabajo. Son brochas y colores para tus pinturas.

    Ignacio Echevarría dice que este es un libro lleno de antipoesía. ¿Nota en su sensibilidad, en sus fascinaciones, en su modo de ver, el influjo de Nicanor Parra, su padre?
    Creo que sin querer. Me crie con él en toda la extensión de la palabra criar. Fue mi padre, mi madre y mi maestro. Cuando leí por primera vez el “Soliloquio del individuo”, a los 13 años lo admiré y me dije a mí misma “no puedo creer que el que escribió esto está aquí en la pieza de al lado”. No puedo creer que sintiéndome tan incomprendida en mi adolescencia este poema lo comprendía todo. Así fue como me inicié en una relación intelectual y terminé trabajando con él durante más de 30 años. Hicimos muchos proyectos juntos: editoriales, visuales, sonoros y arquitectónicos. Algunos salieron a la luz. Otros quedaron en maquetas. Si llegara a existir un poco de antipoesía en la forma en la que escribo la culpa no es mía. La culpa es de él. Según Rumi, lo que se hace es reescribir. Nadie escribe desde cero, todo es una reescritura de algo que ya se escribió antes. Y otro por ahí agregó que nadie entonces es dueño de su escritura, sino que es la comunidad la que hace que eso se escriba. Lo que algunos llaman el espíritu de la época. El espíritu de la época se encarga de que se reescriba en un momento presente algo que sucedió antes, de otro modo. Hay un poema de Teillier que explica muy bien esto. Mi padre es el espíritu de mi época que es esta que aún estoy viviendo. También Shakespeare, Marx, John Keats, Platón, Martín Fierro, Jodoroswky y todos los antipoetas que han existido. La antipoesía siempre ha estado, claro que mi padre la supo nombrar. O dicho de otro modo, quizás la supo sentar en sus rodillas.

     


    Otro tipo de música, Colombina Parra, Literatura Random House, 2022, 188 páginas, $15.000.

  244. Vibración

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    Tríada es el primer poemario de Francisca Pérez Morales. Partícipe de talleres literarios desde que era colegiala, becaria de la Fundación Neruda, mención honrosa en el concurso Roberto Bolaño, esta joven autora compone un texto de secciones enlazadas a partir de referencias numéricas, de allí el título de la obra y el epígrafe de Pixies. En ese sentido, Tríada parece orientada a la búsqueda de un equilibrio de expresión y contenido; sin embargo, dicho equilibrio entra en trayectoria de colisión con el propósito explícito de su hablante: destruir al padre. La potencia de este deseo desmantela la armonía: “la finalidad es la descomposición de las triangulaciones desde dentro, abriendo las grietas de los espacios oscuros, de la regla moral familiar”. Instalada en los confines del mundo y vuelta hacia el pasado, la voz de este poemario repasará una historia vital que es percibida como lastre y herida, “costras de óxido en la pared de sus caderas”, tal como se lee en el poema inaugural.

    La poeta trabaja con una escritura de verso breve, en la que se proyecta una voz anclada en el dolor, que atrapa escenas familiares tamizadas de violencia y que son apenas percibidas en el trasfondo oceánico que las contiene. El contrapunto espacial interior/exterior se despliega a través de imágenes desmembradas de la casa a lo largo de los poemas: niños que juegan bajo la mesa, toallas muertas, la pieza compartida con la madre, pasillos, una casita de perro, un sillón, una olla. En un marco acuoso y abisal emerge la orfandad de la sujeto, cuyo origen parece provenir de un trauma que ocurre dentro, en la más profunda intimidad de la familia.

    Si la finalidad es escarbar la grieta familiar, la sección que opera como su magistral expresión es “Taenia”, simbólicamente el núcleo del libro. El tono se vuelve casi gozosa confesión cuando se relata la aniquilación del padre, a través de la presencia de un parásito depredador en el que se ha travestido el yo, figurando tanto la degradación propia (“una sola noche pude verla/ la vi caer en el intestino grueso/ tenía mil rostros/ y todos se parecían al mío”) como la venganza contra el padre, cuyo accionar ha desarticulado el orden familiar. El nivel más hondo de ese interior será el cuerpo paterno, parasitado por su taenia-hija que emerge de las entrañas del padre destruido: “mi deseo siempre fue/ salir del vientre de algún hombre”. La venganza elegida es lenta y tortuosa. Hay en esa transformación una creatividad apabullante, pues es la hija quien se transforma en parte de ese cuerpo victimario, para emerger triunfante: “asomar mi cabeza/ por el agujero de su ombligo”, completando así el simbólico exterminio y desdibujando la idea misma de identidad.

    Si la finalidad es escarbar la grieta familiar, la sección que opera como su magistral expresión es “Taenia”, simbólicamente el núcleo del libro. El tono se vuelve casi gozosa confesión cuando se relata la aniquilación del padre, a través de la presencia de un parásito depredador en el que se ha travestido el yo.

    El episodio de ese padre que violenta/viola los cuerpos y trastoca los cimientos familiares es expuesto casi sin querer (“Usted nos llevó a una playa/ donde todo es doloroso/ Me sacaste los broches del vestido”) y recorre todo el poemario (“Abra bien los ojos/ abra bien las piernas”). En otra sección, indirectamente, emerge una alusión en medio de la enumeración de quehaceres cotidianos: “apagar la cocina lavar los platos sucios/ no dejar las niñas abiertas”. Por su parte, la madre, que está siempre presente en estos poemas, será compañera de orfandad, será figura de contención (“mi madre siempre me leía/ la historia de Dédalo e Ícaro”), pero también es desapego (“la sangre se coagula/ se agotan las ganas de ser madre”) y confusión para el yo, en tanto su cercanía con el victimario: “la leche materna chorrea el piso/ el semen del padre/ forma una mezcla pegajosa”. La vida de la hija, en definitiva, está sujeta a la desviación: “de niño duermes/ dentro de un televisor roto/ en una hora empieza la pornografía”.

    Tríada es un libro perturbador, de imágenes que se superponen y trastocan, y que opera con el corrimiento del sentido. El trauma vivido es tan radical y profundo que fragmenta los mundos y los decires de su hablante. La voz poética de Francisca Pérez asume la venganza de su estirpe y proyecta la figura de una mujer que disemina su yo y su orfandad en una escritura que se ofrece al escrutinio del mundo.


    Tríada, Francisca Pérez Morales, Overol, 2022, 72 páginas, $9.500.

  245. Hombres clandestinos

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    El Greco (2021) es la primera novela de Gaspar Peñaloza Avsolomovich, quien anteriormente publicó los poemarios Sedimento (2018) y Orbificios (2021); es, además, el compilador del libro Maraña (Alquimia, 2019), producto de un encuentro de poetas capitalinos y regionales realizado en Valparaíso.

    En esta ocasión, Peñaloza ofrece una novela breve, que transita entre la autobiografía, el relato familiar y la entrevista; aborda, a partir de una investigación personal, la vida privada de quienes asumieron la lucha armada contra la dictadura militar chilena, particularmente asociada a organizaciones como el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, incluyendo, además, menciones a la Operación Retorno, del MIR, enclavada en Neltume, Región de Los Ríos. En boca de Pancho, un alter ego del narrador, aparece la motivación por indagar en la historia de la resistencia a la dictadura: “Pero lo que prendió mi chispa no fue el horror, fue la resistencia a ese horror”. En ese sentido, el foco está puesto, más que en los hechos, en conocer la interioridad de los revolucionarios.

    En un tono intimista para tratar la historia de la oposición armada al régimen militar, el texto cruza lo personal con lo colectivo, pues se construye desde la perspectiva de un hijo, quien en un momento señala que “yo antes de empezar a estudiar la resistencia clandestina, quería escribir la historia de mi papá, no la de mi padrastro”. La chapa de este último, como integrante del FPMR, es la que da título a la novela.

    El Greco se compone de diversos testimonios recogidos por el hijo-narrador, quien también incluye reflexiones sobre el proceso de la escritura, configurando una historia compuesta de diversas voces que irán tejiéndola , una suerte de tapiz cuyos fragmentos adquieren paulatinamente sentido de conjunto. En esta apuesta formal hay un punto valioso, pues el lector es invitado a participar del proceso investigativo y de su registro, avanzando junto con el narrador en la reconstitución de ciertos acontecimientos.

    El tema de la violencia política, “las diferentes tragedias de la historia de la resistencia chilena”, y el tema de la paternidad se entrelazan. La novela abre con el testimonio de la madre, de ascendencia judía, una de las pocas voces femeninas presentes en el texto, que aporta información de la vida cotidiana y amorosa de los personajes investigados; la otra voz de mujer será la de María, pareja argentina de su padre. Padre ausente y padrastro presente. Da ambos, la madre dice: “me he preguntado por qué me atrae ese perfil de macho que está en la pelea mientras la princesa no la ve. Los hombres no te cuentan las cosas completas”.

    La primera novela de Gaspar Peñaloza se juega en una apuesta formal que funciona, pero algunas de sus voces no resultan verosímiles, especialmente la que reflexiona sobre aspectos metaliterarios; más interesante resulta la voz del investigador que lee fuentes testimoniales de quienes participaron en la lucha armada en Chile.

    El Greco y El Rolo, aprendiz y maestro, respectivamente, son las fuentes vivas privilegiadas de la indagatoria sobre la lucha armada, cuyos testimonios ilustran el sentido de la vida para quienes sobrevivieron, de acuerdo con la perspectiva autorial: “Levantar la consigna ‘patria o muerte’ es plantear solo dos formas posibles de consumación de la vida. Una decisión así de radical nunca te va a dejar volver a la vida normal”; vidas que de sutiles maneras se oponen a la historia del padre, afanado en disputas personales que distan de las políticas, ofreciendo un efectivo contrapunto ideológico y existencial sin caer en juicios directos del hijo abandonado.

    El ejercicio de hacer memoria al que se aboca el narrador tendrá una doble vertiente: fuentes vivas —entrevistas y grabaciones—, lo que implicará viajar al sur de Chile (Valdivia, Neltume, Conguillio), y fuentes escritas; una es la lectura acuciosa de diversos textos testimoniales, entre los que destacan los de los frentistas: Una larga cola de acero, de Ricardo Palma Salamanca (uno de los epígrafes de la novela); Un paso al frente, de Mauricio Hernández Norambuena, y el del nicaragüense Omar Cabezas, La montaña es algo más que una inmensa estepa verde. Aparecen también referencias a Lo llamaban comandante Pepe y a Sangre de baguales, de Pedro Cardyn, libros que relatan la historia del Complejo maderero de Panguipulli y uno de sus líderes, el estudiante de agronomía y mirista Gregorio Liendo, asesinado por la Caravana de la Muerte. La novela cierra con el poema Morir sin disparo, de Sergio Vesely. Se trata de un conjunto de obras que testimonia algunas de las iniciativas fracasadas de una parte de la izquierda chilena. Con la inclusión de dichos textos, la novela cobra un espesor de sentido, puesto que aquello que se quiere investigar y escribir desde lo filial/personal tiene un correlato con la historia, profundizando el tema de la violencia política ejercida en nuestro país.

    Hacia la segunda mitad emerge otro momento histórico, el estallido de 2019, vivido y relatado desde Valparaíso; momento de la historia reciente a partir de la que el narrador pareciera tender hilos con un pasado combativo: “Después de años de escuchar sobre el toque de queda, ahora sé lo que es”. Los fragmentos dedicados a la revuelta tienden a la descripción pormenorizada de las jornadas de protesta y su represión. Una escritura quizá demasiado presurosa y antojadiza de un autor-narrador al que ahora le toca vivir la experiencia de la revuelta social, pero que no alcanza la fuerza testimonial de quienes escribieron su experiencia contra la dictadura.

    La primera novela de Gaspar Peñaloza se juega en una apuesta formal que funciona, pero algunas de sus voces no resultan verosímiles, especialmente la que reflexiona sobre aspectos metaliterarios; más interesante resulta la voz del investigador que lee fuentes testimoniales de quienes participaron en la lucha armada en Chile, reuniendo en la novela los nombres de un proyecto revolucionario fracasado.


    El Greco, Gaspar Peñaloza, Cuneta, 2021, 120 páginas, $10.400.

  246. La canción como diagnóstico

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    Los libros sobre música popular y sociedad chilena que son los antecedentes de esta nueva publicación de Juan Pablo González, remitían a periodos históricos que al lector podían parecerle lejanos a su propia experiencia. Los dos volúmenes de Historia social de la música popular en Chile, en coautoría con Claudio Rolle, atendían un panorama extenso (1890 a 1950, el primero; hasta 1970, el segundo, también con créditos a Óscar Ohlsen), y se volvieron referencia imbatible para quienes trabajamos alrededor de la música chilena. La profusión de datos, asociaciones y citas nunca antes se había abordado de un modo tan abarcador y detallado (amable en la prosa, además). Eran, eso sí, investigaciones sobre coyunturas un tanto ajenas a las dinámicas y códigos del presente (la escucha pública de gramófonos entre medidas de higiene, las “buenas maneras” asociadas a la cultura de salón, la irrupción colérica, entre tantas). Considerando que González persistió luego a solas con su (más breve) Des/encuentros en la música popular chilena 1970-1990 (2017), corresponde comprender este nuevo Música popular chilena de autor. Industria y ciudadanía a fines del siglo XX, como el cierre de una tetralogía, pero además como el relato más cercano de los cuatro a la biografía de su autor, de los protagonistas a los que alude y también del propio lector. No se indica en portada, pero quedará claro en el primer párrafo del prólogo: el turno corresponde esta vez a una sola década, la de los 90; aquella “con los protagonistas vigentes y la memoria viva”.

    Como antes, González va a abordarla desde las múltiples perspectivas y oficios en torno a la canción popular y la escucha, pero siendo también categórico sobre particularidades derivadas de nuevos ritmos de mercado, sociabilidad y técnica que son propios de esos años. Estas se exponen con una minuciosidad ajena a aquella de la que es capaz la prensa musical —a la que González nunca desprecia y cita con recurrencia, aunque como una parte de sus muchos recursos—, y así de pronto se nos revelan más complejas (e irrepetibles) de lo que asumíamos antes de su lectura.

    Aunque próximas en nuestra memoria —reconocemos a las bandas y los discos que se nombran, estuvimos en la barra de la Laberinto y bailamos en la Blondie, acumulamos CDs—, distinguimos en el libro tendencias irremediablemente extintas. Hacia 1994 el casete aún era el formato de música más vendido en el país (60% del total), durante un decenio en el que además un 85% de los jóvenes decía escuchar radio todos los días (la mayoría, durante dos a cuatro horas). Para 1992, Feria del Disco administraba 1.600 metros cuadrados en tres grandes tiendas (poco después, sumaría más locales en centros comerciales y puntos de venta, además de franquicias en regiones). Desde oficinas de sellos multinacionales con decenas de empleados a jornada completa, todopoderosos directores artísticos decidían desde el extranjero qué íbamos a escuchar y cómo.

    Aunque próximas en nuestra memoria —reconocemos a las bandas y los discos que se nombran, estuvimos en la barra de la Laberinto y bailamos en la Blondie, acumulamos CDs—, distinguimos en el libro tendencias irremediablemente extintas. Hacia 1994 el casete aún era el formato de música más vendido en el país (60% del total), durante un decenio en el que además un 85% de los jóvenes decía escuchar radio todos los días (la mayoría, durante dos a cuatro horas).

    Que en paz descanse todo aquello. A la rotativa de antiguos nombres y avances técnicos a la que el libro atiende, se suma la descripción precisa de aquellos lugares de encuentro (detallados con rigor, aunque foco inevitablemente capitalino), hábitos de sociabilidad y consumo, oficios laborales y tendencias de negocio global en torno a la música chilena de esos años. Este libro extenso, que nunca se aparta del estricto foco musicológico en su desarrollo, insiste en que no olvidemos que “son muchos los elementos que conforman una canción grabada”, y así pone a nuestra disposición datos articulados en diálogo con otras disciplinas. Aquel error frecuente entre cronistas y auditores de compartimentar géneros musicales (“como si no tuvieran vínculos, no habitaran espacios similares, ni tuvieran problemas en común, o como si los gustos y repertorios de su público no saltaran de aquí para allá”, se lee en la página 21) no es solo estético, sino también de diagnóstico, sobre todo en un país como el nuestro, donde un mercado acotado vuelve inevitable que al fin todos nos terminemos encontrando.

    Es estimulante que González incluya en su indagatoria la consulta a profesionales de la grabación, la realización audiovisual (videoclips), la producción de conciertos y el diseño, entre otros, cuyas perspectivas refuerzan lo que el autor integra bajo el concepto de “intermedia” (“relaciones de sentido que hay entre el racimo de medios que conforman una canción grabada, considerando además sus posibles relaciones con la cultura y sociedad en que está inmersa”).

    Según González, son siete las expresiones de distinta naturaleza que convergen en la canción (“la literaria, la musical, la performativa, la sonora, la audiovisual, la iconográfica y la discursiva”), y su esfuerzo lo compara en un momento con un “doble click” que permita integrar la mayor cantidad posible de ellas en la escucha: “Este es uno de los desafíos centrales de la musicología popular al abordar una canción de tres minutos de duración, que antes no ofrecía mayor interés a una disciplina como la musicología, hasta la década del 70, demasiado ocupada en el estudio de las grandes obras de la historia de la música occidental”.

    La música popular chilena se ha configurado en función de nuestra ubicación geográfica, la lejanía del molde africano, los escasos géneros urbanos propios y la distancia de los grandes mercados discográficos. Habiendo analizado aquellas características en su obra previa, González atribuye ahora a los años 90 el añadido de tres nuevas mezclas: la performativa, la histórica y la del consumo. Así, cuando expone los rasgos de la autoría en Chile, lo hace como quien describe un oficio pero también un comportamiento; que como tal excede el ejercicio individual de componer una canción. Es importante cómo González cincela bien el concepto para luego no soltarlo, instalándolo así en un intencionado énfasis de proposición nueva y hasta cierto punto rupturista. La autoría creativa no remite solo al creador de una letra y una música. Ser autor, establece, en realidad es una labor que se sostiene en siete pilares: compositor, autor, arreglador, músicos, cantante, productor e ingeniero: “Una música popular autoral será entonces una música fundante, aquella que manifiesta grados apreciables de originalidad y autonomía respecto a los géneros en los cuales se basa y que expresa conciencia y control del artista sobre el material con el que trabaja. Todo esto, en diálogo con los requerimientos de la industria y su cadena productiva; es decir, sin abandonar su articulación con la cultura de masas”.

    Escrito con precisión y abundancia de datos, el texto va dialogando también con los análisis que sobre un país en transición democrática, expansión macroeconómica y despercudimiento cultural hicieron en los 90 autores como Tomás Moulian, Alfredo Jocelyn-Holt, Julio Pinto y Gabriel Salazar. Al fin, el investigador aborda su trabajo desde ‘una musicología concebida en las humanidades’.

    Los conceptos de González cristalizan en una selección de 30 álbumes, una antología parcial y sin intención canónica, conformada luego de consultas a cercanos al trabajo musical. Presenta ocho géneros, con definiciones contundentes (abarcadoras y precisas) sobre su conformación, desarrollo, audiencias asociadas e hitos básicos para su mejor comprensión durante los 90; aunque sin esquivar sus problemas coyunturales, como “la irrupción de la memoria para la nueva-canción; la dicotomía entre raíces y modernidad para la fusión latinoamericana; la tensión entre industria y vanguardia para las contracorrientes; el cosmopolitismo tardío en el pop-rock; la articulación entre diseño y contingencia para el punk y el grunge; y la construcción de nuevas identidades para el funk y el hip-hop”. Si por igual podemos leer sobre un disco de Illapu y Parkinson, de Makiza y Fulano, de Pánico y Christian Gálvez, es dentro de su respectiva adscripción a un campo mayor al que ese determinado álbum alimentó.

    En tal sentido, el libro aventaja en su enfoque al periodismo musical. Si por ejemplo se asume la tarea de describir un disco como Corazones (1990), de Los Prisioneros —perfecto representante del “cosmopolitismo tardío” al que González le otorga uno de los ocho apartados—, no es solo para repetir los datos en torno a su significado en la historia de la banda, sino que también habrá descripciones precisas de las opciones de producción y arreglos que este tuvo, excepcionales entonces en Chile. Se describe cómo en “Estrechez de corazón” la mezcla adelanta bajo y batería, y la voz muestra preeminencia de frecuencias agudas; que la mayoría de las estrofas comienzan con un adverbio de negación “(y) posee un constante movimiento hacia el modo frigio descendente sobre Sol#”. En fin: detalles musicales en panorámica de 360 grados.

    Así, el libro cumple con retratar la década no necesariamente desde sus hitos “noticiosos” ni de venta, sino desde los sonidos que generó, los versos que hizo corear, los nuevos lazos creativos (y técnicos) que forjó y los desvíos que, de lo sentimental a lo político, fueron dotando a la canción chilena de legitimidad como registro de época (en tal sentido, la primacía del citado foco autoral puede restarle representatividad a una selección que no se detiene en géneros popularmente relevantes entonces, como la balada o el axé).

    Historia social” llamaron en portada a los dos primeros volúmenes de este proyecto, decididos sus autores a desafiar la perspectiva usualmente política de este tipo de recuentos. La definición ya no está explicitada en este (cuarto) tomo de la serie —la cercanía temporal impediría una perspectiva efectivamente “histórica”—, pero es innegable que Juan Pablo González como investigador sigue recorriendo tal camino. Escrito con precisión y abundancia de datos, el texto va dialogando también con los análisis que sobre un país en transición democrática, expansión macroeconómica y despercudimiento cultural hicieron en los 90 autores como Tomás Moulian, Alfredo Jocelyn-Holt, Julio Pinto y Gabriel Salazar. Al fin, el investigador aborda su trabajo desde “una musicología concebida en las humanidades”. Está dentro del aporte general de este excepcional libro el gesto mismo de quien escribe sobre música popular atento a los muchos rasgos sociales que en realidad afectan en ida-y-vuelta a las canciones y quienes nos las hacen llegar, tomándole el debido peso a la insoslayable relevancia que muchos sabemos que ellas tienen en nuestras vidas e intereses, lo reconozcan o no la institucionalidad cultural o el entramado académico. Ese entusiasmo salva a González de parecer un erudito. O, mejor dicho: es ya un erudito cómplice de nuestras propias convicciones.

     


    Música popular chilena de autor. Industria y ciudadanía a fines del siglo XX, Juan Pablo González, Ediciones UC, 2022, 556 páginas, $35.000.

  247. Redistribuir, pero a lo grande: el socialismo según Piketty

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    Nunca pretendió disimularlo, pero cada vez lo deja más claro: la motivación de Thomas Piketty, con sus siderales análisis estadísticos, no es simplemente acreditar los excesos del neoliberalismo, sino reconstruir un proyecto transformador al que se pueda llamar socialismo.

    Así cabe entender que Una breve historia de la igualdad, su último libro, sugiera desde el título un ejercicio de erudición más diletante, no obstante constituya su más decidida incursión en la pedagogía política. Se trata, en sus palabras, de “un llamamiento para continuar con la lucha a partir de una base histórica sólida”, para lo cual “la reapropiación del conocimiento por parte de los ciudadanos es un paso esencial”.

    Pedagógico, pero en las antípodas de lo panfletario, el libro examina la progresiva tendencia hacia la igualdad (económica, política y cultural) que experimentó el mundo desde finales del siglo XVIII, con miras a darle un nuevo impulso tras el frenazo que supuso el ciclo neoliberal iniciado en 1980, al menos en lo económico. Piketty sintetiza aquí buena parte de la abrumadora información que desplegó en El capital en el siglo XXI y Capital e ideología, pero esta vez acentúa la perspectiva histórica con el fin de extraer lecciones, principalmente dos. La primera, que las transformaciones igualitarias suelen implicar “enfrentamientos sociales y crisis políticas a gran escala”, pues las élites se resisten apelando a los marcos normativos vigentes. Mover la aguja, entonces, supone la audacia de cuestionar y transgredir dichos marcos, bajo esta divisa: “El derecho debe ser una herramienta de emancipación y no de conservación de las posiciones de poder”.

    La segunda lección, que modera la primera, es que la igualdad solo avanzó cuando la lucha social decantó en soluciones políticas en torno a mecanismos institucionales. Como salta a la vista, la intención del autor es mediar entre las dos almas de la izquierda: la que dejó de creer en los conflictos y la que ha llegado a creer solo en ellos.

    Piketty integra a su revisión histórica las desigualdades de género y raza, en aras de reconciliar las causas económicas con las identitarias, la otra grieta que divide al progresismo. Algo consigue en este propósito, pero nada comparable a lo que ofrece en su especialidad: retrotraer los fenómenos sociales y políticos a sus factores económicos. Así, por ejemplo, es capaz de mostrar cómo Europa, durante el siglo XVII, rebasó las capacidades institucionales de China y del Imperio otomano al cuadruplicar sus cargas tributarias, lo que permitió a sus Estados movilizar muchos más recursos para fines militares y administrativos. En el principio no fue la ortodoxia.

    Como ser didáctico no exige ser reiterativo, Piketty avanza a paso firme por los siglos XVIII y XIX, documentando una lenta desconcentración del poder y de la propiedad que halló su fase de aceleración en el siglo XX. Aquí entran en escena los dos héroes de esta historia: los impuestos progresivos y el Estado social, responsables de la “gran redistribución” que marca al período 1914-1980. Los tributos “cuasiconfiscatorios” sobre las rentas y herencias más elevadas, convergentes con “un proceso de desacralización de la propiedad privada”, dieron lugar a lo que el autor describe como una “doble revolución antropológica”: por primera vez el Estado escapó al control exclusivo de las clases dominantes y, al mismo tiempo, vastos sectores de la economía (salud y educación, parcialmente energía y transporte) se organizaron al margen de la lógica de mercado.

    Los beneficios de este régimen fueron también políticos, toda vez que los contribuyentes percibieron que un criterio de justicia regía el sistema. De ahí que la víctima más sensible del prurito desregulador que irrumpió en 1980, a merced del cual “la progresividad real ha desaparecido”, sea a estas alturas la legitimidad misma del orden social.

    Someter este ensayo a las contradicciones del presente inmediato sería malentenderlo. La apuesta de Piketty es ampliar las fronteras de lo pensable para involucrar al mundo en un trance de largo aliento: una nueva disputa entre proyectos políticos realmente divergentes. ‘Lo más importante en este estadio es tratar de reconstruir esa narrativa’, aclara.

    Esta amenaza, además de la ecológica, sirve de respaldo a Piketty para postular “una profunda transformación del sistema económico mundial”, palabras que no se lleva el viento, pues nuestro autor trae el proyecto diseñado. Las medidas propuestas, eso sí, son de una radicalidad mayúscula, que en ningún caso se conforma con remedar el Estado de bienestar de posguerra. Su eje central son unos impuestos a la renta, a la herencia y al patrimonio que, de materializarse, simplemente impedirían la existencia de lo que hoy llamamos superricos (si es que no de los ricos a secas). Con esos ingresos, el Estado financiaría un esquema de empleo garantizado, una “herencia universal” que cada ciudadano recibiría a los 25 años y los demás compromisos del “Estado social y ecológico”.

    Desde luego, un programa de este tipo obliga a Piketty a imaginar un nuevo modelo de globalización, que obstaculice las fugas de capitales y la competencia tributaria entre países. Sin temor a las resonancias utópicas, el economista bosqueja futuros parlamentos transnacionales que darían forma a un “federalismo social y democrático”, capaz de consensuar políticas distributivas a escalas continentales o incluso más allá. “La naturaleza aborrece el vacío: si no se formula un proyecto democrático supranacional, construcciones autoritarias ocuparán su lugar”, advierte a los incrédulos, si bien omite sopesar que su proyecto presupone electorados de preferencias estables en el tiempo y, por si fuera poco, la generosa disposición de los países ricos a ver caer drásticamente su riqueza y poder relativos.

    Sin embargo, a medida que profundiza en sus propuestas, Piketty deja entender cuál es aquí el valor normativo en disputa: el concepto de propiedad. Ese ha sido, en rigor, el horizonte ideológico de toda su obra: relativizar —y en este caso, historizar— una noción de la propiedad que hoy nos parece natural, pero que tuvo su origen en arreglos institucionales específicos, suscitados a su vez por relaciones de poder específicas. El autor prescinde de comprometerse con una definición ideal, pero a trazos perfila una concepción de la propiedad más “social y temporal” que “estrictamente privada”, en un marco jurídico “basado en el reparto de poder”. Circulación de la propiedad y gestión participativa de la misma: en eso consiste, y en poco más, el “socialismo democrático, descentralizado, ecológico y socialmente mestizo” del que este libro intenta sentar las bases.

    Dado que el análisis comparado se enfoca en Europa y EE.UU., seguidos de China y las excolonias africanas, sus argumentos son de difícil asimilación para países que no vivieron la bonanza de la posguerra, pero sí la del Consenso de Washington, como Chile. El propio autor constata que América Latina y otras regiones no pueden añorar un ciclo igualitario que no conocieron, y que la desigualdad entre países ricos y pobres llegó a su peak en 1960, para experimentar un fuerte descenso desde 1980. Este último dato es, sin duda, el punto ciego de toda crítica igualitaria a la globalización neoliberal, lo cual explica que Piketty se conforme con mencionarlo. Lo que más se echa de menos, sin embargo, es que el autor calibre, siquiera a la pasada, el impacto que tendrían sus propuestas sobre el crecimiento económico. Aquí su radicalidad se entrampa en la timidez, pues todo indica que prefiere dejar para otro momento la defensa de un modelo de sociedad menos orientado a la expansión del consumo.

    Pero someter este ensayo a las contradicciones del presente inmediato sería malentenderlo. La apuesta de Piketty es ampliar las fronteras de lo pensable para involucrar al mundo en un trance de largo aliento: una nueva disputa entre proyectos políticos realmente divergentes. “Lo más importante en este estadio es tratar de reconstruir esa narrativa”, aclara. En ese sentido, su aporte resulta superior al de otras tentativas similares: dota de contenidos plausibles —más aún, ¡cuantificables!— a una izquierda que, sobrepasada por la complejidad de la economía global, ha buscado alivio en estéticas de la impotencia o en una radicalidad apenas gestual, no siempre distinguible del narcisismo. A Piketty, ya se sabe, la aparente inconmensurabilidad de los datos no lo intimida en absoluto. Moderno hasta el final, siempre está dispuesto a descubrir en ellos un orden, y en ese orden, un escape a la melancolía: “El progreso humano existe, el camino hacia la igualdad es una lucha que se puede ganar”.

     


    Una breve historia de la igualdad, Thomas Piketty, Paidós, 2022, 294 páginas, $17.900.

  248. El cartero de la casa verde

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    Es sabido que, para todo escritor, la segunda novela es la más difícil. La libertad creativa empieza a estar condicionada por una voz, su propia voz, que será la medida para comparar cada nuevo relato.

    Una cuestión que tiene que haber sido particularmente abrumadora para Mario Vargas Llosa después de la ruidosa notoriedad de La ciudad y los perros. Hace seis décadas, un joven peruano de 26 años irrumpió en la escena literaria con esta novela que obtuvo el premio Seix Barral, aunque la censura franquista permitió su publicación recién en 1963. La reacción de la crítica y los lectores fue inmediata: éxito de ventas y reseñas por doquier. En tanto en Perú, el gobierno militar ordenó quemar ejemplares argumentando traición a la patria; lo que, como era de suponer, se constituyó en un halago aún mayor al brindado por los principales críticos.

    En Chile uno de los primeros comentarios sobre La ciudad y los perros lo escribió José Donoso en la revista Ercilla. Impactado por esta nueva narrativa, asegura que “el lector sale del libro —‘sale’ porque en pocos libros se ‘mete’ tanto— con la conciencia de haber compartido con el autor una experiencia moral, intelectual y estética”. Su entusiasmo por esta “excepcional” novela chocaba con la realidad: la propia crónica afirma que era imposible encontrarla en librerías, asegurando que había solo dos ejemplares en el país. Luego, en Historia personal del Boom, Donoso contaría que las novedades de jóvenes autores circulaban de mano en mano y de boca en boca, y que al país llegaban por intermedio de “chasquis”, un verdadero tráfico de libros, un completo contrabando literario.

    Con todo, Vargas Llosa no es hombre que se intimide con facilidad, lo sabemos. Pronto emprendió un nuevo proyecto narrativo, La casa verde, publicada a fines de 1966. Y si los libros no circulaban, aún menos lo hacían los autores, razón por la cual Donoso y Vargas Llosa nunca se habían encontrado cuando este último editó su segunda novela. Después, claro, compartirán fines de semana, comilonas, navidades, cumpleaños infantiles, fiestas, viajes… Pero en 1967 Vargas Llosa vive en Londres y Donoso y su esposa María Pilar han dejado Iowa con la intención de asentarse en Portugal. Un país tranquilo y barato. Viajan desde Nueva York a Lisboa en un barco de carga por 200 dólares cada uno, en busca de la tierra prometida donde concluir El obsceno pájaro de la noche. Pero todo sale mal: no encuentran dónde vivir, la úlcera corroe al escritor y, por supuesto, la novela se empantana. Un Donoso desesperado se refugia en la lectura de La casa verde. Un Donoso lúcido le escribirá luego sus comentarios a Mario Vargas Llosa. Este es el intercambio epistolar:

    No sé cómo, ni por dónde comenzar a hablar de lo que siento sobre el libro, son tantas cosas. Y a fuerza de querer ser muy inteligente uno puede quedarse en la superficie —pero tal vez sea esta palabra, superficie, la que me sirva de trampolín para comenzar a divagar sobre tu libro. Lo primero que me llama la atención en él es, justamente, cómo lo has trabajado entero en ‘superficies’; no en una superficie, sino que en pedazos de superficies, que trozas y destrozas, que armas y desarmas y vuelves a armar con una destreza admirable.

    Venda do Pinheiro, julio 19, 1967

    Querido Mario:

    Tenía muchas ganas de escribirte esta carta. Pero en Estados Unidos agarré LA CASA VERDE varias veces, la comencé, no pude con ella por razones personales, no había tiempo ni tranquilidad, le escribí a Elsa Arana que parecía que no me iba a gustar, que no creía que la leería. Pero he aquí que, instalado en este limbo que es Portugal y convaleciendo de un fuerte ataque de úlcera, agarré de nuevo LA CASA VERDE, no la pude soltar y la leí en dos días y la leí de nuevo. Estoy completamente entusiasmado, asombrado, deleitado y ha sido una experiencia maravillosa leerla y gozarla. Me imagino que habrás recibido innumerables fan letters de esta especie, pero quiero que la mía te llegue con especial fuerza, con especial entusiasmo.

    No sé cómo, ni por dónde comenzar a hablar de lo que siento sobre el libro, son tantas cosas. Y a fuerza de querer ser muy inteligente uno puede quedarse en la superficie —pero tal vez sea esta palabra, superficie, la que me sirva de trampolín para comenzar a divagar sobre tu libro. Lo primero que me llama la atención en él es, justamente, cómo lo has trabajado entero en “superficies”; no en una superficie, sino que en pedazos de superficies, que trozas y destrozas, que armas y desarmas y vuelves a armar con una destreza admirable: uno piensa, inmediatamente, en la técnica de los mosaicos: este trocito de este color, más este trocito de este tono un poco menos oscuro, más este tono contrastante, logran finalmente dar una superficie gigantesca, enorme, como la de tu novela, sin jamás abandonar la ilusión de la superficie. Tú no nos das el interior de tus personajes, ni el significado de la vida en la selva, ni psicologías, ni teorías —solo presentas las superficies que tienen que sugerir todo lo que va debajo, todo lo que va adentro sin jamás decirlo: la superficie de tu novela, entonces, tiene para mí la curiosa cualidad de que es algo que abre hacia el interior, hacia el significado, no algo que lo encierra ni lo cubre. Fuera de esto, los cortes, las interrupciones, transforman de nuevo el fluir de la novela no en algo cinematográfico, sino que más bien en una serie de slides muy bien compuesta, cada slide dándole mayor significación a los slides que vinieron antes. Otra palabra de la que me puedo aferrar para hablar de tu novela: fluir. Es curioso como la presencia de tanto río, de tanta agua, hace que la idea del fluir, del transcurso y del viaje sea tan central a la obra —y que según creo, esta idea, te ha servido para darle una estructura interior tan curiosa a tu novela, de nacimiento y llegada, y que en el nacimiento y en la llegada surjan tan curiosas simetrías. Me parece que el personaje “fluyente”, el que va de una parte a otra, es Bonifacia, y en ella se apoya el símbolo y la mecánica de tu novela. Comienza salvaje en la selva (Green Mansions, acuérdate, casa verde natural), es civilizada por la región, etc., es sirvienta, se casa, hace un largo viaje que significa “progreso”, y termina en otra selva, en otra “casa verde”. Comienza, pagana, con monjitas en una casa blanca, la Regencia creo que la llamas, en medio de la Casa Verde de la selva; termina con el Padre Garopia, al borde de un río seco, en otra Casa Verde en medio de un desierto blanco. Curioso como recobras la esencia de la selva en Piura: el arpa verde. Como unes arte, sexo, amor, muerte, vida, fidelidad, todo en esa arpa verde —me pregunto si no es el símbolo, esta arpa, del valor máximo que presentas en la CASA VERDE: la canción, la gesta, el mito, el poder contarlo, cantarlo —es decir, la novela misma. Desde luego, emocionalmente, durante toda la obra —y me parece que esta es la falla, si es que puede llamarse falla— estás tremendamente comprometido con Don Anselmo. Eres tú, desde el momento en que llega hasta el momento en que muere —es tu héroe, y por lo tanto, tú, y emocionalmente, líricamente, se te nota. Hablas de él y el lenguaje te cambia. Todo lo demás, todo el resto de la novela, está trabajado con una espacie de desapego casi periodístico, es decir, te interesan tus personajes, pero, eres capaz de hacer con ellos lo que quieres, es decir, maniobrarlos, mientras que a don Anselmo no lo maniobras jamás, él te maniobra a ti, te lleva de la nariz. Y tal vez porque don Anselmo sea un personaje emotivamente tan rico, los demás personajes, especialmente los del río, Fushía, Aquilino, Nieves, tienen para mí, menos fuerza. Existen demasiado en lo que hacen, en lo que dicen, no debajo de lo que dicen, detrás de lo que hacen. Uno no adivina nada en ellos porque espera que tú lo cuentes, mientras que en Anselmo uno está continuamente adivinando porque lleva una carga emocional que hace que uno se quiera anticipar a la acción, a los hechos. Entonces, existe una arritmia emocional, para mí, entre Anselmo y los demás personajes. Te repito, Bonifacia y sus extraordinarias reencarnaciones, salvaje, consentida de las monjas, sirvienta de Lalita, Mrs. Lituma, habitanta, me parece magistral, y la técnica proustiana de las no transiciones sino de las reencarnaciones (como las de Odette en la dama de rosa, Miss Sacripant, Idette, Mme. Swann, Comtesse de Forchville) me parece ejemplarmente utilizada, y como estas reencarnaciones hacen que la novela transcurra, y uno piensa que ella está al centro de las cosas buenas, de las cosas buenas y terribles como todo lo que tiene verde: sus ojos, la selva, la Casa Verde, el Arpa, etc. ¿Es idea mía, o todo esto transcurre cerca —cést una facom de parler— de donde transcurre la acción de Green Mansions de Hudson? Y Piura es seco, y Anselmo trae arpa y selva y verde a Piura. Una cosa que me interesa es esta idea del río, de camino, de transcurso. No sé si me equivoque, pero me parece que has hecho algo muy inteligente: usar, en el fondo, la estructura lineal de la novela clásica (pienso en Smollett, por ende en el Quijote y en tus novelas de caballería que tan poco conozco), la idea del viaje (Fielding, etc.), con la que juegas constantemente: y esta estructura clásica lineal simbolizada en río-camino-viaje, la has cortado, deshecho, desarmado, reordenado, de modo que no resulte novela-viaje clásica y sea, siempre, novela-viaje. El ir y venir de Fushía, de Aquilino, de Nieves por esa maraña de ríos que los tienen prisioneros y que los matan, porque van y vienen, van y vienen y no salen, son como el remedo del viaje clásico, lineal, en busca de fortuna —ellos buscan fortuna en círculo, en maraña. Bonifacia, sí, hace un viaje, y es lineal, pero es de una casa verde a otra casa verde— en la otra casa verde, la de Piura, por lo menos hay un arpa que es del color de sus ojos. Es curioso, me gusta más la estructura, la idea, las formas abstractas que logras en tu novela (y claro, algunos personajes como Anselmo y Bonifacia) que la mayoría de los personajes como personajes que siento, muchas veces, inacabados o ineficaces. Pero las formas que logras, y lo que expresan esas formas, esas simetrías —y podría seguir hablándote horas de horas de ellas con el libro en la mano— me parece sencillamente magistral y todavía estoy boquiabierto. Me parece interesante también lo que has hecho con el tiempo —y aquí también es importante Bonifacia: hay un tiempo circular de viajes y leyendas (selva y ríos), de construcciones y destrucciones y leyendas (casa verde y casas verdes en Piura) —estos tiempos son míticos, vidas míticas que no comienzan en ninguna parte, también como los ríos que comienzan donde pescas. Donde comienzas a vivirlos. Y luego, estos tiempos míticos y vidas míticas que se repiten en las leyendas conradianas contadas por los Marlowes criollos de los ríos americanos, que pueden ser verdad o mentira, que no tienen hilación temporal, todos estos tiempos se resuelven en el tiempo absoluto, ordenado, en secuencia, de la vida de Bonifacia, y la vida mítico-real (porque participa en las dos fases) de don Anselmo: en estos dos encontramos línea clara, secuencia. En las demás vidas, en Lituma, en Lalita, en Fushía, etc., encontramos retazos: solo, y este es el toque magistral, que de todos cuentas el final, y cuentas el final al final del libro, como colofón, como se hacía en las novelas de antes: recoges todos los hilos en un manojo, y como en las novelas victorianas, cuentas qué les pasó. Esto —en contraposición al no comienzo de los personajes ríos, al tiempo destriculado [sic], da al final del libro una fuerza y una energía enormes.

    Podría seguir hablándote interminablemente —con o sin razón, y podríamos discutir, lo que mucho me gustaría. ¿Pero cuándo te conoceré, cuándo estaremos juntos? En fin, este año en Europa, quizás, nos reunirá en alguna parte. Te he de confesar que la entrevista de Elena Poniatowska me había hecho cobrarte un sí es no es de distancia —parecías tan olímpico, tan perfecto, tan sin fallas, tan inconmovible, tan sin mancha de ninguna especie, tan dueño de ti mismo, que me dabas miedo, y ganas de hacerte una zancadilla para que te quebraras la nariz. Pero después de leerte, especialmente LA CASA VERDE, no siento nada de eso, creo por lo menos; y siento el gusto y la admiración por una obra que me parece riquísima, complejísima, muy ambiciosa —y por otro lado con fallas y debilidades que existen, pero que la riqueza misma de la obra, su vitalidad misma, se las devora. Esta falla, la central, me parece, es como una inhabilidad o una aversión a identificar ciertas partes tuyas con ciertos personajes, un control que muchas veces impide un lirismo, un abandono, una exageración cuando debía haberla —hay, en partes, y en algunos casos, una no entrega a los personajes. Pero no importa. Hay una entrega a las formas, a las estructuras, a las simetrías, que hace que aquí, esa entrega a los personajes no haga falta. Para otra vez será —si es que así lo quieres.

    Te dejo. Te he lateado bastante. Si tienes un hoyito de tiempo, escríbeme, rebáteme, peléame. Estaremos aquí hasta Sept. 1ero.

    Felicitaciones y un gran abrazo de

    José Donoso

    Tu carta me ha conmovido profundamente y la voy a conservar como la crítica más inteligente y generosa que he recibido jamás por lo que he escrito. Me alegró muchísimo, por supuesto, que mi libro te hubiera gustado —porque nada puede ser tan formidable y emocionante para un escritor recibir un elogio de otro escritor a quien admira—, pero sobre todo me impresionó el análisis tan rico, tan lúcido, tan revelador para mí mismo, que haces del libro.

    Londres 25 de julio de 1967

    Querido Pepe:

    Tu carta me ha conmovido profundamente y la voy a conservar como la crítica más inteligente y generosa que he recibido jamás por lo que he escrito. Me alegró muchísimo, por supuesto, que mi libro te hubiera gustado —porque nada puede ser tan formidable y emocionante para un escritor recibir un elogio de otro escritor a quien admira—, pero sobre todo me impresionó el análisis tan rico, tan lúcido, tan revelador para mí mismo, que haces del libro. Yo había oído ya que eras un crítico tan excelente como novelista, pero por desgracia no había tenido ocasión casi de leer tus ensayos; ahora no me cabe duda de que es así. Imagínate que nadie había visto en mi libro el valor simbólico de ciertos elementos —como el color verde, el arpa, etc.—, y yo pensaba que eso era un fracaso mío, que todas esas alusiones simbólicas habían perdido toda significación, por fallas en la construcción de la historia. Así que ya puedes suponer la alegría que me dio saber que tú habías visto eso con precisión. Lo mismo ocurrió con las simetrías y paralelismos de escenarios, personajes y paisajes. Mi idea era la de que cada episodio tuviera algo así como un episodio equivalente, un espejo que lo reflejara y esclareciera sus motivaciones profundas por semejanza o contraste. Pero era una idea confusa, que tú me aclaraste del todo. En cuanto a tus objeciones estoy de acuerdo con casi todas ellas, sobre todo con la principal: un exceso de control, una falta de abandono. Siempre he pensado que a mis personajes les haría bien un poquito más de libertad, de espontaneidad, de locura. Siempre actúan como si no tuvieran bien engrasadas las articulaciones o les apretaran los zapatos. En la novela que estoy escribiendo ahora he tratado de romper un poco esa rigidez, interiorizando más las historias y presentando a los personajes con mayor sutileza. Pero no sé si lo conseguiré. Me cuesta mucho trabajo; me he dado cuenta que para mí —a diferencia de lo que pienso te ocurre a ti, es mucho más fácil mostrar lo que hace o dice un personaje, que lo que esas increíbles dos o tres páginas de El lugar sin límites en las que el lector siente a Pancho arrebatándose sexualmente contra toda lógica por el baile del marica. Para dar un mínimo de verosimilitud a un episodio así yo necesitaría un centenar de páginas. Y eso está por verse todavía.

    Te pongo estas líneas de maletas a medio hacer, porque nos vamos al Perú por un mes y medio (mi dirección allá es: Casimiro Ulloa 490, San Antonio, Lima). Regresaré a Londres el 15 de setiembre. Es absolutamente necesario que nos veamos, conversemos y discutamos sobre literatura como dos compañeros feroces, etc. ¿Cuándo se darán un salto a Londres? Mándame tus señas para que no nos perdamos de vista y combinemos un encuentro (que celebraremos con champaña y rábanos) en algún lugar del mundo. Otra vez un millón de gracias por tu carta, querido Pepe. Un abrazo muy fuerte de

    Mario

  249. Paisajes urbanos y los “yo” dispersos de Annie Ernaux

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    La biografía de Annie Ernaux, tal como aparece en la primera página de Diario del afuera, es, para decirlo en una sola palabra, sobria: “Annie Ernaux pasó su infancia y juventud en Yvetot, Normandía. Es profesora de literatura y vive en una ciudad nueva cerca de París”.

    Nada sobre sus otros libros (seis, hasta este momento), sobre su familia (“tiene dos hijos”) o sus premios y reconocimientos (“y un Premio Renaudot”). Y, sin embargo —como su obra—, está repleta de información, sugerencias e implicaciones. Todo un tapiz de recuerdos contenidos en dos líneas. Todas las historias que Ernaux contaría en Una mujer, su libro sobre su madre, y El lugar, su libro sobre su padre, en Memoria de chica, y en su celebrada autobiografía colectiva Los años, condensadas en estas pocas palabras sobre geografía y profesión.

    Estas líneas colocan a Ernaux como una decidida forastera del mundo literario francés centrado en París. Ella es de Normandía; vive cerca, pero no en París. Luego está la “ciudad nueva”, ville nouvelle, que evoca, según de dónde seas y cuánto cine francés hayas visto, suburbios, proyectos, teoría urbana, las películas de Eric Rohmer. La ville nouvelle es una utopía hecha de concreto. Una oportunidad de empezar de cero, de hacerlo mejor, de hacerlo bien.

    ¿Qué tipo de vida hace posible estas ciudades nuevas? La obra de Ernaux responde a esta pregunta en la forma en que atiende los pasajes entre la ciudad satélite —Cergy, en su caso— y París. En lugar de rastrear sus respuestas interiores al mundo que la rodea, Ernaux, en sus journaux extimes, o diarios “éxtimos”, registra fragmentos del mundo exterior, personas y momentos vislumbrados en el tren, frente a las estaciones de tren, en centros comerciales, en el supermercado, así como grafitis, anuncios, cosas leídas en periódicos y sobre los hombros de otras personas; cosas que de otro modo se perderían. Estos diarios se tejen con los hilos de la vida cotidiana. La insistencia obsesiva de una niña pequeña en leer la misma historia una y otra vez. Una mujer está hablando del “ministro judío que sacó a toda esa gente de la cárcel”. Un hombre se está cortando las uñas: “Parece haber tomado posesión de un cortaúñas por primera vez. Parece insolentemente feliz”.

    Al igual que los pedazos de basura que Ernaux observa a lo largo de la carretera —“un envoltorio de galletas, una botella de Coca-Cola rota, latas de cerveza, algunos periódicos […]”— estos son fragmentos de memoria que quizás no significan mucho para nadie, pero en su propia especificidad y falta de sentido, son huellas del ser, de haber sido, en el mundo. ¿Por qué anotar todas estas personas, estos lugares, estas cosas? Y, sin embargo, lo que anotamos en nuestros diarios puede hablar tanto de nosotros como del mundo. Esto es lo que Ernaux llega a comprender en un tardío prefacio a Diario del afuera: “Estoy segura, ahora, de que aprendemos aún más sobre nosotros mismos cuando salimos al mundo que en la introspección del diario privado”. Que lo que pensamos como el yo no está contenido en nuestras mentes y cuerpos, sino que está distribuido en todos los lugares en los que hemos estado y en todas las personas con las que nos hemos cruzado. Y, además, como concluye Ernaux en la última línea de ese libro, “sin duda yo soy, en las calles y tiendas llenas de gente, un sustituto de la vida de otras personas”.

    *

    Cuando la conocí en su casa en Cergy, Ernaux explicó que esta sensación de novedad es lo que la atrajo al suburbio hace 40 años. Habiendo crecido en la clase trabajadora de las provincias, se sentía incómoda en el París mismo; cambiar su ciudad natal por la ciudad elegante habría sido, paradójicamente, reproducir el mismo tipo de mentalidad de pueblo, donde todos saben quién eres, quién es tu familia, quiénes fueron tus abuelos, o quiénes no fueron.

    Es tentador pensar en los suburbios en la categoría del concepto de no-lugar, non-lieu, de Marc Augé, refiriéndose a las especies de lugares intercambiables por los que la gente pasa sin pensar mucho en ellos, como los aeropuertos, las cadenas hoteleras, los centros comerciales, las autopistas. En los no-lugares no nos detenemos a reflexionar sobre quiénes somos; estamos demasiado ocupados en el camino desde el punto A hasta el punto B. Es un término que parece inventado para definir los suburbios; e incluso si sus defensores citan iglesias o sinagogas, escuelas o centros comunitarios como lugares donde los habitantes de los suburbios pueden reunirse, creando y manteniendo un sentimiento de comunidad, habiendo crecido frecuentando estos espacios suburbanos, puedo decirles que en la práctica no son más personales, menos alienantes y resistentes a la comunidad que un Starbucks.

    El libro de Augé salió en abril de 1992; el libro de Ernaux salió al año siguiente y me parece una refutación de la teoría del no-lugar, o al menos de los espacios suburbanos como pertenecientes a su título. La ciudad nueva es solamente un non-lieu en el sentido de su novedad; nada ha existido antes. “Queríamos ser los primeros en construir allí”, escribió Bernard Hirsch, el ingeniero a cargo de la construcción de la ciudad nueva. Esta sensación de participar en la construcción de una ciudad atrajo a Ernaux.

    Cuando la conocí en su casa en Cergy, Ernaux explicó que esta sensación de novedad es lo que la atrajo al suburbio hace 40 años. Habiendo crecido en la clase trabajadora de las provincias, se sentía incómoda en el París mismo; cambiar su ciudad natal por la ciudad elegante habría sido, paradójicamente, reproducir el mismo tipo de mentalidad de pueblo, donde todos saben quién eres, quién es tu familia, quiénes fueron tus abuelos, o quiénes no fueron. “Prefiero estar en un lugar que no tiene historia, que no es Historia con h mayúscula, con todos los signos del pasado que encuentras en las ciudades antiguas, las marcas del poder, la arquitectura ornamentada, no hay nada de eso aquí”. Ella escribe sobre esto en su prefacio a Diario del afuera: mudarse a un lugar que “surgió de la nada en unos pocos años, privado de memoria, con edificios esparcidos por un territorio inmenso de fronteras inciertas, fue una experiencia abrumadora”. Para las personas que han dejado atrás su pasado, los suburbios pueden ofrecer un acogedor espacio en blanco.

    Mucha gente se queda en sus suburbios y casi nunca va a París. (Bernard Hirsch le dijo a un periodista que su objetivo número uno era “no crear una ciudad dormitorio”). Otros, como Pascale Ogier en Les nuits de la pleine lune, y como la propia Ernaux, no pueden; ya sea por razones personales o profesionales, están continuamente en movimiento entre estos dos mundos.

    Al igual que la heroína de Rohmer en El amigo de mi amiga, quien declara que no está hecha “para la gran ciudad, ni para la provincia”, Ernaux se nutre de esta condición intermedia suburbana. Los journaux extimes de Ernaux resisten la carga negativa de la afirmación de Henri Lefebvre de que en los suburbios “la vida cotidiana pierde una dimensión; todo lo que queda es la trivialidad”. El diario éxtimo es una forma de registrar algo acerca de cómo vivimos ahora, un medio para rastrear tanto la historia personal de uno como la de su época.

    En 2012 y 2013 Ernaux volvería al formato journal, centrándose concretamente en sus experiencias en el supermercado Auchan, del centro comercial Trois-Fontaines —en Mira las luces, amor mío (2014)—, un lugar que resultará familiar a los lectores de los journaux extimes anteriores. El proyecto social iniciado en la obra anterior continúa: “La gente que nunca ha puesto un pie en un hipermercado no conoce la realidad social de la Francia de hoy”. El día a día está salpicado de informes de sucesos trágicos: una familia turca en Mulhouse muere en un incendio, caen bombas sobre Sarajevo y en Auchan la gente empuja sus carritos. En términos perecquianos, es solamente el diarista —es decir, el que lo compromete todo en su diario— quien registra lo infraordinario. Ella pone al descubierto la distancia entre lo infra y lo extraordinario, entre las personas, entre los lugares, entre los destinos sociales y los sistemas políticos, que en el espacio de la yuxtaposición no es más grande que el espacio entre dos palabras.

    *

    Tomando prestada la idea de Perec de lo infraordinario —lo que sucede cuando no sucede nada—, Ernaux traza los momentos tangibles de la vida cotidiana extraídos de las salidas menos dramáticas, en los trenes regionales RER, el supermercado, el centro comercial. La obra de Ernaux a menudo se ha llamado etnográfica, impersonal, incluso sin afecto en su contención; pero es en los journaux extimes donde tenemos la mejor evidencia de cómo este aparente proyecto etnográfico es en realidad un proyecto de memoria intensamente focalizado, al que se accede desde el presente mientras se rehace momento a momento.

    No hay jerarquía en nuestra experiencia de la palabra”, escribe Ernaux en Diario del afuera; “el hipermercado tiene tanto que ofrecer en cuanto al sentido y la verdad humana como la sala de conciertos”. Ernaux, hija de tenderos, sabe muy bien que es en “una cierta manera de mirar el contenido de la cesta de la compra en la caja registradora, en la forma en que pides un corte de ternera, o aprecias un cuadro, donde pueden leerse todos nuestros anhelos y frustraciones, e inequidades socioculturales”.

    Con esto, Ernaux revela el propósito común que comparte con Georges Perec. En su ensayo en el Cahier de L’Herne de 2016, dedicado a la obra de Perec, Ernaux declara que descubrir a Perec mientras leía Las cosas “fue un punto de inflexión importante en mi forma de entender la escritura. O más precisamente, [una ampliación] del campo de posibilidad de la escritura”. La forma en que Perec intenta dar forma al vacío, escribir lo indecible, dejar una huella en la escritura de los que se fueron: podría decir exactamente lo mismo de la obra de Annie Ernaux. Para Perec, escribe Ernaux y, por implicación, también para Ernaux: “La escritura consistiría, entonces, en llenar el vacío y lo innombrable con la abundancia de cosas, mediante el inventario infatigable de la realidad en todas sus formas; llenar el hueco inicial de la infancia con la avalancha de 480 recuerdos personales y colectivos, de hechos triviales, sin sentido, esta letanía del ‘yo me acuerdo’ abierta a todas las memorias; enumerar y clasificar lo insignificante, lo infraordinario, listar objetos, recetas, relatos de sueños, postales, enumerar las figuras de estilo y las viviendas de una calle”.

    Nada, en la obra de Perec”, concluía ella, “es ajeno a mis propias preocupaciones compositivas”. Ernaux llegó a creer que la única forma de escribir sobre su familia y su crianza sin traicionarlas, como una desertora a la clase media, “era construir la realidad de esta vida y esta clase a través de hechos precisos, discursos escuchados, los valores de una época”. Tomando prestada la idea de Perec de lo infraordinario —lo que sucede cuando no sucede nada—, Ernaux traza los momentos tangibles de la vida cotidiana extraídos de las salidas menos dramáticas, en los trenes regionales RER, el supermercado, el centro comercial. La obra de Ernaux a menudo se ha llamado etnográfica, impersonal, incluso sin afecto en su contención; pero es en los journaux extimes donde tenemos la mejor evidencia de cómo este aparente proyecto etnográfico es en realidad un proyecto de memoria intensamente focalizado, al que se accede desde el presente mientras se rehace momento a momento. No hay nada más personal, y nada más —tomando prestado uno de los términos de Ernaux— transpersonal.

    Todos los escritores son descendientes de aquellos cuya obra han amado, incluso, como señala Ernaux en su ensayo sobre Perec, cuando estas personas son tus contemporáneos. Mi propia obra está muy inscrita en el linaje de Perec y Ernaux; sin ellos no hubiera intentado escribir un libro feminista sobre la caminata urbana, ni publicado un journal extime mío, documentando los momentos banales y trascendentes de la humanidad vislumbrados en un viaje en autobús. Escribir después de Perec, y de Ernaux, e incluso después de Rohmer, es un proyecto de participación en la memoria colectiva.

    Nada, en la obra de Ernaux, es ajeno a mis propias preocupaciones compositivas.

     

    Artículo aparecido en Cahier de l’Herne dedicado a la obra de Ernaux, en mayo de 2022 en francés y en inglés en Literary Hub, septiembre de 2021. Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

    Copyright © 2021, Lauren Elkin. Todos los derechos reservados.

  250. El mito de Babel

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    ¿Existe una lengua original, germen de todas las lenguas, o el mundo fue políglota desde el primer día? ¿A qué ritmo procrean las palabras, con cuánta correspondencia con las necesidades de la vida cotidiana o del universo de los conceptos, de la acción o de lo meditativo? ¿Son productos de la cultura o también manufacturas del taller de la naturaleza? ¿Avanzan como fuerzas ciegas o responden a una intencionalidad recóndita? Las lenguas, ¿son regalos de los dioses o muestras de la potencia del espíritu humano? No siempre “Dios y el hombre”, subrayó Nietzsche, “hablan la misma lengua”. ¿Qué función cumplen los ritos sagrados ante la brecha absoluta del lenguaje?

    Las interpretaciones sobre el significado del mito de Babel son como la torre misma del Génesis, se diferencian y se alejan entre sí, hasta conformar polos opuestos. Se dice que Babel señala el intento artero de Yavé, aleccionado por la soberbia impía de sus criaturas, por dividir a la humanidad para disipar sus fuerzas y así reinar a su antojo. Se dice, por el contrario, que esa construcción de ladrillos para alcanzar el cielo originó la polifonía erótica de la cultura, expresada en el arte de la traducción. En esta última versión no hay castigo, hay don.

    Pensar en el mito de Babel no es una cosa de épocas tan remotas. En Hispanoamérica, como resultado del proceso de independencia de España, volvió a cobrar vigencia, o eso cabe suponer. Daré un breve rodeo para explicar por qué.

    A mediados del siglo XIX, la región era el mayor laboratorio de experimentación política. Los intelectuales de la época, hombres de letras, solían ejercer cargos en los gobiernos y en el Congreso. Destacaba entre sus preocupaciones la reflexión sobre las tensiones entre conceptos rivales que organizaban el debate público: civilización versus barbarie, orden versus progreso, libertad versus anarquía.

    En ese contexto, el venezolano Andrés Bello, quien vivió durante casi dos décadas en Londres, al borde de la miseria y buscando refugio en la biblioteca del Museo Británico, arriba a Chile en 1829, y nunca abandona el país. Bello es el mayor intelectual hispanoamericano del siglo XIX. Es, quizá, algo adicional: el único sabio-erudito de la región. Se lo ha comparado con Goethe, y no solo entre sus incondicionales.

    Más escéptico que conservador, intentó conciliar el orden con el progreso, el respeto a la autoridad con la libertad política, la fidelidad juiciosa a las tradiciones con la apertura a la originalidad de cada época. Entre otras cosas, fue jurista y redactor del diario del gobierno, funcionario público y senador, tratadista de derecho internacional y poeta, primer rector de la Universidad de Chile, escritor fantasma de los discursos presidenciales y un elegante polemista en materias culturales.

    La obra de Bello se reúne en múltiples volúmenes, y, aunque presenta muchas ramificaciones, contiene un elemento recurrente: la obsesión con el lenguaje como un elemento fundamental para la viabilidad del proyecto republicano, el futuro de Hispanoamérica y la difusión de la civilización, cuyo umbral de acceso era el hecho consistente en saber leer y escribir. Filólogo y gramático con amplios conocimientos históricos, Bello lideró el esfuerzo por evitar una fragmentación lingüística equiparable, según él, a la ocurrida después del fin del Imperio romano.

    Se trata de una tesis alarmista: el mundo moderno de ese entonces, cada vez más interconectado, no guarda correspondencia con la desintegración territorial de la Europa de la Edad Media, que explica, en resumidas cuentas, su segmentación lingüística. Aun así, Bello hizo de esa empresa cultural un eje central de todo su trabajo como humanista.

    El llamado uso correcto del lenguaje, tal como precisó Pierre Bourdieu, es una ‘competencia técnica’ que autoriza ‘para hablar, y para hablar con autoridad’. ¿Quiénes están capacitados para hablar o escribir con autoridad, incluso con independencia del valor de lo expresado?

    La comunicación fluida y los intercambios intelectuales se veían amenazados por una realización, más o menos drástica, de la variante negativa del mito de Babel. Bello imaginaba una proliferación de dialectos, “embriones de idiomas futuros” que acabarían por dañar la comunicación entre Chile, Argentina, Perú o México. Y ese no era más que el principio del desmembramiento, porque los idiomas provinciales también asomaban en el horizonte. Bastaba con examinar los casos de España, Francia e Italia.

    Para evitar esa situación, en 1847 Bello publica su Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos, donde se propuso fijar el “buen uso” del castellano. La Gramática de Bello se inscribe en la línea del humanismo renacentista. El correcto uso del lenguaje (del castellano en este caso, ya no del latín) posee atributos morales, es una condición inescapable para dejar atrás la “barbarie” (un concepto central del vocabulario decimonónico) y conquistar las potencialidades de la condición humana. Bello también considera, como los primeros humanistas italianos, que la gramática es la “madre de todos los saberes”, y esos saberes se extienden desde lo contemplativo a lo práctico.

    Para Bello, la Gramática, al regular el uso del castellano sin privarlo de plasticidad, hace del lenguaje un artefacto histórico en dos sentidos. Por una parte, el lenguaje muda sus formas en respuesta al paso del tiempo. Por otra, el lenguaje comunica el pasado con el futuro, intermediado por el presente. Como los prosistas franceses del siglo XVIII, que perseguían la expresión más diáfana posible del lenguaje, Bello, lector atento del Código napoleónico, célebre por su economía verbal y por su claridad, se empeña en propagar un castellano que respondiera a esos ideales. Aquí es importante tener en cuenta que Bello, en 1851, publicó un Compendio de gramática castellana escrito para el uso de las escuelas primarias.

    Así, Bello se hace cargo de todas las edades, mientras profesa la subordinación de la oralidad, demasiado expuesta al uso antojadizo de la “plebe”, al lenguaje que se desprende del habla de las élites y, sobre todo, de la mejor escritura literaria. Según Bello, la Gramática pretendía contrarrestar los “estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional”. Hasta el mayor detractor de Bello en materias filológicas, el escritor y exiliado argentino Domingo Faustino Sarmiento, dejó constancia en la década de 1840 de los particularismos idiomáticos existentes en “cada sección de América, y aun en cada provincia de esta”.

    Bello, en realidad, no se anticipaba a un futuro oscuro, intervenía en una situación ya existente: estratificaciones del castellano en condiciones sociales, jergas, infralenguas. En Bello la importancia del lenguaje se extiende a todos los planos. Además de autor de la Gramática, redactó el Código civil —aún vigente en Chile. Ambos textos son las dos caras del mismo proyecto: la gramática es un código lingüístico, y el código legal, una gramática jurídica. Este es el tipo de cuestiones que habría que tener en cuenta a la hora de elaborar un texto constitucional, un género literario en cierta forma, que responde a convenciones mientras arroja luz en vez de tinieblas sobre el significado de la vida en común. Hice el esfuerzo de leer el borrador constitucional rechazado el 4 de septiembre: no califica según estos parámetros. Los principios de fondo, muy atinados; la realización en el papel, más que defectuosa.

    Al elaborar un código lingüístico, Bello contribuía a la formación de élites a la vez políticas y culturales, en un periodo en el que se les atribuye un papel protagónico, a ratos monologante, en la definición de las esferas del conocimiento y de la vida, de lo público y lo privado. En la práctica, durante todo el siglo XIX el sistema educacional chileno fue extremadamente precario, había muy pocas escuelas y, cuando empezaron a propagarse con la plata del salitre, escasearon los padres dispuestos a enviar a sus hijos.

    Contra ese decorado, común en Hispanoamérica, el castellano hablado y escrito en Chile, con mayor o menor rigor según el ideal de Bello, distribuyó de manera extremadamente desigual el capital lingüístico asociado a la legitimidad social. El llamado uso correcto del lenguaje, tal como precisó Pierre Bourdieu, es una “competencia técnica” que autoriza “para hablar, y para hablar con autoridad”. ¿Quiénes están capacitados para hablar o escribir con autoridad, incluso con independencia del valor de lo expresado?

  251. La década socialista y la facticidad del poder

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    La obra La historia oculta de la década socialista 2000-2010, de Ascanio Cavallo y Rocío Montes, podría a simple vista clasificarse en el género de la crónica histórica. Con extremada pulcritud, sorprendentes diálogos y excelente pluma, los autores repasan uno de los momentos más trascedentes del ciclo político contemporáneo. Tempranamente plantean que en su narración no hay una tesis a demostrar; su intención es dejar que los hechos hablen, “mostrar la verdad”, sostienen. No obstante, más que una simple narración de acontecimientos, lo relatado en estas páginas nos hace cuestionarnos sobre la doble dimensión del poder: en el modo en que se ejercita y en su dimensión ideológica.

    El arte de gobernar

    Lo primero que salta a la vista en este volumen se refiere al modo cotidiano en que los actores administran el poder —lo que denominaré la facticidad del poder. Y aunque Lagos y Bachelet llegaron al poder con el respaldo mayoritario de la ciudadanía, el arte de gobernar implica gestionar la a veces cruel realidad de no contar con los votos suficientes para aprobar el programa de gobierno. La micro-historia del poder nos habla de una multiplicidad de prácticas y gestos que a simple vista parecen ocultos para la ciudadanía. ¿Cómo hacer funcionar el engranaje del aparato público cuando no se cuenta con el respaldo político para aprobar proyectos ansiados por la ciudadanía? ¿Cómo relacionarse con empresarios que quieren que los dejen trabajar tranquilos, es decir, libre de carga tributaria? ¿Cómo vincularse con instituciones que están acostumbradas a no rendir cuentas frente al poder político?

    Las anécdotas son múltiples. En el texto se muestra a un presidente Lagos furioso respecto de los comandantes en jefe y del director de la policía que organizaron un desafiante almuerzo el que la prensa denominó el “servilletazo” (mayo del 2000). El presidente se enteró por la prensa de esta situación que consideró como un acto de insubordinación. Convocó uno por uno a los máximos oficiales castrenses y los conminó a no realizar nunca más este tipo de encuentros públicos para presionar a los civiles. Unos días más tarde, la justicia aprobaría el desafuero al general Pinochet, iniciándose un largo proceso judicial respecto del cual los militares fueron experimentando su propia transición.

    Cavallo y Montes también relatan aquellas reuniones informales con empresarios que le pedían al Presidente que los dejaran trabajar tranquilos. Máximo Pacheco organiza una cena a la que convoca a Eliodoro Matte y al entonces candidato presidencial Ricardo Lagos. El primero, de modo directo y franco, le señala a Lagos que no lo apoyará con recursos para su campaña. Este, a su vez, le replica que debiese organizar a través del Centro de Estudios Públicos (CEP) una propuesta para establecer una ley de financiamiento electoral, “así nos evitaríamos esta conversación”, le señaló. En efecto, tres años después, el gobierno estaría impulsando una norma que por primera vez en la historia republicana definiría reglas para el financiamiento de campañas y en cuyo origen el CEP tuvo un rol preponderante.

    La cuestión de la relación entre dinero y política se puso extremadamente delicada. La justicia comenzó a estudiar el financiamiento ilegal de campañas en un caso que se denominó MOP-Gate, complicando de sobremanera la gestión de Lagos. Hacia el año 2002, en la prensa se comenzaba a especular sobre la posibilidad de que el Presidente no lograra terminar su mandato, lo que movilizó una serie de encuentros y reuniones para encarar la agenda anti-corrupción. El entonces senador Pablo Longueira (UDI) se convertiría en un actor vital, al permitir un acuerdo para la reforma del Estado y del financiamiento de la política.

    Lidiar con la facticidad del poder implica establecer estrategias, alianzas, redes de contacto, vínculos formales e informales. Así se va develando poco a poco el modo en que “verdaderamente” opera un sistema político. Y aunque en esos tiempos se clamaba por la autonomía y funcionamiento de las instituciones, ellas operaban en la medida en que había actores que las hacían funcionar: “Don Carlos —le dice el ministro de Hacienda al presidente del Banco Central—, necesito que me baje la tasa de interés, no es una proposición, es un sí o sí, ¿me entiende”. Ante lo cual Massad responde: “Sé lo que está pensando, Nicolás. Veré cómo convenzo al consejo…”.

    El modo en que funcionan las cosas en la política implica, también, observar el carácter fuertemente patriarcal de la política chilena. La cena en que los “barones” socialistas le ofrecen a Michelle Bachelet asumir la candidatura a la presidencia es particularmente ilustrativa de aquella situación. La reunión se hizo en la casa de Jaime Gazmuri y a ella concurrió la directiva del partido, todos hombres. Era octubre de 2004. Luego de una serie de discursos y consejos a la potencial candidata, ella responde con enojo: “¿Ustedes creen que soy tonta? ¿Qué no me doy cuenta de lo que pasa? Mírense en un espejo: están viejos, han perdido contacto con la gente. Yo lo tengo. Y sé que tengo más votos que el partido, harto más que ese 10 por ciento en el que están pegados. ¡Sé muy bien lo que hay que hacer!”.

    Lo oculto de la década socialista se refiere a los modos en que funciona el poder. Llamadas telefónicas, cenas en casa de alguna distinguida autoridad, señales públicas y privadas que van marcando aquella a veces pesada marcha del poder. Contado de este modo pareciera algo novedoso, pero no es así. La facticidad del poder —esto es, la practicidad de tener que ejercer cuotas de poder— nos acompaña desde que existe la polis, es decir, desde siempre.

    Era octubre de 2004. Luego de una serie de discursos y consejos a la potencial candidata, ella responde con enojo: ‘¿Ustedes creen que soy tonta? ¿Qué no me doy cuenta de lo que pasa? Mírense en un espejo: están viejos, han perdido contacto con la gente. Yo lo tengo. Y sé que tengo más votos que el partido, harto más que ese 10 por ciento en el que están pegados. ¡Sé muy bien lo que hay que hacer!’.

    ¿Fue socialista esa década?

    Una segunda dimensión que emerge de estas páginas es la pregunta sobre si la década socialista fue verdaderamente “socialista”. Las trayectorias personales de Lagos y Bachelet claramente se distinguían y, por lo mismo, resultaban esperables los énfasis distintivos de cada administración. El primero provenía de una corriente socialdemócrata más cercana a la tercera vía, que adquirió notoriedad y poder a fines de los 90. Bachelet en cambio tuvo sus orígenes en una corriente más tradicional del Partido Socialista. Misma familia, pero distintas trayectorias, estilos y prioridades.

    La identidad socialista del gobierno de Lagos es quizás uno de los asuntos más debatidos por estos días. A Lagos se le recuerda por su dedo desafiante contra Pinochet para el plebiscito del Sí y el No, pero respecto de su administración se enfatizan la privatización de las carreteras o el Crédito con Aval del Estado (CAE). Así, se acusa a la Concertación en general de ser la responsable de la profundización del modelo “neoliberal”, un modelo que mercantiliza las relaciones sociales, que las deja al amparo de meras transacciones comerciales. Quizás sea Lagos quien cargue más con este sello porque fue bajo su gobierno donde se implementó el famoso CAE, aquella deuda bancaria con la que creció la generación que hoy detenta el poder.

    Pero en este volumen se advierte la constante tensión entre la voluntad ideológica de avanzar en el sendero de las transformaciones y las resistencias políticas que inhibían tales cambios. El capítulo 10 del libro es iluminador sobre esta materia. Allí se aborda la reforma a la Salud que buscó promover “garantías explícitas”, esto es un conjunto de enfermedades prioritarias que no podrían ser denegadas en su atención y tratamiento ni en el sector público ni en el privado. Se trataba de un primer esfuerzo que buscaba establecer nociones básicas de universalismo, en un ámbito que resultaba crítico para la población. La propuesta sería complementada con un fondo solidario entre el sistema público (Fonasa) y privado (Isapres), que sería una bandera de los avances progresistas en materia social.

    Los sectores más de izquierda del propio partido socialista mostraban enojo frente a una reforma que no tocaba al corazón de las Isapres y que focalizaba la atención en un grupo específico de enfermedades. Los dineros destinados a esta política competirían con la necesaria inyección de recursos para la infraestructura del sistema público de salud. Como el gobierno no contaba con los votos necesarios en el Congreso —no tenía mayoría en el Senado—, debió aceptar el recorte del fondo solidario y también conformarse con el alza del impuesto del valor agregado (IVA) para financiar esa política. La solución tampoco dejaba satisfechos a los más progresistas: al ser un impuesto regresivo, afectaría particularmente a los más pobres del país. Para dejar conforme a sus huestes, el Ejecutivo se comprometió a enviar un nuevo proyecto para establecer un royalty minero.

    Con todo, la reforma de las garantías explícitas se transformaría en una de las políticas más simbólicas y duraderas del gobierno de Lagos. Se comenzaba a sembrar la semilla de la universalidad en el acceso a derechos de la salud. Al menos en un conjunto crítico de enfermedades no importaría el género, la condición social o el lugar de nacimiento. Todos tendrían el derecho a una atención digna y de calidad, al menos en una lista mínima pero relevante de dolencias.

    Sin embargo, esta reforma develaba los límites de un gobierno socialista que no contaba con los votos suficientes en el Congreso para avanzar en un modelo de Estado de bienestar. La consagración de derechos sociales se hacía en la medida de lo posible, y el marco de posibilidades dependía de la derecha.

    La identidad socialista del gobierno de Lagos es quizás uno de los asuntos más debatidos por estos días. A Lagos se le recuerda por su dedo desafiante contra Pinochet para el plebiscito del Sí y el No, pero respecto de su administración se enfatizan la privatización de las carreteras o el Crédito con Aval del Estado (CAE)

    Gobernar no es transformar

    Bachelet llegó al poder con la misma limitación encarada por los gobiernos democráticos anteriores: no contaba con una mayoría sustantiva para producir grandes transformaciones. Su política social se enmarcaría en establecer una red de protección que incluía un programa dirigido a la infancia, seguro de desempleo, plan Auge de salud, reforma al sistema de pensiones y pensión básica solidaria, y un plan para atender la extrema pobreza. Algunas de estas políticas se habían comenzado a gestar bajo la administración anterior de Lagos, pero su materialización e impulso político se dio con Bachelet.

    Su administración incluyó también una nueva forma de hacer política. Además de establecer mayores exigencias para la inclusión de mujeres en cargos de responsabilidad gubernamental, remarcó la idea de un “gobierno ciudadano”, lo que materialmente se tradujo en el establecimiento de una serie de consejos consultivos para la creación de políticas públicas. Este modelo implicaba reconocer que la política tradicional —la del caudillaje, la de las cúpulas, la de los partidos y los poderes fácticos— no era suficiente para dar legitimidad a las políticas públicas que se pretendían implementar. Las manifestaciones de los estudiantes secundarios en 2006 mostraban los primeros síntomas del agotamiento de un modelo de relaciones sociales y políticas que terminaría por estallar en 2019.

    ¿Comparte algo esta década socialista y el actual gobierno del Presidente Boric?

    Aunque las circunstancias políticas y el contexto se han transformado sustantivamente, existen ciertas condiciones invariables. La primera de ellas es la existencia de un gobierno que triunfa en las urnas, pero que no cuenta con mayorías legislativas para aprobar su programa. Lo anterior implica la necesidad de la actual administración de adecuar su programa, establecer redes, generar vínculos con aquellos actores que detentan el poder en el ámbito político, social y económico. ¿Cómo funcionarán las relaciones con el poder, ahora que una nueva generación encabeza el gobierno y se enfrenta a la necesidad de mantenerse en él? ¿Se repetirán aquellas cenas con líderes empresariales? ¿Qué tan flexible se vuelve la hoja de ruta diseñada antes de llegar a La Moneda?

    Un segundo e imprevisto factor de continuidad se asocia con algunos actores claves del socialismo democrático que vuelven una y otra vez a la escena de las decisiones. Carolina Tohá fue subsecretaria con Lagos, ministra con Bachelet y ahora ocupa el principal cargo de coordinación política con Boric. Mario Marcel fue director de presupuestos de Lagos, encabezó la comisión encargada de la reforma previsional de Bachelet y ahora lidera la cartera de Hacienda. Aunque podría atribuirse a una mera casualidad, resulta particularmente curiosa esta continuidad histórica donde la jefatura política y de las finanzas son encabezadas por actores íntimamente ligados a un proyecto socialdemócrata que entiende que todo intento de transformación política y social posee un límite: la no tan oculta historia de la facticidad del poder.

     


    La historia oculta de la década socialista 2000-2010, Ascanio Cavallo y Rocío Montes, Uqbar Editores, 2022, 414 páginas, $33.000.

  252. El zoom (casi) infalible de Hernán Valdés (1934-2023)

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    Nadie elige la fecha de su muerte, salvo los suicidas, y Hernán Valdés tuvo siempre una vocación feroz de sobreviviente. Murió el 15 de febrero en Kassel, Alemania, a los 89 años, días después de que se cumpliera el 49º aniversario de su internación en el campo de detención y tortura Tejas Verdes, experiencia que dio origen al libro que le traería más reconocimiento. Nunca quiso volver a Chile. “¿A qué?”, se excusaba. Si toda la gente que conocía ya había muerto, convertida en esos “fantasmas literarios” que siguen vagando por los rincones de un Santiago que tampoco existe.

    Tejas Verdes. Diario de un campo de concentración en Chile (1974) y Fantasmas literarios (2005): bastarían estos dos libros de memorias para asegurarle al autor un lugar eminente en la literatura chilena. Sobre todo el primero. Un poco a su pesar, tal vez, según se desprende del propio prólogo de Tejas Verdes, escrito en Barcelona “sin pensar en cualquier tipo de elaboración literaria y sin otra pretensión que mostrar a la opinión pública la cara oculta, la intimidad, por así decir, de la brutalidad militar chilena, que meses después del golpe de Estado, pese a la abundante información periodística, era casi completamente ignorada en lo concerniente a la rutina de la tortura de los campos de concentración”.

    Favorecido por una inesperada autorización de la censura franquista —a raíz de una represalia económica contra el gobierno chileno por la cancelación de una venta de camiones—, el libro tuvo un éxito fulminante, primero en España y luego en otros países de Europa donde se tradujo. Fue el primer testimonio de su género, como advierte Valdés, y uno de los pocos no panfletarios en su intento de transmitir una experiencia subjetiva acerca de la sordidez que caracterizó a los meses posteriores al golpe. Junto con Los búfalos, los jerarcas y la huesera (1977), de Ana Vásquez-Bronfman —sobre la difícil convivencia de los asilados en una embajada—, se convirtió en un testimonio bien escrito y honesto, incluso “demasiado” honesto, hasta el punto de causar incomodidad entre los círculos del exilio chileno que estaban empeñados en construir una versión épica, militante y sin fisuras para enfrentar al régimen. Valdés, un escritor de izquierda sin partido, iba en cambio por la libre, denunciando los mecanismos del terror dictatorial, pero también deslizando críticas a la conducción del proyecto liderado por Salvador Allende, sobre todo a través de las conversaciones que mantenían los prisioneros durante su cautiverio.

    La primera edición chilena de Tejas Verdes, realizada por Lom en 1996, y su publicación en Taurus el año 2012, a la que siguió una reedición en 2017, desmienten que el interés del libro sea meramente testimonial. Cinco décadas después de transcurridos los hechos que Hernán Valdés relata, cuando ya las atrocidades cometidas en este campo de prisioneros son de dominio público, el libro sobrevive a la relectura, tal como lo hace —guardando las proporciones— la “Trilogía de Auschwitz” (1947-1986), de Primo Levi. El autor italiano advertía en la primera de esas novelas, Si esto es un hombre, que no la escribía con intención de formular nuevos cargos ni de aportar detalles de crueldad ya suficientemente conocidos, “sino más bien de proporcionar documentación para un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana”. También Levi se excusa de las imperfecciones de su libro. “Defectos estructurales”, los llama, y los justifica por su origen en una escritura fragmentaria, urgente, que no sigue un orden lógico. El trabajo de empalmar y fundir los capítulos, admite, lo ha hecho de acuerdo a un plan posterior.

    Una labor de montaje, en resumen, que Hernán Valdés practicó con singular destreza desde su novela Zoom (1971), que imbrica tres planos narrativos: el viaje del protagonista a estudiar cine en la tediosa Checoslovaquia de la Cortina de Hierro, a fines de los 60; sus frustrantes amores con una joven perteneciente a otra clase social y la evocación de Teófilo Cid en el Santiago de los años 50, bajo el gobierno de Ibáñez. Enrique Lihn fue uno de los pocos amigos de Valdés que leyó esa novela publicada en México por Siglo XXI —gracias a la intercesión de Pablo Neruda (como lo cuenta el propio Valdés en Fantasmas literarios)—, y el único que se dio el trabajo de examinarla con lupa para luego escribir, en 1972, una crítica detallada, más atenta a sus aspectos formales que a las fuentes históricas y sociales de su argumento. Lo primero que propone es que se trata de una novela en que “se barajan ideas” y que sostiene una “tesis” o, en todo caso, “responde a una estructura predictiva”. Algo similar —agreguemos— a lo que haría, años después, Ricardo Piglia en Respiración artificial (1980).

    Favorecido por una inesperada autorización de la censura franquista —a raíz de una represalia económica contra el gobierno chileno por la cancelación de una venta de camiones—, Tejas verdes tuvo un éxito fulminante, primero en España y luego en otros países de Europa donde se tradujo. Fue el primer testimonio de su género, como advierte Valdés, y uno de los pocos no panfletarios en su intento de transmitir una experiencia subjetiva acerca de la sordidez que caracterizó a los meses posteriores al golpe.

    Zoom —recuerda Lihn al lector en su texto incorporado a la reedición de la novela publicada en 2021 por Fondo de Cultura Económica— es un lente cinematográfico de foco variable, que permite desplazar la visión desde un punto distante y fijarla rápidamente en un punto intermedio o en un primer plano —y lo mismo en sentido inverso—, sin necesidad de mover la máquina”. El título de la novela se vincula así con la forma que adoptan sus contenidos y, sobre todo, con los procedimientos para llegar a ella, tomados de una novela de la “memoria involuntaria” como lo es A la búsqueda del tiempo perdido, de Proust, cuyo correlato técnico es “el método del montaje espacial y temporal” que por esos mismos años —recordemos— se está abriendo paso con fuerza en el lenguaje cinematográfico.

    Es una lástima que, como se queja el mismo Hernán Valdés, salvo la sesuda reseña de Lihn, Zoom no haya merecido la atención que merecía en su momento, en buena medida por un rasgo que llegó a ser otro de los sellos del autor: publicar a destiempo, en mal momento, de manera inoportuna, justo el año en que la coalición de la Unidad Popular llegaba al poder apoyada por partidos que miraban hacia la experiencia de los socialismos reales, de la que el protagonista de Zoom hace una parodia implacable. Sin ser una novela perfecta —algo que admite también Valdés—, su mecanismo, en cualquier caso, funciona con precisión y consigue secuencias memorables contrastando, de manera inédita, épocas y lugares distantes.

    El escritor llevará al extremo estos procedimientos en su novela A partir del fin (1981), publicada en México (Era) y reeditada en Chile el año 2004 por Lom y el 2013 por Alfaguara, sello que sacó hace dos años una nueva edición revisada. En la trama confluyen las experiencias del escritor tras su retorno de Praga, en 1970; su trabajo como editor de los Cuadernos que publicaba el Centro de Estudios de la Realidad Nacional, de la Universidad Católica, dirigido por el sociólogo Manuel Antonio Garretón (Magus en la novela) y los debates sobre el rol de los intelectuales durante la Unidad Popular que trató de impulsar con un grupo de conocidos y amigos, entre ellos Enrique Lihn. Al momento del Golpe, Valdés estaba escribiendo un libro con todos estos materiales, pero el allanamiento del piso donde vivía en la calle Victoria Subercaseaux, y su consiguiente detención en el campo de prisioneros de Tejas Verdes durante poco más de un mes (desde el 13 de febrero hasta 15 de marzo de 1974), hicieron desaparecer, al menos, la mitad de los originales. El autor tuvo que reconstruir pasajes enteros y decidió añadir a la novela las vivencias posteriores al Golpe hasta su salida de Chile, en calidad de asilado de la Embajada de Suecia, omitiendo las de Tejas Verdes, lugar que ni siquiera menciona en esta novela.

    A partir del fin es, por lejos, el libro más extenso de Hernán Valdés. También el más ambicioso, tanto desde un punto de vista formal como por sus propósitos introspectivos, que alcanzan extremos descarnados, guiados por una intención provocadora y una crítica feroz a los líderes políticos de la UP, partiendo por Allende, cuyo último discurso es “sampleado” con irreverencia por las voces del narrador y su pareja, Eva, una mujer nórdica que trabaja para la embajada de su país asistiendo a los refugiados políticos. Juntos reprochan la ingenuidad del mandatario respecto de sus habilidades negociadoras, su apuesta irrestricta a una vía que depositaba su confianza en instituciones burguesas liberales y el lugar que se reserva para sí mismo en la posteridad histórica a la que accede mediante su sacrificio. La escena en la que Hache y Eva mantienen relaciones sexuales mientras bombardean La Moneda posiblemente sea la gota que desbordó el vaso para que Planeta, en 1980, no se hubiera atrevido a publicar el libro en España, a pesar de los informes favorables de lectura, como se lo explicó al escritor el propio dueño de la editorial, según revela el autor en una breve advertencia incluida en la edición chilena del libro publicada por Alfaguara.

    De nada sirven las aclaraciones de Hernán Valdés en ese texto introductorio. “Pero cuidado —dice—: A partir del fin no es un documento, contrariamente a Tejas Verdes. No es una tesis ni un análisis político. Es ante todo una novela, una obra de ficción, por mucho que su trama esté situada en momentos históricos determinados y en circunstancias en parte verificables. Es la mirada íntima, subjetiva, de un individuo sobre su propia historia sentimental, que está indisolublemente vinculada a las circunstancias sociales y políticas”.

    El afán perfeccionista de Hernán Valdés lo impulsó a reescribir la mayor parte de su obra en prosa, haciendo necesario que, en algún momento, cuando el aprecio por ella crezca como sin duda ocurrirá, se confronten las distintas reediciones de sus títulos y se hagan ediciones críticas de cada una, con notas y variantes.

    Justamente lo que pide Valdés al lector es lo que impide que su libro sea aceptable como mera ficción. Esta correlación simbólica, incluso alegórica, entre la subjetividad del personaje y su circunstancia histórica, es superada por su desmesura. Son demasiadas las historias que acopia el libro, infinitos los detalles supuestamente significativos en cada una de ellas. Los paralelismos, las coincidencias, los encuentros y apariciones de ciertos personajes fuerzan los límites de la verosimilitud, como el rarísimo primer capítulo del libro, que constituye una partida falsa o un paso en falso, sobre todo si se le compara con la riqueza del segundo.

    Dice Hache, el alter ego de Hernán Valdés en A partir del fin —que pudo haber sido la gran novela sobre el Golpe, así como Tejas Verdes es su mejor testimonio—, que detesta su propio control, “esta capacidad de medirme que tuve que aprender una vez para sobrevivir, esta conciencia refulgente que no admite distracción ni descanso, espejo cóncavo empotrado en el interior de la nuca, no solo reflejando sino que parodiando los actos propios y ajenos”. Cómo se conoce el narrador. Su espejo a lo largo del camino no suscita un reflejo cualquiera: va más allá del realismo, deformando a los viandantes.

    En Fantasmas literarios Valdés se revela como un maestro de la no ficción —memorias, escrituras del yo o comoquiera se llamen. Pero las reglas de estos géneros no son las mismas de la ficción. El espejo cóncavo que en Fantasmas literarios e incluso en Zoom funciona ironizando sobre la conducta del narrador y los demás personajes, en A partir del fin crea imágenes pesadas y esperpénticas. Una novela en la que no faltan, a pesar de todo, pasajes magníficos, audaces y bien escritos.

    Digamos, con todo, que el zoom de Valdés acertó casi siempre. Fue quizá el escritor chileno que más lejos llevó el procedimiento narrativo del ojo de la cámara: una forma de corriente de la conciencia autobiográfica desarrollada por John Dos Passos en su trilogía “USA” (1930-1936), el monumental proyecto de documentar la historia de su país pasándola por el filtro de su subjetividad. “Esos pasajes joyceanos —como apunta E. L. Doctorow— en los que Dos Passos registra su inefable vida sensorial”.

    ***

    Unos apuntes de circunstancia como estos, que buscan servir de fugaz obituario a ese importante escritor que fue Hernán Valdés (1934-2023), deberían incluir pormenores de su poesía, género en el que debutó como escritor, ganando importantes certámenes donde compitió con algunos de los mejores poetas de su tiempo: Enrique Lihn, Jorge Teillier y Armando Uribe. El año pasado, RIL Editores presentó el volumen antológico Reunión de versos, que incluye textos de sus primeros libros, Poesía de salmos (1954) y Apariciones y desapariciones (1964), además de poemas inéditos. No tuvimos a mano ninguna de esas obras ni sus novelas Cuerpo creciente (1966), La historia subyacente (1984; 2007) y Tango en el desierto (2011).

    Es de esperar que continúe la recuperación de toda su obra, tarea en la que ha jugado un rol fundamental la periodista María Teresa Cárdenas, amiga del autor, quien tuvo oportunidad de conocerlo en Kassel, Alemania. El afán perfeccionista de Hernán Valdés lo impulsó a reescribir la mayor parte de su obra en prosa, haciendo necesario que, en algún momento, cuando el aprecio por ella crezca como sin duda ocurrirá, se confronten las distintas reediciones de sus títulos y se hagan ediciones críticas de cada una, con notas y variantes.

  253. El matricidio como explicación del fracaso latinoamericano

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    Matar a la madre patria es un libro incómodo y necesario. El ensayo propone que el odio a España y sus herencias, en los orígenes de las naciones latinoamericanas, sigue formulando la retórica del fracaso de las actuales repúblicas. Ese odio, que fue funcional durante la construcción de las identidades nacionales, generó cierta hispanofobia histórica en América Latina que, marxismo mediante, sigue vigente hasta hoy en la educación escolar y en el imaginario colectivo.

    Uno de los hallazgos de este ensayo es hablar del bosque sin tapar el árbol, operación cada vez menos acostumbrada por la especialización académica. Saralegui relee textos clásicos y transitados del discurso hispanoamericanos (desde la Carta de Jamaica hasta José Martí y Mariátegui, pasando por Lastarria, Bilbao y los liberales argentinos), y con gran capacidad narrativa los pone en relación. El desbalance de las fuentes (la abundancia de argentinos y la ausencia de mexicanos no es más que un síntoma del corpus liberal del XIX) se disimula con el peso específico de los argumentos elegidos y con la influencia que algunos pensadores tuvieron en todo el continente.

    El eje central del ensayo es definir los proyectos independentistas como matricidas. Por eso se elige el campo semántico de la familia conflictiva para nuclear los argumentos: madre/madrastra, hijos, parricidio, homicida. Esta metáfora, tomada de los propios textos que analiza, es un poco inestable y no se aprovechan conocidas imágenes psicoanalíticas que podrían darle un trazado narrativo en otro nivel. En cualquier caso, el autor tendría que ser rioplatense para hacer esto, y si así fuera, no escribiría con esa precisión.

    Matar a la madre patria podría considerarse una respuesta a los textos edulcorados de la hispanidad, o una versión menos victimista de los grandes ensayos sobre la identidad americana, desde Martí hasta Galeano. Lo que atrae es su tono de simulado desapego montado en un estilo ágil y suelto.

    El método de Saralegui es recorrer esos textos independentistas y liberales del XIX en los que se declara el deseo de aniquilar las raíces españolas de la cultura, economía, raza y religión de América. El intento latinoamericano de extirpar la españolidad de cada uno de estos aspectos se muestra con argumentos proteicos en cada apartado. Así, en “Matar a la política” se recoge la mirada liberal de que las malas costumbres de la monarquía española eran la pesada herencia para construir políticamente las naciones, sobre todo por los genes de la tiranía y el caudillismo: “Si existen diferentes concepciones de esta enfermedad genética, la más extendida considera que la Madre España transmite a sus hijas un poder ilimitado a sus gobernantes”. En “Matar a la economía”, por su parte, se despliega el discurso nostálgico liberal por algo que jamás sucedió: el deseo de haber sido colonizados por los ingleses. Aquí, especialmente, se plantea la coyuntura contrapuesta de la cultura económica española de la tierra versus la marítima de la cultura inglesa, dos ejes que facilitaron modelos de desarrollo divergentes. Además, se argumenta que el origen de la corrupción institucionalizada fue el monopolio virreinal y las consecuencias morales de esta administración parecerían alcanzar la mentalidad contemporánea: “Al atribuir la causa de la pobreza al monopolio virreinal —escribe el autor—, los pensadores liberales no podían saber que estaban creando una estructura exitosa para pensar Latinoamérica: la culpa del subdesarrollo y la pobreza es de otros”. En “Matar a la raza”, el autor cuestiona el mito de ciertos historiadores peninsulares sobre el positivo mestizaje de la colonización española. Los análisis de los cuadros coloniales, de las taxonomías de castas y la pervivencia de la esclavitud aparecen como argumentos de la institucionalización del racismo hispánico. Para Saralegui, así, los pensadores liberales reemplazaron el racismo hispánico por el propio, y acusaron a los españoles de ser unos conquistadores incompetentes porque “ni siquiera se han sentido tan superiores para mantener la pureza de la raza europea en América”. Por último, en “Matar a la religión”, se sintetiza la propuesta liberal de “despañolizar” la religión católica en América, promover un cristianismo menos ritual y más moral, fomentar la libertad de cultos y separar la Iglesia del Estado. La propuesta del liberalismo decimonónico, en suma, apuntaba a una transformación de la religión, pero no buscaba prescindir de ella, ya que se necesitaba del impulso religioso como molde para la educación de los ciudadanos, algo que se refleja en la religión civil de las fiestas y símbolos patrios, y en los actos escolares latinoamericanos hasta el día de hoy.

    El ensayo, a ratos, cae en algunas generalidades (asegura que en el pensamiento liberal del siglo XIX prevalecía la visión pragmática de que “solo podía ser espiritual quien fuera rico”). Pero también defiende argumentos que pocos historiadores o especialistas pueden aventurar de la manera en que Saralegui lo hace. Por ejemplo, considera las gestas de la independencia fundadas en una distancia abismal entre deseo y realidad. Por este motivo, ve la acción revolucionaria como un salto al vacío totalmente consciente, cuyo fracaso previsible y su incapacidad permanente solo se pudo sostener por la argumentación de la herencia colonial de tres siglos. Un especialista educado en Latinoamérica podría criticar las formas del liberalismo y sus consecuencias sociales e institucionales, pero dudo que pudiera cuestionar abiertamente a los “padres de la patria” y menos justificar en ese desajuste idealista la situación actual de los países.

    Atribuir el “fracaso” de las repúblicas latinoamericanas a sus orígenes coloniales hispánicos podría parecer parte del discurso decimonónico, el que poco tiene que ver con las autoconcepciones actuales de las naciones. Sin embargo, el autor señala que la carta de marzo de 2019 en la que el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador pide al rey de España que se disculpe por los crímenes de la Conquista, mostraría que el antiespañolismo sigue presente en el imaginario, atribuyendo a ese hecho histórico ciertos males que no se pueden erradicar. Una aceptación de los orígenes históricos de las actuales repúblicas podría, entonces, ser la clave para salir de ese laberinto discursivo. El ensayo propone que el verdadero fracaso radica en rechazar a la madre, haber querido matarla, pero, sobre todo, en insistir aún hoy en que no es la que hubiésemos deseado tener.

    Como esos viajeros científicos europeos del siglo XIX que les mostraron su propio paisaje a los americanos, las imágenes generales del libro logran nombrar lo evidente. El fracaso de las repúblicas latinoamericanas no es un pecado original ni una condena histórica. Más bien es una elección retórica que busca culpables de una realidad demasiado compleja, cuyo origen político español y su recreación liberal y elitista no se terminan de aceptar.

    Un tema central del ensayo es desde dónde se escribe (un autor español que vive hace una década en América). Ese desde dónde se presenta sin miedo en el prólogo. Nadie puede escribir un ensayo sobre una pasión dejando afuera la propia historia. Por lo mismo, es interesante que uno de sus lectores implícitos sea el español contemporáneo y su visión condescendiente sobre América Latina. A él se dirige el autor para cuestionar los mitos de la hispanidad que aún se repiten en la Península Ibérica y que tanto fastidian a cualquier mexicano o chileno que los escucha. Por esto, una posible incomodidad del texto es que Saralegui no le hace el juego a la corrección política ni a los revisionismos. Aquella reivindicación reciente de la función activa de indígenas y afrodescendientes en las guerras de la Independencia (el autor los llama “indios” y “negros”), es totalmente negada por él. Esta negación, sospecho, no viene de un desconocimiento de esas perspectivas —o eso espero—, sino de una omisión de las mismas; algo que pocas personas, por equivocadas que estén, se animarían a hacer con tanta tranquilidad. De todos modos, el autor no escribe como un español despechado por americanos desagradecidos (ese tono paternalista que el tema podría facilitar), sino con una afirmación del sentido común: nadie fortalece su identidad sin haber integrado su origen.

    Matar a la madre patria podría considerarse una respuesta a los textos edulcorados de la hispanidad, o una versión menos victimista de los grandes ensayos sobre la identidad americana, desde Martí hasta Galeano. Lo que atrae es su tono de simulado desapego montado en un estilo ágil y suelto. Como Historia de una pasión argentina (a la que remeda el subtítulo, aunque jamás se atribuye la inspiración), el libro muestra la pulsión controlada de la escritura para hablar del odio retórico desmadrado. Pero a diferencia del ensayo de Eduardo Mallea, su fuerza no viene del dolor por la patria que no fue, sino del privilegio. El punto de vista del autor incluye su género, educación y nacionalidad, pero también el privilegio revelador del extranjero anfibio que analiza y propone nuevas imágenes sobre lo que siempre nos hemos contado en América. Para cierto lectorado latinoamericano, la perspectiva puede sonar taxativa, pero esto en ningún momento enturbia su agudeza.

    Como esos viajeros científicos europeos del siglo XIX que les mostraron su propio paisaje a los americanos, las imágenes generales del libro logran nombrar lo evidente. El fracaso de las repúblicas latinoamericanas no es un pecado original ni una condena histórica. Más bien es una elección retórica que busca culpables de una realidad demasiado compleja, cuyo origen político español y su recreación liberal y elitista no se terminan de aceptar.

     

    Imagen: Alegoría de la unión americana (1895), de Mariano Florentino Olivares.

     


    Matar a la madre patria. Historia de una pasión latinoamericana. Miguel Saralegui, Tecnos, 2021, 205 páginas, €20.

  254. ¿Por qué importa España?

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    En los pasajes finales de la película El tercer hombre, Harry Lime, el personaje interpretado por Orson Welles, declaraba: “En Italia, durante 30 años bajo los Borgia, sufrieron guerras, terror, asesinatos, derramamiento de sangre, pero produjeron a Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci y el Renacimiento. En Suiza, tenían amor fraternal, 500 años de democracia y paz. ¿Y qué produjo eso? El reloj cucú”. Esa célebre frase dicha por Welles podría aplicarse a gran parte de la historia de España.

    Es lo que propone Violencia: A New History of Spain: Past, Present and the Future of the West (Constable, 2020), del escritor de viajes y novelista angloestadounidense Jason Webster. El libro, que en su edición en Estados Unidos se titula Why Spain Matters?, puede leerse al mismo tiempo como una breve historia de España y como un ensayo audaz sobre ese país. En tal sentido, es cercano a la Big History, corriente historiográfica que se propone abarcar grandes ciclos de tiempo, abandonando la hiperespecialización y concentración en periodos y espacios muy acotados. Esta mirada de largo alcance permite identificar patrones y tendencias que permanecerían ocultos a una mirada más detallista.

    La historia narrada por Webster ilumina una serie de dilemas y conflictos recurrentes, temas con variaciones. Uno de ellos es la violencia que da título a la obra. Si la violencia, como sugirió Marx, es la partera de la historia, esta parece haberse cebado de manera particular con España, donde cada siglo ha presenciado al menos una guerra civil, llegando a tener hasta tres simultáneas.

    España aparece en el relato de Webster más como una entidad geográfica (la Península Ibérica) que como una realidad política. “La hispanidad es elusiva”, sostiene. Ha sido desde siempre un conglomerado de comunidades diversas, en que la identidad nacional está por construirse. La misma geografía parece imponer una paradoja: la Península ha sido destino de numerosas migraciones (celtas, fenicios, griegos, cartagineses, romanos, judíos, suabos, vándalos, visigodos, árabes, bereberes y romaníes, entre otros), un punto de encuentro de culturas y civilizaciones, pero marcada por una tendencia al aislamiento. Las barreras naturales internas han contribuido a la conformación de fuertes identidades regionales. La tensión entre estas y la idea de una sola España ha causado derramamiento de sangre, pero no ha sido la única fuente de violencia.

    Una y otra vez a lo largo de su historia, una versión de España ha intentado aniquilar a otra, recurriendo a las armas para intentar separar lo que en realidad son dos caras de una misma moneda, aspectos de una realidad colectiva. Ese esfuerzo siempre ha fracasado. Es imposible aniquilar al otro que es también uno mismo. Asimismo, ha sido recurrente el esfuerzo deliberado por negar grandes zonas del pasado para intentar construir una identidad nacional. Es el caso del “pacto de olvido” sellado tras la muerte de Franco. Hicieron lo propio con Al-Ándalus, una parte integral de su historia, pero que ha sido codificada como una anomalía: los árabes representan al “otro”, fueron “invasores” que debieron ser expulsados a sangre y fuego.

    España adolece, según el autor, del síndrome de Casandra, la princesa troyana condenada por los dioses a ver el futuro sin que nadie creyera sus vaticinios. Se la considera atrasada respecto de sus vecinos del norte de Europa, un mero destino turístico, pero siempre ha ido curiosamente adelantada. La Península ha dado origen o ha anticipado, entre otros fenómenos, la emergencia del Imperio Romano, las cruzadas, el Renacimiento, el imperialismo, el liberalismo europeo, el poscolonialismo, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Webster sugiere que ese carácter visionario continúa hoy: las tensiones y contradicciones que marcan a la España contemporánea podrían arrojar luces sobre diversas crisis actuales, más allá de sus fronteras.

    Bajo Felipe II, España se situó a la vanguardia de la Contrarreforma, hundiéndose en el aislamiento, la paranoia, el fanatismo y la obsesión por la pureza racial. El catolicismo que hizo posible una España unificada y su ‘imperio accidental’, iba a ser también un factor de su rápida decadencia, llevando a dilapidar la riqueza de América en las guerras de religión de los siglos XVI y XVII.

    Luces y sombras

    Las cosas en España rara vez son lo que parecen. El negro y el blanco no se encuentran en oposición binaria, sino que tienden a coexistir lado a lado en una unión paradójica”, señala Webster. Su relato conforma una especie de tablero de ajedrez, un juego de luces y sombras que el oscurantismo y autoritarismo alternan con cumbres de la cultura universal, con obras como las de Averroes, Cervantes, Velázquez y Goya. Asistimos a una oscilación entre “momentos de luminosidad, apertura y experimentación”, y otros de “insularidad, auto obsesión y oscuridad”.

    Las luces tienden a ser destellos fugaces. Una instancia de ello fue la Etimología, de Isidoro de Sevilla, enciclopedia que abarcaba todo el conocimiento del mundo en su época (siglo XI). También fue breve el apogeo de la Córdoba de los Omeyas. Lo mismo que la Escuela de Traductores de Toledo, revitalizada por Alfonso el Sabio en el siglo XIII, que marcó un momento de curiosidad intelectual, apertura y tolerancia aun en medio de una época convulsa (ese descalce entre florecimiento cultural y decadencia política iba a recurrir en el Siglo de Oro). La traducción sistemática de obras de la Antigüedad clásica tendría un enorme impacto en Europa, preparando el Renacimiento. Varias de estas instancias de luz tienen un factor común: la Península como un eslabón en la transmisión de conocimiento desde el Este hacia Europa.

    Una de esas luces fue el florecimiento, en distintas épocas, del misticismo. Prisciliano, Obispo de Ávila, quien en el siglo IV practicó el ascetismo y expuso ideas cercanas al gnosticismo, fue la primera persona ejecutada por herejía en Europa (Webster sugiere que es posible que Santiago de Compostela haya sido fundada por error en torno a su tumba). Al-Andalus produjo a grandes exponentes del sufismo, como Ibn Masarra, Ibn Tufayl (autor de la primera novela europea, situada en una isla desierta, antecedente de Robinson Crusoe) e Ibn Arabi de Murcia, precursor de la poesía amorosa de los trovadores y del Dante. La Península dio origen a la cábala, una de las variantes del misticismo judío, cuyo principal exponente temprano fue Moisés de León. Y también fue cuna de las dos mayores figuras del misticismo cristiano: Santa Teresa de Ávila y San Juan de la Cruz, así como del místico y erudito mallorquín Ramón Llull.

    Memoria selectiva

    Es decidor que la conquista y administración romanas casi no figuren en el imaginario colectivo español, pese al legado nada menos que de las lenguas peninsulares. Ello ejemplifica tanto el síndrome de Casandra como el olvido selectivo del pasado. La Segunda Guerra Púnica se originó en España: la victoria de Roma y la destrucción de Cartago sentaron las bases del Imperio. Los celtíberos juegan un rol preponderante en nociones contemporáneas de identidad colectiva, argumenta el autor, en parte porque se trata de una “cultura nebulosa”, de la que se sabe relativamente poco. El mito central de la España romana es el sitio de Numancia, la heroica resistencia de la ciudad rodeada durante 13 meses por las legiones de Escipión el Africano, cuyos habitantes recurrieron al canibalismo y que al final optaron, en vez de la rendición, por el suicidio colectivo. Se trataría de la primera instancia del “pacto de olvido”, que buscaba tender un velo sobre el pasado para crear un mito nacional, presentando a los romanos como invasores y extranjeros, ignorando el legado de la administración y cultura romanas en la Península.

    Lo mismo ocurre respecto del periodo de dominación árabe. No hay plena conciencia de la profunda influencia de Al-Andalus, no solo en España sino como una zona de contacto entre culturas con enorme influencia en la civilización europea moderna. Se trata de un periodo de convivencia de musulmanes, cristianos y judíos, de relativa tolerancia, asimilación y libertad de las mujeres, aunque no libre de violencia. La Reconquista es una instancia más de narrativa histórica revisionista. Tras el colapso del califato de Córdoba, la Península revirtió a su estado habitual de desunión, fragmentándose en un conjunto de pequeños reinos y principados, tanto cristianos como musulmanes, que formaban alianzas cambiantes para luchar contra enemigos, entre los que a menudo coexistían ambas religiones. El Cid, mercenario que sirvió tanto a líderes cristianos como a musulmanes, ejemplifica la complejidad y ambigüedad de esa época. La “Reconquista” fue en realidad una larga serie de guerras civiles, una lenta y caótica conquista militar del sur por el norte.

    El año 1492, emblemático por el nacimiento de la España moderna, es un nudo de tensiones y contradicciones. Tras las guerras civiles de los siglos XIV y XV, se forjó la unión del país (Castilla y Aragón) en una nueva guerra civil. El reino de Granada había sobrevivido gracias a la hostilidad entre reinos cristianos; su caída, que completó la Reconquista, ocurrió producto de una guerra civil en su interior. La expulsión de los judíos, “otra luz que se apaga”, daría origen a la Inquisición. El descubrimiento de América dejaría huellas indelebles con un terrible costo humano. Bajo los Reyes Católicos, la religión iba a ser el factor unificador de “las Españas”, la base ideológica para la creación de la nación, esa “comunidad imaginaria”.

    La Inquisición, establecida a fines siglo XV, aparece como un instrumento fundamental para la consolidación de la monarquía, al encontrarse bajo control estatal, no del papado. En igual sentido, la historiadora Karen Armstrong ha sugerido que la Inquisición no fue una institución conservadora sino modernizadora. Bajo Felipe II, España se situó a la vanguardia de la Contrarreforma, hundiéndose en el aislamiento, la paranoia, el fanatismo y la obsesión por la pureza racial. El catolicismo que hizo posible una España unificada y su “imperio accidental”, iba a ser también un factor de su rápida decadencia, llevando a dilapidar la riqueza de América en las guerras de religión de los siglos XVI y XVII.

    El relato y análisis de Webster resultan iluminadores en un contexto de crisis del Estado-nación, oleadas migratorias exacerbadas por el cambio climático y resurgimiento de los nacionalismos, racismo y xenofobia. Violencia reconstruye con concisión las complejas dinámicas históricas que explican las fuerzas centrífugas del regionalismo, por ejemplo, en el contexto de las guerras carlistas.

    Webster destaca que en el siglo XVIII —un interregno de paz, aunque también incluyó una guerra civil, la guerra de sucesión que instaló a los Borbones—, la violencia fue codificada en la tauromaquia, con la construcción de plazas de toros y el establecimiento de los rituales de la fiesta taurina.

    Asimismo, argumenta que la Guerra de Independencia contra la invasión de Napoleón fue otra guerra civil, por cuanto una minoría apoyaba a Francia y las ideas de la Ilustración. Tras la derrota de Napoleón, muchas familias españolas salieron al exilio en Francia. Con la Constitución de Cádiz de 1812, la primera carta magna escrita en Europa, el término “liberal” se instaló en las lenguas europeas en su sentido político. Siguiendo el ejemplo de Estados Unidos, declaraba que la soberanía residía en la nación, no en el monarca. Sería otro destello de luz pasajera.

    En el siglo XIX, España ya habría entrado en una fase poscolonial, adelantada en más de un siglo a sus vecinos europeos. El periodo entre 1808 y 1874 fue especialmente convulso. Hubo tantos “pronunciamientos” (golpes de Estado o intentos golpistas) que los libros de historia se rehúsan a contarlos. En 1843 hubo más de 100. El periodo incluye las guerras carlistas, en que perdieron la vida 300 mil personas.

    La Guerra Civil (1936-39) sería otra instancia del síndrome de Casandra, anunciando sucesos por venir: no solo la Segunda Guerra Mundial, sugiere Webster, sino también la Guerra Fría y conflictos como los de Corea y Vietnam, en que grandes potencias iban a disputar su hegemonía de manera indirecta. Como tantos otros conflictos bélicos, la desunión al interior de un bando (el republicano) desembocó en una guerra civil dentro de otra guerra civil: los anarquistas contra los comunistas, como lo narró George Orwell en Homenaje a Cataluña.

    Fuerzas centrífugas

    Webster desmantela el “mito de la transición”, según el cual España pasó sin esfuerzo ni derramamiento de sangre (excepto por los atentados de ETA) de una dictadura a una monarquía democrática constitucional. El intento de golpe de 1981 no habría hecho sino cimentar el nuevo régimen, con el rey Juan Carlos como figura heroica central. Una vez más, un pacto de silencio vino a tender un velo de olvido sobre el pasado. El Estado franquista no fue desmantelado. La Constitución de 1978 nació al amparo y con la bendición del régimen anterior, cuya legitimidad de origen es cuestionable. ¿Cuán democrática es España? Para el autor, se trataría de una seudodemocracia. El sistema electoral fuerza el bipartidismo. La mayoría de los gobiernos logra mantenerse en el poder transando con nacionalistas catalanes, cuyo fin último es desligarse por completo del Estado español. Encuentra similitudes con el sistema creado por Cánovas del Castillo a finales del siglo XIX: una monarquía constitucional en que dos partidos se alternan en el poder, endémicamente corrupta, que sirve a los intereses de la élite. El breve interregno de paz hace agua debido a la crisis actual de la monarquía por escándalos de corrupción (“una larga tradición familiar”), la venalidad de la clase política y el movimiento separatista catalán. El autor vislumbra dos opciones: respetar la democracia y permitir que el país se disgregue o mantener la unidad mediante un giro hacia el autoritarismo.

    El relato y análisis de Webster resultan iluminadores en un contexto de crisis del Estado-nación, oleadas migratorias exacerbadas por el cambio climático y resurgimiento de los nacionalismos, racismo y xenofobia. Violencia reconstruye con concisión las complejas dinámicas históricas que explican las fuerzas centrífugas del regionalismo, por ejemplo, en el contexto de las guerras carlistas (hay otros temas que hubiera sido posible desarrollar más, lo que no ha sido posible por la brevedad de la obra).

    El autor destaca que, en sus novelas La granja de los animales y 1984, Orwell logró articular intuiciones de alcance universal a partir de sus experiencias en España. En esas obras visionarias habría conseguido eludir la maldición de Casandra, por tratarse de un extranjero. Lo propio puede decirse de Webster. Uno de los temas centrales de Violencia es la ceguera autoimpuesta de muchos españoles respecto de su propio país.

     

    Imagen: Las meninas (1656), de Diego Velázquez.

     


    Violencia: A New History of Spain: Past, Present and the Future of the West, Jason Webster, Constable, 2020, 352 páginas, US$19.

  255. América invertebrada (a propósito de un centenario —2022— orteguiano)

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    A principios de mayo de 1922 la prensa madrileña daba anuncio de la publicación de España invertebrada, de Ortega y Gasset, a la sazón astro emergente de una nueva filosofía que iba a brillar con luz propia en la Europa de entreguerras. El libro fue un éxito y en julio estaba ya agotado. La segunda edición se publicó en noviembre, “revisada y aumentada”, y aún hubo que hacer una tercera antes de acabar el año, porque el interés por el libro no dejaba de crecer. Con la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930) el libro se quedó sin espacio político para ponerse en juego y medir su eficacia, pero volvió a ganarlo durante los años de la República, al menos al comienzo, y es por eso que contó con una nueva edición en 1934, también “revisada y aumentada” (señal inequívoca de la atención que ponía Ortega en ajustar su pensamiento al paso del tiempo). De esa cuarta se hicieron en Chile dos ediciones más, una en 1936 (Ediciones Extra, 138 págs.) y otra de más modesta factura (Editorial Ercilla, 79 págs.) dentro de la entrega del 11 de marzo de 1937 del semanario La novela popular.

    Hay que decir que ambas ediciones fueron piratas, y que de ello y otros casos semejantes se quejó Ortega en las páginas de la revista argentina Sur, mediante un artículo titulado “Ictiosauros y editores clandestinos”, publicado en el número de noviembre de 1937. El problema lo había levantado Victoria Ocampo, directora de la revista y amiga personal de Ortega, con su artículo “Plagas. La langosta y los gangsters de las ediciones clandestinas”, publicado en el diario La Nación el 11 de noviembre de 1937 y recogido en parte en la sección de Notas de ese mismo número de noviembre de su revista. Allí dice, por ejemplo, aquello de que “los editores chilenos […] son los reyes del pirataje editorial”. Es obvio que aquella piratería tenía su razón de ser en un problema de aranceles y aduanas muy propio de la época, y que denunciar su ilegalidad, como dice Ocampo, era “clamar en el desierto”.

    Pero la denuncia es parte de la historia y queda trabada a la recepción y difusión en Chile y en América Latina de este y otros libros de Ortega y otros autores (Ocampo señala también los casos de Marañón, Keyserling, Spengler, Malraux, Gide, Huxley, Lawrence, etc.). Es decir, que la denuncia es parte de una historia que hizo su curso a partir de ese detalle, pero sin que la ilegalidad del caso (o tal vez sería más apropiado hablar de vacío legal) entorpeciera la difusión y limitara su alcance en el juego de relaciones propio del campo de la cultura. A efectos de recepción, tanto en Chile como en América Latina, importa poco si las citadas ediciones de España invertebrada pagaban o no derechos de autor; lo que importa —ahora como entonces— es la lectura del libro: la que se hizo y sigue haciéndose con independencia de la factura editorial.

    ‘Los editores chilenos […] son los reyes del pirataje editorial’. Es obvio que aquella piratería tenía su razón de ser en un problema de aranceles y aduanas muy propio de la época, y que denunciar su ilegalidad, como dice Ocampo, era ‘clamar en el desierto’.

    Porque un libro es, sobre todo, la lectura que de él se hace. Hay sobre ello páginas memorables en Misión del bibliotecario, del mismo Ortega. Un libro no es un contenedor que ofrece siempre la misma experiencia lectora: cada lectura es única, y un libro es (también, aunque no solo) la historia de sus distintas experiencias lectoras. ¿Cuál fue, si la hubo, la particular lectura o lecturas que se hicieron en Chile y en América latina de España invertebrada? ¿A qué obedeció el hecho de que se hicieran dos ediciones tan seguidas una de otra, por lo demás en unos años tan críticos para España?

    En efecto, eran los años primeros de la Guerra civil, cuya conmoción tanto peso tuvo fuera de España, también en América Latina. No es exagerado decir que Chile fue un “frente de combate” de aquella guerra, una suerte de “trinchera” cultural en la que se jugaba (también) el futuro de la política chilena. Nótese, por ejemplo, que entre las señas de identidad más visibles de la llamada Generación del 38 está el posicionamiento cultural y político en apoyo a la causa republicana en la Guerra de España.

    De inmediato se sintió en el campo cultural chileno una íntima necesidad de entender lo que tan lejos estaba pasando. Era una guerra lejana, pero en cierto modo se la sentía próxima, a veces incluso como algo en parte propio. La proclamación de la República en 1931 había abierto una nueva fase en las relaciones hispanoamericanas: España ya no era, o no era principalmente, o empezaba a dejar de serlo, la nación opresora del pasado colonial americano. A los nuevos ojos de la nueva época, España había dado o estaba dando el paso que la liberaba de su pasado imperial. La España republicana había ido con retraso frente a las repúblicas americanas, pero ahora, con la guerra, parecía como que se ponía a la vanguardia de una lucha internacional que trascendía los límites de su mera geografía: en la Guerra de España se combatía el futuro del mundo.

    Las ediciones chilenas de España invertebrada respondían a esa necesidad de entender, no tanto lo que estaba pasando en España, sino lo que había llevado a ello, las causas del proceso histórico que acababa en la guerra de 1936. Porque lo cierto es que, si bien por un lado el pasado colonial de las repúblicas americanas se hacía en cierto modo común con el pasado español, por otro era fácil advertir que desde las Independencias habían sido realidades que caminaban hacia adelante dándose la espalda, sobre todo en lo que hace a su relación con España.

    La proclamación de la República en 1931 había abierto una nueva fase en las relaciones hispanoamericanas: España ya no era, o no era principalmente, o empezaba a dejar de serlo, la nación opresora del pasado colonial americano. A los nuevos ojos de la nueva época, España había dado o estaba dando el paso que la liberaba de su pasado imperial. La España republicana había ido con retraso frente a las repúblicas americanas, pero ahora, con la guerra, parecía como que se ponía a la vanguardia de una lucha internacional que trascendía los límites de su mera geografía: en la Guerra de España se combatía el futuro del mundo.

    Es obvio que el libro de Ortega nada tenía que ver con eso, que había sido escrito y publicado en otra circunstancia y que su horizonte interpretativo de la historia de España no contemplaba la guerra que iba a venir después. Sin embargo, más allá de eso, más allá de lo que cifran la intentio auctoris y la intentio operis, más allá también de la primera recepción del texto, en España y Europa, lo cierto es que en América Latina, y más concretamente en Chile, España invertebrada se leyó en un contexto cultural que tenía como íntima necesidad el hacer luz sobre el proceso que lleva a los hechos de la Guerra de España. Importa poco que a esto se lo califique de “lectura equivocada”, pues de lo que se trata es de dar cuenta de la efectiva experiencia de lectura que acompañó al libro en su aventura sudamericana. Y ello porque es esa y no otra la lectura que en Chile tuvo efectos y consecuencias —y habiéndolos tenido no pueden hoy no recogerse como parte de la historia del libro.

    De él bien puede decirse que es una suerte de “libro de España”, un libro de escritura ágil y estilo elegante, un ensayo de ideas que busca hacerse ensayo político de España. El proyecto orteguiano consistía precisamente en vertebrar una nación invertebrada, a la que describe como “partes de un todo” que viven como “todos aparte”. Ortega reflexiona sobre el doble proceso de incorporación y desintegración de la nación y del imperio, y en ello sigue muy de cerca los estudios de Mommsen sobre el Imperio romano. Doble movimiento, pues, de ascenso y caída, pero visto en su unidad, lo cual era como decir que la forma del nacimiento conlleva la forma de la muerte —aunque tal vez solo en cierto modo.

    El ensayo de Ortega es contra la muerte, claro está, y su proyecto político mira no solo a poner un dique de contención al proceso desintegrador, sino sobre todo a la construcción de una nación que tras la pérdida de las colonias había quedado en suspenso. Para Ortega es claro que la invertebración lleva a la desintegración, y para ilustrar ese paso se sirve de la erosión y desmembramiento del Imperio español a lo largo del siglo XIX. Pero no se detiene ahí, pues llega a decir que lo mismo que causó la desintegración americana será la causa de la desintegración peninsular: “En 1900, el cuerpo español ha vuelto a su nativa desnudez peninsular. ¿Termina con esto la desintegración? Será casualidad, pero el desprendimiento de las últimas posesiones ultramarinas parece ser la señal para el comienzo de la dispersión intrapeninsular”. Los nombres son muy variados y recorren de cabo a fin el texto: dispersión, disgregación, descomposición, desintegración; conceptos todos ellos alimentados por la invertebración que da título a la obra y que el libro propone resolver con un ensayo de vertebración nacional traducido en proyecto integrador de las diversidades hispánicas.

    La Guerra de España da a la obra un contexto de lectura diferente: parece claro que en ese momento el proyecto político del libro ha quedado superado (la guerra es la evidencia del fracaso de cualesquiera ensayos de convivencia), pero a la vez ha quedado intacta la descripción del proceso desintegrador, su vértigo y su peligro, su implícita verdad, acaso confirmándola con las noticias que llegaban a Chile de una guerra que había conmocionado al mundo entero.

    Pero eso era antes, porque lo cierto es que la Guerra de España da a la obra un contexto de lectura diferente: parece claro que en ese momento el proyecto político del libro ha quedado superado (la guerra es la evidencia del fracaso de cualesquiera ensayos de convivencia), pero a la vez ha quedado intacta la descripción del proceso desintegrador, su vértigo y su peligro, su implícita verdad, acaso confirmándola con las noticias que llegaban a Chile de una guerra que había conmocionado al mundo entero.

    La historia que siguió después es conocida, y el libro, tras la dictadura franquista, supo jugar su eficacia en algunas partes de la nueva Constitución española de 1978 (no que se escribiera desde el libro, sino que el libro estuvo presente en el horizonte de problemas que la escritura constitucional estaba llamada a resolver). Y hasta ahora; pero esto, claro, solo por lo que respecta a España. Porque el libro tiene también, sin duda, una lectura americana. Y las ediciones chilenas, aunque centradas en las urgencias de la guerra, parecían entonces poder reclamarla. O tal vez la reclamaban envuelta entre aquellas otras urgencias.

    Esa otra lectura no tiene que ver (o no únicamente) con la invertebración de España, sino con la invertebración de América Latina. Porque llama la atención que las antiguas colonias inglesas encontraran tras la independencia una forma vertebrada y que no lo lograran las antiguas colonias españolas. Américo Castro lo dijo mucho mejor: “El hecho que más llama la atención, cuando se contempla desde el norte del continente americano, es la falta de unidad de la América de lengua española”. Castro habla de una falta de unidad sustancial y no política, que ya no hacía al caso, y veía en las diferencias de las formas de vida española e inglesa la causa de ello. Tal vez con razón, pero el resultado no cambia y deja intacto algo que pudo ser y no fue: la fragmentación del imperio español dio lugar a un proceso de independencia que se explica pluralmente, sobre todo porque explicarlo en su unidad acaso desvela el fracaso —por invertebrado— de aquellas independencias.

    Lo concreto hoy son los Estados nacionales que de aquel proceso salieron, pero no nos engañemos buscando un plural que esconda el común proceso de desintegración del Imperio (algo que, como notaba Ortega, no es exclusivo de América sino también de España). Incluso hoy se advierte —basta querer ver y saber mirar— cada vez con más fuerza en la región un tránsito hacia formas de integración. Otra cosa es que los nacionalismos construidos por los nuevos Estados jueguen en contra de un futuro que la mejor política reclama. Es obvio que la fragmentación de América Latina juega a favor de intereses ajenos, a la postre dominantes en la estructura geopolítica de nuestro tiempo, y es obvio también que no se trata de desandar ningún camino y buscar una unidad política imposible y ya sin demasiado sentido, pero no es menos obvio que la vida en América Latina podría ser muy distinta si a su fragmentación política se diera un horizonte de integración más eficaz y con verdadera voluntad de vertebración.

  256. Javier Marías, un maestro del “noir”

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    El novelista español Javier Marías nació en Madrid en 1951. Su padre, Julián Marías, fue uno de los filósofos más importantes de España en el siglo XX y autor de una historia de la filosofía que se convirtió en el libro de texto sobre el tema en el mundo hispanohablante. Marías padre fue también un abierto crítico del régimen de Franco; estuvo brevemente encarcelado y se le prohibió ejercer la docencia en las universidades españolas desde finales de los años 40 hasta principios de los 70. Su primer puesto académico en el extranjero, en 1951, fue en el Wellesley College, donde los Marías vivían en el mismo edificio que Vladimir Nabokov, y se hicieron amigos.

    Al igual que la de Nabokov, la ficción de Javier Marías podría describirse como una indagación sumamente autoconsciente, casi obsesiva, sobre la autoconciencia y la obsesión. En algún momento, sus protagonistas de manera prácticamente invariable se involucran en actos humbertianos de vigilancia encubierta y tortuosa, y a su vez se lanzan en vertiginosos vuelos de especulación compulsiva pero infructuosa. Uno de esos asediadores, Víctor en Mañana en la batalla piensa en mí, observa a su presa, Luisa (una de las muchas Luisas en la obra de Marías), cuando adquiere una copia de Lolita en el transcurso de una compra; “excelente”, es su juicio sobre el libro escogido.

    Marías estableció su nombre con la novela El hombre sentimental, de 1986, aunque los aficionados pueden buscar la anterior, Travesía del horizonte, publicada cuando solamente tenía 21 años: es un homenaje paródico y algo surrealista a las historias de aventuras de escritores como Conrad y Conan Doyle, que rinde honores también a los métodos narrativos complejamente indirectos del último Henry James; aunque entretenida en partes, termina —como el viaje a la Antártida que se propone relatar— haciendo relativamente pocos avances. Al decidir que la traducción literaria podría ser un aprendizaje en el arte de la ficción más valioso que el pastiche, Marías dedicó su época de veinteañero a crear versiones en castellano de los clásicos en inglés de Sterne, sir Thomas Browne, Conrad, Faulkner, James, Kipling, Hardy, Shakespeare y Nabokov. Su versión de Tristram Shandy ganó el Premio Nacional de Traducción de su país en 1979.

    El narrador de El hombre sentimental es un cantante de ópera, conocido como el León de Nápoles, que se enamora de la infeliz esposa de un poderoso banquero belga, Hieronimo Manur. Durante una semana de ensayos en Madrid para el papel de Cassio, en Otello, de Verdi, el León hace un extravagante galanteo a la enigmática Natalia Manur, y logra cortejarla lejos de su marido aparentemente brutal y siempre ocupado, quien rápidamente, y para gran sorpresa del lector, se suicida. Es Manur, más que el tenor operístico, quien emerge como el hombre sentimental del título, como la figura de Otello en el triángulo amoroso.

    La historia se cuenta a raíz del colapso del amor del León por Natalia, cuatro años después de que su declaración de amor hacia ella culminara en una visión grandiosa y elocuente de un Liebestod compartido. Pero él es solamente Cassio, incapaz de escalar las alturas de la pasión de idealistas como Manur, o el trágico Hórbiger, que hace el papel de Otello para el Cassio de León: aunque en el ocaso de su carrera, el obstinado y malhumorado cantante alemán se niega categóricamente a aparecer en el escenario a menos que todos los asientos en la platea y los palcos estén ocupados; a medida que sus capacidades se desvanecen y su popularidad decae, las direcciones de los teatros empiezan a contratar gente de la calle para satisfacer sus demandas de una platea abarrotada, hasta que los teatros donde actúa se llenan de “extraños patanes encorbatados a los que se notaba que no habían puesto un pie en una ópera con anterioridad”.

    Su última representación, nuevamente en el papel de Otello, ocurre en un teatro de ópera en Múnich, lleno en gran parte por estos “falsos aficionados”, así como por el propio personal del teatro, sus acomodadores, porteros, encargadas del guardarropa, mujeres de la limpieza y taquilleras. A pesar de estos heroicos esfuerzos, asomándose por una rendija del telón del escenario con su pequeño telescopio japonés, el implacable Hórbiger divisa un asiento vacío en la antepenúltima fila del pasillo derecho. Emitiendo un gemido sobrenatural, “disfrazado como estaba de Otello, con la cara pintada de negro, la peluca abundante y rizada, los ojos y los labios agrandados por el maquillaje, el pendiente en la oreja y el telescopio en la mano, el grandioso Hórbiger salió a escena, descendió hasta el patio de butacas, lo atravesó con paso decidido ante el asombro del público ya encrespado, y se sentó en aquella única butaca acusadora, completando de este modo el aforo que había sido su perdición”.

    Ninguna súplica puede traerlo de regreso al escenario y, finalmente, Iago, Cassio, Roderigo y Montano lo sacan del teatro con el traje completo, para nunca volver a actuar. Hórbiger también es, de esta manera, un hombre sentimental.

    Hay varias formas en las que esta novela sutil, inquisitiva y oblicua establece un modelo para la ficción posterior de Marías. Aparte de un cuento en la colección Cuando fui mortal, todas hacen uso de narradores masculinos en primera persona cuya conciencia se expresa en oraciones largas y desplegadas, que revelan la influencia en su prosa de la traducción de escritores como Faulkner y Browne y James, lo mismo que el impacto de la lectura de ese maestro del monólogo, el novelista austriaco Thomas Bernhard.

    Como había previsto Wheeler, Deza resulta tener un raro don para la observación y la interpretación desapasionada; escondido detrás de un cristal unidireccional, observa los tics y hábitos de quienquiera que esté siendo entrevistado, y ofrece respuestas directas a las preguntas de Tupra posteriores a la entrevista. Tal persona, ¿mataría?, ¿se echaría atrás en una discusión?, ¿qué más? Él no tiene idea del propósito de sus opiniones y evaluaciones, pero asume que Tupra trabaja en los servicios secretos de seguridad británicos.

    Además, el drama en muchas de las novelas de Marías deriva de un triángulo amoroso real o temido o amenazado, siempre involucrando a dos hombres y una mujer. Víctor en Mañana en la batalla piensa en mí incluso desarrolla un conjunto de términos pseudo-anglosajones, tales como ge-licgan, que significa “conyacer”, o ge-bryd-guma, que significa “connovio”, para indicar la relación entre dos hombres que se han acostado con la misma mujer. Los libros posteriores también siguen a El hombre sentimental al enfrentar con frecuencia a un cerebral protagonista algo inseguro contra un hombre mayor de mucha mayor decisión y autoridad mundana.

    El uso de Shakespeare por parte de El hombre sentimental también persiste, como lo indican muchos de sus títulos: Corazón tan blanco de 1992 está tomado de Macbeth (“Mis manos”, declara Lady Macbeth después de devolver la daga a la habitación donde Duncan yace asesinado, “son de tu color; pero me avergüenzo de llevar un corazón tan blanco”); tanto Mañana en la batalla piensa en mí como Cuando fui mortal se derivan del Acto V, escena 3, de Ricardo III, en el que el maquiavélico usurpador, en vísperas de la Batalla de Bosworth, es visitado por los fantasmas de aquellos a los que ha asesinado: “Cuando fui mortal”, recuerda Enrique VI con pesar, “fiero horadaste mi cuerpo sacrosanto”, mientras que los fantasmas de Clarence y Lady Ana pronuncian la misma maldición: “Mañana en la batalla, piensa en mí, y caiga tu espada sin filo. ¡Desespera y muere!”, líneas utilizadas como motivo o frase musical a lo largo de la inquietante novela de usurpación e intriga sexual de Marías. Negra espalda del tiempo es una adaptación de la “oscura espalda y abismo del tiempo” de Próspero, y Tu rostro mañana de un discurso de Hal a Poins en Enrique IV, en el que el Príncipe se encuentra cansado de sus compañeros de mala vida, e incluso anticipando su traición a ellos: “¡Qué vergüenza es para mí el acordarme de tu nombre! ¡O conocer tu rostro mañana!”.

    Todas las almas, la siguiente novela de Marías, está ambientada en Inglaterra, y viene precedida de una nota en la que niega cualquier parecido entre su autor y el narrador, a pesar de que ambos estuvieron dos años en el mismo puesto, el de profesor de literatura española en la Universidad de Oxford. Inevitablemente, esto llevó a que se leyera como un roman à clef, un ultraje para el autor que a su vez proporciona uno de los principales temas de discusión en Negra espalda del tiempo, publicado casi una década después. Esa novela, o “falsa novela”, abre así: “Creo no haber confundido todavía nunca la ficción con la realidad, aunque sí las he mezclado en más de una ocasión como todo el mundo, no solo los novelistas, no solo los escritores, sino cuantos han relatado algo desde que empezó nuestro conocido tiempo, y en ese tiempo conocido nadie ha hecho otra cosa que contar y contar, o preparar y meditar su cuento, o maquinarlo. Así, cualquiera cuenta una anécdota de lo que le ha sucedido y por el mero hecho de contarlo ya lo está deformando y tergiversando, la lengua no puede reproducir los hechos ni por lo tanto debería intentarlo…”.

    Al igual que W. G. Sebald, Marías disfruta mezclar lo ficcional y lo documental; la historia de amor de Todas las almas entre el profesor y Clare Bayes, una mujer casada, gira en torno a la vida de John Gawsworth, un escritor real que nació como Terence Ian Fytton Armstrong en 1912: Gawsworth, quien también escribió ocasionalmente bajo el seudónimo “Orpheus Scrannel” (una alusión al “Lycidas” de Milton), se ganó una pequeña reputación con una serie de volúmenes de versos desafiantemente antimodernistas, publicada en la década de 1930, pero quizá ahora sea más conocido por su biografía de otro de los entusiasmos de Marías, el escritor galés de ficción sobrenatural Arthur Machen. Por razones que no puede comprender, el narrador de Todas las almas se encuentra obsesionado con los escritos no muy distinguidos de Gawsworth y la triste historia de su gradual declive hacia la vagancia en sus últimos años. El libro incluye una foto de él con su uniforme de la Real Fuerza Aérea, probablemente tomada en El Cairo, con un cigarrillo apagado en la boca, y también una de su máscara mortuoria, hecha por un tal Hugh Oloff de Wet, otro integrante de la galería de excéntricos de Marías, cuya historia de vida se entrega en su totalidad en Negra espalda del tiempo.

    En ambos libros, Marías parece estar intentando crear perspectivas sobre personas y eventos que hacen que lo real y lo imaginario sean difíciles de separar; como resultado, nos vemos forzados insistentemente a reconocer que no hay una base sólida de verdad incuestionable sobre la cual apoyarse. El profesor, crónicamente con poco trabajo, de Todas las almas, por ejemplo, pasa gran parte de su tiempo merodeando por las librerías de viejo de Oxford; su favorita es una manejada por unos tales señor y señora Alabaster, en Turl Street, donde pasa largas horas revisando su inventario en busca de tomos de Gawsworth, Machen y otros oscuros autores ingleses. En un regreso a Oxford, descrito en Negra espalda del tiempo, vuelve a visitar su tienda favorita y queda asombrado por una propuesta que le hizo la pareja, aquí llamados señor y señora Stone: no solamente han leído su novela de Oxford, sino que también se han identificado como los originales del señor y señora Alabaster. Al enterarse de que se va a hacer una película de la novela, tienen una petición para el autor: ¿sería tan amable de pedirles a los productores de esta película, a quienes ya han escrito, pero sin éxito, que los elijan para representarse a ellos mismos en la película? Ambos pertenecen a la OSCA (la Oxford Society of Crowd Artistes, la Asociación Oxoniense de Artistas de Muchedumbre), explican, y son actores talentosos.

    Cuando Marías parece dudar de sus derechos a interpretar estos papeles, le presentan la fotocopia de una entrevista —debidamente reproducida en el libro mismo— que le dieron a la revista especializada The Bookseller, en la que reivindican con orgullo a sus alter egos ficticios. En una inversión del paso de Hóbiger desde el escenario al público con su disfraz de Otello para verse a sí mismo como Otello, ellos sueñan con interpretarse a sí mismos como libreros en una película del libro en el que están convencidos de que ya aparecieron.

    Otra encarnación de este ideal de un reino a la vez real e imaginario en Negra espalda del tiempo es la isla de Redonda, que Gawsworth heredó en 1947 del escritor de ciencia ficción, nacido en Montserrat, M. P. Shiel. La pretensión de Shiel de ser el rey de este trozo de roca deshabitado entre Montserrat y Nieves parece no haber sido demasiado seria, pero a su heredero le encantaba la idea de ser elevado a la realeza, y se autodenominó Su Majestad el rey Juan I. El copiosamente ilustrado Negra espalda del tiempo incluye numerosas fotografías, mapas y grabados de Redonda, e incluso algunos ex libris de volúmenes propiedad de sus diversos regentes, que son cuatro: Shiel, Gawsworth, su amigo y heredero Jon Wynne-Tyson, quien se autodenominó Juan II, y finalmente el propio Marías, que heredó el trono tras la abdicación de Juan II en 1997. Junto al título van los no demasiado lucrativos derechos de publicación de las obras completas de Gawsworth y Shiel, y el poder de entregar títulos nobiliarios a voluntad. Los duques y duquesas de Redonda incluyen ahora a personajes como Pedro Almodóvar (duque de Trémula), Alice Munro (duquesa de Ontario), J. M. Coetzee (duque de Deshonra) y A. S. Byatt (duquesa de Morpho Eugenia). “Es un reino”, escribe Marías en Negra espalda del tiempo, “que se hereda por ironía y por letra y nunca por solemnidad ni sangre”.

    Al igual que el creador de Kurtz, Joseph Conrad, Marías logra muchos de sus mejores efectos mediante el uso de una técnica narrativa sofisticada para contar historias que a menudo rayan en lo espeluznante. Sus novelas se tienden a construir hacia algún momento de revelación largamente esperado, que luego altera de manera decisiva nuestra comprensión de todo lo que ha sucedido antes.

    *

    Las ironías en la ficción de Marías surgen principalmente a través de su atención a las distorsiones inherentes a todos los actos de contar. Al igual que el Henry James tardío, le encanta ralentizar su narración casi hasta el punto de la parálisis, permitiendo que las percepciones, pensamientos y recuerdos de su narrador se expandan y proliferen a voluntad; esto hace que la textura de sus libros se asemeje a una corriente densa, turbia, meditativa, al mismo tiempo vacilante e irresistible, que a su vez contrasta fuertemente con los hechos de brutalidad y violencia que cada novela eventualmente llega a relatar.

    Hay algo extrañamente adictivo en la manera en que las tramas que evocan sutilmente las tradiciones del cine “noir” o la ficción policiaca negra están mediatizadas a través de una conciencia abierta hasta el punto de la distracción a las delicias del pensamiento lateral, al refinamiento y la generalización sin fin. Víctor, por ejemplo, en Mañana en la batalla piensa en mí, se va a la cama por primera vez con una mujer llamada Marta Téllez, cuyo marido está en Londres y cuyo hijo de dos años duerme en el dormitorio de al lado. Sin embargo, antes de que se hayan desnudado completamente el uno al otro, Marta comienza a sentirse mal, y en cuestión de minutos (minutos que tardan muchas páginas en pasar) muere en sus brazos, dejando a Víctor sin saber qué curso de acción debería tomar. Sus respuestas son típicas de la desaceleración de la narración a una especie de exposición cuadro por cuadro de la sucesión de pensamientos y sentimientos que es tal vez el rasgo más distintivo del estilo de la prosa de Marías. Cada aspecto del momento se sopesa y evalúa, se le hace justicia, como si todas las observaciones del narrador pudieran compensar su impotencia y pasividad innata: “‘Se ha muerto’, me dije, ‘esta mujer se ha muerto y yo estoy aquí y lo he visto y no he podido hacer nada para impedirlo, y ahora ya es tarde para llamar a nadie, para que nadie comparta lo que yo he visto’. Y aunque me lo dije y lo supe no tuve prisa por apartarme o retirarle el abrazo que me había pedido, porque me resultaba agradable —o es más— el contacto de su cuerpo tendido y vuelto y medio desnudo y eso no cambió en un instante por el hecho de que hubiera muerto: seguía allí, el cuerpo muerto aún idéntico al vivo solo que más pacífico y menos ansioso y quizá más suave, ya no atormentado sino en reposo, y vi una vez más de reojo sus largas pestañas y su boca entreabierta, que seguían siendo también las mismas, idénticas, enrevesadas pestañas y la boca infinita que había charlado y comido y bebido, y sonreído y reído y fumado, y había estado besándome y era aún besable. Por cuánto tiempo. ‘Seguimos los dos aquí, en la misma postura y en el mismo espacio, aún la noto; nada ha cambiado y sin embargo ha cambiado todo, lo sé y no lo entiendo. No sé por qué yo estoy vivo y ella está muerta, no sé en qué consiste lo uno y lo otro. Ahora no entiendo bien esos términos’. Y solo al cabo de bastantes segundos —o fueron quizá minutos: uno y dos; o tres— me fui separando con mucho cuidado, como si no quisiera despertarla o le pudiera hacer daño al interrumpir mi roce, y de haber hablado con alguien —alguien que hubiera sido testigo conmigo— lo habría hecho en voz baja o en un cuchicheo conspiratorio, por el respeto que impone siempre la aparición del misterio si es que no hay dolor y llanto, pues si los hay no hay silencio, o viene luego. ‘Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere’”.

    Como muchos de los narradores de Marías, Víctor ocupa una posición un tanto marginal en la sociedad: está divorciado y vive solo, escribe guiones para programas de televisión que nunca llegan a realizarse, y fantasmagóricos discursos para políticos e incluso para el rey de España, quien en una divertida escena se lamenta ante Víctor de la falta de impacto que sus apariciones tienen en la nación, y expone las diversas dudas que tiene sobre cómo debería desempeñar su papel real. El registro fanático de matices y detalles, de ejemplos y contraejemplos, que es tan característico del estilo novelístico de Marías, funciona dramáticamente como un vehículo para la conciencia de los narradores a quienes les gusta observar desde un costado en lugar de ocupar el centro del escenario, quienes traducen, leen o son escritores fantasmas o interpretan las palabras y acciones de otros.

    *

    ¡Procure ser una de esas personas para las que nada se pierde!”, aconsejaba Henry James al aspirante a novelista en El arte de la ficción, en 1884. Jacques Deza, el narrador de Tu rostro mañana, no es exactamente un novelista, pero es alguien que pasa sus días observando e interpretando caracteres, reuniendo las pistas arrojadas por el habla, los gestos y la apariencia de un individuo, para elaborarlas en una narración coherente. Deza, que es el narrador de Todas las almas unos 10 años después, ha regresado a Inglaterra, donde tiene un trabajo en la BBC, dejando en Madrid a una mujer, Luisa, de la que se ha ido distanciando poco a poco, y dos hijos. Un domingo asiste a un almuerzo en Oxford organizado por un viejo amigo, un profesor jubilado llamado sir Peter Wheeler, de quien sospecha que tiene una larga carrera en el espionaje para el MI6. En este almuerzo le presentan a uno de los exalumnos de Wheeler, Bertrand Tupra, quien poco después lo invita a unirse a una peculiar organización clandestina que se especializa en predecir el comportamiento futuro de las personas que debe investigar y evaluar.

    Como había previsto Wheeler, Deza resulta tener un raro don para la observación y la interpretación desapasionada; escondido detrás de un cristal unidireccional, observa los tics y hábitos de quienquiera que esté siendo entrevistado, y ofrece respuestas directas a las preguntas de Tupra posteriores a la entrevista. Tal persona, ¿mataría?, ¿se echaría atrás en una discusión?, ¿qué más? Él no tiene idea del propósito de sus opiniones y evaluaciones, pero asume que Tupra trabaja en los servicios secretos de seguridad británicos.

    El segundo volumen de Tu rostro mañana culmina con una escena de violencia espeluznante en un club londinense. Tupra, que quiere ser conocido como Reresby en esta ocasión, le ha pedido a Deza que lo acompañe en una noche de fiesta con una especie de mafioso italiano para que actúe como traductor cuando sea necesario, pero también que entretenga a la esposa de este, si ella se pone nerviosa. Deza tiene la desgracia de encontrarse con un compatriota en el club, un lascivo agregado de la embajada española llamado De la Garza, que insiste en que le presente a esa mujer y luego la hace desaparecer cuando Deza es llamado a realizar sus tareas de traducción. Un lado diferente de Tupra, o Reresby, emerge una vez que él y Deza han localizado a la pareja fugitiva y llevado al desafortunado De la Garza al baño para discapacitados para una venganza sumaria. Tupra le ofrece una línea de cocaína; mientras De la Garza se arrodilla para esnifarla en el asiento del inodoro, Tupra desenvaina una espada renacentista y se dispone a decapitarlo: “Descendió la espada a gran velocidad, con gran fuerza, bastaría aquel tajo para cortar limpiamente y aun llegar a la tapa y astillarla o rajarla, pero Tupra detuvo en seco la hoja en el aire, a un centímetro o dos de la nuca, la carne, los cartílagos y la sangre…”.

    Sobre todo, las novelas de Marías se ocupan de los procesos de narrar, de lo que significa contar y no contar, de los lazos que establecemos o disolvemos al contar, de las formas en que contar puede liberarnos del pasado o enclaustrarnos en él. ‘No debería uno contar nunca nada’, declara Deza en la frase inicial de Tu rostro mañana, pero luego procede a contarnos todo lo que hace y piensa, y hace de ese relato una actuación compulsiva y apasionante.

    Tal vez en parodia de los tres golpes asestados por el Caballero Verde en el cuello de sir Gawain en el poema medieval, Tupra lanza tres veces su hoja afilada como una navaja sobre el cuello de De la Garza. Después de haberlo reducido a un estado de terror balbuceante, Tupra se pone manos a la obra: “Una vez que lo separó lo bastante, Tupra abrió las dos tapas del retrete y con mucha violencia le hundió la cabeza en el interior de la taza, el impulso fue tan fuerte que hasta los pies fueron levantados del suelo, vi agitarse en el aire los cordones sueltos de De la Garza, ni él ni yo habíamos llegado a anudarlos. No temí, inicialmente, que el agua depositada en el fondo pudiera ahogarlo, porque el tobogán se estrechaba como es la norma y no cabría allí entera su ancha cara de crecida luna, que sin embargo se daba brutales golpes contra la loza —y se le quedaba algo atorada— cada vez que Tupra volvía a empujársela tras retirársela un poco, y además este tiró de la cadena tres o cuatro veces seguidas, el chorro del agua azul era tan potente y tan prolongado que de nuevo me invadió brevemente la suprema alarma”.

    Como la muerte de Marta, la escena está narrada en cámara lenta, lo que hace que se prolongue durante decenas de páginas de una tensión insoportable. Después de casi ahogarlo, Tupra golpea a De la Garza contra la barra cilíndrica habilitada para la comodidad de los usuarios discapacitados del baño y le rompe varias costillas. Más tarde revela que aprendió sus artes de intimidación de los famosos gangsters de los años 50 y 60, los gemelos Kray, y responde al estilo de los gemelos Kray a la queja de Deza de que “no se puede ir por ahí pegando a la gente, no se puede ir matándola”. “Pero dime según tú”, señala, “¿por qué no se puede?”.

    La violencia que Deza se ve obligado a presenciar, y de la que hasta cierto punto es cómplice, es particularmente impactante porque se maneja de una manera muy diferente de las formas oblicuas en que normalmente se presentan las atrocidades en la ficción de Marías. La conciencia histórica que articula su obra fue moldeada en gran medida por la Guerra Civil Española, y esta escena en el baño para discapacitados está, de hecho, intercalada con los recuerdos de una conversación que Deza tuvo con su padre, ahora octogenario, en la que Deza padre relata la espantosa muerte de un conocido suyo, un republicano llamado Emilio Marés: capturado en Ronda, Marés es sacado con otros dos presos para fusilarlos, pero primero les ordenan cavar sus propias tumbas. Marés se niega, declarando: “A mí me podréis matar y me vais a matar. Pero a mí no me toreáis”. Afrentados, sus verdugos deciden que lo torearán; lo acosan y lo pinchan con banderillas como si fueran picadores, y finalmente le dan el golpe de gracia con un estoque. Como última indignidad, le cortan la oreja y la blanden como trofeo.

    La violencia de Tupra, aunque pueda parecer imbuida de una teatralidad al estilo de Tarantino, se vuelve casi insoportablemente actual e inmediata, y llega a parecer una representación en la vida real, por así decirlo, de todas las atrocidades contadas por otros medios en la ficción de Marías, narrada a partir de libros, películas o conversaciones con su padre o sir Peter Wheeler. Y, por supuesto, obliga a Deza a preguntarse qué podría hacer él en determinadas circunstancias, cómo se vería su rostro mañana. Porque no encuentra respuesta a la pregunta de Tupra de por qué no se puede andar golpeando a la gente, o matándola.

    Tal vez haya algo del enigmático Übermensch kurtziano en Tupra —un Kurtz que aún no ha sido abatido por la enfermedad y la culpa. Y al igual que el creador de Kurtz, Joseph Conrad, Marías logra muchos de sus mejores efectos mediante el uso de una técnica narrativa sofisticada para contar historias que a menudo rayan en lo espeluznante. Sus novelas se tienden a construir hacia algún momento de revelación largamente esperado, que luego altera de manera decisiva nuestra comprensión de todo lo que ha sucedido antes: nos enteramos de un asesinato al final de Corazón tan blanco; tanto Un hombre sentimental como Todas las almas concluyen con un suicidio, mientras que en la última sección de Mañana en la batalla piensa en mí, Víctor finalmente se encuentra con el hombre al que casi le pone los cuernos, solamente para enterarse de que en el momento de la muerte de Marta, Deán Téllez estaba en Londres con su amante, y que ella también murió esa misma noche, atropellada por un taxi negro después de escapar del intento de estrangularla de Deán en un autobús de dos pisos.

    Sobre todo, las novelas de Marías se ocupan de los procesos de narrar, de lo que significa contar y no contar, de los lazos que establecemos o disolvemos al contar, de las formas en que contar puede liberarnos del pasado o enclaustrarnos en él. “No debería uno contar nunca nada”, declara Deza en la frase inicial de Tu rostro mañana, pero luego procede a contarnos todo lo que hace y piensa, y hace de ese relato una actuación compulsiva y apasionante; porque él es una de esas personas en las que nada se pierde.

     

    Artículo aparecido en The New York Review of Books, en enero de 2008. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

  257. Andrés Bello: el primer amarillo de la República

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    El sincretismo es una tendencia a conjuntar y armonizar corrientes de pensamiento o ideas opuestas. Pareciera que Andrés Bello fue un sincretista y eso es notorio en su ideario jurídico. Hoy diríamos, un amarillo, o sea, un moderado o ecléctico. De ahí la gran dificultad de caracterizarlo. A pesar de ello, quienes lo han intentado caracterizar suelen arrastrarlo a ciertos idearios globales o posteriores, incurriendo no solo en anacronismos (como decir que Bello era iusnaturalista o positivista, olvidando que estos son movimientos filosóficos posteriores a su época). No hay dudas de la influencia que ejercieron en Bello los juristas Jeremy Bentham y Friedrich Karl von Savigny, pero es necesario armar el cuadro completo de las ideas que conformaron su cosmovisión jurídica. Veamos.

    Bello como jurista hecho a sí mismo

    En cuanto al Derecho, fue Bello un self-made man: un hombre que se hizo a sí mismo a través de sus lecturas al hilo de los desafíos que se le imponían a cada momento. No tuvo un proceso de aprendizaje sistemático, por ejemplo, a través de algún estudio regular. Pero sorprende la profundidad de sus conocimientos y cabe preguntarse cómo los fue adquiriendo; seguramente poco a poco, a través de múltiples lecturas y experiencias de las normas (en sus funciones como secretario u oficial administrativo), pero de manera sólida. Cinco ejemplos caben recordar:

    1- Apenas llegó a Chile con 47 años, además de asumir el cargo oficial para el cual se lo contrató (esto es, consultor y secretario en el Ministerio de Relaciones Exteriores, Justicia y Culto), recibe en 1830 el encargo de dirigir el Colegio de Santiago, donde enseña Derecho Universal. ¿Qué hizo para ello? Echó mano a los textos que conocía y que portaba de Bentham, y de otros autores, de los cuales exprimió elementos jurídicos. Se transformó así en un profesor de Derecho.

    2- El mismo año es nombrado redactor de El Araucano, en donde pudo reunir aún más elementos jurídicos. Para esta tarea recibía materiales extranjeros (libros y periódicos jurídicos, que llegaban habitualmente en barcos) que le iban sirviendo para educarse, para tomar textos, traduciéndolos para publicarlos en las distintas secciones de dicho periódico; para escribir ensayos de las más variadas materias, pero en especial de naturaleza jurídica, cubriendo varias de sus disciplinas y no únicamente el derecho civil. Una compilación de sus textos jurídicos es una buena muestra de ello. En 1832 editó su importante texto jurídico sobre derecho de gentes, el cual tuvo dos ediciones más en 1844 y 1864. Se transformó así en un autor de derecho.

    3- No es discutido que Bello fue un jurista en las sombras durante la elaboración de la Constitución de 1833; ello pareciera evidente, dado su papel fundamental en medio de la institucionalidad de la época, y no pudo sino haber ayudado en su redacción.

    4- Entre medio, con un fin práctico más bien y como una mera formalidad, en 1836 la Universidad de San Felipe le confiere a Bello el Bachillerato en Cánones y Leyes. Es como un doctorado honoris causa. Pero la verdad es que Bello se venía formando a sí mismo, a través de diversas lecturas, las que se sumaron a las de su primera época londinense, en especial de las obras de Bentham.

    5- En fin, en 1840, con 59 años, atendido el reconocimiento de Bello como jurista insigne, es uno de los elegidos por el Senado para codificar las leyes civiles.

    Bello ya es entonces un jurista.

    Ahora podemos revisar su ideario jurídico, a la luz de lo que han señalado sus biógrafos y de lo que hemos concluido nosotros.

    Apenas llegó a Chile con 47 años, además de asumir el cargo oficial para el cual se lo contrató (esto es, consultor y secretario en el Ministerio de Relaciones Exteriores, Justicia y Culto), recibe en 1830 el encargo de dirigir el Colegio de Santiago, donde enseña Derecho Universal. ¿Qué hizo para ello? Echó mano a los textos que conocía y que portaba de Bentham, y de otros autores, de los cuales exprimió elementos jurídicos. Se transformó así en un profesor de Derecho.

    ¿Un ecléctico?

    Pedro Lira Urquieta califica a Bello de “ecléctico”, conservador y progresista a la vez. En este sentido, es reconocida como una de las influencias que actuaron en Bello la benthamiana; esta se habría cristalizado, entre otros aspectos, en la omnipotencia de la ley como fuente del derecho. Por su parte, Felipe Vicencio también aduce esta posición ecléctica, argumentando que esto se vio reflejado en su carácter y personalidad, “[en los que] imperaron el equilibrio, la mesura, la lejanía de los extremos”. Agrega Vicencio que, “dada su viva inquietud por el conocimiento, en consonancia con un espíritu científico bien asentado sobre una sincera fe religiosa católica, su construcción al respecto, en términos generales, es más bien ecléctica, no axiomática”. Vicencio trae a colación como prueba de este eclecticismo, la siguiente cita de un trabajo crítico de Bello, en que si bien denota su cercanía con el utilitarismo, señala en relación a la disputa entre las doctrinas racionalistas y utilitaristas: “Ni a las unas ni a las otras adherimos enteramente; lo que nos proponemos en estos Apuntes, es señalar un rumbo medio que nos parece más satisfactorio y seguro” (Bello 1846-1847: se trata de sus conocidos Apuntes sobre la teoría de los sentimientos morales, de Mr. Jouffroy). Por cierto, que esta frase de Bello es de un ecléctico y en ello aciertan Alamiro de Ávila Martel, Alejandro Guzmán Brito y Vicencio. Cabe destacar de ese texto la búsqueda del rumbo medio que confiesa perseguir Bello, lo cual es bien notorio en su obra.

    ¿Un benthamita?

    Hemos visto que las ideas de Bentham arribaron efectivamente a Chile y uno de sus principales difusores y promotores fue precisamente Bello. Esto no deja de llamar la atención, dada la aparente contradicción entre las posturas ideológicas de ambos: Bello un aparente conservador y creyente, y Bentham, un liberal agnóstico. Justamente ahí radica lo interesante de la figura de Bello, la forma en que logró incorporar las ideas liberales de Bentham, haciéndolas suyas en medio de un ambiente sumamente conservador. Tras sus obras principales están casi siempre presentes las ideas de Bentham, quien desde un comienzo influyó y alimentó muchas de las ideas jurídicas de Bello; pero, no todas.

    ¿Un híbrido, entonces? Así lo califica Agustín Squella, pero lo hace desde la perspectiva filosófico-política. Dice que es “un híbrido liberal conservador (…); o, si se prefiere, ¿fue Bello un conservador con chispazos liberales o acaso un liberal que se vio obligado a adoptar posiciones conservadoras en la timorata sociedad chilena del siglo XIX?”. Vale la pena consignarlo aquí, pues proviene de un conocedor del ideario de Bello.

    ¿Positivista y iusnaturalista a la vez?

    Recordemos que Bello fue estudiante en 1797 en la Real y Pontificia Universidad de Caracas, en la que podría haber iniciado sus estudios de derecho. Si bien se podría pensar que, dada su formación, su inicio jurídico habría estado marcado por ideas cercanas a lo que hoy llamamos iusnaturalismo, pareciera ser que la doctrina enseñada en dicha casa de estudios no caló muy hondo en él. Así, en una correspondencia de 1824, Bello ya se preguntaba si seguía aún en vigencia en esa universidad el “tontillo de la doctrina aristotélica-tomista y demás antiguallas”. Al respecto, Ávila, Guzmán, Iván Jaksic y Vicencio, afirman que Bello fue al mismo tiempo iusnaturalista y positivista, dejando de lado el hecho de que es una suerte de anacronismo sindicar a Bello unas tendencias filosóficas posteriores, que surgen de los debates del siglo XX. Incluso Guzmán califica también a Savigny de positivista. Es complejo sostener esta teoría, en cuanto resulta difícil hacer compatible el supuesto sustrato iusnaturalista con las ideas utilitaristas que Bello adquirió con posterioridad. En este sentido, pareciera que el acogimiento al derecho natural, si es que existió, fue una fase que quedó arrumbada en la juventud de Bello. Si aceptamos esa transposición, además, es bien discutible que hubiesen coincidido completamente, en un mismo tiempo, ambas creencias en Bello, lo que no es convincente, pues no pareciera ser posible que Bello pudiese ser al mismo tiempo un iusnaturalista y un positivista, dada la lejanía y contradicción de ambas convicciones filosófico-jurídicas, y las consecuencias que tiene cada una de esas posiciones. Lo más probable es que Bello pudo haber abrazado alguna idea iusnaturalista en su juventud, pero es claro que la abandonó con posterioridad, al abrazar el utilitarismo unido con su apego a la ley y el legalismo (lo que hoy se suele confundir con el positivismo jurídico). Existe un único texto de Bello en su libro de Derecho internacional que se refiere a un Derecho divino, idea que no desarrolló en ningún otro sitio, y que es contradictoria con todo el resto de su obra; si bien esto último llama poderosamente la atención. En todo caso, toda su obra codificadora, y la implantación del imperio de la ley y del principio de la legalidad es algo más coherente con la etapa chilena de su evolución intelectual que un supuesto iusnaturalismo, nada desarrollado en sus escritos, salvo ese acápite.

    Lo que pareciera más real es que en Bello hubo una evolución en su pensamiento jurídico. Si fuese efectivo que en su juventud abrazó transitoriamente ideas que hoy calificamos de iusnaturalistas, a las que solo se acercó en esa primera enseñanza en su Venezuela natal, seguramente fueron reemplazadas por su posterior conocimiento y convicción utilitarista, luego de creer en ese artificio jurídico que es la ley y la codificación, y finalizó abrazando además el historicismo. La coincidencia entre el imperio de la ley positiva y el historicismo (que agrega la costumbre) es solo coherente en la medida que hubiese abandonado eventuales ideas de un origen del derecho distinto a las convicciones del pueblo o al acuerdo en las asambleas parlamentarias.

    Bello, un jurista tricolor. Es por lo demás lo propio de la circulación de las ideas jurídicas, donde los sistemas completamente cerrados o herméticos casi no existen. Siempre los sistemas jurídicos y los idearios de los juristas han estado expuestos y dispuestos a esa síncresis.

    El sincretismo de Bello

    Lo que hizo Bello, entonces, fue sumar a su ideario de manera sucesiva buena parte de las ideas benthamianas y luego las savignyanas, llegando así a ese caudal sincrético de ideas que él tenía. Esto confirma lo que se ha comprobado sobre el modo selectivo en que Bello se dejaba influir por las ideas ajenas. Bello iba agregando las nuevas ideas que lo cautivaban, sin abandonar en lo posible o del todo las ideas más antiguas, salvo grave contradicción. En esto me parece que no hay discusión entre sus biógrafos y conocedores de su obra. Pero, entre el agregado de nuevas ideas y el abandono de las antiguas debió existir cierta coherencia. No podemos concebir entonces una síncresis tal en las convicciones de Bello que permitiesen calificarlo, a la vez, de iusnaturalista, positivista e historicista (como pretenden reputados biógrafos y conocedores de Bello). Es bien improbable que él se sintiera a sí mismo presa de tal florilegio. Todas esas ideas simultáneamente no permiten explicar a Bello como jurista. Quizás algunas de las ideas de esos sistemas de pensamiento predominaron en algunas de las etapas de su vida, pero las tres a la vez constituyen una situación irreal. Pareciera mejor hipótesis afirmar que Bello no fue ni lo uno ni lo otro, abrazando solo algunos aspectos o bases jurídicas identificadas con esas posiciones filosóficas o metodológicas, las cuales están bien identificadas. No veo a Bello, en caso de que hubiese escrito un texto autobiográfico, identificándose a sí mismo con alguno de esos tres idearios siquiera. Así:

    a) quizás en su vida personal nunca dejó de ser un creyente, pero eso no lo transforma en un iusnaturalista (como hoy se conoce a tal adscripción filosófica), pues es contradictorio con toda su definición legalista y sus referencias al derecho de los hombres como fruto del acuerdo social;

    b) luego, su adoración de la ley, como hombre de la época, no lo transforma en un positivista, que es una adscripción filosófica posterior, pues es contradictoria con su percepción de que el derecho también se origina en las costumbres;

    c) su apego a muchos conceptos jurídicos benthamianos, como la utilidad y la felicidad como explicación de los fines de la tarea legislativa de los pueblos, no lo hace un completo benthamiano filosófico ni un liberal ni un agnóstico;

    d) quizás su apego sincero a bases esenciales de la Escuela histórica savignyana, en cuanto al origen costumbrista del derecho, ya sea antes o al lado de la ley (lo que lo separa de todo iusnaturalismo o positivismo) es lo que más lo describe como jurista.

    ¿Cómo llamarlo entonces? De partida, y antes de responder, nos alejamos de esas filosofías jurídicas tan mencionadas por sus biógrafos o estudiosos: Bello no parece ser iusnaturalista ni positivista, ni de algunas de sus tendencias actuales. Si hubiese que sindicarle alguna tendencia jurídica quizás habría que calificarlo como un anticipador del movimiento jurídico posterior denominado realismo, cuyo análisis cabrá realizar a la luz de los nuevos antecedentes revelados últimamente, para lo cual acaso sea de utilidad una compilación de sus textos jurídicos.

    Juristas rojos, azules y amarillos: el sincretismo tricolor de Bello

    Joaquín Trujillo, en el frontispicio de su Andrés Bello: Libertad, imperio, estilo (2019), ofrece un dramatis personae y clasifica a los distintos personajes de la época de Bello (y aun a algunos actuales) en tres grupos: rojos, amarillos y azules; siendo rojos, en general los liberales, progresistas y románticos de izquierda; azules los conservadores y románticos de derecha; y amarillos los eclécticos y moderados. Ciertamente Trujillo sitúa a Bello entre los amarillos: un ecléctico o moderado. Sitúa a Savigny entre los azules: un conservador. Pero no sitúa a Bentham en color alguno, lo omite. ¿Lo olvidó? ¿No era importante acaso? Yo me atrevería a situarlo entre los rojos, por su liberalismo o progresismo. Si así fuese, entonces en este escrito hemos visitado a una trilogía de juristas cada uno con su color: Bentham un rojo, Savigny un azul y Bello un amarillo. Pero es más real decir que este último se dejó teñir tanto por el rojo de Bentham como por el azul de Savigny. ¿El resultado? Bello, un jurista tricolor. Es por lo demás lo propio de la circulación de las ideas jurídicas, donde los sistemas completamente cerrados o herméticos casi no existen. Siempre los sistemas jurídicos y los idearios de los juristas han estado expuestos y dispuestos a esa síncresis.

     


    Andrés Bello. Escritos sobre fuentes del Derecho: Constitución, ley, costumbre y jurisprudencia, Alejandro Vergara Blanco, Editorial Jurídica de Chile, 2022, 456 páginas, $29.000.

  258. Mariano Llinás: “Argentina, 1985 ofreció la oportunidad de sacar la cabeza de cierto hartazgo con el estado de la democracia actual”

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    En los últimos días de enero, el cineasta y guionista argentino Mariano Llinás (1975) visitó Chile para dictar en la Escuela de Cine de la Universidad Diego Portales dos clases magistrales sobre temas que conoce muy bien: por un lado, su nutrida carrera como director de filmes experimentales, ajenos a los plazos y límites que impone la industria fílmica, y por otro, su exitosa labor como coguionista de películas con vocación masiva.

    Hijo de escritor (el poeta surrealista Julio Llinás) y hermano de actriz (Verónica, que participa en sus películas), en su primera faceta Llinás destacó por ser unos de los directores más jugados de la generosa cantera que renovó el cine trasandino a partir de los años 90 —conocida bajo el rótulo de “nuevo cine argentino”—, y donde caben cineastas tan disímiles como Lucrecia Martel, el fallecido Fabián Bielinsky, Pablo Trapero y Bruno Stagnaro, entre otros. A través de su productora El Pampero Cine, Llinás ha radicalizado los métodos del cine independiente, trabajando con presupuestos bajísimos, equipos que la industria deshecha y tiempos de rodaje que pueden extenderse por varios años. A nivel narrativo, películas suyas como Historias extraordinarias (2008), La flor (2018) y Concierto para la batalla de El Tala (2021) desafían los argumentos lineales, las duraciones impuestas por el canon (La flor dura 13 horas y 53 minutos) y a menudo devienen exploraciones autoconscientes sobre el proceso mismo de narrar. Es un cine que se apropia sin tapujos de la fecunda tradición narrativa rioplatense.

    Obviamente, Llinás es más conocido por su otra faceta, la de guionista que sigue, más o menos al pie de la letra, las fórmulas del guion clásico, y particularmente por ser el guionista de cabecera del director Santiago Mitre, con quien ha establecido una colaboración creativa que ha entregado filmes notables: El estudiante (2011), La patota (2015), La cordillera (2017) y Argentina, 1985 (2022), la película sobre el Juicio a las Juntas de la dictadura argentina que se ha convertido en un fenómeno mundial.

    Felicidades: Argentina, 1985 ganó el Globo de Oro y el Goya, y está nominada al Oscar. ¿Qué le parecen las películas que le compiten?
    La verdad es que no las he visto. Sé que hay cierta rivalidad, a nivel de plataformas, con la alemana Sin novedad en el frente, porque es de Netflix y la nuestra de Amazon. Además, la alemana y la nuestra son las dos que tienen el tema político detrás. Sin novedad tiene el trasfondo antibelicista de la Primera Guerra Mundial y eso la puede hacer ganar. Aunque si nos siguen haciendo el favor los fascistas, puede que andemos bien. Nuestro triunfo en los Globos de Oro hay que dedicárselo a los bolsonaristas, que atacaron el Parlamento brasileño. Aquello nos benefició, sin duda. Cualquier cosa que huela a Golpe, a trumpismo y amenaza para la democracia nos ayuda, porque 1985 es una película sobre las dificultades que tiene la democracia como proyecto colectivo.

    ¿Le sorprendió que Argentina, 1985 tuviera tanto éxito?
    Hasta cierto punto, lo intuí, pero no al nivel que llegó. En Buenos Aires fue muy contundente, se salió del eje de las películas y se convirtió en un acontecimiento sociopolítico del cual hablaban todos. No había político que no tuviera algo que decir. Fue un fenómeno cinematográfico como los de antes, como las películas de los años 70 y 80, que ponían temas sobre la mesa de los cuales se discutía.

    Desde hace 20 años que la política argentina está en una modalidad muy agresiva —un fenómeno que se conoce como ‘la grieta’— y la película tuvo la astucia de no sumarse a eso. Creo que el éxito de la película tuvo que ver con las ganas de conectar con esos años de la nueva República, donde algo estaba comenzando, y que se opone a esta sensación actual de que algo está terminando. Aunque no sabemos, ese algo, qué es.

    Parece que para llegar a un público masivo hay que darle a la gente lo que quiere escuchar.
    Cierto. El problema es que la gente no sabe lo que quiere escuchar. Lo sabe cuando ya lo tiene, no antes. Por eso no existen recetas para el éxito: el público encuentra lo que le gusta solo cuando lo ve.

    ¿Y qué encontró el público en 1985?
    Creo que conectó con algo que la democracia misma no está siendo capaz de proveer: una visión optimista de algo que teníamos y que no nos dimos cuenta de que lo teníamos. También ofreció la oportunidad de sacar la cabeza de cierto hartazgo con el estado de la democracia actual y de sus sumos sacerdotes, los políticos. Tengo la impresión de que 1985 irrumpió en medio de un territorio muy hastiado con la política. Desde hace 20 años que la política argentina está en una modalidad muy agresiva —un fenómeno que se conoce como “la grieta”— y la película tuvo la astucia de no sumarse a eso. Creo que el éxito de la película tuvo que ver con las ganas de conectar con esos años de la nueva República, donde algo estaba comenzando, y que se opone a esta sensación actual de que algo está terminando. Aunque no sabemos, ese algo, qué es.

    ¿Cómo ve usted la divergencia entre el cine industrial y el alternativo? Existe una especie de romantización del cine independiente, cámara en mano…
    Pero yo no hago cámara en mano. Ellos, los de la industria, hacen cámara en mano. Ese es un malentendido de base. Un equipo de rodaje, por más chico que sea, puede cargar su trípode, instalarlo, mirar, pensar el plano. Y tiene más tiempo para decidir, para volver a rodar si, por ejemplo, las luces no quedaron bien. Baudelaire decía: quien tiene tiempo, tiene libertad. El cine alternativo tiene tiempo; la industria, no. De hecho, la cámara en mano y el steadicam —el estabilizador de la cámara que va pegado al cuerpo del camarógrafo—, que comenzaron a estar de moda en los 80, son recursos que suelen utilizar los productores para resolver rápido situaciones que, si no, requerirían demasiado tiempo. Por otra parte, el cine industrial tiene mayores necesidades: su misión es narrar a cualquier precio. Muchas veces, cuando le pregunto a alguien qué tal alguna película, me responde: “Se cuenta”. Eso es propio de la industria. En una película independiente nadie quiere que “se cuente”. Más bien se concentra en el lenguaje, en resignificar el lenguaje y experimentarlo sin que sea utilitario para la narración. El cine independiente está despojado de estas obligaciones.

    Las películas que dirige parecen tener mucho influjo literario, al punto de que la narración a ratos parece más literatura que cine.
    No es una competencia, pero la literatura es mi país de origen. Yo vengo de ahí. De hecho, algo que me está gustando cada vez más, a medida que voy filmando y siendo más libre respecto de lo que hago, es filmar libros. Me refiero al libro como objeto. ¿Por qué? Seguramente porque algunas de mis ideas vienen de los libros.

    Me refería a la experimentación narrativa. El cine suele ser un artefacto de precisión, de detalles precisos. Y sus filmes tienden a una estética de la imprecisión, con narradores poco confiables.
    Eso tiene un origen clarísimo en la literatura: Borges. Simular que el relato es una especie de resumen de un relato mayor y fingir la imprecisión son trucos inventados por él. Yo solo he intentado una manera de trasladarlos al cine. La flor, por ejemplo, juega con la idea de que la narración es un acuerdo entre dos personas, entre el narrador y el público, y dice: “Esta historia podría ser de este modo, pero también podría ser de este otro”. Allí el artefacto narrativo queda en evidencia de manera explícita. El espectador sabe que lo que le están contando no es verdad.

    Muchas veces, cuando le pregunto a alguien qué tal alguna película, me responde: ‘Se cuenta’. Eso es propio de la industria. En una película independiente nadie quiere que ‘se cuente’. Más bien se concentra en el lenguaje, en resignificar el lenguaje y experimentarlo sin que sea utilitario para la narración. El cine independiente está despojado de estas obligaciones.

    También ha coescrito películas más formales en términos narrativos, y la gente engancha igual. Una característica común de sus películas más formales es que son muy políticas y opinan sobre temas polémicos. Por ejemplo, La patota, funciona como una especie de reverso de 1985: el personaje de Dolores Fonzi es violada por un grupo de hombres y en vez de hacer justicia, decide no hacerla.
    Depende de lo que entendamos por justicia; tal vez ella no cree que la justicia sea lo que las personas que la rodean —que, en general, son hombres— piensan. La patota es un remake de una película dirigida por Daniel Tinayre y protagonizada por Mirtha Legrand en los años 50. El argumento es igual: la chica, Paulina, es violada por una patota y queda embarazada. Ella es de una familia respetable, tiene un novio respetable y es hija de un juez muy respetable. Cuando la violan, todos se ven sacudidos, y al darse cuenta de que está embarazada, quieren el aborto. Pero ella no. Y llega al punto de que se va a vivir con el violador con tal de no abortar. Es una película con un sesgo antiabortista escandaloso. Nosotros decidimos quitarle la premisa antiabortista. Ella decide tener al niño e incluso no denunciar a sus violadores. Y entonces ocurre el escándalo. Me gusta que la película no intente justificar su decisión, algo que cuando se estrenó —fue previo a la marea feminista inmediatamente anterior a la actual— todo el mundo trató de hacer. Decían que no abortaba porque no estaba en sus cabales, porque estaba en shock. Y a mí me parecía que el personaje debía hacer lo que quería, aunque a muchos les pareció mal.

    El estudiante cuenta la historia de un novato que entra a estudiar a la Universidad de Buenos Aires y es seducido por la política universitaria, donde termina acumulando mucho poder. ¿Cómo opera ese tipo de política universitaria en Argentina?
    Es algo que nadie entiende. Por lo demás, no había algo sobre la política universitaria que nos interesara particularmente. Nos servía más bien como metáfora de la política a secas, del ascenso en la política, sin tener que hablar directamente de la política grande. Con la historia del personaje de Esteban Lamothe uno podría pensar en la historia de alguien que parte como dirigente universitario y termina siendo Presidente de la República. De hecho, cuando hicimos La cordillera, pensábamos que el personaje de Darín era el personaje de Lamothe varios años después, y que finalmente había terminado siendo Presidente.

    Cuando vi La cordillera pensé que el personaje del Presidente argentino estaba basado en Mauricio Macri. La interpretación de Darín —su inexperiencia política, su ambición desmedida— tenía ciertos guiños, incluso casi físicos.
    No, no. Es muy difícil, en una democracia con mandatos presidenciales cortos, como la nuestra, hacer algo así, porque el proceso de la película dura más que el gobierno de los presidentes. El Presidente interpretado por Darín, en principio, no tenía que ver con Macri, que era otra cosa. Pero Macri resultó ser, a la larga, un personaje mucho más interesante de lo que se pensaba y terminó teniendo una especie de capacidad para el mal que nadie le concedía, pues tengo la impresión de que todos pensábamos que era un imbécil. Pero resultó ser infinitamente menos ingenuo de lo que suponíamos. Y, entonces, a lo mejor fue Macri el que terminó convirtiéndose en el personaje de Darín.

    La cordillera comienza como un thriller político, pero deriva hacia lo fantástico y lo mefistofélico. Son como dos películas en una. Fue muy arriesgada.
    Esa película implicó una gran decepción para mí. Traté —con la venia de Santiago Mitre, por supuesto— de hacer algo que, según mis módicos parámetros, era revolucionario: cambiar de género en mitad de una película de gran presupuesto, es decir, hacer algo experimental dentro de una película industrial. Yo pensaba: si esto funciona en una superproducción con Darín, cambiamos el cine argentino. No funcionó. No le gustó a nadie, ni a los parientes de mi mujer.

    ¿Por qué no funcionó?
    Porque el público quería otra cosa. Quería al Darín de siempre, quería una historia sin dobleces ni pliegues de ningún tipo. Querían cine argentino, querían 1985, no ese nuevo cine fantástico del Río de la Plata que nos animamos a ofrecer.

  259. Jamaica Kincaid, una presencia hipnótica

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    Elaine Potter Richardson nació en 1949 en Antigua, una isla del Caribe que perteneció al imperio británico, de 18 kilómetros de largo y 12 de ancho. Cuando se fue a Estados Unidos, con solo 17 años, ni siquiera la había recorrido entera. Sin embargo, su paisaje y sus personas la acompañarían siempre, en cada una de esas largas, circulares y afiladas oraciones que comenzó a escribir desde que se cambió de nombre y se convirtió, para todos sus lectores, en una presencia hipnótica. No podría haber dicho lo que dijo con el nombre que le fue dado; sí con el de Jamaica Kincaid, con el que pudo transmitir la noción de que el lugar de nacimiento —la isla, la familia, el pasado— es una condena o un agujero en el que se cae y se caerá siempre.

    Kincaid comenzó a leer cuando era muy pequeña, al punto de que su madre la llevó a la escuela a los tres años y medio. “Si te preguntan qué edad tienes, di cinco”, dijo en un tono, más imperativo que cariñoso, aquella mujer que luego ocuparía el centro de buena parte de las obras de su hija. En Mi hermano, Lucy, Mr. Potter o en sus cuentos, la figura de la madre se filtra como un magma viscoso y quemante.

    Kincaid fue hija única hasta los 13 años. Para ser exactos, era hija única por el lado de su madre. Su padre murió cuando ella recién había nacido; luego la madre se casó con un carpintero que tuvo alrededor de 30 hijos, con varias mujeres, algo no tan infrecuente en Antigua, pero con ella tuvo tres hijos. El menor es el protagonista de Mi hermano, que relata la agonía de Evon, contagiado de sida y recluido en un hospital donde ni siquiera hay medicamentos.

    Pero antes, mucho antes, Kincaid debió cuidar de él, y un día la madre descubrió que su hija no había mudado al niño por estar absorta en la lectura. Era la época en que devoraba las novelas del siglo XIX, cuando soñaba con ser Jane Eyre o Charlotte Brontë o una mezcla de ambas. Entonces su madre agarró todos sus libros y, tras rociarlos con bencina, los quemó.

    Nunca ha quedado del todo claro por qué Kincaid llegó a Estados Unidos a trabajar como niñera. Esa es la trama de Lucy, otro de sus relatos autobiográficos, aunque lo que en verdad hace esta autora es desestabilizar las nociones de invención y testimonio. Ella no escribe novelas para eludir el rigor de la verdad, sino justamente para evidenciar el carácter complejo —y no pocas veces turbulento— de la realidad (Saer dixit). Se suponía que debía estudiar enfermería, si bien es probable que su partida fuera una especie de sacrificio en aquellos hogares donde hay más niños que alimentos y comodidades.

    El arribo a Nueva York de una joven que nunca se ha subido a un ascensor ni ha comido alimentos del refrigerador, y que debe encargarse de las cuatro hijas del matrimonio Lewis, es el eje de Lucy, una obra donde ya se aprecia esa mirada nada romántica del mundo que se abandonó. La visión de su lugar de origen es feroz y Lucy, por ende, hará todo lo posible por cortar cualquier vínculo: no lee ninguna de las cartas que le envía su madre, y cuando le escribe lo hace para decir que se cambiará de casa, dándole una dirección equivocada. Poco antes agarra el manojo de sobres sin abrir y los quema en la chimenea. Ojo por ojo.

    En Kincaid no hay un ápice de nostalgia por su herencia ni victimización por crecer en un ambiente donde lo único que se da libremente es la brutalidad. Es fría y sus personajes parecen haber aprendido a vivir sin amor. En su obra predomina un deseo terrible por cortar los vínculos con todo lo que tenga que ver con el Caribe, lo que tampoco significa que exista admiración por los colonizadores.

    Al final de Lucy se anuncia lo que será el recorrido vital de la propia autora: estudiará fotografía, ahorrará dinero y dejará a los Lewis. Kincaid fue recepcionista de la agencia Magnum, pero cuando empezó a inclinarse por la escritura, un amigo le presentó a William Shawn, el editor de The New Yorker, que publicó sus primeros relatos y la sumó a la plantilla de la revista en 1978.

    Siete años después publicó Annie John, sobre la infancia y juventud de una niña en las Antillas. El volumen incluye un cuento extraordinario, “La mano”, donde una niña narra de qué manera cambió el amor absoluto que sentía por su madre —y la madre por ella—, cuando cumplió 12 años. Hasta ese momento, vivía en el “paraíso”: le pisaba los talones todo el tiempo a su mamá, absorta por la belleza de los labios, dientes, cabello, y por el tono envolvente de su voz y el olor a limón, salvia o laurel de su cuello. “Qué horrible —dice la niña— debía de ser para cualquier persona no tener quien lo quiera tanto, ni a quien querer tanto”. La magia se rompe un día cualquiera, cuando la pequeña quiere elegir la misma tela que su madre para un vestido: la madre le dice que ya está grandecita para seguir pareciendo “una copia mía en pequeño”. La hija siente que le quitan el suelo bajo los pies, y con esa inestabilidad existencial debe seguir caminando, descubriendo los secretos del sexo y la vida adulta. La embarga el odio y la amargura, como también le sucede a Lucy y a Xuela Claudette Richardson, la mujer que narra su vida en otra historia perturbadora: Autobiografía de mi madre.

    En Kincaid no hay un ápice de nostalgia por su herencia ni victimización por crecer en un ambiente donde lo único que se da libremente es la brutalidad. Es fría y sus personajes parecen haber aprendido a vivir sin amor. En su obra predomina un deseo terrible por cortar los vínculos con todo lo que tenga que ver con el Caribe, lo que tampoco significa que exista admiración por los colonizadores. En su radicalidad hay una mujer tan herida como esa niña de “La mano” o como la Lucy que dice que si abría una sola de las cartas que le enviaba la madre se derrumbaría y le darían ganas de tomar el primer avión de regreso a Antigua.

    Las consecuencias del colonialismo se aprecian de manera dramática en la obra de Kincaid, pero ella siempre se cuida de que esos seres ignorantes y despreciativos, esas sociedades resquebrajadas, se mantuvieran bien lejos de ella. Hoy es profesora en Harvard, varias veces ha sido candidata al Premio Nobel y vive en Vermont, rodeada de plantas.

    Es magistral la manera en que ha sorteado el discurso de la víctima y ha complejizado el devenir de aquellas existencias trasplantadas, construyendo una de las obras más brillantes —y al mismo tiempo oscuras— de hoy, una obra hecha de memoria, furia y desesperación.

     

    Ilustración: Daniela Gaule.

  260. Una vida cerca de los cuchillos

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    En la sombra del sueño americano (Diarios 1971-1991) es la primera traducción al español de la escritura del artista estadounidense David Wojnarowicz (1954-1992). Este es un libro compuesto de viajes, lecturas, historias de cruising, encuentros decisivos y el surgimiento de una obra que se expande del medio fotográfico a la música pop y la instalación, de la pintura al video arte y la escritura. Wojnarowicz fue un artista que se planteó trabajar contra la palabra y no junto a ella, como haría un cómplice silencioso en una escena donde el arte queer y el arte negro no fueron tomados en serio por el mercado y la crítica hasta fines de los 80, tras las rentables muertes de Basquiat, Keith Haring y Robert Mapplethorpe, y las consagraciones de Carrie Mae Weems y David Hammons.

    El libro abre en 1971 con un Wojnarowicz de 17 años, un adolescente recién graduado que ya conocía la calle y se prostituía para sobrevivir fuera de un hogar donde el abuso físico y el abandono eran la regla. Saltamos a 1977 y nos encontramos con un hombre de 22 años que escribe monólogos a la manera de William Burroughs y que ha trabado amistad con Herbert Huncke, el más beat de los beat, un sobreviviente del tráfago nocturno de Times Square como él. Los 70 empiezan a despedirse y Wojnarowicz elabora pieza a pieza el cuerpo de una obra que lo hará célebre: lo primero, la serie fotográfica donde usa una máscara con el rostro de Rimbaud y retrata a sus amigos con ella en situaciones sórdidas y rincones patibularios de Manhattan.

    Alineado con el verso de Alexander Pope que indica que “el único estudio apropiado al hombre es el hombre”, el material de la obra de Wojnarowicz era él mismo, sus diarios de vida grabados en cassettes y su marginalidad en la Nueva York de los años 70: la ciudad quebrada que Patti Smith romantiza en Éramos unos niños, la capital de la heroína, los apagones, los edificios vacíos y los incendios. Una capital de la decadencia, pero también un sitio donde la resistencia a través del trabajo artístico hizo posible una de las escenas más fértiles que conozcamos.

    Según Amy Scholder, editora de este libro, su selección corresponde a un 15 por ciento de los 31 diarios que Wojnarowicz estaba en proceso de organizar cuando murió. En ellos, el autor narra cientos de encuentros sexuales que describe como “hacer el amor”, expresión que revela su apertura al potencial transformativo de estos, aunque fueran anónimos y clandestinos. Esta apertura fue recompensada a fines de 1980, cuando en un bar de Manhattan conoció al fotógrafo Peter Hujar, quien alternativamente cumpliría en su vida los roles de amante, maestro, amigo, hermano y padre. Un mes después, el 21 de enero de 1981, Wojnarowicz escribe en su diario: “Reagan ahora es el presidente de este país, lo único que nos faltaba…” y, refiriéndose a Hujar, “cuando le cuento algo o viceversa, es como si estuviésemos desentrañando sentimientos que terminan siendo casi los mismos en los dos, apenas separados por la clase social o el dinero o algo como la actitud propia de la edad”.

    Siente frustración ante la pasividad de los funerales como acto de resistencia y cree en socializar lo privado: ‘Un simple paso puede convertirlo en un espacio mucho más público. No me hagan un funeral. Hagan una manifestación’. Ese es el espíritu furioso de David Wojnarowicz, un rasgo más patente en su escritura que en su obra visual, uno ampliamente representado en este volumen.

    El año siguiente Wojnarowicz hace una muestra individual, ve despegar su carrera de artista y empieza a ganar dinero por primera vez en la vida. En 1985 experimenta algo parecido a la consagración cuando es invitado a participar de la Bienal del Whitney Museum, lo que como artista autodidacta creía imposible. Desde entonces, se suceden las muestras en Europa y Nueva York, y el trabajo no cesa. Esto explicaría las pocas entradas en los diarios entre 1981 y 1987. Es, de hecho, en una de esas escasas anotaciones que duda ante la violencia de su obra: “No termina de gustarme el sentido de las obras que muestro, casi todas con imágenes agresivas y que son como una bofetada (…). Realmente ansío encontrar una manera de seducir a las personas, de hacer que se sientan a gusto y renuncien a las cosas terribles que hay en el mundo y digan: Sí, esto es verdadero”.

    Esa tensión halla su síntesis en 1987, cuando Peter Hujar muere por causa del virus del sida a los 53 años y Wojnarowicz se arroja a una combinación de activismo y arte político contra quienes negaban derechos constitucionales a las víctimas la epidemia. Es entonces cuando escribe el magnífico ensayo “Living Close to the Knives”, donde recuerda la furia de Hujar contra su sentencia de muerte y su propia mente en blanco mientras fotografiaba las manos, los pies y el rostro de su amigo muerto. Wojnarowicz recibió su propio diagnóstico en agosto de 1988 y ante la certeza de la muerte dobla la urgencia de su apuesta artística, convencido de que “cuando las personas se exponen a sí mismas en su obra (…) aplican una pequeña presión sobre este sistema de control que con gusto adoptaría el fascismo si no sintiera suficiente presión en la garganta”.

    El periodo comprendido entre 1987 y 1992, desde la muerte de Hujar a la suya, está signado por la materialidad del cuerpo y su fragilidad, viajes solitarios en auto, viajes con amigos y su pareja, recuerdos demasiado tenaces y reflexiones sobre el uso de estos como material para la creación: “No me interesa tanto hacer literatura como tratar de poner en palabras todo lo que vi y experimenté”. Wojnarowicz crítica cómo el sida es tratado en la esfera social, odia el optimismo de las campañas mediáticas con videos donde “chicos musculosos asintomáticos y lesbianas hacen kick-boxing”, exige que “no pasemos por alto la Muerte como uno de los aspectos del sida” y demanda espacios libres de discursos donde “poder abrazar y pensar la posibilidad real de la Muerte”. Incluso siente frustración ante la pasividad de los funerales como acto de resistencia y cree en socializar lo privado: “Un simple paso puede convertirlo en un espacio mucho más público. No me hagan un funeral. Hagan una manifestación”. Ese es el espíritu furioso de David Wojnarowicz, un rasgo más patente en su escritura que en su obra visual, uno ampliamente representado en este volumen.

    Sería injusto cuestionar la decisión de la editorial argentina Caja Negra de presentar la escritura de Wojnarowicz al público hispanohablante a través de sus diarios y no de su majestuoso Close to the Knives: A Memoir of Disintegration, porque este libro y la eficiente traducción Julio Pérez Manzanares y Cristian De Napoli consigue volver al lector un cómplice del autor e iluminar el arco completo de una vida agotada en la búsqueda y la defensa del placer y la libertad.

     


    En la sombra del sueño americano (Diarios 1971-1991), David Wojnarowicz, Caja Negra Editora, 2021, 327 páginas, $18.800.

  261. Roberto Torretti Edwards: una lámpara en medio de la oscuridad

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    Roberto Torretti se fue discretamente, como correspondía a su manera de ser. No hubo entierro ni discursos ni ceremoniales. Él mismo dispuso que sus funerales fueran así; se había desengañado hace ya mucho tiempo de las ceremonias oficiales donde se dicen bellas palabras escondiendo lo esencial, que en este caso es la desequilibrada indiferencia en relación con su verdadera lucha en contra de la ignorancia y la chapucería intelectual. ¿Para qué hacer el resumen de los logros de su vida ahora muerto, cuando esos mismos logros no fueron suficientemente valorados cuando estaba vivo? Por eso, ni siquiera dijo “no les quito más tiempo”. Quiso dejar el mundo como si él no hubiera estado nunca en él, desapareció, simplemente. Pero que no se vea en esto ni orgullo ni desprecio. En Roberto no había resentimiento alguno, menos en contra de su país, que amaba profundamente. Se trataba simplemente de puro realismo. Así fueron las cosas y así las asumió.

    Desde hace algún tiempo su vida se había transformado en una carga para él. Demasiadas enfermedades, demasiadas miserias, demasiada tristeza. Nos decía: “Si en Chile hubiera existido la eutanasia, yo hace tiempo que no estaría en este mundo”. Era terrible verlo disminuido, rengueando con la ayuda de un carrito, con su cuerpo atacado por mortíferos procesos corrosivos. La enfermedad que lo atacaba avanzaba sin piedad mientras los médicos erraban en el diagnóstico. Carla, la única mujer de su vida, lo cuidó con devoción, postergando su propio trabajo intelectual durante meses y hasta años para dedicarse a aliviar su dolor en la medida de sus fuerzas. ¡Qué conmovedora es la historia de estos dos que se encontraron un día en las aulas de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Chile, se casaron después en Friburgo y no pudieron separarse nunca más, compartiendo durante toda la vida el amor terrenal con el amor a la sabiduría! Ellos van juntos, no puede uno hablar de uno sin hablar del otro. Los que les otorgaron el Premio Nacional de Humanidades deben haberlo comprendido así, porque curiosamente les concedieron este galardón a los dos juntos. A pesar de estos méritos compartidos, son dos personas completamente diferentes y, en un cierto sentido, hasta contrarias. Ambos son seres excepcionales pero cada uno en su especie. Lo que no tiene uno, lo tiene el otro.

    A pesar de las miserias físicas, lo que nunca perdió Roberto fue su lucidez que lo acompañó toda su vida, con su inteligencia y su prodigiosa memoria intactas, protagonizando como siempre la conversación en la que mostraba que, a pesar de sus dolencias, seguía con sus dos pies viviendo en este mundo, informado de todo y con su sabiduría de siempre. Así llegó hasta el final. No se engañó nunca sobre nada. Vivió lealmente en este mundo sin hacerse esperanzas ilusorias ni sobre los dioses ni sobre los hombres. Con su inteligencia privilegiada se dispuso a conocer con el máximo rigor todo lo que podía conocer. Su erudición era incomparable: traducía a Sófocles y a Tucídides, explicaba críticamente la teoría de la relatividad, sabía qué emperador sucedió a Constantino, y lograba salir airoso de todos los laberintos de la geometría contemporánea. Escribió historias de la física y de la geometría, y como no estaba nunca contento de los diseños gráficos que le proponían sus editoriales, los hacía él mismo con una tipografía que él mismo inventó. Hasta creó su propio abecedario griego, que usaba en sus libros y artículos, e inventó una serie de símbolos con los que escribió algunas de sus obras, con el objeto de exponer de manera más clara las fórmulas matemáticas. Una de ellas es El paraíso de Cantor, que de acuerdo con el testimonio del filósofo español Jesús Mosterín, “es la obra mejor y más completa que jamás se ha escrito en español sobre los fundamentos y la filosofía de las matemáticas”.

    Su obra creativa comenzó con sus estudios sobre Kant, para derivar después hacia la filosofía de las ciencias: la filosofía de la geometría en el siglo XIX, el rol de la geometría en la teoría de la relatividad y el papel del entendimiento inventivo en la física matemática.

    Desde hace algún tiempo su vida se había transformado en una carga para él. Demasiadas enfermedades, demasiadas miserias, demasiada tristeza. Nos decía: ‘Si en Chile hubiera existido la eutanasia, yo hace tiempo que no estaría en este mundo’.

    De acuerdo con su propia opinión, el libro Creative Understanding: Philosophical Reflections on Physics, publicado en 1990, era su principal aporte a la filosofía de las ciencias. Este libro fue editado por la Universidad Diego Portales en el 2012, en una traducción hecha por el propio autor, bajo el título Inventar para entender. En él, Roberto expone la tesis según la cual los conceptos científicos, como cualquier otro concepto, surgen en el curso de la historia y, por lo tanto, pueden considerarse como invenciones. Debido a que la tesis se ejemplifica con la experiencia de la física, el libro se subtitula “Reflexiones filosóficas sobre la física”. Que en él Roberto haya puesto en valor para el desarrollo de la física la creatividad y la imaginación, contradice el prejuicio común que se tiene frente a la ciencia pura, que a menudo es vista únicamente como racionalidad.

    Amaba la música y en eso nos encontrábamos. Su espíritu minucioso y ordenado lo impulsaba hacia la valoración de obras contrapuntísticas de perfecta factura, como las misas de Bach o la música renacentista. Como le gustaba compartir su afición, tuvo la gentileza de copiarme su colección de discos de Monteverdi, Gesualdo y Palestrina, en versiones perfectísimas que se agenciaba no sé cómo. Porque no solo buscaba la belleza de la música, también le importaba la belleza del sonido y no se contentaba con cualquier intérprete. Para no molestar a Carla, que detestaba que Roberto pusiera la música demasiado fuerte, se acostumbró a escuchar con sofisticados audífonos que encargaba directamente a los productores, porque ni los mejores que se pudieran encontrar en Chile le eran suficientes. A veces yo llegaba a verlo y Roberto me esperaba con una sonrisa en los labios. Había logrado importar unos audífonos ingleses de precio imposible que quería mostrarme. Yo quedaba asombrado escuchando el canturreo de Glenn Gould que podía distinguirse a la perfección mientras interpretaba El arte de la fuga. Pero su predilección era la ópera, que también presenciaba en versiones cada vez más perfectas, de acuerdo con los avances de las tecnologías de grabación, que Roberto celebraba como nadie.

    Tenía una sorprendente facilidad para las lenguas. Me corregía mi francés, a pesar de que yo había vivido 15 años en Francia y él solo había visitado el país como turista. Fue el único filósofo chileno que jugó en las ligas mayores y recibió el reconocimiento de sus pares: fue reconocido como miembro de número de la Académie Internationale de Philosophie des Sciences, con sede en Bruselas, en 1988, y elegido miembro del Institut Internationale de Philosophie de París, en 1994. La Universidad de Puerto Rico, por su parte, lo nombró Profesor Emérito en el 2001, organizando un simposio en su honor, y la Universidad de Barcelona le confirió el Doctorado Honoris Causa en el 2005.

    En sus opiniones fue siempre certero, bregando incluso a través de los periódicos por las buenas causas ciudadanas. A lo largo de su existencia vivió entre libros, acumulando muchos más saberes que los necesarios para realizar su labor de profesor y escritor, y enseñando lo que sabía con generosidad y disciplina. Miraba la vida con distanciamiento, con sabio escepticismo y sin caer en ningún entusiasmo excesivo que lo fuera a desviar de su ruta de pensador. Si bien siempre tuvo sus propias opciones políticas, que a lo largo de su vida fueron cambiando, nunca militó en ninguna causa, aunque defendió sus ideas con mucha pasión. Era liberal, republicano, detestaba las beaterías de todo tipo y defendió siempre con ahínco los fueros de la cultura y el pensamiento.

    Gran persona, una lámpara en medio de la oscuridad chilensis. Gran amigo también, nos unió la curiosidad, el amor a los griegos, la música, el aprecio por la cocina italiana y el gusto por la conversación. A los que apreciamos su grandeza nos va a faltar su sabiduría. Ahora la noche se ve más oscura. Su muerte debe haber sido tranquila y serena, como lo ha sido siempre la disolución del mundo en tierra. Polvo fue y en polvo se convirtió. Una tierra siempre iluminada por la luz de las estrellas.

  262. Roberto Torretti, el filósofo que venía de vuelta

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    En su juventud escribió una novela con Carlos Fuentes mientras ambos eran alumnos del colegio The Grange. Se graduó con honores en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, pero nunca fue abogado. Prefirió dedicarse a la filosofía luego de doctorarse en Alemania con una tesis sobre Fichte.

    Se llamó Roberto Torretti y es —y luego de su muerte seguirá siendo— uno de los más importantes filósofos e historiadores de la ciencia contemporáneos.

    El hilo conductor de su trabajo intelectual [desplegado en Manuel Kant (1967, 1980, 2005), Philosophy of Geometry from Riemann to Poincaré (1978), Relativity and Geometry (1983), Creative Understanding (1990), El paraíso de Cantor (1998), The Philosophy of Physics (1999), el Diccionario de lógica y filosofía de las ciencias (2002)] puede presentarse echando mano a la distinción kantiana entre conocimiento intuitivo y conocimiento discursivo. Mientras el primero se relaciona con la sensibilidad (en el lenguaje kantiano esto equivaldría a la percepción), el segundo atinge al entendimiento, y a veces Kant lo denomina simplemente pensar y se relaciona con los conceptos. Kant supuso que gracias a este último —el conocimiento discursivo—, el flujo, de otra manera caótico de las sensaciones, podía ser transformado en objetos, en fenómenos y finalmente en experiencia. La tradición kantiana pareció creer que ese número de conceptos, gracias a los cuales la experiencia resulta constituida, era fijo y limitado, de suerte que el sujeto de los pensamientos construiría el mundo como si fuera un observador quieto y recostado, sin intervenir de manera alguna en él.

    Esa imagen no se correspondería, piensa Torretti, con la historicidad del conocimiento, que muestra que los seres humanos combinamos con cierta libertad nuestros conceptos, inventamos algunos, desechamos otros, y mezclamos los de más allá, haciendo así posible nuestro trato y conocimiento del mundo, el que sería contextual y relativo a un sistema de conceptos sin, por eso, dejar de ser objetivo.

    Torretti no cree, pues, que los conceptos con que atrapamos la realidad sean un número fijo o ahistórico. Por el contrario, él piensa que nuestros conceptos están infectados de historia. Al compás de ella —y de los dilemas que surgen al emplearlos—, los conceptos son reemplazados, sustituidos, transformados, a veces inventados.

    ¿Significa eso que una teoría científica surgida al amparo de un cierto contexto es inconmensurable con respecto de otra aparecida en un contexto histórico diverso?

    No, en absoluto, responde Torretti. Solo transitamos de una teoría a otra, de un modo de pensar a otro, explica en Creative Understanding (1990), cuando la vieja teoría se revela insuficiente. Pero la crítica conceptual que permite detectar esa insuficiencia, y así transitar a la nueva teoría, parte “del mismísimo modo de pensar que ella diseca y disuelve”. Así pues, no hay abismos en la historia intelectual de las teorías científicas. La historia de la ciencia no sería una sucesión de cosmovisiones incompatibles.

    El punto de vista de Torretti no solo resulta opuesto al realismo científico (la idea de que el mundo es independiente de la mente y no se corresponde con nuestra experiencia cotidiana); pero también al relativismo extremo (por ejemplo, de Kuhn), que ve en las teorías científicas discursos inconmensurables entre sí. En vez de eso, Torretti ha descrito el conocimiento humano, echando mano a una figura de Wittgenstein, como una ciudad vieja con calles nuevas, todas las cuales acaban, a pesar de las apariencias, comunicándose entre sí. “Las torres de acero y cristal de la teoría —dijo en otra ocasión— siempre pueden comunicarse entre sí a través de las arenas movedizas de la conversación humana sobre la cual reposan”. Y es que la conversación humana no transcurre en el mundo de la teoría, sino en el mundo a la mano, el mundo con el que tenemos trato cotidiano. “Porque la apertura en que consiste primordialmente la verdad —explica en sus Estudios filosóficos 2010-2014— no es un estado de cosas duradero y homogéneo, sino un acontecer diacrónica y sincrónicamente polimorfo, no es dable esperar que adopte una configuración definitiva, ni que se ordene como un solo ámbito coherente de luz, libre de sombras”. Sobra subrayar cuán importante es este punto de vista para la filosofía general, especialmente en tiempos en que muchos se apresuran, a veces con los más extravagantes pretextos, a derivar de la crítica a la metafísica o al realismo científico un simple irracionalismo.

    Mostrar que el conocimiento y la ciencia son posibles gracias a la invención de conceptos y a la arena movediza de la conversación humana, es parte del espléndido trabajo intelectual del profesor Torretti.

    Roberto Torretti fue un hombre excepcionalmente culto, que se comportaba como un pez en el agua en casi todos los ámbitos de la cultura, y un filósofo extraordinariamente preciso y profesional, alguien que conoció muy bien la literatura de su oficio, que dio a su disciplina dos o tres libros que son considerados de lo mejor que se ha producido en cualquier lengua, y que conoció mejor que ninguno dónde principian los límites más allá de los cuales es mejor guardar silencio.

    ¿Qué es lo que alentó una vocación como la de Torretti y qué preguntas son las que lo agobiaron para que se dedicara con tal intensidad al trabajo intelectual?

    De joven era un ardiente partidario de la vejez y me sabía de memoria un poema de Browning que empieza diciendo ‘envejece conmigo / lo mejor está aún por venir’. Y aunque mi adolescencia no fue nada turbulenta, entre los 30 y los 40 años de edad tenía una inquietud terrible”, confesó Roberto Torretti a Eduardo Carrasco en su libro de conversaciones En el cielo solo las estrellas (2006).

    Tuviste entonces angustia”, anota Eduardo, sin ocultar su esperanza de haber hallado por fin algún meandro metafísico.

    No precisamente —responde Roberto Torretti—. La época que estuve más angustiado en mi vida, al extremo de que despertaba agitado en medio de la noche, fue un mes que viví en Puerto Rico sin saber si nos iban a dar una visa americana”.

    A quienes piensan que la filosofía se alimenta de tribulaciones y de preguntas trascendentes acerca de la existencia, e imaginan a los filósofos cargando sobre sus hombros todos los enigmas de la condición humana, una respuesta como esa les propinará una cierta desilusión. ¿Acaso la filosofía no nos entrevera inevitablemente con profundidades angustiosas? Después de todo, hay filósofos felices, hombres reflexivos cuya fuente de angustia no tiene nada que ver con su oficio, sino que es la misma que podemos tener usted o yo: ¿La preocupación por una visa que se niegan a concedernos, una cierta inquietud por el cambio de trabajo?, nada muy espectacular en suma.

    A juzgar por lo que uno escuchó a Roberto Torretti, parece que sí, parece que hay, después de todo, filósofos felices, porque Roberto Torretti fue cualquier cosa menos un intelectual angustiado de esos que andan por la vida haciéndonos creer que llevan sobre sus hombros las preguntas de la humanidad entera.

    En vez de todo eso, Roberto Torretti fue un hombre excepcionalmente culto, que se comportaba como un pez en el agua en casi todos los ámbitos de la cultura, y un filósofo extraordinariamente preciso y profesional, alguien que conoció muy bien la literatura de su oficio, que dio a su disciplina dos o tres libros que son considerados de lo mejor que se ha producido en cualquier lengua, y que conoció mejor que ninguno dónde principian los límites más allá de los cuales es mejor guardar silencio.

    Y es que en opinión de Roberto Torretti, la metafísica —ese empeño por buscar un fundamento, una realidad última e incombustible que confiera sentido al conjunto de lo que hay— simplemente se acabó. En esto, según él mismo sugirió, la última palabra la habría dicho Wittgenstein: los problemas metafísicos son simples malentendidos, porfiados intentos de los seres humanos por ir más allá de los límites del lenguaje, como si fuéramos una mosca estrellándose una y otra vez con las paredes de la botella. La filosofía, entonces, no tiene por objeto revelarnos una realidad que de otra manera se nos escaparía. Su tarea es simplemente la de mostrar a la mosca —es decir, a cada uno de nosotros— cómo salir de la botella. Los problemas metafísicos, en otras palabras, no tendrían solución, sino terapia y esa terapia es, a fin de cuentas, la filosofía, una actividad humana capaz de mostrarnos los límites y decirnos hasta dónde podemos llegar.

    Quizá por eso Roberto Torretti pensó que la filosofía confiere cierta paz y serenidad; aunque ello no provenga del hecho que la filosofía nos haya proporcionado una respuesta a nuestras tribulaciones más profundas, sino que deriva del hecho que nos ha mostrado que no existe ninguna y que hay ciertas cosas que simplemente no podemos saber.

    Tal vez por eso —dijo Torretti— me interesa poco de dónde las cosas vienen y solo a corto y mediano plazo me preocupa adónde van. Vivimos ahora. The rest is silence”.

    Y es que Roberto Torretti no solo fue un hombre de cultura —uno de los más excepcionales que ha producido nuestro país—, sino también un filósofo que, por decirlo así, venía de vuelta de todas esas ilusiones que alguna vez pusieron a la filosofía a la cabeza de la cultura y de la historia.

     

    Fotografía: Archivo UDP.

  263. Pasado, situación y desafío de la derecha chilena

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    1. Vertientes históricas

    La historia de la derecha en Chile muestra un importante pluralismo, especialmente durante el siglo XX. Él se vio severamente limitado durante la dictadura y la transición a la democracia iniciada en 1990.

    Si se atiende a lo que ha sido la historia de esa derecha, incluida su historia intelectual, constan cuatro tradiciones de pensamiento, las que a su vez pueden ser ordenadas en dos ejes, uno con los polos Estado y mercado, otro con los polos cristianismo y laicismo.

    Las combinaciones arrojan una tradición cristiana-liberal, moralmente conservadora, pero vinculada a la economía de mercado; una tradición socialcristiana, usualmente conservadora, pero más cercana al compromiso con las clases pobres y trabajadoras; una tradición liberal-laica, similar en el campo económico al cristianismo-liberal, pero distanciada de él en sus concepciones morales y políticas; y una tradición nacional-popular, que muestra una consciencia más despierta respecto de los límites de las nociones económicas y busca rehabilitar el significado político de las ideas de nación o pueblo, así como un concepto existencial o menos mecanicista del Estado.

    Las cuatro tradiciones han tenido importantes realizaciones. La cristiano-liberal se expresa en la UDI y parte de RN. La socialcristiana, en el antiguo Partido Conservador, la Falange Nacional, contemporáneamente, en Solidaridad. La tradición laica liberal se realiza en el Partido Liberal, hoy en Evópoli. La laica y nacional-popular, en el Partido Nacional de 1915, en el “ibañismo” y el Partido Agrario-Laborista, en un ala del Partido Nacional, en parte de Renovación Nacional.

    En cuanto a los pensadores de la derecha o políticos con talante más intelectual, las categorías también logran aplicación. Barros Arana es liberal laico; Encina, nacional-popular; Jaime Guzmán, cristiano-liberal, después de un período socialcristiano. Por los cristiano-liberales califica también Zorobabel Rodríguez. Mario Góngora, de joven un socialcristiano, pasa a combinar luego elementos socialcristianos y nacional-populares.

    La clasificación sirve para ubicar a los autores y los grupos de la derecha; y, a los efectos del presente texto, especialmente, para mostrar que el pensamiento de la derecha es más complejo a como habitualmente se lo presenta.

    2. Guzmán y Friedman

    Durante la dictadura de Pinochet, la derecha pasa a ser hegemonizada por una síntesis entre el pensamiento de los discípulos de Milton Friedman y el de Jaime Guzmán. Las tesis de Friedman para la arena política, tal como él las expone en su libro programático Capitalismo y libertad, son un atomismo social, que concibe al individuo como entidad última y a la libertad individual como fin supremo; al Estado como instrumento posterior, al servicio del individuo; al mercado libre como la articulación que coordina más adecuadamente los intereses individuales; además, la idea de que la libertad económica es condición necesaria de la libertad política.

    El neoliberalismo de Friedman podría haber quedado en las aulas. En Chile, en cambio, entró, gracias a la colaboración de Jaime Guzmán, en la política misma. Las ideas de Friedman son compatibles con el pensamiento que el jurista desarrolla desde la segunda mitad de los 60.

    Guzmán afirma la prioridad del individuo respecto de la sociedad y el Estado. Mientras “puede concebirse la existencia temporal de un hombre al margen de toda sociedad”, Estado y sociedad no existen sin los individuos que los componen, se lee en la Declaración de principios de la Junta. Como consecuencia, el Estado queda subordinado al individuo. La limitación del Estado tiene su expresión operativa en el principio de la subsidiariedad. Este, desarraigado de sus fuentes socialcristiana y romántica, pasó a ser entendido por Guzmán de un modo acentuadamente negativo: como la exigencia de la abstención estatal, salvo excepciones calificadas, en todos aquellos asuntos que son campo específico de las agrupaciones menores. El impulso económico es radicado en sede privada, en el afán de los individuos de “querer hacer cosas y querer ganar dinero”, escribe Guzmán.

    La alianza quedó sellada en el nivel ideológico, pero también en un nivel operativo, y aquí en dos sentidos. El gremialismo aglutina jóvenes de Derecho e ingeniería comercial de la Universidad Católica. Y los cuadros formados en Santiago y Chicago van encontrando lugar e influencia en la dictadura. Más tarde, la síntesis ideológica es eje discursivo de la oposición de derecha a los gobiernos de la Concertación. Aquí entra a incidir un nuevo tipo de organización: el think tank partidista, bajo financiamiento empresarial opaco. La derecha “Chicago-gremialista” quedó así firmemente instalada no solo en la dimensión discursiva, sino en la de las infraestructuras del poder.

    En la rehabilitación de su capacidad ideológica es fundamental que la derecha active sus tradiciones, especialmente las soslayadas desde la dictadura: el pensamiento nacional-popular y el socialcristianismo. Ellas no solo cuentan con los autores más significativos en la historia del pensamiento chileno (Góngora, Edwards, Encina, T. Pinochet, Galdames, Salas, etc.), sino que serían un complemento capaz de poner coto y tino, moderando el desenfrenado economicismo de la eficiencia y la gestión, que amenaza con hundir en la irrelevancia a los actuales partidos de ese sector.

    3. Estallido y la falta de arte

    La crisis de 2019 mostró los límites del entramado (se venían anunciando ya desde el primer gobierno de Piñera, que no volvió a pararse políticamente tras las movilizaciones de 2011). El Gobierno existió propiamente hasta octubre de 2019, cuando se produjo el estallido. Piñera no pudo salir del discurso economicista y de la gestión, a lo que se sumaron los llamados equívocos a la guerra y a la paz.

    El economicismo, que había servido para implementar reformas neoliberales “desde arriba” durante la dictadura u organizar a la oposición parlamentaria durante la transición, se mostraba inepto para orientar a la derecha en el Gobierno.

    ¿Por qué?

    Las ideas de un individuo preexistente al Estado, de un Estado mínimo y de la economía (de mercado) como condición de la política, se cierran a la consideración del pueblo y a la cuestión de la legitimidad. La economía tiene significado para la política, y prescindir de ella es irresponsable. Pero administrar la economía no es lo mismo que conducir políticamente una nación, con la vista puesta en el pueblo y la legitimidad. Fue esa diferencia la que el gobierno de Piñera no percibió.

    Desde antiguo se dice que la política es “arte”. Es un saber irreductible a los postulados de una ciencia o los conocimientos de disciplinas empíricas racionalizadas. Se trata de comprender la situación real para brindarle expresión. Esa situación real, el pueblo en su territorio, es misteriosa. El pueblo usualmente está disperso o es disciplinado, como “votante”, “opinión pública”, “manifestante pacífico” incluso. De pronto, sin embargo, estalla, como en 2019. Eso es discernible, pero es también acontecimiento. Por eso la política no puede ser ciencia.

    Atendiendo a las consideraciones económicas, éticas, jurídicas, etc., la política se enfrenta a la tarea de captar lo que en cierta forma todos sentían, pero no eran capaces de decir, y de brindarle a eso cauce de expresión y despliegue. Tal capacidad artística coincide con los grandes momentos políticos ascendentes o constructivos, a saber: la organización institucional y cultural inicial de la República, la moderación liberal, el tendido de la red ferroviaria, la organización y expansión de la educación primaria y secundaria, la irrigación del país, el triunfo sobre la desnutrición infantil o el acceso universal a la educación superior. Se trata, a fin de cuentas, de articulaciones que lograron dar con asuntos especialmente sentidos por el pueblo, al punto que este les brindó reconocimiento.

    4. Lo que viene

    Solo en la medida en que la derecha recupere capacidades comprensivas para interpretar la situación y entrar de manera pertinente en la discusión pública, podrá ser un aporte real a la situación nacional. Hay incipientes esfuerzos por efectuar una renovación del discurso, como lo muestra la incorporación de RN a la Internacional Demócrata de Centro. En otros casos, como el del actual presidente de la UDI, se trata de un abandono de las viejas banderas, ante la constatación de que no hacen sentido en la nueva situación. Las señales no son claras, sin embargo, y en todo evento debe decirse que los procesos de transformación ideológica son lentos. Por eso es lenta la crisis actual, que es también ideológica. Si en la derecha cunde el economicismo, el moralismo de la izquierda académico-frenteamplista no solo hizo fracasar la Convención, sino que le pone severos obstáculos al Gobierno actual.

    En la rehabilitación de su capacidad ideológica es fundamental que la derecha active sus tradiciones, especialmente las soslayadas desde la dictadura: el pensamiento nacional-popular y el socialcristianismo. Ellas no solo cuentan con los autores más significativos en la historia del pensamiento chileno (Góngora, Edwards, Encina, T. Pinochet, Galdames, Salas, etc.), sino que serían un complemento capaz de poner coto y tino, moderando el desenfrenado economicismo de la eficiencia y la gestión, que amenaza con hundir en la irrelevancia a los actuales partidos de ese sector.

  264. El futuro de la derecha chilena

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    Las democracias liberales están sufriendo una crisis de representatividad en distintas partes del mundo. El fenómeno de la globalización, producto del libre comercio, la inmigración, el desarrollo tecnológico en las telecomunicaciones y el auge de las redes sociales, se percibe como una amenaza para las industrias locales, la convivencia cívica, las formas de vida tradicionales e incluso para la propia identidad nacional. Los efectos de la globalización generan miedo y, como dice la sabiduría popular, el miedo es un muy mal consejero. Este fenómeno global está afectando la democracia. Según el Democracy Index, en 2021 se experimentó la mayor disminución de regímenes democráticos desde 2010, cayendo el porcentaje de personas que vive bajo esta forma de gobierno y aumentando el de quienes viven en regímenes autoritarios. De 167 países, menos de la mitad serían democráticos y solo 21 son considerados democracias plenas. Más de la mitad de la población mundial vive, según este mismo estudio, en países con regímenes híbridos o directamente autoritarios. América Latina es la región que sufrió el mayor retroceso del cual se tenga registro. Cuatro países cambiaron de categoría y, dentro del ranking de cada categoría, prácticamente todos los países disminuyeron en sus posiciones entre 10 y 20 puestos, con excepción de Uruguay. Chile no fue la excepción: el año 2021 pasó de ser considerado una democracia plena a una democracia defectuosa.

    Nuestra democracia está bajo amenaza y el futuro de la derecha chilena pasa, en parte, por las respuestas que pueda ofrecer a esta amenaza. A nivel internacional se observa un aumento importante en la popularidad de opciones políticas más conservadoras, populistas o autoritarias. Turquía, Hungría, México y El Salvador son solo algunos ejemplos. En este escenario, los partidos políticos de orientación liberal se encuentran en una compleja situación, pues no tienen una respuesta política a los desafíos que plantea su propio liberalismo. De ahí que sea esperable, en el corto plazo, un debilitamiento de la derecha liberal, que ya es muy reducida en nuestro país, y un aumento en la popularidad de la derecha más conservadora, ligada a la tierra y las tradiciones, de corte más nacionalista, como es una fracción de Renovación Nacional, la Unión Demócrata Independiente y el Partido Republicano.

    El aumento de los delitos y homicidios, la penetración del narcotráfico y el recrudecimiento de la violencia en la Región de la Araucanía componen otro conjunto de factores a considerar a la hora de pensar el futuro de la política chilena. El incremento en la percepción de la inseguridad de la población, sumado al miedo frente a las amenazas que presenta la globalización y la crisis económica que se avizora, son un caldo de cultivo para el autoritarismo y el populismo. Si el actual Gobierno —o el Estado— fracasa en otorgar mayor seguridad a las personas, nuestra democracia corre el riesgo de volverse populista o autoritaria; y esto puede ocurrir con el beneplácito de la derecha.

    El estallido social dejó en evidencia una división al interior de la derecha, a saber, entre quienes se inclinaban por sacar a los militares a la calle para reprimir los actos de violencia y quienes se inclinaban por una solución política, sin el uso de la fuerza del Estado. El gobierno de Sebastián Piñera logró encauzar institucionalmente el malestar ciudadano a través del proceso constituyente. Sin embargo, el escenario ha cambiado desde aquel entonces. Las encuestas muestran cómo ha ido disminuyendo la tolerancia a la violencia y aumentando la legitimidad del uso de la fuerza por parte del Estado. La encuesta CADEM del 6 de noviembre muestra cómo todas las fuerzas de orden del Estado aumentaron su aprobación, situándose en la parte superior de la tabla, mientras que los partidos políticos, el Congreso, los tribunales de justicia y la Fiscalía, instituciones democráticas clave, se encuentran en el extremo inferior de aprobación en la tabla. Y la encuesta del 20 de noviembre muestra que mientras en 2020 el 57% de los encuestados consideraba que en la Araucanía había terrorismo, en noviembre de 2022 este porcentaje aumentó en más de 20 puntos porcentuales, alcanzando el 82%. En mayo de este año, el 25% de los encuestados se inclinaba por el diálogo político y el 44% por la vía de las Fuerzas Armadas para enfrentar el terrorismo en la Araucanía, hoy solo el 16% se inclina por el diálogo político y el 58% por la vía de la fuerza. Esto es un llamado de alerta a los líderes políticos, que se verán tensionados y tentados en las próximas elecciones por radicalizar el discurso en materia de seguridad, pudiendo algunos partidos mostrar tintes de autoritarismo.

    Es posible que en el corto plazo observemos una inclinación de la ciudadanía por posturas más radicales de derecha, lo que sin duda tendrá un costo para la derecha liberal. Sin embargo, en el mediano plazo el multilateralismo debiera seguir en expansión y, en ese escenario, la derecha liberal tiene una ventaja frente a las otras derechas y a la izquierda.

    Por otra parte, la pandemia reveló de forma cruda cómo en circunstancias críticas y ante la ausencia de liderazgos, el populismo logró encontrar terreno fértil. Los retiros de los fondos de pensiones son el claro reflejo de cómo frente a una crisis la respuesta populista, seduce tanto a políticos de izquierda como de derecha. Actualmente, el Partido de la Gente presenta una amenaza real para los partidos más de centro derecha. Considerando la pérdida de confianza en los partidos políticos tradicionales y el aumento de popularidad de esta nueva colectividad, es probable que observemos, previo al período de elecciones, un éxodo de políticos de derecha a este partido y un giro de los partidos de derecha a abrazar causas que sean altamente populares.

    Como se puede apreciar, el futuro de la derecha chilena en el corto plazo es complejo. Y esta complejidad es aún mayor atendiendo a nuestro sistema político y electoral, cuyo diseño nos ha llevado a la pérdida de gobernabilidad. Para defender la democracia y fortalecerla se requiere un cambio profundo en el diseño del sistema político. Un nuevo proceso constituyente nos ofrece precisamente la oportunidad de corregir el sistema político, el sistema electoral y fortalecer a los partidos políticos, que son el principal dique de contención contra el populismo y el autoritarismo. Y es aquí donde se abre una ventana de esperanza para que la derecha juegue un papel clave en el futuro político del país.

    Devolver la gobernabilidad a Chile es la tarea central hoy. En esta labor la derecha está llamada a jugar un papel relevante y cuenta con los liderazgos necesarios para conducir, junto con la centro-izquierda, este proceso. El primer desafío que debe enfrentar es logar un acuerdo con los partidos de la ex Concertación, que asegure la continuidad del proceso constituyente. Una vez logrado este objetivo, deberá consensuar un diseño del sistema político y electoral que evite la fragmentación y tenga incentivos a la colaboración, de tal modo de facilitar la gobernabilidad del país. Si no logramos este cambio, de poco y nada servirán los programas o agendas de gobierno, pues su implementación no será posible. Para el éxito de ambos desafíos, la unidad dentro del sector será fundamental.

    En el mediano plazo, la derecha debe entregar respuestas a los desafíos que enfrenta el país, respondiendo a las demandas ciudadanas. Es posible que en el corto plazo observemos una inclinación de la ciudadanía por posturas más radicales de derecha, lo que sin duda tendrá un costo para la derecha liberal. Sin embargo, en el mediano plazo el multilateralismo debiera seguir en expansión y, en ese escenario, la derecha liberal tiene una ventaja frente a las otras derechas y a la izquierda.

    Junto con la revisión programática de la derecha, es importante para la estabilidad política del país que tanto la centro-derecha como la centro-izquierda hayan aprendido la lección, a saber, que los acuerdos son fundamentales y que la permanente confrontación y obstaculización de la oposición al Gobierno termina no solo perjudicando a la coalición gobernante de turno, sino sobre todo a la democracia. Los años en que Chile logró avanzar más, fueron precisamente cuando los gobiernos de la Concertación consiguieron gobernar gracias a los acuerdos con la oposición.

    Ahora bien, si no se logra el objetivo de devolver a Chile su gobernabilidad, no veo un futuro auspicioso para la derecha chilena. Tampoco, desde luego, para la izquierda ni para la democracia.

  265. La fagocitación de la derecha convencional por la ultraderecha

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    La guerra de Putin contra Ucrania representa un verdadero quiebre para el mundo occidental, el cual ha sido definido por Olaf Scholz, actual canciller alemán proveniente del Partido Socialdemócrata, como una Zeitenwende. Dicho concepto denota un punto sin retorno que marca el final de una época y el comienzo de un nuevo tiempo. Por cierto que el concepto utilizado por Scholz resulta correcto, pero varios lo han criticado por no darse cuenta de que el final de una época y el comienzo de una nueva era se inició antes. Los orígenes de la encrucijada actual en que se encuentra el mundo occidental se remontan a la irrupción de fuerzas de ultraderecha que han demostrado tener la capacidad suficiente como para ganar elecciones y conquistar el poder ejecutivo. En otras palabras, el comienzo de una nueva era se torna particularmente evidente con la aparición de figuras como Donald Trump en los Estados Unidos y Jair Bolsonaro en Brasil, quienes a pesar de haber realizado un manejo catastrófico de la pandemia del covid-19, lograron movilizar una enormidad de votantes y estuvieron muy cerca de ser reelectos. Esto demuestra entonces que se trata de proyectos políticos con un significativo caudal de fieles seguidores, independiente de cuán bien o mal lo haga la ultraderecha en el poder.

    Investigaciones empíricas sobre el tema son concluyentes en demostrar que la llegada al poder de la ultraderecha implica un desafío mayúsculo para la democracia, sobre todo para los pilares liberales del régimen democrático, tales como la autonomía de los tribunales de justicia, la independencia de los medios de comunicación y la legalidad en el actuar de la administración pública. No se trata de un ataque súbito y brusco como un golpe de Estado, sino de agresiones sutiles que lentamente ponen en marcha un proceso de erosión democrática y que pueden desembocar en la aparición de regímenes competitivos autoritarios, vale decir, sistemas políticos en donde siguen existiendo las elecciones, pero quienes controlan el poder tienen tal margen de libre albedrío que gobiernan como dictadores antes que como demócratas. Brasil y EE.UU. están por ahora a salvo, porque la ultraderecha no fue reelecta. Pero en aquellos países donde esta logra consolidarse, termina socavando el régimen democrático. Hungría bajo Viktor Orbán es un ejemplo paradigmático al respecto.

    Dos son los factores que nos ayudan a comprender por qué el punto sin retorno en que se encuentra el mundo occidental se remonta a la aparición de fuerzas de ultraderecha electoralmente viables. Por un lado, estamos hablando de un desafío a la democracia liberal que viene desde adentro y no desde afuera. Países como China y Rusia siempre han estado a favor del autoritarismo antes que de la democracia, de modo que no hay mucha sorpresa en que Putin decida invadir Ucrania o en la obsesión de China por obtener materias primas sin preocupación alguna por las reglas del juego democrático. Lo nuevo es que en el seno del mundo occidental estamos viendo la irrupción de líderes y partidos con ideas de derecha extrema que movilizan a amplios sectores del electorado, lo suficientemente amplios como para conquistar el poder ejecutivo. Por otro lado, la aparición de la ultraderecha pone en jaque a las fuerzas de derecha convencional, las cuales fueron fundamentales para la consolidación del modelo de democracia liberal que logró asentarse a lo largo del mundo occidental luego de la Segunda Guerra Mundial. Quizás una de las lecciones más importantes del fascismo fue la emergencia de partidos políticos de derecha moderada, que aprendieron a defender sus ideales tanto en temas económicos (libre mercado) como culturales (conservadurismo), respetando el funcionamiento de la democracia liberal. Esto trajo consigo una época de lentos pero grandes avances. Basta pensar en la consolidación del Estado de Bienestar y la gradual aceptación de las así llamadas “minorías”, logros que fueron posibles gracias a la paulatina adaptación de la derecha convencional a sociedades cada vez más liberales en términos morales y que demandan un piso mínimo de seguridad social.

    El caso chileno es bastante similar a otras experiencias de la ultraderecha a nivel global. Al igual que VOX en España o el Partido de la Libertad en Holanda, el Partido Republicano chileno debe ser visto como una suerte de escisión de la derecha convencional (Kast era diputado de la UDI y Rojo Edwards era diputado de RN), que adopta un tono muy crítico hacia la clase política en general y hacia la centroizquierda en particular.

    Hoy en día esta derecha convencional está cada vez más desdibujada y en serio peligro de extinción. El Partido Republicano en los Estados Unidos tiene poco o nada de moderado y quienes intentan imponer algo de sensatez son vistos como traidores, mientras que en Francia la derecha convencional está prácticamente difunta y la ultraderecha ha venido creciendo con fuerza. Por su parte, el Partido Conservador en el Reino Unido sigue inmerso en un proceso de caos interno luego del Brexit, ya que las facciones radicales no pueden ser aplacadas por las facciones moderadas y todo indica que resulta prácticamente imposible encontrar una paz interna. Uno de los pocos casos de supervivencia de la derecha convencional se puede encontrar en el Partido Demócrata Cristiano en Alemania, pero el costo de seguir adhiriendo a los valores de la democracia liberal ha implicado marcar una nítida diferencia con la ultraderecha. Producto de ello, el electorado de la derecha convencional se reduce y esta última se ve obligada a gobernar en coalición con formaciones que se distancian de la ultraderecha, vale decir, fuerzas políticas con agendas más bien progresistas, como los partidos liberales, socialdemócratas y/o verdes.

    Si Angela Merkel en Alemania fue ampliamente respetada tanto adentro como afuera de su país fue justamente por plantearse como alguien decididamente contraria a figuras como Bolsonaro o Trump y, al mismo tiempo, como una líder que siempre defendió sus ideas en el marco de las reglas del juego democrático, aunque ello implique tener que adaptarse y ceder poder. Pese a ser contraria al matrimonio igualitario, no puso problema para que una parte de su partido votara a favor de esta medida, en conjunto con la gran mayoría de los parlamentarios de centroizquierda. Aun cuando ella defendió la perduración de la energía nuclear, el desastre de Fukushima en Japón la obligó a enmendar el rumbo y promulgar una legislación que establece tiempos concretos al desmantelamiento de las centrales atómicas en Alemania. Y cuando la crisis de inmigración producto de la Guerra en Siria se hizo insostenible, su gobierno optó por abrir las fronteras de manera temporal y recibir una gran cantidad de refugiados. En resumen, Merkel prosiguió una senda marcada por la moderación antes que claudicar hacia la ultraderecha.

    Hasta hace poco tiempo atrás, el punto sin retorno del que hablamos acá se veía desde Chile como algo lejano; una suerte de excentricismo que acontecía en Europa y Estados Unidos. La aparición de Bolsonaro en Brasil fue vista en su momento como algo peculiar que difícilmente podría replicarse en nuestras tierras. Sin embargo, las elecciones de fines del año pasado demuestran que la ultraderecha aterrizó en nuestro país y todo indica que llegó para quedarse. La formación del Partido Republicano liderado por José Antonio Kast representa, de hecho, la versión criolla de las fuerzas de derecha extrema que han venido ganando terreno a lo largo y ancho del planeta. Cabe recordar que Kast no tuvo tapujos en azuzar los sentimientos antiinmigración (el video de la zanja), en proclamarse como defensor de la familia tradicional (la idea de clausurar el Ministerio de la Mujer) y en etiquetar al mundo progresista como quienes atentan contra la libertad (las constantes referencias al marxismo cultural).

    En efecto, el caso chileno es bastante similar a otras experiencias de la ultraderecha a nivel global. Al igual que VOX en España o el Partido de la Libertad en Holanda, el Partido Republicano chileno debe ser visto como una suerte de escisión de la derecha convencional (Kast era diputado de la UDI y Rojo Edwards era diputado de RN), que adopta un tono muy crítico hacia la clase política en general y hacia la centroizquierda en particular. A su vez, para situar mejor el caso chileno en perspectiva comparada, resulta útil recurrir al refrán “dime con quién andas y te diré quién eres”. Kast defendió sin tapujos la candidatura de Bolsonaro en Brasil, durante su campaña presidencial viajó a Estados Unidos, donde se reunió con el senador republicano Marco Rubio, y mantiene una relación de gran cordialidad con Santiago Abascal, del partido VOX, en España. En otras palabras, todos los referentes internacionales de Kast son miembros de la ultraderecha y no tiene vínculo alguno con quienes representan a la derecha convencional.

    No hay que olvidar que, para la segunda vuelta electoral, la derecha convencional se plegó en masa y prácticamente sin condición alguna a la candidatura de Kast. Hoy en día, aquellos líderes de la derecha establecida que son críticos de la ultraderecha son muy cuidadosos y parecen tener temor de marcar diferencias tanto hacia Kast como con el Partido Republicano. Atrás parecen haber quedado los intentos por construir una suerte de ‘derecha social’.

    Ahora bien, la ultraderecha chilena tiene quizás dos particularidades importantes en comparación a la gran mayoría de los demás casos a nivel global. Por un lado, Kast es un miembro emblemático de la élite del país. Se trata de una persona de alto nivel socioeconómico, gran experiencia política y con llegada directa a los sectores más conservadores de la sociedad chilena. Esto lo diferencia de líderes como Bolsonaro y Trump, quienes gracias a sus biografías pueden presentarse a sí mismos como fieles representantes de “un pueblo puro” que lucha en contra de “la élite corrupta”. Para Kast es difícil hacer uso de este maniqueísmo propio del discurso populista, ya que él es un fiel exponente de la élite del país. No obstante, hay momentos en los cuales recurre a este lenguaje como, por ejemplo, cuando criticó duramente a la clase política por el acuerdo constitucional firmado con el objetivo de aplacar el estallido social. De manera particularmente provocadora, publicó el 9 de diciembre del 2019 el siguiente tweet: “¿No les parece curioso que la mayoría de los políticos, desde el Partido Comunista hasta la UDI y los gremios empresariales, estén todos de acuerdo con el cambio constitucional?”.

    Por otro lado, aun cuando Kast constantemente se presenta a sí mismo como alguien moderado, se trata de un líder que proviene de una tradición autoritaria que muchos pensábamos en vías de extinción en el país: el pinochetismo. Su obsesión con la izquierda chavista es comparable al anticomunismo de la dictadura de Pinochet. La defensa irrestricta al modelo neoliberal y los valores tradicionales también muestran una similitud importante del proyecto de Kast con la ideología pinochetista. Del mismo modo, la promoción de políticas de mano dura sin tapujos contra la delincuencia, las protestas y el conflicto mapuche, refleja una concordancia con muchas de las prácticas del régimen autoritario de Pinochet. Visto así, la aparición del Partido Republicano y José Antonio Kast viene a poner fin a un largo y difícil proceso de moderación programática que la derecha chilena experimentó desde fines de los años 90, sobre todo gracias a figuras como Joaquín Lavín y Sebastián Piñera. La pregunta de fondo es qué hará la derecha convencional ahora: ¿le pondrá coto a la ultraderecha o establecerá una relación simbiótica con ella?

    Es pronto para dar una respuesta definitiva a esta pregunta, pero muchos indicios dan para pensar en un desenlace muy negativo para el país y nuestra democracia. No hay que olvidar que, para la segunda vuelta electoral, la derecha convencional se plegó en masa y prácticamente sin condición alguna a la candidatura de Kast. Hoy en día, aquellos líderes de la derecha establecida que son críticos de la ultraderecha son muy cuidadosos y parecen tener temor de marcar diferencias tanto hacia Kast como con el Partido Republicano. Atrás parecen haber quedado los intentos por construir una suerte de “derecha social” y también las declaraciones a favor de un liderazgo como el de Angela Merkel en Alemania, vale decir, un ejemplo emblemático de establecimiento de un verdadero cordón sanitario hacia la extrema derecha.

    De proseguir este camino, la derecha convencional terminará siendo fagocitada por la ultraderecha. Esta última es quien está poniendo la agenda, de modo que aun cuando los partidos de derecha establecida tengan mayor peso en el congreso, se ven cada vez más empujados a tomar las banderas que son levantadas por la derecha extrema. Mientras más se demore la derecha convencional en reaccionar y marcar un límite con Kast y el Partido Republicano, más difícil terminará siendo su capacidad de levantar un proyecto propio, compatible con las reglas del juego de la democracia liberal. El fondo del tema es que tiene que entender que estamos experimentando un punto sin retorno, que marca el final de una época y el comienzo de un nuevo tiempo. ¿De qué lado de la historia quieren estar los actores de la derecha convencional? ¿Del lado de los que marcaron una frontera con la ultraderecha o del lado de quienes se alían con ella? El futuro de nuestra democracia depende de esta decisión.

     

    Imagen: arriba: Donald Trump (EE.UU.) y Jair Bolsonaro (Brasil); abajo: Giorgia Meloni (Italia) y José Antonio Kast (Chile).

  266. Rafael Cadenas, sereno en la inquietud

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    Y por su voz el tiempo se adelgazaba hasta la luz”, dice un verso infinito del poeta chileno Eduardo Anguita con el que podría pensarse toda la poesía del venezolano Rafael Cadenas, cuya escritura —cuya altísima voz, cuyo luminoso despojamiento— ha descrito justamente un movimiento de esa índole, el de un adelgazamiento hacia resplandores como de cuchillo.

    Una voz cuyo adelgazamiento hace del tiempo, luz. Es mucho más que una sutileza o un encandilante minimalismo de receta. Es una proeza inusual de delicadeza y ferocidad, de levedad y hondura, una forma de condensación que logra abrirle espacio al misterio y la intuición, sin renunciar a la resonancia mundana. Es por ello que Cadenas es todo un Momento de la lengua castellana, emparentado con la poesía mística, estudioso como ha sido de San Juan de la Cruz, y también con la concisión ligera y profunda de la poesía italiana. Cadenas es capaz de maravillas como esta:

                  Tanteas
    como ebrio
    en la ruta del extravío
    (así se llama
    nuestro segundo nacimiento).
    Ella nos conduce
    fuera del mapa que trazamos.
    Lo que vimos con una duda
    —descubrimos—
    no lo podíamos separar
    de nosotros.
    También éramos eso.

    La aventura
    nos trajo
    este bien: no ser dueños.

    De 1958 es Una isla, su primer conjunto de poemas, donde ya mostraba, como algunas grandes figuras artísticas, prácticamente el derrotero entero de lo que sería su poesía. Concisión, imaginación, escritura en segunda persona, apelativa, cercana a la oración, al apunte filosófico a veces, desbordada casi por lo amoroso, atenta a la naturaleza, contenida en elocuencias y suspicaz del propio decir. Luego vendrían sus Cuadernos del destierro, donde el exilio quizás lo forzó a arrojarse a un género —la prosa poética— en el que se mueve endiabladamente bien, pero que de alguna manera resulta lejano a su talante. Un feliz desvío en el que sabrá recaer cada tanto.

    No hay alteración visible ni estridencias en la poesía venezolana, como si tuviera una base oriental y destino en el silencio, pero por debajo la intensidad de todo lo humano, el caos y el abismo, la violencia y el espanto, el deseo y la angustia están al pie del cañón de cada poema que la integra

    Luego siguieron un puñado de libros donde el poema se inclina cada vez más hacia el despojo y la brevedad, lo mismo cada verso: “Florecemos / en un abismo”, dice su poema más corto y ungarettiano. Intemperie, Memorial, Amante y Gestiones son los títulos principales de una obra donde la escritura va quitándose excedentes (“Me sobra lo que no tengo”), para llegar a un decir prístino, certero, aunque nunca transparente u obvio. El misterio crece en la poesía de Cadenas a medida que el poema decrece.

    Todos esos títulos fueron recogidos en Obra entera (cuya primera edición es del año 2000), una audaz exploración de lo sensual, la indagación literaria y mística de un hombre que sabe habérselas con su tiempo, sin desentenderse de la derrota que la vida humana siempre conlleva. Posteriormente ha publicado tres libros de poesía, de los cuales uno se destaca ya desde su nombre: Sobre abierto. Un título que, como sus poemas, no cierra lecturas sino que las abre. Publicado en 2012, es un libro cargado de epifanías, de imágenes cotidianas que no desdeñan la buena fortuna y la belleza: “Esta mañana / sobre el pequeño / Volkswagen / dejado en el jardín / reluce / entre gotas de lluvia / una cayena”. Pero ese libro es sobre todo una sostenida meditación, desprovista de todo adorno, sobre la palabra misma y sobre el misterio de ser.

    Cadenas: sus precursores y contemporáneos

    Un poeta así, que escribe “como quien se inclina sobre el cuerpo que ama”, no surge de la nada. Cadenas es hijo y a la vez motor de una poesía en más de un punto incomparable, la venezolana. Situada de alguna manera en las antípodas de la chilena o de la argentina, tan expresivas y a menudo enfáticas, es una poesía que tiene una notoria marca general en su inmensa variedad, que va desde figuras fundacionales como José Antonio Ramos Sucre —que escribió 400 páginas de poesía únicamente en prosa antes de 1930—, por no decir Andrés Bello y su Oda a la agricultura, hasta autores contemporáneos como el incomparable Igor Barreto con sus irrepetibles poemas y caballos.

    Quizás esa ligereza, esa serenidad a todo evento de Cadenas tenga que ver tanto con la tradición de la que es parte como con una convicción personal y decisiva que dejó apuntada en su libro Realidad y literatura (…): ‘El mundo está en un borde. Se necesitan palabras que golpeen, no necesariamente con estridencia. Pueden ser calladas; dejan una herida más profunda’.

    Si hubiera que indicar esa marca general, esto es, un rasgo común y distintivo en la gran poesía venezolana, con todas las diferencias que la habitan, se podría decir que es uno a las claras: la serenidad. Nunca una levedad o una medianía, mucho menos una pusilanimidad o una blandura o nadería, sino un talante de calma y contención, presente incluso en quienes abrazan poéticas de la agitación, como el surrealismo o el coloquialismo. Juan Sánchez Peláez (1922-2003), para decirlo todo de una vez, fue un inmenso poeta que vivió en Chile, se codeó con el grupo poético La Mandrágora y logró ser, como pocos, un surrealista del desate y la mesura al mismo tiempo. Toda su poesía no alcanza a ocupar 250 páginas. Es, de hecho, con un verso suyo con el que se podría definir el modo o distingo de la poesía venezolana, su temple de ánimo y estilo, como diría un viejo crítico: “Serenos en la inquietud”. Uno lee un poema salvaje de Yolanda Pantin, por ejemplo, que tiene algo de Hemingway reducido, y a pesar de los crudos hechos “narrados”, como la cacería de un ciervo, la serenidad el poema no la pierde nunca:

    (…)
    Yo alcé el arma que llevaba
    y apunté entre los cuernos.

    Disparé. Y con ello la cabeza
    se deshizo en el aire

    que había respirado.

    Donde hubo belleza
    quedó el cuerpo tendido

    sobre la hierba.
    (…)

    Lo mismo los versos vitales de Antonia Palacios, los acentos fuertes de Miyó Vestrini o las finas precisiones de Hanni Ossott. Incluso en las puertas de la muerte, el poeta José Barroeta pudo escribir un poema sobre el cáncer que no pierde nunca una frialdad estremecedora, no por gritar sino por contener: “En mi pared bronquial / con arquitectura parcialmente alterada / por neoplasia maligna epitelial / las células se disponen en nidos y cestos / fragmentando el sonoro tejido de la noche”.

    No hay alteración visible ni estridencias en la poesía venezolana, como si tuviera una base oriental y destino en el silencio, pero por debajo la intensidad de todo lo humano, el caos y el abismo, la violencia y el espanto, el deseo y la angustia están al pie del cañón de cada poema que la integra. Así, por ejemplo, Cadenas roza y fulmina la deriva política y social de su país:

    ¿Qué hace
    aquí colgada
    de un fusil
    la palabra
                  amor?

    Quizás esa ligereza, esa serenidad a todo evento de Cadenas tenga que ver tanto con la tradición de la que es parte como con una convicción personal y decisiva que dejó apuntada en su libro Realidad y literatura, porque Cadenas es también un ensayista y aforista ejemplar: “El mundo está en un borde. Se necesitan palabras que golpeen, no necesariamente con estridencia. Pueden ser calladas; dejan una herida más profunda”. Eso, esas palabras calladas, esa herida y ese cuidado han sido reconocidos con el premio Cervantes 2022 y es ni más ni menos que una total justicia y una buena excusa para conocer o volver a una poesía que también podría definirse con los versos de otro poeta continental, el brasileño Ferreira Gullar, que de cierta voz dijo que le recordaba a un pájaro, “pero no un pájaro cantando / recuerda un pájaro volando”. Un maravilloso pájaro volando en las alturas de la palabra, Rafael Cadenas.

  267. Habitando la jungla: El crepúsculo del mundo, de Werner Herzog

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    Cada vez que un maestro en un medio artístico elige trabajar en otro, surge la pregunta de qué le podría ofrecer la nueva disciplina y qué le negaba la anterior. El crepúsculo del mundo no es el primer libro de Werner Herzog (ni el último: hay unas memorias en elaboración, a la espera de ser traducidas), pero es su primer intento de lo que vagamente podría llamarse una novela. Entonces: ¿por qué no otra película? ¿Qué tiene que ofrecer la novela a un hombre que, con una carrera de 60 años y 70 películas, seguramente puede filmar lo que quiera?

    El descargo de responsabilidad preliminar de Herzog ofrece una pista. “Muchos detalles son correctos”, nos dice, “otros muchos no lo son. Lo importante para el autor era otra cosa, algo fundamental, algo que creyó identificar durante su encuentro con el protagonista de esta historia”. Suponemos que es esto fundamental lo que Herzog sintió que su cámara no captaría.

    El tema aparente de El crepúsculo del mundo es una persona real: el japonés Hiroo Onoda. Si su nombre no le resulta familiar, es casi seguro que su historia sí. Estacionado en la isla de Lubang, en Filipinas, durante la Segunda Guerra Mundial, Onoda recibió la orden de defender el territorio hasta que regresara el Ejército Imperial. Atrincherado en la jungla, Onoda quedó aislado de todas las comunicaciones. Cuando se hicieron esfuerzos para informarle del final de la guerra —se lanzaron folletos, se reprodujeron mensajes grabados—, los descartó como propaganda enemiga. Permaneció en la isla durante 29 años, realizando ataques de guerrilla contra los agricultores locales, librando una guerra que ya no existía.

    Herzog encuentra su camino hacia la historia de Onoda a través de un dispositivo de encuadre documental. Está en Tokio, en 1997, dirigiendo una ópera. Cuando se le pregunta a quién le gustaría conocer, únicamente puede pensar en una persona: Onoda. A partir de ahí, mediante escenas retrospectivas, representa el tiempo de Onoda en la jungla a través de una serie de cuadros compactos y vívidos.

    En su mejor momento, la escritura de Herzog se eriza con la misma energía inquietante e intransigente que sus películas. Su selva late con vida alucinante. “La noche se enrosca en sueños febriles”, escribe. “Tan pronto como se despierta, con un terrible estremecimiento, el paisaje se revela como una versión diurna duradera de la misma pesadilla, crepitando y parpadeando como tubos de neón flojamente conectados”. En una frase particularmente expresiva y hermosa, la mano de Onoda tiembla “como la piel de un caballo tratando de protegerse de las moscas”.

    Para Herzog, el lenguaje es un puente entre lo terrenal y lo cósmico. Sin embargo, en su búsqueda de lo visionario, a veces sobresatura sus oraciones. (…) En el contexto de la narración del libro, estas excentricidades no se sienten como fallas. En cambio, al igual que las voces en off que Herzog entrega para sus documentales, le dan al proyecto un pavoneo contagioso y despreocupado.

    Para Herzog, el lenguaje es un puente entre lo terrenal y lo cósmico. Sin embargo, en su búsqueda de lo visionario, a veces sobresatura sus oraciones. Las arañas son “como arpistas diabólicos que arrancan melodías irresistibles de sus cuerdas”. La luna es “un cuerpo celestial sin ningún significado más profundo que haber existido durante millones de años antes de que hubiera humanos”. En el contexto de la narración del libro, estas excentricidades no se sienten como fallas. En cambio, al igual que las voces en off que Herzog entrega para sus documentales, le dan al proyecto un pavoneo contagioso y despreocupado. Pero hay un costo. Cuanta más vida le da Herzog a la jungla, más parece Onoda camuflado por el follaje que lo rodea.

    A medida que su tiempo en la isla se extiende en años, se nos dice que Onoda se vuelve “más estoico que nunca”. Cuando finalmente acepta que la guerra ha terminado, “parece no tener emociones, su interior es de piedra”. Tan fija está la atención de Herzog en esta impresión que, apenas una página después, se repite diciéndonos: “La cara vacía de Onoda no delata nada, él parece haberse vuelto de piedra”. Y, sin embargo, el propio Onoda, cuando habla, dice: “Hay una tempestad que ruge dentro de mí”.

    Esa tempestad interior habla de la esencia de Onoda. Herzog, sin embargo, hace oídos sordos al respecto. Su propia palabra usada dos veces —“parece”—, es reveladora. Herzog está observando, no está cohabitando. La dimensión interior adicional a que invita la forma novedosa, y que en las manos adecuadas destaca en hacerse visible, está cerrada para él. Esto puede ser simplemente un problema técnico; tal vez, al tomar su pluma, Herzog no puede dejar su cámara por completo. Pero dado que Herzog es un hombre europeo blanco que escribe su ruta hacia la cultura japonesa, uno también se pregunta si la culpa es de una falla más profunda de la imaginación.

    Al final de la novela, cuando Herzog finalmente regresa a su dispositivo de encuadre, nos dice que “Onoda y yo entablamos una relación de inmediato. Encontramos muchos puntos en común en nuestras conversaciones porque yo mismo había trabajado en condiciones difíciles en la jungla y podía hacerle preguntas que nadie más le había hecho”. ¿Por qué no dar espacio a este encuentro? ¿Por qué no mostrarnos ese terreno común? La respuesta, sospecho, se encuentra en el mismo terreno que Herzog siente que él y Onoda comparten: la jungla. Aquí es donde reside la verdadera cuestión “fundamental” que cautiva a Herzog. No la encuentra en Onoda, sino a través de él. Por supuesto, no podemos ver a Onoda: Herzog lo ha convertido en su lente.

     

    Artículo aparecido en The Guardian, en julio de 2022. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    El crepúsculo del mundo, Werner Herzog (traducción de Mariana Bornas), Blackie Books, Barcelona, 2022, 184 páginas, € 20.

  268. Testigo de cargo

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    Lo político cruza las dos novelas de la escritora chilena Alia Trabucco: en La resta (2015) trabajó sobre la fractura que provocó la dictadura de Pinochet en el orden familiar y sus descendientes; ahora, en Limpia, emerge el trabajo femenino en su versión doméstica y migrante, y como telón de fondo están las relaciones entre el mundo capitalino acomodado y la vida sacrificada de las regiones.

    Estela García, la protagonista, comienza su monólogo instalando tempranamente un escenario confesional (“No sé si estarán grabando o tomando notas o si en realidad no hay nadie al otro lado”) y declarando desde un comienzo la existencia de un crimen, el que precisamente explicaría su detención, situándola como la principal sospechosa. La historia transcurrirá entonces en dos niveles: la sala de detención desde la cual se habla y la casa en la que trabajó durante siete años. La novela se lee con rapidez, tanto por la intriga policial como por la forma de relatar la vida enclaustrada y rutinaria de la protagonista, en contrapunto con la fuerza simbólica de la infancia recordada en su vitalismo y sacrificio parental: “La niña seguramente recordaría estar limpia y tibia y llevar trenza francesa. A lo mejor, quién sabe, recordaría incluso mis manos como yo recuerdo las manos gruesas de mi mamá. Mi mamá paralizada en un camino de tierra porque se acercaba una jauría de perros salvajes”.

    La narradora aporta sus datos personales: ha viajado desde Chiloé hasta Santiago para trabajar como empleada doméstica, dejando a su madre en la isla; es contratada rápidamente por un matrimonio que espera a su primera hija. Los personajes que conviven en la casa aparecen en constante confrontación, dibujando una familia triste; la pareja es representada de forma algo esquemática, pues marido y mujer tienen todos los defectos y viven sometidos a las apariencias; refiriéndose a la señora dirá: “Cenaba rúcula y semillas, achicoria y semillas. Después a escondidas, se comía una marraqueta con queso y se tomaba una copa de vino blanco con un puñado de pastillas”. Ahora bien, lo que resalta es cómo se relacionan con su empleada, quien describe a través de escenas claves las formas que asume la subordinación. Las más emblemáticas son las celebraciones de Navidad y Año Nuevo, ocasiones en las que la empleada es invitada a participar junto a sus patrones, pero sin olvidar que es ella la que prontamente debe volver a servirles, develando el profundo arraigo de las diferencias de clase.

    Alia Trabucco hace una apuesta valiente: dar voz a una empleada doméstica a través de un monólogo. Digo valiente, pues ha elegido dar cuenta de la posición de una sujeta subalterna desde su más profunda interioridad. De hecho, lo más logrado de la novela es el relato íntimo y descarnado de esa vida de servicio doméstico.

    Estela resulta ser un personaje ambiguo, con numerosos pliegues, que se defiende ante sus captores, pero que se silencia ante los dueños de casa, salvo en escasos momentos en los cuales emerge una furia apenas contenida; cuando se dirige a la compleja niña que cuida, señala: “Sostuve su mano, la apreté con fuerza y le dije: cabra culiá, pendeja de mierda, ándate de aquí”; en otro momento se refiere a un animal que ha acogido en la casa de sus patrones: “No se llamaba Yany, se llamaba perra de mierda, perra culiada, se llamaba estorbo, mal augurio”. Son expresiones que producen un radical extrañamiento y que muestran la riqueza con la que se ha construido el personaje, incluyendo su ambivalente relación con estos personajes “menores” de la historia.

    Sin embargo, la permanente apelación a unos interlocutores innominados (¿los lectores?) que figuran durante toda la detención, resulta una opción formal que pierde efectividad. Este tipo de interpelaciones (“¿Aló? ¿qué pasa? ¿La empleada no puede usar la palabra brizna?” o “¿Qué les pasa? Me pareció escuchar un reproche tras la puerta. ¿Les molesta que les diga ‘amigos’? ¿Demasiado confianzuda?”) funciona para establecer el nivel confesional en el que se emite el discurso, pero su reiteración le resta fuerza a la carga metafórica de su cautiverio policial.

    Alia Trabucco hace una apuesta valiente: dar voz a una empleada doméstica a través de un monólogo. Digo valiente, pues ha elegido dar cuenta de la posición de una sujeta subalterna desde su más profunda interioridad. De hecho, lo más logrado de la novela es el relato íntimo y descarnado de esa vida de servicio doméstico. La lectura de Limpia ilumina el secreto puertas adentro. Un ojo que mira y registra. Estela García porta un oculto poder, ser testigo de cargo.

     


    Limpia, Alia Trabucco Zerán, Lumen, 2022, 232 páginas, $14.000.

  269. Elizabeth Anderson: “Hemos errado en los conceptos de libertad e igualdad”

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    La filósofa Elizabeth Anderson ha desarrollado un trabajo de gran significación política para las democracias contemporáneas. Su obra combina la sofisticación teórica con la información empírica, y despliega sus planteamientos sin saltarse ningún paso. No filosofa en las alturas de la metafísica. Siempre tiene a la vista la realidad cotidiana y, en particular, los problemas colectivos que nos aquejan. Es una pensadora pragmatista, de la estirpe de John Dewey, y como señaló la revista The New Yorker en un perfil, se trata de una figura cuyas ideas son fundamentales para cambiar los términos de la conversación pública y la comprensión de la democracia no solo como un sistema de gobierno sino como una forma de vida.

    Usted se define como pragmatista. Me gustaría conocer su definición de pragmatismo, una escuela de pensamiento poco conocida en América Latina, y cuál es su pertinencia actual cuando se aplica a los cambios políticos, morales y culturales.
    Sí, el pragmatismo es un modo de investigación no ideal enfocado en problemas. Iniciamos nuestras exploraciones filosóficas con experiencias problemáticas. Experiencias con las que no nos sentimos cómodos y sin haber llegado a una articulación completa de lo que está mal, pero tratamos de llegar a saber qué es precisamente lo que está equivocado en el proceso de tratar de encontrar soluciones a ese problema. Y ese es un proceso de aprendizaje continuo. Así que no comenzamos con una concepción ideal de lo que sería perfectamente exacto, sino con los problemas como los experimentamos en nuestras vidas y después avanzamos desde ahí.

    Usted no escribe en un plano de abstracciones ni reduce la complejidad del mundo a un sistema. Hace filosofía a partir de experiencias muy concretas. Me gustaría saber qué función pública le asigna a la filosofía, las humanidades y las ciencias sociales, más allá del mundo académico.
    Porque soy pragmatista, me enfoco en cómo estas disciplinas pueden ayudarnos a comprender los problemas que enfrentamos en nuestras experiencias y cómo aceptarlos. A partir de ahí, creo que la filosofía necesita estar profundamente conectada con las ciencias sociales que nos dan información empírica que es crítica, especialmente información causal, sobre qué causa qué. La filosofía aporta una variedad de perspectivas para ayudarnos a entender nuestras dificultades y pensar a través de qué elementos causales tiene sentido trabajar.

    El populismo es una idea profundamente antipluralista, porque el grupo de identidad mayoritario en la sociedad puede dictar términos a todos estos otros grupos, o excluirlos o subordinarlos de diferentes formas. Y en el fondo de eso se encuentran modos de comunicación que fomentan el desprecio, el miedo y la desconfianza.

    ¿En qué consiste la libertad, en qué consiste la igualdad y cómo se relacionan ambas ideas dentro del marco de nuestra sociedad democrática?
    Es una gran pregunta, porque el discurso político actual a menudo trata la libertad y la igualdad como opuestas. Pues si quieres igualdad entonces tenemos que renunciar a la libertad. Y no hay duda de que hay cierto concepto de igualdad que nos llevaría en esa dirección. Pero eso es porque hemos errado en los conceptos de libertad e igualdad. En ciertos regímenes comunistas totalitarios pretendían lograr la igualdad, y definitivamente redujeron la desigualdad económica, sin embargo a un costo terrible para la libertad. Pero también a un gran costo para la igualdad, porque son los jefes del partido los que ahora están por sobre todos los demás, y eso no es igualitario. Así que ni siquiera realmente entendían la igualdad, como tampoco entendían el valor de la libertad. Por eso, en mi conceptualización, libertad e igualdad están muy unidas. El republicanismo define la libertad como no estar sujeto a la voluntad arbitraria de otro, no estar sujeto a la dominación, pero si nadie domina a nadie, también esa es una condición de igualdad social. En ese punto, la libertad y la igualdad se unen. Y podemos ver entonces cómo desarrollar nuestros ideales de libertad e igualdad conjuntamente en lugar de concebirlos siempre en conflicto o en tensión entre sí.

    Las democracias contemporáneas están llenas de emociones que promueven lo que usted ha llamado discursos políticos tóxicos. Estoy pensando en el resentimiento, el miedo, el desprecio y un sentido de superioridad moral. Sentimientos que nos distraen de los problemas sociales y nos impiden encontrar terrenos comunes para dialogar. ¿Por qué estas emociones son predominantes y qué se puede hacer para contrarrestarlas?
    Esa es una pregunta profunda. Este discurso problemático lo vemos en muchas democracias. Este tipo de discursos en los que ciertos grupos se constituyen como enemigos, o como gente aterradora y horrible. Se trata de la construcción de ciertos grupos demonizados que luego necesitan ser subordinados o excluidos. Eso está en el corazón de lo que los cientistas políticos llaman discurso populista. El populismo es una idea profundamente antipluralista, porque el grupo de identidad mayoritario en la sociedad puede dictar términos a todos estos otros grupos, o excluirlos o subordinarlos de diferentes formas. Y en el fondo de eso se encuentran modos de comunicación que fomentan el desprecio, el miedo y la desconfianza. Resulta que en las democracias modernas de todo el mundo enfrentamos problemas, desigualdad en aumento, dislocación económica, crisis ambientales y también transiciones demográficas, una serie de causas que están produciendo ciertos tipos de pánico por parte de mayorías nacionales tradicionales en una variedad de países y brindando un terreno fértil para que los políticos populistas siembren desconfianzas y miedo. La salida a eso es enfocarse implacablemente en lo que llamo discurso político de primer orden, que se trata de la resolución de problemas. Y el discurso populista no es solo algo de derecha, también sucede en la izquierda, en la llamada “cultura de la cancelación”.

    ¿Qué ejemplos históricos y contemporáneos de experimentos en formas de vivir son inspiradores para la justicia social?
    Retrocediendo históricamente, algunos de mis trabajos abordan la abolición de la esclavitud como un indicador principal del progreso moral de las sociedades. En Estados Unidos nos costó una guerra abolir la esclavitud, pero en realidad la simple abolición de las leyes que permiten la esclavitud no es suficiente para terminar con la servidumbre involuntaria. Los redactores de la 13ª enmienda de la Constitución de los Estados Unidos, bajo la cual se abolió la esclavitud, estaban muy conscientes del hecho de que las condiciones de esclavitud pueden existir incluso después de la abolición de las leyes que permiten la propiedad de otras personas. Y, de hecho, entonces había una gran disputa en los Estados Unidos sobre el significado de la libertad y a qué equivalía el trabajo libre. El solo hecho de abolir una injusticia no significa que sepas con qué hay que reemplazarla. Pero todavía se necesitaba un régimen laboral de algún tipo u otro. Por lo que mucho de mi trabajo es explorar históricamente qué tipo de experimentos en regímenes laborales alternativos se han probado en el intento de lograr el trabajo libre, trabajo genuinamente libre y qué podemos aprender de esos experimentos.

    Hemos tenido históricamente movimientos utópicos que no son particularmente democráticos porque alguien tiene en la cabeza una visión que solo quiere imponer. Tal vez digan que esa visión es igualitaria, pero no es el producto de la experiencia colectiva. Para fomentar la igualdad, un movimiento social tiene que ser democrático en su raíz.

    El igualitarismo democrático es una de sus preocupaciones. ¿Me puede decir algo sobre su historia? ¿Qué podemos aprender de las experiencias pasadas? ¿Cuál es el rol de los movimientos sociales para avanzar en esta dirección?
    Los movimientos sociales democráticos están en el corazón del progreso hacia la igualdad. Esta es una lección profunda que obtuvimos de los abolicionistas, que tenían los movimientos sociales más exitosos e impactantes contra la esclavitud: casi todo el repertorio de los movimientos sociales contemporáneos fue inventado por los abolicionistas, la mayoría en Gran Bretaña. Y desde entonces, en todo el mundo, los movimientos sociales se han construido sobre las técnicas que fueron inventadas por los abolicionistas para expandir y profundizar la igualdad. ¿Qué tienen los movimientos sociales que son tan poderosos en términos de ayudar a la gente a conocer las injusticias y las soluciones? Es la unión de personas diversas en torno a una agenda social que es empíricamente responsable y crítica. Hemos tenido históricamente movimientos utópicos que no son particularmente democráticos porque alguien tiene en la cabeza una visión que solo quiere imponer. Tal vez digan que esa visión es igualitaria, pero no es el producto de la experiencia colectiva. Para fomentar la igualdad, un movimiento social tiene que ser democrático en su raíz.

    En su libro The Imperative of Integration, defiende la integración racial en EE.UU. como elemento básico de la justicia social y el funcionamiento de la democracia. La segregación en escuelas o barrios, por ejemplo, produce formas de estigmatización que amenazan la cultura democrática. Me parece interesante hablar de esto en Chile, porque la nuestra es una sociedad muy segregada en clases y con una creciente población migrante y guetos urbanos.
    La segregación se produce fundamentalmente por grupos aventajados que acumulan oportunidades para sí mismos. Y que trazan límites fuertes entre su propia identidad social y las personas por debajo de ellos, con el fin de mantener estas oportunidades para sí mismos. Eso significa que la segregación también está en el núcleo de la desigualdad de clases. La segregación es la causa de la desigualdad, entonces la integración es una respuesta. Pero tenemos que ser cuidadosos, porque la integración no significa solo personas que estén en proximidad, significa cooperación activa entre iguales. Eso implica que el solo hecho de tener una población diversa dentro de una escuela no es suficiente para lograr la integración. La escuela debería promover activamente la amistad, la interacción, la cooperación intergrupal.

    En Private Government, su último trabajo, trata del poder creciente de los empleadores sobre los empleados en su país. Ha definido a los jefes hasta como dictadores, cuyo poder autocrático se extiende más allá del trabajo. ¿Cuáles son los efectos de esto sobre la democracia? ¿Piensa que lo que advierte en los Estados Unidos es válido para otros países?
    Una democracia política vibrante requiere experimentar la democracia a diario. Dado que los trabajadores hoy en día pasan aproximadamente un tercio de sus horas en el trabajo, o más, ese es un ámbito significativo donde los ciudadanos contemporáneos de las democracias no viven realmente una forma de vida democrática. Eso es problemático. ¿Dónde más van a aprenderla y practicarla? De hecho, sabemos que Pinochet quería erradicar sistemáticamente la democracia en todos los dominios, ajustar la jerarquía de los empleadores sobre los trabajadores en términos muy fuertes, destruir los sindicatos, destruir cualquier oportunidad para que los trabajadores tuvieran voz. Si alguien tenía una idea de cuánto la experiencia de vida democrática tendría el potencial de extenderse a otros dominios, ese era Pinochet.

     

    Imagen: Elizabeth Anderson durante su visita a la UDP. Fotografía: Emilia Edwards.

  270. Devoción ciega

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    Comenzó con un agudo dolor de espalda que atribuí a la llegada de mi hija. El cuerpo se acomoda lento a las nuevas posiciones y sostenerla ese poco tiempo en que una recién nacida quiere o puede estar lejos de su mamá, provocó una contractura que me desequilibró el trapecio. Mi espalda prefiguró la nueva asimetría. En efecto, constató el masajista, tiene un hombro más arriba que el otro.

    Mueva el cuello… ¿Lo nota distinto?

    Sí, lo noto más libre.

    Y ahora, ¿se da cuenta de que está más restringido?

    Sí, doctor.

    Durante un mes llevé la procesión por dentro. No hay dolor que valga después de ver a una madre en pleno trabajo de parto. Para mi asombro, desde el primer día, L. dormía tranquilamente, pero yo no podía con la presión que se extendía desde la cerviz hasta el brazo izquierdo, pasando por debajo del omóplato. El cuerpo no está aislado. Siempre una cosa es producto de otra cosa.

    Llegué a la consulta sin saber más que su nombre y que era ciego.

    Solo había escuchado de él, tampoco lo había visto. Que fuera ciego era su garantía como masajista. Hace años, en Ciudad Ho Chi Minh, al final de uno de mis primeros viajes para otra revista, en una calle cercana adonde alojaba, me dejé guiar hacia una escuela de masajistas ciegos.

    A unas cuadras de la concurrida calle Bien Viu, la Ho Chi Minh City Blind Association tiene una escuela de masaje vietnamita que, hasta el día de hoy, sigue funcionando. Al menos en 2009, entre las luces y las motos, los cables y el humo gris de los escapes y las cocinerías de la calle, abundaban volantes y anuncios con dudosas alternativas de masajes relajantes. Recuerdo que llegué tímidamente. Algo me llevó a pensar en que podía encontrarme con una especie de casa de las bellas durmientes, donde podría descansar lánguidamente masajeado por mujeres de manos sanadoras, cuidadosas e imparciales.

    Más allá de la fantasía, es razonable pensar que las personas con discapacidad visual desarrollan más su sentido del tacto. Pero es su percepción sinestésica lo que las distingue. Esto les permite orientarse a partir de otras imágenes sensitivas, misteriosas improntas que componen un campo espacial auditivo, que se mueve por cuerdas que la imagen visual oculta.

    Se dice que fue Jianzhen (688-763), un monje budista que perdió la vista en uno de sus últimos intentos por llevar la medicina tradicional china al Japón, quien creó la primera escuela de masajistas ciegos. Finalmente, a su llegada, convirtió el templo en un lugar de sanación. En El cuento de un hombre ciego, Junichiro Tanizaki pone en boca de un anciano masajista ciego al servicio de una dama noble las memorias que persisten de un Japón medieval. Desde entonces, el oficio se ha secularizado.

    En la sala de espera de un departamento en Antonio Varas con Galvarino Gallardo, Ricardo Cifuentes me pide que me saque las zapatillas y entre a su consulta en el horario acordado, puntual.

    Aunque las dos están en la misma posición, no están las dos al mismo nivel —me indica—. Si yo trazara una línea horizontal desde este ángulo inferior a este otro, la escápula izquierda está más elevada que la otra.

    La voz del maestro Cifuentes se deja oír con claridad. Sus manos callosas se hunden en una espalda más cansada, diferente. Han pasado 13 años de ese viaje y lo recuerdo así: rodeado de ciegos, era invisible. Me encontraba en las antípodas de mi casa, en una zona paralela, lejos de todo lo que conocía. Al salir, me inundó una sensación de plenitud que pocas veces he sentido.

    Se trata del masoterapeuta del Ballet Nacional de Chile desde 1982. No puedo ver lo que me dice, pero confío. En respuesta a la sedentaria espera en el nido, el cuerpo del padre se traslada silenciosamente. Las cervicales y las dorsales son traccionadas por la misma tensión muscular hacia el lugar donde hay más carga. El masajista me explica que el objetivo en la kinesiología, la fisioterapia o las llamadas terapias manuales, es que el cuerpo vuelva a ser funcional. Y para que sea funcional, hay que recuperar los movimientos propios, anatómicos, particulares, reprogramando “las sinapsis que reactivan la función y desactivan el vicio”. Por supuesto, para crear esa nueva sinapsis, lo primero es descubrir el problema puntual.

    Con la llegada de L. tuve que sacar mi escritorio de la que sería y es, felizmente, su pieza. Entre las cajas, me llevé muchos cuadernos de viaje que he estado releyendo, entre los que estaba la pequeña libreta donde tomé las notas de Vietnam. No sería raro que la contractura se haya ocasionado en ese desplazamiento.

    Las horas en el masajista me devolvieron la elasticidad del sueño. El trapecio no se desequilibra. Pende y propende entre dos lugares simultáneamente. Me sostengo entre las dos camillas somnoliento, relajado. Las manos ciegas perciben otras asperezas.

    Me acuerdo del patio de la escuela vietnamita al entrar, con un altar luminoso adornado con velas y guirnaldas de flores, junto a una banca y una escalera por la que subían y bajaban los estudiantes del turno vespertino; vestidos con batas celestes y sandalias, se dirigían presurosos a sus clases guiados por una cuerda que hacía de baranda. Desorientado, en el segundo piso, entré a una larga sala común con nueve camillas separadas para la práctica. De fondo todavía puedo oír las melodiosas conversaciones en voz alta entre los alumnos masajistas, cada quien detrás de sus propias cortinas.

    La calle Bien Viu se parece demasiado a lo que pudo haber sido”, anotaba esa noche de junio de 2009 en mi libreta. Ahora escribo: ¿qué podía saber entonces? Pienso en las condiciones en que el personaje de Robert De Niro encuentra al de Christopher Walken, su amigo, en esos mismos barrios, en la última parte de la película El francotirador. En mi recuerdo de la escuela de masajistas ciegos, la ruidosa ciudad desaparece.

    ¿Se da cuenta de que hemos ido cambiando?

    La voz del maestro Cifuentes se deja oír con claridad. Sus manos callosas se hunden en una espalda más cansada, diferente. Han pasado 13 años de ese viaje y lo recuerdo así: rodeado de ciegos, era invisible. Me encontraba en las antípodas de mi casa, en una zona paralela, lejos de todo lo que conocía. Al salir, me inundó una sensación de plenitud que pocas veces he sentido. A los pocos pasos pensé que se trataba de fatiga y me senté a comer. Había estado solo una hora y la situación me dio otra perspectiva, una nueva posición vital, que definió mis años como cronista de viajes.

    Con el maestro Cifuentes fueron cuatro sesiones y la última derivó en aspectos filosóficos respecto del cambio de percepción, la posición en el mundo y la ampliación de campo (“Lo que pasó es que se corrió el eje, pero la posición quedó donde mismo, ¿me entiende?”). Todavía tengo una contractura que eleva el ángulo superior y compromete el pectoral del lado izquierdo. En una clínica el diagnóstico fue el mismo; sin embargo, tras el masaje ya no me duele. No es un gesto, sino mi postura. Es mi manera de sostener a L. Más que carencia o falta de balance, es todo lo contrario: tiendo a compensar las fuerzas con lo que haga falta.

     

    Imagen: Estatua de Jianzhen en el templo Tõshõdai-ji, Japón.

  271. Los eruditos sencillos: Juan Forn y Luis Chitarroni

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    Como muchas y muchos, fui durante algunos años un lector que aguardaba con impaciencia las contratapas que Juan Forn escribía los viernes en Página 12, de un modo muy parecido a como esperaba antes las distinguidas Siluetas que Luis Chitarroni publicaba en la revista Babel. No eran lo mismo, pero prevalecían en ambos nombres desenterrados pequeños fragmentos biográficos que cruzaban las líneas entre la realidad y la ficción, escritoras o poetas desconocidos, epifanías lujosas, encuentros descabellados, detalles tan admirables como difíciles de pesquisar.

    En calidad de miembro de una generación más joven —levemente más joven—, seguí a esos escritores con la sigilosa tenacidad de las sombras, intuyendo por alguna razón que el mundo en el que ellos se desenvolvían guardaba un parentesco antiguo con el mío. Recuerdo que en alguna de aquellas columnas, Juan Forn se retrataba a sí mismo caminando en invierno a orillas del mar en la localidad a la que se fue a vivir, Villa Gesell, ciudad balnearia a la que Alan Pauls dedicó una bella pieza literaria con ineludibles toques autobiográficos, y en la que yo mismo veraneé durante toda la infancia, con mi padre y una hilera de hermanos mordisqueando de noche las películas sin audio que pasaban en el autocine que lindaba con nuestro camping, en California.

    De pronto se detenía, Forn, a recoger una piedra pulida por la erosión del viento, que sumaba a una colección de miniaturas abandonadas en el mismo lugar de la biblioteca en el que Chitarroni dice apretujar hasta el día de hoy libros en segunda fila, libros que no sabe dónde poner y que tapan, como resulta evidente, los lomos de los volúmenes que están detrás. Cuando Forn terminaba su recorrido, se sentaba en alguna duna (recuerdo de niño lo arduo que resultaba traspasarlas sin quemarse los pies, que repicaban sobre la arena buscando el paraíso húmedo de la orilla) con el fin de darle la puntada final a alguna de sus contratapas.

    El resultado lo medía pasándolo por un abanico bastante amplio, tan amplio como las playas de Gesell: las columnas debían complacer al salvavidas del que se había hecho amigo charlando por las mañanas (y que solo lo leía a él, puesto que los salvavidas ocupan los ojos en versión largavista, escudriñando en el horizonte las desesperadas maniobras de algún ahogado), pero también a Luis Chitarroni, sobre quien pesa el calificativo de ser el lector más sofisticado de la Argentina. Si les gustaba a ambos de punta a punta —es decir, al hombre que no tiene otra página que el mar y al incansable devorador de libros—, entonces Forn sentía que el asunto podía funcionar. El veredicto final, por supuesto, no se lo entregaba ni al salvavidas ni a Chitarroni, se lo entregaba a un resumen de formas de leer colectivas.

    Esto último lo lograba condensando las penas y las alegrías del existir en vidas tocadas por alguna excepcionalidad. Si escribía sobre Gospodinov, de inmediato asomaban las impiedades de la aflicción búlgara, con sus madres desguarnecidas cargando hijos al viento, con sus cementerios de soldados y sus panes de tristeza “amasados con lágrimas y con harina”. La toma de Nick Ut en una aldea de Vietnam, con la pequeña Kim Phuc huyendo desnuda del ataque de las bombas homicidas, podía conducir al universo de las éticas editoriales, abriendo fisuras en la interrogante común de las decisiones.

    No conozco a Chitarroni en persona, pero entiendo que así como Forn usaba como medida formas extremas del lector, Chitarroni fue siempre dueño de un síntoma que, según me contó en una ocasión Sergio Chejfec, todos sus amigos conocen: darle la razón siempre, de manera irrevocable y absolutamente incondicional, a los mozos.

    Las Siluetas de Chitarroni en Babel, donde me estrené reseñando despojos que los más grandes no se querían comer (libros sobre la descentralización del gobierno municipal, memorias de locutores decrépitos, manuales acerca del ajuste estructural en la integración sur), eran en este aspecto menos maniobrables. Versaban sobre la vida de Beerbohm en Rapallo o los experimentos con ritmos entrecortados de un por entonces incógnito Gerard Manley Hopkins; sumemos a Compton-Burnett, Edith Sitwell, Miguel Torga y al inverosímil Enrico Dalgarno presidiendo una banda de autores imaginarios que —a lo Wilcock— recreaba mes a mes.

    Lo asombroso es el modo en que este refinamiento convive hasta el día de hoy con la figura del conversador transversal, abierto, un poco desaliñado y totalmente humilde. No conozco a Chitarroni en persona, pero entiendo que así como Forn usaba como medida formas extremas del lector, Chitarroni fue siempre dueño de un síntoma que, según me contó en una ocasión Sergio Chejfec, todos sus amigos conocen: darle la razón siempre, de manera irrevocable y absolutamente incondicional, a los mozos. A este síntoma —no sé si no estaré cometiendo una infidencia— sus amigos le llaman “el mal de Chitarroni”. Sucede que se juntan de pronto a comer en un restaurante, alguien pide una botella de vino, le traen una Coca-Cola y lógicamente reclama. Entonces Chitarroni salta y corrige: “Me parece que el mozo tiene razón, que vos pediste una Coca-Cola”.

    Al parecer, esta regla la aplica también a sí mismo: por ejemplo, pide un bife de chorizo, le traen tallarines y, ante el rostro atónito del resto de los comensales, los comienza a devorar con fruición, precipitándose sobre el plato para que no se note el error del mozo. Es una imagen encantadora, que transporta a cualquier lugar de la vida la pericia del corrector de estilo. Enseguida entendemos que el estilo no es “el fruto de una impaciencia frenada” —como lo definió Agamben, dirigiéndose a una corte de obedientes taquígrafos—, sino la forma de todo lo leído o lo percibido aplicado a la comedia estoica de la existencia con los demás.

    Es quizá lo que de Chitarroni percibía un hippie ilustrado como Juan Forn, quien con toda probabilidad no desconsideró ni este pequeño gesto que acabo de describir ni aquellas Siluetas tan estilizadas cuando, con Buenos Aires arrancado de sus entrañas a causa de una enfermedad maldita, se vio solo en aquel balneario en el que decidió dedicarse full time a sus contratapas. Se marchó de allí dos o tres días antes de que lo hiciera Horacio González, otro buceador erudito —ya que estamos con homenajes— de nombres perdidos y restos donde resplandecían las imaginerías olvidadas del pueblo.

    Evidentemente, estoy tratando esta vez ese tema inasible que es el de las atmósferas, imposibles de precisar aunque envuelvan una misteriosa sustancia punzante, donde la mitad de uno se quedó para siempre —Buenos Aires, Gesell, Rosario, esas ciudades remotas y familiares—, mientras la otra, solícita y torpe, pasa de vez en cuando frente a mi ventana.

  272. La Comunidad

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    Lo primero que imaginé al entrar en La Comunidad tenía que ver con poliamor, pero la energía de los cuerpos ahí presentes no coincidía con esa frecuencia. Alrededor de una fogata parecían ánimas que miran el gélido atardecer y de vez en cuando hacen conexión. Bellas durmientes y jesucristos sustentables de tupidas barbas se mueven sin exceso ni tentación, como descorporizados al interior de sus túnicas. Quizás subliman o solo languidecen. Inhalan. Exhalan. Inhalan profundamente. Lo encendido dura un par de minutos, los mismos que el malabarista sostiene las pelotas en el aire.

    En la conversación todo es indoor, cepa, abril, y en la palabra hierba se atora el humo del Ser. Puede que sea un asunto de química, pero después de un rato la cannabis me aletarga, comienzo a bostezar de manera compulsiva y me dan ganas de meterme al sobre de cúbito dorsal, con un guatero en los pies, aunque sea verano.

    Otro joven de largos y gruesos rastas toca el ukelele. Había sido marino y ahora vestía poncho y trarilonco o cintillo mapuche. Mientras hablaba de tierras, de pueblos, lo imaginé frente al espejo; en el momento exacto donde antes se ponía la gorra marinera, ahora se amarraba el cintillo como quien se prepara para ir a un combate.

    La Comunidad viene con vestimenta. Con olor a sándalo, a limoneno, a vinagre de manzana. Viene de la mano de las expresiones buena, demá. Un estilo que no cambia sustancialmente a lo largo del tiempo, o quizás con algunas variaciones vinculadas a lo circundante y al poder adquisitivo de quienes, en general de forma pasajera, entran y salen de aquí como de una postal de la nostalgia.

    Ante la complejidad y el desafío que reporta ser individuo, muchas veces surge la idea de buscar una identidad y encarnar en cuerpo y alma lo que esta ofrece; en el caso de La Comunidad, una liberación de las cadenas de un sistema vinculado principalmente a lo familiar y a la concepción que esta tiene de lo social, lo político, lo religioso… Un salirse, por un rato, de lo acostumbrado.

    El summum está en lo que promueva la reducción de residuos, las emisiones y el consumo energético, en la alimentación vegana, orgánica, de semillas. El dueño del almacén más cercano, un señor mayor, bromea llamándola comida de gallinas. Sobre la educación de sus infantes (Ilán, Noa, Kai) tienen muchas ideas, aunque la sensación es que los límites parecieran quedar fermentando en el compost del patio de atrás. La ansiedad está rayada en las paredes de la casa, tienen que descubrir su arte, y en el aire la demanda de sus exclamaciones. Inhala. Exhala.

    Un chico argentino con marcas de almohada en su mejilla se detuvo a hablar del Despertar y la Experiencia Meditativa en Realidad Virtual, mientras pisábamos el campo que nos rodeaba, parecido a la torta sin gluten que se apelmaza en la boca de los cumpleaños infantiles. “Pequeña salvaje” llamé a la niña que venía cada tanto a buscar los frugelé que yo tenía en la mochila y que, como un ratoncito que hace lo ilícito, se encargaba de no ser vista por sus progenitores. La siguió otro niño que pedía el celular y luego otro que le repetía al oído Roblox Roblox Roblox.

    Ante la complejidad y el desafío que reporta ser individuo, muchas veces surge la idea de buscar una identidad y encarnar en cuerpo y alma lo que esta ofrece; en el caso de La Comunidad, una liberación de las cadenas de un sistema vinculado principalmente a lo familiar y a la concepción que esta tiene de lo social, lo político, lo religioso… Un salirse, por un rato, de lo acostumbrado. La integran en su mayoría hijos de marinos o hijas de pequeños comerciantes, y se dan encuentro al aire libre de sus campos con la última ecotendencia o el tema de las vacunas que con obediencia no se ponen.

    La tarde transcurrió y nunca había sentido al aire libre tal falta de aire. Inhala. Exhala. Un leve cruce se produjo cuando mi amiga quiso poner la canción “Sejodioto”, de Karol G, para prender el ambiente de los tejidos y mover un poco las piernas a esas alturas empaladas de frío. La conexión al bluetooth se volvió una esgrima de piratas, y del reino de la positividad emergió de pronto con voz de mando el fantasma de un marino retirado. Alcancé a vislumbrar, entre el humo índigo de la cannabis, un par de ojos que inyectados miraban y decían algo de La Comunidad… de prisa volvimos a los cuencos tibetanos, igual a dos ardillas que en el repliegue de una mesa sin alcohol liberan su ansiedad descascarando nueces.

  273. Un hombre amarrado al cuerpo flotante de su mujer

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    La puerta de entrada que Wikipedia le abre a Leonard Woolf es un paradójico ejemplo de cómo la obra de un hombre puede eclipsarse en la última línea: “Leonard Sidney Woolf (Londres, 1880-1969) fue un teórico político, escritor, editor y antiguo funcionario público británico, más conocido por ser el marido de la escritora Virginia Woolf”.

    Son pocos los hombres notables que desaparecen detrás del nombre aún más notable de una mujer. Y pocos quienes lo hacen sin complejos, con sabia resignación, conscientes —como lo estuvo Leonard Woolf tras casarse con una de las escritoras más trascendentales del siglo XX— de que, en el tupido paseo de la fama, él sería la roca y ella el faro.

    Decir que Leonard Woolf fue el marido de la autora de La señora Dalloway (1925), Al faro (1927) o Las olas (1931) es tan exacto como decir que Virginia Woolf fue la esposa del editor de La tierra baldía de T. S. Eliot.

    Woolf o los Woolf (él siempre hablaba en plural) no solo publicó al padre de la poesía moderna de lengua inglesa, sino también al del psicoanálisis, traduciendo las obras completas de Freud al inglés cuando todo eso sonaba a depravación o a ciencias ocultas. El catálogo de la editorial Hogarth Press, que fundó en 1917 en su casa, junto a Virginia Woolf, y que mantuvo activa hasta su muerte a los 88 años, perseguía la modernidad de su tiempo como liebres en la oscuridad. Leonard Woolf era un intuitivo cazador oculto que detectaba a simple vista el valor de los cuentos de una desconocida Katherine Mansfield (Preludio) o los poemas de un joven Rilke (Poemas, Requiem, Sonetos a Orfeo). Su mayor alianza literaria fue con su mujer, Virginia, a quien definía como un “genio”. Cuando ya cerca de su muerte, en 1969, un periodista de la radio BBC 4 le preguntó a qué se refería con “genio”, dijo: “Alguien dotado de una rara combinación de imaginación e inteligencia”.

    Emblema del feminismo clásico, es probable que Virginia Woolf no hubiera podido desplegar su genialidad si no hubiera tenido un marido como Leonard a su lado. Sufría de severos trastornos mentales (“escuchaba a los pajaritos hablar en griego”, decía él con elegancia), en un mundo sin terapias psiquiátricas. En el ensayo “La señora Woolf: una loca y su enfermero”, Cynthia Ozick especula que solo el paciente cuidado de Leonard impidió que la derivaran a un manicomio.

    Leonard Woolf podía permitirse muchas cosas, incluso ser llamado irónicamente “El enfermero”, con tal de salvaguardar el patrimonio cultural que representaba Virginia. A diferencia de ella, él no pertenecía a una familia británica de linaje intelectual, como la de los Stephen (apellido de soltera de Virginia) o los Foster. Era judío, criado en una familia de clase media de profesionales y antiguos comerciantes, y su educación en un exclusivo colegio privado de Londres había sido posible gracias a sus méritos intelectuales y no clase. Si bien no pertenecía a la élite, conocía sus virtudes, códigos y manías de cerca. Delgado, de cara afilada y dientes chuecos, siempre fue the smartest boy in the room (el chico más listo de la habitación). El ingreso al selecto grupo de Bloomsbury, que pululaba en torno a la casa del barrio del mismo nombre, de las hermanas Virginia y Vanessa Stephen, antes de la Primera Guerra Mundial, fue el siguiente peldaño de una vida selfmade, construida con esfuerzo y ambición.

    Según cuenta Quentin Bell en la crónica El grupo Bloomsbury, que su mismo tío Leonard le sugirió escribir en 1964, antes de las tertulias de Bloomsbury, ya era parte de la sociedad secreta de “Los Apóstoles” de Trinity College de Cambridge, donde se tejía algo así como la previa de la fiesta que vendría después en Gordon Square. A las reuniones de los Apóstoles se accedía con un código de acceso. Leonard Woolf llegaba con su mejor amigo, Lytton Strachey. Los otros integrantes eran Thoby Stephan (hermano de Virginia), John Maynard Keynes, Ludwig Wittgenstein, Bertrand Russell (de quien Woolf editó sus diarios y cartas “Amberley Papers”), E. M. Foster (de quien publicó Pasaje a la India) y Clive Bell. Los temas de conversación fluctuaban libremente de Platón a Henry James, pasando por asuntos éticos y políticos. Woolf era el menos aristocrático del círculo y el más trabajólico, y al egresar de sus estudios clásicos, se alistó en el servicio colonial británico. Mientras sus amigos seguían conversando tendidos en los jardines ingleses, él se hizo cargo de la administración de la antigua colonia de Sri Lanka, antes conocida como Ceylán. De esos siete años en el sudeste asiático, publicó una novela, Una villa en la jungla (1913) —hoy reeditada—, considerada la primera novela inglesa narrada desde el punto de vista del indígena y no del colonizador. Un año más tarde apareció Las vírgenes sabias, una sátira de la sociedad puritana inglesa.

    Leonard Woolf era un intuitivo cazador oculto que detectaba a simple vista el valor de los cuentos de una desconocida Katherine Mansfield (Preludio) o los poemas de un joven Rilke (Poemas, Requiem, Sonetos a Orfeo). Su mayor alianza literaria fue con su mujer, Virginia, a quien definía como un ‘genio’. Cuando ya cerca de su muerte, en 1969, un periodista de la radio BBC 4 le preguntó a qué se refería con ‘genio’, dijo: ‘Alguien dotado de una rara combinación de imaginación e inteligencia’.

    A su regreso a Inglaterra se volvió antiimperialista y socialista. Ingresó a la Sociedad Fabiana, para promover un socialismo a la inglesa, alejado de la revolución bolchevique.

    Una ley injusta o un error judicial me hieren y afectan como una cantidad equivocada o una discordancia, un mal poema, un mal cuadro, una mala sonata, la estupidez de los que se pasan de listos o la tergiversación de la verdad”, escribió en sus memorias.

    Su trabajo como editor se extendió a la política; dirigió hasta 1945 la prestigiosa publicación Political Quarterly, fue editor literario del The Nation, y colaborador estable de la revista semanal de política y de literatura New Statesman, con un staff compuesto por la misma Virginia Woolf, Bertrand Russell, George Orwell y Thomas Hardy. Quizás porque siempre estuvo rodeado de gente notable, no pretendió ser famoso sino influyente. Pocos lo recuerdan, pero su tratado International Goverment influyó en la creación de la Sociedad de Naciones que luego derivó en la ONU.

    Nunca paró de trabajar. Ya fuera en Monk’s House, su casa en las afueras de Sussex, o en un subterráneo antiaéreo del Parlamento inglés, donde era asesor del Partido Laborista. Un año antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, escribió su ensayo Barbarians at the Gate. “Es casi seguro que la economía, una guerra o ambas cosas acabarán destruyendo a los dictadores fascistas y sus regímenes. Pero eso no significa que la civilización vaya a triunfar automáticamente sobre la barbarie”, se lee. Para calmar sus ansias durante los primeros bombardeos nazis, se dedicó a jardinear profesionalmente y a observar a los animales (escribió varios ensayos que hoy serían considerados animalistas). Al igual que Walter Benjamin, planeó su suicidio junto a Virginia si algún día los nazis desembarcaban en la isla y tocaban a su puerta para llevárselo. Cansado de escribir, de pensar, de afligirse por el devenir de la historia, se alistó en el servicio voluntario de bomberos para apagar los incendios de las explosiones cerca del río Ouse.

    El 28 de marzo de 1941 se sorprendió corriendo hacia el río preso de una premonición. Según relata en sus bellas memorias La muerte de Virginia (Lumen), ese día había terminado de jardinear para almorzar como siempre lo hacía, a las 13 horas, con su mujer. Luego de buscarla en vano por la casa, encontró una carta arriba de la chimenea. “Querido: estoy convencida de estar enloqueciendo de nuevo. Creo que no resistiré otra de esas épocas terribles. Y que esta vez no me recuperaré. Empiezo a oír voces y no puedo concentrarme. Así que voy a hacer lo que me parece mejor”, leyó. “No logro imaginar a nadie que hubiese sido capaz de hacer por mí más de lo que hizo él… Siento que tiene tanto que hacer que seguirá adelante, y lo hará mejor sin mí”.

    Con esa famosa y última carta de Virginia Woolf, el nombre de Leonard quedó amarrado del pie del cuerpo flotante de su mujer.

    La guerra terminó. Los horrores que previó Leonard Woolf se hicieron públicos. Los años del grupo de Bloomsbury se evaporaron en la leyenda. Leonard sobrevivió a la muerte de Virginia y siguió trabajando y también amando hasta su muerte. Tuvo una relación de más de 20 años con Trecckie Parsons, ilustradora de Hogarth Press, que al parecer lo hizo feliz.

    En 1963 —cuando la fama de Virginia Woolf ascendía—, se esmeró en aparecer un poco más y contar su historia, en cinco volúmenes de memorias. “A la edad de 88 años, mirando hacia atrás mis 57 años de trabajo político en Inglaterra, veo con claridad que no he obtenido prácticamente nada”, escribió con humor negro. “El mundo presente y la historia del hormiguero humano de los últimos 576 años serían exactamente idénticos si hubiera jugado al ping pong en vez de presidir comités y escribir libros y memorandos”.

  274. Traducciones perdidas

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    Lost in Translation es un título genial, pero los encargados de traducirlo al español no se complicaron las cosas y se decantaron por Perdidos en Tokio, como se conoció en Hispanoamérica la taquillera película de Sofía Coppola. En toda traducción se pierde algo y traducir es por eso mismo una práctica melancólica, le escuché decir una vez al filósofo Pablo Oyarzún, quien ha traducido mucho y ha reflexionado mucho también sobre el tema. Otro amigo filósofo, Andrés Claro, escribió un libro completísimo sobre los aspectos literarios, epistemológicos y éticos de la traducción, de manera que lo que yo pueda decir sobre este asunto es a todas luces irrelevante: mis amigos me salvan a menudo de mis limitaciones.

    De lo que sí puedo hablar es de algunas traducciones perdidas (lost translations) publicadas en Chile y realizadas además por poetas. Revisando en mi biblioteca, me topé con algunas que he ido adquiriendo con los años, como la que hizo Nicanor Parra de 50 poetas rusos o la de Jorge Teillier de 31 poemas de Sergéi Esenin, aunque ambos las efectuaron únicamente de la “versión poética” o le dieron forma literaria a la “literal” realizada por otros (José Vento, Gabriel Barra). En la misma repisa seguían tres traducciones de Shakespeare: la de Neruda de Romeo y Julieta, la de Parra de El rey Lear y la de Zurita de Hamlet. Estas últimas, es verdad, no están perdidas; al contrario, son relativamente recientes, pero la de Neruda aún sorprende a algunos que exista y creen que me la invento. El amante desesperado, el monarca amenazado por sus herederos, el atormentado por los fantasmas: las tres traducciones podrían ser una clave incluso para conocer a sus traductores.

    Cuando un poeta traduce la obra de otro es porque algo de lo que allí se dice no ha podido decirlo él mismo o bien, porque admira tanto esa obra que traducirla es una manera de recrearla como una obra suya. Es un acto de apropiación creativa, podríamos decir, y una manera no polémica también de resolver la llamada “angustia de las influencias”, aunque pueden existir razones menos espirituales e incluso peregrinas.

    Hace unos años descubrí que Samuel Beckett había traducido “Recado Terrestre”, el poema de Gabriela Mistral sobre Goethe, y lo di a conocer en una revista chilena, no sin antes pedirles alguna información a sus editores ingleses, que sabían de su existencia, pero no se animaban aún a incluirla en el volumen que recopila sus traducciones. “Fue una peguita para comer”, me respondió John Pilling, que llegó a la cita (yo estaba en Inglaterra) con Lagar bajo el brazo y acompañado de James Knowlson, el biógrafo de Beckett y fundador de su archivo en la Universidad de Reading. Un poco decepcionado por la respuesta, traté de defender su valor literario y la motivación que habría tenido Beckett para realizarla el mismo año en que escribía Esperando a Godot y cuando aún no era Beckett. Me escucharon respetuosamente, pero no se movieron un centímetro de sus posiciones. “Es probable que de mi oscura y absurda vida yo sepa muy poco”, espetó Pilling, sacando a relucir la típica autoironía inglesa. “Pero de esto al menos yo sé: esa palabrita [que no recuerdo] no la usaba nunca Beckett por esa época, de manera que aquí también hay otra mano y no demasiado buena”. Fin de la discusión, el resto fueron anécdotas y preguntas sobre los mineros atrapados en el norte de Chile.

    La poesía chilena, pienso, es la única tradición artística consistente de este país, en parte porque hay una historia de marcas difíciles de batir, en parte también porque los poetas chilenos no han sido nunca provincianos. Traducir a otros poetas, decía Pound, que hizo de la traducción un arte, es un modo de ser cosmopolita, de favorecer el intercambio de formas y pensamientos, de eliminar los cercos y permitir que circule el aire.

    El hecho, en todo caso, me llevó a imaginar después un libro que recopilaría todas las traducciones de poetas chilenos realizadas por poetas extranjeros y que sería algo así como una réplica invertida de Poesía universal traducida por poetas chilenos, una antología que publicó Jorge Teillier el año 1996 y que contiene varios hallazgos, sin contar que las versiones son más de 100 y fueron realizadas a partir de varios idiomas, incluido uno tan poco familiar como el rumano, cuyo administrador local fue siempre el poeta Omar Lara. Mi libro no prosperó, así que me detendré un poco más en este libro, el último de Teillier y que seguía en mi repisa a continuación de las versiones de Shakespeare.

    Entre los hallazgos de la antología contaría, en primer lugar, las traducciones que hace Neruda de algunos poemas de Baudelaire y Joyce, y que evocan el tono y el imaginario de las Residencias, funesto, monótono y como estancado en un tiempo que no ofrece desarrollo o vampiriza la vida. Diego Maquieira, por su parte, traduce “Definiciones para Mendy”, un largo poema de David Antin, que ahora último tiene por aquí un revival y ha sido traducido también por los poetas Andrés Anwandter y Germán Carrasco. El poema es extraño y sugerente, como “Oración fúnebre” de Pär Lagerkvist, que Ángel Cruchaga Santa María tradujo del sueco y cuyo hablante añora la fealdad y rusticidad de una amada muerta. Traductor siempre sólido, Armando Uribe figura trasladando a nuestra lengua a Leopardi, Pound, Eliot, Montale y Rimbaud, y en todas sus versiones está presente ese fraseo exasperado que le era tan propio y, en general, su manejo ejemplar de los recursos poéticos, por ejemplo, de las aliteraciones. Es uno de los que más traduce, también Waldo Rojas, Jorge Teillier y Rosamel del Valle, cada uno de varios idiomas distintos, que tal vez ni siquiera conocieran a fondo. Da lo mismo: les sobra el léxico y el oído fino que poseen los poetas y muy escasamente los filólogos o los traductores profesionales.

    La antología tiene también cosas curiosas, sin contar que Mistral, De Rokha y Lihn son los únicos poetas de talla mayor que parecen no haber traducido a nadie. Huidobro, por ejemplo, no aparece traduciendo del francés sino del alemán, a Hölderlin y Heine, y Elicura Chihuailaf traduce a un poeta italiano de nombre Gabrielle Milli, del que no encuentro más noticias en la red salvo que lo tradujo Chihuailaf y viceversa. Tampoco encuentro mucho sobre un poeta irlandés de nombre Mugron Dixit y otro árabe de nombre Hannud Ben Ismail, que traducen Roque Esteban Scarpa y Hernán Galilea. Salvo estos casos, el resto de los poetas traducidos son todos conocidos y también incuestionables, y la única omisión importante sería la traducción que hiciera Fernando Alegría de Howl, el poema de Allen Ginsberg, solo un año después de que apareciera en Estados Unidos y mientras era llevado a juicio.

    Demasiado anecdótico todo esto, habría que tomar distancia y cerrar con una valoración aérea. La poesía chilena, pienso, es la única tradición artística consistente de este país, en parte porque hay una historia de marcas difíciles de batir, en parte también porque los poetas chilenos no han sido nunca provincianos. Traducir a otros poetas, decía Pound, que hizo de la traducción un arte, es un modo de ser cosmopolita, de favorecer el intercambio de formas y pensamientos, de eliminar los cercos y permitir que circule el aire. César Aira piensa, por el contrario, que traducir es un “necio pasatiempo adolescente”, que mejor sería aprender bien francés para leer, por ejemplo, directamente a Baudelaire sin compartirlo con nadie. Extraña idea que, de ser cierta, habría privado a los franceses de leer a Poe mejor que en Norteamérica. Por lo demás, los poetas no traducen únicamente para leer o para difundir a otros, lo hacen también para satisfacer un deseo mimético y para probar la resistencia del lenguaje. A ver si un buen poema puede ser un buen poema en mi propio idioma, a ver si se la puede.

  275. Jack Kerouac y la naturaleza efímera de la existencia

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    El desembarco del haikú en la poesía de Occidente estuvo ligado al deseo de alejarse de la poesía victoriana y desarrollar una forma capaz de expresar las emociones que suscitaba la ciudad moderna, o al menos eso es lo que sugiere Ezra Pound en un artículo para The Forthnightly Review en 1914, donde explica cómo el haikú influyó en la escritura: “El ‘poema de una sola imagen’ es una forma de superposición, es decir, en él una idea es puesta sobre otra. Descubrí que esto era útil para salir del impasse en que me dejaron mis emociones en la estación del metro. Escribí un poema de 30 versos y lo destruí porque era lo que llamamos una obra ‘de segunda intensidad’”. Seis meses después escribió “In a Station of the Metro” (1912), considerado el primer haikú en inglés.

    También en 1912 la poeta Amy Lowell comenzó a publicar sus “Lacquer Prints”, una serie de poemas basados en el haikú, aunque bastante laxos en su acercamiento formal. Más apegados a la forma son los haikús que William Carlos Williams publicó entre 1916 y 1921, 12 poemas que si bien no son particularmente evocadores, sí constituyen el hallazgo de un recurso que Williams visitaría en toda su obra posterior: la yuxtaposición. El cineasta ruso Sergei Eisenstein vio la similitud entre el haikú y el montaje cinematográfico, y lo consideró el método ideal para superar el cine naturalista: “Desde nuestro punto de vista, estas son frases de montaje. La simple combinación de dos o tres detalles de tipo material nos ofrece una representación perfectamente acabada de otro tipo: psicológico”.

    La publicación de estos poemas de Pound, Lowell y Williams planteó de inmediato el problema de la forma del haikú occidental y, si bien todo género literario posee reglas y protocolos arbitrarios, como los 39 versos generalmente endecasílabos de la sextina, el haikú plantea limitaciones que son, primero, materiales. Un haikú está formado por tres versos que suman 17 “on” o unidades silábicas, el haikú no debe tener rima o ritmo, no permite asonancias, aliteraciones o nada parecido. De hecho, no se practica su lectura en voz alta, porque un haikú debiera ser leído en ideogramas chinos o japoneses para suscitar una experiencia visual cuya impresión solo podemos imaginar.

    Luego, un haikú debe también usar un kigo o palabra-estación, esto es la mención explícita de la estación que se busca evocar o de elementos secundarios que puedan traer a nosotros dicha época del año, como la mención de un fruto o un rasgo climático único. La perpetuación del kigo es un rasgo de vestigialidad; sucede que el surgimiento del haikú está unido a una forma poética mayor llamada renku. Este poema partía con tres versos llamados haikú o hakku, pero con el tiempo esta apertura se popularizó y se independizó del renku. Esto habla de su fortaleza como género poético y de su capacidad para unir arte, ascetismo y religiosidad.

    Otro elemento constitutivo del haikú es el kireji, una palabra que funciona como bisagra o como la cesura en la poesía occidental. Si está ubicada al final del primer o segundo verso, esta palabra permite un corte del pensamiento mientras consideramos los versos que la preceden y la siguen o puede también cerrar el haikú en una sensación de elevación. El kireji es el causante de la yuxtaposición que Eisenstein vio en el haikú y comparó al montaje cinematográfico. Pese a que no hay una prohibición de ciertos temas para el haikú, el mundo de la naturaleza y la impresión espiritual que esta causa en el haijin o poeta suele ser el más visitado. La elección del tema del haikú es importante y refleja el carácter del haijin que lo compone. Habla de él, de su posición social, su educación y su visión de mundo, por lo tanto se suelen omitir temas como la guerra, el sexo, las plantas venenosas y la enfermedad, así como todo lo que amenaza la vida.

    Jack Kerouac descubrió el haikú gracias a los poetas budistas Gary Snyder y Philip Whalen, quienes le presentaron la fundamental antología en cuatro tomos de Reginald Horace Blyth, publicada en 1949. Esto ocurrió en algún punto de 1956 y marcó el inicio de una práctica que lo llevó a escribir alrededor de mil haikús repartidos en diarios, novelas, cartas, etc.

    Ahora, todos los elementos que he descrito no valen nada si un haikú no produce la chispa de la iluminación. Un asomo visionario o satori que nos permita introducirnos a la vida de las cosas y percibir el significado inexpresable del detalle más diminuto, creando la sensación de que entendemos algo al descubrir nuestra unidad esencial con ello. Pero, he ahí lo fundamental, un haikú no significada nada, su significado es la sensación que provoca. Y aquí quiero citar a Roland Barthes, quien en La preparación de la novela, las notas para sus cursos y seminarios, dice del haikú: “Increíble, maravilloso, hasta qué punto me hace sentir el invierno. Se podría decir, en última instancia: el haikú intenta hacer con ese poco de lenguaje lo que el lenguaje no puede hacer: suscitar la cosa misma”.

    Ya que mencioné a Barthes, quiero contar una anécdota referida por Kate Briggs en Este pequeño arte. Sucede que para acompañar la clase sobre el haikú, Barthes distribuyó un folleto con 63 haikús que, según dijo, habían sido traducidos al francés por los poetas Maurice Coyaud y Roger Munier. Pero, como señala Nathalie Léger, editora de la edición francesa de las notas de La preparación de la novela, Barthes falsea la fuente real de la traducción, pues eran sus propias traducciones del inglés, idioma que podía leer un poco, pero que no hablaba bien, de los tomos de R.H. Blyth. Esto sorprende porque estos 63 haikús son lo más cercano a un poema escrito por Roland Barthes que tenemos.

    ***

    El haikú es un arte ascético, es ascetismo artístico. Y, en la cultura japonesa, hasta donde entiendo, ese aspecto ascético es más valioso que el artístico. Jack Kerouac era proclive a este ascetismo, a una mezcla de budismo y catolicismo culposo que podemos avizorar en los 66 poemas en prosa que tituló The Scripture of the Golden Eternity, una serie de meditaciones budistas sobre la naturaleza de la conciencia y la impermanencia. Pese a la fama de aventurero creada por sus primeros libros, la verdad es que Kerouac era un sujeto bastante tímido, que cuando descubrió el budismo más de una vez cambió a sus amigos por la soledad de una montaña, como el verano en que trabajó en Desolation Peak como guardabosques y se dedicó a meditar y escribir haikús, para luego huir del alcoholismo y la fama en Bixby Canyon, en la cabaña de Lawrence Ferlinghetti, para meditar, escribir la novela Big Sur y desarrollar un misticismo a la manera de Thoreau.

    Jack Kerouac descubrió el haikú gracias a los poetas budistas Gary Snyder y Philip Whalen, quienes le presentaron la fundamental antología en cuatro tomos de Reginald Horace Blyth, publicada en 1949. Esto ocurrió en algún punto de 1956 y marcó el inicio de una práctica que lo llevó a escribir alrededor de mil haikús repartidos en diarios, novelas, cartas, etc. Un material enorme editado por Regina Weinreich para dar forma a Book of Haikus (2003), una antología en cuyo prólogo Weinreich, siguiendo a Allen Ginsberg, afirma que Kerouac logró mejor que nadie en los EE.UU. plasmar en haikús la naturaleza efímera de la existencia.

    Kerouac propuso su propia solución formal: “El haikú estadounidense no es lo mismo que el haikú japonés. El haikú japonés está estrictamente ceñido a las 17 sílabas, pero dado que la estructura del lenguaje es diferente, no creo que los haikús estadounidenses deban preocuparse de las sílabas. (…) Lo importante es que el haikú debe ser simple y estar libre de cualquier truco poético”. Y no solo eso, además decidió cambiar el nombre del haikú a pop, expresión que podemos traducir como estallido o destello, de ahí el nombre de este libro. Por otra parte, además de los temas tradicionales, los haikús de Kerouac echan mano a temas que harían arriscar la nariz a los maestros japoneses, por ejemplo: latas de mayonesa, un discípulo de Wilhelm Reich, un cuadro de Gauguin, vendedores puerta a puerta, Bach sonando por una ventana, molinos de Oklahoma, un auto nuevo, críticos de teatro, una cerveza en un bar al mediodía, un viejo agonizante, Dostoievski y el jefe nativo Caballo Loco.

    Afortunadamente, Meller también es partidario del método minimalista, entregándonos una traducción ‘simple y libre de cualquier truco poético’, como diría Kerouac, donde lo más importante es el haikú y el efecto que debe suscitar.

    En una reseña de 1958 a Los vagabundos del Dharma, Allen Ginsberg hace notar que las oraciones de Kerouac se han vuelto más cortas, algo muy notorio en un autor tan visiblemente influido por la prosa oceánica de Thomas Wolfe. Ginsberg dice literal: “Es casi como si estuviera escribiendo un libro de mil haikús”. He aquí un ejemplo de este giro estilístico en Los vagabundos del Dharma: “The storm went away as swiftly as it came and the late afternoon lake-sparkle blinded me” [La tormenta se fue tan rápido como vino y el resplandor en el lago al final de la tarde me cegó].

    Para hablar de cómo este libro fue ordenado por su traductor quiero citar a John Cage, quien cuenta que su interés por los hongos nació del hecho de que, en el diccionario, las palabras music y mushroom están una al lado de la otra. Es decir, en el diccionario las palabras están presentes una para la otra, pero no están relacionadas metonímica o causalmente. Siguiendo esta lógica, históricamente los haikús han sido ordenados según una consecución neutra, el paso de las estaciones. Y es precisamente esta la decisión que tomó Alan Meller, ordenando los 450 haikús que tradujo primero según las estaciones del año y dentro de estas unidades, según la hora del día, directamente contradiciendo la decisión de Regina Weinreich, quien ordenó su Book of Haikus siguiendo un criterio cronológico.

    Según Adrian James Pinnington, R. H. Blyth era “un traductor brillante”, partidario de lo que llama el método minimalista, es decir, traducir el haikú “lo más literalmente posible”, abreviándolo incluso, al tiempo que el texto “a veces se acerca a una especie de poesía concreta”. Afortunadamente, Meller también es partidario del método minimalista, entregándonos una traducción “simple y libre de cualquier truco poético”, como diría Kerouac, donde lo más importante es el haikú y el efecto que debe suscitar.

    Para terminar quiero leer seis haikús de Jack Kerouac traducidos por Alan Meller, tres apegados a la tradición japonesa y tres estrictos “dharma pops”.

    Una flor
    en el acantilado
    asintiendo al cañón

    El pájaro sigue en la copa
    de ese árbol.
    Por encima de la niebla.

    Apurando las cosas,
    lluvia otoñal
    en mi toldo.

    El gato blanco es verde
    a la sombra del árbol,
    como el caballo de Gauguin

    Bach por una ventana
    abierta al amanecer–
    los pájaros en silencio

    Llega la tarde–
    la oficinista
    afloja su bufanda

     


    Dharma Pops. Antología de haikús, Jack Kerouac (traducción de Alan Meller), Descontexto Editores, 2023, 216 páginas, $18.000.

  276. Tom Ripley: el deseo en pleno

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    Llegué tarde a conocer a Tom Ripley. Al Ripley erigido de palabras y papel, pues como muchas y muchos conocí al Talentoso Mr. Ripley de la mano de Anthony Minghella e interpretado por Matt Damon en alguna tarde, viendo televisión por cable a inicios de la primera década de los 2000. Con el tiempo y sin ningún tipo de intención de por medio, me topé en una librería del centro de Santiago con A pleno sol y comencé a indagar en la obra de Patricia Highsmith, con quien hace años mantengo un pendiente, una deuda y varias dudas. La formación de una persona como lector, como lectora, se elabora y constituye a partir de esos pendientes. Y qué mejor que estar también pendiente siempre de la maestra del suspense, a quien vuelvo continuamente para preparar una clase, en el marco de un curso o taller de literatura policial; o bien, para escribir mis novelas de género negro. Vuelvo a ella, a ella y a Tom.

    Vuelvo a la novela A pleno sol (traducida ahora como El talento de Mr. Ripley), la que continúa siendo para mí un manojo de naipes que se deshace en mis manos, un montón de arena de las playas que retrató Minghella en la cuidada fotografía del filme. Con los años vi también la primera película sobre A pleno sol, estrenada en la década del 60, dirigida por René Clément. Entonces me sucede que al leer a Highsmith, el rostro de Matt Damon, su rostro y su cuerpo se hacen uno con el otro Ripley, el de Alain Delon. Ahí estoy arriba del yate y me mareo, me mareo intentando reconstruir los deseos de Tom Ripley. Un yate para tres o más personajes, en el que Ripley rumia su ¿rabia?, ¿resentimiento?, ¿deseo devenido en violencia?, ¿su amor? Luego, en otras páginas, lejos ya de las imágenes fílmicas, estoy con Tom intentando comprender su crimen, palabra a palabra, inmersa en la mancha de tinta de Patricia Highsmith. Ahí estoy entre Tom y Dickie, mareándome de nuevo en una pequeña barca cuando Ripley le da muerte a su yo interno, a su deseo oscuro, a su otro: Dickie.

    No sé qué es lo que más me gusta de Tom Ripley. Persiste en mí lo que trato de poner ahora en palabras: una aparatosa fragilidad, su deseo de querer ser otro, de perderse en esa representación. En A pleno sol vuelvo a intentar algún tipo de diálogo con él, pero me pierdo en la huida que él protagoniza. Obstinado en desentenderse, en desasirse. Es eso lo que me hace volver a él. ¿Qué es lo que le pasa a Ripley? ¿De dónde proviene su moral dudosa? ¿Es víctima o victimario?

    Marginal y marginado, creo que Ripley nunca llega a verse a sí mismo y cuando lo hace, el espejo le muestra a un otro. Como un Narciso que se enamora ya no de él, sino de alguien que él cree ver en ese reflejo. Reflejado y fugaz, Ripley se escabulle en mi memoria cuando deseo entenderlo.

    Paso de nuevo por las páginas del libro y leo a un victimario que se siente libre y omnipotente. No es una víctima, aunque en parte sí, es víctima de su resentimiento. De su envidia. Víctima de mirarse en un espejo y ver allí a su Narciso enamorado de sí mismo en el rol que le toca desempeñar, una y otra vez. Marginal y marginado, creo que Ripley nunca llega a verse a sí mismo y cuando lo hace, el espejo le muestra a un otro. Como un Narciso que se enamora ya no de él, sino de alguien que él cree ver en ese reflejo. Reflejado y fugaz, Ripley se escabulle en mi memoria cuando deseo entenderlo.

    Ripley es el personaje contemporáneo que, por sus actos y decisiones, interpela nuestra oscuridad, nuestros deseos que, ominosos, están ocultos. Me atrevería a decir, al mismo tiempo, que Patricia Highsmith nos pregunta continuamente, en su obra, qué tanto estamos dispuestos a perder, pero por sobre todo, qué es lo que deseamos ganar. Con esta interrogante intimista, recóndita, nos espejeamos en las páginas de A pleno sol y estamos de frente al suspense devenido como un nuevo hito, un nuevo canto a la moral y sus pliegues.

    Tengo un recuerdo que parafraseo, porque no quiero ir a mirar donde está la cita, principalmente porque me gusta la sensación que en mí dejó esa imagen. Patricia Highsmith decía que escribía sobre Ripley en una postura incómoda, sentada en la esquina de una silla. En su cuerpo, la autora quería experimentar los nervios de Ripley, la sensación de estar huyendo, arrancando, de estar cayéndose, agregaría yo. Ripley está al borde de sí mismo, en un vértigo continuo, zafando, zafándose de aventura en aventura. Ahora mismo, mientras escribo, vuelvo a ese vértigo, a esas páginas que rememoro y deseo volver a hundirme en ellas, ya presintiendo cómo me enfrentaré, junto a él, junto a Tom Ripley, a mi propia oscuridad.

     


    El talento de Mr. Ripley, Patricia Highsmith, Anagrama, 2015, 324 páginas, $10.000.

    También en Tom Ripley I, Anagrama, 2020, 578 páginas, $27.000.

  277. Un arte milenario

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    El milenario arte del elogio fúnebre no se enseña en ninguna parte y, por razones obvias, nadie quiere aprenderlo a través de una práctica constante en iglesias y cementerios. La antiquísima técnica de la retórica, que los griegos y los romanos afinaron hasta la perfección, es una antigualla; y el lenguaje ornamentado de tantos de sus cultores es apenas un conjunto de metáforas de menor cuantía.

    Sé que generalizo, pero nosotros los modernos hablamos a tientas en las ocasiones solemnes, y encima escuchamos sin gusto, mirando la hora, cuchicheando, buscando el secreto del universo en la punta de los zapatos. En estas circunstancias suelo constatar, movido por el recogimiento, que quedarse callado no es lo mismo que guardar silencio. Esto último implica un estado anímico, un trance acompañado de cierta sensación de inminencia, que va más allá del hecho de no formular palabras.

    Dicho en breve, el arte de la retórica duerme el sueño eterno. Los elogios fúnebres descansan en libros encuadernados en cuero. Los antiguos hechiceros de la oralidad, llámense rapsodas de la revolución o mesías de la moral, han perdido sus poderes de encantamiento. Magnetizar a las multitudes con palabras sin acompañamiento musical, eso sí que ocurre tarde, mal y nunca. A veces, las emociones y el intelecto vibran a la par y el fervor colectivo se propaga, pero ese milagro es más bien mérito de las circunstancias. Lo dice, en todo caso, alguien que arranca de las ceremonias del verbo (de los recitales de poesía, despavorido) por razones aún difíciles de precisar.

    A propósito de esto, pienso que el lenguaje es un organismo vivo. Lo que antes le daba salud y vitalidad, en el transcurso de unos años puede transformarse en un agente patógeno. Las figuras retóricas les entregan elasticidad a los tejidos del lenguaje, hasta que sufren de necrosis y, entonces, los corrompen.

    Pasarme horas leyendo recónditos tratados retóricos, libros tediosos y clásicos latinos, como El orador de Cicerón y las Instituciones oratorias de Quintiliano, fue una manera inconsciente, me digo ahora, de intimar con el arte de hablar en memoria de los muertos, con la capacidad de trazar algunos rasgos de carácter con ayuda de unas pocas anécdotas.

    A comienzos de la década del 2000 escribí un libro sobre la oratoria profana y sagrada, sobre la veneración que generaban los hombres con el don de la palabra, un don que conseguía persuadir y conmover, cautivar al intelecto, despertar las emociones y propagar sus efectos con el ímpetu de un contagio. Escribí ese libro a contrapelo, sin demasiada convicción o entusiasmo, porque tal vez no distinguía la elocuencia de la charlatanería y al locuaz del farsante. Me parecía que el tema era rancio, de otra época, y con justa razón. No lograba entender por qué me había enganchado con algo tan ajeno a mi carácter introvertido. Al hablar, yo cuidaba las palabras como si fueran especies en extinción. Me refugiaba en el silencio. Por esos días estaba interesado en la vida de los maestros del budismo zen y en los eremitas cristianos que abandonaron las ciudades del Imperio romano, para perseguir la pureza en los desiertos de Siria y Egipto.

    Pasarme horas leyendo recónditos tratados retóricos, libros tediosos y clásicos latinos, como El orador de Cicerón y las Instituciones oratorias de Quintiliano, fue una manera inconsciente, me digo ahora, de intimar con el arte de hablar en memoria de los muertos, con la capacidad de trazar algunos rasgos de carácter con ayuda de unas pocas anécdotas.

    Claude Lévi-Strauss dilucidó los motivos de la existencia y de la efectividad del hechicero. La ilusión es un componente esencial de la teoría del antropólogo. Se requieren tres tipos de ilusiones, plantea, y su fuerza solo se activa cuando se ensamblan; si eso no ocurre, la magia se desvanece. El brujo debe confiar en sus conjuros, el enfermo debe recibirlos sin dudar de su eficacia y la comunidad, para cerrar el círculo, tiene que depositar su fe en el poder sanador del hechicero.

    Hago este rodeo porque el orador es una versión del hechicero. Él debía creer en la vitalidad de su arte y, los oyentes, en el valor de este para investir al orador con el poder de magnetizar a las audiencias, ya fueran las multitudes obreras de un mitín o el público que asistía a los debates del Congreso. Antes de convertirse en artificio, el arte de la retórica fue una construcción erigida sobre el lenguaje y la memoria, que cobraba vida con la puesta en escena del cuerpo, porque eso eran los oradores, actores, intérpretes de un sentir colectivo.

  278. Cuestión de tiempo

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    El cine, al igual que la literatura, viene conjugándose hace un buen tiempo en primera persona. Es lo que, desde Mekas y Naomi Kawase, evidencian las películas construidas a partir de archivos, abundantes hoy en las pantallas de salas y festivales. Los nuevos soportes digitales, por cierto, han desempeñado un papel de catalizadores en esa euforia intimista, poniendo al alcance de cualquiera las herramientas antes privativas del montaje y la producción. El Internet, al reducir significativamente los tiempos de espera entre el rodaje y la circulación, no ha hecho más que democratizar el fenómeno. El resultado es una relativa saturación del espacio público, supeditado a los antojos tiránicos del “yo”. Sylvie Lindeperg resume a la perfección el riesgo que tiene para el cine: “fetichización del fragmento y sacralización del rastro”.

    De vez en cuando, sin embargo, algún filme se distingue del resto, vuela con sus propias alas e impone una reflexión más detenida, por la felicidad de sus imágenes o la identidad ―consensual o polémica― de su autor. Es el caso de Les années Super-8, la película que dirigiera junto a su hijo la más reciente ganadora del Premio Nobel, Annie Ernaux, autora de una obra tan extensa como económica, y no libre de controversias en su Francia natal.

    El “aura” de un Nobel es una ocasión más que propicia para descubrir cómo un escritor ―y por encima de todo, un escritor de talla― (se) piensa en su relación con las imágenes, propias y ajenas. Producida un poco antes de ganar el Nobel, Les années Super-8 viene a iluminar una trayectoria vital precisamente en el momento que su exposición pública alcanza seguramente su punto más elevado (2022 es sin duda el año de Annie Ernaux: un Nobel, una película documental y al menos dos adaptaciones cinematográficas de gran circulación basadas en sus libros: Pura pasión y El acontecimiento).

    La preparación de la cinta se hizo en familia. Ernaux escribió y grabó el comentario de Les années Super-8 en solitario durante el confinamiento, a partir del visionado de alrededor de cinco horas de material. El montaje, realizado por su hijo, se emprendió enseguida, tomando su texto como hilo conductor, con atención a sus recuerdos, en una trayectoria de ida-y-vuelta entre lo íntimo y lo social.

    Quienes frecuentan la obra literaria de Ernaux reconocerán una curiosa continuidad entre su prosa escrita —ese estilo deliberadamente clínico, que ella misma califica como ‘plano’— y la cadencia algo impersonal, como ausente, sin efusiones nostálgicas, de Les années Super-8. Y es que el ‘metraje encontrado’, en efecto, parece calzar a la perfección con la poética de Ernaux, fragmentaria y sintética, apoyada en la memoria personal como único sostén.

    A grandes rasgos, la película consiste en una serie de imágenes analógicas, grabadas con una cámara Super-8, por el ex-esposo de la novelista, Philippe Ernaux, hoy desaparecido. Por lo general son escenas arrancadas al tedio de la vida pequeño burguesa, a los “largos domingos vacíos” que exige la rutina familiar, biológica o putativa. Todo ello, a lo largo de un tramo bien delimitado de vida doméstica de los Ernaux, entre 1972 y 1981, precisamente el período en que la escritora hace sus primeras armas en el campo de la literatura.

    El repertorio de sucesos, con todo, es surtido, declinado al compás de los desplazamientos de la pareja: viajes, mudanzas, publicaciones, juegos, fiestas, encuentros y desencuentros. En la primera parte se destaca un curioso viaje a Chile que los Ernaux emprenden con la idea de descubrir de primera fuente el proyecto de la Unidad Popular. Las imágenes dejan ver el puerto de Valparaíso y los paisajes del Norte, mientras la voz evoca el entusiasmo de la pareja por el programa revolucionario, compartido por buena parte de la juventud europea de entonces. Más tarde, un viaje a Bulgaria, todavía bajo el comunismo soviético, ofrece el revés de la utopía emancipatoria, su cara más ingrata, entre paranoia persecutoria y miseria material. Un balneario marroquí, un poco después, termina de componer el cuadro de un turismo escapista, complaciente, indiferente a la suerte de las poblaciones locales, tan en boga entre las clases acomodadas europeas. La voz en off actúa aquí como un emulgente: a ella le corresponde dar cohesión al filme, asegurando la continuidad de un material a fin de cuentas heterogéneo y fragmentario, tanto en el tiempo como en el espacio. Quienes frecuentan la obra literaria de Ernaux reconocerán una curiosa continuidad entre su prosa escrita —ese estilo deliberadamente clínico, que ella misma califica como “plano”— y la cadencia algo impersonal, como ausente, sin efusiones nostálgicas, de Les années Super-8. Y es que el “metraje encontrado”, en efecto, parece calzar a la perfección con la poética de Ernaux, fragmentaria y sintética, apoyada en la memoria personal como único sostén.

    Hay algo onírico y hasta inquietante en esa colección de imágenes silentes, frágiles, parpadeantes, sonorizadas a posteriori, que fluyen con “la interminable lentitud de un tiempo que se espesa sin avanzar, como el de los sueños”. Lo que dejan traslucir esos fragmentos es la sensación de un tiempo clausurado y ya sin vuelta atrás. En ellos se transparenta asimismo la fascinación confesada de Ernaux por una “visión temblante” del mundo, condición irreductible de las existencias individuales, envueltas en el flujo de un cambio perpetuo, donde nada puede estar dado de forma permanente. Chile, Bulgaria y Marruecos son, entre tantos otros, débiles destellos de mundos que ya no son.

    Todas las imágenes desaparecerán”, afirma Ernaux al inicio de Los años, uno de sus libros más famosos. La sentencia, económica, tiene algo de un perentorio truismo. ¿Cómo recusar su evidencia flagrante? Les années Super-8 logra acaso matizar el dictamen: todas desaparecerán, sí, pero a algunas, sin duda, les llevará más tiempo que a otras.

     


    Les années Super-8 (2022), dirigido por Annie Ernaux y David Ernaux-Briot, escrito por Annie Ernaux, 61 minutos.

  279. Carta a la madre dolorosa

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    En el último tiempo, la etiqueta de gótico latinoamericano se ha convertido en un cliché de la crítica, el periodismo y las contraportadas, sobre todo en la literatura escrita por mujeres. Y es cierto que este género ha aflorado con especial fuerza en nuestros días, pero esa mirada reduccionista ha pretendido ver aquí un fenómeno aislado, vendiéndolo desde los prescindibles atributos de la novedad y la moda, y hasta asociándolo al concepto aún más cuestionable de nuevo boom latinoamericano, en lugar de entender el gótico como la sombra persistente y en constante reinvención que siempre ha sido, en particular en nuestras literaturas. Esto, por supuesto, no es culpa de las escritoras, que una y otra vez han intentado usar el foco que ha caído sobre ellas para sacar a la luz a quienes las inspiraron.

    María Negroni es una de las autoras góticas latinoamericanas vivas que queda fuera de esta clasificación cuando se la plantea como un tema generacional. La escritora y traductora argentina, quien también dirige la Maestría en Escritura Creativa de la UNTREF (Buenos Aires), ha desarrollado una obra que, además de novelas y ensayos, incluye reconocidos poemarios como Exilium (2016, reeditado en Chile por Bisturí 10) y Oratorio (2021) —una delicada meditación sobre la orfandad, muy hermanada con su última novela—, y otras publicaciones menos definibles, cercanas al libro-objeto, el diccionario o la enciclopedia, como Cuaderno alemán (Alquimia, 2015), Archivo Dickinson (2018) y Pequeño mundo ilustrado (2019). En aquella diversidad, lo que parece unificar la producción de Negroni es la tensión de los límites entre formatos y lo que ella misma ha calificado como el fulgor oscuro y poético del gótico.

    Su interés por este género se hace manifiesto en la trilogía de ensayos La noche tiene mil ojos, donde explora la presencia de un orden ajeno a la razón en las narraciones del gótico europeo y estadounidense (Radcliffe, Wilde, James, Kafka), además de sus rebrotes en el cine (el expresionismo alemán, el noir). En Galería fantástica, segundo tomo de la trilogía, sigue su pista en el fantástico latinoamericano, y establece una lista personalísima —pero no por eso menos cierta— de tópicos recurrentes en la literatura gótica: “El aislamiento, lo nocturno y la orfandad, el incesante descenso a los ritmos del inconsciente, la sospecha de un crimen fundante, la omnipresencia del agua y lo maternal, el coleccionismo y la manía del catálogo (…). Pero, sobre todo, está la figura del artista, (…) que se para en ese umbral inseguro entre arte y vida y vuelve a intentar, infructuosamente, ser en el reflejo de su creación”.

    Justo en ese umbral se ubica su tercera novela, El corazón del daño, cuyo origen fue una experiencia fundamental para la autora: la muerte de su madre. Debido a esto, el relato abarca desde su infancia y adolescencia junto a ella, hasta aquel momento decisivo y el duelo posterior. Entre esos dos puntos, narra también su paso por la universidad, el irse a vivir sola, su inicio en la escritura y su militancia contra la dictadura argentina; su relación con su esposo, quien recibe una beca para estudiar en Nueva York, una oportunidad que la narradora aprovecha para migrar aún más lejos del dominio materno; y finalmente, tras separarse en la ciudad estadounidense, el tiempo que se queda allí para llevar a cabo su propio doctorado y luego enseñar, hasta su retorno a Argentina muchos años después, impulsado por la necesidad de cuidar a la madre enferma.

    Esta narración que divaga entre la primera, tercera y segunda persona (la Madre), el pasado y el presente, la memoria y el ensayo, está llena de otras citas, ya sea autoría ajena o de la misma Negroni, en particular con fragmentos referidos a su mamá. De este modo, el libro es también un muestrario de su propia obra, pero siempre marcado por esa figura avasalladora, cuyos nombres se multiplican en un dictado que la niña/escritora repite en su cuaderno de caligrafía como tarea/castigo sin fin.

    El relato parte con la descripción del hogar de la infancia, un espacio que, como todo castillo gótico, es dominado por una presencia singular e imponente: “Una mujer difícil y hermosa ocupa el centro y la circunferencia de esa casa. Tiene los ojos grandes, los labios pintados de rojo. Se llama Isabel, pero le dicen Chiche, que significa juguete, pequeño dije, objeto con que se entretienen los niños”. Una madre nombrada casi siempre con mayúscula y que encarna varios arquetipos góticos a la vez: el doble, por medio de su reflejo en las muñecas (“Mi muñeca preferida, la más linda, se llamaba Isabel”); la vampira, que nunca suelta a su víctima y posee una carga erótica insoportable (“¿Ya dije que mi madre me parecía obscena?, ¿que todo en ella me resultaba demasiado gráfico?”); y la bruja, cuyas palabras de potencia mágica le bastan para herir profunda y permanentemente (“No olvidaré un segundo lo doloroso tuyo”).

    Mi madre siempre fue la dueña del lenguaje”, dice la narradora de esta novela en cuyos párrafos —que a veces son tan breves que parecen versos de un extenso poema— se suelen entrometer las palabras y expresiones de la progenitora, como la recurrente “tupadre”. Pero además de la irrupción del lenguaje materno, esta narración que divaga entre la primera, tercera y segunda persona (la Madre), el pasado y el presente, la memoria y el ensayo, está llena de otras citas, ya sea autoría ajena o de la misma Negroni, en particular con fragmentos referidos a su mamá. De este modo, el libro es también un muestrario de su propia obra, pero siempre marcado por esa figura avasalladora, cuyos nombres se multiplican en un dictado que la niña/escritora repite en su cuaderno de caligrafía como tarea/castigo sin fin: “Madre, cripta, nicho, altar”; “mujer hermosa – beba de pecho – ser insufrible – niña vieja – anciana mucho – alma invisible”; “Mater Dolorosa, Nuestra Señora del Verbo Dividir, Adoratriz de las Sombras, En el Nombre del Cuerpo y sus Faltas”.

    Esta kafkiana carta a la madre —aunque Negroni parece más consciente de su paranoia que el autor de Praga— se dirige a un ser inmortal, un fantasma con el peso asfixiante del pasado y cuyas garras se extienden hasta el futuro: “Nunca te mataré lo suficiente, Madre. Nunca estarás debidamente muerta”. El corazón del daño es una novela gótica, lírica y de formación en que el encierro, tal como en el poema de Enrique Lihn, es lingüístico: nunca salir de la casa de la infancia, de la dolorosa lengua materna, del dominio de la Madre mayúscula.

     

    Fotografía: Alejandro Guyot.

     


    El corazón del daño, María Negroni, Literatura Random House, 2022, 144 páginas, $12.500.

  280. Rey Mono, un clásico escondido en cajas chinas

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    Al igual que Homero, nadie sabe bien si Wu Ch’êng-ên existió o no en este lugar que llamamos, exageradamente, “la vida real”. Se estima que su nacimiento tiene que haberse dado entre 1505 y 1508 y su muerte, unos 80 años después. Los folletos de turismo de una ciudad china y milenaria, Huai’an, en la provincia actual de Jiangsu, lo reclaman como hijo dilecto y a él se atribuye Viaje al Oeste, uno de los grandes clásicos de la literatura asiática, cuyo protagonista goza de fama similar a la de Don Quijote para los hispanohablantes.

    Se trata de las aventuras de un monje chino, Tripitaka, que se lanza en viaje a la India en busca de las sagradas escrituras budistas, acompañado por ayudantes, entre los que se cuenta el Rey Mono. Hasta hace poco —sorprendentemente poco, si consideramos que estamos ante una obra maestra—, en nuestra lengua solo podíamos leer la versión extendida, de más de dos mil páginas, por Ediciones Siruela. El sello español, especializado en joyas olvidadas de la literatura medieval, va por la quinta edición de ese título que ahora entrega en tapa dura, para soportar el ancho, pero comenzó publicándolo en tres tomos a principios de los 90. “La novela total”, tituló Jesús Ferrero su prólogo, donde se lee: “Viaje al Oeste es una creación del periodo Ming, el más glorioso de la novela china, y es al mismo tiempo la obra de todo un pueblo, como la muralla china y como el mismo imperio, en la que intervienen muchos creadores, hasta cristalizar como narración plena de sentido y perfectamente estructurada en el siglo XVI, gracias a la probable intervención del escritor Wu Ch’êng-ên, que la dotó de una poderosa estructura” (en portada, Siruela la ofrece como obra anónima). Como con todo clásico de extensión intimidante, hay condensaciones y adaptaciones, y de Viaje al Oeste, por ejemplo, hay un retelling del poeta y editor armenio-estadounidense David Kherdian. Pero hay una versión más, todavía, que conecta como puente de oro, directo del chino, la sabiduría oriental y la sabiduría occidental: Monkey.

    Esta versión personalísima se publicó por primera vez en 1942 y le valió el Premio James Tait Black Memorial, una de las distinciones más antiguas del Reino Unido, al orientalista y sinólogo británico Arthur Waley, quien venía de traducir infinidad de obras literarias del chino y el japonés. Entre sus trabajos más notables se cuentan El libro de la almohada, de Sei Shōnagon, y La historia de Genji en seis volúmenes, así como biografías de poetas chinos de los siglos VIII y IX, como la que dedicó a Li Po.

    Waley era integrante del grupo de Bloomsbury, donde pululaban personajes como Bertrand Russell, E. M. Forster, Katherine Mansfield, John Maynard Keynes, Virginia Woolf y Lytton Strachey. Ray Strachey, cuñada de este último, llegó a retratarlo por lo menos 15 veces, y esos retratos se conservan en la National Portrait Gallery de Londres: un gesto reconcentrado, quizás taciturno, camisa con moño. Entre lo que se sabe a medias de Waley hay otra rareza: nunca, en toda una vida dedicada a ese mundo, visitó Asia.

    Para presentar su Monkey, el reservado Waley ocupó muy pocas palabras. Dijo que se las vio ante un original “inmenso”, por lo que eligió omitir ciertos episodios, pero traducir completos los que preservaba. “Rey Mono fue traducido muchas veces, pero su versión es la mejor”, afirma Desmond Biddulph, presidente de la Sociedad Budista. Lo cierto es que la popular versión de Waley se ha convertido en cómics, películas y hasta inspiración para Son Gokū, protagonista de Dragon Ball, serie de manga y animé creada por Akira Toriyama en los años 80.

    Tardamos muy pocas páginas en aceptar que, en medio de un enfrentamiento, el tan mentado mono puede arrancarse un pelo que se multiplicará en el aire en miles de unidades, para caer a tierra convertido en ejército de defensa, o que el alfiler que tiene escondido detrás de una oreja puede transmutar en garrote gigante y liquidar en un parpadeo a su retador.

    No es de extrañar que un libro así haya inaugurado, también, una editorial: la mexicana Perla, cuenta su directora, surgió cuando a Wendolín Perla le asignaron la traducción de este clásico para una editorial transnacional a la que acababa de renunciar. Ella estaba ya traduciendo de motu proprio otro libro, La hija del rey del país de los elfos, de Lord Dunsany, cuando el editor Andrés Ramírez le encomendó la traducción del Rey Mono. Perla se fascinó tanto con la historia que decidió reunir ambos títulos y fundar el catálogo de su propia editorial especializada en fantasía.

    Como en un juego de cajas chinas, tenemos entonces la traducción al español de Wendolín Perla del Rey Mono de Waley, que a su vez es una versión de Viaje al Oeste, obra monumental que, por su parte es, además, la recreación del mito de Hsüan Tsang. Parece y es un laberinto centrípeto, pero Waley se encarga de explicarlo en el prefacio: la historia del peregrinaje de Tripitaka refleja la de una persona real. “Hsüan-Tsang vivió en el siglo II de nuestra era y hay detallados relatos contemporáneos de su viaje. Ya en el siglo X, y probablemente antes, el peregrinaje de Tripitaka se había convertido en tema de todo un ciclo de leyendas fantásticas. Del siglo XIII en adelante estas leyendas se han representado con regularidad en escenarios chinos. Wu Ch’êng-ên tenía, por tanto, mucho material a partir del cual trabajar cuando escribió este cuento de hadas”.

    Si bien Tripitaka es el enviado, no es el protagonista, ya que es imposible competir con el “Sabio Igual a los Cielos”, el mono cuyas desventuras en busca de la iluminación ocupan toda la primera parte del libro, hasta dejarlo castigado y encerrado en una montaña por 500 años, de la que saldrá con otro nombre: “Consciente de la Vacuidad”. Recién entonces aceptará ponerse al servicio de encomiendas mayores, pero será el mismo poder del que abusó el que le permitirá cumplir con la misión que le encargan: cuidar que Tripitaka llegue sano y salvo con las escrituras. Para Waley, Tripitaka representa al hombre común ante las dificultades de la vida y el Rey Mono, “la inquieta inestabilidad del genio”.

    En el estante de los grandes clásicos de la literatura universal, Rey Mono se distingue, entre otras cosas, por una imaginación descomunal, hiperactiva y genial como el mono, y por una distorsión temporal total. Como en cualquier buena novela de aventuras, las peripecias se suceden casi sin respiro, una más impredecible que la otra, pero sus duraciones son materia de otro reino. Ramificaciones innumerables trabajan a nivel terrenal y astral al mismo tiempo, convocando personajes de todo orden y dotándolos de coexistencias impensadas. Un monje puede hablarle palabras a un tigre, una carpa dorada puede vengar a una princesa, un inmortal puede dirigirse a un oficial militar. Así, en el discurrir caudaloso de la trama nos encontramos con ogros, duendes, demonios, emperadores, monstruos, espíritus malignos, espadas voladoras, collares de cráneos humanos y hasta dragones que se convierten en caballos blancos.

    Los peligros acechan en cada párrafo, pero Tripitaka no abandona su cometido: “El corazón es lo único que puede destruirlos. Yo juré solemnemente, parado frente a la imagen del Buda, que llevaría a término esta tarea, pasara lo que pasara. Ahora que ya empecé, no puedo ir atrás hasta haber llegado a la India, visto a Buda, obtenido las escrituras y girado la rueda de la ley, para que la gran dinastía de nuestro sagrado soberano esté por siempre segura”. Su cohorte se agiganta conforme avanza en su camino, y a las defensas del Rey Mono se suman, más adelante, las de Cerdito y Arenoso.

    La traductora advierte que en la obra de Wu Ch’êng-ên se reúnen tres doctrinas filosóficas: budismo, taoísmo y confucianismo. ‘Nos hallamos ante una narración más alegórica todavía que la Divina comedia y absolutamente metafísica’, dirá Ferrero.

    Lejos del dramatismo que una travesía tan exigente podría conllevar y acercándolo una vez más a la obra maestra de Cervantes, Rey Mono tiene un sofisticado sentido del humor: las burocracias celestiales y pedestres son expuestas y ridiculizadas con elegancia.

    Atravesando largas distancias y maravillosos paisajes naturales en pocos segundos, por medio de hechizos, talismanes, armas mágicas y lecciones maestras, los personajes provocan y resuelven situaciones extraordinarias. Tardamos muy pocas páginas en aceptar que, en medio de un enfrentamiento, el tan mentado mono puede arrancarse un pelo que se multiplicará en el aire en miles de unidades, para caer a tierra convertido en ejército de defensa, o que el alfiler que tiene escondido detrás de una oreja puede transmutar en garrote gigante y liquidar en un parpadeo a su retador.

    Las proezas alquímicas son una constante y comienzan desde el principio, cuando nos encontramos con “una roca preñada” que “desde la creación del mundo fue labrada con las esencias puras del cielo y los magníficos sabores de la Tierra, el vigor de la luz del sol y la gracia de la luz de la luna”. Una roca que se parte al medio para dar a luz un huevo, también de piedra y que, fertilizado por el viento, se convierte en un mono. ¡Ni Marosa di Giorgio!

    Esta escena inaugural está en línea directa con el mito cosmogónico taoísta de Pan Gu, quien emerge del huevo cósmico que condensa el caos y contiene los principios opuestos del ying y el yang. Dieciocho mil años duerme Pan Gu dentro del huevo, hasta que se estira y lo rompe, quedando en medio de la tierra y el cielo.

    La traductora advierte que en la obra de Wu Ch’êng-ên se reúnen tres doctrinas filosóficas: budismo, taoísmo y confucianismo. “Nos hallamos ante una narración más alegórica todavía que la Divina comedia y absolutamente metafísica”, dirá Ferrero, por su parte. Penitencias, reencarnaciones, purificaciones y calamidades se desenrollan acompañadas de un festín de nombres propios: en un mismo capítulo, por ejemplo, aparecen el río de las Arenas que Fluyen, el palacio de las Campanas de Oro y una princesa Capullo de Jade. La lectura es extremadamente placentera, efecto, entre otras cosas, de una seducción que el libro sostiene como una Scheherazade: “Si no sabes cómo le fue en el viaje, escucha lo que se dice en el siguiente capítulo”.

    Rey Mono es único en su combinación de belleza con absurdo, profundidad con sinsentido. Folclor, alegoría, religión, historia, sátira antiburocrática y poesía pura: estos son los elementos singularmente diversos de los que el libro se compone”, creía Arthur Waley, quien conservaba un único retrato fotográfico en su casa, en Golden Square de Londres. Tomado por Pamela Chandler el mismo año en que Yuri Gagarin se convertía en el primer hombre en orbitar la Tierra, muestra un Waley a la vez ensimismado y concentrado en un objeto externo. Hacia abajo, a la derecha, su mano sostiene una pequeña figura misteriosa. Es un perro dragón chino o León de Buda, símbolo popular de protección contra malos espíritus.

     


    Rey Mono, Wu Ch’êng-ên, Perla Ediciones, 2022, 464 páginas, $38.000.

  281. Soñar los sueños de la tierra

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    Leonel Lienlaf (Alepue, 1969) es un poeta consagrado, que ha recibido premios y publicado en varios idiomas, además del mapuzugun y el español, en los que escribe. El volumen La luz cae vertical (Lumen, 2018) reúne los cuatro libros publicados hasta ahora: su celebrado debut, Se ha despertado el ave de mi corazón (1989), Palabras soñadas (2003), Kogen (2014) —que “en realidad es una receta de una planta psicoactiva escondida en el texto poético”— y Epu Zuam (2016).

    Para hablar de todo eso, nos reunimos en Concepción. Lienlaf anda “subiendo” desde su residencia en Alepue, localidad cercana a Valdivia e histórico refugio de las familias, de las cuales Lienlaf es descendiente, que apoyaron a Quilapan en la última resistencia mapuche, cuando en 1883 el ejército chileno conquistó Villarrica. Ya pasó por Angol y Temuco, y llegará a Santiago, motivado por compromisos múltiples.

    Sentados para almorzar en un restorán del barrio El Collao, se hace difícil no mencionar los resultados del plebiscito y el momento político que vive el país. Lienlaf está decepcionado: “De haber sido un cincuenta y tantos por ciento, sería como normal, pero esto fue mucho”. Y agrega: “El analfabetismo de hoy es peor que en los años 60 o 70. Toda la gente con la que tú conversas ha creído cosas que no eran. Si lees la propuesta final, ves un trabajo increíble que se pierde frente al show de unos pocos. Así que mejor seguir con lo que estamos un tiempo y volver a tocar los temas de otra manera. Porque a la gente se le olvida, todo esto es pasajero”.

    A la cháchara de lo pasajero que caracteriza a la política chilena, le contrasta la temporalidad más calma y ancha que requiere la comprensión de la historia y la cosmovisión de los pueblos indígenas. La política mapuche, cree el poeta, no hay que pensarla en términos de décadas, sino de siglos. Y la cosmovisión, donde Lienlaf entierra sus raíces para soñar los sueños de la tierra y darle forma a sus poemas, también requiere de un tiempo diferente, en el que sueño y vigilia se comunican, y donde conviven los seres animados e inanimados. En esa temporalidad entra el lector cuando lee su poesía: Lienlaf agranda el espacio al brindarle a las existencias que nos rodean —aves, zorros, vientos, sueños, noches, y a veces pinos, motosierras y balazos— una voz y un punto de vista, y con ello también una apertura del oído, de la mirada y de la imaginación.

    Se ha despertado el ave de mi corazón, extendió sus alas y se llevó mis sueños para abrazar la tierra”, así es el comienzo de tu primer libro. ¿Fue una liberación?
    Es difícil analizarlo desde ahora. Yo empecé a escribir eso a los 10 años y lo publiqué a los 18. O sea, tiene 50 años. Puede ser una liberación del colegio, creo. A los 10 años tuve que irme internado donde los curas alemanes en Temuco, lo que tuvo algunas cosas positivas, entre ellas que en una biblioteca descubrí a Nietzsche, el Also sprach Zarathustra, que es como mi iniciación en la lectura occidental. Me hizo sentido con las contradicciones que tenía con la iglesia católica, y ya era una contradicción que Nietzsche, que habla de la muerte de Dios, estuviera en esa biblioteca.

    ¿Qué te quedó de Zaratustra?
    De alguna manera yo veo el tema poético ahí, en cómo tú te concentras con este mundo. Empecé a gozar en ese minuto la poesía como un mirador, como un lugar de donde miras tu mundo e intentas traspasar y contar eso que estás viendo en ese instante. Estoy hace años tratando de traducir al mapuzugun esa parte del Also sprach Zarathustra. Acabo de rescatar este libro de mi casa y lo ando trabajando, es la traducción de Andrés Sánchez Pascal. Me lo sé de memoria: “No la altura, la pendiente es lo horrible (…) desde que conozco mejor el cuerpo, el espíritu no es para mí un modo de expresarse, y todo lo imperecedero es también solo un símbolo (…) La profunda medianoche: (…) Hombre presta atención a lo que dice la profunda medianoche, yo dormía, yo dormía profundo sueño, he despertado. El mundo es profundo. Y más profundo de lo que el día ha pensado…”. Ahí es donde parte la poesía, y lo otro es lo que siempre he dicho, que tiene que ver con mi abuela, los cantos, el bosque.

    Han tratado de encasillarme. Personalmente no me identifico con ese mundo. Yo vengo del ambientalismo por un lado, pero no tiene nada que ver, porque ve a la naturaleza como afuera, y yo la veo como ser parte, nosotros somos naturaleza. No es que tú defiendas la naturaleza, sino tu relación con ella. La naturaleza no tiene problemas, la bomba atómica también es naturaleza, qué más natural que la fusión nuclear.

    ¿Puedes hablar de ella?
    Con ella aprendí a entender los bosques, porque con mi otro abuelo, que era medio brujo, entendí lo que tiene que ver con las plantas, y después terminé en el bosque nativo. Con ella aprendí a mirar esos espacios, los senderos, y descubrir la vida camino al estero. Todo parte desde chico, acompañándola a buscar agua, o a “hacer agua”, por una quebrada y cada viaje era alucinante, porque era una historia, una historia en ese minuto, pero también te llevaba atrás, a los abuelos. Me hablaba de otros lugares y espacios que después conocí, como la historia de la cordillera de Nahuelbuta, la cordillera de los Andes, Argentina, y me contaba historias de los viajes de gente que estuvo allí, y después yo volví a hacer esos viajes, y luego eso mismo era contado a la orilla del fogón. Las historias iban cambiando según el lugar donde las contaba.

    ¿Eran historias de personas?
    De personas, del lugar, de árboles. Son muchos mundos que están ahí funcionando. Nuestro mundo no es el mundo concreto, estamos en mundos paralelos a través de los cuales habitamos y transitamos. Eso me quedó como imaginario de ella, y lo trato de rescatar en el texto: mundos que se entrecruzan, que se alejan.

    Las otras voces que aparecen son las de los muertos. ¿No te asustan esas presencias?
    No. Están dentro de ti, al lado tuyo. Dentro de tus células también están, y en tus sueños, que son como nuestra pantalla en la cual tú acercas lo que quieres ver, por eso hay plantas para soñar. Pero más que muertos son antepasados. La muerte es un tránsito a otros espacios. Lo mismo con los espíritus, tú puedes cruzar a esas realidades a través de los sueños o de ciertos portales, en los cuales te pierdes. Hay montañas que conozco bien y me he perdido, durante mucho rato y muchas veces, incluso con harta gente.

    Contabas que tu abuelo era brujo.
    Sí, aprendí de él todo lo que son las plantas sicoactivas, enteógenas. Es un mundo más oculto, digamos, que tiene que ver con el sotobosque, el sentir espiritual y las relaciones sociológicas del bosque, cómo se relacionan esos seres entre ellos y cómo se relacionan con ese bosque.

    ¿Te identificarías como un poeta ecologista, que defiende la naturaleza?
    Han tratado de encasillarme. Personalmente no me identifico con ese mundo. Yo vengo del ambientalismo por un lado, pero no tiene nada que ver, porque ve a la naturaleza como afuera, y yo la veo como ser parte, nosotros somos naturaleza. No es que tú defiendas la naturaleza, sino tu relación con ella. La naturaleza no tiene problemas, la bomba atómica también es naturaleza, qué más natural que la fusión nuclear.

    Tu poesía evoca el universo espiritual de la machi…
    La machi es un rol dentro de una cosmovisión. Yo creo que toda la asociación antropológica ha sido negativa, hay muchos cuentos que incluso han permeado al movimiento social mapuche o a la urbanidad. Es loco, pero la antropología ha posicionado que la machi corresponde al mundo espiritual. ¡No! La machi es parte de un proceso dentro de muchas otras interacciones. Esto es más complejo que un panteísmo estructurado desde la mirada de Mircea Eliade. Por eso nosotros nos llevamos mejor con las matemáticas o la física que con la antropología, la sociología o la psicología.

    En general estoy en contra de las recuperaciones; yo creo en recordar. Si me preguntas si creo que la literatura tiene alguna labor, sería más de ir generando nuevas palabras. La labor literaria no es precisamente ser museología, es subvertir, y en todos los idiomas. Escribir no te va a llevar a preservar la lengua, sino a darle dinamismo.

    En el prólogo de La luz cae vertical dices que trabajas con dos lenguas, el castellano y el mapuzugun, que van en direcciones distintas. ¿Tiene que ver con eso?
    Claro. Desde el punto de vista del empirismo occidental, tú puedes poner todo en clústeres, en tu carta Gantt, y todo te va a caber. Y lo ha hecho muy bien, ha permitido el lenguaje y la forma de mezclar a las culturas metiéndolas en jugueras que te sacan cosmovisiones tipo jugo de fruta: con más o con menos zanahoria o manzana, tienes una cosmovisión a tu gusto. Lo mismo pasa con el idioma, el castellano parte desde el cuadrito. Es interesante cómo la antropología, o la ciencia —no sé cómo llamar a estos procesos de reducción y de ordenar al pensamiento—, de una manera también permea al mundo mapuche, aunque vaya para otro lado. El mundo tiende a una diversificación, a un abanico, y esto otro tiende a la estandarización. A la cultura occidental le gusta la unificación. De ahí viene la concepción del Estado, el tema de los reinos, las pirámides, el control. La diversificación te impide el control, y creo que ese es el susto de las sociedades modernas. Es el susto, por ejemplo, de la academia a incluir a otros saberes.

    ¿Qué otra crítica le harías a la antropología?
    Bueno, yo me considero un experto en antropólogos. Más que criticar es eso de pontificar lo que debería ser y cerrar el conocimiento al elaborar cánones y parámetros, en vez de tratar de generar una posibilidad de intercambio de conocimiento. La universidad trató de tomar la literatura mapuche desde ese punto de vista, de etnologizarla. Como Iván Carrasco —soy bien amigo de él— con la etnoliteratura. ¡Si todo es etnoliteratura, la chilena, la alemana! Quisieron poner a Clemente Riedeman como poesía mapuche, porque hablaba del kultrün. Yo puedo ponerme a escribir en alemán, pero sigo siendo un poeta mapuche. Huidobro es un poeta chileno que escribió mucho en francés, pero no por eso es un poeta francés.

    Cuando uno lee tu poesía o la de otros mapuche, aparece una percepción distinta de la realidad. ¿Se puede hablar de una percepción mapuche así como se habla del pensamiento mapuche?
    Sí, es evidente. Aunque yo creo que existe la poesía mapuche en tanto existe un pueblo, hay una pertenencia que condiciona tu forma de mirar y de entender. Si hay una separación con la obra es porque toda obra es una concientización, no hay obra inconsciente, tiene que haber un trasluz de reflexión. Yo discrepo de algunas cosas que se dicen, por ejemplo que los locos pintan súper bien, para mí eso no es arte porque no hay una construcción intelectual. Si es arte es porque hay una idea, no es al azar. Lo que nos hace diferentes, lo que nos hace hacer arte, es la conciencia de que estás posicionándote en un punto. Eso lo saco de la visión nietzscheana y de la visión de mi abuela.

    ¿Cuál es el lugar de la recuperación del mapuzugun en el futuro político mapuche?
    En general estoy en contra de las recuperaciones; yo creo en recordar. Si me preguntas si creo que la literatura tiene alguna labor, sería más de ir generando nuevas palabras. La labor literaria no es precisamente ser museología, es subvertir, y en todos los idiomas. Escribir no te va a llevar a preservar la lengua, sino a darle dinamismo.

    Hölderlin decía que la poesía tenía que inventar nuevos nombres para retener a los dioses, al ver que la modernidad los estaba echando. ¿Lo ves así?
    He leído muy poco esa literatura. Me ha gustado más la poesía o las historias sufíes, que son muy tontas pero están contadas muy bellamente y se acercan al mundo mapuche. El más conocido es Nasrudín, un personaje muy cómico, es el sabio del pueblo pero siempre hace tonteras. Una vez iba sentado en el burro al revés y alguien se lo hace notar: “Maestro, usted va sentado equivocado en el burro”. “No —le responde—, lo que pasa es que el burro y yo tenemos diferencias de opinión”. También están los poetas chinos, los caligrafistas japoneses me alucinan, como Sei Chu, que trabajaba en blanco y negro y solo líneas de carbón. Sus dibujos eran verdaderos haiku. Y algo de poesía nórdica, los poetas suecos y finlandeses contemporáneos tienen una melancolía y una tristeza increíbles. Lasse Söderberg tradujo a varios.

    ¿Leíste La Araucana?
    Lo leí alguna vez. Como filología me parece interesante, pero no tengo tiempo, yo soy un lector de pasiones. Me interesa más El Quijote que La Araucana. Me gusta la historia de cómo una sátira pasa a transformarse en el libro ícono de una lengua. Eso ya es alucinante. Y lo segundo es esta locura de los sueños caballerescos, todo este mundo paralelo, y además tiene al otro que lo sigue. Esos dos personajes me encantan.

    Me engarzo un poco más en lo tradicional, en lo más antiguo, que es más profundo y que espera más a largo plazo. Creo que hoy día no tenemos las capacidades para tener una discusión política seria interna, tienen que volver a renovarse ciertas cosas. Estamos en un momento de mantención. Creo que hay mucha gente que piensa lo mismo: esperar que decante. Siempre hemos pensado así, a 200, 300 o 500 años.

    Tu poesía tiene elementos de la tradición pero, como dice Elvira Hernández en la contratapa de tu antología, también “es plena escritura de este tiempo”. ¿Cómo se junta la tradición y lo contemporáneo?
    Es que la tradición es eso en definitiva. Estás enraizado en algo pero haciendo algo nuevo. Y las raíces son un abanico de cosas que vienen de atrás y tú vas construyendo tu historia con el presente. Por eso el futuro está atrás y el presente está adelante, y ahí vas eligiendo ciertas cosas, no puede ser todo. La tradición no es algo que tu repliques, eso es una ilusión.

    En “Baile sagrado” das otro ángulo para el mito de origen, no son dos serpientes que luchan por subir cada vez más alto hasta quemar a los mapuche, sino que es una danza y es el sol el que baja a ellas.
    Sí. El origen de Trentren y Kaikai tiene que ver con el agua y la tierra. Uno quería que fueran seres de tierra y el otro, de agua. No es una lucha entre el bien y el mal que nos quería matar. Los hombres que cayeron al mar se transformaron en espíritus de agua, siguieron viviendo, por eso hay historias con ellos. Mi familia tiene un emparentamiento, una bisabuela se casó con el shumpall del agua y se transformó en un ser de agua que todavía vive ahí.

    ¿Cómo ves tú el pensamiento mapuche contemporáneo?
    Hay tres tipos de pensamiento. Está el de los viejos linajes, que todavía subyace. Hay un pensamiento político, que anda bastante perdido. Y hay un pensamiento de ciudad, de gente nueva, que está tomando muchos elementos de izquierda que no son propiamente pensamiento mapuche. Por ejemplo, el mundo mapuche es más feudalista que comunitarista, y tiene una percepción de libertad mucho más amplia, no es piramidal. Entonces, cuando tú tratas de plantear que el pueblo mapuche es esto o esto, cuando estableces una definición: fregaste. Porque no es esto o esto, el pueblo mapuche es todos estos. Por eso estaban las alianzas entre cada territorio, tú vas a un guillatún acá y es totalmente distinto a como los hacemos allá. No hay este mito occidental de decretar que esto es y esto no es. Hay una pluriculturalidad dentro de la misma cultura. Y eso se dialoga.

    De esos tipos de pensamiento, ¿a cuál eres más cercano?
    Me engarzo un poco más en lo tradicional, en lo más antiguo, que es más profundo y que espera más a largo plazo. Creo que hoy día no tenemos las capacidades para tener una discusión política seria interna, tienen que volver a renovarse ciertas cosas. Estamos en un momento de mantención. Creo que hay mucha gente que piensa lo mismo: esperar que decante. Siempre hemos pensado así, a 200, 300 o 500 años.

    ¿Cómo ves el tema de la plurinacionalidad tras el plebiscito donde triunfó el Rechazo?
    Yo tenía mis dudas con la plurinacionalidad, porque podía significar desprenderte de tu derecho como pueblo a reivindicar los tratados. Como no hay ningún convenio con el Estado, los tratados anteriores siguen vigentes, no hay nada nuevo que los anule. Y la plurinacionalidad podía sobreentenderse como una anulación de los tratados y que empezábamos con borrón y cuenta nueva. Eso es desde el punto de vista nuestro, como pueblo mapuche. Con los otros pueblos no hay tratados, o sea, no hay reconocimiento. Al mundo mapuche le da lo mismo que te reconozca o no el Estado, porque hay una preexistencia documentada en la legalidad occidental, y por lo tanto puedes demandar al Estado.

    En el poema “Camino”, dices: “He venido a rescatar el silencio de mi pueblo (…) para que el espíritu sea viento entre el vacío de las palabras”. ¿Es un silencio político?
    No. Es el silencio de ciertas voces que se enraízan en cosas más antiguas. Por eso la búsqueda poética, escarbar un poco. Es como una arqueología de la memoria oral, rebobinar de donde viene, hasta el origen de cada historia.

    ¿Se puede llegar al origen?
    Es un árbol. El origen es perderse. Y eso es gracias al instante, uno tiene todo el tiempo del mundo para volver al origen.

     

    Fotografía: Álvaro Hoppe.

  282. Amor de sábado en la mañana

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    Había gobierno militar, una contrarrevolución clave en el contexto de la Guerra Fría, cuando en cualquier momento los misiles cruzaban silenciosamente el Atlántico. Brasil, de todas formas sobrevivía al terror político y era el gran país del arte, la música, la arquitectura y de la cultura popular. “¡Viva Oscar Niemeyer y viva Villa-Lobos ¡Viva Clarice Lispector! Nuestro arte es un arte de denuncia”, le decía el compositor Antonio Carlos Jobim a la misma Lispector, mientras hablaban de las posibilidades de la creación. En 1966, una de las más famosas escritoras del país, abogada, mujer de mundo —esposa de diplomático—, muy privada y admirada, se quedó dormida con un cigarrillo prendido, su casa de Río de Janeiro se quemó completamente y ella resultó gravemente herida, pero se curó tras meses en el hospital. Entonces le ofrecieron algo nuevo: escribir crónicas para el diario Jornal do Brasil, las cuales aparecerían cada sábado. Dijo que no quería ser columnista, ni analizar ni opinar, y aceptó solo escribir. Fue así como empezó una labor que duraría 10 años, hasta su muerte, en 1977 —escribió un poco en revistas en los años 40 y estuvo hasta 1973 en el Jornal—, y en la que encontraría otra expresión de su vida y de su literatura.

    Soy una columnista feliz”, declaraba unos meses después de comenzar. “Escribí nueve libros que llevaron a muchas personas a amarme de lejos. Pero ser cronista tiene un misterio que no entiendo: a los cronistas, por lo menos a los de Río, los quieren mucho. Y escribir una especie de crónica los sábados me ha traído aún más amor”. En la crónica encuentra lo otro que le exige, que la excede, que maravilla. “En un periódico nunca se puede olvidar al lector, al paso que en un libro se habla con mayor libertad, sin compromiso inmediato con nadie”, reflexiona. Escribe directamente para otros, muchos o uno en particular o imaginario, muchas veces literalmente responde las cartas que le envían, cuenta anécdotas en que apela al interlocutor, narra escenas, entrevistas —memorables son las tres notas con Antonio Carlos Jobim o la conversación sobre fútbol con Zagallo, así como olvidable la de Neruda, llena de ínfulas y juegos de palabras. Por supuesto, también filosofa sobre las pequeñas y profundas facetas de la existencia, pero siempre conversando, en diálogo. Puede pensarse que ese es el espíritu de la crónica, pero pocos son los escritores que de verdad se dan a la pregunta y a los demás, en vez de buscar la respuesta taxativa y correcta.

    Sabe que en la crónica la escritura siempre es personal —se lo dijo su amigo Rubem Braga, gran cronista— y le da un poco de pudor y de pavor. Es un yo desarmado, multiplicado, invadido. “Mi hijo entonces me dijo: ‘¿Por qué no escribes sobre el Vietcong?’ (…) Me sentí impotente, de brazos caídos. Pues todo lo que hice sobre el Vietcong fue sentir profundamente la masacre y quedarme perpleja”.

    Clarice se une a la causa de los estudiantes —le escribe una carta al ministro de Educación, una de sus pocas alocuciones directamente políticas—, u otra de las mujeres, pero no trata de otra actualidad que no sea la propia. Dice directamente lo que va pensando en esos días. Su familia, su vida doméstica, sus amigos aparecen recurrentemente, sean frases de alguno de sus dos hijos, ideas de pintores —los artistas le interesan sobremanera y se declara dibujante frustrada— o un sueño con su admirado Carlos Drummond de Andrade, el gran poeta, periodista y promotor del modernismo brasileño. Como en sus cuentos, como en la vida, las subjetividades se superponen primero y es difícil que se enlacen, pero a veces sucede. Es tal la cantidad de matices, la cantidad de cosas que se pueden decir. Cómo decirlas bien. Cómo decir la rosa o la gallina. La muchacha, la niña, sí misma, donde se diluye, donde se encuentra. Sin la transferencia y modulación de la ficción, en las crónicas se hace evidente la palabra entregada, amorosa, como acto de encuentro.

    Este tipo de declaraciones resuenan tan vivas, y también tan perdidas en una época que parece extinta, de mundos pequeños, de grandes amistades con gente genial, libertad total para hablar de una rosa blanca o de la importancia del maquillaje de ojos. Hoy una cronista como Clarice, que cuenta que manda a su sirvienta a dejar sus escritos, a comprar flores o cerveza para Jobim, sería imposible por corrección clasista, además de considerarla sentimental y poco teórica.

    En estos textos Lispector está constantemente preguntándose sobre la posibilidad de escribir y qué es lo que logra comunicar: agradece y se emociona con una lectora que le dice que sus textos amplían su capacidad de amar y de darse; otra vez, mirando la luna llena, siente la soledad enorme que la toma si no escribe, y se declara “madre del mundo” por el amor que siente. Dice, más enigmática: “No se juega con la intuición, no se juega con el escribir: la presa puede herir mortalmente al cazador”. Se pregunta por los nimios temas que le gustaría tratar —tomar un vaso de agua o cuando pasa un dolor físico—, y le da miedo agotarse rápido: “A veces es el horror de decir una palabra que desencadenaría miles de otras no deseadas”. Escribir es como “buscar en uno mismo la nebulosa que poco a poco se condensa, poco a poco se concreta, poco a poco sube y aflora —hasta que llega como en un parto la primera palabra que la expresa”. Declara que nació para escribir, para criar a sus hijos y para amar a los demás, “la única salvación individual que conozco: nadie estará perdido si da amor, y a veces recibe amor a cambio”. Suma y sigue: escribir “es el modo que tiene la palabra como carnada, la palabra pescando lo que no es meramente palabra, es más bien la entrelínea”; “escribir es muchas veces acordarse de lo que nunca ha existido”; “la frase no se hace. La frase nace”.

    Este tipo de declaraciones resuenan tan vivas, y también tan perdidas en una época que parece extinta, de mundos pequeños, de grandes amistades con gente genial, libertad total para hablar de una rosa blanca o de la importancia del maquillaje de ojos. Hoy una cronista como Clarice, que cuenta que manda a su sirvienta a dejar sus escritos, a comprar flores o cerveza para Jobim, sería imposible por corrección clasista, además de considerarla sentimental y poco teórica. Ella, en todo caso, es consciente de su condición y de su persona: “El confort de la prisión burguesa tantas veces me golpea el rostro”, escribe; declara que “se hace cargo del mundo”, porque lo ve y participa en él: “Me hago cargo de los miles de favelados ladera arriba”. Hoy parecería, quizá, antifeminista, por decir algo tan simple, y para muchas mujeres cierto, “si no fuera madre, estaría sola en el mundo”. Le molesta lo “femenino” porque es “como si la mujer formara parte de una comunidad cerrada aparte , y en cierta manera segregada”. Tampoco sería muy comprendida su narración de un almuerzo feminista en el que se aburre como ostra, porque no encuentra nada genuino de que hablar. En cambio, la emocionan las jóvenes que le escriben casi como en consultorio sentimental.

    En esos tiempos, los años 60 y 70, el mundo parece de algún modo más libre que hoy, o más posible, cuando aún hay un futuro que se está gestando. Ella observa las máquinas, las primeras computadoras y las posibilidades científicas como algo fascinante, una maravilla civilizatoria de la que no alcanzará a formar parte. También le inquieta el poder creciente de la tecnología: “Tal vez el hombre deje de ser una organización humana. O el hombre será el triste antepasado de la máquina”. La intuición de esa inhumanidad hoy, tristemente, es una certeza que demolería la sensibilidad de Clarice, y ese afán maquinal ha hecho de su propio país uno de los más devastados ecológica y políticamente, de los más desiguales y violentos en un planeta que ya no asegura la vida de nadie.

    Hay crónicas de una línea, otras que suman series y páginas, como en las que finalmente se lanza a contar sus muchos viajes, sean por Rusia recién nacida, por Estados Unidos de trabajo, por Groenlandia o África, largas estadías en Londres o en Nápoles. Forma un diccionario de flores o teoriza sobre los animales en su vida. O detalla tres páginas de puras preguntas: “¿Por qué las personas cantan? ¿Por qué existe la raza negra? ¿Por qué no soy negra?”. Y de nuevo, otra vez piensa en lo que escribe, en la vida, en el placer simple del día sábado en la mañana: “¿Mi vida tiene que ser escribir, escribir, escribir? ¿Cómo ejercicio espiritual profundo? E incorporar el aire aéreo de este sábado en que escribo. ¿Qué quiero escribir? Quiero hoy escribir cualquier cosa que sea tranquila y sin modas, algo como el recuerdo de un alto monumento que parece más alto porque es recuerdo. Pero quiero, de paso, haber realmente tocado el monumento. Voy a detenerme aquí, ¡porque es tan sábado!”. Claro, estamos ahí, en su monumento.

     


    Todas las crónicas, Clarice Lispector (traducción de Regina Crespo y Rodolfo Mata), FCE, 2021, 540 páginas, $19.900.

  283. Paz Errázuriz en mundos prohibidos

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    Fue a fines de los 70 o a inicios de los 80. Iba entrando a la calle Recoleta por Bellavista cuando lo vio. Era un hombre de bigotes que se bamboleaba. Quizás iba borracho o bailando. Dio una luz roja, Paz Errázuriz frenó el auto que manejaba y buscó su cámara Nikkormat. En un impulso apuntó por la ventana. Solo tres disparos bastaron. No existen más que tres negativos, pero la serie “El caminante de Santiago” no necesita más: son tres imágenes que muestran al hombre avanzando espasmódicamente por unos cuatro o cinco metros, cruzando delante de un negocio de abarrotes clásico de la época, hasta resbalar y caer. No alcanzamos a verlo en el suelo, pero las fotos de Errázuriz registran el momento exacto en que se desencadena el derrumbe. Captó el instante perfecto.

    La serie de “El caminante de Santiago” forma parte del imaginario callejero santiaguino de los 80. Muchos años circuló en libros y en pequeño formato, hasta que en 2002 Errázuriz tuvo una retrospectiva de sus fotografías en la Fundación Telefónica. Las imágenes de ese hombre que trastabilla habían sido ampliadas y el poeta Sergio Parra se quedó alucinado mirándolas. “Me recordó toda una época y una zona de Santiago que conoces pero no sabes exactamente dónde está”, cuenta Parra, que un año después consiguió una copia de las fotos y hoy están instaladas en un lugar protagónico de su librería Metales Pesados. “Las fotos de Paz logran comunicarnos con lo que uno no quiere comunicarse. Cosas que pasan por el lado, un vagabundo, un travesti, cosas que uno las evita o les tiene miedo”, dice.

    Nacida en Santiago en 1944, Paz Errázuriz es la única fotógrafa pura que ha recibido el Premio Nacional de Artes Plásticas. Lo ganó en 2017, cuando su obra ya estaba consagrada en Chile y también internacionalmente. Parte de la vanguardia artística de los 80, en los 90 su obra empezó a ocupar un espacio central justamente por esa capacidad de la que habla Parra: revelar mundos prohibidos. Porque pese a que se formó en la calle, fotografiando escenas que hallaba siguiendo el azar en una ciudad sitiada por la dictadura, sus trabajos más importantes son el resultado de largas investigaciones que la llevaron a inmersiones en hospitales siquiátricos, burdeles de travestis, gimnasios de boxeadores prohibidos para mujeres, bambalinas de circos o los últimos miembros de la etnia Kawéskar.

    Me interesa más la mirada que el acto mismo de fotografiar”, dice Errázuriz en un correo electrónico, antes de recibirme en su casa. Sirve té. Conocerla es entender que fue su discreción y serenidad la que le permitió entrar en esos universos ocultos. Su casa es de fachada continua, con patio interior, y se ubica en el límite entre Providencia y Ñuñoa. Vive ahí hace 40 años. En una de las piezas estuvo su cuarto oscuro, pero hace unos años dejó de revelar y se pasó al digital. Demasiado gasto de agua, demasiados químicos, dice. Recientemente estuvo revisando los archivos de sus negativos buscando fotos que nunca ha expuesto, preparando una muestra en México (Formas de decir aquí) y otra en Santiago, en la la sala Nemesio Antúnez de la UMCE. Ahí seguramente hay imágenes de los años en que fue parte de la Asociación de Fotógrafos Independientes (AFI). Retrataban protestas y represión callejera. Ella colaboraba con revistas como Apsi. Nunca ha mostrado ese trabajo en exposiciones; cree que otros fotógrafos captaron mejor el momento. “En ese mismo tiempo comencé a preocuparme por situaciones sociales y culturales determinadas, que no existían como tema o preocupación y me atreví a enfrentar sola estos asuntos a modo de una investigación que podría decir etnográfica y que no tenían mayor circulación académica, ni en la sociedad”, dice Errázuriz. “Tal vez fue la calle, precisamente, la que me abrió el camino hacia donde debía dirigirme. La calle me quitó el miedo a esa búsqueda que necesitaba emprender, la búsqueda de muchas respuestas, la búsqueda por una propia identidad”.

    Tal vez fue la calle, precisamente, la que me abrió el camino hacia donde debía dirigirme. La calle me quitó el miedo a esa búsqueda que necesitaba emprender, la búsqueda de muchas respuestas, la búsqueda por una propia identidad.

    *

    Llegaron a las 12 de la noche a Talca. Corría 1981. Bajaron del tren y caminaron hasta La Jaula, un prostíbulo que era atendido exclusivamente por travestis. Errázuriz había sido invitada para estar en la elección de Miss Jaula y decidió sumar a la periodista Claudia Donoso, para que registrara por escrito las vidas de esos prostitutos. Ella venía sacándoles fotos en La Carlina, en Santiago, y ahí había entablado una relación de amistad con dos hermanos, Evelyn y Pilar, y también con su madre, Mercedes. “Cuando llegamos a La Jaula salió Maribel, que era la cabrona-cabrón del lugar. Nos echó una mirada, estaba esperándonos. Nos cedió su cama para que durmiéramos ahí”, cuenta Claudia Donoso.

    Se quedaron toda una semana en La Jaula, conviviendo con los travestis y familiarizándose con su rutina. En el lugar estaban felices de que estuvieran ahí, especialmente por la perspectiva de las fotos: nunca nadie había querido retratarlas. Por el contrario, eran perseguidas y aisladas. Eran parias. Claudia recogía sus historias y tomaba notas del ambiente, mientras Paz hacía una suerte de acto de desaparición para sacar fotos sin importunar. “La actitud de la Paz al fotografiar es muy discreta. Sabe establecer un primer contacto con quienes le interesan. Es un contacto que le sale naturalmente, con su modo que es muy bajito. Establece relaciones emocionales pero también distantes. Nunca de echar la talla. Mantiene una distancia, que es un respeto por las personas que tiene en frente”, agrega Donoso.

    Lo que estaban haciendo en Talca era “La manzana de Adán”, una serie que se convirtió mucho tiempo después en un libro que se publicó en 1989. También trae fotos tomadas en La Carlina, que, como dice Donoso, no solo era un prostíbulo, sino también un refugio para los travestis. Entrar ahí no era sencillo, pero Paz lo hizo lentamente, sin contarle a nadie. Es su modo de trabajo. “Paz es muy cuidadosa con el material que fotografía y sus proyectos. Es muy secreta. Es como si estuviera en un terreno casi sagrado. Donde no entra nadie. Nunca habló de sus trabajos, y en ese sentido fue una gran excepción que me llamara”, dice Donoso, con quien inauguró un sistema en el que luego entraron otras escritoras: Diamela Eltit, Malú Urriola y Sonia Montecino.

    En aquel tiempo, Errázuriz se ganaba la vida haciendo retratos familiares. Iba a las casas de sus clientes, montaba su cámara y fotografiaba niños, parejas, familias. Luego salía a la calle. Con la AFI o sola. No era precisamente fácil. “Por el hecho de ser fotógrafa, existía una subestimación, que no podía medir ni sospechar lo peligrosa que podría ser la mujer en este trabajo con su ojo y sus imágenes”, cuenta. “La descalificación era una constante, pero al mismo tiempo fue una gran ayuda para mí y la aprendí a utilizar a mi favor, una gran provocación que me motivaba. Como mujer estoy subordinada a un espacio determinado que me resulta natural explorar: lo marginal. Y esa exploración tiene que ver con una necesidad de desatar amarras, de abrir nuevos espacios. Con mis fotografías construyo mi propia historia”, añade.

    Tercera parte de la serie “El caminante de Santiago” (1987), de la muestra Personas, de Paz Errázuriz.

    *

    Hace unos años, Martín Vargas salió en televisión pidiendo ayuda para un viejo compañero en el boxeo. Estaba enfermo. Iban a hacer un remate con sus guantes y algunos trofeos. Errázuriz vio la noticia y se dio cuenta de que al boxeador en desgracia ella lo conocía. En los 80 le había hecho fotos, cuando después de mucho intentarlo consiguió que le dieran permiso para ingresar a esos gimnasios donde nunca entraba una mujer. Fue al Club México y le cerraron las puertas. La primera vez tampoco le fue bien en la Federación de Boxeo. El no fue rotundo, pero ella consiguió reproducciones de pinturas de boxeadores y se las llevó a los dirigentes de la federación y logró convencerlos. Después no quedaron muy felices, sobre todo porque las fotos que sacó eran en blanco y negro.

    La serie se llama “El combate contra el ángel”, y son retratos de boxeadores que posan con los brazos en la cintura, a veces con guantes y protectores faciales. Son populares y en la mirada de Errázuriz también destella una fragilidad sobrecogedora. El hombre para el que Martín Vargas pedía ayuda también está en la serie, sentado en una butaca, con pantalones y a torso desnudo. Tiene el pelo mojado. Su cuerpo es fuerte, su mirada denota cansancio. Quizá viene de recibir mil golpes, quizá está abrumado. No es obvio que sea un boxeador. Podría ser una estrella de Hollywood de los 50 que posa en medio de una filmación. Paz se contactó con Vargas y le regaló una foto para la subasta.

    La fotografía tiene mucho que ver con su autor o autora”, dice Errázuriz. “Todas mis series inevitablemente responden a mis deseos, intereses, obsesiones y la intuición ciertamente es parte de esto. Pero es algo que se complementa con la investigación y el vínculo con las personas fotografiadas”, agrega.

    La fotografía tiene mucho que ver con su autor o autora (…) Todas mis series inevitablemente responden a mis deseos, intereses, obsesiones y la intuición ciertamente es parte de esto. Pero es algo que se complementa con la investigación y el vínculo con las personas fotografiadas.

    *

    Había empezado una investigación en el Hospital Siquiátrico de la Universidad de Chile, pero no resultó. Supo que existía un hospital similar en Putaendo, a unos 150 kilómetros de Santiago, y fue para allá. Pidió una reunión con los directores del recinto y les explicó su proyecto. Cuando aceptaron, la directora le hizo una petición: quería que le sacara una foto. Fue lo primero que hizo. Luego empezó a familiarizarse con los internos. “Pienso que en la convivencia, en los largos períodos de tiempo que comparto con mis fotografiados, se logra construir un cotidiano juntos”, cuenta Errázuriz. Por eso viajó varias veces a Putaendo, se quedaba en un lugar del pueblo y después llegaba al manicomio. No sabía exactamente con qué se encontraría y ahí se dio cuenta de que en el recinto vivían varias parejas. Las fotografió. Con el tiempo la relación se hizo lo suficientemente cercana como para que Paz accediera a dormir en el hospital.

    Cuando tenía una cantidad suficiente de fotos, Errázuriz se las mostró a Diamela Eltit y juntas decidieron hacer un libro, El infarto del alma, que fue publicado en 1992 en una pequeña tirada de 500 ejemplares. Los textos de Eltit no tienen el afán de describir las fotos, sino que avanzan por rutas de historias de amor y locura que se leen paralelamente a las imágenes. Errázuriz registra parejas que en sus desvaríos mentales lucen felices. “La reacción de ellos —dice Paz— fue de cercanía, de reconocer la importancia de ser parte de las fotografías. Es un deseo de trascender y que en ellas se reconoce su amor. Además, se vincula con ciertos deseos de libertad, de verse fuera del enclaustramiento. La reacción de ellos la podría definir como de valoración y de confianza hacia mí, a mis fotografías, que las hicieron propias”.

    Luego Paz haría otras investigaciones. Otros trabajos de campo. A inicios de los 90, viajó varias veces a la Patagonia para retratar a las últimas huellas de los kawéskar y hasta su muerte, hace pocos años, mantenía contacto con Fresia Alessandri, una de las mujeres de la etnia. También fue a Calbuco para fotografiar a sus habitantes. Les sacó fotos a ciegos. En 2014 estuvo en prostíbulos de Tacna para registrar imágenes de las trabajadoras sexuales y fue una de las pocas veces que suspendió el blanco y negro para usar el color. Tiene retratos de escritores como Stella Díaz Varín y una serie que recoge las fotografías de difuntos instaladas en sus tumbas, provenientes de decenas de cementerios.

    Ahora último, Errázuriz ha comenzado a usar el celular para sacar fotos. Durante la pandemia recorría las calles retratando sucesivamente los mismos lugares. Se dejaba llevar. “Caminar y sacar fotos. Es retomar una vieja costumbre”, dice, y cuenta que en los meses más duros del estallido iba a Plaza Italia durante las batallas entre manifestantes y Carabineros. Pero llegaba justo cuando las cosas se estaban calmando y empezaba a hacer fotos cuando la violencia se dispersaba y quedaban las ruinas de la lucha. No sabe qué hará con esas imágenes aún. Sí sabe, en cambio, que en el fondo lo que está haciendo es una forma de antropología: “La foto es una herramienta, no el fin de mis investigaciones: un método para comunicar lo que encuentro”.

     

    Fotografía de portada: Emilia Edwards.

  284. Un baile contra el olvido

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    Susan Sontag, mi madre, estaba profunda y a veces desesperadamente interesada en que se la recordara”, afirma David Rieff en el prólogo de Obra imprescindible, antología de la ensayista, narradora y directora de cine estadounidense nacida en 1933. Aguda, controversial, farandulera y comprometida, Sontag fue una voz clave en el panorama crítico de la segunda mitad del siglo XX. Y tras su muerte en 2004 a causa del cáncer, la enfermedad que la persiguió toda su vida, su deseo de permanencia se ha cumplido a través del documental Recordando a Susan Sontag (2014), de Nancy Kates, y una enorme cantidad de libros dedicados a ella.

    Rieff, analista político y periodista reconocido por cuenta propia con publicaciones como Contra la memoria (2011), El oprobio del hambre (2015) y Elogio del olvido (2016), armó esta antología especialmente para el mercado español a petición del editor de Penguin Random House Claudio López Lamadrid, quien falleció repentinamente en 2020. Rieff continuó el trabajo con apoyo del poeta Aurelio Major, quien además ha sido traductor de Sontag.

    Si la crítica, como afirmó Piglia, es una forma de autobiografía, esta cuidada edición de la obra ensayística y literaria de Sontag es una especie de biografía intelectual, estética y ética de la autora, “vista a través de la lente de David Rieff”. Por lo mismo, podría leérsela como su particular respuesta a “la banal biografía de Benjamin Moser”, por usar las palabras con las que el propio Rieff se ha referido a Sontag. Vida y obra, que en 2020 ganó el Pulitzer en la categoría Biografía.

    Este nuevo libro-retrato está compuesto de ensayos, prefacios, discursos, capítulos de monografías y novelas, cuentos, entrevistas y fragmentos de sus diarios, varios de ellos inéditos; un total de 52 textos vertidos al español por una docena de traductores y en que la imagen de la autora se va formando en la medida en que ella examina la obra de escritores y pensadores que la inspiraron: Simone Weil, Walter Benjamin, Emil Cioran, Virginia Woolf, Antonin Artaud y un largo etcétera. Todo organizado en función de la dicotomía entre la esteta y la moralista, una dualidad que a juicio de su hijo determina toda la obra de Sontag.

    Obra imprescindible parte, y cómo no, con los provocadores ensayos que la llevaron a la fama: “Contra la interpretación”, “Sobre el estilo”, “Notas sobre lo ‘camp’”, textos que muestran su cara más conocida, la esteta en todo su esplendor, la joven autora que irrumpió en la escena cultural con afirmaciones como: “En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte”. Sin embargo, de ahí en adelante el libro explora las demás facetas del complicado poliedro artístico e intelectual que fue Susan Sontag.

    La antología se divide en diez secciones temáticas, aunque las fronteras entre ellas son, como es de esperar dados sus múltiples intereses, difusas. Incluso dentro de las partes se producen mezclas llamativas por la variedad de géneros. La sección “El cuerpo”, por ejemplo, incluye capítulos de los libros La enfermedad y sus metáforas y El sida y sus metáforas, seguidos de “La imaginación pornográfica”, un lúcido ensayo sobre la intersección entre novela erótica, sexualidad y saber; pero todos los temas de esta serie confluyen en el texto que la cierra: “Así vivimos ahora”, un cuento de 1986 sobre la agonía de un hombre seropositivo a partir del relato coral de sus amigos.

    La imagen de la autora se va formando en la medida en que ella examina la obra de escritores y pensadores que la inspiraron: Simone Weil, Walter Benjamin, Emil Cioran, Virginia Woolf, Antonin Artaud y un largo etcétera. Todo organizado en función de la dicotomía entre la esteta y la moralista, una dualidad que a juicio de su hijo determina toda la obra de Sontag.

    Destacan en particular los momentos en que irrumpen fragmentos de sus diarios de vida, los que dan cuenta del proceso de escritura de los textos que acompañan y nos muestran las ideas de Sontag en plena génesis. Resulta especialmente acertado yuxtaponer el cuento “Peregrinación”, publicado en 1987, que relata su visita a Thomas Mann siendo solo una adolescente, con los pasajes de su diario de 1949 en que narra la impresión que le produjo el autor de La montaña mágica. Esta lectura deja ver sus decisiones al pasar de la realidad a la ficción y su total conciencia de estar construyendo su imagen pública.

    Dado lo mucho que sabemos de su vida y su personaje público, llama la atención la presencia de textos como el ensayo-entrevista “El Tercer Mundo de las mujeres”, nunca antes recogido en un libro, en que se declara feminista a pesar de la compleja relación que tuvo con el feminismo por haberse negado siempre a encasillarse en cualquier categoría, o “Una fotografía no es una opinión… ¿o sí?”, presentación del libro Women, de Annie Leibovitz, su última pareja, que reúne retratos de mujeres de Estados Unidos, incluyéndola a ella.

    A pesar de ser profundamente estadounidense, Sontag era una crítica y pensadora de mirada internacional, la que queda en evidencia a lo largo del libro, como en el discurso “El mundo como la India”, en que aborda la traducción literaria a partir de San Jerónimo, Schleiermacher y Benjamin, al tiempo que celebra la importancia de haber leído literatura extranjera en su juventud, o en la sección dedicada a Francia, uno de los principales focos de su marcado gusto europeo.

    Desde su aparición no acreditada de apenas unos segundos en el largometraje Le Bel Âge (1960), de Pierre Kast, hasta su trabajo como directora de cuatro películas, la vida de Sontag estuvo marcada por el cine, por lo que no es ninguna sorpresa que este libro incluya una extensa sección sobre películas y documentales, con ensayos dedicados a Godard, Bergman y Fassbinder, pero también al cine B de ciencia ficción, además de “Fascinante fascismo”, una reflexión sobre el lavado de imagen de Leni Riefenstahl y la sexualización de la iconografía nazi.

    La tensión esteta y moralista con que su hijo ha clasificado su obra también forma parte de los criterios con que Sontag analiza a algunos autores, como Elias Canetti y Adam Zafajewski, y por supuesto que está en sus textos más comprometidos, como “Esperando a Godot en Sarajevo”. Por lo que tiene mucho sentido que el libro finalice con un discurso que conjuga ambas posturas, “La literatura es la libertad”, en que cuestiona el actuar del gobierno estadounidense tras la caída de las Torres Gemelas, pero también recalca: “La escritora en mí desconfía de la buena ciudadana, de la ‘embajadora intelectual’, de la activista en favor de los derechos humanos”.

    Más que una guerra, lo que había entre la esteta y la moralista era un baile. En “La escritura en sí misma: sobre Roland Barthes”, Sontag concluye que el crítico francés “albergaba luchas espirituales que no podían ser sostenidas por su posición de esteta. Era inevitable que fuera más allá de ella, como hizo en sus últimos escritos y clases. (…) Y desde ese mirador su obra en la actualidad parece desplegarse con más elegancia e intensidad y con mucho más vigor intelectual que la de todos sus contemporáneos: las considerables verdades concedidas a la sensibilidad del esteta, a un compromiso con la aventura intelectual, al talento para la contradicción y la inversión; esas ‘tardías’ maneras de experimentar, evaluar, leer el mundo, y de sobrevivir en él”.

    Además de trazar muy bien la trayectoria de Barthes, en esta cita Sontag parece haber descrito su propia obra, una obra que de seguro triunfará contra el olvido.

     

    Obra imprescindible, Susan Sontag (edición de David Rieff), Literatura Random House, 2022, 784 páginas, $26.000.

  285. Revisa los contenidos que trae revista Santiago 17

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    Personaje Jamaica Kincaid, una presencia hipnótica, por Álvaro Matus

     

    Migración

    Las formas de la errancia: migraciones, expulsiones, exilios, por Patricio Tapia

    Diario de un retornado, por Jorge Rojas G.

    Lengua ajena, por Marcela Aguilar

    Otra lógica, por María Sonia Cristoff

     

    Lagunas mentales El mito de Babel, por Manuel Vicuña

    La fagocitación de la derecha convencional por la ultraderecha, por Cristóbal Rovira Kaltwasser

    El futuro de la derecha chilena, por Sylvia Eyzaguirre

    Pasado, situación y desafío de la derecha chilena, por Hugo E. Herrera

    La década socialista y la facticidad del poder, por Claudio Fuentes S.

    Elizabeth Anderson: “Hemos errado en los conceptos de libertad e igualdad”, por Manuel Vicuña

    Consideraciones (y algunas paradojas) en torno a la democracia, por Rafael Gumucio

    Andrés Bello: el primer amarillo de la República, por Alejandro Vergara Blanco

    ¿Por qué importa España?, por Sergio Missana

    Javier Marías, un maestro del “noir”, por Mark Ford

    América invertebrada (a propósito de un centenario orteguiano), por Francisco Martín Cabrero

    El matricidio como explicación del fracaso latinoamericano, por Eugenia Ortiz Gambetta

    Roberto Torretti, el filósofo que venía de vuelta, por Carlos Peña

    Roberto Torretti Edwards: una lámpara en medio de la oscuridad, por Eduardo Carrasco Pirard

    Tremenda, triste, terrible, por Héctor Soto

    Quebrarse, por Aïcha Liviana Messina

    Relecturas Damiselas en apuros: las mujeres en La Araucana, por Romina Reyes A.

    Paisajes urbanos y los “yo” dispersos de Annie Ernaux, por Lauren Elkin

    Contra la mirada bien situada, por Cynthia Rimsky

    Libros usados La pluma del etnógrafo, por Bruno Cuneo

    Soñar los sueños de la tierra, por Diego Milos

    Arquetipos de situación Salvavidas, por Milagros Abalo

    El cartero de la casa verde, por Cecilia García-Huidobro

    Paz Errázuriz en mundos prohibidos, por Roberto Careaga C.

    Personajes secundarios Anne-Marie Miéville: dos o tres cosas que sé de ella, por María José Viera-Gallo

    La canción como diagnóstico, por Marisol García

    Vidas paralelas Werner Herzog y Al Alvarez: poner el cuerpo, por Federico Galende

     

    Críticas de libros y cine

    Libros

    Una breve historia de la igualdad, de Thomas Piketty, por Daniel Hopenhayn

    Diario del hospicio y otros textos, de Lima Barreto, por Rodrigo Olavarría

    Limpia, de Alia Trabucco Zerán, por Alejandra Ochoa

    La palabra quebrada, de Martín Cerda, por Vicente Undurraga

    Cine

    The Offer, de Michael Tolkin, por Pablo Riquelme

     

    Turismo accidental Otro proverbio chino, por Matías Celedón

     

    Encuéntrala en nuestros puntos de venta: http://revistasantiago.cl/puntos-de-venta/

  286. Juan Rodríguez Medina: “El verdadero héroe es el que saca la vuelta”

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    Se habla de “ganarse la vida”, de “forma de ser” y de “surgir”. El trabajo ha seteado a tal punto nuestras vidas que “si no trabajas y no estudias, no eres nadie: eres un nini”, ejemplifica Juan Rodríguez Medina (Santiago, 1983), autor de Recobrar el tiempo, un ensayo filosófico en el que piensa contra el trabajo, y contra sí mismo, explorando como horizonte de posibilidad una vida liberada del tiempo del capital.

    Pero, ¿será capitalismo todo ese manto de moralidad con el que está investido el trabajo? Rodríguez cree que sí, al punto de llegar a ser una “metafísica” y “orden de mundo”. “Toda esa culpa porque se hace tarde y hay que dormir. El apuro. Pensar en irse (al sur, por ejemplo). Huir de Santiago, o de donde sea que esté tu trabajo, tu casa, cuando hay feriados y vacaciones. Llegar pronto a casa, o a juntarse con los amigos”, se lee en Recobrar el tiempo.

    ¿Podría ser de otra manera? Según Rodríguez, de hecho, la novedad (moderna) es que la vida se articule en torno al trabajo: “Es recién con el capitalismo, hace unos dos siglos, cuando comienza a transformarse en el quehacer predominante”, asegura. “Antes, las personas defendían su derecho a la subsistencia, o sea, a depender de sí mismas. Hasta la mendicidad era mejor vista que trabajar por un sueldo. Eso lo cuenta Iván Ilich en El trabajo fantasma”.

    Imaginar el fin del trabajo —o al menos limitarlo— sería, entonces, recuperar la “temporalidad que somos”, creando zonas o esferas libres en las que, como dijeron Marx y Engels, “yo pueda dedicarme hoy a esto y mañana a aquello, por la mañana cazar, por la tarde pescar y por la noche apacentar el ganado, y después de comer, si me place, dedicarme a criticar, sin necesidad de ser exclusivamente cazador, pescador, pastor o crítico”.

    ¿No será que para afrontar el horror vacui de una vida liberada del trabajo necesitemos un temperamento filosófico o medio zen, tipo Claudio Bertoni? ¿Estaremos realmente dispuestos a liberarnos de ese yugo que es también un articulador de nuestra vida?
    Comparto esa duda, de si realmente queremos liberarnos, y creo que a medida que avanza mi libro se hace más evidente. El asunto es si el trabajo asalariado, el chantaje del sueldo, ese yugo que incluso puede ser placentero, es la única manera de articular nuestra vida. O dicho de otro modo: aceptemos que sí: el ser humano necesita estar activo, necesita hacer algo, ¿pero no hay otro quehacer posible, otra actividad que no sea el trabajo asalariado? Hoy no, obvio, hoy es evidente que el trabajo articula nuestro tiempo, o sea, nuestra existencia, a nosotros; por eso no es una actividad más, y menos un medio, es el orden del mundo.

    ¿Por qué son así las cosas?
    No por designio divino. Probablemente sea porque dependemos del sueldo. Imaginemos, eso lo podemos hacer con toda libertad, que nos liberamos del chantaje del sueldo, ¿se acabaría la actividad humana, los quehaceres? ¿La única razón para hacer algo, para trabajar es que, como dice una canción, “te manejen con un sueldo”? ¿Qué pasa con el reconocimiento, la búsqueda de sentido, el querer apuntalar y agasajar a tu familia? ¿No son, esas u otras, motivaciones suficientes? ¿Necesitamos que nos chantajeen para trabajar? Para trabajar en algo desagradable o para que nos subordinen, sí, pero ¿para llenar el vacío? Imagino que, antes del capitalismo, las personas también llenaban los días de alguna manera.

    ¿Constituirá la pregunta por el trabajo algo así como el “retorno de lo reprimido”? Lo digo porque se ha culpado a cierta izquierda de perder el asidero material de sus reivindicaciones. ¿Se podrá conciliar la preocupación por las condiciones materiales de existencia con las demandas identitarias, o se trata de una falsa dicotomía?
    Es una falsa dicotomía. Por de pronto, apelar a los trabajadores es, de hecho, apelar a una identidad, y qué decir de quienes apelan a la nación. Las mal llamadas luchas identitarias no son más, y perdona lo bruto, que personas diciendo: yo también soy humano; es la misma lucha por la igualdad y la libertad de siempre. La lucha por la igualdad y la libertad siempre fue y siempre es, será, una lucha por el reconocimiento, una lucha “identitaria”: así como me ves, así como soy o como llegue a ser, como me muestre, yo también soy humano.

    ¿Y en el caso chileno?
    En el caso chileno la izquierda se subió a última hora al feminismo, ecologismo, etc.; antes de este siglo e incluso ya entrado en él eran reivindicaciones bien arrinconadas, de modo que es difícil que sean responsables de una desafección que, según yo, comenzó en los 90, a más tardar a fines de los 90. Y ahí, si hubiera que culpar a alguna izquierda, es a la izquierda neoliberal, o de tercera vía y hasta cosista, que se compró entera la consigna “resolver los problemas de la gente”. Además, no sé hasta qué punto se puede distinguir tan taxativamente entre reivindicaciones materiales y posmateriales.

    ¿En qué sentido?
    Las sufragistas estadounidenses pedían “pan y rosas”. Luego ese pasó a ser el lema del movimiento obrero. Y es que, claro, ¿para qué quiere alguien seguridad en su vida y la de los suyos, sustento material? Pues, para poder disfrutarla, para liberarse, en lo posible, de las cargas innecesarias que ponen aún más cuesta arriba la vida. Si tengo asegurado el pan, seguro será más fácil que disfrute de las rosas, o que me las invente. El asunto se podría poner en estos términos: la lucha por el sustento, por la sobrevivencia, nunca es solo por el sustento o la sobrevivencia. La lucha material siempre fue y siempre es una lucha posmaterial, si es que hay que seguir usando esas palabras.

    Por supuesto nos hemos liberado de algunas labores pesadas y mecánicas, pero tampoco sé si todos. Un trabajador de estos almacenes de Amazon probablemente no opinaría lo mismo. Tampoco las mujeres que trabajan en las maquilas en el norte de México. Pero incluso si todos esos trabajos se eliminaran, si viviéramos como los seres humanos en Axiom, la nave espacial de Wall-E, o como en algún capítulo de Black Mirror, igual estaríamos trabajando, digitalmente, produciendo datos para que los capitalicen los grandes señores y señoras de la economía digital.

    Resulta sugerente que te posiciones contra el “chantaje del sueldo”, pero no demonices el consumo, algo que para muchos constituye una de las características más alienantes del neoliberalismo.
    Creo que evito demonizar el consumo porque, dicho en chileno, tiene aroma a roteo, o, dicho en filosófico, tiene gusto a andar distinguiendo entre vidas auténticas e inauténticas. Y claro, rotos e inauténticos son siempre los otros, el que juzga está siempre del lado correcto. Pero además, no sé si el consumo es una actividad, y hasta una identidad, solo enajenante. Y hasta da lo mismo. Quiero decir, ¿no es más sugerente pensar, indagar qué deseos, qué anhelos están operando ahí? No olvidemos que el mall, esa infraestructura o esa tecnología, la diseñó un socialista. ¿Por qué no imaginar que en los pasillos del mall, por los que vamos y venimos solos, con amigos o en familia, habita algo así como un deseo de socialismo?

    Tan inescapable parece ser el trabajo asalariado, que incluso ante un horizonte inminentemente automatizado —que según algunos liberaría a los trabajadores de las tareas más arduas y mecánicas—, a cierta izquierda parece costarle sobremanera imaginar su fin…
    El capitalismo viene prometiendo eso desde la Revolución Industrial y aquí seguimos, trabajando más y mejor. Por supuesto nos hemos liberado de algunas labores pesadas y mecánicas, pero tampoco sé si todos. Un trabajador de estos almacenes de Amazon probablemente no opinaría lo mismo. Tampoco las mujeres que trabajan en las maquilas en el norte de México. Pero incluso si todos esos trabajos se eliminaran, si viviéramos como los seres humanos en Axiom, la nave espacial de Wall-E, o como en algún capítulo de Black Mirror, igual estaríamos trabajando, digitalmente, produciendo datos para que los capitalicen los grandes señores y señoras de la economía digital.

    ¿No habremos llegado al punto en que es más fácil imaginar el fin del capitalismo que el del trabajo, entendido como una metafísica y una moral?
    Quizá, si entendemos que el trabajo del que hablo en mi libro es el trabajo asalariado, venderte por plata, y que esa manera de subsistir surge o se convierte en hegemónica con el capitalismo, entonces el fin del capitalismo sería lo mismo que el fin del trabajo. Imagino que por eso hay gente, como quienes adscriben al “aceleracionismo”, que imaginan que, de la mano de las tecnologías digitales, conducidas políticamente, se podría poner fin al capitalismo y entonces al trabajo.

    Cuentas que en nuestro país existiría una tradición bastante arraigada de sacar la vuelta y cultivar la flojera. ¿Por qué crees que el aburrimiento es una emoción reactiva e incluso revolucionaria?
    Porque cuando estamos aburridos nos podemos poner a pensar y hasta puede que dejemos de creer; por eso la pereza es un pecado capital, porque cuando uno está flojeando se te puede meter el diablo. En la moral del trabajo, la virtud es el esfuerzo y el defecto, la flojera. Y por eso los ricos son ricos, porque se esfuerzan, y los pobres son pobres, porque son flojos. Por supuesto no es así, pero esa es la lógica. También son flojos los homosexuales, los mapuches y los comunistas. O sea, todo lo raro o lo que no cuadra bien. Eso ya debería darnos una señal de que algo de subversivo hay en la flojera. De hecho, pienso ahora, el verdadero héroe de la clase trabajadora, y si no héroe al menos figura, es el trabajador que saca la vuelta, llega tarde, toma desayuno en el trabajo, da menos de lo que puede dar; pequeñas resistencias, flojeras, que probablemente no van a cambiar el mundo, pero que ponen ciertos límites, y que antes que hacernos sentir culpa, como dicta la moral del trabajo, deberían ser motivo de orgullo —el orgullo flojo—, porque no es más que la sustancia humana resistiéndose al control; y sobre todo, buscando gozo, porque al final de eso se trata, de poder gozar.

    ¿Habrá escapatoria a la ubicuidad del trabajo en tiempos de capitalismo de la atención? Incluso cuando flojeamos generamos datos…
    No lo sé. Ahí es cuando al reformista y poco arrojado que habita en mí se le ocurre pensar en la ley, en poner límites, en regular, o sea, en no dejar hacer al capitalismo. En ponerle un freno. Pero no sé si es suficiente o siquiera posible a estas alturas. Walter Benjamin, creo que era él, quien frente a la revolución vista como una locomotora (la imagen es de Marx), dijo que, en realidad, de lo que se trataba, o lo que queríamos, era bajarnos del tren. Esa es la revolución.

     


    Recobrar el tiempo, Juan Rodríguez Medina, Taurus, 2022, 220 páginas, $14.000.

  287. Reír

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    ¿Para qué vivimos sino para entretener
    a nuestros vecinos y reírnos de ellos a la vez?
    Jane Austen

    Ya ni en boca de tontos abunda la risa, aunque nunca ha sido así. Bien mirado, jamás en la boca de los tontos ha abundado la risa. Sí el rictus de la severidad, que está más arraigada en el espíritu humano que la suspicacia y la ironía. Hoy, cuando la religión es más bien un recuerdo en retirada, el pálido reflejo de un antiguo poderío, los credos laicos se incrementan y otra vez la severidad se alza como virtud, una nueva castidad de la cual se derivan la intransigencia, la expresión enfática, la voluntad de sanción, actitudes que son vistas como valores o, cuando menos, como valiosas.

    El humor tiene muchas capas y efectivamente una de ellas, la primera, la más elemental, suele ser contraproducente para alcanzar algunos avances culturales, porque en ese nivel básico el humor actúa como coraza, como repelente de la diferencia, de toda diferencia. Es ahí cuando el dicho es cierto, que la risa abunda en la boca de los tontos, pero esa es una risa molesta, chillona, muy parecida al grito aterrado de un cobarde.

    Descontadas esa y la falsa, las risas amplían el mundo. Sobre todo, la risa que señala que hemos tomado conciencia de la fragilidad absoluta de nuestra existencia. Como llorar, reír es un instinto, se ve en los recién nacidos, pero a reír también se aprende. Apollinaire recuerda en un poema la noche en que conoció a su gran amigo André Salmon: estaban emborrachándose “sin saber aún reír”, escribe, hasta que “la mesa y los dos vasos se volvieron un moribundo que nos lazó la última mirada de Orfeo / los vasos cayeron se quebraron / y aprendimos a reír”. Desde entonces abandonaron la pomposidad y vivieron como “peregrinos de la perdición”.

    En castellano, el verbo para la amistad, amistar, no pega ni junta, como sí lo hacen los verbos para el amor, amar; la crianza, criar; la colaboración, colaborar. Quizás porque el verbo que mejor describe la amistad es el reír. Que es una manera de relacionarse sin rigidez con las ideas, los hechos y las personas. Cuando se ríe se rompe el encantamiento del mundo ideal, pero se abre el encanto del real.

    La risa decidida no es la risa forzada. Esa es tontera, nomás. La risa decidida es una apuesta por la vida, un cariño a lo que se nos escapa.

    Reír es también una forma de aprender a perder. A soltar el control, resignarse y virar; incluso los problemas más irritantes se vuelven llevaderos con la distancia de la risa, por ejemplo, cuando el computador contrae el virus de la doble tilde, falla tecnol´´ogica que impide acentuar las palabras, pues al apretarse la tecla correspondiente aparece una doble tilde antecediendo a la letra que deb´´ia tildarse, noci´´on, ´´impetu, energ´´umeno, G´´ongora, huev´´on, etc´´etera, y as´´i no hay c´´omo seguir.

    Hay pérdidas más hondas, pero la liberación que intermedia la risa es la misma. Una que tiene el sonido no de la burla ni del miedo, sino del aflojar, de la duda y de la ironía, que alguien definió como la sonrisa del intelecto. Se ríe para descomprimir, para diluir la crueldad que en alguna dosis siempre habita el alma humana, para quitar pesadez a lo que innecesariamente la ha adquirido por temores o angustias o inercias. La risa relativiza, airea, pone a prueba convicciones, pero no implica alejarse de todo valor, regla y hondura. En lo absoluto. La risa no es payaseo.

    La risa es más seria que la actitud plañidera.

    Porque el mundo es adverso y la risa es una resistencia, mientras el lamento y la queja son una redundancia, una entrega, muchas veces perfectamente comprensible, pero son eso. “La pena, Señor, es una especie de pereza”, escribió Saul Bellow.

    Reír es un instinto y un aprendizaje, pero también una decisión. Quizás su llegada no se puede forzar y hay caracteres que nacen serios o amargos, pero en toda vida hay un momento en que la risa como actitud y horizonte se ofrece y hay una lucidez en dejarla entrar, en abandonar convencimientos e inflexibilidades para hacerle espacio a ella y a lo que con ella ha de venir: nuevas amistades y perdones, nuevas maneras de ver lo de siempre, saberes y sabores nuevos. La risa decidida no es la risa forzada. Esa es tontera, nomás. La risa decidida es una apuesta por la vida, un cariño a lo que se nos escapa. Puede ser sarcástica, negra, blanca, discreta, muda incluso o de carcajadas, pero en el fondo es una y la misma: la preferencia por lo incierto.

    Chile no ha estado exento de estas tradiciones de la risa desafiante. Al contrario, es una cultura que muchas veces resuelve sus precariedades, sus impotencias, sus miedos y sus horrores, que no son pocos, a través de la risa.

    No todos aprecian la risa. Algunos la oponen a la seriedad o la pena. Ahora y siempre. “Yo no envidio a los que ríen: es posible vivir sin reírse… ¡pero sin llorar alguna vez!”, escribió Gustavo Adolfo Bécquer. Por fortuna, la versión melosa del romanticismo, que caló hondo entre pedagogos y fulminó a tanto colegial desavisado, no es la única. Novalis, en alto contraste, escribió un poema glorioso: “Aún soy aquel que ayer por la mañana / le cantaba himnos al dios de la frivolidad / y por encima de toda seriedad y preocupación / aún conservaba la vana alegría”. La seriedad está bien en ciertos planos de la vida, no aplanando la vida entera. Más cerca en el tiempo y el espacio, el poeta chileno Héctor Figueroa escribió: “La vida es larga y pesarosa / ¿para qué abrumarla con lloriqueos?”.

    Siempre ha existido la risa como modo de ver y procesar el mundo, pruebas hay en la literatura de todas las épocas, incluidas las más oscuras. Aristófanes o Diógenes en el mundo griego (cuando Platón definió al hombre como un animal bípedo implume, Diógenes se presentó entre sus alumnos con un gallo, lo desplumó y dijo que ahí estaba el hombre platónico), Catulo o Marcial en el latino, los goliardos en el medioevo, Chaucer y Cervantes, Quevedo, Shakespeare, Sterne, Jane Austen, Thomas Bernhard, J. K. Toole, Wislawa Symborska, Roque Dalton, Mario Levrero, Susana Thénon.

    Son casos conocidos de alto humorismo. Pero es que hasta San Juan de la Cruz sabía que reír es esencial. Aunque entregado a su vocación mística y sacerdotal con el denuedo de pocos, sabía bien, como escribe su biógrafo, Gerald Brenan, que “no todo era oración, ascesis espiritual y contemplación”. Por eso en los días festivos salía a pasear con sus cercanos y discípulos y “sentándose en el suelo, les contaba cuentos graciosos para hacerlos reír”. No se sabe, puntualiza Brenan, qué cuentos serían, pero se sabe que eran acerca de Dios. Nada menos.

    Podrá el reír quedar más arrinconado en unas épocas y más en el centro en otras. Aunque siempre habrá que revisar esto con ojo aguzado, porque allí donde cunde la solemnidad la risa no desaparece, al contrario, es profusa y más creativa que nunca en su abrirse paso, en su liberar. Lo demostró monumentalmente Mijaíl Bajtín al estudiar la obra de Rabelais y la cultura popular medieval y renacentista, en la cual “el mundo infinito de las formas y manifestaciones de la risa se oponía a la cultura oficial, al tono serio, religioso y feudal de la época”. Esa es una época que fue tenida por oscura y plana por parte de gente oscura y plana, siendo en realidad una inmensa porción de siglos donde, en contraposición a la tenebrosidad católica, el deseo, lo carnavalesco y el humor cundieron al punto de que, dice Bajtín, “la risa se introduce también en los misterios”.

    Los que abrazan causas como no abrazan ni a sus seres más queridos, todos aquellos que andan con identidades y seguridades invariables a cuestas reducen la vida, la achatan.

    Chile no ha estado exento de estas tradiciones de la risa desafiante. Al contrario, es una cultura que muchas veces resuelve sus precariedades, sus impotencias, sus miedos y sus horrores, que no son pocos, a través de la risa. Entre las cuestiones que han moldeado la mejor cultura del país está el sentido del humor de sus habitantes, ese que opera como desarmaduría de dramas y visiones de mundo maniqueas y opresivas, esas donde la gravedad, la infalibilidad y la coherencia son, más que unos valores, Los Valores. Habría que rescatar para la vida el humor filosófico de un Raúl Ruiz, que supo tomarle el pelo hasta a los exiliados en 1974, sin ser despreciativo del dolor. O de una Violeta Parra, que en “El Albertío” burla con gracia al amante ingrato: “Yo no sé por qué mi Dios / le regala con largueza / sombrero con tanta cinta / a quien no tiene cabeza”. O de un Alfonso Alcalde, que es de alguna manera nuestro Rabelais, aquel que al lamento antepone la carcajada, la picardía y la búsqueda del goce entre los inevitables senderos vitales de la pérdida y el dolor. “Se trata, entonces —escribió Alcalde— , de movilizar esta fortuna del humor que nos cayó en gracia para desdicha de los tontos graves y de los huevones a la vela”.

    La risa, así entendida, puede desbaratar la cerrazón y lo dañino más eficazmente que nada. Puede incluso salvar vidas. Mauricio Redolés cuenta en sus memorias cómo una risa ligera aireaba la vida en los campos de detenidos donde estuvo (y cuenta también la historia del tipo al que, tras intentar suicidarse metiendo la cabeza al horno, los amigos para liberarlo acaso de su pesadumbre lo apodaron el Cabeza de Queque). “Ríe cuando todos estén tristes”, pedía el Jappening con Ja en los años 80 y había algo sórdido con eso en tiempos ominosos. Hoy, en cambio, cuando tantos están dispuestos a exhibir su enojo e intransigencia, el que ríe último estará riendo tarde solo por temor. “La verdadera seriedad es cómica”, escribió Nicanor Parra, apuntando a las formas autocomplacientes y pesadas de la vida burguesa y está por verse si sabremos vivir a la altura de ese pensamiento.

    Especulo todo esto en tiempos donde el humor y su poder liberador se ven algo reducidos. Los machos boludos que aún confunden diversión con denigración y que se desenvuelven en la vida como si siguieran en el patio del colegio, los hombres y las mujeres dogmáticas que en vez de abrir el mundo pretenden estrecharlo, los que abrazan causas como no abrazan ni a sus seres más queridos, todos aquellos que andan con identidades y seguridades invariables a cuestas reducen la vida, la achatan.

    Y así el buen humor, como la lluvia, escasea. Suena exagerado, pero la distancia irónica y la voluntad desdramatizadora no abundan como sí la gravedad, los militantes del reproche odioso, los haters, cuyo mix, si hay internet, da origen al troll, ese infrahumano que habita en las redes con amargura. Este fenómeno —pasajero, quisiera creer— no ocurre, como pudiera pensarse, por efecto del surgimiento de un nuevo sentido común —que ha obligado razonablemente a revisar los tratos y costumbres—. Flaquea el reír más bien por la falta de una visión amplia y comprensiva y compasiva del mundo, flaqueza por la cual terminan tantos convertidos en embajadores de sus propias estrecheces, acotados a la eterna tallita elemental o encerrados en el reducto ideológico o discursivo en que se han decidido situar o, más bien, al que han sido relegados por sus formadores o frustraciones.

    El humor solo en su faceta más rudimentaria consiste en la denigración del otro. El humor vivaz trabaja con tintas más complejas y no tendría por qué desaparecer en un mundo un poco mejorado, sí tal vez en un mundo perfecto, pero ese sí que sería el infierno mismo.

    Si erradicar el bullying, la intolerancia y las fobias agresivas es el fin que justifica la reducción del humor, podría aceptarse, no sin inquietud, la seriedad como destino. Pero es un falso dilema. El humor solo en su faceta más rudimentaria consiste en la denigración del otro. El humor vivaz trabaja con tintas más complejas y no tendría por qué desaparecer en un mundo un poco mejorado, sí tal vez en un mundo perfecto, pero ese sí que sería el infierno mismo. El humor, más bien, ha de mutar, reenfocarse, rozar de nuevas maneras las humanas bajezas para de ese modo seguir siendo lo que siempre ha sido: un escudo contra lateros y soberbios, un detector de imposturas y ridiculeces, un antídoto para las beaterías y los convencimientos estrictos, un bálsamo para tomarnos el pelo sin dañarnos, un bastón del que agarrarnos en esta vida incierta que en cualquier momento perdemos, porque a este hermoso mundo vinimos a perder, no a ganar.

    Por eso, como escribió Hermann Broch, “incluso en medio del Apocalipsis no se puede hacer callar por completo la modesta aspiración personal del ser humano a la felicidad”. Y la risa es una forma de la felicidad. Hace poco, en un cruce de correos, mi abuelo nonagenario me comentó: “No sé dónde encontré esta cita de Spinoza que vale para todo: Hacer las cosas bien y perseverar en la alegría. ¿Por qué en este tiempo tan crítico se celebra tan poco la alegría?”. El malestar y la indignación no tienen por qué chocar con la alegría, que es una voluntad, una firmeza del carácter, un estilo que enfrenta al mundo, no una blandura que se complace en él.

    Hoy, cuando en vez de caras en la calle andan mascarillas, es una belleza y una esperanza ver las sonrisas reveladas en su zona menos notoria pero más delicada, en la línea de los ojos. Imagen que recuerda el radiante poema de José Lezama Lima dedicado al reír de su hermana Eloísa, en quien “la sonrisa se agranda como la noche / y los ojos se reducen a una pequeña piedra / escondida”.

     

    Imagen: Los comienzos de una sonrisa (1921), de Paul Klee.

  288. Isabelle Stengers: pensar y vivir juntos

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    Isabelle Stengers (Bruselas, 1949) nunca ha practicado deportes. Hija de padres historiadores que “trabajaban como locos” —según cuenta en una entrevista realizada por Malka Gouzer—, se rodeó siempre de libros, y la universidad para ella fue algo así como un Destino. Libros, laboratorios y preguntas: de eso está hecho su mundo, uno que apuesta por reducir la velocidad que se le ha impreso a la vida y que ahora, con una crisis climática apremiante, atenta contra la capacidad de pensar. Basta constatar que si la temperatura de la atmósfera sobrepasa los 1,5 grados Celsius, unos 100 millones de seres humanos estarán en riesgo vital, ya sea por hambrunas, inundaciones, incendios o nuevas plagas.

    Stop, dice Stengers, a la ecuación crecimiento = consumo = progreso; detengan el autoritarismo de la ciencia, que va de imparcial cuando es sabido que puede responder a intereses corporativos; basta también del individualismo y la competencia extrema que distinguen al neoliberalismo, un modelo que para ella “no abre ninguna perspectiva de paz”.

    El trabajo de Stengers, sin ser optimista, está lejos de dejarnos abatidos. Ello no se debe a que tenga respuestas nítidas; tampoco a que sea ingenua: sabe perfectamente que la humanidad no puede sobrevivir comiendo vegetales plantados en huertas orgánicas. ¿Pero eso significa que debamos resignarnos a imaginar otra vida posible que la que promueve el capitalismo, entendiendo este “como una época y proceso no solo de explotación, sino de expropiación sistemática de aquello que nos vuelve capaces de pensar juntos los problemas que nos conciernen”?

    Desde luego que no.

    Casi siempre (sus textos están llenos de ejemplos que aterrizan los conceptos y abstracciones) rehúye los “sí” y los “no”. Prefiere el “probablemente”, porque trabaja con lo que ocurrió, pero más aún con lo que podría ocurrir. En este sentido, tiene mucho de cronista esta química, filósofa e historiadora de la ciencia. Seguidora de la ciencia ficción (bueno, nadie es perfecto), rescata un aspecto central de la literatura: “Estamos ávidos de novelas que nos vuelvan testigos de las pasiones, dudas, sueños y espantos de sus protagonistas. […] Es esa imaginación, que le debemos a la ficción, la que nos enseña que una verdad puede siempre esconder otra, pero que ninguna es solo relativa”, se lee en su último libro llegado al país, Reactivar el sentido común. Whitehead en tiempos de debacle (FCE). Allí sigue a Donna Haraway, quien plantea que “hay que honrar la verdad de lo relativo, en oposición a la relatividad de la verdad”. En Chile además se han publicado, vía Saposcat, dos libros que recogen conferencias y ensayos: Cómo pensar juntos y Recuerda que soy Medea (los tres libros han sido traducidos por el antropólogo Diego Milos).

    Stop, dice Stengers, a la ecuación crecimiento = consumo = progreso; detengan el autoritarismo de la ciencia, que va de imparcial cuando es sabido que puede responder a intereses corporativos; basta también del individualismo y la competencia extrema que distinguen al neoliberalismo, un modelo que para ella ‘no abre ninguna perspectiva de paz’.

    La trayectoria de Stengers se remonta a los 70. Sus primeros libros son en coautoría con el premio Nobel de Química Ilya Prigogine, La nueva alianza. Metamorfosis de la ciencia (1979) y Entre el tiempo y la eternidad (1984), y de su amplia producción destacan La invención de las ciencias modernas (1993), En tiempos de catástrofes (2009) y ¡Otra ciencia es posible! (2013). Seguidora de William James, Deleuze y Bruno Latour, es profesora de la Universidad Libre de Bruselas. Recientemente apareció Cosmopolitiques, un texto que repasa episodios de la ciencia moderna para preguntarse, una vez más, de dónde viene esa descalificación de los científicos a lo que atenta contra el “avance”, es decir, todo lo que es tradicional, subjetivo y poco neutral.

    Son vueltas a viejas ideas. Mejor, obsesiones. En Reactivar el sentido común, una invitación a volver/descubrir a Alfred North Whitehead, cita unas palabras del filósofo y matemático que ella hace suyas: “Refrenar los ardores de los especialistas y ampliar el campo de su imaginación”.

    Es en este momento cuando volvemos al tema de la rapidez, que es lo que en verdad dificulta observar, dudar, interpretar, es decir, pensar. Ya sea cuestionando la sustentabilidad de los organismos genéticamente modificados (OGM) o rescatando el legado de la genetista Barbara McClintock, Stengers intenta tender un puente entre el conocimiento especializado y entre quienes demonizan a la ciencia y la tecnología. Poner a conversar a científicos y activistas para constatar que la vida, en esencia, está dada por un sinnúmero de “organismos entrelazados, múltiples y necesariamente interdependientes”.

    Parece una perogrullada biempensante, pero no lo es tanto cuando vemos que durante años nos hemos maravillado con lo contrario. Un ejemplo son los monocultivos, que crecen en un medio artificial, sin suelo, como nuevos seres egoístas que ya no necesitan del vínculo con otros. No en vano, al ser trasladados de su entorno, arrasan con todo lo que está a su paso.

    La biología, como la Tierra, está entregando señales elocuentes. Y si bien Stengers sabe que la filosofía perdió su influencia de modo dramático (el siglo XX particularmente ha sido de la física), apuesta por un saber que se abra a la vida, atento a las particularidades y, siguiendo a Whitehead, que sea capaz de soldar la imaginación con el sentido común. “Ninguna verdad unánime será instaurada ni restaurada”, escribe cuando hace un elogio al verbo rumiar: rumiar sobre la noción de orden, sobre el futuro, sobre la decadencia o sobre el concepto de éxito. Rescatar el arte de imaginar implica darse tiempo para restituir lo que para ella son las “relaciones civilizadas”, volver a dialogar y volcarse al otro para, así, dejar de vivir solos juntos.

     

    Ilustración: Daniela Gaule.

  289. Las tres derivas

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    Es sabido que detrás de ciertas historias, tanto en el cine como en la literatura, hay fórmulas que apuestan a provocar efectos precisos. Con el desarrollo de los algoritmos y las plataformas virtuales, esas fórmulas se han vuelto cada vez más contundentes y sofisticadas, porque indican cuándo un espectador, por ejemplo en Netflix, comienza a aburrirse. Esas fórmulas no solo están premoldeadas por las estructuras clásicas de una narración, sino que se ven complejizadas por los ensamblajes digitales y la lógica utilitaria de las empresas. El objetivo sería evitar con esas herramientas el aburrimiento y hacer posible, así, un determinado tipo de consumo cultural.

    En consecuencia, aquella mirada crítica que Raúl Ruiz planteaba en su “Teoría del conflicto central”, no solo sigue vigente; también apunta al corazón del problema: ¿Cómo contar una historia en un mundo dominado por las tramas utilitarias y los algoritmos? ¿Qué resquicio queda para los experimentos narrativos que se corren de esos mandatos y buscan transformarse en una experiencia artística que invente su propia forma?

    El conflicto central

    El primer capítulo de Poéticas del cine, de Raúl Ruiz, es el famoso texto en donde plantea su crítica al modelo narrativo que se ordena sobre un conflicto central. Un modelo que, tomado por la industria de Hollywood, se masifica, se vuelve, a su vez, vehículo de una transmisión ideológica. “Decir que una historia solo puede existir en virtud de un conflicto central nos obliga a eliminar todas aquellas que no incluyan ninguna confrontación”, dice Ruiz. En las películas norteamericanas, el modelo aristotélico estaría combinado con la concepción de voluntad de Schopenhauer. ¿Qué lugar queda para esos acontecimientos que se narran con otra lógica: “la contemplación de un paisaje, una tormenta lejana, una cena entre amigos”? Esas historias que provocan el temido aburrimiento que Ruiz rescata como un elemento necesario dentro de una experiencia genuina. Benjamin decía que sin aburrimiento no hay posibilidad de contar historias. Contar historias es la manera de procesar ese estado en el que, como planteaba Cioran, “se mastica el tiempo”. El aburrimiento sería, por un lado, lo que no se puede editar en la intensidad de una experiencia y, a su vez, el almácigo de una futura historia, de un tiempo nuevo.

    En este sentido, el problema que señala Ruiz cuando escribe ese ensayo es también el problema del tiempo. Las tramas utilitarias capturan al espectador durante unas horas, lo entretienen, lo estimulan con historias divertidas y dramáticas para, finalmente, devolverlos más empobrecidos a la vida cotidiana. Son las películas que no aburren, que atrapan con el demonio del mediodía. Con esta idea Ruiz hace referencia a lo que en el siglo IV los primeros padres cristianos llamaban el octavo pecado capital, es decir, la tristeza provocada por Asmodeo, el demonio del mediodía. El dilema de un creador, entonces, es trabajar con el tiempo: esculpir el tiempo, como decía Tarkovsky. El problema es el problema del tiempo no solo para el creador, también para el espectador, porque como cita Ruiz, siguiendo a Pascal, “la desdicha de los hombres proviene de una sola causa: no saben permanecer en reposo en un cuarto”.

    Las películas de Ruiz vienen a cuestionar la posición dominante de las películas norteamericanas. Esa que borra cualquier posibilidad de estructurarse con una lógica opuesta a las del conflicto central. Cuesta imaginar que Días de campo o La recta provincia puedan encontrarse entre las ofertas de Netflix. Sería algo anómalo que el algoritmo rápidamente acomodaría y pondría en su lugar. Las películas de Ruiz, más bien, quedan encapsuladas en lo que se conoce como cine de autor. Es decir, esa categoría despectiva que se explica como un espacio ajeno a lo masivo, que busca la experimentación artística más que el predominio del entretenimiento.

    Hay dos autores argentinos que están muy cerca de estos planteos de Ruiz. Siempre fueron pensados como autores antagónicos, como modelos narrativos opuestos, incluso entre ellos mismos. Me refiero a Juan José Saer y a César Aira. Si Saer despliega en una zona territorialmente mítica y narrada de un modo obsesivo un tiempo y una materialidad lenta y morosa, en busca de una percepción perdida, Aira, por su parte, juega con la dispersión que se escurre con la fuerza de la parodia y la ironía en un tiempo veloz. Si bien son modelos narrativos opuestos, desde hace un tiempo han empezado a ser pensados más que desde sus diferencias, desde sus puntos en común. El ensayo de Valeria Sager, El punto en el tiempo, es un buen ejemplo de ese intento de pensarlos en paralelo, a partir de la idea de Gran Obra y una nueva reformulación del concepto de realismo. Es evidente, a su vez, que la obra, el pensamiento y la biografía de Raúl Ruiz se ubican como una boya que hace posible, también, trazar una relación entre estos dos autores fundamentales de la narrativa contemporánea.

    Las películas de Ruiz vienen a cuestionar la posición dominante de las películas norteamericanas. Esa que borra cualquier posibilidad de estructurarse con una lógica opuesta a las del conflicto central. Cuesta imaginar que Días de campo o La recta provincia puedan encontrarse entre las ofertas de Netflix. Sería algo anómalo que el algoritmo rápidamente acomodaría y pondría en su lugar.

    Saer

    Saer nació en Serodino, un pequeño pueblo en la provincia de Santa Fe, a orillas del río Paraná, en 1937. En los años 60, después de haber publicado sus primeros libros, partió hacia Francia por una beca y se quedó allí hasta su muerte, en 2005. La zona geográfica donde nació se fue convirtiendo, libro a libro, en un territorio literario materialmente complejo, que se expandió desde la percepción, desde la narración minuciosa y detallista, cercana al objetivismo francés. Una obra que tiene una unidad de lugar y compone una totalidad, pero siempre a partir de fragmentos, de personajes que reaparecen, de sensaciones astilladas. Como plantea Martín Prieto en su reciente libro sobre Saer, “el objetivo del programa narrativo es desactivar el modelo de los relatos cerrados, con principio, desarrollo y fin. El modelo puesto en discusión es el de los melodramas, los teleteatros, los best-sellers”.

    Saer comenzó a escribir su obra antes de instalarse en París. Y el hecho de vivir en otra cultura no alteró en lo más mínimo semejante proyecto. La circulación, entonces, entre París y Santa Fe se comenzó a trazar de manera periódica. Ir y volver. Como lo hacía Ruiz con Chile, también desde París. Y también con esa zona de la infancia que tanto marcó el imaginario de ambos. En uno de esos regresos, Saer plantea en una charla en Santa Fe una crítica a lo que él llama, una literatura utilitaria. Le interesa “atacar, aflojar los cimientos de esa prosa pensada como lenguaje utilitario: una prosa económica, clara, directa. Me parecía que eso era una ideología utilitaria sobre la prosa. Una prosa donde todo lo que se dice se lo expresa de manera directa, sin circunloquios, sin opacidad”.

    El camino que opone Saer a esa forma de hacer literatura se desprende de una tradición que viene no solo de Faulkner, sino de la tradición latinoamericana: Onetti, Rulfo, Guimaraes Rosa. Una literatura “opaca que guarda toda su fuerza poética, toda su fuerza musical”. Que genera impresiones “que no podemos atrapar totalmente pero producen en nosotros un impacto estético”.

    En uno de los ensayos de El concepto de ficción, Saer desnuda con qué herramientas aflojará esos cimientos. Dice: “Un poema no se termina, se interrumpe”. De esta manera, busca a través de la fusión entre la prosa y la poesía modelar un camino que nada tenga que ver con el efecto utilitario o con el modelo del conflicto central. El mundo narrativo de Saer no se termina, se interrumpe. Así sucedió, azarosamente, con La grande, la última y magistral novela que se publicó de manera póstuma. La frase final con la que se cierra la obra de Saer puede ser pensada como un poema inconcluso: “Con la lluvia, llegó el otoño, y con el otoño, el tiempo del vino”.

    Aira

    César Aira nació en Pringles, en la provincia de Buenos Aires, en 1947. Luego se instala en Buenos Aires y comienza a desplegar una obra que se expande como una mancha incontrolable. Ser contemporáneo de Aira y vivir en la misma ciudad donde escribe, provoca una extraña sensación. La nueva novela de Aira siempre acecha en cualquier librería para sorprender pero, a su vez, es lo inevitable, es lo que uno sabe que va a ocurrir.

    En ese sentido, hay un rasgo en la obra de Aira que opera tanto por dentro como por fuera del marco literario. Y es la idea de desborde o de desmesura lo que lo asemeja a la súper producción de películas y de escrituras de Ruiz. Por un lado, una materialidad desplegada como hiperproducción, una expansión física de la obra, más de 100 libros publicados en una diversidad de sellos editoriales: que va desde pequeñas ediciones cartoneras o independientes hasta grandes sellos multinacionales. La obra pareciera tener un efecto líquido, inasible. Y, asimismo, hay una desmesura interna, una deriva que rompe con cualquier expectativa lectora, con cualquier idea de género. Y allí opera una idea de tiempo.

    Si Saer despliega en una zona territorialmente mítica y narrada de un modo obsesivo un tiempo y una materialidad lenta y morosa, en busca de una percepción perdida, Aira, por su parte, juega con la dispersión que se escurre con la fuerza de la parodia y la ironía en un tiempo veloz.

    Valeria Sager plantea que en la escritura de Aira las historias se ordenan a partir de un punto de inicio y de un punto de cierre. Todo lo demás está regido por la lógica de lo impensado. Julio Premat lo remarca muy bien en su ensayo sobre las vanguardias. “Al tiempo medido, pensado en pasado, presente y futuro, se lo reemplaza por una circulación permanente, por un desplazamiento sin fin, por algo que aparece como un tiempo alternativo”.

    Por dar apenas un ejemplo: en el cuento “El todo que surca la nada”, la típica estructura clásica de lo que sería un cuento, esa pieza de relojería ordenada que está golpeando al lector desde la primera página y termina revelándose al final con todo el impacto de la sorpresa, estalla. Lo que monta allí Aira es un devenir de historias que, por momentos, parecen cortadas y montadas sin una conexión interna. Se pasa de unas mujeres que hablan en un gimnasio, a la cantidad de taxis que hay en la ciudad de Buenos Aires, al diario de un escritor y a la reflexión final de cómo contar una historia, por dónde empezar a contarla, si contarla de manera cronológica, “ordenada”, o como la cuenta Aira, montada en capas que producen un efecto de salto e interrupción constante.

    Derivas

    En La ola que lee, el libro que recupera las notas críticas y las reseñas que escribió Aira durante gran parte de la década del 80 y en los 90, se lee una crítica a Saer. Aira dice allí que tanto Saer como Puig son los únicos novelistas presentables que tiene la Argentina y, curiosamente, viven en el extranjero. La lectura que hace Aira de Saer está atravesada por una ironía permanente. Dice del método de escritura de Saer que es “escolar aplicado, honesto a más no poder”. No es el tipo de crítica que despliega sobre Piglia, donde dice que Respiración artificial es la peor novela de su generación. Acá socava con burla y destaca la escritura controlada de Saer, a la que le faltaría un poco de locura. En esa crítica, Aira está negando un modelo de escritura serio, perfecto y presentable, para proponer otro que viene de Russell, de Duchamp, de Copi. Es decir, una escritura que no sea solemne ni seria, una escritura descontrolada.

    Saer, después de semejante crítica, no hizo mención alguna, en ninguno de sus ensayos, a la escritura de Aira. Pero no es difícil sospechar que la escritura de Aira sea vista por el modelo de Saer como una escritura posmoderna y utilitaria. Durante muchos años fueron modelos antagónicos de narrar: la lentitud y la perfección, frente a la escritura rápida y ligera. Pero, finalmente, y más allá de la mirada de los propios autores y de la época, hay algo que trasciende en la escritura, algo que está por fuera de la voluntad de cada autor y traza relaciones posibles entre obras aparentemente contrapuestas.

    Fabián Casas tiene una idea sobre la lectura que puede ser apropiada para pensar de otro modo estas dos maneras de narrar. Casas dice que se puede leer con la lógica de un soldado, defendiendo las trincheras de un modelo estético; o, en cambio, se puede leer con la lógica del soldador, aquel que lee lo inconexo, el que une lo que, en apariencia, no se puede unir. Saer y Aira constituyen modelos narrativos muy diferentes, con búsquedas muy opuestas, pero hay un punto que no solo los conecta, sino que también los acerca a Ruiz. Los tres son autores que piensan críticamente el modelo del conflicto central y que proponen a través de la deriva en la trama, cada uno a su modo, una forma de narrar distinta, antihegemónica, plural.

     


    La ola que lee, César Aira, Random House, 2021, 336 páginas, $15.000.


    Cuatro ensayos, César Aira, Beatriz Viterbo Editora, 2020, 364 páginas, $20.000.


    El concepto de ficción, Juan José Saer, Océano, 2016, 352 páginas, $30.000.


    Poéticas del cine, Raúl Ruiz, Ediciones UDP, 2013, 440 páginas, $16.000.


    El punto en el tiempo. Gran obra y realismo en Juan José Saer y César Aira, Valeria Sager, EME, 2021, 344 páginas, US$25.

  290. La voz nacional: cuando los canales se cortan

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    Cuando arranco la maleza alrededor de la huerta, no lo hago como chilena o argentina; cuando escribo no lo hago como mujer. Si la suerte se puede ver en las líneas de la mano, al arrancar los yuyos queda en mi palma una capa de piel verde amarilla, granos de tierra atrapados bajo las uñas y alrededor. Transpiro, los dedos me duelen, bajo la maleza la tierra es negra, fértil, los bichos bolita huyen molestos con la intromisión. No tengo cómo saber si esto le ocurre a una chilena o a una argentina, hombre, mujer, no binario, joven, vieja. La única luz proviene de una reflexión que escribió la editora argentina en el archivo del libro que va a publicarme. Curiosamente, ella tampoco tiene una explicación, aunque es capaz de ver las dos orillas: “Me pareció un hallazgo el lenguaje fluido, tan parecido y lejano al nuestro. Me quedo pensando…”.

    No me atrevo a preguntarle qué piensa, si la apuro dirá lo que no piensa todavía.

    Cuando llego a Chile, no hay duda de que soy chilena. Me encantaría exhibir como prueba una radiografía, una ecotomografía, aunque sea un ultrasonido. Pero el puro Chile es tu cielo azulado puras brisas te cruzan también, es invisible a los ojos.

    Hay que tener fe.

    El aeropuerto ha sido remodelado varias veces y siempre queda chico, se llueve, con los terremotos se fractura. Esta vez hay que caminar 15, 20, 30 minutos con maletas y bolsos, hasta llegar a una puerta o a un control de aduana. Como ahora las líneas aéreas cobran extra por el equipaje, todos y todas transitamos como equecos por esas soledades; maldecimos la blusa, la falda, que empacamos con ilusión y que ahora nos descoyunta las muñecas. Quienes se cansan no tienen cobijo a la vista, quedan atrás como frutas defectuosas en la cadena interminable. La nacionalidad no encontró necesario poner un bus o un tren, aunque sea por los pasajeros con dificultades motoras. Me pregunto qué inspectores, consultores, autoridades designadas para velar por lo humano, vieron el video animado del proyecto y no el esfuerzo que iba a requerir entrar y salir de la nacionalidad. Me gustaría saber sus nombres para buscarlos en la red y mirar la foto de su casa, de la esposa, la mesa en la que comen el sushi, sus gestos al tragar. Los imagino satisfechos de haber tapado la boca a las críticas permanentes sobre la pequeñez del aeropuerto. Es lo que siento, cansada, muda, junto a los demás pasajeros, los ancianos, desfallecientes, que nos taparon la boca.

    La nacionalidad nos conduce por un pasillo ciego.

    No permite que te devuelvas. Si te da pánico, controlas la respiración, caminas junto a los demás.

    Sabemos por experiencia que en una de las vueltas del pasillo encontraremos las mesitas individuales donde un batallón de empleados mal pagados, sin previsión, con sobreturno, van a controlar que nadie engañe a la nacionalidad.

    Hasta que me mudé a Argentina, me pareció natural que en los fondos concursables hubiese que presentar TODAS las boletas de gastos y que no estuviese incluida ni una copa de vino. Las exigencias desmedidas traslucían la sospecha de que los creadores somos ladrones, vagos, aprovechadores. En Argentina me di cuenta de que no es natural que la nacionalidad piense así de sus integrantes.

    La nacionalidad chilena sospecha de nosotros. Eso les da la facultad para meterse en los celulares de los y las agotadas pasajeras con un software que nos obligará a reportarnos, dependiendo del estadio de la pandemia, cada 7 o 15 días. Nadie lo sabe hasta llegar. Los comunicados del Ministerio de Salud en la prensa son opacos, el lenguaje burocrático trata de ocultar algo, los periodistas no preguntan qué.

    Algo falla adelante. La fila se traba. Permanecemos en el pasillo, a medida que llegan los rezagados, más y más nos apretujamos. De un lado, el muro es ciego y, del otro, nos achicharramos bajo el moderno ventanal inclinado. Seremos unas 300 o más personas. Nadie dice por qué estamos en un lugar cerrado y sin distancia, con un aforo mayor al permitido en un teatro o en un recital.

    La nacionalidad pica como esas medias de lana que de chica me obligaban a usar en invierno. Me gustaría saber si es la lana chilena o la lana en general.

    Corre el rumor de que no hay personal para tomar el PCR, se acabaron los test, están en un cambio de turno. Los pasajeros, que siguen llegando de otros vuelos, se estancan en el pasillo, algunos se quitan el barbijo.

    La nacionalidad no escucha, igual que cualquier compañía privada, los canales directos están cortados. Si escuchara, estaría obligada a aceptar que es irracional tenernos aquí. Es imposible que los subordinados no hayan transmitido lo que ocurre, a menos que lo sepan y los canales internos, con el Ministerio de Salud, con Migraciones, también estén cortados. Únicamente nosotros creemos que el Estado existe. Cuando los funcionarios de un nuevo gobierno entran y lo descubren, callan. Es su secreto, y así nos dejan afuera.

    La lana pica el doble con el calor.

    Transpiramos.

    Esperamos que nos tomen un PCR en circunstancias de que todos los que estamos aquí traemos un PCR negativo, digo en voz alta. Nadie me toma en cuenta. Recuerdo la primera vez que estuve detenida en una larga fila de automóviles en un peaje de una carretera argentina. Los conductores se pusieron a tocar las bocinas hasta que levantaron la barrera y pasamos gratis. Podríamos hacer lo mismo, la razón está de nuestro lado, digo en voz alta. Nadie contesta. Debe ser que sigo hablando en una lengua lejana.

    Aguantar el picor domestica.

    ¿No hay una autoridad que considere riesgosa esta aglomeración?

    Busco en la web una radio que se promociona por escuchar a sus oyentes, tardo varios minutos en encontrar un lugar improbable donde poner mi reclamo. Chequeo frecuentemente a ver si tengo una respuesta. Un auditor dice que estoy exagerando y me manda a la mierda.

    La nacionalidad no escucha, igual que cualquier compañía privada, los canales directos están cortados. Si escuchara, estaría obligada a aceptar que es irracional tenernos aquí. Es imposible que los subordinados no hayan transmitido lo que ocurre, a menos que lo sepan y los canales internos, con el Ministerio de Salud, con Migraciones, también estén cortados. Únicamente nosotros creemos que el Estado existe. Cuando los funcionarios de un nuevo gobierno entran y lo descubren, callan. Es su secreto, y así nos dejan afuera.

    La nacionalidad se ha quedado tan sola como nosotros en este pasillo.

    Una persona a mi lado comenta que esto no es nada; viernes y domingos la demora es de tres horas. Y a veces más. Lo que dice es: aguantemos, podría ser peor.

    Casi dos horas después, la fila comienza a avanzar. Le pregunto al funcionario que controla los documentos dónde puedo estampar un reclamo. Me mira como si no entendiera qué anda mal. En la página del aeropuerto, contesta, como si existiera.

    En las compañías y en el Estado no encuentras a nadie que sepa, la responsabilidad siempre la tiene otra oficina que tiene caído el sistema.

    La toma del PCR es rápida, avanzamos exhaustas por los pasillos ciegos que alguien construyó y aprobó sin pensar en lo humano del ser. Entonces los veo venir hacia mí. Sé inmediatamente que son la autoridad y, al mismo tiempo, dudo de que los dos hombres de traje negro, camisa blanca y protuberantes estómagos, que caminan con la mirada en alto, el paso avasallante, rodeados por tres guardaespaldas o funcionarios de segundo nivel, sean los que tienen a su cargo velar por la nacionalidad. Se ven tan seguros, fuertes, importantes, inmaculados. Los y las pasajeras que van adelante, domesticados bajo la letra de que podría ser peor, no hacen la relación entre el espanto que acaban de vivir y los que podrían dar una solución. Yo sí los veo, puedo detenerme, detenerlos, explicarles que la nacionalidad no puede tratarme así; mejor conversar con ellos amablemente, les daré a entender la irracionalidad de someternos a una situación de alto riesgo para tomarnos un PCR que ya traemos; contarles que en Argentina, cuando aumentaron los contagios y no hubo suficientes test o personal para hacer los PCR, se optó por liberar el requisito. Les voy a decir: estimados señores autoridades nacionales. Sin duda se detendrán a escuchar. Tendría que arreglarme el pelo pegoteado por el sudor, volver a abrocharme los botones, no hay tiempo, les diré, sin ofender, que tienen que pensar en una solución bienhechora, tocarles su lado emocional, contarles que vengo a ver a mi madre enferma, hacerles sentir el terror que viví durante una hora y media de contagiarme y contagiarla; ellos también tienen madres. Están pasando, veo el costado de sus trajes negros entallados, el cuello duro de la camisa, tengo que decírselos ahora, abro la boca y lo único que sale es un grito, enrabiado, entrecortado: “Vayan a ver, cómo puede ser, PCR, por qué”.

    Por el rabillo del ojo advierto sus miradas, dicen quién es esta loca desarreglada, encogida por el peso de los bolsos y la maleta que no tiene dinero para despachar, que nos grita como si no fuera humana, y siguen adelante.

    La nacionalidad pica tanto que me rasco y me hago daño.

    Le preguntaré a mi editora argentina qué se quedó pensando tanto sobre el lenguaje, tan parecido y lejano al nuestro.

     

    Imagen: Histeria privada / Historia pública (2002, óleo sobre bandera chilena), de Voluspa Jarpa.

  291. Celebraciones y rechazos: deconstruyendo al crítico

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    A poco más de un año de su muerte, Ediciones UDP publica un volumen que recoge una selección de las críticas de obras nacionales que Juan Manuel Vial escribió entre 2002 y 2019. La impresión que deja su lectura es bastante más matizada que la imagen de reseñista despiadado que muchos le atribuían. Y claro, no puede ser de otra manera, toda vez que una evaluación negativa que más que tinta destila sangresiempre tiene algo de circo romano: se las lee más para saber a quién se despedaza en la arena, antes que para discutir o apreciar las razones estéticas que entrega el crítico. Como sea, en esta selección se reproducen comentarios a favor y en contra, textos que muestran a quiénes apoyó y a quiénes no.

    Intentamos dar cuenta de los autores a los que valoró y siguió con especial dedicación (Marín, Zambra, Merino, Mellado, Yuri Pérez), cumpliendo con el rol de tomarle la temperatura a su época. Porque Vial fue un crítico que estuvo atento y se la jugó por diversos escritores jóvenes, incluso debutantes en su momento, como Roncone y Simón Soto. Asimismo, por espacio hemos dejado fuera nombres demasiado obvios, como Parra, Bolaño, Lemebel, Armando Uribe o Gonzalo Millán.

    En su conjunto, el libro prueba la libertad de Vial para retractarse de un autor al que había valorado positivamente y luego cayó en la irrelevancia, así como para rescatar páginas valiosas de autores que en general no aprobaba. Otro rasgo importante es que ejerció su oficio alejado de las modas académicas y culturales.

    En fin, puede ser un tanto injusto reivindicar a un crítico solo a través de los juicios con que salvó o condenó determinadas obras. Respecto de muchos autores, Vial a veces daba y a veces quitaba (Roberto Brodsky, Alberto Fuguet y Patricio Jara, entre otros). Se entiende: la crítica puede a veces asemejarse a un patíbulo, pero la mayoría de las veces se parece más a un espacio para conversar y contextualizar.

    Celebraciones

    La aparente simpleza que caracteriza a la prosa de García-Huidobro presenta varias virtudes. Entre ellas, es capaz de sumergir al lector de manera enigmática la autora jamás cae en la tontera de explicar algo de más en un mundo tan escalofriante como el que promete el título. A nadie ha de extrañar, entonces, que Nadar a oscuras permita evocar la literatura del insoslayable escritor mexicano Mario Bellatin, lo cual, lejos de ser una comparación mezquina, es todo un hallazgo”. (Nadar a oscuras, de Beatriz García-Huidobro, 2007)

    Marcelo Mellado es un escritor que incomoda a mucha gente, y este rasgo de personalidad literaria, en un momento en que la publicación de libros suele verse emponzoñada por una serie de componendas destinadas a satisfacer el mal gusto del mercado, es algo muy meritorio, más aun cuando quien ejerce de francotirador lo hace teniendo siempre a mano, entre sus más preciadas municiones, un humor filudo y la siempre quemante elegancia de la palabra bien administrada”. (Ciudadanos de baja intensidad, de Marcelo Mellado, 2007)

    Aparte de la sorprendente brevedad de las piezas incluidas aún no sabemos cómo lo hace, pero Merino siempre consigue decirlo todo en poquísimas palabras, una de las mayores gracias de este libro es que el autor conoció a muchos de los protagonistas de sus ensayos. No son la solemnidad ni la curiosidad del neófito ni el ímpetu del fan, por tanto, las razones que lo animaron a acercarse a tal o cual figura. Al contrario: es la tibia cercanía del amigo, incluso con aquellos a quienes no conoció en persona, la que condujo a Merino a escribir estas estampas personales que, cargadas de literatura y vida, distan de ser arranques literatosos. Escritos durante los últimos veinte años, los ensayos de Luces de reconocimiento demuestran, una vez más, la ductilidad de un autor singular, inteligente y absolutamente inimitable”. (Luces de reconocimiento, de Roberto Merino, 2008)

    Canciones oficiales consiste en un centenar de poemas que, pese a haber sido escritos en épocas diferentes, mantienen el sonido distintivo de una voz que no se diluye, trasviste o empingorota de un libro a otro; por el contrario, se mantiene fiel a una esencia definida por las bondades de la palabra simple, la cadencia rápida, atrayente, más ciertas concesiones a sentimientos que van desde la desazón, el sarcasmo político y el desahogo anticapitalista, hasta un comedido vaivén entre la intimidad propia y la intimidad de aquel ser llamado el ‘Yo poético’”. (Canciones oficiales, de José Ángel Cuevas, 2009)

    La tercera novela de Alejandro Zambra, titulada con precisión Formas de volver a casa, es la mejor dentro de su breve producción literaria. Y esto, en ningún caso, es poco decir: si Bonsái nos sorprendió por la simpleza y levedad de un relato que era al mismo tiempo macizo, y si de La vida privada de los árboles nos encantó aquella rara elocuencia rara por lo concisa, ahora, a través de este libro, el autor nos prueba que los temas que le resultan afines, sumados al modo de expresarlos ambos similares en las tres novelas, conforman efectivamente un estilo propio y triunfador, pero, más importante aun, dan pie a una obra perdurable, estabilizada y atractiva”. (Formas de volver a casa, de Alejandro Zambra, 2011)

    Dünkler no solo es capaz de entrar convincentemente en la mente de la abyección (‘es un viejo malo del cuesco que repite ‘era mi trabajo’’), sino que también plantea una disputa entre Rauff y un supuesto hijo suyo que le agrega a Spandau una connotación tensa que es tan humana como siniestra. Los indios de su primer libro no están excluidos de Spandau, razón por la cual no hay ningún riesgo en afirmar que Gloria Dünkler está creando uno de los micromundos más llamativos de la poesía chilena contemporánea. Y talento para ello le sobra”. (Spandau, de Gloria Dünkler, 2012)

    Si bien el lector atento de Germán Marín podrá distinguir en El Guarén algunos de los temas que le son familiares al autor, esta novela habrá de ser aplaudida y recordada por una inquietante peculiaridad: pocas veces en nuestras letras la excelencia en la escritura estuvo al servicio de un condenado como William Araya; pocas veces, para terminar, algún autor nos permitió entrever, con maestría similar a la de Marín, qué clase de miseria es la que se esconde tras la complacencia de una época”. (El Guarén, de Germán Marín, 2012)

    Escritos entre los años 2000 y 2010, los versos de Anwandter retratan a un hombre que ha alcanzado, coincidentemente, la madurez, claro que en este caso según los cánones sociales vigentes: el tipo paga cuentas, se endeuda, tiene un trabajo estable y ha formado una familia. A la vez, el hablante del libro, que nació en la década de los 70 y experimentó durante la dictadura ‘los mejores años de mi vida / la infancia en lo posible / alejada del horror general’, defiende posiciones sutiles y enarbola quejas dotadas de sentido común, buen gusto, cinismo e inteligencia”. (Amarillo crepúsculo, de Andrés Anwandter, 2012)

    Yuri Pérez ha retomado en este libro la veta de simpleza oscura que distingue gran parte de su valiosa obra anterior. Aquí nada sobra, y los excesos escatológicos distan de ser gratuitos. El realismo sucio y las fuertes dosis de delirio no son, por lo general, fuerzas fáciles de congeniar en una misma narración. Pero el autor demuestra tener el pulso firme y la mente perturbadoramente fría a la hora de abordar a la muerte por el más terrible de sus flancos. Y eso, sin mencionar una prosa correcta y concisa, merece un tremendo elogio”. (La muerte de Fidel, de Yuri Pérez, 2013)

    Estos cuentos de Romina Reyes abordan con una prosa sumamente clara algunas situaciones oscuras en las vidas de varios veinteañeros. De esa manera, Reyes debuta en las letras nacionales con gracia y con una prestancia envidiable, pues en sus relatos no hay nada, absolutamente nada, que permita suponer que se trata de una escritora primeriza. Reinos es un conjunto de seis historias breves pero contundentes, que dan para apreciar, de manera bastante veloz, varias cualidades del género: soltura en el manejo de la voz que narra (sea femenina o masculina), seguridad en la estructura y acierto en el desenlace”. (Reinos, de Romina Reyes, 2014)

    La fusión entre lo humano, lo sórdido y lo divino, entre lo imaginario, lo delirante y lo real, viene a ser otro notable atributo de Nancy”. (Nancy, de Bruno Lloret, 2015)

    La madurez de Álvaro Bisama en el ejercicio de la literatura vuelve a quedar en evidencia con El brujo, novela sólida, ágil, bien planteada y resuelta con maestría. En lo formal, Bisama consigue aquí obtener el máximo provecho del uso de la frase corta. Sin duda que el recurso era el que mejor se adaptaba a las características de la narración, pero, al mismo tiempo, implicaba un riesgo mayor: abrumar al lector con una suerte de tarabilla incesante. Bisama no solo ha sorteado el peligro, sino que ha alcanzado una efectividad notable en la que el suspenso y la sorpresa están perfectamente engarzados con el ligero transcurrir de las palabras”. (El brujo, de Álvaro Bisama, 2016)

    En esta, su novela más ambiciosa, Franz demuestra que la imaginación, la investigación, la técnica y la precisión en el lenguaje pueden entremezclarse en dosis correctas para componer no tan solo un cuadro convincente y vivo del pasado, sino también una historia sentimental acrecentada con coloridos episodios de aventurerismo decimonónico”. (Si te vieras con mis ojos, de Carlos Franz, 2016)

    En este, su mejor libro hasta la fecha, Costamagna despliega una madurez narrativa que a mí me parece admirable por las sucesivas capas emocionales que desvela con sutileza, por las diferentes texturas narrativas que entreteje y soluciona con seguridad, por la perfecta intercalación en el relato de los pensamientos simultáneos de personajes muy distintos entre sí”. (El sistema del tacto, de Alejandra Costamagna, 2018)

    Rechazos

    Se podría concluir, entonces, que La ley natural está compuesta, de capitán a paje, por retratos sin alma, por espectros torpes que pululan entre los confines de una trama que se va haciendo cada vez más irrelevante. Y en el momento en que el autor decide apretar el acelerador a fondo, el lector ya no está de humor para cabriolas efectistas, quizás porque se encuentra fatalmente aletargado con la modorra de las cien primeras páginas, que, sin embargo, y como ya se dijo, se dejan leer con mayor placidez que el resto”. (La ley natural, de Gonzalo Contreras, 2004)

    Sin embargo, pese a la minucia en el saber, los intentos por penetrar en la complejísima mente de Lihn no pasan de ser chirriantes rasguños sobre una calavera hueca. (…) El fraseo del narrador tampoco convence: en muchas ocasiones el relato se ve ensombrecido por dudas retóricas, por ciertas lagunas de memoria fingidas o por otros anticuados artilugios de distracción que solo les restan profundidad a los episodios narrados”. (La casa de Dostoievsky, de Jorge Edwards, 2008)

    Además de ser notorios y en cierta medida vergonzosos, los desperfectos que abundan en La llorona, la octava novela de Marcela Serrano, son de una variedad inusitadamente amplia, pues van desde simples errores de género no es correcto escribir ‘una alma’o de gramática si en una frase el sujeto es singular, así también debe serlo el predicado, hasta el abuso de un truco vulgar por antonomasia, como es el de recurrir al lector cada vez que la pereza o la impericia le impiden a la autora dar vuelo propio al relato”. (La llorona, de Marcela Serrano, 2008)

    El cuento es un género literario que por fuerza debe sorprender, y eso es precisamente lo que rara vez sucede con las trece historias de este libro. Ello se debe a que la narración está mal estructurada (Lillo tiene un problema serio con los saltos en el tiempo), o a que el conflicto es intrascendente, o a que el desenlace es anodino, o a que casi todos los relatos se parecen demasiado entre sí”. (Gente que baila sola, de Marcelo Lillo, 2009)

    No es raro pensar, hasta bien avanzada su lectura, que Un padre de película sea un relato para niños menores de doce años. Esto se debe en parte a que los personajes son figuras sin sombra o, para decirlo de otro modo, seres tan pobremente delineados que cuesta mucho imaginarlos en un plano tridimensional, ajeno a un libro de ilustraciones para imberbes. La estructura de la novela, planteada en veinticinco capítulos breves, también deja mucho que desear: para ser un libro sumamente escueto, al de Antonio Skármeta le sobran demasiados elementos, partiendo por los diálogos, que, cuando no son inocuos, son decididamente acartonados”. (Un padre de película, de Antonio Skármeta, 2010)

    La insuficiencia de este libro radica en que no ofrece imágenes, revelaciones o sonoridades dignas de atesorar, y eso, cualquiera lo sabe, implica un fracaso tratándose de poesía (estrepitoso si se trata de poesía brevísima, como es el caso). Por otro lado, el concepto que Valdés maneja de la muerte tiende a ser demasiado cándido para los tiempos que corren: la hablante cree que sus muertos la van a estar esperando, de cuerpo presente, ‘al otro lado’, probablemente en el cielo”. (Señoras del buen morir, de Adriana Valdés, 2011)

    De entre los nueve artículos periodísticos que componen Historia secreta de Chile 3 (en ningún caso se trata de investigaciones luminosas ni de ensayos provocadores), solo dos podrían ser publicados en diarios o revistas que demuestren un mínimo respeto por la forma y el contenido. Se trata del relato de la expedición de Shackleton a la Antártica (y del glorioso rescate del piloto Pardo) y de un recuento de las matanzas de obreros ocurridas a principios del siglo XX. Las demás piezas son deficientes por distintas razones, ya sea porque están mal escritas, o porque no aportan información novedosa, o porque oscilan entre la simplificación colegial, la comparación arbitraria, la vaguedad del flojo, el infantilismo insuperado, la cantinela insufrible y lo derechamente panfletario”. (Historia secreta de Chile 3, de Jorge Baradit, 2017)

    Desastres naturales es una obra desastrosa por otras razones de peso: el largo viaje al sur de Chile narrado al principio de la obra tiene el encanto y la profundidad de la guía Turistel; el tan anunciado recuerdo del padre queda opacado con la fascinación que al protagonista le provoca su propia persona, y aquí llegamos, para ir poniéndole fin a todo esto, a un punto crucial: Marco Orezzoli estima que su vida es mucho más interesante de lo que el lector es capaz de percibir, y en ello, a través de esa convicción flagrante, el narrador deja ver una falta de inteligencia enervante”. (Desastres naturales, de Pablo Simonetti, 2017)

     

    Fotografía: cortesía de La Tercera.

     


    No obstante lo anterior, Juan Manuel Vial, Ediciones UDP, 2022, 576 páginas, $26.000.

  292. Paula Ilabaca: “No me gustan las novelas que son moralistas o que están intentando enseñar algo”

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    Paula Ilabaca (Santiago, 1979) es escritora y profesora de literatura. La primera parte de su trayectoria literaria estuvo dedicada a la poesía; en los últimos años sin embargo dio un giro a la novela, a la novela negra para ser más precisos, sin por ello dejar de lado la proeza que tiene en el manejo del lenguaje. La autora trabajó 10 años en la PDI y esa experiencia es la que alimentó los escenarios que presentó en La regla de los nueve (2015) y ahora en Camino cerrado, donde la detective Amparo Leiva está a cargo de un caso que actualmente sería tratado como femicidio —en ese momento aún no se había tipificado el delito—, puesto que una mujer ha muerto a manos de su amante. Aunque ese pareciera ser el centro de la novela, la historia se concentra en la personalidad de Amparo, una mujer reservada y dedicada totalmente a su trabajo, al extremo de que roza lo enfermizo y no duda en realizar ciertos procedimientos no del todo éticos. Eso mismo la sitúa entre la admiración y el cuestionamiento de sus pares, lo que la envuelve en un sumario administrativo.

    La novela es el resultado tanto del trabajo de la autora en la Policía de Investigaciones —lo que allí vio— como también de su derrotero poético y su relación con el lenguaje, porque a pesar de que este formato sea diferente, no deja de lado su observación minuciosa: “Cuando le pasé el manuscrito a mi padre me dijo que lo que realizaba Amparo no se podía hacer. Un detective no puede llevarse los objetos del lugar del crimen, eso en cualquier parte es ilícito y yo le dije que en mi ficción iba a pasar. Mi padre me dijo todo lo que podría pasarle a Amparo y ahí también me estaba dando más mundo para mi historia. Amparo establece una especie de conexión emocional con la escena del crimen, lo cual es muy raro dentro de la realidad. El asunto de por qué ella hace lo que hace lo dejo libre, a interpretación de quién lee la novela”.

    ¿Cuándo comenzó a pensar en Camino cerrado?
    En el 2015; recién había publicado La regla de los nueve que es mi primera novela negra y la primera parte de lo que se está convirtiendo en una trilogía. En un inicio, Camino cerrado no estaba muy definida, estaba en manuscritos y borradores. Ya en el 2017 comencé a articular más la idea y se convirtió en un proyecto formal.

    ¿Cómo contribuyó su padre en su interés por el género policial?
    Mi padre actualmente es detective en retiro y aún hace clases en la Escuela de Investigaciones. Es perito en huellas, su especialidad es la dactiloscopia. Además, llevamos seis años haciendo talleres juntos, eso también contribuyó bastante, estar constantemente escuchando sobre casos. Incluso él revisó la novela y me dio muchas observaciones. Yo necesitaba saber si en Camino cerrado existía un correlato verosímil y estaba muy obsesionada con que fuera la segunda parte de La regla de los nueve.

    ¿Hay casos reales que la inspiraron para construir algunos que expone en la novela?
    Sí y no. Al estar en clases con mi papá siempre escucho sobre diferentes casos, que son más bien casos imaginarios. Y con respecto a Camino cerrado, hay una idea de casos que él contaba, con lugares que nadie conocía y también cosas que nunca habían salido a la luz. Yo trabajé en la PDI y mucho de lo que uno se entera es la punta del iceberg. Por eso, la novela es la construcción de un imaginario que muchas veces vi, pero casos reales como tal no hay.

    ¿Cómo indagó en la intimidad de la brigada de homicidios, considerando que es un espacio tan cerrado y “masculino”?
    Entre el 2006 y el 2008 trabajé como perito criminalístico en la Policía de Investigaciones. Ahí obtuve todo ese mundo, también de mi padre y de las historias que él contaba. En ese tiempo yo tenía 26 años y ni siquiera imaginaba que iba a escribir una novela policial. Es más, cuando ingresé a la policía escribí La ciudad lucía, mi segundo libro de poesía y después escribí La perla suelta. Todo lo que después recreo en mis novelas tiene que ver con todos estos recuerdos, también está esto de la mirada del poeta, que es un ojo crítico sobre la comunidad. Un ojo que mira, que observa y que también escucha. En La regla de los nueve y Camino cerrado apareció todo lo que tenía dentro. Yo nunca trabajé en la Brigada de Homicidios, yo era perito, mi tema de investigación eran netamente los documentos, los delitos relacionados a la falsificación de escritura o cheques. Tampoco estuve en lugares del crimen. Sin embargo, cuando estudié criminalística vi muchos videos y entrevistas de casos reales, ahí se formó todo un imaginario que hasta el día de hoy me acompaña.

    Yo trabajé en total 10 años en la PDI y vi muchas cosas. No tengo ningún tipo de resentimiento, pero sí me parece brutal la violencia de género que se muestra de una manera pasivo-agresiva. A las mujeres fuertes y determinadas se les deja totalmente fuera de todo, no las tratan mal, sino que hacen una especie de exclusión.

    ¿Fue complicado despojarse de la poesía al momento de escribir la novela o siente que coexisten aspectos poéticos dentro de ella?
    Cuando comencé a escribir La regla de los nueve en el 2014, venía de un taller de dramaturgia con Luis Barrales, entonces ya estaba escribiendo cosas en otro formato. Ahí comenzó a formarse esa idea de querer contar algo y crear personajes, porque en la poesía hay hablantes líricos, pero no personajes como tal. Me había quedado esta idea de una madre que cuenta una historia y desde ahí inicié La regla de los nueve. Además, en medio de ambas novelas terminé un libro de poesía, Península. No fue tan difícil escribir Camino cerrado, pero sí debía ingresar en la ficción, ahí se establece otro mundo, que es muy diferente al que se encuentra en el poético. Ingresar en la ficción fue una experiencia entretenida, estudié mucho pero me alejé de la teoría, tengo una formación literaria, estudié literatura y también hago clases, pero para escribir novela me devoré todos los manuales existentes de creación de personajes y cómo funcionan los narradores. Por ahí comencé a entender cómo funcionaba la ficción y también comencé a “alejarme” de la poesía. Camino cerrado contiene dos voces que están muy tensionadas y eso se lo debo al lenguaje poético. Sin la poesía no hubiera podido llegar al tipo de narración que se encuentra en la novela, cada palabra está donde tiene que estar. De hecho, muchos autores de novela negra fueron poetas la primera parte de su vida literaria, nuestro mismo Ramón Díaz Eterovic, él comenzó escribiendo poesía. Hay algo ahí que está constantemente dialogando. Hay un análisis en el sitio del suceso que se llama inspección ocular, donde el detective que está a cargo entra y observa todo lo que ocurrió, esa es como la primera aproximación hacia el secreto. La observación de la escena comunica cosas, creo que ese nivel de observación es muy similar a la de un escritor, es muy detallista.

    ¿Esas voces tensionadas climatizan la narración?
    En algún momento tuve la idea de mezclar las voces y que el lector no supiera quién estaba hablando, pero es complicado realizarlo y también de leer. Entonces, en Camino cerrado decidí repartir estas voces por capítulos. En ese momento estaba muy agobiada porque no lograba separar las voces, no podía salir del problema y mi hermano menor, que es publicista, me aconsejó que escribiera lo de Amparo Leiva en un formato que fuese cerrado, en columnas o una tipografía más pequeña. Por eso los capítulos de Amparo son más breves, estructurados y en el centro de la página. En cambio lo que habla Urquiza está en fraseo largo, de tope a tope, porque al fin y al cabo, mientras Leiva esconde algo, Urquiza lo delata.

    ¿Hay autores que admira que la hayan impulsado a ir por este estilo de escritura?
    En El silencio del bosque, Tana French trabaja un solo narrador, pero me alucinó. Me gusta muchísimo cómo va armando la historia. Pensé mucho también en Patas de perro, de Carlos Droguett, que tiene una especie de narrador enajenado, de fraseo largo, lo cual es totalmente diferente a lo que realicé con Amparo, pero pensaba en voces que quedaran adentro. Droguett, gracias al narrador, genera todos los mundos que se encuentran en la historia, todas las capas sociales y la crítica. Yo mezclo novela negra y policial, pero encuentro más importante desarrollar la negra, generar una historia que induce al lector a pensar toda la narración en quién cometió el crimen, no me interesa. Me gusta mucho más la crítica, las capas de los personajes y los mundos que habitan. Por eso Patas de perro fue y será la novela con la que dialogo mucho en términos formales.

    ¿Era su intención exponer una crítica aguda, pero al mismo tiempo encubierta, en torno a la institución policial y específicamente de la Brigada de Homicidios?
    Yo trabajé en total 10 años en la PDI y vi muchas cosas. No tengo ningún tipo de resentimiento, pero sí me parece brutal la violencia de género que se muestra de una manera pasivo-agresiva. A las mujeres fuertes y determinadas se les deja totalmente fuera de todo, no las tratan mal, sino que hacen una especie de exclusión. También es un ambiente muy competitivo y eso sigue vigente. Al momento de escribir, ese tipo de cosas me servían mucho para armar el mundo de la novela y también traté de hacerlo coherente, no era mi interés exponer estos temas de una manera melodramática, panfletaria o de denuncia, mi intención era simplemente dejar las cosas ahí, mostrar. Eso es algo que me gusta mucho de las novelas de Michel Houellebecq, él deja el tema y el lector tiene el trabajo de analizarlo. Diamela Eltit trabaja de manera similar, es bonito no subordinar a los lectores. No me gustan las novelas que son moralistas o que están intentando enseñar algo.

    ¿Por medio de la novela negra se puede realizar un relato social más amplio?
    El manuscrito de La regla de los nueve lo envié a los Juegos Florales, al concurso que organiza la Municipalidad de Santiago, y lo gané. Al inicio sí existía una muerte dentro del manuscrito, pero no era una novela negra como tal. Cuando publiqué con Planeta, el editor me propuso la aparición de unos detectives y me hizo sentido. La regla de los nueve terminó convirtiéndose en una novela negra frente a esa experiencia de investigación, escritura y edición. Me gustó mucho el formato de la novela negra, porque tal como dice Ramón Díaz Eterovic, la novela neopolicial latinoamericana es la nueva novela social. También pensaba que luego de haber tenido la suerte de haber escrito por 15 años poesía, esa síntesis y precisión del lenguaje ya las había agotado un poco, necesitaba irme a otro formato y creo que en este momento la novela negra me gusta mucho. Me gusta que se me considere escritora de novela negra.

     

    Fotografía: Carlos Leiton.

     


    Camino cerrado, Paula Ilabaca, LOM, 2022, 156 páginas, $14.000.

  293. Denis Diderot: atrapado en una filosofía del diablo

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    Hace algunos años, en una librería escuché que alguien preguntó en voz alta: ¿Quién lee hoy a Diderot? No alcancé a entender por qué hacía esta pregunta tan rara, ya que al instante otro cliente entusiasta respondió que él lo hacía y el librero aprovechó la oportunidad para dar una pequeña perorata sobre los valores permanentes de la Ilustración. Esta anécdota mínima ilustra la posición de este filósofo en la actualidad y la peculiar relación que cultivó mientras vivió con la idea de la posteridad. Diderot es probablemente el menos conocido de los grandes nombres de la Ilustración francesa, como Rousseau, Voltaire y Montesquieu, quienes pueden considerarse famosos, por mucho que se trate de un conocimiento superficial o de lugares comunes descomunales. Son autores que, además, se asocian de inmediato con ciertas ideas y algunas obras clásicas. Con Diderot no ocurre así. Por mucho que su nombre se vincule con la producción de los 28 volúmenes de la Enciclopedia, proeza que refleja su mente inquieta y desplegada, esta obra colectiva y censurada no es un reflejo fiel de sus ideas. Diderot tampoco tiene una “gran obra”, con una idea central o algo parecido a un programa, sino que muchos textos extraordinarios y muchísimas ideas e intuiciones, muchas de las cuales inauguraron aspectos cruciales de nuestro mundo en una enorme variedad de asuntos. Tal es el caso, por ejemplo, de sus visiones sobre la naturaleza en estado de flujo constante que anuncian el evolucionismo o su trabajo como crítico de arte que modeló la crítica moderna y de sus narraciones experimentales, como Esto no es un cuento o Jacques el fatalista, que parecen anticipaciones posmodernas. Sin olvidar que Freud dijo una vez que Diderot se había adelantado al psicoanálisis, al identificar los instintos criminales del complejo de Edipo. El problema, sin embargo, es que estas y otras reflexiones no se difundieron en su tiempo ni fueron conocidas por sus contemporáneos.

    Esto se debió a un hecho concreto que definió su vida: en 1749, cuando tenía 36 años y trabajaba en la Enciclopedia, recibió una de esas terroríficas órdenes de arresto reales, esas famosas lettres de cachet que mandaban a sus destinatarios directo a la cárcel, sin mediar juicio previo ni motivo explícito. En su caso, el pretexto fue la publicación de Las joyas indiscretas y su Carta sobre los ciegos, entre otras obras consideradas como ofensivas a la religión y la moral. Pasó seis meses en la cárcel de Vincennes, de la que solo salió tras firmar una declaración en la que juraba no volver a publicar algo semejante, ya que de lo contrario tendría que regresar a su celda posiblemente de por vida. Diderot se replegó en un relativo silencio por los 35 años que siguieron, en los cuales no dejó de escribir, pero casi todo esto iba a parar a sus cajones.

    Diderot creyó también que sus lectores pertenecían al futuro y se preocupó de asegurar un diálogo con ellos. Cuando cumplió 60 años, contrató copistas y reunió tres colecciones manuscritas de sus obras; las entregó a su hija, su albacea, y a Catalina la Grande de Rusia, la déspota favorita de los ilustrados de entonces. Sin embargo, pese a todos estos esfuerzos de control, la publicación póstuma de sus obras ha sido azarosa, lenta y espaciada, de manera que las distintas generaciones de lectores han ido conociendo diferentes versiones suyas. En 1796 se publicaron por primera vez sus novelas La religiosa y Jacques el fatalista, estableciendo su prestigio de autor inmoral y subversivo para la generación sobreviviente de la Revolución francesa. Durante el siglo XIX fue el favorito de un grupo selecto de autores europeos, como Stendhal, Zola, Anatole France, Comte y Marx, quienes solo conocieron una versión parcial de su obra. A Marx le impactó mucho la lectura de El sobrino de Rameau, pero lo que leyó solo pudo haber sido la traducción alemana de Goethe de 1805 o bien una traducción al francés que se hizo de esta versión alemana en 1821. La edición definitiva de este clásico apareció recién en 1891, luego de que alguien por casualidad encontrara una copia del manuscrito original en un puesto de libros en la orilla del Sena. En 1830 se publicó El sueño de D’Alembert y en la década de 1960 salieron a la luz sus famosos Salones o críticas de arte. La agrupación total de sus trabajos todavía no termina.

    Por estas razones resulta tan bienvenido el libro de Andrew Curran, Diderot: el arte de pensar libremente, una biografía crítica que abre una puerta para acceder al pensamiento y la imaginación de este autor desconcertante y necesario. En español hay, además, muy pocas biografías suyas disponibles. Antes de esta creo que solo estaba el excelente estudio de P. N. Furbank, que apareció hace ya 30 años. Andrew Curran hace un buen retrato del filósofo y lo sitúa frente a las sensibilidades contemporáneas, y esto, que podría parecer innecesario, resulta útil porque permite constatar que, de todas las figuras del proyecto ilustrado del siglo XVIII, Diderot es tal vez la que mejor se adapta a nuestra época. Si a este proyecto se le ha criticado su excesiva confianza en la razón, sus vanas pretensiones de certeza, su fe en el progreso y tratarse solo de un asunto de hombres blancos europeos, Diderot parece menos implicado en estos cargos que el resto de sus contemporáneos. Se trata, también, por lejos del ilustrado más divertido y menos solemne de todos.

    Diderot creyó también que sus lectores pertenecían al futuro y se preocupó de asegurar un diálogo con ellos. Cuando cumplió 60 años, contrató copistas y reunió tres colecciones manuscritas de sus obras; las entregó a su hija, su albacea, y a Catalina la Grande de Rusia, la déspota favorita de los ilustrados de entonces. Sin embargo, pese a todos estos esfuerzos de control, la publicación póstuma de sus obras ha sido azarosa, lenta y espaciada, de manera que las distintas generaciones de lectores han ido conociendo diferentes versiones suyas.

    Denis Diderot nació en el pueblo de Langres, primogénito de una familia acomodada de provincia. Su padre era un respetado fabricante de cuchillos y material quirúrgico. Desde muy joven inició estudios religiosos, que luego continuó en la carrera de teología en La Sorbonne, e incluso estuvo a punto recibir órdenes sacerdotales. Probó seguir con Derecho, pero tampoco persistió. Contrariando la voluntad de su padre, se casó con una lavandera e inició su vida intelectual ganándose la vida con dificultad como traductor de libros históricos y científicos y dando clases particulares. Durante todo este tiempo siguió estudiando por su cuenta, matemáticas, ciencias e idiomas, y comenzó a frecuentar ambientes literarios en los que conoció a otros jóvenes con inquietudes intelectuales, igual de pobres que él, como Rousseau, y a otros mucho más ricos, como el barón D’Holbach o Melchior Grimm, quienes lo presentaron en algunos de los salones de su tiempo organizados por mujeres inteligentes y aristócratas. Su matrimonio fue un desastre.

    Gracias a las conexiones editoriales establecidas como traductor y por intermedio de su amigo el matemático D’Alembert, Diderot se involucró en el proyecto de traducir al francés la enciclopedia escocesa de Chambers, impulsado por un grupo de publicistas y editores dirigidos por André F. Le Breton. Los dos amigos fueron coeditores de este famoso proyecto editorial que, modificando el plan original, terminó convertido en una exégesis de todos los conocimientos de su tiempo. Con diversos autores, los 28 volúmenes fueron publicados a lo largo de dos décadas. Como bien se sabe, este proyecto despertó una creciente oposición por parte de jesuitas, jansenistas y el gobierno francés, quienes trataron de detenerlo. Cuando la presión se hizo insostenible, D’Alembert abandonó el proyecto y Diderot quedó solo a cargo de la coordinación de las colaboraciones, negociando con editores, lidiando con la censura y escribiendo él mismo miles de entradas. Fue solo al final de este periodo que el filósofo descubrió que Le Breton lo había traicionado, censurando a sus espaldas los artículos antes de publicar los últimos volúmenes.

    La biografía cuenta que Diderot salió terriblemente herido de este incidente, pero también fortalecido como figura intelectual, un verdadero diccionario humano dispuesto a criticar cualquier verdad impuesta a la fuerza por convenciones o intereses creados. Se convirtió, además, en un emblema viviente de las luces y figura habitual de los salones ilustrados, papel que se ajustaba a sus extraordinarias habilidades sociales y a su temperamento amistoso e ingenioso. Pero si su imagen pública fue brillante y polémica, la obra que publicó entonces no tenía la misma chispa. Estrenó algunas piezas teatrales de relativo éxito y una serie de trabajos filosóficos muy diversos, que sin embargo se ven pálidos al lado del trabajo que permanecía en sus cajones.

    Andrew Curran hace una observación interesante respecto de las obras teatrales y las apreciaciones artísticas de Diderot, destacando su tendencia a prescribir una fundamentación moral para las artes en general. Por ejemplo, tratándose de pintura, este autor priorizó obras de mensaje edificante por sobre otras más frívolas, celebrando las escenas lacrimógenas y domésticas de Greuze y condenando la frivolidad oronda y rosada de Boucher. Curran sugiere que este sería uno de los aspectos más curiosos de la trayectoria intelectual del filósofo y su observación parece pertinente, tratándose de un autor tan proclive a las paradojas y contradicciones. Sin embargo, la eminente historiadora Lynn Hunt, especialista en la historia del siglo XVIII, sostiene que sorprenderse porque Diderot buscara dar una base moral a las bellas artes implica ignorar el papel que jugó la estética en toda su obra. La estética, dice, fue crucial en la transformación de la visión del mundo que buscaron los ilustrados, quienes aspiraron a reconectar el triángulo de verdad, bien y belleza en el marco de una visión materialista del universo, donde lo sagrado se había diluido en la vida cotidiana, por lo que era necesario dotarla de un nuevo sentido moral. Este argumento es muy inteligente y tiene indudablemente un punto, aunque no logre disipar del todo las paradojas de nuestro comediante y no permita conciliar una obra tan fome como El padre de familia con la perfidia de El sobrino de Rameau. En cualquier caso, estas observaciones sirven de advertencia sobre el riesgo que corremos cuando desligamos a Diderot de los dilemas de su tiempo.

    La evaluación de su participación en este proyecto, que tuvo una gran influencia entre los precursores de la independencia sudamericana, ha sido uno de los agregados más recientes a la bibliografía secreta de este autor, lo que nos recuerda que ninguna época ha tenido más posibilidades que la nuestra de acceder a una imagen completa de él y que, por lo mismo, hoy podamos considerarlo como nuestro contemporáneo.

    En su obra inédita, Diderot tampoco se desligó de las preocupaciones de sus contemporáneos, como las querellas en torno al materialismo, el neoespinosismo, el anticartesianismo y el ateísmo a la moda. Se dice que el gran tema de su obra fue una indagación en torno a las implicancias del materialismo ateo, en términos biológicos y físicos, pero también morales, sociales y políticos. Esto supuso plantearse interrogantes sobre el origen de la vida, la naturaleza de la materia, la identidad individual, el determinismo o el libre albedrío, etc. El ateísmo materialista de Diderot ha sido siempre tema de debate, pero hay un pasaje extraordinario de sus cartas de amor a Sophie Volland que expone admirablemente sus posturas sobre el tema: “El ateísmo es un modo de superstición casi tan pueril como su contrario. Nada es más absurdo que un orden de cosas en el que una ley general lo una y explique todo. Parece que todo es igual de importante. No hay ni pequeños ni grandes fenómenos. La constitución Unigenitus es tan necesaria como la puesta y la caída del sol. Es duro abandonarse ciegamente al torrente universal, pero es imposible resistirse. Los esfuerzos en un sentido o en otro están también en el torrente. Si creo que te amo libremente, me equivoco. No hay nada de eso. ¡Qué ingratos son los bellos sistemas! Estoy atrapado en una filosofía del diablo que mi mente no puede dejar de aprobar ni mi corazón de desmentir”.

    Su rechazo a los “bellos sistemas” fue otra moda de su tiempo y una constante importante en su obra. Curran no desarrolla mucho este asunto, más allá de concluir que “escribiendo en una era de sistemas y sistematizaciones poderosas, el pensamiento personal de Diderot abrió la filosofía a lo irracional, lo marginal, lo monstruoso, lo anormal sexualmente y a otros puntos de vista inconformistas. Su legado más importante puede considerarse esta cacofonía de voces e ideas individuales”.

    Esta es una conclusión interesante, pero corre el riesgo de presentar al filósofo como un héroe posmoderno, en circunstancias que los alcances de sus reacciones contra los sistemas filosóficos fueron mucho más amplios y supusieron un combate contra la superstición, el sectarismo y el fanatismo. En la Enciclopedia, Diderot condenó lo que llamó el “espíritu sistemático”, por sus pretensiones de “ajustar, por las buenas o por la fuerza, los fenómenos” a esquemas preconcebidos. Se ha propuesto que este filósofo no solo rechazó esta tendencia a formar abstracciones totalizantes en las ciencias físicas, sino también en la economía y la política. Esto fue influencia de su amigo, el célebre abate Ferdinando Galiani, embajador de Nápoles en París, figura central de la sociabilidad ilustrada de esta ciudad en los 10 años que vivió allí (1759-1769) y autor del famoso Diálogo sobre el comercio de trigo. Galiani, a quien Nietzsche celebró como el cínico más genial del siglo XVIII, contribuyó a que Diderot se aproximara a comprender las ciencias sociales bajo el mismo prisma con que observaba las ciencias naturales, desconfiando de abstracciones y sistemas, abriendo el espacio a contradicciones y paradojas en un mundo que se encontraba en permanente flujo, lo que resultó fundamental para un filósofo para el que “nada de lo que es puede ser ni contra natura ni estar fuera de la naturaleza”.

    En la práctica, esta postura influyó en su distanciamiento del dogmatismo de los fisiócratas y caracterizó su toma de posiciones políticas durante la década de 1770; también su participación en la redacción de una de las obras más importantes de su tiempo, la Historia filosófica y política de las dos Indias, del abate Raynal. Diderot, que acostumbraba a inmiscuirse en la redacción de obras ajenas, sin ninguna consideración por la propiedad intelectual, intervino ampliamente y de manera anónima en la escritura de este trabajo, contribuyendo a convertirlo en una maciza denuncia de la esclavitud y el colonialismo europeo. La evaluación de su participación en este proyecto, que tuvo una gran influencia entre los precursores de la independencia sudamericana, ha sido uno de los agregados más recientes a la bibliografía secreta de este autor, lo que nos recuerda que ninguna época ha tenido más posibilidades que la nuestra de acceder a una imagen completa de él y que, por lo mismo, hoy podamos considerarlo como nuestro contemporáneo.

     

    Imagen: Retrato de Denis Diderot (1767), de Louis-Michel van Loo.

     


    Diderot y el arte de pensar libremente, Andrew Curran, Ariel, 2019, 496 páginas, $28.900.

     

  294. Damian Catani: “Es moralmente justificable, en el caso de Céline, separar al hombre de la obra”

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    La fascinación que siente la cultura francesa por el mal y la provocación parece haber tocado techo con Louis-Ferdinand Céline. Declarado “indignidad nacional” en 1950 por su adhesión al nazismo y relegado al ostracismo luego de la publicación de tres panfletos antisemitas (Bagatelas para una masacre en 1937, Escuela para cadáveres en 1938 y Los bellos paños en 1941) en la Segunda Guerra Mundial, las acusaciones de colaboracionismo terminaron por opacar la recepción de una narrativa tan radical como innovadora que, a juicio de George Steiner, redefinió la sensibilidad del siglo XX junto a la de Proust.

    Más de 80 años después, el “asunto Céline” —como se conoce en Francia— sigue levantando polvareda. En 2011, una protesta del historiador y víctima del Holocausto, Serge Klarsfeld, llevó al ministro de Cultura Frédéric Mitterrand a retirar su nombre de una lista de figuras reconocidas por su aporte a las artes y la cultura. La decisión polarizó a la opinión pública francesa: mientras muchos escritores celebraron la decisión de Mitterrand —incluso varios eran autores judíos—, otros se opusieron argumentando que las creencias políticas del autor de Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito no le restaban valor a su genio literario. Sumado a ello, en 2018 la editorial Gallimard se vio obligada a suspender una reedición de los panfletos tras una acalorada controversia.

    Pero la aparición este año de la novela inédita Guerre —“Un texto para ser colocado junto a sus obras maestras”, según Le Monde— junto al hallazgo de una serie de manuscritos perdidos, ha venido a representar, para sus defensores, una oportunidad única para ampliar el marco del debate en torno al canon de Céline.

    Además, una biografía en inglés, Louis-Ferdinand Céline: Journeys to the Extreme, profundiza en el dilema que supone reconocer el aporte estilístico de un escritor antisemita. Su autor, Damian Catani, es especialista en poesía francesa de finales del siglo XIX, profesor titular del Birkbeck College de la Universidad de Londres y autor de los ensayos El poeta en sociedad: arte, consumismo y política en Mallarmé (2003) y El mal: una historia en la literatura y el pensamiento moderno francés (2013), donde aborda el complejo cruce entre ética y literatura.

    Por un lado, es el novelista más importante del siglo XX junto con Proust, y Francia desea mantener su orgullosa tradición de celebrar a sus principales figuras culturales; por otro lado, el reciente surgimiento de la cultura de la cancelación ha inclinado el argumento a favor de quienes sienten que se debe juzgar al hombre y no a su trabajo. Esto ha provocado lo que llamo en mi libro las ‘guerras culturales de Céline’.

    Es un hecho que suele omitirse, pero Bagatelles pour un massacre, el primer folleto antisemita de Céline, fue un verdadero éxito de ventas en Francia. ¿Cómo se explica el vuelco hacia su figura?
    Creo que hay dos razones. La primera (aunque muchos celinianos franceses no quieran admitirlo) es que el antisemitismo, y ciertamente el antisemitismo casual, estaba muy extendido en Francia en 1937. Esto significa que incluso aquellos lectores que no eran antisemitas rabiosos como Céline, tenían un umbral más alto de tolerancia a su lenguaje incendiario. La segunda razón es el momento histórico. Bagatelles (y, de hecho, todos sus panfletos) se publicó antes del Holocausto. Este punto es crucial porque, una vez que se revelaron los horrores de los campos de exterminio en 1945, sus opiniones antisemitas, en retrospectiva, adquirieron matices más siniestros. Céline siempre afirmó que escribió los panfletos para prevenir la guerra y que no sabía nada sobre el Holocausto ni nunca lo quiso. Si bien es casi seguro que esto es cierto, hubo, en cualquier caso, mucha ira en Francia durante la épuration o purgas de colaboradores o presuntos colaboradores en 1944-46. Incluso cuando a Céline se le concedió una amnistía en 1951 y se le permitió regresar a Francia desde su exilio en Dinamarca, muchos comunistas franceses todavía lo consideraban persona non grata.

    ¿Cómo ha influido la cultura de la cancelación en la recepción reciente de su obra?
    La “cultura de la cancelación”, como sabemos, no es un fenómeno exclusivamente francés. Pero en lo que respecta a Céline, su caso recientemente proporcionó munición moral adicional a aquellos en Francia que ya lo consideraban demasiado controvertido. Esto plantea un dilema particularmente difícil para los franceses, empujándolos en dos direcciones opuestas: por un lado, es el novelista más importante del siglo XX junto con Proust, y Francia desea mantener su orgullosa tradición de celebrar a sus principales figuras culturales; por otro lado, el reciente surgimiento de la cultura de la cancelación ha inclinado el argumento a favor de quienes sienten que se debe juzgar al hombre y no a su trabajo. Esto ha provocado lo que llamo en mi libro las “guerras culturales de Céline”, una especie de guerra civil o polarización de opinión en torno a una figura que en Francia continúa infiltrándose en las esferas política, académica y periodística. Argumento que, aunque la cultura de la cancelación en general probablemente esté más presente en Estados Unidos, o incluso en el Reino Unido, cuando se trata de Céline todavía es posible en el mundo angloamericano juzgar su escritura con cierto grado de distancia crítica y objetividad. Esto se debe a que, a diferencia de Francia, Céline no forma parte del patrimonio cultural nacional de esos países. Podría decirse, aunque en menor medida, que Alemania tiene un problema con Heidegger y Estados Unidos con Ezra Pound. En el clima actual, cada país es naturalmente mucho más sensible a las fallas morales de sus propios escritores y pensadores.

    Fueron precisamente escritores estadounidenses, como Kenneth Rexroth o William Burroughs —o incluso autores judíos como Philip Roth o Allen Ginsberg—, quienes lo “rescataron” cuando en Francia aún era persona non grata.
    Los escritores estadounidenses, judíos o no, no tuvieron que enfrentarse al legado moralmente problemático del colaboracionismo de la misma manera que lo hicieron los escritores franceses. Al tratar con Céline, los escritores franceses también se vieron inevitablemente obligados a confrontar todo su legado cultural en el contexto del colaboracionismo. Esto creó un clima de polarización, especialmente en los años 1944-46, en los que los autores franceses fueron encasillados como pro-colaboracionistas o ferozmente anti-colaboracionistas. Y, por supuesto, el Holocausto proyectó una larga sombra no solo sobre Francia, sino también sobre Europa en general. Esto dejó poco espacio para una posición con matices morales, que era mucho más posible en EE.UU. Como ha señalado la crítica Alice Kaplan, EE.UU. tiene una tradición de “libertad de expresión”, consagrada en su Constitución, que hace que sea más fácil que en Francia separar la opinión individual de la política. La noción de Sartre de la literatura como engagé o comprometida, significaba que la escritura siempre se consideraba política en cierto sentido y, por lo tanto, las opiniones de un autor individual nunca podrían estar completamente aisladas de consideraciones ideológicas y morales más amplias.

    Nunca fue un ideólogo nazi ortodoxo, ni un colaborador en el sentido oficial de ser empleado directamente por los nazis con fines propagandísticos. Algunos nazis, como Gerhard Heller, consideraron acercarse a Céline, pero pronto se dieron cuenta de que él era potencialmente un individualista inconformista que tenía tantas probabilidades de dañar la reputación de su partido como de mejorarla.

    Los caídos de la existencia

    En 1932, Céline perdió el Premio Goncourt, pese a ser el favorito, lo que no impidió que con su escritura hecha de argot y de retazos implosionara el modelo realista —que ya había comenzado a demoler Joyce— y redefiniera “la relación del hombre con la modernidad, desde una posición de alienación y resistencia”, señala Catani. Testigo paradójico y damnificado de la ferocidad del siglo XX (a los 21 años quedó parcialmente inválido tras pelear en la Primera Guerra Mundial), algunos de sus pasajes más sombríos reflejan, a juicio de Catani, una “frustración ante el sufrimiento humano”, nacida de su experiencia como médico, que lo llevó a capturar tanto la desertificación del París de fin de siècle como las brutalizantes condiciones de trabajo en las fábricas de la Ford.

    Es bastante impresionante cómo, en el cénit de su carrera, Céline decidió publicar los panfletos. ¿Cuál fue el catalizador de su antisemitismo?
    Esta es una pregunta compleja, pero creo que hay tres razones principales. La primera, es que quedó amargamente decepcionado por la mala acogida de su segunda novela, Muerte a crédito, en 1936. Tenía grandes esperanzas puestas en esa obra, por lo que se tomó muy mal su tibia acogida. Aunque hoy en día se considera un clásico, tanto la crítica como el público de la época la consideraron demasiado aventurera estilísticamente, e incluso cruda. Céline, por tanto, se volvió contra la intelectualidad y los críticos literarios supuestamente dominados por judíos, a quienes responsabilizó en parte de ese fracaso. Para echar sal en la herida, ese mismo año la Ópera de París también rechazó algunos ballets que escribió —era un gran amante de la danza— y de nuevo, Céline culpó a los judíos.

    ¿Y la segunda?
    La segunda razón fue su pragmatismo político. Desde sus terribles experiencias en la Primera Guerra Mundial, había sido un pacifista acérrimo. Para 1937 pudo ver la amenaza inminente de la guerra y, por lo tanto, vio una alianza francesa con Hitler como la única forma de prevenirla. Argumentó, erróneamente, que los judíos eran en gran parte responsables de impulsar una guerra con Hitler; por lo tanto, era necesario adelantarse a esta catástrofe forjando una alianza con los nazis. Esto no quiere decir que Céline no fuera también un antisemita virulento. Lo era. Pero debe recordarse que, a diferencia de sus novelas, que le llevó años escribir, sus panfletos los escribió muy rápidamente y con un fuerte sentido de urgencia. Una tercera razón, más indirecta, es que el propio padre de Céline, Fernand Destouches, quien apoyó L’Action Française en la década de 1890, era antisemita y anti Dreyfus. Por lo tanto, Céline ya había estado expuesto a este tipo de prejuicios a una edad temprana. Sin embargo, en ninguna parte se puede decir que Céline sea antisemita en su ficción. De hecho, en Muerte a crédito se burla y satiriza abiertamente las opiniones antijudías de su padre; tampoco hay el menor indicio, anterior a 1937, de que Céline se fuera a volver tan racista. De hecho, entre la Primera Guerra Mundial y principios de la década de 1930, tuvo varios amigos y mentores judíos cercanos, como el erudito Édouard Bénédictus o su jefe en la Sociedad de Naciones, el Dr. Ludwik Rajchman.

    Entonces, ¿fue realmente un colaborador nazi, como se ha dicho?
    Nunca fue un ideólogo nazi ortodoxo, ni un colaborador en el sentido oficial de ser empleado directamente por los nazis con fines propagandísticos. Algunos nazis, como Gerhard Heller, consideraron acercarse a Céline, pero pronto se dieron cuenta de que él era potencialmente un individualista inconformista que tenía tantas probabilidades de dañar la reputación de su partido como de mejorarla. Esto no quiere decir que no tuviera amigos que fueran miembros del partido nazi, sobre todo Karl Epting, director del Instituto Alemán de París. Pero siempre cultivó estas amistades a nivel personal más que ideológico. Si bien es cierto que durante la Ocupación envió cartas antisemitas a periódicos de extrema derecha, como Gringoire y Je Suis Partout, también hay muchas pruebas, tanto en otras cartas como en relatos de testigos de actos oficiales, en las que criticaba con frecuencia a los propios nazis por su “estupidez aria”. Por lo tanto, no es una contradicción decir que Céline era un antisemita virulento —que sin duda lo era—, pero no un nazi. Esto explica por qué se enojó tanto con Sartre, quien lo acusó, en sus Reflexiones sobre la cuestión judía (1946), de haber sido pagado por los nazis.

    Como judío y colega novelista, Philip Roth fue perfectamente capaz de hacer esta distinción entre Céline, el gran escritor, y el simpatizante antisemita del fascismo. En una entrevista de 1984, Roth dijo algo a lo que suscribo plenamente: ‘¡A decir verdad, en Francia, mi Proust es Céline! Ahí hay un gran escritor. Incluso si su antisemitismo lo convirtió en una persona abyecta e intolerable’.

    Hace algunos años, Michel Houellebecq declaró que prefería los panfletos de Céline a sus novelas. Incluso André Gide celebró en su momento el estilo de los folletos. ¿Es posible encontrar algún valor estético en ellos?
    Esto es difícil de responder. Es posible, como ha argumentado el renombrado biógrafo y crítico Henri Godard, separar algunas secciones de mérito artístico, como los ballets que Céline insertó en sus panfletos, de sus terribles peroratas antisemitas. Estas secciones son innegablemente poéticas, de interés estético y están libres del lenguaje altamente incendiario que se encuentra en otras partes de los folletos. Pero, en mi opinión, la impresión primordial que deja la lectura de estos panfletos es de conmoción por su lenguaje antisemita, más que de admiración por la calidad estética de las secciones no antisemitas. Si bien hay pasajes innegablemente hermosos y sugerentes en los folletos, que ocasionalmente tienen la misma calidad estilística que las novelas, la política era el principal objetivo de Céline en los folletos. En las novelas, es al revés. Por lo tanto, el punto de partida para evaluar sus logros estilísticos es, en mi opinión, su ficción y no sus folletos, que deben leerse de manera mucho más selectiva y circunspecta.

    ¿Deberían reeditarse los panfletos?
    Actualmente hay un feroz debate en Francia sobre los pros y los contras de que Gallimard vuelva a publicarlos. Algunos se oponen firmemente mientras que otros están a favor, siempre que exista un aparato crítico históricamente informado que sitúe los panfletos en el contexto del antisemitismo en Francia y deje en claro que fueron parte integral de ese contexto. Yo, personalmente, apoyo el último enfoque. Por el momento, los folletos solo están disponibles en Francia en bibliotecas y en librerías de segunda mano o, peor aún, se pueden encontrar en sitios web de extrema derecha, a menudo de forma descontextualizada y sensacionalista. Es mucho mejor, en mi opinión, tenerlos a la vista, adecuadamente enmarcados y discutidos por académicos especialistas, en lugar de que sean llevados a la clandestinidad y malversados por grupos políticamente siniestros.

    ¿Leyó Guerre, su novela inédita recientemente publicada?
    Sí, la disfruté mucho. Aunque no fue su borrador final, es inmediatamente reconocible como una novela de Céline. Encontramos en ella el estilo típicamente directo, enérgico y visceral, su uso de la lengua vernácula, su humor negro, su simpatía por los desvalidos, etc. De alguna manera, esta novela puede verse como el eslabón perdido entre Viaje al fin de la noche y Muerte a crédito. Incluso con la versión del texto que tenemos (recordemos que su editor belga, Robert Denoël, suprimió ciertos pasajes de Muerte a crédito, porque consideraba que su contenido era demasiado sexual para los lectores de la época), el don de Céline para capturar emociones fuertes de manera sucinta se muestra ya en la página dos, con la maravillosa frase: J’ai attrapé la guerre dans ma tête (capté la guerra en mi cabeza).

    ¿Qué nos perdemos si “cancelamos” a Céline?
    Es moralmente justificable, en el caso de Céline, separar al hombre de la obra, porque su antisemitismo estaba solo en los panfletos y no en sus novelas. Este punto es crucial, porque nos permite evaluar su ficción por sus propios méritos. Muy diferente sería si las novelas fuesen también antisemitas; entonces, creo, Céline debería ser “cancelado”. Como judío y colega novelista, Philip Roth fue perfectamente capaz de hacer esta distinción entre Céline, el gran escritor, y el simpatizante antisemita del fascismo. En una entrevista de 1984, Roth dijo algo a lo que suscribo plenamente: “¡A decir verdad, en Francia, mi Proust es Céline! Ahí hay un gran escritor. Incluso si su antisemitismo lo convirtió en una persona abyecta e intolerable. Para leerlo, tengo que suspender mi conciencia judía, pero lo hago, porque el antisemitismo no está en el corazón de sus libros, ni siquiera de Castle to Castle. Céline es un gran liberador. Me siento llamado por su voz”.

     


    Louis-Ferdinand Céline: Journeys to the Extreme, Damian Catani, Reaktion Books, 2021, 400 páginas, US$35.

  295. La educación libidinal

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    Benjamin podía escribir acerca de sí mismo más directamente cuando partía de memorias, no de experiencias contemporáneas: cuando escribe acerca de sí mismo como niño. A esa distancia, la de la niñez, puede observar su vida como un espacio que es posible trazar en mapas”, escribió alguna vez Susan Sontag sobre Infancia en Berlín hacia 1900, uno de los libros más íntimos del gran pensador del vagabundeo o la flânerie; un relato autobiográfico y fragmentario en que Benjamin indaga como niño en la ciudad, la casa, los objetos, las personas, el cuerpo y los secretos que esconde la vida adulta. Se trata, entonces, de un antecedente ineludible para Mundos habitados, de Roberto Merino.

    En esta tardía primera novela, el renombrado cronista, poeta y ensayista chileno narra su infancia y adolescencia en la capital, la que siempre ha tenido un lugar protagónico en su obra, como demuestran sus celebradas recopilaciones de crónicas En busca del loro atrofiado y Todo Santiago. La introducción de Mundos habitados, llamada “Tiempo ido”, se retrotrae hasta la belle époque santiaguina, con la historia de sus abuelos, hasta llegar a su primera infancia, y luego una serie capítulos anuales —de largo muy variable— abarcan desde 1964 hasta y 1977, para terminar con dos apartados que se acercan al presente. Pero pese a que la cronología tiende a ser lineal, la lógica que organiza la narración se asemeja a la de los sueños: los saltos de un momento a otro son abruptos, el narrador se enfoca en detalles nimios, los personajes aparecen y desaparecen como fantasmagorías y aquellos que apenas vislumbramos un instante son, paradójicamente, los que brillan con más intensidad. Rasgos oníricos, sí, pero también propios de la mirada infantil, tan curiosa y atenta como distraída y olvidadiza.

    Mundos habitados tampoco es una autobiografía pura, pero si aceptamos que es una novela esto se debe sobre todo a lo omnívoro e indefinido de este género. Y si es una novela, es una novela de formación: a lo largo del relato acompañamos al joven protagonista en su exploración de la ciudad, que es también la exploración del yo.

    Límites. La conciencia es una cuestión de zonas y de límites. Uno habita zonas reducidas que en la medida del aprendizaje se van expandiendo”. Esta ampliación de las fronteras infantiles es un tema recurrente en la obra temprana de muchos escritores, incluyendo algunos a quienes Merino ha dedicado acertados y amenos ensayos: Jorge Edwards, en los relatos de El patio, su primer libro, y José Donoso, en “China”, su primer cuento en español. Pero lo que distingue y eleva esta novela es precisamente su ubicación tardía en la obra del autor: dada la distancia, ha olvidado más, pero la recuperación del recuerdo es más intensa por la combinación de la voz del escritor maduro, con pleno manejo del lenguaje narrativo, y la del niño que habita —la ciudad de— su memoria.

    La memoria es equivalente a unos aposentos vacíos, confundidos sus planos por las ventanas entreabiertas de los patios, la duplicación de los espejos, los vidrios opacos de las mamparas. Es esto: transparencias y opacidades”. El olvido es, por lo tanto, parte esencial de la memoria, tal como lo fue del proceso escritura de este libro, que partió en 1996 y avanzó de manera discontinua, con interrupciones como pérdidas de impresos y robos de computadores; incluso el título que tiene había sido olvidado por Merino hasta que en la editorial hallaron el contrato que firmó en 2006 con el editor original, Germán Marín. La vinculación con Marín no es azarosa: el fallecido escritor también tenía un interés proustiano por la memoria y en sus libros “de apariencia autobiográfica como Las Cien Águilas o La ola muerta, —escribió Merino en Luces de reconocimiento— se hace inútil el ejercicio de determinar el grado de apego que mantienen hacia los hechos reales”.

    El niño Roberto suele recibir insultos y burlas: de sus primos en la casa, de compañeros y profesores en el colegio. Frente a esos espacios, es lógico que el afuera, el territorio del descubrimiento, sea el del verdadero goce y aprendizaje.

    Mundos habitados tampoco es una autobiografía pura, pero si aceptamos que es una novela esto se debe sobre todo a lo omnívoro e indefinido de este género. Y si es una novela, es una novela de formación: a lo largo del relato acompañamos al joven protagonista en su exploración de la ciudad, que es también la exploración del yo. Vemos los primeros pasos del escritor y del paseante, cuyos callejeos van cambiando de acuerdo a su edad y los medios que tiene a su disposición. Y digo medios en todo sentido: son los quioscos de revistas, la radio, luego la tele; el monopatín y la bicicleta, luego la liebre; distintos puntos de vista y distintas velocidades que guían su camino hasta que, junto al relato del primer amor, cuenta: “Creo haber sido, en una calle vieja, junto a una cortina metálica cerrada y a un farol mortecino de 1972, por primera vez Roberto Merino, el individuo que suscribo hoy”.

    El niño Roberto suele recibir insultos y burlas: de sus primos en la casa, de compañeros y profesores en el colegio. Frente a esos espacios, es lógico que el afuera, el territorio del descubrimiento, sea el del verdadero goce y aprendizaje. Pero a diferencia de la novela de Flaubert, sentimental no es el adjetivo que define el tipo de educación que aborda este libro. “Mi necesidad ambulatoria era libidinal”, explica Merino con precisión, y es por eso que el relato culmina, como es de esperar, con su primera experiencia erótica, ligada también a la herida y la exploración sensorial. Esta historia que vuelve una y otra vez sobre los ritos al salir del hogar, como la duplicación del yo al mirarse por última vez en el espejo, se puede resumir así: “Me iba aproximando cada día un centímetro más fuera de mi casa en dirección a los lugares aledaños donde radicaba todo el deseo”.

     


    Mundos habitados, Roberto Merino, Literatura Random House, 2022, 202 páginas, $14.000.

  296. Donald Judd, lecciones de un canario

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    Los nombres de los artistas visuales no suelen figurar en los catálogos de historia de las ideas, y por alguna razón la entrevista suele ser la fórmula más recurrente en nuestro tiempo para saber qué es lo que piensan; el ejemplo más obvio son los enormes volúmenes que reúnen las Interviews del súper-curador suizo Hans Ulrich Obrist. Pero hay signos de que en los próximos años esta situación cambiará. Muchos de los artistas más importantes del siglo XX escribieron, y desde hace un buen tiempo que se publica por lo menos un volumen al año con los textos reunidos de un artista importante.

    Writings, de Donald Judd (1928-1994), merecen una atención especial. La primera razón es que Judd escribió mucho, pues, antes de ser reconocido como el artista fundamental del “minimalismo” estadounidense (como suele ocurrir, la etiqueta no le gustaba), escribió regularmente crítica de arte entre 1959 y 1965. Otra razón es que, supongo que por su formación universitaria en historia del arte y filosofía (luego de su paso por el ejército como ingeniero militar), sus escritos tienen por lo general un registro más ensayístico y argumentativo, más humanista si se quiere, lo que no es muy común, pues los que cubren ese flanco de la escritura en el arte suelen ser teóricos o curadores.

    Era normal, sobre todo en los 70 y 80, cuando Judd ya había consolidado su carrera y su posición financiera, encontrarse en las principales revistas de arte estadounidense con alguna de sus cartas, quejándose de cómo tal museo había maltratado una de sus obras, o de cómo tal artículo desfavorable publicado en el número anterior era “incorrecto” en su representación de los hechos o en su interpretación. La primera impresión que tendrán quienes lean los escritos de Judd es que su autor no tenía ningún interés en ganarse el favor de sus lectores por otro camino que no fuera la argumentación. Esta “pesadez”, sin embargo, no era sinónimo de matonaje: Judd se resistió bastante a ser asimilado por una pandilla o mafia del arte, y no tenía ningún interés en controlar el arte neoyorquino (con los años, sus temporadas en el rancho que restauró en el poblado de Marfa, Texas, serán cada vez más largas, y sus últimos proyectos se enfocarán en este lugar y en Europa). En muchos de sus escritos —sean cartas, ensayos o anotaciones personales— hay una queja recurrente contra el tamaño, institucional o físico, del Estado, de las empresas, de las salas de exposición y de los museos. Tan lejos llegó este ímpetu “antimonopólico” contra las cosas grandes (metafórica o literalmente), que hoy son dos las fundaciones, en vez de una, las que se reparten su legado: la Judd Foundation y la Fundación Chinati.

    La primera impresión que tendrán quienes lean los escritos de Judd es que su autor no tenía ningún interés en ganarse el favor de sus lectores por otro camino que no fuera la argumentación. Esta ‘pesadez’, sin embargo, no era sinónimo de matonaje: Judd se resistió bastante a ser asimilado por una pandilla o mafia del arte, y no tenía ningún interés en controlar el arte neoyorquino.

    El primer ensayo importante de Judd fue Specific Objects (1964), un texto muy conocido en los estudios del arte de posguerra y probablemente el más leído y comentado de sus trabajos. Judd pretendía designar con el término “objeto específico” la obra de un conjunto de artistas europeos y estadounidenses (él mismo entre ellos) que estaban haciendo algo que, en sus propias palabras, “no era pintura ni escultura”. Si bien gran parte de esas obras se estudian hoy como parte de la escultura del siglo XX y casi nadie usa el término “objeto específico” para referirse a esos trabajos, el gran mérito del ensayo de Judd está en identificar todo un campo de las artes visuales como esencialmente discontinuo. Si la historia de la pintura recuerda a una genealogía frondosa, donde incluso los cuadros más abstractos refieren de alguna forma a la propia historia de la pintura, la escultura moderna, en cambio, parece ser una empresa antigenealógica cuyos fines, mucho menos definidos, han ido desde la propaganda político-ideológica a la instalación de los misteriosos “ovnis” que se encuentran en los museos de arte contemporáneo, “ovnis-obras-de-arte” que lo único que necesitarían es, diría Judd, “ser interesantes”.

    Aparte de este y otros ensayos más orientados a la teoría del arte, es posible encontrar reflexiones, unas veces como notas personales y otras como artículos o textos más largos, sobre la situación política contemporánea, otras veces sobre la historia, la educación artística y la escritura, las que son complementadas por las quejas y polémicas que ya he mencionado. Muchas veces los temas se repiten, y es notable cómo Judd pudo prever que un día todos estos escritos, muchos de ellos sin publicar, serían reunidos. Él mismo se justifica diciendo, al inicio de una nota personal, que “en este texto hay repetición, pero Nietzsche dijo que eso está bien, la repetición produce claridad”.

    Esta preocupación por la claridad y la insistencia lo llevó, en 1991, a reconsiderar lo que escribió de una exposición de Josef Albers en una reseña de 1964, que vale la pena citar a pesar de su extensión: “Lo que más lamento es haber subestimado la importancia de educar en el arte a los artistas que recién comienzan su trabajo. Mi propia educación artística fue tan mala, que era difícil notar que era posible recibir algo de ayuda. Si uno parte desde cero, es difícil imaginar que se puede partir desde tres o cuatro. ¿Qué podría enseñarse, entonces? Casi todo acaba por ser irrelevante y se convierte en una barrera al trabajo, aunque todos tenemos que empezar en algún momento y cualquier persona que nos enseñe algo pondrá barreras. Parte de esta subestimación general de mí a Albers fue que yo subestimé el provecho que otros, no Albers, obtienen de su teoría del color. Primero, porque si algo es útil y relevante, siempre debe ser enseñado, como es en el caso de la teoría del color. Segundo, porque el pensamiento auténtico sobre el arte reciente y antiguo siempre es relevante. Tercero, porque las actitudes y las generalizaciones a las que uno pueda llegar son parte de la naturaleza y la calidad del arte, y es absolutamente necesario que los artistas que se inician en este trabajo, que en el fondo no son estudiantes [sino artistas], sean educados por artistas de primer nivel, a quienes les guste lo que hacen y les guste su actividad como un todo, y asuman que el arte siempre tiene que ser de primer nivel. Los estudiantes de Albers fueron inteligentes al haberlo elegido como profesor, y tuvieron la suerte de que él hubiese estado ahí”.

    Piezas expuestas en la retrospectiva Judd (2020), en el Museum of Modern Art (MoMA), Nueva York, EE.UU.

    Estas tres razones sobre la importancia de la teoría del color de Albers sugieren lo que podríamos llamar una teoría de la continuidad del progreso y la educación, la que podemos oponer a una muy extendida teoría de la discontinuidad. Judd, en este y otros textos, invita a reconsiderar cómo entendemos el trayecto histórico del arte en el último siglo. El arte moderno, el arte del siglo XX, forzó a las instituciones del arte tradicional a acomodarse a él —y también expandió su institucionalidad por medio de la creación de los museos de arte moderno: su existencia era innegable e irresistible, ni detractores ni escépticos podían seguir ignorándolo—. El arte contemporáneo, en tanto, es una actividad eminentemente institucional, y no es posible entender la actividad artística actual sin referencia al aparato institucional público-privado que la acoge (las conversaciones suelen tratar tanto o más de gestión, museos, curaduría y coleccionismo, que de las obras mismas).

    ¿Cómo entender esto? El asunto clave es la transgresión. El arte contemporáneo no es transgresor por varias razones, y una de las más importantes es que no ha forzado ninguna nueva institucionalidad, como sí lo hicieron las vanguardias: hubo que crear este nuevo tipo de edificio, el museo de arte moderno, para acoger a estos nuevos objetos, en tanto las obras que se producen en la actualidad no tienen ningún reparo para alojarse ahí mismo. La evolución del arte moderno como arte contemporáneo puede caracterizarse como el desarrollo de una compleja institucionalidad para el arte que brotó “desde adentro”, desde la práctica misma del arte: el arte contemporáneo es entonces la continuación institucionalizada del arte moderno. Eso fue lo que identificó a un conjunto de prácticas artísticas iniciadas a fines de los 60 en distintas partes del mundo y que hoy se agrupan bajo el nombre de “crítica institucional”.

    El arte de comienzos del siglo XX, en cambio, sí fue transgresor, de ahí la necesidad de forzar una nueva institucionalidad o un “nuevo orden”, si se quiere, en tanto el arte que se produce en la actualidad sigue acogido a ese mismo orden, que ya no es tan nuevo.

    Es necesario interrogarse si es posible una continuación del arte moderno que no sea desde la institucionalidad que él mismo ocasionó, sino desde ese “tres o cuatro” del que habla Judd. El problema aquí es clásico en la historia del arte y la literatura: la imitación de los modelos. Esto lleva a la pregunta sobre la existencia o la posibilidad de un clasicismo en el arte, un refinamiento de lo hecho por Albers y otros artistas que Judd menciona en sus notas, a veces al pasar, a veces de manera recurrente: Lee Bontecou, John Chamberlain, Richard Paul Lohse, Agnes Martin y Leon Polk Smith, entre otros.

    Esta conexión que Judd hace entre arte y libertad es fundamental, pues el tratamiento que se le suele dar a este asunto es inverso, entendiéndose el arte como un efecto de la libertad. Esta idea lleva a pensar que, en aquellas sociedades que no son libres, el arte o está en peligro de extinción o es pura propaganda o está en cierto modo incompleto. El arte en las sociedades liberales, en cambio, se encontraría a salvo de estos problemas. En sus notas personales (…) se hace ver muy claro que Judd entendió la falsedad de esa idea.

    El interés de Judd por la teoría del color de Albers no es porque él quiera replicarla en sus propios trabajos, esa no es la razón de la imitación en sentido clásico. En su última conferencia-ensayo, Algunos aspectos sobre el color en general y sobre el rojo y el negro en particular (1994), Judd insiste en que el color es un problema abierto, infinito, y él mismo expone un bosquejo del método que ideó para usar el color en su obra. En lo que he identificado como una teoría de la continuidad en Judd, a propósito de la educación artística existe una preocupación por aquello que es útil: ese “tres o cuatro” es lo que nos dejó el arte moderno, sus “progresos y avances”, aquello de lo que podemos aprovecharnos y permite no tener que partir de cero, sino desde un poco más adelante para que, imprimiendo el mismo esfuerzo, se pueda llegar un poco más lejos. Otro asunto importante para Judd era la relación entre arte y política. Aun cuando en sus textos abundan las opiniones sobre la guerra, el Estado, la ecología y la organización de la economía, su obra estaba desprovista de referencias explícitas a cuestiones contingentes. A propósito de la cancelación de una exposición de Hans Haacke en el Guggenheim de Nueva York, en 1971, Judd escribe que una de las cosas que más le molestó fue que la censura a Haacke implicaba que la propia obra de Judd no era políticamente controversial. En una nota de 1991, a propósito de la muerte de su amigo, el astrónomo Harlan Smith, Judd dice que “quizás el trabajo de los artistas no se suma, como lo hace la astronomía, pero quizás las obras ayudan a medir la libertad que es necesaria para la ciencia. Si el canario en la mina deja de cantar y muere, es porque el aire se acabó y los mineros corren peligro”. Un año después, escribe: “Si bien tengo dudas sobre un fin social para el arte… creo que su mayor utilidad en este ámbito es que contribuye a la mantención de la libertad, la que es muy útil para el desarrollo de la ciencia y el conocimiento en general”.

    Esta conexión que Judd hace entre arte y libertad es fundamental, pues el tratamiento que se le suele dar a este asunto es inverso, entendiéndose el arte como un efecto de la libertad. Esta idea lleva a pensar que, en aquellas sociedades que no son libres, el arte o está en peligro de extinción o es pura propaganda o está en cierto modo incompleto. El arte en las sociedades liberales, en cambio, se encontraría a salvo de estos problemas. En sus notas personales —donde el tono es cada vez más pesimista— se hace ver muy claro que Judd entendió la falsedad de esa idea sobre el arte, y que lo que se muestra como condiciones aparentemente favorables puede ser también la causa de su disolución, la pérdida de su relevancia y seriedad, la muerte del canario silenciada por el ruido de la faena.

     


    Writings, Donald Judd, Judd Foundation / David Zwirner Books, 2017, 1.056 páginas, US$ 39.95.

  297. Recaer

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    No sé ni cómo llamarlos. Pecados no, desde el ojo religioso no los miro, ni los vivo. Gustos o debilidades tampoco, son algo más. Vicios, tal vez, pero eso carga una carga moral, un enlace a lo punitivo que no solo no me interesa atender, sino que buscaría, vivo buscando desatender. Por recaer entiendo lo obvio, volver a sucumbir en algo que sabemos que no nos beneficia, que nos rebaja: que no mostraría a un hipotético testigo o espía un lado nuestro edificante o digno siquiera, pero volvemos a eso, una y otra vez, atraídos como clip por un imán.

    El humano es el único ser vivo que tropieza dos o más veces con la misma piedra. Es el único que la busca, de hecho, a veces con arrojo y hasta con desesperación, para volver al tropiezo, para recaer y recaer en aquel charco, sea el que sea, que tanto goce como perjuicio le procura. “Las mejores promesas”, escribió Roque Dalton, “son las que dichas ardientemente / se violan luego con gran dolor / bajo la sombra de todos los remordimientos”.

    Excederse está en la ruta del recayente. El exceso es muchas veces la recaída misma. Excederse es ponerse a la altura de la parte maldita, como diría el filósofo, alinearse con ese excedente de energía, de recursos, de deseos que el mundo, mal repartidos, contiene. Permitir que el alcohol no solo caiga garganta abajo sino que chorree por manos y brazos al rebalsarse las copas en vehementes brindis de precario equilibrio y honda amistad. Mezclar alcoholes y humos y lo que surja, no prever la mala caña del día siguiente sino solo devorar el presente, engullir lo que se cruce, fumar lo que no se fuma, tragarlo todo como un pacman libidinoso.

    Excederse está en la ruta del recayente. El exceso es muchas veces la recaída misma. Excederse es ponerse a la altura de la parte maldita, como diría el filósofo, alinearse con ese excedente de energía, de recursos, de deseos que el mundo, mal repartidos, contiene.

    No todo derroche es oneroso, se puede permitir una actitud así en la pobreza, no en la extrema probablemente porque entonces la sobrevida es la única ley, pero de niño, recuerdo, con la mesada de 350 pesos iba al instituto de tecnología pesquera que había en el viejo pasaje viñamarino donde vivía y me la gastaba toda de una comprando en el kiosco 35 galletones Fruna bañados en chocolate, me los entregaban envueltos o semienvueltos más bien en servilletas de fuente de soda que se teñían con el chocolate derritiéndose mientras yo corría a mi pieza o debajo de los abedules a comérmelos en un breve lapso-festín de la impudicia. Y es un continuo. Reviso ahora unos diarios de vida y en la entrada del 4 de marzo de 2013 leo: “Le compro gomitas masticables a mi hija, le doy unas pocas y me como las demás con una voracidad que, a los 31 años, tengo que calificar de obscena”. Y si hoy, llegando a los 40, siento el deseo de masticables, voy y me compro cincuenta o cien. Y ojalá no muy finos sino gruesos, kegoles, para decirlo todo de una vez, ese calugón frutal con el que cultivo una relación duradera e inconmovible que ni con los Beatles. De intimidad, de décadas. He escrito sobre los kegoles varias veces. En 2014, por ejemplo: “Aunque puedo devorar Starbust y apreciar un buen caramelo alemán o canadiense, soy un pirigüín feliz en el pantano de la cochina industria chilena. El Kegol es para mí irreemplazable. Duro como piedra a veces, latigudo como mala poesía otras, puedo comerme los que sean en pocos minutos. Antes de ayer fui con mi mujer a almorzar a un restaurant. Al salir para comprarle cigarros, vi que el kiosquero tenía kegoles y le compré quince y me los comí en cuatro o cinco minutos, antes de volver. El organismo entero se endulza, las venas pesan, pero caigo y recaigo”.

    […]

    En pasarse de la raya con uno mismo hay un goce. Estirarse en la voluptuosidad. Dejarse caer. Cebarse solo, por ejemplo escuchando una canción no dos ni tres ni cuatro sino quince, veinte y sin problemas cincuenta veces durante los tres o cuatro días en que esa canción y solo esa canción te exalta o hunde o aleona justo ahí donde ansías exaltarte o hundirte o ser león. Llevo, por dar otro ejemplo, casi veinticinco años escribiendo sobre papel que pillo (y pizarra o vidrio empañado, nunca en paredes) una misma palabra, seis letras, pero letras gruesas, tridimensionales, multiformes, deformadas, danzantes, estiradas, imitando la escritura rapera de los años noventa que veía ejecutar a los compañeros del colegio al que llegué a Santiago a la edad de 15. La palabra que escribo era el tag, la firma o chapa de un compañero. Se la robé como se roban letras o bases en el hip hop. Llevo un cuarto de siglo escribiéndola, con y sin conciencia, cuando hablo por teléfono, cuando me toca escuchar alguna lata larga, cuando estoy nervioso o bloqueado u ocioso. Mazics. MAZ!CS. mAzÏCs. maZ1Cs. MAzIcS-oNes. “Ones” era el remate usual a esos rayados, no sé por qué –pero también lo replico. E iban unas comillas atravesadas no cerrando la palabra sino despegando de alguna de sus letras, por lo general la última, en este caso la S, quedando algo más o menos así: S=.

    MAz1Cs=…OnEs!

    Son recaídas y excesos sin sentido. Por eso lo tienen. Porque riman o entroncan con el sinsentido que nos subyace. Son la forma de un pequeño abandono. De un no importar. Es una especie de consolación en el desborde, dejarse ir. “Cómo miraré yo el río / que me parece que fluye / de mí…!”, escribió la cubana Dulce María Loynaz y esa es la sensación que se impone, la de algo arrancando desde nosotros con nosotros.

    La tacañería por eso es probable que sea la menos aguantable de las ruindades. Al pesado, al mañoso, al idiota o al neurótico se nos puede encontrar un lado, pero el avaro (como el latero) retiene y corta el flujo vital de goce que lleva al derroche y del que por añadidura pueden surgir, caldo de cultivo como es todo desborde, el baile, la carcajada y todos aquellos encantamientos en que el cuerpo y el alma, hartos ya de sí, salen por un rato al sol, al encuentro de otros.

    La tacañería por eso es probable que sea la menos aguantable de las ruindades. Al pesado, al mañoso, al idiota o al neurótico se nos puede encontrar un lado, pero el avaro (como el latero) retiene y corta el flujo vital de goce que lleva al derroche y del que por añadidura pueden surgir, caldo de cultivo como es todo desborde, el baile, la carcajada y todos aquellos encantamientos en que el cuerpo y el alma, hartos ya de sí, salen por un rato al sol, al encuentro de otros, en lo que constituye quizás el más genuino de todos los encuentros, aquel de dos o más cuerpos y almas que se buscan no por un vacío inicial sino por el vacío terminal, ese con el que se enfrenta hasta el más intrépido ermitaño, la insuficiencia que nunca ninguna demasía saciará pero que por lo mismo buscaremos y buscaremos colmar con excesos, recayendo y recayendo y recayendo en el afán porque esa carencia es irreductible, como lo pinta Lucrecio al hablar de los amantes en La naturaleza de las cosas: “… y estrechan codiciosamente el cuerpo / de su amante, mezclando aliento y saliva, / con los dientes contra su boca, con los ojos / inundando sus ojos, y se abrazan / una y mil veces hasta hacerse daño. / Pero todo es inútil, vano esfuerzo, / porque no pueden robar nada de ese cuerpo”.

    Recaer es volver, contra las rejas de la propia vigilancia mental, contra las advertencias médicas o siquiátricas, contra las prevenciones amistosas, a aquello que nos sacía y desestabiliza. Es incluso haber sido un perfecto imbécil y volverlo a ser.

    Con el cigarro supe no recaer. O no supe recaer, para decirlo de acorde a este predicamento. Dejé de fumar de un día para otro hace once años después de haber fumado durante quince, desde los 13, una cajetilla al día. Y cualquier fumador sabe que una cajetilla al día es siempre en realidad una cajetilla y media. O dos. De eso se trata. De más, más, más. Quizás por qué se impuso en mí la prudencia pulmonar, tampoco es que me arrepienta de haberlo dejado, pero cuando escucho que algún familiar o amigo lo menciona como un triunfo de mi voluntad, secretamente farfullo que no, que al contrario, que se trata de una derrota, de una recaída a cuya altura no supe estar.

     

    Fotografía: Emilia Edwards.

     


    Todo puede ser, Vicente Undurraga, Mundana Ediciones, 2022, 150 páginas, $12.000.

    Lanzamiento en librería Kalimera (Seminario 291, Providencia). Miércoles 7 de diciembre a las 19 horas. Presenta: Martín Hopenhayn.

  298. La arquitectura efímera

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    Como John Berger observa en About Looking (1980), una visita al zoológico siempre es un poco decepcionante: el zoológico, dice Berger, es parecido a un museo, pero de otro tipo; los visitantes caminan desde una reja a otra, como en una galería, e invariablemente terminan con un sentimiento de frustración. Se preguntan donde están los animales, si están durmiendo, escondidos o —la pregunta favorita de los niños—muertos. “El propósito público del zoológico es ofrecer a sus visitantes la oportunidad de mirar a los animales. Pero en ninguna parte del zoológico el extraño es capaz de encontrar la mirada de un animal. En el mejor de los casos, la mirada del animal destella y luego sigue su paso”, escribe.

    Pero los zoológicos retienen el carácter de pertenencia a un mundo viejo, como residuos de un tiempo que pensamos era mucho peor y menos atento al planeta que el nuestro… En el zoológico de Londres, esos residuos están inscritos en la arquitectura, un microcosmos de la evolución de distintos estilos históricos y un registro de las cambiantes actitudes con respecto a la naturaleza y el bienestar de los animales. La mirada del animal en Berger que destella y pasa de largo está siempre tapada por las barras de una reja, las colinas de una montaña artificial, unas cuerdas colgando de la rama de un árbol muerto. Diez edificios del zoológico están listed, el término que se usa en el Reino Unido para indicar las construcciones que están, tal cual, en una lista de conservación y por ello no se pueden demoler o alterar.

    Aunque el zoológico de Copenhague ha empezado a comisionar edificios a arquitectos de renombre, el de Londres todavía se supone el más valioso del mundo arquitectónicamente, con animales exóticos al interior de un palacio, como en Versalles. Su construcción más famosa, el Penguin Pool, invariablemente confunde a los visitantes: no ha acomodado a ningún pingüino desde hace décadas —el concreto no es bueno para sus articulaciones y, como es una piscina abierta, tampoco para su apareamiento porque no tienen dónde esconderse—, pero como está listed en Grado 1 (el que más protege) ni siquiera se le pueden remover las letras al costado que dicen Penguin Pool. En una honesta lección de las barbaridades de la historia, la piscina desierta tiene un letrero reconociendo lo inadecuada que es para los animales, a pesar de sus credenciales arquitectónicas.

    El recorrido regular del zoológico termina en el Snowdon Aviary, pero pocas personas llegan a esa parte donde no hay restoranes ni tiendas, tampoco se venden helados. Sin duda, la construcción más linda del zoológico personifica las ideas del arquitecto que lo diseñó, Cedric Price, y también un poco el ánimo de la ciudad: elegante e imponente, pero a la vez modesto e ingenioso. Construido en los años 60, se pensó como un edificio que se movería según el vuelo de sus pájaros, lo que permite un efecto liviano y mínimo.

    En contra de la megalomanía tradicional de la arquitectura, Price creía que los edificios no deberían idearse estética ni funcionalmente para el futuro. En su trabajo, la arquitectura es solo una forma de conexión, un puñado de gestos no muy distintos de los de un ingeniero, que son capaces de generar ciertas formas de interacción, conocimiento o entretención. Por lo mismo, se abstuvo de construir muchas veces en su vida, al aproximarse a proyectos y luego concluir que la mejor solución para un determinado espacio era no hacer nada (esta pajarera es uno de sus muy pocos diseños que sí construyó). Los edificios debían ser baratos, fáciles de levantar y de botar, sin el peso de la tradición ni el potencial de la gloria eterna. De lo contrario, siendo tan lenta y sólida, la arquitectura llega tarde a todo.

    Irónicamente, la pajarera también está listed. Ni siquiera lleva el nombre de Price sino de Lord Snowdon, el fotógrafo que estuvo casado con la Princesa Margarita, quien fue contactado originalmente para este proyecto y fue el primero en tomarle una foto.

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    Price también es responsable de otro de los edificios de culto en la ciudad, el Fun Palace, un proyecto en el que trabajó por más de 20 años junto a la productora teatral Joan Littlewood, pero que nunca levantó. El diseño original reunía una síntesis de discursos, teorías y principios: cibernética, informática, situacionismo y teatro, entre otros, que se confabulaban en la creación de un edificio improvisado, que solo sería un marco para la interacción entre personas. Usando grúas para mover y acomodar una serie de módulos prefabricados, la idea era que los usuarios ocuparan este espacio para crear su propia “Universidad de la calle” o “Laboratorio del placer”, en la cual no habría nada permanente ni ningún legado. El único elemento fijo sería un enrejado con columnas y vigas de acero, mientras que todo el resto —teatros colgantes, espacios para todo tipo de actividades, escenarios y pantallas— estaría formado por unidades modulares, que se armarían y desarmarían según las necesidades de los usuarios, y que en los dibujos de Price aparecen proyectados como espacios amplios y con nombres tan generales como “niños”, “bodegas”, “noticias”, “movimiento”. Esta era la interpretación de Price de las teorías de la cibernética y la informática, junto a una filosofía igualitaria del placer y el espíritu libre.

    Como en casi toda la obra de Price, el Fun Palace proponía el reverso de la arquitectura tradicional: lo ordinario como lo opuesto al monumento, la liviandad en vez de lo sólido, lo efímero y permeable como una mejor alternativa a lo fijo e inmutable. (…) Price se oponía a cualquier legado forzado de arquitectura supuestamente noble; por lo tanto, su idea era que el Fun Palace se desmantelara máximo en una década.

    El Fun Palace estaba mucho más cerca de ser un modelo de participación social que un espacio para lo teatral: la misma Littlewood decía que no había ido a ver una obra de teatro desde los 15 años. Price, por su parte, creía que el teatro tradicional no era más que un montón de personas mirando para el mismo lado, solo para ver una conclusión determinada de antes.

    Como en casi toda la obra de Price, el Fun Palace proponía el reverso de la arquitectura tradicional: lo ordinario como lo opuesto al monumento, la liviandad en vez de lo sólido, lo efímero y permeable como una mejor alternativa a lo fijo e inmutable. Algunos de sus proyectos tenían incluso ejemplos físicos de antisolidez, como barreras ópticas, humo o cortinas de aire caliente. Price se oponía a cualquier legado forzado de arquitectura supuestamente noble; por lo tanto, su idea era que el Fun Palace se desmantelara máximo en una década.

    Pocos saben que Price sí construyó una versión pequeña o un piloto del proyecto original no lejos del zoológico, al lado de la estación de trenes de Kentish Town West, otra serie de módulos prefabricados para albergar a la institución de arte comunitario InterAction, que además de su trabajo con las artes tenía una serie de funciones extra, como una editorial, una productora de películas y otras. En la estructura modular de Price, formada por unos cubículos rectangulares, un grupo de danza podía estar ensayando, mientras algunos niños aprendían a leer y un abogado les daba asesoría legal a inmigrantes sin documentos; al día siguiente ese espacio se podía desmantelar para instalar un escenario para una obra de teatro. En 2003, cuando InterAction ya no funcionaba ahí y el municipio decidió demoler la estructura, se generó una campaña local para salvar la construcción y darle el estatus de listed. Price también hizo campaña, pero para lo contrario: quería que su edificio se demoliera, fiel a su principio de que la arquitectura es un objeto para ser consumido, como la comida, y después evacuado lo antes posible.

    Uno de los proyectos de InterAction fue la obra de teatro The Last Straw, sobre un grupo de granjeros que están tan enojados con las carreteras que deciden ir a excavar un hoyo en la ciudad para plantar una granja en el medio. Cuando llegó el momento de hacer el escenario, se dieron cuenta de que no había ninguna diferencia entre traer animales, establos y rejas al teatro, o hacer una granja de verdad, por lo que optaron por lo segundo. Usando un terreno sin uso que corre al lado de la línea del tren en el mismo barrio, en 1972 fundaron la Kentish Town City Farm, pionera del movimiento de granjas urbanas en el Reino Unido, a su vez inspirado por un movimiento similar en Holanda.

    El espíritu de la granja urbana opuesto al de la lógica contemplativa del museo o el zoológico: en muchas de ellas, los niños pueden ir a trabajar de voluntarios en vacaciones o participar en fiestas como el Apple day en otoño, donde se hace jugo y se compite por quién corta la cáscara de manzana más larga, sin interrupción. Leí un informe sobre la preservación de la arquitectura de la granja en Kentish Town, formada por establos victorianos, una estación de trenes de los años 50, algunos cobertizos, otras construcciones en ruinas y una serie de técnicas DIY (abreviatura de Do it Yourself). Los expertos concluyeron que cualquier intento de remodelación debía preservar lo informal y lo azaroso, su arquitectura de lo precario.

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    El Fun Palace de Price y Littlewood estaba inspirado en la filosofía igualitaria de los siglos XVIII y XIX, con sus lugares de paseos o pleasure gardens, como Vauxhall y Ranelagh, para caminar y pasar el rato. En su forma más contemporánea, el parque de entretención como tipo se originó en Coney Island, que venía atrayendo a visitantes de Nueva York desde el 1800 y después construyó parques temáticos definidos, con edificios de fantasía, juegos mecánicos y diversión de masas basado en el asombro y la electricidad (el arquitecto Rem Koolhas, en su clásico libro de 1978, Delirious New York, discute como Coney Island sirvió de laboratorio para la construcción de Manhattan como una ciudad frenética y congestionada).

    En Inglaterra, los primeros parques de entretenciones se construyeron precisamente en los lugares donde alguna vez hubo pleasure gardens, añadiendo la modernidad del espectáculo, la tecnología y el consumo que ya se había instalado con las construcciones tempranas de tiendas de departamentos y las primeras versiones de ferias universales.

    Esta arquitectura del placer o del asombro, y las ideas de Price sobre la saludable obsolescencia de las construcciones dan otra mirada a las ideas estáticas de conservación y patrimonio: podemos hablar de preservar formas de hacer y de habitar, en vez del contenedor que guarda esas prácticas.

    La académica británica Josephine Kane pasó años investigando los parques de Dreamland en Margate, Kursaal en Southend y Pleasure Beach en Blackpool, junto a sus encarnaciones en Londres, para escribir un libro llamado The Architecture of Wonder, que finalmente se publicó como The Architecture of Pleasure, porque al editor le pareció que con ese título vendería más copias. La premisa de Kane es que la historia de la arquitectura de la entretención se ha olvidado de poner atención a estas construcciones, porque su carácter transitorio las vuelve inestudiables. El circo, la discoteca de playa, el parque de diversiones, a veces aparecen en primavera y vuelven al año siguiente, con pocos elementos fijos, otros semipermanentes y algunos que cambian cada vez. Además, su construcción no corresponde a ningún estilo ni tradición arquitectónica, sino más bien al gusto por lo exótico, la estética de la playa, la maravilla de la tecnología nueva, el encandilamiento de las luces. Para Kane, su carácter moderno no es solo la aspiración a una cierta trascendencia tecnológica basada en la fantasía y el hedonismo, sino el hecho de usar la tecnología disponible con el único propósito de generar entretención, por ejemplo, los avances en el transporte y la industria aplicados al sistema que hace funcionar la montaña rusa. En vez de aproximar estas formas de juego con el argumento de lo carnavalesco (el carnaval entendido como un recreo o transgresión de las reglas y la total mezcolanza de las clases sociales), Kane las ve como un espacio inclusivo y diverso, comprometido con explorar las posibilidades infinitas del presente.

    Esta arquitectura del placer o del asombro, y las ideas de Price sobre la saludable obsolescencia de las construcciones dan otra mirada a las ideas estáticas de conservación y patrimonio: podemos hablar de preservar formas de hacer y de habitar, en vez del contenedor que guarda esas prácticas.

    El más reciente intento de revivir el Fun Palace fue para las Olimpiadas de Londres de 2012. Aunque fracasó, cada octubre se celebra la Fun Palace Initiative, basada en el mismo principio de democracia cultural en todo el país: cualquier persona puede construir su propio Fun Palace a escala local, colgándose del espíritu y de la gráfica del proyecto original. Se hacen Fun Palaces en bibliotecas locales, piscinas públicas, universidades, centros comunitarios. En la versión 2020 hubo 364 Fun Palaces en 11 países, algunos solo online y otros organizados con distancia social.

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    El pabellón es otra forma arquitectónica efímera que ha hecho su marca en varios países de Europa. Proviene de construcciones utilitarias y al mismo tiempo heráldicas y ornamentales, que aparecieron en Roma en un contexto militar y eran descritos entonces como papilios o mariposas, porque aparecían repentinamente en el paisaje (Asia, en cambio, tiene una historia más larga y diferente de sus propios pabellones, muchos de ellos permanentes). En Inglaterra se multiplicaron en la época victoriana, pero con formas tampoco del todo definidas, que incluyen la pérgola, el bandstand o quiosco de música, algunas de las construcciones más sencillas del zoológico y otras formas asociadas a la cultura de la exhibición y el espectáculo: mostrar colecciones, tesoros coloniales, objetos raros. Hasta el Fun Palace de Price se ha caracterizado, a veces, como una forma de pabellón, probablemente por lo efímero y fluido.

    También está la versión kitsch de los pabellones que se mandan a las exposiciones universales, como la celosía mexicana en el caso de Frida Escobedo el 2018. Es una forma un tanto conceptual de expresar la identidad y el patrimonio, pero tan rara como andar vestido con el traje típico; extraña, sobre todo, cuando el proceso entero de comisión, financiamiento y producción está determinado por el flujo mundial del capital financiero.

    A pesar de la invitación a “interactuar” con el objeto que cada año hace la galería Serpentine, en Hyde Park, no es difícil ver un problema en la ilusión de democracia con la que se viste: la agenda vacía del “impacto” K y el manejo de “audiencias”, la escenografía de una supuesta participación social que oculta las bambalinas de la privatización de los espacios públicos y el marketing global de las artes.

    El pabellón, en esta forma, me hace recordar una de mis frases favoritas de Price —quien tenía un brutal y divertido manejo del lenguaje, y hablaba frecuentemente a capella en premiaciones, clases, conferencias—, tan cierta como todas las otras, pero mucho más económica: cuando un arquitecto que trabajaba en su estudio le dejó un dibujo en el escritorio para el proyecto Magnet —un boceto de una estructura redonda parada encima de algo que parece un sistema hidráulico—, Price se lo devolvió con una simple frase escrita a mano sobre el costado de la hoja: “Bonito boceto, pero demasiada arquitectura”.

     

    Fotografía: Aviario del zoológico de Londres.

  299. Los desvíos subversivos de Kate Chopin

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    La escritora estadounidense Kate Chopin (1850-1904) fue ante todo una mujer que caminó. Sus paseos solitarios dieron origen a varios rumores y conjeturas mientras vivió en el pueblo de Cloutierville, un territorio rural donde no era bien visto que una madre de seis hijos anduviera a caballo, leyera y fumara en el espacio público. Era como un fantasma exótico que transita consciente de la incomodidad que genera en los vivos. Pero asume su condición de fantasma. Y no se eleva ni oculta. Se muestra con el fervor del espanto.

    Chopin, como la mayoría de las mujeres de mediados del siglo XIX, fue una intelectual autodidacta. Sin educación superior, bilingüe y melómana, a temprana edad leyó a Austen, Victor Hugo, Dickens, Shakespeare, Dante y a las hermanas Brontë. Desde pequeña escribía cartas, diarios y ensayos. De hecho, llamó Lélia a su única hija en honor a George Sand, a quien admiró vital y literariamente. Me atrevería a decir que caminar fue otra de sus fuentes de pensamiento y autoeducación. Sus personajes, así como la Elizabeth Bennet de Jane Austen o la Agnes Grey de Anne Brontë, son mujeres que recorren largas distancias a pie. Trazan su propio mapa interior en la medida en que avanzan o se pierden. Como dice Rebecca Solnit, “un modo de hacer el mundo a la vez que estar en él”.

    Para la autora, caminar significó subvertir los límites de la vida privada, abrirse a las zonas grises de la contemplación: “Siempre me han dado pena las mujeres a las que no les gusta andar. Se pierden tantas cosas, tantos pequeños detalles de la vida y las mujeres aprendemos tan poco de la vida en general”, escribe en El despertar, su segunda novela. Bajo un prisma semejante, Tonie, protagonista del cuento “At Chênière Caminada”, recorre una isla de extremo a extremo sin razón aparente. Al llegar donde su madre es incapaz de narrar su caminata, cualquier intento por describirla es inútil, pues pareciera que, para Chopin, caminar no fuera otra cosa que experimentar la libertad y grabarla con los pies. Establecer un diálogo íntimo entre el entorno y las huellas interiores de quien camina. Elemento no solo exclusivo de su ficción, sino también de su biografía. A pesar del estigma social que entrañaba pasear sola, Chopin dedicaba horas a recorrer las calles, el City Park y los cementerios de Metairie.

    Pareciera que, para Chopin, caminar no fuera otra cosa que experimentar la libertad y grabarla con los pies. Establecer un diálogo íntimo entre el entorno y las huellas interiores de quien camina. Elemento no solo exclusivo de su ficción, sino también de su biografía. A pesar del estigma social que entrañaba pasear sola, Chopin dedicaba horas a recorrer las calles, el City Park y los cementerios de Metairie.

    Sus caminatas por las distintas ciudades y pueblos en los que vivió no solo constituyeron momentos reveladores para la escritora. También gatillaron una amistad fugaz que marcaría su obra. Corría 1872. New Orleans se consolidaba como un puerto cosmopolita, la cuarta ciudad más grande de los Estados Unidos. Chopin tenía apenas 22 años y faltaba un par de décadas para que publicara algo. Los escasos momentos lejos de la vida doméstica y la maternidad, los destinaba a recorrer las calles o a ver espectáculos de música y teatro. Se dice que en uno de esos paseos conoció a Edgar Degas, quien entonces tenía 39 años y pasaba unos meses en la capital de Louisiana. Sus conversaciones fueron aparentemente intrascendentes; anécdotas y chismes, posiblemente, en francés. De todo lo que hablaron durante su amistad fortuita, hubo dos historias del pintor que determinaron lo que años después sería El despertar, la novela más conocida de Chopin y una de las obras angulares de “la nueva mujer” norteamericana. Degas le contó sobre una amiga artista llamada Edma Morisot, hermana de la impresionista Berthe Morisot, quien abandonó todo y se fue de París para llevar una vida conyugal que la deprimió irremediablemente: nunca volvió a pintar. También se divertían chismeando sobre un vecino del pintor, desagradablemente siútico y cuya esposa, a todas luces, no lo amaba. Lo cierto es que estas anécdotas fueron fundamentales para la creación de Edna Pontellier, la protagonista de El despertar.

    En 1888, con 38 años, Chopin fundó el primer salón literario de Saint Louis, su ciudad de origen. El lugar se hizo famoso por reunir a los artistas e intelectuales más reconocidos de la época. En simbiosis con esos diálogos y encuentros, ella decidió dar a conocer su obra. Curiosamente, lo primero que publicó no fue de carácter literario, sino una pieza musical. En 1890, sin embargo, editó con su propio dinero su primera novela, At Fault, que abordó el divorcio y el alcoholismo en la mujer. En 1894 fue el turno de su primer conjunto de relatos, con un prestigioso sello de Boston, al que le siguió un segundo conjunto, A night in Acadie, con menor repercusión que el anterior. Los años que vinieron los dedicó a traducir cuentos de Maupassant y a escribir El despertar. “Tal vez es mejor despertarse, incluso para sufrir, que ser víctima de una ilusión toda la vida”, concluye la protagonista al acercarse el final de la historia. Una pintora que, abatida por la vida matrimonial y movida por un ferviente impulso creativo, abandona su familia para armar su cuarto propio donde pintar y descubrirse a sí misma. Una “Madame Bovary criolla”, la llamó peyorativamente la crítica estadounidense. Ello implicó que su editor, Herbert S. Stone, cancelara la siguiente publicación. Chopin nunca se recuperó de las críticas demoledoras que supuso El despertar. Se deduce que luego de aquello, y tras una serie de pérdidas de seres queridos, su salud empeoró. Murió el 22 de agosto de 1904. Pasaron 60 años para que, gracias a los movimientos de derechos civiles y de emancipación femenina, la novela volviera a circular.

    Edna, al igual que Chopin, es alguien que hizo de sus caminatas un encuentro espiritual de revolución interior y que, seguramente, de no haber caminado como lo hicieron, nunca hubieran descubierto eso que ocultaban al mundo. El despertar refleja a una autora que antes de pensar en grandes héroes y relatos, se observó a sí misma con un microscopio. Tocó la fibra atemporal del dolor humano. Construyó el espesor de sus personajes en el margen de la soledad y el debate consigo misma. “Podía hacer lo que quisiera con el aspecto exterior, pero el interior estaba mucho más fuera de su alcance de lo que él imaginaba”, escribió Charlotte Brontë en Jane Eyre. En un diálogo casi directo, Edna Pontellier tiene una revelación: “Muy pronto había aprendido a vivir esa dualidad vital de forma instintiva: la vida externa que se conforma y la interna que se cuestiona”.

     


    El despertar, Kate Chopin, Cátedra, 2012, 296 páginas, $23.000.

  300. Mirando dentro del antropoceno

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    ¿Cuál es la diferencia entre una ciudad y un humedal? ¿Qué ocurre con una fábrica y un bosque? ¿Qué separa los entornos que construye la “naturaleza” y los que construyen los humanos? Si bien esto podría haber sido una cuestión abstracta para filósofos en un momento dado, ya no lo es más. Transcurridas décadas de lo que apropiadamente se ha llamado “la crisis climática”, los humanos ahora se enfrentan a un planeta que ha cambiado profundamente debido a nuestras actividades colectivas. En nuestra lucha para encontrar una respuesta, y si tenemos suerte, salvarnos, la relación entre los humanos y la naturaleza se está reconstruyendo.

    Esa reconstrucción en curso es el foco del nuevo libro de Elizabeth Kolbert, Bajo un cielo blanco, con el subtítulo: “Cómo los humanos estamos creando la naturaleza del futuro”. Y como ella nos muestra, es un proyecto que no es claro, limpio o seguro.

    Kolbert es bien conocida como la autora superventas del libro La sexta extinción. Sus informes presentaban, desde la conversación en la literatura científica al conocimiento común, la continuidad del evento de extinción masiva que entonces estábamos inadvertidamente causando. En este nuevo libro, Kolbert una vez más mira dentro del cañón del fusil del Antropoceno, la nueva era geológica donde la actividad humana representa la fuerza más poderosa que configura la maquinaria de la evolución planetaria de la Tierra. Tempranamente en el libro, Kolbert enumera los sorprendentes hechos de esta nueva Tierra del Antropoceno: “A día de hoy, los humanos hemos transformado de manera directa más de la mitad de las tierras emergidas y no heladas del planeta, unos 70 millones de kilómetros cuadrados, y, de manera indirecta, el resto. Hemos embalsado o desviado la mayoría de los grandes ríos. Nuestras plantas de abonos y cultivos de leguminosas fijan más nitrógeno que todos los ecosistemas terrestres, y nuestros aviones, coches y plantas de energía emiten unas 100 veces más dióxido de carbono que todos los volcanes juntos. (…) Humanos y ganado suman más biomasa que todos los otros vertebrados juntos, excluyendo los peces. En la edad del hombre, no hay ningún lugar —y eso incluye las más profundas fosas de los océanos o el centro de la capa de hielo de la Antártida— donde no se pueda encontrar ya la huella de algún Viernes”.

    La consecuencia del extraordinario poder que estamos ejerciendo sobre la Tierra es que el planeta está cambiando. Se está deslizando fuera del estado en que lo encontramos hace 10 mil años, cuando terminó la última edad de hielo. Pero este nuevo planeta parece que va a ser mucho menos hospitalario para nuestro “proyecto de civilización” que aquel con el que habíamos comenzado. En respuesta a este hecho aleccionador, las comunidades de todo el mundo están tratando de cambiar los impactos inadvertidos en el mundo natural hacia el control consciente e intencional. El libro de Kolbert está, en lo esencial, informando desde la primera línea en el frente acerca de estos esfuerzos frenéticos.

    Lo que es tan iluminador en los escritos de Kolbert es ver la transformación planetaria reducida a la escala humana. Lograr un buen Antropoceno, si existe tal cosa, solo sucedería como resultado de millones de personas en millones de comunidades haciendo experimentos. Ellas intentarán millones de maneras de alterar, ajustar y adjudicar los procesos naturales que ya alteramos por error.

    Bajo un cielo blanco se descompone en tres partes. La primera, “Río abajo”, cuenta dos historias: la primera es el esfuerzo por administrar y controlar las poblaciones de peces asociadas con los ríos en el Medio Oeste. La historia es en realidad sobre el río Chicago, pero, como Kolbert se esfuerza por demostrar, el gran problema en gestionar el Antropoceno es que todo está conectado a todo lo demás. Una especie como la carpa plateada introducida en un estanque de Arkansas puede, eventualmente, encontrar su camino para dominar los lagos en Illinois. En la segunda historia, Kolbert habla del esfuerzo igualmente complicado para enfrentar el ahogamiento del delta del río Mississippi de Louisiana, lo cual es una consecuencia del vasto esfuerzo en el siglo pasado por domesticar ese mismo río.

    La segunda sección del libro, “Tierra adentro”, detalla los intentos por salvar especies y ecosistemas de los impactos que provocamos, mientras que la tercera, “Al aire”, cuenta la historia de la “geoingeniería”, donde el calentamiento global es contrarrestado no al reducir los combustibles fósiles, sino literalmente reconfigurando la atmósfera. Como muestra Kolbert, las consecuencias no deseadas de la geoingeniería pueden ser bastante aterradoras. Un plan para enfriar el planeta al rociar pequeñas partículas que reflejan la luz solar muy alto en el aire convertiría el cielo azul en uno blanco.

    Lo que une los informes de Kolbert en todas estas historias es la sensación de escala que viene con los problemas que enfrentamos al buscar un resultado razonable para nuestro Antropoceno, un “buen Antropoceno” como algunos lo llaman. Durante más de una década, he estado pensando en el Antropoceno desde mi perspectiva de astrónomo; esto significa que lo veo desde un punto de vista de 10 mil años luz, donde aparece como una transición planetaria, muy parecida a las otras grandes transformaciones que la Tierra y su vida han atravesado antes. Lo que es tan iluminador en los escritos de Kolbert es ver la transformación planetaria reducida a la escala humana. Lograr un buen Antropoceno, si existe tal cosa, solo sucedería como resultado de millones de personas en millones de comunidades haciendo experimentos. Ellas intentarán millones de maneras de alterar, ajustar y adjudicar los procesos naturales que ya alteramos por error. Con un considerable humor, Kolbert nos muestra cuán lleno de tensión será ese proyecto.

    Lo que hace que Bajo un cielo blanco sea tan valioso y una lectura tan convincente es que Kolbert cuenta mostrando. Sin machacar la cabeza del lector, ella deja claro lo lejos que estamos de un mundo de una naturaleza no perturbada, perfectamente equilibrada, y también hasta qué punto todavía debemos buscar encontrar un nuevo equilibrio para el futuro del planeta que aún nos tiene, a nosotros los humanos, dentro suyo.

     

    Este artículo apareció en la revista NPR, en febrero de 2021. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Bajo un cielo blanco, Elizabeth Kolbert (traducción de J. L. Riera), Crítica, 2021, 214 páginas, $14.900.

  301. Demian Schopf: “El mundo está asolado por la violencia que produce la desigualdad, por el neoliberalismo”

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    El 24 de octubre de este año, la cuenta de Instagram del MAC (Museo de Arte Contemporáneo) subió una serie de fotos del montaje de una exposición, con la siguiente descripción: “(…) proceso de trabajo de ‘Hechizas’ muestra del artista Demian Schopf, curada por Sebastián Vidal. ¡Les esperamos el próximo jueves 3 de noviembre a las 19.00hrs!✨”. En las fotos puede verse un equipo de trabajo colgando una gran cantidad de estoques en una sala del museo y, es de suponer, mucha gente buscó más información que la que ese post ofrecía, porque pronto comenzaron a aparecer decenas, cientos (ya van más de mil) comentarios respecto de la procedencia de estas armas y el trato que Schopf les estaba dando al exponerlas, descontextualizadas, como piezas de museo. Una de las críticas más repetida refiere al título mismo de la muestra. Al respecto, el artista dice: “Para algunas personas, el título confunde erráticamente una escopeta hechiza con un estoque, sable o platina, pero eso no es efectivo. ‘Hechizas’ se refiere a los objetos que han sido adaptados, o que son hechos a mano. Hay antenas hechizas, arreglos hechizos, radios hechizas, etc. Yo pensé que ‘hechizas’ sonaría mejor que ‘hechizos’, que conserva demasiada relación con lo mágico-animista del hechizo entendido como encantamiento. Es un juego de lenguaje, a fin de cuentas, no una confusión. No es que yo haya hecho una exposición de corbatas y le haya puesto ‘humitas’. Me llama bastante la atención, eso sí, que en el mundo del arte, que supuestamente es el lugar de las figuras retóricas, se produzcan este tipo de confusiones”.

    ¿No pensaste que pudiera pasar algo así?
    Mira, rara vez las muestras que se producen en el medio del arte trascienden ese medio. La mayoría de los que postean ahí tampoco es gente de la cárcel, son pintores, dibujantes de manga, grafiteros, qué sé yo. Pero ligados al mundo del arte. La gente de la cárcel, que también conozco por amigos que tienen amigos que han estado presos, que incluso se dedican a cosas no lícitas, más bien se sienten homenajeados, agradecidos. Resulta sorprendente que a estas alturas la gente crea que el arte es una cosa hecha a mano, pintada a mano, eso es desconocer desde el siglo XIX hasta el XXI, no entender el arte moderno ni el de vanguardia ni el contemporáneo ni nada, uno realmente se pregunta si esta gente tiene alguna formación universitaria o son autodidactas.

    Hechizas (2022), instalación. Mural de sables y estoques, muro poniente de la sala zócalo del MAC. Fotografía: Marcelo Cruzat.

    Un ensayo sobre la violencia

    Los estoques se exponen en el zócalo del museo y están dispuestos a lo ancho de tres paredes que rodean un espacio vacío, evocando así el patio de una cárcel y sus rejas. Junto a ellos, varias pantallas de celular proyectan, oración a oración, un ensayo sobre la violencia escrito por el artista. Pero antes de entrar a esta sala también se encuentra otro celular, cuya pantalla está trizada, donde se muestra un mapa con “algo” marcado. Ese algo es Demian Schopf. Junto a él, una nota: “Celular que muestra geolocalización levemente alterada del artista por razones de seguridad personal (en caso de aparecer un aviso de actualización de software, por favor rechazarlo). 60 x 60 x 224 cm”.

    No es la primera vez que Demian Schopf (Frankfurt, 1975) trabaja con pantallas y máquinas: en 2006, para su instalación Máquina Cóndor, programó un software que realizaba búsquedas en Internet entre los principales periódicos del mundo. Examinando el mundo a través del filtro de la prensa, es decir, analizando noticias, en particular las relativas a la guerra y la economía, el software extraía de ellas las palabras que más se repetían y, acto seguido, las insertaba dentro de una estrofa de un poema del español Luis de Góngora (1561-1627), cuyas combinaciones eran proyectadas en televisores sin carcasa por 30 segundos, para luego desaparecer. Por esa instalación obtuvo el premio Altazor en 2007. Y más tarde, en 2009, presentó Máquina de coser, un experimento de inteligencia artificial en forma de chat que aprende y modifica su comportamiento lingüístico de acuerdo al uso que el público le va dando, reflejando así la condición esencialmente dinámica de los lenguajes naturales.

    ¿Por qué decidiste poner en Hechizas una pantalla trizada?
    Porque una de las cosas más bonitas que tiene la estética de las artes visuales es el glitch o error o el accidente. Puede entenderse como un ejercicio de forma y color, es decir de pintura, tal como lo entendía Paik con su televisión abstracta.

    Ese celular expone tu ubicación todo el tiempo. ¿Piensas en eso durante el día? ¿Te da miedo?
    No, porque le puse un leve desfase de unas cuadras, anticipando un poco lo que iba a pasar. Aunque yo lo que pensaba era que los que se iban a enojar era alguna gente de derecha, [diciendo] “esto es una apología a la delincuencia”, qué sé yo. Pero me interesa más la analogía entre la tobillera electrónica, que es un GPS, y el celular, que en el fondo es una tobillera electrónica que la llevamos todos, y no estamos privados de libertad, pero está toda nuestra información ahí. Foucault estaría fascinado con este aparato. El celular sabe lo que escuchas, lo que comes, todo lo que buscas.

    Me interesa más la analogía entre la tobillera electrónica, que es un GPS, y el celular, que en el fondo es una tobillera electrónica que la llevamos todos, y no estamos privados de libertad, pero está toda nuestra información ahí. Foucault estaría fascinado con este aparato.

    ¿Cuándo fue la primera vez que viste un estoque de cerca o tuviste uno entre tus manos?
    Fue una vez que estaba paseando por la feria de la Avenida Argentina, en Valparaíso. Vi un cuchillo cuyo mango parecía la pata de un catre y cuya hoja era un acero no muy bien afilado. Había también unos rastrillos hechos con estos alambres que se usan de esqueleto en construcción y le pregunté a la persona por esos objetos y me contó que había estado preso y había aprendido a soldar y que los estaba vendiendo como herramienta. Entonces me compré esas herramientas, todas, y tres años después un primo mío, que arma y desarma motos en el persa Bío Bío, me contó que entre su grupo de amigos motoqueros había alguien que había estado privado de libertad. Entonces le pedí a esa persona que me fabricara un estoque. Y me lo fabricó. Y después le pedí al asistente de una novia que yo tenía, que era escultora, que me fabricara una réplica de ese estoque, pero en una escala menor.

    ¿Cuándo se te ocurrió exponerlos como piezas de museo?
    Se me ocurrió escribiendo un paper para un curso que tenía sobre lógica modal cuando estudié Filosofía en la Chile. La lógica modal es la lógica de los mundos posibles y sostiene que básicamente todo es variable, menos el nombrar. Ahí usé estos estoques como ejemplo. Dije: este mismo objeto, puesto sobre un plinto, por ejemplo, yo lo podría vender en una feria de arte pituquísima como una escultura y me lo comprarían, probablemente, sin siquiera saber de dónde salió. Igualmente, si yo le paso una motosierra a una persona privada de libertad, le estoy pasando un arma, no le estoy pasando algo para que corte un árbol.

    ¿Compraste esos estoques a gendarmería? ¿Quién les puso precio?
    No, están en comodato. Otra característica interesante: un objeto sin precio.

    Cuando vuelvan a gendarmería, ¿qué va a pasar con ellos?
    Los destruyen.

    ¿Cómo llegaste a hacer el contacto con gendarmería?
    Tocando y tocando y tocando timbres y además ofreciéndoles algo a cambio, que es una retribución en herramientas para los talleres de las personas privadas de libertad.

    Hechizas (2022), instalación. Detalle de tres estoques en vitrinas de la antesala de la sala zócalo. Fotografía: Marcelo Cruzat.

    ¿Y qué herramientas vas a dar?
    No se las he dado aún, les voy a dar las que se requieran. Alguna cantidad de ellas salen hechas armas también, pero con que algún porcentaje se rehabilite, aprenda un oficio, yo me doy por contento.

    ¿No has pensado en hacer talleres en cárceles?
    Lo he pensado. Estoy agendando con uno de los montajistas, que dio un taller de carpintería en el Sename, una visita con ese centro del Sename a la exposición. Y sí, me gustaría dar talleres en las hogares del Sename en el futuro. Me encantaría.

    ¿Quién es el exrecluso que hizo los demás estoques de esta exposición? En la exhibición no sale su nombre, dice “exrecluso”. ¿Él no quiso aparecer nombrado?
    No. Lo conocí por mi ex, cuya madre era militante del Frente Patriótico Manuel Rodríguez y que había conocido a esta persona en una organización que se llamaba CUR, Comité de Unidad Revolucionaria. Él también era del FPMR y la verdad es que después del estallido se volvió un poco difícil de ubicar.

    ¿Cómo fue la investigación previa? ¿Investigaste sobre las cárceles?
    Sí, si fui varias veces. Hablé a Colina 2, hablé varias veces también con personas que habían estado privadas de libertad, como se les debe llamar.

    ¿Y qué te contaron? ¿Sobre qué les preguntaste?
    Me contaban del sistema productivo, por ejemplo. Me contaban sobre unos bloques de madera con unas hojas de sierra incrustadas, como esas sierras que se ponen al arco, esas típicas incrustadas, y con eso los tipos están toda la noche cortando en silencio, a partir del catre, porque no pueden meter ruido. Y obviamente muchas veces están con estimulantes. Otra cosa que me contó uno es que desarman todo, porque uno entra ahí y parece que si no tienes tu arma, estás indefenso, entonces desarman hasta las camas para hacer armas.

    ¿A qué otras cárceles fuiste?
    En Colina 2 obtuve la mayoría [de los estoques], en tres viajes. Fui con un primo, en camioneta. Pero al comienzo, antes de ganarme el Fondart, se me hacían entregas en la dirección general, que está en la calle Rosas, y las de ahí venían de todos lados. Pero te diría que el 90% son de Colina 2.

    Cuando se terminan los argumentos lógicos, se apela a una especie de epistemología y estética de los afectos —un campo mucho más difuso y complicado de evaluar—, apelando a la empatía que el autor debiera tener, pero suponiendo a priori que carece de ella y dando ese ‘a priori’ por cierto. Emerge entonces una especie de fascismo irracional que no es más que pura emoción, algo muy propio de las redes sociales, donde se reclama lo empático de modo antipático.

    ¿Cuál es el material que más viste?
    Los calzoncillos la llevan, lejos. La mayoría de los mangos son elásticos de calzoncillo que se enrollan y después les pasan el encendedor y, como son elásticos, como que se autoaprietan. A veces no hay mango o quizás no se lo han puesto aún, y otras veces hay cosas raras, como mangos de bicicleta.

    ¿Te has hecho tu propio estoque?
    No, el artista hace tiempo que no es un hacedor manual.

    ¿Podrías explicar ese punto?
    De Picasso en adelante el arte no es representación, está el collage por ejemplo. Picasso fue el primer en introducir un objeto del mundo real a un cuadro. Y un año después Duchamp ensambla una rueda de bicicleta a un piso. Y lo declara arte. A eso Kosuth lo define como técnica declarativa: yo declaro que algo es arte. Lo hizo también Piero Manzoni, un artista italiano, que por ejemplo declaró como obra de arte el mundo. Ahora, el aporte mío consistió en que no es tan fácil declarar que un objeto ilegal es arte, porque su fabricación es ilegal, su tenencia es ilegal, su exhibición es ilegal, por lo tanto, hay que pasar por la legalidad, por lo tanto, hice de la ley, de la legalidad, un medio de producción de arte. Y eso además fue hace bastante tiempo, esto fue con ocasión de una exposición curada por un artista español, Nilo Casares, que se llamaba Valija diplomática low cost, que tenía un pie forzado: la obra tenía que caber en una valija diplomática y ser transportada en cabina por un funcionario del reino de España (así se llama ese estado). Entonces hice que la agregada cultural del reino de España certificara que el curador certifica que el objeto encontrado es una escultura. Y la clave para abrir la maleta era 417, que representa el mes de abril de 1917, cuando Duchamp presenta el urinario en el Armory Show en Nueva York y causa un gran escándalo.

    ¿Qué piensas de los programas de la tele que muestran el interior de las cárceles?
    No es lo que estoy haciendo yo. Quizás alguien dirá: para eso prendo la tele. Pero eso sería confundir la primera dimensión con la tercera porque acá, en mi exposición, te puedes acercar, incluso tocar, verlos, darlos vuelta. Y puedes estar ahí todo el tiempo que tú quieras. La televisión se caracteriza por algo muy propio de la cultura contemporánea: la aceleración de todo.

    Hechizas (2022), instalación. Detalle de mangos de sables y estoques. Fotografía: Marcelo Cruzat.

    ¿Qué te llevó a elegir las armas que construyen los presos?
    No pretendo representar a las personas privadas de libertad. Simplemente invoco la presencia de estos objetos para que algo se muestre en ellos. Llevo años trabajando en este proyecto. Si elegí esos objetos (esas armas) es porque están llenos de significado, encierran un enigma, son una imagen pletórica de sentido, aparte de su belleza cruda, simple y a la vez complejísima. Es muy raro que se lea como una ofensa en la clave de la apropiación, cuando es todo lo contrario. Es evidente que el valor del testimonio en primera persona, sea de un sobreviviente o una persona privada de libertad, es valioso, pero no es el único valor. Si se asume a todo ser vivo como sintiente, el problema se hace extensivo no solo a las ciencias humanas, sino también a las biológicas. Pienso que cada caso se ve en su mérito y no en supuestos universales. Finalmente, cuando se terminan los argumentos lógicos, se apela a una especie de epistemología y estética de los afectos —un campo mucho más difuso y complicado de evaluar—, apelando a la empatía que el autor debiera tener, pero suponiendo a priori que carece de ella y dando ese “a priori” por cierto. Emerge entonces una especie de fascismo irracional que no es más que pura emoción, algo muy propio de las redes sociales, donde se reclama lo empático de modo antipático. El sujeto se desliga de toda responsabilidad con la empatía propia y se queja de que el otro (supuestamente) carece de ella. Acá hablamos de violencia no a nivel de las cárceles, a nivel global. El mundo está asolado por la violencia que produce la desigualdad, por el neoliberalismo o lo que el crítico de arte Justo Pastor Mellado llama “capitalismo ordinario”. De la violencia en redes sociales se ha escrito mucho, hay hasta terapias, hay adolescentes que se matan por esto.

    Pero la violencia es una reacción a algo. Por lo que se lee en los posteos, la molestia se debe a la idea de que no tienes derecho a exponer estoques requisados de la cárcel porque no has vivido la violencia penitenciaria.
    Creo que eso, de partida, es una cuestión gringa, que nace de una agenda identitaria extrema, diría yo, poco inteligente. Como ya lo dije: ¿solo un afroestadounidense puede hablar de esclavitud siendo que esos esclavos ya no existen? ¿Solo un aymara puede hablar de los aymaras? ¿Solo un mapuche puede hablar de los mapuche? ¿Y un mapuche urbano no puede hablar de los mapuche del campo porque no tiene la experiencia? Es un poco ridículo, la verdad.

     


    Hechizas, Demian Schopf, martes a sábado, de 11 a 17:30 horas, hasta el 21 de enero de 2023, en MAC – Parque Forestal, entrada liberada.

  302. ¿Doctor Amor o Doctor Dios?

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    El hombre en el título del octavo libro de no ficción de Julian Barnes es el médico parisino Samuel Pozzi. La bata roja, o tal vez sea un batín, es lo que él está usando en el retrato de 1881 hecho por John Singer Sargent, El doctor Pozzi en casa. Es un retrato jactancioso, muy teatral, uno que despertaría la curiosidad de cualquier persona sobre su tema. Casi cualquier otro modelo sería devorado por esa bata roja brillante, larga hasta el suelo, con un cuello gigante, pero el doctor Pozzi domina fácilmente su ropa: la bata simplemente es un escaparate de su apariencia de ídolo de matiné y sus dedos largos y afilados. Así era también en el mundo de Pozzi, según lo registra Barnes; incluso entre las personalidades más ruidosas e insistentes del París fin-de-siècle, el afable doctor Pozzi hizo más que mantener una posición. Y conoció a todo el mundo, o al menos a ese pequeño segmento de la población que se consideraba como todo el mundo.

    Y, sin embargo, a menos que se haya visto la pintura —la cual estuvo durante mucho tiempo en manos de su familia y luego en las de Armand Hammer (ha estado en el Museo Hammer de Los Angeles desde 1991)—, probablemente nunca se haya oído hablar del doctor Pozzi. Eso es porque, a diferencia de sus amigos, que tendían a ser escritores, pintores, derrochadores, aristócratas, él era un médico. Sin embargo, eso no le impidió ser una estrella en su época. No era solo un médico de sociedad, sino un ginecólogo pionero, un defensor de los procedimientos antisépticos y, finalmente, el director del Hospital Lourcine-Pascal de París, que pasó a llamarse como su profesor, Paul Broca. Los médicos fueron lo suficientemente celebrados —no menos de 23 de ellos, incluido Pozzi, en dos poses diferentes— como para aparecer en la segunda serie de tarjetas comerciales que venían con las barras de chocolate vendidas por el magnate del comercio detallista Félix Potin.

    Estas tarjetas, fotografías con borde negro de, aproximadamente, 2.5 por 7.5 centímetros, en papel fino semibrillante, aparecieron en dos series con un total de 1.010 imágenes en 1898 y 1908 (una tercera serie se publicó en 1922), y presentaban a las celebridades del París de antes de la guerra: poetas, abogados, ciclistas, clérigos, luchadores, pintores, miembros de la realeza, artistas de cabaré, ministros del gabinete, columnistas de periódicos, una dispersión de destacados extranjeros. Este registro social de la cultura popular era ubicuo (y todavía lo es, en los mercadillos del mundo), proporcionando un mapa útil de la celebridad de entonces —no exactamente de la fama, ya que incluye diversos “príncipes herederos” y parejas de pantalla ceremonial que quizá no sean identificables para los consumidores de chocolate incluso entonces, y faltan notablemente aquellas figuras que serían reclamadas por el futuro (Picasso, Méliès, Apollinaire). Para Barnes, ellas despliegan admirablemente su elenco de personajes, todos los cuales estaban en la mediana edad o más y tenían una reputación segura hacia 1908. Las tarjetas de Potin están esparcidas por todo el libro y decoran sus guardas (es un objeto lujoso, impreso en papel estucado).

    El libro es a la vez una biografía de Pozzi en el contexto de su tiempo y una imagen del tiempo refractada por Pozzi. Barnes lo construye como una especie de mosaico. No hay divisiones de capítulos. En cambio, en cada tres o cuatro páginas, un párrafo termina con un espacio doble y la narración cambia de rumbo. Pozzi se toma el centro del escenario cada 15 o 20 páginas, alternando con siete u ocho personajes secundarios principales y varios temas recurrentes: los duelos, el auge del dandi, el sexo. La forma refleja admirablemente su tema, produciendo un torbellino de incidentes y actuaciones y personalidades, todo mantenido bajo control por el pulso constante del gradual ascenso de Pozzi como una eminencia.

    Pozzi se convierte en un tema atractivo no solo por su apariencia, su acogida social y sus logros. También era un anglófilo bilingüe, criado en parte por una madrastra inglesa, aprendió sus procedimientos antisépticos en Edimburgo, de Joseph Lister, quien los ideó. Nada de eso carecía de importancia en una época en la que la mayoría de sus compatriotas, incluso los más liberales y de amplio espíritu, abrigaban prejuicios antiingleses, ya fueran virulentos o jocosos, conscientes o no.

    Pozzi se convierte en un tema atractivo no solo por su apariencia, su acogida social y sus logros. También era un anglófilo bilingüe, criado en parte por una madrastra inglesa, aprendió sus procedimientos antisépticos en Edimburgo, de Joseph Lister, quien los ideó. Nada de eso carecía de importancia en una época en la que la mayoría de sus compatriotas, incluso los más liberales y de amplio espíritu, abrigaban prejuicios antiingleses, ya fueran virulentos o jocosos, conscientes o no. Otro de los subtemas del libro se refiere a lo que los franceses consideraban la rubicundez y la dentadura de las mujeres británicas. Los dos países estaban entonces en abierta competencia con sus missions civilisatrices alrededor del mundo. Barnes recuerda el incidente de Fashoda, de 1898, cuando una fuerza expedicionaria francesa (ocho soldados franceses y 120 senegaleses) se agazapó en un fuerte en ruinas en el Alto Nilo sudanés, y el comandante inglés Kitchener, entonces al frente del ejército egipcio, les dijo cortésmente que se perdieran, distribuyendo un afable champán y ordenando que la “Marsellesa” fuera interpretada por una banda militar británica. Todo fue muy amistoso, pero la humillación se enconó en el corazón del joven Charles de Gaulle, quien continuaría, casi 70 años más tarde, bloqueando la entrada del Reino Unido al Mercado Común.

    Pozzi, quien tradujo a Darwin e “hizo que le confeccionaran trajes y cortinas con material enviado desde Londres”, es presentado como un ejemplar del buen europeo y un reproche a los chovinistas. De hecho, lo vemos por primera vez en Londres, en una excursión de compras con un par de amigos, en 1885. Visitaron la tienda Liberty & Co., la Grosvenor Gallery, Bond Street en busca de tweeds, un festival de Händel en el Palacio de Cristal, así como a varios artistas y escritores destacados, ya que llegaban portando una carta de presentación dirigida a Henry James por Sargent. Formaban un trío extraño: Pozzi era “un plebeyo notoriamente heterosexual” y sus compañeros eran “aristócratas de ‘tendencias helénicas’”. El mayor era el príncipe Edmond de Polignac, un compositor y bon vivant a quien Proust describió luciendo como “un calabozo abandonado convertido en biblioteca”. Su padre había sido ministro de Estado bajo Carlos X y fue el autor de las Ordenanzas de 1830, que revocaron la libertad de prensa y atribuyeron poderes absolutos al monarca, aparentemente por razones de seguridad. Después de la Revolución de Julio, provocada por las Ordenanzas, fue condenado a la “muerte civil”, por lo que cuando Edmond nació, cuatro años después, su certificado de nacimiento registraba al padre como “el príncipe llamado Marqués de Chalançon, actualmente de viaje”.

    Sargent describió al tercer miembro del grupo en su carta a James como “singular y extrahumano”. Ese sería el Conde Robert de Montesquiou-Fézensac. Este vástago de la nobleza (descendiente de D’Artagnan) es familiar para muchos de nosotros que quizá no sepamos su nombre, porque fue la inspiración para más personajes de ficción importantes de los que cualquier persona podría aspirar a ser. Era el ingrediente principal, aunque no el único, del Baron de Charlus, de Proust; fue en gran medida Des Esseintes en À rebours, de Huysmans; era reconocible como Peacock en la obra de teatro Chantecler (1910), de Edmond Rostand; mientras que en la escandalosa, aunque menos recordada Monsieur de Phocas (1901), de Jean Lorrain, aparece en tres formas, una de ellas adjunta a su propio nombre. Montesquiou era una personalidad desmesurada, cuyos excesos de esteticismo, capricho y esnobismo, sumados a su presencia alargada, delgada y exquisitamente acicalada, lo convertían en una figura casi mitológica, a la vez que un conjunto irrepetible de características específicas y, de alguna manera, un carácter. Hay momentos en este libro en los que se puede sentir a Barnes luchando por evitar que Montesquiou se escape con la historia.

    Montesquiou aparece en El hombre de la bata roja como él mismo y como Des Esseintes. La novela de Huysmans se menciona con tanta frecuencia como la mayoría de los personajes principales. Aunque Montesquiou no renunció a la sociedad humana y no se sintió atraído por los apologistas católicos (ni consideró que una visita a la librería de Galignani y a una taberna parisina de estilo inglés cumplieran todos los requisitos de un viaje a Gran Bretaña), la sensibilidad de Des Esseintes es la suya, como son algunos de los muebles y objetos decorativos del personaje. Si bien Montesquiou era imperioso, cortante, vano, insolente y a veces cruel, un esnob de esos que miden diminutos grados de superioridad por linaje y al mismo tiempo descarta los nombres de las celebridades, también fue un “profesor de belleza”, como lo llamaría Proust, que buscaba solamente las sensaciones más enrarecidas. Escribió algo así como 50 libros de prosa y verso, la mayoría de ellos publicados en ediciones pequeñas y costosas y que, por lo tanto, no se leyeron mucho; las flores y los aromas predominan entre las alusiones de sus títulos. Pero también apoyó las carreras de Mallarmé, Debussy, Fauré, Verlaine, materialmente en el último caso; fundó el culto póstumo de la poeta Marceline Desbordes-Valmore, y mantuvo viva la llama de la condesa de Castiglione, que entre 1856 y 1893 se realizó 450 retratos fotográficos de ella misma, extraordinariamente variados, dramáticos, irónicamente estratificados (tomados por Pierre-Louis Pierson), pero que tuvo que esperar hasta nuestra época para ser plenamente apreciada.

    El doctor Pozzi en casa (1881), de John Singer Sargent.

    Montesquiou fue evasivo de manera elegante sobre su homosexualidad, aunque en el contexto de la época podía ser muy efusivamente homoerótico, sin levantar muchas más cejas que lo que hizo con sus otros pasatiempos (Francia derogó sus leyes de sodomía en 1791, pero el juicio social era otro asunto). Vivió con su secretario argentino, Gabriel Yturri, durante 20 años, hasta la prematura muerte de Yturri por diabetes. Disfrutaban vestirse con trajes a juego y fotografiarse; Barnes incluye una foto de los dos con túnicas “orientales” maravillosamente excesivas. También hay una fotografía de Montesquiou posando como la cabeza cortada de Juan el Bautista (que se conecta con la Herodías de Flaubert: todo se conecta con todo en este libro). Al otro lado de la página hay una fotografía de Oscar Wilde, byroniana, con el atuendo tradicional de evzone griego. Wilde hace múltiples apariciones en el libro como una sombra análoga a los protagonistas franceses. Tanto él como Montesquiou estaban asociados con los girasoles, por ejemplo; ambos afectos a despreciar a Sargent, y ambos les dijeron a los padres de Proust, a modo de agradecimiento por su hospitalidad, lo fea que era su casa. Y, por supuesto, À rebours, citada en El retrato de Dorian Gray, apareció en el segundo juicio de Wilde en Old Bailey en 1895 como un libro “sodomítico” (no se traduciría al inglés sino hasta 1922, después de la muerte de todos los concernidos).

    También discurriendo como un tosco paralelo de Montesquiou estaba Jean Lorrain, quien posiblemente podría ser descrito como su némesis, pero solo si el campo de juego se nivelara un poco. Lorrain no solo era homosexual, sino ruidoso e impaciente con el parloteo de sus pares más discretos, un “dandi, poeta, novelista, dramaturgo, crítico literario, articulista… promotor de escándalos, divulgador de chismes, adicto al éter y duelista”, así como “extravagante, intrépido, despreciable, malvado, talentoso y envidioso”, y teatral (se lo muestra posando para la cámara como un “guerrero moribundo”). Pero provenía de la clase media y era demasiado corpulento y desgarbado para tener la figuración necesaria entre el grupo de Montesquiou. Siempre se metía en peleas a puñetazos, en parte por su gusto por el trato duro, pero también porque lo impulsaba el resentimiento: con él, uno se pregunta qué fue primero: el resentimiento o las cosas que resentía. Wilde lo llamó afectado (y él llamó a Wilde farsante). Montesquiou en gran parte lo ignoró, y la respuesta de Lorrain fue el elaboradamente artificial Monsieur de Phocas —Barnes se pregunta si el título, que no parece aludir a nada ni a nadie en particular, estaba destinado a ser pronunciado fonéticamente a la inglesa—, que no es solo un roman à clef sobre Montesquiou y su círculo, sino también una extensión de algunos aspectos de À rebours (¿un roman à clef à clef?). La primera vez que leyó la novela de Huysmans, Lorrain quedó tan impresionado, que le envió al autor una carta acompañada de fotos de él mismo disfrazado y fotos de su dormitorio. Lorrain parece apenas soportable, pero también conmovedor, si se mantiene a distancia.

    Y, sin embargo, era leal a Pozzi, al igual que Montesquiou y Polignac, como aparentemente lo era todo el mundo. A pesar de sus orígenes burgueses provincianos, Pozzi era de alguna manera inmune al esnobismo de sus amigos y pacientes, entre los que se encontraban algunos de los más grandes esnobs del país. Su buena apariencia, que no menguó con la edad, seguramente debe haber tenido algo que ver con eso (su barba recortada al estilo Van Dyke y su raya al costado lo hacen parecer casi nuestro contemporáneo). Su encanto, presumiblemente excesivo, irradia de las fotografías. Sobre todo, debió ser apreciado entre sus amigos y en su profesión, para no mencionar su especialidad ginecológica, por su discreción. Pozzi estaba infelizmente casado; había enganchado románticamente con una heredera de provincia, Thérèse Loth-Cazalis, pero el romance se agrió después de 18 meses. Se esforzaron. Ella era la fuente de su riqueza y, a sabiendas o no, financiaba sus aventuras, que aparentemente fueron considerables. Sin embargo, Pozzi fue tan discreto que dejó pocas pruebas, además del apodo que le dio una figura de la sociedad: “L’Amour médecin”, el título de una obra de Molière, que Barnes traduce como “Doctor Amor”.

    La gran excepción fue Sarah Bernhardt, que había demolido la discreción, quejándose abiertamente de todo tipo de personas y embolsándose felizmente su dinero y sus joyas. Ella y Pozzi se conocieron cuando ambos eran jóvenes, ella una estrella en ascenso y él un estudiante de medicina, en una cena para su mecenas cultural, el poeta parnasiano Leconte de Lisle. Cuando Bernhardt “recitó de memoria lo que pareció que era la mitad de la obra [de De Lisle], él lloró y le besó las manos; la velada fue un gran éxito”. Pronto invitaría a Pozzi a celebrar veladas íntimas en su casa. Y eso es todo lo que sabemos, aparte del hecho de que todavía eran amigos cercanos, y él su médico, 50 años después. Ella lo llamó “Doctor Dios”. Sus círculos, en cualquier caso, se intersecaron; ella también era cercana a Montesquiou. Barnes reproduce una asombrosa foto de Bernhardt y Montesquiou, vestidos de manera idéntica con el traje de paje andrógino que usó para la obra de teatro Le Passant, de François Coppée; en todo caso, ella parece la más masculina de los dos. Es posible que hayan tenido una aventura, tal vez el primer encuentro heterosexual de Montesquiou; o tal vez fue, como con Des Esseintes, con una mujer ventrílocua.

    Pozzi, quien tradujo a Darwin e ‘hizo que le confeccionaran trajes y cortinas con material enviado desde Londres’, es presentado como un ejemplar del buen europeo y un reproche a los chovinistas. De hecho, lo vemos por primera vez en Londres, en una excursión de compras con un par de amigos, en 1885. Visitaron la tienda Liberty & Co., la Grosvenor Gallery, Bond Street en busca de tweeds, un festival de Händel en el Palacio de Cristal, así como a varios artistas y escritores destacados, ya que llegaban portando una carta de presentación dirigida a Henry James por Sargent.

    Pozzi parece haber sido un campeón libertino o tal vez un monógamo en serie, y aunque Barnes razonablemente hace una mueca ante la sugerencia estadísticamente improbable del biógrafo anterior de Pozzi de que “todas estas mujeres siguieron siendo sus amigas”, esto sin duda habría ayudado a mantener el telón cerrado sobre sus escarceos amorosos. Y luego Barnes enumera los duelos, que eran frecuentes e inevitables en estos altos círculos sociales e intelectuales; a veces los duelistas disparaban al aire y a veces buscaban sangre. Los duelos afectaron a casi todos los que Pozzi conocía, incluidos Montesquiou, Lorrain, Proust y el propio hijo de Pozzi, Jean, pero no al propio Pozzi, aunque siempre estaba presente para vendar las heridas. Hay momentos en que Pozzi, omnipresente pero siempre ejerciendo su encanto más allá del centro del cuadro, empieza a parecer un Zelig de la Belle Époque. Pero, por supuesto, tenía una carrera seria que atender. No pretendía ser recordado por su ingenio, extravagancia o libertinaje; se preocupó por la antisepsia y la cirugía de heridas de bala en el abdomen y la mejora de las histerectomías, y escribió su Tratado de ginecología en dos volúmenes (1890), que se convirtió en un texto estándar en todo el mundo.

    A finales de la mediana edad, Pozzi encontró una amante estable, Emma Fischoff, que también estaba casada y era madre de tres hijos. La pareja viajó por Europa todos los años desde 1899 hasta 1914, e incluso un anciano monje armenio bendijo su unión en la isla de San Lazzaro en Venecia, un ritual que repetían anualmente. Lo que sabemos de las primeras aventuras de Pozzi proviene principalmente de las quejas registradas por su hija, Catherine, en su diario de adolescencia: “Mi padre es uno de esos hombres, uno de esos donjuanes que no puede evitarlo. ¿Cuántos corazones ha herido? ¿Cuántos ha roto? Sin contar el de mamá, que ve las miradas amorosas que le dirigen las señoras B., S., T., S., B., X., Y., Z., etc.”. Ella lo llama “le cher père si bien adultère”. Catherine también era un personaje notable, una literata que estudió en el St. Hugh’s College, de Oxford, hasta que cedió, desafortunadamente, a la presión de su madre para que regresara a París. Escribió una novela autobiográfica epistolar, Agnès (1927), firmada por “C. K.” y publicada en la Nouvelle Revue Française, pero la mayor parte de sus escritos fueron publicados y celebrados de manera póstuma (murió a los 52 años, por la tuberculosis que la había perseguido durante la mayor parte de su vida), incluidos sus poemas, sus diarios y su correspondencia con Rilke. Su primer amor fue una joven estadounidense, que murió de una dolencia cardíaca a los 19 años, después de haber pasado solo dos meses juntas; se casó de manera mecánica con un dramaturgo de bulevar y se percató de su error al mismo tiempo que se dio cuenta de que estaba embarazada; su relación adulta más apasionada fue su aventura de ocho años con Paul Valéry, quien era su alma gemela intelectual, pero lamentablemente devoto de su familia.

    Las personas van y vienen en El hombre de la bata roja, tal como lo habrían hecho si uno realmente los hubiera conocido. Experimentan triunfos y humillaciones, y luego emprenden largos viajes al extranjero. Sus vidas a veces toman giros inesperados. Edmond de Polignac, por ejemplo, se puede ver en Le Cercle de la rue Royale (1868) de Tissot, en el que los miembros del club (que pagaron mil francos cada uno para ser representados) se paran alrededor de la arcada como si estuvieran esperando un bus, excepto el príncipe, que se reclina en su silla, con la cabeza echada hacia atrás sobre los cojines, luciendo enormemente aburrido. Por lo demás, Polignac pasó generalmente desapercibido, un enigma aristocrático, incapaz de mostrar muchas de sus inclinaciones musicales y sin un centavo, habiendo dilapidado su herencia en inversiones mal aconsejadas y, a los 57 años, reducido a un pequeño apartamento sin muebles, todo embargado por acreedores. “Al igual que en las novelas de Henry James y Edith Wharton”, escribe Barnes, “había una solución evidente y conocida: encontrar una heredera norteamericana”. Montesquiou vino al rescate, juntando a Polignac con Winnaretta Singer, heredera de la fortuna de las máquinas de coser (“Es la unión de la lira y la máquina de coser”, decía la madre del pintor Jacques-Émile Blanche, como si se hiciera eco de Lautréamont). Afortunadamente, Winnaretta también era homosexual. Se llevaban tremendamente bien y el matrimonio duró hasta el final de la vida de él.

    La disposición de ánimo comienza a oscurecerse a 50 páginas del cierre. El matrimonio Pozzi terminó, después de 30 años, en 1909. Pozzi, un ferviente dreyfusard, comenzó a ser blanco de la derecha antisemita en la persona del venenoso Édouard Drumont, editor de La Libre Parole —la “libertad de expresión”, siendo una cortina de humo para la derecha racista incluso entonces—. El hijo menor de Pozzi, Jacques, fue hospitalizado por psicosis. Entonces comenzaron los tiroteos, algunos de ellos cerca de casa: Aimé Guinard, cirujano jefe del Hôtel-Dieu, fue asesinado por un antiguo paciente descontento. Gaston Calmette, director editorial de Le Figaro y amigo de Pozzi y Proust, fue asesinado por la esposa del ministro de Hacienda; él era un izquierdista contra el que el periódico había estado haciendo campaña. Y entonces comenzó la guerra. No estropearé el final de la historia, excepto para señalar que el siglo XX ya había arribado en plenitud, con todos sus demonios, convirtiendo la Belle Époque en un recuerdo borroso, apenas creíble, en la mente de todo el mundo, salvo en la de Proust.

     

    Artículo aparecido en The London Review of Books, marzo, 2020. Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

     


    El hombre de la bata roja, Julian Barnes (traducción de Jaime Zulaika), Anagrama, 2021, 304 páginas, $28.000.

  303. Íntimo y sutil

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    La mayoría de las veces la escritura se utiliza como un instrumento para decir, exponer y explicar. Pero el arte de la literatura se concentra en cubrir con un velo eso que realmente se quiere expresar. Mambo funciona de esta manera: es una novela que, como se lee en la contraportada, se oscurece lentamente.

    Alejandra Moffat nació en Los Ángeles, Chile, en 1982. Es escritora, guionista y actriz. Su más reciente publicación, Mambo, contiene una voz que se sumerge en la infancia y deambula en los silencios que el mismo contexto impone. La novela presenta una mirada cargada de horror durante la dictadura en Chile, pero a pesar de lo mucho que se ha tratado este tema, la destreza para crear espacios y personajes de Moffat logra que los lectores nos veamos arrastrados por ese clima amenazador y nos interese el destino de los protagonistas a partir de la primera línea.

    La historia se presenta por medio de la voz de Ana, quien narra cómo ella, su hermana mayor y sus padres deben esconderse constantemente de los agentes de seguridad, pero sin nunca explicitar que eso es lo que están haciendo. A pesar de la crudeza del tema, la novela incorpora un factor mágico que convive con la realidad: los padres de Ana y Julia crean para ellas una extensión del mundo donde parecen a salvo: “Mi papá dormía vestido y la radio se guardaba en el clóset, entre medio de las frazadas, fuera de nuestro alcance. Mi papá se llamaba Daniel y mi mamá Alicia, pero muy pocas veces los escuché usar esos nombres”.

    La belleza de Mambo reside en que Ana nunca pareciera perder esa inocencia. Si bien el lector se horroriza, ella sigue siendo una niña que vive en un mundo encapsulado, a la manera de los cuentos de hadas. La proeza narrativa de la autora radica en construir un personaje que habla desde la infancia, para cubrir la realidad sin entrar en explicaciones de aquello que se va entendiendo por sí solo. La prosa de Moffat es sencilla y clara, su motivo es extenso y complejo.

    En la escritura, no decir es tanto o más válido que decir. Moffat tiene esto claro y es así como en Mambo expone que la dictadura provocó fracturas que jamás podrán ser reparadas, sosteniendo la premisa de que el dolor es irremediable, a pesar de que se construya un mundo lo más alejado posible de la realidad para intentar resguardarse de ella.

    Dentro de lo que puede denominarse “novela de la dictadura”, Moffat apuesta por una visión íntima y por lo tanto cercana, que sugiere que al fin y al cabo el régimen de Pinochet persiste en las cicatrices que no se pueden borrar. Aquellas que, incluso hoy, siguen abiertas.

    Mambo es una novela genuina, que no se deja llevar por concepciones básicas del dolor, sino que lo explora desde una mirada que a veces resulta extrañamente delicada. Pese a que se enmarca en un periodo de terror para la historia de Chile, Moffat no olvida que quien habla es una niña, que siente y piensa de manera particular, porque su mundo se ve limitado a la fantasía. Los padres, además de proteger su niñez a través de este mundo imaginario, les están salvando la vida.

    El hecho de no llegar a romper lo verosímil es otro de los logros del relato: “Mi mamá nos tapó con una frazada y nos hizo cariño en el pelo mientras que mi papá miraba fijo el camino y el taxista manejaba concentrado, mirando su reloj plateado cada tanto. Escuché dulce la voz de mi mamá, me decía al oído, mientras me hacía cariño: Descansa, chiquitita, todo está bien. Vamos de paseo. Descansa. Y yo me quedé dormida”.

    En la escritura, no decir es tanto o más válido que decir. Moffat tiene esto claro y es así como en Mambo expone que la dictadura provocó fracturas que jamás podrán ser reparadas, sosteniendo la premisa de que el dolor es irremediable, a pesar de que se construya un mundo lo más alejado posible de la realidad para intentar resguardarse de ella.

     


    Mambo, Alejandra Moffat, Montacerdos, 2022, 173 páginas, $14.990.

  304. La biblioteca basurero

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    Hace unos días murió Godard. Había dejado instrucciones para que, en su epitafio, solo escribieran la frase: Jean-Luc Godard, au contraire. Jean-Luc Godard, al contrario. En efecto, durante los últimos sesenta años, Godard ha sido uno de los grandes contradictores. Como si fuera un cargo que hubiera ganado por concurso de méritos: el Gran Contradictor (como cuando se dice Procurador general o Defensor de pobres y ausentes).

    El contradictor elige lo contrario. ¿Pero lo contrario de qué? No es lo mismo un contrera que un contradictor. El contrera está animado por una terquedad oportunista: le basta con invertir mecánicamente cualquier postulado. El contradictor, en cambio, necesita argumentar su oposición: es un militante y un resistente. Es el que está al revés. Hace falta coraje para perseverar a contramano del consenso. Como el tábano de Sócrates.

    Así lee Carlos Walker la obra de Roberto Bolaño: lee como un contradictor. La tapa del libro invita a la anfibología: “Carlos Walker [el autor] / Contra Bolaño [el título]” bien se podría interpretar como “Carlos Walker contra Bolaño” (como si se dijera “Carlos Walker versus Bolaño”, igual que en un litigio judicial o en un combate de boxeo). Lo cual no está mal, porque, en última instancia, también se trata de eso. Pero me parece que el objetivo principal de este ensayo consiste, más bien, en desmontar esas lecturas que —con buenas o malas intenciones, lo mismo da— parecerían ir a favor de la obra cuando en realidad, o precisamente por eso, acaban estrellándose contra ella y la obligan a encallar entre los peñascos del lugar común.

    Walker se pregunta qué significa leer realmente contra Bolaño, leer contra las lecturas sobre Bolaño. Y el interrogante inevitable que viene a continuación es ¿cuál Bolaño? Porque volver a Bolaño implica no solo rescatarlo de aquellos que lo hacen hablar como si fuera otro (aplanando los rasgos singulares de su escritura), sino también de aquellos que lo escuchan según los dictados que él mismo ha promovido. Leer entonces contra los comentaristas que, de una u otra manera, intentan apropiarse de la obra y leer contra la imagen que el autor instala sobre sí mismo; pero también leer —incluso o ante todo— contra la propia lectura: “Nada que ver con la tesis doctoral que vos conocés”, señalaba Carlos en el mail que me envió describiendo este nuevo libro. Al fin y al cabo, como decía Foucault, uno escribe (y lee, podríamos agregar) para perder el rostro. Dice Walker: “Una manera de plantear el asunto podría ser por la vía de la inestabilidad. Estar en contra es, a grandes rasgos, una posición que permite insistir en hacerle preguntas a lo que se lee […] Las grandes obras suelen tomar sus fuerzas de un impulso disruptivo, muchas han añorado poner a la literatura patas para arriba, sacudirla, ampliar sus posibilidades, desdeñar sus lugares comunes y, por lo tanto, parecen instarnos a leer a contracorriente, como si leer fuera un ejercicio de imaginación antes que un fervor de lo monumental”. No puede haber virulencia en el monumento: ningún desplante descarado, ningún gesto impertinente, ninguna potencia crítica. En cuanto la obra es bendecida pierde su capacidad de maldecir. Se trata, entonces, de restituir a la literatura de Bolaño, “que ha venido sufriendo el escarnio de la consagración a manos de la universidad de las buenas costumbres”, cierta inestabilidad necesaria, devolverle sus puntos de disyunción, sus líneas de fuga.

    A medida que agrega libros a su obra, Bolaño avanza y retrocede (avanza retrocediendo), vuelve a pasar por los mismos lugares, repite los mismos nombres y recupera las mismas circunstancias. Pero no son —dice Walker— ‘coincidencias o curiosidades entre distintos libros, antes bien las relaciones mencionadas sirven para exhibir una modalidad de construcción de la obra’.

    Leer contra es una estrategia para seguir leyendo, para no dejar de leer. Una de “las tretas tradicionales del oficio” del crítico es contentarse con las señaléticas del texto y no leerlo realmente. Hace poco me llegó un mail de Google académico, donde ofrecían enviarme un recordatorio “cada vez que Roland Barthes escribiera un nuevo artículo”. El mail aclaraba que esa recomendación estaba basada en mi perfil: se ve que, en el rastreo de mis textos online, el nombre de Barthes aparecía citado con cierta frecuencia. Pero como si estuviera aquejada por un trastorno autoinmune, esa sugerencia tan razonable se invalidaba a sí misma antes de completar su propio enunciado: quedaba arruinada por el detalle inoportuno del fallecimiento de Barthes que, sin embargo, era —en todos los sentidos— de vital importancia. Claro que, como queda demostrado en la publicidad reciente de un holding multinacional de editoras donde se anuncia el relanzamiento de los libros de Bolaño, un escritor puede seguir produciendo después de muerto: en esa publicidad —que Walker recupera— se lo ve fumando junto a un abanico de sus libros desplegados al infinito bajo el eslogan ROBERTO BOLAÑO, UN ESCRITOR VIVO. Pero eso no tiene que ver con seguir escribiendo, sino con el negocio que supone exprimir al máximo “el fantasmático Archivo Bolaño”. En cambio, lo que me llamó la atención en el mensaje de Google académico fue que, de manera evidente, allí donde el algoritmo pretendía ser eficaz mostraba su lado más ridículo; porque, sin duda, no hay nada más ridículo que un mensaje supuestamente personalizado enviado de manera automática. Lo que se presentaba como una rigurosa evaluación conceptual operaba, en realidad, según el mecanismo reduccionista de los predictores de texto en el teléfono celular que creen saberlo todo sobre uno cuando lo cierto es que solo consiguen una representación estereotipada y caricaturesca. Y lo peor no es eso sino que, en un sentido general, Google no hace más que poner en escena el tipo de funcionamiento de la academia —esa gran máquina de legitimación de los saberes— que siempre cede a la fascinación por las modas y, entonces, a la aplicación indiscriminada, a la imitación y a la uniformidad.

    ¿Cómo lee Carlos Walker? Lee a contrapelo, incursionando en sitios impensados, trazando un camino por zonas de los textos que no han sido transitadas por las lecturas previas. Se aproxima a la obra de Bolaño evitando montarse sobre algún aparato teórico predeterminado. Es un lector de a pie. Walker se acerca caminando, si se me permite el chiste fácil. Como si fuera un flâneur. Pero no es un flâneur. Parece, pero no. Porque no se pasea por las páginas como quien vaga sin rumbo fijo. No va por ahí leyendo de manera distraída. Se hace el distraído, como el conspirador que “hace tareas de inteligencia” (y esta expresión es, por una vez, justa) para planificar el ataque a un objetivo. Y de pronto, como quien no quiere la cosa, empieza a arrojar sus bolaños. La explicación que viene ahora es “erudición reciente”, por supuesto (como habría dicho el tocayo-casi-homónimo David Viñas): los bolaños eran los proyectiles esféricos de piedra que arrojaban las bombardas, las bombardetas, los pedreros y otras antiguas piezas de artillería. De modo que el título del libro, Contra Bolaño, podría entenderse también como bolaños contra. Carlos Walker se hace el que camina distraído mientras espera el momento justo para arrojar sus bolaños. ¿Pero contra quién? Contra todas esas lecturas olvidadizas o parciales o demasiado educadas o burocráticamente académicas. Contra las lecturas que intentan someter el sentido a una certeza. En definitiva, contra “esa cháchara del consenso”.

    “Una obra cuaja —dice Walker— cuando se pone en marcha una prolongación imaginaria de lo ya hecho y de lo que vendrá. Por lo mismo, ese instante es fruto de permanentes reactualizaciones y modificaciones. Así, a medida que Bolaño escribe se van delineando los modos en que su literatura se va yendo por las ramas. De eso se trata en estas páginas, de merodear alrededor de ese centro móvil con la idea de ir tanteando el repertorio de formas que despliega una obra”. Está claro que irse por las ramas es, en definitiva, el mejor camino para llegar a la raíz. Hay otra expresión que significa más o menos lo mismo que “irse por las ramas”; me refiero a “cajón de sastre”. Walker la aplica a la última parte de La literatura nazi en América: en ese libro ve el “momento fundante y central de la obra de Bolaño” y caracteriza al epílogo como “el cajón de sastre por excelencia” de su autor. Allí está la matriz para producir esas listas tan borgeanas donde se reúnen elementos heteróclitos y que atraviesan todos los libros de Bolaño. Digamos: de la antología de escritores en La literatura nazi en América a la antología de mujeres muertas en 2666, pasando por la galería de actores y de películas porno de Helmut Bittrich en “Prefiguración de Lalo Cura”, las biografías de personajes en Monsieur Pain o la colección de sueños de los miembros del grupo Tel Quel en el cuento “Laberinto”.

    La literatura nazi en América es, entonces, como una Biblioteca de Babel en escala. Y como toda colección, la biblioteca tiene inevitablemente su costado grotesco porque los elementos dispares dispuestos en extraña vecindad se transforman de maneras a menudo monstruosas (…). Igual que Eisenstein, igual que Borges, Bolaño sabe que el sueño del montaje produce monstruos. De modo tal que el cajón / de / sastre es sobre todo un cajón desastre.

    A medida que agrega libros a su obra, Bolaño avanza y retrocede (avanza retrocediendo), vuelve a pasar por los mismos lugares, repite los mismos nombres y recupera las mismas circunstancias. Pero no son —dice Walker— “coincidencias o curiosidades entre distintos libros, antes bien las relaciones mencionadas sirven para exhibir una modalidad de construcción de la obra. Hay un trabajo de las formas literarias que se va reordenando a medida que esta colección de nombres, títulos y circunstancias de publicación se transforma en un ciclo. No tanto por la reaparición anecdótica de personajes y de lugares, sino por cómo se instala un procedimiento que le permite a Bolaño volver hacia atrás para seguir escribiendo. La literatura nazi en América como un libro que, utópicamente, contiene en abismo todos los libros de Bolaño”. La literatura nazi en América es, entonces, como una Biblioteca de Babel en escala. Y como toda colección, la biblioteca tiene inevitablemente su costado grotesco porque los elementos dispares dispuestos en extraña vecindad se transforman de maneras a menudo monstruosas (no olvidemos que el epílogo es un “epílogo para monstruos”). Igual que Eisenstein, igual que Borges, Bolaño sabe que el sueño del montaje produce monstruos. De modo tal que el cajón / de / sastre es sobre todo un cajón desastre.

    Por eso a Walker le gusta la imagen de la biblioteca-basurero que Bolaño menciona en una de sus novelas: porque así como el “Epílogo para monstruos” inventa una biblioteca, en 2666 los cadáveres de mujeres van a parar a basureros clandestinos. Pero pienso también —para seguir con la estirpe borgeana— que, llevada al extremo del patetismo, la Biblioteca de Babel desemboca inevitablemente en ese basurero que es la memoria de Funes (recordemos el lamento del personaje: “mi memoria, señor, es como un vaciadero de basuras”). Leer sería irse por las ramas, hundirse en ese cajón de sastre que es el texto y salir de allí pertrechados con la misma colección grotesca y el mismo montaje monstruoso pero habiendo conquistado para ellos una configuración que ahora se nos aparece como perfectamente lógica. La crítica es un ars combinatoria. Al irse por las ramas, se avanza un poco a ciegas, es cierto; sin embargo, se trata de una deriva metódica que se dispersa pero no se distrae. Es una tarea minuciosa, como de arqueólogo: Walker limpia la superficie del texto, le pasa el cedazo y va descubriendo de a poco lo que ha quedado enterrado por el tiempo o por la desidia. Encuentra una pieza y la conecta con otra y con otra, hasta que aparece una figura imprevista. Es algo que estaba ahí y que, sin embargo, no sabíamos que existía hasta que fue colocado en el texto por la lectura.

    Para terminar, quisiera volver al comienzo. En la primera página de Contra Bolaño hay un epígrafe, tomado de un ensayo de Deleuze, que señala: “Ningún libro en contra tiene importancia, sea contra lo que sea. Solo cuentan los libros a favor”. Pero la cita viene con un truco o una trampa, porque está incompleta: Deleuze no dice “solo cuentan los libros a favor” sino “solo cuentan los libros a favor de algo nuevo y que saben producirlo”. No se trata, entonces, de promover la mera celebración candorosa o resignada desestimando los cuestionamientos; en todo caso, más que perder el tiempo criticando lo que ya se conoce, se sugiere estar atentos al momento inefable en que surge la novedad y contribuir para que ese acontecimiento tenga lugar. Deleuze no hace una invitación resignada a acallar los conflictos; por el contrario, hace un llamado enérgico para batallar en defensa de lo nuevo. En ese sentido, quisiera señalar que si el libro de Carlos Walker es el libro de un contradictor, si no rehúye la polémica y desafía ciertos lugares comunes en los comentarios sobre la obra de Bolaño, si se enfrenta a la “cháchara del consenso”, eso es porque está a favor de algo nuevo. He aquí, por fin, algo diferente en nuestra crítica literaria.

     


    Contra Bolaño, Carlos Walker, Lecturas ediciones, 2022, 126 páginas, $12.000.

  305. Roberto Torretti Edwards: la filosofía y los límites hasta donde podemos llegar

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    Ha muerto Roberto Torretti y con su partida la cultura se ensombrece. Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales, fue uno de los filósofos de la ciencia más relevantes en cualquier lengua y uno de los intelectuales más brillantes que ha producido nuestro país. Poseía una inteligencia fulgurante y un sentido del humor que era capaz de desacralizar cualquier certeza o mover el piso a la convicción más firme. Cuando le preguntaron acerca de las cosas que la mayor parte de las gentes estima trascendentes, respondió: en el cielo, solo las estrellas.

    En su juventud escribió una novela con Carlos Fuentes mientras ambos eran alumnos del colegio The Grange. A pesar de haberse graduado con honores en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, nunca fue abogado y prefirió dedicarse a la filosofía, luego de doctorarse en Alemania con una tesis sobre Fichte.

    La elección de Fichte no fue casual. Como él, Roberto Torretti dedicó parte de su vida a estudiar, y enseñar a Kant (el resultado es una obra indispensable en cualquier bibliografía sobre este filósofo); y como él creyó en la autonomía más radical, esa que solo se alcanza cuando uno se resigna a una existencia sin fundamento.

    Entre sus obras, que han merecido el reconocimiento unánime, se cuentan Manuel Kant (1967, 1980, 2005), Philosophy of Geometry from Riemann to Poincaré (1978), Relativity and Geometry (1983), Creative Understanding (1990), El paraíso de cantor (1998), The Philosophy of Physics (1999) y el Diccionario de lógica y filosofía de las ciencias (2002), además de importantes traducciones, como las de Leibniz, y diversos trabajos, todos publicados en prestigiosas revistas, la mayor parte de ellos recogidos hoy en sus Estudios filosóficos, de los cuales se han publicado ya cinco volúmenes. La escritura de todos esos libros dieron origen a algunas anécdotas; pero ninguna como la que se relaciona con la escritura del Kant. Cuando lo escribió, Torretti dirigía el Instituto de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile y la secretaria a quien pedía mecanografiara los textos que iba componiendo, reclamó a la administración porque el profesor Torretti se distraía, y la distraía a ella, de sus labores administrativas. Seguramente, este tipo de incidentes (el trabajo intelectual considerado como una transgresión a los deberes universitarios) son los que acabaron empujando al profesor Torretti y a la profesora Carla Cordua a emigrar a Puerto Rico, donde dejaron discípulos que todavía asaltan a los chilenos que pasan por allá para preguntarles, con indisimulada nostalgia de los días en que fueron sus alumnos, por él y por ella.

    Ha muerto Roberto Torretti y con su partida la cultura se ensombrece. (…) Poseía una inteligencia fulgurante y un sentido del humor que era capaz de desacralizar cualquier certeza o mover el piso a la convicción más firme. Cuando le preguntaron acerca de las cosas que la mayor parte de las gentes estima trascendentes, respondió: en el cielo, solo las estrellas.

    En opinión de Roberto Torretti, el empeño por buscar un fundamento, una realidad última e incombustible que confiera sentido al conjunto de lo que existe, es un esfuerzo sin sentido. En esto, según él mismo sugería, la última palabra la habría dicho Wittgenstein: ese tipo de problemas son simples malentendidos, porfiados intentos de los seres humanos por ir más allá de los límites del lenguaje, como si fuéramos una mosca estrellándose una y otra vez con las paredes de la botella. La filosofía no tiene por objeto revelarnos una realidad que, de otra manera, se nos escaparía. Su tarea es simplemente la de mostrar a la mosca —es decir, a cada uno de nosotros— cómo salir de la botella. Los problemas metafísicos, en otras palabras, no tendrían solución, sino terapia y esa terapia es, a fin de cuentas, la filosofía, una actividad humana capaz de mostrarnos los límites y decirnos hasta dónde podemos llegar.

    Roberto Torretti pensó que la filosofía confería cierta paz y cierta serenidad; aunque ello no provenía del hecho que la filosofía proporcionara una respuesta a nuestras tribulaciones más profundas, sino que deriva del hecho que nos muestra que no existe ninguna respuesta y que hay ciertas cosas que simplemente no podemos saber.

    “Tal vez por eso —dijo alguna vez—, me interesa poco de dónde las cosas vienen y solo a corto y mediano plazo me preocupa adónde van. Vivimos ahora. The rest is silence”.

  306. Las caras de la verdad

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    La escalera, la nueva serie de HBO, es el resultado de la obsesión del cineasta neoyorquino Antonio Campos (1983) con el “caso de la escalera” y su protagonista, el novelista Michael Peterson.

    La noche del 9 de diciembre de 2001, Kathleen Peterson, una ejecutiva de 48 años, murió a los pies de una escalera de su casa en un exclusivo barrio de Durham, Carolina del Norte. Según Michael Peterson, su marido, fue producto de una caída accidental. Pero la fiscalía encontró indicios suficientes (las laceraciones del cuero cabelludo no coincidían con las heridas propias de un accidente) para acusar al escritor de haberla matado a golpes. El mediático juicio se caracterizó por la ausencia de pruebas (ni siquiera se encontró el arma homicida) y la revelación trascendental fue que el novelista, considerado un ciudadano ejemplar, en realidad era un farsante: no había sido herido en Vietnam, como afirmaba en sus libros, ni tenía un matrimonio idílico, como sostuvo ante la opinión pública, pues mantenía relaciones clandestinas con hombres que contactaba a través de internet.

    El caso dio pie a The Staircase (2004), documental de ocho capítulos, dirigido por el francés ganador del Oscar, Jean-Xavier de Lestrade, que narró los esfuerzos del novelista por demostrar su inocencia. El documental acompañó a Peterson desde el comienzo, hurgó en su intimidad y lo siguió hasta que entró a prisión a cumplir la condena de cadena perpetua dictada por el tribunal, luego de que el jurado le comprara la tesis a la fiscalía y lo declarara culpable. En la fugaz época dorada del DVD, aquella radiografía de la feble e influenciable justicia estadounidense se transformó en una serie de culto, gracias al hecho de que el espectador nunca sabe si Peterson mató o no a su mujer. Años después, en la medida en que la justicia ofreció la posibilidad de reabrir el caso, y mientras el true-crime seriado comenzaba su fiebre del oro en las plataformas de streaming y The Staircase era aclamada como la obra seminal del género, el documental añadió nuevos episodios (hasta un total de 13) y terminó, en 2018, en la parrilla de Netflix, donde encontró su audiencia global. Los elogios de la crítica fueron unánimes; esta revista no fue la excepción.

    Con estos antecedentes, uno se pregunta hasta qué punto era una buena idea rodar una serie de ficción homónima sobre un caso que no podía ofrecer datos nuevos. Antonio Campos, un director que, con su fijación por la violencia, viajó desde el cine alternativo a la primera línea comercial, manejaba los detalles al dedillo y pensaba que quedaba mucho por contar; la clave era indagar en lo que había quedado fuera del documental. El resultado es una serie arriesgada, con los estándares de calidad que a estas alturas solo se encuentran en HBO, y que ofrece una aguda reflexión sobre el significado de contar historias.

    La serie comienza recreando el instante exacto en que Peterson (un inquietante Colin Firth) encuentra muerta a su esposa. Es un momento crudo y las reacciones de los presentes ante el cadáver (el shock del novelista, la incredulidad del hijo, la sospecha de los paramédicos y la policía) se instalan como pilares de una tragedia que golpea de repente y arrasa con todo. Es un acontecimiento al cual el documental solo accede a través de testimonios de terceros, videos del sitio del suceso y las frenéticas llamadas que el novelista hizo al 911 para pedir ayuda. La serie complementó esta información con el libro Written in Blood, de la escritora Diane Fanning, y con la investigación que realizó el equipo de investigadores de HBO. Este contraste es una primera muestra de lo que La escalera quiere hacer: deconstruir el relato oficial sobre lo que sucedió y contar lo que, con toda probabilidad, ocurrió en realidad.

    El guion elige el camino difícil. A partir de la muerte de Kathleen, renuncia a la narración cronológica y presenta una estructura con varias líneas temporales, que avanza hacia el futuro, para mostrarnos qué pasará con Peterson durante el infierno judicial y carcelario, pero también hacia el pasado, para revelarnos la normalidad del hogar antes de la tragedia. A ratos la complejidad del relato resulta confusa para quien no maneja los detalles, pero obliga al espectador a participar activamente en la pesquisa.

    Esta es una de las lecciones más potentes que deja La escalera: la buena ficción, con su capacidad para calar las vidas privadas y secretas de los personajes, puede llegar a rincones donde el género de la realidad queda corto. El Michael Peterson ficticio de la serie es un personaje más complejo que el Michael Peterson del documental.

    La serie también les da importancia a personajes que en el documental sobre Peterson participan solo en función de él: los hijos y las hijas del matrimonio. Con sus historias de alcoholismo, drogadicción, inmadurez y de exploración sexual, el retrato de ellos muestra a un padre ausente y narcisista. A su vez, los saltos hacia el pasado permiten incorporar al único personaje que, por razones obvias, no apareció en el documental: Kathleen, interpretada por una sensacional Toni Collette. La actriz australiana da vida a una mujer que era el corazón de la familia, que sostenía emocional y económicamente el hogar mientras el marido se dedicaba a escribir novelas y que, sin certezas, sospechaba de la bisexualidad de su esposo. Es cierto que a ratos parece ir demasiado lejos en sus recreaciones, pero vale aclarar que todo lo que sostiene la serie tiene asidero en la realidad y que el trabajo de los investigadores de HBO fue exhaustivo. Hay invención de detalles, no de datos estructurales. Lo interesante es que la dramatización de los hechos permite entender la historia mejor que el documental, precisamente debido a que este último solo trabaja con la “verdad” (la serie, en cambio, trabaja con lo que ocurrió y también con “lo que podría haber ocurrido”). Sin embargo, el documental es en sí mismo una puesta en escena y todos los participantes son conscientes de que tienen una cámara al frente. En la serie, no. Comparativamente, esta es una de las lecciones más potentes que deja La escalera: la buena ficción, con su capacidad para calar las vidas privadas y secretas de los personajes, puede llegar a rincones donde el género de la realidad queda corto. El Michael Peterson ficticio de la serie es un personaje más complejo que el Michael Peterson del documental.

    Esta inspección sobre los alcances narrativos que tiene el género audiovisual se profundiza a partir del segundo episodio, cuando la serie incorpora a la trama al documentalista Jean-Xavier de Lestrade. El cineasta francés, convertido en personaje, llega con su equipo para que Michael Peterson pueda contar “su verdad”, una que compita con la narrativa impuesta por la fiscalía y los medios, donde él es el villano de turno. Varias secuencias de la serie reproducen diálogos y planos del documental de manera exacta, y dramatizan el rodaje del documental como si la serie fuera una especie de making-of del trabajo de los franceses. Este juego de ficción dentro de la ficción, o de intertextualidad de la imagen, alude a un viejo y manido debate en la industria del espectáculo: el documental, por más que trabaje con hechos reales, es selectivo a la hora de narrar la realidad y, al menos en ese plano, se emparenta demasiado con la ficción. La escalera contrasta permanentemente la búsqueda de la verdad y el esclarecimiento de los hechos de aquella fatídica noche de diciembre, con la necesidad atávica de generar un relato coherente. Peterson narra su propia versión a su familia, a la prensa, al jurado que lo condena, al documental que lo redime, y todos buscan acomodarse o desacoplarse de ese relato. Pero Campos piensa que, cuando es la imagen quien gobierna, la verdad no se encuentra en los hechos, siempre tan viscosos, sino en la sala de montaje. Esta tesis alcanza cotas insospechadas cuando la serie revela que, cuando Peterson entró a prisión y el documental estrenó su primera parte, en 2004, la montajista, Sophie Brunet (interpretada por Juliette Binoche), inició una relación sentimental con Peterson que duró varios años. Nada de esto aparece en la obra de los franceses. Con esto, la serie sugiere que el documental se involucró demasiado con su personaje y perdió la objetividad. De hecho, Campos pone a prueba su tesis recreando las tres versiones posibles de lo que le ocurrió a Kathleen: la caída accidental, la muerte a manos del marido y el ataque de un búho en celo que habría deambulado en el bosque frente a la casa aquella noche. Ninguna se puede demostrar del todo y las tres son excluyentes entre sí. Es decir: la elección de una de ellas invalida inmediatamente a las otras dos. Sin embargo, una vez que ocurren frente a nuestros ojos y las vemos y asistimos a su coreografía, las tres se vuelven verosímiles y peligrosamente reales.

     


    La escalera (2022), creada y dirigida por Antonio Campos, seis capítulos, disponible en HBO.

  307. No reinas

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    Lo peor vino después de matarlo. Porque lo peor de tener a un muerto ahogado en la tina, luego de un forcejeo en desigualdad de condiciones, no es el hecho de haberle quitado la vida.

    Si ella vuelve hacia atrás, a ese momento de reacción y hundimiento, no es capaz de reconstruir la escena. Ni con imágenes ni con sensaciones. Sí recuerda el momento posterior: se quedó quieta, cerró los ojos y escuchó el sutil vaivén del agua. El sonido de algo que se ha ido y ha dejado eso, un sonido.

    Imaginó que un cuerpo la levantaba suavemente del suelo, como si no pesara, y la arrojaba por la ventana. No alcanzaba a escapar: el mismo cuerpo, antes de que el suyo tocara tierra, la traía de vuelta al baño y la dejaba en la misma posición, de rodillas junto a la tina.

    Eso es lo que recuerda: una imaginación.

    Más adelante, odiará leer y escuchar la expresión «le quitó la vida», le suena tosca y sin carne, no dice todo lo que quiere decir, no logra expresar ese momento posterior. Quitar es apartar los juguetes tirados en medio de un pasillo y amontonarlos en una esquina: siguen estando ahí. Ella sacó algo de cuajo, como el animal que arranca el órgano de otro una vez atacado. Estuvo en ese punto irresistible donde tomas algo justamente para deshacerte de él: sabes lo que estás haciendo, pero el arrebato excede. Muerto el perro, se acabó la rabia, dicen algunos.

    Lo peor vino después con el muerto ahí, ahogado en su tina, el aliento interrumpido, el oxígeno de los pulmones disminuyendo, el agua penetrando en la corriente sanguínea haciendo estallar las células. Porque ella sí recuerda esa mirada previa de estupor e incomprensión; un niño no entiende que alguien quiera ahogarlo, aunque él pueda deleitarse con un puñado de mosquitos flotando en una acequia.

    Quizás el niño no alcanzó a sentir nada, pensar nada, o quizás sí, un atisbo de conciencia ante lo inabarcable, terror a la oscuridad al abrir los ojos en la noche, una cría que pierde la orientación y el rumbo. Es esperable que intentara deshacerse de ese cuerpo lo más rápido posible. Pero no. Lo peor es que ella lo envuelve en una toalla que se robó del motel donde trabajaba, porque eran nuevas y de las buenas, por fin eran de las buenas. Blancas y suaves, con el peso suficiente para reconocer esa fibra fina de algodón largo que no dejaría rastros de pelusas en ningún cuerpo, una verdadera toalla para arropar a una mujer desnuda, a un niño muerto. Habían recibido reclamos por parte de esos clientes que pagaban la tarifa más cara y se quedaban más tiempo. Toallas malas, feas y baratas que se deshacían con facilidad.

    Al niño, en cambio, lo envuelve con esa toalla gruesa, esponjosa, y lo lleva a su cama. Su piel de a poco empalidece. Lo tiende ahí, entre sábanas limpias, porque eso fue una de las últimas cosas que hizo la noche anterior, cambiar las sábanas, dispuesto el escenario. Hacer bien una cama para quien hace y deshace varias todos los días puede resultar un acto mecánico, pero no: requiere de esfuerzo y parsimonia, experticia en dobleces. Pocos serán los que se fijen en eso al abalanzarse sobre las camas que ella hace.

    Tiene tendido al niño en su cama, en su casa, y se acuesta junto a él. Se queda quieta. También fue un esfuerzo ahogarlo, sacarlo de la tina, envolverlo y acostarlo. Se queda quieta, muda, casi ni respira. El agua ha dejado de sonar. Hasta que de su estómago surge un alarido feroz, como el de una torsión gástrica en un perro grande y fino. Se les infla el estómago y desplazan las patas hacia los lados intentando ensancharse, tienen arcadas, babean y vomitan, entran en shock. Les pasa por tomar exceso de agua.

    En algunas partes del pueblo donde vive las casas están cerca unas de otras, pero en su zona hay más distancia, más campo y descampado, da igual: toda casa puede explotar por dentro y las paredes, dependiendo de su grosor, guardarán o no su secreto. Un alarido así puede oírse a varios metros, mientras la brisa arrecia levemente la hierba sin cortar y las hormigas hacen su trabajo bajo tierra.

    Si alguien lo ha escuchado no importa, ¿de dónde viene ese alarido? ¿De quién es? Se sabrá igual. Infierno chico el del pueblo, siempre son peores los infiernos chicos. Poca bulla para los peces gordos.

    Una mujer ha matado a su hijo de tres años. Lo hunde, lo ahoga, lo acuesta en su cama. Después de un par de horas el cuerpo del niño desnudo está frío y ella solo siente latir su propio corazón. Se acabó la rabia.

    El motel del que robó la toalla queda a la entrada del pueblo. Se anuncia en la carretera con un cartel rojo que dice en letras cursivas: El Escándalo, y justo abajo, con letra más chica: «Vívalo acá, no en su casa». Trabajaba allí de lunes a sábado.

    Sí, yo lo maté, dice ella, o cree que dirá cuando haya que confesar. A su lado murmura: Lo maté. Sí, ese es su nombre: Cristóbal Villablanca Villablanca. No sabe cómo se dicen esas cosas en los estrados. Nunca ha estado en uno. Por mientras dice aquí: Fue mi hijo.

    Yo soy su madre.

     


    No reinas, Bernardita Bravo Pelizzola, Alfaguara, 2022, 152 páginas, $14.000.

  308. Hacia un capitalismo “de bienestar”

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    Salvar al capitalismo de sus tendencias (auto)destructivas se propone la economista Jeannette von Wolfersdorff en su libro Capitalismo, una historia de innovación, inversiones y ser humano, un largo y documentado viaje por el sistema económico predominante, que no duda en definir como “el mejor modelo económico posible”, pero que invita decididamente a reformar.

    Economista de la Universidad de Aquisgrán (Alemania), en 2015 fundó en nuestro país el Observatorio del Gasto Fiscal, que promueve la transparencia en el gasto público. En 2017 fue la primera mujer en ingresar al directorio de la Bolsa de Santiago. Entre 2018 y 2020 fue miembro del consejo presidencial para la modernización del Estado, y en 2020 fue presidenta de la Comisión Asesora Ministerial para el Gasto Público. En mayo de 2022 fue invitada por BHP a integrar el directorio de la Fundación Chile. Y en julio fue nominada por el Presidente Boric para conformar el Consejo Fiscal Autónomo, lo que fue ratificado ampliamente por el Senado.

    El largo debate en Chile sobre el “modelo”, que ha adquirido especial intensidad en los últimos tres años —estallido, pandemia, nueva Constitución, nuevo gobierno—, se beneficia con la mirada de la autora en este libro necesario y equilibrado, con tanta mirada histórica como apertura al futuro, es decir, donde hay que innovar. Porque Von Wolfersdorff se da a la tarea de contestar preguntas esenciales: ¿Qué capitalismo es viable en estos tiempos? ¿Es posible combinar el capitalismo con respeto al medioambiente, inclusión y sustentabilidad? Y si es así, ¿cómo?

    Como la autora señala, estamos en un momento de inflexión no solo en Chile sino en el mundo, para definir modos de vivir, producir y consumir; de relacionarnos socialmente, de construir sociedades viables. La economista se tomó un año completo para plasmar estas ideas con precisión, casos y mucha información.

    Competencia y cooperación

    De 300 mil años datan los registros de seres humanos que emprendieron largos viajes para proveerse de materiales que les permitieran perfeccionar sus herramientas. “Probablemente —relata la autora—, ya en ese tiempo se inventaron las primeras formas de intercambio o comercio”. Esa capacidad, movilización y tipo de relación permitió la sobrevivencia de la especie. Han pasado cientos de miles de años y, para Von Wolfersdorff, “la innovación acumulada por nuestra especie ha significado un nivel de bienestar que ha aumentado exponencialmente”.

    En el libro, la economista explica y desarrolla cuáles han sido los beneficios del capitalismo y la innovación para el progreso de la humanidad. No adhiere a discursos “anticapitalistas”, sino que va relatando con ejemplos y datos el potencial y las virtudes de este sistema, para luego abordar sus tendencias autodestructivas y sus efectos negativos en el medioambiente y en la sociedad. También, muy interesantemente, aborda cómo este se relaciona con aspectos y capacidades muy centrales de los seres humanos, como la curiosidad y la creatividad, la capacidad de cooperar y/o competir. Fuerzas que pueden desatarse (o paralizarse), dependiendo de los contextos en que el capitalismo se desarrolle.

    “Los mercados funcionan gracias a dos conceptos principales que han sido claves para la evolución humana: la competencia y la cooperación. Ambos son importantes y complementarios en su efecto para la innovación y el funcionamiento de los mercados, aunque estén también en constante conflicto. Todas las personas —y todas las empresas— se enfrentan, de hecho, con frecuencia a ese dilema fundamental: la búsqueda del interés propio en el corto plazo, versus el interés grupal a largo plazo”, escribe.

    Cómo desanudar ese falso binarismo es una de las claves. Porque la ganancia únicamente de corto plazo es una apuesta que omite los “costos hundidos” y, por tanto, la integralidad de las consecuencias. El capitalismo cortoplacista declara creer y valorar la competencia y la innovación, pero en realidad, como señala la autora, las restringe. El juego de suma cero no es ni realmente competitivo (con una cancha pareja) ni innovador.

    ‘Este es el caso de Chile, donde se pueden observar directorios de empresas con una alta presencia de abogados, familiares y exautoridades de Estado, personas conectadas políticamente que, a menudo, repiten asiento en otras empresas del mismo grupo económico. Esos directorios no buscan impulsar nuevas ideas ni la innovación, sino defender o ampliar el statu quo mediante gestiones políticas’, escribe.

    La cuarta revolución industrial

    La pandemia —ahora quizás ya se pueda afirmar que vivimos en la fase endémica del covid— ha reflotado con mucho énfasis los debates en torno a lo público y lo privado, el rol del Estado, las soluciones sistémicas, la necesidad de organismos que velen por el bien público, incluso a nivel global.

    Pero el marco ya estaba dado por la cuarta revolución industrial, de la que la autora da cuenta en su libro, concordando con Klaus Schwab (fundador del Foro Económico Mundial). Esta fase histórica se distingue por ser “una fusión rápida y sistémica de los ámbitos físico, digital y biológico, apoyada en la inteligencia artificial, la ingeniería genética, la computación cuántica y otras tecnologías. La escala, el alcance y la complejidad de su impacto serán probablemente diferentes a cualquier cosa que la humanidad haya experimentado antes”, escribe.

    Una era que cambia todos los paradigmas y que, tal como ha señalado el mismo Schwab, requiere, como nunca, salir del modelo del capitalismo del “accionista” y pasar al de los stakeholders, es decir, a uno que vea los intereses y el beneficio de todas las partes involucradas y que deje entonces atrás el paradigma de satisfacer el interés de corto plazo de los dueños de las acciones. Schwab lleva 50 años, desde el foro de Davos, haciendo notar la necesidad de esta mirada. Pero hoy se hace imprescindible.

    La autora pone como horizonte un “capitalismo de bienestar”, que se caracteriza por estar bien regulado, reconocer las fallas en los mercados e identificar las tendencias autodestructivas, como lo son tender a la concentración económica y no encontrar reconciliaciones con la sociedad a tiempo.

    La “arquitectura” de nuestro cerebro

    Cuando se trata de dinero y poder, los seres humanos tenemos sesgos, y la autora los revela. Una arista muy interesante que explora dice relación con los orígenes de comportamientos irracionales de los mercados. Los orígenes dentro del cerebro mismo: “Es interesante preguntarse si una parte de las dificultades para lograr una adecuada regulación de los mercados podría ser consecuencia del funcionamiento y de la arquitectura de nuestro cerebro, es decir, de nuestro sistema cognitivo y emocional”. Luego detalla distintas investigaciones en el campo de la neurociencia, que alertan y ayudan a entender “los desafíos neurológicos del capitalismo”. En primer lugar, pone sobre la mesa el rol del narcisismo, en especial su versión grandiosa. Ese rasgo, cuando se da junto con tener poder, es muy riesgoso para las empresas. Después de una revisión de más de 150 estudios académicos, la mitad de ellos posteriores a 2015, los profesores Charles O’Reilly (de Stanford) y Jennifer Chatman (Berkeley) concluyeron que los líderes narcisistas son “un importante y quizás creciente desafío organizacional para las empresas, que no debe tomarse como algo trivial”. El problema de fondo, según O’Reilly, es que los narcisistas tienen un funcionamiento cerebral distinto del común de las personas: “Saben que están mintiendo y no les molesta. No sienten vergüenza”.

    Por otro lado, los hombres pueden tener una concentración de testosterona entre tres y 10 veces mayor o incluso más que las mujeres, lo que los vuelve más proclives a un comportamiento que privilegia las recompensas individuales y el dominio del otro. “Al recibir más poder —dice Von Wolfersdorff—, las personas con altos niveles de testosterona tienen una mayor probabilidad de tomar decisiones motivadas por la codicia, que pueden ser antisociales o corruptas”.

    Además, se gatilla una correlación con niveles más altos de dopamina, que funciona como un sistema interior de premio y motivación, explica Von Wolfersdorff. “Las personas con alto nivel de testosterona son especialmente sensibles a ir por más y, además, pueden tender a ser más agresivas”.

    Que personas así estén en la primera línea del poder económico, por ejemplo, aumenta la posibilidad de que la mirada cortoplacista predomine. De allí la necesidad de la diversidad en los cargos altos, el accountability. Hay que encontrar incentivos para que personas así y que estén en el poder, evolucionen. Por ejemplo, plantea ella, que ganen mucho menos cuando no logren crear valor para todos —y no solo para sí—. Cómo hacer que el mercado opere en beneficio de toda la sociedad requiere un esfuerzo institucional que, a juicio de la autora, no se ha dado aún.

    ‘Si se busca sostenibilidad y crecimiento a la vez, el proyecto país para Chile debería impulsar necesariamente una mayor innovación en los mercados. Lograr eso requiere elaborar una estrategia que promueva tanto una mayor competencia en la economía, como una mayor cooperación entre economía y sociedad’.

    Chile y sus líderes empresariales

    El libro trasunta un llamado urgente a que quienes lideran los sectores empresariales se abran a esta necesaria evolución. Algo que observa con dudas la autora. No ve interés en modernizar los mercados: “Hasta el momento, los líderes empresariales de Chile parecen lejos de querer dimensionar la importancia de hacerse parte del desafío de modernizar los mercados, aun cuando de ello dependa el crecimiento económico, al igual que la calidad de la democracia chilena. En línea también con algunas tendencias internacionales, lo que prevalece es la visión de que el éxito económico pasado fue, ante todo, resultado del trabajo y no tanto de los privilegios. Desde esta perspectiva, quien no tiene éxito económico es alguien que no trabaja lo suficiente”, se lee.

    Esa falta de conciencia sobre el propio privilegio —y la falta de ellos de gran parte de la población— es una peligrosa ceguera. Una que lleva, además, a la homogeneidad dentro de aquellos grupos, reforzados por un tipo de pensamiento y de trayectorias vitales muy similares.

    No solo es la falta de mujeres, sino también de personas de otras regiones, culturas, barrios, carreras, que puedan ayudar a completar una mejor idea del “bien común”.

    “A menos que en algunos países estén obligados por ley, en general la mayoría de los directorios de las empresas grandes destacan por su falta de diversidad, pese a que esta característica permitiría una competencia abierta y constructiva de ideas. Este es el caso de Chile, donde se pueden observar directorios de empresas con una alta presencia de abogados, familiares y exautoridades de Estado, personas conectadas políticamente que, a menudo, repiten asiento en otras empresas del mismo grupo económico. Esos directorios no buscan impulsar nuevas ideas ni la innovación, sino defender o ampliar el statu quo mediante gestiones políticas”, escribe.

    El estilo de liderazgo “patronal” chileno es otro de los problemas. “La complejidad de regular el mercado en Chile —escribe— no solo se debe a su tamaño reducido, sino también a otro factor: Chile tiene una cultura especialmente jerárquica, de origen colonial. En la década de 1830, de hecho, Charles Darwin le asignó al país un carácter “feudal”.

    Esta forma de organizar la sociedad de manera muy vertical, no ayuda a ampliar la mirada hacia un capitalismo que esté al servicio del bien común, pues descansa en las decisiones de —por lo general— un hombre. Para la autora, transformar el capitalismo en Chile es un desafío sistémico, que requiere un proyecto país. Plantea como modelo posible una “economía ecológica y social de mercado”, inspirándose en el debate de la Alemania de posguerra en la década de 1950 o también un New Deal, al estilo norteamericano posdepresión. “Si se busca sostenibilidad y crecimiento a la vez, el proyecto país para Chile debería impulsar necesariamente una mayor innovación en los mercados. Lograr eso requiere elaborar una estrategia que promueva tanto una mayor competencia en la economía, como una mayor cooperación entre economía y sociedad”.

    El desafío, entonces, es ampliar, conectar con la sociedad, regular, desconcentrar y, por cierto, aumentar los niveles de transparencia, uno de los temas relevantes para la economista: “En Chile, el lobby de las empresas es central para explicar el estallido social de 2019: durante décadas, el lobby ha mostrado justamente su único interés de extraer valor para unas pocas empresas, en vez de crearlo, acorde a los objetivos compartidos de la sociedad”.

    Asimismo, la autora deja bastante claro que para alcanzar un modelo distinto no basta solo con redistribuir. Es importante, pero no suficiente. No basta solo con hacerse cargo de las “externalidades negativas”. En esta encrucijada histórica hace falta mucho más.

    “Observar excesivas concentraciones de riqueza, y considerar su carácter autorreforzante, pero solo responder con la aplicación de impuestos y transferencias posteriores, es parecido a sostener sistemas públicos que contemplan la venta de alimentos dañinos para la salud y la contaminación del aire, pero que a la vez ponen su foco y sus recursos principalmente en sanar a las personas después de enfermarse”, concluye Von Wolfersdorff.

     

    Fotografía de portada: Emilia Edwards.

     


    Capitalismo, Jeannette von Wolfersdorff, Taurus, 2022, 376 páginas, $16.000.

  309. Enzo Traverso: “La izquierda abandonó la ambición de cambiar el mundo”

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    “La izquierda para renovarse tiene que pensar la libertad y la igualdad como indisociables. Esto puede ser el punto de partida, la condición básica para su renovación”, aseguró Enzo Traverso en una entrevista a fines de 2019. Y ese punto lo reitera hoy con mayor fuerza, porque, según él, estamos enfrentando “una regresión en ambos planos”. “Basta ver lo que está pasando con la Corte Suprema y el derecho al aborto en Estados Unidos”, apunta.

    Para el historiador italiano y académico de la Universidad de Cornell desde hace casi una década, la izquierda salió derrotada del siglo XX y dejó de ofrecer una propuesta de futuro. Incluso, dice, abandonó la ambición de cambiar el mundo, “que era parte de su identidad, de su ADN”. Y en ese proceso, agrega, no se salvó ninguna de las distintas variantes de la izquierda, desde el comunismo a la socialdemocracia, que “se volvió uno de los pilares del sistema neoliberal”.

    Por eso, como hombre de izquierda que ha reflexionado sobre el tema en libros como Melancolía de izquierda o el más reciente Revolución, reconoce que el desafío del sector no es fácil. No solo porque muchas veces es “la derecha populista la que aparece como alternativa al neoliberalismo”, sino también porque hoy vivimos en un mundo donde “ya no existe la idea de que las futuras generaciones vivirán en un mundo mejor”. Y eso “obliga a repensar los conceptos de la izquierda”.

    No podemos salvar la empresa siderúrgica de Taranto en el sur de Italia y, al mismo tiempo, eliminar la contaminación que produce y que genera una tasa de tumores en Calabria 10 veces superior al resto del país. Si queremos cerrar esa empresa hay que encontrar una solución para quienes perderán el trabajo. ¡Ese es el rol de la izquierda!

    Una de las premisas del socialismo es que debe entender el mundo para transformarlo. ¿Cree que la izquierda, que nació en la época industrial, ha entendido la actual era de la información?
    Primero hay que entender cómo definimos a la izquierda: la izquierda es una constelación de movimientos, ideas, partidos, experiencias distintas de un país a otro, de un continente a otro, y no es posible referirse a los problemas de la izquierda en su conjunto, y es difícil hablar de la izquierda en términos monolíticos. Pero en líneas generales, mi impresión es que el problema que tiene la izquierda hoy no es la dificultad para entender el mundo posindustrial; el problema de la izquierda en muchos países es que ya no tiene ganas de cambiar el mundo. La izquierda abandonó esa ambición que era parte de su identidad, de su ADN.

    ¿Y por qué cree que perdió esa ambición?
    Porque la izquierda salió derrotada del siglo XX. Si queremos hacer un balance muy grosso modo, sin matices, la izquierda salió derrotada del siglo XX porque el siglo XX fue un siglo de guerras, un siglo de violencia, de dictaduras —y Chile conoce bien esta historia—, pero también fue un siglo de grandes utopías, de grandes esperanzas, un siglo de revoluciones, de revoluciones que cambiaron el mundo, que cambiaron la cara del planeta, y estas revoluciones fueron derrotadas. Entonces, la izquierda entró en el siglo XXI después de la derrota de esas revoluciones y, por lo tanto, de la fuerza política que las había encarnado. El comunismo salió derrotado del siglo XX y también lo hizo la socialdemocracia. La socialdemocracia apareció durante toda la segunda mitad del siglo XX como una fuerza política que, a diferencia del comunismo, no buscaba una ruptura violenta de las fronteras con el capitalismo, pero que tenía igualmente un proyecto serio de transformación social, aunque dentro los márgenes del capitalismo. Una transformación social profunda y real, pero conservando las grandes libertades y un régimen democrático. Y la socialdemocracia también fracasó, porque durante los últimos 30 años acompañó la restauración neoliberal del capitalismo, se volvió uno de los pilares del sistema neoliberal y no una de sus alternativas. Entonces, los modelos heredados del siglo XX, como el comunismo, la socialdemocracia o también las versiones heréticas del comunismo, como el anarquismo, ya no son más válidas, ya no ofrecen una perspectiva de futuro. Esto es lo que está en el origen de la incapacidad de la izquierda de presentarse como una fuerza de transformación de la realidad.

    Pero ¿cree que la izquierda tiene hoy propuestas que ofrecer ante los desafíos del siglo XXI?
    Sí, porque más allá de lo anterior, si miramos el panorama de la izquierda como un conjunto de corrientes de pensamiento, de pensamiento crítico, vemos un intento de pensar el ecosocialismo y el problema de las catástrofes ecológicas que amenazan el planeta si mantenemos nuestro actual modelo de civilización. Vemos las teorías que produce a partir del estudio de las nuevas formas de dominio, de explotación, de las transformaciones del capitalismo posindustrial o el problema de articulación entre las distintas opresiones de clase, de género, de raza, etc. Desde ese punto de vista, no diría que la izquierda está retrasada respecto del siglo XX.

    Todos entendieron que el covid es un problema que se puede resolver solo a escala global, no a través de recetas soberanistas. Si la derecha populista ha logrado parecer creíble se debe a que, en muchos países, aparece como una fuerza alternativa al neoliberalismo.

    El tema medioambiental al que hacía referencia, ¿puede ser la gran lucha de la izquierda en el futuro? En Estados Unidos, por ejemplo, se ha instalado la idea del Green New Deal.
    Estoy convencido de que ese es uno de los ejes en torno a los cuales es posible elaborar un proyecto de transformación más que social, un proyecto de transformación del modelo de civilización para el siglo XXI. La izquierda ha conocido grandes victorias, grandes conquistas y también trágicas derrotas, hay que decirlo, pero las grandes conquistas de la izquierda en el siglo XX eran las conquistas de una izquierda que se identificaba con el movimiento obrero. La izquierda en términos generales siempre ha pensado un proyecto de transformación social como un proyecto de control, de dominio del hombre sobre la naturaleza a través de la tecnología. El socialismo siempre se pensó como el desarrollo de las fuerzas productivas y esto no solo a causa de una idea de progreso heredada de la Ilustración o del socialismo del siglo XIX, sino también por otras razones. Muchas de las revoluciones del siglo XX se desarrollaron y ganaron en países económica y socialmente atrasados, en países en los que el problema del desarrollo de las fuerzas productivas no era una obsesión teórica, era un problema real. La Revolución cubana, por ejemplo, debió asumir la reconstrucción económica de un país en el cual todas las clases dominantes partieron al exilio en un año. La Revolución rusa, la Revolución china tuvieron también que enfrentar los mismos problemas. No es imaginable en la China del 49 o en la Cuba del 59 discutir sobre “decrecimiento”, que es la actual discusión en los países más ricos. O en cómo salvar el planeta, cambiando el modelo de desarrollo fundado en el aumento lineal de la producción.

    ¿Cómo se puede equilibrar ambientalismo y protección de los trabajadores? En países como Francia, la izquierda ha perdido apoyo entre los trabajadores a manos de la ultraderecha, en parte, porque parece haberse alejado de los problemas de las clases populares.
    Sí, y este no es solo un problema en Francia. En Italia desde hace años, en el norte, el primer partido obrero es la Liga Norte. En Francia, en todas las regiones desindustrializadas, el voto popular está concentrado en Rassemblement Nationale. Y veamos en Estados Unidos, en 2016, Donald Trump ganó en muchos estados tradicionalmente demócratas, muy golpeados por la desindustrialización. Esta es una tendencia general. El problema es que la izquierda debe ser honesta, quiero decir, no se puede hacer creer que hay un compromiso posible entre la preservación de los sectores industriales que son contaminantes y la preservación del planeta y la adopción de medidas ecológicamente eficaces. Pero esto vale para la ecología como para la educación o la sanidad. Pensar que el sistema sanitario pueda ser mejorado introduciendo criterios de productividad es una lógica equivocada. Mientras la izquierda siga prisionera de esta lógica, seguirá defendiendo una ecología antiobrera o defendiendo la preservación de sectores industriales contra la ecología. Se necesita elegir, no hay alternativa, esta es una elección de sociedad y una elección de civilización. No podemos salvar la empresa siderúrgica de Taranto en el sur de Italia y, al mismo tiempo, eliminar la contaminación que produce y que genera una tasa de tumores en Calabria 10 veces superior al resto del país. Si queremos cerrar esa empresa hay que encontrar una solución para quienes perderán el trabajo. ¡Ese es el rol de la izquierda!

    Industria siderúrgica de Taranto, en la costa del Pequeño Mar, en Puglia, Italia.

    Hoy vemos que la ultraderecha populista parece tener más facilidades para convencer a la población. Lo vimos en Francia, en Hungría, incluso en Italia. ¿Cuál debe ser la respuesta de la izquierda frente a eso… porque parece que no ha encontrado una respuesta adecuada?
    Como decía, creo que lo principal es decir la verdad, para ser creíbles, para aparecer creíbles, pese a que a veces decir la verdad puede ser incómodo y en ciertas situaciones, poco ventajoso desde un punto de vista electoral. Las recetas de la derecha populista son ética, política y económicamente equivocadas, porque apuntan a un chivo expiatorio. Los problemas sociales y económicos no se resuelven dando caza a los inmigrantes ni apuntando al Islam como el enemigo. Esto se vio con la crisis sanitaria, con el covid. La extrema derecha populista quedó en los márgenes, porque no tenía una respuesta. Todos entendieron que el covid es un problema que se puede resolver solo a escala global, no a través de recetas soberanistas. Si la derecha populista ha logrado parecer creíble se debe a que, en muchos países, aparece como una fuerza alternativa al neoliberalismo. En Estados Unidos, Trump, al menos en 2016, ganó las elecciones porque había logrado presentarse como una alternativa al establishment neoliberal encarnado por Hillary Clinton.

    ¿Cree que la izquierda sufre a veces de un exceso de nostalgia, de una tendencia a mirar demasiado hacia el pasado y no hacia el futuro?
    No creo que el problema de la izquierda sea el de una relación patológica y nostálgica con el pasado. El problema de la izquierda es su incapacidad de proyectarse hacia el futuro. Esto está ligado a lo que los historiadores definirían como el régimen de historicidad del siglo XXI, una ruptura de la dialéctica histórica en que el pasado como campo de experiencia se articula con el futuro como horizonte de espera. El punto es que nosotros vivimos hoy en un mundo en el que el horizonte de espera desapareció. Vivimos en un régimen de historicidad presentista, en el que domina un eterno presente. El futuro es visto solo como una extensión del presente. Nuestras sociedades experimentan un ritmo frenético de aceleración en el que parece que todo está cambiando, pero siempre dentro de un marco inmutable que es el del capitalismo, el del sistema de propiedad, de la cosificación de las relaciones sociales y económicas. Este es el problema de fondo, la incapacidad de proyectarse hacia el futuro. La melancolía de izquierda no es una enfermedad, una patología que se debe curar ni una terapia para curar los problemas de la izquierda de hoy. La melancolía de izquierda es la conciencia de las derrotas sufridas en el siglo XX, es la elaboración del luto de esas derrotas, y que eso pueda servir de conexión con los movimientos sociales y con las luchas del presente. Desde este punto de vista, la melancolía de izquierda es una forma de elaboración de la memoria. El caso de Chile, por ejemplo, es interesante. El movimiento de 2019 despertó enormes expectativas, entusiasmo, deseo de cambio. Y la victoria electoral de Boric es vista, y no solo en Chile sino más allá de las fronteras chilenas, como una revancha de la Unidad Popular. Chile, el país donde nació el neoliberalismo, el primer país donde el neoliberalismo fue experimentado antes de volverse un modelo global, es hoy el primer país donde este modelo viene puesto en discusión. Desde este punto de vista, diría que el caso chileno confirma mi teoría de la melancolía de izquierda como la elaboración de una memoria capaz de articularse con los movimientos del presente.

    Chile, el país donde nació el neoliberalismo, el primer país donde el neoliberalismo fue experimentado antes de volverse un modelo global, es hoy el primer país donde este modelo viene puesto en discusión. Desde este punto de vista, diría que el caso chileno confirma mi teoría de la melancolía de izquierda como la elaboración de una memoria capaz de articularse con los movimientos del presente.

    Uno de los temas de la izquierda en el siglo XX fue la confrontación entre igualdad y libertad, donde para la izquierda la igualdad primó siempre sobre la libertad. ¿Cómo se articula eso ahora?
    Yo me reconozco completamente en el concepto de egaliberté propuesto hace unos 20 años por Étienne Balibar, un filósofo neomarxista francés que forjó un concepto que trata de articular igualdad y libertad como dos valores indisociables. Estoy de acuerdo, la historia de la izquierda en el siglo XX es la historia de revoluciones que rompieron las barreras del capitalismo, que introdujeron formas de igualdad social, pero al precio de la libertad. En muchos casos, una libertad no solo sacrificada sino una libertad aniquilada. La Unión Soviética en el siglo XX es un régimen totalitario, de negación radical de la libertad. Creo que el problema de la búsqueda de una articulación entre igualdad social y libertad política es fundamental. Pero si en el siglo XX se habían dado pasos hacia adelante en el plano de la igualdad social a costa de la libertad, hoy asistimos a una regresión en los dos planos. Basta ver lo que está pasando en Estados Unidos con la Corte Suprema y el derecho al aborto. Pero más allá de eso, la conquista de los derechos de las mujeres ha sido significativa y, hace 50 años, un homosexual debía esconderse para no ser víctima de exclusión o de persecución. Hoy, un homosexual si es discriminado puede apoyarse en todo un dispositivo de leyes para defender sus derechos. Estas son libertades importantes. Y en eso el neoliberalismo introduce novedades respecto del modelo antropológico del capitalismo del siglo XX. El capitalismo del siglo XX está orgánicamente ligado al nacionalismo. En cambio, el neoliberalismo es dirigido por una élite cosmopolita. Para Apple, Microsoft o Amazon, es importante tener técnicos especializados que sean paquistaníes, argentinos o alemanes, y no tiene importancia si son musulmanes, católicos o judíos. Pero veamos cómo funcionan. Hay una distribución del trabajo que hace que un computador que cuesta mil dólares o una polera de una de las multinacionales del vestuario sea producida en China, en Vietnam o en Bangladesh, donde la mano de obra es sobreexplotada y no tiene ningún derecho social o sindical. Detrás de una fachada multicultural hay una distribución del trabajo a nivel global que restablece estructuras raciales y neocoloniales. Este es el modelo neoliberal y muchas veces es la extrema derecha nacionalista la que se presenta como una alternativa a ese modelo. Por eso, pensar la relación entre igualdad y libertad en el siglo XXI significa no solo revisitar los clásicos del género político —John Stuart Mill, Tocqueville, Marx, Bobbio o Hayek—, sino repensar la relación entre igualdad y libertad en un contexto global, en el que estos conceptos tienen un sentido distinto.

    La izquierda parece haber pasado de una mirada universalista a una identitaria, que responde más a una lógica liberal, porque históricamente la izquierda no fue una gran defensora de las minorías.
    Creo que una de las contribuciones más significativas para abordar este tema es un concepto que nació a fines del siglo XX, pero que se volvió de uso común en el siglo XXI, el de interseccionalidad. Esto significa tener juntos clase, género y raza. Significa tener juntos igualdad y libertad. Rechazar las jerarquías que dominaron la cultura de la izquierda en el siglo XX. Por ejemplo, cuando yo tenía 20 años, en cualquier proyecto socialista para el futuro el objeto central de la transformación era la clase obrera, el proletariado industrial, las grandes fábricas. La clase obrera tenía aliados y podía construir una coalición. La clase obrera se aliaba con los jóvenes, con los campesinos, con las mujeres, con las minorías étnicas oprimidas, discriminadas, pero había una jerarquía. Las reivindicaciones sociales eran prioritarias frente a las reivindicaciones de género o las reivindicaciones ecológicas.

    ¿Qué agrega el concepto de interseccionalidad?
    Permite construir una estrategia de transformación social y política capaz de enfrentar todas las formas de explotación, discriminación, exclusión de manera no jerárquica. Un obrero ya no tiene más derechos que una mujer o un afroamericano o un homosexual. Me parece que esta es una de las conquistas desde el plano teórico e intelectual más importantes de la izquierda. Una de las razones de la crisis y del declive poco glorioso de la izquierda socialista en Francia fue que los think tank pensaron en algún momento que como las clases populares votaban por Marine Le Pen, lo que había que hacer era dejarlas de lado y concentrarse en las clases medias cultas y sensibles a todos los problemas de discriminación o a los problemas de libertad. Este fue un cálculo profundamente equivocado.

    Creo que el problema de la búsqueda de una articulación entre igualdad social y libertad política es fundamental. Pero si en el siglo XX se habían dado pasos hacia adelante en el plano de la igualdad social a costa de la libertad, hoy asistimos a una regresión en los dos planos. Basta ver lo que está pasando en Estados Unidos con la Corte Suprema y el derecho al aborto.

    Uno de los puntos donde parece haber coincidencia hoy entre los teóricos es que se ha perdido la idea de progreso, de que el futuro sería mejor que el presente. ¿Cómo afecta eso a la izquierda?
    Sí, en el mundo de hoy ya no existe la idea común antes a todas las familias pertenecientes a todos los grupos sociales, incluso a los más modestos, de que sus propios hijos tendrían un futuro mejor. Eso es una novedad en relación con los últimos dos siglos, pero sobre todo con el siglo XX. Hoy, todo ha cambiado, las nuevas generaciones viven en condiciones peores que sus padres, porque viven en un mundo de precariedad absoluta. Yo veo a mis sobrinas. Hoy tienes 30 años y vives de becas de estudio o de trabajos subpagados, con un contrato de un año. Esa es la condición normal de millones de jóvenes hoy y son jóvenes que han estudiado, que han pasado por la universidad, que tienen un amplio conocimiento del mundo, para los cuales viajar es una cosa normal. Por eso, conceptos como el de clases populares, centrales para la izquierda, hoy deben ser repensados.

    ¿Cree que la frustración que eso causa entre los jóvenes puede generar nuevas revoluciones?
    Lo espero. Una nota de optimismo es que son los jóvenes la franja social con menos prejuicios y más sensible a la cuestión ecológica. Si en Chile se produjo ese cambio — porque el de 2019 es un movimiento de jóvenes—, en otras partes del mundo también se está viendo algo similar. En EE.UU., la izquierda que se pone como una alternativa al liderazgo tradicional del Partido Demócrata se constituyó después de Occupy Wall Street, que también fue un movimiento de jóvenes.

    Churchill decía que quien no es de izquierda cuando joven no tiene corazón. Pero ¿siempre ha sido así?
    No, porque si vemos la historia del fascismo en los años 20 en Italia, en España, en Alemania, la juventud era en muchos casos atraída por las derechas nacionalistas. El movimiento nazista en Alemania, el movimiento fascista en Italia eran en el origen movimientos de jóvenes. Las cosas cambiaron en la posguerra, en especial después de los años 60, pero hoy es una tendencia general que sean de izquierda. Hablábamos de Chile, pero pensemos también en Estados Unidos, en Francia, en lo que pasa en Hong Kong, una panorámica global. Los jóvenes están muy activos hoy en todo el mundo.

  310. Ideas de la izquierda (o la lógica de los mundos posibles)

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    Quienquiera haya inventado la noción de los “mundos posibles” —al parecer, algún filósofo jesuita del siglo XVI—, seguramente se sorprendería de la fortuna que alcanzó al desplegarse en cuestiones como la existencia de Dios, la lógica modal, la teoría de la ficción o el activismo político.

    En 2001, el Foro Social Mundial en Porto Alegre tuvo por lema “otro mundo es posible”, y congregó a un conjunto de movimientos críticos de la globalización. En su libro póstumo, La izquierda global, Immanuel Wallerstein ve esta reunión como un punto culminante en el resurgimiento de una izquierda maltrecha tras la caída del Muro de Berlín en 1989, momento que dejó —señala Enzo Traverso, en Melancolía de izquierda— a muchos izquierdistas “espiritualmente a la intemperie”, obligados a admitir el fracaso de los intentos de transformar el mundo, por lo que, ante esa nueva consigna, los nuevos movimientos debieron redefinir sus identidades.

    El “altermundismo” de Porto Alegre congregó tan distintas corrientes y grupos —anticapitalistas, ecologistas, anarquistas, nacionalistas, pacifistas, animalistas, indigenistas, sindicalistas— como propuestas, que difícilmente configurarían un ideario coherente o “izquierdista”. Basta considerar algunas de sus causas. Los organismos modificados genéticamente, ¿debieran ser rechazados por una izquierda receptiva a los cambios científicos? Y el nacionalismo, ¿no se opone a la tradición internacionalista de la izquierda?

    Esto no se limita al altermundismo. Por ejemplo, el sojuzgamiento estatal de la disidencia, ¿es de izquierda o de derecha? Los campos de concentración nazis no tienen nada que envidiarles a los chinos de Mao o al Gulag soviético. De ahí el lugar común: rechazar las dictaduras, sean de derecha o de izquierda. A menos que se afirme que no puede haber dictaduras de izquierda, porque el impulso democrático está en su corazón. Hay quienes lo sostienen, no sin alguna dificultad.

    Así, una serie de cuestiones que podrían parecer claramente vinculadas a uno u otro lado del espectro político, resultan no serlo. ¿Es izquierdista o derechista proteger el medio ambiente, favorecer la liberación sexual, legalizar drogas blandas, defender los derechos de los animales o implementar políticas de género? El etiquetado ideológico no siempre sirve. Entonces, ¿existen ideas de izquierda? ¿Cuáles son?

    Para identificarlas podría realizarse un inventario de temas y programas o bien una galería de intelectuales; ya sea enfocándolos en un momento determinado o seguirlos a través del tiempo. Una mezcla de todo eso parece recomendable, de manera que los intelectuales de izquierda no sean Babeuf, Marx o Bakunin, sino otros más actuales, sin desatender la perspectiva histórica o programática y cómo algunas ideas fundamentales persisten o mutan al refractarse en otros intelectuales.

    Una serie de cuestiones que podrían parecer claramente vinculadas a uno u otro lado del espectro político, resultan no serlo. ¿Es izquierdista o derechista proteger el medio ambiente, favorecer la liberación sexual, legalizar drogas blandas, defender los derechos de los animales o implementar políticas de género? El etiquetado ideológico no siempre sirve. Entonces, ¿existen ideas de izquierda? ¿Cuáles son?

    Historias frente a mapas

    El vocabulario de “izquierda” y “derecha” proviene de la Revolución francesa. El azar espacial quiso que cuando la Asamblea se dividió sobre los poderes del rey, los radicales tomaran una posición al lado izquierdo de la cámara y los conservadores, al derecho. Así, la “izquierda” se identificó con posturas como la abolición del veto real, la supremacía legislativa y el sufragio de una persona un voto, o la “trinidad” revolucionaria: “libertad, igualdad, fraternidad”. Muchas de ellas marcaron el paisaje político de los siglos XIX y XX.

    Una posible aproximación a las ideas de la izquierda sería determinar históricamente cómo se han concretado los ideales revolucionarios en la práctica política. Otra aproximación sería realizar un catastro o “mapa” de sus ideas y teóricos. El problema con los mapas es que suelen alterar la realidad que intentan mostrar: además de la escala, está la perspectiva y, sobre todo, el tiempo. Un mapa del Chile del siglo XVIII difiere del del XXI, como una cartografía de las ideas de izquierda de 1920 sería muy distinta de una actual.

    El libro de Razmig Keucheyan, Hemisferio izquierda (2010), se plantea como “un mapa de los nuevos pensamientos críticos” sobre una amplia constelación de disciplinas, teorías y autores. Ese pensamiento no puede entenderse sin una mirada histórica, ya que, según el autor, nace de una “derrota”, cuya configuración requiere explicarse.

    Según la ambiciosa síntesis Forjar la democracia (2002), de Geoff Eley, sobre la tradición moderna de la izquierda en Europa desde 1850, el socialismo sería el núcleo de la izquierda durante más de un siglo, aportando valores sobre la igualdad, la justicia social y la crítica del capitalismo. Pero en lugar de mostrar revueltas y revoluciones, vincula socialismo y democracia: la historia de ambos iría unida. Eley no idealiza la tradición socialista ni ignora sus corrientes antidemocráticas, como el trato a grupos anarquistas, feministas y ecologistas que veían la expansión de la democracia en formas a veces ignoradas o marginadas por los partidos de izquierda. El gran problema en el argumento del autor es la revolución bolchevique y el comunismo. El modelo soviético parece haber contribuido poco a la “forja democrática”, y así reconoce la “mancha” del estalinismo.

    Por su parte, en La izquierda global, Wallerstein entrega un conciso panorama en el contexto de su teoría del “sistema-mundo” entendido como una economía capitalista basada en la acumulación, que estaría en una crisis terminal. Para él, la Revolución francesa legitimó el “cambio” radical por el “pueblo” soberano, en reacción a lo cual surgieron las tres ideologías modernas: conservadurismo, liberalismo y radicalismo. La izquierda pasó de una posición muy débil en la Revolución de 1848 a una posición fuerte, con la “estrategia de dos pasos”: obtener el poder estatal y luego transformar el mundo. Llegó al poder entre 1945 y 1968, pero como abandonó el cambiar el mundo, se produjo la revolución mundial de 1968, que denunciaba a la “vieja izquierda” (partidos comunistas y socialdemócratas en el poder). La derecha pudo aprovechar la situación posterior a 1968. Cuando en 1989 la Unión Soviética se derrumbó desde adentro, ese colapso afectó a toda la izquierda.

    Una posible aproximación a las ideas de la izquierda sería determinar históricamente cómo se han concretado los ideales revolucionarios en la práctica política. Otra aproximación sería realizar un catastro o ‘mapa’ de sus ideas y teóricos. El problema con los mapas es que suelen alterar la realidad que intentan mostrar: además de la escala, está la perspectiva y, sobre todo, el tiempo.

    Consecuencias de la derrota

    Ese derrumbe fue visto como un desastre y un golpe emocional para los movimientos de izquierda, incluso para los que habían sido críticos con la experiencia soviética. Determina el aire taciturno del libro de Traverso: la melancolía como clave para analizar el marxismo y la memoria, la historia y la utopía, el mesianismo, la bohemia o el cine junto a la desazón de la “derrota”. Su libro, dice, se ocupa de la izquierda como “los movimientos que lucharon por cambiar el mundo con el principio de la igualdad en el centro de su programa”.

    Si Traverso ve el fracaso de la igualdad, Keucheyan vislumbra el de algo así como la democracia. Uno de sus “contextos” es la “derrota” del pensamiento crítico (entre 1970 y 1993) con la impresión, basada en la experiencia soviética, de que todo proyecto de transformación social conduce al totalitarismo. Los pensamientos críticos surgirían del retroceso de la izquierda que culmina con el fin del comunismo. Si bien se ocupa de empresas teóricas que se consolidan en los años 90, su gestación se remonta a décadas previas. El marxismo, la más poderosa teoría crítica (que ofrecía un proyecto para “imaginar los contornos de otro mundo posible”), pierde centralidad con la irrupción del estructuralismo y la reconsideración del poder. Buscando nuevas referencias, se rehabilitan conceptos (“soberanía”, “ciudadanía”, “utopía”, “multitud”), autores (Arendt, Rawls, Carl Schmitt) o la religión; también se modificó el panteón de autores tutelares.

    Otro efecto es un cambio geográfico de los intelectuales, provenientes de distintos lugares, aunque acogidos en la academia estadounidense: el palestino Said, el esloveno Žižek, el argentino Laclau, la turca Seyla Benhabib, el brasileño Roberto Mangabeira Unger, el indio Homi Bhabha o el chino Wang Hui, entre otros.

    Termina Keucheyan la primera parte de su libro con una tipología de los intelectuales críticos, que más tarde desarrolla. Se clasifican según su reacción ante la derrota: conversos, pesimistas, resistentes, innovadores, expertos y dirigentes. Enumera decenas, por lo que se mencionan algunos a modo de ejemplos. Los conversos dejan de elaborar un pensamiento crítico (Glucksmann, Colletti, Lefort); los pesimistas prosiguen, pero escépticos de la derrota del capitalismo (Baudrillard, Perry Anderson); los resistentes mantienen su posición (Chomsky, Bensaïd, Callinicos); los innovadores se caracterizan por la “hibridación”, sus múltiples ámbitos, referencias y recursos (Žižek, Butler, Laclau, Hardt y Negri); los expertos plantean alternativas a la opinión dominante (Vandana Shiva o Bourdieu), y los dirigentes están a la cabeza de un partido o movimiento social, a la vez que contribuyen a la teoría (Bensaïd y Callinicos o el subcomandante Marcos). La clasificación de Roger Scruton es más sencilla: los intelectuales de izquierda se dividen entre locos, impostores y agitadores.

    La filósofa Elizabeth Anderson ha reconfigurado esta discusión, a través de un largo e influyente artículo de 1999 sobre la igualdad, argumentando que la concepción de la redistribución desde los afortunados a los desafortunados reafirmaba una visión entre superiores e inferiores. Había que pasar de la igualdad redistributiva a lo que llamó igualdad ‘democrática’: el problema no es que algunos ganen más que otros, sino que la diferencia sea alguna forma de opresión.

    Teorías y teóricos

    El libro de Scruton de 1985, actualizado en 2015 para incluir nuevas figuras y eliminar otras (salen: Laing, Bahro y Wallerstein; entran: Lacan, Deleuze, Said, Badiou y Žižek), considera todo tipo de intelectuales. Su demolición, con todo, es menos rotunda de lo que el título promete. El único realmente malvado sería Lukács y el único realmente tonto, Lacan. Scruton quiere explicar qué hay de bueno y de malo en estos autores, aunque suele ser más lo segundo. Valora los aportes de Hobsbawm, aunque “su caso ilustra hasta dónde puede llegar la colaboración con el crimen cuando es la izquierda quien lo comete”. Muchos elogios caen sobre Sartre y Foucault, aunque acusa al primero de haber sido “brutalmente estalinista” y su concepción del mundo, “utópica y miope”. El autor está menos interesado en los fines que en los medios intelectuales; le molesta la “actitud arrogante” y la “neolengua”: usar el lenguaje para ofuscar, desconcertar e hipnotizar y no para explicar, como “un grito lanzado contra lo real en nombre de lo incognoscible”. Así, la prosa de Althusser “gira monótonamente sobre sí, como un lunático encerrado en una jaula imaginaria”, y en Habermas, “el tedio es el instrumento de la autoridad abstracta”; de Žižek dice que su defensa del terror y la violencia o su celebración de la revolución maoísta habrían servido para desacreditarlo si no fuera porque es imposible saber si habla en serio; sus escritos son “un interminable flujo de términos, imágenes, razonamientos y referencias, que van de un tema a otro y de especulación a especulación, soslayando con maestría las objeciones que la razón pudiera interponer en su camino”.

    En la segunda parte de Hemisferio izquierda, Keucheyan despliega su atlas cartográfico de las nuevas teorías críticas. Se ocupa de “sistemas” (la teoría del imperio y la multitud, nuevas formas de pensar el imperialismo, el Estado-nación o la evolución del capitalismo) y de “sujetos” (el “acontecimiento”, las posfeminidades, las clases sociales y las identidades). Menos una enciclopedia que un relato, comienza con el “imperio” y la “multitud” de Hardt y Negri, pues estos conceptos permiten entrar en las ideas de otros autores. En el imperialismo aborda las tesis de Panitch o Harvey; así como las de Benedict Anderson y Tom Nairn al tratar el Estado-nación, y las reflexiones sobre bloques supranacionales de Habermas y Balibar o el nacionalismo consumista chino visto por Wang Hui; aborda, entre otros, la crítica del capitalismo cognitivo de Husson, los ciclos económicos de Arrighi, o el “capitalismo fósil” de Elmar Altvater, así como el trabajo de Luc Boltanski sobre un nuevo espíritu del capitalismo.

    Cuando se dedica a la cuestión del “sujeto de la emancipación”, la reconduce a cuatro núcleos: el “acontecimiento democrático” —con Rancière, Badiou y las elucubraciones de Žižek—; en las posfeminidades aborda la posición tecno-eco-feminista de Donna Haraway, la teoría queer de Butler y los postulados poscoloniales de Spivak; en relación con las clases sociales, presenta las reflexiones de Edward P. Thompson, el marxismo analítico de Erik Olin Wright y el indigenismo de García Linera, y en cuanto a las identidades, se ocupa de la teoría del reconocimiento (Honneth, Nancy Fraser y Benhabib), el afropolitismo de Mbembe, la democracia radical y el populismo de Laclau y el posmodernismo de Jameson.

    Siempre se podrá considerar que faltaron teorías e intelectuales. Es curiosa la escasa referencia a la ecología (salvo Altvater). Y aunque aborda las teorías feministas, podría haber dicho algo del feminismo interseccional de Kimberlé Crenshaw y cómo se combina con la pertenencia a uno o más grupos discriminados.

    Elizabeth Anderson durante su visita a la UDP, con motivo de los 40 años de la universidad.

    Programas e ideas

    Con la caída del Muro, en 1989, ¿quedaron las ideas de izquierda relegadas a discusiones académicas? ¿Y sus intelectuales, condenados a deambular como fantasmas nostálgicos de lo que no fue, abandonando definitivamente la pretensión de transformar el mundo? Pero la izquierda no murió entonces. En el relato de Wallerstein, la “izquierda global” revive en tres momentos: 1994, con los zapatistas en Chiapas; 1999, con las protestas en Seattle contra la Organización Mundial del Comercio, y, sobre todo, 2001, con el Foro en Porto Alegre (contrapartida al Foro de Davos) y la renovada convicción, más no fuera retórica, de que “otro mundo es posible”.

    Aunque Wallerstein la menciona al pasar, como un simple “elemento en esta evolución”, la crisis del mercado financiero que generó la catástrofe económica o “gran recesión”, en 2008, fue un catalizador importante, al debilitar la confianza ciega en el mercado y el capitalismo.

    Si la izquierda en 1968 demoró en prestar atención a la revolución “posmaterialista” (como la llamó Inglehart), ahora se multiplica en distintos movimientos con sus exigencias muchas veces simbólicas y de reconocimiento, con las “políticas de la identidad”.

    ¿Qué hacer entonces? Según Wallerstein, en los próximos 20 a 40 años, la izquierda debería impulsar algunas líneas que señala con cierta ingenuidad: exigir a los liberales serlo, promover el “espíritu de Porto Alegre”, democratizar “sin cesar”, insistir en el antirracismo, desmercantilizar y, sobre todo, avanzar en el logro de un mundo relativamente democrático y relativamente igualitario. “Tal mundo es posible”, concluye.

    Más concreto es uno de los teóricos “periféricos”, según Keucheyan: Roberto Mangabeira Unger, exministro en Brasil y adalid de los “estudios jurídicos críticos” en Harvard, quien en La alternativa de la izquierda (2009) compendia gran parte de sus ideas. Propone una izquierda que debe rebelarse contra la ortodoxia, mediante la reorganización de la economía de mercado y en que la cohesión social se base en la responsabilidad universal de cuidado, promoviendo una política de “alta energía”. Entre sus propuestas, que encontrarán eco en otros autores: la recaudación tributaria elevada para lograr la movilización plena de los recursos nacionales (“una economía de guerra sin guerra”); una “herencia social” a la que recurrir en momentos decisivos; combinar rasgos de la democracia representativa y de la democracia directa. “El objetivo”, señala con tonos entre visionarios y de autoayuda, “no es tanto humanizar a la sociedad como divinizar a la humanidad”.

    Otro enfoque es observar ciertas ideas o instituciones persistentes, otras aparecidas o bien reaparecidas —igualdad, utopía y capitalismo— según algunos intelectuales ya mencionados (como Bensaïd o Fraser) o no (Anderson, Ovejero, Piketty, Bull, Mazzucato o Graeber).

    En Los talleres ocultos del capital, Nancy Fraser intenta comprender qué es y cómo funciona el capitalismo al atravesar una crisis general, no solamente económica, y contar con nuevos contradictores (o ‘gramáticas de lucha’): movimientos feministas, ecologistas, indigenistas.

    Igualdad

    Es probable que alguna vez el comunismo imaginó la igualdad total, pero la convicción del liberalismo y la socialdemocracia es propender no a la simple igualdad, sino a la de oportunidades, garantizando el mismo punto de partida. Sin embargo, si el origen social (ser rico o pobre) es azaroso, también lo es la dotación de talentos y, según alguna concepción de la justicia, estos factores fortuitos son moralmente arbitrarios, porque se deben a la pura suerte. Esto llevó a muchos teóricos del igualitarismo a considerar la igualdad como redistribución de recursos desde personas con suerte (social o genética) hacia las sin ella.

    La filósofa Elizabeth Anderson ha reconfigurado esta discusión, a través de un largo e influyente artículo de 1999 sobre la igualdad, argumentando que la concepción de la redistribución desde los afortunados a los desafortunados reafirmaba una visión entre superiores e inferiores. Había que pasar de la igualdad redistributiva a lo que llamó igualdad “democrática”: el problema no es que algunos ganen más que otros, sino que la diferencia sea alguna forma de opresión. Además, centrarse en la distribución de recursos desatiende las agendas de los movimientos reales: los homosexuales buscan no tener vergüenza o derecho a casarse o a adoptar; los discapacitados buscan ser considerados en el diseño de los espacios públicos. A Anderson le interesan menos las personas con iguales recursos que las personas igualmente libres.

    Si los movimientos reales suelen tener exigencias identitarias, el español Félix Ovejero ha dedicado un libro a la izquierda (o una parte de ella) que ve sumida en un “narcisismo” adolescente y en una “deriva reaccionaria” que la lleva a defender causas que antes había combatido. En las cuestiones de identidad ve la fuente de muchos males: la emancipación igualitaria ha cedido a la diferenciación de las personas por sexo, raza, religión, idioma u otras variables, lo que sería incompatible con el universalismo que defendía la izquierda como legado ilustrado y republicano. Que las personas no sean iguales ante la ley puede tener razones comprensibles, pero no unas que la izquierda deba defender.

    Utopías

    El socialismo fue la mayor “utopía” del siglo XX y podría reflotar en la melancolía utópica, según Traverso, una que se arriesga por el futuro: “Las utopías del siglo pasado han desaparecido”, pero “las utopías del siglo XXI están aún por inventarse”. Quien dio forma a esa idea fue Daniel Bensaïd (muerto en 2010), dirigente de Mayo del 68 y luego de varias agrupaciones políticas de la izquierda. Apremiado por la enfermedad, escribió una serie de libros, alguno tan importante como La apuesta melancólica (1997), en que la esperanza únicamente tiene sentido con algo de pesimismo.

    Una utopía muy distinta presenta Malcolm Bull, autor siempre sorprendente —que lo mismo escribe sobre la mitología clásica en el arte renacentista, el apocalipsis, el nihilismo o la misericordia—, en El concepto de lo social: una serie de ensayos en que indaga las formas en las que la incertidumbre y la inercia, antes que el conocimiento y la acción, podrían contribuir a la emancipación colectiva como utopía, la utopía de “lo social”. El término lo toma de Arendt, quien notó que el mundo estaba en proceso de deshacerse, pero que Bull considera no un síntoma de decadencia, sino una oportunidad. En el libro aborda la “multitud” (vista en una tradición larga), el “tumulto”, la idea de “margen” como estrategia para el ambientalismo o el cosmopolitismo como respuesta a la pregunta de por qué no podemos vivir todos juntos.

    Más allá de cualquier utopía, las ideas matrices de la Revolución francesa (libertad, igualdad y fraternidad) determinaron no solamente a la izquierda. Toda la política debió moverse en el espacio definido por esas palabras: qué tipo de libertad, qué forma de igualdad, qué grado de fraternidad, para intentar que fueran posibles. Ninguna de ellas se ha agotado.

    Capitalismo

    En el prontuario del capitalismo, sus crímenes recientes son conocidos: cicatería en la seguridad social o los servicios públicos, junto a generosidad en la socialización de las pérdidas financieras; sueldos estancados, mientras la élite acumula riqueza y aprovecha de destruir el planeta; codicia empresarial y Estado ausente.

    En Los talleres ocultos del capital, Nancy Fraser intenta comprender qué es y cómo funciona el capitalismo al atravesar una crisis general, no solamente económica, y contar con nuevos contradictores (o “gramáticas de lucha”): movimientos feministas, ecologistas, indigenistas. Partiendo desde “los dos Karl” (Marx y Polanyi) pretende una nueva comprensión de la sociedad capitalista y de sus “talleres ocultos”: los procesos discriminatorios en cuanto al género, las formas de dominio de la “racialización”, las diferencias de clase, las ambiciones imperiales y la depredación ecológica.

    Igualmente crítico se mostró el antropólogo David Graeber (muerto en 2020, antes de cumplir los 60 años), quien unió la investigación con la militancia, en libros como Trabajos de mierda (2018), en que sostuvo que los avances tecnológicos habían llevado a las personas a trabajar más, no menos; o el más famoso, En deuda (2011), en que planteó una visión alternativa de la economía en un marco amplio (“los primeros 5.000 años”), así como la eliminación de las deudas, que son la mejor manera “de justificar relaciones basadas en la violencia, para hacerlas parecer éticas”.

    Por su parte, Thomas Piketty, en El capital en el siglo XXI (2013), refresca un tema de Marx: la tendencia del capital a crecer sin medida, afirmado en una enorme cantidad de estadísticas. Sostiene que cuando la tasa de rendimiento del capital excede la tasa de crecimiento económico, se genera una desigualdad desbocada. Esta tendencia fue interrumpida por las Guerras Mundiales, la Gran Depresión y la socialdemocracia, pero a mediados de los 70 aumentó la desigualdad debido a la concentración de la riqueza. Tal acumulación puede frenarse con impuestos. En Capital e ideología (2019) postula impuestos de hasta un 90%, y también propone una “herencia universal” (parecida a la de Unger).

    Mariana Mazzucato ha vindicado el rol del Estado, proponiendo su participación en la innovación y creación de riqueza, argumentando que el sector público pagó y asumió los riesgos de investigaciones innovadoras (como la internet), pero sin obtener la recompensa, acaparada por las empresas, según planteó en El Estado emprendedor (2013). Insiste en Misión economía (2021): una guía sobre las posibilidades estatales para enfrentar algunos de los grandes problemas actuales, desde la crisis climática hasta la salud. Apunta (como Unger) que se requiere el enfoque presupuestario de “cueste lo que cueste”, como si fueran tiempos de guerra.

    Más allá de cualquier utopía, las ideas matrices de la Revolución francesa (libertad, igualdad y fraternidad) determinaron no solamente a la izquierda. Toda la política debió moverse en el espacio definido por esas palabras: qué tipo de libertad, qué forma de igualdad, qué grado de fraternidad, para intentar que fueran posibles. Ninguna de ellas se ha agotado. Tampoco el capitalismo, que se sintió vencedor total, para luego ser herido por la crisis de 2008. Pero no parece tan debilitado. Piketty plantea algo así como una exasperación de las políticas fiscales de la socialdemocracia, y lo que señala Mazzucato parece tender más a recomponer el capitalismo que acabar con él.

    En Fragmentos de una antropología anarquista (2004), David Graeber señaló que cabe preguntarse cuál sería el tipo de teoría para quienes buscan que la gente sea libre para administrar sus propios asuntos. “Una teoría tal deberá partir de la hipótesis de que ‘otro mundo es posible’, como dice una canción popular brasileña; que instituciones como el Estado, el capitalismo, el racismo o el patriarcado, no son inevitables; que sería posible un mundo en que semejantes cosas no existieran y en el que, como resultado de ello, todos estaríamos mucho mejor”. Pero, agrega, comprometerse con este principio es casi un acto de fe, ya que podría suceder que un mundo así fuese imposible.

     

    Imagen de portada: Copper brain (2021), de Juana Gómez.

     


    The Global Left, Immanuel Wallerstein, Routledge, 2021, 100 páginas, US$ 42.95.


    The Concept of the Social, Malcolm Bull, Verso, 2021, 356 páginas, US$ 26.95.


    Los talleres ocultos del capital, Nancy Fraser (traducción de J. Mari y C. Piña), Traficantes de Sueños, 2020, 202 páginas, $25.400.


    Locos, impostores y agitadores, Roger Scruton (traducción de G. Robert), Fundación para el Progreso, 2019, 542 páginas, $11.990.


    Melancolía de izquierda, Enzo Traverso (traducción de H. Pons), FCE, 2018, 410 páginas, $16.900.


    La deriva reaccionaria de la izquierda, Félix Ovejero, Página Indómita, 2018, 384 páginas, $31.600.


    Hemisferio izquierda, Razmig Keucheyan (traducción de A. Bixio), Siglo XXI, 2013, 352 páginas, $32.400.


    La alternativa de la izquierda, Roberto Mangabeira Unger (traducción de S. Villegas), FCE, 2010, 182 páginas, $9.500.

  311. La izquierda y la aceleración del tiempo histórico

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    Cuando pienso en las cosas que se han ido, me acuerdo de las ideas. Los huéspedes de paso.
    André Malraux

    La izquierda chilena de hoy, cuando se la examina desde el punto de vista externo (es decir, poniendo entre paréntesis los ideales que la animan), tiene dos rasgos que la hacen especialmente interesante. Ambos son la fuente de su virtud y de su defecto. Se trata de su tinte generacional y de su ideología o, para ser más preciso, de su elaboración de la crisis de su ideología.

    La dimensión generacional

    Hay momentos en la historia en que las fuerzas sociales no se mueven por ideologías, tampoco por la posición de clase (si bien esta siempre influye), sino que las impulsa lo que pudiéramos denominar el espíritu generacional. No se trata, sobra decirlo, solo de una cuestión de edad. Las generaciones son, ante todo, un asunto de horizonte vital, de horizonte de sentido, de formas de vivenciar el tiempo y la existencia. Cuando la sociedad mantiene su fisonomía por largo tiempo, cuando la forma de producir y de comunicarse, cuando los medios de producción son en un muy largo lapso los mismos, todos quienes vienen a este mundo comparten el mismo horizonte. Y en ese sentido, los jóvenes y los viejos viven en el mismo tiempo cronológico. Los contemporáneos son entonces coetáneos: vivencian el tiempo de la misma manera. Pero cuando la sociedad cambia muy rápidamente, como ocurrió con Chile en las últimas tres décadas, y la estructura social y la cultura se alteran y modifican, no todos quienes viven en ella son coetáneos. No es casualidad, dicho sea de paso, que el tema de las generaciones aparezca en el XIX, cuando se produjo una aceleración del tiempo histórico. Fue lo que observó Goethe en su autobiografía: cualquiera que haya nacido antes o después habría sido, dijo, una persona completamente diferente en lo que respecta a su educación y su esfera de acción. En esos momentos de cambio hay grupos humanos con distintos horizontes vitales; ¿qué puede significar esto y qué importancia posee para la política?

    Uno de los rasgos de la vida humana, individual o colectiva, lo constituye el hecho de que el mundo en derredor, el tiempo que transcurre, las cosas que importan y las que no, las urgentes y las postergables, las desdeñables y las relevantes, no lo son en sí mismas, sino que revelan esa característica sobre el fondo de un horizonte vital o de sentido contra el cual aparecen como nimias o importantes. La vida humana, individual o colectiva, se organiza en derredor de un horizonte sobre cuyo fondo las cosas se vuelven valiosas o disvaliosas. Ese horizonte de sentido se forma a partir de acontecimientos que cambian el mundo. ¿Cuáles son los acontecimientos que configuran el horizonte vital de esta generación? Es posible arriesgar la hipótesis de que ese acontecimiento fue el acelerado proceso de modernización que Chile experimentó.

    La generación nacida a fines de los 80 y comienzos de los 90 está provista de un horizonte de sentido que es distinto, y a veces inconmensurable, del que posee la generación que le antecedió. La manera de vivenciar la urgencia del tiempo, la situación espacial, la forma de vida, la relación con la naturaleza, la sexualidad, son para esta generación muy otras que para las más viejas.

    La generación nacida a fines de los 80 y comienzos de los 90 está provista de un horizonte de sentido que es distinto, y a veces inconmensurable, del que posee la generación que le antecedió. La manera de vivenciar la urgencia del tiempo, la situación espacial, la forma de vida, la relación con la naturaleza, la sexualidad, son para esta generación muy otras que para las más viejas.

    ¿Cuáles son, a partir de lo anterior, los rasgos que la actual élite de izquierda posee?

    Ante todo, hay en ella una inconsistencia, que no sabe resolver, entre la racionalización técnica que exige el bienestar social y el manejo del Estado, por una parte, y la espontaneidad emotiva, por llamarla así, que la cultura moderna estimula, por la otra. En gran medida, la gestualidad escénica de esta generación —el cuidado desorden en el vestir, la informalidad planificada en el trato con las audiencias, la valoración de la diversidad como tal, la visión romántica de lo originario o ancestral, etcétera— corresponde a formas compensatorias, podríamos llamarlas, de la conciencia amarga de que la vida contemporánea exige disciplina, racionalidad técnica y desempeño. La actual generación está atravesada por esa inconsistencia y buena parte de su conducta y su comportamiento, que a veces parece incomprensible o errático, se explica por esa característica.

    Se agrega a ello que se trata de una generación que ha vivido un acentuado proceso de individuación que (el viejo diagnóstico de la multitud solitaria) genera en ellos también un anhelo de experiencias comunitarias, el abrigo y el calor de una colectividad a cuya sombra se pueda escapar, siquiera por momentos, del agobio de la conciencia individual. De ahí la preferencia por lo performativo que, más que performativo, es carnavalesco en el sentido de Bajtín o Kristeva.

    Y existe, claro que sí, una cierta anomia entendida como una falta de orientación normativa en la conducta. Esto no afecta a la élite (que por su quehacer político posee una orientación instrumental en su quehacer), pero sí a su público o a su audiencia, según se puede constatar explorando las redes. Allí se observa que la principal fuente para las ideas y puntos de vista es la propia subjetividad. Es un público que no desea tener la razón, puesto que le basta con su propia convicción subjetiva. Esto explica las frecuentes variaciones de la élite de izquierda en su manejo de la cuestión pública: para atender a su audiencia no esgrimen razones para ordenarla o contener sus expectativas, sino que más bien despliegan gestos que simulan seguirla.

    En fin, se encuentra el rasgo más obvio: se trata de una generación que tiene un espíritu redentor. Y de ahí entonces que asome en ella, más allá incluso del control racional, una cierta moralización de la vida, la idea de que buena parte de los males sociales son el fruto de una élite cicatera y ambiciosa y un pueblo virtuoso y abusado.

    Todo lo anterior, por supuesto, no es muy distinto a la situación social de cualquier grupo político. Cada generación —es lo que insinuó Goethe e insiste Dilthey— es tallada por su tiempo. Y al reflexionar sobre él, como veremos de inmediato, configura sus ideas.

    En el caso de este populismo no se trata de un punto de vista o de una estrategia irresponsable, en el sentido de que carezca de racionalidad, sino al revés. Se trata de una actitud ante la vida social y la realidad que reposa en un diagnóstico que es propio de lo que, para citar a Dilthey de nuevo, se podría llamar el carácter de la cultura espiritual de nuestro tiempo.

    La dimensión ideológica

    Dilthey observó que una generación es el fruto de dos factores. Uno de ellos es el patrimonio intelectual con que ella se encuentra y que fue forjado por quienes la antecedieron; el otro es el mundo circundante, las condiciones materiales existentes al momento en que esa generación se forma e intenta apropiarse reflexivamente de ese patrimonio.

    ¿Qué ocurrió a este respecto con la actual generación de la izquierda?

    Ella inició su periodo de formación luego de lo que podríamos llamar el acontecimiento traumático de la izquierda que, como observó Nancy Fraser, dejó flotando en el aire la pregunta: ¿cuál es la agenda de la izquierda luego de la caída del Muro? ¿Cómo concibe la realidad social después del fracaso del socialismo y el sujeto, el proletariado, cuyos intereses realizaba? Y en el caso de Chile, ¿cuál es la agenda de la izquierda luego de que la modernización, si bien incompleta, estimuló el consumo y la lucha por el estatus, desplazó la reivindicación de clases por la lucha identitaria y el conflicto de ideas por una disputa por la legitimación de múltiples formas de desenvolver la vida?

    La respuesta a dichas preguntas esta nueva generación la encontró en el diagnóstico de que la sociedad contemporánea no tiene centro, o mejor todavía, que la sociedad nunca lo ha tenido, que ella siempre se estructura en torno a una cierta hegemonía que simula que ese centro existe. La conclusión de ese diagnóstico (que se puede encontrar en Ernesto Laclau) es que el sujeto histórico no antecede a la política, sino que la tarea de esta última es constituirlo. La realidad (para usar un término de Althusser) estaría “sobredeterminada”, no sería el resultado de una variable dominante o de una causa, sino de varias que la disparan en direcciones distintas, de manera que lo social carecería de consistencia. Lo social solo admitiría lo que Benjamin llama una “lectura distraída”. La tarea de la política y el secreto de su éxito sería su capacidad de articular en una cadena de equivalencias un conjunto heterogéneo de demandas. Al hacer eso con cierto éxito, la política lograría producir un “efecto de sentido” (o lo que Lacan llamaba el “punto de capitoné”), constituyendo de esa forma lo social.

    La derecha suele acusar a la izquierda —a esta izquierda— de populista. Y tiene razón si por populismo se entiende la disposición deliberada a promover demandas de diversa índole, que brotan en sujetos a veces inconmensurables entre sí. Solo que en el caso de este populismo no se trata de un punto de vista o de una estrategia irresponsable, en el sentido de que carezca de racionalidad, sino al revés. Se trata de una actitud ante la vida social y la realidad que reposa en un diagnóstico que es propio de lo que, para citar a Dilthey de nuevo, se podría llamar el carácter de la cultura espiritual de nuestro tiempo.

  312. Izquierda mestiza

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    De todas las preguntas, son aquellas que interrogan por el futuro, posiblemente, las más difíciles. Pero al mismo tiempo, mientras mayor es la incertidumbre del presente, más requerimos aventurar profecías. Extraño: como si para sortear las fluctuaciones del hoy fuese necesario sembrar otras nuevas; saltar a otro escenario, a uno que ofrezca un sentido nuevo. Un sentido que, pese a ser apenas hipotético, nos brinda ya consuelo. Y es que, como lo advirtió Nietzsche con una agudeza insuperable, el ser humano puede resistir el peor de los males y sufrimientos, siempre y cuando estén dotados de sentido. Así, sumarle grados a la incertidumbre o costos a la audacia de aventurar respuestas, proporciona ya una ganancia terapéutica.

    Preguntarse hacia dónde va la izquierda chilena implica una preocupación por el futuro, a la vez que invita a superarlo planteando otra posibilidad. Adicionalmente, la inquietud no solo concierne a su porvenir, sino que se inmiscuye en su presente. Por ello, preguntar por la izquierda chilena y su futuro obliga antes a demarcar y establecer su situación actual, para recién desde ahí proyectar caminos.

    Tanto más se atiende a las descripciones y discursos habituales en el debate público, vemos heterogeneidad, ambigüedad y desacuerdo respecto de sus actores y representantes, colectivos o partidos; incluso sobre sus ideologías o valores políticos. Bajo esa misma etiqueta se reúnen sujetos y agrupaciones variadas, de tiempos y procedencias dispares. Además, depende del observador la forma en que se define a esos sujetos adscritos a la izquierda. La derecha economicista —como denomina Hugo Herrera a aquella que se vincula con Jaime Guzmán y Friedman— los ve como burócratas, estatistas y adversarios del individuo; otros —el expresidente Piñera, por ejemplo— los identifican con “violentistas”, anarquistas y/o “primera línea”. Y mientras la derecha más progresista considera a los izquierdistas como moralistas, demonizadores del mercado y/o del neoliberalismo, su falange conservadora los entiende ateos, antirrepublicanos o antipatriotas.

    Por el lado de las agrupaciones, están los adherentes a partidos políticos históricamente de izquierda (comunistas o socialistas), los de la “nueva izquierda” (Nuevo Trato, Convergencia Social, etc.) y los de organizaciones territoriales recientes, acéfalas y/o extrapartidistas (Lista del Pueblo). Ahora bien, lejos de pretender que lo descrito represente exhaustivamente a la izquierda chilena, con este simple mapeo podemos constatar que la izquierda asoma en plural.

    ¿Pero son todas ellas manifestaciones de izquierda?, ¿cuál es su relación con el centro y la ultra? Entendiendo esta última como una corriente radical y extrema de la izquierda (revolucionaria y armada), como lo fueron el FPMR o el MIR, entonces deberíamos decir que esa ultraizquierda no tiene parte en las izquierdas del hoy. ¿Significa entonces que no hay una ultraizquierda hoy?

    Justamente esa transvaloración es extensión del maniqueísmo propio, me parece, de toda izquierda, a saber: la división del mundo entre poderosos y oprimidos, capitalistas y proletarios, y donde cada uno no es neutral, sino cargado de bien y mal. Es esta moralización inicial propia de las izquierdas la que, en buena parte, también es responsable del ascenso del populismo de derecha.

    Si aceptamos la identificación de Piñera de la izquierda con los “violentistas” —incluida la “primera línea”—, deberíamos aceptar que sí existe. Sin embargo, esto tampoco es tan claro, pues aplicaría quizás a esa parte de los “violentistas” que utilizaron e idealizaron la violencia como una estrategia con fines políticos. Y si algo descubrimos de esos “violentistas” es que, debido a su acefalía y diversidad, nada sabemos a ciencia cierta sobre ellos. Entonces, valdría la pena comenzar a separar en el discurso la ultraizquierda de las izquierdas “a secas”.

    Lo mismo cabría aplicar al pensar en la centroizquierda. En Chile, y producto de la transición a la democracia, se incorporaron en ese centro partidos que, ideológicamente, tenían solo circunstancialmente que ver con la izquierda. Como sucedió con la Democracia Cristiana: la que, si bien se aproxima a la izquierda en materia de derechos laborales, se acerca más a la derecha en cuestiones valóricas y/o culturales. La centroizquierda —como la centroderecha— constituye un espacio de coalición dinámico, que establece acuerdos en función de un contexto político determinado que lo propicie. Con todo, precisamente la posibilidad de que las izquierdas estén —incluido, pese a vaivenes, el Partido Comunista— disponibles para establecer acuerdos con otros sectores o partidos, es ya una característica distintiva de las izquierdas chilenas de hoy.

    ¿Qué representan entonces las izquierdas chilenas “a secas”?

    Pueden quizás ya no compartir un ideal claro de Estado o de modelo económico (pese a convenir en la crítica al neoliberalismo), ni tampoco un ideal de buena vida común válido para todos. Lo que encontramos es una izquierda mestiza: una mezcla que, a la vez que asume el legado histórico y reivindicatorio por derechos sociales, actualiza y reinterpreta dicho compromiso en clave liberal. Para las izquierdas de hoy, no se trata de comprender la pugna privilegiados-desafortunados bajo la antigua lógica de clases marxista, sino de redibujar esa disputa e incorporar otras nuevas, similar a lo que advierte Chantal Mouffe.

    Las izquierdas chilenas —desde el PC hasta el FA— han asumido un sitial en la defensa de libertades y derechos individuales de sectores específicos —feminismo, pueblos originarios, disidencias e identidades de género y sexo, medioambientalistas—, pero que, en rigor, bien podrían haber sido asumidas por el centro o por una derecha liberal. Porque esas reivindicaciones no son propiedad de un sector político determinado y responden en buena parte a luchas identitarias (otro cuento es que la derecha chilena no haya asumido como propias las nuevas demandas sociales).

    En este sentido, las izquierdas chilenas demuestran un cambio sustancial respecto de sus antecesoras: ya no es el pueblo como una unidad de clase el que se ubica al centro y en menoscabo del individuo. Más bien son los individuos, las singularidades, en su más amplia diversidad respecto de formas de vida, quienes se convierten en el núcleo de la política. Asimismo, el colectivo ya no es sinónimo de un grupo homogéneo de individuos con los mismos intereses y demandas de clase, sino un pueblo altamente complejo, pero en el que, cada singularidad, se convoca en torno a algo común: la exigencia por protección para llevar a cabo el propio proyecto vital. Por lo tanto, ya no hablamos de una izquierda que demoniza al individuo, sino, por el contrario, lo defiende.

    Pueden continuar el camino actual y seguir contribuyendo, sin notarlo, al fortalecimiento de su propia oposición. Si, por el contrario, las izquierdas asumen desde ya su responsabilidad en el aumento de adherentes a corrientes populistas, reaccionarias, antidemocráticas y antiliberales (…), podríamos esperar una nueva transformación al interior de su comprensión.

    Esta renovación de las izquierdas sin duda conlleva nuevos problemas. Dado que las reivindicaciones por parte de las izquierdas del presente van en resguardo del individuo, de su autonomía y de su consideración como libre autor del propio destino, pese a trascender el escenario marxista de la lucha de clases, siguen entrampadas en una dinámica maniquea. Es decir, por más que ese pueblo al que apele y defienda se concerte por medio de grupos o identidades diversas y heterogéneas, cada uno de ellos, en tanto parte de un grupo considerado históricamente oprimido o desfavorecido, pasan rápidamente de ser “perdedores de la historia” a “nuevos opresores”.

    Justamente esa transvaloración es extensión del maniqueísmo propio, me parece, de toda izquierda, a saber: la división del mundo entre poderosos y oprimidos, capitalistas y proletarios, y donde cada uno no es neutral, sino cargado de bien y mal. Es esta moralización inicial propia de las izquierdas la que, en buena parte, también es responsable del ascenso del populismo de derecha. Al respecto, y como crítica adicional, las izquierdas aún no logran establecer con claridad una postura unitaria y/o a lo menos diferenciadora sobre la violencia. Porque, como decíamos, durante el estallido social se advirtieron violencias disímiles; una combinación de violencias entre una que podríamos llamar “politizada” (de ultraizquierda y revolucionaria) y otra, asocial-apolítica (saqueos y actos vandálicos). Mientras no se distinga entre ellas con energía, habrá quienes sigan asociando —injustamente— a la izquierda con la violencia.

    ¿Hacia dónde van, entonces, las izquierdas chilenas? Pueden continuar el camino actual y seguir contribuyendo, sin notarlo, al fortalecimiento de su propia oposición. Si, por el contrario, las izquierdas asumen desde ya su responsabilidad en el aumento de adherentes a corrientes populistas, reaccionarias, antidemocráticas y antiliberales —que siembran nuevos e impredecibles obstáculos para la gobernanza democrática—, podríamos esperar una nueva transformación al interior de su comprensión. Quizás una que, sin dejar de lado su compromiso por derechos y reivindicaciones sociales, logre construir una narrativa nueva; una que no demonice moralmente al adversario, sino que instaure una épica renovada. Una que sepa administrar una memoria más “sana” —inmoral, diría Nietzsche—, que mire más atrás, que nos lleve más allá de la división entre privilegiados y desafortunados, una que nos reconozca en lo que genuinamente nos iguala, que estamos todos en el mismo desamparo y necesitados, hoy más que nunca, de un nuevo anclaje.

    Las izquierdas de Chile, pese a sus renovaciones, gozan de un patrimonio simbólico único, que las separa radicalmente de las derechas chilenas. Porque entienden la política como una cuestión distinta a la mera organización económica y a la administración del Estado (como piensa, sin épica, buena parte de la derecha). La política para las izquierdas siempre se ha vinculado a una visión de mundo, a un ideal de sociedad, de realización individual y, por ello, de una comprensión del ser humano. Por cierto, estas comprensiones han quedado hoy, en buena parte, quizás obsoletas; pero su capacidad performativa y movilizadora sigue intacta. Si, como dice Sloterdijk, “las sociedades son sociedades mientras imaginan con éxito que son sociedades”, basta ensayar un nuevo relato, una épica más igualitaria, capaz de dejar atrás lógicas maniqueas. Una ficción nueva que, por mientras, solo por mientras, nos entregue un sentido nuevo —y así, nos ancle y nos mantenga cerca.

  313. Beatriz Sarlo: “Con Barthes aprendí que la relación con la escritura tiene que ser siempre una relación de extremo deseo”

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    Como “momentos de mi biografía intelectual”, caracteriza Beatriz Sarlo los ensayos incluidos en su reciente libro: Escritos sobre Roland Barthes. Aquí, la ensayista argentina repasa la producción intelectual de uno de los pensadores más influyentes del siglo XX, desde su trabajo como estructuralista y semiólogo, hasta su ejercicio como escritor, profesor y como lector. Tal como cuenta en esta entrevista, Beatriz Sarlo no cursó un doctorado y su formación intelectual se construyó principalmente fuera de la academia. Es, quizás, la razón principal por la que su relación con el autor francés, a quien nunca conoció personalmente, sea una relación entre maestro y discípula, enclavada exclusivamente en el diálogo ocasionado por una lectura genuinamente curiosa.

    En los Escritos sobre Roland Barthes, Sarlo escribe que, “por fortuna, pudo darse cuenta de que al maestro no era preciso imitarlo, tarea tan ridícula como de resultado improbable, sino tratar de entenderlo”. Para esto, anuda distintos hilos biográficos, analiza su modo de pensar y en esta trama presenta el suyo propio. Cuando dice de Barthes que “no busca el pleno sentido, busca los crack, la fisura, el lugar donde el sentido se agrieta”, está mostrándonos parte importante de su propio método y de su ubicación como intelectual en el campo de la crítica cultural de hoy.

    Barthes fue un bicho raro en la academia: siendo principalmente un profesor, no defendió su tesis doctoral y polemizó permanentemente con las “castas intelectuales” reticentes a cambiar la distribución de los lenguajes (ver por ejemplo Crítica y verdad, 1966). Con un pie adentro y otro afuera, Barthes se movió con libertad en su escritura y amplió los límites del campo de la crítica literaria. Ver esta dimensión biográfica de Barthes es una de las claves para entender los lugares por los que se mueve la propia Sarlo.

    Ahora, ella no escribe ni habla a lo Barthes. Su escritura es menos enigmática y permite, entre otras cosas, que un público no especializado acceda a la compleja trama de textos y eventos en torno al autor francés. Por ejemplo, en cada ensayo de su libro intercala pistas o una breve historia sobre la recepción y la traducción de Barthes en América Latina, gesto que tan bien hace para pensar cuáles son las condiciones materiales que están detrás de sus y nuestras lecturas.

    En la siguiente entrevista, como en el libro, Sarlo y Barthes se espejean. Y es que ambos están signados por un destino similar: una pasión incuestionable por la literatura, por la escritura literaria, y la elección del ensayo como el medio principal para demostrar esa pasión.

    Barthes nos deslumbra a muchos por la extremada excelencia de su escritura. Sus libros me deslumbraron no por el método, ni siquiera por las observaciones sobre literatura francesa, sino por la extremada excelencia. Te pone un modelo de escritura, te hace entender que la crítica literaria no tiene un modelo académico, sino que tiene un modelo intelectual y público de escritura, que es el que uno no ha abandonado nunca. Eso yo lo aprendí en Barthes.

    ¿Diría que su relación con la literatura argentina es una relación barthesiana?
    Mi relación con la literatura argentina es inevitable. Y quizás por eso se podría llamar barthesiana, porque yo creo que la relación de Barthes con la literatura francesa es también inevitable. Se ocupa muy poco de literaturas que no sean la francesa. Bueno, hace un viaje a Oriente y también escribe sobre Loyola, pero en realidad el centro de sus preocupaciones, y donde Barthes moduló su sensibilidad, fue la literatura francesa. Mi relación con la literatura argentina es inevitable, como nos sucede muchas veces a los latinoamericanos, que sentimos que hay algo del orden del deber. No voy a decir patriótico, pero el deber intelectual de estudiar la literatura que se escribe en nuestros países.

    ¿Hay algún otro autor que haya guiado sus lecturas e intereses intelectuales de forma similar?
    De muy joven, cuando estaba terminando la universidad, yo pensaba que me iba a dedicar casi sistemáticamente a la historia de la literatura argentina. Por eso mis primeros trabajos en ese campo fueron sobre los románticos. Después, la historia política de la Argentina hizo imposible mi permanencia en la universidad. Yo di mi última materia en 1966, año del golpe de Estado del general Onganía, y recién pude volver a la universidad en 1983, es decir, 18 años después. La relación fue completamente interrumpida. Y no me pasó solo a mí. Cuando volvimos a la universidad, volvimos a un territorio desconocido del cual habíamos salido como ayudantes de cátedra, es decir, el puesto más bajo que se puede tener en la docencia, y volvíamos como full professor. En esos 18 años transcurre mi vida completamente fuera de la universidad. Tuve varias invitaciones para ir a Estados Unidos a hacer allí mi tesis de doctorado. Dije que no a esas invitaciones, me parecía que no me podía ir de la Argentina. Por lo tanto, no tengo tesis de doctorado. Me quedé en Argentina y me quedé para ser lo que soy hoy en realidad, una intelectual con mucha vinculación con lo público. Publiqué la revista Punto de Vista, de la cual salieron 90 números.

    ¿Cómo influyó esta vida fuera de la universidad en su modo de pensar, leer y enseñar literatura?
    Existía otra estrategia, la de seguir estudiando, de seguir investigando y de seguir dando clases, pero en los grupos privados que estuvieron durante la dictadura militar, desde el 66 hasta la recuperación de la democracia. Durante esos 18 años yo tuve grupos privados de gente mucho más joven que yo. Gente que después terminó haciendo tesis conmigo, que terminó siendo parte de mi carrera. Yo tuve un grupo privado, nos reuníamos en una pequeña oficina donde no había sillas. Eran tan difíciles las circunstancias, que nos sentábamos sobre los paquetes de la revista Punto de Vista. Hasta que algunos de los miembros del grupo privado juntaron plata y nos regalaron unas sillas, que son estas mismas que tú ves. Cuando volví a la universidad, directamente me encontré con la gente que había visto en esos grupos privados.

    En el libro dice de Barthes lo mismo que él dice de Michelet: que avanza en la Historia “como un narrador del agua, la Historia como una capa líquida”. ¿Cómo navega usted por la Historia?
    Barthes nos deslumbra a muchos por la extremada excelencia de su escritura. Sus libros me deslumbraron no por el método, ni siquiera por las observaciones sobre literatura francesa, sino por la extremada excelencia. Te pone un modelo de escritura, te hace entender que la crítica literaria no tiene un modelo académico, sino que tiene un modelo intelectual y público de escritura, que es el que uno no ha abandonado nunca. Eso yo lo aprendí en Barthes. No solamente aprendí a leer todos los textos que Barthes enseña a leer, sino que aprendí también que la relación con la escritura tiene que ser siempre una relación de extremo deseo, nunca administrativa. Hasta hoy no hay en mí una relación administrativa con la escritura. Aunque trabajo muchísimo para los diarios, y uno podría decir, bueno, puede ser una relación administrativa, en realidad no lo es.

    No participo en absoluto en las redes sociales. No vas a encontrar un tuit mío. Hay una Beatriz Sarlo falsa, y como no tengo una noción de propiedad estricta sobre el nombre, si le gusta llamarse Beatriz Sarlo, que lo haga. Yo no voy a ir a la justicia a pedir que la saquen. Yo no participo en las redes sociales, no me interesa. Me interesa sí, muchísimo, la participación en el periodismo. Quizá porque soy vieja política.

    Sus lectores vemos que también tiene una presencia fuerte en los medios de comunicación y en las redes sociales. ¿Cómo dialogan esos intereses literarios y filosóficos con una práctica política?
    No participo en absoluto en las redes sociales. No vas a encontrar un tuit mío. Hay una Beatriz Sarlo falsa, y como no tengo una noción de propiedad estricta sobre el nombre, si le gusta llamarse Beatriz Sarlo, que lo haga. Yo no voy a ir a la justicia a pedir que la saquen. Yo no participo en las redes sociales, no me interesa. Me interesa sí, muchísimo, la participación en el periodismo. Quizá porque soy vieja política. Los latinos decían scripta manent, y cuando yo leo, lo considero como scripta on paper. Yo viajo en transporte público todos los días y veo la velocidad con la cual los pasajeros bajan en un celular leyendo noticias. Y digo, pero esta gente lee más rápido que yo, que considero que soy una persona que lee rapidísimo. ¿Cómo puede ser? Yo me tomo siete estaciones de subte para leer este diario, y esta persona se lo lee en dos estaciones, eso es casi imposible.

    En un libro anterior, La pasión y la excepción, hace un vínculo muy bello entre Eva Perón, los cuentos de Borges y el secuestro del general Aramburu por Montoneros, como eventos históricos y ficcionales que toman especial relevancia en la historia. ¿Ve actualmente otros eventos que trascienden por su orden simbólico?
    Hay aspiraciones de algunos políticos y políticas de trascender por su construcción simbólica. No es sencillo. Para empezar, no es una cosa que uno se pueda proponer. Es un resultado que se va alcanzando. Es como si yo me propusiera ser alta, que por más que me lo propusiera, no creo que me salga. El orden simbólico se construye, significa un gran acopio de lecturas y un gran acopio de conocimiento de las culturas que rodean esas lecturas. Con esto me refiero también a las culturas populares; con los conocimientos que se han adquirido sobre el pasado o el más estricto presente, pero también con el conocimiento que uno adquiere con el contacto con lo real. Por eso yo voy, para dar un ejemplo, a las manifestaciones siempre o casi siempre, porque es un contacto con lo real que no podría obtener de otro modo. Hablo con la gente en esas manifestaciones. Es más, vi un parto en una manifestación. Una mujer que se tiró al suelo, abrió las piernas y comenzó a parir, y tuvimos que buscar una ambulancia para ver cómo se la llevaban de allí. Vi esos chicos, de uno o dos años, trasladados como si fueran una bolsa por mujeres que muy sacrificadamente llegan desde los barrios más populares. Vi a señoritas de capas medias, que son las que tratan de organizar ese mundo. Conozco muy bien lo que está sucediendo en esas manifestaciones. Ese conocimiento de lo real para mí es absolutamente indispensable. Quizás eso venga de viejas tradiciones marxistas, que son mis tradiciones de primera juventud, o de una curiosidad por lo real irreprimible.

    Luego de leer su sección sobre S/Z de Barthes, no puedo dejar de preguntarle sobre su proyecto de autobiografía.
    El proyecto tiene un gran título, que es lo único grande que tiene por el momento. Se llama No entender. Y yo creo que, en efecto, mi vida fue, y será quizás hasta el final, una pelea o una coexistencia con aquello que no estaba entendiendo. La primera música clásica que yo escuché en mi infancia fue Apollon Musagète, de Stravinsky. Yo tendría nueve años y me llevó una prima al bosque de la ciudad de La Plata, que queda cerca de Buenos Aires. Y por supuesto, no entendí una nota. Que no conocía, no tenía la menor formación para conocerla, pero el impacto fue tan grande de ese no entender, que me hizo melómana de ahí para adelante, no de la cuarta de Mozart, sino melómana de la música contemporánea. La otra anécdota que puedo contarte es que yo vivía en el sótano de una casa, y los sábados a esa casa llegaba un filósofo, no un hombre muy conocido, a almorzar con sus hijos. Un día este hombre me dijo: Dicen que vos sabés inglés. Y yo, que en ese momento lo único que podía exhibir era que sabía inglés, dije sí, y me dice: Bueno, traducíme, por favor, algunos poemas de acá. Y me entrega algo imposible, que eran los Cantos de Pound. Yo, que sabía inglés, podía traducir palabra por palabra, pero no entender lo que estaba traduciendo. Entonces me enfrento con eso. Ese no entender fue siempre el camino que yo seguí hacia adelante. Te pongo otro ejemplo por el que hemos pasado muchos. La sección primera de El Capital es un texto dificilísimo. Pelear con la ayuda de un compañero de filosofía, Jorge Dotti, con esa sección primera de El Capital, que cuenta la transformación del valor en precio, es decir, el surgimiento conceptual de la mercancía, fue una experiencia extraordinaria. Y cuando yo vuelvo a ese texto, digo lo mucho que me costó entenderlo y todavía hoy es un texto muy difícil. Entonces, no entender fue esa experiencia, y la podemos trasladar a Joyce, la podemos trasladar a Eliot, a todos aquellos que me fascinaron por el obstáculo que me presentaban.

     

    Fotografía de portada: Archivo UDP.

     


    Escritos sobre Roland Barthes, Beatriz Sarlo, Ediciones UDP, 2021, 128 páginas, $11.700.

  314. Mariana Mazzucato: “Las empresas debieran agradecer por el apoyo del Estado, pero no lo hacen”

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    La economista italoestadounidense Mariana Mazzucato presentó ayer su libro El Estado emprendedor en la Biblioteca Nicanor Parra de la Universidad Diego Portales. En este evento estuvo acompañada por Mauricio Villena, decano de la Facultad de Administración y Economía UDP, y Jeannette von Wolfersdorff, economista, cofundadora de la Fundación Observatorio Fiscal y autora de Capitalismo (Taurus, 2022).

    Mazzucato es la fundadora y directora del Instituto para Innovación y Propósito Público en University College London, con el que intenta cambiar el lenguaje y la narrativa económica, para que sus propuestas tengan un efecto real. El Estado emprendedor, que publicó originalmente en 2013 y causó gran impacto, “partió de la idea de desmitologizar la imagen caricaturesca del burócrata kafkiano, en oposición al emprendedor arriesgado”. La nueva edición de Taurus cuenta con un prólogo de la autora en que alude a lo que ha cambiado desde la escritura de esta obra, sobre todo en el contexto estadounidense, donde Trump intentó eliminar instituciones de intervención económica estatal como la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados-Energía (ARPA-E).

    La conferencia de Mazzucato tomó elementos no solo del libro reeditado, sino también de sus dos obras siguientes: El valor de las cosas (2018) y Misión economía (2021), presentando los lineamientos generales de su propuesta económica. Frente a la clásica premisa neoliberal de que el Estado debe reducir su intervención económica al mínimo, solo cuando ocurra algún desastre, y la creencia de que son las empresas las que corren riesgos, son creativas y mueven la economía hacia las innovaciones, la autora plantea que realmente es el Estado el que ha hecho las apuestas que han llevado a las grandes renovaciones. Toma como ejemplo los teléfonos inteligentes, cuyos elementos constituyentes —internet, geolocalización, pantalla táctil, etc.— fueron desarrollados con apoyo estatal antes de que Apple los juntara en un aparato que vende millones.

    Mariana Mazzucato durante su presentación en la Biblioteca Nicanor Parra. Fotografía: Archivo UDP.

    Uno de los principios económicos que todos conocemos es la relación riesgo-beneficio: a más riesgo se corre al invertir, más se puede ganar, y viceversa. O se supone que es así. Mazzucato plantea que cuando el Estado invierte en innovaciones y estas tienen éxito, la ganancia que recibe de vuelta por medio de impuestos es mínima. En gran medida, esto se debe a que quienes más evaden impuestos —aunque sea legalmente— son los empresarios. “Las empresas debieran agradecer por el apoyo del Estado, pero no lo hacen”, dijo, y muchos empresarios intentan disminuir la intervención del Estado precisamente para evitar impuestos, por lo que hacen falta otras formas de retribución adicionales a cambio de los subsidios.

    En el centro de su propuesta se encuentra el concepto de misión. Mazzucato lo explicó tomando como ejemplo la carrera espacial, en que para lograr el objetivo de un viaje tripulado de ida y vuelta a la Luna, la NASA debió reinventarse y coordinar equipos públicos y privados de diversas disciplinas para resolver los múltiples problemas que implicaba este objetivo. Una misión, plantea, debe ser atrevida e inspiracional, tener una dirección clara, ser ambiciosa sin dejar de ser realista, ser intersectorial e interdisciplinaria, e impulsar múltiples soluciones transversales. Y enfrentar las grandes misiones del presente requiere que el Estado asuma un rol activo en la coordinación y el apoyo a los sectores públicos y privados. “Si el crecimiento —agregó— tiene una dirección, tenemos que ver quién decide cuál es esa dirección. Los objetivos de desarrollo sustentable son metas sociales, requieren cambios organizacionales, pero también reimaginarnos hacia dónde queremos ir”.

    Luego de la conferencia de Mazzucato, tomó la palabra Jeannette von Wolfersdorff, quien presentó la reedición de El Estado emprendedor. La economista de origen alemán describió el libro como una respuesta contra quienes han afirmado que menos Estado significaría menos crisis y más innovación, que se articula en torno a dos preguntas: “Cuál es el rol del Estado acerca del crecimiento y cuál es el rol del Estado acerca de la innovación. Se trata, como todos sabemos aquí, de dos preguntas que son muy relevantes para el Chile de hoy”. Luego destacó la importancia del Estado para sostener un ecosistema que mantenga en equilibrio la cooperación y la competencia, dos conceptos que también forman parte de los planteamientos de su propio libro, similares a los de la autora presentada debido a que ambas comparten una misma, como diría Mazzucato, misión: hacer del capitalismo una estructura económica más humana y sustentable.

     


    El Estado emprendedor: la oposición público vs. privado y sus mitos, Mariana Mazzucato, Taurus, 2022, 360 páginas, $18.000.

  315. Eugenio Dittborn hilvana un libro

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    En 1990, Eugenio Dittborn (Santiago, 1943) exhibió un video llamado “El Crusoe”. Duraba 16 minutos y seguía a un hombre que llegaba hasta una playa aparentemente desierta. Lo mostraba saliendo del mar con dificultades, acaso como si surgiera desde unas aguas pegajosas o envenenadas. Caminaba por la arena desorientado, caía al suelo agotado y sacaba de un bolsillo una hoja que desdoblaba. No se alcanzaba a ver qué era ni qué decía, pero una voz en off narraba unos textos que aludían lejanamente al famoso náufrago al que Daniel Defoe le dedicó una novela. Cuando Dittborn hizo el video, llevaba años dándole vueltas al personaje de Crusoe y aún seguiría pensando en él, acumulando notas y apuntes que crecían sin orden. Hasta que hace dos años, llegó el momento: organizó textos antiguos, escribió otros nuevos, los montó cuidadosamente, sumó unos dibujos e imágenes de ese video de 1990 y lo cerró con cuatro poemas. Es un libro y se llama Crusoe.

    Artista clave de la Escena de Avanzada, que en los 70 redefinió la vanguardia, y ganador del Premio Nacional de Arte en 2005, Dittborn ha hecho su obra sobre la base de una gráfica surgida en revistas, catálogos e imágenes de todo tipo de especies. Cuando a mediados de los 80 encontró el sistema de las aeropostales, obligó a sus cuadros a viajar: son obras dobladas en cuatro, que cumplen buena parte de su objetivo al meterlas en un sobre que envía por correo a galerías del mundo. Ahí también suspendió una línea que en piezas como “Delachilenapintura, historia” (1976) y en trabajos junto al grupo V.I.S.U.A.L. —con Catalina Parra y Ronald Kay— requerían un ámbito escrito. Porque el artista plástico que ha sido Dittborn también ha sido un escritor. Uno esquivo: sus textos son objetos literarios que se resisten a las definiciones.

    Como dice la crítica Ana María Risco, el trabajo de Dittborn está hecho de pliegues en donde la escritura se asoma para poner en tensión sus obras. “En las distintas fases de su trayecto, Dittborn ha sido el ojo de una constelación productiva desde la que ha ido emergiendo poco a poco y a ritmo de pequeños y sucesivos hallazgos, una poética pictórica”, sostiene. “Una poética hecha de imágenes y prácticas visuales, pero también de palabras y escrituras que, al ir atravesando los pliegues de su obra, ha ido enriqueciendo esa suerte de secreto que ella pone a peregrinar”, añade.

    “Siempre he tenido un pequeño problema con los textos sobre otras obras: la gente parece que espera otra cosa, espera una cosa que sea fácil de leer o que ni siquiera dé para ser leída”, dice Dittborn en un taller sin ventanas que tiene al fondo de su casa. Parte de esos escritos está en Escrita, un libro que en 2021 publicó Ediciones UDP y que recoge años de textos suyos que alimentan su obra, como también otros en torno a muestras de Gonzalo Díaz, Claudio Bertoni, Nicolás Franco, Paula Anguita, Nury González o Catalina Parra. Leerlos no sirve tanto para iluminar la obra referida, sino para extender su campo de acción y asomarse a la deriva filosa y desconcertante en que opera la escritura de Dittborn. “Evitar el lugar común. Yo hago algo que podría llamar estrujar la ropa húmeda, se llega a una especie de sequedad. Y eso siempre con el afán de evitar el lugar común, evitar la novela conocida, evitar”, dice.

    ¿Por qué ha querido evitar la forma clásica?
    —Porque si no, no tendría por qué escribir. Escribir para mí es evitar todo aquello que podría esperarse de un texto.

    Un día frío y húmedo de junio, Dittborn abre la puerta de su casa. Dice que recuerda el día exacto en que se mudó ahí, el 7 de septiembre de 1986, porque fue cuando ocurrió el atentado a Pinochet. Vive solo. Tiene encendida una potente estufa a parafina en su escritorio, donde sobre la mesa está abierto un tomo de uno de esos diccionarios enciclopédicos antiguos. Escribe en un computador, pero también en libretas que usa para llevar agendas provisorias y apuntes de cualquier otra índole. En ellas, también fue creciendo Crusoe. “El proceso consistió en escribir partes, partes que son autónomas. Porque el libro está dividido entre el yo y la tercera persona. Luego lo fui montando. Hay partes que escribí hace cinco o seis años”, cuenta a tirones, descubriendo lo que quiere decir. “Me ha interesado la cosa de Crusoe durante mucho tiempo y tenía muchos apuntes y muchas cositas. En un momento dado dije, a ver, qué pasa si le doy una forma: ahí encontré esta cosa del yo y del otro que narra”, agrega.

    Para llegar a su taller hay que cruzar un patio en que las plantas son todas amenazantes: agaves, matas de aloe vera y varios tipos de espinos. Otra Toyotomi espera encendida en un taller, un espacio de 16 metros de largo por cuatro de ancho. No tiene ventanas: Dittborn no quiere interrupciones visuales externas. Las paredes están forradas de madera, donde cuelga sus obras: las aeropostales las hace sobre telas de algodón sin trama, que luego fija con chinches. Las paredes están llenas de hoyitos que documentan cientos de obras en desarrollo.

    Para llegar a su taller hay que cruzar un patio en que las plantas son todas amenazantes: agaves, matas de aloe vera y varios tipos de espinos. Otra Toyotomi espera encendida en un taller, un espacio de 16 metros de largo por cuatro de ancho. No tiene ventanas: Dittborn no quiere interrupciones visuales externas. Las paredes están forradas de madera, donde cuelga sus obras: las aeropostales las hace sobre telas de algodón sin trama, que luego fija con chinches. Las paredes están llenas de hoyitos que documentan cientos de obras en desarrollo. Las leyendas hablan de su taller como lugar ordenado o incluso impecable, y no les falta razón: el usual desorden del artista acá habita en una esquina, pero sobre todo, es reemplazado por archivadores donde guarda las aeropostales en sus sobres originales y estantes con envases tubulares con más obras. En un escritorio resalta un espejo de unos 30 por 10 cm que Dittborn tiene en un pequeño atril, porque una vez leyó que Leonardo lo usaba para ver mejor sus dibujos.

    Si bien dice que se ha hecho el propósito de no fumar, saca una cajetilla de Kent One y lamenta que queden tan pocos cigarros. Cuenta que ha enfrentado cierto remordimiento al suspender el trabajo de las aeropostales por dedicarse a Crusoe. Pero la sombra del personaje lo seguía desde que a los 12 años vio una película que adaptaba la novela. El libro nunca lo ha tomado y, en realidad, cree que el suyo no tiene nada que ver con el de Defoe. “Nunca lo he leído. Este es el Crusoe que inventé yo. Que inventé por pedacitos. Son puros trozos de acontecimientos chiquititos y un poco más grande”, dice. Y agrega: “Leí una cosa que me pareció muy significativa, que es que Defoe entró una vez a un bar, a tomar cerveza y qué se yo, y al conversar con alguien en la barra resultó que había sido marino y alguna vez lo habían castigado: los castigos a bordo de los barcos entonces se penaban dejando a los marinos cinco años en una isla desierta. Eso escuchó Defoe, nada más, y se fue a otra parte”.

    Aunque en 2006 lanzó Vanitas, un libro que no estaba asociado a ninguna obra plástica, el artista considera que la publicación de Crusoe es su primera incursión autónoma en la literatura. Publicado por la Galería D21, es un libro que merodea en torno a la figura de Crusoe, pero se aleja radicalmente del personaje de Defoe, para convertirlo en una piedra caleidoscópica que dispara la acción en múltiples direcciones y tonalidades. Son 26 fragmentos escritos con una prosa de mínima retórica en que se alternan dos voces: en cursiva, un náufrago cuenta en primera persona lo que podrían ser sus vicisitudes al arribar a una isla. Los otros textos los lleva una tercera persona, que relata diversos episodios en que Crusoe aparece en Dublín, Liverpool, Ámsterdam, Viena y Arizona, en años tan diversos como 1413, 1617 o 1912.

    Describir Crusoe es reducirlo, pues, en sus pocas páginas la muerte, el naufragio, los viajes y diversas pestes mortales de la historia se trenzan en múltiples tiempos y espacios. “Antes que la añoranza de mi padre confundiera mi espíritu me vi en la necesidad de conservar en debida forma su muerte remodelando un rostro desolado pero sonriente”, escribe Dittborn en la voz del supuesto náufrago. Y luego la voz es la de la tercera persona: “En Viena el 19 de octubre de 1928 la sífilis ya generalizada ha reemplazado al tedio; Crusoe se retira a su habitación de un edificio periférico al que llega en un vehículo para luego detenerse y subir caminando de un edificio; allí y a lo lejos se deja oír una pieza musical del romanticismo temprano y Crusoe lee las noticias; el 20 de febrero y seis semanas después de la primera llaga en sus genitales Franz Schubert muere de sífilis”.

    A veces, parece el relato de una aventura a la que faltan episodios y lo que queda es una narración que, en vez de concluir como es debido en el género, se repliega sobre sí misma y avanza en círculos. Que el libro incluya imágenes del video “El Crusoe” y dibujos hechos a pluma, ayuda al desconcierto del lector. Por cierto, se trata de una extensión de la obra plástica del artista en el modo que, como aquella, este volumen también es un ensamblaje de piezas forzadas a dialogar. Es posible que el mismo Dittborn tampoco tenga del todo claro los alcances de su libro, pero lo que sí sabe es que ha sido un puerto después de muchas décadas dándole vueltas a ese náufrago paradigmático.

    ¿Cuál ha sido su relación con la literatura?
    —Yo leo desde la revista Estadio hasta los filósofos franceses de los últimos 20 años. Esas cosas me gustan, me dan ideas, los encuentro muy fascinantes. No tanto porque comprenda lo que dicen, sino por cómo están construidos sus textos. Leo pedazos de libros, 15 líneas y ahí encuentro una gran cantidad de posibilidades. No sé si sea una tontera lo que estoy diciendo. Sobre todo, me interesan mucho las revistas de los años 40 donde se narran aventuras, yo las he utilizado.

    Cuenta que ha enfrentado cierto remordimiento al suspender el trabajo de las aeropostales por dedicarse a Crusoe. Pero la sombra del personaje lo seguía desde que a los 12 años vio una película que adaptaba la novela. El libro nunca lo ha tomado y, en realidad, cree que el suyo no tiene nada que ver con el de Defoe. ‘Nunca lo he leído. Este es el Crusoe que inventé yo’, dice.

    Crusoe también es una novela de aventuras…
    —Creo que sí. Eso que acabas de decir es de una gran precisión, porque esto de pasearse en que si es poesía o es prosa es un poco chico. Irrelevante. Pero una novela de aventuras… hay que sacarle la palabra novela. ¿Qué podría decirse?

    Un libro.
    —Un libro de todo tipo de aventuras.

    En un momento, Dittborn desdobla tres de sus últimas aeropostales. Quiere mostrar el sistema que, según él, enhebra su trabajo: el hilván. En sus cuadros y en todo su trabajo, siempre hay partes hilvanadas muy precariamente, potencialmente a un paso de ser removidas. “Yo trabajo mucho con una técnica que es el hilván. Fragmentos pintados o teñidos que son cocidos a mano, de tal manera que no pertenezcan al espacio ese, sino que estén agregados precariamente. Porque un hilván es una huevá que agarras de un hilito y lo sacas absolutamente todo. Entonces, estas imágenes están provisionalmente ahí”, cuenta.

    De hecho, cree que Crusoe también está hilvanado y que cada fragmento del libro podría cambiar de lugar. Y algo de eso hay: los episodios por los que pasa el personaje se relacionan en reflejos, pero no por continuidad. De alguna forma, cumple la máxima inconsciente de Dittborn: emular el sistema de las revistas que lo formaron cuando niño, en las que el lector avanza en un todo fragmentado de imágenes y textos que dialogan. Pero si es así, ¿cuál es la imagen de la que en este libro sería el pie de foto? “Esa pregunta hay que ponerla con negrita”, dice el artista y se detiene a pensar mientras enciende uno de los últimos cigarros que le quedan. “Te voy a contestar de forma indirecta: todo el mundo sabe qué concha su madre es Crusoe. Todo el mundo dice: ‘Ah, sí, este tipo estuvo en la isla, e hizo tales y tales cosas’. Creo que probablemente es el pie de foto de todas las imágenes que yo leí y vi a los 12, 11 años, en la revista Peneca”.

    Sus referencias siempre fueron revistas, ¿no?
    —Sí, fueron revistas y más bien revistas anacrónicas. Las palabras que se ocupaban eran como sacadas de un texto de Góngora. Un castellano muy cuidado, la puntuación perfecta, etc., etc. Y al mismo tiempo, era totalmente vacío, pero como texto era indestructible. No por lo que contenía, sino por la escritura. Ahora, tú me puedes decir que la escritura tiene que ver con el contenido, pero todas esas cosas a mí no me importan tanto como el hecho de descubrir unas luces y unos caminos en estas revistas. Había revistas de aventuras con ilustraciones, eso me interesó mucho. Todas las revistas del mundo tienen imágenes y textos. Todas tiene un pie de foto o ilustraciones de lo que está pasando, y eso me ha interesado siempre. Los textos de mis obras ponen en cuestión o interrogación lo que ocurre desde el punto de vista de las figuras.

    ¿Hay un Dittborn artista y un Dittborn escritor?
    —Es el mismo dando vueltas y dándose vueltas en torno a lo mismo. Yo no soy un escritor. No sé si está claro. No soy un escritor profesional, soy un escritor amateur, que puede hacer cosas muy interesantes, pero no me meto al rebaño de los escritores. No sé si pertenezco a algún rebaño.

     

    Fotografía de portada: Emilia Edwards.

     


    Crusoe, Eugenio Dittborn, D21 Editores y Fundación Arquitectura Frágil, 2022, 109 páginas, $10.000 ($7.000 para estudiantes).


    Escrita, Eugenio Dittborn, Ediciones UDP, 2021, 144 páginas, $17.000.

     

  316. Perdidos en un bosque oscuro

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    El castigo, el noveno largometraje de Matías Bize (1979), comienza sin preámbulos ni contemplaciones: Ana (Antonia Zegers) y Mateo (Néstor Cantillana) están buscando a su hijo Lucas, de siete años, en una carretera rural cerca de Ranco, luego de que ella lo bajara del auto y lo dejara al borde de un bosque, como castigo por una pataleta. Solo lo abandonaron por dos minutos, pero al volver por él, el niño no está. ¿Dónde ha ido? Creen que pudo haberse adentrado en el bosque, enojado, como reacción al castigo. Pronto se hará de noche, la temperatura descenderá abruptamente y, además, hay posibilidades de que en el follaje a Lucas se le aparezca algún puma. El espectador apenas ha tenido tiempo para acomodarse en el asiento cuando ya puede olfatear la tragedia. A partir de allí, la película no parpadea. Grabada en una sola toma y en una locación única, el plano secuencia captura la hora y pico que dura la búsqueda. Asistimos, sin cortes, a los minutos que zanjarán el destino de esta familia.

    Realmente hay que tener arrojo para realizar una película con estos elementos, y oficio, para mantener el pulso del modo en que lo hace. El cine rara vez permite historias que demanden ser contadas en una sola secuencia sin que se noten los trucos. Esta es una de ellas. Las decisiones de Bize demuestran oficio y madurez. También hay que tener las cosas muy claras para abrirle paso de manera tan rotunda a los silencios y las palabras, pergaminos más del teatro que del cine, y a la vez renunciar a las posibilidades del contraplano y del montaje, que es la cancha donde los cineastas suelen poner su rúbrica. Estas renuncias son en sí mismas una declaración de principios, pues las privaciones voluntarias en el cine suelen tener algo de equilibrismo. El atractivo más grande para el público es ver caer del trapecio al artista. Solo lo supera el placer de verlo triunfar.

    El niño tiene siete años, pero no es el prototipo de la inocencia. Escuchar a dos padres cuestionar abiertamente el carácter de un hijo tan chico emparenta la película con novelas como El quinto hijo de Doris Lessing y Tenemos que hablar de Kevin de Lionel Shriver. El tabú de las madres que no encuentran la realización vital en el alumbramiento y en la crianza emerge como un golpe al mentón para el orden social.

    Bize ha construido sus mejores películas sobre la base de este tipo de pies forzados. El arrojo ya lo había mostrado en su ópera prima, Sábado (2003), un drama nupcial disfrazado de comedia, también filmado en una sola toma, que incorporaba la novedad del plano secuencia como herramienta de la trama y tenía la osadía, además, de usar al camarógrafo (Gabriel Díaz) como un personaje interventor en las decisiones de la protagonista, que vivía un día crucial. El mecanismo todavía funciona y la película mantiene su frescura. La camisa de fuerza como determinación estética la llevó un paso más allá en su segunda película, En la cama (2005), grabada en una locación única, un motel, donde una pareja de desconocidos empezaba a conectar después de tener relaciones. Ese filme anunció a Blanca Lewin como un diamante del cine chileno y reveló que a Bize no lo movían ni el sudor ni los gemidos, que fue lo que acaparó la atención del público en el Chile de entonces, sino el dolor de sus personajes. Bize destacaba como un entusiasta antropólogo de personalidades lastimadas. Esto pudimos corroborarlo en La vida de los peces (2010), su mejor filme. Allí se alimentaba de las fisuras emocionales y físicas de la pareja principal. El cine de Bize ya estaba dando pasos hacia estructuras más formales según los parámetros de la industria (su audiencia había crecido en los países europeos) y las ausencias ya no eran tan palpables en el diseño de producción (aunque de todos modos mantuvo su estética minimalista y La vida de los peces era un ejemplo de contención), sino en los temas. Esa pareja que se reencuentra después de una década sin verse y que intenta darse una segunda oportunidad, a pesar de las condiciones adversas (ella tiene hijos y marido, él tiene una vida armada en Alemania) estaba llena de vacíos por llenar. El amigo muerto del protagonista, cuyo fantasma gobierna los espacios de la casa, era el eco más palpable, igual como el hijo fallecido en La memoria del agua tachaba el futuro posible. Estas variaciones sobre la soledad individual y la imposibilidad de trascenderla han construido una de las obras más consistentes del cine chileno.

    El castigo vuelve sobre estos mismos temas, pero con una mirada menos nostálgica y más descarnada. Los dos motores que propulsan la historia son saber qué pasó antes del castigo del hijo y si finalmente lo encontrarán. La primera duda apunta hacia el pasado; la segunda, hacia el futuro. Y al medio está en juego la relación. El guion de Coral Cruz avanza la acción de manera magistral y dota a los protagonistas de una complejidad explosiva: ella, una madre un tanto neurótica y controladora; él, un papá empático y cariñoso, pero disfuncional. Este contraste es una de las capas más notables que tiene el filme, pues apunta a enjuiciar el modo en que los padres crían a sus hijos. Está presente con sutileza en los llamados que Ana recibe de su madre, que los espera para comer en una casa cercana y que con sus preguntas inunda a su hija de ansiedad; a veces con demasiada literalidad en las recriminaciones mutuas que se hace el matrimonio; y con desparpajo en los cruces que la pareja tiene con los dos carabineros que llegan a ayudarlos, especialmente con la sargento Salas (Catalina Saavedra), que como representante de la ley y también como madre, sirve como fiscalizadora de la maternidad de Ana.

    No recuerdo otra película chilena donde el bosque tenga una presencia tan ominosa. A ratos parece solo un decorado en el que los personajes no quieren adentrarse demasiado para no perderse. Otras, recuerdan los amenazantes bosques de los cuadros de Edward Hopper, los cuales, según Mark Strand, remiten ‘a la condición salvaje de la naturaleza’ en contraste con la civilización.

    La historia tiene dos aspectos particularmente notables. Primero: el niño tiene siete años, pero no es el prototipo de la inocencia. Escuchar a dos padres cuestionar abiertamente el carácter de un hijo tan chico emparenta la película con novelas como El quinto hijo de Doris Lessing y Tenemos que hablar de Kevin de Lionel Shriver. El tabú de las madres que no encuentran la realización vital en el alumbramiento y en la crianza emerge como un golpe al mentón para el orden social. El guion logra dar vuelta con elegancia y emotividad el desprecio inicial que despierta el personaje brillantemente interpretado por Antonia Zegers, y convierte su verdad en algo con lo que el público puede empatizar. Vaya logro, pues el peso que se llevan las mujeres a la hora de criar pareciera ser el último reducto donde el patriarcado se puede atrincherar antes de que se logre la plena igualdad. El segundo aspecto es que lo anterior se mezcla con la cultura de la cancelación social. Si algo le ocurriera a Lucas, Mateo y Ana no solo deberán enfrentar el escrutinio de la justicia, sino también el de su círculo íntimo y el de la opinión pública. Hay un momento en que Mateo se preocupa de lo que dirá su jefe y trasunta el miedo a perder el trabajo. La amenaza de que sus negligencias como padre sean expuestas hasta transformarse en escándalo amenaza el valor más sagrado de la virilidad: la respetabilidad. Estos dos aspectos, al cruzarse, desnudan los cimientos del orden social: ser un mal padre, signifique lo que eso signifique, puede ser en última instancia algo redimible o aceptable, pero ser una mala madre, no. La fábula transgresora de la maternidad como cárcel de oro engancha la película con la larga tradición de cuentos infantiles del folclor occidental.

    Un tercer aspecto profundiza esta idea: el bosque. No recuerdo otra película chilena donde el bosque tenga una presencia tan ominosa. A ratos parece solo un decorado en el que los personajes no quieren adentrarse demasiado para no perderse. Otras, recuerdan los amenazantes bosques de los cuadros de Edward Hopper, los cuales, según Mark Strand, remiten “a la condición salvaje de la naturaleza” en contraste con la civilización. La cámara de Gabriel Díaz capta con lucidez la plenitud de su misterio y la magnífica indiferencia con que recibe a estos padres desesperados. Es el telón arquetípico, como los sueños, donde la neurosis de nuestra frágil vida burguesa se revela como una máscara inútil y en el cual, si estamos dispuestos a perdernos, podemos encontrar alguna clase de verdad.

     


    El castigo (2022), dirigida por Matías Bize, escrita por Coral Cruz, 86 minutos, disponible en cines.

  317. Insomnio, amigo mío

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    No es novedad que durante el insomnio los pensamientos crezcan, se agranden, se multipliquen, se desborden como las deudas, los deseos, las preocupaciones; bajo el manto de la noche todo se ennegrece, como escribe Marina Benjamin en su libro Insomnio: “La oscuridad transfigura todo. Todo se tiñe de amenaza”.

    En ese lapso también podemos llegar a mantener diálogos tan lúcidos como delirantes con quienes tenemos algo diurno pendiente, y a veces resolvemos cosas, como si por primera vez fuéramos capaces de ser claros y asertivos. Se arregla y desarregla la vida con frecuencia e intensidad en un tetris mental y corporal; el cuerpo y sus extremidades incomodan, buscan encajarse y entre vuelta y vuelta nunca está quieto, como si intentara cansarse o en su exacerbación ser menos cuerpo. Transita como presa nocturna de ojos abiertos y en ese tránsito se abren nuevas percepciones en un tiempo que transcurre distinto y la única certidumbre es que no hay noche predeterminada.

    Si algo cruza la experiencia de todo insomne es que los pensamientos suelen tomar una deriva más bien dramática, en la que somos incapaces de dormir o apagar tele, a no ser que echemos mano a la química, aunque eso es pan para hoy y hambre para mañana. El insomnio vence, decide cuándo entrar y cuándo salir, y su espíritu es obsesivo como el tren de pensamientos que echa a andar y que eleva más allá del techo de la pieza donde nos pilla. Todo insomnio es deseante, inquieto, y en ese espacio el silencio de la noche no hace sino incrementar y corroborar la soledad de la que estamos constituidos. Como si flotáramos en la profundidad del universo.

    De la mano de autores como Oliver Sacks, Proust, Virginia Woolf, Thoreau y Nabokov, va tomando las lianas de otras experiencias escritas sobre el insomnio, la noche y los sueños, para avanzar en su idea de enfrentarse despiertos a la noche dando ‘vuelta la perturbación y el sufrimiento para que se conviertan en una oportunidad. Perforar la oscuridad con puñaladas de luz’.

    Con su golpe de luz, la llegada del día nos vuelve o devuelve más bien a las dudas de siempre, aunque al mismo tiempo tiene la facultad de poner las cosas en su lugar: la luz ordena, y nada parece ser tan terrible como parecía a las 4:20 de la madrugada. Es divertido observar cómo todo se desinfla, quizás también porque el día no tiene clemencia en su afán.

    Insomnio es un libro que invita no solo a pensar en todas estas cosas, sino sobre todo a invertir esa percepción negra del insomnio. Su autora plantea que es mejor entregarse y observar nuestro insomnio para intentar llevar esos pensamientos que giran en círculos a un horizonte donde podamos verlos y hacer de ese “exceso de anhelo y exceso de pensamiento”, como lo define, algo amistoso, fecundo. La escritura en este sentido es clave, como un ancla o una brújula nos acompaña y apuntala, se levanta como un acto de resistencia en el corazón de la noche. Se pregunta Marina Benjamin, a propósito de esto, “cómo describir esos bordes deshilachados de nuestra propia existencia” que aparecen en el desvelo, cuando el mundo cobra otra tonalidad justamente porque se corre el velo y participamos del otro lado de la noche. No sentirse acorralados por nuestra cabeza, dice, sino más bien ir en esa búsqueda, tomar aquello que está en los márgenes de la percepción y se teje más allá de uno y, sin embargo, requiere de nosotros para hacer que algo comparezca en la palabra.

    De la mano de autores como Oliver Sacks, Proust, Virginia Woolf, Thoreau y Nabokov, va tomando las lianas de otras experiencias escritas sobre el insomnio, la noche y los sueños, para avanzar en su idea de enfrentarse despiertos a la noche dando “vuelta la perturbación y el sufrimiento para que se conviertan en una oportunidad. Perforar la oscuridad con puñaladas de luz”, es decir, experimentarlo como un espacio abierto, de expansión al que vamos de cuerpo entero aun cuando no haya dirección: “Es como caminar en la cuerda floja… Y requiere que acepte la incertidumbre”. Aceptar esa incertidumbre, escribe Marina Benjamin, es penetrar en la oscuridad para ver florecer ahí lo que tenga que florecer en términos creativos. Habría que hacer entonces de ese verso que escribió otra Marina, la poeta rusa Marina Tsvetáieva: “¡Insomnio, amigo mío!”, el salvoconducto que nos permita el paso.

     


    Insomnio, Marina Benjamin (traducción de Florencia Parodi), Chai Editora, 2020, 129 páginas, $18.000.

  318. Mundo roto

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    Escribir sobre un libro tan monumental como Ñamérica exige asumir, de partida, que unas pocas páginas no le harán justicia. Pero en este caso esa conciencia resulta menos decepcionante, porque estas setecientas páginas son tan ricas, se trata de una mezcla tan elaborada de pensamiento, historia, idiosincrasia, literatura, crítica política, un libro total que se inventa el (nombre del) continente que cualquiera de las miradas parciales que se le dediquen, casi inevitablemente, quedarán impregnadas del ímpetu general del libro, de esta brillantez que se reparte por anécdotas, impresiones, experiencias, bromas y hasta poemas.

    Y también por muchas ideas políticas, cuyos principales núcleos voy a intentar descifrar. En cualquier caso, el aspecto sui géneris de su pensamiento se comprueba ya en el título, neologismo inventado por el propio Martín Caparrós. Ñamérica es la manera de referirse a los países hispanoparlantes de América, la “ñ” excluye a Brasil, deformador de todas las estadísticas latinoamericanas. El hecho de inventarse un nombre y separarse de la protocolar nominación de Hispanoamérica se conecta con el gran principio de la comprensión política de Caparrós: el anarquismo. Este anarquismo, esta incapacidad de aceptar el tópico, hace a su pensamiento político tan interesante, como, finalmente, imposible de circunscribir a una completa coherencia. La aproximación ácrata sigue siempre dos movimientos. Primero, la reacción irreal, que considera lo político como una quimera, como una fantasía lunática: las fronteras no existen, las banderas, los himnos, los ídolos, las guerras, la historia… todo sería una creación distante. Segundo, la reacción realista, el reconocimiento y, en cierta medida, el lamento por la capacidad de todas esas falsedades de mover lo único real, los individuos, sus deseos, sus ambiciones.

    Por esto, escribir sobre Ñamérica, sobre lo que América es, a pesar de dos siglos de acciones políticas de repúblicas preocupadas por crearse a sí mismas y separarse de las demás, debe ser comprendido como un ejercicio de anarquismo. El anarquista Caparrós escribe como si este lapso de acción política grave y disgregadora no hubiera ocurrido. El Caparrós literario parece triunfar: uno puede leer las crónicas de El Alto, de Ciudad de México, de Managua, de Buenos Aires —quizá las mejores páginas del libro— como si fueran ciudades de un mismo país, sociedades con los mismos problemas, por mucho que unos desconozcan casi todo de los otros —el propio autor descubre a los treinta y tantos la fuerza continental del Chavo—, como primos que no se han visto en toda la vida, pero que al conocerse a los 40 descubren que los molestan exactamente los mismos problemas. Este parecido de países que han luchado dos siglos por no parecerse entre sí, por no parecerse tampoco a sí mismos, es una de las mejores demostraciones históricas de la inanidad de lo político. Una victoria del Caparrós anarquista.

    Aunque algo más ladeado a la crónica y la autobiografía, el estilo de Caparrós se acerca mucho a los grandes ensayistas latinoamericanos, a esa larga tradición que empieza en el Facundo de Sarmiento y que, posiblemente para el lector culto ñamericano, se acabe en El laberinto de la soledad de Octavio Paz. Sin embargo, el ansia continental aleja a Caparros de este género, inevitablemente antianárquico, el cual, en su mismo deseo o, más aún, en su misma responsabilidad de haber formado nuevas naciones, no podía relativizar la soberanía, pasión permanente de Caparrós. Esta amplitud del objeto obliga a confrontar la mirada política con la de otro libro, uno de los pocos ensayos con ambición continental que Caparrós recuerda de modo explícito en su texto: Las venas abiertas de América Latina, del uruguayo Galeano.

    El hecho de inventarse un nombre y separarse de la protocolar nominación de Hispanoamérica se conecta con el gran principio de la comprensión política de Caparrós: el anarquismo. Este anarquismo, esta incapacidad de aceptar el tópico, hace a su pensamiento político tan interesante, como, finalmente, imposible de circunscribir a una completa coherencia.

    Ñamérica se enfrenta a Las venas abiertas de América Latina. Se aparta de su perspectiva moral: Galeano sería un determinista en un sentido más cómodo y plañidero que histórico y marxista, un pensador propenso a atribuir los problemas, el dolor, el desastre institucional a un otro intolerablemente malo: los españoles, los americanos, las élites compinches con las multinacionales. Como los viejos pecadores católicos que justificaban sus faltas por las intervenciones del demonio —fundamentalmente ateo, apenas explora conexiones entre la política latinoamericana y nuestro catolicismo continental—, Galeano suministraría “ese almíbar amargo que te endulza en la desgracia con el relato de injusticias que siempre fueron culpa de otros”. Caparrós se separa de Galeano también por su juicio político. Las aversiones del uruguayo le condenarían a la frivolidad política: a aprobar sociedades precolombinas cuya “teocracia autoritaria explotadora” le parecería insoportable si hubiera sido defendida por un papa, un rey y hasta un presidente occidental. El anarquista coherente que Caparrós es, desconfía de todo poder, tanto del eurocéntrico como del indígena.

    Se trata de un curioso libro de izquierda escrito contra la izquierda. No solo contra la militarota y castrista, contra la que encarnó Galeano y su determinismo político-moral de los 70. Tampoco aplaude a una izquierda preocupada de salvar las selvas, como si se tratara de “una especie de dinosaurio que habría que salvar a toda costa”. Ni se identifica con la relación de la izquierda americana con lo originario, con el pasado: nosotros cambiamos, nosotros dejamos de usar “miriñaques y bastones”, pero ellos, los indígenas, no deberían hacerlo y así nosotros tendríamos la oportunidad de contemplar lo originario en su pureza desde la comodidad de nuestra artificialidad. Su alejamiento del discurso de la izquierda contemporánea se debe a la perspectiva: Caparrós no entiende la preocupación por la minucia como el primer paso para resolver las grandes injusticias, sino como el narcótico que retrasa enfrentarse a los verdaderos problemas. Las injusticias que existen en las sociedades latinoamericanas no necesitan formularse en la neolengua inventada en las cátedras posmo y fancy de Emory y la UCLA, sino en la terminología del anarquismo y marxismo: el problema no es quién es indio y quién no, el problema es que “unos son dominadores y otros dominados, explotadores y explotados”, el problema no es “la legitimidad de haber llegado antes, sino el lugar que cada quien ocupa en la pirámide social”. El problema, para un anarquista, es la pirámide social. Por supuesto, este izquierdismo originario es el resultado de uno de los problemas fundamentales para la perspectiva de Caparrós: un mundo sin futuro, lo que resulta dramático, totalmente desorientador para cualquier ideología de izquierda, para cualquier ideología moderna, cuya existencia y fortaleza se debió a esta obsesión por el futuro.

    Hay un punto nostálgico fácilmente desmentible, pues los errores de la izquierda contemporánea no parecen mucho más graves que los de la precedente. Pero el aspecto más interesante de este anarquismo tiene que ver con su falta de límites, con la posibilidad de volverse contra sí mismo, de lo que creo que es más responsable el Caparrós cronista que el pensador político. A lo largo de Ñamérica se narran diferentes historias en las que se muestra la permanente limitación de la acción política, donde se sugiere que la búsqueda de esa ficción perfecta, de esa ficción menos indigna que Caparrós reclama como objetivo de la política, está casi predestinada al fracaso, no por mala voluntad, sino por la dificultad con que la realidad se pliega a nuestros deseos. Todas estas experiencias —el aspecto teórico más interesante del libro— las agrupo bajo la categoría de “mundo roto”. Pienso que este sería el núcleo fundamental, quizá involuntario, de lo que se podría llamar el pensamiento político de Ñamérica.

    A lo largo de Ñamérica se narran diferentes historias en las que se muestra la permanente limitación de la acción política, donde se sugiere que la búsqueda de esa ficción perfecta, de esa ficción menos indigna que Caparrós reclama como objetivo de la política, está casi predestinada al fracaso, no por mala voluntad, sino por la dificultad con que la realidad se pliega a nuestros deseos. Todas estas experiencias —el aspecto teórico más interesante del libro— las agrupo bajo la categoría de “mundo roto”.

    Teóricamente, Caparrós descubre, gracias a la escritura y la observación, que el problema no es que la izquierda se haya despreocupado de los pobres y de los débiles, el problema es más bien que todos los discursos centrados en la reducción de la pobreza son tan poco efectivos para que ella desaparezca como los que le conceden un papel secundario. Así se puede entender la siguiente cita sobre la corrección de la desigualdad en los primeros años del siglo XXI: “El Gini de Ñamérica bajó seis puntos entre 2000 y 2017. […] Y no bajó menos en los países con gobiernos de izquierda que en otros con gobiernos de derecha. […] En Venezuela […] por ejemplo bajó 4 puntos, en Nicaragua 7, en Guatemala o Salvador más de 12, en Perú 10, en Paraguay 8. O, dicho de otra manera, países con gobiernos de discurso progresista-estatista y países con gobiernos de discurso liberal privatista”.

    El mundo roto, la imposibilidad de conciliar las diferentes exigencias del ser humano, aparece en otros testimonios, más morales y antropológicos, menos politológicos, como el de la persona que rebusca comida en un vertedero de Buenos Aires y prefiere hacerlo todos los días, pues considera que, si no tuviera que rebuscar diariamente comida, no tendría el amor de sus hijos. Esta incompatibilidad de nuestros deseos se conecta con la permanente incapacidad de lo político para conceder una solución mayor al problema que crea. De un modo involuntariamente rousseauniano se describe en este libro el tránsito de una de las últimas tribus ñamericanas a la civilización occidental, los achuar: “Y han tenido que encontrar formas de organización política y elegir jefes, que antes no necesitaban, y preocuparse porque esos jefes se quedan con la plata de los subsidios y alegrarse porque se pueden curar de las gripes que antes no tenían”.

    El mundo roto también está roto para un anarquista que no deja de protestar contra nuestra sociedad, que no deja de considerarla indigna. De repente, en el capítulo sobre La Habana, cuando desea un nuevo bautismo para el socialismo, Bakunin toma la voz de Marx y nos dice que solo la autoridad generará igualdad, que solo la sujeción es el origen de la libertad, que la masa es inerte y que solo la acción de unos pocos mejora las cosas: «Hay algo de monstruoso, de terrible en todo eso pero, sin esos pocos, sin los intentos tantas veces fracasado de esos pocos, ¿todo seguiría siempre igual? ¿Seríamos, digamos, siervos de la gleba?”. No hay modo más doloroso y sincero para un anarquista de constatar que el mundo está roto, que para solucionar algo, ese poquito que la política puede arreglar, el anarquista deberá renunciar a su convicción fundamental y aceptar en la bondad de un poderoso nivelador.

     


    Ñamérica, Martín Caparrós, Literatura Random House, 2021, 676 páginas, $39.500.

  319. Michel Foucault, más vivo que nunca

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    Más de 30 años después de su muerte, Michel Foucault (1926-1984) es celebrado en el mundo entero. Autor de una riquísima enseñanza, que se centra tanto en la crítica de las normas y de las instituciones como en la historia de las prisiones, de la medicina, de la locura o de la sexualidad, este filósofo-historiador apela a los liberales, a los socialdemócratas, a los eruditos y a los rebeldes de todo tipo. Los unos y los otros ven en él, por turnos, a un ardiente defensor de la invención del yo, un reformista generoso, un magnífico comentarista de los textos de la antigüedad grecolatina y, finalmente, a un brillante activista de la causa de las minorías. En definitiva, la obra foucaultiana está más que nunca a la orden del día, como lo demuestra la publicación del curso impartido en el Collège de France entre enero y abril de 1981, sobre la subjetividad y la libertad.

    En 1980, Foucault estaba muy complacido de enseñar en los Estados Unidos, y particularmente en la Universidad de Berkeley, en la costa oeste, donde cada vez más estudiantes venían a escucharlo. Luego descubre que la homosexualidad se puede experimentar como una creación o una “inquietud de sí”, y no como la revelación de un deseo vergonzoso. Nadie sabe aún que una nueva plaga pronto estallará: la epidemia del sida.

    Y es en este contexto de gran felicidad que Foucault transforma su aproximación a la historia de la sexualidad. Todo comenzó en 1976, con la publicación de una obra sobre el siglo XIX, La voluntad de saber, a la que quiso dar una continuación para poner al día una “arqueología del psicoanálisis”, centrada en el estudio de los histéricos, de los pervertidos, de las poblaciones y de las razas.

    Sin embargo, en 1979 renunció a pasar del siglo XIX al XX, para regresar a las “técnicas” cristianas de la penitencia, de la confesión y del sacrificio, cuyo origen se remonta a la conversión de Tertuliano, el introductor, a finales del siglo II, del dogma trinitario (Del gobierno de los vivos, 2012). Fue a partir de esta época que, según él, surgió la idea de obligar a los sujetos a decir la verdad sobre sus estados de ánimo, modelo que heredó el psicoanálisis. Siguiendo este cara a cara con la moral cristiana, Foucault decidió forjar un vínculo entre estas “técnicas” cristianas y aquellas de la época pagana tardía.

    De ahí la elaboración del curso publicado ahora, Subjetividad y verdad, perfectamente editado, comentado y presentado por Alessandro Fontana (1939-2013) y Frédéric Gros. Foucault comenta los textos de autores griegos y latinos contemporáneos del largo y convulso periodo del fin del Imperio Romano (siglos II-III): Artemidoro de Daldis, descifrador de los sueños sexuales; Antípatro de Tarso y Musonio Rufo, filósofos estoicos; Hierocles de Alejandría, neoplatónico, y muchos otros.

    En lugar de citarlos cronológicamente, compara sus escritos para mostrar cómo se desarrollaron, antes del paso al cristianismo, nuevas formas de relación consigo mismo y con los demás. Y de esto deduce que hay que escapar de un lugar común consistente en atribuir al paganismo una moral tolerante a la que el cristianismo habría puesto fin.

    Lejos de oponerse al paganismo y al cristianismo, sostiene entonces que los estoicos de los dos primeros siglos de nuestra era inventaron una ética sexual basada en la necesidad de realizar actos de placer y de goce —los aphrodisia—, incluyendo la violencia y el exceso, emanando de una mecánica natural, los que tenían que ser dominados bajo la pena de arrastrar al sujeto hacia su destrucción.

    Los textos escogidos por Foucault son increíblemente divertidos y él los comenta con un humor demoledor, como si descubriera en ellos, tres años antes de su muerte, la génesis de una ‘verbalización de lo íntimo’, propia de este cristianismo primitivo al que hará tema de su último libro, hasta hace poco pendiente de publicación, pero ya famoso: Las confesiones de la carne.

    Pero todavía era necesario distinguir la “sexualidad buena” de la mala, con el fin de establecer una jerarquía de los placeres. Y Foucault demuestra que esto residía, para los estoicos, en la valorización del matrimonio monógamo, considerado como un arte de vivir superior a todos los demás. En este sentido, el acto sexual entre esposos ocupaba el lugar más alto en la jerarquía de valores: fortalecía la prosperidad del hogar y aseguraba la supervivencia de la ciudad. El hombre libre y adulto encarnaba un principio activo y, como tal, podía muy bien, incluso casado, tener relaciones con un esclavo varón, pero nunca con una mujer casada, propiedad de otro hombre.

    Desde esta perspectiva, los actos sexuales fueron codificados hábilmente y Foucault los analiza de manera brillante, a partir del gran texto de Artemidoro, la Onirocrítica, el mismo que Freud apreciaba hasta el punto de releerlo de forma constante. Artemidoro consideró que cada especie animal tenía un solo modo de “conjunción”: las hembras del caballo, la cabra y el buey se cubren por detrás, decía él, mientras que las víboras, las palomas y las comadrejas se aman con la boca. Las hembras de los peces recogen los espermatozoides vertidos en el agua por los machos. En cuanto a los humanos, también sujetos al orden natural del mundo, obedecen a un principio intangible: el hombre encima de la mujer para que ella le dé más placer y demande menor esfuerzo. El incesto con la madre está proscrito como funesto, las relaciones orales son las peores porque impiden el besarse y compartir una comida.

    Además, Artemidoro definió cinco categorías de actos contra natura: relaciones sexuales con los animales, los cadáveres, los dioses, con uno mismo y entre dos mujeres.

    Así heredaron los padres de la Iglesia, según Foucault, este estoicismo romano que luego adaptaron a una nueva espiritualidad marcada por un perfecto dominio del deseo y de las emociones íntimas, una verdadera confiscación de la sexualidad en beneficio exclusivo de un modelo matrimonial erigido en norma.

    Los textos escogidos por Foucault son increíblemente divertidos y él los comenta con un humor demoledor, como si descubriera en ellos, tres años antes de su muerte, la génesis de una “verbalización de lo íntimo”, propia de este cristianismo primitivo al que hará tema de su último libro, hasta hace poco pendiente de publicación, pero ya famoso: Las confesiones de la carne.

    Este curso está atravesado por la alegría de descubrir “otra historia de la sexualidad”, mucho antes de la del siglo XIX; Foucault cuenta con deleite las distintas variantes de la fábula del apareamiento de los elefantes, repetida en bucle desde el siglo II al XVII, tanto por los estoicos como por los cristianos y los devotos que la convirtieron en “blasón de la buena conducta conyugal”, aplicable a la especie humana: “El elefante, dijo Francisco de Sales, no cambia jamás de hembra y ama con ternura a la que ha elegido, con la cual, sin embargo, solo se aparea cada tres años, y lo hace entonces apenas durante cinco días y tan secretamente que nunca se lo ve en ese acto. Yo lo he visto, empero, el sexto día, cuando, antes que nada, va derechamente al río y se lava todo el cuerpo, sin querer de ningún modo volver a la manada antes de quedar purificado”.

    Así que aquí hay animales hermosos y honestos, que no conocen el adulterio ni los celos hacia un rival y que no tocan más a su cónyuge una vez que ha sido fecundada. Así es como los humanos podrían comportarse si aceptaran tomar como modelo de virtud y coraje la maravillosa vida sexual de los elefantes. Verdadero antídoto al discurso de la sexología que pretende medir el desempeño del sexo con el criterio de la longitud del pene y la amplitud de la vagina, este curso imparte su lección con alegría contagiosa y se lee como una fábula de La Fontaine. Foucault, decididamente, no cesa de sorprendernos.

     

    Texto aparecido en el diario Le Monde. Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Subjetividad y verdad, Michel Foucault. FCE, 2020, 354 páginas, $18.900.

  320. Bruno Latour: una muerte a contratiempo, una obra para el porvenir

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    Nunca es buen momento para morir, es cierto. Pero la muerte de Bruno Latour es una de las más inoportunas, de las más intempestivas, una de las que se encuentran con su tiempo en la relación más contraria que se pueda imaginar, una muerte decididamente a contratiempo. Untimely.

    Primero, por la forma en que ella llegó a su vida, a nuestras vidas. Es posible que lo haya anticipado durante muchos años, preparado para ella a muchas personas (en las que me incluyo) por las que se preocupaba personalmente —y nunca he visto a nadie poner tanto cuidado y atención en suavizar su propia muerte a los que dejaba—, había mostrado en los últimos años una capacidad tan asombrosa para engañarla, a esta muerte, llevado como parecía por una alegría tan viva al pensar, un deseo tan intenso de influir tanto como pudiera en el curso del mundo, que incluso la muerte parecía retroceder asombrada (muchos recordarán esas conversaciones, conferencias, charlas, donde la alegría de trabajar en un problema común lo animaba al punto que parecía olvidar la enfermedad y el dolor, las ganas de pensar fundiéndose, bajo nuestra mirada intranquila, con la vitalidad misma), ya había logrado desmentir tantas veces los pronósticos médicos más oscuros que habíamos terminado por no creerlos sino a medias, de modo que esta muerte finalmente llegó un poco por sorpresa. Como, sin duda, la muerte debe llegar: a pesar de todo.

    Pero esta muerte parece sobre todo a contratiempo por el modo en que se inscribe en la historia, en la historia colectiva. Porque llega en el mismo momento en que Latour conoció por fin la consagración que había merecido, y que su país, Francia, le había largamente negado. Llega sobre todo cuando más lo necesitábamos, y cuando nos habíamos dado cuenta de ello. Pude escribir (en Le Philosophe, la Terre et le virus, Bruno Latour expliqué par l’actualité, 2021) que ahora habíamos entrado en un “momento latouriano”, que este adjetivo permitía decir algo sobre la textura específica de nuestro presente, sobre la figura específica del presente que es la nuestra, hoy, ahora.

    Cruel ironía de la historia: es en el momento cuando es probable que sea más eficaz, porque es a la vez pertinente y escuchado, que él desaparece. Se ausenta de este mismo tiempo del que nos hace contemporáneos mejor que nadie. ¡Curiosa situación! No es tan fácil ser contemporáneo de uno mismo: por el contrario, uno pierde sin esfuerzo lo más preciso, lo más específico de nuestros problemas (y las décadas de inacción climática lo ilustran perfectamente). Latour, por el contrario, nos ayudó mejor que nadie a volver a ser nuestros contemporáneos. Y así, en el mismo momento en que nos volvíamos cada vez más hacia él para no perder este contacto que empezábamos a establecer con nosotros mismos, lo perdimos. Como si en definitiva solamente pudiéramos habitar un presente desierto, desorientado, desequilibrado, como si algo de este tiempo se negara obstinadamente a estar en una relación de mayor rigor, de mayor claridad, consigo mismo.

    Esto quizás dice algo profundo y esencial sobre nuestro tiempo: que solamente podemos tener una relación falsa, peculiar y tambaleante con nosotros mismos. Y, a decir verdad, Latour nunca ha dejado de sostener este punto: la modernidad se caracteriza por esa extraordinaria capacidad que tiene para darse una imagen mistificada. Los blancos tienen la lengua bífida, repetiría (en Nunca fuimos modernos). Y el quehacer más constante de su labor bien puede resumirse en el subtítulo de su última gran obra teórica, de su opus magnum: una antropología de la modernidad (Investigación sobre los modos de existencia).

    Creo que no podría haber mejor manera de rendir homenaje a Bruno Latour que siendo fieles a su espíritu, que no se trataba de lamentar nuestro destino o criticar el mundo tal como es, sino más bien de una movilización colectiva en el tratamiento de los problemas reales, que se procuran determinar mejor para enfrentarlos mejor, no porque tengamos algún deber abstracto hacia estos problemas, sino porque la única verdadera alegría proviene de que actuemos sobre nuestros problemas en lugar de sufrirlos.

    Creo que no podría haber mejor manera de rendir homenaje a Bruno Latour que siendo fieles a su espíritu, que no se trataba de lamentar nuestro destino o criticar el mundo tal como es, sino más bien de una movilización colectiva en el tratamiento de los problemas reales, que se procuran determinar mejor para enfrentarlos mejor, no porque tengamos algún deber abstracto hacia estos problemas, sino porque la única verdadera alegría proviene de que actuemos sobre nuestros problemas en lugar de sufrirlos. Latour no quería que nadie cantara alabanzas sobre él o su obra. Quería que contribuyéramos, hablando de él, a afrontar el problema que literalmente lo hacía vivir. Si hoy estamos de duelo colectivo, si debemos sentir la singular crueldad de esta muerte a contratiempo, es porque nos priva de uno de los aliados más preciados que hemos tenido en los últimos años para hacer frente a nuestro gran desafío civilizatorio actual, y al que había dado un nombre preciso: aterrizar la modernidad.

    Es una de las grandes lecciones de lo que los historiadores y los historiadores del pensamiento llamarán sin duda el “último Latour”, el haber trabajado incansablemente para ayudarnos a comprender el acontecimiento que constituye nuestro presente, y cuya convulsión climática es una de las manifestaciones más espectaculares, pero no la única, ya que el colapso de la biodiversidad, la reducción de la superficie terrestre no artificializada, la contaminación por microplásticos, etc., también forman parte de ella. Pero el problema es, como siempre, entender completamente el problema. La urgencia del presente es comprender qué problema particular, específico, singular, plantea este presente. Y Latour terminó por tener sobre este punto una declaración clara: se trata de saber cómo traer de vuelta, dentro de los límites planetarios, cierto modo de habitación terrestre que se ha llamado modernidad.

    En el fondo, toda su obra habrá consistido en esto: relativizar a los modernos. Podemos dudar de la pertinencia de esta palabra: modernidad. Sin duda se recordará que muchas y muy grandes mentes han tratado de decir algo claro sobre este punto (de Baudelaire a Foucault, pasando por Weber, Durkheim, Heidegger, Arendt, Blumenberg, Habermas, Lyotard, Koselleck, Beck, etc., por mencionar solamente a los más explícitos) y que no se puede decir que hayan llegado a nada muy convincente. Por tanto, podemos estar tentados a abandonar el término para hablar de otra cosa: el capitalismo, el mundo industrial, la colonización, o incluso tal o cual proceso o acontecimiento histórico bien identificado… Latour se destaca en este concierto por la paradójica firmeza con que finalmente se aferró al enigma de lo moderno.

    Nunca fuimos modernos significaba dos cosas a la vez: en primer lugar, que nosotros (los “modernos”) no somos excepcionales, radicalmente diferentes de todo lo que ha pasado, pero sin embargo somos diferentes; en segundo lugar, que “modernidad” es una palabra que impide describir correctamente esta diferencia, esta especificidad, las características específicas de este acontecimiento que se produjo primero en ciertas sociedades antes de extenderse, a través de la colonización —¡luego la descolonización!—, al conjunto de tierras habitadas, para luego finalmente llevar al mismo planeta Tierra en sus propios arrebatos precipitados.

    Porque es un hecho: podemos dudar tanto como queramos de la existencia de un gran acontecimiento que viene a cortar la historia en dos, de un lado los “modernos”, del otro, todas las demás formas de existencia humana (the West and the rest, como se suele decir en general irónicamente en inglés), nos veremos obligados a reconocer que un gran acontecimiento, de naturaleza planetaria, efectivamente ha ocurrido de manera reciente. Basta mirar las curvas de lo que se llama la Gran Aceleración, o interesarse por las discusiones de los geólogos en torno a la datación exacta de la noción de Antropoceno, para constatar que algo ha ocurrido recientemente (entre finales del siglo siglo XVIII y mediados del siglo XX) que trajo consigo una discontinuidad radical en la existencia no solamente de ciertas sociedades humanas, sino de todos los seres terrestres, humanos y no humanos.

    Es esta evidencia de lo moderno lo que Latour nunca ha dejado de interrogar. Que hay modernización es sin duda un hecho, aunque enigmático. Pero que sea necesaria, que sea una simple respuesta a las necesidades intrínsecas del corazón humano o a las necesidades inevitables del ‘desarrollo’, eso es propaganda (…). Nunca fuimos modernos quiere decir: nunca fue necesario que lo fuéramos.

    Una vez más, el cambio climático es ahora el símbolo más claro de esto para la conciencia colectiva. Pero la misma expresión de “sexta extinción” para caracterizar lo que sucede hoy con la biodiversidad mundial dice algo sobre el espacio de comparabilidad de este evento del que somos contemporáneos: nuestro presente se distingue de los demás de una manera comparable a solamente cinco eventos en la historia de 5 mil millones de años de la Tierra. Ciertamente, discutimos la pertinencia de la expresión “sexta extinción”, pero el mismo hecho de discutirla ya da una idea del marco de la discusión: se mide en miles de millones de años.

    La originalidad de Latour en el campo intelectual contemporáneo es que nunca abandonó la profunda convicción de que algo había ocurrido, pero que no sabíamos cómo describirlo. La palabra “modernidad” es básicamente para él más el nombre de una pregunta que el de una respuesta. Si es preferible a otros términos (capitalismo, antropoceno, industrialismo, tecnociencia, etc.), es porque es más oscuro, más discutible, más controvertido, y por tanto obliga a no creer demasiado rápido que entendimos la pregunta. Es también, como decía, que este término tiende a bloquear desde dentro las descripciones correctas que se le podrían dar. Por una sencilla razón: “modernidad” significa “que es esencial si se quiere ser contemporáneo de la propia historia”.

    Es esta evidencia de lo moderno lo que Latour nunca ha dejado de interrogar. Que hay modernización es sin duda un hecho, aunque enigmático. Pero que sea necesaria, que sea una simple respuesta a las necesidades intrínsecas del corazón humano o a las necesidades inevitables del “desarrollo”, eso es propaganda, discutible desde un punto de vista normativo, pero sobre todo inaceptable desde un punto de vista descriptivo, porque nos impide describir correctamente este acontecimiento relacionándolo con su contingencia. Nunca fuimos modernos quiere decir: nunca fue necesario que lo fuéramos.

    Este es el sentido de la expresión que utilicé (aunque tal vez no se encuentre como tal en el texto de Latour): relativizar a los modernos. Es decir: describir qué elección precisa caracteriza la modernidad, contrastándola con otras, también posibles, coherentes en su orden, susceptibles, tal vez, de coexistir con ella. Así debe entenderse su obra inaugural sobre las ciencias. La gran leyenda sobre la invención de la ciencia moderna es simplemente decir que personas muy inteligentes e intelectualmente muy libres (como Galileo o Newton) habrían encontrado la manera de describir la realidad tal como es sin dejarnos parasitar por nuestros prejuicios o nuestras supersticiones.

    Hacer una antropología de la ciencia, como proponía Latour en su primer libro, con Steve Woolgar, La vida en el laboratorio, publicado por primera vez en inglés en 1979, es dejar de lado esta leyenda para describir lo que hacen los científicos en su trabajo. Y, sorpresa, no vemos tanta gente que intenta despojarse de sus prejuicios para enfrentarse a la cruda realidad, sino por el contrario gente que dedica mucho ingenio y energía a producir realidades de un tipo muy específico, muy particular: los objetos y hechos científicos. La fórmula molecular de la hormona que el profesor Guillemin estaba tratando de identificar en el laboratorio donde Latour hizo su primera etnografía de los modernos es una entidad de un tipo bastante diferente de los espíritus de las abejas que está “instaurado” por las prácticas del chamán amazónico David Kopenawa. No es más real, sino real de otra manera. Esta diferencia ciertamente le da un control sobre el mundo que ningún otro puede darle, le permite eventualmente aliarse con más intereses de todo tipo y por lo tanto adquirir poder y autoridad, pero no con todos los intereses, y por lo tanto al precio de una elección, de una selección, a veces o muchas veces incluso, de una destrucción: toda la cuestión de Latour habrá sido, hasta el final de su vida, creo, el saber si podríamos hacer coexistir estas realidades diferentes. Y más allá de esta cuestión de si esa pluralidad de realidades no permitía una relación más justa con la realidad en general, renunciando a creer que podía ser otra cosa que la matriz de esa pluralidad. Este es el horizonte propiamente metafísico de su obra, en el sentido de que responde a una pregunta filosófica muy antigua: ¿en qué consiste el ser?

    Habría terminado desarrollando una fórmula de este tipo: el desafío del presente es reintegrar los modos de vida modernos dentro de los límites terrestres. Para usar una expresión mía, los modernos son los terrestres desterrestrializados, que habitan la Tierra sin pensar, descuidando constantemente su propia condición terrestre, y el desafío del presente es reterrestrializarlos.

    El gran malentendido sobre la expresión “relativizar” consiste en creer que al relativizar algo se busca quitarle parte de su dignidad, mientras que simplemente se busca describirlo con más precisión, precisar con más rigor justamente esa misma dignidad, caracterizándola por contraste con otras formas alternativas de hacer las cosas. Fue por amor a las ciencias y en cierto modo por amor a los modernos que Latour buscó relativizarlos: mostrar lo que había en ellos tan singular, tan original, tan insustituible, sin que para ello fuera necesario pensar que todo conocimiento debe volverse científico o que todas las formas de vida deben volverse “modernas”.

    No debemos olvidar que Latour forjó este proyecto intelectual de una antropología de la modernidad en África, y más precisamente en la Costa de Marfil en plena descolonización permanente, ya que lo hizo durante su cooperación, cuando iba a escribir un informe para la Oficina de Investigación Científica y Técnica en el Exterior (ORSTOM por su sigla en francés) sobre las dificultades que encuentran las empresas para “marfilizar” su personal (“Les idéologies de la compétence en milieu industriel à Abidjan”, 1974).

    Este texto es una formidable investigación sobre el racismo y sobre las aporías de la “modernización”, que muestra hasta qué punto es inseparable de la cuestión colonial. Relativizar a los modernos significa también darse cuenta de a qué precio la modernización se implanta en los vasos capilares de una forma de existencia colectiva, por qué operaciones de traducción, de violencia, de malentendidos, se impone como el único futuro posible de una sociedad. Él mismo ha dicho a menudo que había forjado su proyecto de una antropología de los modernos al darse cuenta de que se podían invertir las herramientas que los antropólogos usaban para describir las sociedades “no modernas”, sus “rituales”, sus “creencias”, sus “costumbres” respecto de las grandes instituciones de la propia modernidad: la ciencia, la tecnología, el derecho, la religión, la política, etc. Podemos decir que el presupuesto fundamental de toda la obra de Latour (como, además, de la de Lévi-Strauss, con la que comparte muchos rasgos), es la descolonización: cómo llegar al final de la descolonización de nuestras formas de pensar (según ha planteado Eduardo Viveiros de Castro).

    Este es pues el primer contexto del proyecto de relativización de la modernidad: la cuestión colonial. Pero la obra de Latour no hubiera sido lo que es hoy para nosotros si no hubiera advertido muy pronto que un segundo contexto justificaba la urgencia de tal empresa (una antropología de lo moderno): la cuestión “ecológica”, y más precisamente la cuestión “eco-planetaria”. Cabe recordar aquí que fue en Nunca fuimos modernos, publicado justo después de la caída del Muro de Berlín, a principios de la década de 1990, que Latour explica que la conciencia del calentamiento global (con el inicio del ciclo de negociaciones climáticas internacionales que desembocarán en la Cumbre de Río) constituye ahora el marco problemático inevitable de cualquier reflexión sobre la modernidad: “La celebración en París, Londres y Ámsterdam, en ese glorioso año de 1989, de las primeras conferencias sobre el estado global del planeta simboliza, para algunos observadores, el fin del capitalismo y de esas vanas esperanzas de conquista ilimitada y de dominación total de la naturaleza”. En el momento mismo en que el mundo deja de estar dividido en dos bloques y cuando el “modelo” euroamericano ya no parece tener ningún obstáculo interno, aparece una frontera externa: la de lo que aún no se llamaba los “límites planetarios”. La promesa moderna choca contra un muro, que no divide dos porciones terrestres, sino la Tierra misma de su propia fragilidad: se dirá más adelante que harían falta 5,2 planetas para que el estilo de vida estadounidense se extendiera a todos los seres humanos; no hay lugar para el proyecto “moderno”.

    A partir de ahora, la expresión relativizar a los modernos cambia de sentido: ya no se trata de saber qué tipo de realidades particulares o de disposición de humanos y no humanos fabrican los modernos en contraste con los otros, y cómo definirlos de manera más realista a través de esto, sino qué tipo de terrícolas son, cómo se inscriben en las cadenas terrestres para construir su forma de vida y qué le hace eso a esta misma Tierra que es tanto la condición como el efecto de cualquier habitación terrestre. Latour tardará varias décadas más en llegar a una formulación clara de este problema, y no se puede decir que el último estado de su reflexión sobre el tema sea aquel en el que se habría detenido si se le hubiera dado la oportunidad de continuar su obra, sus investigaciones, su reflexión. Pero no hay duda de que había consagrado su intensa energía intelectual durante los últimos 15 años a elaborar este problema con el mayor rigor posible, en alianza con un número considerable de otras personas a su alrededor, como siempre supo hacer. Habría terminado desarrollando una fórmula de este tipo: el desafío del presente es reintegrar los modos de vida modernos dentro de los límites terrestres. Para usar una expresión mía, los modernos son los terrestres desterrestrializados, que habitan la Tierra sin pensar, descuidando constantemente su propia condición terrestre, y el desafío del presente es reterrestrializarlos.

    Así es, en definitiva, como me propondría describir esquemáticamente la impresionante trayectoria intelectual de Latour, para dar un pequeño mapa portátil a quienes quisieran embarcarse en ella: una inmensa empresa de relativización interna de la modernidad que ha ido desde, por un lado, una antropología decolonial de los modos de existencia y, por otro, una diplomacia de las maneras de ser terrestres.

    Pero debemos tener cuidado de no interpretar esta fórmula como si implicara que la Tierra es una realidad finita, con fronteras fijas como las paredes de una casa, que no se pueden mover. La Tierra, a la que llamó Gaia, es un ente histórico activo, dinámico, que reacciona a las acciones de los terrestres que la habitan y viven de ella (ver su libro Cara a cara con el planeta, 2015). No se trata, pues, de resignarnos a la existencia de límites externos, sino de volvernos más intensa y precisamente sensibles a nuestra propia condición terrestre, es decir, a la forma en que modulamos la dinámica planetaria de la misma manera en que ocupamos la Tierra, en la que nos hacemos una estancia terrestre. Porque la situación actual es ciertamente angustiosa y llena de duelos presentes y futuros: las especies mueren, los paisajes cambian más rápido de lo que los vivos pueden soportar, los bosques arden, la guerra vuelve a llamar a nuestras puertas… Pero también tiene algo de una oportunidad, y esta ambivalencia es típicamente moderna.

    Por primera vez, quizá, en la historia de la humanidad tenemos la posibilidad de vivir en una relación más cercana, más íntima con esta condición planetaria que en realidad es la nuestra, que la ha sido siempre, que la ha sido desde que hubo vida en la Tierra (porque Latour nunca perdió la oportunidad de recordar que fueron los vivos los que condicionaron la Tierra, que fueron las bacterias las que modificaron la atmósfera terrestre para que allí proliferaran otros seres vivos, y esta es la lección que aprendió de James Lovelock y Lynn Margulis, de quien tomó la palabra “Gaia”, para designar precisamente esta interacción circular entre el todo y sus partes, la Tierra y los terrestres). Ahora sabemos que, al elegir una estancia terrestre para nosotros, estamos eligiendo una Tierra. ¿Cuál Tierra? Esa es la cuestión.

    Hubo muchos malentendidos cuando Latour empezó a hablar recientemente de una pluralidad de Tierras, diciendo por ejemplo que la Tierra de Trump era diferente a la nuestra (desarrolló esta idea particularmente en Dónde aterrizar). “¿Cómo?”, nos indignamos, “¿no hay un solo planeta? ¿No es un hecho astronómico e incluso una lección precisamente en las ciencias del Sistema-Tierra lo que dices valorar tanto? ¡Así que ahí es donde nos lleva su relativismo! Creíamos que te habías calmado con estas tonterías y aquí estás de nuevo haciéndonos comentarios aberrantes. Así como no hay varias realidades, no hay varias Tierras. Solamente hay una realidad: la realidad científica. Y una sola Tierra: la que estudian las ciencias de la Tierra”. Sin embargo, Latour estuvo mucho más cerca de la enseñanza misma de estas ciencias al decir que la Tierra no era un estado fijo definido por un cierto número de parámetros biogeoquímicos, sino un sistema alejado de su propio equilibrio y que en última instancia no existe solamente a través de una historia, por lo que cada estado debe describirse más bien como un conjunto de posibles futuros alternativos que coexisten unos con otros.

    Por supuesto, la Tierra es una sola, pero esta unicidad de la Tierra es precisamente la de la coexistencia en el lugar de varios devenires alternativos, por lo que unos son incompatibles con otros. Ser terrestre es tener que elegir su tierra. Todavía estamos en proceso de “terraformar” la Tierra. El problema es que hoy la estamos terraformando al revés o, mejor dicho, el problema es que una forma de habitar la Tierra hoy destruye las posibilidades de que otros terrestres proyecten otras perspectivas de futuro para la Tierra, otras líneas de terraformación. Porque una Tierra calentada 3 o 4 grados no solamente destruirá un número muy elevado de terrestres, humanos y no humanos, sino que además impondrá una determinada condición de existencia a muchísimas generaciones de terrestres, durante cientos, incluso miles o decenas de miles de años. Los gases de efecto invernadero liberados a la atmósfera tardarán mucho en desaparecer, los residuos radiactivos a veces permanecerán durante cientos de miles de años, las moléculas sintéticas tal vez modifiquen sustancialmente las estructuras químicas terrestres de forma indeleble y con consecuencias imprevisibles, etc. Los modernos se han adelantado al futuro de la Tierra.

    Aterrizar a los modernos significa pues reabrir la pluralidad de las proyecciones terrestres. Es también reflexionar sobre las condiciones en las que la modernidad podría coexistir en la misma Tierra con otras formas de habitación terrestre, sin erradicarlas ni subyugarlas: la unicidad de la Tierra es una unicidad diplomática. La Tierra es precisamente lo que necesariamente deben compartir una pluralidad de proyecciones terrestres. Traer a los modernos de regreso a la Tierra significa saber qué debe cambiarse en sus instituciones para que dejen de apropiarse de todo el espacio y el futuro del planeta. Esta es también una forma de relativizarlos: los modernos aprenderán qué tipo de terrestres son cuando sepan en qué condiciones pueden convivir, con su propia diferencia o particularidad, con otras formas de ser terrestres. Se conocerán a sí mismos cuando sepan dónde están en la Tierra, es decir, qué tipo de terrestres pueden ser una vez que dejen de creer que pueden desterrestrializarse…

    Tengo la profunda convicción de que aún no hemos tomado la medida de lo que su obra aporta a la filosofía, no solamente desde el punto de vista del contenido, de las tesis que de ella podemos extraer, sino también desde el punto de vista de entender el estatuto de esta disciplina. Es tan cierto que Latour es un filósofo que no se puede filosofar de la misma manera después de Latour.

    Repito: este aterrizaje no es triste, no es frustrante. Es difícil, por supuesto, pero también ofrece una oportunidad única: la oportunidad de volverse más sensibles a una cierta verdad de nuestra condición, la condición terrestre. Se habla en inglés de una “once in a lifetime opportunity” (oportunidad única en la vida). Creo que bien podemos decir que la catástrofe ecoplanetaria de la que somos contemporáneos es una suerte de “once in a species-time opportunity”: la oportunidad única en la vida de la especie, la oportunidad que se nos brinda de acercarnos lo más posible a nuestra propia condición terrestre, tanto en el sentido general (ya que nadie está más conectado con la dinámica de la Tierra que esta forma de vida moderna que “despertó a Gaia”, cada partícula de gases de efecto invernadero que ahora emitimos a la atmósfera contribuye a acelerar el calentamiento) y en el sentido particular (ya que comprenderemos mejor a los terrestres que somos comparándonos con los otros con los que coexistimos).

    Reincorporarse dentro de los límites planetarios, por tanto, no consiste en absoluto en limitarse, en privarse, sino en ganar, ganar en verdad, ganar en intensidad, ganar en precisión: reivindicando nuestra propia condición terrestre, añadimos algo al mundo… Ciertamente, todo esto puede salir mal, y las probabilidades tienden más bien a moderar el optimismo, pero creo que sería contrario al espíritu de Latour, al menos por lo que percibí de sus textos y su frecuentación, contentarse con las legítimas angustias y tristezas que esta situación suscita para animar a su lectura. Hay que leer a Latour porque nos da herramientas para vivir mejor. Nadie mejor que Latour comprendió, a mi juicio, la gran lección de Spinoza: no hay verdad sin alegría. Latour es un pensador alegre.

    Un solo proyecto, por tanto, una antropología de los modernos con miras a relativizarlos, un proyecto que se ha desplegado en numerosos estudios (sobre ciencia, tecnología, derecho, religión, economía, política, etc.), atravesado muchas comunidades (la semiología de la ciencia, los Science and Technology Studies o STS, la “Teoría del Actor-Red” o ANT, la sociología pragmática, el giro ontológico en la antropología, las teorías de Gaia… la lista completa sería muy larga), fundando algunas de ellas además, posiblemente para luego irse a otros lugares, renovando las formas de pensar en casi todos los lugares por donde pasó, pero sin embargo con un hilo conductor, que supo resaltar en su gran obra (Investigación sobre los modos de existencia, de 2012). Y, sin embargo, dos condiciones históricas que se sucedieron y se sumaron para definir la naturaleza del problema al que responde este proyecto y que, en definitiva, escande esta trayectoria: primero la descolonización, luego la ecologización, o quizá podemos decir en palabras de uno de los muchos aliados de Latour, el gran historiador Dipesh Chakrabarty, la globalización por un lado y la planetarización, por el otro, de todas las cuestiones sociales y políticas, dos condiciones que obligan al desarrollo de diferentes herramientas para describir la relatividad de los modernos y por lo tanto forman las dos fases de esta obra…

    Así es, en definitiva, como me propondría describir esquemáticamente la impresionante trayectoria intelectual de Latour, para dar un pequeño mapa portátil a quienes quisieran embarcarse en ella: una inmensa empresa de relativización interna de la modernidad que ha ido desde, por un lado, una antropología decolonial de los modos de existencia y, por otro, una diplomacia de las maneras de ser terrestres.

    Pero hay que añadir un aspecto importante a este esbozo: la filosofía. Latour me parece que siempre ha tenido una relación extremadamente sutil con la filosofía. A veces se negaba a describirse como un filósofo, o se presentaba como un filósofo aficionado, cuando por supuesto se había formado como filósofo profesional (agregación y tesis, profesor) y sin duda su verdadero amor intelectual estaba en algún lugar por allí. Últimamente, parece haber hecho un esfuerzo para reclamar de manera más clara un estatus filosófico para su obra, y este es uno de los desafíos de Investigación sobre los modos de existencia. Pero la originalidad profunda de su enfoque filosófico es que siempre ha querido ser empírico (no existiendo sino a través de estudios de campo) y pluralista (rehusándose a reducir lo que estudió a algo distinto de lo que este objeto de estudio le ofrecía como su horizonte de realidad). Esto tiene como consecuencia que la filosofía ya no tiene más un terreno de alguna forma separado: ella existe a través de investigaciones antropológicas, sociológicas, históricas, artísticas… Y, sin embargo, está en todas partes en esta obra. Y él mismo terminará reconociendo que su proyecto se inscribe integralmente allí.

    Con Latour, perdemos un poco de nuestra vista, colectivamente, perdemos un aparato óptico formidable. Recientemente dijo que el gran evento del año para él fue el lanzamiento del Telescopio James-Webb. Había en Latour algo así como un telescopio James Webb vuelto hacia nosotros. La muerte de este hombre es como el estallido de este magnífico instrumento.

    Tengo la profunda convicción de que aún no hemos tomado la medida de lo que su obra aporta a la filosofía, no solamente desde el punto de vista del contenido, de las tesis que de ella podemos extraer, sino también desde el punto de vista de entender el estatuto de esta disciplina. Es tan cierto que Latour es un filósofo que no se puede filosofar de la misma manera después de Latour.

    En todo caso, no puedo terminar este texto escrito al calor del duelo sin decir simplemente que esta obra está interrumpida, por supuesto, pero que de ningún modo está terminada. Sucede que esta singular fuerza de actuar, cuyo nombre era Bruno Latour, se encuentra ahora dispersa en sus libros, en sus comentarios, en sus imágenes, en los recuerdos que tenemos de su ejemplo, en la inspiración que deja a quienes puso a trabajar, y que siempre serán un número creciente. Pero, aunque Bruno Latour de alguna manera sigue existiendo entre nosotros, con su muerte algo se pierde, algo que es insustituible, se pierde no solamente para quienes lo amaron y vivieron con él y en quienes no puedo dejar de pensar en cada línea de este texto, sino se pierde para todo el mundo, se pierde para todos los contemporáneos, que se vuelven aún más contemporáneos entre sí en esta misma pérdida. El duelo colectivo es extraño y difícil de entender. Me gustaría decir, por lo tanto, por qué debemos estar de luto hoy, incluso por quienes no conocieron a Latour.

    Un aspecto llamativo de la frecuentación de Bruno Latour y su obra es su carácter imprevisible: bastaba no haberlo visto durante un mes para descubrir nuevas ideas, campos de investigación desconocidos cuya condición crucial para su propia obra saltaba repentinamente a los ojos, dejando muchos libros por leer y cosas por descubrir. Hay pensamientos que, con la edad, parecen haber dado todo lo que podían. No fue el caso del de Latour. Si hay un duelo que hacer, si hay motivos para estar tristes, es porque perdemos muchas cosas que no sabemos precisamente porque solamente Latour, sin duda, nos habría permitido descubrirlas. Tenía una habilidad rarísima para adentrarse en los puntos ciegos de nuestro pensamiento y de nuestra existencia, para hacernos ver de pronto que había otro punto de vista desde el que cambiaban los horizontes, desde el que las preguntas se simplificaban, a veces se multiplicaban, donde también se despertaba el deseo, el valor de pensar y actuar. La alegría característica del pensamiento de Latour se debe mucho a esto: siempre se sale acrecentado por su frecuentación.

    Con Latour, perdemos un poco de nuestra vista, colectivamente, perdemos un aparato óptico formidable. Recientemente dijo que el gran evento del año para él fue el lanzamiento del Telescopio James-Webb. Había en Latour algo así como un telescopio James Webb vuelto hacia nosotros. La muerte de este hombre es como el estallido de este magnífico instrumento.

    No podemos hacer nada mejor para honrar su memoria que seguir trabajando con alegría, ardor, entusiasmo, pasión, rigor, humor, inventiva, solidaridad, hermandad, para suplir esta pérdida lo mejor que podamos, inspirándonos en lo que nos dejó para adivinar mejor lo que todavía podría habernos dado. Este malestar, entre el duelo y la gratitud, entre la soledad y la supervivencia, entre la conciencia de nuestros puntos ciegos y la determinación de abrir nuestros horizontes, me parece, al fin y al cabo, una forma bastante justa de caracterizar nuestro presente. Estamos y permanecemos en un momento latouriano.

     

    Artículo aparecido en la revista AOC (Analyse Opinion Critique), el 11 de octubre de 2022. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

  321. Bruno Latour: sherpa del antropoceno

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    El domingo 9 de noviembre del 2014 Bruno Latour habló a mediodía, a una concurrida audiencia en el Teatro Municipal de Valparaíso, en el marco del Festival Puerto de Ideas. Su ponencia se concentró en cómo incrementar la sensibilidad para entender la época contemporánea. Palabras inéditas de un intelectual que nunca repetía su conferencia. Cada vez desarrollaba un punto de vista distinto, un enfoque alternativo, una distinción oportuna, sobre lo previamente propuesto. Estaba en marcha en el pensamiento. Nunca fuimos modernos, Frente a Gaia o Antropoceno, son expresiones que usó para ayudarnos a comprender este momento en que ciencias y técnicas pueblan de agentes animados una Tierra cuyas dificultades se multiplican, a causa precisamente de la ceguera respecto de las connotaciones políticas de esas mismas ciencias y técnicas.

    Latour publicó en enero pasado Memorándum, que promovía la construcción de una nueva clase ecológica. El prestigiado filósofo, laureado con el premio Holberg (2012) y Kioto (2021), junto a un tesista de doctorado, Nikolaj Schultz, buscaba reflexiva y apasionadamente contribuir a constituir un sujeto político capaz de recuperar la capacidad de agencia de las personas comunes. Retomando un diálogo con las ideas de Edward Thompson y Antonio Gramsci, Latour ha hecho hincapié desde el 2018 en la fenomenal fuerza creativa y creadora de lo viviente como alternativa a los miedos y las destrucciones de lo económico y lo productivo. Llevaba años buscando un movimiento político ecologista que no fuera presa de la distinción entre naturaleza y sociedad, y que tuviera la fuerza organizativa y la capacidad de reconfigurar lo político del extinto movimiento socialista.

    Terráneo, zonista crítico, lector oráculo, ha muerto este sábado 8 de octubre. Intelectual tan fecundo y generoso que una pléyade de investigadores jóvenes y no tan jóvenes han vivido en la animación provocada por sus ideas, proyectos, escritos. Un autor viejo, paradójicamente usado por los novatos, que han asimilado en sus tesis e investigaciones sus ideas, sorprendiendo a los profesores, que más de una vez se negaron a leer proyectos de tesis que citaran tanto texto jovial y desconocido.

    En la frescura del análisis de Latour, la cuestión tiene un estatus diferente: sin reconocimiento del fracaso de la modernidad es poco lo que podemos hacer. De la construcción de un recetario de especialistas bajo el manto protector de la ciencia tampoco podemos esperar mucho, pues son la negligencia misma, la negación del vínculo.

    Sin esa máscara de ceño fruncido que a veces se hace pasar por seriedad, Latour parecía oportuno y fresco para nuestras discusiones locales recientes. Ofreciendo siempre una sonrisa junto a la dificultad, su pluma resultaba especialmente interesante cuando reflexionaba sobre el lugar de una Constitución para la arquitectura del orden moderno. En páginas llenas de ingenio, llama a despojarse de aquello que nunca hemos sido y a atreverse a abandonar el cortocircuito fundante que separa a la naturaleza de las gentes y a la política de la ciencia. En su lugar, Latour parece estar siempre llamando a reconocer la hibridez que nos constituye y a escarbar en nuevos pactos de sentido entre la naturaleza y lo que se proyecta en el vivir; ya no un nuevo pacto social sino un pacto natural, que permita asumir nuestras fragilidades, porosidades y nuestra ontológica inhumanidad.

    La hoy rechazada propuesta constitucional no tuvo nada de latouriana y de ahí su desdicha. En el lenguaje del texto convencional, la cuestión ambiental era un pequeño ingrediente para sazonar sus virtudes: una base de género, una pizca de interculturalidad, unos gramos de ambientalismo y buenas intenciones ecológicas.

    En la frescura del análisis de Latour, la cuestión tiene un estatus diferente: sin reconocimiento del fracaso de la modernidad es poco lo que podemos hacer. De la construcción de un recetario de especialistas bajo el manto protector de la ciencia tampoco podemos esperar mucho, pues son la negligencia misma, la negación del vínculo. En un Antropoceno ruinoso, su invitación a constituirnos en agentes políticos ecológicos es la pregunta de nuestro tiempo, una cuestión con la que también nos interrogan una pensadora como Isabelle Stengers o el octogenario José Mujica (“No soy otra cosa que un anciano con consciencia de que se va, pertenezco a un tiempo que se va”, dijo en su discurso del foro El reto social de América Latina).

    Entre los legados que Latour nos deja está la urgencia por inventar categorías que permitan capturar la gravedad de nuestra relación tóxica con la Tierra, los salvajes, los no-modernos, todo aquello que hemos relegado al mundo de lo “no-humano”, pero que resulta vital para nuestros destinos, para mirar lo que hay de engañoso en nuestros marcos comprensivos y a lo que nos debemos como integrantes de este mundo.

  322. Annie Ernaux: la ética del relato testimonial

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    Alimentado por las ciencias sociales, el procedimiento literario de Annie Ernaux se inspira en parte en la práctica de la observación de campo. Así, su obra más comentada hasta la fecha, El lugar (Premio Renaudot 1984), llevó durante todo el proceso de su redacción, como título de trabajo el de “Elementos para una etnología familiar”. A partir de la década de 1980, Ernaux tomó prestados explícitamente sus procedimientos de escritura de trabajos sociológicos o etnológicos, en particular sus herramientas y metodologías: estableció fichas preparatorias, registró recuerdos e índices sociales, recopiló testimonios, fotos, hizo observaciones in situ (supermercado, metro), como lo demuestran dos libros, Diario del afuera (1993) y La vida exterior (2000).

    En las entrevistas que concede, la escritora se presenta como habiendo vivido, en contacto con diversos contextos, la experiencia de una “desertora de clase” colocada constantemente en “una posición de observadora y etnóloga involuntaria” (entrevista con Isabelle Charpentier, 1993). Este artículo se propone examinar la ética narrativa propia de esta posición de testigo, a través de dos opciones formales que la encarnan: primero, una enunciación “transpersonal” y luego, el esfuerzo hacia una “escritura plana”.

    Un “yo transpersonal”

    En textos de reflexión sobre su práctica, Annie Ernaux resume su proyecto en el deseo de poner un “yo transpersonal” al mando de sus relatos. La autora quiere retratar un mundo y una época, trascendiendo su sola subjetividad para dar expresión a una experiencia colectiva. En efecto, la reflexión sobre la enunciación de los relatos es palpable en los tres modos implementados sucesivamente por Ernaux: primero el del “yo” ficticio de las novelas en primera persona (Los armarios vacíos, 1974), luego el del “yo” autobiográfico de los relatos familiares (El lugar), y finalmente, en Los años (2008), el abandono del “yo” en favor de una enunciación sobre sí misma en tercera persona (“ella”) o de una enunciación colectiva propia del entorno social (“nosotros”). Se da un sujeto como fuente de percepción, el relato se sustenta enunciativamente, pero se desprende de su singularidad cegadora para acoger todo tipo de hechos del mundo “exterior”. Tal era, además, el proyecto del Diario del afuera como diario no íntimo.

    El relato “transpersonal” se da en un verbo neutro que nunca se sobrepone al lenguaje y valores de los personajes. La enunciadora se sitúa voluntariamente “por debajo de la literatura”, renuncia a las formas extravagantes y al efecto de connivencia que suscitan las alusiones literarias: “Mi proyecto es de carácter literario, puesto que se trata de encontrar una verdad sobre mi madre que solo puede alcanzarse mediante palabras (es decir que ni las fotos, ni mis recuerdos, ni los testimonios de la familia pueden darme esta verdad). Pero deseo quedarme, en cierto modo, por debajo de la literatura” (Una mujer).

    En las entrevistas que concede, la escritora se presenta como habiendo vivido, en contacto con diversos contextos, la experiencia de una ‘desertora de clase’ colocada constantemente en ‘una posición de observadora y etnóloga involuntaria’.

    Permanecer “por debajo de la literatura” es un posicionamiento claro con respecto a los novelistas contemporáneos, en particular los defensores del relato formalista. Desde El lugar, Ernaux afirmaba de manera casi militante su “rechazo de la ficción”, en consonancia con la elección de la escritura nutrida de observaciones sociológicas: “Poco después me doy cuenta de que la novela es imposible. Para contar una vida sometida por la necesidad no tengo derecho a tomar, de entrada, partido por el arte, ni a intentar hacer algo ‘apasionante’, ‘conmovedor’” (El lugar).

    Tal imperativo ético (“no tengo derecho a…”) lleva a la escritora a hablar en favor de lectores que comparten la misma experiencia de ilegitimidad cultural: “A través de mi padre, tuve la impresión de hablar para otra gente también, [para] todos aquellos que siguen viviendo por debajo de la literatura y de los que se habla muy poco” (entrevista con Charpentier).

    El proyecto que se dirige a tal destinatario está respaldado por un protocolo narrativo fáctico y realista, basado en prácticas de observación paciente, rechazando cualquier recurso a la ficción. En el borde y en la cláusula de El lugar, las metalepsis presentan este “yo” testimonial y su proyecto objetivador:

    “Reuniré las palabras, los gestos, los gustos de mi padre, los hechos importantes en su vida, todas las señales objetivas de una existencia que yo también compartí”.

    “Por mi parte, yo he acabado de poner al día la herencia que, al entrar en el mundo burgués y cultivado, tuve que deponer en el umbral”.

    A partir de estas elecciones enunciativas emerge una “postura” de autor, en el sentido específico de esta noción (que he analizado en mi libro Posturas literarias): el comportamiento literario público de Annie Ernaux, sus comentarios en entrevistas, así como la voz del enunciador en los textos convergen por el ethos del testigo y la toma de partido por una mirada etnológica sobre el mundo. Reactualizando de manera singular el relato de la indignidad social (del que Rousseau y Genet son los faros), Ernaux implementa una postura etnográfica de observador meticuloso y lúcido, que indaga en una “memoria humillada” para deconstruir la “vergüenza” social largamente probada (según dice en El lugar). Rehabilitación, reparación, restauración de la coherencia de una historia hasta ahora dolorosa, estos son los fines argumentativos del relato. Es, en efecto, una ética de la enunciación, el trabajo de escritura se presenta como una reparación tardía, un gesto de retejido familiar y social por parte de quien pudo haberse juzgado traidora a su entorno. La reparación resulta entonces de los efectos generalizadores de la objetivación que revela las lógicas sociales de las vidas dominadas y devuelve la memoria a los excluidos de la gran historia, como también lo lograron, en el mismo período, Pierre Bergounioux, François Bon o Pierre Michon.

    ‘Mi proyecto es de carácter literario, puesto que se trata de encontrar una verdad sobre mi madre que solo puede alcanzarse mediante palabras (es decir que ni las fotos, ni mis recuerdos, ni los testimonios de la familia pueden darme esta verdad). Pero deseo quedarme, en cierto modo, por debajo de la literatura’, escribió Ernaux en Una mujer.

    La escritura “plana”

    En el corazón de la reflexión de Ernaux sobre los valores transmitidos por una técnica de escritura, se encuentra la convicción de que “la posición social, cultural del narrador”, constituye una apuesta principal en el relato: en su proyecto testimonial, la narradora no se beneficia de ninguna posición saliente (irónica o científica), no puede pretender juzgar los valores de los personajes, solamente describirlos e interpretarlos con referencia a los marcos de la cultura específica de su medio: “Nada de poesía del recuerdo, nada de alegre regocijo. La escritura plana es la que me resulta natural, la misma que empleaba en otro tiempo para escribir a mis padres y contarles las noticias más importantes” (El lugar, el énfasis es mío).

    “Yo les respondía en el mismo tono de informe. Hubieran percibido cualquier búsqueda de estilo como una forma de marcar las distancias”.

    Por el contrario, todo el sentido de estos relatos, en su aparente sencillez formal, consiste en redescubrir el punto de vista social que ella compartía con ellos, antes de acceder a otro medio social a través de la educación: no aplicar a su padre y a su madre el juicio ambivalente de las clases cultivadas sobre los ambientes populares, sino describirlas, como un etnólogo, en su propia coherencia. Ni la mirada exótica y compasiva sobre la “buena gente”, ni la ironía sobre el “mundo de abajo” tienen cabida en este proyecto literario.

    Escritura “plana” o “neutra”, la noción evoca la propuesta por Roland Barthes en su reflexión sobre la escritura “neutra” o “blanca”: “En toda forma literaria existe la elección general de un tono, de un ethos si se quiere, y es aquí donde el escritor se individualiza claramente porque es donde se compromete” (“¿Qué es la escritura?”).

    Mientras que el estilo es una cuestión de temperamento e impulso biológico según Barthes, la escritura en cuanto tal es una elección resultante de “la reflexión del escritor sobre el uso social de su forma y la elección que asume”.

    Reactualizando de manera singular el relato de la indignidad social (del que Rousseau y Genet son los faros), Ernaux implementa una postura etnográfica de observador meticuloso y lúcido, que indaga en una ‘memoria humillada’ para deconstruir la ‘vergüenza’ social largamente probada (según dice en El lugar).

    Este significado específicamente social y político del acto de escribir, Ernaux lo asume plenamente y lo remite de manera explícita a Barthes. La escritura plana permite controlar la enunciación y sus valores, para “evitar la complicidad, la connivencia de clase, con el lector supuestamente dominante” para “evitar que se coloque por encima de [su] padre. Es una opción política, necesaria, intransigente”. Para mantener este efecto, el material del relato consiste sobre todo en palabras e imágenes del mundo de origen: “Creo que siempre intento escribir en esa lengua material de entonces, y no utilizar unas palabras y una sintaxis que nunca se me hubieran ocurrido en aquella época. Nunca conoceré el encanto de las metáforas, el júbilo del estilo” (La vergüenza).

    Annie Ernaux ciertamente toma prestada de Pierre Bourdieu la noción de “distancia objetivante”, pero la vuelve acto en una escritura que no es la de la sociología, movilizando entonces los recursos de la narración, las imágenes o la presentación propios de la literatura: “Cuando escribo, a veces uso ciertas palabras de la sociología, pero no de manera sistemática, porque en realidad, cuando escribo, las cosas no se me aparecen en su forma abstracta, […] lo que me vienen son escenas, son sensaciones. […] La escritura de la distancia es una forma de objetivar mi situación…” (entrevista con Charpentier).

    La “literatura”, concebida como un canon de textos difundidos por instituciones eruditas, suscita un efecto de intimidación cultural sobre quien no posee los códigos de apropiación, como aquí el padre de la narradora. A partir de allí, “la única posición narrativa defendible era adoptar una ‘escritura de la distancia’ correspondiente a [su] situación […]. Esta expresión ‘escritura de la distancia’ designaba en [su] mente tanto el estilo, la voz, desprovista de marcas afectivas, como el método” (Ernaux, “Razones para escribir”, 2005).

    A la narración plana se asocia además la misma manera de tratar con las palabras del mundo calificada por la condescendencia “de abajo”. Citadas en estilo indirecto (comillas o cursivas), estos lenguajes ocupan un lugar importante en los relatos donde actúan como testigos de un plurilingüismo social conflictivo. La narradora se esfuerza por no adoptar un punto de vista normativo, proveniente del juicio escolar, sobre estas formas de decir: “Ya que la maestra me ‘corregía’, yo quise más tarde corregir a mi padre, hacerle saber que se parterrer (darse al suelo) o quart moins d’onze heures (un cuarto menos de las once) no se decía. Montó en cólera. Y en otra ocasión: ‘¡Cómo no voy a necesitar que me corrijan si tú siempre hablas mal!’. Yo lloraba. Él se disgustaba” (El lugar).

    No aplicar a su padre y a su madre el juicio ambivalente de las clases cultivadas sobre los ambientes populares, sino describirlas, como un etnólogo, en su propia coherencia. Ni la mirada exótica y compasiva sobre la ‘buena gente’, ni la ironía sobre el ‘mundo de abajo’ tienen cabida en este proyecto literario.

    Se diría que el yo-narrante rechaza los valores en nombre de los cuales el yo-narrado juzgaba la palabra del padre. Se impone una neutralidad de juicio, tal como se practica en la sociolingüística. Sin embargo, una serie de comentarios narrativos emiten un severo juicio contra los usos literarios de la lengua popular: “El patois había sido la única lengua de mis abuelos”. “Hay gente que aprecia lo ‘pintoresco del patois’ y del ‘francés popular’. A Proust, por ejemplo, le encantaba subrayar las incorrecciones y las palabras antiguas que utilizaba Françoise. Lo estético es lo único que le importa, porque Françoise es su criada, no su madre. Pero él no sintió nunca cómo esos giros le venían espontáneamente a los labios” (El lugar).

    No contenta con mostrar la guerra de registros y sus fundamentos sociales, cuestionando así el francés de la escuela nacional como único modelo, Ernaux ataca (después de Céline, que había lanzado el mismo reproche) el juicio lingüístico del monumento literario francés por excelencia, Marcel Proust. Al tiempo que denuncia la percepción lejana a la realidad de los círculos populares que prevalece en la cultura letrada, Ernaux se ha apropiado de estas herramientas de pensamiento y escritura, llegando incluso a decir que ella “utiliza las habilidades de escritura ‘robadas’ a los que dominan” (en el libro-entrevista de Ernaux y Jeannet, La escritura como cuchillo, 2003). La “postura” que yo he descrito se declina aquí en un posicionamiento literario explícito, ambivalente con respecto a la tradición letrada.

    Conclusiones

    Después de haber abandonado el género novelesco a fines de la década de 1970, Annie Ernaux optó por una enunciación testimonial modelada en un proyecto cercano a la etnología, como lo demuestra la adopción de un “yo transpersonal”. Esto también constituye una toma de partido, en el campo de la literatura contemporánea, contra la asimilación cada vez más exclusiva de la “literatura” como el único género novelesco y contra los usos lejanos a la realidad de la ficción. Además, la elaboración paciente de una escritura neutra o “plana”, pretende relativizar la primacía de la función estética, para privilegiar, en la práctica literaria, una finalidad cognoscitiva liberada de prejuicios sociales. El filósofo Jacques Bouveresse recordó, en el libro El conocimiento del escritor (2008), que los saberes propios de la literatura fueron ampliamente subestimados, incluso negados, según él, durante el período estructuralista y formalista. La escritura del “lenguaje material” en los relatos de Annie Ernaux se presenta como una herramienta ética del conocimiento más que como una búsqueda de la literariedad.

    Descrito como “auto-socio-biográfico” (Ernaux y Jeannet), el proyecto de la escritora podría confrontarse provechosamente con el método de “auto-socioanálisis” implementado por Pierre Bourdieu en su obra (póstuma), Autoanálisis de un sociólogo (Esquisse pour une auto-analyse, 2004). Tal procedimiento de retorno objetivante sobre el yo social constituye la precondición de toda moral de la escritura, en el sentido entendido por Barthes, y rige la “postura de escritura” que Ernaux ha elegido para sí misma.

     

    Artículo aparecido en Nouvelle revue d’esthétique 6, el año 2010; se reproduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

  323. Práctica para el adiós

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    Sorprende la velocidad con que, en una de sus últimas entrevistas, Orson Welles responde a la pregunta: ¿Hay algo que cambiarías de tu vida? Welles no duda siquiera un segundo y espeta: “No entiendo a la gente que dice que no se arrepiente de nada. Es incomprensible, mis arrepentimientos son tantos como la arena del desierto”.

    En esa misma línea, la premisa que da forma a los nueve cuentos de Los colores del adiós, del alemán Bernhard Schlink (Bielefeld, 1944), es una revisión minuciosa del pasado desde una madurez tardía, un cuestionamiento de las decisiones tomadas y una recapitulación de transgresiones y omisiones que dieron forma a un presente que no admite segundas oportunidades.

    Podría criticarse la insistencia de cada cuento en el impulso de hacer las paces con el pasado, pero el caso es que basta una mirada a la bibliografía de Schlink para notar que buena parte de la obra de este escritor de 78 años, exjuez y profesor de derecho jubilado, gira en torno a la revisión de la historia alemana. Sin ir más lejos, su obra más celebrada, El lector (1995), aborda la época nazi y es considerada una cumbre del género vergangenheitsbewältigung o de lucha por reconciliarse con el pasado. En la misma línea, la novela El fin de semana (2008) trata sobre un grupo de amigos que se reúne para recibir a uno, recientemente indultado por sus actos terroristas en la Fracción del Ejército Rojo. Es decir, también sondeando los terrenos de la culpa moral y política. Pero Schlink no solo toca literariamente el tema de la culpa, también es autor de Guilt About the Past (2009), un libro que reúne las seis conferencias que ofreció el 2008, en el St Anne’s College de Oxford, tocando temas como la culpa colectiva, la insistencia de la memoria y la posibilidad de dominar el pasado a través de la ley.

    Astutamente, el libro abre con “Inteligencia artificial”, un excelente relato en primera persona, donde un matemático busca justificarse por delatar ante la Stasi el plan de fuga de su colega y mejor amigo, poco después de erigido el muro. Fue una traición desde cualquier punto de vista, pero la fuga frustrada condujo la vida del amigo hacia un matrimonio feliz, que quizás no habría tenido fuera de la RDA. Esta tensión entre culpabilidad e inocencia, piedra basal de la tragedia clásica, estalla cuando la muerte del amigo abre la posibilidad de que su hija acceda a los archivos de la Stasi. Las primeras páginas de este cuento indican la sobria fluidez de la escritura de Schlink, un torrente calmo y placentero, cuya ausencia de esfuerzo es puesta en español con solvencia por el traductor Juan de Sola, quien también ha firmado títulos de Robert Walser y Joseph Roth.

    Antes de explorar la culpa colectiva y personal, Schlink se formó como narrador de novelas policíacas (…). Este se convertiría en un atributo clave en su calidad de autor que participa del debate público sobre la memoria histórica alemana, pues en el policial todos los personajes son sospechosos por el solo hecho de estar en la página, rasgo particularmente significativo en Alemania, donde la sospecha del pasado nazi pesa sobre la sociedad entera.

    Antes de explorar la culpa colectiva y personal, Schlink se formó como narrador de novelas policíacas, como La justicia de Selb (1987) y El engaño de Selb (1992), es decir, desarrolló muy bien la capacidad de dosificar la información, cautivando al lector y haciéndolo entrar en el clima de sospecha propio del género. Este se convertiría en un atributo clave en su calidad de autor que participa del debate público sobre la memoria histórica alemana, pues en el policial todos los personajes son sospechosos por el solo hecho de estar en la página, rasgo particularmente significativo en Alemania, donde la sospecha del pasado nazi pesa sobre la sociedad entera.

    Pero en Los colores del adiós la culpa pesa más sobre la memoria personal que sobre el colectivo. En “Picnic con Anna”, vemos a un profesor dividido entre su sentimiento de responsabilidad ante el asesinato de una joven con la que cultivó una relación de tutor demasiado cercana y sus propias motivaciones para el crimen. En “Música fraternal”, el rencuentro entre un musicólogo y un amor de juventud causa una confrontación de recuerdos cuidadosamente administrada por Schlink, donde el narrador pasará de ser la víctima explotada por la joven y su hermano discapacitado, a considerarse, ya anciano, un cobarde.

    También vemos, en esta meritoria colección, al hombre alemán maduro volver la mirada sobre sí mismo y explorar su espacio mental más allá de la caterva de predecibles protagonistas masculinos que pueblan la literatura más convencional. Esta conciencia es particularmente notoria en los relatos “Manchas de la edad” y “Aniversario”, pese a que este último es el más débil del libro. Y, ya que estamos en eso, si pensamos en las falencias del volumen, solo cabe señalar su constante tono sentimental y algunos diálogos cargados al cliché, dos pecados perdonables a un maestro otoñal como Schlink.

     


    Los colores del adiós, Bernhard Schlink (traducción de Juan de Sola), Anagrama, 2022, 217 páginas, $20.000.

  324. Héroes de baja intensidad

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    Argentina, 1985, la última película del director bonaerense Santiago Mitre, ha llegado a la cartelera precedida de una provechosa peregrinación por los festivales de Venecia y San Sebastián, donde ganó el premio del público, y también de una jugosa polémica por su distribución en los cines trasandinos. Varias cadenas se negaron a estrenarla debido a que solo tendrán tres semanas para exhibirla, pues el 21 de octubre será colgada en la parrilla de Amazon, que produjo el filme, y en consecuencia la venta de entradas se hará poca. El cálculo ha salido mal: solo en el primer fin de semana, la película convocó a 200 mil espectadores. Pero más allá de la dimensión comercial, ha quedado en la opinión pública la sensación de que en la estrategia de las cadenas hubo sesgos políticos. En las afiebradas batallas culturales de la Argentina actual, el filme pateó el avispero siguiendo la premisa houllebecquiana según la cual primero debes ubicar dónde la sociedad tiene su herida y después, meter el dedo y apretar.

    La película trata del Juicio a las Juntas, el más importante de la historia argentina, llevado a cabo en 1985, en pleno despegue del gobierno de Alfonsín, por la justicia civil contra los generales y almirantes de las juntas militares (a diferencia de Chile, donde el poder lo concentró Pinochet, en Argentina se ejerció de manera colegiada), para que respondieran por los asesinatos, secuestros y torturas ejecutados entre 1976 y 1983. Fue la primera vez en la historia global que una cúpula militar debió someterse al código civil de una República, y la película lo señala con épica. El protagonista de la historia es Julio César Strassera, el fiscal que lideró la acusación (interpretado por Ricardo Darín), retratado como un burócrata del montón y buen padre de familia, pero con una herida a cuestas: su desempeño como defensor de la ley durante la dictadura fue mediocre. Strassera encuentra en este proceso histórico la posibilidad de redimirse personalmente y, a través de la búsqueda de justicia y del establecimiento de la verdad, restituir la conciencia moral de la República. Es una de esas coyunturas donde los destinos del individuo y de la comunidad se intersecan. No existe, lo sabemos, productora de mitos más grande que la maquinaria del cine. De este modo, el gris funcionario judicial del comienzo termina convertido en el tribuno más elevado del areópago y hace su ingreso al santoral de la patria. Es, en suma, la beatificación de un héroe improbable; alguien que, como dice el mismo Strassera, es consciente de que “la historia no la hicieron tipos como yo”.

    El filme tiene un grave problema de género. Formalmente la película responde a los códigos del thriller judicial clásico, al estilo de algunos largometrajes de Frank Capra y Sidney Lumet. Pero el guion decidió añadir varias capas de humor, que en parte emanan de la personalidad del fiscal Strassera de carne y hueso en el que se basó la historia. El humor siempre se agradece, sobre todo si sirve para aliviar la densa temática del filme. Este tema, sin embargo, demandaba una solemnidad mayor: los desaparecidos y los muertos son asuntos demasiado crudos como para que la risa supere al drama.

    No debiera la crítica aguarle al espectador la fiesta del cine, especialmente cuando cuesta encontrar películas que arrastren público a las salas. Sin embargo, hay que matizar las expectativas creadas por las campañas publicitarias y los rifirrafes al margen de la pantalla. Dicho de manera muy simple: Argentina, 1985 es una película pesada, lenta, que funciona por inercia gracias a dos o tres chispazos y que apela a hechos estelares a los cuales es imposible no prestarles atención. Sin embargo, es una película decepcionante.

    En primer lugar, el filme tiene un grave problema de género. Formalmente la película responde a los códigos del thriller judicial clásico, al estilo de algunos largometrajes de Frank Capra y Sidney Lumet. Pero el guion decidió añadir varias capas de humor, que en parte emanan de la personalidad del fiscal Strassera de carne y hueso en el que se basó la historia. El humor siempre se agradece, sobre todo si sirve para aliviar la densa temática del filme. Este tema, sin embargo, demandaba una solemnidad mayor: los desaparecidos y los muertos son asuntos demasiado crudos como para que la risa supere al drama. El punto es que la película a ratos parece una comedia y eso juega contra la trama, pues vuelve inverosímiles algunas situaciones y se traspasan los códigos de género que el propio filme pacta con el espectador. El ejemplo más concreto se evidencia cuando el fiscal y su familia reciben amenazas de muerte anónimas a través de una llamada telefónica, un acontecimiento indispensable para la construcción de un héroe. Si la película no logra tomarse en serio el momento más dramático, ¿por qué deberíamos hacerlo nosotros, los espectadores? Así, el Strassera de la película resulta un héroe sin sacrificios. Hacer tu trabajo, por más arriesgado que sea, no es heroico, es el deber. El heroísmo no requiere togas ni discursos para la historia, por más elocuentes que sean las palabras, sino sacrificios. Clint Eastwood ha fabricado héroes de toda laya cumpliendo este requisito.

    El ejemplo más concreto se evidencia cuando el fiscal y su familia reciben amenazas de muerte anónimas a través de una llamada telefónica, un acontecimiento indispensable para la construcción de un héroe. Si la película no logra tomarse en serio el momento más dramático, ¿por qué deberíamos hacerlo nosotros, los espectadores? Así, el Strassera de la película resulta un héroe sin sacrificios.

    El asunto tiene una segunda derivada. La falta de obstáculos reales para Strassera y Moreno Ocampo, su fiscal adjunto (interpretado por un correcto Peter Lanzani), hace trizas la tensión dramática. La historia avanza sin accidentes hacia un desenlace obvio y, lo más imperdonable, desenganchando emocionalmente al espectador. Volvemos al asunto del deber: que Strassera quiera hacer justicia no impresiona. Podrían conmover sus motivaciones, el por qué, más allá de la rectitud, es tan necesaria la reparación. Subsanar un pasado de cobardía no es suficiente, pues no tiene nada de extraordinario ser cobarde en una dictadura. La anomalía es lo contrario. Y al final, cuando la emoción llega, es tarde: el testimonio de la mujer que debió dar a luz a su hijo en cautiverio sin ayuda de sus torturadores es electrizante, pero la emoción dramática opera a la inversa de la justicia: si tarda demasiado, no llega.

    Un tercer aspecto es la falta de complejidad de los personajes antagónicos: los militares. Hitchcock le dijo a Truffaut que el secreto de un buen thriller eran los malos: mientras más elaborados fueran, mejor sería la película. Pues bien: aquí los generales están completamente desdibujados. Son unos viejos silenciosos sentados en el banquillo de la Historia que inspiran más lástima que miedo. Aquí, la banalidad del mal no diluye su responsabilidad individual en la canalla colectiva, como en las historias de juicio a los nazis, sino en la inexistencia. Los malos no tienen motivaciones ni argumentos; existen solo para ser crucificados. De hecho, la premisa básica de la investigación de Strassera es demostrar que el terrorismo de Estado provino de las más altas esferas. No se logra. El guion cumple con demostrar los horrores transversales de los años de plomo, pero nunca aparece la prueba, el papel o el testimonio que ilustre que fue un plan diseñado por los altos mandos.

    Vaya uno a saber por qué un filme que entrega menos de lo que promete ha incendiado tanto la pradera. Lo que está claro es que no es porque el filme meta el dedo en la llaga con firmeza. La película no incomoda y desaprovecha la ocasión de despejar dudas razonables, por ejemplo, si este juicio habría sido viable si Argentina no hubiera perdido la guerra por las Malvinas.

    Un tercer aspecto es la falta de complejidad de los personajes antagónicos: los militares. Hitchcock le dijo a Truffaut que el secreto de un buen thriller eran los malos: mientras más elaborados fueran, mejor sería la película. Pues bien: aquí los generales están completamente desdibujados. Son unos viejos silenciosos sentados en el banquillo de la Historia que inspiran más lástima que miedo. Aquí, la banalidad del mal no diluye su responsabilidad individual en la canalla colectiva, como en las historias de juicio a los nazis, sino en la inexistencia.

    Santiago Mitre (1980) ha demostrado ser un buen guionista (coescribió dos buenas películas de Pablo Trapero) y un director con pulso a la hora de retratar los engranajes del poder. Con El estudiante (2011), una película rodada con el vuelto del pan, había realizado una estupenda disección de la política universitaria y de las infinitas facciones en las que puede implosionar la democracia asambleísta. Vista desde la actualidad, curiosamente, es una película que ayuda a entender muy bien a la generación que detenta el poder en el Chile de hoy. Y en La cordillera (2017) había indagado en las dimensiones espirituales de un presidente argentino en las cuerdas de la legitimidad que, a los pocos meses de asumir su mandato, se estrenaba internacionalmente en una cumbre en Chile. Las circunstancias geopolíticas y familiares lo llevaban a realizar un extraño pacto mefistofélico para salvarse. Buena parte de las expectativas de Argentina, 1985 venían de la promesa a medio cumplir que había hecho en ese largometraje. Era una película rara, que se le iba de las manos, pero con una atmósfera inolvidable.

    De hecho, tal vez lo más valioso de Argentina, 1985 tenga que ver con cierta atmósfera que no proviene de la trama ni de la puesta en escena, sino de la ansiedad y la nostalgia que derrama. Algo tiene que andar muy chueco en la política argentina como para que el héroe de turno sea un fiscal que salva los muebles de la República. En las canciones de Los Abuelos de la Nada (“Sobre la palma de mi lengua / vive el himno de mi corazón. / Siento la alianza más perfecta / que, en justicia, me une a vos”) y de Charly García (“Mamá, la libertad / siempre la llevarás / dentro del corazón. / Te pueden corromper, / te puedes olvidar, / pero ella siempre está”) que acompañan dos momentos clave del filme, se huele la añoranza, el anhelo por conectar con ese año en que la madre patria comulgó con la pureza. Ese año previo al gol de Maradona contra los ingleses en México, la última vez que Argentina fue campeona del mundo.

     

     


    Argentina, 1985 (2022), dirigida por Santiago Mitre, escrita por Santiago Mitre y Mariano Llinás, 140 minutos, disponible en cines.

  325. Sutil, filoso, antiépico

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    Recuerdo lo que varios profesores me enseñaron sobre la Ilíada: el que nos hizo leer el canto XXIV en que Príamo besa las manos de Aquiles, el asesino de su hijo, rogando que le devuelva el cuerpo para darle sepultura; la que describió este poema como una rapsodia por su composición a varias manos —o voces, más bien— a través de la unión de fragmentos de diverso origen, y el que nos dijo que los abundantes listados de muertes, esos que a mucha gente le parecen tan lateros como el catálogo de las naves, están ahí porque Homero quiso honrar a cada difunto, explicándonos quién fue y el modo particular en que acabó su vida.

    Esto recuerdo al leer Rostros de una desaparecida, el breve libro en que Javier García Bustos, periodista cultural y autor del poemario Último paseo (2008), reconstruye la historia de su tía. Sonia Bustos fue detenida en 1974, con solo 30 años, y formó parte de los 119 nombres utilizados en el montaje que fue la Operación Colombo. Antes de ser secuestrada, trabajaba como cajera en Investigaciones y formaba parte de una pequeña célula del MIR que creaba identificaciones falsas. Tenía una relación muy estrecha con su hermana Rosa —la madre del autor, detenida poco después y también torturada, pero puesta en libertad—, estaba a punto de casarse, era aficionada a la fotografía y “escribía poesía, [pero] los agentes de la DINA se llevaron sus cuadernos cuando la secuestraron. Los torturadores leyeron versos ajenos, pensaron en misteriosas claves secretas que nunca pudieron descifrar”.

    Por medio de recuerdos, testimonios, archivos, fotografías, entrevistas y visitas a lugares en que Sonia estuvo, el escritor intenta recomponer “una biografía rota como la disposición de todos estos párrafos”, una biografía que no es individual, sino también de quienes la orbitaron: sus familiares, amistades, compañeros y pareja.

    “No quería escribir este libro”, declaró García Bustos en un artículo publicado en The Clinic, y esta reticencia se deja ver cuando fantasea con “recibir una encomienda con una serie de cuadernos que contengan las memorias de mi tía. (…) Una especie de Mi lucha, del escritor noruego Karl Ove Knausgård (…). Páginas que, con su letra, me cuenten sus aventuras, caídas, anécdotas, viajes”. A partir de este anhelo, no solo de que su tía se haya salvado, sino también de que hubiese podido dejar un detallado torrente verbal autobiográfico como el de Knausgård, la escritura del libro busca compensar —entendiendo la falencia fundamental de la tarea— la ausencia de la palabra de Sonia y, sobre todo, de sus poemas desaparecidos, uno de los aspectos que más identifica a su sobrino con ella.

    Hasta el día de hoy la familia conserva la cámara fotográfica de Sonia. Pero como si su desaparición hubiese quebrado también la lente de la máquina, el autor captura un retrato caleidoscópico de su tía y multiplica su rostro en esta rapsodia de narración personal, documentación y referencias literarias que se amplifican entre sí.

    Es por eso que la poesía es el núcleo de este libro. “La relación ‘poesía chilena y desaparición de mi tía’ la hice una vez en el frontis del Museo de Arte Contemporáneo (MAC), donde exhibieron el documental Señales de ruta, de Tevo Díaz, sobre el poeta Juan Luis Martínez”. Pero además de “La desaparición de una familia”, el poema de Martínez a partir del que se titula ese documental, en este libro también resuenan el Canto a su amor desaparecido de Raúl Zurita, el epígrafe de Nicanor Parra —“De aparecer apareció / pero en una lista de desaparecidos”— y dos poemas de García Bustos que evocan las voces de su madre y Osvaldo Romo, quien torturó a Sonia y a Rosa.

    A propósito de su madre, el autor menciona que, a pesar de haber sobrevivido, ella jamás le contó sobre su detención, de modo que, al igual que con Sonia, tuvo que reconstruir esa parte del relato por medio de archivos. Pero lo que Rosa sí le contó es “que muchos años después de la desaparición seguía viendo el rostro de Sonia en otras personas. Los rasgos de un ser querido moldeados en la multitud. La veía y desaparecía. La veía y desaparecía”.

    Hasta el día de hoy la familia conserva la cámara fotográfica de Sonia. Pero como si su desaparición hubiese quebrado también la lente de la máquina, el autor captura un retrato caleidoscópico de su tía y multiplica su rostro en esta rapsodia de narración personal, documentación y referencias literarias que se amplifican entre sí, en un poema antiépico y libre de morbo, tan sutil como filoso, que intenta recobrar una vida, una voz, un cuerpo que acabó —probablemente— en el fondo del mar.

     

    Fotografía de portada: retrato de Sonia Bustos Reyes en la Casa Memoria José Domingo Cañas. Cortesía de Javier García Bustos.

     


    Rostros de una desaparecida, Javier García Bustos, Overol, 2022, 120 páginas, $12.500.

  326. Universos clausurados

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    La ciudad invencible, de la escritora uruguaya Fernanda Trías, comenzó por un encargo de Brutas Editoras, un sello de las escritoras chilenas Lina Meruane y Alia Trabucco; una invitación para escribir sobre una ciudad distinta a la propia. En el caso de Trías, su crónica se llamó Bienes Muebles —que dice mucho sobre la precariedad del migrante— y el libro resultante, junto con el aporte del español Andrés Barba, se publicó con el nombre (Des) Aires el año 2013. Posteriormente, el texto de Trías mutó a novela independiente, La ciudad invencible, que ahora, en la edición chilena de 2022, suma el ensayo En nombre propio. De mujeres invencibles y otras notas personales, donde Trías reflexiona sobre el proceso de construcción novelesca y sobre la violencia que se ejerce a las mujeres.

    El texto abre con un epígrafe de Borges, que da cuenta del amor del escritor por Buenos Aires y que instala a la autora en la serie de obras que escriben sobre “una de las ciudades más literarias del mundo”, como señala la propia Trías, y parte relatando el final de su cumpleaños, el de una joven escritora uruguaya que se ha instalado en la capital argentina. En la madrugada, una vez finalizada la reunión, recorre las calles de Palermo con una amiga, dando las primeras pinceladas de Buenos Aires, para posteriormente adentrarse en su historia personal.

    La novela es el relato triste y a ratos angustioso de una ciudad que no se deja habitar y quizá por ello un título más adecuado hubiese sido La ciudad imposible. La experiencia de vivir en Buenos Aires tiene la marca de un eterno desplazarse; la protagonista recorre pensiones para señoritas en Chacaritas, una casa en Villa Urquiza, una residencia familiar en La Paternal; hay una imposibilidad de asentarse, Buenos Aires se resiste a ser habitada y se transforma en un laberinto que es recorrido con incertidumbre. La narradora invita a deambular por una urbe fragmentada y como a regañadientes vamos conociendo algunas calles, ciertos bares, un pequeño grupo de amigos.

    Junto con el desplazamiento, el otro elemento que llama la atención en el texto de Trías es la omnipresencia de la Rata, personaje que aparece de a poco, como no queriendo formar parte de la historia, pero cuyo peso es central para entender tanto la situación personal de la protagonista como la visión que de la ciudad ha ido esbozando. La Rata, nombre elegido para metaforizar la forma de la violencia a la que ha sido condenada la narradora y que la obliga a conocer un lado B bonaerense, el mundo judicial como víctima de un acoso.

    La prosa intimista y fragmentaria de Trías opera entonces entregando oleadas mínimas de información, que van paulatinamente configurando su Buenos Aires y la historia propia, una prosa que pareciera no querer decir, como si incluso desconfiara de sus lectores y les negara los hechos en aras del ‘corazón del asunto’.

    En su estadía en diversas moradas bonaerenses, ella busca contención en espacios liminares: “La invité a pasar y nos sentamos a mirar la ventana”, dirá de sus encuentros iniciales con Marita, otra migrante, pero de Puerto Rico, con quien compartirá conversaciones y silencios mirando la ciudad a través del ventanal: “El silencio era cómodo entre nosotras. Mirábamos las azoteas de las casas, siete pisos más abajo”. Los encuentros se repiten a lo largo del relato en el mismo escenario y se configuran como momentos de calma y seguridad que se contraponen con la sensación de movimiento y temor en el allá abajo citadino.

    En ese sentido, las protagonistas de Trías tienden a lo alto, tal como ocurre en una de sus primeras novelas, La azotea (2001), en la que Clara, por razones innominadas, decide aislarse del mundo en un departamento. Y es en el pasaje a ese espacio exterior de su edificio en altura que expresa: “La azotea era mi lugar; el único donde no pudieron vencerme”. En Buenos Aires, la protagonista también intentará huir del abajo amenazante, encarnado en su depredador (la Rata), buscando refugio en un espacio superior.

    “¿Cómo nombrar las cosas? Cómo acercarse lo más posible al asunto que se quiere contar, es decir, al corazón del asunto, no a la anécdota”, se pregunta la narradora, y la respuesta remite al estilo mismo de la escritura: “Una nueva ciudad también se construye así: merodeándola, recorriendo las calles y sus espacios hasta llenarlos de significado”. La prosa intimista y fragmentaria de Trías opera entonces entregando oleadas mínimas de información, que van paulatinamente configurando su Buenos Aires y la historia propia, una prosa que pareciera no querer decir, como si incluso desconfiara de sus lectores y les negara los hechos en aras del “corazón del asunto”. En ese aparente escamoteo de lo “real” se cifra la clave y lo valioso del estilo de Fernanda Trías, una escritura de universos clausurados que incita a la huida.

     


    La ciudad invencible, Fernanda Trías, Banda Propia Editoras, 2021, 162 páginas, $11.500.

  327. La rebeldía en disputa

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    La nueva derecha, llamada por turnos “alternativa”, “populista” o “ultraderecha” a secas, ya supone para la izquierda no solo una amenaza electoral, sino un dilema conductual: ¿qué hacer con ella? ¿Rebatirla, ignorarla, denunciarla? ¿Qué hacer con un adversario al que se desprecia intelectual y moralmente, pero que pelea de igual a igual por el sentido común de los nuevos tiempos, y cuyo mensaje parece más popular cuanto más se lo desprecia? Preguntas frente a las cuales, en el debate progresista, la ansiedad le deja poco espacio a la reflexión, y la explicación bien puede ser esta: “La izquierda dejó de leer a la derecha, mientras que la derecha, al menos la ‘alternativa’, lee y discute con la izquierda”.

    Así lo afirma Pablo Stefanoni, historiador y periodista argentino, en el libro ¿La rebeldía se volvió de derecha?, que en su país agotó cuatro ediciones en pocos meses. Analista político en medios argentinos y españoles (y jefe de redacción de la revista Nueva Sociedad), Stefanoni invita a dejar de observar a estos grupos “con una media sonrisa despectiva” y tomarse el trabajo de entender “qué es lo que quieren y por qué hay gente que los sigue”.

    Antes que destilar la quintaesencia del fenómeno, la investigación procura trazar las diversas corrientes ideológicas y sensibilidades culturales que han encontrado una causa común: salir al paso del progresismo liberal y de las políticas identitarias de la izquierda. El resultado es un mosaico de idearios e identidades cuya mezcla aún dista de cuajar (y que en cada país presenta su propia fórmula), pero que ya ha logrado enhebrar sus propias respuestas a los malestares de la época y sus propias querellas contra las élites globales. Rastrear sus genealogías no es sencillo, pues no se trata de movimientos que germinan entre ideólogos de fuste y agrupaciones estables, sino más bien de subculturas online que se nutren de libros colgados en la nube, videos de YouTube o discusiones realizadas en foros y redes sociales. “Los ‘intelectuales menores’ capaces de dar sentido a la época se han multiplicado por miles”, constata el autor.

    El autor elige bien el título de su libro: lo que en verdad ha descolocado a la izquierda (no todavía a la chilena, pues José Antonio Kast no es Javier Milei) es la irrupción de una derecha capaz de disputarle la rebeldía contracultural, el encanto de la transgresión, y de situarla a ella misma en el lugar de una ‘policía del pensamiento’ aferrada a la cultura dominante.

    Algunos contenidos del libro ayudan a delinear tendencias ya conocidas: la convergencia entre libertarios y neorreaccionarios descolgados de las derechas tradicionales, o la contraofensiva teórica en torno a temas como el género, la identidad nacional o el Estado igualitarista. Otros pasajes dan cuenta de giros mucho más novedosos. Por ejemplo, la adopción de las causas LGTB por parte de las ultraderechas europeas, que han encontrado allí una trinchera cultural para oponer al islam y, por ende, a la inmigración y el multiculturalismo. O bien, la acometida de un “ecofascismo” que vincula naturaleza y nación, dando forma a una “ética del bote salvavidas” que responde a la crisis ecológica y a los lastres de la globalización con el mismo antídoto. “Se trata, casi siempre, de temas que parecen de izquierda pero quizás no lo sean necesariamente”, advierte Stefanoni, que se cuida en todo momento de caricaturizar estas ideas y no siempre, pero casi, de patologizar las frustraciones que conducen a creer en ellas.

    Pero el autor elige bien el título de su libro: lo que en verdad ha descolocado a la izquierda (no todavía a la chilena, pues José Antonio Kast no es Javier Milei) es la irrupción de una derecha capaz de disputarle la rebeldía contracultural, el encanto de la transgresión, y de situarla a ella misma en el lugar de una “policía del pensamiento” aferrada a la cultura dominante. “El que dice que no es de izquierda ni de derecha, es porque es de izquierda”, le dice un joven libertario a Stefanoni, invirtiendo la gastada máxima con total naturalidad. Pues ahora serían los nuevos derechistas los que se atreven a ir contra la corriente, siguiendo a personajes excéntricos capaces de ironía y provocación, mientras sus contemporáneos de izquierda se comportan como ovejas del sistema. No es que el historiador les encuentre razón, pero se pregunta cuánto terreno le cede a esa lectura un progresismo parapetado “en sus zonas de confort morales”.

    Comprender al adversario, en todo caso, no disipa la contradicción vital que hoy padece la izquierda crítica de los consensos liberales: ¿por qué ellos pueden ser radicales y nosotros no? Acaso las nuevas derechas, aunque más rudimentarias y no menos impacientes, tienen mejor resuelta una pregunta anterior a esa: ¿qué quieren conservar del mundo que quieren cambiar?

     


    ¿La rebeldía se volvió de derecha?
    , Pablo Stefanoni, Siglo XXI, 2021, 223 páginas, $24.230.

  328. ¿Falsa plurinacionalidad?

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    Quizás el terrible verdor de la “macrozona sur” enceguece a muchos analistas (y ojo, que lo dice el semi-ciego que soy yo). Es como si se hubiesen tragado el mito de la “excepcionalidad chilena”. Tal vez el caso del conflicto mapuche se enmarca en un problema que se pierde en la noche de los tiempos, en general, y en uno que se relaciona con los diseños de la Modernidad, en particular, esos que intentan congeniar al Estado y la nación (o las naciones). Por lo tanto, me permito ofrecer un punto de vista que no tiene tiempo ni lugar, porque mezcla tiempos y lugares, uno abstracto- histórico porque es lógico-filosófico.

    Ningún asunto en el proyecto de nueva Constitución es tan delicado como el de la plurinacionalidad. El Estado-nación en América Latina no es lo mismo que en Europa. En el Viejo Continente ha sido una unidad más excluyente y menos porosa. Con pocas excepciones, la tendencia de cada nación europea a enlazarse con un idioma determinado fue consustancial a esa exclusividad. Eso, especialmente desde que las monarquías cayeron para dar paso al factor nacional- popular como estatuto de legitimidad, cuando las aristocracias transnacionales fueron progresivamente arrinconadas por los movimientos nacionalistas. Si a mediados del siglo XVIII, una alemana que no hablaba ruso —Catalina “La Grande”— pudo convertirse en la zarina de todas las Rusias, en ese mismo siglo, décadas más tarde, María Antonieta, la reina consorte de Francia, educada en el idioma francés, iba a ser apodada “la austriaca” antes de verse guillotinada por franceses. En América Latina, en cambio, la lengua predominante, desde México hasta la Patagonia, ha sido el idioma español. De ahí que, al menos, un componente tan grave y sensible como lo es la lengua no haya sido el elemento aglutinador distintivo de cada uno de los Estados-nacionales. De ahí, también, que debamos revisar la historia comparada, asumiendo sus dificultades, para saber de qué estamos hablando cuando hablamos de plurinacionalidad, libres de malas digestiones semánticas.

    El flujo histórico del Estado-nación en América Latina indica lo siguiente: primero, en los siglos XV-XVI observamos el predominio de una serie de naciones, algunas provistas de un tipo de organización compleja que bien pudiera llamarse “Estado” (imperios azteca e inca), pero otras no (pueblos mapuche, aymara, guaraní y muchos otros, todos con un idioma propio que continúa muy vivo). Esto no significa que no pueda, en este segundo caso, hablarse de naciones (la organización, por ejemplo, de los hebreos en torno de sus caudillos conocidos como “jueces”, antes del establecimiento de una monarquía, no descalifica su calidad de nación por entonces). En un segundo momento, con la conquista europea, tenemos a esas muchas naciones bajo un único gobernante, el Imperio español (siglos XVI-XVIII). En un tercer periodo, y correlativo a la división administrativa de ese Estado imperial, surgen nuevos Estados, esta vez independientes, que de alguna manera siguieron el patrón legado por aquella división administrativa, a la vez que intentan definirse según criterios propios del Estado europeo moderno (siglos XIX-XXI).

    Las viejas naciones preexistentes al Imperio español, en este escenario, continuarán asociadas al Estado ahora independiente, muchas veces no a uno solo, sino que a vecinos. Paralelamente, el contacto entre la cultura que ya estaba y la que llegó dio lugar a nuevas identidades nacionales, las que serán mayoritarias y quedarán vinculadas a cada nuevo Estado. Solamente en ese sentido podemos decir que en América Latina haya algo así como Estado-nación. Repito: sin la particularidad del idioma como factor exclusivo y excluyente, más bien como aparato de comunicación. Las guerras “internacionales”, o sea, de los Estados-nación heredados de la división administrativa, han redefinido el mapa (siglo XIX en general).

    Se explica que cierta historiografía haya insistido —la chilena, una de ellas— en que fueron estas guerras entre repúblicas herederas del ex Imperio español, casi siempre acabadas sin statu quo ante bellum, las que consolidaron su calidad de naciones emergentes: vgr. Guerra del Brasil (1825-1828), Disolución de la Gran Colombia (1829-1831), Guerra del Cauca (1832), Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), Guerra nacional Centroamericana (1855-1857), Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), Conquista del Chaco argentino (1870-1917), Guerra del Pacífico (1879-1884) y Guerra del Acre (1899-1903), por mencionar solo algunas de las que no fueron entre civiles (la mayoría).

    La verdad es que difícilmente encontraremos en el mundo un Estado que pueda catalogarse de nacionalmente puro. (…) Toda nación está preñada de alguna otra nación. Mejor, porta dentro de sí otra más pequeña, una minoría, otra y otra dentro de la otra… tenga o no un Estado. En principio, las naciones son siempre matrushkas, nunca son absolutas y son siempre relativas.

    ¿Qué es un estado plurinacional?

    Es una entidad que reúne a varias naciones, las que, si no fuera por ese Estado plural, necesariamente harían vida cada una por su lado, porque es esa su tendencia. El Imperio austrohúngaro, que existió hasta hace un siglo en Europa (o hasta la década de los 90 del s. XX, si seguimos la tesis según la cual Yugoslavia heredó algunas de sus naciones), es un caso muy interesante. Ha sido una especie de fetiche para el actual constitucionalismo autonómico español, de cuyas bibliografías se han alimentado no pocos académicos chilenos. Dicho imperio extinto era un Estado plurinacional porque reunía a 17 naciones, cada una con su idioma (tenía 11 lenguas oficiales). Para no rivalizar, la documentación pública se redactaba en latín todavía en el siglo XX (la partida de nacimiento de Kafka, por ejemplo). Los nacionalistas alegaban que dicho Estado era “la cárcel de las naciones”, por lo que se las arreglaron para matar al heredero de la familia imperial y finalmente desmembrar el Estado plurinacional en varios Estado-nación, los cuales existen hoy día, cada uno con su lengua. El escritor Joseph Roth dedicó buena parte de su obra a condenarlos como instigadores de catástrofes que él no alcanzó a dimensionar: “Ese imbécil de Darwin, que dice que el hombre desciende del mono, parece tener razón. ¡Al hombre ya no le basta con estar dividido en pueblos, no! Quiere pertenecer a determinadas naciones. (…) A una idea como esa no llegan los monos. La teoría de Darwin me parece incompleta. Quizá el mono descienda de los nacionalistas, pues el mono significa un progreso”, alega el conde Morstin en la nouvelle El busto del emperador. El libro de Allan Janik y Stephen Toulmin, La Viena de Wittgenstein, retrata lo que vino a significar la rebelión del grupo germanoparlante contra el empleo del latín, porque no había una gracia especial en esa lengua muerta que no fuera otra que poder intermediar entre tantas vivas, pero por fuerza minoritarias.

    Por lo tanto, en nuestra discusión chilena recibimos una serie de premisas mal justificadas, a saber:
    a) Que en América Latina tenemos Estado-nación equivalente al caso del auge patológico del nacionalismo europeo, con sus magnicidios y genocidios recientes. Y que además esa forma de Estado tan ajeno es impuesta. Entonces su naturaleza es nociva, por un lado, y artificial, por el otro. No. El Estado-nación en América Latina es poco más que administrativo (podemos ir de aquí para allá sin tener que aprender otros idiomas, nada más que modismos).
    b) Que las naciones surgidas del Imperio español y, luego, la independencia de los Estados sean racistas y carguen con todas las falencias que llevaron a los Estados-nación europeos a una guerra de destrucción total en el siglo recién pasado (la Alemania del Tercer Reich fue el caso paradigmático de esa estupidez). Ningún lugar del mundo tan mezclado, tan impuro, “racialmente” hablando, como América Latina (por suerte). A pesar de conflictos étnicos importantes (Campaña del Desierto [1878-1885], Ocupación de La Araucanía [¿1861-1883?], Guerra de Castas [1847-1901]), en ella el ideal (anti)racial ha sido el del mestizo o el criollo, autofiguraciones híbridas deferentes por las naciones o territorios de la preexistencia.
    c) Que la única manera de coexistir pacíficamente es la plurinacionalidad. Ella no haría otra cosa que plasmar una realidad invisibilizada contra la cual chocaría, una y otra vez, el artificio eurocéntrico del Estado-nación. Este es el punto más complejo, máxime porque indudablemente hay lenguas vivas minoritarias (con todo lo que eso denota) en los amplios intersticios de las modalidades locales del llamado español de América.

    Pues bien, la misma deconstrucción que el plurinacionalismo hace del mononacionalismo debe, para no quedar trunca, extenderse a la plurinacionalidad.

    La verdad es que difícilmente encontraremos en el mundo un Estado que pueda catalogarse de nacionalmente puro. Incluso, un Estado tan homogéneo como Finlandia tiene a su diestra una nación minoritaria (la minoría saami o lapona). Toda nación está preñada de alguna otra nación. Mejor, porta dentro de sí otra más pequeña, una minoría, otra y otra dentro de la otra… tenga o no un Estado. En principio, las naciones son siempre matrushkas, nunca son absolutas y son siempre relativas. Cuando se jure que no es así, seguramente estaremos más cerca de asistir a episodios de —o una tendencia a la— limpieza étnica. Toda nación, y todo Estado-nación, es de por sí plurinacional desregulado.

    Lo que no quiere decir que sea innecesario regularizar dicha plurinacionalidad, más si se observa una tendencia al hostigamiento o acaso omisión represiva hacia minorías.

    Es verdad que el reconocimiento de un conflicto, o sea, de sus partes entre sí, sincera una realidad, y que la política podría conseguir un derecho acorde a esa realidad. Sin embargo, esa práctica solo es deseable en tanto deconstruye el conflicto mismo, y no si contribuye a su construcción, a su escalada.

    En Latinoamérica, la regularización del plurinacionalismo podría no ser otra cosa que la antesala del mononacionalismo.

    ¿Por qué?

    Porque con naciones trans-estatales y “plurinacionalidad” regulada, lo que tenemos no es Estado- nación ni Estado inclusivo. Lo que tenemos es algo que podría llamarse Estado-mecano. ¿Mecano en qué sentido? En que se hace factible para dos viejas operaciones de la historia de la estatalidad. Puede ser, por un lado, desmontado (que no es lo mismo que desmantelado) y, por el otro, lo que no es necesariamente excluyente, hacerlo factible de ensamblaje con otros Estados que se hallen en una condición propicia semejante. Lo anterior, que es en algún sentido la condición de posibilidad de un federalismo más que chileno, latinoamericano, no es algo necesariamente malo. Sí suscita preocupación en sectores conservadores y del mononacionalismo mayoritario. Estas conjeturas, que podrían motejarse de paranoides, hallan precedentes en la historia de la frustrada organización internacional latinoamericana. En 1816, Manuel Belgrano propuso al Congreso de Tucumán “El plan del Inca”, el cual pretendía restaurar el Imperio Inca coordinando y coronando a Juan Bautista Tupac Amaru como emperador. El proyecto, que requería los apoyos de Perú y Ecuador, no concitó pocos, y se vio como coherente con el contexto de la Santa Alianza en la Europa de posguerra napoleónica.

    El punto es que un Estado-nación americano, ya plurinacional desregulado, solo podría desensamblarse para ensamblarse en Estados-nacionales, esta vez sí nacional —y supuestamente— puros. Ya sin siquiera mito de la mixtura mestiza en la que afirmar su plurinacionalidad tradicional.

    Hemos llegado. La historia del mundo está plagada de luchas entre naciones. Unas se han matado, otras han sabido convivir. Como dijo George Steiner: “Cuando me presentan a un duque inglés, me digo en silencio: ‘La mayor nobleza es la de haber pertenecido a un pueblo que nunca ha humillado a otro’”. Por regularizar el plurinacionalismo que ya existe de facto, seguramente se intensificará la lucha de las naciones. La nitidez del derecho, mientras más acotada a cada hecho y no a conjuntos difusos, mejor. Por eso la regularización de la plurinacionalidad es preferible, más efectiva, cuando ataca focos específicos de mononacionalismo y no cuando propicia su propia vulneración. El pluralismo que antagoniza a las partes es falso, es el preámbulo de su atomización y de la lucha entre ellas. Típico de Estados-nacionales europeos, sin lengua en común con otros, siquiera una muerta.

    La proliferación de los marcos conceptuales de Carl Schmitt (el archiautor del actual proceso constituyente chileno) redefine y, supuestamente, aclara los términos del debate. Pero no es así. Es verdad que el reconocimiento de un conflicto, o sea, de sus partes entre sí, sincera una realidad, y que la política podría conseguir un derecho acorde a esa realidad. Sin embargo, esa práctica solo es deseable en tanto deconstruye el conflicto mismo, y no si contribuye a su construcción, a su escalada. Ese posiblemente sea el problema del concepto de plurinacionalidad ante el cual estamos, uno que opera con los marcos conceptuales de la conflagración europea, no consistente con los del carácter profundamente difuso del conjunto latinoamericano.

    Es una hipótesis que vale considerar.

    Austria-Hungría a duras penas se afirmaba en una lengua muerta común, el latín, por una parte; Hungría insistía en su autonomía mononacional, por la otra (el húngaro Lakatos es el Mefistófeles de muchos relatos de Roth). Y siempre, pero siempre, las razones para enfrentarse son poderosísimas, las narrativas paralelas de los martirologios mononacionales son infinitas y sugieren siempre lo mismo: somos las víctimas, por lo tanto, se nos debe una restitución. ¿Cómo compatibilizar las relativamente legítimas reivindicaciones de todos los colectivos víctimas-victimarios del mundo, todas las naciones que han defendido y detentado un territorio sobre la faz de la Tierra a despecho de otras? La respuesta no tiene moldes. Como dice Hannah Arendt en La condición humana, solo la acción es libre, no la reacción. Predicar el diálogo mientras se adhiere a viejas figuras mentales que justifican circularmente la violencia, no hace más que encubrirla.

     

    Imagen de portada: América Latina invertida (2017), de Martín Eluchans.

  329. Hacia una conversación política entre pueblos

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    Basta una mirada rápida a las portadas de la prensa chilena en las últimas décadas para constatar que, en el sur del país, especialmente en las regiones de La Araucanía y Biobío, se vive una situación compleja de violencia que afecta a todas y todos sus habitantes, sin que se observe un camino claro de solución. Sin embargo, de la sola lectura de los titulares de lo que se ha denominado de forma errada “conflicto mapuche”, queda la impresión de que se trata de un conflicto con una sola dimensión, una única cara, relacionado con las acciones violentas que reivindican grupos ligados al pueblo mapuche y no de un conflicto complejo, enraizado en la historia más profunda y negada de nuestro país. Se construye así un relato que solo contempla una clase de violencia en la zona, la de los grupos armados cercanos a la causa mapuche, dejando de lado la violencia que ha ejercido histórica y sistemáticamente el Estado y sus instituciones contra el pueblo mapuche: el despojo, el racismo y la discriminación.

    Para comenzar a entender, para pensar más allá de la uniformidad binaria que se le ha dado al estudio del conflicto, debemos incluir en nuestro mapa no solo al pueblo mapuche —con su diversidad de opiniones— y al Estado —y con él a la policía, los militares, los tribunales y las autoridades políticas—, sino también el rol que cumplen las empresas forestales, colonos, empresas de loteos de predios, campesinos no indígenas, dueños de latifundios y organizaciones de propietarios de las tierras que son reivindicadas por comunidades mapuche, solo por nombrar algunas. Todos ellos deben ser parte del análisis del problema y de la forma para iniciar un camino posible hacia su solución. Si ello no ocurre, solo tendremos una perspectiva trunca, ineficaz para pensar seriamente la manera de resolver este conflicto que cada vez cobra más víctimas.

    Del mismo modo, es necesario dejar de lado la pesada y porfiada ignorancia que nos caracteriza como chilenos cuando nos referimos a los pueblos indígenas y, en particular, al pueblo mapuche. Chile, desde su Independencia, se ha pensado a sí mismo como un país uniforme, una nación monocultural, que niega su morenidad o la disfraza en el mestizaje y oculta la existencia y vigencia de los pueblos originarios. Construimos un relato de una sola nación homogénea, compuesta por un solo pueblo, que a veces se presenta como mestizo, a veces como blanco, confinando lo indígena a los márgenes, presentes solo en los relatos folklóricos de un pasado aguerrido. Pero los pueblos indígenas, a pesar de los intentos de exterminio, del despojo, de la pobreza, las burlas y la exclusión, sobrevivieron a los intentos de asimilación, se mantuvieron vigentes como partes fundamentales de la construcción de Chile.

    Debemos evitar también ejercicios esencialistas, que buscan encontrar en los pueblos indígenas culturas prístinas, sin contacto, que preservan integralmente las costumbres ancestrales. Es fundamental pensar en las interacciones, en las formas como nos hemos relacionado los pueblos que hemos habitado este país, en cómo los modos de vida que estaban destinados a desaparecer, víctimas del colonialismo y la asimilación, perduraron y se mantienen vivos.

    La relación con los pueblos indígenas, en especial entre el pueblo mapuche y el Estado chileno, ha estado marcada por la desconfianza, por el incumplimiento de los acuerdos y promesas, y la falta de entendimiento mutuo. La evidencia más notoria de esta omisión es la ausencia de reconocimiento constitucional hasta hoy de los pueblos indígenas y de sus derechos colectivos (este texto lo escribo cuando aún no sabemos si se aprueba o rechaza el proyecto de nueva Constitución). Desde la llegada de la democracia se ha construido un discurso que se mantiene más o menos inalterado, donde, por un lado, se enfoca la política pública hacia los pueblos indígenas como un asunto de desarrollo, derechos culturales, compras de tierras y subsidios, y por el otro, un asunto policial, de seguridad pública, militarización y violencia. De esta manera y generalizando, se suele enfocar el conflicto desde la violencia que ha generado y sostenidamente se incrementa, olvidando las profundas raíces históricas del despojo territorial y la discriminación, desconociendo las demandas sobre territorio, propiedad, recursos naturales y derechos colectivos de los pueblos indígenas.

    Debemos evitar también ejercicios esencialistas, que buscan encontrar en los pueblos indígenas culturas prístinas, sin contacto, que preservan integralmente las costumbres ancestrales. Es fundamental pensar en las interacciones, en las formas como nos hemos relacionado los pueblos que hemos habitado este país, en cómo los modos de vida que estaban destinados a desaparecer, víctimas del colonialismo y la asimilación, perduraron y se mantienen vivos.

    Asimismo, en los últimos años, la multiplicidad de respuestas desde el mundo mapuche también crece. Por ejemplo, en la Convención Constitucional que recientemente presentó una propuesta de texto constitucional, participaron siete representantes del pueblo mapuche mediante el sistema de escaños reservados, quienes reivindicaron la necesidad de reconocer a los pueblos indígenas como pueblos y naciones que son parte del Estado, como un Estado plurinacional e intercultural. Se trata de una “vía política mapuche”, como la llama Fernando Pairican, que busca la solución al conflicto en la institucionalidad, consagrando derechos fundamentales colectivos a los pueblos, en especial sus derechos a la libre determinación, a la restitución de tierras, a la participación política y a la autonomía, entre otros. Junto con ello, se mantienen vigentes organizaciones que reivindican y utilizan la violencia como herramienta de lucha contra el Estado y las empresas forestales, y surgen otras nuevas, demandando la autonomía mapuche por fuera de los márgenes del Estado. Muchas de estas organizaciones se han manifestado en contra del proceso constituyente, considerándolo como un espacio institucional no representativo de sus intereses y demandas. A medio camino encontramos, también, a aquellas comunidades mapuche que, habiendo optado en el pasado por la vía institucional, han apostado en los últimos dos años por la recuperación territorial para la construcción de espacios de autonomía, siendo muchas veces reprimidos y desalojados de esos territorios, aunque no utilicen armas durante los actos reivindicativos.

    A su vez, en las últimas décadas, el Estado ha respondido a muchas de estas manifestaciones con el uso desmedido y desproporcionado de la fuerza policial, utilizando leyes de excepción contra miembros del pueblo mapuche, con acusaciones de torturas y maltrato por parte de las fuerzas policiales a personas mapuche, incluyendo jóvenes que han sido asesinados, niños baleados y agredidos, y que han crecido expuestos a la violencia y presencia policial en sus comunidades, lo que sin duda incrementa el sentimiento de rabia y exclusión.

    Así, en la actualidad existe un preocupante clima de violencia, donde confluye la ejercida por el Estado y la de grupos que cometen graves delitos, principalmente incendios —que hoy no solo afectan a empresas forestales, sino también a particulares—, y las demandas por reivindicaciones territoriales y de otra índole. Debemos además sumar al mapa las denuncias de presencia del narco en comunidades indígenas, y aunque no hay evidencia clara de la veracidad de estas, no podemos desatender la gravedad que podría tener de ser ciertas. Nos sobra experiencia sobre lo que sucede cuando el narcotráfico y sus redes ingresan a las comunidades locales.

    Los conflictos entre el Estado chileno, comunidades mapuche, propietarios de tierras que las comunidades reivindican y empresas privadas, lejos de atenuarse —producto de las políticas públicas y la acción estatal— se han incrementado, generando un clima cada vez más complejo de radicalizaciones y violencias, donde la posibilidad de un diálogo político se ve muy lejana. Es necesario, sin embargo, reconocer que el gobierno actual busca encontrar otro enfoque para enfrentar el conflicto, uno que privilegie el diálogo político, la restitución y el acuerdo entre pueblos que integran el Estado, pero aún no logra dar con el tono ni con la fuerza necesaria para implementar un desafío de esta envergadura. En el Wallmapu, la macrozona sur, La Araucanía y el Biobío, como se le llama al territorio al que nos referimos según la intención del hablante, la historia de conflictos y desencuentros entre el Estado de Chile, el pueblo mapuche y muchos otros actores relevantes continúa.

    Un enfoque de derechos humanos, interculturalidad y reconocimiento, a la luz de los tratados ratificados por Chile, nos exige mirar este conflicto desde una lógica distinta, en el entendido de que, en una sociedad democrática, es necesario conjugar la legítima necesidad de garantizar la seguridad de toda la población con un uso proporcional y justificado de la fuerza.

    Para avanzar hacia una solución pacífica es fundamental reconocer la heterogeneidad del pueblo mapuche, sus tendencias políticas, sus demandas y sus anhelos en su relación con el Estado chileno. Pero, además, será necesario reconocer a los otros actores que son parte de esta historia, sus temores, esperanzas y la manera en que todos conviven en este hoy convulso territorio. Una respuesta integral para poder avanzar hacia una nueva etapa tiene que considerar esa diversidad y esas diferencias.

    Un enfoque de derechos humanos, interculturalidad y reconocimiento, a la luz de los tratados ratificados por Chile, nos exige mirar este conflicto desde una lógica distinta, en el entendido de que, en una sociedad democrática, es necesario conjugar la legítima necesidad de garantizar la seguridad de toda la población con un uso proporcional y justificado de la fuerza. Ello debe ser conciliado con la urgencia del reconocimiento de los derechos colectivos de los pueblos indígenas, en especial del derecho a la autodeterminación, a la restitución de territorios y a la reparación por las vulneraciones históricas.

    El texto de nueva Constitución que se propone a Chile permite pensar otro camino, habilita una nueva forma de relación entre el Estado y los pueblos indígenas y pone esperanzas en un nuevo diálogo político, que permita resolver la grave situación de violencia en el Wallmapu. Sin embargo, el racismo y la brutalidad de la herida colonial que tiene Chile hace que, por momentos, el acercamiento y el reconocimiento de estos mundos se vea lejano. No ha sido fácil ser testigo de cómo los detractores de este texto constitucional han utilizado la plurinacionalidad y los derechos de los pueblos indígenas para, mediante lecturas extremas y muchas veces mal intencionadas, pretender mostrar a los pueblos indígenas como grupos “privilegiados”, miembros de una supuesta élite.

    De todos modos, es fundamental mantener el empeño, ojalá ahora con un mandato constitucional que habilite el camino hacia la solución, en hallar formas de diálogo y encuentro que consigan acercar posiciones y permitan, reparando el daño causado, que incluso aquellas comunidades y organizaciones que proponen un quiebre total con el Estado, se sienten a la mesa para generar una conversación política entre pueblos.

    El desafío es histórico, abrumador e inmenso, pero aún posible. La experiencia comparada nos muestra que en muchos casos de complejos conflictos nacionales, se pueden encontrar los caminos para, por la vía institucional, reparar las heridas con pleno respeto de los derechos humanos de todas las personas involucradas. Hoy tenemos la esperanza de reconocer lo que siempre hemos sido, un país donde diversos pueblos y culturas coexisten, pero ahora reconociendo a todos y todas como sujetos políticos en igual dignidad y derechos.

  330. Estado, economía e interculturalidad: una mirada empírica a los mapuches hoy

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    La situación de los mapuches ha irrumpido en la agenda pública con especial notoriedad en el último tiempo. Parte de esa notoriedad se explica por la Convención Constituyente, tanto por sus integrantes —pues incluyó escaños reservados para pueblos originarios— como por los artículos aprobados que los involucran. Otra parte de esa notoriedad se debe al recrudecimiento de los hechos de violencia —no solo por la frecuencia sino también por la gravedad de estos— perpetrados por organizaciones indigenistas, que justifican la lucha armada para la restitución de tierras, incluso si ello afecta a personas mapuches.

    Pero pese a la relativa notoriedad en los medios y en el discurso de las élites políticas, el interés de la población general en los asuntos relacionados con los pueblos originarios es moderado. En una encuesta que hicimos en LEAS-UAI, a 1.000 personas adultas, seleccionadas al azar, entre el 22 de abril y el 9 de mayo de este año, 41% manifestó relativo interés en noticias sobre estos asuntos, mismo porcentaje que indica interés en noticias sobre la Convención, pero inferior al tamaño de la población que señala interesarse en noticias sobre deportes (46%), delincuencia (66%) y economía (74%).

    En general, quienes intervienen en el debate acerca de la situación de los mapuches adoptan una perspectiva histórica o apelan a diagnósticos basados en investigaciones cualitativas de antaño, enfocados en los mapuches que habitan zonas rurales. Estas perspectivas son, sin duda, relevantes. Sin embargo, poco se dice sobre cómo viven los mapuches hoy, desde una perspectiva cuantitativa, pese a que hay esfuerzos relevantes en esa área. Uno de ellos se llevó a cabo en el Centro de Estudios Públicos (CEP), entidad que, a la fecha, ha realizado dos versiones de una encuesta a más de 1.493 personas mapuches y a 1.606 personas no-mapuches, que habitan en las cinco regiones que concentran el 90% de la población mapuche. Estas encuestas son representativas de la mayoría de la población mapuche y por eso nos permiten elaborar un panorama más general que las miradas particulares que subyacen a los esfuerzos cualitativos previos. Estas encuestas se realizaron en 2006 y 2016. A partir de este esfuerzo, junto a Isabel Aninat y Verónica Figueroa Huencho, coeditamos El pueblo mapuche en el siglo XXI: Propuestas para un nuevo entendimiento entre culturas en Chile, libro que reúne reflexiones de investigadores mapuches y no-mapuches a partir de los datos arrojados en esas investigaciones.

    ¿Por qué usar datos? Porque esto permite combatir las distorsiones en opiniones que surgen de la homofilia, que es la tendencia de las personas a relacionarse con otras similares a sí mismas. Por esa razón, una creencia que se asume como verdadera recibe constantes refuerzos por medio de la redundancia de la información que circula a través del grupo social al que se pertenece. Los especialistas y tomadores de decisiones no son ajenos a esta tendencia. Como documenta Hans Rosling en su libro Factfulness: Ten Reasons We’re Wrong About the World − and Why Things Are Better Than You Think, los especialistas en diversas disciplinas tienen visiones muy distorsionadas de la situación económica y social del mundo. El autor sostiene que estos sesgos se pueden superar observando el mundo a través de los datos. Yo adhiero a esa visión.

    Según el Censo de 2017, cuyos datos estuvieron disponibles después de la publicación del libro El pueblo mapuche en el siglo XXI, 9,9% de la población efectivamente censada se identifica como mapuche, 2,3 puntos porcentuales más que en 2015 y 3,9 puntos porcentuales más que en 2009, según estimaciones provenientes de la encuesta Casen. Por lo tanto, una primera observación relevante es que la cantidad de personas que se identifica como mapuche ha crecido con el paso del tiempo.

    ¿Dónde suelen residir? Según el mismo Censo, la Región Metropolitana es la que concentra más población mapuche a nivel nacional, con un 35% del total, una cifra muy superior a los que viven en La Araucanía, donde a menudo se asume que vive la mayoría, pese a que concentra el 18% de los mapuches del país. La concentración en las urbes es parte de una tendencia de larga data: tiene su origen en las migraciones producidas desde mediados del siglo XX y continúa hasta el día de hoy. Según las cifras de la Casen, alrededor de 1,3 millones de personas mapuches se localizan en zonas urbanas en 2020, 369 mil más que en 2015 y cerca de 769 mil más de las que había en 2009. En contraste, los mapuches que viven en áreas rurales llegaron a 373 mil personas en 2020, según la misma encuesta, 32 mil menos que en 2015.

    Mientras más personas no-mapuches hay en las redes personales de los mapuches, menor es la discriminación que los mapuches han experimentado y percibido, hay mayor disposición a identificarse como mapuches, y crece la preferencia por más integración de las comunidades mapuches al resto del país en vez de su autonomía. Sin duda, es un hallazgo incómodo para quienes postulan la autonomía como solución al conflicto.

    Walter Imilan, uno de los autores invitados en el libro, plantea que existe “una suerte de dualidad” entre los mapuches migrantes, toda vez que viven en la ciudad, pero sienten nostalgia de su comunidad de origen. Más aún, el 76,5% de los mapuches entrevistados por el CEP en 2016 expresó que la vida en la ciudad es un obstáculo para la reproducción de la cultura y del “ser mapuche”. Sin embargo, han surgido iniciativas que están cambiando ese panorama. Por ejemplo, Imilan documenta la existencia de comités de vivienda en la Región Metropolitana integrados por mapuches, con el fin de apoyar la asignación de subsidios habitacionales para ellos y también participar del diseño de soluciones habitacionales con pertenencia cultural, de modo que la construcción de los nuevos conjuntos de viviendas no sea una barrera para la reproducción de su cultura.

    Un aspecto clave para mantener viva la cultura mapuche es conservar y extender la práctica de su lengua, el mapuzugun. Sin embargo, el porcentaje de personas que reporta hablarla —independiente de si es mejor, igual o peor que el castellano— descendió desde 24% a 15% en solo una década, entre 2006 y 2016. En este ámbito, también hay diferencias por lugar de asentamiento: en 2016, apenas un 8% de los mapuches que viven en zonas urbanas habla el mapuzugun con algún grado de competencia, en contraste con un 33% en las áreas rurales. Más aún, entre aquellos mapuches con algún conocimiento del mapuzugun, su utilización es esporádica, incluso en asentamientos rurales. Por último, tanto en 2006 como en 2016, los pocos mapuches que reportaron saber algo de mapuzugun no usaron esta lengua para comunicarse con los niños pequeños, lo que evidentemente debilita la transmisión intergeneracional del conocimiento de esta lengua y, con ello, la conservación de la cultura mapuche.

    Por otro lado, tanto las interacciones entre mapuches y no-mapuches, como sus percepciones y actitudes están condicionadas por el lugar de asentamiento, ya sea si es urbano o rural. En efecto, las redes personales de mapuches y no-mapuches, que surgen a partir de la conversación de asuntos importantes de la vida cotidiana, son muy similares en zonas urbanas. Las redes en esas zonas tienden a tener menos integrantes, con menos presencia de familiares y de mapuches, en comparación con lo observado en asentamientos rurales. Esto es reflejo de la segregación espacial que deriva del proceso migratorio hacia las periferias de los grandes asentamientos urbanos.

    Asociado a lo anterior, surge una observación adicional muy relevante para el debate constitucional. Mientras más personas no-mapuches hay en las redes personales de los mapuches, menor es la discriminación que los mapuches han experimentado y percibido, hay mayor disposición a identificarse como mapuches, y crece la preferencia por más integración de las comunidades mapuches al resto del país en vez de su autonomía. Sin duda, es un hallazgo incómodo para quienes postulan la autonomía como solución al conflicto de ciertas organizaciones mapuches con el Estado chileno y la creación de enclaves que, eventualmente, podrían dificultar las interacciones entre mapuches y no-mapuches y, así, la aparición de las percepciones y actitudes positivas que derivan de ellas.

    Pese a que la situación económica de Chile ha experimentado un importante deterioro producto de la pandemia —al punto de que la recesión económica vivida en 2020 fue la más profunda de los últimos 40 años— y sus efectos colaterales han afectado a toda la población, a los mapuches les llegó con más fuerza. De hecho, en 2015, los mapuches percibieron ingresos ocupacionales de 330 mil pesos en promedio, cerca de 140 mil pesos menos que los no-mapuches. En 2020, según las cifras de la Casen, los ingresos ocupacionales promedio de los mapuches ascendieron a 430 mil pesos, cerca de 213 mil pesos menos que el ingreso promedio de los no-mapuches. Es decir, la situación económica de los mapuches se ha deteriorado en relación con los no-mapuches en el último lustro. Esta situación es particularmente dramática en la Región de La Araucanía, donde los datos de 2020 indican que alrededor de un cuarto de los mapuches que ahí habitan están en situación de pobreza o indigencia. Pese a estas alarmantes cifras, la situación es mejor que en 2015, ya que esa cifra ascendía a un tercio. Más aún, las brechas en pobreza e indigencia entre mapuches y no-mapuches son más pequeñas en 2020 que en 2015 (2,9 y casi cero puntos porcentuales mayor, respectivamente).

    Tal como en 2015, la mayor parte de las diferencias de ingreso entre mapuches y no-mapuches en 2020 se explica por variables tales como educación, horas trabajadas y efectos de rama u oficio. Especialmente relevantes siguen siendo las brechas en educación existentes entre mapuches y no-mapuches, pese a que en cinco años se redujo. Por ejemplo, la brecha en el porcentaje de mapuches sin educación formal disminuyó de 3,2 puntos porcentuales en 2015 a 2,4 en 2020. Al mismo tiempo, el porcentaje de mapuches con estudios superiores aumentó de 9,6% en 2011 a 14% en 2015 y a 18% en 2020. En esta perspectiva, es posible que la reducción en la pobreza e indigencia se deba a mejoras en el logro educacional de los mapuches, lo que sugiere que las brechas de ingreso podrían seguir reduciéndose si las soluciones se enfocan en disminuir la persistente brecha educacional entre los mapuches y los no-mapuches.

    La situación económica de los mapuches se ha deteriorado en relación con los no-mapuches en el último lustro. Esta situación es particularmente dramática en la Región de La Araucanía, donde los datos de 2020 indican que alrededor de un cuarto de los mapuches que ahí habitan están en situación de pobreza o indigencia.

    Quizás el deterioro más importante entre 2017 y el presente es la relación de los mapuches con el Estado. Si analizamos la confianza que la población mapuche deposita en las instituciones, observamos que hasta hace no demasiado tiempo, Carabineros y las Fuerzas Armadas eran las instituciones en que los mapuches más confiaban, pese a que la confianza en ambas cayó entre 2006 y 2016, principalmente en las zonas rurales. En tanto, la confianza de los mapuches en el Congreso y los partidos no presentó variaciones en el mismo lapso, precisamente, porque ya era muy baja en 2006. Entre las instituciones encargadas de la justicia, la confianza de los mapuches que viven en zonas rurales en el Ministerio Público y en los Tribunales de Justicia cayó entre 2006 y 2016, alcanzando los mismos niveles de confianza de sus pares en las zonas urbanas.

    Entre 2017 y el presente hubo casos de corrupción (“Pacogate”) y montajes (“Operación Huracán”) que afectaron a Carabineros. Y especialmente relevante es el caso de Camilo Catrillanca, cuyo homicidio ocurrió en Temucuicui el 14 de noviembre de 2018. Estos hechos minaron la confianza y legitimidad de Carabineros. Más aún, al año siguiente, la confianza y legitimidad policial volvió a sufrir otro golpe tras el estallido social y los violentos enfrentamientos entre Carabineros y manifestantes, que derivaron, en algunos casos, en investigaciones por vulneraciones a los derechos humanos por parte de Carabineros. Mónica Gerber y sus colaboradores han investigado las relaciones entre los mapuches y Carabineros. Entre sus hallazgos, publicados en 2018, destaco el siguiente: mientras más legítima sea la percepción asociada a Carabineros, más probable es que los mapuches justifiquen el uso de la violencia para el control de las manifestaciones por parte de Carabineros, y menos probable es que justifiquen el uso de la violencia para la restitución de tierras por parte de activistas mapuches.

    En esta perspectiva, creo posible que parte del recrudecimiento de la violencia en la macrozona sur tiene que ver con una creciente desconfianza y menor percepción de legitimidad del actuar de Carabineros tras los eventos descritos y también con la todavía precaria situación económica de los mapuches, particularmente en la Región de La Araucanía. De este modo, la seguridad material de la macrozona sur está severamente afectada. Como la seguridad material está en la base del resto de las necesidades, las soluciones apremian.

    En respuesta al estallido social, las élites políticas decidieron iniciar el proceso de redacción de una nueva Constitución, que fue ratificado en el plebiscito realizado en octubre de 2020, muy relevante para toda la población, pero en especial para los grupos indígenas. La redacción del texto estuvo a cargo de una Convención que contó con escaños reservados para pueblos originarios, 17 de los 155, en distritos que tienen una alta proporción de población indígena mayor de 18 años. De esos 17 escaños, siete estaban reservados a quienes se identifican como mapuches. La Convención aprobó artículos orientados a convertir a Chile en un “Estado plurinacional”, concepto que, como escribe Javier Couso en una edición pasada de esta revista, aparece como ajeno a la cotidianidad del votante medio. Está por verse si la propuesta se aprobará o rechazará y si, en caso de aprobarse, esta propuesta dará un nuevo impulso a la reivindicación de tierras o del territorio ancestral —que en las encuestas CEP de 2006 y 2016 aparece como el tema más prioritario para los mapuches— y al reconocimiento institucional que tanto anhelan. También está por verse si a partir de tal impulso la relación con el Estado y la seguridad material mejoran, y si produce más integración y no más segregación de la población mapuche.

    En paralelo, la sociedad mapuche contemporánea avanza hacia mayor interculturalidad. Según las cifras de la encuesta CEP en 2016, 96,7% de los mapuches localizados en las urbes reportó que “casarse o formar familia entre mapuches” no era central para la mantención de la cultura. Más aún, esta encuesta muestra actitudes mayoritariamente positivas al origen no-mapuche de un eventual cónyuge de la hija(o) o hermana(o) de un encuestado mapuche. Estas actitudes revelan una apertura generalizada en cuanto a la conformación de relaciones de parentesco con personas no-mapuches que, a mi juicio, constituyen la base de la sociedad mapuche contemporánea. Esta profundización de las relaciones interculturales, en mi opinión, es una señal de integración respetuosa de la diversidad, no de asimilación, que puede derivar en menores prejuicios y discriminación, como describí más arriba.

    Sin ser exhaustivo, he querido dar cuenta de los cambios a la situación de los mapuches durante el último lustro. Pese a la existencia de ciertas mejoras, como las brechas más pequeñas en educación, pobreza e indigencia, y a la creciente interculturalidad de las relaciones sociales, la situación de los mapuches presenta un dramático deterioro en aspectos económicos, políticos, culturales y de seguridad, reflejo de la profundización de tendencias de larga data. Como los problemas tienen múltiples dimensiones, las soluciones requieren de una mirada sistémica por parte de los tomadores de decisiones. Soluciones aisladas que aborden una dimensión, en desmedro de las otras, solo contribuirán a la frustración, una más en la historia de los mapuches.

     

    Fotografía de portada: Cristóbal Olivares.

  331. Los desafíos para vía política-democrática mapuche

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    El 4 de julio de 2021, cuando Elisa Loncon pronunciaba su recordado discurso como presidenta de la Convención Constitucional, algo nuevo emergía en el debate político y cultural del país. Probablemente, nunca la esperanza y los nuevos tiempos habían estado cristalizados en el cuerpo y en la voz de una mujer mapuche. En los imaginarios más extendidos de nuestra sociedad, el futuro —que de algún modo es el tiempo de la política— no guardaba ninguna relación con la vida y las reflexiones de los pueblos indígenas. Por el contrario, lo indio en la ensoñación eurocéntrica del país había tenido significaciones más cercanas a lo pretérito, a lo petrificado, a lo inmóvil en el tiempo; lo indígena, en general, era materia de museos/mausoleos y no un lugar para imaginar futuros comunes. Así, qué duda cabe, ese día algo se removió en nuestro país, un remezón que puede ser leído desde múltiples lugares, pero que hace imposible no reconocer que los pueblos indígenas tienen y tendrán un papel innegable en los debates políticos del Chile del siglo XXI.

    La Convención Constitucional fue un fenómeno político de envergadura, la expresión de una serie de trayectorias organizativas y reflexivas que habían estado obnubiladas de la vida política desde la transición. En este sentido, la Convención no solo fue un lugar donde se expresó como nunca lo deliberativo en Chile, siendo probablemente la institución más diversa y democrática de nuestra historia, sino que además prefiguró un nuevo mapa de actores en la política local y diseñó las posibles tensiones de las renovadas correlaciones de fuerza de los próximos años, si no décadas. Y, claro, entre esas emergencias para comprender el nuevo momento político del país, sin duda la existencia de voces mapuche que repercuten a nivel nacional es imprescindible.

    Si bien la vía política-democrática mapuche (como la inscribe Fernando Pairican en su último libro) tiene una larga trayectoria, es innegable que su capacidad de influencia en el debate público se encuentra en un lugar nunca antes ocupado. Podríamos retroceder hasta 1910 y el nacimiento de la Sociedad Caupolicán, que incluso logró durante las siguientes décadas obtener sitios en la Cámara de Diputados; o retrotraernos a los años 50, cuando Venancio Coñuepán, líder de la Corporación Araucana, fue designado ministro de Tierra y Colonización durante el segundo gobierno de Ibáñez del Campo. Hasta podríamos observar los intentos de construir referentes políticos durante la transición democrática, en las postrimerías del siglo XX, bajo referentes como Aucán Huilcamán o Santos Millao, pero en ninguna de estas coyunturas veríamos tanta capacidad de influir en la conversación política y cultural del país, mucho menos en instigar reformulaciones político-institucionales tan trascendentales como las dibujadas en la propuesta de la nueva Constitución.

    Este escenario de influencias tuvo su epítome, como decía, en la presidencia de Elisa Loncon de la Convención Constitucional, pero es ampliada y profundizada cuando reconocemos que figuras como las de Rosa Catrileo y Adolfo Millabur fueron cruciales en la composición arquitectónica del texto constitucional, coordinando dos comisiones centrales de la Convención: sistema político y forma de Estado.

    Es vital que durante las próximas elecciones consoliden y expandan su capacidad de constituirse en actores y actrices ineludibles del sistema político. Esto, en principio, tiene relación directa con un tema cuantitativo: será la cantidad de votos que en un futuro logren lo que asegurará o no su capacidad de seguir influenciando el debate y las políticas públicas.

    Lo interesante del fenómeno es que las trayectorias de estos convencionales, y ni hablar de Natividad Llanquileo o de la Machi Francisca Linconao, provienen de alguno de los diversos itinerarios autonómicos del movimiento político mapuche, ya sea de la lucha por la lengua o la recuperación territorial, de las alcaldías mapuche o de la defensa contra el extractivismo. De este modo, es factible reconstruir los múltiples cauces del quehacer organizativo de un pueblo siguiendo los recorridos políticos de los convencionales mapuche. Y esto no es baladí: de la elección para escaños reservados participaron figuras mapuche de derecha y de la vieja guardia de la Concertación, pero ninguno de ellos logró obtener un cupo, lo que da cuenta de la consolidación de la vía política-democrática mapuche hacia la autodeterminación y la plurinacionalidad.

    De similares trayectorias proviene una serie de seremis del actual gobierno de Gabriel Boric en la Región de La Araucanía. Figuras como Andrés Cuyul, actual seremi de Salud; Jeannette Paillan, de Cultura, o Héctor Cumilaf, de Agricultura (quien asumió luego del triste fallecimiento de Gustavo Quilaqueo), junto con Luis Penchuleo en la dirección de Conadi, dan cuenta de la llegada del quehacer político mapuche a la administración del Estado. Todos ellos provienen del movimiento autonómico mapuche, participando en organizaciones e instancias comunitarias, incluso algunos de ellos militantes del Partido Wallmapuwen, un intento por cristalizar la vía política-democrática mapuche en un instrumento para la disputa democrática e institucional.

    Estos itinerarios autonómicos son diversos, tienen una historia intelectual y organizativa muy rica, en parte rescatada en libros como ¡Aquí estamos todavía!, del antropólogo Enrique Antileo, o Intelectuales indígenas en Ecuador, Bolivia y Chile, de la historiadora Claudia Zapata, y que hoy encuentran cauces para lograr incidir en la construcción de un país plurinacional que avanza hacia una democratización de las tomas de decisiones bajo nuevas modalidades de organizar el poder, caminando hacia una descentralización política que tiene una traducción mapuche sobre la base de los derechos colectivos y la autonomía.

    Una de las riquezas de este sector político mapuche es que, si bien edifican sus quehaceres desde fuertes nociones teóricas, amparadas en el derecho internacional y dibujadas por largas décadas de debate interno, en general no constituyen sus prácticas desde fundamentalismos étnicos e ideológicos, sino desde la idea de nación mapuche como un constructo en desarrollo, un horizonte de realización política, más que una realidad acabada y esencial. La posibilidad autonómica está allí para edificarla sobre una responsabilidad fraguada en una lectura de correlaciones de fuerza, y no como arrojo voluntarioso. Es decir, como reflexiona Martín Llancaman en su reciente tesis de magíster en filosofía política, la vía plurinacional —como él la denomina— tiene una clara vocación de disputa del poder político, y por ello están dispuestos a dialogar e intentar construir mayorías.

    Este último punto es probablemente uno de los desafíos más importantes de este sector político mapuche, es vital que durante las próximas elecciones consoliden y expandan su capacidad de constituirse en actores y actrices ineludibles del sistema político. Esto, en principio, tiene relación directa con un tema cuantitativo: será la cantidad de votos que en un futuro logren lo que asegurará o no su capacidad de seguir influenciando el debate y las políticas públicas. De ganar el Apruebo, la transformación del Estado en clave plurinacional necesitará del poder político mapuche para su afianzamiento. Ahora, los números si bien son esenciales, no son la única herramienta para que este sector continúe su consolidación política.

    Cuando los debates internos se tornan identitarios, la capacidad de crecimiento orgánico se vuelve dificultosa, comienzan a emerger preguntas en torno a quienes sí y quienes no pueden ser parte de estas instancias organizativas, y la respuesta, cuando es de carácter étnico, suele reducirse a esencias muy poco productivas para la voluntad de ensanchar influencias.

    Es vital, imperioso de algún modo, que la vía plurinacional construya uno o varios instrumentos de disputa política e institucional. Por supuesto, hay intentos y orgánicas con cierta capacidad. Interesantes proyectos son el Partido Wallmapuwen o la articulación comunitaria e interregional denominada Identidad Territorial Lafkenche, dos ejemplos que pueden seguir madurando y expandiendo su capacidad de influencia política. La consolidación de estas orgánicas, lo cual depende de una serie de factores entre comunitarios, políticos y electorales, es fundamental para expandir la capacidad de incidencia mapuche en la transformación democratizadora que actualmente vive el país.

    Estas plataformas políticas, por cierto, atraviesan dos grandes dificultades conceptuales para su consolidación. Por una parte, cuando los debates internos se tornan identitarios, la capacidad de crecimiento orgánico se vuelve dificultosa, comienzan a emerger preguntas en torno a quienes sí y quienes no pueden ser parte de estas instancias organizativas, y la respuesta, cuando es de carácter étnico, suele reducirse a esencias muy poco productivas para la voluntad de ensanchar influencias. Por ello es necesario, tal como reflexionaba en 1986 la Organización Nacional Mapuche Nehuen Mapu, construir instrumentos políticos con fines estratégicos comunes y aunados por quehaceres tácticos dúctiles, propios de la vida democrática, pero que no encierren el debate en un cúmulo de esencias identitarias, sino que promuevan en la interna la sana diversidad de corrientes reflexivas. Esto, sobre todo, reconociendo la pluralidad interna mapuche, que es un pie forzado para pensar cualquier tipo de agrupamiento político que aspire a edificarse en una participación más allá de la reducción. Afortunadamente, la vía política-democrática mapuche se encuentra constituida en general por referentes que conciben una idea de nación mapuche más como horizonte que como esencia dada, lo que facilitaría cualquier debate interno sobre el nosotros.

    Por otro lado, aunque aunado con lo anterior, cualquier organización mapuche que promueva la convivencia democrática debe reconocer una realidad concreta ineludible: habitamos sociedades interculturales, de convivencias recíprocas, aunque desiguales, con la sociedad “mayoritaria”, lo que implica pensar de qué modo edificar orgánicas que, en tanto promotoras de autonomías y diálogos plurinacionales —que ya han quedado establecidas en la propuesta de nueva Constitución—, logren consolidar en la interna espacios dialógicos haciéndose una pregunta teórica crucial: ¿Construimos instrumentos políticos mapuche para defender lo particular o para disputar y ampliar lo universal?

    Sin duda, mi postura abraza esta segunda concepción, tanto porque creo que es factible promover diálogos de saberes interculturales, como porque tácticamente considero que una sociedad plural está mejor preparada para reconocer los derechos colectivos de los pueblos indígenas. Este horizonte, que ya está inscrito en la propuesta constitucional, debe ser un elemento importante en cualquier construcción orgánica de la vía política-democrática mapuche.

    Un tema que será ineludible para la vía política-democrática mapuche será establecer diálogos y distancias con la vía política-rupturista hacia la libre determinación. Es un hecho que hoy, más que antes de la Convención Constitucional, existe una disputa por la narrativa del movimiento mapuche, una disputa por cómo conducir los caminos hacia los horizontes políticos comunes.

    Otro elemento básico para la consolidación del sector es el afianzamiento del vínculo con los procesos organizativos territoriales ya existentes al interior del mundo mapuche, tanto en el campo como en la ciudad. Algunos referentes políticos ya gozan de esas articulaciones, pero dados los modelos tradicionales de organización interna, este elemento nunca puede quedar fuera de la ecuación. Asimismo, es fundamental la existencia de un sector que contribuya activamente a la discusión por los sentidos comunes, donde participen escritores, artistas y activistas mapuche de toda índole, y que entre sus quehaceres logren permanentemente poner sus ideas en circulación pública, participar incansablemente del debate común. Esto, al igual que lo anterior, también ya se desarrolla con figuras tan prominentes a nivel nacional e internacional como Elicura Chihuailaf, Sebastián Calfuqueo o Claudia Huaiquimilla, entre muchos otros y otras, configurando una escena cultural mapuche en vías de consolidación. En este sector cultural, por supuesto, también participan diversos académicos y académicas mapuche que han logrado sortear un mundo universitario de profundas segregaciones y han conseguido insertarse, no sin dificultades, en distintas universidades del país. Cada uno de estos logros, que parecen individuales, consolida también el camino político mapuche hacia la conquista de derechos colectivos.

    Por supuesto, un tema que será ineludible para la vía política-democrática mapuche será establecer diálogos y distancias con la vía política-rupturista hacia la libre determinación. Es un hecho que hoy, más que antes de la Convención Constitucional, existe una disputa por la narrativa del movimiento mapuche, una disputa por cómo conducir los caminos hacia los horizontes políticos comunes. Después de 1997 y la primera quema de camiones en Lumaco, el sector que había ganado la hegemonía discursiva del movimiento fue el de los rupturistas; hoy ese relato se encuentra en disputa, como se ha hecho ver precisamente cuando en sus declaraciones la vía política-rupturista se desplaza del proceso constituyente, incluso viajando hasta Santiago para criticar a los convencionales mapuche fuera del ex Congreso Nacional.

    En torno a este punto es importante considerar dos elementos. En primer lugar, es deseable que la discusión sobre las vías mapuche se dé en un plano de disputas políticas, sin acusaciones de lado y lado bajo visiones esencialistas, buscando algo así como los verdaderos defensores de un pueblo, mientras que los otros serían traidores o yanakonas. Ambas vías son expresiones del pueblo mapuche, con profundas diferencias tácticas, pero con muchas similitudes estratégicas. Elevar la discusión, más allá del “yanakonismo”, es vital para afianzar los derechos colectivos del pueblo mapuche. En segundo lugar, debe quedar grabado con fuego en las dirigencias y colectividades de la vía política-democrática mapuche que no son los responsables de solucionar el conflicto histórico entre el Estado y la nación mapuche, no pueden quedar en medio de la vía política-rupturista y las fuerzas estatales, su rol no es mediar sino contribuir en los caminos de solución, porque finalmente es el Estado de Chile quien tiene que buscar soluciones al problema que originó durante la segunda mitad del siglo XIX.

    Por último, señalar que el escenario actual es muy propicio para la vía política-democrática del movimiento mapuche: su novedad en la discusión pública, el desgaste de la vía política-rupturista luego de décadas de disputas internas y desprendimientos, la notoriedad que han alcanzado determinados liderazgos políticos mapuche, además de la redacción de una nueva Constitución que abre espacios indesmentibles para la conquista de derechos indígenas, configuran un escenario de posibles crecimientos para la vía política-democrática. Por supuesto, todo esto se vería todavía más afianzado si ganara el Apruebo (este texto lo termino de escribir a principios de agosto), no así de ganar el Rechazo, que daría un punto político a los sectores rupturistas, quienes sostienen la poca posibilidad de avanzar en Chile por caminos democráticos e institucionales en la solución de una conflictividad centenaria (esto no quiere decir, por supuesto, que la insurgencia mapuche haya animado el Rechazo, más bien ellos han declarado que el proceso constituyente en su conjunto los tiene sin cuidado, aunque sin duda el resultado del 4 de septiembre tendrá efectos para todas las fuerzas políticas existentes).

    Como sea, lo vital será la voluntad o no de transformar el actual momento de oportunidades en capacidad política organizada. Hoy existen liderazgos y colectividades, además del esbozo de un programa político común, que pueden convocar diversas voluntades para afianzar instrumentos de organización política. Está en sus manos dar aquel paso decisivo.

  332. La génesis de un conflicto

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    La situación de La Araucanía se ha tornado cada vez más grave. Al viejo conflicto que instaló el Estado en el siglo XIX con el Pueblo Mapuche, se han sumado los generados por el robo de maderas y el narcotráfico. Pareciera que todos se potencian para que un territorio dotado de valiosos recursos sea identificado como una zona en la cual ningún gobierno ha logrado generar las condiciones para que su población, sobre todo rural, pueda vivir con tranquilidad. Sin embargo, conviene no confundirse. Tanto el robo de maderas como la violencia provocada por el narcotráfico son hechos delictuales que deben combatir la policía y los organismos judiciales, cuyo origen se puede vincular a un sistema en el cual se perdieron viejos valores en lo que Zygmunt Bauman llama la “modernidad líquida”. El otro conflicto, el del Estado con el Pueblo Mapuche, es de naturaleza distinta, sus raíces arrancan de la forma como la clase política que manejó el Estado decidió invadir este territorio hace 170 años, provocando heridas que aún supuran.

    ¿Por dónde empezar?

    El desafío no es menor. Se trata de encontrar el punto de partida de una historia, más de sombras que de luces, que derivó en el conflicto Estado-Pueblo Mapuche que hoy afecta a la región, agravado por la decisión del Estado de enfrentarlo militarizando la zona y la respuesta de la Coordinadora Arauco Malleco y las Organizaciones de Resistencia Territorial de enfrentar esta decisión con su propia violencia.

    Voy a partir por lo que he venido señalando desde hace varios años en libros y artículos, en los cuales asocio el origen del actual conflicto a una crisis económica, la de 1857, que colocó al país en un trance muy difícil, debido al cierre de los mercados de California y Australia al trigo y harina, junto con la brusca caída de la producción de plata en el norte. La crisis obligó a la clase política a debatir sobre cómo enfrentarla y qué decisión tomar para evitar que en el futuro se repitiera una situación tan delicada.

    Artículos de prensa y ensayos escritos por economistas y miembros de la élite instalada en el poder plantearon dos alternativas. La primera consistía en enfrentar la crisis como un episodio coyuntural, que se resolvería una vez que los mercados internacionales se recuperaran; la segunda sugirió medidas más radicales, que pusieran término a la excesiva dependencia de las exportaciones de materias primas. Quienes optaron por la primera alternativa recomendaron mantener el modelo exportador, corrigiendo algunos errores cometidos en el pasado; quienes optaron por la segunda, plantearon la necesidad de introducir transformaciones más profundas, destinadas a potenciar el mercado interior e iniciar un proceso de modernización e industrialización. Se trataba de una vieja disputa entre los sectores más conservadores y un sector de la élite que pretendía avanzar hacia un capitalismo más propio del siglo XIX.

    Asocio el origen del actual conflicto a una crisis económica, la de 1857, que colocó al país en un trance muy difícil, debido al cierre de los mercados de California y Australia al trigo y harina, junto con la brusca caída de la producción de plata en el norte. La crisis obligó a la clase política a debatir sobre cómo enfrentarla y qué decisión tomar para evitar que en el futuro se repitiera una situación tan delicada.

    La disputa se inclinó hacia los primeros. Por lo tanto, solo se debían corregir los errores del pasado que derivaron en la crisis de aquellos años. Y no tardaron en descubrir uno que selló la suerte del Pueblo Mapuche. Un columnista de El Mercurio de Valparaíso lo señaló con toda claridad en una crónica publicada el 24 de mayo de 1859. El porvenir de Chile se encuentra, sin dudarlo —señaló el columnista—, en el sur; en el norte solo hay áridos desiertos que descubrimientos fortuitos de ricos minerales nos hicieron creer que en esos territorios estaba el futuro de Chile. La crisis permitió descubrir que las tierras abandonadas del sur garantizaban el porvenir. Era, entonces, “natural que las miradas de la previsión se dirijan hacia esa parte, la más rica y extensa del territorio chileno”. Además, agregaron otros comentaristas, desde aquellas tierras podríamos conectarnos con el Atlántico a través de las rutas trazadas por los conchavadores mapuche, para reemplazar los mercados perdidos de California y Australia, por otros que no habíamos explorado.

    El problema era que esas tierras estaban pobladas por antiguos dueños, a los cuales en documentos anteriores las autoridades habían considerado como una nación que tenía derecho sobre ese territorio, como lo señaló, por ejemplo, Gaspar Marín, miembro del Congreso Constituyente que elaboró la Constitución de 1828. “Los araucanos i demás indíjenas —dijo el congresista en la sesión del 8 de junio de 1828—, se han reputado como naciones extranjeras; con ellos se han celebrado tratados de paz i otras estipulaciones y lo que es más, en los parlamentos se han fijado los límites de cada territorio, cosas que no se practican sino entre naciones distintas i reconocidas i no puedo comprender que al presente el Congreso se proponga darles leyes, no como a nación i si como a hombres reunidos, sin explorar su voluntad, sin preceder una convención i sin ser representados en la legislatura”.

    Para salvar esa dificultad, los partidarios de invadir La Araucanía recurrieron a un argumento que contribuyó a complicar la relación del Estado con el Pueblo Mapuche. Esa región, “parte más bella y fértil de nuestro territorio”, estaba habitada por un pueblo salvaje, animales de rapiña, “hordas de fieras que es urgente encadenar o destruir en el interés de la humanidad y en bien de la civilización”, según planteó el autor de una crónica aparecida en El Mercurio de Valparaíso, el 24 de mayo de 1859.

    En su versión más extrema maduró una política racista, conforme a los criterios del positivismo decimonónico que propuso el exterminio cultural y físico del mapuche. Lo denunció el propio comandante en jefe del Ejército del Sur, Cornelio Saavedra, en un informe que envió al ministro de Guerra, el 1 de junio de 1870, anticipando un conflicto que acompañaría a Chile hasta el día de hoy. Cito textual: “Como a los salvajes araucanos, por la calidad de los campos que dominan, se hallan lejos del alcance de nuestros soldados, no queda a estos otra acción que la peor y más repugnante que se emplea en esta guerra: es decir, quemar sus ranchos, tomarles sus familias, arrebatarles sus ganados y destruir en una palabra todo lo que se les pueda quitar. ¿Es posible acaso concluir con una guerra de esta manera, o reducir a los indios a una obediencia durable?”.

    A partir de ese momento el pueblo mapuche perdió su territorio, libertad y quedó expuesto a todo tipo de abusos por parte del Estado y los particulares que se apropiaron por medios fraudulentos de las pocas tierras que el Estado entregó a las comunidades, a través de los Títulos de Merced.

    No se puede desconocer que en la decisión del Estado de invadir La Araucanía incidieron otros factores: la penetración por la costa de Arauco tras la búsqueda de carbón para la minería del norte; la escasez de tierras en el Valle Central y la necesidad de disponer de una zona en la cual instalar a los colonos que Chile se propuso traer desde Europa. Sin embargo, en mi opinión, habría sido la crisis de 1857 la que aceleró el proceso y le dio el sello a las acciones que describe Cornelio Saavedra.

    Mañil y Kilapán resistieron con las armas la invasión a su territorio, pero fueron derrotados. El lunes 1 de enero de 1883, el coronel Gregorio Urrutia entraba victorioso a Villarrica, poniendo fin a la ocupación del Gulumapu. La tradición cuenta que Saturnino Epulef, uno de los lonko del lugar, lloró ese día de indignación e impotencia mientras Urrutia exhibía sus soldados en tono amenazante, señalando que su decisión no era pedir permiso para avanzar hacia la destruida ciudad, sino exigir que se sometieran a su orden.

    A partir de ese momento el pueblo mapuche perdió su territorio, libertad y quedó expuesto a todo tipo de abusos por parte del Estado y los particulares que se apropiaron por medios fraudulentos de las pocas tierras que el Estado entregó a las comunidades, a través de los Títulos de Merced. Las Memorias de los protectores de indígenas, publicadas recientemente por Jorge Pavez y Gertrudis Payas, dan cuenta de manera impactante cómo los grandes cosecheros de trigo, los grandes explotadores de madera y gente pudiente fueron corriendo los cercos y empobreciendo a las comunidades.

    “Lo que vais a leer son unas cuantas verdaderas bien amargas”, escribió Manuel Manquilef en 1915, en su libro Las tierras de Arauco, para continuar luego señalando que el Estado había convertido al mapuche en “pobres miserables, víctimas del gobierno [que] hoy eleva estatuas a esos conquistadores que, a fuerza de propagar vicios, le permitió quitar tierras, animales y, lo que es más, la vida de una nación”. La voz de Manuel Manquilef no fue la única que se escuchó por los campos de La Araucanía. Pascual Coña relató las amarguras de su vejez cuando terminó empobrecido por los abusos del invasor. Antes aun, en 1907 y 1913, otras más se unieron en el Trawun de Coz Coz y la Marcación de Painemal, respectivamente.

    Las Memorias de los protectores de indígenas, publicadas recientemente por Jorge Pavez y Gertrudis Payas, dan cuenta de manera impactante cómo los grandes cosecheros de trigo, los grandes explotadores de madera y gente pudiente fueron corriendo los cercos y empobreciendo a las comunidades.

    Por aquellos años se empezó a incubar el “ilkun” en las comunidades: la ira por las injusticias, abusos y discriminaciones. Una ira que derivó en la desconfianza que hoy impera en la región. Hubo algunos avances en el siglo XX; la política del diálogo y alianzas con autoridades de gobierno, encabezada por Manuel Aburto Panguilef y Venancio Coñuepán, permitieron la creación de la Dirección de Asuntos Indígenas (Dasin), a comienzos del segundo gobierno de Carlos Ibáñez del Campo; sin embargo, no fueron suficientes. Es más, por esos mismos años, una nueva amenaza emergió en el horizonte cuando se empezó a hablar de los “cordones suicidas” que rodeaban las ciudades, expresión estas de un progreso que no se podía extender hacia sus entornos por las comunidades que las cercaban como “cordones suicidas”. En los años siguientes, el complejo escenario político en las décadas del 60 y del 70 derivó en la corrida de cercos y la represión que recayó sobre numerosos dirigentes mapuche durante la dictadura. Fue esa represión la que generó un repliegue que se fue superando a partir de la creación de los centros culturales en plena dictadura, que dieron paso luego a otras organizaciones que tomaron la bandera de la lucha que iniciaron los lonko a fines del XIX y comienzos del XX.

    Numerosos jóvenes mapuche que llegaron a la universidad descubrieron una historia que el Estado ocultó. Eso fortaleció a las organizaciones emergentes. Al término de la dictadura, iniciativas como el Acuerdo de Nueva Imperial, firmado por el candidato Patricio Aylwin el 1 de diciembre de 1989, la creación de la Conadi, las propuestas de la Comisión Verdad y Nuevo Trato con los Pueblos Indígenas y la comisión designada por la presidenta Michelle Bachelet para abordar los conflictos en La Araucanía, no lograron resolver los conflictos. La paciencia de agrupaciones mapuche se agotó y la primera acción de la Coordinadora Arauco Malleco en Lumaco, el 1 de diciembre de 1997, fue seguida por otras acciones que convirtieron a la región en lo que la prensa llamó “Araucanía en llamas”.

    Lo más grave es que en los últimos años se sumaron a este conflicto otros dos: los generados por el robo de maderas y el narcotráfico, produciendo una situación extremamente difícil, que aún no se resuelve. La decisión del Estado de criminalizar y judicializar el conflicto con las organizaciones mapuche que radicalizaron sus acciones, sin asumir que es un conflicto político que debe tratarse como tal, ha hecho todavía más compleja una situación que ha provocado muertes de comuneros mapuche, propietarios de tierras y miembros de la policía. Tampoco ha dado resultados la instalación de estados de excepción, como lo demuestra el fiscal regional Roberto Garrido en la cuenta pública del año 2021, al señalar que la violencia rural había crecido un 36%, a pesar del estado de excepción instalado el 13 de octubre de ese año. Sobre lo mismo, insistió días más tarde la Multigremial de La Araucanía y diversos reportajes de El Diario Austral de Temuco.

    La CAM y las diferentes Organizaciones de Resistencia Territorial han declarado no renunciar a su estrategia para lograr la recuperación de sus tierras, su reconocimiento como pueblo-nación y el control territorial con la correspondiente autonomía para tomar ciertas decisiones, sin desconocer las facultades que debe conservar el Estado, haciendo infructuosas las decisiones del actual gobierno, encabezado por Gabriel Boric, de privilegiar el diálogo. Aunque las dificultades son enormes, no se debería renunciar a la posibilidad de abrir un cauce que dé paso a una alternativa distinta, que postergue la política militar impuesta por el Estado. Con las armas no se borra una memoria anclada en el trato que se dio al Pueblo Mapuche desde el siglo XIX hasta el día de hoy.

     

    Imagen de portada: El machi Jorge Quilaqueo, en una escena del documental Bajo sospecha (2022), de Daniel Díaz Oyarzún.

  333. Revisa los contenidos que trae revista Santiago 16

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    Personaje Isabelle Stengers: pensar y vivir juntos, por Álvaro Matus

     

    Las contiendas de la izquierda: desigualdad, crecimiento, identidades y cambio climático

    Ideas de la izquierda (o la lógica de los mundos posibles), por Patricio Tapia

    Enzo Traverso: “La izquierda abandonó la ambición de cambiar el mundo”, por Juan Paulo Iglesias

    Hacia un capitalismo “de bienestar”, por Paula Escobar Chavarría

    Izquierda mestiza, por Diana Aurenque Stephan

    La izquierda y la aceleración del tiempo histórico, por Carlos Peña

     

    Mirando dentro del Antropoceno, por Adam Frank

    Lagunas mentales Un arte milenario, por Manuel Vicuña

    La génesis de un conflicto, por Jorge Pinto Rodríguez

    Los desafíos para la vía política-democrática mapuche, por Claudio Alvarado Lincopi

    Estado, economía e interculturalidad: una mirada empírica a los mapuches hoy, por Ricardo González T.

    Hacia una conversación política entre pueblos, por Antonia Rivas Palma

    ¿Falsa plurinacionalidad?, por Joaquín Trujillo Silva

    Michel Foucault, más vivo que nunca, por Élisabeth Roudinesco

    Denis Diderot: atrapado en una filosofía del diablo, por Marcelo Somarriva

    Beatriz Sarlo: “Con Barthes aprendí que la relación con la escritura tiene que ser siempre una relación de extremo deseo”, por Yosa Vidal

    La voz nacional: cuando los canales se cortan, por Cynthia Rimsky

    Relecturas Tom Ripley: el deseo en pleno, por Paula Ilabaca

    Reír, por Vicente Undurraga

    ¿Doctor Amor o Doctor Dios?, por Lucy Sante

    Libros usados Traducciones perdidas, por Bruno Cuneo

    Las tres derivas, por Hernán Ronsino

    Celebraciones y rechazos: deconstruyendo al crítico, selección de Álvaro Matus

    Personajes secundarios Un hombre amarrado al cuerpo flotante de su mujer, por María José Viera-Gallo

    Eugenio Dittborn hilvana un libro, por Roberto Careaga C.

    Los desvíos subversivos de Kate Chopin, por Natacha Oyarzún

    Rey Mono, un clásico escondido en cajas chinas, por Valeria Tentoni

    Arquetipos de situación La Comunidad, por Milagros Abalo

    Donald Judd, lecciones de un canario, por José Domingo Martínez

    La arquitectura efímera, por Lucía Vodanovic

    Vidas paralelas Los eruditos sencillos: Juan Forn y Luis Chitarroni, por Federico Galende

     

    Críticas de libros y cine

    Libros

    ¿La rebeldía se volvió de derecha?, de Pablo Stefanoni, por Daniel Hopenhayn

    Rostros de una desaparecida, de Javier García Bustos, por Sebastián Duarte

    La ciudad invencible, de Fernanda Trías, por Alejandra Ochoa

    Los colores del adiós, de Bernhard Schlink, por Rodrigo Olavarría

    Cine

    La escalera, de Antonio Campos, por Pablo Riquelme

     

    Turismo accidental Devoción ciega, por Matías Celedón

     

     

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  334. Óscar Contardo: “Todos esos momentos donde era ineludible mostrar su fragilidad, Lemebel los evitaba”

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    Durante un año Pedro Lemebel fue el escritor de ficción más leído en el país. Ocurrió en 2001 al publicar Tengo miedo torero, la primera y única novela de toda su producción. La obra fue aplaudida y también criticada, pero llevó al autor a un espacio de notoriedad infrecuente para un artista en Chile, que lo tuvo incluso de invitado a un estelar de televisión. Era a todas luces un best seller improbable y, pese al interés que los medios prestaron en él, incómodo para el establishment.

    El éxito del libro alentó a Planeta, su editorial, a reeditar su primer volumen de crónicas, La esquina es mi corazón, a esa altura un título desaparecido hace tiempo de las librerías. A propósito de aquella publicación, el domingo 28 de octubre de 2001 El Mercurio tuvo a Lemebel como tema principal del suplemento Artes y Letras. La fotografía de la portada, como relata Óscar Contardo en su biografía del autor, Loca fuerte, lo mostraba “a torso desnudo, con un tocado de plumas, las piernas enfundadas en medias negras y un caimán disecado que pertenecía a Carmen Berenguer entre los brazos”. Era primera vez que ese medio cubría la obra de un autor chileno abiertamente homosexual y con un discurso político al respecto. Al recibir el diario ese domingo, cuenta Contardo, “sacó el suplemento, lo tomó como quien toma un pañuelo por una punta, miró la portada, lo elevó extendiendo el brazo y dijo ‘Por fin’, dejándolo caer al suelo”.

    ¿Cómo lidiaba Lemebel con la exposición mediática?
    Siempre repetía que nunca iba a ser cooptado, entonces él establecía un límite muy claro. Sí, yo estoy ahí, decía, en esta popularidad, en este momento de visibilidad piñufla, pero la fama no me sirve de mucho.

    Pero le gustaba ser reconocido, según cuenta en el libro.
    Sí, le gustaba, el acercamiento de la gente en la calle, que la gente lo saludara. Ir a la Vega y conversar con la gente, que lo miraran, que le sonrieran. Disfrutaba ser reconocido, ser apreciado, porque era también una manifestación de cariño. Mucha de la gente que se le acercaba quizás no había leído nada de él, pero como se movía a varias bandas —como voz política y en la radio, además de su trabajo como artista— llegaba a distintos públicos.

    Se convirtió en un símbolo.
    Sí, la gente lo asocia a una voz disidente. Y no solamente a una voz disidente, sino que a alguien que encarna una historia muy mayoritaria, que representa un mundo que es el que vive una gran mayoría de los chilenos. Si eso es lo loco de este país, que ese mundo no aparece contado en los medios, no aparece retratado y cuando aparece se le califica como marginal. Pero marginal debería ser lo minoritario. Y no es minoritario. Eso es lo que resuena con el estallido: todo eso que había sido retratado como marginal, minoritario, que vivía solo una parte, explota y aparece Lemebel de nuevo.

    Voz disidente

    Luego de la revuelta social de octubre de 2019 se volvió común ver la imagen del escritor pintada en muros y estampada en poleras. Cuatro años después de su muerte los chilenos salían en masa a manifestarse para expresar diversas disconformidades, muchas de las cuales Lemebel había dado cuenta ya en sus distintos libros. Un medio argentino incluso lo calificó como un autor clave para comprender el estallido social.

    “Lemebel —agrega Contardo— es un personaje muy atractivo y que encarna la disidencia. Fue un sujeto discrepante en un tiempo donde no se podía disentir, y no hablo solo de la dictadura, sino también de la transición, donde disentir estaba mal, porque lo que se establece es la idea de los consensos. Él rompía con eso”.

    Sintió especial orgullo por el reconocimiento que fue aparecer en el libro de Gerardo Mosquera Copiar el Edén, un libro sobre el arte contemporáneo en Chile que le dedica una cantidad de páginas importantes al trabajo de las Yeguas. Eso los instaló dentro de la historia del arte contemporáneo local, una cosa que Pedro, me parece, no se esperaba mucho.

    El escritor fue hasta tal punto un inconformista y una voz disidente que también manifestó sus recelos respecto de las nuevas agrupaciones LGBTIQ+, pese a ser un referente para estos jóvenes activistas y jugar un papel clave en el cambio cultural que impulsó la aparición de aquellas colectividades. En Loca fuerte, Contardo recuerda un episodio especialmente doloroso para el artista, que terminó profundizando sus cuestionamientos hacia esos grupos. En 2011, el Colectivo Universitario de Disidencia Sexual (CUDS) convocó a Lemebel como jurado en el festival de videoarte porno Dildo Roza. Sin embargo, el escritor terminaría retirándose de la actividad. El motivo fue que una de las obras en competencia, del artista Felipe Rivas, mostraba al propio realizador masturbándose hasta eyacular sobre un retrato de Salvador Allende. La decisión de Lemebel fue tomada por el grupo como un intento de censura y el día de la premiación se organizó un cortejo fúnebre en su nombre. “El postporno mató a Lemebel”, se leía en una corona de flores.

    “Esta generación que accede a un caudal teórico venido del norte, de otros mundos, a veces asimilado sin ningún colador, lo enjuicia. Le arman un funeral. Como diciendo: matamos al padre o a la madre. Justo en el momento en que fue diagnosticado de cáncer. Ese gesto demuestra una crueldad innecesaria que se contrapone al discurso crítico al neoliberalismo, porque finalmente esa crueldad es competencia”, opina Contardo.

    El episodio logró generar confusión y amigos de Lemebel comenzaron a recibir llamados de periodistas que habían escuchado el rumor de su muerte. Incluso una radio anunció su fallecimiento como un hecho a confirmar. El artista, según cuentan sus cercanos, quedó muy afectado.

    “Él había hecho todo ese tránsito intuitivamente, desde el adolescente que sale del block hasta el momento en que ya se instala como un artista reconocido. Intuitivamente, porque simplemente en Chile no había nada. No llegaba nada. No existían las referencias teóricas. No había posibilidad de que existieran. Todo era hostilidad”, responde el autor de Loca fuerte, en cuyo libro se rescata parte de una entrevista aparecida en The Clinic el 2014, donde Lemebel contrasta su activismo en dictadura con la realidad de las nuevas generaciones: “Ahora la diferencia es una marca, un look, una consigna trapera. Los distintos se parecen, el partido de los distintos tiene un uniforme que apesta (…). Me divierte y me provoca ternura escucharlas con esa seguridad que da la lectura de textos queer. Tener discurso da cierta seguridad, sin duda. En mi tiempo había que improvisar con la biografía malandra y con el devenir errático y, sin saberlo, no estábamos equivocadas”.

    Para Contardo la vida de Pedro Lemebel “expresa mucho de lo que ha sido la historia de Chile de la segunda mitad del siglo XX en adelante. Hay una historia social, hay una historia de los pobres, hay una historia intelectual también. A través de su historia escolar, por ejemplo, podemos asomarnos a la historia de la educación pública, es decir, a la creación en la segunda mitad del siglo XX de los liceos industriales, que era el destino que le esperaba a los hijos de trabajadores de la clase obrera, a los pobres, pero ese destino productivo nunca se cumplió totalmente, porque nunca hubo industria y después esto fue reemplazado por otro modelo económico a la larga. Toda su vida está cruzada por proyectos políticos que van a frustrarse, proyectos de desarrollo que van a estar frustrándose sucesivamente”.

    Lo anterior fue uno de los motivos por los que el autor de Siútico y Raro se interesó en escribir su biografía. Comenzando con el relato de cuando la revista Gatopardo le encargó realizar un perfil del escritor en 2007, para lo cual tuvo que acordar una serie de entrevistas con él, Contardo aborda de manera pormenorizada la vida del artista, volviendo a ratos a escenas que tuvieron lugar durante esos encuentros. El libro abarca su infancia en el Zanjón de la Aguada y San Miguel, sus años de estudiante de pedagogía en la Universidad de Chile, un período de su vida del que hasta ahora no se conocían detalles. También se refiere a su etapa como participante en diversos talleres literarios durante los 80 y a los agitados 90, cuando ganó notoriedad como escritor, activista y locutor radial, hasta sus últimos años en que padeció un cáncer a la laringe que terminaría quitándole la vida en 2015. Entre medio, se hace un repaso por buena parte de su obra, comprendiendo desde las acciones de arte realizadas por las Yeguas del Apocalipsis junto a Francisco Casas, sus performances en solitario y primeros cuentos, hasta la publicación de Tengo miedo torero y todos sus volúmenes de crónicas.

    El personaje suyo era alguien que venía a enrostrarle a otros ciertos temas, a demandar ciertas cosas. Todos esos momentos donde era ineludible mostrar su fragilidad, Lemebel los evitaba, o tal vez momentos donde definitivamente no lo pasó bien. Nunca habló de quiénes eran sus cercanos en la universidad. Rara vez hablaba, excepto cosas puntuales, de su época adolescente. No hubo personajes ahí.

    “Su vida está constantemente a contramano de lo que se espera de él. Él va viendo cómo llegar a lo que quiere, pero siempre por una vía alternativa”, dice Contardo. “Es alguien a quien se le cierran las puertas y esa es una experiencia habitual en Chile, habitual para la mayoría de los chilenos”.

    ¿Por qué la figura de la madre, como cuenta, es tan importante para él?
    La madre era la única persona que lo defendía del ataque constante del entorno, de los vecinitos del block, de los vecinos de la población, que lo molestaban todos los días. Pero la madre llegaba hasta ahí, porque había un mundo que era el de las escuelas y los liceos donde Pedro seguía siendo hostigado. La figura de la madre es la de la protectora a full. Es la heroína que lo viene a salvar, que enfrenta a quienes lo molestan y eso lo marcó mucho.

    ¿En algún momento encontró la comodidad en algún ambiente o círculo?
    Hubo momentos en que se sintió acogido y parte de algo. Un momento fue su llegada al centro y el breve período de la UNCTAD, donde se empezó a congregar la gente más joven, ahí llegaban los hippies, las locas, y en ese contexto se sintió parte de algo por primera vez. Podía loquear a gusto con otros pares. Después viene su exploración por el mundo de los talleres literarios en el que va armándose de un grupo. Creo que la amistad con Pancho Casas fue otro gran impulso para él. Fue como ese amigo que nunca tuvo de niño.

    Qué lugar ocupaban para él las Yeguas del Apocalipsis en el conjunto de su obra?
    Los consideraba unos años muy importantes y sintió especial orgullo por el reconocimiento que fue aparecer en el libro de Gerardo Mosquera Copiar el Edén, un libro sobre el arte contemporáneo en Chile que le dedica una cantidad de páginas importantes al trabajo de las Yeguas. Eso los instaló dentro de la historia del arte contemporáneo local, una cosa que Pedro, me parece, no se esperaba mucho. No es que no se tomara en serio, porque se tomaban en serio lo que hacían, a pesar de que podían ser efímeros, que no se preocuparon de los registros, pero él no esperaba un reconocimiento así, tan contundente. Tan importante como eso fue también cuando Pedro Montes monta la exposición con las fotografías que les había hecho Mario Vivado a los dos en la galería D21. Ese es otro punto donde retoma ese legado y lo ve como algo que estaba siendo valorado y que seguramente seguiría cobrando un valor futuro.

    Él encontró también en las Yeguas una manera para darse a conocer. Con sus primeros cuentos no le había ido muy bien, le preocupaba que ya no era tan joven y que eso podía condenarlo al anonimato.
    Sí, tenía también esa noción estratégica, parecía que no pero sí. Era consciente de cada paso, cada cosa, con quién se sacaba la foto, con quién no. Y sí, tenía esa ambición legítima de hacerse con un espacio para decir lo que tenía que decir, porque sabía que lo que tenía que decir no había sido dicho.

    Si bien fue muy abierto en su literatura, también evitaba ciertos temas.
    Evitaba constantemente mostrarse como víctima. El personaje suyo era alguien que venía a enrostrarle a otros ciertos temas, a demandar ciertas cosas. Todos esos momentos donde era ineludible mostrar su fragilidad, Lemebel los evitaba, o tal vez momentos donde definitivamente no lo pasó bien. Nunca habló de quiénes eran sus cercanos en la universidad. Rara vez hablaba, excepto cosas puntuales, de su época adolescente. No hubo personajes ahí. Él durante mucho tiempo fue alguien muy solitario. Por ejemplo, la idea de ser artista debe haber sido algo que mantenía muy íntimamente en secreto, tuvo que considerar que no valía la pena decírselo a alguien, sino hasta que encontró a gente con la que sí podía hablar de literatura. Y eso demoró.

     


    Loca fuerte, Óscar Contardo, Ediciones UDP, 2022, 277 páginas, $13.000.

  335. Godard, el “buen salvaje”

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    Filmaba cartas, rodaba sin guiones, decía que el cine era una cabeza haciendo muecas en una pantalla, escribió películas maoístas, pasó de planos y contra-planos, grababa en off su voz —grave, seca, cortante— de Gurú implacable, experimentó el video, rasgó los planos como si fueran trapos, resumió la historia del siglo XX en una película de varias horas que contenía un atlas de citas y gráficas, y terminó en el 3D, con un Adiós al lenguaje ganando en Cannes el premio de un jurado al que dejó pagando. Estaba más cómodo en su mecedora, con su habano de siempre colgándole de la boca y algún libro abierto con las gafas de gruesos cristales separando las hojas. Esto era en una comarca de Suiza (el mismo destino que el de Chaplin), donde la legalidad del suicidio asistido pone por el momento una única nota de vanguardismo en la desquiciada moral del planeta.

    Murió Godard, y solo de alguien como él agregaríamos que “de manera temprana, apenas a sus 91 años”. Siempre iba a ser temprano para que alguien como él muriera, y por eso es menos seguro que haya muerto de viejo que de cansado, en ese apartado refugio del cantón de Vaud en el cual, luciendo una última vez en calidad de acérrimo vanguardista, hizo de la muerte un trámite personal. Evidentemente se cerraron con ese trámite muchísimas décadas colectivas, un siglo de ideas revueltas con las que Godard se había acostumbrado a conversar empleando algunos arrebatos de marcialidad. Golpeaba la mesa, pateaba el tablero, cambiaba de conversación. Era su modo particular de concebir el cine, un arte de los desvíos en manos del más salvaje de los semiólogos. Allí están sus obras, su herencia: Sin aliento, Vivir su vida, Una mujer es una mujer, El desprecio, Masculino, femenino, Histoire(s) du cinéma, Elogio del amor, Film socialismo.

    La semiología suya era intuida y arrasadora, y si intranquilizaba al espectador era porque trataba su parte común como un involuntario testimonio de envejecimiento. De alguna manera, el envejecimiento era para él el estado de todas las épocas, la papilla en la que flotaban imágenes y películas a las que había que responder con recursos inmersos en una masa impenetrable de asociaciones y detalles extraídos con pinzas de una plaga de hechos.

    Entonces la espectadora (el espectador) recibía estas películas como un rudo masaje a la cabeza, hidras malditas y medusas difíciles de descifrar porque exhibían las anomalías de la vida colectiva y llamaban a deshacerse violentamente de un ojo anterior. ¿No era acaso este ojo anterior una vida cualquiera sumergida en la rutina costumbrista del cine de masas? Sí, lo era, pero también había en esto un acto marcial, dirigido como un zeppelín contra la industria como repudiable materia estancada o higiene de las demografías.

    En cambio que el cine fuera un lenguaje o una forma que piensa, como lo dijo mirando a los ojos a las mujeres que posaban para las pinturas de Manet (o sea, olvidando curiosamente a esas mujeres, que fueron nada menos que la chica de la Folies Bèrgere, la Olimpia, la pintora Berthe Morisot), suponía algo diferente, por ejemplo tomar la técnica como un paradójico impulso del pensamiento contra la industria para sacrificarla, a la vez, antes de verla cumplida como promesa. Este era su modo —también personal— de pensar la técnica —o sea, el cine: transformar con las manos del artesano la mesa de montaje, y hacerla de nuevo para que de sus combustiones no naciera ninguna ilusión. Así, la técnica quedaba convertida en la corriente del cine con la que se debía ensayar lo que no existía, aunque electrocutando a la vez lo que la misma técnica había posibilitado.

    Si para Hegel pensar ‘era herir un tiempo en reposo’ (se expresó así en su célebre Fenomenología), para Godard hacer cine era lacerar la superficie fútil en la que nadaban, cosificados, los trajines de un colectivo social. Debía haber algo debajo, abisales dispositivos a los que el cine, entendido como una lengua —y no ya como un arte—, podía poner a la luz apelando a una rebelión contra el método.

    Esto último le permitía hacer estallar los planos entre sí, mostrar los huecos del tiempo acudiendo a un choque subterráneo entre la aceleración y la lentitud, filmar el beso de los amantes al lado de un bombardeo y reunirlo todo en una misteriosa desconexión. El cine es el arte de las desconexiones que la forma dispersa pone a pensar en común, solo que este recurso no estaba en la técnica como tal, estaba en las viejas cinematecas donde un cinéfilo empedernido —como él— pesquisaba los restos invertebrados de la estructura del cine.

    Aquellos restos eran las delgadas lagunas que había dejado atrás, sin proponérselo, el manoseo de los códigos más previsibles de la pantalla, y era en esta condición de intocados residuos que podían equipararse a los tajos o las separaciones que Godard presentaba entre un cuerpo y un texto, entre la modulación filmada de una voz y el sonido de una palabra, entre una sensibilidad y una idea. No estamos seguros de que reposara en esta fórmula ninguna estética (eso Godard se lo hizo decir tempranamente a Forestier en un film primoroso: Le petit soldat), aunque sí la misma noción que él tenía de la ética.

    Ahora bien, ¿de qué ética se trataba? De una que fuera capaz de vaciar, auxiliada por un rapto de destrucción, la belleza prometida de cualquier filme. La ética era la estética que seguía al documento visual que sabía suprimir a tiempo la propia ilusión del presente. De modo que si para Hegel pensar “era herir un tiempo en reposo” (se expresó así en su célebre Fenomenología), para Godard hacer cine era lacerar la superficie fútil en la que nadaban, cosificados, los trajines de un colectivo social. Debía haber algo debajo, abisales dispositivos a los que el cine, entendido como una lengua —y no ya como un arte—, podía poner a la luz apelando a una rebelión contra el método.

    De esta rebelión era una pieza ineludible la íntima identificación entre el cine y la historia, la idea de que el cine ocurría en la historia en el mismo momento en que toda la historia ocurría en el cine. Lo había demostrado Bazin esgrimiendo que al final Hitler le había robado el bigote a Chaplin. Si cosas así admiten ser postuladas, entonces no es raro que Godard intentara, hasta el final, quitarle a la técnica su sátira de contemporaneidad para usarla en favor del cineasta eternamente experimental. Reposaba en esto su aire de “buen salvaje”, su primitivo estilo de condenador de la corrupción de los signos y los putrefactos transportes de la polución de las simbologías más pedregosas y cotidianas.

  336. Javier Marías por sí mismo

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    El pasado domingo 11 de septiembre, a causa de una neumonía, falleció a los 70 años el gran Javier Marías, el narrador que renovó la literatura española con esa prosa sinuosa y envolvente, que logró captar el paso del tiempo y nos permitió dimensionar la oscuridad que rodea los secretos (familiares, políticos), en obras como Corazón tan blanco (1992), Mañana en la batalla piensa en mí (1994) y la monumental trilogía Tu rostro mañana (2002-2007). También destacó como traductor —trajo a nuestra la lengua obras de Sterne, Conrad, Faulkner y Nabokov, entre otros—, fue miembro de número de la RAE y semanalmente publicó artículos en El País, los que fueron compilados en libros con decidores títulos como Literatura y fantasma (1993), Seré amado cuando falte (1999), Harán de mí un criminal (2003), Cuando la sociedad es el tirano (2019), y el reciente ¿Será buena persona el cocinero? (2022).

    En una extensa entrevista con Michel Braudeau llevada a cabo en 2005, resumió la compleja recepción de su obra de la siguiente manera: “Dado que mis primeras novelas no tenían por marco España, primero se me acusó de escribir en inglés y luego traducirlo, lo cual es una idiotez. (…) Después, se decidió que mis libros eran demasiado fríos; que escribía bien, pero que era demasiado frío. (…) Más tarde se dijo que eran demasiado ‘apasionados’, que en última instancia solo les interesaban a las mujeres, y esto se decía de forma peyorativa, con desprecio. (…) Cuando se vio que esto no era exacto, que también había muchos hombres entre mis lectores, se decretó que, a fin de cuentas, escribía mal”.

    A continuación, se presenta una serie de fragmentos de seis entrevistas que nos permiten ver distintas facetas de Javier Marías, desde sus consejos sobre escritura, pasando por sus polémicas opiniones, hasta su estrecha relación con la muerte.

    Formación y labor del novelista

    “Quien quiera ser escritor y conozca dos idiomas, que traduzca, que traduzca. Si se consigue olvidar el propio estilo (en el supuesto de que se tenga, ya que se es un principiante), y uno se pone al servicio de otro estilo más elevado, y se logra reescribir en la propia lengua materna de forma decente y eficaz, es decir, ‘bien’, lo que han escrito Conrad, Sterne o Stevenson, el instrumento que uno usa se afina, se pule… Ninguna otra práctica literaria aporta tanto”. (A propósito de un tal Javier Marías, por Michel Braudeau, Debolsillo, 2008)

    “Si ya sé todo lo que va a suceder, para qué voy a escribir. Lo que me divierte es descubrir cosas sobre la marcha, tomar decisiones. El verbo inventar proviene del latín y significa hallar o descubrir algo nuevo o no conocido. Yo descubro a la vez que escribo. Y a veces me contradigo. Saber lo que va a pasar me aburre. Prefiero improvisar”. (“Javier Marías: ‘Siempre he sido un poco impertinente’”, por Rafael Narbona, El Español, 2022)

    “En mi opinión, escribir una novela es una labor muy ardua, que requiere un esfuerzo mental, una gran concentración, y una memoria extraordinaria: yo no utilizo ordenador, trabajo sin un guion previo, apenas algunas notas, así que debo tenerlo todo en la cabeza. Al terminar Tu rostro mañana, que tiene unas mil seiscientas páginas, estaba agotado. No en el sentido de ‘seco’ (eso no lo sé, no puedo predecirlo), sino agotado física y mentalmente”. (A propósito de un tal Javier Marías)

    “He dicho muchas veces que al leer una novela (…), cuando esa novela es de cierta extensión sobre todo —desde El Quijote hasta las novelas de Dickens, o hasta Proust (…)— digamos que uno se instala a vivir en ella durante una temporadita, el tiempo que le lleve a uno leerla. Entonces, al escribirla se produce un poco lo mismo, solo que claro, muchísimo más tiempo”. (Una entrevista con Javier Marías, por Elide Pittarello, Debolsillo, 2005)

    “La primera vez en mi vida en que comprendí que no podría vivir sin escribir fue cuando se publicó el segundo tomo de Tu rostro mañana. Hubo dos meses de promoción del libro y, por así decirlo, tuve que ‘salir al mundo’ durante cinco o seis meses. Y entonces me di cuenta de que estar en ese mundo, y ya no en el mío, en el que escribo, en que yo imagino y creo, no me resultaba demasiado agradable. (…) Nunca lo había sentido así antes, pero la literatura es un refugio, un lugar donde uno está a salvo. Tal vez tenga más necesidad de ficción que de cualquier otra cosa”. (A propósito de un tal Javier Marías)

    “No me parece muy concebible o muy interesante, digamos, un tipo de novela en la cual se juzga, eso no tiene nada que ver con la literatura. Los juicios morales, por ejemplo. Yo los hago a menudo en mis artículos de prensa, como ciudadano. Pero cuando escribo novelas no soy un ciudadano. Esa es quizá una de las cosas atractivas de escribir ficción. Uno no tiene por qué aplicar los mismos criterios que aplicaría en la vida real”. (Una entrevista con Javier Marías)

    “Las diferencio en una cosa muy sencilla: en los artículos hablo sobre la realidad y en los libros creo una ficción. Uno puede meter cualquier cosa en una novela y eso no implica responsabilizarse de todo. Un personaje dice algo y allá él. Total, es ficción. Pero en un artículo sí hay que responsabilizarse de todo”. (“El índice de batallas de Javier Marías”, por Juan Cruz, El Periódico de España, 2022)

    El columnista contra la opinión pública

    “A lo largo de una semana veo qué me preocupa como ciudadano o qué me enfada o simplemente qué me interesa. Eso respecto a los artículos que tienen que ver con la actualidad. Pero luego hay otros de tipo más evocativo o nostálgicos, pues a lo largo de una semana el estado de ánimo cambia mucho y muchas veces lo que escribo responde a eso. A veces sucede que no hay algo suficientemente fuerte y busco sobre qué escribir. Llevo 27 años así, escribiendo cada semana y, en todo ese tiempo, ha habido momentos en los que he tenido que rascar mucho: ¿de qué hablo hoy? Pero siempre surge algo”. (“El índice de batallas de Javier Marías”)

    “Uno también olvida las propias columnas. Retener en la memoria todo lo que ha escrito, eso sería un horror y una maldición. Arrepentirme de una columna entera, no. Quizá de alguna frase o de algún adjetivo, sí. De todas maneras, escribo con un desenfado excesivo a veces, y luego en otra versión uno pule esas cosas. Aun así, ha habido artículos que han indignado mucho a mucha gente. Pero eso ya es inevitable, y tampoco me importa gran cosa”. (“Javier Marías: ‘Escribo sobre temas que me parecen particularmente graves, peligrosos, injustos o estúpidos’”, por Federico Simón, El País, 2022)

    “Pero en el fondo creo que soy optimista, porque si no lo fuera no me molestaría en seguir opinando, porque uno intenta, dentro de sus modestos medios —porque al fin y al cabo un artículo de prensa poco puede hacer— mejorar lo que uno cree que puede ser mejorado. Si no creyera que eso fuera factible, ¿para qué me iba a molestar?”. (“Diccionario de desvelos de Javier Marías”, por J. A. Aunión, El País, 2019)

    “Sé que tengo fama de altivo y arrogante, pero yo no considero que lo sea. Impertinente siempre he sido un poco. Tanto en artículos de opinión como en declaraciones. En cualquier caso, yo no soy el más adecuado para decir lo que soy o dejo de ser. Dado que vivimos en el mundo de las redes sociales, donde prosperan rápidamente los rumores y las falacias, imagino que se habrán inventado nuevas leyendas sobre mí y, probablemente, mucho peores”. (“Siempre he sido un poco impertinente”)

    “Si entendemos por opinión pública lo que dicen las redes, me parece un elemento preocupante. (…) Y creo que, mientras eso no cambie un poco, lo que se llama a veces opinión pública está convirtiéndose, incluso, como dice el título de mi libro [Cuando la sociedad es el tirano], en algo tiránico. Parece que hay cada vez mayor intolerancia hacia la mera disidencia, hacia las opiniones que simplemente no gustan”. (“Diccionario de desvelos de Javier Marías”)

    “Visto con la óptica de hoy, todo es terrible. Estamos hablando de ridiculeces equiparables a decir que no puedo comer este plato porque no estoy seguro de cómo trata a su familia el cocinero. El propio Quevedo mató a un individuo en la plaza de las Descalzas de Madrid en una reyerta. Es que fue un asesino, mató a un semejante. ¿Esto qué tiene que ver con los versos de Quevedo o con El Buscón?”. (“Escribo sobre temas que me parecen particularmente graves”)

    “Lo que llevamos de siglo XXI, en conjunto, me está resultando un poco decepcionante. En un artículo dije sin embargo que, dentro de todo, si lo comparamos con los primeros 20 años del siglo XX, por ejemplo, en que hubo una guerra mundial espantosa, o del XIX, con todas las guerras napoleónicas, pues vamos bien. Pero en otros aspectos me está resultando un siglo tonto, muy tonto, muy tiquismiquis, demasiado delicado en cierto sentido y lleno de tontuna y antipatía, intolerancia”. (“Diccionario de desvelos de Javier Marías”)

    “A estas alturas, todo el mundo es feminista. Cualquiera que no sea un cabestro lo ha sido. Es evidente que históricamente las mujeres han tenido un sometimiento, han sufrido la prohibición de estudiar o de ejercer numerosas profesiones, sigue habiendo incluso ahora en la práctica desigualdades en los sueldos. Todo eso es verdad y en todo eso es algo en lo que yo he estado a favor de la equiparación absoluta. Ahora bien, hay un feminismo llamado de cuarta ola que para mí contraviene al feminismo clásico. (…) Cuando uno lee que el Ministerio de Igualdad habla de penar o prohibir o multar las miradas lascivas, ¡las miradas! (…) Cómo decide uno qué mirada es lasciva y cuál no. Es una cuestión subjetiva. (…) Ese tipo de feminismo es el que me resulta estúpido, antipático, ceñudo, puritano y mojigato, tanto como la Iglesia católica de los peores tiempos”. (“Escribo sobre temas que me parecen particularmente graves”)

    Tiempo, vejez y muerte

    “Esta teoría, esta idea tradicional de que con los años uno se hace más tolerante, más sabio, tiene mayor entereza, digamos, no sé si va conmigo. Quizás no tengo todavía los suficientes años como para haber alcanzado ese tipo de cosas, pero no siento nada de ello en absoluto. Ni tengo más entereza, ni me siento más sabio —quizá cada vez más desconcertado—, ni desde luego más paciente. Más bien es al revés”. (Una entrevista con Javier Marías)

    “En mi país no se me aprecia particularmente. (…) La primera institución no estatal, no oficial, pero ‘casi oficial’, que ha hecho las paces conmigo ha sido la Real Academia Española, en la que he sido admitido hace un año, tras la muerte de mi padre. (…) Pero ninguna de mis novelas ha recibido un solo premio nacional, oficial. También es cierto que, si me ofrecieran uno, me apresuraría a rechazarlo; lo decidí hace años. No quiero nada del Estado, con independencia del gobierno que haya. Así que pienso que mi obra está más reconocida fuera de España”. (A propósito de un tal Javier Marías)

    “La literatura tradicionalmente siempre ha sido algo que contaba con el tiempo si no a su favor, al menos no en su contra. Cabía la posibilidad de que un libro fuera ganando sus lectores, tuviera un crecimiento paulatino a lo largo de una cantidad de tiempo apreciable, mientras que ahora da la impresión de que no. (…) Hay ese afán de la gente de leer lo que todo el mundo lee a la vez, de leerlo en el momento en que toca leerlo, que es el momento de su publicación. En las últimas apariciones de mis libros he tenido una sensación que me resulta de lo más incómoda. (…) Cuando uno está todavía inmerso en el proceso del nacimiento del libro, resulta que este, hasta cierto punto, ya ha muerto”. (Una entrevista con Javier Marías)

    “La posteridad es un concepto del pasado, valga la contradicción aparente. Hoy en día no tiene el menor sentido. Todo se queda viejo a una velocidad excesiva. Cuántos autores, en cuanto mueren, pasan a un olvido inmediato”. (“Escribo sobre temas que me parecen particularmente graves”)

    “Yo recuerdo que mi propio padre, que murió con 91 años, estaba echando de menos a cada vez más gente. Renovaba las amistades, no se aislaba, pero su mundo iba a desapareciendo antes que él mismo. Yo era joven, lo veía y pensaba: ‘qué triste debe ser verse envuelto en eso.’ Luego fui cogiendo años y sí, ya tengo la sensación de que mi mundo va perdiendo valor porque ya no tengo a ciertas personas. Me consuelo pensando en los que me quedan, claro. Pero todos seremos pasado, esto es así. Todos seremos pasado y ya no presente”. (“El índice de batallas de Javier Marías”)

    “Las personas muertas que yo realmente echo de menos (…), las tengo en mi cabeza permanentemente. No pasa un día en que no me acuerde en algún momento, por algún pequeño motivo y con toda naturalidad, de ellos. El hecho de que no los vea, en algunos casos, desde hace ya muchos años, no significa que no estén presentes en mi vida. (…) Y esto en contra de la tendencia actual a hacer grandes dramas durante un rato cuando muere alguien, sobre todo si es alguien público y famoso, para que luego la persona desaparezca de la memoria general durante largo tiempo”. (Una entrevista con Javier Marías)

  337. El refugio de Anna Ajmátova

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    En su época final, Anna Ajmátova (1889-1966) escribió: “Insepultos, a todos enterré, / a todos lloré. ¿Y a mí, quién me llorará?”. En una foto de su funeral aparece Joseph Brodsky visiblemente afectado. La conoció cuando él tenía 21 años y quedó deslumbrado por su inteligencia, belleza y elegancia. Junto a otros poetas fueron llamados los “huérfanos de Ajmátova”. Brodsky, que nació un año antes del suicidio de la otra inmensa poeta rusa, Marina Tsvetáyeva, dejó un ensayo iluminador sobre la poesía de Anna Ajmátova titulado “La musa del llanto”, haciendo un guiño al poema que escribió Tsvetáyeva que comienza “¡Oh musa del llanto…!”. Ellas tuvieron un solo encuentro, crucial en todo caso para que la presencia de una y de otra quedara en sus poemas.

    Su nombre era Anna Andréievna Gorenko, y el seudónimo Anna Ajmátova viene de su abuela de origen noble y tuvo que ponérselo para esconder el pudor que le daba a su padre. La princesa tártara, que transitó entre dos siglos, murió a los 77 años y le tocó enterrar y llorar a muchos: “Dos guerras mi generación, / iluminaron tu terrible camino”.

    Algunos de sus poemas se inscriben en la forma de un saludo o un reconocimiento: a Boris Pasternak, Alexandr Blok, Boris Pilniak, Marina Tsvetáyeva y Mijaíl Bulgákov, entre otros, incluidos muchos de ellos en el libro Voy hacia nunca, delicada antología realizada por Jorge Bustamante para Ediciones UACh. Y es que su poesía fue en parte registro y exaltación de ese vínculo amistoso. La escritura como un espacio que ofrece la posibilidad del reencuentro, aunque sea de manera imaginaria, le gana algo a la muerte. Anna Ajmátova fue una poeta de lo fúnebre, pero cantó con la insistencia de quien vive y quiere vivir, a pesar del infierno que a ratos encarna la vida.

    Modigliani —con quien también hablaba mucho de poesía— la dibujó en su casa, hizo 16 imágenes que le regaló, de las cuales Ajmátova conservó solo una. Eran tiempos desgraciados, con suerte se conservaba la vida; la poeta perdió a su primer marido, su hijo Lev fue encarcelado, su último marido murió de agotamiento en un campo de concentración, sus poemas se prohibieron y fue acusada de traición. Pese a todo nunca se fue de la Unión Soviética y vivió en completo silencio, porque ahí estaba su patria, su lengua. En el epígrafe de uno de sus poemas más conocidos, Réquiem, escribió: “Ningún cielo extranjero me protegía, / ningún ala extraña escudaba mi rostro, / me erigí como testigo de un destino común, / superviviente de ese tiempo, de ese lugar”. Junto a otras madres iba todos los días a las puertas de la cárcel para tener noticias de su hijo, y la escritura de Réquiem está arraigada directamente en esa experiencia. Por temor a que lo fusilaran, Anna Ajmátova quemó todos sus papeles, aunque afortunadamente el poema se rescató en la memoria de sus amigos que nunca la traicionaron y pudieron cargar con esas palabras hasta el año 1963, fecha en que fueron puestas por escrito y publicadas por primera vez.

    “Su poesía estaba hecha de su voz”, escribió el poeta y amigo Osip Mandelstam. Y es que Anna Ajmátova, tal como escribe en sus prosas, conoció la poesía escuchando a su madre recitar de memoria cantos populares, de esta manera la oralidad marcó el origen de su escritura. Un poema como Réquiem o como Poema sin héroe, este último escrito durante 22 años, fue elaborado como un enjambre de voces propias y ajenas, diálogos, fragmentos igual a espejos que reflejan sueños, vida y muerte, y en la página las palabras van cayendo con espesor y en su caída libre se abren y cierran a diferentes percepciones y sucesos. Estilo hecho música. Admiradora de las sinfonías de Shostakóvich y ferviente lectora y estudiosa de la obra de Pushkin, Ajmátova hizo de su palabra un sobrio testimonio común. “Tal vez muchas cosas quieren aún / ser cantadas por mi voz”.

    Anna Ajmátova escribió y pudo sobrevivir al ostracismo y al silencio de tantos años en parte porque tuvo fe, aun cuando aquel dios fue indiferente y a muchos no les permitió volver a casa; la imagen de la vuelta a casa como una especie de ilusión anterior a la desgracia se reitera en sus versos. Y quizás la poesía cumplió esa función para Ajmátova, la de ser casa, refugio.

    Poesía cívica en cuanto su palabra incluye la de otros y otras, por lo tanto su arte es también el de una ética que hace eco de una humanidad que sufre y no tiene lugar, y que en sus versos de alguna manera lo encuentra. Encarna, por así decirlo, el espíritu de una época, como si el momento hubiera estado destinado para su escritura o su escritura naciera para dar cuenta de ese momento y al mismo tiempo trascenderlo. Su palabra siempre va más allá, pues también va hacia lo propio. “Jamás logré ser solo espectadora”, escribió haciendo referencia a esta idea imposible para la poeta de desentenderse de lo que pasaba a su alrededor. La poesía entonces se erige, en parte, como una forma de restitución, en el sentido de preservar una memoria; no en vano su poema se conservó en la memoria para luego existir. Poesía como recuerdo y encuentro.

    “Cuando ya se agotaban las fuerzas del mundo, / Reinaba el luto, todo se marchitaba en la desdicha”, se lee en un poema donde la conciencia de lo humano tiene que ver con la amistad antes mencionada, y también con lo amoroso, pues ante la perspectiva del fin aparece una suerte de despertar o celebración o brindis donde el eros se abre paso en sus poemas de encuentros, de visitas nocturnas, silenciosas, como los versos que asaltan de noche al estilo de un amante. Aún en las circunstancias más adversas hay espacio para el deseo, y quizás por lo mismo con mayor intensidad.

    Joseph Brodsky señalaba que lo amoroso en los poemas de Ajmátova estaba ligado a la fe, a “la nostalgia de lo infinito por parte de lo finito”. Algo de eso hay, pues el espacio habitado por el poema es también el de una creencia que persiste. Aunque también lo amoroso es una pulsión concreta, cotidiana, tan real como su cuerpo.

    Anna Ajmátova escribió y pudo sobrevivir al ostracismo y al silencio de tantos años en parte porque tuvo fe, aun cuando aquel dios fue indiferente y a muchos no les permitió volver a casa; la imagen de la vuelta a casa como una especie de ilusión anterior a la desgracia se reitera en sus versos. Y quizás la poesía cumplió esa función para Ajmátova, la de ser casa, refugio.

    A propósito de amistad y de encuentros amorosos, luego de que el pensador Isaiah Berlin fuera a verla, dijo que ese encuentro fue “la cosa más emocionante, creo, que me ha ocurrido jamás”; algo así como la fulminación de un rayo. No queda claro si fue algo más que una larga conversación nocturna, aunque nada de eso parece relevante si pensamos que lo amoroso tiene que ver también con el hecho de que dos almas comunes y de esta magnitud hayan podido encontrarse, y que ese encuentro irradiara su luz hacia el futuro. En Poema sin héroe hay muchos pasajes referidos a la visita de Isaiah Berlin. Pero las repercusiones de este encuentro fueron para Anna Ajmátova tan maravillosas como desgraciadas: acusada de espionaje, volvió a pasar hambre y nuevamente fue declarada enemiga del pueblo. Sin embargo, como si ya estuviera acostumbrada a la tragedia, a escribir con su tiempo en contra y con la imposibilidad de que la palabra encontrara salida, nada pudo evitar que ya cerca de su muerte el dique entre sus lectores y sus poemas comenzara poco a poco a abrirse, ya libre de amenaza.

     


    Voy hacia nunca, Anna Ajmátova (selección y traducción de Jorge Bustamante), Ediciones UACh, 2021, 96 páginas, $13.900.

  338. Marina Latorre: “Parra fue un salvador”

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    En 2021 se reeditó Galería clausurada, el primer libro de Marina Latorre (Punta Arenas, 1925), una colección de cuentos publicada por primera vez en 1964. La obra expone una crítica aguda en torno a cómo funcionaba el arte en la década de los 60. Es también un libro que incita a la reflexión de las diferencias que existen dentro de las clases sociales, donde Latorre logra a través de diversas voces narrativas un panorama que por momentos resulta actual.

    La autora también se desempeñó en diversas actividades dentro del mundo cultural, creando la revista Portal con su esposo Eduardo Bolt, y dirigiendo una galería de arte que tuvo mucho éxito a fines de los años 60. Ahí expusieron artistas como Inés Puyó, Camilo Mori y Nemesio Antúnez, como se lee en el reconocimiento que le entregó la Municipalidad de Santiago y que está en la fachada de su casa, en calle Londres. Tanto la galería como la revista contaron con la frecuente presencia de Pablo Neruda, quien fue una influencia muy importante para la autora, como cuenta en esta entrevista realizada en su hogar poco antes de que se asomara esta anticipada primavera. En el primer piso, donde estaba la galería, hoy reina el silencio. En el recibidor, al lado de una escalera, había un afiche de poesía que data de 1995. Por allí se sube al segundo piso, que está lleno de obras de arte, más afiches y por supuesto libros, suyos y de otros.

    La literatura y su propia vida fueron el eje de la conversación que se prolongó por más de una hora y que arrancó con su infancia en Punta Arenas: “Allá hay meses en los que es solo día y otros meses solo noche. Para mí cuando niña era algo muy normal, ir al colegio en una época de día y en otra de noche. Uno de mis juegos favoritos era hacer el día noche, porque nos íbamos a acostar a las nueve, a veces en pleno día. Yo escribí sobre esto, cerraba fuerte los ojos y me imaginaba que era de noche. Desde los cuatros años quería ser poeta, mi papá tenía muchos libros. En Magallanes todos tenían bibliotecas, yo creo también porque no había televisión. Pero después comprendí que después de la Revolución rusa, llegaban los libros por el Atlántico y tenían que pasar por el estrecho de Magallanes para llegar a Valparaíso; entonces una buena cantidad de libros quedaba en Punta Arenas. Dostoievski, Chéjov, en mi casa estaban todos esos autores. Mi vida siempre ha sido muy rara, siempre con los libros y la escritura. Uno de los libros que también había era de Teresa Wilms Montt, donde ella estaba recostada en un diván y yo creía que así venía la inspiración”.

    ¿A qué se dedicaba su padre?
    Mi papá solo leía. Fue dirigente sindical en los años 20. Era anarquista. Pasó su vida leyendo y yo me preguntaba por qué siempre lo hacía. Él era constructor aficionado, había hecho unas poblaciones y por eso tenía mucho contacto con los obreros. Para el incendio de la Federación Obrera, que es un hecho bastante conocido de Magallanes, él era uno de los dirigentes. De ahí creo que nunca más le dieron la posibilidad de trabajar, y así se la pasó leyendo.

    ¿Cuál fue el autor o autora que más la marcó en esos tiempos?
    Naturalmente Gabriela Mistral, ella fue directora del Liceo de Punta Arenas. Yo estudié en ese liceo y nunca se mencionó, no había ni siquiera una foto de ella. Esa tierra madrastra le hizo la vida imposible. La quisieron anular, pero no pudieron. Había un machismo que aún existe. Yo creo que a los cuatro o cinco años comencé a leer a Mistral. Otro libro que me marcó mucho fue Historia de los girondinos, de Lamartine; lo hojeaba y me aterraba la guillotina. También teníamos libros de lectura que eran unos textos que contenían fragmentos de diferentes obras clásicas. Yo bendigo esos libros de lectura y también creo que fueron mi base.

    ¿Cómo fue llegar a Santiago?
    Me aterré. Veníamos como 100 alumnos hasta Puerto Montt, después en tren hasta Estación Central y cuando bajé, lo primero que vi fue que toda la gente estaba vestida con ropa de verano. Eso de por sí fue algo extraño. Me pregunté de qué se trataba esto. Yo pasé por milagro los cursos en la universidad, porque tenía una base pésima. Mariano Latorre conocía a mi papá y, por decirlo de alguna manera, me apadrinó en la universidad. En cambio, los otros profesores me parecían muy violentos. Siempre fui temerosa, un poco asustadiza, hasta ahora.

    En Galería clausurada hay una crítica muy presente al clasismo y el arribismo. ¿Es parte de lo que vivió en Santiago?
    Magallanes era una región en su mayoría de inmigrantes y extranjeros, entonces no existían apellidos especiales, daba lo mismo tu apellido y lo que hicieras. El mundo allá se mantenía con los magallánicos, no se veían las grandes clases sociales, como lo que me tocó ver en Santiago.

    No tuve ni siquiera noción del entierro de Neruda, porque estaba triste y angustiada por mi marido que tanto amaba. Nosotros no éramos comunistas, no militamos en ningún partido, solo éramos simpatizantes, nuestro delito fue tener amistad con la gente de izquierda. Nos allanaron también porque la embajada de Bulgaria arrendó el segundo y tercer piso. Después vine a saber lo de Neruda. ¿Cómo viviendo todas esas experiencias tenemos la facilidad tan tremenda de olvidar?

    ¿Después de Galería clausurada escribió una novela?
    Sí, ¿Cuál es el Dios que pasa?, en 1978. Francisco Coloane, de quien también fui bastante cercana, hizo el prólogo. Yo me juntaba con escritores importantes, la galería era un foco para atraer al público. El Mercurio también apoyaba mucho la galería, Romera era el crítico de artes. La Nación y El Diario Ilustrado también eran un apoyo. En La Nación escribía Víctor Carvacho, que fue muy importante en nuestras actividades. De él aprendí mucho, para mí son una deuda los conocimientos que me entregó de pintura.

    ¿Cómo se formó la Galería Bolt y cómo era esa escena?
    Aún no había terminado la universidad y me encontré en la vida con mi marido. Pololeamos un año, nos casamos y nos fuimos a Europa. Yo lo único que quería hacer era ir a museos. A mi marido también le gustaba mucho el arte y la literatura, por eso nos entendimos tan bien, fui muy feliz en el matrimonio. Cuando llegamos, le dije que quería armar una galería. Ya teníamos esta casa, es más, la arrendamos con la intención de hacer algunas actividades culturales. La galería se hizo en el primer piso. La revista Portal surgió de la misma manera en 1965. Yo quería tener una revista literaria, estaba estudiando periodismo en esa época. Además, quería conocer a Neruda, y Eduardo, mi marido, me dijo que teníamos que hacer una revista muy buena para enviársela, de esa manera él iba a reaccionar. Así fue. Neruda me llamó por teléfono y yo no podía creer que era él. Lo quise tanto. Me dijo que había recibido la revista, me felicitó y nos invitó a almorzar a Isla Negra, fue un milagro. Neruda colaboró desde el segundo número hasta el último.

    ¿Cómo recuerda la muerte y el funeral de Neruda?
    Ese también fue el día más trágico de mi vida. El 24 de septiembre de 1973, el entierro de Neruda, nos allanaron esta casa y se llevaron detenido a mi marido al Estadio Nacional. No sé si 100 o 200 milicos, con metralletas y fusiles andaban por toda la casa, rompieron todo. No tuve ni siquiera noción del entierro de Neruda, porque estaba triste y angustiada por mi marido que tanto amaba. Nosotros no éramos comunistas, no militamos en ningún partido, solo éramos simpatizantes, nuestro delito fue tener amistad con la gente de izquierda. Nos allanaron también porque la embajada de Bulgaria arrendó el segundo y tercer piso. Después vine a saber lo de Neruda. ¿Cómo viviendo todas esas experiencias tenemos la facilidad tan tremenda de olvidar?

    ¿Y conoció a Nicanor Parra?
    De Parra fui muy cercana, incluso lo entrevisté y esa entrevista él la recomendaba. Yo le pregunté qué era la antipoesía, pero aún así nos dejó algo perdidos, contestó desde una cosmovisión. Pero con el tiempo me di cuenta de lo que realmente es la antipoesía, a mí me gusta mucho, porque como dice Parra, bajamos a los poetas del Olimpo e introdujimos un lenguaje cotidiano. Entonces yo digo: todos podemos ser poetas. Nicanor Parra fue un salvador, la poesía se puede escribir como uno quiera.

    En la nueva edición de Galería clausurada se agregó un texto que se llama “El monumento”. Parece una crónica. ¿Lo es?
    En ese texto tuve una gran influencia nerudiana. Escribí en primera persona, tuve la oportunidad de visitar la industria Yarur, pero la voz del relato no era mi voz. Además, yo conviví y dormí en el mismo dormitorio de las hijas de Carlos Yarur. Me contactaron porque las niñas necesitaban una profesora durante las vacaciones. Yo acepté porque también me interesaba conocer ese mundo. Estuve un mes y eran de lo más sencillos.

    ¿Qué le produjo que se reeditara el libro?
    Ese fue un proceso también muy extraño, a partir de su publicación surgieron muchas cosas, como esta instancia, por ejemplo. Yo no sabía y aparece un joven estudiante de Castellano, de la Universidad de Chile, que se llama Nicolás Carrasco, él llama a mi amigo Fernando, que es el que me ayuda y con quien también hago los jueves de poesía, y le dice que Lorena Amaro escribió un artículo sobre mí. Le escribí a ella para agradecerle y así sucedió todo.

     

    Fotografía: Fernando de la Maza

     


    Galería clausurada, Marina Latorre, Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2021, 184 páginas, $7.000.

  339. Un octubre imaginario

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    Una duda que surge tras ver Mi país imaginario, el último documental de Patricio Guzmán, es hacia qué tipo de espectador está dirigido. ¿Está hecho para los festivales tipo Cannes, donde la ovación tras su estreno duró, dicen, casi 10 minutos? El público internacional que no maneja detalles de lo que pasó en Chile a partir del estallido social, en efecto, podrá impresionarse genuinamente con la ferocidad de la violencia vivida en las calles del país a partir de octubre de 2019. Incluso, podrá verse compelido a reconsiderar el mito de que Chile poseía una democracia ejemplar y era un país manso y cristalino. Pero los espectadores radicados aquí, los que presenciaron estos hechos durante meses, en las calles o a través de las infinitas imágenes compartidas en redes sociales, no verán nada nuevo. Mi país imaginario no ofrece nada que no sepamos.

    La escasez de novedades no significa carencia de imágenes elocuentes. Si hay algo en lo que Guzmán tiene talento y oficio de sobra es en mirar a través de la cámara. Los años que lleva viviendo fuera del país han convertido al director chileno en el tipo de artistas que viven lejos pero que mantienen un interés nostálgico, casi obsesivo, con el solar patrio. De hecho, en los últimos años ningún cineasta nacional ha sabido contemplar los pilares telúricos del país como hizo él en la trilogía compuesta por Nostalgia de la luz (2010), El botón de nácar (2015) y La cordillera de los sueños (2019). En teoría, como sugiere Carlo Ginzburg en Ojazos de madera, nadie mejor que el compatriota convertido en forastero para desvelar las falacias de nuestra sociedad. Y aunque en Mi país imaginario esto no se cumple, algunas imágenes son interesantes por el solo hecho de que las ha capturado Guzmán. El primer plano del insomne presidente Piñera en el momento en que lanzó la frase que selló el destino de su segundo mandato (“Estamos en guerra contra un enemigo poderoso…”) transmite su miedo y logra asomarse al abismo por el cual comenzaba a desbarrancarse la institucionalidad chilena. Hay una secuencia, capturada desde un dron, que persigue a un blindado de Carabineros en su descenso por Providencia hacia Baquedano en plena noche, mientras recibe los piedrazos de los manifestantes. A través del sonido creciente de los peñascazos, Guzmán sintetiza la condición de fortaleza asediada en la que, en aquellos días de octubre, se había convertido el Estado. Y hasta la materia cobra vida. Los primerísimos planos de las piedras que usaron los manifestantes para combatir a la policía (“Mis viejas amigas las piedras”, dice Guzmán), todavía mojadas por los carros lanza agua de Carabineros, conectan este filme con la trilogía previa. Este documental es el último eslabón de una obra que debe ser mirada en su totalidad. Es una filmografía en la que el gobierno de Allende y el golpe de Pinochet funcionan como punto de fuga de un Chile fantasmal, detenido en el tiempo, en el cual la utopía sacrificada está a la espera de una segunda venida. Ya no parece casual que, en La cordillera de los sueños (reciente ganadora del Goya en la categoría de mejor película iberoamericana), a pito de su disgusto con el sistema neoliberal impuesto por Pinochet desde el edificio Diego Portales, ese narrador parecido a Herzog que Guzmán ha desarrollado con los años dijera: “Mi deseo es que Chile recupere su infancia y su alegría”. No parece casual, porque el malestar con el modelo fue parte constitutiva de la Transición. Guzmán había sido uno de sus cronistas.

    El anhelo de Guzmán se cumplió con el estallido de octubre de 2019. “¿Cómo es posible que esté delante de una segunda revolución chilena?”, se pregunta, asombrado. Un primer asunto que llama la atención en un cineasta que se empina en la madurez radical es la falta de crítica con el pasado. Guzmán fue detenido y exiliado después del Golpe de 1973 y sabe que las revoluciones tienen contrapasos violentos. Toda su generación pagó muy caro el precio de la utopía. ¿Cuál es su visión sobre este nuevo movimiento? ¿No hay consejos, advertencias, atajos, señales de peligro para estos nuevos revolucionarios?

    Otro asunto que no se sostiene es la deriva feminista que toma el documental. Guzmán se detiene a observar las performances de mujeres que se viralizaron mundialmente y, con el argumento de que ellas explican mejor el proceso que ellos, las entrevistadas son puras mujeres. La verdad es que esto no ayuda a entender mejor el estallido ni agrega matices reales, y de hecho resulta condescendiente y oportunista.

    La interpretación del estallido, por otra parte, es monolítica: tras 30 años de abusos sistemáticos de parte del sistema neoliberal, según Guzmán, un día los chilenos despertamos de la modorra y, violencia mediante, exigimos cambiar la Constitución de Pinochet. A pesar de una policía que reprimía, según él, como en los tiempos del “tirano”, el movimiento se impuso, forzó un plebiscito al margen de los partidos políticos (bueno, ya sabemos el resultado) y al final se encarnó institucionalmente en una asamblea deliberativa, por un lado, y en un nuevo presidente, Gabriel Boric, que cristalizaba la toma del poder.

    Son tantos los matices que podríamos agregarle o quitarle a esta versión, ya sea para enriquecerla o contradecirla, que uno se pregunta qué tipo de documental intentó hacer Guzmán. Al director le habría bastado poner uno que otro testimonio que refutara su tesis para complejizar su argumento. No hay intentos de comprender qué pasó realmente en esos días, sino la voluntad de establecer una tesis. Al director le habría bastado llevar la cámara a algún centro comercial (lo habría encontrado lleno) o agregar las imágenes de Boric en el Parque Forestal aguantando los escupos de los manifestantes para acercarse más honestamente al proceso. Tal vez desde afuera el asunto parezca simple, pero en Chile todavía estamos tratando de entenderlo.

    Otro asunto que no se sostiene es la deriva feminista que toma el documental. Guzmán se detiene a observar las performances de mujeres que se viralizaron mundialmente y, con el argumento de que ellas explican mejor el proceso que ellos, las entrevistadas son puras mujeres. La verdad es que esto no ayuda a entender mejor el estallido ni agrega matices reales, y de hecho resulta condescendiente y oportunista. Guzmán ni siquiera repara en que la Convención fue paritaria, acaso el mayor logro institucional del feminismo. Y como decisión política o gesto simbólico, tampoco asombra. Entre todos los entrevistados de su penúltimo documental, solo había una mujer; el resto: puros hombres.

    Además está el paralelo visual y sentimental entre esta película y su primer filme, El primer año, y entre Boric y Allende. Tal vez desde afuera las cosas se vean así, pero más allá de las citas simbólicas y las casualidades (el 4 de septiembre del plebiscito de salida coincidió con la fecha de la elección de Allende), los contextos son muy diferentes. Solo una nostalgia y un voluntarismo que no teme que la realidad le arruine una buena historia puede comparar al primer gobierno socialista elegido democráticamente, en el contexto de la Guerra Fría, con el escenario actual. En las coyunturas trascendentales como la que vivimos, este tipo de cine corre el riesgo de convertirse en propaganda.

     


    Mi país imaginario (2022), dirigido por Patricio Guzmán, 83 minutos, disponible en cines.

  340. El silencio y la furia

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    Subterfugio, de Nicolás Poblete Pardo, autor de otras diez novelas, dos libros de cuentos y un reciente poemario, abre con la pregunta: “¿Alguien ha matado a alguien acá?”, la que lleva al protagonista a dudar de si en verdad nunca ha cometido un asesinato, al tiempo que nos anuncia la brutalidad de la narración en que nos adentramos, como diciéndonos que abandonemos toda esperanza.

    Sebastián Parraguez es un psicólogo santiaguino que vive acosado por sus propios traumas y se especializa en “víctimas de abuso; muchas veces, sexual”. Este es el tema central del libro, el abuso en todas sus formas y las reacciones de quienes lo han sufrido: primero, el silencio, ligado a la vergüenza y la culpa, que se ve reforzado por la falta de respuesta de quienes debieran hacerse cargo; y las dos posibles salidas del mutismo: la verbalización, lo que Sebastián intenta que sus pacientes logren en el diván para sanar sus heridas, y la furia, que puede derivar en el deseo de venganza. A nivel social, ese enojo se expresa en las protestas, el telón de fondo de la novela, y se condensa en una frase leída por Sebastián y su pareja, Sergio, un arquitecto en silla de ruedas varios años mayor que él, en una marcha feminista: “Machete al machote”.

    Otro eje de la novela es la parentalidad, la que se aborda sobre todo en relación a tres mujeres fundamentales en la vida del psicólogo y que, de algún modo, son sus dobles: su madre soltera y adicta a las pastillas que lo llevó, siendo solo un niño, a una sobredosis, antes de morir ella misma por ese medio; su terapeuta y mentora, Susana Benveniste, quien cría aves carnívoras como si fueran su progenie; y la paciente cuyo tratamiento abarca gran parte la novela, María Ignacia Barrios, una joven estudiante de teatro que llega a la consulta por la reciente muerte de su madre —otra sobredosis— y por sus problemas con su padre, José Miguel, quien además fue compañero de colegio de Sebastián.

    También se presenta a varios otros pacientes cuyas historias amplían el mundo y permiten vislumbrar otros costados de esas temáticas centrales, como José Pablo, un hombre que al principio no quiere tener hijos y que luego, cuando es padre, desea encerrar a su bebé en un aparato que lo silencie por completo; o Freddy, quien a los 60 años intenta lidiar con la vergüenza que ha sentido toda su vida por haber tenido una erección cuando fue violado.

    Este es un libro que sostiene una alta tensión a lo largo de sus casi 400 páginas, que trabaja el desorden temporal con destreza, que se articula en torno a ciertas frases claves y sus ecos, y en que Poblete vuelve a algunas fijaciones de su obra, como el uso de una imaginería animal en relación a la violencia.

    Este es un libro que sostiene una alta tensión a lo largo de sus casi 400 páginas, que trabaja el desorden temporal con destreza, que se articula en torno a ciertas frases claves y sus ecos, y en que Poblete vuelve a algunas fijaciones de su obra, como el uso de una imaginería animal en relación a la violencia, aspecto predominante en su novela anterior (Dame pan y llámame perro, 2020). Pero en Subterfugio, además, los mecanismos de la narración se ligan a las técnicas de la terapia por medio del uso del presente —“te pido que hables con el ‘ahora’” es un consejo que Susana y Sebastián suelen dar en sus sesiones—; una temporalidad que se vuelve especialmente escabrosa en los pasajes que actualizan el trauma del abuso: “El zumbido del cierre es un instrumento para cortar, así suena. Así se siente, por más que intente protegerme, acurrucarme, atrincherarme inútilmente con el material blando del saco de dormir que no sirve para nada salvo para amortiguar mi llanto”.

    Menos efectivos son los momentos cuando la narración incurre en explicaciones de más o en maniqueísmos como el uso de un personaje que representa todo lo que está mal, todos los abusos: un violador impune, machista, homofóbico, clasista, posible femicida y “uno de los peces gordos a cargo de las isapres”; neoliberalismo y patriarcado encarnados en alguien tan perverso que llega a ser una caricatura, lo que frustra cualquier cuestionamiento ético. Los excesos se vuelven notorios en el clímax, que podría ser mucho más impactante de no detenerse a subrayar los símbolos y temáticas hasta el punto en que el papel amenaza con romperse.

    Sin embargo, esto no libra de méritos a Subterfugio, una novela feroz que demuestra que la obra de Poblete merece más atención de la que ha recibido y que, al plantear la duda sobre la (im)posibilidad de sanación —y el significado de este concepto—, nos lleva a preguntarnos si la idea misma de terapia no es más que un subterfugio.

     


    Subterfugio, Nicolás Poblete Pardo, Cuarto Propio, 2022, 370 páginas, $16.500.

  341. Agustín Squella: “La Constitución de una dictadura se reemplaza y no meramente se reforma”

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    Postulante a la Convención como independiente en un cupo del Partido Liberal de Chile y miembro, ya como constituyente, de la comisión sobre Principios Constitucionales, Democracia, Nacionalidad y Ciudadanía, el premio Nacional de Humanidades Agustín Squella cuenta en su último libro, Apuntes de un constituyente, que llegaba a las reuniones con dos cuadernos: uno de tapas rojas, para registrar asuntos oficiales de la Convención, y otro verdes, donde anotaba “todo lo que pudiera servir para un próximo libro”. El interés histórico de la experiencia era a todas luces atractivo para emprender dicha tarea. Sin embargo, el escritor y profesor de Derecho advierte que su libro “no pretende ser útil para futuros historiadores y tiene solo el alcance propio de cómo vivió un determinado constituyente los 365 días de trabajo y encierro”, en los que tuvo “la sensación de estar viviendo una vida ajena, la vida de otro, gracias a la oportunidad de integrar una Convención Constitucional a una edad en que lo que se espera es que dejen de pasarnos cosas”.

    En estos apuntes el autor nos informa sobre las amistades que formó dentro del organismo y hasta de una vez que soñó con la voz del secretario de la Convención, John Smok. También acerca de sus sensaciones, como persona de 77 años, respecto de los demás miembros; sus observaciones en relación a dos libros, uno de Stephen King y otro de Leonardo Padura, que lo ayudaron a desconectarse momentáneamente de la actividad constitucional e incluso da cuenta de sus preferencias gastronómicas a la hora del almuerzo. En el plano de la reflexión política y jurídica, se detiene sobre materias que tuvieron fuerte presencia en la discusión, como la plurinacionalidad, los mecanismos de democracia directa, la corrección política o el concepto de “disidencia sexual”.

    ¿Qué lo empujó a llevar estos apuntes?
    La seguridad de que acabaría escribiendo un libro. Según he dado múltiples pruebas de ello, padezco de grafomanía, es decir, del impuso irrefrenable a escribir, y tengo la suerte de encontrar editores comprensivos dispuestos a publicar lo que escribo.

    ¿Cómo definiría su paso por la Convención?
    Como haber tenido una vida ajena. Mi vida ha sido siempre académica y estuve ahora en un espacio político para el que no tenía mayores condiciones y, en mi caso, con ideas políticas muy raras para el medio nacional. Digo que soy “liberal”, y la izquierda frunce el entrecejo, y agrego “de izquierda”, y ahora es la derecha la que hace lo mismo.

    Siempre he preferido la autocrítica a la autocomplacencia. La complacencia paraliza, mientras que la crítica y la autocrítica movilizan. Voté favorablemente la mayor parte de las disposiciones de la propuesta y, en caso de resultar aprobada, espero que se le hagan los ajustes y cambios que correspondan o que aconseje su implementación práctica. El derecho es dinámico y prevé y regula su propia modificación, y así lo hace también nuestra propuesta.

    ¿Considera que se dio el ambiente adecuado para la discusión? ¿Qué ánimos predominaron?
    Se dio parcialmente, como siempre tratándose de cosas humanas. ¿Cómo podía esperarse que la Convención se sustrajera al clima de crispamiento en que el país está hace varios años? Atendido nuestro cometido —preparar una propuesta de nueva Constitución—, yo me hice la ilusión de que el ambiente resultaría el mejor, pero tampoco es que la fuéramos a discutir y acordar en una posada de los Alpes suizos. Lo incómodo para mí no fue que allí se hiciera política —¿qué otra cosa si no?—, pero de pronto la hacíamos con tan mala calidad como el Congreso cuando discute un cuarto o quinto retiro de fondos previsionales.

    ¿Con qué aspectos del proceso se sintió menos cómodo? ¿Y cuáles le gustaron?
    Acabo de mencionar uno, pero hay más: tuvimos muestras de arrogancia, de que éramos un poder casi omnímodo, de que los poderes habituales del Estado valían poco o nada, de que los únicos representantes del pueblo éramos los 155 que estábamos en el edificio del ex Congreso. Me abrumaron también las recíprocas acusaciones de faltas a la ética que con altanería moral se imputaban continuamente grupos políticos opuestos. ¿Qué me gustó? La edad promedio de la Convención (45 años) y constatar lo que durante medio siglo he confirmado en las salas de clases: con los jóvenes pueden aprenderse cosas que ignorábamos. Ellos están hoy en el siglo actual, con aciertos y errores, desde luego, pero alguien de mi edad está solo a medias en el siglo en que pasa sus últimos años de vida.

    ¿Quedó satisfecho con la propuesta de texto? ¿Recoge, si no totalmente, al menos en buena medida su visión de país?
    No suelo quedar satisfecho con lo que hago, ya sea individual o colectivamente. Siempre he preferido la autocrítica a la autocomplacencia. La complacencia paraliza, mientras que la crítica y la autocrítica movilizan. Voté favorablemente la mayor parte de las disposiciones de la propuesta y, en caso de resultar aprobada, espero que se le hagan los ajustes y cambios que correspondan o que aconseje su implementación práctica. El derecho es dinámico y prevé y regula su propia modificación, y así lo hace también nuestra propuesta.

    La Convención obligó a pensar en conceptos y en palabras que teníamos fuera de la vista como país: modalidades de democracia directa que acompañen a nuestra democracia representativa, Estado social de derecho, y la pregunta acerca de si nuestros pueblos indígenas son meras poblaciones de ese tipo, culturas, pueblos, naciones o Estados.

    Relata que durante la Convención se utilizaron demasiado algunas frases y que en un momento llegó a sentir hartazgo por las reiteraciones y el uso abusivo de la palabra. ¿A qué se debió esa dinámica?
    A que el lugar común y la complacencia en lo obvio tienen muchos adeptos. Estuvo bien que al inicio de nuestro trabajo dijéramos una y otra vez que estábamos viviendo un momento histórico, pero no lo estuvo que siguiéramos repitiéndolo después de un año, como si se tratara de un hallazgo, como si todavía no lo supiéramos o lo hubiéramos olvidado. Me complicaron ciertos desbordes emocionales en que incurríamos con alguna frecuencia, y no solo los que tenían que ver con la ira, sino con aquellos buenos sentimientos que, con ser buenos, a veces desplazan un diálogo más reflexivo. Pero, por otro lado, la Convención obligó a pensar en conceptos y en palabras que teníamos fuera de la vista como país: modalidades de democracia directa que acompañen a nuestra democracia representativa, Estado social de derecho, y la pregunta acerca de si nuestros pueblos indígenas son meras poblaciones de ese tipo, culturas, pueblos, naciones o Estados.

    ¿Volvería a repetir la experiencia?
    Lo pensaría dos veces. Mejor tres. Pero la repetiría. Fue una tarea que tuvo para mí un gran sentido. A mi edad, en que me estoy retirando de todo, salvo de leer y escribir, ¿cómo no valorar la posibilidad de colaborar en un momento histórico del país? Y mira cómo me salió la tan manida palabra. Estar en la Convención, con momentos buenos y otros no tanto, fue algo que elegí no para satisfacción personal. Cumplimos con nuestro cometido —presentar una propuesta—, pero no sabemos si cumpliremos nuestro objetivo: que esa propuesta reemplace a una Constitución no democrática y, además, desprestigiada y añeja. Cuarenta y dos años con la Constitución de una dictadura, reformas más, reformas menos, habla de una gran pereza constitucional de parte de nuestros gobiernos y legisladores. Aguantamos todo ese tiempo el cerrojo de los 2/3 para modificarla, y solo ahora, gracias a la Convención, nuestros legisladores despertaron de su letargo y lo bajaron rápidamente a 4/7. Un punto a favor de la Convención, porque sin esta todavía estarían en su estado de inanición constitucional. Porque la Constitución de una dictadura se reemplaza y no meramente se reforma.

     


    Apuntes de un constituyente, Agustín Squella, Ediciones UDP, 2022, 176 páginas, $16.000.

  342. La historia del arte de Aby Warburg (1866-1929)

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    Tanto un instituto de investigación de importancia internacional como su reputada serie de publicaciones llevan el nombre de Aby Warburg (1866-1929), pero sus logros académicos siguen siendo bastante oscuros a pesar de una “biografía intelectual” escrita por sir Ernst Gombrich. Su reputación como historiador del arte se ve ensombrecida por su fama como el fundador de la Kulturwissenschaftliche Bibliothek, de Hamburgo, que se convirtió en el núcleo de la biblioteca del Instituto Warburg tras su traslado a Londres, en 1933.

    Hijo mayor de un banquero hamburgués, Warburg estudió historia del arte —entonces un campo metodológicamente inmaduro, recién admitido en las universidades—, pero decidió no seguir una carrera universitaria. No fue sino hasta sus últimos años que enseñó, y entonces solo como Honorarprofessor, después de dedicar toda su vida al estudio del arte. Sus pocas sucintas publicaciones aparecen solo como el torso de una potencialmente gigantesca obra de una vida en las proporciones de la erudición del siglo XIX. Se preocupó casi exclusivamente de los problemas básicos de la historia cultural, y esperaba preparar el camino para nuevas y exhaustivas investigaciones, aunque toda su obra publicada cabe fácilmente en las 600 páginas de El renacimiento del paganismo. La edición original alemana, de 1932, quedó virtualmente privada de incidencia por la toma del poder nazi.

    Varios de los temas de Warburg y algunas de sus búsquedas metodológicas fueron proseguidas por Fritz Saxl y Erwin Panofsky, quienes son ampliamente considerados como los exponentes de una supuesta iconología warburgiana. Algunos de los asuntos focales de Warburg, como el Renacimiento y la Antigüedad en sus dialécticas históricas, la mediación de las tradiciones figurativas, la pintura holandesa, Durero y la imaginería astrológica y especulativa, recibieron un amplio tratamiento por parte de ambos estudiosos, en particular de Panofsky. Sin embargo, mientras que el enfoque de Panofsky es a menudo ordenado y sintético, el de Warburg tiene un molde completamente diferente. Comprensivo en el concepto y crítico en su evaluación de la evidencia, sus preguntas apuntan al papel de la memoria colectiva y las funciones sociales del arte.

    Las ideas de estudio de Warburg reflejan de manera misteriosa las condiciones de su vida personal. Lejos de embotar la importancia de sus logros, estas circunstancias personales iluminan cuestiones fundamentales de la erudición histórica. El desapego de la fuerza consumidora de los acontecimientos era su objetivo y virtualmente su definición de las formas superiores de la organización social, pero no podía permanecer al margen de los acontecimientos históricos y la agitación psicológica de su vida.

    Su sentido de la significación de los registros en la cultura occidental hizo que cada artefacto pareciera un momento solidificado en el flujo de la vida histórica. El devoto interés de Warburg en los registros aparentemente aleatorios, lo efímero y lo trivial, lo llevó a una forma de voraz coleccionismo que bordeaba la obsesión. Como un infatigable recolector de datos antropológicos, Warburg era tanto la presa como el cazador: quería descubrir las fuerzas motrices de la vida histórica, pero solamente podía percibirlas en términos de los conflictos psicológicos que lo impulsaban a él.

    Las ideas de estudio de Warburg reflejan de manera misteriosa las condiciones de su vida personal. Lejos de embotar la importancia de sus logros, estas circunstancias personales iluminan cuestiones fundamentales de la erudición histórica. El desapego de la fuerza consumidora de los acontecimientos era su objetivo y virtualmente su definición de las formas superiores de la organización social, pero no podía permanecer al margen de los acontecimientos históricos y la agitación psicológica de su vida.

    El establecimiento de su biblioteca asumió tal importancia en el pensamiento de Warburg, que el extraordinario trabajo que invirtió en su desarrollo excedió la mera utilidad de la biblioteca al alcance de un erudito, hasta tal punto que bien podemos preguntarnos por qué debería haber dedicado tanta de la energía de su vida a ella.

    Warburg resumió en la historia de su investigación erudita y en el crecimiento y transformación de su biblioteca, uno de los capítulos cruciales en las condiciones cambiantes del trabajo intelectual. Al formar su biblioteca, él regresó casi a las condiciones de principios del siglo XIX, al estudioso independiente que, como Alexander von Humboldt o los hermanos Grimm, abastecía su taller intelectual con libros y manuscritos como el hábil artesano se equipaba con herramientas y materiales. Pero precisamente el trabajo de Humboldt y los Grimm había hecho mucho por establecer las industrias del conocimiento, las universidades decimonónicas, donde los recursos materiales y de personal escalaron hasta una producción erudita más allá del alcance individual. Por motivos personales, Warburg se mostró reacio a ocupar un puesto universitario y también estaba descontento con las condiciones de trabajo en las bibliotecas institucionales. Como un emprendedor pionero e inversionista privado, él creó su propia empresa, una oficina intelectual que, al final, se hizo “pública” como consecuencia de los estragos políticos y financieros provocados por el Tercer Reich. Sin embargo, estas obvias circunstancias solo cuentan la mitad de la historia, la otra mitad es tan impersonal como privada es la primera.

    La postura de Warburg del erudito privado totalmente comprometido recuerda la época de la Ilustración, así como su preferencia por los libros sobre los objetos de arte señala su emancipación de los valores de su clase patricia. El aspecto más importante de su biblioteca de investigación radica quizá en la naturaleza contradictoria de su función y propósito en su obra. El alcance potencialmente ilimitado de la información escrita y la representación gráfica contenía para Warburg la realidad histórica del desarrollo y la creación humanas. En consecuencia, su biblioteca asumió la función de una memoria enormemente ampliada. Warburg consideraba al hombre la evidencia viva de su propio desarrollo. Los productos humanos, y más convincentemente las creaciones estéticas, narraron y volvieron a narrar el funcionamiento de la memoria personal y social. La expresión humana en su definición más amplia y, por lo tanto, como categoría antropológica, se convirtió en el foco central de sus estudios y en la verdadera categoría temática de su biblioteca: “Por lo tanto [explicó en 1923] preveo como una descripción de los objetivos de mi biblioteca la formulación: una colección de documentos relacionados con la psicología de la expresión humana. La pregunta es: ¿cómo se originaron las expresiones verbales y pictóricas; cuáles son los sentimientos o puntos de vista, conscientes o inconscientes, bajo los cuales se almacenan en los archivos de la memoria; existen leyes que rijan su formación o resurgimiento?”.

    (…)

    El análisis histórico del arte, tal como lo concibió Warburg, devolvería a las imágenes congeladas y aisladas del pasado la dinámica del mismo proceso que las generó. Él esperaba comprenderlas como testimonios de una fase del desarrollo humano que de otro modo sería irrecuperable. En el curso de la historia, argumentó, el hombre desarrolló instrumentos de defensa contra una angustia originaria. Como estudioso de Darwin, Warburg consideraba que la adquisición de la cultura era un proceso muy gradual, pero dudaba de que el territorio de la libertad y el control mental fueran un beneficio permanente. Su visión ilustrada del avance científico se vio atenuada por una evaluación profundamente pesimista de la dialéctica del progreso humano.

    Warburg resumió en la historia de su investigación erudita y en el crecimiento y transformación de su biblioteca, uno de los capítulos cruciales en las condiciones cambiantes del trabajo intelectual. Al formar su biblioteca, él regresó casi a las condiciones de principios del siglo XIX, al estudioso independiente que, como Alexander von Humboldt o los hermanos Grimm, abastecía su taller intelectual con libros y manuscritos como el hábil artesano se equipaba con herramientas y materiales.

    La característica constitutiva de la cultura en la visión de Warburg, una sensación de distancia y control, recuerda vagamente el tono social distante del patriciado hamburgués. Para Warburg, el desapego crítico era una necesidad personal, no simplemente un legado de su clase. El desapego humano del poder real y amenazante de las fuerzas naturales y políticas estaba en peligro constante, y la tecnología de rápido crecimiento de su época reavivó antiguos temores en la mente de Warburg. En 1895-96, durante un viaje por los Estados Unidos, prestó especial atención a dos aspectos peculiares de la cultura estadounidense: las revistas populares y la cultura de tenaz sobrevivencia de las tribus indias. En su estudio del ritual Pueblo en Nuevo México, detectó “el carácter esencial de la concepción de la causalidad entre los ‘primitivos’… la ‘corporalización’ de la impresión sensorial”.

    La coexistencia de dos culturas totalmente diferentes en el continente americano, una primitiva y una ultramoderna, alertó a Warburg sobre una potencial pérdida del desapego y la distancia que amenazaba con devolver al hombre a un nuevo estado “primitivo”. Esta “dialéctica de la Ilustración” se congeló en la memoria de Warburg en la siguiente confrontación en una instantánea que tomó en 1896: “Pude capturar, en una foto al azar que tomé en las calles de San Francisco, al conquistador del culto a la serpiente y del miedo a la tormenta, al heredero de los nativos y de los buscadores de oro que desplazaron al indígena: el Tío Sam. Lleno de orgullo y con su sombrero de copa, anda por la calle frente a la ondulada imitación de un edificio antiguo, mientras que por encima de su sombrero se extiende el cable eléctrico. Mediante esta serpiente de cobre, Edison ha despojado del rayo a la naturaleza. (…) De esta manera, la cultura de la máquina destruye aquello que el conocimiento de la naturaleza, derivado del mito, había conquistado con grandes esfuerzos: el espacio de contemplación, que deviene ahora en espacio de pensamiento”.

    Si estas palabras tienen un timbre extrañamente anacrónico y, a primera vista, en apariencia tienen una dudosa lógica, se vuelven terriblemente reales si pensamos en la guerra tecnificada de 1914-1918, en el Holocausto de la Segunda Guerra Mundial y en la amenaza de aniquilación total a través de la guerra atómica. La tecnología moderna permite un mayor control y distancia —en palabras de Warburg, una más espaciosa zona para el pensamiento—, pero también ha abolido todo escape de la amenaza de destrucción total.

    Es trágicamente oportuno que el avance de la Primera Guerra Mundial y el colapso de Alemania le costaran a Warburg su cordura. A medida que se extendía la guerra, abandonó prácticamente todo el trabajo académico en un esfuerzo desesperado por hacer frente al curso de los acontecimientos en el nivel de la información, es decir, a distancia. Su amigo Carl Georg Heise recordaba que diariamente “concentraba toda su energía en recopilar recortes de los siete más importantes periódicos… y anotar breves pero reveladores comentarios”. En su futilidad, el esfuerzo “demente” de Warburg refleja la absoluta incomprensibilidad de los acontecimientos; y en su desesperada persistencia, la necesidad de afrontarlos con la esperanza de descubrir su causalidad.

    Con el fallido proyecto del Atlas Mnemosyne, Warburg pudo haberse dado cuenta de que tanto la cultura de su clase como su propia operación de salvataje, estaban históricamente condenadas. En el tema mismo de su estudio —la mediación social de la comunicación humana expresiva y la transformación de su lenguaje— se valió de los fracasos y logros de la memoria colectiva en la historia.

    En 1923, después de que Warburg recobró su equilibrio mental y recuperó su capacidad para investigar, se embarcó en otro proyecto gigantesco, largamente preparado por muchos esfuerzos anteriores y que curiosamente recuerda su recopilación compulsiva de información durante los años de guerra. Intentó nada menos que un atlas de gestos humanos expresivos a través de registros pictóricos y esquemáticos que se extendían hasta las fotografías de noticias más recientes e incluían relieves antiguos y medievales, pinturas renacentistas e incluso sellos postales. Lejos de simplemente compilar gestos humanos similares a través de su transformación histórica en registros pictóricos, Warburg fue agudamente sensible a las ambigüedades e incluso a los trastoques en su función y significado. Él era demasiado historiador de la cultura material para caer en la trampa de los iconógrafos. Incluso en su formato físico, la elaboración del Atlas Mnemosyne abandona el habitual discurso lineal del libro. Warburg dispuso fotografías y reproducciones en pantallas gigantes para establecer la recurrencia histórica de figuras y gestos clave en patrones politemáticos. Recuperó en la gran escala de la historia el pequeño y aparentemente efímero vocabulario de la expresión humana.

    Si Warburg hubiera listado la fotografía —una forma de almacenamiento de una enormemente ampliada memoria— entre los ejemplos de avance cualitativo en la erudición moderna, podría haberse dado cuenta, un cuarto de siglo después, cuando se embarcó en el Atlas Mnemosyne, de que la dialéctica del progreso había optimizado sus medios para cartografiar el desarrollo histórico del lenguaje mimético, mientras que la creciente uniformidad y la inflación de las imágenes amenazaban con borrar grandes extensiones de memoria colectiva. De manera muy inmediata, Warburg intentó una operación erudita de salvataje de la cultura europea. Como Marcel Proust, quien en su En busca del tiempo perdido documentó a distancia un mundo que estaba subjetivamente perdido antes de ser realmente destruido, Warburg recuperó, ante la inminente amnesia colectiva y las vastas destrucciones futuras, la historia de la emancipación humana en su propia “psicohistoria”. El lenguaje mimético y gestual lo consideró el medio mismo de la continuidad histórica.

    Las artes plásticas constituyen el único registro concreto de la actividad mimética del ser humano fuera de su propia memoria colectiva. Warburg buscó nada menos que romper el código de su herencia cultural, en un momento en que gran parte de esa herencia había palidecido y fracturado y, con las guerras mundiales, iba a ser físicamente destrozada y pervertida.

    Con el Atlas Mnemosyne, Warburg respondió a sus urgentes experiencias de fragmentación de la cultura y, a través de su intenso trabajo en Roma (1928/29), buscó contrarrestar su profundo sentimiento de pérdida. Al organizar el material para el Atlas, sus medios conceptuales, y hasta cierto punto su disposición gráfica de las imágenes, eran similares a los de los collages de Schwitters, su alcance y objetivo interpretativo no menores que los de Proust o Robert Musil, pero la insuficiencia de cualquier individuo para una tarea semejante ilumina de manera trágica la mediación social incumplida de esa misma cultura. El esfuerzo personal del historiador recuerda, una vez más, la doble reflexión del pensamiento histórico: él y sus ideas son tan contingentes como el objeto de su estudio. Solamente en la medida en que perciba sus propias condiciones podrá desarrollar una comprensión crítica de las verdaderas condiciones de la vida pasada. Con el fallido proyecto del Atlas Mnemosyne, Warburg pudo haberse dado cuenta de que tanto la cultura de su clase como su propia operación de salvataje, estaban históricamente condenadas. En el tema mismo de su estudio —la mediación social de la comunicación humana expresiva y la transformación de su lenguaje— se valió de los fracasos y logros de la memoria colectiva en la historia. De hecho, sería difícil definir un tema más comprensivo para el estudio de la historia cultural en el siglo XX.

     

    Esta es una versión abreviada del artículo que apareció en la revista Daedalus 105-1 (1976), y se reproduce con la autorización del autor. Traducción: Patricio Tapia.

  343. Rescatando al molinero hereje

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    En 1970, Carlo Ginzburg rastrillaba los microfilmes del Archivo de la Curia Arzobispal de Udine, con el objetivo de realizar un catastro de los mil y tantos casos de herejes condenados a muerte por el Santo Oficio tras la Reforma protestante, una época en la que la Iglesia persiguió, con particular ahínco, a las comunidades y personas que mantenían ideas desviadas del dogma. Entre los archivos, el historiador italiano encontró la carta que uno de los condenados había escrito a sus inquisidores: “Yo, Menego Scandela, desgraciado caído en desgracia del mundo y de mis superiores con ruina de mi casa y de mi vida y de toda mi pobre familia, que ya no sé qué decir ni hacer sino estas pocas palabras…”, comenzaba la súplica. Ginzburg diría, mucho años después, que se sintió inmediatamente “capturado” por las palabras del procesado.

    Se llamaba Domenico Scandella, pero todos le decían Menocchio. Nació en 1532, en Montereale, un pueblecito de 600 habitantes entre las colinas del Friuli, a 100 kilómetros de Venecia. Estaba casado y tuvo siete hijos, cuatro de los cuales murieron antes que él. Ejercía el oficio de molinero y su posición económica era modesta, pero aventajada respecto de muchos, quizá porque pertenecía a la minoría campesina que sabía leer y escribir. En 1583 fue denunciado al Santo Oficio por difundir sostenidamente palabras “heréticas e impías” sobre Cristo. La denuncia la realizó el párroco local. En el proceso se estableció que el molinero ponía en duda que Cristo hubiera sido crucificado, la virginidad de María, la jerarquía de los evangelios canónicos por sobre los evangelios apócrifos y que negaba la inmortalidad del alma. Fue torturado y condenado a cadena perpetua. Cumplió tres años de cárcel. Gracias a la ayuda legal que le proporcionó su hijo Zianutto, su pena fue conmutada a cambio de que se confinara en el pueblo para siempre y llevara un hábito con una gran cruz, como “símbolo de su infamia”. En 1598, tras 12 años de reinserción en su pequeño mundo, la Inquisición le abrió un segundo proceso por herejía. Fue quemado vivo en la hoguera.

    Los métodos empleados navegan, en última instancia, hacia la particular mente del molinero. A través de las declaraciones de sus paisanos y del mismo Menocchio, accedemos a opiniones que singularizan su pensamiento y su personalidad: ‘¿Que Jesucristo nació de la Virgen María? No es posible que le haya parido y siguiera siendo virgen’, dijo a uno; ‘Los prelados nos tienen dominados y (quieren) que no nos resistamos, pero ellos se lo pasan bien’, señaló a otro.

    El historiador como detective

    El resultado del trabajo de Ginzburg en los expedientes de Menocchio fue El queso y los gusanos. El cosmos según un molinero del siglo XVI (1976). El libro fue importante, porque dio un paso más allá en el estudio de las mentalidades iniciado por la escuela de los Annales, al enfocarse sin paternalismos en la cultura campesina europea y en lo que Ginzburg llama, usando el concepto que empleó Gramsci en sus escritos carcelarios para vadear la censura fascista, “las clases subalternas”.

    No solo se trataba de enfocar la historia desde abajo, como había hecho E. P. Thompson en su libro sobre la formación de la clase obrera inglesa, sino de resolver un problema metodológico: la cultura de las clases subalternas ha sido históricamente oral, por lo que los historiadores disponen de escasas fuentes directas a las que echar mano. Debido a esto, los historiadores la estudian con fuentes doblemente indirectas: “En tanto que escritas y en tanto que escritas por individuos vinculados (…) con la cultura dominante”. En consecuencia, advierte Ginzburg, “las ideas (…) de los campesinos y artesanos del pasado nos llegan (cuando nos llegan) a través de filtros intermedios y deformantes”.

    Para salir de este callejón, Ginzburg decidió utilizar herramientas de otras disciplinas, como la filología y la antropología. Por ejemplo: con las páginas manuscritas que dejó el molinero aplicó un tipo de lectura lenta. Podía demorarse dos días en estrujar una sola frase. La familiaridad lograda con el texto le permitió aseverar, entre otras cosas, que Menocchio firmó su última carta “con la temblorosa mano de un viejo”. ¿Cómo concluyó algo así? Comparando las firmes rúbricas del primer proceso con el trémulo autógrafo del final. El combativo molinero que desafiaba a las jerarquías eclesiásticas en su primera acusación poco tenía que ver con el Menocchio final, quebrado.

    Ginzburg también se valió de instrumentos del método científico, del psicoanálisis y de la pesquisa policial para interrogar al archivo. Preguntando una y otra vez hasta dar con las contradicciones de los textos, aproximándose lateralmente para poner a prueba sus hipótesis o descartando líneas de investigación que no llegan a puerto, Ginzburg escarba hasta dar con alguna veta que le permita avanzar. Por ejemplo, cuando elucubra sobre cierto personaje mencionado por Menocchio en una declaración, llamado Nicola de Melchiori, quien influyó intelectualmente en el molinero y le habría prestado una copia prohibida del Decamerón. Ginzburg levanta la hipótesis de que el individuo pudo haber pertenecido al movimiento anabaptista, considerado hereje, y que al ser interrogado el molinero decidió no mencionarlo para protegerlo. O, también, cuando el historiador se pregunta por esos 11 libros que le encontraron al molinero tras el registro de su casa, del cual no quedó inventario. “Podemos reconstruir —dice Ginzburg— con cierta aproximación un cuadro parcial de las lecturas de Menocchio únicamente basados en las breves referencias que él hizo durante los interrogatorios”. El historiador logra establecer que, de los 11 libros, cinco eran de él y seis, prestados. Ginzburg conjetura sobre los nombres de esos prestadores. La falta de certezas, de nuevo, no le impiden sugerir hipótesis que reconstruyen el mundo circundante del molinero: “Son datos significativos que nos permiten entrever, en una minúscula comunidad, una red de lectores que superan el obstáculo de sus exiguos recursos financieros prestándose los libros los unos a los otros”. Ginzburg apunta aquí a la tesis general del libro.

    Escena de la película Menocchio, el hereje (2018), de Alberto Fasulo.

    La mente y los gusanos

    Los métodos empleados navegan, en última instancia, hacia la particular mente del molinero. A través de las declaraciones de sus paisanos y del mismo Menocchio, accedemos a opiniones que singularizan su pensamiento y su personalidad: “¿Que Jesucristo nació de la Virgen María? No es posible que le haya parido y siguiera siendo virgen”, dijo a uno; “Los prelados nos tienen dominados y (quieren) que no nos resistamos, pero ellos se lo pasan bien”, señaló a otro; “¿Qué te crees?, los inquisidores no quieren que sepamos lo que ellos saben”, advirtió a un tercero. El título del libro, de hecho, alude a la idea sobre la creación del mundo que tenía Menocchio: el caos primigenio “formó una masa, como se hace el queso con la leche, y en él se formaron gusanos, y estos fueron los ángeles”. Ginzburg detecta aquí una tradición religiosa “profundamente enraizada en la campiña europea”, oral y precristiana y más “vinculada a los ritmos de la naturaleza” que a los “dogmas y ceremonias” impuestos desde Roma.

    La tesis general es que un caso como el de Menocchio pudo producirse debido a dos coyunturas extraordinarias: por un lado, la invención de la imprenta, que lo llevó a “confrontar los libros con la tradición oral en la que se había criado”, y por otro, la Reforma, que le otorgó la audacia para cuestionar las jerarquías de las castas eclesiásticas. La Contrarreforma impulsada desde Roma, asegura Ginzburg, apuntó a “recuperar a las masas populares que amenazaban con sustraerse a cualquier forma de control desde arriba”. Entre esas placas tectónicas de la historia quedó atrapado el molinero.

    La tesis general es que un caso como el de Menocchio pudo producirse debido a dos coyunturas extraordinarias: por un lado, la invención de la imprenta, que lo llevó a ‘confrontar los libros con la tradición oral en la que se había criado’, y por otro, la Reforma, que le otorgó la audacia para cuestionar las jerarquías de las castas eclesiásticas.

    Ojos de molinero

    Si El queso y los gusanos rescató de la muerte aquella vida transcurrida en el más completo anonimato y la convirtió en una historia de resonancia global, traducida a 27 idiomas, la película Menocchio el hereje (2018), del director Alberto Fasulo, le pone cuerpo y rostro a esa vida. El largometraje que el cineasta friulano realiza en homenaje al ciudadano más ilustre del Friuli es una adaptación textual del drama del molinero, pero despojada del análisis y del estilo conjetural que le añade el historiador. Así, la singularidad de Menocchio pierde fuerza y él se convierte en otro mártir más tragado por los leviatanes burocráticos de la historia. Para peor, la película es más anticlerical que el molinero y al final, la tozudez y su carácter combativo son achacados a una inexplicable locura. Menocchio podrá haber tenido algún desorden de personalidad, pero no estaba loco. Ginzburg lo deja muy claro.

    El filme sí acierta en algo que el libro no despliega: la dimensión visual de lo que tiene que haber significado vivir el día a día en el siglo XVI. La libertad de movimiento se acababa con la noche y el resto se vivía bajo la ondulante sombra de las velas. También estremece el rostro de Menocchio, interpretado por el actor amateur Marcello Martin. Su voz grave, su andar cansino y las curtidas arrugas de su frente, que parecen lombrices, transmiten la impronta de un hombre atrapado en el tiempo equivocado. Cuando vuelve su mirada hacia la cámara, los ojos de Menocchio se encuentran, al fin, con los ojos del lector.

     


    Menocchio el hereje (2018), dirigida por Alberto Fasulo, 99 minutos, disponible en YouTube.

  344. La posada

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    Marx sentía —contó Friedrich Engels en el funeral del autor de El capital— que él era el Darwin del mundo social, el que había revelado los secretos que explican cómo las sociedades se transforman y evolucionan en el tiempo, naufragando unas y sobreviviendo otras. Durante décadas, además, los estudiosos del socialismo sostenían que Marx había escrito a Darwin ofreciéndose para dedicarle el primer volumen de El capital. Se sabía el resultado —el nombre de Darwin no aparece homenajeado en el primer volumen—, pero se ignoraba todo lo demás, incluyendo las razones del naturalista para declinar el ofrecimiento.

    La clave, como otras muchas de índole histórica de la literatura socialista, aparecería en la casa de Chimen Abramsky, un expatriado ruso de origen judío que, en sus muchas encarnaciones, además de librero, editor y activista de izquierda, era experto en manuscritos, erudito marxista, jefe del Departamento de Estudios Judíos y Hebreos en University College London y, por sobre todo, uno de los más extraordinarios coleccionistas de libros en Inglaterra. Su vieja casa del norte de Londres regida por su esposa, la siquiatra Miriam Nirenstein, congregó no solo millares de libros, sino también a algunos de sus autores vivos: un abanico extenso de ilustres amistades, desde Isaiah Berlin a Eric Hobsbawm, y desde el editor italiano Giangiacomo Feltrinelli a E. P. Thompson, pasando por Stuart Hall, Perry Anderson o el Nobel Harold Pinter. Como narra su nieto, Sasha Abramsky, autor de esta exquisita y singular biografía intelectual, el número 5 de Hillway Street “era más una posada que una casa residencial”.

    La posada, como se entrevé en el título de este libro, abrigaba colecciones únicas de ejemplares, manuscritos e incunables que Abramsky identificó, buscó y atesoró durante años y que fue disponiendo simbólicamente según peculiaridad y afecto en las habitaciones de una vivienda holgada, pero austera. Pergaminos, códices, libros y periódicos abarcaban una basta porción de la cultura escrita occidental —y más allá— en diferentes lenguas. En algunos casos, sus piezas documentales, particularmente las pertenecientes a su colección judaica y socialista, eran los últimos testimonios materiales de ediciones e ideas desaparecidas. Aunque cada cuarto de la casa —a excepción del baño y la cocina— estaba cubierto del suelo al techo con estanterías de libros en doble fila, no era la abundancia o la rareza lo que magnetizaba a sus amigos, coleccionistas o estudiosos, sino las “llaves de lectura”: memoria y erudición que Chimen Abramsky había tallado pacientemente en torno a sus miles y miles de páginas impresas. Encontrar esas llaves, la genealogía de su forja y descifrar al cerrajero que vivía rodeado de paredes de palabras es la delicada empresa investigativa que acomete su nieto Sasha, a través de un amplio repertorio de técnicas investigativas y fuentes orales —familiares y amicales—, documentales y archivísticas, teñidos con sus propios recuerdos biográficos y un fino estudio de sus colecciones, anotaciones y subrayados.

    La posada, como se entrevé en el título de este libro, abrigaba colecciones únicas de ejemplares, manuscritos e incunables que Abramsky identificó, buscó y atesoró durante años y que fue disponiendo simbólicamente según peculiaridad y afecto en las habitaciones de una vivienda holgada, pero austera. Pergaminos, códices, libros y periódicos abarcaban una basta porción de la cultura escrita occidental —y más allá— en diferentes lenguas.

    Los cruces, bifurcaciones y empalmes narrativos aluden a un viaje nemotécnico propio de su herencia familiar y la del cosmos del biografiado: cada capítulo del libro es una habitación que alberga la encarnación de las obras en una vida leída (vivida). Así, el apartado primero es el dormitorio principal —la “fortaleza”— que esconde tras algunas estanterías vidriadas cientos de los libros y manuscritos más preciados de su filiación ideológica: volúmenes anotados por Lenin, tratados de Trotski, originales mecanografiados de Rosa Luxemburgo —como su tesis doctoral—, cartas y manuscritos de Marx, incluido su carné de miembro de la Primera Internacional, entre otros cientos de impresos invaluables. El recibidor era “un portal extraordinario”, con libros únicos sobre la comuna de París, la rusia bolchevique y diversos y singulares remanentes bibliográficos de su librería, Shapiro, Valentine & Co., en la que trabajó hasta mediados de los años 60, tiempo en que, ya alejado del estalinismo y del Partido Comunista, Chimen Abramsky se vinculó a la enseñanza universitaria.

    Subiendo, la habitación grande del segundo piso alude a sus raíces, emplazando una de las bibliotecas sobre literatura judía más importante en manos privadas. Su intención era resucitar allí una civilización cuya cultura impresa no solo orbitaba en torno a la Torah y el Talmud, sino también sobre filosofía, astronomía, gramática, medicina, mística y poesía. De esta manera, encontraban cobijo en esa gran habitación primeras ediciones de Spinoza, textos hebreos impresos en Constantinopla a principios del siglo XVI —como la del erudito talmúdico y matemático Elijah Mizrahi— o un ejemplar de la escasa biblia hebrea Bomberg, impresa en Venecia en 1521. Los ejemplares y voces del salón, el comedor, la cocina, completan una casa —y un libro— asombroso y vivo que entrelaza textos y contextos, haciéndonos más inteligibles, a través de las vocaciones y decisiones de Abramsky, la Europa de entreguerras, los cismas de la izquierda inglesa, la renovación teológica y la ortodoxia en el mundo judío, los matices políticos en la formación del Estado de Israel, el auge y caída del estalinismo o la sofisticada bibliófila, solo para iniciados, que un día revela la correspondencia de Turguénev y otro la de Heinrich Heine.

    Este abarrotado conjunto es, como corresponde, salpicado de acaloradas discusiones, condumios, cantos y voceos políticos de sus familiares y contertulios, generoso de ideas, camaradería y lucidez intelectual. Esto último permite entender por qué fue Abramsky quien abrió el camino para dilucidar la airada negativa de Darwin a Marx. Con la extraordinaria evidencia epistolar que supuso la adquisición de parte de la biblioteca del influyente intelectual alemán, Abramsky esclarece que en realidad fue Edward Aveling, compañero de la hija de Marx, Eleanor, quien había ofrecido la dedicatoria al naturalista y que este declina, no porque disintiera de la teoría económica y política planteada en la obra, sino porque temió que se le asociara con tan “célebre” grupo de ateos… Ya tenía “bastantes problemas con su muy cristiana esposa”.

    Chimen Abramsky, además de librero, editor y activista de izquierda, era uno de los más extraordinarios coleccionistas de libros en Inglaterra.

    Lejos del fleco anecdótico, el episodio revela una dimensión axial en la vida de Abramsky: su condición de teórico, obsesionado con la interpretación de la voluntad de la historia, que lo dotaba de gran musculatura intelectual para realizar exégesis de primer orden de la evidencia que acopiaba. En este caso, suponemos que el coleccionista estaba en alerta de las implicancias epistemológicas y políticas que tenían las obras de estos dos epónimos de la ciencia moderna. Precisar su parentesco era clave para desestimar las acusaciones, por ejemplo, de “darwinista social” a Marx, o de “biologizar” la lucha de clases para convertirla en una suerte de lucha por la sobrevivencia, naturalizando el capitalismo. Mismas capacidades que llevaron a Abramsky a tener un rol preponderante en el Comité de Asuntos Judíos del Partido Comunista Británico, donde reunió argumentadamente un completo dossier de pruebas sobre el Holocausto o su contribución determinante en el rescate de más de mil 500 rollos de la Torah, escondidos desde la ocupación nazi en Bohemia y Moravia.

    Aunque el impresionante bibliófilo habla a través de su correspondencia, sus objetos y curatoría impresa, la mayor parte del tiempo es “hablado” coralmente por quienes lo conocieron, especialmente por su nieto Sasha, quien se interna en los libros de su abuelo y rehistoriza parte de su contenido para descifrar las motivaciones de su primer lector. En este sentido, asombra la retención y nitidez de algunos recuerdos bio-bibliográficos que el investigador y periodista retuvo de la casa de sus abuelos: la diagramación del mobiliario, la localización de las puertas y armarios, el rumor y calor de algunas conversaciones y comidas, y cómo no, los colores, olores y texturas de la miríada de tomos que dormían y despertaban repentinamente en las atestadas habitaciones de la casa.

    El recorrido sinestésico y espacial del narrador es quizás la hipérbole del método de loci que Abramsky en Rusia y antes, el padre de este, Yehezkel (sabio y afamado rabino, “un Mozart de la Torah”, que recitaba de memoria cualquier texto judío que le pidieran), habían utilizado para retener toda huella y estela de la letra impresa. Relata Sasha que el historiador de Cambridge Christopher de Hamel le consultó a Abramsky sobre una fotografía de un salterio hebreo del siglo XV. Chimen Abramsky —recordó Hamel— miró la fotografía del salterio y le respondió rápidamente: “Se vendió en Parke-Bernet, el 17 de julio de 1956, lote 14, 18 mil dólares. Estuvo primero en la colección Siegfried, Frankfurt, subasta de Baer, enero de 1922, lote 3, 90 marcos. Le faltan dos páginas después del folio 17, la página 61 es una sustitución moderna y la oración del final es única. Y ahora está valorado entre 63 mil y 67 mil 500 libras”. La realidad, pareciera decirnos nuestro protagonista en cada episodio —y habitación—, hay que aprenderla de memoria, porque es la “presentificación” del presente.

    Aunque se rodeó de amigos célebres, dictó cientos de conferencias, escribió miles de cartas, artículos, líbelos, catálogos bibliográficos para Sotheby’s y, a través de su ayuda, conversaciones, erudición, memoria y generosidad, influyó de manera decisiva en algunos hitos comprensivos de la historiografía del socialismo europeo y el mundo hebreo y judío, su figura pasó asordinada en las marquesinas de la intelectualidad inglesa.

    Aunque se rodeó de amigos célebres, dictó cientos de conferencias, escribió miles de cartas, artículos, líbelos, catálogos bibliográficos para Sotheby’s y, a través de su ayuda, conversaciones, erudición, memoria y generosidad, influyó de manera decisiva en algunos hitos comprensivos de la historiografía del socialismo europeo y el mundo hebreo y judío, su figura pasó asordinada en las marquesinas de la intelectualidad inglesa. Su único libro, en coautoría con el historiador Henry Collins —Karl Marx and the British Labour Movement (1965)—, fue bien criticado y tuvo una repercusión promisoria. No obstante, su pluma tenía serias limitaciones derivadas de su esclavitud a los detalles, a su memoria irreductible.

    Hobsbawm concluyó lo evidente: Chimen tenía dificultad de ordenar sus ideas por escrito, porque nunca desechaba ningún dato, “sabía demasiado como para eso”. Se esperaba de él —apuntalado por Collins— que finalizara su proyecto más ambicioso, la biografía de Marx. Sin embargo, la muerte prematura de Collins dejó en la huerfanía escritural a Abramsky, quien prosiguió diseminando sus hallazgos, subrayados y detalles en la oralidad y en la guarida libre de sus cartas. “Fue un maestro sin obra maestra”, dijo de él su antiguo alumno Steven Zipperstein. No obstante, su nieto da copiosas muestras de que Abramsky, a su modo, se inscribe en aquella larga línea de pensadores y eruditos “judíos no judíos”, aquellos descritos por Isaac Deutscher en un libro que el propio Abramsky atesoraba en el comedor: “Aquel herético que trasciende al judaísmo y que, por lo mismo, pertenece a la tradición judía”. Tal como sus venerados Spinoza, Rosa Luxemburgo y Karl Marx.

     


    La casa de los veinte mil libros, Sasha Abramsky, Periférica, 2016, 368 páginas, $22.000.

  345. Cosas de archivo

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    Es envidiable la gente que sabe vivir con pocos libros y que no necesita guardar recortes ni documentos circunstanciales. Habría que ver de qué modo estas personas experimentan el presente y la memoria, y qué protagonismo le asignan en sus vidas a cada una de estas categorías.

    Hace poco vi en Travel and Living a una viajera profesional que daba consejos a los que se iniciaban en la trashumancia turística: decía que era útil llevar cuadernos para anotar impresiones y pegar boletos de trenes, facturas de hotel, postales, tickets de metro y otros suvenires por el estilo. Hay en ese gesto una intención de apoyar y estructurar los recuerdos, pero también un trasfondo supersticioso: el miedo a que los momentos especiales de la existencia se diluyan como lo hace comúnmente la farragosa cotidianidad.

    Muchos años atrás, me acuerdo ahora, una amiga muy cercana anunció un largo viaje por Europa. Como se acostumbraba por entonces, me preguntó si quería hacerle algún encargo. Le pedí que recogiera hojas de árboles en cada ciudad que visitara. A la vuelta me trajo un álbum muy bonito, con hojas de olmos, abedules, alcornoques, pegadas según su procedencia en páginas distintas. Parece que un día el álbum se vino al suelo, alguien lo recogió atarantadamente y de esa memoria arbórea no quedó más que un desparramo inclasificable.

    El olvido —esa función que nos permite tolerar la vida— estaba conjurado en los miles de sobres que Joaquín Edwards acumuló en más de cuarenta años de trabajo. No solo metía en ellos las noticias más inadvertidas de la prensa, sino también páginas de libros con temas de su interés: el escritor no le tenía mucho respeto a la encuadernación. Los libros, en su concepto, podían ser descuajeringados en honor de lo esencial.

    Al final de Faltaban solo unas horas, el libro de Salvador Benadava sobre Joaquín Edwards Bello, viene una entrevista en la cual Alfonso Calderón habla del famoso archivo de recortes de Edwards: un organismo hecho de papel y de tinta, una entidad que con los años había crecido hasta ocupar roperos y rincones. Se podría entender este archivo como una ampliación de la memoria o de la conciencia. El olvido —esa función que nos permite tolerar la vida— estaba conjurado en los miles de sobres que Joaquín Edwards acumuló en más de cuarenta años de trabajo. No solo metía en ellos las noticias más inadvertidas de la prensa, sino también páginas de libros con temas de su interés: el escritor no le tenía mucho respeto a la encuadernación. Los libros, en su concepto, podían ser descuajeringados en honor de lo esencial.

    Una mañana de 1985, el archivo de Edwards Bello llegó a la sección Referencias Críticas de la Biblioteca Nacional. Por casualidad me encontraba en ese lugar cuando los empleados comenzaron a arrumbar las cajas y los sobres contra una pared. Todos los presentes nos paramos a presenciar la monótona faena, entre ellos Martín Cerda, quien me dijo que el único capaz de ordenar ese mundo disperso era Alfonso Calderón.

    Curiosamente, al llegar más tarde a mi casa prendí el televisor, y ahí estaba Calderón: en el programa Almorzando en el 13, precisamente hablando de Edwards Bello y de una de sus frases inolvidables: “El chileno es el hombre equivocado en el lugar equivocado”.

     


    Combustión espontánea, Roberto Merino, Ediciones UDP, 2021, 298 páginas, $20.000.

  346. Un París muy diferente

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    Todas las ciudades tienen surcos —senderos desgastados por las rutinas de sus habitantes mientras están ocupados en sus asuntos—. París está especialmente llena de surcos, y los parisinos tienen una expresión para la sensación de reclusión que les impone: “métro, boulot, dodo” (metro, trabajo, dormir). Pero hay otro París, la ciudad habitada por quienes no tienen trabajo, ya sea porque no encuentran empleo o porque han optado por salir de la vida que sigue un surco. Los marginales, los pobres, los excéntricos, los bohemios, los desertores y los vagabundos rondan las páginas del vívido tour que Luc Sante ofrece por ese otro París, la mayor parte enterrado bajo lo que queda del siglo XIX.

    El París subterráneo todavía existe, parte de él habitado. Tengo un pequeño departamento en un viejo edificio en el segundo arrondissement o distrito. Un día, después de dejar mi bicicleta en el sótano, decidí explorar los subsótanos. Había dos de ellos, formados por bodegas, sucias y sin luz. Tanteando en la oscuridad, tres pisos por debajo del nivel de la calle, tropecé con un cuerpo. Subí corriendo las escaleras y salí por la puerta principal, buscando ayuda. La primera persona que encontré fue un hombre que lavaba platos en la cocina de un restaurante de al lado. Cuando grité por la ventana abierta que había un cuerpo en el sótano inferior, respondió calmadamente. “No es nada. Él es nuestro clochard (mendigo)”. Yo no sabía que nuestro edificio de departamentos proporcionaba un refugio para un hombre sin hogar; y después de un momento de reflexión, me di cuenta de que el “nuestro” usado por el hombre que lavaba los platos no me incluía a mí ni a ningún otro propietario de departamento. Se refería a otro París.

    Aunque está empapado de historia —entendida a fondo y expertamente narrada—, El populacho de París, esta invitación al Otro París, no es un estudio histórico. Tampoco es una guía, aunque existe un género de guías a lo “otro”: This Other London, The Other Los Angeles, The Other Side of Rome, etc. Parte de la fascinación del libro de Sante es que se desliza entre géneros. Se puede caracterizar mejor como un tour histórico-cultural por una gran ciudad o una flânerie; porque Luc Sante invoca a los flâneurs a lo largo de todo el libro y escribe como uno de ellos.

    Aunque está empapado de historia —entendida a fondo y expertamente narrada—, El populacho de París, esta invitación al Otro París, no es un estudio histórico. (…) Parte de la fascinación del libro de Sante es que se desliza entre géneros. Se puede caracterizar mejor como un tour histórico-cultural por una gran ciudad o una flânerie.

    Según el tipo ideal inventado por Baudelaire, el flâneur asimila una ciudad paseando por ella. Él (porque Baudelaire no visualizó mujeres flâneurs) no sigue un itinerario fijo, sino que se pierde en la multitud, nadando donde lo lleven sus corrientes y dejando que el paisaje urbano trabaje en su conciencia de formas inesperadas. Cuando están inspirados, los flâneurs han producido una importante literatura. La línea de sus libros se extiende desde el más grande de todos, Le Tableau de Paris, de Louis Sébastien Mercier (creció de dos a 12 volúmenes en ediciones sucesivas, todas ellas ilegales, entre 1781 y 1788, y hay una magnífica edición moderna de Jean-Claude Bonnet), hasta Paris inconnu (1844) de Alexandre Privat d’Anglemont, las Nouvelles promenades dans Paris (1908) de Georges Cain, Le Paysan de Paris (1926) de Louis Aragon, Les Parisiens (1967) de Louis Chevalier y The Streets of Paris (1980) de Richard Cobb.

    Sante ha dominado toda esta literatura y mucha más. Conoce la ciudad en profundidad y evoca su espíritu a la manera de Cobb, concentrándose en sus distritos más pobres y acompañando su texto con cientos de ilustraciones. Sin embargo, a diferencia de las fotografías de The Streets of Paris de Cobb, las fotografías de El populacho de París han sido extraídas de archivos y, a menudo, son demasiado pequeñas y borrosas para ser descifrables. El libro fracasa como álbum de imágenes, pero triunfa maravillosamente en evocar la vida en la calle, especialmente las vidas vividas en la frontera exterior de la ciudad (la Zone) y a lo largo de sus muchos márgenes: un mundo habitado por traperos, prostitutas, delincuentes, cantantes callejeros, borrachos, poetas y las infinitas variedades del indigente.

    Tal como lo describe Sante, es un mundo que hemos perdido, y la pérdida debería pesar en la conciencia de cualquiera que ame la ciudad —no el París de las guías turísticas convencionales, ni el París habitado por los ricos y poderosos (los del centro y el oriente, en particular los distritos séptimo y decimosexto), sino el París de los pobres (los del poniente y el norte, especialmente los distritos decimonoveno y vigésimo), quienes vivían en gran medida en las calles y crearon una cultura propia. Esa cultura echó raíces a principios del siglo XIX. Dio sus últimos frutos en los años 20 y 30 del siglo XX, y hoy está muerta.

    Esta visión del pasado parisino fácilmente puede desviarse al sentimentalismo. El lenguaje fuerte del titi con su gros rouge sur le zinc —el parisino de clase baja que maldice en su argot sobre el vino barato en un bar— suena impresionante en la boca de Jean Gabin, pero el uso excesivo en películas e historias de detectives lo ha convertido en un cliché. Los pobres nunca fueron pintorescos. Varias generaciones de historiadores sociales han producido una visión convincente y desengañada de la pobreza del siglo XIX. Ellos han demostrado cómo la población de París explotó, cómo los indigentes se amontonaron en los barrios bajos, pasaron hambre, sucumbieron a enfermedades (especialmente las devastadoras olas del cólera) y murieron en masa con cada recesión de la economía. Sante hace justicia a estos temas, pero no los lleva más allá del punto en el que los dejó hace mucho tiempo Louis Chevalier en Classes laborieuses, classes dangerreuses: à Paris pendant la première moitié du XIXe siècle (1958).

    El libro fracasa como álbum de imágenes, pero triunfa maravillosamente en evocar la vida en la calle, especialmente las vidas vividas en la frontera exterior de la ciudad (la Zone) y a lo largo de sus muchos márgenes: un mundo habitado por traperos, prostitutas, delincuentes, cantantes callejeros, borrachos, poetas y las infinitas variedades del indigente.

    En lugar de entregar una investigación original, Sante invoca el pasado para acusar al presente: no las nuevas formas de la pobreza, agravadas por el desempleo, el racismo y la brutalidad policial, en los banlieues o suburbios de la ciudad, sino más bien la tendencia general a rediseñar París que comenzó con el barón Georges Haussmann. De 1853 a 1870, Haussmann cortó en pedazos los cuerpos de los barrios antiguos y construyó los bulevares que son celebrados en las guías turísticas de hoy. En el camino, él mejoró la higiene de la ciudad, pero su principal objetivo era abrir paso a las tropas y erradicar la amenaza de la insurrección de las áreas atestadas con calles estrechas, donde los pobres construyeron barricadas y se levantaron contra la opresión en 1830, 1832, 1834, 1839 y 1848. La historia de la haussmannización se ha contado a menudo, a veces con simpatía, como en Transforming Paris: the Life and Labors of Baron Haussmann (1995), de David Jordan. Sante le insufla nueva vida, no solamente con una prosa expresiva, sino también apuntando en una nueva dirección.

    El espíritu de Haussmann, sostiene, se puede leer en los proyectos urbanos que han desfigurado París desde la Segunda Guerra Mundial: la desaparición de Les Halles, reemplazada por un centro comercial subterráneo y carente de alma; el “agresivamente repelente” Centre Georges Pompidou, en el barrio Beaubourg; la Bibliothèque Nationale de France (también conocida como Bibliothèque François-Mitterand), “que luce como un proyecto habitacional en la luna”; la Bastille Opéra, “que parece un estacionamiento”; y sobre todo el Tour Montparnasse, un “zurullo gigante dado vueltas”. Estos proyectos no tenían la intención de bloquear las revoluciones, pero expresan el étatisme, una afirmación del poder estatal, similar a la mutilación de París hecha por Haussmann al servicio de Napoleón III. Al servir a De Gaulle, argumenta Sante, Georges Pompidou y André Malraux completaron el trabajo de Haussmann y dieron ejemplo para una mayor devastación en el nombre del progreso. Sus monumentos proclaman la gloria de los gobernantes en un estilo que los franceses llaman pharaonien.

    Sante no solamente objeta la arquitectura. Él ve dos fuerzas enfrentadas en el nuevo paisaje citadino: por un lado, “reformadores y moralistas y presidentes de comisiones”; por el otro, “vagabundos y excéntricos y clochards”. Los primeros han ganado, pero los segundos merecen el reconocimiento de la posteridad, porque representan una cultura marginal y disidente generada desde los estratos más bajos de la sociedad.

    Dicho así sin rodeos, el argumento puede parecer romántico y descabellado. Sante se abstiene de hacerlo explícito, prefiriendo que se muestre a través de un denso recuento de temas más o menos relacionados: la geografía urbana, la mala vida y las clases bajas, los inmigrantes y la gente de la calle, la enfermedad y la muerte, la prostitución, las borracheras, la bohemia, los teatros de bulevar, las canciones y los cantantes populares, el crimen y los criminales famosos, las revoluciones y los insurgentes, las feministas y los anarquistas. Los temas van y vienen, atropelladamente, mezclándose unos con otros sin adherirse a ninguna estructura distintiva.

    De 1853 a 1870, Haussmann cortó en pedazos los cuerpos de los barrios antiguos y construyó los bulevares que son celebrados en las guías turísticas de hoy.

    El populacho de París no tiene introducción ni conclusión ni tesis central ni discurso sobre el método o discusión de la historiografía. En lugar de anunciar un argumento y delinear sus partes constitutivas, Sante se sumerge en su tema y arrastra al lector con él. Sin saber adónde vamos, estamos a su lado, inspeccionando el espantoso vertedero de Montfaucon con 12 mil caballos muertos. Seguimos los itinerarios de los ropavejeros y su desesperada postura en contra de la recolección de basura municipal. Deambulamos a través de mercados de las pulgas, deteniéndonos para examinar el inventario de un puesto de la década de 1890: “Dos fragmentos de alfombra turca, algunas pulseras hechas de pelo, muchos relojes y cadenas que necesitan reparación, tres retratos de Napoleón…”. De vuelta en las calles de los distritos más pobres —pero como correctamente comenta Sante, la pobreza era vertical antes de Haussmann, cuanto más alta era tu habitación, más bajo era tu estatus— nos adentramos en la labor de “le business” (la prostitución) y aprendemos lo que las “horizontales” cobraban a partir de un menú de sus servicios: “Un trabajo manual común cuesta 33 sous, que sube a 50 por la inserción adicional del meñique en el ano…”.

    Los detalles, entregados de manera directa y con una gran cantidad de excéntrica erudición, producen un efecto de choque, en concordancia con un estilo de provocación peculiarmente francés: épater le bourgeois. Es intranquilizador para cualquiera ubicado en la seguridad de la clase media deambular por el mundo de los pobres, incluso vicariamente al leer sobre aquellos que murieron hace un siglo. Sante evoca ese mundo tan bien que su éxito como escritor plantea un peligro para el lector: el voyerismo. La flânerie puede degenerar en turismo de la pobreza.

    Sante reconoce el peligro de “una fascinación voyerista por las miserias de otras personas”. Para evitarlo, adopta el tono duro de algunas historias de detectives: no esperes ningún sentimiento, lector; no obtendrás nada más que los hechos. Sin embargo, deja traslucir sus propias simpatías. En un capítulo sobre el crimen, rechaza todas las “tonterías de honor-lealtad-virilidad” y señala que hacia 1830 el crimen se había convertido en una amenaza para los pobres comunes y corrientes. Pero al engarzar anécdotas sobre asesinos famosos, fugas de prisión, tiroteos y ejecuciones, él presenta el inframundo como un aspecto vital de la vida en la base de la sociedad. La criminalidad y la pobreza —la pègre y les pauvres— crecieron juntas, de manera simbiótica, en los barrios bajos.

    Sante no llega tan lejos como Balzac y Victor Hugo como para imaginar “una sociedad organizada alternativa” entre los criminales, pero como Eric Hobsbawm, trata el crimen como bandidaje social. El robo y el asesinato aparecen como una forma de rebelión contra la autoridad, no del todo diferente de la lucha en las barricadas. Sante describe los crímenes famosos como “insurrecciones de una persona” y escribe breves biografías de los criminales más notorios: Eugène François Vidocq, Pierre-François Lacenaire, Jean-Jacques Liabeuf y Jacques Mesrine. Constituyen una lectura fascinante, pero ¿qué agregan?

    Sante reconoce el peligro de ‘una fascinación voyerista por las miserias de otras personas’. Para evitarlo, adopta el tono duro de algunas historias de detectives: no esperes ningún sentimiento, lector; no obtendrás nada más que los hechos. Sin embargo, deja traslucir sus propias simpatías.

    No un argumento de que el crimen alimentó la revolución. Mientras se aprovechan de los pobres, algunos criminales colaboraron con la Gestapo. Otros, sin duda, aportaron material para novelas con mensaje revolucionario, sobre todo Los miserables, pero ellos aparecen en todo tipo de literatura y atraen a todos los sectores del espectro político. Es posible que se entiendan mejor como un elemento básico del folclore urbano. Sante favorece ese punto de vista en una breve discusión sobre las historias de detectives, que trata como materia prima para lograr el acceso a la “imaginación parisina” e incluso a su “subconsciente”. Pero el público lector de la série noire no era particularmente proletario. Los escalofríos proporcionados por las novelas de escasa categoría recorrieron muchas espinas dorsales burguesas, y es difícil detectar un elemento distintivamente popular en la literatura que se identifica comúnmente con la cultura popular. ¿Se puede interpretar esa literatura como una protesta dirigida contra el opresivo intento, impulsado por el Estado, de imponer orden al desenfreno? No lo creo.

    Esa cuestión se cierne sobre la discusión de Sante sobre el teatro de bulevar y la música de cabaré. Él conoce el tema al derecho y al revés, y regala al lector minibiografías de personajes del espectáculo, desde Aristide Bruant hasta Edith Piaf. Lejos de recalentar los clichés sobre las maneras perversas de Montmartre, él transmite el idioma de los cantantes callejeros que se hicieron famosos en los bulevares. Tiene un dominio impresionante de la jerga parisina, junto con la habilidad de traducirla a otro idioma. Evoca “el sonido por excelencia de París”, mostrando cómo los inmigrantes de Auvernia complementaron el acordeón con la musette. Apunta el carácter sedicioso de algunas canciones populares, que fueron depuradas por la censura durante el Segundo Imperio. Sin embargo, el bal-musette y el café concert atrajeron a públicos mezclados, y algunas de sus más grandes estrellas dieron su favor a la extrema derecha. Eugénie Buffet, la primera chanteuse réaliste, cantó para los obreros, pero apoyó a los anti-dreyfusards y a los opositores del Frente Popular.

    La dificultad de conectar la política con la cultura popular surge más claramente en el capítulo titulado “Insurgentes”, donde Sante enfrenta el fenómeno de la revolución. Sigue el capítulo sobre el crimen y la literatura criminal y, por lo tanto, plantea una pregunta: ¿cuál es la relación de la violencia callejera con la agitación política? Pasando de una discusión de faits divers (fundamentalmente anécdotas sobre asesinatos en la prensa popular), el lector se sumerge en los grandes acontecimientos: 1789, 1830, 1848, 1871. La Comuna lleva la serie a un clímax. Sante cuenta la historia bien, aunque no puede intentar nada comparable a la narración del más reciente estudio, el soberbio Masacre. Vida y muerte en la Comuna de París de 1871 (2015; Siglo XXI, 2017), de John Merriman. Sante hace justicia a los horrores de la represión y las reacciones a ella, que marcaron el curso de la agitación radical para el resto del siglo. Luego, él termina el capítulo con un largo recuento de asesinatos y robos por parte de la Banda Bonnot, un grupo de anarquistas que aterrorizó a una buena parte de París en los años 1911 y 1912.

    Sante explica que se puede pasear por la ciudad como si se estuviera jugando a un juego de mesa, el tradicional jeu de l’oie, que va de casilla en casilla, cada una evocando una experiencia. (…) Es un juego de azar, que expone al jugador a sorpresas y a lo espontáneo. En lugar de seguir una ruta trazada, el flâneur persigue asociaciones inesperadas a lo largo de senderos que Sante llama dérives.

    ¿Cuál es el terreno común de todos estos temas? Metafóricamente al menos, las calles de París. En su último capítulo, Sante explica que se puede pasear por la ciudad como si se estuviera jugando a un juego de mesa, el tradicional jeu de l’oie, que va de casilla en casilla, cada una evocando una experiencia. De esta manera, el flâneur puede invocar a los espíritus del pasado, aquellos unidos a lo que queda de la ciudad destruida por Haussmann y los planificadores urbanos modernos. Es un juego de azar, que expone al jugador a sorpresas y a lo espontáneo. En lugar de seguir una ruta trazada, el flâneur persigue asociaciones inesperadas a lo largo de senderos que Sante llama dérives.

    Él toma esta idea de Guy Debord, el autor de La sociedad del espectáculo (1967) y profeta de la Internacional Situacionista, un movimiento de izquierda que inspiró a muchos de los estudiantes revolucionarios en mayo-junio de 1968. En su último capítulo, Sante rinde homenaje a Debord como el último en la línea que va desde los comuneros de la Comuna de París a través del anarquismo, el dadaísmo y el surrealismo, hasta “el sueño febril de mayo del 68”. No es que Sante vea líneas rectas en la historia o abogue por un resurgimiento de la década de los 60. Él encuentra inspiración en la visión de Debord de París como una colección de “unidades de ambiente” o zonas determinadas por la experiencia acumulada de sus habitantes. El populacho de París es un intento de abarcar la ciudad de esta manera. Cada uno de sus capítulos se puede leer como una dérive. La última resistencia de los comuneros en el Cimetière du Père Lachaise refulge junto con los bocetos de Toulouse-Lautrec y grafitis como “Mort aux Vaches” (Muerte a los policías). El libro fluye ante los ojos como una película, y eso lo convierte en una muy buena lectura. Logra lo que se propone como meta, no para enderezar la historia, sino para ayudar al lector a comprender una infinitamente fascinante ciudad.

     

    Nota del editor: desde 2021, el nombre de quien escribió El populacho de París es Lucy Sante. En septiembre de ese año anunció en su cuenta de Instagram: “Sí, soy yo, y sí, estoy en transición… Puedes llamarme Lucy… y mi pronombre, muchas gracias, es ella”. Hemos optado por mantener Luc dado que el libro y la respectiva reseña aparecieron con anterioridad a la transición de su autora.

    Artículo publicado en The New York Review of Books, que se traduce con autorización de su autor y de la revista. Traducción: Patricio Tapia.

     


    El populacho de París, Luc Sante, Editorial Libros del K.O., 2018, 496 páginas, $22.900.

  347. El abismo del archivo

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    A pesar del polvo que los cubre o de lo frágil o ilegibles que sean sus documentos, a pesar de los inhóspitos y fríos edificios que los contienen, los archivos pueden volver a seducir. Después de la fortuna del “giro lingüístico”, otros giros —el “cultural”, el “icónico”— han asediado la imaginación letrada. Manifestación relativamente reciente es el “giro archivístico”, cuya fuerza centrífuga alcanza a las artes, las humanidades, las ciencias sociales y la literatura.

    Es cierto que siempre han existido historiadores sumergidos en los fondos documentales y que las artes se han valido de sus códigos, pero las aproximaciones teóricas rara vez condescendían con la labor de archivo y la literatura la usaba como materia prima no siempre reconocida. Pero en algún momento los archivos dejaron de ser depósitos del material a estudiar para ser un tema de estudio. Historiadores y críticos ya no solo investigaban en archivos, sino que empezaron a referirse a esa labor: el asombro ante su lectura y su contacto, las complejidades del desciframiento. Y los artistas, además de inspirarse en los archivos, comenzaron a usar sus diversas estrategias —almacenar, catalogar, buscar, recuperar— para ponerlos en duda: los objetos efímeros, fuera de contexto, pero catalogados, adquieren un misterioso y oscuro sentido.

    En la literatura pareciera existir una compulsión por abordar un pasado, más o menos reciente, con una base de documentación que se integra de distintas maneras, ya sea transcribiéndola o con fotografías o fuentes bibliográficas, siguiendo el modelo de la investigación histórica o periodística (si los hechos no son tan lejanos). Se habla, por supuesto, de un “giro documental”. Ya el lector no se entrega a la “voluntaria suspensión de la incredulidad”, sino a la “voluntaria sujeción a la realidad”. El mayor elogio: destacar, con Sebald como insignia, las “fronteras porosas” entre los géneros, haciendo borrosa la distinción entre lo inventado y lo real.

    Un flujo constante de libros que de una u otra forma se ocupan de los archivos, demuestra la fascinación académica por ellos. ¿Responde todo esto a una moda o a una avidez por rozar la realidad o a una necesidad de reconstruir momentos perdidos?

    Si para algunos el archivo es papelería inservible, basura burocrática o un aposento para la “erudición inútil” (al decir de Foucault, él mismo asiduo a los archivos), para otros es algo así como un correlato documental del pasado o de la vida, que permite recuperarlos a voluntad o intentar evitar que su recuerdo se desvanezca en el tiempo. El archivo como un depósito de la memoria. Pero la memoria parece ser una sustancia difícil de acopiar. En uno de los ensayos de su libro El estruendo del archivo (2002), el crítico Wolfgang Ernst sostiene que “el almacenamiento de la memoria no puede funcionar como fundamento de la historia: es mucho más su abismo”. Un abismo que se hunde en el tiempo y en los conceptos: sobre su origen e historia y sus manifestaciones que se despliegan.

    Se habla, por supuesto, de un ‘giro documental’. Ya el lector no se entrega a la ‘voluntaria suspensión de la incredulidad’, sino a la ‘voluntaria sujeción a la realidad’. El mayor elogio: destacar, con Sebald como insignia, las ‘fronteras porosas’ entre los géneros, haciendo borrosa la distinción entre lo inventado y lo real.

    El poder y la memoria

    El movimiento rotatorio del giro archivístico tuvo un impulso importante con Jacques Derrida, el rey Midas de la teoría francesa (quien, como Midas, podía convertir en oro lo que tocaba, también dejarlo inerte). En Mal de archivo (1995) se vale de la etimología griega de la palabra, refiriendo tanto los orígenes como el lugar en que se depositaban los documentos oficiales. Pero si los archivos comprenden todo registro, habrían nacido en Mesopotamia, hace más de cinco mil años, cuando el procesamiento de información se convierte en escritura “archivada” en tabletas de arcilla. Así lo cree Paul Delsalle en su panorámica Una historia de la archivística.

    Lo que le interesaba a Derrida era menos precisar una historia que concebir un proyecto de ciencia general del archivo, que debería considerar su dimensión de poder y psicoanalítica. Señalaba que no habría ningún poder político sin control del archivo y de la memoria, a la vez que la estructura del aparato psíquico se explica mejor como archivo, donde es posible borrar. Es el “mal de archivo”: no hay deseo de registro sin la posibilidad del olvido, sin la amenaza de “esa pulsión de muerte”.

    Previamente, Michel Foucault usó el término “archivo” en entrevistas antes y después de La arqueología del saber (1969), en que lo define como la “ley de lo que se puede decir” y la “arqueología” como el método para su descubrimiento. También lo vinculó a formas de dominio.

    Siguiendo a ambos filósofos, muchas de las obras de teoría del archivo lo consideran como una metáfora o una tecnología de control del poder y la memoria. El amplio recorrido histórico de Delsalle confirma algo de eso. Según él, es en las abadías y castillos medievales donde se desarrollaron las prácticas archivísticas propiamente tales y apunta a la estrecha relación entre los archivos y la autoridad: tesoros en el centro del poder usados para mantenerlo al documentar cuotas feudales y reclamos hereditarios. Hasta el siglo XIX, el acceso a los archivos había sido más para estos fines que para la investigación histórica. Y la “pulsión de muerte”, la pérdida, fue un factor en la formación de tales archivos: la preservación de las fuentes primarias como restos tangibles del pasado.

    Es entonces que los nacionalismos del siglo XIX buscan legitimidad en raíces históricas lejanas. Y las actitudes hacia los registros del pasado cambiaron, desde el anticuario aficionado al burócrata profesional, unidas a otros influjos paralelos, como un creciente empirismo que valoraba los hechos “tal como fueron”, lo que llevó al establecimiento de museos, galerías, bibliotecas, archivos y otras instituciones públicas de resguardo.

    Se suele señalar que hacia fines del siglo XIX y comienzos del XX se produjo una avalancha de documentación creada por la burocracia, especialmente entre 1880 y 1930 (Delsalle informa que en el siglo XVIII hubo un fenómeno similar con los registros en papel, fomentada por la adopción masiva de la ropa interior). Según James Beniger, en La revolución del control (1986), estarían allí los orígenes de la sociedad de la información, surgida menos de las tecnologías informáticas que como consecuencia de esa “crisis” de control contenida por la centralización burocrática y otros inventos para procesar tales datos.

    El surgimiento de registros electrónicos pudo ser una nueva forma de sobreabundancia. Si el almacenamiento se convierte en un abismo, esto es cierto en un entorno digital, sin la restricción del espacio. En Archivar todo, Gabriella Giannachi supone que la evolución de las tecnologías digitales ha alterado la naturaleza y comprensión de los archivos. Adapta una teorización (de Shank) sobre archivos 0.0 a 4.0, desde lo limitado y local hasta el entorno operativo generalizado de la economía digital. Luego examina sus potenciales creativos, sociales y políticos, con estudios de caso: proyectos sobre la diáspora africana, sus manifestaciones en la arquitectura (memoriales y museos) y prácticas artísticas que documentan movimientos como el feminismo. Pero si la digitalización de archivos facilita el acceso, tiene un costo: la pérdida del contacto con el objeto mismo.

    Si para algunos el archivo es papelería inservible, basura burocrática o un aposento para la ‘erudición inútil’ (al decir de Foucault, él mismo asiduo a los archivos), para otros es algo así como un correlato documental del pasado o de la vida, que permite recuperarlos a voluntad o intentar evitar que su recuerdo se desvanezca en el tiempo. El archivo como un depósito de la memoria. Pero la memoria parece ser una sustancia difícil de acopiar.

    Tocar la realidad

    Algunos historiadores que tras una larga inmersión en determinados archivos han vinculado su nombre a ellos (Pierre Chaunu en el Archivo de Sevilla, Arlette Farge en los procesos judiciales franceses del siglo XVIII, Carlo Ginzburg en los juicios inquisitoriales italianos del siglo XVI o Robert Darnton en los archivos de la Francia prerrevolucionaria), probablemente consideren que la experiencia del archivo no es solo intelectual, sino también física.

    La historiadora Carolyn Steedman se propuso, en Polvo: el archivo y la historia cultural (2001), dar cuenta de ello. La noción de Derrida le pareció demasiado general, “una metáfora lo suficientemente amplia como para abarcar la totalidad de la tecnología de la información”. Según ella, si de “mal de archivo” se tratara, habría que pensar menos en el psicoanálisis que en enfermedades (desde la meningitis hasta el ántrax) a las que los historiadores están expuestos al respirar el polvo de todos quienes produjeron libros antiguos y sus materiales.

    De manera parecida, en La atracción del archivo (1989) Arlette Farge describe la sensación de la “tela entre los dedos” cuando está ante una carta escrita en un harapo por un prisionero de la Bastilla, que esperaba pasarla de contrabando a su esposa a través de la lavandera. Los archivos, en parte, son capaces de revivir el pasado, “como si de un mundo desaparecido volviesen las huellas materiales de los instantes más íntimos”, dice, y la emoción quizá fugaz de “tocar lo real”.

    Es probable que ese efecto de realidad alimente en parte las expresiones documentales en las artes visuales y literarias. Según David Shields, en Hambre de realidad (2010), es “el atractivo y confusión de lo real” lo que artistas de varias disciplinas estarían incorporando. ¿La razón? No estamos en contacto con la realidad, sino con su apariencia mediática. Eso explicaría la proliferación de la “autoficción” (textos ficticios en que el narrador, inevitablemente en primera persona, se confunde con el autor), así como otras formas de exhibición de la intimidad. El artista Gerhard Richter, por ejemplo, desde 1962 colecciona elementos —fotografías, recortes, dibujos, collages— que guarda en cajas, en un proyecto titulado Atlas. O las “cápsulas del tiempo” de Andy Warhol: más de 600 cajas en que guardó fotografías, invitaciones, correspondencia, recortes de uñas, periódicos, restos de comida, recuerdos de viaje; una vez llena, la caja era sellada y reemplazada por otra.

    Pero tales ejercicios, entre obsesivo-compulsivos y cachureros, no explican obras como Cuaderno volumen 38: ya estuve en un lago de fuego, de Walid Raad, que contiene fotografías de autos usados en explosiones en Beirut, obra que forma parte del Atlas Group (1989-2004) para investigar y documentar la historia del Líbano, en las guerras de 1975 a 1990. Tales documentos intentan controvertir ciertos relatos históricos.

    Lo que le interesaba a Derrida era menos precisar una historia que concebir un proyecto de ciencia general del archivo, que debería considerar su dimensión de poder y psicoanalítica. Señalaba que no habría ningún poder político sin control del archivo y de la memoria, a la vez que la estructura del aparato psíquico se explica mejor como archivo, donde es posible borrar. Es el ‘mal de archivo’: no hay deseo de registro sin la posibilidad del olvido, sin la amenaza de ‘esa pulsión de muerte’.

    Historia y burocracia

    El contacto con la realidad no basta como explicación para estas obras. En la influyente antología El archivo (2006), de Charles Merewether, se considera que el “giro hacia el archivo” es uno de los desarrollos artísticos más significativos desde los años 60, vinculando imágenes, objetos, documentos y huellas, a través de los cuales se revisan recuerdos individuales y compartidos. El crítico Hal Foster habló de un “impulso del archivo” en el arte, enfocándose en artistas como Thomas Hirschhorn, Sam Durant o Tacita Dean.

    Según el crítico alemán Sven Spieker, la burocracia que se habría vuelto omnipresente y a la vez insoportable a fines del siglo XIX y comienzos del XX, tuvo secuelas en el arte. En su libro El gran archivo se aboca a estudiar a los artistas del siglo XX que reaccionaron a esa creciente burocracia, mediante el uso y cuestionamiento de los archivos. Señala que muchos conceptos archivísticos modernos, como la importancia del origen documental (“principio de procedencia”), la preservación del orden de los registros y sus cadenas de custodia, se establecieron en una fecha y lugar precisos: el Archivo Estatal Privado de Berlín, 1881, bajo la creencia de que el archivo era un registro auténtico de los hechos.

    Esta noción del archivo —que, según él, influyó en Freud— va unida a la crisis administrativa de almacenamiento, generando la primera gran reacción artística de las vanguardias. Analiza el collage y el montaje de los dadaístas, los ready-mades de Duchamp y la crítica surrealista, en particular sus actitudes hacia el azar y la documentación de sí mismos, así como las dudas sobre los museos como archivos, con las innovaciones del constructivismo ruso en el diseño de las salas. En todos esos casos se cuestiona al archivo y muestra su lado irracional.

    Pero el centro del libro es su aproximación al arte de fines del siglo XX, en que artistas como Andrea Fraser, Hans-Peter Feldmann, Susan Hiller, Gerhard Richter, Sophie Calle, Walid Raad o Boris Mikhailov producen sus obras con métodos como la proliferación de fotos e intervenciones escritas, poniendo en duda la “lógica” del archivo, introduciendo errores, inscripciones falsas, alteraciones, destrucción de registros, archivos paralelos, que revelan lo que diferencia la historia de la ficción, los datos verdaderos de los que no lo son.

    En el arte de los antiguos países comunistas europeos, la pregunta por los archivos es todo menos académica, como muestra la obra El gran archivo (1993), de Ilya Kabakov: una instalación, con mensajes manuscritos y planillas en sus paredes en que el visitante percibe que él mismo es parte del archivo, que clasifica a todo el que entra. El archivo como “puesta en abismo”.

    Es probable que ese efecto de realidad alimente en parte las expresiones documentales en las artes visuales y literarias. Según David Shields, en Hambre de realidad (2010), es ‘el atractivo y confusión de lo real’ lo que artistas de varias disciplinas estarían incorporando. ¿La razón? No estamos en contacto con la realidad, sino con su apariencia mediática. Eso explicaría la proliferación de la ‘autoficción’, así como otras formas de exhibición de la intimidad.

    El otro lado de la ficción

    ¿Hay un “giro documental” en la narrativa actual? Hay obras concebidas como ficción, que valoran la realidad y tratan de incorporarla con documentación personal, familiar u oficial. En obras en castellano relativamente recientes, se recurre al archivo para referirse a hechos a veces íntimos —Belén López Peiró en Por qué volvías cada verano (2018) aborda los abusos padecidos de adolescente por un familiar— o sucesos que escapan de la experiencia personal, agregando al archivo, el reporteo: el juicio en Argentina por el asesinato del matrimonio Prats en Puño y letra (2005) de Diamela Eltit; el frustrado golpe de Estado en la España de 1981 en Anatomía de un instante (2009) de Javier Cercas; tres asesinatos impunes de mujeres en el interior de la Argentina en los años 80 en Chicas muertas (2014) de Selva Almada, o el caso de la detención irregular de una ciudadana francesa en México en Una novela criminal (2018) de Jorge Volpi. Al referirse a algunas de ellas, sus autores o los críticos han mentado nociones como “novela sin ficción”, “novela documental” o “factografía”, que tienen un linaje previo. El Eclesiastés bíblico ya decía que no hay nada nuevo bajo el sol, pero, precisaba Ambrose Bierce, hay muchas cosas viejas que no siempre se conocen.

    Por ejemplo, en la literatura latinoamericana, según Roberto González Echevarría (Mito y archivo, 2000), no hay narrativa más allá del archivo. Ella se justifica en referencia a otras “formas de discurso” —legal en el siglo XVII, científico en el XIX y antropológico en el XX— de las cuales depende. O que la cercanía entre creación y reportaje no es novedosa, si bien se vuelve más intensa en los años 60, cuando se cree incubar una nueva criatura de genética incierta: periodismo con recursos literarios o literatura con recursos periodísticos: “nuevo periodismo” o “novela de no-ficción”, algo que hicieron Tom Wolfe, Norman Mailer, Truman Capote en A sangre fría (1966) o un poco antes Rodolfo Walsh en Operación masacre (1957).

    Por otra parte, Marie-Jeanne Zenetti recupera la noción de “factografía” —acuñada por la vanguardia rusa de los años 20— para analizar autores contemporáneos de lenguajes y propuestas muy diversas: Alexander Kluge, Charles Reznikoff, Georges Perec, Annie Ernaux o Marcel Cohen. Por distintos que parezcan, todos plantean un esfuerzo por aproximarse a la realidad a través del “efecto documento”, usualmente mediante una escritura neutra, como un acta notarial que alimenta la ilusión de inmediatez y el alejamiento de la subjetividad. Reznikoff es un ejemplo llamativo: un abogado que configuró su obra poética destacando el texto y no el autor, obtenido de documentos legales, informes de juicios, extractos de casos, que selecciona y pone en versos en que nada es inventado. Así dio forma a Testimonio: Estados Unidos (1885–1915) entre 1934 y 1979. Su otro libro de poemas es Holocausto (1975, traducido por Das Kapital), basado ahora en registros judiciales de los crímenes de guerra nazis.

    Existiría incluso un género de la “novela de archivo”, postula Marco Codebò en Narrar desde el archivo, cuyo origen estaría en Daniel Defoe y su Diario del año de la peste (1772): la descripción ficticia de sucesos reales. Y se extiende a autores que se alimentan de crónicas y archivos: Balzac, en El coronel Chabert (1832) o Ursule Mirouët (1841), o Manzoni en Los novios (1827) y, más documentalmente, en Historia de la columna infame (1842). Codebò, en todo caso, distingue entre las novelas que legitiman la autoridad del archivo y las que la desafían.

    Hay otros escritores de archivo: Stendhal, que amaba las historias encontradas en viejos procesos romanos, “bellos crímenes” que nutrirán sus obras. O probablemente su mayor heredero en el siglo XX, Leonardo Sciascia, y sus relatos ultradocumentados sobre desapariciones y asesinatos.

    ¿Lo es también Sebald? El influjo de sus libros es innegable: basta contabilizar las obras que integran viejas fotografías o melancólicos caminantes solitarios. La primera impresión biográfica o autobiográfica de sus libros pronto cede a la de sombríos relatos basados en otros. Su genio, escribe Carole Angier en Habla, silencio, su biografía no autorizada de Sebald, fue “ver la ficción en los hechos”.

    Abrumado por el sufrimiento ajeno (como un desollado, según su madre, aunque tuvo enfermedades de la piel toda su vida), lo atormentaban dos horrores de la guerra en su Alemania natal: el genocidio de los judíos y la destrucción de sus ciudades. Trasladado a Inglaterra, hasta los 40 años se limitó al trabajo académico. Al publicar Los emigrados (1992) dejó establecida una especie de marca: personajes que son un collage de muchas personas reales, documentados en conversaciones, lecturas, recuerdos saqueados y secretos revelados; un montaje con fotos coleccionadas en mercadillos. Los anillos de Saturno (1995) y Austerlitz (2001) mantuvieron tales señas de identidad.

    La biógrafa muestra cómo Sebald usurpó vidas y traicionó confianzas. Desentierra la identidad de las personas cuyas historias usó (amigos, familiares y conocidos), dejando a muchas furiosas o heridas. Obsesivo y detallista: según él, cada página que escribió resumía veinte (las 400 de Los anillos de Saturno nacieron de las 1.200 del borrador). También muestra su intensa labor documental en fuentes. Por ejemplo, la terapia de electrochoque de un personaje de Los emigrados es real en sus detalles, no inventó nada. Curiosamente, si no inventaba los detalles menores (los más curiosos e increíbles), podía inventar un aspecto central, como darle identidad judía a personas que no lo eran. Otra razón más para desconfiar del archivo.

    ¿Hay un ‘giro documental’ en la narrativa actual? Hay obras concebidas como ficción, que valoran la realidad y tratan de incorporarla con documentación personal, familiar u oficial. En obras en castellano relativamente recientes, se recurre al archivo para referirse a hechos a veces íntimos o sucesos que escapan de la experiencia personal, agregando al archivo, el reporteo.

    La mirada del archivo

    Tal vez el “hambre de realidad” alimente el interés en los archivos y su cuestionamiento. Así como el arte contemporáneo introduce caos y azar en el orden del archivo, la literatura infiltra ficción en la verdad documental. Sin embargo, el trabajo de archivo literario también puede tener logros morales y políticos.

    Beloved (1987), la novela de Toni Morrison basada en la historia de una madre esclava que había matado a un hijo, es un caso del siglo XIX que había sido olvidado. Pero la ficción actual funciona con otras formas de información. Colson Whitehead, en Los chicos de la Nickel (2019), también se ocupa de un pasaje triste racial: un reformatorio sobre el que circulaban rumores de golpizas y torturas, hasta que en 2012 se exhumaron los cuerpos de decenas de niños. La historia le llegó no por un esfuerzo investigativo, sino vía Twitter. Ahora, los relatos pueden no llenar un vacío de archivo o provenir de archivos predigeridos (redes sociales o la sección de “referencias críticas” de una biblioteca).

    Si los archivos no siempre fueron objeto de nuestra atención, alguna vez pudimos nosotros ser objeto de la suya. Los de la Stasi, la policía secreta de la Alemania comunista, registraron vidas rigurosamente vigiladas hasta en los detalles más nimios y aburridos. El inglés Timothy Garton Ash relata en El expediente (1997) cómo excavó en sus propios registros de 1980, cuando como estudiante y periodista vivió y trabajó en la RDA. Pidió su expediente y entrevistó a quienes informaron sobre él, usualmente presionados. No solo tuvo un nombre en clave (“Romeo”), sino que estuvo cerca de ser procesado penalmente cuando hizo preguntas sobre una exhibición de arte. Uno de los informantes le pregunta si había diferencias sustanciales con los servicios de seguridad de una democracia. Es una buena pregunta. Así, otro inglés, Graham Greene, al enterarse de que el FBI tenía un archivo sobre él, lo pidió a la agencia y escribió un ensayo sobre su propio expediente.

    De seguro Nietzsche no pensaba en archivos al escribir que cuando miras largo tiempo a un abismo, también este mira dentro de ti. Pero en una era del “capitalismo de la vigilancia” y de las posibilidades digitales del control, los archivos pueden volver a escrutarnos: si los miras demasiado, pueden devolverte la mirada.


    Speak, Silence: In Search of W. G. Sebald, Carole Angier, Bloomsbury, 2021, 618 páginas, € 30.


    El expediente, Timothy Garton Ash, Barlin Libros, 2019, 288 páginas, € 19.


    Factographies, Marie-Jeanne Zenetti, Classiques Garnier, 2014, 378 páginas, € 34.


    Archive Everything: Mapping the Everyday, Gabriella Giannachi, MIT Press, 2017, 214 páginas, US$ 45.


    The Big Archive: Art From Bureaucracy, Sven Spieker, MIT Press, 2017, 219 páginas, US$ 28.


    Narrating from the Archive
    , Marco Codebò, Fairleigh Dickinson University Press, 2010, 198 páginas, US$ 70.


    Une histoire de l’archivistique, Paul Delsalle, Presses de l’Université du Québec, 1998, 260 páginas, US$ 90.

  348. Ricardo Ffrench-Davis: “Debiéramos haber ido ajustando gradualmente la edad de retiro, pero nadie se atreve a hacerlo”

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    Cuando en 2019 Ricardo Ffrench-Davis esbozaba los primeros lineamientos para su nuevo libro, llegó el 18 de octubre y, algunos meses más tarde, la pandemia de covid-19. Para entonces, el economista y Premio Nacional de Humanidades consideraba evidente que se habían acumulado en el país fallas en las políticas públicas y un descontento entre la población. Durante los meses más álgidos de restricciones debido a los contagios, llegó también a la conclusión de que las políticas económicas neoliberales podían ser catalogadas, al igual que el coronavirus, como una pandemia. “En efecto, una pandemia surge luego de un brote viral que se extiende, tal como ocurrió desde 1975, cuando Chile sufrió la revolución económica impuesta por la dictadura, importada desde la academia y Washington D.C. en los Estados Unidos”, anota el también profesor titular de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile en las primeras páginas de La pandemia neoliberal. “Luego del brote en Chile, esta se extendió a las políticas públicas de Estados Unidos, Reino Unido y a la mayoría de los países que conforman América Latina, contagiándose en diversas proporciones a países de otras regiones en materia de políticas públicas y, sobre todo, en el ámbito académico y universitario”.

    El libro, en consecuencia, propone un repaso por las políticas económicas puestas en marcha en Chile desde 1975 y sus resultados, comprendiendo un recorrido que llega hasta nuestros días. Se exponen también los rasgos principales de la globalización económica y la forma en que esta ingresó a la economía nacional.

    En el primer capítulo, Ffrench-Davis analiza los resultados de la economía chilena durante la dictadura, entregando números que rebaten la idea del “milagro económico”. Para el economista, el crecimiento del país en ese período fue más bien discreto, promediando un 2,9% anual, cifra muy distinta, como indica, al 8% que circuló en medios nacionales y extranjeros en el momento del plebiscito de 1988.

    “Es un mito lo del milagro chileno, pues el resultado neto es un país cuya distancia bajo el mundo desarrollado aumenta. Chile estaba lejos del ingreso per cápita de la Unión Europea y de Estados Unidos al comienzo de la dictadura y quedó aún más lejos al final”, afirma. “La explicación de la imagen del milagro es que hubo dos grandes recesiones: una el 75 y la otra el 82, la famosa crisis de la deuda de América Latina. Entonces pasó que el trabajo y el capital se subutilizaron muy fuerte. Hubo maquinarias de pequeñas, medianas y grandes empresas que quedaron subutilizadas. Y también trabajadores; el 83 teníamos un 31% de la fuerza de trabajo desocupada. Y cuando ambos factores de producción del PIB están desocupados, pueden lograrse recuperaciones y eso fue lo que pasó, pues se reutilizó la capacidad existente. Ello se confundió con crecimiento sostenible y por eso la dictadura publicitó profusamente que crecían 8% anual. Pero el neto entre 1973 y 81 y luego hasta 1989, al final de la dictadura, fue un 2,9% y 1,3% per cápita. Eso no es un gran logro”.

    ‘Lo principal, a mi juicio’, escribe el economista en La pandemia neoliberal, ‘es que una política macroeconómica estabilizadora —por ejemplo, con intervención en el precio de dólar— no debe actuar solo en casos extremos, sino que debe procurar evitar que nos vayamos acercando a los precios extremos, ejecutando persistentes intervenciones oportunas y asegurando al mercado que su objetivo es evitar tipos de cambio desalineados de su sostenibilidad’.

    A la luz de los resultados que expone, ¿a qué se debió el entusiasmo que generaron estas políticas?
    Hay modas de la vestimenta y, también, modas en economía. Hay una que empezó, primero en el mundo académico de los Estados Unidos, de idealizar la liberalización extrema de los mercados, de que las regulaciones en general son negativas e impiden la iniciativa privada, la cual hay que dejar totalmente libre, porque ella es la que crea el bienestar en las sociedades. Eso llega a Chile con la dictadura, conquistando primero a un miembro de la junta y después a Pinochet. Desde 1975 se impuso lo que yo llamo la revolución neoliberal, la cual postula que el mercado es el que sabe. Hubo también mucha publicidad por parte de los medios financieros internacionales, incluidos el Banco Mundial y el FMI, que celebraron esta liberalización sin considerar que los números que exhibía la economía chilena eran en realidad recuperación con mucha desigualdad, en vez de crecimiento sostenible.

    ¿Cuáles son las principales falencias de esta teoría económica?
    Muchas. Por ejemplo, ignora la relevancia de las grandes diferencias de oportunidades de grandes y pequeñas empresas, de trabajadores con diferentes orígenes sociales y capacitaciones. Al ignorarlas, las políticas públicas profundizan las desigualdades y desaprovechan la potencialidad de las PYMEs y de la capacitación laboral, como fuente de crecimiento sostenible e incluyente. Para peor, con el auge de la liberalización financiera fueron tomando fuerza los agentes que viven en el ámbito más financiero de corto plazo, especulativo y menos los que viven en el mundo de la producción de bienes y servicios y en la innovación productiva. La consecuencia es que las llegadas de fondos financieros inflan la economía local, la bolsa, los créditos de consumo etc., y cuando se van la desinflan, recesionándola como en 1982 y varias veces en democracia desde 1999. Durante estos ajustes recesivos el trabajo sufre desempleo, habitualmente muy desigual entre capacitados y no capacitados, así como entre empresas pequeñas y grandes: se profundiza la desigualdad (los datos lo demuestran). A su vez, las ventas y utilidades se reducen y desalientan la inversión productiva (los datos lo comprueban). Esa inestabilidad recesiva, resultante de la liberalización extrema, genera desigualdad y deprime el crecimiento.

    Los años de crecimiento

    Como expone el economista, en su retorno a la democracia Chile adoptó políticas selectivas frente a la globalización, focalizadas en la regulación contracíclica de los flujos financieros y el tipo de cambio. En los 90 el país logró un crecimiento inédito, sostenido por una notoria expansión de la formación de capital, la innovación y el incremento de la capacidad productiva en un 7,1% anual. Este crecimiento se moderó luego a un promedio de 4,3% anual entre 1999 y 2007, decreciendo a un 2,9% en el período 2008-19. Pero los resultados obtenidos durante los primeros ocho años de transición, según Ffrench-Davis, ponen de relieve el imperativo de que las autoridades se comporten contracíclicamente, aplicando regulaciones para asegurar que los flujos de capital fortalezcan la inversión productiva y su volumen sea consistente con un entorno macroeconómico sostenible.

    “El país creció de esta manera gracias a la sabia conducción del gobierno del Presidente Aylwin, la capacidad de ponerse de acuerdo con la oposición para remover algunas de la amarras impuestas por la Constitución de la dictadura, y la conducción económica bien afiatada en los años previos”, comenta. “Destaco la permanente coordinación entre Hacienda y el Banco Central hasta 1996, pues en un país en desarrollo no corresponde que cada uno decida sin considerar lo que hace el otro: el entorno macroeconómico es definido por las acciones de cada uno. Luego, hecha la coordinación permanente, cada uno ejecuta autónomamente su parte”.

    Chile tiene una carga tributaria de 20% o 21%, y los otros en OCDE tienen 34% o los escandinavos 40% o 45%. Algunos para inflar la cifra nacional sostienen que el 10% de las cotizaciones previsionales es un impuesto y la suman al 20%. Ese no es un impuesto, es plata de la gente para su pensión en proporción a su nivel de ingreso.

    A partir de 1999, expone en el libro, Chile decidió una apertura indiscriminada frente a la globalización en el campo financiero y cambiario. Esto se expresó en un abandono por parte del Consejo del Banco Central de las políticas macroeconómicas contracíclicas, que habían sido exitosas para el crecimiento y el empleo en la primera mitad de los 90, y en la exención de impuestos a las utilidades de los flujos financieros especulativos de corto plazo.

    “Lo principal, a mi juicio”, escribe el economista en La pandemia neoliberal, “es que una política macroeconómica estabilizadora —por ejemplo, con intervención en el precio de dólar— no debe actuar solo en casos extremos, sino que debe procurar evitar que nos vayamos acercando a los precios extremos, ejecutando persistentes intervenciones oportunas y asegurando al mercado que su objetivo es evitar tipos de cambio desalineados de su sostenibilidad”.

    ¿Qué medidas considera urgentes para evitar esta volatilidad?
    Estamos en una situación muy complicada en que el país no está con abundancia de dólares, por eso llegamos a los $1.050. Pero esa situación no la crearon los productores de salmones ni de cobre, esto se origina en el mundo de la superficie financiera. Por una parte, fue la incertidumbre vigente. Por otra, inversionistas financieros y la gente que compraba dólares para trasladarse al exterior. Yo creo que lo que ha hecho el Banco Central en esta emergencia es razonable. Luego de la emergencia, lo que debería hacer Chile es evitar una nueva inflada cuando pase la incertidumbre y luego, entonces, se repita otra desinflada de su economía, porque eso deprime el crecimiento, es regresivo y negativo para el empleo. Pero políticas en esa dirección se tienen que hacer después de salir de la emergencia.

    ¿Qué tanto han tenido que ver factores internos en la inflación que hoy sufre el país?
    Al inicio, durante 2021, el exceso de liquidez provocado por parte del segundo retiro del 10% y el grueso del tercer retiro. Luego la universalidad del IFE, que era necesario para algunos millones golpeados por los ajustes recesivos, pero debió ser focalizado en ellos y no tan universalizado. Indudablemente, pasamos de una escasez de liquidez o gasto en 2020, a una pasada de largo de un exceso que provocó expectativas inflacionarias y un alza de precios de producción nacional enseguida reforzada por la inflación importada.

    ¿La reforma tributaria que propone el gobierno va en el sentido que usted recomienda?
    Sí, hay muchas coincidencias con lo que propongo en el libro. La carga tributaria chilena es muchos puntos inferior a la de los países desarrollados. Chile tiene una carga tributaria de 20% o 21%, y los otros en OCDE tienen 34% o los escandinavos 40% o 45%. Algunos para inflar la cifra nacional sostienen que el 10% de las cotizaciones previsionales es un impuesto y la suman al 20%. Ese no es un impuesto, es plata de la gente para su pensión en proporción a su nivel de ingreso. Necesitamos que los impuestos sean progresivos. Y ese no es un impuesto, es un ahorro de largo plazo; lo que vaya del nuevo 6% a un fondo solidario sí sería equivalente a un impuesto y progresivo. Es razonable que nosotros nos movamos de una recaudación del 20 al 25%. Lo debimos haber hecho gradualmente hace 20 años.

    Y a propósito de ‘yo quiero administrar mis platas’, ¿cuántos chilenos saben lo que hay que poner en el fondo a, b, c, d o e u otros eventuales receptores privados de las cotizaciones? Es una decisión para expertos financieros, públicos o privados. Es ingenuo que cada una de las personas pueda decidirlo bien informada. Eso es estimular el financierismo especulativo.

    ¿Debe subirse el monto de la cotización y también la edad de jubilación?
    Sí, hay que hacer ambas cosas. La cotización antes de la reforma de Pinochet era del orden de 20 a 23%. La dictadura la rebajó a 10%. Esta reducción a un 10% era obvio que iba a dar pensiones reducidas. Cuando se implementó el sistema, los trabajadores podían escoger quedarse en la caja antigua, pagando la cotización mayor, pero hubo toda una campaña para que se trasladaran al nuevo sistema. Una publicidad tenía el eslogan de “No seas quedao”, comunicando que si te cambiabas tu sueldo crecería en un 10%. Fue de un populismo desatado. Necesitamos aumentar la cotización por lo menos en un 6%. A su vez, la gente vive entre cuatro y seis años más en promedio que lo que vivían en el año 85. Además, ahora la población estudia más años, por lo tanto, se acorta la vida laboral por los dos lados. Debiéramos haber ido ajustando gradualmente la edad de retiro, pero nadie se atreve a hacerlo.

    ¿Y está de acuerdo con el planteamiento del gobierno de que el 6% extra de cotización en la nueva reforma previsional vaya a un fondo solidario y no sea heredable?
    El 10% seguiría siendo heredable. Respecto al 6%, que es legalmente pagado por el empleador, si va a un fondo solidario es en parte para aumentar las pensiones bajas. Esta podría ser “heredable” en la medida en que lo son las pensiones vitalicias para sus sobrevivientes legales. Dos comentarios específicos. Uno, como dije, al pasar a fondo solidario, se transforma en equivalente a un impuesto. Dos, es impresionante la desinformación a la gente que mayoritariamente parece declararse partidaria de “la plata para mí”. Si el fondo es solidario implica que más fondos van desde sectores de mayores ingresos a los de menores ingresos, mejorando la distribución del ingreso. Es evidente que va de minorías a mayorías; por lo tanto, beneficia a un mayor número de los cotizantes. Ese encuestado que responde equivocado no entiende la pregunta y muchos lo han desinformado con consultas confusas o tendenciosas. Y a propósito de “yo quiero administrar mis platas”, ¿cuántos chilenos saben lo que hay que poner en el fondo a, b, c, d o e u otros eventuales receptores privados de las cotizaciones? Es una decisión para expertos financieros, públicos o privados. Es ingenuo que cada una de las personas pueda decidirlo bien informada. Eso es estimular el financierismo especulativo. Estimulemos el productivismo y la innovación tecnológica y la capacitación laboral, en vez de pedirles a los chilenos que sean buenos especuladores.

     


    La pandemia neoliberal, Ricardo Ffrench-Davis, Taurus, 2022, 276 páginas, $15.000.

  349. Trabajo de archivo: inhalando el polvo de los muertos

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    Se afirma, ahora no podría calibrar con cuánta exactitud, que la institución física del archivo nace con los Estados modernos. Depósito de documentos, durante siglos, el archivo solo custodia las palabras del poder y sirve a los intereses de los soberanos. Nadie puede acceder a esas reservas, salvo los funcionarios de confianza. Hay mucho en juego en esos documentos viejos y no tan viejos, que pueden contribuir a dirimir o animar litigios fronterizos o cuestiones de sucesión dinástica. El tema es que lentamente esos cotos vedados empiezan a abrirse al escrutinio público. Es más fácil franquear su acceso. La investigación histórica se precipita en nuevos territorios. La curiosidad se abre paso con menos forcejeos.

    Entonces los historiadores ingresan a sus edificios para explorar sus reservas documentales con la misma exaltación de los descubridores de tierras ignotas en tiempos del Renacimiento. Durante el siglo XIX, el archivo se transforma en el gran santuario del conocimiento histórico, sobre todo en los lugares donde la historia se establece como una disciplina académica. Desde entonces, para el historiador, el archivo como custodio de la verdad desempeñará una función de investidura autoral equivalente al estudio de campo en el caso del etnógrafo o al trabajo de laboratorio en la carrera del científico.

    Aunque el hilo del asunto no siempre se desenvuelve con esa linealidad. Ocurre que muchas veces no hay archivos institucionales, o nada digno de ese nombre, porque los Estados aún son demasiado precarios, la sombra de lo público es estrecha y las historias patrias todavía están por escribirse. Es, en cierta forma, el caso chileno durante el siglo XIX. Los archivos estatales dejan bastante que desear, y la historia como disciplina de formación universitaria es, en rigor, cosa del futuro.

    Cuando historiadores como Benjamín Vicuña Mackenna se ponen manos a la obra, hay pocos papeles a la redonda de donde agarrarse para desarrollar relatos circunstanciados o bien documentados, incluso del pasado reciente. Vicuña Mackenna era un apasionado de los cementerios y de todos los lugares donde se deposita el aura de los muertos. Esa pasión se hizo extensiva o tal vez residió, primero que nada, en los documentos que fue recopilando a lo largo de su vida. Para escribir sus libros, cuyos lectores se extendían desde los círculos de élite hasta los sectores populares, fue armando afanosamente sus propios archivos, a veces rescatando papeles al borde de la extinción. Es sabido que su biografía de Diego Portales se basa, en parte, en cientos de papeles arrumbados en una “bodega de trastos viejos”.

    De niño, por la situación privilegiada de su familia, a Vicuña Mackenna le toca escuchar de primera fuente relatos sobre el periodo de la Independencia y los accidentados primeros años de la República. Escucha con avidez y, apenas puede, también registra. “Nacido cuando comenzaban a morir unos en pos de otros los grandes soldados y los más ilustres pensadores de la revolución, fue el culto de mi niñez”, aseguró en 1866, “acercarme a esos seres venerables e interrogar su memoria sobre los acontecimientos de que fueron testigos y actores; y como tuviera la advertencia de poner por escrito sus relatos a medida que los escuchaba he encontrado que en el curso de cerca de 20 años he hecho un abundante acopio de esta prueba oral pero respetabilísima de nuestro pasado”.

    Cuando historiadores como Benjamín Vicuña Mackenna se ponen manos a la obra, hay pocos papeles a la redonda de donde agarrarse para desarrollar relatos circunstanciados o bien documentados, incluso del pasado reciente. Vicuña Mackenna era un apasionado de los cementerios y de todos los lugares donde se deposita el aura de los muertos.

    Vicuña Mackenna extracta pasajes de los papeles que lee, registra los testimonios que escucha, compra e incluso podría decirse que pecha manuscritos y, además, solicita documentos a los testigos o protagonistas de los episodios que atraen su atención. El patrimonio archivístico de Vicuña Mackenna tiene los contornos de sus obsesiones y la persistencia en el tiempo de su voluntad, que no afloja. Cuando viaja o vive en el extranjero (por ejemplo, con motivo de sus destierros políticos), interroga a los sobrevivientes del periodo fundacional de las nuevas repúblicas y pesquisa los archivos, las bibliotecas y las librerías de viejo. Destina largas jornadas a ese trabajo en América y en Europa, y le rinde frutos.

    En Sevilla, en el Archivo de Indias, centro neurálgico de la escritura histórica del periodo de la Colonia, donde se guardan decenas de miles de legajos debidamente clasificados y conservados, Vicuña Mackenna relata haber encontrado “sepultado vivo, en cuerpo y alma (…) como un cadáver perfectamente embalsamado, nuestro Chile colonial”. Para los historiadores de esa época, ese tipo de archivos son una catacumba, una necrópolis documental. Jules Michelet decía haber inhalado el “polvo de los muertos” en el archivo.

    El historiador erudito, como un médium, convoca a los muertos. Primero a los muertos ilustres, hablando en términos generales, y después, también, a los relegados al olvido. Porque poco a poco el archivo va democratizando su fisonomía y ya nadie puede afirmar sin encontrar huestes de detractores que la historia de un país solo se condensa en la figura de sus “grandes hombres”, creencia a la cual Vicuña Mackenna adhería sin reservas. El archivo más contemporáneo, ya no solo exhibe los documentos y los testimonios que remiten a los poderosos y a la magnificencia de los grandes acontecimientos; además almacena, preserva y clasifica las huellas de la gente común, las minucias de la vida cotidiana, los registros de lo ordinario. En adelante, todo puede adquirir la dignidad de un vestigio, incluso los detritus de la cultura material, y el ojo del investigador aprende a captar las historias anónimas que se depositan en lugares insospechados. Y lo que antes guardaba silencio, ahora habla.

    Esa amplitud desdibuja los contornos del archivo como institución pública; potencia asimismo su función como instrumento del conocimiento y como espacio de ensoñación que invita a abandonarse a la deriva de las asociaciones. Metáfora del inconsciente de la sociedad, zona de frontera con el pasado y matriz de producción de sentidos, en el imaginario contemporáneo el archivo se ha vuelto coextensivo con el mundo, algo así como una condensación del universo a la manera del aleph imaginado por Borges. Manuscritos, textos impresos, fotos, grabaciones de audio, películas, videos, desechos, rastros de lo efímero: ahora todo alimenta ese archivo omnívoro y voraz, cuya jurisdicción se expande en la misma medida en que el horizonte del presente se contrae a causa de la aceleración del tiempo.

  350. Libros fuertes

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    Ya nadie recuerda mucho al dramaturgo Arthur Adamov. Yo mismo no he visto ni leído ninguna de sus obras, filiadas en su momento al Teatro del Absurdo, etiqueta que sin embargo rechazaba. Raúl Ruiz llevó al cine una de ellas: El profesor Taranne (1953); la vi, pero Ruiz siempre hacía otra cosa con las cosas: no adaptaba, decía, sino que adoptaba la literatura que le interesaba y le servía como punto de partida para una deriva imaginaria con destino propio, impredecible. La parodia (1947) y El ping pong (1955) son otras dos de las piezas más conocidas de Adamov, pero a mí la única que me gustaría ver es una de sus comienzos: Manos blancas, de cinco minutos, en la que una pareja, montada sobre una silla, se limita a tomarse y soltarse de las manos, escenificando el drama de la separación, la bancarrota de los sexos. Pienso que el arte debiera ser así, brevísimo, un impulso que no puede durar mucho, y Ungaretti pensaba lo mismo de la poesía, que es de un laconismo entrañable.

    Lo que sí he leído de Adamov, y con mucho interés, son sus diarios y memorias, de cuya existencia me enteré hace años por una biografía de Samuel Beckett, otro maestro de la cohesión en lo exiguo, que las leyó una vez sorprendido. Son dos volúmenes –El hombre y el niño; Yo… Ellos– que se publicaron en francés entre los años 1968 y 1969, mientras que en castellano aparecieron juntos tres años después, en las ediciones de bolsillo de Cuadernos para el diálogo. Desde entonces, hasta donde sé, nunca más han vuelto a reeditarse, como El porvenir es largo, las memorias de Althusser, que fue durante un tiempo mi primera opción para esta columna, en la que quería hablar esta vez de un libro extranjero, descatalogado y, como siempre, pillado al azar en una librería de viejos.

    Diré la verdad: tenía ganas también de escribir sobre un libro fuerte y este, como el de Althusser, es un libro fuertísimo; uno de esos en que un escritor se enfrenta a un “cuerno de toro” -la vida misma, según Leiris- y no puede, por lo mismo, resolverse frente a él con vanos pasos de bailarina. El inventario de los temas de Adamov es elocuente y haría salivar a un deprimido: traumas de infancia (padre detestable, madre adorable), decepciones profesionales (el núcleo de todo), fracasos amorosos (“los amores que se deshilachan”), alcoholismo (el medio escogido para la autodestrucción), ideaciones suicidas (“la horrible caminata a lo largo del Sena para saber en qué sitio el agua es más profunda”), horror sexual y masoquismo, rayano en la abyección y cuyo relato por momentos desconcierta: “No hay para mí placer más grande que el de sufrir en pleno rostro la afrenta [tacones] y el menosprecio de una mujer a la que menosprecio totalmente, permaneciendo esclavizado al vértigo del deseo que suscita en mí”. Un libro, en el fondo, sobre el infierno o los aspectos más sombríos del yo, sondeados con “imágenes de violento relieve”, por uno que fuera amigo íntimo de Artaud y admirador también de Kafka y de Pavese, que tampoco escatimaban en impresiones crudas.

    ¿Por qué querríamos leer a veces algo así, libros fuertes o crudos, en vez de dejarnos acunar por la imaginación lunar y las palabras placenteras o consoladoras? Para recordarnos tal vez que la negatividad forma parte del juego de la vida, que no es lisa ni satinada siempre, y tiene también estrías, rebabas y a veces hasta tumores.

    ¿Por qué querríamos leer a veces algo así, libros fuertes o crudos, en vez de dejarnos acunar por la imaginación lunar y las palabras placenteras o consoladoras? Para recordarnos tal vez que la negatividad forma parte del juego de la vida, que no es lisa ni satinada siempre, y tiene también estrías, rebabas y a veces hasta tumores. Adamov, de hecho, concibió su libro como un “proceso y apología de la neurosis” y el resultado fue un ejercicio de implacable lucidez frente al abismo (que lo conduciría finalmente al suicidio), testimonio de una época con menos likes y emoticones, cuando los escritores parecían no temer exhibirse desnudos, vulnerables y embebidos de una angustia tenaz, que si bien no cura, por lo menos profundiza. Un libro fuerte es eso: uno en que un escritor penetra en las tinieblas interiores, en sus temores y obsesiones, para alcanzar de ese modo el más alto conocimiento de sí mismo, no la comprensión ni mucho menos la indulgencia. Baudelaire sintió un día que lo rozaba “el viento del ala de la estupidez”, y con esa frase de sus papeles íntimos nació un género.

    En nuestros días hay pocos libros como los diarios de Kafka y Pavese, El libro del desasosiego de Pessoa, La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro o La tumba sin sosiego de Connolly, tal vez porque vivimos en una sociedad positiva, como dice Byung-Chul Han, cuya seña de identidad es lo pulcro, lo liso y lo impecable. Lo que más abunda, por lo mismo, son los libros de autoayuda, que insisten majaderamente en que el camino de la felicidad es obvio y cualquier desvío de él es imputable solo a nuestra falta de resiliencia; o los libros que se limitan a describir con parsimonia las pequeñas tribulaciones de un yo melifluo, que vive casi siempre en una cotidianidad irritante. El ejercicio de autoanálisis radical, en efecto, parece estar en retirada, y el de Adamov sorprende ante todo por esto: por su negatividad, su crudeza y su voluntad de nunca presentarse como un sujeto preclaro, virtuoso ni mucho menos como un winner. “Humillación”, de hecho, es la palabra que más se repite en sus escritos, como “ridículo” en los escritos de Pessoa.

    De sus recuerdos de juventud y madurez, por ejemplo, escoge únicamente los más sombríos, para mostrar que “la luz del pasado es apenas menos despiadada que la luz del presente”, rara elección que consiste, por así decir, en comparar la voracidad de dos agujeros negros sin añorar la vida que pudo tragarse cada uno. Esos recuerdos preceden, además, a un diario que escribe en el hospital, donde ha ido a curarse de su alcoholismo, por lo que son recuerdos terminales y no le añaden a ese presente, como en Proust, ninguna luz consoladora.

    Me interesa mucho también el modo en que están transcritos esos recuerdos: una nomenclatura seca, de períodos cortos, que hacen una fría y lapidaria descripción de los hechos vividos o padecidos: los traumas de la infancia y el exilio (Adamov era armenio), las penurias económicas y los difíciles comienzos en el teatro de vanguardia -enemigo del teatro burgués o dialogado-, la angustia sexual y la promiscuidad de sus encuentros eróticos con mujeres de “gesto duro y labios apretados”, enemigas de las que piden que se las acepte o se las proteja. El amor, en tanto, está reservado a una única mujer -El Bisonte-, pero su historia no carece tampoco de dramatismo y podría entenderse únicamente en Francia, que cuenta con una sólida tradición libertina.

    El ejercicio de autoanálisis radical, en efecto, parece estar en retirada, y el de Adamov sorprende ante todo por esto: por su negatividad, su crudeza y su voluntad de nunca presentarse como un sujeto preclaro, virtuoso ni mucho menos como un winner. ‘Humillación’, de hecho, es la palabra que más se repite en sus escritos, como ‘ridículo’ en los escritos de Pessoa.

    Los recuerdos y el diario clínico forman el primer volumen. El segundo, en tanto, reúne textos más antiguos, principalmente de las décadas del 30 y el 40, en los que Adamov prosigue con sus teorizaciones sobre el sufrimiento, pero lo pone también en perspectiva cultural y metafísica, esta vez con una prosa más reflexiva, que avanza en línea recta, aunque describa espirales. De un volumen a otro pasa, por así decir, del “grito” o la “confesión desgarradora” a los razonamientos estéticos y políticos, aunque el registro siga siendo confesional o declinado en primera persona. La neurosis, sostiene, sería la enfermedad de una época de la que han desaparecido las fiestas, los rituales y la poesía, de manera que el inconsciente no hallaría ningún medio para canalizarse o liberarse. Escribir, añade, es compenetrarse con la desesperación de esta época, pero también denunciar las abstracciones vacías con que se arropa. La confesión -título de uno de los escritos del segundo volumen- deviene así en la retórica del deseo liberado, impúdicamente expuesto, y un modo también de preservar la continuidad psíquica del sujeto en medio de su caída.

    Sucede a veces que la relectura de un libro viejo puede ser motivada por la lectura de un libro nuevo. Este es el caso y mi detonante fue el perfil de Nathalie Léger sobre la efímera cineasta norteamericana Barbara Loden. En cierto momento, antes de pedirle a alguien que le diera acceso a su diario íntimo, la escritora medita sobre su cometido y se despacha este comentario, que vale también para el de Adamov y otros libros que he llamado fuertes: “No puedo decirle que lo que me interesaría de ese diario, si existiese, no sería la felicidad, el impulso, la alegría ni la satisfacción, sino el lamento, la imposibilidad, las listas absurdas, la inviabilidad de los sentimientos. ¿Qué otro secreto que el de lo incumplido, qué otra cosa tenemos para disimular cuidadosamente que no sea nuestra insatisfacción?”.

  351. Cara de malo

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    En esta cara la maldad se trasluce en cada gesto, en las marcas de la piel, la mandíbula, el arqueo de las cejas, la boca hacia adentro; pero sobre todo se concentra de manera nuclear en los ojos. Algo se ha oscurecido en ellos de forma insondable, como si la mirada hubiera ingresado a un mundo de tinieblas del que no hay vuelta atrás. La pupila fagocita al iris que regula la luz, todo es inmóvil y sombrío, como el sótano de una casa cerrada.

    En el común de los mapas faciales hay una suerte de chispa que se prende y se apaga en su contento, aunque conforme pasan los años se prende cada vez menos, es natural, pero siempre está la posibilidad de un encendido que renueve o refresque la expresión y por un momento la cara sea otra, se ilumine. No habría que perder del todo esa suerte de inocencia, para no perder la capacidad de luz. La amenaza de un daño, sin embargo, puede quebrarlo todo, y en el fondo de esta cara de malo está la marca de un daño y la prehistoria de su mirada lo sabe y seguramente lo esconde.

    Una cara igual a sí misma, nada se enciende en ella, nada cambia, no se desarticulan sus facciones, no pasa el tiempo o lo hace de una manera distinta, como si no penetrara con toda su carga y su peso. El mal no tiene tiempo y su irrupción es siempre posible. Tiene una cara de malo, decimos o escuchamos decir tantas veces para corroborar la impronta negativa de una acción perpetrada por alguien. Cara coraza, cara a la defensiva. Lo malo se ha empozado al interior de su estructura, sin contradicciones, y refleja por lo tanto su máxima expresión, su máxima extensión. Una cara en la que ha desaparecido la duda y la conciencia que suele detenerse a razonar no se vincula y no hay tregua posible. Cara grabada a sangre y fuego. Una tensa máscara emerge en cada uno de sus rasgos que se estiran en el gesto de lo impertérrito, de lo inamovible, de una inquebrantable seriedad. La seriedad de lo que no retrocede, diría, es algo principal en esta cara.

    No se mueve un músculo o se mueve con perversa gravedad, con sorna. La escuela del mal endurece la materia, en sus manos artríticas, el odio. Nada turba ni perturba ni sorprende a esta cara. En su ostracismo de superioridad es ajena a toda muestra de flaqueza, así como evita el imperfecto y bruto descontrol. El mal perdura.

    En otras caras, por ejemplo, la perversión del mal toma un color rosado, sudoroso y emanan los vapores de un deseo retorcido. En otras, en tanto, domina un aspecto más bárbaro, como de perro salvaje que ya no tiene nada que perder y su lucha es la de la sobrevivencia. Caras antagonistas, brígidas como su lenguaje de frases al aire. Recuerdo ese personaje caricaturesco llamado “El Malo”, representado por Daniel Muñoz en el programa Venga Conmigo. Recuerdo su look, su actitud, aunque en realidad se trataba de una figura de instinto más primitivo: un choro que todavía pareciera tener una madre a la que le lleva flores.

    Tiene una cara de malo, decimos o escuchamos decir tantas veces para corroborar la impronta negativa de una acción perpetrada por alguien. Cara coraza, cara a la defensiva. Lo malo se ha empozado al interior de su estructura, sin contradicciones, y refleja por lo tanto su máxima expresión, su máxima extensión. Una cara en la que ha desaparecido la duda y la conciencia que suele detenerse a razonar no se vincula y no hay tregua posible. Cara grabada a sangre y fuego.

    Esta cara, en cambio, es calculadora y juega sola contra el mundo, o rodeada de caras cómplices que tragan saliva, tiemblan y tartamudean. Esta cara no responde a nada ni a nadie, no escucha, y detenerla parece tan imposible como leer su mente.

    ¿Dónde está el límite con la locura?

    Si se examina de fondo un ojo cualquiera, parece un sol en llamas, en esta cara ese sol-ojo se ha petrificado.

    Una amiga me dijo una vez que le gustaban los hombres con caras de malo. Por supuesto no se refería al ser sino a la determinación —hermana del deseo— que hay en esas miradas. Una pizca de malicia no le hace mal a nadie. Malicia, no maldad. La cara de malicia es todavía juguetona, flexible, graciosa, un condimento necesario que hace de las relaciones algo estimulante.

    La cara de la que escribo es simplemente mala, mala leche, malintencionada, mal. Y se le nota en el semblante, se lo toma, lo hace suyo, como esas malas hierbas que crecen en lugares no deseados y nunca mueren y vuelven a crecer, persistentes, penetrantes, hacia adentro. O su existencia quizás se hace larga por el daño que dejan. Mala hierba o también conocida como plantas invasoras, ajenas, igual a esta cara que se mira al espejo una y otra vez, y en nombre de sí (su única patria) avanza con pasos de inmortal, o en su monstruosa ambición la muerte le es por completo indiferente.

    Con todo, queda la duda de si alguna vez el miedo —y bajo qué cara— le oprimirá como tenaza el pecho.

  352. La batalla de las cerezas: Hannah Arendt y Günter Anders

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    Una batalla de cerezas es una forma minúscula e infantil de la guerra, y seguramente la pareja de jóvenes que la protagonizaba, apretujados en el pequeño balcón de una alcoba subarrendada en Drewitz, ignoraba en aquel atardecer estival de 1929 hasta qué punto la gran guerra que se aproximaba los impulsaría a extraer de las catástrofes de la historia conclusiones tan diferentes. Por el momento se conformaban con discutir alrededor de un inofensivo cuenco repleto de cerezas, con la comicidad involuntaria que imprimía en sus bocas la tintura rojiza de los frutos jugosos. Los cigarrillos que alternaban entre una mascada y otra —en el caso de ella, con tal grado de ansiedad que cada dos por tres se tragaba un cuesco—, les colgaban de los labios sin mejorar en lo más mínimo el plano satírico.

    Y es que eran demasiado jóvenes: ella tenía 22 años; él un par más. Se conocían de antes, pero acababan de reencontrarse en un baile de máscaras en Berlín y, sin creer mucho en el amor, decidieron casarse para dejar atrás historias de camas más pasionales pero también más difíciles, más dramáticas. Una de aquellas camas había quedado en Marburgo, en el garito clandestino de un profesor de filosofía que había hechizado a su estudiante de 17 años, mezclando una crítica particular de la metafísica con el bronceado con que descendía de las montañas a las que se retiraba a pensar. De esos retiros, no sería extraño que ella hubiera tomado a posteriori una idea de la que ya nunca se separaría: la de la política y la filosofía como designios gemelos de una soledad creativa. Empleaba esta idea para distinguirla de quien estaba solo en la masa, las mayorías, atadas entre sí por el anillo del terror del totalitarismo.

    El profesor que la había hechizado en Marburgo se llamaba Martin Heidegger, y la joven que ahora lo hacía circular maliciosamente como un fantasma por ese pequeño balcón que compartía apretujada con su marido —el filósofo Günther Anders— era Hannah Arendt. Al fantasma ninguno de los dos lo nombraba, pero a la vez se ponían de un lado u otro de él a la hora de discutir sobre los pastores y los elegidos. Günther simplemente no soportaba la idea de que se le reservara a la entidad humana un puesto privilegiado en los círculos del Ser —ese pueblo elegido que relegaba al resto de las especies a su condición de rebaño—, mientras que ella, sin renunciar por esto al feminismo incipiente de fumarse un puro en la calle, no estaba dispuesta a desprenderse del todo de los capítulos iniciales del Génesis ni de la tesis brillante que acababa de exponer sobre san Agustín.

    Para Anders, un hombre o una mujer, al igual que una cereza o un cigarrillo, sabían muy poco el uno del otro, no estaban al centro de nada ni contaban con tierra alguna que los reuniera. Ella no estaba de acuerdo y movía la cabeza en signo de negación, meciendo su melena de una forma que para él, según confesó alguna vez, “lo desarmaba por dentro”. Se separaron apenas unos años después, Hannah se enamoró de un hombre tras otro y Günther siguió enviándole cartas que tenían como devuelta un silencio parecido al que según él mantenían las mónadas entre sí.

    Günther simplemente no soportaba la idea de que se le reservara a la entidad humana un puesto privilegiado en los círculos del Ser —ese pueblo elegido que relegaba al resto de las especies a su condición de rebaño—, mientras que ella, sin renunciar por esto al feminismo incipiente de fumarse un puro en la calle, no estaba dispuesta a desprenderse del todo de los capítulos iniciales del Génesis ni de la tesis brillante que acababa de exponer sobre san Agustín.

    Pasaron dos décadas, tres décadas, las cosas se complicaron y, a la vuelta de los desgarros que la Segunda Guerra había trazado en sus corazones de judíos errantes, aquella primera batalla juvenil continuó a la distancia por medios más decisivos. Ahora era la recomposición geopolítica del planeta la que los situaba en trincheras contrarias.

    A principios de los años 50, Arendt publicó su aclamado estudio sobre el totalitarismo, donde a partir del pacto Hitler-Stalin (no reparó tanto en que el Imperio Británico, la Santa Sede y los protestantes habían firmado un acuerdo con el Führer dos años antes, ni tampoco en que tras la Operación Barbarroja la URSS sacrificó más de 20 millones de vidas para salvar a Occidente de la calamidad del nazismo) construyó una fusión hipotética entre dos pan-movimientos: el paneslavismo y el pangermanismo. El nazismo y el comunismo eran, desde su perspectiva, la confabulación que nacía de las “pretensiones sin fundamento del pueblo de los elegidos”.

    Evidentemente, se le estaba quedando algo en el tintero: la tradición política de una nación que no solo se creía el verdadero pueblo elegido por Dios sino que, además, a título de esta presunción, apoyó armamentísticamente la causa de una equívoca tierra prometida que acabó para siempre con la paz de los palestinos en Medio Oriente. Pero las simpatías de Arendt por la vocación democrática de la revolución americana, y por los Estados Unidos en general, no figuraba entre las predilecciones de Günther Anders, quien, por los mismos años en que ella escribió “Sobre el totalitarismo”, emprendió una investigación sobre la vida de Claude Robert Eatherly.

    El 6 de agosto de 1945, Eatherly había recibido la orden de bombardear el puente situado entre el cuartel general y la ciudad de Hiroshima, pero un error de cálculo lo hizo responsable de la masacre de más de 200 mil seres humanos. Un dedo, un botón, un instante convirtieron a Eatherly en uno de los mayores criminales de guerra del siglo XX, y a pesar de que no tenía cómo conocer los efectos de una bomba que jamás había sido probada, los crímenes de un soldado, como dice Erri de Luca, son su obediencia.

    Pasaron dos décadas, tres décadas, las cosas se complicaron y, a la vuelta de los desgarros que la Segunda Guerra había trazado en sus corazones de judíos errantes, aquella primera batalla juvenil continuó a la distancia por medios más decisivos. Ahora era la recomposición geopolítica del planeta la que los situaba en trincheras contrarias.

    A pesar de todo, su historia habría sido un poco más conocida si los poderes de turno no lo hubieran confinado al encierro en un manicomio, donde tuvo que luchar a solas con una carga que ninguna consciencia tiene la posibilidad de enfrentar. A diferencia del resto de los “héroes de Hiroshima”, en cuyas solapas la despiadada máquina exterminadora de los Estados Unidos se complació en colgar medallas de honor, Eatherly recusó todos los reconocimientos, intentó suicidarse, reclamó a gritos su propia condena y hasta llegó a cometer algunos delitos menores para probar suerte con una culpabilidad jurídica que lo aliviara, aunque más no sea en un par de gramos, de las toneladas de dolor que cargaba en el alma.

    Fue Günther Anders quien, a través de su acuciosa investigación primero y de las delicadas cartas que comenzó a enviarle después (esperando una mejor suerte que la que había tenido casi 30 años atrás con su exmujer), logró retirar una parte importante de ese secreto de la privacidad de aquel manicomio tan bien custodiado. Eatherly, cuya “enfermedad mental” era en realidad un sufrimiento psíquico causado por el abandono y la incomprensibilidad del horror (como la de todas y todos, puesto que no es la enfermedad sino el sufrimiento mental lo que existe), partió respondiendo tímidamente esas cartas tan humanas que le llegaban. Poco a poco se fue soltando y contó su historia, y no solo exhibió cómo los locos son el invento de un dispositivo que regula las formas públicas de mirar y escuchar, sino que dejó a la vista de todo el mundo el uso de esa gran máquina de aniquilación masiva ideada por el mismo país en el que Hannah Arendt había encontrado el principio constitutivo de la vocación democrática.

    Es cierto que una parte de esa vocación impulsó a un número no menor de expertas y expertos norteamericanos a publicar miles de artículos sobre los efectos perniciosos de las armas nucleares; sin embargo, como notó Robert Jungk, esas expertas y expertos tendieron a olvidar un detalle: que la destrucción masiva los incluía también, sometiéndolos a una aniquilación que podía ser de naturaleza física, pero también de carácter anímico y espiritual. Y ahí están las correspondencias de Eatherly con Anders para recordárnoslo, para que no olvidemos y comprendamos de una vez por todas que, tal como sucede hoy en la mutilada Ucrania, la verdad de los pueblos no trasciende en sus héroes; trasciende en sus testigos.

  353. Joy Division, entre la gravedad y la gracia

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    “Qué… es… ¡¿esto?!”, pensó el líder de The Cult, Ian Astbury, al ver a Ian Curtis sacudiéndose frenético, casi entre espasmos, con su rostro pálido y la mirada perdida, proyectado en horario prime. Esa presentación, de apenas tres minutos y fracción en el programa Something Else de la BBC, fue para muchos una verdadera epifanía generacional, “algo del más allá”. La misma sensación, de extraño y perpetuo desconcierto, es la que atraviesa, todavía 40 años después, Una luz abrasadora, el sol y todo lo demás, la historia oral de Joy Division.

    En ella, el veterano periodista musical inglés, Jon Savage, hilvana de manera respetuosa, sin intervenir, las anécdotas emotivas y a menudo contrapuestas de quienes asistieron al nacimiento de este grupo de vida breve, pero influencia perenne.

    “Todavía no sé de dónde salió Joy Division”, se preguntó, como muchos, el fallecido presentador de TV y fundador del sello Factory Records, Tony Wilson.

    Canonizados por un culto alternativo que rechazaba la espectacularidad del rock, su foto clásica trasunta precisamente eso: en medio de una atmósfera como de Europa del Este, cuatro jóvenes de cabello corto e impermeable gris, posan sin querer hacerlo sobre un fondo arquitectónico de hormigón crudo. Fueron fruto de un lugar, de un paisaje, de una época. El amanecer crepuscular de la era Thatcher, que coincidió con los últimos días del Manchester industrial, fue un periodo fracturado, pero que dio origen a un verdadero renacimiento cultural, con bandas como The Fall, Durutti Collumn o Buzzcocks, compartiendo sello y renovando el panorama musical de Inglaterra. Un periodo bisagra, en que cuatro jóvenes lograron asimilar de forma imprevista, y a partir de sus propios malestares y limitaciones, la psicogeografía dislocada del noreste —con su alienación, su soledad, la materialidad de sus espacios y paisajes urbanos— para crear un sonido único; una especie de gótico contemporáneo que hizo de termostato de época.

    Si el nombre Joy Division ha quedado inscrito sobre granito y envuelto en un aura de solemnidad, no ha sido solo por el final trágico de su cantante, sino también porque ese sonido, mezcla extraña de intensidad y sutileza, de belleza y desolación, pese a ser recurrentemente emulado, sigue siendo un enigma. Pocos grupos suscitan la devoción de Joy Division. El sombrío glamour que Curtis aún proyecta sigue atrayendo a fanáticos jóvenes que, en sus letras desesperadas, encuentran una especie de talismán privado contra el sinsentido de la vida.

    A diferencia de bandas más famosas o con mucho más tiempo de rodaje, el cuarteto cuenta ya con dos biopics y, pese a ser más bien de nicho, año a año se le dedican libros y ensayos académicos. De Interpol a Bono pasando por The Killers, todo el canon indie le debe algo a ese sonido inclasificable, que oscila entre lo visceral y lo etéreo, y a esa estética monocroma hoy fácilmente monetarizada.

    Pero gran parte de ese culto romántico hasta ahora ha sido alimentado por testigos indirectos o por periodistas encandilados por el mito fatal del cantante. Un aura ominosa, siempre en blanco y negro, que contrasta con varias de las postales que ofrece Una luz abrasadora, el sol y todo lo demás. Por sus páginas transita un Curtis poliédrico —vulnerable, sombrío, bien a menudo alegre—, fascinado por el Bowie del periodo berlinés, ávido lector de Gogol y Ballard, y muy atento a su propio mito en ciernes. Hay anécdotas del cantante conversando o bromeando en bares que recuerdan que en el sonido de Joy Division también hay una luz, una cualidad fulgurante y expansiva que antagoniza con la melancolía y que, como observó Mark Fisher, supo capturar como ninguna el espíritu de su tiempo.

    Nuevos amaneceres se desvanecen

    Un matrimonio en desintegración y una aventura llena de culpa inspiró a Curtis a escribir Love Will Tear Us Apart, y una necesidad feroz de transmutar la privación en belleza fue también lo que dio origen a la banda. Fue casi su única opción. A fines de los 70, la reestructuración inmobiliaria a la que Manchester estaba siendo sometida dio paso a enormes bloques de hormigón que arrasaban con personas y comunidades enteras. “Cuando cumplí 22 años, me di cuenta de que solo quedaba un gran espacio vacío, y que nunca, jamás, podría regresar a esa felicidad”, dice el guitarrista Bernard Summer. “Para mí, Joy Division iba de la muerte de mi comunidad y de mi infancia”.

    Esos suburbios de clase obrera, en que la mayoría de los miembros de la banda había crecido, eran zonas repletas de edificios en ruinas donde aún humeaban los escombros emocionales de la Blitz. “Todos nos sentíamos influenciados por el fantasma del nazismo y por lo que este le había hecho a Europa”, reflexiona el periodista musical Bob Dickinson. Los primeros días de Warsaw estetizando polémicamente el nazismo son interpretados por varios de sus allegados como una suerte de exorcismo, o como una forma de hacer resonar los espectros del final de la Segunda Guerra Mundial. “Que [Joy Division] no proviniera de la Europa antiguamente ocupada hace que resulte aún más poderoso”, sugiere Dickinson.

    Canonizados por un culto alternativo que rechazaba la espectacularidad del rock, su foto clásica trasunta precisamente eso: en medio de una atmósfera como de Europa del Este, cuatro jóvenes de cabello corto e impermeable gris, posan sin querer hacerlo sobre un fondo arquitectónico de hormigón crudo. Fueron fruto de un lugar, de un paisaje, de una época.

    Haber crecido en ese entorno obligó a Joy Division a ensayar en fábricas abandonadas y a calentarse con montones de basura apilada, con amplificadores tan malos que ni el bajo ni la voz de Curtis se escuchaban.

    La sensación de guerra no vivida, pero sí atisbada, forjó en ellos una disciplina a toda prueba, que les dio ese sonido tenso pero funcional. Y un estado de semiprivación sensorial (“No creo que llegara a ver un árbol hasta cuando cumplí nueve años”, señala Summer) pulió aquel “brillo helado” que, en poco tiempo y contra todo pronóstico, hizo de Joy Division la máquina mejor engrasada del post punk.

    Escuchar el disco Unknown Pleasures puede ser una experiencia inquietante, similar a recorrer una ciudad en penumbras, con luces de neón relampagueando a lo lejos, o a estar dentro de un espacio exterior/interior medio vacío, medio roto, desde cuyos recovecos titilan extraños ruidos de ascensores y objetos metálicos cayendo. Producido y grabado completamente de noche por Martin Hannett, un “chamán de las perillas” y quinto miembro de la banda, el álbum captura los albores de aquella modernidad tardía, ballardiana, que los miembros de Joy Division vislumbraron.

    Mirar hacia adentro

    En una de sus fotos más conocidas, Curtis fuma temblando de frío, casi traspasando la cámara con la mirada. Atemporal. Fue un punk que miró hacia adentro, que se atrevió a trasuntar el desencanto de su generación para explorar sus propios demonios privados, esos que luego plasmaría en letras que hablaban de terrores kafkianos y placeres desconocidos. Era una rara avis en el Manchester de fines de los 70; alguien que impostaba una masculinidad punk en la que, realmente, no encajaba del todo. Casado antes de los 20, tenía una hija y, a contracorriente del ideario no future de su generación, admiraba a Thatcher y votaba a los tories, aunque no lo ventilaba. Culto y “adorable”, también podía ser camaleónico, explosivo, “ocultarte cosas”. “No tenía ninguna intención de vivir más allá de los 20 años”, asegura su exesposa Deborah. “¿Por qué ser padre cuando no tienes intención de estar ahí para ver a tu hija crecer?”, se pregunta.

    Capítulo aparte eran los conciertos. Verlos en vivo era como estar dentro de un templo; una experiencia densa, muy física. Todo era adusto, frío, monumental. Y una marcada sensación de peligro impregnaba el ambiente. El único haz de luz recaía sobre Curtis. De ropa oscura y elegante, pero completamente sudado, su magnetismo al bailar era tan hipnótico que incomodaba. Siempre a punto de perder el control, sus movimientos espasmódicos —que lo asemejaban a un extraño conductor eléctrico o a un epiléptico— desconcertaban no solo por su violencia, sino también porque tenían mucho de privado, algo que solo haría un joven frente al espejo. La palabra que se repite en los testimonios es “trance”. “Era como algo etéreo”, recuerda el fotógrafo Kevin Cummins, “algo que flotaba delante de ti, pero que no estaba realmente ahí”.

    La canción She’s Lost Control, inspirada en el impacto que le provocó a Curtis una joven con epilepsia, fue una visión sombría, premonitoria de su propio declive. “Cuanto más cerca veíamos el éxito, la enfermedad de Ian iba a peor”, confiesa el baterista Stephen Morris. “Pero ignoramos todo aquello de manera ingenua y seguimos adelante”.

    Las auto-recriminaciones disipan el aura romántica en torno a su suicidio, develando las cicatrices de una tragedia íntima. “No había adultos”, admite el bajista Peter Hook. “Ian nos dijo que estaba bien, y le creímos. No sé qué más se supone que debes hacer a los 21”.

    Con su condición epiléptica deteriorándose y las presiones de la fama creciendo, asistir a los conciertos podía ser un espectáculo desolador, casi como estar presenciando un sacrificio escenificado. “La gente lo admiraba por todo aquello que lo estaba destruyendo”, se lamenta su exesposa. El video del single póstumo, Love Will Tear Us Apart, filmado 15 días antes de su suicidio, es un registro conmovedor en que se lo ve introspectivo, con una barba incipiente e impostando una voz más suave y aterciopelada que la normal, consciente de que, ese sonido y esa letra, capturaban el sentimiento que lo carcomía.

     


    Una luz abrasadora, el sol y todo lo demás, Jon Savage, Reservoir Books, 2020, 416 páginas, $26.100.

  354. La otra orilla de Marta Carrasco

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    La foto muestra a una mujer de 43 años, sentada en una banca de madera en medio de un jardín. Lleva el pelo tomado detrás de la nuca, una camisa blanca debajo de un cárdigan gris, una falda de lana y unos zapatos negros de cuero, con cordones. Apoya la mejilla en la palma de su mano derecha, mientras deja caer la otra mano sobre sus rodillas. Su cara es de una belleza transparente, casi élfica. Su sonrisa o cuasi sonrisa termina con una elipsis: esconde en lugar de revelar.

    La de Luis Poirot es de las pocas fotos que hay de la artista, ilustradora y autora infantil Marta Carrasco Bertrand (1939-2007). Sin este inusual retrato, tomado en el invierno de 1983 en su casa de calle Guardia Vieja, su presencia hoy día sería aún más borrosa. Al mirarla, no vemos a una artista en el apogeo de su carrera —son los años en que dibuja Papelucho, de Marcela Paz, obtiene varios premios internacionales y es invitada a la prestigiosa Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil de Bolonia—, sino a una criatura oculta, que desaparece en los trazos de sus dibujos.

    El ego descansa en sus pies.

    Debajo de la banca donde posa se ven dos muletas tendidas sobre la hierba. Esas muletas son lo único que Marta Carrasco no escondió nunca de sí misma. Con ellas, ingresó en 1959 a la Academia de Bellas Artes de la Universidad de Chile, donde se especializó en pintura al óleo y conoció a Adolfo Couve, con quien se casó. A los 19 años iniciaba una vida consumida por y para el arte, hasta morir de cáncer a los 68 años. Durante las tres décadas en que colaboró con editoriales como Zig-Zag, Universitaria o Pehuén, escribió e ilustró al menos tres libros-álbumes pioneros del género en Chile: El club de los diferentes (premio Apeles Mestres en Cataluña), Juan Peña, un hombre original (Premio Barco de Vapor, 2006) y La otra orilla (reeditado póstumamente por Ekaré). En estos cuestiona el lugar de lo diferente, de lo raro, en un mundo rígido y uniformado.

    Para hacer una lectura adulta del imaginario infantil de Marta Carrasco hay que remontarse al año 1948. Hija de un matrimonio de clase media ilustrada, la Martita, como siempre le dirán sus cercanos, es la segunda de seis hermanos. A los nueve años viene de contraer el virus de la polio, un bicho infeccioso para el que entonces no había vacuna (esta saldrá recién en 1955). Sus piernas están inmovilizadas. No puede mantenerse en pie si no es a través de unos fierros que la sostienen. Entre un tratamiento y otro, pasa largas temporadas en cama. Por primera vez observa el mundo de la infancia desde el otro lado.

    Durante las tres décadas en que colaboró con editoriales como Zig-Zag, Universitaria o Pehuén, escribió e ilustró al menos tres libros-álbumes pioneros del género en Chile: El club de los diferentes, Juan Peña, un hombre original y La otra orilla. En estos cuestiona el lugar de lo diferente, de lo raro, en un mundo rígido y uniformado.

    Inquieta, tenaz, aprende a hacer con las manos todo lo que no puede hacer con los pies: dibujar, coser, armar sus muñecos de algodón y lana.

    Apenas egresa de la Alianza Francesa, no acepta clases de pintura en la casa e ingresa a la exigente Academia de Bellas Artes de la Universidad de Chile, con sede en el mismo museo del Forestal. En una “lección de pintura” con Pablo Burchard (1875-1964) conoce a Adolfo Couve. Los ojos celestes de ambos se cruzan en medio de la sala que huele a trementina. Hablan. Se dan cuenta de que comparten una misma tradición cultural francesa. Sus trabajos de pintura son de otro siglo, el XIX, y exploran un realismo “cézanneano”. En 1961 se casan. Unos meses después parten a vivir a París, gracias a una beca de Couve para estudiar en la École Nationale de Beaux Arts. Todos los días el joven matrimonio sube siete pisos hasta la buhardilla donde viven, cargados de leña y huevos para el almuerzo. Mientras él recorre obsesivamente la ciudad y se encierra horas enteras a estudiar en el Museo del Louvre, Martita, quien sabe cómo permanecer quieta, escribe y dibuja sus primeros cuadernos sentada en un café. El sueño parisino dura un par de años.

    Ya instalados en su casa en Guardia Vieja, en 1963 nace su única hija, Camila.

    Couve publica su primer libro, Alamiro (1965), mientras Martita es contactada por Vittorio Di Girolamo, para colaborar con la sección de manualidades para niños de la revista Eva, de Zig-Zag.

    “El living se construyó por artistas para artistas”, escribirá décadas más tarde su hija, Camila Couve, testigo privilegiado del matrimonio puertas adentro, en su libro autobiográfico Estampas de niña (Premio Círculo de Críticos de Chile, 2018).

    En el jardín de la casa, al igual que en una escena impresionista, Adolfo y Martita se retratan mutuamente. Perfeccionista y autoexigente, él —que sufre de trastornos del ánimo— suele prenderles fuego a las telas que no lo satisfacen. Ella, primera receptora de su obra, lo insta a seguir. Mientras el marido lucha con sus demonios, Marta Carrasco, libre de ambiciones, o al menos de neurosis, y silenciosamente consciente del lugar secundario que ocupa la mujer en una pareja de artistas, pinta escenas cotidianas “banales”, momentos fugaces de una vida doméstica, que parecen salidos del alter ego luminoso y femenino de Adolfo Couve.

    Una mañana de 1971 Marta Carrasco deja su jardín y sale al mundo. Su destino es estratégico: las oficinas de Quimantú, en Bellavista. “Quiero dibujar para ustedes”, le dice suave pero segura a Arturo Navarro, quien está a cargo del catálogo de la colección infantil Cuncuna. La colaboración es breve, pero deja una huella en la literatura infantil chilena: la utopía de un catálogo refinado de libros para niños y su posicionamiento en una industria menospreciada. De esa época sobreviven varios cuentos rusos ilustrados por ella, así como el cuento chino El rabanito que volvió y El príncipe feliz, de Oscar Wilde (rescatados hoy por Amanuta).

    El reconocimiento internacional llega en 1983, el mismo año del retrato de Luis Poirot, en una carta sellada desde Italia. Martita está tocando el piano en el living de su casa mientras canta una canción francesa. A los 40 años, el arte, la vida, duelen tanto como los dolores musculares que le provoca su discapacidad. Su energía vital parece ahora teñida por la frustración. La amargura desaparece al abrir el sobre: acaba de ser invitada a la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil de Bolonia.

    En 1973 todo parece converger en un mismo réquiem: es el fin de la colección Cuncuna, de Quimantú, de la Unidad Popular, de la democracia y de los 10 años de un matrimonio borrascoso. Adolfo Couve asume su homosexualidad y se desvincula de su mujer. Martita, a pesar de que nunca dejó de quererlo y de admirarlo, se libera del “hombre detrás del artista”, que con los años —ya instalado en Cartagena— será considerado un autor de culto de la Generación del 60 (La lección de pintura, La comedia del arte, Cuarteto de la infancia) y rearma una nueva vida en la casa de sus padres. Son años difíciles económicamente, pero productivos. En 1974 fabrica un muñeco, La Abuela Panchita, para un cuento de Isabel Allende, quien en ese entonces dirige la revista Mampato. Sus muñecos más populares, sin embargo, serán los de la animación Tata colores, de TVN, con los que la televisión celebrará el regreso a la democracia en 1990.

    Una tarde de 1976, una de esas tardes en que ningún teléfono parece sonar si no es para dar malas noticias, Martita recibe el llamado de Esther Huneeus (Marcela Paz). Entre marraquetas con mantequilla y cigarros mentolados, se reúnen en la casa de Guardia Vieja para colaborar en los libros El soldadito rojo, Los secretos de Catita y Los pecosos. Una vez que muera Marcela Paz, en 1985, la editorial Universitaria le encargará a Marta Carrasco la nueva reedición de Papelucho, con la misión de modernizar al personaje antes dibujado por Yolanda Huneeus. Pero su ilustración más icónica es la que hace con lápices grafitos para la portada de Perico trepa por Chile (1978), de Marcela Paz y Alicia Morel. En esta vemos a un niño de cara triste, con un gorro de lana chilote y una oveja en brazos.

    El reconocimiento internacional llega en 1983, el mismo año del retrato de Luis Poirot, en una carta sellada desde Italia. Martita está tocando el piano en el living de su casa mientras canta una canción francesa. A los 40 años, el arte, la vida, duelen tanto como los dolores musculares que le provoca su discapacidad. Su energía vital parece ahora teñida por la frustración. La amargura desaparece al abrir el sobre: acaba de ser invitada a la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil de Bolonia.

    Antes de embarcarse para Europa, en compañía de su excuñada Carmen Couve, Martita se manda a hacer dos pares de zapatos ortopédicos, tipo ballerina: un par rosado y otro gris. La tarde de la inauguración, camina del brazo de su acompañante por la Piazza Maggiore de Bolonia, rumbo a la feria del libro. De pronto se detiene y baja la mirada. Sin darse cuenta, se ha puesto un zapato rosado y otro gris. ¿Qué hacer? Su risa retumba de asombro en medio de la plaza, y como si esta exorcizara algo más profundo que la vergüenza, levanta la vista y sigue caminando, otra vez, sobre sus pies.

  355. Martín Rivas en el mercado del amor

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    Lo primero que te dicen en el colegio es que estás ante la novela fundacional del realismo chileno, pero yo ya estoy grande y Martín Rivas es irreal: su fuego es paciente, su respeto verdadero y su piedad filial, inquebrantable. Tan agradecido está de sus mayores que, si una leyera solo las primeras páginas, se podría hacer la errónea idea de que el afán del autor era exaltar los valores confucianos, porque Rivas llega a Santiago obedeciendo la voluntad de su padre muerto, que quiso que estudiara Derecho para mantener a la madre, y luego es tan servil con Dámaso Encina, el hombre rico que lo acoge en la capital, que acepta trabajar para él, mas no recibir un sueldo. Si se continúa leyendo, sin embargo, no se tarda en descubrir que se trata de una novela de amor.

    Preguntas más, preguntas menos, la gran interrogante durante toda la novela es si Martín Rivas logrará quedarse con Leonor Encina, la niña más rica, bonita e inteligente de ese mundo, que es lo mismo que preguntarse si Blest Gana cree que la compatibilidad socioeconómica es una condición necesaria para el amor.

    Al parecer, en el Chile de esa época a nadie le avergonzaba decir que la plata puede interferir en sus decisiones románticas. Y el hecho de que algunas personas tengan mayor capacidad que otras para definir los términos en que serán amadas, o sea, por quién y en medio de qué utilería, es el problema principal de casi todos los personajes. Martín Rivas no se atreve a demostrar su amor por Leonor porque sabe —se sabe— que una joven como ella tiene que casarse con uno de su clase social; su amigo Rafael San Luis, aunque cuico, no puede estar con Matilde Elías, la prima de Leonor, porque está arruinado; y las mujeres de la clase baja, Edelmira y Adelaida, sufren porque una se enamora de Martín y la otra de San Luis, que no la reconoce públicamente.

    Pareciera que, en general, triunfa el dinero y no el amor. Eso dice Blest Gana. Pero también indica una salida, un modo distinto: el modo Martín Rivas de estar en el mundo. Martín es moderno, conoce sus sentimientos y actúa en función de ellos. Tiene que ocurrirle un episodio cercano a la muerte para ver su situación en perspectiva y decidirse a declarar su amor a Leonor.

    Se entiende que para dejar de sufrir bastaría con conocer la propia posición social y no aspirar a ascender ni aceptar descender, y parece increíble que a pesar de que se habla de este orden como algo natural, casi todos intentan doblarle la mano al destino.

    A ninguno le resulta; van envileciéndose en el camino. San Luis embaraza a Adelaida, y por su clasismo y por no querer perder nuevamente a Matilde, ignora sus responsabilidades, lo que termina por alejarlo del matrimonio que ansía. Y Adelaida, embarazada y enamorada, no sabe cómo restituir su honor y se deja llevar por las ideas del hermano, que quiere casarla extorsionando a Agustín, el hermano de Leonor.

    Pareciera que, en general, triunfa el dinero y no el amor. Eso dice Blest Gana. Pero también indica una salida, un modo distinto: el modo Martín Rivas de estar en el mundo. Martín es moderno, conoce sus sentimientos y actúa en función de ellos. Tiene que ocurrirle un episodio cercano a la muerte para ver su situación en perspectiva y decidirse a declarar su amor a Leonor.

    Supongo que Blest Gana creyó que la compatibilidad socioeconómica no era una condición necesaria para el amor, pero sí para el matrimonio, porque para lo primero no importa la opinión de nadie y para lo segundo sí. Puede ocurrir que una chica rica de la ciudad (pero cuyo apellido no se encuentra en ningún libro o papel importante de nuestra pequeña república) se case con un provinciano sin fortuna, pero eso no pasa ni pasará todos los días. Es un premio que le dio el Dios-autor, Blest Gana, al joven Martín, con el que parece querer decirnos que si eres lo suficientemente obediente y respetuoso del orden oficial (sí había confucianismo después de todo), podrás doblarle la mano al destino. Que esta vez yo no crea que eso sea realista no significa que no haya disfrutado de leer la aventura y triunfo del chico bueno.

     


    Martín Rivas, Alberto Blest Gana, Penguin Clásicos, 2019, 512 páginas, $13.500.

  356. Buscar una salida: un informe sin academia

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    El filósofo Paul B. Preciado fue invitado en París a las jornadas de la École de La Cause Freudianne, la escuela de psicoanálisis de Lacan creada en 1981. El nombre de las jornadas de 2019 fue “Las mujeres en psicoanálisis”, título y puesta en escena con la que Preciado ironizó de entrada: “Adornan el escenario con flores, invitan a una ‘mujer’ a cantar, como si siguiéramos en 1917 (…) extraña y exótica criatura, sobre la que merece la pena reflexionar de vez en cuando en un coloquio”. Alguna vez él mismo, cuando su nombre era Beatriz, fue una “mujer en psicoanálisis”, pero ahora tomó la palabra como “el enfermo” que se levanta del diván. Dio una conferencia que dividió a los psicoanalistas: la mitad abucheaba, la otra aplaudía.

    Tal como el “tránsfuga” Pedro el Rojo, el mono-humano del cuento de Kafka, se propuso dar un “informe para una academia” sobre su vida como hombre-trans. De ahí el título de su exposición vuelta libro: Yo soy el monstruo que os habla: informe para una academia de psicoanalistas. Y aunque si hay algo que los psicoanalistas no saben hacer es hacer una academia, toda la estructura de la provocación fue como si la hubiera. Además, establece que esa “academia” dice las mismas cosas que la psiquiatría, la farmacología y la psicología, todo en el mismo saco, en el que también caen los jueces, la policía de fronteras y los médicos forenses. El mismo Preciado reconoce en la entrevista tras la conferencia, que cuando habla del psicoanálisis piensa en un “psicoanálisis normativo”: “Ya ven que no estoy hablando concretamente de ustedes”. Pero lo cierto es que no sabemos, ni siquiera los psicoanalistas, cuál es ese psicoanálisis. Como dice una amiga, todo el mundo parece saber qué es el psicoanálisis, salvo los psicoanalistas. En concreto, ni a Preciado ni a nadie tiene por qué importarle los líos entre los psicoanalistas; lo que sí le importó fue hacer un acto político: “Me di cuenta de que ante mí se abrían dos posibilidades: el ritual farmacológico y psiquiátrico de la transexualidad domesticada, y con el anonimato de la masculinidad normal, o bien, contra ambos, el show de la escritura política”.

    Preciado lanzó una sentencia radical. El psicoanálisis se encontraría ante “una elección histórica sin precedentes”: o continúa con la antigua epistemología de la diferencia sexual, validando entonces el régimen patriarco-colonial, o se abre a un proceso de crítica política de su lenguaje para iniciar un proceso de “despatriarcalización, desheterosexualización y descolonización”.

    No exageremos. No es la primera vez que se declara la obsolescencia del psicoanálisis; incluso podría ser la constante en su historia. Hace rato la neurociencia dice lo mismo: confíen en las luces que se prenden en el cerebro o mueran.

    Alguna vez traté de discutirle a un neurocientífico que decía que los conceptos del psicoanálisis ya habían sido asimilados por los descubrimientos del cerebro, pero no pude encontrar en mi inglés mediocre la palabra “epistemología”, para decirle que cuando él habla de deseo no hablamos de lo mismo, que el mío no es igual a querer algo, un pastel o un revolcón para sacarse las ganas, cosas que seguramente puedan verificarse con algunas señales eléctricas del cuerpo. El mío se escabulle, aparece torcido en los sueños y en los tropiezos. Pero no pude. Seguramente por mis nervios, mal que mal, en un congreso de las cosas de la mente, hoy “la academia” son los científicos.

    Es posible que si esta polémica generó tanto alboroto en ciertos lugares, pero no en Chile, sea porque acá no es posible decir que el psicoanálisis sea la norma de nada en salud mental. Distinto debe ser donde hay instituciones con poder en el discurso público. Aunque la enseñanza en psicoanálisis sea acerca de lo que ocurre entrelíneas, sus asociaciones deben lidiar con lo que ocurre en las instituciones: inevitablemente se cristalizan los lenguajes, los roles, las jerarquías. Ni las de los rebeldes se salvan: nada más conservador que las mafias. Al propio Lacan lo expulsaron en 1964 de la gran institución que tenía el monopolio de la transmisión de las lecciones de Freud, la IPA. Y es que, según Lacan, de algún modo habían pasado a ser una academia: la ortodoxia de las reglas había superado a lo subversivo de las ideas. Su mayor desacato fue decirles que no habían leído bien al maestro, que ahí donde Freud descubre lo escandaloso de lo inconsciente, ellos buscaron reparar esa “herida al narcisismo” humano. Su movimiento no fue hacia adelante, hacia la novedad, sino que hizo “un retorno a Freud”: volver al maestro para leerlo, mas no repetirlo. Su lectura lo refunda.

    No es la primera vez que se declara la obsolescencia del psicoanálisis; incluso podría ser la constante en su historia. Hace rato la neurociencia dice lo mismo: confíen en las luces que se prenden en el cerebro o mueran.

    Expulsado formó su propia escuela, la que incluso él mismo desarmó cuando se dio cuenta de que se había vuelto “una iglesia”. Lacan acentuó el carácter propio del psicoanálisis, resistiéndose a que fuera reducido a un cientificismo o a algún psicologismo. Para desplazarse, vio en el psicoanálisis la ciencia del sujeto caído: una lógica de lo incompleto. Por supuesto que tales principios hacen que sea problemático crear una academia de expertos.

    Es posible que parte del revuelo se haya provocado donde el psicoanálisis sí se parece a una academia; y las risas y el silencio en el auditorio de París, que surgieron cuando Preciado les preguntó cuántos analistas institucionalizados habían salido del clóset hétero, haya que tomarlas en serio. Es una pregunta política.

    Pero desde este pedacito de mundo es difícil reconocerse en las críticas del filósofo. En Chile el psicoanálisis de Lacan es una especie de trans-fuga. Para comunicarse con el campo de la salud mental utiliza diagnósticos que no son los suyos ni en los que cree, para poder decir algo públicamente, para los seguros de salud. La etnografía de Clara Han en La Pincoya, Life in Debt: Times of care and violence in neoliberal Chile (“La vida en deuda: tiempos de cuidado y violencia en el Chile neoliberal”), es un magnífico recorrido por la historia reciente de la salud mental en Chile. La dictadura militar no solo ejerció la violencia estatal para introducir el modelo de los economistas de Chicago, sino que también se propuso hacer ajustes valóricos. Fue muy explícita en ello y dejó plasmado su ideario en la Declaración de Principios de la Junta Militar en 1974: “Chile debe convertirse en una tierra de propietarios”; “Para guiar al país a una grandeza nacional, debemos concebir una nueva perspectiva, que reconocerá el mérito de la distinción pública y premiará a quienes lo merecen”. La competencia y el individualismo se fueron instalando como forma de vida.

    Con el retorno a la democracia se inicia una reivindicación de la salud mental. Para evitar programas “ideologizados” —como se acusaba a la psiquiatría comunitaria—, a partir de 1993 se buscaron estándares internacionales que permitieran homogeneizar criterios y medir la eficacia de los programas. La eficiencia y la estandarización eran ya el lenguaje de la salud mental mundial en los 90. La clínica como práctica de escucha antes que de clasificación, fue dando paso a los diagnósticos estandarizados y en sintonía con las ofertas farmacológicas.

    La lógica que se arraiga hasta hoy es: si un antidepresivo sirve para el ánimo, el sueño y el apetito, entonces una depresión es algo que tiene que ver con el ánimo, el sueño y el apetito.

    No es necesario preguntarse mucho más.

    Como le dijo una médica a Clara Han, el programa de salud mental es más un tranquilizante para el sistema de salud que para la población. Se trata de un modelo que “sutura”, mientras que en su sombra el psicoanálisis va descosiendo para zurcir otra vez, pero de manera singular: que alguien diga algo de sí.

    Como escribe Preciado sobre sí mismo: de lo que se trata es de buscar una salida, fabricar una libertad, ahí donde existe una violencia clasificatoria. No podemos estar más de acuerdo, pero ponerse de su lado políticamente no significa que el psicoanálisis deba tomar el mismo rumbo que la teoría queer.

    Luego, sin complejos institucionales, me propongo pensar en esta provocación.

    En lo que estamos de acuerdo es en que su referencia a Pedro el Rojo no puede ser mejor. El mono capturado tiene la extraña posibilidad de hablar. Sabía que humanizarse no significaba libertad —el lenguaje es otra prisión—, pero era una salida. Y ese es el punto político de Preciado: pasar de ser una criatura clasificada —un animal, un monstruo, un extranjero— a ser un clasificador; es la diferencia entre ser aplastado como una cucaracha o poder, al menos, elegir la propia jaula.

    La política y lo erótico

    Hoy es frecuente que los psicoanalistas tomen la palabra ante la violencia política. No siempre ha sido así. Silvana Vetö, en su libro Psicoanálisis en Estado de sitio, da cuenta del silencio que adoptó en dictadura la institución oficial de psicoanálisis en Chile en esos años, la sede nacional de la IPA. Incluso ante la desaparición del psicoanalista Gabriel Castillo. Como dice el prologuista del libro, la institución no fue más cobarde que otras, quizá por miedo a un régimen de vocación criminal. Pero lo que no puede omitirse de la historia, amparándose en la idea de neutralidad clínica, es la relación que se ha tenido con el acontecer social y político.

    En el presente ha debido responder a las interpelaciones del feminismo y la teoría queer. Si al psicoanálisis le compete velar porque existan las condiciones de posibilidad para que cada uno pueda inventar su salida, no puede más que apoyar tales reivindicaciones. Sin embargo, le toca también resistirse a la presión de la actualidad y sus promesas de salidas homogéneas: ahí donde algunos nadan, otros se ahogan.

    Dicen que el psicoanálisis es un feminismo fallido. Y lo es. A pesar de tener potencia feminista no se puede ser feminista psicoanalista, pero sí feminista y psicoanalista. Ahorrarse la “y” es imposible. El feminismo es un progresismo, una teoría del día, mientras que el psicoanálisis es una teoría de la noche: si de día se piensa el mundo a través de sus discursos y razones, de noche aparece la intuición de sus síntomas. Por eso el psicoanálisis no es una crítica, aunque pueda tener efectos críticos, sino una clínica: debe inclinarse para escuchar. El psicoanálisis es con perspectiva de psicoanálisis.

    Hay ideas que se han ido revisando, pero la posición sobre lo sexual nunca fue lo que Preciado acusa. Es extraño que algunos analistas se sientan tan acomplejados. Hace más de un siglo Freud habló de bisexualidad constitutiva, de que detrás de la sexualidad burguesa habitaba un perverso polimorfo; escuchó el malestar de las mujeres. De acuerdo, habló de envidia al pene, concepto que no se usa hoy, pero eso no significa que no exista aquello a lo que apuntaba: envidia hacia lo que fascina (en Roma, falo era la palabra para fascinación). Por supuesto que eso —aunque para algunos pueda serlo— no es el pene. Lacan, por su parte, habló de la caída del padre como nombre de un tipo de ordenamiento; dijo que el Edipo era la neurosis de Freud y avanzó en la idea de las posiciones sexuadas con independencia de la anatomía.

    Preciado sostiene que, aunque el psicoanálisis avanzó en desnaturalizar el sexo, no lo llevó a sus últimas consecuencias. Diría más bien que tomó otra ruta que la suya, una que supone la existencia de lo inconsciente, y eso implica que si bien el lenguaje es nuestra tierra natal, no somos dueños de él: el yo no es el amo en su propia casa.

    No hay salida a la diferencia en el lenguaje: ‘no binario’ solo puede entenderse en oposición a binario, lo cual instala otro binarismo. (…) Podemos no hablar más de hombres o mujeres, pero la e no borrará la deuda que se tiene con la estructura del lenguaje, sino que tensionará nuevas diferencias políticas. Y en esto podemos estar de acuerdo: cambien las letras, háganlas estallar.

    En lo que estamos de acuerdo es en que su referencia a Pedro el Rojo no puede ser mejor. El mono capturado tiene la extraña posibilidad de hablar. Sabía que humanizarse no significaba libertad —el lenguaje es otra prisión—, pero era una salida. Y ese es el punto político de Preciado: pasar de ser una criatura clasificada —un animal, un monstruo, un extranjero— a ser un clasificador; es la diferencia entre ser aplastado como una cucaracha o poder, al menos, elegir la propia jaula. Preciado mismo ha sido sancionado en su nueva categoría. La escritora trans Elizabeth Duval lo llamó “señoro”, porque dice que no ve en él ni a un monstruo ni la superación de lo identitario, sino a un varón que posa para Gucci. Duval, mucho más joven, heredera de las luchas que la antecedieron, tiene la libertad para decir en su libro Después de lo trans, que ahora toca criticar a lo queer: “El ano no hará la revolución”.

    No hay salida a la diferencia en el lenguaje: “no binario” solo puede entenderse en oposición a binario, lo cual instala otro binarismo. Ser animales de lenguaje significa que no hay esencias identitarias o que estas solo se definen por diferencia significante. Podemos no hablar más de hombres o mujeres, pero la e no borrará la deuda que se tiene con la estructura del lenguaje, sino que tensionará nuevas diferencias políticas. Y en esto podemos estar de acuerdo: cambien las letras, háganlas estallar.

    Pero hay otra diferencia que interesa al psicoanálisis. Una que no se opone a nada, es radicalmente no binaria, y es la causa del deseo (no el objeto del deseo). Lo “Real” no es un contenido, sino lo que descompleta a cualquier sistema simbólico, empuja entonces a la significación: a interpretar, deconstruir y crear. A la vez, impide una palabra final (salvo cuando el fascismo obliga). Tal inadecuación del lenguaje a la Cosa es la que nos hace seres legales, sexuados, políticos. Animales sin fundamento, no naturales. A esa brecha se la puede nombrar mujer, hombre, trans, cyborg: todas son respuestas incompletas. Esta diferencia es irreductible, a menos que se nos ocurra suturarla, repararla: haciendo de nuestra verdad la verdad animal, o la que el Yo estime conveniente o programarla con cifras como las máquinas: sin enigma ni inconsciente ni deseo. No es casual que a pesar de todas estas “salidas” al problema de la diferencia (con nosotros mismos), el gran síntoma de esta época sea la depresión: la pérdida rotunda del deseo.

    Lo único que mantuvo de mono Pedro el Rojo fue el sexo con una chimpancé. El sexo humano es mucho lío. Un misterio sin solución: más allá de los viejos o nuevos discursos, la autoridad inconsciente crea un “estilo de deseo”. Y esa posición sexuada se ve afectada, pero no determinada ni por la anatomía ni por el género, sea este vivido como dado o construido.

    Como escribió Duval, a veces, es la salida la que nos encuentra.

     


    Yo soy el monstruo que os habla: informe para una academia de psicoanalistas, Paul B. Preciado, Anagrama, 2020, 96 páginas, $10.000.

  357. De la llave al resumidero

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    La biblioteca personal de un artista es un espacio privilegiado para explorar su trabajo. La de Francis Bacon incluye unos mil libros y periódicos encontrados entre su estudio, la cocina y el dormitorio de su casa en Londres y en su casa de campo en Suffolk. Preservada en la biblioteca del Trinity College, en Dublín, muchos tomos tienen también glosas y notas, observaciones de pintura, páginas eliminadas y otras marcadas para su consulta. Bacon leía sobre arte, fotografía, historia, política y filosofía, pero también de cine, deportes y asuntos diversos, como fenómenos sobrenaturales y manuales de medicina. Además de acudir a imágenes visuales, frecuentaba algunas fuentes literarias para inspirarse.

    Hace dos años, en París, el Centro Pompidou exhibió una gran retrospectiva en torno a seis autores de su biblioteca —Esquilo, Nietzsche, T. S. Eliot, Joseph Conrad, Georges Bataille y Michel Leiris—, una suerte de genealogía literaria de su obra. En Bacon en toutes lettres, 60 cuadros, incluidos 12 de sus famosos trípticos, se exponían a la luz de las palabras y los autores que lo llevaron a percibir “la sombra de la vida pasando todo el tiempo”.

    La muestra reunía cuadros de sus últimos 20 años, todos posteriores a la controvertida exhibición en el Grand Palais de París, en 1971, cuando su compañero George Dyer, a dos días de la inauguración, se suicidó con una sobredosis de alcohol y pastillas en la pieza del Hôtel des Saints-Pères. La fotografía de Bacon recortado y desencajado mirando a la cámara, dando la espalda a la fachada del Grand Palais el día de la apertura, resuena en los trazos de un pequeño autorretrato que abría esta retrospectiva discretamente antes de la primera sala.

    “Casi nunca me he inspirado directamente en determinados versos o poemas —cuenta en una de sus conversaciones con el crítico de arte y amigo David Sylvester que forman parte del libro La brutalidad de los hechos: entrevistas con Francis Bacon—. Es muy difícil utilizar cualquier poesía para la pintura de uno: es toda la atmósfera la que te afecta”.

    Desde temprano, Bacon se interesó en escritores de un realismo implacable, que veían en el arte la intensa lucha por el balance interno de los principios opuestos. “El realismo en último término es subjetivo”, subraya en otra entrevista.

    Ya en su primer tríptico, Bacon situó a las Euménides “a los pies de una crucifixión” (Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión, 1944). Conoció la obra de Esquilo a través de T. S. Eliot, al ver un montaje de La reunión familiar, una adaptación de La Orestíada en la Inglaterra moderna; allí la víctima no era la madre, sino la pareja del femicida. Su interés por los orígenes de la tragedia lo llevó a Nietzsche, cuyos principios se relacionan de manera estrecha y sugerente con el erotismo y la pulsión de muerte de Georges Bataille.

    “El matadero depende de la religión, en el sentido de que los templos en épocas remotas (…) tenían una doble función: servían al mismo tiempo para las plegarias y las matanzas”, se lee en una vieja página separada de la revista Documents. Se trata de una cita de Bataille encontrada entre los libros y periódicos desparramados en el estudio de Bacon. En el volante que guardo de la visita se intenta explicar esa grandeza lúgubre. Al observar el plano de la exposición, hay cruces y pasajes entre las distintas salas y algunos cuadros que configuran un universo poético común, anclado a las atmósferas de esas lecturas.

    Tras la muerte de George Dyer, Bacon dejó de retratar a los amigos y se concentró en pintar autorretratos: “Es por conveniencia: no hay nadie más alrededor a quien pintar”.

    Bacon nunca se recuperó de ese suicidio. Desde entonces, su trabajo se vio perseguido por la conciencia de la pérdida y los efectos de la muerte y el paso del tiempo en quienes lo rodeaban. (…) Las Furias o Euménides, que ‘nacieron para el mal; habitan las horrendas tinieblas del Tártaro en las profundidades de la tierra, y de los hombres y de los dioses del Olimpo son por igual aborrecidas’, como advierte Esquilo, se transformaron en la alegoría de sus remordimientos persiguiéndolo tras la muerte de Dyer.

    Bacon nunca se recuperó de ese suicidio. Desde entonces, su trabajo se vio perseguido por la conciencia de la pérdida y los efectos de la muerte y el paso del tiempo en quienes lo rodeaban. “La oscuridad estuvo aquí anoche”, se lee en un pasaje rescatado de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad. Las Furias o Euménides, que “nacieron para el mal; habitan las horrendas tinieblas del Tártaro en las profundidades de la tierra, y de los hombres y de los dioses del Olimpo son por igual aborrecidas”, como advierte Esquilo, se transformaron en la alegoría de sus remordimientos persiguiéndolo tras la muerte de Dyer.

    En una de las principales obras de la muestra, la impresionante y monumental versión del tríptico Tres estudios para figuras en la base de una crucifixión, realizada en 1988, carga la cruz con su propia historia inmortalizando de gala el tormento de las iracundas y dolientes figuras, que cobran bajo la alfombra roja un nuevo significado y evocan sus propias culpas ya cerca de su muerte.

    Parte importante de la biografía literaria que recogía la museografía se encuentra dispersa en la correspondencia que durante años sostuvo con Michel Leiris, a quien retrató en algunas pinturas [Estudio para un retrato (Michel Leiris), 1978]. Bacon lo conoció en 1965 y se hicieron grandes amigos.

    El atribulado artista irlandés encontró en París un contexto artístico en donde los intercambios entre escritores, artistas y filósofos eran cotidianos. Tras la muerte de Dyer, se compró un departamento cerca de la place des Vosges y comenzó a pasar mucho más tiempo en la ciudad. Su reacción a la muerte y el duelo fue la creación artística. En tres años terminó tres grandes trípticos, que al tenerlos al frente crecen y parecen mucho más enigmáticos que conmovedores: En memoria de George Dyer, 1971; Tríptico Agosto 1972, 1972; Tríptico Mayo-Junio 1973, 1973.

    Del ensayo de Leiris El espejo como Tauromaquia, Bacon recogió la metáfora del balance para retratar la impronta de la naturaleza humana salvaje: “Armado con las mejores técnicas para enfrentar la cornada oscura y primitiva”. En sus cuadros se conjura la ambigüedad con el equilibrio, el diseño geométrico de la danza animal en contra de su fuerza bruta. Guiado por la intuición, fue capaz de retratar aspectos ocultos y psicológicos de la personalidad, con manchas que parecen sensibles a las emanaciones veladas de sus modelos. Finalmente, en cada cuadro se impone: la imagen importa más que su belleza.

    “Cuanto más se trabaja, más se profundiza en el misterio de lo que es la apariencia, o cómo puede hacerse lo que se llama apariencia en otro medio (…) porque la llamada apariencia solo se fija durante un momento de esa apariencia. En un segundo puedes parpadear o girar ligeramente la cabeza, y vuelves a mirar y la apariencia ha cambiado”, dice.

    En una retrospectiva de su obra es posible trazar, como observaba Deleuze, una sucesión de periodos, además de elementos coexistentes de su pintura que están siempre presentes: “El armazón o la estructura material, la Figura en posición, el contorno como límite de los dos, no dejarán de constituir el sistema de la más alta precisión; y en ese sistema se producen las operaciones de mezcla, los fenómenos de vaguedad, los efectos de alargamiento o de desvanecimiento, aun más fuertes pues constituyen un movimiento él mismo preciso en ese conjunto”, escribe en Francis Bacon, lógica de la sensación.

    Por supuesto, muchas veces, por encontrar sentido se reducen los alcances de una pintura. Me acuerdo de que al final había un pequeño diorama que recreaba el estudio de Bacon. Curiosamente, no se veía un solo libro. Fue la última vez que estuve en el extranjero. Desde entonces todo ha cambiado, salvo una imagen que persevera intacta del primero de los tres tristes trípticos: la vida pasa suspendida un instante entre la llave y el resumidero.

     

    Imagen de portada: En recuerdo de George Dyer (1971), de Francis Bacon.

  358. Escribir de espaldas

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    Afuera llueve a rabiar, pero dentro del Basin Street, un club de jazz en Nueva York, toca el cuarteto de Miles Davis. Entre el público, “una multitud pequeña y sofisticada”, está Leonard Michaels, un estudiante de medicina que todavía no se convirtió en escritor, aunque puede que por esos años prepare Sylvia, novela autobiográfica que aprovecha escenas como esas.

    Mientras tanto, lo que tenemos por seguro es que Michaels ya observa de otra manera, con la avidez algo despiadada de quienes recortan el paisaje para el álbum de la mente, el mismo del que extraen tesoros a ciegas cuando se sientan a escribir.

    Michaels, entonces, mira: “En cierto punto, Miles Davis comenzó a darle la espalda a la multitud cada vez que tocaba un solo. No sé lo que él pensaba que hacía, pero el efecto era el de ausentarse de la tonada, como si dijera: ‘No me miren a mí. Yo no estoy. Escuchen eso’. Cuando Davis daba la espalda, la música se hacía más personal”. Así lo recordaba. Está en un ensayo titulado Escribir sobre mí.

    Allí, Miles Davis es ejemplo y excusa para que Michaels anote cosas como esta: “Al escribir lo que sea, mi presencia y mi ausencia se encuentran en tensión. Esta se hace más extrema cuando escribo sobre mí”.

    Pero el príncipe de las tinieblas y su trompeta tienen todavía más cosas para enseñarnos. En una entrevista con el pianista Ben Sidran, por ejemplo, se produce el siguiente intercambio:

    —Parte del mensaje de tu música parece ser “sé tú mismo”, y usas una forma minimalista para lograrlo. En lugar de tocar muchas notas, eliges tocar solo las justas.

    —¡Las notas justas! Si vas a tocar algo, tienes que elegir… Es como estar en el ojo del huracán, ¿sabes? Tienes que elegir la nota más importante, la que le da vida a tu sonido. ¿Entiendes lo que quiero decir? La nota justa hace que tu sonido crezca y luego se defina para que tus compañeros lo escuchen y reaccionen ante él. Si tocas lo que ya está ahí, ellos saben que está ahí. El asunto es destacarlo. Es como echarle limón al pescado o a las verduras: resalta el sabor. Eso es lo que llamas las “notas justas”. Son las notas importantes que deberían ser tocadas.

    Son libros de una especie de intimidad minimalista que, sin embargo, provocan una sumersión poderosa en la otredad de la voz que portan. En estos libros ‘escritos de espaldas’, la voz justamente se conduce como todo lo contrario a un espectáculo. Son exploraciones en las que se tocan las notas justas —ni una más, ni una menos— y los lectores, como la banda, reaccionamos.

    “No me miren a mí. Yo no estoy. Escuchen eso”: la línea llama desde la biblioteca cuando leo el título de la antología de poemas de Elvira Hernández, Yo no soy el espectáculo.

    “Trato de oír lo inaudible”, respondió en una entrevista la poeta nacida con el nombre de Rosa María Teresa Adriasola Olave. “Yo no soy el espectáculo”, desde un poema de 1987 en el que también se lee: “Escribir es ausentarse”. Y, más adelante: “La intimidad está declarada / y los nombres solo pueden interesar a la policía”. Después vienen dos imágenes: una mano, índice y pulgar, en contacto hasta formar un círculo; otra mano, abierta.

    Los gestos son distintos.

    En un ensayo de ¡El arte o la vida!, Tzvetan Todorov analiza a Rembrandt, el que buscaba “la verdad de los gestos y las situaciones” por sobre los rasgos individuales, que le interesaban muy poco. Rembrandt utilizó su propia cara y hasta su propio cuerpo, disfrazado, para estudiar posiciones, colores, expresiones y efectos lumínicos: sus autorretratos son más de 100 y abarcan al menos 40 de los 63 años que vivió. En cierto momento, Todorov habla de la dramática suerte de sus hijos, que morían como moscas, y después anota: “Rembrandt dibujó, como nadie antes, los gestos y las emociones de niños pequeños; nada en su vida prueba que los haya amado”. Al final, el filósofo búlgaro liquida su hipótesis: “La obra revela la vida más por lo que ella oculta que por lo que muestra”.

    Siendo uno de los grandes maestros del género, Rembrandt no es Rembrandt ni siquiera en sus autorretratos. En otro ensayo de ese mismo libro, Todorov cita a Iris Murdoch: “El arte no es una expresión de la personalidad, es más bien una expulsión continua del yo de la materia de que disponemos”.

    “Porque al final no puedo ser yo frente a las palabras, aunque alguna vez haya pretendido ponerles puntos a las íes; son solo ellas y mi sombra”, leo de Elvira Hernández en su arte poética de 1996. “Sospechosa de estar aquí y en verdad no estarlo (¿qué puedo decir de la proximidad?) y de cargar varios nombres. Porque se está en la calle, en el mundo, en la cotidianidad como cualquiera y de pronto, cuando la hora repica, hay que retirarse como una cenicienta a la soledad intemporal, al escenario que la poesía exige: esa terrible duplicidad”, escribe.

    “Escuchen eso”: la espalda de Miles Davis está precisamente en el lugar del que se retira. Y hay también, sospecho, distintas maneras de escribir de espaldas.

    Al menos eso identifico en algunos libros que agrupo sin mejor argumento, como varios de la propia Hernández, El peso del mundo de Peter Handke o Diario del afuera de Annie Ernaux. La lista podría continuar. Son libros de una especie de intimidad minimalista que, sin embargo, provocan una sumersión poderosa en la otredad de la voz que portan. En estos libros “escritos de espaldas”, la voz justamente se conduce como todo lo contrario a un espectáculo. Son exploraciones en las que se tocan las notas justas —ni una más, ni una menos— y los lectores, como la banda, reaccionamos.

    Peter Handke, Premio Nobel de Literatura 2019.

    Del efecto de intimidad puedo echar la culpa a esos espacios que dejan abiertos, grandes galpones en los que a la vez somos y no somos ya quienes éramos. Espacios para que se produzca la resonancia: una distancia que provoca una cercanía.

    “Nuestro verdadero yo no está por entero en nosotros”, elige de epígrafe Annie Ernaux, y lo toma de Jean-Jacques Rousseau. Con él abre Diario del afuera (1985-1992). El libro tiene dos partes, la segunda se llama La vida exterior. En pequeños bloques de texto, Ernaux condensa escenas de la vida en una ciudad pequeña, a 40 kilómetros de París. El nivel de interés que se sostiene por todo lo que ocurre por fuera de sí es tan alto, tan denso, obstinado y personal, que una silueta queda perfectamente recortada por la completitud de lo que la rodea. Así y todo, la voz que construye Ernaux es una voz fantasma, una voz invisible que no interviene más que observando.

    El efecto del libro es similar al de las obras de la artista inglesa Rachel Whiteread, que produce esculturas de yeso a partir de moldes. No vemos la escalera, sino el espacio de aire debajo de la escalera. No vemos la biblioteca, sino el espacio alrededor de los libros. En su obra más famosa, Casa, no vemos una vivienda sino un molde de hormigón del interior de una residencia victoriana. Está exhibido en la ubicación de la casa original, en las afueras de Londres, donde derrumbaron a todas las del barrio. Al solicitar fondos para financiar el proyecto, Whiteread dijo que se proponía “momificar el aire de una habitación”.

    En Diario del afuera, de Ernaux, escuchamos diálogos ajenos en supermercados, asistimos a un concierto de piano en el conservatorio, leemos el diario, entramos en la peluquería. “Quise transcribir escenas, conversaciones, gestos de anónimos a los que uno no vuelve a ver nunca más, grafitis en las paredes que ni bien se trazan, desaparecen. Todo lo que, de una forma u otra, hacía nacer en mí una emoción, una inquietud o una indignación”, advierte. Si bien lo observa todo, solo registra aquello a lo que reacciona: el rebote de una emoción profunda le sirve como radar. Sin embargo, Ernaux evita “en lo posible entrar en escena y expresar la emoción que dio origen a cada texto”.

    Podríamos decir que anota las notas justas. Su marca personal está en lo que queda: la mirada es también un tamiz. “Al final, puse mucho más de mí misma en estos textos de lo que había previsto: obsesiones y recuerdos que determinaron inconscientemente los comentarios y las escenas a fijar. Y estoy segura ahora de que uno se descubre más a sí mismo proyectándose en el mundo exterior que en la introspección del diario íntimo”, concluye Ernaux.

    Este procedimiento también recuerda una de las lecturas que Giorgio Agamben realiza en Studiolo, la de una obra de Gianfranco Ferroni: vemos una habitación sucia, botellas vacías, humedad en las paredes, mugre vieja en el parquet, colillas de cigarrillos. Por el modo en que se han fijado tantos detalles en el lienzo, Agamben sospecha que se trata del propio estudio del pintor: “Su vida está irrefutablemente presente, aunque él falte en la imagen. Más aún, tal vez precisamente por eso”, dice.

    Si volvemos al ensayo de Michaels, la presencia se manifiesta todavía de otros modos: “Los elementos básicos de la escritura —estilo, gramática, tono, imaginería, los patrones de sonido que crean tus oraciones— hablan mucho de ti; es posible que estés escribiendo sobre ti antes de saber que lo haces”.

    El efecto del libro es similar al de las obras de la artista inglesa Rachel Whiteread, que produce esculturas de yeso a partir de moldes. No vemos la escalera, sino el espacio de aire debajo de la escalera. No vemos la biblioteca, sino el espacio alrededor de los libros.

    “Alguien que camina en puntas de pie haciendo mucho ruido”: se lee promediando El peso del mundo, de Peter Handke, y resume a la perfección el espíritu del total. Handke trabaja casi del modo opuesto a Ernaux. Para empezar, Handke no tiene un plan: El peso del mundo es el resultado de una omisión, la omisión de eliminar “los desperdicios” de su cuaderno. Son una “anotación espontánea de percepciones libres de objetivo alguno”, que podrían ser leídas como un diario o bien como una crónica, “la crónica de una conciencia individual”.

    A pesar de su confesión de inconsciente en estado de galope libre, el yo que lo cabalga no satura, no intoxica, jamás resulta estridente. Escribir desde un inconsciente total, renunciando a intervenir, se me aparece, a su modo, también como una escritura de espaldas, porque ¿qué ocurre de frente mientras se nos da la espalda? Quien da la espalda oculta un lado, como una luna rebosante de misterios, y en Handke encuentro el descontrol de alguien que baila a solas en su propia habitación.

    A la escritura de espaldas se puede llegar de muchas formas. Annie Ernaux lo hizo como modo de supervivencia ante ese lugar nuevo al que se había ido, una estrategia para combatir la extrañeza y la apatía que sufría como a una especie de esquizofrenia. A Elvira Hernández le tocó atravesando el horror de un golpe militar. “Hubo un año —1973— que se marcó en mí como herida”, escribe. “Mi poesía se desplazó del lugar íntimo al lugar público, aquel en el que teníamos que circular sin detenernos. Ahí me detuve. Yo no era el espectáculo. No era la poeta la que debía llamar la atención, más bien la atención tenía que ponerla en los cambios impuestos a punta de fusil y dinero; una combinación exitosa. El país estaba cambiado, la ciudad también y cada uno de nosotros era cebado como carne neoliberal. Una cultura de la seducción, aniquiladora en el consumismo y procurante de enormes redadas de inclusión”. Su ópera prima, La bandera de Chile, se convertirá en libro primero en Argentina, y Hernández no dejará ya la pluma: “Sigo escribiendo, manuscribo, en un intento de frenar la velocidad propulsada al día”, dice. Tampoco ahora es el espectáculo.

    “Los espectáculos deben agradar, bajo pena de desaparecer; ahora bien, para agradar, hay un solo medio: no explorar los misterios del mundo, sino proporcionar a los espectadores lo que más les gusta”, explica Todorov.

    “Yo no soy el espectáculo”: Elvira Hernández, la mirada fija y recortada en la tapa de Estado de sitio, otro de sus libros magníficos. “No es una diatriba personal, sino un estado de las cosas: una vista perpleja a una ciudad amenazante, embanderada de negro”, escribe Roberto Careaga en el prólogo.

    “Resbalé hasta esos vestíbulos donde di con una voz que no tenía y, enmudecida, me hice de ella. Llegué a creer que era mía”, escribe Hernández sobre sus comienzos, y en una autobiografía de 1991 en tercera persona agrega: “No le interesa la cultura, le interesa la luz”. Pero no hay por qué pensar que esto la ubique detrás de los reflectores, apuntando entre las sombras, imponiendo una visión, una verdad revelada antes que una verdad rebelada.

    Otra posibilidad estaría en uno de los poemas más recientes de Mariano Blatt: “La poesía es una lanza oscura / que brilla en la oscuridad / y el que la ve pregunta / ¿de dónde viene la luz? // Lo que no sabe / el que eso pregunta / es que la luz no viene / la luz va”.

     

    Fotografías de portada: a la izquierda: Annie Ernaux; a la derecha: Elvira Hernández.

  359. Un futuro sin brillos

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    Apretar un botón o no hacerlo, quizá esa sea la definición más simple de nuestra relación con la tecnología. La postura contraria, aquella que ve en los desarrollos tecnológicos, especialmente desde el siglo XIX, una “pérdida” o una amenaza a la esencialidad humana, está cargada de simpleza en otro sentido. Ambas han tenido ilustres representantes. Al menos desde que Marx lo puso en el centro de una teoría de la historia, el desarrollo técnico organiza no solo nuestra vida cotidiana, sino las explicaciones que nos damos sobre el carácter de esa vida, también en su dimensión política.

    Internet, como revolución tecnológica, invita a la reedición de esta pregunta. Lo que fue glorificado en la retórica de los años 90 como el medio por excelencia de la liberación “horizontal”, de la circulación libre y del lugar privilegiado de la creación, se ha convertido en los últimos años en símbolo de su contrario. Sus hacedores, por algunos aún reivindicados como los jóvenes creativos con base en un reducto especializado de California, pasaron de representar la espontaneidad propia de este nuevo orden de las posibilidades, a encabezar los grandes monopolios actuales de la información. Las consecuencias no son solo deplorables para quienes lo evalúan desde una mirada marxista, que pone en el centro de esa evaluación la asociación de estos monopolios con el capital; también lo son para aquellos que prefieren centrar su atención sobre las subjetividades, más acá o más allá de la política —aunque estrictamente hablando, esa separación no existe. Lo que está en juego —y el término no es vano— es nuestro modo de concebirnos.

    La organización de la cotidianidad, sus ritmos, la administración del tiempo, hasta las posturas corporales: en Occidente y en Oriente, buena parte de la población de las ciudades (y no exclusivamente) ha cambiado su forma de comunicación, de esparcimiento y de consumo, de la mano de esa asociación entre capital financiero e internet que se llama habitualmente “las plataformas”. Su florecimiento no es ni espontáneo ni producto de las buenas voluntades, sino más bien la contracara de la financiarización de la economía, que depende de dos protagonistas también determinantes en la configuración de las redes: la información y la circulación. Esto sugiere una historia opuesta a la de la espontaneidad; se ha demostrado, como lo señala Joseph Vogl en su libro Kapital und Ressentiment, que a diferencia del mito de la start-up y el espíritu de jóvenes innovadores, esta es más bien una variación más de la historia, nada novedosa, de inversiones provenientes del Estado, cuyo riesgo, por tanto, está socializado y, sin embargo, acaba por consolidarse en rédito privado. Los puntos en común no terminan aquí. En los mercados financieros y los servicios de internet rige el algoritmo. Uno de sus campos de operación más familiares es su capacidad para anticipar perfiles de consumo, que serían imposibles sin la aplicación automática de ese mecanismo dependiente del Big Data. Anticipar el futuro —y jugar al hacerlo— es una experiencia conocida por dos tipos sociales en profunda afinidad electiva, el jugador y el inversor. En las matemáticas aplicadas a la economía y al comportamiento, el juego es una subdisciplina que genera escuelas y otorga premios Nobel.

    La antigua inversión de cantidad en cualidad, mentada famosamente por Hegel, muestra aquí su reverso: lo cualitativo que es lo propio de una amistad, una declaración o una pregunta, es convertido por estos sistemas de información en la variable de un cálculo que somos, en parte, nosotros mismos bajo la perspectiva de nuestro comportamiento digital. Vueltos mensurables, pasamos a formar parte del aparato de producción.

    Quienquiera abstenerse de ser objeto de este cálculo de los grandes datos acumulados, deberá hacerlo también del más mínimo “paseo” por el mundo de las plataformas. Como en la televisión en su momento, que parecía encarnar el “espacio privado” de la relajación y el consumo tras el día de trabajo, las plataformas (Google, Apple, Facebook/Meta, Uber, Amazon), cuya utilización está lejos de limitarse al entretenimiento, invierten o al menos dialectizan lo que consideramos público y privado. El mensaje de amor, la confesión o el llanto: lo que nos decimos, nos deseamos, lo que nos preguntamos y nos agenciamos por medio del proceso de la compra (de objetos y servicios, es decir, también la música que escuchamos, los viajes que hacemos y las películas que vemos) está mediado por sus operadores, que convierten esas acciones al parecer privadas en uno y otro extremo de un cálculo. La antigua inversión de cantidad en cualidad, mentada famosamente por Hegel, muestra aquí su reverso: lo cualitativo que es lo propio de una amistad, una declaración o una pregunta, es convertido por estos sistemas de información en la variable de un cálculo que somos, en parte, nosotros mismos bajo la perspectiva de nuestro comportamiento digital. Vueltos mensurables, pasamos a formar parte del aparato de producción.

    Las condiciones de trabajo en estas empresas, que se especializan en la tercerización y, con ello, en la flexibilidad, no estructuran solo a aquellos que están en una relación laboral directa. En la economía de la información, los usuarios también producen. Se trata de preguntarse quién genera la piedra de toque de lo que mueve el mundo en su configuración actual: el valor. Por un puñado de información, como por ejemplo el simple lugar donde se encuentra un objeto a comprar o un museo a visitar, los usuarios entregan valiosos intangibles. El saber sobre sus preferencias, sus preguntas, sus placeres, sus autorretratos, sus querellas y sus contactos, es destilado para la creación de perfiles. Esto convierte a los usuarios en produsuarios. Su producción ocurre en el escenario opuesto al de la fábrica: es ocasional, informal y diversa. La información producida por los usuarios y extraída por las plataformas es vendida, claro está, a los verdaderos clientes, que son aquellos que valorizan esa información, como las empresas que deciden hacer publicidad en esas plataformas y muchas otras que utilizan los datos de las formas más diversas en favor de su propia producción y beneficio. Se pasa entonces de la libertad horizontal del compartir, tal como fue presentada y, en parte, experimentada esta nueva tecnología, a una maquinaria de extracción de información que trabaja con la misma indiferencia que el gran brazo que extrae de la tierra el petróleo.

    Tras una primera fase de fascinación con la nueva tecnología, estos mecanismos se han vuelto visibles e inspirado la crítica. Como los historiadores, los teóricos de los medios se apresuran a inaugurar nuevas épocas para nombrar el presente, que es, como se sabe, escurridizo a pesar de inmediato. Esta producción de mercancías alrededor de la información y el conocimiento, sin embargo, no equivale a la inauguración de un nuevo modo generalizado de producción de valor. Se entiende que los administradores de bienes intangibles aún necesitan comer, abrigarse, alojarse: los objetos tangibles no terminan de esfumarse. Sin embargo, diversas prácticas difieren de las líneas de acción del capital tal como lo hemos conocido hasta hace algunas décadas, asegura Cédric Durand en Tecnofeudalismo. Crítica de la economía digital. A diferencia del imperativo de inversión asociado a la competencia y al mercado, tal como ocurre en el capitalismo, el nuevo modo de producción se asemeja, más bien, al rentismo de la época feudal: es posible apropiarse del valor sin involucrarse realmente en la producción, lo que indica más bien una relación de captura. Por esto, las empresas que se alimentan y lucran con el intercambio de información lo hacen a través de puntos de extracción en posiciones estratégicas (un browser de internet, por ejemplo). Estos dispositivos de captación de valor se caracterizan, precisamente, por no producirlo. La información que reciben de los medios productores (periódicos, páginas web, personas privadas) no les pertenece ni deben dar cuenta de su legitimidad. La situación de apropiación se asemeja a una de captura. Y un sujeto capturado debe invertir más que un mínimo esfuerzo en salirse de la trampa.

    Esto convierte a los usuarios en produsuarios. Su producción ocurre en el escenario opuesto al de la fábrica: es ocasional, informal y diversa. La información producida por los usuarios y extraída por las plataformas es vendida, claro está, a los verdaderos clientes, que son aquellos que valorizan esa información, como las empresas que deciden hacer publicidad en esas plataformas y muchas otras que utilizan los datos de las formas más diversas en favor de su propia producción y beneficio.

    Nadie que se precie de habitar el presente desconoce esa experiencia de una “pérdida de tiempo” frente a un dispositivo brillante. En esto, la comparación con la fábrica recobra un carácter positivo, ya no inverso. Hay en el sistema de plataformas el mecanismo de una “incautación del tiempo”, tal como la clásica apropiación del tiempo del trabajo medido; lo conocemos de la vivencia más cotidiana de la distracción. Esta, que al menos desde Pascal es la expresión innegable del miedo humano a la propia finitud, se reactualiza en las múltiples formas de la “presencia” virtual, la comunicación y el consumo de bienes cuya reproducción no requiere más que un mínimo costo a quienes ofrecen esos servicios. Se conoce que un directivo de una de las mayores empresas de reproducción de ficciones audiovisuales declaró alguna vez que el verdadero enemigo de su compañía es el sueño de los usuarios. Con esto no se refería a las ilusiones que estos servicios no podían cumplir, sino a las seis o siete horas de descanso en que los usuarios les arrebatan a sus ojos la posibilidad de estar frente a una pantalla. No fue esta necesariamente la primera batalla que quiso dar el cine, aunque algo de esto se nota en el momento de su nacimiento, ese triunfo sobre las deficientes, unilaterales formas de narración —la novela, el teatro, la ópera— que habían dominado hasta entonces en la atención de un público ávido, relativamente selecto y burgués. Walter Benjamin lo vio con claridad en su ensayo sobre la nueva era de la reproductibilidad del arte. Ahora, la reproducción casi gratuita e ilimitada se ha convertido en la clave de una gigantesca maquinaria económica.

    Lo brillante de las pantallas nos transmite aquella advertencia —¡mantente despierto!—, aunque no se trata aquí del estar despierto propio del pensamiento crítico, más bien de lo contrario. Pero el trabajo de esta nueva subjetividad no termina aquí. Dar tiempo a la plataforma no es suficiente; hay que venderse, como antes aprendió a hacerlo el poeta, según una hoy aceptada teoría de la modernidad. Venderse, comunicarse, presentarse, expresarse; de ahí una suerte de fatiga que nos acompaña siempre. Las actividades inútiles, como por ejemplo el intercambio de mensajes en la mera función fática, como se lo llama en lingüística, no son exclusivas de esta época. En la Francia decimonónica cundían los billets. Solo que esta información ya no depende de un paje que vaya y venga por la gran ciudad de París; de hecho, se ha vuelto casi gratis su circulación y, por ende, está al alcance de todos aquellos que puedan costearse un aparato que lo soporte. Pero la fatiga no está solo dada por la continuidad del trabajo de exposición, sino por la cualidad de lo que esa comunicación pide. El juego de estos grandes jugadores monopólicos no se limita aquí a la anticipación lucrativa de las decisiones de usuarios y consumidores. La combinación entre mercados financieros y plataformas llega al punto de equiparar libertad de expresión y libertad de comercialización; una y otra deben estar desreguladas. Como los transmisores de la información no son responsables de su veracidad, ningún servicio de internet, y tampoco ningún usuario que “comparta” información, será procesado por su contenido, con algunas pocas excepciones —por ejemplo, la de las imágenes violentas, que son filtradas a mano en míseros puestos de trabajo en ciudades como Manila. La opinión, sin embargo, hace su gran trabajo de socavamiento de la verdad o, si se quiere, de las verdades. Lo múltiple de estas, sin embargo, no deja confundirlas con la doxa. Además de poder decir algo, de opinar, hay que lograr que se comparta. Y aquí aparece la clave de la denuncia enunciada, por ejemplo, por Vogl, a esta magnífica flexibilidad del compartir: hoy se sabe que es precisamente lo opuesto a la verdad lo que más se reproduce en las plataformas y, por ende, lo que más dinero produce en el mundo digitalizado.

    Puede que todo esté hecho para comprar(se) y vender(se), pero toda máquina deja libre, leemos en El capital odia a todo el mundo, un margen de indeterminación. Por allí se cuela, en el transcurso de una mañana por nadie predicha, la revuelta en las estaciones de metro de Santiago. La conclusión es que, si bien es posible que la coerción sea lo dominante (…) hay siempre un lugar donde ese todo no es lo único que existe.

    Pero el sujeto, frente a la pantalla, no solo da. Recibe también su alimento diario. El feeding, hecho a la medida de quien habrá de consumirlo y al mismo tiempo ajustado a los intereses de los anunciantes, no solo otorga lo que le piden para no inspirar frustración en el usuario, sino que debe generar nuevas acciones. Aquí, la afamada, vapuleada y siempre rescatada subjetividad está puesta a prueba; tanto debe ofrendar su tiempo, decir sus preferencias y sus deseos, como poner la sensibilidad a trabajar en favor de los intercambios. Nada mejor que el resentimiento para hacer hablar, porque opinar, atacar, condenar y vituperar es una actividad que los produsuarios aportan al mecanismo, y lo hacen con especial ahínco cuando no solo es la verdad lo que lo provoca. El sujeto resentido escribe, ataca y contraataca, envía y recibe: da su tiempo con holgura a la información en sus más pobres versiones. Ante esta perspectiva, una conjetura se impone: en el futuro, el privilegio humano será no estar supeditado a lo brillante, en la forma que sea, ni depender de este tipo de socialización para obtener eso que nos hace lo que somos: la relación con los otros y, con ella, la supervivencia.

    Para un autor radical como Maurizio Lazzarato, otra lectura merece la máquina de internet y sus asociadas. Estas no son una herramienta estática; antes bien, lo que estas plataformas ponen en el juego de la anticipación y la venta es una relación que, diga lo que diga el algoritmo, no siempre resultará predecible. Puede que todo esté hecho para comprar(se) y vender(se), pero toda máquina deja libre, leemos en El capital odia a todo el mundo, un margen de indeterminación. Por allí se cuela, en el transcurso de una mañana por nadie predicha, la revuelta en las estaciones de metro de Santiago. La conclusión es que, si bien es posible que la coerción sea lo dominante —coerción por parte de la sociedad, del Estado, de la guerra, del sistema o de las plataformas asociadas al capital en cualquiera de estas combinaciones—, hay siempre un lugar donde ese todo no es lo único que existe. Los que profesan el acontecimiento así lo creen.

    La opción entre abstención y sabotaje de las nuevas tecnologías no es tal. Un sujeto que no trabaje en la pérdida de tiempo a la manera en que lo hace el moderno, como dice Pascal, para espantar la propia finitud, tendrá una clave de cómo lograrlo.

     


    Tecnofeudalismo. Crítica de la economía digital, Cédric Durand, La Cebra Ediciones, 2021, 288 páginas, $21.600.


    Kapital und Ressentiment, Joseph Vogl, C. H. Beck, 2021, 224 páginas, €18.


    El capital odia a todo el mundo, Maurizio Lazzarato, Eterna Cadencia, 2020, 200 páginas, $17.200.

  360. Mircea Cărtărescu, constructor de ruinas

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    Mucho antes de que Mircea Cărtărescu conociera el mar (a los 12 años), tomara café (en su último año del colegio) o tuviera unos jeans (después de hacer el servicio militar), sus padres compraron tres cuadros para adornar el departamento. Hasta entonces, como todas las familias obreras de Rumanía, en las paredes de las viviendas había láminas sacadas de revistas o calendarios. Una pintura tenía un caballo, otra flores y, la de su pieza, mostraba la isla de Ada-Kaleh. Solo en su cuarto, quien mucho después se convertiría en un narrador de imaginación exuberante, reconstruía una y otra vez la vida en los cafés, bazares y cabarets de esa pequeña isla que había tenido reyes y que estuvo habitada por turcos, persas y árabes antes de ser territorio rumano. A comienzos del siglo XX funcionaba allí una tabacalera famosa, la Musulmana, que en 1948 pasó a manos del Estado, al igual que todas las empresas del país. Con todo, la isla siguió siendo una alfombra exótica hasta 1970, cuando el gobierno de Ceaușescu desarrolló una gigantesca central hidroeléctrica que terminó por hundir Ada-Kaleh.

    Este es apenas el comienzo de la crónica que abre El ojo castaño de nuestro amor, la mejor puerta de entrada a la obra de Cărtărescu junto a “El Ruletista”, la historia de un hombre que se gana la vida (y se vuelve un mito en una Bucarest fantasmal) apostando a la ruleta rusa. La crónica de Ada-Kaleh da un giro inesperado cuando Cărtărescu, ya adulto, se sube a una pequeña embarcación para navegar por la zona y su memoria lo lleva a recordar esa y otras vidas hundidas: la de quienes se lanzaron a cruzar el Danubio a nado, de noche, con la esperanza de llegar a Occidente, hasta que fueron sorprendidos por las lanchas de patrullaje y asesinados a disparos o a golpes de remo.

    El río era su Muro, recuerda Cărtărescu en este relato extraordinario, que es uno de los pocos que refiere explícitamente a la dictadura comunista, porque es un libro de memorias, mientras que sus ficciones están más pobladas de fantasías góticas, a la manera de un Ítalo Calvino o un Bruno Schulz alucinados.

    Barroco, perverso, excesivo, romántico, enciclopédico, amargo: Cărtărescu se rebela a cualquier clasificación, sobre todo a las que unen la literatura con un espacio geográfico. Cuando ya era un escritor de prestigio, en la Feria de Frankfurt se topó con un editor que le dijo que no lo veía como un autor de Europa Oriental, sino como uno de Europa sur-oriental. “Magnífica precisión”, ironizó Cărtărescu tras darse cuenta del verdadero sentido de la frase: que escribiera de Ceaușescu, la Securitat y los gitanos, que confirmara los clichés del folclore rumano. “Yo no he leído a Catulo ni a Rabelais ni a Cantemir ni a Virginia Woolf en un mapa sino en una biblioteca”, asegura irritado en su texto “Europa tiene la forma de mi cerebro”.

    Cărtărescu perdió a los cuatro años a su hermano gemelo, Víctor, quien estaba acostado a su lado en el hospital. Ambos tenían neumonía y su madre debió dejar la habitación durante la noche. Al despertar, Mircea no vio a su hermano, y cuando llegaron los padres los médicos les comunicaron que había muerto. Pero nunca les mostraron el cuerpo.

    Por momentos pareciera que reescribe a los clásicos, en otros que se rinde a la experimentación o a la metaliteratura. Lulu, cuya traducción literal sería Travesti, parece uno de esos sueños angustiantes, pegajosos, de los que es imposible despertar. El Levante es un largo poema en prosa, un texto épico cruzado por la ironía, sobre un grupo de excéntricos que emprenden su propia Odisea para liberar a su patria. Y Solenoide es el diario de 800 páginas de un escritor fracasado que trabaja como profesor.

    Por muy extravagantes que parezcan sus historias, el material proviene de los hechos vividos y… soñados: el sueño tiene para Cărtărescu el mismo estatuto que la realidad, y su genio radica en la capacidad de pasar sin aviso de una dimensión a otra, dibujando con suma precisión las imágenes que pueblan el inconsciente.

    La literatura como sacerdocio (a los 20 años leía entre seis y ocho horas diarias), la infancia como territorio privilegiado de la imaginación y nunca exento de crueldad, o el tema del doble atraviesan casi toda su obra, puesto que (y esto es lo central) sus libros pueden leerse como un continuum. Es recurrente también un episodio espeluznante: Cărtărescu perdió a los cuatro años a su hermano gemelo, Víctor, quien estaba acostado a su lado en el hospital. Ambos tenían neumonía y su madre debió dejar la habitación durante la noche. Al despertar, Mircea no vio a su hermano, y cuando llegaron los padres los médicos les comunicaron que había muerto. Pero nunca les mostraron el cuerpo. Tampoco obtuvieron respuesta de las autoridades. “Nunca supimos qué le sucedió”, escribe el autor. “A día de hoy, llevo flores por mi cumpleaños a una pequeña tumba vacía”.

    Como estudiante de literatura, cuando Ada-Kaleh ya estaba sumergida y el centro antiguo de Bucarest o las iglesias también habían sido destruidas por las autoridades, era común que Cărtărescu se topara con “excavadoras con las palas cargadas de santos (…) el más coloreado escombro que haya existido jamás”. Todavía no escribía Nostalgia ni El Levante, las obras que en los 90 lo situaron como el autor más importante de su país, pero su imaginario estaba prácticamente formado, al punto de que muchos años más tarde, cuando ya había recibido los premios Gregor von Rezzori, Leipzig, Thomas Mann y Formentor, confesó: “He madurado entre ruinas, he estudiado entre ruinas, he amado entre ruinas. A veces pienso que ser rumano significa ser pastor de las ruinas, arquitecto de las ruinas, amante de las ruinas”.

     

    Ilustración: Daniela Gaule.

  361. El arte de la crítica de arte

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    Tiempo atrás, una amiga cuya inteligencia es realmente luminosa, incisiva y siempre renovada, me mandó un podcast de crítica de arte feminista. El podcast era sobre la obra de Picasso.

    Debo reconocer que mi primera reacción fue de incomodidad y rechazo. Para mí el arte es libre, gratuito. No se puede subordinar a exigencias éticas ni a políticas externas. En este sentido, temí que el podcast no hablara tanto de Picasso, sino que lo “cancelara”, como se dice. Admito que mi incomodidad no concernía solo a Picasso, sino también a mí misma: sin saberlo, temía que al escuchar este podcast yo misma quedara cancelada, es decir, que el modo en el cual el arte ha forjado mi mirada, mi visión del mundo, de los colores, de la historia, se trasformara en algo silencioso y preocupante, y que quedara entonces vacía. Temí quedar desprovista de referentes culturales, pero, más profundo aún, que empezara a vacilar el modo en el cual el arte arraiga en la vida y en uno mismo. Después de todo, es en virtud del arte, del encuentro inesperado con algunas obras, que no nos quedamos entrampados en nuestros dolores, en nuestros prejuicios, en esquemas de pensamiento que banalizan y que nos mantienen inmóviles. Temí escuchar este podcast como si él hubiese podido quitarme algo profundo, algo vital.

    La inteligencia de mi amiga, la confianza y la estima que le tengo son más potentes que mis temores. Un sábado escuché el podcast, que abordaba la obra de Picasso desde tres ejes: los juegos de poder que posibilitan la visibilización de una obra y la constitución de los “genios” (más precisamente, de lo que hace posible su reconocimiento social); la dimensión pictórica de la obra de Picasso y una violencia que la habita, y como tercer foco, la biografía del artista y en particular su relación con las mujeres, con los hombres, con sus hijo(as). Esto último en un inicio me molestó. ¿Podemos evaluar una obra a la luz de una biografía? ¿No excede la obra, la pintura, su indomable materialidad y la gracia de sus trazados, al individuo que cada uno es? Pues, todo individuo es en buena medida Narciso, pequeño, egocéntrico… y el arte es lo que nos saca de nosotros mismos. El arte pone a cada ser humano ante una extrañeza que lo cuestiona profundamente. Por lo mismo, medir una obra con un individuo, con su biografía, parece invertir el foco y subsumir lo que podría haber de sublime o de extraño en el arte, al carácter bastante predecible y de poco interés de los individuos que somos. ¿Es el arte a la imagen de los seres humanos o es el arte lo extraño de lo humano?

    Debo reconocer que la conductora del podcast era talentosa, divertida, fina, irónica. Irónica como lo es Sócrates cuando empieza a incomodar, a dejarnos sin piso firme, a hacer temblar las certezas que nos anclan al mundo. Irónica como alguien que juega, pero que al jugar ejerce algunas reglas del juego, dejando así entrever la diferencia entre la inocencia de jugar, la violencia de las reglas y el modo en que nos hacemos partícipes, de manera inocente, de esta violencia. De a poco se me dieron vuelta muchos de mis prejuicios sobre la “crítica de arte feminista”. Mejor, se invirtieron los esquemas desde los cuales creía entenderla.

    Para que el poder se vuelva ‘intocable’, debe haber abuso. Mientras más un individuo abusa, más poderoso será este individuo. Mientras más un individuo puede ostentar desapego, incluso crueldad, más temor provocará. El problema del abuso de poder no es entonces un problema moral (hay individuos malos que abusan de su poder), es un problema estructural (para que el poder sea poderoso, debe haber un abuso).

    La panelista empezó analizando el tema de la constitución de los genios. Esto, al inicio, no lo entendía. ¿No hay acaso genio donde hay genialidad? Bueno, sí. Pero lo que ella hacía era mostrar qué hizo que Picasso (más que otros artistas contemporáneos de Picasso) se constituyera como un genio dentro del mundo y del mercado del arte. Según la panelista, a diferencia de otros artistas también geniales, Picasso era percibido como un hombre de poder. Su forma de jugar con las mujeres lo situaba en otra esfera. No solo en la esfera del arte, sino también en la esfera del poder. Esto parece banal, pero justamente invirtió un esquema de pensamiento que yo tenía. Hasta entonces entendía que quien tiene poder puede abusar de él y dar lugar a prácticas intimidantes que someten a individuos (mujeres, menores de edad, pero también hombres). Entendía el abuso de poder desde una idea cuantitativa: mientras más poder se tiene, más abuso puede haber. Pero el podcast, después de algunos días de haberlo escuchado, me hizo entender otra cosa: para que el poder se vuelva “intocable”, debe haber abuso. Mientras más un individuo abusa, más poderoso será este individuo. Mientras más un individuo puede ostentar desapego, incluso crueldad, más temor provocará. El problema del abuso de poder no es entonces un problema moral (hay individuos malos que abusan de su poder), es un problema estructural (para que el poder sea poderoso, debe haber un abuso).

    Esto, por trivial que parezca, cambia el enfoque sobre los abusos de poder en nuestras instituciones, pues obliga a distinguir un plano moral (quién comete abusos) de un plano estructural (cómo el poder se vuelve intocable) y por ende político, pues la estructura forma nuestro mundo y el modo en que se tejen las relaciones y se definen las jerarquías. Si pensamos en los casos más notorios que han sido denunciados en los últimos años, vemos que al lado de los individuos que cometían abusos, violaciones sistemáticas, la violencia no estaba únicamente en la singularidad de cada abuso, sino en la maquinaria que la hacía imparable e imposible de denunciar. Si es el abuso el que posibilita el poder, entonces no hay por dónde denunciarlo. Este trasciende a los individuos, hace a cada uno parte de una maquinaria (como en Colonia Dignidad). Esto mantiene a cada individuo en el silencio de esta violencia, porque es esta violencia la que asigna los lugares, la que ordena el mundo y la que teje, secreta o silenciosamente, los lazos entre los individuos. Esta maquinaria, este silencio, llega a ser más violento que el abuso vivido, porque entonces este último queda negado y, en cuanto tal, solo puede repetirse al infinito.

    Volviendo al tema de la crítica de arte, me parece que la panelista hizo mucho más que ejemplificar, una vez más, el hecho de que los hombres, en particular los artistas reconocidos, los grandes productores, los académicos o maestros (y maestras) cometen abusos de poder. Esta idea fija, fija el problema. No ve su dinámica. Si el tema del abuso remitiera al género, bastaría con eliminar el género. El punto no es el género, sino cómo, a través también de ciertos patrones de géneros que influyen necesariamente sobre la construcción de cada individuo, y sobre cómo estos individuos se enlazan unos a otros, se constituye el poder. En este escenario, hay entonces que distinguir entre la “pureza” o libertad del arte y la impureza del mercado del arte. Picasso puede ser un genio (no es mi problema actual discutir esto); el punto es que el modo en que se hace visible la genialidad no es completamente independiente del modo en que funcionan las redes de poder, de lo que las alimenta y de lo que las empieza a perturbar.

    El punto no es tanto que la genialidad de Picasso haga que el sufrimiento o el desmembramiento de los cuerpos esté confinado a algo estético, sino que la luz que adquiere una obra hace que el sufrimiento femenino, que llega a conformar nuestra relación con el campo de la visibilidad, permanezca inaudible, inexistente. De nuevo, entendí que el enfoque no era evaluar la obra a partir de la vida, sino mostrar cómo la obra influye en la constitución de un campo vital y de nuestra manera de percibirlo.

    Esto me permitió también entender de otra manera el caso de Roman Polanski y, en particular, el furor y disgusto que provocó su premiación en los César de 2020. Para mí, una obra debe poder ser vista y apreciada más allá de las acciones de sus autores, y al margen de las preocupaciones de una determinada época. De no ser así, las obras son inmanentes a nuestras formas de ser: no son nunca obras sino meros productos. Terminamos, entonces, encerrados en la violencia de un mundo utilitario, mercantil. Si el punto es moral, no puedo sumarme a condenar una obra, la de Polanski por ejemplo, por las acciones de su autor. Pero una ceremonia de premiación no concierne solo a la apreciación de una obra por su carácter de obra. Una ceremonia es un dispositivo que produce formas de reconocimiento desde una red de elegidos que conforman un jurado; jurado que por supuesto es influyente y es influenciable. En este caso, el problema es, por un lado, el modo en el cual en estas instituciones el poder se anuda y forma una red, y, de forma correlativa, el modo en que la visibilización de obras y genios deja en silencio toda la violencia de un sistema, como por ejemplo la violencia de Hollywood, cuyas luces, brillos, estrellas, no pueden ser disociadas de la oscuridad de los abusos (que no son correlativos al poder, sino su base). La luz del genio no luce solo su genialidad. Asimismo, el caso de Polanski no ha de ser confinado a la violencia de sus acciones (esto sería moralizante y esencialista). Concierne a una violencia sistémica, donde el brillo, la luz se dan como algo divino, trascendente, haciendo entonces de la violencia y de la brutalidad de los juegos de poder algo que no es.

    Otro tema que abordó la panelista es la recurrencia de ciertas imágenes “violentas” en la obra de Picasso, como mujeres desmembradas, mujeres llorando o con una postura corporal de sufrimiento. Creo que se aludía también a mujeres violadas. En paralelo, la panelista se enfocó también en la conducta de Picasso con las mujeres y con sus hijos. Nuevamente, mi escucha, en un inicio, era contrariada. Me parecía una simplificación extrema cruzar imágenes “violentas” con una conducta juzgada abusiva. Después de todo, ¿quién tiene una conducta irreprochable? ¿No hay, además, un extremo moralismo en pretender que debiéramos ser irreprochables? ¿Y no es el moralismo la violencia misma?

    Por cierto, la panelista era muy juguetona. No tenía pinta de moralista. Además, hay que notar que no se trataba solo de relatar hechos reprochables, sino comportamientos sistemáticamente abusivos, casos de violaciones y mujeres abandonadas con sus hijos, o mujeres a quienes se les trata de quitar todo mundo profesional. Pienso que el punto de la panelista no era tanto evaluar la obra de Picasso a la luz de su vida privada, sino de mostrar cómo su obra, la visibilidad que adquirió y, por ende, el modo en que constituye también nuestra relación con lo visible, hacía invisibles o más bien insignificantes sus propios abusos –hacía que sus abusos no fueran percibidos como tales, sino como parte de una norma, de una forma normal de ser un genio. Tal como yo lo fui procesando, el punto no es tanto que la genialidad de Picasso haga que el sufrimiento o el desmembramiento de los cuerpos esté confinado a algo estético, sino que la luz que adquiere una obra hace que el sufrimiento femenino, que llega a conformar nuestra relación con el campo de la visibilidad, permanezca inaudible, inexistente. De nuevo, entendí que el enfoque no era evaluar la obra a partir de la vida, sino mostrar cómo la obra influye en la constitución de un campo vital y de nuestra manera de percibirlo. Esta es de hecho la grandeza del arte. El arte es una revolución. Aunque sea “inútil” (y por ende puro), es también constitutivo. Un artista genial rompe con las reglas del juego, pero da también lugar a reglas. Eso es un genio. En su manera de exceder lo mundano, lo práctico, una obra es un mundo. En su manera de ser un mundo, la obra emana una luz. Paradójicamente, mientras esta luz más visibiliza violencia, sufrimiento, incluso tal vez violación, más le retira su carácter de violencia porque la hace parte de la luz de nuestros ojos.

    Esto me abre los ojos, no me limita. Me abre a un deseo de reencontrarme con el campo de lo visible y de posicionarme de otra manera ante lo ‘inaudible’ que emana siempre de una imagen. Claramente, esta ‘crítica de arte feminista’ fue hecha con arte. Su carácter lúdico, incisivo y serio, me hizo entender que ningún juego es completamente inocente, ninguna obra es pura respecto de las condiciones que la hacen posible, ninguna luz irradia solamente de la luz del genio.

    Lo que yo temía ocurrió: tras escuchar este podcast me sentí cuestionada en lo que constituye mi mirada, a saber, una forma de adherir a la imagen del sufrimiento femenino, de no considerarlo anómalo, incluso de no considerarlo para nada, o bien de fijar a “la mujer” (su imagen) en este lugar, como si nada debiese sacarla de este lugar. Como si este fuera su lugar, un lugar del que no se habla. Un lugar que simplemente es. Mientras más evidente es la asociación entre lo femenino y lo doloroso, menos problemático se hace, más silencioso es. Hay ahí un sufrimiento que es un dispositivo, algo que parece pertenecer al paisaje, pero que no crea rechazo. Está bien así porque es así. Ningún grito interrumpe este silencio que la obra instala. Con lo visible se instala un “bajo continuo”: un silencio que ni siquiera hace ruido.

    Lo que temía ocurrió: el podcast me dejó inquieta. Pero no tuvo un efecto de “cancelación”. No limitó mi relación con la obra, al contrario. Primero escuché el podcast dentro de los límites de su propuesta: el enfoque era feminista. Esto no cierra otros accesos posibles a la obra. Además, no era moralizante. Era, más bien, althusseriano y foucaultiano. Consistía en un análisis de las estructuras que posibilitan la producción de las obras de arte, de los genios, de la luz. La panelista desarrolló un análisis de un rigor ateo-materialista notable. Se podría decir que ni siquiera la luz divina es ajena a las estructuras que la hacen posible. Ya no soy, entonces, inocente ante estas imágenes. Esto me abre los ojos, no me limita. Me abre a un deseo de reencontrarme con el campo de lo visible y de posicionarme de otra manera ante lo “inaudible” que emana siempre de una imagen. Claramente, esta “crítica de arte feminista” fue hecha con arte. Su carácter lúdico, incisivo y serio, me hizo entender que ningún juego es completamente inocente, ninguna obra es pura respecto de las condiciones que la hacen posible, ninguna luz irradia solamente de la luz del genio. Un poco como ocurre en Saló, de Pasolini, este podcast me hizo reencontrarme con el modo en que ser espectador implica participar de una escena violenta. Pero este encuentro con mi violencia, con nuestra violencia (de la violencia no vamos a prescindir nunca), abrió un camino. Me abrió los ojos a lo que constituye mi propio mirar. Si la crítica consigue producir un encuentro y producir un deseo, por cierto no cancela.

     

    Imagen de portada: Gran desnudo en un sillón rojo (1929), de Pablo Picasso.

     

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    Este ensayo es parte del proyecto Fondecyt 1210921.

  362. Byung-Chul Han contra sí mismo

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    Cuando tomé contacto con sus libros en el 2014, Byung-Chul Han me pareció que captaba al vuelo tópicos-distópicos que estaban en el aire, los nombraba de otra manera y los confrontaba con una mirada fresca. Pero tras años de estas lecturas me queda un saber áspero: aunque fraseados con ingenio y retocados con un aura de novedad, los temas que salpican de manera reiterativa sus libros son bastante conocidos y tras tanta repetición, terminan remanidos.

    En primer lugar, la subjetivación de los nuevos modelos productivos y organizacionales, y de la sociedad hipercomunicativa, que llevan a internalizar al explotador y convertir a cada cual en sujeto a ser autoexprimido y funcional a un orden neoliberal de competitividad progresiva. En otras palabras: un nuevo modelo de sujeto que consiente en el esfuerzo 24/7, en consumarse consumiéndose, en gestionarse hasta el agotamiento y, de paso, desconectarse respecto de los rituales, temporalidades, espacialidades y alteridades que proveen de sentido, ritmo, pausa y perspectiva a la existencia humana. En este tránsito de la sociedad del control a la sociedad del rendimiento, el individuo se convierte en esclavo de sí mismo. Su vida completa queda envuelta en el proyecto de sí, en su orientación hacia logros, en sus estándares crecientes de productividad. Transita de la negatividad de la prohibición a la positividad del autodesarrollo sin límite.

    En segundo lugar, el paso de la opacidad a la transparencia del panóptico virtual, de la cultura del dolor a la de la felicidad indolora, de la biopolítica que maneja poblaciones a la psicopolítica que penetra en nuestro inconsciente, de la lógica de la experiencia / sentido / duración / narrativa / acontecimiento / alteridad / ritualidad, a la lógica del rejunte / sustitución / replicabilidad / positividad / nivelación.

    En tercer lugar, los efectos perversos de la nueva economía de la atención, que hace coincidir algorítmicamente lo que se espera del sujeto con lo que el sujeto desea: un control social en que se nos persuade de que la felicidad y autorrealización están allí donde precisamente se nos quiere más rendidores, y que resulta más parecido a Un mundo feliz de Huxley que al 1984 de Orwell. Cuento corto: el capitalismo no suprime la libertad, sino que la explota. Como afirma Han en Psicopolítica, “la libertad del PODER HACER genera incluso más coacciones que el disciplinario DEBER”.

    En cuarto lugar, la disolución de vínculos de pertenencia y la imposibilidad de pensar en términos de comunidad, en circunstancias en que vivimos atravesados por un enjambre digital en que todo se aplana y atosiga, donde el narcisismo propio de la hipermodernidad hace impensable un todo orgánico, y torna inviable el intercambio sustancial entre ciudadanos que ejercen la vida pública procesando sus diferencias como colectivos representables.

    En quinto lugar, la tiranía de lo igual o el reino de la positividad que impone una lógica administrativa y una racionalización mórbida, donde la falta de negatividad implica la imposibilidad del sujeto de procesar las diferencias, vincularse con la alteridad y dialectizar su propio desarrollo como sujeto en un campo de conflictos. La negatividad indispensable es la que queda abolida y, con ello, se vuelve imposible procesar la falta, la fisura, el espacio no colonizado, la descomplacencia, el lugar del otro y la alteridad incluso respecto de sí mismo. La positividad se revela finalmente como ausencia de acontecimientos o fin de la Historia por otros medios: todo es serializado, agregado, sumado.

    Es, quizás, el mismo goce impalpable que infundía el pesimismo de Cioran, hace 30 años, operando dialécticamente como consuelo desde la lectura de un depresivo. Este efecto paradójico podría explicar, en parte, el éxito editorial y la fogata que Han se cuida de atizar.

    Por último, la “agonía del Eros”, vale decir, de aquello que nos lanza hacia el otro o lo otro, que requiere del otro y que necesita del misterio, el juego de la distancia y la aproximación, el develamiento y la emergencia, y que se hace imposible cuando todo es información, transparencia, indistinción y extraversión. Lo distinto queda “expulsado” porque el otro pierde su lugar en mi deseo.

    También son conocidas y reiterativas las fuentes que intercala para hilvanar estas ideas, que a veces cita, a veces parafrasea, a veces las hace suyas sin mencionarlas. Entre otras: la facticidad y la idea de mundo en Heidegger, el vacío fecundo del budismo vs. el sujeto vaciado por el neoliberalismo, la crítica a la alienación desde la teoría crítica, las ideas de simulacro y transparencia en Baudrillard, la subjetivación en sus relaciones con el saber-poder en Foucault, la negatividad en la dialéctica hegeliana, la inautenticidad en la filosofía nietzscheana, la pérdida de la experiencia y los lazos en autores que prácticamente no cita (Bauman y Fisher, entre otros), las ideas de Berardi o Latour sobre redes e infoesferas (que tampoco cita).

    ***

    Termino de leer No-cosas, flamante y ya agotado en muchas librerías. Las primeras ideas resuenan a cuento conocido, dentro y fuera del propio Han: la desmaterialización del mundo en la sociedad digital, el falseamiento de los acontecimientos por la información, la hiperestimulación de la economía de la atención, la saturación por ruido informativo, la pérdida de comunidad en una sociedad de amigos virtuales, del homo faber al phono sapiens (Han es ingenioso acuñando neologismos), la abolición de la distancia y la positividad infinita desde el smartphone, el selfi como desecho de la imagen, el extravío de la alteridad en el solipsismo narcisista del ego, la agonía de la comprensión en tiempos de inteligencia artificial, la pérdida de arraigo en la naturaleza. Suma y sigue: Heidegger mediante, hemos perdido el orden de las cosas, del mundo, de la “facticidad”. Frases un poco manidas: “La eficacia sustituye la verdad”. Nostalgias que se repiten: por las cosas que ya no están, por el silencio interior y la contemplación, por la “firmeza del ser”, por la temporalidad espaciada o la espaciosidad del tiempo, por la gramola y otros íconos vintage que nos devuelven (o devuelven a Han) a los “buenos viejos tiempos”. Han incurre en sus letanías de siempre. No por ello menos relevantes. Concedámosle eso.

    Podrá el lector de esta reseña adivinar, a esta altura, que Byung-Chul Han termina por cansarme. Han sido pocos años, muchos libros, todos cortos, masticables y digeribles, la mayoría publicados por Herder, más bien caros, intensamente consumidos, reiterativos entre y dentro de ellos. Sus libros responden a los imperativos de la industria cultural que él tanto critica. Su fraseo es cadencioso, sus afirmaciones operan como titulares o sentencias. Sabe subrayar aquello que tiene en su texto mayor resonancia. Muchas frases rozan el formato de eslóganes, lo cual cumple un servicio: permite captar al vuelo cosas que otros toman muchas páginas en explicar. Pero en el vuelo, es mucho lo que se escapa a la reflexión crítica. Opera por la seducción más que por la argumentación. Es claro sin ser pedagógico, taxativo y binario, maniqueo enmascarado, y todo eso ofrece asidero para quienes andan o andamos sedientos de certidumbres, aunque sean negativas o precisamente por negativas.

    Un extraño efecto de autoconsolación en la lectura emerge ante este apocalipsis, y nos invita a conectarnos también, quizás inconscientemente, con un goce por chapotear en su despeñadero. Tal como lo plantea el filósofo argentino Ricardo Forster, Han despliega “una estrategia que persigue un doble efecto: multiplicar lectores ávidos de textos simples y ligeros, entre anarco-críticos y desesperanzados con una pizca de intensidad estética, y apropiarse de una parte no menor de la tradición filosófica (con Heidegger a la cabeza) para ponerla al servicio de una política de la resignación”. Es, quizás, el mismo goce impalpable que infundía el pesimismo de Cioran, hace 30 años, operando dialécticamente como consuelo desde la lectura de un depresivo. Este efecto paradójico podría explicar, en parte, el éxito editorial y la fogata que Han se cuida de atizar.

    Tal vez nos consuela leer a Han porque nos libera de toda responsabilidad, en la medida que propone como efectos sistémicos todo aquello de lo que podríamos hacernos cargo como sujetos pretendidamente autónomos.

    Con algunas excepciones (me quedo con su temprano libro Filosofía del budismo zen, el sólido Del buen entretenimiento y el agudo La desaparición de los rituales), en general todo resbala por las paredes múltiples de un único embudo (La sociedad de la transparencia, La sociedad del cansancio, En el enjambre, Psicopolítica, La agonía del Eros, La expulsión de lo distinto, La sociedad paliativa, Hiperculturalidad, entre otros). Y los santos remedios que nos llevan lejos de la sociedad, hacia el culto de la pausa (El aroma del tiempo) o el cultivo del jardín (Loa a la tierra).

    Tal vez nos consuela leer a Han porque nos libera de toda responsabilidad, en la medida que propone como efectos sistémicos todo aquello de lo que podríamos hacernos cargo como sujetos pretendidamente autónomos. Ejerce un efecto de consolación por el reverso, o bien porque podemos atribuir nuestro malestar a la sociedad del rendimiento, hipercomunicativa, que obliga a la felicidad, en que nos dejamos sobreexponer para poder hacer parte del intercambio simbólico, donde rebotamos contra las paredes de nuestra propia gestión de sí mismos. La buena noticia: nada de eso corre por nuestra responsabilidad. Todo es manipulación de la psicopolítica que se inmiscuye incluso en nuestras pulsiones inconscientes.

    La operación es curiosa: de una parte, Han acusa una tergiversación pero a la vez exacerbación de la autonomía, bajo las figuras del individualismo extremo, la competencia, el narcisismo, la autoexigencia inmisericorde y la gestión del yo como paradigma de vida. Esta idea está en autores como Sennett, Lasch, Lipovetsky y Bauman, entre otros. El lector podría masticar a Han en un ejercicio de autofagocitación, quemando y purificando su propio yo, liberándolo de lo que Han le pone en las narices como un mal de época del que tanto costaría escapar. Sin embargo, persiste la contradicción: somos presa de un extremo mórbido del sentido de la autonomía y, por otro lado, no lo somos, porque no es responsabilidad ni causa nuestra el padecer sus formas alienantes ni la infelicidad que nos provoca.

    El efecto-consuelo de leer a Han es el clásico que produce el mal de muchos, o el que aporta contra su voluntad la ciencia social crítica: podemos relamernos unos a otros las heridas que un ubicuo Gran Hermano, que somos todos y no es nadie, nos inflige y renueva cada día. El mal, despersonalizado y entronizado en las estructuras productivas y organizacionales, tanto como en las nuevas formas en que se hacen cuerpo y alma en nosotros, ni siquiera es nombrado como tal: discurre por medio de una proliferación exhaustiva de actos comunicacionales, de un entramado de mecanismos que anulan la distancia crítica y nos hacen desear lo que se nos impone o sentirnos culpables incluso por no hacer aquello a lo que nadie nos obliga (Žižek mediante).

    Byung-Chul Han mueve los hilos de nuestra ávida lectura de sus páginas de modo no tan distinto a como él mismo denuncia a un sistema de pura positividad (el infierno de lo igual) que clausura nuestra subjetividad. Funciona con una precisión de relojería cada vez que tiene que rubricar las ideas con una cursiva que hace de corolario, como si consagrase ideas mediante estos giros semánticos que dosifica en su narrativa, para llevar al lector por el camino fácil de la reconfirmación. El infierno de lo igual es relatado con una curiosa amenidad de lo igual, y su último libro, No-cosas, no es una excepción.

    Si Han reformatea las clásicas críticas a la industria cultural, ahora expandida por otros medios a la lógica de las redes sociales, su propia obra es susceptible de la misma lógica: filósofo hiperventas, capaz de producir pequeños libros en grandes cantidades, en una lógica de cadena de ensamblaje en que hace jugar múltiples insumos para productos con invariable valor de uso, añadiendo variaciones marginales en el diseño.

    Tenemos allí otra paradoja o contradicción. Han arma el tinglado desde una eventual teoría crítica aggiornada, que incorpora la ontología (Heidegger), el imperativo de la pausa y el silencio interior (zen), la crítica a una transparencia en que se pierde el misterio, la extrañeza y el erotismo (Baudrillard, Illouz), las postas de la subjetivación (Foucault), la dimensión productiva del deseo y su relación con el poder (Deleuze), y una noción de negatividad a medias hegeliana y a medias adorniana. No cabe más que reconocer y celebrar que el filósofo eche mano de referentes que pueden ser muy diversos entre sí. Con ello pareciera tomar precavida distancia de la monotonía o la repetición. Pero ahí estriba, también, la astucia: Han recurre a una profusa caja de herramientas, se pasea por el teatro de la filosofía, sincretiza y produce sus propias hibridaciones (concedámosle esta originalidad). Despliega una sorprendente plasticidad y elegancia para traer a la escena actual, y a las nuevas formas psicopolíticas de dominación del sujeto, autores remotos en el tiempo y variopintos en sus epistemes, y los hace calzar como si muchos conceptos en desuso estuviesen allí esperando largo tiempo para que alguien, como el propio Han, viniera a desempolvarlos sin temor al eclecticismo.

    Esta destreza en hacer conversar a pensadores y pensadoras tan distantes en un lenguaje común seduce y asombra. Pero al mismo tiempo, opera de manera análoga a la cultura global que el propio Han tanto critica en su libro Hiperculturalidad: tras la fiesta de la diferencia, el infierno de lo igual. Al final la espacialidad de lo distinto desaparece en una especie de “no lugar” o “lugar idéntico” en que Han, el organillero, nos hace bailar con la misma música (o la misma gramola). Todo se reduce a un común denominador, y es Han, no lo que Han critica, quien acaba por nivelar esta polifonía de voces que trae a su pequeño concierto.

    En el capítulo final de No-cosas alude a su entrañable relación con una gramola (viejo gramófono portátil), con la que ejemplifica, a su favor, el rescate del vínculo íntimo —y perdido— con las cosas. ¿Qué mejor que una gramola para cambiar de música una y otra vez, pero que en su mecánica vintage siga sonando igual, donde el parlante de la nostalgia se impone sobre la singularidad de la voz? De este modo, Han hace, quizás a pesar suyo, una doble operación. En primer lugar, su letanía melancólica por la pérdida de conexión con el mundo y con las cosas (Heidegger mediante), lo lanza al rescate de la experiencia personal con un objeto que lo acompaña de manera significativa y con el que muestra, poniéndose a sí mismo de ejemplo, la posibilidad a la mano de esta conexión perdida. Nada mejor que un objeto icónico de los “buenos viejos tiempos” para reactivar la relación perdurable, lenta y espaciosa con el mundo. En segundo lugar, y de manera bastante explícita, se ofrece así, el propio Han, como contraejemplo en que el horizonte objetual, contra el efecto centrífugo del no-objeto, renace en su pequeña historia personal de la gramola. ¿No sugiere esto un narcisismo del propio Han (sano, restaurador del mundo, pero narcisismo al fin) en que, como el rey Arturo, logra soltar la espada de la piedra y devolverle al reino su armonía perdida?

    Si Han reformatea las clásicas críticas a la industria cultural, ahora expandida por otros medios a la lógica de las redes sociales, su propia obra es susceptible de la misma lógica: filósofo hiperventas, capaz de producir pequeños libros en grandes cantidades, en una lógica de cadena de ensamblaje en que hace jugar múltiples insumos para productos con invariable valor de uso, añadiendo variaciones marginales en el diseño. Así, lo que se juega como diferencia específica es mucho más una estética Han que una ética: la cadencia de las frases, la elegancia en las formulaciones, la primacía del estilo.

    Han pinta un apocalipsis menos duro que el del cambio climático, las guerras territoriales o religiosas o la ingobernabilidad global. Prefiere concentrar su artillería en las nuevas muertes de Dios, o del sujeto, en manos de la hegemonía neoliberal o las nuevas tecnologías, o el refuerzo mutuo entre ambas. Frente a este paisaje desolado, aunque al mismo tiempo abrazado y elegido, Han plantea líneas de fuga, todas ellas a ser procuradas de manera individual, volcados sobre nosotros mismos. He aquí una última contradicción: las salidas son hacia dentro, puertas adentro, lejos de lo público. La emancipación no está en el asalto al poder ni en la revolución de masas ni en los movimientos sociales ni en una nueva eco-educación. Está en cultivar el jardín, conectarse con un tiempo de la demora, con la alteridad erótica, con la desegotización, con una ética del cuidado y de la escucha, con una distancia crítica respecto de la psicopolítica digital y las redes sociales, con los pequeños rituales que marcan el sentido, dan duración y narrativa. Han se ocupa, eso sí, de que nada de esto suene a opción narcisista ni a receta de autoayuda, sino que los propone como genuinos retornos al sentido del Ser. No dudo de la autenticidad en este minimalismo ritualesco, frugal y contemplativo, y de que el mismo Han sea consecuente en vida con lo que propone en obra. Pero esto no debe privarnos de someter a Han contra el propio Han.

     


    No-cosas, Byung-Chul Han, Taurus, 2021, 144 páginas, $12.000.

  363. Nueva Constitución: una desconsoladora profecía

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    El Capítulo III de la Propuesta de Constitución Política (PCP) está dedicado enteramente a la naturaleza y el medioambiente. El Artículo 127, Nº1, con el cual se inicia, es enfático: “La naturaleza tiene derechos. El Estado y la sociedad tienen el deber de protegerlos y respetarlos”.

    De este modo, los convencionales expresan la voluntad de hacer parte a nuestro país del esfuerzo global por enfrentar la destrucción que se cierne sobre la naturaleza y cuyo ritmo es cada vez más acelerado.

    Desde nuestros orígenes, los seres humanos hemos transformado la naturaleza; hacerlo ha permitido a nuestra especie no solo sobrevivir, sino especialmente, crear un mundo, una suerte de esfera protectora que ha hecho posible el surgimiento y la consolidación de la civilización material y la cultura. No obstante, con la moderna civilización industrial, este proceso adquiere un carácter peculiar, sobre la base de una concepción también peculiar de la naturaleza. Según ella, la naturaleza carece de cualidades. Pues, si bien nuestros sentidos reconocen en ella cualidades —formas, colores, olores, sonidos—, estas no serían más que fugaces apariencias, incapaces de resistir al ímpetu transformador materializado en dispositivos y procesos tecno-industriales. Ante él, la naturaleza toda es considerada como potencial materia prima, infinitamente maleable. Así es como una variedad de palmera, despojada de esas cualidades que nos permitían reconocerla, termina siendo transformada —procesos tecno-industriales mediante— en un aceite contenido en tal variedad de productos que cada habitante del planeta consume anualmente, sin saberlo, una media de 7,7 kilos.

    El Artículo 127 Nº1, al afirmar que “la naturaleza tiene derechos”, intenta contrarrestar esta concepción. Ahora bien, el derecho es pieza fundamental del cerco que la humanidad moderna yergue en torno a sí, de modo de proteger a su propia naturaleza de la misma ofensiva que ha emprendido contra la naturaleza exterior. Extender a esta última su protección, como la PCP lo hace, vendría entonces a ser expresión de la voluntad de desmontar dicho cerco. El Artículo Nº8 es explícito: “Las personas y los pueblos son interdependientes con la naturaleza y forman con ella un conjunto inseparable”. Y lo inseparable radicaría, entonces, en que tanto personas y pueblos, como la naturaleza, serían titulares de derechos.

    No obstante, desmontar el mencionado cerco puede desencadenar el efecto inverso. Es decir, no la “recualificación” de la naturaleza mediante el derecho, sino la descualificación de los mismos seres humanos. Esta es una tendencia de la civilización moderno-industrial (y capitalista) que, a lo menos desde Marx en adelante, viene siendo advertida por filósofos y pensadores críticos. Ante ella, ¿qué hace la PCP? ¿Intenta también contenerla? Lamentablemente, la respuesta a esta pregunta solo puede ser respondida con un categórico “no”.

    Me explico: en diversos párrafos, la PCP garantiza derechos y protección a las “disidencias de género” (también, “expresiones de género” o “diversidades”). Hasta aquí, nada que objetar. Pero introduce una distinción sobre la cual cabe reflexionar: cada vez que se refiere a tales disidencias, agrega inmediatamente lo que llama “disidencias sexuales” (Arts. 6 Nº1; 25 Nº6; 27 Nº1; 89 Nº1; 163 Nº3; 312 Nº4). A esto se suma que los llamados “derechos sexuales” comprenden “el derecho a decidir […] sobre el propio cuerpo” (Art. 61 Nº1); además, el Estado de Chile habría de garantizar “las condiciones para un embarazo, una interrupción voluntaria del embarazo, un parto y una maternidad voluntarios y protegidos” a “todas las mujeres y personas en capacidad de gestar” (Art. 61 Nº2; el énfasis es mío).

    Con las denominadas ‘disidencias sexuales’ entramos en un terreno radicalmente distinto: la PCP estaría otorgando rango constitucional a la muy discutible teoría que sostiene que, al igual que la diversidad de género, la diferenciación sexual no sería más que ‘construcción social’, de la cual sería entonces posible no solo disentir, sino incluso declarar nula.

    Anoto, al pasar, el privilegio que concede el Art. 163 Nº3 a “las personas de las diversidades y disidencias sexuales y de género”, en tanto la ley deberá “arbitrar los medios para incentivar [su] participación […] en los procesos electorales”. En algún momento, como se sabe, la Convención consideró la posibilidad de conceder, a estas diversidades y disidencias, nada menos que escaños reservados en el parlamento; el pintoresco privilegio que otorga este artículo parece ser la versión atenuada de aquello. Y también al pasar, anoto las consecuencias sobre la salud pública —concepto que la Propuesta omite— derivadas del “derecho a decidir sobre el propio cuerpo”, que otorgaría rango constitucional tanto al movimiento antivacunación, como al rechazo de cualquier otra medida que el Estado requiriese adoptar ante emergencias sanitarias, como la pandemia de la que aún no terminamos de salir.

    No obstante, estas consecuencias no son lo fundamental. Lo es, en cambio, la distinción ya mencionada, género vs. sexo. Por una parte, ante las “disidencias de género” la PCP no hace sino adherir a la tendencia de las democracias liberales contemporáneas, que extienden la libertad de elección a las conductas y prácticas sexuales. No obstante, con las denominadas “disidencias sexuales” entramos en un terreno radicalmente distinto: la PCP estaría otorgando rango constitucional a la muy discutible teoría que sostiene que, al igual que la diversidad de género, la diferenciación sexual no sería más que “construcción social”, de la cual sería entonces posible no solo disentir, sino incluso declarar nula.

    No obstante, la elección no ya de género y orientación sexual, sino de sexo, no es cuestión de una simple “salida del clóset”. Requiere, por el contrario, de considerables intervenciones tecno-médicas, desde la administración de potentes fármacos, a la amputación y reconstrucción de órganos. Irónicamente, el resultado de estas intervenciones, en vez de refutar, confirma enfáticamente la índole natural de la diferenciación sexual. Pues, en vez de los variados matices que resultan de la “salida del clóset”, aquí el resultado es porfiadamente binario: transformación (parcial, en todo caso) de macho en hembra y viceversa. En suma, las intervenciones tecno-médicas reafirman lo que con ellas se intenta ignorar: que, mediante el cromosoma “Y”, no la sociedad, sino la naturaleza, distingue entre ambos sexos.

    Por cierto, esta distinción no es creación divina, sino resultado de la misma evolución. Pues en ella no solo hay fluidez y cambio, sino también, y muy fundamentalmente, estabilización en torno a aquellos rasgos favorables a la supervivencia y desarrollo de las especies. Y, en la casi totalidad de los seres vivos de mayor complejidad, el dimorfismo sexual es uno de tales rasgos. Ciertamente, por tratarse de evolución y no de decreto divino, ese dimorfismo no es tajante. Se trata, más bien, de un espectro de diferencias entre individuos que, sin embargo, no se distribuyen homogéneamente, sino que tienden a acumularse en torno a los dos polos, femenino y masculino, que la evolución favorece. Por ello, en los bordes del espectro se presentan excepciones. Pero en cuanto excepciones, no proporcionan asidero alguno al concepto de “disidencias sexuales”. Pues el “disenso” es propio de la voluntad humana. Las excepciones, en cambio, son propias de la evolución, y es así como la medicina, desde mediados del siglo XX, las empezó a tratar.

    Con la PCP, la anticientífica concepción según la cual el dimorfismo sexual sería un mero prejuicio, adquiriría el rango de ley suprema de la nación. Ahora bien, una vez sentado este precedente ¿por qué detenerse allí? ¿Por qué no extender el dominio de la voluntad, y de la tecno-industria en que se expresa, hacia los demás ámbitos de la naturaleza humana? Curiosamente, la idea según la cual todo en la naturaleza humana sería maleable, dócil ante la voluntad, pasa hoy como de izquierdas; no obstante, para Marx era, ni más ni menos, el rasgo definitorio del capitalismo, en cuanto en él, la fuerza de trabajo humana —es decir, la vida humana misma— es transformada en mercancía. Así, su cualidad se desvanece; es “abstraída” para usar la terminología filosófica de Marx. En su lugar la modernidad capitalista instala la cantidad: el salario, correlativo de la moderna libertad de trabajo.

    Pero Marx solo pudo observar los inicios de un proceso que, con el neoliberalismo, llega a su culminación. Pues el neoliberalismo, forma extrema del capitalismo, no es en absoluto un fenómeno circunscrito a la mera economía. Más bien constituye una forma de vida; una cultura que se torna hegemónica como base de las prácticas cotidianas y el sentido común. Más concretamente, en esta fase extrema, la descualificación se dirige ya no solo a la naturaleza externa y a la humana fuerza de trabajo, sino a la misma naturaleza de los seres humanos. Por cierto cristaliza en la privatización de la salud o de la educación, pero primordialmente lo hace en fenómenos como la llamada “economía de la atención”, en virtud de la cual nuestra capacidad de estar presentes, y la misma temporalidad de nuestras vidas, se transforman en mercancía.

    No se trata de cultura, sino de pura y dura hegemonía neoliberal. Hegemonía que se ejerce sobre todo en la generación joven, a la cual le ha tocado vivir en un tiempo en el cual la profecía de Marx y Engels en el Manifiesto comunista —‘todo lo sólido se desvanece en el aire’— ha pasado a ser realidad cotidiana. A falta de puntos de referencia, esta generación vive intensas crisis de identidad. Y es, por tanto, permeable a la oferta de ‘parches tecnológicos’, que circula por las redes sociales y se personifica en influencers que presentan su ‘tránsito’ como si fuese una ‘sitcom’ con final feliz

    La hegemonía neoliberal se extiende también al cuerpo humano y a la diferenciación sexual. Condición necesaria para ello es que el cuerpo humano sea descualificado, excluido de la protección acordada a la naturaleza exterior.

    A diferencia de lo que sostienen los críticos conservadores del fenómeno, no estamos aquí ante culture wars, disputas confinadas al ámbito de la cultura y provocadas por las teorías “de izquierda”. No se trata de cultura, sino de pura y dura hegemonía neoliberal. Hegemonía que se ejerce sobre todo en la generación joven, a la cual le ha tocado vivir en un tiempo en el cual la profecía de Marx y Engels en el Manifiesto comunista —“todo lo sólido se desvanece en el aire”— ha pasado a ser realidad cotidiana. A falta de puntos de referencia, esta generación vive intensas crisis de identidad. Y es, por tanto, permeable a la oferta de “parches tecnológicos”, que circula por las redes sociales y se personifica en influencers que presentan su “tránsito” como si fuese una “sitcom” con final feliz.

    Jazz Jennings, la adolescente transgénero más famosa de los EE.UU., es un buen ejemplo de cómo se presenta esta oferta. Su fiesta de “despedida del pene”, en enero del 2019, fue seguida por más de un millón de televidentes; similar es también el número de sus seguidores en Instagram. Y con Jazz, la industria apunta hacia los niños: así su fundación, la TransKids Purple Rainbow Foundation; su libro infantil I am Jazz, del 2014, o la muñeca “trans” que lleva su nombre. Por todo ello, Jazz ha sido incluida en la lista de los 25 jóvenes más influyentes del año (Time Magazine, 2014), fue nombrada Human Rights Campaign Youth Ambassador (2014) y elegida como rostro de la empresa Johnson & Johnson para sus productos Clean&Clear (2017).

    En un artículo publicado en noviembre del año pasado por The Washington Post, las psicólogas Laura Edwards-Leeper y Erica Anderson, ambas prominentes figuras del campo de la transexualidad, hicieron pública su preocupación ante la precipitada producción de demanda para la tecno-industria de la transexualidad, en contraste con la prudencia con que los muy contados casos eran tratados en las décadas precedentes. Escriben allí: “Ahora el 1,8% de los menores de 18 años [en EE.UU.] se identifican como transgénero, el doble que cinco años antes. […] La avalancha de derivaciones a los proveedores de salud mental y a las clínicas médicas de género, combinada con un clima político que considera el tratamiento de cada paciente individual como una prueba de fuego de la tolerancia social, está impulsando a muchos proveedores a una atención descuidada y peligrosa. A menudo […] se apresuran a dispensar medicamentos o a recomendar a los médicos que los prescriban, sin seguir las estrictas directrices que rigen este tratamiento. Un estudio realizado en 10 clínicas pediátricas de género [en Canadá] descubrió que la mitad no exigen evaluación psicológica antes de iniciar los bloqueadores de la pubertad o las hormonas. […] Cada día encontramos pruebas […] de que el campo ha pasado, de un proceso de evaluación, matizado, individualizado y adecuado en términos de desarrollo, a otro en que cada problema parece ser un problema médico a resolverse rápidamente mediante medicación o, en última instancia, cirugía. […] Esta perspectiva descarta las preguntas sobre el comportamiento y la salud mental, considerándolas como una táctica de retraso o una evasión, una forma de privar a personas desesperadas de la atención urgente que claramente necesitarían”.

    Las inquietudes de Edwards-Leeper y Anderson han sido respondidas con los ya habituales troleos, funas y cancelaciones. Así ocurrió también con el psicólogo Scott Leibowitz, “pionero en el campo del cuidado de la salud transgénero”, según un reciente artículo del New York Times (“The Battle Over Gender Therapy”, 15 de junio 2022). Leibowitz, informa esta fuente, dirige un grupo de trabajo de la Asociación Profesional Mundial para la Salud Transgénero (WPATH, por sus siglas en inglés), encargado de actualizar las directrices aplicables al tratamiento de adolescentes. Estas, prosigue la fuente, requerirían una edad mínima de 15 años para la amputación o implantación de pechos; establecerían asimismo la necesidad “de una evaluación diagnóstica exhaustiva [de los pacientes], con el fin de comprender el contexto psicológico y social de su identidad de género, y su posible intersección con otras condiciones de salud mental”. Estas mínimas precauciones le han valido a Leibowitz la ira de los autodesignados “activistas” de la causa trans. Así, concluye la articulista, “tras cuatro años de minucioso trabajo, Leibowitz […] y el resto de su grupo eran calificados de traidores por sus pares y por la comunidad a la que intentaban resguardar”.

    Estas reacciones, por amargas que sean, al menos son parte de un debate. La PCP, en cambio, y vuelvo a ella, va mucho más allá, al pretender cerrarlo mediante una suerte de batacazo constitucional. Me refiero a su Artículo 61 Nº4: “El Estado reconoce y garantiza el derecho de las personas a beneficiarse del progreso científico para ejercer de manera libre, autónoma y no discriminatoria estos derechos” (el énfasis es mío). Estos son, precisamente, los especificados en el inciso Nº2 al cual he hecho referencia más arriba, que extiende los derechos sexuales y reproductivos garantizados por el Estado a “personas en capacidad de gestar”.

    En el afán de producir ‘personas con capacidad de gestar’, una garantía constitucional no basta: requiere, de la industria neoliberal del ‘progreso científico’: un emprendimiento que, puesto que sus servicios serán ahora un derecho reconocido por el Estado, tendrá aseguradas su demanda y su consiguiente rentabilidad.

    ¿Por qué no llamar a las cosas por su nombre? ¿No será que, mediante la demagógica apelación al “progreso científico”, se intenta hacer pasar desapercibida la descualificación tecno-industrial de los seres humanos y su mundo, así como los “emprendimientos” correspondientes? Pues, en el afán de producir “personas con capacidad de gestar”, una garantía constitucional no basta: requiere, de la industria neoliberal del “progreso científico”: un emprendimiento que, puesto que sus servicios serán ahora un derecho reconocido por el Estado, tendrá aseguradas su demanda y su consiguiente rentabilidad.

    Pero, como algunos rayados en las calles lo dicen, esta sería una “Constitución de derechos”. Ante esto, ¿tiene alguna importancia la objeción, al parecer más bien puntual, que estoy levantando? ¿Y si no tratase de algo meramente puntual, sino más bien de una muestra del espíritu que estaría presidiendo al proyecto constitucional en su totalidad? Y si así como la PCP intenta dar por cerrado el debate en torno a la diferenciación sexual y la naturaleza propia del ser humano, ¿no sucederá lo mismo con las demás cuestiones?

    Lo que parece estar en juego, más allá incluso de sus contenidos concretos, es la concepción misma de lo que una Constitución debe hacer. Cuando, ya en los primeros años de la década del 2010, la cuestión de la ilegitimidad de la Constitución de 1980 fue pasando al primer plano, muchos constitucionalistas plantearon que se trataría de sustituirla por una Constitución mínima, como la de Dinamarca (6.221 palabras) o Francia (10.180). No obstante, estamos ahora ante un proyecto que, con sus aproximadamente 45 mil palabras, haría de la Constitución chilena una de las 12 más largas y detalladas del mundo. Y aquí está el problema: mientras una Constitución mínima se habría limitado a establecer reglas para la resolución de las cuestiones mediante la política, una Constitución máxima, como esta, no se explica sino por la pretensión de dar por resueltas múltiples cuestiones inherentemente debatibles a golpe de disposiciones constitucionales.

    ¿Cómo se explica esto? Lo de octubre del 2019 fue un verdadero estallido de descontento, que hizo salir a las calles a una multitud que comprendía desde jóvenes estudiantes hasta jubilados; desde profesores, intelectuales y feministas hasta integrantes de las barras bravas del fútbol. Ahora bien, derivar de una explosión multitudinaria a un mandato político refundacional fue lo característico de las escasas revoluciones exitosas del siglo 20, cuyos destacamentos de vanguardia —su modelo era el partido leninista de 1917— sabían que había aprovechar el momento para tomar el poder del Estado. En Chile nada de eso ha sucedido. Irrumpió, en cambio, una joven izquierda, cuya proclividad a la inmediatez y la emotividad le asegura una favorable recepción mediática. Y por cierto, obtuvo amplia mayoría en la elección de integrantes de la Convención Constitucional. ¿Es esto suficiente para sostener un proyecto refundacional como el que, no sin relevantes contradicciones, se expresa en la Propuesta de Constitución Política?

    No parece ser así. De ser efectiva esta valoración, más temprano que tarde la Nueva Constitución habrá de alimentar renovados estallidos sociales. Mas, a diferencia del de octubre del 2019, el blanco de estos será el gobierno de Gabriel Boric, cuyo programa de reformas, inevitablemente gradual, será arrastrado por la marea del descontento. Quedaríamos así, como país, en medio de una fatal disyuntiva, imposibilitados tanto de volver atrás, a una Constitución ilegítima, como de avanzar hacia un ordenamiento a la altura de las realidades del presente.

    Dejo a la imaginación de los lectores la tarea de completar, o quizás corregir, esta desconsoladora profecía. Como reza el epígrafe de Minima Moralia, la “ciencia melancólica” de Theodor W. Adorno, “Cuando todo está mal, el bien es conocer lo peor”.

  364. La corta cabellera de Sylvia Molloy: in memoriam

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    No son pocas las referencias que Sylvia Molloy hizo acerca del cabello. Del pelo rizado en Las memorias de Mamá Blanca de Teresa de la Parra, a la larga cabellera de Oscar Wilde; de la trenza como fetiche en La amada inmóvil de Amado Nervo, al pelo liberado de una novela de Atilio Chiáppori: Molloy supo leer el peso crítico del cabello. Propongo entender tal gesto como una fundamental clave de lectura en la exhaustiva y radical revisión que Sylvia Molloy hizo del fin de siglo latinoamericano. Molloy descentró la mirada hegemónica de la crítica e intelectualidad regional, a partir de operaciones ingeniosas que discutieron ampliamente la estrechez del statu quo ilustrado, para replantear las líneas que han dominado las más importantes discusiones de América Latina. Naturalmente, también esto se produjo a partir de la propia intervención corporal y crítica, así como del activismo académico de Sylvia Molloy. Sus textos y su propio cuerpo perpetraron un hiato crítico en las narrativas que dieron forma al pensamiento cultural moderno de América Latina. Y este tránsito, la compleja interrogación que su deslumbrante lectura suscita, tiene un punto de partida indiscutiblemente cosmopolita. Comienza nada más y nada menos con la llegada de Oscar Wilde a Nueva York.

    Molloy centró su interés en el pelo y la vestimenta de Oscar Wilde para discutir y, sobre todo, escenificar cómo la crítica y la intelectualidad latinoamericanas despreciaron a estas otras sensibilidades, otros cuerpos y líneas de pensamiento para hegemonizar la estrecha agenda latinoamericanista.

    Su lectura de Wilde, que no repasaré por ser archiconocida, inicia la discusión que marcará la más brillante intervención de Sylvia Molloy en el campo. Molloy centró su interés en el pelo y la vestimenta de Oscar Wilde para discutir y, sobre todo, escenificar cómo la crítica y la intelectualidad latinoamericanas despreciaron a estas otras sensibilidades, otros cuerpos y líneas de pensamiento para hegemonizar la estrecha agenda latinoamericanista. Por lo tanto, Wilde no constituyó una mera anécdota en la famosa crónica de prensa de José Martí. Eso lo dijo Molloy. No fue para nada un tópico colorido en la discusión del fin de siglo hispanoamericano. La académica y escritora argentina entendió que esta crónica ponía en escena un impasse fundamental entre la inteligencia letrada latinoamericana y aquello que resultaba indecible, aquello que se hacía invisible o incognoscible. Wilde, más allá de su elocuencia, que no era aún dominante en su primera intervención de la gira internacional, más allá de su sapiencia y erudición, intervendría con su propio cuerpo o, como ya sabemos, con su única política de la pose para irrumpir el fin de siglo. Su intervención, la de Oscar Wilde, pareciera decir Molloy, hizo dudar a la jefatura de la ciudad letrada latinoamericana no solo de su capacidad de dominar una comunidad lectora cada vez más heterogénea, sino de poder sostener su propia noción de certidumbre. Por lo tanto, una gran detonación se produjo en el seno de esta crónica y es Sylvia Molloy quien logró detectar tal eclosión, configurar su conflictiva política. Si se quiere, la escritora supo leer este fin de mundo. El sisma que le mueve el piso al mismísimo Martí sirvió para cuestionar cómo se ha diseñado no solo el canon hispanoamericano, sino la arquitectura más de avanzada de su pensamiento.

    Por lo tanto, con su política de la pose, Molloy desorientó a la crítica latinoamericana. La lista de escenas a la que hace referencia en su Poses de fin de siglo (Teresa de la Parra y Lydia Cabrera paseando un perrito, las manos enjoyadas del mexicano Salvador Novo, entre otras), no es más que una poética de un trabajo crítico que desprogramó para siempre las separaciones entre vida de autor y esfera pública, sexualidad y política, cosmética y letra. Quiero, sin embargo, puntualizar dos problemas adicionales que hacen posible esta intervención. Por un lado, el trabajo de Molloy excedió las pertenencias nacionales y las obediencias de campo, áreas, territorios y lenguas; aunque en uno de sus libros, la autora afirme: “Propongo una reflexión sobre las culturas de fines del siglo XIX en América latina, particularmente en la Argentina; más específicamente, sobre la construcción paranoica de la norma con respecto a género y sexualidades y sobre lo que no cabe dentro de esa norma, es decir, sobre lo que difiere de ella”. Acá Sylvia Molloy mintió. Su trabajo excedió de manera contundente su país de origen. Su poética no está particularmente interesada en la cultura nacional argentina, ni tampoco continúa la tradición del pensamiento crítico argentino. Su trabajo produjo y sigue produciendo una poca común interacción entre figuras distantes como el colombiano José Asunción Silva o el chileno Augusto D’Halmar, se encarga de conectar las metrópolis y las provincias con otras poses, melenas y atavíos. Su intervención crítica pone en circulación las ansiedades nacionales de Chile, Colombia, Cuba, Estados Unidos, México, Uruguay, Venezuela y, por supuesto, también de la Argentina.

    Su trabajo excedió de manera contundente su país de origen. Su poética no está particularmente interesada en la cultura nacional argentina, ni tampoco continúa la tradición del pensamiento crítico argentino. Su trabajo produjo y sigue produciendo una poca común interacción entre figuras distantes como el colombiano José Asunción Silva o el chileno Augusto D’Halmar, se encarga de conectar las metrópolis y las provincias con otras poses, melenas y atavíos.

    Asimismo, la intervención de Sylvia Molloy, su cuerpo generizado en el corazón de la academia, su corta cabellera, desafió la maquinaria crítica e interrumpió de manera decisiva su sistema circulatorio. Es entonces cuando se fragua otro fin de siglo, uno mucho más lujurioso y travestido, uno más apetecible y complejo. Sin su desconcertante intrusión en los cabellos ondulados, en las trenzas sueltas, en los postizos y bisoñés; la incomodidad y repudio ante el Wilde de José Martí o Rubén Darío, habrían continuado siendo una mera anécdota; la lengua entrecortada de Delmira Agustini, otro síntoma de la Nena de casa; la vestimenta de Alejandra Pizarnik, una extravagancia de mal gusto. Su política perpetró un giro irreversible en los estudios culturales y de género de la región, todo un desmelenamiento finisecular.

     

    Gracias, Sylvia, ahora más allá, por todo lo que nos diste. Eterna.

  365. Ciudad Capital (o los bañistas sin piscina y las piscinas sin bañistas)

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    Hace un par de años, antes de la pandemia, el escritor Iain Sinclair inauguró un evento organizado en una universidad en Londres llamado Capital City, sobre el vínculo entre la especulación financiera, evasión de impuestos, lavado de dinero, oligarquías extranjeras y propiedades, lo que él describió en forma más sencilla con la frase “la ciudad como banco”. Eximio cronista de la ciudad, Sinclair es conocido por sus caminatas estilo psicogeografía, que muchas veces usa como base de sus escritos, convertidos hoy prácticamente en una industria de la crónica urbana. Menos sabido es que el escritor es también un fanático nadador, tanto en lugares abiertos como en piscinas públicas. Contó que en su posición de “cronista oficial de Londres”, fue invitado a conocer la piscina más alta de Europa, a 200 metros sobre el nivel del mar, en el piso 52 del edificio The Shard, construido por el arquitecto Renzo Piano e inaugurado en el 2012, uno de los símbolos de la ciudad como la capital financiera del mundo. Con forma de una delgada pirámide de vidrio, The Shard exhibe una de las mejores vistas de Londres, y desde la piscina con bar (parte del hotel Shangri-La, que ocupa casi 20 pisos del edificio) se ven construcciones icónicas, como la catedral de San Paul, el Parlamento y otras. Al llegar y sacarse los pantalones para tirarse un piquero —aunque está prohibido salpicar agua—, Sinclair presenció lo que describió como una “escena romana”: una serie de personas reclinadas en elegantes sillas alrededor de la piscina, tomando champagne y comiendo canapés, pero sin ningún interés en bañarse, por lo que estuvo todo el tiempo solo adentro del agua. La piscina de The Shard —un edificio que pertenece en un 95% al Estado de Qatar— la arriendan turistas para matrimonios o para ir a tomarse una selfie. Aunque están en un espacio interior, la mayoría no se saca ni el sombrero ni los anteojos de sol.

    Esta piscina sin bañistas mira sobre una ciudad que ha ido progresivamente perdiendo sus albercas públicas, tanto las temperadas que generalmente ocupan los antiguos baths —lugares donde la gente que no tenía baño en la casa iba a asearse, no hace mucho tiempo atrás; todavía hay adultos que recuerdan esta experiencia como una parte fundamental de su infancia—, también las lido o piscinas abiertas. Haggerston Baths, Clissold Leisure Centre y Britannia Leisure Centre son algunas de las piscinas perdidas en el último tiempo. La historia central de la primera novela de Libby Page, The Lido —sobre la amistad entre una joven periodista y una viuda de 86 años que se unen para salvar su piscina local de la demolición—, es, en el fondo, la historia genérica de muchos barrios en Londres hoy.

    Sinclair usó el acceso al agua y las piscinas para hablar de segregación social, no solo por ser evidentes ejemplos de desigualdad, sino también porque la especulación financiera a través de la adquisición de propiedades ahoga los servicios públicos: los megarricos que compran las casas y departamentos millonarios pasan en ellos unas pocas semanas del año, lo que contribuye al decaimiento de los barrios. No quedan niños que vayan al colegio de la esquina, por lo que terminan cerrando; los centros comunitarios se quedan sin clientes, entonces el gobierno les quita el financiamiento. Esa es otra historia que se puede ilustrar con una piscina londinense, en este caso una que se inauguró hace muy poco: la Sky Pool es una piscina-puente casi imposible de describir. La primera alberca flotante del mundo cuelga entre dos edificios de lujo, como un cubo rectángulo suspendido en el cielo, a la que solo tienen acceso los residentes de los departamentos más costosos del complejo. Ha sido descrita como un símbolo obvio del capital flotante que ha alimentado a la ciudad en las últimas décadas. Como muy poca gente la usa (algunos departamentos cuestan 4,5 millones de libras, los que cuestan 800 mil libras no tienen derecho a usarla), va a estar cerrada por varios meses del año.

    Quién es dueño de qué en Londres y a quién pertenece la ciudad (una pregunta que es, al mismo tiempo, financiera y social) ha vuelto a los titulares con la guerra en Ucrania, en el entendido de que el régimen de Putin ha sido sostenido por un sistema casi feudal, en el cual oligarcas lo apoyan a cambio de protección, patrimonio y secretos. Muchos de ellos viven o tienen bienes y asuntos en Londres. Tras la invasión de Ucrania, el Reino Unido ha sancionado a una serie de negocios e individuos rusos, que, según el gobierno británico, son cómplices en la muerte de civiles inocentes. Las sanciones incluyen prohibir los viajes desde y hacia Gran Bretaña, y el congelamiento de sus capitales activos.

    El más conocido de esos oligarcas es Roman Abramovich, quien era cercano a Boris Yeltsin —incluso vivió en un departamento adentro del Kremlin— y se supone que fue la primera persona en recomendarle a Vladimir Putin como sucesor. A raíz de su apoyo a la invasión a Ucrania, el gobierno británico lo obligó a vender el Chelsea, club de fútbol que Abramovich había comprado el 2000.

    ***

    Usando el mismo formato de esos buses turísticos abiertos, su London Kleptocracy Tour (…) pasea a gente y periodistas por las casas más fabulosas de la ciudad que están conectadas con dinero sin procedencia clara. De la misma forma en que un tour de este tipo en Hollywood iría a la casa donde vivió Clark Gable o la peluquería donde Scarlett Johansson se corta el pelo, el bus se detiene en algunas direcciones y va entregando información sobre cómo se adquirieron y por qué están en la ruta del dinero sucio.

    Londres se considera como la capital mundial de los billonarios: 27 de las personas más ricas del mundo viven ahí, 11 más que su rival cercano, Nueva York. Las propiedades en Londres son unas de las más cotizadas del mundo, junto a (de nuevo) Nueva York, Singapur, Hong Kong, Shanghái y Dubái. Es percibida como estable política y financieramente, con un ejemplar sistema educativo, por lo que los millonarios de lugares que no lo son tanto prefieren invertir en propiedades en la ciudad. También se la considera una de las capitales mundiales del lavado de dinero y la corrupción financiera, o al menos como un lugar que facilita demasiado ese flujo de plata, como lo quiere mostrar y demostrar el exbanquero ruso Roman Borisowich, ahora convertido en activista.

    Usando el mismo formato de esos buses turísticos abiertos, su London Kleptocracy Tour (ahora suspendido por el coronavirus) pasea a gente y periodistas por las casas más fabulosas de la ciudad que están conectadas con dinero sin procedencia clara. De la misma forma en que un tour de este tipo en Hollywood iría a la casa donde vivió Clark Gable o la peluquería donde Scarlett Johansson se corta el pelo, el bus se detiene en algunas direcciones y va entregando información sobre cómo se adquirieron y por qué están en la ruta del dinero sucio (no solo ruso, pero ahora el foco está ahí). Algo parecido ha hecho ActionAid UK con su Show me the money: a tax treasure hunt, visitas guiadas a direcciones fiscalmente dudosas en el barrio de Mayfair.

    El tour incluye una serie de mansiones sin luces ni señales de vida, que al parecer tienen subterráneos enormes con galerías de arte y colecciones de autos antiguos. Está Witanhurst, en Highgate, la segunda propiedad residencial más grande de Londres, después del palacio de Buckingham; en el 2015 se avaluó en 300 millones de libras y se reveló que su dueño era Andrei Guriev, uno de los 30 hombres más ricos de Rusia (el rumor anterior era que pertenecía a Putin). También en Highgate está Eden house, cuyo dueño es Andrei Yakunin, también amigo de Putin.

    Ahora, después de que estalló la guerra, ocupas se tomaron otra parada del tour, una mansión en Belgravia que vale 50 millones de libras y se supone que es de Oleg Deripaska. En el video de la toma se ve a los activistas asomados al balcón, desde donde descolgaron una bandera de Ucrania, mientras una fila de 20 policías con cascos y escudos entran a detener la ocupación ilegal. Según escribió la columnista Marina Hyde en The Guardian, ese número equivale a 20 policías más de los que alguna vez investigaron cómo se obtuvieron los fondos para comprar esa propiedad.

    El compañero de Borisowich en sus tours es Oliver Bullough, historiador, periodista y autor de una serie de libros sobre Rusia, un país que conoce de cerca y en el que vivió por varios años. En Moneyland: Why Thieves and Crooks Now Rule the World and How to Take it Back, explica que esta tierra virtual del dinero no tiene banderas ni límites, tampoco ejército ni aparato estatal. El idioma de Moneyland se basa en una serie de eufemismos, como “creatividad financiera” o “neutralidad tributaria”, camuflados en el hecho de que el dinero es capaz de cruzar fronteras, pero no sistemas legales: extranjeros pueden tratar de esconder la procedencia o la existencia de su riqueza en una serie de empresas —o fachadas de empresa— que son parte de una cadena que parece eterna y que, a simple vista, no se vincula con ninguna persona privada.

    Según Transparency International, más de 40 mil propiedades en Londres pertenecen a compañías extranjeras, y nueve de cada 10 de ellas fueron compradas a través de jurisdicciones secretas, como la de las Islas Vírgenes o Jersey. (…) Dicen que hay al menos 1,5 billones en propiedades que tienen una relación directa con el Kremlin.

    Estirando un poco la analogía: es como la estructura de una muñeca rusa.

    Bullough acaba de publicar un nuevo libro sobre el mismo tema: Butler to the World: The Book that Oligarchs Don’t Want you to Read. Aquí usa la figura del “mayordomo” para entender el rol del Reino Unido tras su pasado imperial: prestar servicios y facilitar la generación y el uso de riquezas de otros, ganando plata por esos servicios, pero sin ensuciarse las manos (literalmente, si se piensa en un mayordomo con guantes blancos). El mayordomo facilita cosas como adquirir residencia en el país para quienes inviertan más de 10 millones de libras; corredores de propiedades dan acceso a casas que nunca entran al mercado abierto; firmas de relaciones públicas ayudan a la creación de imagen de una familia, ojalá relacionada con la filantropía; galerías de arte se usan como sede para lanzar fundaciones sin fines de lucro; universidades aceptan generosas donaciones, sin preguntar de dónde viene tanta riqueza. “Butlering —escribe Bullough— se considera como una buena forma de empleo y riqueza porque se ve siempre desde la perspectiva del mayordomo, no desde la de sus clientes y mucho menos de sus víctimas”.

    El trabajo de Bullough se apoya en la investigación de otras organizaciones dedicadas a revelar y combatir la corrupción global, como la agencia Transparency International, que tiene una de sus sedes en Londres. Conocí a dos de sus empleados, Ben y Steve, con sus perfectas camisas blancas y pantalones chinos recién planchados; sujetos que podrían trabajar en Apple, pero son activistas armados de un uso híper sofisticado de la plantilla Excel, que usan para cruzar información sobre quién compró qué casa millonaria y dónde, quiénes son los dueños que se esconden detrás de nombres genéricos de corporaciones, cuál es el domicilio real de qué persona. Según Transparency International, más de 40 mil propiedades en Londres pertenecen a compañías extranjeras, y nueve de cada 10 de ellas fueron compradas a través de jurisdicciones secretas, como la de las Islas Vírgenes o Jersey. Algunos de los inversionistas que nombraron incluyen a Soulieman Marouf, cercano al presidente sirio, Bashar al-Assad; Alaa Mubarak, hijo del antiguo presidente de Egipto Hosni Mubarak; Leyla y Arzu Aliyeva, hijas del presidente de Azerbaiyán; o el paraíso fiscal conocido como North London Gaddafi… Dicen que hay al menos 1,5 billones en propiedades que tienen una relación directa con el Kremlin.

    Cuando les pregunté a Ben y Steve cómo explicar de forma sencilla el funcionamiento de este trasvasije de fondos entre distintas jurisdicciones legales y tributarias, me dijeron que hay que ver McMafia, una serie del 2018 sobre mafias y oligarcas rusos en Londres (con conexiones a negocios de otros países también, como India o Israel), que a mí me parecía —pero según ellos no era—tan cliché que daba risa. El personaje principal, Alex (nacido y criado en Inglaterra), es el hijo de un mafioso ruso que ahora vive en Londres tratando de escapar de su pasado criminal. Después del asesinato de su tío, Alex se ve obligado a entrar a lidiar con el mundo de las mafias rusas para proteger al resto de su familia. La segunda temporada estaba anunciada para marzo del 2022, pero BBC acaba de anunciar su cancelación. La invasión a Ucrania ha hecho que la trama sea muy “incómoda”, declaró.

  366. Salto y vacío

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    Atravesamos ahora mismo por un tiempo que será analizado desde múltiples saberes, una época auscultada, estudiada y consignada como uno de los hitos del siglo XXI que, todavía en pleno presente, puede ser leído ya como un tiempo extraordinariamente intenso del pasado, pero también como un hito predictor del futuro. Existe una multitud de signos que afectan a la totalidad de las zonas sociales. Signos amplificados por las tecnologías que se deslizan de maneras múltiples entre sitios que abarcan desde la comunicación hasta la vigilancia.

    Son innegables los ecos medievales que remiten al contagio devastador de las pestes. Aunque hoy el centro lo conforma la pandemia covid-19, esta opera de manera medieval, como artífice del confinamiento, extremas crisis económicas, controles ante la fiesta y, desde luego, la poderosa, masiva, devastación de la muerte. Una enfermedad que atraviesa los territorios mediante viajes incesantes de cuerpos que la transportan y donde la explosión tecnológica que nos circunda (y quizás nos oprime) ha transformado el mundo en un gigantesco hospital, un recinto planetario que cita esos tenues ecos feudales mezclado con un capitalismo radical que clasifica y selecciona.

    Esa oscilación permanente marcada por la pandemia, los tiempos relacionados, la sobreinformación, me recuerda al barroco, particularmente el poema “Soledades”, de Luis de Góngora y Argote. La obra fue publicada en 1613, durante el llamado Renacimiento (nombre híper significativo), mientras se establecía de manera ineludible el capitalismo impregnado por las formas feudales. Un tiempo en que los mercados competían de manera febril, porque los poderes territoriales de la antigua Europa pugnaban por hegemonizar el mundo, mientras la Iglesia católica se desmoronaba de manera visible como eje rector. Una Iglesia volcada a intensificar su creación más intensa y prolongada: la Inquisición. Una institución incesante, interesada y paranoica, que puso de manifiesto la codicia eclesiástica y la impresionante fobia religiosa en contra de la mujer. La bruja pobló las hogueras, mientras la ciencia y la política se transformaron en objetivos centrales durante el espectáculo de los juicios para producir pedagogías de sumisión en nombre de un Dios, como más adelante lo aseguró Nietzsche, que ya había muerto. Pero en medio de ese torbellino, se avecinaba la caída hegemónica de un tiempo y esa caída se recubría con una teatralidad que la ocultaba y que requería cada vez de mayores artificios. Una época que necesitaba de formas que velaran —o directamente cubrieran— los movimientos político-sociales que se establecían en un horizonte demasiado cercano.

    El barroco, como forma estética y política, circulaba velozmente atravesando fronteras disciplinares: literatura, música, arquitectura y pintura se plegaban y construían, desde sus prácticas, complejos nudos de sentido para ocultar el vacío o el “horror vacui” como lo denominó Mario Praz. Un vacío que necesitaba decorarse, acudir a excesos para velar la caída o la nada, en suma, escapar del horror ante un tiempo que cesaba y despojaba a los poderes de sus rituales y de sus normas.

    Ya en el siglo XVI, la obra de autor anónimo de la novela picaresca, El lazarillo de Tormes, había explorado las vidas desde “abajo”. Se trata de un texto fundamental que hoy podría ser considerado realista, situado en espacios ajenos al confort imperial. La novela muestra las peripecias de Lázaro, volcado al arte de la sobrevivencia mientras atraviesa un conjunto de realidades muy deterioradas. Frente a ese paisaje, el sujeto popular de su tiempo, encarnado en Lázaro, acude a la astucia como la única condición para circular. Una novela de anticipación ante la crisis y las distancias insalvables de vida entre aristocracia, burguesía y pueblo. Se escribe así, una forma de decadencia que en ese tiempo ya estaba circulando en los bordes del Imperio.

    “Soledades” advierte que la nueva era ha sido consumada, que existe un vacío, un salto en los paradigmas y ante ese fragmento de nada, acude a una articulación fundada en la cifra y en la torsión de las normativas gramaticales. La escritura genera su propio tránsito, mientras se amplía la dimensión de una letra desatada e irreverente ante sus propias convenciones. El ingreso a los sentidos en “Soledades” y a una forma de relato, se convierte en una tarea compleja, en la medida que se hace necesario atravesar la cifra que porta. Su armazón es tan elaborada —o sobreelaborada—, que parece contener innumerables piezas narrativas difíciles de pesquisar. Sin embargo, desde otra mirada, debajo de esa armazón, lo que dirige el texto es la certeza del naufragio y las peripecias del náufrago sobreviviente.

    Luis de Góngora ve en la navegación (la mundialización de los mercados) una forma de avaricia; lee la avidez en pos de un enriquecimiento que pone en juego la vida misma ante el imperativo o la mera ilusión de riqueza. Cambia la navegación por la pureza de la aldea que recibe al náufrago y alaba la sencillez que le da sentido a su vida. Quiere volver atrás, a un mundo en plena extinción.

    Góngora pobló, mediante la letra, el ingreso al mar. Puso de manifiesto el peligro y acaso el naufragio como una forma de castigo, después de que la naturaleza esgrimiera su poder como una forma de venganza ante el desborde humano y su avaricia.

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    ‘La piedra feliz’ posibilitó la visión del naufragio en el interior de la vida misma, es la leyenda suicida de la cultura porteña. Pero hay que considerar también su desplazamiento. Porque la piedra mítica viajó simbólicamente desde su vacío hasta la ciudad, para reencarnarse en un espacio del jolgorio, citando oblicuamente una fina relación entre fiesta, depresión y muerte. Me refiero al legendario bar ‘La piedra feliz’, que se enfrentó simbólicamente al vacío, pues acaba de cerrar sus puertas el año 2020 ante la crisis económica detonada por la pandemia covid.

    A partir del barroco, de la soledad, la codicia, el mar, el vacío y su “horror vacui”, me propuse un viaje por los tiempos y espacios asolados por el salto al vacío. Un salto al vacío que es posible leerlo como un vacío de sentido, para llegar a Valparaíso, ciudad costera, puerto, sitio mercantil, para recordar allí el naufragio y la decisión radical del suicida, su salto final al mar, la desolación, la soledad existencial o la muerte romántica ante el amor cruzado por la imposibilidad.

    En la playa de Las Torpederas, en Valparaíso, existe (hoy de manera parcial) la llamada “Piedra feliz”. Su antigua altura rocosa hacia el mar, de unos 25 metros de altura, se transformó en un lugar de peregrinación suicida para saltar hacia las olas y la muerte. O como diría Sigmund Freud, se desencadenó la pulsión de muerte y la imperiosa necesidad de volver a un estado inorgánico. Así, ese roquerío se alzó como el sitio exacto, altamente romántico, dotado de un aura perfecta para generar el espacio escogido por los amantes y los desesperados, los enfermos y los solitarios, con la finalidad de terminar con sus vidas. El nombre “La piedra feliz” constituye una paradoja, o acaso pudiera pensarse como el exacto nombre ante una decisión radical, porque allí se consumó un acto de protesta ante la vida.

    El tópico del amor imposible encontró en el salto al vacío una forma de consolidación probatoria y reparatoria. Esa piedra operó como sede y refugio, como sitio sagrado para la imaginación popular, como consolidación barroca del salto a un viaje sin retorno por parte de los castigados. Una decisión que unía muerte y signo vacío.

    Oreste Plath, investigador chileno de mitos y leyendas, señala que “por muchos años, los abandonados de la vida, los descontentos, los enamorados desencantados, se despedían de su vida para lanzarse desde lo alto al mar”. Y también afirma: “Al pie de la roca, ramazones de algas se extendían y distendían como tentáculos de pulpos gigantes y se contaba que los suicidas erguían las cabezas entre esas plantas como incitando a lanzarse a las almas torturadas”.

    Esa piedra, ante la asombrosa recurrencia de los cuerpos que acudían incrementando la muerte, debió ser dinamitada parcialmente en el inicio de los años 80 para detener su trágico mito. Las autoridades de ese tiempo acudieron a explosivos para anular el desenlace que la espectacular geografía marítima ya había consolidado. Parte importante de las altas rocas fueron destruidas mediante cargas de dinamita para detener así la peregrinación fúnebre.

    Sin embargo, su historia está consignada no solo como leyenda urbana o en la memoria oral, sino en los estudios acerca de culturas populares o las hablas sociales, y ha formado parte de la elaboración de obras visuales, como la instalación de Loreto Muñoz y Mario Navarro “La piedra feliz”.

    “La piedra feliz” posibilitó la visión del naufragio en el interior de la vida misma, es la leyenda suicida de la cultura porteña. Pero hay que considerar también su desplazamiento. Porque la piedra mítica viajó simbólicamente desde su vacío hasta la ciudad, para reencarnarse en un espacio del jolgorio, citando oblicuamente una fina relación entre fiesta, depresión y muerte. Me refiero al legendario bar “La piedra feliz”, que se enfrentó simbólicamente al vacío, pues acaba de cerrar sus puertas el año 2020 ante la crisis económica detonada por la pandemia covid.

    Sin embargo, considero que la decisión de destruir la piedra fue paradójica. Ocurrió en plena dictadura chilena, cuando el crimen político por parte de los ejércitos era una constante. Miles de chilenos desaparecieron y un número de ellos fueron lanzados al mar desde helicópteros. Fue una práctica consignada por cada una de las instituciones de derechos humanos. La violencia dictatorial iniciada en 1973 fue el signo que marcó el fin de tiempos habitados por la pluralidad política. La ruptura se fundó en la violencia militar y su acuerdo con los civiles que se plegaron, colaboraron y construyeron los nuevos signos sociales. El mar se constituyó como el espacio insondable, irrecuperable, para los cuerpos lanzados al vacío con fierros, para desaparecer, una vez más y posiblemente para siempre, consumidos y consumados entre las aguas.

    El escenario público que demarcó “La piedra feliz” fue destruido por la dictadura. Una lectura posible es que la muerte por decisión propia no fue aceptada. Posiblemente pudo ser vista como un agravio o una cuenta pendiente o leída como crítica social al sistema. Una forma de subversión, el hilo candente de un pasado, la negación del fin de un tiempo, el vacío, el “horror vacui”. Es posible tejer una línea entre los cuerpos y el mar, una línea sutil, sugerente, incierta, entre los vuelos de la muerte y la dinamita en la piedra. Los haces de sentido y sinsentido se cruzan en medio del vacío de los movimientos históricos.

    Los llamados vuelos de la muerte, que transportaban a prisioneros vivos o muertos, lanzados desde helicópteros, con fierros para impedir que flotaran sobre las aguas, han servido como decorados de camisetas (y vendidos por Amazon) en Estados Unidos. Sus imágenes fueron incorporadas por los supremacistas blancos y grupos neonazis en sus desfiles. Esas imágenes de cuerpos lanzados al vacío perduran como latencia, como enigma del final del siglo XX, como advertencia para el porvenir.

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    En junio de 2021, el gobierno notificó que la totalidad de Santiago entraba en confinamiento, la ciudadanía se volcó al mall y, en el Costanera Center, se produjo el salto al vacío de un hombre.

    El salto al vacío, solitario, de cara al mar, se modifica, se vuelve paradójico o más bien pedagógico en el siglo XXI chileno. El sociólogo e intelectual chileno Tomás Moulian advirtió con una importante lucidez los hilos con que se tejía la transición chilena a la democracia. Analizó la dictadura para entender la posdictadura, se detuvo en cómo operaba la memoria y las tácticas y las estrategias en tanto pacto de silencio memorioso. Examinó en su libro Chile: Anatomía de un mito la trama de un tiempo que, no obstante su aparente modificación, conservaba estructuras lineales con su pasado dictatorial. Pensó la llamada transición como una intensificación del hipercapitalismo acogido en dictadura, quiso deconstruir el mito de la prosperidad y examinó la inoculación del crédito como la nueva certificación de ciudadanía chilena. La prosperidad y el crecimiento descansaban en el consumo. Se detuvo en lo que llamó “el ciudadano credit-card”, aislado de la vida comunitaria y fuera de la protección sindical, una vez que esa larga historia trabajadora fue desmantelada y afectada por la dictadura.

    La velocidad del libre mercado se fue profundizando hasta transformarse en la instancia que encarnaba la democracia o, dicho de otra manera, la democracia “era” el libre mercado que le otorgaba toda la libertad contenida en el objeto para el ciudadano credit-card. Y como el gran signo de prosperidad que otorgaba el crédito, como monumento a la objetualización de la vida, se erigió en Santiago el mall más alto de Latinoamérica, el Costanera Center.

    Su artífice fue el alemán-chileno Horst Paulmann, cuya familia migró desde Alemania a Argentina y desde Argentina al sur de Chile, donde iniciaron una vida dedicada a los negocios. Entre sus hermanos, Horst fue el más experto y se volcó a adquirir y operar grandes espacios para el consumo. Desde las multitiendas a los supermercados de lujo y, desde luego, el mall como la síntesis más lograda. El Costanera Center fue su proyecto estrella y el más emblemático homenaje a su propia grandeza. Inaugurado en junio del año 2012, constituye el hito más significativo y ostentoso de una ineludible escultura neoliberal. Ese espacio se erige como la prueba del éxito del proyecto económico de los Chicago Boys, aquel grupo de economistas formados bajo la teoría de Milton Friedman en la Universidad de Chicago.

    El gigantesco mall irrumpió como espacio de consumo, pero también como sitio de paseo familiar, con espacios techados, calefaccionados, amables, preparados para compras cómodas que beneficiaran al ciudadano credit-card. La estación del metro permitía su acceso desde todos los puntos de la ciudad. El interior del mall, de una u otra manera, puede evocar a los portales pensados por Walter Benjamin.

    Pero la explosión social de octubre del año 2019 marcó un punto de inflexión y puso de manifiesto que el modelo Friedman-chileno había iniciado una abierta crisis. No se trataba solo de entregar todo el salario para amortizar la deuda, sino de que el cuerpo mismo les pertenecía a las compañías como una forma no demasiado sutil de esclavismo. Quisiera explicitar aquí que el sistema se funda, a través del crédito, en vender intereses. Es la venta de esos intereses lo que sostiene al proyecto. El no pago, la acumulación, el burlar la usura de los intereses, prácticamente excluye al deudor de su ciudadanía. La deuda se transforma en un escollo, obliga a una forma de naufragio. Pero el 18 de octubre de 2019, los ciudadanos credit-card, como señalaba Moulian, y las protestas ante una inequidad en todos los órdenes vitales, originada por una impresionante acumulación de riqueza, hizo que las ciudades del país explotaran por los cuatro costados.

    El 18 de octubre chileno ya es leyenda. Desde luego ese estallido venía incubándose y mostrando el malestar en signos dispersos, pero elocuentes, como las problemáticas de las regiones, la educación, el multitudinario reclamo feminista. Sin embargo, cada levantamiento popular era controlado mediante débiles operaciones políticas. Pero ese día se produjo la convergencia de los excesos neoliberales que detonaron una ira representada y sintetizada en la plaza pública, histórico signo irrebatible de la conquista y del colonialismo.

    El acuerdo de una nueva Constitución, junto con desalojar la letra Pinochet, fue pensado para detener, salvar el gobierno, atenuar la revuelta y su estela de atropellos a los derechos humanos. Pero en marzo del 2020, la enfermedad ingresó en ese escenario y la politizó. El neoliberalismo sanitario, triunfante (“jamás seremos como Italia”) como certeza-Mañalich, se desmoronó y en un corto tiempo el mundo-hospital censó a Chile como el cuarto país con más personas muertas en el mundo. Hubo que confinar.

    Desde hace unos años, el mall Costanera fue escogido como sitio para cursar suicidios. De manera recurrente, las personas se lanzan al vacío y caen en su amplio espacio de entrada. Se trata de una forma de ritualidad siglo XXI que recuerda a ‘La piedra feliz’ en otra dimensión, esta vez de lleno en el interior del sistema, muertes rotundas que lanzan al vacío múltiples significaciones.

    El mall más alto de Latinoamérica tuvo que cesar o abrir de manera intermitente. Simultáneamente, el 2021 se inició un inédito proceso que reunía a 155 constituyentes (de diversas procedencias político-sociales) para redactar una nueva Constitución. Allí se incuba un probable o más que probable fin del ultra radicalizado neoliberalismo chileno. Los cultores del modelo están en una encrucijada ante el cambio de paradigma. Y es precisamente el mall de Paulmann donde, entre otros espacios, se pueden pensar los hilos de la crisis, la materialización de una simbólica del vacío.

    Desde hace unos años, el mall Costanera fue escogido como sitio para cursar suicidios. De manera recurrente, las personas se lanzan al vacío y caen en su amplio espacio de entrada. Se trata de una forma de ritualidad siglo XXI que recuerda a “La piedra feliz” en otra dimensión, esta vez de lleno en el interior del sistema, muertes rotundas que lanzan al vacío múltiples significaciones. Los suicidios en el mall feliz merecen ser pensados como una paradoja: los cuerpos se lanzan al vacío como objetos que desechan la vida, como materia discontinuada, pero también como un tejido humano y conceptual que une consumo y muerte.

    El 11 de junio de 2021, en el Costanera Center se experimentó un momento muy significativo. Debido al avance del covid-19, el gobierno notificó que el día 12 prácticamente la totalidad de Santiago entraba en confinamiento. Con una intensidad extrema e inédita, la ciudadanía se volcó al mall o quizás volcó en el mall su angustia. Miles de personas ocuparon las dependencias ejerciendo el frenesí de las compras.

    Pero en ese caos, en medio de una enfermedad tóxica e invasiva cursada, entre otros motivos, por la aglomeración humana y su multitud de tarjetas de crédito, se produjo el salto al vacío de un hombre y, en ese salto, su muerte instantánea. El mall no detuvo su ímpetu, al revés, las tiendas repletas de público multiplicaron sus ventas. Los personeros del mall pusieron una carpa azul para cubrir el cuerpo, una construcción frágil pero perfecta, que permitía a los compradores moverse con tranquilidad alrededor de ese visible espacio funerario.

    De una u otra manera, esa carpa, ineludible para los compradores que transitaban por dicho espacio, semejaba un pequeño mall de la muerte o en ese pequeño mall estaba contenida la enfermedad, el fin de una deuda vital, el hastío, pero, desde otra perspectiva, el escenario y la escena mall experimentaban una convulsión, porque detrás de la enfermedad, del confinamiento y del contagio, los signos auguraban y auguran un movimiento del modelo económico, un hiato, un pequeño vacío que ese día, el 11 de junio, mostraba la histeria, la historia, la muerte, el salto al vacío y el advenimiento diferido de un cambio de paradigma que podría implicar aminorar la compra insaciable de intereses para lo que será una deuda perpetua.

    El 11 de junio del año 2021 se produjo en el mall un alucinante caos que ocultó el vacío, se desencadenó una poderosa y compleja armazón barroca que convocó política, cuerpo, enfermedad, muerte y nuevas formas políticas que se preparan a irrumpir.

    ¿Cuándo?

    Cuando irrumpan.

     

    Imagen de portada: La piedra feliz (2014), de Loreto Muñoz y Mario Navarro.

     

    Texto leído en el Museo Reina Sofía, en la cátedra de Nelly Richard “Políticas y poéticas de la memoria”, 2021.

  367. Remedios Zafra: “No se puede ser justo sin tiempo, y no se puede pensar sin tiempo”

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    Una mujer formada —para muchos, una “privilegiada”—, se contactó en algún momento con Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba, 1973), para interpelarla por su libro El entusiasmo, en el que denunciaba la creciente explotación del voluntarismo creativo en los entornos digitales. Durante esa llamada, la mujer le manifestó su desazón ante una vida sumida en tareas burocráticas y de autopromoción que le dificultaban concentrarse en lo que, supuestamente, era la base intelectual de su empleo.

    A Zafra le pareció identificar en aquella voz el locus de un malestar de época: “Su dolor nacía de una vida no ya de desempleada, sino de precaria actividad incesante, que en lo importante (para ella su pasión y su futuro emancipado, pero también su vida política), sentía neutralizada”, escribe en su último libro, Frágiles: Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura, un ensayo en primera persona que se estructura como un serie de cartas escritas para aquella mujer pero que, en realidad, se nutre de la angustia de muchos trabajadores creativos que le han confidenciado a Zafra situaciones de precariedad y vulnerabilidad.

    Pionera de los estudios ciberfeministas, desde principios de este siglo ha venido advirtiendo sobre cómo el tecno-capitalismo está moldeando nuestras subjetividades y creando nuevas formas de autogestión del yo.

    Al mismo tiempo, desde sus primeros trabajos, Zafra —quien es científica titular del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de España—, se ha mostrado atenta a las potencialidades de lo digital para la experimentación artística e identitaria, nutriéndose siempre de la ciencia ficción y la especulación teórica.

    Escrito durante su propio proceso de adaptación a las secuelas del síndrome de Alport, Frágiles es un registro íntimo, que invita a detenerse y a prestar atención a la vulnerabilidad de los otros, así como a volver a pensar —juntos—, en medio de la aceleración y el ruido cotidianos.

    ¿Contribuyó el teletrabajo a ahondar nuestra fragilidad, alejándonos del entusiasmo inicial?
    Creo que la pandemia ha sido ambivalente para el sector creativo. Junto al aumento de la precariedad y la pobreza de muchos trabajadores que han visto anulados sus compromisos o clausurados sus negocios, asistimos a un explosivo aumento de la creación y de la lectura. En el confinamiento se ha escrito más que nunca, se ha leído más que nunca.

    ¿Así lo viviste tú?
    Mi fortuna fue ubicarme en aquel segundo lugar, pues para mí fue un regalo. Habituada a una vida nómada, con trabajos itinerantes y viajes frecuentes, y coincidiendo además con un punto de inflexión vital importante, como lo fue el proceso de rehabilitación que seguía para adaptarme a una creciente pérdida de visión y audición, recluirme en casa fue un descanso, una oportunidad que recuerdo incluso con nostalgia, pues después el mundo ha vuelto a acelerarse como si poco hubiéramos aprendido. De hecho, el capítulo más personal, dedicado a la fragilidad de los cuerpos, está escrito en ese intervalo. Y pienso que es el más sugerente, en tanto nace de una vivencia del tiempo liberada y muy distinta a la escritura “salpicada” entre trabajos y requerimientos cotidianos.

    Sin la presencialidad, ¿se perdió calidad en la enseñanza de las humanidades o también se abrieron nuevas ventanas?
    Tu pregunta me recuerda a las palabras de Deleuze, cuando afirmaba que no se trata de elegir una u otra técnica, sino “entre formas creativas y formas de domesticación”. Pondría sobre la mesa esta idea en los debates sobre la presencialidad. Creo que hay grandes logros para las humanidades que podemos extraer del teletrabajo y del “cuarto propio conectado” (concentración, comodidad, optimización de tiempos, posibilidad de ampliar debates entre personas que viven en lugares distanciados), sin menospreciar las que se derivan de la presencialidad (la empatía y la cercanía de los sujetos, la espontaneidad, los distintos debates e intercambios que surgen en un entorno desconectado). Quiero decir que no sería responsable ni justo culpar a la tecnología de una pérdida de calidad, sino más bien del fracaso de modelos que no siempre pueden extrapolarse y que exigen ser pensados para sacar lo mejor del estar juntos y lo mejor del estar mediados por pantallas.

    Pero ese potencial que internet exhibió, ¿fue igual para todos o debería leerse en clave de género?
    Mientras muchos hombres reconocieron en el teletrabajo una oportunidad para la lectura, la escritura y para hacer trabajos con mayor profundidad y tiempo, era frecuente encontrar a muchas mujeres saturadas porque el virus las había devuelto al pasado. Anulados los servicios sociales de cuidado y las escuelas, las mujeres se han visto obligadas a asumir la atención de los niños y de la casa, dificultando sus posibilidades de teletrabajo y aumentando su ansiedad.

    Habituada a una vida nómada, con trabajos itinerantes y viajes frecuentes, y coincidiendo además con un punto de inflexión vital importante, como lo fue el proceso de rehabilitación que seguía para adaptarme a una creciente pérdida de visión y audición, recluirme en casa fue un descanso, una oportunidad que recuerdo incluso con nostalgia, pues después el mundo ha vuelto a acelerarse como si poco hubiéramos aprendido.

    Soledades hiperconectadas

    En el centro de la desafección contemporánea existiría un nuevo tipo de “impostura” necesaria para sobrevivir que, a juicio de Zafra, estaría obligando a los trabajadores culturales y académicos a hacer de community managers de sí mismos.

    Convertido así el “yo” en un producto del escaparate digital, se estaría normalizando un nuevo “pago con ojos” —o capital simbólico— como parte del intercambio que supone exhibir —y promocionar— el trabajo en red, en busca de audiencias, seguidores, lectores, citas o influencia.

    “El enganche que esto supone es perverso para quien, expuesto, siente que su obra lleva una firma, un sujeto, adjuntos”, explica. “Porque en el escrutinio que eso supone, nada hace sentir más vulnerable que el daño que los demás pueden hacer sobre el trabajo creativo e intelectual, que es valor, intimidad y sentido para nosotros”.

    ¿Qué retos plantea eso para la academia y los trabajadores del conocimiento?
    Para el sector creativo, esto implica un paso más en la mercantilización del sujeto y su instrumentalización por parte de las industrias digitales, las cuales sacan partido al tiempo y datos que su normalización genera. Pero también implica una puesta en crisis de sistemas de “valor” no apoyados en lógicas acumulativas ni cuantitativas, como las que predominan en internet. Igualar lo más visto a lo más valioso es algo que nos pasa por alto en sus consecuencias, pues restringe la creación de sentido (cultural, estético, intelectual, ético, reflexivo, social…) a la mera creación de “audiencias”. Es decir, pone a las estrategias propias de un capitalismo afectivo (ahora capitalismo escópico) al mando de la creación de valor cultural.

    ¿Crees, como el filósofo australiano David J. Chalmers, que el metaverso reactualice la promesa (rota) de entornos virtuales donde los estereotipos de género y las limitaciones físicas terminen por diluirse?
    Ya experimentamos esa lectura en los años 90. Entonces, la esperanza política que se proyectaba sobre internet respecto de la construcción identitaria y subjetiva hablaba de cómo el aplazamiento de los cuerpos tras las pantallas permitiría un derrumbamiento del statu quo del género y de las limitaciones físicas. Pero esto no solo no pasó, sino que en el cambio de siglo, los estereotipos se hicieron más fuertes, si cabe. Y en ello, tuvo mucho que ver la cesión del poder por parte de los países e instituciones ciudadanas al mercado, que desde principios de los 2000 han territorializado internet como si fuera espacio “público” sin serlo, imponiendo sus particulares modelos de comportamiento y favoreciendo una implicación de los sujetos siempre sostenida en sus “imágenes” de realidad, datos de seguimiento y control. Es decir, en una proyección del mundo físico solo cambiada en la amplificación del canon, muy viable desde la autoedición de imagen propia y el predominio de la representación más estetizada, especialmente en redes feminizadas.

    Y respecto al metaverso, ¿qué te inquieta?
    Mi mayor temor no es tanto cómo nos permitirá experimentar a nivel identitario, sino si operará como lugar de evasión y adormecimiento crítico ante una realidad conflictiva (crisis, precariedad, guerras), donde muchos pobres y sujetos descontentos con sus vidas opten por la virtualidad evasiva, como ya se lleva ensayando en los últimos años con los videojuegos.

    Sorprendería ver los datos de problemas de salud mental entre adolescentes y jóvenes. En ese escenario, la tecnología ha sido la única que ha estado preparada para acoger la incertidumbre de los jóvenes cuando se les niega un futuro mejorado. Frente a la falta de respuesta que estamos teniendo como sociedad, las pantallas rápidamente les han arropado.

    La autora irlandesa Angela Nagle, entre otros, vinculó el triunfo de Donald Trump con la extrema corrección política de la izquierda. ¿Cree que sectores reaccionarios estén capitalizando las lógicas algorítmicas y que cierta izquierda tenga alguna responsabilidad en ello?
    Pienso que ha habido una instrumentalización de las redes apoyada en la fácil simplificación de discursos y en categorías como la aceleración y el exceso, que condicionan y dificultan cualquier diálogo. Cuando todo se reduce a dejar claro un posicionamiento buscando titulares, la verdad y la justicia siempre salen escaldadas. No se puede ser justo sin tiempo, y no se puede pensar sin tiempo para pensar. La mayor parte de las opiniones movilizadas desde posiciones sesgadas se apoyan en motivaciones emocionales y en ideas preconcebidas (las que mejor toleran la velocidad). Si advertimos que muchos de estos debates han acontecido en plataformas como Twitter, pensadas para el titular y la idea efectista, es decir, no para debatir ni para generar un contexto de escucha, empatía ni búsqueda de comprensión, el diálogo se convierte en una guerra, en una polarización maniquea donde, mi impresión, es que siempre se verán favorecidas las visiones más conservadoras. Si la izquierda cae en esa trampa, como algunos han caído en la cultura de la cancelación, me parece que poco habremos aprendido. Para todo cambio social se requiere más esfuerzo pedagógico y empático que batalla campal en las redes.

    Desde el psicoanálisis parece haber un resurgimiento del diagnóstico cultural del “narcicismo” para explicar el comportamiento en línea de los millenials y la generación Z. ¿Qué lectura haces de eso?
    No se puede elegir cuando es el sistema el que propone la única alternativa. Los jóvenes no sienten la libertad de poder actuar y ser fuera de los medios de socialización que se han normalizado en sus vidas y que, entre todos, hemos legitimado. Presentarles un futuro sin trabajo, sin estabilidad, sin garantías sociales cuando sean ancianos y con un planeta colapsado, y además llamarles “vanidosos” porque están en las redes, no hace sino reforzar la sensación de maltrato y angustia que muchos sienten. Sorprendería ver los datos de problemas de salud mental entre adolescentes y jóvenes. En ese escenario, la tecnología ha sido la única que ha estado preparada para acoger la incertidumbre de los jóvenes cuando se les niega un futuro mejorado. Frente a la falta de respuesta que estamos teniendo como sociedad, las pantallas rápidamente les han arropado.

    También revindicas el derecho al propio avatar, algo que más de alguno podría asociar a la máscara tras la que se oculta el hater o el troll. ¿Se puede participar de esas estrategias en línea sin alimentar discursos reaccionarios?
    Para las luchas políticas y, más concretamente, para las feministas, la máscara y el anonimato siguen siendo valiosas en muchos lugares del mundo. Allí donde está en riesgo tu vida cuando te manifiestas libremente en la esfera pública, utilizar una máscara puede ayudarte a una reivindicación colectiva. Es la falta de libertad y de derechos la que nos permite apropiarnos de estrategias críticas con sistemas opresivos. Por eso, no creo que se deba estigmatizar la máscara o el anonimato sin contextualizar el lugar y momento, así como la plataforma en las que hacemos usos de estos recursos. No olvidemos que las normas de comportamiento en las redes las marcan las propias empresas bajo criterios de mercado y rentabilización, no bajo criterios éticos o que empoderen a los ciudadanos, por lo que no extraña que estigmaticen todo aquello que se salga del más fácil control de las personas, con fotos y datos reales, y con docilidad adjunta.

    ¿Qué es lo que está en juego en el marco de ese reversible vuelco hacia lo digital?
    Lo que está en juego son los mayores o menores grados de docilidad y libertad de las personas. Su manejo de la máquina o su ser manejados por la máquina. Y no es poca cosa, porque ante el enfriamiento desapasionado que nos empuja a la inercia del hacer sin pensar porque “todos lo hacen”, existe la posibilidad de apropiación crítica y propositiva, así como también de contagio y de mejora. Se juega, por tanto, nuestro acallamiento político como engranajes de un sistema que sobrepone poder económico a poder político y ciudadano, y que se vale de la desactivación política, estructuralmente alentada por una multitud de solos frente a las pantallas.

     


    Frágiles: Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura, Remedios Zafra, Anagrama, 2021, 288 páginas, 19.9 €.

  368. Un mundo nuevo (y peligroso)

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    Bombas rusas caen sobre Kiev, Járkov y Mariúpol. Entre las ruinas humeantes no solo yacen los restos de vidas, recuerdos y viviendas destrozados por la guerra, sino también los escombros del orden mundial que imperó en las últimas tres décadas. El retorno a gran escala de la guerra a Europa pone otro clavo en el ataúd del orden liberal internacional que acompañó el auge geopolítico norteamericano. Representa, asimismo, un paso hacia un futuro desconocido y peligroso, donde diversas potencias competirán por hacerse espacio en un escenario revuelto. La ofensiva lanzada por Vladimir Putin el 24 de febrero ratifica lo que ya antes de esa fecha era una tendencia irreversible: el colapso del régimen que predominó después del fin de la Guerra Fría y su progresivo reemplazo por un orden aún en ciernes.

    Lejos se encuentra hoy el optimismo que generaron en su tiempo la caída del Muro de Berlín (1989) y el derrumbe de la Unión Soviética (1991), los acontecimientos que sellaron el término de la confrontación entre Estados Unidos y la URSS, conflicto que mantuvo en vilo a la humanidad durante 45 años. Como en el mito del eterno retorno, ahora Occidente se enfrenta otra vez al desafío que proviene de Moscú e incluso vuelve a hablarse en voz baja de una pesadilla que la humanidad parecía haber descartado: la amenaza nuclear. Hoy es tiempo de pesimismo.

    La singularidad de la configuración geopolítica de la década de 1990 consistió en lo que el comentarista norteamericano Charles Krauthammer denominó “el momento unipolar”. Un período especial, en el que existió una sola potencia hegemónica indiscutida. Su poder era tal, que imponía sin contrapeso las reglas que ordenaban el comportamiento de todos los actores del sistema internacional. Estados Unidos era el único país con intereses globales y capacidad para desplegar su influencia y poder en todos los rincones del orbe, ya fuera la guerra por la disolución de Yugoslavia en los Balcanes, la hambruna provocada por las luchas intestinas en Somalia, la democratización de Taiwán o las reformas económicas inspiradas por el Consenso de Washington en América Latina. Todo esto apalancado por un músculo militar incontrarrestable: Washington tenía las fuerzas armadas con mayores capacidades, por lejos el gasto militar más elevado y era el principal exportador de armas. Bajo la garantía de seguridad norteamericana, el mundo vivió décadas de una estabilidad que solo se vio amenazada por algunos amagos de incendio rápidamente apagados por la “hiperpotencia” estadounidense, como la calificó el canciller francés Hubert Vedrine.

    Hay una explicación estructural para la calma de la posguerra fría. En 1979, Kenneth Waltz, profesor de ciencia política en la Universidad de California-Berkeley, publicó un libro que hasta hoy genera debate en el campo de las relaciones internacionales. La idea central de Teoría de la Política Internacional era simple: partiendo de la base de que las relaciones internacionales tienen lugar en un ambiente anárquico, que se distingue por la ausencia de un poder centralizado que dicte y haga respetar normas universalmente aceptadas, y que esa falta de orden y organización impulsa a los actores a proveer su propia seguridad en un régimen de autoayuda, Waltz concluyó que el desempeño de las unidades del sistema se encuentra condicionado por la manera en que está distribuido el poder en este. O sea, por su estructura. El carácter anárquico del sistema internacional obliga a sus partes (actores) a ejercer funciones similares (todos buscan prioritariamente la seguridad propia). Por lo tanto, su diferenciación no va por el lado del rol que cumplen, sino por el de las capacidades que cada cual consigue desplegar. Así, lo que determina la conducta de las potencias es la estructura del sistema, y esta viene dada, según Waltz, “por el número de sus miembros”.

    “Si el mundo de la posguerra fría tuvo un padrino, ese fue Fukuyama”, sugirió Andrew Bacevich, profesor de la Universidad de Boston, en su libro The Age of Illusions (2020). Bacevich añade que la narrativa sugerida por Fukuyama resultaba muy cómoda para la élite de la política exterior norteamericana: entregaba un argumento perfecto para mantener el curso ya establecido en la Guerra Fría de promover el proyecto del orden liberal internacional, aunque ahora extrapolándolo hasta una dimensión planetaria.

    De esta forma, el carácter unipolar del orden mundial luego de concluida la Guerra Fría sería lo que explica su estabilidad. Al haber un solo centro de poder relevante, la estabilidad resultaba garantizada, porque nadie poseía las capacidades suficientes para plantearse como amenaza real frente a Estados Unidos.

    Sin embargo, no fue la lectura propuesta por Waltz la que se impuso una vez terminada la Guerra Fría. Por el contrario, Estados Unidos se convenció a sí mismo de que había derrotado a la URSS y sus satélites no por un cambio en la estructura del sistema internacional (que pasó de bipolar a unipolar), sino por la superioridad de su modelo político, económico y social. La tesis que terminó por convencer a Washington tiene más que ver con la noción del fin de la Historia, postulada por Francis Fukuyama, que con las propuestas neorrealistas de Waltz. “Si el mundo de la posguerra fría tuvo un padrino, ese fue Fukuyama”, sugirió Andrew Bacevich, profesor de la Universidad de Boston, en su libro The Age of Illusions (2020). Bacevich añade que la narrativa sugerida por Fukuyama resultaba muy cómoda para la élite de la política exterior norteamericana: entregaba un argumento perfecto para mantener el curso ya establecido en la Guerra Fría de promover el proyecto del orden liberal internacional, aunque ahora extrapolándolo hasta una dimensión planetaria. La victoria de la democracia sobre el totalitarismo soviético y los autoritarismos de derecha, unida al triunfo del mecanismo de mercado por sobre las recetas estatistas, ayudó a generar la certeza de que el mundo sería un lugar mejor si se parecía a Estados Unidos.

    Hacia fines de los 90, la secretaria de Estado Madeleine Albright señalaba que Estados Unidos era “la nación indispensable”: no solo tenía un poder inigualado, sino que también encarnaba el modelo ideal. Bajo el alero norteamericano, el mundo avanzaba de manera inexorable en dirección del progreso y la libertad a través de la democracia y el capitalismo globales. Los hechos parecían confirmarlo: la democracia y el capitalismo ganaban adeptos de forma incontrarrestable. “Mirando al mundo a finales del siglo XX, uno podía ser excusado por creer que la historia se estaba moviendo en la dirección del progresismo y del liberalismo internacionalista”, escribió en 2018 G. John Ikenberry, profesor de la Universidad de Princeton. Como ha sostenido el politólogo Robert Kagan, el planeta atravesaba por la “era de la convergencia”.

    Probablemente, fueron el sentido de misión y el espíritu de cruzada de Estados Unidos los que hicieron que Washington actuara como si las cosas apuntaran indefinidamente en el sentido del proyecto liberal que impulsaba. La pregunta clave, como afirmó Michael Mandelbaum en su libro Mission Failure (2016), era si Estados Unidos actuó como lo hizo durante la posguerra fría porque sus ideas eran superiores e irresistibles para el resto o, simplemente, porque pudo hacerlo gracias a su condición de superpotencia única. Pocos se cuestionaron si la razón verdadera para la estabilidad de la posguerra obedeció más a una favorable distribución estructural de capacidades que a un programa ideológico, como el del orden liberal internacional. En The Hell of Good Intentions (2018), el académico de la U. de Harvard Stephen M. Walt afirmó que Estados Unidos persiguió durante la posguerra fría una política exterior de “hegemonía liberal” basada en dos premisas copulativas: “1) Estados Unidos debe ser mucho más poderoso que cualquier otro país, y 2) debería usar su posición de primacía para defender, ampliar y profundizar los valores liberales alrededor del mundo”.

    En definitiva, la aplicación del programa liberal internacional siempre termina afectando y arriesgando la perdurabilidad de los valores liberales: el orden liberal internacional contiene la semilla de su propia destrucción y depende para su aplicación de una estructura favorable en el sistema internacional.

    En ambas premisas descritas por Walt, la condición necesaria es ser superpotencia única, al punto que John Mearsheimer indicó derechamente en The Great Delusion (2018) que una política exterior basada en la hegemonía liberal, como la promovida por Washington en la posguerra fría, solo puede darse bajo una distribución de poder unipolar. En esta, “la gran potencia única no tiene que preocuparse de ser atacada por otra potencia, ya que no hay ninguna”. Para Mearsheimer, la política exterior liberal es por definición mesiánica, activista y militarista, lo cual genera frustración (sus objetivos no son alcanzables en la práctica), conflictos (afecta los intereses de actores que se sienten amenazados por la hiperactividad y el intervencionismo que la acompaña) y elevados costos humanos y materiales. En definitiva, la aplicación del programa liberal internacional siempre termina afectando y arriesgando la perdurabilidad de los valores liberales: el orden liberal internacional contiene la semilla de su propia destrucción y depende para su aplicación de una estructura favorable en el sistema internacional.

    En consecuencia, cuando dicha estructura comenzó a verse alterada por el debilitamiento del poder norteamericano en el siglo XXI, también se hizo inviable el proyecto global del orden liberal internacional cuyo avance y sostenibilidad dependía de aquella. Los ataques del 11 de septiembre de 2001, las largas guerras en Afganistán e Irak, la crisis financiera de 2008 y la renovada asertividad de potencias como China, Rusia, Turquía o India, asestaron un golpe mortal a la hegemonía norteamericana. La estructura que dio soporte al proyecto liberal sufrió transformaciones progresivas al empezar a transitar desde una configuración unipolar, que suponía altos niveles sistémicos de estabilidad, a una situación embrionaria que parece conducir hacia la multipolaridad. Como manifestó Waltz, una transición de esta naturaleza “cambia las expectativas acerca de cómo se van a comportar las unidades del sistema y sobre los resultados de sus interacciones”.

    Entre todas las posibles configuraciones de poder, la unipolaridad es la que ofrece mayor estabilidad, seguida por la bipolaridad, en la cual dos rivales se enfrentan y dedican todos sus recursos y atención a la competencia mutua, lo cual permite que se establezcan canales de comunicación e incluso acuerdos entre ambos para administrar el sistema. Esto es justamente lo que ocurrió durante la Guerra Fría entre Washington y Moscú. Un período tenso, pero esencialmente estable (en especial, si se le compara con la primera mitad del siglo XX), que el historiador norteamericano John Lewis Gaddis ha caracterizado como “la paz larga”. Por el contrario, la multipolaridad es sin duda la más inestable y peligrosa; en ella, las potencias caminan sobre el filo de la navaja y el conflicto siempre es posible, porque la atención de los actores-países se divide entre varios, quienes pueden generar y romper alianzas con facilidad, amenazando la seguridad del resto y provocando represalias y contramedidas. En una estructura multipolar, las unidades cambian su conducta: están siempre vigilantes y nerviosas, porque temen una vida corta, brutal y desagradable. Para neutralizar el peligro, pueden recurrir al balance de poder (en el cual las fuerzas se contraponen y equilibran, neutralizándose) y a una diplomacia lo suficientemente hábil y experta para navegar en aguas siempre procelosas.

    Este parece ser el mundo al que estamos ingresando. La guerra en Ucrania muestra que, pese a las sanciones y su poderío militar, Washington ya no está en condiciones de imponer su criterio. En la década de 1990 y del 2000, Rusia era débil y Estados Unidos la superpotencia única. Moscú se vio obligado a aceptar la expansión de la OTAN y la pérdida de su esfera de influencia en un ambiente unipolar que condicionaba su comportamiento y el de Estados Unidos, promotor del proyecto liberal. Hoy, la situación ya no es la misma. La unipolaridad no existe y Rusia se siente con la fuerza para invadir a su vecino, con el propósito de impedir a toda costa que adhiera al bloque militar atlántico. Estados Unidos, cuya sola estatura geopolítica hubiera disuadido hace unas décadas una acción como la emprendida hoy por Putin en Ucrania, ahora debe conformarse con poner sus esperanzas en las sanciones económicas. La distribución del poder en el sistema ha cambiado y Estados Unidos ya no puede operar como lo hacía antaño: la nueva realidad geopolítica condiciona su comportamiento, como el de todos los demás actores del sistema.

     

    Imagen de portada: Expirado, de Martín Eluchans.

  369. Discutir lo que entendemos por verdad histórica

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    Pocos libros de historia logran transformarse en éxito de ventas. Por supuesto, siempre existen excepciones: Alfredo Jocelyn-Holt, Julio Pinto y Gabriel Salazar, Sofía Correa o Sol Serrano. Ellos y ellas, en los años 90 y 2000, demostraron que la historia podía contar con la aceptación masiva de los lectores, sin por ello renunciar a su calidad y trascendencia. Esta conexión con los lectores respondió a las dudas e inquietudes de una población con necesidad de saber las razones y consecuencias del golpe de Estado, tras la crisis política de 1973: las y los ciudadanos necesitaban comprender y adentrarse en las razones que produjeron el mayor conflicto social y político del siglo XX en Chile.

    En un contexto diferente, ahora algunos trabajos sobre los pueblos originarios gozan de muy buena recepción entre los lectores; algunos escritos por historiadores y otros no. Por ejemplo, Historia secreta mapuche, de Pedro Cayuqueo, o, bastante antes, ¡Escucha, winka! Cuatro ensayos de historia nacional y un epílogo del futuro, que fue publicado por LOM el 2006 y sigue sin embargo gozando de excelente salud. Asimismo, encontramos Historia del pueblo mapuche del siglo XIX y XX, de José Bengoa, y la Colección de Pensamiento Mapuche Contemporáneo, que está a mi cargo en Pehuén Editores. Todos estos libros buscan responder a las dudas de los lectores y encauzar un fenómeno que se abre a fines de la transición democrática, cuando la historia y resistencia del pueblo mapuche empieza a ocupar un lugar destacado en la agenda noticiosa. Por supuesto, el interés va más allá de lo que ocurre en la zona de La Araucanía, y buena prueba de ello son los textos que indagan en los indígenas cautivos que vivieron la experiencia de los zoológicos humanos en Europa o, peor aún, que fueron víctimas del exterminio, en el caso de los selknam. Esas otras historias de la República chilena, esa memoria de larga duración que ha sido ocultada por el sistema educacional, son las que están siendo recuperadas fundamentalmente en estos últimos años.

    El historiador Martín Correa se inscribe en esta tendencia con La historia del despojo: el origen de la propiedad particular en el territorio mapuche, un libro que en menos de un año ha vendido 18 mil copias, en siete ediciones, ocupando durante 10 semanas el primer lugar en el ranking de los más vendidos. Son números que muy pocos libros alcanzan en el mercado local.

    Aunque paradójico para un país que produce celulosa a nivel industrial —fundamentando la radicalización del pueblo mapuche, debido a las consecuencias medioambientales de la misma y la pérdida del territorio a manos de las grandes empresas forestales—, La historia del despojo estuvo agotado durante semanas debido a la ausencia de papel en las imprentas.

    ¿A qué se debe este éxito? O mejor, ¿esta conexión con el público?

    El trabajo de Correa se concentra en la forma en que se construyó la propiedad en Wallmapu, quiénes fueron y son los dueños del actual territorio, es decir, los agricultores y las agricultoras que adquieren el territorio mapuche en una cadena de compras y transacciones a partir de 1852. Como explica el autor, al realizar ese ejercicio, los nombres y apellidos se repiten, y ello se traslada al tiempo presente con los actuales propietarios, quienes no reconocen que, donde hoy viven, son propiedades que se adquirieron de forma “regular”, pero cuyo origen es ilegítimo.

    El actual conflicto mapuche —y este es uno de los aciertos del libro— no se explica sino observando las compras de tierras sobre un mapa que recién concluyó en 1883 y que iba bastante más al norte —Santiago y Valparaíso— de la zona de La Araucanía. Al interior de ese mapa, los mapuche continuaron sobreviviendo de distintas formas en sus tierras y sobre esas tierras se generaron mecanismos de asedio, siendo víctimas de compras fraudulentas, corridas de cercos y adquisiciones a través de terceras personas. En un conflicto que se arrastra por más de 100 años, se repiten los nombres y apellidos de los mapuche y de los colonos: son las mismas familias y sus descendencias. En el libro se ve con claridad cómo los colonos han subdividido las tierras mapuche para sus hijos e hijas, quienes con el tiempo pasaron a conformar la clase política de la región o tomaron posición en espacios de poder en notarías y el Poder Judicial.

    Lo complejo para el tiempo presente es que las comunidades y organizaciones mapuche plantean sus demandas hacia la reconstrucción del territorio ancestral, más allá de las tierras reduccionales, las que les fueron sustraídas de su dominio en un acto unilateral y a la fuerza por el Estado chileno. Estas “tierras antiguas” se mantienen vivas en la memoria comunitaria y han sido traspasadas oralmente hasta nuestros días.

    Lo complejo para el tiempo presente es que las comunidades y organizaciones mapuche plantean sus demandas hacia la reconstrucción del territorio ancestral, más allá de las tierras reduccionales, las que les fueron sustraídas de su dominio en un acto unilateral y a la fuerza por el Estado chileno. Estas “tierras antiguas” se mantienen vivas en la memoria comunitaria y han sido traspasadas oralmente hasta nuestros días. No es casual que la ministra del Interior, Izkia Siches, tuviese su primer contratiempo político en esta misma zona. También le sucedió a Salvador Allende, como bien lo cuenta el cineasta Raúl Ruiz en Ahora te vamos a llamar hermano (1971), año en que se decreta el “cautinazo”. ¿Ausencia de protocolos?, ¿desconocimiento de los liderazgos indígenas?, ¿cómo dialogar con quienes han vivido la violencia luego de 1998?, ¿y si la violencia fuera de más larga duración, pongamos entre 1833 y 1883? Así lo explica Rodrigo Curipan, reconocido dirigente de Bajo Malleco del lof Rankilko: “Tras la historia del despojo duerme escondida una verdad que pocos se atreven a mirar de frente y profundizar en los hechos para entender el mal llamado conflicto mapuche”. ¿Cuál es esa historia? Lo dice Curipan: “Transformar las atrocidades en una mitología de grandeza”

    La historia del despojo se detiene en este punto en el capítulo “El avance de fronteras: los remates y la radicación en las provincias de Malleco y Cautín”. En la medida en que el Ejército de Chile ingresó hacia 1861, la guerra se intensificó con los remates, al mismo tiempo que especuladores fueron inscribiendo la tierra y rematándola. Correa lo demuestra con fuentes, en un ejercicio que pone en cuestión una de las tesis más respetadas y sostenidas a lo largo de las décadas del 80 y 90 por los estudios fronterizos: la idea de que el Ejército de Chile habría venido a salvaguardar incluso a los mapuche de la violencia que se produjo tras la ocupación espontánea de los chilenos en la frontera.

    La “escuela fronteriza” se ha dividido en dos generaciones. La primera, fundada por Sergio Villalobos, planteó que entre el pueblo mapuche y la sociedad hispana, las relaciones, intercambios y formas de organización no indígenas fueron adaptadas por los mapuche, modificándose así sus propias formas culturales y políticas. Si bien en parte ello tiene asidero, nuestro pueblo, lejos de dejar de ser “mapuche”, fue capaz de adaptarse a la estructura social y política de los no indígenas, pero solo para mapuchizarla a través de sus propias prácticas culturales. A la vez, en toda intervención político-cultural no debiera primar la cultura con mayor fuerza, sino generarse un proceso híbrido e inclusive pluricultural.

    ¿No es acaso la base de los debates sobre plurinacionalidad reconocer lo indígena como parte de la construcción de la República y su democracia?

    Si bien la segunda generación de investigadores fronterizos, como Jorge Pinto, ve mayores conflictividades —luego la historia social también inserta nuevas formas y metodologías para comprender los procesos históricos—, sigue primando en el imaginario de los sectores conservadores e investigadores la idea de que ser “un verdadero mapuche” es vivir como en el siglo XV. Por lo tanto, todo lo que ha sucedido luego de la Ocupación de La Araucanía es invento de activistas foráneos o del “indigenismo” de activistas mapuche.

    Lo cierto es que, a pesar de todos los prejuicios que circulan para invalidar los argumentos políticos del pueblo mapuche hoy, los hechos, como los llaman en la disciplina de la Historia, son los que van marcando la narrativa histórica. Y justamente en este punto radica la importancia del libro de Martín Correa: permite comprender algunas de las variables que llevaron a establecer la propiedad en las comunidades de Ercilla y que explican, en parte, las dificultades para establecer relaciones interculturales, pues estas se han intentado desde una negación de los hechos sucedidos. La historia del despojo es una invitación a complementar y discutir lo que entendemos por verdad histórica. Al hacerlo, cuestionamos las concepciones inclusive de temporalidad, en las que presiento que se anidan las controversias en relación con los mapuche.

    ¿Por qué entonces se hace complejo debatir sobre el territorio mapuche incluso hoy en la Convención? Porque los sectores de derecha, como muestra el libro, son herederos de un sistema que legitimó la usurpación territorial, pero también porque ese sistema ha beneficiado a militantes de la Democracia Cristiana, del Partido por la Democracia e inclusive del Partido Socialista. Este libro da cuenta de todo ello. Y al hacerlo, puede ayudarnos a vislumbrar por qué en la misma Convención Constitucional uno de los principales nudos del proceso sigue siendo la autonomía de las comunidades mapuche.

    ¿Qué es para el pueblo mapuche la Ocupación de La Araucanía o la Reducción?

    Son un poco más de 100 años, para un pueblo cuya historia se funda en la evolución de la cultura pitrén y vergel, a partir del siglo primero después de Cristo. Si no se considera la dimensión del tiempo en la historia mapuche, es compleja una solución rápida y a corto plazo, como la que han propuesto todos los gobiernos a partir del siglo XX y lo que llevamos del XXI. Asimismo, se vuelve necesario aceptar que la tierra continúa siendo la base en la que se funda la historia mapuche.

    Para complejizar aún más este debate, La historia del despojo permite analizar cómo cada identidad territorial es independiente, aunque conectada por los protocolos que se dictaminan a través de la cosmovisión y las costumbres. Al hacer este ejercicio, como lo plantea Elicura Chihuailaf, hablamos de la “memoria de mi niñez y no de una sociedad idílica”.

    Este libro, en ese ámbito, recupera el kimün, traducido en la obra de Correa como “conocimiento”. Al hacerlo, da una relevancia a la memoria, a la oralidad, la que va enriqueciendo con los documentos y papeles que forman parte de la historia mapuche en un enclave de larga duración. Este ejercicio metodológico y disciplinario da sustento a lo que los mismos hombres y mujeres mapuche han dicho y puesto en el debate a lo largo de la subyugación al colonialismo republicano.

    ¿Por qué entonces se hace complejo debatir sobre el territorio mapuche incluso hoy en la Convención? Porque los sectores de derecha, como muestra el libro, son herederos de un sistema que legitimó la usurpación territorial, pero también porque ese sistema ha beneficiado a militantes de la Democracia Cristiana, del Partido por la Democracia e inclusive del Partido Socialista. Este libro da cuenta de todo ello. Y al hacerlo, puede ayudarnos a vislumbrar por qué en la misma Convención Constitucional uno de los principales nudos del proceso sigue siendo la autonomía de las comunidades mapuche. También contribuye a discutir sobre el territorio y debatir sobre quiénes son los que habitan una tierra que fue “legalmente” comprada, pero a través de distintos mecanismos que legitimaron un despojo por medio de fórmulas más bien engañosas. Como insiste el autor, las compras de tierras pueden ser legales, pero ilegítimas en su origen. Al probarlo, usando distintas metodologías de nuestra disciplina, Correa da por sentado que los sucesos que hoy desgarran y desangran a quienes viven en Wallmapu, “aquello que hoy les sucede a los mapuche les ocurrió también a sus abuelos, y a los abuelos de sus abuelos”. ¿Feley?: feley.

     

    Fotografía de portada: Cristóbal Olivares.

     


    La historia del despojo: el origen de la propiedad particular en el territorio mapuche, Martín Correa, Pehuén-Ceibo, 2021, 359 páginas, $16.000.

  370. Genealogía de la identidad

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    Gabriela Wiener, escritora peruana residente en España que forma parte del llamado nuevo nuevo periodismo latinoamericano, ha desarrollado una obra íntima, desinhibida y coherente: Sexografías (2008) se lee como una biografía de sus experiencias sexuales; en Nueve lunas (2009) nos introduce en los aspectos más oscuros de su propio embarazo; Kit de supervivencia para el fin del mundo (2012) narra su participación en un taller para experimentar la propia muerte; y Dicen de mí (2017) está construido a partir de entrevistas a terceros sobre ella misma. Esta breve selección de su trabajo basta para ver que estamos frente a una cronista que pone su corporalidad y subjetividad en el centro del relato.

    Huaco retrato, su última entrega, continúa esta persistente exploración y exposición del yo a través de una narración fragmentada, que se enfoca en tres ejes: la muerte de su padre, también periodista, y la esposa y la amante que lo lloran; su propia relación poliamorosa con su marido peruano y su mujer española; y la reconstrucción de la vida de Charles Wiener: “El europeo [que] dejó a un niño peruano que a su vez tuvo diez hijos, uno de los cuales fue mi abuelo, que a su vez tuvo a mi padre, que me tuvo a mí, que soy la más india de los Wiener”.

    “Mi identidad marrón, chola y sudaca —escribe la autora— intenta disimular la Wiener que llevo dentro”, pero este libro precisamente pone el foco en lo que hay en ella de quienes le heredaron su apellido: su padre y su tatarabuelo. Charles Wiener fue un famoso explorador de origen austriaco y nacionalizado francés, un huaquero —ladrón de tesoros precolombinos— que se llevó muchos huacos —cerámicas incaicas y mochicas— a Europa, y un escritor que narró sus aventuras en un tomo de casi mil páginas. Pese al rechazo que le provocan las afirmaciones racistas de ese libro, tras el funeral de su padre la cronista emprende esta lectura en busca del patriarca de la familia.

    Al mismo tiempo, el equilibrio de su propia vida entra en crisis cuando tiene un breve amorío que le oculta a sus dos parejas, y se enfrenta al hecho de que le cuesta mucho no celarlos. “Soy mi padre infiel y celoso de que su amante le ponga los cuernos con otro. Su versión posmoderna”. Esto la lleva a ingresar a un taller llamado “Descolonizando mi deseo”, con el que trata de liberarse del hecho de que hemos “aprendido que los cuerpos deseables son los blancos, delgados y normativos, mientras despreciamos lo que se parece a nosotros. La teoría me la sé. Pero cómo me la meto al cuerpo”.

    ‘Hay algo en esta mezcla perversa de huaquero y huaco que corre por mis venas, algo que me desdobla’, dice. Pero a diferencia del europeo, Wiener reconoce estar trabajando ‘con fragmentos robados de una historia incompleta’, y se huaquea sobre todo a sí misma en este libro que es también un museo, un archivo, un zoológico humano en que se expone ante nuestra vista.

    En cuanto a la escritura de Charles Wiener, la autora descubre que él ha sido criticado por ser un mejor publicista de sí que científico, lo que llevó a un historiador a afirmar: “Su estilo a veces enfático, otras sentencioso y lleno de humor (…) se avenía más con un salón mundano que con un gabinete de trabajo”; estas palabras, por cierto, también describen perfectamente la obra de la periodista. A partir de eso, ella llega a sentir “empatía por su postura involuntariamente antiacadémica y ególatra”, la misma que rige las crónicas en que, al igual que él, narra en primera persona sus exploraciones, aunque estas sean de una naturaleza muy distinta a las de su antepasado.

    La escritora inicia esta narración con su visita a la colección Wiener en un museo de París, pero no solo se ve reflejada en los huacos retratos ultrajados por su tatarabuelo, esos rostros parecidos al suyo, sino también en aquel que se los llevó al continente en que ella es una inmigrante. “Hay algo en esta mezcla perversa de huaquero y huaco que corre por mis venas, algo que me desdobla”, dice. Pero a diferencia del europeo, Wiener reconoce estar trabajando “con fragmentos robados de una historia incompleta”, y se huaquea sobre todo a sí misma en este libro que es también un museo, un archivo, un zoológico humano en que se expone ante nuestra vista.

    A pesar de tener una clara postura crítica, feminista y poscolonial, Huaco retrato no pretende teorizar ni darnos respuestas, sino mostrar lo complejo de la identidad desde un punto de vista subjetivo que tiene un vínculo particular con la historia del continente, las relaciones sexoafectivas y la escritura. Quizás por eso, aunque prima la no ficción, esta narración genealógica encuentra una salida ficcional en la historia de Juan, un niño indígena llevado a Europa por Charles Wiener. Y quizás por eso, la autora menciona más de una vez el libro favorito de su padre: Cien años de soledad.

     


    Huaco retrato, Gabriela Wiener, Literatura Random House, 2021, 176 páginas, $12.000.

  371. La caja de herramientas de Lydia Davis

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    La escritora estadounidense Lydia Davis (1947) es principalmente conocida como autora de relatos que pueden constar de solo una línea, como ocurre en el cuento “Cierta sabiduría extraída de Heródoto”, cuyo texto se reduce a: “Estos son los hechos sobre los peces del Nilo”. Pero Davis sobresale también por su trabajo como traductora, labor a la que se dedica desde fines de los 70. Publicó su primera traducción en 1981, una colección de ensayos de Maurice Blanchot, que fue seguida por los cuatro tomos de Las reglas del juego, la autobiografía del poeta surrealista y etnógrafo francés Michel Leiris, el primer tomo de En busca del tiempo perdido, Madame Bovary y, más recientemente, una colección de 72 relatos breves de A. L. Snijders titulada Grasses and Trees, entre otros.

    Ensayos I, impecablemente traducido por Eleonora González Capria, es el primero de dos volúmenes de no ficción, cada uno dedicado a las ocupaciones principales de Davis, la escritura y la traducción. El tomo publicado por Eterna Cadencia reúne ensayos, reseñas, prefacios, observaciones y conferencias escritos desde fines de los 70 hasta principios de esta década. El tema principal es la escritura, pero la traducción también aparece de vez en cuando, así como las artes visuales, la escritura de la historia, la figura de Cristo y la memoria. La escritura es abordada desde distintos ángulos, en amables reflexiones teóricas sobre la forma y la influencia literaria en tres textos fundamentales, y luego en una serie de ensayos más prácticos con sugerencias para una buena rutina de escritura, la corrección de oraciones, la revisión de un cuento y cómo elegir un final.

    Otros textos directamente abordan las preferencias de Davis. Hay uno de dos páginas donde revela sus cuentos favoritos: cinco relatos firmados por Beckett, Grace Paley, Flannery O’Connor, Isaak Bábel y Kafka. Estos mismos autores reaparecen en un ensayo donde Davis analiza cómo su pasión por las formas anómalas y los libros que quiebran las lógicas más o menos impuestas por los géneros literarios, influyó en el desarrollo de su propia escritura. En este sentido, es inmensamente iluminador cuando narra el impacto de leer a los 13 o 14 años las dos primeras páginas de Malone muere, de Samuel Beckett, para luego profundizar en las seis lecciones fundamentales que aprendió del escritor irlandés.

    Davis analiza cómo su pasión por las formas anómalas y los libros que quiebran las lógicas más o menos impuestas por los géneros literarios, influyó en el desarrollo de su propia escritura. En este sentido, es inmensamente iluminador cuando narra el impacto de leer a los 13 o 14 años las dos primeras páginas de Malone muere, de Samuel Beckett, para luego profundizar en las seis lecciones fundamentales que aprendió del escritor irlandés.

    Asimismo, resultan fundamentales la introducción a Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin, una autora cuyo trabajo Davis empezó a leer a principios de los 80; un ensayo donde considera el fragmento como género literario en la obra de Barthes, Mallarmé, Joseph Joubert (otro autor traducido por Davis) y Flaubert; otro ensayo donde analiza las formas en que el material literario encontrado (desde correos electrónicos hasta sueños y recortes de prensa) es transfigurado al ingresar en la literatura, y un trabajo sobre Madame Bovary en que analiza la consistencia psicológica de sus personajes y reflexiona sobre cómo hoy somos incapaces de ver lo radical de esta novela, precisamente porque cambió para siempre la forma en que las novelas fueron escritas en adelante. Otro escrito gravitante es la evaluación de la figura de Edward Dahlberg, un escritor largamente considerado como uno de los más logrados estilistas de la literatura estadounidense (“un maestro de la lengua, el heredero de Thomas Browne, Burton y el Milton de los panfletos más polémicos”, dijo Herbert Read) y quizás el más olvidado. Davis interroga a escritores de distintas generaciones y descubre que pocos conocen más que un par de lugares comunes sobre su obra y menos aún lo han leído. Se pregunta, entonces, por las razones de su olvido y se adentra en su mito, para revelarnos su fascinación por los autores más anómalos, quizás los que recrean en ella la experiencia de leer a Beckett por primera vez.

    Leyendo estos ensayos, libres y llenos de pasión por la lectura, es inevitable pensar en la no ficción de J. M. Coetzee recogida en dos tomos, bajo el título La mano de los maestros, y en los Ensayos completos de Paul Auster. En los libros de estos tres contemporáneos hay verdaderas guías de lectura para quienes desean huir de la tiranía de los más vendidos y conocer en profundidad su relación con la escritura y la lectura. Cabe esperar que Eterna Cadencia encargue pronto a Eleonora González Capria la traducción de Ensayos II.

     


    Ensayos I, Lydia Davis, Eterna Cadencia, 2021, 475 páginas, $23.930.

  372. Orlando Figes: “Rusia es una entidad geopolítica y geográficamente insegura”

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    En la introducción del libro El baile de Natasha, recientemente reeditado en español, el historiador británico Orlando Figes recuerda un episodio de Guerra y paz, de León Tolstói, que parece encarnar la esencia de la cultura rusa: Natasha Rostov y su hermano Nikolai son invitados por su “tío”, como ella lo llama, a una humilde cabaña en el bosque después de una cacería. Y allí la culta y elegante condesa, ante el pedido insistente de su anfitrión, termina compartiendo con los sirvientes y bailando al ritmo de una tradicional tonada folclórica campesina. Sin que nadie le hubiese enseñado los bailes campesinos rusos, Natasha parece conocerlos instintivamente.

    “Comencé el libro con esa escena porque Tolstói parece estar sugiriendo que hay una suerte de sensibilidad, independiente de la clase social, que es compartida por todos los rusos”, comenta Figes. Y esa vieja idea sobre la existencia de un “alma rusa”, más propia del romanticismo del siglo XIX, parece haber resurgido en el último tiempo, de la mano del discurso nacionalista de Vladimir Putin y su violenta invasión a Ucrania. Según el propio autor de Los europeos y La revolución rusa, algunos elementos de ese concepto acuñado por Nikolai Gógol hace más de 150 años “están presentes en el pensamiento de Putin, como, por ejemplo, la idea de que los rusos tienen una suerte de misión especial en el mundo”.

    ¿Pero esa “alma rusa” existe o es solo un mito?
    Es un mito, esencialmente un mito eslavo. Hubo algunos que hablaron de él antes, pero fue Gógol el primero que hizo famoso el término. Él era eslavófilo y defendía la idea de que, sin importar lo avanzado que pueda estar Occidente económicamente o en términos tecnológicos, Rusia tiene algo distinto, tiene alma, una suerte de espiritualidad colectiva y armonía moral; eso los hace gente especial, con una suerte de misión divina.

    ¿Resulta irónico hoy que haya sido Gógol quien acuñara el concepto, considerando que era ucraniano?
    Sí, era ucraniano y sus primeras historias fueron en su mayoría sobre Ucrania, cuentos folclóricos. Había una gran fascinación por la cultura ucraniana en la Rusia de ese tiempo, pero como todos los escritores ucranianos de entonces, para tener éxito tenía que escribir y publicar en ruso, y así fue como logró su fama. Hay muchos escritores rusos que son, en efecto, ucranianos.

    La Rusia rural estaba muy alejada de las ideas occidentalizantes de la inteligentsia. Eso creó una permanente tensión interna, obviamente. Era el gran debate de la Rusia del siglo XIX, que en cierto sentido todavía persiste, ese dilema entre si Rusia tiene que seguir el modelo occidental, con su progreso y sus valores, o debe perseguir su propio camino o incluso girar hacia el este y reconocer su propio background euroasiático.

    ¿Se puede decir que esa identidad rusa se fue forjando a partir de su permanente conflicto con Europa? Pienso, por ejemplo, en la invasión napoleónica o en la Guerra de Crimea.
    Hay tensiones, y tensiones difíciles, entre la cultura rusa y la noción de Europa. El occidentalismo en Rusia fue el credo dominante de la inteligentsia. La idea de fomentar eso en Rusia era lo que la mayoría de los escritores e intelectuales creía que debían hacer. Consideraban que su misión era avanzar en ese proyecto, educando a las personas, a través de reformas sociales. Pero esas eran ideas político-civilizatorias, y siempre hubo una dualidad entre esa civilización, concentrada en San Petersburgo y Moscú, y la Rusia rural y campesina, que muestra pocos signos de civilización occidental hasta el siglo XX. Tiene su propio sistema político y moral. La forma en que los campesinos vivían en los pueblos era determinada por las leyes de las costumbres o por las tradiciones de la comunidad. En cierto sentido, esa ideología campesina calzó mejor con las ideas de la revolución bolchevique, con la idea de que el trabajo debe tener su valor, que la tierra no le pertenece a nadie y que todos deben tener el derecho de trabajar la tierra. Es una suerte de comunismo primitivo. La Rusia rural estaba muy alejada de las ideas occidentalizantes de la inteligentsia. Eso creó una permanente tensión interna, obviamente. Era el gran debate de la Rusia del siglo XIX, que en cierto sentido todavía persiste, ese dilema entre si Rusia tiene que seguir el modelo occidental, con su progreso y sus valores, o debe perseguir su propio camino o incluso girar hacia el este y reconocer su propio background euroasiático.

    ¿Cree que hay, en parte, un resentimiento histórico de Rusia hacia Europa?
    Sí, y lo vemos hoy en términos militares. Putin está lleno de resentimiento. Y es la política del resentimiento la que conduce hacia la denuncia del doble estándar y la hipocresía de Occidente. La política del resentimiento tiene un gran atractivo y no solo en Rusia, también en otros países, en Medio Oriente, en India, en China, pero diría que es una forma bastante extrema en un espectro mucho más amplio. Y el extremo más suave de ese espectro siempre ha sido, al menos entre la inteligentsia occidentalizada, la sensación de que los europeos nunca han aceptado a los rusos como iguales. Los rusos son vistos como arribistas. En Europa se sentían como provincianos y sentían que los miraban de arriba abajo. Cuando viajeros rusos recorrían Europa en los siglos XVIII o XIX, contaban que la gente veía a Rusia como un lugar exótico, bárbaro y asiático. Incluso se sorprendían de que hubiera escritores en Rusia. Lo puedes llamar no sé si resentimiento, pero sí complejo de inferioridad. Está ahí y calza con el resentimiento. Es un sentimiento que se arrastra desde hace mucho tiempo. Tiene una gran carga histórica en la autopercepción de los rusos y en cómo sienten que son vistos por Europa. Definitivamente, ha alimentado este nacionalismo antioccidental que atrae a Putin.

    La historia de Rusia es una historia de conquistas e imperios, ya sea el de los zares o el soviético. ¿Rusia siempre ha tenido vocación de imperio?
    Rusia desarrolló un imperio. Fue un proceso interno de colonización el que llevó a Rusia desde Moscú hasta el Pacífico. Rusia es un país que se fue colonizando a sí mismo en cierta medida, es imperial por naturaleza. Algunos dirán que el origen del problema es no haber sido un imperio por demasiado tiempo. Es difícil reinventarse como un Estado-nación, especialmente cuando se tiene un territorio tan vasto y sus fronteras son tan difíciles de definir geográficamente y complejas de defender. Está siempre el miedo, en algunos círculos, al desmantelamiento de Rusia por parte de potencias extranjeras, muchas veces usando a Polonia o a Ucrania como puntos de entrada. Los austrohúngaros, por ejemplo, incentivaron el nacionalismo ucraniano porque lo vieron potencialmente como vehículo para extender su control. Esto es algo que Putin en sus escritos históricos ha destacado y usado para alimentar este sentimiento de que Ucrania nunca ha sido confiable, porque siempre fue usada por poderes occidentales contra Rusia. ¿Pero eso hace que el expansionismo ruso sea parte de su carácter? No lo creo. Pienso que más bien significa que Rusia es una entidad insegura geopolítica y geográficamente, siempre vulnerable y temerosa de su desintegración.

    Nikolái Gógol, bosquejo en lápiz de 1840.

    ¿Y cuándo se origina ese sentimiento?
    Rusia es una gran planicie, que se extiende por 11 husos horarios. Tienes una gran población musulmana a lo largo de su frontera sur y Estados como Ucrania y los bálticos que empiezan a mirar crecientemente hacia el oeste. Entonces, es una fuente de inseguridad para los gobernantes rusos, especialmente porque son dictadores y están preocupados de la influencia que puede tener la democracia si llega a Rusia. Fue así durante mucho tiempo. Fue así durante Nicolás I, a inicios del siglo XIX. La agresiva política de Nicolás I hacia Polonia fue precisamente motivada por esa razón. Temía que la revolución polaca pudiera llevar a una revolución en Ucrania y luego a una revolución en Rusia. Esta agresiva creación de territorios de contención, esta tendencia de Rusia a controlar y dominar a los Estados vecinos, especialmente en el oeste o en el suroeste, alrededor del Mar Negro —donde es particularmente vulnerable en términos de la defensa de sus fronteras—, siempre ha estado presente, al menos desde el siglo XIX. Y ese es un hábito difícil de cambiar. En ese sentido, Putin hoy está pensando más como un imperialista del siglo XIX.

    ¿Qué significa la “Nueva Rusia” de la que habla Putin?
    La Nueva Rusia es una región creada como una provincia rusa en el siglo XIX y formada por distritos ricos y económicamente importantes en el este de Ucrania. El argumento de algunos en Rusia es que esto no fue nunca parte de Ucrania. Es un argumento engañoso, porque Ucrania en realidad nunca existió antes de 1917. La única existencia de Ucrania fue una breve república que declaró su independencia en 1917-18, arrasada por la guerra civil. Pero cuando los bolcheviques comenzaron a diseñar la Unión Soviética, a Ucrania se le entregó la Nueva Rusia y luego, bajo Kruschev, también se le dio Crimea. Para estos irredentes nacionalistas esta es una injusticia para Rusia. Para mí es eso lo que Putin está tratando de recuperar. Trata de recuperar esa Nueva Rusia, para crear un corredor terrestre entre Crimea y Rusia, y también para bloquear cualquier acceso a Ucrania desde el mar. Eso debilitaría a Ucrania completamente. Esa es la idea imperial, que la Nueva Rusia debe ser rusa.

    ¿Cuánto cree que la religión y, en especial, la jerarquía de la iglesia ortodoxa está influyendo en las ideas de Putin? ¿Hay alguna relación?
    Sí, claro, hay una relación simbiótica entre la iglesia y el Estado en Rusia. El patriarca Kirill ha sido uno de los principales y más fuertes sostenedores del reclamo de las tierras rusas y la reunificación de la iglesia, porque desde 2018 la iglesia ortodoxa ucraniana se separó de la iglesia ortodoxa rusa. A Kirill le gustaría reunificar toda la iglesia ortodoxa bajo el control de Moscú. Él parece sentir que tiene una misión histórica y no se ha distanciado de la increíble violencia que se desató contra sus hermanos ortodoxos en Ucrania. ¿Cuánta influencia tiene? Es difícil saberlo, pero Putin necesita a la iglesia para darle una cierta validez ideológica y religiosa a lo que está haciendo. Creo que, entre las personas mayores y creyentes, tener a Kirill en su ceremonia semanal televisada, diciendo que Putin está haciendo lo correcto, es importante para el gobernante ruso. Y la iglesia necesita a Putin, en el sentido de que el Estado apoya la agenda nacionalista del patriarcado de Moscú y defiende su posición frente a otros credos. Pese a que se supone que Rusia es un Estado secular, la iglesia ortodoxa cuenta con una protección especial del gobierno frente a las otras iglesias que llegan a Rusia. Ambos comparten una ideología conservadora. Los valores tradicionales son considerados superiores y necesarios para defenderse, porque si no Rusia va a terminar siendo dominada por las “decadentes” ideas liberales de Occidente, como los derechos homosexuales y todo el resto. Así es como esa relación funciona.

    Putin siente que tiene un derecho en su esfera de influencia. Nicolás I fue a la guerra de Crimea apoyado en esa misma idea. ¿Quién era Occidente para decirle que no tenía el derecho para defender a los ortodoxos más allá de las fronteras de Rusia? Esa es la analogía, pero para las personas que no conocen la historia o quieren sumar seguidores en Twitter, es más fácil decir que Putin es otro Hitler.

    ¿Qué analogías con lo que está sucediendo ve en la historia? Algunos han comparado la situación actual con la invasión de los sudetes por parte de Hitler. ¿Son comparables?
    No estoy de acuerdo con la comparación con Hitler, creo que es completamente inapropiada. Creo que solo empeora las cosas. No veo que sea útil. Creo que la verdadera analogía es con la primera guerra de Crimea, en el siglo XIX, cuando Nicolás I intimidó a los otomanos para lograr un objetivo geopolítico y defender a los ortodoxos en el imperio otomano. El zar avanzó hasta lo que hoy llamamos Bulgaria para imponer su visión y las potencias occidentales humillaron a Rusia en la guerra de Crimea. Dejaron a Rusia completamente aislada por un par de décadas. Y cuando Nicolás I murió sospechosamente —no se sabe si fue suicidio o una muerte natural—, quedó inmortalizado como el peor zar de la historia. Esa parece ser la mejor analogía. Es una analogía que puede ser útil, en el sentido de que se relaciona con el tema de los rusos en las fronteras con el Mar Negro, con el tema de Ucrania y con las fronteras occidentales. La pregunta aquí es cuánto se le permite a Rusia ejercitar sus músculos para controlar su esfera de influencia. Putin siente que tiene un derecho en su esfera de influencia. Nicolás I fue a la guerra de Crimea apoyado en esa misma idea. ¿Quién era Occidente para decirle que no tenía el derecho para defender a los ortodoxos más allá de las fronteras de Rusia? Esa es la analogía, pero para las personas que no conocen la historia o quieren sumar seguidores en Twitter, es más fácil decir que Putin es otro Hitler.

    Hay un componente religioso en todo esto…
    Para Putin hay una suerte de civilización rusa, que él la define por quienes hablan ruso, por quienes quieren ser ciudadanos rusos porque fueron parte de Rusia en el pasado y luego quedaron fuera cuando la Unión Soviética colapsó. Para él, Rusia tiene el derecho de defender a esas personas de la misma manera en que Nicolás I tenía el derecho de defender a los ortodoxos en Serbia y en los Balcanes. Es una idea muy extraña esa de sentir que se tiene el derecho de proteger a personas cercanas a ti étnicamente, pese a que no son ciudadanos de tu país.

     


    El baile de Natasha, Orlando Figes, Taurus, 2021, 736 páginas, $23.000.

  373. Philipp Blom: “No somos individuos racionales, libres y perfectamente informados. Eso es ideología”

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    Los cuatro jinetes del Apocalipsis tal vez son tres. Uno: el cambio climático ya se convirtió en emergencia y, de no hacer algo ahora, vamos camino a que el planeta sea inhabitable para nosotros: “El cambio climático inducido por el ser humano ya afecta con muchos fenómenos meteorológicos y climáticos extremos en regiones de todo el mundo. La evidencia de los cambios observados, en extremos como olas de calor, fuertes precipitaciones, sequías y ciclones tropicales, y, en particular, su atribución a la influencia humana, se ha fortalecido”, dice el informe 2021 del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU.

    Dos: la revolución digital, en particular la automatización, vaticina un mundo en el que faltará el trabajo. En 2017, la consultora McKensey publicó un estudio en el que dice: “Si bien pocas ocupaciones son completamente automatizables, el 60 por ciento de todas las ocupaciones tienen al menos 30 por ciento de actividades automatizables”. En el caso de Chile, por ejemplo, el estudio dice que alrededor de la mitad de los trabajos son automatizables.

    Tres: la democracia liberal, los derechos y libertades están amenazados o derechamente bajo ataque, por gobernantes y líderes políticos como Donald Trump, Viktor Orban, Marine Le Pen, Jair Bolsonaro, José Antonio Kast, Santiago Abascal, Narendra Modi, entre otros, y además compiten con el éxito económico y político de la dictadura china.

    Sobre ese presente y futuro reflexiona el historiador Philipp Blom (Hamburgo, 1970) en su nuevo libro, Lo que está en juego (Anagrama). “¿Qué persona racional puede creer en un futuro mejor a la vista de semejante situación?”, pregunta el autor alemán. “Un optimismo lúcido debe partir de la posibilidad de que ocurra lo peor”, agrega.

    Blom es autor de títulos como Años de vértigo, donde repasa la escena cultural en Occidente entre 1900 y 1914; El coleccionista apasionado, un paseo por la manía de coleccionar, desde el Renacimiento al presente, y Encyclopédie, una crónica sobre la Ilustración y en particular sobre su mayor héroe, Diderot.

    Escribo desde Europa, y cuando digo “nosotros” me refiero a una suerte de “nosotros” de riqueza global: las personas que usan la mayor parte de los recursos y que son la parte más grande del problema, pero que también tienen más margen de maniobra y pueden hacer grandes cambios. Un agricultor en Sudán o en Bolivia puede hacer poco ante la catástrofe climática, salvo sufrir sus consecuencias.

    Un niño con una Kalashnikov

    Algo que atraviesa la obra de Blom, tal vez la motivación detrás de sus libros, es recorrer y conocer hitos o procesos de cambio social y cultural que han trasladado a la humanidad de un punto a otro, de un tiempo a otro: desde la inquietud y necesidad de subsistencia que llevó a un grupo de jóvenes intelectuales a hacer de su época el Siglo de las Luces, hasta el vértigo que arrojó a Europa y luego al mundo a la Primera Guerra Mundial. Son, si se quiere, aproximaciones a la modernidad y su, podríamos decir, intrínseca crisis.

    La humanidad ha cambiado, cambia; eso nos muestra Blom en sus trabajos. Y ahora nos toca cambiar de nuevo. Aclimatarnos. En su libro anterior, El motín de la naturaleza, escribió sobre la Pequeña Edad de Hielo (1570-1700), un progresivo enfriamiento de las temperaturas, un cambio climático que obligó a los seres humanos a adaptarse y que llevó al surgimiento de la sociedad y la economía modernas. Esa adaptación podría ser una muestra de lo que nos toca hacer hoy, en tiempos en los que, según dice Blom, todo está en juego. Sin embargo, aquella transformación demoró generaciones y no fue planificada. Mientras que esta vez se trata de cambiar ahora ya, de manera coordinada y globalmente. Y no parece haber ejemplo de algo así en la historia.

    “No, no creo que lo haya, y eso muestra el increíble desafío que enfrenta la humanidad”, ratifica Blom a través de un correo electrónico. “Usualmente, los cambios culturales ocurren a lo largo de generaciones, pero si las proyecciones científicas son correctas, solo tenemos unas pocas décadas para prevenir lo peor de una catástrofe que ya está sucediendo y que va a cambiar nuestras vidas profundamente. ¿Por qué es diferente esta vez? Porque nuestras tecnologías se han vuelto tan poderosas, que la presencia humana puede cambiar los sistemas naturales globales y porque este cambio es muy rápido. Ya no somos un niño de tres años con una pala de plástico, ahora somos un niño de tres años con una Kalashnikov; no más sabio, pero sí mucho más peligroso”.

    “También es un asunto difícil de comunicar, porque el sistema que nos ha traído a este punto, basado en el crecimiento, la dominación, el expansionismo y la explotación, ha traído grandes dividendos, al menos para los ganadores, y porque el cambio ha sido tan rápido que sobrepasa nuestro entendimiento. La mayor parte del exceso de CO2 en la atmósfera se emitió después de 1960, la mitad después del 2000, eso significa que una forma de vida que durante mucho tiempo pareció brutalmente exitosa para los que estaban literalmente esclavizados por ella y sublimemente verdadera y virtuosa para los de arriba, de repente, al parecer de la noche a la mañana, se ha convertido en una receta para el desastre. Literalmente nos estamos ahogando con los efectos colaterales de nuestro éxito sin precedentes”.

    La tecnología es parte de la fatalidad. Sobre el otro peligro que nos acecha, la automatización, la revolución digital, Blom dice en Lo que está en juego: “Los beneficios de la revolución tecnológica son cada vez más para los propietarios de sus avances, no para la sociedad, también porque una característica esencial de esa revolución consiste en la fórmula ‘productividad con un mínimo de trabajo humano’”.

    ¿Qué hay más allá de este hiperconsumo ambiental y psicológicamente destructivo? Obviamente, una vida materialmente menos derrochadora, menos opulenta, al menos para los ricos. Pero quizás también sociedades más sintonizadas con las necesidades reales del primate Homo sapiens.

    ¿Es posible redirigir la revolución tecnológica para que, por un lado, sea compatible con la emergencia ecológica y, por otro, que sus beneficios sean para toda la sociedad?
    No estoy seguro de que sea posible dirigir la revolución tecnológica o de que exista la voluntad política para ello. Vivimos en la era de lo que Zygmunt Bauman llamó “el divorcio entre política y poder”. Pero está claro que la digitalización está atacando el trabajo humano y, por ende, todo un modelo social, mientras que las redes sociales han cambiado la ecuación de noticias e información, y con ello el modelo político, porque ya no nos hablamos sobre la base de hechos compartidos. Como en el caso del cambio climático, este proceso se arrastra y avanza lentamente, y es aparentemente abstracto y vago. Pequeñas cosas cambian, pero no hay un solo enemigo, alguien con nombre y rostro. De hecho, los protagonistas del hipercapitalismo global y la digitalización suelen ser personas agradables y educadas, con puntos de vista liberales, personas que solo son parte de un sistema más amplio. Tengo curiosidad por ver si será posible cambiar estos factores de forma democrática, pero es crucial intentarlo.

    El cambio climático y la digitalización son los motores que llevarán también a las sociedades ricas a adaptarse a las nuevas circunstancias o acabar hecha pedazos”, se lee en el libro. ¿Qué ocurre con las sociedades pobres o “en vías de desarrollo”?
    Escribo desde Europa, y cuando digo “nosotros” me refiero a una suerte de “nosotros” de riqueza global: las personas que usan la mayor parte de los recursos y que son la parte más grande del problema, pero que también tienen más margen de maniobra y pueden hacer grandes cambios. Un agricultor en Sudán o en Bolivia puede hacer poco ante la catástrofe climática, salvo sufrir sus consecuencias. Ellos ya están pagando el costo del calentamiento global y seguirán haciéndolo.

    Usted plantea que el consumo es el relato que constituye a nuestra sociedad, la fuente de sentido para cada uno de nosotros. ¿Cómo pedirles a los pobres, y en general a aquellos que no pudieron entrar a la fiesta, que consuman menos, que hagan un esfuerzo?
    El asunto no puede ser pedirles a los pobres que consuman menos, lo que sería casi imposible, sino que crear condiciones en las que tengan más control sobre sus vidas, sean menos dependientes de los mercados globales y en las que la presión por consumir disminuya en general. El consumo se ha convertido en el principal mecanismo por el cual las personas desarraigadas de estilos de vida más tradicionales (que eran restrictivos de diferentes maneras), y de identidades fuertes heredadas, pueden adquirir una identidad que es fácil de leer y que comunica su estatus social o al menos sus ambiciones y prioridades a los demás mediante la exhibición de marcas y logos (reales o falsos). Es una identidad peligrosamente delgada y frágil; y se supone que debe ser así, porque se supone que los consumidores tienen que seguir comprando, de la misma manera que se supone que los fieles deben seguir comulgando. Es una identidad arraigada en la inseguridad y la ansiedad.

    ¿Dónde toca ir a buscar sentido, entonces? En el libro usted recuerda que, desde Calvino, la riqueza es virtud y la pobreza, vicio.
    Creo que es tiempo de repensar, fundamentalmente, la idea de felicidad humana. Nunca podremos escapar del consumo (todos necesitamos comer, y si escribes libros o artículos tampoco puedes cultivar repollos o cuidar ovejas), pero podemos terminar con el tipo de hiperconsumo que genera fenómenos como ese crimen que es la moda rápida, donde un par de jeans contamina 700 litros de agua potable, se envía a todo el mundo, se muestra en las tiendas durante unos días y luego forma parte del 80% de artículos de moda que se tiran a un vertedero sin haber sido usados nunca. ¿Qué hay más allá de este hiperconsumo ambiental y psicológicamente destructivo? Obviamente, una vida materialmente menos derrochadora, menos opulenta, al menos para los ricos. Pero quizás también sociedades más sintonizadas con las necesidades reales del primate Homo sapiens. No somos individuos racionales, libres y perfectamente informados en competencia unos con otros. Eso es ideología, propaganda y, por cierto, también profundamente teológico. Somos animales sociales, necesitamos pertenencia, respeto, reconocimiento. No todas las sociedades distribuyen estas cualidades mediante la elección del consumidor, y a lo largo de la historia los mecanismos han cambiado mucho: nacimiento, casta, clase, etnia, género, etcétera; lo que significa que se pueden moldear según las prioridades de una sociedad. Quizás deberíamos tratar de entender mucho mejor a este primate y tratar de construir un mundo en el que este gran simio asesino, pero sublime, pueda vivir en relativa paz, sentir relativamente poca ansiedad, no ser humillado, sentirse reconocido. En la medida en que esto sea alcanzable (y no estoy seguro de con cuánta precisión uno podría ir hacia allá), pienso que mecanismos destructivos, como el consumo, la agresión y el sacrificio social, dejarían de ser importantes.

    Pienso que es muy importante entender que el liberalismo ya no es el batacazo intelectual que pudo ser durante la Guerra Fría, cuando las personas que vivían en sociedades occidentales liberales tenían vidas demostrablemente mejores y más libres que aquellas que estaban detrás de la cortina de hierro. Hoy, el proyecto liberal ha sido manchado por los crímenes coloniales e imperialistas cometidos en su nombre, la destrucción ambiental y el simple hecho de que ya no puede garantizar las mismas oportunidades y libertades para sus ciudadanos.

    Las manchas del liberalismo

    La tercera amenaza que vive la humanidad, entramada con las anteriores, la sufre la democracia liberal, constreñida, dice Blom, entre una visión fundamentalista del mercado y los nuevos populismos nacionalistas. Luego de la crisis de 2008, se lee en Lo que está en juego, el camino hacia una República de Weimar global pasa por un nuevo crac bursátil.

    Blom cita a Yascha Mounk, quien describe el dilema político actual como una oposición entre una “democracia iliberal” y “un liberalismo antidemocrático”.

    La pregunta es si es democrático el autoritarismo populista… y si es liberal el elitismo tecnócrata.

    Lo normal, o lo que se suele oír, es que la amenaza al liberalismo viene de aquella política autoritaria, la “fortaleza”, como la llama Blom. Sin embargo, él también muestra que en gran medida los nuevos autoritarismos son una respuesta o encuentran su caldo de cultivo en la desigualdad, la precariedad y otros problemas generados por el capitalismo actual, por el funcionamiento actual del mercado y la política.

    Al preguntarle qué pasa con el “sueño ilustrado”, Blom contesta: “Pienso que es muy importante entender que el liberalismo ya no es el batacazo intelectual que pudo ser durante la Guerra Fría, cuando las personas que vivían en sociedades occidentales liberales tenían vidas demostrablemente mejores y más libres que aquellas que estaban detrás de la cortina de hierro. Hoy, el proyecto liberal ha sido manchado por los crímenes coloniales e imperialistas cometidos en su nombre, la destrucción ambiental y el simple hecho de que ya no puede garantizar las mismas oportunidades y libertades para sus ciudadanos”.

    “La gente en China —constata Blom, por más que no le guste— puede vivir con censura y vigilancia, pero cientos de millones de ellos han salido de la pobreza, la economía está en auge y las tasas de criminalidad son muy bajas. Hungría y Polonia pueden desmantelar sus instituciones liberales, pero sus gobiernos son elegidos democráticamente y la gente vuelve a sentirse orgullosa de su nación. En este contexto, vale la pena recordar que las democracias en sentido pleno no existen hace mucho tiempo, solo piensa en el derecho a voto de las mujeres. Y puede que terminen no existiendo por mucho tiempo más, porque hoy adherir a ideas como la libertad de expresión, la protección de las minorías, la división de poderes, etcétera, se ha convertido en una opción política y filosófica; una opción que también cuesta algo”.

    ¿Qué pasará con nosotros, considerando que no se puede cambiar rápidamente el modelo económico y social?
    Solo el tiempo dirá lo que nos sucederá, pero es poco probable que sea bueno. Incluso dos grados de calentamiento significarían ocho grados más de calor en las ciudades en verano, así como una naturaleza cambiante, grandes movimientos de población, conflictos por tierras cultivables y agua, desertificación, aumento peligroso de los niveles del mar. Pero no es realista esperar que las personas en todos lados de la Tierra vayan a comprender que son una comunidad global y que deben actuar juntas. Es más probable que haya un paisaje de conflictos y caos creciente, con alguna isla ocasional en la que sea posible una vida más civilizada, sea gracias a una buena adaptación o por pura suerte. Aún así, ahora es el momento de hacer todo lo que podamos para evitar un destino peor. Josef Stiglitz llama a esto nuestra “tercera guerra mundial”.

    La pandemia de covid-19 es, quizás, el primer evento a la vez tangible y global de la emergencia ecológica. ¿Qué le ha hecho pensar sobre todo lo que está en juego hoy?
    Antes de 2019 di decenas, si no cientos de conferencias sobre estas cuestiones y muchas veces, políticos y empresarios, me dijeron: “Sí, todo es terriblemente triste y muy trágico, pero qué podemos hacer. No podemos tocar la economía global. No podemos interferir con el libre mercado”. Ese era el mantra y parecía no haber escapatoria. Y luego llegó el covid y en cuestión de días las sociedades reaccionaron, anteponiendo las necesidades sociales a las libertades del mercado, simplemente cambiando leyes, cerrando fronteras, requisando equipos; es decir, haciendo lo necesario para lidiar con la crisis. Es posible. Las sociedades pueden decidir sobre las prioridades políticas si la necesidad es lo suficientemente grande. Eso me da ánimo. El coronavirus nos ha mostrado cuán frágil es nuestra economía global, de la que todos dependemos de muchas maneras. Es una piel muy estirada que puede desgarrarse en cualquier momento y dejar a millones en la carencia existencial. Pero también nos ha recordado la solidaridad que mostraron las personas entre sí, la conciencia de actuar sobre una necesidad colectiva abrumadora y la simple posibilidad de que el orden global, aparentemente inquebrantable, puede, de hecho, cambiarse. Es solo un destello de esperanza, pero tiene suficiente luz para que veamos un camino a seguir.

     


    Lo que está en juego
    , Philipp Blom, Anagrama, 2021, 225 páginas, $19.000.

  374. Manuela Infante: romper el teatro

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    En una conferencia titulada “El teatro nunca ha sido humano”, hace un par de años, la directora, dramaturga y guionista Manuela Infante citaba a Ursula K. Le Guin para referirse al ciclo de teatro no antropocéntrico que había empezado a explorar. Era la entrada para repensar la disciplina y contrarrestar la idea moderna acerca de que lo humano es la medida de todas las cosas. Lo que citaba era el artículo “Teoría de la ficción de la bolsa de mano”, en el que Le Guin aventura la idea de una narrativa recolectora, alejada del relato clásico del cazador en combate, lleno de flechas y armas, que vuelve al hogar con su trofeo. El héroe, su hazaña y, zas, la victoria. Lo que plantea la escritora estadounidense, en cambio, es el relato como una bolsa para recolectar semillas, frutos, raíces, vegetales. Para Infante eso iba en estrecha sintonía con una dramaturgia que cuestionara la jerarquía entre humanidad y no-humanidad. Y era su estrategia para cambiar la forma del relato. ¿Cómo hacer un teatro vegetal, un teatro mineral? La respuesta no estaba en dar voz a lo “otro” (el objeto, la planta, la piedra), sino en buscar lo que hay de vegetal, de mineral, de no-vivo en nosotros. Poner el cuerpo de la obra a disposición de esa otredad para permitir una metamorfosis.

    Infante, que también es música y ha grabado dos discos con su banda Bahía Inútil, llegó a estas ideas después de otros ciclos y experimentaciones. Llegó, quizás, a partir de un extrañamiento con la lengua. En 1982, cuando tenía dos años, partió con sus padres a Canadá y regresó a Chile en 1990, recién inaugurada la democracia. A sus 10 años no se hallaba en este país que era y no era el suyo. “Mi recuerdo es tratar de hablar en español y pasarme al inglés sin darme cuenta. Y todos los niños: jajajaja. Y yo: ¿qué estoy haciendo mal? Y ellos: estás hablando en otra lengua”. Al salir del colegio pensaba estudiar composición musical o filosofía, pero terminó matriculándose en teatro en la Universidad de Chile. Y la primera obra que estrenó, Prat (2001), causó polémica entre los sectores conservadores y la institucionalidad militar, que vieron en el montaje un agravio al héroe naval. Tanto así que un almirante en retiro de la Armada dijo que la propuesta “encarna la doctrina de Gramsci y pretende destruir todos los valores para tomar el poder”. Para Infante lo que escondía esa reacción era el miedo a admitir que había “una generación que empezaba a leer las cosas distinto”.

    Además de Prat, con su compañía Teatro de Chile, que funcionó entre 2001 y 2016, siguió leyendo las cosas distinto en obras como Juana, Narciso, Rey Planta, Cristo, Ernesto, Zoo y Realismo. Y poco antes de la disolución del grupo, trabajó en proyectos independientes como Xuárez (2015), en dupla con el dramaturgo Luis Barrales. Ya entonces cuajaba esa atención cuidadosa en la arquitectura de la obra, que hacía ver sus piezas más semejantes a una colección de semillas que a una flecha en el tiempo. Así ocurrió en 2018 con Estado vegetal, interpretada por Marcela Salinas, donde exploraba conceptos como “inteligencia vegetal” o “alma vegetativa”. Y también en Idomeneo, en la que junto al músico Diego Noguera creaba una suerte de concierto hablado y electrónico. Ese mismo año Infante hizo una residencia en Japón, y producto de esa estadía y de lecturas que fueron desde Nietzsche hasta Donna Haraway, pero también de la revuelta de 2019 en Chile y de la pandemia, surgió Cómo convertirse en piedra. Si en Estado vegetal habitaba el universo de las plantas, acá nos sumergía en la lógica mineral. Y las capas de tiempo que conforman una piedra se cruzaban con las capas de sonido producidas por tres pedales de loop. Voces trenzadas y superpuestas, resonancias más que personajes, actores como ventrílocuos de un sonido ajeno repetido hasta el infinito. La exploración sería llevada al extremo en Metamorfosis, estrenada en Bélgica en 2021, en la que Infante adaptó el clásico de Ovidio y se detuvo en un puñado de mujeres exiliadas a la no-humanidad por no dejarse violar. Mujeres convertidas en vacas, en ríos, en flautas, en viento. Mujeres mutiladas, como Filomela, a quien el cuñado viola y arranca la lengua. “Imagina una voz. / Es el grito de un animal. / Hecho por una máquina. / Esa es mi voz”, escuchamos en inglés, en un sonido que es habla y canto. Pero también leemos frases desplegadas en el muro. Versos sueltos. Una cortina de palabras que hace las veces de un río. La poesía se filtra en medio de la oscuridad y con Diego Noguera otra vez el sonido inunda el espacio. Lo “otro” acá viene a ser algo más abstracto: ya no cosas, plantas o piedras, sino la voz.

    Citar es una práctica mucho más común y cotidiana de lo que pensamos. Sin ir más lejos, hablar es citar. Yo entiendo las obras como una especie de toqueteo de distintos pensamientos de autores y de mis propias ideas. En el fondo lo digo para distinguir eso del ejercicio de contar historias, que para mí nunca ha sido el motor.

    Experimentos semejantes son los que Infante y Noguera han hecho en Fuego, fuego y Noise, estrenadas en Europa en los últimos meses. Una dupla que hace teatro mientras hace música. Y tal como ocurría en Cómo convertirse en piedra, la revuelta de 2019 se cuela como una flecha ciega en los nuevos proyectos. Durante 2022 y 2023 Manuela seguirá yendo y viniendo, de un continente a otro, y ya tiene en carpeta al menos tres obras: Horizonte, que estrenará en 2023, y otras dos que abordan asuntos tan diversos como el petróleo o los finales. Aunque hablar de “asuntos” no es lo más adecuado. Porque lo que ella hace es crear ensayos escénicos en los que ofrece destellos de un pensamiento indisciplinado. “Siempre encontré más inspiración en la teoría que en la ficción. Y el teatro surgió como una manera de probar sensible o irresponsablemente esas ideas que hallaba en la teoría”, dice Infante, que en 2006 cursó un magíster en Estudios Culturales en Ámsterdam.

    ¿A qué te refieres cuando dices “irresponsablemente”?
    A tomar autores y temas y hacer un menjunje sensible con esas cosas, sin tener que hacerme cargo de que esto venga de aquí o de allá. Y también a no traer a la luz todos los contenidos. Para mí, mantener en la oscuridad ciertos territorios es cada vez más importante como práctica.

    Tu forma de citar, de hecho, es súper paródica. Más libre, desde el lugar de la creación.
    Y desde el lugar del juego. A eso me refiero también con la irresponsabilidad. No puedo evitar pensar en Judith Butler cuando dices lo de la cita. Incluso el género es algo que se nos hace materia en tanto citamos una norma. Citar es una práctica mucho más común y cotidiana de lo que pensamos. Sin ir más lejos, hablar es citar. Yo entiendo las obras como una especie de toqueteo de distintos pensamientos de autores y de mis propias ideas. En el fondo lo digo para distinguir eso del ejercicio de contar historias, que para mí nunca ha sido el motor.

    A estas alturas has resignificado la palabra “dramaturgia”. Ya no como sentarte a escribir una obra, sino una máquina mucho más compleja. ¿En qué términos puedes decir hoy que eres dramaturga?
    En términos de componer espaciotemporalmente cuerpos, ideas, sonidos, palabras. Esa composición me parece que es dramaturgia. Creo que la idea de la dramaturgia apegada al texto ya fue, ese giro ya ocurrió.

    Has dicho también que ves el teatro como una forma de hacer filosofía musical. ¿Cómo se juntan las tres cosas?
    El teatro aparece como un punto intermedio porque es puro ritmo y también puras ideas. Entonces junta música y filosofía. Y porque es un sistema complejo con todas estas dimensiones: el espacio, el evento, los cuerpos, las personas, las biografías… Esa complejidad me gusta porque tiene vida propia. Y ahí quizás empezamos a tocar lo no antropocéntrico, porque lo que pasa en escena no siempre tiene que ver con la voluntad y menos con la voluntad de los seres humanos. En ese sentido, lo encuentro un espacio medio sacro, entre comillas. Poco moderno, en términos de la concepción de lo humano que ejecuta acciones.

    Creo que nunca he hecho una obra donde una actriz equivalga a un personaje. Salvo en Prat quizás. Con Estado vegetal se hace evidente la polifonía, porque es un rasgo particular de las plantas. Pero siempre las actrices de mis obras vocean varios personajes. Ahí hay algo súper político, vinculado con lo posidentitario: una resistencia a la noción de identidad como algo fijo, estable.

    Lo no-humano era algo que ya asomaba en Zoo, pero que abordas más directamente en Realismo. ¿Cómo llegas ahí?
    En Zoo trabajé harto con el texto A la escucha, de Jean-Luc Nancy, que habla del límite entre el sonido y el significado en una palabra. Y de la diferencia entre escuchar y entender, por decirlo en términos burdos, porque él lo dice precioso. Y también con la idea, que viene de Mímesis y alteridad, de Michael Taussig, de que la imitación es algo distinto de la representación, en el sentido de que representar implica hacer una síntesis conceptual de algo para traerlo al presente e imitar, en cambio, es buscar ser algo que es completamente otro con el propio cuerpo.

    Has mencionado también la teoría del actor-red, de Bruno Latour, en estas aproximaciones.
    Claro, para alguien que hace teatro su teoría es explosiva, porque empieza a usar todas las palabras de la disciplina: actor, acción… Primero que nada actor ya no es un ser humano, sino que actúa cualquier cosa que tenga efecto. Y eso es un actante. Y acción sería el resultado de la interacción entre estas fuerzas. Ese es el tipo de cosas que me movilizan. Cuando me encuentro con algo así, digo “esto va a cambiar el teatro”. Me motiva mucho cuestionar la disciplina y ver hasta dónde se puede estirar y qué límites tiene.

    En Realismo estiras harto la cuerda en la descomposición de la forma. Primero vemos un espacio chiquito en un registro muy realista y termina en una especie de caos que arrasa con todo.
    Es que la obra parte de una cita al realismo teatral, que es el antropocentrismo por definición, y va rompiendo lo que se espera de ella para navegar hacia estos “nuevos materialismos”. Y está también la idea de que tiene que existir una gama de posibilidades de accionar en el mundo que no sea la voluntad pura o estar muerto. Tiene que haber otras gradaciones del actuar, un intermedio entre la acción voluntariosa del ser humano y la inercia del objeto muerto. Y eso inaugura el ciclo que es Realismo, Estado vegetal, Cómo convertirse en piedra y las demás.

    ¿Cuál fue el primer impulso para pasar de la materialidad de los objetos a las plantas en Estado vegetal?
    En algún momento me encontré con Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal, de Stefano Mancuso, que es un libro cortito en el que tira 10, 11, 15 ideas que de nuevo me permitían romper el teatro. Cómo se escribe una obra ramificada, en vez de que se organice alrededor de un centro. O qué significa que la persona en el escenario sea fototrópica, que siga la luz como lo hace una planta y no al revés. O la polifonía: que las plantas son multitudes, no individuos. El desafío era convertir esas leyes del reino vegetal en leyes para construir la teatralidad.

    Marcela Salinas reúne en sí misma muchas voces. Son como coros que la habitan. ¿Cómo aparece eso?
    Ahora que lo dices, creo que nunca he hecho una obra donde una actriz equivalga a un personaje. Salvo en Prat quizás. Con Estado vegetal se hace evidente la polifonía, porque es un rasgo particular de las plantas. Pero siempre las actrices de mis obras vocean varios personajes. Ahí hay algo súper político, vinculado con lo posidentitario: una resistencia a la noción de identidad como algo fijo, estable.

    Cuando las cosas pasan al territorio de la institucionalidad o se reintegran revoluciones al lenguaje del poder, el asunto se pierde. Yo soy una feminista muy de ese tipo. Y no solamente una feminista: también pienso políticamente así. Entonces lo primero que supe en Metamorfosis fue que no iba a ser una obra acerca de cómo estas mujeres recobran sus voces, sino qué voces hay en esas animalidades también, qué otras elocuencias.

    Has dicho que en algún momento se te volvió problemática la idea de hablar en la voz del otro. Pero en Realismo aún no lo resolvías del todo. De alguna forma había un intento por dar voz a los objetos…
    Realismo fue la gran debacle que me hizo dar cuenta de que este era un asunto ético que debía transformarse en estético. Que la pregunta era cómo voy a hacer una obra con, sobre, a través, por estas otredades sin apropiación. Y esa es la pregunta política que está en el centro de estas obras. Y todas son respuestas ético-estéticas-metodológicas. La manera de operar es que la obra “se comporta como”. Y eso corre para las plantas, las piedras, la voz, el fuego o el ruido.

    En Cómo convertirse en piedra se empieza a colar lo que ocurre mientras vas armando la obra. La revuelta y la pandemia tienen una resonancia especial: el extractivismo, las zonas de sacrificio, las vidas vivibles e invivibles, la exhumación de huesos, en fin. ¿Cómo fue eso?
    Bueno, fue un alojadero de tristeza. Creo que es una obra oscurísima y, si bien tiene humor, es el más negro de todos. Me doy cuenta de que en este tiempo ha aparecido algo político de forma más explícita para mí. Eso está en Cómo convertirse en piedra, pero también en Noise, que es sobre alguien que pierde los ojos en la calle. O sea, la obra trata de la diferencia entre ruido y señal, pero está lo de los ojos. Y Fuego, fuego va, entre otras cosas, del incendio de Santa Olga y de las barricadas. Jamás pensé que iba a hacer una obra que abordara la violación y, sin embargo, ahí está en Metamorfosis. Pero me atrevo a ir explícitamente, porque sé que la pega estructural la estoy haciendo. No me atrevería a hablar de feminismo ni de barricadas ni de mutilaciones si no sintiera que los movimientos estructurales políticos los estoy ejecutando. Lo que me hincha es cuando hay tematización de cosas, pero estructuralmente nada.

    En Metamorfosis la voz aparece como aquello que está en una frontera, y que se ha querido apropiar y colonizar en nombre de lo humano. ¿Dirías que es el eje?
    La imagen que rige Metamorfosis es la lengua de Filomela que queda hablando sola. En el mito pasan muchas más cosas después, que nunca pesqué. Filomela y la hermana se vengan y hacen que el hombre se coma a su propio hijo. Si una quisiera hacer una lectura feminista de primer orden se habría ido por ahí. Pero para mí la lengua hablando sola en el piso palabras ininteligibles es el universo entero. Mi decisión tiene que ver con seguir cuestionando la transparencia entre sistemas de poder o paradigmas en la diferencia. Cuando contaba que estaba haciendo Las metamorfosis, me decían: “Ah, le vas a devolver la voz a las mujeres”. Y yo: “No, no, yo no quiero hacer eso”. A Filomela le han quitado el habla con la violación y de eso se desprenden dos lenguajes: la lengua que habla sola y el mensaje que arma en el telar para contarle a la hermana. Y ahí aparece el cuestionamiento de por qué vamos a querer recuperar el lenguaje con el que hemos sido violentadas.

    La apuesta sería subvertir las cosas en su estructura misma: salir del relato del cazador, de algún modo.
    Es que para mí, cuando las cosas pasan al territorio de la institucionalidad o se reintegran revoluciones al lenguaje del poder, el asunto se pierde. Yo soy una feminista muy de ese tipo. Y no solamente una feminista: también pienso políticamente así. Entonces lo primero que supe en Metamorfosis fue que no iba a ser una obra acerca de cómo estas mujeres recobran sus voces, sino qué voces hay en esas animalidades también, qué otras elocuencias. Y eso tiene que ver, si lo piensas, con no hacer una obra de plantas que hable por las plantas, de piedras que hable por las piedras. Al final es la misma pregunta ética.

  375. Federico Galende: “Las ideas no nacen de teorías, sino de las formas sentidas”

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    Federico Galende es un intelectual —él dudaría de la existencia actual de esta figura— reconocido por abordar temas diversos de la cultura desde escrituras variadas. En general desde la crítica del arte y la política, escribe sobre las posibilidades y los fracasos de ser y de expresar. En los últimos años ha publicado unos 10 libros, entre los cuales destacan la imprescindible serie de tres Filtraciones. Conversaciones sobre arte en Chile, además de investigaciones y ensayos sobre el cine de Kaurismaki o la filosofía de Rancière. Nacido en Rosario, Argentina, donde estudió sociología, vive desde 1991 en Santiago, donde participa en la vida cultural y es profesor, actualmente, en la Facultad de Arte de la Universidad de Chile.

    Acaba de aparecer La vida inmueble, el tercero de sus libros que prefiere no llamar novelas, tras los celebrados Me dijo Miranda y La historia de mis pies. En esta narración comunica, “a pesar de todo”, cuestiones muy propias que se vuelven experiencias comunes, sean los pasos de la vecina, las hormigas en invierno o la muerte de un amigo. Un libro que parece fácil, aunque viene del encierro; hace reír, sentir, pensar en estar vivo. Conversamos sobre algunas de estas cosas: la novela, la libertad, los otros.

    —No estoy muy seguro de que estas cosas que escribo merezcan el título de novelas. Creo que el término me queda grande, y quizá a estas alturas le quede grande a cualquiera, salvo a gente como Gonzalo Contreras o Isabel Allende, que escriben con la rara tenacidad de los muertos. Lo entiende Mariana Enriquez, ¿no?, cuyo estilo es el del vampiro que revolotea al interior de esos caserones vacíos que son las novelas, firmadas por ella con una cuota de ingenio humorístico. O Zambra, que le quita la carne al género para dejar el esqueleto sentimental. Es su manera de resolver el asunto Bolaño, cuyas obras quedan convertidas en novelones dramáticos un poco inútiles. ¿No te parece? La novela fue un género de la historia, una manera de darle forma a la historia que nació con un hombre sencillo, Abraham, y murió con esos idiotas entrañables que fueron Bouvard y Pecuchet, cuando Flaubert se encargó de que la novela consumara por fin todas las profecías históricas. La historia quiso seguir de largo como si no hubiese pasado nada, pero la novela se adelantó mostrándole que sus expectativas ya estaban suficientemente cumplidas y que de ahora en más no había nada que esperar. Lo de Flaubert se podría entender como una gran rebelión contra los sueños revolucionarios del género, y por eso lo que tenemos ahora son más bien estallidos, revueltas, sublevaciones como las que acaban de acontecer en Chile. De esas rebeliones dicen que no hay nada que esperar, y se las puede leer como un acto encubierto contra la insistencia de un género que insiste, a pesar de que está ya extinguido, en modelar la historia, en reescribirla subordinando a los inocentes. Los pueblos no son tontos y desconfían (siempre desconfiaron, solo que con el agotamiento de los recursos ahora se los escucha más), y entonces se toman el tiempo, lo vacían de sus vagas promesas de antaño y le dan un espaciamiento que es inmanente a un goce en común. Es lo que intenté hacer con La vida inmueble: una pequeña comunidad, un pueblo cómico hecho de mis derrotas y de las derrotas de todos los pueblos en la soledad del encierro y la fragilidad de la literatura. ¿A ti qué te parece? ¿Te gustó el librito?

    Siempre me interesó más literaturizar la teoría, luchar porque las ideas no nazcan de las categorías sino de las formas sentidas. Una idea es siempre una forma, y en la filosofía se escribió generalmente así. Deleuze, Hannah Arendt o Simone Weil fueron escritoras de gran calado; lo que pasa es que hoy existe una nueva raza, la del académico, la del rellenador profesional de formularios, carreras y papers, y lo que resulta de esto es una especie de filósofo iletrado.

    Me gustó. Dice el narrador que es un texto “poco significativo”, más bien una cualidad que una desventaja, porque “solo en los escritos poco significativos las palabras experimentan toda su libertad”. ¿La escritura narrativa es diferente de la teoría y la reflexión filosófica que haces?
    Lo que el narrador está diciendo es que hay que huir de la ansiedad de las competencias, los premios, el éxito. En este tipo de cosas tener éxito o fracasar da exactamente lo mismo, y la tarea es impedir que el dinero condicione el mundo de las palabras. Sabemos que uno de los tantos genocidios a los que hemos sido sometidos durante las últimas décadas es el de la cultura, y esto hace que hoy la escritura esté previamente hecha, modelada de antemano. Esto ocurre en la universidad, donde la forma se perdió de una manera que da vergüenza; también en el periodismo de investigación, que en su punta de ovillo tuvo alguna vez voces como la de Poe o gráficas como las de Daumier. En el sistema editorial pasa algo similar: parrafitos bien ordenados, rapsodias prohibidas, fraseos intervenidos a los que se les quitan las subordinadas, etcétera. Todo esto es muy grave, no porque uno sea un conservador que se congracia con la belleza vaga de las palabras, sino porque la palabra es el fundamento común sobre el que se anudan y desanudan los episodios de la vida colectiva. Siempre me interesó más literaturizar la teoría, luchar porque las ideas no nazcan de las categorías sino de las formas sentidas. Una idea es siempre una forma, y en la filosofía se escribió generalmente así. Deleuze, Hannah Arendt o Simone Weil fueron escritoras de gran calado; lo que pasa es que hoy existe una nueva raza, la del académico, la del rellenador profesional de formularios, carreras y papers, y lo que resulta de esto es una especie de filósofo iletrado.

    Las nubes ya no están en el cielo, los árboles se secan, no hay nieve. ¿Te persiguió el terror ambiental?
    Lo que me perseguía —y me sigue persiguiendo— es la manera en que repetimos a veces las frases sin procesarlas, de forma un poco automática. El chiste recaía en este caso sobre una frase de Walter Benjamin, quien en el ensayo “Experiencia y pobreza” dice que todo, salvo las nubes, ha cambiado. ¡Ahora también cambiaron las nubes! Y la gente le da con esa frase sin percibir este tipo de detalles. Hice ese chiste tonto —en realidad, todos los chistes del libro son tontos— para resaltar la estructura fordista y el estado de atontamiento con que se trabaja hoy en la universidad.

    Los chistes a veces pueden ser serios.
    Claro, porque habla del adormecimiento con que se piensan hoy asuntos tan delicados como el de la filosofía. El terror ambiental no me amedrenta tanto; me parece que es un síntoma más de lo que como seres humanos nos hemos hecho a nosotros mismos. Claro, no somos responsables de la misma manera, aunque lo somos un poco cuando dejamos de preguntarnos, por ejemplo, qué es lo que vamos a hacer con este 10 por ciento de ricos que se llevan los recursos de todo el planeta y hambrean sin piedad alguna a sus semejantes. Quizá habría que fusilarlos, pero eso sería pensar demasiado bien de la humanidad. No sé lo que se puede hacer. Vivimos en un mundo en el que las esperanzas se han desprendido de las solidaridades y del cariño por los demás, un mundo en el que ya no queda ninguna moral.

    En crisis total.
    Hay una crisis general de la palabra, de la confianza, del sentido. Más que un campo común, todo está fragmentado, especializado. No hay cruces sino saberes compartimentados, competividades. El otro es un abismo por eso. Se quiebran los lazos y los otros pasan a ser enemigos, amenazas, problemas.

    Hay una crisis general de la palabra, de la confianza, del sentido. Más que un campo común, todo está fragmentado, especializado. No hay cruces sino saberes compartimentados, competividades. El otro es un abismo por eso. Se quiebran los lazos y los otros pasan a ser enemigos, amenazas, problemas.

    Un tema que rumia el libro es el encuentro afectivo, con la hermana, con la amante. ¿Cómo se escribe de los otros?
    ¿Por qué dices “rumiar”? Es como Rumy (el protagonista). Y ahora que lo dices me doy cuenta que a lo mejor Rumy se me apareció así, en una sinonimia con rumiar. No sé, quizá pasó y no lo noté. Respecto de tu pregunta sobre los otros, te diría que no tuve que hacer nada para escribir sobre ellos; salió así porque eran parte de los amigos imaginarios con los que conviví durante la cuarentena. Estaba solo, retirado en una casita perdida en un cerro del litoral, y por las noches abría una botella de vino y salía a la galería a inventar conversaciones, intercambios, reuniones ficticias. Realmente era divertido y la pasé bien, porque los otros se llevaban conmigo aun mejor de lo que se llevan cuando están presentes. Eso es lo que nos permiten los libros, y este en particular surgió un poco de esas conversaciones en solitario, de mi cabeza poblada de las voces de los demás y dispuesta a extraviarse en ellos pasando por un cedazo de imaginación proyectada.

    ¿Cómo era tu día?
    Por las mañanas me levantaba temprano, cinco o seis de la madrugada, me hacía un fuego y me sentaba a escribir. Ahí reconstruía los modos en que se me habían aparecido mis personajes amigos, traducía esto a una forma. Los lados excéntricos de la domesticidad, una vida haciéndole algo a otra vida. En esta pequeña novela, si la llamamos así, las vidas hacen algo unas con otras: se quieren, les da vergüenza y se ríen, diseñan un nuevo mundo con sus desencuentros y les pasa lo mismo que al narrador: viven y escriben saltándose las teclas del medio, las teclas del drama. En el libro cada uno es cada quien, pero todos somos uno a la vez: campesinas o arrieros que cargan su cruz en silencio, que de repente están muy tristes por el trabajo y el cansancio, y de repente están tan felices que lo sueltan todo y bailan y se emborrachan. Ese es el registro.

    La novela abre y cierra con imágenes oníricas, o fantásticas, de un amigo, que muere. ¿Quisiste guardar la memoria de Guillermo Machuca?
    Guardar su memoria es recordar hasta qué punto me irritaba cada vez que nos encontrábamos. Éramos buenos amigos, nos queríamos mucho, pero si el conducía yo me bajaba del auto. Hablaba tanto que parecía que no te escuchaba, pero en realidad sí te escuchaba, solo que de manera secreta, con la malicia del transportista que se encarga de trasladar sustancias prohibidas y mercaderías en estado de descomposición a las orejas de los demás. La comunidad que urdía era como la de los Siete locos de Arlt, un telar de complicidades secretas articulado por la electricidad del pelambre. Machuca escondía con su malditismo el pudor que le provocaba ser un romántico profundamente sensible. Era un tipo muy recto, muy consecuente, muy de verdad. Nunca hacía migas con los poderosos, despreciaba profundamente a los trepadores y a los mediocres, y siempre defendía, en silencio y sin aspavientos, a los segundones y a los castigados. Jamás te traicionaba, porque si había algo que desconocía era el mal gusto y la deshonestidad intelectual. Alguien muy serio, que captaba no solo lo que valía la pena en el arte, sino lo que estaba en todos los detalles del mundo. Se marchó justo cuando yo estaba escribiendo este libro; entonces en lugar de derramar lágrimas por algo que ya era inútil, le cambié al libro el comienzo, el final, y meché algunas anécdotas en el medio. Y sin que me diera cuenta, se las arregló una vez más para que algo que yo estaba haciendo, comenzara a girar exclusivamente en torno a él. En fin, siempre lo voy a extrañar, no es fácil dejar de extrañar a alguien como Machuca.

     


    La vida inmueble, Federico Galende, Laurel, 2022, 110 páginas, $13.900.

  376. Victoria Ramírez: “Siempre me han interesado otras formas de vida que no sean humanas”

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    A veces ocurre que un poeta se encuentra escribiendo dos libros al mismo tiempo, como le ocurrió a Victoria Ramírez Mansilla (1991). Paralelamente a la escritura de su debut, Magnolios (Overol, 2019), otros poemas empezaron a tomar un cuerpo propio. A diferencia de ese texto, que tenían una mirada algo más personal y juvenil, estos mostraban otra cosa: “Había unos poemas que no me hacía sentido incluirlos en Magnolios, que tenían un narrador más distante, que miraba las plantas de una forma casi más objetiva, pero que tenía cierta lírica, cierta poética”, recuerda Victoria sentada en un café del barrio Lastarria.

    Esos poemas forman parte de Teoría del polen, su segundo poemario, publicado a fines del 2021 por Provincianos Editores. En sus páginas, desarrolla unos poemas en que se refiere al mundo vegetal, no solo desde una perspectiva de admiración de la belleza de las flores; también observa los problemas medioambientales en su esfera más política.

    Mientras degusta un té sin prisa, Ramírez cuenta que una instancia que la ayudó fue la residencia McDowell, en Estados Unidos, donde estuvo en 2019. Los recuerdos le fluyen rápido, tal vez por eso tiene un ritmo alto cuando habla, ese ritmo que tienen los apasionados por la escritura.

    “Estuve un mes, fue en junio de ese año. Ahí el texto adquirió muchas capas que antes no tenía. Leí harto sobre inteligencia vegetal, sobre teorías de Stefano Mancuso y Michael Marder. Poco tiempo antes de viajar había visto la obra Estado vegetal, de Manuela Infante, y fue muy importante para mí. Me ayudó a entender el punto de vista desde donde quería escribir. En esa residencia, el proyecto sumó densidad casi a nivel de investigación, y además ayudó mucho traducirlo desde el inglés”.

    Para mí, estar encerrada con todo ese tiempo para reflexionar era una oportunidad para que cuando se acabara la pandemia, no siguiéramos siendo las mismas personas. Ahí el libro empezó a adquirir capas que no había pensado en un inicio.

    ¿Traducirlo del inglés?
    Sí, porque al final de la residencia tenía que mostrar los poemas que había escrito. Entonces, al pasarlos al inglés, hubo un ejercicio interesante de traducción, eso hizo que aparecieran otras cosas. Después vino el estallido social y la pandemia, y sentía que todo lo que estamos viviendo era un llamado de atención general como un cambio de vida, de relación humana. Para mí, estar encerrada con todo ese tiempo para reflexionar era una oportunidad para que cuando se acabara la pandemia, no siguiéramos siendo las mismas personas. Ahí el libro empezó a adquirir capas que no había pensado en un inicio.

    Este poemario tiene diferencias con Magnolios, los poemas no tienen título y tiene un tono menos juvenil.
    Magnolios fue una exploración más desde la familia, más de entender mi propia historia, estas ganas que tiene mi familia de volver al sur, en particular mi mamá, siento que son cosas que se heredan. Nací en Santiago, pero siempre me he sentido conectada a otros espacios. Magnolios era más tradicional, en el sentido que los poemas tenían títulos, tenía los temas más claros. En cambio, Teoría del polen es más arriesgado, porque juega con distintos tipos de versos. Hay prosa, tonos que son más objetivos, otros que son más líricos. Hay un poema que parece citado de un lugar y en verdad no es una cita real, y lo pude hacer porque había hecho ese primer libro. Con Teoría del polen estaba más segura de lo que estaba haciendo.

    ¿Por qué ese interés por las plantas?
    Siempre me han gustado mucho. No es que sea especialista en plantas o algo así, siempre me han interesado otras formas de vida que no sean humanas. De hecho, ahora estoy pegada con poemas sobre animales. Hay un libro de (José) Watanabe que son solo poemas de animales que me gusta mucho. Podría haber sido plantas u otra cosa. De hecho, pensé en una cosa más geológica, con los glaciares, pero sentía que las plantas tienen algo muy interesante, como el potencial de la inteligencia, son solidarias y egoístas, tienen características súper humanas y, al mismo tiempo, sobreviven más que los humanos, es algo que se ha dicho mucho. Pareciera que no somos tan inteligentes, porque estamos destinados a extinguirnos próximamente. Se está acabando el agua, es algo que está pasando ahora. Sentía que las plantas era una buena forma de hablar de seres subordinados y que, a su vez, son más inteligentes que los humanos. Ahí me parece que responde a una lógica de cambio de paradigma. Creo que la pandemia y todo lo que ha pasado en los últimos años también enseña que estamos haciendo las cosas mal, sobre todo en el tema de la explotación indiscriminada de los recursos naturales, pero también la explotación al ser humano. La falta de ocio, por ejemplo, que me parece fundamental, o el gusto por el placer, que es algo que aparece en el libro, el placer de las plantas.

    ¿El interés medioambiental lo tuviste siempre?
    Sí, es algo que tengo desde niña, en el colegio participaba en colectivos medioambientales, siempre fueron temas que me interesaron, podría haber estudiado algo científico, pero al final me fui por un lado más humanista. En el libro esos temas iban a aparecer sí o sí, solo que fueron apareciendo de a poco. Fui aprendiendo más, el mismo hecho de visitar parques nacionales o entender ciertas problemáticas como la explotación de pino eucaliptus, son cosas que aprendí viéndolas, me demoré varios años en ponerlo en papel.

    Sentía que las plantas tienen algo muy interesante, como el potencial de la inteligencia, son solidarias y egoístas, tienen características súper humanas y, al mismo tiempo, sobreviven más que los humanos, es algo que se ha dicho mucho.

    ¿Te parece que en Chile se ha hecho suficiente por el tema?
    Vengo de la literatura, de la poesía, entonces no me atrevería a decir si se ha hecho lo suficiente o no, pero tengo la impresión de que no. Durante el gobierno de Piñera hubo problemas con la aprobación de termoeléctricas o lo que pasó en Quintero, que fue terrible; tenemos demasiados ejemplos de desastres medioambientales, esta opinión es de ciudadana. Tengo esperanza en la actual ministra del Medio Ambiente (Maisa Rojas), que es una climatóloga experta, y espero que haga una diferencia. Estábamos acostumbrados a tener ministros que no sabían del tema. Y tengo la impresión de que como este es un país con demasiados recursos naturales, hay cosas que no se están haciendo. Me parece que hay zonas que debieran protegerse, como el loteo de áreas protegidas en Aysén, que ha sido medio escandaloso, porque las venden a precio de huevo.

    Victoria, la tallerista

    Victoria Ramírez no solo es periodista de formación y poeta, también dirige un taller de poesía, donde tiene un programa de lecturas sobre la base de autoras y dirige los proyectos escriturales de los alumnos. Empezó en 2019 de manera online, y esa modalidad la continuó en 2020. No pudo hacerlo en 2021 (“Tenía mucho trabajo”, pero retomó este 2022. “Ha sido una experiencia súper rica, súper entretenida”, cuenta. “He aprendido un montón. Yo misma he tenido que revisar mi propia escritura a partir de cosas que veo en el taller y me sirven mucho. Como doy lecturas todas las sesiones, siempre estoy volviendo, y eso me obliga a estar al día con lo que se está publicando, estoy yendo a lanzamientos y conozco gente que también está escribiendo. Es interesante que no necesariamente es gente que viene de la misma disciplina que una, de repente artistas visuales o gente del teatro que pueden entender la poesía de una forma mucho más multidisciplinaria y eso me parece interesante para salir del espacio de confort”.

    ¿Qué has descubierto de ti misma gracias al taller?
    Al principio no estaba tan segura de hacer taller, porque es un ejercicio de exponerse, y quería que saliera bien. Después me di cuenta de que me gusta mucho compartir con la gente, en pandemia me sirvió hablar con la gente todas las semanas, porque estábamos encerrados y nos acompañábamos y siento que se armaron espacios súper ricos de conversación. A nivel humano me sirvió, y la poesía era una vía de escape, de todas formas. Diría que a nivel de formación, para poder explicar ciertas cosas —si es que se pueden enseñar, porque la poesía es difícil de enseñar— hay que tener claridad. He ido armando mi propia bibliografía: Alicia Genovese, por ejemplo, es una autora que me gusta mucho; Sylvia Molloy también. Cuando una vuelve sobre ciertos textos aparecen nuevas iluminaciones, configuras una idea de lo que eres, como cuál es tu poética, qué es lo que te interesa. Si te interesa trabajar la imagen o el sonido, el tipo de voz que va a ser, si tiene que haber más de una voz, y en un taller te obligas a pensar en eso.

     


    Teoría del polen, Victoria Ramírez, Provincianos Editores, 60 páginas, $9.520.

  377. Ciudades virales e imposibles

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    Variaciones, de Fernando Pérez Villalón, es un conjunto de breves relatos estructurado en dos secciones: “Visiones virales” y “Alfabeto de ciudades”; ambas se centran en la idea musical del título, una base común y sus posibles derivaciones. Se trata de 24 relatos que exploran cómo un virus innominado transforma la vida urbana, y 27 que crean mundos y lenguas a partir de cada letra del alfabeto.

    “Al principio —arranca el libro— a muchos la idea de quedarse en casa para disminuir el contagio les pareció intolerable. Se habló de claustrofobia, confinamiento, encierro y hasta cárcel”. Con este inicio en clave realista, cada uno de los 24 relatos se abre a otros mundos posibles, introduciendo elementos fantásticos que especulan sobre la duración de una pandemia y sus consecuencias. Es un acertado juego creativo, que proyecta impensados futuros para los habitantes de una urbe cualquiera, en la que el virus lleva ya muchos años de existencia. En una secuencia a ratos distópica, Pérez Villalón va relatando historias en las que la cuarentena prolongada inhibe el deseo sexual, acrecienta el anhelo de soñar o muta los cuerpos; otras en las que se buscan remedios inusitados para el virus o emergen nuevas religiones.

    La ciudad aparece representada como un afuera amenazante; la vida se vive en interiores seguros. Sobresale el relato XXIII, uno de los últimos de la sección, porque es el único escrito en primera persona y porque en él se amplifican las secuelas del encierro. El personaje deja de desplazarse, se recluye, se inmoviliza y se repliega sobre sí mismo para concluir diciendo: “Adiós a la boca, los ojos y las orejas. Dejé de respirar y me confiné al pensamiento. Ahí encerrado en mí mismo, sin tiempo ni espacio, estaría a salvo”. Una suerte de imbunche que representa la aniquilación física y existencial, que resulta inquietante en su automutilación.

    Es un acertado juego creativo, que proyecta impensados futuros para los habitantes de una urbe cualquiera, en la que el virus lleva ya muchos años de existencia. En una secuencia a ratos distópica, Pérez Villalón va relatando historias en las que la cuarentena prolongada inhibe el deseo sexual, acrecienta el anhelo de soñar o muta los cuerpos; otras en las que se buscan remedios inusitados para el virus o emergen nuevas religiones.

    En la segunda sección del libro, el desarrollo serial alfabético juega con la creación de un crisol de mundos sobre la base de la diferenciación lingüística. En la mayoría de ellos aparece un viajero, un extranjero que intenta calzar en espacios y lenguas extrañas, lo que entronca con lo señalado por el propio autor, en el sentido de que estos relatos se enlazan con la tradición del cuento corto, entre cuyos representantes está Calvino y sus Ciudades invisibles, serie de relatos de viaje que Marco Polo comparte con Kublai Kan, emperador de los tártaros.

    En la ciudad B la comunicación se juega a partir de una gama de silencios; en D por la cantidad de lenguas; en otras es imposible la afirmación, hablar del pasado o la referencia al otro. En la ciudad G se perpetúa una educación sexista que incomunica a mujeres y hombres. Las lenguas son descritas desde una perspectiva especializada, emerge el discurso de los lingüistas y de los antropólogos, quienes son citados para describir y teorizar sobre lenguas tonales, usos del subjuntivo, inflexiones, alusiones. Se produce un efecto contrastado entre la construcción de mundos que se perciben como lejanos en el tiempo y el discurso científico contemporáneo.

    Si en la primera parte se distingue el uso de una sutil ironía, la que ciertamente permite revisitar prácticas y costumbres que dábamos por seguras, mirando con renovados ojos nuestras rutinas interrumpidas —aunque también proyectando sombras de aniquilación y muerte en un futuro distópico que se vislumbra demasiado cercano—, en la segunda el tono dominante es de desolación, la que tamiza la creación de urbes atemporales, inaccesibles y finalmente clausuradas para el viajero, porque la lengua ya no comunica sino que expulsa: es imposible entonces la idea de comunidad.

    Pérez Villalón trabaja con cuidado la seriación y arma un conjunto que cumple la programación del título. Los breves relatos de ambas secciones se comunican entre sí, hay un juego de resonancias en la exploración de diversas formas de vida urbana y un interés por tensionar y superar el relato realista, ofreciendo una primera propuesta narrativa bien estructurada, que se suma a su previa producción poética.

     


    Variaciones, Fernando Pérez Villalón, Saposcast, 2021, 136 páginas, $12.000.

  378. Lucy Oporto o la chilenidad del mal

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    El 17 de noviembre de 2019, la filósofa Lucy Oporto echó a correr su ensayo “Lumpenconsumismo, saqueadores y escorias varias: tener, poseer, destruir”, de un atrevimiento insólito por esas fechas. Allí retrataba a una sociedad corrompida por la impunidad (desde los crímenes de la dictadura en adelante) y al sujeto de la revuelta como el estandarte de un pueblo envilecido, “una autocomplaciente horda de consumidores” que no salió a destruir por un deseo de justicia, sino de privilegio: gozar, también ellos, de la impunidad de sus amos.

    Celebrada y desdeñada por distintos públicos progresistas, el nombre de Oporto se extendió enseguida a circuitos conservadores que supieron admirarla y difundirla. Pero una disonancia mayor se colaba en ese entusiasmo. Si la condena a los 30 años de democracia era maniquea para los nuevos seguidores de Oporto, ella denunciaba el maniqueísmo inverso: disfrazar de “despertar” un regocijo depredador que solo venía a consumar la tragedia que esos años significaron. Vale decir, la sedimentación de una cultura diabólica —la sociedad de consumo— que, Concertación y Nueva Mayoría mediante, determinó “la ruina y la descomposición moral y espiritual de Chile”.

    De manera paradójica, el registro apocalíptico de Oporto sirvió de bálsamo para que cada quien pudiera elegir qué juicios tomar por acertados y cuáles atribuir al lirismo o la catarsis. El problema es que su argumento, tomado en serio, no admite esa concesión. El otro problema es que Oporto lo vio venir. Su interpretación del estallido no solo es coherente con lo que escribió en los años previos; en esos escritos se presiente, y hasta se anuncia, la inminencia de un colapso social.

    De todo esto da cuenta el libro He aquí el lugar en que debes armarte de fortaleza, que reúne 14 ensayos de la filósofa, fechados entre 2014 y 2021. El título, extraído de la Divina comedia, repite la advertencia que Virgilio hace a Dante al enfrentar el noveno círculo del Infierno, que en este caso es Chile. El personaje de Dante, por lo mismo, lo viene a encarnar la escritora, que concibe sus “crónicas filosóficas” como un desesperado ejercicio de orientación —de salvación— en medio de tiempos “siniestros” o “nigérrimos” (dos adjetivos recurrentes), signados por “un vasto proceso de disolución” que en octubre de 2019 prorrumpió acaso en una fase terminal.

    Como diagnóstico sociopolítico, la tesis resulta incontestable, pues se sostiene en una afirmación moral previa: el hedonismo de la sociedad de consumo encarna el mal. Oporto sigue aquí a Pasolini, quien vio en ese tipo de sociedad de masas el verdadero fascismo, cuyo poder deshumanizador —que él reconocía en la juventud popular de los años 70— temió irreversible.

    Se trata de una obra espesa, atormentada, insolente, que explora una variedad de temas (sociales, estéticos, religiosos) bajo la divisa de una humanidad autodestruida. Esto es, librada a una “instintividad sin espíritu”, disociada de la capacidad de autoconciencia y, por lo tanto, “igual a sí misma en cuanto núcleo de la barbarie”. Como diagnóstico sociopolítico, la tesis resulta incontestable, pues se sostiene en una afirmación moral previa: el hedonismo de la sociedad de consumo encarna el mal. Oporto sigue aquí a Pasolini, quien vio en ese tipo de sociedad de masas el verdadero fascismo, cuyo poder deshumanizador —que él reconocía en la juventud popular de los años 70— temió irreversible.

    Nos movemos aquí por el filo más cortante de la vieja crítica a la modernidad, a su razón pragmática y desencantada. “Lo sagrado se oculta. La humanidad se extingue”, declara Oporto, cuyo libro más citado es la Biblia. Con lumpenconsumismo se refiere a “la imposibilidad de una espiritualización de la materia”, reducida esta a una dinámica de uso y descarte que se complace en ignorar las relaciones simbólicas. No hay amor ni bondad, sino narcisismo y voluntad de aniquilación, allí donde se destituye el vínculo con lo incognoscible. Por eso el año 2016, cuando encapuchados robaron un Cristo crucificado de la iglesia de la Gratitud Nacional y lo destruyeron en la vía pública, la autora sufrió una suerte de aterradora epifanía respecto de lo que estaba por venir, como se lee en un texto de esa fecha.

    Y si el bien brota de lo insondable, lo propio ocurre con el mal. Oporto ausculta el fascismo “en cuanto encarnación histórico-política de lo diabólico y de un principio metafísico del mal, cuyo abismo último permanece incognoscible”. De allí que no examine la expansión del hedonismo como un devenir histórico de la cultura occidental (lo que nos deja sin saber qué sociedades menos bárbaras añora, ni por qué remite a nuestra historia política un ethos dominante en casi toda América Latina), sino en función de las potencias arquetípicas e inconscientes descritas por Jung, su referente teórico primordial.

    Así, a partir del 18 de octubre se habría precipitado en Chile “una avalancha de contenidos inconscientes” incubada durante la posdictadura, período cifrado por la impunidad generalizada y la adhesión del pueblo a los valores y estéticas de los vencedores. Tal como lo anticipara en Los perros andan sueltos. Imágenes del postfascismo (2015), Oporto identifica aquí un proceso de “degeneración antropológica”, pues de él han emergido “la traición, la depredación, la explotación y el cinismo como horizonte vital autojustificado”. Soberanía del instinto que, amparada en las demandas sociales, habría hallado en el estallido sus cauces rituales, con el Negro Matapacos como “el ídolo teriomorfo de esta horda de perros y su santificada ‘otredad’”.

    La aversión que siente Oporto por las “hordas” y por la victimización como coartada para ejercer la omnipotencia son el correlato de una exigente ética fundada en el individuo. Bajo esta premisa: solo quien resiste “la disolución en lo indiferenciado” conserva un yo desde el cual reconocer al otro y hacerse cargo de ese vínculo. No sería el caso de los encapuchados, por cierto, pero tampoco el de “los insatisfechos consumidores aspiracionales (…) siempre ganadores, competitivos, envidiosos, complacidos y empoderados en su ignorancia (que es una eficiencia), siempre victimizándose”. Concebir la autoconciencia como “el más alto valor”, por si no ha quedado claro, es aquí un asunto de vida o muerte, pues la autora incluso está dispuesta a cuestionar un “fetichismo de masas que atribuye a la sobrevivencia un valor en sí misma”.

    Es tarea del lector, en suma, encontrar la distancia de lectura que mejor le convenga para apropiarse de una autora que, visionaria o agotadora, replantea con luz propia la pregunta originaria, aquella que la modernidad rescató de los antiguos y que en el último medio siglo volvió a cubrir de escombros: qué significa, en tanto ser humano y miembro de una comunidad, hacerse cargo de uno mismo.

    La severidad de Oporto, su deliberada grandilocuencia, solo será tolerable (a lo largo de 300 páginas) para el lector que aprecie en ellas un gesto de resistencia radical, propio de quien piensa y escribe “a fin de evitar la propia autodestrucción”. Tampoco desestimemos el efecto liberador que resulta de llevar el arte de proferir hasta la saturación, género que en este caso se remite mucho menos al escepticismo de Thomas Bernhard que a la furia divina del profeta Jeremías.

    Pero nada de esto alcanza a hacer simpática su convicción de pertenecer a la última estirpe capaz de dignidad humana, en la que incluye a elegidos como Violeta Parra, Armando Uribe o el crítico de cine Sergio Salinas. Extenúa, sobre todo, que el amor, la nobleza o la piedad se invoquen casi siempre con el fin de escarnecer a quienes carecen de esos dones, es decir, a casi todo el mundo. Aun los ensayos dedicados a Parra y Salinas, sumamente valiosos, derrapan en una intensidad apologética cuya vocación insalvable es ensañarse con la bajeza que los rodea, al punto de lamentar que obra tan sublime como “Gracias a la vida” se haya convertido en “pasto para las masas”.

    Su abominación del hedonismo, por otra parte, reclama al menos una incursión filosófica en la condición humana que no la reduzca a la dicotomía entre elevación y bazofia, si acaso interesa pensar por qué hemos llegado hasta acá o, con Oporto, por qué elegimos el mal. Si nos basta con la impunidad para degradarnos, ¿la vida buena se fundamenta en el autoconocimiento o en la mera coacción del instinto? Y si hedonista es quien no puede esperar para ir del deseo al gozo, ¿no hay, en todo pesimismo que abraza la certeza apocalíptica, más gozo que deseo?

    Es tarea del lector, en suma, encontrar la distancia de lectura que mejor le convenga para apropiarse de una autora que, visionaria o agotadora, replantea con luz propia la pregunta originaria, aquella que la modernidad rescató de los antiguos y que en el último medio siglo volvió a cubrir de escombros: qué significa, en tanto ser humano y miembro de una comunidad, hacerse cargo de uno mismo.

    Por ahora, la filósofa, advertida de que Chile carece de “fuerzas espirituales y morales” para remontar el abismo, elige la respuesta ascética: “Me dedicaré a estudiar filosofía patrística, y esa acción invisible será como orar en medio de catervas y proliferaciones seriadas de monstruos, escorias varias y escombreras, hasta cuando pueda. Hasta que mi destino me alcance. Hasta que valga la pena morir”.

     


    He aquí el lugar en que debes armarte de fortaleza, Lucy Oporto, Editorial Katankura, 2021, 315 páginas, agotado.

  379. Adriana Valdés: “Las palabras nos han traído muchos problemas, pero también todas nuestras felicidades”

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    Adriana Valdés Budge (1943), la primera mujer que se desempeñó como directora de la Academia Chilena de la Lengua y presidenta del Instituto de Chile entre 2019-2021, es una de las ensayistas más perspicaces de la literatura chilena. A fines del año pasado publicó el monumental libro Intromisiones, que reúne sus ensayos sobre arte y literatura entre 1971 y 2018, en 830 apasionantes páginas.

    Antes, mucho antes, ella nadaba cerca de la superficie de las aguas de la sociedad chilena, en medio de los torneos de bridge del padre y leyendo la revista Zig-Zag a pleno sol, pero sentía que no podía respirar… hasta que descubrió más al fondo del mar unos pescados feos que respiraban otro aire. Educada por unas monjas norteamericanas, la positividad la ahogaba. Se fue hacia esas aguas profundas en que nada era tan obvio, donde la vida adquiría otra complejidad. Ahí sintió que por fin respiraba. La esperaba en esa profundidad Enrique Lihn, pero también Manuel Silva Acevedo, Cecilia Casanova, Gabriela Mistral, Sor Juana Inés de la Cruz, Pedro Lastra, además de los clásicos: Neruda, Gonzalo Rojas, Parra y Vallejo. Al mismo tiempo, la obra de artistas como Alfredo Jaar y narradores como Donoso, Diamela Eltit, o cronistas coloniales como Sor Úrsula Díaz. Todos ellos son apenas una parte del apabullante índice onomástico de su libro Intromisiones, que es además la historia de una mujer en ese coto vedado de los hombres que fue la crítica literaria y cultural, hasta la llegada de la propia Adriana Valdés y la generación de pensadoras y críticas que vino con y después de ella. En esta entrevista explica su trayectoria con la misma sonrisa amena con que se interna en cualquier recoveco de la cultura chilena.

    ¿Por qué viste en la poesía el mismo modo de expresión de esos peces profundos con los que te encontraste?
    Porque la poesía es una experiencia que uno vive, pero que nunca ha podido expresar. Me sentía que ahí se podía entender que algo podía ser positivo y negativo a la vez, algo o alguien que ama y odias al mismo tiempo. Eso convertido en una vida, con sus momentos, sus años, me pareció que era un lugar. César Vallejo, por ejemplo; el Neruda de las Residencias.

    ¿Y el humor?
    Para mí fue esencial. El humor de Lihn era maravilloso. Un humor negro, negrísimo, pero muy divertido. En la vida diaria uno no se aburría nunca con él. Quizás él podía aburrirse conmigo, pero yo jamás con él.

    Se cruzó justo entonces el posestructuralismo francés. Tú fuiste de las primeras en enseñarlo.
    A mí me venía eso por la universidad. Enrique era más autodidacta y le tenía quizás demasiado respeto. Los cursos más maravillosos de él eran sobre la literatura y el mal, eran sobre Lautréamont, sobre Sade, o cosas de ese tipo en que era una maravilla y en que usaba citas de los franceses para iluminar algo, pero la gracia estaba en su manera de abordar el tema fuera de la academia.

    Yo leía literatura feminista en el baño, escondida, como si fuera pornografía. Nunca voy a olvidarme de ese placer. Tengo una biblioteca enorme de autoras francesas. Pero de repente lo asimiló la academia gringa y se convirtió en una asamblea.

    ¿Qué te pasa con esta bibliografía (Derrida, Foucault, Deleuze) que se ha convertido en una omnipresente arma política?
    A mí me parece que están atrasados 30 años. Yo a toda esa gente la citaba en el año 75. Les cayó tarde la teja, demasiado tarde a mucha gente. Yo leía literatura feminista en el baño, escondida, como si fuera pornografía. Nunca voy a olvidarme de ese placer. Tengo una biblioteca enorme de autoras francesas. Pero de repente lo asimiló la academia gringa y se convirtió en una asamblea. Pero nosotros la vivimos en dictadura de una forma más o menos clandestina. En La Morada, que no era todavía la casa “La Morada”, hacíamos los talleres con Mercedes Valdivieso, con la Diamela (Eltit), con la Sonia Montecino. El año 81 me acuerdo de que hicimos unas jornadas feministas. Era el año en que me separé de Enrique (Lihn), así es que estaba más feminista que nunca, y me encargaron el tema de las artes plásticas. Me acuerdo de ir a hablar con la Lotty (Rosenfeld) y la Diamela a ver qué hacíamos. ¿Tú crees que este tema tiene algún futuro?, nos preguntamos. Y yo, que tengo algún olfato para eso, pensé que sí.

    ¿Y qué te pasa ahora que prendió?
    Me encantan los temas cuando empiezan, pero cuando se transforman en ideología me aburren. En general, por eso yo no salgo mucho, al margen de que camino bastante mal, porque a veces siento que los ambientes son hostiles. Por eso prefiero el Twitter.

    ¿Qué te lleva a intervenir a diario en Twitter?
    Mira, yo nunca he sido buena para ir al café, pero tengo mentalidad de café. De alguna manera, en Twitter puedo vivir esa mentalidad de café sin ir a ningún café.

    Es un café cortado.
    Me gusta la brevedad de Twitter y que esté hecho de puras frases. Y a mí me encantan las frases. Yo las colecciono, realmente. Una frase me puede hacer el día. Los dichos chilenos me maravillan también. Yo tomo una frase de ahí, de allá y realmente es para mí un tesoro.

    ¿Y conoces a la gente con que estableces algún diálogo por Twitter?
    Sí, ya hemos hecho varios encuentros en mi casa. Fue muy increíble el primero. Era mucha gente que podría haber sido hijo mío. Nos reunimos como 30 en esta terraza.

    ¿Cuál fue tu impresión del grupo?
    Sentí que la afinidad era profunda. Algunos habían sido alumnos míos, así es que sabía que los quería y me querían a mí, pero a otros no los conocía de nada y, sin embargo, era como si nos conociéramos de siempre.

    Twitter es una herramienta muy violenta. Aunque tú logras no entrar del todo en esa lógica.
    Debe ser el entrenamiento que tuve en los tres años en que fui presidenta del Instituto de Chile. Hay algo ahí un poco versallesco, pero versallesco no complaciente.

    Fotografía: Emilia Edwards.

    Al margen del Twitter, entras en la vida política e intelectual chilena de un modo cada vez más actual y muchas veces arriesgado. ¿Qué te llevó a querer intervenir de un modo más directo?
    Son las circunstancias que se fueron juntando. Alfredo Matus llevaba 25 años a cargo de la Academia Chilena de la Lengua. Reconociéndole todos sus méritos, siempre pensé que se podía hacer más con la academia. Él me dijo “por qué no postulas”. Entonces pensé que no podía esquivar ese bulto, y que tenía que hacer de esta institución algo distinto, que había que hacer algo con su convocatoria.

    Y fuiste la primera mujer en dirigir el Instituto de Chile. Fue una presidencia movida, muy activa, muy abierta al mundo.
    Fue un trabajo agotador, pero apasionante. Les tengo que agradecer a todos los que fueron parte de mi equipo. A mí me gustan las cosas colectivas. Me di cuenta de que en Chile si tú partes tratando bien a las personas, la producción intelectual mejora notablemente. Es increíble el tiempo que perdemos protegiéndonos con uñas y dientes.

    ¿De dónde sacamos esa desconfianza?
    Creo que somos mal amados. Eso decía un amigo brasileño de los chilenos: son mal amados. Hemos sido mal criados. No nos amaron bien. A mí no me interesa quién quebró qué, me interesa quién lo repara. Quizás eso me viene de mi trabajo en la Cepal, pero aprendí a tratar con gente.

    Has escrito muchos artículos sobre el lenguaje en la Convención Constituyente.
    Me parece que la idea de que el papel aguanta todo, está demasiado en boga. Yo antes, en el gobierno de Bachelet, por ejemplo, habría encontrado bueno que se usaran algunas palabras como testimonios. Pero ahora siento que tenemos demasiados testimonios. Pienso que tenemos que volver al tiempo de Andrés Bello, en que es más interesante encontrar un lenguaje común. Por eso pensaba que era tan importante una Constitución minimalista, que le quitaran todas las rémoras pinochetistas, todo el exceso y que se encaminaran en el reconocimiento de la igualdad en la diferencia. En el reconocimiento de que tienes derechos no por ser de una etnia, o de un lugar, o un género, sino por el solo hecho de ser persona. El respeto por la persona humana tiene que ser algo muy fuerte, que incluya el respeto por los que no hemos respetado históricamente. Pero las conquistas en el terreno del puro lenguaje se pueden encontrar con lo que pasó en Estados Unidos, con el backlash, o sea, la respuesta en reverso.

    Claro, el progreso no siempre progresa.
    Ve el tema del aborto: los gringos fueron los primeros y ahora están en un retroceso total. En los países centroamericanos, en todas partes vemos esto.

    Que lleva a esa desmesura en el lenguaje al que asistimos a diario, no solo en la Convención. ¿Será la idea tan en boga de que el lenguaje crea realidad?
    Yo no creo que el lenguaje cree realidad, pero sí creo que muestra realidades. Cuando no hay palabras para nombrar algo, es difícil verlo. Es lo que te decía de la poesía, porque el lenguaje nos hace ver zonas en las que no habíamos reparado antes. Le preguntaban siempre a Raúl Zurita por qué su primer libro se llama Purgatorio y no infierno, porque ¿qué más infierno que lo que escribía en este libro? Y él decía que el infierno es lo que no tiene palabras. Creo que tenía razón, porque los seres humanos somos seres cruzados por las palabras. Las palabras nos han traído muchos problemas, pero también todas nuestras felicidades.

    Estamos en un momento testimonial. Un momento sumamente peligroso también. A mí me gustaría mucho saber cuántas consultas indígenas ha hecho el Estado de Chile desde el tiempo de la ministra Claudia Barattini, que fue la primera que tuvo que hacerlo desde un ministerio sin ningún recurso y sin ninguna experiencia, como era el recién creado Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. ¿Cuántas de estas consultas llegaron a alguna conclusión?

    Pero hay como una tendencia en la Convención —y fuera de ella— en que se debe enumerarlo o nombrarlo todo. Un principio contrario a cualquier economía del lenguaje.
    Estamos en un momento testimonial. Un momento sumamente peligroso también. A mí me gustaría mucho saber cuántas consultas indígenas ha hecho el Estado de Chile desde el tiempo de la ministra Claudia Barattini, que fue la primera que tuvo que hacerlo desde un ministerio sin ningún recurso y sin ninguna experiencia, como era el recién creado Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. ¿Cuántas de estas consultas llegaron a alguna conclusión? ¿Cuántas se terminaron de hacer, cuántas quedaron en el camino porque cambió el ministerio? ¿Y qué sentido tiene ahora tener 19 días para hacer una consulta indígena, y quiénes son los indígenas y cuántos son? Porque tenemos un dato censal y nada más de autoidentificación.

    Pero a partir de ahí estamos construyendo toda una política compleja plurinacional.
    A mí me da miedo que los equilibrios de poder pueden basarse en datos muy antidemocráticos. No sé cómo decir eso, pero me parece que puede ser la fuerza del que grita más fuerte.

    A mí me preocupa el desconocimiento de algunas constantes de la cultura chilena que uno puede ver en tu libro. Por ejemplo, la castración en Donoso, Couve y tantos otros.
    Claro, es lo que dice Sonia Montecino en Madres y huachos: los hombres pasan y las mujeres se quedan. Yo tuve un novio extranjero que me decía: “Tú me dices mijito y yo salgo corriendo inmediatamente por esta puerta”. Él sentía que eso lo disminuía. Por eso no había querido tener una mujer chilena, porque decía que teníamos tendencia a castrar a los hombres.

    Lo otro que muestras como esencial en la literatura chilena son las clases sociales y sus fronteras complejas y a veces ambiguas, que logran que todo el mundo esté incómodo en su clase.
    Por eso me gusta tanto El obsceno pájaro de la noche y otras novelas de Donoso, porque ahí está siempre la sensación de caerse. Yo creo que es fundamental en la cultura chilena el miedo a que todo se vaya para abajo. Mi mamá siempre me decía: “Arréglese, que va a parecer una gringa pobre”. Uno escucha siempre: “Yo a esta persona la voy a poner en su lugar”. Aquí en Chile pasamos poniendo a la gente en “su lugar”.

    Es un país vertical, por eso ese temor a la caída.
    Vertical y resbaloso. Es lo que escribo en el texto sobre Manuel Silva Acevedo, donde hay una caída hacia la animalidad. Que es una caída de Vallejo también, que me parece muy interesante.

    ¿Qué cosas te interesan ahora?
    Ahora me interesa leer por puro placer. Yo he leído toda la vida lo que tengo que leer para la próxima presentación, para un artículo. Ahora leo en plena libertad todo lo que quiero y eso me apasiona.

     

    Imagen de portada: fotografía de Emilia Edwards.

     


    Intromisiones. Escritos sobre literatura 1971-2018, Adriana Valdés, Ediciones UDP, 2021, 836 páginas, $33.000.

  380. Los peligros de la ficción

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    La serie 42 días en la oscuridad, de gran éxito en su estreno en Netflix, ha devuelto a la lista de los libros más vendidos al texto que lo inspira, una investigación que el periodista Rodrigo Fluxá construyó tras reportear y escribir durante años. Cuando se publicó, en 2019, la reseñé para esta revista, celebré su arrojo para articular las dudas, manipulaciones y errores de un caso criminal que los medios explotaron hasta la impudicia, y que al final dejaba pensando en un mal social y una sensación de impunidad mucho más aterradores que el crimen de Viviana Haeger, la madre de dos niñas, de 7 y 14 años, casa acomodada en pueblo chico, familia vecina y marido inescrutable.

    El libro mostraba la muerte de una mujer que quería sobrevivir al aburrimiento. Mejor, rehacer su vida. Y que la hija del asesino, posible testigo clave, vivía a merced de los hombres. Fluxá encontraba además un asesinato ocurrido en esos mismos días, una muerta pobre con trastorno borderline, que por un mal proceso judicial nunca tuvo justicia. La única mujer que se salvaba en el libro, testigo del inculpado como autor material del crimen de Jagger, se enorgullecía de haber echado a sus parejas por inútiles y violentos. Es decir, una violencia contra las mujeres profunda y ubicua.

    De ahí mi interés cuando apareció la serie, pues también soy adicta a las policiales, de ficción o documental. Por supuesto, se trata de mundos creativos muy diferentes: la típica frase de que es mejor el libro que la película no es suficiente para conformar un parámetro de análisis. Un libro puede incluir muchos más matices y reflexiones, pero lo audiovisual impone su riqueza de secuencias para que la historia revele las diferentes capas que la construyen. Sin embargo, una incomodidad con los planos y diálogos se instala a medida que avanzan los capítulos de 42 de días en la oscuridad: la historia va cayendo en lugares comunes y lecciones de los que el libro prescinde.

    Por supuesto, la producción es de nivel, con gran casting, fotografía hermosa del sur, detalles de ambientación y locaciones. Parte con una recreación cercana y fidedigna. Pero entonces aparecen tres personajes centrales ficticios: un abogado venido a menos, una mujer de pueblo que sabe mucho y un trabajador ¿forestal? conectado con la policía, entre los cuales nunca se entiende bien su vínculo ni su pasado, solo que serían excolegas. Ellos van buscando las pistas, los cabos sueltos, los montajes y las posibilidades, siempre en buena onda y en la dura. Supongo que estos personajes, en especial la entrañable mujer, se basan en la señora de la que se hizo amigo Fluxá en su investigación del caso—es coautor del guion—, la mujer resuelta y no víctima que aparece en el libro.

    Ellos representan lo popular, que es bueno y genuino, lo opuesto a la clase alta de la víctima. Entre coloridos carros de completos y fuentes de soda amenas, afirman una solidaridad a toda prueba. Ese es uno de los mensajes claros. Resulta extraño que otro personaje popular, real y realmente desamparado, como es la hija del delincuente inculpado, víctima del narco y el machismo, quede desdibujada en su casucha. El libro de Fluxá encontraba un mundo de gente mucho más desvalida y maleada, de mentiras y silencios brutales, de mujeres perturbadas entre matinales tristes, cuando no abusadores. Y un poder maligno y total sobre el otro, junto a la resignación tétrica.

    Una buena serie sobre crimen muestra lo peor, no da lecciones. Al domesticar los conflictos, sean sociales o generacionales, algo se pierde definitivamente: esa zona de sombras que apenas nos atrevemos a mirar. Lo que podemos encontrar en el libro y que se desdibuja en la televisión.

    Al centrar el desembrollo de la trama en los tres amigos, la serie deshecha tratar en profundidad la investigación policial, que el libro sí pormenoriza. Cuanto la policía más se equivoca o queda sin posibilidad de avanzar, como ocurrió groseramente en este caso, más debiera incorporarse. La inoperancia y decadencia de la policía es el motor de grandes series, clásicas y actuales. Quizá por eso tampoco parece quedar claro el supuesto móvil del crimen, punto básico que el libro busca minuciosamente: ella se quería separar, él quería a las hijas.

    Otro de los personajes en que se centra el guion es la hija mayor de la víctima, de 15 años. En el libro Fluxá tiene mucho cuidado con esa intimidad. En la serie, en cambio, es ella, no el padre —magistralmente interpretado por Daniel Alcaino, aunque poco sabemos de él—, la protagonista. Se la acompaña, atormentada, pues cuando la madre desapareció estaban peleadas. Así, otro de los temas moralizantes de la serie son las relaciones filiales. El abogado tiene un hijo universitario al que le falla y que le exige. La pregunta es cómo ser padres, entiende a tu hijo, sé responsable o asume los costos de tu egocentrismo.

    Al considerar que hoy se habla repetidamente de la victimización, me pregunto por el uso de una historia privada, de imaginar el dolor de una joven. Según los medios, las hijas se habrían enterado de la serie por la prensa. Me pregunto por el límite, por cuánto se puede recrear a otro que está vivo y traumado. ¿Cómo podríamos llegar a la historia por otras vías, sin usarla a ella? O al revés: si quieren hacer una serie sobre adolescentes que sufren y de padres que luchan, quizá sería mejor inventar otra (o al menos ser más respetuoso).

    Esta serie correcta, estetizada, veloz, al inventar traiciona una verdad más esencial, lo mucho más compleja e inabarcable que es la realidad. Una buena serie sobre crimen muestra lo peor, no da lecciones. Al domesticar los conflictos, sean sociales o generacionales, algo se pierde definitivamente: esa zona de sombras que apenas nos atrevemos a mirar. Lo que podemos encontrar en el libro y que se desdibuja en la televisión. 

     


    42 días en la oscuridad (2022), creada por Rodrigo Fluxá, dirigida por Claudia Huaiquimilla y Gaspar Antillo, basada en Usted sabe quién. Notas sobre el homicidio de Viviana Haeger de Rodrigo Fluxá, disponible en Netflix.

  381. La ley de la frontera

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    A pesar de sus 12 nominaciones, en la última versión de los premios Oscar El poder del perro solo ganó en la categoría de mejor dirección. No son pocos los que creen que también debería haber ganado el premio a la mejor película del año. Como sea, el filme ha pasado a engrosar la conspicua lista de películas a las que la Academia, ya sea por exceso de corrección política o ausencia absoluta de rigor estético, les ha escamoteado el premio mayor a películas como Boyhood, El irlandés, Érase una vez en Hollywood y Manchester junto al mar, por nombrar solo obras de la última década. Es indudable que estas son mejor compañía que Moonlight, Green Book, 12 años de esclavitud o CODA.

    El poder del perro se ambienta en 1925, en las sierras de Montana, cerca de la frontera de Estados Unidos con Canadá. En un aislado rancho viven los hermanos Phil y George Burbank, quienes durante un cuarto de siglo han hecho prosperar el negocio del ganado. Los hermanos son tan unidos que hasta comparten el dormitorio, pero no pueden ser más distintos entre sí. El menor, George (Jesse Plemons), es gordo, silencioso, tiene sensibilidad para tratar a las personas y sofisticación para vestirse; también evita los conflictos. En cambio Phil (Benedict Cumberbatch) es atlético, locuaz, violento, mantiene un aspecto semisalvaje e impone su ley a los demás. Los problemas comienzan cuando George se casa con Rose (Kirsten Dunst), una viuda que acarrea un hijo afeminado. La presencia de la mujer y el hijo en la casa que hasta entonces era solo de ambos, desestabiliza completamente la relación fraternal.

    A partir de los imponentes y sobrecogedores paisajes del rancho y del cuidado con que filma a los animales, la directora neozelandesa Jane Campion establece la opresión a la que se ve expuesta Rose tras su matrimonio. Es la primera señal de que este no es un western en el que la civilización derrota a la barbarie, sino de lo contrario: de la fragilidad del carácter cuando este se encuentra despojado de las leyes, naturales o jurídicas, que lo protegen.

    A partir de los imponentes y sobrecogedores paisajes del rancho y del cuidado con que filma a los animales, la directora neozelandesa Jane Campion establece la opresión a la que se ve expuesta Rose tras su matrimonio. Es la primera señal de que este no es un western en el que la civilización derrota a la barbarie, sino de lo contrario: de la fragilidad del carácter cuando este se encuentra despojado de las leyes, naturales o jurídicas, que lo protegen.

    La digna viuda del primer tercio de la película comienza a derrumbarse ante el acoso al que es sometida por Phil. La escena en que ella ensaya una pieza musical en el piano que George le ha comprado para que impresione a unas visitas ilustres, es terrorífica. Phil la acorrala musicalmente con su banyo, induciéndola a equivocarse, empequeñeciéndola, haciéndole ver que está siendo vigilada y, en definitiva, empujándola a derrumbarse. La reflexión sobre la violencia que ejercen los hombres como forma de imponer su poder a las mujeres está presente en varias películas de Campion, desde La lección de piano hasta En carne viva, como también en la miniserie Top of the Lake. El hombre legisla a través de la violencia física, sicológica o sexual. En El poder del perro eso cristaliza cuando Phil le saca los testículos a un toro, un procedimiento —parece decirnos Campion— que vale para los animales, para el resto de los hombres y, principalmente, para las mujeres.

    Pero El poder del perro no trata, en última instancia, sobre el sometimiento femenino, sino del masculino; de hombres sometiendo a otros hombres. La película está basada en la novela homónima de Thomas Savage, un gay que tuvo que luchar contra la obligada virilidad a la que se ven espoleados los vaqueros. No es casual que la novela haya influido a Annie Proulx para que escribiera el relato “Brokeback Mountain”, que sirvió de base para la extraordinaria película homónima de Ang Lee, que a su vez es referencia ineludible para Campion. Ambas películas se hacen cargo del tabú de la frontera, donde la soledad de los hombres se traduce en afectos carnales. Es lo que le ocurrió a Phil muchos años atrás en la montaña con su mentor, Bronco Henry, el punto de fuga de esta historia. Y es lo que, en teoría, le podría ocurrir a Peter (Kodi Smit-McPhee), el delicado hijo de la destruida Rose. Sin embargo, Peter representa otro tipo de virilidad, una que antepone la inteligencia a la intimidación. Para Campion, en ese duelo no gana la fuerza, sino la agudeza, que también puede ser tremendamente violenta, si se quiere.

     


    El poder del perro (2021), dirigida y escrita por Jane Campion, basada en la novela de Thomas Savage, 125 minutos, disponible en Netflix.

  382. Vladimir Putin, el vengador de la madre ultrajada

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    Antes de distribuir alabanzas, condenas o exoneraciones, bien vale la pena intentar comprender lo que sucede con la invasión de Ucrania por parte de Rusia. ¿Se trata de un episodio más en la eterna lucha entre el bien y el mal, donde, según a quien se le pregunte, Vladimir Putin y la OTAN aparecen en uno u otro lado de la cósmica contienda? ¿O se trata de algo más complejo? Me inclino, por cierto, por esta segunda posibilidad, y parto por una pregunta: ¿Qué lleva a un político avezado, como Vladimir Putin, a arriesgar el todo por el todo en una empresa de resultados tan inciertos? ¿Hay algún cálculo, algún algoritmo del razonamiento político, alguna deliberación racional que, en algún momento hubiese terminado por llevar a Putin y su entorno a concluir: “Vtorgat’sya!” (“¡Invadir!”).

    En términos de lo que habitualmente entendemos por racionalidad, la deliberación política se rige por una lógica que pone en la balanza medios versus fines, costos versus beneficios. Pero, por más que Ucrania sea un botín considerable, no se trata aquí de algo tan puntual y simple, como ha quedado en evidencia en estos ya tres meses de conflicto. Pues lo que está en juego, y Putin difícilmente podría ignorarlo, es inherentemente incierto, incalculable: invadir Ucrania es un acontecimiento quizás solo comparable con una gran innovación tecnológica (el ferrocarril, el computador) o, más cerca de la realidad del asunto, del colapso de los “socialismos reales”, la URSS y sus satélites hace ya más de tres décadas, el acontecimiento que canceló todo el sistema de poderes a nivel europeo y global de la época de la Guerra Fría. Ya entonces Europa, reconstruida y pacificada socialmente gracias a los dólares del Plan Marshall y el considerable ahorro proveniente de la enajenación de su capacidad de defensa en favor de los EE.UU., había dejado de ser un actor independiente en el escenario internacional. Así, el fin de la Guerra Fría afianzó aún más la hegemonía mundial estadounidense. En esas condiciones, la globalización pudo efímeramente ser vista como el advenimiento de una época —la del “fin de la Historia”— en la cual todos los conflictos habrían de ser resueltos, ya no recurriendo a la violencia y la guerra, sino a la negociación bajo las reglas del juego del liberalismo como sistema de valores ahora universalmente aceptado.

    Desde sus inicios, por cierto, no fue fácil compatibilizar este “fin de la historia” con la realidad de la guerra de los Balcanes, la irrupción del islam en el escenario internacional, las invasiones norteamericanas en Irak y Afganistán. Pero hasta ahí era posible mantener que, precisamente, se trataba del proceso, doloroso pero necesario, a través del cual naciones y culturas, aún sumidas en la historia, más pronto que tarde emergerían de ella. No obstante, un tipo de conflictividad escapa a ese relato tranquilizador: aquella que deriva de la creciente pérdida de confianza en todo el dispositivo de poder/saber liberal-moderno y sus élites político-técnicas, que viene afectando crecientemente a las metrópolis, y que fenómenos como el populismo y el nacionalismo ponen en evidencia y a la vez potencian. Pero, ironías de la historia, este ha sido el resultado del mayor éxito del efímero fin de la Historia: la incorporación de China al sistema mundial y, crucialmente, a la Organización Mundial de Comercio el 2001. Con ello, el éxodo de los trabajos industriales hacia zonas con bajos costos de mano de obra, escasa regulación y protección de derechos sociales, pasó a ser un rasgo estructural del capitalismo del siglo XXI. Una de sus consecuencias ha sido el descontento y la desafección de poblaciones enteras cuya vida giraba en torno a la industria, pues sus integrantes, hasta entonces orgullosos y prósperos ciudadanos del primer mundo, pasaron casi súbitamente a ser parias sociales, white trash dependientes de la caridad pública y víctimas de la degradación urbana, el alcoholismo, la drogadicción y el resentimiento.

    Sin duda esta externalización de la industria hizo posible el surgimiento del masivo mercado global de bienes y servicios de alta tecnología y muy bajo costo, del cual todos disfrutamos: nuestra cotidiana conexión a internet es posible gracias a ello. Pero con él ha venido la “economía de la atención” (no pagamos por el producto, porque el producto somos ahora nosotros mismos), así como las megafortunas, los paraísos fiscales y el consiguiente desequilibrio de poder en favor de un porcentaje ínfimo de la población que puede ahora moldear el mundo a gusto. Trump, Brexit, los nacional-populismos que avanzan de elección en elección en Europa, son los exponentes más visibles de esta crisis, que afecta a la sociabilidad moderno-liberal en su totalidad.

    Pongámonos entonces, por un instante, en el lugar de Vladimir Putin, quien desde luego no tiene nada que ver con un ciudadano corriente. Es, para utilizar un muy acertado término, forjado en otro contexto por el filósofo Peter Sloterdijk, un “atleta del poder”, “obsesionado por las grandes cosas”. Y, gracias a la corte de amanuenses que suele rodear a estos “megalópatas” (Sloterdijk de nuevo), exento de los innumerables afanes de la existencia cotidiana. La difícil tarea de ponerse en su lugar, entonces, se hace un poco más simple. ¿Cuáles podrían ser las “grandes cosas” que ocuparían la mente de Vladimir Putin? Dicho de otro modo, si imaginariamente ponemos entre paréntesis esas cotidianas pequeñas cosas, ¿qué nos queda?

    La difícil tarea de ponerse en su lugar, entonces, se hace un poco más simple. ¿Cuáles podrían ser las ‘grandes cosas’ que ocuparían la mente de Vladimir Putin? Dicho de otro modo, si imaginariamente ponemos entre paréntesis esas cotidianas pequeñas cosas, ¿qué nos queda?

    Lo que nos queda es el espacio y el tiempo. Pero no como formas abstractas, sino históricas y experienciales: un tiempo y un lugar vividos. Y estos son, para Putin y su generación, el tiempo posterior a la gesta bélica victoriosa que culminó en mayo de 1945, cuando la bandera de la URSS se izó sobre el edificio del Reichstag en Berlín. Para el mundo en general, este fue el fin de la Segunda Guerra Mundial; para los soviéticos, en cambio, se trató de la “Gran Guerra Patria”, Velíkaya Otéchestvennaya voyná.

    Ahora bien, “Guerra Patria”, a secas, es el nombre con el cual los ciudadanos soviéticos de la época conocían la contienda librada por el zarismo contra la invasión napoleónica de 1812. La alusión es histórica y políticamente significativa. Se inicia ya al día siguiente de la invasión hitleriana iniciada sorpresivamente el 22 de junio de 1941. Ese día, la edición de Pravda llama a la urgente movilización con un titular de primera plana que reza: “La Gran Guerra Patriótica del Pueblo Soviético”. Se trata no de la defensa del socialismo, sino de la patria. Y es así como el Estado nacido de la Revolución bolchevique de 1917 terminaba de consolidar el giro hacia el nacionalismo (el “socialismo en un solo país”) y la geopolítica, que había sido iniciado ya por el mismo Lenin en 1918, cuando la anhelada revolución en Alemania fue derrotada y la clase obrera de los países a la vanguardia del capitalismo se fue inclinando crecientemente hacia las reformas en vez de la revolución. Ese giro es el hilo dorado que une ahora a Putin con Stalin, y con el mismo pasado soviético, no obstante su repudio a gran parte de él.

    Vladimir Putin nació en 1952: la suya, la generación de posguerra, se formó en un país victorioso. Y como los testimonios recogidos en sus libros por la Premio Nobel Svetlana Alexievich lo muestran, esa victoria se obtuvo al costo de sacrificios al límite de toda resistencia humana; de la más abnegada entrega a la causa patriótica por parte de millones de mujeres y hombres que, en no pocos casos, pasaron voluntariamente del Gulag a las filas del ejército comandado por el generalísimo Josef Stalin. Y si nosotros, lectores distanciados por décadas y continentes de estos acontecimientos, no podemos evitar que estos relatos nos conmuevan, es de imaginar a Putin y su generación, recibiéndolos de primera fuente, de padres, madres, familiares, maestros; de toda una humanidad que llevaba la marca, la cicatriz de esta Gran Guerra Patria, no solo en la memoria sino también en sus cuerpos. Y que también han de haber vivido todo eso como deuda inextinguible con la generación que se sacrificó para que ellos, sus descendientes, pudiesen recoger los frutos.

    Vladimir Putin ha sido, desde los inicios de su vida adulta, un hombre del Estado ruso-soviético en sus distintas etapas, desde su auge hasta su decadencia y caída. A los 23 años egresaba de Derecho en la Universidad de Leningrado y, a la manera de un joven que en EE.UU. postularía al FBI, ingresaba al máximo organismo de seguridad del Estado, la KGB. Y allí permanecerá hasta su disolución, para luego, en los turbulentos años posteriores al colapso de ese mundo en 1991, ingresar a la actividad política en vez de participar, como muchos de sus antiguos colegas (los futuros oligarcas) en la repartija general de las empresas del fenecido Estado soviético. Su ascenso ahí fue pausado, pero seguro: hombre de confianza de Boris Yeltsin, director por un breve período del órgano de seguridad estatal que sucedió a la KGB, luego primer ministro en 1999 y, desde entonces, en la cúspide del poder en la cual, en teoría, podría permanecer hasta el año 2036.

    Desde entonces, podemos concluir, los pensamientos de Vladimir Putin, crecientemente depurados de toda preocupación cotidiana, han sido los de la Rusia de su generación. Una generación que, con el paso del tiempo, fue cayendo en cuenta de que esos enormes sacrificios habían terminado beneficiando a otros; que, en la paz surgida de la Gran Guerra Patria, el bando victorioso había sido el de los EE.UU., Alemania, Francia, Gran Bretaña, en tanto que la Unión Soviética, después de un par de décadas de relativa prosperidad, fue irreversiblemente derrotada. Como si todo esto fuese poco, los vencedores de la paz se apresuraron en cuanto pudieron a extender su alianza militar, la OTAN, hacia territorios que hasta hacía muy poco eran parte de la URSS y de su esfera de influencia.

    Vladimir Putin nació en 1952: la suya, la generación de posguerra, se formó en un país victorioso. Y como los testimonios recogidos en sus libros por la Premio Nobel Svetlana Alexievich lo muestran, esa victoria se obtuvo al costo de sacrificios al límite de toda resistencia humana; de la más abnegada entrega a la causa patriótica por parte de millones de mujeres y hombres que, en no pocos casos, pasaron voluntariamente del Gulag a las filas del ejército comandado por el generalísimo Josef Stalin.

    Uno de estos territorios es Ucrania. Y, por cierto, ambos bandos, el nacionalismo ruso y el ucraniano, blanden viejos pergaminos para legitimar sus causas. Pero lo que se busca en ellos es la legitimación de Estados nacionales modernos, algo que esos venerados antepasados no pudieron imaginar ni aun en sus peores pesadillas. Lo que hay que interrogar, en cambio, es lo sucedido en esos años turbulentos, cuando la URSS agonizaba, y territorios como Bielorrusia, los Estados Bálticos, Georgia y también Ucrania, se apresuraban ya en 1991 a escindirse de ella. En el caso que ahora nos preocupa, Ucrania, al margen de la imagen que Zelensky y sus aliados quieren proyectar, la independencia no fue el resultado de un nacionalismo acendrado y activo —Ucrania no es Cataluña ni el País Vasco ni Irlanda—, sino que fue impulsada por la misma dirección comunista de la época, con el aparatchik Leonid Kravchuk a la cabeza. Por cierto, como en las demás exrepúblicas soviéticas, existió un referéndum que arrojó una abrumadora mayoría en favor de la independencia. Pero ¿quién lo convocó? ¿Y quién fue electo como primer presidente de Ucrania?

    El lector habrá adivinado: Kravchuk, y luego nuevamente Kravchuk. Ahora bien, es curioso que, en su afán de deslegitimar a Ucrania, Putin haya pasado por alto esa muy concreta historia y preferido desempolvar los ya mencionados pergaminos. Aquí todas las conjeturas y teorías conspirativas son válidas. Pero conviene tener presente que la disolución de la URSS fue acordada entre las cuatro paredes de una cabaña en Bielorrusia por Boris Yeltsin, Stanislav Shushkevich (líder de ese país) y… Leonid Kravchuk. Y Putin, como sabemos, fue colaborador directo de Yeltsin, a quien sucedió en la presidencia de la Federación Rusa. Kravchuk, por su parte, apoyó tempranamente a Viktor Yanukovych, elegido presidente de Ucrania en 2010 y derrocado cuatro años más tarde, luego de abandonar súbitamente su apoyo al ingreso de Ucrania a la Unión Europea, para pasar a privilegiar, en cambio, las relaciones de Ucrania con Rusia.

    Pero volvamos a Vladimir Putin. Cuando este, desde su alto pedestal, contempla a Rusia y al mundo, ¿qué ve?

    Por una parte, ve la Madre Rusia, la Matushka Rossiya que en tiempos de la Revolución había sido ícono de la resistencia zarista, para luego transformarse en motivo de toda una estatuaria épica en las ciudades de la URSS, y que ahora ha sido ultrajada.

    Y también traicionada por esos bolcheviques que inventaron Ucrania y que luego no cesaron hasta transformar la victoria tan duramente obtenida en 1945 en la vergonzosa derrota de 1991. Putin ve, asimismo, que su tiempo, el suyo y el de la generación que encarna, y que entra ya a la octava década de su vida, se agota, de modo que pronto habrá de abandonar la escena. Y ve, por último, que el orden que con tanta soberbia las potencias de la OTAN han tratado de imponer, no solo con su expansión hacia territorios de la ex URSS, sino también mediante la propaganda que etiqueta a quienes la resisten de “Estados fallidos” y “canallas” (“rogue states”), ese orden está entrando en implosión. De modo que para Putin, la hora de la venganza ha llegado. Ahora o nunca.

    Encuentro en Brasil entre los presidentes Vladimir Putin y Xi Jinping, en noviembre de 2019.

    Pero la venganza es una conducta reactiva, propia, diría el moralista Nietzsche, de una “moral de esclavos”. Pues este Putin, de quien postulamos que, por sobre todo rasgo personal, representa a su generación, es solo hijo de quienes realmente combatieron en la Gran Guerra Patria. El hijo nacido demasiado tarde y que ha debido limitarse a vivir vicariamente la guerra: inicialmente, a través de testimonios de primera mano en los cuales heroísmo y tragedia van a la par. Más adelante, sin embargo, se tratará de una historia oficial, una épica elaborada y difundida primero por el Estado soviético y luego por sus herederos nacionalistas, y en la cual la tragedia ha quedado relegada a un segundo plano. Y sus destinatarios no son ya solamente esos hijos, sino sus propios hijos y los hijos de estos. Es decir, nuevas generaciones que, a diferencia de Vladimir Putin, no llegaron a vivir en una URSS victoriosa, sino que solo han sabido de su decadencia y colapso, para luego, después de una década, la de 1990, de descomposición social y humillación, disfrutar de la relativa recuperación asociada al nuevo batyushka, padrecito de todas las Rusias.

    Si las hijas de Vladimir Putin, Mariya y Katerina, nacidas en 1985 y 1986, no hubiesen vivido existencias privilegiadas, a salvo de las penurias de sus compatriotas, habrían sido perfectos exponentes de esas generaciones. Pero ambas son exitosas profesionales, unidas en matrimonio con prósperos hombres de negocios. Que se sepa, además, no tienen hijos; de tenerlos, sin embargo, estos serían adolescentes; pertenecerían entonces a la generación que habrá de experimentar las consecuencias de la audaz jugada del “Gran Abuelo”.

    ¿Cuáles serán estas? Con esta pregunta, la pretensión de ponernos en el lugar de Putin, de apoderarnos a través de él del cuerpo colectivo que él representa, encuentra un obstáculo terminal, insuperable. Pues su propia naturaleza impide al vengador ver más allá. Así que abandonamos su compañía, en busca de datos de realidad que nos ayuden a esbozar una respuesta. Y el dato más importante es aquí el efecto de las sanciones económicas por parte de gran parte del “mundo libre”. Pues estas rápidamente se han ido ampliando y adquiriendo un carácter estructural difícil de desmontar, especialmente si, como estamos viendo, la guerra en Ucrania se prolonga y en respuesta, las sanciones se terminan extendiendo a las exportaciones rusas de petróleo y gas natural. Esto, que inicialmente parecía imposible dada la dependencia de países europeos como Alemania e Italia de dichas exportaciones, va adquiriendo ciertos visos de posibilidad a medida que la guerra se prolonga: EE.UU. ha decidido poner en el mercado parte de sus reservas petrolíferas, y podría aumentar su producción. Alemania, por su parte, ha anunciado un giro histórico en sus políticas militar y energética. La nueva política tiene por objetivo alcanzar la autonomía energética mediante energías renovables, sin descartar la hasta ahora demonizada energía nuclear. Si bien este es un objetivo a 10 años o más, la señal es clara. Se habla asimismo de levantar las sanciones a Venezuela, y quizás también a Irán, de modo de suplir mediante los hidrocarburos de esos países los que Rusia dejaría de suministrar. Y si esto parece imposible, o al menos altamente improbable, vale la pena recordar que lo mismo se decía de la invasión de Rusia a Ucrania antes del fatídico 24 de febrero.

    En general, la experiencia histórica muestra que las sanciones económicas rara vez tienen el efecto esperado: la población, real blanco al que ellas apuntan, no necesariamente se termina rebelando contra su gobierno; las más de las veces, terminan por hacer de él el defensor del pueblo ante el agresor externo. En el caso actual, este escepticismo más bien teórico gana realidad cuando se toma en cuenta los acuerdos mediante los cuales Putin, previendo la situación, se habría asegurado un mercado en China para el petróleo y el gas natural que dejaría de fluir hacia Europa.

    La alianza de Rusia con China, parece en principio ser el desenlace que permitiría a Putin ejecutar su venganza y salir incólume, como parte ahora de un bloque político-económico-militar capaz de enfrentar de igual a igual al “mundo libre”. Y parece, además, congruente con el giro de China bajo Xi Jinping hacia lo que los analistas occidentales entienden como “dar la espalda al mundo”, como rezaba un titular del New York Times de inicios de marzo.

    Putin ve, asimismo, que su tiempo, el suyo y el de la generación que encarna, y que entra ya a la octava década de su vida, se agota, de modo que pronto habrá de abandonar la escena. Y ve, por último, que el orden que con tanta soberbia las potencias de la OTAN han tratado de imponer, no solo con su expansión hacia territorios de la ex URSS, sino también mediante la propaganda que etiqueta a quienes la resisten de ‘Estados fallidos’ y ‘canallas’ (‘rogue states’), ese orden está entrando en implosión. De modo que para Putin, la hora de la venganza ha llegado. Ahora o nunca.

    Pero ese “dar la espalda al mundo” describe mejor el clima imperante en los EE.UU. bajo el eslogan Make America Great Again y la consiguiente odiosa campaña contra empresas e instituciones chinas de investigación y desarrollo tecnológico, y que se extiende a estudiantes de posgrado de esa nacionalidad e incluso a prestigiosos investigadores de universidades estadounidenses. Entre sus logros, esta campaña forzó a Gran Bretaña a excluir a la empresa Huawei de la implementación de la tecnología 5G de su territorio. China, no obstante, desde hace ya una década, es líder mundial en patentes tecnocientíficas, con un 43,4% del mercado el 2019. En cuanto a inversión en investigación y desarrollo, el propio Joe Biden, en mayo del 2021, hizo un ranking en el cual correspondía a China el primer lugar, en tanto los EE.UU. quedaban relegados al octavo.

    Es razonable inferir entonces que el giro impulsado por el liderazgo chino nada tiene que ver con algún aislacionismo inherente a la mentalidad china, ni con una vuelta a los tiempos de Mao Zedong, sino que surge de una apreciación realista de que esa parte del planeta que soberbiamente se ve a sí misma como el “mundo”, está experimentando la progresiva disolución de las estructuras que han hecho posible el mundo moderno. De modo que lo prudente sería disociarse de ellas, aprovechando que el verdadero mundo plantea otras posibilidades. Y ahora la venganza de Putin ofrece la que quizás sea la mejor de ellas.

    En términos económicos, el PIB de Rusia es similar al de un pequeño país europeo (la suma, por ejemplo, de Bélgica y los Países Bajos), mientras que su estructura productiva es, en cambio, la de un país exportador de materias primas, como los de África y Latinoamérica. China, por el contrario, es la segunda economía del mundo, y su fuerte es la producción industrial y las tecnologías de punta. Es decir, mientras más aislada va quedando Rusia de Europa, más crece la oportunidad para China de acceder con exclusividad a un mercado de 150 millones de potenciales consumidores, y a un territorio de 17 millones de km2 repleto de materias primas. Más aún: el imaginario libertario que las democracias liberales terminaron abrazando durante la Guerra Fría —el Estado, en cambio, era asunto de los malvados comunistas— parece no estar enraizado en la conciencia colectiva rusa, donde no solo Vladimir Putin, sino también el mismísimo Josef Stalin despiertan admiración. De modo que Rusia podría estar a salvo de la crisis que se desencadena cuando las redes sociales e internet ofrecen a las masas la posibilidad de tomar literal, libertariamente, dicho imaginario, deslegitimando así toda la compleja red de mediaciones que la sociedad moderna a lo largo de sus seis siglos de existencia se ha dado, en vistas a producir y conservar una esquiva unión social.

    Más arriba me referí a la generación que heredará la Rusia nacida de la venganza del Gran Abuelo. Si mis apreciaciones hasta aquí no han sido erradas —bien podrían serlo—, se encontrarán en un país dependiente económica, política y culturalmente de China. ¿Cómo lo tomarán?

    La Rusia postsoviética ha estado hasta hoy libre de sinofobia. Pero con una muy significativa excepción: aquellas regiones que colindan con China, como Kazajistán y Kirguistán, en las cuales parte importante de la población trabaja en la extracción de materias primas bajo las órdenes de jefes chinos. Allí ha surgido un fuerte sentimiento antichino, con componentes raciales y religiosos, y frecuentes incidentes y manifestaciones masivas. ¿Qué se puede esperar si esa pasa a ser la experiencia cotidiana de los trabajadores rusos? ¿Será para ellos un nuevo capítulo en la historia de la madre ultrajada? ¿O añorarán, más bien, el tiempo en que aún eran europeos? La historia tiene la palabra.

     

    Nota del autor: desde hace ya siete años, Arabia Saudita, con el apoyo militar irrestricto de los EE.UU., bombardea inclementemente el territorio de Yemen, provocando lo que ha sido llamada “la peor catástrofe humanitaria en el planeta”. Cuando vemos por todos lados mensajes de apoyo a Ucrania y de repudio a la agresión rusa, es pertinente preguntarse: ¿Veremos alguna vez algo similar respecto de Yemen y sus agresores?

  383. El proceso constituyente en su hora crítica

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    I.

    En los primeros días de abril, cuando la Convención Constitucional cumplía ya nueve meses trabajando en la elaboración del texto de la nueva Carta Fundamental, cayó encima de ella un verdadero “balde de agua fría” cuando diferentes sondeos de opinión arrojaron lo que en esencia representa un empate en la predisposición de la ciudadanía a votar “apruebo” o “rechazo” en el plebiscito ratificatorio que tendrá lugar en septiembre.

    Inmediatamente después de conocerse estas encuestas y mientras los grupos hegemónicos de la Convención (de la izquierda moderada y la radicalizada) intentaban levantar suspicacias respecto de la confiabilidad de las anteriores o atribuir el inesperado resultado a un problema comunicacional, el Presidente Boric echó por tierra esos intentos de negar la realidad, señalando que la Convención debía buscar “la mayor transversalidad y amplitud posibles, para construir una Constitución que sea un punto de encuentro entre los chilenos y las chilenas”. Así, y cuando quedan solo dos meses para que la Convención concluya su trabajo, se mantiene el fantasma de que este largo e intrincado proceso podría terminar en el más estrepitoso de los fracasos.

    La verdad es que, ya desde febrero, se venía instalando un cierto clima de opinión negativo sobre varias de las propuestas de normas constitucionales que empezaron a generarse al interior de las siete comisiones temáticas en que se organiza la Convención. Más allá de la radicalidad de algunas (como la emblemática propuesta de instalar un sistema político inspirado en los soviets, o la nacionalización de la totalidad de la minería privada), lo que parece haber horadado la confianza ciudadana en el proceso ha sido la apariencia de improvisación e, incluso, irracionalidad exhibida por algunas propuestas, lo que ofreció espacio a quienes se oponen al proceso constituyente para darse un festín con cada propuesta que aparecía como extravagante o derechamente aberrante. En este contexto, actores que —hasta hace unos pocos meses— aparecían favorablemente predispuestos al trabajo de la Convención, comenzaron a distanciarse, algunos, y a oponerse derechamente al mismo, otros. Esto parece ser el caso de un movimiento (“Amarillos”) surgido al alero de una carta de un comunicador cultural de la plaza, Cristián Warnken.

     

    II.

    Las razones que explican que un proceso que comenzó con altísimos niveles de aprobación ciudadana se encuentre hoy en una situación límite —en que no se puede descartar que se rechace la propuesta de nueva Constitución en el plebiscito ratificatorio— son diversas. En primer término, y como lo ha relevado Gabriel Negretto, es un hecho que la integración de la Convención se encuentra, desde el punto de vista ideológico, bastante a la izquierda del votante medio chileno. Este sesgo ideológico, que sitúa al ente constituyente a la izquierda del electorado que eligió al Congreso Nacional y al presidente Boric a fines del año pasado, explica en parte que una vez que la Convención comenzó a elaborar propuestas de normas constitucionales, muchas de estas aparecieran ante la opinión pública como demasiado radicales. Esto ocurrió, por ejemplo, con la propuesta —en este caso ya aprobada por el pleno de la Convención— que consagra derechos de los animales, “reconociendo su sintiencia y el derecho a vivir una vida libre de maltrato”, norma prácticamente sin precedentes en el constitucionalismo contemporáneo.

    Lo que parece haber horadado la confianza ciudadana en el proceso ha sido la apariencia de improvisación e, incluso, irracionalidad exhibida por algunas propuestas, lo que ofreció espacio a quienes se oponen al proceso constituyente para darse un festín con cada propuesta que aparecía como extravagante o derechamente aberrante.

    Otro elemento que parece estar jugando en contra del proceso constituyente es lo que aparece a ojos de muchas personas como una propuesta constitucional excesivamente “indigenista” (término que no se precisa bien por parte de quienes acusan aquello, pero que parece referirse a lo que perciben como concesiones exageradas a dichas minorías). En este contexto, la empatía inicial que generó el que por primera vez en la historia del país una mujer mapuche liderara un ente tan relevante, fue evolucionando gradualmente hasta una cierta desazón con lo que aparece —injustificadamente, pero eso es harina de otro costal— como una propuesta constitucional demasiado enfocada en los pueblos originarios. Expresiones como “Estado plurinacional” aparecen como ajenos a la cotidianidad del votante medio (en el mejor de los casos) o derechamente como una amenaza a la integridad y unidad del Estado y la identidad nacional (en el peor de los casos). Esto último no tiene asidero alguno en términos jurídico-constitucionales, pero juega un rol bastante desestabilizador en el plano simbólico, puesto que lleva a muchos a considerar que la plurinacionalidad implica la desintegración del Estado, con la desazón que ello conlleva. En efecto, y como lo señaló el grupo de expertos internacionales invitados por el Senado a nuestro país para elaborar un informe sobre el proceso constituyente (la denominada Comisión de Venecia, entidad europea que asesora en materias constitucionales a diversos países de ese continente y crecientemente de otros), no hay nada especialmente anómalo en adoptar la plurinacionalidad o en establecer, en paralelo al sistema nacional de justicia, una instancia de justicia especializada para resolver algunas controversias que se generen al interior de comunidades indígenas, teniendo a la Corte Suprema como instancia revisora final, como es el caso de lo aprobado finalmente por la Convención.

    Algo parecido sucedió con la —ya desechada, pero ampliamente debatida en su momento— propuesta de sistema político, especialmente en lo que se refería a la adopción de un modelo que incluía una suerte de “triunvirato”, que combinaba un presidente de la República acompañado de una vicepresidencia y de un ministro de gabinete, que algunos esperaban que evolucionara a una suerte de primer ministro de facto. En un país con una tradición presidencial tan arraigada, esa fallida propuesta generó altos niveles de perplejidad y rechazo. Si bien fue eventualmente desechada, contribuyó, mientras estuvo debatiéndose, a dar plausibilidad a la invectiva de los adversarios del proceso, en el sentido de que se estaban planteando cosas “delirantes”, con el consiguiente desprestigio de la Convención.

     

    III.

    Una vez aquilatada la coyuntura crítica en que se encuentra el proceso constituyente, surge la pregunta por los diferentes escenarios que se abren hacia adelante. Un primer escenario es que el grueso de los grupos que ostentan hegemonía al interior de la Convención se hagan eco del llamado del presidente Boric y moderen el tenor de las propuestas que se encuentran elaborando, de manera de hacer posible que un grupo más amplio del electorado se sienta convocado a aprobar el texto de la nueva Constitución en septiembre. En ese caso, quienes hegemonizan el ente constituyente estarían sacrificando algunas de sus aspiraciones, con el objetivo de asegurar que los importantísimos logros alcanzados no queden en nada, ante un eventual triunfo del “rechazo”.

    Un escenario radicalmente diferente es que solo algunos grupos de izquierda de la Convención sigan la recomendación presidencial, pero que los sectores maximalistas de la misma continúen apostando a que, incluso adoptando un texto radical, puedan prevalecer en el plebiscito ratificatorio. En este caso, por supuesto, no puede descartarse el que —a pesar de su radicalidad— el texto propuesto obtenga una mayoría, pero todo sugiere que lo más probable es que un texto percibido como exageradamente radical sea rechazado.

    Así las cosas, lo ocurrido en los últimos años sugiere que, de la misma forma en que el estallido social nos mostró que el umbral de desigualdad que la democracia chilena toleraba era mucho menor que el que teníamos en 2019, el proceso constituyente en marcha parece sugerir que la cantidad —y la profundidad— de los cambios institucionales que tolera la mayoría de la ciudadanía son menores que los que algunos sectores de la Convención creen.

    En este punto, es natural inquirir sobre qué sucederá el día después de que un proceso que buscó canalizar institucionalmente un estallido social de proporciones fracase. Quizá porque hasta hace unos meses este escenario no estaba en el radar de casi ningún observador, contamos con pocas herramientas para siquiera imaginar qué vendría después de algo así. En el mundo conservador, para algunos un eventual triunfo del “rechazo” podría marcar el retorno a la suerte de “paraíso perdido” tras el estallido social. En ese escenario, imaginan, Chile retomaría lo que consideran la virtuosa trayectoria que había tenido en las últimas décadas y que se habría detenido producto del gigantesco malentendido que subyacería a los eventos de octubre y noviembre de 2019. Esta actitud ante un eventual fracaso del proceso constituyente es, sin embargo, descartada por los sectores más lúcidos de la ex-Concertación y la centroderecha, que se toman en serio que las causas del estallido social siguen con nosotros, lo que hace inviable hacer retroceder el calendario hasta el 17 de octubre de 2019. Los grupos hoy inclinados a rechazar el texto que se está adoptando por la Convención, probablemente buscarán reinstaurar un proceso constituyente, pero basado en reglas del juego muy distintas a las que gobernaron el actual. Sin embargo, lo que esos grupos no advierten es que luego de un eventual triunfo del “rechazo”, un nuevo proceso constituyente que les diera confianza a sectores de centro y de centroderecha seguramente alienará profundamente a los sectores de izquierda y los movimientos sociales que se sienten interpretados por la actual Convención Constitucional. Esto, a su vez, pondría en serio riesgo ese eventual nuevo intento por canalizar institucionalmente las profundas insatisfacciones con el orden social, político y económico que existen en el país.

    Así las cosas, lo ocurrido en los últimos años sugiere que, de la misma forma en que el estallido social nos mostró que el umbral de desigualdad que la democracia chilena toleraba era mucho menor que el que teníamos en 2019, el proceso constituyente en marcha parece sugerir que la cantidad —y la profundidad— de los cambios institucionales que tolera la mayoría de la ciudadanía son menores que los que algunos sectores de la Convención creen. Sería muy bienvenido que, esta vez, se modulen las cosas para evitar el fracaso de un proceso en que se pusieron tantas esperanzas y que no sería fácil de sustituir.

     

    Nota del editor: al cierre de esta edición, 12 de mayo, la Convención despachaba los últimos artículos sobre derechos sociales y las tres comisiones (de Armonización, Normas transitorias y Preámbulo de la Constitución) estaban comenzando su trabajo.