Author Archives: Sebastián Duarte

  1. Fauces: de Quignard y Cervantes

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    Sé de tres referencias de Quignard a Cervantes. Las tres son negativas. Si hay otra, no me extrañaría que también lo fuera.

    La primera (la enumeración sigue el orden del hallazgo) proviene de su entrevista con Cristián Warnken. El Quijote, dice Quignard, es monomaniaco. Alonso Quijano no se vuelve loco por leer demasiado, sino por leer demasiadas novelas de caballería, es decir, por no leer lo suficiente: desocupado lector. El destino le habría deparado algo distinto de haber consultado otros libros. Gesto inteligente (o ingenioso, para decirlo con Cervantes) de Quignard: breve e inesperado, por lo mismo desconcertante y, sin embargo, elocuente; o sea, característicamente lacónico.

    La segunda se encuentra en su libro de 2024, Compléments à la théorie sexuelle et sur l’amour. En una subsección del capítulo “Las dos ofensas”, titulada “La ofensa hecha al amor”, Quignard habla de su lazo con Dominique Aury y escribe: “Lo que nos ligaba era nuestra detestación común y absoluta de Don Quijote. (…) Detestábamos la burla, la parodia, la degradación de la pasión, la humillación de la fragilidad y de la inquietud y de la pusilanimidad de los amantes, la mofa del amor. (…) Amábamos el amor loco, la pasión ciega, Tristán, Lancelot, la castellana de Vergi, toda la materia de Bretaña, Las mil y una noches, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, el Ariosto, Petrarca, Scève, Fénelon, Los torrentes de Madame Guyon. (…) Abríamos el Quijote: era una tristeza sin nombre ante un esplendor masacrado”. El afecto de la última frase corresponde a la aflicción de los lectores, y el paisaje, a las ruinas desoladas hacia las que siempre se dirige la literatura de Quignard. Ninguno al contenido del Quijote.

    Si el reparto de la confesión resultara convincente, su violencia es innegable. Con un golpe, Quignard divide el canon entre amigos y enemigos del amor, se ubica entre los primeros y condena a Cervantes al ostracismo. El Quijote se burla detestablemente del amor. Punto.

    Ahora bien, la violencia de la discriminación dice poco de Cervantes y demasiado de Quignard: la sentencia carece de justificación y su carácter perentorio no responde, en esta ocasión al menos, a ninguno de los rasgos de la escritura “asombrosa” o “desconcertante”, sublime incluso, de Quignard, como la ha llamado Michel Deguy, sino más bien a un desprecio sintomático.

    Aunque Quignard explique su hostilidad (sin justificarla, pues entre las armas las leyes callan) como respuesta a una herida —“aquellos que rebajan al amor, sea en la sublimación, sea en la vulgaridad, blasfeman y nos hieren”—, lo que en el fondo detesta quizá no sea el Quijote, sino —me temo— el reflejo que le devuelve.

    De ser el caso, no estaríamos ante una diferencia literaria fundada, sino más bien ante algo del orden de la vanidad. Aunque la escena en la que el yo se recrea en su propio reflejo suele representar el paroxismo de la vanidad, esta se expresa, en realidad, en su negativa a reconocerse en esa imagen, que percibe como un otro inasimilable. Hay vanidad, entonces, ya por una repulsión inadmisible e inconfesable de sí, ya por la por la incapacidad concomitante del yo para sustituir su imagen ideal por el reflejo, ya por tratarse de un ingrediente, más o menos inevitable, de la distancia que define al solitario: “Escasas son las especies que escapan a toda vida colectiva —escribe Quignard en Rhétorique spéculative—: el visón, el leopardo, la marta, el tejón, yo”.

    Aunque parezca extravagante, la sospecha no anda descaminada. Por ejemplo, ¿qué impide reconocer en Alonso Quijano lo que Quignard llama “lector”, a saber: ese yo que se evapora para convertirse en “todos los libros que leyó”?

    Lo propio ocurre con la ofensa al amor. Aunque sería absurdo desconocer el tono burlesco del Quijote, otra cosa es sostener que la burla es lo único que ocurre en la novela de Cervantes, incluso cuando ocurre.

    El célebre episodio de Marcela y Grisóstomo lo confirma. Se trata de una historia de amor no correspondido entre dos jóvenes ricos que deciden vivir como pastores. Uno de los elementos más llamativos de esta historia es la “Canción desesperada” que compone Grisóstomo ante el rechazo de Marcela, clara adaptación de la canzone petrarquista en el Quijote y, según los entendidos, cúspide poética de Cervantes. No es en absoluto evidente, como se ha sugerido, que el manco de Lepanto se burle de la locura del amor en este episodio, ni que la “Canción desesperada” equivalga a una simple parodia de Petrarca, aun cuando su encuadre sea una sátira del amor cortés en la clave bucólica del género pastoril.

    Atormentado por celos y sospechas, Grisóstomo canta un dolor inefable, que lo consume y lo lleva al suicidio (elemento incompatible con el imaginario cristiano del género pastoril). Su “Canción”, profusa en imágenes de desintegración y caos, quiebra la voz humana del cantor, volviéndola incomprensible y portadora de un afecto abrumador. En la primera estancia, Grisóstomo pide “que el mismo infierno comunique (…) un son doliente (…) que el uso común de su voz tuerza”, para así cantar el “áspero rigor” de su canción. Se trata de un lamento espantoso, que vomita “pedazos de las míseras entrañas”. En la segunda estancia, Grisóstomo invoca los gritos de las bestias salvajes, los rugidos de la tempestad y hasta el llanto infernal de las arpías para que

    salgan con la doliente ánima fuera,
    mezclados en un son, de tal manera,
    que se confundan los sentidos todos,
    pues la pena cruel que en mí se halla
    para cantalla pide nuevos modos.

    La estridencia infernal de este coro inhumano bien pudo ser aludida en La Haine de la musique, donde Quignard habla del “canto del gallo que repentinamente hace que san Pedro se deshaga en lágrimas”.

    Aunque la escena en la que el yo se recrea en su propio reflejo suele representar el paroxismo de la vanidad, esta se expresa, en realidad, en su negativa a reconocerse en esa imagen, que percibe como un otro inasimilable. Hay vanidad, entonces, ya por una repulsión inadmisible e inconfesable de sí, ya por la por la incapacidad concomitante del yo para sustituir su imagen ideal por el reflejo, ya por tratarse de un ingrediente, más o menos inevitable, de la distancia que define al solitario.

    Pero lo más sintomático del desprecio de Quignard no es que soslaye los matices del Quijote en torno al amor, ni que tilde a Alonso Quijano de monomaniaco, sino su condena taxativa de la risa. Aunque escasamente, Quignard también ríe y, al reír, se desdobla en ofendido y ofensor, situándose, paradójicamente, con y contra Cervantes.

    En Rhétorique spéculative, escribe: “El principio de razón (que todo sobre la tierra tiene una razón) hace que el retórico estalle de la risa. A ojos del retórico, el metafísico es un hombre que ignora la violencia propia del lenguaje y que teme a los sueños”.

    Al reírse del filósofo, el retórico (Quignard) se ríe del amor, de la filosofía como una de las formas que asume el amor (caso emblemático: el amor platónico). Es preciso notar que la burla cervantina del amor cortés a menudo encuentra expresión en personajes que se ríen del principio de razón (delirante) del Quijote. En más de un sentido, entonces, el retórico se ríe de la ignorancia del filósofo (amante de la verdad, temeroso de los sueños) como los duques del Quijote de 1615 se ríen de la ingenuidad del caballero andante (amante de los sueños porque cree que son verdad).

    La risa es aquí indisociable de la violencia: solo se ríe el que sabe que el lenguaje no da cuenta de lo que existe, sino que le impone razones a una realidad inopinada. Y se ríe del que no lo sabe: ese amante cuyo amor le hace olvidar (como ocurre con tantos amores) la violencia. Para aclarar: la risa no está del lado de la violencia (que está en todas partes) sino del que sabe que la detenta. El otro no sabe (no puede saber) de qué va el chiste. La risa es, para el que ríe, la conciencia irónica de la violencia y, para el ignorante, su expresión disimulada.

    ¿No es acaso Cervantes un maestro curtido en las artes de esta ironía y, por tanto, un retórico? Quizás lo sea, pero, aun así, Quignard lo detesta, como queda de manifiesto en su tercera referencia al autor del Quijote.

    En Rhétorique spéculative, leemos que Cervantes pertenecería a ese linaje de novelistas que “se hace el gracioso a costa de sus personajes”, que “menosprecia a su criatura”, que hace que la novela, confiesa Quignard, “se me caiga de las manos”. El otro linaje, el de Quignard, ama a sus criaturas y no se demora en nimiedades, vale decir, en nada que no esté a la altura del amor y del odio. Estas dos “grandes familias”, sentencia el francés, son “radicalmente enemigas”: los que aman odian a los que ríen porque, según aquellos, estos odian, mezquinamente, al amor.

    Pero, ¿Cervantes efectivamente menosprecia al Quijote? ¿Odia al amor? ¿Hay realmente dos familias? ¿No son acaso más complejos los entrecruzamientos? ¿No se advierte un tufo a resentimiento —hostilidad autoinmune— en el desdén de Quignard?

    En su obra, la risa remite —al igual que la música y, en cierta medida, la lectura— al silencio de una violencia primitiva y prelingüística, que el lenguaje humano arrastra consigo como una sombra. El silencio persigue al lenguaje como la boca abierta de una bestia. Sus réplicas lo sacuden. A veces, lo derrumban. En Le sexe et l’effroi, Quignard afirma que, junto con la angustia, la risa es la densa lluvia de cenizas que cae lentamente sobre el ahora humano desde la erupción arcaica e inhumana de Eros. Y, en sus Petits traités, apunta lo siguiente:

    La retracción de los labios en la risa muestra los dientes.
    Los labios atrapan una presa en el vacío al reír.
    La presa ausente retrae hasta los labios de las hienas. Se dice que las hienas se retuercen de la risa.

    La risa es lo propio de los perros y de ciertos hombres.

    Cuando estos hombres ríen, surge una bestia: sus rostros se desfiguran y sus bocas — devoradoras de fantasmas, como las de todo buen lector— se convierten, entre otras cosas, en fauces. Cervantes ríe, Quignard —lo hemos visto— también.

    La ironía resplandece con un fulgor nocturno en la carcajada del retórico, pues ya no es la figura, sino la ceguera, de su saber disimulado y hostil sobre la violencia del lenguaje. Dicho de otro modo, la conciencia del retórico es irónica justamente porque su expresión violenta —la risa— fulmina su saber, en lugar de disimularlo. Esto se debe a que la violencia de la risa excede, siguiendo a Quignard, las formas conscientes de la violencia: es el estallido imprevisible de ese otrora inhumano y bestial que bulle silencioso en la lengua humana y que, al irrumpir en el ahora, la enmudece. Al reírse del filósofo, el retórico no solo invalida los motivos de su risa, ofreciéndose como eventual chiste para otro retórico más atento, sino que también es arrebatado por una violencia que resiste la comprensión. La risa del retórico interrumpe su lenguaje y, por ende, su conciencia, registrando el impacto irónico de un silencio inhumano sobre su saber.

    Borges, quien en “Pierre Menard, autor del Quijote” describía “al arte detenido y rudimentario de la lectura” como “la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas”, bien supo que los espejos tienen algo abominable.

  2. Sobre la monstruosidad de las islas

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    Nada es tan cambiante como las nubes, excepto quizá las rocas”.
    Victor Hugo

    Una isla es un pedazo de tierra que ha roto su fe con el mundo terrestre. Naturalmente, esto suscita preocupación sobre la fiabilidad y la buena voluntad de estos accidentes geográficos que de manera tan clara han dado la espalda a la solidaridad de la geografía. La creciente ansiedad sobre este asunto probablemente explica hasta cierto punto la prominencia de las islas en las sólidas literaturas sobre la traición, la soledad, la locura y la desesperación. Se es abandonado en islas (Ariadna, Filoctetes), atrapado en ellas (Odiseo, repetidamente) y luego sometido a los caprichos de lunáticos (las islas de los doctores No y Moreau). Abundan las prisiones y las colonias penales rodeadas por un foso oceánico: la Isla del Diablo, Alcatraz, Rikers, la Isla Robben, Santa Elena, Guantánamo.

    Sí, uno puede “salvarse” al terminar en una isla (Lost, Robinson Crusoe, “El juego más peligroso”, El señor de las moscas), pero esto tiende a ser el comienzo de un desastre aún más exquisito y grotesco que aquel del que se alegró de escapar en un principio. Bajo las palmeras, un náufrago tiene más o menos garantizado encontrarse con atavismo, reversión primitiva, apetitos caníbales y una primaria sed de sangre. Los vecinos, si los hay, tienden a ser poco fiables, ya que las islas son constantemente el hogar de amotinados (las islas Pitcairn, las Cocos), saboteadores (la de Anegada, la de Stroma), “salvajes” de una variedad u otra (Nueva Guinea, las Marquesas, Tierra del Fuego) y, por supuesto, también están los piratas, esos grandes enemigos de la humanidad (hostis humani generis), quienes durante mucho tiempo se escondieron en puestos insulares inaccesibles, desde la Isla de la Tortuga hasta La Reunión, desde Jamaica hasta las islas Salomón. Uno ve también una buena cantidad de monstruos: sirenas, dragones de Komodo, Escila y Caribdis, el Minotauro, King Kong.

    ¿Qué pasa con esas “islas afortunadas” que aparecen en diversas leyendas? Sin duda, los océanos sin huellas de la mitología están salpicados de un archipiélago bendito (la Atlántida, la Nueva Atlántida, Citerea), pero las coordenadas de estos acogedores paraísos siguen siendo notoriamente inciertas, y aquellos que informan de visitas de seguro encuentran grandes dificultades para regresar. ¿Hay islas edénicas? En principio, sí. Pero en la práctica resultan ser tan ilusorias como ese obstinado “no lugar” que nace en la etimología de toda utopía. ¿Y qué pasa con la promesa de una especie de paraíso más terrenal? Sí, en algunas islas importantes se ofrece buen sexo (Eea, Tahití, Capri, Hawái), pero casi siempre hay alguna seria lamentación por la mañana (ver a todos tus amigos convertidos en cerdos; contemplar la caída del “hombre natural”; ajustar cuentas con Tiberio en su locura; presenciar el asesinato del Capitán Cook).

    Toda esta antigua turbación isleña ahora yace en su mayor parte enterrada bajo el yeso tamizado de complejos turísticos bien cuidados. ¿De dónde viene la arribista versión Travel & Leisure de la vida insular, con sus palitos para mezclar cócteles y los “chicos de cabaña” o asistentes de huéspedes? En algún lugar, entre Ernest Hemingway (Islas a la deriva) y Jimmy Buffet (“Margaritaville”), los estadounidenses (al menos) parecen haber decidido que se puede contar con las islas para proporcionar un escape de las estrictas exigencias de la vida continental. Desafortunadamente, la construcción de la infraestructura necesaria para sostener esta ilusión ha causado un daño ecológico significativo en todo el Caribe y más allá, haciendo cada vez más difícil vender la ficción (tenaz y comercializable) de que un viaje a las islas es un regreso reparador a la naturaleza, ungido con bálsamo labial de manteca de cacao. Sin embargo, determinadas peregrinaciones todavía alimentan esta fantasía; en particular, esos viajes ecológicos a las Galápagos, el omphalós de un aislamiento ostensiblemente intacto, que conserva un lugar privilegiado en la conciencia ambiental de la modernidad, debido a la breve escala de Darwin allí mientras viajaba en el Beagle.

    El joven Charlie [Darwin] estaba él mismo más que profundamente marcado por las viejas ansiedades insulares. Anotó en su diario que el lugar tenía un aire terriblemente desolado y, como Hamlet, prestó atención a un gótico detalle galapagueño: un cráneo humano blanqueado por el sol con el que tropezó mientras reunía sus especímenes de historia natural. Oh, eso —resopló su guía— perteneció a un asaltante que fue eliminado por algunos enemigos. Bienvenidos a las islas. Et in Arcadia ego.

    Excepto que ni siquiera era Arcadia. Era más como el infierno. “Manzanas de Sodoma” es como Herman Melville (escribiendo como Salvator R. Tarnmoor) llamó a las mismas islas después de pasar por allí unos años más tarde, y continuó argumentando que no había ningún lugar en el mundo donde uno pudiera comprender mejor “el aspecto de cosas que antiguamente estaban vivas y que un maleficio las redujo desde la rubicundez hasta las cenizas”. (Nota bene: un texto publicitario deficiente para el ecoturismo). Él también se detuvo ante una tumba casual (esta vez, la de un marinero común y corriente), y sugirió que la mejor manera para que un viajero de sillón concibiera las Galápagos era imaginar 25 cúmulos de ceniza, “magnificados como montañas”, o esbozar en la mente cómo podría verse el mundo después de una vasta y vengativa “guerra punitiva”. “Las Encantadas, o Las Islas Encantadas”, fue el título que le puso a este ensayo escrito con seudónimo, aunque no eran para nada encantadoras.

    Ahora pensamos en esta cadena volcánica como la tierra santa de la biogeografía isleña, la verdadera cuna de la ciencia de la vida. Sus visitantes del siglo XIX, sin embargo, la consideraron una bichografía de cierto color y precisión. El cuaderno de ruta de Melville, por ejemplo, incluía el siguiente censo de la isla Isabela (o Albemarle), hoy famosa por sus pintorescos e instructivos pinzones:

    Hombres ……………………… ninguno
    Osos hormigueros………… desconocidos
    Enemigos del hombre…… desconocidos
    Lagartos……………………….. 500.000
    Víboras………………………… 500.000
    Arañas…………………………. 10.000.000
    Salamandras………………….. desconocidos
    Diablos…………………………. desconocidos

    La suma da un total de 11.000.000, con exclusión de una multitud incalculable de demonios, osos hormigueros, enemigos del hombre y salamandras.

    El joven Charlie [Darwin] estaba él mismo más que profundamente marcado por las viejas ansiedades insulares. Anotó en su diario que el lugar tenía un aire terriblemente desolado y, como Hamlet, prestó atención a un gótico detalle galapagueño: un cráneo humano blanqueado por el sol con el que tropezó mientras reunía sus especímenes de historia natural. Oh, eso —resopló su guía— perteneció a un asaltante que fue eliminado por algunos enemigos. Bienvenidos a las islas.

    En estas terribles islas, el “Sr. Tarnmoor” llegó a pensar en la enemistad como una especie de logro espiritual. Uno de los aislados que allí residieron (nombre, Oberlus; madre, Sycorax; ocupación, asesino), el raquero que creó a Ahab (él también de origen isleño), afirmó haber visto “un ser a quien es religioso detestar, puesto que es filantropía odiar a un misántropo”.

    Para que todo esto no parezca puramente idiosincrásico, la hipérbole de un notorio excéntrico, vale la pena detenerse por un momento en una obra maestra más o menos contemporánea de monstruosa insularidad, la titánica Les Travailleurs de la mer (Los trabajadores del mar), de Victor Hugo, publicada en 1866. Hugo lanzó esta novela como la tercera parte de una trilogía cosmológica. Los seres humanos, afirmó, se enfrentan a una tríada de adversarios terriblemente inamovibles: la ananké de los dogmas, la ananké de las leyes y la ananké de las cosas; o, para decirlo de otra manera, religión, sociedad y naturaleza. Hugo afirmó (post hoc, debería decirse) que se había enfrentado a las dos primeras de estas fatalidades, respectivamente, en Nuestra señora de París y Los miserables, segando ferozmente en el camino la superstición y los prejuicios Eso dejó un enfrentamiento final: no los humanos contra lo sobrehumano (es decir, Dios), o contra otros humanos (es decir, la ciudad), sino más bien lo humano contra lo inhumano. Y este es, de hecho, el tema de Los trabajadores del mar, que enfrenta a un hombre contra una isla, apareciendo aquí como nada menos que todo lo que se opone a nosotros.

    ¡Y qué isla! Somos abandonados (con nuestro héroe, Gillatt) en un escollo nada común. Hugo agota los extremos ultravioleta de la prosa púrpura en su esfuerzo por evocar estos imponentes afloramientos rocosos, que llama Les Douvres: las formas graníticas son un “babelismo”, una “petrificación de la tempestad”, erigida por un titán encadenado (Encédalo), de acuerdo a los planos del apuesto y descuidado arquitecto conocido como “el Desconocido”; los habitantes (no humanos) son “secreciones vivientes y horrorosas”, que residen sobre y dentro de un sepulcro vasto como una montaña y extravagante como una pagoda.

    ¿Nos toparemos con otra calavera más mientras avanzamos por la costa llena de hoyos de esta terrible ruina? No. Hugo sube la apuesta fúnebre: en lugar de patear un simple trozo de hueso, Gillatt encuentra su camino hacia una caverna marina en el centro del arrecife, su sacristía impía: “El interior de la gruta parecía una cabeza de muerto desmesurada y espléndida; la bóveda era el cráneo, el arco era la boca; las órbitas faltaban. Aquella boca, tragando y vomitando el flujo y reflujo, abierta al pleno mediodía exterior, tragaba la luz y arrojaba la amargura”.

    La isla es una calavera. Está claro que estamos en una situación muy mala. Hugo lo resume así: “Un Palacio de la Muerte, en el que la Muerte estaba contenta”. Uy.

    Uno podría detenerse aquí para considerar si realmente la muerte se ha instalado en la isla adecuada. Aunque Les Douvres son habitables (al menos temporalmente), Hugo generalmente los llama un écueil, que usualmente se traduce como “arrecife”. En la actualidad esta palabra tiende a evocar imágenes submarinas de corales tropicales, pero en la época de Hugo tanto el término francés como su traducción podían usarse para referirse a cualquier isla baja o traicionera, y muy especialmente a esos laberintos bañados por olas que parecían partes iguales de piedra y de mar. Como la forma terrestre que más claramente se negó a aclarar su naturaleza terrestre, el arrecife destiló la amarga mezcla de la común ansiedad insular en un potente elixir de horror decimonónico. El monstruo en el corazón de Les Douvres era más que una muerte ordinaria, era una muerte por hipocresía, fraude y engaño. Hablando concretamente, la bestia en cuestión es un gran pulpo (que cambia de color, altera su forma, acecha esperando) y, por supuesto, el archienemigo de Gillatt, el híper malvado Sieur Clubin (quien será, al final, comida de pulpo). Hablando alegóricamente, sin embargo, estamos tratando aquí con toda la mala fe de las islas en general y, sobre todo, de las islas con arrecifes. (Si esto parece descabellado, considérese, a modo de comparación, el igualmente extraño relato de James Fenimore Cooper sobre la locura de los arrecifes, de la misma época, Jack Tier, or the Florida Reef (1848), que se completa con una alucinante ambigüedad de género y crueles traiciones por parte de los hombres llamados Spike y Clench).

    Pero ninguna historia resume mejor la duradera monstruosidad de las islas que la tradición ramificada y sin fondo del Aspidoquelonio, también conocido como Fastitocalón o, a veces, como Jasconio. Bajo estos nombres y una docena más (todos amorosamente acariciados por los filólogos) se conservan las numerosas versiones de aquella antigua historia de un marinero que llega a una isla seductora en medio de un mar amenazador. Él y sus hombres atracan, se refugian a sotavento y desembarcan en busca de madera y agua. Tan pronto como encienden el fuego y ponen la tetera, la isla tiembla, se mueve y se despierta. No están en tierra, sino en el lomo de una gran bestia, que luego procede (depende de la versión de la historia) a llevarlos al fondo del mar, o incendiarse y dejar una estela de humo en el horizonte, obligando a sus antiguos visitantes a regresar a sus naves.

    La historia textual de esta gema de los relatos folclóricos va desde el Talmud babilónico hasta el himno zoroástrico Zend-Avesta, desde Simbad hasta el Physiologus (con entrelazamientos con Al-Qazwini, Luciano, Nearco y Henrik Pontoppidan). Los expertos no se ponen de acuerdo sobre el verdadero origen de la historia. ¿Estamos hablando de una enorme serpiente, una tortuga, un pez gigante o una ballena? De nuevo, es difícil decirlo. Lo que es cierto es que la monstruosidad del monstruo y la monstruosidad de las islas están estrechamente ligadas, y un olor a azufre flota en el aire. El diligentemente cristianizador Physiologus (un bestiario medieval) es bastante claro al respecto, presentando todo el asunto como una alegoría del engaño diabólico con una moraleja contundente: no eches anclas en el puerto del diablo. Es decir, mantente alejado de las islas.

    Excepto, tal vez, cuando ellas se dirigen hacia ti. El esfuerzo más elaborado para vestir este cuento pagano con túnicas blancas es la versión presentada en el enormemente popular Viaje de San Brandán, que existe en latín, holandés, anglonormando, alemán antiguo y muchos otros idiomas medievales. Allí, Dios le regala a un trotamundos misionero irlandés una oportuna isla que emerge cada Semana Santa, para permitirle a él y a su tripulación bajar a tierra y oficiar la misa. Es, por supuesto, la bestia diabólica, la tortuga-áspid, el Leviatán, transformados, temporalmente, en un perrito faldero de la resurrección.

    Como era de esperar, cada año Brandán está tranquilo, pero todo esto pone a sus hombres extremadamente nerviosos. Son, después de todo, marineros que saben que no deben confiar en una isla.

     

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    Este artículo apareció originalmente en Cabinet 38 (2010). Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

  3. Sebastião Salgado: la luz y la dignidad

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    El fotógrafo brasileño Sebastião Salgado, quien ha muerto a los 81 años, produjo impactantes obras de enorme escala y alcance que documentaron temas de importancia global durante más de medio siglo. Descrito a menudo como alguien que trabajaba en una tradición humanitaria o documental, él adaptó ambas a su propio tipo de arte.

    Asuntos como el trabajo infantil y las culturas religiosas indígenas fueron recontextualizados en los múltiples temas de sus más de 30 libros y otras tantas exposiciones de inmensa magnitud a lo largo de su vida. Utilizando película en blanco y negro, que él creía que evitaba las distracciones del color, les dio importancia y dignidad a los sujetos que retrataba.

    Un único proyecto podría ser perseguido a través de distintos países y continentes, a menudo durante un período de siete o más años.

    Su primer libro, Otras Américas (1985), surgió de su deseo de regresar tras años viviendo fuera para volver a ver el continente de sus orígenes.

    Las imágenes provienen de todo el sur del continente americano, desde las enormes disrupciones del paisaje natural y urbano hasta los nada sentimentales retratos en primer plano de la población local y los migrantes internos; las representaciones de vidas obreras desde la infancia hasta la vejez.

    Las escasas imágenes tienen un pie de foto simplemente con la fecha y el país de origen, en una muestra restringida de la gente del continente y sus vidas, que de otro modo quedarían sin registro. Frente a la riqueza de contrastantes costumbres, persiste la impresión de que las personas son diferentes en todas partes y en todas partes las mismas.

    Otras Américas sentó las bases para proyectos posteriores, centrándose en lo particular, al tiempo que abordaba problemas importantes, a menudo recurrentes, de la segunda mitad del siglo XX. La pobreza y el despojo pueden ser parte integral de la vida de los vendedores ambulantes y los niños de la calle, junto con la de los trabajadores de fábricas y rurales. Sin embargo, cada serie va más allá de la documentación de la miseria, dejando espacio para explorar lo que persiste, en la fascinación de Salgado por las prácticas culturales e indígenas y por las continuidades de la vida familiar.

    Cada serie va más allá de la documentación de la miseria, dejando espacio para explorar lo que persiste, en la fascinación de Salgado por las prácticas culturales e indígenas y por las continuidades de la vida familiar.

    En Trabajadores (1993) ofreció una serie de imágenes, a menudo aterradoras, provenientes de todo el mundo. El proyecto completo, que abarcó 120 países, tardó siete años en completarse. Una imagen en particular, la de mineros del oro vestidos con harapos y cargados con sacos de mineral, trepando descalzos por las paredes de las minas de Serra Pelada, en Brasil, se ha convertido tal vez en la fotografía más famosa de Salgado.

    Cuando él vio la escena por primera vez, dijo: “Se me erizaron todos los pelos del cuerpo. Las Pirámides, la historia de la humanidad se desplegaba. Había viajado al origen de los tiempos”.

    Como compensación, una continuación, Génesis (2013), buscó los prístinos entornos naturales que aún perduran, donde las personas mantienen formas de vida tradicionales y religiones ancestrales. Le llevó ocho años documentarlo, siguiendo su viaje desde el Ártico hasta los trópicos, desde el árido desierto hasta las vertiginosas cordilleras; el libro pesa más de cuatro kilos.

    En obras como Éxodos, una documentación de la migración que comenzó en 1993, Salgado fue acusado en ocasiones de “explotar o estetizar la miseria”, acusación que refutó rotundamente. “¿Por qué el mundo pobre debería ser más feo que el mundo rico?”, dijo en una entrevista con The Guardian el año pasado. “La luz aquí es la misma que allá. La dignidad aquí es la misma que allá. El defecto que tienen mis críticos, yo no lo tengo. Es el sentimiento de culpa… Vengo del tercer mundo… Las fotos que tomé, las tomé desde mi lado, desde mi mundo, de donde vengo”.

    Nacido en el municipio de Aimorés, en el estado de Minas Gerais, Salgado era hijo de un terrateniente y ganadero local cuyas vacas pastaban en tierras áridas, algo que lo perturbaba desde niño. Décadas después, esto impulsó la creación del Instituto Terra, restaurando la fertilidad de las tierras de su padre y estableciendo un programa de investigación para la conservación de la flora y fauna silvestres.

    Él obtuvo una licenciatura y un máster en economía en la Universidad de São Paulo, antes de escapar de la dictadura militar y abandonar Brasil en 1969. Dos años antes, se había casado con una compañera de estudios, Lélia Wanick, y juntos se mudaron a Francia, donde él escribió su tesis doctoral en la Universidad de París y Lélia se graduó en arquitectura en la Escuela Nacional Superior de Bellas Artes. En 1971 se mudaron de nuevo, esta vez a Londres, donde Salgado trabajó como economista para la Organización Internacional del Café y comenzó a documentar fotográficamente la producción de café en África y América Latina.

    Este descubrimiento de la fotografía lo llevó a abandonar su bien remunerado trabajo después de dos años, regresar a París y comenzar como fotógrafo independiente, uniéndose a la nueva agencia fotográfica Sygma. Se cambió a la agencia Gamma en 1975 y, en 1979, a Magnum. Realizó algunas de sus imágenes más famosas por encargo de la renombrada agencia de reportajes y cooperativa fotográfica, incluidas las de la hambruna en Etiopía en la década de 1980, el intento de asesinato de Ronald Reagan en 1981 y los pozos de petróleo en llamas de Kuwait en 1991.

    Salgado fue acusado en ocasiones de ‘explotar o estetizar la miseria’, acusación que refutó rotundamente. ‘¿Por qué el mundo pobre debería ser más feo que el mundo rico?’, dijo en una entrevista con The Guardian el año pasado.

    Tras desacuerdos internos con Magnum, en 1994 Salgado y Lélia fundaron su propia agencia, Amazonas Images. Fue entonces cuando los conocí, mientras presentaba un documental de televisión para la BBC sobre su vida y obra. Mantuvimos el contacto a partir de entonces, y me invitaron a alojarme en el naciente Instituto Terra, siendo trasladada por sus fronteras en un destartalado jeep de los años 50 conducido por Salgado.

    Otras Américas se convirtió en un clásico del fotolibro, ganador de múltiples premios y muchas veces reeditado. Aparecieron otras obras clave, como Sahel, el fin del camino (1988) y An Uncertain Grace (Una gracia incierta, 1990). Sus proyectos comenzaron a coleccionarse bajo títulos de una sola palabra: Trabajadores (1993), Terra (1997) y África (2007). Otros, como Génesis y Éxodos, reinterpretaron sus legendarias asociaciones bíblicas. Y Amazônia (2021) capturó aspectos del precioso pero precario paisaje de la región en impresionantes panoramas, así como la expresividad sin adornos de su gente.

    Desde sus inicios, el activismo político y la concientización fueron parte integral de la fotografía de Salgado, quien trabajó no solamente para documentar, sino también para abordar las condiciones de vida y las libertades globales, buscando generar la reflexión e impulsar el cambio. En este sentido, colaboró ​​estrechamente con Lélia, quien diseñó y fue co-curadora de sus exposiciones.

    Su trabajo en equipo se amplió en la década de 1990 con el plan para restaurar parte de la Mata (o bosque) atlántica en Minas Gerais. El Instituto Terra, que promueve la reforestación y la educación ambiental, se fundó en 1998. Tierras que fueron desertificadas ahora son explotadas por agricultores y silvicultores, y el instituto se ha convertido en un importante centro educativo. En 2014, su hijo mayor, Juliano Ribeiro Salgado, codirigió con Wim Wenders La sal de la tierra, una película biográfica sobre la vida de Salgado.

    El reconocimiento público a los logros fotográficos de Salgado y su filantropía le valió el puesto de embajador de buena voluntad de Unicef, además de numerosos premios, como la medalla del centenario y la beca honoraria de la Royal Photographic Society, y la membresía del Instituto de Francia y de la Academia Americana de las Artes y las Ciencias.

    Sin embargo, él se mantuvo modestamente fiel a sus gustos personales: su cocina parisina estaba equipada con cuchillos que alguna vez descarnaban las vacas de la familia.

    Desde 2010, cuando contrajo malaria, Salgado padeció graves problemas de salud que derivaron en leucemia.

    Le sobreviven Lélia, sus dos hijos, Juliano y Rodrigo, y sus dos nietos, Flavio y Nara.

     

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    Artículo aparecido originalmente en The Guardian. Traducción de Patricio Tapia.

     

    Mina de oro de Serra Pelada, Brasil. Proyecto Trabajadores.

    Campo petrolífero en Kuwait. Proyecto Trabajadores.

    Registró lugares de soledad como los hielos. Proyecto Génesis.

    Registro de migraciones masivas. Proyecto Éxodos.

    Registró paisajes impresionantes. Proyecto Amazônia.
  4. Peter Orner: “Nuestra herencia puede venir de una dirección inesperada”

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    ¿Hay alguien ahí? y Sigo sin saber de ti, los dos volúmenes de ensayos del narrador estadounidense Peter Orner (Chicago, 1968) publicados por Chai, son la obra de un escritor que, antes que nada, es un lector. Por eso, ya desde sus títulos estos libros se dirigen a nosotros, sus lectores, con quienes Orner establece un diálogo uno a uno sobre lecturas y escritores, pero también sobre su propia vida. Porque para él la separación entre la literatura y la vida es borrosa.

    Necesito tener un espacio separado de donde vivo, lo que se puede sentir indulgente cuando no tengo los medios para costeármelo, pero si tengo ese lugar, lo uso para leer y escribir. Sin internet, nada de eso; soy como un monje, con libros por todas partes. En el pasado han sido casas de personas, a cambio de unos pocos dólares. Ahora lo hago en un hotel antiguo, en un pequeño pueblo de Vermont, un hotel extraño y lleno de fantasmas. ¿Conoces ese pasillo de El resplandor, por donde el niño anda en triciclo? Es así, como una película de terror, y me encanta. Mi trabajo en la universidad y mi familia me distraen, por eso necesito un lugar distinto donde escribir. A veces voy a una ciudad que no me es familiar, como ahora. Me gusta estar en un país donde no hablo el idioma, porque produce una extraña sensación de aislamiento y se puede pensar mucho.

    Esta entrevista se realizó tras su conferencia en la Cátedra Abierta en homenaje a Roberto Bolaño en la UDP, una de las actividades que tuvo durante su primera visita a Chile, donde habló, entre otros temas, del modo en que llegó a escribir estos libros de no ficción, del tipo de lectores que le desagradan (los sabelotodos) y de su gusto por el cuento como género —uno en el que ha publicado ya tres colecciones—, por su capacidad de lograr el objetivo de la literatura con gran concisión.

    Tan solo quiero sentir algo. Quiero que un texto me haga sentir algo. Que respire, que tenga vida. Y si no, olvídalo, incluso si está bien escrito, si es innovador o experimental. Debe hacerme sentir algo, esa es la prueba. Y nunca sabes cuándo va a pasar. Para mí no hay ninguna otra prueba más que esa: ¿Te golpea en las entrañas? Como dijo Kafka: “Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo? (…) Un libro tiene que ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro”. Y creo que los cuentos hacen eso con más inmediatez que las narraciones más largas. Capturan ese momento de la vida del que no se puede escapar. Eso es lo que deseo y admiro a los escritores que me lo dan, y a los que desconozco, les pido lo mismo. Y los cuentos pueden alcanzar eso de un combo, con una especie de euforia, pero una euforia sosegada.

    La única razón por la que empecé a escribir ficción fue para olvidarme de mí. (…) Inventar personajes, personas que no existen, e introducirlas en un mundo de por sí abarrotado e indiferente es un acto de fe, uno de los pocos actos de fe sinceros que me quedan”, escribe Orner en ¿Hay alguien ahí?; pero en sus volúmenes de no ficción se ve lo que Piglia escribe en Formas breves: “La crítica es la forma moderna de la autobiografía. Uno escribe su vida cuando cree escribir sus lecturas”. Y de lo que hablaba mucho antes Oscar Wilde en el prefacio de El retrato de Dorian Gray: “Tanto la más elevada como la más baja forma de crítica es un modo de autobiografía”. Pero una agradable peculiaridad de los libros de Orner es la manera en que insiste en ver y narrar la lectura como un acto en la intersección entre literatura y vida.

    Están mezcladas. Lo que intentaba decir es que no puedo separar la lectura de caminar por la calle o cualquier otra actividad que hago. Me parece que no se habla lo suficiente del contexto en que se lee. Uno recuerda dónde estaba cuando terminó un libro. Yo estaba leyendo 2666, iba en la parte de los asesinatos, en el hospital, cuando nació mi hija. Eso es parte de mi experiencia de lectura de ese libro de Bolaño. Me gusta que la lectura sea parte de nuestra vida y no algo aislado. Es un acto sagrado; así que intento mostrar el hecho de que es una acción, otra de las cosas que hacemos, pero para mí es la más disfrutable.

    Pese a sus similitudes, como sus temas y que ambos están formados en gran medida por textos publicados antes de manera dispersa, hay diferencias formales entre ¿Hay alguien ahí? y Sigo sin saber de ti, aparecidos en 2016 y 2022, respectivamente. “Algunos eran textos de crítica personal, otros ensayos no eran en absoluto sobre libros, pero ambos estaban unidos por la memoria —cuenta Orner—. No quería que estos libros se leyeran como recopilaciones, en especial el segundo. El primero fue menos deliberado, pero el segundo realmente quise armarlo de manera que cada pieza dialogara con las otras”. Esto que explica que, mientras en el primero estos ensayos suelen ser más extensos y cada uno lleva un título, el otro está compuesto por pequeños fragmentos numerados como capítulos de una novela, pese a provenir, en su mayoría, de una columna en The Believer llamada “Notas al margen”.

    A veces leo lo que Bolaño escribió sobre alguien que desconozco y me siento encantado de leer sobre esa persona, y quizás algún día la descubra, como ahora descubrí a Lemebel, a quien acabo de llegar aunque vengo leyendo los ensayos de Bolaño desde hace más de una década. (…) Por eso creo que hay que escribir sobre autores sin hacer que la gente se sienta mal por no haberlos leído. Odio eso. Solo quiero leer lo que tienes que decir sobre ellos. Y creo que esa puede haber sido la mayor fortaleza de Bolaño: su apertura hacia otros escritores.

    Cuando le cuento a la gente que me desheredaron me miran como si hubiera muerto alguien —empieza uno de los primeros fragmentos de Sigo sin saber de ti—. Efectivamente, alguien murió: mi padre, aunque me gusta aclarar que ya lo superé, al menos la parte relacionada al dinero. Antes de que él muriera, yo solía decir que no aceptaría ni un centavo que quisiera darme, ni uno. Lo cierto es que esa era mi postura antes de leer la parte del testamento en la que especificó al detalle que mi hermano y yo no debíamos recibir nada”. El capítulo sigue con un comentario de un poema de Amy Clampitt, que a su vez hace alusión a la novela corta La estepa, de Chéjov, en que un hombre quema el dinero heredado de su padre. Esta es la clase de conexiones que suelen trazar estos libros. Pero en ellos el tema de la herencia va más allá del antecedente biográfico, sobre todo por la conexión personal que establece Orner con la obra de escritores muertos.

    Solemos pensar la herencia como relacionada al dinero (plata, tierras, casas, autos o lo que sea), pero por supuesto que es mucho más profunda que eso. Y creo que los grandes relatos son las historias que heredamos de gente que vino antes que nosotros. Es obvio que nuestro vínculo más directo son nuestras propias familias, pero por extensión también los son esos escritores a quienes amamos. Milan Kundera habla de esto en un ensayo, donde dice que, de no haber descubierto a ciertos escritores en otras lenguas, no habría sido capaz de contar sus propias historias. Así que nuestra herencia puede venir de una dirección inesperada. Es por eso que los traductores son tan importantes, porque pueden darnos eso. Me gusta la idea de la herencia como algo más amplio; porque si es por dinero, yo no heredé nada, pero sí heredé las historias de mi padre, su personaje: él no pudo quitarme eso. Incluso el hecho de que me haya borrado de su testamento es una herencia, porque tengo el documento y es algo que usé, aunque haya sido doloroso. Así que me gusta pensarlo así, como que somos mucho más ricos de lo que sabemos, incluso si estamos quebrados.

    Mientras conversábamos sobre las herencias literarias, Orner se refirió Bolaño, de quien también habló en su conferencia: “La gran, extraña cosa que descubrió Bolaño fue el deleite de escuchar o leer sobre escritores con problemas, escritores que ni siquiera son buenos. Es algo maravilloso. Él se dio cuenta de que preferiríamos leer sobre un escritor fallido que de uno exitoso”. Allí también mostró la edición traducida de Lemebel que vino leyendo a Chile, y lo comentó como un autor que logra en sus crónicas el efecto que él admira en los cuentos.

    A veces leo lo que Bolaño escribió sobre alguien que desconozco y me siento encantado de leer sobre esa persona, y quizás algún día la descubra, como ahora descubrí a Lemebel, a quien acabo de llegar aunque vengo leyendo los ensayos de Bolaño desde hace más de una década. Y no he buscado a los autores porque simplemente disfruto leyendo lo que él dice de ellos, y si los encuentro eventualmente, genial, como ya me había ocurrido con Rodrigo Rey Rosa. Por eso creo que hay que escribir sobre autores sin hacer que la gente se sienta mal por no haberlos leído. Odio eso. Solo quiero leer lo que tienes que decir sobre ellos. Y creo que esa puede haber sido la mayor fortaleza de Bolaño: su apertura hacia otros escritores.

     

    Fotografía: Peter Orner en la Universidad Diego Portales, el pasado jueves 29 de mayo.

     


    ¿Hay alguien ahí?, Peter Orner, traducción de Damián Tullio, Chai Editora, 2020, 280 páginas, $17.900.


    Sigo sin saber de ti, Peter Orner, traducción de Damián Tullio, Chai Editora, 2023, 256 páginas, $15.900.

  5. Qué hay tras el velo del paisaje

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    Ya salió una vez la culebra dormida desde las profundidades marinas y persiguió a los nuestros. Toda su entraña líquida, la enormidad de las olas, reventó contra el territorio, abriendo heridas que aún hoy laten y escuecen a pesar de la dulzura de las lomas que levantó Tentén Vilú para protegernos. A pesar de la mansedumbre. El tiempo es solo un espejismo: mientras la modernidad hunde su punta de lanza en la carne expuesta de esta isla, la antigua disputa de las serpientes Treng y Caicaivilú se sucede en sorda y constante lucha. Esta es la esencia del amasijo que somos: una comunidad que habita la superficie amable de un lugar inestable, que convive cotidianamente con la palpitante presencia del mal y que presiente, como una tenaza sobre el pecho, la pequeñez de los seres frente a la grandeza de los elementos.

    1. Ausencia del agua

    Lo bello del desierto es que en algún lugar esconde un pozo”.
    Antoine de Saint-Exupéry

    Estuve una vez en el desierto. Solo una. Pero puedo hablar de él desde el revés, de espaldas al sur que habito, desoyendo a Gabriela Mistral que pide no volver los ojos atrás por el riesgo a quedarnos convertidos en estatuas de sal. Correré la ventura de cerrar estos ojos húmedos para adivinar ese otro mundo duro y recóndito.

    Presiento leves partículas de polvo que caen unas sobre otras formando la sequedad según un ritmo lento, lentísimo, que obedece a otro tiempo, no al nuestro. Esta tierra y su resquebrajadura duermen esperando ser despertadas por el agua. Arenales, pendientes, riscos. Amenazantes figuras hieráticas se han ido elevando al compás de giros siderales, se siente el ulular de vientos que han pulido las superficies y tallado excepcionales guardianes de la luz, pétreos vigilantes de estos espacios enormes.

    Como ciertos recursos conmovedores de la naturaleza, la superficie es solo un juego de ocultamiento, así se han creado estos bultos cerrados, dura columna de huesos protectores.

    Se adivinan allá abajo, muy al fondo, reservas líquidas oscuras, pobladas de habitantes ciegos. Todo sucede —se me ocurre— en las profundidades. La vida se aquieta mientras el sol se instala en la mitad del cielo y deja caer tanta luz que los seres nocturnos huyen, herida su natural tendencia hacia el recogimiento.

    En las noches, el desierto se puebla de organismos que estuvieron aletargados durante el día; saltan desde las rocas ardientes animales sigilosos que han capeado el sofoco, se mueven silban susurran, se desplazan con suaves movimientos desperezando los miembros. En la noche. Dejan que el aire más fresco se meta en las junturas de los huesos, van de un lugar a otro cruzando las enormes explanadas, y sus colores ocres esperarán al amanecer esa acumulación de aire nocturno que tal vez cuajará en rocío y beberán, por fin. ¡Ah! ¡Cómo les tiemblan los labios! Cómo se agitan membranas secas esperando esas gotas hinchadas que les devolverán la tersura por algunos momentos. Cristales oscuros son los ojos que permanecen inmóviles en las ranuras de las piedras. (Qué pedrería). Las huellas de desplazamientos sinuosos, los colores terrosos desérticos cambian, en fiesta nocturna, a brillos esmeralda, azules profundos, todos los tonos del rojo más oscuro, tantos como la sombra puede pintar. Los seres rastreros adquieren otra dimensión en este mundo que ante el sol duerme.

    Hay que hacer un esfuerzo para ver los movimientos de los seres vivientes, sus trajines lentos, su escamoteo del cuerpo. Es tarde cuando empiezan a salir de los amables resquicios sombríos. Despiertan. Bullen, atraviesan las horas desenrollando su extensión, para humedecer los ojos, la boca, todos sus orificios en el estanque negro de la noche.

    Todo ocurre bajo la superficie del polvo que va y viene en suaves movimientos, todo ocurre en el interior de las piedras: las variedades de azul, los cristales, minerales, entraña ardiente de la piedra. Interiores de fabuloso transcurrir.

    (Una pálida luz ha entrado en la ranura, se extiende por las paredes rocosas y desvela el latido transparente del cuarzo).

    Porque las piedras llevan una conversación milenaria a través de sonidos sordos, murmullos tan íntimos que corren por caudales subterráneos en una corriente interior donde la palabra no tiene alcance. Allá, en ese territorio pétreo, la comunicación es otra, la lengua que usamos no sirve. (Reptiles se arrastran formando figuras; mensajes cifrados, la disposición de las piedras). Golpes de sol sobre la fiebre. Golpes de fuego. Agua que falta y este peligro que se olfatea tras el silencio de abismo. Arena, siento la arena que amenaza con una asfixia del verbo.

    Misterio.

    En la superficie lucha la palabra por tener algún sentido, pero las formaciones rocosas erguidas sobre sí mismas, vigilantes en su largo devenir endurecido, retardan la ondulación de los sonidos. Cuesta nombrar, se escapan las nominaciones de colores, estados, materia. Nombrar los millones de seres que pululan en las arenas. Seres cuyo aparato respiratorio está también atravesado por el ardor, la sed permanente. Vivir con sed.

    El paisaje, ahora, es un pájaro dormido sobre su cuerpo que yace a este lado de la cordillera. En vuelo estático conserva las alas desplegadas: una en el sur, sobre el plumaje verde y turgente crecen seres transparentes, aguados. La otra ala ha quedado alzada cerca del sol quemante, tanto, que la ha dejado seca en apariencia.

    Sobre el sueño de este pájaro tendido percibo los contrastes. Aun con los ojos cerrados. Cuando Gabriela dice cerros está pensando en rotundas elevaciones terrosas; yo digo cerro y dejo en la página un lomaje pausado, suave. Cuando ella dice piedra uno ve elevarse enormes densidades en el poema, asentadas quizás por cuantos siglos, concentrada la materia hasta extremos pétreos; cuando digo piedra, en cambio, estas caben en el puño, hinchadas de mar y se buscan transparentes, modeladas por su larga conversación con las olas. Ninguna oquedad aquí permanece sin su agua. Cuenco lleno, boca colmada.

    Las oquedades allá sedientas, llenas de ranuras, resquebrajados los bordes, seduciendo a las nubes escasas. Su lengua áspera retiene las gotas de camanchaca y hace anidar a veces, con esa humedad, algún pequeño organismo.

    De espaldas, entonces, respiro un intenso deseo. Porque presiento un orden total que supera cualquier experiencia de los sentidos. En mí, contenidas la sed y el agua. El pájaro, el desierto, la humedad.

    Oleadas de calor mantienen los campos en sequedad. A través de los cercos se observan las bestias boqueando con hilos de baba goteándoles desde las trompas. Desde el aire, el amable aspecto de las islas se reduce a cercados cuadros café. Árboles estáticos y tardes de insectos zumbones. La dicha del agua se evapora en columnas.

    2. La dicha del agua

    Ninguna oquedad permanece aquí sin su agua.

    La memoria, una y otra vez, remite a imágenes húmedas: agua en el cuenco de la mano; agua en los ojos que desbordan; delicadas tramas acuosas pegadas a los vidrios, deslizándose en las ventanas; agua chorreando por el pelo. Tiestos llenos, bocas colmadas, calles acanaladas, casas, historias cercadas por la bruma de inviernos perennes.

    Se perciben aguas murmurando palabras primordiales, hilos subterráneos formando el tramado que sostiene el mundo. Este mundo.

    En los días mejores, uno mismo es un río —piel escamada, sangre a borbotones, pelo desplegado— que busca con ansiedad su desembocadura. Cada cuerpo, un cauce traspasado de afluentes; nada estorba el torrente de los deseos, ni los embates pedregosos, no las honduras negras, ni los restos de madera que arrastra. Ahondando su cauce constantemente, este río pone al descubierto rocas enormes que provocan saltos y cataratas; toda la materia líquida cayendo en explosión, una materia tumultuosa teñida por el légamo que ha raspado del fondo, y deja, en el momento de calma, un regusto mineral. Aprendemos de nuestras aguas el sabor del origen.

    Rodeados de extensiones marítimas, la vocación de isla se ha fijado en cada uno de nosotros como un verdín calcáreo, por eso, mientras el mar interior se mece acariciando los bordes uterinos, aprendemos a sospechar del oleaje cada vez más intenso, cada vez más cercano, cada vez más compacto de los espesos lomos salados que tratarán de arrasarnos. Es la misma revelación que nos invade cuando se contempla el movimiento continuo de las fuerzas naturales allá afuera: el azote de las frágiles ramas de los ciruelillos jóvenes, sus hojas asidas a toda nervadura para resistir el viento y la violencia del cielo que desatan nubes oscuras fundiéndose unas en otras hasta formar una gran tela que envuelve con su textura aguada y nos enseña a respirar entre líquenes.

    Tan criaturas húmedas somos, que soñamos con volver a internarnos en la materia del agua, pero —lo sabemos— los pulmones no resisten la densidad del origen; el intento de volver túnel atrás, techados por un firmamento de criaturas inexplicables (muchas de ellas nunca vistas), obedecemos al impulso primario de salir a la superficie perseguidos por el agua que se cierra tras el cuerpo y nos expulsa. La compulsión es ver el cielo, este de aire ahora, y respirar con avidez.

    Los húmeros hinchados, los abiertos poros que aspiran a abrirse y recibir en la boca florida, en el recipiente ávido de los labios, toda esa lengua.

    Una memoria así de turgente, así de esponjosa, teme perder su fiesta fresca. Una vez soñé que algo me succionaba todo fluido y quedaba convertida en un miserable montoncito de polvo. Otra vez desperté en un pueblo sumergido, pude recorrer sus calles anegadas abriéndose en una huella que acogía el ajeno cuerpo que soy. Y los sueños se pueblan de imágenes en duermevela, se teme ahora los veranos desquiciados, cada vez más cercanos: oleadas de calor mantienen los campos en sequedad. A través de los cercos se observan las bestias boqueando con hilos de baba goteándoles desde las trompas. Desde el aire, el amable aspecto de las islas se reduce a cercados cuadros café. Árboles estáticos y tardes de insectos zumbones. La dicha del agua se evapora en columnas.

    El océano, enorme masa líquida que parecía invencible, nos deja oír, cada tanto, nos avisa el fin de la fiesta. Así, oímos que en la costa del Pacífico se estaban divisando ballenas azules, fenómeno totalmente ajeno a nuestras costas. Cuando varó la primera, se sucedieron los grupos a verla. Nosotros nos instalamos en un balcón de madera sobre el acantilado: una lengua estirándose sobre el vacío. El mar reventaba furioso en los flancos de la moribunda mientras las familias se acercaban con termos de café, provisiones de paseo. Pobres enormes cuerpos desorientados en pos de una reserva de algas microscópicas. Terminan así, con las barbas encajadas en la arena, pinchado el lomo por la curiosidad de unos niños.

    Binoculares en ristre, una vez más, asistimos al fracaso del deseo.

    Ninguna oquedad permanece aquí sin su agua.

    Y este pájaro hará cualquier cosa para llegar a la fuente.

    3. Se acerca el desierto

    Decir agua es dulzura humedecida. Es contemplar el movimiento de este reino de niebla y bruma.

    Decir agua es llenarse la boca de deseos. Es separar con las manos ese velo que cubre el paisaje, mirar los camiones aljibe que recorren los campos y a los animales que boquean tras los cercos.

    Decir agua es volver la mirada hacia atrás cuando suelos, bosques y humedales almacenaban esa agua para liberarla en los meses secos de verano.

    Decir agua es tener nostalgia por los pomponales de originales humores, cada hebra dotada de células con poros gigantes. Bocas ardientes y generosas.

    Decir agua es desprenderse de la abundancia mientras los propios vecinos sacan el esponjoso pompón repleto de agua lluvia y lo venden por toneladas a precios exiguos. Allí están, campesinos pobres a la orilla del camino contando los billetes de la injuria.

    Decir agua es recordar por qué se teme el puente que cortará la garganta del Canal. Nos preparamos para ver cómo aumenta el flujo de enormes vehículos llevándose el manto vegetal que arropa a la isla.

    Decir agua es respirar las verdeantes sombras recogidas en el légamo. Dejar que nos inunde la humedad de hojas y hojas sorbiendo los filamentos cargados de la finitud aguada.

    Decir agua es presentir, intuir cómo la densa materia líquida se ha enturbiado. Se rompe así el orden natural de las cosas, sus intrincadas leyes.

    Decir agua es mirar cómo se acerca la sequedad y nos obliga a soñar sueños ajenos.

     

    Imagen: Lago mar (2024), de Luisa Rivera, acuarela y técnica digital.

  6. Julio Bustamante

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    Julio Bustamante Sotello (1929-2017) fue un prolífico fotógrafo chileno, activo desde 1960 hasta el final de su vida. Como reportero, documentó momentos clave de la vida cultural chilena, capturando imágenes de actores, músicos, bailarinas y vedetes en escenarios como el teatro Ópera, el Tap Room y el Club de la Medianoche. Su lente también retrató el humor y la esencia de la bohemia santiaguina.

    Su trabajo fue publicado en diversos diarios chilenos, entre los que destacan Última Hora, La Tercera y La Nación, y revistas como Ecran, Vea, Bravo y Aquí Está. Junto al periodista Guillermo Zurita Borja (William Z), Bustamante fundó el suplemento Candilejas.

    La selección fotográfica que sigue podría formar parte de una fotonovela realizada en julio de 1970. Julio Bustamante dejó escritos en los sobres títulos como “En calles”, “Patín en varias formas” y “Fondo Juegos Diana, Alameda”. Estas fotografías reflejan su habilidad para crear encuadres y secuencias con recursos cinematográficos que combinan estereotipos y ambientes urbanos fácilmente reconocibles.

  7. Imagina al Atlántico como un actor

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    que ensaya sus líneas. Él prueba énfasis
    como arrojando piedras a una piscina de roca
    (Me hundo. Me hundo. Me hundo) y reacciona
    con una mueca difusa o puño anulador.

    Imagínalo: camina su soliloquio
    sobre la tarima en la piscina artificial,
    deja atrás tarjeta, apuntador, proscenio
    y se dirige, simplemente, a bambalinas.

    Rumor de aplausos, piensa, nada más,
    nada que suba del foso o las butacas
    y se le acerque aguijoneado de candiles,
    que se interponga en su mutis.

    Mañana, para la matiné,
    planea duplicar una que otra palabra,
    ver si alguien se acomoda sobre el terciopelo,
    si alguien se inmuta tras la línea de la costa.

     

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    Vona Groarke (1964) es una poeta irlandesa, autora de nueve poemarios, además de otros libros y traducciones. Ha sido editora de Poetry Ireland Review y escritora en residencia en St John’s College, Universidad de Cambridge. Este poema, publicado originalmente en The New York Review of Books, en agosto de 2024, forma parte de Infinity Pool (The Gallery Press, 2025). Se traduce con autorización de la autora. Traducción de Sebastián Duarte Rojas.

  8. Los escenarios de la sociedad y las tácticas del cuerpo

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    La idea de que el mundo es un teatro probablemente es tan antigua como el teatro mismo y se ha manifestado, con gran fortuna, en distintas épocas. Tal vez se deba a su circularidad: se puede entender la realidad como un escenario, o viceversa. Tal vez sea porque permite entender el teatro (o también el mundo) como el lugar donde la verdad se manifiesta como una serie de ilusiones.

    En El intérprete, Richard Sennett estudia las distintas formas de la representación y cómo ellas funcionan en la política, la vida y el arte. Parte recordando una versión de los años 80 de una obra de Shakeapeare, realizada por pacientes del pabellón de sida de un hospital (la producción era de un amigo suyo enfermo), en uno de cuyos monólogos, en medio de una persistente tos, se recitaba “todo el mundo es un escenario”. En este, como en libros anteriores, Sennett combina las referencias eruditas y su experiencia personal. Figuran Freud o Aristóteles (y un ejército nutrido de otros autores), pero también las historias de un bar que frecuentaba en los años 60.

    Para Sennett, la noción de “intérprete” incluye a políticos y manifestantes, bailarines y personas que realizan sus actividades cotidianas. La idea de que la vida está llena de instancias “performativas” no es nueva. Una representación de El avaro es performativa; también lo es una boda, un partido de fútbol, ​​un discurso presidencial, una misa o las opciones sexuales (según Judith Butler). Lo que Sennett quiere destacar es la dimensión artística. Recuerda que en dos libros intentó explorar las relaciones arte-sociedad: La caída del hombre público (1977) y La conciencia del ojo (1991). Pero ellos, señala, no fueron escritos desde la perspectiva del artista. Ahora aporta ese punto de vista, ya que él se formó como músico profesional (violonchelo), tocando música clásica, y también trabajó como artista sonoro para grupos de danza experimental. Pero una lesión en la mano y una operación fallida para curarla lo llevaron a una carrera académica en sociología.

    Indudablemente, algunas artes (música, teatro, danza) requieren ser “interpretadas”. ¿Qué sucede con una que no, como la pintura?, ¿se ha vuelto, en su conversión al happening o pintura de acción, en una “performance”? Sennett no se lo pregunta. “Si vivo lo suficiente”, previene, pretende completar una trilogía sobre la presencia del arte en la sociedad. Habría un segundo libro sobre la narración y un tercero sobre la imagen, lo que, según él, abarcaría toda la gama de expresión de los seres humanos.

    Viejo sabio

    Si el mundo entero es un escenario, ¿qué papel representa Sennett? A ratos parece interpretar al personaje del viejo sabio, alguien con la confianza para exponer consideraciones de amplia escala, sus trayectorias y variantes, en un sinnúmero de noticias, alusiones y distinciones.

    El lector (o espectador) se enfrenta a un actor cuyos parlamentos están colmados de nombres, lugares, períodos históricos y citas. No es que Sennett sea abrumador o pedante —hay algo de eso, lo que su general afabilidad ayuda a olvidar—, pero su caleidoscópica exuberancia oscurece a veces sus argumentos. Los ejemplos son tan variados y el rango temporal tan amplio —desde la caverna de Platón (convertida después en pantalla de teléfono inteligente) hasta las huelgas portuarias del siglo XX; desde el teatro Noh hasta Facebook; desde Wordsworth en el París revolucionario hasta Igor Stravinsky; construcciones arquitectónicas desde el Pnyx ateniense hasta el Emirates Stadium de Londres— que la visión clara se ve dificultada como en una tempestad. Los capítulos iniciales sobre actuaciones problemáticas, ante la muerte o la violencia, lo demuestran.

    El tema de la representación frente a la muerte se basa en una analogía: el ritual como una especie de actuación colectiva. De ahí, la referencia al Kadish, la oración fúnebre del judaísmo. Luego aparecen las primeras muestras de la tempestad: cita el poema de Allen Ginsberg, las performances de Joseph Beuys, una sinfonía de Leonard Bernstein. Pronto la tempestad arrecia: la máscara de Maquiavelo, quien en El príncipe sostiene que un gobernante debe ser un actor y aparecer de forma impredecible; Diderot en La paradoja del comediante, quien considera que mientras menos sienta un actor, más puede hacer sentir al público, por lo que ha de distanciarse de sus papeles (cita entonces a Erving Goffman y los hospitales psiquiátricos; J. L. Austin y lo “performativo”; Barthes y la muerte del autor); para llegar a si son falsas las lágrimas de Judas en la pintura El prendimiento de Cristo, de Caravaggio. Es una secuencia enrevesada para mostrar la distancia entre la transgresión de la performance y la necesidad del ritual de reintegrar a los individuos a la comunidad.

    Algo parecido ocurre respecto de la espectacularización de la violencia: comienza con una película de John Wayne; luego algunas palabras sobre los atuendos usados en el asalto al Capitolio de 2021; de ahí pasa a los prisioneros encapuchados de las fotografías en Abu Ghraib y las pinturas de Susan Crile; escenas de Guerra y paz de Tólstoi; consideraciones sobre las óperas y sus tramas, comparando a Verdi y Wagner; entonces pasa a Coleridge y William James sobre la suspensión voluntaria de la incredulidad y las creencias religiosas; de ahí a la Revolución francesa y el delirio de la guillotina; después examina las multitudes según Le Bon y su premisa de que las personas cometerán juntas atrocidades que nunca harían solas; Adorno o Canetti como seguidores de Le Bon; y llega al teatro de la crueldad de Artaud. ¿Es una enumeración caótica? No del todo, pues hay un razonamiento que vincula la experiencia individual del creer con la experiencia colectiva de la violencia. En realidad, Sennett plantea casos y genealogías que no pretenden establecer líneas de perfecta continuidad, sino mantener su no siempre sencilla, aunque siempre sugestiva, argumentación.

    El viejo sabio a lo largo del libro también es capaz de grandes taxonomías, en distinciones bi, tri o cuatripartitas. Informa que: hay dos formas en que un espectador puede identificarse con los artistas; que el arte elevado y la vida cotidiana estaban desconectados de dos modos; que quienes trabajaban profesionalmente en las artes escénicas se ganan la vida de dos maneras; que los títeres asumen dos formas; que el espacio teatral cerrado después de Palladio siguió dos caminos; que la relación del espectador con el escenario tiene dos trayectorias. También que la reparación de las cosas rotas se da de tres formas y que hay tres arquitecturas elementales para la representación. O que para diseñar la porosidad en la cultura urbana hay cuatro modelos a seguir. En el libro analiza cada clasificación.

    Después de mostrar cómo el teatro se retiró de la calle, quedando encerrado en edificios especiales, Sennett plantea cómo volver a conectarse: ‘El desafío es involucrar al arte como parte de la experiencia urbana, en lugar de envolverlo en celofán turístico’.

    Los espacios y la vida de la representación

    En su libro Carne y piedra (1994), Sennett describió las formas en que los cuerpos y las acciones humanas interactúan con los lugares que habitan. La arquitectura en este nuevo libro le entrega un marco para comprender la representación en distintos entornos.

    En las ciudades, sostiene, hay tres escenarios en los que se realizan representaciones: los abiertos, los cerrados y los ocultos. Ellos determinan cómo actúan los intérpretes y cómo miran los espectadores. Todos estaban presentes en la Grecia antigua. El escenario abierto era el ágora (una plaza sin distinción entre actor y espectador); el cerrado, el Pnyx (un anfiteatro que separaba políticos de ciudadanos); el oculto, las cuevas (lugares sagrados de misterios).

    Luego explora el progresivo encierro de los escenarios, desde el Teatro Olímpico de fines del siglo XVI, cuando Palladio diseñó el primero completamente cubierto y amurallado de Europa, con un auditorio aplanado y un escenario. En contraste, el otro gran teatro de entonces, el Globe Theatre de Shakespeare, era un enorme edificio redondo y los actores actuaban en el centro. Estas arquitecturas crearon diferentes espacios de ilusión.

    También refiere la cambiante relación entre los artistas y el público. En la Comédie-Française, fundada en 1680, apestando a sudor, comida y orina, se prestaba menos atención al escenario que a los palcos (por las intrigas sexuales y la agresión verbal del público). En los teatros londinenses de la misma época, el público alentaba o abucheaba a los actores o gritaba las frases conocidas (“esa es la cuestión”, después de que el actor dijera “ser o no ser”).

    A fines del siglo XVIII, los vendedores de comida y los orinales fueron trasladados y el público comenzó a callar. Esto se acentuó en la música, por una brecha técnica: el espectador ya no sabe tocarla, solamente oírla, lo que produjo el silencio en el arte. Quien mejor lo aprovechó fue Wagner. Su teatro en Bayreuth, de 1876, consumó la estética cerrada, para representar únicamente sus propias óperas e intentó (cubriendo el foso de la orquesta y dispersando el sonido) hacer que la música pareciera venir de todos lados.

    En esta larga transición espacial, hay también cambios en la vida en el escenario. Los artistas profesionales del Renacimiento buscaban la autoconstrucción a través del arte (siguiendo a Pico della Mirandola). Sennett alude a sus trajes, sus máscaras, las innovaciones de Íñigo Jones en el siglo XVI, creando extravagancias “al estilo de David Bowie” o la commedia dell’arte, que permitió la presencia de mujeres, destacando Isabella Andreini. Pero además de crear su vida, debían ganársela: las compañías teatrales dependerán de la venta de entradas o de la protección por el Estado, lo que abre dos caminos: la inestabilidad o la institucionalización de la creación.

    Después de mostrar cómo el teatro se retiró de la calle, quedando encerrado en edificios especiales, Sennett plantea cómo volver a conectarse: “El desafío es involucrar al arte como parte de la experiencia urbana, en lugar de envolverlo en celofán turístico”. Pero no es posible abandonar los teatros por las calles. Existen razones técnicas para las barreras que permiten que la gente escuche y vea bien, señala. Las “membranas” podrían servir para que escenario y calle se entrelacen. Existen para eso cuatro modelos arquitectónicos, desde la “porosidad interna” (el Barbican Centre de Londres) hasta el teatro móvil (el Kara-Za de Tadao Ando).

    Luis XIV era alto y bailaba de manera extraordinaria. Su habilidad ayudó a su aura de figura carismática, mientras su danza implicaba nuevos vestuarios, peinados y maquillajes, destinados a reforzar la apariencia de ‘majestad’. Aprendió a bailar excepcionalmente bien, sin aparentar esfuerzo, con la dedicación de años.

    Cooperar, improvisar

    Todo intérprete sabe que, para actuar bien, debe estar tranquilo y distendido. Si no lo está, sus movimientos serán erráticos. Hay artificios que facilitan la naturalidad, como dejar el rostro neutro: no demostrar nada permite que toda la energía se vuelque en los movimientos. El cuerpo relajado puede ser uno cooperativo. Sennett llama al intérprete un “artista sociable”, y cree en la comunicación y la cooperación sin palabras.

    La capacidad de colaborar con los demás se basaría en aspectos corporales. Sennett explica cómo hacerlo cuando se toca el violonchelo (sentarse muy juntos hasta superar la timidez física) y cómo la preocupación por equivocarse lo impide.

    El declive corporal del artista puede llevar a un estilo tardío y a la improvisación. En su “opinión sesgada de anciano”, señala Sennett, solamente en las últimas etapas de la vida los intérpretes comprenden realmente cómo interpretar una obra cuando las debilidades aparecen. Menciona a la cantante de jazz Alberta Hunter, quien desarrolló una forma improvisada de canto, una especie de scat, adaptándola a su voz envejecida y a su limitada resistencia física. También al coreógrafo Merce Cunningham, quien, ya anciano, reformateaba los movimientos que había diseñado, con mayor uso de las muñecas y arrastre de piernas para no forzar las rodillas. Son las tácticas del cuerpo.

    Cameos

    Hay momentos en que Sennett abandona el papel del viejo sabio por el, más modesto, de actor secundario. Acompaña a las grandes estrellas en sus cameos; a veces esto se parece a cuando Woody Allen saca como un mago de una fila a Marshall McLuhan (en la película Annie Hall) para zanjar una discusión.

    Al comentar la civilidad y sus gestos, Sennett menciona a Norbert Elias, el sociólogo alemán, y su gran libro El proceso de civilización (1939). Recuerda que se reunieron en Nueva York a fines de los años 70, cuando Elias intentaba resucitar el libro en una versión al inglés, con Sennett como traductor (fallido).

    También convoca a Arendt, Barthes y Habermas para mostrar cómo el arte, el teatro y la representación confluyen en un “ágora” moderna, en un sentido similar al que se constituye la “esfera pública”. Señala que hay dos formas de concebir un “ágora” abierta a todos: como un espacio discursivo (Arendt) o como un espacio teatral (Barthes). Pero Arendt creía que las personas deberían desprenderse de sus identidades (raza, sexualidad o clase) en la discusión pública. Su ágora sería un lugar donde reinan las palabras. De los asiduos de los cafés del s. XVIII que empiezan a configurar la esfera pública según Habermas, Arendt podría haber dicho (“me imagino, nunca la oí hablar de él”, apunta Sennett) que la vida pública comienza cuando dejan el periódico y empiezan a conversar. Recuerda cuando fue alumno de Arendt y que “su creencia en la palabra fue una de las razones por las que no pude ser su seguidor”.

    Barthes, en cambio, pensaba que el vínculo social y personal se crea mediante gestos ritualizados, lo que corrobora con sus viajes a Tokio: sus calles sin nombre, sus ceremonias, su televisión o sus menús de comida, de los que no entiende palabra. “En una ocasión, Roland me llevó a un restaurante japonés en París…”, comienza Sennett. También está su recuerdo de Barthes al piano, equivocando notas e ignorando las pistas de quien lo acompaña (Sennett).

    Cuenta, por ejemplo, los discursos racistas del gobernador George Wallace en los años 60 (exhibidos por televisión en el bar que Sennett frecuentaba, cautivando a los estibadores desempleados). En otro ejemplo, más reciente (de 2019), un grupo de jóvenes libertarios, educados y amables, con los que almuerza, se enardece y descontrola con los discursos en una conferencia de negacionistas de la crisis climática en la que Sennett se ha infiltrado.

    El poder es escenario

    La política siempre ha implicado algo de actuación y espectáculo. Sennett afirma que comenzó su libro cuando un grupo de “demagogos” llegaron al poder. Donald Trump y Boris Johnson serían hábiles en “representaciones” que recurren a la manipulación teatral.

    Es curioso, en un libro tan erudito y de referencias tan amplias, que Sennett no haya dicho nada de la “querella del teatro” en la Francia del siglo XVII, cuando el Estado moderno se vincula al arte y la imaginación del súbdito, con las salas teatrales como espacio privilegiado por ser accesible a todos (no hace falta saber leer). Entonces el jansenista Pierre Nicole, señaló en un tratado la incompatibilidad del teatro y la vida cristiana. En el debate participaron Corneille, Racine o Molière, pues temían una prohibición general del teatro, como había ocurrido en otras partes de Europa antes. Sennett, en cambio, se detiene en las danzas del rey Luis XIV, hacia la misma época, en que la exhibición de destreza física simbolizaba el carisma real y el absolutismo político.

    Es verdad que, desde La caída del hombre público, Sennett ha planteado que la interacción entre extraños se gobierna por actitudes de intimidad, incluso en el arte y la política. El intérprete (músico, actor o político) domina ahora el interés público, pero ni importa el programa musical o político, sino su virtuosismo, presencia y carisma. En una sociedad así, todos los fenómenos, por impersonales que sean, se convierten en cuestiones de personalidad. La política depende menos de las propuestas del político que de su “credibilidad” o su apariencia.

    Así, la historia de un rey que danzaba para gobernar cobra sentido. Luis XIV era alto y bailaba de manera extraordinaria. Su habilidad ayudó a su aura de figura carismática, mientras su danza implicaba nuevos vestuarios, peinados y maquillajes, destinados a reforzar la apariencia de “majestad”. Aprendió a bailar excepcionalmente bien, sin aparentar esfuerzo, con la dedicación de años. Debía dominar el escenario como solista durante largo tiempo y bailó en público desde 1653 hasta la década de 1670. Escenificaba así una nueva configuración del poder: un Rey Sol y los planetas de la aristocracia girando a su alrededor. El carisma se convirtió en una presencia que fue creada por el arte.

    Menciona otro caso de pericia política y puesta en escena. La Marcha sobre Washington de 1963 por los derechos civiles, organizada por Bayard Rustin, un activista homosexual formado como artista, dentro de cuya “representación” cuidadosamente diseñada, Martin Luther King pronunció su famoso discurso.

    El arte de lo posible

    Mucho del teatro político y otras formas de arte, recuerda Sennett, practican la política sin palabras. Y esta práctica, dice, le parece convincente. Si el teatro de la política supuestamente requiere palabras, como cree Arendt, él sostiene que hay mucho de exhibición y cooperación, de ritos y gestos, como cree Barthes. Anota tempranamente: “Como artista, lo único que siempre he sabido es que el gran peligro reside en reducir el arte escénico a una simple manifestación, una representación de la sociedad”.

    Sennett considera la interpretación como algo complejo, que no transmite mensajes morales simplistas. Pero reconoce que no puede ser indiferente a las palabras, que pueden incitar a la rabia y el odio. Cuenta, por ejemplo, los discursos racistas del gobernador George Wallace en los años 60 (exhibidos por televisión en el bar que Sennett frecuentaba, cautivando a los estibadores desempleados). En otro ejemplo, más reciente (de 2019), un grupo de jóvenes libertarios, educados y amables, con los que almuerza, se enardece y descontrola con los discursos en una conferencia de negacionistas de la crisis climática en la que Sennett se ha infiltrado.

     


    El intérprete: Arte, vida, política, Richard Sennett, Anagrama, 2025, 319 páginas, $29.000.

  9. Marcas de agua

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    Cuando salí de mi bolsillo montañés, como el marsupial de saco materno, y llegué a la costa, mi primer encuentro con el mar se llamó miedo”.
    Gabriela Mistral

    Yo te invento, realidad. Y te oigo como remotas campanas sordamente sumergidas en el agua”.
    Clarice Lispector

    Verás un mar de piedras”.
    Raúl Zurita

    El agua altera el principio de horizontalidad, especialmente durante la noche, cuando su superficie parece pavimento. No importa cuán sólido sea su sustituto —la cubierta— bajo los pies, sobre el agua se está algo más alerta que en tierra, se tiene un mayor dominio de las propias facultades. Sobre el agua, por ejemplo, nunca se va distraído como por la calle: las piernas nos mantienen, y mantienen nuestros sentidos, en constante verificación, como si uno fuese una especie de compás”.
    Joseph Brodsky

    Yo remo / Yo remo / Yo remo contra tus días”.
    Henri Michaux

    La corriente inexplicable que atrapa y conduce sobre el agua el esquife, encorvado como una medialuna, es el latido de la sangre joven y como una palpitación continua de futuro”.
    Julien Cracq

    El mar como destructora música invocando la helada quietud, la ciudad que la luz redescubre jubilosa. El ave gritando toscamente hacia un círculo que el agua desdibuja”.
    Severo Sarduy

    El agua no ofrece resistencia. El agua fluye. Siempre va a donde quiere, y al final nada puede oponerse a ella. Las gotas de agua pueden erosionar la piedra. Recuerda que eres mitad agua. Si no puedes atravesar un obstáculo, rodéalo. Es lo que hace el agua”.
    Margaret Atwood

    ¡Mira cómo se eleva impaciente sobre el mar! ¿No sientes la sed y la ardiente respiración de su amor? Del mar quiere sorber, y beber su profundidad llevándosela a lo alto: el deseo del mar se eleva con mil pechos”.
    Friedrich Nietzsche

    Voy como agua / por este río de vida / hacia el gran mar de lo que / no tiene nombre”.
    Leonel Lienlaf

    El murmullo del mar que es el morir”.
    José Watanabe

    Tu cariño se me va / Se me va, como el agua entre los dedos”.
    Buddy Richard

    A veces, en la madrugada, llovía dulcemente, y parecía que un enjambre caía del cielo, que los muertos volvían a la vida, que todo estaba bien”.
    Marosa di Giorgio

    Soy el nadador, Señor, el hombre que nada / por la memoria de las aguas”.
    Héctor Viel Temperley

    He aprendido a nadar en seco. Resulta más ventajoso que hacerlo en el agua. No hay el temor a hundirse pues uno ya está en el fondo, y por la misma razón se está ahogado de antemano. También se evita que tengan que pescarnos a la luz de un farol o en la claridad deslumbrante de un hermoso día. Por último, la ausencia de agua evitará que nos hinchemos”.
    Virgilio Piñera

    Navegamos, madre, en un océano sin barcos. / Piedad por nosotros, piedad por el océano, navegamos”.
    Anne Carson

    La historia de un arroyo, hasta la del más pequeñito que nace y se pierde entre el musgo, es la historia del infinito. Sus gotitas centelleantes han atravesado el granito, la roca calcárea y la arcilla; han sido nieve sobre la cumbre del helado monte, molécula de vapor en la nube, blanca espuma en las rizadas olas”.
    Élisée Reclus

  10. Tras las puertas cerradas: la visión de la hija de Gisèle Pelicot

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    Se supone que el hogar de un hombre es su castillo. Pero para una mujer, el hogar puede ser un lugar de un intenso peligro y una violación de su autonomía física y mental. ¿Y si la violencia, el abuso, el envenenamiento y la traición acechan tras las puertas cerradas y la tranquila superficie de la heteronormativa vida familiar?

    Estos asuntos han sido, durante siglos, la apasionante materia de la que está hecha la ficción. Las primeras novelas góticas, como la influyente El castillo de Otranto (1764), de Horace Walpole, ambientan sus horrores en locaciones espeluznantes y falsamente medievales. La tradición de imaginar fuerzas aristocráticas y aterradoras, capaces de penetrar los cuerpos de mujeres lo suficientemente insensatas como para poner un pie en castillos obviamente embrujados, llenos de armaduras destartaladas y fantasmales retratos familiares, tiene un legado largo y vibrante, que incluye historias clásicas de vampiros como Drácula, de Bram Stoker, y sus numerosas derivaciones en el terror moderno, tanto en la pantalla como en el papel. Pero la novela sensacionalista victoriana, desarrollada por escritores como Wilkie Collins a mediados del siglo XIX, generó emociones aún más profundas a partir de una idea todavía más aterradora: ¿Y si la violencia que amenaza a las mujeres proviene del interior de sus propios hogares burgueses? ¿Y si el lugar más aterrador de todos es una casa pareada en los suburbios? ¿Y si el villano no es un forastero misterioso, con capa y colmillos, sino el propio padre, marido o hermano de la mujer? Y en un mundo donde la superficie de las cosas puede contener tales horrores, ¿qué les sucede a las mujeres perfectamente cuerdas cuando pierden la fe en su percepción de la realidad y se ven tratadas como locas?

    Las variaciones sobre este tema dan lugar a un subgénero de películas y novelas cada vez más popular, para las cuales el apetito del público no muestra signos de disminuir. El thriller doméstico suburbano alcanza su máximo esplendor cuando el malvado marido o novio se las arregla para manipular la conciencia de su pareja, de manera que ella desconfíe de sus propias percepciones, y el novelista o cineasta puede entonces manipular nuestra comprensión de la verdad con un efecto fascinante. Uno de los ejemplos más famosos es la película de 1944 Luz de gas, basada en una obra teatral de Patrick Hamilton, en la que un marido atenúa constantemente las luces y le hace creer a su mujer que esto responde a su propia fantasía delirante. El éxito de ventas de Paula Hawkins, La chica del tren (2015, seguida de la película de 2016 del mismo título), realiza este truco de forma bastante obvia, dotando a su protagonista del hábito de beber hasta perder el conocimiento, lo que le impide recordar con certeza el comportamiento de su marido. Algunas versiones similares —Rebeca de Daphne du Maurier, Perdida de Gillian Flynn— juegan con nuestras expectativas del marido malvado y abusivo, y ofrecen a cambio (o agregando) una esposa malvada y conspiradora. Pero la posibilidad del marido violador y asesino es la piedra angular del género.

    ¿Y si la violencia que amenaza a las mujeres proviene del interior de sus propios hogares burgueses? ¿Y si el lugar más aterrador de todos es una casa pareada en los suburbios? ¿Y si el villano no es un forastero misterioso, con capa y colmillos, sino el propio padre, marido o hermano de la mujer? Y en un mundo donde la superficie de las cosas puede contener tales horrores, ¿qué les sucede a las mujeres perfectamente cuerdas cuando pierden la fe en su percepción de la realidad y se ven tratadas como locas?

    Desde al menos la época de Jack el Destripador, las narraciones policiales de ficción mantienen una estrecha relación con los dramas judiciales de la vida real. En Estados Unidos, el Reino Unido y Europa, un público acostumbrado a absorber historias ficticias de secretos familiares y violencia doméstica, respondió con previsible entusiasmo a un juicio francés que comenzó en septiembre de 2024. Dominique Pelicot fue acusado de drogar y violar repetidamente a su entonces esposa (su divorcio se formalizó en agosto de ese mismo año) y de invitar a otros hombres a su casa para violarla mientras yacía inconsciente, gracias a un cóctel de drogas que le administraba en secreto. Fue declarado culpable en diciembre y condenado a 20 años de prisión, la pena máxima.

    El juicio causó sensación. Una de las razones fue la popularidad alcanzada por Gisèle Pelicot, quien testificó contra su esposo ante el tribunal con una serenidad extraordinaria. El juicio recordó a la gente en Francia y en todo el mundo que la violencia sexual contra las mujeres es real y ocurre constantemente, incluso en las circunstancias sociales aparentemente más benignas. Si una mujer tan mayor, de clase media, tan refinada y de voz tan clara como Gisèle Pelicot pudo haber sido drogada y violada en múltiples ocasiones, muchos parecían pensar que podría haber un punto de inflexión cultural hacia la creencia más generalizada de que, de hecho, hay muchos más violadores de los que jamás hemos reconocido, que podrían estar cometiendo sus crímenes sin ser castigados e, incluso, sin ser sospechosos.

    La mayoría de los casos de violación y agresión sexual nunca se denuncian a la policía. En 2019, un informe del Departamento de Justicia estadounidense sugirió que, en Estados Unidos, aproximadamente dos tercios de los casos nunca son puestos a disposición de las fuerzas del orden. Del número de denuncias policiales, una proporción aún menor termina en arresto, y mucho menos en juicio. En Francia, cerca del 80% de los casos de violación son desestimados por la Fiscalía, una tendencia que se repite en otras partes de Europa, así como en el Reino Unido y Estados Unidos. Un informe del FBI de 2018 sugiere que, en Estados Unidos, menos del 0,7% de los violadores son condenados por su crimen, y aún menos son encarcelados por él.

    En Francia, cerca del 80% de los casos de violación son desestimados por la Fiscalía, una tendencia que se repite en otras partes de Europa, así como en el Reino Unido y Estados Unidos. Un informe del FBI de 2018 sugiere que, en Estados Unidos, menos del 0,7% de los violadores son condenados por su crimen, y aún menos son encarcelados por él.

    La mayor parte de las violaciones se cometen sin testigos presenciales, y ​​la víctima tiene fuertes razones para no testificar por temor a sufrir más daños. Una razón fundamental por la que tantos violadores se salen con la suya es que el sistema judicial no está diseñado para proteger a las víctimas emocionalmente vulnerables de violación y agresión sexual. La víctima suele volver a sufrir traumas al verse obligada a denunciar, testificar y sufrir un contrainterrogatorio sobre las peores experiencias de su vida. Además, tanto la policía como los jueces frecuentemente emiten juicios implícitos o explícitos contra las víctimas por los crímenes perpetrados en su contra.

    La amenaza de mayor abuso psicológico y humillación es todavía más grande para quienes testifican en casos de alta repercusión mediática que, sin duda, atraerán la atención pública a gran escala, con la inevitable avalancha de chismes en redes sociales y comentarios periodísticos sobre los detalles más íntimos de la vida de la víctima. Las víctimas de violación no deberían tener que ser “perfectas” para denunciar sus crímenes sin sufrir más ignominia. Sin embargo, incluso las víctimas aparentemente más irreprochables se arriesgan a la vergüenza y a un daño irreparable en su reputación si, para obtener justicia y prevenir nuevas agresiones contra otras personas, hacen público el crimen cometido en su contra. En la mayoría de los delitos, las víctimas no suelen arriesgarse a un daño permanente a su honor ni a investigaciones humillantes y traumatizantes sobre sus opciones. Pero las víctimas de agresión sexual, casi invariablemente, sí. Incluso cuando las pruebas son abrumadoras, las víctimas de violación se arriesgan a ser reprendidas, ante un tribunal y potencialmente ante el mundo entero, por su propio comportamiento “incorrecto”, que podría incluir su vestimenta, su consumo voluntario de alcohol o drogas, su historia romántica previa, su relación con el agresor o su decisión de ir a una fiesta en particular o salir de noche.

    En este contexto, hubo algo extraordinario en relación con el espectáculo público de Gisèle Pelicot testificando contra su violador en el juicio. Renunció a su derecho al anonimato y permitió que los periodistas fotografiaran y documentaran su digna postura en defensa de la verdad y la justicia contra su exmarido y agresor. Era quizá la aproximación más cercana que uno podría imaginar al ideal platónico de la Víctima Perfecta. Para cuando se celebró el juicio, tenía 72 años. Estuvo casada con su violador durante casi 50 años. Declaró, con la convicción de una creencia absoluta, que asociaba el sexo exclusivamente con el amor; jamás se le habría ocurrido tener relaciones sexuales con un desconocido por su propia voluntad. Ninguna acusación de volubilidad juvenil podría atribuírsele. Ella era blanca, con el pelo teñido color café claro, cortado a la perfección, y elegantemente vestida con ropa informal de negocios, con un toque chic. Con su marido violador tuvo tres hijos adultos respetables y estaba jubilada de un largo trabajo en la administración pública, con el que mantenía económicamente a su familia mientras su incompetente marido emprendía una serie de negocios fallidos. Lo que la convertía en la “perfecta” víctima de violación era su absoluta e intachable decencia, su edad, su largo matrimonio y su actitud tranquila y segura, además del hecho crucial de que las drogas la dejaban completamente inconsciente durante todas las violaciones que le infligieron su marido y una cantidad de conocidos de él. Además, el criminal había grabado y conservado los registros de docenas de estas violaciones, lo que proporcionaba una prueba visual clara del delito, algo que rara vez se encuentra en los casos de agresión sexual.

    Lo que la convertía en la ‘perfecta’ víctima de violación era su absoluta e intachable decencia, su edad, su largo matrimonio y su actitud tranquila y segura, además del hecho crucial de que las drogas la dejaban completamente inconsciente durante todas las violaciones que le infligieron su marido y una cantidad de conocidos de él. Además, el criminal había grabado y conservado los registros de docenas de estas violaciones, lo que proporcionaba una prueba visual clara del delito, algo que rara vez se encuentra en los casos de agresión sexual.

    La revelación de estos crímenes ocurrió solamente por casualidad. En 2020, Dominique Pelicot fue sorprendido en un supermercado intentando filmar la ropa interior bajo las faldas de mujeres y, como resultado de esa acusación, la policía confiscó su teléfono, computador y dispositivos de almacenamiento digital. En estos dispositivos descubrieron múltiples imágenes y vídeos de Gisèle siendo violada mientras estaba claramente inconsciente. Las violaciones se remontaban a muchos años atrás, pero aumentaron en frecuencia después de que la pareja se jubilara y se mudara de su hogar cerca de París a un idílico pueblo rural en la Provenza. Esos tranquilos años dorados brindaron al esposo muchas más oportunidades de abuso durante un período que sus hijos consideraron pacífico y feliz. Como muchas mujeres mayores, su madre parecía cada vez más olvidadiza, sufriendo episodios de amnesia que la llevaron a consultar a varios neurólogos por un presunto derrame o enfermedad cerebral, y tenía una serie de misteriosas dolencias ginecológicas, ninguna de las cuales había despertado sospechas acerca de la verdad.

    Hubo una segunda razón para la enorme repercusión pública del juicio, tanto en Francia como en el resto del mundo: la asombrosa cantidad de hombres aparentemente normales, muchos de ellos esposos y padres, algunos vecinos y conocidos de los Pelicot, que habían violado a Gisèle, inconsciente, por invitación de su esposo. A través de un chat en línea, Dominique Pelicot encontró con relativa facilidad al menos 72 hombres interesados ​​en el “sexo estilo violación”. Él había participado en el abuso de las parejas drogadas e inconscientes de otros hombres y, a la vez, había invitado a posibles violadores a visitar el domicilio familiar y violar a Gisèle mientras él filmaba, almacenando luego las grabaciones en carpetas, incluida una titulada “Abuso”. El título sugiere que Dominique Pelicot era plenamente consciente de que estaba haciendo algo tanto legalmente criminal como moralmente malo. Pero en el juicio, los abogados de algunos de los más de 50 acusados ​​afirmaron que ellos no creían o no se dieron cuenta de que se trataba de una “violación”, ya sea porque el marido había consentido en nombre de su esposa o porque creían que ella participaba de alguna manera en un juego sexual, a pesar de estar inconsciente en ese momento. La criminalización explícita de la violación de una esposa por parte de su marido es extremadamente reciente. En Francia, la Corte de Casación criminalizó la violación conyugal de manera directa solamente en 1990 (una línea de tiempo aproximadamente paralela a la de las fechas de criminalización explícita de la violación conyugal en Estados Unidos y el Reino Unido). En enero de 2025, poco después de la condena de Dominique Pelicot, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos falló a favor de una mujer francesa cuyo proceso de divorcio había estado retrasado durante una década, con el argumento de que ella era culpable de incumplir su “deber marital” cada vez que se negaba a tener relaciones sexuales con el marido, revocando las sentencias de tribunales inferiores que habían fallado a favor de su esposo de acuerdo con las normas legales francesas de larga data. La idea de que el cuerpo de las mujeres es propiedad sexual de sus maridos y otros compañeros o parejas es una piedra angular de la cultura de la violación. A pesar de la condena de Dominique Pelicot, estas normas tóxicas persisten, en Francia y en otros lugares.

    Los hijos adultos de los Pelicot se enteraron de las grabaciones de la violación en 2020, durante el primer año de la pandemia de covid-19, cuando la policía encontró las primeras pruebas en video y encarceló a Dominique Pelicot. Más allá de la conmoción, al descubrir que un padre amado era en realidad un violador, abusador y envenenador en serie de la madre amada, hubo otros descubrimientos terribles. El conjunto de fotografías incluía imágenes de la hija del medio y única mujer, Caroline Darian, en ropa interior, puesta de forma similar a la posición de las fotografías tomadas por su padre de su madre drogada. También se encontraron en los archivos fotografías de las esposas de sus hijos en diversos grados de desnudez, tomadas sin su consentimiento. Pelicot negó haber violado a su hija, pero Caroline Darian ha presentado cargos de violación y suministro de drogas contra su padre, desde el 6 de marzo de 2025.

    Esos tranquilos años dorados brindaron al esposo muchas más oportunidades de abuso durante un período que sus hijos consideraron pacífico y feliz. Como muchas mujeres mayores, su madre parecía cada vez más olvidadiza, sufriendo episodios de amnesia que la llevaron a consultar a varios neurólogos por un presunto derrame o enfermedad cerebral, y tenía una serie de misteriosas dolencias ginecológicas, ninguna de las cuales había despertado sospechas acerca de la verdad.

    Hay muchas maneras en que una persona puede reaccionar ante revelaciones de esta magnitud. Una de las sendas que Darian ha tomado es dedicar sus energías al trabajo para una nueva organización benéfica, diseñada para concientizar al público acerca de la sumisión química como herramienta de agresión sexual, llamada M’endorsPas (“NomeDuermas”). El prefacio de su memoria, Y dejé de llamarte papá, ofrece algunos detalles sobre este fenómeno, incluyendo el hecho de que el GHB (conocido como “roofies”, “biberones” o “la droga de la violación en citas”) se usa solamente en unos pocos casos, según un estudio francés de 2021. Con mucha más frecuencia, el violador usa medicamentos comunes, ya sean recetados o de venta libre, como antihistamínicos o somníferos. Darian escribe con pasión sobre la necesidad de una mayor concientización pública del problema. Sin embargo, su libro no ofrece evidencia clara ni sobre qué tan común podría ser el problema (“no existen estadísticas fiables”) ni sobre cuál es el camino a seguir. “Hay que reconocerlo”, insiste ella, seguramente con razón, pero sin ninguna claridad sobre cómo será o debería ser este reconocimiento público. Mi conciencia aumentó al leer su obra, pero me quedé con dudas sobre qué más debería hacer respecto al tema.

    El libro de Caroline Darian no es, principalmente, sobre el problema social. El libro se centra, de manera bastante comprensible, en su historia personal y familiar. Ella ha superado su trauma con la ayuda de la terapia, el apoyo de su esposo, su familia y la escritura, lo que le ha ayudado a iniciar el largo proceso de comprensión de los horribles crímenes perpetrados por su padre contra su madre, contra ella misma y contra el resto de la familia. Escribir es una excelente estrategia para enfrentar tiempos difíciles. Pero las palabras que una persona expresa en medio de la agonía del dolor psíquico inmediato a menudo no están listas para el momento de máxima audiencia literaria. El relato de Darian sobre las revelaciones del abuso de su padre se escribió durante la primera ola de nuevos conocimientos y apareció casi al instante en Francia en 2022, bajo el título Y dejé de llamarte papá.

    La pregunta de a quién va dirigido el libro —a su padre, a ella misma o a nosotros, los lectores en general— sigue siendo importante y no hay respuesta. Me alegré por ella de que escribir la hubiera ayudado a “mantenerse a flote estos últimos meses”, y admiré su insistencia en que las palabras soeces escritas por su padre en las fotografías de su madre, o los “artículos de cloaca” de los periodistas sensacionalistas, no sean la última palabra sobre la historia de su familia. Pero construir una conexión emocional con el lector, quien inevitablemente es un desconocido, requiere más arte literario del que este libro tiene o podría esperarse. Momentos que parecen diseñados para hacer llorar al lector corren el riesgo de tener un efecto muy distinto: “Nunca más volverá [el padre]a ver esa casa del Vaucluse, que fue para nosotros un lugar entrañable, lleno de recuerdos maravillosos”, reflexiona, sin ironía, la narradora.

    Me alegré por ella de que escribir la hubiera ayudado a ‘mantenerse a flote estos últimos meses’, y admiré su insistencia en que las palabras soeces escritas por su padre en las fotografías de su madre, o los ‘artículos de cloaca’ de los periodistas sensacionalistas, no sean la última palabra sobre la historia de su familia. Pero construir una conexión emocional con el lector, quien inevitablemente es un desconocido, requiere más arte literario del que este libro tiene o podría esperarse.

    El mayor problema de Y dejé de llamarte papá es que el lector ya conoce los contornos del arco narrativo antes de que comience. Se podría imaginar una versión tipo thriller, que ocultara la verdad sobre las acciones del padre hasta al menos siete octavos de la novela. Seguiríamos gradualmente las sospechas de la madre de que podría estar desarrollando Alzheimer, mientras el novelista desvía ingeniosamente nuestra atención, pintando con fascinante detalle la imagen de una familia privilegiada que disfruta de sus envidiables hogares en París y Provenza, hasta que, en una secuencia dramática final, todo se aclara. Pero Darian no puede, por supuesto, generar una tensión narrativa de este tipo. La indignación por lo que ha hecho su padre está presente desde el principio y sigue siendo la única nota de tono alto en el libro.

    Y dejé de llamarte papá insinúa varios tipos mucho más profundos de misterios narrativos, emocionales y familiares. ¿Fueron las revelaciones sobre Dominique Pelicot una completa sorpresa para Gisèle y sus hijos? Al principio, Darian sugiere que nunca hubo el más mínimo indicio de un violador violento en el amoroso padre con el que creció. Sin embargo, también se nos habla del matrimonio abusivo de su padre y de la disposición de los Pelicot a enviar a sus hijos a vivir con un abuelo, claramente horrible y poco confiable, durante largas estadías y sin supervisión. Darian solamente reporta en una escena en la que habla con su terapeuta, que a los nueve años vio a su padre agarrando a su madre por el cuello de la camisa, levantándola del suelo, “ella estaba pegada a la pared del baño”. ¿Cómo viven las familias con el abuso cuando es a la vez algo oculto y un secreto a voces? Se necesita una escritora del calibre de Alice Munro y de la profunda oscuridad moral de Munro para responder a esa pregunta de una manera que resulte veraz, tanto respecto al deseo de ocultar la verdad como al costo de tal ocultamiento.

    El análisis de Hannah Arendt sobre la “banalidad” de Adolf Eichmann, uno de los principales organizadores del Holocausto, se ha convertido en una banalidad sobreutilizada. Estamos acostumbrados a la idea de que quienes perpetran un daño enorme no son genios malvados, fascinantes, celosos e intrigantes, como el Satán de Milton o el Yago de Shakespeare, sino burócratas aburridos y poco inteligentes que llevan a cabo acciones moralmente repulsivas con una especie de piloto automático, sin apenas darse cuenta de que podrían estar haciendo algo malo. La película Zona de interés (2023), ambientada en la encantadora casa de un guardia del campo de concentración de Auschwitz, dejó claro este punto de forma visceral, al mostrar al espectador a una familia burguesa común y corriente, sentada entre rosas que cobran vida gracias al constante suministro de ceniza. El juicio de Dominique Pelicot es y sigue siendo fascinante, porque insinúa una posibilidad similar: que incluso un violador en serie que organizó el horrible y continuo abuso de una mujer a la que decía amar, podría haber actuado no por rabia, celos o maldad inherente, sino por obediencia a las normas implícitas de una cultura en la que los cuerpos de las mujeres se presentan comúnmente como objetos de una mirada pornográfica e implícitamente violenta.

    Y dejé de llamarte papá insinúa varios tipos mucho más profundos de misterios narrativos, emocionales y familiares. ¿Fueron las revelaciones sobre Dominique Pelicot una completa sorpresa para Gisèle y sus hijos? Al principio, Darian sugiere que nunca hubo el más mínimo indicio de un violador violento en el amoroso padre con el que creció. Sin embargo, también se nos habla del matrimonio abusivo de su padre y de la disposición de los Pelicot a enviar a sus hijos a vivir con un abuelo, claramente horrible y poco confiable, durante largas estadías y sin supervisión.

    Dominique Pelicot afirmó que fotografió a su hija desnuda por curiosidad, por “el descubrimiento, ante todo”. Estas afirmaciones tienen una extraña resonancia con los motivos de la hija para escribir su libro: “Descubrir y comprender” las acciones ocultas de su padre, una búsqueda que, a todas luces, aún está incompleta. Y dejé de llamarte papá me dejó con una vívida conciencia del dolor y la confusión causada a toda la familia por sus acciones, pero sin saber más sobre sus verdaderas razones para hacer lo que hizo de manera tan horrenda, o sobre las muchas capas de conocimiento parcial y de negación que pueden haber permitido que su familia no viera lo que sucedía durante tanto tiempo.

    El libro plantea interrogantes intrigantes sobre los personajes centrales de la historia: Dominique y Gisèle Pelicot. El padre de Darian emerge como un hombre dañado por una infancia difícil y como un padre con una actitud cálida, pero el libro no ofrece nada como explicación. La ausencia de la madre es aún más frustrante. Darian la describe en el prefacio como “la verdadera heroína”, una mujer “como una reina medieval”, y elogia su “fuerza mental de acero”, su “dignidad” y su “fuerza”, clichés que podrían haber sido tomados de las páginas de la cobertura sensacionalista del juicio. Pero en la narración principal se nos muestra una versión más sorprendente e interesante de Gisèle, quien tiene un historial de discusiones con Darian y que choca con su hija al expresar compasión por su marido violador y querer enviarle paquetes de ayuda a prisión. ¿Cómo y por qué, entonces, decidió oponerse a él públicamente? El libro no ofrece respuestas y nunca aborda directamente la cuestión de qué piensa la madre sobre todo esto.

    Un meme viral de TikTok de la primavera de 2024 pidió a las mujeres que consideraran si preferirían estar atrapadas solas en un bosque con un hombre o con un oso. Siete de las ocho entrevistadas eligieron al oso, argumentando que, como dijo una mujer: “Todos te creerán cuando digas que te atacó un oso”. A medida que avanzaba el juicio de Dominique Pelicot, pareció confirmarse que ellas tenían toda la razón: siempre hay que elegir al oso. Pero el meme se equivocaba al sugerir que las mujeres son vulnerables única, o especialmente, cuando están solas en el bosque. El caso subrayó lo que los lectores de Wilkie Collins o Paula Hawkins ya saben de sobra: no hay lugar más peligroso para una mujer que la aparente comodidad de su propio hogar.

     

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    Artículo aparecido en The Times Literary Supplement en marzo de este año. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Y dejé de llamarte papá, Caroline Darian, traducción de L. Bermúdez y L. Vázquez, Seix-Barral, 2025, 204 páginas, $18.900.

  11. Hacer cantar en español a Shakespeare

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    La reedición de dos traducciones de Shakespeare, llevadas a cabo por Idea Vilariño y Raúl Zurita, es motivo de celebración y una oportunidad para pensar en la importancia que traducir al dramaturgo inglés ha tenido para tantos poetas hispanoamericanos. Solo para quedarnos en el caso de Chile, aquí tenemos aquella icónica traducción y, en algún sentido, apropiación —pese a ser sorprendentemente “fiel” a la obra, dejando de lado por un momento lo problemático de aquel concepto—: Lear, rey & mendigo, de Nicanor Parra, quien intentó además traducir Hamlet, un proyecto que por desgracia quedó inconcluso; también vale la pena recordar la traducción de Pablo Neruda de Romeo y Julieta, y otras dos adaptaciones más recientes en las tablas nacionales: La tempestad, reescrita por el gran dramaturgo Juan Radrigán, y El sueño de una noche de verano, en décimas que lograron capturar su sentido del humor, de los payadores Luis Villalobos y Manuel Sánchez.

    Esta pequeña muestra de poetas interesados en su obra deja en evidencia que, pese a la aburrida impresión estereotípica que suelen dejar los colegios, Shakespeare escribió en el cruce entre alta y baja cultura: junto a la poesía que asciende hasta las nubes en algunos soliloquios, encontramos también la chispa y el lenguaje popular. Esto se debe a que el teatro isabelino no iba dirigido solo a una élite: a los asientos elevados del Globo asistían nobles e intelectuales, pero a los groundlings les bastaba con un penique para entrar al foso, desde donde observaban las obras de pie; el éxito de un montaje, por lo tanto, dependía de satisfacer a este amplio rango de espectadores.

    Sin embargo, la doble barrera lingüística que nos separa del Bardo —doble porque el inglés isabelino es apenas inteligible para el público anglófono actual— hace difícil ver todo eso, y si sumamos la complejidad adicional de la naturaleza poética de sus parlamentos, la tarea de traducirlo al español, de lograr acercar a espectadores y lectores a esta obra desde nuestra lengua y nuestro tiempo, es un reto enorme, pero uno que ha obsesionado a varios poetas, o que al menos ha hecho que varios directores recurran a poetas cuando desean montar obras de Shakespeare, ya que confían en su capacidad de recrear en español la fuerza del lenguaje original.

    Zurita tradujo Hamlet por encargo de Gustavo Meza, quien escenificó esta versión en 2012; luego el texto fue publicado por Tácitas en 2014, la misma editorial que, junto a Ediciones UCM, volvió a ponerlo en circulación una década después. Es otra editorial universitaria chilena, Ediciones UDP, la que rescató el Macbeth de Vilariño. La poeta y ensayista uruguaya tradujo a varios escritores, pero en especial a Shakespeare, y esta es una de las traducciones que hizo para la colección del autor en Losada. En esta reedición se añadió el fascinante ensayo “Sobre los golpes a la puerta en Macbeth”, de Thomas de Quincey, traducido por Juan Manuel Vial, y desde la editorial han informado que seguirán publicando más traducciones shakespearianas de Vilariño.

    Los argumentos de estas dos obras son bien conocidos incluso para quienes nunca las han visto o leído. En Dinamarca, el príncipe Hamlet recibe la visita del fantasma de su padre, el rey del mismo nombre, que le anuncia que fue asesinado por su hermano Claudio, quien ahora ocupa el trono y comparte el lecho marital con su esposa Gertrudis; el meditativo príncipe jura venganza, pero primero emplea a una compañía de actores para confirmar la culpa de su tío, y en el camino le rompe el corazón a Ofelia, la joven cuyo final fue tan bellamente retratado por John Everett Millais. Macbeth, por su parte, recibe la profecía de tres brujas que le anuncian que será rey, lo que, junto a los empujones de su esposa, la implacable Lady Macbeth, lo lleva a matar hasta conseguir la corona de Escocia, tras lo que debe seguir deshaciéndose de los posibles herederos del trono, mientras las demás profecías de las brujas se cumplen una a una hasta que lo pierde todo.

    Estas ediciones de Shakespeare presentan diferencias formales que pueden llamar la atención. Partiendo por la más externa, Vilariño, debido a que este fue un encargo editorial y solo luego recibió montajes escénicos, escribió una introducción y notas al pie, las que no estorban en la lectura, ya que se atienen a referencias poco conocidas y problemas de traducción. Zurita en cambio, en lugar de agregar elementos, quitó las acotaciones que suelen acompañar el texto, lo que para algunos lectores puede resultar confuso, pero deja en evidencia un aspecto esencial del teatro de Shakespeare (y del teatro occidental anterior): cuando los avances en escenografía y efectos eran escasos, el habla era la responsable de crear la acción dramática, era en sí misma un lenguaje acotacional; esto explica, por ejemplo, que Ofelia, luego de que Claudio se ve acusado en el escenario, diga: “El Rey se levanta”.

    ¿Es perfecta alguna de estas dos traducciones? No, como en cualquier otra, uno podría ser quisquilloso y ponerse a criticar una palabra o verso que habría resuelto de otra manera, pero qué sentido tiene eso ante versiones que, vistas como un todo, logran transmitir la potencia escénica y literaria de estas obras, versiones en las que sin duda priman los aciertos y en las que incluso encontramos una que otra epifanía por parte de los poetas-traductores. ¿Qué más les podríamos pedir?

    En su traducción de Macbeth, Vilariño, una poeta que en su propia obra se mueve con comodidad entre el metro y la rima, intenta conservar los elementos formales de la obra, como la distinción entre los personajes que hablan en verso o en prosa, o las secciones rimadas y no rimadas —suele haber un pareado al final de ciertas escenas; riman los cantos de las brujas y su diosa, Hécate—; también busca conservar el pentámetro yámbico mediante endecasílabos, si bien estos, debido a que el inglés es una lengua mucho más sintética que el español, en especial en manos de un poeta con la concentración expresiva de Shakespeare, requieren más versos en castellano para intentar decir lo mismo. Toda esta mezcla la lleva a insertar versos adicionales más breves para compensar cuando no tiene otra salida: “Lo hermoso es feo y lo feo es hermoso; / revoloteemos / por entre el aire lóbrego y brumoso”, cantan las brujas al inicio.

    En Hamlet, Zurita toma otra ruta. Solo conserva el verso en contadas ocasiones: el rimado se restringe a los parlamentos de los actores que, por encargo del príncipe, escenifican La Ratonera, la obra dentro de la obra, y a las canciones finales de Ofelia; en cuanto al verso sin rima, este aparece en dos soliloquios de Hamlet y uno de Claudio, en los que la versificación es, como puede reconocer cualquier lector del poeta, absolutamente zuritiana, desde la extensión de las líneas, largas y cadenciosas, a la manera en que las corta: “¡Ah si ablandada por las torrenciales lágrimas esta carne / demasiado densa pudiese disolverse, derretirse, / convertirse en humo! ¡Ah si el Eterno su decreto / contra el suicidio no fijara!”. Es digno de nota que, pese a ser versos mucho más largos que los de Vilariño, igual emplea más líneas en español para expresar lo que en inglés se decía en menos.

    Zurita, además, tradujo la obra de lleno al español local, lo que queda claro desde la primera escena, una conversación entre dos guardias:

    Francisco: Mil gracias por el cambio. Hace un frío de pelarse y siento una opresión en el pecho.

    Bernardo: ¿Todo tranquilo?

    Francisco: Positivo. No se ha movido ni la cola de un ratón.

    Positivo” no traduce ninguna palabra de la versión en inglés, es un agregado como guiño al lenguaje policial chileno. La ventaja de esto no es solo la mayor cercanía con el público, sino también que le permite a Zurita poner en evidencia ciertos rasgos de los personajes que se observan en inglés, como las diferencias de clase (“compadre, si no fuera una pitucacha te apuesto que no tendría entierro cristiano”, dice uno de los sepultureros sobre Ofelia) o el lado adolescente de Hamlet, que reacciona así tras las revelaciones del fantasma: “¡Calaña de mujer, la más criminal, la más puta! ¡Maldito rastrero, adulón, chupapicos!”. Esta elección léxica puede llamar la atención, pero escénicamente es más efectiva que otras traducciones, como la clásica del dramaturgo español Leandro Fernández de Moratín: “¡Oh, mujer, la más delincuente! ¡Oh! ¡Malvado! ¡Halagüeño y execrable malvado!”.

    Vilariño, por su parte, tiende a conjugar en vosotros, lo que podría resultar alienante, pero uno casi ignora ese bache debido a la delicadeza conversacional y fuerza poética de sus versos, como se puede ver al inicio de uno de los soliloquios fundamentales de la obra:

    Lady Macbeth:
    Venid aquí, vosotros, los espíritus
    que servís a las ideas de muerte,
    ¡asexuadme y llenadme enteramente,
    de la cabeza hasta los pies,
    de la más espantosa crueldad!
    ¡Haced que se espese mi sangre,
    cortad acceso y paso a la piedad;
    no vaya a conmover con su visita
    algún remordimiento natural
    mi propósito cruel, ni se interponga
    entre este y su ejecución!

    Ese fragmento muestra uno de los puntos comunes a estas dos obras y otras de Shakespeare, en las que el asesinato es algo tan antinatural que, para llevarlo a cabo, Lady Macbeth debe abandonar hasta su sexo para abrazar la crueldad, y su esposo se siente deshumanizado por apenas contemplar la idea: “Mi pensamiento, cuyo asesinato / solo es imaginario todavía, / choca mi frágil condición de hombre”. En ese sentido, Claudio y Macbeth son muy similares: los dos obtuvieron la corona por la sangre y se sienten perseguidos por el peso de su transgresión. “¡Ay! La fetidez de mi monstruosa culpa va ascendiendo / hasta el cielo llevando la más atroz de las maldiciones: / el asesinato de un hermano”, reza Claudio en Hamlet: “Si este brazo aborrecible se ha manchado / con la sangre filial, dime, Dios, ¿habrá en tus cielos / compasivos lluvia suficiente para lavarlo y dejarlo / blanco como la nieve?”.

    El “blanco” de esa línea alude a la pureza, un significado obvio para los espectadores y lectores actuales, pero no pasa lo mismo en Macbeth, donde ese mismo color se usa en más de una ocasión como señal de cobardía, tal como cuando, luego de que su esposo expresa pensamientos similares a los recién citados de Claudio, Lady Macbeth le responde esgrimiendo estos versos, de donde proviene el título de esa gran novela de Javier Marías: “Mis manos son del color de las tuyas; / pero me sentiría avergonzada / llevando en mí un corazón tan blanco”.

    En Macbeth, el personaje que más fascinación despierta es aquella feroz reina, mientras que en Hamlet es la figura del príncipe la que presenta más facetas a las que un buen actor puede sacar provecho. En su traducción, Zurita permite ver varios rasgos de esa personalidad, no solo un joven herido, dubitativo, forzado a la venganza, sino también burlesco, ingenioso y cruelmente irónico: “Economía, Horacio, economía. Todavía no se han enfriado los platos del velorio cuando ya están servidos en las mesas de la boda…”. Y en el representativo soliloquio del “Ser o no ser”, en que ese no ser es la ideación suicida, el poeta chileno hace evidentes las conexiones con el presente:

    Hamlet:
    (…) Porque, ¿quién podría soportar
    los quebrantos y penas de la lacrimosa vejez,
    la injuria de las enfermedades, el atropello homicida
    de los dictadores, el desprecio de los poderosos,
    las descuartizantes angustias del amor desdeñado,
    el maltrato de los empleados, la corrupción
    de los jueces, cuando bastaría que el puñal trazara
    apenas una línea en la frágil muñeca para liberarlo
    del infortunio?

    El mundo está al revés. ¡Maldita suerte haber nacido y tener que arreglarlo!”, dijo Hamlet algunas escenas antes, una frase que resume el eje de estas dos obras: como la corona está en manos de quienes la obtuvieron por medio de la traición, no solo se producen nuevos derramamientos de sangre, sino también un desequilibrio fundamental en el reino y en la realidad toda. Lo mismo —traducido con especial cuidado por Vilariño, quien claramente entiende que es un punto que nos confirma la perenne actualidad de estas obras— se hace explícito en Macbeth:

    Ross:
    ¡Ay, pobre patria! Casi tiene miedo
    de reconocerse a sí misma.
    No puede ser llamada nuestra madre
    sino nuestro sepulcro; donde a nadie
    como no sea a aquel que nada sabe
    se le vio sonreír alguna vez;
    donde suspiros, gritos y gemidos
    que desgarran el aire son lanzados
    pero pasan inadvertidos; donde
    la violenta aflicción parece solo
    una emoción corriente (…).

    ¿Es perfecta alguna de estas dos traducciones? No, como en cualquier otra, uno podría ser quisquilloso y ponerse a criticar una palabra o verso que habría resuelto de otra manera, pero qué sentido tiene eso ante versiones que, vistas como un todo, logran transmitir la potencia escénica y literaria de estas obras, versiones en las que sin duda priman los aciertos y en las que incluso encontramos una que otra epifanía por parte de los poetas-traductores. ¿Qué más les podríamos pedir?

    A las buenas traducciones de Shakespeare quizá debamos aplicar lo que dijo De Quincey sobre el conjunto de sus obras: “Han de ser estudiadas con la total sumisión de nuestras facultades, bajo el convencimiento absoluto de que en ellas no puede haber demasiado ni demasiado poco, nada inútil o inerte, puesto que mientras más insistamos en nuestros descubrimientos, más pruebas obtendremos de una composición y de una estructura que se sostiene a sí misma allí donde el ojo negligente no había visto nada salvo casualidad”.

     


    Macbeth, William Shakespeare, traducción, notas e introducción de Idea Vilariño, Ediciones UDP, 2024, 212 páginas, $15.000.


    Hamlet, William Shakespeare, traducción de Raúl Zurita, Ediciones UCM / Tácitas, 2024, 152 páginas, $15.000.

  12. Una geografía sumergida en las aguas

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    De aluviones despiadados, de lluvias torrenciales, de salidas de cauce del río Mapocho seguidas de pestes de viruela, de “sacudimientos de la atmósfera”, de “recios temporales”, de nevazones que acobardan, de inundaciones precedidas de terremotos, de puentes arrastrados por las aguas, de inviernos borrascosos acompañados de plagas de ratones dignas del Antiguo Testamento: de estas y otras cosas igual de desalentadoras habla Benjamín Vicuña Mackenna en su libro Ensayo histórico sobre el clima en Chile, otra muestra de su interés por todo lo que se le presentaba a la vista y, a veces, permanecía oculto al resto de los mortales.

    Vicuña Mackenna es el autor chileno más polifacético del siglo XIX, y creo no exagerar si digo de toda la historia del país. Al momento de su muerte, se decía que nos había legado una biblioteca entera, que era el “Hércules de la literatura chilena”, que era un “monstruo de la naturaleza”. No era, efectivamente, un artesano de la palabra, sino un industrial del verbo, de un verbo que atraía multitudes de lectores fieles, al extremo de permitirle vivir de sus escritos cuando nadie lo hacía. Coleccionista más que voraz de documentos, armó su propio archivo, un archivo con decenas de miles de papeles, a los cuales estrujó hasta sacarles la última gota en largas jornadas de trabajo que resintieron su salud, pero nada —ni siquiera el consejo de los médicos— lo apartó del trabajo, del oficio de la escritura, de la embriaguez de la tinta como medicina, del despliegue a toda máquina de una prosa cuya caligrafía infernal dejaba turnios a los obreros de las imprentas.

    En 1544, después de años de bonanza climática, Pedro de Valdivia consigna las veleidades del clima en el valle central: “En junio adelante, que es el riñón del invierno, le hizo tan grande y desaforado de lluvias y tempestades, que fue cosa monstruosa, y como toda esta tierra es llana, pensamos de nos ahogar”.

    Esos cielos cargados de furia marcaban el paso de las generaciones: cada una atravesaba un año de ese tipo de “cataclismos”, y las historias de tragedias se acumulaban en la memoria de los testigos de esos hechos, que las transmitían a sus hijos y sus nietos, y también las dejaban estampadas en documentos.

    Vicuña Mackenna es el autor chileno más polifacético del siglo XIX, y creo no exagerar si digo de toda la historia del país. (…) Coleccionista más que voraz de documentos, armó su propio archivo, un archivo con decenas de miles de papeles, a los cuales estrujó hasta sacarles la última gota en largas jornadas de trabajo que resintieron su salud, pero nada —ni siquiera el consejo de los médicos— lo apartó del trabajo, del oficio de la escritura, de la embriaguez de la tinta como medicina, del despliegue a toda máquina de una prosa cuya caligrafía infernal dejaba turnios a los obreros de las imprentas.

    Vicuña Mackenna escribe sin perder el hilo de la narración, hasta que le asalta el gusto por las digresiones. Una de estas trata sobre la época “prehistórica”, es decir, el tiempo que precede a la llegada de los conquistadores. Según las reminiscencias de los indígenas, de las “tribus salvajes de Chile”, Vicuña Mackenna plantea la tesis de la universalidad del Diluvio como mito presente en las más diversas culturas, un hecho que el mismo Humboldt constató en su paso por América.

    Del padre jesuita Diego de Rosales puede decirse algo parecido. Durante el siglo XVII, habitó durante décadas en trato con pueblos indígenas de Chile y también de las pampas argentinas, y conociendo como conocía distintos dialectos nativos, recabó historias alusivas al Diluvio y después las consignó para la posteridad. Historias, mitos, creencias, pero no solo eso: Diego de Rosales creyó constatar la veracidad histórica del Diluvio en las mayores cumbres y en las hondonadas más profundas de los Andes.

    En todo caso, la leyenda originaria, envuelta según Vicuña Mackenna en “pañales de densa superstición”, hablaba de una geografía sumergida en las aguas, con la sola excepción de los picos más altos de la cordillera, lugar donde se refugiaron los sobrevivientes, achicharrados por la fuerza del sol. La debacle se habría originado en la lucha entre dos culebras, dos genios, uno maligno, el otro benéfico, y habría sido precedida por las profecías de un anciano andrajoso, salido no se sabe de dónde, cuyas palabras fueron ignoradas por las “tribus idólatras”.

  13. El Nevado

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    Me sorprendió una mañana la llamada de Rubén Urruchi, un guía en Machu Picchu al que había conocido hacía unos años en la ruta de Salkantay. Además del tren, para llegar a las ruinas existen dos caminos. El famoso Camino del Inca, regulado por agencias de turismo, o la solitaria ruta cordillerana que asciende por el abra Salkantay, una montaña imponente que marca el paso por donde sus habitantes despoblaron la ciudad sagrada.

    Rubén era la cordada de Williams Dávalos, el responsable de la excursión. Williams era un experimentado guía de montaña, capaz de acarrear a un piño de desconocidos con dudosas aptitudes hasta los 4.638 metros de altura por la sinuosa cordillera de Vilcabamba. Ambos, a su manera, eran una nueva especie de baqueanos, caminantes que bajo las capas de ropa outdoor de montaña pastoreaban de tambo en tambo a quienes quisieran entrar a Machu Picchu, como quien dice, por la salida.

    Mientras el Camino del Inca es de marcadas pendientes y altibajos, el paso de Salkantay implica un día y medio de pausado ascenso hasta los pies de un riguroso y zigzagueante caracol, para llegar al punto de mayor altura. De ahí, el frío paisaje andino cambia, y en dos o tres jornadas el descenso montañoso discurre por un entramado extraño de valles y cajones tropicales que llegan a la última estación del tren antes de Aguas Calientes.

    En los viajes que suponen una exigencia física, la recompensa suele estar en el paisaje. En el camino hay tiempo, sobre todo tiempo, para pensar en el camino. Se asciende lento, no sin esfuerzo. En cinco días no nos cruzamos con nadie más que una anciana junto a sus cabras y una tropa de caballos, animada por dos arrieros y unos perros, que nos adelantaron en la subida al nevado. Alentados moralmente por la energía de Williams, la caravana era empujada por Urruchi, quien cerraba el grupo por la retaguardia, contando chistes sin acelerar el paso, pero nunca perdiendo el tranco. Nadie fumaba excepto yo, por lo que Urruchi me esperaba al final de la fila. Contaban con la ayuda de Ismael, quien llevaba imbuido en su mundo nuestras mulas.

    Pisa donde yo piso. Te sorprenderá lo rápido que se avanza andando lento.

    Hay voces capaces de dar sentido a las circunstancias adversas. Pienso en Virgilio, acompañando a Dante en su tránsito hasta la puerta del Paraíso, o en las palabras de Vasudeva, el barquero, cuya sabiduría es esencial para Siddhartha en la novela de Herman Hesse. En los viajes —más banales—, la relación con el guía suele ser completamente circunstancial. Sin embargo, por breve que resulte el intercambio, a veces aparece un destacado actor de reparto que trasciende y se gana un espacio en la memoria. Veo a Williams difuso frente al abra, en medio de una bruma de agua-nieve, asperjando alcohol y ofrendando hojas de coca al Salkantay por habernos permitido el paso. Nos regala a cada uno una chacana de piedra.

    No es preciso hablar de ella como cruz andina —dice.

    ¿Por qué?

    Porque no es una cruz.

    La montaña ha sido frecuentemente una metáfora de la ascensión, o del camino hacia el conocimiento de uno mismo. (…) ¿Dónde me encuentro? En términos prácticos, trabajar y vivir en una ruta o lugar de paso implica conocer un camino siempre cambiante. El rumor de las lluvias acercándose a lo lejos, la dulce humedad de la bruma tropical; el estruendo de rodados y socavones, el barro inestabilizando cada paso del descenso. En el guía de montaña, la capacidad de interpretar esos signos puede ayudarle a prevenir una desgracia.

    La montaña ha sido frecuentemente una metáfora de la ascensión, o del camino hacia el conocimiento de uno mismo. Un ejemplo de esto es La parodia de envejecer como subir una cuesta, de Oinosaka. ¿Dónde me encuentro? En términos prácticos, trabajar y vivir en una ruta o lugar de paso implica conocer un camino siempre cambiante. El rumor de las lluvias acercándose a lo lejos, la dulce humedad de la bruma tropical; el estruendo de rodados y socavones, el barro inestabilizando cada paso del descenso. En el guía de montaña, la capacidad de interpretar esos signos puede ayudarle a prevenir una desgracia.

    Adivinando la huella en medio de un desfiladero, Williams mantenía nuestra atención suspendida en los coloridos insectos para que no viéramos el precipicio que se abría al otro lado. Aunque la probabilidad de que ocurriera un accidente era baja, las consecuencias podían ser trágicas, dejándoles poco margen para poder reaccionar. Su voz resonaba como un cencerro. Entre ellos hablaban en español, pero las seis horas de marcha los tenían la mayor parte del tiempo comunicados en silencio, cada uno en un extremo, haciéndose gestos, señas, echándose miradas que cada tanto decidían que nos deteníamos para comer, tomar agua y distender el agotamiento hablando de los últimos días de Machu Picchu.

    Me acuerdo que la llamada de Urruchi me hizo pensar en el triunfo del Cienciano sobre River Plate. Acababa de ser campeón de la Sudamericana y no podía haber otro motivo para recibir ni esperar nada de él. Si algo sabemos, respecto de los guías, es que nunca más los volveremos a ver. Es un acuerdo tácito que se agradece. La última noche, ya en Aguas Calientes, me habían hecho una apuesta. Nos encontramos en un tugurio del pueblo, en un bar ubicado en un segundo piso, frente a un edificio en obra. Probamos macerados de diversas hierbas, momento en que intercambiamos los contactos. Urruchi fue el primero en irse, aunque en rigor, fue Williams. Cayó dormido en la mesa, sonriente, con la satisfacción de haber arreado el piño de turistas hasta sus respectivos establos y haber bebido hasta la inconsciencia en el bar de su mejor amigo.

    Casi al final de Esculpir en el tiempo, Tarkovsky se refiere a la zona, ese misterioso territorio donde Stalker guía al escritor y al sabio rumbo a una habitación donde se cumplirán sus más secretas ambiciones. “A menudo me han preguntado qué simboliza exactamente la zona. (…) La zona es sencillamente la zona. Es la vida que el hombre debe atravesar y en la que o sucumbe o aguanta. Y que resista depende tan solo de la conciencia que tenga en su propio valor, de su capacidad de distinguir lo sustancial de lo accidental”.

    Cuando Urruchi me dijo al teléfono que Williams había muerto, lo recordé con esa sonrisa y me pareció que estaba bien. No sé realmente cómo murió. Urruchi me preguntó si guardaba fotos de él, me pidió si podía enviarle alguna. No seguimos en contacto, pero ahora la chacana tiene otro peso. Algo en el semblante de Williams Dávalos me recuerda a John Oakhurst, el jugador de cartas de “Los proscritos de Poker Flat”, el cuento de Bret Harte. Supongo que así lo encontrarían, tranquilo como en vida, bajo la nieve, alcanzado por una racha de mala suerte, las cartas tiradas hace ya unos años.

  14. De explosiones estelares a gotas en la Tierra

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    En Chile y muchas otras partes del mundo la crisis hídrica ha dejado de ser una preocupación futura: es una realidad que enfrentamos con urgencia. El cambio climático ha alterado los patrones de agua, afectando de manera devastadora ecosistemas y comunidades que antes contaban con abundantes fuentes de agua.

    Con el aumento de las temperaturas, los ciclos de agua están cambiando a ritmos sin precedentes. Las sequías se vuelven más frecuentes, mientras que los patrones de precipitación se tornan inestables —e incluso mortales—, y regiones que solían gozar de lluvias regulares ahora sufren escasez.

    Un ejemplo alarmante en nuestra región es el lago Poopó, en Bolivia, que prácticamente llegó a desaparecer debido al cambio climático y la sobreexplotación del agua, con efectos catastróficos en la biodiversidad y las comunidades que han vivido en la zona desde tiempos ancestrales. Este cuerpo de agua solía ser el segundo lago más grande de ese país, pero tras diversas sequías desapareció por completo en 2015. Recién se vino a recuperar un par de años después, pero volvió a desaparecer en 2021. Esta vez la recuperación fue más rápida, pero la tendencia a largo plazo es que se terminará por secar, sumándose así al triste historial de otros lagos en el mundo que hoy solo existen en fotografías y recuerdos, como el mar de Aral, en Asia Central, que en pocas décadas pasó de ser uno de los lagos más importantes del planeta a convertirse en un desierto.

    Es un futuro probable —pero no obligatorio— para los cuerpos de agua en la zona norte y centro de nuestro país: “Lamentablemente, en el altiplano chileno hay lagos que están condenados a desaparecer, porque con el aumento de temperatura difícilmente podremos hacer algo, tendencia que se incrementa a mayor altura. Pero si se disminuye la extracción de agua o el impacto de la ganadería en la zona centro sur, se puede contribuir, realizando este trabajo junto a las comunidades locales”, comentó Claudio Latorre, investigador de la Pontificia Universidad Católica y del Instituto de Ecología y Biodiversidad, cuando este año se presentó el resultado de un proyecto pionero que consideró el estudio y monitoreo de 40 ecosistemas lacustres de alta montaña.

    Además de los cuerpos de agua, otro símbolo de la crisis del agua son los glaciares. Esos “gigantes de hielo” que alguna vez parecían eternos, se están derritiendo a un ritmo acelerado. Los glaciares de la cordillera de los Andes, por ejemplo, han perdido más del 50% de su masa en los últimos 50 años. La situación es tan alarmante que, en algunos casos, las comunidades están tomando decisiones sin precedentes: en Suiza, el glaciar Pizol fue despedido tiempo atrás de manera simbólica con una “ceremonia fúnebre” organizada por científicos y activistas, en un acto de concientización sobre la rapidez con la que el cambio climático está afectando estos recursos.

    Otro ejemplo reciente de la alteración de los ciclos hídricos es la tragedia que ocurrió en Valencia, España, donde lluvias torrenciales provocaron cientos de muertes. No es la primera vez que un fenómeno meteorológico de este tipo ocurre en la zona y posiblemente los sistemas de alerta temprana pudieron funcionar mucho mejor; pero lo que distingue a ese episodio es la fuerza del evento, dentro del contexto global de una atmósfera que contiene cada vez más energía, producto del efecto invernadero.

    ‘Lamentablemente, en el altiplano chileno hay lagos que están condenados a desaparecer, porque con el aumento de temperatura difícilmente podremos hacer algo, tendencia que se incrementa a mayor altura. Pero si se disminuye la extracción de agua o el impacto de la ganadería en la zona centro sur, se puede contribuir, realizando este trabajo junto a las comunidades locales’, comentó Claudio Latorre, investigador de la Pontificia Universidad Católica y del Instituto de Ecología y Biodiversidad, cuando este año se presentó el resultado de un proyecto pionero que consideró el estudio y monitoreo de 40 ecosistemas lacustres de alta montaña.

    Levantando la mirada: agua en todos lados

    La crisis hídrica nos enfrenta a un futuro incierto, donde el cambio climático y la alteración de los ciclos son amenazas cada vez más palpables. Los desastres naturales, como las lluvias torrenciales que azotaron Valencia, muestran cómo la atmósfera, al acumular más energía, da lugar a fenómenos extremos, evidenciando la fragilidad de los ecosistemas, que dependen del agua para sostener la vida.

    Pero mientras luchamos por comprender y mitigar estas crisis, es fundamental recordar que el agua, lejos de ser solo un recurso de nuestra era, tiene una historia mucho más profunda y cósmica. La presencia del agua en la Tierra no es un accidente ni un fenómeno aislado de nuestro tiempo. De hecho, su existencia está marcada por los mismos procesos cósmicos que han marcado la evolución del Universo.

    Para entender mejor cómo llegamos hasta aquí, es necesario mirar hacia el cielo y adentrarnos en los orígenes del agua, que se remontan a las primeras estrellas y a las explosiones de supernovas que sembraron el cosmos con los elementos necesarios para la vida tal como la conocemos.

    La historia del agua se remonta a los primeros tiempos del Universo, cuando el hidrógeno, el elemento más ligero, se formó después del Big Bang. Sin embargo, el agua como tal no pudo formarse hasta que las primeras estrellas estallaron en supernovas, liberando el oxígeno necesario para que este se combinara con el hidrógeno.

    Las explosiones de supernovas dispersaron átomos de oxígeno que, al encontrarse con el hidrógeno en el espacio interestelar, dieron origen a las primeras moléculas de agua. Estas moléculas fueron transportadas en nubes de gas y polvo que cruzaron el espacio, y algunos de estos restos de polvo estelar fueron capturados por sistemas solares en formación. Así fue como, eventualmente, el agua llegó a los planetas jóvenes, incluida la Tierra. También pudo haber llegado a través de cometas o asteroides ricos en hielo, que impactaron la Tierra primitiva durante un período de alta actividad en el sistema solar.

    Científicos han detectado una gran reserva de agua salada bajo el hielo en el polo sur marciano, lo que alimenta algunas esperanzas de encontrar formas de vida microbiana en el planeta rojo (hasta ahora jamás encontradas). Este descubrimiento es también crucial para las futuras misiones tripuladas a Marte, ya que la existencia de agua permitiría a los astronautas aprovecharla como recurso vital para una misión prolongada. Si logramos desarrollar tecnología que aproveche esta agua, Marte podría convertirse en el primer ‘hogar extraterrestre’ para los humanos.

    Un punto azul pálido

    Este sentido de la conexión cósmica en relación al agua fue capturado de forma icónica cuando el científico Carl Sagan propuso que la sonda Voyager 1, en su ruta de salida del sistema solar, volteara su cámara hacia la Tierra para capturar una última imagen de nuestro planeta. En esa foto, la Tierra aparece como un “punto azul pálido” suspendido en el vasto vacío del espacio.

    Sagan reflexionó: “Mira ese punto. Eso es aquí. Ese es nuestro hogar, eso somos nosotros”. Esta imagen simbólica destaca nuestra fragilidad y, a la vez, nos recuerda que cada recurso que nos rodea, incluido el agua, es finito y precioso.

    En un vasto universo, la Tierra es un oasis diminuto, y su agua, más que un simple elemento, es un regalo ancestral del cosmos.

    Agua en nuestro vecindario estelar

    En el sistema solar, el agua ha aparecido en los lugares más insospechados. En la luna Encélado, de Saturno, la sonda Cassini reveló la presencia de géiseres que arrojan columnas de vapor y partículas de hielo al espacio, sugiriendo la existencia de un océano subterráneo. Este hallazgo ha desatado especulaciones sobre la posibilidad de encontrar vida en estos cuerpos helados, lo que plantea una pregunta fascinante: ¿Podría existir vida en un ambiente completamente distinto al de la Tierra?

    La Luna, nuestro satélite más cercano, ha sido otro objetivo en la búsqueda de agua. Durante décadas se pensó que era un lugar árido, pero descubrimientos recientes han revelado depósitos de agua en forma de hielo en los polos lunares. Este hallazgo es significativo, porque, en futuras misiones tripuladas, el agua lunar podría convertirse en un recurso clave para la supervivencia de astronautas e incluso para el desarrollo de bases permanentes. También permitiría no solo la generación de agua potable, sino también la producción de oxígeno y combustible, lo cual reduciría la necesidad de enviar estos elementos desde la Tierra.

    En Marte, los avances en la investigación han revelado algo aún más emocionante: la posible existencia de agua líquida bajo su superficie. Científicos han detectado una gran reserva de agua salada bajo el hielo en el polo sur marciano, lo que alimenta algunas esperanzas de encontrar formas de vida microbiana en el planeta rojo (hasta ahora jamás encontradas). Este descubrimiento es también crucial para las futuras misiones tripuladas a Marte, ya que la existencia de agua permitiría a los astronautas aprovecharla como recurso vital para una misión prolongada. Si logramos desarrollar tecnología que aproveche esta agua, Marte podría convertirse en el primer “hogar extraterrestre” para los humanos.

    En nuestro continente, por ejemplo, los mayas veneraban los cenotes de la península de Yucatán como portales hacia el inframundo, puertas hacia el reino de los dioses, donde los espíritus residían en las profundidades. Los cenotes simbolizaban un enlace entre el mundo físico y el espiritual, recordándonos que el agua, más allá de su papel científico, también ha sido vista como un vínculo entre dimensiones y como un recurso sagrado, vital para la vida.

    El agua y el surgimiento de la vida

    El agua no es solo un recurso esencial en la Tierra; es el medio en el cual la vida misma surgió. Las primeras formas de vida, organismos microscópicos, prosperaron en los océanos primitivos.

    La vida se originó en el planeta hace tres mil setecientos millones de años en fuentes hidrotermales, en la oscuridad del mar profundo. Ahí surgieron las moléculas claves para que se formaran las primeras células, cuyo legado está inserto literalmente en el ADN de todas las actuales especies, incluyendo al ser humano”, cuenta la científica antofagastina Cristina Dorador, en su libro Amor microbiano, publicado en 2024.

    A lo largo de millones de años, la vida evolucionó en el agua antes de colonizar la tierra firme. El agua no solo es el vehículo de transporte para nutrientes y desechos en los seres vivos, sino que también actúa como regulador de temperatura, manteniendo condiciones favorables para el desarrollo de las células.

    Una de las áreas de estudio más fascinantes en la ciencia moderna es la astrobiología, que se centra en la posibilidad de vida fuera de la Tierra.

    Cuando los científicos buscan planetas potencialmente habitables, se fijan en aquellos que se encuentran en la “zona habitable” de su estrella, es decir, una región donde las temperaturas podrían permitir la existencia de agua líquida en la superficie, ni muy cerca (para que el lugar no sea un infierno donde el agua se evapore) ni muy lejos (para que no sea un mundo congelado).

    La búsqueda de agua en el cosmos es, además de un esfuerzo científico, una exploración de nuestros propios orígenes y de nuestro lugar en el Universo. Cada descubrimiento, desde el hielo en los polos de la Luna hasta los océanos ocultos en las lunas de Júpiter y Saturno, recuerda que el agua es un lazo esencial que conecta la Tierra con el resto del cosmos. Así como la imagen de aquel “punto azul pálido” capturado por la Voyager 1 reveló la fragilidad y belleza de nuestro hogar, estos hallazgos reafirman que el agua, presente desde los tiempos primordiales del Universo, sigue siendo un puente entre la Tierra y el vasto misterio que nos rodea.

    Esta conexión profunda y simbólica ha dado al agua un significado sagrado desde tiempos antiguos. En nuestro continente, por ejemplo, los mayas veneraban los cenotes de la península de Yucatán como portales hacia el inframundo, puertas hacia el reino de los dioses, donde los espíritus residían en las profundidades. Los cenotes simbolizaban un enlace entre el mundo físico y el espiritual, recordándonos que el agua, más allá de su papel científico, también ha sido vista como un vínculo entre dimensiones y como un recurso sagrado, vital para la vida.

    Hoy, en un contexto en el que el cambio climático amenaza con transformar los patrones hídricos de nuestro planeta, recordar el viaje de cada molécula de agua desde las estrellas hasta nuestros ríos y océanos subraya la urgencia de proteger este recurso invaluable, no solo para nosotros, sino también para las generaciones futuras, quienes seguirán explorando las fronteras de lo desconocido.

  15. El efecto Eternauta

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    La hermandad entre los hombres se resiente cuando el deseo de supervivencia apremia”. La frase no es de El Eternauta, sino del Manual de supervivencia para los días del gran desastre, publicado en 2008, en Argentina, por la editorial Clase Turista. Esta idea del enfrentamiento humano en contextos extremos fue lo que resultó tan inquietante y atractivo en series como The Walking Dead, donde los zombis funcionan apenas como excusa para mostrar personas capaces de matarse por una caja de antibióticos.

    La primera vez que vi la imagen del hombre con máscara y fusil caminando bajo la nieve, fue ese mismo año, en la librería donde compré el Manual… No sabía nada del argumento, pero el nombre sugería un viajero de lo eterno, desplazándose entre dimensiones. Recién en 2013 compré una edición facsimilar de la historieta completa, con tapa dura ilustrada por el dibujante mexicano Dr. Alderete. El prólogo narraba el destino de su creador, Héctor Germán Oesterheld, desaparecido por la dictadura. Esa información me llenó de amargura, y al terminar de leer supe que también sus cuatro hijas, dos de ellas embarazadas, habían sido secuestradas y desaparecidas por agentes del régimen de Videla. Con toda esa predisposición por lo trágico y lo misterioso, me interné en las páginas de esa edición.

    La historia que cuenta El Eternauta, ahora en Netflix, es la de un mundo aplastado por la desesperanza: esa es la nieve que cae sobre Buenos Aires. La humanidad es invadida por seres que, a su vez, han sido invadidos y actúan bajo las órdenes de sus propios invasores. Una cadena de sometimiento que alcanza a todos. Pero lo nuevo, lo perturbador de esa historia que comenzó a publicarse en 1957, no era la amenaza externa, sino los sobrevivientes que se roban, se matan, se traicionan. La historieta anticipa con una lucidez brutal la lógica de la dictadura: cuerpos invadidos, sometidos, convertidos en herramientas de otros.

    Todo parecía envuelto por un fulgor enigmático. La atmósfera del relato tiene algo de revelación: como una bola de cristal en la que conviven Oesterheld escribiendo en su escritorio, sus personajes combatiendo en la intemperie y los militares acechando desde las sombras.

    El año pasado, 18 personas se acercaron por estas fechas a las Abuelas de Plaza de Mayo con dudas sobre su identidad. Desde el estreno, 106 han llegado para hacer consultas. El fenómeno ya tiene nombre: ‘Efecto Eternauta’.

    Más que hablar de la adaptación en términos técnicos o de decisiones sobre el desarrollo de la trama en el presente y los cambios de los personajes, me interesa destacar su impacto cultural. La serie, dirigida por Bruno Stagnaro, ha triunfado en más de 28 países. Ya hay manuales para jugar truco en japonés y no falta mucho para que se ofrezcan tours por las locaciones en Buenos Aires. Pero lo realmente significativo es que ha visibilizado la historia de Oesterheld y de sus hijas. El año pasado, 18 personas se acercaron por estas fechas a las Abuelas de Plaza de Mayo con dudas sobre su identidad. Desde el estreno, 106 han llegado para hacer consultas. El fenómeno ya tiene nombre: “Efecto Eternauta”.

    Tienta caer en un chovinismo sudamericano: pensar que si Oesterheld hubiera sido francés o estadounidense, El Eternauta tendría múltiples adaptaciones. Tienta afirmar que somos aventajados en tanto conocemos todo el oro cultural del primer mundo, mientras el primer mundo desconoce los diamantes ocultos de nuestra cultura. Tienta lamentar que este reconocimiento global ocurra bajo el mandato de un presidente como Milei, no solo por la paradoja política evidente, sino porque ha arrasado con los apoyos al cine que permitieron formar a creadores como Stagnaro.

    Prefiero pensar que algo de justicia se ha hecho. La calidad de la serie le hace honor a la potencia de la historieta; el reconocimiento mundial a esta historia escondida en América Latina, de un autor sepultado en algún lugar de Argentina, sale a la luz y brilla en millones de hogares del mundo. Todo eso es un respiro, provoca cierta conmoción, como si insuflara la sensación de que, de alguna manera, Oesterheld y sus hijas han aparecido.

     


    El eternauta (2025), dirigida por Bruno Stagnaro, 6 capítulos, disponible en Netflix.

  16. El último sobreviviente de Hiroshima, el último humano

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    1. Soy obrero y trabajo en una fábrica de aspiradoras. Una aspiradora podría resultar muy útil para mi mujer. Por eso todos los días me llevo una pieza a mi casa. Allí intento armar la aspiradora. Pero no importa cómo coloque las partes, el resultado siempre es una ametralladora.
    2. Soy estudiante y actualmente trabajo en una fábrica de aspiradoras. Sin embargo, creo que la fábrica produce ametralladoras para Portugal. Comprobar que esto es así podría resultarnos muy útil. Por eso todos los días me llevo una pieza a mi casa. Allí intento armar la ametralladora. Pero no importa cómo coloque las partes, el resultado siempre es una aspiradora.
    3. Soy ingeniero y trabajo en una fábrica de electrodomésticos. Los obreros creen que fabricamos aspiradoras. Los estudiantes creen que fabricamos ametralladoras. La aspiradora puede ser un arma útil. La ametralladora puede ser un objeto útil para el hogar. Lo que fabricamos depende de los obreros, los estudiantes y los ingenieros.


    El texto anterior es un diálogo que aparece en El fuego inextinguible, cortometraje de 1969 con el que Harun Farocki quiso pronunciarse respecto de la guerra de Vietnam y la terrorífica economía del napalm. El diálogo proviene de un chiste que circulaba en la época de posguerra, y con esa estructura Farocki decide responder al carácter sistémico de esa otra guerra, presentándola como una cadena de producción donde cada quien, hombres y mujeres de bien, es parte de sus propios engranajes.

    Un argumento de este tipo, pero llevado a sus últimas consecuencias, a un tono apocalíptico, elabora Günther Anders en El tiempo del fin. Y lo hace pensando en otro acontecimiento, uno que llama “situación atómica”. El 6 de agosto de 1945, Eatherly da la orden de bombardear el puente situado entre el cuartel general y la ciudad de Hiroshima, pero un error de cálculo lo hizo responsable de la masacre de más de 200 mil seres humanos. Un dedo, un botón, un instante convirtieron a Eatherly en uno de los mayores criminales de guerra del siglo XX. Confinado en un manicomio, recusando todo tipo de honores, reclamando a gritos su propia condena, Eatherly recibe una carta de Günther Anders: “Que usted no haya podido superar lo sucedido es consolador. Y lo es porque demuestra que sigue intentando hacer frente al efecto de su acción; porque este intento, aunque fracase, indica que ha logrado mantener viva su conciencia, a pesar de haber sido una simple pieza del aparato técnico y de haber cumplido su función”.

    No es la carta de un empático ni un piadoso. Lo que Anders le está diciendo a Eatherly es que su actitud —la de intentar hacer frente a los efectos de su acción, su desesperación, sus intentos de suicidio, el deseo de pagar sus culpas, sus remordimientos, ¿su maldad?— lo convierte en algo así como el último sobreviviente de Hiroshima, el último humano, porque lo que la bomba atómica vino a realizar es una verdadera mutación antropológica, una radical metamorfosis metafísica.

    Silvia Schawarzböck, en el prólogo a este libro, llama a esa mutación una tecnificación de la existencia, una que consistiría en habernos vuelto “una simple pieza del aparato técnico”, y que, en tanto pieza, solo estamos allí para cumplir una función. Como si el hombre (tal como lo conocimos hasta el acontecimiento Hiroshima) hubiera sido un breve paréntesis entre la animalidad salvaje y el ser un simple accesorio de la técnica, lo que esa tecnificación de la existencia afirma es el hecho de que “todos nosotros, sin saberlo e indirectamente, cual piezas de una máquina, podríamos ser usados en acciones cuyos efectos están más allá de nuestros ojos y de nuestra imaginación y que, si pudiéramos imaginarlos, no los podríamos aprobar”.

    ¿Hasta qué punto sería adecuado calificar como humana una actividad tan fuertemente signada y singularizada por la técnica?, sugiere preguntarse Anders.

    No se trata solamente de afirmar que la división del trabajo intensiva, como la llama Farocki, impide que los trabajadores conozcan su contribución a la producción de armas de exterminio (con los mismos elementos químicos se pueden construir tacones de zapato, insecticidas para proteger los cultivos o napalm). No se trata, solamente, de repensar los fundamentos de la ciencia política, el derecho, la antropología, para imaginar lo inimaginable del mal absoluto, como lo ha querido por ejemplo Didi-Huberman, cuando con sus reflexiones sobre las imágenes ha intentado desarticular el privilegio ético que ha tenido lo irrepresentable. Tampoco se trata, solamente, de abordar la guerra por el carácter de los medios empleados y no tanto por lo fines perseguidos, como decía Simone Weil que debía hacer una teoría materialista de la violencia. El tiempo del fin, que es el tiempo de la tecnificación de la existencia, es para Anders el tiempo donde no solo el trabajo y las operaciones, sino la existencia misma, se vuelven abstractas, es decir, un momento, un componente, un elemento en un circuito que, ya sin sujeto, perfecciona y expande la eficacia de sus procesos productivo-destructivos.

    Si el tiempo del después parece ser el de una violencia sin tragedia, sin monstruosidad, sin drama, sin dolor, sin desgarro, si todo parece haber perdido su misterio, quizás todavía podemos, como piensa Farocki, a contrapelo de Anders, pensar el sentido trágico, y no apocalíptico, del tiempo que vivimos, eso que hace que una colectividad se funda en su fragilidad (y no en la estabilidad de su fin), y quizás así, recuperar para nosotros aquellos espacios que hacen que el mundo no termine de clausurarse alrededor de una regla.

    Aquí Anders plantea una de las cuestiones más desafiantes de su argumento: después de Hiroshima, los crímenes son inhumanos no porque el acto criminal pone entre paréntesis la humanidad de quien los comete sino porque los crímenes se llevan adelante sin humanos. Las consecuencias de esta afirmación son de una complejidad que no podría de ningún modo asumir acá: sin humanos no quiere decir solamente que es la figura humana la que se ha retirado de los procesos de producción y destrucción, sino que con esa retirada se suspende algo que había estado sobre la base del pensamiento del mal: la responsabilidad, la cantidad de odio y maldad requeridos para llevar adelante actos criminales, la culpa, los compromisos morales y éticos, la locura, la razón, es decir, la dimensión trágica de la violencia. Un mal sin maldad, donde el único delito, además de apretar el botón, pareciera ser el haber permitido que nuestros crímenes adoptaran la forma de una catástrofe natural. Historia natural de la destrucción

    Vuelvo otra vez a Farocki: al comienzo del mismo cortometraje, el cineasta aparece sentado detrás de una mesa y lee frente a la cámara un testimonio que Thai Bihn Dan, nacido en 1949, redactó originalmente para el Tribunal Internacional sobre Crímenes de Guerra de Estocolmo: “El 31 de marzo de 1966, a las cuatro de la tarde, mientras lavaba los platos, escuché aviones acercándose. Corrí hasta el refugio subterráneo, pero fui sorprendido por una bomba de napalm, que explotó muy cerca de mí. Me abatieron las llamas y el calor insoportable y entonces perdí la conciencia. El napalm me quemó la cara, los dos brazos y ambas piernas. Mi casa también se quemó. Estuve inconsciente por 13 días, luego desperté en la cama de un hospital del Frente Nacional de Liberación”.

    Al terminar la lectura, Farocki mira directamente a la cámara, nos mira a nosotros, y dice: “¿Cómo podemos mostrarles al napalm en acción? ¿Y cómo podemos mostrarles el daño causado por el napalm? Si les mostramos fotos de daños causados por el napalm cerrarán los ojos. Primero cerrarán los ojos a las fotos; luego cerrarán los ojos a la memoria; luego cerrarán los ojos a los hechos; luego cerrarán los ojos a las relaciones que hay entre ellos”. Y entonces, el director realiza un “gesto sorpresivo”: su mano derecha sale de cámara para tomar un cigarrillo y apagarlo sobre su piel, cerca de su muñeca izquierda: “Un cigarrillo quema a 200 grados. El napalm quema a 1.700 grados”, se escucha decir a una voz en off.

    Cuando Farocki hizo El fuego inextinguible no había realizado todavía sus filmes más radicales sobre las configuraciones actuales de las operaciones de reconocimiento, persecución y muerte; sobre las formas altamente sofisticadas de desplazamiento; la creación, perfeccionamiento y proliferación de refinadas máquinas de visión, la aparición de drones y aviones no tripulados utilizados en la explosiones aéreas, cámaras montadas en la punta de un proyectil, cámaras suicidas, filmes en los que explora algo similar a lo que plantea Anders en El tiempo del fin: que la técnica ha dejado de ser una prótesis del cuerpo y la actividad humana, porque es el propio humano el que parece haberse transformado en una prótesis del aparato técnico, una pieza, un comodín, un extra o un accesorio cuya finalidad se agota y se cumple en la operación técnica como operación técnica. Decía que Farocki no había realizado todavía esas películas, pero cada vez que pudo volvió a exhibir su fuego inextinguible, quizás porque nunca dejó de pensar en esos gestos sorpresivos que portan todavía la huella de un pasmo, de una desproporción, de un no saber que solicitan ser respondidos con acción, pasión y pensamiento.

    Leído hoy, el texto de Anders parece un texto profético, pero ante todo un texto que, en esa suerte de claridad devoradora que posee, parece decirnos que ya no hay nada que pensar, nada que desear, nada que sentir. Si decimos que sus argumentos son hiperbólicos, Anders dirá que representamos al “business de la minimización”; si hablamos de un principio de esperanza, Anders nos tratará de apocalípticos profilácticos. ¿Será cierto que toda escatología apocalíptica no puede evitar prometerse en nombre de la luz, del vidente y de la visión total, incluso cuando el apocalipsis del que hablan sea sin redención, sin reino?

    Toda cuestión, me parece, es saber qué se quiere hacer con un concepto cualquiera, hacia dónde se le quiere hacer operativo. Si es cierto que en nuestra manera de imaginar yacen las condiciones para nuestras maneras de hacer política, y si también es cierto, como dice Schawarzböck, que el no llegar es lo que caracteriza a toda catástrofe, y que por eso mismo ninguna catástrofe puede ser realmente objetiva sino algo más bien del orden de la ficción, hay ficciones (también imaginaciones) que buscan incidir, intervenir, modificar la realidad que se busca comprender. Ficciones performativas que modifican y alteran el objeto de su comprensión. Hay ficciones, en cambio, que en su hartazgo simbólico aceleran el daño. Hay imaginaciones mortíferas, oscuras y hostiles que inhiben los cuerpos e impiden cualquier movimiento. Hay imaginaciones poéticas que se atreven a correr el riesgo de barrer con las palabras cansadas, los modos de vida enfermos, que se atreven a cambiar las formas de hablarse a sí mismo, de nombrar las cosas, de ligarse a los otros.

    Si el tiempo del después parece ser el de una violencia sin tragedia, sin monstruosidad, sin drama, sin dolor, sin desgarro, si todo parece haber perdido su misterio, quizás todavía podemos, como piensa Farocki, a contrapelo de Anders, pensar el sentido trágico, y no apocalíptico, del tiempo que vivimos, eso que hace que una colectividad se funda en su fragilidad (y no en la estabilidad de su fin), y quizás así, recuperar para nosotros aquellos espacios que hacen que el mundo no termine de clausurarse alrededor de una regla. Recuperar la tragedia es recuperar nuestra maldad y hacer algo con ella. ¿No es esa la ley del deseo, un deseo que, ese sí, no termina nunca de llegar y que, por eso mismo, pone en movimiento la vida?

     

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    Este texto fue leído en la presentación del libro, el 10 de abril, en la librería Ulises.

     


    El tiempo del fin, Günther Anders, Alma Negra, 2025, $18.000.

  17. ¡Agua! ¡Agua! ¡Agua!

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    El tren del Estado corre hacia el norte, entre alambrados de siete hilos. Son las doce y media del día. A pesar de la sequía hay mucho menos tierra de lo que podría presumir el lector. Cierto es que aún estamos en la provincia de Santa Fe, pero algunas horas más tarde, cuando entremos en Santiago del Estero, comprobaremos que aparentemente la sequía no ha modificado la naturaleza del suelo a lo largo de los rieles. Hasta se llega a dudar de la efectividad de tres años sin lluvia. Sin embargo, el drama de Santiago del Estero se hace presente en las conversaciones de los pasajeros que conocen aquellas tierras y el síntoma de la sequía asoma a través de la palabra única: “Agua”.

    No se habla más que del agua. Es el tema de todas las oraciones. Dos horas, tres horas, cinco horas, siete horas, nueve horas. Ellos no hablan más que del agua. “Agua”. “Agua”. “Agua”. La palabra acaba por perder su sentido expresivo. El “agua” está injertada en cada cinco palabras que un hombre o una mujer dialogan en la travesía ardiente del norte argentino. Injertada con tanta insistencia, que yo, espectador, acabo por asombrarme de la astucia que coloca esta palabra en cada giro de las conversaciones más distantes o más cercanas. De la astucia o del temor que ha caído sobre los viajeros que hablan del “agua” como si se refirieran a una diosa indígena, cuya cólera recientemente acaba de comprobarse.

    El tren corre a lo largo de campos barbudos de pasto, chacras santafesinas prósperas y orgullosas, con airosos molinos de viento y caballos de lustroso pelaje que pastorean dignamente en los cuadrados verdes de la inmensidad redonda. Los caminos amarillos llegan hasta el fondo del horizonte y por estos tubos resoplan bocanadas de aire caliente.

    En los pasillos de los coches dormitorios se sobrelleva una atmósfera de baño turco. Los pasajeros siguen conversando del “agua”. En tonos diversos. Habla del “agua” el jefe del coche comedor, los corredores de artículos rurales, los abogados que diligencian pleitos en las capitales, la señora extranjera que muestra las medias hasta la curva de la rodilla, la modesta pareja de sastrecillos riojanos. Hablan del “agua” los tipos de seres humanos más opuestos: el rubio opulento y el mulatillo menestral, la señora emperifollada y la pobre mujer.

    Entramos en Santiago del Estero. Esperaba que el paisaje cambiara, que súbitamente aparecieran los campos tostados. Pero pasan las horas y el coche comedor calienta como un horno de panadero y los campos verdes cruzan ante nuestros ojos, maravillosos de pasto fresco. Y sobre estos campos, ralos rebaños de cabras, de caballos, de vacas, se mueven lentamente con el hocico a ras de suelo.

    A veces, se ven agujeros tremendos excavados en el suelo. Son bocas de pozos excavados en tierra amarilla. A veces. Pero los campos verdes se extienden hasta el infinito. Y yo me pregunto:

    ¿Dónde está la sequía? ¿Dónde, esa falta de agua de la que la gente no hace más que hablar constantemente? ¿Dónde, los efectos de tres años de sequía, si el tren no hace más que correr a lo largo de praderas verdes? Y a la distancia, bajo un sol terrible de fuego, en medio de las praderas verdes, se ve el ganado inmóvil. De tanto en tanto, la osamenta de una vaca, de un caballo. Y me pregunto:

    ¿Dónde está esa mortandad de ganado de que tanto he oído hablar?

    He venido hacia Santiago del Estero creyendo que encontraría los caminos sembrados de osamentas de animales. He venido hacia Santiago del Estero creyendo que me ahogaría en las llanuras terrosas y salvo algunos escasísimos trechos podríamos admitir que corremos a lo largo de un camino pavimentado, tan escasa es la polvareda que levanta el convoy.

    Y pasan las horas. Y mientras pasan las horas, pienso:

    Probablemente la gran sequía está al norte de Santiago del Estero. Probablemente los campos yermos están al norte. Probablemente las bestias muertas están al norte.

    Escribo y me quedo satisfecho. Creo que he cumplido con mi deber y orondamente paseo la mirada por los campos santiagueños. El tren se detiene en bonitas estaciones. Leo y miro el paisaje. En uno de aquellos intervalos se acerca a mí el capataz del coche comedor, a quien le digo:

    Lo que es aquí, los santiagueños no se pueden quejar. Vea qué verdes están los campos…

    El capataz del coche me mira estupefacto, y finalmente termina por responder:

    Pero no sabe que estos campos verdes, lo están de manzanilla…

    ¿Manzanilla?

    Sí, manzanilla. Un terrible veneno para los animales. Todos estos campos están muertos. ¿Ha visto los pozos a la orilla de la vía? Fueron hechos para buscar agua por criadores sedientos. Y en esos pozos ya no hay ni una gota. Todo aquí está muerto.

     

    ————
    Esta crónica se publicó el 8 de diciembre de 1937, en el diario El Mundo, y forma parte de la antología El paisaje en las nubes (FCE, 2022).

  18. El Ruido

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    El Ruido reclama atención, darse vuelta, mirar aquello que suena, ponerle cara, cuerpo, imagen: un taladro, una bocina, un ladrido WOF (Deleuze decía que el ladrido era “la vergüenza del reino animal”), un tubo de escape, teclas y más teclas. Todas las máquinas del Ruido y del mundo en concierto. Ruidoso como el lenguaje de la actualidad, un lenguaje sin articulación de palabras, menos de amor. Alguien decía por ahí que esta ya no es la sociedad de la imagen, sino del ruido, y es probable. La bazuca del soplador de hojas arma un minitornado en el aire de las veredas.

    El Ruido queda en el cuerpo, un rato, mucho rato, años, como el miedo. Trauma y Ruido van de la mano. Su nombre Ruido, su apellido Ruidoso: un arquetipo que está en el aire, de tan persistente, se ha hecho carne. Sabido es que la exposición prolongada al Ruido causa estrés, los músculos se tensan, aumenta el nerviosismo. El Ruido lo inunda todo, spam ambiental, no tiene punto ciego, podemos taparnos los oídos, pero atraviesa los poros, como una vibración, te sigue, te persigue, se mete, lo del Ruido es la repetición, TACATACATACATACA.

    En estos tiempos el celular es bluetooth y parlante de las expresiones del Ruido: ahí está, ohhhhh, cacha, no movái la cámara conchatumadre. Escuchamos conversaciones por todos lados. En los espacios cerrados, como en el metro o los buses, llega al sumun, aló, ke hablái como vío. Van todos con sus teléfonos abiertos como televisores encendidos y si alguien pide bajar el volumen, el Ruido contesta subiéndolo, sin bozal ladra y dice que va en su metro cuadrado y que en su metro cuadrado puede hacer lo que se le venga en gana, dan ganas de ponerle un tatequeto. La imagen del metro cuadrado sintetiza cierto espíritu de los tiempos y la situación en la que se inscribe el arquetipo del Ruido, como si ese metro cuadrado no estuviera inserto en un metro común y no fuera sino una ocupación momentánea del espacio. En el Ruido todo es público y reclama su público. Tiene algo porno. Las redes son Ruido y la música suena dura y ruidosa en su interferencia: Déjate llevar, mamacita, yo te doy lo que quieras / Yo te compro las carteras. Mucho ruido y pocas nueces.

    En salas de cine o conciertos intensos estallidos aislados, COF, COF, toses, paquetes de galletas, de cabritas KRKRKR, sorbos FUUUUU (tiene algo infantil el Ruido), PIN de wasaps. Interesante sería proyectar una película muda y observar el comportamiento del Ruido.

    El Ruido es un ‘sonido inarticulado, no deseado, perturbador’. Viene del latín rugitus. Tiene tantas acepciones como formas, aunque la que más abraza es ‘sonido sin armonía’. Lo que desespera del Ruido es su falta de armonía y de ritmo. El sonido, por más fuerte que sea, mantiene cierta armonía, incluso la palabra ‘sonido’ es más armónica que la palabra ‘ruido’. El Ruido es destartalado, repetición chatarra de vocales abiertas, de iniciales mayúsculas.

    El Ruido ignora que estamos de paso, no piensa en civilización piensa en individuo. (Asociación libre: Nicanor Parra tiene un poema magistral titulado “Soliloquio del individuo”). Ay del Ruido más feroz, el de la guerra, queda incrustado en el ADN de generaciones.

    El Ruido es un “sonido inarticulado, no deseado, perturbador”. Viene del latín rugitus. Tiene tantas acepciones como formas, aunque la que más abraza es “sonido sin armonía”. Lo que desespera del Ruido es su falta de armonía y de ritmo. El sonido, por más fuerte que sea, mantiene cierta armonía, incluso la palabra “sonido” es más armónica que la palabra “ruido”. El Ruido es destartalado, repetición chatarra de vocales abiertas, de iniciales mayúsculas. Alta voracidad y la boca te queda aonde mismo.

    Claudio Bertoni tiene un poema que se llama “¿Qué ruido haces?”, en el que enumera un universo personal de ruidos humildes, bajos, silentes. Las flores son silenciosas, en parte ahí radica su belleza. El silencio ha pasado a ser un bien en vías de extinción, quizás se le teme porque se piensa que es incómodo. Se ha vuelto resistencia y lujo. El sonido del agua, un oasis.

    Cuando las cosas producen Ruido en la cabeza, persisten como una palpitación que desvía y desconcentra, molesta como un corte en el dedo al lavar la loza. Voz interior que comanda acciones, repetitiva como un reel. Escribió Roberto Merino: “Esa voz que no habla de nada específico y que parece emitir fragmentos ansiosos, disparados con la persistencia repetitiva y la sonajera de las pelotas de flipper”. En ocasiones quizás el Ruido exterior sirva para aplacar el interior. El Ruido tiene eco, retumbe, y cuando es interior siempre va más rápido que nuestras posibilidades, gran Ruido el de la mente, se multiplica como “pelotas de flipper” por los hemisferios norte, sur, este, oeste, en exigencias y exageraciones, machaca que te machaca, no se cansa, es lo único que a estas alturas no se cansa.

  19. Denominación de origen: los glóbulos rojos de la identidad nacional

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    La mejor película del cine chileno estrenada en años se titula Denominación de origen. Es una cinta nacional que, ¡al fin!, está moviendo las agujas por varios conceptos. Es ingeniosa. Es grata de ver. No hay que resistir a Alfredo Castro ni a Alejandro Goic en el reparto. No se sube al carro del victimismo moral nauseabundo propio de las películas nuestras. No trasunta fatalismo. Tiene humor y también compasión. No tiene nada de escapista. Y tiene energía, optimismo y emoción.

    ¿Se trata de un milagro? No, nada de milagro. Es solo una película sentida, bien concebida y trabajada. La dirige y la escribió Tomás Alzamora Muñoz, un cineasta nacido en San Carlos y que tiene a Ñuble en el corazón. Cuidado: es la tierra de Bernardo O’Higgins, Arturo Pacheco Altamirano, Gonzalo Rojas, Ramón Vinay, Arturo Prat, Claudio Arrau, Violeta y Nicanor Parra, Marta Colvin, Víctor Jara y Mariano Latorre, entre otros portentos. Y la concibió como un falso documental, donde no todo lo que vemos es mentira y no todo lo que nos cuentan es verdad. Más allá de esta mezcolanza de medias verdades y medias mentiras, Denominación de origen es de estas películas que son capaces de transmitir una gran verdad, sustentada en la coherencia de sus personajes, en la libertad de sus recursos expresivos, en el cariño con que el realizador mira a sus protagonistas y en los riesgos que asume en su estructura narrativa.

    La trama, como se sabe, se inscribe en el sentimiento de injusticia que se generó entre la comunidad local luego de que, en un concurso municipal para reconocer a la mejor longaniza de la zona, a San Carlos le quitaran el premio que había obtenido, porque la suya había sido producida allí y no en Chillán, como expresamente consignaban las bases. A partir de ese hecho, la película imagina una reacción ciudadana que se traduce en una movilización de las fuerzas vivas de la comuna y que se traduce en el MSPLSC (Movimiento Social por la Longaniza de San Carlos). Sí, parece un chiste, pero no lo es, puesto que los cuatro personajes que asumen el liderazgo de la campaña abrazan este empeño con el compromiso, con la entrega, con la fe que inspiran en Chile los pulsos donde se juega un sentimiento profundo o una causa simplemente perdida.

    Esos cuatro paladines son Luisa (Luisa Marabolí, entiendo que dirigente social de una población porteña), el Tío Lelo (Exequiel Inostroza), DJ Fuego (Roberto Betancourt) y Juan Peñailillo (Alexis Marín, que interpreta a un abogado salido del Chile normativo y burocrático que con el correr de la cinta se va haciendo cada vez más respetable). Los tres últimos fueron seleccionados en un casting entre los habitantes de San Carlos, aunque en realidad no hay un solo actor profesional. En esos tres caracteres, y desde luego en Luisa, que tiene un desempeño fuera de serie, hay más matices, más claroscuros, más originalidad, más dignidad y más sentimientos de los que se puedan encontrarse en años y años de cine local. En los cuatro, a su modo, circula una buena corriente de glóbulos rojos de nuestra identidad nacional.

    Denominación de origen es de estas películas que son capaces de transmitir una gran verdad, sustentada en la coherencia de sus personajes, en la libertad de sus recursos expresivos, en el cariño con que el realizador mira a sus protagonistas y en los riesgos que asume en su estructura narrativa.

    Denominación de origen no es pura chacota. Tiene pasajes notablemente reveladores que se ajustan a la ortodoxia documental. ¿Quién sabía que en San Carlos se cultiva el arroz más austral del mundo? ¿Quién estaba al tanto de que los cerdos alimentados con arroz son de un linaje resueltamente superior? ¿Quién tenía idea de los chupalleros de Ninhue, de la calidad, de la nobleza y de la tradición de su trabajo? ¿Alguien sospechaba que esto de la denominación de origen es un reconocimiento que otorgan organismos públicos tras informes, estudios y trámites que pueden dejar muchas ilusiones, muchos heridos y muchos muertos en el camino?

    Los riesgos que corre esta película en términos expresivos con su relato fragmentado, disociado, alocado, interferido a cada rato por cuñas, por letras de rap, por memes, por personajes de la tele, tienen, por decirlo así, un correlato en las zonas de peligro que recorre la mirada del realizador sobre sus personajes. A veces la película está en el límite, en el borde, del sesgo burlón. Es una zona súper complicada, porque es fácil pasar de reírnos con la gente fea, o gorda, o de mal gusto, a reírnos de ellos. Alzamora controla con maestría esa delgada línea roja. Denominación de origen se sube a la cornisa pero nunca incurre en escarnio. Jamás llega a esa infamia. La buena fe y el cariño la blindan de cualquier sospecha en este sentido.

    Quizás no sea una película perfecta. Puede haber en algún momento un problema de ritmo. Pero es nada en comparación a los logros y las epifanías de estas imágenes. La cinta termina, por lo demás, muy en lo alto y deja claro que el tema aquí no ha sido la longaniza, que —todo hay que decirlo— no es poca cosa. El tema son los ideales. Es el espíritu de comunidad. Es la posibilidad de jugarnos a fondo por causas que valgan la pena, por muy perdidas que parezcan. Es la idea de que la vida es más plena aplicándola a algo noble que al puro interés propio. No es un detalle menor que en pocas partes de Chile estas verdades hayan hecho más sentido a lo largo de la historia que en la región de Ñuble.

     


    Denominación de origen (2025), dirigida por Tomás Alzamora Muñoz, guion de Javier Salinas y Tomás Alzamora Muñoz, 86 minutos.

  20. El jardín psicológico de Siân Davey

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    ¿Por qué no llenamos nuestro jardín de flores silvestres, invitamos a las personas que pasan por la calle y las fotografiamos? Esto es lo que le propuso su hijo mayor a la fotógrafa inglesa Siân Davey, una mañana de invierno mientras estaban sentados en su cocina. El jardín de la casa donde la fotógrafa vive con tres de sus cuatro hijos, en las afueras de Devon, llevaba más de 10 años abandonado y ella misma pasaba por una crisis profunda. Sin saber bien por qué, le dijo que sí, que podría hacerlo. Y eran momentos en que sentía que no podía hacer nada.

    Faltaba poco tiempo para la primavera, por lo que en 12 semanas madre e hijo limpiaron el terreno, investigaron las flores nativas y el suelo de la región, y diseñaron un jardín que ofreciera un espacio seguro donde ella pudiera retratar a sus visitantes. Siân y Luke consiguieron semillas locales orgánicas, las sembraron bajo los ciclos lunares y vieron crecer las flores en cada rincón del jardín. Cosmos, centaureas, achilleas, margaritas, manzanillas, coreopsis, zanahorias silvestres, girasoles gigantes y miles de amapolas y acianos fueron decorando un extraordinario jardín.

    Aparentemente, el diseño del jardín cita la tradición inglesa que imita paisajes naturales, con una apariencia menos formal y más orgánica, pero Davey asegura que su jardín no tiene nada de fortuito y que cada componente fue planificado, considerando su absoluto conocimiento de la luz del lugar y los retratos que podría sacar. Construyeron estructuras para que los zapallos, tromboncinos y guisantes de olor pudieran trepar. En el proceso, gente pasaba caminando y a través de un muro bajo que separa el jardín de la calle, veían como madre e hijo transformaban el sitio eriazo y hacían comentarios de los avances. Cuando llegó la primavera, el jardín explotó: miles de flores se abrieron y madres e hijas, abuelos, adolescentes, nuevos amantes, amigos, desconsolados y aquellos que vivían sin interactuar demasiado con otros, todos se acercaron y, a cada uno, Davey le preguntó si le gustaría ser fotografiado. Entraban como si tuvieran una cita desde hace mucho, y el jardín tuvo un efecto profundo en ellos, lo que queda intensamente plasmado en las fotos. Davey hizo retratos de las personas acostadas entre las plantas, sentadas en una silla victoriana de segunda mano que encontró en Facebook, jugando, camuflándose, a veces solo mirando. Todos quedaron envueltos en la historia de este jardín recuperado del abandono, y eso se tradujo en el extraordinario y sensible libro The Garden, publicado en mayo de 2024 por la editorial Trolley.

    Su técnica fotográfica acompaña su compromiso temático con los paisajes emocionales y psicológicos de sus fotografiados. Utiliza luz natural, primeros planos y retratos ambientales, creando imágenes íntimas y auténticas. Desde sus primeras fotografías de su padre a poco de morir, su aclamada serie Looking for Alice, que documenta a su hija con síndrome de Down, hasta su último trabajo, The Garden, la obra de Davey resalta la belleza y la complejidad de las relaciones humanas. A través de su cuidadosa composición y su paleta de colores, crea narrativas visuales que son personales y universalmente identificables.

    Resulta asombroso constatar que, antes de dedicarse a la fotografía, Davey fue psicóloga e hizo terapia en una consulta privada por más de 15 años. Sus fotos retratan dinámicas familiares complejas y narrativas personales con empatía, sutileza y profundidad. Pareciera que la fotografía le entregó a Davey otra herramienta para desarrollar su constante análisis introspectivo y su interés por las personas. “Todo lo que pasó antes de mi fotografía, está impregnado en mi trabajo”, comentó la fotógrafa en un pódcast no hace mucho.

    Fue luego de visitar la retrospectiva que la Tate Gallery hizo sobre Louise Bourgeois el año 2007 (Davey salió del museo, se puso a llorar y sintió que las esculturas que recién había visto, las costuras y envolturas de Bourgeois, la conectaban con el abuso sexual que sufrió de niña, con la falta de límites sanos con la que había crecido) cuando se dio cuenta de la necesidad que tenía de desarrollar su propia creatividad, por la que no había tenido un real interés hasta ese momento. Se dio cuenta de cuán extraordinario era ser capaz de transmitir y compartir tanto sobre la propia historia. Sin saber mucho qué hacer, estudió pintura en la década de los 80, pero nunca se había sentido realmente una pintora; dejó pasar años hasta que un día tomó la cámara y se enamoró de lo que sentía cuando retrataba. Lo describe como algo perfecto, particular en el sentido de hacer algo que estaba solo en ella, tan arrollador como enamorarse profundamente, algo que quieres hacer una y otra vez.

    Su técnica fotográfica acompaña su compromiso temático con los paisajes emocionales y psicológicos de sus fotografiados. Utiliza luz natural, primeros planos y retratos ambientales, creando imágenes íntimas y auténticas. Desde sus primeras fotografías de su padre a poco de morir, su aclamada serie Looking for Alice, que documenta a su hija con síndrome de Down, hasta su último trabajo, The Garden, la obra de Davey resalta la belleza y la complejidad de las relaciones humanas. A través de su cuidadosa composición y su paleta de colores, crea narrativas visuales que son personales y universalmente identificables.

    La influencia de fotógrafas como Sally Mann y Nan Goldin pareciera evidente en las imágenes de Siân Davey, guiándola hacia una tradición documental que enfatiza la autenticidad y los momentos no expresados, capturando la esencia genuina de las vidas de sus retratados. Ella misma reconoce la influencia de Nick Cave, Harry Callahan, Julia Margaret Cameron, Henri Gaudier-Brzesca, además de la propia Bourgeois, lo que le ha permitido explorar las complejidades de la condición humana de una manera asombrosa. A sus 59 años y con una carrera artística de una década plagada de reconocimientos, Davey es una figura esencial en la fotografía contemporánea.

     

  21. Dolores: la batalla por el agua

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    La Guerra del Pacífico fue el primer gran desafío logístico que enfrentó el Ejército de Chile, ya que los conflictos anteriores se habían desarrollado en escenarios pródigos en alimentos y agua para la tropa y el ganado, y en esos casos, la mayor parte del esfuerzo en abastecimientos estuvo enfocado fundamentalmente al aprovisionamiento de vestuario, equipos, armas y municiones.

    Las tropas chilenas, en los primeros meses de la ocupación de Antofagasta, tuvieron que abastecerse de alimentos, pertrechos bélicos, equipos y un porcentaje de agua desde sus bases situadas a mil kilómetros de distancia.

    En esa zona se concentraron con el correr de los meses más de 25 mil hombres y casi cuatro mil animales, entre caballos, mulas y bueyes. De este modo, la población de Antofagasta creció de 5.800 personas a casi 31.000 personas, más la masa de ganado.

    El primer problema que se generó con esta sobrepoblación de Antofagasta fue el abastecimiento de agua que, hasta antes de la guerra, se solucionaba con una máquina resacadora, que era capaz de desalinizar 10 mil litros diarios, que se complementaba con el agua que se traía en buques desde Iquique o Arica.

    La Intendencia General del Ejército y Marina, a cargo de Francisco Echaurren y luego de Vicente Dávila y Hermógenes Pérez de Arce, suplió la falta de agua transportándola como lastre en los mercantes y transportes navales que viajaban desde Valparaíso llevando tropas y vituallas, además del funcionamiento de pequeñas resacadoras en los buques de guerra.

    Entre abril y octubre de 1879 se habían efectuado todos los estudios relacionados con el mínimo de agua que se requería por hombre y animal para desplazarse y permanecer en esa árida zona. Se determinó que se requerían, como mínimo, tres litros diarios por hombre y 30 por animal. Para ello se ideó una cadena logística que hacía acopios de agua en el puerto y de allí se distribuía en toneles, llevados en carretas, a las tropas, ya fuera en su campamento o durante las marchas.

    Además, se adquirieron caramayolas o cantimploras, con capacidad de dos litros, que pasaron a ser parte fundamental del equipo de cada soldado. Estaban fabricadas con latón y había dos modelos: una tipo riñón y la otra circular. Los oficiales instruyeron a la tropa sobre la forma de hidratarse, para que el líquido durara lo más posible durante las extenuantes caminatas por pleno desierto.

    El buque más poderoso de la Marina del Perú, el Huáscar, el 26 de mayo y el 28 de agosto de 1879 bombardeó Antofagasta, con el claro objetivo de destruir la estratégica planta resacadora, lo que no logró, pues los mandos chilenos, sabedores de que el Ejército estaría perdido si destruían la desalinizadora, la habían protegido con parapetos y blindajes.

    Cuando las tropas chilenas avanzaron hacia el interior de Antofagasta, para ocupar Mejillones, Caracoles, Calama y San Pedro de Atacama, se encontraron con la sorpresa de que en el mineral de Las Salinas, a medio camino a Caracoles, a 113 kilómetros de Antofagasta, había una planta de desalación solar. Esta había sido instalada en 1872 por el ingeniero inglés Charles Wilson, constituyéndose en el primer dispositivo de este tipo a nivel mundial.

    Avanzada tecnología para la época

    Cuando las tropas chilenas avanzaron hacia el interior de Antofagasta, para ocupar Mejillones, Caracoles, Calama y San Pedro de Atacama, se encontraron con la sorpresa de que en el mineral de Las Salinas, a medio camino a Caracoles, a 113 kilómetros de Antofagasta, había una planta de desalación solar. Esta había sido instalada en 1872 por el ingeniero inglés Charles Wilson, constituyéndose en el primer dispositivo de este tipo a nivel mundial.

    Se trataba de un aparato de destilación solar con el cual se procesaba agua con un 14% de salinidad, que se extraía de pozos de agua salobre cercanos a la planta. El agua salina era elevada desde los pozos gracias a molinos de viento y almacenada en un estanque en altura que contenía suficiente suministro para cuatro días.

    El agua era distribuida mediante una cañería de hierro a los destiladores, que eran unos cajones de madera, los que —para incrementar la evaporación del agua— fueron pintados de negro y cubiertos con una tapa de vidrio. La pintura negra provocaba que el agua se evaporara más rápido y se condensara en los vidrios, los que se mantenían fríos. Luego era recogida por otras canaletas que la llevaban hasta los estanques de almacenaje de agua fresca, todo a través de la fuerza de gravedad. Al agua destilada se le incorporaban, posteriormente, los minerales necesarios para su potabilización, dado que el agua destilada, al no tener minerales, podía dañar a quien la consumiera.

    Las tropas chilenas también se encontraron con otro ingenio, esta vez para potabilizar agua de mar en Cobija. Allí, en diciembre de 1857, el español José María Artola, socio del empresario minero chileno José Santos Ossa, instaló una máquina destiladora de agua de mar, capaz de producir tres mil galones por día.

    Tocopilla, otra de las localidades conquistadas por las tropas chilenas, se abastecía de agua gracias a las máquinas resacadoras de las mineras Bellavista, Buenavista y Pueblo Bajo, que permitían abastecer a sus 1.200 habitantes. Con la llegada de los regimientos chilenos, el aprovisionamiento fue insuficiente. Ante esto, la Intendencia del Ejército decidió traer agua desde una vertiente de agua dulce existente en la quebrada de Mamilla, ubicada a ocho kilómetros al norte de Tocopilla. Se hizo un ducto ocupando latas vacías de kerosene, que llevaba agua hasta la costa, donde se cargaba en barriles que pequeñas embarcaciones transportaban hasta el puerto de Tocopilla.

    Hubo una oportunidad en que falló el abastecimiento de agua, que además de causar la muerte por deshidratación de algunos oficiales y soldados, provocó un verdadero motín que fue necesario aplacar con la mayor dureza. Esto sucedió en marzo de 1880, luego del nuevo desembarco de las fuerzas chilenas en Ilo, desde donde debían cubrir una larga distancia hacia el sur por el desierto para llegar hasta Tacna.

    La conquista de Dolores

    A fines de octubre de ese año se inició la campaña de Tarapacá, que partió con una operación de desembarco anfibio en Pisagua, puerto que no poseía agua dulce.

    Para solucionar el abastecimiento, los buques cargaron sus estanques de lastre con el agua necesaria para seis días de navegación, para dos días iniciales después del desembarco y una reserva de emergencia para tres días, en caso de que los recursos del área fueran escasos. Considerando que en esta operación participaron cerca de 15 mil hombres con dos mil animales, se acopió en los buques de transporte, mercantes y de guerra, una reserva aproximada a 840 mil litros de agua.

    Sin embargo, el clima de noviembre y la aridez de la zona pusieron en riesgo la provisión de agua, por lo que el comandante de ingenieros Federico Stuven armó en la playa de Pisagua una planta desalinizadora que había sido transportada desde Valparaíso, que podía potabilizar cerca de 500 galones diarios. Por tanto, apremiaba avanzar hacia el interior de la pampa y conquistar los grandes pozos de agua dulce existentes en Dolores, donde se hallaban las tropas de Perú y Bolivia.

    A esta podría denominársele la “batalla por el agua”, la que se libró el 19 de noviembre de 1879, cuando ya el abastecimiento se estaba agotando. Ambos ejércitos, el chileno y el aliado, se aproximaban a los pozos de Dolores, que extraían el agua mediante bombas a vapor, y lucharon fieramente por conquistarlo, lo que logró Chile después de cuatro horas de cruenta lucha. Este enfrentamiento se conoce como batalla de Dolores o San Francisco.

    Una vez ocupado Dolores, había agua para cubrir las necesidades de los miles de soldados, caballos, mulas y bueyes que se acantonaron en la pampa, en Santa Catalina, Zapiga y otros lugares aledaños. Además, como existía ferrocarril hacia el puerto de Pisagua, se remesaban diariamente carros aljibes para saciar la sed de hombres y animales que permanecían en ese puerto y en la localidad intermedia de Jazpampa, donde había otro campamento militar.

    En la ocupación de Iquique no hubo dificultades con el abastecimiento de agua potable, ya que la guarnición nunca fue numerosa: no excedió de los dos mil hombres. Valga señalar que Iquique se abastecía principalmente con agua desalinizada desde 1840, cuando el francés Bernardo Digoy instaló la primera máquina desalinizadora, con una capacidad de 180 galones diarios, a la que en las dos décadas siguientes se sumaron otras dos con capacidad de mil galones diarios cada una, las que al inicio de la guerra entregaban unos 10 mil a 13 mil litros por día.

    Cuando se procedía a transportar agua a la estación de Hospicio, el tren descarriló por un sabotaje en las vías. Al llegar allí los miles de hombres, al borde de la fatiga, corrieron hacia los estanques y al encontrarlos vacíos desesperaron y se desbandaron en todas direcciones, en procura de alguna acequia o arroyo para saciar la sed. Los mandos debieron hacer grandes esfuerzos para frenar la dispersión de los batallones y mantener la disciplina, ya que muchos soldados abandonaron su armamento para lanzarse a correr por el desierto en busca de agua.

    El agua más vital que la comida

    Desde esa fecha hasta la ocupación de Lima, en que se sucedieron batallas como las de Tacna, toma del Morro de Arica, Chorrillos y Miraflores, por mencionar las más importantes, los encargados de la logística dieron vital importancia al abastecimiento hídrico.

    En las grandes marchas de decenas de kilómetros a través de los desiertos, esto se solucionó enviando comitivas de avanzada con convoyes de carretas con agua que eran, por supuesto, escoltados por miembros de la caballería. Se instalaban, así, puestos de abastecimiento para los soldados que les seguían y —donde había tren— se tomó posesión anticipada de las estaciones ferroviarias, que tenían grandes estanques de agua dulce empleados para rellenar los depósitos de las locomotoras a vapor.

    Pero hubo una oportunidad en que falló el abastecimiento de agua, que además de causar la muerte por deshidratación de algunos oficiales y soldados, provocó un verdadero motín que fue necesario aplacar con la mayor dureza. Esto sucedió en marzo de 1880, luego del nuevo desembarco de las fuerzas chilenas en Ilo, desde donde debían cubrir una larga distancia hacia el sur por el desierto para llegar hasta Tacna (allí estaba concentrado el Ejército de Perú-Bolivia).

    Se tomaron todas las precauciones para ir llenando, con un convoy de cuatro carros aljibe tirado por dos locomotoras, todos los estanques desde el punto más lejano hasta el más cercano de la partida. Cuando se procedía a transportar agua a la estación de Hospicio, el tren descarriló por un sabotaje en las vías. Al llegar allí los miles de hombres, al borde de la fatiga, corrieron hacia los estanques y al encontrarlos vacíos desesperaron y se desbandaron en todas direcciones, en procura de alguna acequia o arroyo para saciar la sed. Los mandos debieron hacer grandes esfuerzos para frenar la dispersión de los batallones y mantener la disciplina, ya que muchos soldados abandonaron su armamento para lanzarse a correr por el desierto en busca de agua.

    La caballería estaba decenas de kilómetros más adelante, pues había marchado el día anterior y el general Manuel Baquedano, al enterarse por el telégrafo de lo que estaba sucediendo en Hospicio, dispuso que se llenaran todas las cantimploras, botellas y barricas disponibles con agua y que los jinetes marcharan al galope para abastecer a esos miles de desesperados por la sed, que estaban a punto de enloquecer. Este descalabro hizo que se redoblaran los cuidados para que jamás faltara el agua al Ejército en marcha.

    La experiencia demostró que un soldado podía sobrevivir en el desierto entre 12 y 15 días sin alimentos, si consumía al menos un litro de agua al día. Ciertamente, en ese estado no estaba en condiciones de combatir; solo de seguir viviendo. Sin agua, la expectativa de sobrevivencia no fue superior a los tres días. De ahí la gran importancia que se otorgó al abastecimiento de agua a las tropas durante las campañas de Tarapacá, Tacna-Arica y Lima. La última campaña, que se libró en la sierra peruana, no presentó inconvenientes respecto del abastecimiento del precioso líquido, ya que la cordillera estaba plagada de esteros y ríos que proveían de agua dulce de muy buena calidad.

     

    Imagen de portada: Soldado chileno con su cantimplora tipo riñón.

  22. Fuera de la ley

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    Este título no es un juego de palabras ni una exageración. Se trata, en cambio, de pensar y extraer las consecuencias, potencialmente fatales para los judíos del mundo entero, del modo como el gobierno de Donald Trump justifica acciones que exceden toda justificación legal, con el pretexto de defender a los judíos del antisemitismo.

    Muestra ejemplar de esta puesta fuera de la ley ha sido la justificación aducida por Marco Rubio, secretario de Estado del gabinete de Trump, para la orden de expulsión del país de Mahmoud Jalil, estudiante de posgrado la Universidad de Columbia y residente legal permanente en el país (en posesión de una Green Card). Jalil, dicho sea de paso, nació en un campo de refugiados en Siria; su infancia y adolescencia transcurrieron en otro campo en el Líbano, luego de que su familia hubo de abandonar Siria al inicio de la guerra civil, el 2012. No obstante, logró cursar estudios de pregrado en la Lebanese American University de Beirut, y pasó luego a ser funcionario de la Embajada Británica en Beirut. Finalmente migró a Estados Unidos.

    Por cierto, en el campus de Columbia el año 2024, Jalil estuvo en el centro de las protestas contra la destrucción material y de vidas humanas perpetrada por Israel en Gaza; ¿puede esperarse otra cosa de quien ha vivido su infancia y adolescencia como refugiado palestino? Sin embargo, ¿ha atentado acaso contra la Constitución o las leyes estadounidenes?

    La respuesta es no. En el memorándum en el cual responde a la jueza ante quien los abogados de Jalil presentaron una apelación, Rubio reconoce que sus actividades políticas son “por lo demás lícitas”.

    Por lo demás lícitas”. ¿Qué significa “por lo demás”?

    Permitirle permanecer en el país, alegó Rubio en su memorándum, socavaría “la política estadounidense de lucha contra el antisemitismo en todo el mundo y en Estados Unidos, además de los esfuerzos para proteger a los estudiantes judíos del acoso y la violencia en Estados Unidos”.

    Por desgracia, muchos, demasiados judíos en los EE.UU., Israel y el mundo entero, aplauden: Donald Trump estaría cumpliendo su promesa preelectoral: “Mi promesa a los estadounidenses de origen judío es esta: con su voto, seré su defensor, su protector, y seré el mejor amigo que los estadounidenses judíos hayan tenido nunca en la Casa Blanca”. Cabe recordar el adagio: “Con amigos como estos, ¿para qué enemigos?”. Pero me estoy adelantando.

    La alguna vez prestigiosa Anti-Defamation League (ADL), organización judía fundada en 1913 para “poner fin a la difamación del pueblo judío y garantizar la justicia y un trato justo para todos”, se sumó al aplauso. En la red social X, ahora publicó: “Apreciamos el amplio y audaz conjunto de medidas adoptadas por la administración Trump para combatir el antisemitismo en los campus universitarios, y esta acción [la detención de Jalil y su proyectada deportación] ilustra aún más esa determinación al responsabilizar a los presuntos autores de sus actos”.

    No obstante, hay grupos de judíos estadounidenses, aún minoritarios pero cada vez más numerosos y visibles, que disienten radicalmente de la ADL. Entre ellos se cuentan el Jewish Council for Public Affairs (JCPA), el National Council of Jewish Women, la Central Conference of American Rabbis y la Union for Reform Judaism. La posición de estos fue expresada con la mayor claridad por Sharon Brous, principal rabina de IKAR, comunidad judía de Los Ángeles. En un reciente sermón ante su comunidad (08/03/25) titulado “I’m not your pawn” (“No soy su peón”), Brous advertía: “Lo que hoy puede parecer un abrazo bien recibido, en realidad nos pone en un peligro aún mayor. Nosotros, los judíos, estamos siendo utilizados para promover una agenda política que causará graves daños al tejido social y a las instituciones más adecuadas para proteger a los judíos y a todas las minorías. Nuestro dolor, nuestro trauma, está siendo explotado para eviscerar el sueño de una democracia multirracial, mientras se avanza en el objetivo de una nación cristiana blanca”. Brous también critica allí a las organizaciones judías (a la ADL eminentemente) que se hicieron las desentendidas ante el evidente saludo nazi con el cual Elon Musk culminó su participación en la inauguración presidencial de Trump.

    Mientras escribo estas líneas, la campaña de Trump contra las universidades de su país está teniendo su expresión, de intención sin duda ejemplificadora, en la amenaza de intervenir, estilo dictadura militar, a la más poderosa de ellas, Harvard. Y nuevamente, por sobre una serie de acusaciones carentes de evidencia que las respalde y del chantaje económico (la amenaza de marginar a Harvard del acceso a considerables fondos que el Estado otorga a las universidades privadas para su labor de investigación), ese “por lo demás” hace su aparición: se trata, afirma el gobierno de Trump, de que Harvard habría “fracasado fundamentalmente a la hora de proteger a los estudiantes y profesores estadounidenses de la violencia y el acoso antisemitas”. Un coro de voces oficialistas se ha sumado a esta acusación: Kristi Noem, encargada de Homeland Security, en carta fechada el 17 de abril amenazaba a Harvard con privar de visas a sus estudiantes extranjeros —amenaza de dudosa legalidad, nuevamente—, dado que “su institución ha creado un entorno de aprendizaje hostil para los estudiantes judíos debido a que Harvard no ha condenado el antisemitismo”.

    Ahora bien, so pretexto de defenderlos del antisemitismo poniéndolos por sobre la ley, lo que el gobierno de Trump realmente está haciendo es poner a los judíos más allá, es decir, fuera de la ley. Y como los judíos bien deberían saber, esta es una posición extremadamente frágil: en cualquier momento, el privilegiado “sobre” puede transformarse en la indefensión de quienes están por debajo del horizonte de la legalidad e impedidos de apelar a su protección. Así, los judíos no solo de los EE.UU. sino del mundo entero quedamos al borde de un abismo histórico-político: se podrá atentar impunemente contra nosotros, pues al quedar por debajo del horizonte de la ley, tales atentados serán ajenos a su jurisdicción.

    Así sucedió bajo el régimen nacionalsocialista en Alemania. El partido Likud (Consolidación), que hace ya casi medio siglo gobierna en Israel, es una continuación del “sionismo revisionista” fundado a inicios del siglo XX por el ideólogo etnonacionalista Ze’ev Jabotinsky. Y su rama en Alemania, llamada Staatzionismus, no solo no se opuso a las leyes raciales impuestas por el nacionalsocialismo (“Leyes de Nuremberg”), sino que las acogió con entusiasmo, tal como centenares de documentos lo evidencian. Para el Staatzionismus, la identidad judía se definía no en términos de prácticas religiosas ni de cultura e historia, sino raciales. Y así, como raza pura, quedaría a la par con esa otra pretendida raza pura, la aria. De este modo, como preludio de su destrucción, los seguidores del Staatzionismus creyeron gozar del privilegio de estar, al igual que los arios, por sobre la ley: esta, en su concepción moderna, desconoce el concepto de raza.

    Por cierto, dicho desconocimiento no ha sido obstáculo para el racismo de las potencias colonialistas e imperialistas de Occidente. No obstante, en su forma clásica, el racismo inherente a su dominación tenía su dominio propio en ultramar; las metrópolis, por su parte, se regían por la ley moderna, de modo que, si algún integrante de las razas inferiores lograba traspasar esa frontera, se lo discriminaba más bien mediante subterfugios y medidas ad hoc. Distinto es el caso de aquellas metrópolis que albergaban minorías nacionales considerables en su interior, como los descendientes de los esclavos negros en los EE.UU. y los judíos en Alemania, entre otros países europeos. En ambos casos, una vez que adviene la emancipación, la línea divisoria empieza a pasar por el interior, de modo que en ellos la ley moderna (Constitución de Weimar en la Alemania de los años 20; igualdad de derechos civiles en los EE.UU. posteriores a la década del 60) vive una existencia precaria, tensionada por la pretensión de quienes se sienten merecedores de estar sobre la ley (“arios”); estadounidenses (“caucásicos”) versus el estatus de quienes, al no ajustar a ese perfil racial, son puestos bajo ella. El apartheid, en Sudáfrica y hoy en Israel, es otro modo de trazar dicha línea divisoria. Primero, están los ciudadanos israelíes considerados judíos en virtud de la ley rabínica, que viven bajo las reglas de una democracia liberal; luego, dos millones de árabes palestinos israelíes cuyo estatus es el de ciudadanos de segunda clase; y finalmente, cinco millones de árabes palestinos carentes de todo derecho, y por ello, literalmente fuera de la ley.

    Vuelvo al Staatzionismus en la Alemania nacionalsocialista y su consentimiento a las Leyes de Nüremberg. Ello se basaba en tres premisas:

    1. Distintas razas han de permanecer puras, sin mezclarse ni corporal ni culturalmente.

    2. Esa separación racial solo puede hacerse efectiva en tanto se traduzca en separación territorial: Alemania Jüdenlos, para los arios; Palestina, Arabischenlos, para los judíos.

    3. El Reich apoyaría a los judíos dispuestos, por convicción o temor, a emigrar a Palestina; conservarían el valor de sus bienes, convertidos en maquinaria agrícola de fabricación alemana.

    Del orden de 60 mil personas, aproximadamente un 15% de la población judía en la Alemania de esos años, hicieron uso de esta posibilidad; otros lograron emigrar al continente americano, a Australia, incluso a China.

    En síntesis, en cuanto enemigo común, los judíos apegados a la sociedad y la cultura alemanas fueron la base de la amistad entre el nacionalsocialismo y el etnonacionalismo de los seguidores de Jabotinsky en Alemania. Y esta amistad hizo posible al régimen hitleriano dismular hasta 1939 el feroz antijudaísmo que lo animaba; a la vez, entre los judíos alemanes, la posibilidad de saltar por sobre las leyes antijudías fortaleció al Staatzionusmus.

    El estallido de la Segunda Guerra Mundial puso en evidencia la reversibilidad inherente a este estatus ambiguamente privilegiado. Con él cayó la máscara: en adelante, no más navíos cargados de judíos zarpando de Alemania a Palestina; sí trenes y camiones conduciendo a seis millones de judíos al exterminio.

    Este ejemplo debería llevar a los dirigentes de asociaciones judías como la ADL a reflexionar sobre aquello que difícilmente podrían ignorar, pero que han intentado olvidar en su intento de complacer al faraón Trump. Pues la misma ADL hasta hace poco solía denunciar a los notorios antijudíos que visitan Mar-a-Lago: Nick Fuentes (“Básicamente hay dos cosas en marcha: genocidio blanco y subversión judía”; reconocido admirador de Hitler); Kayne West, rapero con ideas similares (ambos disfrutaron de una cena con Trump a fines del 2022); el héroe de MAGA, y objeto de acusaciones de tráfico sexual, Andrew Tate, quien ha invitado a “cuestionar” la crítica a Hitler; también a traer de vuelta el saludo nazi; integrantes de la Cámara de Representantes célebres por su fanática adhesión a Trump, como Matt Gaetz y Marjorie Taylor Greene, quienes han manifestado reparos a la supuesta lucha contra el antisemitismo de su caudillo, en tanto interferiría con la capacidad de los cristianos para acusar a los judíos de matar a Cristo. No obstante, en versiones actualizadas de estas denuncias, la ADL se esfuerza por presentar a estos personajes como opositores a Trump, a quien considerarían demasiado moderado.

    Si bien la presencia de estos personajes en el entorno de Trump debería mover a sospecha, no son ellos quienes precipitarán el vuelco en el estatus de los judíos en los EE.UU.: de estar sobre la ley pasarán a caer por debajo de ella. Aquí, por cierto, entramos al territorio de las conjeturas. Pero he aquí un escenario posible. Con su política tarifaria, Trump y MAGA pretenden volver atrás en medio siglo el calendario, cuando la gran mayoría de los productos industriales en el mundo llevaban estampado el rótulo “Made in USA”. Esa pretensión no descansa únicamente sobre premisas materiales, en sí mismas ya difíciles de realizar. Fundamentalmente, supone el retorno del recordado “American Way of Life”, y con él a la subjetividad del ciudadano estadounidense medio que disfrutaba de él. Y ello luego de décadas de egos acariciados por la industria cultural y las redes sociales que han llevado a ese ciudadano a privilegiar la satisfacción inmediata por sobre toda ética del trabajo. Por ello, la fuga de la producción industrial hacia países con menores costos de mano de obra y en los cuales la cultura del trabajo se mantiene vigente, puede ser irreversible. Y esta irreversibilidad adquiere mayor verosimilitud si se considera que esa fuga en cuestión ha sido, paradójicamente, la fuente de las megafortunas mediante cuyo apoyo Trump ha podido capitalizar el resentimiento de los afectados por esa misma desindustrialización, hasta llegar a dominar el escenario político del hasta ahora país más poderoso del mundo.

    Este, por cierto, es un escenario hipotético, pero que muchos economistas y politólogos comparten. Imaginemos entonces a una población norteamericana que, cansada de enfrentar al negocio de la salud privatizada, de la creciente imposibilidad de cumplir con el sueño de la casa propia y de depender solo de sus escasos ahorros para enfrentar la vejez, empieza a caer en cuenta de que América no está siendo “great again”. Y que el aislacionismo que habría de producir el milagro no está completo si Trump, tal como lo está haciendo ya con Ucrania, la OTAN y Europa, no incluye también en su evaluación, calculadora en mano, el costo (billones de dólares anuales) de apoyar la empresa etnonacionalista de Israel. Con esto, los mismos sionistas cristianos quizás prontamente volverían a escudriñar sus Biblias hasta desenterrar algún pasaje que sugiera que el Segundo Advenimiento, si bien aún requiere de la conversión masiva de los judíos, puede prescindir de su retorno a la mítica Tierra Prometida. Libres así ya del lastre de Israel, los EE.UU. contarían con recursos para, quizás, emprender la restauración de su ya vetusto sistema de transporte público, o para garantizar a sus ciudadanos salud y seguridad social dignos.

    Ello podría gatillar, a la vez, la búsqueda de culpables por tamaño despilfarro. Así, de las cuentas monetarias se pasaría a las cuentas políticas y morales. Y en estas últimas se tratará del apartheid, el genocidio y el expansionismo que ese despilfarro ha financiado. Culpables o, mejor, chivos expiatorios: los judíos, por cierto, ya que con sus malas artes habrían convencido a esos pobres inocentes, la élite del poder, el dinero y la religión US-americana, de otorgar apoyo incondicional a la ahora antiamericana empresa del Estado-nación de Israel. Y así el privilegio de estar fuera de la ley mostraría su otra cara: marginados ahora los judíos de la protección de la ley, el resentimiento que ha llevado a personajes como Trump y Vance a la presidencia se volcaría hacia lo que bien podría ser un pogromo antijudío que poco tendría que envidiar a la Shoah, y que bien podría expandirse al resto del planeta.

    Todo esto pone en evidencia, finalmente, que la formación de Israel como Estado-nación judío no hizo sino llevar al paroxismo la tradicional dependencia de las comunidades judías de protectores que en cualquier momento pueden volcarse en su contra, haciendo de ellos oportunos chivos expiatorios, enemigos internos o externos (la conspiración judía mundial) necesarios para restablecer la unidad nacional en tiempos de crisis. Así, desde sus inicios con Theodor Herlzl, en lugar de tratar con la comunidad árabe de Palestina como entidad política, el sionismo estatalista optó por buscar la protección de fuerzas externas: el Imperio Otomano, luego el Británico y hoy el imperio de EE.UU., que utiliza la causa del anti-antisemitismo como cortina de humo moral para su empresa de dominación planetaria.

    Se suele pensar que este desenlace habría sido el resultado necesario, fatal, del sionismo en cuanto movimiento nacional judío, pero la a menudo ignorada historia del sionismo desmiente esta interpretación teleológica. Pues hasta la Segunda Guerra Mundial y la Shoah, el proyecto de Estado-nación fue objeto de intensa discusión al interior del sionismo. Y no se trataba solamente de un asunto conceptual; también se preguntaba por las concretas consecuencias que tendría fundar un Estado-nación judío en un pequeño territorio habitado por árabes y circundado por Estados-nación también árabes. Esa solución implicaba, y no fueron pocos quienes lo percibieron, no la autonomía de la nación judía, sino su redoblada dependencia de poderes coloniales e imperiales, y la guerra sin término.

    En contra del estatalismo se encontraban figuras influyentes en el movimiento sionista de entonces: Hannah Arendt, Albert Einstein, Martin Buber y Gershom Scholem; también Judah Magnes (rector fundador de la U. Hebrea de Jerusalem). Estos son, en general, figuras conocidas. Menos conocidos, pero también influyentes eran Simón Rawidowicz, Mordechai Kaplan, Hans Kohn, Simon Dubnow. Cual más, cual menos, muchos de ellos fueron inspirados por el pensamiento y la práctica política de Asher Zvi Hirsch Ginsberg (1856-1927), conocido por su nombre de pluma hebreo Ahad A’ham (“uno del pueblo”), fundador de lo que se llamó sionismo espiritual. Y tanto ellos como su inspirador se caracterizaron por su negativa a identificar “nación” con “Estado-nación”, entidad que ejerce soberanía sobre un territorio y una población homogénea. La nación judía, en cambio, era para ellos un espacio político, un mundo humano en el cual una cultura judía podría prosperar. Y ello sin soberanía política ni constituyendo una mayoría en Palestina. Y, en cuanto a esta última, concordaban en que el proyecto nacional judío podría llegar a tener allí uno de sus polos, si y solo si, a su vez, el pueblo palestino obtenía su propia autonomía nacional.

    Esta ala del sionismo solo retrospectivamente puede ser vista como marginal; en su momento estuvo al centro del debate interno del movimiento. Y sus integrantes no se alejaron del sionismo; más bien, este se alejó de ellos. Aunque sus ideas pueden ser consideradas hoy irrealizables, en su momento ponían en cuestión la hegemonía del proyecto de Estado-nación que llegó a personificarse en la figura de David Ben-Gurión (sionista socialista que adoptó en la práctica el etnonacionalismo de Jabotinsky). Con ello abrían la posibilidad de que la migración forzada a Palestina de los sobrevivientes de la Shoah fuese recibida, no por un estado judío dependiente de los poderes imperiales, sino por un estado binacional en que ni palestinos ni judíos estuviesen fuera de la ley, y en el cual las respectivas diásporas (en el caso palestino, la diáspora de los tiempos del Imperio Otomano), conectadas y protegidas por este Estado, tampoco tuviesen que transformarse en los peones del ajedrez perverso de la geopolítica contemporánea.

    El neoaislacionismo estadounidense se ha iniciado con Trump. Pero, en tanto responde a una situación de crisis en todos los frentes, no terminará con él, sino que se prolongará en una nueva era. Y, como ya se observa en los casos que he comentado, con él ha llegado también la hora de sacar las cuentas: la hegemonía imperial cuesta cara. Ha llegado entonces el tiempo del ahorro, de la diplomacia del garrote y de soltar el oneroso lastre de la protección sin condiciones. ¿Cuándo será el turno a Israel? Cuando le llegue, no se tratará solo de armamento, tecnología y dólares: para los judíos, primero en Israel, y luego en la diáspora, habrá llegado también el tiempo de la expiación: de un extenso Yom Kippur que verá numerosos soles ponerse sin que el alivio del shofar llegue a hacerse oír. Y que será quizás también un tiempo de supremo peligro. Todo esto fue, de alguna manera, anticipado por estos sionistas disidentes. Quizás de ellos los judíos podamos aprender algo, en vistas a un difícil futuro.

  23. Vidas tapadas: Anna Ajmátova y Coco Chanel

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    Si la pequeña Coco nunca paró de soñar con el mar, fue porque su padre le prometió una noche que, a la mañana siguiente, antes de que amaneciera, la pasaría a buscar, subirían a un barco muy grande y atravesarían el mar rumbo a un país desconocido y pleno de abundancias. Durante esa misma noche él debía aprontar los trámites para el viaje, mientras que a ella le tocaba cuidar de sus hermanitas en ese lugar tan extraño en el que las estaba dejando. Era Aubazine, un espacio a cargo de unas monjas cistercienses, que se encaramaba en lo alto de una meseta dominada por el río Corrèze, rodeado de colinas boscosas. En rigor, era un orfanato lleno de desolación y cercado por los muros altísimos que se erguían entre una antigua abadía y los escombros florecidos de un claustro medieval. La leyenda señala que Coco y sus hermanas esperaron allí, encerradas entre esos muros descascarados y vestidas con unos camisones blancos que las monjas les pasaron recién planchados, a ese padre que nunca regresó.

    Entonces ella acudió al método de Penélope, solo que las agujas de tejer las cambió por los alfileres y las tijeras, con las que muy pronto adquirió una destreza inusual: la de cortar y montar las telas sin emplear ningún tipo de molde ni de boceto. A diferencia de Picasso y el exclusivo círculo de artistas bohemios a quienes comenzó a admirar cuando los humos se le fueron a la cabeza —y a quienes tuvo la ocasión de conocer en persona cuando empezaron a frecuentar, acompañados de sus amantes, la primera tienda que abrió en París en 1910—, Coco Chanel no sabía dibujar ni contaba, tampoco, con ninguna matriz real a la hora de narrar su vida. Nunca más volvió a mencionar a su padre, nunca más recordó aquel orfanato y nunca nadie, incluidos los biógrafos más avezados, estuvo en condiciones de decir algo mínimamente cierto sobre su vida.

    Su vida era un misterio y formaba parte de lo que ella misma designó alguna vez como su “prehistoria”. Solo sabemos que se quedó pensando en el mar, que sus diseños, frescos y sobrios, inaugurarían un día la vida en los balnearios (nada menos) y que los cortes con los que revolucionó la moda del siglo XX los llevaba en su cabecita y solo se los detallaba a un círculo de cinco o seis mujeres de su entera confianza.

    Parece raro decirlo, pero en esto se comportaba como Anna Ajmátova, de quien se mencionó tantas veces que sus poemas los conservaba en la mente y solo se los soplaba, durante las purgas y las razias de Stalin, a un grupito de seis vecinas que estaban dispuestas a jugarse la vida recordándolos por ella. También coincidieron en algunos otros aspectos, ya que el mismo año en el que Coco Chanel inauguró su tienda en París, en la planta baja del departamento de un amante millonario, que no le apetecía para nada, Ajmátova pisó París por primera vez e inició un amorío con un pintor muy pobre que sí le apetecía y que era, simplemente, genial. El pintor era Modigliani, y no es improbable que, entre otros atributos, se haya fijado, como lo había hecho ya antes con Coco, en el cuello espigado y la mirada tristísima de Anna. Curiosamente, también ella utilizó la palabra prehistoria; dijo que aquel amorío era la prehistoria de sus vidas, la de él tan corta y la suya, tan larga.

    Los miembros de la KGB vivían plantándole [micrófonos] entre las paredes. Esto explica que las agujas, que Chanel cambió cuando era una niña por los alfileres, regresaran a la vida de Anna con una función trucada. Ahora quienes las utilizaban se apodaban a sí mismas ‘las calceteras’, porque cuando visitaban a Ajmátova en su departamento hacían crujir las agujas para saturar los micrófonos mientras memorizaban, uno por uno, los versos preciosos que ella les daba a leer en papeles que quemaba después en los hornillos de la cocina.

    Y es verdad que la vida de Ajmátova fue muy larga, puesto que las pesadillas que enfrentaría a futuro, opuestas al sueño en el que se embarcaría Chanel dejando atrás su pasado, incluían el hambre y la persecución, el frío y el cautiverio, un hijo deportado en Siberia, una pareja perdida en los campos del régimen y un antro húmedo y plagado de micrófonos que los miembros de la KGB vivían plantándole entre las paredes. Esto explica que las agujas, que Chanel cambió cuando era una niña por los alfileres, regresaran a la vida de Anna con una función trucada. Ahora quienes las utilizaban se apodaban a sí mismas “las calceteras”, porque cuando visitaban a Ajmátova en su departamento hacían crujir las agujas para saturar los micrófonos mientras memorizaban, uno por uno, los versos preciosos que ella les daba a leer en papeles que quemaba después en los hornillos de la cocina.

    Coco Chanel, a su modo, también apelaba al arte de los códigos desplazados, y por eso anto Axel Madsen como Charles-Roux, dos de sus biógrafos más connotados, reparan en que “la austeridad, la esencia de la limpieza, la cara restregada con jabón amarillo, la nostalgia de lo sencillo y lo pulcro, y la ropa blanca amontonada en grandes armarios”, no eran más que una cita de la vida en aquel orfanato de Aubazine. También reparan en el hecho de que Chanel, al igual que Ajmátova, de quien Nadiezhda Mandelstam rememora en sus formidables memorias con qué grado de dulzura ahuecaba sus labios cuando estaba componiendo un poema, tenía la costumbre de concentrarse en sus cortes murmurando siempre algo para sí misma. Hablaba muy poco, la habitaba el secreto, todo lo que no decía lo suplía con magia.

    A veces, Anna Ajmátova recordaba sus pequeños trucos de magia, como por ejemplo el que le había jugado aquella tarde de 1910 a su pintor predilecto. Había llegado a visitarlo al taller con un manojo enorme de rosas rojas, no lo encontró y se le ocurrió forzar una de las ventanas para lanzar, de una en una, las flores hacia el interior. Modigliani tenía las llaves, el taller estaba cerrado y nunca pudo descubrir el truco. A Chanel le había ocurrido aquel mismo año algo muy parecido con una señora de la alta sociedad que llegó a última hora a encargarle un sombrero. La diseñadora no tenía nada a la mano, tomó una cinta de seda y, para sacarla de apuro, improvisó uno de sus bellísimos sombreros; cuando le dijo el precio, la señora casi se va de espaldas y exclamó: “¿Usted me va a decir que me está cobrando mil francos por una cinta de seda?”. Entonces Chanel desarmó en un segundo el sombrero, extendió su brazo y le dijo: “No, por favor, tome, la cinta de seda, se la regalo”.

  24. Circunstancias del agua

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    1.

    Esa herramienta o don natural que surge de juntar las manos para transportar el agua en la cavidad de su interior, “sacada” del cuerpo, equivale al implemento que media entre la fuente y la boca, y ha sido proyectado en tantas formas y materialidades como tipos de sustancias existen: agua, leche, vino y un sinfín de licores (hasta los vampiros rockeros de Jarmusch tomaban sus dosis de sangre en pequeñas copas de cristal, como insectos que liban la ambrosía de un tulipán). Solo los griegos, o ellos en particular, contaban con un catálogo exhaustivo de vasos, elaborados en cerámica y provistos de minuciosos detalles para distinguir un rito de otro, desde el más tosco y cotidiano hasta refinamientos insospechados. No sé si el gesto primigenio inspiró a los alfareros de antaño, creadores silenciosos, a definir el diseño de sus primeras vasijas imitando el recipiente que se logra con las manos. No obstante, bajo la luz que arroja Canetti sobre la elaboración primitiva de las formas, juntar las manos o entrelazar los dedos para crear cuencos o cestas, al parecer, deriva del mero placer por ensayar la representación mediante gesticulaciones: antes de ser fabricados, los objetos existieron como “signo de las manos”, es decir, el gusto por jugar seriamente, como hacen los niños, en la infancia de la humanidad también se antepuso a la razón funcional.

    La cooperación que establece el ser humano con las extensiones de la naturaleza que lo abrazan es alambicada y enrarece las categorías de lo que existe, se descubre o se inventa. Así, por ejemplo, hay un tipo de calabaza de procedencia ambigua, cuya morfología se asemeja a la de una botella. Su base redondeada es amplia y de improviso se alarga y angosta imitando un cuello. Es probable que estuviera allí, mientras se juntaban las manos para acarrear el agua, desligada de una labor práctica y a la espera de que un día su interior ahuecado sirviera como cantimplora para antiguos trashumantes, quienes aplacaron su sed desplazando este fruto a tierras remotas, borrando las pistas de su origen. De igual manera, su cualidad flotante, parecida a las propiedades de una boya, le permitió adentrarse en extensiones de agua y navegar hacia destinos inciertos.


    2.

    El agua, la leche y el vino son sustancias que gobiernan el reino de la sed, líquidos virtuosos que triangulan un balance perfecto de color y consistencia. La huella del agua, la más efímera de todas, activa un cambio cromático en las superficies donde se derrama por un tiempo fugaz, casi inaprensible, como vemos a menudo en la cara de una piedra humedecida que se deja tocar por el sol: el halo se recoge hacia el centro hasta desaparecer sin dejar rastro.

    La leche, blanca por excelencia, parecida al alabastro, pero cada vez más pálida ante los caprichos de la industria alimentaria que la somete a un exceso de pasteurizaciones antes de volver a envasarla, despojada de su crema y su lactosa, nos devuelve un atisbo de aquella densidad que apaga el hambre y se infiltra en nuestros huesos. Es por ello que la leche negra, aludida por Celan, que se bebe a toda hora sin cesar, nos inquieta de manera tan brutal: invertir el color de la sustancia que nos nutre es un hecho sombrío, opuesto a su naturaleza benéfica; oscuro como las aguas que se agitan al compás de la noche, en cuyas fauces aguarda silenciosa la posibilidad de una tumba. Un salto al vacío. En cierta medida, esa negrura que recorre el interior de un cuerpo recuerda a la bilis, uno de los cuatro humores predominantes en la medicina hipocrática, atribuido a la causa irrestricta del abatimiento melancólico.

    Si bien el agua y la leche, además de saciar necesidades básicas, cuentan con atributos reales y fabulosos, asociados a la idea de pureza, el vino, bebida inmemorial, cuyo color amoratado, de tinte sanguinolento, se disipa en los albores de su propia existencia, imposible de rastrear. Sabemos que proviene de la vid, y aunque se hayan redoblado los matices de sus cepas no hay grandes misterios en su proceso de producción. Por el contrario, se ofrece en calidad de panorama bajo el concepto de “ruta”, aludiendo a las extensas y fatigosas redes que en otros siglos llevaron hacia Oriente, en busca de mercancías exóticas, a un público aburrido que se entrega a estos circuitos de copa en mano y atiborra sus paladares con vocablos fatuos, pasados a fruta y a madera, pura superchería. Más allá de su fisiología, no hay certeza de cuándo ni dónde apareció por primera vez; por así decirlo, pertenece a la humanidad.

    El vino es materia oscura que paradójicamente ilumina: enciende las confidencias, realza el brillo de las cosas que aprendieron a resplandecer bajo ondas de luz artificial, y en torno a una fogata despierta ese raro gusto por llenar el aire con historias de fantasmas y demonios que azuzan las noches en el campo. Sus bebedores, melancólicos o alegres, buscan en el vino el recuerdo o el olvido, a riesgo de precipitarse sobre el vértigo que instiga los vómitos, sumirse en una ciénaga irrevocable de sudor y temblores, y tal vez perderlo todo: la casa, la familia, el perro, la ropa, los dientes, como pregonaron los Parkinson en su canción maníaca: “¡Por el vino me quedé así!” (sosteniendo la i del final hasta agotar el aliento).

    Puede que el verde en el culo de una botella vacía, por donde Baudelaire aseguraba que los bebedores miran el cielo sin hallar una respuesta, invoque la gama de colores marinos y la experiencia de dejarse llevar por el vaivén de las olas. O naufragar.


    3.

    Estamos tan habituados a acceder a una fuente de agua para hidratarnos, que olvidamos el tormento de quienes sufren las inclemencias de su falta. No hay martirio que se iguale a la sed irremediable, ya sea por efecto de la sequía de un determinado paisaje o por la fuerza de una restricción arbitraria. Esa gota, sinónimo de lo escaso, que se desperdicia al interior de una casa cualquiera y socava la paciencia con su golpeteo incesante, es poco y, sin embargo, basta para mitigar la sed de un ser humano. La unidad mínima visible y palpable del agua es al menos dos cosas a la vez: la esperanza de un moribundo y una sentencia de muerte. Dada la efectividad de su comportamiento físico, paciente taladro, capaz de horadar el material más duro con la perseverancia de su roce, los chinos idearon un suplicio feroz al dejarla caer en intervalos regulares de escasos segundos sobre la frente de un cuerpo inmóvil, tumbado boca arriba, para roerlo en una secuencia irreversible de daños que van desde una afección en la zona de la piel que no termina de secarse a la estampida de delirios gatillada por la falta de sueño y la sed que la gota no sacia, hasta sofocar en un final abrupto el compás de los latidos.

    Para los 50 años del golpe cívico-militar perpetrado en este país contra la democracia, un amigo viajó a Chile para documentar, por medio de entrevistas y conversaciones, el coro disonante de un pueblo que aún surfea las olas disparejas del trauma y la apatía, y en medio de esas voces disímiles quedó conmocionado por el testimonio de un hombre que fue violentamente torturado. Tras recibir el impacto continuo de descargas eléctricas a través de la picana y de esa cama pesadillesca resignificada bajo el eufemismo perverso de “parrilla” —instrumentos del horror que rebajan la dignidad de un ser humano al nivel de una piltrafa sedienta, la misma deshidratación que experimentan los pacientes sometidos a terapias de electroshock—, sintió la urgencia de tomar agua y la imposibilidad de hacerlo ante el peligro de electrocutarse. Una vez devuelto en calidad de bulto al interior de su celda, compartida con otras víctimas que aguardaban su turno o se reponían de las mismas vejaciones, tuvo la suerte de contar con el auxilio de un compañero, que a pesar de su propia sed halló la manera de brindarle alivio: untando un dedo con los restos de saliva que guardaba en la boca, le dio de beber humedeciendo la piel resquebrajada de sus labios. Es la ternura que solo se encuentra en la solidaridad de los desamparados.


    4.

    Hay paisajes de singular aspereza que han sido delineados por la escasez de agua o la carencia total de este recurso, cuya falta tiraniza la vida de aquellas especies que luchan por subsistir a costa de rocíos casuales o flujos subterráneos cargados de sal. Dicen que el desierto, acosado por la presencia de un sol vertical y la ausencia de sombras, produce una costra que se extiende sin límites aparentes, desorientando los pasos de quienes se aventuran a la suave ondulancia de sus médanos bajo amenaza de ceder ante el efecto hipnótico que infunden el cansancio y la repetición de las formas: la trampa de la monotonía. El desierto, como la pampa, son distritos de la errancia. Los pueblos que lo habitaron, gente nómada, no dejaron de desplazarse hacia una fuente de agua para sobrevivir. Asediados por la sequía se hicieron religiosos: idearon rogativas y hechicerías para invocar las lluvias. También las expediciones que lo atravesaron vadearon la uniformidad y le hicieron frente a la muerte, quedando, en muchos casos, rendidos para siempre en un lecho de arena.

    El mar y el desierto son geografías que suelen compararse, y que incluso en algunos idiomas antiguos tuvieron un significado común: decir mar o desierto fue la misma cosa, igual que decir noche. Ante ese amasijo prolongado de angustia y terror no sé si es correcto lanzar un matiz de la agonía, pero un cuerpo en el desierto, privado del agua, tarda días en desfallecer, aquejado lentamente por los síntomas de la sed (resecamiento, espasmos, delirio). A la inversa, un cuerpo sometido al ahogamiento o a un exceso de agua (el elemento de la asfixia), no resiste más allá de unos minutos.

    Es posible que la muerte en su arrebato ignore la crueldad de estas diferencias que el agua —o su falta— provoca en la materia; así como exhibe los cadáveres que toma de rehenes en la superficie estéril de la arena, los oculta desfigurados en el fondo oscuro de los mares.

    Esta desdicha que ensombrece a los seres vivos tiene una contracara hecha de ingenios y adaptaciones morfológicas. Los indios pampinos —primeros habitantes de esa zona identificada como desierto, a pesar de haberse convertido en una de las tierras más fértiles de Argentina—, cuando la sed no daba tregua, se precipitaban sobre vacas y caballos, a los que mataban para beberles la sangre. Una incursión vampiresca que define la dieta de innumerables insectos chupadores. Los zancudos o mosquitos, bichos bobos y ligeros, que parecen engullidos por la luz del día y durante la noche hiperbolizan su presencia con el cargoso zumbido de sus alas, tienen una sabiduría táctica: se arriman a los oídos desprevenidos de los animales cuando duermen para sobresaltarlos y estimular en ellos la irrigación sanguínea, consiguiendo de este modo un festín de proporciones. Algo que solo vemos al estampar sus cuerpos sobre una pared, perpetuados en el signo de una estela roja: nuestra propia sangre repartida.


    5.

    Ante la alerta planetaria por el acuciante agotamiento del recurso hídrico, las ciudades han sufrido modificaciones evidentes al amparo de una ética que repudia el verdor innecesario: en lugar de césped, cada vez se aprecian más las composiciones de piedritas y el uso de suculentas que unidas conforman los nuevos “jardines secos”. Esta tendencia aplicada a la jardinería se acopla a un discurso pedagógico inculcado con esmero y desde todos los flancos hacia una educación concientizadora, promotora de pequeñas conductas domésticas custodiadas con celo por los niños, sus principales paladines, dispuestos a acortar las duchas, interrumpir el agua de la llave mientras se lavan los dientes y, en casos de militancia mayor, vaciar el estanque del inodoro solo cuando el empozamiento se ha vuelto demasiado turbio para tolerarlo.

    Estos aspavientos, tal vez ineludibles, distraen de asuntos simultáneos maquinados por gigantes imprecisos, capaces del mayor de los despilfarros, como sucede con los miles de litros invertidos en la fabricación de ropa, que va desde esbeltos maniquíes hasta encallar en vertederos descomunales, imposibles de eliminar. Las imágenes que circulan sobre este fenómeno en el desierto de Atacama son desoladoras, a pesar de contar con un filo de belleza: algo en aquel panorama abyecto sugiere el montaje de una instalación monumental: un torrente hecho de escamas multicolores que simulan movimiento y se encauzan sin destino por la monocromía de la duna. En el detalle de esas fotografías se alcanzan a distinguir algunos cuerpos deambulando por la masa informe, espigadores dedicados a inspeccionar y separar aquellas prendas que guiñan la promesa de otro ciclo, lejos de allí.

    Parece imposible hablar del agua a secas (no solo por el juego de palabras), pues dada la fluidez de su naturaleza, cambiante y escurridiza, invita constantemente a la deriva, haciendo inevitables los desvíos, las digresiones.

    6.

    Son innumerables los presos, sobre todo políticos, que en señal de protesta se entregan a largas huelgas de hambre. Sin ir más lejos, el año pasado un grupo de comuneros mapuche recluido en la cárcel de Angol, después de 100 días sin recibir alimento, alertó la posibilidad de pasar a una fase “seca” si no se atendían sus demandas; y a comienzos de este siglo, la activista india Irom Sharmila Chanu protagonizó la huelga de hambre más larga de la historia: seis mil días de ayuno.

    No suena creíble; el boleto de inanición suele expirar en un plazo bastante más breve, cuando el cuerpo termina de fagocitarse a sí mismo consumiendo sus reservas hasta exponer aquello que Flaubert decía imaginar al contemplar una mujer desnuda: el esqueleto. Pero también es cierto que estos ayunos voluntarios, abocados a una causa, cuentan con un equipo de asistencia que salvaguarda las condiciones de quien se manifiesta. Quizá el caso de la huelga maratónica se remonte al pionero en esta forma de lucha: Gandhi, cuya dieta, basada en unos cuantos frutos y un poco de aceite, si bien disminuía su fuerza física, a cambio le proporcionaba claridad mental.


    7.

    En el conjunto de señales gráficas, bien definidas, creadas y dispuestas para ayudarnos a entender la compleja morfología del planeta, hay una zona donde el Pacífico está contorneado por una suerte de franja defensiva hecha de lava. Es la red de volcanes conocida como anillo de fuego, formada por lunares incandescentes, cuya disposición observada a una distancia imaginaria, cenital, recuerda el modo en que ciertos amazonas resuelven la caza bebiendo ayahuasca: tras ingerir una dosis con los cuerpos en reposo, “salen” a buscar las presas desperdigadas en la selva sobrevolando su presencia agazapada en pequeños fulgores que concentran el calor palpitante de la vida. Por medio de este viaje místico mapean de antemano la ubicación de animales que logran acechar con precisión.

    Parece imposible hablar del agua a secas (no solo por el juego de palabras), pues dada la fluidez de su naturaleza, cambiante y escurridiza, invita constantemente a la deriva, haciendo inevitables los desvíos, las digresiones.

    La vida volcánica, imprevisible, constelada por el magma acurrucado al interior de la Tierra, con un fuerte componente líquido de materiales fundidos, una vez que encuentra la superficie excede la violencia torrencial de las aguas desbocadas, sin dejar de evocarlas con su fuerza ondulante, capaz de embucharse el mundo tras su paso despiadado. La lava y el agua, diría, entrañan una comunión de arroyos encendidos. Algo que los vulcanólogos Katia y Maurice Krafft aprendieron a registrar con pericia y atrevimiento en una larga secuencia pirotécnica que terminó sepultando sus cuerpos bajo la materia ardiente que los atrajo sin remedio. Sus innumerables filmaciones, cargadas de una belleza alarmante, que combinan el terror y el goce en dosis parecidas (un panorama tan sublime como el que ofrece el océano), fueron enhebradas en un documental póstumo por Herzog, quien les rinde un homenaje conmovedor. Allí también se expone el destino de un pueblo asentado, incomprensiblemente, a los pies de un volcán, atado a la amenaza de una erupción. En la extrañeza que supura ese paisaje cubierto por un manto de cenizas, los adultos, pasmados, desposeídos, deambulan entre los escombros de una vida amortajada, mientras los niños configuran una escena propia, regida por otro clima, descolgado del drama: amontonados sobre el suelo, arrastran el polvo con la palma de sus manos para formar con el residuo polvoriento pequeños montículos a los que insuflan aire a través de unas pajillas, haciendo copias diminutas del volcán y sus fumarolas. Un comportamiento desplazado, cuya alegría tiene el sustrato festivo de las construcciones pasajeras que pueblan la orilla del mar durante el verano. Es asombrosa la manera en que los niños, mediante el juego, logran acceder a indescifrables pasadizos.


    8.

    Tiempo atrás, una amiga me envió el enlace de una película rara, improbable, de esas que solo se encuentran flotando de vez en cuando en YouTube, filmada en Kenia, donde el paisaje, marcado por la predominancia de una corteza dura y sedienta, condicionaba una escena enternecedora: equilibrado en cuclillas sobre la tierra seca, un niño de 11 años, colmado de paciencia y entusiasmo, se prepara para ir a la escuela escarbando un pozo con las manos hacia la capa húmeda, subterránea, por donde el agua transita lejos de las pisadas, aguardando, quizá, el momento en que le abran paso para salir. Desde el acopio de esa fuente casual, el niño se refresca, da unos tragos y se lava la cara con vehemencia para cumplirle a su rito de higiene.

    La escasez de agua tan bien aprovechada, en un contexto menos remoto, me parece, se aproxima al modo de limpiarse por medio de algodones humedecidos con fragancias baratas, cargadas de alcohol, con las que el cuerpo se frota en ciertas zonas hasta perder esa pátina oscura adherida a la piel: el piñén. Lavarse por partes es algo común en personas enfermas que deben guardar reposo, pero, sobre todo, obedece a un ingenio ante la falta inminente de un cuarto propicio, íntimo, que obliga a fragmentar el aseo con el fin de cautelar una pizca de dignidad.


    9.

    El consabido principio de Heráclito, “no se entra dos veces en el mismo río”, supone dos cosas obvias: no somos los mismos si entramos a un río en distintos momentos de la vida (como tampoco lo somos al leer de nuevo un libro), ni el río será el mismo, porque sus aguas cambiantes no dejan de fluir. Esta reflexión elemental, o manida, de alguna manera es transportable a la experiencia con las formas del agua que bañaron nuestra infancia. Se me ocurre que la huella de nadar o flotar en el mar no es igual a la que deja el río o la piscina, a pesar de estar atravesadas por un mismo hilo de felicidad: la algarabía original del balneario. Esta dimensión convergente incluye también a otros; por ejemplo, quienes sofocaron el calor con los chorros de una manguera.

    Y existe una manera menos habitual, pero no menos gozosa, de enfrentar las temperaturas a punta de zambullidas que ha sido ninguneada y reprimida por las autoridades: la toma de fuentes públicas. El diseño de estas pilas, más bien solemne, pensado sobre todo para enaltecer las plazas de una ciudad conjurando la piedra, la luz y el agua con resultados muchas veces gloriosos, de pronto son asaltadas por un grupo ansioso de bañistas dispuestos a chapotear en ellas con la ropa puesta. Aunque el mar y la arena coqueteen a tan solo unos metros de distancia, la decisión puede fundarse en un temor concreto: no saber nadar. Es comprensible que ante el peligro que representan los vaivenes del oleaje se elija la contención de un recipiente sin perderse la atmósfera playera, pues la brisa marina es un perfume que lo impregna todo por igual, no discrimina. Estos arrebatos de felicidad, reprobados por los custodios de la disciplina y clausurados en nombre de la higiene, en términos de vitalidad son un espectáculo que rinde.

    Echo un vistazo y no encuentro sociedades que habiliten sus fuentes para el baño; sin embargo, la ocupación de una fuente por un cuerpo quedó inmortalizada en una escena icónica y hechizante del cine la noche en que Anita Ekberg, embutida en la sensualidad de su strapless, tras deambular por las calles de una ciudad desierta, irrumpe en la Fontana di Trevi. Nada menos. El registro en blanco y negro de esta película se calibra en los extremos de una misma figura: la oscuridad rotunda del vestido, que desde el pecho hacia abajo lo oculta todo en una especie de campana, logra encender la blancura de la piel, acentuando la exuberancia de la diva que es todo y nada, carne y fantasma. Una ninfa nórdica que parece surgir de la corriente, su elemento natural, desafiando la voluptuosidad del océano representada en la arquitectura de esta obra monumental a través de cascadas que se deslizan por un acantilado de rocas para romper sobre Poseidón y otros seres arrancados del apogeo mitológico. Una idea fastuosa del Barroco que sustrajo las esquirlas de un imperio en decadencia; capas sobre capas, pues la Roma tanteada por Fellini viene despertando de otro sueño pesadillesco, alimentado por los despojos del asedio y la destrucción.

    Si las innumerables fuentes diseminadas por Roma —como en ninguna otra ciudad del mundo— conservaran los poderes medicinales que antaño se les atribuían a los manantiales silvestres, de donde proviene, en parte, la idea de construirlas, la recuperación de los tejidos rotos sería un hecho asegurado. Pero ese remedio es pura palabrería.


    10.

    Durante los Juegos Olímpicos recién celebrados en Francia, unos cuantos atletas se intoxicaron de gravedad al zambullirse en el Sena para poner a prueba sus dotes de nadadores. Las críticas no demoraron. Sin embargo, el río, con su mefítico caudal de aguas negras, es apenas el flujo de un vago recuerdo. Ante la magnitud del disgusto, nadie parece sospechar la realidad de las ciudades hasta el siglo XIX. Londres o París —sobre todo París— eran hervideros de mierda, donde las ideas, el sexo y hasta la Revolución se fraguaban al compás de la pestilencia más feroz que se pueda imaginar.

    Recuerdo una escena de la célebre y fallida fuga de Varennes, la noche en que los reyes franceses, condenados sin saberlo a perder la cabeza bajo la guillotina que no fallaba en dar muerte rápida e igualitaria a aristócratas o delincuentes comunes, sin agonía, en menos de un minuto, intentaron huir de su presidio montados en un modesto carruaje acompañados de unos pocos elegidos, la institutriz de los niños y el peluquero de María Antonieta, disfrazados de lacayos para despistar en caso de ser interceptados camino a Montmedy, donde pretendían llegar. Etore Scola, en su versión libre, acomodando las hebras de la historia, decide incluir en un rol protagónico a Giacomo Casanova, arquetipo del libertino seductor, ese que conquista irrefrenablemente por medio de la palabra. Ataviado con el lujo soberbio algo raído de la época, entre pieles y encajes, todo de blanco (a lo Malevich), desde el tricornio hasta los guantes, como la alegoría de un fantasma, con el rostro pálido de una geisha y la cabeza encasquetada en una peluca de rizos empolvados, aun así, viejo y un poco decadente, conserva sus encantos y altas dosis de coquetería. En la primera pausa del viaje, la cámara se inmiscuye al interior de una letrina donde vemos a Casanova sentado con los pantalones a media pierna, y abstraído de esa atmósfera oscura frente a un espejo de mano se ocupa de acicalarse provisto de todos los enseres propios para esos efectos, como si estuviera en el tocador de un palacio. Esa intimidad que la cámara remece tiene su momento más incómodo y gozoso para el espectador cuando se saca la peluca para retocar con polvos su blancura y deja ver la tristeza de unos pocos pelos hirsutos que le cubren la calvicie, como los restos revueltos de un nido abandonado. Entonces acontece el voyerismo, el placer de espiar una escena tan privada como esa.

    Los baños son espacios propicios para el fisgoneo. De otra manera lo hizo Toulouse Lautrec al pintar a las bañistas solitarias con el pelo recogido en un ruedo descuidado, con algún mechón pelirrojo cayendo desprevenido mientras asean sus cuerpos inclinados sobre pediluvios. Es posible que fueran cabareteras de los burdeles que tanto frecuentaba, acostumbradas a actuar para otros, pues la elegancia de sus posturas, tomadas siempre de espaldas o de perfil, nunca de frente como atrapa Scola a Casanova, parecen dedicadas al espectador. Quizá en la soledad de cualquiera se baraja la posibilidad inminente de ser mirados por otro.

  25. Héctor Abad Faciolince: “No soy un ateo militante, no trato de convencer a nadie de mi ateísmo”

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    Estudió un año Medicina. “Fue suficiente para darme cuenta de que yo no servía para eso. Como a los seis meses de la carrera nos llevaron a un manicomio, y era como un zoológico humano y dije: no soy capaz, yo no soy capaz. Qué estoy haciendo aquí, me preguntaba. Es que yo quería ser escritor. Y me retiré de Medicina”, cuenta Héctor Abad Faciolince, nacido en Medellín, en 1958, quien pasó por las carreras de Filosofía y Periodismo —de la que fue expulsado— y finalmente estudió Lenguas y Literatura.

    El escritor colombiano estuvo en Chile. Participó en el IV Festival Penguin Providencia, donde su última novela, Salvo mi corazón, todo está bien, fue presentada por Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales. La salud, los síntomas, las visitas al hospital son parte de la rutina de su protagonista, el sacerdote Luis Córdoba, conocido como el Gordo, cuya vida depende de una muerte ajena: debe ser trasplantado del corazón. Pero su historia la cuenta su amigo, el narrador Aurelio Sánchez, Lelo, quien reflexiona sobre los placeres de la carne, la homosexualidad dentro de la Iglesia y la existencia de Dios.

    Córdoba, “El cura epicúreo”, como le decían sus enemigos, era un apasionado de la ópera, la buena mesa y sobre todo del cine. Es más: el Gordo se había convertido en el crítico de cine más respetado de Medellín. Publicaba una columna todos los domingos en El Colombiano. Mientras espera un trasplante, se traslada a una casa del barrio de Laureles, donde viven dos mujeres y tres niños. En un momento, el cura se convierte en un padre de familia. Y también se enamora.

    La novela está inspirada en la vida de Luis Alberto Álvarez, un cura que vivió en mi casa cuando yo me fui de ella. Esto es probablemente por mi incapacidad de tener suficiente imaginación y fantasía como para no anclar, al menos inicialmente, que mis historias se basan en algo real”, dice Abad Faciolince sobre la creación de Salvo mi corazón, todo está bien. Una de sus obras más reconocidas, El olvido que seremos, también surge de la realidad: la vida familiar junto a su padre, Héctor Abad Gómez, médico y activista por los Derechos Humanos, asesinado por un grupo paramilitar en 1987. La historia fue adaptada al cine por Fernando Trueba en 2019.

    De misterios y asombros

    Héctor Abad Faciolince apunta pensamientos, ideas e imágenes en sus libretas. Anda con una libreta de bolsillo, donde anota frases sueltas, versos ajenos. Casi todos sus libros nacen de un verso, como ocurre en Salvo mi corazón, todo está bien, parte de un poema del poeta colombiano Eduardo Carranza. Lo de las libretas, el narrador se lo atribuye a su mala memoria.

    Siento que la mala memoria es muy creativa. La mala memoria te da libertad. El pasado comienza a parecerse al futuro. El pasado siempre es confuso. Llega un momento en que uno tiene que imaginarse el pasado. Yo creo que hasta los historiadores rigurosos no saben bien cómo todo pasó y les toca llenar los huecos de la historia con lo que piensan que pudo haber ocurrido”, dice Abad con tono pausado.

    Los capítulos de Salvo mi corazón, todo está bien están divididos por las letras del abecedario. ¿Por qué optó por esa estructura?
    Siempre contesto algo distinto, porque no sé muy bien a qué se debe. A veces digo que en cada capítulo hay una palabra fundamental que empieza por esa letra y que define ese capítulo. En la A puede ser amor. En la C, corazón. Pero lo cierto es que eso me lo inventé para las entrevistas. El motivo de la elección es que, a veces, me extiendo mucho y me voy por las ramas, de las ramas, de las ramas, y si tengo el abecedario, en vez de los números que son infinitos, sé que tengo que ir terminando. También opté por colores. Me gusta la combinación tipográfica de rojo y negro. Hay una cuestión juguetona que igualmente es azarosa.

    He conocido muy de cerca a la Iglesia y a los clérigos. Un tío paterno, el único hermano de mi padre que está vivo, es cura, de 90 años. Un tío materno es cura, otro tío fue arzobispo de Medellín. Estudié en un colegio confesional y ellos sentían culpa y nos inculcaron la culpa. De algún modo, aunque yo no sea creyente, pertenezco a la cultura judeocristiana. Eso es irremediable. Uno nace en un ambiente cultural. Y claro que yo siento culpa.

    Mientras escribía esta novela usted también enfermó del corazón y fue operado. ¿En algún momento su ateísmo claudicó?
    Es que yo soy un ateo muy tranquilo. No soy un ateo militante, no trato de convencer a nadie de mi ateísmo. Y ni si quiera tengo nostalgia de cuando creía en Dios. Cerca de los 13 años, cuando comencé a escribir, dejé de creer en Dios. Lo que sí creo es que nos morimos como las vacas, los insectos, los árboles, que nos morimos definitivamente. El problema de Dios no me angustia. Creo que es una hipótesis innecesaria, a pesar de que ha sido muy útil para la gente creer en Dios. Ha sido un gran consuelo. Ante la enfermedad, el peligro de muerte, nunca he pensado en confesarme o en hablar con un cura. Pienso con tristeza que me voy a morir para siempre. Pero también pienso que no morirse, la eternidad, sería un problema enorme.

    ¿Qué lecturas le han acompañado en estas búsquedas siendo ateo?
    Influyó sobre mí la lectura de Bertrand Russell, el pensamiento escéptico de él y de muchos científicos. De algún modo, creo en muchas cosas, como en la evolución. En el Big Bang no creo tanto, me parece demasiado perfecto. Pero creo en la evolución de las especies. Charles Darwin, quien pasó por Chile, para mí es uno de mis ídolos intelectuales. Ahora creo que el racionalismo de Russell en relación con el amor, el sexo y el matrimonio, fue un fracaso y eso siempre me ha dejado un poco perplejo. Él no fue capaz de llevar a la práctica su modelo de familia abierta, de amor libre. Cuando su mujer tuvo dos hijos por fuera del matrimonio, él no fue capaz de aceptarlo y fracasó por cuestiones sentimentales, del corazón, muy poco racionales. Entonces, mi ateísmo es también de las sensaciones.

    Con respecto a la homosexualidad en los integrantes de la Iglesia, escribe en la novela que “ser cura y tener culpa es casi la misma cosa”.
    He conocido muy de cerca a la Iglesia y a los clérigos. Un tío paterno, el único hermano de mi padre que está vivo, es cura, de 90 años. Un tío materno es cura, otro tío fue arzobispo de Medellín. Estudié en un colegio confesional y ellos sentían culpa y nos inculcaron la culpa. De algún modo, aunque yo no sea creyente, pertenezco a la cultura judeocristiana. Eso es irremediable. Uno nace en un ambiente cultural. Y claro que yo siento culpa. Me ocurrió en 2023. Estaba en Ucrania y mientras cenábamos en un local cambié de puesto con la escritora ucraniana Victoria Amelina, y de pronto ocurrió un ataque ruso y ella murió. Ella era mucho más joven que yo y tenía un niño que la necesitaba, mucho más que mis hijos a mí. Siento culpa. Aunque el único culpable es Putin. Pero igual siento culpa y eso es herencia del cristianismo.

    Entiendo que escribió un libro sobre esta experiencia…
    El libro se llama Ahora y en la hora. No sabía cómo terminarlo y las palabras se me escurrían, no llegaban, y casi enloquezco. Es un libro que me duele y me deprime. Me equivocaba hasta en las conjugaciones de verbos más elementales. Entonces terminé escribiendo un libro doble, con 33 capítulos: la mitad de ficción y la mitad de crónica. Porque a mitad del libro surgieron los bombardeos a Gaza. Yo condené lo que hizo Hamas, pero condeno con más rigor y fuerza los crímenes de guerra cometidos por el gobierno de Benjamín Netanyahu y el ejército israelí. Y mientras escribía este libro mi hija quedó embarazada y tuvo preeclampsia, y entonces mis nietos nacieron prematuros. Y en un momento estaban en la UCI: los tres casi muriéndose y yo con el libro. Se los entregué a mis editoras, quienes solo dejaron la mitad del libro, o sea, las crónicas.

    Volviendo a Salvo mi corazón…, la novela también habla sobre las convenciones. Qué significa conformar una familia, un matrimonio.
    Claro, el Gordo, el protagonista, se enamora de dos mujeres, como un problema platónico antiguo. Están los dos tipos de amores como en el poema Pandémica y celeste, de Gil de Biedma, donde está el amor muy espiritual y el amor terrenal. Enamorarse de una persona por su inteligencia, su belleza, sus capacidades, y en otra el amor por el cuerpo de otro. Esas cosas están y no siempre coexisten en la misma persona. Y no es una aberración cultural. Es algo que nos ocurre y que es una cosa muy difícil de hablar con la pareja. No solo sentirse atraído por otra persona, sino realizar en la práctica esos actos. Descubrí en Ucrania una iglesia católica griega, que dependen del Papa, pero en que los curas se casan y eso está permitido.

    En la novela escribe que “lo verdaderamente misterioso no es la enfermedad ni el mal, sino la bondad y la belleza”.
    La bondad y la belleza son fenómenos que no son estrictamente racionales. Creo tener, no racionalmente, un olfato que me indica quién me puede hacer daño y quién no. Es como un detector. Creo que todos los escritores deberíamos tener detectores. Detectores de mentiras, de maldad, de traición, de envidia. Creo tener esos detectores bien activados. Sobre todo, para mantenerme al margen. Y el detector de cosas contrarias para acercarme a esas personas que me interesan e irracionalmente me gustan.

     

    Fotografía de portada: Felipe Romero A.

     


    Salvo mi corazón, todo está bien, Héctor Abad Faciolince, Alfaguara, 2025, 357 páginas, $18.000.

  26. Corre, corre, inúndalos a todos

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    Por primera vez en el mundo, en 2023, un río fue declarado víctima de los conflictos e intereses humanos. Ocurrió en Colombia, en julio, y el río en cuestión es el Cauca; segundo en importancia del país después del Magdalena y que en su recorrido atraviesa la mitad del territorio. Como parte del trabajo que hace la Jurisdicción Especial para la Paz o JEP, creada para tratar los crímenes cometidos en el marco del conflicto armado colombiano (producto de los acuerdos de paz con las FARC), y por pedido de las comunidades negras del norte del departamento del Cauca, se declaró al río como víctima, dada su utilización como fosa común por parte de grupos paramilitares en su alianza con el ejército colombiano durante los años más cruentos del conflicto.

    La primera de las violencias sufridas por el Cauca sería la del conflicto armado, la segunda caería sobre sus aguas entre 2018 y principios de 2019. En la provincia de Antioquia, entre los municipios de Ituango y el corregimiento de Puerto Valdivia, el río se convirtió en un cuerpo débil que reveló su esqueleto de piedras al perder el 80% de su caudal. El motivo, la construcción de la hidroeléctrica más grande en Colombia y que por fallas de ingeniería obligó a cerrar sus compuertas y a detener la obra. Locales de la zona de Ituango dijeron siempre que la hidroeléctrica se construyó sobre tierras despojadas, pero también sobre fosas anónimas que ocultan las víctimas de la acción conjunta entre paramilitares y mandos de las Fuerzas Armadas.

    El saqueo del caudal del río Cauca podría ser el escenario real de las ficciones escritas por autoras del continente que asumen la naturaleza no ya como una presencia pasiva, sino como una fuerza activa. La autora colombiana Laura Ortiz, por ejemplo, en su libro Sofoco (2021), escribió un cuento de un hombre que se hace uno con el río Cauca cuando este se enfurece y echa a perder la construcción de la hidroeléctrica. Ortiz toma el incidente que llevó a secar el río como tema de base de su relato “Esperar el alud”: “Corre, corre, inúndalos a todos. Llévate casas, pedazos de niños, carros. Inunda fosas. Haz que las vacas floten, rompe cultivos, hazte sentir ahora que no existes. Corre, Flower Jaír, y llévate contigo cosas putrefactas, gritos, miserias. Zapaticos, lámparas, marranos, televisores, la sonrisa de la niña en el primer cumpleaños, biblias, calendarios, el primer brote de la cosecha, fosas comunes, seis cachorros de jaguar. Inunda seis siglos de mierda. Llévate a Jesús, a los violadores y los políticos. Yo río, yo nadie, hijo de mis hijos, padre de mis hermanos, no tengo memoria ni tengo edad. Yo fango cíclico de la guerra. Yo silencio. Todo yo. Río”.

    Como Ortiz, varias autoras de ficción no realista o mimética del continente, más cercanas a la ciencia ficción y al tratamiento de acontecimientos sobrenaturales, comparten la preocupación por el ultraje acelerado del que es víctima la naturaleza en tiempo presente y la toman como materia narrable. Sus narraciones se erigen sobre climas cargados y asfixiantes, desastres naturales, atmósferas enrarecidas y donde la regla parece ser la supervivencia, aunque con un trato diferenciado de la última. Son ficciones de la tierra seca. Como siguiendo la línea que marcó la escritora Ursula K. Le Guin, a quien la consideración de la vida como una batalla constante le parecía una postura darwinista y masculina, hay una tendencia en estas autoras latinoamericanas por abordar la literatura más allá del conflicto, que parece ser el norte de toda narración distópica, donde el desastre natural tiñe los cielos de una nueva e inesperada vida. A Laura Ortiz se suman las argentinas Claudia Aboaf con su novela corta El rey del agua (2016), Alejandra Bruno con La hija del Delta (2020) y la brasileña Ana Paula Maia con Así en la tierra, como debajo de la tierra (2017). Todas ellas publicadas en no menos de siete años.

    ***

    Aunque suene contradictorio llamar ficción de la tierra seca a una narración cuyo título pareciera nombrar otra cosa, tanto en El rey del agua, donde los acontecimientos transcurren más hacia el sur del continente y en el lenguaje de una ciencia ficción algo cyberpunk, como en Así en la tierra como debajo de la tierra o en La hija del Delta, se especula sobre las posibilidades de la sequía y la aridez.

    Aunque suene contradictorio llamar ficción de la tierra seca a una narración cuyo título pareciera nombrar otra cosa, tanto en El rey del agua, donde los acontecimientos transcurren más hacia el sur del continente y en el lenguaje de una ciencia ficción algo cyberpunk, como en Así en la tierra como debajo de la tierra o en La hija del Delta, se especula sobre las posibilidades de la sequía y la aridez. En la segunda de estas ficciones, la de Maia, la tierra está tan seca que de ella se habla como de un cadáver; sobre su superficie hay una cárcel donde transcurren los acontecimientos, preñada de presos que son cazados como animales. En la tercera volvemos al delta del Tigre, y Alejandra Bruno, en un giro más distópico, propone un escenario donde algo llamado “el halo” parece haber secado la tierra. Ello deviene en plantas que no crecen y en personas que cazan a otras personas para alimentarse con su carne.

    De las montañas colombianas al Delta del Tigre argentino se cruzan los Andes, pero también las fronteras entre la no ficción y su contraria. En ocasiones la demarcación está de más, porque la experiencia de la tierra seca encuentra sus vasos comunicantes entre el acontecimiento real y el de la ficción; entre lo que ocurrió al Cauca y estos relatos. Los lectores de ficción a veces esperamos que las represas que secan los ríos sean destruidas por tipos como el protagonista del cuento citado de Laura Ortiz; otras, la inclusión de la no ficción en la ficción permite una segunda denuncia de las atrocidades del neoliberalismo.

    En la narración de Claudia Aboaf los restos de un hombre flotan en las aguas y eso desata los hechos. Blanco, así lo llaman, es activista, es opositor y, posteriormente, un desaparecido; es un cuerpo que ha sido arrojado desde un avión a las cataratas en Iguazú. A Blanco el agua lo trae, como negándose a olvidar, tímidamente escupe y declara un delito. En el Tigre, lugar donde aparece el cuerpo, también se organiza y establece el comercio del agua que calma la sed europea y de los países en donde es escasa. Grandes barcos la transportan desde el Delta, cruzando el Atlántico, vigilados por drones dispuestos para evitar robos. El río, de nuevo, es el receptor de un crimen. Sus recursos y el Tigre en general, coto de caza, un saqueo legal y ordenado.

    En el delta de Tigre podés sentirte entre los brazos de los ríos. Es muy extenso y aún tiene zonas sin casas en donde el resto de los vivientes, animales y plantas, la selva blanca, una selva suave del delta, sigue propagándose tanto como las islas que crecen por la acumulación de sedimentos. El rey del agua se publicó en 2016, ya viviendo en Tigre. Comencé a nadar en el río marrón, a remar y navegar, y fue en esas inmersiones en que el viviente se integra como un sedimento flotante más, en un cuerpo otro de agua marrón, cuando supe cabalmente que en el corazón de toda disputa socioambiental estuvo, está y estará el agua dulce”, dice Aboaf sobre la relación del Delta con El rey del agua. “Somos una civilización hidráulica y otras civilizaciones ya han caído por su abuso. El gobernante, el rey del agua, exporta a Europa el nuevo oro líquido, para eso les cierra las canillas a los isleños. El que domina el agua tiene el poder sobre la población”.

    En las ficciones de la tierra seca la tierra es fosa receptora del crimen político y económico. No se habla aquí del petrolero, sino de quien controla la cantidad de agua a la que acceden los locales; quién le pone precio, quién especula. Tempe es el intendente de Tigre, municipio más rico de la Argentina en El rey del agua; algo bananero en sus modos y, por lo mismo, eliminador de disidencias. Los cuerpos son arrojados a los ríos en vuelos de la muerte, tal y como ocurrió en la Argentina en tiempos y escenarios no ficticios. El río se contamina, pero también escribe o ahoga la memoria, depende desde dónde se mire. Las partículas de lo que fue el cuerpo de Blanco flotan, incomodando el negocio de Tempe y movilizan, a su vez, la restitución de su pasado e identidad.

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    En Así en la tierra como debajo de la tierra (2017) nos movemos a una región seca. Quizá el sertao en Brasil o un escenario que se le parece mucho, por lo menos. Allí hay una prisión, llamada La Colonia, y en su interior, unos pocos reos vigilados por un solo guardia; todos suscritos a las órdenes de Melquíades, director de la prisión. Taborda, el guardia, es quien mejor expresa la naturaleza que le ha sido dada a la tierra en la narración de Maia: “Lo peor es que cada vez que abrimos un agujero en la tierra, generalmente encontramos los restos de alguien que ya estaba ahí, ocupando el lugar. Siempre son huesos nomás, y las sogas en las muñecas y los tobillos, todos enterrados así. Hay más hombres abajo que arriba, créame”.

    La de Maia es una narración dentro de otra narración más grande que es su obra, compuesta por varias historias, en las que algunos personajes aparecen de nuevo entre libros. Sus ficciones comparten la mism atmósfera de sequedad ocupada por hombres crudos, cuyos oficios suelen estar relacionados con la muerte: duermen a las vacas en los mataderos o entierran a los reos que el director mata en una cárcel. En Así en la tierra, la tierra bajo la colonia recibe los muertos de Melquíades, pero tal recepción de cuerpos es algo que viene de mucho atrás. Allí se enterraron otros seres humanos en el pasado, esclavos en su mayoría. El crimen se oculta, como en el Delta y como en el Cauca. A los muertos se los quiere bajo el nivel de las pisadas humanas, despojando a la naturaleza de su esencia vital, para asumirla como fosa o como tumba: como olvido, que siempre es intención política. A los muertos se los arroja a los ríos para que el agua lave las huellas del victimario, como en el Cauca con las víctimas del conflicto, como en El rey del agua con Blanco. Se invierte la esencia de la tierra (y el agua como elemento de ella), que se transforma en sepultura, aunque un cuerpo termine flotando en el río.

    Quizá la segunda de las manifestaciones de la tierra seca sea la cacería. En las ficciones de Bruno y de Maia la supervivencia es el estado natural de las cosas y la vida se rige desde un constante evitar la muerte. El halo que seca la tierra en La hija del Delta provoca una constante migración de los cuerpos que, cada vez, escarban las superficies con mayor desespero por recursos. Decir supervivencia es decir conflicto, en la supervivencia no se piensa en aquello que viene después o lo que hay más allá de la aridez. Varones que cazan a otros y se imponen por la fuerza, esa parece ser la regla de un sinfín de ficciones literarias, televisivas y cinematográficas que han formado nuestros imaginarios distópicos. En la ficción de Bruno una familia liderada por un padre Alfa y un hermano Beta conciben la caza y la ingesta de carne humana como un apuro diario. En la de Maia, el director de la cárcel caza a los reos como si fuera un deporte, pues la justicia ha terminado por sacarlo a él mismo del sistema; Melquíades es solo quien ostenta el poder y tiene las llaves de acceso a una tierra desierta. Bajo su retorcido sentido de ajusticiamiento termina por volverse él mismo un cuerpo árido. En la caza deportiva la necesidad alimenticia de quién depreda se anula, solo queda el juego de la muerte por la muerte misma. A la tierra seca también llegamos por un agotamiento lúdico de los recursos naturales.

    Así en la tierra como debajo de la tierra comienza con la muerte de un perro, posteriormente enterrado. Esta acción, la de enterrar, es algo que se repetirá varias veces en la narración. El escenario es árido. La colonia siempre cargó con la maldición de ser un lugar de torturas y esclavitudes. Parece estar maldita. Es como si la tierra recibiera asesinatos como ofrendas.

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    En un indígena que se convierte en río, en la tierra (entiéndase al agua como parte de ella) que cobra venganza porque le entregan muertos por violencia, o en el delta del Tigre que le escupe víctimas al intendente, se cifra la relación de estas ficciones con una preocupación por la tierra seca. Se declara, quizá, la necesidad de un tratamiento literario que asuma la naturaleza como una fuerza más voluntariosa y no tan contemplativa, feminizada o angelical, tal como fue asumida por una tradición de autores románticos, varones.

    Las ficciones distópicas y apocalípticas tienen una larga tradición de disputas, usualmente narradas desde el recurso narrativo del enfrentamiento entre bandos. Concepción muy masculina para abordar la literatura, a los ojos de Le Guin, quien no concebía el conflicto como único o principal motor de lo narrable. Cuando este no moviliza la narración, las ficciones devienen en otras especulaciones sobre los seres humanos en medio de la tierra seca. El personaje de Julia, la niña protagonista de La hija del Delta, no se asume en la crisis de aquel fin del mundo tal y como su padre y hermano. Julia recolecta semillas y las estudia, comienza a sembrarlas. Su naturaleza es otra. Ellos, como signados por Caín, conciben al otro en términos hobbesianos: el otro es un lobo para ellos y ellos, lobos para el otro. Rasgo común en muchas ficciones, que suelen relatar la lucha del más fuerte. Las narraciones distópicas son también narraciones de la testosterona. No hay posibilidad de un mundo nuevo, sino que suelen estar atravesadas, a su vez, por el sacrificio del héroe. Por ende, tampoco habrá una nueva forma de habitarlo. En la supervivencia del más fuerte el juego es el mismo: el de cacerías y escondites; un siempre estar preparado para la confrontación física. Julia parece estar signada por Abel. Aprende sobre siembra y cosecha, carga semillas y estudia las propiedades de las plantas; Julia no sobrevive aplicando la caza como método. Julia cree en la recuperación de la tierra.

    En El rey del agua, es el agua misma la que recibe los cadáveres que arrojan los conflictos de intereses que involucran los señores de la tierra seca. En Así en la tierra como debajo de la tierra, es la tierra misma. Al río se le violenta tomándolo como fosa común o secándolo; con la tierra más o menos pasa lo mismo. “Especulé la sequía del río Paraná”, comenta Aboaf sobre la escritura de El rey del agua. “Y dos años después ocurrió. Durante la escritura de la ficción como en la realidad, cuando vi las fotos de ese cauce inmenso, el lecho del Paraná seco con toda la basura nuestra a la vista, experimenté un inmenso trastorno, como si el mundo se hubiese dado vuelta, algo anormal sucedía”. Son, ambas, las mismas violencias que están escritas sobre el cauce del Cauca: la del conflicto armado colombiano que lo hizo tumba y la de la hidroeléctrica que lo secó.

    En los libros de Ana Paula Maia siempre hay un río cerca al que se arroja, por ejemplo, la sangre animal de los mataderos; a su alrededor hombres de pensamientos simples y acciones prácticas, como esos trabajos que suelen tener y que se relacionan con la muerte: Melquíades y su cárcel, pero también Edgar Wilson, que duerme vacas en un matadero en De ganados y de hombres. En Maia la naturaleza carece de exuberancia y parece torpe y quieta, esterilizada por el cotidiano quehacer de sus laburantes, que se imponen con violencia, pero también con un extractivismo diario y lento, mecánico. “En todos mis libros hablo sobre la muerte, en general; sobre aspectos distintos, pero siempre está… Los libros están dentro de un espacio común…, algo ocurre y no sabemos exactamente por qué, algo del orden sobrenatural. Muy sutil, pero eso está”, explicó Maia.

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    En un indígena que se convierte en río, en la tierra (entiéndase al agua como parte de ella) que cobra venganza porque le entregan muertos por violencia, o en el delta del Tigre que le escupe víctimas al intendente, se cifra la relación de estas ficciones con una preocupación por la tierra seca. Se declara, quizá, la necesidad de un tratamiento literario que asuma la naturaleza como una fuerza más voluntariosa y no tan contemplativa, feminizada o angelical, tal como fue asumida por una tradición de autores románticos, varones. Las ficciones de la tierra seca se escriben desde géneros como la ciencia ficción hasta narraciones que bien podrían ser llamadas “realistas”. Por lo uno o por lo otro, la aridez misma parece ser parte de un nuevo realismo de las condiciones de vida y de la experiencia humana; uno muy acorde con nuestras sequías y nuestras tardes cada vez más calurosas o tormentas más dañinas. Al mismo tiempo, la superación del conflicto encadenado a la supervivencia mueve las ficciones escritas por las autoras mencionadas. “La preocupación por el agua es el único tema del futurismo”, dice la misma Aboaf. Nuestro continente, además, se proyecta como territorio de un nuevo concurso por recursos entre las potencias, uno que puede llevar el extractivismo a un nivel de mayor desespero e intrigas políticas que nos obligan a ubicarnos frente a ellas, cuando son los propios gobernantes quienes cuelgan el aviso de se vende en ríos, páramos y selvas.

    Quizá el río debería cobrar fuerza y, como ha comenzado a ocurrir, defenderse a sí mismo. Dice el cuento de Laura Ortiz: “Ya alcanzas la hidroeléctrica. Todo dolor dentro tuyo alcanza. Toda lluvia. Pesas veinte mil toneladas. ¿Qué gritaban los peces en la guerra? Grita el río que eres tú. Tifón rastrero. Miles de obreros corren como hormiguitas de humano en overol. Por los radios dan la orden de abrir el cuarto de máquinas. La paranoia se hace gente que corre. Chocas Hidroituango con la fuerza de mil diablos, entras a las máquinas, fundes, incendias. Destruyes cinco mil millones de dólares en tres minutos. El capital llora. Está de luto”.

     

    Imagen de portada: De izquierda a derecha: Laura Ortiz, Claudia Aboaf, Alejandra Bruno y Ana María Maia.

     

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    Publicado originalmente en revista Anfibia.

  27. George Febres: arte, humor y migración

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    George Febres fue muchas cosas en Nueva Orleans: mesero, joven diletante, veterano de guerra, estudiante de arte, asistente del director de la galería que introdujo el arte pop a la ciudad, uno de los heraldos del arte contemporáneo en Nueva Orleans, una personalidad divisiva en la comunidad artística, galerista y coleccionista. Antes de todo eso, en Ecuador, fue portador de un apellido que abría muchas puertas. Descendía de un militar venezolano que acompañó la gesta libertaria de Simón Bolívar y se estableció en Guayaquil. Y, a pesar de que su familia cercana nunca tuvo una posición económica holgada, su familia extensa estaba muy bien posicionada en la sociedad ecuatoriana: no solo contaba con políticos y empresarios exitosos, sino con dos santos, uno erudito y otro popular. El santo Hermano Miguel, un reconocido gramático y miembro de la Academia Ecuatoriana de la Lengua en el siglo XIX, y el Hermano Gregorio, médico venezolano venerado, tras su muerte, por sus milagros en los Andes.

    Jorge Xavier Febres-Cordero no llegó a los Estados Unidos con la intención de convertirse en artista; fue, más bien, algo con lo que tropezó. Y ese tropiezo tardío (tuvo su primera exposición a los 32 años) fue un éxito inmediato por causa de estos sus “Zapatos de caimán”: la persona que los compró decidió que no se los quedaría, sino que los donó al Museo de Arte de Nueva Orleans (NOMA). Entonces el ecuatoriano inmigrante, luego de esa primera exposición en 1975, entró al museo de arte más importante de la ciudad. Después de eso nunca paró. A lo largo de lo que quedaba de los años 70 y durante toda la década de los 80 exploró, a través de su arte, retruécanos visuales que partían del mismo principio que había aplicado a los zapatos: explorar la literalidad de los títulos que ponía a sus obras.

    Los retruécanos o juegos de palabras son considerados la forma más básica del humor. Un retruécano es una broma compuesta por una palabra o una frase que contiene varias capas de significado. Una broma anclada en la ambigüedad que transforma una cosa en otra al conectarlas a través del sonido o, en el caso de los retruécanos visuales, a través de la vista. Y le sirvieron a Febres para cuestionar su relación con su nuevo entorno. Aprendió a mirar de otra manera, a mirar con los ojos de un migrante. No es que él se considerara uno, pero el calificativo lo persiguió desde que llegó a la ciudad. A pesar de que renunció a utilizar el español y cambió su ciudadanía ecuatoriana por la norteamericana.

    Alligator Shoes / Zapatos de caimán.

    Pero su asimilación nunca fue completa: estaban su acento, los rumores de su poderosa familia en el país bananero (que él mismo propagaba), su cercanía a la divinidad, su sentido del humor. Algo que, una vez establecido en la comunidad artística de la ciudad, convirtió en una estrategia. Exageró la diferencia en lugar de intentar obviarla. E insistió en el humor.

    Un humor que se elevaba sobre el mito duchampiano: arte es lo que se dice que es arte. Su fe en el mito le permitió obviar las imposiciones del mundo artístico de la costa este. El que dictaba, a través de sus críticos, coleccionistas y galeristas, qué se consideraba arte. Un aparato que también moldeaba los gustos y acercaba la creación al sufrimiento y a la abstracción. Sobre esa construcción triunfaron los expresionistas abstractos, con Jackson Pollock a la cabeza. Y, a pesar de que eso fue lo que le enseñaron en la facultad, ya no eran los años 50. Andy Warhol, en la década siguiente, había pasado con una aplanadora sobre cualquier noción de cómo debía comportarse el arte y un artista. Y, de todas maneras, ya eran los 70.

    Esas piezas, las que daban forma literal a expresiones o palabras comunes, eran las que mejor se vendían y fueron sobre las que Febres volcó su energía. No solo eran humorísticas, sino que escondían un cuestionamiento del mundo y de las estructuras que lo sujetaban.

    Si creemos a Lacan, “el valor de una broma se centra en la posibilidad de que se juegue con el fundamental sin-sentido de todos los usos del sentido”. Las bromas no solo permiten que aflore la naturaleza incierta de la realidad social, sino que traicionan su inestabilidad. Alguien que habita el margen siempre verá con mayor claridad esa inestabilidad. Y George Febres habitaba varios: era extranjero, gay y artista. Y, como tal, tenía una manera particular de “mirar”. Según él mismo: “Tienes que entender cómo trabaja mi mente. Quiero decir, siempre veo una imagen cuando digo una palabra, así que comencé a visualizar todas esas cosas fantásticas en mi cabeza”.

    Gaston Lovelace.

    Pero más allá de los retruécanos, también estaban esos otros cuadros que escondían mensajes cifrados en su contenido o en los títulos que Febres les daba. Gaston Lovelace, por ejemplo, hace referencia a un reconocido personaje de la literatura infantil de Luisiana de nombre Gaston, un lagarto que reemplaza a Santa Claus y salva la Navidad de los niños que habitan los pantanos. El apellido Lovelace, claro, es una referencia directa a Linda Lovelace, la actriz de una de las cintas pornográficas más famosas de la historia: Garganta profunda (1972).

    El humor que cultivaba Febres tenía la energía dionisíaca del carnaval.

    Hasta que dejó de tenerla.

    Fue un cambio que provocó la llamada telefónica que dio la alerta sobre el VIH y el frenesí que le siguió. Después de tratar de reservar la Catedral de Nueva Orleans para su funeral (sin tener una fecha concreta), intentar poner sus asuntos en orden y pensar qué haría con la enorme cantidad de artefactos artísticos que poseía (sin llegar a ninguna conclusión), descubrió que su cuerpo le pedía descanso. Y mientras se lo daba, se volcó de una manera obsesiva sobre el juicio televisado a Lorena Bobbit.

    Hasta ese momento su obra con referencias más políticas había sido Bay of Pigs / Playa Girón, la pieza que envío a la Bienal de La Habana en 1986. Y que terminó donando al Museo Wilfrido Lam cuando no la ganó.

    Después de la llamada aventuró mucho más.

    Gracias a la invitación que recibió de Lew Thomas, fotógrafo conceptual de San Francisco, y curador del Centro de Arte Contemporáneo de Nueva Orleans (CAC) entre 1989 y 1995, preparó un emblema para la exhibición convocada por la Galería de Arte de Yale sobre emblemas tradicionales y contemporáneos.

    Si creemos a Lacan, ‘el valor de una broma se centra en la posibilidad de que se juegue con el fundamental sin-sentido de todos los usos del sentido’. Las bromas no solo permiten que aflore la naturaleza incierta de la realidad social, sino que traicionan su inestabilidad. Alguien que habita el margen siempre verá con mayor claridad esa inestabilidad. Y George Febres habitaba varios: era extranjero, gay y artista. Y, como tal, tenía una manera particular de ‘mirar’.

    ***

    Es el inició del affaire Yale. Si me detengo en él es porque funciona como una radiografía de la personalidad de Febres en un momento de quiebre en su producción artística.

    La carta de invitación fue muy detallada. Explicaba a los participantes qué es un emblema, de qué está compuesto y por qué la galería de Yale se encontraba interesada en hacer una actualización de la popular tradición de los siglos XVI y XVII:

    Estamos pidiendo a los artistas contemporáneos que revivan la tradición de los emblemas de los siglos XVI y XVII para explorar las (dis)continuidades entre el lenguaje simbólico del pasado y el del presente. Específicamente, lo invitamos a componer un emblema actualizado sobre un tema de su elección para incluirlo en esta exposición.

    Las instrucciones para producirlo eran simples: incluir un lema o frase que defina el tema general del emblema, una imagen con el elemento central del emblema y un epigrama o comentario en prosa o verso que ofreciera una estrategia interpretativa para entender la relación entre los distintos motivos simbólicos de la imagen.

    La carta de invitación estuvo fechada el 26 de enero de 1994, la última comunicación con Febres fue de julio del mismo año.

    Emblema para la Galería de Arte de Yale.

    El emblema que George Febres creó cumplía con todos los requisitos que le pedían:

    El lema:
    Ecuador contra los Marines de Estados Unidos
    o
    Los poderosos y la migaja

    La imagen:
    Un pene, cercenado y cosido, cruzado por un cuchillo.

    El epigrama:
    Cuando Lorena de Ecuador y John Wayne del Cuerpo cayeron, como tórtolas, enamorados, Juno bromeó con Júpiter sobre los poderosos y la migaja, a quien, ella dijo, una noche Eris pondría en aprietos, pues, aunque el poder pareciera tener la razón, las migajas taladran y rebotan y rebotan y taladran, hasta acabar con el centro.

    Con la creación del emblema Febres dejó atrás los retruécanos y favoreció un humor más intelectual, que lo acercó a la ironía.

    Es imposible volver atrás para comprender cómo operaba la sociedad norteamericana en los años 90, ni saber cuáles eran sus preocupaciones más apremiantes, pero ciertamente no se inclinaban de una manera abrumadora a favor de Lorena Gallo de Bobbit, migrante ecuatoriana del pueblo de Bucay, Ecuador.

    Febres, hasta el momento de descubrir que era VIH positivo, vivió una existencia privilegiada en el Barrio Francés de Nueva Orleans. En la grieta por la que cayó, escapando de los dictados de la sociedad, entraba TODO su mundo. Era un mundo marcado por la bohemia, que celebraba la diferencia y la ambigüedad, que utilizaba lo camp para subvertir, que se burlaba del poder y que optaba por relaciones horizontales sobre las jerarquías. Ese mundo se convirtió en un espejismo cuando debió depender de su estatus de veterano de guerra para tener acceso a un tratamiento médico, carente de un seguro privado de salud. Su nueva realidad lo desconcertó y abrumó en igual medida. Perdió su privilegio, para convertirse en un enfermo, un número de caso, que debía esperar la buena voluntad de las personas (enfermeros, médicos, psiquiatras, trabajadores sociales) de los que ahora dependía, y dependió, por seis años. Fue un aprendizaje acelerado sobre la discriminación racial, de clase y orientación sexual que nunca, en sus 30 años previos en Estados Unidos, había experimentado de una manera tan brutal, estando, además, en su momento más vulnerable. No pretendo encontrar una única explicación para lo que ocurrió en la psiquis de Febres, que escogió identificarse con una mujer trabajadora de origen ecuatoriano contra el establishment y el Ejército norteamericano, del que había formado parte y que, cuando perteneció a él, había identificado con algunos de los mejores años de su vida. Al solidarizarse con su compatriota, a través de su arte, el violento John Wayne Bobbit, el exmarine, pasó a representar a todos los marines de Estados Unidos y al poder. Mientras Lorena se volvió la sinécdoque de Ecuador y “las migajas” del mundo.

    Hand Bag / Bolso de mano.

    ***

    La primera comunicación con Yale es formal. Febres cumple con lo solicitado, enviar una fotocopia del emblema que estaba desarrollando para que los encargados pudieran realizar comentarios. Esta fue la respuesta entusiasta de la galería:

    Disfruté mucho del diseño que está desarrollando. Por esa razón, espero que esta carta le llegue antes de que produzca el producto final, que necesitaría algunos ajustes para cumplir con los requisitos establecidos en la propuesta. Como bien sabe, nos ha enviado el modelo de una impressa o dispositivo heráldico, una forma que es similar al emblema. Los Bobbitts bien merecen una impressa: son prácticamente realeza estadounidense, o tal vez bufones coronados (en la tradición renacentista). Sin embargo, nos interesa específicamente la estructura tripartita del emblema.

    Febres, en efecto, partió del escudo familiar de los Febres-Cordero como inspiración para el emblema, en el que no incluyó, al principio, ni un lema ni un epigrama. Después de que Febres cumpliera con el pedido, la respuesta de la encargada de la exposición, Allison Leader, fue la siguiente:

    Al revisar su emblema, he notado un problema evidente. Ha escrito mal Eros (lo escribe “Eris”). Y, para poder exponer la obra, necesitaré que corrija el error ortográfico.

    Febres le responde a vuelta de correo:

    Gracias por su nota. No me he equivocado. Eris es la diosa de la discordia. (…) Y me refiero a Eris, no a Eros. Eso hace parte de la sutileza de todo esto. Decir Eros quitaría a la pieza su ironía y la convertiría en un producto pueril e inmaduro. Pero gracias por su atenta lectura. Sé que estoy en buenas manos.

    La siguiente misiva la firma Richard S. Field, curador de láminas, ilustraciones y fotografías de la Galería de Yale:

    Ciertamente quiero agradecerle por haber enviado su imagen divertida y actual satirizando el asunto Bobbitt. Pero si bien lo encuentro divertido, también debo confesar que ninguno de nosotros, lamentablemente, lo considera adecuado para la exposición. (…) Las razones de nuestro rechazo son obvias y sutiles. (…) Si bien podría parecer que usted ha utilizado la estructura de tres partes, sentimos que ha estirado y torcido esa estructura hasta cierto punto. (…) Y su eslogan en la parte superior, “El poderoso y la migaja”, en realidad no es lo que está en juego en el asunto Bobbitt. En resumen, creemos que ha hecho una interpretación humorística de un acontecimiento bastante trivial.

    Bay of Pigs / Playa Girón.

    Es curioso que el curador de la Galería de Arte de Yale escriba que “su eslogan en la parte superior, ‘El poderoso y la migaja’, en realidad no es lo que está en juego”, cuando en la descripción que su oficina envió a los participantes enfatizaba la ambigüedad inherente a la imagen y a la palabra, y la total libertad que los artistas tenían para desarrollar su propuesta. También resulta curioso que el fenómeno Bobbitt, que consumió el interés del mundo por meses, sea despachado como un “acontecimiento bastante trivial”.

    El terreno de la cultura es inestable, pero el del poder no lo es tanto. Y la galería, en una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, funciona como la representación de ese poder. Como señala Dave Hickey en The Birth of the Big, Beautiful Art Market, “tenemos un arte académico que, al igual que el arte comercial, cortesano, religioso y oficial de antaño, se contenta con anunciar sus valores y agendas corporativos preaprobados”. Interpretar el caso Bobbitt bajo la luz del poderío militar simbólico de un exmarine con el nombre del héroe vaquero (John Wayne), representante de todos los valores colonialistas, expansionistas y racistas norteamericanos, no era una posibilidad para el curador de la muestra.

    ***

    ¿Qué hizo Febres ante la negativa?

    Convertir su diseño en una serie.

    Tal vez nunca tuvo fe en que entraría a la exhibición o, ya que había hecho el diseño y no decaía el interés alrededor de los Bobbitt, imprimió 80 camisetas y ocho sudaderas con su emblema (que se vendieron como pan caliente en Nueva Orleans).

    Sí, no entró a Yale, pero aun así tuvo la última carcajada, pues todo el affaire quedó en el archivo del Historic New Orleans Collection (HNOC) y su emblema no solo apareció en las camisetas y sudaderas, sino que fue impreso en el libro que publicó en 1994, Jest for the Pun of It.

  28. Beatrice Cenci: un fantasma de culto

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    No se termina de conocer una ciudad hasta que te cruzas con sus fantasmas. Beatrice Cenci se me manifestó con discreta insistencia durante un viaje a Roma. La primera vez fue a través de una curadora de arte, quien me habló de la povera Cenci a sottovoce, como si se tratara del alma en pena de una amiga. La joven noble romana había sido ejecutada hace 500 años al frente de Castel Sant’Angelo, cerca de donde nos encontrábamos. Se la acusó de ser la autora intelectual del asesinato de su padre, el conde Francesco Cenci, un reconocido sádico que abusaba a piacere de ella y de sus seis hermanos. La noche del 11 septiembre de 1599, luego de ser encarcelada por orden del Papa Clemente VIII y de sufrir torturas medievales en un calabozo a orillas del Tíber, Beatrice Cenci perdió irremediablemente la cabeza. Un verdugo papal la decapitó con un sable frente a miles de romanos que gritaban en vano por su salvación. Algo del alma de Roma se despedazó esa noche con ella.

    Si te paseas un 11 de septiembre por el Puente Sant’ Angelo, puede que veas a una veinteañera vestida de blanco que camina con su cabeza entre las manos, me dijo la curadora al despedirnos.

    De vuelta al presente, me pregunté cómo era posible que Beatrice Cenci aún sobreviviera en la memoria de los romanos. La ciudad es un purgatorio de fantasmas locales —Santa Cecilia, Giordano Bruno, Pier Paolo Pasolini, Emanuela Orlandi— curtido de historias de crímenes, conspiraciones y martirios.

    Símbolo del ideal femenino renacentista, la bella Beatrice había pasado toda su adolescencia defendiéndose de las garras de una bestia, su padre. Su corta vida parecía una pesadilla doméstica sacada de una fábula moral de Bocaccio. La crónica roja de un femicidio que, si bien había ocurrido a fines del Renacimiento, hoy día tenía el poder de despertar nuevos sentires y sentidos. Una madre protectora muerta antes de que ella cumpliera siete años. Un padre poderoso, narciso, brutal, con rasgos psicópatas, que se creía su amo. Un suntuoso palacio ubicado en el centro de la ciudad, en el que Beatrice y su hermana mayor, Antonina, se escondían apenas escuchaban los pasos paternos. Un clero que amparaba los delitos de la nobleza y hacía oídos sordos a las acusaciones de sodomía y violación de chicos callejeros que pesaban sobre el patriarca Cenci. Apenas enviudó, decidió enviar a sus hijas a un convento a fin de ahorrarse dinero y dolores de cabeza. Únicas nobles entre niñas huérfanas y pobres, pasaron ocho años allí. A los 15 años, Beatrice volvió a su palazzo perdido y al poco andar soñó con volver al convento. Su padre, quien se había vuelto a casar con una mujer noble llamada Lucrecia Petroni, dirigió su delirio misógino hacia ella, quizás porque era la más bella y la más rebelde de los hijos. Se sabía que en el Palacio Cenci ocurrían toda clase de abusos. Los gritos en la mitad de la noche se escuchaban en todo el barrio. Nadie decía nada. Antonina logró casarse, es decir, huir. Los hermanos mayores se fueron a estudiar a España, desheredados de por vida.

    Cuando Beatrice le fue a pedir ayuda al Papa Clemente VIII para que convenciera a su padre de darle la dote (que le permitía casarse), este la acusó a su amigo. El conde la castigó encerrándola en un palacio de veraneo a las afueras de Roma, el castillo de Petrella Salto, junto a su madrastra Lucrecia, quien también había osado rebelarse al marido. Las dos mujeres vivieron en el último piso de una torre, aisladas del resto de la casa. Se desconoce qué hizo Beatrice durante los años de reclusión. Es probable que se dedicara a estudiar latín y álgebra, lo máximo que se les permitía a las mujeres de su clase. Aunque se le prohibía el contacto con cualquier hombre, se sabe que tuvo un romance con un joven llamado Olimpio, uno de los vasallos del castillo.

    El día en que cumplió 20 años encontró la solución final a su martirio en las tragedias griegas que leía: asesinar al padre. El crimen fue organizado por toda la familia, el verano de 1598. Olimpio, con la ayuda de otro empleado, Marzio, le pegaron en la cabeza con un martillo al conde mientras dormía, e inconsciente lo arrojaron desde un balcón, simulando un accidente.

    Símbolo del ideal femenino renacentista, la bella Beatrice había pasado toda su adolescencia defendiéndose de las garras de una bestia, su padre. Su corta vida parecía una pesadilla doméstica sacada de una fábula moral de Bocaccio. (…) Una madre protectora muerta antes de que ella cumpliera siete años. Un padre poderoso, narciso, brutal, con rasgos psicópatas, que se creía su amo. Un suntuoso palacio ubicado en el centro de la ciudad, en el que Beatrice y su hermana mayor, Antonina, se escondían apenas escuchaban los pasos paternos.

    El Papa Clemente VIII sospechó del complot de muerte y abrió una investigación. Fue el fin de los Cenci. La sentencia dispuso la decapitación de la madrastra y de la hija, el descuartizamiento del hijo mayor, Giacomo, y el encierro de Bernardo, el menor, para que trabajara de sirviente en el Vaticano. Más que justicia divina por el parricidio del amigo, el Papa buscaba quedarse con los bienes del conde, lo que despertó aún más indignación entre la gente. Mientras el pueblo se arrimaba a los techos y murallones para ver el sacrificio, un joven pintor lo dibujaba atento. Con esa escena, Caravaggio pintaría después una de sus pinturas más famosas: Judith cortando la cabeza de Holofernes, que para algunos es la recreación más realista de la decapitación de Beatrice Cenci.

    Nunca vi el codiciado espectro de Beatrice, pero un día me encontré por casualidad con el único retrato que se conserva de ella. La pintura, expuesta en el Palazzo Barberini, cerca de la Judith de Caravaggio, se titula Mujer con turbante. Su autora es Ginevra Cantofoli, una de las pocas pintoras del 600, alumna de la escuela barroca de Guido Reni, a quien por mucho tiempo se le atribuyó la autoría. (En Chile hay dos reproducciones en la colección del Museo de Bellas Artes, una de Francisco Echaurren y otra de Eusebio Lillo).

    Hay quienes sostienen que el retrato fue pintado en su celda, horas antes de su ejecución. Otros dicen que la edad de la retratada corresponde a la de una Beatrice adolescente, y la túnica y el turbante blanco que lleva puestos no son el uniforme carcelario de esos años, sino una cita a las musas del Renacimiento. Como sea, Beatrice nos mira por encima de su hombro, como si estuviera muerta en vida.

    En “Los Cenci”, de sus Crónicas italianas, Stendhal describe la pintura así: “El rostro es dulce y bello, la mirada muy tierna y los ojos muy grandes, con la expresión asombrada de una persona a la que acaban de sorprender llorando amargamente”. El autor de Paseos por Roma —probablemente la guía más letrada que se haya escrito sobre los secretos de la ciudad— no fue el único escritor del siglo XIX que quedó eclipsado por el retrato de Beatrice. También sucumbieron a su hechizo Shelley, Hawthorne y Dumas, quienes vieron en ella a la heroína romántica perfecta.

    En el siglo XX, la cencimanía alcanzó a Artaud, Zweig, Moravia y Lucio Fulci, director de cine B, quien hizo una película de culto. Quizás quien mejor ahonda en el personaje sin idealizarla es Stefan Zweig en su crónica “Leyenda y verdad de Beatrice Cenci” (1926). Desmitifica el Renacimiento y lo describe como una época “brutal y sangrienta, sin escrúpulos y cruel”. A diferencia de Stendhal, quien encuentra en Francesco Cenci la figura descarnada de un Don Juan, se refiere al conde como “una araña del placer que comete todas las infamias imaginables”, y a su hija como “la mártir, que vengó su honra virginal en su padre, que profanó su propia sangre”.

    Justo cuando me empezaba a olvidar de Beatrice Cenci, me la volví a encontrar mientras caminaba a solas por un laberíntico barrio a orillas del Tíber. Si bien Google Maps me indicaba doblar por una determinaba dirección para llegar a mi destino, tuve el antojo de desobedecerle y tomar la calle opuesta, Via Monserrato. De pronto, sin saber por qué, miré hacia lo alto y me fijé en una inscripción de mármol anclada en una muralla. Se leía: “Desde aquí, la cárcel de Corte Savella, el 11 de septiembre de 1599, Beatrice Cenci fue llevada al patíbulo, víctima de una justicia injusta”.

    Ningún fantasma tiene garantizada su inmortalidad en Roma, excepto, quizás, quienes encuentran la veneración sin buscarla. Zweig tiene una explicación de por qué Beatrice es un espectro querido, buscado y muchas veces encontrado: “El poder de la juventud y la belleza es tan fuerte —dice—, que donde quiera la toque la muerte, crea misterio y turbación, y el mundo, contra toda realidad, se niega a creer en su culpa”.

     

    Imagen de portada: Mujer con turbante, de Ginevra Cantofoli.

  29. No eres solo tu nombre de isla

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    Isla Grande de Chiloé / Irlanda
            42°40’36S, 73°59’36O / 53°25’N, 8°0’S

    Somos la misma.
    Tus manos han sabido de más trabajo y tus dientes son más blancos.
    Pero somos la misma.
    Solo en los espejos cambia tu forma
    como cambia la mía.
    Cuando tus ríos están fríos, no saben que están fríos.
    Mis ríos también son cosas sencillas.
    Tú no has hecho concesiones a la belleza; yo soy menos bella de lo que podría ser.
    Somos la misma.
    Puedes torcer la lluvia y tienes un latido que das por hecho.
    Y yo también.
    No eres solo tu nombre de isla.
    Somos la misma.
    ¿Qué has desechado en la traducción? ¿Qué ganaste?
    ¿Y yo?
    Estás rodeada. Eres verde y no tan verde. Tu aroma es solo tuyo.
    Somos la misma.
    Mira como tu agua acaba en la mía.

     

    Isla Luz
            45°48’61S, 73°95’31O

    Nadar es tomar el lugar que el agua ha ganado
    y no se la puede sacar tan fácil —soy un volumen indigno.
    Entre la luz y yo está el agua presente, el agua que vendrá.
    Lo único que se puede hacer es nadar y del nado aprender de algún modo.

    Un humano en el agua —empujo la cuerda, cuento el aire.
    Los barcos se ríen de mí para callado. Enhebro agujas.
    En el agua las horas se alargan como hilos de saliva. Son enormes y quietas.
    Los peces son como cuchillos. La resaca es toque de cuchillos. No voy lejos.

    Y entonces está el tema de la luz: es una isla,
    es un lugar, un suceso, puedes nadar hacia ella, es algo donde vas.
    Es una palabra que no ha sido usada, ni siquiera en una mentira.
    Es un invitado que no bromea pero sonríe, callado pero no tímido.
    El corazón que sabe que nunca podrá, pero piensa que podría.
    Para encontrar en el mar una parte que no sea mar, y llamarla luz.

     

    ————
    David Nash (1985) es un poeta y traductor irlandés que vive entre Irlanda y Chile. Ha publicado dos libros de poesía y uno de literatura infantil. Recibió el Premio Seamus Heaney por su poemario No Man’s Land (Dedalus Press, 2023). Estos poemas pertenecen a Las islas de Chile.

     


    Las islas de Chile, David Nash, traducción de Marcela Fuentealba, Saposcat, 2024, 84 páginas, $10.000.

  30. Jonathan Crary: un mundo sin sombras

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    En Tierra quemada: Hacia un mundo poscapitalista, Jonathan Crary presenta el diagnóstico de un tiempo ya “sin tiempo” en el que las operaciones del “complejo internet” —en alusión a los orígenes militares de la World Wide Web—, pese a su aparente inmaterialidad, estarían completamente alineadas con el paradigma “paleo técnico de extracción de recursos” que está destruyendo al mundo. El quid de la crisis ecosocial contemporánea radicaría, a su juicio, en que algunos patrones cíclicos, indispensables no solo para la regeneración de la tierra, sino también todo lo profundo y duradero —sueño, praxis, vida activa—, serían incompatibles con los ritmos, velocidades y formatos de consumo que el tecnocapitalismo demanda.

    Desde la semipenumbra de un mundo agrario que comenzaba a extinguirse, un hombre observa una fábrica iluminada artificialmente emergiendo, a lo lejos, en el amanecer de una nueva relación abstracta entre tiempo y trabajo que el pintor Joseph Wright plasmó en su cuadro de 1782, “La hilandería de algodón de Arkwright durante la noche”.

    En él, Jonathan Crary ve la anticipación de la “disyuntiva espectral” que hoy habitamos: un tiempo homogéneo, que no se detiene, desligado ya de las temporalidades cíclicas de la naturaleza, y que el “complejo internet” —esa aniquilación del espacio por el tiempo que Marx predijo sería indispensable para la instauración de un mercado global—, estaría llevando, más de doscientos años después, a su pináculo, con una dependencia de combustibles fósiles para la construcción de torres de servidores y una refrigeración en cada unidad que consume, a diario, millones de litros de agua.

    La posibilidad misma de que exista una ‘era digital’ requiere de la expansión de estas destructivas prácticas industriales hasta extremos de sometimiento mundial”, apunta. “La consecuencia del mundo 24/7 es la tierra quemada”.

    Una tierra despojada de su color y reducida a un estado de desnudez tal que ha perdido su capacidad para regenerarse también es, para él, metáfora de cómo las personas, inmersas en verdaderas “arquitecturas inmateriales de separación”, estarían perdiendo su capacidad de estar y trabajar con otros, de mirarse a la cara. El deterioro del entorno vendría entonces, para él, acompañado de un extrañamiento de la percepción que, al afectar nuestra comprensión corporal del mundo y de sus ritmos —o al no tener, como dice Crary, una “inmersión cinestésica en los ambientes vivos”—, conllevaría un verdadero break down de la sociedad civil, una neutralización casi por diseño para dar una respuesta política a los retos globales que atravesamos.

    Producto de la urgencia de la crisis ecológica y el creciente impacto socioambiental que las tecnologías digitales generan, Crary no oculta que, en los últimos años, se ha visto obligado a cambiar la jerga académica (desde hace veinte años ocupa la cátedra Meyer Shapiro de Arte Moderno y Teoría en la Universidad de Columbia), por una retórica más cercana a la del panfleto político norteamericano.

    Formado con un Bachelor Of Fine Arts en el San Francisco Art Institute antes de decantarse por la teoría y doctorarse en Historia del Arte, ha dicho que revelar en el cuarto oscuro fue crucial para decidirse a estudiar, años después, los efectos en la sensibilidad de las tecnologías que utilizamos. Contra la especialización, sus libros conjugan estudios de cuadros de Turner, fragmentos de Philip K. Dick o de Conrad y teoría crítica e historia de la óptica o de los medios, haciendo de todas esas disciplinas que convergen en el análisis de la visualidad, una particular ars combinatoria.

    El suyo es un proyecto de largo aliento dedicado a examinar cómo nuestra experiencia perceptiva se estaría transfiriendo a las necesidades y valores de un capitalismo altamente flexibilizado, que pone en circulación lenguajes, imágenes e informaciones, así como en hacer una crítica radical a la uniformidad y supuesta inevitabilidad de las tecnologías que utilizamos.

    Ganador en 2001 del Lionel Trilling Book Award por su ambicioso Suspensiones de la percepción, su pensamiento se alinea con el de aquellos filósofos europeos críticos con las consecuencias del largo proceso de modernización de Occidente —Henri Lefebvre, Guy Debord, Franco Berardi, Bernard Stiegler— que, desde la segunda mitad del siglo XX hasta ahora, han venido advirtiendo sobre cómo los ritmos, velocidades y formatos a los que estamos expuestos reconfiguran la experiencia del tiempo, para hacer del trabajo y del consumo ocupaciones sin restricciones ni horario.

    Especialista en los orígenes de la cultura visual contemporánea con especial interés en la variabilidad histórica de la atención, su primer libro, Técnicas del observador, es un erudito ensayo sobre el giro que permitió, durante la segunda mitad del siglo XIX, la aparición del espectador moderno. Sus últimos trabajos, marcadamente más polémicos y políticos, son una suerte de crítica estético-ética a cómo las formas sociales estables y duraderas que sostienen las texturas rítmicas y periódicas de la vida humana, con el sueño como principal metáfora de la durabilidad de lo social, resultan incompatibles con los protocolos en línea a los que nuestras vidas se estarían acoplando.

    El suyo es un proyecto de largo aliento dedicado a examinar cómo nuestra experiencia perceptiva se estaría transfiriendo a las necesidades y valores de un capitalismo altamente flexibilizado, que pone en circulación lenguajes, imágenes e informaciones, así como en hacer una crítica radical a la uniformidad y supuesta inevitabilidad de las tecnologías que utilizamos.

    Espectáculo extendido

    Si los situacionistas buscaron desvincular el deseo del imperativo de consumo cultivando la inutilidad de la deriva, en 24/7: El capitalismo tardío y el fin del sueño, Crary sostiene que, pese a la ilusión de libertad que estos entornos digitales generan, en plataformas altamente deslocalizadas y diseñadas para ser “la quintaesencia del libre mercado desregulado”, no habría ambigüedad ni nomadismo posible, sino más bien una calculada competencia por subsumir nuestra atención en un incesante flujo inmaterial de bienes y servicios.

    El espectáculo que Guy Debord identificó a mediados de siglo XX, extendiéndose con el surgimiento de la televisión e inmiscuyéndose en los aspectos más íntimos y cotidianos de la vida, sería ya “integral”. Habitamos, a juicio de Crary, un mundo “totalmente iluminado”, en que el tiempo privado del profesional, el trabajo del consumo, se habría ya disuelto, pero en el que el sueño —menospreciado por Descartes, Hume y Locke, relegado a la esfera de la irracionalidad primitiva por Freud y, ahora, pasible de ser objetivado por los transhumanistas—, constituiría uno de los últimos umbrales de la experiencia humana que “aún no han sido invadido o convertido en tiempo de trabajo, de consumo o de marketing”.

    Pero si el dormir aún incrusta en nuestras rutinas las oscilaciones rítmicas de la luz y la oscuridad, la actividad y el descanso, el trabajo y la recuperación “que se han erradicado o neutralizado en los demás ámbitos”, no por nada, en los últimos años se ha buscado maximizar a través de diversos experimentos neurológicos el tiempo de vigilia en soldados. “Cuando ves algo en Netflix y te enganchas, te quedas despierto hasta tarde”, declaró en 2017 el cofundador de Netflix, Reed Hastings, a The Guardian: “Estamos compitiendo contra el sueño”.

    Pese al aciago panorama que Crary traza —el de un mundo sin tregua ni pausa en que el “yo” permanece continuamente externalizado—, en Tierra quemada estima “levemente exagerado” el clamor de algunos activistas contra el capitalismo de vigilancia, referido al mal uso de la minería de datos o violación a la privacidad. Las “exigencias de secretismo, anonimato, encriptación y cortafuegos” que algunos reclaman, además de no apuntar al meollo del asunto —pues de facto, dice, “jamás habrá privacidad en internet”—, reforzarían, a largo plazo, aquella tendencia a fragmentar lo social en una miríada de subjetividades solitarias.

    Lo que estaría en juego con la aplicación de herramientas como la biometría facial, el seguimiento ocular o la denominada informática afectiva, antes que el robo de datos a individuos particulares, es nuestro habituamiento casi completo a sistemas que se valen de la gestualidad para identificar regularidades y establecer patrones, como un accesorio más para el entrenamiento de máquinas o el procesamiento de datos. “El habla —dice— se procesa para ser transformada en información conductual y las voces robóticas se construyen de tal forma que simulen interacciones emocionales con los usuarios, al tiempo que se van actualizando continuamente para parecer más ‘agradables’ y ‘dignas’ de confianza”.

    Por eso, y a riesgo de ser acusado de romántico o antimoderno, Crary ha dicho que preocuparse de las propiedades meramente formales de las imágenes digitales, desligando lo estético de lo ético, es “evadir” la subordinación de estas a un amplio campo de operaciones y requisitos no visuales, como las avanzadas técnicas de seguimiento ocular dirigidas a escanear, persuadir o irradiar la mirada, que harían que el ojo pierda, progresivamente, “su naturaleza huidiza o su autonomía”.

    Junto a la exposición a colores sintéticos y la electroluminiscencia de las pantallas, eso estaría produciendo un “anestesiamiento” general de nuestras facultades o, “incluso nuestras motivaciones, para ver, de cualquier forma, cercana o sostenida, los colores de la realidad física”.

    Distanciándose así de la “ominosa” tesis de la manipulación conductual o de que estemos cerca de parecernos a las máquinas, lo que a este teórico le preocupa es cómo, con “la desposesión y la instrumentalización del rostro, la voz y la mirada” a través de la biometría facial o las avanzadas técnicas de marketing que rastrean los movimientos de los ojos, lo que se estaría perdiendo es el tejido íntimo que sostiene lo interhumano, nuestra comprensión corporal del mundo y de sus ritmos.

    No se trata, por supuesto, de una exposición a condiciones “de brillo literal”, sino de una inmersión en interfaces continuas, y en varias pantallas, que reducen “formas polivalentes y de larga duración” de intercambio social a secuencias habituales de solicitud y respuesta, y que junto a las técnicas de autogestión y personalización que las redes sociales demandan, estarían generando una “atrofia general de la paciencia” y del respeto esenciales para la democracia directa.

    En esas horas en línea, sugiere Crary, el tiempo embota y nunca pasa, “más allá de las horas del reloj”, impidiendo replegarnos, recuperar esa oscuridad necesaria —o ese equilibrio rítmico entre agotamiento y regeneración— que tanto el sueño como la reflexión permiten, y que Hannah Arendt identificó como indispensable para la efectividad de una vida política. “[En el tiempo online] hay interrupciones —apunta—, pero no son intervalos en los que se pueda cultivar o sustentar algún tipo de contraproyecto o corriente de pensamiento”.

    Derogatorio en su prognosis (“si ha de haber un futuro habitable y compartido en nuestro planeta, será un futuro desconectado”, dice de entrada en Tierra quemada) y, por momentos, más bien determinista (en 24/7 adhiere a la máxima weberiana de que el capitalismo tocará “su fin con una petrificación mecanizada”, en alusión a hacia dónde nos estaría llevando la racionalidad técnica), Crary desmenuza con tono sombrío, pero persuasivo, las disfunciones de nuestro presente —la hiperrealidad de las horas en línea, la incertidumbre de habitar un ecoesfera degradada—, capturando su atmósfera suspendida, a la espera de lo que emerja de ese claroscuro donde lo viejo muere y lo nuevo no termina de nacer.

     


    Tierra quemada, Jonathan Crary, traducción de Beatriz Ruiz Jara, Ariel, 2022, 176 páginas, $7.900 (ebook).

  31. Philip Hoare: “El mar se ha vuelto mi único consuelo”

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    Gran parte de tu trabajo parece jugar con las similitudes, no necesariamente físicas, con figuras cuyas vidas —mitad reales, mitad míticas— son usadas como pantallas en que proyectas tus propios deseos. ¿Estarías de acuerdo con esto?
    Supongo que veo a mi yo imaginativo de esa manera y lo he hecho desde que era niño. Siempre era un indio, no un vaquero. Siempre me estaba vistiendo como otras personas: un superhéroe, un azteca, incluso siendo adolescente, como el starman [David Bowie]. Él fue simplemente la culminación de aquellos deseos, como si yo lo hubiese inventado a él, en vez de lo opuesto.

    Los animales a veces también parecen actuar como pantallas de proyección: aves, por ejemplo, o más prominentemente, ballenas. Los mundos humano y animal se funden en tu obra: ¿Eso se debe a que en un cierto nivel deseas convertirte en animal, pese a que estás consciente de que los animales no humanos no son para nada como nosotros?
    Bueno, yo pienso que los animales se parecen mucho a nosotros de maneras que no nos damos el trabajo de reconocer. Los vemos como un otro perfectible, simplificado, no confinado, a la gravedad en el caso de las aves, a la tierra en el caso de las ballenas. Ya que me siento rechazado por los humanos —al no tener familia o una relación cercana, no usar tecnología (autos, teléfonos, etc.), no ser parte de una comunidad—, irónicamente, regresar a mis orígenes suburbanos me ha permitido continuar con esto. Es como si preservar el jardín trasero de una casa pareada se volviera un último recurso, como un mar interior al otro lado de los setos, como si esta retirada solo tuviera una dirección, hacia otras especies.

    Junto a esa noción —de que los animales no son como nosotros— está la sensación de que exceden cualquier significado o interpretación que podamos darles. Tú también has demostrado una aguda conciencia de ser, al mismo tiempo, examinado por esas criaturas: tal como intentas encontrarles un sentido, ellas tratan de buscar el tuyo. ¿Qué consecuencias tiene esta idea de la observación mutua en tu comprensión de los animales?
    Creo en una especie de comunión con otras especies. No tengo más evidencia que la manera en que lo siento. Una ballena me ecolocaliza para poder describir lo que soy. Yo la ecolocalizo con mi conocimiento para hacer lo mismo. Nos percibimos mutuamente. Siento esto en la manera en que el agua intensifica los sentidos y provee una conexión física, verdadera, entre nuestros cuerpos. Es por eso que el mar se ha vuelto mi único consuelo, el único momento en que me siento real.

    El ángel en Melancolía I de Durero es, pienso, un ser andrógino, atrapado entre estados, lo que es una de las fuentes de su dilema. Supongo que mi vida me ha vuelto melancólico. Mi madre me lo dijo. El primer niño al que amé me dijo que yo parecía un ángel en la sala de clases.

    Las ballenas son vistas con melancolía en tu trabajo, en especial, aunque no exclusivamente, en Leviatán. ¿Te describirías como un escritor melancólico?
    Ahora estoy escribiendo sobre Alberto Durero, atraído hacia su obra tanto por sus representaciones de animales —algunos que vio y otros que no— y la conexión con su representación de la melancolía (la que Sebald describe y reclama como un estado positivo, en lugar de mórbido). El ángel en Melancolía I de Durero es, pienso, un ser andrógino, atrapado entre estados, lo que es una de las fuentes de su dilema. Supongo que mi vida me ha vuelto melancólico. Mi madre me lo dijo. El primer niño al que amé me dijo que yo parecía un ángel en la sala de clases.

    Una intensa talasomanía emerge en tu obra: un amor obsesivo por el mar, a la vez erótico y asediado por la conciencia de tu mortalidad, incluso por una especie de pulsión de muerte. En pocas palabras, ¿qué significa el mar para ti?
    Es real, tangible, mortal. En El espejo del mar, Conrad dijo: “El mar no es un elemento navegable, sino un compañero íntimo”. Es testigo de mi desnudez, es sensual, una suspensión. Es lo salvaje al final de una calle. Un pasaje sin salida, que es también la apertura de todo lo demás. Es la cosa más grande en el planeta, animada, indiferente, aterradora. Yo me asusto cada vez que entro en él. Es un absoluto que siempre está presente, pero, a la vez, suele no estarlo. Es eterno, pero la víctima más profunda de nuestro dominio. Me parece que necesita a alguien que lo defienda. Es mi familia sustituta.

    La confluencia de historia cultural e historia natural en tu trabajo es evidente de inmediato. ¿Qué diferencia hace reunir estas dos clases de historia, y qué podría decirnos sobre nuestra relación con el pasado?
    La una no cancela a la otra. Ya lo sabemos a esta altura, ¿no? Como escritor me siento frustrado por la presión de mantenerme fuera de la historia. La restricción de la no ficción; de hecho, la negatividad de esa definición, como si fuera un arte menor que la ficción. Yo inicié mi carrera escribiendo biografías puramente como una extensión de mis disfraces. De volverme otras personas —gente más glamorosa, especial— al vestirme con los hechos de sus vidas. Me di cuenta de que es tan interesante, si no más, observar lo que eso le hace a uno. Pero también observar lo que se crea en esa fusión. Debo admitir mi lugar en este mecanismo fantástico, un proceso onírico. Los hechos de la historia natural no son más o menos inciertos que los de la naturaleza humana. Lo que me fascina es lo que yace entremedio.

    En El espejo del mar, Conrad dijo: ‘El mar no es un elemento navegable, sino un compañero íntimo’. Es testigo de mi desnudez, es sensual, una suspensión. Es lo salvaje al final de una calle. Un pasaje sin salida, que es también la apertura de todo lo demás.

    En El alma del mar escribes que mientras le dabas la mano a Stephen Tennant estabas “consciente de lo que se estaba traspasando entre nosotros: un mundo secreto y toda la gente que nunca he conocido”. La idea de los “seis grados de separación” parece especialmente aplicable a tu obra, ya que en cada giro revelas sincronías extraordinarias que ligan a personas separadas por el tiempo y el espacio. ¿Cómo se siente toparse con (o quizás elaborar) conexiones tan inesperadas?
    Al darle la mano a Stephen yo estaba conectado físicamente con su amante, Siegfried Sassoon, quien fue amante de Wilfred Owen, quien fue íntimo de Robbie Ross, quien fue amante de Oscar Wilde. Ser queer y no reproducir los propios genes físicamente es contrabalanceado por una reproducción cultural, que pasa de mano en mano. Es una manera de asegurar una identidad propia que el mundo hétero busca oscurecer o ignorar o prohibir. Los cambios de forma de Virginia Woolf y Herman Melville se conectan más vívidamente que si de alguna manera hubiesen estado emparentados genéticamente. Nos atrae lo que se asemeja a nosotros mismos. El animal está libre de legislación y restricciones, y así se convierte en un otro magnético, otro modelo de comportamiento no humano.

    Escribir sobre ballenas, por ejemplo, implica ser de manera irrevocable parte de la historia, de la narrativa, porque sabemos tan poco sobre ellas, pese a lo mucho que se nos parecen, o viceversa. Esta historia no concluye con las fechas de nacimiento y muerte de un estudio biográfico, sobre todo porque las grandes ballenas tienen una longevidad que va mucho más allá de la nuestra. Su ocupación de un ambiente ajeno las vuelve la encarnación última de una naturaleza queer. En especial, porque se definen mediante sus apegos emotivos —como individuos colectivos—, pueden ser más emocionalmente maduras que nosotros, ya que exhiben comportamientos sociales que no se definen por la heteronormatividad —o la homonormatividad, para el caso.

    Has dicho en un par de puntos diferentes de tu obra que “la naturaleza es queer”. ¿Cómo influye esa noción de queerness —casi siempre presente, pero tan raras veces aceptada o reconocida— en tu propio trabajo?
    Por supuesto que la naturaleza es queer, porque otras especies cambian de forma y de sexo. La definición decimonónica del homosexual fue balanceada por los “amantes de la naturaleza” que buscaban refugio en el mundo natural —Percy Shelley, Melville, Edward Carpenter, Thoreau, Whitman, Wilde (el primer nadador salvaje)—, al escapar de la categorización industrial de la gente para poder organizarse. De ahí el retiro de Derek Jarman a Dungeness. La persona soltera —mujer u hombre— no se ve desafiada en el ambiente natural. Uno ahí no está separado, sino entero. La semana pasada un joven estudiante mío escribió un maravilloso fragmento de memoria en que aludía a su sexualidad y se pronunciaba “puro y completo” (no definido por lo que la gente presume que ha hecho con su pene). Para mí, esa es una frase hermosa, trascendente.

    Wilde escribió sobre la costa de utopía hacia la que siempre hemos querido zarpar. Como las estrellas vistas desde la alcantarilla. Como el hombre que cayó a la Tierra y a mi jardín. Si no creemos que podemos cambiar, ¿cuál es el punto?
    Estoy pensando en cambiarme el nombre a Oceanus.

    Parte de tu obra —El mar interior, por ejemplo— tiene un alcance global, pero otros trabajos parecen más transatlánticos, tanto en su sensibilidad como en su rango de referencias. ¿Puedes comentar esto?
    De adolescente odiaba que me dijeran que “viajar te abre la mente”. Yo decía que causaba lo contrario. Hasta mis 30 casi no había salido del país. Mi descubrimiento de América —en particular Estados Unidos, en particular Nueva Inglaterra— me propuso una manera enteramente distinta de ser. Yo podía ser alguien más, sin toda mi carga personal. Me sentí mucho más aceptado como artista. Es por eso que haber conocido a Pat de Groot, mi musa marina / la dueña de la casa que arrendé en Provincetown —sobre quien escribí en El alma del mar— fue tan importante. (Es extraño notar que se podría decir que mi padrino literario fue John Waters, tal vez una de las figuras queer más notables de EE.UU., quien fue el primero en invitarme a Provincetown luego de que reseñó mi primer libro para The New York Times y estableció mi carrera allí, y quien fue responsable de mi renacimiento ballenero). Fue cruzar el Atlántico lo que me empoderó, como si hubiera absorbido la energía del océano a medida que pasaba sobre él. Es casi como si hubiese ido a la luna. Es la razón por la que Melville se volvió tan importante para mí. Él me llevó ahí, a través de Billy Budd, a las ballenas, luego a Moby Dick, y de vuelta a mi amor infantil por los animales y mi temeroso amor por el mar. Las conexiones entre la historia natural y humana casi parecen inventadas en retrospectiva. En 1609, Stephen Hopkins navegó desde Southampton en el Sea Venture, que naufragó en Bermuda e inspiró La tempestad de Shakespeare (una obra que tiene mucho que ver con la naturaleza queer, tal vez su fábula fundacional); en 1620, Hopkins regresó a Southampton (cuyo conde era el amante del dramaturgo) solo para navegar de vuelta, en el Mayflower (su hijo, Oceanus, nació durante la travesía), a Provincetown…

    Hay una hebra utópica en tu trabajo, también una veta rebelde, y las dos se reúnen en las historias que cuentas sobre hombres y mujeres extraordinarios, quienes emprendieron la búsqueda de mundos alternativos o de plano intentaron (e inevitablemente fracasaron en) escapar del mundo, solo para caer de vuelta a la Tierra. ¿Qué tan importante es el pensamiento utópico para ti, y qué dice sobre las posibilidades de cambio?
    El cambio es mi utopía. El punk, que definió en gran medida mi actitud y me permitió vivir bajo los preceptos establecidos por el starman, es en esencia un impulso utópico; aunque, irónicamente, mi conciencia política, engendrada por el punk, también me hizo virulentamente antiestadounidense —al punto de que me negaba a usar blue jeans— hasta que llegué ahí. (Todavía me niego a usar blue jeans). Estados Unidos retiene, contra toda probabilidad, su origen utópico (pese a ser también su opuesto exacto). Es un ejercicio de ser. Aunque por supuesto que como lugar de veraneo para los pueblos pequot, nauset y wampanoag, la bahía del Cabo Cod también era una especie de utopía. Puede que sea por eso que atrae al indio que hay en mí. Wilde escribió sobre la costa de utopía hacia la que siempre hemos querido zarpar. Como las estrellas vistas desde la alcantarilla. Como el hombre que cayó a la Tierra y a mi jardín. Si no creemos que podemos cambiar, ¿cuál es el punto?

    Estoy pensando en cambiarme el nombre a Oceanus.

     

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    Entrevista publicada en el sitio Land Lines Project, en marzo de 2019. Se traduce con autorización del entrevistado y los autores. Traducción de Sebastián Duarte Rojas.

  32. El novelista supremo

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    La obra de Mario Vargas Llosa funciona como un faro de creatividad y constante desafío para quienes deseamos atravesar el camino de la literatura. Este oficio no se trata simplemente de contar historias, porque para escribir también es imprescindible pensar la forma material en que el relato es diseñado y erigido sobre el papel. Y eso es lo que Vargas Llosa expone con singular maestría. Tal vez el arte de transmitir historias a otros sea la experiencia narrativa más remota de los seres humanos, pero la literatura como arte autónomo, y en especial la novela como su forma suprema, es estrategia, tiempo, andamiaje y decisiones de estilo, todo esto para intervenir disruptivamente en el estado de la realidad. Ni más ni menos eso es lo que provoca la novela en todos aquellos que observan críticamente el devenir del mundo, y para quienes la política, los credos, los sistemas económicos y cualquier otro dispositivo de sociabilidad son insuficientes para relacionarnos con nuestro entorno y con nuestra propia intimidad síquica.

    Pienso que no existe otro novelista que haya empujado los límites de la mencionada correlación entre relato, forma, lenguaje y temporalidad como lo hizo Vargas Llosa. Esto no quiere decir que lo considere el “mejor” novelista —no creo que en literatura existan esta clase de jerarquías—, ni que otros autores no hayan podido alcanzar tal nivel de excelencia en este arte, pero creo que nadie como él fue capaz de autoimponerse determinadas fronteras en cada una de sus novelas, contornos que produjeron excelsitud, como si la libertad de creación y la superación de la novela como género, dependieran intrínsecamente de los parámetros que el artista fija para cada nueva aventura narrativa.

    La ciudad y los perros es un prodigio de madurez estilística, con esa multiplicidad de voces que se contraponen y se pasan la posta del relato para contarnos la experiencia brutal y violenta del Colegio Militar Leoncio Prado. Para dar con el efecto coral y de disociación aberrante que padecen los conscriptos, los capítulos parecieran sufrir una suerte de distorsión expositiva, en la cual el lector no es capaz de ubicarse en plenitud hasta que se adentra en la narración y va adquiriendo consciencia de lo que ocurre.

    Por supuesto, no todas sus novelas consiguieron llegar a esa altura soberbia que el propio autor impuso con cada una de sus arquitecturas específicas, pero se me ocurren algunas que provocan, en su mismo desarrollo, un big-bang y la posterior creación de un universo prodigioso, desmesurado, atrevido, pero en todo momento coherente con sus reglas internas. Pienso en La ciudad y los perros —publicada cuando el autor tenía 26 años—, La casa verde, Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo e Historia de Mayta, por mencionar aquellos tótems a los cuales vuelvo una y otra vez, en los que siempre encuentro sorpresa y maravilla. En todas estas novelas, tan distintas entre sí, pero donde el autor impone su voz y su condición de estilista único, se aprecia con claridad cuán importantes son esas predeterminaciones con las que trabaja Vargas Llosa, que son necesarias no solo para construir la novela, sino también para llevar ese artefacto narrativo hacia su máximo potencial de expresión.

    La ciudad y los perros es un prodigio de madurez estilística, con esa multiplicidad de voces que se contraponen y se pasan la posta del relato para contarnos la experiencia brutal y violenta del Colegio Militar Leoncio Prado. Para dar con el efecto coral y de disociación aberrante que padecen los conscriptos, los capítulos parecieran sufrir una suerte de distorsión expositiva, en la cual el lector no es capaz de ubicarse en plenitud hasta que se adentra en la narración y va adquiriendo consciencia de lo que ocurre. Toda aquella prosa de ritmo incansable, al servicio de los múltiples puntos de vista, deudora, claro está, de Faulkner en primer lugar, da muestras de un talento y oficio deslumbrantes y precoces, sobre todo considerando —como el mismo Vargas Llosa expresó alguna vez— que la narrativa, a diferencia de otras artes (como la música o la pintura), no es prematura. Por el contrario, para madurar necesita experiencia, lectura, oficio, vida.

    Uno se pregunta cómo llegaba a esos entramados, qué ocurría en la cabeza del escritor para encontrar el diseño estructural de Conversación en La Catedral, por ejemplo, donde las temporalidades se deforman, se pliegan y se abren en torno a esa jornada de cervezas y revelaciones, saltando al pasado y volviendo otra vez al que es posiblemente el diálogo más indeleble de la literatura latinoamericana, ese donde las palabras agrias de Zabalita y el negro Ambrosio exponen el horror latinoamericano como una condena persistente y arquetípica.

    Este afán por el lenguaje crece todavía más en La casa verde, donde existe casi una simbiosis entre el estilo cargado de la prosa, con el entorno agobiante en el que se desarrollan los hechos, algo que también es trabajado en La guerra del fin del mundo. Uno se pregunta cómo llegaba a esos entramados, qué ocurría en la cabeza del escritor para encontrar el diseño estructural de Conversación en La Catedral, por ejemplo, donde las temporalidades se deforman, se pliegan y se abren en torno a esa jornada de cervezas y revelaciones, saltando al pasado y volviendo otra vez al que es posiblemente el diálogo más indeleble de la literatura latinoamericana, ese donde las palabras agrias de Zabalita y el negro Ambrosio exponen el horror latinoamericano como una condena persistente y arquetípica.

    Está también el Vargas Llosa ensayista (al cual sus detractores progresistas han intentado minimizar, como una estrategia para cobrarle su viraje hacia el liberalismo), cuyas ideas y reflexiones se erigen como un camino paralelo al del novelista, exhibiendo tanta destreza y excelencia como demostró en la ficción. Y también el Vargas Llosa reportero (el escritor situado o, si se quiere, el intelectual público), el autor de teatro y el que firmó esa obra maestra del cuento llamada Los jefes. Todas estas versiones del creador dan para un extensísimo ejercicio reflexivo y de escritura, por cierto. Yo he querido aquí, con motivo de su fallecimiento, ensayar algunas líneas breves acerca de su supremacía en el arte de la novela, conseguida, pienso, gracias a su ambición y a esa disciplina férrea que plasmó tanto en su vida laboral como en las directrices que diseñaba para comandar cada uno de sus proyectos literarios.

    Estoy convencido de que su obra tendrá un largo aliento. Todavía nos queda mucho por releer y descubrir no solo nuevas interpretaciones; también volver a maravillarnos con lo que antes ya nos había deslumbrado. No me imagino una cualidad más poderosa en una obra narrativa.

  33. El malabarista

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    Nuestra poesía popular es un suspiro colectivo de impotencia”.
    Emil Cioran

    Para que el espíritu revolucionario se vuelva materia de poesía tendría que devenir en tristeza, decepción, derrota empozada como el aceite donde se fríen las sopaipillas en la Alameda; evocando el universo poético de José Ángel Cuevas, o por lo menos en una pregunta que él mismo se hizo en otro de sus versos: “De qué sirve la revolución”. De lo contrario, todo se vuelve discurso, panfleto, y la literatura no está para eso, menos la poesía; como escribió Bataille en su ensayo “¿Es útil la literatura?”: “No puede ser útil porque es la expresión del hombre —de la parte esencial del hombre— y lo esencial en el hombre no es reductible a la utilidad”.

    A los 27 días de mayo del año 70 / un hombre se sube sobre sus derrotas”, escribió Silvio Rodríguez en la canción “Oda a mi generación”; escucharla, según mi papá, limpiaba el alma en los años de dictadura. Para subirse arriba de las derrotas no solo hay que haber sobrevivido, sino también tener la fortaleza, la reciedumbre para levantarse luego, y más aún si esas derrotas son también las de una generación. Alguien provisto de “decencia y buena fe”, calificativos que por estos tiempos andan perdidos, podría persistir. José Ángel Cuevas en sus poemas se refirió a los años 70 como “la época de los buenos sentimientos”, y es probable que así fuera, algo necesario cada cierto tiempo para limpiar el alma del mundo, aunque más tarde todo devenga inevitablemente en desengaño.

    Una vez naufragada la esperanza, la lucha en este caso continúa en las palabras, única hermandad que sobrevive: “El poema en algún momento puede preservar / hacer // cariño // echar viento al cadáver de un país”, escribe el poeta José Ángel Cuevas, quien insufló de ese viento sus palabras y fue con ellas el malabarista de una generación, como canta Silvio. Se mantuvo con un pie en el aire, sosteniendo apenas, aunque con determinación, la precaria sobrevivencia, vivir al dos y al tres liquida al yo y sin embargo el poeta hace malabares y “aprendió a existir con lo mínimo”. No solo por él, sino por un pueblo y su gente menospreciada, por los que quedaron “sentados a orillas del camino de la vida” como los sujetos del poema “Los alcohólicos de Chile”, donde “el alcohol lo va cubriendo todo”: antidepresivo cuando no hay plata ni para consulta ni para remedios, aunque a la larga sea también un depresor en su círculo vicioso. Hay que ser fuerte para no morir en sus garras, amigo en la noche de los cantos ebrios, enemigo del sol de la mañana.

    Quizás no fue tanto un país el que desapareció, sino más bien la forma que se tenía de estar en él: el ocaso de un estilo de vida. Y aunque, como escribe [José Ángel Cuevas], ‘la poesía no le importa a nadie’, sus versos fueron un acto de resistencia ante la desaparición de dicho mundo, y a la vez un recorrido por Chile, un recorrido vital.

    Cuevas muestra en sus poemas un país vencido, cansado, un país que degradó los sueños de su gente por exceso de realidad, y que no le tuvo cariño. Un Chile de gente ahogada en la pena y la falta de esperanza, y por lo tanto la alegría, el canto y el baile se perdieron en la inmensidad de la noche, aunque el poeta mantuvo como brasa encendida la memoria de una colectividad de ojos vidriosos que logró sobrevivir a un tiempo y a un lugar donde el yo se alzó con prepotencia de uniformado. “El arte no tiene futuro inmediato porque todo arte es colectivo y hoy ya no hay vida colectiva (no hay más que colectividades muertas)”, escribió Simone Weil. Cuevas tuvo la capacidad de seguir cuando de golpe todo fue vencido, cuando la comunidad se estrelló contra la nada de una utopía social, fue “el emisario de un país vencido / impago / tartamudo”. La imagen de “Un paraíso que se quebró” es la que persiste en los ojos del poeta, como si toda lucha colectiva fuera finalmente una derrota individual. Lugares donde dios no se apareció, o lo hizo en el fuego que ardía en la población. Y quizás no fue tanto un país el que desapareció, sino más bien la forma que se tenía de estar en él: el ocaso de un estilo de vida. Y aunque, como escribe, “la poesía no le importa a nadie”, sus versos fueron un acto de resistencia ante la desaparición de dicho mundo, y a la vez un recorrido por Chile, un recorrido vital: Ferrocarriles del Estado, “era Chile el que pasaba por sus ventanas abiertas”, el barros luco, el completo con té, canchas de fútbol en las que no se vieran hombres con las manos en alto sino pichangas de domingo; leer su poesía tiene un efecto de reconstrucción o restitución de un tiempo, aunque “piden que no se les hable más del pasado / que un artista debe producir novedad”. Su sintaxis es la de una emoción puesta al servicio de una colectividad. Y su palabra nos recuerda que muchas veces el poema está afuera, vivo entre la gente. Mantener y sostener el habla de un país herido no es poco, sobre todo cuando el olvido se hace cada más presente; es el poeta quien nos viene a recordar cuando “ya nadie se acuerda”. Hay algo conmovedor en sus poemas, y es que pese a todo mantienen un temple, una fe, un espíritu de barrio: “La Fiesta debe seguir / Porque el sol vigila nuestros pasos”, escribió. Sus poemas son y siguen siendo en este sentido una mesa puesta y desplegada con su vaso de vino, su pebre, su pan, y en ella se puede estar sin hablar, y eso parece recomponer los huesos.

    El estallido social, pienso, le debe haber pegado como un fulgor, un espejismo en sus ojos vidriosos, una esperanza hundida tiempo después en la más profunda soledad: doble, triple derrota la de ser chileno. Leyendo a Pepe Cuevas recordé una imagen que me llegó de Pato Manns un par de años antes de su muerte, cuando dio un concierto en el Jagger’s de Viña del Mar: esos pubs que terminan con un incendio en la cocina para cobrar el seguro ante su quiebra inminente. Desconozco si ambos se conocieron, pero si Cuevas hubiese estado ahí habría escrito un poema hermano y digno en honor al músico excepcional que canta “Arriba en la cordillera” en un pub casi vacío la noche de navidad.

  34. Amazonía: de árboles y aguas

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    El árbol llamado sumauma es el más alto, se dice, de Amazonas. Es un árbol abuelo que conecta la tierra con el cielo. Puede medir 90 metros. Puede vivir 120 años. Tiene una especie de alas que penetran la tierra y devienen raíces incrustadas en lo profundo de ella. Desde allí absorbe el agua para hidratar no solo su cuerpo vasto, sino su medio, con generosidad. Esas alas rígidas protegen y conducen al interior del tronco. Conducen a universos diferentes, en donde moran los espíritus de la selva. A su lado el hombre es un pigmeo casi invisible entre la flora circundante. En ese medio, consignó Euclides da Cunha en A margen da história, “el hombre es un intruso impertinente”.

    Sin embargo, existe un árbol mucho mayor. La ancestralidad conecta a los hombres con su entorno. Está viva. Es potente. En la cultura witoto ese árbol se llama Moniya Amena, y es el árbol de la abundancia. Se trata del árbol mitológico que dio origen a la configuración del territorio amazónico. Se habla de seres míticos que lo derribaron y su cuerpo caído dio lugar con el tronco al gran río Amazonas, y a la maraña de tributarios con sus hojas y ramas. Así surgieron los igarapés, los furos, brazos de río mayores o menores que lo pueblan. A través de ellos salta y se desliza el agua que viene desde lo alto de los Andes, cruzando el Pongo de Manseriche en el Marañón, a través del Madre de Dios, el Napo, el Putumayo, el río Negro, el Solimoes, hasta dar forma al gran Amazonas, que corre hasta desembocar en el Atlántico. Así, el árbol madre se inscribe en la tierra y por su seno pasa el agua que alimentará las riberas, diseñará las várzeas, humedecerá el humus, hasta situarse en el origen de las germinaciones.

    En esos espacios todo es movimiento, vida, crecimiento y muerte.

    En el río, mujer y hombre trabajan, descansan, enamoran, crían a sus hijos que desde siempre se manejan en el líquido chapoteando, nadando, gritando, hundiéndose, surgiendo de pronto con una carcajada. Las comunidades son variadas: caboclos, mestizos, indígenas, quilombolas. También comunidades de migrantes diversos de distintos lugares y tiempos. El río les permite la vida, les comanda la vida y se manejan entre la subida y la bajada, entre la inundación y el retiro de las aguas.

    El hombre de estas zonas es un ribereño, construye sus aldeas allí, a la orilla del río. Su horizonte es el agua; la selva que lo rodea, una muralla en la que los pasos abren brechas y construyen poco a poco los senderos. Del río se alimenta, la pesca le da el sustento. Allí construye trampas para los peces, las delimita con varas que surgen por encima del agua. Allí hace su vida: se traslada con su embarcación a remo, los niños van a la escuela en una hecha a su medida, que manejan con destreza. En el río, mujer y hombre trabajan, descansan, enamoran, crían a sus hijos que desde siempre se manejan en el líquido chapoteando, nadando, gritando, hundiéndose, surgiendo de pronto con una carcajada. Las comunidades son variadas: caboclos, mestizos, indígenas, quilombolas. También comunidades de migrantes diversos de distintos lugares y tiempos. El río les permite la vida, les comanda la vida y se manejan entre la subida y la bajada, entre la inundación y el retiro de las aguas. Entre el sembrar y el cosechar, entre la luna menguante y el pleno sol, el que crece las plantas. El tiempo lleva su ritmo. Su diálogo es con los árboles, las piedras, los animales, el río. Escucha hablar a los peces y conversa con el curupira —el chullachaqui del lado andino—, el guardián de la selva, para que le permita cazar. Las jóvenes sueñan con el Boto, que vendrá en algún momento con su disfraz de joven gallardo, las llamará y las cortejará largamente hasta hacerles un hijo, para volver al fondo del río con su forma normal de delfín y dejarlas con la nostalgia de lo vivido. La vida está regulada por el río y por los interdictos del agua. Agua generosa y amenazadora al mismo tiempo. Agua hermana y agua traidora.

    Pero la mayor traición, el mal mayor, viene de afuera.

    A partir de mediados del siglo pasado los gobiernos militares de Brasil decidieron, desde las oficinas de Brasilia, “modernizar” la Amazonía. Lo vieron como un territorio vacío, de riquezas sin explotar. Brasil tiene el mayor territorio amazónico. Para los siete países restantes, este representa una superficie menor. Pero fue en el Putumayo, entre Perú y Colombia, donde sucedió el episodio que marcó la historia de la región: allí quedó manchada el agua con la sangre de los seringueros, los trabajadores del caucho, a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Allí hubo trabajadores nordestinos traídos con engaño, indígenas arrancados de sus comunidades, hubo esclavitud, tortura, muerte. El período del caucho, una historia del extractivismo en Amazonía no suficientemente conocida, ocurre en el momento de desarrollo de la aviación, el telégrafo y el gran salto de las comunicaciones: todo alrededor del agua. Ella dio lugar a que se construyera el gran Teatro Amazonas, en Manaos; a que los seringueros, en el interior de la floresta, trabajaran al ritmo de la Bolsa de Londres. De hecho, a Manaos, adonde se llegaba únicamente por el río, se lo llamó “el París de los trópicos”. Esta es una de las duras historias del agua. Del seringal no se podía huir, había solo río y selva.

    Brasil tiene el mayor territorio amazónico. Para los siete países restantes, este representa una superficie menor. Pero fue en el Putumayo, entre Perú y Colombia, donde sucedió el episodio que marcó la historia de la región: allí quedó manchada el agua con la sangre de los seringueros, los trabajadores del caucho, a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Allí hubo trabajadores nordestinos traídos con engaño, indígenas arrancados de sus comunidades, hubo esclavitud, tortura, muerte.

    El río comanda la vida, pero la modernización brutal la destruye.

    En los años 60, con el gobierno militar, en lo que era considerado la última frontera, comenzó a entrar la gran empresa. La extracción del oro ya existía en pequeña escala. Ahora ingresó la tecnología y se incrementó la extracción artesanal, el garimpo. La ilegalidad tomó el rostro de un hormiguero que destruye la tierra y apenas queda el socavón, como si fuese la boca de un volcán donde suben y bajan hombres-hormiga llevando sacos de tierra y barro —como en la fotografía de Sebastián Salgado—, en donde pueden encontrar algunos gramos de oro para vender en el pueblo más cercano. Una vez que se descubre el yacimiento, la “bulla”, la localidad se llena de bares y prostíbulos con precios exorbitantes: todo se paga en gramos de oro. El gran problema es que los ríos quedan envenenados con el mercurio necesario para separar el oro de lo desechable. Entonces el agua se vuelve traicionera. Sucede algo parecido ahora en las cumbres, en donde los glaciares dan lugar al nacimiento de los ríos. La nieve deja el espacio para que el agua que se desprende de ella incorpore los metales de las piedras milenarias que se abren recién a la luz. Son residuos que envenenan los cauces. Ya no es la gran empresa, aunque está en el origen del proceso, es algo peor: el cambio climático. Es lo que está sucediendo hoy.

    En el río Xingú, actualmente se da otro gran problema: la disminución del agua de los afluentes que alimentan el Amazonas. El proceso de modernización toma en este caso el rostro de la construcción de grandes carreteras que se diseñan con criterios que no tienen que ver con las poblaciones ni con el medioambiente. La Asociación Tierra Indígena del río Xingú tomó siete años y seis meses para convencer al Estado de alterar el trazado de la BR242. Probaron que se podía hacer un diseño alternativo, sin la deforestación prevista de 40 kilómetros cercana a la naciente del río Xingú, recurriendo a la Convención 169 de la OIT. La organización de ellos y su determinación hicieron llegar la negociación a buen término. La tala indiscriminada significa desecamiento de los ríos, muerte de las nacientes, disminución de los peces, desequilibrios ecológicos y climáticos. Ella beneficia a los grandes productores, al monocultivo de la soya, la palma aceitera, al desarrollo ilimitado de la ganadería, con todos los perjuicios conocidos contra el medioambiente.

    Hidroeléctricas, tala indiscriminada, contaminación de las aguas, la maraña fluvial que diseña el perfil de la Amazonía pone en evidencia el peligro que significa el desconocimiento y el desinterés por su existencia en términos de naturaleza prístina, de bioma tanto acuático como terrestre, sano. Actualmente, investigadores e indígenas relatan modificaciones en el comportamiento de los animales, así como reducción en las poblaciones de pájaros.

    El éxito no fue, sin embargo, lo que sucedió con Belo Monte, al que se lo considera, como ha subrayado Liana Melo, “emblemático en alterar, drásticamente, trazos culturales, modos de vida y uso de las tierras de los pueblos indígenas”. No es en la naciente del río en este caso, sino en la llamada Volta Grande do Xingú, en Pará. Allí el problema está dado por la construcción de la gran hidroeléctrica de Belo Monte, la segunda mayor de Brasil y la tercera del mundo. La que lleva la electricidad al sur del país. Se trata ahora de un caso de oposición y lucha indígena, nacional e internacional. En su construcción se involucran tierras de diferentes etnias, que viven de la pesca y de los productos que se benefician de las aguas del río Xingú. Significa inundación de tierras y bosques, incluso de grupos no contactados, todos sin inmunidad frente a la llegada de personas ajenas a ellos, así como la destrucción de ecosistemas y biodiversidad. Esta lucha, en gran parte liderada por mujeres afectadas por embalses, comenzó en los años 80. Ha tenido un impacto enorme en la ciudad de Altamira, donde distintos tipos de violencia, entre ellas la sexual, surgieron debido al alza desmesurada de la población que se produjo con la construcción de la hidroeléctrica. La percepción de los habitantes del lugar está perfilada con dolor en la entrevista de Raimundo da Cruz e Silva, publicada el año pasado en la revista Sumaúma: “En el momento en que cortaron en el medio el Xingú y lo desangraron, también nosotros fuimos desangrados”.

    Hidroeléctricas, tala indiscriminada, contaminación de las aguas, la maraña fluvial que diseña el perfil de la Amazonía pone en evidencia el peligro que significa el desconocimiento y el desinterés por su existencia en términos de naturaleza prístina, de bioma tanto acuático como terrestre, sano. Actualmente, investigadores e indígenas relatan modificaciones en el comportamiento de los animales, así como reducción en las poblaciones de pájaros.

    El tema no atinge solo al territorio amazónico. Tiene que ver con todos nosotros. Las redes fluviales amazónicas, de las que en los últimos meses hemos visto imágenes escalofriantes de sequedad, no proveen solo de equilibrio a la temperatura del área. En razón de los cursos climatológicos, ellas regulan también la temperatura del sur del continente, así como por su poder de absorción de carbono son responsables de los equilibrios térmicos del planeta. No en vano el agua se sitúa en nuestro origen y en nuestra existencia como seres de la naturaleza. Uno de los cuatro elementos del fundamento para los filósofos presocráticos. No es un azar que en la Amazonía el agua envuelva la vida de quienes se sitúan más próximos al origen, y que sus imaginarios naveguen y se sumerjan en la profundidad del río. Desde allí extraen su comida. Lejos de ver al río como un “recurso”, la convivencia, la historia, el cotidiano les permite verlo como parte de ellos mismos, como un “abuelo”, como diría el filósofo brasileño Ailton Krenak. Uno puede preguntarse entonces si es esa comunicación trascendente con el mundo natural lo que hemos perdido y de la que necesitamos recuperar elementos y aprender. Si no es el afán modernizador a ultranza lo que nos ha conducido a la compleja crisis subjetiva y como sociedad que estamos experimentando.

  35. La torre de la esquina

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    Hacia mediados del siglo XIV Petrarca comenzaría la escritura de sus memorias anotando los márgenes del libro de cuentas que llevaba su padre. Común a la tradición medieval del libro de familia; el nombre, el matrimonio y la conducta de los hijos se sigue sin orden a la cantidad de leche vendida en una feria, a una receta para curar al caballo cuando espuma. De alguna manera, la tradición del catálogo excede a la tradición de las memorias: se dice que las primeras letras babilónicas, incluso, eran la simplificación del dibujo de un pan, de un pez, de un corte de carne. Rara doble agencia entre catálogo y memoria que justifica ciertos fragmentos de Rabelais, o la descripción de naves en Homero; a los cronistas en Indias, a Swift o a Montaigne, sin duda, y que hoy ha encontrado lugar en el blog o en el muro de Facebook: ese “desorden orgánico”, como llama Duby a estos libros de familia florentinos, ha venido a ser más orgánico, más desordenado. Más ancho, en total.

    Y tal es el caso de Álvaro D. Campos, seudónimo de Pessoa reciclado por un escritor chileno que atiende un negocio de esquina en Pudahuel. Hace años escribe casi a diario en el muro de su Facebook, desde su celular. Fragmentos, adagios, prosas, ensayos, como sea, va perfilando un cuerpo de texto con personalidad de gabinete, como las bellas descripciones de los tesoros ducales que da Eco: donde una pintura del Giotto existe al lado de un huevo huero, de una papa con forma de virgen. En las entradas de Diarios, siguiendo una tradición casi ilustrada, se reestablece la jerarquía entre pensamiento, diálogo y escritura. Como en Montaigne, el texto reclama la capacidad de escribir sobre todo, en desorden y con profundidad. Basta variar radicalmente las lecturas —porque eso es cultura lectora—, tener ojo y practicar. No es fácil. Campos consigue hablar de un momento y de un lugar en tres líneas que preguntan por qué alguien compraría un Chandelle a las nueve de la mañana; consigue revelar algo sobre la paternidad rescatando una cita de la oscura correspondencia de un autor célebre, como quien levantara una piedra para encontrar un hormiguero.

    Hay líneas maestras que rigen el texto, a pesar de la fragmentariedad de sus recursos. Solo que estos vectores son sencillamente humanos. A la muchas veces citada frase de Lezama: ‘Solo lo difícil es interesante’, puede sobreponerse la conclusión del doctor Charcot: ‘Lo obvio es lo más difícil’. Ambas perspectivas se juntan en Diarios, en estas líneas generales que lo sostienen: lo obvio, latente e inmediato, es lo que siempre debiera interesar a un escritor. El amor, la sexualidad, el mercado, las relaciones humanas, la compañía y la soledad; la mente, los libros, la tradición.

    Pero sí hay líneas maestras que rigen el texto, a pesar de la fragmentariedad de sus recursos. Solo que estos vectores son sencillamente humanos. A la muchas veces citada frase de Lezama: “Solo lo difícil es interesante”, puede sobreponerse la conclusión del doctor Charcot: “Lo obvio es lo más difícil”. Ambas perspectivas se juntan en Diarios, en estas líneas generales que lo sostienen: lo obvio, latente e inmediato, es lo que siempre debiera interesar a un escritor. El amor, la sexualidad, el mercado, las relaciones humanas, la compañía y la soledad; la mente, los libros, la tradición. De ahí la tendencia del libro por humanizar el perfil de escritores clásicos mediante sus diarios y su correspondencia, sobre todo el de los genios de los siglos XVIII y XIX. Que Tolstói cuestiona las convicciones humanitarias de alguien que hace vaciar el orinal a su sirvienta; que Flaubert dice no confiar en sí mismo ni apenas conocerse, en una carta que escribe a Colet —esa amante que lo rechazó patéticamente varias veces—; que Balzac escribió cuatro mil páginas de cartas de amor a la mujer que acabó abandonándolo en su lecho de muerte. La conversación entre Diarios —entre Álvaro Campos— y estas figuras parece estar en una permanente actualización.

    Y dan ganas de continuar algunas ideas del libro como si se estuviera conversando: de interrumpir con una anécdota, con un “una vez leí”. Pero sería, tal como suena, vulgar. Contradeciría el armazón del texto de Campos, en el que al final hay dos magnitudes: el todo (todo lo que está afuera, en tensión y en movimiento) y el uno (quien escribe en el celular, tras una vitrina, en un local, en una esquina de un barrio). No hay una red de personas que deshaga con puentes la oposición entre estas magnitudes. La soledad —y no es la mejor palabra, porque parece dichosa— está puesta al medio de cada entrada de este diario. Por eso es quizás uno de los libros más interesantes de los últimos años, y de los más eruditos sin duda: el diálogo aquí es con los muertos o, mejor, con los libros que los muertos escribieron, los que revelan un mundo siempre nuevo, mundo ancho y en desorden.


    Diarios, Álvaro Campos, Laurel, 2022, 180 páginas $11.000.

  36. Pedro Lemebel: un ícono de rebeldía

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    Allá estás, Pedro, mirándonos o, más bien, dándonos la espalda. A punto de arder, tu cuerpo irrumpe como siempre. Hace 10 años moriste para vivir más allá, aunque decidiste seguir por acá. Este homenaje, esquinero como te gusta, regresa a tu literatura para pensar todo aquello que no cabía al momento de escribir, que excedía los tiempos difíciles que viviste. ¿Qué llevas en la mano?, ¿un lápiz?, ¿una pinza?, ¿una bomba molotov? No lo sé. ¿Te declaras en rebeldía? Aquí, si te dignas a echar un vistazo, están desplegados tus libros y tus cosas, aquellas que se han multiplicado tras tu beatificación. Son ofrendas a tu incesante taconeo, al ardor de tus letras sobre el pavimento, a tu mar y cueca. No te escondas, nunca lo hiciste. Eres capullo y mariposa, eres la perpetua metamorfosis, la transformación infinita: los mil y un nombres de María Camaleón. Sí, te corrijo, pero también te escribo para decirte que te leemos, te seguimos leyendo, te prendemos velas, te ponemos flores y te llevamos aquí, cerquita del corazón. ¿No te sonrojas? Quizá más bien te rías con la risa más tierna de nuestro mundo incendiario. Este homenaje no es un homenaje. Es un acto de justicia, es la potente afirmación de que tus crónicas —sí, las tuyas— pertenecen a la sucia catedral de nuestra mejor literatura. Lo digo de nuevo por si no me oíste: este homenaje no es un homenaje. Quizá más bien sea una súplica. Tú que ya viviste tiempos difíciles, Santa Pedro Lemebel, ruega por nosotrxs.

     

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    A continuación, algunas imágenes de la muestra, cortesía de Andrea Jösch:

     

    Imagen de portada: Claudio Santana, Archivo La Nación, UDP.

     


    Pedro Lemebel: un ícono de rebeldía, curaduría de Andrea Jösch y Alejandro Arturo Martínez, del 10 de abril al 10 de julio, Sala Archivos UDP, Biblioteca Nicanor Parra (Vergara 324, Santiago).

    En el conversatorio de inauguración participan Soledad Bianchi (Profesora Honoraria UDP) y Óscar Contardo (periodista y escritor), modera Álvaro Bisama (director de la Escuela de Literatura Creativa UDP) y presenta Alejandro Arturo Martínez (director del programa Archivos UDP).

  37. Las ciudades se escriben con detalles pequeños: callejeo y observación

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    Mirar, escuchar, vagabundear, ser flâneur en la ciudad que habitamos o en la que visitamos por primera vez. Dejarse llevar y dejarse asombrar. Observar con el rabillo del ojo. Descubrir las nimiedades, los sitios que solo tienen interés para uno mismo. Y escribir apañados por la singularidad de la propia mirada.


    Para quienes hemos crecido en pueblos pequeños de provincia, las grandes ciudades siempre tuvieron una mezcla de fascinación y espanto, de atracción y rechazo. Las construcciones encastradas como en un tetris, el gentío, los olores, los sonidos, las luces. Algunos, como yo, hemos ido tras ellas, seducidos por las luminarias de faroles y carteles de neón igual que polillas, aun a riesgo de pulverizarnos y arder en esa luz.

    Cuando era chica, la ciudad era el sitio de donde una ya no volvería la misma o del cual tal vez no volvería nunca. La ciudad era la posibilidad de perderse para siempre, de desaparecer o de transformarse en otra persona. Les pasó a las tías de mi madre que se fueron jovencitas en busca de trabajo, regresaron los primeros años al pueblo para las fiestas, después en forma de cartas esporádicas y más tarde fueron solo muchachas en viejas fotografías del álbum familiar. Les pasó a dos tíos míos. Uno murió solo en una casa que nunca visitamos, en condiciones poco claras. El otro se pegó un tiro en una casa que tampoco conocimos.

    La gran ciudad siempre fue el lugar de las grandes promesas: salir de pobre, hacer fortuna, brillar en una profesión, triunfar como artista. En la película Soñar, soñar, de Leonardo Favio, cuando uno de los protagonistas se está yendo, salen a dar vueltas con otro en una bicicleta voceando: “¡Carlitos se va para Buenos Aires a trabajar de artista!”. La mudanza de uno, la posibilidad de irse hacia un futuro de oro, es celebrada por todo el pueblo.

    Cuando yo tenía ocho años, mi abuela Siomara también decidió emigrar a la metrópoli para trabajar de mucama. Una decisión osada para una mujer de casi 50 años, viuda, a principios de los 80. Pero lo hizo y fue una enamorada de Buenos Aires hasta el último día de su vida cuando, contra sus deseos, terminó otra vez en el pueblo al cuidado de mi madre y mi tía. Nunca antes había salido más allá de algunos pueblos vecinos y todo habrá sido sorpresa para ella: los ascensores y las escaleras mecánicas, los rascacielos, las vidrieras de las grandes tiendas del centro, los teléfonos públicos desde los que a veces nos llamaba a la casa de la vecina pues nosotros no teníamos teléfono. En sus días libres, por lo general desde el sábado después del mediodía hasta el domingo por la noche, la abuela tenía un lapso de tiempo para sí misma. Pero cobraba un sueldo de mucama y casi no conocía a nadie en Buenos Aires, no podía permitirse grandes lujos en esa ciudad que no paraba de exhibirlos. Su entretenimiento durante los francos del trabajo habrá sido caminar a la deriva como una flâneur, observándolo todo con sus ojos de mujer provinciana, dejándose seducir por la novedad, y, al mismo tiempo, tratando de pasar desapercibida, de ser una más de las que se sentaba en la plaza San Martín a darle de comer a las palomas o de las que entraba en un cafetín porteño de Avenida de Mayo a tomarse un cortado.

    En esas caminatas solitarias, la abuela miraba para conocer, miraba por curiosidad, pero también miraba para contar. Tal vez el mismo domingo en que volvía a su pieza de servicio en la casa de los patrones, empezaba a escribir una carta que quizá suspendía al rato porque al otro día había que madrugar, y retomaba los días siguientes en los descansos que le permitía su trabajo. La abuela no había terminado la escuela primaria, pero había aprendido a leer y a escribir. Tenía una letra filosa y apretaba mucho la birome contra el papel, tenía errores ortográficos y de puntuación, pero, sobre todo, tenía el deseo de contarnos en esas cartas la ciudad que estaba descubriendo.

    Sus cartas eran también mapas personales, un itinerario particular y muy suyo. Quizá, aunque después las echara al correo y llegaran a nuestras manos, a esas cartas las escribía para sí, para registrar esa ciudad que conquistaba un poco más en cada paseo.

    Sus relatos estaban ocupados en cosas importantes, por ejemplo monumentos, el cambio de guardia de los granaderos en el cabildo, o las pinturas de Quinquela Martín en el barrio de La Boca, pero también había lugar para cosas pequeñas: la floración de los palos borrachos en la avenida 9 de julio, una mercería que en su vidriera tenía exhibidos más de mil botones diferentes, ni uno igual a otro, los peinados que usaban las mujeres paquetas, o las gracias que hacían los monos una vez que fue al jardín zoológico. Esos detalles eran los que más me gustaban. Tal vez porque ahí estaba la mirada de la abuela, porque esos detalles me contaban lo que no podía contar nadie más que ella.

    Sin tener ninguna intención de convertirse en escritora, la abuela había aprendido que toda escritura empieza simplemente en un detalle. Eso decía la querida Hebe Uhart: para encontrar las particularidades de un lugar, hay que escribir desde los detalles que se observan.

    Pero además de esos paseos semanales que la alejaban del barrio donde vivía y trabajaba, en las cartas también había referencias a esa minúscula porción de la ciudad que eran el edificio y un radio de dos o tres cuadras adonde iba cada día a hacer las compras y cumplir con recados de su patrona. Las personas que iba conociendo, otros trabajadores y trabajadoras como ella: el portero con el que alguna vez dejó entrever que podría haber habido un romance, una mucama paraguaya que le pasaba recetas de cocina de su tierra, el carnicero del mercado o la viejita que mendigaba a la salida de la iglesia: ellos también eran esa ciudad, esa geografía nueva que la abuela relataba en sus cartas.

    Creo que en esa época, a mis ocho o nueve años, cuando esperaba con ansiedad las cartas de la abuela (y por sus cartas), decidí que yo me iría también un día a vivir a la gran ciudad, Buenosaire como le decíamos aspirando las eses, o la Capi como decíamos para hacernos los interesantes. Algún día iba a subirme a un micro y a cruzar el puente de nombre tan hermoso (Zárate Brazo Largo) que separaba mi provincia de la capital. Pasaron alrededor de 20 años hasta que seguí los pasos de la abuela que entonces se había jubilado y vivía en el conturbado bonaerense con mi tía Sara. Esos primeros tiempos hacía lo mismo que ella: caminar, deambular, al principio solo por el barrio, después sintiéndome más confianzuda, con la Guía T (la predecesora del Google Maps, una guía en papel, con mapitas y medios de transporte que te llevaban donde quisieras ir) siempre agarrada en la mano, tomándome el subte o el colectivo para ir cada vez un poco más allá. Prefería siempre el colectivo porque podía ir mirando la ciudad por la ventanilla. A veces me perdía, me pasaba una parada y ya no sabía dónde estaba, me asustaba y siempre pensaba en la abuela. ¿Se habría perdido más de una vez? ¿Qué habría hecho? ¿Habría preguntado a alguien cómo volver? ¿Se habría desesperado? Y, aun sin perderme, muchas veces me pregunté si la abuela también se habría sentido sola, como a veces me sentía yo, en la ciudad inabarcable.

    Sin tener ninguna intención de convertirse en escritora, la abuela había aprendido que toda escritura empieza simplemente en un detalle. Eso decía la querida Hebe Uhart: para encontrar las particularidades de un lugar, hay que escribir desde los detalles que se observan.

    Esas expediciones de reconocimiento me gustaban mucho. Era sorprendente todo lo que se veía mirando hacia arriba: balcones, molduras, cúpulas, viejas gárgolas, veletas de hierro, yuyos creciendo en las cornisas… y si miraba hacia abajo: las rejillas de los subtes, placas doradas que decían algo así como aquí pisó el Papa, flechas indicadoras, baldosas de distintos tipos, tamaños, colores, texturas, además de colillas, basura y mierda de perro.

    Hace 25 años que vivo en Buenos Aires, casi la mitad de mi vida. Sin embargo no llegué a conocer ni media ciudad. Todavía me sigue asombrando. Es que es imposible conocer entera cualquier ciudad porque las ciudades están vivas y cambian todo el tiempo. A fines de los años 20 y principios del 30, Roberto Arlt fue columnista del diario El Mundo y allí publicaba sus famosas Aguafuertes porteñas: textos muy breves donde narraba barrios, personajes, oficios a punto de extinguirse. Varios de ellos hablan del barrio donde vivo, Flores, pues Arlt también era vecino. Cada tanto las busco y las releo, es impresionante desmontar el paisaje que conozco (edificios, calles asfaltadas, tráfico, gente más gente, comercios, cemento) y verlo a través de los ojos de Arlt: mucho verde, quintas de fin de semana, carros tirados por caballos. Si lo pensamos 100 años no parece tanto tiempo para una ciudad, si ahora las personas viven 80, 90 años. Sin embargo esa ciudad de las Aguafuertes ya no existe hace décadas. Pero a veces es posible encontrar algo, un gesto de aquella ciudad, perdido entre edificios modernos, aflorando en una grieta del asfalto o en una excavación para extender las líneas del subterráneo. Pequeños detalles. Destellos de otras épocas que sobreviven. Si se fijan, detalles y destellos son palabras parecidas.

    Hace un tiempo hicimos una remodelación bastante radical en la casa. Con los arquitectos descubrimos que la casa original era de 1910 y había tenido otra reforma grande en los años 70, así la conocimos y la vivimos durante mucho tiempo. Los arquitectos sostenían que debajo del cielorraso de yeso, debía tener bovedillas de ladrillos vistos como se usaba en esa época. Efectivamente, los albañiles picaron hasta llegar a la bovedilla que fue restaurada. Solo pudieron recuperarla en el comedor, el resto ya estaba tan intervenido que fue imposible. Pero rescatar esa parte fue como honrar la memoria de la casa, traer al siglo XXI un pedacito de principios del XX. Del mismo modo, la ciudad se va haciendo capa sobre capa.

    Por mis libros viajo varias veces al año a ciudades que visito por primera vez. Esos viajes suelen estar llenos de actividades y dejarme muy poco tiempo para pasear. Soy una mala turista, así que eso no me preocupa demasiado, pero sería una pena ir a un sitio que no conozco y solo ver un poco a través de la ventana de la habitación del hotel. Así que siempre intento hacer algunas escaramuzas. Por lo general googleo: “qué ver en tal lugar en un solo día”. Aparecen cinco o seis opciones, elijo una y voy hacia allí, menos por el interés de lo que me prometen que hay que ver sí o sí, que por la intriga de qué otras cosas puede haber cerca, en la periferia cercana de ese “sitio de interés”. Y les puedo asegurar que siempre lo más interesante no es el monumento, la catedral o el museo si no alguna otra cosa: una inscripción en el piso, tal vez una pintada que quedó de alguna protesta; una pegatina en un muro, un bar donde dos viejos toman una cerveza; el llamador de una puerta con forma de diablo, o el callejón donde los empleados de un restorán fuman acodados en los contenedores de basura.

    Una buena medida podría ser anotar estas impresiones, detalles, escenitas mínimas, cosas oídas al pasar, en una libreta, en un diario, en las notas de voz del teléfono y después recurrir a ellas cuando necesito material para escribir. Pero lo cierto es que nunca lo hago. Me gusta creer que las cosas que nos impactan realmente quedan en la memoria. Y que lo que se pierde será porque al final no era tan interesante. No tomo notas, pero sí me gusta sacar fotos. Algunas de esas fotos están pasando aquí ahora en la pantalla. También en el encuadre busco el detalle. No me importa toda la iglesia, por ejemplo, sino solo la virgen pequeñita, perdida en la inmensidad de la nave. No me importa toda la calle sino apenas el cablerío. No me importa el edificio, sino el grafiti que alguien estampó en una de sus paredes.

    Para escribir una ciudad, como para escribir absolutamente cualquier cosa, hay que detenerse; no literalmente, porque también las ciudades se escriben caminándolas. Me refiero a una especie de tiempo suspendido que se va a prolongar más allá de esa caminata, de ese día, y aquí de nuevo: lo que queda en la memoria, pero no en un primer plano del recuerdo: eso que puede volver días, semanas, incluso años más tarde.

    Hace ocho años escribo una columna en el diario Perfil, cada 15 días. Se llama Apuntes en viaje, así que una buena parte de esos textos tiene que ver con ciudades de distintas partes del mundo o con Buenos Aires. Son textos breves, no tanto como 100 palabras, un poco más, pero hay un límite de caracteres que a mí no solo me resulta estimulante sino que de alguna manera me ayudó a imprimirle un estilo a esos textos: no me interesa contar un relato completo, con una resolución. Sino que el texto termine cuando se me acaben los caracteres, sin que importe mucho si llegué a contar lo que quería contar o si terminé de desarrollar la idea. Lo curioso de escribir sobre un detalle nuevo que llama mi atención es que, por lo general, terminamos asociándolo enseguida a otras cosas, otras historias, momentos, incluso a otros detalles. Y aquí de nuevo pienso en la palabra destello que tanto se le parece: algo destella e ilumina otros recuerdos igual de minúsculos pero también igual de potentes para haber quedado allí el tiempo que sea que lleven, listos para empezar a desplegarse, a vivir de nuevo, actualizados. ¿Sabían que una garrapata puede vivir en estado de latencia, sin comer ni beber, unos 18 años? Esperando a que pase cerca de ella un animal de sangre caliente del cual prenderse. 18 años. Aunque sea una alimaña bastante desagradable, me causa admiración su paciencia y su persistencia. Y una dosis de ambas cosas: paciencia y persistencia, son buenas a la hora de ponerse a escribir.

    Ahora quiero compartir con ustedes algunos textos de la columna Apuntes en viaje.

    Cables

    Es sábado a la noche y estoy en la vereda de un bar, un boliche, en Bogotá. Salí a tomar aire, huyendo de la pista llena de cuerpos pegajosos, de perreo, luces y calor. Afuera se está bien. Afuera se agrupan muchachas y muchachos que están a punto de entrar, todavía frescos, todavía oliendo a perfume, el maquillaje intacto, la ropa en su sitio. Las letras de neón en el frente del bar resplandecen en la calle oscura. No es que sea particularmente oscura, si no que las calles de la ciudad parecen siempre en la penumbra, de noche pero también de día, ese cielo siempre gris, siempre a punto de llover o llovido o lloviendo. Y el cablerío. Los cables atraviesan las calles formando entramados inverosímiles; tensos en el mejor de los casos, colgando como bombachas vencidas la mayor parte del tiempo. Es imposible mirar hacia arriba y no sentirte un animal a punto de caer en la red de un cazador… podría decir pez y pescador, pero no porque en este caso la red enorme, gruesa, viene de arriba, caerá como una manta, una trampa sutil.

    Me quedo viendo el cableado, un poco mareada por los hilos que van y vienen, se enredan, tejidos por una araña perezosa. Pienso, me acuerdo, de una foto impresionante del mexicano Enrique Metinides, una de mis favoritas de El Niño como le decían sus compañeros de la sección policiales de los diarios de su época, pues Metinides empezó a trabajar como aprendiz de fotógrafo a los 10 años, todavía un chico de pantalones cortos, en la México de los 50.

    Un obrero yace sobre la red que forman los cables tal vez de un tendido eléctrico, tal vez telefónico. El cuerpo de espaldas, los brazos abiertos en cruz, en la foto se ve la raya perfecta del pantalón y los mocasines que vestía el operario. Casi no parece un cadáver, casi da la impresión de ser un trapecista que se ha dejado caer en la red luego de dar tres o cuatro vueltas completas en el aire.

    De estos cables el pensamiento va a los hilos tensos que forman como alambrados aéreos al costado de la ruta. He visto, hace un tiempo atrás, creo que luego de una temporada de inundaciones, cientos de miles de bolitas oscuras colgando de esos cables. Lo he visto desde la ventanilla del micro que hace el recorrido entre Paraná y Santa Fe, saliendo del túnel subfluvial, ya del lado santafesino. Las recuerdo como algo fuera de lugar en la postal de una mañana soleada, de cielo absolutamente limpio. El brillo de la seda entre los cables negros, la extrañeza de esas motas que parecían suspendidas en el aire, el reconocimiento (¿se podría decir reconocimiento si es la primera vez que se asiste a algo?) tardío, un poco espantado, bastante fascinado: arañas, cientos de miles de arañas de un tamaño lo suficientemente considerable para que se vean desde un vehículo a una velocidad promedio. Arañas o crías de arañas. En los cables, del mismo modo que entre los troncos de los espinillos. Redes cristalinas al costado de la ruta. Fue por la misma época en que volvieron los irupés a esa parte del Paraná. Por eso creo que fue en el tiempo de las inundaciones.

    Cuando entro de nuevo al boliche veo a una chica liliputiense, hermosa y perfecta en su tamaño diminuto. Nunca vi una mujer tan pequeña. Vestida como la mayoría de las muchachas con ropa ajustada y transparencias, se menea con su grupo de amigos. En las pantallas que cuelgan del techo Shakira se desquita, multiplicada, de su ex. Todos saben la canción de memoria, yo también la sé.

    Para escribir una ciudad, como para escribir absolutamente cualquier cosa, hay que detenerse; no literalmente, porque también las ciudades se escriben caminándolas. Me refiero a una especie de tiempo suspendido que se va a prolongar más allá de esa caminata, de ese día, y aquí de nuevo: lo que queda en la memoria, pero no en un primer plano del recuerdo: eso que puede volver días, semanas, incluso años más tarde.

    Comida china

    Cuando me mudé a Buenos Aires, a fines de los 90, los restoranes chinos eran una novedad para mí. Creo que en Paraná había abierto poco antes un diente libre chino, pero nunca había tenido plata para ir. Acá estaban en todas partes y eran baratos. Me acuerdo de los muebles feos: sillas de caño con asientos de algo parecido a la pana, los salones saturados de lámparas de papel, el olor dulzón y pegajoso de la salsa de soja, las bandejas metálicas rebosantes de chau fan tibio o arrolladitos primavera, crujientes y grasosos.

    Ya un poco harta del tenedor libre —que a mí nunca me rinde porque como poco—, una salida con amigos porteños me llevó a Cantón, en la calle Córdoba. Era a la carta, pero de precios accesibles y platos gigantes. La comida cantonesa era bastante más sofisticada. A los dos o tres años de mi primera visita, Cantón cerró y todos nos lamentamos la vez que fuimos y encontramos las luces apagadas y el local vacío.

    Entonces vino la época del delivery de comida china. Las bandejas de plástico hasta el tope de chau mien o salteado de vegetales o, por supuesto, los arrolladitos primavera siempre grasientos mas no crujientes, sancochados entre el plástico de la bandeja y el papel film con el que las sellaban. Ponían tanta comida y tantas vueltas de papel film que era imposible abrir los paquetes sin derramar una buena parte del plato.

    En algún momento, hará 10 años, dije basta a la comida china. No es que lo dijera como una promesa, simplemente nunca más se me ocurrió entrar a un restorán o pedirla por teléfono.

    Pero el año pasado fui a Santiago unos días. Mi amigo Diego pasó a buscarme por el hotel, para dar un paseo y almorzar. Hicimos una caminata larga, un día precioso, caluroso para ser agosto. Después de charlar un rato me preguntó si me gustaba la comida china porque quería llevarme a Lung Fu. Le dije que sí. Por más que ya no me gustara, siempre me parece de mala educación desairar el plan de un anfitrión. Y además, que dijera el nombre del lugar y no simplemente “un restorán chino”, debía querer decir algo. Seguimos caminando hasta la entrada de una galería. Esas galerías maravillosas que sobreviven a los malls chilenos, con carteles de neón en la entrada que marcan con flechas arriba, abajo, a los costados, indicando relojerías, casas de cambio, sex shops, comiquerías, ropa.

    Bajamos un piso por escalera. Ahí abajo todo era silencioso y más oscuro. Caminamos un trecho y entramos. Parecía aún más oscuro que afuera. Una mujer china, vieja y diminuta, asomaba atrás del mostrador de madera de la recepción. Nos indicó con una inclinación suave de la cabeza que siguiéramos adelante. Seguimos y nos topamos con una gigantesca pajarera vidriada desde el piso hasta el techo. Adentro había un árbol y un centenar de pájaros pequeños, de distintos colores, que volaban en su celda transparente o se posaban en las ramas del árbol. Era extraño. Daba un poco de miedo y un poco de asco tantos pájaros juntos. Pensé qué pasaría si rompían el vidrio y empezaban a pasar por sobre las cabezas y los platos de los comensales, llevándose mechones de pelo y restos de comida entre sus garras minúsculas.

    El salón estaba recargado de adornos, hermosos por separado, delirantes y también aterradores todos juntos. Una alfombra espesa y apelmazada por el tiempo y los vapores de los clientes y la comida, atemperaba el ruido de pasos, cubiertos, conversaciones.

    La comida era deliciosa, la mejor comida china que probé nunca. Pedimos los únicos wan tan vacíos del mundo y alas de pollo rellenas con cerdo.

    Asunción

    Al Lido se llega palmeando como se le decía a pasear por la calle Palma, varias cuadras de negocios y tiendas, por las que los asuncenos y las asuncenas salían a dar vueltas y engordar la vista en las vidrieras. Así empieza mi primer día en Asunción, palmeando, comiendo mbeju, chipa guasu y pastel mandi’o con su correspondiente Pilsen helada.

    Al mediodía el Lido, uno de los comederos más famosos de la ciudad, ubicado frente al Panteón de los Héroes, es un hervidero de gente y a veces hay que estar un rato al acecho para conseguir un lugar en la barra ondulada que ocupa todo el salón en redondo. Como una ola espumosa que rodea la islita de mujeres que trabajan allí, tomando pedidos, yendo a vocearlos al pie de una escalera (la cocina está en el primer piso), recibiéndolos y volviendo a depositarlos frente a los comensales. Sirviendo chops de Pilsen de mandioca o regular, haciendo licuados, acarreando platillos con un pan parecido a una brioche que fabrican allí mismo. Hay mucho ruido en el Lido, voces, cubiertos, vasos, sin embargo es posible hablar y escucharse. Afuera hay unas pocas mesas y parece un restorán común y corriente, pero la gracia es estar adentro.

    Apenas llevo unas horas aquí y Asunción me parece curiosa y hermosa. Se lo digo a una amiga por wasap y ella me responde con una carcajada: a su madre, me dice, también le encantaba y ella no entendía por qué podía gustarle un sitio tan pobre y feo.

    Me encanta el modo en que los tiempos parecen superponerse como en esas paredes donde se pegan carteles una y otra vez y se van rasgando y aparece abajo un fragmento del anterior. Algo así sucede en las calles de Asunción: un edificio colonial asoma entre otros que quisieron ser modernos en los 80, otro restaurado convive con uno de la misma época venido abajo o con un grafiti de pared completa pintado hace poco. Los autos importados, las camionetas imponentes comparten la misma calle con los colectivos urbanos de la década del 70. La estación de ferrocarril, la primera de Latinoamérica, volvió a la vida en épocas de Lugo como centro cultural y después fue confinada nuevamente a aburridísimo museo ferroviario. Al lado una casona que, me cuentan, fue un prostíbulo legendario, luego también un centro cultural, ahora con las puertas y las ventanas cerradas a cal y canto. Justo donde termina la casona, en la esquina, hay unos árboles y dos mujeres que esperan clientes a la sombra, como diciendo qué nos importa que todo esto sea un espectro de lo que fue: zona prostibularia se respeta, carajo. Yendo por la costanera hacia el puerto también hay restos del pasado: grúas viejísimas, detenidas hace décadas, y maquinaria moderna trabajando a todo vapor.

    Al atardecer subimos al barrio San Jerónimo, un caserío simpático con las casitas pintadas de colores chillones. Para ir al bar que queda en el lugar más alto subimos escaleritas que pasan por los patios de los vecinos. Las puertas y las ventanas de las casas están abiertas, adentro sus habitantes hacen su vida como si nada y las estampas se repiten: televisores encendidos, gente comiendo.

    El bar supo tener una vista espectacular al río, pero ahora nos topamos con una mole de cemento en plena construcción: un gigantesco y grosero estacionamiento de varios pisos. Igual pedimos unas cervezas y nos sentamos en la terracita a mirar cómo, allá lejos, trabajan los obreros. El ruido de las máquinas llega atemperado, el esqueleto de concreto iluminado brilla en la bruma que se levanta del río.

    Sabían que una garrapata puede vivir en estado de latencia, sin comer ni beber, unos 18 años? Esperando a que pase cerca de ella un animal de sangre caliente del cual prenderse. 18 años. Aunque sea una alimaña bastante desagradable, me causa admiración su paciencia y su persistencia. Y una dosis de ambas cosas: paciencia y persistencia, son buenas a la hora de ponerse a escribir.

    Brasilia

    Caminamos por la ciudad que parece deshabitada. Apenas unas pocas personas, casi como si nuestro entorno fuera una maqueta a la que, de tanto en tanto, le pegaran algunos muñequitos para dar la idea de vida. Solamente en las paradas de ómnibus se ven unas decenas de personas. Son las cinco de la tarde y están saliendo del trabajo. De esos edificios enormes, todos iguales, uno atrás del otro, en cuyos costados, en gigantescas letras de metal, se lee Ministerio de tal cosa. Brasilia es una ciudad rarísima. Me da la impresión de estar en un afiche de una película de ciencia ficción de los años 40, alguna en la que una peste arrasó con buena parte de la humanidad o en la que una flota de platillos voladores se chupó a todos los humanos del condado.

    El cielo está gris y estuvo lloviendo. Al lado del rectángulo de la biblioteca nacional hay una especie de cúpula que nace en una plazoleta recortada por espejos de agua perfectamente redondos: es el museo y también parece una nave interplanetaria. Para entrar a una de las salas hay que subir una escalerita, tal como si siguiéramos el camino de luz de un ovni. En la biblioteca hay una exposición que se llama Eu leitor: la parte de abajo es aburridísima, con líneas de tiempo y fechas, la invención del papel, de la prensa, de la máquina de escribir, etcétera, en una de las paredes; y en la de enfrente otra que marca los hitos de la literatura. Desde Gilgamesh (uno de mis personajes favoritos de mi ídolo Robin Wood aunque, claro, no se están refiriendo a este Gilgamesh. Yo lo pondría en mi línea de tiempo de lectora: pondría todo Robin Wood, todas sus hermosas historias de sumerios, piratas, viajeros del tiempo y tipos simplones como Pepe Sánchez) hasta Paul Auster. Leemos los nombres y las obras y nos damos cuenta de que casi no hay autoras mujeres. Ni brasileñas. Pero en la sala de arriba está lo mejor: varias instalaciones que tienen que ver con la lectura. Una de las que más me gusta consiste en una mesa larguísima con montones de tacitas y platitos de porcelana blanca, una mesa tendida para el té, y en la pared las ilustraciones de Alicia en el País de las Maravillas. Mientras rodeás la mesa o te sentás, en un altavoz alguien lee fragmentos de montones de obras de la literatura universal. Pesco al pasar uno de Sangre sabia, de Flannery O´Connor.

    Saliendo de allí caminamos unas cuadras hasta la catedral. No me interesan en general las catedrales, pero esta es por supuesto extrañísima: esas puntas que se ven a ras del suelo es la cúpula pues la nave de la catedral es subterránea. Adentro en el altar hay una virgen muy pequeñita y negra: es Nossa Senhora da Aparecida, la patrona de Brasil. Dicen que unos pescadores la rescataron del fondo del río. Unas cuadras más, son largas la cuadras en Brasilia, y llegamos a la plaza de los tres poderes. Antes el Palacio Itamaraty con sus jardines acuáticos. Me impacta la modernidad de los arcos contrastando con los irupés y los juncos que adornan sus jardines. Un pájaro blanco, zancudo y con las plumas muy espumosas anda por la veredita, un signo de vida en este remoto planeta.

    A la noche van a mostrarme la forma del plano de Brasilia en el Google Maps. Mis anfitriones dicen que tiene la forma de una avión, aunque Niemayer, el arquitecto que la pensó y construyó en los años 60, decía que tenía forma de mariposa. Si se la mira bien yo diría que tiene forma de libélula: un aguacil posado sobre cualquiera de las plantas acuáticas de Itamaraty.

    El Barrio

    Nueva York nos recibe con los últimos coletazos del verano. El viernes a media mañana soleado, salimos transpiradas del subte, arrastrando las maletas. Odio despachar valija, pero voy a estar varios días y caí en la trampa y ya estoy arrepentida. Llegamos a El Barrio, donde alquilamos un departamentito para las cuatro. Alejado del Manhattan lujoso adonde iremos a parar unos días después, esta previa en un barrio pobretón donde no escucharemos hablar inglés en toda la estadía. Sí se escucha la música contagiosa del portorriqueño, el mexicano, el colombiano, el peruano, el panameño. Los carteles vibrantes ofrecen tacos, carnitas, arepas, micheladas. Las caras cubiertas con grandes lentes espejados, las ropas coloridas, las verdulerías en la calle con los canastos rebosantes de frutas tropicales, los viejos sentados en los umbrales de las casas, los quebrados en una duermevela permanente echados en las veredas, las santerías y las casas de empeño con sus vidrieras repletas de las joyas de las familias pobres, las caravanas de oro de la abuela, las alianzas que traían en los dedos mamá y papá cuando llegaron, jovencitos, recién casados, las medallitas de bautismo. Todo huele a porro. Toda Nueva York, no solo este barrio, nuestro por un rato. Nos hallamos enseguida. Los edificios con su ortopedia de escaleras de incendio, con sus muros pintados, sus ladrillos a la vista. El subte con sus venecitas y su olor a meo.

    Es mi primera vez en Nueva York. Me pasa algo raro: me asombra y al mismo tiempo la he visto tantas veces en tantas series y películas, que me resulta familiar. Cuando llegamos al departamento, nos damos cuenta que el dueño evitó aclarar que hay que subir tres pisos por escalera. Tres pisos con estos mamotretos de valijas. Excepto una de nosotras, más atlética, las otras decimos que vamos a tener que programar muy bien cuántas veces salir al día. Se sale y solo se regresa una vez.

    Esa noche estamos invitadas a comer a la casa de Ana, una poeta argentina que vive hace 50 años en la ciudad. No la conocíamos, no la habíamos leído. Creo que Ana es el descubrimiento más lindo que me regala Nueva York. Está en pleito con los vecinos porque se quejan de que fuma en su propia casa, que el olor sale por debajo de la puerta y contamina el pasillo. Está en pie de guerra y piensa mantenerse así. Nos habían pedido que cada una llevara una canción. Pensamos que porque iba a pintar baile. Y después pinta porque desvirtuamos la invitación con la tercera botella de vino. La idea original de nuestra anfitriona es sentarse y escuchar la música que traen sus invitadas. Escuchar para conocer otra música, dice. Hacer silencio y escuchar. Lo hacemos un rato, pero enseguida corremos los muebles, la sacamos a bailar.

    Tenemos en agenda un par de cosas de turistas. Cruzar el puente de Brooklyn, lo hacemos cerca del mediodía, unas más en las largas filas de gente de todo el mundo, caminando como en una procesión interrumpida por los que se detienen a tomarse fotos, nosotras también interrumpimos el paso para registrar que estamos aquí. El East River se despliega hermoso a nuestro alrededor, lleno de brillos y allá a lo lejos llegamos a ver la Estatua de la Libertad. La segunda cosa es ir el domingo por la mañana a escuchar góspel a una iglesia del barrio. Otra vez parte de la larga fila de turistas. Odio ser turista, pero qué hermoso escuchar al pastor y qué maravilla el coro y cómo acompañan los fieles y cómo se mueven los cuerpos al son del Señor.

     

    Imagen de portada: Cortesía de Fundación Plagio.

  38. La mirada en Juan Rulfo

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    Roland Barthes decía que la mirada tiene tres funciones. La primera de ellas es la más concreta y se experimenta al cruzar la calle o volcar nuestra cabeza ante un fuerte ruido. Buscamos información cuando miramos, tratamos de captar el entorno que nos circunda, para detenernos o protegernos. Es una mirada instintiva, que ayuda a movernos ante la amenaza.

    Por otro lado, en la mirada se establece también un intercambio: miradas de complicidad, ternura, goce, deseo, placer. Georg Simmel, en su ensayo sobre los sentidos de 1913, fue el primero en destacar este hecho desde la sociología, remarcando un aspecto primario y que antecede a la diversidad de formas de mirarnos: la mirada no se puede dar sin recibir la otra a cambio. En este sentido, es la forma más pura de intercambio: dar y recibir al instante.

    Pero Barthes complementa con una tercera función, la táctil. La mirada nos toca, somos tocados por ella, tocamos y capturamos con ella. A través de la mirada logramos someter, mostrar sospecha y odio. Y por eso ante ella nos protegemos. O al menos así lo demuestran todas las tácticas y amuletos contra el mal de ojo, una de las supersticiones más arcaicas registradas por la cultura oral. En la actualidad, cuando no queremos que una expareja nos mire, la bloqueamos o eliminamos su cuenta en las redes sociales, o cerramos la cuenta para no ser tocado por ella. Sartre sospechaba profundamente sobre la mirada en ese sentido, ya que nos convierte en una forma primaria de alienación (nos vuelve extraños y nos sujeta) al captarnos desprevenidamente (el rol esencial de esa mirada sería pillarnos desprevenidos, para convertirnos en objeto de su poder). Lacan proyectó esa potencia de hacernos extraños a nosotros mismos en el inicial encuentro infantil con el espejo, donde un yo simbólico (el reflejo que miramos) nos usurpa de nuestro cuerpo real que no logramos captar desde ese minuto, o más bien, perdemos desde ese encuentro. Las sospechas sobre la mirada, según la monumental obra de Martin Jay, comienzan en Francia con Bergson, y forman un hilo común en ese territorio hasta finales del siglo XX, como una crítica acérrima a la cultura ocular moderna, que tanto celebra mirar y sentirse mirado.

    Pero no fueron los franceses quienes partieron con esto. Tanto para los griegos como para los judíos, la mirada puede petrificar, ya sea cuando se ven los tentáculos de la mujer de cabellera serpenteada o al mirar la ciudad prohibida, en el caso de la innominada mujer de Lot. El efecto mortífero va a la par del miedo que desataba el hecho de mirar lo impuro o indeseado. Por donde se la mire, la función táctil de la mirada se conecta con los miedos (o deseos) más atávicos de diversas culturas.

    Si uno pudiera reconstruir esos miedos a partir de una historia cultural de la mirada en América Latina, uno de los puntos obligados de detención sería el escritor Juan Rulfo. No solo porque en su narrativa se incrusta su pasión por la fotografía, o su amor por subir cerros y montañas (otro arte de la mirada), sino porque no hay pasaje en Pedro Páramo en que la mirada no juegue un rol esencial e interconecte espacios que posibilitan una forma de habitar el espacio social. La intención de este breve texto es mostrar alguno de esos elementos.

    No hay mirada sin escucha

    Una relectura de Pedro Páramo, intuyo, debiera dirigir la atención al hecho de que la mirada se despliega a través de la escucha. La narrativa de la novela es una secuencia de escuchas y miradas. Son dos sentidos que no se separan, o se separan muy brevemente, en pequeños intersticios de distancia, camuflados a veces, pero que no resisten la separación. No estoy refiriéndome solo a que uno percibe con todos los sentidos. No, en Rulfo hay una clara intención de que estos dos sentidos vayan acompañándose, a veces torturándose mutuamente, y que no se separen del todo. Aparecen distanciados a ratos, pero se necesitan, tienen una fuerza de atracción.

    Se estuvo oyendo el borbotar del agua durante largo rato; luego se ha dormido, porque cuando despertó solo se oía una llovizna callada. Los vidrios de la ventana estaban opacos, y del otro lado, las gotas resbalaban en hilos gruesos como de lágrimas”, leemos en la novela. Otro ejemplo claro y central es la muerte de Juan Preciado, el hijo de Pedro Páramo. En ese mundo nebuloso de Comala, inmerso en la confusión entre sombras y ruidos, en algún momento el narrador describe su propia muerte: “Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espumosas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi”.

    Esa primera rememoración de la muerte del hijo de Pedro Páramo es incompleta; el propio Preciado (ya muerto) declara 11 líneas después: “Me mataron los murmullos”. Comala es un pueblo “sin ruido”. Las palabras no tienen sonido, “como las que se oyen durante los sueños”. Pero es un pueblo lleno de ecos. “Ruidos. Voces. Rumores”, escribe Rulfo. La muerte inaugural de Preciado se da en un contexto en que no se ve bien, y se escuchan solo murmullos. Pero ese enlazamiento, en la propia muerte, entre recordar haber visto, cerrar los ojos y sentirse muerto por escuchar los murmullos, es un complemento recurrente en Rulfo.

    Una primera parada sociológica: la mirada no siempre alcanza, pero tampoco la escucha. Ambas se sostienen en ese sentido juntas, para transitar por espacios en que no se está seguro donde se pisa, porque no se escuchan palabras (más bien ruidos, voces, rumores, murmullos que matan), porque no se puede ver bien (nebulosas que atragantan). ¿No es ese el carácter de la violencia que arrasó Comala, y que se replica en la historia de América Latina, en el norte y en el sur, antes y ahora?

    No se puede mirar ni escuchar bien en un entorno violento. Solo se escuchan murmullos producto de la violencia. Uno queda atragantado.

    Un pueblo ensordecido por campanas termina lleno de mirones. Un pueblo se deja morir tras la fiesta y el carnaval. Así, Rulfo entreteje en su uso de la mirada y la escucha, varios hilos de la historia cultural de América Latina: una violencia ininteligible, el padre ausente, el carnaval del pueblo y la venganza de una élite, que luego se derrumba, convertida en un montón de piedras.

    Madre y padre

    Ambos sentidos se conectan además cuando la madre de Preciado lo envía a buscar a su padre, Pedro Páramo, y a su vez, cuando este muere.

    Al principio de la obra, la madre le da a Preciado sus ojos para ver: “Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver”, le dice el protagonista a un muerto, ya en la primera página. Es un Preciado enviado por su madre a buscar a su padre. El envío va con los recuerdos de la madre, con su mirada. Él porta, trae la mirada, resonando el sustantivo alemán Auftrag: el mandato, el porte.

    Nuevamente, cuatro páginas más adelante, Preciado recuerda lo que le dijo la madre: “Allá me oirás mejor”. No se puede si no percibir el intento de unir ojos y escucha concedida, un deseo de enganchar en la narrativa ambos sentidos. Es como si Rulfo los separara intencionalmente, pero para que se atraigan, o al menos parte de su estructura narrativa permita una y otra vez unirlos, como si el momento, el instante de la mirada, debiese reconstituirse a partir de la escucha.

    Por cierto, la trama de los sentidos es siempre más compleja en Rulfo, y esta es una sola variante (mirada-escucha). Al final de la obra, Páramo siente unas manos que le tocan sus hombros, ante lo que su cuerpo se endurece. En Rulfo, tocar los hombros es una señal de la muerte, es algo que adviene y no se puede mirar (se da por las espaldas). Cabe recalcar el endurecimiento. No solo la innominada esposa de Lot muere petrificada al ver Sodoma; también la mirada de Medusa mata petrificando (Freud pensaba que es el endurecimiento de la erección, mientras que el rostro de Medusa es el horror de la pelvis femenina; Rulfo en cambio pareciera presentir la petrificación del cadáver). Cabe la asociación con las figuras míticas, porque el propio Páramo se levanta y se desmorona, al punto de que finaliza la novela como “un montón de piedras”.

    Pero ojo, que incluso antes de este momento el propio Páramo, ante la llegada inminente de Abundio (el que lo acuchillará), termina su vida con un lamento sobre la necesidad de intercalar la mirada con la escucha, para complementar ambas: “Y yo no tendré manos para taparme los ojos y no verlo. Tendré que oírlo; hasta que su voz se apague con el día, hasta que se le muera la voz”.

    Cabe destacar nuevamente que la mirada enviada es para buscar al padre. Es, en este sentido, una atracción por escucharlo, aunque ya está muerto. Quizás es una búsqueda ante la incapacidad de reconocerlo muerto. Habría que preguntarse si esto implica, sociológicamente, una masculinidad que no puede encontrar referente alguno, salvo los ojos de la madre que envía a su hijo a buscar al padre. Tanto en América del Norte como del Sur, portamos los ojos de la madre, y también los perdemos por ella. Pero a diferencia de Edipo, en esta novela no hubo necesidad de matar al padre. Ya estaba muerto.

    Medusa en el carnaval

    Otra de las muertes narradas en Pedro Páramo es la de Susana, objeto de deseo del gran señor de Comala. Quizás, al final, el derrumbe en piedras de Pedro Páramo no sea si no un efecto medusiano de esa muerte. Porque la muerte de Susana implica todo el derrumbe del pueblo, luego de que Pedro Páramo jurara vengarse ese día por lo sucedido, por cómo el pueblo vivió esa muerte. En efecto, el gran señor fue capaz de articular y hundir un poblado, debido a que Comala fue capaz de carnavalizar la muerte de Susana.

    Vale la pena citar la narración extensamente:

    Al alba, la gente fue despertada por el repique de las campanas. Era la mañana del 8 de diciembre. Una mañana gris. No fría, pero gris. El repique comenzó con la campana mayor. La siguieron las demás. Pero el repique duró más de lo debido… Llegó el mediodía y no cesaba el repique. Llegó la noche. Y de día y de noche las campanas siguieron tocando, todas por igual, cada vez con más fuerza, hasta que aquello se convirtió en un lamento rumoroso de sonidos… A los tres días todos estaban sordos. Se hacía imposible hablar con aquel zumbido de que estaba lleno el aire. Pero las campanas seguían, seguían, algunas ya cascadas, con un sonar hueco como de cántaro. Comenzó a llegar gente de otros rumbos, atraída por el constante repique… Quién sabe de dónde, pero llegó un circo, con volantines y sillas voladoras. Músicos. Se acercaban primero como si fueran mirones, y al rato ya se habían avecindado, de manera que hasta hubo serenatas. Y así poco a poco la cosa se convirtió en fiesta. Comala hormigueó de gente, de jolgorio y de ruidos, igual que en los días de la función en que costaba trabajo dar un paso por el pueblo… No hubo modo de hacerles comprender que se trataba de un duelo, de días de duelo. No hubo modo de hacer que se fueran; antes, por el contrario, siguieron llegando más. Don Pedro no hablaba. No salía de su cuarto. Juró vengarse de Comala.

    Me cruzaré de brazos y Comala se morirá de hambre. Y así lo hizo.

    La muerte de Susana es anunciada por las campanas y con la llegada de la luz. Se conjuga, nuevamente, la descripción visual (“una mañana gris”) con otra auditiva (el incesante repique de campanas que provoca “un lamento rumoroso”, que volvió a todos sordos). El signo ritual (el redoble de las campanas) se vuelve parodia, ruido ensordecedor que atrae hasta un circo. Comala se llena de mirones y serenatas. Todo termina en una fiesta colectiva, carnaval que invierte el sentido del duelo del hacendado. La parodia del poder ritual, burlarse del dolor del poder, termina con el poder encerrado (no salía de su cuarto, para no escuchar, para no ver). El efecto de aquello no es inocuo: el poder inmovilizado brevemente, actúa luego produciendo hambre y, finalmente, la muerte del pueblo. No es una venganza directa del poder frente a la burla de la fiesta colectiva; es un lento dejar morir de hambre.

    Un pueblo ensordecido por campanas termina lleno de mirones. Un pueblo se deja morir tras la fiesta y el carnaval. Así, Rulfo entreteje en su uso de la mirada y la escucha, varios hilos de la historia cultural de América Latina: una violencia ininteligible, el padre ausente, el carnaval del pueblo y la venganza de una élite, que luego se derrumba, convertida en un montón de piedras.

     

    Imagen: Sin título (2004), de Cristóbal Correa, collage análogo, 21,5 x 28 cm.

  39. El reino animal

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    Somos su reino: vivimos plagados de animales.

    Ahora que ya no los necesitamos, rebosamos de ellos.

    ¿No los necesitamos?


    Deberé contar detalles de mi vida. Me desanima la autoficción casi tanto como la automicción o la automoción —que ya no puedo practicar. Pero no tengo forma de negar que estas líneas serían muy diferentes si no hubiera entrado, semanas atrás, Tita en mi vida.

    Quizá se podría decir —porque quizá podría decirse casi todo— que los hombres empezaron a ser hombres cuando inventaron una forma de relacionarse con los animales que ningún animal había ejercido antes. Digo: que esa relación diferente con los animales los hizo diferentes de ellos.

    Hombres, digo.

    Los animales, incluidos los hombres, siempre se habían relacionado de esa manera laxa y terminante que pensamos como ley de la selva: el que pudiera se comía a quien pudiera. O se escapaba o se ocultaba o lo acechaba o perseguía: todas interacciones puntuales y forzosas. Y en cambio hubo un momento en que unos animales —los humanos— establecieron con otros una relación de dominio a largo plazo: los domesticaron. Consiguieron que tal zorro emperrado les cuidara la cueva, que tal caballo bayo los llevara o trajera, que tal oveja vieja ya no huyera al verlos y se dejara mandonear —para no hablar de sexo. Hubo, de pronto, unos animales que hacían con otros lo que ninguno antes había hecho, y así empezamos a hablar de animales: eran todos los demás, los que no podían hacer lo que estos sí podían. Eran, sobre todo, los que habían aceptado obedecerles a cambio de cierta protección, cierta comida, cierto acostumbramiento.

    Con esos animales, los hombres no solo se volvieron hombres; practicaron, además, las técnicas de dominación que terminarían en la fundación de los estados y demás extravagancias.

    Así que ahora tengo un gato —que es, en realidad, una gata. Tita se llama Tita para no llamarse Gatita y es un bicho que probablemente no pese medio kilo y lleva vivo menos de tres meses.

    Es de una raza que alguien inventó: se llama “bengalí” y se supone que la hicieron, décadas atrás, mezclando mucho gen de gato con una pizca de genes de leopardo, así que Tita tiene ese pelo amarillo con manchas negras que suelen dibujar esos felinos. Tita es bellísima, módicamente astuta, casi cariñosa y es, de algún modo, un animal bonsái: una reproducción en chiquitito de lo que debería ser mucho más grande —y, al ser pequeño, es posible y manejable.

    Amo a Tita y sé que es un invento: el estadio presente del asunto animal, en que ya no se trata de domesticar sino de inventar, de crear animales a medida.

    Amo a Tita, un gato que es, en realidad, una gata. Pero no creo que eso sea importante. Sospecho que la cuestión del sexo de los animales domésticos se parece a la del sexo de los ángeles. Un dueño o dueña tiene con su gato o gata relaciones sensuales: mimos, miradas, ronrones, toqueteos. Y sin embargo no creo que esa sensualidad cambie según el género de los interesados: mi relación con Tita sería igual si se llamase Tito y fuera un gato. Son relaciones muy contemporáneas: fluidas, sensualidad más allá de los géneros.

    La miro y me fascina su belleza. La veo correr y saltar y no puedo creer su agilidad. Le rasco la cabeza y ella me muerde muy despacio, le rasco la pancita y ronronea. Nos miramos con caras que deberían decir algo y seguramente dicen algo, solo que no sabemos.

    Desde que el hombre se hizo hombre vivió rodeado de otras bestias: los animales, servidores de sus amos. Gallinas que les ponían los huevos, perros que les cuidaban las ovejas, gatos que les mataban ratas, vacunos que les daban leche y bosta y calor y trabajo, gansos que les montaban guardia, caballos que los transportaban, halcones que les cazaban, burros, cabras, abejas, elefantes: los usaban para sobrevivir. Eran herramientas: cuando no se las comían, los hombres las manejaban para sus necesidades. Pero la mayoría fue reemplazada por máquinas —más eficaces, más fáciles, más limpias— y perdió su trabajo; lo conservan, por ahora, los que serán comida.

    Y al mismo tiempo, en las últimas décadas, la mayoría de los hombres empezó a vivir en las grandes ciudades, alejados de presencias animales. En las ciudades pobres todavía quedan algunas: ratas, cucarachas, perros sueltos, gatos extraviados, un burro, una gallina, las vacas de la India; en las ricas, solo los pájaros y demás insectos y la enorme cantidad de perros y gatos cama adentro. Cuyos conchabos evolucionaron igual que el resto de la economía: su empleo ya no está en la producción sino que se dedican a servicios; en concreto, el de la compañía. Saber que hay alguien, que en la sombra hay alguien, que hay alguien que hace ruidos, alguien, digamos algo, que en la sombra hay más que sombras y silencios.

    La relación es sensual y felizmente confusa: nadie nunca está seguro de lo que entiende su gata o su perro, y eso es lo mejor y lo peor que tienen. Según cómo: a veces tu animal es como un gran poema, al que le puedes hacer decir lo que querrías. A veces tu animal es un bloque de madera que no entiende gestos o palabras tan fáciles. El otro día le señalé un trozo de comida con mi dedo índice y se quedó mirando el dedo índice: Tita, sin querer, me explicó algo.

    La comunicación con el animal siempre está teñida por ese halo de misterio: ¿qué coño entenderá, qué cuernos imagina? Es lo mismo que nos pasa con todos y cualquiera, solo que evidente y bien justificado. Y es fantástico convivir de tan cerca con alguien —algo— de quien nunca sabrás qué está pensando.

    Con Tita conversamos: yo no puedo esperar —yo no debo esperar— que ella me conteste con palabras, así que le contesto con maullidos. Igual que en muchas relaciones, nuestros diálogos son una botella al mar, el azar más extremo. Quizás ella sepa lo que me está diciendo; yo sé que no lo sé y, menos aún, lo que le digo.

    En nuestras sociedades, entonces, los animales dejaron de ser necesidad, se volvieron capricho —pero seguimos viviendo entre animales. Solo que ahora son puro despilfarro, otro de nuestros lujos. O, quizás, una medida de muchas soledades: los perros sirven, sobre todo, como vectores de ese amor que tantos no saben a quién dar ni de quién recibir. Tratándose de amor, el negocio es seguro. Dicen que hay, en todo el mundo, entre 800 y 900 millones de perros que consumen 100.000 millones de dólares al año en comidas y remedios y lacitos. Su situación —como la de los gatos— ha evolucionado igual que el resto de la economía del mundo. Queda dicho: los animales que viven con personas ya no trabajan en el sector primario sino en el terciario, no en la producción sino en servicios; en concreto, el servicio de la compañía y el juego y el mimito.

    Los animales dejaron de ser necesidad, se volvieron capricho —pero seguimos viviendo entre animales. Solo que ahora son puro despilfarro, otro de nuestros lujos. O, quizás, una medida de muchas soledades: los perros sirven, sobre todo, como vectores de ese amor que tantos no saben a quién dar ni de quién recibir. Tratándose de amor, el negocio es seguro. (…) Su situación (…) ha evolucionado igual que el resto de la economía del mundo. Queda dicho: los animales que viven con personas ya no trabajan en el sector primario sino en el terciario, no en la producción sino en servicios.

    Por un lado, acompañan a los solos, dan a sus casas un toque de color y de calor; por otro, amalgaman familias: hoy es difícil concebir nada más familiar que una pareja con sus hijos y un perro, el gran amigo.

    Solo en los Estados Unidos hay un can cada cuatro individuos; en Europa hay uno cada diez, igual que en China. Cada año los ingleses, por ejemplo, se compran un millón de perros nuevos y se indignan porque muchos son contrabandeados desde criaderos en Europa Oriental que, dicen, no cumplen con las reglas mínimas de sanidad y humanidad —de canidad no hablan. En un mundo asustado por la amenaza del ambiente, los perros producen unas 400.000 toneladas de mierda cada día. Y comen, comen, gastan, comen.

    (En la Tierra vivimos 8.000 millones de personas y solo 2.000 millones de perros y gatos: cuatro personas por cada animalito de servicio. Y hay muchas más cucarachas y ratas y moscas y mosquitos. Pero, dentro del mundo humano, lo que más hay es sin duda gallinas. El mundo alberga, en cada momento, unos 30.000 millones de gallinas —que se renuevan todo el tiempo, matadas y criadas y matadas y criadas y matadas. Gallinas: hay por lo menos cuatro por cada humano, y seguimos creyendo que son nuestras. En realidad, las gallinas nos permiten intentar todos estos malabares para no desalentarnos; ellas son las que ocupan el mundo.)

    Corre detrás de un ratoncito verde hecho de hilos, lo revolea, se echa en el sillón, vuelve a correr, da saltos, se persigue la cola, se vuelve a echar y duerme unos minutos, se lava las patas con la lengua, se lava el morro con las patas, rasguña el almohadón, viene a que le haga mimos, ronronea, sale disparada, busca su pote de agua, vuelve al sillón, se duerme otros minutos, se despierta, maúlla, corre hasta su arenero y hace caca, se ocupa de dejarla bien tapada, sale corriendo y encuentra de nuevo su ratón, lo zarandea, corre, salta, me mordisquea los tobillos y me maúlla, quiere comer, voy a tener que levantarme.

    Un animal doméstico es la quintaesencia de ese ocio que los humanos suelen desear —hasta que lo consiguen. Un jubilado, digamos: alguien que no tiene más obligación que la de dejarse vivir, comer, dormir, pasarla pasablemente bien. Un gato o un perro hogareños son lo mismo—solo que no han trabajado 40 años para conseguirlo—: son entes que no precisan hacer ningún esfuerzo. Diferencia extrema: allí donde todos los otros animales, desde la hormiga al hipopótamo, pasan sus vidas intentando conseguir sus alimentos —y a eso dedican buena parte de su tiempo—, las mascotas tienen garantizada la comida regular, el techo, ciertos cuidados básicos. Algunos imaginan, al menos, que deben recompensar esa comida con algún modo del cariño; otros —muchos gatos, sin duda— no actúan esa noción prostibularia.

    No hay otro género animal —incluyendo todavía a los humanos— que viva tan fácil, tan barato, tan dedicado al ocio sin más metas: en ese sentido, el animal tercerizado es como un estandarte de lo que querríamos —y, quizá, lo contrario de lo que queremos.

    Perros y gatos son, además, las estrellas absolutas del verdadero no-lugar de nuestros tiempos: las redes sociopáticas. Allí pululan, proliferan, se propagan: hay perros que reencuentran a su dueño perdido y jubilan con explosión de colas, hay gatos que ven un video de su dueño muerto y yacen sobre la imagen y la acunan, hay perros que dedican a la cámara una sonrisa falsa de quinceañera en selfi, hay gatos que nadan en una playa tropical como si el agua no mojara —y todos ellos tienen millones de reproducciones en twitter o tiktok o instagram. No hay nada —o casi nada— que atraiga más a los milllones y millones de usuarios de la gran cloaca que ciertos episodios animales.

    Nada confirma tanto el lugar que ahora tienen —y el que ahora tenemos.

    Pero no todo es consumo y negocio y amoríos; está, también, el correlato militante: animalismo avanza. Personas que toleran con cierta calma el hecho de que cada día se mueran en el mundo 25.000 personas por causa de la malnutrición salen a la calle porque no soportan que le peguen a una vaca. Es malo que le peguen a una vaca; hay cosas que podrían doler más.

    Hay bestias que lo sostienen con denuedo: que se fijan en minucias numéricas y señalan, por ejemplo, que el planeta contiene la misma cantidad de mascotas que de hambrientos. E insisten en que esos 100.000 millones que nos cuestan al año son el triple del dinero que, según la FAO, alcanzaría para eliminar en poco tiempo el hambre más mortífera. Y llegan a decir, oh dioses, que habría que prohibir toda mascota mientras haya personas que no coman suficiente, y se ponen belicosos: ¿cómo justificar que un perro —arguyen— coma lo que no comen hombres?

    Cada quien tiene, supongo, su respuesta. Mientras, esos animales ya no hacen de animales; hacen, ahora, de personas raras. Son, en principio, seres queridos que no crean zozobra: dan la ilusión de que dan y no piden nada a cambio. Lo cual se sostendría mucho mejor si no dependieran absolutamente de sus dueños para sobrevivir. Pero nos gusta suponerlos incondicionales: el amor verdadero, sin tanto toma y daca. Y nos gusta creerlos semejantes.

    Por eso, supongo, nos regocija ver hacer a un ser animal lo que sería banal si lo hiciera un ser más o menos humano. Recuerdo aquella frase que avanzaba hacia la ambigüedad casi perfecta: “Un país cuyos habitantes siempre trataron a los animales como animales”. Quizá nos tranquiliza imaginar que las bestias también piensan y quieren y saben y nos engañan y se aprenden la tabla del siete y que, por lo tanto, todo ese tiempo que nos pasamos con ellas, todo ese dinero que nos gastamos en ellas, todas esas cosas que les contamos, todo ese amor que les facilitamos no caen en saco roto —que es un saco que ya pasó de moda.

    Tita se pasea sobre mi escritorio: es tal minucia que puede todavía. Ataca las orquídeas, muerde las puntas de los lápices, se enmaraña en los cables, se pelea con los cables, los derrota; no le interesa la pantalla de mi computadora pero sí caminar sobre el teclado: más escritora que lectora. Lo atractivo, también, del animal es prestarle motivos y razones que no tienen nada que ver con él sino conmigo: hacer de él un ersatz, caricatura de mí mismo.

    Y la miro y la miro y a veces, en momentos de extrema vanidad, llego a creer que su cara es la mía.

    Y esa idea de responsabilidad: hacerse cargo de algo vivo. Hace unas décadas un perverso nipón inventó un pequeño instrumento de tortura: se llamaban, creo, tamagotchis, y eran unos bichitos acuáticos virtuales con los que bombardeaban a los pobres niños de esos tiempos. El tamagotchi no tenía ninguna gracia, no otorgaba ningún derecho pero sí un deber extremo: había que mantenerlo vivo. El niño lo recibía como se recibe una misión al desierto de los tártaros: tenía que demostrar su niñedad responsable y bondadosa ocupándose de alimentarlo. El mundo se transformó, en esos días, en hecatombre cruel de tamagotchis —morían como moscas— y millones de niños aprendieron, gracias a la culpa, que había que cumplir con las obligaciones y, sobre todo, cuando implicaban a un ser vivo. Esa función es la que cumplen, también, ahora, los cientos de millones de mascotas: crearnos una obligación, permitirnos cumplirla y, así, sentirnos buenos.

    Una mascota ejerce sobre ti su mínimo poder: tienes que alimentarla, pasearla, divertirla, mantenerla sana. A cambio, te permite ejercer un poder que sobre nadie más: alguien —algo— que obedece tus órdenes sin discutir ni razonar, sin más porfías. Cada vez se hace más difícil encontrar espacios para ese tipo de poder, pero mi perro se sienta se acuesta se calla muerde cuando yo le digo, mi gata sale a recibirme cada vez que llego y mea en su bañito. Yo soy el amo. Así se dice: el amo. Hay que encontrar de qué: gatos y perros.

    Poder tener poder: el servicio perfecto.

    Y al mismo tiempo el placercito de contarle con toda confianza, de confesarle a alguien —algo— cosas que jamás podrá usar en tu contra. Hablar, por fin, en serio.

    Y abandonarte, dejar de ser tan concentradamente tú. El perrigato es un ser vivo: algo que cambia más allá de ti, que distrae tu atención cuando tu atención se centra demasiado en tu desastre. Un ser que suponemos más feliz: que imaginamos feliz de puro simple. Y creemos ser la fuente de esa felicidad: mientras le demos su comida, su atención, sus pequeños paseos, sus juguetes y mimos, el animal será feliz. Impagable, hacer feliz a alguien —algo.

    Ser, por fin, capaz de hacer feliz. Tener poder, hacer feliz.

    Ser, por oposición, seres humanos.

     


    El corazón de la bestia, edición de Leila Guerriero, Bookmate, 2025.

  40. Clásicos del fin

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    En mi biblioteca guardo alineados dos libros tristísimos, ninguno de los cuales he leído entero. Los llamo los “clásicos del fin”, porque son ejemplares y porque cada uno trata sobre las postrimerías de un pueblo ancestral de Tierra del Fuego: el de los kawéskar o alacalufes en el caso de Los nómades del mar, del antropólogo francés Joseph Emperaire, y el de los selk’nam u onas en el caso de Fin de un mundo, de la antropóloga franco-estadounidense Anne Chapman. Los leo siempre a saltos, a menudo perturbado por algún dato que me deja pensando, no solo en el horror que significó el exterminio de esos pueblos milenarios, sino sobre todo en la posición, entre privilegiada e infeliz, de los autores que escribieron estos libros informados por sus últimos representantes. En el caso de Chapman, solo dos: Lola Kiepja, la última mujer que había vivido como indígena, fallecida en 1966, y su amiga Ángela Loij, fallecida en 1974, por lo que su libro es más crepuscular que el de Emperaire y también más “literario”, quiero decir más emotivo, personal, no solamente científico.

    La primera edición de Fin de un mundo data del año 1990 y se publicó en Argentina, mientras que la primera edición chilena, con algunos añadidos y correcciones, se publicó el año 2002 en el Taller Experimental Cuerpos Pintados, que dirigía Roberto Edwards. El libro recopila estudios, perfiles, el guion de una película y poemas de Chapman de distintas épocas, además de bellas fotografías tomadas por ella misma, junto a otras tomadas mucho antes por Martin Gusinde, Fernand Lahille o Alberto de Agostini. Las fotografías en libros de este tipo siempre me han atraído, porque despiden un aura de antigüedad casi sagrada y desmienten la visión estereotipada de los “indios”, que por culpa del imaginario de Hollywood nos hemos acostumbrado a visualizar como seres bélicos, de plumas empinadas y arcos tensos, oteando desde lo alto de un peñón una caravana de colonos desprevenidos. Hay una tristeza, en cambio, difícil de precisar en estas fotos, y todas, en general, me recuerdan algo que decía Ronald Kay en Del espacio de acá (1980), teniendo a la vista, sobre todo, las tomadas por Gusinde: que la sofisticación técnica de la cámara no coincide con los rostros y el paisaje primitivo que retrata, y que en ese desfase habría que reconocer un hiato insalvable, a la vez que una valencia totalmente distinta de la fotografía al llegar a América que la que tuvo cuando surgió en Europa, en un paisaje técnico e industrializado, afín a su ojo mecánico. Donde más se percibe ese hiato y esa diferencia, valga decir, es en los retratos que le hace Chapman a Lola Kiepja, cuyo rostro, efectivamente, no parece provenir de este mundo de imágenes, bullicioso y contaminado, sino de uno prefotogénico, silencioso y prístino.

    Entre los estudios que contiene Fin de un mundo hay uno que me interesa especialmente: el dedicado a los cantos selk’nam de chamanismo y duelo. Lola Kiepja no era una mujer entre otras, era una chamán, la última de su pueblo, aunque por ser mujer, dice Chapman, no poseía el poder chamánico del todo: podía curar, pero no provocar la muerte. Y para alcanzar el trance o el estado de autohipnosis, añade, los chamanes como ella se valían únicamente del canto, mientras que en otros pueblos ancestrales solían emplear algún tipo de estimulante, como un brebaje o una planta alucinógena. El asunto no deja de ser curioso y me pregunto si esa confianza depositada en el poder del canto no sería similar a la que se observa en nuestra poesía, tanto la culta que se practica en las ciudades, como la popular que se practica en los campos (por ejemplo, el canto a lo humano y lo divino). Es como si esa confianza arraigara muy hondamente en nosotros, por lo que no me extraña que la poeta Cecilia Vicuña, siempre atenta a nuestras raíces amerindias, haya querido recuperar la hebra lírica fueguina en su propia poesía —véanse sus “Cinco poemas selk’nam”—, inspirada precisamente por el libro que estoy reseñando.

    Lola Kiepja grabó con Chapman numerosos cantos, insistiéndole cada vez en que no se los hiciera escuchar a los civilizados, porque estos se reirían, aunque el efecto que producen es precisamente el inverso: dejan triste y embobado. Los cantos, que son puramente vocálicos o sin acompañamiento de instrumentos, tienen, efectivamente, un efecto hipnótico, sin contar que poseen, además, un valor antropológico incalculable.

    Lola Kiepja grabó con Chapman numerosos cantos, insistiéndole cada vez en que no se los hiciera escuchar a los civilizados, porque estos se reirían, aunque el efecto que producen es precisamente el inverso: dejan triste y embobado. Los cantos, que son puramente vocálicos o sin acompañamiento de instrumentos, tienen, efectivamente, un efecto hipnótico, sin contar que poseen, además, un valor antropológico incalculable: son, como dice Chapman, los más antiguos de la humanidad conocidos hasta ahora, razón de sobra para apreciarlos, incluso si parecen muy ajenos a nuestro imaginario y a nuestras pautas sonoras. Las grabaciones pueden escucharse en el sitio Memoria Chilena, y uno muy bello se oye también en el documental que hizo la antropóloga con la realizadora Ana Montes: Los onas: vida y muerte en Tierra del Fuego (1977), cuyo guion también se reproduce en Fin de un mundo. El canto dice así: “Estoy aquí cantando, el viento me lleva, / estoy siguiendo las pisadas de aquellos que se fueron. // Se me ha permitido venir a la montaña del poder. // He llegado a la gran cordillera del cielo, / camino hacia la casa del cielo. // El poder de aquellos que se fueron vuelve a mí. / Yo entro en la casa de la gran cordillera del cielo. // Los del infinito me han hablado”.

    Buscando en internet otros datos sobre Chapman y estos cantos, descubro que el historiador Manuel Vicuña ya había escrito sobre su trabajo con Lola Kiepja en esta misma revista hace algunos años. El asunto no me desanima, al contrario, me siento acompañado, y además él destaca otras cosas, entre ellas una que yo no he puesto de relieve: “Entre los selk’nam —escribe Vicuña, glosando a Chapman—, los cantos se heredaban o eran de composición propia. Tenían dueño; también linaje. Nadie podía entonarlos sin la venia del pasado o la autorización del creador. Lola podía contravenir esa costumbre con el ánimo de rescatar las tradiciones antes de que se esfumaran”.

    Esta conciencia, “crepuscular” podríamos llamarla, es similar, pienso, a la que debieron tener los cantores y cantoras campesinas cuando le confiaron sus versos y canciones antiquísimas a Violeta Parra, que las reunió en sus Cantos folclóricos chilenos, salvándolos de ese modo del olvido, pero no de la entropía. Este libro, como el de Chapman, es otro “clásico del fin”, y ambos destacan el valor de unas tradiciones poéticas —indígena y popular— que no han gozado de toda la atención que se merecen, tal vez porque nuestra idea de cultura se ha configurado de espaldas al saber y la imaginación de los pueblos ancestrales y campesinos. No sé si en otro lugar de América haya sucedido lo mismo, pero al menos por aquí intuyo que la desatención ha sido crónica, que no hemos sabido valorar y convivir con las distintas tradiciones culturales que nos conforman. Bernardo Subercaseaux lo ha dicho muy bien en uno de sus artículos: Chile carece de una “cultura de pluralidad cultural”, pero nunca es tarde para construirla. Habría que comenzar, creo, por revisar algunos libros.

  41. Sumar conocimientos

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    Claudia Rodríguez, en su libro Ciencia ficción travesti, se interna por uno de los territorios más complejos del presente, como es la escritura del cuerpo de la mujer, la obligación de habitar ese femenino interminable e inalcanzable.

    Sí, porque quiero detenerme en este siglo y cómo el conjunto de poderes ha dictaminado la construcción de un cuerpo-collage elaborado desde un catálogo alucinante, solo posible mediante un conjunto de procedimientos químicos y médicos. Quiero señalar con énfasis que las mujeres se pueden sumar a las propuestas estéticas que consideren necesarias, no tengo ninguna crítica al respecto. Mi intención es la deconstrucción de la belleza que propone el siglo XXI.

    El rediseño actual del cuerpo conjuga diversos rasgos raciales: labios africanos, pómulos europeos, nalgas caribeñas, ojos almendrados. Ese rostro y ese cuerpo multirracial, solo es posible mediante un conjunto de tecnologías. Un modelo producido mediante un exitoso laboratorio estético que empuja a un consumo inacabable de pabellones quirúrgicos y de procedimientos químicos, enriqueciendo de manera ineludible a las industrias médicas, a los laboratorios y a los multitudinarios centros de estética.

    Claudia Rodríguez amplía el escenario del cuerpo, textualiza la violencia más intensa como es acceder a un cuerpo travesti, silicona y quirófano, que, a su vez, se va a sumar a las exigencias multirraciales. Porque la construcción corporal travesti porta una radicalidad corporal modélica mayor.

    Ya sabemos que la belleza es una creación cultural móvil, cambiante, entendemos que es uno de los instrumentos de dominación más eficaces para los imaginarios de las mujeres. Sabemos también que el cuerpo siempre es ajeno al cuerpo mismo, el cuerpo no es —o para decirlo de otra manera: es únicamente una zona discursiva en construcción ante un modelo irreproducible, inalcanzable. Pero en este tiempo neoliberal, el mercado de cuerpos ha mostrado una ultra imposición ficcional, serializándolo bajo un modelo que requiere cada vez con más ímpetu el consumo de diversas empresas. De esa manera, la mujer opera no solo como “capital humano” preparado para producir en el ámbito laboral y de cuidados, sino su cuerpo se presenta como materia prima para diversos experimentos modélicos.

    Es verdad que la belleza muta, cambia, que es finalmente una moda siempre transitoria y en este siglo XXI duele, se entrega al hambre, a los quirófanos, anestesias, inyecciones, una y otra, deudas, créditos, intereses. Desde luego, la historia del constructo del cuerpo de la mujer ha pasado por el dolor, antaño el corsé y sus agudos metales, causó innumerables muertes; las fajas, incontables enfermedades; el taco aguja y lesiones crónicas en los pies. El mandato al dolor está inserto en el modelo o, para decirlo en otros términos, ese dolor forma parte de la dominación masculina que imprime un deseo de cuerpo desde un diseño químico.

    Claudia Rodríguez amplía el escenario del cuerpo, textualiza la violencia más intensa como es acceder a un cuerpo travesti, silicona y quirófano, que, a su vez, se va a sumar a las exigencias multirraciales. Porque la construcción corporal travesti porta una radicalidad corporal modélica mayor. “En la ciencia ficción travesti no hay una transformación, sino transformaciones sobre transformaciones que involucran otra dimensión del cuerpo”, afirma la autora, lo señala en su ensayo de corte autobiográfico, donde se detiene de manera especial en los conocimientos que portan los cuerpos y, como lo señala la escritora argentina Mariana Enriquez en su prólogo, los cuerpos travestis “tienen saberes intransferibles” .

    La travesti y su cuerpo protagoniza el texto de Claudia Rodríguez, produce ficciones, genera eventos fantásticos en las que emerge lo inexplicable para, así, desplazar el real quebrando su lógica. Y en otro registro se despliega la violencia, la droga, el maltrato doméstico. Parte de los relatos muestran el asedio que los re-viste; quiero decir: los vuelve a vestir en la noche durante el callejeo travesti.

    Esos saberes intransferibles son lo que Claudia Rodríguez busca elaborar para transformarlos en conocimiento político para que incidan y amplifiquen el pensamiento. La autora busca repensar a una parte crucial del llamado falologocentrismo, me refiero al discurso que nos rige en la medida que pone en jaque su homogeneidad y las certezas porque, como señala la autora, “es posible diluir al hombre con otros nombres”, lo que implica una desestabilización de la categoría hombre cuando afirma: “Porque dentro de nuestros saberes está ese, sabemos que hay una sexualidad masculina que no es la oficial de la que ellos mismos no pueden hablar… quizás la búsqueda de otros nombres haga que ellos puedan hablar”.

    Sean Baker, el director de cine estadounidense, hoy reconocido después de una serie de filmes que indagaron en las periferias, realizó de manera exacta y productiva la película Tangerine, un relato visual que recoge el tránsito de travestis por los barrios marginales de una ciudad. Mostró de manera intensa el devenir estadounidense de los cuerpos travestis y sus recorridos siempre alterados por los clientes, por las fantasías amorosas, por las noches y sus dilemas, la drogas, los pequeños fracasos, pero, desde una poética del desamparo, se detuvo en el afecto solidario.

    La travesti y su cuerpo protagoniza el texto de Claudia Rodríguez, produce ficciones, genera eventos fantásticos en las que emerge lo inexplicable para, así, desplazar el real quebrando su lógica. Y en otro registro se despliega la violencia, la droga, el maltrato doméstico. Parte de los relatos muestran el asedio que los re-viste; quiero decir: los vuelve a vestir en la noche durante el callejeo travesti.

    Resulta crucial la necesidad de mantener diálogos y promover la unión de las diversas comunidades que buscan una sociedad inclusiva y que aboguen por la redistribución económica para disminuir la desigualdad. Comunidades que busquen incorporar saberes, como los que nos propone Claudia Rodríguez.

    El activismo que realiza Claudia Rodríguez —inscrito en su libro— propone generar conocimiento y que ese conocimiento se incluya en los espacios reflexivos como una manera de ampliar los cuerpos y liberarlos para acceder a la lucidez y, así, establecer las preguntas que faltan en el escenario comunitario abierto por el feminismo.

    Hoy experimentamos el poder y sus efectos emanados desde la cúpula de un imperialismo desatado y descarnado que adopta la forma de la amenaza y el insulto, asistimos a las incesantes órdenes centradas en una masculinidad que busca una completa dominación de los cuerpos mediante la humillación discursiva constante. Vemos cómo el gobierno tóxico de Trump extiende su poder mediante la violencia, para anular identidades, prohibir, agrupar y desechar cuerpos para desalojarlos del escenario cultural y laboral. Hoy tenemos que pensar en cómo elaborar el avance de la ultraderecha local apoyado por la élite y sostenida por el machismo popular.

    Desde este escenario incuestionable resulta crucial la necesidad de mantener diálogos y promover la unión de las diversas comunidades que buscan una sociedad inclusiva y que aboguen por la redistribución económica para disminuir la desigualdad. Comunidades que busquen incorporar saberes, como los que nos propone Claudia Rodríguez, porque como la autora señala, no se trata de sobrevivir; la tarea urgente es vivir y que cada una de nosotras tengamos, cuando lo necesitemos, la compañía afectuosa de la Pajarito, amiga de la protagonista en uno de sus relatos, después de que se produce la necesaria claridad de una emancipación: “Pasarle unos pesos a la Pajarito para comprar de comer, para hacer una buena cazuela de pollo y recuperar mis fuerzas, sin miedo, porque no voy a dejar que ningún hueón nunca más me amenace, que me haga cagar de hambre y mucho menos me amarre a su miseria”.

     

    ————
    Este texto fue leído en la presentación del libro, realizada el 27 de marzo en el auditorio del Instituto de Estudios Avanzados, de la USACH.

     


    Ciencia ficción travesti, Claudia Rodríguez, Hekht Libros, 2024, 96 páginas, $16.100.

  42. Postales de un paisaje perdido

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    1.

    La mejor traducción que hizo Pablo Neruda fue la que nunca escribió. El poeta tradujo a Blake, Shakespeare y Joyce, en versiones casi todas breves e intensas, con el peso de su respiración casi asfixiando el original; pero nunca concluyó la de The Nigger of the Narcissus (1897), la novela de Joseph Conrad. Fue entre los años 1926 y 1927, cuando compartía una pieza arriba de una verdulería en el Barrio Yungay con sus socios Tomás Lago y Orlando Oyarzún, y donde, a pesar de la pobreza, ya se comportaba como una especie de celebridad mientras publicaba textos como Tentativa del hombre infinito o la nouvelle El habitante y su esperanza. Artista del hambre, para él cualquier posibilidad de fuga estaba detenida, mientras esperaba que le funcionara algo en el Ministerio de Relaciones Exteriores e intentaba negocios como vender faciógrafos con su amigo Álvaro Hinojosa y vivía a salto de mata, en una eterna despedida de la juventud. “Como ciudadano, soy hombre tranquilo, enemigo de leyes, gobiernos e instituciones establecidas. Tengo repulsión por el burgués, y me gusta la vida de la gente intranquila e insatisfecha, sean estos artistas o criminales”, anotó en un prólogo a modo de testimonio sobre sí mismo en ese momento.

    Respecto de Conrad, según Oyarzún —citado por Hernán Loyola—, Espinosa y el poeta “trabajaron un tiempo en la traducción (…), pero el asunto no prosperó”. Según David Schidlowsky, fue con Tomás Lago con quien tradujo el libro. No era la primera versión local del escritor polaco cuya obra circulaba con cierta visibilidad. En 1925, Mariano Latorre se había encargado de The Secret Agent (1907), que tituló El huésped secreto y que apareció en un número de la revista Atenea, en la que venían textos de González Vera, Huidobro y Alberto Rojas Jiménez. Latorre también publicó ahí un ensayo sobre la vida y obra del polaco, y era interesante leer cómo el maestro y custodio de las formas del criollismo trataba de comprender una literatura cuyo mejor atributo era hacer estallar toda frontera, patria o lengua. “No fabrica, según el arte caro a los franceses, ni siquiera recurre a la forma autobiográfica, pues esto significaría invención de sensaciones”, anotó Latorre acerca de Conrad, en un ejercicio afectuoso acerca de un autor del que dice que “desaparece por completo bajo esta saturación de colores de sonidos, de voces humanas, de contactos, de visiones, de ambientes, de efluvios y números, de un mundo que nos invade antes de dejarse comprender”.


    2.

    Volviendo a Neruda, su traducción esfumada era quizás una prefiguración, sobre todo si pensamos que fue Hinojosa quien lo acompañaría más tarde al Oriente cuando lo designaron cónsul ad honorem en Rangoon, Birmania. Para ellos, Conrad bien podría ser una brújula, aunque hay algo del Kipling más despreocupado y alucinante en las aventuras que ambos perpetraron en ese viaje fantástico. Así, llegan a Europa, se cruzan con Vallejo en París y luego salen con destino a Asia desde Marsella y van y vienen de Japón o Shangai, mientras el poeta envía crónicas a La Nación que son puras postales fabulosas, exóticas. Más tarde, en Confieso que he vivido, recordará esos días como una picaresca: hacen de extras en estudios de cine en Calcuta o son asaltados por unos conductores de rickshaws en Shangai.

    Todo se vuelve triste cuando se separan. El poeta se queda en Rangoon, su amigo parte a su propia versión del futuro, donde quiere “vender té de Assam, telas de Cachemira, relojes, tesoros antiguos”. Ahí vendrán, casi como viñetas de un álbum, su cambio de nombre por Álvaro de Silva, sus viajes y la escritura de una obra literaria secreta. “Su movilidad, su criticismo, sus naranjas, sus cíclicas transmisiones, su cueva de Nueva York, sus violetas, su embrollo que parece tan claro, su claridad tan embrollada”, dirá Neruda de él en Confieso…, y su desaparición posterior solo acrecentará el mito. “Hablaba a veces de Neruda, pero lo hacía desde una curiosa distancia, dejando en claro que él era un autor de una especie enteramente diferente, que no tenía nada que ver con las longanizas, los asados, las expansiones folclóricas, los cantos épicos, generales, del bardo de Isla Negra”, recordó Jorge Edwards.

    Sin Hinojosa, llegan la soledad y el mudarse de un lugar a otro. Singapur, Ceylán, Batavia. Los días del opio. La contemplación de los ritos. La soledad y el embrutecimiento. La violencia. Las estatuas del Buda, las ceremonias, los estertores de la vida colonial. Esos días, la soledad de la extranjería quizás lo devuelve a la conciencia del idioma; que resulta algo dramático para cualquiera, pero que en el caso de un poeta solo puede constituir una hazaña y una tragedia. Lee en inglés, hace poesía en castellano. Trabaja los poemas que vendrán más tarde en Residencia en la tierra. Mientras, encuentra en Conrad un espejo, un retrato de sí mismo, según le cuenta al argentino Héctor Eandi, desde Ceylán. Dice: “Eandi, nadie hay más solo que yo. Recojo perros de la calle para acompañarme, pero luego se van, los malignos. Buenos Aires, no es este el nombre del paraíso?”, le dice desde Colombo. Luego agrega: “Se acuerda de esas novelas de José Conrads [Joseph Conrad] en que salen extraños seres de destierro, exterminados, sin compensación posible? A veces me siento como ellos, solamente que, este solamente que es tan largo, yo siento algunas virtudes en esta vida”.


    3.

    En 1951 el escritor, diplomático y viajero Salvador Reyes (1899-1970) publicó Mónica Sanders, una novela de tema marino ambientada en Valparaíso, donde el personaje central era un capitán que salía y volvía del puerto en su barco ballenero, mientras se dividía entre la tensión del deseo que le provocaba una mujer casada y la llamada del mar como vocación insoslayable. Si bien las escenas más frenéticas de la novela eran las que correspondían a su primer tercio (que tenían que ver con las rutinas de un barco ballenero), el grueso del relato transcurría en tierra firme y daba cuenta de los paseos de los personajes por un puerto que se aferraba al exotismo como el último destello de un lugar antes fabuloso. Reyes contaba una bohemia de bares abiertos en una madrugada interminable, llena con las conversaciones y las nostalgias de marinos y capitanes entregados a la celebración de las aventuras del pasado, mientras entonaban viejas canciones marineras, recordaban amores, naufragios y tempestades. Con ellos, el autor desplegaba una postal que acumulaba los tópicos predilectos de una clase de vida en extinción y, al mismo tiempo, de una tradición literaria que volvía sobre Melville o Pierre Loti.

    Era una ilusión literaria: su efectividad poética dependía de su condición de anacronismo. Reyes escribía la aventura de Julio Moreno, el capitán, usando los viejos modos criollistas a los que cubría con cierto barniz exótico. De hecho, en el libro podía leerse cómo los cuerpos (humanos y animales), el deseo y el ambiente porteño operaban como ingredientes de una novela de tesis que aspiraba a demostrar las virtudes de la experiencia física frente a la una inteligencia intelectual que se ha deformado hasta volverse una suerte de decadentismo existencialista.

    De hecho, sus mejores momentos eran casi independientes de la trama central y flotaban un poco a la deriva antes de que el libro se hundiese en una espiral de melodrama. Estos correspondían a los instantes más encarnizados de la casa de las ballenas, o el paseo de los personajes por la casa de Mónica, que es una especie de zoológico privado, un santuario secreto lleno de animales. Pero había algo tardío en el tono, que sonaba desencajado y algo cursi gracias a las visitas impenitentes a un local llamado “Bote Salvavidas” o a los recuerdos conjurados de varios capitanes casi jubilados, presentados como reliquias divertidas que no podían sonar sino añejas. Quizás tenía que ver con el modo en que Reyes celebraba un mundo desaparecido como si fuese un tiempo presente, o tratase de atrapar la imagen de Valparaíso en el momento mismo en que comenzaba a congelarse como la postal de un turismo cuyas peripecias solo podían existir entre la pobreza y el abandono, en un cosmopolitismo involuntariamente melancólico que abrazaba la añoranza de un mundo perdido.


    4.

    Dos elementos determinaban ese desajuste. O dos autores, más bien: Manuel Rojas (1896-1973) y Francisco Coloane (1910-2002). En el caso de Rojas, estaban ahí “El vaso de leche” (1927) y las novelas Lanchas en la bahía (1932) e Hijo de ladrón (esta última también de 1951), narraciones que huían de todo exotismo, porque dibujaban puertos hechos de hambre, barrios populares y héroes improbables que eran el reverso de los marinos de Reyes. Valparaíso, ahí, era una ciudad de disturbios y fiestas, de vagabundeos y picarescas, de cárceles y trabajos esporádicos. Era la ciudad que Reyes era incapaz de percibir, porque sugería otro tipo de aventura, más acorde con el siglo XX. Al fondo no había melancolía, sino esperanza: las luces de los barrios rojos o las cocinerías de la calle Quillota, a los pies del cerro Barón, que abrían el mundo para Aniceto Hevia, su protagonista, haciendo de la ficción otra clase de peripecia, la del relato de la conquista de la propia conciencia y de la libertad y, con esto, de la solidaridad para encontrarse con los otros.


    5.

    Con Coloane, el asunto resultaba más complejo. En la década anterior, el escritor chilote había comenzado a vivir en Santiago luego de haber sido marino, pastor ovejero, funcionario de la Armada y corresponsal periodístico, entre varios oficios. También era militante del Partido Comunista y fue testigo de la represión que había matado a Ramona Parra. Además, participó en el apoyo a la campaña de Gabriel González Videla antes de que este se volviera enemigo de los comunistas y persiguiese de modo encarnizado a Neruda. En esos años Coloane había publicado su obra más conocida, donde se ubicaban las novelas El último grumete de la Baquedano (1941) y Los Conquistadores de la Antártica (1945) y los libros de relatos Cabo de Hornos (1941) y Golfo de Penas (1945).

    Esos libros desplazaban la escritura posterior de Reyes al exhibirla como una puesta en escena más bien simpática o candorosa, pues exhibían la cercanía feroz de la experiencia biográfica por medio un estilo despojado de todo lo que no fuese esencial. La única retórica para Coloane consistía en volverse un espejo del paisaje que narraba mientras convertía a la propia vida en la única biblioteca posible: “No conocí en aquella época a Jack London, menos a Joseph Conrad, con quienes me han llegado a comparar, honrándome por supuesto. Podría decir sin arrogancia que creo que no tengo influencias literarias que yo pudiera reconocer en mi pequeña obra”, anotó Coloane en Los pasos del hombre, sus memorias publicadas el año 2000. Después, sin embargo, escribió: “Entre los escritores del mar admiro a Conrad, cuya vastísima obra conozco en parte. Gozo y sufro al releer en especial dos de sus obras: Tifón y El negro del Narcissus”.

    La novela como un barco, como un objeto sometido o atrapado en la tempestad, que lucha una y otra vez con las formas del naufragio, que es también otra forma del silencio. ‘Las palabras se deben cuidar del mismo modo que una tripulación lava su cubierta. Y no escupir sobre ella, sino por la borda’, dice Coloane que escribió Conrad.

    6.

    La simplicidad era aparente. El último grumete… era una aventura juvenil donde un muchacho buscaba a su hermano perdido a través de fiordos y canales australes. Su prosa es clarísima y sencilla: originalmente el libro había sido presentado a un concurso de novela infantil, que ganó. En el relato, el héroe comenzaba como polizonte y luego se convertía en tripulante. El lector seguía cómo abandonaba la niñez y confrontaba el peligro y varias formas de la muerte, pero ahí donde se suponía que debía estar un clímax quizás frenético, el lector se topaba con un cierre inquietante. El hermano sí llegaba a aparecer, pero cambiado, convertido en otro: había renunciado a todo para vivir con los indígenas yaganes, volverse un nómada del mar en su chalupa y vender cueros de lobos marinos, tras haber descubierto un territorio secreto, alejado de toda civilización. La aventura marina era también la incursión en los límites posibles del paisaje, la posibilidad de una última frontera real (“¡Esto ya es el fin del mundo!”, dice un personaje) y la excusa para que Coloane rescate mitos ancestrales y ritos perdidos como material novelesco.

    Publicada un lustro más tarde, Los conquistadores de la Antártica ofrece un relato más sombrío y terrible: narra una expedición hacia el continente blanco donde sale todo mal. Lejos de cualquier aire juvenil y hecha con las señales de su presente y tomando como inspiración el libro Viaje al Polo Sur, del sueco Otto Nordenskjold, la novela está animada por el fantasma del fallecido presidente Pedro Aguirre Cerda y por el espíritu del Frente Popular. De hecho, como ficción, existe entre dos hechos políticos e históricos: la declaración de delimitación del Territorio Chileno Antártico que había hecho el gobierno de Aguirre Cerda en 1940 y la primera expedición oficial a la Antártica chilena, en 1947, donde participó Coloane como escritor invitado e hizo las veces de secretario en algunas labores, pero también ayudó a construir un faro y sufrió el ataque casi mortal de una bandada de skúas.

    Antes de que el gobierno chileno envíe la expedición, Coloane ya se ha adelantado y la ha escrito, como si la ficción inventase lo real antes de que sucediese. Así, de modo terrible, Los conquistadores… ofrecía una épica ad hoc a su época. Secuela triste, acá los héroes son los hermanos de El último grumete… que aparecen más viejos y frágiles, metidos en un viaje donde quedan atrapados en territorios hostiles, mientras el paisaje —los hielos, las nieves, el hambre, todas las formas de la lejanía— van exterminando a los miembros de la tripulación, los que sobreviven como símbolos, como siluetas marcadas entre los hielos y la nada. Una cartografía que solo puede ser entrevista, jamás conquistada.

    Los cuentos de Cabo de Hornos y Golfo de Penas completan lo anterior. Ofrecen, en su conjunto, un relato colectivo de marineros, cazadores de lobos, ovejeros, bandidos y náufragos. Todos construyen una especie de coro recortado sobre ventisqueros, fiordos, canales, témpanos, faros, acantilados. Muchos son trágicos y terribles (“Cabo de Hornos”, “Cururo”, “La gallina de los huevos de luz”, “Paso del abismo”); otros se ofrecen como relatos rescatados en medio de la noche para que no desaparezcan. Coloane escucha voces e historias, registra ambientes, explora la aventura como si fuese dibujando las líneas que van de Chiloé a la Patagonia, de la violencia natural a la belleza inesperada de lo indómito. Ese mapa es enorme y ofrece la suma concentrada de un mundo en perpetuo descubrimiento, que se desarrolla ante los ojos del lector como un paisaje nuevo, indómito e inesperado, como si los tránsitos vitales de los personajes pudiesen corresponderse con la enormidad de los decorados que recorren. El estilo de Coloane brilla acá con efectividad inmediata. En todos esos aspectos se presenta despojado de toda tradición que no fuese su propia experiencia. “De lo que no me cabe duda es que el ambiente, el mundo que me ha rodeado, los libros, la prensa, la vida cotidiana, el amor, el odio, todo eso ha hecho de mí lo que he sido: un trabajador del lápiz o de la máquina de escribir que ha volcado en el papel experiencias vividas, muy próximas a la verdad. Nunca ha estado en mí crear atmósferas especiales o de artificio”, anotó en sus memorias.


    7.

    Una idea: Coloane fue nuestro último naturalista. Su literatura ofrece las coordenadas de la frontera final del país, al modo de una línea terminal desde la cual se puede desplegar la aventura y que puede ser leída como una forma de abordar y registrar el territorio, ya sea físico o simbólico. De este modo, su escritura completa las anotaciones de Darwin en su viaje a Tierra del Fuego, con el capitán Fitz-Roy y Jemmy Button a bordo; los dibujos de Claudio Gay y los apuntes al natural de Rugendas; interviene las descripciones acerca de la flora y fauna local de Ignacio Domeyko y Rodulfo Philippi, y dialoga con la interminable lista de documentos y archivos compilados y publicados por José Toribio Medina. Que esto suceda en los años de los gobiernos del Frente Popular no deja de ser relevante, como la ficción de aquellos años (la de Coloane, Volodia Teitelboim, Carlos Droguett o Reinaldo Lomboy: lo que se llamó la Generación del 38), que entendía la literatura más allá de sí misma. No se trata de naturalismo, sino de poesía, como si esas novelas (Los asesinados del Seguro Obrero, Hijo del salitre, Ranquil) pudiesen también ser juzgadas como formas del espíritu. Ahí, la frontera ahora se ha vuelto algo literario, sobrevive como aventura sin evadir el relato del exterminio de los aborígenes y pueblos originarios, y tampoco sin vadear la violencia como la lengua franca que cruza el territorio. Así, su literatura funciona como una colección de relatos de hombres sometidos a espacios y situaciones extremas, que resuelven con valentía o violencia, con un estoicismo silente, tragándose el miedo y encontrándose con la realidad como si fuera un espejo íntimo.

    Sí, estaban las sombras de London y de Conrad y, por lo tanto, no hay postales de paisajes de lo que se presume como perdido. Leído desde la década del 40, Coloane carece de toda nostalgia, escribe en algo que no puede sino ser descifrado como puro presente. Son formas extremas de recorrer y organizar el territorio, de catalogar y registrar rostros y fisonomías, pedazos del habla. Escritos entre el auge y la caída de los gobiernos radicales, que proponen una noción de pueblo y de comunidad que funciona hasta hoy con una forma posible de la patria. Ahí está la frontera, ahí reside el peligro y es la aventura. “El sargento Ulloa fue cayendo en una especie de locura. Entre sus enseres conservó siempre una bandera que pensaba clavar en el Polo mismo en nombre de la patria. Hasta que un día, creyendo haber dado cima a su sueño, la clavó en lo más alto de un promontorio, del cual no se supo si resbaló o se arrojó a un escarpado precipicio. Murió al pie de la bandera de su Chile austral”, dice el narrador en Los conquistadores… La literatura es el lugar donde sobreviven los naturalistas, su puerto escondido, su bahía de hambre. Coloane ofrece un mapa que solo existe como ficción, es decir, donde el acto del descubrimiento del mundo solo puede existir en la medida de sus posibilidades literarias y su condición de metáfora condensada, de colección de historias y signos frágiles desplegados desde el lenguaje.


    8.

    Neruda muere el 23 de septiembre de 1973. El tiempo no va hacia atrás, como en el poema de Millán. Hay una foto suya en la Clínica Santa María. Es de Evandro Texeira. Está en una camilla. Tiene los ojos cerrados y la cabeza vendada. Hay algo solemne en la tristeza de la imagen, en el velatorio, en la espera del funeral. Aparecen Matilde Urrutia, su hermana Laura y Francisco Coloane. Coloane hablará en el funeral, tal y como lo hizo en el de Edwards Bello, o como cuando ambos iban a la Radio Chilena a hablar en apoyo de la candidatura de González Videla en 1946. Lo hacían a las 21.15, en días pareados, a hablar en “crónicas radiales sobre el profundo contenido humano del Candidato de la Victoria”.

    Antes, quizás se habían cruzado en el discurso que Neruda dio en Suecia cuando recibió el Premio Nobel en 1971. Coloane existe como un modo, un mundo, una forma de la mirada. Sabemos que Neruda estaba muy enfermo cuando escribió su discurso, en un momento de exámenes y operaciones, como si la algarabía del premio fuera inversamente proporcional a la fragilidad de su cuerpo, al dolor de la enfermedad. Por supuesto, no habla de nada de eso. Ese “Discurso de Estocolmo” resume su poética, explica sus circunstancias y es un autorretrato que no deja de tener algo de confesional. En dos partes diferenciadas, primero narra cuando atravesó la cordillera a caballo, cuando era perseguido por el gobierno de González Videla; luego describe las coordenadas de su poesía. Aquello es un manifiesto tardío, un arreglo de su propio lugar en el siglo y en la historia del mundo. Es Neruda haciendo de sí mismo: expansivo, megalómano y sentimental. Ahí se pelea con Huidobro (“El poeta no es un ‘pequeño dios’. No, no es un ‘pequeño dios’”, repite) para luego señalar que “mis deberes de poeta no solo me indicaban la fraternidad con la rosa y la simetría, con el exaltado amor y con la nostalgia infinita, sino también con las ásperas tareas humanas que incorporé a mi poesía”. Al final, termina citando a Rimbaud (“Al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas ciudades”) y es difícil no reconocer ahí la nostalgia de lo que alguna vez fue: un poeta perdido en la noche, vestido con una capa vieja, en conflicto con su padre; acaso un artista pobre que se aferraba a la palabra como única posesión. Mientras lee en la Academia Sueca no es nada de eso. Es un poeta de estadios, su forma de leer es una marca registrada, tiene ediciones de millones de ejemplares, su vida no puede ser otra cosa que una peripecia.


    9.

    La primera parte del discurso es la más interesante. Funciona como un cuento, como un wéstern donde el poeta fugitivo cuenta cómo atravesó la cordillera acompañado de arrieros y baquianos. “Grandes bosques cubren como un túnel las regiones inaccesibles, y como nuestro camino era oculto y vedado, aceptábamos tan solo los signos más débiles de la orientación. No había huellas, no existían senderos y con mis cuatro compañeros a caballo buscábamos en ondulante cabalgata —eliminando los obstáculos de poderosos árboles, imposibles ríos, roqueríos inmensos, desoladas nieves, adivinando más bien— el derrotero de mi propia libertad”, leyó ante la Academia Sueca.

    Lo que viene después es pura aventura. El poeta cabalga para huir de la policía, atraviesa lugares abandonados y senderos escarpados; está a punto de ser arrastrado por la corriente de un río; encuentra junto a quienes lo acompañan un arrojo secreto y baila a los pies de una calavera de buey; al final, el grupo llega a un refugio donde unos montañeses cantan canciones en un refugio donde nadie sabe quién es él ni de qué escapa. Cada uno de esos movimientos están sometido a la inclemencia de la naturaleza. Dice: “A veces seguíamos una huella delgadísima, dejada quizás por contrabandistas o delincuentes comunes fugitivos, e ignorábamos si muchos de ellos habían perecido, sorprendidos de repente por las glaciales manos del invierno, por las tormentas tremendas de nieve que, cuando en los Andes se descargan, envuelven al viajero, lo hunden bajo siete pisos de blancura”.

    A la distancia, todo parece una aventura narrada por Coloane. Este fragmento del discurso luce como un viejo cuento suyo, uno de esos relatos sin moraleja que funcionan como la narración de una experiencia que ha sido rescatada para volverla literatura. Neruda, que alguna vez trató de traducir a Conrad y fracasó, pero llegó a sentirse en Oriente como un personaje de sus novelas, ahora parece más bien uno de esos hombres enfrentados a la naturaleza en un momento límite que solo puede revelarles la forma del mundo.


    10.

    Francisco Coloane menciona a Conrad en el cuento “Paso del abismo”, que apareció en la versión de 1995 de Golfo de Penas. La edición de 1945 solo contaba con cuatro relatos (“Golfo de Penas”, “Tierra de olvido”, “Témpano sumergido” y “La botella de Caña”), pero la nueva incluyó 15 más. “Capitán José Conrad”, escribe, y en esa mención hay una poética completa, una forma de entender el arte y la vida, como si existiese la posibilidad de que el rol del capitán fuese un avatar o un sinónimo del de escritor: la novela como un barco, como un objeto sometido o atrapado en la tempestad, que lucha una y otra vez con las formas del naufragio, que es también otra forma del silencio. “Las palabras se deben cuidar del mismo modo que una tripulación lava su cubierta. Y no escupir sobre ella, sino por la borda”, dice Coloane que escribió Conrad.


    11.

    Neruda pasa casi cinco años en Oriente. Vuelve en 1932 a Chile, casado, con los poemas de Residencia… bajo el brazo. Su leyenda crece en la ausencia. Tiene casi 30 años. De ese viaje de vuelta de dos meses queda un poema que Atenea publica en mayo de ese mismo año en un número donde también comienza a publicarse por capítulos Lanchas en la bahía, la novela de Manuel Rojas. El texto se llama “El fantasma del buque de carga” y es quizás lo más cercano a esa traducción de Conrad perdida o inconclusa. Poema sobre su viaje —en barco— de vuelta a Chile desde Oriente es la crónica del fin de esa primera forma de la aventura que ha practicado, al modo de la resaca de cualquier exotismo, pues contiene la certeza de que toda juventud se ha acabado. Conrad está ahí y quizás es ese el espectro que da vueltas por la nave mientras cruza las bodegas o escruta los momentos perdidos del viaje. O tal vez el espectro es el mismo Neruda, que escribe: “Mira el mar el fantasma con su rostro sin ojos: / el círculo del día, la tos del buque, un pájaro / en la ecuación redonda y sola del espacio, / y desciende de nuevo a la vida del buque / cayendo sobre el tiempo muerto y la madera, / resbalando en las negras cocinas y cabinas, / lento de aire y atmósfera y desolado espacio”.

     

    Imagen de portada: Soplando viento (un viento favorable) (1873-1876), de Winslow Homer.

  43. Conciencias líquidas, dioses sólidos

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    La grieta entre los humanos
    Se hace cada vez más grande
    Los chicos quieren ser chicas
    Las chicas quieren ser grandes”.
    “Autofemicidio”, Charly García

    Creación, aventura, alegría, transformación de las cosas del cielo y de la tierra, pero, a la vez, la amenaza de la destrucción de aquello que hemos conocido; todo eso al mismo tiempo, parte de una experiencia común, del hecho de ser “modernos”. Son palabras de Marshall Berman escritas en su famoso libro Todo lo sólido se desvanece en el aire, frase que tomó de Marx. Para el autor del Capital esta idea no implicaba pesimismo: la cláusula final del argumento admite que la evaporación de lo sólido y lo sagrado obligaría al fin a los hombres a “considerar serenamente sus condiciones de existencia y relaciones recíprocas”. Y en Berman, que insistió en rescatar los principios de la Ilustración, tampoco significa negatividad. Si bien la liberación de ciertos sistemas de dominación no nos ha liberado de caer en otros, la mera posibilidad de autocrítica lo separa de los posmodernistas que declaraban la bancarrota de las ilusiones de la Modernidad.

    Contradicción y ambivalencia son palabras precisas para expresar la vida moderna según Berman. Su confianza radicaba menos en un progreso lineal que en la capacidad de la humanidad, llegada a su edad adulta, de lograr procesar paradojas y ambigüedades.

    En su libro, publicado a comienzos de la década de los 80, se pregunta si el capitalismo era o no el único destino viable del progreso; pregunta que para el sociólogo Zygmunt Bauman estaba ya obsoleta. Desencantado, el filósofo polaco acuñó el término “Modernidad líquida” en los años 90, para referirse a una fase epocal marcada por una clase de lazo social no solo flexible, sino precarizado. Describe la cualidad de unos lazos indistinguibles de los efectos de la lógica, también fluida, del capitalismo tardío, y cuya consecuencia sería paradójica: la búsqueda de dioses sólidos. El fanatismo, la clausura identitaria, la radicalización, el retorno de los nacionalismos, la búsqueda de la verdad en la intensidad del cuerpo, la autoridad de la opinión: todas esas son experiencias que sirven como puntos fijos de estabilidad. Por cierto, lo líquido es otra manera de nombrar la muerte de Dios.

    Si el ser humano busca conocerse a sí mismo, es porque no se corresponde a su carne, por eso no se busca en una radiografía, sino en el diálogo, o sea, en el orden simbólico. El pacto simbólico es lo que nos sujeta a las reglas invisibles que crean el juego humano: celebrar los cumpleaños, no hacer de los muertos basura, decir te amo, también democracia, padre o madre; asimismo, sancionar que quien es llamado padre o madre no puede tener sexo con quien llama hijo o hija. También son asuntos sin fundamentos, pero para creer en ellos no es necesario volverse fanáticos. Cuando operan descansamos en ellos y a eso le llamamos realidad. Hasta que el pacto se rompe. La historia ha mostrado, trágicamente, las consecuencias de destruir no una ley particular, sino la naturaleza misma de la ley: lo humano se destruye, se vuelve carne triste. Basura para cuervos.

    La racionalidad técnica, por su parte, es del orden de lo positivo, medible y calculable. Puede prescindir de lo simbólico, acorta la distancia entre la pregunta y la respuesta (por lo tanto, se ahorra a quien se hace la pregunta). La ciencia no piensa. No en el sentido reflexivo. Y por ahí va el problema, el nuestro, como describió bien Hannah Arendt en La condición humana: el riesgo futuro no sería tanto lo que pasaría con nuestros inventos, sino que ya no pudiéramos estar a la altura de poder pensarlos. Tememos a que nos reemplacen las máquinas, pero debiésemos estar igualmente advertidos de que el pensamiento humano se vuelva maquinal. Es lo que Arendt llamó banalidad del mal, y advirtió que si bien los nazis podían desaparecer, la lógica que posibilitó su desarrollo recién estaba inaugurándose. Esa lógica, la del pensamiento sin sujeto, es la que empuja, peligrosamente, a la evaporación de la conciencia. No de la conciencia crítica a la que aspiraban Marx y Berman, sino de la conciencia ética. Que abunden los críticos no significa que “serenamente” aparezca una conciencia responsable. La crítica, ya es tiempo de decirlo, no evita que la conciencia ética no sea suplantada por manuales de vida, protocolos de vigilancia, eslóganes que emulan la política y las morales ad hoc. Digámoslo así: cosas duras para cobardías líquidas.

    Habría que añadir otra pregunta a la de Berman respecto del capitalismo como destino de la modernización: ¿Es la licuefacción de la conciencia ética la única posibilidad del progreso técnico? Porque lo cierto es que no solo el capitalismo favorece la desresponsabilización.

    Más allá de optimistas tecnológicos, nihilistas, pesimistas reaccionarios y posmodernos, la pregunta pendiente quizá sea qué entendemos por adultez.

    Arendt, por cierto, decía que para saber alguna cosa relevante sobre lo humano, era preferible volver a los mitos, porque la ideología era para mentes mediocres que buscan respuestas cerradas, libres de ambigüedad. Como indica una de las más famosas tragedias, Edipo, para buscar la verdad hay que dar vuelta la mirada, porque a veces quien causa la peste no es el otro, sino uno mismo. Dicho de otro modo, el otro es también cada uno de nosotros.

    A veces se le teme a la adultez —hoy especialmente—, porque se entiende como un mausoleo y un epílogo; otros suponen que es adquirir grados importantes de conocimiento o tener resuelto al menos el devenir cotidiano. Pero los antiguos tenían otra idea: crecer significaba precisamente asumir que nadie se conoce y que no se crece de una vez y para siempre. Sin embargo, a tumbos, sin saberlo todo, más bien reconociendo que casi nada, sin garantía alguna, crecer obligaba a la responsabilidad. Diría que la Modernidad sólida, pero también la líquida, cada una a su manera, buscaba prescindir de la existencia del dato inconsciente (por cierto, es lo que aún no se le perdona a Freud).

    La conciencia de que nadie se conoce es lo que nos vuelve éticos, es decir, libres y, a la vez, responsables. Es lo que nos diferencia de las máquinas y, hasta lo que sabemos, de otras especies. Diferencia que las nuevas “modernidades” borran de un plumazo, tanto el transhumanismo como el poshumanismo, cada uno a su manera.

    Pero nunca fuimos fanáticos de la adultez ni de su consecuente libertad. Adán y Eva en el Paraíso eran niños o bacterias, como sea, seres sin sexo ni muerte, y es la primera ley, el primer “no”, lo que los despoja de la inocencia, pero a la vez los hace libres. Con la ley nace la elección y la conciencia ética. Ya sabemos lo que sigue, si de algún modo, la primera pareja entra a su “modernidad” o a su adultez, optaron por culpar a la serpiente. Nos muestran que el ser humano envidia la inocencia y que la adultez es algo traumática e incómoda. Si es un despertar, no garantiza para nada querer seguir despiertos y no buscar otros dioses que prometan paraísos. Los que sean. Incluso, los que puedan llevar a nuestra autodestrucción. Como Edipo, a veces creemos que progresamos y demoramos en caer en cuenta de que estamos durmiendo con mamá. Es decir, en un romance incestuoso con la muerte. Como sea, esa conmoción también es parte de volverse adultos alguna vez. Volviendo a Berman, ser modernos (o adultos) es asumir en algún grado la contradicción y la ambivalencia.

    En el prólogo de una edición posterior de su libro, Berman relata una visita que hizo a Brasilia, una ciudad creada como ejemplo de modernidad y progreso. Desde el avión le pareció magnífica, pero no desde abajo, no desde adentro. Su descripción fue implacable: el diseño podía corresponder a una dictadura o a una comisaría, pero no a una democracia. Era una ciudad creada deliberadamente para que la gente no se reuniese ni discutiera sobre su gobierno. Por supuesto, no tardó en enfrentarse en una polémica con Niemeyer, uno de sus arquitectos. Comprendió de este la importancia de la construcción de la ciudad como esperanza para el país en un determinado momento, pero la esperanza no podía solidificarse en un monumento. Para Berman, una ciudad digna del nombre “moderno” sería un lugar vivo, abierto al cambio, al encuentro y el diálogo, pero sobre todo que pudiese mirarse hacia adentro. En su prólogo, dice reconocer la importancia de estos aspectos, los cuales no ponderó en su primera versión.

    Una ciudad sexual (diría el psicoanálisis) es una ciudad con tensiones y deseo, y que, desde luego, requiere de espacios tanto para la vida democrática como para la elaboración de las contradicciones y ambivalencias. Mejor dicho, la vida democrática requiere de esos espacios. Y ese anhelo no es moderno. Los antiguos griegos crearon el teatro de la tragedia, que entre otras cosas era el lugar de reunión en la ciudad para reflexionar sobre las preguntas esenciales: ¿Qué nos define como seres humanos? ¿Qué significa ser mortales y sexuados? ¿Qué es el poder y la política? Tenía una función política y también terapéutica. Es interesante notar que se desarrolla casi al mismo tiempo que la democracia. Arendt, por cierto, decía que para saber alguna cosa relevante sobre lo humano, era preferible volver a los mitos, porque la ideología era para mentes mediocres que buscan respuestas cerradas, libres de ambigüedad. Como indica una de las más famosas tragedias, Edipo, para buscar la verdad hay que dar vuelta la mirada, porque a veces quien causa la peste no es el otro, sino uno mismo. Dicho de otro modo, el otro es también cada uno de nosotros.

    La tragedia muestra algo más: se comienza desde el fin de un mundo, eso es la peste; y la tentación es la de buscar chivos expiatorios. No nos engañemos, eso no ha cambiado un ápice. La tragedia era también el recordatorio —como una buena terapia— de que el ser humano puede aprender, no sin dolor, no sin duelo. Y de que es capaz de comenzar.

     

    Imagen de portada: Captura de Edipo rey (1967), dirigida por Pier Paolo Passolini.

  44. El “individualismo ingobernable” de los latinoamericanos

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    Hubo una época en que la sociología y las ciencias sociales chilenas tenían como espacio de reflexión a América Latina. Los tiempos de gloria de la Cepal, en los años 60 del siglo pasado, con figuras como Raúl Prebisch, Celso Furtado, Fernando H. Cardoso, José Medina Echavarría, Aníbal Pinto y Enzo Faletto, entre otros; intelectuales que combinaban la historia con la antropología, la sociología con la economía, la psicología social con las estadísticas, siempre con el ánimo de comprender la especificidad de esta región del mundo. Sobrevinieron los golpes de Estado y las dictaduras, en Brasil, Uruguay, Chile, Argentina, pero el interés por el hábitat latinoamericano siguió prevaleciendo, en parte porque las experiencias que se vivían eran parecidas, en parte porque había instituciones (como la misma Cepal y también Flacso, Prealc y Clacso) y fuentes de financiamiento (como la Fundación Ford, entre otras) que seguían mirando el panorama regional, y en parte porque la escena intelectual seguía hegemonizada por intelectuales formados en esa matriz.

    En el caso de Chile, la inserción intelectual en el espacio latinoamericano se prolongó hasta el final de la década de los 80. Tres figuras resaltan en los años posteriores al 11 de septiembre: el ingeniero y economista Fernando Fajnzylber, desde la Cepal; el historiador y sociólogo Enzo Faletto, desde Flacso, y en un circuito diferente, el Instituto de Sociología de la Pontificia Universidad Católica, el sociólogo Pedro Morandé.

    Paulatinamente, sin embargo, el interés por Latinoamérica fue decreciendo. En cierta medida porque la investigación de los centros independientes se volcó a comprender el nuevo escenario económico, social y cultural, implantado por las “modernizaciones” del proyecto neoliberal chileno. Para tal propósito, los referentes dejaban de ser los países de la región y pasaba a ser Estados Unidos, que era la fuente de inspiración de ese proyecto y sus reformas. Influyó, además, que con el fin de la dictadura, en 1990, la investigación se fue trasladando a las universidades, las que estaban volcadas a reclutar y formar estudiantes, y a validarse internacionalmente a través de los dispositivos propios de la academia globalizada. Esto fue orientado a las ciencias sociales chilenas, a objetos de estudio mucho más empíricos y acotados, en general referidos a corrientes académicas internacionales, lo que condujo a la evaporación del espacio latinoamericano.

    El libro Las individualidades robadas de América Latina, Volumen I, La revolución del individualismo. El largo siglo XIX, del sociólogo Danilo Martuccelli, es un esfuerzo digno de reconocimiento, que vuelve a colocar a las ciencias sociales ante la vieja y abandonada pregunta acerca de qué es lo propio de América Latina en el concierto mundial.

    ***

    La de Martuccelli es una obra intelectual, a la vez ambiciosa, original, creativa y erudita: ambiciosa porque anuncia tres volúmenes (este supera las 500 páginas) en los que el autor aborda la trayectoria de todos los países de la región, sin evadir las particularidades de cada uno; original, porque en lugar de retomar la mirada desde las estructuras y clases sociales, de los sistemas políticos o de las relaciones de dependencia, como fuera tradición en la sociología de la última parte del siglo pasado, concentra su atención en los “imaginarios”, a los que observa no a través de las estadísticas (aunque no se priva de ellas si es necesario), sino de la literatura; creativa, porque formula de entrada una tesis atrevida con valor comparado global (lo que llama “individuación agéntica”), la que busca probar de forma muy persuasiva, y erudita, porque revisa un amplísimo corpus de obras que abarcan la historia, la sociología y la literatura, tanto latinoamericana como europea.

    Con “individuación agéntica”, Martuccelli se refiere a una capacidad de acción y a un conjunto de experiencias que toman distancia de las estructuras y que transgreden las prescripciones institucionales, sin más mediación que los círculos más cercanos, principalmente de tipo familiar. “Cada actor se hace cargo de sí mismo, incluso en contra o a distancia de las instituciones”. No se trata de una elección voluntaria, subraya el autor: el latinoamericano ha tenido que apelar a su individualidad para sobrevivir, pues las instituciones que formalmente dicen protegerlo no lo hacen, o lo hacen muy mediocremente. Tampoco cuenta, de otra parte, con comunidades sólidas de raíces pre-modernas, como muchas veces se ha sostenido con un dejo de romanticismo; ni de comunidades modernas, como grandes plantaciones, fábricas o escuelas donde se forjan una disciplina y un espíritu de cuerpo de por vida. El latinoamericano solo cuenta con su habilidad y su astucia para desplegar estrategias de sobrevivencia basadas en el intercambio de favores entre parientes, paisanos, compadres, conocidos. Los propios gobiernos, subraya el autor, no son impersonales, sino inter-personales; vale decir, están basados en relaciones y “sentimientos morales: lealtad, traición, deuda, gratitud, oportunidad”, más que en reglas institucionalizadas.

    La experiencia les ha enseñado a los habitantes de estos parajes que las instituciones formales no les prestan atención, y si lo hacen, ella no es igual para todos. De ahí que “las reglas cuentan menos que los lazos”, y que es a estos vínculos a los que hay que acudir para superar los “embates de la vida”. A diferencia del individualismo de cuño estadounidense, institucional, asociativo y cargado de épica, el latinoamericano “no reposa sobre la confianza institucional o entre anónimos, sino que se cimenta sobre modalidades de confianza e incluso de lealtad interpersonales entre individualidades de un mismo circulo”. Es lo que indican desde siempre los estudios en la región: aquí se “valoran mucho más las relaciones grupales de alta intensidad (familia, amigos) y minusvaloran las relaciones de baja intensidad, como las que se dan con anónimos o con las instituciones”, así como en las asociaciones de la sociedad civil.

    Para emplear las famosas categorías del sociólogo Mark Granovetter, los latinoamericanos confían más en los “lazos fuertes” que en los “lazos débiles”. Se trata, por cierto, de un problema mayúsculo para la democracia y un caldo de cultivo para el tráfico de influencias y la corrupción.

    En el fondo, dice Martuccelli, “los latinoamericanos nunca les tienen suficiente fe a las instituciones y a las leyes como para darles las llaves de su destino colectivo”. Es mucho más importante la red de familiares, amigos y contactos. Pero más relevante aún es la autonomía: “La independencia es un valor central en el imaginario de las individualidades ingobernables”. Por esto el valor que se otorga a la viveza, a la picardía, al no ser “gil” ni “pendejo”. Cita al argentino Scalabrini Ortiz, para quien el porteño es “hombre de improvisaciones y no de planes, es un hombre fiado en la certeza del instinto, en sus intuiciones, en sus presentimientos. En una palabra: es el hombre del ‘pálpito’”. Mauricio García Villegas, refiriéndose a esto mismo en su libro El viejo malestar del Nuevo Mundo, habla del “padrinazgo” y del “individualismo indómito”, rasgos que, a su juicio, vendrían con la herencia cultural de la España barroca, en particular del “ideal épico” castellano. Como sea, el compadrazgo y la astucia son rasgos de los que nada ni nadie se libra. La “cultura de la transgresión” lo permea todo, desde la política a la economía, desde la piedad al erotismo, desde quien la necesita para sobrevivir a quien la usa para el gozo. “En el fondo, los latinoamericanos nunca cesan de estar fascinados por el imaginario de la ingobernabilidad de sus individualidades”.

    Para explicarlo, Martuccelli acude a la historia de un profesor japonés que vivió décadas en Colombia y que, “al ser interrogado por la principal diferencia entre los japoneses y los colombianos, lo resumió de manera simple: ‘Pues mire, un colombiano es más inteligente que un japonés, pero dos japoneses son más inteligentes que dos colombianos’. Difícil expresar con mayor economía verbal el contraste entre los dos imaginarios: el del individualismo institucional y el de las individualidades ingobernables”.

    La experiencia les ha enseñado a los habitantes de estos parajes que las instituciones formales no les prestan atención, y si lo hacen, ella no es igual para todos. De ahí que ‘las reglas cuentan menos que los lazos’, y que es a estos vínculos a los que hay que acudir para superar los ‘embates de la vida’.

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    Si hubiese que buscar un término para denominar la “individualidad ingobernable” latinoamericana, dice Martuccelli, elegiría “levedad”. Y agrega: “El desenfado, la frescura, la cintura relacional, el humor, el querer llevar la existencia como una fiesta o, en su defecto, empecinarse en hacer de la fiesta una existencia, la atracción por las apariencias y la venerable indiferencia por lo profundo…”.

    El autor descarta de plano que este tipo de individualismo latinoamericano sea falso; algo así como una yuxtaposición forzada por sobre una comunidad primigenia. Rebate la “oposición entre la autenticidad y la modernidad”, adhiriendo en este plano a los “cimientos barrocos latinoamericanos” destacados por Pedro Morandé y Claudio Véliz. Y va aún más lejos, diciendo que “la denuncia del carácter importado y artificial de las instituciones es muchas veces un falso debate. A lo largo de la historia las sociedades han sabido metabolizar formas institucionales externas con el fin de producir lo propio y la ilusión de lo oriundo”.

    En oposición a una vasta corriente que clama por el retorno de una “comunidad perdida” en estas tierras del Nuevo Mundo, Martuccelli escribe que “la idea de que el individualismo es una mera idea trasplantada en América Latina no resiste análisis”, y que “tras dos siglos de desarrollo y diversas aclimataciones, el individualismo forma parte de la genuina historia de los latinoamericanos”.

    ***

    Como lo señalé en una columna en El País, el enfoque de Martuccelli es particularmente pertinente en el Chile actual. Es sabido que el proyecto neoliberal buscaba romper con Latinoamérica y sus modelos estatistas y regulados, para acercarse a Estados Unidos, con su sistema político, su libertad económica, su Estado subsidiario, sus políticas subordinadas al mercado, su política personalista y, por cierto, su cultura.

    Tal imaginario, es justo decirlo, fue hecho propio por la tecnocracia de la Concertación. Esta no miraba a Estados Unidos; o si lo hacía, ponía sus ojos más en la Costa Este que en el Midwest, donde se ubica la Universidad de Chicago. Esto condujo a un sistemático y exitoso esfuerzo porque Chile fuera admitido en la OCDE, lo que se logró. Desde entonces, toda la élite chilena, pública y privada, de izquierda y de derecha, se ha planteado como objetivo alcanzar los “estándares de la OCDE”, en oposición a lo que hizo Chile siempre en el pasado, bajo el paraguas de la Cepal, que era compararse con América Latina.

    Pero no quedó solo en eso. La élite tecnopolítica de la Concertación observó con indisimulada admiración a los llamados like-minded countries, es decir, países con los que Chile compartiría valores, intereses, objetivos o enfoques similares en áreas específicas, como política, economía, derechos humanos, medioambiente y seguridad. Entre ellos estaban Australia, Nueva Zelandia y Finlandia, naciones con las cuales Chile estrechó sus lazos políticos, económicos y comerciales, y que fueron objeto de cuidadoso estudio por entidades gubernamentales y think-tanks oficialistas para aprender de sus políticas públicas.

    Ha pasado el tiempo, y con él muchas ilusiones se han esfumado. Hoy, en términos culturales, políticos e institucionales, Chile está más cerca de Latinoamérica de lo que creía una década atrás, a pesar de la distancia en materia de desarrollo económico y humano.

    Tres factores explican esa evolución. Primero, el sistema económico no ha logrado aún transformar el “individualismo ingobernable” en un verdadero espíritu capitalista. Así lo prueba un porfiado crony capitalism, o “capitalismo de amigos”, que vuelve a asomar su cabeza a veces en formas sórdidas, como también la diseminación de una suerte de “capitalismo zorrón” que evade la legalidad en lugar de innovar. Segundo, el sistema político chileno, tradicionalmente sostenido en partidos fuertes y con robusta adhesión ciudadana, se ha vuelto más informal y fragmentado, favoreciendo caudillos y aventureros, lo que lo acerca al clásico patrón latinoamericano. Tercero, la inmigración masiva de ciudadanos de la región, formados en otra relación con la autoridad y el Estado, ha influido en un severo debilitamiento del respeto a la legalidad, lo que se ha vuelto evidente desde el estallido social de 2019 y la pandemia. En resumen, la cultura y las instituciones chilenas han sido desbordadas por un individualismo insumiso que amenaza la seguridad, la gobernabilidad y el crecimiento.

    Por años se creyó que las dinámicas de la sociedad chilena solo se podían comprender en oposición a América Latina. Ejemplo de ello es la historia que nos contamos acerca de la formación de un Estado unitario, de la implantación temprana de un sistema reglado e institucional, de la relativa continuidad democrática y, en una época más cercana, del tipo de capitalismo asentado bajo la dictadura, del nivel de desarrollo alcanzado y del grado de institucionalización democrática, todo lo cual llevó a que tirios y troyanos renunciáramos a compararnos con América Latina y aspirar a otra liga, la de los países de la OCDE. A estas alturas, sin embargo, parece evidente que los sobresaltos y desafíos actuales de Chile se comprenden mejor desde dentro de la región de la que forma parte, y que esto no implica conformismo —como se ha repetido en los últimos años hasta la saciedad—, sino un indispensable realismo. Esto mismo es lo que hace tan apasionante el nuevo libro de Danilo Martuccelli.

     


    Las individualidades robadas de América Latina. Volumen I / La revolución del individualismo. El largo siglo XIX, Danilo Martuccelli, LOM Ediciones, 2024, 520 páginas, $27.000.

  45. Júbilo y flaqueo

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    Kafka, dicen las primera cinco letras del nuevo libro de Martín Hopenhayn. No suelta ese hueso el autor, es la reacción que se impone al leerlas. Pero tanto mejor que nuevas noticias suyas sobre el gran escritor checo es leer, tras una notable cita, esta frase: “Acto seguido, invertir a Kafka”. Invertir, dar vuelta, reconsiderar incluso a los autores y referentes más queridos. Así piensa este libro, tomando vuelo allí donde otros podrían tropezar o quedarse pegados.

    Marcado por la inquietud y la apertura, Hopenhayn forma parte de una tradición muy rendidora a la hora de pensar este mundo hecho pedazos: la de los escritores filosóficos. Aquellos filósofos que, antes que un sistema congruente, acucioso y metódico, o un empeño de especialistas de dedicación exclusiva, optan por un modo de ver que permite ir y venir con soltura y hondura por los asuntos de este mundo. Prosistas que no sostienen su tarea reflexiva solo en el pensar el todo, sino de igual manera en el estilo, deteniéndose más bien en las partes del todo e igualmente en los partes que nos cursa la nada.

    En su escritura, crecientemente se observa un estilo tentativo, que en vez de intentar abarcar y reducir los asuntos y conceptos, se conforma, felizmente, con tocarlos, a veces apenas con rozarlos, otras, también, apretándolos, pero nunca para sofocarlos sino para ver qué dan de sí puestos en tal trance. Esto lo obliga, o le permite, más bien, a ensayar, tentar formas. Fragmentarias, por cierto, pero no por cortedad sino por cortesía: es un pensamiento que se regala a sí mismo el sobrevuelo, la parábola fugaz, la simple ocurrencia, la vacilación no pusilánime sino jovial, la paradoja y hasta unos cuantos “arrebatos de conformidad”.

    En Los testamentos traicionados, Milan Kundera comenta cómo Nietzsche tendió a la escritura aforística a partir de Aurora, en el empeño de resistirse a “la tentación de transformar las ideas en sistema”, evitando rellenos. Y agrega que a veces se trata de “redondear el horizonte intentando poner en escenas los puntos flojos según el mismo estilo que los puntos fuertes”. Contra ese peligro de la saturación, Hopenhayn ofrece los pensamientos tal como le llegan, en su misterio y en su claridad, puliéndolos, sin duda, pero no desnaturalizándolos con el sometimiento a un método o exhaustividad conceptual que pudiera asfixiarlos.

    La duda y las distancias bien tomadas le sirven como un motor, incluso para pensar sobre su propio quehacer: ‘Un pensamiento, ¿emerge desde el centro del pensamiento anterior, o se desprende desde su lado más débil?… ¿Qué hay entre ambos, un eslabón o una grieta?’. Y se detiene en cómo opera y se ha hecho camino el aforismo a través de los siglos, liberándose de ataduras para deslizarse a sus anchas entre los fenómenos y las palabras, y ganar perspectiva al encarar la vida.

    Este nuevo libro tiene un título elocuente, y liberador: Flaquear a gusto, que es tal vez lo que todos necesitamos permitirnos en este tiempo que nos engorda mórbidamente el seso a punta de demandas y requerimientos. Hopenhayn indaga en aquello que en nuestras vidas nos abisma y abruma y fragiliza: las acciones e identidades que se deshacen al verse reflejadas impensadamente, las meditaciones que tocan fondo y extravían el sentido, las palabras y gestos que se nos devuelven como correo no recibido. Es notable su modo de pensar la relación entre carácter y destino. Dice que habitualmente el carácter, tan reconocible en las personas desde niños, suele fundirse en un destino, mientras que excepcionalmente pasa “que un carácter logre torcer un destino aciago en lugar de provocarlo”.

    La duda y las distancias bien tomadas le sirven como un motor, incluso para pensar sobre su propio quehacer: “Un pensamiento, ¿emerge desde el centro del pensamiento anterior, o se desprende desde su lado más débil?… ¿Qué hay entre ambos, un eslabón o una grieta?”. Y se detiene en cómo opera y se ha hecho camino el aforismo a través de los siglos, liberándose de ataduras para deslizarse a sus anchas entre los fenómenos y las palabras, y ganar perspectiva al encarar la vida.

    En ese afán atiende a todo lo que lo rodea. O casi todo: los recuerdos, los velos, el deseo repentino de no haber nacido (muy distinto al de morir), el celebrar como una actitud vital deseable, el amor, muy a fondo (este libro tiene en potencia un Tratado del Amor y la Pasión), la soledad, lo que se calla, el suicidio, el cansancio de ser, el júbilo (y le agradecemos que nos devuelva palabras así, desdeñadas por la beatería laica).

    Flaquear a gusto —cercano a otro libro del autor de inolvidable título: Así de frágil es la cosa (1999)— esquiva un acusado peligro del aforismo, que es el de no constituir un estilo, diluirse en sus propias pausas, perderse en su discontinuidad. No es el caso. Algo en sus fraseos, en su modo de mirar, enlaza y abraza lo disperso. Además, el libro tiene un par de prosas que se extienden entre la crónica y la meditación sicológica, tramados ambos hilos para dar cuenta de momentos humanos en los que no solo todos nos reconoceremos, sino en los que, más significativamente, todos hemos estado a punto de perdernos. Ocurre cuando escribe sobre el encuentro de dos conocidos que en algún tiempo coincidieron cordialmente sin llegar a la amistad y que reunidos por el azar muchos años después, se abrazan y no atina, ni uno ni otro, a despegarse, entregándose sin querer queriendo a “la prodigalidad casi ofensiva de seguir abrazados un buen rato, un poco extraño, cierto, pero pensándolo bien, por qué no”.

     


    Flaquear a gusto. Aforismos, Martín Hopenhayn, Ediciones Universidad Austral de Chile, 2024, 126 páginas, $9.900.

  46. Segunda oportunidad

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    El arte imita a la vida. Nada es más inverosímil y de apariencia improbable que lo que pasa en la realidad. La guionista, dramaturga y novelista Delia Ephron lo sabe bien. Y tal cual lo expresa en sus memorias Left on Tenth, que acaba, además, de estrenarse como obra de teatro en Broadway, con Julianna Margulies en el papel principal.

    Delia, inevitable decirlo, es hermana de la famosa y connotada Nora Ephron, periodista, directora, guionista y dramaturga, directora del éxito Cuando Harry conoció a Sally y de las columnas reunidas en Ensalada loca. Delia trabajó con ella en Tienes un e-mail y en No nos dejes colgada, entre muchos otros proyectos. En 2012 Nora Ephron murió de leucemia, y ocultó la enfermedad por varios años, salvo a sus más cercanos. La sorpresa en quienes no sabían fue monumental. Nora dijo que no quería que en sus últimos años se la mirara principalmente bajo el foco de la enfermedad. Aunque los médicos le dijeron a Delia que si bien había algún componente genético, eso no significaba una condena para ella. De cualquier modo, se comenzó a hacer chequeos cada seis meses para detectar cualquier anomalía. Todos los exámenes salían bien.

    Aunque la salud de Delia Ephron estaba bajo control, su vida personal no. A la dolorosa muerte de su hermana le sucedió la muerte de su esposo, con quien compartió décadas en un departamento en el Village neoyorquino en la calle 10 (de allí el título del libro). El duelo fue duro, pero Ephron siguió la máxima de que everything is copy. Todo lo vivido es material que luego será publicado: esta pena, esta caída, este fracaso. Siguiendo esa misma receta, Nora había contado, con pelos y señales, la infidelidad de su entonces marido, Carl Bernstein, uno de los capos del caso Watergate, en la novela Heartburn (1983), que luego se convirtió en la cinta El difícil arte de amar, con Meryl Streep y Jack Nicholson.

    Como manera de ir avanzando en su duelo, Delia decidió dar de baja la línea telefónica personal de su marido: no necesitaba dos líneas telefónicas. Comenzó entonces un verdadero peregrinaje a través de call centers, e-mails, mensajes, en que la iban mandando de un lado al otro, sin lograr nunca dar de baja la línea. Al borde del ataque de nervios, escribió en The New York Times sobre la imposibilidad de cerrar su duelo por culpa de la compañía de teléfonos. Un artículo con todo su sello: humor, dolor, risas, lágrimas. Así partía: “Sé que no es buena idea odiar a nadie. Sé por un artículo que leí que las emociones negativas son malas para la salud. No me gustaría tener un ataque al corazón porque no me funciona internet. Pero odio a Verizon”.

    Fue lo más leído del diario.

    Delia se emocionó de sentir esa conexión —tan de las hermanas Ephron— con las experiencias cotidianas de tantas personas. Usar el humor es tan propio de ellas como ponerse en situaciones absurdas y vulnerables para comunicar fortaleza. Recibió centenares de mensajes que la reconfortaron.

    Justo para esa época, Delia tenía que dar una conferencia para un grupo de seguidores de Jung, y estaba pensando en eso, en que debía acercarse a algún siquiatra jungueano para preparar su charla, cuando recibió un extraño e-mail: un psicoanalista de San Francisco con el que había salido 54 años antes, cuando era adolescente, le escribió diciéndole que había leído su artículo del New York Times y que se había conmovido mucho, pues su esposa había muerto recientemente. Peter Rutter —ese es su nombre— le recordó que fue su hermana Nora quien los había presentado, y que hasta había ido a su casa.

    Delia no recordaba nada, pero no podía creer la sincronía de la vida. Siguió hablando con él por e-mail, luego por teléfono. Tenían tanto que conversar, atravesando situaciones similares. Fascinada y entusiasmada por este descubrimiento, decidieron encontrarse. Él llegó a su departamento en la calle 10; los dos estaban ansiosos como adolescentes. Pero fue una reunión magnífica. Estaban enamorados, a sus 70.

    Pero la vida de Delia iba a correr peligro muy pronto.

    Aunque la salud de Delia Ephron estaba bajo control, su vida personal no. A la dolorosa muerte de su hermana le sucedió la muerte de su esposo, con quien compartió décadas en un departamento en el Village neoyorquino en la calle 10 (de allí el título del libro). El duelo fue duro, pero Ephron siguió la máxima de que everything is copy. Todo lo vivido es material que luego será publicado: esta pena, esta caída, este fracaso.

    Un examen sale mal

    El romance progresaba, con visitas prolongadas de cada uno a la costa contraria, y la vida profesional de Delia también iba viento en popa. Su novela Siracuse tuvo buenas críticas, estaba trabajando en varios proyectos; el dolor y el duelo comenzaron a convivir con las nuevas alegrías y comienzos. La vitalidad volvía a ella.

    Pero entonces, en un examen rutinario de sangre, salió la marca indefectible de que algo no estaba bien. Tenía leucemia, aunque no del mismo tipo de su hermana. Y los mismos lugares donde acompañó a su hermana, la misma pieza donde ella estuvo meses y murió, empezaron a ser parte de su propia rutina.

    Casémonos, le dijo Peter, y en el mismo hospital invitaron a algunos amigos y amigas para la boda.

    Feliz, pero aterrada por el diagnóstico, vieron todas las alternativas y logró acceder a un tratamiento experimental, que resultó, y el horizonte volvió a despejarse. Partieron de viaje y ella escribió de nuevo en el diario, esta vez sobre este nuevo fármaco. Disfrutó muchísimo estar fuera del ciclo del hospital. Sin embargo, otro examen de rutina cayó como un balde de agua fría: el cáncer había vuelto.

    Las quimios no resultaron, y la única alternativa era un trasplante de médula, algo a lo que su hermana Nora no estuvo dispuesta, pues pensó que por la edad no era recomendable. Había mucho que poner sobre la balanza. La doctora de Delia le repetía una y otra vez: tú no eres tu hermana, este cáncer no es el de ella. Finalmente, se decidió. Y entonces, dice Delia, todo lo que hasta ahí había vivido se hizo poco y nada al lado de lo que vino después.

    Peter se abocó solo a sacarla adelante. Dejó su práctica psicoanalítica y se instaló en el hospital, donde dormía donde pudiera (en todo caso, Delia siempre habla de lo privilegiada que fue de poder ir a un hospital así y tener todo tipo de cuidados a su disposición). Pero incluso en el privilegio neoyorquino, tenía que esperar por una pieza donde él pudiera dormir con ella. Al ser psiquiatra, él se convirtió en el interlocutor de doctores y enfermeras. Exámenes, riesgos, rutinas: todo pasaba por él. Delia no quería saber nada más.

    En Left on Tenth hay conmovedores y crudos pasajes acerca del dolor de Delia y de la entrega serena de su marido. La contención que él le brindó, incluso en momentos en que Delia solo quería morir. Y le rogaba a su doctora que la ayudara a morir, de una vez. Ella le dijo: dame 48 horas, y si hay mejora, otras 48 horas más. Delia dijo que sí.

    En Left on Tenth hay conmovedores y crudos pasajes acerca del dolor de Delia y de la entrega serena de su marido. La contención que él le brindó, incluso en momentos en que Delia solo quería morir. Y le rogaba a su doctora que la ayudara a morir, de una vez. Ella le dijo: dame 48 horas, y si hay mejora, otras 48 horas más. Delia dijo que sí.

    Volver a escribir

    El trasplante resultó, y Delia ya lleva varios años en remisión. Pero al principio, cuando salió del hospital, dijo que no podía escribir nada. Pensó que una parte tan importante de su vida la había abandonado tras la enfermedad, hasta que de pronto se encontró con los e-mails y mensajes de WhatsApp que envió durante todo el proceso. Una amiga los ordenó cronológicamente. Y delante de ella se dio cuenta de que tenía una historia, una que se había escrito casi sola.

    Left on Tenth se transformó entonces en una memoria, bajo el subtítulo de “una segunda oportunidad en la vida”. La crítica la trató muy bien, al punto de que comenzó a rondarle la idea de transformarla en una obra de teatro. Delia y Nora ya habían incursionado en cine, escribieron Tienes un e-mail, y también en el teatro, con Love, Loss, and What I Wore, que se presentó en decenas de países.

    Un día, paseando a su perro, Delia se encontró en la calle 10 y la Quinta Avenida con Julianna Margulies, la protagonista de The Good Wife. Dice la actriz que una mujer con mascarilla le dijo que le había gustado mucho una memoria que Margulies escribió. Y le dijo: soy Delia Ephron, te quiero dar mi memoria: Left on Tenth. Después de compartir un capuccino, quedaron de acuerdo en que se la enviara. Dice la actriz: “Me senté, la leí de punta a cabo en una hora, me puse a sollozar, me reí y le envié un correo electrónico: ‘Esta es la obra que estaba esperando’”.

    Tal cual: se enamoró del texto, y con Patrick Gallagher, famoso actor de cine, TV y teatro, abrieron la cortina de Broadway por primera vez el 26 de septiembre recién pasado.

    La vida de Delia Ephron es la mejor de las comedias y tragedias románticas que ella y su hermana imaginaron.

  47. Apuntes sobre la ballena y otros cetáceos

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    Su sangre está en mí, sus lujurias son mis olas”.
    Philip Hoare

    El carácter monstruoso, destructivo de la naturaleza, subraya en cierta manera las escalas diferenciales entre nosotros y los demás seres vivientes. “El aparecer en el continuo de la diferencia”: esta fue la maravillosa definición de monstruo que dio Michel Foucault en Las palabras y las cosas.

    Literalmente “monstruos marinos”, los cetáceos, especialmente las ballenas con barbas y el cachalote, son un ícono de esa dimensión oculta y desconocida en la que el lenguaje se hunde como un pecio al intentar nombrar, describir, clasificar y ordenar. Los grandes cetáceos fueron las criaturas que aceitaron, lubricaron e iluminaron la Revolución Industrial e incluso la Modernidad tardía. “Entre 1914 y 1917 murieron 175 mil ballenas para producir las bombas británicas y aceite que impidiera que los pies de los soldados se pudrieran. En 1917, el ministro de armamento Winston Churchill aceleró la demanda de lo que se conocía como train oil, del holandés traen, que significa lágrima o gota”, apunta Philip Hoare en su magnífico libro Alberto y la ballena, segundo trabajo que el periodista y ensayista inglés dedica a su pasión y fascinación por las ballenas y el mar, cuyo antecesor, Leviatán o la ballena, es un ensayo que persigue compulsivamente cada indicio, cada relación entre seres humanos y ballenas. Hoare conecta el desarrollo industrial de Europa y los Estados Unidos con la novela de Herman Melville Moby Dick, y no deja de sumergirse en las curiosidades históricas que preceden dicha conjunción cargada de un carácter tan trágico como destructivo.

    Los cetáceos se dividen en dos grandes grupos: los odontocetos, cetáceos con dientes, y los misticetos, cetáceos con barbas. Se trata de mamíferos que descienden directamente de ancestros terrestres emparentados hoy con todos los artiodáctilos (ungulados de dedos pares, como vacas, cerdos, cabras, camélidos o jirafas), algo así como lobos con pezuñas que evolucionaron adaptándose —y volviendo— completamente al mar hace aproximadamente 60 millones de años.

    Otro libro muy reciente, escrito quizás con menos talento literario que los de Hoare, pero que reúne una cantidad inmensa e igualmente fascinante de datos sobre la historia evolutiva, la biología y la ecología de los cetáceos, es Cómo hablar balleno, del biólogo y realizador audiovisual Tom Mustill, quien nos hunde en un frenesí de historias y relaciones sobre las cuales emerge no solo la pregunta de si los animales tienen lenguaje (cuestión bastante demostrada), sino también de si en algún punto es posible comunicarnos con ellos. Esta interrogante lo persigue de forma obsesiva después de que una ballena jorobada les saltara encima a él y a su amiga Charlotte, durante un paseo en kayak frente a la costa de California, hecho bastante particular del cual ambos salieron ilesos, pero marcados de por vida. El video del acontecimiento fue grabado por otros kayakistas y personas que avistaban ballenas esa mañana en el mismo sector, por lo que es muy fácil encontrarlo en YouTube.

    El aceite y las barbas de las ballenas se ocuparon para molduras de vestimenta, corsés, sombreros, peines, peinetas, paraguas y fuelles de aplicación industrial. De todos los productos balleneros, el de más alto valor es el ámbar gris, utilizado como fijador de aromas en la industria de la perfumería. Es una materia cerosa que secretan los cachalotes en su tracto digestivo, la que recubre los intestinos para favorecer el tránsito de los afilados picos y ventosas quitinosas de los inmensos calamares que ingieren aún vivos, su principal alimento. El ámbar gris, sin embargo, pese a sus refinadas aplicaciones, se encuentra defecado o vomitado, ya sea flotando en la superficie del mar o en las costas cercanas a las fosas submarinas abismales presentes en todos los océanos. Dado que la sustancia se produce durante la digestión, es difícil hallarla dentro de un cachalote muerto. Tiene el aspecto de una roca y se asemeja a un trozo de mármol, aunque con la consistencia de la arcilla. Se sabe que poblaciones de pescadores o personas que han tenido la suerte de encontrar una “roca” de ámbar gris se han enriquecido inmediatamente, ya que en el mercado formal el kilo de ámbar puede valer entre 50 mil y 80 mil euros. Hoy, los principales compradores son las compañías de perfumes francesas, como Channel, Givenchy y Christian Dior, que lo utilizan como estabilizador basal en cada uno de sus productos.

    Las ballenas, evidentemente, pueblan la imaginación de la Historia (y de todas las historias, relatos y narraciones), desde la religión y el arte hasta la ciencia y la industria. A los libros-tesoros de Philip Hoare se une La Baleine: une histoire culturelle, del historiador medievalista Michel Pastoureau (lamentablemente no traducido al castellano), que explora más metodológica y sistemáticamente a la ballena como objeto cultural. También destaca Historia natural del cachalote, del naturalista, especulador de opio, comerciante y cirujano a bordo de un ballenero Thomas Beale, del que se dice que sería una referencia importante para la obra maestra de Melville. Beale presenta una ciencia oculta de la cual los balleneros eran los principales portadores, un conocimiento situado entre el mito y la razón material: la cetología.

    La ballena, recurso infinito, recurso finito, tiempo mítico que comunica el mundo de los vivos con el mundo de los muertos, monumento natural, especie protegida, animal que presta servicios ecosistémicos, cuerpo marcado por la contingencia y arbitrariedad del acontecimiento, lejanía y oscuridad del mar que habita, sigue disparando en nosotros, los humanos, una imaginación salvaje que nos recuerda esa conmovedora y aberrante distancia que paradójicamente nos emparenta.

    El antropólogo e historiador Daniel Quiroz Larrea, que ha reunido casi toda su investigación sobre la caza y el aprovechamiento de ballenas en las costas de Chile en su libro Soplan las ballenas (Ediciones de la Biblioteca Nacional, 2020), relata la evolución de las costumbres y mentalidades que atraviesan a los cetáceos, así como a los usos culturales y tradicionales de las “ballenas”, incluyendo también la industria turística y científica, donde profundiza en cierta “ruptura” histórica respecto de las ballenas como monstruos que se enfrentan a los balleneros en sus frágiles embarcaciones.

    Conocida es la interpretación de Moby Dick como una alegoría de la esclavitud. Según esta mirada, el monumental cachalote blanco sería no solo la melancólica obsesión del capitán Ahab, empecinado con matarlo en un acto de venganza, sino también la morbidez monstruosa y la capacidad destructiva del progreso económico del capitalismo y sus aberraciones, que terminan por destruir a Ahab, su barco y su tripulación. O sea, el ser humano es avasallado no solo por las fuerzas de la naturaleza, sino también por la monstruosidad de su propia naturaleza, que se mueve destructivamente entre la paradoja que plantean la tradición y el progreso.

    Hoy, por cierto, vemos cómo las ballenas se han convertido desde la segunda mitad del siglo pasado en íconos de la conservación, el activismo medioambiental y la defensa del mar contra la explotación indiscriminada. Y los balleneros, como señala Quiroz, se han transmutado en monstruos insensibles que mantienen procedimientos espantosos contra animales inteligentes, carismáticos e indefensos. Testigo de ello es la cuestionada caza científica que Japón practicó por décadas en aguas polares, y que, dicho sea de paso, abandonó hace un par de años para restablecer la caza comercial en sus aguas jurisdiccionales. O el grindadráp en las islas Feroe, costumbre cinegética que se celebra todos los años y que se mantiene vigente desde que las islas eran una colonia normanda hace 1.200 años, en que se caza un gran grupo de calderones de aleta larga para abastecerse de proteína y grasa durante el año en un archipiélago donde, dadas sus condiciones geomorfológicas, la agricultura y la ganadería no tienen cabida como sustento para la población.

    En un sentido similar a estas cuestionadas tradiciones, la Comisión Ballenera Internacional permite una cuota mínima de captura (entre uno y tres ejemplares anuales de cada etnia) por el concepto de “caza de subsistencia”, concentrándose en el hemisferio norte y principalmente en el ártico norteamericano y ruso, a excepción de la comunidad costera de Bequia, en San Vicente y las Granadinas, en el Caribe centroamericano, y Lamalera, una pequeña isla del archipiélago indonesio.

    En mi experiencia como fundador y director del Museo de Historia Natural Río Seco (Punta Arenas, 2013), me ha tocado participar de siete levantamientos de los restos de grandes cetáceos: una ballena sei, muerta posiblemente por causas naturales; una ballena franca, herida de muerte en su porción lumbar por la hélice de una embarcación de calado mediano; una ballena azul, que fue atacada por orcas y varada a causa de su propia desesperación; una ballena jorobada, colisionada por una embarcación mayor que le provocó una hernia cuyo resultado es la intromisión del intestino dentro de la cavidad torácica, y tres orcas, sin causa de muerte deducible. Pero también estuve involucrado en los trabajos infructuosos para levantar tres cachalotes, dos de los cuales tenían evidentes signos de fractura a la altura del cráneo, y un cadáver sin signos aparentes de heridas mortales. A otro cachalote, del que no sabíamos la causa de muerte, le extrajeron su mandíbula del lugar en que estábamos trabajando para levantar los restos, posiblemente para comercializar los dientes en el mercado negro.

    La ballena, recurso infinito, recurso finito, tiempo mítico que comunica el mundo de los vivos con el mundo de los muertos, monumento natural, especie protegida, animal que presta servicios ecosistémicos, cuerpo marcado por la contingencia y arbitrariedad del acontecimiento, lejanía y oscuridad del mar que habita, sigue disparando en nosotros, los humanos, una imaginación salvaje que nos recuerda esa conmovedora y aberrante distancia que paradójicamente nos emparenta.

  48. Alberto Edwards, realista político

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    Alberto Edwards, profeta de la dictadura, la última entrega de Rafael Sagredo, Premio Nacional de Historia 2022 y director por más de 25 años del Centro de Investigaciones Diego Barros Arana de la Biblioteca Nacional, es un estudio documentadísimo, que constituye todo un aporte por las valiosas fuentes primarias que consulta y que reproduce íntegramente en su segunda mitad. Consistentes en escritos de Alberto Edwards publicados en El Mercurio a lo largo de 20 años, entre 1912 y 1932, hasta hoy estos textos, en palabras de Sagredo, “han sido omitidos por prácticamente todos los estudios que ponderan” al autor de La fronda aristocrática.

    En la primera mitad del libro, Sagredo se propone demostrar, como en efecto lo hace, la impronta antidemocrática y la opción autoritaria de Edwards. Pero la idea de democracia a la que Sagredo echa mano corresponde más bien a una entidad metafísica, sin historia, en todas partes y en todo tiempo siempre la misma; una fórmula abstracta que, por cierto, el propio Edwards se encargó de hacer blanco de sus alegatos. No es lo mismo la democracia griega que la democracia estadounidense, inglesa o francesa, ni tampoco la democracia parlamentarista chilena del primer cuarto del pasado siglo.

    Para probar el pathos antidemocrático del autor de La fronda aristocrática, Sagredo simplifica excesivamente su figura y su pensamiento, volviendo imposible ponderarlo en su calado real. Los textos reunidos en Alberto Edwards, profeta de la dictadura deben comprenderse dentro del período de la “crisis del sistema liberal”, como le llamó Ernst Nolte, momento que suscitó enconadas críticas contra la democracia parlamentaria y durante el cual la desconfianza al régimen democrático parlamentario fue, de hecho, muy común. Chile no fue la excepción.

    En el horizonte de esa época, revoluciones como la soviética en Rusia o la fascista en Italia, dotaban al autoritarismo de un halo transformador y renovador; algo muy distinto a la conservación del statu quo. Edwards, en cuyos primeros trabajos (en torno al 1900) se mostraba, como consecuencia de su inicial oposición a Balmaceda, partidario de un parlamentarismo aristocrático de cuño británico, transitará, a partir de la “crítica nacionalista” surgida de la crisis del Centenario, a posturas cada vez más autoritarias y antidemocráticas. En otras palabras, identificaba la democracia con el parlamentarismo, y a este con la defensa de una oligarquía incapaz de realizar las transformaciones que el país exigía. Nada de esto se logra asir en la obra de Sagredo, la cual no busca comprender a Edwards, sino sentarlo en el banquillo de los acusados.

    Pero, llegados hasta aquí, asalta la pregunta: ¿Quién fue entonces Alberto Edwards y cuál fue su aporte?

    Alberto Edwards nació en Valparaíso en 1874, y murió en Santiago en 1932. Su vida adulta tuvo como telón de fondo el largo y convulso período nacional comprendido entre la Guerra Civil de Balmaceda, de 1891, y la caída de la dictadura del general Ibáñez, acaecida en 1931. Hombre multifacético y de una vasta cultura universal, exploró cuanto medio expresivo tuvo a su alcance. En la literatura de género policial, famosos llegarían a ser los misterios de su Román Calvo, “el Sherlock Holmes chileno”. Como animador cultural, dirigió la revista Pacífico Magazine, entre 1913 y 1921, donde trató materias de geografía, economía, estadística y psicología colectiva, y donde reunió, además, a una gama de las más brillantes personalidades intelectuales de la vida nacional de entonces, como Alone, Manuel Magallanes Moure, Armando Donoso y Ernesto Montenegro, entre otros. Incursionó, también, en el cine y hasta en la gastronomía. Mario Góngora llegó a considerarlo, por lo mismo, un “diletante inteligentísimo”; que contó, enfaticemos, ya en vida con un amplio reconocimiento público. Todo lo anterior coronado, por supuesto, por su gran vocación: la política.

    Ocupó el cargo de diputado entre 1909 y 1912; el de ministro de Hacienda bajo el gobierno de Ramón Barros Luco, hacia 1915; nuevamente el de ministro de Hacienda durante el breve gobierno de Emiliano Figueroa, entre 1926 y 1927, y el de ministro de Educación Pública y luego el de Relaciones Exteriores y de Justicia durante la presidencia de Ibáñez, entre 1930 y 1931. Además, fundó junto a Francisco Antonio Encina, Luis Galdames, Tancredo Pinochet y Guillermo Subercaseaux, el Partido Nacionalista, que se mantuvo activo entre 1914 y 1918.

    Contra los ataques de Sagredo, unilaterales a mi juicio, que intentan soterradamente enlazar a Ibáñez, en tanto ‘dictador’, con la figura de Pinochet y los trágicos acontecimientos de 1973, es preciso hacer notar que el gobierno de Ibáñez contribuyó decisivamente a la modernización del Estado y a la formación de las capas medias.

    Al igual que gran parte de los intelectuales de su época, desarrolló lo más granado de su pensamiento político en artículos de prensa, los cuales publicó mayoritariamente en El Mercurio, cuyo dueño y fundador fue su primo, Agustín Edwards Mac-Clure. Como este, Alberto Edwards provenía del riñón de la aristocracia criolla. La conocía desde dentro y, por lo mismo, al tiempo que encomió sus seculares virtudes, la juzgó sin concesiones. Respecto de sus escritos, a la hora de clasificarlos se suele intentar establecer primero si su autor fue propiamente historiador o político. Distinción algo artificial, porque, ante todo, como pensador, Edwards fue un ensayista. Y como tal, vindicó la intuición y el rodeo, la indagación y la aproximación tentativa, como métodos de esclarecimiento de la realidad, haciendo del conocimiento histórico el auxiliar aventajado de la comprensión política.

    Basado en la primacía de lo realmente existente por sobre las abstracciones y las utopías, los planteamientos de Edwards corresponden a los de un realismo político sui generis en Chile, un positivismo histórico-sociológico que tiende a identificar las regularidades de lo político, aquellas constantes cuya omisión compromete el hundimiento de cualquier gobierno y, peor aún, de todo Estado.

    En primer lugar, que no hay poder político sin autoridad, sin un efectivo vínculo de mando/obediencia, “principal resorte de la máquina”, según las palabras del propio Edwards. Luego, la constatación de que a todo poder político le es connatural una minoría rectora que surge de la “realidad social” y no de una “abstracción teórica”. Sobre dicha base Edwards realiza su defensa del principio de autoridad y de la necesidad de las jerarquías. Esto es, del Ejecutivo fuerte y del papel de la aristocracia en tanto minoría dirigente; o lo que él mismo llamó hacia 1923 “principio monárquico” y “principio aristocrático”.

    Sin embargo, y esta es otra de esas regularidades de lo político, cuando una aristocracia abandona su papel de minoría conductora del Estado para centrarse eminentemente en sus intereses de clase, degenera en oligarquía o fronda, como la llama Edwards en su obra más famosa. Es, a su juicio, el caso de la aristocracia chilena tras hacer suya la mentalidad económica hacia 1880 y establecer luego el parlamentarismo como régimen de gobierno que se ajusta a su nuevo ethos burgués, imponiendo el poder de los partidos sobre la instancia superior y ordenadora del poder político. De allí que Edwards responsabilice (desde la crisis del Centenario en adelante) a dicho régimen de gobierno, que rigió en Chile entre 1891 y 1925, de los terribles males que aquejaban al país.

    Cuando las minorías socialmente activas se sujetan a un mando que respetan y que las disciplina, su desenvolvimiento es políticamente beneficioso. Pero cuando ellas, que concentran el poder económico, carecen de ideales superiores, terminan por propagar la discordia y alentar la sedición. En una palabra, por promover el desorden público, antesala de la guerra civil. Edwards condena, por eso, el desorden público, fuente de la exaltación de las pasiones y de las conspiraciones, como también condena a aquellos campeones de la pluma “que saben invocar” inmortales principios para abrirle paso a la revolución (aquí sinónimo de guerra civil), hora por antonomasia de los conspiradores, los ideólogos, los ambiciosos y los oportunistas. Todo esto es lo que, para Edwards, imperó en Chile por obra de la “orgía parlamentaria”. En suma, la transformación del espíritu frondista en un clima de ingobernabilidad que únicamente el despotismo de la espada podría someter.

    Así, hacia 1920-1925, época de gran crisis moral y política, como reconoce el propio Sagredo, marcada por el ascenso de Alessandri y luego del general Ibáñez, en un momento de desfondamiento institucional, de insubordinación y desafío frontal al poder político por parte de la élite tradicional y de asedio permanente por parte de los sectores proletarios, ¿qué otra cosa cabía esperar sino un golpe de fuerza?

    El verdadero dilema político no era elegir entre dictadura o democracia, sino determinar quién restauraría el orden: ¿Los poderes frondistas, ya despojados de ideales republicanos, o algún caudillo representante de las nuevas fuerzas mesocráticas? ¿Aquellas amparadas bajo soflamas “democráticas” liberal-parlamentarias o quienes invocaban la vía “revolucionaria” de los militares?

    Para Alberto Edwards, apegado a un acendrado realismo a la hora de pensar lo político, las formas de gobierno son producto de hechos históricos y no de fantasías de gabinete. La ‘democracia’, tal como era presentada por el liberalismo parlamentario criollo, le parecía un cuerpo doctrinario extemporáneo y ajeno al desarrollo orgánico de la historia nacional, una abstracción bondadosa en el ideal, pero peligrosa.

    Imbuida en sus intereses privados, al carecer del ideal que antaño la animara, Edwards denuncia la completa parálisis política de la élite tradicional, achacándole, en palabras de Sagredo, “la principal responsabilidad de la situación”. Sin otra alternativa, para Edwards corresponderá a Ibáñez “la reconstrucción radical del hecho de la autoridad”, puesto que sus cualidades personales —y no sus elucubraciones abstractas— le permitirían ejercer un poder superior al de los partidos.

    Contra los ataques de Sagredo, unilaterales a mi juicio, que intentan soterradamente enlazar a Ibáñez, en tanto “dictador”, con la figura de Pinochet y los trágicos acontecimientos de 1973, es preciso hacer notar que el gobierno de Ibáñez contribuyó decisivamente a la modernización del Estado y a la formación de las capas medias. Más aún, se mantuvo leal a la noción de Estado y delineó la vida cívica nacional hasta el golpe de Estado de 1973. No está de más, entonces, preguntarse: ¿Puede haber democracia real sin reforma social que dote al pueblo de las condiciones materiales e intelectuales necesarias para participar de la vida pública? Recuérdese nada más el papel de Pisístrato, el “tirano”, en la génesis de la democracia griega, o el de César en la incorporación del populus romano a la República.

    Para Alberto Edwards, apegado a un acendrado realismo a la hora de pensar lo político, las formas de gobierno son producto de hechos históricos y no de fantasías de gabinete. La “democracia”, tal como era presentada por el liberalismo parlamentario criollo, le parecía un cuerpo doctrinario extemporáneo y ajeno al desarrollo orgánico de la historia nacional, una abstracción bondadosa en el ideal, pero peligrosa, y aún más, perniciosa, si se consideraba quiénes y con qué fines se esforzaban en implantarla.

    Antes que “modelos teóricos”, en política lo decisivo será la acción ejemplar de los hombres. En consonancia con este principio, la de Edwards es una querella contra las alucinaciones producidas por teorías de las que no hay prueba de su efectividad ni de su beneficio. Esto es importante subrayarlo. El autor de La fronda no condena la democracia en abstracto, sino que la relativiza a la luz de un hecho palmario: que, a la fecha de sus publicaciones, lo que ha permitido la construcción de una “República en forma” no ha sido su fórmula ideológica, sino la instauración de una instancia superior de mando, el predominio social aristocrático y la costumbre de obediencia del pueblo. Posición que, precisamente, le permite elogiar la democracia orgánica que advierte en los Estados anglosajones.

    La crítica de Edwards tiene por blanco lo que podríamos denominar fundamentalismo democrático, esto es, cuando la pura idea debe imponerse sobre la realidad social, en vez de adecuarse a ella para lograr aunar y coordinar sus “fuerzas vivas”, configurando un orden efectivo. En sus propias palabras: “[El] supremo arte político (…) consiste en aprovechar y organizar todos los elementos espirituales o históricos que existen en la sociedad, para que sirvan de material a sus construcciones”. Para Edwards, antes que la realización de la democracia como ideal, está la preservación misma de la unidad política como hecho. Principio antiquísimo: Salus populi suprema lex est (“La salvación del pueblo es ley suprema”).

    Si bien es cierto que, como ha demostrado Sagredo, no encontraremos en Edwards a un campeón de la democracia o de los valores igualitarios y que su opción fue autoritaria (sobre todo hacia el final de su vida), también lo es que sus aportes sobrepasan sus posiciones. Con una penetración y estilo muy distantes del apoltronado academicismo hoy dominante, supo captar como pocos un fenómeno tan perenne, desconcertante y misterioso como el poder. Descreído de fórmulas y seguro de que la guerra civil era el supremo mal de los pueblos, identificó esas regularidades de lo político que toda clase dirigente debiera saber atender, si no quiere cargar en sus espaldas con el hundimiento de la vida pública y la amistad cívica, aquella concordia en que reposa la confianza de los ciudadanos y por la cual vuélvese legítima la autoridad.

    El pensamiento del autor de La fronda aristocrática en Chile sigue siendo un tónico intelectual que aguza la mirada, cuestiona certezas y relativiza principios que comienzan a adquirir el carácter de dogmas. Fecundo bien harían nuestros políticos y nuestros intelectuales visitando las páginas de Alberto Edwards. En ellas encontrarán valiosos insumos para evaluar los alcances y los límites de la democracia realmente existente.

     


    Alberto Edwards, profeta de la dictadura, Rafael Sagredo, Fondo de Cultura Económica, 2024, 340 páginas, $17.900.

  49. Leila Guerriero: la increíble incertidumbre y resiliencia de la condición humana

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    Para todos quienes han leído Plano americano, Una historia sencilla, Los suicidas del fin del mundo u Opus Gelber, y se han dejado llevar por sus magníficos perfiles de vivos y de muertos, por los retratos que mediante su palabra ha dibujado y las escenas reales que ha traído hasta nosotros, el premio que hoy día ofrecemos a Leila Guerriero por La Llamada es un acto obvio, uno de esos casos flagrantes de merecimiento que no requieren de ninguna justificación.

    Por eso, en vez de enumerar las razones que se tuvieron a la vista a la hora de concederle esta distinción, quizá sea mejor aprovechar la oportunidad para revisar algunos de los aspectos más notorios de la que ya es una obra madura y extendida, y que al asomar especialmente en La llamada explican el acierto indudable del jurado al decidir este premio.

    Como todos ustedes sin duda saben, La llamada es el retrato de una vida, la de Silvia Labayru, que secuestrada en la ESMA durante la dictadura argentina de los setenta, fue torturada y esclavizada durante largo tiempo, obligada a infiltrarse en la organización de las Madres de la Plaza de Mayo, donde contribuyó sin quererlo a la desaparición de algunas de ellas, hasta ser sometida a lo que sus captores llamaban un proceso de recuperación, momento en el que creyó que la pesadilla había terminado, pero solo para descubrir que no, puesto que sus antiguos compañeros la repudiaban ahora acusándola de haberlos traicionado. Se trata de una historia que desgraciadamente no es ni peculiar, ni inédita (basta recordar a Luz Arce para encontrar un caso semejante entre nosotros) y, por eso, no es el acontecimiento de la tortura y el abuso o la traición, ni menos la denuncia de todas esas cosas, lo peculiar y lo notable de este texto, sino lo que en él se indaga y se revela: cómo sobre los escombros de una experiencia terrible se puede erigir una individualidad. Y esto último es lo que explica, sin duda, el aplauso que ha recibido y que ya sean miles los lectores que, conducidos por ese estilo de cámara lenta de este libro, han debido reconocerse en alguno de sus pasajes; porque no es lo que nos acontece sino la forma de reaccionar frente a él lo que nos iguala: bien mirado, toda vida humana consciente de sí misma siempre se acaba pareciendo al resultado de una increíble resiliencia. En la historia que este libro recoge se entrecruzan los aspectos más misteriosos de la condición humana, el consentimiento, la culpa, la lealtad, la perversión; en suma, la forma en que la identidad de cada uno, y no solo la de Silvia, amalgama todas esas cosas. Y el talento de Leila Guerriero consiste, sin duda, en asomarse a ese capítulo infame de la historia mediante la incertidumbre de la memoria de una sus víctimas; pero sobre todo en que, a propósito de eso, ella lograr describir ese marasmo del misterio humano con elegancia y sin aspavientos, usando la técnica con que se escriben los prodigios de la imaginación, pero asistiendo a la escena de una vida, en este caso la de Silvia, con la técnica de un buen psicoanalista, solo que donde este último mira el reloj y cobra la sesión, para así mantener la distancia afectiva y evitar la transferencia, Leila Guerriero echa a andar su grabadora.

    En Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalítico, un texto que escribió hacia el año 1912, Freud acuñó el término “atención libremente flotante” como uno de los conceptos clave del análisis. Con él quiso decir que el terapeuta no debía fijarse en nada particular de lo que dice el paciente y, en cambio, prestar a todo la misma atención, sin ninguna injerencia de su parte; “dejando el juicio en suspenso”, según la fórmula que había escrito el año 1909, cuando analizó la fobia de un niño de cinco años. Al prestar el analista ese tipo de atención, y escuchar como si nada le sorprendiera o lo sobresaltara, sugería Freud, el paciente podía entregarse a la libre asociación despegando la comunicación de todo control voluntario.

    Al leer los libros de Leila Guerriero que hoy nos acompaña y especialmente La llamada por el que se le ha conferido el Premio Cátedra Mujeres y Medios, es imposible no recordar esos consejos de Freud y pensar que quizá luego de conversar con ella, Silvia Labayru debió sentirse aliviada como un paciente luego de la consulta psicoanalítica y Leila Guerriero enterada, y los lectores con ella, de los recovecos y los recodos más ocultos del alma humana. Porque si bien el texto que motiva este premio parece dibujar o denunciar —o el lector creer que con él se dibujan o se denuncian— los abusos increíbles de una dictadura, en realidad lo que hace es asomarse a la intimidad de una mujer expuesta a una circunstancia inimaginable y a la forma también inimaginable en que logra, sin embargo, sobrellevarla.

    Visto así, creo no exagerar si digo que toda la espléndida obra de esta periodista y escritora —quizá con ella habría que inaugurar un término que fusionase ambos quehaceres— es una larga y paciente exploración acerca de cómo se constituye la individualidad, cómo cada uno forja el yo que es y el rostro que muestra ante los demás, a partir de la forma en que birla, escamotea, esquiva o encaja, las inevitables pedradas y flechas del destino, y de cómo la circunstancia no determina a fin de cuentas ni un destino aciago ni uno feliz, sino que está entregado a la magnífica plasticidad que muestran los seres humanos para hacerle frente, en el sentido que Sartre dejó anotado en su crítica de la razón dialéctica: no importa tanto, dijo él, lo que han hecho del ser humano, lo que importa es lo que él hace con lo que han hecho de él.

    El talento de Leila Guerriero, descontada la elegancia de su escritura sin aspavientos y sin excesos, comedida y elegante, consiste en esa capacidad suya que La llamada pone de manifiesto, para asomarse a una persona y explorar no solamente los eventos externos que le ocurrieron (…), sino la forma en que esos eventos externos van tallando o esculpiendo, por decirlo así, esos otros eventos, esta vez internos, que llamamos memoria, idea del yo y subjetividad, y que son los que a fin de cuentas nos constituyen, porque los hechos no son como los vemos sino como los recordamos.

    El talento de Leila Guerriero, descontada la elegancia de su escritura sin aspavientos y sin excesos, comedida y elegante, consiste en esa capacidad suya que La llamada pone de manifiesto, para asomarse a una persona y explorar no solamente los eventos externos que le ocurrieron o de los que fue, como ocurre a Silvia Labayru, infeliz protagonista, sino la forma en que esos eventos externos van tallando o esculpiendo, por decirlo así, esos otros eventos, esta vez internos, que llamamos memoria, idea del yo y subjetividad, y que son los que a fin de cuentas nos constituyen, porque los hechos no son como los vemos sino como los recordamos. Y para alcanzar ese resultado ella ha de escuchar sin censura y sin encomio, sin aprobación ni rechazo, todo lo que le dicen y registrarlo parejamente, prestando una atención libremente flotante, tal como al inicio vimos sugería Freud, para reconstituirlos luego mediante la escritura.

    Alguna vez Leila Guerriero ha dicho que su trabajo, como el que se contiene en La llamada, no consiste en dar su punto de vista acerca del personaje, vivo o muerto, que retrata, sino describir el punto de vista que el personaje del caso tiene acerca de sí mismo y de la circunstancia que le tocó en suerte. De manera que cuando el libro habla de Silvia Labayru hemos de entender que es esta última —Silvia, y no Leila— quien habla, y para alcanzar ese resultado esta última emplearía las técnicas de la ficción. Si, para usar la frase ya manida de Vargas Llosa, las ficciones mienten para decir la verdad, pareciera que en el caso de los perfiles o de estos retratos la técnica de la ficción —el manejo del tiempo, el narrador como dueño de la escena, etcétera— están al servicio de la realidad. Pero ¿qué ocurriría si la verdad del sujeto, aquello que más íntimamente nos constituye, es a su vez una ficción, un fantasma que se agita y que llamamos yo?

    En un breve escrito de 1908, luego de haber abandonado su famosa teoría de la seducción, Freud se refiere a las fantasías que los seres humanos elaboran, como La novela familiar del neurótico: el ser humano aparece allí tejiendo su propia identidad y reconstruyendo el recuerdo de sus padres, los celos que le causaron, las desilusiones que le hicieron padecer, el sufrimiento del que fue víctima, las humillaciones que le infligieron, mediante una novela de cuya escritura sería, sin embargo, inconsciente. Esa fantasía que todos elaboraríamos, o si se prefiere el fantasma, no encubre nuestra realidad, sino que la constituiría, soporta el sentido de realidad del sujeto que, cuando se despoja de la fantasía, quedaría a la intemperie, desorientado, asomado al horror, porque este es finalmente lo que queda como resto cuando la fantasía se disuelve.

    De ser así, si lo que nos constituye es una fantasía (en esto estarían de acuerdo desde Kant a Freud) la escritura de no ficción, cuando se trata del perfil o del retrato, en realidad no existiría.

    Se suele, en efecto, llamar no ficción a la escritura que emplea los artilugios de la narración de ficciones para, no obstante, describir algo real; pero ocurre que, bien mirado, lo real de la propia individualidad no es sino otra ficción, la novela del neurótico, de donde resulta que la literatura de no ficción es en realidad más ficta que ninguna otra puesto que, como ocurre en este caso, al indagar mediante la técnica de la ficción en la realidad de un ser humano no se alcanza un puñado de hechos brutos, sino otra ficción gracias a la cual se sobrevive, una ficción que narra lo que ha ocurrido limando sus aspectos más duros o incorporándolos a la propia memoria hasta quedar despojados del dolor que en su momento fueron capaces de causar, como es el caso de Silvia; o transmutando aspectos banales en heroicos, pienso en la historia sencilla de Roberto González; o una vocación obsesiva, como es el caso de Gelber, en una paciente construcción de la felicidad.

    Leila Guerriero —a quien se confiere este premio— posee esa particular sensibilidad frente a la experiencia del mundo, esa rara capacidad que tienen los autores cuando son notables, de narrar los hechos, las conversaciones y las conductas capturando, al oírlas o presenciarlas y luego describirlas, la manera en que en ellas se expresa y vibra la increíble incertidumbre y resiliencia de la condición humana.

    Por todo ello no podemos sino felicitarla por su obra y agradecerle, desde luego, por estar hoy con nosotros.

     

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    Algunas imágenes del evento:

     

    Imagen de portada: Cortesía de Fundación Plagio.

     


    La llamada, Leila Guerriero, Anagrama, 2024, 432 páginas, $24.000.

  50. Eduardo Halfon: “Al protagonista de mis libros le presto mi biografía, para que él nos cuente la suya”

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    Se prohíbe la entrada a perros y judíos”, decía el cartel que leyó desconcertado un niño en la entrada de un club de golf, en la capital de Guatemala. Una frase que lo marcó para siempre. Ese chico llamado Eduardo es el protagonista de Tarántula, el elogiado nuevo libro del escritor Eduardo Halfon (Ciudad de Guatemala, 1971), que obtuvo el Premio Médicis a la mejor novela extranjera 2024, y que ahora llega publicada por Libros del Asteroide.

    Ese chico, con una biografía muy parecida a la del escritor guatemalteco, estaba junto a su hermano y su padre, y recién aprendía a leer. Del cartel especula: “Tal vez nunca lo vi una mañana de domingo con mi padre y mi hermano y solo conservo la imagen de aquel rótulo creada en mi imaginación a partir de la voz de mi padre. Tal vez fue mi padre el que me lo contó y describió, y quien lo dejó metido en la bóveda secreta y profunda de mi memoria”, dice ya adulto Eduardo en Tarántula, quien recorre los laberintos del pasado y la identidad.

    A los 10 años ese niño huyó junto a su familia del caos político y del conflicto armado de Guatemala, a Estados Unidos. Hasta que el padre decidió enviar a Eduardo, a los 13 años, junto a su hermano de 12, a fines de 1984, a un particular campamento al país natal. El programa estaba diseñado para fomentar “el sentirse un judío entre judíos”, leemos en Tarántula, donde Samuel Blum es el severo instructor a cargo del campamento que realiza, entre otras labores, las actividades de adoctrinamiento.

    Para mí la infancia es fundamental en lo que escribo”, cuenta Eduardo Halfon desde Berlín, Alemania, donde reside hace cinco años. Halfon, Premio Nacional de Literatura 2018 de su país, descendiente de un sobreviviente de los campos de concentración nazis, criado en la convulsionada Guatemala, exiliado junto con su familia en Estados Unidos, ha construido una sólida obra donde los ecos de su vida personal y familiar aparecen ficcionados en libros como El boxeador polaco, Monasterio y Biblioteca bizarra, cuya edición chilena apareció por el sello Saposcat. Sobre su nuevo libro, el diario francés Le Monde señaló: “Extranjero eterno, el escritor nacido en Guatemala continúa su autobiografía verdadera-falsa en Tarántula”.

    Yo nunca fui lector. No entendía para qué los libros. Fui un niño muy de matemáticas y deportes, y estudié ingeniería. Por otra parte, nosotros huimos de Guatemala, en 1981, el día de mi décimo cumpleaños. Entonces yo crecí en Estados Unidos e inmediatamente solté el español. Fue un asunto orgánico y de sobrevivencia. Si quería sobrevivir en mi nuevo ambiente y con mis amigos, pues tenía que hablar como ellos. Y el inglés se volvió mi lengua. Casi perdí el español.

    ¿Te interesa indagar en archivos cuando preparas un libro o solo apelas a los recuerdos, propios y ajenos?
    Todo libro comienza con algo muy íntimo, muy vivencial y visceral. Pero en algunos casos sí tengo que usar archivos. En Tarántula no es el caso, ya que es una creación de vivencias y personajes, aunque sí tiene algo de investigación, en algunos momentos del libro. Para crear al personaje de Samuel tuve que estudiar un poco de dónde podía surgir. Pero hay otros libros, como Canción, donde sí tuve que indagar mucho en archivos. Allí cuento la historia del secuestro de mi abuelo (un comerciante judío y libanés) por parte de la guerrilla, en la Guatemala de 1967. Para volver a ese momento histórico recurrí a mucha documentación. No porque sea un libro de historia, sino para darle verosimilitud a lo que estaba recreando.

    En una entrevista dijiste que siendo niño te sentiste “muy desubicado” de la lengua, de las creencias… ¿Cómo fue eso? En Tarántula escribes “Para un niño, empezar a deshacer el mundo heredado es uno de los pequeños pasos paulatinos hacia construir uno propio”.
    En esa “desubicación” tiene mucho que ver la literatura. Yo nunca fui lector. No entendía para qué los libros. Fui un niño muy de matemáticas y deportes, y estudié ingeniería. Por otra parte, nosotros huimos de Guatemala, en 1981, el día de mi décimo cumpleaños. Entonces yo crecí en Estados Unidos e inmediatamente solté el español. Fue un asunto orgánico y de sobrevivencia. Si quería sobrevivir en mi nuevo ambiente y con mis amigos, pues tenía que hablar como ellos. Y el inglés se volvió mi lengua. Casi perdí el español. Y cuando vuelvo a Guatemala comenzó esa etapa de “desubicación”. No me sentía ubicado, en el país, en el lenguaje, en mi profesión (la ingeniería era la profesión de mi padre, no la mía) y ese sentimiento de frustración completo, emocional y existencial, va empeorando. Y cuatro o cinco años después, muy frustrado, ingreso a la universidad, tratando de comprender esta angustia. Me inscribo en filosofía, pero en Guatemala, la carrera es letras y filosofía. Y me enamoré inmediatamente. El flechazo con la literatura sucedió ahí, sobre todo con el cuento, con la narrativa breve y la ficción. Ahí empieza mi proceso de ubicación.

    ¿Cómo ha sido trabajar con parte de tu biografía, con tu propio “yo”, de cierta manera desfigurado por la memoria y la literatura? ¿Cómo te llevas con ese Eduardo Halfon de los libros?
    Es un yo muy particular. En mis primeros libros es “más flojo”. En Saturno se parece a mí, pero no tiene mi nombre. Es en El boxeador polaco, en 2008, donde nace esta voz que se despliega en Tarántula. Pero no soy yo. Él tiene su propia voz. Tiene un temperamento que no es el mío. Él fuma muchísimo. Yo no fumo. Pero le doy mi nombre. Le presto mi biografía para que él nos cuente la suya. No es autobiografía, es ficción lo que escribo, pero en un escenario cuyo telón de fondo es mi vida. Lo que a él le ocurre son sus historias, es su identidad la que se está forjando a través de los libros. Pensé que él finalizaba su tarea en El boxeador polaco, pero de pronto uno de esos cuentos se convierte en el capítulo de La pirueta, y así nace otro libro. Luego aparece en Monasterio, Señor Hoffman, en Duelo y en Canción y ahora Tarántula. Son libros que se hablan y complementan. Finalmente, es un solo libro el que estoy escribiendo y publicando por entregas.

    En Tarántula escribes que el campamento fue realizado para fomentar el “sentirse un judío entre judíos”. ¿Son los extremismos los que entorpecen una mejor comprensión de la diversidad humana?
    Cualquier extremismo, incluyendo el sionismo y, especialmente, el sionismo como lo estamos viendo ahora con el actual gobierno israelí, es parte del problema. El problema, creo, es el actual gobierno israelí, no es el sionismo, que en sí es una teoría, una idea que, llevada al extremo violento, que hoy estamos viendo de Israel con respecto al pueblo palestino, es de una incomprensión y de una intolerancia brutales. Cualquier extremismo es parte del problema. La verdad es que me incomodan las opiniones políticas, porque diga lo que diga, un judío será apaleado.

    Roberto Bolaño (…) fue fundamental. Cuando yo estaba ingresando a la puerta de la literatura, por el 2000, Bolaño se estaba convirtiendo en Bolaño. Para mí fue muy impactante leer esa Latinoamérica cosmopolita, pero sucia, no la del Boom, y eso me cautivó. Y lo sigo releyendo, sus cuentos, novelas cortas y Los detectives salvajes.

    Judith Butler escribe en su ensayo “¿A quién le pertenece Kafka?” que el autor de La metamorfosis podría “ser instrumentalizado para superar la pérdida de reputación que ha sufrido Israel por virtud de su permanente ocupación ilegal de tierras palestinas”. ¿Qué opinas?
    ¡Por estos días estoy releyendo mucho a Kafka! Especialmente sus diarios y sus cartas. La figura de Kafka es enorme e inagotable. Cada vez descubro nuevas facetas suyas. Ahora mismo, acá en Berlín, hay una exposición de sus manuscritos y dibujos. Sabes que recientemente descubrí que uno de los libros favoritos de Kafka era una novela corta titulada Michael Kohlhaas, de Heinrich von Kleist, que se suicidó acá muy cerca, a unas cuadras de mi casa, él y su amante. Kafka le dice, en una carta, a Felice Bauer, que esta novela la leyó más de 10 veces. En vida, Kafka solo dio dos lecturas públicas. Y en una lee fragmentos de esta novela. Todo esto para decirte que ¡Kafka sigue creciendo! Y por supuesto que va a ser politizado y por muchos lados. Algo que yo creo él hubiese detestado y que yo detestaría. Sabes que evito participar en el discurso porque no quiero ser politizado. Lo que tengo que decir lo digo en mis libros. Todo está ahí.

    Lo has contado en tus entrevistas y desarrollado en títulos como Biblioteca bizarra: “Nunca leí libros. Nunca me gustaron” hasta que te convertiste en un “junkie de la literatura”. ¿Cómo es hoy tu relación con la lectura? ¿Tienes autores o libros de cabecera a los que regresas, citas y relees?
    Primero descubrí la literatura, y solo quería leer como un adicto. Luego está el lector artesano. ¿Cómo se hace esto? ¿Cómo hizo Hemingway para escribir un cuento tan bueno? Después está el lector cascarrabias, impaciente, que ya no tolera una prosa descuidada. Y siento que ahora hay una cuarta etapa: el relector. Cada vez releo más. Esos libros que llevo conmigo por el mundo. Esos autores que me marcaron y siguen marcando. Los primeros son los cuentistas norteamericanos, Hemingway, Carver, Cheever. Y leo en inglés. Prefiero leer en inglés. Cuando escribo en español, estoy pensando en inglés, es muy extraño esto. Vuelvo siempre a los cuentos de Chéjov; a Joseph Roth, especialmente sus novelas cortas, El leviatán y La leyenda del santo bebedor. Y Roberto Bolaño, quien fue fundamental. Cuando yo estaba ingresando a la puerta de la literatura, por el 2000, Bolaño se estaba convirtiendo en Bolaño. Para mí fue muy impactante leer esa Latinoamérica cosmopolita, pero sucia, no la del Boom, y eso me cautivó. Y lo sigo releyendo, sus cuentos, novelas cortas y Los detectives salvajes.

    ¿Cómo ves el actual panorama de la narrativa centroamericana? Por acá tenemos noticias de tus libros, los de Rodrigo Rey Rosa y Horacio Castellanos Moya. ¿A qué autores deberíamos ponerle atención?
    Llevo cinco años en Berlín, y desde el 2007 lejos, o sea, casi 20 años de vivir, primero en España, Estados Unidos, Francia y ahora en Alemania, y cada país de Centroamérica es un mundo y son mundos muy poco comunicados. Lo que está pasando en Guatemala no se sabe en Honduras. Lo que está pasando en Nicaragua no se sabe en Costa Rica. No existe esa unión centroamericana. Y para enterarte de cada mundo debes estar ahí. Pero yo ya no estoy en Guatemala. Leo lo que sale cuando algo llega a España. Leo y, a veces, releo.

     

    Fotografía: Rosa Cruz.

     


    Tarántula, Eduardo Halfon, Libros del Asteroide, 2024. 184 páginas, $28.500.

  51. El guionista y el asesino

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    Uno de los nuestros entrega varias claves sobre la mejor serie de la historia de la televisión: Los Soprano (1999-2007). A través de la figura del guionista David Chase, creador de la serie, el documental indaga en las razones que convirtieron a la serie en un fenómeno cultural tan duradero. El proyecto tuvo algo de milagroso, pues confluyeron un veterano de la televisión con ganas de romper las reglas (David Chase), una cadena de cable marginal pero hambrienta por crear una marca propia (HBO) y un excelente reparto de actores italoamericanos, del que salió un prodigio: James Gandolfini.

    El documental aquilata lo que significó para la cultura popular estadounidense, en la que la televisión tenía una autoridad incomparable, la irrupción de un personaje como Tony Soprano. Si hasta entonces la norma de los canales dictaba que la televisión debía hacer sentir bien al espectador e imponer un orden moral, la historia del capo de la mafia de Nueva Jersey que asiste a terapia para contener sus ataques de pánico dictó lo contrario, y arrastró a los televidentes a identificarse y simpatizar, por primera vez, con un asesino. Ese fue el sello con el que construyó su prestigio HBO.

    Este padre de familia que velaba por los suyos, amparado en su personal código de honor, era un síntoma de la crisis de convivencia que los estadounidenses comenzaron a sufrir en el cambio de milenio. La paternidad, la masculinidad, el rol de la esposa abnegada, la democracia, el trabajo, el dinero y el valor de la vida: todo podía ser cuestionado. Nada de eso era nuevo. Lo novedoso era que todo estaba siendo cuestionado en televisión. A partir de allí, se puede entender la continuidad que hay entre ella y las mejores series realizadas en la década siguiente: The Wire, Mad Men, Breaking Bad, Boardwalk Empire. Todas tuvieron protagonistas que tramitaban sus crisis personales más allá del bien y del mal.

    ¿En qué momento ese proceso se detuvo?

    Dos entrevistados del documental sostienen que en la actualidad la serie sería acusada de sexista y racista, y sería un proyecto inviable.

    [Los Soprano] era un síntoma de la crisis de convivencia que los estadounidenses comenzaron a sufrir en el cambio de milenio. La paternidad, la masculinidad, el rol de la esposa abnegada, la democracia, el trabajo, el dinero y el valor de la vida: todo podía ser cuestionado. Nada de eso era nuevo. Lo novedoso era que todo estaba siendo cuestionado en televisión. A partir de allí, se puede entender la continuidad que hay entre ella y las mejores series realizadas en la década siguiente: The Wire, Mad Men, Breaking Bad, Boardwalk Empire. Todas tuvieron protagonistas que tramitaban sus crisis personales más allá del bien y del mal.

    El foco de esta película, de todos modos, no es la serie en sí misma, sino su creador: el guionista David Chase. Es un acierto que el director del filme, el prolífico Alex Gibney (ganador del Óscar en 2007 por el documental Taxi to the Dark Side, sobre un taxista afgano ejecutado por soldados estadounidenses), se haya sentado frente a Chase en una réplica de la consulta de la doctora Melfi, el lugar donde cada semana Tony Soprano se enfrentaba a sus fantasmas. Esta dinámica entre terapeuta y paciente brinda acceso al flujo de la conciencia de Chase, un creador genial, pero atormentado, con complejos de cineasta frustrado y obsesionado con su historia personal. Así nos enteramos de que Livia, la psicopática mamá de Tony, estaba hecha a imagen y semejanza de su propia madre; que lo que Tony buscó en su terapia con la doctora Melfi fue lo mismo que encontró Chase: componer el vínculo con una madre sustituta; y que los años de terapia no convirtieron a Tony en una mejor persona, sino en un mejor mafioso, en un mejor asesino.

    En el documental subyace una idea genial: el inmenso e insospechado poder creativo de la palabra. Primero como expresión del pensamiento en el contexto de la terapia; luego, como palabra escrita en el formato de los guiones, y finalmente en su manifestación en imágenes concretas, usando el material de la serie. A través del montaje audiovisual, la película muestra la síntesis del proceso creativo. El filme relaciona esto con su contracara menos luminosa: los creadores pueden ser devorados por sus creaciones. Es lo que le ocurrió a James Gandolfini. Según Chase, la oscuridad que Gandolfini encontró en su interior para poder darle vida a Tony Soprano hizo que el personaje se terminara apoderando de él y de la historia. En las últimas temporadas la serie perdió su sentido del humor y se puso cada vez más sombría. Lo puede apreciar cualquier espectador no solo en el vértigo de la trama, sino también en la paleta de colores de la pantalla. También fue un síntoma de lo que estaba ocurriendo en Estados Unidos.

     


    Uno de los nuestros: David Chase y Los Soprano (2024), dirigida por Alex Gibney, 2 capítulos, disponible en Max.

  52. De madres y desmadres

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    Las preguntas sobre la maternidad (la elección de ser o no ser madre, la relación madre-hija, la crianza) y el aborto (su legalidad, su necesidad, su existencia inevitable) son temas que cruzan ciertas discusiones feministas y que aparecen en la obra de varias escritoras contemporáneas, por lo que no es sorpresa que dos libros de cuentos publicados durante 2024 en nuestro país tomen estos temas como sus ejes: El Depilador, segundo volumen de Fátima Sime en este género, y Meditación madre, de la escritora argentina Ana Montes, publicado en Chile por Neón tras su edición trasandina de 2022.

    Si bien el aborto agrupa los relatos de El Depilador, no es el único asunto que se repite en ellos, ya que desarrollan varias obsesiones que podemos reconocer en la obra de Sime, como la presencia de profesiones médicas (ella misma es matrona) o los reencuentros de los protagonistas con fantasmas de su pasado —de lo que Carne de perra fue un caso brutal—, que suelen ir asociados a la paranoia y el ocultamiento o cambio de identidad, todos elementos que marcan, junto a otras vivencias, el cuerpo y la existencia de sus personajes.

    Un cuento admirable en este volumen es “Un ave rara del paraíso”, que conjuga perfectamente la crueldad con el sentido del humor. En él se alternan dos temporalidades, las que se entretejen con una costura finamente oculta en los diálogos: en el presente, un estilista atiende y mantiene lo que parece una típica cháchara de peluquería con una refinada mujer, que no lo reconoce; en paralelo vemos lo ocurrido dos décadas atrás, cuando él era enfermero jefe en el Hospital de Calbuco, al que ella llegó como doctora y, cuando se hicieron cercanos, le pidió que la ayudara a realizar un aborto, una operación fallida que terminó, luego de que ella fingiera no saber nada, con él en la cárcel y vetado de su profesión.

    En los demás cuentos el aborto aparece de otras formas, pero siempre con lo corporal como eje narrativo: en “Una creación fabulosa”, sobre un matrimonio de doctores de una clínica de fertilidad que, paradójicamente, tuvo muchos problemas para concebir, la mujer tiene una pérdida espontánea y su esposo, luego de que olvidan pedirle el pequeño feto en el hospital, lo conserva en un frasco y se obsesiona con él; “Marta y Berta” trata sobre dos mujeres que hacen abortos a escondidas en una casa, del mismo modo en que mantienen oculta su relación amorosa durante años; y en “Muñeca brava” una joven pareja heterosexual se dirige a un consultorio periférico para que la mujer aborte, una historia que en otras manos podría haberse convertido en el cuento predecible sobre el tema, pero Sime logra evadir ese peligro.

    El único relato en que el aborto llega a parecer un agregado tangencial, por desgracia, es el que le da título al conjunto; pese a su final decepcionante, este cuento, que es por mucho el más largo del libro, nos devuelve a la atmósfera nauseabunda de Carne de perra cuando se enfoca en los informes sobre el Depilador, un torturador que durante la dictadura afeitaba con retorcido gusto los genitales de sus víctimas en centros de detención clandestinos y, como descubre otro personaje en el presente, guardaba los mechones como suvenires: “Tomó la caja y la vació sobre una hoja de papel. Pensó en la paradoja de que estos vellos púbicos tan livianos pudieran pesar tanto en los tribunales. (…) Me agarró los testículos. Creí que me iba a castrar y vomité. Casi me ahogo con el vómito. Me salió hasta por la nariz”.

    Mientras Sime cuenta historias en un estilo que podríamos llamar más tradicional —si bien experimenta con el tiempo y otros elementos—, Montes trabaja en esa línea contemporánea de los relatos en que no ocurre mucho, pero lo que la eleva sobre varios de sus contemporáneos es el sentido dramático que le da a esa falta de acción en casos como el de ‘Una catástrofe’, que muestra cómo los temores de un día cualquiera se amplifican en la mente de la protagonista, una madre primeriza que al final sigue con su vida y con su hijo, como la mayoría de las mujeres en su situación.

    En los primeros tres cuentos de El Depilador, la autora opta por puntos de vista masculinos para narrar sus historias, uno de los aspectos en los que se distingue del libro de la joven escritora argentina, compuesto por más relatos, pero más concisos y solo con protagonistas y narradoras femeninas. El tema central de Meditación madre es la maternidad, pero también hay otros elementos que se reiteran: el agua, ese símbolo tan materno (“tiene una potencia transformadora, como la de tu cuerpo”); el arte, otra clásica metáfora de la maternidad (la escritora también es artista visual), y las fuerzas exteriores insalvables (a veces metafóricas, a veces brutalmente tangibles, como el cáncer en un relato) a las que estas mujeres se ven enfrentadas.

    La maternidad suele ser vista en el libro como una de aquellas fuerzas. Sin por eso ser cuentos que solo vean el costado negativo, estos no temen adentrarse en los horrores que puede experimentar una madre, como cuando la narradora de “Una catástrofe” comenta “una pintura de Picasso de una mujer dándole la teta a su bebé (…). La mujer tiene una sonrisa plácida, dar la teta no le duele. Hay otra pintura de Picasso, Madre con niño muerto, que se parece mucho más a la maternidad. Una mujer grita con la mirada perdida. Con un brazo sostiene al niño y con el otro señala a cualquier lado. Tener un bebé es una forma de estar muy cerca de la vida pero también de la muerte”.

    Ese cuento es uno de los que destaca en el libro, además de ejemplificar el buen uso que hace la autora de la forma de narración por la que opta. Mientras Sime cuenta historias en un estilo que podríamos llamar más tradicional —si bien experimenta con el tiempo y otros elementos—, Montes trabaja en esa línea contemporánea de los relatos en que no ocurre mucho, pero lo que la eleva sobre varios de sus contemporáneos es el sentido dramático que le da a esa falta de acción en casos como el de “Una catástrofe”, que muestra cómo los temores de un día cualquiera se amplifican en la mente de la protagonista, una madre primeriza que al final sigue con su vida y con su hijo, como la mayoría de las mujeres en su situación.

    Otros relatos sobresalientes del conjunto son “Truco de magia”, una historia que se diferencia de las demás por ser más cercana a la tradición del relato fantástico rioplatense; “La flamenca”, un cuento con un encanto alucinado, en que la maternidad es tratada de manera más bien simbólica, y el cuento homónimo, que concluye la serie y justifica su título: “Laurie Anderson escribe sobre la Meditación madre, un ejercicio budista que consiste en encontrar un momento en el que tu madre realmente te amó sin reservas (…), para darle tu propio amor sin reservas al mundo como si fueras su madre. Laurie dice que ese momento siempre se le escapa y me angustia que a mí también se me escape a menudo. Me cuesta mirar a mamá, siempre le temí a ese espejo que podía llegar a ser”.

    Debido a sus temáticas, estos dos libros indagan en los cuerpos, sobre todo de las mujeres. Sean vistos desde una óptica marcada por la perspectiva médica o una vinculada más bien a las artes visuales, estos cuerpos toman el centro del escenario y las dos escritoras le prestan especial atención a transmitirnos a sus lectores las sensaciones y percepciones que pasan por ellos. Nos encontramos frente a un notable debut en el género del cuento y a otro libro que, aunque no sea la mejor publicación de su autora, viene a confirmar que tiene una voz y una obra coherentes y distintivas, y que puede seguir dando mucho más.

     


    El Depilador, Fátima Sime, Cuneta, 2024, 131 páginas, $14.900.


    Meditación madre, Ana Montes, Neón, 2024, 162 páginas, $13.000.

  53. El príncipe ruso

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    El 24 de febrero de 2022, cuando las fuerzas rusas invadieron Ucrania, la sorpresa en las cancillerías occidentales fue total. No se trataba solo del inicio de un conflicto armado en el Viejo Continente, ni del regreso en gloria y majestad del imperialismo ruso, ni de una demostración de fuerza más de Vladimir Putin. La invasión fue todo eso, pero también algo más: el abrupto fin de un modo de comprender el mundo. La decisión de Putin hizo añicos la ilusión según la cual era posible alcanzar la paz definitiva en el Viejo Continente. Si los europeos, durante más de dos décadas, hicieron todo lo posible por contemporizar con el líder ruso, ese día debieron tomar nota de su fracaso. Surge entonces una pregunta: ¿Por qué motivo los gobernantes europeos cometieron un error de apreciación tan profundo sobre el régimen de Putin?

    Responder esa interrogante es el objetivo que se propone la destacada periodista de Le Monde Sylvie Kaufmann en su reciente libro Les aveuglés. Comment Berlin et Paris ont laissé la voie libre à la Russie (Los cegados. Cómo Berlín y París dejaron la vía libre a Rusia). Se trata de un trabajo espléndido, que se lee como novela de intriga. La autora despliega uno a uno los distintos hilos de una historia alambicada, que se parece a un juego de máscaras. Mientras los países de Europa occidental pretendieron urdir una trama en la que Rusia estuviera tan implicada que cualquier medida de fuerza le resultara impensable, Putin urdía la misma trama en sentido inverso, buscando avanzar en sus objetivos al mismo tiempo que fingía cierta moderación. Haciendo suyas las palabras de Maquiavelo, el caudillo ruso combinó la astucia del zorro con la fuerza del león, de modo que nadie lo creyera capaz de concretar su gran anhelo: restaurar la primacía rusa en Europa oriental. El extravío occidental es especialmente enigmático si recordamos que Putin nunca escondió del todo sus intenciones, ni en palabras ni en hechos. Por mencionar un ejemplo, el año 2007 Putin —a la sazón, primer ministro de Medveded— pronunció un encendido discurso en un encuentro sobre estrategia y seguridad en Múnich. Allí estaban Angela Merkel, el secretario general de la OTAN y parlamentarios norteamericanos, entre muchos otros dirigentes. Putin habló en ruso, y criticó severamente el modelo unipolar impuesto tras la caída del Muro, modelo que, según él, contaba con la complicidad europea. La traducción práctica de la hegemonía norteamericana era, desde luego, la ampliación de la OTAN que, según Putin, amenazaba directamente los intereses rusos. El mensaje era claro para quien quisiera escucharlo: Rusia no estaba dispuesta a someterse a la unipolaridad y haría todo lo posible por restablecer su área de influencia.

    No eran solo palabras. Al año siguiente, el 2008, Rusia invadió Georgia y solo aceptó negociar una vez que pudo aplicar la lógica de los hechos consumados (con el gentil auspicio del entonces mandatario francés, Nicolás Sarkozy). En 2014 acontece la anexión de Crimea, violando un principio elemental del sistema internacional: la intangibilidad de las fronteras.

    Nadie presentó resistencia. Hay que medir bien la importancia de esos momentos, en los que Putin usa la fuerza bruta y encuentra escasa oposición de Europa y Estados Unidos. Desde luego, sobran las palabras indignadas, los discursos condenatorios y una que otra medida de retorsión, porque en último término no ocurre… nada. En rigor, los occidentales quisieron evitar la confrontación abierta con una política de diálogo. Esa actitud le daba a Putin una pista interesante respecto de la debilidad estructural de sus adversarios, poco dispuestos al enfrentamiento. Jugaba con ventaja. Cabe mencionar, para comprender bien esta cuestión, que el papel de Estados Unidos está lejos de ser anecdótico. Cuando Crimea fue anexada, el mensaje de Washington a Ucrania fue tajante: no traten de resistir. La decisión norteamericana de no intervenir en Siria el año 2013 también fue ilustrativa. En esa ocasión, Washington había advertido que el uso de armas químicas era una línea roja que no sería admitida. Sin embargo, Bachar Al-Assad empleó ese recurso… y no hubo reacción.

    Se creía que el mejor modo de integrar a Rusia al orden mundial era a través del comercio. La vieja tesis de Montesquieu —el comercio conlleva la paz— fue enarbolada por Berlín y avalada por sus aliados. Acabar con los sueños imperiales de Rusia pasaba por algo tan elemental como comprarles gas, mucho gas. Así, la poderosa industria germana quedó a merced de los vaivenes de Putin.

    Al mismo tiempo, Rusia desplegaba una exitosa política energética que constituye la contracara de sus avances militares. En efecto, Putin ofreció a los alemanes lo que más necesitaban: energía a buen precio. Si en 2013 el gas ruso representaba un 33% del consumo germano, en 2018 alcanzaba un 55%. El dato es fundamental, porque da cuenta del modo en que la poderosa industria alemana se volvió dependiente de la provisión rusa de gas (también en carbón y petróleo).

    Desde luego, esta dependencia se vio favorecida por la decisión germana de abandonar la energía nuclear, lo que redujo drásticamente su autonomía. Aquí se empiezan a mezclar los motivos, y es precisamente donde Putin urde pacientemente su trama. Por un lado, los alemanes toman la decisión estratégica de alimentarse principalmente de energía rusa, a pesar de la robusta evidencia en contra. La convicción reinante en la nación germana era que el intercambio económico con Moscú no podía sino comprometer a Rusia en el orden global. Este, pienso, es el meollo del asunto. Alemania se volvió dependiente de Putin movida por una idea. Mejor, por un espejismo. Se creía que el mejor modo de integrar a Rusia al orden mundial era a través del comercio. La vieja tesis de Montesquieu —el comercio conlleva la paz— fue enarbolada por Berlín y avalada por sus aliados. Acabar con los sueños imperiales de Rusia pasaba por algo tan elemental como comprarles gas, mucho gas. Así, la poderosa industria germana quedó a merced de los vaivenes de Putin.

    Berlín llegó lejos en esta lógica e impulsó la construcción de colosales gasoductos para evitar que el preciado combustible pasara por Ucrania. Los alemanes estuvieron dispuestos a sacar a Ucrania de la ecuación, para entenderse directamente con Moscú, contribuyendo así al debilitamiento de Kiev. Y la cuestión no era solo ideológica; también incluía motivos menos confesables. El excanciller Gerard Schroeder ocupó altos puestos —muy bien pagados— en el conglomerado energético ruso, mezclando los planos sin pudor alguno. En cualquier caso, es menester agregar que Angela Merkel se sumó alegremente al proyecto durante su largo reinado. Sobra decir que, con su política, los alemanes no consiguieron ni la paz ni la energía barata (una vez desatada la guerra, tuvieron que salir a comprar gas a precios mucho más elevados). El legado político de Merkel fue aniquilado en cuestión de horas y la excanciller apenas ha esbozado tímidas (y absurdas) explicaciones. Para la anécdota queda que la última etapa de esta estrategia fue apoyada con entusiasmo por el gobierno de Biden, pues su secretario de Estado —Antony Blinken— había escrito en 1987 un libro (Ally Versus Ally) sobre la cuestión del gas ruso durante la Guerra Fría. Una de las conclusiones de su trabajo era que Estados Unidos no debía presionar para que los europeos renunciaran a la energía rusa.

    Un aspecto interesante, examinado con detalle por Sylvie Kaufmann, guarda relación con la actitud de los países que formaron parte de la órbita soviética durante la Guerra Fría, sobre todo Polonia y los países bálticos. Estas naciones no se sumaron al optimismo occidental y nunca dejaron de temer a su vecino.

    Entonces se produjo al interior de la Unión Europea una división estratégica profunda. Unos soñaban con la construcción de una paz duradera en Europa, que requería la integración progresiva de Rusia. Para edificar ese mundo, resultaba indispensable dar muestras de confianza a Moscú. A esa política se sumaron alemanes (por los motivos ya mencionados), pero también franceses (que siempre han anhelado una gran alianza con Rusia), británicos (que reciben con brazos abiertos a los oligarcas rusos) e italianos (que buscan sacar su tajada).

    El libro de Kaufmann no puede sino recordar el trabajo del historiador Tim Bouverie, Cómo apaciguar a Hitler, donde se relatan los esfuerzos occidentales por domesticar al nazismo antes de la Segunda Guerra Mundial, con los resultados que sabemos.

    Sin embargo, los vecinos de Rusia no piensan lo mismo, e intentaron hacerlo ver una y otra vez. Para comprender bien esta cuestión, cabe recordar que esos países fueron sometidos por décadas a un régimen particularmente despótico, que los hace muy escépticos respecto de Moscú y de las auténticas posibilidades de paz. Así, mientras los países de Europa occidental estaban dejando de creer en la idea de nación, los países del este iban en sentido contrario: necesitaban reivindicar el sentimiento nacional para sacudirse de la larga dominación soviética. Son países que temen por su existencia, y Kaufmann trae a colación el célebre artículo de Kundera (“Un Occidente secuestrado”), que recuerda por qué las naciones del centro de Europa siempre se han sentido amenazadas por el coloso ruso. De hecho, el himno polaco arranca con estas palabras: “Polonia aún no ha desaparecido”.

    Polonia aún no ha desaparecido: eso significa que en cualquier momento podría evaporarse. Kundera nota cuán difícil es para un francés o un británico comprender ese sentimiento de fragilidad extrema, que irriga toda la cultura, incluyendo la política. Con todo, los principales líderes de Europa occidental nunca quisieron escuchar esos resquemores; es más, los despreciaron sistemáticamente: a sus ojos, eran una rémora del pasado.

    Como puede verse, el libro de Sylvie Kaufmann es particularmente duro con los principales gobernantes europeos de las últimas décadas, sin importar el color político: todos se dejaron llevar por la ilusión del fin de la Historia. El libro de Kaufmann no puede sino recordar el trabajo del historiador Tim Bouverie, Cómo apaciguar a Hitler, donde se relatan los esfuerzos occidentales por domesticar al nazismo antes de la Segunda Guerra Mundial, con los resultados que sabemos.

    Quizás el aspecto más interesante del libro es el siguiente: toda acción política está fundada en ciertas categorías intelectuales más o menos implícitas, que son decisivas a la hora de tomar decisiones. Si usted cree que la paz es posible y que el comercio es el camino hacia ella, entonces tomará un determinado camino. De allí la importancia de comprender bien el mundo y de juzgarlo prescindiendo de cualquier espejismo: la realidad es siempre más porfiada que nuestros más bellos sueños. Quien olvida aquello es un niño políticamente hablando, y nadie lo ha entendido mejor que Vladimir Putin.

     

    Imagen: Vladimir Putin y Angela Merkel (costado derecho) en la Feria de Hannover, Alemania, en 2013.

     


    Les aveuglés. Comment Berlin et Paris ont laissé la voie libre à la Russie, Sylvie Kaufmann, Stock, 2024, 440 páginas, €23.

  54. Hazañas y aventuras del vital elemento

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    El agua ha escrito las reglas de la vida y su acción ha esculpido tanto el planeta como la historia de la humanidad. A lo largo de los siglos ha hidratado a nuestra especie, además de alimentarla, transportarla, aislarla, unirla, dividirla, asearla y, ocasionalmente, matarla.

    No por nada es el “vital elemento”. En el siglo VII, san Isidoro de Sevilla consideraba que superaba al fuego. En sus Etimologías asegura: “Las aguas atemperan el cielo, fecundan la tierra, se incorporan al aire cuando se evaporan, ascienden a las alturas, dan vida a las cosechas, propagan los árboles, los frutales y las hierbas, lavan las manchas, limpian los pecados, proporcionan bebida a todos los seres animados”.

    La referida por el santo enciclopédico es el agua dulce —que se puede beber y sirve para regar—, que no es tan abundante como pareciera. Informa Tim Smedley en su libro sobre su escasez, The Last Drop, que el 70% de la superficie del planeta es agua, pero el 97,5% de ella es salada. Apenas el 2,5% es dulce, y casi 2/3 de ella está atrapada en los casquetes polares y el permafrost.

    Los pueblos y las sociedades, por tanto, han procurado aprovecharla, desviarla y represarla. Su necesidad ha provocado que el ser humano realice alteraciones del paisaje. Aunque las mayores transformaciones las hizo el agua misma. En Rivers of Power, Laurence Smith plantea que las primeras lluvias, hace cuatro mil millones de años, se acumularon y filtraron en el suelo. El agua fluía, se evaporaba, se condensaba en nubes y caía como lluvia. Donde las colisiones geológicas levantaron cordilleras, el agua las trituró; donde las placas abrieron depresiones, los ríos las llenaron. Surgieron continentes, montañas y fueron derribados. “Cada terremoto —escribe Smith—, cada deslizamiento de tierra, cada inundación furiosa, marca solamente otro pequeño estruendo en esta guerra incesante entre dos fuerzas antiguas —la tectónica de placas y el agua— que están enzarzadas en un combate por la forma de la superficie de nuestro mundo”.

    La geografía griega permitía pequeñas parcelas rodeadas de colinas y montañas, no se necesitaba ningún Estado para gestionar un entorno hídrico. El agricultor cuidaba su tierra y lidiaba con sus problemas sin recurrir a la ayuda colectiva. Esto, según Boccaletti, sentaría las bases de la democracia directa en Atenas.

    El poder de los ríos

    Para narrar la “biografía” del agua se requerirían múltiples competencias en muchos ámbitos y una exigente perspectiva de gran escala. Aquellas síntesis globales que, a la manera de Harari, intentan contar una historia muy amplia y comprensiva, arriesgan simplificar algunos procesos. Es lo que ocurre con Agua, de Giulio Boccaletti. En sus 15 primeras páginas abarca desde el Big Bang hasta la formación de los Estados primitivos. En las 100 siguientes, recorre distintas civilizaciones antiguas: la mesopotámica, la egipcia, alguna incursión en China, así como los cambios que suceden en las civilizaciones griega y romana. Luego sobrevuela la Europa medieval y más tarde los Estados nación, para saltar al colonialismo europeo y pasar rápidamente a Estados Unidos como modelo de república moderna, domesticando sus grandes ríos (Mississippi, Missouri, Columbia y otros) mediante represas que sentarían las bases de su ascenso como la economía dominante del siglo XX.

    Hay más, por supuesto, pero Sudamérica aparece de forma breve (solo en 1492) y el África subsahariana y la India entran en escena únicamente vinculadas a la expansión imperial europea o a la asistencia técnica estadounidense. El último tercio del libro de Boccaletti es un inventario de obras de infraestructura. Parece una extraña mezcla de informes del Banco Mundial, prospectos de empresas constructoras de embalses y aprontes para el libro de récords Guinness.

    Rivers of Power, en cambio, recorre de forma menos ambiciosa y más episódica la relación de los humanos con los ríos. Incluye a Julio César cruzando el Rubicón, George Washington el Delaware y el caso Rylands vs. Fletcher (que introdujo la responsabilidad estricta en Gran Bretaña tras una inundación). También aparecen una serie de curiosidades: la posibilidad de que los primeros habitantes de América no viajaran por tierra, sino por mar; o que la Segunda Guerra Mundial se hubiera evitado de no ser por la valentía de un joven que salvó a otro ahogándose en un río en 1894 (el salvado: Hitler).

    Entrega un amplio catálogo de los desastres de ríos desbordados por huracanes, la gran inundación del río Mississippi de 1927 o el río Amarillo, que en los últimos dos milenios y medio ha ahogado a millones de personas.

    Este libro también es una generosa muestra de la ingeniería fluvial. Puentes (entre las maravillas recientes se encuentran el Duge y el Yangsigang, ambos en China); también canales, con los que las civilizaciones regaron o se conectaron. Hoy el sistema de irrigación más grande está en Pakistán, con más de 60 mil kilómetros de canales y el canal de navegación más largo (1.770 km) es el Gran Canal en China, construido en el año 609. Y están los enormes planes de desviación de ríos entre cuencas, como el proyecto de enlace de ríos de la India, que de implementarse sería el mayor proyecto de construcción jamás realizado.

    El ascenso de la Unión Soviética creó una profunda división geopolítica y la Guerra Fría sería una batalla que, según el autor, también se libraría por las aguas del mundo. Para Stalin, la infraestructura era un poderoso instrumento de propaganda: el ‘Gran Plan para la Transformación de la Naturaleza’ fue acompañado de inversiones hídricas faraónicas.

    Primeras civilizaciones y sociedades hidráulicas

    Los ríos y el agua se volvieron esenciales para la vida humana. Lo son ahora y lo fueron siempre. El libro de Steven Mithen, Thirst: Water and Power in the Ancient World, explora el uso y la administración del agua en todo el mundo a lo largo de unos 10 mil años, para situar las crisis hídricas contemporáneas en un contexto histórico mayor. Va desde el Levante, donde tuvo sus orígenes la gestión hidráulica, hasta los sumerios y, en el mundo mediterráneo antiguo, de los minoicos a los griegos y romanos. Se asoma a la antigua China y a las civilizaciones maya e inca. Él sostiene que el agua es poder y que del poder se abusa, generalmente con malas consecuencias.

    Mithen, Smith y Boccaletti se refieren a los ríos como la cuna y eventualmente la sepultura de las civilizaciones. Hacia el año 4000 a.C., los sumerios establecieron las ciudades más antiguas en la Baja Mesopotamia, entre los ríos Tigris y Éufrates. Sus caudales se alimentaban de las lluvias invernales en las montañas y atravesaban una llanura que convertían en fértil. El problema era la periodicidad: cuando se necesitaba riego, el caudal era bajo y alcanzaba su máximo nivel al momento de cosechar. La solución fue excavar canales para contener la inundación y luego utilizar presas de barro para elevar los niveles de agua, lo que determinó el tipo de cultivos y el sistema de irrigación, haciendo necesarias instituciones y burocracias, y generando ciudades como Uruk, mil años antes de las pirámides egipcias. Mithen indica que la civilización sumeria colapsó porque el terreno se fue salinizando gradualmente.

    A lo largo del segundo milenio a.C., Egipto recibió enormes migraciones por el Nilo, cuyo ciclo era óptimo para la agricultura: caudal bajo y constante durante siembra, crecimiento y cosecha; luego las aguas inundaban de nuevo el valle. Al parecer, un cambio climático fue responsable de su declive. Hacia 1500 a.C. hubo una reducción de luz solar, expansión de los glaciares y resecamiento de África oriental y una sequía prolongada (300 años), con su punto más alto cerca del s. XII a.C.

    En regiones áridas o semiáridas que pasan a la agricultura surgiría, según Karl Wittfogel (mencionado en casi todos los libros reseñados), un tipo particular de sistema político. La supervivencia y estabilidad de estas civilizaciones dependía del mantenimiento de sus sistemas de riego, cuya construcción y gestión requieren de un poder absoluto. Era el “despotismo oriental” de las que llamó “sociedades hidráulicas”. Aunque esa idea ya no es aceptada, fue influyente.

    Bien público

    El argumento central de Boccaletti es que la historia del agua no es tecnológica, sino política. Y que la idea “republicana” es el mejor mecanismo para mediar la libertad individual y el beneficio colectivo. “El agua es la res publica —un bien público— por excelencia, una sustancia móvil y sin forma que desafía la propiedad privada, es difícil de contener y requiere una gestión colectiva”, sostiene. Las sociedades del Levante meridional superaron las limitaciones hidrológicas y la escasez de recursos mediante la cooperación social y comercial como un medio de adaptación.

    Sin embargo, el legado más importante de la Antigüedad sobre la relación sociedad-agua fueron las instituciones políticas. Tanto Grecia como Roma desarrollaron instituciones para gestionar las consecuencias de una vida sedentaria organizada en torno a la idea de la libertad individual, las que terminaron difundiéndose por todo el mundo.

    La geografía griega permitía pequeñas parcelas rodeadas de colinas y montañas, no se necesitaba ningún Estado para gestionar un entorno hídrico. El agricultor cuidaba su tierra y lidiaba con sus problemas sin recurrir a la ayuda colectiva. Esto, según Boccaletti, sentaría las bases de la democracia directa en Atenas. Y Roma nunca centralizó la administración de los recursos hídricos, porque la propiedad privada era esencial para la definición de la ciudadanía. Pero siendo el agua res publica, hubo que adoptar distinciones. Solamente lo que podía compartirse sin afectar los intereses individuales era público, como los ríos perennes y los navegables.

    Gracias a la función reguladora del Estado y a las inversiones del emperador, Roma desarrolló un gran sistema comercial, que compatibilizaba un sistema político diseñado en torno a los derechos de propiedad individual y un paisaje que únicamente podía garantizar la seguridad del suministro por una labor conjunta.

    Los beneficios sociales de estos grandes proyectos (suministro de agua, electricidad, protección contra inundaciones) tienen costos importantes, como desplazar comunidades, obstaculizar la migración de peces e impedir que pase el sedimento que fertiliza. En Estados Unidos y Europa, los días de auge de las grandes represas han terminado.

    Historia cultural del agua medieval

    En Los elementos en el mundo medieval: el agua, editado por Marlina Cesario, Hugh Magennis y Elisa Ramazzina —primer volumen de una obra proyectada en cuatro—, se analizan muchas formas en que el agua fue conceptualizada y considerada en diferentes ámbitos (médico, científico, mitológico, teológico. Por ejemplo, un artículo estudia cómo se asociaron agua y salud, bebiéndola o en terapias de baño para tratar enfermedades, y cómo esta asociación persistiría (tratamientos hidropáticos y aguas termales) en los siglos XIX y XX. Otro artículo aborda los intentos de explicar los misterios del ciclo hidrológico que atrajeron la atención de los eruditos cristianos e islámicos, con explicaciones térmicas, mecánicas o providenciales para asuntos como la salinidad del mar. Otro es sobre el significado espiritual del agua en las narraciones de las vidas de los santos.

    Se puede destacar un artículo más general en que François Quiviger analiza las representaciones del río Jordán y el bautismo de Cristo en la historia del arte durante un milenio (ca. 400- s. XVI), describiendo los avances en la representación del agua, que reflejan los cambios en la comprensión de ella. Las variaciones y continuidades en baptisterios y pilas bautismales, mosaicos, frescos, retablos, no son únicamente episodios de la iconografía cristiana, sino también capturas de la historia cultural del agua. Los problemas eran representar un elemento que no tiene forma ni color, sin recurrir a la personificación.

    Hasta el siglo XII, con bautismo de adultos por inmersión, se representaba a Cristo desnudo y sumergido. Desde el siglo XII, con bautismo de los recién nacidos mediante aspersión simbólica, los artistas comenzaron a cubrir los genitales de Cristo y bajaron el nivel del río, que descendió hasta las rodillas y los tobillos. La versión de Piero della Francesca, con Cristo de pie en la orilla seca, anticipa una de las fórmulas adoptadas a partir del siglo XVI.

    Junto con el nivel de las aguas, otro asunto es la presencia del dios del río Jordán. Antes del cristianismo, griegos y romanos representaban los ríos como divinidades masculinas y algún atributo (el Nilo: un cocodrilo y una esfinge; el Tíber: la loba de Rómulo y Remo). Para el río Jordán el atributo es el Bautismo de Cristo. Los mosaicos de principios del siglo V integraron una figura del dios del río junto al bautismo; un siglo después, en el mosaico del techo del Baptisterio arriano en Rávena, el dios del río luce pinzas de cangrejo en la cabeza y es más grande que Cristo, que está desnudo. Con el tiempo, el dios del río Jordán se encogió hasta desaparecer.

    Además, los artistas tenían que hacer que el río Jordán fuera reconocible como agua, lo que dejó margen para la experimentación y condujo a fórmulas y enfoques destinados a transmitir atributos acuáticos como la fluidez, el movimiento y la transparencia. En los mosaicos, frescos y miniaturas del Bautismo, las figuraciones del agua oscilan entre varias tradiciones: patrones de pequeñas ondas de colores alternados, rombos ondulantes u ondas concéntricas que se irradian (como hicieron Da Vinci y Verrocchio).

    En China, en 40 años, la energía hidroeléctrica se multiplicó por 20. Su símbolo es la gigantesca presa de las Tres Gargantas, cuyo enorme embalse llenó el mayor lago artificial del mundo (para lo cual aproximadamente 1,3 millones de personas fueron desplazadas y más de 1.000 km² quedaron sumergidos).

    Represas

    La ilusión de que el agua se da por sentada es creada por millones de estructuras que represan los ríos del mundo, sostiene Boccaletti. Han existido siempre, pero nada se compara con el tamaño y el poder de los grandes megaproyectos del siglo XX, al que llama el siglo “hidráulico”, determinado por cuestiones demográficas (más gente), energéticas (más consumo) y políticas (el Estado se convirtió en el actor económico más poderoso de la sociedad).

    La tendencia comenzó en el Estados Unidos del New Deal de Roosevelt. Entre las enormes estructuras que se construyeron o comenzaron entonces, están las presas Hoover, Fort Peck y el sistema de presas de la Autoridad del Valle de Tennessee. Estos proyectos inspiraron otros comparables en Canadá, la Unión Soviética y la India.

    Tras la Segunda Guerra, Estados Unidos se había convertido en la potencia dominante. Su capital podía desplegarse en todo el mundo como instrumento de desarrollo, a menudo en infraestructura hídrica. Pero el ascenso de la Unión Soviética creó una profunda división geopolítica y la Guerra Fría sería una batalla que, según el autor, también se libraría por las aguas del mundo. Para Stalin, la infraestructura era un poderoso instrumento de propaganda: el “Gran Plan para la Transformación de la Naturaleza” fue acompañado de inversiones hídricas faraónicas.

    El deterioro del entusiasmo por la infraestructura hídrica fue un proceso largo. Hubo sucesos que ayudaron, como el desastre de la presa de Vajont, en los Alpes italianos, en 1963. El cambio de interés por la energía hidráulica se trasladó al petróleo. Sin embargo, se construyó la presa de Asuán, en Egipto (1970), que suprimió la inundación anual del Nilo.

    Los beneficios sociales de estos grandes proyectos (suministro de agua, electricidad, protección contra inundaciones) tienen costos importantes, como desplazar comunidades, obstaculizar la migración de peces e impedir que pase el sedimento que fertiliza. En Estados Unidos y Europa, los días de auge de las grandes represas han terminado, y ahora hay más interés en desmantelar y eliminar estructuras obsoletas que en construir otras nuevas, pero en el mundo en desarrollo a menudo se considera que los beneficios compensan los costos. Una nueva ola de megaproyectos se está extendiendo, muchos de ellos incluso más grandes que sus predecesores. Laurence Smith hace un amplio recuento de las grandes represas que se anuncian en el futuro. En China, en 40 años, la energía hidroeléctrica se multiplicó por 20. Su símbolo es la gigantesca presa de las Tres Gargantas, cuyo enorme embalse llenó el mayor lago artificial del mundo (para lo cual aproximadamente 1,3 millones de personas fueron desplazadas y más de 1.000 km² quedaron sumergidos).

    Tanto Smith como Smedley señalan que alrededor de 4.000 millones de personas —la mitad de la población humana— experimentan una grave escasez de agua durante al menos un mes al año, y 500 millones se enfrentan a una escasez grave todo el año. La demanda mundial de agua ha aumentado un 600% en los últimos 100 años, mientras que el agua dulce disponible ha disminuido un 22% en los últimos 20.

    Escasez

    Boccaletti comienza su libro con la presa de las Tres Gargantas y las lluvias de 2010 que la pusieron a prueba. Methuen parte el suyo viendo la presa Hoover, la más grande de Estados Unidos. Tim Smedley también visita la presa Hoover, donde los niveles de agua han bajado 43 metros en 20 años de sequía y han dejado marcas “como espuma en una bañera que se vacía”; si el descenso anual continúa al mismo ritmo, el lago alcanzará la cota de estanque muerto hacia 2029.

    Pero el libro de Smedley parte con la presa de Karamé, en el valle del Jordán (muy cerca de donde se bautizó Jesús), con un gran lago en una de las regiones más secas del mundo. Pero la represa, de 1995, se construyó sobre suelo salado y esa agua acumulada (52 millones de m³), que se necesita desesperadamente, es totalmente inutilizable, porque no hay tecnología para arreglarla.

    Tanto Smith como Smedley señalan que alrededor de 4.000 millones de personas —la mitad de la población humana— experimentan una grave escasez de agua durante al menos un mes al año, y 500 millones se enfrentan a una escasez grave todo el año. La demanda mundial de agua ha aumentado un 600% en los últimos 100 años, mientras que el agua dulce disponible ha disminuido un 22% en los últimos 20.

    Esta escasez empeorará. Se debe, en parte, al cambio climático, pero la principal causa es que utilizamos más agua de la disponible. No lo notamos más por la sobreextracción de aguas subterráneas. Y mecanismos, como muestra Smedley, que permiten que su falta en un lugar (por ejemplo, Arabia Saudita) se “solucione” extrayendo agua subterránea en otra parte, con aparente menos escasez (por ejemplo, California). Pero, señala, no es correcto pensar que las aguas subterráneas sean aprovechables cuando los ríos se agotan. Debido a que ambos sistemas están relacionados, bombear aguas subterráneas agota aún más las superficiales.

    Los recursos hídricos están sobreexplotados. Smedley recorre y entrega ejemplos de todo el mundo —Ghana, Bélgica, Nevada, Pakistán— de un escenario de tasas de uso de agua insostenibles, lo que lleva al agotamiento de los acuíferos, la desecación de los estuarios y la reducción de los suministros. Cuenta también que en 2018, Ciudad del Cabo, Sudáfrica, casi se queda sin agua. En 2019, Chennai, la sexta ciudad más grande de India, se quedó sin agua. Y hay otras ciudades que han coqueteado con eso: Ciudad de México (2021), São Paulo (2014), Santiago (2022).

    Mithen, en su libro de hace 12 años, señalaba que los problemas con la gestión del agua dan motivos para ser pesimistas. Según sus proyecciones, el 75% de la población mundial sufrirá escasez de agua dulce en 2050. Según Smedley, se estima que para el año 2050, 685 millones de personas que viven en más de 570 ciudades enfrentarán una disminución en la disponibilidad de agua del 10%. Y cita un informe de la ONU, según el cual algunas ciudades, como Ciudad del Cabo y Melbourne, pueden experimentar disminuciones de 30-49%, y Santiago una que supere el 50%.

    No todo es pesimismo. Al momento de las “soluciones”, Smedley menciona reparar humedales, reintroducir especies autóctonas; el método de siembra directa o “agricultura regenerativa”, sin labranza. También hay acciones tecnológicas como la recolección del punto de rocío, reciclaje de aguas residuales (Singapur), la desalinización (Israel), utilizar la antigua energía hidráulica y, de paso, generar cantidades modestas de electricidad libre de carbono a partir de arroyos y ríos. Lo más importante, restaurar partes del ciclo natural del agua, lo mismo que abandonar los megaproyectos.

    Si, como cree Boccaletti, las sociedades que han prosperado lo han hecho creando modos cooperativos, tal vez no sea demasiado iluso. Es cuestión de prioridades, pues como dice un poema de W. H. Auden, “miles han vivido sin amor, nadie sin agua”.

     


    The Elements in the Medieval World: Water, Marlina Cesario, Hugh Magennis y Elisa Ramazzina (eds.), Brill, 2024, 444 páginas, US$180,00.


    The Last Drop, Tim Smedley, Picador, 2023, 416 páginas, £20.


    Agua. Una biografía, Giulio Boccaletti, traducción de M. Estapé, Ático de los Libros, 2022, 500 páginas, $39.990.


    Rivers of Power, Laurence Smith, Little, Brown, Spark, 2020, 204 páginas, US$29,00.


    Thirst: Water and Power in the Ancient World, Steven Mithen, Harvard University Press, Cambridge, 2012, 347 páginas, US$25,95.

  55. Leer signos, pensar signos

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    Resulta muy importante, leer y pensar Obediencia civil, de Michael Lazzara. Lo es porque se detiene precisamente en civiles a lo largo de los tiempos de la dictadura y de la posdictadura chilena. Desplegar y emprender la analítica que recorre la participación de los civiles, implica darle sentido a la autodefinición de un gobierno “cívico militar”, una expresión común que definía esa época. Un término que le otorgó y le otorga legitimidad al cogobierno en el que sin duda los civiles también comparten responsabilidades (por mucho que algunos se sientan liberados de ella).

    El libro, mediante una acuciosa investigación, elabora un mapa conceptual para leer hitos, voces, posiciones, hilos del engranaje del mundo civil con la dictadura y la poderosa conversión neoliberal. Lo central de este texto es que no conjetura, pues su recorrido se funda en escritos y declaraciones públicas de los propios sujetos citados, documentos que circulan bajo la forma de libros o documentales o entrevistas o informes de la CIA. En ese sentido, se trata de voces que relatan sus propias historias en el interior de la gran historia que conforma el relato que abarca desde 1973 hasta el presente.

    El punto de partida de este libro es el encuentro del autor con Julio Oliva, dirigente de Funa Chile, hijo de un asesinado político. Oliva le muestra su libro artesanal, Informe Gitter, anverso del Informe Rettig, que se ocupa de aquello que el conocido trabajo oficial no consignó con la precisión necesaria: los nombres de los civiles que colaboraron directamente con la dictadura, a pesar de reconocer la existencia del compromiso activo de civiles con el régimen. Fue ese gesto, la poética del hijo, lo que impulsó esta publicación.

    Entonces, desde un libro artesanal, acotado, silencioso frente al gran público, se genera un libro que a su vez se funda en libros o bien en materiales audiovisuales públicos que recogen voces “civiles” que construyeron esa historia. Desde ese procedimiento textual, Michael Lazzara se detiene en las escrituras de los cómplices civiles que operaron durante la dictadura y los complacientes de “izquierda” que se adaptaron o más bien acogieron, desde una posición mercadista, un presente regido por el híper capitalismo y su impactante estela de desigualdad social.

    El autor se pregunta por las escrituras autobiográficas y el sentido del yo que las certifica, ese yo que sabemos que es inestable, una máscara que es necesaria entender, porque el autor asegura que se requiere acudir a procedimientos de lecturas narrativas para deconstruirlo, precisamente porque ese yo opera más bien como deseo de yo y, desde esa perspectiva, parece pertinente la definición citada de Michel Foucault, quien entiende estos textos autobiográficos como tecnologías del yo.

    Desde esa posición, Michael Lazzara, se propone emprender la lectura de una serie de textos y entrevistas que hablan en primera persona y desde ese espacio lee los pliegues, los blancos, que permiten volver a recorrer figuras que incidieron en la organización de la estructura de la dictadura, como Jaime Guzmán desde la construcción de Longueira o de su propio sobrino (Ignacio Santa Cruz), o bien en otro espacio, en el de la complacencia, el de quienes pasaron de un ciclo revolucionario a la acumulación de fortunas, como Max Marambio.

    Su casa de Lo Curro parece ser también una geografía de su mente, la separación entre literatura y crimen, entre vergüenza y culpa. Los textos de ficción son abordados por el autor de una manera que permite atisbar un imaginario entregado a pasiones que llevan, a su autora, de manera inexorable, por una ruta destructiva sin salida.

    El libro es amplio, acucioso, impecable. Apela a un conjunto de aportes críticos muy solventes para abrir nuevos parámetros de lectura que permitan leer después de más de 50 años, desde una perspectiva civil, anclada en cuerpos de élites y cuerpos populares que coincidieron para generar la mayor tragedia corporal del siglo XX en Chile. Y cómo no, el efecto de esas colaboraciones hoy.

    Mariana Callejas protagoniza uno de los escenarios más reconocibles. Su nexo indiscutible con la Dina, y con el asesinato del General Carlos Prats y su esposa Sofía Cuthbert en Buenos Aires, permite internarse en la condición de cómplice. Precisamente el texto que se funda en voces se detiene en el “Caso Callejas”, una situación emblemática porque ella escribió ficción, frecuentó escritores, ganó un concurso de cuentos promovido por el diario El Mercurio y, allí en el centro de sus textos, Michael Lazzara busca en el sujeto de la enunciación de esos relatos cómo se autorrepresenta y pone acento en la vergüenza como síntoma, pero una vergüenza que no genera culpa. Callejas niega su vínculo con la Dina, digamos, adentro, pero lo reconoce en el exterior; marca así un adentro y un afuera. O dicho de otra manera, establece para sí una frontera geográfica para realizar la autoconstrucción de un límite que le permite desligar la vergüenza de la culpa. Porque, en definitiva, ese hacer está presente mediante débiles máscaras en sus textos narrativos. Su casa de Lo Curro parece ser también una geografía de su mente, la separación entre literatura y crimen, entre vergüenza y culpa. Los textos de ficción son abordados por el autor de una manera que permite atisbar un imaginario entregado a pasiones que llevan, a su autora, de manera inexorable, por una ruta destructiva sin salida.

    Y, desde luego, Jaime Guzmán como un espectro fundante que le otorgó a la dictadura su soporte ideológico económico. Su figura, en cierto modo incombustible, es repensada por el autor a partir del libro de Pablo Longueira, un testimonio (de fe) que ensalza a su mentor como un iluminado cercano a la perfección sagrada; el propio Longueira dialoga con familiares de víctimas (sin reconocer culpas) y le adjudica a Guzmán el “salvar vidas” de un modo nunca comprobable. Pero el discurso de Guzmán justifica los crímenes. Y como cierre de ese círculo de poder y dominación aparece Sergio de Castro, presencia insoslayable del documental Chicago Boys, que activa la puesta en marcha de la economía neoliberal a costa de privatizaciones, en medio de un contexto marcado por crímenes de lesa humanidad y pobreza.

    Desde otro lugar, el autor examina el documental más descentrado, El tío, que recoge el habla del sobrino de Jaime Guzmán, quien se define como gay y busca, mediante discursos y performance, deconstruir a su tío. Pero Michael Lazzara señala que más allá de la negatividad del sobrino hacia Guzmán, conserva el nexo familiar en una forma esquiva que finalmente resguarda al tío.

    El Mocito (documental, entrevista y libro) nos lleva a observar la materialidad de la tortura, de la muerte, de la destrucción llevada a cabo por integrantes de la Dina y en cuyo subsuelo más tétrico participó Jorgelino Vergara, el mocito de Manuel Contreras, director de la Dina. Al estudiar este material, Lazzara sostiene que este personaje ambiguo, que fue inculpado muy tardíamente por el crimen del secretario general del Partido Comunista, Víctor Díaz, crimen que no cometió, habla de la Dina y de la CNI y sus prácticas, devela una de las casas de tortura hasta ese momento desconocidas. A su vez, describe las prácticas y los crímenes como testigo directo y ayudista. Su “confesión” lo pone en el centro de los discursos públicos, lo describen como un sujeto frágil, sin educación, que llegó a ese espacio, de mozo de Contreras, porque no tenía otra alternativa. Michael Lazzara deconstruye la imagen del mocito, lo lee, se detiene en su admiración por los militares, su deseo de ser uno de ellos, detalla sus funciones, desde servirle café a Contreras hasta limpiar la sangre de las torturas y envolver los cadáveres. El mocito permitió la identificación de cuatro desaparecidos y entregó nombres de torturadores y asesinos. Estas confesiones, de algún modo producen un desplazamiento desde victimario hasta un lugar de víctima por su debilidad económica y formativa. Lazzara discute esta posición de manera lúcida: el mocito no es un emblema de los derechos humanos sino, desde un silencio de décadas, reaparece para desligarse de un asesinato. El mocito y su historia nunca será inocente, es un cómplice.

    La posdictadura —o la transición— marca un punto de inflexión. La noción de ‘mirar hacia adelante’ produjo una forma de control a los imaginarios sociales y dejó en una cierta indefensión o aislamiento a las organizaciones de derechos humanos y a los familiares de detenidos desaparecidos, mientras el neoliberalismo fundado en el consumo se apoderaba de las vidas para objetualizarlas.

    O la declaración del bailarín Zambelli, amante por largo tiempo de Enrique Arancibia Clavel, representante de la Dina exterior, que miente de manera recurrente durante el juicio que se lleva adelante contra su expareja por su responsabilidad en el asesinato del general Prats y su esposa. Es decir, Zambelli comete perjurio bajo el pretexto “no sabía”, para encubrir así un tipo de complicidad.

    Así se cierra una parte medular del libro, mediante el abordaje de un tiempo que resulta asfixiante y extraordinariamente destructivo.

    La posdictadura —o la transición— marca un punto de inflexión. La noción de “mirar hacia adelante” produjo una forma de control a los imaginarios sociales y dejó en una cierta indefensión o aislamiento a las organizaciones de derechos humanos y a los familiares de detenidos desaparecidos, mientras el neoliberalismo fundado en el consumo se apoderaba de las vidas para objetualizarlas.

    Michael Lazzara se detiene en ese tiempo para pensar en figuras influyentes, como Eugenio Tironi, Max Marambio, Marco Enríquez Ominami y Carlos Ominami. Lo hace para pensar en la categoría de complacientes, entendiendo que ese término contiene la palabra placer.

    De distintos modos, cada uno de ellos, en documentales o libros, asumen un pasado, anterior al golpe de Estado, señalando sus antiguas militancias y pasiones hasta cierto punto como un error debido al fracaso que portaban. En definitiva, experimentan un corte entre sus pasados y el presente. El presente neoliberal de cada uno de ellos es muy positivo en términos de poder y, en el caso de Tironi y Marambio, por la riqueza acumulada. Pero, desde otra perspectiva, Michael Lazzara introduce el término muy interesante de “emprendedores políticos” y, como un análisis muy pertinente, propone pensar una unidad entre pasado y presente que estos actores políticos no pudieron transitar. Cita a Pilar Calveiro, quien señala que es necesario restaurar la historicidad y revisitar el pasado en el presente. Eso es.

    El autor de este libro no cejó. No dejó de pensar, escribió a lo largo de años acerca de la dictadura chilena. Pensó la transición. Ingresó a la memoria, se filió a la tragedia de las víctimas. Estuvo, permaneció. Y su persistencia, sus lecturas y sus sólidos saberes teóricos están escritos e inscritos en este libro imprescindible.

     

    Imagen de portada: Parte de la instalación Biblioteca de la No-Historia (2024), de Voluspa Jarpa. Fotografía: Archivo UDP.

     


    Obediencia civil, Michael Lazzara, Cuarto Propio, 2023, 420 páginas, $16.000.

  56. Todos contra el otro

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    Linchamientos en redes sociales, bullying en recintos educativos, campañas de desprestigio que se vuelven virales: son muchas las expresiones recientes de la violencia colectiva que funcionan por medio de la imitación o “mímesis”, como la conoce científicamente el antropólogo René Girard, uno de los pocos especialistas en la materia.

    Curiosamente, los estudios sobre violencia de masas han tenido poco desarrollo en la antropología del siglo XX. En los comienzos de la disciplina, entre el siglo XVIII y el XIX, la violencia ritual ejerció en los viajeros y etnólogos una fascinación que transmitieron al público occidental, y hasta hoy los sacrificios aztecas y la antropofagia pueblan las fantasías de los habitantes de las grandes ciudades. La teoría que explicaba esa violencia, y de la que quedan resabios en mucha gente, era la del atraso: esos grupos no habían alcanzado el umbral de civilización tras el cual un pueblo convive de manera cívica. En otras palabras, todavía se encuentran en el estadio de barbarie.

    Una deficiencia de estas teorías para Girard sería su enfoque negativo, al explicar la violencia como una carencia de civilización, como una sobrevivencia de un pasado superado, y así pasan por alto lo esencial: la violencia no es un defecto de la sociedad que se pueda superar para alcanzar la paz. Por el contrario, la violencia funda la sociedad y tiene un rol en la cohesión social. Y afortunadamente, las sociedades tienen mecanismos para regularla: “Hay cultura —dice Girard— desde el momento en que los hombres se reúnen en contra de una víctima única y la vuelven responsable tanto de los desórdenes que acaban de agitar al grupo como de la reconciliación que garantiza la muerte de ella. Hay una explicación en ese mecanismo de lo sagrado. Sagrado es siempre la dualidad de lo más maligno y violento, y lo más benéfico. Un poder tan superior a los humanos, que puede asegurar tanto la destrucción como el orden en la comunidad”.

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    Este es el segundo punto central de la teoría mimética: se trata más bien de una convergencia de percepciones contra el otro; no es deliberada, no es una decisión en función de intereses o valores, ni menos una decisión razonada a la manera ilustrada.

    La preocupación central en el pensamiento de René Girard (Aviñón, 1923 – Stanford, 2015) está en las religiones: todas se fundan en un sacrificio originario que se encuentra retratado en los mitos y que, con más o menos variantes, siguen la misma fórmula: las sociedades en crisis, para no ir a la guerra civil, para que sus divisiones internas no las fracturen, buscan un chivo expiatorio. El cojo, el negro, el enano, la “bruja”, el jorobado, el tuerto, el extranjero, cualquiera que encarne una diferencia radical vista desde el exterior por los miembros del grupo, contribuye a neutralizar —al menos por un momento— sus propias diferencias.

    Ese chivo expiatorio, dice Girard en su libro La violencia y lo sagrado (1973), siempre es aleatorio o arbitrario, de algún modo es “inocente” o al menos no necesariamente culpable. Podría ser un ladronzuelo, pero solo sería culpable de sus robos y jamás de la crisis que atraviesa el colectivo.

    No es que la multitud se ponga de acuerdo en contra de una víctima.

    Este es el segundo punto central de la teoría mimética: se trata más bien de una convergencia de percepciones contra el otro; no es deliberada, no es una decisión en función de intereses o valores, ni menos una decisión razonada a la manera ilustrada. De hecho, Jean-Pierre Dupuy, en El pánico (1993), precisa que la imitación colectiva tiende a aumentar cuando más se pierden los intereses y valores compartidos, y alcanza su punto más alto en las situaciones de pánico, cuando un miedo imprevisto es contagiado entre la masa y esta se comporta en estampida.

    A esta catarata colectiva contra el chivo expiatorio René Girard la llama “crisis mimética”, y surge en momentos de extrema inestabilidad social: basta que un solo miembro del grupo se dirija hacia un potencial culpable y, espontáneamente, otro lo va a imitar y luego un tercero los imitará a ellos, y así se expande un veloz proceso de imitación en cadena, como una mancha de aceite que recubre, reunifica y calma al grupo, le proporciona las condiciones para volver a un momento de tranquilidad.

    El tránsito del todos contra todos al todos contra uno, se produce cuando la cantidad y la intensidad de las diferencias son tales, que todo está a punto de estallar por todas partes. Como un punto de saturación y caos entre las diferencias, que hace que las energías dispersas se concentren todas juntas hacia un vector, un enemigo común, de consenso y dentro de un campo ideológico allanado para el consentimiento de las masas. Así lo resume el autor: “Al alcanzar la máxima intensidad de violencia, se desencadena el mecanismo de la víctima expiatoria arbitraria y única, alrededor de la cual se irá a reconstituir el grupo”.

    ¿Pero a qué precio? ¿Y cuánto tiempo dura esa estabilidad? ¿Cuánto tendrá que transcurrir para que regrese la sed de sangre?

    Girard insiste en que el efecto estabilizador del chivo expiatorio tiene una duración a veces muy breve; todo depende de cómo se comporten los equilibrios sociales.

    Cualquier eternidad que podamos atribuirle, dado que es un hecho religioso, es nuestra ilusión.

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    Jean-Pierre Dupuy, en El pánico (1993), precisa que la imitación colectiva tiende a aumentar cuando más se pierden los intereses y valores compartidos, y alcanza su punto más alto en las situaciones de pánico, cuando un miedo imprevisto es contagiado entre la masa y esta se comporta en estampida.

    Estos últimos años, quizá por la sensación de caos que domina el planeta, se ha vuelto a decir que René Girard es uno de los pensadores contemporáneos más importantes. Hace poco se subieron a YouTube decenas de conferencias y entrevistas que dio en la radio y la televisión, y sus libros han vuelto a ser reeditados y traducidos a casi todas las lenguas. Pero fue y sigue siendo un autor de culto, un poco extraño, medio reaccionario, un católico excéntrico que les pone a sus libros títulos como Veo a Satán caer como el relámpago (1999) o Cosas ocultas desde la fundación del mundo (1978). También se puso del lado de Mel Gibson cuando ocurrió la polémica sobre La Pasión de Cristo (2003), acusada de ensañarse con el sufrimiento de Cristo. A Girard le pareció que era la película que más se apegaba a la verdad que aparece en los Evangelios. Al ser consultado sobre si Gibson “no fue demasiado lejos con el grado de violencia”, él hizo ver que en la época en que fueron escritos los Evangelios no existía el realismo y que siglos después, cuando se comenzó a retratar el sufrimiento de Cristo, se intentó hacerlo de manera cada vez más realista: “Hoy nadie se rebela contra el Cristo de Grünewald ni contra la pintura española, que muestra unos Cristos mucho más espantosos y aterradores que el de Mel Gibson (…). ¿Cómo habría que filmar la Pasión? ¿Al estilo hollywoodense tipo Ben-Hur? Gibson reacciona contra eso”. Su película es ante todo una obra de arte, agregó, no una discusión sobre la exégesis adecuada de los Evangelios: “Si lo vamos a juzgar, hay que hacerlo sobre el fondo de las demás Pasiones realizadas con anterioridad, y pienso es de una calidad superior a la mayoría”.

    Girard dedicó casi toda su obra a lo que llama “sociedades arcaicas”, no obstante, es probable que nunca haya conocido a un indígena en su vida, al menos no con fines de investigación. Incluso es tan genialmente retrógrado que fue capaz de elevar a la desprestigiada “antropología de biblioteca” (o de gabinete) a un lugar donde se pueden hacer descubrimientos verdaderamente rupturistas.

    Se lo suele presentar como antropólogo, pero comenzó su carrera como un historiador que se desvió hacia la literatura moderna europea. Su primer libro, Mentira romántica y verdad novelesca (1961), está dedicado a la tendencia a imitar que tienen los protagonistas de las obras de Cervantes, Proust, Flaubert, Stendhal y Dostoievski. Utiliza, entonces, el mismo prisma de sus hipótesis miméticas antropológicas: todos ellos, sea el Quijote, Emma Bovary o Raskolnikov, imitan el deseo de sus antagonistas.

    Girard es un pensador francés que evitó deliberadamente el medio intelectual de su país, del cual siempre habló con algo de escepticismo y distancia, por lo dedicado que estaba al estudio de las religiones, en las antípodas del pensamiento de Foucault, Derrida o Deleuze.

    En 1947 migró a Estados Unidos porque, en sus palabras, allí iba a encontrar las condiciones mínimas de calma para poder trabajar. Las encontró en varias universidades —principalmente en John Hopkins de Baltimore, entre 1957 y 1968—, donde comenzó enseñando literatura francesa mientras cursaba su doctorado y rápidamente llegó a profesor titular. Allí pudo revisar toda la literatura disponible sobre mitos y ritos de distintas épocas y sociedades, con excepción de las modernas, que le interesaban poco. Así es que, sin ser antropólogo, conoció la bibliografía de la etnografía y la antropología moderna mucho mejor que la mayoría de los antropólogos y que todos sus detractores.

    A las religiones Girard las divide en dos: por un lado están las arcaicas; por el otro, el cristianismo.

    Las religiones arcaicas se caracterizan por originarse con el asesinato de un ser inocente en manos de la multitud (muchas veces con métodos a distancia, como apedrearlo o rodearlo hasta que se caiga por un barranco) y cada vez que están en crisis o necesitan estabilidad social, renuevan el sacrificio matando a un animal en circunstancias altamente ritualizadas. El mito de origen, eso sí, nunca revela que la víctima es inocente; por el contrario, un mito es un relato hecho para encubrir esa inocencia.

    El cristianismo también se caracteriza por nacer del asesinato de un ser inocente en manos de la multitud, cuya fuerza absorbió hasta a los apóstoles. Pero el mito de origen del cristianismo, según los descubrimientos de Girard, es el único que explicita la inocencia de la víctima. Hay rastros de ello en el Antiguo Testamento (Abraham, Job) y se revela a la luz del mediodía con los Evangelios y la muerte de Cristo en la Cruz para siempre y por todos. Los cristianos desde entonces realizan el simulacro de ese sacrificio definitivo cada domingo.

    Girard llegó a decir que se había convertido al cristianismo al entender que, de todas las religiones, esta ha llevado más lejos la paz, incluso hasta los animales, pues los remplaza por una ostia (“El cordero de Dios está hecho de trigo y uva”); esa conversión es un hito a la vez científico y religioso que a muchos de sus críticos modernos les cuesta tragar.

    En su experiencia, no hay “revelación divina” en el sentido de una luz proveniente del cielo que nos esclarece el mundo. Hay una revelación humana de una verdad historicista al máximo: el culpable es inocente, en realidad es la víctima de los desequilibrios políticos internos de la sociedad y jamás el culpable de estos. “La víctima no es ni más ni menos culpable que el resto —dice Girard—, nadie puede ser culpable de la agitación mimética de un grupo. Por definición, Edipo no puede ser culpable de la peste de Tebas, ni los judíos de la peste negra del siglo XIV”.

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    ¿Pero a qué precio? ¿Y cuánto tiempo dura esa estabilidad? ¿Cuánto tendrá que transcurrir para que regrese la sed de sangre?
    Girard insiste en que el efecto estabilizador del chivo expiatorio tiene una duración a veces muy breve; todo depende de cómo se comporten los equilibrios sociales.
    Cualquier eternidad que podamos atribuirle, dado que es un hecho religioso, es nuestra ilusión.

    A René Girard se le podría reprochar de todo, pero hay algo que no se puede dejar pasar, y es que no responde a la pregunta esencial para un católico o para el catolicismo: ¿por qué las sociedades provenientes de esa matriz especializada en predicar la paz, la piedad, el perdón y la hermandad de todos con todos, han sido las sociedades más violentas (o al menos, las que han demostrado una mayor capacidad de destrucción)?

    En entrevistas, Girard señaló de forma vaga que la modernidad es un cristianismo rebajado, carente de sustancia, que sueña con deshacerse de la violencia con declaraciones bienintencionadas y poco más. En un intercambio que tuvo el autor con una joven estudiante de secundaria, en un encuentro de católicos ocurrido en 1994, en la ciudad de Estrasburgo, ella le pregunta por qué la Iglesia pudo perseguir a inocentes y aislados, como ocurrió durante la Inquisición, bajo sospecha de ser herejes (como las “brujas”, los judíos o los anabaptistas en el siglo XVI). Según ella, “Dios debió intervenir para que la Iglesia tomara conciencia del proceso en el que estaba”. Girard le responde que la Iglesia funciona como cualquier otro grupo humano en situación de crisis: “La tentación de caer en la Inquisición es muy normal. La Iglesia pensaba que había creado un mundo verdaderamente cristiano. El Renacimiento hizo tambalear al Medioevo, y las iglesias percibieron que podían fracasar. El primer reflejo de las iglesias fue intentar impedirlo, y no se puede impedir eso por medios humanos”.

    En un momento Girard interrumpe su respuesta. ¿Cómo admitir, delante de estos católicos, que la paz de Cristo tiene un precio alto, el de deshacerse para siempre de esas válvulas de escape que son (o eran) los rituales sacrificiales? Recupera la concentración y agrega: “La revelación no es una receta para la vida perfecta. (…) La revelación [de la inocencia de la víctima] es lo más peligroso en el plano humano, ya que es lo que más destruye al sacrificio. Las sociedades sacrificiales funcionan mejor que nuestras sociedades. Nuestra sociedad está siempre al borde del caos, al borde de la destrucción, porque mientras más verdades y recursos se pongan a disposición de los hombres, peor los van a utilizar. (…) No olviden que los Evangelios dicen ‘Es guerra lo que traigo, no paz’. Eso quiere decir que es una paz tan desprovista de víctimas, tan difícil para los hombres, que va a traducirse en un desorden mayor que el que hay. No trae la felicidad de las vacas en un predio, ni el aterrizaje en las plataformas de la sociedad de consumo, porque expulsó a la religión y ya no hay víctimas. Eso es un chiste. (…) La paz de Cristo no es una vacuna contra la violencia”.

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    “Nuestra sociedad está siempre al borde del caos, al borde de la destrucción, porque mientras más verdades y recursos se pongan a disposición de los hombres, peor los van a utilizar. (…) No olviden que los Evangelios dicen ‘Es guerra lo que traigo, no paz’. Eso quiere decir que es una paz tan desprovista de víctimas, tan difícil para los hombres, que va a traducirse en un desorden mayor que el que hay. No trae la felicidad de las vacas en un predio, ni el aterrizaje en las plataformas de la sociedad de consumo”.

    Si bien la teoría del chivo expiatorio fue elaborada para el estudio de las religiones arcaicas, no es inútil para esclarecer fenómenos modernos o contemporáneos.

    La mímesis explica buena parte del comportamiento de los mercados financieros, la moda, la publicidad, el linchamiento en redes o la guerra. También ilumina ciertas expresiones de “violencia popular”, que se organiza en turbas espontáneas para desquitarse o hacer justicia por las propias manos, como ocurrió hace un año en Haití, con el movimiento bwa kalé (a cortar leña) en contra de miembros de las pandillas que todavía dominan las ciudades: hay una clara combinación de mímesis, violencia sacrificial y autodefensa ante la incapacidad del Estado haitiano de procurar seguridad. Pero quizá en todas las sociedades la figura del delincuente —independientemente del problema de su inocencia— funciona como chivo expiatorio perfecto para descargar las iras del pueblo.

    A lo largo de la historia, la cohesión social ha estado fuertemente asociada a los castigos ejemplares, realizados en lugares públicos, a la vista de la multitud. Era una forma de reunirse y de aprender a respetar a la autoridad. Se suele olvidar, por ejemplo, que la misma Independencia de Chile culminó con la ejecución sumaria y descuartizamiento de Manuel de Picó en 1824, el último oficial de la resistencia española, quien combatió tenazmente por defender casi 300 años de herencia colonial. El historiador Fernando Pairican, en su libro Toqui, cuenta cómo terminó quien fuera “uno de los más leales monarquistas”: “La cabeza fue llevada al fuerte Negrete en una escarpia, un grueso clavo con uno de sus extremos doblados en ángulo recto. Fue puesta en la plaza central y contemplada por los católicos que salieron de misa el domingo. Por la tarde, su cráneo fue llevado a Concepción, durante tres días fue expuesto en la plaza y finalmente fue dejado en Yumbel, en el cuartel general de la alta frontera”. Un destino similar sufrió su antecesor, Vicente Benavides, dos años antes.

    La práctica de descuartizar enemigos emblemáticos del orden público, y exhibirlos, fue una costumbre recurrente en la primera mitad del siglo XIX. Esta tradición medieval de castigos ejemplares subsistiría en Chile hasta la paulatina creación de un régimen penitenciario y la asimilación de ciertos derechos mínimos que no estaban asegurados por el “peso de la noche”. Incluso, la práctica punitiva de dar azotes solo fue erradicada en 1960.

     


    La violencia y lo sagrado, René Girard, traducción de Joaquín Jordá, Anagrama, 2023, 480 páginas, $16.000.

  57. Monumento al mapa

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    El mapa más antiguo que se ha encontrado es una representación circular del mundo centrada en el Éufrates, inscrita en una tableta de arcilla babilónica. El dibujo cuenta con etiquetas y marcas como pantano, canal, ciudad u océano (“río amargo”), hendidas en acadio cuneiforme cerca del año 700 a. C. Sobre la imagen hay un texto que versa sobre el supuesto origen del mundo. Resulta asombroso y significativo (debiéramos agradecer) que el primer mapa que se conserva sea una cartografía del mundo hasta entonces conocido y no a una descripción pedestre sobre cómo llegar al próximo mercado. Del tamaño de un teléfono celular, el Mapa Babilónico del Mundo, en su enigmática capacidad de síntesis, prefigura en una tablet de arcilla los componentes esenciales de la cartografía como la conocemos.

    Hace unos días encontré en internet la foto de un viejo juego de mesa que no veía hacía 30 años. Se llamaba Viaje intercontinental. El tablero era una cuadrícula de 356 casilleros, conformada por paralelos y meridianos desplegados sobre un colorido mapamundi. Meta y Partida estaban en la Antártica, un recuadro, el centro de la base del mapa, junto a la península O’Higgins. El logotipo del perrito en una caja de juguetes Guau, me recordó el viento, una mica transparente que cubría una cuarta parte del tablero y que por un golpe de dados podía cambiar, llevándose las fichas que tenía encima hacia un hemisferio distinto, alejándolas de sus destinos.

    Ese mapa fue mi primera introducción a la noción del mundo. Recuerdo de niño cierta fascinación por el globo terráqueo de Mafalda y uno de madera que tenía mi abuelo, pero seguramente fue en ese tablero donde asimilé el gran cuadro de los países y los continentes, y donde me formé la idea de que al viajar uno entraba en los avatares de un juego, donde generalmente cambia el viento cuando estás cerca del destino.

    En su ensayo “El aventurero”, Georg Simmel valora la manera en que la aventura, a pesar de ser algo aislado y accidental, se vuelve necesaria y significativa. “Debido al lugar que ocupa en nuestra vida psíquica, el recuerdo de una aventura tiende a adquirir la cualidad de un sueño. Todo el mundo sabe lo rápido que olvidamos los sueños porque también ellos se sitúan fuera del contexto significativo de la vida como un todo”, escribe Simmel, para quien lo “onírico” no es más que un recuerdo unido al proceso vital (“unificado y coherente”) por menos hilos que las experiencias ordinarias.

    Puntos notables dentro de nuestra plana existencia. Sin ellos el horizonte es un espejismo. La veracidad de una carta de navegación se vuelve relativa cuando han pasado tres días desde que los navegantes han debido ver tierra. Los instrumentos siempre pueden fallar. Se puede avanzar en círculos sobre el amargo río cristalino. Son maneras de comprender el mundo. Por más que el territorio siempre sea distinto. Veo pasar las estaciones del metro en el diagrama sobre la puerta del vagón. Los mapas topológicos son la más básica expresión de distribución espacial, y se han utilizado universalmente desde la antigüedad. Su único principio es la continuidad.

    Un argumento puede consistir en una serie de tramas espaciales. “En la novela moderna, lo que ocurre está en estrecha dependencia del dónde ocurre”, enfatiza Franco Moretti en Atlas de la novela europea. Los mapas son capaces de expresar lo desconocido y, a la vez, contenerlo. La cartografía es un campo semántico familiar y de esa forma explica lo que no hemos visto. Entendiéndolos como instrumentos de análisis (“los mapas no me interesan como objetos ‘a leer’, sino que cambien mi manera de leer”), Moretti hace énfasis en que cada espacio determina, o al menos, estimula un tipo distinto de historia. Se podría hablar de una topografía de las funciones narrativas. O una geografía del argumento que permita establecer nuevas lecturas.

    Los mapas son representaciones gráficas que facilitan la comprensión espacial de cosas, conceptos, condiciones, procesos o acontecimientos del mundo humano”, escriben J. B. Harley y David Woodward en Historia de la cartografía.

    Hoy, curiosamente, pareciera que habitamos los mapas y desconocemos los territorios: la realidad ha reducido su escala. El viajero sobrevive inmóvil. La expansión de Google Earth y otras herramientas de mapeo por satélite nos permiten mirar el teléfono esperando un taxi sin mirar la calle. Por más que la idea de la precisión resulte un poco más viable, sigue siendo imposible, virtual. Un mapa siempre será una herramienta imprecisa y su objetividad inevitablemente ocultará sus sesgos culturales o ideológicos.

    Uno podría pensar que las bibliotecas son mapas físicos del conocimiento. En el fondo, los mapas son metáforas, instrumentos del discurso e instrumentos analíticos que desmontan y visualizan la realidad en una forma distinta de la acostumbrada. Por amplia que parezca la definición, lo cierto es que un mapa nunca puede abarcarlo todo. Para que la representación tenga sentido es preciso escoger y limitarse a un número razonable de elementos. Desplegar un mapa escala 1 a 1 de un país, cubriría completamente el territorio y no dejaría pasar la luz, observaban los campesinos de Lewis Carroll: “Así que ahora utilizamos el propio país, como su propio mapa, y te aseguro que funciona casi tan bien”.

    Hoy, curiosamente, pareciera que habitamos los mapas y desconocemos los territorios: la realidad ha reducido su escala. El viajero sobrevive inmóvil. La expansión de Google Earth y otras herramientas de mapeo por satélite nos permiten mirar el teléfono esperando un taxi sin mirar la calle. Por más que la idea de la precisión resulte un poco más viable, sigue siendo imposible, virtual. Un mapa siempre será una herramienta imprecisa y su objetividad inevitablemente ocultará sus sesgos culturales o ideológicos. La misma tablilla babilónica ilustra la relación con otras regiones legendarias más allá del océano, situando al Éufrates en el centro de la circunferencia.

    Un mapa puede ser mudo o político —escribe el argentino Mario Ortiz en Cuadernos de lengua y literatura X—. El mudo no tiene palabras ni fronteras externas. El político, sí. En cierto sentido, todos los mapas son mudos porque no hablan; pero en otro sentido, todos los mapas son políticos”.

    Observando un monumento al Mapa de Argentina, Ortiz parece haber encontrado una fisura por donde podríamos formalmente reclamarlo en el acto. Al no tener plaquetas o inscripciones, siendo imposible determinar quiénes y con qué motivo construyeron ese monumento, esa pared está libre para todo tipo de interpretaciones.

    Gráfica y textualmente, la dimensión simbólica de un mapa puede dar cuenta de toda una ideología del espacio interpretable en múltiples niveles. Un mapamundi medieval, por ejemplo, es mucho más que una representación espacial de la Tierra, a la manera de Google Earth. Proyecta, al mismo tiempo, los acontecimientos históricos en un marco geográfico y permite abarcar el continuo espacio- tiempo de la historia de principio a fin. De ese modo, se hacía visible y comprensible el orden invisible que guiaba el curso de los acontecimientos humanos. Pienso en el mapamundi de Fra Mauro, donde la estructura y el contenido proponen una cartografía más basada en una tradición de relatos (teológicos, filosóficos, cosmográficos y de viajeros) que en la geografía. O en ejemplos aún más primitivos, como las canciones de los aborígenes australianos cuyas letras kilométricas describían el paisaje de sus viajes y eran memorizados como caminos.

    Capas de tiempo apiladas en un mismo lugar geográfico, donde convive lo histórico, lo mítico y lo religioso. La naturaleza del espacio y el tiempo, tal como el misterio de su relación, han sido objeto de investigación desde la antigua filosofía griega. Los mapas son inevitablemente un reflejo de la cultura en la que se producen. Ayudan a representar ideas que no pueden experimentarse directamente.

    Google Earth permite volar a cualquier parte del globo terráqueo. Hacer zoom desde tu propia casa hasta la última de las islas del extremo sur. Cambiar de imágenes panorámicas de satélite a la subjetividad de los planos vistos desde la calle, pasando de la abstracción a la realidad: la tecnología de satélite y la electrónica de radar se han combinado para poder observarnos desde más allá de la Tierra. Sin embargo, cada mapa sigue siendo una vista puntual de un momento concreto. Como todo mapa, incluso Google Maps capta el incesante mundo siempre en un solo momento determinado.

  58. Cuatro aproximaciones a la encrucijada del judaísmo

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    Primera aproximación al libro: Personalísima

    Este es un libro cuya realización agradezco primeramente porque allí se encuentra un relato muy honesto sobre la situación que tiene lugar hoy en Gaza, y sobre la naturaleza y vocación que ha adquirido el Estado de Israel.

    La descripción que Eduardo ofrece de la situación en Gaza, aunque no es parte central del libro, tiene especial valor porque, estando muy bien documentada, no le da tregua a la relativización de los males que siempre llevan consigo el colonialismo y las estructuras políticas organizadas en torno al apartheid y la dominación basada en datos étnicos o religiosos.

    Y es especialmente valioso que esta descripción sin tregua venga de una persona judía, y que es judía no solo por descendencia sino porque, como se relata al inicio del libro, su historia y su vida le han llevado naturalmente a apropiarse de esa tradición.

    Yo, como nieta de Palestina, tengo una visión bastante estanca sobre lo que ocurre en Israel, que se parece bastante a la de Eduardo. Como gentil, mi visión es mucho más fluida, en cambio, sobre el judaísmo: paso del interés a la perplejidad, y a veces a la indiferencia.

    Mi interés surgió cuando estaba haciendo mis estudios de posgrado. Estudié en NYU, que muchos llama “NYJew” porque, por ponerlo en términos simples, hay muchos judíos, desde los más críticos de Israel hasta los principales fans. Si bien en más de una ocasión se percibía una que otra prioridad o trato privilegiado a mis compañeros israelíes que eran siempre más de la mitad del grupo de doctorandos en la Escuela de Derecho, las comodidades sobraban y alcanzaban para todos, así que no había razón para quejarse. Hice grandes amistades con israelíes y participé en varias fiestas y ritos judíos en las que siempre había mucha comida y muchas historias.

    Desde el 7 de octubre del año pasado, y con más fuerza luego de leer este libro, me he dado cuenta de cuánta disonancia existe entre esas “historias” y el devenir “histórico” del pueblo judío. Hoy me doy cuenta de que en esas historias alegremente narradas en algún departamento de Nueva York, no existía el verdadero Estado de Israel: mis amigas y amigos no habían servido en el frente de la segunda intifada, ni habían visto como personas como yo eran sometidas al más brutal maltrato en su diario vivir. Yo y ellos nos hicimos los tontos, pero a partir del 7 de octubre eso ya no ha sido posible, y algunas de esas amistades se han debilitado.

    Este libro representa a un judío que llama a sus fellow jewish a dejar de hacerse los tontos y hacerse en cambio algunas preguntas importantes. Porque luego de la constitución del Estado de Israel, esas historias y las identidades construidas bajo su alero no tienen ya un sentido profundo y verdadero, sino que son la cáscara de algo muy distinto. Este es un libro que se pregunta sobre lo que está bajo la cáscara: ¿Qué queda de esa identidad y de ese sentido que vivía en la cultura judía, sus ritos y sus historias?

    Durante la lectura he pensado en cada una de mis amigas y he pensado también que el problema que revisa Eduardo, sobre el que antes podría haber dicho: “No es mi problema. ¿A mí qué me importa la identidad judía que tantos problemas le ha traído a mis antepasados?”. Pero este libro nos recuerda que no vale la pena quedarse en el propio espacio, que sumergirse en la profundidad de la encrucijada de otros no solo es intelectualmente interesante, sino que es también un lugar de acceso para pensar en las propias encrucijadas.

    Segunda aproximación: La encrucijada

    Este es un libro en el que, entre otras cosas, el autor promueve la necesidad de desligar “lo judío” de Israel, entendido como el Estado de Israel, es decir, aquella organización política real y concreta que, organizada sobre principios etno-teo-nacionalistas, hoy reclama soberanía política, legal y militar en parte importante de lo que hasta 1948 era Palestina.

    Una razón de este proyecto de desligamiento de “lo judío” del Estado de Israel es que, según el autor, el Estado de Israel es enemigo de lo judío, es contrario a lo judío, y sería el principal precursor de lo que él denomina antijudaísmo, dada su política de expansión territorial y exterminio del pueblo palestino.

    Pero ¿qué es “lo judío” de lo cual el Estado de Israel sería enemigo? Tendría que ser una identidad de lo judío independiente del Estado. Pero si esto puede ser algo más o menos sencillo para “lo judío” como identidad religiosa, no lo es tanto para “lo judío” en cuanto identidad secular.

    Esa identidad judía secular es la que se describe y defiende este libro. Y no es una identidad abstracta sino que tiene una larga historia en la realidad concreta, ejemplo de la cual es la introducción biográfica en la que el autor comparte “los hechos indiscutibles” de su vida como judío secular.

    Este proyecto de desligamiento y recuperación de esa identidad judía secular tiene como propósito no solo cuestionar la legitimidad del Estado Israel como representante de “lo judío”, sino también comprender cómo pudo ser que un pueblo que ha conocido históricamente la persecución y luego el genocidio se transforme él mismo en verdugo.

    Con esto se va formando la encrucijada que formula este libro, pero todavía no está completa. La encrucijada se completa cuando uno contempla el predicamento del pueblo judío como el de alguien que ha definido su identidad por la espera de algo que no llega y de pronto, de un momento a otro, eso que añora aparece. Y con ello aparece también inevitablemente el problema de “quién se es ahora que eso parece haber llegado”. ¿Quizás no debía llegar? ¿Quizás no es verdad que haya llegado?

    Los judíos, en palabras de Eduardo, son “una nación que, a diferencia de casi cualquier otra, durante la casi totalidad de su existencia ha derivado su identidad de su carencia de Estado y territorio”. Y de pronto, aparece el Estado de Israel, con un territorio, y no cualquier Estado, sino un Estado judío, para todos los judíos y, seamos sinceros, solo para ellos.

    Volvamos a la encrucijada: para los judíos religiosos, ¿en qué consiste el judaísmo si las historias sobre las andanzas de su pueblo por todo el mundo, a la espera del mesías que le permitiría retornar a Israel, la tierra prometida, ya no tienen sentido?, ¿o es que el mesías era Europa y Estados Unidos?; para los judíos seculares, ¿en qué consiste el judaísmo si ya no es un pueblo desperdigado por todo el mundo, cuyo territorio es cualquier parte de la Tierra a la que están llamados a iluminar?

    Ahora que Israel existe de una manera muy distinta a la imaginada y profetizada por judíos religiosos y seculares, ¿qué resta de la identidad judía? En las opciones para responder esta pregunta se completa la encrucijada.

    Aquel sionismo que basa su reclamo en la Biblia y que singulariza al extremo el exterminio judío llevado a cabo por la Alemania nazi, es más capaz que el otro de llevar a la acción de ocupación territorial, pues puede ocultar la existencia de Palestina y su gente, puede ocultar también el carácter injusto de la ocupación, del saqueo y la expulsión, pero sobre todo puede justificar la formación de un Estado étnico-religioso altamente militarizado y, hoy, bastante autoritario.

    Tercera aproximación: Las opciones

    Una opción para la identidad judía es la que ofrece el sionismo contemporáneo, que Eduardo denomina sionismo revisionista y que rechaza con total claridad. Esta es la versión del sionismo que, Eduardo relata, logró imponerse en la batalla ideológica que se libró dentro del judaísmo secular antes y después de la Segunda Guerra Mundial, entendida como una ideología nacionalista que basa su reclamo de soberanía territorial en la Biblia hebrea concebida no como fuente de un saber religioso, sino de una verdad histórica. Un sionismo que, a propósito o no, ha sido además nutrido en buena parte por algunas teorías filosóficas que proponen lo que Eduardo denomina “la singularidad del holocausto judío”, una singularidad que él cuestiona.

    ¿Por qué triunfa esta ideología frente a un sionismo original que no basaba el anhelo de un Estado en la verdad histórica de la Biblia, sino en el valor y la necesidad práctica para judíos y para otros de un lugar seguro? Triunfa, pareciera, porque aquel sionismo que basa su reclamo en la Biblia y que singulariza al extremo el exterminio judío llevado a cabo por la Alemania nazi, es más capaz que el otro de llevar a la acción de ocupación territorial, pues puede ocultar la existencia de Palestina y su gente, puede ocultar también el carácter injusto de la ocupación, del saqueo y la expulsión, pero sobre todo puede justificar la formación de un Estado étnico-religioso altamente militarizado y, hoy, bastante autoritario.

    El triunfo de este sionismo ha logrado acallar una parte importante del relato judío religioso y secular. En el primer caso, que solo el retorno del mesías habría de dar paso al retorno del exilio. En el segundo caso, se ha sacrificado el relato de un pueblo que vive desperdigado por la Tierra para iluminar donde sea que esté.

    ¿Qué otras opciones tienen los judíos? Regresar atrás es imposible. ¿Hacer caso omiso de la existencia de Israel? Difícil, pero no imposible. Existen comunidades de judíos que eso han hecho y que siguen esperando la llegada del mesías.

    Pero la cuestión no es tan fácil para los judíos seculares. Si bien ellos pueden no aceptar a Israel y su reclamo de legitimidad, una identidad no puede basarse solo en la negación de algo que le hace daño. ¿Cuál es la propuesta positiva que aparece en este libro como opción para estos judíos seculares?

    La opción que propone Eduardo, y aquí puede que mi interpretación no sea la más correcta, es que o bien presenciamos el ocaso de una cultura y una identidad, o bien recuperamos el valor del judaísmo de la diáspora.

    Me atrevo a especular que la preferencia del autor y el objetivo de este libro es contribuir a lo segundo, o sea, a recuperar la presencia del judaísmo de la diáspora alrededor del mundo. Recuperar el valor de “lo judío” como un pueblo sin territorio llamado a iluminar los distintos lugares del planeta en los que habita. Parece que a esto último se refiere el autor cuando se pregunta quién cuidará la Tierra como un lugar de todos. Y ve allí un espacio de noble posibilidad para el judaísmo secular.

    Pero en esta reflexión, me parece, hay también un llamado más amplio, a despertar la agencia política de las capas medias, a cuidar nuestra libertad y nuestro planeta, y ponerle un límite al poder de las oligarquías que se consolida con una velocidad bastante abrumadora.

    Cuarta y última aproximación: La desmitificación como estrategia argumentativa

    Para sostener los argumentos de este libro y las opciones que presenta para “lo judío”, parte importante de sus páginas se dedican a contar la historia del surgimiento del sionismo revisionista, una historia que está contada de manera entretenida y muy bien documentada, que se lee fácil, casi como una crónica policial.

    Para poder reactivar una alternativa a este sionismo revisionista, uno de los proyectos más entretenidos del libro, para una gentil como yo, es la deconstrucción del fundamento bíblico-mítico que sustenta la actual configuración del Estado de Israel. Este mito es descompuesto en tres partes.

    En primer lugar, cuestionando la verdad histórica de la expulsión del pueblo judío por parte de las tropas romanas hace un poco menos de dos mil años. Aquí el pueblo judío es presentado de manera, a mi parecer, mucho más interesante y multidimensional, no solo como la víctima que es expulsada, sino como un grupo que se dispersa por más de una razón, no solo porque otros lo han decidido por él. Esto alimenta también el valor que Eduardo quiere darle al judaísmo en la diáspora, no como un pueblo tristemente errante, sino también inquieto, explorador y flexible.

    El segundo mito dice relación con la idea de que los judíos actuales serían descendientes de los mismos que fueron expulsados, pues el judaísmo no es proselitista. Eduardo nos muestra que esto no es tan así, que los judíos en su historia han acogido y animado la transformación del judaísmo.

    El tercer mito es el de la existencia de una supuesta raza judía, una vinculación genética que determinaría la pertenencia a este grupo. Eduardo nos muestra que esta supuesta identidad racial y fenotípica no tiene sustento en la realidad histórica y presente.

    En fin. Este es un libro escrito en varias voces: parte hablando un judío, un judío aproblemado, de él se despliega un historiador que va en busca de entender cómo fue que llegamos aquí, y del historiador termina por aparecer el filósofo. Para cuando ya el filósofo ha llegado, por ahí por el capítulo III, la encrucijada empieza a dejar de ser solo judía. Para Eduardo, el filósofo, la supervivencia del judaísmo a la secularización y al Estado de Israel depende de recuperar su conexión diaspórica a la Tierra y de rescatar la pregunta por el sentido de la vida humana, del espacio de irrelevancia y liviandad al que ha sido arrojada. Pero un lector gentil como yo no puede sino preguntarse: ¿no depende de eso mismo la supervivencia de todos quienes nos identificamos como seculares, sea cual sea nuestra cultura? Yo creo que sí.

     


    Israel en Gaza: La encrucijada histórica del judaísmo, Eduardo Sabrovsky, Paidós, 2025, 208 páginas, $18.900.

  59. La lucha de Linda Boström Knausgård

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    Para ninguna escritora debe ser fácil despertarse todos los días convertida en personaje de una “saga literaria” escrita, dirigida y protagonizada por su marido.

    Hasta hace poco, Linda Boström era solo Linda, la mujer de Karl Ove Knausgård, protagonista dominante de Un hombre enamorado y Fin, dos de los seis volúmenes de su proyecto autobiográfico titulado Mi lucha. La pareja de escritores se conoció en un workshop de escritura, en Suecia, a fines de los años 90, estuvieron casados entre el 2007 y el 2016, tuvieron cuatro hijos y una sobreexposición mediática inusual para la escena literaria escandinava. Una vez que todo se apaciguó —el estrellato del autor noruego, las demandas judiciales de la familia de ella y también el matrimonio—, Linda dejó de ser la “mujer de” y escribió velozmente dos nouvelles prodigiosas: Bienvenidos a América (2016) y Niña de octubre (2019). En un ejercicio literario opuesto al de Knausgård, condensó su biografía en un centenar de páginas y devolvió la auto-ficción al lenguaje ambiguo del arte.

    Todo lo que sabíamos de esta autora de 52 años, nacida en Suecia en 1972, lo sabíamos por las novelas de su marido. Allí, tenía una profesión intermitente —libretista de documentales radiofónicos y un intento por ser actriz—, era depresiva, estaba sobrepasada como madre y dueña de casa, y aspiraba a ser escritora. También dormía durante la mayor parte de las páginas, se sulfuraba, desaparecía, se aislaba, mientras Karl Ove criaba, limpiaba, ordenaba la casa y se las arreglaba para escribir.

    Sin quejarse ni victimizarse, Linda Boström no solo aceptó su personaje secundario, sino que defendió la libertad de su marido para escribir sobre sus vidas en favor de la calidad literaria. Criada en la ética del teatro sueco (su madre era actriz) y formada en las obras de Ingmar Bergman (a quien conoció) y en las lecturas de la mitología griega, Linda Boström nunca le temió a la crueldad. Que la trataran de desastre doméstico o que se enterara de la infidelidad de su Knausgård leyendo el manuscrito de Un hombre enamorado, era parte del peligroso juego de la no ficción. Su crítica era más bien conceptual.

    Su visión sobre mí fue limitada, vio solo lo que quiso ver, como si no me conociera”, le dijo a la prensa. “Leerlo fue como sufrir una pérdida, pero luego pensé que quizás Karl Ove era el tipo de escritores hombres que no saben escribir sobre mujeres”.

    Si bien la autora sueca publicó dos libros mientras estaban casados (Grand mal, cuentos, y la novela The Helios Disaster), Knausgård nunca ahondó en su relación literaria. “Tenía un lenguaje y una fuerza sugestiva que me llegaron directamente al corazón —escribe al pasar en Fin—, algo al mismo tiempo desnudo y fuerte, desvalido y magistral, bajo un cielo invernal chispeante de frío”. O comenta con algo de mansplaining: “No era consciente de su talento. El problema de Linda era que escribía poco y sin fe en sí misma. Lo suyo llegaba a golpes repentinos, durante unas horas de luz y luego desaparecía”.

    Nadie tenía que decirme que se me daba bien escribir”, le responde sutilmente Linda Boström en Niña de octubre, suerte de secuela de Fin. “Yo sabía que apenas me sentara a escribir, vendrían las palabras. Lo sabía igual que uno sabe que, en un combate, podría matar a alguien”.

    ¿Cómo escribe libros tan precisos, tan afilados y tan emotivos?, se preguntó la crítica al descubrirla. Algo de su proceso creativo deja entrever en su última novela. “Sigo la corriente de palabras y nada sale mal. Si está mal, lo noto enseguida. Siento algo así como una angustia y puedo desechar 50 páginas si me doy cuenta de que me han conducido al punto equivocado”.

    Boström, quien ahora vive en Londres, cerca pero no tanto de Knausgård (él se volvió a casar, esta vez con su editora británica y tuvo otro hijo), ha dicho que no le gusta el término autoficción y que a pesar de escribir sobre sí misma, no muestra todo en sus libros. “Vengo de la poesía, del lenguaje rítmico, conciso, y no quiero que el texto se desborde”. Quiere, sospechamos sus lectores, controlar aquello que en la vida se desborda.

    Si la lucha del autor noruego fue “fundir literatura y vida”, la de ella fue no fundirse. Detener el vaivén de su bipolaridad, superar las terapias de electroshock (TEC) normalizadas en Suecia y congeniar cuatro posnatales con relámpagos de escritura.

    ¿Cómo escribe libros tan precisos, tan afilados y tan emotivos?, se preguntó la crítica al descubrirla. Algo de su proceso creativo deja entrever en su última novela. ‘Sigo la corriente de palabras y nada sale mal. Si está mal, lo noto enseguida. Siento algo así como una angustia y puedo desechar 50 páginas si me doy cuenta de que me han conducido al punto equivocado’.

    En Bienvenidos a América (premiada en Suecia) pone al centro de la escena a una niña doble de ella, Ellen, quien decide dejar de hablar cuando se cumple su deseo secreto: que su padre muera. “Uno cree que quiere que se cumpla lo que desea. Pero no es verdad. Uno nunca quiere ver cumplidos sus deseos. Es algo que altera el orden. El orden tal como uno quiere que sea en el fondo. Uno quiere que lo decepcionen. Quiere resultar herido y luchar por la supervivencia. Quiere que para su cumpleaños le hagan el regalo que no toca”, dice la narradora. La niña deambula por la casa sola con su culpa, esquivando a un hermano sádico, segura de que ha matado al padre demente que la humillaba, y protegida por una madre actriz entrañable que acepta su performance, su disociación con la realidad, y respeta su voto de silencio. La autora cree en el derecho a no hablar, a quedarse en silencio cuando no se quiere o no se puede decir nada. Se describe a sí misma como una niña que no caía bien, que no respondía cuando le hablaban, que escribía poemas en papeles arrugados y soñaba intensamente con otro padre. En su juventud andaba a caballo, leía y acompañaba a su madre a las funciones de teatro, donde memorizaba los textos que escuchaba.

    La bipolaridad de su padre trastocó su infancia y su juventud. Cuando a los 20 años fumó por primera vez hachís, tuvo un ataque de paranoia y descubrió que ella también había heredado el trastorno. “La oscuridad se me iba adentrando de a poco. La única que seguía siendo luminosa era mi madre. La oscuridad se apartaba a un lado a su paso”, recuerda en Bienvenidos a América.

    La oscuridad vuelve a ser nombrada en Niña de octubre, donde tras sufrir un brote de euforia —narrada con cierta distancia irónica por Knausgård en Fin— pasa un año encerrada en un centro psiquiátrico, al que se refiere como “la fábrica”. Describe los electroshocks a los que se somete como “beber oscuridad”. La escritura, como “una profesión pésima. Ningún alivio. Ningún consuelo”.

    Más que autobiográfica, esta novela se siente como una plegaria confesional, hermana contemporánea de La campana de cristal, de Sylvia Plath, en su intento de transparentar el horror, la fragilidad y los momentos de redención que puede sentir alguien al borde de perderlo todo, incluso sus recuerdos. “Estoy sola conmigo misma. No tengo ningún amigo en la ciudad en que vivo y mi marido me ha dejado. Se cansó de ser él quien mantenía todas las conversaciones con los niños cuando nos sentábamos a la mesa. (…) Yo estaba mucho tiempo fuera. Pasaba muchas temporadas en este hospital. Mi enfermedad nos hundía a todos. Era una existencia que él no deseaba. Todo nuestro amor se transformó en un jersey que pica, del que había que deshacerse. En cuanto te quitas el jersey, las cosas vuelven a estar bien”.

    ¿Por qué Knausgård no le dedicó más páginas a la enfermedad de su mujer?

    Solo al final de la saga, en Fin, nos enteramos de que Linda no es simplemente floja, insegura, con baja autoestima, sino bipolar, una palabra que ha omitido, ya sea por pudor o porque es incapaz de reconocer una lucha que no sea la suya.

    A pesar de esto, no todo es ajuste de cuentas en Niña de octubre. Mágica y a la vez real como lo puede ser el fenómeno del sol de medianoche en el norte de Europa, Boström también lanza “recados” para su exmarido, interpelándolo con una claridad escalofriante.

    Creía que estaba escrito en las estrellas que estaríamos juntos los dos, él y yo. Eso fue lo que te dije cuando me dijiste que querías separarte [en la versión de Fin es un mutuo acuerdo]. Hace mucho que no te comportas como si estuviera escrito en las estrellas, dijiste, y entonces cogimos el coche y fuimos por el campo y estuvimos hablando y casi era verano, todo estaba en flor y en medio de toda aquella sensación de que ahora, justo ahora, se derrumban las paredes a mi alrededor”.

    Dueña al fin de su personaje y de su lucha, es ella quien ha escrito la última página.

  60. Etnografía, mitos y versos

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    1. El antropólogo francés Marcel Griaule (1898-1956) fue uno de los pioneros en el uso de las herramientas metodológicas de su disciplina para el estudio de las culturas que abordó a lo largo de su vida de trabajo. Se lo considera uno de los fundadores de la etnografía, método de recolección de datos de distintas fuentes directas, que permite la descripción completa de una cultura local. Fue especialista en los dogón, un pueblo que vive en la región central de Mali, allí donde el río Níger interrumpe su marcha hacia el norte desde las montañas que se alzan entre Sierra Leona y Burkina Faso. Donde el desierto impone su ley, el río vira bruscamente hacia el sur y se precipita en diagonal hasta su desembocadura en el golfo de Guinea.

    Los dogón viven al sur de la curva. Griaule los conoció en su segunda gran expedición etnográfica por África, que se extendió entre 1931 y 1933. La gran riqueza cultural de los dogón, que se expresa en sus bailes con elaboradas y grandes máscaras y sus esculturas en madera, así como en la complejidad de su vida social y creencias religiosas, fue conocida en Occidente gracias a los escritos de Griaule.

    Pero antes, en 1927, había dirigido una expedición etnográfica por Etiopía, en ese entonces conocida como Abisinia. De la abigarrada gama étnica y cultural que ocupa aquel territorio, Griaule recogió sus experiencias y estudios en profundidad de uno de sus pueblos en el texto “Mythes, croyances et coutumes du Begamder (Abyssinie)”, publicado en el Journal Asiatique de enero-marzo de 1928. Griaule hizo imprimir una separata de su artículo y solía llevar copias en sus viajes posteriores.


    2. Michel Leiris (1901-1990) fue poeta, militante surrealista, amigo y después enemigo de André Breton (no fue el único, como ocurre en movimientos con líderes excesivamente puristas). En el Diccionario abreviado del surrealismo, publicado por Breton y Paul Éluard en 1938, la entrada sobre Leiris es muy escueta: “Fue poeta surrealista entre 1927 y 1929”. Mark Polizzotti, autor de una monumental biografía de Breton, describió a Leiris como “acerbo, modesto y dolorosamente honesto”.

    Y también, desde luego, fue un reputado etnógrafo. Marcel Griaule lo contrató como secretario para la expedición que comenzó en 1931 y atravesó el continente africano por su parte más ancha, desde el puerto de Dakar, en Senegal, hasta Djibouti (Yibuti, en la actual ortografía castellana), un pequeño país situado entre Somalia, Etiopía y Eritrea y, en ese entonces, una colonia francesa. Recorrieron unos veinte mil kilómetros.

    De aquel viaje, Leiris publicó El África fantasmal. De Dakar a Yibuti (1931-1933), que apareció en Gallimard en 1934 y fue editado por Pre-Textos en 2007. Inicialmente iba a ser un registro etnográfico, pero derivó en algo mucho más rico: un diario de viaje, de lecturas y de observaciones etnográficas que fue muy importante en su tiempo, pero quizá su mayor importancia es que en él está la semilla de los posteriores libros autobiográficos de Leiris, una de las grandes obras de la narrativa francesa del siglo XX. Me refiero a Edad de hombre, que tiene varias ediciones en castellano y es una suerte de preludio para la serie de cuatro tomos de La regla del juego. Leiris fue muchas otras cosas, pero detengámonos aquí.

    No hay pruebas de que Leiris y Vallejo se hayan conocido, pero es posible que en algún momento sí hayan coincidido en algún lugar. Podemos imaginar una conversación nocturna en un bar lleno de humo, en torno a vasos de absenta o simplemente de vino, donde la pasión del compromiso con el destino del hombre los hermanara en recuerdos y anécdotas de África y Perú.

    3. En las extensas anotaciones del 15 de mayo de 1932, Leiris, que se había quedado solo por unos días en Gallabar, Abisinia, anota que pasó por la mesa de trabajo de Griaule y dio con la separata del artículo sobre los Begamder: “Lo devoro. Hay una historia asombrosa de un pájaro sin macho, fecundado en los aires por el viento, algunos de cuyos huevos, por llevar unos signos enigmáticos que significan: ‘Jesús el Nazareno, rey de los judíos’, permiten en ciertas condiciones descubrir un fruto subterráneo maravilloso que da ciencia y fecundidad a quien lo coma”.

    Cuando la expedición volvió a París, cargada de 3.600 objetos, 300 manuscritos y 6.000 fotografías, Leiris ingresó a trabajar como etnógrafo en el Musée de l’Homme, donde estuvo hasta 1971. Participó activamente en la intensa vida cultural parisina de entreguerras, pero no se sabe si conoció al último protagonista de esta historia, el poeta peruano César Vallejo, que vivió entre 1892 y 1938.


    4. Vallejo llegó a París en 1923; un año antes había publicado una de las obras mayores de la poesía castellana de todos los tiempos, Trilce. Vivió del periodismo, de la traducción y de la docencia; al mismo tiempo, su militancia de izquierda y sus viajes a la Unión Soviética llevaron a que las autoridades francesas decretaran su expulsión en 1930. Se radicó en Madrid, pero en 1932 pudo volver, con su mujer francesa, a París. Se casó con Georgette Philippart en 1934.

    Cuando estaba todavía en España, comenzó a escribir los poemas que tras su muerte fueron publicados como Poemas humanos, pero la parte más visible de su obra en esa época, escrita en prosa, tenía mucho más que ver con su intenso compromiso político.

    Mientras tanto, Leiris, desde su regreso de África, asumió una fuerte posición contra el colonialismo y el esclavismo.

    Como dije antes, no hay pruebas de que Leiris y Vallejo se hayan conocido, pero es posible que en algún momento sí hayan coincidido en algún lugar. Podemos imaginar una conversación nocturna en un bar lleno de humo, en torno a vasos de absenta o simplemente de vino, donde la pasión del compromiso con el destino del hombre los hermanara en recuerdos y anécdotas de África y Perú.

    Aunque, en realidad, es mucho más probable que Vallejo haya leído El África fantasmal y que se haya detenido en esa anotación del 15 de mayo de 1932 que habla de los mitos de los Begamder. Porque ocurre que entre los poemas póstumos hay algunos en prosa; y entre ellos, uno que tituló Voy a hablar de la esperanza, pero que es, en realidad, el rodeo —porque no es una descripción o, si lo es, se debe a lo que excluye— alrededor del dolor que siente. Así comienza la primera estrofa: “Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente”.

    Y en la segunda estrofa, mientras sigue ese juego de exclusiones que caracteriza el poema, incluye una frase que siempre me pareció la más enigmática y lograda del poema: “Mi dolor es del viento del norte y del viento del sur, como esos huevos neutros que algunas aves raras ponen del viento”.

    Es mucho más probable que Vallejo haya leído El África fantasmal y que se haya detenido en esa anotación del 15 de mayo de 1932 que habla de los mitos de los Begamder. Porque ocurre que entre los poemas póstumos hay algunos en prosa; y entre ellos, uno que tituló Voy a hablar de la esperanza, pero que es, en realidad, el rodeo —porque no es una descripción o, si lo es, se debe a lo que excluye— alrededor del dolor que siente.

    5. ¿Cómo se hermanan esos textos donde es tan evidente la paráfrasis o, para decirlo en términos más contemporáneos, la intertextualidad?

    Mi opinión es que ambos poetas fueron seducidos por la potencia de esa historia mítica de los Begamder y que Vallejo la incorporó a su poema sobre el dolor, por la tan peculiar extrañeza de la imagen. Pero lo más importante es que la cadena Begamder-Griaule-Leiris-Vallejo muestra cómo sobreviven los mitos a través de las palabras, en ecos que resuenan de libro a libro y que suelen perder la relación con su origen; esos huevos con signos de poder, que permiten encontrar la sabiduría bajo la tierra y no en los frutos de un árbol, se transmutaron en unos versos que se integran de manera perfecta en un poema que ha dejado de lado el saber, el poder, la divinidad y hasta la humanidad, para concentrar todo en ese dolor que no tiene ni origen ni causa, ni espalda ni pecho, ni luz ni sombra.

    Nunca me olvidé de esos huevos neutros. Cuando leí esos versos, hace muchos años, pensé en los albatros, los petreles y otras aves marinas que pasan meses sin tocar tierra, solas en la inmensidad del océano, misteriosas en el persistente aislamiento que abandonan en la época del apareamiento, cuando vuelven a sus nidos en parajes remotos. Pero resulta que Etiopía no tiene siquiera un kilómetro de costa; y, sin embargo, el albatros es lo más cercano que puedo pensar a esas aves raras que ponen huevos del viento, cruzándose en la interminable llanura de las aguas con un barco ballenero que marcha hacia su destino al ritmo del golpe de una pata de palo sobre el puente de mando.

    En una nota al capítulo “De la blancura de la ballena”, de Moby Dick, Melville escribió lo siguiente: “Recuerdo el primer albatros que vi. Fue durante una prolongada tempestad, en las aguas remotas de los mares antárticos. Después de mi guardia de la mañana, subí al puente cubierto de nubes y lo vi, posado sobre la escotilla: un ser real, emplumado, de inmaculada blancura y sublime, encorvado pico romano. A intervalos desplegaba las alas inmensas de arcángel, como para abrazar un arca santa. Lo sacudían asombrosas palpitaciones y sobresaltos. Aunque materialmente indemne, lanzaba gritos como un rey presa de una desesperación sobrenatural. A través de sus ojos extraños, inexpresables, creí discernir secretos que llegaban a Dios”.

  61. Ribeyro: llegar a ser como el mar, tenaz e infinito

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    Fuera de la biografía de Gabriel García Márquez escrita por Gerald Martin, “tolerada más que autorizada”, son escasos los esfuerzos contemporáneos por trazar el arco vital de un escritor, más todavía si este trabajo surge en un mercado editorial reducido, como el peruano —o el chileno, por cierto. La excepción local a esta regla sería La poesía acabó conmigo (2017), de Roberto Careaga, una valiosa y necesaria investigación de la vida del poeta Rodrigo Lira. Por su parte, la biografía Ribeyro, una vida (2021), del peruano Jorge Coaguila, es un trabajo documentadísimo y ambicioso, que cumple con la premisa esencial de un libro de esta naturaleza: hacer surgir un alma de una enredadera de datos y testimonios falaces.

    El acierto de la biografía de Coaguila está en su manera de trenzar diarios de vida, cartas, entrevistas, recortes de prensa y testimonios en un todo que puede contradecirse a ratos, pero siempre iluminando su objeto. Este libro no busca revelar la forja de la escritura de Julio Ramón Ribeyro, pero sí consigue mostrar algunos secretos de la cocina del autor. No hay una crítica profunda de su obra o de sus motivos más recurrentes; de hecho, Coaguila suele tratar los cuentos, novelas y obras de teatro del limeño como piezas monolíticas e intocables. Otra cosa ocurre con la vida personal del cuentista peruano y el desarrollo no siempre admirable de su vida política, estos ámbitos son explorados citando un tapiz de fuentes que no pueden sino conjurar el orgullo, la modestia y falta de heroísmo que daban forma a la personalidad de este autor.

    El mito fundacional de la escritura de Ribeyro y quizás la fuente de la obsesión que lo llevó a llenar millares de páginas, es la muerte de su padre. Esta ocurrió cuando el escritor tenía 17 años y se debió a una tuberculosis tratada como un tabú, tal como ocurriría después con el primer cáncer de Ribeyro, diagnóstico que solo conoció gracias al desliz de una prima. La pérdida de Julio Ramón padre dejó a Julio hijo y a sus hermanos Juan Antonio, Mercedes y Alicia en la extraña posición de nunca haber entrado en conflicto con él, dejando al muerto intocado en el altar de la infalibilidad. El padre era un hombre culto, fue amigo de Abraham Valdelomar, poseía ambiciones literarias y, por las tardes, leía a sus hijos textos de Balzac, Ricardo Palma y poemas de Baudelaire.

    Esta formación centrada en Maupassant, Flaubert y Chéjov, sumada a lecturas de la madre, Salgari y Verne, fueron en palabras de Ribeyro las que despertaron en él la necesidad de emulación. En el cuento “Página de un diario” escribe, “cuando muere mi padre, entro a su escritorio y noto que la pluma tiene mis propias iniciales, y pienso: ‘Bueno, ahora voy a escribir lo que él no pudo’”. A esto debemos sumar un mandato (o encargo) ocurrido mucho antes, cuando su padre ya estaba enfermo en cama y Julio llegó del colegio contando que había soñado con una pelota que rodaba por la Avenida Pardo. Después de tres días escuchando cómo Julio hacía crecer más y más la historia de la pelota, su padre le dijo: “Oye, oye, tú vas a ser escritor”. Quizás ese día su destino se selló y empezó a ver el barrio miraflorino de Santa Cruz con los ojos de quien debe rendir testimonio.

    La familia Ribeyro Zúñiga llegó a Santa Cruz cuando “Julitín” tenía siete años, cuando entre su casa y el barranco solo había acequias y chacras, y las calles no tenían alumbrado público. Este escenario es descrito en “Los eucaliptos”, cuento recogido en su segundo libro, Cuentos de circunstancias. Los niños solían jugar en la Huaca Juliana, sitio arqueológico de la cultura Lima (200-700 d. C.) hoy reducido a un tercio de su tamaño original. “La huaca estaba para nosotros cargada de misterio. Era una ciudad muerta, una ciudad para los muertos. Nunca nos atrevimos a esperar en ella el atardecer. Bajo la luz del sol era acogedora y nosotros conocíamos de memoria sus terraplenes y el sabor de su tierra, donde se encontraban pedazos de alfarería. A la hora del crepúsculo, sin embargo, cobraba un aspecto triste, parecía enfermarse y nosotros huíamos, despavoridos, por sus faldas. Se hablaba de un tesoro escondido, de una bola de fuego que alumbraba la luna. Había, además, leyendas sombrías de hombres muertos con la boca llena de espuma”.

    En una entrevista de 1993, Ribeyro dice: “Sobre mi infancia, hay muchos cuentos que hablan de ella. Todos mis cuentos escritos en primera persona, en los cuales yo soy el protagonista, son reales”. Así mismo, Juan Antonio y Mercedes, sus hermanos, solían destacar el carácter autobiográfico de los cuentos ribeyrianos, contando la “historia real” detrás de cada relato. Por ejemplo, al comentar “Por las azoteas”, confirman que jugaban en azoteas llenas de muebles descartados y que un joven enfermo de tuberculosis los observaba a la distancia. Al mencionar “Los eucaliptos”, señalan que “las peleas en los barrios surgían de diferencias sociales a veces no tan notorias”, mientras Ribeyro en el cuento se encarga precisamente de detallar esa clasificación social: “Estaba la gente del corralón, la gente del callejón, la gente de la quinta, la gente del chalé, la gente del palacete. Cada cual tenía su grupo, sus costumbres, su forma de vestir”. Los hermanos también revelan que Crónica de San Gabriel (1960), la mejor novela del limeño, surge de un viaje de 1944 a una hacienda familiar cercana a Santiago de Chuco. Allí, Julio escuchó a los indígenas contar historias de aparecidos y una en particular le quitó el sueño, la de un cura sin cabeza que salía por la puerta falsa de la iglesia.

    Uno de los extremos de esta conexión entre la vida y lo narrado se da en “Solo para fumadores”, cuento concebido antes como forma que como historia propiamente tal. En un punto, Ribeyro pensó escribir su vida repasando una a una las playas que conoció, luego consideró hacerlo enumerando bibliotecas, gatos y marcas de vino, para decidirse finalmente por los cigarrillos. Este cuento, tanto sus amigos como su esposa lo citan como si se tratase de un documento verídico; Bryce, por ejemplo, se refiere al ya célebre uso de cubiertos de plata para falsear su peso y ser dado de alta tras las operaciones de 1973.

    Tras la muerte de su padre, ocurrida en marzo de 1946, la familia debió arrendar unos cuartos de la casa. Ese mismo año, Julio empezó a estudiar Letras en la Universidad Católica de Lima, pese a que su bisabuelo y tatarabuelo paternos fueron rectores de la Universidad de San Marcos. Tras dos años de Letras, se cambia a Derecho, pero ya en 1950, en su diario, publicado con el título de La tentación del fracaso, anota: “Tengo unas ganas enormes de abandonarlo todo, de perderlo todo. Ser abogado, ¿para qué?”. No sería abogado, sería escritor.

    En noviembre de 1949 publicó por primera vez un texto propio, “La vida gris”, relato que calificó como “el padre de todos sus cuentos” y que funciona como una especie de matriz para los personajes de la mayoría de sus escritos. La línea que abre este relato, escrito cuando Ribeyro tenía solamente 20 años, dice: “Nunca ocurrió vida más insípida y mediocre que la de Roberto”, y se trata de una afirmación que, según su obra es publicada, va creciendo en amplitud y matices, ingresando también a la esfera de sus diarios y su correspondencia. Más de 20 años después de publicar ese primer cuento, en una entrevista con Jorge Coaguila, Ribeyro reitera el motivo filosófico que estructura su obra: “La tonalidad de la frustración, del chasco, está tan presente en mis cuentos como en mis diarios”.

    En 1948 se produce el golpe de Estado de Manuel Arturo Odría, que reprimió ferozmente a apristas y comunistas. Ribeyro, que tenía 19 años, no participó en las protestas y, de hecho, más de 20 años después dijo que hasta su viaje a Europa, en octubre de 1952, fue un conservador en materias políticas y que incluso compartía los prejuicios raciales de su clase. Pero poco más de un año después, en diciembre de 1953, anota en su diario: “Emocional y racionalmente me aproximo cada vez más al marxismo”. Jorge Coaguila conecta esta cita a sus penurias económicas para sugerir una relación causal entre su pobreza y su giro político, y no una evolución ideológica, como sugiere el cuento “Interior L”, escrito ese mismo año.

    La biografía plantea que Ribeyro no llegaría ser marxista, pero sí un simpatizante lo suficientemente cercano como para participar del V Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, celebrado en Varsovia en 1955. Al respecto, en una entrevista de 1991 con Jorge Coaguila, el escritor dice: “No soy izquierdista, aunque he tenido actitudes y acciones izquierdistas. Por ejemplo, apoyé a la guerrilla del 63, de Javier Heraud, o a la guerrilla del 65, de Guillermo Lobatón, Paúl Escobar y otros. Me acuerdo de que en París, Guillermo Lobatón dijo que había llegado el momento de la decisión: que quiénes iban a la lucha. Todos levantaron la mano, menos yo. Pero qué iba a hacer; yo no tengo espíritu de soldado”.

    Fue en Europa que inició una nutrida correspondencia con su hermano Juan Antonio, su confidente y agente literario, donde expresó con sinceridad lo que no tenía cabida en sus diarios. En estas más de 500 mil cartas recogidas con el título Cartas a Juan Antonio (1996), lo llama “Recordado narigón”, “Honorable primogénito”, “Agudín”, “Sedentario pertinaz” o “Cher narices”. Uno de los aspectos que hacen enormemente valiosa la correspondencia de los hermanos, sugiere esta biografía, es que en ella Ribeyro ensaya temas que luego pasarán a su escritura. Por ejemplo, en una carta de marzo de 1958 vemos un par de líneas que parecen levantadas directamente de “Solo para fumadores”: “¿Qué sería de mí si no se hubiera inventado el cigarrillo? Son las tres de la tarde y ya he fumado 30. Lo que pasa es que he estado escribiendo cartas y para mí escribir es un acto complementario al placer de fumar”. También estas misivas revelan que Julio pide a Toño material para su literatura bajo la forma de anécdotas del barrio y cosas que haya visto entre la gente del pueblo, “cosas concretas para estimular mi imaginación” (encargo que recuerda el pedido de James Joyce de datos específicos sobre calles y personajes de Dublín, durante la composición de Ulises).

    Como vemos en estas páginas, su vida en Europa transcurre entre la pobreza y el despilfarro. El 23 de abril de 1955 anota: “Soy incorregible. En cuatro días he gastado íntegramente el dinero que recibí de Lima, ese dinero que he esperado durante tantos meses y cuya sabia administración me había tantas veces jurado. Ropa, mujeres y libros… La única constante que advierto en mi naturaleza es una fría pasión por el desorden”.

    Como vemos en estas páginas, su vida en Europa transcurre entre la pobreza y el despilfarro. El 23 de abril de 1955 anota: ‘Soy incorregible. En cuatro días he gastado íntegramente el dinero que recibí de Lima, ese dinero que he esperado durante tantos meses y cuya sabia administración me había tantas veces jurado. Ropa, mujeres y libros… La única constante que advierto en mi naturaleza es una fría pasión por el desorden’.

    En 1955, Ribeyro, el pródigo profesional, llega a vivir a Múnich. Ahí conoció a Wolfgang A. Luchting, quien llegaría a ser su traductor, amigo y hombre de confianza. En esa ciudad, el 12 de diciembre de 1955, recibió una copia de Los gallinazos sin plumas. Lo leyó, releyó y revisó hasta quedar dividido entre el entusiasmo y la decepción. Para Ribeyro, el mayor mérito de este, su primer libro, es que aborda “lo que he visto de más tocante y significativo en nuestro pueblo, he tratado de animarlo, infundirle vida y movimiento”. En Múnich, tras estudiar alemán por más de un año, acabó reconociendo que jamás aprendería ese idioma, algo parecido le pasó con el inglés. Incluso amigos suyos dicen que, pese a haber vivido en París por más de 30 años, no dominaba el francés y lo pronunciaba mal. Frustrado por su incapacidad de avanzar en sus estudios de filología románica, acepta la propuesta de un amigo de aprender fotografía en una fábrica de cámaras en Amberes, con la idea de hacerse cargo de una sucursal en Lima. ¿Qué ocurre con ese proyecto? Cursa los estudios, instala la sucursal limeña y renuncia un par de meses después. Suena como una enorme pérdida de tiempo, pero al menos en Amberes conoció a Mimí, la mujer con quien en noviembre de 1960, recién retornado del Perú, viviría “las páginas de oro de mi vida”.

    El libro de Coaguila está plagado de historias memorables, como cuando en 1966 Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador del APRA, el primer partido político moderno de Perú, acusó a Ribeyro en un artículo firmado con un alias de ser “agente del comunismo internacional” y operador de una célula europea encargada de prestar ayuda a la guerrilla peruana. Y aquí la historia imita el estilo de una novela de John Le Carré. Según Haya, en 1965, Ribeyro habría utilizado como fachada el Congreso por la Libertad y la Cultura, un evento anticomunista celebrado en Berlín Occidental (al que asistieron Borges, Ciro Alegría, Roa Bastos y otros), para cruzar a Berlín Oriental y recoger instrucciones y dinero para el MIR, un grupo armado surgido del APRA cuando este viró a la derecha a fines de los 50. La razón detrás de esta acusación es que un año antes, Ribeyro, Vargas Llosa y seis intelectuales peruanos firmaron un manifiesto que decía: “Aprobamos la lucha armada iniciada por el MIR, condenamos a la prensa interesada que desvirtúa el carácter nacionalista y reivindicativo de las guerrillas”. En una carta a su hermano, Ribeyro se ve divertido: “Deberías buscar el artículo y leerlo porque es regocijante y, en el fondo, ingenuo. Como si una organización revolucionaria del tipo MIR tuviera necesidad de recurrir a personas no afiliadas, más bien, sospechosas de tibieza como yo, para este tipo de trabajos”.

    Otro de los aspectos más valorables de este volumen es la curva vital de la amistad de Ribeyro y Mario Vargas Llosa, “nuestro futuro premio Nobel”, como lo llama cuando escribe a su hermano, y a quien analiza en esta carta de 1966 a Luchting: “Me anonada su seguridad, su diligencia, su ecuanimidad, su forma práctica, realista, casi mecánica de vivir. Es un hombre que sabe resolver sus problemas. Los zanja con lucidez y sangre fría. Y lo que es más grave es que todos ignoramos todo de él. (…) Tal vez por eso dé una impresión de inhumanidad”. La historia con Vargas Llosa es amarga y se relaciona con estas características apuntadas por Ribeyro. Se conocieron en 1958 en París y fueron muy cercanos, Vargas Llosa incluso le consiguió el trabajo en la agencia France Presse, donde se desempeñó por 10 años, hasta 1972, cuando gracias a gestiones palaciegas de su esposa y la primera dama del general Velasco, recibió el cargo de agregado cultural en París.

    Dos años después, en 1975, este acercamiento al oficialismo de Ribeyro motivó un primer roce con Vargas Llosa. Esto ocurrió cuando el general Velasco expropió los medios escritos, entre ellos La Prensa y El Comercio, y Vargas Llosa se opuso en una severa carta dirigida al presidente: “Con el cierre de esta publicación desaparece el último órgano independiente del Perú y se instala definitivamente la noche de la obsecuencia en los medios de comunicación del país”.

    Las críticas al novelista desde la izquierda fueron duras y Ribeyro guardó silencio. El 30 de marzo de 1975, le escribe a Juan Antonio: “Los valores que defiende Vargas Llosa no corresponden a las aspiraciones de la mayoría de nuestro pueblo, sino a las de una fracción ilustrada de la burguesía, a la que él pertenece y pertenezco. Pero a veces yo me libero de ese cascarón y veo las cosas de una manera diferente, me pongo en el caso del analfabeto, del sin trabajo, del sin casa, y, entonces, problemas como el de la libertad de prensa me tienen sin cuidado”. La tensión entre los amigos creció con “El Limazo” de febrero de 1975, cuando una huelga policial derivó en una revuelta que acabó con una violenta intervención del ejército, y Ribeyro apareció entre los firmantes de una carta que acusaba a la CIA de maniobrar contra el gobierno.

    Diez años después, en 1985, tras alcanzar la presidencia del Perú, Alan García viajó a París y le propuso a Ribeyro hacerse cargo de una nueva cartera, el Ministerio de Cultura, nombramiento que el cuentista rechazó, aceptando en cambio el de embajador ante la Unesco. Un año después, en una ceremonia ante cinco mil personas y sin darle previo aviso, Alan García otorgó a Ribeyro la Orden del Sol, la más alta distinción que ofrece el gobierno peruano: “Acepta, Julio Ramón, el homenaje humilde de tu pueblo…”. Esta emboscada de García quedaría en el plano de la anécdota si, tres meses después, tras la matanza de 300 presos políticos en las cárceles de El Frontón, Lurigancho y Santa Bárbara, Vargas Llosa no hubiese denunciado de inmediato la masacre como un acto “moral y legalmente injustificable”, mientras que Ribeyro volvió a guardar silencio.

    El último clavo en el ataúd de esta amistad llegó en 1987, con la propuesta de Alan García de estatización de bancos, financieras y compañías de seguro, proyecto rechazado por Vargas Llosa en un manifiesto que, grandilocuente, tituló “Contra la amenaza totalitaria”. Ante esto, Ribeyro declaró a France Presse: “En este debate, pienso que la posición asumida por Vargas Llosa lo identifica objetivamente con los sectores conservadores del Perú y lo oponen a la irrupción irresistible de las clases populares que luchan por su bienestar, y que terminarán por imponer su propio modelo social, más justo y solidario, por más que nos pese a los hijos de la burguesía”.

    Vargas Llosa nunca lo perdonó y en sus memorias, tituladas El pez en el agua, dice con sequedad: “Ribeyro (…) había sido nombrado diplomático ante la Unesco por la dictadura de Velasco y fue mantenido en el puesto por todos los gobiernos sucesivos, dictaduras o democracias, a los que sirvió con docilidad, imparcialidad y discreción”.

    Capítulo aparte merecen las sucesivas enfermedades, úlceras, hemorragias y cánceres que torturaron y acabaron por matar a Ribeyro, amén de mantenerlo siempre flaquísimo. Es curioso que tal como ocurrió con la tuberculosis de su padre, el cáncer de esófago que casi lo liquida en 1973 fuera tratado como secreto y se lo revelaran años después, cuando una salud daba nuevos bríos al fumador profesional. En “Solo para fumadores”, publicado en 1987, recuerda esa operación: “Me desperté siete horas más tarde cortado como una res y cosido como una muñeca de trapo. Tubos, sondas y agujas me salían por todos los orificios del cuerpo. Me habían sacado parte del duodeno, casi todo el estómago y buen pedazo del esófago”.

    Como sea, Ribeyro se recuperó y ganó suficiente tiempo para ver publicados sus cuentos en los cuatro tomos de La palabra del mudo, y disfrutó del reconocimiento de su obra. Sus últimos años los pasó en un departamento con vista al mar, en el distrito limeño de Barranco, ahí concedió una entrevista a María Laura Hernández donde señala: “Para un escritor [el mar] es un modelo de conducta, llegar a ser como el mar, monótono pero variado al mismo tiempo, tenaz e infinito”. Poco después, en 1993, se le descubrió un cáncer generalizado que incluso se hizo espacio en su columna y cobró su vida el 4 de diciembre de 1994, días después de obtener el Premio Juan Rulfo.

    No cabe duda de que Ribeyro, una vida es un trabajo admirable. Sin embargo, sorprende que un trabajo de semejante acuciosidad y magnitud muestre tanto descuido al nivel de la edición. Es un libro lleno de fotografías, muchas de ellas innecesarias, como la que ilustra la llegada de Ribeyro a Madrid con un retrato del dictador Francisco Franco. Es imposible obviar la cantidad de erratas que lo empañan; este libro merecía una atención que evitase muchas desconcertantes repeticiones, como las tocantes a la relación del cuentista y Mario Vargas Llosa. Pese a esto, se trata de un libro valioso y recomendable, donde Jorge Coaguila consigue conjurar la aparición de un alma modesta, orgullosa y perseverante, volcada a la literatura, capaz de una pasiva condescendencia y falta de heroísmo, en una rotunda negación de la línea con que Ribeyro abre su autobiografía: “Mi vida no es original ni mucho menos ejemplar”.

     

    Ilustración: Gabriel Garbo, técnica digital, 2024.

     

    Ribeyro, una vida, Jorge Coaguila, Revuelta Editores, 2021, 588 páginas, $31.300.

  62. La violenta ternura de Alfredo Gómez Morel

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    A fines de los años 40, cuando sufría el incómodo efecto de empezar a verse aceptado por la intelectualidad francesa, la misma que lo había ayudado a salir de la cárcel, Jean Genet preparó un discurso para la radio nacional de su país en que hablaría de los delincuentes menores de edad, como él mismo había sido, no en busca de compasión o entendimiento, sino todo lo contrario: para exigir castigo y explicar qué los hace distintos al resto. El programa en que aparecería Genet fue cancelado, pero con el tiempo se difundió por escrito El niño criminal, aquella diatriba en que el escritor decía:

    No conozco otro criterio para juzgar la belleza de un acto, de un objeto o de un ser, que el canto que suscita en mí y que traduzco en palabras para comunicarlo: es el lirismo. (…) Llamen entonces, si sus almas son mezquinas, inconsciencia al movimiento que lleva al niño de 15 años al delito o al crimen, yo le doy otro nombre. Porque se necesita una frescura altanera y una hermosa osadía para oponerse a una sociedad tan fuerte, a las instituciones más severas, a leyes protegidas por una policía cuya fuerza consiste tanto en el miedo fabuloso, mitológico e informe que se instala en el alma de los niños, como en su organización.

    Lo que los conduce al crimen es el sentimiento novelesco, es decir, la proyección de sí en la más magnífica, la más audaz, en definitiva, la más peligrosa de las vidas.

    Sea o no esta llamada casi quijotesca que enuncia Genet la que está detrás de la criminalidad juvenil, ciertamente hay mucho de sentimiento novelesco y de lirismo en El Río (1962), el primer libro de Alfredo Gómez Morel (1917-1984), sin que aquello opaque por un segundo la violencia que el narrador sufre y ejerce a lo largo de sus páginas. El autor, que empezó a escribir esta novela en prisión, es testigo y protagonista (como víctima o victimario) de actos de crueldad, saña y perjuicio gratuito, pero también de la bondad y el afecto desinteresado, incluso desde antes de llegar a las orillas del Mapocho, siendo solo un niño.

    Sus primeros recuerdos son en compañía de una mujer de provincia que lo recibe en su hogar y lo cría como su propio hijo, hasta la aparición de su madre biológica, una prostituta que se lo lleva a vivir con ella a la capital, donde lo golpea constantemente, cuando no lo abandona durante días. Con el tiempo aparece su padre (casado, con otra familia) y, tras rebotar de un hogar a otro, el niño termina en un internado en que dos sacerdotes se aprovechan de él. Como suele ser el caso en las mejores novelas, pese a ser víctima de estas violaciones, Gómez Morel no deja fuera los grises de la situación, ya que él también saca provecho y usa su posición privilegiada, por el temor de los curas a que los delate, para cometer actos prohibidos, como robarles a sus compañeros.

    Es gracias a ese equilibrio de lo cruel y lo hermoso que sus lectores podemos salir a flote y no ahogarnos en el intento de atravesar El Río; sin ellos, sería difícil soportar el maltrato —aquí nadie es un simple opresor u oprimido, los personajes se aprovechan de cualquier desequilibrio de poder— presente en todos los espacios que recorre el protagonista.

    Es alrededor de esta época cuando descubre el Río; el autor escribe este y otros elementos, como la Ciudad, con mayúscula inicial, casi personificándolos. Tras su primera visita al caudal, en que de nuevo la ambigüedad domina la narración —quienes lo reciben por una noche se masturban tocándolo—, el narrador cuenta:

    Aquel fue un momento cristalizador, definitivo en mi vida: empecé a amar el Río. A pesar de lo ocurrido en la noche, el jolgorio, la sensación de libertad que me dio la vida de los chicos, la violenta ternura con que se agredían y jugaban, el horizonte plateado de las aguas, la modorra excitante y meditabunda de los perros, las casuchas con sus puertas semiabiertas como la sonrisa de un ciego, la calle ancha y misteriosa que formaba el Cauce, y la lujuriosa cabellera de los sauces, semejantes a viejos que estuviesen hablando cosas de amor, se me metieron en lo más hondo del alma.

    La dualidad de aquella violenta ternura (¿será también una tierna violencia?) muestra un aspecto esencial de la novela, ya que, como dice esta misma: “Un artista debe maravillarse ante lo más cruel o más hermoso. Solo así surge el creador”.

    Lo que Gómez Morel creó en El Río es un relato lleno de escenas y personalidades inolvidables: pienso en momentos como el épico capítulo en que los policías y los chicos del río, con refuerzos de otros grupos de jóvenes marginales, se preparan para enfrentarse en una isla del Mapocho, batalla interrumpida por el revelador mensaje del padre Antonio, un deus ex machina que parece sacado de una tragedia griega; o en figuras como el Paragüero, un noble venido a menos que, tras ser rechazado por los suyos, termina viviendo junto a estos muchachos, quienes, sin integrarlo del todo, lo respetan por su manera de hablar y sus historias de un mundo inaccesible para ellos:

    Soy un artista —dice este personaje, que tiene aires de Paulo de Jolly—, un exponente de la sangre. Un aristócrata. ¿Ellos me rechazan? Bien. Me gusta la morfina, amé a quienes tenían formas armónicas y esbeltas, sin importarme su sexo ni condición. Ellos me rechazan, pero ¿dejaré por eso de ser lo que fui desde mi cuna? ¡No! Sigo descendiendo, acaso, de un marqués asesino o de audaces bucaneros. Sigo siendo la rama del tronco augusto, vengo de la Historia, trayendo en mis venas las sangres de aventureros intrépidos o locos conquistadores.

    Es gracias a ese equilibrio de lo cruel y lo hermoso que sus lectores podemos salir a flote y no ahogarnos en el intento de atravesar El Río; sin ellos, sería difícil soportar el maltrato —aquí nadie es un simple opresor u oprimido, los personajes se aprovechan de cualquier desequilibrio de poder— presente en todos los espacios que recorre el protagonista —la casa de su madre, el internado, el Mapocho, las calles del centro, el reformatorio, los prostíbulos, distintas cárceles—: los continuos abusos sexuales, las peleas y asesinatos naturalizados y, ya hacia el final, las escenas de tortura explícita, tal vez las más brutales en nuestra narrativa antes de la dictadura de Pinochet.

    Lo que vino después de El Río es el foco del final de La invención de Morel, en que se cuenta la traición que sufrió el escritor tras la aparición de este libro en la prestigiosa editorial francesa Gallimard —el documental destaca que Gómez Morel sigue siendo el único chileno en su catálogo—, su recaída en el alcoholismo y su muerte cerca del mismo afluente que tanto lo marcó, tras la que fue dejado varios días en el Instituto Médico Legal y luego enterrado con otro nombre.

    Yo estoy convencido de que este libro dentro de 100 años todavía se leerá. Hay libros que permanecen, y este (…) es uno de esos libros que duelen y que aportan. Porque creo que en la vida, para aprender, es necesario conocer la belleza y el horror, y aquí están, están los dos, y está también la ternura”, dice Óscar Sipán, escritor, político y editor de la novela en España, en una de las primeras entrevistas del documental La invención de Morel. La cinta chilena estrenada en 2024, fruto del trabajo de más de una década de los directores Héctor Vera y Daniel Rozas, aborda tanto El Río como la torrentosa vida de su autor.

    En un principio, el documental tiene lo que era de esperar dada su temática, como imágenes de archivo y entrevistas a varios escritores. Entre ellos, Luis Rivano, que junto a Gómez Morel y otros, como Armando Méndez Carrasco, formó parte de un grupo de autores que documentaron la vida de los bajos fondos locales, destaca la sinceridad como un atributo de la novela; Alberto Fuguet cuenta que llegó a estos escritores a través de conversaciones con Rivano y luego se encargó de difundirlos en Zona de Contacto, además de que tuvieron influencia en su libro Tinta roja, y Manuel Vicuña sitúa El Río no solo dentro de esta especie “de realismo sucio, de autores que están intentando mapear otro Santiago, otro Chile”, sino también como parte de otra corriente subterránea: “A veces los mejores libros, la mejor escritura o las cosas más interesantes en la literatura chilena son géneros de no ficción”.

    Pero el documental que se apropió del título de Bioy Casares es más que una simple introducción a Gómez Morel y El Río. En parte, esto se debe a elementos como el protagonismo que se les dio a las fotografías de Mauricio Quezada, que capturan la vida de los habitantes del Mapocho a fines de los 90 y actualizan la novela. Pero se debe más aún al último tercio de la película, cuando esta gana mayor peso poético e intensidad. Eso empieza desde la escena en que Bruno Vidal lee un fragmento del libro bajo un puente, sentado frente a la cámara mientras, a un par de metros, se ve a un hombre comiendo sobre un colchón sucio y acompañado por un perro, un momento que, a medida que la lectura dramática del poeta captura la atención de los otros personajes, se vuelve muy decidor. Luego de esto, aparece el psiquiatra que trató a Gómez Morel en la cárcel, Claudio Naranjo, que habla de cómo la terapia lo llevó a explorar recuerdos que incluyó en el libro, como los pasajes que aluden a la atracción incestuosa por su madre, y también hablan la esposa y los hijos del autor, que dejan ver su complicada vida íntima durante sus últimos años.

    Lo que vino después de El Río es el foco del final de La invención de Morel, en que se cuenta la traición que sufrió el escritor tras la aparición de este libro en la prestigiosa editorial francesa Gallimard —el documental destaca que Gómez Morel sigue siendo el único chileno en su catálogo—, su recaída en el alcoholismo y su muerte cerca del mismo afluente que tanto lo marcó, tras la que fue dejado varios días en el Instituto Médico Legal y luego enterrado con otro nombre, un último cambio de identidad, como los varios que él mismo relata en su primera novela.

    Luego vinieron más libros —La ciudad (1963, del que renegó), El mundo (2012, póstumo)— y artículos periodísticos, en los que narró la continuación de su vida, pero en algún sentido Gómez Morel nunca salió de El Río y de aquello que, como dijo Genet, suscitó su canto: por un lado, la frescura altanera y la hermosa osadía de su juventud, recordadas con nostalgia; pero sobre todo las profundas heridas que jamás cerraron, como nos permite ver en el único momento de la novela —justo tras el punto cúlmine de la violencia, uno que destroza hasta el lenguaje— cuando deja de mirar hacia atrás y expone su presente: “Tengo 46 años de edad. Me levanto de mi mesa de trabajo. Estoy cansado y desgarrado por dentro. Cada vez que escribo vuelvo a sentir lo vivido como una navaja rasgándome las carnes. Muestro mis recuerdos hasta quedar sangrando por dentro”.

     


    El Río, Alfredo Gómez Morel, Tajamar, 2017, 370 páginas, $16.000.


    La invención de Morel (2024), dirigido por Héctor Vera y Daniel Rozas, 46 minutos, disponible en YouTube.

  63. Un Cristo

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    Tocaron el timbre un domingo a mediodía, una voz callada, doliente, pedía un vaso de agua. En su tono no había amenaza, era frágil como la voz de un niño recién abandonado o abandonado desde siempre. Cómo negarle el agua a alguien, más encima si es verano. Pensar en la sed, en la desesperación de la sed y en el cuerpo que la padece. Y en que no todo es delincuencia; la intuición puede abrir una puerta a lo desconocido.

    La señora llenó una botella con agua y salió a dársela, era un joven vagabundo de short negro y zapatillas sin cordones, su cara parecía la de un Cristo millennial que viene de un lejano desierto, real. Sus piernas eran de una madera recién barnizada. En el cuello llevaba un cordel. Sus ojos emitían un brillo pacífico, manso, de agua cristalina. El cuerpo estaba opaco y sucio, el pelo: oscuras greñas disparatadas. La belleza de una ruina.

    Qué será de su madre, de su padre, de sus hermanos, amigos. A quiénes renunció, de qué hogar salió. Quiénes renunciaron a él, quizás ya hartos de un caso perdido. La poeta norteamericana Sharon Olds tiene un poema que se llama “Las víctimas”, en el que describe la visión de unos vagabundos que le recuerdan a su padre y se termina preguntando “quién los aguantó y los aguantó en silencio, / hasta que entregaron todo, y no les quedó más que eso”. Del momento en que alguien se entrega a la pérdida de sí solo surgen preguntas, sobre todo si es joven. Inevitable que resuene el decir de una señora al pasar: “Tanta vida por delante”.

    Podría fantasearse con el hinduismo y su camino espiritual de la renuncia, aunque en este caso lo más probable y cierto es que una adicción haya pulverizado y eyectado su cuerpo y su alma a la calle. Si lo viera pasar alguien que viene de la iglesia podría pensar que en otra vida fue un Caín que mató a un Abel y Dios le lanzó la maldición de andar fugitivo y vagabundo por la Tierra.

    De un tiempo a esta parte se divisan muchos jóvenes en esa, dando vueltas sin dirección, en la inercia de sus pasos abatidos y fantasmas. No caminan en línea recta. Quizás se ven tan jóvenes porque la mirada de quienes observan ya ha envejecido; como sea, van delgados como espigas o nerviosos suspiros, con sus pómulos chupados por la no-hambre de la pasta. Y algunos con los ojos nómades en sus cuencas. Aunque este no era el caso, todavía.

    La señora llenó una botella con agua y salió a dársela, era un joven vagabundo de short negro y zapatillas sin cordones, su cara parecía la de un Cristo millennial que viene de un lejano desierto, real. Sus piernas eran de una madera recién barnizada. En el cuello llevaba un cordel. Sus ojos emitían un brillo pacífico, manso, de agua cristalina. El cuerpo estaba opaco y sucio, el pelo: oscuras greñas disparatadas. La belleza de una ruina.

    En la calle sin domicilio nunca se ve a uno saludar a otro, no se miran, como si quisieran evitar en su errancia el efecto de verse reflejados, huyen de ese reflejo, huyen de sí. Repartidos en los parques, un domingo toman sol igual a peregrinos que guardan calor para la noche. ¿Cómo será su sueño, a plena luz del día, en esa breve siesta? ¿Tendrán sueños en los que vagan hacia el corazón de un encuentro fugaz y profundo, como un gemido?

    Casi no se les escucha decir palabra, salvo las tres o cuatro de la sobrevivencia, avergonzados extranjeros, van siempre mudos, como si además de todo lo perdido, también hubiesen perdido la lengua, aunque lo más probable es que ellos se exiliaran al silencio.

    ¿Tendrá algo para comer? Pan, pensó ella, ya nadie pasa pidiendo pan. Volvió al departamento a buscar un pan al que le puso mantequilla y queso, y sacó un par de plátanos para llevárselos. Él la miró, sintió suerte quizás, le brillaron más los ojos, se le marcó en la frente el surco de una vena, haber tocado el número correcto alguna vez.

    Basta un pequeño gesto para dar vuelta la desesperación. Su mano le pasó la comida a través de la reja. Él le pasó, también a través de la reja, un colet blanco para el pelo, casi una coquetería, podría haber sido una flor. Seguramente era lo que mejor encontró adentro de su mochila, en la que había buscado mientras ella iba por comida, y se lo ofreció en ese intercambio amistoso. Ella pensó que esa mochila era su casa, como un caracol, y también en decirle que no se preocupara, que no era necesario, pero pensó rápidamente sobre ese pensamiento que aceptar su regalo era parte de un pacto en el que, de alguna forma silenciosa, se restituía una antigua dignidad, y en ese gesto una fe se recuperaba.

  64. El desaire de los hechos: Valeria Luiselli y Álvaro Enrigue

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    Está esa última escena de Down by Law, la película que Jim Jarmusch estrenó en 1986: Tom Waits y John Lurie acaban de huir con un tercer compañero de una prisión, en la que habían sido encerrados injustamente. Atraviesan las aguas cremosas de los pantanos que rodean el Misisipi, dejan a este tercer compañero en casa de una campesina, de la que se enamora, y caminan como dos forajidos por una calle polvorienta y deshabitada. Lo hacen con la rudeza fingida de los vaqueros, mascando chicle, mirándose las botas, trazando una incómoda laguna de silencio en medio de la procesión. El problema es que han llegado al final del camino; están parados frente a la punta de diamante que lo divide en dos y deben continuar cada uno por su lado. A lo mejor se quieren, a lo mejor no; es imposible saberlo, porque ellos jamás se lo confesarían. Entonces vacilan, se enredan, dudan, pero al final hacen lo que tienen que hacer: se destinan unas frases mordidas, entre inaudibles y monosilábicas, se intercambian las chaquetas, amagan con un saludo que no se desencadena y se alejan de la cámara cada uno por un camino. Ha llegado el momento de despedirse, eso es todo.

    Dicen que cuando había perdido ya todas sus fuerzas, sus ganas de vivir, el mítico indio Gerónimo pronunció una frase parecida ante el general del ejército de los Estados Unidos frente al que se rindió: “Antes me movía como el viento, ahora me rindo y eso es todo”. Esto sucedió hace mucho tiempo en el Cañón de los Embudos, digamos que 100 años antes, y curiosamente a unos pocos kilómetros de distancia del paraje en el que Waits y Lurie se miran como si estuvieran en una pintura de Hopper o en un retrato de Robert Frank, sumidos en esos ademanes introspectivos que la sobredimensión del espacio devora.

    Menciono esto porque la frase de Gerónimo, conmovedora por la forma en que asume los resplandores de una paradójica fuerza débil, da título a una novela enorme del escritor Álvaro Enrigue. Todo parece indicar que también él está dispuesto a rendirse. Lleva varios años en Nueva York investigando la resistencia de los Apaches, con un énfasis particular en el último jefe de la tribu, y ha tomado la decisión de comunicar a su pareja que se trasladará durante una larga temporada a concluir su trabajo en el suroeste del país. ¿Unas semanas? ¿Un par de meses? No, dos años, tres años, quizá más. En fin, se trata de una despedida encubierta, de un adiós matizado. No nos enteraríamos de que fue siquiera expresada si nos limitáramos a leer Ahora me rindo y eso es todo, el título más que elocuente de la novela de Enrigue; para entender el asunto necesitamos de un complemento.

    Y el complemento lo aporta Desierto sonoro, de Valeria Luiselli, una novela preciosa, que tiene tantas páginas como la de él y que fue desarrollada durante la misma época. Esto se debe a que también ella es escritora, también ella investiga, también ella viaja de un lado a otro, como él, grabando sonidos errantes en las zonas más inhóspitas del planeta. De hecho, se conocieron así, recogiendo sonidos, recuperando los rumores insondables del desierto. Allí se enamoraron, siguieron, vinieron los desplazamientos, dos hijos, un piso en el Bronx, una familia. Hasta hace muy poco, antes de que cada uno novelara su versión de los hechos, lo compartían prácticamente todo, no solo la casa y los hijos, sino también las veladas con los amigos, los congresos de escritores, la biblioteca, la cama, la presentación eventual de un libro, las botellas descorchadas al atardecer, el pan tibio de la mañana, un trago en la terraza, con los niños durmiendo y ellos dos abrazados bajo la luna. Pero todo se terminó; él quiere marcharse a las tierras de Cochise, de los chiricahuas, de las fábulas que animaban sus remotas noches de infancia; ella quiere quedarse en Nueva York, sabe que no hay vuelta atrás, pero posee la sequedad de los personajes de Jarmusch: bajo ningún motivo va a señalarle que todavía lo necesita.

    Si van a separarse, que sea en esa tierra yerma y desarbolada que rodea la masa pedregosa que crece entre los desiertos de Arizona y Sonora, en esa línea imprecisa que comparten los territorios de México y Estados Unidos. Allí no hay dónde esconderse, a pesar de que es la tierra que se tragó a Gerónimo, la tierra que se tragó los consuelos y que se sigue tragando, todos los días y de manera perseverante, a centenares de niños desamparados que viajan sin papeles en los techos desnudos de los trenes de noche.

    Como sea, falta un poco para el fin. Emprenden un viaje juntos, con los dos pequeños ocupando el asiento trasero del coche. Es un viaje bastante largo, incluso para un road movie, aunque plenamente justificado si lo que se pretende es diferir todo lo que se pueda el momento de la despedida. Si van a separarse, que sea en esa tierra yerma y desarbolada que rodea la masa pedregosa que crece entre los desiertos de Arizona y Sonora, en esa línea imprecisa que comparten los territorios de México y Estados Unidos. Allí no hay dónde esconderse, a pesar de que es la tierra que se tragó a Gerónimo, la tierra que se tragó los consuelos y que se sigue tragando, todos los días y de manera perseverante, a centenares de niños desamparados que viajan sin papeles en los techos desnudos de los trenes de noche.

    Ella lo sabe muy bien, porque desde hace un tiempo se ha vuelto una experta en el tema, porque en realidad este es su tema, y nunca deja pasar un día sin armar interminables rompecabezas con las huellas que dejan los menores indocumentados que se extravían en la frontera. Él, en cambio, no entiende tanto, pero en esas praderas calcinadas por el sol, silencioso confín de las vidas borradas de todos los mapas, hay un imán misterioso, un fuego, un desafío. Y él quiere ir en esa dirección. Entonces no queda más que cerrar el piso del Bronx, comprar un coche, hacer las maletas, cargar a los niños. Y salir con una pila de archivos y de micrófonos y de equipos de audio cargados en el portaequipajes, rumbo a Arizona.

    Es un viaje en ralentí hacia el punto de succión que los convertirá en partículas sueltas, un viaje de despedida, con detenciones en los parajes más insólitos, moteles destartalados, cabañas ominosas, posadas asediadas por espectros, bares con barras de tejanos colorados que giran al unísono sus cogotes para observarlos. Ella analiza las rutas, pone música, comenta las noticias; él maneja, la vista perdida en las líneas monótonas de la carretera. Solo los niños quieren llegar, aunque más no sea para romper el tajo de silencio que sus padres han sembrado en las butacas delanteras del coche.

    Pero al final, el viaje lo es todo, al punto de que termina absorbiendo los temas sobre los que las novelas supuestamente iban a tratar. Al final, lo único que se puede contar, como en Musil, como en Levrero, es que la historia que aquí se iba a contar ya no será contada. De modo que lo que queda es esta mónada encapsulada navegando por el desierto, de la que ya no se puede salir sin extraviarse para la eternidad en el espacio. Tal vez ella cumpla con la promesa de regresar en un vuelo a Nueva York apenas el viaje termine, pero por el momento pone a todo volumen un tema de David Bowie, Space Oddity. Todos lo quieren escuchar, ojalá una y otra vez, ojalá el viaje nunca termine para que solo se escuche ese tema. “Aquí Ground Control llamando a Major Tom, ¿me escuchas? ¿Puedes escucharme Major Tom?”.

  65. Olas de memoria

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    Casi no tengo recuerdos de Antofagasta, la ciudad donde nací, casi por casualidad, porque mis padres, santiaguinos, casi recién casados y casi recién llegados, vivían allí por razones de trabajo. En realidad, no tengo recuerdos propios. Sin embargo, descubro algunas imágenes que yo me fabriqué a partir de lo que me contaron de esos cuatro años que vivimos en el norte.

    Hay dos que rescato, ahora: decía mi mamá que antes de que yo caminara, cuando me llevaban a la playa, yo gateaba hacia el mar, levantando la cabeza para no mojarme. De esos primeros “paseos” míos debe venir mi intenso amor al mar, porque nunca me canso de mirarlo y —cuando puedo— no me canso de bañarme. También, de ese primer acercamiento a esa inmensidad debe venir la inquietud por preguntarme, por conocer, por aprender, por comprender, por cifrar y descifrar: rasgos, todos, pienso, que debería tener cualquier intelectual y, por supuesto, el crítico literario, el crítico cultural.

    Tampoco olvido una segunda imagen, tan nítida que, incluso, puedo mirarla. O debería decir, mejor, que: desdoblándome, me miro caminando rápido, sola —y bastante chica—, por el pasillo que lleva al escenario de un teatro antofagastino donde presentaban Caperucita roja. Nuevamente, en la voz de mi mamá, oigo que en el momento crucial en que el lobo se come a la niña, comencé a correr hacia los personajes-actores gritando: “Lobo feroz, lobo malo”. La ficción la transformé en realidad, cosa que no debe hacer un buen lector ni un buen espectador ni un buen crítico, como me enseñaron, muchos años después, en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, donde, en 1965, ingresé a Pedagogía en Castellano.

    Antes, en mis años escolares, fui una lectora común y corriente y —confiésome, Padre— muchas veces prefería oír la radio. Como una escritura-lectura con las perillas, el dial iba y venía, de izquierda a derecha y viceversa, privilegiando músicas como el rock (con Bill Halley o Elvis, The King) o los “lentos” (con Brenda Lee o Paul Anka), también otros programas más narrativos, como Cine en su hogar, la noche del domingo, con la Compañía de Elba Gatica, o Declarémonos con música, de Radio del Pacífico, que podría pensarse como precursor del Rumpi, aunque moderado, a pesar de que, para esos tiempos, era algo atrevido.

    Estoy segura de que elegir estudiar en el Pedagógico es una de mis mejores —y más trascendentales— decisiones. Sin duda, conocerlo y vivirlo me marcó para siempre y no solo por lo que aprendí en mis estudios de Castellano.

    Cuando entré a la Universidad de Chile recién comenzaba el gobierno de Eduardo Frei Montalva. En 1965, para su primera Cuenta Pública, dos jóvenes la interrumpieron, gritando y lanzando panfletos. Eran: Lumi Videla y su marido: Sergio, el Chico, Pérez que, al día siguiente, en el Pedagógico eran felicitados como héroes. Desde lejos, yo miraba, con no poco temor. Todavía diviso sus caras de alegría que se superponen a sus dramáticas historias de presos políticos: ella murió en tortura, a los 26 años, y él, de 31, es detenido desaparecido, hasta hoy. Yo envejezco, nosotros envejecemos, pero ellos siguen jóvenes, detenidos, también, en el tiempo. Al nombrarlos, quisiera saludar a los centenares de estudiantes y miembros del Pedagógico que fueron víctimas de la violencia cívico-militar: en especial a mi compañero de curso durante los cinco años de carrera: Bartolomé Salazar, el Tolo, hecho prisionero mientras enseñaba en una sala del Liceo de Niñas de Chillán, y silenciado para siempre a balazos. Por mi parte, prefiero verlo como entonces, jugando fútbol y gritando goles, animoso y risueño.

    Y estas “olas de memoria” revientan en chispazos, en gotas dispersas con figuras o escenas dentro (así como en esos almanaques de mal gusto: estética que, reconozco, me fascina y colecciono), y veo al señor Doddis (como le decíamos), profesor de Literatura Española Medieval y Clásica, a quien no le gustaba tomar exámenes en diciembre y dejaba a todo el curso para marzo. Sin embargo, no lo menciono solo por esta curiosa rareza, lo menciono porque desde que fui ayudante de las áreas de Literatura Hispanoamericana y Chilena, en 1968, don Antonio, gran conocedor de literatura y de librerías de viejo, por iniciativa propia, se dedicaba, con inmensa generosidad, a buscar libros que él consideraba fundamentales para mi formación, lo que yo jamás me hubiera atrevido a pedirle.

    En el Pedagógico conocí poco a Alfonso Calderón, del Instituto de Literatura Chilena. Por la Reforma Universitaria que en la Universidad de Chile se logró imponer en 1968 (y en la que tuve la suerte de participar), a los miembros de los Institutos de Investigación —este y el de Literatura Comparada— se les exigió enseñar y tener una mayor cercanía al Departamento de Castellano. A Alfonso lo frecuenté más tarde, tal vez en el exilio. Nunca olvido su apoyo y sus impulsos para que me atreviera a escribir. Era un erudito y era de una modestia digna de imitarse, sobre todo en estos tiempos en que tanta falta hacen, tanto Alfonso como la humildad. Me como una “magdalena” y recuerdo su regocijo cuando lo llevamos a Illiers-Combray, las tierras de Marcel Proust, de quien sabía todo. Nos chofereaba Guillermo Núñez, mi compañero de vida, que ya hace seis meses dejó de acompañarnos y a quien quiero traer a la memoria aquí y en este momento.

    De una gota a punto de caer se sostiene, en 1970, Nicanor Parra cuando, sentado en un banco frente al edificio de ladrillos de Francés y Castellano, como desde un confesionario, se excusa una y otra vez, alega, consulta, explica, dice y contradice y se contradice, respondiendo a los jóvenes estudiantes que le enrostran haber tomado té con la señora Nixon, en plena Guerra de Vietnam. A mí me molestó su actitud, creía que se degradaba en este parloteo entre confesión y confusión. Hoy pienso que, como siempre, se entretenía en y con su persona-personaje más allá del bien y el mal: “La Izquierda y la Derecha unidas, jamás serán vencidas”.

    Estas “olas de memoria” se resisten a dejar el Pedagógico, y me recuerdan que entre las Gramáticas, los cursos de Latín y los Ramos Generales, la Literatura demoraba en ser materia preferente, lo que (me) desilusionaba, pero ya en tercer año se producía el “feliz encuentro”. Los estudios de Literatura Chilena e Hispanoamericana (y no Latinoamericana), que comenzaba con Colón, sin Brasil ni Caribe no hispano, y sin producciones de los pueblos originarios, se ordenaban con un método rígido —el de las generaciones— que borraba fluctuaciones, heterogeneidad, amplitud y diálogos. Este se acompañaba de un enfoque estructuralista intrínseco que exigía una permanencia estricta en el escrito, muy compartimentado, al que se le borraba todo lo de inexplicable, sustancioso, asombroso y casi secreto, es decir: lo humano que tienen la literatura y el lenguaje, donde nos conocemos, reconocemos y desconocemos; nos alejamos, aprendemos, nos diferenciamos y, aunque nos quedemos sin respuestas, después de una lectura nos sentimos más preparados para interrogarnos e interrogar la realidad, una y otra vez, una y mil veces. Según el comparatista español Claudio Guillén: “Las respuestas no duran; las preguntas, sí”.

    Regresé a Chile en 1987, después de 12 años, con un proyecto de investigación sobre poesía chilena. Tuve la suerte de coincidir con la realización, ese mismo año, del Primer Congreso de Literatura de Mujeres: recuerdo haber presentado, allí, un estudio sobre Cecilia Vicuña. Con posterioridad, varias interesadas seguimos estudiando la escritura de mujeres y optamos por enfocar a las autoras chilenas como prioridad. Fue muy interesante ese momento en que las críticas coincidíamos con las poetas y estudiábamos su producción, casi recién elaborada.

    Entonces, yo no era tan consciente de las barreras simplificadoras de este acercamiento, del que Álvaro Bisama, con toda razón, se burló, hace un tiempo, colocándolo en un intríngulis casi policial al preguntarse “qué hubiera pasado” si en lugar de este modelo de Cedomil Goic (profesor a quien yo le debo mucho), se hubiera escogido otro que partiera de: Para leer el Pato Donald, de Ariel Dorfman y Armand Mattelart. Y yo añadiría un artículo de Ariel (profesor mío y amigo que no cesa de animarme): “El Patas de perro [de Carlos Droguett] no es tranquilidad para el mañana”, de 1970, que rompía los tiesos e inflexibles moldes con los que, como ayudante, yo también enseñé.

    Si no fuera un chiste cruel, diría que aprendí de Golpe. Sí, porque con posterioridad al golpe de Estado, además de ser exonerada, no pude continuar en el Pedagógico los cursos para mi doctorado, y me vi obligada a seguir mis estudios en el Departamento de Estudios Humanísticos, lo que, comprenderán, no fue un gran castigo: “Hacer de la derrota, victoria”, y esta consigna —de Fidel Castro— no puede ser más pertinente para mi situación en ese momento. Las fronteras disciplinarias y de métodos y enfoques se burlaban en esos seminarios semanales, a los que asistían todos los profesores: era un gran aprendizaje oírlos intercambiar pareceres y ayudó a resquebrajar mis rumbos críticos tan lineales, que terminaron de derrumbarse durante mi exilio en Francia, donde no me creían que en Chile yo hubiera leído a Lacan, como había sucedido en Estudios Humanísticos.

    Fue allí, cuando enseñaba en la Universidad de París 13, Villetaneuse, que supe de profesores que dictaban cursos sobre canción o analizaban discursos políticos, corriendo márgenes y ampliando la concepción de literatura. Fue allí, en el exilio, cuando, sin conocernos, José Joaquín Brunner respondió a mi envío de un artículo personal, sugiriéndome integrar el contexto y otros grandes detalles. ¡Gracias, José Joaquín, por favor concedido!

    En Francia: nuevas lecturas, seminarios de doctorado, nuevo contexto, nuevo ambiente cultural, todo influía en conformar nuevos modos de ver y de acercarse a la realidad, y también a la realidad personal y profesional. Mi director de tesis, el poeta y profesor Saúl Yurkievich, relativizaba y daba vueltas desde el lenguaje y la teoría hasta cualquier formalidad. Además, escribía bien y con cuidado, como temiendo que de estar mal ubicada una palabra pudiera quebrarse o un estilo pudiera quebrarse.

    Lejos y envuelta por otro idioma, comencé a escribir con cierta frecuencia. Cuando, desde Francia, visité Perú en 1981 y entré a una librería, me paralizó ver los miles y miles de libros en español.

    En Francia, durante unos años, integré el Consejo de Redacción de la revista cultural Araucaria y pude conocer bastante de lo que se escribía en el exilio y algo de lo que se escribía en Chile. En una ilusión de unidad y cercanía, queriendo borrar distancias, mi interés, curiosidad y añoranza cotidiana me llevaron a escribirles a decenas de escritores, casi siempre poetas y casi siempre inéditos, tanto de Chile como de algunos de los 50 rincones del exilio, pidiéndoles que me enviaran obras para publicarlas en Araucaria y/o para estudiarlas, así armé dos antologías.

    Regresé a Chile en 1987, después de 12 años, con un proyecto de investigación sobre poesía chilena. Tuve la suerte de coincidir con la realización, ese mismo año, del Primer Congreso de Literatura de Mujeres: recuerdo haber presentado, allí, un estudio sobre Cecilia Vicuña. Con posterioridad, varias interesadas seguimos estudiando la escritura de mujeres y optamos por enfocar a las autoras chilenas como prioridad. Fue muy interesante ese momento en que las críticas coincidíamos con las poetas y estudiábamos su producción, casi recién elaborada. Yendo más allá de estos encuentros, rescato muy en especial la importancia del intercambio de pareceres, las conversaciones entre amigas y amigos, sobre libros, sobre lecturas, sobre todo… y nada, en cualquier momento.

    Otra investigación que me propuse fue esclarecer algo sobre los grupos literarios de la década del 60 en Chile, y entrevisté a cerca de 60 intelectuales: la mayoría, poetas. Este material está ahora, íntegro, aquí, en la Universidad Diego Portales, y es mucho más extenso, por supuesto, que lo aparecido en el volumen La memoria, modelo para armar, que me publicó la Biblioteca Nacional.

    Quiero manifestar mi reconocimiento a esta Universidad por el interés que han manifestado sus autoridades y miembros de la comunidad por ir rescatando y conservando partes y elementos del patrimonio cultural de Chile y elaborando archivos. Entre ellos: la recuperación de las casas de este barrio. También, el interés que han puesto en la Editorial que ha publicado a tantos autores, no siempre tan accesibles, y esa apertura que significan los cursos online al público en general y, sobre todo, quiero agradecer que, desde ahora, me consideren parte de la Universidad como Profesora Honoraria. Muchas gracias.

    Santiago, noviembre de 2024

  66. Nostalgia de la barbarie

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    Bienaventurados quienes viven sin la amenaza de la agresión, porque para ellos la violencia parece azarosa y remota. Sin embargo, podría no ser ni lo uno ni lo otro, dada su inmensa diversidad de significados a lo largo del tiempo y a través de las culturas. La violencia adopta tantas formas diferentes como aquellas en que se experimenta. Filósofos, psicólogos evolutivos, historiadores, sociólogos, arqueólogos y teóricos políticos han intentado aclarar qué es.

    Hay quienes distinguen entre la violencia como fuerza y como violación de derechos. Definir dónde comienza y dónde termina la fuerza no es sencillo (¿es siempre violencia la extracción de sangre o el encarcelamiento?); tampoco toda violencia requiere fuerza, como demuestra el asesinar con veneno. Al definir la violencia como violación de derechos, dependerá del concepto de esos derechos y mientras más amplio sea este más presente estará aquella. Casi cualquier acto puede tenerse como una violación de los derechos de alguien y toda vulneración de derechos sería, así, violenta.

    Restringir la violencia a actos físicos no considera su dimensión psicológica. Ella es más que la agresión del cuerpo y ha de sopesar las secuelas emocionales. En ambos casos, la parte “intencional” es fundamental, pues excluye los accidentes.

    Se ha intentado incluir acciones que antes no se consideraban necesariamente violentas: el trabajo forzado, la pobreza, el racismo, el acoso. Categorías como la violencia “estructural” (Galtung), la simbólica (Bourdieu) o la distinción de Žižek entre “subjetiva” (visible) y “objetiva” (invisible), cuestionan la intencionalidad, pues los resultados de una acción violenta podrían no ser deliberados.

    La paráfrasis de textos literarios o históricos le sirve para examinar detalladamente formas de violencia como la tortura, la ejecución, el combate y la guerra, las persecuciones humanas y las masacres desde diferentes perspectivas: la visión del verdugo, de la multitud, de los espectadores y de las víctimas.

    Catálogo de la violencia

    Nada de esto —o muy poco— parece interesarle a Wolfgang Sofsky, alguna vez profesor de sociología en universidades alemanas, quien ha hecho de la violencia uno de sus temas centrales. Sus muy controvertidos estudios inspiraron lo que llegó a conocerse como “programa fenomenológico” de investigación sobre la violencia, formulado por sociólogos alemanes en la década de 1990 (Von Trotha, Nedelmann y otros).

    Pero Sofsky es muy particular. Su estilo es sorprendente y su enfoque, personal, ensayístico, literario. En sus libros no parece querer presentar un argumento científico, histórico o sistemático, ni intenta aclarar término alguno, ciertamente no el de “violencia”, tan discutido en las ciencias sociales. La violencia es causar y sufrir dolor. No está interesado en formas estructurales ni abstractas de ella. Para él, su posibilidad está siempre presente. No es algo ajeno al ser humano. Siempre ha existido y probablemente siempre existirá.

    Sofsky analizó el funcionamiento de los campos de concentración en La organización del terror (1993): allí no hay nombres, ni de víctimas ni de perpetradores, ni el trasfondo ideológico nazi, solamente estudia los mecanismos y estructuras sociales del sistema. Más tarde abordó otras esferas de la violencia en los ensayos de Tiempos de horror (2002) y estudió las imágenes de ella en Tipos de muerte (2011). Sin embargo, es en Tratado sobre la violencia (publicado en alemán en 1996) donde amplió su enfoque hacia una antropología integral del fenómeno violento.

    En el libro hay descripciones de eventos, procesos y situaciones. La paráfrasis de textos literarios o históricos le sirve para examinar detalladamente formas de violencia como la tortura, la ejecución, el combate y la guerra, las persecuciones humanas y las masacres desde diferentes perspectivas: la visión del verdugo, de la multitud, de los espectadores y de las víctimas.

    Su punto de partida es que, como mortales y vulnerables, los humanos se ponen de acuerdo para asegurar su existencia, mediante un contrato social que prohíbe la violencia. Para poner fin a la guerra mutua, el Estado absorbe el monopolio de la violencia. Según Sofsky, esta “fábula” o “mito” de origen de la sociedad y el Estado no supone el fin de la violencia, sino las mutaciones de sus formas: “Al estado de naturaleza suceden el dominio, la tortura y la persecución; el orden desemboca en la revuelta, en la fiesta de la masacre. La violencia es omnipresente”. Ella domina toda la historia de la especie humana al ritmo de revoluciones, guerras y matanzas.

    Pero no es fortuita. La brutalidad tiene reglas y patrones discernibles. Cada manifestación de violencia masiva tiene sus leyes y un objetivo. Los individuos, como el asesino o el guerrero, también tienen una razón: alcanzar un estado de euforia y libertad total.

    Estas ideas bastarían para considerar estimulante y turbador el libro de Sofsky, aunque la incomodidad se intensifica cuando el autor aclara, con todo detalle, lo que les sucede a las víctimas. En algún momento precisa los efectos de la tortura: “Este siente que al menor movimiento las ligaduras le cortan la carne; siente crujir y crepitar las articulaciones retorcidas; ve manchas azuladas y verdosas bailándole en los ojos, hasta que todo es de color rojo de sangre; siente como si unas agujas metálicas hurgasen en su cráneo; el grito no puede salir de la boca amordazada, y este grito ahogado vuelve a la laringe, los pulmones, el corazón”.

    Puede ser inquietante también cuando examina las consecuencias de crímenes colectivos que, según él, solamente traen consigo el deseo de venganza, una amargura que se transmitirá de generación en generación. “De reconciliación solo hablan quienes no participaron directamente”, señala, pues la reconciliación necesita olvido. “Pero la violencia, el sufrimiento y los sacrificios no se olvidan”.

    Puede ser inquietante (…) cuando examina las consecuencias de crímenes colectivos que, según él, solamente traen consigo el deseo de venganza, una amargura que se transmitirá de generación en generación. ‘De reconciliación solo hablan quienes no participaron directamente’, señala, pues la reconciliación necesita olvido. ‘Pero la violencia, el sufrimiento y los sacrificios no se olvidan’.

    El dolor y el miedo

    Sofsky supone que se pueden identificar formas universales de violencia, las que, en última instancia, se basan en el poder de herir y la apertura del cuerpo humano a las lesiones.

    Su mirada se enfoca en un objeto: el arma. La primera del ser humano es él mismo, todo su cuerpo sirve para atacar, aunque la vulnerabilidad física es objetivo de la violencia. La cultura material es rica en armas potenciales.

    También explora la conexión entre violencia y pasión. El célebre caso de Gilles de Rais, autor de crímenes contra niños en el siglo XV, le sirve de ilustración: su crueldad es el disfrute del desbordamiento, el desprecio del sufrimiento. Las atrocidades producen “una ilusión de omnipotencia” y “el deseo de traspasar todo límite”, el impulso de la violencia lleva a que, una vez desatada, “adquiera el movimiento infinito del exceso”.

    El despliegue de la crueldad en la matanza significa una liberación que pasa, según Sofsky, por un placer físico, como ocurre en las masacres. Y el arma preferida es el cuchillo. El asesino “quiere chapotear en la sangre, quiere sentir en sus manos, en la punta de sus dedos, lo que hace”. Esta satisfacción se pierde en la masacre mecanizada, en que el desbordamiento se manifiesta en la devastación.

    Dedica un capítulo a la destrucción de las cosas. “Su sueño es un desierto donde no haya ni una piedra, ni un fragmento, ni un pedazo: el lugar mudo, el escenario vacío”. Y alcanza a los objetos en que se ha depositado el lenguaje y el saber: actas, registros, libros, el desmantelamiento de obras de arte y monumentos públicos.

    El dolor y el miedo son aspectos centrales en la comprensión de la violencia. Y la muerte violenta es la abrumadora fascinación del libro.

    La tortura no es una técnica para matar, sino para hacer sentir la agonía, pura crueldad. A pesar de la repugnancia, el espectador de la violencia sucumbe a ella: está al pie de la horca, cerca de las hogueras, en la plaza del descuartizamiento. Las masacres no son raras y tienen una forma usual: cercamiento del lugar, batida, incendio, violación, carnicería y aniquilación. Cita a Cioran: “La nostalgia de la barbarie es la última palabra de la civilización”.

    La tortura no es una técnica para matar, sino para hacer sentir la agonía, pura crueldad. A pesar de la repugnancia, el espectador de la violencia sucumbe a ella: está al pie de la horca, cerca de las hogueras, en la plaza del descuartizamiento. Las masacres no son raras y tienen una forma usual: cercamiento del lugar, batida, incendio, violación, carnicería y aniquilación.

    Desesperanza

    Sofsky prescinde casi por completo de datos, nombres y referencias. El tono es férreo, indiscutible. Las frases son latigazos que restallan. Su libro es tan absoluto como la violencia. Así se pierden las diferenciaciones históricas y, con ellas, todas las opciones políticas. Más allá de las ocasionales afirmaciones dudosas, no pretende probar ni convencer. Su pesimismo es implacable.

    Comenzó abordando la relación entre orden y violencia. En el siglo XVII, Hobbes describió el “estado de naturaleza”, prepolítico y feroz, donde todos intentan destruir o subyugar a los demás, con una vida “solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve”. La violencia era el problema, pero también la solución. Se escapaba del estado prepolítico violento formando una sociedad política bajo una autoridad que se basa en el monopolio del uso legítimo de la fuerza. Pero al contrato social, dice Sofsky, le sigue el contrato del poder. La violencia no desaparece, solamente cambia de rostro y continúa sin alteraciones, hasta que llega un momento en que las personas se hartan de él, y se produce “un último levantamiento”. La revuelta no es contra el régimen antiguo, sino contra el principio de orden. La violencia crea caos, y el orden crea violencia. Y así…

    Sofsky no da esperanza de que la violencia pueda eliminarse o abolirse. Para él existen dos ilusiones culturales. La primera, que las personas tienen que experimentar sufrimiento en sus vidas para equilibrarlas y darles sentido. Sufrir, a su juicio, carece de todo sentido: “No es un signo ni es portador de ningún mensaje. No revela nada. No es sino el mayor de todos los males”.

    La segunda ilusión: la megalomanía de lograr sobrevivir a la muerte a través de la cultura. Las pirámides o las grandes ciudades se construyeron sobre cimientos de esclavitud y montones de huesos. Pero no se puede dar sentido a lo que no lo tiene: “Ningún pensamiento ha calmado jamás un dolor, ninguna idea ha conseguido jamás alejar el miedo a la muerte”. La cultura crea la violencia. En sus palabras: “Es la cultura, y no la naturaleza, la que ha hecho al hombre ser lo que ha sido y continúa siendo”.

     


    Tratado sobre la violencia, Wolfgang Sofsky, traducción de Joaquín Chamorro, Abada, 2006, 228 páginas, $27.200.

  67. El ensayista y la mosca incalculable

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    En 2024 César Aira publicó dos libros fuera de serie. Fuera, incluso, de la serie de libros singulares en que consiste su cuantiosa obra literaria. Una novela y un conjunto de ensayos breves que dan cuenta de la ya superlativa solvencia narrativa de quien ha publicado más de 80 novelas y varios cuentos, así como de la sagacidad del ensayista que ha traducido y biografiado a escritores cruciales (Pizarnik, Edward Lear, Copi), ejercido la crítica literaria (cúlmine es su Diccionario de autores latinoamericanos) y meditado con sostenida agudeza acerca de los componentes y alcances de la ficción y la creación artística.

    La novela, En El Pensamiento, acopia en sus poco más de 100 páginas lo mejor de la narrativa de Aira. Es la historia de un pueblo alejado y un niño formado por un instructor, en una remota estación de trenes que a duras penas articula una existencia, con pocos pero imborrables personajes; una mirada reflexiva volcada sobre la propia novela y sus mecanismos, un delicado sentido de lo impermanente y lo cómico y, en fin, un despliegue de lo fantástico, de aquel viejo arte que en vez de ocuparse de lo que es, se aventura en lo que podría, convincentemente, llegar a ser.

    En el otro libro, Ideas diversas, Aira reúne reflexiones sueltas pero continuas, que itineran por su mente y dan las notas más altas de un pensar que siempre, aun a riesgo de pasarse, va por otro lado del previsible: en la exposición fugaz de sus pensamientos, Aira da deliciosa cuenta del relieve de su escritura, capaz de reconsiderar radicalmente lo clásico, imaginar nuevas formas, resolver o posponer contradicciones mediante un astuto estiramiento de la lógica y la ironía y, siempre, de alguna manera, sonreír.

    Crispando el tiempo lineal, Ideas diversas aparece como la prolongación de un libro anterior llamado Continuación de ideas diversas. La lógica mandaría que fuese al revés, pero la lógica en esto no manda. En ambos libros, Aira reúne pensamientos breves (en este nuevo lo son aún más: promedian la media página, a veces menos; rara vez la superan), anotaciones que escudriñan en sus ya típicas inquietudes, una miscelánea con recurrencias fuertes. La pasión del autor por las oscuridades, por ejemplo, como las de Lezama Lima, que lo llevan a pensar en la claridad que él mismo practica, y que lo desmoraliza, llevándolo a hacer una autocrítica plausible (“Me hace avergonzar de mis infatuaciones de ingenio, de invención”), aunque se consuela, dice, pensando que la suya es otra clase de oscuridad, “la que se construye con sucesivas claridades que no terminan de crear una claridad general”. En esa línea, elogiando la llaneza desprovista de ambages de ciertos relatos, advierte que “en su claridad sin sombras está agazapada una oscuridad discreta, que es muy difícil de ver”.

    Si en estos ensayos y apuntes hay algo así como un combate central (podría decirse que todo libro de Aira combate con algo), es contra la Verdad, así con mayúsculas, sobre la cual vuelve una y otra vez con sendas diatribas y meditaciones, ambas formas de quitarle el piso a esa espinosa aspiración que tan a menudo nos quita el aire. Buscar lo verdadero le parece un gesto soberbio, competitivo. Y la Verdad misma, algo hiriente.

    Y así, entre giros y vueltas, discurre sobre Raúl Ruiz y la bibliofilia, Picasso y el dinero, los saltos caleidoscópicos de la poesía, la traducción y la “lógica del Entrometido”. Y al hilo de estas cavilaciones comenta relecturas (Shakespeare, Maquiavelo, Braulio Arenas) y ejerce punzantemente la crítica literaria, haciendo una revisión demoledora al género “fantasy”. Y si entre tales afanes una o dos veces se pasa o entrampa en su propio ingenio, da igual: en definitiva, Aira siempre sale airoso.

    Si en estos ensayos y apuntes hay algo así como un combate central (podría decirse que todo libro de Aira combate con algo), es contra la Verdad, así con mayúsculas, sobre la cual vuelve una y otra vez con sendas diatribas y meditaciones, ambas formas de quitarle el piso a esa espinosa aspiración que tan a menudo nos quita el aire. Buscar lo verdadero le parece un gesto soberbio, competitivo. Y la Verdad misma, algo hiriente, “de hecho, se la define por no dejar espacio entre la palabra y los hechos, por la asfixia”. Pero no todo está perdido: “Por suerte existe la hipocresía… Si no, sería como vivir en un desierto, bajo un sol de fuego, sin escape, sin poder escondernos ni estar solos”.

    Como se ve, es un libro que no concede margen a los lugares comunes, más bien se empeña en desmantelarlos, en especial los literarios, como ese que recomienda leerles a los niños, lo cual considera poco menos que cruel, una forma de mantenerlos callados, “se les impone la lógica narrativa, las sucesiones ordenadas, las causalidades. Se les disciplina la atención”. A propósito de lectura, en un momento, tras arremeter con humor contra la concentración o acometer la bella, bellísima descripción de una carrera en taxi como obra de arte, Aira piensa en la calidad literaria y las formas que toma la escritura, y de pronto se refiere a los lectores y críticos como una “mosca incalculable” de “ojos facetadísimos”. Esa mosca, esa mirada insondable que existe y no existe, el Hipócrita Lector, podría decirse, encontrará en estos ensayos las vívidas páginas de alguien que se ha dado a la tarea de “pensar por qué me han pasado las cosas que me han pasado”, es decir, un audaz encarar el mundo y las formas en que se lo habita.

     


    Ideas diversas, César Aira, Blatt & Ríos, 2024, 112 páginas.

  68. Remedios Zafra: “El exceso que caracteriza la red es hoy mayoritariamente ruido”

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    ¿Qué sentirían Bartleby o Kafka al verse sumidos en entornos laborales en que los trabajadores son tanto gestores como administradores de sí mismos, evaluadores además de evaluados por otros? En su momento, ambos podían, al menos, evadirse del sofoco administrativo o fabril recluyéndose en sus casas, sin temer recibir un mensaje de WhatsApp de último minuto. Pero si lo kafkiano fue metáfora del pesimismo burocrático, del spleen que trajo consigo la modernidad, ¿quién puede hoy decir “preferiría no hacerlo”?

    Sin quedarse en la mera queja, y explorando diversos horizontes de sentido, Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba, 1973) lo intenta y lo logra en El informe, un ensayo con claro afán poético que, quizá por estar en clave autoficcional, logra capturar la atmósfera laboral de nuestro capitalismo tardío, esa que, por la inercia aceleradora de lo cotidiano, solemos pasar por alto.

    La “tristeza administrativa” sería hoy, para esta científica titular del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de España, la contracara de la creciente polivalencia de trabajadores creativos empujados a realizar una serie de tareas de autogestión —como la “presencia en redes”—, o a hacer un sinnúmero de capacitaciones —generalmente inútiles— para captar fondos, y luego proceder a su rendición.

    Estaríamos, entonces, “creando apariencia de sentido, porque lo hecho forma parte del trámite”, en vez de enfocarnos en hacer las cosas bien.

    Aunque no solo de la burocracia procede este nuevo tedio sino que, especialmente, de todos esos quehaceres ajenos al núcleo creativo que nos mueve, llenándonos la vida y la casa de tiempos vacíos, a la espera de un futuro siempre aplazado, sumiéndonos en un continuo “para cuando tenga tiempo”.

    Aun así, la relevancia de limpiar vida y trabajos creativos de autogestión administrativa y burocracia inútil no se cifra solo en que las humanidades le aporten valor o espesor cultural a nuestras sociedades. Para la autora, estas disciplinas serían una especie de cortafuegos ante el progresivo avance de criterios algorítmicos o meramente acumulativos, que buscan reducir esferas completas del saber a lo cuantificable, proporcionando así, en su mejor vertiente, un territorio (todavía) seguro para los matices, lo complejo, lo difícilmente narrable.

    Postula que vivimos un nuevo tipo de precariedad ya no solo material, sino vital. ¿De qué forma los criterios burocráticos contribuyen a acrecentar la desafección hacia lo que hacemos?
    Una vida precaria es una vida fácilmente descartable, automatizada y privada de emancipación. Desde mi ensayo Frágiles vengo hablando de cómo la tecnología ha fusionado, en una suerte de vidas-trabajo, nuestros días, de manera que lo vamos arrastrando allí donde estemos conectados con nuestra tecnología. Desdibujar los tiempos propios es un gran problema para las personas. Y es en ese sucedáneo que ahora vivimos en casa, pero sucumbiendo a nuestro trabajo a cada rato. Ciertamente, si esos tiempos que cedemos fueran siempre de concentración para nuestro mejor trabajo y fueran voluntarios, la situación diferiría. Pero lo que se agrava es la necesitad de trabajar para planificar y gestionar la multitud de labores administrativas y tareas de comunicación que se desprenden de la mediación tecnológica.

    ¿Por ejemplo?
    La actualización constante de méritos en diferentes plataformas, el encadenamiento de concursos periódicos para seguir trabajando o la mediación administrativa que busca registro y control, alentando la desconfianza social y propia, como si a cada trámite absurdo se nos recordara, en todo momento, “sois poco fiables”.

    En El informe empatiza con el funcionario público, esa persona, generalmente mujer, sobre quien suele recaer todo el peso por la ineficiencia del sistema. Pero, ¿qué hay sobre el burócrata de la cultura, esa especialidad relativamente reciente dedicada a revisar formularios en instancias concursables o a mediar entre “las audiencias” y los gobiernos? ¿Cómo ve la relación entre la cultura y el Estado?
    Esta relación claramente depende del tipo de gobierno. No es lo mismo conocer y apreciar la cultura sinceramente, por formación o por experiencia, que asumirla como una parcela ornamental desde criterios regidos por la productividad y la eficacia. Es bajo modelos de desconocimiento y prejuicio de la cultura que se alienta esa desconfianza en el gasto cultural, una desconfianza que aumenta la burocracia y el trabajo de control sobre el trabajo creativo. Ningún médico, ningún banquero, ningún político, resistiría el nivel de presión administrativa que se proyecta sobre la cultura, limitando su desarrollo y precarizando el sector.

    El tecnoliberalismo es experto en rentabilizar todo cuanto toca y claro que se vale de estas filosofías para distorsionarlas y seguir enfatizando el culto y la centralidad del ‘uno mismo’. Si desde el estoicismo se promueve vivir de manera imperturbable, con autodisciplina, las redes, movidas bajo fuerzas monetarias, ya se ocupan de sacar partido a su conversión en modos estratégicos para superar la ansiedad que ellas mismas provocan.

    ¿Cuáles son las consecuencias éticas de incurrir en un “hacer por hacer” en el ámbito de las humanidades?
    Los trabajos intelectuales no pueden hacerse como algo mecánico. Hacer bien implica necesariamente concentración, conciencia como sujeto. Si caemos o se nos empuja a un “hacer por hacer”, las consecuencias éticas hablarían de deshumanización, de un hacer despojado de sujeto y, por tanto, de ese posible valor —crítico, docente, reflexivo, estético, investigador, creativo, humanista— que esperamos y necesitamos de las humanidades. Si caemos en un “hacer de cualquier manera”, el resultado es una cultura envasada en la impostura, en una pose que crea apariencia y no sentido.

    En relación con el auge de narrativas que difunden el cuidado de “uno mismo”, ¿qué opina de la emergencia de filosofías como el estoicismo y de la manera en que las nuevas generaciones las adoptan?, ¿Ve algo valioso en ellas o, acaso, apuntarán más bien a autooptimizarnos?
    El tecnoliberalismo es experto en rentabilizar todo cuanto toca y claro que se vale de estas filosofías para distorsionarlas y seguir enfatizando el culto y la centralidad del “uno mismo”. Si desde el estoicismo se promueve vivir de manera imperturbable, con autodisciplina, las redes, movidas bajo fuerzas monetarias, ya se ocupan de sacar partido a su conversión en modos estratégicos para superar la ansiedad que ellas mismas provocan. No obstante, es un tema complejo, pues los jóvenes hoy se encuentran ante un bombardeo de propuestas, dinámicas o incluso inercias que desencadenan desesperanza y pérdida de motivación por un futuro con escasos lazos comunitarios. De manera que, bajo determinado punto de vista, es comprensible que se busquen maneras de sobrevivir y adaptarnos.

    ¿Podremos resguardar el valor de las humanidades ante el avance de la racionalidad técnica, pero sin volver a una visión romántica del arte?
    Pienso que las visiones románticas han podido interesar a determinadas élites culturales que deseaban defender la exclusividad del arte, el arte como algo reservado a unos pocos. A mí me interesa desmontar esta idea. Me parece que la singularidad de nuestro tiempo es que, con el avance de la tecnología, la cultura y el arte se hacen accesibles —o debieran— a todos, tanto su formación y producción como su recepción y disfrute. Es por ello que me interesa estudiar la cultura “como trabajo” y que, al hacerlo, estemos dispuestos a sacrificar algunas idealizaciones en beneficio de lograr derechos laborales para artistas y trabajadores de la cultura, aunque sé que es un desafío que precisa abordar la complejidad del asunto sin oscilar hacia fórmulas simplificadoras.

    La palabra o expresión del 2024, según el Oxford English Dictionary, fue brain rot, que alude al deterioro cognitivo por consumo excesivo de contenido de baja calidad en internet. ¿Tendrá eso algo que ver con la creciente incapacidad de discriminación crítica que, según algunos autores, impide distinguir la verdad de la mentira, lo relevante de lo banal, lo esencial de lo frívolo?
    Tiene muchísimo que ver. Hay una lógica de precariedad que alimenta nuestro mundo mediado por pantallas y que nos pasa tan desapercibida que inquieta. El exceso que caracteriza la red es hoy mayoritariamente ruido. Así como se nos hace más accesible la comida rápida y de mala calidad, conectados se consume también de manera rápida y excesiva, superficialmente. Hemos perdido los tiempos de extrañamiento necesarios para preguntarnos por las cosas, esas sombras necesarias —que suelen venir del trabajo humanístico— para hacer el mundo pensativo por nosotros mismos, sin delegarlo todo en el buscador, en la IA o en quien acumula los números más altos. El deterioro cognitivo es un efecto concreto que alerta de unas inercias preocupantes. Ante ellas, urge frenar y desviarse, desconectar, recuperar vínculos comunitarios, mundo material, recobrar o comenzar a pensar/hacer con valor y sentido.

    ¿Cuál es hoy, a su juicio, el centro de nuestro malestar en la cultura?
    Freud ya apuntaba a la contradicción implícita de culpar (a la cultura) de la ansiedad que sufrimos, cuando ella misma también nos proporciona avances que nos ayudan a afrontar sufrimientos y limitaciones que, en otro tiempo, nos habrían matado. En su análisis, diferenciaba entre el sufrimiento proveniente de la naturaleza o de nuestro propio cuerpo, del que venía de la forma en que se regulaban las relaciones humanas. Pienso que el grado de sofisticación que la humanidad ha adquirido, asociado al avance de la racionalidad técnica y al poder que hoy tienen las tecnologías vigentes y en proceso, han despertado desde hace décadas una suerte de esperanzas y expectativas de emancipación y mejora social que vienen ahora acompañadas de frustración y malestar. No es trivial el desasosiego generado por la deriva de estas tecnologías, por el efecto de las formas en las que vivimos, por cómo la información se nos hace ruido y nos sepulta, por cómo la aceleración productiva calienta y enferma el planeta, pero también, muy especialmente, porque quienes están rentabilizando los cambios tecnológicos son los que ya acumulaban más poder y riqueza. De forma que, bajo una panorámica general, sentimos que el mundo no es mejor que antes.

    Ante eso, ¿qué hacer?
    Mi sensación es que esta conciencia no tiene por qué ser negativa y paralizadora, sino impulso para probar y experimentar cambios, alianzas y refuerzos comunitarios, crítica, imaginación, especulación, fortalecimiento de la cultura material y desconectada, justo esas prácticas y modos que caracterizan nuestro trabajo creativo y cultural.

     


    El informe: trabajo intelectual y tristeza burocrática, Remedios Zafra, Anagrama, 2024, 208 páginas, $24.000.

  69. Algo ominoso entre los pensamientos y las cosas

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    El Roberto Merino al que leemos en este nuevo libro, Diario de hospital (120 páginas escritas entre el 4 de diciembre de 1994 y el 17 de enero de 1995), toma, como es natural en los diarios de vida, distintas formas: la del desganado, la del melancólico, la del observador de pensamientos y costumbres, y hasta la del crítico literario. Pero una prevalece: la del exasperado, un sujeto que hace de la irritación y la anotación suspicaz o irónica un modo de sobrevivencia.

    La compañía me tiene los nervios destruidos”, anota Merino en mitad de su convalecencia en pabellones compartidos. Es clave algo que dice en la brevísima nota inicial: que este diario no lo pensó como un libro, sino “como una solución personal ante una circunstancia de mucha incertidumbre”.

    La forma e incluso la posibilidad misma de continuar o no en este mundo, con apenas poco más de 30 años, dependen del resultado de un trasplante al que es sometido (el otro riñón del donante —“alguien que murió la tarde de ayer”— lo recibirá el argentino de buen trato de la cama de al lado).

    Suspicacia y agudeza parecen ser los bastones que le permiten al diarista mantenerse de pie, aunque acostado, en este trance donde acecha el desquicio. Un desquicio compuesto de personajes agotadores, médicos más o menos soportables, un régimen alimenticio deprimente, calor santiaguino de verano, visitas no siempre atinadas y, como dice el propio autor, el “horizonte brumos de espera, melancolía hospitalaria”. En ese estado, asediado por dolores y medicamentos pesados e invadido por rutinas de enfermería que denigran, se alza lo que podría pensarse como el motor primero de estas páginas: “Algo ominoso que se me aloja entre los pensamientos y las cosas”.

    Sin esperanza ciega en las palabras, Merino se aferra a ellas para enfrentar, registrar y, en una de esas, conjurar en parte esa placa, ese vidrio mental opaco, abismante.

    La realidad, internado en un hospital en una situación así, tiene más de hostilidad que de hospitalidad. En su intención de “no perder el estado vigilante”, los pensamientos hacen ronda constante y se presentan bajo varias formas. Un autoexamen fisiológico donde aparecen expuestos sin remilgos testículos descascarados, por ejemplo. Una crítica a la infantilización del enfermo. “Un catálogo intensivo de personas que pasan por aquí”: desde una guagua hasta viejos en sus últimos estertores prostáticos, dementes varios, degenerados, visitas freaks y curas y huasos macucos que en sus conversaciones y comportamiento dejan ver una chilenidad deslizada en escenas fugaces, pero duraderas: algo grotesco e inasible a la vez, que el autor consigna con maña.

    Tan protagonista de este diario como ese resistir mental lo es el cuerpo, el propio y los circundantes. Esto puede no ser novedad para un lector del Merino narrador; es cosa de recordar, por ejemplo, aquella preciosa crónica del hombre-rana, donde se describe largamente la afición por las duchas largas y el agua corriendo cuerpo abajo. Pero acá no es el goce lo que marca las descripciones, sino más bien la contrariedad: “El cuerpo es mayoritariamente una asquerosidad miserable”, dice el autor, quien sucesivamente consigna cómo en la pieza de al lado a un tipo le sacan “una chata con mierda: emanación tibia y nauseabunda”, y otro “exhibe el poto y los viejos testículos”, mientras circulan bolsas de orina, gritos de dolor, sondas rectales, sonoros peos nocturnos y otras indelicadezas del diario morir.

    Tal como ese narrador final de Levrero, que también se vale de la forma del diario para narrarse, Merino hace de la ofuscación no un material para el reclamo, sino el cristal con que se mira y proyecta todo. (…) Humor, ironía, desate de un cierto energúmeno, pero también una sutil disposición a los afectos, las amistades y las buenas lecturas.

    Por supuesto, la vida internado no tiene únicamente momentos de exasperación y desprecio. Ahí dentro todo fluctúa, y en una página puede el autor declarar que “ya ni siquiera tengo ansiedad por salir”, para 12 horas después, esto es, tres páginas más adelante, anotar: “Solo me anima la idea de largarme de una vez”. La escritura oscila y pasa rápido de descripciones como las ya descritas a arranques enigmáticos de una prosa que pareciera elevarse de pronto para dejar caer unas especies de haikús camuflados: “Hay una luna entre gasas de nubes”, así como algunos acerados aforismos: “Siempre por debajo de las circunstancias, pero siempre dispuestos a arrasar con las circunstancias”.

    En tanto lector, este Merino es el que ya conocemos por sus ensayos y notas: lee lo que le concierne, lo cercano, pero acá lo hace con la radicalidad que da el tiempo contado. Es así como, al mismo tiempo que disfruta del viaje a Italia de Montaigne o de las memorias de Bioy —de quien celebra su “determinación de cuestiones no esenciales”—, alude con fastidio a las “tonteras tenebrosas” de Artaud o a un “muy empalagoso” libro de Paul Bowles.

    La exasperación, en tanto ira, enojo, molestia con el entorno, disposición social fóbica, abominación “del cotorreo perpetuo”, no es de todos modos una actitud de la que emanen puros malos humores. Al contrario, rinde cada tanto pasajes cómicos, como cuando describe la visita de un descriteriado excompañero de colegio o cuando cuenta que otro paciente, don Lucio, se revela en sus peroratas como un huelguista en potencia: “Le hubiera preguntado si tenía soluciones que ofrecer, pero solo quería que se callara”.

    Diario de hospital es un libro que permite varias relaciones y hasta insinúa algunas en sus páginas, desde La montaña mágica hasta Papelucho en la clínica, a las que cabría agregar el ciclo autobiográfico de Thomas Bernhard; “Tarde en el hospital”, de Pezoa Véliz, o el diario de agonía domiciliaria de Gonzalo Millán, entre otras. Pero quizás la primera relación, que en cierto modo podría considerarse tan casual —en el sentido de no tributaria— como esencial, es con la obra tardía de Mario Levrero. En especial con Diario de un canalla, La novela luminosa y algunas columnas de Irrupciones. Tal como ese narrador final de Levrero, que también se vale de la forma del diario para narrarse, Merino hace de la ofuscación no un material para el reclamo, sino el cristal con que se mira y proyecta todo. Es notable el modo en que Merino describe cómo enmienda, para mejor aprovechamiento, la composición de la bandejita paupérrima que le traen al desayuno, administrando —con la sabiduría con que Levrero preparaba yogur o exploraba el incipiente Windows— el quesillo y desmigando el pan para duplicar las dosis y untar la última con la mermelada sobrante. Humor, ironía, desate de un cierto energúmeno, pero también una sutil disposición a los afectos, las amistades y las buenas lecturas.

    Y a las buenas historias, porque incluso en lo fragmentario de un libro así, estas tienen ágil cabida, no como esos sueños que nadie quiere oír, sino como esos cuentos que nadie quiere perderse. Menciono uno escalofriante, el de Aceituno, un oriundo de La Araucanía que trabajaba en una pastelería de Vitacura, grato ambiente laboral que un día se ve perturbado porque el jefe del local se enamora de una exvedete que venía de un romance con un agente de la CNI. Por eso empiezan a merodear por el local oscuros sapos, hasta que una madrugada el jefe aparece muerto en un terreno baldío (otro huaso hospitalizado testimonia al paso cómo, fondeado tras una empalizada, presenció el fusilamiento de tres hombres en un puente en 1973).

    La incertidumbre es el clima del alma, decía el filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila, pero en estas páginas la incertidumbre concreta de no saber si se saldrá, ni cómo ni cuándo, “lo que dobla finalmente es el espinazo”. En ese estado, se abren pasajes de desaliento y aire infernal, y a la vez una prosa de altura: “Espacios vidriados que nunca se supo para qué fueron concebidos, reminiscencias de cápsulas espaciales. Un camino-pasillo azul conduce al subterráneo de medicina nuclear. Adentro es pálido como el aliento del demonio, plomo además y sombrío”. Considerando todo esto, y que, tal como el duelo, la convalecencia es circular, es natural que el fantasma de la sinrazón comience a pedir cancha, de lo cual el diarista no es inconsciente: “Me atemoriza quedar solo conmigo mismo mucho rato: ¿Y si esa voz en mi cabeza que todo el tiempo funciona con autonomía lograra una verdadera autonomía?”.

    Al final del libro, en una fuga sorprendente que es también una llegada familiar y misteriosa desde el pasado remoto, las palabras permiten distinguir lo que podría ser un mal sueño cualquiera de las pesadillas reales y perdurables, como este “túnel del tiempo y sus sistemas de succión” en que al autor le tocara adentrarse y a nosotros, ahora, también.

     


    Diario de hospital, Roberto Merino, Ediciones UDP, 2024, 128 páginas. $15.000.

  70. Guillermo Castro

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    Tras su paso por la Escuela de Bellas Artes, Guillermo Castro Iturriaga (Talca, 1908 – Santiago, 1991) se dedicó a la pintura y luego a la escultura, dos artes en las que realizó obras de un alto nivel. En busca de nuevas formas de expresión, hacia 1940 comenzó a explorar la fotografía, especialidad a la que se dedicó por completo desde 1946. Se formó de manera autodidacta y experimentó con toda clase de soportes y variadas composiciones, transparencias y juegos de luces. Además de otras muestras individuales, participó en la XIX Exposición Internacional de Foto Cine Club (Santiago, 1955), en cuyo catálogo se reprodujo una de sus fotografías, la única de un chileno. Era de naturaleza modesta y nunca le interesó el reconocimiento de la crítica, pese a lo cual fue admirado por sus pares, como Jorge Opazo, Bob Borowicz y, sobre todo, el joven Sergio Queco Larraín.

    Parque sin identificar, Santiago, hacia 1950.

    Estadio Nacional, Santiago, hacia 1950.

    Calle Zenteno, Santiago, hacia 1950.

    Parque Cousiño, Santiago, hacia 1950.
  71. El último despertar de Žižek

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    Después de ensayar todas las fórmulas del pesimismo, Slavoj Žižek cree haber comprendido por qué somos incapaces de torcer un rumbo que, según le parece evidente, nos aproxima a la catástrofe (guerras globales, colapso ecológico, caos económico y social). El problema sería este: no existe el momento justo para declarar la emergencia. En cuanto deja de ser demasiado pronto, ya es demasiado tarde. De ahí que la pregunta solo pueda contestarse en retrospectiva, cuando el desastre ya se consumó: ¿Qué podríamos haber hecho para evitarlo?

    Esta es la paradoja en que se inspira Demasiado tarde para despertar, ensayo cuyo título no pretende constatar un hecho, sino adelantarnos a él. Contemplar nuestro presente como el pasado de una catástrofe ya inevitable, para así anticipar la pregunta que será inútil hacernos después. El pesimismo, eso sí, no puede dar lugar a fisuras: solo si realmente creemos que “la catástrofe ya ha ocurrido, que ya han pasado cinco minutos de la hora cero”, pensaremos con realismo sobre lo poco o mucho que podíamos hacer. Y quizás haya tiempo de hacerlo.

    Escrito en 2023, cuando la tensión bélica aún no se desplazaba a Medio Oriente, el foco del libro está en la guerra de Ucrania. Luego de afirmar que “no se puede ser de izquierdas si no se apoya inequívocamente a Ucrania”, Žižek se aboca a dilucidar —la pluma siempre ágil, la neurosis siempre fértil— lo que hay detrás de la agresión rusa. Se sirve para ello de numerosas declaraciones de Putin, de sus asesores y de sus ideólogos, evidenciando que sigue de cerca los debates internos de ese país. Extrae dos grandes conclusiones: 1) la agresión “es contra el orden liberal-democrático occidental en su conjunto”, y 2) su núcleo ideológico —nacionalista y etnicista— promueve una visión integral de la globalización cuyo horizonte último es la guerra.

    Nada de esto entenderían los pacifistas europeos que, obsesionados con no “provocar la ira de Putin”, repiten “como cacatúas” su argumento de que la OTAN lo obligó a defenderse. “Hoy, no provocar a Rusia significa rendirse”, replica Žižek. Porque más que un territorio, lo que está en definición son las reglas del futuro: ¿Se aceptará que las grandes potencias, en aras de la estabilidad mundial, arrasen con la autonomía de las naciones pequeñas? ¿Será legítimo, desde ahora, que un régimen se declare obligado a librar “una brutal guerra colonial”? Entre refutaciones a Habermas y a Roger Waters, el autor sostiene que “los pacifistas, desde Chomsky hasta Peterson, pasando por Varoufakis, son las figuras más despreciables de nuestro espacio público actual”. Incluso, el viejo libreto de la Realpolitik resultaría ahora demasiado ingenuo, pues “ya no se puede confiar en su presuposición básica (que la otra parte, el enemigo, también aspira a un acuerdo pragmático)”.

    Desde Estados Unidos, además, avanza una borrasca paralela: la derecha reencantada con el puritanismo, y que ve en la cruzada rusa una defensa de la civilización cristiana contra una nueva forma de “degeneración comunista” que intenta destruir sus cimientos. Žižek confiesa una cierta repulsión por Dostoievski, responsable del mito que opone la espiritualidad colectiva rusa al individualismo hedonista de Occidente. Como buen dialéctico, teme la síntesis: “Si la ‘revuelta cristiana’ occidental y la postura antieuropea rusa se unen en una sola, nos enfrentaremos a una catástrofe sociopolítica global con implicaciones inimaginables”.

    En rigor, Žižek busca en esta guerra lo mismo que antes buscó —con poca suerte— en la pandemia: el gran cisma que restituya en clave global los antagonismos de clase, velados por la globalización neoliberal y trocados en conflictos sucedáneos, sea entre naciones, etnias, religiones o sexos. Esta es, hace mucho tiempo, la agenda de su filosofía política. Lo que ha hecho ahora es llegar a ese argumento por un camino más largo y, en cierto modo, más astuto, pues le permite proponer una alianza con la tradición liberal. En efecto, si la incertidumbre planetaria traerá consigo el nacionalismo y el integrismo, así como despiadadas estrategias de sobrevivencia, quienes afirman la libertad y la diversidad habrán de converger en torno al único valor que podría distinguirlos: el universalismo. Marxistas y liberales, con esto, no harían más que desempolvar lo mejor de sus tradiciones.

    Žižek se aboca a dilucidar —la pluma siempre ágil, la neurosis siempre fértil— lo que hay detrás de la agresión rusa. Se sirve para ello de numerosas declaraciones de Putin, de sus asesores y de sus ideólogos, evidenciando que sigue de cerca los debates internos de ese país. Extrae dos grandes conclusiones: 1) la agresión ‘es contra el orden liberal-democrático occidental en su conjunto’, y 2) su núcleo ideológico —nacionalista y etnicista— promueve una visión integral de la globalización cuyo horizonte último es la guerra.

    Este ánimo de armisticio lleva a Žižek a valorar, por ejemplo, uno de los rasgos que más ha denostado del Occidente liberal: su hipocresía. Y es que Occidente, al menos, “viola las normas que proclama, y de este modo se abre a la crítica”. En cambio, “Rusia ofrece un mundo sin hipocresía, porque carece de normas éticas globales”. Enfrentados a Putin y Trump, “compinches en la vulgaridad”, es tiempo de reparar en que la forma de la hipocresía “nunca es solo una forma, nos obliga a hacer que el contenido sea menos brutal”.

    Pero el capitalismo occidental no solo es hipócrita: también es melancólico. He ahí, cree Žižek, el verdadero punto débil que el enemigo conoce. La apatía de sociedades que, libradas a una “hiperactividad permanente”, ahogan la potencia del deseo en el “ritmo enloquecido del cambio continuo”. Todo arresto de heroísmo, toda disposición al sacrificio, quedan así relegados a la violencia de los sectarios, capaces de proveer un “fundamento de la vida” (y del Estado) a través de la lucha contra una amenaza externa. Tanto es así, piensa el autor, que la resistencia heroica de los ucranianos ha resultado incómoda para Europa, cuyo anhelo genuino, inconfesable, era negociar con Putin después de un desenlace expedito.

    Si Occidente quiere “ganar esta guerra ideológica”, entonces, necesita encontrar su propio horizonte de “movilización”. Y si, además, quiere imponerse en la disputa geopolítica, tal horizonte no puede ser “la defensa de Europa”. Llegamos al punto en que al liberalismo le toca ceder: para mostrarle al mundo que su lucha es por la libertad de todos, por la cooperación urgente, Occidente tendrá que ofrecer un modelo de globalización muy distinto al actual, orientado hacia formas de vida que no descansen en la explotación ecológica y económica, ni en la “subjetividad de safari” con que Europa observa hoy las calamidades que no alcanzan sus fronteras.

    Sin embargo, más allá de unas alusiones al “neofeudalismo” de Mark Zuckerberg y Jeff Bezos, nada se dice en este libro sobre capital y trabajo. Žižek parece haber asumido que reflexionar al respecto es una pérdida de tiempo si la izquierda no entiende primero que su política emancipadora “no puede fundarse en un sentido de pertenencia”, tal como la solidaridad no puede circunscribirse a “una comunidad afectiva”. En el capítulo que dedica a la cultura woke (cuyas prácticas represivas, asegura, no están retrocediendo en la vida académica y cultural, sino normalizándose), el filósofo se encuentra con su némesis: “Está horrorizado por el calentamiento global y por la guerra en Ucrania, lucha contra el sexismo y el racismo, exige un cambio social radical, y todo el mundo está invitado a unirse, a participar en el gran sentimiento de solidaridad global, lo que significa: no se te exige que cambies tu vida, puedes seguir con tu carrera, eres despiadadamente competitivo, pero estás en el lado correcto”.

    La conclusión es, desde luego, pesimista: no evitaremos la catástrofe si no se impone la cooperación, ni se impondrá la cooperación mientras no emerja un horizonte común para quienes padecen “la opresión y la dominación al interior de cada cultura”. Ciertamente nos asalta la apatía al tratar de concebir esto último. Žižek cifra su remanente de esperanza en un provocativo “comunismo de guerra”, como llama a los estados de emergencia que nos esperan, caracterizados por decisiones audaces “que tendrán que violar no solo las reglas habituales del mercado, sino también las reglas establecidas de la democracia (aplicar medidas y limitar las libertades sin la aprobación democrática)”. Vale la pena tomar nota de la provocación. Porque despertar a tiempo —para Žižek, pero no solo para él— se trata cada vez más de no seguir escamoteando este problema: “La democracia parlamentaria multipartidista no es lo bastante eficaz para hacer frente a las crisis que nos acosan”.

     


    Demasiado tarde para despertar. ¿Qué nos espera cuando no hay futuro?, Slavoj Žižek. Anagrama, 2024, 217 páginas, $26.000.

  72. Sobre las cosas que llegan a su fin

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    Durante una mesa de conversación, Geoff Dyer le preguntó a John Berger —eran buenos amigos— cómo había logrado escribir tantos libros en un período de tiempo tan largo. Berger le respondió: “Porque creía que cada libro sería el último”.

    Ese apremio de lo postrero parece revolotear sobre el más reciente, aunque probablemente no el último, de los libros de Dyer, Los últimos días de Roger Federer y otros finales. A pesar de su título, el tenista suizo aparece de manera escasa e intermitente. Al igual que en su libro sobre D. H. Lawrence, Por pura rabia (1997), que se trataba menos de Lawrence que de no poder escribir sobre él, este libro de Dyer no se trata ni de los últimos (ni de los anteriores) días de Federer; algo habla del tenista —de hecho, hay algunos análisis minuciosos de ciertas jugadas—, pero la atención está, más bien, en los “otros finales”. Su asunto, dice, son “las cosas que llegan a su fin, las últimas obras de los artistas, el tiempo que se agota”.

    Nacido en Gran Bretaña en una familia obrera en 1958, residente en los Estados Unidos desde hace años, Dyer ha echado en la coctelera de su obra, en distintas proporciones, ficción, crítica, biografías, ensayos, agregando todo lo que le llame la atención, ya sea el jazz, la guerra, la fotografía, el cine ruso o el estadounidense, las drogas o sus viajes por el mundo. Agítese bien, y servir con abundante ingenio.

    En esta fragmentada meditación sobre los finales, aborda un tema que parece fascinarle no solamente a él. “Cómo nos encanta la idea de lo último”, declara. “La última batalla (de Custer), el último vuelo (del Memphis Belle o del Concorde), las últimas cuatro canciones de Richard Strauss, el último… en realidad cualquier cosa: mohicano (Fenimore Cooper), de los justos (André Schwarz-Bart), septiembre (Elizabeth Bowen), magnate (Fitzgerald), cartas de Hav (Jan Morris), película (Larry McMurtry), Record Album (Little Feat), días de la música disco (Whit Stillman), año en Marienbad (Alain Resnais), recurso (Pawel Pawlikowski), emperador o tango en París (ambas de Bertolucci)”.

    Sin embargo, tal vez no como obsesión, sino como recurso, escrutar finales se remonta a mucho tiempo antes. En su último año en la universidad, cuenta, sin saber qué podría hacer, presentó solicitudes de estudios de posgrado. “No porque quisiera emprender la larga, tediosa y absolutamente inútil tarea de un doctorado”, precisa, “sino como una forma de posponer la necesidad de iniciar una vida distinta a la de estudiante”. El único tema que se le ocurrió fue “cómo terminan las novelas”. No sabia si era un área muy investigada o poco investigada (él no fue mucho más allá de la proposición del tema) ni tenía teoría, expectativa o interés alguno en aportar al conocimiento; únicamente quería obtener una beca.

    Un asunto recurrente es la renuncia a un empeño, el abandono, incluido el de ciertos libros. De esta manera, nunca ha terminado de leer El hombre sin atributos de Musil, Los hermanos Karamazov de Dostoievski, Los embajadores de Henry James y la mayor parte de Faulkner y Proust. No pudo terminar las memorias de Hitchens, ni adentrarse siquiera en Una danza para la música del tiempo, de Anthony Powell.

    Si el interés juvenil estaba en el sustento (sin la necesidad de trabajar), pasadas algunas décadas —en las que se las ha arreglado para ganarse la vida sin trabajar demasiado o trabajando en lo que ha querido— su interés se basa en la constatación del envejecimiento, tanto del suyo como de muchos otros. “Leí en alguna parte”, apunta, “que W. H. Auden creía que siempre era la persona más joven de la sala (todo un logro dado el estado de ese rostro milenario) y, aunque no era una ilusión que pudiera compartir, nunca me sentí conscientemente viejo”. Pero con más de 65 años, una serie de dolencias físicas y un derrame cerebral leve hace una década, Dyer ya dejó de sentirse inconscientemente joven.

    De esa manera, en este libro pasa del recuento de sus diversos dolores corporales a inspeccionar la fase crepuscular o tardía de un conjunto de artistas. Brinca de los conciertos de Bob Dylan a las obras finales de Beethoven, el colapso de Nietzsche, o los últimos días de los escritores Jack Kerouac o D.H. Lawrence, consumidos por el alcohol y la tuberculosis, respectivamente.

    Recuerda que Lawrence, por ejemplo, no podía caminar mucho sin quedar exhausto, que rápidamente va perdiendo deseo y peso. Lawrence lo lleva a Ruskin y este a J. M. W. Turner, cuyas últimas pinturas hacen que parezca que el paisaje se está disolviendo, calcinado por un fulgor (este cambio en el estilo de Turner, señala, puede haber tenido relación con las cataratas que desarrolló después de mirar fijamente el sol). Pero no solamente reconstruye los caminos que llevan al desastre, sino que un proyecto inverso podría documentar cómo el miedo a la ruina se proyecta al futuro. Así, pocas páginas después, está escribiendo sobre el cambio climático y las calles vacías por el Covid, lo que le trae a la memoria una actuación del grupo The Clash en Londres y cómo perdió el tren de regreso a Oxford, lo que da paso a una cavilación sobre los “últimos trenes” y luego a una sobre los últimos tragos en un pub. También puede llevarlo a las últimas palabras en una lectura de poesía (las más esperadas, según él, son que quedan pocos poemas por leer, aunque el libro está saturado de apreciaciones agudas sobre la poesía de Larkin, Milton, Wordsworth o Louise Glück).

    Los pensamientos de Dyer se desperdigan en distintas direcciones, con todo tipo de desvíos, en una mezcla caleidoscópica y azarosa. Una cosa lleva a la otra, un pensamiento a otro y así va tejiendo redes impredecibles y sorpresivas. Apunta sus ideas sobre la desaparición de los indios y la de los bisontes en Estados Unidos que, según él, están vinculadas (el cuadro El último bisonte, de Albert Bierstadt, como manifestación plástica) con el mismo ímpetu que constata su creciente aversión a un “cierto tono” pomposo al hablar, el nobelés, que ejemplifica con Czeslaw Milosz (no es el único), cultivado tanto por ganadores como no ganadores del Nobel, así como su decepción al leer sobre un arranque de ese tipo de solemnidad del entonces joven Nobel Albert Camus.

    El libro está marcado por el trasfondo de la pandemia. Hay una disquisición sobre cómo el Covid hizo imposible viajar, actividad central en la vida de Dyer. En lugar de viajes, entonces, tenemos recuerdos de campamentos escolares, de viejos festivales de música y el gran sucedáneo de los viajes: los recuerdos de viajes. Así, rememora una visita al festival Burning Man, un evento al que ha asistido repetidamente (todos los años, salvo dos, desde 1999 a 2005) y sobre el que ha escrito más de una vez. También recuerda alguno de sus muchos viajes a Turín, cuando, en una plaza, tropieza con una estatua ecuestre. En esta ciudad vivió Nietzsche en 1888 y allí tuvo lugar la famosa historia, probablemente apócrifa, de su derrumbe mental al defender a un caballo golpeado brutalmente. Contemplando la estatua, Dyer imagina reemplazarla con un monumento al filósofo y al caballo. A esta digresión de planificación urbana sigue una amplia discusión sobre el pensamiento de Nietzsche sobre el tiempo.

    Enciclopedia personal de finales, Dyer congrega aferramientos tardíos y partidas tempranas, retornos inesperados, largas formas de marchitarse, alejamientos anticipados, lentas difuminaciones. Todas formas distintas en que las cosas llegan a su fin.

    La imposibilidad de viajar ha impedido otras cosas a Dyer, como concretar su ambición, concebida al cumplir los 60 años, de no volver a comprar nunca más champú, pues prefiere robar las botellas en miniatura de los hoteles.

    Un asunto recurrente es la renuncia a un empeño, el abandono, incluido el de ciertos libros. De esta manera, nunca ha terminado de leer El hombre sin atributos de Musil, Los hermanos Karamazov de Dostoievski, Los embajadores de Henry James y la mayor parte de Faulkner y Proust. No pudo terminar las memorias de Hitchens, ni adentrarse siquiera en Una danza para la música del tiempo, de Anthony Powell. Admite los muchos grandes libros que nunca se animará a leer. Pero su erudición, a veces caprichosa, va unida a un compromiso intelectual que le permite entregar apasionadas recomendaciones que llevan, a veces, a descubrimientos, como, por ejemplo, el Diccionario biográfico del cine, de David Thomson que, según Dyer, es “el gran logro literario de nuestro tiempo”.

    La renuncia es más melancólica en su amplio tratamiento de artistas que resuelven “terminar”, porque les falta “la inspiración, la motivación, la ambición o la terquedad para continuar”. Dyer se pregunta qué pasa con esos escritores, pintores y compositores que, a cualquier edad, después de haber publicado un libro (o terminado algunos cuadros u obras musicales) dan por finalizada su labor porque decidieron que esa obra —buena o mala— era todo lo que tenían que decir. Hay veces, sin embargo, en que no hay tal renuncia, y el artista se difumina casi sin quererlo, por distintas circunstancias, que permiten redescubrirlo. Pero para tener un verdadero “regreso” es necesario haber desaparecido casi sin dejar rastro, como ocurrió con Jean Rhys, quien 27 años después de su novela anterior publicó Ancho mar de los Sargazos (1966), lo que permitió revalorar su obra anterior. También ocurre que el regreso es sin ninguna participación del escritor, redescubierto por una nueva generación de lectores: es el caso de Eve Babitz, cuyos libros estaban agotados y que vivía prácticamente recluida tras sufrir un terrible accidente en 1997.

    Gran parte de este nuevo libro de Dyer es una colección de observaciones y notas dispersas: cavilaciones sobre el sexo, el fracaso, el consumo de drogas —si ya no fuma tanto es porque ya no le causa placer (“la principal parte de mi cerebro que la marihuana ha dañado”, informa con tristeza, “es la parte que responde favorablemente a la marihuana”)—, las oportunidades perdidas, la eternidad, el papel higiénico, los primeros besos o los últimos recuerdos, en una cantera eventualmente inagotable. “Podría seguir escribiendo esto”, dice, “hasta que muera, hasta que me derrumbe con un gran golpe”. Cierra entonces con un poema de Louise Glück que concede que no hay un final perfecto: “De hecho, hay infinitos finales. / O tal vez, una vez que uno comienza, / solamente hay finales”.

    Enciclopedia personal de finales, Dyer congrega aferramientos tardíos y partidas tempranas, retornos inesperados, largas formas de marchitarse, alejamientos anticipados, lentas difuminaciones. Todas formas distintas en que las cosas llegan a su fin.

     


    Los últimos días de Roger Federer y otros finales, Geoff Dyer, Literatura Random House, 2023, 352 páginas, $31.000.

  73. La danza de la muerte

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    Es un hijo de los guetos de Chicago y, por lo mismo, un candidato a cumplir sentencia en prisión antes de llegar a la adultez. Desde la adolescencia escucha el llamado de la calle y se fuga de su casa una y otra vez, para probar suerte al margen de la ley. Delinque por necesidad, pero también por gusto, y nada lo aparta de esos callejones laterales, ni siquiera las heridas a bala que sufre a manos de la policía.

    Su nombre es George Jackson y pasó los últimos 10 años de su vida en distintas prisiones del Estado de California, la mayor parte del tiempo en confinamiento solitario, sentenciado por la participación en el robo a una bencinera. En esas circunstancias, practicaba durante horas artes marciales, encontraba la “redención” en el estudio de los teóricos marxistas y elaboraba su propio plan de acción revolucionario. Su proyecto intelectual contemplaba la metabolización de Marx, Engels, Trotsky, Mao, Fanon… y de todo lo relativo a la guerra de guerrillas en África, América Latina y Asia. Aislado en alas de máxima seguridad, sin poder abandonar la celda durante 23 horas al día, acosado por las autoridades penales y judiciales, solo le queda el consuelo de la lectura entendida no como evasión, sino como entrenamiento para la lucha revolucionaria. Incluso Jackson establece una relación de dependencia con los libros y de camaradería con sus autores. A veces les habla en voz alta, como si le hicieran compañía y la lectura fuera una forma de intercambio entre almas gemelas. Soy un extremista, eso decía Jackson de sí mismo, y esta identidad radical estaba inspirada en las páginas de los libros de sus maestros, que revisa con una mezcla de ánimo erudito y pasión por la acción.

    Jackson era una celebridad en el mundo del movimiento de las prisiones y los Panteras Negras lo reivindicaron como un héroe. En 1970, alentado por su abogada, se publicaron sus cartas escritas en la cárcel, y el libro se abrió paso con la fuerza de un tornado. La prensa lo recibió como si se tratara de una bomba cargada con toda la furia acumulada por siglos de esclavitud y racismo. Se vendieron más de un millón de ejemplares en solo 12 meses y las ofertas de traducciones no se hicieron esperar. Presidiarios de todo Estados Unidos se abalanzaron sobre sus páginas. Hombres y mujeres confinados se pasaban el volumen de mano en mano, y lo comentaban con la convicción de haber encontrado las palabras adecuadas para expresar lo que vivían como comunidad oprimida. No se trataba únicamente del despliegue cotidiano de argumentos convincentes o de un lenguaje sin dobleces, sino de la exhibición de una fuerza vital arrolladora, que prefería la intensidad del presente combativo al futuro del negro sometido y longevo, una fuerza que se había liberado de la llamada neo-esclavitud por el solo hecho de perderle el miedo a la muerte. En lugar de quebrar el espíritu de Jackson, la prisión lo había fortalecido, y estas cartas son el testimonio de esa proeza. El escritor francés Jean Genet, compañero de ruta de los Panteras Negras y autor del prólogo de Soledad Brother. The Prison Letters of George Jackson, calificó su escritura como un “sobrecogedor poema de amor y de combate”, lava ardiente que dejaba atrás el lamento del blues en beneficio de una andanada de cólera lúcida, capaz de extirpar el conformismo político de los afroamericanos y propagar el pánico en los sectores dirigentes.

    En 1972 se publicó otro libro de Jackson, esta vez póstumo: Blood in My Eye. También lo escribió en prisión; lo terminó días antes de ser asesinado en San Quintín por un guardia que se sabía amparado en un sistema judicial que, cuando se trata de negros acribillados por blancos, no escatima la calificación de “homicidio justificado”. Blood in My Eye expresa devoción por la guerrilla urbana como método de liberación. Es un libro con pintura de guerra, que conversa con los camaradas de las luchas de emancipación en África, Asia y América Latina. El Che Guevara se contó entre sus ídolos: en su figura se conjugaba la vocación del guerrillero con la ambición transnacional y nómade de la revolución.

    Blood in My Eye es una ceremonia del culto a la violencia, una coreografía de ideas y acciones apropiadas a una encrucijada —piensa Jackson— en la que todo, salvo el lenguaje de las armas y el abrazo a la muerte, es parsimonia reformista, resignación, cobardía. Por eso es un texto explosivo. Un explosivo preparado con sumo cuidado en la soledad de una celda diminuta, donde se avizoraba la epifanía de la revolución llameando en muros descascarados y el panorama de un país transformado por la guerra en una ‘vasta tierra baldía’.

    Blood in My Eye es una ceremonia del culto a la violencia, una coreografía de ideas y acciones apropiadas a una encrucijada —piensa Jackson— en la que todo, salvo el lenguaje de las armas y el abrazo a la muerte, es parsimonia reformista, resignación, cobardía. Por eso es un texto explosivo. Un explosivo preparado con sumo cuidado en la soledad de una celda diminuta, donde se avizoraba la epifanía de la revolución llameando en muros descascarados y el panorama de un país transformado por la guerra en una “vasta tierra baldía”. Casi en el umbral de Blood in My Eye, como una advertencia a quienes estaban dispuestos a aventurarse en sus páginas, Jackson inscribe estas palabras: “Debemos aceptar la eventualidad de poner de rodillas a Estados Unidos; aceptar el cierre de zonas críticas de la ciudad con alambre de espino, vehículos blindados de transporte de cerdos cruzando las calles, soldados por todas partes, ametralladoras apuntando a la altura del estómago, humo negro enroscándose en el cielo a la luz del día, olor a pólvora, registros casa por casa, puertas derribadas a patadas, la normalidad de la muerte”.

    Jackson se concibe a sí mismo como un obrero del “socialismo científico”, que proclama la llegada del “perfecto desorden” en sustitución de la consigna “ley y orden”. La revolución que alienta no es impulsiva; la rabia la impulsa, pero sin enceguecerla. La revolución necesita conducción y disciplina, y articulación entre la guerrilla clandestina y un frente político —sus ojos están puestos en los Panteras Negras— con la misión de organizar las fuerzas del gueto, hacer exhibición de su poder colectivo y aliviar la miseria de sus habitantes sin perder de vista la urgencia de sublevar sus conciencias.

    Sin camuflaje, Jackson plantea estrategias y tácticas para activar un circuito de violencia revolucionaria que no le teme a la guerra civil, e incluso piensa esa guerra civil como una conflagración de alcances universales, como un purificador baño de sangre consumado en medio de tumbas cavadas a la carrera, y aun así con alegría, con exaltación, porque ha llegado el tiempo de los revolucionarios de las junglas de hormigón llenas de pasarelas que conectan los techos de los edificios y de “retorcidas calles laterales”.

    ¿Qué hacer cuando caigan abatidos los primeros camaradas de la guerrilla urbana en Chicago o Los Angeles?

    Jackson escribe: “Recogemos los cuerpos, los limpiamos, los besamos y sonreímos. Sus funerales deben ser de gala, con vino casero y música revolucionaria para bailar la danza de la muerte. Solo deberíamos estar tristes por haber tardado tantas generaciones” en producir este tipo de combatientes.

    Profeta de la revolución, enemigo sin contemplaciones de los capitalistas, Jackson traza un panorama desolador del futuro inmediato —los años 70—, pero en el dolor de sus hermanos y hermanas abriga la esperanza. Atacar a las fuerzas del orden, a los “cerdos”, desatará oleadas de represión. Los lamentos están de más en ese contexto. Esa ferocidad por parte del Estado es bienvenida: en el padecimiento de esa violencia reside la posibilidad de radicalizar a las masas y cuadrarlas detrás de la vanguardia revolucionaria. La victoria en la guerra de clases y racial contempla una temporada en el infierno, y por eso Jackson anticipa la necesidad de aprender a infiltrarse en todos los recodos del sistema capitalista y de poner en ejercicio formas interconectadas de resistencia: trampas con explosivos, fusiles y pistolas con silenciador, destrucción de infraestructura, refugios para operaciones clandestinas, túneles secretos y el arte del forajido lumpen, que sabe cómo moverse sin dejar rastros en el sistema de alcantarillado de las grandes ciudades.

  74. Wittgenstein existencial

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    Hace rato es consenso: en el mundo anglosajón, sobre todo en Estados Unidos, hoy se lee a Wittgenstein harto menos que antes. El diagnóstico podría sorprender, ya que por esos lares campea hace un siglo la filosofía analítica, de la cual el pensador austríaco fue, junto con Russell y Frege, uno de sus fundadores. Pero, en el fondo, no sorprende tanto. A diferencia del típico filósofo analítico, Wittgenstein no siente admiración por las ciencias empíricas, concibe la filosofía como “trabajo en uno mismo” y mira la academia con recelo; descree de la teorización filosófica y concede mayor importancia al oficio de describir que a los de argumentar y explicar; es crítico, al menos en su fase tardía, de un ideal de exactitud asociado a la lógica formal y escribe de un modo asistemático; considera, en fin, que sus ideas nunca serán entendidas si no se toma en serio su condición de melómano, y llega a sostener que “se debería poetizar la filosofía”. Para quienes pensamos que diferencias como estas no vuelven a Wittgenstein un autor menos interesante, sino todo lo contrario, el hecho de que hoy se lo estudie menos en lugares donde decir “filosofía” casi equivale a decir “filosofía analítica” no necesariamente implica una mala noticia.

    En cosas como estas podría uno pensar después de leer Wittgenstein y el sentido tácito de las cosas, del escritor Mike Wilson. La razón es que el Wittgenstein de este libro difiere notoriamente de aquel que podría interesar a un analítico. De un “Wittgenstein existencial” nos habla Wilson, rúbrica que sorprende y provoca. ¿Cómo justificar su lectura de un filósofo asociado a temas como el lenguaje, la mente, el conocimiento o la lógica? Pero, ante todo, ¿cómo entenderla?

    El asunto quizá tenga que ver con la repetición de una cita. La única referencia a Wittgenstein que figura dos veces en el libro de Wilson es el aforismo 6.44 del Tractatus logico-philosophicus: “No cómo sea el mundo es lo místico, sino que sea”. Importa despejar un probable malentendido: la expresión alemana das Mystische (lo místico) no se restringe a fenómenos de índole religiosa, sino que tiene un alcance mucho más amplio; temas místicos equivalen aquí a temas existenciales, cuestiones como el sentido de la vida, la muerte, la contemplación del mundo como un todo limitado o el ámbito de los valores, tan distinto al de los hechos. La cita, y de ahí su relevancia, permite identificar que la preocupación más profunda de Wittgenstein estaba dirigida justamente a lo místico. Cómo sea el mundo tiene sin cuidado al Wittgenstein existencial, eso es asunto de la ciencia. En cambio, el hecho de que el mundo sea, la existencia desnuda, se vuelve su centro gravitacional. Más tarde describirá el asombro que siente frente a la existencia del mundo como “mi experiencia par excellence”. “Qué extraordinario que las cosas existan”, exclama como quien sale de un pasmo. El mismo pasmo que ha marcado la vida de Wilson, como lo sugiere el prefacio del libro.

    ¿Qué decir sobre esta decisiva experiencia vital? ¿Qué hacer con este asombro originario? En torno a estas preguntas giran los tres capítulos centrales de Wittgenstein y el sentido tácito de las cosas, deteniéndose, respectivamente, en tres textos cruciales del filósofo.

    El objetivo del ya referido Tractatus es trazar los límites del lenguaje humano y Wilson se vale de una estupenda analogía para ilustrarlo. Es, nos dice, como si una persona, encerrada dentro de una habitación oscura, fuera tanteando una a una las paredes hasta lograr fijar los límites de la habitación. Similar es la tarea del “primer Wittgenstein”: los límites del lenguaje, que son, a la vez, los límites del mundo, solo pueden ser establecidos desde adentro, en el lenguaje. Todo lo que está fuera del cuarto viene a ser, análogamente, lo que está fuera del mundo y nunca podrá ser aprehendido por nuestro limitado lenguaje. “Lo que yace fuera de los ‘muros’ del mundo —escribe Wilson— no es expresable, no es pensamiento y, por ende, no es conocimiento”. Las inquietudes místicas o existenciales quedan irremediablemente fuera del ámbito de lo decible y cognoscible; algo que la filosofía tradicional parece no entender, en su porfiado intento de ofrecer respuestas ahí donde la mera formulación de preguntas constituye un paso en falso. Lo místico resulta ser lo inefable. “De lo que no se puede hablar hay que callar”.

    Tres citas que conversan bien: ‘Mi vida muestra que sé, o estoy seguro, que allí hay una silla, una puerta, etc.’ (Wittgenstein); ‘Confirmamos la verdad y la certeza de un hacha al hachar’ (Wilson); ‘En el principio era la acción’ (Goethe). En Sobre la certeza, el autor austríaco denuncia la confusión que es común al filósofo tradicional y al escéptico: el primero afirma y el segundo niega un último fundamento epistémico. La filosofía de Wittgenstein, en fin, se mantiene terapéutica hasta el final; lo suyo es ‘deshacer nudos’, ‘remover malentendidos’. Acaso debamos aceptar que ‘nuestra enfermedad es la de querer explicarlo todo’.

    Lo anterior es compatible con un radical cambio de actitud. Wittgenstein: “La solución del problema de la vida se nota en la desaparición de ese problema”. Pero no desaparece, como querría algún positivista, el problema existencial sin más, sino solo en cuanto objeto de articulación lingüística y cognoscitiva. Es la comprensión epistémica del enigma de la vida la que importa dejar atrás; la experiencia misma de lo enigmático, aunque inefable, continúa ahí, latente. El cambio de actitud consiste en vivir de un modo que ponga de manifiesto la aceptación de nuestra ignorancia existencial. Wilson: “Las respuestas a estos enigmas no se representan, se viven; esta transformación (…) hace del mundo un lugar libre de la angustia existencial, sin necesidad de alterar sus contenidos”. Y de nuevo Wittgenstein: “El enigma no existe”. En cuanto problema teórico, insistamos.

    La dimensión existencial del pensamiento wittgensteineano no se restringe a su primer período, y haberlo puesto de relieve es uno de los méritos de Wilson. Según la visión del lenguaje que toma forma en la segunda etapa, la de Investigaciones filosóficas, una multiplicidad de juegos de lenguaje acredita el nexo indisoluble entre palabra y acción: el uso lingüístico se halla “entretejido” con las prácticas cotidianas de una determinada cultura, desde ocupar la locomoción colectiva hasta participar en un funeral. Bien lejos de la imagen tractariana del lenguaje y más cercano a un enfoque pragmatista, este “segundo Wittgenstein” llega a sostener que “imaginar un lenguaje es imaginar una forma de vida”.

    Con todo, Wilson muestra que sigue siendo un filósofo existencial: “Aunque las posturas sobre la naturaleza del lenguaje (…) son claramente opuestas, la preocupación fundamental es la misma: cómo liberarse del agobio provocado por las preguntas existenciales”. En efecto, los problemas relativos al lenguaje, la mente y la filosofía misma que se discuten en las Investigaciones significan para su autor cualquier cosa, menos pasatiempos intelectuales. Le intranquilizan, los padece: “La falta de claridad filosófica es un tormento”, declara. En términos metodológicos, la filosofía se vuelve ahora una paciente descripción de usos lingüísticos cuyo fin es mostrar que los embrollos filosóficos surgen cuando se desatiende nuestro modo efectivo de hablar. En suma, cambian posiciones y estrategias. Lo que no cambia es el anhelo profundo de un filósofo: “Paz en los pensamientos”, lo llama.

    Algo similar vale para un “tercer Wittgenstein”, que se ocupa de nuestras certezas más elementales: los cuerpos sólidos no desaparecen de repente, la Tierra existía antes de que naciéramos, y así. Sin ser ellas mismas de índole epistémica, dichas certezas posibilitan el conocimiento no menos que la duda. Tres citas que conversan bien: “Mi vida muestra que sé, o estoy seguro, que allí hay una silla, una puerta, etc.” (Wittgenstein); “Confirmamos la verdad y la certeza de un hacha al hachar” (Wilson); “En el principio era la acción” (Goethe). En Sobre la certeza, el autor austríaco denuncia la confusión que es común al filósofo tradicional y al escéptico: el primero afirma y el segundo niega un último fundamento epistémico. La filosofía de Wittgenstein, en fin, se mantiene terapéutica hasta el final; lo suyo es “deshacer nudos”, “remover malentendidos”. Acaso debamos aceptar que “nuestra enfermedad es la de querer explicarlo todo”.

    No quisiera guardarme la impresión de que Wilson es un escritor profundamente wittgensteineano. Leo su novela Ciencias ocultas y no puedo sino recordar la vocación descriptiva del segundo y el tercer Wittgenstein. O aquello de que a menudo no podemos decir cosas importantes, pero sí mostrarlas. Tampoco me guardo unos versos de Alberto Caeiro: “El mundo no se ha hecho para pensar en él / (pensar es estar enfermo de los ojos), / sino para mirarlo y estar de acuerdo”.

     


    Wittgenstein y el sentido tácito de las cosas, Mike Wilson, Ediciones UDP, 2024, 120 páginas, $15.500.

  75. Mon Laferte y la patrulla del arte

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    Mon Laferte es cantante, no pintora, exclaman. Y peor aún, además de cantante es famosa. Por eso, la muestra de sus pinturas en el Parque Cultural de Valparaíso ha generado tanto ruido. Se dice, en las redes y en las reuniones, que no expone por su talento como artista, sino por su trayectoria en la música. Este parece ser el punto más difícil de digerir para algunos: el espacio que hoy ocupa se lo debe, en parte, a su éxito.

    Muchos años atrás, con un poeta-editor, armábamos una lista de nombres de poetas que pudieran ser parte de una antología. Propuse incluir a un autor que, además de escribir poesía, organiza eventos escriturales o lecturas. Mi colega poeta-editor (o solo poeta, quizás, debería decir) se negó a incluirlo diciendo: “No, ese es un gestor cultural”. Desde mi punto de vista, ese “gestor cultural” había escrito un libro de poesía que me parecía importantísimo. A partir de ese entonces, comencé a notar un cierto monoteísmo en la ideología de un grupo significativo de productores culturales locales, quienes creen que un creador pierde su legitimidad si incursiona en disciplinas distintas a la de su origen. Lo mismo aprecié en un taller de poesía al que asistí, donde un compañero se refería a quienes se atrevían a escribir poemas siendo pintores o músicos como artistas “multipatéticos”.

    En el caso de Mon Laferte, a un puñado de artistas y productores culturales les ha parecido inapropiado que ella se atreva a generar arte visual siendo música. A otros les ha parecido aún más terrible que ella haga uso de su fama para instalarse en espacios que, afirman, les pertenecen a artistas legitimados (por ellos mismos). Y mucho más terrible es que algunos de esos otros han sido desplazados de su “hábitat natural” por una recién venida o allegada que está tratando de robar los privilegios sobre los cuales solo unos elegidos tienen derecho. El artista Francisco Papas Fritas publicó recientemente un comentario en Instagram criticando a la pequeña burguesía del arte chileno, que defiende sus feudos a través de cartas y reclamos en los medios. Actúan como si los espacios culturales fueran de su propiedad, en lugar de bienes comunes abiertos a la comunidad.

    Algo que ha sido parte de la discusión solo de soslayo es la incumbencia de los espacios que han dado cabida a obras como las de Mon Laferte. Si su arte es tan deficiente como algunos afirman, ¿por qué estos espacios decidieron exhibirlo? La precarización de la cultura en Chile es un problema conocido por cualquiera que tenga un mínimo interés en el tema. Se abre entonces la discusión sobre cuál es el objetivo de estos espacios, sobre cuáles son los indicadores con los que deben cumplir para seguir recibiendo los aportes de las entidades a cargo, siempre cuestionados y sometidos a la burocracia estatal. El rol de un espacio cultural es estar abierto a la comunidad; pero no solo eso: tiene que generar audiencias y contacto con un público cada vez más esquivo. Presentar la obra de una artista como Laferte, una personalidad masiva no solo por la calidad de su producción musical sino también por lo que representa como mujer, como figura pública, ofrece la oportunidad de vincular a un público que posiblemente no visitaría un museo, la oportunidad de luego integrar ese espacio a su imaginario, a un cotidiano complementado por la aparición súbita de ese lugar.

    El rol de un espacio cultural es estar abierto a la comunidad; pero no solo eso: tiene que generar audiencias y contacto con un público cada vez más esquivo. Presentar la obra de una artista como Laferte, una personalidad masiva no solo por la calidad de su producción musical sino también por lo que representa como mujer, como figura pública, ofrece la oportunidad de vincular a un público que posiblemente no visitaría un museo, la oportunidad de luego integrar ese espacio a su imaginario, a un cotidiano complementado por la aparición súbita de ese lugar.

    La misma Mon Laferte ha contado que visitó un museo por primera vez a los 30 años, en México. A partir de esa experiencia comenzó a desarrollar una producción que hoy supera las mil obras. Es posible que algunas personas que nunca han pisado un centro cultural lo hagan por primera vez gracias a esta exposición. La pregunta entonces es: ¿qué significa para un espacio cultural exhibir el trabajo de una artista masiva? La respuesta es paradójica: la posibilidad de ofrecerle a otros artistas un espacio continuo en el que puedan mostrar sus obras. Circula por ahí la leyenda de que un editor argentino a punto de quebrar le pidió a Neruda un libro que le ayudara a salvar su editorial. Neruda le habría entregado Odas elementales, título que propició el reflote de la editorial y de ese modo seguir publicando otros libros. Y eso no es infrecuente en las editoriales, incluso tiene un nombre: se llama perecuación cuando un libro exitoso financia la publicación de otros títulos menos comerciales. Lo mismo ocurre con las galerías, cines, centros culturales: mientras más visitas, mientras más ingresos, mayor espacio para artistas a veces más radicales, a veces simplemente minoritarios. Desconocer esto es parte de la ignorancia de los indignados.

    En los comienzos de Pedro Lemebel, no pocos decían que era más performer que escritor. Cuando hace 15 años La Furia del Libro comenzó a usar el GAM como sede, hubo quienes criticaron que el evento se realizara en un espacio que también albergaba una tienda Puma. Cuando Demian Schopf expuso Hechizas, una obra basada en armas artesanales construidas en cárceles chilenas, algunos lo denostaron porque nunca había estado preso. Ahora, con Mon Laferte, uno de los argumentos esgrimidos es que “no estudió arte”.

    Sin embargo, hace unos meses, la argentina Mariana Enriquez llenó el Teatro Nescafé de las Artes con un show, y nadie cuestionó si una escritora famosa tenía derecho a ocupar un espacio tradicionalmente destinado a las artes escénicas. Del mismo modo, cuando recientemente se presentó una muestra inmersiva basada en la obra de Banksy, no hubo críticas sobre el alto precio de las entradas.

    Al parecer, esta resistencia se da con especial intensidad dentro de las fronteras chilenas, donde existen privilegiados autorizados y privilegiados no autorizados. En otros contextos, el cruce entre diferentes expresiones artísticas es visto como un síntoma natural de la creatividad, mientras que aquí sigue siendo motivo de indignación y patrullaje (por simbólico que sea). La discusión sobre el acceso a espacios culturales es legítima, pero cuando la crítica se concentra exclusivamente en quién está ocupando el espacio, más que en el valor o impacto de la obra, queda en evidencia que lo que molesta no es solo el arte de Mon Laferte, sino su éxito, su visibilidad y, en última instancia, su derecho a estar ahí.

     

    Fotografía: Te amo. Mon Laferte visual en el GAM, enero de 2023. Crédito: Cristián Soto Quiroz.

  76. Un laberinto de significados

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    Nadie puede negar el lugar que ocupa Gonzalo Contreras en la escena literaria chilena y latinoamericana, ni el carácter indiscutible de su rol en la llamada “Nueva Narrativa”, que surgió en los años 90 como la inevitable celebración del mundo de la cultura y de los libros por la recuperación de la democracia.

    Narrador de cuentos muchas veces magistrales (La danza ejecutada y Los indicados), autor de una novela debut, La ciudad anterior, que sigue estando entre sus logros mayores, y de otras historias hábilmente construidas (El nadador, El gran mal y La ley natural), más artículos, talleres literarios y premios, Contreras es, como se dice, autor de una “obra” y de una “propuesta” clara dentro del espacio literario contemporáneo. No de muchos se puede decir esto.

    Gonzalo Contreras sabe escribir, lo hace bien, sigue las reglas, las usa de manera hábil y con propiedad. Por alguna razón —perfectamente justificable y defendible— ha decidido ser un narrador más cercano a la novela entendida en el formato del siglo XIX, primera mitad del siglo XX, que jugar a la experimentación formal. Asimismo, si bien un escritor de argumentos y polémicas (alguna vez anunció la muerte de la novela, pero ha seguido en la pelea por mantenerla viva), sus textos de ficción muestran la vida que se desarrolla en sus tramas, escenarios y pretextos, sin caer en compromisos políticos evidentes, reflexiones existenciales desgarradoras o metafísica de fondo. Y, nuevamente, en El verano y toda su ira, el autor recurre a sus habilidades, en un texto de fondo (368 páginas hoy son un desafío para la capacidad de concentración del lector de nuestro siglo), que juega con una ambigüedad que no había visto en sus anteriores y eso la vuelve más interesante.

    La historia de los Serna, una familia burguesa de esas que bien podrían identificarse con las que se pueden encontrar en Zapallar y alrededores o en el febrero del sur de Chile, del motivo que los reúne, incluido Renato, el protagonista narrador, el suicidio del hermano (“No se suponía que Bobby Serna muriera así, porque era Bobby Serna y nunca tendría las agallas para pegarse un tiro en la sien”, es la frase que abre el relato), un funeral, un patriarca venido a menos, una hermanas con carácter y conflicto, una historia de amor o atracción frustrada entre Renato y Moira, un avanzar y retroceder en el tiempo desde el eje axial que representa la muerte, el funeral en este grupo de familia, el amigo y su entorno social, muestra que una novela es un artefacto complejo que, si está bien construida, admite varias lecturas. Un laberinto de significados.

    Gonzalo Contreras ha escrito una novela profundamente irónica, en la que el revés de tuerca es brutal y donde espera que sus lectores despierten del estado opioide en que viven, para ver si de ahí sale algo real. Bobby y Renato fueron alguna vez jóvenes inquietos intelectualmente: uno fervoroso seguidor de Nietzsche y el otro de Schopenhauer, aunque en realidad no hay un diálogo o reflexión sobre esos personajes que vaya más a allá de un mero revolotear, un coqueteo intelectual.

    El verano y toda su ira parte con un título desafiante y toda la novela lo es. Escrita de modo impecable, uno puede encontrar al menos tres textos: una novela de entretención, que cuenta una anécdota familiar de manera fluida, en la que habrá muchos que querrán identificar personajes, situaciones, espacios o se imaginarán representados; un texto que también explora los signos de identidad de una generación y de un mundo social acomodado que, más allá de las apariencias, vive la vida a su manera y no se suma a la tribu conservadora arquetípica; y, por último, un relato en el que toda la tramoya narrativa, todo el pulido armazón con que el autor nos cuenta esta historia de grupo, de clase (también de naturaleza humana), de pasiones, de conversaciones y anécdotas, tiene un propósito más arriesgado, más corrosivo, más de bofetada, pues busca dejar al descubierto la frivolidad casi patológica de la vida acomodada y aburrida, donde el ingenio sustituye al genio, en el que la conversación lateral y de superficie constituyen una esencia precaria en que la cultura y las situaciones limites son elementos decorativos. También, ese juego “versallesco” con el que los seres humanos jugamos a negar el peso abrumador e inevitable de la vida.

    Gonzalo Contreras ha escrito una novela profundamente irónica, en la que el revés de tuerca es brutal y donde espera que sus lectores despierten del estado opioide en que viven, para ver si de ahí sale algo real. Bobby y Renato fueron alguna vez jóvenes inquietos intelectualmente: uno fervoroso seguidor de Nietzsche y el otro de Schopenhauer, aunque en realidad no hay un diálogo o reflexión sobre esos personajes que vaya más a allá de un mero revolotear, un coqueteo intelectual. Quizás por esa falta de propósito o convicción real uno termina acabando con su vida y el otro insiste en un amor inviable. Contrasta ello con la radical profundidad de los tres epígrafes que preceden el inicio de la novela y una dedicatoria para alguien que “ya no está en este mundo”. La vida cruje y, si la existencia tiene sentido como fenómeno estético, eso es algo que el autor de Así habló Zaratustra no veía como un mero orden de lo bello, sino como una estética radical en la que ese mismo orden quiere trastocar la negación escapista, la levedad insoportable de ciertos modus operandi.

    En cualquiera de los tres niveles, Gonzalo Contreras ha escrito un gran libro. Es un texto estremecedor, inquietante, impío, que incluso justifica mejor ese final abrupto que no cabe someter a spoiler alguno. Un libro que ni salva ni condena, pero desafía. Entonces, recomiendo su lectura desde esa mirada, una no complaciente, una que no se queda en lo simple o se deja llevar por el vaivén de las aguas calmas. En esta novela, el verano del texto encuentra todas sus iras.

     


    El verano y toda su ira, Gonzalo Contreras, Seix Barral, 2025, 369 páginas, $21.900.

  77. ¿A quién le está hablando la izquierda progresista hoy?

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    La pregunta que titula estas reflexiones incuba una respuesta casi tautológica, a saber, que el progresismo finisecular (a la Felipe González, Ricardo Lagos o Tony Blair) pierde convocatoria. Sea porque la mirada retrospectiva insiste en confinar este progresismo, con bastante injusticia, al lugar de un neoliberalismo disfrazado; sea porque se hizo muy endogámico y no fue inmune a la corrupción y el consiguiente desprestigio (sobre todo el PSOE español); sea porque se autocomplació en su generación y no supo proyectar un recambio en liderazgos. En el caso de la socialdemocracia, el problema no es tanto la falta de apoyo, sino que tienen que competir ahora, como nunca, con derechas muy duras, como ocurre en Suecia, Finlandia, Dinamarca, Austria, Alemania o Países Bajos, países que parecían vacunados contra los extremos gracias a sus regímenes sin pobreza, con buena distribución, acceso universal a prestaciones de calidad, culturalmente abiertos, ecológicamente amigables.

    Las derechas nacionalistas, en contrapartida, se regocijan con masas de votantes que capturan mediante una demagogia “patriotera” para los sedientos de identidad. Mundo líquido, salarios o empleos a la baja, futuro difuso y amenazante, y redes sociales para atizar cualquier fogata: he ahí la tormenta perfecta para fecundar liderazgos advenedizos. La modernidad, tal como siempre la han querido los llamados progresistas, pierde arraigo y convicción, sucumbe a la falta de confianza en el futuro. A izquierda y derecha, las políticas identitarias o nacionalistas les roban públicos y masas, y les secuestran los méritos.

    ¿A quién habla o interpela hoy el progresismo? A una clase media que todavía cree en la meritocracia como palanca de la movilidad social; a una tecnocracia que apuesta al equilibrio, la eficiencia y el gradualismo; a una clase política que valora las instituciones representativas, la prudencia y la profesionalización del Estado; a una clase ilustrada que gusta de los mercados culturales y la secularización de valores; a los globalizados que viajan, se informan y comparan, y a nichos del mundo popular que privilegian más educación, mejores pensiones y prestaciones de salud.

    Un problema visible para el progresismo es que su rostro trasunta, hoy, más sensibilidad cultural y menos sensibilidad social. Gente muy educada puebla las élites progresistas, a la cual buena parte de la clase media aspiracional, y también la vulnerabilizada, empezó hace rato a mirar con desconfianza. El alma meritocrática que alimentaba el liberalismo igualitario se estrella contra redes de relaciones en que los privilegios son el techo de cristal para los que vienen de abajo con nuevas acreditaciones para sus capacidades.

    Visto así, no es poco. Pero compiten con fuerzas políticas que cosechan adhesión con otras banderas: más seguridad, menos migrantes, más nacionalismo, menos endogamia de clase en el poder. La infeliz expresión del “facho pobre” no deja de ser elocuente, más aún si vemos la sorprendente adhesión a Trump en medios rurales y urbanos que se han ido cuesta abajo al calor gélido del capitalismo financiero e informacional, la especulación inmobiliaria y el aumento feroz de las brechas salariales.

    Un problema visible para el progresismo es que su rostro trasunta, hoy, más sensibilidad cultural y menos sensibilidad social. Gente muy educada puebla las élites progresistas, a la cual buena parte de la clase media aspiracional, y también la vulnerabilizada, empezó hace rato a mirar con desconfianza. El alma meritocrática que alimentaba el liberalismo igualitario se estrella contra redes de relaciones en que los privilegios son el techo de cristal para los que vienen de abajo con nuevas acreditaciones para sus capacidades.

    Lo que queda es lo de siempre para la centroizquierda: educación, salud, pensiones, infraestructura, crecimiento con distribución, y equilibrios fiscales y monetarios. La protección social les habla a los vulnerables (no necesariamente pobres, pero expuestos a caer en la pobreza por pérdida de empleos, rupturas familiares o enfermedades catastróficas); la educación le habla a un universo amplio que espera movilidad social en la próxima generación, con una cancha más nivelada de capacidades, y a la espera de que se traduzca en más igualdad de oportunidades, y los programas para mejorar pensiones le hablan a un público que crece con la inversión de la pirámide demográfica, y que vota.

    De nuevo: no es poco. ¿Pero qué hay de nuevo en la agenda que no sea en los márgenes, por vitales que sean (aborto libre, eutanasia, respeto a las minorías sexuales)? La tienen difícil. La fuerza centrífuga del neoliberalismo, o como quiera llamarse esta mezcla dominante de mercados abiertos y carrera digital, es igualmente centrífuga en definiciones ideológicas. No es buen negocio electoral para la centroizquierda, que requiere de fuerza centrípeta (los grandes temas sociales) para que sus agendas, aunque no seduzcan, convoquen.

  78. Un puzzle con infinitas piezas

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    La más reciente novela de Alberto Fuguet posee una energía literaria que lo muestra en su plena madurez, con toda la seguridad de un escritor que sigue manifestando profundidad en su mirada, un privilegiado manejo de la estructura del relato y una singular maestría en el difícil arte de sostener una historia a lo largo de las 446 páginas.

    Ciertos chicos es un artefacto complejo, pero que, escrito con habilidad excepcional, combina todos los elementos en dosis precisas para que cubran la extensión que va desde la lectura de mera entretención a la del relato con claves, referencias y mensajes que buscan descifrar, interpretar y mirar críticamente un país, una época, las semejanzas que habitan en todas las diferencias. Es un texto generacional, en el que los personajes habitan los años 80, es decir, los años de la dictadura y la represión. El narrador juega con inteligencia a contarnos lo que sabe desde ese futuro que es el hoy, con sus cambios liberadores y también sus nuevas represiones. Hay en el contar de Fuguet un efecto caleidoscópico, en el que el conjunto de personajes, referencias, deseos, anécdotas, puntos de vista, diálogos, reflexiones sobre nuestra historia e idiosincrasia, van articulando significados, imágenes, lecturas que iluminan la realidad con un imaginario de trinchera que, sin embargo, demuestra ser universal.

    Uno podría catalogar esta novela según las pulsiones sexuales de sus protagonistas masculinos, jóvenes, en espacios universitarios, en los intersticios de lo oficial, de la represión de la dictadura militar, pero también de esa otra, la de la izquierda oprimida con su sentido de cultura única y sovietizada, a su manera también militar y dogmática. Es la testosterona que busca testosterona, pero colocar sobre Ciertos chicos la etiqueta de “novela de la homosexualidad” sería limitarla, cercenar todo lo que está dentro de esta suerte de Caja de Pandora virtuosa en la que Tomás y Clemente, y todos esos chicos inciertos que deambulan por ella, son mucho más que una mera pulsión sexual. Los personajes de esta obra son el espejo de un país que se va gestando y que solo el narrador conoce cómo será años después. Asimismo, la novela es la demostración de cómo en las trizaduras de los muros nace algo nuevo.

    De alguna manera, Fuguet es una especie de extraño cruce entre Borges, David Leavitt, los beatnick, Almodóvar y esa mezcla de gustos que combina literatura, música y cine, el análisis culto de lo pop: Manuel Puig. Y con esta novela demuestra que es uno de los narradores con una identidad más consistente, creativa y lúcida de la literatura chilena posdictadura.

    De alguna manera, Fuguet es una especie de extraño cruce entre Borges, David Leavitt, los beatnick, Almodóvar y esa mezcla de gustos que combina literatura, música y cine, el análisis culto de lo pop: Manuel Puig. Y con esta novela demuestra que es uno de los narradores con una identidad más consistente, creativa y lúcida de la literatura chilena posdictadura. Aquí narra la historia de dos jóvenes de mundos distintos que no lo son tanto: la clase media inquieta culturalmente; la burguesía descontenta, que cuestiona la comodidad del privilegio. Ambos con un hambre similar, con una necesidad de descubrirse en la honestidad, enterándose de que no están solos, si bien son acorralados por los extremos polarizados de esos tiempos.

    Ciertos chicos tiene el mérito de no ser obvia —aunque acepte sus momentos de natural obviedad— ni cursi, aunque orgullosamente pop y alternativa. Es un libro que muestra que esos jóvenes de los que habla, en ese viaje hasta el encuentro/ desencuentro de todas las claves del amor y la cultura, de la represión y la revuelta, son mucho más que el eslogan de una marcha del orgullo gay. Son existencias que miran, entienden, exploran y construyen el colectivo imaginario total. No hay frivolidad, sino un pensarse en las diversidades como ese conjunto que es la inevitable realidad. Y la trama, que es romántica, sexual, política y cultural, no cae en la república del rencor, sino que opta por describir lo humano en toda su diversidad.

    Fuguet ha tenido, y seguirá teniendo, cada vez con más valor, como un Jack Kerouac chileno, el papel del roadtripper de una época clave de nuestra historia. Su culto a los 70, 80 y 90 no tiene un ápice de bótox, y eso permite que sus tramas se conviertan en segmentos de una película en movimiento incesante, que explora el pasado y juega con el futuro, como en esa miniserie de la BBC tan bien construida, Years and Years, escrita por Russell T. Davies. Simplemente, bravo.

     


    Ciertos chicos, Alberto Fuguet, Tusquets, 2024, 446 páginas, $23.900.

  79. Una hiena y un jaguar

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    Alas caídas (en Impresiones de la guerra del Chaco)

    Si hay algo que pueda impresionar a un corazón femenino es la apostura militar.

    Después del artista de cine, el príncipe azul se encarna en una arrogante figura de capa y espada.

    A la desesperanza de alcanzar lo primero, una se aferra a la pasión intangible y real… que nos ofrece el segundo.

    Al menos, no faltan comandantes de la guarnición del lugar…

    (Ay de cosas que debiese callar, pero también es imposible obligar discreción a la pluma que vuela.)

    La Plaza Central se encontraba repleta.

    Alarma.

    La declaratoria de guerra se nos venía encima, sin tener la cortesía de pedirnos permiso y opinión.

    Mis ojos inquietos abarcaban todos los puntos de la Plaza.

    ¡Qué desilusión! Todos los apuestos militarotes, don juanes uniformados se encontraban pálidos, intensamente pálidos, sosteniendo apenas el peso del paño cuartelero, o lo que es lo mismo, con las alas caídas.

     

    VI (en Pirotecnia)

    He aquí una indagación descubierta y desnuda:

    Las fuertes voluntades sobran aún en las sombras de ultratumba.

    Los grandes entusiasmos van más allá del fenómeno de la muerte.

    ¡Sobrenatural!

    Aquellos jugadores de golf, aquellos diestrísimos jugadores de golf, que habían “enraizado” su pasión al juego, persistieron en su deporte favorito aún después de su muerte…

    Luego de un tiempo prudencial (cuando las míseras fibras de la carne desaparecen para la higienización del esqueleto) organizaron en el simétrico espacio del cementerio, un gran campeonato nocturno…

    ¡Era de ver, junto a los cipreses recortados, a los jugadores-esqueletos!

    ¡Admirable el contagio del ímpetu, cuando los demás corrían al adiestramiento especial para aprendices!

    Aunque se sentía el despachurramiento de osarios infantiles para provisión de cráneos que hacían de pelotas y tibias de “clubs”.

    ¡El espectáculo, aunque macabro, era esencialmente deportivo!

     

    XXIX (en Pirotecnia)

    ¡Nadie puede preconizar de ingenioso!

    El enlace más elegante, más sedoso de vocablos, la conexión más firme de frases y conceptos, no es mérito propio del autor.

    Todos al escribir, volcamos restos informes de textos que leímos… palabras que se impresionaron en nuestra conciencia… reminiscencias… citaciones ilímites que al llamar inconscientemente nuestra atención, se estratificaron en la memoria.

    Dijéramos que las palabras están catalogadas en el estante cerebral, colocadas por los infinitos autores que nos obsequiaron su lenguaje, y que en nosotros reside solamente la labor de ordenación.

    Analizados con rigor somos algo así como “ropavejeros” de los demás, que utilizamos íntegramente —como usurpadores vulgares— sus palabras, sus frases, sus cláusulas de uso que recogimos al leer, con cierta modalidad idiomática propia…

    ¡Chiquillos que entonando o desentonando silbamos ajenas coplas!…

     

    Brandy Cocktail (fragmento de la columna homónima, publicada en el periódico La Mañana de Oruro, el 28 de junio de 1935, pocos días después del fin de la Guerra del Chaco)

    … Imagino que el Chaco (con los límites que nos asignen en las conferencias de paz) será un magnífico y manso Edén.
    La Panagra inaugurará un servicio para viajes de placer.
    Se irá a veranear allí de un modo chic.
    Será el punto de reunión de la élite social boliviancence.
    El lugar escogido por los novios para sorber la luna de miel
    Será todo una monada.
    Todo un primor.

    Yo inmigraré de aquí allá. En el confín mismo, quiero decir en la posición más avanzada, haré mi carpa,
    con un esposo que lo tengo en proyecto.
    Los nenes… jugarán pega-pega con las culebras y las iguanas.
    Yo poseeré una hiena.
    Él un jaguar.
    Ambos y todo el mundo mariguí en la sopa.
    Nos distraeremos con un circo de monitos tropicales, maravillosamente amaestrados.

    Seremos FELICES, inmensamente FELICES en el Chaco.

     

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    Hilda Mundy (1912-1982) es el seudónimo que la poeta boliviana Laura Villanueva utilizó para escribir su breve pero potente obra, caracterizada por el humor, la ironía y la banalización de la violencia. En vida, solamente publicó Pirotecnia. Ensayo miedoso de literatura ultraísta (1936), a lo que se suman crónicas y poemas escritos sobre la Guerra del Chaco, en plena conformación del Estado boliviano. Mundy se rehusó a pensar la violencia desde la angustia y el lamento, y en Impresiones de la guerra del Chaco, indica que “se bebió los pasajes de una guerra como un helado cualquiera”. Esta pequeña muestra de poemas expresa su desprecio al lugar común relativo a las violencias política y de género. Selección de Yosa Vidal.

  80. Oro en polvo

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    El libro de la correspondencia entre José Donoso y Carlos Fuentes es fascinante. Fascinante incluso teniendo en cuenta que a lo menos un tercio de estas páginas, si no más, corresponden a la anecdótica de los viajes de dos sujetos que no se quedan nunca quietos, a la logística de las estrategias editoriales de uno y otro, a los chismes literarios del momento, a la inagotable agenda social de Carlos Fuentes y al no menos inagotable repertorio de achaques de Donoso. Sin embargo, como mirada a la literatura latinoamericana de esos años y en términos de rasgos de carácter de uno y otro, en términos de verdades explícitas, de verdades sugeridas y de verdades hundidas, estas cartas son simplemente oro en polvo.

    Es difícil imaginar dos caracteres más distintos que los de Donoso y Fuentes. Uno, extrovertido, seductor, exitoso como nadie, frívolo, mundano, un poco oportunista, socialité, macho alfa donde lo pusieran; el otro, depresivo, introvertido, inseguro, obsesivo, paranoico, un poco doble y resueltamente maniático. Fuentes florecía en salones, en los medios, ante las cámaras y en los congresos: una polilla. Donoso aborrecía las multitudes, “sobre todo cuando no son anónimas”. Fueron, eso sí, grandes amigos. Lo teníamos claro por lo que había escrito Donoso en su Historia personal del Boom y por las sinceras percepciones de su mujer, Pilar Serrano, que decía que Carlos Fuentes era quien ella más quiso de todo el grupo de escritores del Boom. No lo teníamos tan claro por el lado de Fuentes, entre otras cosas porque era muy diplomático y pertenecía a esa raza que dice tener un millón de amigos y de quererlos a todos por igual. Es decir, a nadie. Pero no. A Donoso lo quiso entrañablemente, y es posible que por eso se haya sentido en permanente deuda con él. Es un sentimiento que recorre todas sus cartas. Aunque lo ayudó muchísimo, se sentía siempre con las cuentas al debe. Lo veía menos de lo que quiso. Le escribía con más retraso del que toleraba su conciencia. Es curioso el caso suyo: siendo cuatro años menor que Donoso, se impuso a sí mismo la responsabilidad de apoyarlo, motivarlo, pastorearlo, solo porque lo veía más débil.

    Es misteriosa la amistad. Los editores Cecilia García-Huidobro Mac Auliffe y Augusto Wong Campos hicieron un trabajo espectacular, de un rigor ejemplar. No hay nota que no sea iluminadora. Muchas explican situaciones que los amigos comentan de pasada y que el lector jamás hubiera imaginado o entendido sin el aporte de los editores. La correlación epistolar hace que el libro por momentos se lea como una novela.

    Otro misterio de estos amigos: se escribieron mucho más de lo que llegaron a verse. Lo han hecho ver los editores. ¿Habrían tenido estos lazos de respeto y cariño si hubieran tenido que convivir más? ¿Si hubiesen pasado verano tras verano juntos, como ocurrió, por ejemplo, en el caso de los Donoso y los Vargas Llosa? ¿Habrían tenido punto de encuentro, al menos en la conversación, entre las noches, los días, las semanas y los meses salvajes de Fuentes (mujeres, tragos, bailes, fotógrafos, reflectores, cámaras, beautiful people, cruceros, fiestas de amanecida) y la vida más bien oscura, recoleta, de Donoso?

    Es misteriosa la amistad. Los editores Cecilia García-Huidobro Mac Auliffe y Augusto Wong Campos hicieron un trabajo espectacular, de un rigor ejemplar. No hay nota que no sea iluminadora. Muchas explican situaciones que los amigos comentan de pasada y que el lector jamás hubiera imaginado o entendido sin el aporte de los editores. La correlación epistolar hace que el libro por momentos se lea como una novela.

    Es verdad que en la adolescencia ambos pasaron por el Grange. Pero como Donoso era cuatro años mayor, nunca supo que más atrás estudiaba quien llegaría a ser uno de sus grandes amigos. Es más: cuando Fuentes viene a Chile en 1962, con ocasión del Congreso de Escritores que organizó Gonzalo Rojas, Donoso, que estaba en la fila de quienes aguardaban un autógrafo de Fuentes con su ejemplar de La región más transparente bajo el brazo, no tenía la menor idea que ese escritor había pasado por las misma aulas que él.

    Quizás el rasgo que más sorprende es que no se escribían solo para echarse flores. Se quisieron, pero no se adulaban. Por supuesto que hay momentos en que se elogian y en que incluso se sobregiran. Fuentes dice que en Coronación se puede reconocer en Donoso al Thomas Mann latinoamericano. En otro momento, le dice a su amigo Pepe cosas preciosas a raíz de Este domingo: “Nadie entre nosotros, como tú en los capítulos en bastardilla, ha logrado asimilar a ese grado de evocación y refinamiento las lecciones de Proust; nadie, en ese mundo de cuartos de criadas y celdas de prisión, la lección de Dickens, y nadie, sobre todísimo, en el conjunto, la lección de James, la lección del punto de vista y la distancia exacta frente a lo narrado”. Eso es bastante más que decirle, como se lo comenta en octubre de 1977, la siguiente frase de funcionario internacional: “No necesito decirte que considero nuestra amistad como de las relaciones más valiosas de mi vida”.

    No es muy efusivo. ¿Una de las muchas? ¿Valiosas, qué quiere decir con valiosas? Donoso, siendo en cambio más cauto, va lejos en materia de sentimientos. Al margen de considerar que La región más transparente es la grandiosa novela pionera del Boom y para la cual solo tiene palabras de admiración, el novelista chileno le cuenta a su amigo que le gustó La muerte de Artemio Cruz, pero no tanto. Le dice que Aura no está mal y, tiempo después, finge que le gustó mucho. Donoso advirtió posiblemente antes que nadie que el trabajo novelístico de Fuentes iba a envejecer mal, como de hecho ocurrió. La región más transparente, por la cual, por ejemplo, Juan Emilio Pacheco y con él un largo cortejo de escritores latinoamericanos se cortaba las venas en los años 60, 70 e incluso en los 80, ya no es lo que fue. Por eso Donoso es muy franco, demasiado franco quizás, cuando en 1992 se fascina con el poderoso ensayo de Fuentes El espejo enterrado, publicado ese mismo año: “En cama he leído El espejo enterrado, que me deslumbra quizás más que todos tus demás libros, desde Aura. Tiene un horizonte magnífico, con esa España entre dorada y monacal de los Austrias y esa América de llano y esmeraldas”. Es duro decirle a un amigo: me deslumbra más que “todos tus demás libros”, porque “tus demás” son por lo bajo unas 20 novelas, unos 12 libros de cuentos y no menos de 25 libros de ensayos. Vaya franqueza. Poco menos que se los tira a la basura. “¡Qué estupendamente manejas los contrastes, que no son jamás juicios maniqueos, y en cambio se prestan mutuamente sombras y blancos!”. Más adelante, en la misma carta y respecto del mismo ensayo, remata: “Estoy realmente emocionado. Quisiera abrazarte para sentir físicamente tu ser, tal como me has hecho sentir la variedad palpitante de los tiempos infinitos de que hablas. Estoy feliz”.

    Carta de Carlos Fuentes a José Donoso.

    Donde sí Fuentes fue muy importante para Donoso, incluso decisivo, fue en un acceso —precario, errático, no muy exitoso en realidad, a la larga frustrante— a las redes de la industria editorial internacional. Fuente se movía como pez en el agua. Tenía astucia y olfato. ¿Habría sido tan amigo de Juan Goytisolo de no haber sabido que era el lector de Gallimard para la literatura latinoamericana? ¿No será por eso que le dedicó no uno, sino tres ensayos a su obra? ¿Habría tomado Fuentes tan en serio a Severo Sarduy si no hubiese sabido que tenía la llave en Éditions du Seuil? Donoso algo logró en este plano gracias al apoyo incondicional de Fuentes. Al menos se pudo zafar de las cadenas que lo ataban a Nascimento y Zig-Zag. Al menos pudo tener un agente literario, Carl Brandt, que miraba más allá de los Andes y que consiguió traducciones y ediciones importantes en otros idiomas. Después lo canceló y se fue con Carmen Balcells. Pero antes de eso alcanzó a ilusionarse con la posibilidad de que Gallimard lo editara y de que nada menos que Buñuel —viejo de mierda, porque lo ilusionó una y otra vez— lo llevara al cine, primero con El obsceno pájaro de la noche, después con El lugar sin límites. Ambas expectativas dieron lugar a frustraciones, hospitalizaciones, cuentas médicas, decepciones, derrotas. Es decir, todo aquello que Donoso llevaba fatalmente, al parecer, inscrito en sus genes.

    ¿Cómo un escritor tan político como Fuentes —en realidad no lo era tanto, aunque sí tenía el olfato político de un mandarín— pudo entenderse tanto con un escritor para quien la política significaba menos que la jardinería? Bueno, esos son los misterios de la amistad. Fuentes fue de los primeros aduladores de la revolución cubana, fue en Nicaragua nada menos el décimo comandante de la revolución sandinista y fue uno de los últimos que firmaron la protesta contra el régimen cubano a raíz del vergonzoso caso Padilla. A pesar de la relevancia que tuvo este sórdido incidente en las letras latinoamericanas el año 1971, este no es tema en la correspondencia con Donoso. Obviamente, fue un asunto casi traumático para Fuentes, pero curiosamente de ese episodio aquí no hay rastros en este libro. Fuentes, además de escritor, era un hombre de poder. No es por escribir bien que se captura la amistad de Bill Clinton, Jacques Chirac, Felipe González, Ricardo Lagos o Carlos Slim.

    Con todo lo diferentes que pudieron haber sido, hubo, sin embargo, actitudes y fatalidades que compartieron y terminaron por atarlos.

    Fuentes se sentía tan asfixiado e incómodo en México como Donoso en Chile. Las sentían como sociedades retrógradas, pueblerinas, pacatas y endogámicas. “Fuera de México —escribe Fuentes— mis energías se triplican, encuentro las amistades, la libertad y el respeto que quiero y necesito. Vivir en México es un acto de masoquismo, nada más”. Donoso, a su vez, no solo detestaba Chile. También llegó a odiar a España y llegó el momento en que no pudo más con los catalanes y por eso decidió devolverse a su patria. Vivió un tiempo en México, pero a muy corto andar salió huyendo. Portugal también lo sintió como una pesadilla y nunca disfrutó realmente su vida en las universidades gringas. Donoso fue hombre de ninguna parte. Fuentes, en cambio, se desenvolvía como nadie donde lo pusieran: en Nueva York, París, Barcelona, Cannes, Cambridge, Roma, Beverly Hills…

    Odiaron la crítica literaria de sus respectivos países. Se sintieron despreciados, excluidos, incomprendidos. Alone admiró los primeros cuentos de Donoso, pero puso algunos reparos a Coronación. Ni Guillermo Blanco ni Ariel Dorfman ni Silva Castro quedaron satisfechos con Este domingo. E Ignacio Valente, a pesar de reconocerle varios méritos, ninguneó El obsceno pájaro de la noche, posiblemente la mejor novela chilena de todo el siglo XX.

    Fuentes dice que en Coronación se puede reconocer en Donoso al Thomas Mann latinoamericano. En otro momento, le dice a su amigo Pepe cosas preciosas a raíz de Este domingo: ‘Nadie entre nosotros, como tú en los capítulos en bastardilla, ha logrado asimilar a ese grado de evocación y refinamiento las lecciones de Proust; nadie, en ese mundo de cuartos de criadas y celdas de prisión, la lección de Dickens, y nadie, sobre todísimo, en el conjunto, la lección de James, la lección del punto de vista y la distancia exacta frente a lo narrado’.

    Fuentes también consideraba que la crítica mexicana era una manada extraviada de miopes e ignorantes. Lo fueran o no, puede ser discutible. Pero es imposible no recordar la exaltación que hace Christopher Domínguez Michael, uno de los críticos literarios más agudos de la región, de la obra de José Donoso, del cual dice que, sin ser un escritor especialmente dotado (“en él todo es trabajo y trabajo pesado”); sin tener el encanto y la frivolidad de Cortázar; sin ser tampoco el genio de la prosa como García Márquez ni ser “un geómetra de la novela como Vargas Llosa” —la observación es perversa, pero no deja de ser exacta—, “tampoco padeció de la grafomanía de Fuentes, incansable en su necedad de dejar, cada año, un libro peor que el anterior, un gran corresponsal a quien le faltó ese amigo verdadero que le dijera ‘este manuscrito no, querido Carlos’”.

    Hay momentos particularmente emotivos en este libro, y corren casi siempre por cuenta del autor de El obsceno pájaro, no obstante ser un sujeto de sentimientos complejos y encontrados, que a veces odiaba, lo amaba y no se entendía ni siquiera a sí mismo. El 10 de diciembre de 1967 Donoso le cuenta a su amigo: “Hemos adoptado una hija de tres meses, María del Pilar Donoso Serrano, que hace caca verde y tiene los ojos fijos y negros como dos botones recién cosidos”. Y cuatro años más tarde, en mayo del 71, a raíz de la muerte del padre de Carlos Fuentes, le larga la siguiente reflexión que prueba el gran escritor que fue y que sigue siendo: “Tu padre, según entiendo, era el gran afecto dado para ti, el que no tenías que cortejar ni rogar ni adornarte para merecer. Huérfano es una palabra dura y que nadie se merece, pero me imagino que, de alguna manera, a nuestra avanzadísima edad, es más dura y más definitiva. Le dije a Rita el otro día (Rita Macedo, actriz, primera esposa de Fuentes) que lo que tú necesitabas más era hundirte, deshacerte, tocar fondo. Es una crueldad decírtelo, pero quizás la muerte de tu padre, si eres el hombre que siempre he creído que eres, te hará tocar fondo. Perdóname si no puedo ser más efusivo y compadre. Te debo demasiado y eres de las pocas personas que quiero de veras, aun a pesar de nuestros frustrantes encuentros, para decirte lo siento mucho, Carlos, de veras. En cambio, sí, espero de veras que hayas tocado fondo y que vuelvas a salir. Un abrazo”.

    Los dos vivieron de modo muy distinto un momento irrepetible de la historia literaria latinoamericana. Hasta Donoso, que era un pesimista sin vuelta, creyó que se podía tocar el cielo con las manos. Para qué decir Fuentes, que creyó por un asunto de puro espejismo haberlo tocado. El nouveau roman estaba por entonces en el suelo, bien merecidamente, por lo demás. La novela como género parecía fatigada en medio mundo. Y de pronto Hispanoamérica irrumpe sorpresivamente con la fuerza de un huracán. Las placas subterráneas estaban chocando. Comenzaban a emerger autores de una región hasta ese momento casi invisible si no fuera porque Darío, Vallejo y Neruda habían salido de ahí. Versos de atardeceres rosa, de llanuras salvajes, de barriadas miserables y de bosques oscuros, lluviosos, impenetrables y de fin de mundo. Pero faltaba que este Nuevo Mundo entregara sus historias. Eso fue lo que trajo el Boom. Largas, notables, singulares historias. Fue como un torrente que arrastró consigo todo lo que encontró a su paso. En estas cartas se escuchan el ruido y el ímpetu generados por ese torrentoso caudal. Debe ser eso lo que las vuelve tan vibrantes e ineludibles.

     

    Imagen de portada: De izquierda a derecha: Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y José Donoso, en diciembre de 1972.

     


    Correspondencia, José Donoso y Carlos Fuentes, edición de Cecilia García-Huidobro Mac Auliffe y Augusto Wong Campos, Alfaguara, 2024, 368 páginas, $22.000.

  81. Nosotros los culpables

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    Qué sencillo habría sido si Mariana Callejas solo hubiera ejercido como agente de la DINA. Un camino claro y definido: criminal al servicio del primer aparato de represión del Estado, al igual que su marido, Michael Townley, o como otros que tuvieron ese rol: Armando Fernández Larios, Germán Barriga y Marcelo Moren Brito, entre tantos otros.

    Nuestra percepción sobre Mariana Callejas también sería sencilla si la hubiéramos conocido únicamente por su escritura. Tal vez simpatizante de la dictadura, con mayores o menores aciertos en sus textos, pero nada más. Una escritora de derecha, con libros publicados durante las dos décadas malditas. Como su mentor, Enrique Lafourcade, por ejemplo. O como sus niños: Gonzalo Contreras, Carlos Iturra y Carlos Franz. La recordaríamos poco; el escenario apócrifo más probable. Estaría habitando el sótano de la insignificancia, a un paso del olvido total. El mismo destino que parece estar experimentando el Maestro —como llama ella a Lafourcade en el prólogo de su libro Nuevos cuentos, y que Cristóbal Peña mantiene acertadamente en esta biografía para referirse a él—, cuyos varios libros publicados casi ni se leen, páginas y páginas de obras apagadas largo tiempo atrás.

    Dos escenarios vitales distintos, inconexos, que no tendrían que haber confluido. Pero los seres humanos toman decisiones inesperadas, contra la obviedad, la conveniencia y el sentido común. Mariana no tomó una o dos, sino muchas decisiones que la empujaron hacia proyectos de vida que parecían definitivos, y que en cosa de años cambiaban, en un giro absoluto. Mariana Callejas: judía conversa, pionera en la fundación de un kibutz en la naciente Israel, habitante de Nueva York, escritora, agente de la DINA, partícipe del atentado contra el general Carlos Prats y su esposa en Buenos Aires, cómplice de tantos crímenes más, bestia negra de la literatura chilena. Es el relato que construye el periodista y escritor Juan Cristóbal Peña, en un volumen contundente, lleno de tensión, donde se investigan los hechos relevantes de la vida de Callejas y, de paso, abre abismos de interpretación y sentido, no solo en cuanto a la Callejas como agente de represión, porque por todo el libro planea la incómoda relación entre la persona que escribe y la obra misma. Es una pregunta siempre abierta, tirante, que va y viene, con más o menos énfasis, en la contingencia de las literaturas nacionales. Pasados 51 años del golpe de Estado, los chilenos nos hemos planteado con insistencia esta interrogante, y me parece que este libro sostiene su complejo andamiaje moral sobre esto; el sustrato que fluye, espeso y ferviente, bajo la investigación de los acontecimientos vitales del personaje central.

    La arquitectura narrativa permite que sigamos el tránsito vital de Mariana Callejas cuando asoma como una jovencita deseosa de trascender lo que su entorno le deparaba. Nace en la Cuarta Región, en un pueblo caluroso y polvoriento. No es un lugar para ella. Anhela otras experiencias, otros roces, trascendencia que allí no tendrá. La familia se traslada a Santiago y ella entra en contacto con un grupo de jóvenes sionistas que tienen el propósito de ir a construir los pilares sobre los cuales se va a erigir la sociedad en la tierra prometida. Y allá parte Mariana, a vivir en pleno desierto israelí, en un kibutz cercano a la frontera con Gaza. En este punto es imposible no pensar en los acontecimientos crudos que ocurren hoy allí. La tensión, en aquella época, como se sabe, también era crítica, y los judíos que reclamaban tierras eran repelidos por los palestinos, quienes veían invadido su país por múltiples frentes. En ese lugar hostil, Callejas se casó y fue madre. Sus ideas, nos cuenta Peña, estaban cerca del socialismo, es decir, era una mujer de izquierda y estaba dispuesta al sacrificio que exigía procrear y multiplicarse para conquistar la futura Israel. De alguna manera, el destino la puso, una y otra vez, en aquellos espacios donde la ideología extrema era la fuerza primordial que perfilaba el presente. La violencia fue el eje de sus diversas militancias, y su temperamento o su ambición diletante la empujaban a moverse, a cambiar, a encontrar un distintivo que llenara esa aspiración indefinida. Como un vacío que hace sentir su gravidez incorpórea, su nada angustiante, un combustible vital que se quema de manera inútil.

    La primera encarnación de la grandeza a la cual sentía estar llamada fue la literatura. La segunda apareció, más menos, por el mismo período, y fue la militancia política activa. En Estados Unidos descubrió la literatura; en el Chile de la Unidad Popular, a la ultraderecha, a través de Patria y Libertad. Entonces odiaba a la izquierda y necesitaba actuar a toda costa contra el gobierno de Allende. Antes sintió la misma aversión hacia los exiliados cubanos que en Miami se organizaban contra Fidel Castro. Aunque la filiación ideológica los podía alinear, a ella no le gustaban esos hombres básicos y molestos. Se volverá a encontrar con ellos en años posteriores, cuando aloje en la casa-cuartel de Lo Curro a Virgilio Paz (famoso anticastrista que ayudó a Townley en el atentado que mató a Orlando Letelier y Ronni Moffitt), pero para eso falta aún. Primero incentiva a Michael Townley a poner sus talentos con los artefactos electromecánicos al servicio de la insurgencia. Poco a poco el matrimonio se hace imprescindible, y una vez ocurrido el 11 de septiembre del 73, pasa a formar parte de la plana de agentes de la DINA. Se les entrega el terreno y la casa de Lo Curro, pero ese lugar nunca será privado, jamás podrá ser de uso exclusivo de la familia. Allí hay hombres armados, una secretaria y el laboratorio en el cual Eugenio Berríos llega a las fórmulas del gas sarín y de la cocaína negra, todo esto en colaboración con el dueño de casa.

    Mientras ocurren estas cosas, Mariana se desdobla. Trabaja para la DINA y, al mismo tiempo, escribe. Se vuelve una pieza relevante del campo literario chileno. Es un mundo deprimido, gris, asfixiante, pero existe. Enrique Lafourcade —junto al cura Valente— se transforma en el faro literario del país. Es el momento para que pueda brillar sin contrapesos; el camino está despejado, los escritores que podrían opacarlo están en el exilio, o escondidos, o pronto abandonarán Chile para salvar sus vidas. Lafourcade realiza un taller en la Biblioteca Nacional y allí elige a su séquito, a sus favoritos, a los ungidos que vendrán a renovar las letras nacionales. Están los jóvenes eruditos antes mencionados: Franz, Contreras e Iturra; también, por supuesto, la mejor del grupo: Mariana Callejas. El espaldarazo del maestro le empieza a abrir puertas. Ejerce todos los roles posibles en el escenario cultural de la dictadura: escritora, tallerista, anfitriona de tertulias. Se conecta con las voces consagradas y emergentes. Gana premios, ofrece su casa para los carretes tras lanzamientos de libros e inauguraciones de exposiciones artísticas. Carlos Leppe, Nelly Richard, Nicanor Parra y Enrique Lihn, entre muchos más, pasaron por las noches y los asados de Lo Curro. Juan Cristóbal Peña, con justicia, se apura en señalar que estas personas no eran habituales, sino esporádicos visitantes, como tantos otros. No es extraño que, para capear el toque de queda, los trabajadores y gestores de las artes terminaran donde Callejas. Esto da una idea de la relevante participación que ella tenía en el ambiente cultural durante la dictadura. No solo empezaba a construir una obra, también tenía el chipe libre otorgado por los militares como parte de la represión. A quienes sí les cobra Peña su cercanía y amistad con la autora en cuestión es a los “niños” (así los apodaba Mariana, enternecida y obnubilada por la inteligencia y el talento de esos tres muchachos, más jóvenes que ella), los ya mencionados Gonzalo Contreras, Carlos Franz y Carlos Iturra. Conveniente a los tiempos que vinieron con la transición a la democracia y el éxito editorial, los dos primeros callaron o minimizaron su nexo con Callejas. Iturra, en cambio, nunca ha ocultado sus filiaciones ideológicas ni su amistad con la escritora.

    El ejercicio de leerla no es sencillo; pesan sobre nosotros los hechos de sangre en los cuales participó, la liviandad con la cual ejerció el mal. Germán Marín, editor de Sudamericana, barajó la posibilidad de publicarla y estuvo cerca de convencer al gerente general de la editorial, Arturo Infante. Sopesaron pros y contras. Pese a tener un nivel aceptable, los cuentos de Callejas no ameritaban la tormenta comunicacional y el oprobio que, sin duda, habría tenido su publicación. Relatos correctos, algunos aciertos interesantes, pero no mucho más. Para qué exponerse por tan poco, pensó Marín, a fin de cuentas.

    Nos cuenta Juan Cristóbal Peña sobre un breve encuentro con Iturra en un café del centro de Santiago. Furibundo, Carlos defiende la obra de Callejas y le enrostra a Peña que nadie tiene la valentía para valorar el trabajo de su difunta amiga. Ya no desea más comidillo y pide la oportunidad para que los cuentos y novelas de la autora sean reeditados. Le expresa al cronista que ambos están en antípodas políticas, y que no piensa prestarse para ahondar en la vida de ella. Ahí vuelve la pregunta que palpita en toda esta biografía: ¿Por qué tendríamos que juzgar el trabajo narrativo de Callejas con el lente ético de sus crímenes y adscripciones políticas?

    Contra ese juicio luchó hasta el final de sus días, con una obsesión incansable. Como anota el autor en una de las páginas iniciales de Letras torcidas, “la dueña de casa, una promesa de las letras chilenas, además de socialité de años sombríos, no se rindió después de que todo eso quedara al descubierto. Por qué habría que rendirse, se preguntaba. Por qué la obra no puede hablar por sí misma, con independencia del creador. Por qué su literatura tenía que ser juzgada por su papel en el terrorismo internacional, papel que, por lo demás, ella relativizaba si es que no desconocía”. ¿Qué la llevaba a buscar con tanta pasión validarse como narradora? Los hechos escritos por Peña dan la idea de una mujer que cree tener vocación de trascendencia. Algo grande la espera. Y esa inmensidad es la literatura.

    El ejercicio de leerla no es sencillo; pesan sobre nosotros los hechos de sangre en los cuales participó, la liviandad con la cual ejerció el mal. Germán Marín, editor de Sudamericana, barajó la posibilidad de publicarla y estuvo cerca de convencer al gerente general de la editorial, Arturo Infante. Sopesaron pros y contras. Pese a tener un nivel aceptable, los cuentos de Callejas no ameritaban la tormenta comunicacional y el oprobio que, sin duda, habría tenido su publicación. Relatos correctos, algunos aciertos interesantes, pero no mucho más. Para qué exponerse por tan poco, pensó Marín, a fin de cuentas.

    De manera inevitable, todo lo relacionado a la tensión obra-autor me lleva a pensar en algo más. Porque la decisión que tomaríamos con Mariana Callejas es concluyente: al igual que editorial Sudamericana, no estaríamos dispuestos a hacer la vista gorda a la criminalidad de la autora, por cuanto su trabajo no amerita ese riesgo. Pienso, entonces, en la escala ética con la cual se mide a los escritores. Con Carlos Iturra tampoco tenemos problemas. Cuentista discreto, ensayista nimio, nos hace fácil la tarea de desdeñarlo. Pesa más su cruel opinión y actitud a favor de la dictadura y su filiación leal con ella. ¿Qué pasa, entonces, cuando otros autores y otras autoras se permiten expresiones de identificación y solidaridad con dictaduras y criminales, pero de izquierda? ¿No deberíamos expresar nuestro repudio hacia quienes guardan silencio o derechamente apoyan a la dictadura chavista en Venezuela?

    Un caso interesante es el de Mauricio Hernández Norambuena, “comandante Ramiro”, exfrentista reorientado, una vez comenzada la transición, hacia toda clase de trabajo delictual en Chile y Latinoamérica. Una cuenta en Instagram realiza activismo y propaganda para exigir su libertad, e incluso organiza conciertos con la participación de importantes músicos. Actores, escritores, dramaturgos y toda clase de artistas, como Mauricio Redolés y Lalo Meneses, comparten sin empacho estas publicaciones, desde la comodidad de las redes sociales. ¿Por qué exigir la libertad de un hombre con un largo prontuario delictual, sentenciado por asesinato, secuestro y terrorismo, entre otros crímenes? Una parte significativa de la izquierda progresista sería la indicada para responder por qué la vara con la cual se mide a la derecha no es la misma.

    Nada en esta clase de vicisitudes es comparable, por supuesto. A la hora del horror, del asesinato, del secuestro, de la tortura, del crimen, son demasiados los factores que juegan en la evaluación moral de los individuos que matan y provocan terror. Más aún cuando la asesina sobre la cual versa el volumen en cuestión estuvo amparada por el Estado. Pero matar es matar, y el crimen como oficio no debería tener lecturas ambiguas. Cuánto pesa lo que hiciste, cuánto lo que estás dispuesto a sacrificar para convertirte en lo que deseas ser. Estas son justamente las incómodas interrogantes que abre Letras torcidas. Y no deberíamos hacerle el quite a preguntárnoslas, de todas las formas posibles, hacia donde sea que apunte el dardo.

     


    Letras torcidas. Un perfil de Mariana Callejas, Juan Cristóbal Peña, Ediciones UDP, 2024, 278 páginas, $17.900.

  82. En la nave nodriza del huayno

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    Hace 20 años vivía en calle Rosas, a exactas tres cuadras de la Plaza Brasil. El 2005 llegaba a su fin y se palpaba el fracaso del plan de convertir el barrio en una nueva Ñuñoa. En un paisaje dominado por cibercafés destinados a los videojuegos en línea y fuentes de soda de segunda y tercera fila, sobrevivía un puñado de bares y restoranes que a fines de los 90 elevaron la oferta gastronómica del sector. Fueron meses agitados en que vi a mis vecinos organizar más de una pollada para ayudarse y formar una brigada para responder a los ataques de un grupo racista. El negocio donde a diario compraba pan también era peruano y fue ahí donde por primera vez un huayno se robó mi atención. El Picaflor de los Andes cantaba “Yo soy huancaíno” y yo me rendí ante el primer atronar de los bronces. Ya en casa me volqué a Soulseek y descargué discos de Flor Pucarina, el Jilguero del Huascarán, Pastorita Huaracina, Flor Sinqueña y Los Campesinos.

    Una mañana, los muros de la calle Rosas amanecieron empapelados con un afiche de colores flúor rosado, amarillo y azul que anunciaba un concierto de “la diosa hermosa del amor”, Dina Páucar, en el Teatro Teletón, a tres cuadras de mi casa, cruzando la autopista central. Las señoras del negocio dijeron que no podía perdérmela, aunque también dijeron que Dina Páucar venía a Chile varias veces al año, revelando una circulación entre los dos países ajena a la prensa y a las políticas culturales. El día del evento no tardé en notar que mi novia y yo éramos los únicos chilenos en el público, los únicos que compraban una cerveza a la vez.

    La instrumentación de los huaynos de Dina Páucar estaba a años luz de los que yo había escuchado: piezas folclóricas donde predominaban la guitarra, el violín o los bronces. Indiscutiblemente, el núcleo de esta música era el arpa andina y en torno a ella orbitaban la batería electrónica, el bajo y el sintetizador. El sonido y lo inolvidable de cada melodía, me hicieron ver que los huaynos que conocía eran folclore y que la música de Dina Páucar era pop. Ese día percibí en su música algo que no sería nada audaz llamar psicodélico, algo que quizás se debía al tratamiento del arpa como un instrumento tan rítmico como melódico y a cómo el bajo eléctrico reforzaba los bajos del arpa destacando, por contraste, las notas más altas, generando un efecto hipnótico cuya insistencia me hizo pensar que volaba en una nave espacial. Esa sensación psicodélica chocaba con el plano en extremo concreto en que el animador rellenaba cada silencio de la cantante, en que se agitaban las polleras de las bailarinas y se acumulaban las cajas de cerveza frente al público. Salí del recital en trance, para siempre en deuda con Dina Páucar.

    ***

    En los años 40 el huayno se abre a la influencia del jazz, algo visible en el uso privilegiado de bronces en las orquestas de Huancayo, influencia que según José María Arguedas se daba en ambas direcciones: ‘El jazz, el vals, la marinera… tienden, cada vez más, en la sierra, a tomar el ritmo y el tono del wayno’.

    El huayno es una forma musical precolombina que, por el nada despreciable mérito de contar con más de 500 años de inagotable mutación, ha querido ser vista por muchos como la principal forma de expresión de la cultura andina. Lo cierto es que en tiempos incaicos el huayno no tuvo la importancia de la que hoy goza y que coexistía con formas musicales de mayor prestigio, como el harawi, el haylli y la cachua, géneros que por ser inseparables de celebraciones comunitarias y por su conexión a la espiritualidad andina, fueron reprimidas, fusionadas con festividades cristianas o extinguidas. Por su parte, el huayno no estaba conectado a ninguna fiesta en especial, era cultivado en el ámbito íntimo y en cualquier fecha, lo que lo puso a resguardo de dictámenes eclesiásticos y determinó su supervivencia.

    Las primeras menciones del huayno revelan que se trataba de un género menor, un baile de carácter profano definido en el diccionario de González Holguín en 1608 como “Baylar de dos en dos pareados de las manos”. Es frustrante constatar que poco y nada se sabe del huayno antiguo y que los estudios comparados casi no arrojan luz sobre cuánto de este pervive en las formas actuales. Pero este vacío, paradójicamente, se debe al rasgo principal del huayno, su enorme capacidad de metabolizar influencias foráneas y adaptarse a las condiciones musicales y no musicales que se le imponen.

    La evolución del huayno, hasta fines del siglo XX, puede resumirse así. Hay una primera etapa, colonial, en que absorbe los instrumentos traídos a América, como el arpa, el violín, la guitarra y otros de cuerda pulsada. Es en este mismo período que el huayno abandona su carácter monódico e incorpora elementos polifónicos de la música modal religiosa, sumando la armonía europea a su estructura musical. Luego, el huayno adopta la lengua española como material del canto, sumándolo al quechua, creando una nueva métrica. José María Arguedas señala otro hito: la aparición a fines del siglo XIX de la figura del poeta y el músico popular, querido y famoso. Tiempo después, con la aparición de los estudios de grabación y los discos, el huayno modifica su estructura y estandariza su duración a un máximo de tres minutos para el disco de 78 rpm y la radio.

    En los años 40 el huayno se abre a la influencia del jazz, algo visible en el uso privilegiado de bronces en las orquestas de Huancayo, influencia que según José María Arguedas se daba en ambas direcciones: “El jazz, el vals, la marinera… tienden, cada vez más, en la sierra, a tomar el ritmo y el tono del wayno”. Es también la época de mayor actividad de Jacinto Palacios, “el trovador ancashino”, prolífico compositor y primera estrella de la música vernácula, predecesor de los cantautores de la década del 60 que se volverían héroes del pueblo migrante y campesino gracias a la radio y la industria discográfica.

    En paralelo, en la sierra de Lima, en localidades como Oyón, Cochamarca, y Huaral, arpistas como Rubén Cavello, Pelayo Vallejo y Ángel Damazo cultivaban una corriente del huayno con voz y arpa que transmitía una especial vulnerabilidad y cercanía, estilo que cristalizaría a fines de los 70 en las grabaciones de Rubén Cavello y Alicia Delgado, “la princesa del folclore”. Poco después, a comienzos de los 80, el éxito de la cumbia andina ahuaynada, llamada “chicha”, y la fundación de los sellos Discos del Puerto y Prodisar, crearon las condiciones para la aparición de un nuevo intérprete de huayno, una figura adolescente hecha a la medida de figuras como Leo Dan y Emmanuel.

    El primero de estos ídolos fue Sósimo Sacramento, “el rey de la jarana”, un artista sensible y único, que debutó en 1982 con el álbum No me amenaces, junto a Los Diamantes de Cochamarca, conjunto que abre sutilmente la puerta a la innovación al sumar el cajón y el huiro al paisaje sonoro del huayno. Luego, el arpista y cantautor Rómulo León Palomino, con su grupo Los Diamantes De Maní, empieza a grabar “parranditas” de tres o más temas para recrear el efecto de una presentación en vivo. En esa época aparecen también Los ídolos Chancayanos, formado por los hermanos Robert, Rosmel y Ronald Pacheco, pioneros en el uso del sintetizador desde su disco homónimo de 1986. Pero solo sería con el debut de Elmer de la Cruz, un muchacho de 17 años de la provincia de Huaral, que Sósimo Sacramento hallaría un par.

    Elmer de la Cruz nació en Huaycho el 9 de junio de 1965. Era el mayor de nueve hermanos, un niño que escribía poemas y veía los aviones sobre su pueblo diciéndose que un día vería el valle desde el cielo. Tras un par de años cantando en festivales y radios de provincia, decidió entregar cuerpo y alma a la música, y se trasladó a la capital, arrastrando en su aventura al arpista adolescente Duglas Buitrón. Junto a él formó el dúo Los Dinámicos de Huaral y en 1983 grabó su álbum debut, El consagrado y aclamado Elmer de la Cruz, disco donde combina balada latinoamericana y huayno, fusión que pareciera existir desde siempre y que brilla en “Tú y yo perdimos”, y su muy personal adaptación de “Vivir así es morir de amor”, de Camilo Sesto. Fieles a la idea expresada por el “amauta” Mariátegui en 1927 de que “la tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil” y siendo poco más que adolescentes, Elmer de la Cruz y Sósimo Sacramento integraron sin esfuerzo aparente los ámbitos del folclore y la música popular. En efecto, al incorporar percusiones e instrumentos eléctricos, llevaron el huayno al mundo de la chicha y más allá, haciéndolo universal, cubriéndolo de una pátina de dulzura, candidez y atrevimiento juvenil.

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    Fieles a la idea expresada por el ‘amauta’ Mariátegui en 1927 de que ‘la tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil’ y siendo poco más que adolescentes, Elmer de la Cruz y Sósimo Sacramento integraron sin esfuerzo aparente los ámbitos del folclore y la música popular. En efecto, al incorporar percusiones e instrumentos eléctricos, llevaron el huayno al mundo de la chicha y más allá, haciéndolo universal, cubriéndolo de una pátina de dulzura, candidez y atrevimiento juvenil.

    Durante el encierro pandémico escuché sin parar el disco Puro corazón, una avalancha de hits lanzada en 1989 donde Los Dinámicos de Huaral exhiben todo su poderío, y redescubrí el sonido que me hipnotizó en aquel concierto de Dina Páucar. Por eso no perdí la oportunidad de conocer a Elmer de la Cruz antes de su presentación del sábado 7 de diciembre del año pasado en La Fama, enclave vital para la comunidad peruana que funciona en el Teatro Chile, cerca del límite norte del Cementerio General.

    Elmer de la Cruz me recibió con calidez, incluso con cierta timidez, y me presentó a Duglas Buitrón, su compañero hace más de 40 años, un hombre silencioso y gentil. Entramos a La Fama mientras Marisol Cavero probaba sonido y nos sentamos a un costado del teatro. De la Cruz no pudo ocultar su emoción cuando me vio sacar sus dos primeros álbumes de mi bolso, dijo que llevaba décadas sin ver copias de ellos y me abrazó. Llamó al casi imperturbable Duglas y le mostró los discos, instante que aproveché para pedir sus autógrafos y tomar algunas fotos. Después de eso la entrevista fluyó sin esfuerzo. Hablamos de arpistas y el sonido de Oyón, de estudios de grabación de la época, de Samuel Dolores, fundador del sello Discos Prodisar, responsable de poner en el mapa a decenas de artistas.

    De la Cruz subió al escenario a las 10 de la noche, justo cuando tomaba el primer sorbo de una botella de Pilsen Callao y volví a notar que era el único chileno en medio de un público reducido pero fiel. La batería electrónica, el bajo y el sintetizador sonaban al mismo volumen del arpa, ocultando a veces la voz de Elmer de la Cruz, y las bailarinas iniciaban una jornada que las tendría agitando las polleras hasta las dos de la mañana. De pronto, terminada la tercera canción, el cantante dijo: “Hoy vivimos una sorpresa, se nos acercó un investigador chileno, un amigo conocedor de nuestra música. ¡Rodrigo! ¿Dónde estás? ¡Por favor! ¡Acompáñanos en el escenario!”. El público buscaba con la mirada al chileno en cuestión mientras yo avanzaba decidido. Elmer me presentó y me entregó el micrófono, pidiéndome unas palabras. Mi recuerdo es borroso, pero sé que dije, con el corazón en la mano, que peruanos y chilenos debemos luchar para unirnos mucho más y que el huayno es la música más hermosa del mundo.

     

    Fotografías: Rodrigo Olavarría.

  83. La humanidad y otros animales

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    La visión política de John Gray se ha ido oscureciendo de manera constante. Alguna vez un audaz defensor del libre mercado, en sus últimos estudios ha llegado a estar cada vez más abatido por el estado del mundo. Con este irritable y poco balanceado Perros de paja, emerge como un nihilista apocalíptico de la más pura estirpe. Ha pasado del entusiasmo thatcherista a la virulenta misantropía.

    No es que el nihilismo sea un término que él suscribiría. Su libro es tan despiadada y monótonamente negativo, que incluso el nihilismo implica demasiada esperanza. Para Gray, el nihilismo sugiere que el mundo necesita ser redimido de la falta de sentido, una afirmación que él considera carente de sentido. En cambio, debemos aceptar simplemente que el progreso es un mito; la libertad, una fantasía; la individualidad, un engaño; la moralidad, una especie de enfermedad; la justicia, una mera cuestión de costumbre, y la ilusión, nuestra condición natural. La tecnología no se puede controlar y los seres humanos están completamente indefensos. Las tiranías políticas serán la norma para el futuro, si es que tenemos algún futuro. No es esta la mejor motivación para levantarse de la cama.

    Como toda visión de túnel, el estrambótico pesimismo de Gray es lúgubremente divertido. Como en el caso de su gran mentor Arthur Schopenhauer, el filósofo más sombrío que jamás haya vivido, se necesita un grado de perversidad heroica para pasar por alto todo destello aparente de valor humano. Perros de paja se basa en una idea aguda y crucial: el hecho de que, si los hombres y las mujeres realmente se comportaran como animales salvajes, su existencia sería mucho menos sangrienta y precaria de lo que es. De hecho, se podría ir más allá y afirmar que la ética es un asunto animal, una cuestión de nuestros cuerpos de carne y compasivos, no de alguna elevada ley moral. Al creerse infinitamente superior a sus compañeros en la creación, la humanidad se excede y corre el riesgo de reducirse a la nada. Lo que los antiguos griegos conocían como hibris está tomando forma en este momento para mutilar al pueblo de Irak.

    Desprecia el posmodernismo, pero comparte una cantidad notable de sus creencias. Afirma que la moralidad es una ficción, pero logra muy bien denunciar moralmente todo, desde Sócrates hasta la ciencia. Al enfatizar correctamente las afinidades entre los humanos y otros animales, pasa por alto furtivamente algunas diferencias clave.

    Lo que ocurre es que Gray no puede resistirse a mezclar estas verdades vitales con medias verdades, falsedades evidentes, hipérboles escabrosas, quejas dispépticas de mediana edad y el tipo de retórica temeraria y unilateral que él seguramente calificaría mal en el ensayo de un estudiante. Desprecia el posmodernismo, pero comparte una cantidad notable de sus creencias. Afirma que la moralidad es una ficción, pero logra muy bien denunciar moralmente todo, desde Sócrates hasta la ciencia. Al enfatizar correctamente las afinidades entre los humanos y otros animales, pasa por alto furtivamente algunas diferencias clave. Una criatura como Gray puede estallar en contra el genocidio, pero aún no hemos conocido a la jirafa que pueda hacer eso.

    Pero Gray está en lo correcto al ver que son los humanos los que cometen genocidio, no las jirafas. Es solamente que no se da cuenta de que las capacidades que nos permiten aniquilarnos unos a otros están estrechamente vinculadas a las que nos permiten morir unos por otros, contar buenos chistes y componer sinfonías que superan en algo la capacidad de un caracol. La caída del Edén fue una caída hacia arriba, no hacia abajo: un giro creativo y catastrófico hacia arriba, hacia la cultura, la camaradería y los campos de concentración.

    Esta es una condición trágica, pero no nihilista. Sin embargo, Gray no quiere oír hablar del valor humano, que echaría por tierra su argumento sensacionalista. Él quiere oír que los seres humanos son basura, una plaga y un veneno, una especie rapaz que “no vale la pena preservar”. Perros de paja, como toda la horrible ecología de derecha para la cual la humanidad es solamente una excrecencia, está atravesada por una especie de equivalente intelectual del genocidio. Es un libro peligroso y desesperanzador, que en una crasa polaridad piensa que los humanos o bien son totalmente distintos de las bacterias (el pecado del humanismo) o bien son apenas del todo diferentes.

    Mezclando el nihilismo y la corriente New Age en igual medida, Gray se burla de la noción de progreso durante decenas de páginas, antes de admitir que hay algo que decir a favor de los anestésicos. El enemigo en su mira no es tanto un perro de paja como un hombre de paja: el tipo de racionalista soñador que murió con John Stuart Mill, pero que tiene que fingir que todavía gobierna el mundo.

    Mezclando el nihilismo y la corriente New Age en igual medida, Gray se burla de la noción de progreso durante decenas de páginas, antes de admitir que hay algo que decir a favor de los anestésicos. El enemigo en su mira no es tanto un perro de paja como un hombre de paja: el tipo de racionalista soñador que murió con John Stuart Mill, pero que tiene que fingir que todavía gobierna el mundo.

    El mundo es, en efecto, un lugar sombrío. Pero la excentricidad abrasadora de este libro polémico parece más un síntoma que una solución. Gray, el gurú sumido en la penumbra, es simplemente el partidario del libre mercado que ha pasado por tiempos difíciles. El determinismo férreo de este libro es la otra cara de la anterior historia de amor de su autor con la libertad. En su desesperación histriónica, Perros de paja es una versión actual del hombre unidimensional de Herbert Marcuse, y de igual forma unidimensional.

     

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    Artículo aparecido originalmente en The Guardian. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Perros de paja, John Gray, traducción de Albino Santos Mosquera, Sexto Piso, 2023, 240 páginas, $25.700.

  84. La historia de Aladino Pereira (o cómo se recicla la violencia)

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    Hay que humedecer el oxígeno, no puede entrar seco.

    Aladino Pereira mira el flujómetro que está adosado a la parte superior del tubo. Respira agitado, con jadeos cortos, mientras se acomoda la cánula nasal en la nariz.

    Respiré mucho vapor de soda cáustica, los nitratos para ennegrecer los metales. Esa fue la causa del problema respiratorio que tengo. Me descuidé —dice, con la voz rasposa, sin despegar la mirada de las burbujas dentro del frasco humidificador.

    Sobre el velador hay una taza vacía, una bolsa con manzanilla y tres inhaladores. Pereira está sentado sobre su cama. Tiene 68 años, viste un pijama y lleva la barba crecida, como una mota de canas que le cubre desde el cuello hasta su pecho. El pelo de su cabeza también es largo y gris, enredado como un nido. Los 1.168 días que pasó en la prisión de Santiago 1, antes de que lo mandaran con arresto domiciliario cuando empezó la pandemia, lo envejecieron.

    Llegó allí el 7 enero de 2017, cuando detectives de la Policía de Investigaciones (PDI) lo sacaron esposado de esta misma casa, ubicada en la población La Bandera, en la comuna de San Ramón. Lo acusaban de haber fabricado de manera artesanal una subametralladora similar al modelo MAC-10, luego de que agarraran al supuesto comprador saliendo de su casa-taller con el arma adentro de un bolso.

    Al día siguiente, mientras aguardaba en un calabozo para ser formalizado, en la Brigada del Crimen Organizado, los detectives pusieron lo requisado sobre unas mesas. Era todo lo que había en su taller: revólveres, pistolas, fusiles, cañones de distintos tamaños, más de dos mil balas de variado calibre, partes de armas y decenas de libros y revistas especializadas. Para anunciar su detención se reunió el subsecretario del Interior, Mahmud Aleuy; el fiscal regional Metropolitano Sur, Raúl Guzmán, y el entonces director de la PDI, Sergio Muñoz. La puesta en escena daba cuenta de que Pereira, al menos como lo presentaron ante los medios, era un capo. La investigación llevaba su nombre: “Operación Aladino”.

    Cuando lo llevaron ante el juez, se dijo que se dedicaba a la fabricación, modificación, distribución y al tráfico de armas. Como contexto, dijeron que había sido agente y armero de la Central Nacional de Informaciones (CNI), durante la dictadura de Pinochet, y que había sido la persona que había facilitado el silenciador con el que José Ruz, el sicario de María del Pilar Pérez, “La Quintrala de Seminario”, mató a su exmarido y a su pareja, antes de asesinar al joven Diego Schmidt-Hebbel, en noviembre de 2008.

    Aladino Pereira, además, había sido condenado dos veces por porte ilegal de armas, pero hasta ese día nunca había estado en una cárcel. Tenía 62 años y 47 de ellos los había pasado manipulando pistolas.

    A los 15 años, Aladino Pereira tomó por primera vez un arma.
    —Yo heredé un antiguo revólver de origen inglés que perteneció a mi abuelo materno, que me lo entregó mi abuelita. Venía con balas.
    Aunque era un extraño legado para un adolescente, la pistola despertó su curiosidad, pero antes que disparar, le llamó la atención desarmarla. Por eso jugaba con los fragmentos del arma como si fuesen bloques de un Lego, porque quería entender el mecanismo, ‘la inventiva del que lo fabricó’.

    La iniciación

    A los 15 años, Aladino Pereira tomó por primera vez un arma.

    Yo heredé un antiguo revólver de origen inglés que perteneció a mi abuelo materno, que me lo entregó mi abuelita. Venía con balas.

    Aunque era un extraño legado para un adolescente, la pistola despertó su curiosidad, pero antes que disparar, le llamó la atención desarmarla. Por eso jugaba con los fragmentos del arma como si fuesen bloques de un Lego, porque quería entender el mecanismo, “la inventiva del que lo fabricó”.

    Me fui aprendiendo las piezas de memoria —recuerda.

    Fue la época en que había iniciado sus estudios en la Escuela Experimental Artística, ubicada en La Reina, donde llegó gracias a un profesor que le consiguió una beca.

    Tengo esa sensibilidad muy propia de los artistas, pensando por supuesto que ese iba a ser mi horizonte. Me gustaba el dibujo y la música, pero poco a poco fui descubriendo que tenía otras habilidades manuales, como la forja metálica.

    A sus cuatro hijos, a William sobre todo, el segundo, a quien Pereira traspasaría todos sus conocimientos y lo formaría como armero, le contaría anécdotas de aquellos años.

    Decía que en su grado de tercero había hecho una armadura medieval forjada, con réplicas de escudos y sables —recuerda William, sentado en una mesa del Club de Tiro José Miguel Carrera, donde es instructor—. Sé que estando en el “experimental” fabricó su primera arma. No como las conocemos ahora, no una pistola, sino que el principio básico de un arma de fuego: el mecanismo que permite que un elemento salga disparado.

    La elección de ese camino fue reforzada por un tío que lo crio, también llamado Aladino, también armero, con quien compartía frecuentemente en su taller. En aquellos años, Pereira se perfeccionaba con libros, manuales y revistas especializadas. Desde entonces, las armas se convirtieron en su principal interés. No fue extraño que se enrolara en el Ejército. Primero como conscripto en el Servicio Militar y luego como civil en la CNI.

    Llegué ahí por compañeros del Servicio Militar. Me dijeron que era un grupo de élite y que los sueldos eran bastante buenos. Me fui a ojos cerrados.

    Estuvo un tiempo a prueba, hasta que en 1980 lo contrataron. Al principio, se desempeñó como una suerte de auxiliar al que le encargaban diversos trabajos de reparaciones en distintas unidades —soldar, pintar fachadas, arreglar autos—, pero al poco tiempo, lo destinaron como radioperador a uno de los cuarteles de la dictadura.

    Yo te hablo del cuartel Borgoño. Tenía una oficina llena de equipos de radio. Partía poniendo al día unos enormes mapas de Santiago, donde tenía que ubicar los vehículos que eran de la CNI. Si alguna autoridad del alto mando preguntaba por el estado de la situación, yo tenía que saber dónde estaban los equipos investigativos.

    De a poco fue adquiriendo más responsabilidades, como la de “hacer aseo” una vez al mes al armamento del cuartel, entre otras, a las pistolas oficiales y también a aquellas que se incautaban en los operativos. Recuerda con especial detalle las 80 toneladas de armas que, en agosto de 1986, fueron encontradas en Carrizal Bajo, en una operación fallida realizada por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, donde él, asegura, tuvo una participación como “aparato técnico”.

    Tuve que hacer una demostración ante la prensa sobre el funcionamiento de estas armas.

    Pereira se refiere a un simulacro que el Ejército realizó para demostrar el poder de fuego de los fusiles y del cual hay registros en videos y fotografías. Asegura ser uno de los agentes que, en aquella ocasión, vestidos con overoles azules y capuchas blancas, simularon ser una guerrilla. Salvo su palabra, no hay forma de comprobarlo.

    Tampoco se puede decir con certeza la fecha en que abandonó la CNI. Sin embargo, asegura que hay un hecho específico que detonó su salida. Habría ocurrido pocas semanas después de la “demostración”, a comienzos de septiembre de ese año, luego del asesinato del editor de la revista Análisis, José Carrasco Tapia, quien murió junto a otros tres opositores, en venganza por el atentado contra Pinochet en el Cajón del Maipo. A la tarde siguiente, dice Pereira, un agente llegó a su casa con un bolso con armas para que él las “limpiara”.

    Me cayó la teja de inmediato. Eran las armas que habían usado esa noche. Me dije: “Si no arranco de aquí, me van a involucrar”.

    Ya fuera de la CNI, se instaló con un taller de reparación de armas, en la calle Vicuña Mackenna 1887. Según la escritura notarial, había otros tres socios en el negocio y uno de ellos, amigo del armero, era Roberto Fuentes Morrison, “el Wally”, torturador del Comando Conjunto. La sociedad se terminó en junio de 1989, cuando Fuentes Morrison fue asesinado de 18 tiros por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez-Autónomo, en una emboscada.

    Una década después, Aladino Pereira decidió contar buena parte de los secretos que guardaba.

    Interior del taller de Aladino Pereira.

    El armero de la CNI

    Me dijo: “Estas armas fueron pajeadas”.

    Nelson Caucoto, abogado especialista en causas de derechos humanos, no entendió el concepto.

    ¿Qué significa “pajeadas”? —preguntó.

    Aquella conversación debe haber ocurrido a fines de la década del 90. Caucoto recuerda que el ex radioperador y armero de la CNI se presentó en su oficina, diciéndole que tenía información sobre el crimen de José Carrasco, una causa donde él representaba a la familia del periodista.

    Era un tipo que pretendía ser amistoso, de buen trato. Me entregó el dato de las armas, que las había recibido de unos tipos al día siguiente que matan a Carrasco. Me pareció que era verosímil.

    Había pasado más de una década de ocurrido el crimen y Aladino Pereira estaba listo para hablar. ¿Pero por qué quería delatar a sus excompañeros?

    Me intentaron involucrar y lo que hice fue defenderme. Me enteré de que un agente dijo que yo había modificado un arma con la que se había realizado una operación. A mí me traicionaron los mismos milicos —recuerda, para luego recitar un viejo dicho que aprendió en su paso por la Inteligencia—. El que traiciona espera recibir el vuelto de la misma forma —dice.

    Para eso ideó un plan.

    Yo aprendí con los años que las alianzas estratégicas para un bien común siempre son buenas. Me refiero a la alianza con el que uno cree que políticamente es su enemigo —explica.

    Es por eso, dice, que eligió a Caucoto, un abogado que por entonces lideraba la Oficina de Derechos Humanos de la Corporación de Asistencia Judicial. Luego de esa primera conversación, fue citado a declarar como testigo secreto ante la ministra en visita Dobra Lusic, que investigaba los asesinatos. A ella le dijo que el 8 de septiembre de 1986, dos agentes —Jorge Vargas Bories y Víctor Muñoz Orellana— llegaron hasta su casa en un automóvil Nissan Stanza, de color celeste, que pertenecía a la CNI.

    Al momento que procede a abrir el portamaletas del auto, al interior me mostró un saco de color verde de transporte de ropa del Ejército, que contenía varias armas”, le dijo a la jueza, según publicó en 2012 El Mostrador.

    Pereira, que tenía el ojo entrenado para identificar desde fuscas a fusiles, descifró los modelos que tenía enfrente sin dificultad. Más de 10 años después, los recitó con precisión: una metralleta HK SD2 con silenciador, una pistola CZ, una Llama, una Walther PPK, también con silenciador, y un fusil AK. “Negro, tú eres el único que puede ayudarnos”, recordó que le dijo Vargas Bories. “Anoche fileteamos a unos huevones y los fierros hay que pajearlos”, agregó.

    Pajearlos: el mismo concepto que ocupó con Caucoto. Una técnica que consistía en modificar la parte interna de los cañones de las armas, para que no coincidieran con las “estrías” marcadas en los proyectiles tras los disparos. Así, borraban la huella balística y evitaban que pudiesen vincular las pistolas con el crimen. “Esos fierros están calientes”, respondió Pereira, y se negó a hacerlo. “Me insultó tratándome de traidor”, agregó.

    Las armas nunca aparecieron. El valor de su declaración pudo ser dimensionado cuando un informe balístico reservado, de septiembre de 1999, también publicado por El Mostrador, estableció plena coincidencia entre las pistolas enumeradas y las balas que habían quedado incrustadas en los cuerpos de las víctimas. “Lo expuesto por el declarante es notable”, escribió Fernando Ilabaca, jefe del Laboratorio de Criminalística.

    Su declaración fue clave para que en 2006, la justicia condenara a Jorge Vargas Bories a 13 años de prisión, una sentencia que en 2009 fue revisada por la Corte Suprema y que redujo la pena a siete años. Otros 13 agentes fueron sentenciados en este caso, incluido Álvaro Corbalán, jefe operativo de la CNI.

    La relación entre Pereira y Caucoto tuvo otro episodio, cuando el armero decidió colaborar en otra investigación que llevaba el abogado: la del asesinato del pintor y militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) Hugo Riveros, de 29 años. La noche del 9 de julio de 1981, su cuerpo apareció apuñalado en un camino en San José de Maipo. Meses antes, había estado detenido en el cuartel Borgoño y tras eso había sido condenado a una pena de 541 días de relegación. El día anterior a su muerte, Riveros había ido a visitar a Caucoto.

    Yo fui su abogado y ese día estuvimos conversando como dos o tres horas. Me vino a contar que había sido relegado a Chiloé y estaba feliz. Imagínate, qué mejor regalo para un pintor que lo manden a Chiloé. Luego salió de mi oficina y al llegar a su casa lo detuvieron —recuerda el abogado, quien fue una de las últimas personas en verlo con vida.

    En noviembre de 2006, Aladino Pereira declaró. Habían pasado 25 años de la muerte de Riveros y, por entonces, solo se sabía que dos mecánicos lo habían visto cuando era subido a un auto marca Ford. El armero apuntó al responsable y dijo que su homicidio estaba vinculado con el asesinato de otro opositor, Óscar Polanco, y que ambos crímenes fueron una “respuesta” al asesinato de un agente de la CNI llamado Carlos Tapia Barraza. “A raíz de la muerte del señor Tapia Barraza, al día siguiente, en el cuartel Borgoño se realizó una reunión para conmemorarlo, y recuerdo muy bien que Álvaro Corbalán, en mitad del acto, se paró y señaló a sus más cercanos: ‘Vámonos que tenemos que hacer’. Y cuando van saliendo, comienza a hacer los siguientes comentarios: ‘Esto va a ser dos por uno, sácate los archivos’”.

    Sobre Polanco, Pereira sostuvo que le dispararon con un “arma de fuego que salió de un Honda Accord”, y que las balas correspondían a unas Berger, “que estaban a cargo de la Dirección de Inteligencia de la Fuerza Aérea” y que eran entregadas a Álvaro Corbalán por Roberto Fuentes Morrison, ambos miembros del Comando Conjunto. Y sobre Riveros dijo: “Ese mismo día había un detenido en los calabozos de Borgoño, de quien Corbalán había dado la orden de que no fuera visto por nadie; sin embargo, estoy seguro de que esa persona era Hugo Riveros”.

    El armero entregó el modelo del auto en el que se habrían llevado al pintor: un Ford Maverick. “Sin lugar a dudas era del grupo comandado por Corbalán y era el único vehículo de esas características en Borgoño”.

    A pesar de que su declaración fue fundamental, nadie aún ha sido condenado por estos homicidios. Nelson Caucoto cree que en Pereira hay una motivación muy natural para delatar, casi de supervivencia.

    Era una actitud normal y humana. Él insistía en que era simplemente un radioperador y que tenía conocimiento de armas, pero que él no salió a los operativos. Eso siempre me lo recalcó.

    Aladino Pereira no pisaría nunca una cárcel por causas de violaciones a los derechos humanos en dictadura. Él lo resume así:

    Me siento orgulloso de haberlos denunciado y que no me involucraran a mí.

    Pasarían pocos años antes de que Pereira volviese a declarar.

    La elección de ese camino fue reforzada por un tío que lo crio, también llamado Aladino, también armero, con quien compartía frecuentemente en su taller. En aquellos años, Pereira se perfeccionaba con libros, manuales y revistas especializadas. Desde entonces, las armas se convirtieron en su principal interés. No fue extraño que se enrolara en el Ejército. Primero como conscripto en el Servicio Militar y luego como civil en la CNI.

    Un silenciador para un sicario

    Frente a sus ojos, Aladino Pereira tenía un silenciador. “Es un tubo de aluminio con su respectiva rosca para atornillarse a cualquier arma. No alcanza a pesar 100 gramos y mide como 23 o 25 centímetros”, describió.

    Era octubre de 2010. Estaba sentado en el estrado de un tribunal. “Este aparato, al momento de producirse una explosión en su interior, va a reducir el sonido a mucho más allá de la mitad. La única finalidad es no ser escuchado”, continuó.

    La fiscalía lo había citado como testigo en el juicio contra María del Pilar Pérez, “La Quintrala de Seminario”, y José Ruz, un sicario a quien la mujer le encargó la muerte de tres personas: Francisco Zamorano, exmarido de Pérez; Héctor Arévalo, pareja del exmarido, y Diego Schmidt-Hebbel, pololo de una sobrina, quien murió cuando Ruz intentaba asesinar a la hermana y al cuñado de Pérez.

    Fue otra de las imputaciones absurdas que me hicieron —recuerda Pereira, conectado al tubo de oxígeno—. Mucha gente andaba diciendo que yo le había vendido el arma a la vieja loca. Era absurdo. El armero que hizo eso tenía nombre y apellido.

    Pereira se refería a Juan González, hasta ese entonces, un muy buen amigo suyo, también armero, “uno de los mejores restauradores de pistolas antiguas”. En marzo de 2008, González le había pedido que le fabricara un cañón para una pistola y que le vendiera un silenciador que tenía exhibido en un cuadro. Todo por 80 mil pesos. Con esas piezas completaría el arma con la que Ruz cometería los homicidios de Zamorano y Arévalo.

    Ese silenciador se lo vendí a un armero y quien le dio el uso fue ese armero, por lo tanto, yo me lavo las manos. Él armó esa pistola y se la vendió al autor de los homicidios. Me quisieron endosar la misma responsabilidad.

    Cuando lo citaron a declarar, Pereira llamó a González:

    Yo le dije que estaba claro lo que tenía que hacer: sentarse y hablar. Le dije: “Voh sabí que yo soy bandido, pero soy bandido de otra película”.

    Y González declaró. Reconoció que había entregado la pistola al sicario, que le había cobrado 350 mil pesos y habló muy bien de su amigo: “Es múltiple el hombre. Es muy bueno para fresar, tornear, pulir y reparar. Es conocido como un buen armero”, dijo. Luego fue el turno de Pereira: “El silenciador fue traído de Argentina. Llevaba mucho tiempo en mi poder y fue usado en una causa sobre derechos humanos y ahí quedó”, dijo, mirando la pieza que tenía al frente, que era una réplica del que había vendido.

    Aladino Pereira hablaba como si estuviese dando una clase. El fiscal que lo interrogaba lo escuchaba con atención, mientras los jueces, que parecían novatos en esto de las armas, le pedían que fuese más lento, para seguirlo en su explicación. Aseguró que nunca supo en qué serían ocupadas ambas piezas. “De los años en que nos conocemos (con González), no puedo probar mala intención, ya que ambos tenemos clientes que son coleccionistas de elementos raros. Dentro de este rubro es muy común intercambiar conocimientos y repuestos”.

    Esa tarde, Pereira contó que fabricar el cañón le tomó tres horas y que su amigo solo le llevó una parte del arma en la que sería montado, sin percutor ni disparador. Sin embargo, ese simple trozo de pistola le sirvió para reconocer qué modelo era.

    Yo tengo un recorrido, tengo mundo en esto. Son miles las armas que han pasado por mis manos y me las sé de memoria. Yo veo un perno y doy con el arma, como lo hice con la que utilizó el sicario. Hasta hice una reseña histórica del origen de esa pistola. Ese es el grado de conocimiento que tengo en esto: en las armas, no hay secretos para mí —relata.

    Ante los jueces, dijo que la pistola era del 1900 y que informalmente le llamaban la “mata duques”, porque fue el mismo modelo con el que asesinaron al archiduque Francisco Fernando, en 1914, en Sarajevo, hecho que dio inicio a la Primera Guerra Mundial. Tal como lo hizo con el silenciador, dio detalles precisos de aquella pistola. “Es de procedencia belga, marca Browning, de calibre 7.65, con una capacidad de 8 tiros. Una de las características principales es ser extremadamente plana, de fácil ocultamiento, y la ventaja más notable es que al montar cualquier dispositivo en su cañón, los aparatos de puntería quedan a la vista. A pesar de que es muy vieja, es un arma muy buena”.

    Pereira decía todo esto, mientras el fiscal proyectaba en una pantalla un dibujo de la pistola que el mismo armero había realizado para ilustrar su exposición. Algo que, a su juicio, fue insuficiente. “Si gustan, yo ando con un ejemplar de media pistola acá en el bolsillo, ¿la puedo mostrar?”, preguntó ante la mirada incrédula de la sala. No entendían cómo un testigo, con todas las medidas de seguridad, había logrado entrar con una pistola. “Me gusta ser didáctico, la traje para que la conozcan, ¿puedo exhibirla?”.

    El juez suspendió la audiencia. Al regreso, el fiscal le contó que en su declaración Juan González se había referido a él como “el mejor armero”. Y Pereira respondió: “Los títulos se los ponen los otros colegas a uno. Uno se esmera durante toda una vida para hacer los mejores trabajos, no cometer errores, perfección en las terminaciones, porque cada cual es un artista en su área”.

    Aladino Pereira no fue condenado por ningún delito durante ese juicio. Pero el caso le pegó de otra forma:

    Después de eso, mi papá quedó perdido por la vida: se levantaba, trabajaba un rato, se hacía el almuerzo, tomaba y se iba a dormir. Todos los días. Vivía pa’ parar la olla y tomar —recuerda su hijo William.

    Ocho años más tarde, volvería a sentarse en un estrado. Esta vez, para escuchar cómo un juez lo dejaba preso, acusado de tráfico de armas.

    Herramientas y partes de armas en el taller de Aladino Pereira.

    El fabricante de armas

    En su primera declaración, Aladino Pereira echó mano a aquella estrategia que le había evitado problemas en las causas de derechos humanos: la delación. “Debo señalar que mantengo conocimiento de un armero. (…) Esta persona se dedica a la confección de armas prohibidas, del tipo subametralladoras, las cuales son fabricadas en su domicilio y posteriormente vendidas a diversos sujetos”.

    Pereira dio un nombre y una dirección, no obstante la fiscalía tenía pruebas en su contra. Durante seis meses estuvieron escuchando sus conversaciones telefónicas y en ellas había indicios de que estaba en el negocio de la fabricación de armas. En algunos llamados se lo escuchaba decirle a una persona que iba a “pintar el cigarro grande” o le pedía que fuese a “buscar el tubo de escape”. Los policías interpretaron que Pereira se refería a la réplica artesanal de una subametralladora MAC-10, un arma de reducidas dimensiones pero de alta potencia, con la que atraparon al supuesto comprador saliendo de su casa.

    Al día siguiente, matizó la versión anterior: “Respecto de uno de los detenidos, al cual llamo ‘compita’, por desconocer su nombre (…), con quien me venía contactando hace dos semanas a la fecha, hasta que el día de hoy y cerca del mediodía, este concurrió a mi casa y me comentó su necesidad de tener un pasador para un arma que puedo describir como una pistola alargada, de origen artesanal, parecida a una UZI, entregándole el pasador que me solicitó y procedió a retirarse”.

    El “compita”, como le decía Pereira, se llamaba Álex Ortega. En su declaración exculpó al armero. Dijo que la pistola se la había encontrado dos años antes en una calle de Maipú y que ese día en que lo detuvieron, él llevó el arma a la casa de Pereira. “Una vez que llegué a su domicilio, este me señaló que me devolviera con ambas cosas sin decirme el motivo”.

    La explicación no convenció al juez. Aladino Pereira tenía 62 años cuando pisó por primera vez la celda de una prisión.

    Conocí a los que asaltaban camiones blindados, a los que tenían enfrentamientos con carabineros, algunos de bandas que se disfrazaban de detective, puro popurrí. Ahí estaban los buenos y yo llegué como el mero mero. Los dos pisos del módulo me decían: “Viejo, vente pa’ acá”. Todos querían tenerme de compañero de pieza. Me hice famoso de un día pa’ otro. Fíjate que mi nombre circuló hasta adentro, hasta el óvalo, que es la arena donde mueren los valientes. Es que la media ficha con la que caí.

    En las noticias lo presentaron así: “Exarmero de la CNI lideraba una banda de tráfico de armas artesanales”.

    Me tenían como el padre. Me decían: “Mi padre, queremos hacerle una consulta, usted ha vivido mucho más que todos nosotros”. Al final, fíjate que yo terminé parando las peleas.

    Pero Pereira no entró solo a la cárcel. También arrastró a su hijo William, que era el representante del taller de reparación de armas. Por entonces, William era un reconocido instructor acreditado de tiro, a quien su padre le había traspasado todo lo que sabía.

    El William tenía como 12 años y le enseñé a desarmar y armar una de las pistolas más complicadas: la Browning CZ 83, que tiene más de 54 piezas. Hoy lo hace a ojos cerrados.

    Con el tiempo, William se convirtió en un destacado competidor de tiro práctico, con participaciones en torneos nacionales e internacionales, entre estos en Bolivia, Argentina, Uruguay, Ecuador y en el Mundial de la especialidad en Sudáfrica, en el año 2002. Trabajó junto a su padre, hasta que, en 2016, poco antes de caer preso se alejó del taller.

    Cuando yo abandoné el taller, ahí mi papá ya no tuvo filtro y eso lo reconozco abiertamente. Le arreglaba la escopeta al vecino, el revólver al caballero de la feria, entonces llegaba un compadre por la referencia de otro y ahí ya la cosa se puso mala.

    William salió de la cárcel a las pocas semanas y la fiscalía no perseveró por falta de pruebas, pero su padre continuó. Pidió ser trasladado al módulo 12, donde estaban los detenidos de la comuna de San Ramón, donde vivía. “Más vale bandido conocido que uno por conocer”, decía.

    Aladino Pereira supuso que saldría pronto. Buena parte de las armas exhibidas como evidencia estaban inscritas y pertenecían a policías que las habían mandado a reparar. Respecto de las cientos de piezas, el armero tenía una explicación lógica.

    La capacidad resolutiva de las policías deja mucho que desear. Hay detectives que han estudiado durante cinco o seis años para entrar a una casa y reventar todo. Perdieron el foco: botaron la puerta, me esposaron y me sacaron a la calle y vamos dando vuelta la casa patas p’arriba. En un taller de reparación de armas no vas a encontrar zapatos, suelas o tapillas. Nosotros tenemos miles de piezas, que son partes de armas, para repuestos: tornillos, cañones, tambores y cargadores. Es normal, es un taller de armas —explica.

    Pero ninguna explicación logró desvirtuar lo que la policía había escuchado en sus llamadas —“Voy a pintar el cigarro grande”— ni el hecho de que una persona salió de su casa cargando un subametralladora artesanal. Pasó el tiempo, su abogado pidió en varias oportunidades que le cambiaran la prisión preventiva por arresto domiciliario, pero no se la dieron. Pereira pasaba los días en la cárcel tomando mate, dando consejos a presos más jóvenes, parando peleas y leyendo, en un celular que logró fondear, sobre los avances tecnológicos de las armas y las máquinas que permitían fabricarlas.

    Así cumplió 1.168 días, sin que ninguno de los cuatro fiscales que vieron la causa lograran cerrar la investigación para llevarlo a juicio. Un plazo que estaba fuera de toda norma: la prisión preventiva más larga de que se tenga registro. Solo la llegada de la pandemia logró que fuese enviado a su casa. Para entonces, el frío había acelerado las enfermedades respiratorias que padecía y envejeció con rapidez. Su cuerpo estaba conectado a una sonda que le sacaba la orina y a un tubo de oxígeno que le ayudaba a respirar. Nunca más volvió al taller.

    El 2 de octubre de 2023, Aladino Pereira murió sin ser condenado. Tras esto, la causa por tráfico de armas fue sobreseída y archivada.

    Imagen de portada: Aladino Pereira, poco antes de su muerte.

  85. La resurrección de la Monja Alférez: entre el alma barroca americana y la epistemología trans

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    Antes de que Paul B. Preciado anunciara su transición, en el año 2014. Antes de 1928, cuando Virginia Woolf publicara Orlando, novela donde el protagonista se transforma en mujer a la mitad del argumento. Mucho antes, durante el lejanísimo Siglo de Oro, los pueblos del mundo hispano ya conocían las aventuras de Catalina de Erauso, la mujer que rechazó la orden de las monjas dominicas para convertirse en soldado. A los 15 años se escapó del convento de San Sebastián el Antiguo, en Donostia, vestida de hombre. Más tarde, con esa identidad se embarcó hacia el Nuevo Mundo, donde realizó un periplo de dos décadas, durante las cuales vivió peligrosas aventuras entre Punta de Araya (ubicada en la actual Venezuela) y la ciudad de Concepción (en Chile). Sobrevivió a varios naufragios y fue pirata en las aguas del Mar Caribe; después fue soldado, comerciante y hasta arriero, en los territorio de los actuales Ecuador y Perú. Más tarde se hizo popular por su agresividad contra los mapuches y otros pueblos indígenas, en las campañas militares para la conquista de la Araucanía. En esos lugares, como antes en la península, se le conoció siempre por nombres masculinos: Francisco de Loyola, Juan Arriola, Alonso Díaz Ramírez de Guzmán o Antonio Erauso. Aunque con frecuencia era prófugo de la justicia y estuvo preso nueve veces por deudas de juego o por herir y matar a sus contrincantes en duelos, el rey Fernando IV le otorgó el título de la Monja Alférez, en noviembre de 1624, e incluso le concedió una pensión anual por sus servicios militares. Meses más tarde, el Papa Urbano VIII la autorizó a vestir de hombre hasta su muerte, acaecida casi 30 años después.

    Gabriela Cabezón Cámara convierte a semejante personaje de la vida real en la/el protagonista de su más reciente ficción, Las niñas del naranjel. Allí, Erauso —ya no Catalina, sino Antonio— huye del cuartel en donde casi lo/la ahorcan. Se adentra en la selva con dos famélicas niñas guaraníes, a quienes salva para cumplir una promesa hecha a la Virgen del naranjel que, según cree, en el último momento le salvó de la pena capital y, de paso, para conservar su honor. “Ser un hombre es guardar honor hasta matar o morir si es menester, sostener el honor que, déjame que te explique bien, es lo que lo sostiene a él”, escribe en una carta el/la protagonista creada por la autora argentina: “Es poder matar y que eso se sepa para poder vivir, aunque ese fin cueste la vida misma”.

    La novela se estructura desde tres hilos dramáticos, que se alternan en secciones o dentro de un mismo capítulo. El primero es el texto de una carta dirigida a su tía, la priora del convento de donde huyó, que se lee más bien como un fluir de la conciencia. El segundo hilo es la conversación, medio en castellano, medio en guaraní, que Erauso sostiene con las niñas durante su travesía selva adentro. La fórmula Mba’érepa es la pregunta (por qué, significan en nuestra lengua esas palabras), que aparece en todas las escenas de este diálogo prolongado a lo largo de la novela. Si bien llega a ser repetitiva la fórmula, el contrapunto permite apreciar la experiencia del entrecruzamiento de ambas culturas, a través de la capacidad de asombro de Mitãkuña y Michi, que son los nombres de la adolescente y la pequeña cuya curiosidad intenta dotar de sentido al mundo nuevo en el que viven, allí donde súbitamente aparecieron agresivos seres provenientes de un lejanísimo lugar llamado el Reino de Castilla, los cuales cambiaron para siempre la realidad a la que ellas pertenecían. El tercer y último hilo narrativo de la novela, cuenta desde múltiples puntos de vista lo que pasa en el cuartel donde Antonio Erauso casi muere. Las perspectivas del preso, del capitán general, del obispo y hasta de un jote —así se llama por esa zona a los zopilotes o zamuros— señalan a la Conquista como un momento fundacional de la depredación del Amazonas, que ha sido también la de sus pueblos originarios, y ahora llega a su grado máximo.

    Encontrar un árbol de naranjas en plena selva es imposible, pero eso no detiene a Catalina/Antonio Erauso en la empresa que se propone, que es tan delirante como formativa. Narrada en castellano peninsular y en porteño, con expresiones en guaraní, euskera y latín, esta obra conserva la experimentación con el lenguaje de la anterior novela de la autora argentina, Las aventuras de la China Iron (2017). El libro, finalista del Booker Internacional de 2020 y del Premio Médicis 2021, también cuestiona los rasgos identitarios, pero en este caso desde el personaje de la China, la mujer que se queda sola con dos hijos cuando el gaucho Martín Fierro es reclutado para servir en un fortín, en el extenso poema épico de José Hernández, pieza fundacional de la literatura argentina: El gaucho Martín Fierro (1872).

    En Hispanoamérica, la identidad barroca significó, al mismo tiempo que los discursos traídos por el imperio español, la herida hecha en los pueblos conquistados y el sentimiento de inferioridad de no encajar en el modelo de los relatos occidentales. Desde la teoría y la crítica literaria poscolonial se ha tratado ampliamente el tema; menos común ha sido la perspectiva sobre cómo el barroco hispanoamericano cambió al sujeto colonialista. En esta elipsis trabaja Cabezón Cámara.

    Lo barroco

    Leo la ficción propuesta en Las niñas del naranjel como un discurso contemporáneo sobre el alma barroca americana. Según investigaciones de la académica Mabel Moraña, en el tiempo de la Monja Alférez, hacia 1620, ya existía un sujeto social hispanoamericano. Si en la metrópoli la identidad barroca mezclaba los autores clásicos con la cosmovisión católica, en las colonias se le añadía la herida colonial. En Hispanoamérica, la identidad barroca significó, al mismo tiempo que los discursos traídos por el imperio español, la herida hecha en los pueblos conquistados y el sentimiento de inferioridad de no encajar en el modelo de los relatos occidentales. Desde la teoría y la crítica literaria poscolonial se ha tratado ampliamente el tema; menos común ha sido la perspectiva sobre cómo el barroco hispanoamericano cambió al sujeto colonialista. En esta elipsis trabaja Cabezón Cámara.

    La extensa carta que Catalina/Antonio escribe a su tía habla de las transformaciones que se operan en ella, menos en su identidad de género que en su personalidad, al contacto con las voluptuosas realidades híbridas sudamericanas: su paisaje y sus poblaciones aborígenes. “Debajo de la tierra los árboles tienen otra vida, una que no vemos, la de sus raíces entrelazadas”, escribe: “Yo misma estoy echando raíces, téjome a ellos que téjenme con ellos (…) estamos aquí, (…) somos en el sol y en el agua, un eslabón entre el cielo y la tierra, el aliento de Dios creándose y creándonos todo el tiempo”. También la conversación con las niñas da cuenta de la experiencia barroca del alma americana que comienza a formarse en aquellos años, y que en la novela se traduce en la emoción que marca al personaje protagónico: la ternura.

    A lo largo de los siglos se han dicho muchas cosas de este personaje, pero ninguna la caracteriza como alguien tierno. De hecho, se muestra sin pudor como una ladrona, ludópata y asesina en la Historia de la monja alférez, Catalina de Erauso, escrita por ella misma, la obra que escribió durante su viaje en barco entre América y España para la audiencia con Fernando IV. En la ciudad de Concepción mató a su propio hermano, sin saber de quién se trataba, y el único sentimiento que muestra por eso lo resume en estas pocas palabras: “Muerto el capitán Miguel de Erauso, lo enterraron en el dicho convento de San Francisco, viéndolo yo desde el coro, ¡sabe Dios con qué dolor!”. También cuenta en Historia sobre el exterminio de los mapuches en la batalla de Valdivia, que le mereció el rango de alférez. Fueron tantas las quejas sobre su crueldad contra los indígenas, planteadas por los demás representantes de la corona, que no le dejaron ascender más en las jerarquías castrenses; por eso en los países de América y especialmente en Chile no le tienen mucho aprecio a esta figura histórica.

    Pocas son las pruebas que ofrece Las niñas del naranjel de la intención de discutir sobre la condición transgénero de la Monja Alférez. Y, de hecho, esto es uno de los rasgos más vistosos de las decisiones narrativas tomadas aquí. En lugar de abordar la falta de correspondencia entre la identidad de género y el sexo de la protagonista, así como otros asuntos de diversidad sexual, como hizo en su primera novela, La virgen Cabeza (2009), la autora prefiere solapar ese discurso detrás de uno de tipo ecológico.

    Lo trans

    Evidentemente, la ternura es una licencia poética que se toma Cabezón Cámara. A partir de ese sentimiento parece que quiere ir más allá de la identidad individual transgénero de la Monja Alférez, con las limitaciones que tenía en el siglo XVII, para dar cuenta de una experiencia de identidad más general: la barroca americana. Quizá en el gesto de llenar con ternura la elipsis de los discursos poscoloniales, se proponga poner en práctica la hipótesis de Preciado en Dysphoria mundi (2022). En su libro más reciente, el filósofo y curador de arte propone anular la definición vigente de “disforia” y generalizar otra más interesada en los límites y las ausencias. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, la disforia es un estado de ánimo irritable y la “disforia de género”, que proviene de la psiquiatría, se define como el malestar causado en una persona por la falta de correspondencia entre su sexo biológico y su identidad de género. Lo que Preciado propone es tomar a la disforia por lo que es: un abismo epistémico, en donde no son válidas las estructuras mentales de la política tradicional. La ventaja de esto es que permite pensar en una sociedad más allá del esencialismo binario de los géneros y, por ende, más libre.

    ¿No se parece esa melancolía por la falta de correspondencia entre el sexo y la identidad de la disforia a la incapacidad del sujeto colonial de identificarse con los modelos propuestos desde el occidente imperialista?

    En ambos casos se trata de modelos impuestos sobre las personas que limitan su actuación en la sociedad. “Fui mozuela al revés durante un tramo de mi camino, hasta que conocí hombres suficientes como para hacer uno, yo mismo”, escribe Catalina/Antonio en la carta. Si se puede comparar la disforia de género con la herida colonial, la versión de la Monja Alférez construida por Cabezón Cámara es una imagen poderosa. Incluso su ternura es útil porque como sentimiento positivo es opuesto a los estados de tristeza, ansiedad e irritación asociados con la disforia.

    Reconozco que esta lectura surge de mi admiración por el trabajo de Preciado y el interés en el lenguaje literario de Cabezón Cámara. Pocas son las pruebas que ofrece Las niñas del naranjel de la intención de discutir sobre la condición transgénero de la Monja Alférez. Y, de hecho, esto es uno de los rasgos más vistosos de las decisiones narrativas tomadas aquí. En lugar de abordar la falta de correspondencia entre la identidad de género y el sexo de la protagonista, así como otros asuntos de diversidad sexual, como hizo en su primera novela, La virgen Cabeza (2009), la autora prefiere solapar ese discurso detrás de uno de tipo ecológico —uso esta palabra a falta de un mejor término. Como cuando dice: “Somos eso que hace vida entre las estrellas y las rocas”, o que “el mundo no se hizo en una semana, hácese y deshácese a cada instante”. Allí donde la selva se convierte en la gran democratizadora de la condición humana, han desaparecido ya no solo los binarismos sino cualquier categoría.

     


    Las niñas del naranjel, Gabriela Cabezón Cámara, Random House, 2023, 256 páginas, $18.000.

  86. Bajo ese sol tremendo: las enseñanzas de Óscar Ichazo en Arica… y más acá

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    Entre 1969 y 1973, decenas de chilenos y norteamericanos siguieron un exigente programa de ejercicios psicofísicos, que incluía arrojar piedras por las laderas del Valle de Azapa o meditar en pequeñas chozas en el desierto, junto a acantilados. Las enseñanzas de Óscar Ichazo —que fascinaron a Claudio Naranjo, a los músicos de Los Blops y a Jodorowsky— llevaron a toda una generación a saltar al vacío para experimentar, entre Arica y Santiago, un método tan potente como dinámico de “desarrollo interior” que, junto al siloísmo y el movimiento de Osho, marcó gran parte de la espiritualidad new age en Chile y otros países. Si bien para algunos, como Sergio Larraín, desde el momento mismo en que Ichazo entró al mercado espiritual su figura comenzó a decaer, para otros la fascinación hacia el maestro sigue intacta.

    El ascenso de Óscar Ichazo (Bolivia, 1931 – Hawái, 2020) dentro del mundo de la espiritualidad alternativa, prometía. Con poco más de 40 años, no era el típico gurú de la nueva era: de intensos ojos negros, bigote y calva incipiente, solía vestirse para no llamar la atención, a veces con trajes elegantes o con suéteres de cuello alto, y de colores siempre a tono con la energía del día. Nada de túnicas ni de aires orientales, al menos en su apariencia.

    Como muchos santones y maharishis de principios de los 70, iba camino a convertirse en ícono pop. Instalado en la recién inaugurada sede con escalera mecánica del Arica Institute Inc., en pleno corazón de Manhattan, el guía espiritual daba entrevistas en las que, junto con describir su filosofía integral, avizoraba una nueva revolución planetaria que salvaría a la cultura occidental.

    Esa revolución se produciría, según contó en abril de 1973 en una entrevista para Psychology Today, “en la medida en que el Arica pudiera entrenar suficientes nuevos maestros”.

    A Nueva York (la ciudad con “más personas preparadas para la realidad de las que el mundo ha visto jamás”, solía repetir), Ichazo llegó en 1971 para ofrecer, desde octubre de ese año, un entrenamiento intensivo de tres meses que, al finalizar, garantizaba la iluminación por tres mil dólares, según reportó la revista Time. Eso incluía comida y alojamiento en el Marriott Essex House, en Central Park South.

    No tengo ningún deseo de fortalecer el ego o hacerlos felices”, le dijo por aquellos días al filósofo Sam Keen, uno de los inscritos.

    Con una red de sucursales que se extendía ya por las principales ciudades de Estados Unidos, Sudamérica y Europa, la escuela, a esa altura convertida en corporación, era lo más parecido “a una universidad para lograr estados alterados de conciencia”, como la definió Keen.

    Pero en vez de despegar hacia la ampliación de la conciencia, en las siguientes décadas los sucesivos pleitos por los derechos sobre el eneagrama de la personalidad —que Ichazo había popularizado— y cursos cada vez más abstrusos e interminables, fueron aislando a la escuela, al punto de que, a comienzos de los 90, solo unos pocos seguidores llegaban cada año a Maui — donde se radicó y estableció su fundación, en 1981—, para escucharlo hablar sobre una revolución planetaria que nunca llegaba.

    Sin embargo, hubo un tiempo en que para muchos el Arica —como se conoció al instituto en Chile— ofreció lo que prometía: un método “empírico” de autoobservación que, a partir de técnicas taoístas, budistas, confucionistas, sufís y otras adaptadas a Occidente, aseguraba otorgar una claridad mental tan límpida como la arena del desierto.

    ***

    Portada de un ejemplar de junio de 1976 de la revista New Age en la que aparece Ichazo junto al titular “Este hombre garantiza la iluminación”.

    Sin estar demasiado interesada en temas esotéricos, pero harta de los mandatos de clase y la familia, en 1969, con 23 años y recién salida de la universidad, Carmen Balmaceda decidió partir, por un año, al norte. Iba a “cambiar de nivel”, según sus palabras.

    El enfoque experimental de ese primer entrenamiento (para el que Ichazo filtró a la mayoría, a excepción de quienes se mostraron “realmente comprometidos con seguirlo”, según dijo años después) le permitiría una cercanía única con quien, por entonces, era un casi desconocido maestro boliviano, mezcla de místico sufí y terapeuta zen, cuya novedosa filosofía comenzaba a circular, como un secreto a voces, entre los jóvenes hippies de la época. El rostro de Balmaceda lo refleja aún, cuando recuerda ese primer encuentro: “Apenas llegué, Óscar me dijo: ‘Te estábamos esperando, ¿tú quieres ser feliz?’. ‘Obvio’, le dije yo. ‘Entonces quédate’”.

    Si el plan era irse por un año, se terminó quedando tres. Fue la última en llegar, la que cerró el grupo de “los primeros 14”, la camada original del Arica que la periodista Malú Sierra describió así en un reportaje de abril de 1971 para revista Paula: “Su vestimenta nada de convencional —ellos con camisas de colores, blue jeans viejos y a pie pelado; ellas con faldas coloridas y pañuelos en la cabeza, también a pie pelado—, su simpatía desbordante, su forma de vivir y sus actividades en diferentes campos, les han granjeado la amistad de muchos… y la desconfianza de otros tantos. Porque aparte de uno que otro detalle, no saben realmente a qué se dedican. Y mucho menos saben de Ichazo. Fuera de que es boliviano y de que para sus discípulos es poco menos que un dios, nadie sabe nada”.

    Armar la mochila e irse al norte a “hacer el camino” no era cosa de snobs ni de “voladitos”, asegura Balmaceda, sino algo que iba “en serio”. Y no era para menos, pues junto a la tentadora idea de unirse a una “escuela de desarrollo humano”, como las que existían en la antigua Grecia, India o Medio Oriente, el método de Ichazo apuntaba a desarmar, como si de un mecanismo se tratara, los bloqueos neuróticos de la mente que impedían el desarrollo, para alcanzar un estado de “completo presente”: una suerte de satori permanente que, hasta ese momento, ni el psicoanálisis ni la terapia Gestalt ni los psicodélicos ofrecían.

    Bajo el sol tremendo de Arica los alumnos cohabitaban en casas comunitarias, sin muebles, durmiendo en colchones en el suelo, y seguían una dieta alta en proteínas que, mezclada con ejercicios de psicocalistenia, meditación, mantras, percusión y yoga, buscaba inducir un estado de “comprensión no conflictiva” que, cuando se daba, dice Balmaceda, “te llevaba a sentirte parte de un todo”.

    Además —continúa ella—, hacíamos un ejercicio físico que se llamaba La Pampa, en el que tirábamos toda la mala onda y nos dejaba agotados”.

    ¿Servía?

    Claro, porque te sacabas toda la semana. Pero en el estado en el que estábamos, olvídate, se necesitaban muchas piedras y muchas cuestiones para que lograras vaciar la cabeza, aunque fuera cinco minutos.

    ¿Y qué sentía al hacerlo?

    Que tu energía subía, que alcanzabas un estado sutil, más feliz, en el que estabas en el aquí y el ahora, sin pensar en nada.

    ***

    El ascenso de Óscar Ichazo dentro del mundo de la espiritualidad alternativa, prometía. Con poco más de 40 años, no era el típico gurú de la nueva era: de intensos ojos negros, bigote y calva incipiente, solía vestirse para no llamar la atención, a veces con trajes elegantes o con suéteres de cuello alto, y de colores siempre a tono con la energía del día. Nada de túnicas ni de aires orientales, al menos en su apariencia.

    Por su impacto en toda una generación, sobre Ichazo se ha dicho mucho, pero raramente que era un farsante. “La originalidad de lo que enseñaba era espectacular”, dice el psicólogo y pareja de Balmaceda, Gonzalo Pérez, quien en julio de 1971 empezó el Santiago Uno, un entrenamiento de 10 meses llamado así porque era la primera vez que las enseñanzas del Arica llegaban a la capital.

    A fines de los 50, Ichazo empezó a reunir en Santiago y otras ciudades de Sudamérica a grupos dedicados al estudio de su filosofía integral y, a partir de ahí, la popularidad de su método entre los jóvenes —desde hippies con ansias de ruptura hasta profesionales poco dados a lo espiritual— no hizo más que crecer.

    Tras asistir, en la primavera de 1969, a una serie de conferencias dictadas por él en el Instituto de Psicología Aplicada, su director, el terapeuta de Sergio Larraín, Héctor Fernández, salió convencido de que la psicología, como disciplina, había tocado techo y que solo Ichazo podía llevarla “más allá”.

    Elusivo y cauteloso con los cultos a la personalidad, algunos dicen que adaptaba sus gestos y hasta su entonación a las necesidades de cada discípulo. Incluso quienes se han vuelto escépticos de su método asumen que conocerlo dejaba huella.

    Sobre ese primer encuentro con él, Pérez recuerda: “Me dedicó una tarde entera. Puso música de los Beatles y hablamos tres horas. Fue fascinante. Es que enseñaba a no definir. No trabajaba con conceptos. Era un tremendo chamán, un ser que movía las energías donde fuera. Power”.

    Nooo, era impresionante”, exclamó en 2021 Eduardo Gatti, quien asistió junto a Los Blops a sus primeros entrenamientos en el Instituto de Psicología Aplicada en Bellavista. “A ver, cómo decirlo, tenía ese magnetismo especial que tienen algunas personas. Con Los Blops caímos altiro envueltos en llamas con esta cuestión”.

    Qué te puedo decir”, agrega Balmaceda, respirando hondo. “Me acogió de una manera maravillosa, me cambió la vida. Óscar trabajó conmigo el suicidio de mi papá hasta dejarme libre”.

    Experto en artes marciales mixtas, también podía ser severo y estimular a sus discípulos a decirse las verdades a la cara, para reducir las pretensiones del ego. La experiencia, a veces lúdica y a veces despiadada, de pasar por las máquinas de procesamiento del karma, llevó a varios a tener revelaciones aún perdurables sobre sí mismos.

    Lo que pasa es que el ego siempre trata de escaparse por aquí y por allá, ¿no?”, reflexiona el profesor de Tai Chi y exasistente de Ichazo, Sergio Huneeus. “Pero dentro de ese cuadro, y yo tuve experiencias muy brutales, digamos, en el sentido de verme, de repente, totalmente descolocado, hay un consenso, un piso que te sostiene, que es la escuela”.

    Su cercanía carente de solemnidad con algunos lo convertía, a juicio de Huneeus, en un “anti maestro”.

    Uno esperaba tener que saludarlo como con una venia, pero era igual a ti, no hacía diferencia. Por supuesto, él era el guía y uno el discípulo. Pero el trato era más bien de amigo”.

    ¿Y en qué eneagrama calzaba usted?

    El 7, el idealista.

    Por su alto precio (según Gatti, a principios de los 70 las capacitaciones costaban “como mil dólares, y en el Chile de ese tiempo, por esa plata te comprabai un auto”), sumado a la rigurosa selección que el propio Ichazo hacía de los candidatos, no era demasiado difícil sentirse parte de una élite, una vanguardia espiritual que iba a cambiar el mundo.

    ¿Tenía algo de secta el Arica?, le pregunto a Teresa Bogdan, una argentina que en 1972 hizo parte de las capacitaciones en Peñalolén Grande (suspendidas luego del golpe de Estado, con la prohibición de reuniones de más tres personas), una propiedad comunal adquirida por varios aricans en la precordillera santiaguina.

    No es que los ejercicios te lavaran el cerebro —dice pensativa—. ¿Sabés de qué te lo lavaba? De vos mismo, porque los chicharreos, el diálogo interior que impide el estado de vacío y todo lo que se te pasa por la cabeza en ese tipo de ejercicios, es impresionante. Te muestran realmente lo que sos mientras estás haciendo algo totalmente inútil. Pero ¿cómo decirte? Se daba en un contexto de mucho respeto y tranquilidad.

    ¿Y existía un culto hacia Óscar?

    Lo que pasa es que había una corriente bastante fanática, porque era el maestro. Y como junto con la espiritualidad y la cosa new age vienen las artes marciales y los sufís, el maestro ya no es solo el maestro. El maestro tiene una espada, es fuerte, te corta la cabeza. Óscar decía, “no me hagan altares”, pero vos entrabas a cualquier pieza de Peñalolén Grande y había un altar. La adoración por él, sí, estaba, estaba todo el tiempo, pero no era algo fomentado.

    Pese al clima de cordialidad que, a juicio de Bogdan, se respiraba, entre quienes conocieron a Ichazo no todos hicieron buenas migas con él: “Hablarle era como si el emperador te diera audiencia”, dijo Gatti en una entrevista para el Instituto de Expansión de la Conciencia. “Tenía su círculo íntimo, que eran los instructores generalmente, y la Jenny [esposa de Ichazo por esos años y cabeza comercial del grupo] tenía también su grupito que andaba siempre alrededor, los aduladores”.

    Es que hay un fenómeno —agrega Gonzalo Pérez— que tú tienes que tomar en cuenta, que es la idealización del maestro. Cuando éramos jóvenes y estábamos al comienzo de todo esto, creíamos que él era buda. Infalible, iluminado todo el rato. Eso es algo que tú encuentras en cualquier movimiento espiritual: la necesidad de creer que el maestro es dios”.

    Sobre el impacto de las tensiones políticas del período en el movimiento, Balmaceda reconoce: “Sabíamos lo que pasaba, pero estábamos totalmente metidos en nuestro cuento, como otros estaban en la militancia. Los ejercicios permitían abstraerse un poco. Había que hacerlo, ¿no?”. Tras volver a Chile, en 1972, dice, “encontré que la UP era demasiado fascinante, porque tenía que ver con el desarrollo humano. Ahí todos éramos iguales, nos saludábamos como compañeros, y la nana era mi amiga. Pero en esa época era muy poca la gente que podía estar en el presente. Había mucho maximalismo, mucha lucha interna, mucha tensión. Igual que ahora. Quizá la única salida a esa contradicción esencial que es la vida en sociedad, sea hacer lo que hizo el Queco [Sergio Larraín]: aislarse”.

    ***

    Fotografía de uno de los entrenamientos en un galpón en el Valle de Azapa. Cortesía de Gonzalo Pérez.

    En julio de 1970, 57 estadounidenses, entre terapeutas del Instituto Esalen y varios psiquiatras y neurocientíficos, aterrizaron en Arica para realizar un entrenamiento intensivo de 10 meses diseñado por Ichazo. Cada asistente pagó “entre cuatro mil y siete mil dólares”, informó en su momento la revista Time.

    Sobre el propósito de aquel viaje, en la web de The Arica School hoy se lee: “Los estadounidenses fueron [a Chile] a descubrir la Mente por medio del protoanálisis”.

    Llegaron cargados de drogas, venían de eso —dice Pérez—. El entrenamiento mismo era limpio, pero en el ámbito en el que todos vivíamos, era parte de la vida”. Entre los estadounidenses, por ejemplo, estaba John Lilly, un neurocientífico experto en delfines y comunicación entre especies, conocido por sus experimentos con LSD en tanques de aislamiento sensorial.

    Interesado en el viaje sin ácido que Ichazo proponía, el nexo entre el Arica y “los gringos” fue el psiquiatra Claudio Naranjo, exdiscípulo de Fritz Perls y por entonces cercano a la vanguardia psicológica del Esalen en Big Sur, California.

    Según cuenta Naranjo en sus memorias, Ascenso y descenso de la montaña sagrada, al poco tiempo de llegar tuvo una experiencia reveladora mientras meditaba en el desierto. Ese entusiasmo, sin embargo, se enfrió rápido cuando supo que, dentro del grupo, algunos rumoreaban que él se estaba convirtiendo en un “ego santo”, es decir, alguien cuyos logros en los trabajos fomentaban una sensación de superioridad profética.

    Creía que Ichazo, bien porque lo veía como una amenaza o bien para ponerlo a prueba, lo había 137 generado. “Él sabía que Óscar tenía algo, pero también que era un engaño, un tramposo”, dice Alejandro Celis, un psicólogo especializado en la enseñanza del eneagrama que, en 1976, comenzó a hacer, con Ichazo ya radicado en Estados Unidos, las capacitaciones del Arica en el Instituto de Psicología Aplicada.

    ¿Por qué cree que Naranjo e Ichazo se distanciaron?, le pregunto a Gonzalo Pérez. Y este responde con un ejemplo muy claro:

    Si los huevones no podían estar juntos. Se iban a hacer sombra, como Lennon y McCartney.

    Crecientemente aislado, Naranjo fue finalmente expulsado durante su estancia de 1970 en el desierto, junto a varios norteamericanos (aunque según Huneeus, se trató más bien de una “ruptura” del grupo con él). Regresó con ellos a California, donde fundó el programa SAT (Seekers After Truth), su propio sistema para la enseñanza del eneagrama.

    Toma un avión y ven”, le había escrito algunos meses antes Sergio Larraín, invitándolo a unirse a los entrenamientos de la escuela. “Aquí está lo que has buscado tanto. La cosa es real. Es aquí. Lo que has sabido hasta hoy o has leído no es más que una sombra de esto”.

    El Queco no estaba en muy buen estado”, reconoce Balmaceda. “Era mi hermano de la escuela, el que me enseñó fotografía, pero andaba muy rayadito, en una volada en que todo tenía que ser como mortificado. Decía que no quería ser importante, pero apenas le ofrecieron dirigir al grupo, lo hizo. Tenía una lucha con su ego feroz”.

    Fue viviendo como un ermitaño, luego de consagrarse en Magnum y trabajar para la revista Paris Match, y mientras dirigía parte de los entrenamientos de la escuela en el Valle de Azapa, que Larraín conoció y se enamoró de Paz Huneeus.

    ***

    Ichazo, por ejemplo, les prohibía a sus alumnos consumir alcohol (‘una sola gota en esa piscina y esto se acaba’, les advertía), pero él se lo permitía porque, según él, tenía una capacidad diferente para ‘metabolizar’ la bebida. Lo que sí autorizaba, señala [Catalina] Mena, eran ‘las relaciones sexuales con las mujeres que llegaban a la comunidad, con o sin pareja’, justificándose en la naturaleza supuestamente ‘energética’ del instinto sexual. ‘El principal beneficiario de su ley era él, considerando su situación de poder’, escribe Mena.

    En su libro, Sergio Larraín: la foto perdida, Catalina Mena sostiene que el “arsenal de saberes” que el Arica ofrecía se mezclaba con “hábitos de sospechosa naturaleza espiritual.

    Ichazo, por ejemplo, les prohibía a sus alumnos consumir alcohol (“una sola gota en esa piscina y esto se acaba”, les advertía), pero él se lo permitía porque, según él, tenía una capacidad diferente para “metabolizar” la bebida. Lo que sí autorizaba, señala Mena, eran “las relaciones sexuales con las mujeres que llegaban a la comunidad, con o sin pareja”, justificándose en la naturaleza supuestamente “energética” del instinto sexual. “El principal beneficiario de su ley era él, considerando su situación de poder”, escribe Mena.

    Era muy oculto, una cosa nada más que de mujeres”, contó en el documental El instante eterno Paz Huneeus, entonces pareja de Sergio Larraín, acerca de las prácticas tántricas que Ichazo realizaba con las alumnas. “Los hombres no lo podían saber porque, según Óscar, tenían el nivel bastante más bajo”.

    Dos días después de contar eso, ella murió”, dice su amigo Gonzalo Pérez, acomodándose en el respaldo de un sofá en su consulta de La Reina. “No estaba enferma ni nada. Dijo lo que tenía que decir y partió”.

    ¿Nunca trascendió lo que pasaba?

    Es que no tuvo nada que ver con la enseñanza pública del maestro y jamás interfirió en nada, en absoluto. Incluso hoy hay un montón de gente que no lo cree. Fue una experiencia que se vivió en forma secreta y privada, en el corazón del maestro.

    Alejandro Celis reflexiona: “Sergio Larraín era una persona muy tímida, inestable psicológicamente, incluso. Y yo no soy moralista, en el sentido de que el Queco y la Paz tendrían que haber tenido una única pareja. Lo que me hace ruido es que el Queco, siendo discípulo de Óscar, no estuviera enterado. Le dijeron a ella que no se lo dijera. Fue un daño de frentón”

    ***

    La mística de la escuela comenzó a perderse, a juicio de Balmaceda, con la progresiva llegada de los norteamericanos a Chile: “Los ejercicios funcionaban y todo, pero ya no estaba esta especie de familia que teníamos los 14”.

    ¿A qué lo atribuyes?

    Yo creo que, con los gringos, Óscar se fue poniendo bueno para la plata, porque cuando estábamos nosotros le pagábamos, qué sé yo, 20 lucas. Él era un ser humano con ego, y los gringos, que son lo más mercantiles que hay, lo elevaron, porque son muy beatos. Lo inflaron, y ahí él empezó a cobrar un montón [a fines de los 70, una rutina inicial diaria de 40 días, llamada “Los sistemas hipergnósticos”, costaba 600 dólares y otra, “Los dominios de la conciencia”, 400]. Con Gonzalo fuimos a varios de sus entrenamientos en Estados Unidos, pero ya no tenían la misma energía. Eran una lata.

    Tras su paso por el movimiento Osho, Celis admite que, por contraste, con los años se ha ido desencantando del Arica, cuyo método describe como demasiado mental, frío, “sin corazón”: “El discurso de Óscar era, ‘esto te va a transformar’, ¿entiendes?, y que con un entrenamiento te iba a pasar esto, esto y esto otro. Te garantizaba que cuando hicieras el corte del diamante, que era el nivel 7, me parece, te ibas a iluminar. Y no solo el satori, sino que el estado permanente, digamos. Por supuesto, que yo sepa, nadie se iluminó”.

    Yo creo que es un método válido”, apunta Sergio Huneeus, parte de la camada original que fue a los primeros retiros al norte y, hasta hace poco, también del comité de ética de The Arica School, con sede actual en Kent, Connecticut. “Pero hay que tener paciencia y, efectivamente, muchas veces a uno se le acaba”.

    ¿Era publicidad engañosa, entonces, lo que Ichazo prometía?

    Yo no sé hasta qué punto la gente se sugestionaba —confiesa Celis—. O sea, cuando tú pagas no sé cuanta cantidad de plata, es bien difícil decir después: “Oye, esto no me sirvió para nada”. Uno tiende a decir, “fue la raja, muy bueno”. Aunque entiendo que la gente que tuvo contacto directo con él, generalmente en los primeros grupos, se sintió muy impactada.

    ¿También se ha ido desencantando?, le pregunto a Gonzalo Pérez.

    Lo que yo he vivido con él, como maestro, es ir bajando mis expectativas como un ser infalible, completamente impoluto, hacia una comprensión de un ser humano al que le pasan cosas y que es susceptible al cambio y a las influencias.

    Cuadernos con los entrenamientos The Arica School en inglés. Cortesía de Alejandro Celis.

    ***

    Durante los dos primeros días tú sentías el ruido de la ciudad, pero después, la nada”, dice, entrecerrando los ojos, Balmaceda, sobre la última vez que le tocó “hacer el desierto”, el último ejercicio del Arica.

    Luego de tres años viviendo en comunidad, un día le dijo a Ichazo:

    Vuelvo a Santiago, pero voy a meterme de nuevo en la escuela.

    No, tú ya no lo necesitas —le respondió él—. Vive tu vida, tú tienes que estar en el mundo.

    Y de ahí —asegura ella—, ya no lo vi más. Pero lo que viví en el norte, queda para mí sola.

     

    Imagen de portada: Fotografía de una reunión de El Arica en la que se ve a Lola Hoffmann (abajo, con chaqueta). Cortesía de Gonzalo Pérez.

  87. Ottessa Moshfegh: “Este libro no existiría si McGlue no me hubiera encontrado a mí”

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    Una década atrás (2014), una extraña novelita sobre marineros borrachos y asesinos se publicó en Estados Unidos. Se titulaba McGlue y su autora no era marinera ni asesina, aunque sí —como reconoce en esta entrevista— alguien con un pasado etílico y algo amnésico. Desde entonces Ottessa Moshfegh (Boston, 1981) se ha vuelto una escritora caracterizada por una prosa precisa y un humor raro para estos tiempos de agendas políticas y literaturas identitarias y comprometidas. Lo suyo se asemeja más a John Waters (especialmente su volumen de cuentos Nostalgia de otro mundo) o a la escritora Daphne du Maurier, que inspiró el nombre de uno de los personajes de la novela Mi nombre era Eileen. Y también se la puede vincular con nombres como Shirley Jackson y Flannery O’Connor, quienes de seguro se habrían muerto de la risa con novelas como Mi año de descanso y relajación (donde un personaje decide dormir por un año entero) o Lapvona, que puede leerse como un divertidísimo y macabro cuento de hadas vuelto del revés, en medio de una Edad Media mísera y brutal.

    Lo que sigue es la primera entrevista que Moshfegh da a un medio en Chile, y una de las pocas que ha concedido, en el último tiempo, sobre alguno de sus libros. Tal vez ya que, como ella misma dice, Moshfegh ha seguido el mismo camino que muchos otros escritores estadounidenses; aquel que va desde el reconocimiento editorial y de lectores y de premios importantes y traducciones (“Posiblemente la autora estadounidense más interesante de su época”, dijo The New York Times), hasta llegar, caminando sobre la alfombra roja de la fama, a Hollywood. Para esta videollamada, la autora de Mi año de descanso y relajación, la novela que la consagró a escala global en 2018, se conecta desde California, donde vive hace cinco años con su esposo, el también escritor Luke Goebel, con quien escribe guiones. Porque, claro, Moshfegh escribe guiones de películas ajenas y de sus propias novelas, tal como Mi nombre era Eileen, que ella misma adaptó y que protagoniza Anne Hathaway, y que pasó sin pena ni gloria. Parte de esta conversación trata sobre la adaptación de McGlue, una novela de apenas 152 páginas, cargada con una prosa que la asemeja a otras literarias de marineros y masculinidades exacerbadas, tal como Moby Dick (1851) y Benito Cereno (1855), de Herman Melville.

    La trama de esta novelita es sencilla: McGlue, su protagonista, es un marinero que se despierta encadenado a su catre y acusado de homicidio. Lo único que sabe, lo único que los lectores podemos avistar en medio de sus pensamientos y lenguajes esperpénticos, es que va en un asqueroso camarote de camino a su Salem natal. Y que cuando la nube etílica se despeja, sus compañeros le informan que su amigo Johnson ha sido asesinado. El único sospechoso es, claro, McGlue. “Quería beber y echarme a perder la cabeza, pero desde luego no se me había ocurrido triunfar en la vida. No era nada que hubiese pretendido saber cómo hacer”, se lamenta el protagonista.

    Esta es la entrevista que la autora me prometió en un festival literario en Nashville, Tennessee, donde en un pasillo hablamos de las adaptaciones de Vladimir Nabokov (en especial, Risa en la oscuridad, por Tony Richardson). Eso fue en tiempos prepandémicos. Y algunas cosas han cambiado, como que McGlue ya haya sido adaptada a la pantalla, sin ser finalmente filmada, por lo menos un par de veces.

    La adaptación de McGlue —asegura— ha sido un proyecto muy largo, extraño y medio desvanecido, que ha tenido muchas iteraciones diferentes de existencia y con distinto potencial, y ahora estoy como… perdida, esperando. Pero eso sucede mucho en el cine, creo. Y es realmente agradable trabajar en dos medios diferentes, supongo. Es genial ver cómo el trabajo de escribir guiones está influyendo en mi escritura de novelas”.

    Sabía que McGlue y Johnson eran hombres que tenían que vivir en un mundo donde chocaban las diferentes clases sociales: McGlue era de clase media baja de Nueva Inglaterra, Salem, Massachusetts, y nació en la década de 1820 o algo así; Johnson es muy rico, hijo de alguien que ha heredado riqueza a lo largo de generaciones y ha creado empresas. Pensé en el tipo de presión diferente que tenía cada uno, así como en qué tipo de masculinidad necesitaban mostrar para encajar y sobrevivir en un mundo como ese.

    Cuando pienso en los escritores estadounidenses y cómo estos se van metiendo de a poco en Hollywood, inevitablemente se viene a la memoria Fitzgerald, quien, por supuesto, no acabó bien… ¿No te preocupa que el cine y los guiones terminen por acaparar tu imaginación y tu parte de escritora de ficción?
    Mira, cuando empecé a escribir guiones, hace unos siete u ocho años, no era ni el tipo de escritora ni guionista que soy ahora. Ha habido una enorme curva de aprendizaje. Y realmente he aprendido mucho colaborando con gente genial y creativa que trabaja en el cine. Mira, ya tengo 40 años y a veces siento que mi mayor terror es que voy a repetirme a mí misma por el resto de mi vida… y luego me voy a morir. ¡Ja! Tener que aprender algo nuevo es muy divertido. Y hablando de traducción, que no es muy distinto a una adaptación, esto es interesante: ¿Cómo se traduce algo, un algo que es un mundo y una historia y personajes que han estado viviendo en tu mente? Porque en un libro uno lee las palabras y de alguna manera eso se conjura en un espacio dentro de tu mente…, pero ¿cómo proyectas eso visualmente y en tu adaptación?

    Volvamos a ese momento en que escribes McGlue, más de 10 años atrás. ¿Puedes recordar dos momentos o dos escenas de la escritura de McGlue?
    Este libro no existiría si McGlue no me hubiera encontrado a mí. Y me encontró porque yo estaba abierta a algo. Estaba, no sé por qué, buscando obsesivamente en el archivo de publicaciones periódicas en línea de la biblioteca, mirando periódicos de Nueva Inglaterra de mediados de siglo. Y el lenguaje del periodismo impreso, en ese entonces en Estados Unidos, era divertidísimo. Los artículos y reportajes eran realmente ingeniosos y llenos de actitudes raras, y muy serios y cómicos al mismo tiempo. No sé, tal vez era algo específico de Nueva Inglaterra, porque somos gente muy sarcástica. Estaba hojeando un periódico de 1851 y me encuentro con este pequeño anuncio titulado “McGlue”, el cual básicamente era el resumen de la premisa de mi libro: “McGlue de Salem ha sido absuelto del asesinato del Sr. Johnson en el puerto de Zanzíbar, debido a que había estado loco, en el momento del crimen, porque estaba borracho y había sufrido una lesión en la cabeza al saltar de un tren en movimiento, varios meses antes”. Era como si fuera incuestionable que necesitaba hacerlo… era tan extraño leer eso. Esa fue realmente la inspiración.

    Primero se te aparece McGlue, ¿y luego?
    Mira, hoy ya no soy tan purista con mis métodos creativos. Hago lo que tenga que hacer para ir donde vaya el libro. Y sentí que mientras escribía McGlue… estaba como conjurando o canalizando una voz dentro de mí. Tal vez era su voz, tal vez la voz en mi cabeza era McGlue, no sé, lo que sí sé es que la música del proyecto estaba viniendo a través de mí y saliendo a la página de una manera muy específica. Y a veces era un poco insoportable. E incluso se sentía psíquicamente muy frustrante. Esto va a sonar muy loco, y no quiero arruinar la sorpresa para nadie que pueda leer esto, pero escribí la mayor parte del libro, como autor, sin entender por qué McGlue mató a Johnson. Realmente no lo entendía. McGlue es un personaje muy reprimido; la verdad de sí mismo, de sus deseos y miedos, están ocluidos por mucha negación. Por eso, mientras estaba en su, digamos, espacio mental, escribiendo la novela, hubo un momento en que ya me costaba ver hacia dónde iba la historia.

    Muchas veces los mismos escritores son ciegos a su propia obra.
    Exacto. Y lo que viene va a sonar también un poco loco…, pero en ese tiempo iba una vez al mes a esta maravillosa mujer que era como…, no quiero decir que era una sanadora psíquica, porque no es tanto una sanadora, pero era alguien que tenía la capacidad de tocarte y así captaba una imagen o momento de tu vida y la compartía contigo, y luego te ayudaba a superarla o procesarla. Fui a verla un día y le dije: “Me siento como si estuviera en un punto ciego, como si no supiera cómo terminar este libro”. Ella respondió: “A ver, ¿de qué trata tu libro?”. Y yo le contesté: “Se trata de un marinero”. Y ella me dijo: “Ah, por eso llevas esa chaqueta”. Y yo le dije: “¿De qué estás hablando?”. Y miré hacia abajo y llevaba una chaqueta de marinero, que ni siquiera había notado, como si la hubiera llevado puesta todo el invierno. Una azul marino con unos botones grandes. Y luego ella agrega algo como: “Veamos si McGlue va a hablarte a través de tu cuerpo, de alguna manera”. En ese entonces esta mujer no sabía nada sobre mi libro. Nunca se lo había comentado. Y me tocó las rodillas y dijo: “Oh”. Y después, sin rodeos: “Johnson lleva a cabo un acto, y ese acto es aterrador”. Yo le dije: “Por supuesto, ¿si no de qué otra manera podría suceder la trama?”.

    ¿Y qué hiciste justo después de llegar a tu casa?, ¿escribir?
    Creo que simplemente me fui a casa y comencé a escribir, sí. De todos modos, McGlue es una novela muy desgarradora. También oscura y triste. Quiero decir, es triste y hasta emocionante, una combinación extraña, lo sé, pero hay mucho de eso en el libro.

    Asimismo, es una novela muy masculina. Tiene un epígrafe del escritor Ralph Waldo Emerson que dice que “los jóvenes han nacido con cuchillos en el cerebro”. ¿Pensabas en la masculinidad cuando escribías esta novela?
    Sabía que McGlue y Johnson eran hombres que tenían que vivir en un mundo donde chocaban las diferentes clases sociales: McGlue era de clase media baja de Nueva Inglaterra, Salem, Massachusetts, y nació en la década de 1820 o algo así; Johnson es muy rico, hijo de alguien que ha heredado riqueza a lo largo de generaciones y ha creado empresas. Pensé en el tipo de presión diferente que tenía cada uno, así como en qué tipo de masculinidad necesitaban mostrar para encajar y sobrevivir en un mundo como ese. También pensé mucho en sus cuerpos, en su belleza, en cómo se veían el uno al otro, por qué eran interesantes el uno para el otro, por qué se hicieron amigos.

    Cuando abracé la sobriedad (porque realmente la volví un estilo de vida) tenía como 20 años, y ese proceso me abrió la puerta a una especie de apreciación de una espiritualidad que nunca había considerado. Me interesé por la idea de que el alcohol es como la ingestión de un espíritu que te hace sentir mejor y peor al mismo tiempo. Y en cómo eso puede distorsionar tu mente, tu forma de pensar, tu imaginación y tu sentido de ti mismo.

    También es un libro sobre el consumo de alcohol: McGlue parece estar siempre resacoso. ¿Estabas tomando alcohol mientras escribías o editabas o ninguna de las dos? Te lo pregunto porque en otras entrevistas has hablado sobre tu paso por rehabilitación a una temprana edad, de 20 y pocos.
    Cuando estaba escribiendo ese libro… digamos que ya estaba embarcada en una rigurosa recuperación, ya alejada del alcoholismo. Eso fue hace mucho tiempo, y cada uno tiene su camino, ya sabes, puedo hablar de eso ahora. Cuando abracé la sobriedad (porque realmente la volví un estilo de vida) tenía como 20 años, y ese proceso me abrió la puerta a una especie de apreciación de una espiritualidad que nunca había considerado. Me interesé por la idea de que el alcohol es como la ingestión de un espíritu que te hace sentir mejor y peor al mismo tiempo. Y en cómo eso puede distorsionar tu mente, tu forma de pensar, tu imaginación y tu sentido de ti mismo. Eso era algo que estaba muy presente en mi mente cuando escribía McGlue.

    Y se traspasó al personaje.
    Se traspasó, aunque digamos que lo exacerbé. Me interesaban esas experiencias extáticas o experiencias más allá de la conciencia cotidiana para acceder a Dios o a un sentimiento espiritual. Ahí aparece esta idea de que McGlue está desesperado por la abstinencia, en la bodega del barco, sufriendo. Y mientras se va recuperando, y su mente va encontrando un equilibrio de nuevo, le aparece una claridad y entiende lo que hizo, y por qué es tan devastador. Esto es algo muy personal. Por lo general, cuando evito reconocer algo es porque justamente hay algo ahí, algo que es difícil de procesar… Bueno, puedo hablar sobre esto eternamente, pero no, no bebí nada durante la escritura de este libro y…

    Recordar y olvidar son dos cosas que tus personajes tienen dificultades para hacer, ya sea en McGlue como en Mi año de descanso y relajación. Tus personajes quieren olvidar y luego quieren recordar, y a veces no quieren hacer ninguna de las dos cosas. ¿Por qué vuelves tan a menudo a esa dicotomía en tus libros?
    Porque me interesa que la memoria sea como una narración interior, una narración de nosotros mismos. Es un mecanismo que uno usa para decirse: bueno, esta es la historia de algo que me grabé para mí mismo, y que la recuerdo y experimento de una manera inactiva. De ahí salen todas esas preguntas, como qué es realmente la verdad. Algo que mis personajes sufren. Ya sabes, dos personas pueden experimentar una conversación, la misma conversación, con una tercera persona, y luego darse vuelta y decirse entre ellos: “Esto es lo que hemos estado hablando”. Y resulta que es totalmente diferente.

    Muchas veces tus personajes como que tienen una antiepifanía sobre eso: se dan cuenta de que la narrativa de la memoria no era fiel.
    Es que es algo que sucede cuando estás en una relación íntima, y realmente puedes verte a ti mismo desde el otro lado, desde la perspectiva de la otra persona. Y entonces comienzas a tener esas discusiones en plan de que eso no es lo que dije, no, quiero decir que eso no es lo que quise decir, no, no te estaba frunciendo el ceño… Los humanos somos muy vulnerables a la percepción errónea de nuestra memoria. Porque necesitamos sobrevivir en este momento, en el presente. Si nuestros recuerdos son tan perturbadores, y algunos recuerdos son legítimamente perturbadores, siempre vamos a procesarlos de una manera que respalde la actitud y el sistema de creencias que tenemos hoy, ahora. Todo es cuestión de perspectiva. Tus recuerdos de cierta manera te definen.

    Después de escribir McGlue, que se relaciona mucho con recordar y olvidar, ¿qué esperabas de la novela?
    Tuve mucha suerte. Lo escribí y dejé el libro a un lado y, dos años después, una revista literaria experimental, que publicaba libros de poesía, anunció que iban a tener un premio para una obra en prosa. “Les enviaré McGlue”, me dije. El premio era la publicación del libro. Y creo que no podría haber encontrado una mejor manera de presentar este libro al mundo. Se llama Fence, la editorial. Y, en realidad, mi editora, Rebecca Wolfe, que es poeta y escritora, tenía la sensibilidad de una… poeta, o sea, de alguien que se compromete con la innovación en la escritura. Por eso sentí que McGlue estaba siendo tratado con cuidado, con el humor y la reverencia que yo quería que tuviera.

     


    McGlue, Ottessa Moshfegh, traducción de Inmaculada C. Pérez Parra, Alfaguara, 2024, 152 páginas, $15.000.

  88. Notas sobre el caleidoscopio cumbiero

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    Hace unos años se viralizó la frase “la cumbia es el nuevo punk”, y una caldera en mi interior estalló: me pareció una trivialidad comparar un efímero subgénero del rock con un género musical con al menos 150 años de vigencia y polifórmica mutación. Pero con el tiempo concedí que la frase apuntaba a los nuevos espacios que la cumbia se había tomado, a las políticas de autogestión que la hacían posible en nuevos contextos y a quiénes la escuchaban y bailaban. Y otra cosa: si hay algo que puede decirse de la cumbia es que es siempre nueva.

    La cumbia y sus caleidoscópicas transformaciones es el tema que cruza Cumbia somos (2024), una compilación de textos breves de una treintena de plumas de toda Latinoamérica, coordinada por los periodistas Enrique Blanc y Humphrey Inzillo, un trabajo valiosísimo, surgido de la alianza de universidades de México, Argentina, Chile y Colombia. En este último lustro, el mexicano Enrique Blanc ha sabido aliarse a periodistas melómanos —como él— para desarrollar antologías similares a Cumbia somos, por ejemplo, Cantoras todas (2020), junto a la quiteña Gabriela Robles y el porteño Humphrey Inzillo, donde construyeron un mapa actual de la canción escrita e interpretada por mujeres; Canciones de lejos (2021), con el periodista y músico chileno Gonzalo Planet, con quien exploró las conexiones musicales entre Chile y México; y Sabor peruano (2022), junto a Luis Alexander Pacora, con quien trazó un recorrido por los últimos 100 años de música peruana, yendo de la canción criolla, al rock y a la cumbia amazónica.

    Cumbia somos ofrece reflexiones accesibles, aunque de valor desigual, en tres secciones, una sobre íconos claves, otra sobre escenas nacionales y otra sobre nuevas figuras del universo cumbiero. Lo abre un prólogo del bogotano Mario Galeano, fundador de Frente Cumbiero, Los Pirañas y Ondatrópica; solo tres de los proyectos con que ha abierto parajes al ritmo de la guacharaca. Luego, un texto de Luis Daniel Vega sobre la industria fonográfica colombiana entrega una mirada al incierto origen de la cumbia, casi una página de realismo mágico con la costa atlántica colombiana como telón de fondo, donde se encuentran la sonoridad indígena de la maraca y la flauta llamada kuisí o gaita con la de los tambores africanos, para luego recibir el aporte europeo del texto y la idea de canción. La misma conjunción que en otras latitudes hizo posibles frutos musicales tan nobles como el son, la samba, el carimbó y, por qué no decirlo, el tango.

    El libro reboza de accidentes comparables al descubrimiento de la penicilina, momentos en que el azar y la objetividad se aliaron para iluminar el futuro de la cumbia, como aquel día en que el desgaste de una tornamesa dio origen a las cumbias rebajadas, el viaje a Nueva York en que Polibio Mayorga escuchó por primera vez un sintetizador Minimoog, el accidente en moto que dejó postrado a Pablo Lescano y lo convirtió en un súper productor; o el quiebre entre Rossy War y Tito Mauri, que llevó a este a componer la inolvidable ‘Nunca pensé llorar’.

    En la primera sección del libro destacan los iluminadores perfiles de Polibio Mayorga, Los Ángeles Azules y Totó la Momposina, mientras que las siluetas de Gilda y Celso Piña parecen delineadas con cierta flojera. En la sección de panoramas nacionales no hay pérdida, todo son lecciones de musicología y canciones que buscar. La tercera sección, dedicada a figuras actuales, incluye un hermoso perfil de Rossy War, la reina de la tecnocumbia, la hagiografía de Pablo Lescano y la ruta psicodélica de la cumbia villera, para seguir con referentes inescapables como los bogotanos Eblis Álvares, Mario Galeano y Pedro Ojeda; y Yeison Landero, heredero del genial Andrés Landero, entre otros. Casi al final del libro, Cristóbal González aborda los últimos 20 años de la cumbia en Chile, relevando la importancia de la Fonda Permanente y situando bandas como Chico Trujillo, Banda Conmoción, Santaferia, Villa Cariño, Juana Fe y La mano ajena, entre otras.

    El libro reboza de accidentes comparables al descubrimiento de la penicilina, momentos en que el azar y la objetividad se aliaron para iluminar el futuro de la cumbia, como aquel día en que el desgaste de una tornamesa dio origen a las cumbias rebajadas, el viaje a Nueva York en que Polibio Mayorga escuchó por primera vez un sintetizador Minimoog, el accidente en moto que dejó postrado a Pablo Lescano y lo convirtió en un súper productor; o el quiebre entre Rossy War y Tito Mauri, que llevó a este a componer la inolvidable “Nunca pensé llorar”.

    Si bien el interés y la profundidad de cada texto varían, el barullo colectivo de estas voces susurra un puñado de verdades inobjetables sobre la cumbia, entre ellas su transversalidad, su capacidad de reinventarse en cualquier contexto y la plasticidad que le permite ser reformulada en manos de músicos tan diversos como Gilda, Enrique Delgado, Los Temerarios y Aldo “Macha” Asenjo. Quizás el disco de oro de la sonda espacial Voyager, la antología definitiva que representa a la humanidad, debió incluir al menos una cumbia.

     


    Cumbia somos, Enrique Blanc y Humphrey Inzillo (coordinadores), CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile, 2024 , 314 páginas, $22.000.

  89. Curzio Malaparte, maestro de la crueldad

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    Antes que Vida y destino (1980), de Vasili Grossman, antes que Europa Central (2005), de William T. Vollmann, y antes que Las benévolas (2006), de Jonathan Littell, las dos novelas monumentales de Curzio Malaparte fueron, durante décadas, los testimonios más ambiciosos y estremecedores de la Segunda Guerra Mundial. Convertidas en best sellers por la generación contemporánea del conflicto bélico, Kaputt (1944) y La piel (1949) eran títulos infaltables en las bibliotecas de nuestros padres y abuelos. Libros que se publicaban una y otra vez, corregidos por el autor y sus editores póstumos, una vez superadas las difíciles condiciones de producción de las primeras ediciones: ciudades bombardeadas, carestía de papel y aplicación de la censura.

    En España, producto del franquismo, hubo que esperar aún más tiempo. Hoy se consideran definitivas las traducciones que hizo David Paradela López para Galaxia Gutenberg, en 2009; tarea nada de fácil, teniendo en cuenta que sobre el idioma base, el italiano, el autor injerta muchísimas frases en otras lenguas europeas, sobre todo la francesa, que funciona como la lengua franca del narrador-protagonista, especialmente en sus diálogos con diplomáticos, personajes de la nobleza y altos mandos del Ejército a los que visita en su calidad de corresponsal de guerra y militar italiano. Un recurso lingüístico que ya había usado León Tolstói en Guerra y paz, la mayor novela bélica del siglo XIX.

    El cosmopolitismo le viene al escritor de familia. Curzio Malaparte es el seudónimo de Kurt Erich Suckert (1898-1957), nacido en Prato, Toscana, hijo de padre alemán y madre lombarda. Hombre de acción, díscolo, controvertido, sin pelos en la lengua, luchó como voluntario en la Primera Guerra y estuvo entre los ideólogos del movimiento fascista, al que ingresó en 1920, aunque sus críticas a Mussolini y su oposición a la entrada de Italia en la Segunda Guerra le costaron varias temporadas en la cárcel. En cierta forma, Kaputt y La piel son la crónica de su disidencia. Comienza a escribir la primera en el verano de 1941, en una aldea de Ucrania, al inicio de la campaña de Alemania contra la Unión Soviética.

    El título elegido para el libro es una palabra alemana que significa roto, estropeado, hecho añicos. Su origen más aceptado es un préstamo del francés: la expresión être capot (“ser sombrero” o “ser vencido”), pero Malaparte opta por remontar su etimología hasta la palabra hebrea koppâroth, que significa “víctima”. No son acepciones excluyentes. Así ve Malaparte a la Europa de su tiempo: como un continente sacrificado y “un montón de chatarra”, a la vez. Como los blindados destruidos que se oxidan por cientos en el frente oriental, donde las tropas del Tercer Reich ríen, comen y duermen a la sombra de los cadáveres colgados de los árboles. Cuando no están luchando contra los rusos, los soldados salen a cazar a las jóvenes judías que se esconden en los trigales o a los “perros rojos” anticarro, que los rusos adiestran para buscar la comida debajo de los Panzer y hacerlos estallar con una carga de explosivos y una antena de contacto atadas a sus lomos.

    La deshumanización llega al extremo de que los niños judíos que entran y salen clandestinamente por los túneles excavados junto a los muros son llamados ‘ratones’. En una visita, el propio gobernador general de Polonia, Hans Frank —pianista de exquisitos gustos musicales—, le pide el fusil a un soldado de guardia para dispararle a uno de ellos.

    Malaparte construye su estilo a partir de imágenes expresionistas, largos raccontos, sofisticadas referencias artísticas y un manejo de la intriga soberbio. A pesar de todas las novelas y películas a las que ha dado origen, el gueto de Varsovia, tal como lo pinta Malaparte, todavía es capaz de conmover. La minuciosidad con la que describe el aspecto de sus famélicos habitantes, el hacinamiento en el que viven y las basuras acumuladas junto a los cadáveres son, para las fuerzas de ocupación alemanas, detalles pintorescos dignos de excursiones de las autoridades junto a sus esposas. La deshumanización llega al extremo de que los niños judíos que entran y salen clandestinamente por los túneles excavados junto a los muros son llamados “ratones”. En una visita, el propio gobernador general de Polonia, Hans Frank —pianista de exquisitos gustos musicales—, le pide el fusil a un soldado de guardia para dispararle a uno de ellos.

    Steven Spielberg no inventó nada. La literatura lo hizo antes y Malaparte fue uno de los primeros en llegar. Hasta intentó dar una explicación a esta violencia sin límites: “Su crueldad está hecha de miedo, están enfermos de miedo. Son un pueblo enfermo”, le cuenta el escritor italiano al príncipe Eugenio de Suecia en su palacio de Estocolmo. Malaparte llega a esta convicción en Polonia: “En el transcurso de mi larga experiencia bélica, me había ido persuadiendo de que los alemanes no les tienen ningún miedo a los hombres fuertes, a los hombres armados que se les enfrentan con valor y les plantan cara. Los alemanes tienen miedo de los indefensos, de los débiles, de los enfermos”. Advierte en los nazis, en su arrogancia y brutalidad, un elemento morboso, “una honda necesidad de autodenigración”.

    Un tono mórbido, en consecuencia, atraviesa la novela. No es solo la enfermedad, sino también lo malsano en un sentido amplio y perturbador. Motivos como el recuerdo imborrable de un caballo muerto cuyo olor a carroña no deja dormir al protagonista en una casa abandonada, o la terrible impresión que le producen los soldados bávaros y tiroleses llevados a la campaña de Finlandia: jóvenes que, a los veintipocos años, ya han perdido el pelo, los dientes y las ganas de vivir, estragados por el frío y la falta de sueño en los días sin noche del Ártico.

    Mientras el mundo arde, militares, diplomáticos, aristócratas caídos en desgracia y periodistas exhaustos beben hasta emborracharse, pero sobre todo hablan. La mayoría de las historias que cuenta el narrador se van hilvanando a partir de conversaciones en torno a una mesa: ya sea un banquete pantagruélico en un palacio polaco, un sencillo café de Potsdam o un mundano club de golf en Italia. Cada capítulo, prácticamente, constituye un relato enmarcado, como sucede en el Decamerón, de Boccaccio: la peste llega a Florencia en 1348 y obliga a un grupo de amigos a encerrarse en una villa y pasar el tiempo contándose historias. Pero lejos de aquellos personajes del siglo XIV, que buscan olvidar el horror que los rodea, el narrador de Kaputt va contando a sus contertulios historias truculentas, con una delectación que raya en el sadismo. A diferencia de la novela El corazón de las tinieblas, que también se estructura como una narración enmarcada, Malaparte quiere decirlo todo, y si es necesario repetirlo, hasta provocar un shock en su interlocutor. Conrad, en cambio, deja espacio a lo inefable. Ambos intentan llegar, por caminos distintos, a entender la crueldad, la violencia, el mal.

    Mientras el mundo arde, militares, diplomáticos, aristócratas caídos en desgracia y periodistas exhaustos beben hasta emborracharse, pero sobre todo hablan. La mayoría de las historias que cuenta el narrador se van hilvanando a partir de conversaciones en torno a una mesa: ya sea un banquete pantagruélico en un palacio polaco, un sencillo café de Potsdam o un mundano club de golf en Italia.

    Cuando, en julio de 1943, el escritor recibe en Finlandia la noticia de la caída de Mussolini, regresa en avión a su país, después de cuatro años viajando a través de Europa. En Italia, sin embargo, lo espera nuevamente una temporada en la prisión romana de Regina Coeli. Liberado el 7 de agosto de ese año, toma un tren a Nápoles para volver a su casa de Capri. En la ciudad, reducida a escombros, lo sorprende un bombardeo aliado de tintes apocalípticos, tan feroz que hace salir de los miserables callejones en los que viven a todos los “monstruos” de la ciudad: una turba andrajosa de tullidos y deformes inimaginables. Entre todos ellos, sostenido por enanos de aspecto feroz, distingue al rey de aquella corte de los milagros: “Ignoro si la criatura era de naturaleza humana o animal, pero por lo que pude ver, pues iba oculta bajo un gran manto que la cubría hasta los pies, parecía delgada y de poca estatura”.

    Ubicado casi al final de la novela, este episodio es, literalmente, el clímax de lo grotesco. El narrador entra empujado por la horda de fenómenos a una enorme gruta excavada en la roca, que sirve de refugio para las bombas. Adentro, una multitud hormiguea sin pausa ocupada en las más diversas actividades: come, discute, reza, vende mercaderías e incluso una mujer da a luz atendida por comadronas.

    En la novela siguiente, La piel, hay un parto aún más esperpéntico, vinculado a un rito precristiano, además de escenas sexuales que Malaparte aborda con una desinhibición sorprendente para su época. Nápoles es una ciudad exhausta, sucia, miserable, de gente dispuesta a todo para comer. En una nueva referencia al Decamerón, se viven los días de la “peste”, como el narrador llama a la epidemia que se extiende a partir de la llegada de los ejércitos aliados, el 1 de octubre de 1943. Un mal que, a diferencia de las pandemias medievales, “no corrompía el cuerpo, sino el alma”. Se trata, por supuesto, de una enfermedad figurada: la prostitución. De hecho, Malaparte, en 1946, pensaba titular su novela “La peste”, pero debió cambiar de idea cuando, al año siguiente, Albert Camus publicó la novela homónima.

    Las primeras en contagiarse de esta “especie de peste moral” son las mujeres de Nápoles. Hay calles y escaleras llenas de prostitutas que se ofrecen al grito de “Five dollars! Five dollars!”. Pronto, sin embargo, la epidemia alcanza extremos nunca vistos, con la venta de niños a manos de sus propias madres. La narración de Curzio Malaparte se interna por un camino escabroso, que relaciona conspirativamente la pederastia con la homosexualidad, el marxismo y la “corrupción de las costumbres de la juventud europea”. Enrolado en el Cuerpo Italiano de Liberación, a las órdenes de los aliados con los que avanza hacia el norte, para ocupar Roma y Milán, el narrador es testigo de fechorías, atrocidades y depravaciones insólitas. “La libertad se paga cara. Mucho más cara que la esclavitud”, reflexiona Curzio Malaparte.

     


    Kaputt, Curzio Malaparte, traducción de David Paradela López, Galaxia Gutenberg, 2020, 544 páginas, $30.000.


    La piel, Curzio Malaparte, traducción de David Paradela López, Galaxia Gutenberg, 2020, 400 páginas, $30.000.

  90. Señales de ruta de Yanko González

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    ¿Qué provoca la escritura de Torpedos?
    Yo creo que el hartazgo con la educación formal y, especialmente, con la burocratización de los procesos educativos en las universidades. Esto me llevó a un cuestionamiento más amplio sobre cómo nos reproducimos culturalmente. Es decir, cómo, quién y qué transmitimos de nuestra cultura; cómo ocurren los procesos de criba, selección y priorización de los capitales culturales que se transmiten y qué fenómenos están involucrados en el proceso. Fui estudiante, fui educador popular a principios de los años 90, y soy académico universitario hace más de 25 años. No fue un misterio para mí que muchos de los mecanismos de reproducción del poder, de clase, género, etnia, incluso en términos territoriales, trabajen conscientemente en los sistemas de educación y, particularmente, en la propia sala de clases.

    ¿Cómo se vinculan los torpedos a estos procesos de reproducción del poder?
    Entendí el torpedo como el cachamal, el bullicio, el desorden en la clase, la apatía, la deserción y tantas otras prácticas perturbadoras que son resistencias tanto al sistema de transmisión cultural como a los contenidos. Quería que el libro metaforizara esa resistencia a través de la fuerza erosiva de estas miniaturas, trenzándolas con la poesía, porque, además, tienen mucho en común. Al igual que los torpedos, los poemas no son la respuesta, pero pueden transformar en absurdas las preguntas. Ahí está su fuerza, creo yo.

    Paradójicamente, por el proceso de síntesis y manufactura que implican, pareciera que estos artilugios nos permiten memorizar mucho más eficazmente los contenidos.
    Sí, sabemos que cuando uno los hace muchas veces retiene eficazmente la materia, pero, en rigor, cuando nos hemos decidido a hacer torpedos, es porque nos interesan muy poco esos contenidos y no haremos ningún esfuerzo para incorporarlos realmente a nuestros saberes. Es más, intentaremos que se nos vayan de la cabeza cuanto antes, pues algo de malestar subsiste en la obligatoriedad de demostrar que hemos memorizado algo que odiamos memorizar. Pasar la prueba y autorizarse a olvidarlo todo, a borrarlo todo, eso es lo que muchas veces un torpedo alberga. Y ahí entreveo otra conexión con la poesía, porque más que agregar, lo que hace la poesía es restar. No suma sentido común al mundo, sino que lo merma, disminuye los saberes establecidos, dejando en su lugar un forado de incertidumbre.

    ¿Cuándo empezaste a trabajar en el libro? ¿Cómo fue tu experiencia como autor (el placer, la tensión), qué emociones estuvieron involucradas a la hora de escribir y trabajar en Torpedos?
    Comencé en el año 2010 o principios de 2011 e implicó varias decisiones que se fueron intercalando con acciones bastante fatigosas, porque involucraban escribir el poema-torpedo, imaginar cómo esconderlo —y que funcionara en la realidad—, hacerlo manualmente y reproducirlo en serie. Y claro, junto a Ricardo Mendoza, amigo y editor, tuvimos que crear un libro muy difícil de producir. Un volumen que contiene poemas y torpedos reales incrustados en su interior, más todas las imágenes de los poemas-torpedos que hice para esconder los 130 poemas, además de otro libro más pequeño escondido en el volumen mayor, etcétera. Una insensatez que solo se explica por la obcecación.

    Uno puede ser un poeta de agua dulce o de agua salada, pero otra cosa muy distinta es ser un poeta de mantequilla. Porque una cosa es un poema malo y otra, un poema ridículo, algo que con Sergio Parra hemos conversado desde hace décadas.

    Algo desmedido.
    Probablemente. Además, se acompañó de exposiciones de todas las obras visuales en Valdivia y Santiago, una página web sobre el proceso de creación y elaboración hecha por el documentalista Arturo Figueroa, en fin, todo para consumar la idea de poema corpóreo. Y claro, se podría haber eternizado por razones estrictamente literarias, pues quise que junto con estar contenidos en torpedos reales, los poemas estuvieran salpicados por textos que iba recabando en una suerte de etnografía de aula, los que registraba en agendas y cuadernos de campo. Ese material era fundamental, pues esos registros me habían revelado no solo un mundo vaticano, hinchado y muy malogrado, sino también extraordinariamente absurdo, protagonizado por ese trampantojo del librepensador a sueldo que es, en el fondo, el homo academicus.

    En ciertos poemas percibo un guiño a los parlamentos delirantes de Raúl Ruiz, que son como textos discursivos.
    Para mí Ruiz es uno de los referentes más perspicaces en cuanto a la captura y recreación de la sintaxis y el fraseo de la oralidad, y no solo chilena. Ello se debe a que junto con los sonidos, lograba apresar de manera amplificada los sentidos, hondos, recónditos, de lo hablado. Aunque varios de los poemas discursivos están construidos sobre la base de mis propias observaciones etnográficas, hay tres o cuatro textos que encontraron el tono y el timbre final a partir de una escena de Palomita blanca, la del arrebatado soliloquio del profesor ante sus alumnas, interpretado por el delirante Rodrigo Maturana. Pero hay algo de Ruiz que creo que fue más crucial: la manera lacerante de dibujar al intelectual, o al “creador”, y que se cuela en estos poemas. Eso me ayudó también a contener la gesticulación, que los poemas sospecharan de su poeta. Uno puede ser un poeta de agua dulce o de agua salada, pero otra cosa muy distinta es ser un poeta de mantequilla. Porque una cosa es un poema malo y otra, un poema ridículo, algo que con Sergio Parra hemos conversado desde hace décadas.

    En otros poemas retuerces la sintaxis e incorporas palabras de distintos registros. Algunos textos son íntimos y otros reflexivos en torno al lenguaje. En general son más minimalistas que en tus libros anteriores. ¿Cómo describirías la poética de Torpedos?
    Es probable en tanto forma, pero creo que prosigue cierto soplo prospectivo en cuanto al poema con gente adentro y al enrarecimiento de la sintaxis, algo que ya está en mis otros libros, siempre domiciliado en la lengua materna, porque en este plano, como Lévi-Strauss, odio el turismo. Odio la poesía turística. En eso la antropología siempre me ha echado una mano, pues me ha obligado a otorgarle a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido, a enfrentar la realidad con los ojos cerrados, como decía la argentina Sara Hebe.

    Al lector hay que envenenarlo. La cantidad y la cualidad de la pócima es fundamental para dejarlo vivo, y un lector que relee es la mitad del poema. Eso implica no solo huir de los adjetivos engordados, la voz aflautada y las fórmulas reiteradas, sino evitar ser un latifundista de la estrofa y pensar un poco más con los dedos. Tal vez por eso cuando mis amigos me veían durante estos 14 años con la cabeza gacha haciendo el libro, yo les decía que ya no escribía, tallaba, y algo hay de eso en la poética de Torpedos.

    Pero eso no te lleva necesariamente a la reflexividad o a la economía del lenguaje.
    Detrás de la forma abreviada y reflexiva hay algo que tiene que ver con mi convencimiento, de un tiempo a esta parte, de que al lector hay que envenenarlo. La cantidad y la cualidad de la pócima es fundamental para dejarlo vivo, y un lector que relee es la mitad del poema. Eso implica no solo huir de los adjetivos engordados, la voz aflautada y las fórmulas reiteradas, sino evitar ser un latifundista de la estrofa y pensar un poco más con los dedos. Tal vez por eso cuando mis amigos me veían durante estos 14 años con la cabeza gacha haciendo el libro, yo les decía que ya no escribía, tallaba, y algo hay de eso en la poética de Torpedos.

    ¿Qué referentes tuviste contemplados a la hora de realizar un libro que tiene una parte visual fundamental? ¿Juan Luis Martínez tuvo alguna presencia en tu imaginario?
    Es casi imposible haber escrito un libro como Torpedos y no pensar en Martínez o en Deisler, y más allá y más atrás Maples Arce, Oquendo de Amat o Marinetti, y más adelante Edward Ruscha o Johanna Drucker y cientos, es decir, creo que es inadmisible escribir y fabricar un libro como este sin una conciencia atenta de lo que ya había sido desbrozado, pues a uno le evita el ridículo de ser majadero. Parte de lo que incorporé de esta extensa tradición es que tanto la visualidad como la objetualidad son la honradez de la poesía, son los que te recuerdan que la poesía es una mentira sincera.

    ¿Pero hay algún libro en particular que vinculas a Torpedos?
    En términos específicos, más que con Martínez, el libro tuvo dentro de la constelación chilena a Ferreterías del cielo, de Arturo Alcayaga, como un punto más lumínico, debido a una razón que quizás no es tan evidente, como es el pie forzado de cierta materialidad para elaborar el poema textual, visual o tridimensional. En el caso de Alcayaga, fueron los escombros tipográficos de una imprenta carcelaria con los cuales tuvo que escribir y “dibujar” su libro, constricciones que Alcayaga profundiza para obtener la homología necesaria entre continente y contenido. En mi caso, la sujeción tenía relación con la literalidad del torpedo, como ingenio y materia, y aunque se exacerba el esfuerzo físico, corporal, en la construcción y reproducción diminuta de objetos y textos, el fenómeno es el mismo y coinciden ciertos resultados, como el aroma a juego, anomalía visual o sorpresa. Pero más allá, como decía, ambos libros cumplen el requisito de Nietzsche, aquello de que la poesía es bailar en cadenas.

    No está entre mis fetiches la originalidad, más bien le tengo ojeriza, porque le ha hecho mucho mal a la poesía chilena. Escribir para borrar al otro, no para homenajear su existencia. La visualidad, la objetualidad, la performatividad material de Torpedos no es una finalidad, es una sinceridad. Los poemas necesitaban ese soporte y tratamiento. O sea, rompemos una lanza por Pound y sus covers de la poesía grecolatina, porque nos enseñó que la genialidad no está en la originalidad, sino en la variación.

    No crees que hay cierta fijación por la originalidad en la poesía chilena, por apartarse del rebaño a como dé lugar. ¿No crees que esa pulsión pudiese empañar los méritos de Torpedos?
    Es probable. Aunque lo que inquieta de esa tesis es una hipótesis derivada, de que la poesía chilena siempre ha bailado más al sonido del eco que del tambor y cualquier gesto de singularización no es más que remedo.

    Es que hace más de un siglo que ser original ya no es original.
    Por cierto. Tal vez soy de la misma ganadería de la poesía chilena encaprichada con la originalidad y lo único que me cabe decir después de cada libro es “valga la rebusnancia”, pero la verdad, no está entre mis fetiches la originalidad, más bien le tengo ojeriza, porque le ha hecho mucho mal a la poesía chilena. Escribir para borrar al otro, no para homenajear su existencia. La visualidad, la objetualidad, la performatividad material de Torpedos no es una finalidad, es una sinceridad. Los poemas necesitaban ese soporte y tratamiento. O sea, rompemos una lanza por Pound y sus covers de la poesía grecolatina, porque nos enseñó que la genialidad no está en la originalidad, sino en la variación.

    ¿Cómo fue guardar silencio poético por años?
    No tenía nada que decir o no tenía nada que mostrar, al menos como yo lo quería mostrar, eso es todo. Lo que pasa es que la logorrea dejó de ser un defecto y se ha convertido en virtud. Si esto lo combinas con la economía de la atención, la hiperinflación del yo, el griterío de la industria editorial y las nuevas tecnologías, el resultado es ensordecedor y muchas veces desoladoramente vacío. Imagínate en España, la proliferación de poetas lowcost aupado por la editorial Espasa y varios miles de euros. Hay algo de eso, pero con mucho menos dinero, que comienza a asomarse en Latinoamérica. Una velocidad y un exceso que castiga a la literatura con cualquier presente. Digo, escriben para no andar dando gritos en la calle. No sé, yo creo que no hay que dejarse pastorear por las palabras. El gesto analógico de Torpedos, la demora, la manualidad alargada y cansina que hay en el libro se opone, más que en cualquiera de mis otros libros, a la logorrea, es decir, a escribir como se mea.

     

    Fotografía de portada: Jhon Uberuaga.

     


    Torpedos, Yanko González Cangas, Kultrún, 2024, 928 páginas, $100.000 (versión libro-objeto); 140 páginas, $20.000 (versión libro de poemas).

  91. Saborear las letras

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    En la entrada del 4 de mayo de 1940 en sus Diarios (Montacerdos, 2020), el escritor cubano José Lezama Lima (1910-1976) utilizó un par de definiciones esbozadas por otros —ciencia: “el conocimiento de la cantidad real de placer” (Victor Brochard); poeta: “el hombre que en su boca, sin hablar, siente el sabor de las palabras” (Paul Claudel)— para delinear su propia aspiración estética: “El sabor de las palabras, místico y mágico, aunado al conocimiento de la cantidad real de placer. Único misticismo, suprema magia”.

    Erudición y palabra poética, es en esa esquina donde se erige la imponente obra de Lezama Lima, el neobarroco cuya obra lírica se extiende incluso a sus novelas —Paradiso (1966) es, en todo sentido, un gran poema—; pero aun dejando fuera su narrativa e importantes ensayos, además de diarios, cartas y artículos dispersos compilados tras su muerte, sus poemarios suman un millar de páginas, de las que el editor y ensayista chileno Vicente Undurraga sacó la pequeña tajada que compone Oscura pradera.

    La presencia y la ausencia, el tacto y la distancia, de las personas, de los cuerpos, son algunos de los temas en los que insiste la voz poética de Lezama Lima en esta antología, la que también celebra los momentos en que se entrega a un placer mucho más lúdico, como “Cielos del Sabbat”, de Dador (1960). En este poema se deja llevar por la sonoridad y el ritmo de lengua, por una profusión de referencias a diversas tradiciones y épocas, y por una dosificada seguidilla de repeticiones: “Melodías de Broadway, taponcito, ratón, / de coral mordiendo la oreja, duro carrusel con punta, / de gusano de seda, dulcero con la escobilla / por la oreja. Suave oración / silenciosa envolviendo el cuerpo en benjuí”.

    La antología cierra con un poema sin fecha encontrado entre los papeles del autor, ‘Para mis dos hermanas, que me regalaron un par de zapatos’, una larga estrofa con el mismo tono de ardiente y contenida añoranza que atraviesa Fragmentos a su imán, el libro con su poesía más madura: la más cultivada, la más sabrosa. Porque aquí observamos en pleno aquella ‘suprema magia’ a la que el poeta aspiraba en sus diarios, que surge del cruce de dos formas del saber: el saber como erudición y el saber como sabor, como deleite.

    La mayor parte de la selección proviene del último poemario del autor, Fragmentos a su imán (1977), enviado a imprenta poco antes de su muerte y aparecido de manera póstuma. En este volumen encontramos entrañables poemas dedicados a su madre, su esposa y su hermana Eloísa —quien editó y anotó Paradiso—, y a los escritores Octavio Paz y María Zambrano: “María es ya para mí / como una sibila / a la cual tenuemente nos acercamos, / creyendo oír el centro de la tierra / y el cielo empíreo, / que está más allá del cielo visible. / Vivirla, sentirla llegar como una nube, / es como tomar una copa de vino / y hundirnos en su légamo”.

    Pero los momentos más exquisitos de ese libro y de Oscura pradera son aquellos que celebran lo que el poeta denomina, según el título de uno de sus poemas, “Universalidad del roce”. El mejor ejemplo de esto es “El abrazo”, en que nos encontramos con aquello deliciosamente explícito —si bien envuelto en un lenguaje gongorino— de los sonetos de su compatriota Severo Sarduy, pero también con el devenir orgásmico de la naturaleza toda, eso que más tarde alcanzó su apogeo en los Misales de Marosa di Giorgio: “Lo húmedo, lo blando, / la esponja infinitamente extensiva, / responden en la puerta, / abrillantada con ungüentos / de potros matinales / y luces de faisanes con los ojos apenas recordados”. Con esta combinación de elementos, el texto solo puede culminar en un éxtasis erótico y místico: “Los dos cuerpos desaparecen / y se unen en el borde de una nube. / La manta, la lechuza marina, / seca el sudor estrellado / que los cuerpos exhalan en la crucifixión”.

    La antología cierra con un poema sin fecha encontrado entre los papeles del autor, “Para mis dos hermanas, que me regalaron un par de zapatos”, una larga estrofa con el mismo tono de ardiente y contenida añoranza que atraviesa Fragmentos a su imán, el libro con su poesía más madura: la más cultivada, la más sabrosa. Porque aquí observamos en pleno aquella “suprema magia” a la que el poeta aspiraba en sus diarios, que surge del cruce de dos formas del saber: el saber como erudición y el saber como sabor, como deleite. Y es justamente en uno de estos poemas tardíos, “Discordias”, donde Lezama Lima nos entrega otra acertada y hermosa definición de lo poético: “De la contradicción de las contradicciones, / la contradicción de la poesía, / borra las letras y después respíralas / al amanecer cuando la luz te borra”.


    Oscura pradera: 37 poemas, José Lezama Lima, selección y prólogo de Vicente Undurraga, La Pollera, 2024, 100 páginas, $14.900.

  92. Maldigo

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    Pocas diatribas más feroces hay en la cultura chilena que “Maldigo del alto cielo”, uno de los temas que Violeta Parra incluyó en Últimas composiciones (1966), su disco final para RCA Victor y donde también vienen “Gracias a la vida”, “Volver a los 17” y el “Rin del Angelito”. Obra maestra y amarga, se trata de una canción que también podemos leer como una confesión, un lamento donde la artista hace que su dolor privado llegue a arrasar el universo completo, pues proviene de un lugar donde no hay sombra ni consuelo.

    Maldigo del bajo suelo / la piedra con su contorno, / maldigo el fuego el horno / porque mi alma está de luto”, dice. No es raro: el arte completo de Violeta Parra es un punto de no retorno, una frontera, acaso un abismo, pero también un lugar de encuentro para quienes se reconocen en medio del desamparo. “Maldigo lo perfumoso / porque mi anhelo está muerto, / maldigo todo lo cierto / y lo falso con lo dudoso, / cuánto será mi dolor”, se escucha en el disco y aquello vuelve a la canción un himno. De hecho, llama la atención que ninguna banda punk haya perpetrado una versión del tema, porque en él se puede reconocer una furia desesperada y absoluta, que nos recuerda que su arte jamás es dulce o consolador, pues ella misma nunca baja la guardia ni concede tregua alguna a los otros o a sí misma.

    Por eso es posible leer los trabajos de su hermano Nicanor como su reverso perfecto. Él se reserva para sí la ironía y usa las posibilidades del chiste como política, acuchilla la nada y hace del lenguaje una trampa, una paradoja. Violeta encarna lo contrario. Nunca deja de existir como algo concreto. Ella destruye el mundo que él se encargará de restaurar después. “Cuánto será mi dolor”, repite al cerrar cada estrofa donde no se concede descanso y por eso sus mejores canciones existen como amenazas concretas, como patadas. Ella es un cuerpo que se rompe; él, un hombre imaginario.

    Abandonar toda esperanza, quienes aquí entráis”, anota Dante en uno de sus versos más célebres y eso es aplicable a las mejores obras de Violeta Parra. No hay paz, no habrá paz, no habrá nada. La artista compone para quienes tienen la rabia como una única posesión, sobre los amantes que no pueden hacer otra cosa que extrañar a quienes los han abandonado, sobre la futilidad de lo real en medio de la pena y su avalancha. “Maldigo la solitaria / figura de la bandera, / maldigo cualquier emblema, / la Venus y la Araucaria, / el trino de la canaria, / el cosmos y sus planetas, / la tierra y todas sus grietas / porque me aqueja un pesar, / maldigo del ancho mar / sus puertos y sus caletas, / cuánto será mi dolor”, canta. Es lo opuesto a una plegaria; es un conjuro: un hechizo lanzado por alguien que ha sido despojado del amor y del deseo, y ha hecho carne viva de su lengua.

  93. Un hueso, una cámara, un arma

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    Está aquí, en cualquier parte, a la vuelta de la esquina. En nosotros, por supuesto. Nos compone y hemos construido y diseñado sistemas filosóficos, morales y de justicia para contenerla, para evadirla, para minimizarla, pero como si fuera un virus, la violencia sabe persistir, crecer, salir a flote, liberarse de sus ataduras hasta hacerse indispensable. En la naturaleza pareciera ser funcional a la sobrevivencia de las especies. Los más fuertes la usan para alimentarse de la carne de los débiles, para cuidar sus territorios, para proteger a los suyos. No se ejerce, suponemos, como un fin en sí misma, como deleite perverso. Es requerida como herramienta vital, necesaria.

    El arranque del largometraje 2001: Odisea del espacio utiliza este tópico para determinar concretamente el amanecer del hombre. Es decir, un momento específico en que la vida en el planeta cambia, un punto visible en la larga curva de la evolución. La secuencia narra cómo dos tribus de primates, ancestros de la raza humana, se disputan un sector de pozas de agua en medio de una inmensa y árida sabana. Es un sitio preciado, dada la sequedad y la ausencia del recurso natural en las inmediaciones, que además están amenazadas por la presencia de depredadores, como un leopardo que caza a los miembros de las tribus en disputa. Es un ambiente hostil, en el cual nuestros antepasados solo son capaces de reaccionar pasmados y con pasividad. Sin embargo, el uso de un hueso como arma rompe el equilibrio de la tensión. A través de la agresión se zanja el conflicto. No basta con amenazar, es necesaria una demostración de los efectos que puede provocar ese objeto inútil que, dotado de sentido gracias a la conciencia, se transforma en algo peligroso y letal. La violencia, en aquella secuencia de inicio, es una forma de superación, de crecimiento, donde la inteligencia (estimulada por la aparición del monolito —pero ese es otro tema) elucubra y concluye que la forma más eficaz y pronta para la solución del problema limítrofe es convertir el hueso en un arma. De ahí en más, la evolución de miles y miles de años, con la que es, quizás, la elipsis cinematográfica más popular que se ha montado jamás: el hueso lanzado por los aires que muta a una estación espacial flotando con calma y lentitud. El relato y su significado son claros: el ejercicio de la violencia es una pieza elemental en el avance del ser humano.

    La violencia y sus manifestaciones, tanto gráficas como subtextuales, no solo han estado presentes en los relatos míticos y religiosos de Occidente; digamos que la violencia ha sido una piedra fundacional en la manera en que los humanos hemos asentado nuestras bases narrativas. Entendemos los límites morales de nuestra condición gracias a la aparición de la violencia. Su uso manifiesta el cruce hacia otro estado existencial. Es lo que ocurre con el primer gran crimen del Antiguo Testamento: el asesinato que comete Caín contra su hermano Abel. Loco de celos, furibundo porque Dios ha elogiado la ofrenda de Abel (precisamente, el sacrificio de los primeros nacidos de su rebaño, acto de sangre que solo pudo realizarse recurriendo a la violencia), en detrimento de la propia (frutos de la tierra, ya que Caín era labrador). Luego, tras citarlo en el campo, Caín asesina a Abel. Este acto fratricida inaugura la errancia de los descendientes de Adán, condenados por el uso de la violencia. De allí en adelante, en los dos volúmenes que conforman la Biblia moderna (Antiguo y Nuevo Testamento), la violencia como forma legítima e ilegítima de mediación entre personas atraviesa sus páginas, definiendo no solo el carácter de los individuos, también sus formas de convivencia. El martirio de Jesús de Nazaret es parte de la formación espiritual de muchísimos de nosotros. Crecimos con la imagen de Cristo crucificado, vejado, herido, sangrante, agónico. El viacrucis, con sus 14 etapas de tormentos, humillaciones y profundo dolor, está vinculado no solo a la violencia como forma de sometimiento total y de abolición por medio del poder; también, desde el punto de vista del sufriente, es un sacrificio; en la religión católica, el sacrificio universal absoluto.

    Esta perspectiva (aunque ampliada y no únicamente analizada desde el catolicismo) es algo que el antropólogo, historiador y crítico literario René Girard estudió en profundidad, en particular en su obra La violencia y lo sagrado, hace poco reeditada por editorial Anagrama. Allí, Girard expone la idea de que el sacrificio como forma ritual ha sido una manera de contener o evadir el ejercicio de la violencia dentro de las comunidades. Para que el instinto de violencia no afecte a sus miembros, las sociedades primigenias dejan que se exprese a través del rito de asesinar a otro, en general animales o individuos marginales de la propia comunidad. “Cuando no es satisfecha, la violencia sigue almacenándose hasta el momento en que se desborda y se esparce por los alrededores con los efectos más desastrosos. El sacrificio intenta dominar y canalizar en la ‘buena’ dirección los desplazamientos y las sustituciones espontáneas que entonces se operan”, anota Girard. Esta fuerza de la naturaleza humana, la violencia, es un componente importante del constructo síquico, y no solo es prisionera del subconsciente. Más bien va y viene, latente, alerta a los estímulos del entorno.

    Esa función que tenía el sacrificio en las antiguas comunidades hoy lo posee la narración. En una charla magistral en la Universidad Diego Portales, en 2015, el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa respondía a un asistente con respecto al motivo de tanta violencia, promiscuidad y vejaciones en la novela La ciudad y los perros. Vargas Llosa argumentó que la construcción de historias imaginarias cargaba con el deber retórico de manifestar todo aquello que en nuestras sociedades modernas no tenía cabida. La violencia, por supuesto, sería uno de los elementos más complejos de contener y, por ende, la narrativa (en todas sus formas de expresión: literatura, cine, cómic, ficción audiovisual seriada) sería un vehículo imprescindible para expresarla, para que esta adquiera un sentido distinto a su manifestación cruda.

    La violencia ha sido una piedra fundacional en la manera en que los humanos hemos asentado nuestras bases narrativas. Entendemos los límites morales de nuestra condición gracias a la aparición de la violencia. Su uso manifiesta el cruce hacia otro estado existencial. Es lo que ocurre con el primer gran crimen del Antiguo Testamento: el asesinato que comete Caín contra su hermano Abel.

    Ejemplos de violencia en el cine o en los libros hay muchos, pero el problema del presente no pasa por las formas de representación, sino en la práctica de la violencia en las sociedades mismas. La contradicción radicaría en que la mímesis de la violencia (en el sentido aristotélico) es insuficiente, o ya no posee el carácter catártico (de nuevo en términos de Aristóteles) que tenía para los lectores y espectadores de ficción. El placer estético derivado de pasajes de la novela de Cormac McCarthy Meridiano de sangre; de escenas de Buenos muchachos, película de Martin Scorsese, o de los filmes de zombies de Lucio Fulci, no solo pareciera no cumplir su cometido como función estética y social, sino que los límites del espectáculo se tornan insuficientes, inútiles. Un estadio previo a la crisis de representación de la violencia se encuentra en las snuff movies, registros audiovisuales donde no media técnica artística ni interpretación alguna, sino la simple grabación de toda clase de crímenes reales: asesinatos, mutilaciones, torturas, necrofilia, suicidios, infanticidios, entre otros. Circulando de forma clandestina, en formato VHS, entre fines de la década del 70 y toda la del 80, estas sórdidas películas caseras pusieron en crisis el relato artístico de la violencia, al, en apariencia, eliminar la frontera entre la realidad y la interpretación a través de la técnica. Alguien podrá argumentar que la pornografía audiovisual cruzó antes este límite, toda vez que la filmación del coito real puede configurarse en violencia para un espectador determinado. Habría que responder que el período de auge y popularización de la pornografía corresponde al mismo de las snuff movies; y aunque hay diferencias notorias entre el registro audiovisual de un crimen y el de un encuentro sexual, en ambos está la voluntad de quebrar la delimitación del arte y de su ámbito técnico.

    El estadio actual de la representación de la violencia ya no depende de la mediación de aparatos de reproducción para instalarse en el cotidiano, en las calles, en el día a día de los ciudadanos. La piedra fundacional de este nuevo período de la violencia como forma de comunicación la instaló el narcoterrorismo. Son los grandes clanes de las mafias quienes implantan sus mensajes directo a todos sus posibles receptores: enemigos, subordinados, políticos, policías, simples vecinos. Los dispositivos de registro ya ni siquiera necesitan de la prensa o de medios tradicionales para hacerse públicos, basta con un teléfono para fotografiar o grabar y de inmediato poner a disposición de cualquier usuario, gracias a internet, todo tipo de imágenes. Más allá de la forma, el contenido es importantísimo en la manera en que el narco utiliza la violencia como herramienta narrativa y persuasiva. En el libro CeroCeroCero. Cómo la cocaína gobierna el mundo, el escritor italiano Roberto Saviano no solo presenta una robusta y pormenorizada investigación sobre el tráfico de cocaína y otros estupefacientes; también elabora una cronología vital de cómo los imperios de las “economías bastardas” entendieron prontamente que, para conquistar los mercados ilícitos, era imprescindible también construir una retórica propia, auténtica, sustentada por supuesto en la violencia y en la transmisión explícita de esta. Saviano narra un episodio importante en las relaciones establecidas entre el narco y el mundo común. Se trata del crimen del efectivo de la DEA Enrique “Kiki” Camarena Salazar, quien estuvo infiltrado en el clan del capo Félix Gallardo, precursor de las grandes estrategias del narcotráfico en México. El 7 de febrero de 1985, “Kiki” Camarena salió de su habitación en un hotel de Guadalajara para reunirse a comer con su mujer, con toda la discreción que su condición de infiltrado requería. En la calle, antes de que pudiera subirse a su camioneta, cinco hombres lo apuntaron con pistolas, lo encapucharon y lo subieron a un vehículo: había sido descubierto, su destino ahora era incierto y probablemente aciago. Nunca antes los narcos le habían caído a un agente de un cuerpo investigativo extranjero. “Encendieron una grabadora y lo grabaron todo”, escribe Saviano. Tras reventarle el rostro a golpes y darle puñetazos en la nuez de Adán para cortarle el aliento, la tortura solo siguió creciendo en intensidad y horror. Los verdugos tenían por objetivo averiguar la mayor cantidad de información posible con respecto a la infiltración de Camarena: quiénes más eran cómplices, hasta dónde llegaban los tentáculos de la DEA. El problema era que el agente había organizado su intrusión solo, justamente para protegerse y cuidar la delicada acción. Solo unos pocos policías mexicanos sabían quién era. Uno de ellos fue el que delató a “Kiki”. Continúa Saviano la gráfica descripción del suplicio: “Le ataron cables eléctricos en los testículos y empezaron a darle descargas… (…) Uno de los torturadores le apoyó un tornillo en el cráneo y empezó a atornillar… (…) Le habían perforado los pulmones y era como si tuviera hojas de cristal pinchándole la carne. Uno de ellos preparó unas brasas como si tuvieran que asar filetes. Calentaron un palo al rojo y se lo introdujeron a Kiki en el recto. Lo violaron con un palo candente”. Lo que viene a continuación es importante para los fines reflexivos de este texto: “Los gritos grabados son imposibles de escuchar, nadie ha aguantado sin apagar la grabadora. Nadie ha aguantado sin salir de la habitación donde se escuchaba la cinta”. Nueve horas dura la grabación completa. Nueve horas de tormentos inimaginables registrados, escuchados, transcritos. Desconozco si es el primero de los actos de violencia de narcotraficantes que cuenta con un registro (en audio, en este caso) tangible de los hechos delictivos. Pero intuyo que fue pionero —si cabe un término de esta naturaleza para semejante infamia— en su clase.

    A partir del crimen de “Kiki” Camarena, los clanes narcos no solo se han encargado de cuidar y perpetuar su poder y fortunas a través de la violencia más descarnada, también se les ha hecho imprescindible utilizarla como imagen. Cuerpos descabezados colgando desde un puente, camionetas con cadáveres, exhibición de miembros mutilados; solo hay que echar a volar la imaginación. La pregunta que queda flotando es cómo el arte y la literatura podrán volver a darle un sentido a lo que hoy está en manos de los imperios del crimen.

     

    Imágen: Captura de 2001: Odisea del espacio (1968), dirigida por Stanley Kubrick.

  94. Alfredo Jaar: responder al contexto

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    Soy un arquitecto que hace arte. (…) Y para un arquitecto, el contexto lo es todo, por lo tanto yo, que no estudié arte, empecé a responder al contexto en el que me tocaba actuar. (…) Me impido tener ideas, incluso, antes de entender el contexto”, dijo Alfredo Jaar al inicio de su charla magistral “Operaciones estéticas y pacesolíticas de arte”, la segunda conferencia del ciclo Res Publicae, organizado por la Facultad de Arquitectura, Arte y Diseño y el Programa Archivos UDP. Ante quienes llenaron auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra el jueves pasado, el artista chileno presentó una especie de retrospectiva de su trabajo, recorriendo algunas de las numerosas obras que ha instalado a lo largo y ancho del mundo, siempre como respuesta a contextos específicos. Lo que sigue es un repaso de solo seis de ellas y algunas declaraciones de su autor en la ocasión.

    Tres anuncios para (no) decir

    Jaar partió su conferencia situando el inicio de su obra en torno al hecho que marcó a tantas generaciones de chilenos, el golpe de Estado de 1973. La fecha misma, ese número 11, cruzó sus primeras creaciones, pero el contexto de la dictadura también determinó la obra que luego lo posicionó como uno de los artistas chilenos más destacados del momento. Me refiero a Estudios sobre la felicidad (1979-1981), esa serie de carteles de diverso tamaño que instaló en las calles, rectángulos blancos que con la frase “¿ES USTED FELIZ?” en mayúsculas negras. El blanco que rodea las palabras parece recordarnos que aquí todo es contexto: en un momento en que no se podían decir las cosas, esa pregunta de apariencia ingenua demostró ser incisiva.

    El artista invitó al público a que respondiera en el Museo Nacional de Bellas Artes, frente a una cámara que registró más de mil horas de respuestas. En su presentación, Jaar expuso tres de aquellas grabaciones: en una, vemos el inquietante silencio de una mujer que se acomoda en la silla, titubea por un rato y luego se va sin abrir la boca; en otra, un joven Raúl Zurita responde el cuestionario inicial (nacionalidad, rut, edad, actividad) y luego recita una versión temprana de un poema de Anteparaíso: “Entonces, aplastando la mejilla quemada / contra los ásperos granos de este suelo pedregoso / —como un buen sudamericano— / alcé por un minuto más mi cara hacia el cielo / llorando, / porque yo que creí en la felicidad, / había vuelto a ver de nuevo las irredargüibles estrellas”.

    Con el tiempo, el artista donó esa obra al Museo de Arte Contemporáneo; uno de los carteles sigue expuesto al día de hoy en su fachada, desde donde interroga a quienes transitan por Matucana, y esta capacidad de seguir teniendo ecos es algo que ha caracterizado otras obras de Jaar en este formato, ya no estrictamente carteles, pero sí espacios publicitarios convertidos en arte. “Los Estudios sobre la felicidad fueron como una especie de aprendizaje, de cómo, como arquitecto, usar los espacios públicos para crear estos pequeños cracs en el sistema. Y empecé a usar esta fórmula textual, después con objetos, en el espacio público alrededor del mundo”, dijo en su charla.

    El ejemplo más famoso de esta fórmula es Un logo para América, aquella obra instalada por primera vez en 1987, en una de las pantallas luminosas de Times Square. La instalación consiste en una animación de 30 segundos que contradice una idea que los estadounidenses raramente se cuestionan: su uso del nombre America para referirse a su país y American como gentilicio de nadie más que ellos mismos. “Esto no es América”, escribe Jaar en medio de la silueta de EE.UU. “Esta no es la bandera de América”, surge entre sus estrellas y barras decoloradas. Y luego la palabra “América” aparece, se mueve y multiplica junto a la figura del continente, la que baila y se convierte en la erre en medio de su nombre.

    La obra volvió a Times Square a 30 años de su primera versión, ahora con 64 pantallas en medio de la vorágine de avisos publicitarios gigantes. Esto fue durante el primer gobierno de Trump, cuando la palabra tenía otro peso por el lema de su campaña, y como respuesta a las políticas migratorias de aquella administración, Jaar también expuso la obra en un barco que se desplazó por las costas de Miami. Pero esta no fue su última intervención lumínico-textual en espacios públicos y, en una más reciente, el artista volvió a enfrentarse a la misma clase de borramiento discursivo que enmarcaba sus primeros carteles.

    En noviembre de 2023 fue invitado a usar las pantallas gigantes de Picadilly Circus, en Londres, todos los días a las 20:30 horas. “Me censuraron como no me sucedía desde el Chile de Pinochet, jamás creí que me volvería a suceder”, explicó en una entrevista: “Primero quise pedir un alto al fuego en Gaza, pero no me dejaron. Luego, denunciar el genocidio… pero menos”. Al final, el artista optó por proyectar una frase que le permitiera decir lo que quería decir, pero evadiendo la censura: el verso “Esta noche no hay poesía que sirva”, que da título a un poemario de Adrienne Rich. La obra luego se expuso en otras ciudades y Jaar invitó a poetas jóvenes a escribir eso que no pudo decir.

    Como en la película Tres anuncios por un crimen, de Martin McDonagh, estas obras irrumpen en su contexto, responden a problemas de la realidad y hacen a la gente hablar, fuerzan a los transeúntes a detenerse y pensar en ellos —en los carteles y en sí mismos—, quieran o no.

    ***

    Por el momento, y siempre ha sido así, el espacio del arte y la cultura es el último espacio de libertad que nos queda. Hasta ahora; no sé si lo vamos a perder, pero por el momento todavía se pueden hacer cosas. Entonces, aprovéchenlo. (…) Es allí donde se puede inventar, se puede soñar, un mundo mejor”.

    La fugacidad de la historia

    Jaar ha sido invitado a diversos lugares a llevar a cabo instalaciones, pero movido por su lema de no decir nada antes de conocer el contexto, primero suele visitar, recorrer y estudiar aquellos lugares en los que le proponen intervenir. En particular, el artista muestra un interés por la historia de estos sitios, como queda en claro en dos ejemplos que mostró en su conferencia.

    La alcaldía de Montreal le ofreció utilizar la cúpula del Mercado Monsecours, un edificio histórico marcado por una serie de incendios y reconstrucciones, y que alguna vez fue sede del Parlamento. Jaar visitó el lugar varias veces y recorrió los alrededores para analizar desde qué ángulos se observaba la cúpula, sin decidir aún qué hacer. Durante su séptima visita descubrió que en las cercanías había tres refugios para gente sin hogar. Entonces se dio cuenta de que Montreal, una de la ciudades más ricas del mundo, tenía 15 mil personas sin casa. Y al visitar los distintos refugios y hablar con quienes los usaban, notó una contradicción: todos alegaban que nadie quería ayudarlos, que eran invisibles, pero también le pedían que no los fotografiara, porque no querían ser vistos como personas sin hogar.

    Luego de acumular todos estos datos del contexto, Jaar regresó a los tres meses con una propuesta que sometió a votación de la gente de los refugios. Esto dio origen a la instalación Luces en la ciudad (1999). En cada refugio se puso un afiche con una foto de la cúpula, una explicación de la obra y un botón; al presionar el dispositivo, la cúpula se iluminaba roja por un momento, roja como en los tantos incendios de su historia, y las personas sin casa daban cuenta de su presencia en la ciudad: ponían a la vista el problema, sin tener que mostrarse ellas mismas. La instalación dio mucho que hablar y los demás refugios de la ciudad pidieron conectarse a la red, pero entonces el alcalde canceló el proyecto.

    En el año 2000 fue comisionado por Skoghall, un pueblo sueco fundado alrededor de una enorme papelera, que es la que produce el tetrapak. La localidad creció hasta convertirse en una ciudad cuya infraestructura pública ha sido financiada por la empresa. Cuando Jaar notó que de lo que carecía era de un museo, se dirigió a los directivos de la papelera y les propuso construir uno a partir del material que la fábrica produce. Esta, por cierto, no es la única ocasión en que Jaar ha creado un museo, pero La galería de arte en Skoghall, esta instalación en particular, consistía en más que eso.

    Jaar invitó a 15 artistas jóvenes suecos a exponer obras en torno al papel en el interior de la pequeña estructura. Una de ellas le consultó por teléfono a la gente de Skoghall por qué en tres décadas nunca habían tenido un museo y presentó las respuestas: la que más se repitió era que no lo necesitaban. Pero la novedad atrajo a toda la comunidad; la inauguración se llenó. A las 24 horas, y como Jaar había anunciado, los bomberos quemaron la edificación. Les dio ese espacio que nunca habían tenido, que nunca habían querido, y cuando lo tuvieron y quisieron conservarlo —una vez inaugurado, varios grupos le solicitaron que no lo quemara, pese a lo transitorio del material— se los quitó. Una lección de fugacidad, al estilo de los monjes tibetanos que deshacen sus elaborados mandalas de arena. (Cinco años después, la ciudad le pidió que diseñe un museo permanente, pero sigue inconcluso por falta de fondos).

    Pese a que estas dos obras comentan temas que también afectan a otras sociedades —el aumento de la gente sin hogar, la poca importancia que se le da al arte—, son creaciones totalmente situadas en sus contextos específicos, en las que el artista destila la historia y cultura de estos lugares en llamaradas que solo duran un instante.

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    El error que se comete mucho es que el artista trata de decir 37 cosas a la vez, y eso es imposible. (…) Hay que aprender a editar. Editar, editar, editar. Y editar, editar, editar. No hay nada más poderoso que una sola idea. Todos estos proyectos contienen, cada uno, una sola idea. Hay que limpiar, hay que editar. Hay que limpiar, hay que editar”.

    Si un árbol cae en el Bosco

    Jaar pasó años estudiando los llamados “sitios negros” de la CIA, prisiones secretas repartidas en diversos países, ninguno de los cuales es Estados Unidos, donde se practica la tortura. Solo hay dos fotos de aquellos lugares, que muestran las jaulas de un metro cuadrado —a veces de dos metros de alto, a veces de apenas uno— en que encierran y exponen a los prisioneros.

    Cuando fue invitado a crear una obra en el Parque de Esculturas de Yorkshire, un área verde idílica, a las orillas de un lago, el artista se inspiró en el tríptico El jardín de las delicias, del Bosco, en su combinación de belleza y horror. La instalación El jardín del bien y el mal (2017) consiste en una serie de pequeñas celdas vacías, reconstruidas a través de las escasas imágenes y documentos que se han filtrado, distribuidas entre los árboles, a excepción de una que se encuentra al interior del lago.

    En este caso, sin acceso a los lugares sobre los que quiere hablar, Jaar instaló su obra en otro espacio, tal como la CIA ha enviado estas operaciones ilegales a otras naciones. Ante la falta de registro de la realidad vivida por los prisioneros, sin sus voces, lo que expone es justamente ese silencio. En un ejercicio que recuerda al experimento filosófico del árbol que cae en el bosque sin que nadie pueda oírlo, pone aquellas jaulas a la vista de todos para recordarnos que existen aunque nadie las perciba.

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    Hay miles de definiciones del arte, y hay una que me interesa en particular. Es la de un escritor nigeriano que se llama Chinua Achebe, y él dice que el arte es el intento de cambiar el orden de realidad que se nos ha dado. (…) ¿Cómo se hace eso? No tengo la menor idea, y por eso soy un artista”.

  95. Los acertijos sociales de Sara Gallardo

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    Tenía 17 años cuando creí que el universo de Pantalones azules (1963) era el mío, incluso sin compartir el carácter de los personajes o la época, que se adelantaba con mucho a mi nacimiento. Lo que reconocía en común se arraigaba en unos pocos elementos: la avidez de la primera juventud, la angustia por el futuro, el presente como una trampa intraducible que nos espera a la vuelta de la esquina. Así expuesto resulta apenas original, si no fuera que 40 años después me reencontré con la novela y constaté que muchos detalles de esa lectura inicial permanecían en mi memoria con una intensidad inesperada. Recordaba el encuentro casual, e imprevisto, entre el joven de clase alta y la migrante polaca, el ataque a una sinagoga porteña perpetrado por una pandilla filofascista católica, la angustia existencial de la joven ante el descubrimiento de sus orígenes y del fin de su madre en los campos de exterminio. Pantalones azules rastrea la tensión sexual de la pareja y, acaso, la sublimada contradicción en la que el joven oligarca proyecta su vida repitiendo los pasos de sus antecesores, ciego de sí y, por eso mismo, banal. La novela desemboca en la huida de esa joven en un barco sionista hacia Israel, en una nota que hoy, a la luz del genocidio palestino, demuestra que Sara Gallardo (1931-1988) intuyó antecedentes que seguirían resonando, como una telépata del porvenir que en cada conflicto reconoce piezas imperecederas o intuye aquello que el paso del tiempo no permitirá procesar. ¿Qué irradia una narrativa capaz de permanecer en la memoria 40 años? Intento una respuesta: su intensidad extrema, que podríamos confundir con estilo o eficacia, y la honestidad de una escritura comprometida, cada vez, con la particularidad de su propia ejecución.

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    Cinco años antes, en 1958, mientras estaba esperando su primer hijo, Sara Gallardo se había lanzado al ruedo literario con Enero, una novela en la que una joven de campo embarazada tras una violación intenta inútilmente eludir el abismo en que su libertad se precipita. Los pensamientos de Nefer modulan una extensión de su cuerpo flaco, nos tocan al tiempo que recorren cada lugar al que la joven acude por una solución. Desestimando cualquier presupuesto, su voz omnipresente no se encierra ni nos encierra en los estrictos límites de su conciencia, al contrario, su angustia rebosa y tiñe el relato. Su familia, el movimiento de los animales, los vecinos y el entorno rural en su conjunto surgen bañados en esa clase de lucidez que solo la angustia suministra. La percepción alterada de Nefer se impone a una construcción de estereotipos de la ruralidad. En carne viva, desarma el relato costumbrista y expone lo que queda: las ansias de libertad, el falso amparo de los propietarios, la indiferencia al abuso y la violación, las violencias sociales que amputan la libertad de decidir sobre el propio cuerpo.

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    Sara Gallardo Drago Mitre llevó en sus apellidos la marca indeleble de esa oligarquía que con extrema perspicacia trató en numerosas novelas. Sin amedrentarse, o para curarse en salud, se atribuyó el antídoto de una genealogía de extravagantes que le auguraba otras posibilidades. Según contaba, su padre, historiador de profesión, había decidido la compra de un campo por sus muchas ciénagas y pájaros, y su tío había elegido otro con extensos médanos que prometían el descubrimiento de recuerdos indígenas. En esa aventura de estancieros —señaló Gallardo—, el padre y el tío ignoraron lo que tenía valor para la cría y el engorde de ganado. La anécdota toma partido por lógicas fabuladoras y define las alternativas de la propia Gallardo cuando se desvía de los mandatos de su clase en narraciones díscolas, con sujetos extravagantes y argumentos que muchas veces la llevan muy lejos de los horizontes de su propia vida.

    Aquella rancia estirpe tampoco le ahorró el yugo de las labores de este mundo: fue periodista profesional y conservó este trabajo toda su vida. Nació en Buenos Aires en 1931 y sus últimos años trazaron un rosario de exilios en Córdoba, luego en Barcelona, en Suiza y en Roma. Recordaba con intensidad los veraneos en La Chacra, una quinta del siglo XIX donde se crio junto a sus cinco hermanos. Aquel caserón y su parque la entrenarían en las artes de la observación y el disfrute del mundo sensible: “Aquiles tuvo un centauro por maestro, yo tuve un parque”, diría. El campo cenagoso que compró su padre cerca de Chascomús inspiraría el ambiente de Enero y de Los galgos, los galgos.

    ***

    Publicada en 1968, Sara Gallardo describe Los galgos, los galgos como “Perros, caballos, árboles y una historia de amor”. Iba a ser un cuento sobre Chispa, la perra amarilla de su padre, pero se convirtió en una novela extensa que, enhebrada por las peripecias vitales de los galgos, narra las desventuras de un protagonista melancólico en su ruta del amor al desamor. Ajuste de cuentas con la narración de estancia, reaparece este prototipo masculino de Gallardo que sueña con ser patrón de fundo. Aunque es el primero en advertir el elemento ridículo de sus costumbres impostadas bajo un anacrónico nacionalismo, el protagonista se deja arrastrar por ese deseo imaginario que lo llevará al fracaso amoroso y a la pérdida. Al contrario, la materialidad del amor y de los perros, así como la del fundo mismo, con su subsistencia cotidiana de medio pelo, vibran en la prosa de Gallardo con la verdad intensa de lo significativo.

    Lo significativo suele hallarse en los lugares más impensados. En un hotel ubicado junto al río Bermejo, Sara Gallardo conoció al cacique wichí Lisandro Vega, modelo para su novela Eisejuaz (1971). Cuenta la leyenda que decide unir las historias de Vega con otra idea que le rondaba, sobre un profeta que cuida a un paralítico en el desierto. De un modo análogo, el protagonista de Eisejuaz obedecerá los mandatos divinos al proteger a un blanco enfermo y ruin que terminará por traicionarlo. La novela es un éxito y los comentarios cierran filas ensalzando la “creación de un lenguaje”. No es para menos, consumaba el precepto mayor de la literatura moderna: la escritura de un mundo reside en la invención de una lengua. Un ejemplo: “Ángeles mensajeros, busco la palabra del que es solo, no nació, no morirá. Aquí del tatu, cuero de hueso, aquí del suri, buen esquivador, aquí del rococo, escuchador con la garganta, aquí de los palos, mensajeros del Señor. Aquí de la lluvia fuerte y de la que es mansa, del viento grande y de los vientos, mensajeros, ángeles del señor. Díganme. Cómo es el cumplimiento, cómo será. Cómo vino, cómo vendrá”.

    Ese lenguaje fascinante, así como la insistencia en el discurso alucinado del mataco, durante mucho tiempo desviaron la recepción de Eisejuaz, enmascarando la verdadera catástrofe que la narración expone. Las inclinaciones místicas no eran ajenas a Gallardo, pero también fue una mujer profundamente involucrada en el mundo concreto (o real). Bajo ese entendido, la existencia espiritual del cacique nunca es ajena, en la novela, al pozo de miseria en que los indígenas se hunden. La traición pesa sobre Eisejuaz, quien resiente un doloroso conflicto debido al abandono que él mismo se impone de su rol en la comunidad. Se entrega a los mandatos divinos, en efecto, y reclama a la divinidad que condena a su pueblo a la indigencia. El fin del mundo ya sucedió, y Eisejuaz lo sabe. Su conciencia es desgarradora: “Comían, y fui detrás de la casa. Dije al Señor: ‘¿Por qué tienen que morir? ¿Se han cansado tus mensajeros, que quieren quitar así a esta gente el aire que respiran y los otros bienes? ¿No podías hacerlo de otro modo? ¿Por qué tienen que morir?’”.

    Se ha dicho de Gallardo que no tenía estilo preciso, porque lo puso al servicio de reelaborar y transgredir fórmulas literarias afianzadas, y cada vez adaptó su escritura a esos requerimientos. Lo cierto es que construye una prosa excepcional, y muy reconocible, por su capacidad de experimentación, la potencia del lenguaje y la originalidad de una perspectiva propia.

    En su doble condición de cristianizado y mataco, Eisejuaz habita un lenguaje en la misma medida en que habita un sistema de prácticas y de conocimientos que se revelan inútiles cuando el extractivismo y la colonización expulsan a las comunidades de sus territorios. Deambulando en la marginalidad, convertidos en individuos “desracinados”, son víctimas de un racismo que se expresa sin rodeos: tienen olor a bestia, sus palabras son un ladrido asqueroso, un ruido a vómito, lo que comen es asqueroso.

    En el desenlace, su protegido blanco arrebata a Eisejuaz lo último que le queda: su vínculo excepcional con la divinidad. Al apropiarse de los modos de hablar del cacique, de sus invocaciones y de la responsabilidad de sus milagros trueca los saberes místicos en espectáculo (tal como sucede en el memorable cuento “Anacleto Morones”, de Rulfo).

    Con su sumatoria de racismo y fiesta de lenguaje, extractivismo y fin de mundo, Eisejuaz parece haber sido escrita ayer. No hay en la novela, sin embargo, ninguna expresión romantizada de comunidades idílicas o de una vida virtuosa previa a la hecatombe. Si algo sabe Gallardo, y esa convicción nos acerca a una época en que la literatura esquivaba simplificaciones pueriles y no se sometía a exigencias biempensantes, es que los múltiples sinsabores y desastres de lo humano se expanden más allá de atributos de clase social, etnia o comunidad.

    ***

    Pese a la seriedad de sus temas y de sus materiales, Gallardo jamás renuncia al tono jocoso. Todo contribuye a una comedida recomendación a no creérsela. Pasión le sobra, la pasión de los desesperados y de los que se atribuyen una misión, pero esa convicción la escuda de la inconsistencia y de los propósitos postizos. Por eso, mejor no creérselo, y entender la distancia que separa lo verdadero de lo postizo, que su ojo clínico reconoce en aquellos mandatos sociales que los sujetos interiorizan sin cuestionamientos.

    Deja correr ese tono chusco en las notas periodísticas, la columna “Macaneos” en Confirmado, otras que firmaba como periodista estrella en el diario La Nación y en la revista femenina Claudia. En su labor periodística insiste en su cruzada contra la actualidad; en la literatura, prefiere cronologías desplazadas de su propia época o personajes y geografías ajenas, aunque su punto de vista respira esa modernidad que en los años 60 revisó el lugar social de la mujer, reconoció el goce y la sexualidad, puso distancia con las narraciones fundadoras latinoamericanas e inició una reflexión oportuna sobre los choques culturales. Reivindica el rigor de las formas que asocia a lo masculino y, bajo las tutelas de Virginia Woolf y Clarice Lispector, la percepción femenina. Así expresadas, esas atribuciones de género pecan de caducas, solo que esa aparente antítesis entre la sensibilidad extrema y el vigor en la expresión constituyen la mejor descripción que conozco de la escritura de Sara Gallardo.

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    Pocos pétalos podemos recoger de esta historia. Unos volaron, otros se perdieron, otros se alteran en el rincón de la memoria”. En La rosa en el viento (1979) demuestra una vez más su capacidad para elegir un material literariamente agotado e insuflarle vida. Con un armado polifónico, su última novela une los pétalos de historias independientes que transitan conventillos porteños, el Mediterráneo italiano y la Patagonia a principios de siglo. Los azares del destino reúnen y separan a los personajes, dos criadores de ovejas —un experiodista ruso que quiere hacerse rico y un gigante sueco que huye de su pasado—, una india comprada para servirlos y una joven que pretende disputarle el lugar.

    El fluido de la existencia habita los intersticios del acontecer. En cuanto al acontecer en sí…”: ese acontecer estaría habitado por las rutinas y procedimientos: desollar corderos, tratar las pieles, el arte de curar heridas, carreras en bacín; “botones, wiskis, una lima”, herramientas, comidas, tablas, actas. Su libro anterior, El país del humo (1977), reunía narraciones de géneros muy diversos —relato fantástico, prosa poética, fábula, narración histórica—, y en muchas de ellas ensayó un lenguaje llevado a la mínima expresión. Algunas narraciones del volumen giran en torno a personajes animales: caballos, ratas, hombre lobo, mujer oso o yeti.

    Se ha dicho de Gallardo que no tenía estilo preciso, porque lo puso al servicio de reelaborar y transgredir fórmulas literarias afianzadas, y cada vez adaptó su escritura a esos requerimientos. Lo cierto es que construye una prosa excepcional, y muy reconocible, por su capacidad de experimentación, la potencia del lenguaje y la originalidad de una perspectiva propia. Lo diverso adquiere en sus libros la consistencia del humo y la perennidad de los pétalos de una rosa, y nutre el río subterráneo de una historia repetida, un homenaje a los destinos inexorables, a quienes destilan una fidelidad absoluta a la propia decisión, para aquellos que descubren la intensidad de la belleza y de la existencia en los intersticios de lo imprevisto. Sara Gallardo murió en Buenos Aires debido a una crisis de asma, en 1988.

     

    Imagen de portada: Sin título (2024), de Cristóbal Correa, collage análogo, 21,5 x 28 cm.

     


    Eisejuaz, Sara Gallardo, Cuenco de Plata, 2013, 160 páginas, $29.000.


    Enero, Sara Gallardo, Fiordo, 2014, 112 páginas, $50.000.


    La rosa en el viento, Sara Gallardo, Fiordo, 2014, 144 páginas, $34.000.


    El país del humo, Sara Gallardo, Cuenco de Plata, 2013, 216 páginas, $40.000.


    Pantalones azules, Sara Gallardo, Fiordo, 2013, 136 páginas, $44.350.


    Los galgos, los galgos, Sara Gallardo, Fiordo, 2024, 512 páginas, $74.000.

  96. María Lionza: del mito de la diosa madre al culto de la violencia

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    Como tantas leyendas de tiempos precolombinos, la de María Lionza comienza con el oráculo de un piache: cuando la hija de un cacique nívar naciere con los ojos del color del agua, una inundación liquidará a la tribu. El pueblo se asentaba en las faldas de la montaña de Sorte, en un lugar que aún no se llamaba Venezuela, entre los ríos Aroa y Yaracuy, los más importantes de la cuenca del Caribe. Puesto que los recorridos de sus torrentes superan los 130 kilómetros cuadrados y reciben numerosas corrientes fluviales, el cacique se entristeció cuando su mujer parió una niña de iris azules: era imposible negar el agua a ningún nívar. Piache era como llamaban entonces al chamán de ahora, así que mejor tomar medidas, no fuera que por desobediente enfureciera a los ancestros. Decidió poner a su hija al cuidado de 21 guerreros, a quienes ordenó que jamás le permitieran acercarse a lagos ni ríos, más que lo necesario para el aseo y con estricta vigilancia.

    Los animales de las selvas americanas son seres míticos, atravesados por emociones humanas, así que Anaconda se sintió impelida a cumplir el augurio. Una noche que vio a la doncella cerca de la laguna de Cumaripa, quiso raptarla. Es sabido entre los pueblos indígenas que las superficies reflectantes de los lagos sirven de límite entre las dimensiones natural y sobrenatural. De allí emergió la serpiente, creció sobre el agua y espantó a cualquiera que se interpusiera en su propósito, incluidos los guerreros puestos por el cacique, y causó así la gran inundación presagiada. Luego se llevó a la joven hasta lo más hondo… y no se supo más de ella.

    El relato anterior es el que hacia 1939 dio a conocer Gilberto Antolínez, un folclorista del estado Yaracuy, a quien se le acreditan las primeras investigaciones sobre el tema. En una leyenda distinta, bastante difundida, no se trata de una princesa nívar —ni de la tribu Yara ni caquetía ni jirajara, como señalan otras tradiciones—, sino de una joven europea, María Alonso. Era la hija de un encomendero español que tenía bajo su potestad varios pueblos indígenas. Lo importante de ambas versiones es que forman parte del mito que promueve a María Lionza como la diosa madre al centro de un sincrético espiritismo autóctono, donde se tejen influencias de las tradiciones esotéricas amerindias, europeas y africanas. Los espíritus de la jerarquía más poderosa de esta devoción, conocidos como las Tres Potencias, son testimonio de tal mestizaje, al reunir con la versión española de la diosa al cacique Guaicaipuro y el esclavo conocido como el Negro Felipe.

    A pesar de sus evidentes vínculos con el pensamiento mágico premoderno, el culto marialioncero se encuentra en plena expansión. De hecho, la antropóloga y narradora Michaelle Ascencio, en el ensayo De que vuelan, vuelan, le otorga el estatuto de religión, pues comparte con las confesiones institucionalizadas la presencia de un panteón de dioses, así como un conjunto de dogmas, un cuerpo sacerdotal, ritos distintivos, lugares de culto y un calendario para celebrarlos. El panteón está en la Montaña de Sorte, un santuario un poco natural y otro poco Olimpo, ubicado a 300 kilómetros al oeste de Caracas. Lo conforman 21 cortes o grupos, entre ánimas de la naturaleza, santos católicos y afrodescendientes, igual que ciertos espíritus de personajes de la historia, como el libertador Simón Bolívar.

    El complejo sistema de doctrinas resultante muestra el barroco constitutivo de la identidad venezolana, al actualizar el animismo amerindio con la creencia africana de que los médiums entran en sintonía con los muertos para curar enfermedades y revelar secretos. Una finalidad alternativa de estas prácticas de posesión es sanar al paciente de daños impuestos desde afuera; que para los devotos significa proteger del mal de ojo.

    Ascencio describe esta dinámica como una “sociedad de la desconfianza”, donde prevalece la sensación de estar perseguido por fuerzas sobrenaturales que la mala voluntad del prójimo invoca. Los devotos de María Lionza proyectan sobre los espíritus y las personas el mal que perciben en sí mismos, igual que en otras religiones de herencia africana, como el vudú practicado en Haití o la santería cubana. Lo fundamental del espiritismo marialioncero para las clases populares venezolanas y, acaso, la razón de su longevidad, es su carácter terapéutico.

    En un país con desigualdades sociales manifiestas en el deterioro de los servicios públicos, en especial los médico-asistenciales, hasta los antepasados deben ayudar cuando la gente se enferma. La Corte Médica es un testimonio de esto: su patrón es el doctor José Gregorio Hernández, un santo popular apodado el Médico de los Pobres, cuya beatificación está muy adelantada (porque esta religión toma mucho del catolicismo vernáculo). Asociado a Hernández y su corte, se extiende en el barrio José Félix Rivas de la Parroquia de Petare, en Caracas, el llamado Callejón de los Brujos. Allí proliferan los dispensarios donde se practica la “sanación espiritual”, que implica la intervención de los espíritus en operaciones y en la cura de males como el cáncer, la apendicitis o el alzhéimer.

    Como alegoría social, lírica o urbana, el espiritismo asociado a María Lionza es uno de los aspectos más pintorescos de la cultura venezolana contemporánea, con todo y sus matices agresivos. Si el poema de Pantin apela al mito de la diosa en su manifestación urbana de estatua como imagen de la incipiente división política, la práctica religiosa marialioncera es alegoría de la violencia con que los venezolanos entraron al siglo XXI.

    El hueso pélvico como faro en la urbe

    La diosa de Sorte accedió a la categoría de mito latinoamericano de la cultura popular en 1978, con el trabajo Siembra, de los músicos Rubén Blades y Willie Colón —que tiene el récord de ser el más vendido en la historia de la salsa—. Junto a temas como “Pedro Navaja” y “Plástico”, “María Lionza” se encuentra entre los más célebres del disco, que suena como un extenso alegato sobre el alma americana, a partir de la idea marxista de conciencia de clases. Décadas antes de que la gente bailara con María Lionza, se instaló en la autopista Francisco Fajardo de Caracas una estatua de su manifestación indígena, desnuda y montada sobre una danta, que sostiene con los brazos extendidos sobre su cabeza un hueso pélvico de mujer. Su historia se entreteje con la política del país desde aquel lejano 1951, en que el general Marcos Pérez Jiménez la mandó a instalar en el estadio de la Universidad Central de Venezuela, para unos juegos preolímpicos regionales, como imagen del cruce racial venezolano. A través de tal exaltación de la idea del mestizaje, el dictador de turno encubría que su gobierno subvaloraba las herencias amerindia y africana a través de sus políticas destinadas a atraer la inmigración europea, con el objetivo de blanquear a la nación. La estética del escultor Alejandro Colina no calzaba con el diseño de Carlos Raúl Villanueva, cuya inspiración fue la Bauhaus —el arquitecto había comenzado a trabajar en la década de los 40, antes de la llegada de Pérez Jiménez al poder. En 1964, ya en tiempos del gobierno democrático de Rómulo Betancourt, después de finalizada la construcción de la universidad, la estatua se movió a su emplazamiento actual.

    Sin embargo, la que está ahora en la autopista no es la estatua de Colina, sino una copia. La mañana del 6 de junio de 2004 se partió por la mitad, mientras se hacían trabajos de mantenimiento ordenados por la Alcaldía de Caracas. Ese hecho fue el corolario a 36 meses de disputas entre el organismo gubernamental y asociaciones afines a la universidad que denunciaban el menoscabo de la estatua, después de 30 años a la intemperie, a merced del smog.

    En el ambiente de polarización política de la época, donde cualquier asunto enfrentaba el gobierno de Hugo Chávez con sus detractores, la alcaldía representaba al primero y la universidad, a los segundos. Después del quiebre, las asociaciones denunciaron que el mantenimiento se hizo sin las medidas de seguridad mínimas —en la época circularon fotos en la prensa donde los obreros aparecían sin guantes, sentados sobre los senos de la estatua— y lograron llevarse a María Lionza de vuelta a la universidad, en donde un equipo la reparó. Durante casi 20 años, la obra de arte se mantuvo allí. En ese tiempo, varias sociedades espiritistas pidieron que se llevara a Yaracuy la imagen de unos siete metros de altura, lo que finalmente se hizo. El traslado fue iniciativa del Instituto de Patrimonio Cultural y se llevó a cabo la madrugada del 3 de octubre de 2022, sin que participara nadie de la universidad. Desde esa institución lo denunciaron como un robo. Dos años después sigue la querella abierta con la Federación Venezolana de Espiritismo, que se encargó de escoger el lugar en las faldas de Sorte para depositar la obra.

    Innegable ícono de Caracas, la poeta Yolanda Pantin le dedica a esta estatua su libro Hueso pélvico. El panorama urbano, soez en su llanura de concreto, cuyo núcleo es María Lionza, está presente desde el primer canto del extenso poema. “Yo venía a través de la ciudad”, y en la siguiente estrofa continúa con el verso: “De ninguna parte me sobrevino una frase / Que llegaba con su imagen: el hueso pélvico, en alto, / Que carga una diosa”. Más adelante lo declara todo “malherido”, “como verdaderamente era”. Conforme avanza esa voz melancólica, la imagen móvil de una marcha hacia el centro de la ciudad va tomando forma —“Así el desfile, náufragos, / Como fantasmas que atosigan”—, acaso se refiera a la marcha real acaecida en abril de 2002, que terminó con un breve golpe de Estado contra Chávez. Ese desplazamiento furioso por la urbe que ya no siente suya es también metafórico: implica la nostalgia y alejamiento del hogar familiar perdido, tema recurrente en la obra de Pantin. Así identifica a la diosa de piedra, menos con la Madre Naturaleza del mito que con la patria perdida como consecuencia de la crisis política que, en 2004, año de la publicación de Hueso pélvico, apenas comenzaba.

    Como alegoría social, lírica o urbana, el espiritismo asociado a María Lionza es uno de los aspectos más pintorescos de la cultura venezolana contemporánea, con todo y sus matices agresivos. Si el poema de Pantin apela al mito de la diosa en su manifestación urbana de estatua como imagen de la incipiente división política, la práctica religiosa marialioncera es alegoría de la violencia con que los venezolanos entraron al siglo XXI. Para muestra de esto, basta con señalar que los espíritus más jóvenes en el panteón pertenecen a la llamada Corte Malandra, cuyo auge comenzó a finales del siglo pasado, conforme se hizo más pronunciada la criminalidad en las urbes, a consecuencia de la inequidad entre clases sociales.

    Conocida como Corte Calé entre sus seguidores, su figura más destacada es Ismael Sánchez, cuyo mausoleo en el Cementerio General del Sur de Caracas se considera un portal, o lugar de culto al aire libre donde se manifiestan los espíritus. En la década de los años 70, Sánchez fue un delincuente a quien consideraban el “Robin Hood” del Guarataro, porque compartía los frutos de sus robos con la gente del barrio. Después de su muerte, hombres y mujeres de las zonas marginales comenzaron a invocarlo para la protección de los seres queridos que estuvieran presos o vivieran fuera de la ley. Después, otras almas se sumaron a la corte, como Malandro Ratón, Petróleo Crudo, Tres Cuchillos, El Muelita o El Chamo Machera e Isabelita, la única malandra del grupo. En la actualidad, el sector del cementerio donde están sus tumbas es un lugar de culto regentado por una banda criminal.

    La llegada al Olimpo en Sorte de quienes en vida fueron delincuentes es testimonio de la permeabilidad del sistema de cultos asociado al mito de aquella princesa nívar que funciona como imagen del saber popular, a la vez que muestra rasgos íntimos, como la batalla entre el miedo y la agresividad que se libra en el alma de cada venezolano a merced de las circunstancias más precarias.

  97. Revisa los contenidos que trae revista Santiago 23

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    LOS CONTORNOS DEL AGUA
    David Abulafia, el gran historiador de los océanos y la humanidad, por Pedro Pablo Guerrero
    Qué hay tras el velo del paisaje, por Rosabetty Muñoz
    Circunstancias del agua, por Catalina Porzio
    Dolores: la batalla por el agua, por Guillermo Parvex
    Hazañas y aventuras del vital elemento, por Patricio Tapia
    Amazonía: de árboles y aguas, por Ana Pizarro
    Sobre la monstruosidad de las islas, por D. Graham Burnett
    No eres solo tu nombre de isla, por David Nash
    Postales de un paisaje perdido, por Álvaro Bisama
    Corre, corre, inúndalos a todos, por Andrés Arroyave Zapata
    Marcas de agua, por Milagros Abalo
    De explosiones estelares a gotas en la Tierra de la modernidad, por Gonzalo Argandoña Lazo
    Apuntes sobre la ballena y otros cetáceos, por Miguel Cáceres Murrie
    Philip Hoare: “El mar se ha vuelto mi único consuelo”, por Graham Huggan y Pippa Marland
    Imagina al Atlántico como un actor, por Vona Groarke

    LAGUNAS MENTALES
    Una geografía sumergida en las aguas,
    por Manuel Vicuña

    El “individualismo ingobernable” de los latinoamericanos, por Eugenio Tironi

    ¿A quién le está hablando la izquierda progresista hoy?, por Martín Hopenhayn

    Alberto Edwards, realista político, por Juan Carlos Vergara

    Leer signos, pensar signos, por Diamela Eltit

    Nosotros los culpables, por Simón Soto

    El príncipe ruso, por Daniel Mansuy

    Conciencias líquidas, dioses sólidos, por Constanza Michelson

    Señales de ruta de Yanko González, por Matías Rivas

    La violenta ternura de Alfredo Gómez Morel, por Sebastián Duarte Rojas

    Oro en polvo, por Héctor Soto

    Ribeyro: llegar a ser como el mar, tenaz e infinito, por Rodrigo Olavarría

    LIBROS USADOS
    Clásicos del fin,
    por Bruno Cuneo

    La mirada en Juan Rulfo, por Raimundo Frei

    La resurrección de la Monja Alférez: entre el alma barroca americana y la epistemología trans, por Michelle Roche Rodríguez

    PERSONAJES SECUNDARIOS
    Beatrice Cenci: un fantasma de culto,
    por María José Viera-Gallo

    Ottessa Moshfegh: “Este libro no existiría si McGlue no me hubiera encontrado a mí”, por Antonio Díaz Oliva

    Segunda oportunidad, por Paula Escobar Chavarría

    NARRATIVAS VISUALES
    El jardín psicológico de Siân Davey,
    por Emilia Edwards

    Por qué Max Brod no quemó la obra de Kafka, por Max Brod (léelo como anticipo)

    Olas de memoria, por Soledad Bianchi

    George Febres: arte, humor y migración, por Gabriela Alemán

    ARQUETIPOS DE SITUACIÓN
    El Ruido,
    por Milagros Abalo

    VIDAS PARALELAS
    Vidas tapadas: Anna Ajmátova y Coco Chanel,
    por Federico Galende

    CRÍTICAS DE LIBROS Y CINE
    Ciertos chicos, de Alberto Fuguet, por Javier Edwards Renard
    Diario de hospital, de Roberto Merino, por Vicente Undurraga
    Demasiado tarde para despertar. ¿Qué nos espera cuando no hay futuro?, de Slavoj Žižek, por Daniel Hopenhayn
    Wittgenstein y el sentido tácito de las cosas, de Mike Wilson, por Eduardo Fermandois
    Uno de los nuestros: David Chase y Los Soprano, de Alex Gibney, por Pablo Riquelme

    TURISMO ACCIDENTAL
    El Nevado,
    por Matías Celedón

     

    Imagen de portada: overflow 00o (2022), por Hypereikon, Sebastián Rojas y María Costanza Lobos.

  98. Lihn

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    Una lectura de la obra de Enrique Lihn (1929-1988) podría arriesgar una vista inesperada de su poesía como una sola gran obra, un solo gran proyecto, desarrollado por décadas en diversos soportes y formatos, acicateado por urgencias y coordenadas vitales y políticas, muchas de ellas complejísimas. Al fondo, su voz cambia pero a la vez permanece, como si fuese una imagen que nos persigue como uno de nuestros fantasmas predilectos. Sus poemas están construidos a partir de paradojas y en ellos la risa cruel que aparece no es otra cosa que una forma de rebelión íntima. Lihn es dueño de un estoicismo sardónico, que contiene una sabiduría mutante, muchas veces inútil, siempre incómoda. Del poema al cuento, del ensayo al cómic, del lirismo privado a los ecos bizarros de lo público; de las piezas de la infancia a las calles del centro, del Parque Forestal a La Habana y Nueva York, del yo quebrado a las máscaras delirantes del imposible Gerard de Pompier, de la novela desquiciada (La orquesta de cristal) a un cómic más extremo aún (Roma, la Loba), lo lihniano se presenta como una serie de escrituras situadas cuyas esquirlas permanecen como epigramas, fragmentos de algo que ha explotado en las cercanías (aunque no sabemos qué), al modo imágenes que tratamos de resolver y que quizás pueden componer un texto único donde no importan los nombres específicos de cada poema, que no puede sino estar roto para dudar de sí y con eso de las formas del lenguaje y el sentido del mundo.

    Acá, algunos de esos pedazos.

    Dice Lihn:

    Estos señores son mi espejo del tiempo esas señoras son mi memento mori. Todos seremos retóricos. La imaginación no es un buen guía para internarse en realidades que la sobrepasan. Ellas la obligan a volar en el vacío, lo que es igual que cortarle las alas y encerrarla en la jaula del loro. A la palabra que efectivamente presenta en sus vocales y diptongos como una carne, la ronda el silencio como la muerte a la carne. Las palabras que usamos para designar esas cosas están viciadas. No hay nombres en la zona muda. El estilo es el vómito. Todas, todas estas pobres historias diurnas no son sino desgarradoras. Palabras que se acoplan unas a otras hasta perder el sentido en esos excesos. En eso de mirar hay un peligro inútil fuera de que no hay nada que ver en la mirada. Nada se pierde con vivir, ensaya: aquí tienes un cuerpo a tu medida, lo hemos hecho en la sombra por amor a las artes de la carne pero también en serio, pensando en tu visita para ti o para nadie. Basta, cierre los ojos; no se agite, tranquilo, basta, basta. Basta, basta, tranquilo, aquí tiene la muerte. La mariposa no puede recordar que ha sido oruga así como la oruga no puede adivinar que será mariposa porque los extremos del mismo ser no se tocan. La vida es un mojón que te tiran a la cara. Nunca salí del habla que el Liceo Alemán me infligió en sus dos patios como en un regimiento. Si el paraíso terrenal fuera así igualmente ilegible el infierno sería preferible al ruidoso país que nunca rompe su silencio, en Babel. La irrisoria noche de paz, la ridícula noche de amor sigue endulzándose a medida que pasa pero yo estoy metido en esta guerra y si me apoyas no firmaré nunca la paz tampoco esta noche que nos separa de un tajo aunque parezca indolora, aunque parezca indolora. Pero escribí y me muero por mi cuenta, porque escribí porque escribí estoy vivo. Su basural es mi panteón mientras no se lleven los cadáveres. Nadie escribe desde el más allá. Las memorias de ultratumba son apócrifas. Nada es lo bastante real para un fantasma. La nada que está en todo como el sol en la noche y soy mi propia ausencia frente a un espejo roto. Que otros, por favor, vivan de la retórica. Nosotros estamos, simplemente, ligados a la historia pero no somos el trueno ni manejamos el relámpago.

  99. Mi ángel fotográfico es un ángel de la historia

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    En las Tesis de filosofía de la historia de 1940, Benjamin hizo explícita la referencia a un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus: “Se ve en él un ángel al parecer en movimiento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado…”.

    Recuerdo con claridad el día que tomé la cámara fotográfica por primera vez. Estaba con Jaime Goycoolea, fotógrafo y mi pareja en aquel entonces. Mi hija Juli embarazada se sacaba una blusa extendiendo sus brazos hacia el cielo como una escultura primitiva, como una Venus. Ese día fue como volver a nacer al mundo de las imágenes análogas.

    Estar aquí hoy, es el resultado, la suma de la experiencia que el trabajo me ha venido otorgando: he hablado del estado fotográfico como una forma de explicar lo que siento cuando tomo la cámara —o incluso sin ella—, para observar la realidad que me rodea. El estado fotográfico activa la mirada. Esto que, confieso ahora, ha sido fruto de una forma de hacer que va más allá de la fotografía, también atraviesa la escritura, el dibujo y la pintura; es una forma de observar el mundo y de experimentar la vida. Tener un ángel fotográfico en la mirada pasa por una formación creativa, una atención. Pero voy a contarles primero un poco de mis orígenes. Me crié con mis abuelos y tuve la suerte de tener al Santiago College como el colegio más cerca de la casa. La entrada a este verdadero templo de la infancia fue una etapa de gloria, por fin había encontrado mi lugar. Fui muy feliz y una alumna destacada. También cantaba, bailaba en una niñez culta y protegida. En mi juventud fui profesora de inglés en el colegio San Ignacio de El Bosque. Ahí conocí a Adolfo Couve. Él, profesor de arte; yo, la miss de inglés. Nos hicimos amigos y con el tiempo me enseñó muchas cosas que hasta hoy atesoro. Hay maestros que dejan su huella definitiva. Tener ángel en la mirada es una de ellas. También tuve estupendos profesores como Carmen Silva y Thomas Daskam. De hecho, la primera vez que expuse fue en un encuentro de arte al costado del Museo de Bellas Artes. En un stand estaba Violeta Parra mostrando sus tapices guitarra en mano. Con posterioridad, la sorpresa de recibir una carta del Museo de Arte Contemporáneo invitándome a participar en un homenaje a Borges, año 1976, eran años difíciles a los que sobrevivimos no sin experimentar el miedo de los allanamientos. Recuerdo que en uno de estos desagradables momentos un milico me decía “ustedes son miristas” y no podía entender que yo le contestara “no, somos artistas”… Y otra vez tuvimos suerte, tuvimos ángel fotográfico. Cuando se terminó la dictadura hice una exposición a la que le tengo mucho cariño, Historia de un niño chileno, en el Centro Cultural de Las Condes, en donde se puede ver lo que va del 73 al 89 expresado en la historia de la vida cotidiana de Mateo, mi hijo menor, nacido el 12 de septiembre de 1973. Porque mi obra ha seguido este camino interior de los espacios cotidianos, los cuerpos y las narraciones fragmentarias de lo que nos va pasando como la vida y que se va formando, de obra en obra, y no termina porque una idea llama a la otra.

    Se ha escrito y esperado tanto de la fotografía. Yo, como fotógrafa, creo que es de los inventos más importantes del siglo XIX, cambió por completo la forma de mirar. El arte a través de la reproducción mecánica tuvo acceso universal. La fotografía educa, acerca el mundo y su geografía. Sus motivos son infinitos y nadie mira de igual manera. La vida está llena de fotos. Si uno aguza el ojo y pone atención, el ojo se convierte en rectángulo, encuadra y recorta lo que te rodea. La fotografía es también una pasión; es un ojo salvaje que sale a disparar a su presa.

    Quisiera aprovechar este momento para expresar también el agradecimiento a la Fundación Plagio y todos sus organizadores, porque al estar aquí con ustedes uno mira retrospectivamente y ve que es el resultado de toda una vida de perseverancia como lo exige el arte, una responsabilidad, de saber acompañarse con amigas y amigos que han hecho posible mis trabajos, desde los retratados hasta el corazón de mis exposiciones. Agradezco también a mis amigos, especialmente a Studio Digital y a todos sus integrantes con los que trabajamos activa e incansablemente, la larga lista de amigos y amigas que están aquí presentes esta tarde. Es verdaderamente un privilegio para mí recibir este premio y poder agradecerles una vez más, públicamente. Podría decir muchas cosas más.

    La fotografía clava la mirada en el presente y se vuelve pasado en el instante en que disparamos, en el acto fotográfico. A través del ángel fotográfico —el ángel de la historia— recuperamos parte de un pasado que se nos escapa.

    Se ha escrito y esperado tanto de la fotografía. Yo, como fotógrafa, creo que es de los inventos más importantes del siglo XIX, cambió por completo la forma de mirar. El arte a través de la reproducción mecánica tuvo acceso universal. La fotografía educa, acerca el mundo y su geografía. Sus motivos son infinitos y nadie mira de igual manera. La vida está llena de fotos. Si uno aguza el ojo y pone atención, el ojo se convierte en rectángulo, encuadra y recorta lo que te rodea. La fotografía es también una pasión; es un ojo salvaje que sale a disparar a su presa. Conocí la fotografía a los cuarenta años, antes no sabía nada de este arte, ni de sus grandes maestros, ni de su fascinante historia.

    Empecé a tomar fotos por intuición. Descubrí que el mundo que me rodeaba era bello y esa belleza la podía retener con un disparo. Conocí también la fascinación del cuarto oscuro. Todo ese proceso es lento, incierto y expectante. Es el tiempo fotográfico. Eso cambió con la era digital, tan rápida, ahora se dispara de otra manera. Creo que siempre habrá cultores de la fotografía análoga. Todavía existen fotógrafos que hacen daguerrotipos.

    Quisiera por último, enviarles un mensaje a los que dudan sobre iniciarse en el camino del arte: háganlo, atrévanse: aprendan creando, experimenten, déjense llevar y el ángel de la mirada vendrá.

    En mi caso, hoy, pasados los 90, el ángel todavía está conmigo. Mi curiosidad está intacta. Vivo en el presente, con la mirada puesta en el próximo disparo.

    Muchas gracias.

    Julia Toro

  100. Formas de habitar la narración

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    La literatura no me interesa”, dijo en una entrevista el escritor argentino Hernán Casciari, a fines del año pasado, y abrió la polémica. El planteo que hizo fue el siguiente: “La literatura era una cosa de épocas donde no teníamos pestañitas que minimizar. La literatura era buenísima cuando no había otra cosa (para entretenerse). Mi hija tiene seis años y obvio que no va a leer, para qué. Yo necesito que consuma historias. Consumir historias es lo mejor que te puede pasar en la vida. Por eso existen otras cosas (audiolibros, podcast, plataformas, redes) para que podamos seguir consumiendo las historias que necesitamos. No podemos tener tres horas los ojos en un papel”.

    Hay en este cuestionamiento a la lectura y a una forma de la narración la visualización de un síntoma de época que confunde dos dimensiones muy distintas. Por un lado, la literatura, y por otro, las diversas maneras de entretener. Más o menos en el mismo tiempo en que Casciari lanzaba estas declaraciones, aparecían publicados dos libros, La crisis de la narración, de Byung-Chul Han, y Formas de habitar, de Nicolás Cabral, que piensan con una claridad y una profundidad notables esta tensión que plantea Casciari en su intervención: la tensión entre narración y storytelling.

    Narración versus información

    El filósofo Byung-Chul Han viene trabajando sobre un camino abierto por la obra de Zygmunt Bauman. De algún modo, Han retoma esa tradición no solo por los temas que aborda (la tensión entre una modernidad sólida desplazada por una modernidad líquida), sino por el estilo de su pensamiento y de su escritura. Es una obra que, como la de Bauman, se vuelve accesible para el gran público, esquemática en su puesta en práctica y la escritura funciona como síntesis de una época. Lo que para Bauman era la modernidad líquida, Byung-Chul Han lo plantea como sociedad de la transparencia o régimen de la información. En el contexto teórico de ese esquema aparece La crisis de la narración.

    La crisis de la narración es un libro que se estructura sobre el notable texto de Walter Benjamin, El narrador. Allí, Benjamin plantea el progresivo empobrecimiento de la capacidad de narrar historias en la vida moderna. La narración oral va desapareciendo porque se va cosificando la vida en las metrópolis y porque la relación con la naturaleza y la aventura se enflaquecen ante la vida industrial. En esa línea, la crisis de la narración para Han sería el predominio de la información sobre la narración: “El espíritu de la narración se ahoga en la marea de las informaciones”. Ya no se cuentan historias, la experiencia en el mundo se ha empobrecido. Si Benjamin postula eso a principios del siglo XX, Han trae al presente ese artefacto teórico para analizar cómo se han complejizado esas tendencias en la sociedad de consumo.

    El modo en que se libra esa tensión, la forma en que se horada la narración, apunta fundamentalmente a perder una de sus capacidades centrales: la narración, para Han, produce comunidad. Entrelaza vínculos, refuerza una conciencia colectiva que supone un modo de habitar: la contemplación, la mirada larga puesta en el horizonte y una forma de atravesar el tiempo la caracterizan. Byung-Chul Han utiliza el concepto de comunidad narrativa para detallar esos efectos.

    Por el contrario, la emergencia y el predominio hegemónico de la información o del dato degradan progresivamente el efecto de la comunidad narrativa para imponer otra lógica. “El espíritu de la narración se pierde entre las informaciones que convierten a los individuos en consumidores”. La información cuando cuenta se organiza con una trama que apunta a vender, no a transmitir una experiencia en el mundo. Así es como irrumpe el modelo del storytelling.

    Byung-Chul Han plantea entonces que el storytelling es un modo de volver a contar historias, es un modelo que está en auge, pero es el modelo del marketing y la publicidad. “El storytelling no crea ninguna comunidad narrativa, sino que engendra una sociedad de consumo”. Las historias que cuenta un storytelling son historias que deben ser simples, con un mensaje relevante y que prioritariamente busquen conmover. El formato se organiza con la estructura clásica de la trama: comienzo, conflicto y desenlace. De este modo, el storytelling es la trama de los relatos publicitarios, de las storys en las redes sociales. Breves, simples y contundentes, para que terminen conmoviendo. Han plantea que esta lógica del storytelling es la forma de transmitir la información. Ambas “son incapaces de darle estabilidad a la vida”.

    En el comienzo de Formas de habitar, el nuevo libro de Nicolás Cabral, se lee la pregunta por la narración y por lo que distingue la narración del storytelling. Aparecido casi al mismo tiempo que La crisis de la narración, Formas de habitar es un libro que aborda la problemática planteada por Han, ahora particularizando en la literatura, en casos fundamentales de la literatura. Siguiendo una definición de Saer, por ejemplo, Cabral resalta la idea de que la narración es ‘un modo de relación del hombre con el mundo’, en cambio, el storytelling, un recurso de la mercadotecnia contemporánea.

    Figuras de lo inhumano

    En el comienzo de Formas de habitar, el nuevo libro de Nicolás Cabral, se lee la pregunta por la narración y por lo que distingue la narración del storytelling. Aparecido casi al mismo tiempo que La crisis de la narración, Formas de habitar es un libro que aborda la problemática planteada por Han, ahora particularizando en la literatura, en casos fundamentales de la literatura. Siguiendo una definición de Saer, por ejemplo, Cabral resalta la idea de que la narración es “un modo de relación del hombre con el mundo”, en cambio, el storytelling, un recurso de la mercadotecnia contemporánea.

    El arte de la narración para Cabral “disputa al poder, en el núcleo mismo de la lengua, el monopolio de la ficción”. En ese sentido, el oficio del escritor en el mundo contemporáneo debe ser el de “crear formas que no conviertan a las palabras en mercancías”. Formas de habitar va a explorar imaginarios literarios radicales, que serán juzgados no por el tema ni por la lógica comunicativa, sino por la transformación que producen en la lengua.

    El planteo teórico que despliega Nicolás Cabral (argentino, hijo de exiliados y residente en México) en este extraordinario ensayo se corresponde casi como un mapeo estético por donde se juega su propia narrativa. Con una novela, Catálogo de formas, y un volumen de relatos, Las moradas, ambos publicados por Periférica, Cabral condensa, en una escritura fragmentada y en una prosa concebida como una arquitectura diseñada para morar, una tradición que es la que analiza de manera exhaustiva en Formas de habitar.

    La cantidad de autores que aborda es enorme (Beckett, Herta Müller, Gibson, Bernhard, Sebald, etc.) y muestra claramente el tipo de literatura que le interesa estudiar. Una literatura con una fuerte impronta moderna, que explora la lengua y construye edificios estéticos complejos. Hay una cita de Herta Müller que Cabral toma para dar una definición de literatura: “Escribir siempre es para mí balancearse sobre la cuerda floja entre revelar y guardar un secreto”. La narración es un juego de seducción que, a diferencia del régimen de la información, bordea, insinúa, hecha sombras sobre un vidrio esmerilado, como en el cuento de Saer. Nunca agota lo narrado, más bien lo sobrevuela. “El embozo y el encubrimiento son esenciales para la narración”, sostiene también Han. La información, por el contrario, se constituye y acaba a su vez en la transmisión del dato. No hay velos. En el régimen de la información hay, como dice Han, una exposición pornográfica. Porque lo que se muestra es. En este sentido, ambos autores sostienen que la narración no debe explicar. Narrar es sugerir, indagar, provocar sensaciones, pero no develar ese secreto del que habla Müller.

    El ensayo de Cabral pone el foco así en la emergencia de una crisis que puede estar ligada con la crisis de la narración, aunque opera en otro plano. La pregunta que ronda es la pregunta por la posibilidad de habitar el mundo contemporáneo. Para Cabral hay una crisis de habitabilidad que no es otra cosa que una crisis de la intimidad. Por dar un buen ejemplo de los tantos que trabaja Cabral: en la novela Alguien, de Robert Pinget, lo que susurra es una voz, la voz de alguien que ha perdido un papelito y lo busca. Ese susurro se parece a la figura de la compañía que esboza Beckett en su texto Compañía. Una voz anónima habla, busca un texto, resuena. Hay un tono, busca un tono, necesita de la compañía de ese tono para que el texto y la búsqueda del papelito cobre sentido. Por lo tanto, a partir de esta gran novela de Pinget, Cabral sostiene que la narración como una forma de habitar necesita de un tono. “Habitar es encontrar un tono, dice”. El tono como “vibración del ser, nuestro modo de relacionarnos con el mundo”.

    El peso del tiempo

    Estaríamos, entonces, frente a una tensión entre una sociedad de la transparencia, en donde están en crisis tanto la narración como la intimidad ante el predominio hegemónico del storytelling, y, por otro lado, la literatura, esa experiencia con el lenguaje que no se reduce a ninguna fórmula, que interroga la realidad, que trama complejidades.

    Hay una cita de Paul Ricoeur que deja en claro la forma en que funciona el tiempo en la narración. Y cómo, a su vez, la narración constituye al tiempo. “El tiempo —dice Ricoeur— se hace humano cuando se articula de modo narrativo, a su vez, la narración es significativa en la medida en que describe los rasgos de la experiencia temporal”. En el storytelling la temporalidad ya no estaría modelada por la narración, el tiempo se cosifica al tener por objetivo el consumo. “No podemos tener tres horas los ojos en un papel”, dice Casciari. Por lo tanto, emerge en la literatura la importancia de la resistencia política. Como plantea Cabral, el arte de narrar “disputa al poder en el núcleo mismo de la lengua”, en su temporalidad. Allí se libra una batalla. Del otro lado está la postura de Casciari. “La literatura no me interesa”, dice. Lo que le interesa es el formato del storytelling, es decir, no dejar de consumir historias sencillas, que conmuevan, que nos distraigan del paso del tiempo.

     

    Imagen: Ocho figuras de sombras (1842), de Utagawa Hiroshige.

     


    La crisis de la narración, Byung-Chul Han, Herder, 2023, 112 páginas, $14.000.


    Formas de habitar, Nicolás Cabral, Sexto Piso, 2023, 266 páginas, $47.050.

  101. Doris Lessing: prisiones electivas

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    La guerra es el hecho central de nuestro tiempo”, anotó Doris Lessing en el quinto volumen de su pentalogía autobiográfica Hijos de la violencia (1952-1969), la novela La ciudad de las cuatro puertas. Esa intuición tenía un trasfondo personal. Su padre sufrió la amputación de una pierna durante la Primera Guerra Mundial; las secuelas psíquicas le penaron durante el resto de su vida. “Soy hija de la Primera Guerra Mundial (…) mis dos padres fueron gravemente dañados por la guerra. Mi padre, físicamente, y ambos mental y emocionalmente”.

    Lessing observó en su ensayo Prisiones en las que elegimos vivir (1987), un fenómeno recurrente, acaso cíclico: los hombres marchan a la guerra en un estado de exaltación, una “espantosa euforia pública”. La máquina de moler carne de la violencia no solo deja un reguero de muerte y destrucción, sino que inflige un trauma colectivo, un daño profundo e irreparable que, sin embargo, no impide que nuevas generaciones marchen exultantes a la guerra. El odio sería “un lugar”, una fuerza casi impersonal, una suerte de longitud de onda que cualquiera puede sintonizar. Nunca estamos demasiado lejos del “descenso a la barbarie”. Y agrega: “En tiempos de guerra, como saben quienes han experimentado una o hablado con soldados que se permiten recordar la verdad, y no los sentimentalismos con los que nos protegemos de los horrores de los que somos capaces (…) volvemos, como especie, al pasado, y se nos permite ser brutales y crueles. Es por esta razón (…) que mucha gente disfruta de la guerra. Pero de esto no se habla a menudo”.

    Puede no existir una distinción tajante entre la paz y la guerra, esta última a veces arriba de manera solapada (en tal sentido, hay quienes aseveran hoy que Estados Unidos se encontraría ya en una guerra civil): “Así comienza una guerra. En tiempos de paz, llega un anuncio, una amenaza. Una bomba cae en algún lugar, los posibles traidores son encarcelados sin mucho ruido. Y durante algún tiempo, días, meses, tal vez un año, la vida tiene un carácter pacífico en el que se entremezclan acontecimientos bélicos. Pero a medida que el conflicto se prolonga, toda la vida se convierte en guerra, cada acontecimiento tiene un carácter bélico, no queda nada de la paz”.

    La violencia puede tomar muchas maneras, sugiere la ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2007. Una de las más insidiosas es aquella que se ejerce sobre las mentes. Noam Chomsky afirmó recientemente que el Partido Republicano quizás sea la institución más dañina de la historia de la humanidad, por su actitud ante la crisis climática, ya que puede contribuir al fin de la civilización tal como la conocemos. Lessing apuntaba en Prisiones a la Iglesia Católica, un “régimen tiránico”, que duró dos mil años y “dominaba la sociedad en su totalidad como único árbitro de conducta y pensamiento”, antes de perder influencia a comienzos del siglo XX y transformarse en una especie de “institución caritativa”.

    Al mismo tiempo, la violencia parece cumplir en varias obras de Lessing una función, aunque nunca explicitada, tanto en el terreno social como personal: “Lo nuevo, la apertura, debía ocurrir a través de una región de caos, de conflicto”.

    Un ejemplo notable es La buena terrorista (1985), sobre un grupo de jóvenes que ocupan una casa abandonada en Londres y transitan hacia el radicalismo político. ‘Aún somos animales grupales’, sostiene. Si formas parte de una comunidad, agrega, es muy difícil sostener opiniones disidentes, manifestar desacuerdo con las ideas que imperan en ella es un riesgo.

    Animales grupales

    La preocupación por la violencia recorre toda la trayectoria de la autora. Los estudiosos han dividido su obra en períodos secuenciales. Resulta más productivo abordarla en términos de capas superpuestas; al igual que los de uno de sus precursores, Marcel Proust, sus textos operan en múltiples niveles: psicológico, de dinámica grupales, sociológico, político, histórico y un plano superior de integración que se puede describir, sin temor a la exageración, como visionario. Esas dimensiones no calzan perfectamente entre sí, no conforman un sistema. Leer a Lessing equivale a sumergirse en un río con corrientes y contracorrientes, en permanente transformación, en que la única constante es el cambio.

    En el plano psicológico, da vida a personajes móviles, en constante mutación, que evolucionan de maneras inesperadas, que se trenzan en vínculos misteriosos, que resultan inasibles incluso para sí mismos: “Hay que deducir los verdaderos sentimientos de una persona sobre algo por una sonrisa que no sabe que tiene en la cara, por la forma en que la amargura tensa los músculos de la comisura de los labios o el aire es expulsado de los pulmones”. Un motivo recurrente es el contraste entre personajes eficientes, competentes, capaces de valerse por sí mismos y de sostener a otros, y de sujetos que no pueden hacer frente a la realidad, que deben ser apuntalados financiera y emocionalmente. Otro tema reiterado es el de un personaje que se ve enfrentado a una cierta tarea y entra en una especie de túnel (uno de sus cuentos más memorables se llama “A través del túnel”), no es libre hasta haberla completado. Cada vez que se critica a otra persona, señala, interviene un componente de envidia. Es más, existe un mecanismo misterioso mediante el cual lo que criticamos en otros termina por pasarnos la cuenta. “Lo que uno condena, regresa para ser experimentado (…) uno debe sufrir lo que desprecia”. Bajo las numerosas facetas, máscaras e identidades que componen sus personajes y narradores, subyace un yo profundo que a veces llama un “observador silencioso”.

    En un nivel que puede describirse como de psicología social, Lessing insiste una y otra vez en retratar dinámicas grupales. Un ejemplo notable es La buena terrorista (1985), sobre un grupo de jóvenes que ocupan una casa abandonada en Londres y transitan hacia el radicalismo político. “Aún somos animales grupales”, sostiene. Si formas parte de una comunidad, agrega, es muy difícil sostener opiniones disidentes, manifestar desacuerdo con las ideas que imperan en ella es un riesgo. Solo una minoría se atreve a pensar por sí misma; “el futuro de todos depende de esa minoría”. Un grupo de pertenencia es como una droga, declara, al mismo tiempo reconfortante y “el enemigo”. La breve novela de terror El quinto hijo (1988) elabora el impacto en una familia del nacimiento de un niño extraño, acaso no del todo humano.

    Al igual que otros intelectuales, percibe una línea de continuidad entre religión e ideología, aunque admitiendo que se trata de un lugar común. De los dos mil años de régimen tiránico de la Iglesia heredamos no solo la idea de redención, el anhelo de un estado futuro de absoluta perfección y felicidad, sino también el sectarismo.

    En un plano más amplio, sociológico, sugiere que “nos gobiernan olas de emoción colectiva”. La educación no sería más que adoctrinamiento. “Idealmente, se debiera decir a cada niño, repetidamente, a lo largo de su vida escolar: ‘Estás siendo adoctrinado. Aún no hemos desarrollado un sistema educativo que no sea un sistema de adoctrinamiento. Lo sentimos, pero es lo mejor que podemos hacer. Lo que se les enseña aquí es una amalgama de los prejuicios actuales y de las opciones de esta cultura en particular’”. Lessing sugiere que nadamos en las corrientes de nuestro tiempo y que es extraordinariamente difícil, si no imposible, sustraerse a ellas. Se refiere, por ejemplo, a “la gente despreocupada, de modales relajados de hoy”, para acentuar hasta qué punto en el pasado reciente los hábitos e incluso la vestimenta imponían una rigidez física. Se refiere al sexo y la comida como prioridades culturales contemporáneas, cuya relevancia damos por sentada. Cita a George Bernard Shaw, quien sugirió que los seres humanos se habrían hipersexualizado (algo que, por lo demás, parece estar cambiando en el siglo XXI). Lessing relata que en su juventud en Rodesia del Sur —la actual Zimbabue— y luego en Londres, existía una obsesión generalizada con el alcohol, era tema obligado de conversación, una preocupación que se ha desplazado hacia la comida. La sociología como disciplina, junto a otras “ciencias blandas” y la misma literatura formarían parte de un fenómeno crucial: “La habilidad todavía en ciernes de la humanidad de considerarse a sí misma de manera objetiva”, que sería un contrapeso del atavismo de la violencia. El conocimiento reciente sobre la naturaleza humana debiera integrarse, sostiene, a las instituciones. Conjetura que los y las habitantes del futuro se van a extrañar de que no lo hayamos hecho mucho antes.

    En el ámbito político, la trayectoria de Doris Lessing estuvo marcada por la militancia comunista y por su posterior desencanto y renuncia al partido en los años 50. Tanto la serie Los hijos de la violencia como su novela más famosa, El cuaderno dorado (1962), dan cuenta de ese tránsito del fervor a la decepción, tema al que regresaría más tarde en El sueño más dulce (2001). Al igual que otros intelectuales, percibe una línea de continuidad entre religión e ideología, aunque admitiendo que se trata de un lugar común. De los dos mil años de régimen tiránico de la Iglesia heredamos no solo la idea de redención, el anhelo de un estado futuro de absoluta perfección y felicidad, sino también el sectarismo. “Es posible que el marxismo fuera el primer intento, en nuestra época, fuera de las religiones formales, de una mente global, de una ética global. No funcionó, no pudo evitar dividirse y subdividirse, como todas las demás religiones, en capillas, sectas y credos cada vez más pequeños. Pero fue un intento”.

    Observa que solo en los ámbitos de la política y la religión, personas completamente desquiciadas pasan por viables e incluso asumen papeles de liderazgo. “Si una gran cantidad de personas están locas de la misma manera, no se reconoce como locura”. Argumentó en Prisiones que nos encontramos en una fase primitiva de evolución cultural que llama la era de la creencia, basada en un anhelo de certeza: la noción de que nuestras convicciones son las correctas, que nos lleva a “formar parte de movimientos equipados con verdades”. “Nos domina algo muy poderoso y primitivo”, escribió, una forma de delirio grupal, una percepción de superioridad moral frente a quienes piensan distinto. Lessing asevera que debemos transitar deliberadamente hacia una forma de objetividad, basada en una observación precisa y desinteresada de nuestro comportamiento y capacidades, aunque los resultados sean incómodos. Por ejemplo, instó a reconocer que en todos los países del mundo, en todas las épocas, ha habido clases privilegiadas. Muchas revoluciones se llevaron a cabo para deshacerse de una élite, pero al poco tiempo, entre los revolucionarios se conforma una nueva élite. Los movimientos de masas generan una actitud violenta, emocional, partisana, que suprime los hechos que no le convienen, mintiendo, haciendo imposible el tono sensato, calmado, “que conduce a la verdad”. Los países dan por sentado que son democracias, advierte, pero esta es una idea nueva, frágil, precaria.

    “A menudo, las emociones colectivas parecen las más nobles y bellas. Y, sin embargo, dentro de un año, cinco años, una década, cinco décadas, la gente se preguntará: ‘¿Cómo pudiste creer eso?’, porque habrán ocurrido hechos que habrán desterrado esas emociones al basurero de la historia”.

    Aguas profundas

    En el terreno histórico, la autora retorna una y otra vez a la idea de zeitgeist, el entramado de convicciones que domina cada época: “Las ideas más poderosas son aquellas que se dan por sentadas”, declara. El zeitgeist es inescapable y al mismo tiempo transitorio, destinado a quedar atrás. “A menudo, las emociones colectivas parecen las más nobles y bellas. Y, sin embargo, dentro de un año, cinco años, una década, cinco décadas, la gente se preguntará: ‘¿Cómo pudiste creer eso?’, porque habrán ocurrido hechos que habrán desterrado esas emociones al basurero de la historia”. Este es un fenómeno al cual son particularmente proclives las generaciones jóvenes, que suelen situarse en una alborada, considerando que todo lo anterior fue un desatino y que su papel consiste en empezar de cero, construir una nueva realidad social, libre de los errores del pasado. Lessing advierte que “a la gente joven no le interesa la historia”. De esta es posible aprender “cómo vernos a nosotros y a la sociedad en que vivimos de esa manera calmada, fría, crítica, escéptica que es la única posible para un ser humano civilizado (…) así lo han afirmado filósofos y sabios”. El examen de la historia depararía, al igual que el envejecimiento personal, “los placeres de la ironía”.

    En el plano visionario, en el que traza líneas sobre el sentido y destino de la humanidad en una escala de tiempo más amplia, acusa la influencia de su interés por el sufismo y su amistad con el pensador y erudito Idries Shah. Lessing fue una de las figuras literarias que gravitaron hacia Shah, junto a Robert Graves, Ted Hughes y J. D. Salinger. Su ambiciosa pentalogía de ciencia-ficción Canopus en Argos (1979-1983) recorre la historia universal en función de la intervención secreta de civilizaciones extraterrestres, influencias tanto benignas como malignas. En ella destacan la primera entrega, Shikasta (1979), que en cierta medida reescribe el Antiguo Testamento, y The Making of the Representative for Planet 8 (1982), que contiene ecos del Libro de Job. Pero ese aspecto visionario, su capacidad de navegar en “aguas profundas”, va más allá de su incursión en la ciencia-ficción. “Enamorarse es comprender que somos exiliados”, estampó en una de sus novelas tardías, De nuevo el amor (1996), sobre una compañía de teatro que prepara el montaje de una obra sobre la vida de una trovadora. La protagonista, una mujer de 65 años, se enamora de un hombre al que dobla en edad; su historia aborda el amor de una manera proustiana (“la honda necesidad de un ser”, escribió este) y también en su dimensión mística, que los trovadores tomaron a partir del siglo XI de la poesía árabe y que se extendería a Occidente en el ciclo artúrico, la Comedia dantesca y el culto bajomedieval a la Virgen María. La idea del amor como una forma de exilio recuerda la lectura de Borges de la Odisea. Podemos leerla, sugirió este, como una serie de aventuras marítimas o como una alegoría en torno a la sospecha de que nunca estamos en casa.

    En esta época da miedo estar vivo, es difícil pensar en los seres humanos como criaturas racionales. Por todas partes vemos brutalidad, estupidez, parece no haber nada más: un descenso a la barbarie, que somos incapaces de frenar. Pero creo que, si bien es cierto hay un empeoramiento general, es precisamente porque las cosas son tan aterradoras que nos hipnotizamos y no notamos —o menospreciamos— fuerzas igualmente fuertes en el otro lado, las fuerzas, en resumen, de la razón, la cordura y la civilización”. En varias novelas de Lessing está presente, de manera más o menos evidente, una amenaza externa, el mundo acotado de la narración parece estar cercado por fuerzas poderosas, por un lento y sostenido proceso de destrucción cifrado en un bombardeo de malas noticias, desastres de diversa índole. De manera contraintuitiva, Lessing mantiene una postura que se podría considerar optimista. Ve en ese deterioro “una reacción, una resaca, un movimiento hacia delante de la evolución social que no podemos distinguir con facilidad”. Estaríamos avanzando hacia una mayor complejidad y flexibilidad. Los “filósofos y sabios” han recomendado “vivir nuestras vidas con mentes libres de compromisos violentos y apasionados, en una condición de duda inteligente sobre nosotros mismos, en un estado de curiosidad calmada, tentativa, desapasionada”.

  102. Tres paradojas del cine de David Lynch

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    La muerte a los 78 años de David Lynch fue un golpe artero, no tanto porque interrumpiera una obra que en lo básico estaba completamente saldada, sino porque fue inesperada. Sabíamos que estaba sufriendo una deficiencia respiratoria severa. Sin embargo, en una época que ha visto alargarse las expectativas de vida a extremos insospechados, todos contábamos con que Lynch cuando menos iba a seguir trabajando en su taller de Los Ángeles por largo tiempo en sus artesanías, manualidades y composiciones pictóricas.

    El enfisema pulmonar y los incendios californianos dispusieron otra cosa, y los sentimientos y expresiones de pesar a raíz de su deceso han sido transversales, mediáticamente muy destacados y también doloridos. No porque ya había hecho lo suyo, su partida es menos sentida. Ha desaparecido el autor de Terciopelo azul, de Corazón salvaje, de Carretera perdida y de esa verdadera summa teológica que fueron las tres temporadas de la serie Twin Peaks. ¿Cómo no evocar al momento de la despedida imágenes que nos quedaron grabadas para siempre, como la respiración depravada de Dennis Hopper con una máscara de oxígeno en Terciopelo azul, o los fósforos que encienden un cigarro tras otro en Corazón salvaje, o las frases musicales de Angelo Badalamenti en Twin Peaks, o las cortinas rojas con ese enano que se ríe frenéticamente en Carretera perdida?

    ¿Qué no se ha dicho? ¿Qué no se ha escrito? Aquí solo nos limitamos a identificar tres paradojas que están asociadas tanto a la vida como a la obra de David Lynch.

    ¿Cómo no evocar al momento de la despedida imágenes que nos quedaron grabadas para siempre, como la respiración depravada de Dennis Hopper con una máscara de oxígeno en Terciopelo azul, o los fósforos que encienden un cigarro tras otro en Corazón salvaje, o las frases musicales de Angelo Badalamenti en Twin Peaks, o las cortinas rojas con ese enano que se ríe frenéticamente en Carretera perdida?

    El diáfano artista de los mundos retorcidos. A lo mejor de nadie que cargue con cuatro matrimonios a cuestas se pueda decir que ha sido muy feliz. Cuatro, sin contar con la relación de varios años que tuvo con Isabella Rossellini. Sin embargo, a pesar de estos antecedentes, son muchos los testimonios que aseguran que David Lynch fue un hombre básicamente feliz. Desde luego lo fue en su infancia. Tuvo el privilegio de nacer en un hogar donde sus padres jamás discutieron, donde los hermanos se querían, donde los niños eran parte del grupo de amigos del barrio y donde el colegio estaba lejos de ser un disgusto o un problema. Más problemáticos fueron ciertamente sus años en la educación media. Odió los estudios, se anduvo aislando, empezó a llegar tarde a casa y dentro de ese hogar pasó a ser la oveja negra que, a pesar sus aptitudes, parecía empeñado en reprimirlas y contrariarlas. Pero fue un período relativamente corto, con algo de alcohol y bohemia. Incluso la hierba la vino a probar mucho más tarde. La etapa disociada, en todo caso, solo duró hasta el día que, a través de un compañero de curso, conoció el estudio donde trabajaba el padre de su amigo, que era un pintor reconocido. Ahí Lynch entendió que eso era lo que quería hacer en la vida y de ahí en adelante, con vacilaciones, con regresiones a veces, con conflictos no muy diferentes a los de cualquier chico de su edad, nunca dejó tener claros sus rumbos y de saber qué le interesaba y qué no. Bien puede ser que saber lo que se quiere y lo que se espera de la vida no equivalga exactamente a la conquista de la felicidad, pero nadie pondrá en duda que se trata de un peldaño importante en esa dirección.

    Por lo mismo, es paradojal que el cineasta que fue emblema de oscuridad y distorsión, de inspiración bizarra y aliento pervertido, haya sido una persona bastante reconciliada consigo mismo. Como dice Laurent Tirant en su colección de entrevistas a cineastas (Lecciones de cine, Paidós, 2005), David Lynch no era en absoluto lo que esperabas que fuera: “Sus películas suelen ser extrañas y retorcidas, repletas de personajes ambiguos y, a veces, aterradores. Pero el hombre que está detrás de la cámara es uno de los directores más sencillos, cálidos y afables que he conocido”.

    ¿Cuánto de ese hombre reconciliado correspondía a su madurez como artista y cuánto se lo debía a la meditación trascendental, escuela de espiritualidad a la que entró en 1973 y que abrazó con resuelto compromiso, al punto de establecer una fundación inspirada en sus preceptos y que presta ayuda a jóvenes y personas en situación de riesgo social? Imposible saberlo. Lo que sí está claro es que nunca sus equilibrios fueron simples, ingenuos o beatíficos. Su cine habla precisamente de lo contrario.

    Ese personaje por un lado afable y por otro extremadamente provocador manejó no solo con destreza, sino también con sabiduría, algunas verdades sencillas que fueron fundamentales para levantar una filmografía como la que construyó. Primero, no te desvíes de tu idea central, así sea que tengas pocos o tengas muchos recursos a tu disposición; las ideas no surgen de la nada y no surgen tampoco todos los días; cuando diste con una idea, por lo mismo, no la sueltes, no te engolosines con lo adjetivo, no le concedas a los actores más de lo necesario, no dejes que la idea se te escape. Segundo, sé fiel a tus obsesiones, acéptalas y trabaja a partir de ella, no en contra; las obsesiones siempre salen a flote y si lo hacen es porque se ganan ese derecho y no queda más que concedérselo. Tercero, nunca cedas el control de la cinta que estás haciendo; la experiencia que Lynch tuvo con De Laurentis en el rodaje de Dune (1984) fue traumática y le dejó una lección que jamás olvidaría: desoye los cantos de sirena de la industria, amárrate como Ulises al mástil de tu embarcación y no te dejes seducir por la seducción de la riqueza o el éxito. Cuarto, el cine es cabeza y emoción; una película no es solo cosa de saber contar una historia; puede llegar el momento incluso de que la historia sea lo de menos; puede ocurrir que las intuiciones pasen a ser más importantes que las razones y la autoridad de los sentidos —el color, el movimiento, la música, la capacidad de sugestión— termine desplazando a las lógicas narrativas; es más, no dejes que estas lógicas o estructuras del relato te priven de hacer una película visualmente potente y adictiva. Si de algo estaba convencido Lynch era de que el cine tenía la capacidad de describir cosas que son invisibles. Punto.

    Manejó no solo con destreza, sino también con sabiduría, algunas verdades sencillas que fueron fundamentales para levantar una filmografía como la que construyó. Primero, no te desvíes de tu idea central (…). Segundo, sé fiel a tus obsesiones (…). Tercero, nunca cedas el control de la cinta que estás haciendo (…). Cuarto, el cine es cabeza y emoción(…). Si de algo estaba convencido Lynch era de que el cine tenía la capacidad de describir cosas que son invisibles. Punto.

    Cineasta grande, pero más artista que cineasta. Lynch es probablemente uno de los primeros grandes realizadores que, en estricto rigor, no se formó en el cine. Su matriz original fue la pintura y en general las artes plásticas. Cuando se dio a conocer el año 77 con Eraserhead, su irrupción tuvo algo del impacto que tuvo en su época Luis Buñuel. Y, a pesar de ser un artista de registros tan múltiples, puesto que hizo películas, dirigió videoclips, hizo publicidad, grabó álbumes musicales y se metió fuerte en la producción de material para internet, nunca dejó de lado la que había sido primera vocación. Es a ella que terminó regresando, puesto que no filmaba un largometraje desde el 2006. El documental David Lynch: The Art Life (2016), dirigido por Rick Barnes, Jon Nguyen y Olivia Neergaard-Holm, es muy revelador a este respecto. Muestra a un artista completamente entregado a una suerte de fervor artesanal en la composición de sus obras, en una erótica de la textura y densidad, del empaste y color, de la mancha y la trasparencia, del tacto y el juego sobre la superficie del cuadro, que es algo que tiene y no tiene que ver con el impacto de las imágenes, algo tan propio del cine. Curiosamente, nunca fue lo que se llama un cineasta cinéfilo. Cuando le preguntaban de realizadores que lo habían influido, hablaba de Fellini, básicamente porque Ocho y medio le voló la cabeza; de Billy Wilder, básicamente por la majestad gótica de Sunset Boulevard; de Hitchcock, básicamente por La ventana indiscreta, porque le hizo ver que las películas ocurrían primero en la cabeza del espectador antes que en la pantalla; y de Jacques Tati, porque su cine es un despliegue de humanismo entre geométrico y coreográfico. No iba mucho más allá, aunque también respetara a Bergman, a Polanski y a Herzog. Es posible que un artista como Oscar Kokoschka, con quien en algún momento de su juventud quiso tomar clases, lo influyera mucho más que cualquier realizador. Por lo mismo, porque nunca fue un cineasta de trivia, fue una tremenda sorpresa reconocerlo en el cameo que hizo para una de las últimas películas de Spielberg, Los Fabelman, donde asumió nada menos que el rol de John Ford.

    Acaso sin proponérselo, David Lynch llegó lejos. Nunca fue un cineasta pop, del modo en que lo fueron, por ejemplo, Spielberg, George Lucas e incluso Kubrick y Polanski. Pero sí desde bien temprano se convirtió en eso que pasó a llamarse “cineasta de culto”. Alguna vez un estudioso tendrá que cuantificar qué tanto de este prestigio se debió a las películas que había dirigido hasta entonces y qué tanto correspondió a la serie de televisión Twin Peaks, que fue un fenómeno mundial de sintonía y, a su vez, el último ejemplo de conmoción moral impartido por la televisión abierta (en las dos primeras temporadas, la tercera ya fue al streaming), antes que el medio se hundiera en la completa irrelevancia y vulgaridad. Como quiera que sea, y dejando a un lado a fenómenos como Eastwood y Scorsese, que son en sí mismos verdaderos portentos, Lynch interpuso una distancia insuperable y una categoría irremontable frente al resto de los cineastas de su generación. Fue más, bastante más, que Michael Mann. Más también que Cronenberg, a quien dejó chapoteando en la frustración, o que Wenders, que sigue manoteando cualquier proyecto, sin darse cuenta que hace rato su nave está hundida.

    Curiosamente, nunca fue lo que se llama un cineasta cinéfilo. Cuando le preguntaban de realizadores que lo habían influido, hablaba de Fellini, básicamente porque Ocho y medio le voló la cabeza; de Billy Wilder, básicamente por la majestad gótica de Sunset Boulevard; de Hitchcock, básicamente por La ventana indiscreta, porque le hizo ver que las películas ocurrían primero en la cabeza del espectador antes que en la pantalla; y de Jacques Tati, porque su cine es un despliegue de humanismo entre geométrico y coreográfico.

    La prioridad es de la imagen, pero para ir más allá de la imagen. Aunque Lynch haya probado los alucinógenos y los psicotrópicos relativamente tarde, siempre entendió la potestad de las imágenes cinematográficas desde la ribera de la sugestión, la hipnosis, la ensoñación y la adicción alucinada. Y justo porque la entendió así, su cine se caracterizó por una intensidad visual —una gramática de formas, volúmenes, colores y sombras— que no solo fue muy jugada, sino que además era poco frecuente en el medio. Era la escuela de Hitchcock, de Cassavetes, de Brian de Palma. En general, de cineastas que anteponían el poder de la imagen a la experiencia de la vida.

    La paradoja radica en que en realidad no es que Lynch estuviera particularmente interesado en la perfección o autoridad lapidaria de las imágenes. Lo que en verdad le interesaba es lo que estaba detrás. ¿Qué estaba detrás? Difícil identificarlo. Al bulto, la respuesta sería lo siniestro, el miedo, la anomalía, la distorsión, la perplejidad, el blackout, lo que no tiene explicación a la primera y tampoco a la segunda ni a la tercera. Vuelta a La ventana indiscreta: la película no ocurre en la pantalla; ocurre en la cabeza del espectador. Es él quien la arma a partir de estímulos, conexiones, intuiciones, nexos, referencias, fugas, inmundicias, metáforas, alusiones que nadie puede controlar muy bien y, nadie, tampoco, explicar con entera claridad. Es fácil resumir en cinco líneas el argumento de las principales películas de Lynch. Es verdad que en las dos últimas, Mulholland Drive y Inland Empire, el asunto se complica más. Quizás la meditación trascendental lo había capturado hasta los límites de volverlo hermético. Pero es evidente que sus obras, las primeras, las siguientes y las finales, trascendían la trama y se instalaban en lugares muy poco accesibles de la conciencia, apelando a esas dosis indeterminadas de crueldad, de perversidad, de represión, de erotismo y delirio rampante que pudieran subsistir en cada uno de nosotros. Por eso caló tan hondo. Por eso generó tanto fanático, de buena y de mala ley, por buenas y malas razones. Por eso el suyo pasó a ser bandera de un cine de inspiración bizarra.

    Lo cierto es que esta paradoja —me interesan las imágenes porque precisamente lo que me interesa es trascender las imágenes— no solo es suya. Al final, es la de todos los grandes cineastas. Incluso la de los autores etiquetados como intransigentes maestros del realismo, llámese Rossellini, Rohmer o Abbas Kiarostami. El cine, la pantalla, no es solo una ventana abierta al mundo. Es una ventana que también está abierta para el otro lado, hacia el interior. Por decirlo así, el cineasta fotografía lo que existe, pero en realidad lo hace para capturar lo que no existe.

    Una paradoja que Lynch planteaba en otros términos: “El mundo en el que vivimos es un mundo de contrastes y polos opuestos: ruido y silencio, contemplación y activismo… Nuestra misión en este es la de combinar el poder de ambos polos. Eso es lo que trato de hacer con mi trabajo”.

  103. El cuerpo como lugar de batalla

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    La vegetariana, de la más reciente galardonada al Premio Nobel de Literatura Han Kang, es una novela perturbadora y visceral, que atrapa al lector de manera extraña a través de la transformación de su personaje principal, Yeong-hye. La novela conduce al lector, lentamente primero, pero después de manera cada vez más intensa, lírica y vertiginosa, hacia un camino oscuro y surrealista de transformación y rebeldía silenciosa. Publicada en el 2007, pero traducida al inglés en 2015, La vegetariana recibió el premio Man Booker International en 2016 y es considerada como pieza clave en la obra de Kang. Ciertamente, la novela plantea preguntas incómodas y reflexiones importantes en torno al cuerpo, la incomprensión y la libertad.

    La premisa de la historia es simple: Yeong-hye, una mujer coreana aparentemente común, decide, de la noche a la mañana, dejar de comer carne tras intuir la relación entre esta y los perturbadores sueños que padece. En primera instancia, convertirse en vegetariana parece un gesto insignificante, pero se convierte en la chispa que desencadena un proceso de enajenación, combate y rebelión silenciosa por parte de la protagonista, que la conduce a sufrir cambios irreversibles en su vida y en la de quienes la rodean. La decisión de ser vegetariana conduce a Yeong-hye a un camino de transformación radical hacia la búsqueda de una existencia “vegetal”, con el objetivo de trascender y liberarse de los límites del cuerpo, la sociedad y lo humano. Esta liberación desencadena miedo, asco, lujuria, rabia y envidia en las personas que la rodean, sacando a flote muchas partes oscuras del ser humano y cómo estos perciben o (no) comprenden las transformaciones que los demás experimentan. De esta forma, Yeong-hye vive una transformación parecida a la de Gregorio Samsa en La metamorfosis de Kafka.

    Hay dos grandes motivos por los cuales esta novela es un libro notable que todo lector apasionado debería leer: primero, las reflexiones de Han Kang sobre la libertad y el rol del cuerpo como mecanismo de resistencia y liberación; y, segundo, la reflexión respecto de los límites de la comprensión entre los seres humanos y cómo, finalmente, somos incapaces de entender lo que ocurre en la mente y en el espíritu de los otros. La decisión de Yeong-hye de dejar de comer carne, además de ser la punta de lanza de una forma de rebelión o de resistencia, en donde el cuerpo de Yeong-hye asume el rol de campo de batalla, y por lo tanto donde la sociedad y las personas que la rodean buscan domarla y controlarla, evidencia hasta qué punto aquellos que la rodean son incapaces de comprender y aceptar dicha transformación. De hecho, la mayoría actúa con violencia (de distinto tipo) contra ella.

    Han Kang utiliza la renuncia a la carne como una metáfora de algo mucho más importante: la necesidad de liberarse de las presiones y los roles que se imponen. Yeong-hye no tiene grandes discursos (de hecho, rara vez tiene diálogos en la novela), no intenta convencer a nadie de su decisión; simplemente realiza una elección personal de dejar de comer carne. Pero es a través de dicho silencio y decisión, que ella comunica algo mucho más potente que cualquier palabra: el deseo de emanciparse y de ser dueña de su propio cuerpo y de su propia vida, aceptando incluso los altos costos que esto puede traer. A lo largo del viaje, Yeong-hye transita desde el cuerpo como vía de resistencia hacia el cuerpo como vía de liberación final de toda norma física, social y humana. Un viaje sin vuelta atrás.

    La genialidad de La vegetariana es la manera en que aborda temáticas muy incómodas con lucidez y aliento poético. Su escritura es sencilla pero cargada de significados y colores, y hay algo casi hipnótico en la forma en que va desprendiendo (…) las capas de alienación y de obsesiones que afectan a los personajes. Este es un gran libro acerca de la existencia humana, sobre los límites del cuerpo y la mente, sobre el precio de la conformidad y lo que significa romper con las normas.

    La incomprensión está trabajada de forma brillante por la autora, quien le da voz a tres personajes que no son Yeong-hye, y que narran cómo perciben (aterrados o fascinados) la transformación de ella. La novela está dividida en tres partes, y cada una está contada desde el punto de vista de estos personajes que perciben la transformación de la protagonista. Yeong-hye no narra explícitamente ninguna de estas partes, por lo que no tiene una voz clara y concreta en el libro, o al menos no a través de la palabra, pero así y todo —y he aquí lo brillante del libro— la protagonista posee una presencia muy poderosa a través del cuerpo, de sus acciones y de las reacciones que desencadena en otros. En la primera parte, el marido relata cómo su decisión de vegetarianismo lo desconcierta y lo irrita. En la segunda parte, su cuñado, un artista con profundas obsesiones, ve en ella un objeto de deseo irrefrenable y un instrumento de liberación para su arte. Al final, su hermana In-hye relata cómo la transformación desata cierto nivel de envidia en ella.

    He aquí uno de los temas más importantes del libro: que somos incapaces de comprender verdadera y profundamente a los demás y de entender por completo lo que otras personas están experimentando en sus vidas, lo que se ve acentuado por el hecho de que a través de los tres personajes solo conseguimos vislumbrar fragmentos por lo que está pasando Yeong-hye. Al mismo tiempo, ella se convierte en un espejo en el que los otros tres personajes se ven a sí mismos.

    La vegetariana muestra cómo cada personaje que rodea a Yeong-hye proyecta sus propias frustraciones, deseos y obsesiones sobre ella. El cuerpo de Yeong-hye es una suerte de espejo distorsionado de las decisiones, obsesiones y remordimientos de los otros personajes, quienes tratarán de apoderarse del cuerpo de ella de una manera u otra. Al contar la transformación desde el punto de vista de los otros, el lector también se convierte en un “espectador” más que juzga (horrorizado o fascinado) el radical proceso de Yeong-hye, atribuyéndole sus propios significados, pero siendo incapaz de comprender finalmente el verdadero sentido de las decisiones de ella. El lector, como los demás personajes, asiste desconcertado a este proceso subversivo que fracturará la vida de la protagonista y transformará todas sus relaciones en un vórtice de violencia, alienación y deseo.

    La genialidad de La vegetariana es la manera en que aborda temáticas muy incómodas con lucidez y aliento poético. Su escritura es sencilla pero cargada de significados y colores, y hay algo casi hipnótico en la forma en que va desprendiendo —como si pelara una cebolla— las capas de alienación y de obsesiones que afectan a los personajes. Este es un gran libro acerca de la existencia humana, sobre los límites del cuerpo y la mente, sobre el precio de la conformidad y lo que significa romper con las normas. La forma en la cual Kang utiliza el cuerpo de Yeong-hye como medio de resistencia y de emancipación, aunque autodestructivo, es una metáfora de la constante lucha por la autonomía que llevamos todos a diario de forma infructuosa.

     


    La vegetariana, Han Kang, Random House, 2024, 168 páginas, $16.900.

  104. Kraftwerk y la resonancia de un futuro que ya se fue

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    Alguna vez se imaginó un futuro en la música, más allá de la distopía. En el contexto actual de clausura de la idea de progreso, resultan refrescantes las lecturas sobre hazañas del pasado de quienes instalaron nuevos lenguajes en lo que conocemos como “cultura popular”. En este sentido, lo de los alemanes Kraftwerk sigue siendo una entidad que merece atención, pues desencajó en su momento lo que se presentaba como un paradigma transgresor, el rock and roll, que al cabo de tres lustros desde su nacimiento a mediados de los 50, ya había perdido su rumbo fagocitado por el mercado.

    El libro de Uwe Schütte, Kraftwerk: música futurista alemana, rastrea las huellas de un grupo que, desde mediados de los años 70 se empeñó en subvertir este espectáculo justo en el momento en que la música de grandes estadios entraba en decadencia, para ver el surgimiento del punk y sus pretensiones de “tabla rasa”, trasladando el rock hacia los antros, sin cambiar mucho sus formas (aunque sí sus políticas de acceso y democratización de roles).

    En ese contexto, dos muchachos de la upper class de Düsseldorf, con estudios formales de música en el conservatorio de esa ciudad, Ralf Hütter y Florian Schneider, comenzaban su propia revolución, emancipándose del krautrock —el rock alemán de raíz progresiva, psicodélica y experimental—, para crear un universo retrofuturista con la utilización de instrumentos electrónicos. Con una visión clara y conceptual de lo que querían lograr, Kraftwerk diseñó un hermoso y minimalista imaginario al final de la Guerra Fría, que fue documentado en una serie de discos editados entre 1974 y 1983 (su época dorada, en la que también participaban Karl Bartos y Wolfgang Flür), que siguen resonando en una actualidad en la que ya prácticamente ningún género prescinde de las herramientas electrónicas y digitales para la creación (salvo majaderos puristas de lo vintage).

    El resultado: una banda que no solo contribuyó a configurar el ethos del nuevo pop alemán, a través de lo que ellos mismos definían como Industrielle volksmusik; también del de toda Europa. En un proyecto similar también estaban creadores coetáneos de otras disciplinas, como Rainer Werner Fassbinder, con quien tuvieron vinculación.

    Schütte, académico alemán afincado durante años en Inglaterra —país que abandonó después del Brexit—, se formó en la literatura y los estudios culturales. En el libro ahonda en la historia de Kraftwerk y demuestra que fueron un producto surgido en las ruinas de una sociedad humillada y sin reivindicación de referentes culturales, salvo que no fueran aquellos impuestos por los países vencedores de la Segunda Guerra Mundial. A cambio, los de Düsseldorf recogieron la herencia de la Alemania pre nazi, desde el romanticismo, pasando por las vanguardias estéticas, el expresionismo (especialmente del cine de los años 20), los principios de la Escuela de la Bauhaus y otros movimientos de la primera mitad del siglo XX, como el futurismo italiano. También hicieron eco de contemporáneos de las artes visuales, como Joseph Beuys, Gilbert & George y Andy Warhol —de quien asumen una mirada puesta en los objetos de consumo cotidiano y en una provocación contenida y pragmática. El resultado: una banda que no solo contribuyó a configurar el ethos del nuevo pop alemán, a través de lo que ellos mismos definían como Industrielle volksmusik; también del de toda Europa. En un proyecto similar también estaban creadores coetáneos de otras disciplinas, como Rainer Werner Fassbinder, con quien tuvieron vinculación.

    El autor no rehúye de las implicancias políticas de un grupo que surge en medio del asedio del fantasma del nazismo, por un lado, y de los grupos subversivos de extrema izquierda, como la RAF (Baader-Meinhof), por el otro. Sirviéndose siempre de una polémica sutil, la imagen que asumen cuando publican su clásico Die Mensch-Maschine (1978) es la de la máquina humana, concepto despersonalizado, sin liderazgos, anti rockero y anti macho (aunque se dice que no permitían la entrada a mujeres a su estudio Kling Klang). Su imagen, fría y uniformada de pelo corto, camisas rojas y corbatas negras —que hacían guiños a las rectitudes totalitarias—, se volvería icónica y sería la base que seguiría evolucionando hacia una estética cyborg que utilizan hasta la actualidad.

    Exhaustivo en la revisión de la obra de Kraftwerk, el libro repasa todos sus discos y, además, suma a este corpus la evolución de sus puestas en escena, que siempre fueron en paralelo a los cambios tecnológicos (incluso proponiéndolos), sus giras por todo el mundo, sus procesos creativos más allá de lo musical, relevando también sus aportes estéticos en el diseño gráfico, audiovisual y en la construcción de innovadores sistemas de sonido, todas cuestiones que fueron decantando en una puesta en escena más sofisticada e inmersiva para las grandes audiencias.

    Schütte entrega una visión amena, estudiada y documentada. Se aboca a la tarea de seguir y analizar la revisitación constante que los alemanes han realizado de su propio legado para siempre maximizarlo y revestirlo de nuevos andamiajes tecnológicos; además de hacerle justicia a la enorme influencia que tuvo en músicos posteriores.

    Sirviéndose siempre de una polémica sutil, la imagen que asumen cuando publican su clásico Die Mensch-Maschine (1978) es la de la máquina humana, concepto despersonalizado, sin liderazgos, anti rockero y anti macho (aunque se dice que no permitían la entrada a mujeres a su estudio Kling Klang). Su imagen, fría y uniformada de pelo corto, camisas rojas y corbatas negras —que hacían guiños a las rectitudes totalitarias—, se volvería icónica y sería la base que seguiría evolucionando hacia una estética cyborg que utilizan hasta la actualidad.

    Los únicos puntos que resultan sorprendentes, por la candidez de su acercamiento, tienen que ver con la etapa discográficamente más improductiva de la banda, a fines de los años 80. El autor justifica esta situación en un cambio de intereses que habría tenido la dupla Hütter y Schneider, quienes habrían consagrado su tiempo a la práctica del ciclismo de una manera semiprofesional —su disco Tour de France Soundtracks (2003) es resabio de aquello. Si bien es real esta dedicación, no puede obviarse la condición de empresarios de los líderes de la banda electrónica, cuestión que este libro no aborda por ningún lado o, al menos, nunca los desplaza de su condición de artistas conceptuales.

    Esto difiere, por ejemplo, de lo que aporta Félix Suárez en un artículo para Dancedelux de 1998 en el que cita al líder de Public Enemy, Chuck D, y su libro Fight The Power, Rap, Race & Reality (1997), donde dice de Kraftwerk: “Son auténticos fabricantes de ordenadores. Uno de ellos inventó el toggle (potenciómetro deslizante), el pit control curvo y cosas así. Están forrados de patentes. Tienen patentes sobre equipos, ordenadores, softwares, hardware, gadgets y mesas”. Haber consagrado algún capítulo a esta dimensión empresarial tecnológica, habría logrado completar mucho más el cuadro.

    Por otra parte, salvo cierto posicionamiento en discusiones bizantinas y de pretensión canónica, deleite de editores de suplementos culturales, estamos frente a un trabajo que brilla al combinar la rigurosidad académica con la apreciación, admirada pero no obsecuente, de un conocedor. Es muy probable que Kraftwerk siga existiendo hasta que termine de diluirse por completo en base a clonaciones de algo que ya sucedió en el siglo pasado, hace casi cinco décadas atrás. Hoy solo queda el septuagenario (pero aun en plena forma) Ralph Hütter como miembro fundador, pero como ellos mismos dijeran en 1975, “Kraftwerk no es una banda. Es un concepto (…) nosotros no somos la banda (…) Kraftwerk es un vehículo para nuestras ideas”. Bajo esa premisa, la máquina humana seguirá viviendo.

     


    Kraftwerk: música futurista alemana, Uwe Schütte, traducción de Rodrigo Olavarría, Club de Fans, 2024, 242 páginas, $26.000.

  105. Biografía

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    Una lista arbitraria de biografías y autobiografías en la literatura chilena debería considerar Recuerdos literarios, de José Victorino Lastarria, y Confieso que he vivido, las memorias de Pablo Neruda, como obras casi simétricas, hermanadas en su aspiración de ser leídas como las vidas ejemplares de sus autores, ambos héroes, fundadores y encarnaciones inverosímiles de los siglos que les correspondieron. En ambos textos el ego se impone sobre el recuerdo y la historia de la literatura —y toda la cultura, en realidad— pasa por la exhibición de la genialidad de Lastarria y Neruda, quienes aparecen ubicados al centro del escenario, única forma de poder explotar su propio racconto.

    Nada malo hay en ello, pero quizás son más interesantes o inquietantes otros relatos biográficos, capaces de confundir la experiencia y la ficción, y obras donde las contradicciones se ejercen como una forma del estilo y las distancias que hay entre sus líneas muchas veces resultan abisales. Pienso en El amigo Piedra, la autobiografía de Pablo de Rokha, cuyos fragmentos iniciales fueron publicados por primera vez como partes de una novela en la revista Multitud, en los primeros años del Frente Popular; o en Recuerdos del pasado, donde Vicente Pérez Rosales hace que el vértigo y la picaresca funcionen como puntos cardinales de la geografía sentimental que inventa respecto al territorio.

    En cualquier caso, ninguno de estos libros ofrece forma alguna de verdad. Por el contrario, muchos de ellos deben leerse a partir de lo que no son capaces de decir, pues usan el silencio como una tensión secreta, como bien sucede con Cárcel de mujeres de María Carolina Geel y El río de Alfredo Gómez Morel. Ahí, entre las pocas certezas que encontramos, están la belleza de lo parcial, la melancolía inevitable que entraña toda deriva; y la fuga alucinada de la memoria, tal y como sucede en “Materiales de construcción” de Carlos Droguett y “Carnet de baile” de Roberto Bolaño, o Los sicópatas de Viña del Mar: el club del crimen de la ciudad jardín, de Alfonso Alcalde, que comienza como una investigación criminal y termina desplegando una geografía del miedo sobre la ciudad completa.

    Quizás todo se remita al hecho de que cuando recorremos el territorio de lo perdido solo podemos ser fantasmas parecidos a la protagonista del Poema de Chile, de Gabriela Mistral, que vagabundea sobre el paisaje nacional encajando fragmentos y piezas de sí misma. El poema funciona como una autobiografía imposible, mientras la hablante amplifica la naturaleza espectral de todo recuerdo, acaso una ficción que no puede ser sino tardía y demoledora. Anota Mistral: “¿Qué año o qué día moriste / y por qué cruzas sonámbula / la casa, la huerta, el río, / sin saberte sepultada? / Ve más lejos, solo un poco / más, donde está tu morada, / al lugar adonde miras / y te retardas, quedada. / No respondas a los vivos / con voz rota y sin mirada. / Se murieron tus amigos, / te dejaron tus hermanas / y te mueres sin morir / de ti misma trascordada, / y sueles interrogarnos / sobre tu nombre y tu patria”.

  106. El lado salvaje de la Frida vieja: la performance final de Pedro Lemebel

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    Entre sus últimos proyectos, proyectos que no alcanzó a materializar, Pedro Lemebel tenía la opción de realizar una gira por España. Ignacio Echevarría le había conseguido varias presentaciones. El crítico español, quien estuvo a cargo de la selección de crónicas y el prólogo del libro Poco hombre (2013), sabía que la creatividad del autor chileno superaba el formato libro: sus actos eran verdaderas obras de teatro que causaban impacto entre los asistentes. Puestas en escena que incluía la lectura —con su voz seductora, incandescente e irónica—, además de música e imágenes. La idea era que Lemebel viajara a Europa junto a su asistente y sonidista Constanza Farías.

    Pero el cáncer de laringe, detectado el 2011, cambió los planes. Entonces el escritor al que le pedían autógrafos, fotos y besos en la calle (“Lo que pasa que mi personaje es más público que el que escribe”, aseguraba) comenzó a vivir contra el tiempo y cada vez más seguido regresaba a la Fundación Arturo López Pérez, donde en 2012 fue sometido a una laringectomía parcial.

    Quedé con voz de ultratumba”, señaló por esos días Lemebel, quien se convirtió en una de las figuras más rupturistas, agudas y relevantes de la literatura latinoamericana contemporánea, traducido al inglés, francés, polaco e italiano. “Los públicos a los que llega Lemebel son diversos al público-lector, y si bien pueden incluirlo, por lo general lo trascienden”, escribe Soledad Bianchi en el libro Lemebel (2018). Entre las traducciones recientes al inglés está la selección de sus crónicas A Last Supper of Queer Apostles (Penguin Random House).

    Al Pedro lo reconocían en la calle y él siempre tenía disposición: sabía que esas personas eran su público. A todos les daba una sonrisa, un gesto, una palabra. Cuando pierde su voz producto del cáncer, se convierte en una voz intelectual, creativa, política, en un símbolo para la sociedad, es una voz que no se puede acallar, y su rostro es replicado en un mural, estampado en una polera”, cuenta Constanza Farías, quien en los años 90 conoció a Lemebel en la radio Tierra. Al poco tiempo comenzaron a trabajar juntos. A las crónicas que el escritor musicalizaba con canciones, se sumaron imágenes y un trabajo que implicó ensayar cada semana.

    Labor que se tradujo en masivas presentaciones en la Feria del Libro de Santiago, en el Centro Cultural Estación Mapocho, y en países como Argentina, Cuba y México. Era un registro distinto, más personal, aunque siempre político, irreverente y popular. A fines de los 80, Lemebel había irrumpido en la escena cultural con Francisco Casas, cuando crearon Las Yeguas del Apocalipsis, cuestionando la impunidad heredada de la dictadura de Pinochet, la política de los acuerdos, junto a los Familiares de Detenidos Desaparecidos, que reclamaban —y aún reclaman— verdad, justicia y los cuerpos de sus seres queridos.

    Con algo de temor, Montes sacó su celular y capturó algunas fotografías que acompañan este artículo. Además, hizo dos breves videos, donde se ve a Lemebel maquillándose frente a un espejo de mano. ‘Mientras le tomábamos las fotos que nos pedía, él seguía maquillándose, pidiendo cosas, más elementos para su performance. Parecía que todo lo hubiese pensado antes. Hasta que, en un instante, Lemebel empezó a posar: levantaba los brazos, su cuello, el mentón, miraba de costado’, señala Montes.

    Por aquellos días, Lemebel y Casas realizaron una de sus obras más emblemáticas, Las dos Fridas, en la Galería Bucci, ubicada en calle Huérfanos. Con el torso desnudo, tomados de la mano, con pintura en el pecho, la dupla revivió por más de tres horas el cuadro homónimo de la artista mexicana Frida Kahlo, de 1939. “Es un cuadro que tiene varias lecturas, son dos homosexuales, dos amigas, dos lesbianas”, dijo Lemebel.

    El registro de Las dos Fridas lo hizo el fotógrafo Pedro Marinello, en 1989, y hoy forma parte de la colección de los museos MoMA (Nueva York), Reina Sofía (Madrid), Malba (Buenos Aires) y el Museo Nacional de Bellas Artes (Santiago de Chile).

    En sus últimos años, Lemebel se concentró en la ejecución de sus performances en solitario —creaciones donde trabajaba con el fuego y la memoria— realizando Abecedario, Desnudo bajando la escalera y Araña de rincón (o salmo del camello y la aguja). Ya había desarrollado los temas centrales de su producción en las crónicas reunidas en los títulos que van desde La esquina es mi corazón (1995) hasta Háblame de amores (2012). Incluso anotó y bosquejó en sus cuadernos las acciones de arte que haría en un futuro.

    Pedro sabía que su estado era muy frágil”, comenta Juan Pablo Sutherland, amigo de Lemebel, quien presenció la acción de arte final del cronista en la Fundación Arturo López Pérez. “Aunque la posibilidad de la muerte estaba en el aire, en el fondo estaba sintiendo que podría pasar algo que cambiara ese devenir”, agrega el narrador, quien acaba de publicar el libro Lemebel sin Lemebel. Postales amorosas de una ciudad sin ti.

    Sutherland apunta sobre el vínculo con Frida Kahlo: “Es curioso que Pedro volviera a ese gesto inicial de convocar a Frida, una Frida sin compañía”. Sutherland fue uno de los que fotografió el momento de la performance final. Desde el ángulo que él lo retrata, Lemebel aparece con un cartel de fondo, habitual en los centros médicos, que dice: “Exige tus derechos”.

    Fotografía: Pedro Montes.

    El futuro de un hombre nuevo

    Para su última acción de arte, un puñado de amigos llegó a visitarlo a la la Fundación Arturo López Pérez, en Providencia, entre los que estaban Juan Pablo Sutherland, el poeta y librero Sergio Parra; el dueño de la galería D21, Pedro Montes; Jaime Lepé, José Miguel Manríquez y el académico Fernando A. Blanco. Lemebel estaba en silla de ruedas, en un espacio común del recinto hospitalario. A un costado estaba su hermano, Jorge. Además de la actriz Irina Gallardo y Malala Ansieta (fallecida el 2020).

    No recuerdo si Lemebel ya estaba en esa sala un poco más amplia que su pieza de la clínica o lo trajeron en silla de ruedas. Éramos 10 o 12 personas”, señala Pedro Montes. “En un momento, empezó a pedirle a sus amigas maquillaje, un espejo, se empezó a maquillar las cejas, pidió brazaletes para sus brazos, se arremangó la polera blanca que llevaba, pidió un collar para taparse el orificio de la garganta. Pidió un pañuelo y lo usó de turbante sobre su cabeza”, añade Montes acerca de una escena que fue tan breve como intensa. Lemebel estaba descalzo. En un segundo encaró a sus amigos: “¿Ya po’ los huevones, no me van a filmar?”.

    Con algo de temor, Montes sacó su celular y capturó algunas fotografías que acompañan este artículo. Además, hizo dos breves videos, donde se ve a Lemebel maquillándose frente a un espejo de mano. “Mientras le tomábamos las fotos que nos pedía, él seguía maquillándose, pidiendo cosas, más elementos para su performance. Parecía que todo lo hubiese pensado antes. Hasta que, en un instante, Lemebel empezó a posar: levantaba los brazos, su cuello, el mentón, miraba de costado”, señala Montes, quien viajó con Lemebel y Sergio Parra, en 2014, a la Bienal de Sao Paulo, en Brasil.

    La performance en la clínica seguía. Sergio Parra le arregló, como ajustando una falda, la bandera del Partido Comunista. Lemebel se la subía como si fuera una prenda de ropa. El paño rojo e intenso de aquel partido donde encontró el amor incondicional y la amistad de Gladys Marín, a quien le dedicó su libro publicado de manera póstuma, Mi amiga Gladys (2016). Junto a su cama de enfermo, el narrador tenía una cajita musical donde se repetía la melodía de La Internacional.

    Pero el PC también fue sinónimo de rechazo: históricamente no aceptaban a los homosexuales en sus filas. Sin embargo, Lemebel a la dirigencia ya le había enrostrado su queja, en un acto público de septiembre de 1986, cuando leyó el texto “Manifiesto (Hablo por mi diferencia)”. Allí pregunta: “¿No habrá un maricón en alguna esquina desequilibrando el futuro de su hombre nuevo?”.

    ‘En Chile hay tres figuras que ha elegido el pueblo, no la institución ni el Estado. Me refiero a Violeta Parra, Víctor Jara y Pedro Lemebel’, afirma Sergio Parra. ‘De alguna manera, la sociedad eligió sus tres representantes culturales. En la clase de los que sobran, en el baile de los que sobran, Pedro Lemebel representa a mucha gente. Es la animita popular’.

    Por el lado salvaje

    En Loca fuerte (2022), Óscar Contardo sitúa la última acción de arte de Lemebel a fines de diciembre de 2014. Pedro Montes comenta que lo más seguro es que así haya ocurrido, aunque en el libro recién publicado, Tu voz existe, Jovana Skármeta y Marcelo Simonetti se reproduce parte de un texto de Fernando A. Blanco, quien estuvo ese día en la Fundación Arturo López Pérez, y sitúa el episodio “un sábado de enero” de 2015: “Nos había pedido que fotografiáramos su loco afán performático, el proceso de obra había comenzado. Frente a mí, a nosotros, en dos o tres minutos, la sombra luminosa de Frida había acontecido”, anota Blanco, quien luego comenta que Lemebel dijo: “La Frida no envejeció. Yo soy la Frida envejecida”.

    La pintora Frida Kahlo fue una figura citada en reiteradas ocasiones por Lemebel. Y, en esa referencia repetida, Frida se vuelve mapuche, una india latinoamericana como en la imagen de la portada de Adiós mariquita linda (2004). El escritor mexicano Carlos Monsiváis escribió sobre ella: “Aquí está la dueña o la habitante de una vida turbulenta marcada por el dolor, el genio artístico”, en el libro Pasión por Frida (1992). Y sobre Lemebel dijo Monsiváis: “Es una de las presencias más irreverentes y originales de la literatura latinoamericana. Continuador de la trayectoria barroca de Severo Sarduy y del melodrama a lo Manuel Puig y Pedro Almodóvar, Lemebel reivindica el asombro frente al cuerpo y el enigma de sí mismo”.

    Un genio artístico imposible de reducir a categorías. El mismo Lemebel escribe en “A modo de sinopsis” en el libro Poco hombre: “Podría guardarme la ira y la rabia emplumada de mis imágenes, la violencia devuelta a la violencia y dormir tranquilo con mi novelería cursi. Pero no me llamo así, me inventé un nombre con arrastre de tango maricueca, bolero rockerazo o vedette travestonga”.

    Jaime Lepé conoció a Lemebel en los 70. También estaba ese día de la performance del artista en la clínica. “La lectura que yo hago es que por esos días sucedería pronto la Fiesta de los Abrazos, del PC. El gesto de agradecer, estando él solo enfrentando un cierre, una enfermedad, pero en ese momento viviendo un instante colectivo”, reflexiona Lepé, quien organizó con Constanza Farías la Noche Macuca, el 7 de enero de 2015, en el Centro Cultural Gabriela Mistral. Fue la despedida de Lemebel con su público.

    Sobre la última performance, Sergio Parra, quien conoció a Lemebel a inicio de los 80, comenta: “Yo miraba la escena sorprendido. Quería que él sintiera que no le estábamos exigiendo algo. Pensaba, quizás, ¿no estará haciendo esta webada para agradarnos a nosotros? Ahora, con los años, con la distancia, se entiende todo. Fue su última acción de arte”, agrega Parra.

    Días antes de morir, la morfina en el cuerpo de Lemebel alteraba su realidad. Sergio Parra no lograba hablar mucho con él cuando lo visitaba en la clínica. Sin embargo, se acercaba a su oído y le tarareaba el estribillo de la famosa canción de Lou Reed, Walk on the wild side. (Canción que el escritor usó en una performance donde caminaba con diferentes zapatos de tacos por el centro de Santiago). Parra repitió la escena con Lemebel ya muerto, mientras le daba un beso en la frente, la madrugada del viernes 23 de enero de 2015.

    En Chile hay tres figuras que ha elegido el pueblo, no la institución ni el Estado. Me refiero a Violeta Parra, Víctor Jara y Pedro Lemebel”, afirma Sergio Parra. “De alguna manera, la sociedad eligió sus tres representantes culturales. En la clase de los que sobran, en el baile de los que sobran, Pedro Lemebel representa a mucha gente. Es la animita popular”, dice Parra hablando en Metales Pesados, librería en la que tantas veces estuvo Lemebel, y termina jugando con un verso de la canción de Lou Reed: “Hoy Pedro seguiría en las calles, siempre en el lado salvaje”.

    Fotografía de portada: cortesía de Pedro Montes.

  107. Sin fricción, sin tacto, sin roce

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    El miedo al otro conduce a la muerte de la ciudad. Según un estudio realizado en marzo de este año por la empresa de investigación de mercados Ipsos, sobre factores de inseguridad y violencia en Chile, seis de cada 10 mujeres han dejado de salir por la inseguridad en los espacios públicos. Para algunas, estos espacios representan una fuente de peligro, percepción de que solo ha crecido desde 2020. El informe revela que el 90% de las mujeres se siente insegura al caminar de noche hacia su casa, el 78% experimenta inseguridad en el transporte público, el 77% se siente insegura al salir de su casa hacia el trabajo o estudios y el 74% en eventos o lugares como bares, discotecas o conciertos. En cuanto a las posibles causas, la encuesta apunta a las bandas criminales organizadas, a la falta de control en las fronteras y al narcotráfico como las principales fuentes de los problemas de seguridad pública en la ciudad. Los resultados también revelan que la inseguridad en espacios públicos afectaría a todas las mujeres, “independientemente de su zona de residencia, edad o nivel socioeconómico”.

    Ante este miedo que no distingue clases ni barrios (pero sí género), los términos “espacio público” e “inseguridad” se vuelven peligrosamente homólogos. La ciudad se cubre de un manto amenazante que limita la vida, disminuye las condiciones de posibilidad de sus ciudadanos y estrecha los lugares de interacción con otros. Lógicamente, los medios de comunicación (y las encuestas) juegan un papel crucial en la construcción y amplificación de estas percepciones. Otro estudio —realizado por la USS y publicado por El Mercurio en junio— afirma que siete de cada 10 ciudadanos viven con permanente temor, mientras que Paz Ciudadana aumenta la cifra: nueve de cada 10 chilenos sienten miedo. Un temor que surge, según esta fundación, por un cambio morfológico en la criminalidad en Chile que ha vuelto los delitos más violentos y desproporcionados que en el pasado: “secuestros extorsivos, homicidios, descuartizamientos, sicariatos, encerronas, portonazos, narcotráfico” abundan en las notas de prensa de los medios impresos y digitales del país. La cobertura constante de hechos delictivos y la narrativa mediática en torno a la criminalidad contribuyen a la construcción de un ambiente de desconfianza: es difícil no sentirse atemorizado después de estar expuesto de forma constante, directa o indirectamente, a tales relatos.

    Independiente de si este temor se condice o no con los hechos concretos, su existencia tiene consecuencias inmediatas. La realidad mediática afecta las subjetividades y crea una barrera invisible, pero poderosa, que fragmenta y desmiembra lo común. En última instancia, la ciudad, que debería ser un espacio de encuentros, se convierte en un lugar de separación y aislamiento. La cultura del miedo impone límites físicos y simbólicos, muros tangibles e invisibles en la ciudad. Este fenómeno puede ser atribuido a circunstancias puntuales (como el aumento de bandas criminales del narcotráfico), pero también se explica en procesos sociales y urbanos más extendidos. Algunos recientes, otros históricos.

    El mismo miedo que selló la experiencia urbana en las revueltas sociales, impuso luego en la pandemia una forma de alarma vinculada a la enfermedad y la muerte. Esa alarma permitió administrar los cuerpos, pero limitó la promesa de libertad de sus ciudadanos. En ambos extremos el miedo tuvo como foco los cuerpos en el espacio: desde las agrupaciones multitudinarias en las calles, las aglomeraciones y las marchas masivas, la ciudad presenció, sin transición alguna, el alejamiento activo y la prohibición de contactos entre sujetos.

    Los últimos cinco años han sido un período particularmente agitado para Santiago. La secuencia de dos eventos indelebles, como el estallido social y la pandemia del covid, forzó a dos extremos de la experiencia urbana en apenas unos años. La ciudad agitada por las protestas y aglomeraciones dio paso (sin ninguna pausa mediante) a una ciudad suspendida, sitiada por la enfermedad y la muerte. Ambos polos ejemplifican cómo la ciudad es capaz de encapsular y catalizar el temor. En el primer caso, a pesar del empoderamiento colectivo presenciado en las calles, la ciudad fue el escenario del miedo y la violencia. Por un lado, estuvimos inundados de una violencia simbólica, alimentada por injusticias y desigualdades históricas manifestadas en las calles de la ciudad. Pero la ciudad también fue arena de violencia explícita expresada en los disturbios, daños materiales, abusos policiales y violencia a los derechos humanos. La ciudad se volvió un territorio en donde el derecho a movimiento y reunión de sus ciudadanos fue limitado, tanto por el aparato estatal como por los propios manifestantes. La propia violencia (simbólica y efectiva) trazó una división punzante entre quienes la aprobaron o rechazaron.

    El mismo miedo que selló la experiencia urbana en las revueltas sociales, impuso luego en la pandemia una forma de alarma vinculada a la enfermedad y la muerte. Esa alarma permitió administrar los cuerpos, pero limitó la promesa de libertad de sus ciudadanos. En ambos extremos el miedo tuvo como foco los cuerpos en el espacio: desde las agrupaciones multitudinarias en las calles, las aglomeraciones y las marchas masivas, la ciudad presenció, sin transición alguna, el alejamiento activo y la prohibición de contactos entre sujetos. El miedo permitió depositar en los cuerpos la amenaza latente del contagio. Así, cualquier intensidad urbana o fricción fue radicalmente interrumpida y prohibida con la fuerza de la ley. Recluidos al ámbito doméstico, la casa tuvo que absorber todas las funciones de la ciudad: el trabajo, la entretención, la educación, todo fue superpuesto en unos pocos metros cuadrados, menos la sociabilidad. El confinamiento desdibujó nuestras nociones de vida pública, y la ciudad abandonada devino en un potencial territorio de peligro, una vez más.

    Espacio público” e “inseguridad” ya no aparecen como sinónimos evidentes, propios del aumento criminal que describen encuestas y medios de prensa, sino también como resultado de estos dos procesos culturales superpuestos: el primero político y social, el otro sanitario y ambiental. La percepción de inseguridad ha aumentado no solo por los índices de criminalidad, sino también por cambios en la dinámica social y la gestión del espacio público. Que la seguridad sea la primera prioridad y el miedo su condición sine qua non es también consecuencia directa de la tradicional restauración conservadora, resaca de fenómenos políticos intensos que han polarizado a la sociedad.

    El proyecto moderno del siglo XX buscó el modelo contrario al contacto gregario de la matriz de habitaciones interconectadas. Alexander Klein, en 1929, dibujó la ‘Casa funcional para una vida sin roce’ como modelo para una vida ascética, contraria a los contactos sensuales que describió Evans: en diagramas de flujos separó circulaciones entre géneros, entre habitantes y visitantes, entre usos privados y usos públicos.

    Esta polarización ha llevado a una narrativa en la que la seguridad se convierte en panacea. Las políticas de seguridad basadas en el miedo tienden a militarizar las ciudades, incrementar la vigilancia y reducir la libertad individual en medio de autos blindados, condominios exclusivos y barrios cerrados con seguridad privada. La seguridad se alimenta de la idea de que la ciudad ha sido perdida y que hay que recuperarla (con efectos totalmente adversos). La experiencia urbana termina por desaparecer cuando lo que prima es la violencia, la inseguridad y el miedo. Al abrazar la seguridad individual, es la ciudad misma la que terminamos rechazando.

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    El miedo ha sido un motor histórico de la ciudad. La relación entre los cuerpos ha sido mediada y administrada por la arquitectura de la ciudad, mientras que las formas en que cada cultura concibe y conceptualiza los cuerpos y sus roles determinan la construcción y organización de las ciudades. Estas dinámicas son trazadas por Richard Sennett en su obra Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. El libro narra la historia de la ciudad a través de la experiencia corporal, y devela cómo las diferencias sociales y de género han sido moldeadas por el entorno urbano y cómo, a su vez, estas han dado forma a la urbe. Examina cómo la división tradicional de roles entre hombres y mujeres ha influido en la forma en que interactúan con la ciudad y cómo son percibidos en ella. Las ciudades separan y juntan, excluyen e incluyen, divisiones que influyen en la experiencia individual y colectiva de la vida urbana, así como en la formación de identidades y relaciones sociales. Cuando lo público está restringido para el género femenino (por ejemplo, a través del miedo), retrocedemos a la Antigua Roma, donde la “sangre fría” de las mujeres estaba relegada al ámbito de lo privado, y la “sangre caliente” de los hombres al espacio público. Sennett utiliza esta metáfora para describir dos formas opuestas de interacción humana en la ciudad. La “sangre fría” de las mujeres relegada al ámbito doméstico, representa una actitud distante y calculadora hacia los demás, mientras que la “sangre caliente” de los hombres en lo público implica una emocionalidad y conexión entre sujetos. La interacción entre los cuerpos en el entorno urbano, así como las desiguales relaciones sociales y culturales que se desarrollan en el contexto de la ciudad son una materia histórica aún persistente, todavía pendiente.

    Unos años antes de Carne y piedra, Robin Evans observó en el ensayo “Figuras, puertas y corredores” el surgimiento moderno de la idea de privacidad como un cambio radical en la relación con los otros, que se extendería desde la arquitectura a la ciudad misma. La invención de un elemento tan común como el corredor representó concretamente este nuevo paradigma de relación entre cuerpos: “Cuerpos dóciles”. Anteriormente, durante el alto Renacimiento italiano, los palacios tenían plantas de habitaciones interconectadas en enfilade, lo que obligaba a sus ocupantes a atravesar una habitación para llegar a otra. Este cambio arquitectónico que Evans retraza mirando las plantas de los edificios, sumado a las representaciones artísticas de la época, son evidencia de un cambio de sensibilidad hacia los otros: los encuentros casuales entre habitaciones y el roce entre los cuerpos eran considerados deseados en una sociedad que valoraba la presencia, el gregarismo y el contacto físico. La posterior eliminación de puertas entre salones, y el diseño de pasillos desde los cuales conectar y vigilar eficientemente todos los recintos, pusieron en marcha (y también son reflejo de) una transformación social y cultural que controló el contacto entre cuerpos e intentó eliminar —por incómoda— toda presencia de otredad.

    Galerías primero y malls después, primero condominios y luego suburbios completos, parques enrejados con accesos controlados y cámaras de vigilancia, espacios privados de uso público, autopistas pagadas que reducen los tiempos de traslado para alejarse lo más posible de la ciudad: tipologías de administración del miedo.

    El proyecto moderno del siglo XX buscó el modelo contrario al contacto gregario de la matriz de habitaciones interconectadas. Alexander Klein, en 1929, dibujó la “Casa funcional para una vida sin roce” como modelo para una vida ascética, contraria a los contactos sensuales que describió Evans: en diagramas de flujos separó circulaciones entre géneros, entre habitantes y visitantes, entre usos privados y usos públicos. Ya sin intercambios indeseados, la vida doméstica se transformó en la unidad mínima de construcción ideológica para la ciudad completa. Primero, mediante conceptos como la zonificación y la distribución eficiente de los flujos de circulación, pero luego a través de nuevas tipologías que avanzado el siglo XX propusieron una versión controlada y vigilada de lo público. Galerías primero y malls después, primero condominios y luego suburbios completos, parques enrejados con accesos controlados y cámaras de vigilancia, espacios privados de uso público, autopistas pagadas que reducen los tiempos de traslado para alejarse lo más posible de la ciudad: tipologías de administración del miedo. En su conjunto estas infraestructuras y tecnologías construyen la fantasía de una ciudad segura: una imitación pálida de lo urbano. Siguiendo a Orwell en 1984, la imagen de la “ciudad del miedo” es la distópica Airstrip 1, provincia sumida en la vigilancia. El deseo apagado de una vida sin roce es un rechazo a la ciudad, y eventualmente, una negación a cualquier forma de comunidad política. La vida urbana y la vida política son con fricción: con choques y conflictos, pero también tactos y roces.

    La cultura del miedo que aleja principalmente a mujeres, pero también a hombres, del espacio público, conlleva eventualmente la muerte de lo urbano. Si la ciudad debiera juntar lo que la sociedad divide, el temor y la inseguridad es la precondición para su opuesto radical: una ciudad archipiélago de islas amuralladas, vigiladas día y noche. Entre autos blindados y alambres de púas, el paisaje urbano de castas fragmentadas y barrios segregados seguirá compartiendo en común el miedo.

     

    Imagen de portada: “Casa funcional para una vida sin roce” (1928), de Alexander Klein.

  108. Jenny Erpenbeck, la posibilidad de volver a ver

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    Jenny Erpenbeck creció a unos pasos del Muro de Berlín, del lado socialista de la ciudad. Lo que para el resto del mundo era el símbolo más visible de la Guerra Fría, para ella significaba sobre todo el final abrupto de una calle en la que podía patinar a gusto con sus amigos, un callejón donde sucedieron los primeros hallazgos y secretos, las primeras alegrías. Luego, a sus 22 años, pasó lo impensable: se resquebrajó la Unión Soviética, el Muro fue demolido para dar inicio al proceso de reunificación alemana y, sin mayores anuncios, de un día para otro, todo lo que había constituido su vida hasta entonces se convirtió en material de museo.

    Sin la caída del Muro, sin la repentina extinción de su patria, Erpenbeck duda de que se hubiera vuelto escritora. El exilio involuntario que empezó entonces la enfrentó a las derivas caprichosas de la Historia, a sus consecuencias imprevistas y su caos, preocupaciones que más adelante impulsarían sus libros. Si hay algo que llama la atención en ellos es justamente la inusual mirada de largo alcance de la autora, su capacidad de poner en perspectiva el destino individual de los personajes, el lugar endeble que ocupan en el torbellino de los años y las décadas y los siglos.

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    Una casa en Brandenburgo, su primera novela, quizá sea la mejor puerta de entrada a su obra, la que delinea con más contundencia y claridad los contornos de su proyecto narrativo. Sin alejarse de una casa a orillas de un lago, Erpenbeck despliega en ese pequeño libro buena parte del siglo XX alemán. Al hacerlo escarba en sus heridas más hondas: dos guerras que duran más de lo que duran, el nazismo y la complicidad civil, la ocupación soviética y el agrietamiento del país.

    El libro está construido alrededor de las vidas de los sucesivos ocupantes del lugar. Así, desfilan por las páginas un viejo regidor y sus cuatro hijas solteras, una familia judía que debe deshacerse de sus bienes a precio de gallina (mientras intenta huir de la maquinaria nazi de la muerte) y el arquitecto que los adquiere y que más adelante cae en desgracia. También pasan por ahí una tropa de soldados rusos y una pareja de escritores que regresan a Alemania tras varios años fuera.

    Los capítulos de toda esa gente se intercalan con la historia del jardinero de la casa, un hombre sigiloso que va envejeciendo a lo largo del libro y que, entregado a sus labores de cuidado, interactúa poco o nada con los demás personajes, a los que no juzga ni justifica. Guardando una distancia similar, la autora tampoco lo hace. Esa distancia le permite atender sus dilemas y sufrimientos sin desentenderse del contexto que los propicia. En última instancia, todos parecerían retratados bajo un mismo desamparo, ocupando posiciones encontradas en un tablero en el que más tarde podrían tocarles posiciones opuestas.

    Para Erpenbeck, los límites entre víctimas y victimarios a veces son ambiguos y difíciles de cifrar. La escena de un abuso entre un soldado ruso inexperto y la esposa del arquitecto evidencia esa difuminación: “Él, que todavía no ha besado a nadie en la boca, besa esa boca que con toda probabilidad es una boca alemana, llena y quizá un poco marchita. (…) Ella dice una palabra o dos, pero tampoco sus palabras se pueden ver en el oscuro escondite. Quizá la guerra solo consista en la confusión de los frentes, porque ahora que ella le empuja la cabeza entre sus piernas, quizá tan solo lo haga porque ella sabe que el soldado tiene un arma y que es mejor no resistirse. Ella toma la iniciativa. Quizá la guerra consista en eso, en que uno, por miedo al otro, tome la iniciativa, y luego al revés, y siempre así. Y cuando ahora el joven soldado, quizá tan solo por miedo a la mujer, empuja su lengua a través de su vello rizado y le sabe a metal, se derrama, primero suavemente, luego más fuerte, un caliente chorro sobre su cara, la mujer le orina en la cara. Como sus hombres han orinado sobre la puerta pintada de la entrada de la casa, le orina ella a él”.

    Haciendo referencia a la escena, Erpenbeck diría años después: “Se me ocurrió que sería interesante narrarla de manera diferente a la habitual, para que no fuera claro quién detenta el poder y quién es la víctima. Eso cambia varias veces durante esa escena erótica. No puedes decir que se trata de un soldado del Ejército Rojo violando a una mujer alemana. También podría ser una mujer alemana violando a un soldado muy joven”. Y añadiría luego esto que se ve tan bien en Una casa en Brandenburgo, esto que se ve tan bien en la mejor literatura: “La verdad nunca es una sola cosa. Es un ente complejo, viviente, que se mueve y crece y no deja de oscilar”.

    Antes de empezar a publicar a sus 32, Erpenbeck tuvo una exitosa carrera como directora de ópera. Esa formación musical resuena en sus libros, que se construyen bajo los principios de la variación y el contrapunto, de la armonía y la disonancia, por sobre todo de la repetición. No sería desmedido señalar que este último recurso no solo define su estilo, sino también su sensibilidad y su mirada.

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    Antes de empezar a publicar a sus 32, Erpenbeck tuvo una exitosa carrera como directora de ópera. Esa formación musical resuena en sus libros, que se construyen bajo los principios de la variación y el contrapunto, de la armonía y la disonancia, por sobre todo de la repetición. No sería desmedido señalar que este último recurso no solo define su estilo, sino también su sensibilidad y su mirada.

    Una repetición ofrece la posibilidad de volver a ver, de evaluar hacia atrás lo que ya se vio. En sus libros atestiguamos una y otra vez algunos hechos, oímos una y otra vez algunas reflexiones o frases sueltas. Se constituyen como leitmotivs, alrededor de los cuales se despliega un tejido coral en el que a menudo conviven puntos de vista divergentes. Mientras tanto, nada permanece inmune a la repetición. Cada eco o reflejo produce una diferencia, una mayor hondura, un matiz.

    En El fin de los días, su segunda novela, las que se suceden son las ocupantes de una sola vida que termina siendo varias. La que podría pensarse como protagonista muere cinco veces, a distintas edades, en distintas épocas. Dependiendo de las circunstancias y el azar, en cada capítulo la encontramos bajo una nueva forma: una infanta en su Galitzia natal, una joven avergonzada y hambrienta en la Viena de la Gran Guerra, una mujer exiliada en Moscú que debe enfrentarse a las purgas estalinistas tras la detención de su marido, una autora celebrada en la República Democrática Alemana y una anciana nonagenaria que aguarda en un asilo las visitas de su hijo.

    Un hecho cualquiera incide en muchos otros en medio de esa maraña de vidas posibles. Cuando ella muere siendo una infanta, su padre se embarca de inmediato hacia Estados Unidos, sin despedirse de nadie y sin entender él mismo adónde lo lleva su dolor, mientras su madre termina prostituyéndose para sobrevivir. El destino de la bebé informa y deforma el de sus progenitores: lo que pudo haber sido una familia se vuelve su disgregación a partir de la muerte de la hija. Esa muerte revierte además algunos roles que parecían inamovibles: la madre deja de ser madre, la abuela deja de ser abuela y sigue siendo madre nada más.

    Por su originalidad y su riesgo, sus resonancias tan perturbadoras y su ambición, no es difícil poner a El fin de los días en el estante de las novelas más fascinantes que se hayan publicado este primer cuarto de siglo. Por razones similares, Una casa en Brandenburgo también podría ser parte de ese mismo estante.

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    Con Yo voy, tú vas, él va, su novela siguiente, Erpenbeck traslada el cuestionamiento histórico a la llamada crisis de refugiados africanos en Europa. En un significativo ejercicio de reinvención, no solo escarba por primera vez en una problemática actual, sino que además sus estrategias son muy distintas a las de sus libros anteriores. Aquí no hay grandes extensiones temporales, ni numerosos personajes innombrados que las atraviesan, ni tampoco un uso radical de la elipsis y la condensación.

    En el centro del libro aparece Richard, profesor retirado y viudo reciente, al que una huelga de hambre de refugiados africanos llama la atención. Al haber desarrollado su carrera y buena parte de su vida en la desaparecida República Democrática Alemana, él mismo se siente abandonado y un poco extranjero en su tierra. Al haber perdido a su esposa y su trabajo, una vida desconocida también empieza para él.

    Muy pronto entabla vínculo con los refugiados. La novela despliega en detalle esa relación crecientemente cercana. Las injusticias del pasado son más fáciles de denunciar, sugiere Erpenbeck, las del presente preferimos ignorarlas. Yo voy, tú vas, él va es una novela comprometida en su indignación y su denuncia. La transformación que atestiguamos esta vez es interior: lo que para Richard pasaba desapercibido se vuelve intolerable, lo que era un problema ajeno se vuelve propio, la distancia entre ellos y él se termina deshaciendo. Ali, Rashid, Awad y Osaboro, entre otros, le comparten sus historias y, por medio de ellas, se vuelven más reales para el anciano bienintencionado que intenta ayudarlos.

    Erpenbeck investiga a fondo antes de empezar cada libro. Para este, en lugar de recorrer archivos y bibliotecas, convivió y conversó largamente con el grupo de los refugiados a los que retrata. Al igual que su personaje Richard, tras la caída del Muro a ella le tocó reeducarse en sus prácticas cotidianas y sus habilidades financieras y afectivas. Lo que era evidente dejó de serlo, sensación que también comparten el profesor y los refugiados. Todos ellos despliegan una mirada dividida, anclada entre lo que ahora tienen alrededor y lo que tenían antes.

    Lo único que ese grupo de hombres solos demanda es que los dejen trabajar. Están hartos de esa espera abrumadora que la novela vuelve tan palpable. Haciendo eco del campesino kafkiano que se aposenta a las puertas de la ley, deben lidiar con una burocracia igualmente infranqueable. Hay algo exasperante y desolador en los vericuetos legales de un Estado anónimo y olvidadizo que se desentiende de ellos.

    Por su originalidad y su riesgo, sus resonancias tan perturbadoras y su ambición, no es difícil poner a El fin de los días en el estante de las novelas más fascinantes que se hayan publicado este primer cuarto de siglo. Por razones similares, Una casa en Brandenburgo también podría ser parte de ese mismo estante.

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    A sus 57 años, Erpenbeck solo tiene cuatro novelas en su haber, además de un par de nouvelles y un puñado de cuentos y ensayos. Bastan para que críticos tan influyentes como James Wood anticipen que más pronto que tarde recibirá el Nobel. Quienes la leen aún son pocos, pero eso quizá cambie ahora que el último de sus siete libros, Kairós, es finalista del prestigioso Booker Internacional.

    Podría decirse que se trata de su entrega más íntima, en cuanto explora los años previos y posteriores a la caída del Muro, que fue tan decisiva en su vida. En estas páginas, la disolución de su patria sucede en paralelo al desmoronamiento de un amorío malsano entre Katharina y Hans, que además de ser tres décadas mayor que ella, está casado. Al igual que los lugares, los objetos también llevan inscrita una historia. La novela reconstruye esos años confusos a partir de un par de cajas llenas de cartas y listas y facturas, de fotos y postales. La primera parte narra la época más luminosa de la pareja. La segunda, tras un desliz de ella que descubre él, narra su descenso al infierno. Los interrogatorios y las recriminaciones, la manipulación y la vigilancia, corroen entonces una relación cada vez más asfixiante, que en sus dinámicas termina fusionándose con el trasfondo político y social.

    En ambos niveles aparecen desdibujados los límites entre la esperanza y la desilusión, entre lo nuevo (que un día será viejo) y lo viejo (que fue nuevo alguna vez). No son dimensiones tajantes en Kairós ni en ningún otro libro de la autora: conviven en un presente sedimentado, al que la multitud de presentes anteriores dota de profundidad. Erpenbeck se mueve cómodamente en esa confluencia. Al hacerlo, su escritura nos enfrenta al misterio de lo que muta, al misterio de las posibilidades que se multiplican segundo a segundo, quizá, sobre todo, al misterio de nuestra enorme pequeñez.

     


    Kairós, Jenny Erpenbeck, Anagrama, 2023, 336 páginas, $24.000.


    Yo voy, tú vas, él va, Jenny Erpenbeck, Anagrama, 2018, 336 páginas, $23.000.


    El fin de los días, Jenny Erpenbeck, Edhasa, 2015, 312 páginas, $21.000.


    Una casa en Brandenburgo, Jenny Erpenbeck, Destino, 2011, 208 páginas.

  109. Un trabajador, un murciélago, un trabajador-murciélago

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    Vampyr es una creación teatral que investiga desde una óptica chilena lo que tenemos en común vampiros, humanos y murciélagos hematófagos. Este cruce revelador se sitúa alrededor de un parque eólico, un campo de explotación de recursos energéticos que nunca se detiene, donde se mueven máquinas, trabajadores y murciélagos.

    Sus vampiros no son aristócratas refinados —como fue representado en sus orígenes—, sino trabajadores part time de turno nocturno, pequeños mamíferos confundidos que no soportan tanta presión, criaturas vulnerables al borde del derrumbe o del grito. No está tampoco la seducción carnal del vampiro, pero sí la de los discursos del marketing, del informe manipulado, del impacto que se omite. De esta forma, va exhibiendo un sistema de burocracias y escenificaciones, de jerarquías que validan explotaciones, una búsqueda insaciable que prioriza los ingresos a las vidas, dando forma a una crítica que cuestiona tanto al sistema laboral como al greenwashing o neocolonialismo verde.

    Durante los últimos ocho años, Manuela Infante ha interrumpido su fecundo itinerario de producciones internacionales solo tres veces para crear montajes en Santiago. Así dio forma a una trilogía que cuestiona el discurso antropocéntrico y estrategias coloniales, investigando desde distintas perspectivas lo humano. Cuestiona las nociones de lo diferente, opuesto e inferior, para desenmascarar apropiaciones y violencias que se excusan en estos supuestos.

    Partió en 2017 con la muy premiada Estado vegetal, un montaje que exploraba puntos en común entre lo vegetal y lo humano en la ruta de filósofos de las plantas como Michael Marder y neurobiólogos vegetales como Stefano Mancuso. En 2021 vino Cómo convertirse en piedra, donde llevó su investigación a nuestra relación con el mundo mineral y lo no vivo. Y en agosto de 2024 cerró la trilogía con el estreno de Vampyr, que vuelve a tener funciones en Matucana 100 entre el 17 y el 21 de enero, para el Festival Internacional Santiago a Mil.

    Las tres obras cruzan en escena materia y discurso, naturaleza y cultura, ficción y realidad, para indagar qué hay de humanidad en lo que se supone que no lo es. Todas las obras nacen de una investigación teórica que luego utiliza con la ligereza de quien no tiene que sumar notas al pie ni someterse a revisión de pares. Un cruce virtuoso que une teoría, conocimiento científico, contingencia y creatividad. Los montajes comparten además estrategias narrativas, como una estructura no lineal y polifónica donde de a poco se va revelando un misterio.

    Vampyr toma también nuevos rumbos. Nunca antes Infante había trabajado el humor de forma tan explícita, con momentos similares a lo que se podría ver en el Festival de Viña. También es su obra más frontal en lo político, en la crítica directa al discurso verde y al mercado laboral. Y paradójicamente, cierra su trilogía no-humana con la que probablemente sea la más humana de todas sus obras.

    Es como si las obras de Manuela Infante fueran un rompecabezas, donde al principio solo se iluminan algunas piezas desordenadas, que a medida que se van moviendo permiten ir entendiendo donde calzan. Pero las piezas no son de cartón sino de plasticina, y durante la obra van cambiando de forma. El mismo cuerpo que es un murciélago en otro momento es un trabajador y también puede ser trabajador y murciélago al mismo tiempo. Un pendón que es el tótem del marketing presencial, en otro momento es una turbina que está haciendo lo que el marketing intenta ocultar.

    Esta plasticidad de los elementos que moldea Infante abarca todo lo que ocupa la escena, porque su trabajo no es dramaturgia en el sentido clásico (teatro de texto). No basta con leer su obra para entender de qué van sus montajes. Infante crea a partir de una idea que investiga desde todos los aspectos que abarca el teatro, en cuerpo, movimiento, sonido, palabra, luz, imágenes y objetos. Y lo hace junto a los profesionales más destacados de sus áreas. Todo en el escenario es una exploración de la idea, un cuestionamiento de supuestos instalados tanto del tema que desarrolla como del teatro en tanto disciplina.

    Pero Vampyr toma también nuevos rumbos. Nunca antes Infante había trabajado el humor de forma tan explícita, con momentos similares a lo que se podría ver en el Festival de Viña. También es su obra más frontal en lo político, en la crítica directa al discurso verde y al mercado laboral. Y paradójicamente, cierra su trilogía no-humana con la que probablemente sea la más humana de todas sus obras.

    En Vampyr los vampiros no tienen reflejo, pero es difícil no verse reflejado en Vampyr, en el cansancio y el agobio que late en la obra. ¿Quién no ha fantaseado con no ir al trabajo un día y ver cómo todo se derrumba? ¿Quién no ha sido presionado más allá de lo que puede resistir? ¿Quién no ha sentido que ya no puede más?

     


    Vampyr, dramaturgia y dirección de Manuela Infante, 95 minutos, Centro Cultural Matucana 100, del 17 al 21 de enero, en el marco del FITAM.

  110. ¿Quién te crees que eres?

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    De los escritores que han hecho del cuento su oficio y cuya obra acumulada ha constituido mundos ficticios enteros —William Trevor, Edna O’Brien, Peter Taylor, Eudora Welty y Flannery O’Connor son los que de manera más destacada me vienen a la mente—, Alice Munro es la más consistente en estilo, forma, contenido, visión. Desde el principio, en colecciones tan acertadamente tituladas como Danza de las sombras (1968) y Las vidas de las mujeres (1971), Munro exhibió un notable don para transformar lo aparentemente simple —“anecdótico”— en arte. Tal como los escritores de cuentos que he mencionado, Munro se concentró en las vidas provincianas, incluso campestres, en relatos de tragicomedia doméstica que parecían abrirse, como por un acto de magia, a dimensiones más amplias, más profundas y más vastas: “De modo que mi padre conduce y mi hermano mira la carretera en busca de conejos, y yo siento que la vida de mi padre se escapa de nuestro coche mientras cae la tarde, oscura y extraña, como un paisaje sobre el que pesara un hechizo, y que mientras lo miras parece amable, corriente y familiar, pero apenas te das la vuelta se transforma en algo que nunca conocerás, con toda clase de inclemencias y distancias que no alcanzas a imaginar”, leemos en el cuento “El vaquero de la Walker Brothers”, de Danza de las sombras.

    Aunque Munro ha ambientado historias en otros lugares —Toronto, Vancouver, Edimburgo y el valle de Ettrick en Escocia; incluso, en el volumen Demasiada felicidad, en Rusia y Escandinavia— su entorno favorito es el rural, de pueblo pequeño, el suroeste de Ontario. Esta región de Canadá, poblada por presbiterianos escoceses, congregacionalistas y metodistas del norte de Inglaterra, se ha caracterizado por la frugalidad, principios rígidamente “morales” y una piedad cristiana del tipo más severo y juzgador; un protestantismo estricto que ha inspirado lo que se ha llamado “gótico del sur de Ontario”, una categoría heterogénea de escritores que incluye a Robertson Davies, Marian Engel, Jane Urquhart, Margaret Atwood y Barbara Gowdy, además de Alice Munro.

    Como en el sur rural de Estados Unidos, donde el protestantismo ha florecido a partir de raíces muy diferentes, la puritana y xenófoba cultura anglocanadiense arroja todo tipo de “bichos raros” y “ataques” —lesiones en el caparazón de la uniformidad que proporcionan al escritor el más extraordinario material. “El bicho raro”, de Munro, describe las consecuencias de las extrañas cartas amenazadoras que una niña de 14 años escribió a su propia familia; “Ataques” relata lo ocurrido tras un asesinato y suicidio en el seno de la familia de la esposa y madre que descubrió los cadáveres. ¿Cómo explicar semejante tragedia doméstica, ocurrida en la casa de al lado?: “Mira… esto se parece a un terremoto o un volcán. Es como un ataque. A la gente puede darle un ataque, como a la tierra, pero pasa solo muy de vez en cuando. Es un fenómeno anormal” (“Ataques”, El progreso del amor).

    Posiblemente no, sugiere Munro. Posiblemente no sea un fenómeno “anormal” en absoluto.

    En su decimotercera colección de cuentos, Demasiada felicidad —un título a la vez cortantemente irónico y apasionadamente sincero, como descubrirá el lector—, Munro explora temas, escenarios y situaciones que han llegado a ser familiares en su obra, vistos ahora desde una sorprendente perspectiva del tiempo. Su uso del lenguaje apenas ha cambiado a lo largo de las décadas, ya que su concepto del cuento se mantiene sin cambios. Munro es una descendiente del realismo lírico de Chéjov y Joyce, para quienes la ficción tensa, cruda y basada en diálogos de Hemingway tiene poco interés y la ostentosa altivez literaria de Nabokov es completamente extraña, así como la “experimentación” de cualquier tipo. (Uno se inclina a sospechar que Munro estaría de acuerdo con el rechazo de Flannery O’Connor a la literatura experimental: “Si se ve gracioso en la página, no lo leo”).

    La voz de Munro puede parecer engañosamente directa, incluso sin adornos, pero expresa una especie de realismo vernáculo, elíptico y poético, en el que la incesantemente reflexiva, analítica y evaluadora voz parece completamente natural, como si fuera la propia voz del lector: “De lo que [Rose] se avergonzaba… era de haber podido enfatizar demasiado ciertos detalles, caricaturizarlos, cuando siempre había algo más allá, un tono, un matiz, una luz, que se le escapaba y no conseguía plasmar. Y esa sospecha no la rondaba solo al actuar. A veces todo lo que había hecho podía verse como una equivocación… Como buena hija de su tiempo se preguntaba si simplemente había sentido atracción, curiosidad sexual; no creía que fuese eso. Se diría que hay sentimientos que solo se pueden expresar traduciéndolos; que tal vez solo se pueden interpretar traduciéndolos; no hablar y no interpretar es el camino que se debe seguir, porque la traducción es sospechosa. Y peligrosa, también” (“¿Quién te crees que eres?”, del libro del mismo nombre).

    Los relatos de ¿Quién te crees que eres? (1979) tienen el tono íntimo y confidente de la ficción autobiográfica, lo que lleva al lector a suponer que la voz de Rose no es distinta de la de Munro. En “Juego de niños”, de Demasiada felicidad, esta voz reaparece apenas alterada, aunque la narradora es mucho mayor que Rose, y su recuerdo del pasado no se ve atenuado por esa suerte de anhelo irónico y melancólico por lo perdido que ha traído a Rose —una mujer “de carrera” viviendo ahora en una gran ciudad— de regreso a su pequeño y sombrío pueblo natal de Hanratty, Ontario. En “Juego de niños”, la narradora emprende una especie completamente diferente de autoexploración o autoincriminación: “Lo que yo intentaba investigar [en un estudio antropológico titulado Idiotas e ídolos] es la actitud de los pueblos de diversas culturas —no me atrevo a usar la palabra “primitivas” para describirlas—, la actitud hacia las personas mental o físicamente excepcionales. Palabras como ‘deficientes’, ‘discapacitadas’ o ‘retrasadas’ habían quedado, por supuesto, relegadas al cubo de la basura, probablemente por una buena razón: no solo porque tales palabras pueden denotar una postura cruel y de superioridad, sino porque no son realmente descriptivas. Esas palabras desdeñan en gran medida lo que estas personas tienen de extraordinario, incluso de imponente, o al menos, de particularmente poderoso. Y lo interesante fue descubrir cierto grado de veneración y persecución, y la atribución, no por completo errónea, de una serie de aptitudes consideradas sagradas, mágicas, peligrosas o valiosas”.

    La voz de Munro puede parecer engañosamente directa, incluso sin adornos, pero expresa una especie de realismo vernáculo, elíptico y poético, en el que la incesantemente reflexiva, analítica y evaluadora voz parece completamente natural, como si fuera la propia voz del lector.

    El miedo a —la repulsión por— lo que es “imponente” en una niña retrasada del vecindario, a quien la narradora conoció cuando eran niñas, es el tema del relato irónicamente titulado “Juego de niños”. Al comienzo de la historia, el lector está preparado para esperar una mirada nostálgica a la crianza de la narradora en la Iglesia Unida de Canadá en Guelph, Ontario, y sus alrededores, así como su amistad intensamente cercana con una niña llamada Charlene, pero esta expectativa se revela como ingenua: “Charlene y yo nos mirábamos fijamente, sin prestar atención a lo que hacían nuestras manos. Charlene tenía los ojos muy abiertos, jubilosos, y supongo que yo también. No creo que nos sintiéramos malas, triunfantes por nuestra maldad. Era más bien como si estuviéramos haciendo lo que se nos exigía, aunque parezca mentira, como si fuera el cénit, la culminación de nuestra vida, de nuestro ser”.

    En este caso, “nuestro ser” es la expresión de la herencia cultural de las niñas: una profunda sospecha hacia las personas que parecen desviarse de la norma, que amenazan el protocolo de la domesticidad estrecha. Las niñas “malvadas” crecen y se convierten, no en adultas “malvadas”, sino, simplemente, en mayores. Se buscará —de forma tardía— la absolución; la otra, la narradora autocondenadora pero parca, una de las inteligentes testigos de Munro, lo elude de manera decidida: “¿No me tentó tanta palabrería? ¿Ni una sola vez? Podría haberme abierto, tener la sensatez de abrirme, al vislumbrar el perdón, inmenso, aunque engañoso. Pero no. Esas cosas no son para mí. Lo hecho, hecho está. A pesar de los coros de ángeles y las lágrimas de sangre”.

    Como Flannery O’Connor, cuya ficción, a pesar de su disimilitud superficial, ha sido una poderosa influencia en la de Munro, esta última escudriña a sus personajes en su búsqueda del “perdón”, o la gracia. Mientras que la visión de O’Connor es de otro mundo y la “gracia” es un regalo de Dios, la visión de Munro es firmemente secular: sus personajes carecen de cualquier impulso hacia la trascendencia, por desesperadas que sean sus situaciones; sus vidas no son susceptibles de momentos penetrantes y definidos de redención, sino de actos más mundanos de amor, magnanimidad y caridad humanos.

    En “Madera”, por ejemplo, incluido también en Demasiada felicidad, Roy, un tapicero y restaurador de muebles independiente, algo excéntrico y malhumorado, se siente atraído por el bosque para cortar madera, un interés u obsesión que es “algo privado, pero no secreto”. Al sufrir una caída en el bosque, Roy apenas puede arrastrarse de regreso a su camioneta: “Siente un dolor increíble. No se puede creer que vaya a seguir así, que el dolor vaya a vencerlo”. Su situación es tan extrema que está siendo perseguido por un buitre, cuando, inesperadamente, su esposa, que ha quedado casi paralizada por una depresión crónica, acude en su ayuda: “Ha venido en el coche, dice —habla como si nunca hubiera dejado de conducir—, ha venido en el coche, pero lo ha dejado en la carretera”. En un momento, la terrible situación de Roy se alivia; no se ha perdido en un “bosque desierto”, como creía, sino que ha sido salvado (redimido) por su esposa. Su esposa también, al verse obligada a rescatar a su marido, ha salido de su depresión: “Que Roy sepa, Lea nunca había conducido el camión. Es extraordinario lo bien que se le da”. “Madera” llega a un aceptable final feliz, donde el lector ha sido preparado para esperar algo muy diferente, como en una de las pequeñas alegorías bellamente sombrías de Jack London sobre hombres que sucumben a la naturaleza.

    De igual modo, el primer cuento del volumen, “Dimensiones”, muestra el progreso de Doree, una mujer que ha permanecido casada, imprudentemente, con un marido mentalmente inestable y abusivo: “Pero de nada valía contradecirlo [a Lloyd]. Quizá los hombres necesitaban tener enemigos, como necesitan gastar sus bromitas”. Incluso después de que Lloyd asesinara a sus hijos, lo declararan criminalmente loco y lo hospitalizaran, Doree no logra separarse de él; al igual que Lloyd, quiere pensar que los niños están en una especie de “cielo”: “Era la idea de que los niños estaban en lo que él [Lloyd] llamaba su Dimensión lo que se adentraba furtivamente en ella y por primera vez le proporcionaba una sensación de tranquilidad, no de dolor”.

    En otra conclusión inesperada, Doree se libera abruptamente de su morbosa dependencia de su exmarido mediante un acto espontáneo suyo, cuando salva la vida de un chico que había chocado su camioneta, dándole respiración artificial:

    Entonces lo notó, sin lugar a dudas: de la boca del chico salía aliento. Extendió una mano sobre la piel del pecho y al principio no sabía si subía o bajaba porque ella estaba temblando.

    Sí, sí.

    Era aliento de verdad. La laringe estaba abierta. Respiraba él solo. Estaba respirando.

    En la igualmente conmovedora historia “Pozos profundos”, del mismo volumen, una mujer debe reconocer el doloroso hecho de que ha perdido a su hijo adulto, a pesar de todos sus esfuerzos por recuperarlo; ha desaparecido de su vida solamente para resurgir como una especie de gurú para personas desfiguradas y sin hogar en un barrio pobre de Toronto, y las relaciones “normales” con su familia le resultan repugnantes. Sin rodeos, él le dice: “No estoy diciendo que te quiera, no utilizo ese lenguaje absurdo… Normalmente no intento llegar a nada hablando con la gente. Normalmente intento evitar las relaciones personales. O sea, lo hago, las evito”.

    Mientras que la visión de O’Connor es de otro mundo y la ‘gracia’ es un regalo de Dios, la visión de Munro es firmemente secular: sus personajes carecen de cualquier impulso hacia la trascendencia, por desesperadas que sean sus situaciones; sus vidas no son susceptibles de momentos penetrantes y definidos de redención, sino de actos más mundanos de amor, magnanimidad y caridad humanos.

    Para el hijo de Sally no existe una dimensión espiritual: “No hay nada dentro… Lo único que hay es lo de fuera, lo que haces, todos y cada uno de los momentos de tu vida. Desde que me di cuenta de eso soy feliz”. Rechazada y apartada, la madre del gurú finalmente llega a sentir afinidad con otros como ella. Sus victorias serán pequeñas, pero alcanzables: “De todos modos, ya es algo haber acabado el día sin que haya sido un completo desastre. No lo fue, ¿verdad? Sally dijo quizá. Kent [su hijo] no la corrigió”.

    El cuento de Demasiada felicidad que más claramente deriva de Flannery O’Connor es el extrañamente titulado “Radicales libres”, en que un joven con una cara “alargada y como gomosa” —“una mirada jocosa”— se abre paso hasta la casa de Nita, una anciana viuda que vive sola, con el pretexto de ser de la compañía eléctrica. Entonces afirma ser diabético y que necesita comer algo rápidamente; al final, en un monólogo psicótico, revela que es un asesino —ha matado a su familia—: “Yo saco mi pistolita y pim, pam, pum, me los cargo”. La mujer aterrorizada en cuya casa ha entrado con la esperanza de robar su auto (ella está en remisión de un cáncer), se las ingenia para salvar su vida siguiéndole la corriente al joven y contándole una historia de cómo años antes había envenenado a una chica por la que su marido se sintió atraído. La historia no es cierta y no parece hacer mucha diferencia para el joven psicótico, pero parece revelar la propia culpa de Nita por haberle robado el marido a otra mujer cuando era joven. Después de que el joven se ha escapado con su auto, Nita se da cuenta tardíamente de que hasta ahora no ha llorado realmente a su marido: “Rich. Rich. Ahora se da cuenta de lo que es echarlo en falta de verdad. Como si al cielo le chuparan todo el aire”. Es un cuento curioso, una amalgama desgarbada de O’Connor y Munro, más intrigante que satisfactoria, que termina cuando un oficial de policía informa a Nita que el joven asesino murió al estrellar su auto: “Muerto. Instantáneamente. Merecido se lo tiene”.

    A menudo se dice que los cuentos de Munro, ricos en detalles y llenos de observaciones psicológicas, se leen como novelas compactas, pero “Radicales libres”, como uno o dos más de esta colección, más bien sugieren la delgadez de la anécdota.

    La joya de Demasiada felicidad es el cuento que da título al libro, una novela corta, exquisita en cuanto a imaginación y estructura, a la manera de los más largos e intrincadamente configurados cuentos de Munro, “El amor de una mujer generosa”, “Entusiasmo” y “La virgen albanesa”, así como de las historias vinculadas de La vista desde Castle Rock (2006).

    En la matemática y novelista rusa Sofía Kovalevski (1850-1891) —la primera mujer nombrada para un puesto docente universitario en el norte de Europa—, Munro ha descubierto a una de sus protagonistas jóvenes más convincentes y agradables, con un temperamento muy similar al de sus heroínas anteriores, como Rose de “¿Quién te crees que eres?”, de quien se dice, “[su] naturaleza estaba creciendo como una piña espinosa, pero se cubrió poco a poco, y en secreto, de una dura capa de orgullo y escepticismo que incluso a ella misma la desconcertaba”.

    Así como Sofía Kovalevski finalmente está condenada por su propia independencia, físicamente agotada y enferma por tener que emprender sola un arduo viaje en tren en invierno, Rose se siente miserablemente fuera de lugar en su pequeña ciudad provincial de Hanratty, en Ontario. Aunque Rose nunca corre ningún peligro físico, la amenaza a su autoestima es incesante durante la infancia y la adolescencia, un cuestionamiento continuo por parte de sus mayores acerca de la integridad de su propia naturaleza.

    La historia final de ¿Quién te crees que eres? tiene el mismo título: la terrible, burlona y corrosiva pregunta formulada a mujeres jóvenes de mentalidad independiente, a menudo por mujeres mayores que deberían ser sus mentoras y su apoyo, como la señorita Hattie, la profesora de inglés de secundaria de Rose, que insiste enloquecedoramente en exigir que Rose siga todas las insípidas reglas de su salón de clases. Con la autoridad de la represiva comunidad protestante detrás suyo, la señorita Hattie persigue a Rose como si Rose fuera una niña desobediente en lugar de una muchacha de secundaria intelectualmente dotada: “No puedes ir por ahí creyéndote mejor que el resto solo porque puedes aprender poemas de memoria. ¿Quién te crees que eres?”.

    Aunque interiormente furiosa, Rose reacciona de la misma manera que, el lector adivina, reaccionó la propia Alice Munro, cuando era una brillante estudiante de secundaria en la pequeña ciudad de Wingham, en Ontario, en la década de 1940: “No era la primera vez que a Rose le preguntaban quién se creía que era; es más, la pregunta a menudo le había parecido la típica cantinela, y no hacía caso. Con el tiempo, sin embargo, comprendió que la señorita Hattie no era una profesora sádica; habría podido decirle lo mismo delante de toda la clase. Y tampoco lo hizo por despecho, porque se hubiese equivocado al no creer a Rose. Intentaba inculcarle una lección que para ella era más importante que cualquier poema, y sinceramente creía que Rose necesitaba aprenderla. Por lo visto, mucha otra gente también creía lo mismo”.

    Así como Sofía Kovalevski finalmente está condenada por su propia independencia, físicamente agotada y enferma por tener que emprender sola un arduo viaje en tren en invierno, Rose se siente miserablemente fuera de lugar en su pequeña ciudad provincial de Hanratty, en Ontario.

    Por supuesto, Sofía Kovalevski vive en un mundo todavía más provinciano y restrictivo que el suroeste rural de Ontario, al menos cuando reside en su Rusia natal, donde a las mujeres solteras no se les permite viajar fuera del país sin el permiso de sus familias. Por la causa de la emancipación femenina, Sofía se casa con un joven de mentalidad radical sin amarlo, para abandonar el país y estudiar en el extranjero; tras la muerte de él, por suicidio, ella se queda con su pequeña hija y el desafío de lograr una carrera. En 1888, Sofía gana el primer premio en un concurso internacional de matemáticas en el que los participantes son anónimos. Durante la elegante recepción del premio Bordin en París, “al principio también ella [Sofía] se dejó seducir, fascinada por las luces y el champán. El vértigo de los halagos, el deslumbramiento y los besamanos recubrían con una gruesa capa ciertas realidades, realidades fastidiosas pero inmutables. La realidad de que jamás le ofrecerían un trabajo digno de su talento, de que tendría mucha suerte si le tocaba dar clase en una escuela femenina de provincias”.

    Los caballeros matemáticos que tanto honran a Sofía no le darían un puesto universitario, como tampoco emplearían a un “chimpancé amaestrado”. Al igual que las mujeres engreídas y moralistas de la provinciana Ontario, las esposas de los grandes científicos “preferían no conocerla y no la invitaban a sus casas”. Lo más doloroso de todo es que Sofía pierde, al menos provisionalmente, al hombre que es el gran amor de su vida, un profesor de sociología y derecho, un liberal al que se le prohíbe ocupar un puesto académico en Rusia, llamado Maksim Maksimovich Kovalevski. (Es una coincidencia que sus apellidos sean idénticos: el primer marido de Sofía era un primo lejano de Maksim).

    La adoración de Sofía por Maksim ilumina su vida como mujer y la pone en peligro. El lector intuye, más allá de las fantasías de la joven sobre la vida doméstica con este hombre tan inusual —“Pesa 125 kilos, repartidos por un cuerpo enorme; como es ruso a menudo lo llaman oso, y también cosaco”—, que él no está tan enamorado de Sofía como ella de él. Ambos tienen 40 años, pero Sofía es la más madura de los dos, ya que es la más vulnerable emocionalmente. Maksim parece no poder perdonar a Sofía por ser al menos tan brillante como él, tal vez incluso con su “chocante y fulgurante fama”, más bien un prodigio. Mientras Sofía escribe sobre Maksim con adoración juvenil:

    Es muy alegre, y al mismo tiempo muy sombrío,
    vecino desagradable, excelente camarada,
    sumamente gracioso y sin embargo tan afectado.
    Indignantemente ingenuo, mas muy displicente.
    Terriblemente sincero, y tan astuto al mismo tiempo.

    Maksim, en cambio, incluye en sus cartas de amor frases “terribles”: “Si te amara, habría escrito de otra manera”.

    Parecería que la suerte de Sofía mejora cuando le ofrecen un puesto para enseñar en Suecia, “los únicos en Europa dispuestos a contratar a una matemática para su nueva universidad”. Pero viajar sola de Berlín a Estocolmo en invierno, en un momento en el que Copenhague está en cuarentena debido a un brote de viruela, es una empresa peligrosa, si no temeraria: “Maksim, ¿tomará un tren como aquel alguna vez en su vida?”. Cuando Sofía finalmente llega a Estocolmo, está devastada por una neumonía y nunca recupera el conocimiento. Al hablar en su funeral, Maksim se refiere a ella “un poco como si hubiera sido una profesora a la que conocía” y no su amante. Es un final melancólico para esta mujer “emancipada”, vibrante y competente, que vivió antes de su tiempo, con valentía y sin la protección de los hombres.

    Demasiada felicidad” cobra un impulso narrativo considerable en sus páginas finales, que trazan el viaje fatal de la pobre Sofía al único país de Europa —si no del mundo— que la contratará como profesora universitaria. Al igual que esas historias largas, elaboradamente investigadas y documentadas de Andrea Barrett, que narran las vidas de los científicos del siglo XIX —ver La fiebre negra (1996) y Servants of the Map (2002)—, “Demasida felicidad” contiene suficiente material densamente recopilado como para varias novelas y a veces se ve agobiada por el material expositivo presentado en pasajes poco dramáticos y algo improbables, como si la autora estuviera ansiosa por establecer su tema como real, histórico y no simplemente imaginado: “Si la chica hubiera estado despierta, quizá Sofía le habría dicho: ‘Perdone, estaba soñando con 1871. Yo estaba allá, en París; mi hermana estaba enamorada de un comunero. Lo capturaron y podrían haberlo matado o enviado a Nueva Caledonia, pero conseguimos sacarlo. Lo hizo mi esposo. Mi esposo, Vladimir, que no era comunero y lo único que quería era ver los fósiles del Jardín des Plantes’”.

    En sus agradecimientos, Munro señala que partes de “Demasiada felicidad” se derivan de textos rusos traducidos, incluidos extractos de los diarios, cartas y otros escritos de Sofía, y que su fuente principal es la biografía escrita por Nina y Don H. Kennedy, Little Sparrow: A Portrait of Sophia Kovalevsky (1983), obra que la “cautivó”. Sofía Kovalevski es realmente una figura fascinante, la persona más interesante sobre la que Munro ha escrito hasta la fecha. Es apropiado que Munro comience “Demasiada felicidad” con un comentario de la propia Sofía Kovalevski histórica: “Muchas personas que no han estudiado matemáticas las confunden con la aritmética y las consideran una ciencia seca y árida. Lo cierto es que esta ciencia requiere mucha imaginación”.

     

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    Este artículo apareció en The New York Review of Books en diciembre de 2008 y se publica con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

  111. Notas sobre pertenencia: la puerta de no retorno

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    Un mapa a la puerta de no retorno, de Dionne Brand (Guayguayare, 1953), publicado en una muy fluida traducción de Lucía Stecher por editorial Banda Propia, constituye una excelente adición a una colección que ya incluye los ensayos literarios de Crear en peligro y la novela Claire de Luz Marina, de la haitiana estadounidense Edwidge Danticat (Puerto Príncipe, 1969), ambos traducidos por la misma Stecher en colaboración con Thomas Rothe. Este libro corre por los derroteros de Crear en peligro, es decir, la crisis que hasta hoy viven los descendientes de las personas secuestradas en África y vendidas luego a lo largo de todo el continente americano. La diferencia radica en que donde Danticat pone el foco en la experiencia del artista migrante, Brand opta por apuntar a una herida primordial y constitutiva de la experiencia de esta diáspora africana, un hito que trasciende los límites del hogar y las naciones, y que constituye tanto un momento histórico como una imagen grabada a fuego en sus consciencias: el día en que sus antepasados traspasaron “la puerta de no retorno”.

    El libro abre con un recuerdo fundacional. Cuando la autora tenía 13 años, su abuelo dijo saber de qué pueblo descendían. Ella pregunta de quiénes y recita los nombres que conoce: yoruba, ibo, ashanti, mandinga. El responde que no a cada pueblo que menciona y ella insiste, él pide que lo deje en paz, ella vuelve a preguntar y a veces él parece casi recordar la sílaba que abriría su memoria. Pero el anciano nunca recuerda. Al cabo de unas semanas ella dejó de preguntar y entre ambos surgió un sentimiento de decepción. Con el tiempo, el nombre del pueblo perdido dejó de importar y el silencio reveló algo más complejo, una fractura que ambos habían confundido con decepción: no pertenecían al lugar donde vivían y no recordaban de dónde venían ni quiénes eran.

    La puerta de no retorno” es el nombre que reciben lugares tanto reales como imaginarios de la costa oeste africana, desde donde se embarcó a esclavos con destino a puertos americanos, por ejemplo, los castillos de San Jorge de la Mina y de la Costa del Cabo, ambos ubicados en lo que hoy es Ghana. Lo que sigue es solo una de las formas en que Brand la define: “En un sentido desolador es el lugar de creación de los negros de la diáspora del Nuevo Mundo”. El caso es que zarpar desde estos puertos marcó el fin de la relación de las personas esclavizadas y su futura progenie con el continente africano, con su sentido de pertenencia y sus identidades, convertidos ya para siempre en bienes sin otra particularidad que su utilidad.

    Este libro es mucho más que una suma de relatos. Los fragmentos ensayísticos y poéticos que lo constituyen abordan temas que van desde la relación del sujeto diaspórico con el mar, entendido como puente que conecta con el origen; la eterna pregunta por la posibilidad del arraigo; el cuerpo de los basquetbolistas negros vistos como herramientas destinadas a conquistar el mundo; los cuerpos de mujeres y hombres negros entendidos como proyecciones del deseo y el miedo blancos.

    Dionne Brand, nacida en Trinidad y formada ideológicamente en el Toronto de los años 70, una ciudad que cada día era más cosmopolita, vinculada a una comunidad que pasaba sin esfuerzo de la discusión política a la reflexión poética, y donde leyó por primera vez a Malcolm X, Martin Luther King y James Baldwin, examina la metáfora de la puerta de no retorno agotando los ángulos desde donde puede ser considerada, acumulando trazas de la historia y memorias no escritas de los descendientes de quienes la atravesaron.

    Pero este libro es mucho más que una suma de relatos. Los fragmentos ensayísticos y poéticos que lo constituyen abordan temas que van desde la relación del sujeto diaspórico con el mar, entendido como puente que conecta con el origen; la eterna pregunta por la posibilidad del arraigo; el cuerpo de los basquetbolistas negros vistos como herramientas destinadas a conquistar el mundo; los cuerpos de mujeres y hombres negros entendidos como proyecciones del deseo y el miedo blancos; el ser habitados por un sujeto desconocido, un africano visto a través del lente de la cultura blanca, un ser inferior que deben eliminar de su interior; y el romance silencioso con el territorio y todo lo que está atrás de la puerta de no retorno, la tierra de sus orígenes y un majestuoso pasado imaginado.

    De este libro apasionado y quizás exhaustivo en demasía, salimos con la convicción de que todo acto de memoria importa, de que incluso los fragmentos rescatados de un sueño son materiales nobles con que construir nuestro rostro, más allá del sueño del arraigo, más allá de toda arbitrariedad geográfica y cultural, siempre conscientes de que cuando entramos a una habitación vacía, la historia ya está sentada ahí, esperándonos.

     


    Un mapa a la puerta de no retorno, Dionne Brand, traducción de Lucía Stecher, Banda Propia, 2024, 216 páginas, $18.500.

  112. El límite

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    1. Lamento el daño provocado por el texto “La violencia de Judith Butler” ante el sufrimiento cotidiano que presenciamos o vivimos de cerca desde hace más de un año. Ese artículo era parte de un dossier. No era una columna de opinión. Procuraré dar cuenta de su contexto y analizar algunas de las reacciones que suscitó.

    2. Este texto fue escrito en junio del 2024, luego de un semestre de movilización en distintas universidades del mundo. En algunos lugares se hizo un trabajo profundo para determinar de qué manera contribuimos a la destrucción sin límites que ocurre en Gaza. En otros, se organizaron bailes llamando a que se repitiera el 7 de octubre de 2023. Que se repita. Que nunca deje de repetirse. El escenario que ya no puede ser llamado guerra en Gaza, y no solo en Gaza, ha convocado no a la comunidad internacional (inerte), sino a la comunidad estudiantil a tomar acción. Algo que escribí en “La violencia de Judith Butler” puede invertirse: cuando la política gubernamental es inerte, complaciente o está paralizada, queda la acción civil. La acción civil y estudiantil ha mostrado de qué manera todos estamos implicados en lo que ocurre en lugares que podrían ser considerados ajenos. Esto es también la globalización: no hay guerras, masacres, genocidios y crímenes de lesa humanidad que estén restringidos a un límite territorial. En este contexto, las organizaciones estudiantiles han hecho un trabajo valioso y profundo. Debí haber reparado en ello. Pero me rehúso a que la universidad acoja bailes y eslóganes que apunten a celebrar una masacre, a llamar a una nueva o a dejarla posible o latente. He leído que “los eslóganes tienen una razón de ser”. Esto es insuficiente. Los eslóganes son parte de la guerra. Son un arma. Algunos lo saben y deciden utilizarlas.

    3. “La violencia de Judith Butler” fue escrito cuando accedía a la información de los llamados a que se repitiera el 7 de octubre, cuando circulaba también la información sobre la marginación de colegas provenientes de universidades en Israel (por ejemplo, información sobre revistas que decidieron no evaluar sus artículos; peticiones para expulsar profesores o profesoras de origen israelita; llamados a romper convenios con universidades provenientes de un “Estado genocida”, utilizando el adjetivo genocida para caracterizar la naturaleza de un Estado y no la política de un gobierno determinado). Estas acciones presuponen que no hay diferencias entre la política de un gobierno, las instituciones y los civiles. Asimismo, los llamados a actuar para, concretamente, dejar de contribuir al avance ilimitado de la guerra, borran un límite que para mí es fundamental: el que distingue a la población civil de la política de un gobierno. Sobre este límite se requiere un posicionamiento. Yo sostengo que este límite no hay que cruzarlo.

    4. “La violencia de Judith Butler” tiene varios contextos. El que acabo de mencionar, acerca de la necesidad imperiosa de actuar ante una situación de masacre que no termina, y las palabras que Judith Butler pronunció en una conferencia realizada en Pantin (Francia), el 3 de marzo de 2024. En esta conferencia no solo se habló de la masacre del 7 de octubre en términos de resistencia, sino que se puso en duda la posibilidad de que este día hayan ocurrido violaciones: “Esperaré por los informes [es decir las pruebas]. Si las violaciones han ocurrido, entonces lo deploro”. Cuando sabemos que negar o dudar de la violencia es ejercerla; que la negación de la violencia es parte de su proceso; que esto ha estructurado, entre otras, la violencia sexual (vuelta improbable, imposible de ser escuchada), esta decisión de Judith Butler de esperar las pruebas no denota solo una falta de sensibilidad respecto de quienes padecieron esta violencia horrorosa. Es violento en sí. Es violento de la misma manera en que lo es negar las atrocidades cometidas en Palestina, los crímenes impunes en Cisjordania, los llamados a matar “animales”.

    5. Las palabras de Judith Butler en esta conferencia fueron, en mi opinión, violentas, porque exceptuaron las violaciones cometidas el 7 de octubre de lo que habíamos empezado a entender: la violencia se produce negándose a sí misma; se produce volviéndose sospechosa de no ser más que una mentira. Decir esto, en ningún momento deja abierta la posibilidad de que las violaciones de las mujeres en Palestina, las muertes de sus hijos e hijas, padres, sea tolerable. Insinuar esto es perverso.

    6. Desde el 7 de octubre han circulado palabras que, al menos a mí, no me han permitido hablar, sino que me han encerrado en el silencio. Tras el 7 de octubre, circuló la palabra “pogrom”. El hecho de que las viviendas y habitantes de varios kibutz hayan sido calcinados, que no se haya podido identificar a los muertos porque sus rostros eran irreconocibles, ha despertado un trauma, ha tomado lugar al interior de un trauma, uno que encarna la palabra “pogrom” (pillaje, matanza, destrucción del hogar y de los lazos). Tras ese mismo día ha circulado la palabra “nakba”, la devastación radical, la expulsión de los palestinos de su territorio, el abandono a la condición de refugiado (esto además en un mundo que cierra todas las fronteras y se consolida construyendo muros). Hemos estado supeditados a la palabra “genocidio”, es decir, el acto intencional de erradicar a un grupo humano o de destruir sus condiciones de existencia. He escuchado hablar también de una “situación apocalíptica”, una en la que todo podría echarse a perder: el sentido de las reglas, los marcos que dan legitimidad y sentido a nuestras acciones. ¿Estamos en condiciones de usar estos términos, de sancionarlos, de obviarlos? ¿Se está repitiendo lo mismo y, en este sentido, las palabras nos sirven para comprender lo que ocurre? ¿O se está produciendo algo inaudito que nos obliga a otra forma de usar el lenguaje?

    Pienso que el trabajo más grande y, tal vez, más esperanzador que estamos llamados a hacer, consiste en abrir el espacio a cada palabra que circula para reconstruir su historia de múltiples maneras. No están una contra la otra. No creo que haya que elegir entre dos relatos que conllevan una borradura. Hay que encontrar otro espacio para las palabras. El espacio universitario sigue siendo uno en el cual estudiamos, nos desplazamos, encontramos los límites de nuestras posiciones discursivas (los límites, pero no la redención).

    7. La nominación de lo que ocurre es parte de la violencia de lo que vivimos. El problema de las narrativas es crucial, porque determina la posibilidad que tenemos de usarlas, de adherir a ellas o ser impactado por ellas. Debemos esforzarnos en profundizar en todos los nombres que hemos escuchado, su historia, su dolor, su dimensión traumática, es decir repetible al infinito: nakba, pogrom, genocidio, crímenes contra la humanidad, situación apocalíptica. Creo que no somos detentores de estas palabras y que si queremos hablarnos y escucharnos, es fundamental no privilegiar un relato por sobre otro.

    8. La necesidad de impulsar nuevos relatos es crucial en el momento que vivimos. Es aquí donde la cuestión del límite debe interpelarnos de forma clara y consciente. Es aquí donde tenemos probablemente diferencias cruciales los unos y los otros. Dentro de las críticas que he recibido, una tiene que ver con la incorporación, en mi texto, de la palabra “Israel” (el “distrito sur de Israel” donde ocurrió una “explosión de violencia”). Ante la violencia intrínseca de referirse a Israel, existe la posibilidad de borrar el nombre de Israel y de referirse a Palestina ocupada. Entiendo que este marco lingüístico quiere combatir de raíz la violencia implicada en la creación del Estado de Israel. Pero esta decisión de borrar el nombre de Israel significa ipso facto exponer a más violencia, una que se pretende redentora, pura, necesaria —una ilimitada, porque la violencia redentora aspira a redimir toda violencia. Este no es mi marco de enunciación: soy partidaria de la creación de dos Estados, de hacer historias, narrativas, que no obvien nuestras violencias, sino, al contrario, que nos permitan cuestionarlas. Me sitúo en este límite.

    9. En este momento, el lenguaje es nuestra mayor dificultad y un arma siempre a disposición. No me exceptúo de la violencia del lenguaje, de su uso o de su no uso. He visto por un tuit que me mandaron (he leído solo dos) que, además de ser violenta y conservadora, yo estudio a este gran sionista que es Emmanuel Levinas. Si las palabras nos sirven para clasificar tan fácilmente a los autores que estudiamos, entonces nosotras y nosotros, que estamos lejos de los bombardeos (pero no de los duelos y las pérdidas de amigos/as y familiares), alimentamos una guerra destinada a destruirnos como colegas, académicos, amigos y amigas. Se ha hablado de Judith Butler como de una autora cancelada. Una cosa es criticarla (justa o injustamente); otra cosa es invalidar un pensamiento por sionista o antisionista. Mi texto en ningún momento busca invalidar el pensamiento de Judith Butler. Ni siquiera critica a Butler por ser una filósofa con una actividad política (al contrario, rescato esta dimensión en el texto y lo desarrollo en una versión más larga). Lo que cuestiona es la relación entre crítica y política, y el momento en el cual la acción militante arriesga abandonarse a un uso acrítico de las palabras. El peligro de la cancelación no está en la posibilidad de criticar a un autor, sino en la imposición de palabras que buscan crear repudio. Hablar de “Emmanuel, el gran sionista” o de “Messina la sionista”, además de dejar impensada la palabra sionista, y de llegar a esta categorización por un mero juego retórico (Messina habla de Israel entonces Messina es sionista… o, peor aún: no habla de Palestina, entonces es sionista), es el inicio de una era de cancelación de autores y de marginación de académicos por los autores que estudian. Es muy triste y peligroso que esto ocurra. Aquí pienso que se debería poner un límite.

    10. En el conversatorio que tuvo lugar en marzo del 2024, Judith Butler escogió la palabra “resistencia” para dar cuenta del contexto en el cual se produjo la masacre del 7 de octubre del año anterior. Afirmó que “no le gustó este acto”, que le resultó “angustiante”, pero que hay que explicarlo. Reafirmo mi posición al respecto: la violencia no es un medio; es una producción de sentido. Debe ser leída en la singularidad de su proceso. Quemar vivas a las personas, hacer imposible reconocer los rostros y nombrar a los muertos, afecta nuestro uso del lenguaje, que consiste ante todo en nombrar, en reconocer, en poder conmemorar a los muertos. Esto vale para cada persona, de cada lugar. No subsumo la destrucción de un rostro, de un nombre, al concepto de resistencia. Tampoco lo inscribo en su horizonte.

    11. Me han señalado en los comentarios a mi texto que no pronuncio la palabra Palestina. De ahí se ha concluido que soy sionista y ejerzo una “nakba filósofica”, tal como lo haría el conjunto de la filosofía europea y occidental. Todo esto es dicho desde la misma tradición europea denunciada, y con algunos matices lingüísticos que esta misma tradición permitió pensar. “La violencia de Judith Butler” no tenía como propósito hablar de Palestina. Habla del límite entre academia y política, y de la tergiversación del concepto de resistencia, que pasó a significar lo contrario de lo que se teorizó. Es deshonesto clasificar como sionista a quien no pretende hablar de Palestina, pero siempre es posible abusar de las palabras, imponer su sentido, ganar audiencia con ellas, usarlas para crear repudio y hacerse pasar por puro. Aun así, pienso que la circulación en las redes sociales de un texto titulado “La violencia de Judith Butler”, ante la gravedad de lo que está ocurriendo en Medio Oriente conlleva violencia. Es algo que lamento profundamente. Pero sacar como conclusión de que soy una sionista que ejerce la borradura, para avalar la nakba, cruza el límite de la honestidad intelectual, lo mínimo esperable de parte de cualquier colega y académico. Hay algo más grave, sin embargo, en el texto al que me estoy refiriendo. Si bien este me acusa de borrar a los palestinos, hace del 7 de octubre una construcción sionista, una que no merece nombre, condena, duelo. Esta columna de opinión que me acusa de borrar al pueblo palestino encuentra como solución borrar el nombre de Israel y hacer del 7 de octubre un golpe de los sionistas contra ellos mismos. Este texto ejemplifica lo que pretende criticar: la lógica de la borradura.

    12. Al recibir estas críticas he aprendido que las organizaciones universitarias buscan ir en contra de la parálisis de las políticas de gobierno. He aprendido que la reflexión crítica sobre los marcos teóricos es necesariamente una acción. Me ha quedado más claro aún que cambiar de relato es una operación necesaria y peligrosa, si este cambio busca remplazar una borradura por otra. Pienso que el trabajo más grande y, tal vez, más esperanzador que estamos llamados a hacer, consiste en abrir el espacio a cada palabra que circula para reconstruir su historia de múltiples maneras. No están una contra la otra. No creo que haya que elegir entre dos relatos que conllevan una borradura. Hay que encontrar otro espacio para las palabras. El espacio universitario sigue siendo uno en el cual estudiamos, nos desplazamos, encontramos los límites de nuestras posiciones discursivas (los límites, pero no la redención). Lo que no dejo de pensar es que el espacio universitario no puede ser el que acoja llamados a la erradicación (de un pueblo o de otro) porque es con las palabras, su despliegue, la creencia en su inocencia, que se instala la violencia radical, total. La gravedad de lo que ocurre hoy en Palestina no crea en mí menos repudio que aquellos y aquellas que asumen un lugar de pureza (de clase, de ideología, de relato). No apaga la inquietud (el terror) que me provocan los discursos negacionistas, los relatos que aspiran a la pureza enunciativa.

  113. En los terrenos del desecho

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    La violencia es un tema universal de la literatura: así lo demuestran, en la tradición occidental, títulos seminales como la Ilíada y la Odisea, las tragedias griegas, El cantar de Mio Cid o el teatro de Shakespeare. En el caso de América Latina, se convirtió muy pronto en un leitmotiv a la hora de analizar su producción cultural. Ariel Dorfman, en el ya clásico Imaginación y violencia en América (1970), subrayó que había dado lugar a metanarrativas de enorme relevancia, como las novelas “de la Revolución mexicana”, “del dictador” o, directamente, “de la violencia” (en Colombia), hecho que con el paso de los años continuaría con “el testimonio” y la “narcoliteratura”.

    Dorfman señaló cuatro tipos fundamentales de violencia: la vertical y social, la horizontal e individual, la inespacial e interior y la narrativa. Esta taxonomía ha sido refutada por autores que, como Karl Kohut en Política, violencia y literatura (2002), rechazan la tercera categoría, según la cual existiría una identidad violenta inherente al ser latinoamericano. Esta idea, obviamente, se encontraba relacionada con el momento en que apareció el libro de Dorfman, signado por el compromiso político y la creencia de que aún era posible cambiar el mundo: un período donde no se discutía el empleo de la fuerza, sino cómo aplicarla en contextos autoritarios sin que el guerrillero —o el intelectual que lo defendía— perdiera humanidad.

    Pero el mayor logro de esta obra se encontró, sin duda, en la asunción de la cuarta categoría, según la cual la narrativa que “protesta contra un mundo” debía ser, al mismo tiempo, violenta en el plano de la expresión. Este hecho explica la pertinencia de la experimentación neovanguardista, que ha encontrado en Raúl Zurita uno de sus más insignes cultores: un autor capaz de desarrollar una escritura material —en el cuerpo, los cielos, el desierto y los acantilados— para acabar con la anestesia perceptiva ante el dolor de los demás. De ese modo se explica también el proyecto literario de Diamela Eltit, que denuncia a través de elipsis la parálisis melancólica característica de los textos de finales del siglo XX, donde el neoliberalismo, presentado como apolítico, dinamita el impulso de cambio propio del ejercicio intelectual. O la creación alucinada de Roberto Bolaño, portavoz de la generación nacida en los 50, que renunció a sus ideales revolucionarios tras sufrir el “encierro, destierro o entierro” por parte de diferentes Estados autoritarios.

    Todos estos autores han dado cuenta —como Slavoj Žižek, en Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales (2009), y Byung-Chul Han, en Topología de la violencia (2016)— de la necesidad de considerar la violencia no como un hecho físico, verificable mediante los sentidos, sino como un fenómeno del que deben desentrañarse los mecanismos estructurales —invisibles a los ojos— que la reproducen una y otra vez.

    Todos estos autores han dado cuenta —como Slavoj Žižek, en Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales (2009), y Byung-Chul Han, en Topología de la violencia (2016)— de la necesidad de considerar la violencia no como un hecho físico, verificable mediante los sentidos, sino como un fenómeno del que deben desentrañarse los mecanismos estructurales —invisibles a los ojos— que la reproducen una y otra vez.

    En esta línea se encuentran algunos de los más interesantes títulos recientes, herederos de un contexto que no está de más recordar. Tras la caída, hace ya más de tres lustros, de Lehman Brothers y el profundo colapso socioeconómico internacional que este hecho provocó, se abandonó el optimismo frente a los efectos de la globalización y se hicieron evidentes las consecuencias del triunfo del capitalismo sin freno: desmantelamiento del Estado de bienestar (sanidad y educación desabastecidas de sus recursos básicos, aumento exponencial del paro y los desahucios), destrucción del medioambiente (campos devastados por monocultivos tóxicos) e intervención en las economías más frágiles de los grandes consorcios multinacionales.

    La violencia que define nuestro tiempo es, pues, la provocada por un capitalismo extractivo de nefastas consecuencias a todos los niveles —social, económico, ecológico—, el que, como señala Jens Andermann en Tierras en trance: arte y naturaleza después del paisaje (1918), ha marcado la naturaleza americana desde el período colonial.

    Como respuesta a esta situación, han aparecido múltiples textos interesados en difundir los microrrelatos de los vencidos. Estos títulos asumen la vuelta a la rugosidad del mundo social, dedicándose a los espacios desatendidos por el orden simbólico, dando voz a los que no la tienen a través de una acción instalada voluntariamente en los terrenos del desecho. Rechazando pedagógicas articulaciones explicativas sobre lo que denuncian —de ahí su común alergia al realismo—, se alejan de los destinos singulares para preocuparse por la colectividad. Huyen, además, de la espectacularización de la violencia —que ha desembocado no pocas veces en la fascinación por los victimarios, característica de la narcoliteratura—, para obedecer a la recomendación que incluyera García Márquez en “Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia” (1992): narrar no las muertes, sino los dramas de los vivos.

    Para lograrlo, nada mejor que asumir una mirada descentrada y hostil a las jerarquías. De ahí que lo sublime, lo pequeño, lo irrelevante y lo grandioso confluyan, que en las tramas las épocas históricas se alternen y que se practique una escritura híbrida (ensayo/ficción/poesía) para plantear preguntas ajenas a maniqueísmos. Se ha pasado, en conclusión, de una mirada “post” a una “geo”, interesada por todo lo que ocurre en la Tierra, pero centrada en la tierra (esto es, localizada en las regiones sacrificadas a los intereses del capital).

    Lo revela, en el terreno cinematográfico, Eami (2022), película de la directora paraguaya Paz Encina, que denuncia la situación de una tribu obligada a abandonar el trozo de Chaco en que vive, debido a las prácticas invasivas de los extranjeros (definidos como “coñone”, palabra ayorea traducible como insensible o insensato). Eami (que significa “bosque”) se constituye en la narradora de la historia: una niña que cuenta lo ocurrido a su pueblo en forma de mito oral, fundiendo pasado, presente y futuro y, con ello, escapando a la linealidad racionalista. A ello contribuyen, asimismo, el sinestésico lirismo de lo enfocado por la cámara y el hecho de que esta adopte la altura de una protagonista que asume múltiples identidades: también es la Asojá, diosa ayorea, ave mitológica que fundamenta la historia de su pueblo y que, anteriormente, fue planta, tigre y jaguar.

    En la misma línea estilística se sitúa Peregrino transparente, crítica al mercantilismo y el racismo concebidos como estrategias de dominación global, a las representaciones coloniales del trópico y a la destrucción de la naturaleza. En este caso, se narra la experiencia de una comunidad de artesanos que produjo formas de vida igualitarias, pero que fue traicionada por los políticos de su tiempo, dispuestos a arrasar con lo propio para importar los modos de vida europeos.

    Esta apertura perceptiva se extiende a la literatura. Las constelaciones oscuras (2016), de la argentina Pola Oloixarac, y Peregrino transparente (2023), del colombiano Juan Cárdenas, enfocan su atención en el siglo XIX, época en que el paisaje romántico sentó las bases iconográficas de los Estados oligárquico-liberales y en la que científicos y exploradores realizaron una catalogación de la fauna, la flora y las culturas americanas con claros visos colonialistas. Dotadas de una mirada tan ambiciosa como plural, ambas novelas recrean las expediciones científicas que se internaron en el territorio americano con la obsesión de catalogarlo todo, mediante las que las naciones europeas expandieron su ansia de nuevos nichos comerciales e impusieron su visión del mundo.

    Frente a esta situación, Oloixarac opta, desde el título, por dar a conocer epistemologías alternativas: con “constelaciones oscuras” alude al sistema astronómico inca, diametralmente opuesto al occidental, porque estudia los intervalos de oscuridad entre las estrellas y considera los puntos brillantes como el “ruido” del cielo. Se anticipa con ello lo que le ocurre a Niklas Bruun, prometedor naturalista encargado de taxonomizar lo visto en un característico viaje de exploración decimonónico, que acaba desacreditado a los ojos de sus patrocinadores europeos por enamorarse de —y, posteriormente, fundirse con— la naturaleza que recorre; de ahí que realice dibujos signados por la mezcla y acabe, él mismo, convertido en un simbionte, figura hostil al mundo “perfecto” —esto es, “terminado en su fijeza”— característico de quien etiqueta todo lo que toca.

    La extrañeza de los acontecimientos narrados se corresponde con la complejidad estética de la obra, marcada por la distorsión en el plano de la sintaxis y por la alucinación perceptiva. En la misma línea estilística se sitúa Peregrino transparente, crítica al mercantilismo y el racismo concebidos como estrategias de dominación global, a las representaciones coloniales del trópico y a la destrucción de la naturaleza. En este caso, se narra la experiencia de una comunidad de artesanos que produjo formas de vida igualitarias, pero que fue traicionada por los políticos de su tiempo, dispuestos a arrasar con lo propio para importar los modos de vida europeos.

    Para formalizar la denuncia seguimos la andadura de Henry Price, pintor inglés al servicio de una expedición científica que recorre Colombia en 1850. Este, poco a poco, se obsesiona con la obra de un misterioso artista local (Pandiguando), un verdadero creador por mezclar en sus cuadros los distintos reinos de la naturaleza y no ser un “mero copista de la realidad, un notario de las costumbres y de los lugares”, como Price. Pero Pandiguando es fusilado en una revuelta contra el emergente gobierno liberal, enemigo de quienes, como el gremio de los artesanos, se muestran independientes de los intereses extranjeros.

    Si la recuperación del siglo XIX resulta fundamental para criticar la violencia extractivista, también lo es la asunción de un nuevo animismo, que da voz a los “más-que-humanos” (plantas, animales, minerales) para reivindicar una vida en armonía colectiva. Lo veremos en novelas como Manubiduyepe (2020), del boliviano Juan Pablo Piñeiro, o en El vasto territorio (2021), de Simón López Trujillo.

    Si la recuperación del siglo XIX resulta fundamental para criticar la violencia extractivista, también lo es la asunción de un nuevo animismo, que da voz a los ‘más-que-humanos’ (plantas, animales, minerales) para reivindicar una vida en armonía colectiva. Lo veremos en novelas como Manubiduyepe (2020), del boliviano Juan Pablo Piñeiro, o en El vasto territorio (2021), de Simón López Trujillo.

    En Manubiduyepe, alegato contra los negocios instalados en la región de la Amazonía, confluyen variopintos personajes —el escritor que ha viajado desde La Paz, un indio inmóvil, duendes, demonios, un oso verde, narcos— para narrar una historia abierta a lo sagrado y secreto. En una situación de claro expolio —“la culpa es de los mineros que están matando el río. La selva está furiosa”—, Manubiduyepe se descubre como el espíritu dentro del que narra la historia, en principio inseguro de sus palabras ante la posibilidad de falsear la realidad por provenir del exterior.

    Quiero cerrar esta meditación con un joven escritor chileno. Simón López Trujillo, siguiendo la línea de obras recientes, críticas con el sistema neoliberal —ahí están títulos dedicados a los “pueblos-fundo”, como Piel de gallina (2013), de Claudio Maldonado, y Paltarrealismo (2014), de Cristóbal Gaete; otras, contra las multinacionales, como Nancy (2015), de Bruno Lloret—, denuncia en El vasto territorio los monocultivos forestales alentados por el pinochetismo. No en vano la obra se encuentra dedicada a Rodrigo Cisterna, sindicalista asesinado por la policía en 2007, cuando protestaba frente a una fábrica de celulosa situada en el sur de Chile.

    La breve y lírica novela, definida por unas notas a pie de página que cobran importancia a medida que avanza el argumento, tematiza la violencia capitalisa, la precariedad laboral y la crisis ecológica a través de una trama que supera, una vez más, los presupuestos realistas. El argumento describe la propagación entre los humanos de una enfermedad producida por un hongo surgido del eucalipto. Este árbol, pernicioso, entre muchas otras cuestiones, porque reseca y empobrece la tierra en que echa raíces, es trabajado por Pedro, un hombre que, excepcionalmente, supera la enfermedad del hongo para adquirir, en contrapartida, una identidad micológica; con ella asume la visión de una naturaleza interconectada, que rechaza la individualidad para abogar por “lo vasto” como solución a nuestros problemas colectivos. Y aunque Pedro acabe estallando en esporas y se produzca un apocalipsis del mundo extractivista marcado por el fuego, descubrimos la posibilidad de futuro en una comunidad que, al final de la obra, se interna en el bosque y adopta una economía decrecentista como forma de vida.

    Concluyo esta reflexión acerca de las respuestas al violento Capitaloceno con una nota optimista: los personajes de las novelas comentadas, a pesar de las dificultades a las que se enfrentan, rechazan la melancolía; por el contrario, se abren progresivamente a distintas posibilidades de futuro. Frente a las utopías irrealizables que marcaron los años 60 y 70 de la pasada centuria, y las distopías nihilistas de fines de siglo, estas obras proponen estrategias para “intervenir” en nuestro tiempo, señalando la urgencia de olvidar el egoísmo para potenciar nuestra comunidad con los demás seres vivos. Solo de ese modo se logrará la necesaria hictopía o “utopía del aquí”.

     


    El vasto territorio, Simón López Trujillo, Alfaguara, 2021, 156 páginas, $14.000.


    Peregrino transparente, Juan Cárdenas, Montacerdos, 2023, 232 páginas, $16.900.


    Las constelaciones oscuras, Pola Oloixarac, Literatura Random House, 2016, 240 páginas, $20.789.

  114. Dinamitar el idioma, o casi

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    Los hechos relatados en esta novela no ocurrieron en la realidad. Y no ocurrieron, más precisamente, en la ciudad de Valparaíso, en algún momento entre 1860 y 1899”; con esta nota inicial nos encontramos al abrir El último neógrafo, una novela histórica que de inmediato anuncia su relación ambigua con la realidad y que es el primer libro de ficción de Ignacio Álvarez, académico de la Universidad de Chile y autor de El curso que hice al revés y otros apuntes de profesor (Laurel, 2022).

    Juan Marín, el protagonista, es un intérprete conocedor de varias lenguas (español, francés, alemán, inglés y “la lengua de la tierra, la que hablan los indios”) que, por razones que luego comprendemos, opta por abandonar el habla y llega a Valparaíso, donde su mutismo voluntario le trae problemas —no solo se vuelve invisible; llega a ser invisible incluso entre los invisibles, cuando su silencio despierta el rechazo de los mendigos del puerto—, aunque con el tiempo le consigue un trabajo haciendo aseo en el Banco Ossa & Compañía, donde su voto llama la atención de Contador, quien le pide que le enseñe a hablar alemán a los miembros de su “sociedad casi secreta”.

    Ellos son los neógrafos, un grupo de hombres que busca instalar la “ortografía rrasional”, una en que la relación entre escritura y fonética sea inconfundible, para dejar atrás la escritura basada en la etimología, con sus grafemas mudos y homófonos. Esta sociedad lleva mucho tiempo intentando difundir las enseñanzas de su Maestro ya fallecido, pero sin mayores resultados: “Publicaron varias de las mejores obras literarias de la humanidad en traducciones hechas por ellos y redactadas en la nueva ortografía racional. He visto con mis propios ojos —dice el narrador, que se asoma en primera persona solo de vez en cuando, antes de revelar su identidad y posición— su Dibina Komedia, su Rróbinson Krusó, su Lo rrojo i lo negro, su Ernaní, su Jámlet y el único volumen del Diksionario de kosas dichas en la lengua natural que alcanzó a ver la luz (desde ¡A! hasta aora). No vendieron ni un solo ejemplar de ellos. Ni uno solo”.

    Luego nos enteramos del pasado que Marín mantiene oculto, el recorrido vital que lo volvió un lenguaraz: nacido en Curín, hijo de un importante cacique mapuche y una mujer francesa llegada a Chile en un barco náufrago, fue criado por un fraile debido a un acuerdo entre su padre y el presidente de la República: “Clemente de Berk se encomendó a san Francisco y lo educó de la forma en que mejor pudo, es decir, lleno de ideas, libros y dudas. Cuando quiso crearle un espacio que se pareciera a un hogar decidió enseñarle alemán, porque el único hogar que conocía era el de su infancia en el pueblo mínimo de Berk, y probablemente no sabía cómo ser feliz en otro idioma”.

    A esa altura del libro, está más que claro que su tema es el lenguaje mismo: lo que hacemos con la lengua, lo que estas nos hacen a nosotros, y sobre todo su (im)posibilidad de comunicar la verdad y “lo impensable, lo incalificable, lo inédito, lo insólito”; de ahí la presencia de asuntos como el silencio voluntario, la interpretación y la traducción —asociada a la idea clásica del traduttore, traditore—, y la búsqueda de una nueva ortografía por parte de los neógrafos, un proyecto no solo lingüístico, sino también político, como lo fue en el caso de los neógrafos reales, quienes intentaron llevarlo a cabo en el Chile de fines del siglo XIX, si bien no del mismo modo como esto ocurre en el libro.

    Su tema es el lenguaje mismo: lo que hacemos con la lengua, lo que estas nos hacen a nosotros, y sobre todo su (im)posibilidad de comunicar la verdad y ‘lo impensable, lo incalificable, lo inédito, lo insólito’; de ahí la presencia de asuntos como el silencio voluntario, la interpretación y la traducción —asociada a la idea clásica del traduttore, traditore—, y la búsqueda de una nueva ortografía por parte de los neógrafos, un proyecto no solo lingüístico, sino también político.

    El cruce entre lenguaje y política ya aparecía en los intentos de reforma ortográfica anteriores al surgimiento de los neógrafos, como demuestran dos antecedentes bien conocidos: las ortografías de Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento, las que se relacionaban con la construcción de las naciones americanas tras salir de la Colonia. Pero el ideario político de los neógrafos (reales) era anarquista, y su discurso se manifestó en libros y periódicos de la época, los que, si bien no lograron su cometido último de cambiar la escritura, sí tuvieron resonancia en la discusión pública. Sin embargo, Álvarez los lleva más lejos: aunque nadie lee sus libros, estos neógrafos novelados buscan no solo poner “pequeñas bombas en el sistema de la lengua”, sino también detonar otras más tangibles y de mayores dimensiones en el banco en que trabaja el protagonista.

    La lógica del atentado se explica en la “Argumentación paralela”, un panfleto que no sale del grupo, pero que llega a manos de Marín, con una serie de razonamientos pareados que refuerzan la ligazón entre escritura y política: “Para derrotar a la ortografía irrasional debe eksistir una rrebeldía kotidiana en la eskritura personal i pribada, pero también una rrebeldía estruktural, basada en grandes aksiones: una nueba ortografía, la publikasión de nuestros libros”, dice al final de la primera columna, y la segunda remata: “Para derrotar al gran abuso sistemático debe eksistir una rebeldía (sic) kotidiana, en nuestros aktos personales i pribados, pero también una rrebeldía estruktural basada en grandes aksiones, golpes enérjikos kontra la eksplotasión”.

    El eje de reflexión lingüística es el pilar del libro, el que sostiene su estructura narrativa; de no ser por él, lo único que aglutinaría los distintos episodios sería la presencia del protagonista, porque esta es una novela episódica, un formato que tiene sus ventajas, como la posibilidad de incluir un gran abanico de referentes históricos llamativos, como cuando hace su entrada el famoso francés autoproclamado rey de la Araucanía, Orélie Antoine de Tounens —en la novela aparece escrito “Orelí Antuán de Tunén”, como harían los neógrafos—; pero también conlleva desventajas de las que el relato adolece, como la aceleración de ciertos acontecimientos y la presencia de personajes secundarios sin mayor desarrollo, casi intercambiables entre sí.

    Pero no tiene sentido exigirle otra clase de personajes a un libro como El último neógrafo, en el que, como en los cuentos de Borges, las ideas tienen más cuerpo que las personas. Esta es una novela inteligente, conocedora de sus referencias y con algunas agradables sorpresas escondidas entre sus páginas. Si hay algo que se echa de menos es que, siendo la historia de un grupo que intentó revolucionar el lenguaje, cumpliera su promesa implícita de dinamitar el idioma, es decir, que la narración misma llevara a cabo esa operación mágica de la buena literatura: crear una lengua nueva.

     


    El último neógrafo, Ignacio Álvarez, Laurel, 2024, 200 páginas $14.900.

  115. Fantasías de Roma

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    Gladiador II podría haber sido mucho peor. En la carrera por hacer una secuela de Gladiador (2000), de Ridley Scott, Russell Crowe, que interpretó al héroe, Máximo, en la película original, convenció a su amigo, el músico Nick Cave, para que escribiera un guion. La solicitud presumiblemente incluía un papel destacado para Crowe. El problema era que después de matar al tiránico emperador Cómodo en la arena, Máximo también había muerto a causa de sus heridas. Lo vimos tan innegablemente muerto que una de esas secuelas tipo “resultó haber sobrevivido después de todo” estaba fuera de cuestión.

    La solución de Cave fue abrir su proyectada película con Máximo en el inframundo, pero no por mucho tiempo. Después de un encuentro con un grupo de dioses paganos, es transportado nuevamente al mundo humano, a Roma, un par de décadas después de su muerte. Allí, el nuevo villano imperial es Lucio, el sobrino de Cómodo, hijo de su hermana Lucila, quien, siendo un inocente niño, tuvo un papel secundario en la película original. La oposición a la autocracia romana ahora está formada por los cristianos, con quienes Máximo se alinea antes de emprender un viaje relámpago por los conflictos armados a través de los siglos (no estoy bromeando). Visita las Cruzadas, la Primera y la Segunda Guerras Mundiales y Vietnam, terminando con una escena final en el Pentágono.

    Crowe probablemente se quedó tan desconcertado con esto como yo y su respuesta, como admite Cave, fue un rotundo: “No me gusta, amigo”. Nunca se avanzó más, aunque el guion todavía está disponible en línea (búsquese “guion de Nick Cave para Gladiador II”). Los propios guionistas de Scott, cuando se les encargó idear una continuación, se movieron en una dirección diferente, sin recurrir a la intervención divina ni a los viajes en el tiempo, y sin encontrar un papel para Crowe. Ellos también vieron el potencial de desarrollar al joven Lucio de la primera versión, pero lo eligieron como su héroe, no como su villano. De hecho, aproximadamente a la mitad de la secuela que se ha hecho ahora, se revela que Lucio no solamente es el sobrino de Cómodo, sino también el hijo de Máximo (quien, como los observadores cuidadosos del Gladiador original ya habrán adivinado, tuvo un romance con Lucila).

    Gladiador II es tanto un remake como una secuela, que sustituye a Lucio (Paul Mescal) por Máximo. La historia comienza 15 años después de que termina la primera película. Por su propia seguridad, el joven Lucio había sido enviado desde Roma al norte de África por Lucila (Connie Nielsen en ambas películas) y vivía de incógnito como un simple granjero. Al igual que Máximo, pierde a su esposa en un conflicto con los romanos y termina en una tropa de gladiadores, convirtiéndose en la estrella del Coliseo, donde se desarrolla gran parte de la acción. En esta versión, Próximo, el astuto dueño de la tropa, ha sido reemplazado por Macrino (interpretado brillantemente por Denzel Washington), quien no solamente es astuto, sino que también tiene la vista puesta en el trono imperial. El malvado, demente y loco por los gladiadores emperador Cómodo ha sido reemplazado por un par de malvados, dementes y locos por los gladiadores emperadores, los hermanos Caracalla y Geta (Fred Hechinger y Joseph Quinn), que gobiernan en conjunto; difícilmente es un espóiler decir que ambos terminan muertos. Y un grupo de aristócratas variados, entre ellos Lucio, ahora reunido con Lucila, y el senador Graco (Derek Jacobi, sobreviviente de la película original), todavía acarician el “sueño” de que Roma pueda volver a ser libre.

    Hay, por supuesto, diferencias entre las dos versiones. La más obvia es que el remake ha intensificado horriblemente la violencia contra los humanos y los animales. Junto a las suntuosas reconstrucciones, el extravagante espectáculo en la arena y los trajes casi operísticos que ya conocemos de la original, hay una dosis extra de heridas abiertas, sangre chorreando y una serie espantosa de decapitaciones. Espero que nadie que haya disfrutado de Gladiador II tenga el descaro de deplorar la sed de sangre de los antiguos romanos. Las atrocidades que presenciamos en la película pueden no ser “reales”, pero el placer que ofrecen se siente, de todos modos, como algo sádico. (El hecho de que todo sea, espero, imágenes generadas por computadora o CGI no exime por completo al espectador). Sin embargo, lo más importante para el futuro es que Lucio sigue de pie en las escenas finales, lo que hará que Gladiador III (que se rumorea que ya está en desarrollo) sea mucho más fácil de ensamblar.

    Algunas de las muestras de desaprobación ante los errores son inapropiadas. Parte del placer de consumir una novela o película histórica es detectar los errores. Y los autores y directores los mezclan por esa razón, y para dejar doblemente claro, en caso de que no nos hayamos dado cuenta, que están creando ficción y no registrando la historia.

    Entretejidos con la sangre y las tripas hay algunos fascinantes accesos clásicos. Hay algo placentero (aunque es fácil pasarlo por alto) en que Lucila finalmente reconozca a Lucio, traído de regreso a Roma desde África, gracias a unos versos de Virgilio. Después de ganar un combate en una exhibición privada de gladiadores en el palacio imperial, Lucio cita el libro VI de la Eneida: “Las puertas del infierno están abiertas día y noche”. “Eso no lo aprendiste en África”, observa Macrino. Eso resulta ser cierto, porque, como Lucila (también entre el público) se da cuenta, esos famosos versos habían sido escritos en la pared de las viviendas en las que ambos habían vivido en Roma cuando Lucio era un niño.

    También se plantean algunas cuestiones más importantes. La moraleja para mí (aunque no estoy segura de que esto sea lo que Scott o sus guionistas pretendían) fue que el “sueño de Roma” sostenido por Lucio y sus compañeros disidentes era una fantasía: una “ficción”, no un “sueño”, como dice otra de las agudas bromas de Macrino. Como vio Tácito, entre otros historiadores en la propia Roma, fue bastante fácil deshacerse de emperadores individuales (como sucede aquí con Caracalla y Geta, y también con Macrino, que brevemente hizo realidad su ambición por el trono). Fue mucho más difícil deshacerse del sistema de la autocracia. Hay un fugaz momento de optimismo al final de la película, pero en general los románticos, grandilocuentes e ineficientes rebeldes de Gladiador II (como en la vida real) no están a la altura de la tarea.

    Gran parte de las críticas a la película se han centrado en sus errores históricos y anacronismos, de los que hay muchos. Los que actuaban en la arena no montaban rinocerontes, aunque estos animales aparecían allí ocasionalmente (uno bajo el emperador Domiciano fue tan famoso que apareció en una moneda romana). Los hombres y las mujeres no se sentaban juntos en el Coliseo (aparte de las princesas imperiales y unas pocas sacerdotisas sentadas con el emperador en los mejores asientos, el público estaba rígidamente segregado) y los hombres tenían que usar sus togas formales, no las túnicas de colores brillantes que vemos en la película. Alguien llamado Macrino gobernó durante un corto tiempo después de que Caracalla fuera depuesto, pero no se dedicaba al negocio de los gladiadores: era abogado y jefe de la Guardia Pretoriana. Y así sucesivamente.

    Algunas de las muestras de desaprobación ante los errores son inapropiadas. Parte del placer de consumir una novela o película histórica es detectar los errores. Y los autores y directores los mezclan por esa razón, y para dejar doblemente claro, en caso de que no nos hayamos dado cuenta, que están creando ficción y no registrando la historia. (Estoy segura de que Ridley Scott sabe perfectamente que los antiguos romanos no se sentaban a desayunar con un periódico, como vemos que hace un senador). Pero cuando está bien hecho, el anacronismo añade sustancia a la historia, permitiendo argumentos y teorías sobre el pasado que serían imposibles basándose únicamente en la evidencia histórica. Las memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar o Espartaco de Stanley Kubrick son buenos ejemplos. No es el caso aquí, donde no añade casi nada sustancial. Incluso si se ha evitado el capricho de Nick Cave, el anacronismo merece algo mejor que Gladiador II.

     

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    Artículo aparecido en Times Literary Supplement en noviembre de 2024. Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Gladiador II, dirigida por Ridley Scott, guion de David Scarpa, 148 minutos.

  116. Todo cojea

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    Los Cuentos completos, de Mauricio Wacquez, se instalan en un mundo lejano a las verdades inexpugnables sobre las que se edifica cierto tipo de literatura, aquella basada en complacer con respuestas, resolver muy rápido los conflictos y ser certeras a las demandas y juicios que ciertos lectores piden con pancartas y deseos de inmediata satisfacción.

    La escritura de Wacquez ignora la autocensura atada a la complacencia ajena y apuesta más por ideas y emociones subyacentes, esas que exigen adentrarse en capas de lectura, sumergirse y salir de las palabras con atención, cuidado y un tiempo aparentemente primitivo.

    Wacquez escribe desde la resta, y los lectores pueden sentirse perdidos, porque esta colección de pocos y breves relatos juega, de manera implacable, con la sensación de apertura, expansión y riesgo.

    Es allí —desde la vastedad detectada en gestos y detalles de personajes hastiados, voces nostálgicas e irónicas, actos impetuosos que de manera cauta se sostienen en una confusa claridad— donde surgen los vacíos, un espacio y tiempo de descubrimiento. Los relatos parecieran desmoronarse, difuminar su argumento, quedando incompletos y frágiles. Es justamente esa impresión e inquietud (¿de qué trata este cuento?) lo que los sostiene, como si la esencia de lo narrado fuese vislumbrar, desviar o revelar algo que aun así mantiene su velo, y entonces no es la trama ni el argumento lo que los conforma, no se tratan “de” algo sino que tratan “con” algo para diseccionarlo, desmantelarlo, volver a cubrirlo. Hay belleza en esta desorientación, como si no importara desafiar cierto tipo de comprensión para entrar en otra.

    Sería fácil quedarse solo ahí, Wacquez va más allá: mientras logra dar con una libertad que no se adhiere, devela las implicancias metafísicas de situaciones o escenas cotidianas, para mostrar en ellas la presencia de lo sutil y descarnado, el anhelo por “ver todo al desnudo y si es posible cuando recién viene naciendo”. En cada acción e idea hay algo que desentrañar, y luego otra cosa más, cavando hasta el fondo de los personajes y situaciones donde reside un deseo de hallar ¿una esencia? insospechada, que entra en pugna con la complejidad de lo subjetivo. Aquello que se revela otorga un sentido ulterior que parece acercarse a la idea de unión, pero simultáneamente, a su desarticulación.

    Es destacable que la complejidad, intensidad y densidad de la prosa se logre a través de la concisión: en las pocas páginas que conforman cada cuento da la sensación de haber leído un texto mucho más largo y sería quizás agobiante sumergirnos en esta prosa de múltiples fuentes y sentidos si fueran más extensos. La fuerza de ellos reside en esta condensación extrema, que logra dejar al lector suspendido o impávido, o saboreando algún párrafo donde narrativa y poesía confluyen.

    Esto muchas veces provoca que el momento de lectura invite a ser repetido y se muestre como algo nuevo; el lector también es instado a excavar y cavar más profundamente, sintonizando con la escritura y con los personajes de los relatos que reflexionan entre interacciones y quehaceres. En el cuento “Otra cosa”, por ejemplo, leemos lo siguiente: “La solución sería entregarme a las cosas simplemente, sin tocarlas ni elegirlas, esa capacidad de comprenderlo todo limita mi visión alrededor”; “Hay algo que no se integra, que no somos capaces de pensar”; “Todo me viene así, dislocadamente, todo cojea. No puedo contarle una historia hilada”.

    Junto a este exigente ejercicio de autoconciencia, por el que discurre lo reprimido como si quisiera abandonar su carácter intempestivo, irrumpen cuestionamientos a las instituciones y la religión, contradicciones entre el deseo expectante y la decepción del suceso o de la rutina, disquisiciones éticas que desmantelan el orden de una tradición o el concepto de destino. Tal vez, por sobre estas cuestiones sociales se realza más la delicada fusión, con sus sintonías y fricciones, del individuo en la naturaleza, en los objetos, en los demás: “Sentía que algo se había roto en él y en todas las cosas” (“El fondo tibio de dios en la arena”); “Era la hora en que las cosas dan esa sombra definida exacta y formada como el propio cuerpo” (“El fondo tibio de dios en la arena”); “y ella adentro, entre todas esas cosas ausentes” (“El momento extenuado”).

    La presencia y ausencia de lo otro determina el espacio psíquico desde donde se actúa y se es, un espacio que desconoce lo que es suyo, entonces puede hacer de todo algo propio, sin caer en lo nihilista sino más bien en el hondo movimiento humano que suscita la disgregación y su resistencia (lejana a la clásica romantización de la resistencia política).

    Es destacable que la complejidad, intensidad y densidad de la prosa se logre a través de la concisión: en las pocas páginas que conforman cada cuento da la sensación de haber leído un texto mucho más largo y sería quizás agobiante sumergirnos en esta prosa de múltiples fuentes y sentidos si fueran más extensos. La fuerza de ellos reside en esta condensación extrema, que logra dejar al lector suspendido o impávido, o saboreando algún párrafo donde narrativa y poesía confluyen, y aunque “avanzamos” hacia un final muchas veces abrupto, ese fin también es un comienzo, que a su vez nos insta a volver al principio, a la intimidad que de golpe nos entrega la primera oración, la primera página de algún relato.

    Pero lejos de la apariencia experimental o hermética de su escritura, los cuentos de Wacquez están perfectamente empapados bajo el habla específica de personajes y sus acontecimientos aparentemente extraños pero bastante reconocibles, de aquellos conceptos filosóficos fundamentales que cruzan ciencia y literatura, y que nos moldean a diario: desde el ethos, pathos y logos griegos en sus distintas épocas hacia adelante, sin desprenderse nunca de la idea de aprehender el mundo como pregunta, y que esta inclinación entregada a lo incierto resulte placentera, como aquella contemplación curiosa que niega lo impávido y lo llano.

     


    Cuentos completos, Mauricio Wacquez, Alfaguara, 2024, 169 páginas, $17.000.

  117. Asado

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    Una idea: entre las novelas y relatos de Germán Marín (1934-2019) bien se podría dibujar una versión deforme y chilena de la Odisea. Suya es una literatura que aborda una y otra vez la extranjería y el retorno, a los que describe muchas veces con una nostalgia rota, íntima y monstruosa a la vez, como si tratara de aferrarse a lugares, palabras, gestos o espíritus antes de que el olvido los devore. Definida desde ese deseo, aquella escritura compone una gesta determinada por un lenguaje cuya mejor virtud es una cadencia hecha con la deriva de frases largas que son quizás un murmullo de lo perdido. Se trata del estilo de un arte crepuscular que dialoga tanto con Proust y los modernistas en lengua inglesa como con las ficciones de Enrique Lihn, amigo y fantasma predilecto suyo, capaces de demostrar que hasta el lenguaje más vacío y la retórica más paródica son formas de huir de la nada. Siguiéndolo, el lector ingresa muchas veces en una forma atroz de lo chileno porque, como decía Raúl Ruiz, “aquel que se porta mal en este mundo, se reencarna en chileno”.

    Ese susurro posee la belleza feroz que determina la lectura de novelas como Ídola (2000), La ola muerta (2005), Carne de perro (2002) o El guarén, (2012), entre muchas, como también sus relatos breves. Entre ellos destaca “La roja de todos”, incluido en Basuras de Shanghai (2007), donde Marín narra cómo un chileno vuelve a casa desde el exilio y es asesinado por sus viejos amigos y vecinos del barrio, quienes lo esperan con un asado. Porque Kiko Sánchez, el personaje, ya no es el mismo; es un Ulises al que el exilio volvió un siútico insoportable. Kiko se fue y ellos se quedaron. “Proseguíamos iguales de rascas que antes, o sea, ni más ricos ni más pobres, como lo demostraban nuestras vidas sin alternativas, siendo los mismos muchachos del pasado que se juntaban en la esquina con Cueto”, dice el narrador. En la fiesta, alguien cuelga una bandera chilena y todo transcurre bajo un parrón iluminado por tubos fluorescentes. Lleva un reloj caro y regalos para todos. Los amigos le hablan en chileno, Kiko responde en francés. “Ustedes están perdiendo el tiempo en Chile, afuera, cabritos, está la ponme de terre”, les dice a sus viejos amigos. Luego, se acaba el trago y van a comprar más. Se produce una discusión. No hay compasión en el texto. “El Kiko trató de defenderse como pudo, nosotros los chilenos de corazón éramos más y, después del segundo golpe de cuchillo que esta vez lo rajó, humedeciendo de sangre la camisa deportiva, se fue de poquitito al suelo un tanto sorprendido”, leemos.

    Las imágenes finales del relato son devastadoras. El cuerpo de Kiko tirado sobre la mesa, tapado con la bandera, los brindis al lado del cadáver, el narrador que se queda con el reloj, el asado que sigue. Porque para Marín, la identidad chilena es un avatar del trauma, de una distancia que no trae olvido sino encono o más bien hastío, y donde cualquier fábula del retorno puede ser referida como un asunto sacrificial, no exento de sorna. Es posible vislumbrar un país en el asado del cuento: un lugar de cicatrices apenas expuestas, una lengua nacional. Por eso, ahora mismo, en momentos donde la transparencia aparece como una virtud encomiable (e insoportable) y muchas de las ficciones locales se solazan como alegorías políticas de baja intensidad, leer a Marín nos recuerda por qué su literatura es tan entrañable como peligrosa; por qué sigue siendo inevitable, cáustica y feroz. Ahí el palacio de la memoria es un basurero; la patria se revela desfigurada e irreconocible; y antes que cualquier epifanía o anagnorisis en su literatura las formas de la guerra o del viaje solo convocan a la violencia, a la extinción.

  118. El trabajo de una vida: 200 años de la Novena sinfonía

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    El arte une a todas las personas, y mucho más a los verdaderos artistas; y tal vez os dignéis también contarme entre ellos”.
    Bthvn (como firmaba él mismo)

    Aunque no seamos conscientes, reconocemos cada uno de sus movimientos por su abundante presencia en la cultura pop. En Japón la llaman daiku (“la grande”), fue interpretada cuando cayó el muro de Berlín, es el himno de la Unión Europea desde 1985, se declaró patrimonio de la humanidad en 2002, Oksana Lyniv la dirigió un día después de que Rusia declarara la guerra con un ataque sobre Kiev en 2022, Norman Lebrecht nombró su estreno como “el día que cambió la música”. La Sinfonía N° 9 en re menor (también llamada Sinfonía coral) de Ludwig van Beethoven fue compuesta, oficialmente, entre 1818 y 1824, por encargo de la Sociedad Filarmónica de Londres, y cambió para siempre el destino de la música occidental.

    Más allá de la sublimidad proyectada por su trabajo armónico, de su aparición en películas y comerciales, del enorme trabajo que supuso su composición por parte de un hombre absolutamente sordo, la Novena es una obra que, a 200 años de su estreno, dará para hablar, por lo menos, 200 años más. Es musicalmente tan rica, su interpretación extramusical tan pertinente, su unidad tan certera que, cabe preguntarse quién es el sujeto de rostro huraño detrás de las melodías más importantes de la música occidental y cómo logró gestar esta obra maestra. Corresponde responder: un simple hombre, con el trabajo de una vida.

    Contra el mito

    Se lo piensa siempre como “Beethoven”, “el genio del romanticismo”, “el que cambió la historia de la música” y nunca como el hombre que vivió como cualquier mortal. Algunos datos de su vida nos acercan su humanidad:

    Su comida favorita era el tordo.

    En la escuela fue discriminado por su apariencia física y apodado der spagnol (el español).

    Compró, en su adolescencia, un caballo para dedicarse a la hípica (no le resultó).

    No sabía multiplicar: Hasta el último de sus días, si le pedían, por ejemplo, pagar 70 florines a 50 músicos, su operación mental y gráfica era sumar 50 veces 70.

    Amaba el café: cada mañana seleccionaba 60 granos de café (el equivalente a ocho gramos) y los molía para preparar su brebaje. Decía que ese ritual activaba su pensamiento y lo situaba en camino hacia la composición.

    Luchó por la reivindicación de la dignidad artística: fue el primer compositor que vivió de su oficio y logró llevar relaciones comerciales estables con editores, directores, dueños de teatros, músicos, etcétera. Gracias a esa lucha, a la seguridad en su proyecto que le permitió afirmar frente a la nobleza “ser tan digno como ellos”, es que después de su muerte los artistas han podido dedicarse al trabajo artístico moderno como lo entendemos hoy.

    Probablemente fue el primer músico, fuera de la familia Bach, que se formó en los klavier tocando El clave bien temperado. Leyó la Teoría general de las bellas artes de Sulzer, a Shakespeare, Homero y La teoría del cielo de Immanuel Kant (de quien aprendió, sobre todo, que conocerse a sí mismo es la clave para relacionarse con los demás).

    Era cascarrabias y sucio, enamoradizo, le gustaba pasear por el campo. Siempre le costó relacionarse con la gente, de hecho, peleó con casi todos sus amigos.

    Lloró la pérdida de su madre, sustentó a su padre alcohólico y cuidó a sus hermanos hasta el día de su muerte.

    Siempre trabajó bajo la mirada de su abuelo (quien fue, en su minuto, el músico más destacado de Bonn, como lo sería tiempo después su nieto). De niño, se sintió especialmente acompañado por su fantasmática presencia. En cada cambio de casa, así como en cada composición, su retrato lo custodiaba desde las alturas.

    El trabajo de una vida

    Cuando Beethoven tenía 15 o 16 años, Schiller publicó An die Freude (Oda a la alegría), un poema que se encuadra en la tradición del geselliges Lied, “una canción social concebida literal o figurativamente para ser cantada entre camaradas alzando los vasos”. El pensamiento de Kant imbuido en el adolescente, los ideales ilustrados impresos en la canción, aquello en los versos que representaba sus sentimientos por la humanidad, provocarían en el joven músico el deseo de musicalizar la obra. Ese deseo viviría siempre en su mente, atravesando su labor como compositor desde la publicación de su primer opus oficial entre los 26 y 27 años, hasta su lanzamiento como op. 125, casi 30 años después.

    La obra beethoviniana podría empalmarse con la teoría homeomérica de Anaxágoras. En ella, todo forma parte de todo. Del mismo modo, podríamos aventurar que cada tema y motivo desarrollado por Beethoven a lo largo de su vida, formó parte de la que sería su apuesta final como artista.

    El germen de su obra maestra estuvo presente desde su lectura del poema de Schiller. En materia de composición, empezó a manifestarse en 1795, cuando Beethoven esbozó los primeros intentos de trabajo orquestal con coro en la canción Amor correspondido. Mientras componía su Sinfonía N°3 en mi bemol mayor (op.55), más conocida como Eroica, en mitad del desgaste que implicaba la composición y los años de aislamiento en Heiligenstadt y sus colinas, Beethoven recordó el sueño ilustrado de felicidad y hermandad que proclamaron los Illuminati (al que Schiller llamó Elíseo) y regresó a su vieja ambición adolescente: musicalizar An die freude, pero, esbozados algunos motivos temáticos, deshechó la idea. Aún no contaba con las herramientas para ello, pero las estaba aprendiendo a manejar.

    Si tuviésemos que postular un antecedente musical más directo que la Eroica, la Fantasía coral (op. 80) de 1808 presenta líneas que serán retomadas en la Sinfonía coral. Su trabajo sobre algunos poemas de Goethe, o su única ópera, Fidelio, también son muestras de la preparación centrada en la composición vocal que debió sortear Beethoven para cumplir su sueño.

    El proceso compositivo de Beethoven

    Si Mozart escribía como un copista, de un pulcro tirón y sin errar ninguna nota, Beethoven encarnaba todo lo contrario: era sucio, desprolijo y disperso. Es cierto que componía a gran velocidad, pero todo escrito era provisional hasta el final del proceso. Motivado por sus característicos raptus de inspiración (que podían ocurrir en cualquier momento: cualquier aspecto de la realidad podía inspirarlo), el bonense, rápidamente y abstraído de su entorno, bosquejaba notas y motivos en los cuadernos de apuntes que siempre cargaba. De ahí que sus claves no tuviesen siluetas definidas, que sus pautas estuviesen tachadas, salpicadas con café y vino, que sus cuadernos parecieran marañas de notas e indicaciones borroneadas.

    Para Beethoven, lo intelectivo del proceso de composición conllevaba un procedimiento físico, que comenzaba con la preparación de café. Una vez el brebaje hacía efecto en su ánimo, escribía sus apuntes, mecía sus cabellos reflexionando qué indicación era la ideal para la unidad de la obra, marcaba el ritmo con manos y pies, maldecía en voz alta contra las notas; en sus caminatas tradicionales en busca de inspiración, aullaba, gruñía y agitaba sus manos dirigiendo virtualmente la orquesta en su cabeza.

    Dijimos en un comienzo que Beethoven componía a gran velocidad, pero esta velocidad se veía imbricada en un proceso extenso. El motivo compuesto se sometía a revisión durante años. Su aprendizaje con Joseph Haydn aportó un elemento imprescindible a su proceso compositivo: el desarrollo temático mediante pequeños motivos hiperexprimidos hasta el cansancio. El mejor ejemplo pueden ser las cuatro notas que abren la Sinfonía N°5 en do menor (op. 67), que se repetirán durante toda la sinfonía en las más diversas variantes, constituyendo un principio constructivo que comienza en el dibujo de un par de notas para su posterior yuxtaposición en distintos niveles armónicos e instrumentos. Para llegar a motivos como ese, pasaba horas de improvisación frente al teclado, kilómetros de paseo, años leyendo el Gradus ad Parnassum y mucha, realmente mucha reescritura.

    A temprana edad, viéndose tosco e incomprendido, Beethoven llegó a una conclusión que dirigiría su vida social hasta la muerte: decidió amar a la humanidad. Optó por venerar una abstracción y no a las personas, a quienes nunca comprendió. Prefirió la soledad y el trabajo metódico a la parranda, porque tenía un objetivo claro que nunca descuidó: ser el sucesor de Mozart y Haydn, el mayor músico vivo de su época.

    Su declaración de amor por la humanidad

    De todas las leyendas en torno a Beethoven, el mito más injusto es su incriminación como misántropo. Si bien es cierto que no era una persona fácil de tratar, fue un hombre noble e intenso, con un amor y un compromiso con el arte y la humanidad que supera lo áspero de su personalidad.

    A temprana edad, viéndose tosco e incomprendido, Beethoven llegó a una conclusión que dirigiría su vida social hasta la muerte: decidió amar a la humanidad. Optó por venerar una abstracción y no a las personas, a quienes nunca comprendió. Prefirió la soledad y el trabajo metódico a la parranda, porque tenía un objetivo claro que nunca descuidó: ser el sucesor de Mozart y Haydn, el mayor músico vivo de su época.

    En 1802, aquejado, aislado y componiendo su tercera sinfonía, Beethoven escribió una carta que nunca envió, en la que expuso sus deseos y sentimientos. Hoy la conocemos como Testamento de Heiligenstadt. Fue dirigida a sus hermanos Kaspar Anton y Nikolaus Johann, y comienza así: “¡Oh vosotros, hombres que me miráis y me juzgáis huraño, loco y misántropo, cuán injustos habéis sido conmigo! Ignoráis la secreta razón de lo que así os parece”. Lo que quería confesar, le habría costado la vida: nadie sabía que el músico del que tanto se estaba hablando, había comenzado a quedarse sordo. ¿Quién confiaría en un compositor sordo? De ahí su aislamiento, su desgano en socializar: no escuchaba y no quería ser juzgado por ello. El testamento termina con una declaración de sus sentimientos: “Adiós, y no me olvidéis del todo en la muerte; tengo derecho a esto de vuestra parte, ya que durante mi vida he pensado frecuentemente en haceros felices, sedlo.” Aquello que durante su vida pensó para hacernos felices, desembocaría en su más grande obra: la mentada Sinfonía N°9 en re menor.

    A mediados del s. XVIII, la sinfonía, gracias al Idealismo, fue considerada el género horizontal y gregario en que sociedad e ideales se comunicaban. El público en estos años aprendió a escuchar activamente. La música era compartida y comunitaria. Beethoven componía en soledad, pero el acto musical per se se realizaba con una amplia red de colaboradores: el artista reunía a los músicos, buscaba el teatro, debía contar con el apoyo de copistas que hicieran tantas transcripciones como fueran posibles en un lapso breve de tiempo, etcétera. Así, en virtud de su carácter comunitario, se comprendía la sinfonía como un espacio de reunión en el que la masa se podía encontrar con un arte que reflejaba sus ideales, que fuese digerible y representativo. Es en este sentido, la tristeza del aislamiento, la reunión que suponía una sinfonía y su deseo de ser comprendido, que la Novena se encuadra como declaración de amor por la humanidad, glosando el coro del finale: “Todos los hombres serán hermanos [bajo los brazos de la Alegría]”.

    Innovaciones técnicas

    Lo primero que salta a la vista es la duración. En aquello años, lo común (y lo aceptado por oyentes y críticos) era que las sinfonías duraran alrededor de media hora. La Sinfonía N°9 en re menor dura aproximadamente 70 minutos. A propósito, el mito cuenta que Herbert von Karajan (el artista discográfico de música clásica con las mayores ventas de todos los tiempos), afamado director filonazi, quien tuvo un papel decisivo en el desarrollo del disco compacto (CD), extendió su duración de 60 minutos a 74 minutos para que cupiese la novena sinfonía.

    En cuanto a su estructura, si bien siguió el molde retórico formal de 4 movimientos, los subvirtió en pos de los motivos expresivos, de modo que en los movimientos de la Sinfonía coral, salvo el primero, abundan en cambios de tempo (alterando la velocidad de ejecución, por ejemplo, de un rápido presto a un tranquilo adagio), cuando lo común era que una sola indicación rigiese por movimiento. Con esto, sumado a los cambios de dinámica, consiguió que los modelos formales se acomodaran a sus intenciones expresivas.

    La obra cumplió con el mandamiento romántico sobre la poiesis: no fue una obra fija; se tocó más de diez veces en vida del compositor, en proceso de constante revisión. Aun así, desde su estreno, la obra supuso novedades. ¿Qué novedades podía tener la sinfonía después del trabajo de Haydn, “padre de las sinfonías”, con más de cien en su haber? Fue la primera vez que en una sinfonía participaba un coro (hasta entonces destinado a trabajos orquestales menores, exceptuando La creación de Haydn, y ligados a la música de iglesia) y que la percusión cumplía un papel indiscutible en una orquesta (antecediendo lo que haría Stravinsky con La consagración de la primavera).

    Algunos pasajes son más reveladores en cuanto a innovación técnica. Por ejemplo, gran parte de la obra, siguiendo con el método beethoviniano de los cambios bruscos de dinámica, está compuesta para un volumen nuevo (por lo estruendoso) para la época, en la que todos los instrumentos obran en forte, lo que genera una sensación violenta y apoteósica con más de 40 músicos trabajando simultáneamente (un número enorme considerando que las sinfonías de la época se realizaban con alrededor de una veintena de intérpretes).

    El estreno

    Era viernes al atardecer, la primavera estallaba en Viena. El Theater am Kärntnertor se erigía alto y vasto. Los dos mil asistentes (se encontraban, entre ellos, Franz Schubert y Carl Czerny) se abarrotaban en las puertas; se sentían afortunados de pertenecer al selecto grupo que presenciaría la vuelta a escena, tras doce años retirado en un raptus patológicamente creativo (compuso sinfonías, una misa, cuartetos de cuerda, conciertos, sus últimas sonatas para piano, para violonchelo, para violín, quintetos de cuerda, bagatelas, variaciones, tríos para piano), de Ludwig van Beethoven, el músico vivo más importante del continente.

    El programa contemplaba el estreno de tres obras: el Kyrie, la Gloria y el Credo de la Missa Solemnis (op. 123), la obertura de La consagración de la casa (op. 124) y la Sinfonía N° 9 en re menor (op. 125).

    La sinfonía fue dirigida por el propio Beethoven quien, de espaldas al público, se humilló intentando marcar los tiempos para una orquesta que había acordado seguir la batuta de Michael Umlauf, kapellmeister del teatro.

    Entre los movimientos, contrario a las costumbres de la época, según las que se tenía que aplaudir solo al final del concierto, el público gritaba embravecido: lo que estaban oyendo no tenía precedentes en la historia de la música occidental. Llegado el finale, cuando el coro cantó el verso que dice: “Abrazaos millones de hermanos, este beso es para el mundo entero”, los asistentes lanzaron sus gorras por los aires en un gesto de camaradería.

    Una vez terminada la ejecución (imperfecta y ovacionada, innovadora y conmovedora), mientras el pública gritaba y aplaudía de pie, Beethoven, de espaldas al público, seguía abstraído en la partitura. Caroline Unger, quien hizo de contralto en el finale coral, fue en su busca y lo tomó del brazo. Imaginemos la escena: 2.000 personas gritan y agitan sus pañuelos, los músicos sudan, los instrumentos brillan y todo tiembla por la emoción conjurada tras tres horas de música. Al fondo, escondido detrás de la orquesta, con una cincuentena de años y centenares de piezas compuestas, sin escuchar nada, Ludwig van Beethoven contempla el trabajo de su vida.

  119. Ajustando cuentas con su pasado

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    La primera pregunta que surge al leer Ajuste de cuentas, de Eugenio Tironi, es con quién es el ajuste de cuentas. En la introducción esboza una razón: volver a revisar la figura de Allende, una figura a la que el autor se había resistido a recordar. Su libro, entonces, busca dilucidar cómo Allende y el gobierno de la Unidad Popular influyeron en la trayectoria posterior de la izquierda, en la renovación socialista y en la Concertación. Plantea revisitar a Allende para reconocer su influencia, y de ahí el ajuste de cuentas con aquella figura ya mítica para la izquierda chilena.

    Sin embargo, este libro puede interpretarse también como un ajuste de cuentas con la propia trayectoria política e ideológica del autor. De hecho, en los capítulos que se van delineando hay mucho de autobiografía, de adjetivos calificativos sobre las posturas que asumió él y sus compañeros en momentos críticos de la historia de los últimos 50 años. Y esa es la parte más interesante (y entretenida a veces) de este texto.

    Ajuste de cuentas intenta convertirse en un espejo de la obra de Daniel Mansuy que ya comentamos con anterioridad (revista Santiago 19). Tironi lo reconoce de entrada. Fue la discusión de los 50 años del Golpe y aquel “provocativo libro” de Mansuy, lo que lo motivó a realizar un balance de las cosas vividas. Y lo dice en primera persona: “Me siento empujado a hacer un balance de las cosas que viví, de las opciones que tomé, y sobre todo, de aquello que reprimí y olvidé, o ante lo cual fui insensible o quizás injusto, obnubilado por la pasión”.

    Aunque Mansuy no fue un testigo de aquel tiempo como sí lo fue Tironi, ambas obras se parecen por cuanto más que escrudiñar en la figura de Allende, lo que hacen es preguntarse sobre el impacto que él y su gobierno tuvieron en el devenir del progresismo.

    El joven Tironi fue testigo, pero no protagonista de la Unidad Popular. La única vez que estuvo cerca de Allende fue el 4 de septiembre de 1973, a sus 21 años, cuando marchó frente a La Moneda en aquella célebre columna humana que lo respaldó pocos días antes del Golpe. Tironi recuerda haber tenido una juicio categórico y tajante sobre la figura presidencial: “Su estilo de vida me resultaba burgués, pomposo, frívolo, inconsecuente con su discurso revolucionario. No me gustaba su manera de gobernar, basada en su legendaria ‘muñeca’ política”. El Tironi de aquel entonces consideraba que Allende no estaba preparando al pueblo para el combate final. Para los jóvenes revolucionarios de esos días, Allende era lo que Ricardo Lagos representaba para la generación del Frente Amplio.

    El autor deposita en Allende la principal responsabilidad del trágico evento del 11 de septiembre de 1973: ‘Si ese martes 11 —escribe Tironi— él hubiese buscado una salida negociada, como era dable presumir por su trayectoria previa, el régimen que lo destituyó seguramente no habría actuado con la crueldad que lo definió’. Allende ese día habría apelado más a sus principios que a la astucia y muñeca política.

    El autor deposita en Allende la principal responsabilidad del trágico evento del 11 de septiembre de 1973: “Si ese martes 11 —escribe Tironi— él hubiese buscado una salida negociada, como era dable presumir por su trayectoria previa, el régimen que lo destituyó seguramente no habría actuado con la crueldad que lo definió”. Allende ese día habría apelado más a sus principios que a la astucia y muñeca política. Este párrafo es clave en el libro, pues define —de acuerdo con el autor—el dilema en que se ha encontrado Chile por los últimos 50 años, un dilema entre principios y pragmatismo, principios y astucia, principios y muñeca política.

    El juego de contra fácticos es un sendero difícil de recorrer: ¿era posible o imaginable negociar una salida política aquel martes 11? ¿Podrían los actores sentarse en una mesa y negociar los términos de una rendición, o de una salida lo suficientemente satisfactoria para ambos bandos? La cuestión de la inevitabilidad del golpe lo plantea Tironi en varios capítulos de un modo balanceado y correcto. Habla de los militares que venían preparando este momento por años; menciona las fuerzas internacionales que estaban operando en el país por años; expone con detención aquella polarización e insoportable división entre amigos y enemigos.

    Entonces, siempre queda la duda sobre el valor que podemos asignarle a un set múltiple de variables que ocasionaron el Golpe y Tironi tampoco lo termina por definir. En el capítulo 7 intenta dilucidar si Allende pudo o no evitar la tragedia del 11 de septiembre. La respuesta es taxativa: a principios de ese mes el Golpe era inevitable y “es posible aventurar que ningún gesto humano podía evitarlo, ni siquiera un último intento de Salvador Allende. Pero no es solo que Allende no pudiera torcer el destino: tampoco, en realidad, lo quería seguir intentando”. Basado en fuentes secundarias y algunas conjeturas, sostiene que Allende en esos últimos días habría entrado en un túnel pesimista y melancólico; eran días donde parecía ya estar escrito aquel destino trágico.

    Poco más de la mitad de Ajuste de cuentas se dedica a lo que vino después: la interpretación que los intelectuales hicieron sobre el Golpe, a la renovación socialista, al tránsito a la democracia, hasta llegar al presente. Allí comienza a aparecer el Tironi que deja de ser testigo y comienza a ser un poco más protagonista. Revisa con detención los intensos debates sobre cómo las fuerzas de izquierda comenzaron a interpretar a la Unidad Popular y el 11 de septiembre. Quizás, lo más interesante, es cuando aparece el autor en tanto protagonista de fragmentarios pero simbólicos episodios de debate político sobre el devenir de la izquierda.

    En su reflexión, el camino de Allende reformador y gradualista encuentra su mejor expresión en la convivencia entre socialistas y comunistas en los tiempos de Bachelet y Boric: ‘Estos viejos partidos son, de facto, los pilares del gobierno actual, que después de unos escarceos iniciales practica una política eminentemente reformista’.

    En la página 175 aparece el Tironi militante del MAPU: “En mi condición de joven e inexperto ‘interventor’ del MAPU en el exterior […] tuve la incómoda tarea de hacer valer estos postulados no solo ante las figuras de mi partido, sino ante los legendarios jerarcas de la UP como los llamaba la dictadura”. La ciudad era Berlín Oriental y el año, 1976. Los partidos de izquierda estaban delineando lo que sería el “frente antifascista” y Tironi, a sus 25 años, tenía la misión de oponerse a tal idea, porque sería más una imposición que venía desde el exilio, que una decisión de quienes estaban experimentando la dictadura en Chile. Luego viajó a México y allí se enfrentaría con Óscar Guillermo Garretón, Clodomiro Almeyda y Luis Maira —pesos pesados de la izquierda— y quienes buscaban reconstituir la Unidad Popular. Tironi llevaba el mandato del MAPU de oponerse a tal idea, pues estimaban que lo que se requería era una alianza mucho más amplia, que incluso abarcara al centro político, es decir, la Democracia Cristiana.

    La historia que nos cuenta es de un actor que ha actuado casi siempre a contrapelo de su tiempo. Radical y revolucionario cuando Allende buscaba una vía chilena al socialismo; bestia negra de los acuerdos y de coaliciones amplias cuando otros querían revivir la UP; defensor del Chile que quería más libertad y menos Estado cuando otros querían centrar la campaña del NO en el rechazo al dictador; y aquel que dio la transición por muerta, cuando otros la consideraban en desarrollo.

    La historia en tanto protagonista la termina poco después de la transición. Relata su paso por La Moneda (en la dirección de Comunicaciones) y entrega algunas impresiones de la figura de Patricio Aylwin y Ricardo Lagos. Mientras las cuatro primeras partes del libro están inundadas de referencias y citas a textos y documentos, los últimos capítulos se acercan más a un ensayo sobre cómo desde el presente se va reconfigurando la figura de Allende.

    En su reflexión, el camino de Allende reformador y gradualista encuentra su mejor expresión en la convivencia entre socialistas y comunistas en los tiempos de Bachelet y Boric: “Estos viejos partidos son, de facto, los pilares del gobierno actual, que después de unos escarceos iniciales practica una política eminentemente reformista”. En los capítulos 17 y 18 se produce una revaloración de la figura de Allende. Mirado en perspectiva, emerge una figura distinta, más humanista y libertario, un promotor de la cooperación y el aliancismo, un líder carismático que logró convertir a las masas en pueblo y al pueblo en sujeto histórico.

    Se extrañan en el relato mayores antecedentes sobre el momento crítico de la transición o respecto de los dilemas que tuvo que enfrentar el primer gobierno, una vez recuperada la democracia. Un tema fundamental que enuncia Tironi en algunos capítulos, pero que es poco desarrollado a lo largo del texto, se refiere a las condiciones de gobernabilidad en un sistema multipartidista, aspecto crucial en la hora presente.

    El epílogo diría que es otro libro. Acá busca interpretar el presente convulsionado de Chile por el estallido social. Su tesis es que ninguno de los gobernantes de la postransición buscó romper con “el modelo de cohesión social” impuesto por los Chicago Boy y el régimen militar. Este modelo lo define como el modo en que la sociedad democrática absorbe el conflicto y el cambio mediante una estructura legítima de distribución de recursos a nivel socioeconómico, sociopolítico y sociocultural. El modelo que lo define como “estadounidense”, “basó la cohesión social en cuatro motores: el mercado, la empresa privada friedmaniana, el sueño meritocrático y el Estado subsidiario”. Un modelo que además buscaba proteger a los más vulnerables y promover el crecimiento, con poca fiscalización para las empresas que se proponían incrementar las ganancias para sus accionistas. Lo que sucedería con el estallido es el resquebrajamiento de un modelo político, socioeconómico y cultural que no terminó por resolverse.

    En un ejercicio de suyo interesante, el autor compara el ciclo histórico 2013-2023 con la década 1964-1973, advirtiendo que se trata de dos momentos con síntomas parecidos de crisis orgánicas de los modelos de cohesión social que estructuraban a la sociedad: “Periodos en que las estructuras tradicionales del poder se debilitan y el consenso social se rompe, creando un estado de inestabilidad política y social del que surgen oportunidades para que nuevas ideas y liderazgos transformen la sociedad”. Estaríamos así en uno de esos momentos en que el viejo mundo no termina de morir y el nuevo tiempo no acaba de germinar. El acelerado cambio social y económico estaría detrás de esta sensación subjetiva de vacío y falta de regulación, y en donde se exacerban las individualidades.

    El texto de Tironi no clasifica en la disciplina de la sociología histórica y menos de la ciencia política. Su valor está en una crónica pulcramente narrada, donde otro de los actores de la generación de los 70 intenta batallar con sus propios demonios, el demonio del Golpe y sus responsables, el demonio de la renovación socialista y el excepcional retorno a la democracia bajo las condiciones y estructuras impuestas por la dictadura. Se extrañan en el relato mayores antecedentes sobre el momento crítico de la transición o respecto de los dilemas que tuvo que enfrentar el primer gobierno, una vez recuperada la democracia. Un tema fundamental que enuncia Tironi en algunos capítulos, pero que es poco desarrollado a lo largo del texto, se refiere a las condiciones de gobernabilidad en un sistema multipartidista, aspecto crucial en la hora presente.

    Si hay algo que enseña la historia recorrida en Chile es que una condición de éxito y progreso social reside en la capacidad de superar las fronteras partidistas, construir bloques más amplios e implementar cambios graduales y progresivos. Allende intuyó aquello, pero no lo concretó. Socialistas y democratacristianos lo aprendieron a punta de encuentros y desencuentros. Boric lo comprendió rápidamente, aunque su coalición mantiene resistencias evidentes a posibilitar un espíritu coalicional que supere las fronteras de la izquierda. Pero al final del libro, Tironi nos deja una conclusión algo sombría: en tiempos de crisis de un modelo de cohesión social como el que hoy se atraviesa, “el reacomodo toma tiempo, y hay que aprender a soportar el malestar y la impaciencia, el conflicto y la polarización que emergen en el intertanto”. Para Tironi, la única receta parece ser tener paciencia.


    Ajuste de cuentas, Eugenio Tironi, Taurus, 2024, 344 páginas, $18.000.

  120. Por qué Max Brod no quemó la obra de Kafka

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    Peculiar y profunda, como todas las expresiones vitales de Franz Kafka, fue también su toma de posición frente a su propia obra y frente a cada publicación. Los problemas que tuvo que resolver en el trato de este asunto, y que deben, por lo tanto, mantenerse como pauta de toda publicación de su legado, no pueden en su seriedad ser sobreestimados. Para su ponderación, siquiera de manera aproximativa, sirva lo siguiente:

    Casi todo lo que Kafka publicó le fue birlado por mí con astucia y arte persuasivo. Con esto no entra en contradicción que él con frecuencia, en largos períodos de su vida, haya sentido mucha felicidad a causa de su escritura (él mismo, naturalmente, hablaba siempre solo de un “garabateo”). El que pudo alguna vez escucharle en pequeños círculos, leer en voz alta su propia prosa con fuego arrebatador, con un ritmo cuya vitalidad ningún actor logrará jamás, sintió también de manera directa el auténtico e indomable deseo de creación y la pasión que estaba detrás de esta obra. Que a pesar de esto la rechazara, tuvo en principio su razón en ciertas tristes vivencias que lo condujeron al autosabotaje, y desde ahí también al nihilismo contra la propia obra; independientemente de esto, también en el hecho de que aplicaba a ese trabajo (a pesar de no declararlo jamás) la más alta vara religiosa, con la que no obstante, a raíz de múltiples confusiones, no podía cumplir. Que su obra pudiese haber sido un poderoso ayudante para muchos que aspiran a la fe, a la naturaleza, a la completa salud del alma, pudo no haber significado nada para él, que con la más implacable seriedad consigo mismo estaba en búsqueda del buen camino, y que en primer lugar tenía que dar consejo a sí mismo, y no a otros.

    Así interpreto yo la toma negativa de posición de Kafka ante su propia obra. Él hablaba a menudo de “las falsas manos que se extienden hacia uno al escribir” —también de que lo escrito y sobre todo lo publicado, lo turbaba en el trabajo posterior. Había muchas trabas que superar antes de que apareciera un volumen suyo. Sin embargo, se alegró francamente por los bellos libros acabados y, de vez en cuando, también por sus repercusiones, y hubo épocas en que se examinó tanto a sí mismo como a su obra con mirada más bondadosa, nunca del todo sin ironía, aunque ironía amistosa; con una ironía tras la cual se escondía el pathos gigantesco de quien aspira a lo máximo.

    En el legado de Franz Kafka no se encontró ningún testamento. En su escritorio yacía debajo de muchos otros papeles una nota con mi dirección, doblada y escrita con tinta. La nota dice textualmente:

    Queridísimo Max, mi última petición: quemar completamente y sin leer todo lo que de diarios, manuscritos, cartas, ajenas y propias, dibujos, etc. se encuentre en mi legado (vale decir en la caja de libros, el ropero, escritorio, en casa y en la oficina, o donde sea que algo haya sido llevado y que tú lo notes), igual que todo lo escrito o dibujado que tú u otro, a quien debes pedírselo en mi nombre, tengan. Las cartas que no te quieran entregar, deben comprometerse a quemarlas ellos mismos.

    Tu Franz Kafka

    Al buscar con más cuidado se encontró también una hoja escrita con lápiz grafito, amarillenta, evidentemente más antigua. Dice:

    Querido Max, quizás esta vez sí que ya no me levante más, la llegada de la neumonía es, después del mes con fiebre pulmonar, bastante probable, y ni siquiera el hecho de que lo escriba la va a detener, a pesar de que hacerlo tenga cierto poder. Para este caso, entonces, mi última voluntad concerniente a todo lo que he escrito:

    De todo lo que escribí, valen solo los libros: Condena, Fogonero, Metamorfosis, Colonia penitenciaria, Médico rural y la narración: Artista del hambre.1 (El par de ejemplares de “Contemplación” pueden quedarse, no quiero endilgarle a nadie el esfuerzo de apisonar papeles, pero nada de eso puede volver a ser impreso). Cuando digo que aquellos cinco libros y el relato valen, no quiero decir con ello que tengo el deseo de que pudiesen volver a ser impresos y entregados a tiempos futuros, por el contrario, si llegasen a perderse por completo, esto correspondería a mi verdadero deseo. Solamente no impido a nadie, ya que están ahí, que los conserve, en caso de que tenga ganas.

    Por el contrario, todo lo demás por mí escrito (impreso en periódicos, en manuscrito o en cartas) sin excepción, en tanto sea localizable o conseguible a través de peticiones a los destinatarios (conoces a la mayoría de los destinatarios, se trata principalmente de…, especialmente, no olvides [un/el]2 par de cuadernos que… tiene) —todo esto sin excepción, preferiblemente no leído (no te impido echar una mirada, sin embargo preferiría que no lo hicieras, y de todas maneras nadie más puede echar una mirada)—, todo esto sin excepción debe ser quemado, y te pido hacerlo lo más pronto posible.

    Franz

    Si, frente a estas disposiciones tan categóricamente expresadas, me niego no obstante a ejecutar el acto erostrático que mi amigo exige de mí, tengo para ello las más fundadas razones.

    Algunas de ellas se sustraen de ser discutidas públicamente. Sin embargo, también las que sí puedo comunicar son en mi opinión suficientes para la comprensión de mi decisión.

    La razón principal: cuando cambié mi profesión en 1921, le dije a mi amigo que había hecho mi testamento, en el que le pedía destruir esto y aquello, revisar lo otro, y así. A esto, dijo Kafka, y me mostró por afuera la nota escrita con tinta encontrada después en su escritorio: “Mi testamento será muy sencillo —la petición a ti de quemarlo todo”. Recuerdo aún con exactitud la respuesta que di aquella vez: “En caso de que de verdad me quisieras exigir algo así, entonces te digo desde ya que no voy a cumplir tu petición”. Toda la conversación fue llevada en aquel tono bromista que era habitual entre nosotros, no obstante, con la seriedad oculta que siempre asumimos el uno en el otro. Convencido de la seriedad de mi negativa, Franz debería haber decretado otro ejecutor de su testamento, si su propia disposición hubiera sido para él de una seriedad incondicional y final.

    No le estoy agradecido por haberme arrojado en este pesado conflicto de conciencia, que él tuvo que haber previsto, pues conocía la fanática veneración que yo mostraba ante cada una de sus palabras, y que (entre otras cosas) me motivó en los 22 años de nuestra nunca enturbiada amistad, no botar ni siquiera la más pequeña notita, ninguna tarjeta postal que de él proviniese. —¡Quiera el “no le estoy agradecido”, por lo demás, no ser malentendido! ¡Cuánto pesa un conflicto de conciencia tan fatigoso frente a la infinita bendición que le agradezco al amigo, quien era el verdadero puntal de toda mi existencia espiritual!

    No le estoy agradecido por haberme arrojado en este pesado conflicto de conciencia, que él tuvo que haber previsto, pues conocía la fanática veneración que yo mostraba ante cada una de sus palabras, y que (entre otras cosas) me motivó en los 22 años de nuestra nunca enturbiada amistad, no botar ni siquiera la más pequeña notita, ninguna tarjeta postal que de él proviniese. (…) ¡Cuánto pesa un conflicto de conciencia tan fatigoso frente a la infinita bendición que le agradezco al amigo, quien era el verdadero puntal de toda mi existencia espiritual!

    Otras razones: la orden de la hoja escrita con lápiz grafito no fue seguida por el mismo Franz, pues dio más tarde explícitamente la autorización de que partes de “Contemplación” fuesen reimpresas en un periódico y que otras tres novelas cortas3 fuesen publicadas, que él mismo reunió junto a “Un artista del hambre” y que entregó a la editorial Die Schmiede.4 Ambas disposiciones se remontan, además, a una época en que las tendencias autocríticas de mi amigo habían alcanzado el punto más alto. Pero en sus últimos años de vida toda su existencia tomó un giro imprevisto, nuevo, feliz y positivo, que derogó este autodesprecio y nihilismo. —Mi resolución de publicar el legado se hace más fácil, en todo caso, gracias al recuerdo de todas las abnegadas batallas en que forcé y, bastante a menudo, rogué por cada una de las publicaciones de Kafka, pues, a pesar de esto, después él estuvo reconciliado y relativamente contento con estas publicaciones. —Finalmente, con una publicación póstuma se suprime una serie de motivos, como por ejemplo, que la publicación podría molestar en próximos trabajos o que invoca la sombra de períodos personalmente vergonzosos de la vida. De cuánto estaba vinculada para Kafka la no publicación con el problema de su estilo de vida (un problema que, para nuestro inconmensurable dolor, ya no molesta) se deduce, como de muchas conversaciones, de la siguiente carta dirigida a mí: “… Las novelas no las concluyo. ¿Para qué reavivar las viejas fatigas? ¿Solo porque hasta ahora no las he quemado?… La próxima vez que venga, espero que suceda. ¿Dónde radica el sentido de conservar tales trabajos fracasados “incluso” artísticamente? En que se espera que de estos pedacitos se componga un todo, una instancia de apelación en cuyo pecho podré golpear cuando tenga una emergencia. Yo sé que eso no es posible, que de ahí no viene ninguna ayuda. ¿Qué hago, entonces, con las cosas? ¿Deben ellos, los que no me pueden ayudar, hacerme también daño, como, según este saber lo exige, debe ser?”.

    Siento, ciertamente, que un resto queda, que inhibiría la publicación a personas especialmente sensibles. Pero considero mi deber resistir esta muy halagadora seducción de la sensibilidad. Por supuesto que nada de lo hasta ahora expresado es decisivo para ello, sino que única y solamente el hecho de que el legado de Kafka contiene los más maravillosos tesoros, lo mejor que ha escrito, respecto de su propia obra. Honestamente, debo admitir que este solo hecho del valor literario y ético habría bastado (incluso cuando contra la fuerza de las disposiciones de la última voluntad de Kafka no tuviese objeción alguna) —para definir con claridad mi decisión, con una precisión a la que no habría tenido nada que oponerle.

    Lamentablemente, Franz Kafka se convirtió en el propio ejecutor de una parte de su legado. Encontré en su departamento 10 grandes cuadernos de cuartillas, —solo sus tapas, el contenido completamente destruido. Además (de acuerdo a reportes fidedignos), quemó varios blocs de notas. En el departamento se encontró solo un legajo (alrededor de 100 aforismos sobre preguntas religiosas), un ensayo autobiográfico, que por el momento permanece inédito, y un montón de papeles desorganizados que ahora estoy revisando. Espero que en estos papeles se encontrará algún relato terminado o casi terminado. Posteriormente, me fue entregada una novela de animales (no terminada) y un libro de dibujos.

    La parte más valiosa del legado consiste, luego, en las obras que fueron arrebatadas a tiempo a la furia del autor y puestas a salvo. Estas son tres novelas. “El fogonero”, el relato ya publicado, constituye el primer capítulo de una de las novelas, que transcurre en América y de la cual existe también el capítulo final, de manera que no debería mostrar ninguna laguna de importancia. Esta novela se encuentra donde una amiga del fallecido; las otras dos —“El Castillo” y “El Proceso”— me las traje en 1920 y 1923, lo que para mí hoy es un verdadero consuelo. Serán estas obras las que van a mostrar que el verdadero significado de Franz Kafka, a quien hasta ahora con algo de razón se le ha considerado un especialista, un maestro del relato breve, yace en la gran forma épica.

    No obstante, con estas obras, que podrían llenar unos cuatro tomos de edición de legado, no están para nada agotadas las irradiaciones de la encantadora personalidad de Kafka. Si por ahora no puede pensarse en una edición de las cartas, de las cuales cada una posee la misma naturalidad e intensidad que la obra literaria de Kafka, un pequeño círculo, sí, se abocará a reunir a tiempo todo lo que como expresión de este ser humano único haya quedado en el recuerdo. Solo por mencionar un ejemplo: ¡cuántas de las obras, que, para mi amarga decepción, ya no fueron encontradas en el departamento de Kafka, me leyó mi amigo o, al menos, me leyó en parte, en parte me contó su plan! ¡Cómo me compartió pensamientos inolvidables, tan originales, tan profundos! Hasta donde mi memoria, hasta donde mis fuerzas alcancen, nada debe perderse.

    El manuscrito de la novela “El Proceso” me lo traje en junio de 1920 y entonces lo ordené inmediatamente. El manuscrito no trae título alguno. Sin embargo, en conversaciones, Kafka le dio siempre el nombre “El Proceso”. La división en capítulos, así como los títulos de los capítulos, vienen de Kafka. Respecto del ordenamiento de los capítulos, me remití a mi intuición. Pero como mi amigo me había leído gran parte de la novela, pudo mi intuición afirmarse en recuerdos para la organización de los papeles. —Franz Kafka consideraba la novela incompleta. Antes del capítulo final que está disponible, debían haber sido narrados todavía algunos estadios del misterioso proceso. Pero como el proceso, según la opinión expresada oralmente por el poeta, jamás podía llegar hasta la instancia superior, la novela era en cierto sentido interminable, es decir, continuable hasta el infinito. Los capítulos terminados, tomados junto al capítulo final, que redondea la obra, permiten tanto al sentido como a la forma de la obra manifestarse con la más iluminadora claridad, y a quien no se le advierta que el poeta mismo pensaba seguir trabajando en la obra (lo dejó porque se volcó a otra atmósfera vital), percibirá apenas sus lagunas. Mi trabajo con el enorme atado de papeles que esta novela representaba en su momento se limitó a separar los capítulos completos de los incompletos. Los incompletos los dejo para el tomo final de la edición de legado, no contienen nada esencial para la marcha del argumento. Uno de estos fragmentos fue incluido por el poeta mismo bajo el título de “Un sueño” en el tomo “Un médico rural”. Los capítulos completos están aquí reunidos y ordenados. De los incompletos solo incluí uno, que claramente está casi completo, como capítulo 8 con un pequeño cambio de cuatro renglones. —En el texto, por supuesto, no cambié nada. Solo transcribí las numerosas abreviaturas (por ejemplo, en vez de S.B, escribí “Señorita Bürstner” — en vez de T., “Titorelli”) y rectifiqué algunos pequeños errores, que evidentemente solo se mantuvieron en el manuscrito porque el poeta no lo sometió a una revisión definitiva.

     

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    Notas:

    1. Respectivamente, los títulos originales en alemán son: Urteil, Heizer, Verwandlung, Strafkolonie, Landarzt, Hungerkünstler. Respetamos la notación del documento original donde no se les inscribe ni con comillas ni en cursiva ni por medio de ninguna marca distintiva. En el mismo párrafo, solo unas líneas después se menciona otra obra cuyo título en alemán es Betrachtung y que, curiosamente, sí viene esta vez entre comillas.

    2. Sin artículo en el original.

    3. Max Brod escribe en el original alemán “Novellen”. En este idioma, la diferenciación genérica entre “novela corta” y “novela” es simple, pues la segunda es designada por el vocablo “Roman”.

    4. Que fue la misma editorial que publicaría, luego, la primera edición de El proceso. Su nombre se deja traducir como “la forja” o “la herrería”.

     

    Traducción de Pablo Faúndez.

  121. Un corazón narco

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    Poseo la inútil habilidad de juzgar constantemente mi inteligencia. Me analizo todos los días para identificar cualquier retroceso que implique la propagación de la tontera en mi vida. Busco síntomas. En los peores días me saboteo. Desde los 15 años que mi peor miedo es volverme un imbécil, como Immanuel Kant en sus últimos años. Digo esto porque justo anoche me desvelé criticándome, lo que hoy en la mañana me llevó a concluir que tenía que volver a los clásicos: mucha lectura contemporánea me estaba poniendo tonto.

    Corrí a mi biblioteca y tomé los Tres cuentos, de Flaubert. El libro había acumulado polvo debido a mi indiferencia lectora, generada por la edición del texto que cuenta con una cantidad excesiva de notas al pie. El ejemplar me trae recuerdos de mi amigo Álvaro D. quien, en un acto de amistad incondicional, accedió a robar por mí el libro de una librería santiaguina de la cual prefiero guardar el nombre.

    Dejé la mañana para deleitarme con la desgraciada vida de la criada Félicité y su loro Loulou, descrita en “Un coeur simple”, el primero de los Tres cuentos. Estaba disfrutando las últimas páginas con la descripción de la muerte de Félicité cuando me di cuenta de que el tiempo, como siempre, me había aplastado. Ya no eran las 10 de la mañana y tenía que ir a buscar a mi hermana al colegio. Me calcé unas zapatillas roñosas, un buzo, una polera sucia y partí. En la calle Plaza de Armas los hoyos son cada vez más grandes. No se ve ningún angustiado rellenando los forados por unos cuantos pesos. Ahora la mayoría de los pasteros se hicieron cristianos y venden pan amasado en la esquina de Capitán Layseca. Me ofrecen uno y lo rechazo con el poco de amabilidad que me queda. Sigo derecho hasta llegar a Batallón Chacabuco, donde miro a la izquierda con la esperanza de que la micro aparezca y me salve de mi impuntualidad, pero no pasa. Al contrario de lo que necesito, veo como de uno de los pasajes sale una carroza fúnebre. Un escuálido vecino con los pantalones abajo de la línea del culo lo sigue y empuña en su mano derecha lo que creo que es una mini uzi. Veo el rafagazo que pega al aire. Me detengo. Espero el segundo. Cuando sucede me impresiona la rapidez con la que el arma escupe los casquillos de bala por uno de los costados. El periodista que llevo dentro me dura poco y mis pies comienzan a escapar solos. Los sigo sin mirar atrás y escucho una nueva serie de tiros, esta vez mucho más pausada. Llego al colegio de mi hermana y ella me cuenta que no hicieron mucho en clases. Que tenía que leer El niño con el pijama de rayas, pero prefirió estudiar un resumen en internet. Igual me saqué un siete, me dice. La felicito y evitamos volver por Batallón Chacabuco para no toparnos con el funeral. Al parecer, el cuerpo del finado recién venía llegando.

    En mi casa, mamá no sabe nada. Ni siquiera escuchó los balazos. Dejo que pasen las horas y me ofrezco a comprar el pan con el único fin de sapear lo que está pasando en el funeral narco. Me doy la vuelta del perro y logro ver lo que pasa en el pasaje del muerto. El féretro está en la calle. Globos blancos adornan todas las casas del pasaje. La música revienta por medio de unos parlantes gigantes. Fuegos artificiales estallan de vez en cuando y el olor a pólvora en el aire es repugnante. Un lienzo gigante y mal editado deja ver la silueta de un tipo de unos 30 años en lo que parecen ser las puertas del cielo. No logro ver las inscripciones. Una paloma pixelada se aloja en la esquina superior del lienzo. Miro a la pasada. Algunos se dan cuenta de mi presencia y puedo sentir un par de ojos mirándome fijamente. Vuelvo a mi casa. Me reclaman la demora. Respondo que había mucha fila.

    Quiero terminar el cuento: Félicité se ha enfermado, su loro, muerto páginas atrás, está embalsamado en un rincón. Un cura viene a darle la extremaunción y poco después sucede la muerte acompañada de una epifanía gloriosa. Desde el cielo, un loro gigante viene a buscar a su dueña para llevársela con él. Me pregunto qué habrá visto el tipo que se murió en el otro pasaje y al que ahora mismo están velando. Un cielo lleno de joyas, casas gigantes, autos y mujeres moviendo el culo a diestra y siniestra. Todos esos ideales ahora se vulgarizaron gracias a los videoclips de los cantantes de reggaeton, pero para ser sincero, no se alejan para nada de lo que deseábamos los niñitos de El Castillo mientras jugábamos a la pelota en canchas de cemento y nos peleábamos por ver quién era el mejor. No queríamos otra cosa que experimentar los placeres de la carne y no tener que mascar lauchas todos los días.

    Pienso en los mejores versos que escribió Raekwon en una de mis canciones favoritas, me refiero a “Heaven & Hell”, de 1995. Traduzco: “¿Qué es en lo que crees, en el cielo o en el infierno? Tú no crees en el cielo porque vivimos en el infierno”. Lo que me recuerda el dicho que mi abuelo Luis tiene para referirse al inevitable poderío de la muerte: “Así es la vida: unos p’arriba y otros p’abajo”.

    La Pintana, octubre 2024

     

    Imagen: El loro de la señorita Chichester, “Polly”, frente a un espejo (1906), de Rosalie Chichester.

  122. Mira y Anda: a la memoria del poeta Hernán Miranda (1941-2024)

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    La combinación de los verbos contenidos en su apellido, “mira” y “anda”, se puede pensar como una entrada, no la única, claro, por la diversidad de su obra, pero una posible para leer sus más de 10 libros de poesía, entre los cuales destacan Arte de vaticinar (1970), La Moneda y otros poemas (1976), por el que fue reconocido con el Premio Casa de Las Américas, De este anodino tiempo diurno (1990), Morado (2011) o Bar abierto (2019).

    De su andar y de la libre observación de sí, de la realidad ida o circundante, se nutrió gran parte de la escritura de Hernán Miranda Casanova (1941-2024): “Ahí estoy / a la orilla mirando pasar a estas sombras”. Y tuvo la virtud de congregar en su mano abierta y extendida a una gran multitud de personas y personajes que circulan y van ocupando un lugar irremplazable en sus poemas. La humanidad acude y se congrega, el Yo se desplaza sin alarde, y la ciudad se vuelve en sus versos sujeto principal; se habita y se establecen conexiones vitales.

    Miranda hace participar realidades simultáneas y algunas veces intercala las voces de dichas realidades. En ese correlato las vidas de su gente son descifradas a la luz de otras vidas de la historia o de episodios que quedaron marcados a fuego en el espacio y en el tiempo del mundo. Por ejemplo, la de su madre Berta, que busca en el patio de infancia las balas de una batalla, o la de su padre Manuel, desafortunado tocayo del afortunado Manuel I de Portugal; no son menos que las vidas oficiales, parece decirnos el poeta y les otorga una luminosa dignidad, igual de significativas son las victorias que se conquistan a diario, machacando la piedra de lo doméstico. Habría que agregar o rematar, parafraseando los versos finales de un poema titulado “El roble de Maroto”, “nadie escapa a la derrota final”. La presencia y el testimonio tanto personal como colectivo queda plasmado en sus poemas, y esos testimonios están conformados por las pequeñas grietas en la triunfante fachada de un país que, a ojos del poeta, todavía no termina de nacer.

    En otros poemas, Hernán Miranda suma, sigue y nombra también a los que conoció no por vía sanguínea, sino circunstancial —cada uno en su particularidad, ninguno igual al otro—, y que murieron en el oscuro vuelco de nuestra historia, como el joven y alegre Freddy Taberna, que de un golpe el Golpe lo asesinó, o sus amigos Sergio Contreras y Daniel Escobar, que fueron llevados arriba de un camión de fusilamiento, imagen que queda con especial tristeza en la retina del lector. Todos desaparecieron de la ciudad (ciudad deshabitada y devastada), mas no de sus páginas ni de su memoria, donde vuelven a estar presentes y a ser honrados.

    Todo lo que toca se amalgama con la bondad de alguien que conoció el desamparo de lo que nombra, y sus poemas se fundan y navegan como una tabla de salvación en esos mares: escribir para sí o para ‘alguna alma desventurada / en parecida situación’.

    Presentes y honrados también están sus amigos literarios, como en el poema dedicado a Stella Díaz Varín, u otro donde el poeta crea en su imaginario un encuentro con Jorge Teillier y Rolando Cárdenas en la Unión Chica, con caña de vino y pedazo de pan en mano, escena en la que hacen eco estos versos de otro poema: “Somos los mismos. Los que tuvimos un día / la capacidad de asombrarse”.

    Miranda vio y habitó con cariño los espacios de la humanidad, y en ellos advirtió lo que no todos; con lo simple construye, con absoluta distinción, lo complejo: la irrupción de una araña, un encendedor, una paloma pasando arriba de la cabeza, un Cristo entrando en Santiago, o el quebradizo Yo en sus poemas de amor. Todo lo que toca se amalgama con la bondad de alguien que conoció el desamparo de lo que nombra, y sus poemas se fundan y navegan como una tabla de salvación en esos mares: escribir para sí o para “alguna alma desventurada / en parecida situación”.

    Sus versos llanos se unen en las páginas con el aliento libre de la crónica, y se unen también las imágenes que a ellos acuden —poeta de imágenes nítidas. Algo religioso hay, no por la creencia de una doctrina que sea profesada, sino más bien por la raíz de la palabra. Miranda ofrece el espacio cotidiano de su escritura como un lugar que tiende puentes, que vuelve a unir distintas experiencias de lo humano, como iglesias de puertas abiertas donde entra un perro callejero. Su “mirada encaja en otras miradas”. Religión de la calle, del encuentro. Y la calle en sus poemas tiene nombre y tiene fecha y, por lo tanto, hechos (políticos y sociales), pues no es solo el escenario donde se instalan los seres de la historia y de su historia, sino también un protagonista mudo que ve pasar la vida ante sus ojos —un testigo que acompaña, igual que el poeta. Y su mirada es la de un testigo no tanto porque el azar lo haya depositado ahí cuando pasaba algo, sino porque permaneció al borde, alerta, callado, captando los detalles de la existencia: “Es tiempo de vivir / con el ojo atento a cada nuevo detalle”.

    Lo universal brota en las imágenes de sus poemas. Esta frase de Novalis: “La poesía eleva todo lo singular mediante una conexión peculiar con el todo restante”, podría leerse en sintonía con lo que escribió Miranda: “Al poema le es dado envolverlo todo, / evidenciar las relaciones que hacen posible / la armonía del caos”.

    Poesía silenciosa, retraída como la noticia de su muerte el primer día de este verano; pero nada se pierde de vista, y todo tiene su lugar, como la imagen de la Cordillera de los Andes en muchos de sus poemas, o la de su autor en el horizonte de la poesía chilena.

    El poeta se pone en movimiento junto al mundo, y con la licencia que el arte de la poesía otorga, se desplaza y transita como un viajero, con las manos libres para tomar nota. De hecho, “soy el que mira y toma nota”, escribió. De la Alameda, Buena Esperanza, Chacabuco, Quilpué, de su natal Quillota, de la Casa de Orates donde estuvo su padre, del paisaje, de Chile. La escritura es un viaje, en algún sentido, un regreso a los lugares comunes, los de siempre, “el modo más heroico de viajar / es quedarse quieto en su sitio”, sumergirse en la memoria de lo vivido: viaje por lo mismo inconcluso, igual a todo recuerdo, como el recuerdo despedazado en las líneas del tren —cerca del lugar donde creció Hernán Miranda—, de la pálida Doralisa en uno de sus poemas más conmovedores: “Yo sé que tú eres la misma de hace 20 años, Doralisa, / y que nada ha cambiado para ti, para nosotros / que habías de eternizar tu juventud y mi niñez / en ese día y esa hora —las 14”.

    Hernán Miranda supo tempranamente que nada volvía a repetirse, y ante esa certeza su escritura no fue solo un registro de imágenes diáfanas, directas, expansivas —como la observación de una mancha de sangre en el pavimento—, sino también un lugar sencillo, sólido, un ágora que convocó y posibilitó a través de la palabra el encuentro consigo y con los demás. Y lo felizmente oportuno no fue otra cosa que los breves instantes forjados.

    Poesía silenciosa, retraída como la noticia de su muerte el primer día de este verano; pero nada se pierde de vista, y todo tiene su lugar, como la imagen de la Cordillera de los Andes en muchos de sus poemas, o la de su autor en el horizonte de la poesía chilena.

  123. ¿Un exceso de genialidad?

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    La primera obligación al volcarse hacia la obra del electrizante escritor estadounidense Joshua Cohen es destacar que claramente es un genio. En sus ensayos (Attention!), en sus relatos (Cuatro mensajes nuevos) y en novelas como Witz, El libro de los números, Los reyes de la mudanza y ahora Los Netanyahus —una cómica fantasía histórica—, se da expresión, de manera abundante y plena de recursos, a una variedad vertiginosa de saberes librescos y de conocimientos mundanos. Cohen, que tiene poco más de 40 años, ha dado pie a que se le atribuyan todas las palabras que empiezan con “m” (maestro, mago, magnífico) y a comparaciones con Thomas Pynchon (justificadas) y David Foster Wallace (algo vagas). Mientras el crítico James Wood se conforma con llamarlo uno de los estilistas más prodigiosos funcionando en los Estados Unidos en la actualidad, Nicole Krauss ha declarado rotundamente que no hay nadie que escriba en inglés que sea más talentoso.

    La nueva novela de Cohen, un retrato oblicuo del padre del primer ministro israelí, tiene su origen en la admiración que generó su obra anterior. En mayo de 2018, recibió un correo electrónico de Harold Bloom, el célebre crítico y profesor durante años en la Universidad de Yale, convocándolo a Connecticut. El encuentro fue transcrito por Los Angeles Review of Books. Bloom incluyó más tarde El libro de los números en su recuento publicado de manera póstuma de 48 novelas “para leer y releer”.

    Los Netanyahu está dedicada a la memoria de Bloom y completa una historia que el crítico le contó a Cohen sobre su papel de acompañante de Benzion Netanyahu, un académico nacido en Polonia, radicado en Israel, más conocido por ser el padre de Benjamin Netanyahu, durante una visita a Cornell. Cohen llena vacíos y ficcionaliza desenfrenadamente: Harold Bloom, defensor del canon occidental, se convierte en Ruben Blum, un especialista en historia económica estadounidense en el Corbin College del estado de Nueva York. Es elegido, como único miembro judío del cuerpo docente, para recibir a un oscuro historiador de la España de finales de la Edad Media —la verdadera especialidad de Netanyahu— que viene a una entrevista.

    Es fuente de una ligera decepción que Cohen no se haya ceñido más estrechamente al registro de su conversación. Habría sido fascinante ver a un escritor de su erudición explicar por qué un judío del Bronx, criado hablando yiddish, dedicó su considerable talento y aún mayor energía a la promoción de la poesía y las obras de teatro de los protestantes ingleses. En las páginas finales, un autor que tiene muchas similitudes con Cohen, ofrece lo que parece un relato sincero de sus conversaciones con Bloom, explicando que cambió los detalles del incidente de Netanyahu para proteger a personas vivas, aunque resulta evidente que este pasaje, si bien se presenta como un epílogo, es, al menos en parte, inventado. (Sé que Bloom nunca conoció a W. G. Sebald y tengo algunas dudas de que Cormac McCarthy acostumbrara llamarlo por teléfono desde la bañera).

    Esta es una novela vivaz, descarada y absolutamente inmersiva, que también quiere responder preguntas sobre los judíos y la historia (el pasado sirve como distracción del dolor de las realidades presentes), los judíos y la política de la identidad (y la amnesia de la encarnación actual), el sionismo y los Estados Unidos (y las formas conflictivas de mutación judía después del Holocausto), la distinción entre inmigrantes renanos y rusos y las paradojas de la diáspora.

    La mayor parte de la novela se dedica al relato maravillosamente pedante que hace Blum de su existencia en la localidad de Corbindale y de la visita que le hizo en enero de 1960 la familia Netanyahu: Benzion, su esposa y sus tres hijos salvajes y concupiscentes (Benjamin desempeña un papel menor, aunque no poco memorable, en el desarrollo de la acción). Esa tarde fría y poco auspiciosa ofrece amplias oportunidades para las capacidades descriptivas de Cohen. La nieve cae “susurrando como si llegara estática de un mundo que había dejado de emitir”. Benzion es retratado como “un solitario sin brújula en las tundras nevadas”, con una suela de su zapato aleteando suelta, “que parecía un labio de caballo”. Con su marco temporal ajustado, su descabellado narrador, su retrato de la vida judía estadounidense en un contexto semirural y momentos de cruel sátira académica, Los Netanyahu se lee como un intento, tan delicioso como suena, de cruzar La visita al Maestro de Roth y Pálido fuego de Nabokov.

    Sin embargo, la novela también puede ayudar a explicar por qué Cohen no posee una fama equivalente a su talento. La efervescencia y la hiperfertilidad que explican los raros placeres de su obra pueden producir un exceso envolvente. Esta es una novela vivaz, descarada y absolutamente inmersiva, que también quiere responder preguntas sobre los judíos y la historia (el pasado sirve como distracción del dolor de las realidades presentes), los judíos y la política de la identidad (y la amnesia de la encarnación actual), el sionismo y los Estados Unidos (y las formas conflictivas de mutación judía después del Holocausto), la distinción entre inmigrantes renanos y rusos y las paradojas de la diáspora. De sus 12 capítulos, dos están dedicados a cartas que Blum recibe de académicos sobre la carrera de Benzion (una de 19 páginas), y otros dos toman la forma de conferencias que Benzion imparte en el campus, una especie de clase de la Biblia, la otra una disquisición sobre el campo de estudio que ha elegido. Incluso con Blum como afable fuerza mediadora, no comprendí todas las corrientes que la visita despertó.

    Hay un momento hacia el final que parece indicar un camino alternativo, un enfoque que podría servir mejor para llevar a cabo los asombrosos dones de Cohen y producir una sabiduría más serena. Tiene lugar cuando Blum camina con su esposa casi al término de lo que él llama “ese día Netanyahu”. “Estoy harta de oír hablar de judíos”, le dice ella. “Estoy hablando de nosotros dos”.

     

    Este artículo apareció en The Guardian. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Los Netanyahus, Joshua Cohen, traducción de Javier Calvo, Seix Barral / De Conatus, 2024, 276 páginas, $22.900.

  124. Unas palabras sobre Beatriz Sarlo (1942-2024)

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    Una vez, cuando era joven, vi una cosa increíble: Beatriz Sarlo enrolaba con la mano izquierda un tabaco mientras empuñaba, con la derecha, un trozo de tiza con el que escribía algo en el pizarrón. El cigarro le quedaba detrás, y al momento de encenderlo lo tenía ya calzado dentro de la boquilla. Entonces fumaba y lo hacía un poco como las hermanas Ocampo, con ese aire de distinción minimalista que la volvía y que era reconocible incluso proyectada como una sombra chinesca. Era una figura, en el sentido de que era un conjunto de líneas precisas y rasgos, y como en toda figura había un manejo hábil de las distancias.

    Pero esto era cuando fumaba, no cuando enrolaba el cigarro, un gesto que provenía de las rebeliones antivictorianas del obrerismo inglés. Y este obrerismo de Birmingham (de las universidades pobres que exhibían ladrillos rojos sin estucar) y de la mejor tradición culturalista, también en ella estaba asumido, también era una referencia. Lo citaba con su manera espontánea de armarse el cigarro, que hacía su maridaje con el tema que estaba tratando en ese mismo momento, La gran matanza de gatos, un libro imprescindible de Robert Darnton que nadie conocía y en el que se narra la historia de dos artesanos humildes de París que, años antes de que se desencadenara la Revolución, ajusticiaban en el techo de la imprenta en la que trabajaban a los gatos de los amos, a los que pasaban indiscriminadamente por la guillotina.

    Comprender estos procesos era para Sarlo tocar la carne social de la literatura, las admoniciones populares de la historia y el espíritu político de los hechos actuales de la cultura. Los leía bajo la lente de las grandes tradiciones del pensamiento nacional y popular, que conocía a la perfección y que de alguna manera la hacían tener su lado peronista. Pero a la vez esos hechos y esas tradiciones no las leía como David Viñas, como Horacio González o como Ricardo Piglia. Las leía como advertencias dramáticas que ovulaban en la actualidad de todo presente. Era lo que para ella venía traspapelado en la contemporaneidad, una milenaria rememoración a la que no se la podía abordar ya con la paciencia de los intelectuales ingleses; había que abordarla con los vestigios aristocráticos que habían prevalecido en la escuela de Frankfurt.

    Este recurso Sarlo lo empleaba también a la perfección, estaba pasado por el errar del intelectual judío de la Europa de principios del siglo XX y tenía su fuente en una distancia implacable con el pensar de las multitudes. El resultado era una especie de weberianismo de izquierda, con el que, si bien por un lado Beatriz ejercía de un modo intachable la parresia, por el otro exhibía un toque de auténtica provocación. Por ejemplo, podía decir que Silvina Ocampo era mejor escritora que tal o cual otra escritora simplemente porque era mejor escritora y ella así lo había zanjado. No importaba lo que le gustaba a la gente, lo que importaba era un modernismo poblado de detalles que había que interpretar como grandes panoramas del pensamiento. La actualidad la leía desde los sedimentos de una actualidad inmediatamente anterior, y esta siempre tenía algo de alarmante, era la advertencia dramática que en toda contemporaneidad habitaba.

    Con un sentimiento de esta naturaleza escribió a principios de los 80, en el regreso del infierno que habían sido la dictadura, la represión, los aterradores brujos de la época de Isabelita y la lucha armada, “Intelectuales: ¿escisión o mimesis?”, un texto que de alguna manera llamaba a tomar partido por un gramscismo muy moderado si no se quería perseverar en la tenacidad de una resistencia que había tapizado el país de muertos. En ese tiempo los artículos de revistas se leían más que los libros, y la mayoría de los que eran ineludibles se publicaban en Punto de Vista, la revista que ella dirigía. Por ejemplo “Gramsci y el sentido común”, de Pepe Nun, o “Borges y el enigma del cuarto”, de Emilio de Ipola, o el propio “¿Escisión o Mimesis?”, con el que ella había habilitado un debate abierto, y también tajante.

    Ese debate tenía su contraparte en la revista Unidos, formada por un grupo de peronistas inteligentes que se juntaban en el Varela Varelita y habían tenido, como ella, su pasadita por los incordios de la lucha armada. Nosotros podíamos espiar una clase de Sarlo (siempre era una experiencia saludable), pero éramos estudiantes de Horacio González, militábamos en un frente hecho con rejuntes de izquierdas y sectores de la juventud peronista. Sinceramente, éramos de la idea de que se podía ir más allá, que no había por qué cuadrarse tanto con este asunto de “lo posible” cuando lo posible era también una creación performática del poder. O sea, seguíamos leyendo a Gramsci desde Maquiavelo, y por lo tanto nos oponíamos a Punto de Vista, por más que la leyéramos todos los meses en calidad de Biblia y coqueteáramos con todo lo que allí se escribía. Bueno, escribían, además de Sarlo, Pancho Aricó, Portantiero, de Ipola, María Teresa Gramuglio, Pepe Nun, en fin, gente a la que no se tenía derecho a pasar tan sencillamente por alto. Eran los grandes intelectuales del país.

    Había que leerlos, y nosotros lo hacíamos con compromiso, con disconformidad, con respeto, incluso con disimulado encanto y pasión. Lo asombroso era que ellos, siendo quienes eran, se tomaban el trabajo de leer lo que nosotros escribíamos en revistas estudiantiles un poco infantiles, precarias, aunque también avezadas, incluso invitándonos a compartir un café en la Gandhi para aclarar las polémicas.

    La vi por última vez hace un par de años en una cena en el Liguria a la que me invitaron Pablo Oyarzun y Andrés Claro, y en un momento salimos los dos a fumar a una terracita y, mientas fumábamos, me contó que seguía jugando al tenis, que las películas las seguía viendo en el cine y que en el país no había prácticamente ninguna escritora ni ningún escritor cuyo primer manuscrito no pasara primero por su voluntariosa lectura.

    De hecho, el primer texto que publiqué en mi vida, cuando todavía no cumplía los 20 años y mi corazón palpitaba por verlo de una vez por todas impreso en una revista que hacíamos en la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Rosario, fue una reseña sobre Punto de Vista que me encargó Eduardo Rinesi y que yo escribí como pude, aunque sin desconocer el objetivo de fondo: había que disparar. Días más tarde conocí a Beatriz, que ¡se había leído esa reseña ridícula que yo había publicado en aquella revista marginal de los estudiantes! Así leía, con este grado de voracidad y de igualitarismo, con esta interminable curiosidad misteriosa. Y por supuesto que se valió de eso para increparme: que qué carajo había querido decir yo con una palabra que no recuerdo cuál era y que a ella le parecía totalmente descabellada, totalmente fuera de tono.

    De aquel encuentro no nació ninguna amistad ni volvimos después a vernos salvo de manera esporádica (una visita de ella a Chile, una tertulia en algún seminario norteamericano, un texto suyo sobre Borges que me pasó para unos cuadernos que yo editaba en el ARCIS), y una noche uno de mis hermanos, Luciano Galende, me llamó preocupado porque Beatriz iba a estar al día siguiente en un programa que él conducía en la televisión argentina. El programa se llamaba 678, porque salía al aire a las seis de la tarde, contaba con siete panelistas y terminaba a las ocho. Era un programa alevosamente kirchnerista, y nadie que no estuviera con Cristina se mostraba dispuesto a la encerrona.

    A excepción, por supuesto, de Beatriz Sarlo, quien no solo se presentó, sino que además barrió de un plumazo con las preguntitas previsibles y suspicaces que le lanzaban a quemarropa los periodistas. El broche de oro se lo permitió con Barone, un periodista particularmente fatal de las filas del peronismo al que le tenía sacado el prontuario y al que le lanzó en la cara el recordado “¡conmigo no, Barone!”. Fue una frase que la volvió más famosa de lo que ya era, y que le fue útil a la oposición para estampar camisetas que se vendían como las de Messi.

    La vi por última vez hace un par de años en una cena en el Liguria a la que me invitaron Pablo Oyarzun y Andrés Claro, y en un momento salimos los dos a fumar a una terracita y, mientas fumábamos, me contó que seguía jugando al tenis, que las películas las seguía viendo en el cine y que en el país no había prácticamente ninguna escritora ni ningún escritor cuyo primer manuscrito no pasara primero por su voluntariosa lectura. Después arriesgó una pequeña teoría: dijo que todo el mundo publicaba primero su segundo libro y que, si le iba bien, publicaba en segundo lugar el primero. En fin, era una teoría bastante buena.

    Después, mientras nos fumábamos un segundo cigarro, le conté el recuerdo que conservaba de aquella clase suya de hacía 40 años atrás en la que liaba el tabaco con una mano, ese ademán que me parecía tan propio del obrerismo culturalista inglés. Me imaginaba a Raymond Williams o Hall fumando de esa manera. Entonces ella me explicó que eso no era lo inglés, que lo inglés era el tabaco virginia que toda la vida se había hecho traer desde Londres porque estaba convencida de que ese tabaco (y a los 80 era ella de eso toda una prueba) no mataba a nadie. Mientras que el que estaba fumando yo era muy fuerte y un día ya no lo iba a soportar.

    Lo percibía como un tabaco peligroso, y me aconsejaba que lo cambiara por uno más suave porque el goce ciego del presente suele ser tonto si no está dosificado. Había que escuchar esas advertencias, había que tratar de ser un pensador de verdad si lo que se quería, como lo quería ella, era aprender a morir aprendiendo. Y así lo hizo y así se marchó, el martes pasado, la que debe haber sido, sin duda alguna, una de las intelectuales más honestas y consecuentes de la vida pública de la Argentina.

  125. Una fábula con arte

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    No es necesario abundar en la preeminencia que, desde su primera novela, Poste restante (2001), ha demostrado Cynthia Rimsky en la narrativa chilena de su tiempo, avanzando con cada nuevo libro un paso más en su camino hacia la visibilidad internacional que el Premio Herralde 2024 —otorgado ex aequo a Clara y confusa y a Los hechos de Key Biscayne, de Xita Rubert— ha dado un impulso decisivo.

    Rara” (Diego Gándara, La Razón); “ejercicio de extrañamiento” (Andrés Seoane, El Mundo); “una historia singular que busca la admiración del lector tras haberle hecho transitar por la perplejidad” (Ascensión Rivas, El Cultural). En estos términos se ha referido la crítica española a la novela de la autora chilena radicada en Argentina, haciéndose cargo de una escritura que escapa a etiquetas en boga durante los últimos años, tales como “narrativa de los hijos”, “autoficción” o “gótico latinoamericano”.

    Más difícil es explicar en qué reside la singularidad de la novela. Contar el argumento de Clara y confusa no ayuda mucho, pero hay que partir por algún lugar. El narrador es un plomero —o, como decimos en Chile, gásfiter— que se ha especializado en detectar filtraciones de agua. Vive en Parera, un pueblo de la pampa argentina como hay tantos. Más o menos ficcionalizados, muchos de ellos se han convertido en escenarios habituales de Hernán Ronsino, Federico Falco o la propia Cynthia Rimsky, en La vuelta al perro (2023).

    El protagonista conoce en Vallesta, la ciudad vecina, a Clara, una artista visual que lucha infructuosamente por alcanzar el reconocimiento. Inician una relación a la que ella no tarda en poner “restricciones” de toda índole, como las llama el narrador con involuntario humorismo. En paralelo, descubre que la Asociación Gremial de Plomeros, a la que pertenece junto a otros 20 socios (“contando jubilados y fallecidos”), está en manos de dirigentes corruptos. Hay un Porsche en el estacionamiento de la ruinosa sede del sindicato. Hay una casa en una urbanización desolada. Hay una crítica de arte malévola. Hay un juez. Hay una fiesta local del pastelito que da pie a una caótica apoteosis costumbrista.

    Lo que menos importa de Clara y confusa es el tema. El lector sospecha que detrás de la historia aparente hay otra, o varias, y se deja llevar por la cadencia de la narración y la enigmática promesa de la primera frase: “No es casual que esta historia llegue a sus vidas. Significa que están preparados para entender que ningún copo de nieve cae en el lugar equivocado”. Cita de un proverbio oriental, tal vez zen, para significar que nada sucede porque sí.

    Con un estilo contenido, sin efusiones, Cynthia Rimsky emplea un tono ligero en apariencia para escenificar el debate de ciertas ideas. Clave es, por ejemplo, el pasaje en el que el narrador dice: “Con Clara aprendí a mirar el arte contemporáneo. No a entender. Desde el primer día me prohibió comprender sus obras. Si llegaba a interpretar alguna, en mi siguiente visita a su taller esa parte de la obra había desaparecido”. Es una de las tantas restricciones a las que se debe resignar. Sin embargo, al escucharla quejarse de galeristas, críticos y curadores que la marginan “por el único motivo de tener una obra confusa”, el narrador se pregunta si el trabajo de la artista no necesita acaso una explicación, mostrar el proceso, armar un relato. “Todo lo que Clara odia”, en resumen.

    Con un estilo contenido, sin efusiones, Cynthia Rimsky emplea un tono ligero en apariencia para escenificar el debate de ciertas ideas. Clave es, por ejemplo, el pasaje en el que el narrador dice: ‘Con Clara aprendí a mirar el arte contemporáneo. No a entender. Desde el primer día me prohibió comprender sus obras. Si llegaba a interpretar alguna, en mi siguiente visita a su taller esa parte de la obra había desaparecido’.

    De pronto, el papel del crítico como mediador o relator se revela, justamente, crítico, en el sentido de imprescindible. ¿Qué pasa si la obra no se entiende? “Generalmente se trata de proyectos demasiado íntimos, que no dialogan con sus pares, con las instituciones, con la historia del arte; obras clausuradas”, como le dice al protagonista la malvada Renata Walas, una crítica que odia a Clara, convirtiéndose en su némesis, siempre rodeada de una corte de artistas jóvenes que la adulan para hacer carrera.

    Quienes hayan leído la novela El futuro es un lugar extraño (2016), escrita por Cynthia Rimsky cuando aún vivía en Chile, recordarán la escena en que ni siquiera el funeral de una artista da tregua a las guerras de poder y figuración que libran los asistentes. Todo es cancha. Hasta un cementerio. Las escenificaciones literarias de estas luchas por hegemonizar el campo cultural no son privativas de la narrativa de la autora. Marcelo Mellado lo hace, de manera brillante, en El objetor, pero asumiendo miméticamente las jergas conceptuales de los beligerantes, camino que Rimsky desecha en Clara y confusa, optando por un lenguaje al alcance de cualquier lector.

    Es ciertamente admirable que un libro con la diversidad de lecturas que ofrece Clara y confusa presente un estilo llano y una intriga lineal. El mayor riesgo asumido es, quizás, la forma en que se divide la trama. Hay tres partes o capítulos en los que el tiempo va contrayéndose: “Cinco años”, “Cinco días”, “Cinco horas”. En todos ellos hay un deambular constante del narrador, un desplazamiento que tiene, a ratos, un aire onírico, como en los textos de César Aira o Joao Gilberto Noll; dos excéntricos —sobre todo el primero— con los que la obra de Rimsky dialoga especialmente desde que se radicó en Argentina, hace más de 10 años, alcanzando una libertad que la ha beneficiado.

    La novela se caracteriza por el hacer, encadenando una acción tras otra, lo que no es obstáculo para que la investigación en torno a las corruptelas que envuelven al sindicato de plomeros vaya adquiriendo cierto aspecto alegórico: los pisos superiores de la enorme sede gremial están clausurados. Albergaron, alguna vez, oficinas que velaban integralmente por el trabajador, lo que se refleja en sus nombres: Educación Continua, Orientación Familiar, Beneficencia y Compromiso Social, Enfermería, Historia del Movimiento Obrero, Literatura Latinoamericana… Hoy todas están vacías tras el desmantelamiento del Estado.

    No es menos significativo que el protagonista de la novela, el personaje que asume la voz del relato (solo pasada la mitad del libro se revela su nombre), ejerza un trabajo manual, un oficio, aprendido de otro plomero que se lo transmitió por vía del ejemplo y la experiencia (praxis). Clara, la artista, también hace cosas, pero en su caso tienen un fin en sí mismas y suponen un mayor uso de la reflexión y el intelecto (poiesis). Ambas categorías se relacionan con la idea del hacer, es decir, de la producción, pero es sabido que, desde Aristóteles, el trabajo intelectual ocupa un lugar de mayor jerarquía que el físico.

    Cynthia Rimsky problematiza en Clara y confusa esta preeminencia a través de la relación dialéctica entre los dos personajes principales de la novela y muestra un camino de redención que tal vez permita “devolverle su dimensión original a la condición poética del ser humano”, como quería Giorgio Agamben. Incluso, como sugiere la novela, a costa de un sacrificio.

     


    Clara y confusa, Cynthia Rimsky, Anagrama, 2024, 168 páginas, $22.000.

  126. 42 kilómetros narrativos

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    Ana María del Río es, probablemente, una de las escritoras referentes de la nueva narrativa, esa generación de autores que irrumpió —de la mano del entusiasmo editorial— en medio de la celebración del proceso que implicaba el inicio de la recuperación de la democracia en nuestro país, por allá por el año 1989, cuando en un esperado plebiscito la ciudadanía decía No, con claridad, a la continuidad de la dictadura de Pinochet, decidiendo iniciar el camino del que fuera el himno de campaña más contagioso que haya ideado la historia política de los últimos 35 años: “Chile, la alegría ya viene”.

    Parte de esa alegría vendría de la mano de la literatura, en una especie de aluvión que generó —al mismo tiempo— esperanza y confusión, un mareo textual en el que resultaba difícil separar la paja del trigo. Como se sabe, la saturación de elementos suele generar distorsiones, celebraciones anticipadas e injustos vacíos.

    Del Río no es el caso. Desde sus primeros cuentos (Entreparéntesis) y novelas (Óxido de Carmen y Tiempo que ladra) llamó la atención de la crítica y lectores. Después vendrían premios y reconocimientos diversos, traducciones y novelas de largo aliento, como A tango abierto y La esfera media del aire, más una lista no menor de relatos de distinta extensión. A través de su itinerario narrativo, en el que explora la historia reciente del país desde la mirada crítica de una mujer, observadora aguda y de lenguaje fértil, la escritora indaga en los 50 años de un Chile que ha vivido los momentos más complejos de su historia contemporánea. Y lo hace con ímpetu literario más que ideológico, dejando claro que su compromiso es con la palabra que dice y no con la mirada atrincherada.

    Innecesariamente etiquetada como escritora de los 90, la verdad es que sus textos se publicaron con periodicidad en los años 2000. Recientemente publicó una colección de cuentos, Me he quedado con tu cadáver (2023), textos filudos, libres, muy bien escritos, en los que se echa de menos haber incluido más relatos. Y este año nos sorprende con una novela maratónica (830 páginas), en un libro de tapa dura y edición manual, libro construido por Editorial Liz de manera artesanal e impecable, con el aprecio evidente del editor por el texto que publica: Los años urgentes. Bravo por la valentía y decisión de la editorial. Curioso que las grandes (Mondadori, Seix Barral, Alfaguara, Planeta, Zigzag) se queden al margen y decidan pasar por alto la oportunidad de lanzarse con un texto de primer nivel.

    Los años urgentes es un libro especial para un tiempo en el que la velocidad de las cosas hace casi inimaginable un texto que se toma tantas páginas para contarnos la historia de una protagonista joven y sus circunstancias familiares, sociales, políticas, personales, en la voz de un personaje que se descubre de manera escueta y precisa solo hacia el final del texto, en un amarre generacional que nos hace un guiño a la inevitable forma en que los hechos del pasado sobreviven en las familias, en las sociedades, a través del testimonio directo, a través de la escucha de esa suerte de relato tribal que anida en la naturaleza de la humanidad, especie gregaria que articula su lenguaje como un antídoto contra el olvido.

    Los años urgentes es una valiente y gran novela, contada en clave folletinesca, pero sin renunciar a esa prosa distintiva, valiente que suele usar Del Río, ni a la inteligencia literaria que la destaca. El primer párrafo nos obliga a leer lo que viene después: ‘A veces imaginas cambiar tu origen, tu carne, tu sangre, tus datos. Borrar tu nombre, el color de tu piel, tu altura. Quedar solo con tus huesos, tu médula vibrante. ¿Sería más fácil así? ¿Dolería menos?’.

    La novela se lee rápido. Del Río decidió escribir un relato sin mayores dificultades textuales, queriendo que su historia —sin renunciar al detalle, a la mirada aguda sobre su objeto— resulte amena y amable al lector. Es una opción válida y Del Río tiene el oficio que le permite decidir el tono y la forma en que quiere narrar lo que se le venga en gana.

    Uno podría pensar que un texto de estas dimensiones abarca una multitud de temas o que decide explorar el quid de su relato con la profundidad analítica de un entomólogo que disecta cada elemento de su insecto. Pero no es el caso. Los años urgentes goza de cierta sana levedad que no es superficial sino una suerte de amabilidad de la autora con su historia y el lector. Y eso genera una tensión curiosa entre la extensión del texto y su intensidad, renunciando a escribir un relato enrevesado a lo Bolaño en Los detectives salvajes (1998), 2666 (2004, póstuma), con la forma desaforada que elige el argentino Rodrigo Fresán en su agotadora El estilo de los elementos (2024) y, curiosamente, siendo más convencional y pudiendo haberlo hecho, tampoco se fue por el camino de esas largas novelas rusas decimonónicas, a lo Tolstói o Dostoievski, donde la densidad de elementos construyen obras titánicamente filosóficas.

    Son los años 70, los tiempos de Allende y su después. Es la historia de una quinceañera saliendo del colegio y dando la P.A.A. para ver si podría ingresar a la universidad. Es un relato social, clásico en nuestro país aldea e isleño: la protagonista es la hija a medias de una familia de la aristocracia local que, usando el título de Gumucio, es la hija de “los parientes pobres”, una Díaz Larréin (recuerdo aquí que mi padre me decía que algunos “larraínes” se decían “larréin”, para darle un toque afrancesado al apellido de los llamados “ochocientos”), que no encaja en su medio y se siente incómoda con el peso e implicancias del apellido materno. Es una historia romántica en el tono “chica de alcurnia rebelde conoce liceano de clase media”, algo que hoy no tendría por qué sorprender, pero son los 70. Es la narración de los tumultuosos años de ese animal de dos cabezas, esa Anfisbena, que resultó siendo el intento revolucionario democrático marxista liderado por Salvador Allende y la reacción dictatorial de derecha en manos de Augusto Pinochet. Entrega una señal para repensar el octubrismo y es también, quizás, una catarsis personal en ese juego infinito e indefinible entre ficción y biografía, imaginación e historia.

    Los años urgentes es una valiente y gran novela, contada en clave folletinesca, pero sin renunciar a esa prosa distintiva, valiente que suele usar Del Río, ni a la inteligencia literaria que la destaca. El primer párrafo nos obliga a leer lo que viene después: “A veces imaginas cambiar tu origen, tu carne, tu sangre, tus datos. Borrar tu nombre, el color de tu piel, tu altura. Quedar solo con tus huesos, tu médula vibrante. ¿Sería más fácil así? ¿Dolería menos?”.

    Toda novela de largo aliento tiene sus baches, sus sargazos y esta no es la excepción. El texto podría haber tenido 200 páginas menos, sí. Pero quizás el exceso es una manera de exigir tiempo y paciencia, un decir al lector, quiero que te quedes aquí un tiempo para que entiendas mejor. Por alguna razón, en las manos de un buen guionista y director de cine, veo que esta novela tiene el material para una gran película o miniserie a lo Netflix, que —del modo que lo logró la serie Los 80— podría agregar una pieza más al puzzle que vamos construyendo para entender más y mejor este país cornisa. Un llamado de atención a los editores que, quizás, dijeron que no: están enfocados en la novela de 200 páginas, más comercial, olvidando que pueden haber textos como Tan poca vida, de Hanya Yanagihara, o este mismo, de Ana María del Río.

     


    Los años urgentes, Ana María del Río, Ediciones Liz, 2024, 830 páginas, $18.000.

  127. Horror

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    Una lectura de Letras torcidas, el perfil biográfico que Juan Cristóbal Peña publicó sobre Mariana Callejas (1932-2016), escritora y colaboradora de la Dina, quizás nos obliga a preguntarnos qué es el horror en la literatura chilena. Esto, a la luz de su obra, que incluye el volumen de cuentos La larga noche (1981), las memorias Siembra vientos (1995) y su participación en la antología El cuento chileno de terror (1986). Porque ¿qué es el horror? El horror es esto: una casa en Lo Curro. El horror es una familia: un hombre que pone bombas y una mujer que escribe. O los datos que hablan. Mariana Callejas estaba casada con Michael Townley. Michael Townley participó de la muerte de Carlos Prats y Orlando Letelier, entre varias. Vivían en una casa gigante en Lo Curro que era también un laboratorio y cuartel de la policía secreta de Pinochet. En esa casa fabricaban bombas. En esa casa hacían talleres literarios y fiestas, malones culturales que animaban las noches del toque de queda. En esa casa no había toque de queda. En esa casa mataron a Carmelo Soria. En un piso leían cuentos y en otro fabricaban gas sarín. Todos iban. Comida gratis. Conversación entretenida. Había canapés o tapaditos o pisco sour o vino. En realidad, daba lo mismo el menú. Había buena conversación y la literatura era un faro donde las almas sensibles se encontraban. Había que apostar por la cultura. Pagaba la DINA, el Mamo Contreras se rajaba. Al Mamo le gustaba la buena mesa y hablaba con Pinochet todas las mañanas. Ninguna hoja del país se movía sin que lo supieran. Para el Maestro, que fue su amigo y mentor literario, Callejas era una joven promesa de la narrativa chilena. El Maestro era Enrique Lafourcade. Una autoridad cultural de la dictadura. Si el cura Valente fue su crítico de cabecera, Lafourcade fue su novelista más visible. Lafourcade era fan de Callejas. Dato: Carlos Droguett nunca lo llamó Maestro: le decía Lafrustrade. ¿Qué es el horror? Palomita blanca y la literatura de Lafourcade, su pánico ante el mundo, su personalidad de artista excéntrico, de cronista simpático que escribe memorias literarias que son puros chismes de salón, de lector impune, de novelista docto, de Balzac tardío lleno de smog, devenido finalmente en jurado de varios programas de una tevé hecha con hambre. ¿Qué es el horror? Una literatura que se parece al espanto, a la muerte, a un salón de té donde todo está a oscuras, a una vernissage llena de cuerpos destrozados, de fantasmas sin rostros que flotan sobre las habitaciones donde alguna vez hubo una fiesta y sobre aparatos electrónicos destripados arriba de mesones y las habitaciones donde alguien se perdía en medio de la fiesta mientras hasta equivocar el camino y encontrarse con laboratorios, con agentes, con una galería patibularia de asesinos y traidores, de funcionarios militares, de científicos delirantes ¿Qué es el horror? Una biblioteca donde leemos la tradición que Callejas inventa y donde resulta una precursora inevitable, una escuela posible donde aparecen el Maestro y Carlos Iturra, algunas novelas de la Nueva Narrativa Chilena y los cuentos olvidados de esos talleres donde todos se encontraron, esa literatura chilena de la dictadura, esa mezcla entre mediocridad y alta cultura, entre cursilería y miedo, entre violencia y abandono.

  128. La violencia de Judith Butler

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    Desde que la filósofa estadounidense Judith Butler calificó el ataque realizado por Hamas el 7 de octubre, en el distrito sur de Israel, de acto de resistencia —y no de ataque terrorista—, su pensamiento ha dado lugar a una controversia. Hay quienes saludaron su valentía y la coherencia entre su pensamiento y su posicionamiento público. Hay quienes, por el contrario, vieron en sus palabras una forma de renegar de su propia teoría, lo que daría lugar a una división en la izquierda. Para la socióloga Eva Illouz, por ejemplo, la posición de Judith Butler ya no se alinea con las aspiraciones del feminismo y la lucha contra las distintas formas de dominación, pues termina valorizando a grupos sumamente autoritarios y “patriarcales” (en palabras de Eva Illouz), como sería Hamas. Leído bajo este prisma, el pensamiento de Judith Butler no solo fracasaría en sus aspiraciones de llevar a cabo una crítica de la dominación, sino que se entregaría —y nos entregaría— a sus peores formas.

    El posicionamiento de Judith Butler ante el ataque del 7 de octubre y las reacciones que suscitó son sintomáticos de, al menos, dos problemas. El primero concierne a la conversión del o de la filósofa en intelectual público, y el rol que asume ante una explosión de violencia. El segundo concierne, de forma general, a la relación entre el pensamiento y la violencia. Surgen dos preguntas correlativas: ¿Qué se espera de quien se dedica a la filosofía ante una masacre de la que solo pueden llegarnos relatos parciales, inacabados? ¿Es posible buscar comprender un acto de violencia sin abogar, de una forma u otra, por la violencia?

    De inmediato llamó mi atención que la postura de Butler en relación con la guerra en Medio Oriente irrumpiera en forma simultánea con la que algunos políticos tomaron —o no tomaron— tras el ataque del 7 de octubre. Butler reaccionó en forma casi instantánea, condenando de manera clara el ataque de Hamas, aunque luego lo calificó de acto de “resistencia”. El presidente Gabriel Boric, en cambio, no solo esperó varios días antes de reaccionar, sino que se limitó a retuitear las palabras de condena formuladas por una diputada del Partido Comunista, Carmen Hertz. Solo agregaba un comentario: “Comparto 100%”.

    Boric condenó el ataque, pero de forma indirecta, sin hablar en nombre propio, sin encontrar las palabras para formular un límite al uso de la violencia. Es como si la filósofa estuviera segura de sus marcos normativos, mientras que el político se mostró paralizado ante la necesidad imperiosa de una postura, que es lo que demanda su cargo.

    A diferencia de la política, la filosofía no es acción y razón —no por lo menos de forma inmediata—. Quien se dedica a la filosofía no ha sido elegido por un pueblo. Su palabra no despliega meramente una razón o racionalidad (la del Estado o la de una red de combatientes) de la que ha de responder siempre (para aplicarla o para contradecir sus reglas). Ante cualquier acontecimiento, la tarea de la filosofía es preguntarse por las formas que posibilitan o influyen en su comprensión.

    Esta confusión de roles no es casual. Remite a un marco más amplio de transformaciones, en el cual la labor académica muchas veces se justifica por su utilidad práctica, e incluso por sus fines morales, mientras los partidos políticos, y sobre todo los partidos de izquierda, movilizan más conceptos que fuerzas sociales. Con respecto al conflicto en Medio Oriente, es notable observar que las universidades se han constituido en un lugar de movilización política y de circulación totalmente acrítica de las fuerzas políticas en juego en este conflicto, los conceptos utilizados en el debate o la posibilidad de alcanzar un acuerdo de paz. En los últimos meses, las más prestigiosas universidades de Estados Unidos se han destacado por ser un lugar de movilización política y no de reflexión. Abundaron eslóganes que apuntaron a la destrucción del Estado de Israel (“From the river to the sea Palestine will be free”), sin que los que proferían aquellas demandas fueran necesariamente conscientes de sus significados. En paralelo, la comunidad internacional no convocó —al cierre de esta edición al menos— a ninguna instancia que permita determinar las condiciones de un cese del fuego. Mientras los países de la Comunidad Europea toman posiciones en función de ciertos principios —que quedarán sin efecto—, en la práctica quienes avanzan hacia una posible tregua (y no paz) son los países que financian la guerra: Qatar y Estados Unidos. En otras palabras, la guerra será concluida por quienes la financian, mientras quienes deberían dedicarse a reflexionar sobre los hechos, a saber, los y las universitarias, la perpetúan.

    La filosofía de Butler no es ajena a esta confusión entre lo académico y lo político. Su pensamiento se despliega en dos fases: la primera muestra que el ejercicio crítico es una forma de resistir al conjunto de los conocimientos y ethos sociales que subyugan a los individuos; la segunda, que toma forma después del ataque a las Torres Gemelas, busca determinar las praxis que permiten resistir ya no a la dominación, sino a la violencia (política, pero sobre todo epistémica, es decir, relativa al modo en el cual los conocimientos y ethos sociales nos construyen). En ambos casos, la filosofía tiene una dimensión práctica que puede plegarse al militantismo. Sin embargo, mientras en sus primeros escritos (sin duda los más interesantes), Butler pregunta qué rol juega la resistencia en la condición de posibilidad de la crítica, en los escritos posteriores al 2000 busca una solución política al problema de la violencia, definiendo conductas resistentes que aspiran a la “no-violencia”. El objetivo del pensamiento se vuelve entonces enteramente práctico, subordinándose a un fin que puede ser considerado político o moral, llegando incluso a una confusión entre las dos esferas. De esta forma, lejos de ser un pensamiento “a contracorriente”, el pensamiento de Butler me parece completamente en sintonía con su tiempo, uno que se propone ajustar conductas, mientras es cada vez más difícil pensar la política desde los lazos sociales.

    Las posiciones públicas de Butler desde el 7 de octubre han agregado violencia a la violencia. El problema no radica solo en las contradicciones de su pensamiento (un feminismo con pretensiones decoloniales, pero complaciente contra las violencias patriarcales) como lo estipuló Illouz, sino en esta confusión entre la filosofía y el activismo, es decir, en el deseo de volver la filosofía algo utilitario, algo que se equipara a la política y que aspira entonces al poder. Hacer una crítica al modo en que el conocimiento subyuga a los individuos y crea desigualdades y violencias sistémicas me parece necesario y propio del quehacer universitario. Constituirse, desde la academia, como una figura militante, y por ende emancipatoria, responde más a un ideal justiciero que a una preocupación por el saber. Conlleva el riesgo de instalar el fanatismo en el seno de la academia. En esto, Butler sigue inmanente al sistema que pretende criticar y termina renegando de las propias premisas de su pensamiento.

    ¿Qué se espera de quien se dedica a la filosofía ante una explosión de violencia?

    La violencia (…) es la destrucción de un límite, de una organización social, de un dispositivo vital o sensorial. Y, al mismo tiempo, es la construcción de las formas desde las cuales esta destrucción se produce, se reproduce, se disimula o se erige en sentido, crea nuevas formas de creer o no creer en un acontecimiento, se vuelve potente para así hacer posible la detención del poder. Filosofar ante un acto violento es, por lo menos, dar cuenta de la violencia en cuanto destrucción y producción; es dar cuenta de su ley.

    La política, al menos cuando se ejerce desde un cargo estatal, es acción y razón. El hombre o la mujer que asume una responsabilidad política actúa en función de límites que son aplicables al conjunto de la sociedad. Condenar un acto, nombrarlo, es hacerse cargo de la lógica desde la cual este acto es nombrado. Asimismo, condenar el ataque del 7 de octubre y nombrarlo “terrorismo” y no “resistencia” implica posicionarse desde el lado de los civiles expuestos a la violencia y no de quienes momentáneamente detentan la fuerza. Implica situarse dentro de una determinada configuración política. Implica, como consecuencia, la obligación de posicionarse ante la posibilidad de declarar o no una guerra, la cual, desde el punto de vista del Estado, es un derecho, a veces un deber, pero no una fatalidad. Para un jefe de Estado, declarar o no declarar una guerra es una decisión de la que hay que responder. Por esto, de un presidente de la República se espera un pronunciamiento, y se espera que hable en su nombre, con sus palabras.

    A diferencia de la política, la filosofía no es acción y razón —no por lo menos de forma inmediata—. Quien se dedica a la filosofía no ha sido elegido por un pueblo. Su palabra no despliega meramente una razón o racionalidad (la del Estado o la de una red de combatientes) de la que ha de responder siempre (para aplicarla o para contradecir sus reglas). Ante cualquier acontecimiento, la tarea de la filosofía es preguntarse por las formas que posibilitan o influyen en su comprensión. El ataque del 7 de octubre fue horroroso, no solo porque se produjeron matanzas de un tipo específico (quemar vivas a las personas, de forma intencional), sino también porque fueron grabadas, escenificadas, reproducidas por distintos medios de comunicación. Lo que ocurrió el 7 de octubre no puede ser separado del modo en el cual se transformó en un acontecimiento visible y comunicable, en un acontecimiento que tiene sus propias leyes. La violencia no es un hecho bruto, salvaje, “bárbaro” —como se dice muy a menudo—, es la destrucción de un límite, de una organización social, de un dispositivo vital o sensorial. Y, al mismo tiempo, es la construcción de las formas desde las cuales esta destrucción se produce, se reproduce, se disimula o se erige en sentido, crea nuevas formas de creer o no creer en un acontecimiento, se vuelve potente para así hacer posible la detención del poder. Filosofar ante un acto violento es, por lo menos, dar cuenta de la violencia en cuanto destrucción y producción; es dar cuenta de su ley. La palabra “resistencia”, tal como la usa Butler, no es producto de una reflexión. Se trata, más bien, de una sumisión a la ley de la violencia que permanece impensada.

    Butler condenó la masacre del 7 de octubre, pero al calificarla como un acto de “resistencia” no se enfrentó a la violencia en cuanto tal, como un fenómeno singular, uno que es un fin en sí mismo, uno que, en el momento de su ejercicio, puede producir formas de dominación absolutas. Abordó la violencia como un mero medio relativo a un fin. Esto hace que cada acto de violencia se vuelva relativo a otro o comparable con otro (como cuando se termina comparando el Holocausto con otras formas, cada una singular y absoluta, de destrucción). En vez de pensar la violencia, Butler se entregó completamente a los dos adversarios que buscaba criticar. Al condenar de forma categórica el ataque del 7 de octubre, remitió al Estado en cuanto principio racional, cuyo sentido es inseparable de la protección de los civiles —situación de civilidad y de protección (garantizada por las Fuerzas Armadas desde las cuales, de hecho, habla y piensa Judith Butler). Y al calificar el ataque con el término “resistencia” aboga solamente por el doblón de la guerra. Pues la resistencia armada no es más que una guerra emprendida fuera de un marco estatal. Tiene la ventaja de pasar por pura y de ejercitarse sin reglas, las que por lo menos debieran obligarnos a condenar los crímenes de guerra. Si violar, quemar y grabar la destrucción es resistir, entonces cualquier acto terrorista puede ser leído como un acto de resistencia y la resistencia puede usar como arma de guerra el terrorismo. Esto, vale la pena observarlo, nos aleja de lo que los primeros escritos de Butler permitían pensar, a saber, que resistir significa soportar lo que oprime; al modo en el cual se ejercita la dominación. La resistencia se produce como lo que, momentáneamente, interrumpe el poder en la violencia de su ejercicio, no como su doblón.

    El pensamiento de Butler no permite un cambio de enfoque, uno que cuestione nuestra forma de aprehender un fenómeno. En cambio, posicionalmente procede de un cambio de rol: en vez de cuestionar, enjuicia, valoriza y condena. En tal contexto y vista la influencia de Judith Butler en el mundo académico, la universidad arriesga transformarse en un bastión de guerra. Por mientras, ningún actor político está proponiendo una salida a una masacre que sigue su curso.

     

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    A partir de las reacciones suscitadas en redes sociales por la publicación de este artículo, su autora respondió aquí.

  129. Beatriz Sarlo, el punto de vista de los otros

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    Hoy puede dar un curso en las universidades de Columbia o Cambridge, ocupar tribuna en los diarios La Nación y Perfil, o discutir en televisión sobre política argentina. Pero no siempre fue así. En la década del 70, nada más comenzar la dictadura de Videla, Beatriz Sarlo tuvo que pasar a la clandestinidad. Había estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y al momento del golpe de Estado de 1976 dirigía la revista Los Libros. Allí formaba equipo con Carlos Altamirano y Ricardo Piglia, los mismos con los que inició, dos años después, la influyente Punto de Vista.

    Si bien los primeros números tenían un tiraje de 100 ejemplares y los repartía la propia Sarlo, la revista se impuso por su tono, por el cruce de disciplinas y por su valentía a la hora de expresar posturas antipopulares. En términos políticos se opuso a la guerra de las Malvinas y en materia cultural Sarlo hizo lo que hacen todos los grandes críticos: jugársela por un autor hasta entonces desconocido —Juan José Saer— para colocarlo en el centro del canon. En el libro Zona Saer señala que es el narrador argentino más importante de la segunda mitad del siglo XX; la primera está dominada por Borges.

    Aunque el eje de su obra es la crítica literaria, Sarlo es una intelectual todoterreno. Sus análisis abarcan desde la crisis de la educación a la inseguridad laboral, pasando por la segregación urbana, los mundiales de fútbol y el lenguaje de los políticos. Leerla es una forma de mantenerse alerta, abierto a desentrañar el sentido profundo de los signos, gestos y discursos que se imponen desde el poder, desde el mercado.

    Aunque el eje de su obra es la crítica literaria, Sarlo es una intelectual todoterreno. Sus análisis abarcan desde la crisis de la educación a la inseguridad laboral, pasando por la segregación urbana, los mundiales de fútbol y el lenguaje de los políticos. Leerla es una forma de mantenerse alerta, abierto a desentrañar el sentido profundo de los signos, gestos y discursos que se imponen desde el poder, desde el mercado. Sarlo, que comparte con Benjamin y Barthes la mirada microscópica, asume entonces el punto de vista de los otros.

    En una época dominada por los especialistas, por aquellos que hablan en nombre de la técnica, Beatriz Sarlo apuesta por la discusión de ideas y principios. Sus intervenciones en la prensa y libros como Escenas de la vida posmoderna o Tiempo presente, dan una imagen nítida de su actitud: una intelectual independiente y anticonformista, que invita a pensar en la justicia, la igualdad, el pluralismo y todos aquellos valores indispensables para la construcción de una sociedad democrática. A los 74 años todavía utiliza el transporte colectivo para ir al estudio que tiene a unos 800 metros del Congreso, en pleno barrio cívico. Desde allí registra su tiempo, y se rebela ante el individualismo y al retroceso de la cultura letrada.

     

    Fotografía: Beatriz Sarlo en la Biblioteca Nicanor Parra de la UDP.

  130. Cristóbal Briceño entre animales

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    Difícil será el trabajo de quien deba situar la obra musical del cantante Cristóbal Briceño (Santiago, 1987) en el canon chileno. Alejado sin querer desde hace ya un tiempo de la circulación masiva, su nombre está posicionado en el extraño limbo de quienes, por un lado lo consideran el mejor compositor de su generación, y aquellos que, con vago desprecio, lo consideran una promesa incumplida.  

    Pese a sus profundas intenciones de abrazar lo popular (ha dicho en más de una ocasión que ha intentado participar en la competencia del Festival de Viña), su logro más reconocible —a pesar (o fruto) de las decenas de proyectos que ha iniciado— es Ases Falsos, y es esa la banda, que, en un ejercicio tan saboteador como clarividente, llega a su fin con la película Bremen, que acaba de estrenarse en cines y que estará circulando por estas semanas.

    Nacidos el 2011, quizás en el inicio del ocaso de las bandas de rock como fenómeno popular, su música trajo, como dijo en su momento Marisol García, “una precisa combinación de energía eléctrica y finura sentimental de un cancionero pop”. Juventud americana, el primer disco de Ases Falsos, parece querer retratar cuáles son los sinuosos caminos de aquella energía juvenil. En los años en que escribió ese disco, los años del movimiento estudiantil, despertaba en él y en los demás el deseo algo adormecido de enfrentar a la autoridad. Muchas de las canciones de Juventud americana hablan directamente de esas escenas, como sucede en “La sinceridad del cosmos”:

    Ládrale
    A la autoridad
    Ládrale a la institución
    Ládrale al conducto regular

    Los versos de “La sinceridad del cosmos” son una invitación a encontrar cierta animalidad perdida en los matorrales de la civilización, como pasa con los perros cuando se enfrentan a carabineros. “Estudiar y trabajar”, recuerda esa misma animalidad:

    En más de alguna ocasión
    Me acusaste de flojear
    Puede que tengas razón
    Pero cada vez que tú
    Te vas de acá
    Yo me pongo a correr como un perro aysenino.

    Los animales de Bremen están quebrados por el abandono, pero logran —a medida que se van haciendo amigos, y a través de la música— encontrar un lugar en el mundo. En el intertanto, viven más peripecias que los animales del cuento de los Hermanos Grimm, y que hacen que la historia se haga cuesta arriba para ellos: se encuentran con estafadores, asesinos, políticos ladrones.

    Lo animal y lo rural (“perro aysenino”) se encuentran en muchas ocasiones en las obras posteriores de Cristóbal Briceño, donde lo ciudadano, la civilización, en definitiva, termina siendo una desviación de la sabiduría instintiva del hombre. ¿Serán estos mejores valores que los adquiridos por la cultura? En algún sentido, la moral que anhela discutir Briceño (bien se podría decir que su obra es la de un moralista) es aquella donde lo instintivo posee un poder insustituible. En “Estudiar y trabajar” canta: “Yo no quiero estudiar, me aburre de verdad / Solo quiero trabajar / Ganar plata haciendo lo que a mí me sale bien”. En el bienintencionado deseo de educarse subyace una pérdida, diríase una derrota del hombre, sugiere la letra.

    Bremen, la película de Ases Falsos, es un nuevo esfuerzo de Cristóbal Briceño por articular aquella idea. El filme, dirigido y escrito por el cantautor, se inspira en el cuento “Los músicos de Bremen”, de los Hermanos Grimm, escrito en 1819, para construir una historia con un sentido moral algo distinto al de los autores alemanes. En el cuento original, cuatro animales (un burro, un perro, un gato y un gallo), cansados de ser maltratados por sus dueños, escapan e imaginan que llegarán a una ciudad, Bremen, donde dejarán atrás sus pesares y tendrán una banda musical. Tras vagar por algún tiempo, los animales se encuentran una casa llena de comida y a unos ladrones sentados a la mesa que, a diferencia de ellos “se dan la gran vida”. Entonces los animales se trepan uno encima del otro, entran a la habitación y hacen huir a los ladrones, haciéndoles creer que se trataba de unos fantasmas. Aunque los ladrones intentan volver, los animales les vuelven a hacer creer que la casa está habitada por monstruos y brujas hasta que, por fin, sin llegar a Bremen, los animales se toman (como verdaderos okupas) para siempre aquella casa. 

    Visto así, el cuento de los Hermanos Grimm parece una alegoría del poder de la amistad y la unidad. Sin embargo, es también una historia sobre la justicia. Los animales, que han sido maltratados por sus antiguos dueños, logran hacerse de una casa, recobrando así el equilibrio perdido. Es, al mismo tiempo, una historia sobre el miedo humano a lo animal, sobre todo a los animales domesticados. Quizás cierto miedo atávico nos hace creer que nuestras mascotas algún día se rebelarán en nuestra contra y devolverán cierto equilibrio en este mundo. El cuento de los Hermanos Grimm reafirma esa idea, porque a quienes atacan los animales son justamente a los ladrones: entre humanos y animales no hay solo una lucha de poder, sino también de justicia.

    Alejada de cualquier clase de éxito convencional, su obra es más bien el reflejo de que todo aquello que se hace se arregla sobre la marcha, y de que en el deseo de controlar el futuro hay también una derrota. Bremen, como película, es también un reflejo de aquello.

    Briceño es consciente de varios de estos tópicos y los hace presente en Bremen. En la película los animales también son maltratados y también poseen un talento natural, instintivo, para tocar y cantar. Dado que los animales son interpretados por otros miembros de la banda, la historia se va entrelazando con varias canciones originales y emotivas, como “De lejos”, que suena como una canción romántica, pero que bien podría estar dedicada por una mascota a su amo:

    De lejos
    Así te quiero yo
    Saber que estás ahí
    Sin tenernos que hablar
    Nada.

    De lejos
    ¿Por qué no funcionó?
    Soy como otra tú
    Tu eres igual que yo.

    Los animales de Bremen están quebrados por el abandono, pero logran —a medida que se van haciendo amigos, y a través de la música— encontrar un lugar en el mundo. En el intertanto, viven más peripecias que los animales del cuento de los Hermanos Grimm, y que hacen que la historia se haga cuesta arriba para ellos: se encuentran con estafadores, asesinos, políticos ladrones. No quisiera contar el final de la película, si es que hay alguno, pero Briceño trastoca en parte el sentido del cuento original para plantearnos otra pregunta: ¿qué hay en el deseo de llegar a Bremen? ¿Cuál es el empeño por lograr el éxito, por cumplir nuestros objetivos y alcanzar nuestras metas? ¿No es aquello más que vanidad, como dice el Eclesiastés? O quizás, como parece plantear Bremen, no existe un camino para lograr lo que anhelamos. “No hay un mapa para el éxito”, dice un personaje en la mitad de la película, y esa frase resume en gran parte la historia de estos animales y de las propias bandas formadas por Briceño.

    No es tan curioso que Briceño haya decidido terminar su aventura con Ases Falsos con una película. Su música siempre ha estado vinculada con el deseo de contarnos historias y en ese sentido es un alumno aventajado del narrador anhelado por Walter Benjamin. Briceño no parece escribir sentado solo en su gabinete, sino que quiere entretener y transmitir una experiencia, la que ha vivido como músico. Alejada de cualquier clase de éxito convencional, su obra es más bien el reflejo de que todo aquello que se hace se arregla sobre la marcha, y de que en el deseo de controlar el futuro hay también una derrota. Bremen, como película, es también un reflejo de aquello. Briceño debe ser consciente de las deficiencias técnicas y narrativas de su película (aunque no sea un experto en cine, es fácil darse cuenta de que Bremen posee varias, pero son compensadas con su humor, su caos y la ternura de los personajes), pero quizás ha preferido mostrarla así, no como un producto perfectamente logrado, sino como un intento de dar forma a los inconexos caminos de la creación artística y de la vida misma.

     


    Bremen (2024), escrita y dirigida por Cristóbal Briceño, 108 minutos.

  131. Infancias hacia el dos mil treinta

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    En los últimos años, en Chile se ha intensificado la discusión sobre la niñez, más bien sobre las niñeces, término que se acuña para enfatizar la diversidad de las experiencias de niños y niñas. La creación de la Defensoría de la Niñez en 2018, el escándalo que provocó el conocimiento de los abusos cometidos en algunas residencias del Sename al año siguiente, adolescentes y estudiantes universitarios saltando los torniquetes del Metro de Santiago para el estallido social son quizás la cara más política de este foco de atención. Otras temáticas, como el uso de celulares a temprana edad, la baja calidad de la educación escolar, la ausencia de hábitos de lectura en la infancia y espacios públicos inseguros, poco acogedores para el juego y limitantes para la movilidad independiente, también ocupan un espacio en la discusión pública. Pareciera ser que las vivencias de niños y niñas en el Chile de hoy distan mucho de las tardes de pichanga en la calle, la construcción de casas-club en los árboles de la plaza o de los paseos en la bicicleta llevando al amigo de pie en la parrilla. La nostalgia por una niñez más libre, sin miedos (aunque existiera el peligro) y con menos pantallas, se conecta también con la añoranza de un mundo pasado, aunque moderno, menos moderno, y si bien conectado —con imprenta, televisión e internet—, sin redes sociales, wifi ni teléfonos inteligentes.

    La lectura de Infancia berlinesa hacia mil novecientos, de Walter Benjamin, hoy resuena como un llamado de atención a los afectos que circulan cuando observamos la niñez contemporánea y pensamos en su futuro. La obra de Benjamin, en la que ofrece variadas imágenes de su niñez burguesa en el Berlín de fines del siglo XIX, es una reserva de experiencias que se conectan con el devenir del mundo moderno; son fragmentos de lo destruido y lo emergente, de antiguos espacios urbanos y nuevas tecnologías disruptivas, como el teléfono, de identidades territoriales y nuevos hallazgos. Los recuerdos de Benjamin se leen lentos, con el ritmo de la palabra hablada, del diálogo y el intercambio de detalles. Todo lo contrario al estrépito de las balas, balas disparadas en la calle contigua a una escuela, balas que asustan, balas rápidas, balas que te pueden matar.

    La imagen de un recreo con niñas y niños asustados por la balacera recién ocurrida, el helicóptero de Carabineros sobrevolando el patio y las profesoras intentando mantener la calma, se suma a los recuerdos que acompañarán a algunos niños y niñas de hoy. También los mensajes ofensivos enviados por el celular —breves, sin explicación, injustificados—, las tardes frente al videojuego, con prohibición de salir a la calle porque es peligrosa y porque hay que evitar las malas juntas, las plazas enrejadas, las calles repletas de autos, el aire contaminado. La multiplicidad de imágenes de la niñez en la ciudad que podríamos evocar nos habla de lo dinámica e infinita que es la experiencia de la infancia, y profundizar en ellas nos abre una ventana hacia la complejidad de nuestro país.

    La inequidad social es quizás uno de los factores que más distancia algunas experiencias de niñez de otras. La infancia acomodada de Benjamin se asemeja en ciertos aspectos a la de niños y niñas de familias chilenas de altos ingresos. Y a la vez, su relato está cargado de lo incierto, de la permanente extrañeza que

    le provoca su ciudad y la exploración y los hallazgos que esa condición motiva. Benjamin habita el carácter inesperado y sorpresivo de Berlín, un carácter esencial de lo urbano. Está atento a lo que sucede entre líneas, bajo la superficie, a las interacciones tácitas y a las palabras no dichas.

    Benjamin no pretende hablar de su experiencia personal de niño berlinés cuando nos cuenta sobre su pena de sentirse ignorado al llegar tarde a clases. Nos quiere hablar de su mundo, de su sociedad, de las formas que tienen las personas de entenderse, o no, en la modernidad. Sus memorias son parte de una constelación, de una forma de sentido, y no puede sino llevarnos a pensar en cómo se vinculan las vivencias de niños y niñas de hoy con el orden (o desorden) de nuestra sociedad contemporánea.

    Una de las angustias de algunos padres y madres es pensar cómo se las arreglarán sus hijos e hijas en un mundo arrasado por el cambio climático, los desastres medioambientales y las plagas. El confinamiento que tuvieron que vivir muchos niños y niñas por causa de la pandemia del covid-19 dominará sus memorias de infancia. Días aburridos sin ver a los amigos, clases por pantalla o ausencia de clases, falta de movimiento en espacios domésticos pequeños y hacinados. Estos recuerdos, ¿se conectarán en el futuro con nuevas energías para el medioambiente o con un camino descendente hacia el fin del mundo?

    Hay signos importantes para esperar lo primero, niños y niñas reconocen el mundo para transformarlo. Como dice Benjamin: “Allí, ante un fondo gris, la primavera enhestaba sus primeros retoños, y cuando, más adelante hacía surgir aquí los primeros brotes delante de la fachada posterior gris, y cuando, avanzando el año, un techo de hojas cubierto a lo largo del año, una polvorienta fronda rozaba la pared mil veces al día, la fricción de las ramas me iniciaba en un aprendizaje que aún me venía grande, ya que el patio se me antojaba una señal”.

    Los recuerdos de Benjamin se leen lentos, con el ritmo de la palabra hablada, del diálogo y el intercambio de detalles. Todo lo contrario al estrépito de las balas, balas disparadas en la calle contigua a una escuela, balas que asustan, balas rápidas, balas que te pueden matar.

    En el patio, Benjamin descubre y sueña múltiples posibilidades, ve transcurrir el tiempo y las estaciones, busca refugio y encuentra estabilidad. Se vincula con otras vidas, las de los adultos, sacudidores de alfombras, cocheros, y por sobre todo, practica la espera. Los recuerdos de Benjamin dan cuenta de un niño despierto, abierto al mundo, conectado con su ciudad y su época.

    El entendimiento de la infancia como un período de la vida humana no puede significar creer que niños y niñas son proyectos de persona, sujetos incompletos sin razón y voluntad. Por otra parte, la reflexión sobre las infancias como un fenómeno particular, aislado, con bordes claros, ha sido superada por una visión que las entiende como el resultado de relaciones con una diversidad de cuerpos, humanos y no humanos; personas y cosas, instituciones y temperaturas; un ensamblaje diverso de elementos posibilita las infancias. Spyros Spyrou, antropólogo que se ha especializado en los estudios de la infancia, explica cómo las niñeces existen en interdependencia, sin una esencia y autenticidad fija. En esta línea, los adultos somos parte de la constitución de las infancias, y la creciente atención en la niñez demanda una mirada hacia los adultos, quienes también se encuentran sumergidos en pantallas, redes sociales y muchas veces violencia. El giro hacia los cuidados que ha permeado los discursos de política pública, pone énfasis en las maneras de adultos para relacionarse con niños y niñas, y debiera ser parte de esta perspectiva, no como una forma utilitarista para favorecer la integración de las mujeres al trabajo, sino como un encuadre que releve la importancia de las relaciones entre adultos y niños en la constitución de la experiencia de la infancia.

    Experimentación e infancia

    Infancia berlinesa, al igual que el Libro de los pasajes, puede comprenderse como una colección de fragmentos. La experimentación como forma de adentrarse en el mundo y develar significados caracteriza la infancia. El antropólogo Tim Ingold se refiere a la experimentación en la vida cotidiana como una forma de integrar la actividad práctica en el proceso del pensamiento, es decir, pensar a la intemperie, no a puertas cerradas. De alguna manera, Benjamin nos ofrece esa forma de experimentación a través de sus fragmentos, que se vuelven experiencia en la narración a través del lenguaje. El niño berlinés explora el mundo, lo descubre e imagina y, sobre todo, lo reconstruye en su memoria, dotándolo de significado.

    Hacer espacio para la exploración infantil es esencial si queremos reconocer la niñez en su diversidad. Parte importante de los recuerdos de Benjamin refieren al espacio urbano, a la ciudad desordenada, en la que sucedían desastres e incendios, donde había parques frondosos y luces a gas: “Andar desorientado en una ciudad no significa gran cosa. Extraviarse en ella como quien se extravía en un bosque requiere, no obstante, preparación. Los nombres de las calles tienen que hablar al errabundo como el crujir de ramitas secas, y las callejuelas del centro reflejarle las horas del día con la nitidez de un claro en la montaña. Tardé yo en aprender este arte que, sin embargo, hizo realidad ese sueño cuyas primeras huellas habían sido laberintos en el papel secante de mis cuadernos”.

    La exploración de la ciudad requiere autonomía, y para ello, condiciones mínimas de seguridad e infraestructura. Uno de los desafíos para el mayor bienestar de niños y niñas en nuestro país es transformar las ciudades en espacios habitables para ellos y ellas. No se trata de convertir el espacio urbano en un parque de diversiones, sino de permitir la movilidad, el juego y el encuentro con lo no conocido. La niñez no existe por sí sola, como entidad abstracta y aislada, sino que emerge en relación con una diversidad de actores y materialidades que la hacen posible. ¿Cómo son las experiencias de niñez que se conforman en las relaciones con adultos en las familias, escuelas, comunidades y barrios, en las calles de nuestras ciudades? ¿De qué maneras acompañamos a niños y niñas en sus luchas y descubrimientos, en su tejido de constelaciones? Una de las imágenes más dichosas en las memorias de Benjamin es su exploración del lago congelado, con su propio cuerpo al patinar sobre el hielo: “El lago, sin embargo, sigue vivo dentro de mí en el ritmo de los pies entorpecidos por los patines que, tras una incursión en el hielo, volvían a sentir el entablado y entraban retumbantes en una caseta donde una estufa de hierro ardía al rojo vivo. Cerca estaba el banco en el que uno medía la carga que llevaba en los pies, antes de decidirse a desatarla. Luego, cuando el muslo descansaba inclinado sobre la rodilla y el patín se aflojaba, teníamos la sensación de que nos nacían alas en ambos pies y, con pasos que saludaban al suelo helado, salíamos al aire libre”.

    La experimentación se vive en el cuerpo y con el cuerpo, y esa vivencia corporeizada se hace parte de lo que somos. Niños y niñas de hoy, dominados por la virtualidad, parecieran menos expuestos al mundo concreto, táctil, sensorial. Las imágenes de la niñez de Benjamin huelen, se gustan y escuchan, casi se pueden tocar. Al leer los recuerdos de Benjamin se entra en un ritmo que acompaña su relato, su narración invita a afinar los sentidos para ser parte de sus vivencias, y en el lenguaje compartimos su experiencia. Para Benjamin, la experiencia empobrecida es aquella que no se comparte ni se comunica a través del lenguaje. La potencia de la experiencia es que se conecte con otros, se vuelva colectiva y parte del mundo social. Es la experiencia relatada, en la que profundiza Benjamin en su famoso ensayo sobre el narrador de historias (1936).

    El psicólogo Daniel Stern habla de “afecto sintonizado” (affect attunement) para referirse a comportamientos que realizamos junto a los demás, no para imitarlos exactamente, sino para compartir lo que se vive y los afectos que circulan en torno a ello. Sintonizar nuestros afectos para acompañar la niñez requiere de despojarnos de nuestras visiones adulto-céntricas, no para pretender volver a ser niños; sí para compartir sus exploraciones y ser parte de la necesaria reconquista por parte de niños y niñas del mundo sensorial. La vida cotidiana de las diversas infancias nos abre a un mundo diverso y siempre nuevo de lo que significa ser niño o niña hoy, fuera de esquemas rígidos y definiciones cerradas. La sintonía de los afectos adultos con esas experiencias debiera ser el punto de partida para el desarrollo de acciones que contribuyan a un mayor bienestar de la niñez. Las imágenes de Benjamin, múltiples y novedosas, nos sitúan en ese entramado de relaciones que es cada infancia y nos llaman la atención acerca de su conexión con la posterior experiencia histórica.

     

    Imagen de portada: Sin título (2023), de Antonieta Corvalán, ilustración dígital.

     


    Infancia berlinesa hacia mil novecientos, Walter Benjamin, Periférica, 2021, 136 páginas, $31.000.

  132. El Occidente redescubierto

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    En su libro, la arqueóloga y clasicista Naoíse Mac Sweeney se propone desafiar y reinterpretar la noción de “civilización occidental” durante los últimos 2.500 años, a través de las vidas y escritos de 14 mujeres y hombres, desde Heródoto, el gran historiador griego del siglo V a. C., hasta Carrie Lam, la directora ejecutiva de Hong Kong del siglo XXI, que presidió la reciente caída del país hacia un gobierno autoritario.

    ¿Parece interesante? Francamente, tenía mis dudas. Todos sabemos que a los editores les encanta este tipo de propuestas generales, pero es fácil imaginar cómo esta podría convertirse en una mezcla desgarbada de conocimiento de segunda mano y tibios lugares comunes.

    Es más, como reconoce inmediatamente Mac Sweeney, su premisa no es nada original. En la comprensión popular, la historia de la civilización occidental, desde Platón hasta la OTAN, es una historia de ideas y prácticas superiores (¡Libertad! ¡Democracia! ¡Libertad de expresión!), cuyos orígenes se encuentran en la antigua Grecia y desde entonces han sido refinados, ampliados y transmitidos a lo largo de las épocas (a través del Renacimiento, la Revolución científica y otros desarrollos que se suponen exclusivamente occidentales), de manera que hoy en Occidente somos los afortunados herederos de un ADN cultural superior.

    Es una noción poderosa que, como era de esperar, siempre ha sido particularmente popular en Estados Unidos, ya que es una narrativa más edificante con la que conectar la historia nacional que, digamos, una de genocidio, limpieza étnica, esclavitud racializada masiva y ruina ecológica. Pero en los círculos académicos el concepto de “civilización occidental” ya no se toma muy en serio. En cambio, ahora hay una enorme literatura que deconstruye cómo la idea de “Occidente” ha sido inventada, reutilizada y puesta en uso en diferentes épocas y lugares, a menudo de maneras que nosotros mismos encontraríamos profundamente desagradables.

    Mac Sweeney se propone explicar a los lectores comunes y corrientes por qué esto debería ser así y por qué, en primer lugar, la idea se afianzó. Debe ser una excelente profesora, además de una escritora talentosa, para que esta desafiante tarea se lleve a cabo con estilo. Uno por uno, aborda viejos mitos —sobre la condición del mundo antiguo, la naturaleza de las Cruzadas o la superioridad de las potencias europeas en las contiendas imperiales—, los explota con garbo y nos deja, en cambio, con una comprensión más rica y completa de las épocas, visiones del mundo e individuos fascinantes del pasado.

    ¿Qué debería significar ahora la identidad ‘occidental’? El libro termina reflexionando sobre esta cuestión desde diversos puntos de vista: el trabajo del crítico poscolonial Edward Said y las actuales diatribas antioccidentales del Estado Islámico, Putin y el Partido Comunista Chino. Por supuesto, no hay una respuesta única: como Heródoto —y este libro—, la civilización misma es una gran mezcla de delicadezas. Escogemos y elegimos cómo concebimos nuestra identidad; nuestros apetitos cambian; tus gustos son diferentes de los míos. Pero imagino que mucha gente disfrutará de este relato inteligente y estimulante.

    Como corresponde a una clasicista y experta en la historia de Troya, ella comienza con media docena de brillantes capítulos sobre los griegos, los romanos y cómo las culturas posteriores desdeñaron, manipularon o reclamaron su herencia, no solamente en lo que ahora consideramos países “de Occidente”, sino a través de Anatolia y Medio Oriente, y desde el África subsahariana hasta la India. En todos estos casos, las culturas helénica y romana fueron consideradas fundamentalmente distintivas; de hecho, incluso la idea de los helenos como una unidad etnopolítica, en lugar de un conjunto de diferentes Estados, fue evocada en gran medida por el emperador bizantino Teodoro II Láscaris en el siglo XIII. Antes de su invención en el Renacimiento, la noción de una “antigüedad clásica” grecorromana unificada, y sobre todo una cuya herencia se limitase a Europa, habría parecido aún más insondablemente extraña.

    En el camino, nos presenta a Heródoto no solo como el compositor de “una gran mezcla de delicias historiográficas”, sino también como un refugiado político bicultural cuyo texto socava sutilmente la xenofobia y el imperialismo atenienses, así como una serie de figuras menos conocidas, pero dignas de mención. Entre ellas se encuentran Livila, la bella y despiadada nieta favorita del emperador Augusto; Godofredo de Viterbo, cronista y capellán del emperador Federico I del Sacro Imperio Romano Germánico; la brillante cortesana, poeta y filósofa italiana del siglo XVI Tullia d’Aragona; y un irresistible noble de Basora,  Abu Yusuf Yaqub ibn Ishaq al-Kindi, quien como médico, erudito y amante de los textos griegos en la Bagdad del siglo IX, el deslumbrante epicentro del mundo islámico, escribió cientos de tratados filosóficos sobre todos los asuntos bajo el sol: perfumes, mareas, lentes ópticos, verdad teológica, el sentido del universo y la mejor manera de quitar las manchas de la ropa sucia.

    La segunda mitad del libro gira hacia la historia crecientemente oscura de cómo, a partir del siglo XVII, los pensadores y políticos europeos construyeron una visión del mundo cada vez más dicotómica. Catalizado por exploraciones y encuentros globales, por nuevas formas de entender el conocimiento y la conquista colonial, gradualmente se volvió común en el autodefinido “Occidente” pensar en la humanidad dividida entre los cristianos y los no cristianos, los europeos y los otros, el Occidente superior versus el resto inferior.

    Aunque este argumento vuelve a pisar un terreno conocido, el don de Mac Sweeney para la síntesis brillante y las apasionantes viñetas personales nunca decae. Está especialmente alerta a las numerosas reinterpretaciones de la antigüedad grecorromana que acompañaron cada nueva invención de la “civilización occidental”. Alrededor de 1700, un observador europeo podía decir de la temible reina guerrera angoleña Njinga que era tan sabia como una griega y tan casta como una romana (aunque solo después de convertirse al cristianismo). Por el contrario, el clasicismo ostentoso sobre el que se fundaron los Estados Unidos y que más tarde infundió al imperialismo británico, siempre estuvo altamente racializado, incluso si casos como el de la poeta afroamericana del siglo XVIII, Phillis Wheatley, formada en la literatura clásica, desafiaron sus premisas de supremacía blanca.

    ¿Qué debería significar ahora la identidad “occidental”? El libro termina reflexionando sobre esta cuestión desde diversos puntos de vista: el trabajo del crítico poscolonial Edward Said y las actuales diatribas antioccidentales del Estado Islámico, Putin y el Partido Comunista Chino. Por supuesto, no hay una respuesta única: como Heródoto —y este libro—, la civilización misma es una gran mezcla de delicadezas. Escogemos y elegimos cómo concebimos nuestra identidad; nuestros apetitos cambian; tus gustos son diferentes de los míos. Pero imagino que mucha gente disfrutará de este relato inteligente y estimulante.

     

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    Reseña aparecida en The Guardian; se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Occidente. Una nueva historia de una vieja idea, Naoíse Mac Sweeney, traducción de Fernando Borrajo, Paidós, 2024, 412 páginas, $29.900.

  133. Winétt

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    A pesar de construir un diálogo permanente con la poesía de su esposo Pablo, la literatura de Winétt de Rokha (1892-1951) resulta muchas veces más compleja y radical que la de él, pues muchas veces se presenta de modo más diverso y múltiple, tanto en lo formal como en lo temático, como si su escritura pudiese tomar la forma de poemas breves, de un lirismo concentrado y preciso, para pasar a textos más extensos, vanguardistas y complejos, expandiéndose sobre el paisaje, inventando nuevos territorios y posibilidades.

    Las revisiones de su obra completa (la compilación Suma y destino, de 1951; la edición de su poesía reunida que hizo Javier Bello el año 2008) resultan siempre provocadoras y sorprendentes e invitan a preguntar y responderse cuáles son los caminos que recorrió la escritura de Winétt en el contexto del siglo pasado, cómo fueron las relaciones que entabló con la política y los afectos, en qué consistió su forma de leer la tradición y cómo construyó un estilo que administró los silencios al lado de los estallidos, como si su lirismo fuese una constante mutación o una pregunta permanente; una evolución que quizás también se correspondió con la de la poesía en la primera mitad del siglo XX.

    Si bien su obra más relevante puede ser El valle pierde su atmósfera (1949), me parece que Oniromancia (1943) resume con mayor eficacia las coordenadas de su escritura. Entre los poemas de este último libro destaca “Domingo Sanderson”, que es una viñeta que funciona de memoria sobre la silueta de su abuelo, políglota y traductor. Se trata de un poema que habla de literatura y que se abre con una imagen casi fantástica, donde la hablante contempla para sí todos los tiempos y de ellos elige recordar a Sanderson. “Inútil añoranza, inútil afán de insecto laborioso y alas de agua, / vidas que se precipitan del cerebro al mar y del mar al cerebro, / allí estáis vosotros, aquí estamos, allí estaréis vosotras un largo año”, escribe.

    Lo que emerge ahí, antes que una celebración o una postal idílica de una vida familiar perdida, es básicamente una especie de retrato contrahecho, una suerte de maldición sobre la biblioteca y los libros. “Porque una vez, entre siglo y siglo, / vivió y murió entre libros y sueños, entre libros y espanto, / entre libros y brujería, y demonio y sacrilegio, / en el cual Voltaire, enfundado en una roja capa muerta, / miraba enjuto y pálido, lleno de ángulos y fosforescencia prohibida, / —libros y sueños, libros y libros— maldición y conjuro”, escribió.

    Hay una belleza frágil y feroz en este apunte de familia. También algo de ajuste de cuentas, como si un mito dibujado en la intimidad debiese ser escrito para ser resuelto, volviendo a la literatura una estación terminal, un punto de arribo —y de no retorno— que convoca los fragmentos de lo perdido y de lo silenciado, el alfabeto de lo que no debe ser recordado. En el poema, y quizás en Winétt, la memoria y la biblioteca existen casi como agujeros negros, como si habitase en ellos el vértigo y el peligro, la sensación terrible de que estamos ante un universo íntimo quebradizo, acaso una puerta que se abre a la soledad y la mudez, con la posibilidad del olvido. “LOS SUYOS, maldicen el cadáver; / los libros amontonados no hablan, / los libros deshojados como castaños, son quemados, / y el cuerpo solo, marmóreo, inmutable, desciende solo y sin libros, / solo, absolutamente solo, inútilmente solo, / con el abecedario entre los dientes”, escribe.

  134. ¿Es usted un pasaporte?

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    En la primavera de 2023, invitado por el Museo de Arquitectura de la Technische Universität, Alfredo Jaar intervino el atrio de la Pinakothek der Moderne en la ciudad de Múnich, Alemania. Encontrándome allá ese año —en medio de un engorroso lío de papeles y aguardando un permiso de residencia que nunca llegó—fui en mayo a ver la exposición un domingo cualquiera. Al ingreso del edificio, una inmensa caja de vidrio se imponía en el centro de la rotonda. En su interior, se levantaban ordenadas columnas de documentos contenidas por altos muros de cristal blindado que en parte reflejaban la sala. Desde un costado resultaba difícil comprender la escala de la obra. No era la falta de espacio lo que dificultaba su apreciación, sino la de perspectiva. Una estructura tan grande como esta solo se entiende por pedazos, como una serie de fragmentos, tal como se aprecia de cerca un cerro, un monumento cívico o una catedral.

    Vista desde un balcón en el segundo piso y a cierta distancia, sí se apreciaba un mar de libretas de tapa roja blasonadas con sellos de la Bundesrepublik. Copaban el interior de la caja de cristal, creando una superficie plástica, amplia y pareja. El espectador enmudece al ver lo que efectivamente parecen ser un millón de pasaportes alemanes, tal y como reza el título de la obra.

    La escena resultaba curiosa. Los visitantes a la Pinakothek no podían ignorar la intervención, que se emplazaba en el centro del atrio, en pleno ingreso, e impedía el paso de un lugar a otro. Una mayoría la circundaba con premura, como quien desea evitar un obstáculo en el camino. Otros tomaban fotos y se sacaban selfies antes de seguir rumbo. Unos pocos se detenían a contemplar la estructura. Absurdamente trataban de contar el inventario. Intercambiando en voces bajas, incrédulos, se preguntaban si se trataba de verdad de un millón de documentos: “Echte Reisepässe? For real?”.

    La intervención en la Pinakothek recreaba una de las obras más conocidas de Jaar —al menos, fuera de Chile—, realizada por primera vez en Helsinki, en 1995. En aquella ocasión se trataba de un millón de pasaportes fineses; esto es, previo al ingreso de Finlandia a la Unión Europea y a la estandarización del pasaporte europeo. Desde entonces, mucha historia ha pasado bajo el puente.

    Al menos según rezaba la didáctica impresa en el muro del atrio, para Jaar, en su nuevo contexto, la obra Un millón de pasaportes alemanes aludiría a la situación política actual de Alemania. Como alegoría, la intervención apuntaba al millón de refugiados acogidos por el gobierno de la ex-canciller Angela Merkel desde la guerra civil en Siria, y cuyo efecto parecía haber sido un millón menos de votos para su partido, la hegemónica CDU, en las elecciones federales que siguieron a su dimisión. Esta fuga electoral correspondería al aumento de votos para la formación de ultraderecha antiinmigrante Alternative für Deutschland. En otras palabras, la intervención subrayaba las consecuencias del gesto de acogida.

    Los visitantes a la Pinakothek no podían ignorar la intervención, que se emplazaba en el centro del atrio, en pleno ingreso, e impedía el paso de un lugar a otro. Una mayoría la circundaba con premura, como quien desea evitar un obstáculo en el camino. Otros tomaban fotos y se sacaban selfies antes de seguir rumbo. Unos pocos se detenían a contemplar la estructura. Absurdamente trataban de contar el inventario. Intercambiando en voces bajas, incrédulos, se preguntaban si se trataba de verdad de un millón de documentos.

    Ojo al charqui

    El procedimiento utilizado por Jaar en esta obra es el de presentar algo que literalmente se ve como un millón de pasaportes. Desde un punto de vista netamente formal, la obra se sirve de un lenguaje neo-objetivista, que entrega un mensaje (en apariencia) casi transparente, declarando de modo inequívoco: “Esto es lo que es”. El procedimiento en sí no es nuevo. En su amplia carrera, Jaar ha utilizado técnicas de presentación desarrolladas inicialmente en el contexto de la publicidad, del fotorreportaje y el documental, hasta la escenografía y la arquitectura, géneros y formatos de diseminación perfeccionados a través del siglo XX, el siglo de la comunicación de masas. El efecto que buscan estas técnicas es el de presentar un mensaje de tal modo que este mismo sustituye a la realidad.

    El trabajo de Jaar conecta con el legado temprano de formas de arte hoy abarcadas por el término “conceptualismo”, caracterizadas por la investigación de la información y su capacidad para dar forma a lo real. El monopolio sobre la información ha sido una preocupación constante, por ejemplo, en la obra de artistas como Hans Haacke, Allan Sekula y Victor Burgin, entre otros. En Latinoamérica, recuerda también las estrategias utilizadas por artistas ligados al histórico Centro de Arte y Comunicación de Buenos Aires, donde Jaar expuso a mediados de los 80.

    En el caso de Un millón de pasaportes alemanes, la obra se adapta a su entorno, ofrece lecturas divergentes, minando la ambigüedad de la imagen y su relación conflictiva con el texto. Joseph Kosuth, en su exploración de la polivalencia del significado, aparece como un horizonte; sin embargo, a diferencia de Kosuth, Jaar escapa a la visión (o tentación) del arte como discurso cerrado, regresando el gesto estético a la inmediatez política, tal como indicó alguna vez el curador Okwui Enwezor (a cuya memoria la instalación estaba dedicada).

    Adriana Valdés notaba en una temprana apreciación, en 1986, que la obra de Jaar genera polisemia, lo que ella asociaba entonces con una poética individual. Sin embargo, diría que en el caso de Un millón de pasaportes alemanes hay algo más que polisemia. Se trata de un exceso de significado, que nace en parte de la repetición, tanto de objetos como del gesto mismo de acumularlos y presentarlos en un nuevo contexto.

    A menudo la obra de Jaar es reducida a la lógica de la representación: la “imagen esquiva” su efecto de polisemia, la metáfora, etc. En el caso de Un millón de pasaportes alemanes, el golpe de imagen es innegable. Que los visitantes se tomaran fotos con ella subrayaba lo “instagramable” del evento: es decir, su dimensión espectacular. Pero la impresión generada por la intervención permanece más allá del mensaje y se relaciona con cómo ella surte efecto en el espectador.

    Contemplando de cerca la obra Un millón de pasaportes alemanes, de costado, aparece una sensación inquietante, casi angustiosa: la caja de cristal permite acceso visual a su contenido, pero no hay cercanía posible. Un aura ominosa se desprende de los documentos apilados, dispuestos tras un imponente e impenetrable muro de vidrio. La obra encarna una prohibición que interpela al espectador.

    El cuchicheo de los visitantes

    Para el visitante incrédulo, la explicación del texto didáctico en el muro de la Pinakothek resultaba un tanto fome, inverosímil. Había una mayor agudeza y densidad crítica en el cuchicheo de los visitantes. Más allá de la pregunta ingenua de si el presentar una pila de documentos es o no “arte”, la interrogante que asaltaba a quienes enfrentaban esta inmensa acumulación de pasaportes parecía ser invariablemente: ¿cómo se logró la obra? Parece simple, pero esta pregunta ilumina un aspecto clave de Un millón de pasaportes alemanes.

    Un millón de pasaportes alemanes se alimenta del medio institucional, al mismo tiempo que lo desnuda: mina sistemas abstractos que son a la vez profundamente concretos, a través de una inmensa acumulación de objetos en apariencia banales. La inmensidad de la acumulación impresiona; esto es, lo absurdo termina por afectarnos. Aún más allá de su operación como cosa mentale, la intervención permanece como memoria encarnada. Es un escalofrío.

    A fin de cuentas, un pasaporte es “real”. Un pasaporte condensa la relación de individuos con el Estado. No solo simboliza, sino que en efecto confiere privilegios de ciudadanía a su portador. El pasaporte correcto es movilidad sin límites; el pasaporte equivocado desemboca en preguntas hostiles en la frontera. Un pasaporte puede ser denegado, retenido o cancelado. Como fetiche, el pasaporte oculta una antinomia o secreto a voces: que la ciudadanía es contingencia pura, a la vez pertenencia y exclusión.

    Recuerdo otros pasaportes del pasado —son tantos en la historia del modernismo, que es después de todo historia de movimiento y migración. A comienzos de los 90 —antes de haber escenificado esa plenitud de pasaportes deseables—, Jaar produjo para la londinense Whitechapel Gallery un libro de artista en cuatro partes, que sirve de registro de exposición. Esta giraba en torno a un proyecto titulado La géographie, ça sert, d’abord, à faire la guerre (La geografía, ante todo, sirve para hacer la guerra). Su título es tomado del famoso tomo de Yves Lacoste, quien subrayaba entonces que esta vetusta disciplina obedece más a la geopolítica que a una simple descripción o morfología.

    La primera parte de la publicación de Jaar es una simulación de un pasaporte chileno. En su interior, junto a un texto crítico, uno encuentra fotografías tomadas por el artista e imágenes apropiadas: de alambres de púas, de rejas altas, los ojos de un soldado yuxtapuestos en estilo magazinesco con citas de Gramsci. Este “Pasaporte” es una prisión. Vista en su contexto inmediato, se ve algo así como un poema de Enrique Lihn. Uno se pregunta cómo escapar de una nacionalidad que se padece como condición psicológica. Por supuesto, me refiero no solo al ser chileno a la sombra del horror pinochetista, sino también a identificaciones difíciles de abandonar: el habla infligida por los dos patios del Liceo Alemán, como escribe Lihn. Pero también hay aquí una dimensión concreta y pragmática. Hoy, el moderno y absurdamente caro pasaporte biométrico chileno sigue ofreciendo ambivalencia. Abre puertas, hasta que las cierra.

    El artista conceptual Lawrence Weiner, amigo de Jaar, recibió como regalo una de las libretas vacías producidas para Un millón de pasaportes finlandeses. En ella dibuja varios monos: esquemas para proyectos, observaciones, bromas, que republicó a su vez como obra impresa con el título de Suomi Finnish Passi Passport. Un ejercicio que finalmente torna el pasaporte en desvío. Quizás hay ahí una ruta de escape: una línea de vuelo.

    Como Dimitri Kochenov escribe en Citizenship, las reglas a menudo irracionales y de aplicación arbitraria con que los Estados intentan controlar y delimitar el movimiento, demuestran que la mismísima idea de ciudadanía, que en el imaginario liberal aparece como un horizonte participativo e inclusivo, finalmente depende de su opuesto absoluto: la exclusión.

    Se mira, pero no se toca

    Contemplando de cerca la obra Un millón de pasaportes alemanes, de costado, aparece una sensación inquietante, casi angustiosa: la caja de cristal permite acceso visual a su contenido, pero no hay cercanía posible. Un aura ominosa se desprende de los documentos apilados, dispuestos tras un imponente e impenetrable muro de vidrio. La obra encarna una prohibición que interpela al espectador.

    Los pasaportes evocan inicialmente una imagen cosmopolita. Pero esa felicidad que impulsa a tantos a dejar su país de origen, en busca de paz, de libertad política, económica, social, y que aparece inicialmente al alcance de la mano, resulta tantas veces esquiva, imposible de tocar. Pese a que en el consenso liberal de posguerra por primera vez nació un reconocimiento a la movilidad como derecho, la realidad es que la migración hoy frecuentemente es sinónimo de precariedad, desesperación, pobreza y violencia. El Estado-nación determina aún en qué condiciones el movimiento de personas es permisible. Y, una vez migrantes, no todos logran obtener un pasaporte. Como Dimitri Kochenov escribe en Citizenship, las reglas a menudo irracionales y de aplicación arbitraria con que los Estados intentan controlar y delimitar el movimiento, demuestran que la mismísima idea de ciudadanía, que en el imaginario liberal aparece como un horizonte participativo e inclusivo, finalmente depende de su opuesto absoluto: la exclusión. Hablando el idioma de lo que se conoce hoy en el discurso del arte contemporáneo como “crítica institucional”, Jaar expone la ciudadanía como antinomia: un cerro de pasaportes inutilizables… e imposibles de tocar.

    Importa notar que la situación a la que Jaar alude en Un millón de pasaportes alemanes implica a la institución y el contexto cultural donde la obra es exhibida: los límites del paradigma liberal al que alude son los mismos que limitan hoy el espacio discursivo de la cultura en Alemania. Pienso aquí en la cantinela de moda en torno a la inclusión de artistas del llamado Global South (la versión anglo y descafeinada del “tercer mundo” de posguerra), que Jaar mismo criticaba en su obra temprana. Esta retórica opera netamente dentro de un paradigma excluyente, visto en la obvia incapacidad de entender que dar la palabra al otro implica tener que escuchar cosas sobre las que uno a veces preferiría no saber.

    Desde la primera versión de Un millón de pasaportes, creada por Jaar en 1995, han transcurrido casi 30 años. Una obra que en su contexto inicial apareció enmarcada por el optimismo exuberante del momento de la globalización y el triunfo del liberalismo, cuando ideas tales como el fin del Estado-nación o la pertenencia e identidad como categorías fluidas y cambiantes, surgían a la luz de la aceleración del movimiento de personas, objetos e información a través del mundo. Hoy esta obra reaparece en un momento tremendamente ambiguo, en que la actualidad y materialidad del borde, la firmeza de límites y fronteras se imponen nuevamente con fuerza.

    En su encarnación actual, la obra subraya un peligro que acecha.

     

    Imagen de portada: Instalación Un millón de pasaportes alemanes (2023), de Alfredo Jaar.

  135. María Moreno: “Mi muerte no me sorprende y tampoco sería ningún escándalo”

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    Es su primer libro tras sufrir, en julio de 2021, un accidente cerebrovascular (ACV). Se llama Pero aun así. Elogios y despedidas. La escritora argentina María Moreno, de 77 años, ha perdido la movilidad de parte de su cuerpo, pero no el humor, menos la ironía y la agudeza con que ha construido una obra que la mantiene como una de las cronistas más importantes de Latinoamérica.

    En este nuevo volumen de “microensayos”, María Moreno cuenta que ya no escribe con su mano derecha y que se traslada en una silla de ruedas eléctrica. “No pretendo inspirar conmiseración. Siempre estuve, en el pasado, acostada o sentada, o bien dirigiéndome a un taxi. (…) Fue muy difícil convencer a los líderes de la autosuperación de que no quería caminar a la edad de morir o de durar. Escribir fue otra cosa, dado que no era zurda”, señala quien ahora apunta sus creaciones en la computadora solo con el dedo índice de su mano izquierda. Su propia escritura, barroca, de largos párrafos y enumeraciones, cambió: ahora es más bien una síntesis de esa misma construcción.

    Feminista, escéptica, rabiosa y autora de una obra singular, que recoge el retrato social, político y marginal, la autobiografía y la ficción, María Moreno recibió a mediados de noviembre pasado, en Argentina, el Premio Konex de Brillante a las Letras 2024. Pero ella no asistió a la ceremonia de entrega. Se quedó en la casa donde ahora vive en Palermo, y que alguna vez habitó el escritor Ricardo Piglia. El premio lo recibió su hijo Manuel y su amiga, la actriz Cristina Banegas.

    En ese discurso a distancia, María Moreno, Premio Manuel Rojas 2019 en Chile, señaló que “la silla de ruedas es muy top: la usan las Madres de Plaza de Mayo, Charly García y el Papa”, y después dijo sobre los escritores: “Solemos inventar ingeniosas razones para explicar nuestra vocación o vicio. Pero sospecho que en todos hay una razón oculta, y es que solo requiere de una birome (lápiz) y un cuaderno; en el peor de los casos, servilletas robadas y un pedazo de carbón”.

    La autora de El affair Skeffington, Teoría de la noche, Oración y Black out tiene un estrecho vínculo con Chile. Recorrió parte del territorio antes de que asumiera la Unidad Popular. Luego, regresó cuando el país estaba viviendo la ebullición socialista y Moreno presenció la visita de Fidel Castro durante el gobierno de Salvador Allende. Más tarde, tras la dictadura, la narradora mantuvo una estrecha relación de amistad con Pedro Lemebel. “El pijoterismo timorato institucional le negó el Premio Nacional”, señala María Moreno.

    Su relación con Chile vuelve a estar presente en la segunda parte de su nuevo libro, Pero aun así. Elogios y despedidas. “Una de mis patrias del corazón”, apunta en este volumen en el que aparecen Lemebel, Gabriela Mistral, Raúl Zurita, Alejandro Zambra y Enrique Lihn. Moreno estará en Santiago para la inauguración de la Furia del Libro, el jueves 19 de diciembre en el GAM. Dos días después, el sábado 21, en el mismo lugar, presentará la edición chilena de su novela El affair Skeffington, editada por Banda Propia.

    Nos queda la palabra. Y esa palabra es entre compañeros y adversarios, no entre enemigos. No respondería al brutalismo libertario que no escucha ni quiere ser escuchado, y que se alegra del dolor que produce. Pienso que la palabra es indemne a la realidad, aunque hable de ella.

    En la recepción del Premio Konex señaló, en el discurso que envió, que “este premio nos ha juntado a tantes con quienes pensábamos juntes en momentos distintos de nuestras vidas, que podemos considerarlo uno de esos bolsones de resistencia de donde saldrá una palabra nueva”. ¿Es la literatura un lugar donde puede nacer la unión, la reflexión y el consuelo?
    O también puede nacer el odio y la rivalidad. Ja, ja, ja. Hablando en serio, existe el ánimo de que todas las categorías de pensamiento que conocíamos han caducado y que la mutación electrónica produce una excitación que impide diferenciar entre lo que está bien y lo que está mal. En Argentina podemos situar un mito de origen en el día en que el presidente dijo que la expresión “justicia social” era absurda. Esa es la versión de Franco “Bifo” Berardi, que propone desertar en todas las guerras actuales, la de Rusia y Ucrania, la de Israel contra el pueblo Palestino, un gran movimiento de abstención para los jóvenes que, por otra parte, están en peligro debido al cambio climático, nuevas pestes como la del Covid 19, de la que aún no hemos hecho el duelo… Pero hay otras visiones menos tanáticas, como las de la filósofa Luciana Cadahia, quien observa que en México, Chile, Colombia y Brasil hay procesos emancipadores y no debemos caer en nuestro complejo de excepción por la provisoria influencia de un presidente neoliberal obsesionado por la sodomía.

    ¿Vamos de mal en peor?
    Acaba de ganar, hace algunos días, el Frente Amplio en Uruguay, con José “Pepe” Mujica vivo. Sí, nos queda la palabra. Y esa palabra es entre compañeros y adversarios, no entre enemigos. No respondería al brutalismo libertario que no escucha ni quiere ser escuchado, y que se alegra del dolor que produce. Pienso que la palabra es indemne a la realidad, aunque hable de ella. Se puede censurar, entristecer, ocultar, pero siempre habrá fugas, como las clandestinas que se achicaban hasta el borde justo de la inteligibilidad en esos “caramelos” de los militantes. Se habla mucho de “imaginación política”. Pero digamos que se la desea.

    ¿Cómo ha sido el proceso de recuperación del ACV?
    En principio no lo vi como una merma, sino como una mutación y por fin como una integración a una diferencia, la de los “disca”. Que no me jodan por hablar en nombre de. Travestis, trans, no binaries… ¡Soy disca! ¿Humor? Yo siempre fui una humorista. No sé si se han dado cuenta. Antes me la pasaba sentada o acostada. Ahora también. Lo angustiante era al principio, no saber si podía volver a escribir. Ahora escribo con el dedo índice de la mano izquierda. Y muy lentamente, después del ACV retrasaba mis asociaciones que siempre fueron muy largas y barrocas, pero pronto volví a las andadas. También me costaba sostener un libro. Ahora los parto en dos o tres o directamente los desarmo, pero leo como nunca. Y poco a poco me negué a caminar y volví a pasar mi tiempo en la computadora.

    En principio no lo vi como una merma, sino como una mutación y por fin como una integración a una diferencia, la de los ‘disca’. Que no me jodan por hablar en nombre de. Travestis, trans, no binaries… ¡Soy disca! ¿Humor? Yo siempre fui una humorista. No sé si se han dado cuenta. Antes me la pasaba sentada o acostada. Ahora también.

    ¿Qué escribe por estos días, qué obsesiones la llevan a pensar en un nuevo libro?
    Estoy escribiendo sobre mi experiencia de mutación corporal en forma de microensayos. Sobre las prótesis, la condición de bípedos y una especie de relato a partir de los acontecimientos sobre la internación, los tratamientos y las tribus de la discapacidad, con un humor que no tendría que cancelarse porque es sobre mí misma o mediante testimonios que recogí.

    En su último libro, Pero aun así, cita el poema de Enrique Lihn, “Porque escribí”, donde el poeta anota en un verso “porque escribí porque escribí estoy vivo”. Finalmente, el que escribe y crea, apunta su contrato con la posteridad, más allá del cuerpo. ¿Cómo es su relación con el futuro y la muerte?
    Esa frase de Lihn que oculto es lo que realmente quería decir y vos me la recordás. Pero tengo 77 años. Mi muerte no me sorprende y tampoco sería ningún escándalo, como tampoco mi parálisis. Pienso militar por la eutanasia, por la muerte por mano propia. La mayor parte de mis amigos murieron. Suelo hacer la broma: Y de mi quedó solo la mitad.

    Hace pocos días hubo una lectura colectiva de más de 120 autoras en el Teatro Picadero, ante el intento de censura en las escuelas de libros de Dolores Reyes o Gabriela Cabezón Cámara. ¿Qué problemáticas identifica en estos intentos de acallar o es una provocación más contra la creación y el arte?
    Hay elementos de revolución por el absurdo. Prohibieron Cometierra y se vendió más que la última Premio Nobel de Literatura, Han Kang. Y se reunieron más de cien mujeres y varones para leerla. Lo que me preocupa es las acciones de un fascismo que influya en las conciencias bajo la forma de venias tácitas o, peor, de tácitos premios honorarios. La insistencia de la prensa en el crimen de Lucio (ocurrió el 2021; Lucio Dupuy, de cinco años, falleció debido a los golpes recibidos por su madre; ella fue condenada a prisión perpetua). Más allá de las irrefutables estadísticas que tienen a las madres como minoría en la violencia ejercida sobre los niños, se insiste en este caso. En fin. También me pregunto por el ataque y asesinato a tres lesbianas con fuego de molotov, en mayo pasado, en el barrio de Barracas, en Buenos Aires, arrojada por Justo Fernández Barrientos, quien asesinó a Pamela Cobbas, Andrea Amarante y Mercedes Figueroa… Sofía Castro Riglos fue la única mujer que sobrevivió…

    Cuando se cumple un año de Javier Milei en la presidencia de Argentina, los medios hablan de una baja en la inflación, la estabilización del dólar y otros logros. ¿Qué percepción tiene usted de lo que ocurre hoy en su país?
    Un pueblo amansado, doblado por la obediencia que, en vez de estallar, se adapta a la miseria a la que se lo ha sometido, que se endeuda, come una vez por día, traicionado por sus representantes. Y que se aleja cada vez más de la política. Pero, como dije, hay bolsones de resistencia, existen líderes sociales fuertes, unidos para defender la universidad pública, los derechos adquiridos, unas fuerzas estudiantiles organizadas. De ahí saldrá la mentada imaginación política.

     

    Fotografía de portada: María Aramburu.

     


    Pero aun así. Elogios y despedidas, María Moreno, Random House, 2023, 378 páginas, $8.900 (ebook).

  136. Ribeyro, el inmortal

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    El mismo año en que la editorial Sudamericana puso en circulación Cien años de soledad, esa novela que cambió para siempre el lugar que ocupa América Latina en las letras mundiales, un retraído e inseguro escritor peruano consignaba en su diario: “Me acerco a los 40 años sin gloria, sin dinero, sin salud, sin influencia, sin tranquilidad, sin perspectivas. (…) Yo, aún, en pleno combate, pero cada vez con menos resistencia y menos esperanzas”. Corría 1967 y Julio Ramón Ribeyro ya tenía a su haber cuatro volúmenes de cuentos y dos novelas, y era reconocido sobre todo por sus relatos breves. Esa visibilidad estaba bastante limitada a su país natal, a pesar de que Ribeyro hizo casi toda su vida adulta en Europa, principalmente en París. En sus cuentos, el autor limeño despliega un talento narrativo descollante, capaz de construir profundos dramas humanos con breves gestos de sus personajes, en los cuales suele haber un humor triste y un tono desencantado que tiñe el mundo que los rodea.

    A Ribeyro, como a Donoso, siempre le pesó ser menos conocido que sus contemporáneos del Boom. Nunca fue una celebridad, pero hoy, a 30 años de su muerte, parece más vivo que muchos escritores que sonaron bastante entre los 60 y los 80. En 2019 Seix Barral publicó con un diseño renovado gran parte de sus narraciones, diarios y aforismos —con distribución en todo el mundo hispanohablante—, y cartas y ensayos suyos han sido publicados en los últimos años en México y Chile. La reciente biografía de Ribeyro, escrita por Jorge Coaguila, es otra prueba elocuente.

    La aparición de Invitación al viaje y otros cuentos inéditos es también motivo de celebración. El volumen incluye cinco cuentos que, hasta ahora, eran desconocidos para el público: “Invitación al viaje”, “La celada”, “Monerías”, “Las laceraciones de Pierluca” y “Espíritus”. Escritos en distintas etapas y guardados en un cajón por medio siglo, estos relatos nos vuelven a sumergir en un universo reconocible para sus lectores y preparan el camino, según se ha anunciado, para la publicación de nuevos manuscritos inéditos del peruano, incluyendo nuevos tomos de su diario, La tentación del fracaso.

    ***

    En “Invitación al viaje” —el largo relato que da título al volumen y que comprende casi la mitad del libro—, nos encontramos con Lucho, un adolescente que descubre en la vida nocturna limeña un laberinto que, al tiempo que lo atrae, observa con cierta distancia, pues no sabe bien cuáles son sus salidas: “Lucho se dijo que él no podría comprender jamás esas cosas, que de noche una locura súbita descendía sobre los hombres y que, por eso, quizá, las madres ponían candados en las puertas y enseñaban a ver demonios en las sombras”.

    Luego de haber escapado de su casa —en lo que pretende ser una independencia definitiva—, recorre arrabales, ferias y cantinas, con la intención de conquistar ese mundo indómito que despierta cuando poco a poco las luces de la ciudad van apagándose.

    Acompañado al comienzo del relato por su amigo Teodoro, aunque abandonado tempranamente por él, el protagonista quiere encontrarse, en su larga caminata, con aquellas emociones de un mundo sensual que permanecían reservadas a los adultos. Al modo de un relato de aprendizaje, “Invitación al viaje” muestra el afán del protagonista por hacerse hombre, como le espeta a Teodoro cuando este último renuncia a seguir en su compañía:

    ¡Nunca serás un hombre! —gritó antes de que la silueta se esfumara—. ¡Óyelo bien, nunca podrás decir que eres un hombre!

    La provocación fue inútil. Teodoro desapareció tras el paradero del tranvía sin volver siquiera la cabeza. Lucho quedó solo.

    A Ribeyro, como a Donoso, siempre le pesó ser menos conocido que sus contemporáneos del Boom. Nunca fue una celebridad, pero hoy, a 30 años de su muerte, parece más vivo que muchos escritores que sonaron bastante entre los 60 y los 80. (…) La aparición de Invitación al viaje y otros cuentos inéditos es también motivo de celebración. (…) Escritos en distintas etapas y guardados en un cajón por medio siglo, estos relatos nos vuelven a sumergir en un universo reconocible para sus lectores.

    Como en “Las botellas y los hombres” o “Una aventura nocturna”, en Ribeyro la búsqueda de la adultez, del amor o de la verdad, van acompañados de la decepción de ver que el mundo frustra una y otra vez la satisfacción de nuestros deseos.

    Por otro lado, “La celada” y “Fantasmas” son dos cuentos sencillos, de factura familiarmente ribeyriana no solo por la voz llana en primera persona que nos recuerda muchas otras páginas de los cuentos del peruano, sino también por sus escenarios —Lima el primero; París el segundo— y por sus tópicos. En estos relatos, la realidad cotidiana se desdobla en una apariencia fantástica que obliga a observar la trama con atención. El primero refiere a los intentos del narrador por seducir a Gladys, una mujer que cambia radicalmente su actitud hacia él por motivos inexplicables; en el segundo, una sesión de espiritismo —fruto del tedio que llena las tardes en una buhardilla parisina— termina incidiendo más de lo presupuestado en la realidad posterior.

    En una anécdota que tiene ecos de la saga de El planeta de los simios —contemporánea a la escritura del cuento, fechado en 1976—, “Monerías” relata el descontrol de la iniciativa de Américo Diosdado por exportar monos a los Estados Unidos, pero que razones administrativas (por considerarse que “formaban parte del patrimonio nacional”) impiden que salgan del Perú. Así, encerrados y reproduciéndose, y siendo incapaz el protagonista de seguir costeando su manutención, los monos terminan por desbordar sus jaulas y amenazar el orden. En “Laceraciones de Pierluca”, Ribeyro vuelve a sus cuentos costeros, mostrando a un escultor que se sumerge en el mar y busca en el suelo marítimo inspiraciones para su arte, con tal ahínco que su vida se le va en ello. Estos dos cuentos están lejos de tener la fuerza o el ingenio de sus mejores piezas narrativas; sin embargo, no cabe duda de que en estos rescates la nostalgia de volver a los lugares familiares también tiene lugar, y en ese sentido cumplen con su cometido.

    ***

    Peter Elmore, autor de El perfil de la palabra, una importante obra acerca del narrador peruano, interpreta la obra de Ribeyro a partir de la figura del mosaico. A diferencia de los frescos que, durante los años 60 y 70, intentaron representar la realidad de América Latina como una totalidad —es decir, al modo de la pintura de frescos renacentistas que daban cuenta de la plenitud de un mundo, con sus personajes, clases sociales, historias, escenarios y conflictos—, el autor de Los gallinazos sin plumas construyó una obra a partir de retazos y piedrecillas que, en su conjunto, dan cuenta de un modo de ver el mundo.

    En esa línea, Invitación al viaje y otros cuentos inéditos contribuye sin grandes novedades ni joyas a la elaboración de ese gran fresco. Están, una vez más, los bares como lugares de socialización y aprendizaje, las calles de Lima en las que se cruza la búsqueda de sentido y la marginalidad, o las experiencias fallidas que no logran evitar la soledad o la amargura que embarga las vidas de sus personajes. El mosaico, sin duda, continúa en expansión.

     


    Invitación al viaje y otros cuentos inéditos, Julio Ramón Ribeyro, Alfaguara, 2024, 144 páginas, $15.000.

  137. Gana

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    En una escena del perfil que le escribe en Algunos (1959), José Santos Gónzález Vera relata cuando Federico Gana iba a visitar a Baldomero Lillo, que estaba muy enfermo. “Ya no tiene pulmones. Se podría decir que se ve a través de él. Baldomero es un espectro, es un cadáver. ¿Qué hacer?”, le dice Gana a su mujer sobre la visita, y ella le responde con sorna mientras él amenaza con incluirla en una novela, La palanca, que nunca terminó. Se trata de una imagen triste, otra más en la historia del autor de Días de campo (1916), que González Vera narra como un largo descenso a la pobreza y a la noche mientras va perdiendo fortunas familiares, propiedades, herencias y trabajos, como si fuese encogiéndose lentamente, escribiendo proyectos que no finaliza, padeciendo enfermedades y abandonos; y postergando la posibilidad de ejercer como abogado o, sencillamente, de trabajar.

    El escritor de Alhué es cariñoso con Gana, pero también implacable. Lee en él los contornos de una trayectoria trunca, acaso la vida de otro perdido de la literatura chilena, pero describe su drama con cierta ligereza, como si no se resignara nunca a exagerar las peripecias terribles de su biografía o a ceder a la picaresca del hambre que consignan las estampas finales de su vida, como cuando, acicateado por la urgencia, trata de vender un retrato pintado por Valenzuela Puelma por un precio casi simbólico. “En la calle está su consuelo. No necesita caminar mucho. A la vuelta de una esquina cae en manos de uno o más amigos que le llevan derecho a un bar. Y ahí, con rostro alegre, alzan la copa. Era natural. En donde estuviese mejoraba el ambiente. Su palabra cálida, tan afectuosa, atraía. En silencio también producía agrado. Buscábanle no solo sus compañeros de generación sino los muchachos, literatos o no. Sabía alentarlos. Al recibir libros primerizos, elegía un párrafo, una frase acertada, para congratular al autor”, escribe González Vera.

    Días de campo, el libro que le publicó el grupo Los Diez, es quizás su obra más conocida. Raúl Ruiz estrenó una película el 2004, adaptando sus relatos —y su lectura— a la luz de la distancia. Aún funciona. De hecho, ahora mismo, cuando algunos autores explotan un criollismo más bien turístico, vale la pena volver sobre algunas de las imágenes desplegadas por Gana en sus ficciones, buena parte de ellas publicadas a fines del siglo XIX en diarios y revistas.

    Es de la vieja casa de campo en que corrieron mis años de adolescencia, de donde me vienen estas impresiones. No sé por qué las evoco; será, tal vez, como un homenaje a ciertas imágenes lejanas”, dice al comienzo del primer relato —que se llama precisamente “La casa”—, en una sentencia que puede definir el libro completo, que se equilibra entre la descripción de la vida rural con el aura lírica de una memoria que quiere atraparlas. Así como de la narrativa de Lillo encontraría sus ecos la generación del 38, que contempla a Carlos Droguett, Nicomedes Guzmán o Juan Godoy, la de Gana bien puede disparar una línea donde dialogará con Pedro Prado o Guillermo Blanco.

    Es más complejo que eso, por supuesto. Entre los relatos de Días de campo está incluido “Un carácter”, originalmente publicado en 1894 como “Por un perro”. La historia de un trabajador que mata a un hacendado después de que este asesinara a su perro, puede leerse como un precursor de las formas del policial local. Ahí, Federico Gana describe todo como un proceso judicial o su recuerdo, más bien. En la explicación que da el personaje respecto del crimen que ha cometido, es posible percibir, más allá de la anécdota, una historia acerca de los lazos y los afectos que definen lo humano.

    Esto que hoy relato pasó en la lejana aldea de X, allende el Maule, vecina al pueblo donde yo vivía”, dice al comienzo y luego lo escuchamos relatar ante el juez que no tiene padre ni madre, que carece de toda posesión y que su único amigo o su único lazo es —fue— un perro que salvó de ser ahogado y que lo acompañó por 10 años, hasta que el dueño de las tierras lo mató. “¿Por qué vino y me buscó para matar al animal?… ¿Por qué él, que era tan rico, vino a quitarme mi única riqueza?”, se pregunta.

    Todo sucede rápido. Gana no se ahorra detalles, escucha con oído atento y eso eleva esta historia sobre el resto de las narraciones del libro, como si aquella viñeta criminal entendiese no solo la literatura del momento en que se publicó, sino un futuro en el que la literatura registra las modulaciones de las voces tejidas entre el silencio y la violencia. “Hice mal, lo sé, pero esa ha sido mi suerte; él mató al animal, yo debía matarlo a él. Porque yo siento aquí —continuó golpeándose con fuerza el pecho— algo que nadie puede comprender. Yo solo lo sé, y me lo guardo, y me callo. Y no diré más”, leemos. Desposeído hasta de la posibilidad de la memoria, antes ha dicho sobre el animal: “Sabía que una vez muerto él, nadie se acordaría ya más de mí, nadie jugaría conmigo, porque todos me odian y me desprecian”.

  138. Pensadores rebeldes: miradas a un libro fundamental

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    PRÓLOGO DE CARLOS PEÑA:

    Rebeldes con causa

    Hay personas cuya trayectoria intelectual —cuyas preocupaciones e intereses— acompañan el quehacer de la sociedad a la que pertenecieron, incluso si las circunstancias los han mantenido lejos.

    Es el caso de Cristóbal Kay, cuya peripecia vital e intelectual —a pesar de la modestia con que él se esmera en ocultarla— merecería que se la retratara alguna vez en estas vidas. El profesor Kay ha influido como pocos en la comprensión de los problemas de la estructura agraria, su historia y su economía, y ha sido parte del desarrollo de las ciencias sociales, en especial en la región de América Latina. Sus cientos de alumnos y discípulos esparcidos por el mundo siguen disfrutando de sus lúcidas intervenciones, envueltas en la modestia y continúan aprendiendo de su interés sin límite por los problemas sociales, en especial los del agro, que siguen aguijoneando su interés. Sencillo como es —como solo saben serlo quienes de veras merecen la admiración ajena— nos enseña en estas páginas algunos capítulos vitales e intelectuales con los que se entrelaza la historia de las ciencias sociales de la región.

    Como digo, él merecería —cuando se mira su peripecia, su obra y su ocupación— que se le retratara.

    Pero mientras ello ocurre, el profesor Kay se ocupa de aquellos cuya obra y vida se entrelazó con la suya. Es el material de que está hecho este conjunto de retratos de ideas que lleva por título Pensadores rebeldes. Por estas páginas desfilan un puñado de pensadores a quienes les desvelaron estas preguntas, que parecieran ser solo una: ¿cuál era la clave de la desigualdad y de la pobreza?, ¿a qué se debía que los países, en este caso los latinoamericanos, vivieran atados a la injusticia? Ellas, por supuesto, contaban con respuestas generalmente admitidas cuando los intelectuales a que este libro se refiere comenzaron a pensar y a escribir. Pero ellos —entre los que se cuenta el propio profesor Kay— no aceptaron esas ideas recibidas y prefirieron darse a la tarea de pensar las suyas.

    De ahí el título de este libro: Pensadores rebeldes.

    Su rebeldía consistió en innovar en la forma de concebir los problemas que acuciaban a la sociedad de su tiempo, al entorno en que desenvolvían sus vidas, y junto con ello en cómo, incluso hoy, comprendemos la vida social e identificamos lo que determina las condiciones materiales en medio de las que ella se desenvuelve.

    Un rápido vistazo lo pone de manifiesto.

    En la época en que Raúl Prebisch escribe estaba ya presente en la literatura una idea en la que el pensamiento neoclásico va a insistir una y otra vez. Este enseñaba que los países tienden a converger, que todos eran como líneas que, comenzando en sitios distantes, tendían a reunirse en un solo punto. Una muestra. Robert Solow, profesor del MIT, sugirió, hacia el año 1956, que el crecimiento económico dependía de la tecnología y, para mostrarlo, invitó a imaginar una economía cerrada, en que la renta era igual al producto y la población igual a la fuerza de trabajo; en una situación así, dijo, el crecimiento solo podía producirse por un aumento de la oferta lo que, por su parte, podía ser producto del avance tecnológico impulsado por la inversión de capital. Pero, si eso era así —pensó Raúl Prebisch, el primero de los rebeldes de que trata este libro— los países subdesarrollados estaban condenados, puesto que intercambiaban materias primas por productos elaborados con agregación de valor gracias a la tecnología. ¿Había forma de evitar ese, que parecía un destino? Esa pregunta y la respuesta que le dio resume su obra. Como los términos de ese intercambio se deterioraban y ese deterioro se acrecentaría (puesto que para lograr el equilibrio, advirtió Prebisch, debían exportar cada vez más materias a cambio de los mismos productos, lo que acentuaba la heterogeneidad estructural de los países subdesarrollados), el único camino posible para salir de ese atolladero era que los países subdesarrollados impulsaran su propia industria. Fue esta la estrategia del desarrollo hacia dentro cuyo objetivo era incentivar capacidades que suprimieran la heterogeneidad que estos países padecían.

    Otra de las ideas recibidas, en esos años notables de las ciencias sociales, era que la línea que va del subdesarrollo al desarrollo era continua y no discreta, de manera que era una suerte de guion que, como ocurría a los seres vivos, todas las sociedades debían transitar. Celso Furtado, entre las muchas ideas que expuso, dedicó las mejores de ellas a refutar esa imagen del subdesarrollo. En vez de considerar que los países en ese estadio experimentaban una fase evolutiva, él sugirió que quizá habían reproducido en su interior el dualismo que sostiene al capitalismo: el excedente de mano de obra permite mantener los salarios bajos lo que, sumado a la importación de tecnología, acrecentaría la concentración económica. Esta desigualdad —una vez concluida la fase sencilla de la sustitución de importaciones— consolidaría la dualidad estructural que sería expresión, a su vez, de un dualismo, por llamarlo así, externo en que algunos países concentran el progreso técnico e imponen los patrones de consumo a otros que pasan así a ser dependientes. La dependencia hacia fuera, por decirlo así, se replicaba al interior de los países dependientes, tal como la teoría de sistemas observa hoy, reproduce en sí misma la diferencia entre sistema y entorno.

    Por estas páginas desfilan un puñado de pensadores a quienes les desvelaron estas preguntas, que parecieran ser solo una: ¿cuál era la clave de la desigualdad y de la pobreza?, ¿a qué se debía que los países, en este caso los latinoamericanos, vivieran atados a la injusticia? Ellas, por supuesto, contaban con respuestas generalmente admitidas cuando los intelectuales a que este libro se refiere comenzaron a pensar y a escribir. Pero ellos —entre los que se cuenta el propio profesor Kay— no aceptaron esas ideas recibidas y prefirieron darse a la tarea de pensar las suyas.

    Similar a la idea evolucionista, fue el polémico manifiesto no comunista de Rostow, quien distinguía varias fases del crecimiento económico por el que las sociedades debían transitar. Esa idea estaba vinculada, además, a las teorías de la modernización, inspiradas en la obra de Talcott Parsons y su definición de variables-pautas para definir a la modernidad.

    Frente a ambas reaccionó como un resorte André Gunder Frank con su idea del desarrollo del subdesarrollo. Lo que ocurría, explicó, es que la Europa del siglo XV logró incorporar, como una fuerza centrípeta, a todos los países a un mismo sistema que era capaz de producir desarrollo y subdesarrollo. La tesis conducía a concluir que era el capitalismo y no el feudalismo premoderno (como creían los autores inspirados en Parsons o Weber) lo que era necesario abolir. Más tarde se dedicó a refutar esas mismas ideas al sostener que el sistema mundial actual poseía un origen mucho más atrás que el europeo del XV y al moverse de un paradigma a otro, como si fuera un rebelde no solo respecto de las ideas recibidas, sino respecto de sí mismo.

    Si Gunder Frank estuvo intelectualmente incómodo con lo que él mismo alguna vez había dicho, Theotônio dos Santos tuvo la particularidad, no solo de desarrollar la teoría de la dependencia (en polémica incluso con Furtado como lo muestra este libro), sino de ser un intelectual comprometido, alguien que a la vez se dedicaba a las ideas y la acción o concebía las ideas en estrecho contacto con esta última. Para él la dependencia no solo era una definición atingente a la estructura, sino a lo que la fenomenología llamaría un mundo: la dependencia crea un modo de estar en el mundo. Una manifestación de esa dependencia (que explicaría el estancamiento del desarrollo hacia dentro) sería la desnacionalización del sector industrial de los países dependientes.

    Aunque Solon L. Barraclough es menos conocido, su influencia es quizá una de las más perdurables en la vida de la región de América Latina: sin él es probable que la reforma agraria, que cambió la cultura hacendal de la región y en especial de Chile, habría quedado sin uno de sus principales intelectuales. Fue, además, a juzgar por el perfil que el profesor Kay traza de él, un maestro, alguien que prefería atender a los datos, alejarse de la ortodoxia y formar discípulos y equipos de trabajo para afrontar los problemas, como la tenencia de la tierra, que aguijoneaban su inteligencia y su voluntad. Fue en este sentido un innovador (si no lo es uno de quienes impulsó la reforma agraria, ¿quién podría serlo?); pero a la vez un rebelde frente al espíritu ortodoxo de la época.

    El caso de Willem Assies, intelectual holandés con formación de antropólogo, se percibe similar al anterior. Si bien la clase social parecía ser un factor a atender en los análisis sociales, algo de lo que él no pareció dudar, llamó, también, la atención sobre otras circunstancias y variables que hoy nadie se atrevería a desconocer, la etniticidad y la existencia de nacionalidades al interior de los propios estados nacionales decimonónicos. Cuestiones como ciudadanía multicultural o identidades étnicas, hoy pan de cada día en el debate, fueron subrayadas muy tempranamente por él sin temor a contrariar a las corrientes que eran principales cuando él escribía. A pesar de su preocupación intensa por los movimientos sociales e indigenistas, fue un intelectual que unía la sensibilidad antropológica con una cuidada preocupación por los datos, de manera que estuvo muy lejos de la utopía arcaica en la que el indigenismo tiende a veces a convertirse. Y esta sensibilidad le servía para polemizar, muestra de lo cual es la crítica que hace a la versión neoinstitucional de Hernando de Soto quien, con su propuesta de asignar property rights, advertía Assies, acabaría teniendo efectos adversos para las culturas comunitarias.

    ¿En qué consistió exactamente la rebeldía de los pensadores a que se refiere este libro del profesor Kay?

    Todos fueron, desde luego, rebeldes frente a la realidad que brotaba ante sus ojos y en vez de instalarse cómodamente en ella —algo para lo cual su origen de clase y su formación les permitía perfectamente— decidieron intentar cambiarla. Pero, al adoptar esa decisión, se rebelaron también contra el prejuicio de que la acción es la única que permite transformar la realidad y, en vez de eso, creyeron que el trabajo intelectual, o si se prefiere la vocación por pensar, también permite hacerlo, algo que prueba un libro que todos ellos leyeron: El capital, que, para bien o para mal, transformó el mundo con la simple suma de sus páginas. Las ideas que ellos pensaron y escribieron, armas incruentas con las cuales participaron en la vida pública, cambiaron, casi siempre para bien, la vida de millones y modificaron nuestra comprensión del mundo social.

    Al leer estas páginas —por cuya escritura hay que agradecer una y otra vez a Cristóbal Kay, en espera de que prontamente un perfil como el que él ha dedicado a estos autores, le sea a su vez dedicado a él— uno se asoma a un período fascinante de las ciencias sociales, pero, sobre todo, a un puñado de intelectuales que estuvieron persuadidos de que pensaban no para saber más, sino para hacer a la sociedad mejor, algo que es bueno recordar por estos días en que la tecnificación del saber, preocupado ante todo de contabilizar publicaciones indexadas, suele hacernos olvidar.

    ***

    PRESENTACIÓN DE CLAUDIO ROBLES ORTIZ (USACH):

    Agradezco la invitación a participar en esta actividad y celebro que la Universidad Diego Portales haya decidido publicar este libro extraordinario. Confío en que, por su calidad y la relevancia de los autores y asuntos de que trata, acercará a más personas, y ojalá a jóvenes estudiantes de diversas disciplinas, al complejo e influyente trabajo académico de Cristóbal Kay. Ese trabajo ha sido, inexplicablemente, poco difundido por instituciones chilenas, en contraste con su amplia circulación internacional, especialmente en forma de numerosos artículos publicados por las más prestigiosas revistas en sus áreas de especialización. Al respecto, me permito mencionar que, según me parece, la última vez que se había publicado un trabajo suyo en Chile fue el capítulo “La transición del sistema de hacienda al capitalismo agrario en Chile Central”, que escribimos para el tomo Problemas económicos, que Andrés Estefane y yo editamos como parte de la Historia política de Chile, 1810-2010, un proyecto editorial del Centro de Estudios de Historia Política de la Universidad Adolfo Ibáñez y publicado en 4 volúmenes por el Fondo de Cultura Económica en 2018.

    Mi presentación consistirá en explicar de manera concisa qué tipo de trabajos creo que son los capítulos de este libro, qué impresión me han producido y también señalar algunas razones por las cuales es de interés leerlos. Así, en lugar de una exposición centrada en los problemas y procesos tratados por los autores que estudia Cristóbal Kay, algo que excedería el propósito de esta actividad y sería un desafío formidable a mis capacidades, compartiré mis impresiones de la lectura del libro desde una perspectiva a la vez subjetiva y disciplinaria. Esta es, básicamente, la de mi experiencia como profesor e historiador, en este caso un historiador revisionista (en sentido historiográfico), dedicado al estudio de la sociedad rural chilena en un diálogo crítico con otros compañeros de tarea, entre ellos el propio Cristóbal Kay; pero también, como resultado de un inevitable ejercicio retrospectivo, una perspectiva en la que reclama participar el estudiante que hubiera tenido la oportunidad de leer en su momento trabajos como los que están reunidos en el libro.

    Los artículos originales, ahora capítulos del libro, pueden ser considerados unas extraordinarias historias intelectuales sintéticas de estos notables “pensadores rebeldes”. Uso la noción “historias intelectuales” sin ninguna pretensión conceptual y porque en estos trabajos Cristóbal Kay reconstruye analíticamente la trayectoria de investigación y de participación política o pública de los autores estudiados. Se trata de una reconstrucción selectiva, que identifica y explica los problemas principales de que se ocuparon a lo largo de sus carreras, los debates a los que dichos problemas dieron lugar y, por supuesto, los argumentos e interpretaciones que estos “pensadores rebeldes” propusieron. Más aun, Cristóbal sitúa esos problemas, debates e interpretaciones en sus contextos sociales, políticos y teóricos, así como en los grandes procesos y conflictos que informaron el trabajo de los autores estudiados. Desde luego, semejante tarea no es un ejercicio sencillo, como puede apreciarse en el detallado recuento organizado en torno de las publicaciones de cada “sujeto de estudio”, las que el autor analiza precisando las circunstancias que las originaron y los enfoques y premisas teóricas con las cuales fueron elaboradas, a menudo contrastándolas con las propuestas de otros autores partícipes de los debates y, para mayor complejidad, también con sus propias ideas.

    En efecto, en los debates respecto de los problemas tratados por los autores que estudia en estos capítulos, Cristóbal Kay ha sido un participante o un interlocutor. Así, puede presentar su opinión, de entonces o a posteriori, sobre el empleo de tal o cual enfoque por parte de alguno de los “pensadores rebeldes”, evaluar las contribuciones y debilidades de sus interpretaciones, señalar sus discrepancias y convergencias, así como explicarnos el impacto académico, intelectual o político que las obras estudiadas tuvieron en su momento o la suerte que corrieron posteriormente. Al mismo tiempo, Cristóbal aporta sus propias interpretaciones, reflexiones, críticas y, en ocasiones, incluso sus dudas y autocríticas. Naturalmente, para hacer todo eso se requiere un conocimiento de gran amplitud, profundidad y complejidad, sin el cual sería imposible pronunciarse sobre materias tan diversas como el intercambio desigual, la naturaleza del capitalismo periférico, la industrialización en economías subdesarrolladas, ese laberinto llamado ‘teoría de la dependencia’, la polémica —ahora casi de carácter arqueológico— sobre los “modos de producción”, la teoría del sistema mundial, la estructura agraria de América Latina, las transiciones al capitalismo agrario, la cuestión agraria, las reformas agrarias, la “cuestión indígena” o la cuestión ambiental, para mencionar algunos asuntos, ciertamente nada de sencillos.

    En definitiva, los estudios que reúne este libro son también ejemplos concretos del trabajo notable de un académico que, a lo largo de su carrera, ha sido capaz de enriquecer no solo el repertorio de sus asuntos de interés, sino también el de sus perspectivas analíticas, así como el de sus interlocutores y, en virtud de su amplia producción, sus audiencias, las pasadas, las contemporáneas y, con seguridad, las futuras. Desde luego, señalo esto no como un elogio, algo que no le hace falta a Cristóbal, sino como expresión de genuina admiración, que es la impresión que me han producido estas excelentes introducciones críticas a la obra y trayectoria de los “pensadores rebeldes” que estudia.

    No obstante, señalar algunas de sus muchas virtudes no debiera eximirnos de preguntarnos ¿para qué puede servir leer hoy los artículos reunidos como capítulos en el libro y por qué? Una primera respuesta es que, dada la familaridad del autor con los “pensadores rebeldes” que estudia, sus observaciones nos permiten aproximarnos a la naturaleza de las personas mismas, no por simple curiosidad, sino para conocer su forma de asumir lo que hace ya muchos años, en otro tiempo, diríamos, Paul Baran conceptualizó como “el compromiso del intelectual”, para citar el título de un trabajo que debió haber sido no solo inspirador, sino seguramente incitador. Indudablemente, esta es una dimensión fundamental para quienes trabajamos en las instituciones académicas, cuyas relaciones de poder, muy desiguales y cargadas de conflictividad, desafían cotidianamente nuestra integridad. Al respecto, hay varias “lecciones” en el libro, porque trata de grandes intelectuales cuyo compromiso político o público fue extraordinario. Sin embargo, me impresionó especialmente la figura de Willem Assies, quien, según la apreciación honesta y sin idealización que hace Kay, nos dejó una vara muy alta en materia de integridad. Pienso esto porque “era una persona extremadamente sincera, que nunca dejó de decir lo que pensaba, a quien le disgustaba la grandilocuencia y tenía poca paciencia para el protocolo y los rituales académicos. Su apariencia y comportamiento tampoco facilitaron su carrera, ni su genuina modestia o su renuencia a promocionarse ante quienes ostentaban cargos de poder en la academia”. Creo que muy pocos académicos se atreverían a ser así hoy y que, para ser franco, muchos se dedican a hacer todo lo contrario. De manera que, como decía Arnold J. Bauer, mi querido profesor en la Universidad de California en Davis, deberíamos decirle: ¡Chapeau, Willem!

    Los artículos originales, ahora capítulos del libro, pueden ser considerados unas extraordinarias historias intelectuales sintéticas de estos notables ‘pensadores rebeldes’. (…) Se trata de una reconstrucción selectiva, que identifica y explica los problemas principales de que se ocuparon a lo largo de sus carreras, los debates a los que dichos problemas dieron lugar y, por supuesto, los argumentos e interpretaciones que estos ‘pensadores rebeldes’ propusieron. Más aun, Cristóbal sitúa esos problemas, debates e interpretaciones en sus contextos sociales, políticos y teóricos, así como en los grandes procesos y conflictos que informaron el trabajo de los autores estudiados.

    Asimismo, en este libro podemos conocer, desde la perspectiva privilegiada que nos ofrece Cristóbal Kay, acerca de las prácticas de trabajo de estos intelectuales activistas, quizás también extraer lecciones útiles para nuestros propios “tiempos difíciles”. Aún hoy no es infrecuente encontrar profesores universitarios, incluso en casos de autodeclarados “progresistas”, cuyas prácticas docentes son autoritarias, sectarias y que, lejos de estimular el pensamiento crítico en las/los estudiantes, lo inhiben por medio de sus autoreferentes “clases magistrales” o fomentando cultos a supuestas “autoridades” a las que no se puede criticar, sino splo seguir obedientemente. En esta delicada materia, el libro nos ofrece una valiosa lección en la figura del eminente Solon Barraclough, un “agrarista y activista de la reforma agraria” y, sigue Kay, un intelectual “con una conciencia social que tenía los pies bien puestos en la tierra”. Era o, mejor dicho, tuvo que ser también un profesor, y me impresionó la forma como, después de muchos años, lo recuerda Cristóbal Kay en esa dimensión. Así, dice que se trataba de “una persona extraña” para sus estudiantes, recordando que “también lo era su método de enseñanza: informal e interactivo, similar a un tutorial o seminario de postgrado en el sistema universitario anglosajón, cuando lo acostumbrado eran las clases formales”. Seguramente, Barraclough era como siempre he pensado que tienen que ser los profesores: mientras más saben, más sencillos. Con profesores así, las clases participativas, basadas en la lectura rigurosa y la discusión crítica de textos con diferentes perspectivas e interpretaciones, ciertamente no solo pueden ser más democráticas y fructíferas para aprender, sino también pueden ser decisivas para prevenir tempranamente lo que podríamos llamar la “barbarie del sectarismo”.

    Al mismo tiempo, en el libro es, desde luego, posible aprender de los procesos que los “pensadores rebeldes” estudiaron y debatieron, porque en los trabajos que Cristóbal Kay examina en los distintos capítulos, nos informa de los argumentos de esos estudiosos y también de los suyos al respecto. En cierta forma, entonces, es posible establecer un diálogo crítico con esos autores y con el propio Cristóbal. Un diálogo que estudiantes como yo deberíamos haber tenido en nuestras carreras de pregrado, si hubiéramos tenido cursos con profesores que nos hubieran asignado este tipo de lecturas. No fue mi caso, lamento decir, porque cursé mi carrera pregrado en los últimos años de la dictadura. Felizmente, como resultado de mis búsquedas en espacios académicos alternativos, vine a conocer el trabajo de Cristóbal gracias a la generosidad de una bibliotecaria de un centro de estudios alternativo, quien, con una coloquialidad que revelaba su cercanía con el autor, me dijo: “A ti te serviría la tesis del Kay”. Este inolvidable incidente me permitió hacer una fotocopia de la tesis “Comparative Development of the European Manorial System and the Latin American Hacienda System: An Approach to a Theory of Agrarian Change for Chile” (University of Sussex, 1971), y estudiarla para formular, a lo largo de varios años y con otras lecturas igualmente sugerentes, preguntas e hipótesis para mis investigaciones, en particular mi tesis de doctorado. Ese ejercicio fue un fructífero diálogo crítico que continuó después de manera más directa, luego de conocer al autor de la tesis en una conferencia de la Latin American Studies Association (LASA).

    En el caso del capítulo sobre Solon Barraclough, uno de esos procesos de los que podemos aprender es la reforma agraria chilena, al que me referiré para explicar la idea del diálogo crítico como base de la formulación de preguntas o hipótesis. Era “un esfuerzo extraordinariamente modesto”, decía Barraclough en 1968, al tiempo que observaba que “lo que más molesta” a muchos de los terratenientes chilenos “y que estarían dispuestos a hacer todo lo posible para rectificar” no era la “pérdida de riquezas ni siquiera tierras, sino que los campesinos ya no son humildes ni deferentes”. Así, de manera directa, Barraclough nos indica que ese, nada menos, era el profundo impacto político que, a muy poco de ser implementada, o quizás desatada, ya tenía una reforma agraria diseñada al interior de un partido reformista y aliado subordinado del gobierno de Estados Unidos, para impulsar la modernización de la agricultura capitalista chilena. Esa sola observación es un punto de partida para formular más preguntas que podrían dar sentido a la investigación en historia, como, por ejemplo: ¿Qué otras consecuencias, sino unas profundamente disruptivas y desestabilizadoras de la limitada democracia chilena, podía llegar a tener un proceso con semejante impacto en la clase de grandes terratenientes que todavía era el núcleo de la oligarquía chilena? Para decirlo en términos disciplinarios, debería haberse producido una importante historiografía política de la reforma agraria y una historiografía política de Chile reciente en la que el estudio del impacto de la reforma agraria fuese un asunto central, lo que, sin embargo, no fue el caso sino hasta hace muy poco tiempo.

    Más aun, entrando en materias más concretas, Cristóbal Kay nos informa que, si bien “el gobierno de Allende contemplaba iniciar una transición al socialismo (…) desconozco si ICIRA [Instituto de Capacitación e Investigación en Reforma Agraria] lanzó una línea de investigación sobre las características de un sistema agrario socialista y cómo lograrlo en Chile”. Así, aunque “en el gobierno había personas que tenían experiencia sobre formas cooperativas y colectivas de organización porque habían visitado países comunistas de Europa Oriental, Cuba, Israel y otros”, en realidad “no había una visión sistemática sobre el tema y adaptada a las circunstancias de Chile”. Esto es relevante, porque en agosto de 1971 el gobierno anunció las “nuevas formas de organización en los latifundios que iba expropiando, que tenían un carácter más colectivista y estatista”, como fueron los Centros de Reforma Agraria (CERA) y los Centros de Producción (CEPRO). De este modo, podemos hacernos la idea de que el tránsito hacia la agricultura socialista, que la Unidad Popular inició desatando un intenso conflicto con el Partido Demócrata Cristiano (PDC) y otros actores de la oposición, aparentemente no se sustentó en una robusta elaboración teórica por parte de los dirigentes de la izquierda chilena, ni mayores conocimientos sobre experiencias en otros países. Esta es una observación que podría considerarse problemática, para no decir “reaccionaria”, pero podemos tomarla como una hipótesis para la investigación sobre un asunto muy importante en la implementación de la “vía chilena al socialismo” y articularla con la “literatura especializada”, porque es consistente con la apreciación de uno de los estudiosos más importantes del conflicto social y político rural en Chile, Brian Loveman, quien en su fundamental Struggle in the Countryside. Politics and Rural Labor in Chile, 1919-1973 (Indiana University Press, 1976), subrayó que:

    Desafortunadamente, el concepto de CERA se originó más en la conveniencia política inmediata y el compromiso entre los partidos políticos de la coalición de gobierno, que en esfuerzos analíticos críticos para evaluar la factibilidad económica, técnica y política de unidades de producción alternativas, junto con sus implicaciones para la justicia social en una sociedad socialista.

    Si he sido confuso, les recuerdo que todavía estamos en la sección “¿Para qué puede servir leer hoy los artículos reunidos como capítulos en el libro y por qué?”. Una respuesta más general y política a esas preguntas es la pretensión, tal vez una especie de interpelación amistosa, que nos plantea Cristóbal en el prefacio. Allí señala que “quizás la lectura de la vida y la obra de estos pensadores rebeldes también sea fuente de inspiración y compromiso, y logre aportar a los lectores herramientas teóricas y prácticas para lograr las necesarias transformaciones”. Puede que después de tanta historia que ha pasado bajo el puente, semejante intención resulte una atavismo utópico para algunas personas, o una ingenuidad, dados los tiempos difíciles que vivimos. Sin embargo, espero que para otras, especialmente para jóvenes de todas las edades, sea un amistoso recordatorio de que, tal como en la turbulenta década de 1960, y como nos recuerda el nefasto y preocupante acontecimiento ocurrido recientemente en “el país del norte”, vivimos en en un mundo y en un país que requiere pensadoras y pensadores rebeldes, capaces de entender problemas y proponer soluciones, informadas ante todo por el estudio riguroso y crítico. Pensadores y pensadoras que, como dice el rector Carlos Peña, en una idea que se aplica perfectamente a Cristóbal Kay, se rebelen “contra el prejuicio de que la acción es la única que permite transformar la realidad y, en vez de eso, creyeron que el trabajo intelectual, o si se prefiere la vocación por pensar, también permite hacerlo”.

    Muchas gracias, Cristóbal, por estos artículos, y a la Universidad Diego Portales por hacerlos ahora capítulos del libro. ¡Que sean inspiradores de nuevos esfuerzos por construir una sociedad mejor!

    ***

    PRESENTACIÓN DE IVETTE LOZOYA (UV):

    Antes de referirme al texto que nos convoca hoy, quiero decir algunas palabras sobre el autor, Cristóbal Kay, partiendo por señalar que por su trayectoria, su biografía podría estar perfectamente en esta compilación que nos entrega.

    He conocido a Cristóbal solo a partir de contactos por mail, los que comenzaron en el año 2013, por recomendación de Claudio Robles, cuando escribía mi tesis doctoral sobre los intelectuales latinoamericanos en el MIR chileno y me interesaban los espacios de producción política intelectual en Chile de los años 60. Claudio me dio dos datos claves para mi investigación: el primero, fue sobre la existencia de los estudios de Silvia Hernández, investigadora del CESO (Centro de Estudios Socioeconómicos de la Universidad de Chile) a fines de los años 60, que investigaba sobre la formación social chilena a partir del análisis de las relaciones de propiedad y producción en el campo, y que fue militante del MIR.

    Además, me habló de Cristóbal Kay, quien —me dijo— había sido un actor relevante en el proceso que yo estudiaba porque en esos años (los 60) era un joven investigador que también trabajaba en el CESO.

    Le escribí entonces y muy amablemente me respondió una extensa entrevista escrita que luego apareció publicada en la revista argentina Historia, Voces y Memorias en el año 2013.

    En su mail de respuesta me felicitaba por la investigación que estaba realizando, señalando: “Hay que recuperar la (verdadera) memoria del pensamiento y creatividad de los intelectuales durante la época de los gobiernos de Frei M. y de Allende”.

    A partir de ahí hemos quedado en contacto. El profesor tiene la deferencia de enviarme noticias de sus publicaciones y de otras que considera de interés. Me contó hace unos meses de la aparición del libro Pensadores rebeldes, el que compré y no dudé en aceptar cuando me pidió que lo presentara. Su invitación me honra.

    Entre el libro y la entrevista que le realicé en el año 2013, hay una relación, la aproximación de Kay a la época y a los sujetos es desde la experiencia, la convivencia en la época y en los espacios de pensamiento, por lo que en esta oportunidad me gustaría comentar algunos aspectos del libro basándome también en parte de la entrevista que me concedió en el año 2013.

    El libro Pensadores rebeldes presenta la trayectoria de intelectuales destacados a lo largo de su vida por su producción, pero también por su posición frente a la realidad. Los sujetos que Kay destaca son algunos que hicieron investigación, escritura académica, pero también política, no solo en los intensos años 60, sino en su trayectoria de vida.

    Respecto a las discusiones desarrolladas en Chile en los años 60 y los primeros 70, Cristóbal Kay señalaba en la entrevista del 2013:

    Había otras visiones fuera de la marxista, pero la mayoría de los cientistas sociales de renombre eran de izquierda (aunque no necesariamente marxistas, por ejemplo Osvaldo Sunkel), influenciados por el marxismo (por ejemplo Fernando Henrique Cardoso) o marxistas (por ejemplo Ruy Mauro Marini). Respecto a André Gunder Frank, muchas personas lo consideraban un marxista, pero él mismo nunca se declaró marxista. Otros autores se declaraban marxistas pero en realidad tenían poco conocimiento del marxismo o lo utilizaban muy superficialmente. Además había diferencias entre los marxistas.

    Estamos hablando, entonces, de una producción situada en un contexto de prestigio de la izquierda, pero también de prestigio del intelectual. En ese sentido, las trayectorias que Kay destaca en su libro son de sujetos que, si bien pudieron abandonar o discutir con algunos de sus postulados de los 60 y 70, no abandonaron su posición desde la izquierda (tal vez, pensando en las ideas de los años 60, con Prebisch es posible relativizar la afirmación sobre el posicionamiento de izquierda: hoy estaría más que integrado a ese sector).

    El libro Pensadores rebeldes permite la aproximación sincrónica y diacrónica al pensamiento social. La confluencia en Chile de estos intelectuales permite analizar la realidad del pensamiento sociopolítico en Chile entre fines de los años 50 y hasta el 73, pero también, siguiendo la trayectoria de los pensadores hasta los años 90, podemos observar cómo cambian los contextos de enunciación, los debates, las preocupaciones y las propuestas de los autores.

    A través del análisis de la trayectorias político-intelectuales de los pensadores, es posible identificar los debates de época, las preocupación de los pensadores en distintos tiempos. En este libro, por ejemplo, podemos observar cómo se clausura el debate sobre la revolución y cuáles son las nuevas preocupaciones que se incorporan al pensamiento social. Este cambio resulta más que evidente cuando vemos que muchos de estos pensadores al igual que Gunder Frank estaban ideando teoría sobre la dependencia en los 60 y luego pensando la economía mundial en los 80. Al igual que otros que, preocupados del agro y del análisis de las formas de propiedad de la tierra, pasaron a teorizar y analizar las demandas indígenas y su conformación como movimiento social.

    Este libro, pensado para resaltar las trayectoria de estos rebeldes intelectuales, también nos permite reconocer la importancia de los espacios de producción y cómo la función intelectual se traspasa a las instituciones que operan en la época. Con esto me refiero a que, si seguimos la definición de intelectual, diremos que son aquellos pensadores que se inmiscuyen en asuntos que parecen no ser propios: en los debates sociales, es decir, en la política. Asimismo, las instituciones no académicas por las que pasaron estos pensadores rebeldes no solo definían políticas o daban orientaciones “técnicas”, sino que también promovían el pensamiento y el debate. Estoy pensando en la CEPAL, ICIRA y otras destacadas en el libro y sobre las que Cristobal me contaba en la entrevista referida. En ella decía que “además de la CEPAL, Flacso, CESO, CEREN, funcionaban en Santiago una serie de otras instituciones internacionales como la FAO, ILPES, CEDEM, etc., o chilenas pero con apoyo internacional tales como ESCOLATINA, ICIRA, etc., que atraían profesionales de alta calidad de A. L. y de otras partes del mundo”.

    En relación al vínculo de los pensadores y las instituciones, me pareció muy atractiva la definición que Kay usa para referirse a la función en la época de Prebisch: me refiero al concepto de activista institucional; a través de esta definición es posible notar cómo las instituciones son pensadas y juegan un rol distinto para los diferentes tipos de intelectuales según su propuesta de transformación. Si para Prebisch las instituciones eran los espacios donde debían promoverse los cambios, para otros no eran suficientes. Pensaba, por ejemplo en el grupo de marxistas como Harnecker, Marini, Dos Santos, que perteneciendo al CESO y CEREN, donde publicaban y debatían, se decidieron a fundar la revista Chile Hoy en 1972, para establecer un vínculo más cercano y político con la ciudadanía de la época (Marini además funda la revista Marxismo y Revolución). Sin duda, esto es una actitud distinta al institucionalismo de Prebisch.

    Otros dos aspectos visibles en el análisis de las trayectorias que destaca Kay son los debates y las redes, ambos bastante ausentes en la realidad chilena actual. Respecto al primer punto, podemos observar en la descripción de la trayectoria de los pensadores que el debate fue intenso al interior de la misma izquierda en los años 60. Si bien uno puede observar que la teoría está pensada para interpelar al capitalismo y a los pensadores liberales o clásicos, es el debate dentro de la izquierda el que adquiere mayor intensidad y en el que se puede distinguir claramente los sujetos a quienes se interpela. Ejemplo de ello es la acusación de circulacionista a André Gunder Frank, en la que participan algunos destacados por Kay, y la crítica de Theotônio Dos Santo a Marta Harnecker, por su forma de leer el capital influido por Althusser.

    Sobre la contraparte, es decir los intelectuales conservadores, el alto grado de efervescencia social generó que en las universidades los espacios intelectuales se dividieran de acuerdo a las definiciones políticas.

    Cristóbal recuerda en la entrevista: “Por ejemplo, la Facultad de Economía y Administración de la U. de Chile se divide en dos, cada uno con distinto nombre; los de izquierda estaban en la Facultad de Economía Política, aunque no todos los miembros de dicha facultad eran necesariamente de izquierda, quizás había un pequeño grupo de democratacristianos en algunos de los centros e institutos adscritos a dicha facultad. Hubo un conflicto similar en el Instituto de Estudios Internacionales de la U. de Chile, donde hubo una toma de los grupos de izquierda que estaban en disputa con la directiva”. Al tener presentes estos elementos, la lectura del libro se hace mucho más dinámica y se pueden establecer muchas conexiones entre los sujetos y sus tiempos.

    Sobre las redes e intercambios, las biografías dan cuenta de cómo se conforma una comunidad, y en esto es posible profundizar.

    Kay dice en la entrevista:

    Sin duda que había un flujo de intelectuales entre dichos espacios. Por ejemplo, el CESO invitó a Fernando Henrique Cardoso, que en esa época trabajaba en ILPES, para que diera un ciclo de charlas sobre teoría sociológica (Marx, Durkheim y Weber) en el CESO. También se invitó a personas como Aníbal Quijano (creo que estaba adscrito al ILPES, pero pudo ser también la CEPAL) a dar charlas en el CESO sobre marginalidad y dependencia, y a FHC sobre dependencia, entre otros investigadores de la CEPAL e ILPES. Varios profesores de ESCOLATINA eran investigadores de la CEPAL (Aníbal Pinto, Osvaldo Sunkel, entre otros). Sunkel también fue profesor en la PUC por algunos años. Solon Barraclough de ICIRA dio un curso sobre cuestiones agrarias en ESCOLATINA y varios profesores de la U. de Chile y otras universidades también trabajaban para ICIRA.

    La reconstrucción de la vida intelectual de los pensadores permite reconocer esos vínculos y redes, comprender cómo el pensamiento nace en interrelación con otros sujetos, los tiempos y los espacios, y eso queda muy claro en el texto de Kay.

    El libro Pensadores rebeldes permite la aproximación sincrónica y diacrónica al pensamiento social. La confluencia en Chile de estos intelectuales permite analizar la realidad del pensamiento sociopolítico en Chile entre fines de los años 50 y hasta el 73, pero también, siguiendo la trayectoria de los pensadores hasta los años 90, podemos observar cómo cambian los contextos de enunciación, los debates, las preocupaciones y las propuestas de los autores.

    Como apreciación final, puedo decir que el libro tiene además el valor de presentar a los sujetos y su pensamiento en un texto ameno, que destaca experiencias y propuestas en un lenguaje comprensible para un lector no familiarizado con el lenguaje académico. En lo personal me di el gusto de leer, parar en algunas afirmaciones para pensar, hacer anotaciones, revisar otros textos, y seguir disfrutando de un libro genial en contenido y forma.

    ***

    PRESENTACIÓN DE MARTÍN ARBOLEDA (UDP):

    La rebeldía del desarrollo

    También quiero empezar mi presentación con una anécdota autobiográfica. Conocí a Cristóbal cerca del 2019 cuando fue el editor de un artículo que publiqué en la revista Journal of Agrarian Change y desde ese momento hemos seguido en contacto. El año pasado vino a Chile y salimos a caminar juntos por el barrio República. Tuvo la generosidad de regalarme El capitalismo dependiente latinoamericano de Vânia Bambirra, un libro de quien también fue una gran pensadora rebelde de la región, e investigadora del Centro de Estudios Socioeconómicos (CESO) de la Universidad de Chile. Caminamos por las antiguas instalaciones del CESO y con mucha generosidad empezó a hablarme de lo que había sido ese circuito intelectual del cual él había hecho parte. Tuvimos esta conversación mientras apreciábamos la cultura material y la riqueza arquitectónica de un barrio que en ese momento de la historia fue uno de los principales epicentros del pensamiento global sobre el desarrollo y el subdesarrollo.

    Este libro creo que es muy importante, y de hecho se inserta en un grupo de libros sobre esta misma temática, los cuales han sido publicados de manera reciente. Actualmente hay un revival sobre las teorías del desarrollo y la dependencia, y más en general sobre las teorías del desarrollo que surgieron desde el Tercer Mundo en el marco de la Guerra Fría global. Este revival se explica en gran medida por la crisis o desgaste de las teorías sociológicas de la globalización que estuvieron muy en auge en la década de los 90 y en adelante: ideas de modernidad líquida, sociedad de redes, sociedad del riesgo, cuyo lugar común consistía en que postulaban de alguna manera la erosión del poder estatal o de la soberanía estatal ante la fuerza avasalladora de flujos financieros, de las tecnologías de comunicación y la información, flujos migratorios, etc. Hace unos años, sin embargo, la naturaleza jerárquica y asimétrica del sistema interestatal ha quedado nuevamente en evidencia, mostrando que tiene una persistencia impresionante, evidenciada particularmente en el auge de guerras imperialistas, de alineamientos de nuevos bloques geopolíticos, de fronteras militarizadas y amuralladas, y de una creciente tendencia hacia el proteccionismo económico. Hace tan solo unas semanas, la nueva conferencia del BRICS tuvo una postura muy confrontacional con la supremacía del dólar en la economía mundial y con todo lo que significa esto en términos políticos. La elección misma de Trump avizora un mundo en donde nuevamente pasamos de esta suerte de sociedad de redes o de flujos, hacia un sistema más esclerótico, asimétrico y estructurado en torno a estrictas jerarquías internacionales. En consecuencia, las relecturas de teorías latinoamericanas del desarrollo no son un ejercicio arqueológico de recordar qué es lo que se escribió en un momento del tiempo; de hecho, se enmarcan en un esfuerzo para ofrecer claves que permitan entender este nuevo mundo que se abre frente a nuestros ojos, y que de hecho quizás no es tan nuevo. O más bien, es un mundo que pese a los avances tecnológicos y a sus dinámicas propias, pareciera guardar importantes patrones de continuidad con momentos previos.

    Además, años recientes también han dejado en evidencia la persistencia de una cuestión nacional. Las teorías de la globalización, por su parte, estuvieron fundamentadas en una suerte de cosmopolitismo en el que existían multitudes sin naciones, así como imperios sin estados. El auge de las extremas derechas, como lo hemos visto en estos tiempos, muestra que aún existe una adhesión muy fuerte de las clases trabajadoras por sus símbolos nacionales. Además de ser importante como contrapunto a los sentidos comunes que instalaron las teorías de la globalización, este libro también hace una contribución desde una perspectiva más técnica e historiográfica. Esto por cuanto se inserta en una nueva corriente de relectura de estas corrientes teóricas, pero desde las trayectorias biográficas y personales de sus protagonistas. El libro de Ivette Lozoya, Intelectuales y revolución, es uno de los importantes, pero también está el libro de Margarita Fajardo sobre la CEPAL, The World that Latin America Created; también el libro de Christy Thornton sobre el rol de economistas mexicanos en la conferencia Bretton Woods, Revolution in Development; los libros de Tanya Harmer sobre la guerra fría y, en especial, su biografía de Beatriz Allende. Y así varios otros, donde se ofrece una mirada a las teorías del desarrollo y la dependencia no desde arriba, como usualmente se había hecho en la literatura, sino desde abajo, y sobre todo desde los ojos de sus protagonistas.

    La particularidad de este libro, creo yo, es que no solamente articula la visión de los protagonistas, sino que lo hace reclamando y usando la primera persona. Esto es algo que por supuesto no está en los libros que acabo de mencionar porque son autoras que no hicieron parte de esa generación de intelectuales. Hay algo muy poderoso acerca de este registro de escritura en primera persona de alguien que fue también miembro y protagonista de esta tradición. Además, Kay escribe como alguien que jugó un rol muy fundamental en la difusión global de estos paradigmas de pensamiento. Al ser escrita en inglés, la obra de André Gunder Frank era la que más se conocía internacionalmente. Sin embargo, el libro de 1989 de Cristóbal Kay, Latin American Theories of Development and Underdevelopment, puso en el mapa global las contribuciones de autores latinoamericanos que no escribían en inglés, y es un libro que hasta el día de hoy sigue siendo citado y discutido como un gran clásico; un clásico que, creo yo, debería ser urgentemente traducido al español, porque llenaría un gran vacío intelectual.

    Otra de las cosas que yo creo que es importante de este libro es que de alguna manera plantea la centralidad que asumía el problema del desarrollo en el pensamiento de estos autores. Desde muy distintas ópticas, estos autores de alguna manera vienen a solventar un déficit de imaginación de futuro que existe hoy en día dentro del progresismo latinoamericano, donde el tropo maestro termina siendo siempre la desigualdad o la redistribución. Parece que en estas dos ideas se agota la discusión. Si bien la redistribución es sin duda alguna muy importante, es a su vez insuficiente si no se tematiza también la cuestión de la producción de la riqueza. Desde distintas ópticas, Prebisch, Furtado, Frank, Dos Santos, Assies y Barraclough, los personajes de este libro, se abocaron de lleno al problema del desarrollo; sobre todo, desarrollo no entendido en términos de crecimiento o de modernización. La interpretación neoestructuralista de desarrollo que hoy predomina, en general tiende a concebir este concepto como sinónimo de crecimiento o de modernización. En sus versiones más progresistas, el neoestructuralismo concibe el desarrollo exclusivamente en términos de “crecimiento con equidad”. Algo que es muy importante y que aparece como un hilo conductor que atraviesa todos los capítulos de este libro, es el hecho de que para estos pensadores rebeldes el desarrollo no es sinónimo de modernización o de crecimiento, sino que implica un cambio cualitativo en la estructura productiva y tecnológica de las economías nacionales. Es decir, no producir más, sino transformar la matriz productiva. Hoy en día se asume que las industrias del litio o del hidrogeno verde serían desarrollo. Sin embargo, estos autores dirían con vehemencia que no lo son, puesto que su operación no implica una transformación cualitativa de la economía. Los atributos y las características de la canasta exportadora del país no se verán transformados en lo más mínimo porque se venda litio, mientras el contenido científico-tecnológico de las exportaciones siga siendo bajo.

    De acuerdo con lo anterior, hay algo muy importante no solamente en el carácter de estos autores en tanto teóricos del desarrollo sino también del subdesarrollo como un fenómeno análogo y complementario al primero. Con esto, los autores cubiertos por Kay en este libro se establecen como un contrapunto fundamental a las teorías lineales y mecanicistas de la modernización que vienen de Rostow, pero también de Parsons. Celso Furtado es uno de los primeros en cuestionar las teorías de la modernización que entienden el subdesarrollo y el desarrollo como dos etapas sucesivas. Más que como una etapa, Furtado argumentaba, el subdesarrollo se debe entender como una forma específica de la subordinación internacional. En palabras de Kay: “Al igual que André Gunder Frank, pero bastante antes que él, Furtado argumentó que el desarrollo y el subdesarrollo son parte del mismo proceso histórico, solo diferentes caras del sistema capitalista global. Como el subdesarrollo es un fenómeno específico, requiere un esfuerzo de teorización autónoma”. En consecuencia, el subdesarrollo no es atraso sino más bien dominación.

    Parte de lo que hacía de estos intelectuales unos ‘rebeldes’, era el hecho de que no se veían a sí mismos como meros portavoces de movimientos sociales, como sucede hoy en día en cierta academia que supone que para ser radical hay que simplemente actuar como correa de transmisión de lo que dicen los movimientos sociales. Era una postura más compleja y más expansiva: (…) había una reivindicación de la ciencia como una herramienta que podía ayudar a solucionar y confrontar los grandes problemas que enfrentaban las sociedades latinoamericanas, y que hoy se hace particularmente relevante ante un giro decolonial que ha generado una tendencia hacia una creciente desconfianza de la universidad.

    La clásica pregunta de por qué las economías latinoamericanas mantienen un patrón de inserción periférica en la economía mundial, sin embargo, es una pregunta que el pensamiento latinoamericano ha abandonado. Por esta razón, es muy importante volver a estas tradiciones para tematizar el problema del subdesarrollo. Si bien el subdesarrollo pareciese ser un concepto anacrónico, hace poco un informe de la UNCTAD mostró que en la década de los 90 Chile parecía estar más cercano a economías como las de los Tigres Asiáticos, los cuales pasaban en ese momento por un proceso de impulso industrial y de modernización tecnológica, mientras que hoy en día el país exhibe características más propias de la de una economía clásica monoexportadora y de commodities. Entonces, el hecho de que la pregunta misma acerca una estrategia industrial haya desaparecido del imaginario colectivo, tanto de los tomadores de decisiones como de la intelectualidad de izquierda o progresista, es algo que debería ser preocupante.

    Otro aspecto que destacable de este libro, y que considero que traza una línea de continuidad con lo que ha sido la obra de Cristóbal, es el hecho de que evita el tipo de sectarismo con el que se tiende a caracterizar las distintas corrientes del pensamiento latinoamericano sobre desarrollo y subdesarrollo. A veces estas etiquetas pueden ser útiles como una heurística para poder entender la configuración del campo intelectual, pero a veces se reduce a una dinámica de trincheras donde están los revolucionarios y los marxistas por un lado, los estructuralistas y los reformistas por el otro. Una proeza de este libro es que supera esta visión de trincheras y logra ofrecer una visión panorámica que incluye pero que al mismo tiempo vas más allá de los matices, logrando presentar a toda esta tradición en términos de una corriente o una escuela en sí misma. De hecho, en su libro de 1989 él le llama a esta corriente “la escuela latinoamericana del desarrollo y el subdesarrollo”. Verlo en esos términos nos permite también posicionar la particularidad del pensamiento latinoamericano dentro de los términos más amplios del marco de discusión en el pensamiento global. Creo que esto no es nada menor, pues precisamente la visión impide poder apreciar la particularidad de esta contribución respecto del pensamiento de otras regiones del mundo.

    Otro aspecto destacable de Pensadores rebeldes es el hecho de que el libro evita una suerte de sesgo industrialista que es usual en las corrientes del pensamiento del desarrollo estructuralista y dependentista. Muchos de los autores de estas corrientes se enfocaron principalmente en políticas industriales, manufactura o producción, estrategias productivas fabril-manufactureras, mientras que la cuestión de las reformas agrarias, la cuestión campesina, indígena y de la ruralidad, quedó un poco en el trasfondo. Entonces, al incluir los capítulos de Solon Barraclough y de Wilhelm Assies, Kay muestra de qué manera este tipo de cuestiones también rondaron los debates sobre desarrollo y subdesarrollo. De hecho, gran parte de lo que caracteriza la propia contribución de Cristóbal a estas corrientes de pensamiento tiene que ver con los aportes que ha hecho en el ámbito de los estudios agrarios y de la economía política rural. Reconstruir la relevancia que tuvieron estos temas no es nada menor, pues la teoría de la dependencia en ninguna de sus vertientes se ocupó de manera sistemática del problema de la renta de la tierra, por ejemplo. A mi parecer, esto constituye una laguna muy importante, pues es particularmente grave que el problema de la renta de la tierra no haya suscitado tanto interés, particularmente en países cuya especificidad histórica consiste en la exportación de materias primas.

    Antes de cerrar, también quiero referirme al título de este libro. Esto por cuanto me pareció que el título es increíblemente sugerente. Hablar de Pensadores rebeldes, sobre todo en un momento en que la rebeldía parece haberse vuelto de derecha, es muy importante, e incluso urgente: ¿qué significa la rebeldía hoy?. En este sentido, es interesante el planteamiento que hace el rector en el prólogo, sugerentemente titulado “Rebeldes con causa”. En la década de 1960 había un debate muy grande en la sociología latinoamericana acerca de la idea de la causa y de una sociología comprometida —una que pudiera ser simultáneamente comprometida y científica. Orlando Fals-Borda, en particular, empleaba el concepto sartreano de engagement, entendido como compromiso, para argumentar que todos los intelectuales sirven a una causa. Así no lo declaren, e incluso así no lo sepan, cada una y uno de nosotros sirve los intereses de alguien o algo, y por ende es un deber moral y ético no solamente abrazar una causa sino también declararla. Toda la discusión en torno al espinoso tema del acto de toma de postura, muy discutido en la filosofía existencialista y en algunos humanismos del siglo XX, no solamente involucraba la adhesión orgánica a militancias, sino que se dio en un entorno muy efervescente de organización política dentro de las universidades.

    Por supuesto, la toma de postura no implicaba necesariamente una degradación del oficio o del quehacer de la producción intelectual. De hecho, parte de lo que hacía de estos intelectuales unos “rebeldes”, era el hecho de que no se veían a sí mismos como meros portavoces de movimientos sociales, como sucede hoy en día en cierta academia que supone que para ser radical hay que simplemente actuar como correa de transmisión de lo que dicen los movimientos sociales. Era una postura más compleja y más expansiva: esto por cuanto tomaba en serio la capacidad emancipatoria tanto del pensamiento como de la ciencia. De hecho, había una reivindicación directa del método científico, una vocación hacia la escucha de los grandes problemas ciudadanos. Esto es, no solamente de los problemas del movimiento que a me interesa particularmente a mí, sino de los problemas de las mayorías. Sobre todo, y como lo planteaba Eduardo Hamuy, fundador del CESO, el avance en las ciencias sociales requería un acto de humildad al tomar las intuiciones, demandas y aspiraciones del pueblo trabajador, para luego pasarlas a través del cedazo del rigor teórico-metodológico, y devolverle estas intuiciones en la forma de conocimiento científico. En fin, había una reivindicación de la ciencia como una herramienta que podía ayudar a solucionar y confrontar los grandes problemas que enfrentaban las sociedades latinoamericanas, y que hoy se hace particularmente relevante ante un giro decolonial que ha generado una tendencia hacia una creciente desconfianza de la universidad, y sobre todo de la universidad latinoamericana.

    Dentro de algunas tradiciones de pensamiento actuales existe la suposición de que la universidad es una institución irremediablemente colonial, blanca, patriarcal. Esto ha conllevado una suerte de deshistorización o de borradura histórica de momentos en los que la universidad latinoamericana estuvo puesta al servicio de los grandes problemas ciudadanos, y como consecuencia logró un amplio nivel de legitimación social. El pensamiento que caracteriza este libro, entonces, es rebelde porque adopta el enfoque de la crítica social interna o inmanente: esto es, no descartar el horizonte normativo de la modernidad sino más bien disputarlo y resignificarlo con el fin de realizar el potencial emancipatorio que hay en él. Hoy en día también está muy de moda decir que el desarrollo es una falacia, un invento europeo o una imposición neocolonial. En vez de rechazar la idea del desarrollo, esta intelectualidad rebelde se la apropió para construir un vocabulario que pudiera ser puesto al servicio de la emancipación de la clase trabajadora, ampliando y radicalizando su contenido hacia formas más democráticas e inclusivas. Esto les permitió hablar en una gramática que era inteligible para el pueblo trabajador, y con ello lograron conquistas sociales y políticas gigantes. En este sentido, el libro en sí mismo es una invitación a poder ponernos en contacto con el espíritu de esos tiempos y replantearnos la pregunta de por qué este tipo de modelo de producción de conocimiento desapareció, y qué significaría recuperarlo y reivindicarlo.

     


    Pensadores rebeldes, Cristóbal Kay, Ediciones UDP, 2023, 195 páginas, $26.000.

  139. Hannah Arendt: el poder y la violencia

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    Se escribe una cantidad increíble de basura pretenciosa sobre la violencia. El científico social estratégico de la Universidad de Princeton —Ted Robert Gurr en ¿Por qué los hombres se rebelan? (1970)— trabaja como un esclavo en lo que extrañamente considera un nuevo tema, lleno de modelos, datos y especulaciones, todo mezclado y reunido como lo peor de la economía: un nuevo campo para la investigación libre de valores, igualmente aceptable para los rebeldes y el establishment, pero largo y costoso. El teólogo francés —Jacques Ellul en Violencia (1969)— considera necesario escribir un ataque conciso y agonizante contra un específico e ingenioso culto de la violencia que existe, no entre los infieles o los escépticos, sino entre los hermanos cristianos: médicos tan tolerantes con el enfermo que con gusto han abrazado la enfermedad, en lugar de simplemente sufrirla cuando sea necesario.

    El estudiante revolucionario consentido y mimado grita que la violencia es liberadora (que es lo que ocurre al creer que la personalidad es Dios cuando muchos llegan a odiar las imágenes domésticas de sí mismos) y que la violencia es reveladora (“Mira, esa vitrina rota solamente estaba hecha de vidrio, y ese cráneo roto solamente estaba hecho de carne y hueso”). Por su parte, el socialmente conservador llega a deplorar la violencia en general, exponiéndose como un idiota o un hipócrita, alimentando las peores fantasías de sus enemigos, de modo que ambos —refutando de manera curiosa sus propios argumentos— exigen entonces más violencia contra sus oponentes: esa es violencia de la buena o la violencia legítima, no cualquier violencia. Porque esta última sí te puede golpear. Solamente unos pocos dicen que en realidad todo es violencia y que únicamente a través de una mayor violencia puede llegar el futuro mejor —pero, ¿por qué habría de llegar el futuro? (aquí se olvidan de la bomba que iba a destruir el mundo)—, y luego se prenden fuego a sí mismos. La mayor parte de los entusiastas de una mayor violencia, o una mayor contra-violencia, solamente quieren prender fuego a otras personas o instar a otros a iniciar el fuego. En la década de 1930 existía la Brigada Internacional; hoy tenemos el teatro callejero u ocasionales refriegas con la policía.

    Particularmente desequilibrados están aquellos en la derecha que vinculan la creciente tasa de crímenes violentos (aunque depende más bien de a partir de cuándo se empieza a contar) con una propensión al desorden civil. Y esta buena gente está de igual manera equiparada en la izquierda con el culto literario al criminal, el teatro de la crueldad y todas esas tonterías extrañas y (por fortuna) altamente elitistas.

    De manera que, tal vez, uno debería estar un poco nervioso ante el nuevo libro de Hannah Arendt. Pero no hay necesidad. Aquí está quizá lo más claro, lo más breve, lo más directo y profundo que ella haya escrito. Alguna pasión moral por ser entendida, o algún editor o amigo que le hable con firmeza, la ha hecho por fin ir al grano, ceñirse al asunto y evitar esas famosas y vastas digresiones filológicas que, en el pasado, han intimidado al profano y enfadado al estudioso.

    Es (…) muy abstracto y muy inmediato atacar el punto de vista de que la violencia puede justificarse como una necesidad del poder, o de que todo poder debería ser atacado como si implicara necesariamente violencia. Y cuán ingenuo es, también, considerar que la opresión depende siempre de la violencia. La más instantánea y perfecta obediencia, dice Arendt, puede surgir del cañón de un arma, pero nunca podrá brotar de ahí el poder. Los dos términos, poder y violencia, son en realidad opuestos: donde uno gobierna absolutamente, el otro está ausente.

    Su pasión es simplemente la claridad en nuestro uso de los conceptos, sobre todo para distinguir entre poder y violencia. El poder es la capacidad de actuar concertadamente, que para ella es la esencia de todo gobierno. La violencia “es, por naturaleza, instrumental; como todos los medios, siempre precisa de una guía y una justificación hasta lograr el fin que persigue”. El poder debe verse como un fin en sí mismo, no como algo que necesita justificación. Por supuesto, los gobiernos con frecuencia, en el mundo moderno casi invariablemente, aplican políticas públicas y estas necesitan justificación, pero “la estructura del poder en sí mismo precede y sobrevive a todos los objetos, de forma que el poder, lejos de constituir el medio para un fin, es realmente la verdadera condición que permite a un grupo de personas pensar y actuar en términos de categorías medios-fin”. Tal poder claramente depende de la opinión. Algo de antiguo terreno se vuelve a cubrir aquí, y de manera valiosa. El más fuerte nunca es lo suficientemente fuerte a menos que tenga seguidores. La violencia no puede explicar ningún ejercicio del poder (solamente algunos cambios en su ejercicio). Hannah Arendt también podría señalar que existen limitaciones físicas y políticas a toda “coerción pura”. Incluso en culturas cuya literatura nominalmente atribuía todo el poder a las proezas físicas de los héroes, estos hombres solían ser derrocados por las mujeres y el sueño. Dado que el poder se basa en el número y en la opinión (lejos de lo necesariamente democrático, sino simplemente el número más grande que un hombre durante las 24 horas del día pueda asustar), la tiranía es —Arendt cita a Montesquieu— la más violenta y menos poderosa de las formas de gobierno.

    Es, a la vez, muy abstracto y muy inmediato atacar el punto de vista de que la violencia puede justificarse como una necesidad del poder, o de que todo poder debería ser atacado como si implicara necesariamente violencia. Y cuán ingenuo es, también, considerar que la opresión depende siempre de la violencia. La más instantánea y perfecta obediencia, dice Arendt, puede surgir del cañón de un arma, pero nunca podrá brotar de ahí el poder. Los dos términos, poder y violencia, son en realidad opuestos: donde uno gobierna absolutamente, el otro está ausente.

    La violencia es simplemente un instrumento. Nadie niega que tenemos instrumentos de violencia más macabros que nunca antes. Pero los hombres los usan o abusan de ellos. Estos instrumentos no pueden generar por sí solos poder. No todos deben ser despreciados, pero ninguno de ellos debe ser glorificado. Arendt se ocupa de las bien conocidas y escabrosas opiniones de Sartre y de Fanon sobre la violencia, con lenta y cuidadosa seriedad, pero los revela como retórica o puro melodrama. Sería muy fácil si la injusticia y la explotación dependieran simplemente de la violencia. Tales ideologías de la simplificación pierden por completo la plausibilidad y el atractivo de las doctrinas de sus oponentes y, por tanto, son impotentes para entenderse con sus oponentes por cualquier medio que no sea la violencia, o más a menudo mediante fantasías de violencia, ya que para unos y otros la situación se invierte. La gente se siente impulsada a la violencia, sugiere Arendt, porque el poder parece haberse tornado impotente en el mundo moderno. Lejos de haber demasiado poder, hay muy poco. La capacidad clásica de acción política parece frustrada. “Cada reducción del poder —concluye— es una abierta invitación a la violencia, aunque solo sea por el hecho de que a quienes tienen el poder y sienten que se desliza de sus manos, sean el gobierno o los gobernados, siempre les ha sido difícil resistir a la tentación de sustituirlo por la violencia”.

    Arendt se ocupa de las bien conocidas y escabrosas opiniones de Sartre y de Fanon sobre la violencia, con lenta y cuidadosa seriedad, pero los revela como retórica o puro melodrama. Sería muy fácil si la injusticia y la explotación dependieran simplemente de la violencia.

    Sus muchas reflexiones sobre todos estos problemas merecen una lectura más seria. He aquí un libro, sin duda, muy raro. No es, de hecho, difícil. En todo caso, es demasiado simple, pero solamente simple en el sentido propio de esencial, abstracto e inespecífico, pero es más importante para comprender los dilemas de nuestro tiempo que una maraña de libros sobre protestas y descontentos particulares.

    Solo queda una inquietud importante. Su conclusión de que la violencia surge con mayor frecuencia de la falta de poder no se ve favorecida por su definición del poder como un fin en sí mismo. Arendt necesita distinguir entre el poder como condición previa de cualquier acción concertada; el gobierno como lo que es cuestionable en lo que sea que pueda concebirse como una sociedad, y el poder como la capacidad de lograr un efecto deseado y premeditado (para parafrasear a Bertrand Russell). El poder en el mundo moderno adopta necesariamente la segunda forma, y la forma altamente sistemática y específica de la política pública. El poder como fin en sí mismo es una condición suficiente pero no necesaria para mantener el poder. Es entonces extraño oponerse a pensar en términos de “fines del gobierno”, tales como “realizar una sociedad sin clases o cualquier otro ideal no político, que si se examinara seriamente se advertiría que solamente podía conducir a algún tipo de tiranía”. No puede sino terminar en tiranía, es decir, si la gente no ha aceptado primero que el gobierno debe basarse en la opinión y no en la mera coerción, o si la gente piensa que una sociedad sin clases vería el fin de todas las disputas y conflictos. Quizás algunos lo hagan. Sigo creyendo que una sociedad sin clases es el objetivo político más generalizado y verdadero, pero únicamente puede lograrse en términos políticos (lo que no excluye el uso deliberado de la violencia, pero no su maximización deliberada); y, sin embargo, aunque las limitaciones, los engreimientos, las opresiones y las hipocresías de clase son grandes males humanos, no son los únicos. Arendt debería oponerse a la creencia en una única solución, como si fuera en sí misma la totalidad del gobierno, no a las políticas públicas unidireccionales hacia una igualdad humana inimaginablemente mayor como si fueran parte del gobierno. A su vez, está bastante claro que el mundo, con su nueva pequeñez y sus nuevos instrumentos de violencia y su nuevo conocimiento mutuo y, por tanto, un mucho mayor sentimiento de injusticia y de celos, se destruirá a sí mismo o se reducirá a la barbarie cuando las tecnologías de la bomba de hidrógeno se extiendan a pequeños estados soberanos cada vez más inestables. Actualmente vivimos en una pausa o un respiro debido a que unas pocas potencias poseen tales armas. Pero no dan señales de querer o ser capaces, en términos del poder convencional, de imponer su monopolio. Se puede compartir la fe de Arendt en la acción política de tipo clásico, estar de acuerdo en que esa política es la condición previa de cualquier solución, pero si aquello se sugiere sin la búsqueda de soluciones (¿o incluso la creencia en soluciones?, no estoy seguro) ella no será leída por aquellos a quienes desea desesperadamente llegar. El poder debe producir políticas públicas para que cada vez más personas no pierdan todo cuidado y preocupación por la política, pérdida que debilita el poder y proporciona las condiciones para la violencia.

     

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    Artículo aparecido en The Political Quarterly 42-2 (1971) y recogido después en Stephen Ball (ed.): Defending Politics (2015). Se traduce con autorización de los herederos de Bernard Crick. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Sobre la violencia, Hannah Arendt, traducción de Carmen Criado, Alianza, 2018, 144 páginas, $17.990.

  140. Una mujer contra su pueblo

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    En Los sonámbulos, la historia sobre la astronomía que escribió Arthur Koestler, la anécdota sobre la madre de Johannes Kepler cubre apenas seis páginas. Se dice que Katharina fue acusada en su vejez de tener tratos con el demonio, y que por poco escapó de la hoguera. El caso es que en 1615, en medio de una “histeria de la hechicería” en la ciudad de Leonberg, Alemania, (aunque, siendo justos, también sucedía en la Europa protestante y la contrarreformista, así como en Estados Unidos), la madre de Kepler fue acusada de haberle administrado a una antigua amiga una poción que le produjo una enfermedad crónica. Tras esa acusación, vino a la memoria de varios habitantes de Leonberg, que después de haber bebido los brebajes de Katharina habían caído enfermos, paralíticos o muertos. Koestler cuenta que el proceso de brujería en contra de la madre de Kepler, en ese entonces matemático oficial de Rodolfo II, fueron “largos, sórdidos y tediosos”, hasta que, allá por 1620, la madre de Kepler fue detenida y llevada a la cámara de tortura, donde le enseñaron los padecimientos que sufriría. Estuvo detenida 14 meses, sin confesar ni una palabra a sus acusadores, hasta que fue liberada. Seis meses después, falleció, sin poder volver a su Leonberg natal, debido a las amenazas a ser linchada por los habitantes del pueblo.

    Es esa historia la que la canadiense Rivka Galchen expande a 300 páginas en su última novela, Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja. Aunque Galchen se sirve de varios registros, estructura la narración en dos ejes: en el primero, atestigua las ideas y recuerdos de Katharina, una abuela que redacta su versión de los hechos a Simon, su vecino, que también oficia de tutor de la causa. Por otro, Galchen narra la suma de acusaciones en contra de Katharina a través de recreaciones de los interrogatorios a los testigos, víctimas y terceros, quienes creen en la versión de la madre de Kepler.

    Desde el inicio, el libro de Galchen está impregnado de este ánimo confrontacional: por un lado, Katharina; del otro, el mundo. La combinación de esos registros da la sensación de que poco a poco iremos adentrándonos a los intersticios más ominosos de la maquinaria inquisitoria. Sin embargo, poco de ello ocurre. Katharina resulta ser un personaje que se debate en la indiferencia ante las acusaciones, como si sintiera de antemano que saldrá libre, y en la picaresca de sus frases: “Oí en un sermón que a Martín Lutero no le gustaban los tenedores”, dice Katharina en una parte de libro. Y quizás esa indiferencia, sumada a su desfachatez, dan la receta de por qué Katharina es acusada, es rechazada por su pueblo y ha llegado a hacerse de tantos enemigos. Aunque los días pasan más o menos similares, cada cierto tiempo Galchen revoluciona la acción con alguna discusión entre Katharina y un habitante de Leonberg o con su familia. Por otro lado, en los interrogatorios, al interregno de espera de la historia va añadiéndose algún detalle morboso sobre el carácter de bruja de Katharina: “Le preguntó a Hildegard si no le gustaba la noche. Dijo que, de noche, las chicas pueden conocer amantes. El diablo puede arreglar esas cosas. ¿No le gustaría vivir una vida sin preocupaciones? ¿Una vida de emociones y placer?”. Pese a estos pequeños destellos, el libro es una lucha de fuerzas similares y tediosa, que desemboca en la liberación de la madre de Kepler al final del libro, sin que haya sucedido demasiado.

    ‘Nada existe ni ocurre en el cielo visible que no sea sentido de alguna manera oculta por las facultades de la Tierra y de la naturaleza: [de suerte que] estas facultades del espíritu que están aquí en la Tierra, se ven tan afectadas como el propio cielo’. (…) Como pocas, la advertencia de Kepler hace reflexionar sobre los límites de la ciencia y la influencia de aquello que no somos capaces de ver; y como pocas, la historia de Katharina nos hace pensar hasta qué punto uno puede sentirse a sus anchas con la naturaleza, pero irremediablemente enemistado con su pueblo, su sociedad. Habría sido interesante que Galchen colocara verdaderamente en disputa esas ideas, en vez de contentarse con coleccionar frases ingeniosas.

    Visto así, Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja parece una pérdida de oportunidad para desarrollar una historia que tenía muchos centros gravitacionales poderosos: el conflicto entre la ciencia y la hechicería, los debates sobre ser juzgado injustamente, la relación de la mujer con la brujería, la resignificación de la idea de la “caza de brujas” que nos asola, la vejez, la relación entre el uso de las fuerzas de la naturaleza y el cristianismo. Y todas ellas, pese a que aparecen en el libro, son apenas avizoradas, lo hacen de un modo tan superficial, que no alcanza a emocionar, a sabiendas de que hay un material que hubiera favorecido la emoción. En cambio Galchen prefiere recrear una historia picaresca y centrarse en el ingenio de sus diálogos, más que en utilizar todos los materiales que tenía a disposición.

    Y si eso fuera así, hay que preguntarse por qué una autora tan talentosa prefiere no generar esas emociones. Me aventuraría a decir que hay dos posibilidades. La primera es que, como Galchen esboza en una nota al final del libro, esta es una historia triste, contada desde el estado en que se encuentra una persona cuando verdaderamente pierde toda esperanza de ser comprendida por el mundo. Recordemos una de las frases iniciales del libro: “Desde mi más tierna infancia tuve enemigos”. Quizás uno puede sentir aquel dolor en la vida, pero concluirla con aquella sensación resulta algo más complejo y decepcionante: se asienta así la sensación de que el mundo y ella son opuestos. Enfrentar esa constatación con humor, dotar a Katharina del aura de una persona especial e ingeniosa, puede ser un consuelo (errado) ante un final tan aciago.

    Y la segunda razón es algo más deferente con la labor de la escritora. ¿Cree Galchen que la madre de Kepler es una bruja? Si bien la novela parece desarrollarse sobre la idea de que la acusación a Katharina es injusta, que la brujería es una creencia irracional y que la época de la caza de brujas fue un momento de escenas delirantes, lo cierto es que en varias escenas Galchen juega con la idea de que Katharina tiene una relación con las fuerzas de la naturaleza: “A medida que ese alce avanzaba, el bosque parecía transformarse a su alrededor. Era una prueba o una invitación que se me hacía”. “No tuve duda de que el diablo nos había ido a visitar”. “Una vez le pedí a una bandada de golondrinas ruidosas que se callara porque me dolía la cabeza, y las golondrinas se callaron”.

    Visto así, la labor de Galchen quizás consistió en un elogio del paganismo disfrazado de denuncia contra las injusticias de la caza de brujas. En eso tiende a parecerse a las ideas de su hijo, Johannes Kepler, quien, además de matemático, fue astrólogo de la corte del duque de Wallestein. Aunque Kepler consideraba la astrología como “horribles supersticiones”, según Arthur Koestler, también creía al propio tiempo “en la posibilidad de una nueva y verdadera astrología, concebida como una ciencia empírica exacta”. En unas notas dice: “Nada existe ni ocurre en el cielo visible que no sea sentido de alguna manera oculta por las facultades de la Tierra y de la naturaleza: [de suerte que] estas facultades del espíritu que están aquí en la Tierra, se ven tan afectadas como el propio cielo”. Y luego: “Es obvio que el cielo ejerce alguna influencia sobre el hombre; pero qué cosa sea esta es algo que permanece intrínsecamente oculto”. Como pocas, la advertencia de Kepler hace reflexionar sobre los límites de la ciencia y la influencia de aquello que no somos capaces de ver; y como pocas, la historia de Katharina nos hace pensar hasta qué punto uno puede sentirse a sus anchas con la naturaleza, pero irremediablemente enemistado con su pueblo, su sociedad. Habría sido interesante que Galchen colocara verdaderamente en disputa esas ideas, en vez de contentarse con coleccionar frases ingeniosas.

     


    Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja, Rivka Galchen, traducción de Daniela Bentancur, Fiordo, 2022, 304 páginas, $26.000.

  141. Abdulrazak Gurnah: “La migración siempre ha sido parte de la vida humana”

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    A tres años de haber recibido el Premio Nobel de Literatura, Abdulrazak Gurnah (Zanzíbar, 1948) fue invitado a Chile para participar del ciclo La Ciudad y las Palabras, organizado por la Facultad de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica de Chile. El escritor tanzano afincado en Inglaterra, que además ha sido crítico y académico, tiene nueve novelas publicadas a la fecha —cuatro de las cuales han sido editadas en español por Salamandra—, una obra que suele ser calificada de poscolonial.

    Pienso que estas descripciones no son muy útiles —afirma Gurnah—. No dicen nada sobre la escritura. Están ahí para que los libreros sepan en qué estantería poner los libros o porque los periodistas necesitan una etiqueta con que describirlos. Yo no leo autores porque sean de un país u otro, sino porque algo en su escritura me interesa. Un término como poscolonial debe ser entendido como provisional, no es ningún juicio definitivo. Como profesor, yo he enseñado literatura de sociedades previamente colonizadas, pero también literatura estadounidense y romanticismo inglés, entre otras cosas. Y entiendo que en el ámbito educativo esos términos nos permiten agrupar textos que comparten ciertas características, pero si enseño sobre una escritora como Anita Desai, por ejemplo, de origen indio, en un curso sobre literatura poscolonial, no puedo quedarme solo con eso: ella escribe como nadie más y tiene muchas otras características particulares, además de provenir de la India. Las etiquetas reducen una cosa compleja a una explicación simple.

    Se me hizo necesario escribir (…) con la verdad, de modo que tanto la fealdad como la virtud se dejaran ver, y apareciera el ser humano más allá de la simplificación y el estereotipo”, dijo Gurnah en su discurso del Nobel. Y al leer su literatura es claro que estamos frente a un autor que busca evitar los puntos de vista reductivos. Un ejemplo: en Paraíso (1994), que se ambienta poco antes de la Primera Guerra Mundial, Yusuf, el joven protagonista, le pregunta a Mzee Handani: “¿Por qué no aceptaste tu libertad cuando el ama te la ofreció?”. Ante lo que el anciano esclavo, que prefiere seguir trabajando en el esmerado jardín que construyó con sus manos, responde: “Me ofrecieron la libertad como un regalo. Ella. ¿Quién le dijo que era su dueña para dármela? (…) Pueden encerrarte, ponerte cadenas, denigrar todos tus pequeños anhelos, pero la libertad no es algo que puedan arrebatarte. (…) Este es el trabajo que me ha sido encomendado, qué puede ofrecerme esa de ahí que sea más libre que esto?”. Ese momento es revelador para Yusuf, que también se encuentra sometido, aunque de un modo que al principio él mismo no entiende.

    Aunque hay que hacer distinciones: el niño de Paraíso no es un esclavo propiamente tal, no es una posesión ni está en una condición de por vida, sino que se encuentra sometido a servidumbre hasta que se salde su deuda. Y respecto a tu pregunta sobre si la esclavitud es una herida aún abierta en África, la respuesta es sí; sin embargo, no estoy seguro de hasta qué punto en verdad se siente y hasta qué punto es una herida explotada por políticos y personas con una agenda. No es que la gente la sienta día a día, pero es una herida real, y es bastante fácil abrirla y pinchar en ella para decir “esas personas fueron esclavistas, vinieron aquí a esclavizarnos” y demás.

    Yo no leo autores porque sean de un país u otro, sino porque algo en su escritura me interesa. Un término como poscolonial debe ser entendido como provisional, no es ningún juicio definitivo. (…) Y entiendo que en el ámbito educativo esos términos nos permiten agrupar textos que comparten ciertas características, pero si enseño sobre una escritora como Anita Desai, por ejemplo, de origen indio, en un curso sobre literatura poscolonial, no puedo quedarme solo con eso: ella escribe como nadie más y tiene muchas otras características particulares, además de provenir de la India. Las etiquetas reducen una cosa compleja a una explicación simple.

    En su narrativa, Gurnah explora el África Oriental en distintos momentos de su historia. Su lengua materna es el suajili, pero su Zanzíbar natal (hoy parte de Tanzania) era un territorio en que coexistían diversos idiomas —había migrantes árabes e indios, colonos ingleses y alemanes, entre otros grupos—, los que el autor ha procurado incluir en sus novelas, aunque estas hayan sido escritas en inglés. Y pese a que no todas las traducciones al español de sus libros respetan esta decisión, Gurnah no resalta esas expresiones con cursivas, sino que nos hace acostumbrarnos a ellas y comprender su significado a medida que leemos.

    Porque esos idiomas estaban ahí. Zanzíbar era una sociedad multilingüe, multicultural, multirreligiosa. No es que habláramos el idioma del otro, pero podíamos entender algunas palabras y lográbamos vivir juntos. Eso es lo que intento transmitir. Por eso evito marcar aquellas palabras como extranjeras, porque en esa clase de sociedad lo extranjero no significa extraño. El océano Índico no es abierto como el Pacífico, sino que hay mucho contacto entre sus costas y no es inusual que la gente vaya a distintos lugares. En otras palabras, es una cultura cosmopolita, pero distinta a las de Occidente. Estos países se han conocido entre sí durante siglos y han intercambiado lenguas, religiones, tradiciones culinarias, personas, etc. No son extraños. No son foráneos.

    En “Writing Place”, un ensayo publicado en 2004, Gurnah escribió: “Sé que me hice escritor en Inglaterra, en el desarraigo, y ahora me doy cuenta de que esta condición de ser de un lugar pero vivir en otro ha sido mi tema a lo largo de los años, no como una experiencia única que yo he vivido, sino como uno de los relatos de nuestros tiempos”.

    A lo que me refiero con eso es a que no escribo sobre mi experiencia en el sentido de decir que tal cosa me ocurrió a mí. Escribo sobre mi experiencia de un modo más complejo, considerando a la gente que tengo a la vista, o con quienes he hablado, o cuyas vivencias he leído o he podido imaginar a partir de lo que sé. Este es un tema importante porque le ha ocurrido a millones de personas, no solo a mí. La migración siempre ha sido parte de la vida humana; en este momento es además un tema de discusión pública, pero también es una realidad, y por lo tanto es un fenómeno sobre el cual es importante escribir.

    Yo llegué a Inglaterra a los 17 y medio, no tenía dinero, era un extraño, dificultades que se sumaban a la hostilidad subyacente que estaba y sigue estando presente, pero de otro modo. También había cosas buenas: la sensación de estar en un lugar nuevo, aprender cosas nuevas, el sentirme libre (no de mis padres, sino de un Estado autoritario donde vivía antes) y las nuevas lecturas a las que tuve acceso. Para mí fue difícil, pero formativo. Y la situación ha cambiado con el tiempo.

    Gurnah migró de Zanzíbar al Reino Unido a fines de los 60 para estudiar en la Universidad de Kent, una experiencia semejante a la de Rashid, el narrador de El desertor (2005), una ambiciosa y lograda novela que traza tres historias ambientadas en distintas épocas, durante alrededor de un siglo, todas interconectadas y cruzadas de algún modo por el encuentro entre África y Europa. En la segunda parte conocemos a Rashid de niño en Zanzíbar, pero en la tercera lo seguimos a la Universidad de Londres, donde llega a principios de los 60 y experimenta diversas formas de rechazo, desde sutiles e inconscientes hasta otras totalmente explícitas, que lo llevan a reflexionar sobre su situación:

    Pronto empecé a hablar de blancos y negros como todos los demás, comprobando que la mentira brotaba de mis labios con creciente facilidad, reconociendo lo idéntico de nuestras diferencias, aceptando una visión atenuada de un mundo racializado. Y es que, cuando aceptamos la distinción entre blancos y negros, también accedemos a limitar la complejidad de lo posible y alimentamos las falacias que durante siglos han estado y seguirán estando al servicio de insaciables ambiciones de poder y patológicas egolatrías. (…) En medio del tumulto provocado por los conflictos bélicos, la lucha por los derechos civiles y el apartheid, con la sensación de ser testigo de un momento en el que se dirimían las cuestiones más apremiantes de nuestro mundo, había tenido que mantenerme al margen de las atrocidades que se cometían en mi país. Estas no tenían cabida en ese debate de polaridades limitadas y certezas definidas. Lo único que podía hacer era sufrirlas en silencio y lidiar a solas con mi cargo de conciencia.

    La experiencia de Rashid no es autobiográfica, es deliberadamente distinta de la mía. Supongo que en cierto grado usé lo que me ocurrió a mí y se lo di, pero yo no dejé a un hermano atrás ni me enteré de la revolución en una carta donde mi familia dijera que no podía regresar. Sin embargo, experimentamos dificultades similares. Yo llegué a Inglaterra a los 17 y medio, no tenía dinero, era un extraño, dificultades que se sumaban a la hostilidad subyacente que estaba y sigue estando presente, pero de otro modo. También había cosas buenas: la sensación de estar en un lugar nuevo, aprender cosas nuevas, el sentirme libre (no de mis padres, sino de un Estado autoritario donde vivía antes) y las nuevas lecturas a las que tuve acceso. Para mí fue difícil, pero formativo. Y la situación ha cambiado con el tiempo: ahora la gente tiene más conciencia sobre cómo tratar a extraños como yo, y hay mucha más gente como yo. Las únicas personas negras o no europeas que uno veía en ese tiempo hacían trabajos rudimentarios, como conducir buses, y ni siquiera eso era común. Así que ha aumentado la visibilidad y ahora hay leyes contra la discriminación, es ilegal decir ciertas cosas que solían decirme a la cara. Aunque la administración se ha vuelto bastante repugnante: hay tensiones, expulsiones, artimañas como enviar a los solicitantes de asilo hacia Ruanda y otras cosas por el estilo. La razón es que la presencia de estos extraños se ha vuelto un asunto político, uno que la derecha ha explotado. Pero también hay cosas realmente buenas. Ahora tenemos una comunidad bien establecida de gente no europea en Gran Bretaña y el último primer ministro era hijo de migrantes de África Oriental, así que la situación ha cambiado.

     

    Fotografía: cortesía de Penguin Random House. Crédito: Asis G. Ayerbe.

     


    Paraíso, Abdulrazak Gurnah, traducción de Sofía Noguera Mendía, Salamandra, 2021, 304 páginas, $17.000.


    El desertor, Abdulrazak Gurnah, traducción de Rita da Costa García, Salamandra, 2023, 336 páginas, $19.000.

  142. Ovni

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    Habría que replantear el lugar que tiene en nuestro imaginario fantástico la literatura de ovnis que pobló el campo cultural chileno en la década del 80: esa biblioteca repartida en libros, folletos, suplementos dominicales, programas televisivos. Eran los años del Cometa Halley, de las operaciones mediáticas más elaboradas o delirantes. Buena parte de ese material estaba constituido por reportajes que en realidad eran especulaciones mezcladas con historias de terror. Se trata de un corpus hecho de versiones superpuestas de la verdad, de hechos condenados a la manera de Charles Fort. La condición borrosa de las imágenes de avistamientos se complementaba con la precisión de las ilustraciones de cosmologías espaciales completas; el archivo de documentos silenciados con la narración casi cotidiana de lo extraño; y los testimonios pavorosos sobre el secuestro y tortura de ciudadanos por parte de invasores extraterrestres. Una literatura de quiosco que funcionaba como otra crónica roja: cuerpos en peligro, pánico público y privado, persecuciones en la carretera que no podían tener otra cosa que un tono ominoso, mitologías privadas de los restos de la New Age; la sospecha de que era posible encontrar los ecos de una conspiración hecha de los hilos secretos del mundo o de la realidad.

    Los libros del español J. J. Benítez brillan en ese firmamento inverosímil como biblioteca popular en los años de la dictadura. Ahí están los relatos sobre su relación con Misión Rama y la familia del peruano Sixto Paz, un ensayo sobre la condición radiactiva de la Sábana Santa de Turín, que contiene además una entrevista imposible a Jesucristo (El enviado, de 1979) y, sobre todos ellos, la saga de 12 libros de Caballo de Troya, que comenzó a publicar en 1984. Best seller inmediato, acá la especulación ufológica se une al delirio milenarista: un astronauta viaja en una máquina del tiempo hasta los tiempos la crucifixión.

    En términos locales, todo se une o explota quizás en el caso del cabo Valdés, el que puede ser narrado como un cuento de fantasía o de terror. Va así: sucede en la pampa nortina, a unos kilómetros de Putre, en abril del 77. Unos militares prenden una fogata, matan el tiempo. Es una noche tranquila. Armando Valdés, 23 años, está a cargo del grupo. No sucede mucho hasta que ven una luz. La luz está a un kilómetro y medio, y sube y baja de un cerro cercano. Luego, llega otra luz ovalada y se acerca hasta llegar a 500 metros de ellos. Valdés les dice que apaguen el fuego. El fuego los vuelve un blanco fácil. Lo hacen. La luz se les acerca. Le piden al fenómeno que se identifique. Hace frío, la pampa de noche es dura, deben haber menos de 10 grados bajo cero. La luz ya está a más o menos a cuatro o cinco metros de los militares. Entonces el cabo Valdés se acerca a ella. Avanza hacia la luz y desaparece. Eso quizás lo definirá: un hombre que entra en alguna clase de luz. Sus compañeros lo llaman a gritos. Nadie responde. Se ha ido. Pasan cinco, 10, 15 minutos. No se ve nada. Entonces, vuelve. Valdés aparece. Le ha crecido la barba y su reloj está adelantado en cinco días. No recuerda lo que pasó, ni sabe dónde estuvo. Solo dice: “Ustedes no saben de dónde venimos ni quiénes somos”. Luego se desmaya. Minutos después de que Valdés se va a negro, uno de los militares se topa con algo que brilla cerca. No se lo cuenta a nadie. Hay más evidencias. Marcas en el suelo donde la tierra parece haber sido extraída, cañones de fusiles que una fuerza ha doblado y retorcido.

    Más tarde Valdés y sus hombres identifican las luces ovaladas como ovnis, a partir de unas fotografías de la NASA. Luego los separan, no dejan que se junten de nuevo. Un decreto les prohíbe hablar del caso. A Valdés lo amenazan, le dicen que si cuenta, lo matan. El caso se vuelve famoso. Pinochet se interesa, alguien compila un expediente secreto. J. J. Benítez se lo pregunta en 1988. Esta historia se la cuenta a Iker Jiménez. Pinochet le dice que Valdés estaba loco, que no había pasado nada. También le cuenta que los estadounidenses lo siguen y que graban sus conversaciones. Mientras está con Benítez, Pinochet habla por teléfono. Benítez quiere los papeles del caso. Pinochet sigue negando todo. El encuentro termina.

    Al día siguiente aparece un militar en el hotel de Benítez y le entrega un paquete con los documentos. Pinochet se lo manda. A esas alturas, Benítez ya ha hablado con Valdés y la patrulla. La documentación confirma que los militares han investigado el caso, que les interesa. Ya no importa la verdad. Benítez también dirá que una familia que vive cerca del lugar del encuentro recogió objetos que botó la luz que abdujo a Valdés. Algunos de sus miembros se murieron de cáncer, agregará. Valdés cambia su historia una y otra vez. Apila verdades. Miente. Dice la verdad. Miente. No podemos saberlo. Al final cuenta que nunca lo abdujeron, pero que sí vio un ovni cuando salía a orinar.

    No hay verdad, solo literatura, la de una anécdota que se deforma porque se le van agregando cosas, los detalles se inventan como una falsa memoria, como una ficción inesperada; acaso puros fragmentos perdidos de la trama de la realidad.

  143. Prehistoria para repensar la humanidad

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    El neandertal desnudo. Comprender a la criatura humana comienza con una narración sobre la llegada de Oumuamua (explorador que viene de la lejanía en lengua hawaiana), el primer objeto interestelar observado en nuestro sistema. Con este episodio nos sitúa inmediatamente en la problemática que atravesará sus más de 200 páginas: nuestra relación con la otredad. Para aproximarnos de forma justa al neandertal debemos entender que no somos la humanidad, sino una humanidad más, hija de la inmensa prehistoria. Hay que hacer el ejercicio de imaginar que hace poco más de 40 mil años convivimos con otra humanidad. ¿Qué ocurrió en esos encuentros cavernarios? ¿Cuánto sabemos de etología neandertal? ¿Cómo se extinguió? Estas son algunas de las preguntas que Ludovic Slimak ofrece a quienes nos internamos en la odisea de pensar lo Otro.

    El esfuerzo de este libro es el de la desmitologización, nos presenta a la humanidad neandertal en todas las dimensiones posibles. Para componer esa panorámica se vale de diversos campos del saber: historia sacrificial, narrativa de viajes para inmiscuirnos en sus territorios, gastronomía para develar si fueron caníbales o no, espeleología, estética, etnografía, semiología, etc. El neandertal desnudo es una maraña porque no hay una forma mejor de acercarnos a lo humano. La belleza del proyecto es aún más clara cuando vemos todas esas disciplinas atacando en armonía preguntas de las que no salen respuestas concluyentes; trabajar con el neandertal es trabajar a base de especulaciones que debemos acunar como preciosos destellos de certezas posibles.

    En cuanto a la narrativa del relato, hay dos conceptos que harán de hilo conductor: participación y enigma. Imbricados en una irresoluble tensión dialéctica, nos preguntamos: ¿cómo se extinguió la humanidad neandertal?, ¿qué hace nos hace sapiens? Al intentar responder, vemos todas las convicciones sobre nuestra humanidad desmentidas en el transcurrir del libro. Lo que descubrimos es que no hay respuestas satisfactorias ni suficientes: repensarnos repensando al neandertal es una tarea especulativa.

    Para aproximarnos de forma justa al neandertal debemos entender que no somos la humanidad, sino una humanidad más, hija de la inmensa prehistoria. Hay que hacer el ejercicio de imaginar que hace poco más de 40 mil años convivimos con otra humanidad. ¿Qué ocurrió en esos encuentros cavernarios? ¿Cuánto sabemos de etología neandertal? ¿Cómo se extinguió? Estas son algunas de las preguntas que Ludovic Slimak ofrece a quienes nos internamos en la odisea de pensar lo Otro.

    ¿Por qué causó tanto revuelo en la comunidad científica? Hasta este punto no había pruebas de la coexistencia de las dos humanidades, pero este libro las contiene. Su gran hallazgo es un capítulo titulado “La memoria del fuego”. A través del hollín presente en las paredes de la cueva de Mandrin (donde el autor lleva excavando más de 30 años), se logró datar quiénes fueron los responsables de las fogatas cavernarias. Para sorpresa de todos, fue producto de fuego neandertal y de fuego sapiens. Estos datos, cruzados con la etología sapiens (avasalladores desde su origen, constructores de armas e intercambiadores de mujeres) y una arqueología de los instrumentos neandertales (expertos artesanos de producciones únicas), nos dan pistas sobre la estructura mental de esa otra humanidad y nos permiten, de forma elíptica, esbozar teorías sobre su extinción. Porque, recordemos, no conocemos al neandertal y seguimos sin saber cómo murió.

    En vista de las preguntas y la escasez de respuestas, tenemos una enorme tarea por delante. Debemos teorizar sobre cómo se extinguió una humanidad entera. Si interpretamos las propuestas del libro, la respuesta es preocupante: seguimos sin saber qué nos hace humanos (quizá nuestra imposibilidad de escapar al concepto, quizá nuestro deseo innato de transgredir…) pero sabemos que esa incertidumbre está estrechamente vinculada a la extinción de la humanidad neandertal. Nos quedan preguntas y catástrofes por asumir, la invitación es volver sobre ellas. ¿Realmente somos incapaces de conocernos? ¿Somos culpables de la muerte del neandertal?

     


    El neandertal desnudo. Comprender a la criatura humana, Ludovic Slimak, traducción de Robert Juan-Cantavella, Debate, 2024, 240 páginas, $18.000.

  144. Afua Hirsch en su año del adorno

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    Hace unos años, la escritora, abogada y periodista Afua Hirsch (Stavanger, Noruega, 1981) fue a una boda en Accra, la capital de Ghana. La pareja, también abogados, eran jóvenes, profesionales, asertivos. La novia andaba de blanco, radiante, con una manicura francesa, un vestido sin tirantes, el pelo tomado y pocas joyas. La relativa simpleza de su atuendo había sido pensada para acentuar el foco principal de su tenida: una porción significativa y oscura de pelo negro en el centro de su pecho. Su apariencia no estaba planeada para atraer criticismo sino admiración, no como un acto feminista sino uno para lucir un atributo —una mujer con pelo en el cuerpo, en lugares obvios y en otros que no lo son tanto— que una tradición ghanesa considera deseable.

    Esta es una de las muchas historias que Afua Hirsch cuenta en Decolonising My Body: A Radical Exploration of Rituals and Beauty, donde los ritos y prácticas de la belleza y el cuerpo son el vehículo para interrogar ideas de raza, poder, supremacía y violencia colonial. Hirsch nos habla del costo menos evidente de los proyectos imperiales europeos en África, Asia y Latinoamérica, una dimensión menos obvia, pero más íntima de la imposición del modelo cristiano occidental en el resto del planeta: la forma como nos relacionamos con nuestra apariencia, valores que se atribuyen a ciertos ideales físicos, la relación que tenemos con nuestros cuerpos y la forma en que envejecen. En el caso del pelo en el cuerpo, las actitudes eran diversas (algunas comunidades indígenas lo consideraban hermoso, otras lo removían; los europeos, en general, no eran lampiños, dice Hirsch, hasta que Charles Darwin publicó su teoría sobre la evolución de las especies. Desde entonces, el pelo corporal empezó a entenderse en Europa como una resaca de nuestro pasado primitivo, nuestra cercanía, como simios, al mundo animal y, por lo tanto, en contradicción con los ideales de racionalidad, humanidad, ilustración y progreso. Al mismo tiempo, la producción industrial de carne comenzó a masificarse y se volvió imposible sacar a mano el pelo de los animales en el matadero, lo que llevó al desarrollo de nuevas combinaciones químicas de cal, sulfuros, cianuros y aminas para hacer todo el proceso más rápido y eficiente. De sacarle el pelo a los chanchos, se pasó a hacer lo mismo con la piel humana, especialmente con la de las mujeres.

    Hirsch inventa un concepto, “síndrome de deficiencia ancestral”, que suena complicado, pero que se refiere a la experiencia de sentir que el colonialismo, el capitalismo y la globalización interrumpieron prácticas y conocimientos antiguos que entregaban un cierto sentido de coherencia y pertenencia a un grupo. La fascinación por reencontrarlos se parece al término “progonoplexia” (obsesión por los antepasados) o “ancestoritis”, usado por los historiadores para explicar, por ejemplo, el negocio millonario de los exámenes de ADN o el éxito comercial de la asociación entre 23andMe, una empresa que se dedica a los perfiles genéticos, y Airbnb, para ofrecer vacaciones de “herencia”: la prueba de ADN y la reserva de viaje se hacen en un solo paquete.

    Decolonising My Body invita a despojarse y dejar de invertir en estándares europeos de belleza, edad y apariencia física, entendiendo que también reflejan sistemas imperiales de supremacía y poder. Es el lado interno de la capa exterior que Hirsch exploró en Britsh(ish): On Race, Identity, and Belonging, su premiado libro de 2018 que renovó la conversación sobre cómo la nación británica niega la violencia de su pasado imperial y la herencia de racismo tácito que permea su presente. El sufijo ish apunta a todo lo que hacemos a medias, una jerga callejera que se refiere a lo que no es completamente cierto o no exactamente correcto: podemos ser healthy ish si hacemos ejercicio, pero igual a veces comemos basura; old ish si somos viejos, pero no tanto.

    En el caso de Hirsch, su ish gira en torno a su pasado multicultural y multirracial. Hija de una madre de Ghana y de un padre blanco, quien, a su vez, es hijo de judíos alemanes que escaparon de la Alemania nazi. Su ish es haberse criado en el afluente barrio de Wimbledon, donde casi no hay gente negra. El ish implícito en los bien intencionados pero dolorosos comentarios de sus compañeras de colegio privado cuando le decían: “No te preocupes Afua, nosotros ni siquiera te vemos como una persona negra”. El ish del guardia de seguridad de la Universidad de Oxford, que siempre le pedía su tarjeta de identificación en la entrada, pero nunca hacía lo mismo con los estudiantes blancos, que eran casi todos. El ish de todas las combinaciones de palabras identitarias con guion: británico-musulmán, británico-negro o uno más nuevo: afro-sajón. Y el ish de la eterna pregunta sobre de dónde eres en verdad, que casi nunca se le hace a una persona blanca.

    Tanto en Brit(ish) como en Decolonising My Body el lector se topa con apariciones breves pero importantes de Sam, la pareja de Hirsch, que se presenta como el otro lado del espejo de las preguntas de la autora. Sam es un hombre negro, criado en la extrema pobreza de una familia con el ingreso mínimo, liderada por una madre soltera, en una comuna marginal de Londres. El Wimbledon de Hirsch tiene casas grandes con jardín, en las cercanías de las canchas de tenis que funcionan casi como un símil de una cierta idea de lo británico, servida con frutillas con crema (“Wimbledon strawberries”, de hecho, se usa como una expresión para indicar la frutilla más perfecta que solo se sirve en la época del campeonato, el mejor mes para una fruta cultivada en el tradicional campo inglés). El Tottenham de Sam (también famoso por el deporte, en este caso, el flamante estadio de fútbol del Tottenham Hotspur) está plagado de pandillas, es el epicentro de los riots del 2011, gatillados por la muerte de Mark Duggan, un hombre negro asesinado a tiros por la policía mientras escapaba en un auto. Las calles y edificios ficticios de la serie Top Boy, de Netflix, por ejemplo, reproducen este lugar en el norte de Londres. La casa de Sam olía a maíz fermentado, cebolla frita, aceite de palma; la de Afua, a almuerzos de domingo y velas aromáticas.

    Pero es Sam quien siente pena por Afua, educada en un sistema basado en logros, expectativas, cortesías y acentos de clase alta, incapaz de ver el valor de lo colectivo y donde todo le parece falso; Afua siente envidia de la seguridad en sí mismo que tiene Sam, de lo cómodo que se siente con su cultura negra, con la moda y música propias que ha creado su barrio, con su nulo deseo de complacer o caerle bien a alguien. Afua lee libros sobre África y sobre la experiencia negra, Sam vive en un universo africano en Londres. En un momento, mientras escribía su primer libro, Sam le pregunta: “¿Qué clase de persona negra siente la necesidad de escribir un libro sobre ser negro?”. Después de siete años juntos descubren que sus dos abuelas vienen de la misma región, pueblo y comuna de Ghana. Sus familias recorrieron el mundo, pero ellos terminaron emparejándose con el nieto del vecino.

    Lo que hace Hirsch en Decolonising My Body es explorar las mismas dinámicas y jerarquías raciales y de poder, nociones de herencia y pertenencia, escalas de valor de clases y cultura, pero no en su contexto social sino en la relación de nosotros mismos con nuestros cuerpos.

    Hirsch inventa un concepto, ‘síndrome de deficiencia ancestral’, que suena complicado, pero que se refiere a la experiencia de sentir que el colonialismo, el capitalismo y la globalización interrumpieron prácticas y conocimientos antiguos que entregaban un cierto sentido de coherencia y pertenencia a un grupo.

    Pelo, sangre, muerte, sexo, piel

    La estructura del libro de Hirsch se organiza como una exploración de distintas prácticas rituales de belleza e iniciación, lo que ella llama “mi año de adorno”. En su recorrido, literalmente se va llenando de adornos, por ejemplo, ella y su hija empiezan a usar las cuentas de cintura tradicionales de Ghana, una especie de cinturón o cuerda (como un rosario) que se amarra para destacar y celebrar la forma femenina, pero que también tiene el uso práctico de servir para acarrear productos sanitarios y como una forma temprana de detectar un embarazo cuando el cinturón se siente levemente más apretado. Al igual que Brit(ish), el libro mezcla comentarios, literatura, historias y memorias personales, estructuradas en cuatro partes —sangre, belleza, sexualidad y piel—, más un epílogo sobre la vejez y la muerte.

    Su capítulo sobre la sangre explora numerosos ritos de iniciación que coinciden con el comienzo de la menstruación en mujeres o con otras formas de celebrar la transición a la adolescencia: los tatuajes faciales de los Amazigh en África del norte, las ceremonias de la horquilla para el pelo en China (el momento, a los 15 años, en que las niñas dejan de usar trenzas), las fiestas de quinceañeras en México y los bar mitzvah de los judíos, entre muchos otros. Aunque muchos de ellos todavía existen, en África varios fueron reemplazados por ceremonias cristianas, como la primera comunión o la confirmación. Según Hirsch, algunos de estos ritos, y otros en distintos momentos de la vida, fueron interrumpidos por las ideas misionarias que veían estas costumbres paganas como incivilizadas y creían que la única forma de ser cultivado era suscribir ideas de emancipación europeas. También en muchos lugares del mundo, la Iglesia Católica ayudó a terminar con la práctica de tatuajes religiosos, que se habían usado incluso en comunidades cristianas; Hirsch dice que se transformaron literalmente en un “estigma”, una marca o impresión no deseable. Para las poblaciones locales, como la familia extendida de Hirsch, consentir con estas normas nuevas permitió acceder a trabajos, educación, buenos colegios y más, en el contexto de la administración colonial.

    Es difícil no pensar en prácticas menos positivas que han existido, y todavía existen, en lugares de África, como la mutilación genital femenina o el hecho de que algunas niñas son desterradas fuera de su casa durante los días del mes en que tienen su período. Hirsch solo aborda esto en forma general, rechazando la idea de que Europa de cierta forma llegó a salvar al continente de su incivilidad, mencionando la necesidad de distinguir entre lugares y tradiciones y explicando que el género no era un principio organizador en las sociedades precoloniales. De hecho, muchas de las ideas, leyes y prejuicios contra la homosexualidad, que existen en distintas partes del mundo, son consecuencia directa de las concepciones puritanas del sexo de cristianos y victorianos, no ideas que existían antes.

    Más allá de rituales específicos de belleza y adorno, Decolonising My Body también construye una idea del descanso como una práctica decolonial, el rechazo a las ideas aprendidas de que el único sistema de valor es la contribución económica o la acumulación de riqueza y capital. Aquí se nota la influencia de la poeta y activista Tricia Hersey, conocida por su libro Rest is Resistance y fundadora del proyecto The Nap Ministry, quien valora el descanso como un acto de reparación y justicia social, y no como algo que uno hace en un spa por el que hay que pagar. Hirsch ve el descanso y el sueño como un portal de la imaginación, y un desafío a la cultura híper productiva y al valor de la acumulación. Para Hirsch, aquí también reside el valor de los viejos, de los que dejaron de producir y acumular, de los que son venerados en su experiencia y, además, en su exuberante apariencia física. En sus palabras: “En mi herencia Akan, ser joven es no ser nadie. Las personas mayores son VIP y el estatus se acumula con la edad. No puedes asumir las posiciones más prestigiosas en la comunidad hasta que hayas superado ciertos hitos, no puedes mediar en las disputas hasta que hayas acumulado sabiduría, ni siquiera puedes alcanzar todo el potencial estilístico de la moda tradicional hasta que tu cuerpo se haya llenado, madurado e, idealmente, que también haya engordado”.

     

    Imagen de portada: Sin título (2024), de Cristóbal Correa, collage análogo, 21,5 x 28 cm.

     


    Decolonising My Body: A Radical Exploration of Rituals and Beauty, Afua Hirsch, Square Peg, 2023, 224 páginas, 16 euros.

  145. Pequeña historia del Chile decimonónico

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    El año 1918 fue uno de pérdidas y de términos para Abdón Cifuentes: muere su esposa, deja su cátedra de Derecho en la Universidad Católica y pone fin a las memorias personales que estaba escribiendo. Tenía 82 años y se había adentrado en el siglo XX como una de las “gloriosas reliquias” (según Ricardo Donoso) del siglo previo, en el que fue “cerebro y espada” (según Encina) del Partido Conservador.

    Persona de ideas y de acción, fue abogado, profesor, periodista y político —con todas las estaciones del camino de honores: diputado, senador, subsecretario, ministro, consejero de Estado—, protagonista de las principales controversias políticas y doctrinales chilenas, siempre guiado por sus convicciones religiosas y cívicas. Su catolicismo de trinchera lo impulsó a ser redactor o fundador de diarios y revistas, así como a crear instituciones educativas y sociales para construir una sociedad civil católica que interviniera en la esfera pública. Fue famoso por la retórica erudita y combativa de sus discursos en tribunales o en el Congreso. Decía que asumió participar en política para la defensa de su fe, pero en el gobierno y el Parlamento defendió muchas libertades o medidas liberales y republicanas.

    La familia de Cifuentes, destinataria de sus Memorias como lectura privada, decidió publicarlas. Aparecieron, en dos tomos, 18 años después de que las terminara y ocho después de su muerte. En ellas entregaba una visión panorámica de su vida y su actividad.

    El crítico Alone temía que su relato se viera refrenado por escrúpulos religiosos —“su doctrinarismo intransigente lo colocaba tan a la derecha que lindaba ya en el sacerdocio”— y otras aprensiones. Pero sus temores se disiparon luego y saludó a Cifuentes como uno de los grandes memorialistas chilenos.

    Efectivamente, las suyas son unas memorias vívidas y desenvueltas, espontáneas e indiscretas, francas y sesgadas. Escritas en el estilo distendido de una conversación, no hay vahos de la oratoria sacra que a veces infiltra sus discursos. Aparecen episodios y personajes cruciales del pasado nacional, vistos un poco al trasluz, no como se perciben sobre el escenario, interpretando sus roles distinguidos e iluminados por los reflectores de la Historia, sino como se comportaban entre bastidores, cuando han dejado atrás a sus personajes.

    A pesar de su valor documental, su riqueza de anécdotas y detalles, su perspectiva muchas veces desmitificadora, las Memorias de Cifuentes no contaban con otra edición que la de 1936. La editorial Fe de Ratas recupera ahora parte de la versión publicada como Páginas de memoria, con selección, prólogo y notas del escritor Rafael Gumucio. Tal vez por modestia —o quizá por falta de ella—, este no señala que antepasados suyos, anteriores Rafaeles Gumucios, participaron en la publicación de la obra de Cifuentes: su tatarabuelo en sus Discursos (1882) y su bisabuelo en sus Memorias (1936). El primero es mencionado un par de veces en ellas y el segundo, cuando las prologa, considera al autor “el más grande de los hombres que mis ojos han visto”. Nada de esto figura en esta edición.

    El más reciente Gumucio considera Páginas de memoria una “antihistoria” de Chile, denominación que quizá responde a su admiración por Parra. Pero más bien muestra la “pequeña historia” de un país igualmente pequeño, cuando el círculo de sujetos con poder era aún más reducido que el actual. Es también una pequeña historia porque muestra usualmente las pequeñeces (y a veces las grandezas) de las distintas personas que desfilan por ella.

    Luchó por la libertad electoral: se opuso al intervencionismo gubernamental y fue el primero en proponer (1865) la extensión del sufragio a la mujer. En la guerra contra España, aconsejó de forma tan tenaz como desatendida adquirir buques blindados. Defendió la libertad de asociación y la religiosa. Impulsó el fomento de conocimientos aplicados e industriales. El campo donde más destacó fue en la promoción de la libertad de enseñanza contra el monopolio estatal de la educación.

    En fragorosas batallas

    A mediados del siglo XIX, las luchas ideológicas fueron intensas. A consecuencia de la llamada “cuestión del sacristán”, se reconfiguró un sistema de partidos con una línea divisoria: la posición de la Iglesia en el Estado. La fusión entre liberales y conservadores ganaría la elección presidencial de 1861. Pero pronto empezaron a soltarse las costuras que los unían. En la confrontación entre ellos, Cifuentes fue central en la defensa del conservadurismo católico y el fomento de una serie de libertades, en especial la de enseñanza.

    Nacido en una familia de propietarios agrícolas sin mayor fortuna, estudió en el Instituto Nacional (tuvo maestros allí y afuera tan dispares como Miguel Luis Amunátegui, Joaquín Larraín Gandarillas o Ventura Marín). Desde entonces tuvo la convicción de que el Estado no era buen educador. Fue profesor en colegios desde los 17 años. Enseñaba y se interesaba por la Historia.

    A mediados de 1861 se tituló de abogado, luego de haber hecho su práctica, por curiosidad, con Antonio Varas, ministro de Montt. En 1863 comenzó a colaborar en el periódico El Bien Público y algunas de sus críticas llegaron a tribunales: demandado por el viajero alemán Paul Treutler, fue absuelto gracias a su propia defensa.

    El incendio de la iglesia de la Compañía, en 1863 (donde murieron muchas personas), con su posterior campaña antirreligiosa, llevó a la fundación de un diario católico del que fue redactor desde 1864, mismo año en que empieza a ser profesor del Instituto Nacional. Ante el avance del laicismo, para formar cuadros católicos en “las luchas de la palabra y de la pluma”, fundó la Sociedad de Amigos del País en 1865 y una revista en 1867.

    En el ámbito político, fue subsecretario de Relaciones Exteriores (1867), diputado por 12 años y senador por otros 12. En 1871, fue ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública de Errázuriz Zañartu.

    Durante todo ese tiempo destacó por sus ataques y defensas. Luchó por la libertad electoral: se opuso al intervencionismo gubernamental y fue el primero en proponer (1865) la extensión del sufragio a la mujer. En la guerra contra España, aconsejó de forma tan tenaz como desatendida adquirir buques blindados. Defendió la libertad de asociación y la religiosa. Impulsó el fomento de conocimientos aplicados e industriales. El campo donde más destacó fue en la promoción de la libertad de enseñanza contra el monopolio estatal de la educación.

    Fuera y dentro del país y del gobierno

    En 1869, dadas sus numerosas actividades, Cifuentes vio quebrantada su salud. Salió de Chile en un largo viaje, financiado por la generosidad de sus amigos. Contaba con una licencia y una comisión del gobierno, pero rechazó el sueldo. Aprovechó de ir a Europa con los obispos que asistirían al Concilio Vaticano I. Era un viaje de descanso, pero sus preocupaciones lo hacen parecer uno de estudios. Se afanó en obtener datos, entrevistarse con gente, estudiar y comparar, desde la mendicidad a las prisiones o las obras caritativas. Fue un viaje sumamente importante. Relata en sus Memorias sus impresiones e investigaciones en Francia, Italia, España, Inglaterra, Bélgica, Alemania. En Estados Unidos le llamó la atención la gran libertad de enseñanza y la iniciativa privada en las universidades.

    Regresó a Chile en 1871. Errázuriz Zañartu lo nombra ministro y como tal impulsó varias medidas, en especial, decretar la libertad de exámenes. Esto generó un enorme conflicto con Barros Arana, rector del Instituto Nacional. Hubo desórdenes en las calles e incluso un asalto (con un muerto) al hogar de Cifuentes. Renunció al ministerio, lo que influyó en la disputa con el sector liberal y la ruptura de la coalición. El Partido Conservador pasó a ser oposición y no apoyó al candidato Aníbal Pinto, en cuyo gobierno tuvo lugar la Guerra del Pacífico, suavizando la disputa partidaria. Bajo Pinto, en 1878, los conservadores convocaron su Primera Convención (con discurso inaugural de Cifuentes), que le dio consistencia programática sobre temas como la descentralización administrativa, las libertades electorales, de enseñanza, asociación y prensa.

    Las disputas recrudecieron. Un problema serio en las relaciones Iglesia-Estado fue la sucesión arzobispal de Santiago, tras la muerte de monseñor Valdivieso, en 1878: la Iglesia y el gobierno (por derecho de patronato) optaron por personas distintas. La disputa, detenida durante la guerra, se reactivó al asumir Santa María, por lo que vino un delegado apostólico para solucionar las diferencias. Santa María lo expulsó del país en 1883 y rompió relaciones con la Santa Sede. Entre 1883 y 1884, el gobierno promulgó las leyes de cementerios laicos, de matrimonio civil y de registro civil. Cifuentes se opuso a ellas.

    Elegido presidente Balmaceda, se calmó la pugna clericalismo-anticlericalismo. Pero en los años siguientes surgió una nueva disputa por la primacía entre el Poder Ejecutivo y el Congreso. La tensión se convirtió en conflicto (Cifuentes menciona en estas páginas un plan de autogolpe de Balmaceda no ejecutado). Una junta de partidos opositores planeó la revolución y Cifuentes redactó el acta de deposición presidencial. Cuando Balmaceda rompió el marco constitucional, en 1891, se inició la Guerra Civil, que duró nueve meses. Durante ese tiempo, Cifuentes fue encarcelado y luego permaneció escondido y siendo buscado por las fuerzas balmacedistas. Chillán, Concepción, Lota, Talca, Buin y Santiago fueron lugares en los que se ocultó.

    Tras el conflicto, el Partido Conservador pudo ver concretados algunos de sus propósitos, con la ley de la comuna autónoma y la modificación del régimen electoral. Antes, el mayor logro de las aspiraciones conservadoras de libertad de enseñanza fue la fundación de la Universidad Católica, en 1888, para lo cual Cifuentes fue una pieza fundamental.

    Cuando Balmaceda rompió el marco constitucional, en 1891, se inició la Guerra Civil, que duró nueve meses. Durante ese tiempo, Cifuentes fue encarcelado y luego permaneció escondido y siendo buscado por las fuerzas balmacedistas. Chillán, Concepción, Lota, Talca, Buin y Santiago fueron lugares en los que se ocultó.

    Episodios nacionales escogidos

    Páginas de memoria es una antología de las Memorias de Cifuentes, ya sometidas, al parecer, en su publicación original, a recortes para atenuar su contenido. El nuevo editor indica que respeta el orden de los hechos, pero fragmenta el relato en pequeños retratos.

    No es un mal criterio. Cifuentes, como señaló Alberto Edwards, presenta a los personajes de forma que sus actuaciones dibujen su personalidad. Pero su relato no es uno de retratos ni sigue estrictamente una secuencia cronológica. Por eso, Gumucio altera el orden de los párrafos o cambia ligeramente la ubicación de algunos episodios, para que cuadren mejor en su galería de retratos o capítulos. Usualmente ensambla bien las piezas del rompecabezas, pero no siempre, y quedan algunas desajustadas y sin contexto (por ejemplo, Mariano Casanova como el arzobispo elegido en 1886 que soluciona el problema de sucesión abierto en 1878).

    Las estampas de Cifuentes, aunque no pocas veces tendenciosas, son expresivas. Dice de Lastarria que “el incienso que acostumbraban echarle a la cara sus amigos le había inspirado una gran vanidad”. Describe a Bilbao como “un conjunto de soberbia, de audacia, de impiedad y de atrevida ignorancia”. Por sus páginas circulan José Zapiola, brindando en una reunión; Carlos Walker Martínez, dispuesto a ser corsario contra España, recalando en Chiloé; Manuel José Irarrázaval, mecenas e impulsor de la comuna autónoma, que no se atrevía a hablar en la Cámara; el general Baquedano, héroe de 1879, quien en la revolución de 1891 se negó a firmar el acta, porque “pueden pillarme”. Barros Arana, indiscreto y maledicente.

    Errázuriz Zañartu es figura central, aunque Cifuentes no lo estimaba, por su doblez: creyente de misa diaria en su vida privada, en la pública favoreció el laicismo. Pero Cifuentes mismo en ocasiones —su votación secreta en contra de la incorporación de Errázuriz a una sociedad católica o su ardid como ministro para confundir a la prensa liberal sobre su reforma educativa— muestra que a veces fue tan poco directo como Errázuriz.

    Queda la duda de quién o qué queda fuera. Si la selección responde a algún criterio, el editor no lo explicita. ¿Sus simpatías o intereses?: no figura aquí Portales, a quien Cifuentes llama “tal vez el más eminente de los estadistas de Sudamérica”, ni Manuel Egidio Ballesteros, prohombre de los estudios legales y protegido de Cifuentes, quien devolvió la consideración con malagradecida mezquindad.

    ¿Precisiones desconocidas? No aparece la importancia del arzobispo Valdivieso en el hermoseamiento del cerro Santa Lucía. Según Cifuentes, le habría dado la idea a Vicuña Mackenna.

    ¿Solamente lo relativo a Chile? Se saca todo el viaje de 1869-1871. Pero es entonces que aparece una de sus revelaciones más curiosas sobre un chileno: en Washington conoce a Eduarda Mansilla (la primera novelista argentina), quien afirma que Francisco Bilbao murió por culpa suya en Buenos Aires: ella se lanzó al río, él la rescató y murió de neumonía.

    Cuestión de palabras

    El editor también señala que en algunos pasajes ha modernizado el vocabulario y la sintaxis. Parece ir un poco más allá.

    Tal vez podría entenderse alterar los enclíticos (“refiérese”, “pidióme”, etc.), pero realiza una no tan esporádica labor de cambio de palabras. Ejemplos: transforma “fallecimiento” en “murió”; “casorio” en “matrimonio”; “menudencias” en “bagatelas”; un cargo “gratuito” en “ad honorem”. No parecen tanto palabras anticuadas como no del gusto del editor. ¿Pero no es el vocabulario de un autor parte de su personalidad?

    Su afán por limar el estilo del autor lo precipita en la errata: el encono de ciertas “figuras” se entiende mejor al ver el original “furias”. La frase: “Durante todo el día no se cortaba en el camino”, aquí adopta un giro vanguardista: “Nunca no se cortaba en el camino”. Y cambiar números por palabras juega sus trucos: en la guerra contra España, el bombardeo a Valparaíso en 1866 implicó pérdidas de unos 8 millones de pesos. Lo dice bien Cifuentes, pero aquí se habla de 8 mil pesos.

    Las estampas de Cifuentes, aunque no pocas veces tendenciosas, son expresivas. Dice de Lastarria que ‘el incienso que acostumbraban echarle a la cara sus amigos le había inspirado una gran vanidad’. Describe a Bilbao como ‘un conjunto de soberbia, de audacia, de impiedad y de atrevida ignorancia’.

    Conservadurismo

    Se ha dicho que un conservador es un liberal que ha sido asaltado, y un liberal es un conservador que ha sido arrestado. Cifuentes, quien fue asaltado y también arrestado, nunca dejó de ser un conservador.

    Sin embargo, era uno que defendió una serie de libertades y el voto femenino. Gumucio habla incluso de un conservadurismo “libertario”. En su aparente añoranza de ese conservadurismo, sostiene como “hecho innegable” que el primer parlamentario mapuche fue del Partido Conservador. Tal vez la antihistoria tenga algo que decir, pero según la simple historia, Francisco Melivilu militaba en el nada conservador Partido Democrático.

    Ahora, ¿era Cifuentes una aberración genética: el extraño caso del conservador liberal y feminista? No. En el siglo XIX, hubo un conservadurismo que aceptaba ciertos principios liberales y se aproximaba al ala conservadora del liberalismo, que hacía el mismo movimiento en sentido inverso. Esto, según ha estudiado José Luis Romero, pudo verse en toda Latinoamérica. Los “liberales conservadores” y los “conservadores liberales” podían encontrar puntos de coincidencia.

    Por otra parte, era una reacción conservadora a los cambios que se venían gestando y que les quitaban las ventajas de las que antes habían dispuesto. Los liberales pretendían la secularización de la vida social y política según principios que se proyectaban hacia cuestiones como las propiedades de la Iglesia, la intervención del clero en la vida política, la intolerancia religiosa, el monopolio de la educación, el registro de las personas y la administración de cementerios. En Chile, desde que los conservadores abandonaron el gobierno sabían su desventaja frente a los liberales, por lo que defendieron la libertad de asociación, la ampliación del derecho de sufragio y la libertad de educación, de manera de ganar espacios en la vida pública para su partido y para su idea de sociedad.

    Cifuentes hizo esto de manera particularmente coherente. Páginas de memoria es una buena aproximación a su figura, que despierta un interés renovado. La editorial Tanto Monta amenaza con un proyecto de sus Obras completas en seis tomos, que ojalá se concrete.

     


    Páginas de memoria, Abdón Cifuentes, Fe de Ratas, 2023, 373 páginas, $16.000.

  146. María Sonia Cristoff: “Charlotte Brontë tenía muy en cuenta la cuestión económica”

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    No puedo escribir libros que traten los temas del día, no sirve de nada intentarlo. Ni puedo escribir un libro por su moraleja”, es una de las reflexiones que encontramos en Caminar invisible, un conjunto de cartas de Charlotte Brontë hacia sus editores desde que estos aceptaron el manuscrito de Jane Eyre, que pronto se convirtió en un polémico best seller, hasta poco antes de la muerte de la última sobreviviente de las hermanas Brontë.

    El libro fue presentado en la Universidad Diego Portales, el pasado 11 de noviembre, por la escritora argentina María Sonia Cristoff, quien leyó parte de su prólogo para el volumen. Allí no solo elaboró un recorrido biográfico que contextualiza el epistolario, sino que también se adentró en temas como las resonancias contemporáneas del gesto de Charlotte Brontë, que rechazó varias de las obligaciones sociales de ser una escritora, en parte por el hecho de que las tres hermanas escribían desde un lugar muy apartado y con seudónimos (Charlotte, Emily y Anne Brontë firmaban como Currer, Ellis y Acton Bell).

    Leí Jane Eyre con furor a los 10 años —cuenta Cristoff—. Cuando me puse a trabajar en este prólogo, leí muchas cosas de Brontë y me pasé tres meses en otra dimensión, en la que estaba enteramente feliz. Creo que fue por retomar esa relación con la lectura, porque aunque sigo adorando leer, es inevitable que con los años, sobre todo para quienes leemos mucho profesionalmente, aparezca una cierta distancia, ironía, cansancio. Releer Jane Eyre me llevó a reconectar con mi experiencia de lectura, pero también fue inevitable que ciertas cosas ahora me hicieran ruido, como la gran cuota de melodrama o la relación de Jane con Rochester, que al día de hoy bordea lo intolerable desde una lectura feminista. Pero yo soy alguien que instiga este tipo de lecturas, y no para cancelar (porque me parece horrible hacer una crítica desde el presente, sin tener en cuenta el contexto), ni tampoco tratando de salvar la novela, sino buscando su multiplicidad de sentidos. Con esto pienso en Virginia Woolf, que en su perfil crítico a los 100 años del nacimiento de Charlotte dice que también ve cosas que le hacen ruido, pero en definitiva le perdona todo. Ese es el poder de la narración. Lo que tiene esta novela es una fuerza narrativa que te mete en ella: desde la escena inicial, en que Jane es pequeña y mira por la ventana, vos te trasladás. La narración contemporánea ha perdido en atmósferas y descripciones, y no estoy pidiendo que volvamos a eso, pero recuperar aquella experiencia mediante la lectura es muy lindo.

    Las verdaderas obras de arte comparten una peculiaridad —escribió Woolf en ese texto del centenario, incluido en Genio y tinta—. Con cada nueva lectura uno se percata de algún cambio, como si la savia de la vida corriera por sus hojas e, igual que los cielos y las plantas, tuviera el poder de modificar la forma y el color de estación en estación. (…) Las novelas de Charlotte Brontë deberían colocarse dentro de la misma clase de creaciones vivas y cambiantes, que, por lo que podemos intuir, servirán a una generación que aún está por nacer de espejo en el que medir su variable estatura. A su vez, esos nuevos lectores dirán cómo ha cambiado Brontë para ellos y qué les ha proporcionado”.

    Una cosa que a mí me parece extraordinaria de Jane Eyre es que Charlotte Brontë tenía muy en cuenta la cuestión económica y, por ende, las cuestiones de clase. Las condiciones materiales de existencia la obsesionaban, las tenía presentes todo el tiempo. En las cartas a sus editores saca cuentas y considera temas como la diferencia de acceso a ciertos bienes, lo que da mucho que pensar, en una lectura contemporánea, sobre la relación entre literatura y dinero. Y en Jane Eyre, cuando la protagonista está decidiendo si volver con el que había sido su jefe, se da cuenta de que va a quedar muy a expensas de él, entonces hace todo un movimiento para estar más nivelada económicamente. Esto me interesa porque se suelen tomar otros aspectos de la novela, como el romanticismo, o el gótico con la loca en el desván, pero se deja de lado cómo el personaje tiene una mirada de clase y es tremendamente crítica de la burguesía.

    En la actualidad la función de la crítica ha quedado un poco relegada, porque han cambiado las usinas generadoras de legitimidad. Antes estaban en los medios especializados y en la academia, que están en crisis o conviven con una atomización. Y tampoco es que esas instituciones hayan sido una maravilla, también tenían problemas, y que haya una proliferación, que algo salga de un lugar central de poder, a mí siempre me parece una buena noticia.

    Nueve meses después de haberse casado, en marzo de 1855, Charlotte murió —escribe Cristoff en el prólogo de Caminar invisible—. Se ha dicho que hay que buscar la causa de esa muerte en una complicación del embarazo que por entonces tenía, o en una enfermedad del tracto digestivo, o en la tuberculosis o en alguna infección que se puede haber contagiado. Yo diría más bien que no se puede encerrar a una leona sin esperar que no haya consecuencias”. Esta es una hipótesis que la autora sostuvo desde niña, cuando vivía en la Patagonia trasandina, en un aislamiento similar al de los páramos de Yorkshire de las Brontë, y se identificó en particular con Charlotte:

    Yo entiendo por qué la posteridad ha endiosado a Emily, porque tiene todo para hacerlo, con su gesto radical de rechazo a todo y esa novela descomunal que escribió. Pero a mí lo que me interesa mucho de Charlotte, y creo que por eso siempre la tuve más próxima, es que se banca negociar con el mundo. Sus hermanas son publicadas en gran medida gracias a ella, pese a que estaba muy apartada de todo y no conocía a nadie del universo literario, porque vivían en ese pueblo perdido. Entonces tuvo mucho que sobrepasar, interna y externamente, para tener una voz literaria y, luego, para tener la capacidad de negociar con el mundo, de tener palabra pública, que es lo que a mí me gusta mucho de este volumen. Ves a alguien que está ensayando sus primeras instancias de palabra pública, que todavía es algo interesante para cualquiera que escribe, sobre todo para las mujeres. A mí lo que me interesa remarcar es que, incluso al publicar su primera novela, ella no cae en la celebración banal; celebra, pero no se pone a los pies de cualquiera y discute las críticas que salen. Porque tiene con qué defenderse, porque ha leído mucho. Ya que en esa casa familiar, donde también podían pasar cosas horribles, como tener un padre párroco que pensaba que el único que podía escribir era el hijo, además de muertes y otras atrocidades, había mucha lectura.

    Con todo ese bagaje detrás, parte del cual se deja ver en estas cartas, Charlotte Brontë analiza una y otra vez los comentarios que se publican en torno a sus novelas —las notas del traductor del volumen, Angelo Narváez León, nos permiten revisar muchas de esas reseñas—, de manera que a lo largo del epistolario esboza toda una crítica de la crítica:

    Para valorar el elogio o admirar la culpa, debemos respetar la fuente de donde proceden, y no respeto a un crítico incoherente. (…)

    Me acuerdo de The Economist. El crítico literario de ese periódico elogió el libro si estaba escrito por un hombre, pero lo calificó de “odioso” si era obra de una mujer.

    A esos críticos les diría: “Para ustedes no soy ni hombre ni mujer. Me presento ante ustedes solo como un autor, es el único estándar por el cual tienen derecho a juzgarme, el único motivo por el cual acepto su juicio”.

    Esa es una de las líneas más interesantes de lectura, y no solo en estas cartas, sino también en otras, como las que reproduce Elizabeth Gaskell en su biografía, en que aparecen muchas de esas peleas con críticos, porque ella no tiene esa actitud más cholula que últimamente tienen los escritores con la crítica, cuando solo les importa salir bien en la foto. En la actualidad la función de la crítica ha quedado un poco relegada, porque han cambiado las usinas generadoras de legitimidad. Antes estaban en los medios especializados y en la academia, que están en crisis o conviven con una atomización. Y tampoco es que esas instituciones hayan sido una maravilla, también tenían problemas, y que haya una proliferación, que algo salga de un lugar central de poder, a mí siempre me parece una buena noticia. El problema es que, con esta multiplicidad y atomización, muchas veces lo que se dice tiene menos que ver con la crítica que con la promoción, y si promoción le gana a crítica, estamos en problemas. Al final volvemos al tema de la legitimación, la que también ha sido un peligro cuando ha quedado solo en manos de ciertos críticos hombres, blancos, aburridísimos. El otro día hablaba de esto con Jesús Cano Reyes, un académico, editor y crítico español, y él acuñó una idea que gustó mucho: quizás la verdadera legitimidad viene de cuánto tiempo de su vida alguien le ha dedicado a leer, porque hay opiniones más fundadas que otras, y si alguien leyó mucho, tiene más herramientas para hacer una crítica. Me parece que quienes hemos leído mucho reconocemos rápidamente a otros que también lo han hecho, así legitimás esas lecturas y no los momentos de promoción.

    A mí me preocupa que las escrituras se vuelvan demasiado apegadas a las doxas, porque no sé si todo el mundo es consciente de que estar conectado, participando y autopomocionándote, te pone en peligro de reproducir formas de pensar, o de reproducir activismos (desde el lugar más evidente). Para mí la literatura, la escritura, tiene que ver con ir a contrapelo de la marcha del mundo, para mirarlo críticamente.

    En una carta de inicios de 1848, Brontë relata que “Jane Eyre llegó a Yorkshire, una copia incluso ha penetrado en este vecindario: vi a un anciano clérigo leyéndolo el otro día”, y se alegra al descubrir que él logra reconocer a los personajes reales en que se inspiró, aunque también la alivia el hecho de que “no reconoció a ‘Currer Bell’. ¿Qué autor sería sin la ventaja de poder caminar invisible?”. Pero en un momento se volvió necesario aclarar sus verdaderas identidades, así que Charlotte y Anne viajaron seis horas a pie bajo una tormenta para recién llegar a una estación de tren desde donde poder dirigirse a Londres y presentarse ante los editores. Las tres hermanas, además, solían comentar sus obras mientras caminaban, una acción física que también es muy importante en la obra de Cristoff:

    Para mí, la caminata no está asociada a esta cosa del flâneur, de la observación. Es más bien una manera de tolerar lo intolerable de la época, el bombardeo constante sobre las sensibilidades y las mentes. Lo que busco es sustraerme de este bombardeo excesivo, aburrido, agotador, a la vez que adictivo. Sin embargo, la caminata ya estaba presente en mí y en mi escritura mucho antes de que esto fuera tan grave, tan acelerado, y yo creo que ahí hay algo de mi traza patagónica. El acto de caminar aparece tematizado en mis novelas Mal de época o Bajo influencia, además de Falsa calma, que es mi primer libro, donde hay un capítulo deliberadamente armado mediante caminatas que llamé “circulaciones”. Allí también aparece el tema de la locura, que es muy recurrente en todo lo que escribo: la narradora está circulando entre situaciones que para mí bordean la locura, en un gesto medio ambiguo, porque ella da vueltas y vueltas, como si estuviera por caer en ese mismo estado, a la vez que trata de resistirse con ese gesto. Y quizás el tema de estar todo el tiempo conectados también es una forma de locura.

    En ese sentido, no es sorprendente la identificación que Cristoff sentía desde pequeña con Charlotte Brontë, ni la manera en que en el prólogo la toma como modelo a seguir, en ciertos aspectos, para los escritores de la actualidad, ya que admira sus estrategias “para defender tanto su capacidad de trabajo como su percepción singular, intocada por el murmullo de las modas”.

    Siempre me ha parecido interesante plantear una perspectiva distinta, que se aparte un poco de la marcha general de las cosas, porque, si no, para qué leemos. A mí me preocupa que las escrituras se vuelvan demasiado apegadas a las doxas, porque no sé si todo el mundo es consciente de que estar conectado, participando y autopomocionándote, te pone en peligro de reproducir formas de pensar, o de reproducir activismos (desde el lugar más evidente). Para mí la literatura, la escritura, tiene que ver con ir a contrapelo de la marcha del mundo, para mirarlo críticamente. Y no con la necesidad de ser original, para nada, sino para ejercer el sentido crítico. Por lo tanto, no puedes estar subiéndote en todos los trenes de lo que hay o no hay que pensar o decir. Cada quién se buscará sus maneras de encontrar ese contrapelo. En mi caso la caminata contribuye a eso, al igual que el hecho de que le dedico las primeras cuatro horas del día, sí o sí, a leer o escribir, sin mirar el celular ni otras formas de recibir mensajes. Eso, abstenerme de la marcha del mundo, me hace la vida más feliz.

    Siendo una escritora que, como señala sobre Brontë, le da mucha importancia a la reflexión sobre lo económico y las condiciones materiales, en la presentación de Caminar invisible Cristoff habló sobre cómo exploró distintos trabajos antes de encontrar uno que realmente le permitiera escribir y no la hiciera infeliz. Este resultó ser el de dar clases, que es precisamente lo que vino a hacer a Chile en esta visita, en que llevó a cabo una clínica de 10 días con estudiantes del Magíster en Escritura Creativa de la UDP.

    Más que enseñar, lo que yo busco hacer en las clases es compartir y abrir el juego. Pero siempre les digo a mis alumnos que me parece que la mejor forma de la generosidad es una lectura honesta. Estos son espacios donde hay mucho lugar para la discusión, el desacuerdo, la transformación. Y los textos terminan muy transformados después de pasar por esos cursos, al igual que yo, porque son espacios donde realmente escucho a los otros y tengo una conexión con parte de lo que están pensando las nuevas generaciones, que a mí me interesa muchísimo. Allí no solo se discuten los textos puntuales, sino las ideas de la literatura, y más que si un texto está bien o mal, para mí lo importante es que cada quien piense hacia qué proyecto literario se dirige. Porque hay incluso escritoras y escritores publicados que me parece que no tienen muy claro su propio proyecto, sino que van bandeándose según las exigencias del mercado, y así se empobrece mucho la práctica literaria.

     

    Fotografía: María Sonia Cristoff en la UDP, en 2023.

     


    Caminar invisible. Cartas sobre Jane Eyre, 1847-1854, Charlotte Brontë, traducción de Angelo Narváez León, prólogo de María Sonia Cristoff, Banda Propia, 2024, 216 páginas, $19.000.

  147. Rostro

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    La artista catalana Roser Bru (1923-2021) se dedicó en la segunda mitad de los 70 a pintar, dibujar y grabar el rostro de Franz Kafka. Residente en Chile desde su llegada en el Winnipeg, en 1939, Bru tiene un trabajo continuado e imprescindible sobre él y más escritores: Virginia Woolf, Enrique Lihn, Ana Frank, César Vallejo, García Lorca, Miguel Hernández y José Hernández, el autor del Martín Fierro. En buena parte de esas imágenes vemos los rostros de los autores sobre un fondo blanco, cruzado por líneas diagonales, muchas de ellas cortadas, e intervenido con manchas de colores o tinta, cintas adhesivas, puros trazos que parecen esfumarse dentro del papel. Las caras son reliquias rescatadas, que parecen flotar para restaurar una memoria que está siendo borrada y, con eso, la artista subraya tal vez la necesidad de volver a una obra que debe ser releída.

    Muchas veces, también, esos rostros están abocetados, como si fueran apuntes que son salvados del olvido, de la nada. Que buena parte de esas obras hayan sido creadas en los primeros años de la dictadura solo aumenta la sensación de urgencia y desamparo que proponen. La suma de todas esas imágenes cristaliza en un diario de lecturas de Bru, una lista que se vuelve pública, dolorosa e inevitable. No es raro: los retratos o fotografías de los escritores poseen el atractivo de un misterio posible. “El rostro del escritor representa, la superficie de la obra. Nos proporciona una pista sobre el misterio que la obra encierra. ¿O es en el rostro donde está el misterio?”, decía una fotógrafa en Mao II, la novela de Don DeLillo.

    Bru, que recibió el Premio Nacional de Artes Plásticas en 2015, trabajaba con fotografías o, mejor dicho, con sus restos, en una nómina donde Kafka oficia como un centro posible, como obsesión que permanece a lo largo de los años. Hay algo perturbador con el modo en que Bru reproduce sus rasgos: la nariz y los ojos son lo único que permanece o sobrevive de su semblante y su mirada que inspecciona lo humano, como si fuese capaz de atisbar sus pesadillas para luego convertirlas en literatura. Para Bru, al fondo de estas imágenes está la posibilidad del exterminio, el campo de concentración donde terminó Ana Frank y Milena Jesenská, la periodista con quien Kafka sostuvo una relación epistolar intensa, apenas interrumpida por un par de encuentros en persona que pudieron —para ambos— ser tanto una colección de promesas como una cita con el desastre.

    Kafka: el campo de concentración en una mirada que no lo conoció”, anotó Adriana Valdés en el catálogo de esa muestra de 1977, en cuya portada aparecía una pequeña fotografía del checo arriba de una imagen de Auchtwitz. Y Nelly Richard también escribió en dicho catálogo: “Todos los retratados condensan, en su pose, la expresión definitiva de un destino no solo individual, sino colectivo, puesto que pasa por la Historia. La fatalidad de dicho destino está absorta sus ojos, en la dirección primera de sus ojos fotografiados, frente a la cámara, la dirección segunda de sus ojos ahora pintados, frente a nuestros ojos de espectadores de la pintura de Roser Bru”.

    Era tímido, medroso, dulce y bueno, pero los libros que escribió son crueles y dolorosos. Veía el mundo lleno de demonios invisibles que destrozan y exterminan al hombre desprotegido”, anotó Milena sobre Kafka, al que llamaba Frank, en un obituario que escribió sobre ese amor perdido y muerto. “Conocía el mundo de manera insólita y profunda, y él era también un mundo insólito y profundo”, agregó.

    Salvo este texto y unas cartas que le envió a Max Brod, no se conserva algo más de su relación con el autor de La metamorfosis. Esa ausencia es una obra completa. La mirada reemplaza la palabra, es la palabra, y Bru la entiende como el lugar donde podemos encontrar su voz en medio del vacío y la ausencia. De este modo, recupera sus rostros y traza líneas posibles entre ellos. Ese álbum de familia recupera sus rostros en medio de la dictadura de Pinochet para entenderlos como fantasmas que llaman a otros fantasmas, mientras adivinan la violencia y el olvido sobre los cuerpos y vidas, comprende la condición especular de los horrores del siglo XX al modo de una pesadilla recurrente. Como dijo Lihn en una frase tan citada como concluyente acerca de la obra visual de Bru: “Ha pintado tan abundante e insistentemente, que lo hace con una mano de ángel (pegado al ojo de la cerradura del infierno)”.

  148. Diálogo de sordos

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    Peter Turchin acaba de publicar un nuevo libro titulado End of Times, “El fin de los tiempos”, traducido al español como Final de partida. Partamos por explicar quién es Peter Turchin. Nació en la entonces Unión Soviética y se formó en la disciplina de biología en la Universidad del Estado de Moscú. Su padre, un físico y pionero en la inteligencia artificial, fue un disidente que se exilió junto a su familia en Estados Unidos, a comienzos de los 80. Allí, su hijo continuaría sus estudios, primero en la Universidad de Nueva York y luego en la Universidad de Duke, donde obtendría un doctorado en zoología.

    Por lo mismo, su trayectoria es curiosa. Él mismo reconoce en la introducción de este volumen que siempre estuvo interesado en la teoría de la complejidad, y que aprendió mucho en el campo de la biología sobre los factores que determinan la evolución de las especies. Provisto de estas herramientas científicas, comenzó a interesarse en la evolución de la humanidad, aplicando modelos matemáticos y análisis estadístico para intentar explicar por qué estamos donde estamos. Mejor, cuál sería el sentido de la vida, si es que lo tuviera. Turchin es fundador de un megacentro de datos históricos (Seshat) y es uno de los pioneros de la cliodinámica, el estudio transdisciplinario que busca explicar los ciclos históricos de larga duración incorporando dimensiones como la evolución cultural, la historia económica y las dimensiones macroestructurales de la sociología.

    Esta acumulación de datos procura interpretar y predecir el surgimiento, evolución y caída de los grandes imperios, grandes dinámicas demográficas, así como crisis significativas del mundo contemporáneo. Se busca así aplicar el método científico a la historia, tema de por sí polémico por las implicancias que tiene: ¿es posible identificar factores definitivos que explican los grandes eventos sociales que enfrentamos en nuestras sociedades? Y si es así, ¿podemos anticipar el devenir de un mundo cada vez más interrelacionado y, por lo mismo, complejo?

    Aquí se plantea una cuestión fundamental y que ha cruzado los debates en las ciencias sociales y humanidades. Me refiero al debate entre el determinismo social y las contingencias casuales que podrían definir a las sociedades. Para algunas personas, es posible identificar ciertas dimensiones, factores o variables que determinan el acontecer social, llámese conflicto de clases a nivel nacional o concentración de poder militar en la esfera internacional. Para otras personas, la evolución del acontecer social está más bien definida por el azaroso proceso de acontecimientos que no es posible predecir, eventos contingentes que provocan dinámicas impredecibles y que van llevando al mundo por insospechados caminos.

    Turchin se inscribe en la primera perspectiva. Entiende que es posible identificar ciertos patrones en la historia de la humanidad de los últimos 10 mil años y que permiten explicar, por ejemplo, por qué se integran o desintegran políticamente los Estados. En Final de partida intenta explicar por qué en sociedades complejas se dan oleadas recurrentes de inestabilidad política y hasta qué punto es factible predecir las condiciones de aquella inestabilidad.

    Para el autor, antes de que se produzca la inestabilidad política en las grandes potencias, es posible registrar un estancamiento o disminución en los salarios. Aquello produce una brecha cada vez mayor entre pobres y ricos, que a su vez produce descontento y desconfianza social. A lo anterior se suma una sobreproducción de jóvenes con titulaciones superiores, lo que implica un descontento intraélites. La brecha social impulsa un sobreendeudamiento del Estado para responder a tales demandas, lo que genera las condiciones de inestabilidad. Así, estancamiento de salarios, brecha ricos-pobres, incremento de la deuda pública y aumento de la desconfianza social son las cuatro condiciones que en todo momento histórico están presentes —de modo interrelacionado— previos a un período de inestabilidad política.

    Para documentar este ciclo anticipatorio a las crisis, Turchin pasa revista a casos históricos (China, Francia, Inglaterra) y a casos más contemporáneos, como Estados Unidos en el siglo XX y XXI.

    La segunda dinámica [señalada por Turchin] se refiere a la concentración de riqueza de aquellas élites y que afectan el bienestar en su conjunto. Aquello generaría un problema que el autor esboza así: ‘Cuando el peso de la cúspide de la pirámide social resulta excesivo, las consecuencias para la estabilidad social son nefastas’.

    En esta obra se pone especial énfasis en el rol de las élites, porque en la secuencia causal es clave comprender los conflictos intra-élites. Pero ¿qué es la élite?, se pregunta. La respuesta descriptiva es que pertenecen a la élite “quienes ostentan el poder”. Por poder se entiende un complejo set de atributos: quienes están en la cúspide de las decisiones políticas; quienes tienen riqueza y la utilizan para ejercer influencia; quienes participan del aparato burocrático-administrativo y que ejercen influencia para tomar decisiones, y quienes ejercen influencia a través de ideas o ideologías.

    Turchin observa que existirían dos dinámicas a las cuales hay que poner atención. La primera se refiere a la competencia de diversos grupos de estas élites por controlar el poder. Las élites tienden a especializarse de acuerdo con la función social que cumplen: empresarial, política, intelectual, burocrática. Se produciría una sobreproducción cuando la demanda por puestos de poder supera con creces a la oferta.

    La segunda dinámica se refiere a la concentración de riqueza de aquellas élites y que afectan el bienestar en su conjunto. Aquello generaría un problema que el autor esboza así: “Cuando el peso de la cúspide de la pirámide social resulta excesivo, las consecuencias para la estabilidad social son nefastas”.

    ¿Qué se puede hacer, entonces, para prevenir que todo esto ocurra?

    La respuesta se encuentra en aquellos momentos que han permitido estabilizar o equilibrar los sistemas políticos. Lo fundamental, plantea el autor, es la existencia de un contrato social o acuerdo entre el Estado, trabajadores y empresarios para equilibrar sus intereses. Aquello sucedió a comienzos del siglo XX en los países nórdicos o, por ejemplo, en Estados Unidos con el New Deal de mediados de los 40. En este último caso se trató de un acuerdo informal, no escrito, que permitió un crecimiento económico sostenido en dicho país, pero que, al mismo tiempo, mejoró las condiciones laborales y de bienestar general de los trabajadores. Dicho contrato comenzó a debilitarse e incluso romperse a fines de los años 70, lo que implicó una reducción de la calidad de vida de las grandes mayorías ciudadanas y una concentración de la riqueza de las minorías más acaudaladas de dicho país. Se estancaron los salarios, la expectativa media de vida cayó y se incrementó la brecha ricos-pobres.

    Se genera una sobreproducción de las élites, que se asocia con la generación de un segmento pequeño pero relevante de grupos sociales que aspiran a llegar a la cumbre de la pirámide de riqueza, pero que debido a las condiciones de crisis social y económica no pueden acceder. Se produce una competencia intraélites que termina debilitando la cohesión y confianza social, “la sobreproducción de las élites y los conflictos intraestatales que esta ha engendrado han socavado gradualmente la cohesión cívica y el sentido de cooperación nacional, sin el cual los Estados se pudren rápidamente por dentro”. El argumento desarrollado en este libro se basa en millares de cruces de variables. Turchin sostiene que los elementos que se repetían en forma constante en una y otra observación era la mecánica macro-histórica recién descrita.

    Como corolario de todo aquello, anticipa Turchin, se agrava la desconfianza en las instituciones y se produce una creciente fragilidad que culmina con el desmoronamiento de las normas sociales que rigen el discurso público y el funcionamiento de las instituciones democráticas. La crisis de desconfianza termina sellando una crisis más profunda de aceptación de las normas básicas de relacionamiento.

    Si el análisis de Turchin es correcto, entonces esta teoría podría trasladarse a otras realidades. Examinemos el caso de Chile por un momento y centrémonos en los últimos 40 años. Aunque las condiciones originales del crecimiento económico fueron establecidas en dictadura, al inicio del retorno a la democracia se instituyó un pacto —en mi opinión implícito— de las élites gobernantes, empresariales y burocráticas. Se comprendió que el único camino para el progreso era apostar por un modelo extractivista intenso en exportaciones y un marco acotado pero eficiente de políticas de reducción de los niveles de pobreza. Una de las características de este ciclo fue la expansión de la educación superior, acompañada de una fuerte diversificación de las élites. Surgieron nuevos emprendimientos empresariales, se amplió la base burocrática del Estado, se diversificaron las élites políticas e intelectuales.

    Desde 2010 comenzamos a observar disputas intra-élites; la más notoria y palpable fue la confrontación entre nuevos cuadros altamente educados y los grupos tradicionales de poder. En la alta dirección pública del Estado, el grupo más descollante es el de —hasta el día de hoy— los abogados que, producto de la propia reforma a la justicia, han adquirido un fuerte protagonismo en el Ministerio Público. Asimismo, este es un grupo que ha desafiado el statu quo de las élites tradicionales.

    Se genera una sobreproducción de las élites, que se asocia con la generación de un segmento pequeño pero relevante de grupos sociales que aspiran a llegar a la cumbre de la pirámide de riqueza, pero que debido a las condiciones de crisis social y económica no pueden acceder. Se produce una competencia intraélites que termina debilitando la cohesión y confianza social.

    Las demandas sociales impactaron en el gasto público, generando expansiones presupuestarias para responder a dichas necesidades en sectores como la educación, salud o pensiones. Mientras los patrones de acumulación de los más ricos no cedieron, las condiciones de los más pobres se estancaron o se mantuvieron intactas. Cundió la desconfianza social, se incrementó la protesta y, como corolario de todo aquello, se produjo un fuerte desmoronamiento de las normas sociales. ¿De qué vale respetar las normas si nadie las respeta?

    Lo descrito hasta aquí seguramente suena bastante conocido. Hoy vivimos una depreciación del valor de las normas sociales, políticas e institucionales. Se radicalizan los comportamientos (del 18-O en adelante). Es bastante simbólico que el estallido haya comenzado con el salto a un torniquete en el Metro: lo que antes había que hacer, dejó de ser respetado. Los congresistas, por su lado, comenzaron a buscar artificios y atajos para legislar incluso en aquello sobre lo que no podían legislar (los retiros de fondos de pensiones). Y se declaró, sin mucho aspaviento, que la Constitución de 1980 —aquella norma que nos rige— estaba muerta.

    Pero si lo indicado por Turchin es cierto, si existe un ciclo natural y predecible para la estabilidad e inestabilidad política, entonces lo que quedaría es definir un nuevo contrato social, un acuerdo implícito o explícito, que en el caso de Chile se intentó dos veces… con resultados por todos conocidos.

    ¿Cómo, entonces, puede sobrevivir una sociedad, un sistema político, sin un mínimo entendimiento? ¿Cómo podemos convivir si existen grupos que no están dispuestos a establecer un compromiso para fomentar el bienestar del conjunto si, de paso, ese acuerdo no los beneficia a ellos mismos?

    La tragedia del actual momento en Chile se asocia precisamente con una permisiva lógica de desmoronamiento de las normas sociales. La llamada “polarización” o “política del combate” alude precisamente a una lógica de amigos/enemigos, donde el objetivo es la total destrucción del adversario político. Se trata de un juego de suma cero, en el que los actores perciben que la ganancia de unos solo puede darse a partir de la derrota de los otros. En este ambiente no es posible un compromiso, un acuerdo, un entendimiento positivo en el que se asuma que si yo gano, todos ganamos.

    Los dos procesos constituyentes fallidos aluden precisamente a una lógica que ya está instalada en las élites, las cuales buscan imponer modelos de sociedad que son excluyentes de las minorías (cualesquiera sean ellas). Esta lógica se proyecta y amplifica en cuestiones centrales, asociadas al bienestar social. El referente más evidente es la discusión sobre las pensiones. Lo propio sucede con el debate sobre la reforma tributaria o respecto de la reforma al propio sistema político. Lógicas de suma cero capturadas por una aguda confrontación intraélites, sin avizorarse la posibilidad de un entendimiento de mediano o largo plazo.

    El trabajo de Turchin es sugerente, porque plantea una hipótesis muy plausible. Nos saca por un momento del pensamiento cortoplacista y nos lleva a reflexionar sobre fuerzas sociales que posibilitan la prosperidad o todo lo contrario: el fracaso de las naciones. Leído desde un pequeño país como Chile aparece como una abrumadora pero intuitiva reflexión: la única posibilidad de escapar de la trampa del subdesarrollo es estableciendo un nuevo contrato social. La tragedia para nuestra sociedad es que después de dos frustrados intentos, aquel nuevo contrato social se tornó en algo imposible (hoy hablar de un nuevo pacto o contrato social es una mala palabra). Siguiendo a Turchin, parece que estamos condenados a la desintegración política.

     


    Final de partida. Élites, contraélites y el camino a la desintegración política, Peter Turchin, Debate, 2024, 368 páginas, $20.000.

  149. Racismo y violencia: las raíces coloniales de la modernidad

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    La historia de los afrodescendientes en el continente americano está íntimamente ligada a la violencia. Desde la llegada de los primeros esclavos al continente hasta los más recientes episodios de racismo que gatillaron el movimiento Black Lives Matter, la violencia ha sido el hilo conductor de la trayectoria histórica de los afroamericanos. Por esta razón, ante la más reciente e intelectualmente pobre discusión sobre lo woke, parece más necesario que nunca hacer respetar la historia. En las reyertas de la actual guerra cultural, el concepto woke suele usarse en un sentido negativo e incluso peyorativo, como un adjetivo que permite descalificar cualquier planteamiento que ose desafiar —desde reivindicaciones históricas sobre pueblos originarios, población afrodescendiente o, más recientemente, del movimiento feminista— la arquitectura filosófica que arguyen los y las gendarmes del statu quo. Las siguientes líneas proponen aportar al debate de lo que realmente subyace en la discusión: las raíces coloniales de la modernidad.

    Desde los inicios de la llamada diáspora negra, es decir, la llegada forzada de africanos esclavizados a trabajar en las distintas economías coloniales establecidas en el territorio, la violencia ha sido un instrumento de opresión y control. Esto es un hecho histórico que no es debatible, interpretable ni omisible. Demasiadas veces se tiende a asumir la violencia como algo irracional, pero para el caso de la violencia racial en América, esta tiene una historia vinculada directamente con la historia global del capitalismo, desde la materialidad que la generó, hasta las distintas superestructuras ideológicas que la justificaron.

    Algunos consideran que hay que distinguir entre la violencia que preserva el orden social y la violencia que busca destruirlo. Otros toman la opresión estructural, y desde ahí abogan por reivindicaciones históricas. Este es el caso de la violencia racial ejercida contra los afrodescendientes. Durante siglos, millones de africanos fueron desarraigados de sus tierras, sometidos a condiciones inhumanas en los barcos negreros y vendidos como esclavos en América. Esta violencia inicial sentó las bases para una estructura social y económica que perpetuó la explotación y la discriminación racial, pero que, a su vez, generó mucha riqueza y las condiciones materiales necesarias para el desarrollo económico y la modernización. Existe una muy rica tradición intelectual negra que se ha hecho cargo de entender las distintas complejidades de la relación entre violencia racial y la construcción de la modernidad capitalista occidental. Y es justamente esa tradición la que generó literatura que se ha hecho cargo de las distintas dimensiones de las raíces coloniales de nuestra modernidad, desde lo económico a lo político o lo cultural. Y no todo, por supuesto, remite a Estados Unidos, puesto que, si retrocedemos en el tiempo, esta realidad implica a los imperios más gravitantes del siglo XVIII: Inglaterra, Francia, Holanda y Portugal. De ahí el carácter global que adquirió esta suerte de revisionismo histórico que ha informado la más reciente disputa por la monumentalidad de la memoria esclavista, con la remoción o destrucción de monumentos de figuras históricas ligadas de alguna manera al tráfico de esclavos.

    Uno de los primeros en entender la tensión entre la violencia estructural que implica la esclavitud y la modernidad, fue el sociólogo e historiador negro estadounidense W. E. B. Du Bois (1868-1963), quien acuñó el concepto de doble conciencia de la población afroamericana como estadounidense y, a la vez, negra (con las limitantes de historicidad que eso conlleva). El argumento central de Du Bois sobre la doble conciencia es la experiencia ontológica de formar parte de la diáspora africana y, al mismo tiempo, estar consciente de ser un eslabón más de la cultura dominante blanca. Por lo tanto, para entender la experiencia de violencia histórica contra el negro había que partir contextualizando la esclavitud como un sistema de opresión racial que no solo deshumanizó y explotó económicamente a africanos, sino que también conllevó un impacto psicológico y social perenne para su comunidad. Du Bois destacó el rol de la violencia como medio de control usado antes y después de la abolición de la esclavitud; desde los linchamientos y las leyes de segregación racial de Jim Crow, hasta las revueltas raciales urbanas.

    W. E. B. Du Bois, Eric Williams y Paul Gilroy coinciden en que el eterno sueño de la modernidad occidental, al que muchos siguen aspirando, se ha centrado en las nociones universalistas y ahistóricas de progreso, libertad e igualdad. Sin embargo, la realidad muestra que la pesadilla de la violencia racial tiene raigambres históricas insalvables, y que la discriminación y la injusticia siguen afectando desproporcionadamente a ciertas comunidades específicas.

    Desde una mirada más global y economicista, Eric Williams (1911-1981), historiador y político negro de Trinidad y Tobago, entregó una perspectiva crítica y fundamentada sobre la relación entre la explotación humana y el desarrollo del capitalismo. En Esclavitud y capitalismo, su obra seminal, argumenta que la violencia racial es una construcción económica más que étnica, y que la esclavitud y el racismo, primero bíblico, luego biológico y posteriormente cultural, surgen como justificaciones para la explotación económica en las colonias americanas. La necesidad de mano de obra barata para las plantaciones llevó a la subyugación y deshumanización de los africanos. La economía impulsó la institucionalización del racismo, creando una jerarquía racial que beneficiaba los intereses económicos europeos.

    El sociólogo e intelectual británico Paul Gilroy (1956) criticó el etnocentrismo y el nacionalismo, examinando la diáspora africana y su impacto en la cultura moderna a través del concepto de “Atlántico negro” (que es también el título de un libro suyo), entendido como espacio físico, pero también mental, de la diáspora negra que cruzó el océano Atlántico. Gilroy propone que el comercio transatlántico de esclavos creó una red intercultural que trascendió fronteras nacionales y étnicas, dando lugar a una identidad híbrida y transnacional. El autor analiza cómo esta experiencia compartida de opresión y resistencia ha influido en la música, la literatura y el pensamiento político de la población afrodescendiente, desde los tiempos de la esclavitud hasta los movimientos culturales del siglo XX. Gilroy desafía las concepciones tradicionales de la identidad étnica y nacional, poniendo especial énfasis en la importancia de la movilidad y el intercambio cultural en la formación de la modernidad occidental. En Gilroy también se observa lo que se ha denominado el afro pesimismo, pues manifiesta que toda la diáspora negra tiene algo en común: la terrorífica experiencia de la esclavitud que marcó a sus víctimas, pero también a sus descendientes, hasta el día de hoy.

    W. E. B. Du Bois, Eric Williams y Paul Gilroy coinciden en que el eterno sueño de la modernidad occidental, al que muchos siguen aspirando, se ha centrado en las nociones universalistas y ahistóricas de progreso, libertad e igualdad. Sin embargo, la realidad muestra que la pesadilla de la violencia racial tiene raigambres históricas insalvables, y que la discriminación y la injusticia siguen afectando desproporcionadamente a ciertas comunidades específicas. Por lo tanto, la brutalidad policial (fuimos testigos hace cuatro años de ella, cuando el oficial de policía Derek Chauvin mató a George Floyd, en Powderhorn, Minneapolis), la segregación y la falta de oportunidades son un testimonio contemporáneo de la larga duración de la violencia racial estructural.

    Es en esa perspectiva histórica donde hay que situar el origen y real sentido de lo woke. En concreto, existen registros históricos que demuestran que la idea de “waking up” fue utilizada por intelectuales negros durante los primeros años del siglo XX, como un llamado al despertar de conciencia de la comunidad negra frente a su violenta realidad material, política y social. Intelectuales como Du Bois, Williams o Gilroy han teorizado sobre las contradicciones inherentes a la modernidad occidental desde hace más de 100 años. Por lo tanto, la intentona de resignificar el concepto woke, en las actuales guerrillas culturales, con una agenda pro statu quo, y sin discutir las raíces coloniales de la modernidad, representa una doble tachadura: de la historicidad negra y de la tradición intelectual negra.

     

    Imagen: Obreros (1933), de Tarsila do Amaral.

  150. Realismo medioambiental

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    Cuesta encontrar argumentos serenos en la discusión sobre el medioambiente. Desde el negacionismo anticientífico hasta el tremendismo apocalíptico, las posiciones extremas no se dan cuartel en un debate sin matices. Por lo mismo, se agradece cuando voces informadas razonan en torno a cuestiones tan fundamentales, como el calentamiento global, la preservación de las especies, la generación de energía o la intervención humana del entorno físico. Es lo que hacen Michael Shellenberger en No hay apocalipsis y Elizabeth Kolbert en Bajo un cielo blanco. El primero es un activista que se ha especializado en temas energéticos y que fue nombrado “héroe del medioambiente” en 2008 por la revista Time. La segunda es una periodista dedicada a cubrir temas ecológicos, que ha publicado varios libros y ganó el premio Pulitzer por La sexta extinción (2014). Se trata, en ambos casos, de expertos cuyo compromiso con la preservación está fuera de duda, pero que comprenden que muchas veces la conversación se ha contaminado por la cacofonía vocinglera de los que prefieren gritar antes que argumentar. Shellenberger critica que “gran parte de lo que se les dice a las personas sobre el medioambiente, incluido el clima, es erróneo”, y apunta que decidió escribir su libro “después de hartarme de la exageración, el alarmismo y el extremismo, que son enemigos de un ecologismo positivo, humanista y racional”.

    El problema, afirma el físico Klaus Lackner en el libro de Kolbert, es que la discusión medioambiental se ha moralizado a tal punto, que hoy solo se puede afirmar aquello que ciertas élites consideran correcto: “Esa postura moral hace que prácticamente todos sean pecadores y convierte en hipócritas a muchos de los que se preocupan del cambio climático, pero gozan igualmente de los beneficios de la modernidad”. Es necesario, sugiere Lackner, “cambiar el paradigma”, aceptar que el daño infligido a la naturaleza es un dato de la causa y que resulta urgente aplicar el ingenio humano a la búsqueda de soluciones creativas.

    Para ello, a la causa medioambiental le serviría dejar de estar basada, según Shellenberger, en una apelación romántica a la naturaleza y lo natural, apelación que a menudo adquiere connotaciones cuasi religiosas, con dogmas incuestionables abrazados por una feligresía a ratos fundamentalista.

    En contraposición a lo que postulan algunos ambientalistas radicales, Kolbert descarta la posibilidad de volver a una época prístina y natural, porque ello ya no es factible en un mundo alterado, sin vuelta atrás, por la mano del hombre. “El nuevo esfuerzo comienza con un planeta que ha sido rehecho y que se revuelve sobre sí. No se trata del control de la naturaleza, sino más bien del control del control de la naturaleza”, indica esta autora que jamás pone en duda que la intervención humana se deja ver en la desertificación, la acidificación de los mares, el deshielo de los glaciares y en el alza de la temperatura atmosférica y oceánica, entre otros varios efectos de la “sexta extinción”, la primera en la historia causada por los seres humanos.

    El medioambiente está en un camino sin retorno y la mayoría de los proyectos hoy existentes buscan reparar o alterar un efecto ya producido. La periodista pone varios ejemplos ilustrativos de “control del control”. Uno de ellos es la electrificación del río Chicago en EE.UU., para evitar que las voraces carpas asiáticas —introducidas en la cuenca del Mississippi hace décadas, para que se comieran las algas que superpoblaban las aguas— terminen acabando con las especies autóctonas de la cuenca de los Grandes Lagos, posibilidad abierta luego de que se decidiera invertir el curso del Chicago, lo cual conectó dos grandes hoyas hidrográficas que hasta entonces estaban separadas. Otro proyecto llamativo es el que da nombre al libro: la idea de bombardear la estratósfera (la muy estable capa atmosférica por donde vuelan los aviones comerciales) con polvo blanco (idealmente, carbonato de calcio) que quede suspendido y refleje de vuelta al espacio parte de la energía solar que calienta nuestro planeta. Esto lograría disminuir la temperatura atmosférica y generar atardeceres espectaculares y cielos diurnos blancos. Según Dan Schrag, director del Centro para el Medioambiente de la Universidad de Harvard, esta solución es la “mejor oportunidad” para la supervivencia a largo plazo de los ecosistemas naturales de la Tierra, aunque difícilmente pueda llamarse a estos “sistemas ingenieriles” una solución “natural”.

    Shellenberger y Kolbert enfrentan el idealismo de los activistas medioambientales con un pragmatismo a toda prueba, sin resignarse a la existencia de condiciones irrevocables. El daño de la acción humana sobre el entorno no es algo que se pueda resarcir, lo cual obliga a trabajar dentro de él, no contra él. Al revés de lo que proponen muchos ecologistas, que sueñan con un retorno imposible a una era preindustrial, ambos señalan que la inventiva puede ayudar a la humanidad a salir del atolladero ambiental en el que se encuentra. Lo que se requiere es un desarrollo inteligente y sensato, que dé esperanza, deje de lado los tabúes y ayude a solucionar la crisis sin complejos ni ideologismos paralizantes.

    Su visión es la opuesta de quienes proponen el decrecimiento, concepto usado por primera vez en 1972, por el teórico francés André Gorz, para denotar la necesidad de recuperar el equilibrio del planeta, incluso si ello significaba desafiar la supervivencia del sistema capitalista. Desde entonces, la décroissance se transformó en un grito de batalla común entre intelectuales ecologistas y anticapitalistas. Uno de ellos es el antropólogo Jason Hickel, quien acusa al “crecimientismo” de ser una ideología que conduce a la locura. En su libro Menos es más (2021), aboga por reducir el uso de materiales y energía para devolver el “equilibrio al mundo viviente, al mismo tiempo que se redistribuye el ingreso, se libera a la gente del trabajo innecesario y se invierte en bienes públicos que la gente necesite para prosperar”. Otro es el japonés Kohei Saito, un filósofo marxista cuyo libro Slow down: The Degrowth Manifesto (2024) ha vendido medio millón de ejemplares. El llamado de Saito es a no contemporizar con el capitalismo, acabar con él y promover en su lugar un “comunismo de decrecimiento” que solo se aplicaría en el Norte desarrollado. Ni Hickel ni Saito parecen reparar en detalles importantes: ¿Quién decidiría cuáles son los “bienes y trabajos innecesarios” que ellos quieren que no se produzcan más? ¿Sería posible que Estados Unidos acepte congelar su crecimiento mientras China, su rival geopolítico en vías de desarrollo, continúa creciendo y amenaza su liderazgo? Saito dice que haber nacido en 1987 lo libera de la pesada carga totalitaria del experimento marxista soviético, una salida conveniente para sacudirse de una herencia incómoda que, sin embargo, no impide advertir el tufillo autoritario que despide su propuesta, al igual que la de Hickel. Una pequeña muestra de las complicaciones prácticas de propuestas que amenazan con disminuir la calidad de vida de la población se registró en 2018, cuando el gobierno de Emmanuel Macron anunció un alza del impuesto de las bencinas para desincentivar el uso de combustibles fósiles y cumplir con los compromisos internacionales adquiridos por Francia. Las violentas protestas de los “chalecos amarillos” sacudieron el país por semanas y obligaron a Macron a echar pie atrás.

    Por el contrario, el Nobel de Economía Paul Krugman y la científica de datos de la Universidad de Oxford Hannah Ritchie postulan que la idea de “crecimiento verde” es perfectamente viable. En su libro Not the End of the World (2024), Ritchie refuta la noción de que “el mundo está condenado” y escribe que, “si damos unos pasos para atrás, podemos ver algo verdaderamente radical, que cambia las reglas del juego y proporciona vida: la humanidad se encuentra en una posición única para construir un mundo sustentable”. Este optimismo se basa de manera principal en lo que Krugman denomina el “espectacular progreso tecnológico” en materia de generación energética que ha tenido lugar en los últimos 15 años.

    Aunque a los activistas les gusta creer que la supervivencia de estos enormes mamíferos acuáticos se debe a la prohibición de la caza en 1982, Shellenberger expone que, en realidad, las ballenas se salvaron del exterminio debido a que los aceites vegetales (más baratos) surgieron como eficientes sustitutos para el aceite de ballena, cuyo uso comenzó a decaer en la década de 1950, junto con la caza.

    Michael Shellenberger solo está parcialmente de acuerdo. Él no cree en el poder transformador de las energías renovables, en especial la eólica y la solar. Sostiene que no son confiables, debido a que dependen de las condiciones atmosféricas, por lo que requieren de un respaldo siempre disponible en caso de fallar, y les falta densidad energética, lo que obliga a dedicarles grandes extensiones de tierra y costosas líneas de transmisión. Afirma que los gobiernos malgastan dinero al subsidiar ese tipo de generación eléctrica, en especial debido a que la energía nuclear, la alternativa obvia, más segura y barata, ha sufrido una injusta campaña de desprestigio. El autor acusa que es una paradoja llamativa, incluso sospechosa, que “las personas que dicen que el cambio climático es lo que más les preocupa, aseguren que no necesitamos energía nuclear”. Y observa que numerosos grupos ambientalistas y ONG verdes reciben financiamiento de parte de la industria de las energías renovables no convencionales. La energía nuclear ha avanzado mucho para garantizar la seguridad y es la más eficiente de todas, pues, como ya hizo ver Einstein en su famosa fórmula E = mc2 (energía es igual a masa por velocidad de la luz al cuadrado), se necesita muy poca materia para generar enormes cantidades de energía.

    Tal como Krugman y Ritchie, Elizabeth Kolbert insiste en que la única manera posible de frenar el desastre ambiental ocasionado por el ser humano es usar las capacidades innovadoras para desarrollar soluciones. Menciona, por ejemplo, la aplicación de la tecnología de edición genética CRISPR (sigla en inglés de Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Espaciadas), que permite manipular las moléculas de la vida. En Australia, los científicos buscan intervenir el genoma del gigantesco y venenoso sapo de caña. Originarios de América e introducidos en Oceanía en 1935 con el objetivo de que acabaran con unas larvas que afectaban los cultivos de caña de azúcar, los batracios se convirtieron en una insaciable plaga que acaba con todo lo que se les cruza por delante. La modificación genética busca evitar la reproducción de los sapos, para acabar con ellos. La misma técnica se quiere usar para reintroducir en Estados Unidos el castaño americano, que prácticamente se extinguió en ese país luego de que fuera insertado allí el castaño japonés, portador de una plaga mortal para sus primos locales. El propósito es realizar un “rescate genético” —concepto que genera controversia entre los científicos—, desarrollando un castaño que resista la plaga gracias a la introducción en su código de un gen importado desde el trigo.

    La intervención del ADN se logra a través de la identificación, aislamiento y sintetización de los llamados “genes conductores”, para permitir a los científicos manipular el proceso y afectar a los organismos vivos y su descendencia. “En un mundo de genes conductores sintéticos, la frontera entre lo humano y lo natural, entre el laboratorio y lo salvaje, que ya es bastante difusa, simplemente se disuelve. En ese mundo, la gente no solo fija las condiciones bajo las cuales tiene lugar la evolución, sino que puede, en principio, determinar su resultado”, dice Kolbert. La periodista se da cuenta de los riesgos que ello supone, pues implica “jugar a ser Dios” y amenaza con provocar nuevos efectos indeseados de los que todavía no somos conscientes. Ese nuevo rol entrega a la humanidad responsabilidades para las que difícilmente puede decirse que esté suficientemente preparada, pues implica una gestión plagada de dilemas morales y filosóficos.

    Shellenberger añade que, al revés de lo que piensan muchos ambientalistas, la persecución de la rentabilidad e incluso la codicia pueden ayudar a la recuperación ecológica. Es lo que ocurrió con las ballenas, apunta. Aunque a los activistas les gusta creer que la supervivencia de estos enormes mamíferos acuáticos se debe a la prohibición de la caza en 1982, Shellenberger expone que, en realidad, las ballenas se salvaron del exterminio debido a que los aceites vegetales (más baratos) surgieron como eficientes sustitutos para el aceite de ballena, cuyo uso comenzó a decaer en la década de 1950, junto con la caza. “Fue el aceite vegetal, no un tratado internacional, el que salvó a las ballenas”, postula.

    Ambos autores coinciden en mostrar que no son un insensato congelamiento del progreso humano y el improbable retorno a una sociedad pastoril los que ofrecen la posibilidad de enfrentar con éxito la crisis medioambiental que ha generado el desarrollo. El calentamiento global, concuerdan, difícilmente será detenido a través de la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, como insisten la ONU y los firmantes de distintos protocolos ambientales. El objetivo, afirma Shellenberger, debería ser “reducir las emisiones y mantener las temperaturas lo más bajas posibles, sin socavar el desarrollo económico”.

    Más que medidas de difícil viabilidad política y ciudadana que amenazan con devolvernos a la edad de piedra, salir de la crisis exige usar el mismo ingenio científico y tecnológico que nos introdujo en ella, para revertirla o mitigarla. Solo la creatividad y los incentivos bien puestos podrán proveer las soluciones necesarias para enfrentar el problema. Kolbert menciona la posibilidad de recurrir a las “emisiones negativas” para capturar el CO2 lanzado a la atmósfera y fijarlo en piedras, retirándolo de circulación. Es un proceso que ha progresado desde que se inventó en 1990 y que, aunque todavía no logra resolver dónde ubicar las piedras resultantes, demuestra que es necesario experimentar e investigar para dar con soluciones que tengan probabilidades de hacerse viables.

    Se trata, coinciden Shellenberger y Kolbert, de un camino plagado de riesgos y problemas, pero que debe ser recorrido con realismo, sin prejuicios ideológicos ni sentimentalismos.

     


    No hay apocalipsis. Por qué el alarmismo medioambiental nos perjudica a todos, Michael Shellenberger, Deusto, 2021, 495 páginas, $32.000.


    Bajo un cielo blanco. Cómo los humanos estamos creando la naturaleza del futuro, Elizabeth Kolbert, Crítica, 2021, 213 páginas, $38.000.

  151. Correa

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    Creo que no digo nada nuevo si apunto que la literatura de Hugo Correa está sometida a un examen permanente, a pesar de que su posición está más que confirmada en el mapa de la ciencia ficción chilena y latinoamericana. Nacido en 1926, la vida y obra de Correa bien pudo haber dibujado una fábula biográfica poco estridente: original de Curepto, luego de estudiar Derecho un par de años se dedicó al periodismo, para publicar después una serie de obras donde su definición de lo fantástico estaba atada tanto a los tópicos de la ciencia ficción como a cierta óptica criollista, que incluía cierta necesidad por usar el imaginario chileno como decorado. Así, desde la publicación de Los altísimos en la década del 50, hasta su fallecimiento el año 2008, fue considerado la figura central de la ciencia ficción chilena, al modo de una celebridad sumergida que era, también, un precursor inevitable.

    No tiene sentido discutir si sus trabajos estuvieron a la altura de dicho prestigio. Correa no solo llegó a publicar en inglés en The Magazine of Fantasy & Science Fiction, sino que Nueva Dimensión, la revista española dirigida Domingo Santos, le dedicó un número especial en 1972. Aquello lo blindó, preservándolo de cualquier polémica, pues sus libros y su figura existían en una zona tan impoluta y anacrónica, en ese sótano de los aficionados a la ciencia ficción que inventó Bolaño en uno de sus poemas más célebres.

    En los años en que las novelas del Boom volvieron a dibujar los mapas de la identidad latinoamericana, los trabajos de Correa abordaron la ciencia ficción desde una narrativa candorosa y didáctica, empujada casi siempre por la buena fe de lectores que buscaban en ella imágenes del futuro, la carrera espacial o la paranoia anticomunista. Aquello tenía poco y nada que ver con la discusión sobre los límites del realismo; se trataba más bien de una lectura superficial de los códigos de la Edad de Oro de la sci/fi norteamericana, con Bradbury, Asimov y Heinlein a la cabeza, cuyos tropos eran actualizados a la luz de un decorado que tenía un apagado color local.

    En cualquier caso, lo más interesante de Correa existe a la luz de los tópicos recurrentes del formato: en Los altísimos su potencial lírico se despliega como una space opera; y en relatos como “Alter ego” el género opera como una advertencia de la deshumanización del presente ante los peligros de la tecnología. Esto deja a la deriva tanto el juego modernista y fallido de los narradores de El que merodea en la lluvia (algo refrendado tanto en los epígrafes de T. S. Eliot que ponía ahí y en Los títeres); como la voluntad de constituirse como novela río de La corriente sumergida, una obra realista, escrita en los 70 en el Writers Workshop de la Universidad Iowa, pero recién publicada en 1992. De hecho, el movimiento sincrético y el diálogo entre corrientes, lenguas y tradiciones que publicaciones como El Péndulo (que editó a Cordwainer Smith y Mario Levrero) o lectores críticos como Pablo Capanna y Elvio Gandolfo, hicieron en los 80, no llegó jamás para él, que quedó atrapado en la fortaleza de la soledad de la ciencia ficción chilena. Allí comparte lugar con Elena Aldunate y Miguel Arteche, por ejemplo. De este modo, leemos las obras de Correa en un contexto limitado por una militancia en un género que no se sacude o interroga mucho, porque es una autoridad devenida en ícono escolar, como si estuviese marcado por la mala suerte de nacer y escribir en Chile, pobrecito, tan lejos de todo.

    Anoto esto porque quizás sea necesario abrir la lectura de Correa y los suyos a otros campos, a otras tradiciones, pensarlo más allá y más acá de la ciencia ficción; preguntarse cuál fue la distancia que sus libros establecieron con otros formatos (la historieta, el cine) o cómo se mezcló con la política y la gestión cultural, pues fue director la Fundación Nacional de la Cultura, organización fundada en 1982, por Lucía Hiriart.

    Se trata sin duda de una pregunta literaria. Mal que mal, Correa publicó una primera versión Los altísimos en 1951, pero la edición que circuló fue la de 1959 y entre ambas hay casi una década que cambió sin posibilidad de retorno la literatura local y continental. Anoto, al pasar, algunos libros de esos años: Canto general de Pablo Neruda, Poemas y antipoemas de Nicanor Parra, Coronación de José Donoso e Hijo de ladrón de Manuel Rojas, entre los chilenos. Desde una vereda más amplia y continental: Bestiario, Final del juego y Las armas secretas de Julio Cortázar, los ensayos de Otras inquisiciones de Borges, La hojarasca de García Márquez, Los pasos perdidos de Carpentier y Pedro Páramo de Juan Rulfo.

    ¿Qué relación tiene la obra de Correa con ellos? Pareciera que ninguna, que no hay lazo ni encuentro posible, pues Correa parece escribir de espaldas a América Latina, en la medida de que la anécdota de Los altísimos (donde un hombre, confundido en Santiago con un alienígena, es llevado al centro de una civilización cósmica) establece su relación con un campo literario que lo rodea al modo de una extranjería involuntaria. De este modo, su novela puede ser leída como una fuga fantástica que explota para desarrollar una cosmogonía espacial que funciona de modo escatológico. Las ficciones posteriores del autor tratan de desandar este camino, pero quizás fracasan porque el uso del paisaje americano (o chileno) se desarrolla de modo casi mecánico, al modo de un gesto que tiñe de color local, acercándolo en cierto modo a los imaginarios campesinos de Mariano Latorre (Zurzulita) y Federico Gana (Días de campo), en una imposible sci/fi criollista.

    Termino con una imagen correspondiente al año 1991, cuando el novelista norteamericano Ray Bradbury participó de una conversación televisiva con Correa y la escritora Elena Aldunate en el programa Almorzando en el 13. Bradbury, vía satélite, dialoga con ellos desde una transmisión vía satélite que nunca acaba de convencer. El espectador puede reconocer algo extraño en la emisión, pues todo es quizás surreal; los comentarios de los panelistas, la conversación protocolar que no se suelta nunca, el acento extranjero del traductor. Esa distancia, ese abismo, define la literatura de Correa y la de la ciencia ficción local que él aspiró a encarnar, construyendo una colección de paradojas y coordenadas muchas veces tristes: el espacio exterior como una especie de claustro, la escritura como un sueño de fuga que solo devuelve al punto de origen; las visiones del futuro como criaturas excéntricas, al modo de aves desaparecidas atrapadas en la jaula de la lengua chilena.

  152. El banquete totémico

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    Guillermo Pérez Roldán: Confidencial es el correlato televisivo de la denuncia que el tenista Guillermo Pérez Roldán interpuso, en 2020, ante la justicia argentina contra su padre, por maltrato físico, psicológico y económico.

    Pérez Roldán fue la gran promesa del tenis argentino entre fines de los 80 y comienzos de los 90. Su éxito comenzó a los 10 años, cuando ganó su primer torneo nacional; a los 13, ya era el mejor tenista argentino de su categoría. Como júnior, se convirtió en el primer jugador de la historia en ganar Roland Garros dos veces seguidas. Y como profesional, llegó a ser 13 del mundo con solo 19 años. Algunos de sus partidos todavía se recuerdan, sobre todo aquellos en los que tuvo contra las cuerdas a McEnroe y Lendl.

    Guillermo fue el mayor talento salido del Club Independiente de Tandil, semillero de varias camadas de tenistas notables (Mariano Zabaleta, Juan Mónaco, Juan Martín del Potro), que fueron formados bajo la disciplina de hierro del entrenador del club: Raúl Pérez Roldán, padre de Guillermo.

    Este doble vínculo que mantuvieron Guillermo y Raúl, como padre-entrenador y como hijo-pupilo, es el eje del documental. Como entrenador, Raúl era un trabajador incansable y metódico, que exigía a sus alumnos sacrificios sobrehumanos. Su agresividad no conocía límites y su furia podía desencadenarse por cualquier cosa: una derrota, una lesión, una victoria. De todos los tenistas en formación, Guillermo era el más exigido. El padre también tenía la costumbre de golpearlo. En esta faceta podía ser metódico: después de los partidos, solía llamarlo a su habitación, abría el grifo del baño y le propinaba puñetazos o golpes con un palo, un cinturón o una toalla mojada.

    Las palizas no se limitaban a la relación deportiva, eran un ritual familiar. Muchas veces, Guillermo hacía algo para ganarse los golpes y evitar que estos fueran a parar a la cara de su madre o de su hermana. Más de alguna vez, Guillermo debió jugar con buzo para tapar los moretones de sus piernas o con algún diente roto que debió acomodarse antes de salir a la cancha. Según Mariano Zabaleta, el entrenador “era un psicópata”.

    Este doble vínculo que mantuvieron Guillermo y Raúl, como padre-entrenador y como hijo-pupilo, es el eje del documental. Como entrenador, Raúl era un trabajador incansable y metódico, que exigía a sus alumnos sacrificios sobrehumanos. Su agresividad no conocía límites y su furia podía desencadenarse por cualquier cosa: una derrota, una lesión, una victoria. De todos los tenistas en formación, Guillermo era el más exigido. El padre también tenía la costumbre de golpearlo.

    Este documental cumple con todos los requisitos de un entretenido programa envasado: tomas aéreas hechas por drones, música para conducir la emoción, entrevistas en primer plano y recreaciones animadas cuando no hay imágenes de archivo. Es televisión en estado puro. Entrega, por supuesto, esa adictiva dosis de escándalo mediático que la televisión sabe procesar tan bien: cuando los actos privados de los personajes públicos transgreden los valores de una comunidad y son desnudados en el foro.

    La premisa manifiesta es de índole moral: los abusos de ayer se denuncian ahora para que los deportistas jóvenes no se dejen avasallar por sus maestros. Premunido de una dudosa reflexión sobre el abuso de autoridad en el deporte, el documental funciona, en realidad, como un proceso. Un padre es acusado por el hijo ante el tribunal de la televisión, con los espectadores como jurado. La lógica es: si la justicia de la vida real tarda demasiado, la de la televisión es inmediata.

    Pero detrás de esta maniobra hay algo más. La acusación de Pérez Roldán contra su padre también incluye la estafa (Raúl le robó todo el dinero que ganó en la cancha), la responsabilidad por la lesión que lo obligó a retirarse del tenis, sus intentos de suicidio, el vacío existencial y la imposibilidad de poder ejercer como paterfamilias durante su primer matrimonio. Por eso, el tinglado televisivo tiene algo de operación exculpatoria. Para librar a sus hijas e hijos de la maldición familiar, el tenista ejecuta la representación televisiva del banquete totémico, en el que, según Freud, los hijos matan a sus padres para establecer una nueva legislación sobre la comunidad. Los ambivalentes sentimientos de odio y ternura que despierta el padre en su víctima quedan a la vista en una escena patética, registrada en la celebración del segundo matrimonio de Pérez Roldán. El padre está allí invitado por el novio, como gesto de reconciliación. El padre ha llevado un regalo: una canción que ha escrito de su puño y letra, en la que pide perdón. En el ambiente hay emoción. Incluso se escucha a una invitada alabar el gesto. A un costado, podemos ver a alguien, que parece un niño, llorando sin consuelo. Es Guillermo Pérez Roldán.

     


    Guillermo Pérez Roldán: Confidencial (2022), dirigida por Matías Gey, 3 capítulos, disponible en Disney+

  153. Como el cubo de Rubik

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    Haber leído y criticado el primer libro de Rafael Gumucio, Invierno en la torre (1995), reseñar después otros libros suyos en distintos géneros y tonos, y ahora, finalmente, sentarme a decir lo que pienso de su última novela, Los parientes pobres, es el trayecto que todo crítico literario espera hacer respecto de la obra de un autor.

    Gumucio, que tenía y tiene mucho que decir, hace rato que aprendió a decirlo: ya sea como ficción, crónica o ensayo. Ha descubierto que puede ser humorístico sin ser sarcástico, ha desarrollado una prosa amable y aguda que lo ha venido convirtiendo en un escritor de mirada precisa, sin ser densa ni amarga. Es un narrador capaz de hacerse cargo de los temas más complejos o duros, sin falsificar por un segundo su punto de vista, sin dejar de decir lo que no se debe callar y que, creo, decidió que la estridencia era innecesaria. También descubrió que bastaba con escribir bien, que la inteligencia no tiene que ver con el resentimiento. Y esto es algo no menor, que lo pone en algún lugar relevante entre narradores de la talla de Joaquín Edwards Bello, Guillermo Blanco y del algo olvidado Carlos Ruiz-Tagle. Como ellos, se ha hecho cargo de mirar nuestro país, su gente, las mañas de este Chile largo, flaco, montañoso, complicado y áspero, dejando a la vista virtudes y defectos, con una agudeza que tiene mucho de la incisiva mirada francesa y un toque propio de la literatura inglesa, sin dejar de ser, al mismo tiempo, muy chileno. Gumucio es quien es y viene de donde viene; todos arrastramos el sello de la memoria y la genética que nos tocó, lo que en este caso es algo que le cabe agradecer, porque es cosa del azar. No es metafísico, no es un angustiado ni existencialista, no es un enojado escritor del compromiso político, pero dice todo lo que hay que decir. Lo ha hecho con progresivo acierto y mostrando que su registro narrativo es amplio y efectivo.

    Los parientes pobres es el mejor ejemplo de lo dicho hasta ahora. Es el relato de una familia chilena de clase alta, los Del Río y los Barría, primos hermanos que deben enfrentar la incómoda situación en la que sus padres, los hermanos Del Río, ya ancianos, si no del todo seniles, comienzan una relación incestuosa que escandaliza al personal de la casa de reposo en que se encuentran. Olvidados de lo esencial o quizás aferrados a ello, el padre y su hermana se enredan en una relación complicada. Es el intento de relatar el significado y propósito del cubo de Rubik y, de algún modo, lograrlo.

    Los Del Río y los Barría, poco se han relacionado a lo largo de los años. Los primeros, hijos de un padre talentoso, díscolo y algo fracasado; los segundos, de su hermana, quien casada con un Barría, vivió la vida clásica del mundo social al que pertenecía, dinero y fundo incluidos. Unos son los parientes pobres, liberales, creativos y quizás hasta más inteligentes; los otros, ricos y campechanos, toscos y apegados a la tierra, al patrimonio. Aquí nace, y sirve de columna vertebral, la anécdota que permite desarrollar la trama de la novela.

    Si uno tuviera que pensar en un arco de la narrativa contemporánea chilena, desde la gravedad y enojo de Droguett, pasando por el torturado imaginario de Donoso, las irregularidades del sancionado Lafourcade, el savoir faire de Jorge Edwards y esa capacidad infinita de narrar para las masas globales de Isabel Allende, sin dejar de lado todas las personalidades de la Nueva Narrativa en el trayecto que va desde Gonzalo Contreras a Ana María del Río, con Fuguet en el medio y los que llegaron después, Gumucio es la intersección creativa de todos ellos.

    La historia está escrita con fluidez y usando diversas técnicas y puntos de vista. Se compone de dos series de capítulos intercalados, más un capítulo IV, de diálogo vertiginoso, y un capítulo V que, sin perder el norte ni desarmar el relato, da un salto e incluye los textos que escribe uno de los familiares para un “Taller de memorias y autobiografías”. En los restantes capítulos vemos a los hermanos Del Río tratando de resolver el problema que se les presenta en una suerte de chat grupal en WhatsApp, que es más bien una cadena de e-mails que incluye a los 11 hermanos. Y también hay partes en que habla una nieta, la generación que sigue, quien relata lo que ocurre alrededor y también recuerda, desde su perspectiva generacional, lo que le agrega textura a la trama.

    Los parientes pobres avanza a través de los enredos de esta familia, los Del Río en primera línea con sus primos Barría al costado, siempre presentes y distantes, siempre queridos y también un poco odiados. Es la historia de esas familias, de cualquier familia, en lo esencial. Y el relato se cuenta con humor y melancolía, con la nostalgia inevitable de lo que va quedando atrás y en el olvido, con el humor que vuelve anecdótico hasta lo más desesperante, sanándolo.

    Pero también es más que eso. Gumucio escribe una novela que se puede leer en distintos niveles: anecdótico, socio-psicológico, político, económico, existencial, y eso permite sentir que, a medida que se avanza en los dimes y diretes entre hermanos y primos, en la mirada de esa nieta y en el oportuno capítulo V (el que piense que es mero relleno que lo relea hasta descifrar su sentido), el lector va experimentando una gama de significados y emociones cada vez más profundos, singulares y universales. Todo a la vez. Lo que convierte a esta novela en un texto acertado, en un relato que refresca y conmueve, que cuenta los avatares de una familia ajena, pero que no resulta lejana, que nos muestra un sector social del país que está inevitablemente unido a cualquier otro, porque, al fin y al cabo, la materia prima es la misma. La locura, la alegría, la tragedia, lo divertido, lo absurdo, la belleza y el esperpento, lo “normal” y lo “distinto”, el amor y el abandono, nos tocan a todos por igual. Y Gumucio ha logrado contarlo con una mezcla casi perfecta de elementos que le da a Los parientes pobres ese tono que es leve y profundo al mismo tiempo.

    Si uno tuviera que pensar en un arco de la narrativa contemporánea chilena, desde la gravedad y enojo de Droguett, pasando por el torturado imaginario de Donoso, las irregularidades del sancionado Lafourcade, el savoir faire de Jorge Edwards y esa capacidad infinita de narrar para las masas globales de Isabel Allende, sin dejar de lado todas las personalidades de la Nueva Narrativa en el trayecto que va desde Gonzalo Contreras a Ana María del Río, con Fuguet en el medio y los que llegaron después, Gumucio es la intersección creativa de todos ellos. De algún modo los contiene, sin por ello carecer de una personalidad propia.

    Con esta novela, Gumucio se instala en un lugar exclusivo, honesto, sin complejos, y donde la mirada puertas adentro pareciera orientada, por paradójico que sea, a iluminar una sociedad, una época, un país.

     


    Los parientes pobres, Rafael Gumucio, Random House, 2024, 244 páginas, $18.000.

  154. Conmoción

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    Leila Guerriero, destacadísima figura de la crónica y del periodismo narrativo, ha logrado con La llamada una de las reflexiones más profundas sobre la memoria y el trauma, la lealtad y la traición, el dolor y la vida. Se trata de un retrato-ensayo-investigación sobre la argentina Silvia Labayru, una joven de clase acomodada y familia militar, que se convirtió en militante de la organización Montoneros. Tras el golpe de Estado en su país, en 1976, ella tenía 20 años y estaba embarazada, pero nada la protegió del horror: fue secuestrada por militares y trasladada a la ESMA, un centro de detención y tortura donde, se suponía, funcionaba la Escuela de Mecánica de la Armada.

    Allí, en la ESMA, dio a luz a su hija.

    Allí fue torturada, obligada a realizar trabajo esclavo, violada reiteradamente por un oficial, llevada a “eventos” en que debía representar a la pareja de esos oficiales. Fue también forzada a representar el papel de hermana de un miembro de la Armada que se había infiltrado en la organización Madres de Plaza de Mayo: la operación de ese infiltrado terminó con tres madres y dos monjas francesas desaparecidas. Recayó sobre ella entonces una enorme sospecha.

    A Sylvia la liberaron dos años más tarde y se fue, con su hija, a España.

    La llamada habla del infierno que vivió en la ESMA, pero también del infierno que persistió una vez que se fue de su país. Las acusaciones de traición, el aislamiento, la incomprensión total por parte de quienes ella esperaba alguna solidaridad, en un momento en que literalmente tenía que armarse de nuevo por completo: trabajo, pareja, hijos, vida.

    La llamada es una potente indagación sobre la memoria: sus límites, sus acomodos, su misterio, sus énfasis, sus olvidos. No solo respecto de la memoria individual de sucesos traumáticos, esos que pueden desgarrar la mente, como es el caso de lo vivido por Labayru. También, la dimensión colectiva de la memoria, la memoria de un país.

    ¿Cómo se lucha contra el repudio de quienes han sido de los tuyos, de tu mismo bando, y que ahora niegan tus dolores y heridas? ¿Cómo se sobrevive a la sobrevivencia?

    Esta no es una larga entrevista a Labayru —aunque habló cientos de horas con Guerriero, en pandemia—, sino una investigación profunda, con más de 90 entrevistas. Así fue acercándose a la vida, las dudas, las sombras, las luces también, de la protagonista y de su historia. Labayru tenía miedo de ser fría: se lo dijo a Leila una y otra vez, de seguro que así había sido catalogado antes su relato, acaso por quienes esperaban ciertas actitudes, ciertos gestos, cierto modo de ser una víctima. Leila Guerriero la escucha desde otro lugar, sin juicio ni condescendencia; tampoco apuro.

    El libro es de grises, de matices, de humanidad, de horror. También de amor y humor, de ganas de vivir. Y de contradicciones. La autora se hace cargo de aquello que no calza, que no cuaja, sabiendo que la memoria no es perfecta ni unidimensional ni una grabadora. Cuando las versiones son distintas o los recuerdos no tienen verificación, cuando Sylvia rememora de un modo divergente de las otras fuentes o testigos, Guerriero no lo evade: abraza la contradicción. Es un material más; y uno fundamental. ¿Qué y cómo se recuerda, especialmente de una situación traumática?

    La llamada es una potente indagación sobre la memoria: sus límites, sus acomodos, su misterio, sus énfasis, sus olvidos. No solo respecto de la memoria individual de sucesos traumáticos, esos que pueden desgarrar la mente, como es el caso de lo vivido por Labayru. También, la dimensión colectiva de la memoria, la memoria de un país.

    Me parece que hay testimonios, hay libros, hay historias sobre esto, pero bueno, a lo mejor no hubo una escucha atenta de todo eso que pasaba con los sobrevivientes en general. El caso de las mujeres tiene especificidades brutales por el género mismo”, dijo Guerriero a La Tercera.

    ¿Cuál es la naturaleza del consentimiento? ¿Cuál era el espacio de Labayru para decir no? La llamada evoca los amplios debates contemporáneos acerca de la búsqueda de ‘víctimas perfectas’, en una inversión evidente de los papeles: quienes han sido violentadas, deben mostrar su ‘impecabilidad’; son juzgadas en vez de recibir apoyo.

    La llamada indaga en esas especificidades. Abre ventanas únicas para acercarse a comprender el daño hacia las mujeres torturadas y violadas. Y luego, la violencia de no ser aceptada como una víctima, de ser juzgada como cómplice, como traidora, como quien no tiene derecho a estar del lado de los que sufrieron. Que, a pesar de dar a luz a su hija encarcelada, haya quienes la vean como una victimaria y no una víctima.

    ¿Cuál es la naturaleza del consentimiento? ¿Cuál era el espacio de Labayru para decir no? La llamada evoca los amplios debates contemporáneos acerca de la búsqueda de “víctimas perfectas”, en una inversión evidente de los papeles: quienes han sido violentadas, deben mostrar su “impecabilidad”; son juzgadas en vez de recibir apoyo.

    Leila Guerriero la acompaña en este laberinto, con todo el rigor y con toda la humanidad también. Hay una escena que se repite: cuando la autora se va de la casa de Sylvia, tras estas largas e intensas sesiones, se pregunta qué pasa con ella cuando queda sola, cómo queda.

    Cuando Sylvia Labayru leyó el libro —una vez que ya estaba listo y se había ido a imprenta—, dijo que la había conmocionado y que se había sentido “sumamente respetada”. “Me sacaste la ficha”, le dijo a Guerriero.

    Mirar esos abismos por los que deambuló Labayru causa también una verdadera conmoción en quienes leen La llamada. Este libro, sin duda, representa uno de los puntos más altos y necesarios del periodismo actual.

     


    La llamada, Leila Guerriero, Anagrama, 2024, 432 páginas, $24.000.

  155. Anticronología (personal) de Mario Santiago Papasquiaro

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    Aquí yace Vicente antipoeta y mago”.
    Vicente Huidobro

    Hoy / mañana & siempre.
    Antipoeta & vago insobornable”.
    Mario Santiago Papasquiaro

    2024. Es martes 13 de agosto y en una librería de Poble-Sec se abre un mezcal en nombre de Mario Santiago. El licor viajó desde México en la maleta de Virgilio Torres —filósofo y poeta amigo del autor— para celebrar un nuevo libro: La historia nos absorberá. La publicación no tiene como origen un manuscrito mecanografiado, ni hojas escritas a mano, sino un libro intervenido hace más de cuatro décadas por Mario Santiago Papasquiaro. Se trata de Poesía inédita (1970-1978), del poeta mexicano Orlando Guillén, a cuyas páginas, más tarde rayadas y subrayadas, Papasquiaro da vida de palimpsesto. No le importa rayar sobre los créditos o portadillas, cruzar flechas, machacar con asteriscos. Pareciera que su única preocupación ética y estética es mantener legibles los versos del otro: escribir en los extramuros del poema, convivir en el oxígeno infinito de la página. “Entérate / de qué están hechas / tus derrotas o tus Nudos”, anota.

    2023. Ediciones Sin Fin ya ha anunciado la aparición de La historia nos absorberá cuando Rubén Medina —infrarrealista fundamental en el tráfico crítico y bibliográfico del movimiento— llama desde Estados Unidos. Se ha enterado de la publicación y tiene algo que contar. Desde el otro lado del teléfono, asegura tener un ejemplar idéntico de Poesía inédita de Orlando Guillén, también intervenido por Papasquiaro. Aunque el ejemplar es el mismo, las intervenciones son diferentes. Otro libro dentro del mismo libro. Notas, números telefónicos, versos con cierta continuidad, pero también anotaciones enredadas unas sobre otras, sin dirección.

    ¿Dejarán de aparecer? ¿Quién podría asegurar que un día de estos no llegará otro con el mismo libro intervenido bajo el brazo?

    2012. Ahora el sello editorial, comandado por Ana María Chagra y Bruno Montané, publica Sueño sin fin. El poema también tiene un origen errante. Son versos desperdigados sobre otros libros durante el viaje de MSP a Barcelona, en los 70. Destaca un volumen de la colección Penguin Modern Poets, que la edición incluye a modo de anexo. “Antes de que terminara la década de los setenta, Roberto Bolaño propone que hagamos una recopilación de los versos que Mario dejó diseminados en los libros que no pudo cargar en su mochila”, cuenta Bruno Montané en el prólogo. Juntos se dan al trabajo de darle una interpretación y, finalmente, forma al poema. Envían una copia a México. Mario la recibe, pero esta se mantiene a la deriva entre sus papeles. “El ejemplo más visible de una verdad nómada”. Años después de su muerte, Bruno comprueba que el texto ha sido minuciosamente corregido por Mario, pocos versos han sido tachados, el poema, incluso, se ha extendido.

    2008. Aparece Jeta de santo (Antología poética 1974-1997). La selección está a cargo de Rebeca López (madre de sus hijos Mowgli y Nadjia) y Mario Raúl Guzmán que, tras una lectura de más de 1.500 poemas, fijan 171. En una entrevista, Pita Ochoa cuenta que la publicación fue resultado de una petición expresa de Bolaño a Juan Villoro. “Sabía que estaba muy enfermo y le dijo a Juan que Mario Santiago tenía una gran obra y le pidió que cuando él muriera apoyara para que salieran a la luz las cosas de Mario Santiago, quien ya había fallecido. Y Villoro cumplió su palabra”.

    1998. Se publica Los detectives salvajes, donde Mario recibe el nombre ficticio de Ulises Lima. Siguiendo a Tulio Mora, Lima por Lezama y Lima por la ciudad donde nació Hora Zero, pues MSP se declara: “Un poeta peruano nacido en México”. Tras la publicación, se vuelve un mito literario de los 70, pero él jamás se entera de aquello.

    Mario Santiago es atropellado en un barrio periférico del D. F. El conductor se da a la fuga. Su cuerpo tarda algunos días en ser reconocido. Es Rebeca López, quien, ante su desaparición, llama a morgues y hospitales, donde finalmente confirman que ha muerto. Habían quedado de verse.

    La publicación no tiene como origen un manuscrito mecanografiado, ni hojas escritas a mano, sino un libro intervenido hace más de cuatro décadas por Mario Santiago Papasquiaro. Se trata de Poesía inédita (1970-1978), del poeta mexicano Orlando Guillén, a cuyas páginas, más tarde rayadas y subrayadas, Papasquiaro da vida de palimpsesto. No le importa rayar sobre los créditos o portadillas, cruzar flechas, machacar con asteriscos. Pareciera que su única preocupación ética y estética es mantener legibles los versos del otro.

    1996. Publica Aullido de cisne, uno de los dos libros que editó en vida: “Aúllo invocando el chiflido de mi Dios”, escribe.

    1995. Junto a Marco Lara Klahr funda el sello editorial Al Este del Paraíso. En un año y medio, organizan más de sesenta recitales y presentaciones. Entre otros autores, publican plaquettes de los hermanos Méndez, Roberto Bolaño y Efraín Bartolomé. Tienen dos motivaciones: poner en circulación a quienes nadie quiere publicar y, en el caso de Marco, dejar registro de los poemas de Mario, hasta ese minuto dispersos en las superficies más insólitas. “Güey, es que tienes que ordenar esto [los poemas], sistematizarlo y sobre todo asegurarte de que se conserve. Si tú te quieres morir, muérete, pero esto tiene que quedar”. Durante ese tiempo MSP transcribe sus poemas en el computador de Marco. El resultado es una plaquette de diez poemas titulada Beso eterno.

    1994. “Estoy escribiendo una novela donde tú te llamas Ulises Lima. La novela se llama Los detectives salvajes. Un fuerte abrazo. R”.

    1984. Mario Santiago es postulado a la Beca Guggenheim por el pintor Rodolfo Zanabria, la cual, al igual que a su amigo Roberto Bolaño, le será negada.

    1983. Comparte la azotea de un palacio viejo con el poeta horazeriano Tulio Mora, a quien, recién separado, le confiere una habitación tan inhóspita como la suya, pero con un colchón. Por ese tiempo viven de lo que Mario gana como editor de textos escolares, por lo que casi no comen, sino que beben, fuman y corrigen mutuamente sus textos. Como no tienen luz eléctrica, muchas veces permanecen a la luz de un mechero y otras, decididamente, salen a colgarse refugiados en el anonimato de la noche. No siempre tienen éxito, lo que, por cierto, no les importa: su éxito es estar vivos.

    1981. Mario Santiago, que roba libros con la misma naturalidad con que se desprende de ellos, le entrega un ejemplar de Poesía reunida, de Orlando Guillén, a su amigo Virgilio Torres. Están en el departamento de Tulio Mora y Ana María Chagra. Torres conserva el libro intervenido por más de cuarenta años. Esperará hasta 2023 para mostrárselo a Ana. Llevará el título La historia nos absorberá.

    1980. Hace tiempo ha adoptado la costumbre de cruzar la calle sin ver y de leer y escribir mientras camina. Sabe: “Voy a morirme pero viviendo al máximo”. Una madrugada, junto a su amigo, el poeta Pedro Damián, es atropellado por primera vez (la segunda le quitó la vida). Un camión lo arrolla y le fractura la cadera. En el hospital dan el número de Ana María Chagra. Ella hasta el día de hoy ignora la razón, aunque dadas las circunstancias, es posible que haya inspirado mayor sensatez en los accidentados. Los días posteriores convalece en casa de su madre, hasta donde llegan sus cuates con todo tipo de libros y botellas que, por supuesto, bebe a escondidas. Desde entonces camina apoyado de un bastón.

    1979. Es incluido en la antología Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego. Once jóvenes poetas latinoamericanos, bajo la selección de Roberto Bolaño, presentación de Efraín Huerta y prólogo de Miguel Donoso Pareja.

    1978. Retorna a México tras dos años en Europa.

    1977. Con la partida de Bruno Montané a Barcelona a fines del 76, arranca la “diáspora infrarrealista”. Le siguen Mario Santiago, rumbo a París, y más tarde, Roberto Bolaño, también con destino a Barcelona. En realidad, el propósito de Papasquiaro es ir tras la huella de Claudia Kerik, poeta de la que está enamorado. Vagabundea por Francia, España, Austria e Israel. Habla en inglés, lee en francés, tiene pinta de vagabundo, es deportado en Vienna, donde le prohíben la entrada hasta 1984 (¡qué año eligen!). Mientras, en México, aparece Correspondecia infra. Revista menstrual del movimiento infrarrealista. En Barcelona, Roberto Bolaño y Bruno Montané publican la revista Rimbaud vuelve a casa.

    1976. En marzo, el infrarrealismo tiene su primera aparición pública como movimiento. Un recital en la librería Gandhi. Al evento le suceden otros y otros. Se hacen conocidos (y odiados) por interrumpir presentaciones y recitales del “oficialismo poético” mexicano, que en Paz descanse.

    Su sentido dinamitero de la poesía y de la propia vida —en este caso, maraña estética inseparable—, le vale el aprecio de su generación y magnetismo de líder. “Atrás de él había siempre un grupo, era como un liderazgo natural. Si él caminaba por un lado, los demás lo seguíamos”. Recuerda Virgilio Torres, desde el restaurante Paloma Blanca, “prefería caminar a tomar un taxi”.

    Con la partida de Bruno Montané a Barcelona a fines del 76, arranca la ‘diáspora infrarrealista’. Le siguen Mario Santiago, rumbo a París, y más tarde, Roberto Bolaño, también con destino a Barcelona. En realidad, el propósito de Papasquiaro es ir tras la huella de Claudia Kerik, poeta de la que está enamorado. Vagabundea por Francia, España, Austria e Israel. Habla en inglés, lee en francés, tiene pinta de vagabundo, es deportado en Vienna, donde le prohíben la entrada hasta 1984 (¡qué año eligen!).

    1975. A fines de este año firma el primer Manifiesto infrarrealista, donde postulan: “LA CULTURA NO ESTÁ EN LOS LIBROS NI EN LAS PINTURAS NI EN LAS ESTATUAS ESTÁ EN LOS NERVIOS”.

    Entre mediados de septiembre y octubre, escribe Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger, poema de 482 versos, considerada obra fundacional del infrarrealismo. “En cualquier momento acontece 1 poema”, dice.

    Con fecha 8 de agosto (natalicio de Emiliano Zapata), firma un poema dedicado al pantera negra, Eldridge Cleaver. Lo escribe con un plumón rojo sobre Los cantares de Pisa, de Ezra Pound, actualmente en manos de Rubén Medina, quien, desde los Estados Unidos, nos muestra el ejemplar, de momento inédito.

    Asiste al Taller de Poesía de la Casa del Lago, en Chapultepec. El tallerista original es Alejandro Aura, pero, como cuenta Pita Ocha en entrevista con Sofía Sánchez, terminan siendo él y Roberto los que dirigen el taller. Es en torno a esa mansión antigua, a los pies de un lago, que empiezan a reunirse poetas de entre 16 y 22 años. Crean el ciclo Joven poesía latinoamericana, anglosajona y francesa. La primera jornada está dedicada a la poesía chilena. Leen a Millán, Omar Lara, Waldo Rojas. Como es de esperar, la instancia está a cargo de los chilenos Bolaño y Montané. La siguiente jornada está dedicada a la poesía peruana. Se lee a Cisneros, Hinostroza, Pimentel. Como es de esperar, el encargado es Mario Santiago.

    1974. Continúa asistiendo al taller de poesía de Bañuelos en la UNAM, del que pronto, él y otros cuantos, empiezan a tomar distancia y a formar grupo aparte. Va cargado de papeles, usa el pelo largo, pantalones acampanados, inspira cierta formalidad. No descarta infiltrarse en otros talleres. “Solía aparecer en nuestro taller y sus opiniones eran fulminantes; estaban provistas de una crítica totalmente dinamitera, un humor negro y corrosivo”, cuenta Juan Villoro. Sabe reconocer cuando un texto afloja o decae. No se queda callado.

    El 3 de mayo se presenta con fragmentos de Consejos en un recital en el Museo Nacional de San Carlos. Él mismo forma parte de la organización, junto a Roberto Bolaño, Bruno Montané y Julián Gómez. Los poemas son repartidos previamente en hojas engrapadas. Virgilio Torres recuerda: “Tenía una voz muy gruesa y leía pausado. Eso hacía que tuviera un aire de ritualidad. Le gustaba hacer pausas, hacer gestos, también. Más que con las manos, con la cara. Como tenía boca grande, su risa era también como un eco”.

    En enero, junto a Jose Antonio Suárez, publican la revista Zarazo, una edición modesta de veinte hojas, la cual solo tuvo un número (n° 0), en el que, sin embargo, se pueden rastrear gran parte de las influencias del infrarrealismo, como América de Allen Ginsberg o poemas de Hora Zero. Corresponde, según Rubén Medina, al primer intento de configurar una neovanguardia.

    1973. Mario Santiago todavía no ha cumplido los veinte años. Sigue respondiendo al nombre de José Alfredo Zendejas. Lee sin descanso. Pule un conocimiento avasallador. De cabecera tiene a Ginsberg, Dalton, Vallejo, Huidobro, Lautréamont, Rilke, Pound, Eliot, Pessoa, Whitman. “Escribe como camina / a ritmo de chile frito”. En el Departamento de Difusión Cultural de la UNAM, comienza a asistir al taller de poesía que imparte Juan Bañuelos, en quien, según cuentan, también infunde un enorme respeto. “Era tal su contundencia que hasta Bañuelos tenía que tragar saliva antes de contestarle a la perorata”, narra Jose Antonio Suárez.

    1953. 24 de diciembre. Es de madrugada cuando en los cielos de Mixcoac se desata una tormenta eléctrica. En medio se escucha un aullido de cisne: nace José Alfredo Zendejas Pineda, más tarde conocido como Mario Santiago. Después como Mario Santiago Papasquiaro. Mucho después como Ulises Lima.

    “Otra vez la vida: este Rito del Gozo / & el escalofrío dasatados”.

     


    La historia nos absorberá, Mario Santiago Papasquiaro, Ediciones Sin Fin, 2023, 80 páginas, 13,00€.

  156. Extranjera

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    Entre la gigantesca donación de archivos de Gabriela Mistral legados por Doris Atkinson, la albacea de Doris Dana, a la Biblioteca Nacional el año 2007, es posible encontrar más de medio centenar de grabaciones de audio de la poeta, presumiblemente realizadas en 1954. Entre ellas se encuentra una lectura de “La extranjera”, poema perteneciente a Tala (1938). Ubicado en una sección llamada “Saudade” (donde también están“La ola muerta” y “Todas íbamos a ser reinas”), el texto es la búsqueda de la Mistral de su propia silueta, mezclando la lejanía y la intimidad como también sucede en “País de ausencia” o “Cosas”.

    Con sus versos presentados entre comillas, “La extranjera” luce como un autorretrato encubierto aunque exhibe una trampa: está dedicado a Francis de Miomandre (1880-1959). Original de Tours, autodefinido como “surrealista eventual”, Miomandre ganó el Goncourt, alabó a Proust y fue un corresponsal impenitente sobre asuntos literarios franceses para varios diarios americanos, además de convertirse en uno de los principales traductores de autores latinoamericanos en Francia. Así, entre muchos, tradujo a Alejo Carpentier, Salvador Reyes y Carlos Droguett, quien nunca lo conoció en persona, si bien atesoró su amistad epistolar.

    Lo mismo sucedió con Mistral, con quien conversaba por carta desde los años 20 y que acá parece apropiarse de su voz para simular un horizonte para ella misma: “Y va a morirse en medio de nosotros, / en una noche en la que más padezca, / con solo su destino por almohada, / de una muerte callada y extranjera”.

    En 1954, Mistral vuelve sobre el poema y hay algo conmovedor en la grabación, en el modo en que se reencuentra con sus versos sin demasiada pompa, determinada por la urgencia del registro. Escucharla resulta sorprendente. “¿Ya?”, se pregunta Mistral, y luego lee como si acomodara a su propia memoria, persiguiendo el sentido de sus versos mientras pronuncia las eses al modo de un susurro.

    Aquello replantea cómo debemos leerla. Si en Tala, “La extranjera” simula o parodia la mirada de Miomandre, en la grabación recupera su propia voz, encarnándose. “Habla con dejo de sus mares bárbaros, / con no sé qué algas y no sé qué arenas”, escuchamos mientras su habla se vuelve algo concreto y deja de ser una fantasma que flota insomne sobre la literatura chilena, haciendo que su palabra y su dicción acumulen y exhiban acentos como capas de piel, pues ahí está cifrada una autobiografía secreta, que es también la historia de un cuerpo y de una vida. Escuchamos: “Vivirá entre nosotros ochenta años, / pero siempre será como si llega, / hablando lengua que jadea y gime / y que le entienden solo bestezuelas”.

    Al escucharla es posible comprender qué podían ser la literatura o la poesía para ella. De este modo, como si realizara un apunte para sí misma, su voz es un espejo de su estilo, capaz de una melancolía desesperada y una felicidad a veces agria. Todo es a la vez íntimo y distante, pues ahí están los acentos como vidas pasadas, los arcaísmos como un tributo a la patria perdida y los escombros modernistas como la respiración artificial de una biblioteca. Transfigurada en el sonido, comprobamos por qué la obra de Mistral sigue siendo un eco que rebota una y otra vez contra sí misma y el paisaje: una literatura que solo puede existir desde la invención de sus variaciones, acaso un tatuaje en la lengua.

  157. Matías Rivas: “Me interesa más pensar, sentir y leer, que tener la razón”

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    Referencias personales, el último libro de Matías Rivas, iba a ser un libro de ensayos y terminó siendo una colección de fragmentos que concentran y son reflejo de una aguda observación sobre varios temas, entramados en lo literario y lo personal, pasando por fobias, obsesiones, placeres, contradicciones. El director de Ediciones Universidad Diego Portales despliega sus cavilaciones en un tono templado y en línea con sus autores de cabecera como Cyril Connolly o Martín Cerda. Columnista del diario La Tercera y de radio Duna, y autor de los libros de poemas Aniversario y otros poemas (1997), Un muerto equivocado (2011), Tragedias oportunas (2016) y Un poema de amor (2023), y del libro de ensayo Interrupciones. Un diario de lectura (2016), conversa con revista Santiago.

    Referencias personales es un libro armado a partir de fragmentos que sacas de diferentes textos. ¿Piensas que hay una parte de la escritura que es inútil pero que da pie a la que finalmente queda?
    Nunca he tenido en mi cabeza ese enchufe mental que habla de escritura útil. No creo en ella. Me parece exagerado que la gente publique todo lo que escribe. Tengo un diario guardado, largo, articulado, el hecho de que la literatura se relacione con la vida secreta y que a la vez uno saque cosas de ahí y las publique es algo que me interesa. Lo que acontece es que la gente va publicando todo lo que va guardando. Mi cabeza no funciona así, ni quiero que funcione así. Me gusta la sedimentación, porque uno escribe muchas tonteras. Haciendo periodismo me di cuenta de que había escrito como dos mil páginas, más que las obras completas de quizás quien, cuántos lugares comunes, barbaridades producto de llenar caracteres, lo propio del oficio periodístico, en el mejor sentido de la palabra. Después uno las revisa y dice, de todo este período rescato cuatro o cinco cosas, otras me pueden servir para desarrollarlas. También escribí cosas nuevas para este libro, cuando se fue armando había temas que debían aparecer.

    Imagino que la poesía fue una escuela para la precisión que aparece en la escritura de este libro.
    Sí, la poesía es algo que te pone nervioso cuando la publicas. La prosa tiene que ver con un oficio que hasta cierto punto uno puede controlar un poco más, la poesía tiene un grado de inconsciente muy alto puesto en ella. Por mucha técnica que alguien tenga, hay un riesgo. Este libro lo trabajé con otro grado de tranquilidad, esa es la diferencia.

    ¿Hay un tránsito en la manera en que aparece el yo entre un libro de poemas y uno de prosa como este?
    El yo de Referencias personales conversa con mis libros de poemas Tragedias oportunas y Un poema de amor. En los poemas puede haber ficción, pero la voz es la misma, tiene que ver con la voz hablada. El tipo que aparece en el libro de prosa es el que escribe los poemas. Los poemas tienen que ver con una intimidad que no aparece en esta prosa, una intimidad mayor y, por lo mismo, la poesía implica armar registros, voces. En este libro hay una sola voz que va articulando distintos temas. O más que la voz es la edad de un hombre maduro, con más de medio siglo a cuestas.

    Es una ciudad cifrada, y nos hemos vuelto poco amables, el mismo clima del país se ve en las calles, no solo por el tema de la delincuencia, sino porque la gente anda más enojada, irritada. Eso fue lo que me hizo dejar el auto, no quería vivir ese ánimo irritado. También hay una displicencia entre chilenos, como que nada importara mucho, total nadie gana nada.

    En ese sentido hay una mirada que observa con mayor distancia.
    Tengo ese gusto por andar observando y anotando las observaciones. Este libro en un principio iba a ser un libro de ensayos, la idea de los fragmentos aparece vinculada al registro poético. Esa idea que viene de Auden de poner pedacitos de lo que uno ha escrito.

    No dar la lata.
    Y también decir desde dónde uno está escribiendo. Ya tengo 53 años y en los medios he vertido una cantidad de opiniones, sería bueno entonces que la gente supiera qué opiniones tengo sobre mí. Hablar de mí, mostrar ese lugar desde donde uno habla. Te representa, te ubica respecto de los demás, y la gente puede comprender los libros de poesía, por ejemplo, aquí hay referencias para eso. Uno no puede ser tan patudo de emitir opiniones y camuflar su yo siempre.

    Dar la cara.
    Hay que dar la cara. En Chile dar la cara es mostrar tu pasado. No ocultar eso. Hay mucha gente que juega a ocultarse en un país muy chico, donde es muy difícil ocultar eso. Por razones demográficas y estructurales, todos nos conocemos o nos vamos conociendo, sabiendo uno del otro. No dar la cara a cierta edad es un acto de ocultamiento. Yo no quiero ocultar. Como la gente que no tiene amigos, no da confianza; lo mismo, alguien que da opiniones y no tiene cuerpo, se transforma solo en una voz parlante, no en un sujeto complejo que se puede contradecir.

    ¿Dar cuenta de tu pasado implica también romper con tu pasado?
    Sí, para contar hay que romper el trauma, el pudor. Deleuze decía que hay una sensación muy profunda que es la vergüenza a ser un sobreviviente en este mundo frente a mucha gente que está pasando situaciones mucho más complejas. Hay una vergüenza de ser alguien cultural, que vive en una élite dedicada a los libros. Y también hay algo contra uno mismo que uno debe criar para no ser un narciso tan loco. Trabajar con esos lugares que a uno lo complican y ponerlos en juego me parece fundamental. Que los libros tengan ese riesgo de poner tu cuerpo en juego, tu vida, tu experiencia, más que el juego de tener la razón. Borges dice por ahí que querer tener la razón es un acto de crueldad. Es una competencia. Hace rato que dejé de practicar ese juego, me interesa más pensar, sentir y leer, que tener la razón.

    ¿Qué notas que ha cambiado en la ciudad? Por ejemplo en la ciudad o la noche.
    La noche está muy perdida, ya no es una noche abierta, es una noche que se habita en lugares con datos, no es una noche pública, hay que tocar el timbre, saber dónde ir. Es una ciudad cifrada, y nos hemos vuelto poco amables, el mismo clima del país se ve en las calles, no solo por el tema de la delincuencia, sino porque la gente anda más enojada, irritada. Eso fue lo que me hizo dejar el auto, no quería vivir ese ánimo irritado. También hay una displicencia entre chilenos, como que nada importara mucho, total nadie gana nada.

    La sensación de lentitud y de vacío, las noches sin nadie, me hace pensar que desde la pandemia estamos en un domingo eterno. En algún momento se irá a salir, pero falta electricidad desde el punto de vista del deseo, ambición, libido.

    En el libro haces varios diagnósticos de la sociedad, entre ellos señalas que hay una violencia que se ha traspasado a las palabras.
    La violencia viene de querer tener la razón con palabras y eliminar el humor como elemento que puede sacarle una risa a tu contrario. Eliminar la seducción, verla como algo peligroso, si quitas el erotismo y el humor del lenguaje, este se vuelve violento, queda como de Twitter, de posteo. Si uno escucha la tele se percibe eso. Los programas más escuchados son aquellos en los que hay un mayor uso del lenguaje casi a piedrazos. La falta de articulación es lo que me llama la atención, demasiada frase corta. La gente anda peleando qué discurso tiene la razón, en distintos ámbitos. Parece que es internacional, uno escucha a Milei, a Trump, están todos en esa.

    Todo deriva en ladrido.
    La literatura no tiene que ir por ahí. Tiene que trabajar con el susurro y la precisión. Hoy día estamos llenos de mentiras, de fakes, de invenciones.

    ¿La lengua es lo primero que da cuenta de una época?
    Sí, hay que estar atentos a eso y sospecho que cada vez que hay esta forma estridente del habla, por abajo hay gente que está haciendo lo contrario. Sospecho que el arte es el momento para analizar esta estridencia, a ver si de ella se puede sacar algo estético y también para llevarle la contra. Antiguamente existía esa cosa que se llamaba “la crítica del lenguaje”. Joyce se dedicaba a leer libros de crítica del lenguaje. Eso hace falta en los medios de comunicación. Pero creo que va a aparecer la contraparte, quizás todavía no la vemos.

    ¿Crees que en los domingos se configura un ánimo de lo chileno?
    Sí, un ánimo identitario, los almuerzos no terminan, hay una forma común de aburrirse. Vivir angustias, melancolías, después de almuerzo particularmente empiezan a bajar emociones distintas, se pone crepuscular. Hay una ansiedad de los que tienen que ir al colegio, dar pruebas en la universidad, ir al trabajo, se empieza a arruinar tu día libre por el futuro. Esa situación la compartimos todos los chilenos, o una gran parte.

    ¿Son distintos los domingos de ahora a los de antes?
    Seguramente las cosas han cambiado, pero hay algo existencial en el domingo en Chile, es como un día latigudo. Da la sensación de que el país está viviendo una especie de domingo. Está todo cerrado, hay poco apuro, hay miedo, incertidumbre del mañana, viene el lunes y se te aprieta la guata, no sabes por qué. La sensación de lentitud y de vacío, las noches sin nadie, me hace pensar que desde la pandemia estamos en un domingo eterno. En algún momento se irá a salir, pero falta electricidad desde el punto de vista del deseo, ambición, libido.

    Escribir bien es algo que terminará haciéndolo, y ya lo hace, la Inteligencia Artificial. Hay que saber escribir muy bien mal, con alguna marca que venga de tu inconsciente, que tenga algo de vida, como en la sintaxis de María Moreno o Marguerite Duras. Aprovecharse de los defectos para convertirlos en un signo de elegancia, de intensión, de carácter, de singularidad.

    ¿Qué diferencia ves entre melancolía y nostalgia?
    La melancolía es un recuerdo de algo que tú no sabes si existió. La nostalgia es algo que sí conoces. Nostalgia de una época, de una relación, de una comida. La melancolía no tiene objeto, eso la hace mucho más perturbadora. Creo que la nostalgia es algo que se puede digerir mejor, psiquiátricamente, psicológicamente se puede trabajar con ella. La melancolía es más abstracta, es un estado.

    ¿En cuál te ubicas?
    En la melancolía. No me gusta pensar que el pasado fue mejor. Uno está incómodo con la vida más que con el pasado o con el futuro, en ese sentido, tiendo a pensar que soy más neurótico, más melancólico. Vivir con nostalgia me parece peligroso, y mucha gente está enfrascada en eso, porque es una nostalgia asociada al fanatismo, ser fan del pasado; eso no me gusta, me interesa recorrer el pasado, investigarlo, leerlo, pero de ahí a querer revivirlo, no. La nostalgia me parece digna de observarse y bonita y hay gente que puede trabajar con eso, yo en lo personal preferiría no hacerlo, es una forma de envejecer.

    ¿Relees tus libros?
    No, una vez que salieron viene el desapego. Sigo anotando cosas, pero no pienso en libros, eso es lo único que he aprendido, al final no sé pensar en libros, sé pensar en textos, cada vez más personales y menos públicos y eso me ayuda después a armar libros, formas de trabajar. Žižek cuenta que su forma de escribir, al igual que Roland Barthes, es hacer fichas, y después junta las fichas porque la idea de escribir un libro de principio a fin no le gusta, no le hace sentido.

    ¿Cómo lidias con la imperfección en la escritura?
    Paul Léautaud decía que la perfección mataba la vida. A veces hay unas escrituras muy estiradas, y esas escrituras no solo son estiradas, sino que son histéricas. Está detrás alguien que solo permite ver la belleza, pero no seguir una historia. No me interesan esas escrituras, por lo menos al ejercerla me interesa dónde hay rastros de imperfección que delatan el carácter de quien escribe. Escribir bien es algo que terminará haciéndolo, y ya lo hace, la Inteligencia Artificial. Hay que saber escribir muy bien mal, con alguna marca que venga de tu inconsciente, que tenga algo de vida, como en la sintaxis de María Moreno o Marguerite Duras. Aprovecharse de los defectos para convertirlos en un signo de elegancia, de intensión, de carácter, de singularidad. También ser perfecto o imperfecto es un juicio de valor que ha ido perdiendo importancia. Es un juicio demasiado contundente el de la belleza perfecta. Hay una belleza en todo, uno tiene que saber mirar.

     

    Fotografía: Archivo UDP.


    Referencias personales, Matías Rivas, Seix Barral, 2024, 148 páginas, $16.900.

  158. Antropoceno, polis de lo viviente

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    El pensamiento ecológico crece en complejidad y urgencia, pero en la misma medida crecen sus dilemas intrínsecos. El primero de ellos estriba tal vez en su propio lenguaje, colmado de neologismos y no por capricho: difícilmente podría valerse de los instrumentos conceptuales en uso, que responden por definición a los valores del humanismo y/o la producción económica. Pero tras la imaginación acecha la jerga y, con ella, el riesgo de devenir una práctica de iniciados que intercambian cosmovisiones tan profundas como insondables.

    Aún más problemático es definir la radicalidad del cambio que se promueve. Porque si estamos, como no pocos estiman, ante la necesidad de una revolución ontológica, si las agendas paliativas son una huida hacia adelante mientras no arribemos a un nuevo modo de experimentar el mundo (uno donde el crecimiento y el poder de consumo no ocupen el lugar de lo deseable), la vara parte peligrosamente alta: no se demanda al conciudadano una reflexión informada, sino la conversión a un cierto tipo de sabiduría. Requisito poco oportuno para sumar voluntades a contrarreloj.

    Entre esas bifurcaciones navega Yuri Carvajal en un volumen que integra dos breves obras: Pequeño diccionario del Antropoceno y Humos / Humus. Médico inscrito en la mejor tradición de los salubristas públicos chilenos (además de su obra académica, dirigió el Hospital de Puerto Montt y hoy es jefe de Epidemiología en el Van Buren), el autor se ha ocupado a fondo de la crisis socioplanetaria, lo que se refleja por igual en la erudición científica y en las indagaciones filosóficas que vierte en este libro.

    A falta de un “nuevo enciclopedismo” que Carvajal le demanda al futuro, el Pequeño diccionario ofrece una guía de bolsillo para comprender “el entrelazamiento íntimo de geofísica, biología e historia social” que subyace a la crisis. Por extensión, propone el abandono de un sentido común: la separación entre naturaleza y sociedad sobre la cual se ha organizado el conocimiento moderno (“Antropoceno es una forma radical de decir que nunca fuimos modernos”). Así, entre los 60 conceptos reseñados figuran “Biósfera”, “Cuaternario” y “Placas tectónicas”, pero también “Chamanismo”, “Urbanización” y “Franz Kafka”. Por su parte, Humos / Humus es un ensayo teórico y literario, con declarada inspiración en Luis Oyarzún y su Defensa de la Tierra. Pone en juego una bella metáfora: los humos ascendentes de industrias, locomotoras o cigarrillos, ayer símbolos de una “promesa antigravitatoria” de progreso, acabaron por regresar a la tierra y encarnar una toxicidad que encapsula y amenaza; caída que invita, por contraste, a rastrear nuevos imaginarios en la levedad apenas flotante del humus, “tardío develamiento de la tierra como delgada capa viva”.

    Por encima de los estudios empíricos que ponen de relieve, ambos textos apuntan a un objetivo mayor: la destitución de las “estanterías mentales” de Occidente (el monstruo de esta fábula), que conciben la naturaleza como un afuera traducible a recursos, la evolución biológica como una competencia entre “enemigos arrasables” y la autonomía como un propósito ejemplar. Llevados por este “error cognitivo”, plantea el autor, fuimos perdiendo de vista la interrelación de todo lo viviente, o mejor, de la red que engendra lo vivo, también integrada por aguas, fuegos o vientos. Nuestra existencia es asociativa desde la célula al bioma, intenta demostrar Carvajal, a tal punto que declara “la imposibilidad de reconocer al individuo como un agente delimitado por la frontera de lo propio versus lo ajeno. (…) No hay ajenidad biológica”. Nótese que el diccionario rescata el concepto de heteropoiesis, formulado por Donna Haraway en respuesta a la autopoiesis de Maturana y Varela.

    Esta concepción errónea de la autonomía humana también estaría constriñendo nuestros marcos políticos. Con Bruno Latour, cuya presencia en este libro es tutelar, Carvajal proyecta una “nueva lucha de clases”, propiciada por una clase ecológica que “quiere restringir el lugar de las relaciones de producción, mientras que las otras [desde marxistas a liberales] quieren extenderlo”. A ese clivaje debiera desplazarse el conflicto, si entendemos que el extractivismo y el consumismo han expuesto a la polis a nuevos grupos de presión: “El sol, la temperatura media del planeta, el pH oceánico, la concentración de CO2, son parte de un nuevo régimen político. Son como el tercer estado que pugna por ser incorporado”.

    Antropoceno (…) no es solo un concepto descriptivo ni una apelación al desarrollo sustentable. (…) Es una toma de posición que obliga a conjugar la urgencia y el repliegue, la contemplación y el manifiesto. Los escritos de Carvajal están impregnados de esta pluralidad de registros: saltan de la información a la evocación, del número a la letanía, de los ciclos del nitrógeno a la conciencia de la unidad. Quieren ser ciencia y experiencia, para explorar los vasos comunicantes de ‘una operación intelectual sencilla pero enorme: poner en los espíritus de miles de millones de humanos las capacidades de leer otros órdenes’.

    Con todo, el giro más desafiante sería el existencial. Reinsertarnos en la trama de lo viviente supondría igualarnos con los otros seres que la componen, los “otros nosotros”. Por este camino, aventura el autor, sabríamos reconocer en los demás animales “una interioridad semejante a la nuestra” (cosa muy distinta del “peluchismo” en boga), así como devolver el “acceso a la justicia a los seres no humanos”. Nada de lo cual sería inédito. Si damos fe de los etnólogos, numerosos pueblos indígenas (patagónicos, amazónicos, caribeños) fundaron sus conocimientos en esta imbricación. Y vivieron en consecuencia: “Se opusieron al crecimiento y al desarrollo”, basaron el poder en la mediación y la circulación en la reciprocidad.

    Antropoceno, como se ve, no es solo un concepto descriptivo ni una apelación al desarrollo sustentable. Es otro modo de apreciar, de vincular, incluso de nombrar. Es una toma de posición que obliga a conjugar la urgencia y el repliegue, la contemplación y el manifiesto. Los escritos de Carvajal están impregnados de esta pluralidad de registros: saltan de la información a la evocación, del número a la letanía, de los ciclos del nitrógeno a la conciencia de la unidad. Quieren ser ciencia y experiencia, para explorar los vasos comunicantes de “una operación intelectual sencilla pero enorme: poner en los espíritus de miles de millones de humanos las capacidades de leer otros órdenes”.

    Ahora bien, resulta paradójico que Carvajal, a la vez que nos conmina a visualizar un planeta interpenetrado, no sopese los conflictos de escala que supone generalizar las prácticas que defiende (todas propias de comunidades pequeñas) en una sociedad masificada y globalizada. El autor parece eximirse de este drama cuando caracteriza a los occidentales (“dualistas, objetivos sin alma, subjetivos sin carne”) como un ellos, en tanto que habla desde un nosotros conformado, según se lee, por las aguas australes, los yaganes y él mismo. Hasta esos confines identitarios, sin embargo, se hace difícil seguirlo.

    Algo parecido sucede con la ruptura epistemológica que propone. El tan mentado paso a una ciencia situada, atenta a lo particular y lo local, interesada en comprender más que en dominar, ¿en qué se distingue, concretamente, de la ciencia que hoy razona entre reglas generales y observaciones particulares? ¿Cómo se construye ese conocimiento del cual una objetividad desarraigada nos estaría privando? Constatar que los desequilibrios biofísicos generan problemas políticos y sociales, o que en cada territorio rige una silenciosa fisonomía de lo viviente, no alcanza a dar cuenta de la ruptura que se invoca. Tampoco permite satisfacer la aspiración de fondo de estos planteamientos: fusionar el conocimiento científico y la perspectiva ética, volverlos parte de una misma orientación hacia el mundo, de un mismo “saber de la tierra”. Carvajal logra pasajes persuasivos en torno a este propósito, pero no sin prevenirnos contra el “embuste” de que las palabras crean realidad.

    Como sea, ningún lector perderá su tiempo con este libro. Entre datos duros y tribulaciones, Carvajal compone una poderosa introducción a una de las corrientes más vitales del pensamiento ecológico y antropológico del presente. Corriente osada, imaginativa y más abstracta de lo que ella se quisiera, pero no ingenua. “De poco valdrá tener la razón si no logramos mostrar una forma viable de resolver las dificultades”, previene el autor. “Lo que menos necesitamos es una revolución”, advierte también, pues ahora se trata de “ralentizar, frenar, detener”. Y en esto tiene un punto: si la cuestión es perseguir un nuevo ideal bajando al máximo las revoluciones, es cierto que en Occidente carecemos de esa costumbre.

     


    Pequeño diccionario del Antropoceno. Humos / Humus, Yuri Carvajal, Saposcat, 2023, 172 páginas, $13.000.

  159. Deseo, envidia, crueldad

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    La fuerza deseante esconde en su seno un problema tan irresoluble para la lógica como capital para la vida: el del comienzo del movimiento. Si el deseo es aquello que pone en movimiento, el problema es quién pone en movimiento al deseo”. Este es el enigma que Florencia Abadi explora en su última entrega, El nacimiento del deseo, volumen que propone una fascinante interpretación sobre la génesis del deseo y su relación intestina con distintas formas de la hostilidad, tales como la rivalidad, la envidia, la crueldad, la vergüenza y la culpa.

    En el vasto archivo de la cultura occidental, Eros (amor, deseo) nombra una ambivalencia irreductible de nuestra experiencia. Lo sabemos: no hay amor sin odio. También es consabido que el deseo es una experiencia de la falta. Deseamos lo que no tenemos, sea porque ha desaparecido o porque nunca lo tuvimos. Lo mismo puede decirse de la prohibición: solo lo prohibido suscita el deseo; el deseo siempre es deseo de transgresión. Otro hecho que nadie desconoce es que el deseo no es algo que podamos decidir o determinar: nos golpea desde afuera y, a pesar nuestro, como un disparo sorpresivo. Su impacto quiebra nuestra voluntad.

    Si bien Abadi integra todos estos elementos en su ensayo, su tesis central esquiva el lugar común. El deseo, escribe, no nace de la falta ni de la prohibición, sino de la envidia: “El goce que le suponemos al otro gatilla el deseo”. En este sentido, el deseo implica un conflicto psíquico irresoluble, que demanda ser reconocido, habitado y elaborado.

    Esta es, me parece, la apuesta central de Abadi; y su sustento, una forma peculiar de hacer teoría, a saber: reescribir el mito, reinventar lo arcaico. De ahí las profusas referencias a las historias de Prometeo, de Medea, de Dido, etc., a lo largo de su texto. Destaca aquí su lectura del Génesis, en especial del diálogo entre Eva y la serpiente, que Abadi reescribe como un mito o una escena originaria de la envidia que nos pone a desear.

    ¿Podemos derivar el deseo? ¿Es posible descifrar o develar su nacimiento? Si teorizamos sobre el origen del deseo, quizás sea porque este se oculta, nos falta. Hay, entonces, un deseo del origen del deseo. Llamémosle nostalgia. Por otra parte, no hay teoría que no sea cruel. Toda teoría está impulsada por la curiosidad que, según Abadi, es afín a la crueldad concebida como ‘desgarramiento de velos’.

    Pero, ¿podemos derivar el deseo? ¿Es posible descifrar o develar su nacimiento? Si teorizamos sobre el origen del deseo, quizás sea porque este se oculta, nos falta. Hay, entonces, un deseo del origen del deseo. Llamémosle nostalgia. Por otra parte, no hay teoría que no sea cruel. Toda teoría está impulsada por la curiosidad que, según Abadi, es afín a la crueldad concebida como “desgarramiento de velos”. Aquí, el deseo elude a la teoría como objeto, pero no como impulso: esta lo prolonga. No hay teoría sin deseo, y el deseo siempre tiene algo de cruel.

    No es casual que los mitos sean un medio históricamente predilecto para hablar del deseo. En rigor, nadie puede atestiguar su germinación en las regiones inmemoriales de la infancia. ¿Cómo y cuándo ocurrió? No podemos saberlo con certeza, algo “me ha tocado cuando yo no estaba ahí” (Lyotard). El saber del origen del deseo no es del orden de la constatación objetiva, pero esto no le impide ser preciso. Los mitos constatan el enigma, no lo solucionan, al igual que cierto psicoanálisis. Para Laplanche y Pontalis, por ejemplo, el deseo surge de la excitación que queda cuando el hambre se retira, es decir, del reemplazo de un objeto real perdido por una fantasía. En el origen del deseo fue la alucinación, el simulacro, el fantasma. Para no excederse en su crueldad inherente, y justamente para no renunciar a la precisión, quizás toda teoría sobre el origen del deseo deba replicar el gesto del mito, en lugar de desgarrar el velo del enigma.

    Abadi sabe que su teoría es cruel: una fantasía de dominación sobre algo que, por definición, se escabulle. En el preámbulo al ars erotica que abrocha el libro, escribe que siempre hay una “ilusión de control que se esconde tras la búsqueda de dar con la ‘verdad sobre Eros’”, agregando que “de esta ilusión —este ensayo es ejemplo de ello— es difícil privarse”.

    La ilusión de El nacimiento del deseo es, sin embargo, efectiva. Toca una hebra que anuda la universalidad y la singularidad de nuestra experiencia. Nos interpela. También nos recuerda una verdad que no debe caer en el olvido: el pensamiento siempre brota en los surcos del deseo.

     


    El nacimiento del deseo, Florencia Abadi, Pólvora, 2023, 81 páginas, $12.000.

  160. La pierna de Luis XIV

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    El poder es una bestia magnífica”, dijo alguna vez Michel Foucault, cuyo análisis de la omnipresencia de ese poder es una de las contribuciones mayores a la filosofía contemporánea. La política, más aún la política revolucionaria, fue sin embargo una invitada de última hora en la vida y obra del intelectual francés. Su escasa experiencia como militante —lo hizo apenas un par de años en el Partido Comunista en la década del 50— explica quizás su visión del poder como una bestia que todos quieren acariciar.

    Cualquier reunión de comité administrativo o junta de vecinos refleja que son más los que luchan por no detentar el poder, que aquellos que sueñan con dominarlo. Es que el poder no solo fascina o repugna; también hastía, aburre, se delega… y quizás, más allá del control y la dominación, el mayor de todos los poderes sea el de no tener poder alguno. No en vano, el propio Foucault prefirió la seguridad de la vida académica, sin nunca disputarle a nadie algún tipo de jefatura.

    Quizás Étienne de La Boétie, en el siglo XVI, entendió mejor el fenómeno al inventar el término “servidumbre voluntaria”, es decir, la idea de que bastaba con dejar de querer servir para acabar con el poder. Más sensato, su amigo Montaigne hizo de la renuncia al poder —una renuncia calmada pero continua— el centro de su búsqueda intelectual. Consejero de los grandes de este mundo, alcalde de Burdeos, se retiró a una torre para examinarse a sí mismo y escribir sobre esta experiencia. Uno de los ensayos centrales del libro es el que le consagra a su amistad con De La Boétie, una suerte de servidumbre voluntaria compartida por ambos, puesto que los dos renunciaban a cualquier tipo de dominación sobre el otro para ganar ese vínculo que les permitió permanecer unidos en el tiempo.

    Pienso en esto leyendo Izquierda no es woke, de Susan Neiman. En este gentil y lúcido libro, la filósofa estadounidense se sorprende por el uso y el abuso que la nueva izquierda hace de Michel Foucault o Carl Schmitt, del rechazo de ambos a ideas como progreso, universalidad o a la propia concepción de derechos humanos. A Neiman le cuesta comprender que la izquierda adopte no solo las ideas de filósofos que niegan los fundamentos morales de cualquier izquierda posible, sino que se plantee para esto estrategias y tácticas que solo pueden tener como resultado el fracaso seguro.

    Usando el entusiasmo de Mayo del 68 como excusa, Foucault reanuda el romance, ya señalado por Julien Benda en los años 20, entre la intelectualidad francesa y el decadentismo antimoderno a lo Maurice arres. En Foucault rebelarse contra el orden es confirmarlo, al ser los que se rebelan —sin saberlo— cómplices del poder que subvierten. Conforme a la tradición reaccionaria de donde vienen sus lecturas, Foucault evita abiertamente la posibilidad de que exista alguien que desee tener menos poder del que puede conseguir. Pero esa es, justamente, la base misma del pensamiento de izquierda, heredada del cristianismo, que lo heredó a su vez del judaísmo.

    Tanto el cristiano como el judío le dan todo el poder a un solo Dios, pero en el caso de los judíos es crecientemente invisible. Es un dios que se hace ley, es decir, es un código ante el cual el mismo Dios abdica de su omnipotencia, teniendo que dar cuenta de sus actos ante esa ley dictada por él mismo. No sorprende entonces que la estatua de sí mismo que Pompeyo quiso dejar en el templo de Jerusalén, fuera el comienzo de una serie de rebeliones que terminaron con la expulsión de los judíos de esa ciudad.

    El cristianismo, en apariencia de manera menos radical, le deja al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios, pero se opone a la pena de muerte, a la guerra o a la especulación financiera, los cimientos del poder del César. Se opone, pero puede o debe soportarlo. Puede el cristiano, después de cuatro siglos de negociación con la pureza inicial de su doctrina, ser centurión, cobrador de impuestos y hasta emperador, pero debe saber que todas esas tareas son impuras, pesadas cargas que tiene que redimir.

    Visto así, el poder es algo que se aguanta, que se prueba, pero de lo que de algún modo hay que hacerse perdonar. La impotencia de Dios Padre, la de no poder salvar a su Hijo, y la de Dios Hijo, de no salvarse a sí mismo, es el dogma central de todas las formas de cristianismo. Esa impotencia es la que le permite vencer al único y definitivo poder: el de la muerte. Vencerlo no a través del desafío, sino del desprecio. (Algo que comparte con el budismo, el taoísmo y el pensamiento estoico).

    La igualdad —y esto el cristianismo lo descubrió muy temprano— no se puede imponer por decreto, como lo creía el comunismo (o socialismo real). Para corregir la desigualdad de las fortunas y los talentos, se necesita que los poderosos renuncien a parte de su poder y que los impotentes consigan parte de ese poder. Ese delta que se consigue no es fruto solo de la coerción, de la vigilancia o del castigo, sino del goce y hasta del alivio.

    Es lo que, por lo demás, les reprochará Nietzsche a los cristianos: su relación hipócrita con el poder, que fue la que permitió que la unión de los débiles acabara con la singularidad de los fuertes. No podía dejar de ver en ella, sin embargo, una genial estrategia de poder. Al negarse a tomar todo el poder, pero sin negarse radicalmente a asumir sus costos y responsabilidades, el cristianismo consiguió vencer al Imperio romano por dentro. Lo logró porque entendió que una gran mayoría silenciosa prefería vivir a vencer, prefería permanecer a prevalecer, porque hay algo íntimamente necesario, incluso natural, en renunciar al poder y quedarse con el justo para tener una vida digna.

    La izquierda, en toda su diversidad y complejidad, puede tener muchos padres distintos, pero sabe que tiene una sola madre: el cristianismo (religión que desactiva el poder al negar que su atractivo sea inevitable).

    La igualdad —y esto el cristianismo lo descubrió muy temprano— no se puede imponer por decreto, como lo creía el comunismo (o socialismo real). Para corregir la desigualdad de las fortunas y los talentos, se necesita que los poderosos renuncien a parte de su poder y que los impotentes consigan parte de ese poder. Ese delta que se consigue no es fruto solo de la coerción, de la vigilancia o del castigo, sino del goce y hasta del alivio. En la vieja teología, el avaro, el lujurioso y el orgulloso no son solo pecadores que hay que reprimir, sino seres que hay que compadecer. En castellano, a los avaros se los llama “miserables”.

    Que la utopía de la justicia social o la del reino de Dios nunca se hayan cumplido del todo, no nos autoriza a pensar lo opuesto: que la injusticia como sistema y el atropello como regla, sean el único destino posible para los seres humanos. La historia puede leerse desde los excesos que llevan a la humanidad siempre al borde de su extinción, o desde la cordura que ha permitido las nada despreciables mejoras materiales y espirituales. Por cierto, no faltan ejemplos de personas y personalidades a quienes ningún poder ni riqueza sacian. La Revolución francesa creó a Napoleón y la rusa, a Stalin. La perversión del pensamiento posmoderno, que busca apoyo tanto en una versión adelgazada y exagerada de Foucault como en el más vulgar darwinismo social, como nos recuerda Susan Neiman, está en la idea de que estas excepciones son la regla, es decir, que todos seríamos Trump si nos dieran espacio para serlo. El poder hace que la pornografía, la exhibición excesiva de los órganos genitales, sea el único erotismo posible.

    Ante la idea de que el poder es inevitablemente atractivo, a la nueva izquierda no le quedaría otra que socializar la orgía. El terrorista que mata sin piedad a los turistas en la terraza de un café, el que irrumpe en un festival de música electrónica, tiene, por un minuto o dos, todo el poder. Como también lo tiene el que quema el Metro o destroza una estatua o se toma la plaza central de una ciudad. Vive el poder, pero al mismo tiempo lo pierde, porque, carente de cualquier estrategia a corto o mediano plazo, su destino no puede ser otro que el de ser abatido, reprimido, neutralizado por la policía. El poder establecido, el poder económico o político, vive por un minuto el vértigo de ser desafiado, pero a la postre logra fácilmente, gracias a esos gestos performáticos, identificar las células de descontento y destrozar, con sorprendente facilidad, sin excusa moral, eso que Foucault llamó, de modo también equívoco, la resistencia.

    La potencia de esta retórica del poder es tal que, cuando alguien se opone a su fuerza, esta se ve renovada, redoblada, confirmada. El antipoder adora el poder, como el antifascismo adora el fascismo. Sin embargo, sigue habiendo otra manera más radical y al mismo tiempo tranquila de oponerse al poder: recordarle lo viejo, aburrido y torpe que es. Y lo tremendamente banal que resulta mandar, y lo agotador que resulta dominar, y lo cómodo que puede resultar que un imbécil quiera hacerse cargo del paseo de fin de año, las cuentas del comité paritario, los horarios del regimiento. La mejor manera de rebelarse contra los grandes del mundo es recordarles que solo por piedad ante su pequeñez les concedemos algo de grandeza. Pero que esta grandeza sigue siendo una ilusión, como otra cualquiera. Luis XIV murió porque sus doctores no se atrevieron a cortarle su pierna gangrenada. En su cama de moribundo rogó que le quitaran el miembro podrido, pero no le hicieron caso. Es difícil imaginar menos poder.

  161. La luna romana

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    Mamá —preguntaba un niño romano, en un libro cómico del siglo III—, ¿tienen otras ciudades una luna tan grande como la nuestra?”.

    De este pequeño fragmento se deduce que Roma ejercía una especie de soberbia grandeza. Donde convivían hermetismo y erudición, con formas decadentes y corruptas que llevarán a los moralistas medievales a imaginar en ella una Babel o una Sodoma. Sin embargo, los notables romanos nunca fueron ciegos a esta oposición. Comparar el desorden de Roma con la sencillez del campo fue un tópico literario muy temprano; el poeta Horacio pregunta en su carta a Floro: “¿Sigues suponiendo que hoy en Roma / alguien podría componer poemas / entre tantos trabajos y desvelos?”, y enumera: “Un furioso contratista / urge a un mozo de mulas; una grúa / levanta aquí una viga, acá una piedra; / un lúgubre cortejo funerario / avanza trabajosamente; allí / corre una cerda, allá una perra ladra”.

    Esta descripción, que se anticipa a la del mundanal ruido, este afable llamado a la sencillez, llena las epístolas que Horacio publicó en dos volúmenes, separados por siete años, en 20 y 13 a. C. Ambos fueron editados en Chile por Ediciones Tácitas, con una prolífica traducción en endecasílabos de Juan Cristóbal Romero, bajo el nombre de Epístolas, volumen que contempla, además, la ya publicada traducción del Arte poética de Horacio, por la misma editorial.

    Horacio se muestra como este lúcido hombre retirado, que alcanza una claridad a caballo entre la melancolía y la iluminación. Un sentimiento muy romano, por cómo implica una emancipación casi total de las lógicas sociales del imperio: donde todos sus miembros, siempre, dependen o prestan tributo a un superior directo o supuesto. Un aparato de modales rígido, según Paul Veyne, muy fértil para los temas satíricos de la poesía latina, de los que algunas epístolas no están exentas. Horacio alcanza, entonces, el mayor prestigio al que un ciudadano romano puede aspirar: el ocio. “No cambio mi ocio libre por el oro de Arabia”, escribe en su epístola a Mecenas. Una ociosidad loable, que se disfraza de virtud cartuja o franciscana, pero que en la práctica se refiere a la vida del poeta en una mansión de varias hectáreas —con varios esclavos—, cerca de la actual Trípoli, en una mansión entregada por el mismo Mecenas.

    El tono epistolar de Horacio es expresivo y muy rico. Escribe, generalmente, hacia la ciudad —hacia esa grande y lejana luna romana—, mezclando la añoranza con una memoria que deja de ser solo personal, la distancia física se convierte en una distancia emotiva, algunas veces madura, otras, casi rendida, nostálgica. (…) Aun hoy, cuando las comunicaciones son potenciales y monstruosas, este libro parece iluminarlas del modo más justo y humano.

    Esta forma oblicua de referirse a otro, de ocultar más que de revelar, debe entenderse como un conducto hacia los más brillantes temas de la poesía latina. Hay que entender, por ejemplo, que cuando Marcial se burla de un porquero, en realidad se burla de un gran transportista de animales; cuando Juvenal acusa de lascivo a un jardinero, en realidad acusa a un importante agricultor. Son distintos juegos de la inteligencia romana, que no deben juzgarse verdaderos o falsos. La genialidad de las Epístolas está ahí, embellecen al máximo un lenguaje común, fraterno; intercalan lo interior y lo exterior, lo más importante entre lo insignificante. El hecho noticioso en las cartas también parece atmosférico, como si aportara en algo al espíritu didáctico con que escribe Horacio a sus interlocutores, al final de su carta a Iccio escribe: “Y si quieres saber cómo está Roma, / por fin Agripa sometió a Cantabria; / Claudio Nerón entró en Armenio; Fraates, / Arrodillándose, aceptó la ley / Y el imperio de César. La Abundancia / Ha vertido su cuerno sobre Italia”.

    Este libro cuenta con las 22 epístolas que Horacio envió a 18 interlocutores distintos. Y ese es un último detalle, aunque obvio, que se debe mencionar: son textos dirigidos a destinatarios reales, que se relacionaban o relacionaron de maneras distintas con el poeta. El tono epistolar de Horacio es expresivo y muy rico. Escribe, generalmente, hacia la ciudad —hacia esa grande y lejana luna romana—, mezclando la añoranza con una memoria que deja de ser solo personal, la distancia física se convierte en una distancia emotiva, algunas veces madura, otras, casi rendida, nostálgica. Este tono actualiza el texto, y lo ha hecho por muchos siglos. Dante reconoce a Horacio por sus epístolas, y vemos sus ecos en el Siglo de Oro y en el Romanticismo. Aun hoy, cuando las comunicaciones son potenciales y monstruosas, este libro parece iluminarlas del modo más justo y humano.

     


    Epístolas, Horacio, Tácitas, 2022, 190 páginas, $10.800.

  162. Una novela inútil (o cómo crear un prodigio)

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    Tomarse una escuela en la novela de Héctor Hoyos Los iluminados es la pequeña épica de resistencia de jóvenes de 15 años de una “furibunda pubertad”. Se masturban y se desean, huelen terrible (“tienen olor a indigente, que es olor a santidad”) y leen mucho y a su conveniencia. Pero tomarse la escuela en esta novela es también una aventura trascendental, de búsqueda, posesión y defensa de la Verdad, así con mayúscula, tan metafísica y definitiva como puede ser ella. “Nosotros los iluminados no vemos las cosas como parecen, sino como son”, reza el lema de la secta.

    La historia tiene rasgos de obra clásica: se ciñe a la unidad de tiempo aristotélica, es decir, ocurre en un solo día, el primer día de escuela del Nuevo, protagonista y narrador; y también se ajusta a la unidad de espacio, porque su geografía se comprime al colegio de curas, entre las salas de clase y el teatro, la cafetería y los pasillos. La unidad de tiempo y espacio, sin embargo, lejos de dar verosimilitud a la fábula, provee de un tono surreal, excesivo, que se potencia con una serie de relatos contenidos en los cuadernos de otros iluminados, cuya lectura permite la transformación del protagonista: “Me supe profeta del pasado, porque en rigor solo había vivido un día, aunque los hubiera vivido todos en sus palabras”.

    La estructura clásica de la novela, junto con las pretensiones metafísicas de la secta, cristalizan en una celebración de lo literario como pérdida de tiempo y derroche de energía, aspectos tan escasamente abordados en estos días en que las autoficciones y los mundos distópicos parecieran llenar todos los checkboxes del pensamiento crítico. Esta es una novela inútil, de ahí su prodigio.

    La suma condensada de experiencias, junto con el poder ver las cosas como son, hacen de ese día una suerte de Aleph en el que se resumen no todos, pero sí muchos puntos del conocimiento. Los jóvenes son unos sabelotodo y, por lo mismo, su palabra es rotunda y sabia, testaruda y definitiva, como fuimos todos a esa edad. El Nuevo, por ser nuevo y por vivir el proceso de conversión frente a nuestros ojos, es el narrador ideal para ir develando la Verdad a partir de datos de lo material (cuadernos, apuntes, un dibujo en un escritorio) y para narrar la toma y la defensa del colegio, que, a su vez, busca ser recuperado por un grupo antimotines.

    La estructura clásica de la novela, junto con las pretensiones metafísicas de la secta, cristalizan en una celebración de lo literario como pérdida de tiempo y derroche de energía, aspectos tan escasamente abordados en estos días en que las autoficciones y los mundos distópicos parecieran llenar todos los checkboxes del pensamiento crítico.

    Algo de patafísica a la manera de Alfred Jarry hay en la iluminación. Como en “la ciencia de las soluciones imaginarias”, del Doctor Faustroll, hay un trabajo científico, epistemológico y también poético. Del trabajo poético, vemos el vaciado de significado de algunos signos y de su vuelta a llenarse. Un buen ejemplo es Hermosa Cindy, el osito de peluche de una niña que con el avance del día se va transformando en “todo aquello que nos rodea, que sigue igual cuando cambia lo No Hermosa Cindy. De esas dos sustancias está hecho el cosmos. Lo que dura y lo que no”. Hermosa Cindy deviene en espacio privado, cuarto propio o un objeto que permite restablecer una conexión con la historia íntima, algo que podemos llamar hogar.

    En tanto ciencia, el método experimental guía a los iluminados por “la senda de la verdad de los objetos y sus usos”. Vemos comprobarse hipótesis improbables, una urgencia por leer los signos de la realidad desde otro ángulo y, por supuesto, deducir las reglas que están detrás de las excepciones. Todo, con un tono un poco sagrado y un poco ridículo. “Quiero saber cómo se distinguen resurrección de la carne y disolución en azúcar. Si quiere empiece por los parecidos”, dice el Nuevo al cura rector, en la contundente y fantástica disputa teológica que sostienen. En esa conversación, sabemos que Hermosa Cindy es quizás la relación aurática que tenemos con el mundo material.

    Al tomarse la escuela, los iluminados van al encuentro de la Historia, y al igual que el doctor Faustroll, su misión no es solo sátira. Ellos sí tienen poder. ¡Y razón! Es la voz de la juventud que se va deconstruyendo, como debiéramos hacerlo todos, porque para ver “no hace falta sino tiempo y desarme”, deshacer la personalidad como se va deshojando una cebolla, o sacarnos las sotanas como si fueran pelucas.

     


    Los iluminados, Héctor Hoyos, Tusquets, 2022, 212 páginas, $22.340.

  163. Libros desubicados

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    Llamo “desubicados” a los libros que aparecen en ediciones imprevistas y constituyen por eso mismo una sorpresa. Una vez, por ejemplo, descubrí un libro que buscaba hace tiempo en una consulta médica, bajo una pila de revistas y folletos promocionales. Era la Historia del tratamiento de la melancolía desde los orígenes hasta 1900, de Jean Starobinski, que había sido publicado en 1962 por el laboratorio Geigy para promover un antidepresivo, el Tofranil, del que venía una propaganda pegada entre las páginas. Ahora el libro forma parte de La tinta de la melancolía (2012), que reúne la totalidad de los ensayos del historiador de las ideas helvético sobre las afecciones y las representaciones de la bilis negra, de la que la depresión, dicen, sería una variante deslavada y posmoderna.

    Otro libro desubicado es uno reeditado hace poco: La sobrevivencia de Chile, de Rafael Elizalde Mac-Clure, que fue rescatado por la editorial Saposcat de una publicación del Ministerio de Agricultura de los años 1958/1970 y es un libro pionero de los estudios ambientalistas en Chile, aunque fuera concebido originalmente como un informe técnico. Con una prosa elegante, el autor desarrolla una tristísima historia ambiental del país, convocando para ello el testimonio de cronistas, naturalistas, poetas e historiadores.

    Último ejemplo y con este me quedo: las conversaciones de Nicanor Parra con René de Costa, publicadas en 2016 por el Banco del Estado en una edición de lujo y fuera de comercio, por lo que muy pocos, como he podido comprobar, saben de su existencia.

    Las conversaciones tuvieron lugar en Chicago, el año 1987; fueron transcritas por el poeta Adán Méndez, editadas por Andrés Braithwaite, y suman algo más de 300 páginas, en las que se abunda sobre los orígenes, los presupuestos estéticos y la evolución de la “antipoesía”, que cambió para siempre el curso de la poesía chilena. Parra, a sus 73 años, está sin duda en su mejor momento, con la suficiente madurez artística e intelectual como para dar cuenta de todos los matices de su poética, y sobresale en particular la inteligencia con que reflexiona sobre los aspectos formales de cada uno de sus libros o la manera en que se posiciona respecto de los grandes poetas que lo precedieron. Ni Huidobro, Mistral o De Rokha parecen ser un problema, pero el asunto se vuelve dramático tratándose de Neruda, que es invocado una y otra vez como una suerte de rival y amigo al mismo tiempo. Es a todas luces una relación neurótica, atravesada por un conflicto de ambivalencia, un caso paradigmático de lo que Harold Bloom llamó la “angustia de las influencias”. En un momento, por ejemplo, Parra advierte que un antipoeta debe cuidarse ante todo de no repetir las cosas de Neruda, pero antes ha dicho que la antipoesía no es más que una síntesis entre dos dimensiones contrapuestas: la lúdica de Huidobro y la dolorosa del poeta de Isla Negra.

    El hablante lírico de Parra, en todo caso, siempre fue un neurótico, pero en este libro da un paso más y declara que la antipoesía misma debe entenderse como un “síntoma neurótico”. La explicación es la siguiente: algunos años antes de escribir Poemas y antipoemas, Parra habría sufrido un severo episodio de afonía y tartamudez, del que solo lograría curarse recurriendo al psicoanálisis y, después, a la escritura. Era un síntoma, dice, de que no podía hablar como un poeta establecido, de que el lenguaje hacía crisis y necesitaba inventar un discurso nuevo. En otras palabras, la antipoesía no fue en primer lugar el resultado de una iluminación literaria, sino de una crisis psicológica, una tortuosa transformación de una imposibilidad de hablar en una posibilidad de decir, y decir además como nunca antes.

    El libro de Parra y el de Lihn coinciden (…) en que fueron concebidos en Estados Unidos, mientras ambos eran poetas residentes y los entrevistadores, académicos universitarios de la Universidad de Chicago y Nueva York, respectivamente. Hoy a los académicos se les exige que escriban papers —la forma más triste de producción intelectual: no los lee casi nadie— y no creo que tengan tiempo para concertar, transcribir y editar horas de conversaciones, que es donde mejor puede captarse lo que antes se llamaba el ‘pensamiento vivo’ de un creador o creadora.

    El libro contiene varias otras ideas reveladoras y es tan ameno como cualquier otro de conversaciones con un artista de genio. Existen, dice por ejemplo Parra, dos tipos de poesía: la “ontológica”, que tiene que ver con el Ser, y la “lógica”, que tiene que ver con el Logos, y si bien la tradición occidental ha privilegiado la segunda, es la primera la importante. Un poema como “Soliloquio del individuo”, en este sentido, no sería en primer lugar un evento de lenguaje, sino una sonda lanzada hacia lo más profundo de la realidad moderna.

    Otra idea reveladora: la antipoesía no es poesía personal, sino poesía social o pública, porque aspira a ser expresión de la voz de la tribu, pero también de su conciencia y sus problemas, como la crisis ecológica o la amenaza de la supervivencia del ser humano en el planeta, que sería, según Parra, el “archiproblema” de nuestro tiempo y el único del que debiese ocuparse un poeta. Por esta época, habría que recordar, la antipoesía ya se había transformado en “ecopoesía”, por lo que no es raro que este tema vuelva varias veces en el libro. La definición de Parra del ecologismo, por otra parte, es hermosa y dan ganas de suscribirla: “Un movimiento socioeconómico basado en la idea de armonía de la especie con su medio, que lucha por una vida lúdica, creativa, igualitaria, pluralista, libre de explotación y basada en la comunicación y colaboración de las personas”.

    Reviso en mi biblioteca los libros de conversaciones con artistas chilenos que poseo y descubro que no son muchos, pero imagino de todos modos un listado de los mejores en el que figurarían estas conversaciones, pero también las de Matta con Eduardo Carrasco (Matta. Conversaciones, 1982) y las de Lihn con Pedro Lastra (Conversaciones con Enrique Lihn, 1980). Lo que emparenta a todos estos libros es, además de la calidad del diálogo, que avanza con fluidez entre las preguntas y las respuestas, la constatación de que las obras discutidas se asientan en una poética, esto es, en una intelección profunda de los principios estéticos y filosóficos que las sustentan.

    El libro de Parra y el de Lihn coinciden, además, en que fueron concebidos en Estados Unidos, mientras ambos eran poetas residentes y los entrevistadores, académicos universitarios de la Universidad de Chicago y Nueva York, respectivamente. Hoy a los académicos se les exige que escriban papers —la forma más triste de producción intelectual: no los lee casi nadie— y no creo que tengan tiempo para concertar, transcribir y editar horas de conversaciones, que es donde mejor puede captarse lo que antes se llamaba el “pensamiento vivo” de un creador o creadora. Tal vez por eso mismo las conversaciones se han vuelto ahora último un tanto escasas, y un signo de esa escasez podría ser la proliferación de esos libros que simulan una conversación, pero que en verdad son un montaje de declaraciones extractadas de muchas entrevistas. Es una forma ingeniosa, pero faltan las preguntas y los comentarios del entrevistador, el juego dialéctico, sin el cual no puede existir el diálogo, ese examen de la verdad que inventara Sócrates y que perfeccionaran otros. Del mismo Parra existe uno de estos libros, se llama Chanchullos. Vale la pena leerlo, pero habría que tener en cuenta que la mente de un artista está hecha también de dudas, titubeos o lagunas, y es un tanto artificioso reducirla a una colección de máximas, frases rotundas o agudezas.

  164. Heredia

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    Una de las mejores habilidades de Heredia es escuchar el susurro de Santiago. Protagonista de una saga que lleva casi 40 años y que se compone de 20 novelas policiales (la primera, La ciudad está triste, es de 1987, y la última, Dejaré de pensar en el mañana, fue lanzada hace un par de meses), el detective creado por Ramón Díaz Eterovic es un testigo insomne de lo que se pierde y permanece en la urbe chilena durante aquel período.

    En todas esas aventuras hay un relato íntimo de nuestro último medio siglo, muchas veces narrado como si fuese una historia de las calles del país. Huérfano, Heredia alguna vez estudió Derecho y no podemos entenderlo sino como el sobreviviente de varios mundos perdidos. La violencia no le es ajena, lo mismo que el abandono. Cada caso que le toca le sirve para escuchar las historias de los otros (los desposeídos, las víctimas del sistema, los olvidados y barridos por el vértigo de la modernización chilena), porque en ellas quizás está cifrada la suya. Mientras, lee a los autores de la Generación del 38; a Luis Cornejo, a Juan Carreño. En esa biblioteca están también Jorge Teillier, Rolando Cárdenas y los fantasmas de la Unión Chica y la noche capitalina. Así, novela tras novela, Heredia aguanta. Habla con su gato (el que por cierto, se llama Simenon) que es un avatar de su propia conciencia. Por eso consigna lugares, rostros, direcciones. En sus aventuras, los hipódromos y las casas de apuestas, los toples y los conventillos, las galerías de caracol y los restoranes olvidados, aparecen como puntos de un mapa de una ciudad donde se presenta como un narrador melancólico o escéptico respecto de sus transformaciones. El peso de la memoria es la conciencia de lo perdido, y lo aplasta a veces. Mientras, el lector ve cómo envejece, cómo se rompe.

    Por eso sus aventuras más conmovedoras son las más tristes, pues Heredia, antes que detective, se presenta más bien como un flâneur, un paseante que cruza la ciudad para recordarla porque vive para inventarla. En las portadas de las ediciones de LOM, Gonzalo Martínez lo dibuja como si estuviera ensayando la visualidad posible del noir chileno, pero también el realismo urbano que propone la literatura de Díaz Eterovic.

    Entre esos libros destaca Ángeles y solitarios, la cuarta novela de Heredia, que fue publicada en 1996 y que despliega una trama que contiene traficantes de armas, policías viejos y agentes de seguridad de Pinochet retirados. El centro de Santiago brilla como paisaje literario. En el relato, más allá de la trama y sus conspiraciones, lo que importa es el clima de época, que corresponde al de la calle Aillavilú donde Heredia tiene su oficina, al de los bordes del Mapocho y las galerías de Banderas, los locales de apuestas y los quioscos de diarios donde aún existe el papel. No debe extrañar que la escena más conmovedora sea una persecución en el Mercado Central. Se trata de un momento clave en la narrativa policial chilena y en ella Heredia ve cómo matan a Solís, un tira viejo que es su amigo.

    Leemos: “Baeza sacó su pistola y esgrimiéndola en una suerte de abanico, apuntó con ella a los cargadores. Estos se detuvieron a la espera de los próximos movimientos de los asesinos. Luego todo ocurrió de prisa. Baeza disparó a los pies de los cargadores, y aprovechando la confusión, huyó con sus acompañantes hacia la salida del mercado. Me senté en el suelo humedecido y respiré tan hondo como me lo permitieron mis agitados pulmones. La sangre manchaba mi camisa. Miré hacia los puestos y la imagen de un congrio desollado me pareció el reflejo de mi propia situación. Deseaba estar lejos, evitar las preguntas y abrazarme al cuerpo de Griseta. Tres anhelos inútiles, porque el recuerdo de Solís, maltratado y moribundo, era más poderoso que mis ganas de huir. Los cargadores se acercaron y uno de ellos me pasó un estropajo para que limpiara mi rostro”.

    Gracias a momentos como éste el policial local encuentra su propia lengua en la voz quebrada de Heredia. Díaz Eterovic escucha a la ciudad y hace que esta le corresponda con una poesía violenta y triste. Con eso, convierte a la ficción en un paisaje sentimental; que es el de un país de ciudadanos habitados por la melancolía y la rabia; un país de fuentes de soda, de exiliados que no vuelven a ninguna parte; de viejas canciones que rebotan en el gesto de la sombra.

  165. Tinta china

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    La noticia fue hace días, pero en otra escala, es algo cotidiano. Una turista, en este caso holandesa, sufre un cobro abusivo al tomar un taxi desde el aeropuerto al hotel. Las circunstancias son confusas y no hay mayores testigos. Ella no habla el idioma, es una jubilada o una jovencita incauta, y él controla la situación con las dos manos sobre el volante. En el portal de radio Biobío denuncian que le cobraron siete mil dólares. ¡Siete mil dólares! Más que un cobro abusivo, habría que precisar si esto se trata de una estafa, un robo o un violento asalto.

    ¿Pero hubo violencia?

    Cómo saberlo… La denuncia, en rigor, la difunde en televisión otro taxista, sobre un supuesto taxi ilegal, en medio de un punto de prensa para el lanzamiento del programa de Fiscalización del Ministerio de Transportes. La noticia, tal vez, puede ser fake, es decir, fingida: no tener asidero o tratarse de una exageración. Sin juzgar a nadie, se ha perdido todo sentido de las proporciones. Sin embargo, lo que es un hecho en ambos casos, tiene relación con esa extraña capacidad que tienen algunos taxistas para convencernos de que lo que opinan es cierto.

    Justo antes de un viaje de pesca, recuerdo haber coincidido con un antiguo buzo táctico que trabajó soldando en las bases de las torres de descarga en la refinería de Quintero. Manejaba un taxi desde que se había perforado el tímpano, después de 25 años de trabajo submarino. En sus palabras, en torno a esos pilares industriales, la escoria mineral hace brillar el fondo, más temperado por los ductos, congregando especies exóticas de peces curiosos que no se encuentran ni en las cavernas volcánicas de Isla de Pascua ni en los arrecifes de Juan Fernández. Maravillas en la zona de sacrificio.

    No pasa nada si un pescador le rompe el cuello a la trucha antes de echarla al cesto o si la trucha muere por un hongo que le repta por el cuerpo, como si fueran hormigas de color azucarado, hasta que la trucha cae en el azucarero de la muerte”, escribe Richard Brautigan en La pesca de la trucha en América. “No pasa nada si la trucha queda atrapada en una poza que se seca a finales del verano o si la atrapan las garras de un ave o las zarpas de un animal. (…) Cualquiera de estas situaciones forma parte del orden natural de la muerte, pero que una trucha muera por un trago de oporto… eso ya es otra cosa”.

    Cuando debo ir a un aeropuerto, trato de no tomar un taxi directamente de la calle. Pido a través de una aplicación o llamo a un viejo conocido si nadie puede llevarme. En la ansiedad de la víspera, prefiero evitar improvisaciones. La certeza de dejar atrás, pero sobre todo, la impotencia ante lo que pueda suceder hasta que regrese, me sitúa en un espacio vulnerable donde pocas veces pienso en lo bueno que me espera. Ese traslado antes de empezar un viaje es el primer momento del despegue.

    Seguro, esa predisposición sea perceptible por alguna clase de instinto de preservación. Por eso evito conversar desde el primer momento. No todos los peces son atraídos por los mismos anzuelos. Con tiburones sensibles a la oportunidad, cualquier descuido conduce a una conversación indeclinable.

    Lo más fácil es construir un enemigo. Es la manera lo que tuerce las cosas. La última vez en Buenos Aires, me vi en la calle con maletas, atrasado y sin batería en el celular. Ni siquiera los taxistas han salido indemnes al nuevo orden, con Uber o Cabify como principal amenaza. Son otra especie en peligro de extinción.

    Lo vi tomando un café en la esquina de Bulnes y Humahuaca. Se acercó a un auto estacionado a media cuadra, con el diario bajo el brazo. Al tomar la calle y llegar a la esquina resultó que manejaba un taxi. Se acercó lento, aunque me había visto urgido. Mientras terminaba su café, yo cambiaba de una esquina a la otra mirando nervioso por si venía algo.

    Cuando debo ir a un aeropuerto, trato de no tomar un taxi directamente de la calle. Pido a través de una aplicación o llamo a un viejo conocido si nadie puede llevarme. En la ansiedad de la víspera, prefiero evitar improvisaciones. La certeza de dejar atrás, pero sobre todo, la impotencia ante lo que pueda suceder hasta que regrese, me sitúa en un espacio vulnerable donde pocas veces pienso en lo bueno que me espera. Ese traslado antes de empezar un viaje es el primer momento del despegue.

    ¿Me angustiaba tanto perder el vuelo? ¿O era la idea de volver? Los errores se presienten. En cada detención, sus ojos clavados en el retrovisor me censuraban con una mirada severa. Aunque yo no decía nada. Tal vez, porque no asentía. Su intención era simplemente que consintiera con su convencimiento.

    Te digo, yo no tengo nada contra las prostitutas y los negros.

    Durante todo el camino, fue alumbrando zonas de la ciudad que se alejaban de los aviones. Discurría categórico y moralizante, pontificando certidumbres. Y en cada frase sobre la rectitud, se abría un flanco sinuoso para la duda donde asomaba una ambigüedad perturbadora, una inconsistencia amenazante, un evidente sobrentendido, como si en cada desvío o semáforo existiera la posibilidad de que doblara en el sentido contrario, y lejos de embarcar en la puerta de Salidas, el viaje acabara con mi cuerpo abandonado en un eriazo cerca de Aeroparque.

    Más allá de la caricatura, la realidad es que generalmente no sucede mucho. La mayoría de las veces, coincidimos con un chofer confiable que nos devolvería la billetera. Si además es mujer, algo todavía excepcional, resulta lógico ponerse en el lugar de ellas. ¿Cuánta charla inútil deberán de tolerar mudas? ¿Cuántas fantasías tácitas tendrán que soportar a sus espaldas?

    Cuando se trata de ir al aeropuerto, la disposición al viaje es distinta. El viajero se siente especial, es propenso a hablar más de la cuenta. Y de eso es consciente el conductor, sobre todo el que se ha especializado en ese trayecto. Hace una semana, un taxista me preguntó rumbo a Barajas:

    ¿Sabe de dónde viene la tinta china? —guardé silencio ante el cazabobos, eludí el espejo mirando el celular, pero se trataba de una pregunta retórica—. De una vaina que solo se encuentra en Ecuador…

    Suspendido en la repetición de ese trayecto, no es extraño que el chofer recuerde todos los caminos que lo han llevado hasta esa cabina. Tal vez sea en ese extraño espacio común donde radique el origen del malentendido. Será que en estos tiempos prevalecen nuestras diferencias antes que los asuntos comunes.

    Paul Schrader cuenta que fue en el hospital cuando comprendió el poderoso alcance de la metáfora de Taxi Driver: “Este ataúd amarillo, rectangular, de metal, flotando a través de las alcantarillas abiertas de una metrópolis. Y dentro de ese ataúd está atrapado un joven. Parece que está rodeado de vida, pero en realidad está absolutamente solo”.

    En la íntima coincidencia de ese espacio, como un siquiatra trasnochado en su diván hablando consigo mismo, el conductor escucha complacido su propia historia; solo, imaginariamente solo, indiferente a ese otro pasajero que, en el fondo, siempre es el mismo.

     

    Imagen de portada: Aeropuerto de Barajas, Madrid.

  166. Una ventolera que no se deja escribir

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    Tal vez sea este un tiempo propicio para ese género movedizo, incierto, digresivo, exploratorio, cambiante, irónico, emotivo, ligero, cálido y suspicaz, penetrante y sutil, claro y misterioso que es el ensayo: cercano al poema en lo que tiene de intuitivo y de cuidado por cada palabra y sus formas de caer, y próximo a la narrativa en lo que tiene de relatos y escenas, también lo es a las reflexiones filosóficas en lo que tiene de pensamiento abierto, que se enfrenta al estar en el mundo, al mundo mismo y al hecho de estar, aunque lo haga sin exhaustividad ni grandes tutelas.

    No tiene método el ensayo, o su método es abrirse paso. Es más trayecto que proyecto, una forma de estar y seguir. Más que con ideas, se construye con pensamientos que no es necesario sostener por los cuatro costados, puesto que, como decía Carlos Martínez Rivas, “se despiertan en el día y se marchitan en la noche”. Lo que hace el ensayo es exponer la existencia de los pensamientos y sus huellas, su germinación y su olor a raíz y tierra fresca. También insinúa sus brotes.

    Los tiempos demandan o añoran la libertad y soltura del ensayo. Su calor y su risa. Jean Starobinski, en “¿Es posible definir el ensayo?”, sostiene que es el género más libre y que “solo un hombre libre o liberado puede inquirir e ignorar”, que sería lo propio del ensayo. Por eso no anda bien en tiempos de ideas cerradas. “Los regímenes serviles prohíben inquirir e ignorar o, al menos, reducen estas actitudes a la clandestinidad… Intentan imponer a todos un discurso sin fallas y seguro de sí, que nada tiene que ver con el ensayo. La incertidumbre es, a sus ojos, un indicio sospechoso”. Y el ensayo es, justamente, un discurso con fallas, o más exactamente, un discurso que porque falla existe, falla y se mueve, tuerce el andar una y otra vez, abre caminos, va y viene. Y a veces ni siquiera va, surge pegado en algo y ahí se queda, sin por eso agotarlo. No se atrapa, no demuestra.

    Uno de los ensayos más lindos del mundo es el “Elogio del aburrimiento”, de Joseph Brodsky, una conferencia que les da a unos graduados universitarios estadounidenses y que parte con una serie de consideraciones sobre el tedio como “una ventana a la infinitud del tiempo o, lo que es lo mismo, a nuestra propia insignificancia en él”, y termina volviéndose una tenaz defensa de la pasión: “Somos intrascendentes porque somos finitos. Pero cuanto más finito es algo, más cargado viene de vida, de emociones, de goce, de miedos, de compasión”.

    Todo ensayo puede tomar cualquier forma; es la encarnación de un cierto espíritu —una meditación libre— que puede darse con ocasión de diversas circunstancias: así como ese de Brodsky es una charla, lo mismo que La inteligencia de Henri Bergson y tantos más, otros se dan en la columna (sería el caso de Roberto Merino o María Moreno), en el discurso fúnebre, en la carta abierta (Thomas Bernhard, Armando Uribe), en la correspondencia privada (Virginia Woolf, Rosa Luxemburgo), incluso en el poema de circunstancia (como los discursos de sobremesa de Nicanor Parra, que a todas luces son una forma del ensayo, de la cual, dicho sea de paso, se descuelgan los “discursos insufribles” de Roberto Bolaño, notables casos de ensayística enfática, lo que podría parecer una paradoja, y quizás lo sea).

    El ensayo no sofoca, indaga y airea. Pero tampoco es un puro dudar y especular. Se celebra mucho que tales y cuales libros estén (supuestamente) más hechos de preguntas que de respuestas. ¡Pero también queremos respuestas! Ciertamente, la pregunta que abre tiene mejor reputación que la respuesta que cierra.

    Está en las antípodas del tratado. Lo sabía Diderot: “Prefiero el ensayo al tratado: un ensayo que me arroja ideas geniales casi aisladas, que un tratado en que esos gérmenes preciosos acaban sofocados bajo el peso de las reiteraciones”. El ensayo no sofoca, indaga y airea. Pero tampoco es un puro dudar y especular. Se celebra mucho que tales y cuales libros estén (supuestamente) más hechos de preguntas que de respuestas. ¡Pero también queremos respuestas! Ciertamente, la pregunta que abre tiene mejor reputación que la respuesta que cierra. Pero puesto así es un simple cliché, pues asume que toda respuesta cierra y las mejores respuestas más bien abren, multiplican las preguntas o los horizontes: traen amistosamente una idea, sentido o proposición desafiante.

    Un buen ensayo está hecho de respuestas, solo que no definitivas. Nada lo es, salvo que morimos. Eso el ensayo lo sabe bien. Y sin remilgos tantea en la niebla. “Se puede hablar de forma poco clara sobre aquello que no ilumina la luz del lenguaje claro. Y el enigma existe”, escribe en Levantar la mano sobre uno mismo Jean Améry, contrariando al primer Wittgenstein, y sus palabras pueden tomarse para avizorar los senderos por donde se mueve la mejor escritura ensayística, desde los escritos filosóficos de Nietzsche o de Kierkegaard hasta las reflexiones tan claras como enigmáticas y enérgicas de Natalia Ginzburg o César Aira.

    Y si bien el ensayo —el género que se piensa a sí mismo con más denuedo, como lo refrenda ahora Brian Dillon en Ensayismo— es de contornos difusos, vecino de muchas escrituras (la narrativa, la poética, la periodística, la crítica, la espiritual, la epistolar), es en última instancia un género distinguible. Fino lo establece Cynthia Ozick en “Ella: retrato del ensayo como cuerpo tibio”, donde lo diferencia de los escritos funcionarios, como el artículo, que “tiene la ventaja temporaria que le otorga el calor social, un tema caliente aquí y ahora”, mientras que “el calor de un ensayo es interior… desafía su propia fecha de nacimiento y la nuestra”. Es amplio como el mundo y puede por tanto ser el espacio de sendas cavilaciones, como las que Ozick hace sobre la metáfora o las de Marguerite Yourcenar sobre el pasado, o un recinto decididamente personal, como los ensayos de Peter Orner, por no decir el reducto de un marcado “yo” en busca de la levedad, como ciertas Irrupciones de Mario Levrero, esas columnas semanales donde podía burlar con alta gracia el uso de siglas en ciertos escritos divulgativos o poner contra las cuerdas los lugares comunes más acendrados, por ejemplo, el que afirma que hablar del tiempo con desconocidos es trivial, porque comentar la última lluvia o los desatados calores bien puede ser, dice, una forma de hablar de lo más misterioso, de que “la vida humana en particular, y la vida en general, puede existir solo en condiciones muy especiales de temperatura, en un segmento relativamente muy pequeño de la escala que mide el termómetro”.

    Y al final, o al comienzo, están ya los ensayos de la voz. Siempre hay voz en un ensayo, pero a veces un ensayo es una voz, un aliento en el desaliento: “No siempre el ensayo es un ensayo sino una ventolera que no se deja escribir”, escribió Gonzalo Rojas. Y Clarice Lispector, que en sus crónicas suele contrabandear breves ensayos inmensos, dice: “Solo la intuición toca en la verdad sin necesitar ni de contenido ni de forma. La intuición es la honda reflexión inconsciente que prescinde de forma mientras ella misma, antes de surgir, se trabaja”. Y ella misma escribe así: una escritura que logra asir las formas nacientes, aquellas donde la intuición aún no deja de ser y la forma no se establece del todo. En ese espacio casi imposible se da su roce con lo porvenir, su calidez con el presente y su comprensión de lo pretérito. Una gran maestra de esto en la lengua es María Zambrano, movediza su figura y su escritura: ¿Qué leemos cuando leemos a María Zambrano, de cuyo nacimiento ya se cumplen 120 años y cuya obra no para de reeditarse?

    Zambrano es escurridiza. Escribió con la libertad de quien tuvo que moverse antes más ágilmente por la Tierra que por la página. Vivió un año en Chile (1936) y luego, ya desterrada por el franquismo, largamente en México, Cuba, Puerto Rico, Francia, Italia y Suiza, volviendo a España a mediados de los 80, donde ganaría el Premio Cervantes en 1988 y moriría en 1991.

    Según Octavio Paz, que la conoció bien y la leyó con agudeza, la de Zambrano era “una voz que venía de lejos”, que no iba en línea recta sino como sorteando obstáculos invisibles, hasta que, de pronto, “la materia verbal deja de fluir y se concentra en una frase que se levanta de la página como un chorro de claridad”. Corresponsal de José Lezama Lima por décadas, columnista de prensa, crítica literaria, investigadora de cuestiones como los sueños y la memoria, la razón poética es la zona que indagó con más ímpetu.

    Buscó y logró en su propio escribir rejuntar la intuición poética con la meditación filosófica, una escritura dirigida a la vez a la memoria y al porvenir: son los suyos ensayos de la aurora, del final de la noche (pero tan lejanos a la mañana). Justamente su libro De la aurora, que es una continuación de Claros del bosque, se constituye de prosas completamente misteriosas, pero igualmente magnéticas. De las que entendemos apenas una parte, quizás algo más, pero como sea vamos detrás de ellas, prendados de su potencia y su belleza, su adentrarse en lo desconocido con las manos y los ojos abiertos. Nos dejamos llevar por los ensayos de la aurora como por los grandes versos, y para ello suspendemos lo que haya que suspender. Asumimos como irrefutables las posibilidades y conjeturas más peregrinas, porque con una voz así entramos en un ánimo de creerlo todo, en un oído contento de canto y encanto, en “un ansia —diría Mistral— de llenar el alma seca de savias nobles”.

    Si en su libro sobre cuatro filósofas clave del siglo XX Wolfram Eilenberger no la incluye, no es de extrañarse. Zambrano es escurridiza. Escribió con la libertad de quien tuvo que moverse antes más ágilmente por la Tierra que por la página. Vivió un año en Chile (1936) y luego, ya desterrada por el franquismo, largamente en México, Cuba, Puerto Rico, Francia, Italia y Suiza, volviendo a España a mediados de los 80, donde ganaría el Premio Cervantes en 1988 y moriría en 1991.

    Se han dicho y se podrían decir muchas cosas de su incitante escritura, pero vale la pena citar las que en sus Ejercicios de admiración dijo Cioran: “¿Quién como María Zambrano, yendo al encuentro de nuestras inquietudes, de nuestras búsquedas, posee el don de dejar caer el vocablo imprevisible y decisivo, la respuesta de prolongaciones sutiles? De ahí que quisiéramos consultarla en los momentos cruciales de una vida… para que nos revele y explique a nosotros mismos, para que nos dispense, por así decirlo, una absolución especulativa, y nos reconcilie tanto con nuestras impurezas como con nuestros callejones sin salida y nuestros estupores”.

    Esa reconciliación quizás sea lo que todo buen ensayo en alguna medida logra y lo que explique que hoy se lo busque y se lo quiera más.

     

    Imagen: María Zambrano entre las mujeres retratadas en un mural feminista de Gandía, España.

  167. Skármeta

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    Si bien buena parte del cariño que concita la literatura de Antonio Skármeta, fallecido esta semana a los 83 años, proviene de Ardiente paciencia, la historia romántica acerca de un cartero de Isla Negra que tiene a Neruda como su confidente sentimental y que él mismo filmó en 1983, para luego convertirla en su novela dos años después; o de su condición de animador elegante y distraído de El show de los libros en TVN (1992-2002), también es posible recordarlo y releerlo como uno de nuestros mejores cuentistas a partir de sus primeras publicaciones, El entusiasmo (1967), Desnudo en el tejado (1969) y Tiro libre (1973), todos volúmenes de relatos breves editados antes del golpe de Estado de 1973.

    En esos libros está el corazón de su literatura, porque más allá de la masividad posterior (las traducciones y premios de todo tipo, las adaptaciones al cine, la TV, la ópera), era posible encontrar en ellos al mejor Skármeta: el narrador de la historia íntima de una clase media a la que hizo ingresar a la tradición literaria chilena. Aquellos relatos tenían desparpajo, calle, oído y humor, y no le temían al sexo o la fiesta, y era posible reconocer en ellos una lista de señales de ruta: los Beatles y la Reforma Universitaria, Cuba y la revista Estadio, las estrellas de la Nueva Ola y la flamante nueva literatura latinoamericana, los sonidos de la Revolución y la consagración del rock como un fenómeno de masas.

    Cuentista prodigioso, sus mejores historias refieren las vidas afectivas y políticas de un Chile que la dictadura hizo desaparecer. Aquello estaba en sus relatos más célebres, como “El ciclista del San Cristóbal”, donde una competencia deportiva se transformaba en un martirio que llevaba a una iluminación inesperada y pasajera, casi doméstica. O “El cigarrillo” y “Balada para un gordo”, que pertenecían a Tiro libre. Si el primero consistía en un relato amargo sobre la sumisión sexual y política, con la sombra de Patria y Libertad oscureciendo el fondo, el segundo empezaba como una comedia adolescente, seguía como una aventura de formación política y terminaba como una especie de parábola sobre el momento en que estaba siendo escrito y quizás leído, que era el de la Unidad Popular, lleno de contradicciones y ajustes ideológicos. Para esto, el narrador era a la vez divertido y épico, procaz y melancólico; incluso nostálgico. Y aunque aún era joven, ya podía contemplar el pasado como un mundo perdido, acaso una edad de la inocencia.

    Skármeta es un narrador vertiginoso, pero jamás leve. En la literatura chilena es uno de los primero en escuchar el ritmo del rock y adaptarlo a la prosa. Reconoce ahí una respiración, una forma del estilo. Esto aparece concentrado en “A las arenas”, un cuento que puede ser leído como uno de los puntos más altos de su narrativa. Incluido en Desnudo en el tejado, que ganó el Premio Casa de las Américas en 1969, en este cuento seguimos la odisea de un chileno y un mexicano que venden su sangre en Nueva York para ir a un show en vivo de Ella Fitzgerald. El chileno es músico y fanático del jazz, y el mexicano es artista visual. Arreglándoselas como pueden, no tienen para comer mientras tratan de sobrevivir en una ciudad, un continente y un idioma que no es el suyo.

    El origen del texto era real. “He vendido sangre para ir a ver a Ella Fitzgerald. Viajé en un barco de carga tapizando los restos de unos sillones rumbo a USA, quizás con el principal propósito de ver a Sonny Rollins, y vi cómo garabateaba a su trompetista porque no podía seguirlo en un tema de 50 minutos en el Village Vanguard de Nueva York. Me pegaron en Texas porque me colaba todas las noches en un local a oír rock progresivo”, le diría Skármeta a Mariano Aguirre en 1969.

    En el cuento brillaba la intensidad de su época; Norman Mailer ejecutaba un cameo y sonaban Petula Clark y Dave Brubeck, haciendo que viejos hits, como “Downtown” y “Rondeau à la turk”, llegasen a definir los ritmos de la prosa. Picaresca de artistas perdidos y encontrados, los personajes reconocían en Ella Fitzgerald su satori privado, pues ella y su música funcionaban como un horizonte posible, acaso su palacio de la felicidad secreta.

    Escribe Skármeta: “… uno no hallaba qué hacer para bombearle un poco de aire a los pulmones, uno no veía cómo ni con qué derecho se existía en el mismo planeta que esa mujer, uno era lo mismo que una silla, que un reloj descompuesto frente a ella, uno era una triste cosa con las mejillas ardientes, y solo porque Ella existía, existía Frontierboy, y María y July, y mis padres en Santiago, y el escritor con rulos, y el libro que había leído de Saroyan, y el coreógrafo, y los almacenes Macy’s, y todas las sangres y los hospicios, y porque ella existía se moría la gente, y había millonarios, y era bueno beber hasta perder la conciencia…”.

    Además, junto a Fitzgerald el cuento exhibía otra fuerza de gravedad: el aliento de Manuel Rojas y la idea de una literatura que entendía a la experiencia como una aventura total. De hecho, “A las arenas” reescribía “El vaso de leche”, al punto de citarlo casi explícitamente. “Uno puede entrar a los cafés y ningún borracho le niega un cigarrillo. Pero a veces cuesta encontrar quien convide un vaso de leche. Uno se siente mal de pedirlo. No es lo mismo que el cigarro”, se leía, y era imposible no darse cuenta de que acá Skármeta abrazaba al autor de Hijo de ladrón para reconocerlo como un precursor. Estaba ahí Aniceto Hevia, reconocible en la huida hacia adelante de los personajes y en el estoicismo respecto de su propia miseria. Lejos de casa y caídos de la gloria, no les queda otra que lanzarse hacia delante para recuperar la ciudad para sí, lo que significa recuperar la dignidad, el paisaje y el tiempo.

    Criatura de su tiempo, al que leyó con ternura y ansiedad, en estas historias Skármeta reconstruía el paisaje de su época como una sucesión de tragedias secretas, y con esto dibujaba las coordenadas de un universo en expansión, como si hubiese ahí posibilidad de trazar una utopía sentimental. De ahí que la belleza de su literatura consistiera en cómo captaba el eco del mundo para hacerlo resonar dentro del estilo, en los gestos perplejos o heroicos de sus personajes, en un paisaje que narraba como si fuera otra música. Ahí, la tradición convivía con un presente rabioso y la ficción se convertía en una forma de la epifanía, desplegándose ante el lector como un brote místico o un chiste, acaso un gesto tierno y desesperado, muchas veces inolvidable.

  168. ¿Qué veíamos, qué vimos?

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    Roland Barthes decía que la mirada tiene tres funciones. Una de ellas es informacional. Miramos para obtener información del entorno, como cuando cruzamos la calle y nos aseguramos de que ningún auto nos pasará por encima. La mirada busca señales en el espacio para habitarlo. La segunda función es relacional. A través de la mirada establecemos relaciones, formamos lazos sociales: de complicidad, de afectividad, de civilidad. Simmel mostró que la forma más primigenia del lazo social es la reciprocidad que se da en la mirada: no podemos ofrecer nuestra mirada sin recibir la mirada del otro. Pero, Barthes también sospechaba de la mirada, y denotaba una tercera función: su dimensión táctil. La mirada nos toca, nos puede atrapar y dejar helados. Una mirada menospreciativa u hostil nos puede intimidar y afectar.

    En este sentido, mirar el estallido social y sus causas implica un esfuerzo por observar los indicios que lo precedieron en el pasado, en la sociedad que construimos y experimentamos en las últimas décadas. Implica mirar las relaciones que forjamos y que perdimos antes y durante los eventos de 2019, y las posibilidades efectivas de volver a mirarnos y reconocernos en un espacio común. También implica reflexionar cómo lo que vivimos esos meses nos tocó y nos afectó, o cómo aún nos afecta e inmoviliza la reflexión.

    En ese esfuerzo tuve que volver a agosto de 2019. Dos meses antes del estallido, ante el claustro de la Escuela de Psicología de la Universidad Católica, presenté 10 tesis que había elaborado a partir de lecturas, estudios y trabajos realizados en el PNUD, donde trabajaba en aquella época. Lo titulé “10 trayectorias y desafíos del cambio social en Chile”. No había vuelto a mirar sistemáticamente esa presentación, en parte por el propio efecto del estallido social en mí y en parte porque el nacimiento de dos hijos te obliga a redirigir la mirada. Sin ánimo de volver a cada una de esas tesis, me quiero limitar a responder a través de ellas dos preguntas: ¿qué es lo que estábamos observando en aquel tiempo en términos de cambios sociales y culturales? (Y digo “estábamos”, porque aquí también resumo parte de lo que elaboraron mis colegas de las ciencias sociales en aquel tiempo). Y luego, ¿cómo algunos de esos aspectos se relacionan con los eventos del estallido social de hace cinco años?

    Ya en 2012 Araujo y Martuccelli mostraron que las personas, a la hora de evaluar sus relaciones concretas con diferentes espacios institucionales, privados y públicos, se encontraban con malos tratos. A esa experiencia común la llamaron ‘menosprecio institucional’. En una línea similar, diversos estudios mostraron que las personas sentían que todo recaía en sí mismas para salir adelante, dado que las instituciones no funcionaban como soportes efectivos para la vida social.

    ¿Qué veíamos en agosto de 2019?

    Veíamos que en 10 años la confianza en las instituciones había decaído profundamente. Desde 2008 a 2018 casi todas las instituciones sufrieron una caída en sus índices de confianza. La confianza en las instituciones políticas, en particular, se encontraba en el suelo el 2019, pero también los casos de colusión, corrupción y abusos alcanzaron a instituciones como Carabineros y la Iglesia Católica.

    Veíamos que esta evaluación no era una toma de posición distante, como de espectadores de un drama ajeno. Ya en 2012 Araujo y Martuccelli mostraron que las personas, a la hora de evaluar sus relaciones concretas con diferentes espacios institucionales, privados y públicos, se encontraban con malos tratos. A esa experiencia común la llamaron “menosprecio institucional”. En una línea similar, diversos estudios mostraron que las personas sentían que todo recaía en sí mismas para salir adelante, dado que las instituciones no funcionaban como soportes efectivos para la vida social.

    Veíamos en torno a eso que había aumentado la sensación de injusticia en aquellos ámbitos sociales más apreciados para las trayectorias de las personas: educación y salud. Que unas personas tuvieran una mejor salud y educación que otras por el solo hecho de tener más recursos se consideraba más injusto que años atrás. En la última encuesta Bicentenario antes del estallido social, aumentó con fuerza la percepción de que había un conflicto entre ricos y pobres. La evaluación de que la sociedad debía moverse hacia relaciones más horizontales, permeadas de un trato más digno, inundó la conversación de esos años.

    Veíamos una sociedad cuyos integrantes solían reconocer en las historias de sus familias narrativas de ascenso social, dejando atrás historias de marginalidad y pobreza. No obstante, veíamos que aumentaban también los miedos a caer. Caer en la drogadicción, el alcoholismo o la cárcel para unos. Caer en la pobreza por perder el empleo o verse sumido en una enfermedad para otros. Caer por no pagar las deudas, para muchos. Caer por jubilarse y recibir pensiones mínimas. Y en los nuevos profesionales se veía el miedo a no poder sostener la posición alcanzada luego de tanta expectativa puesta en la educación obtenida. Muchas inseguridades rondaban en aquel entonces, en un contexto de profusa difusión de una gramática del esfuerzo individual, no tanto porque imperara el individualismo sino porque detrás de esas historias familiares se veían largas jornadas laborales, sacrificio y esfuerzo. Se percibía rabia cuando las lógicas del privilegio reemplazaban a las lógicas del mérito.

    Antes del estallido la pregunta por la violencia era acuciante para muchos, porque se desplegaba en múltiples espacios: dentro de las familias, en escuelas, en hospitales, en el sur y en el norte, en las poblaciones invadidas por el narcotráfico. Creo que en muchos casos no sabíamos qué hacer o no había una respuesta común para enfrentarla. El estallido nos dejó igual.

    Veíamos que era una sociedad que experimentaba profundos cambios culturales. Por ejemplo, en algunas décadas pasamos de ser una sociedad densamente tradicional a otra más liberal, lo que se demuestra si miramos cómo aumentó la tolerancia a la homosexualidad o a la interrupción del embarazo. Decayeron también con fuerza imágenes tradicionales de lo que significa ser hombre y ser mujer. Nada de ello era fruto de un proceso lineal de modernización. Los años previos al estallido estuvieron marcados por la emergencia de decenas de organizaciones que ponían el foco en relaciones de género abusivas, especialmente en el ámbito universitario. Diversos grupos empujaban cambios en un sentido y otro. También los datos mostraban que era una sociedad que empezaba a polarizarse frente a estos temas, distanciándose cada vez más las posiciones, con pocas posibilidades de alcanzar algún consenso mínimo.

    Veíamos un acelerado proceso de digitalización, con la invasión de los smartphones y las redes sociales. Y esto sucedía en un período en que la evaluación inicial positiva de las redes sociales mutó para mostrar su lado más sombrío: violencia digital, algoritmos que refuerzan las propias imágenes de mundo y nos encapsulan en ciertos grupos, y la propagación de las fake news. Una sociedad más conectada, sí, pero en un ecosistema digital que a nivel mundial venía transformándose de modo muy acelerado, con muchas consecuencias negativas imprevistas.

    Veíamos antes del estallido que el problema de la violencia había inundado diversos ambientes sociales, desde la escuela hasta los hospitales. Vimos crecer la violencia en las protestas en paralelo a la cada vez más cruda respuesta policial. Vimos una Araucanía llenarse de conflictos de nuevo tipo. Sabíamos que en las poblaciones de las grandes capitales ya no se podía salir de noche por miedo a morir, y los videos de música urbana nos mostraban el nuevo poder simbólico de las armas. La pregunta por la violencia se instalaba con fuerza y en muchas ocasiones no sabíamos qué hacer con ella.

    Por último, en agosto de 2019 veíamos una atmósfera que podríamos llamar “el principio del fin”, especialmente en torno a la discusión sobre la crisis climática. Una pequeña búsqueda de libros acerca de la temática abundaba en la idea del fin: fin del hielo, del agua, del Antropoceno, fin del modo como hemos vivido hasta ahora. Y empezaba a formularse una épica del todo o nada: “Esto lo cambia todo”, decía Naomi Klein. Y si bien en estos asuntos las relaciones no son causales, en una encuesta que hicimos en el PNUD un año antes del estallido era muy impresionante constatar cómo había aumentado la preocupación ecológica. Repito, esto era solo una atmósfera de época, pero un amigo hace pocos días me dijo que una de las primeras imágenes que recuerda del estallido era un mural donde alguien había escrito “Otro fin de mundo es posible”. De modo similar, no pocos vieron en la película Joker —estrenada el 3 de octubre de 2019 en Chile— un sentido de fin de época.

    En sectores populares se quedaron con menos supermercados y menos empleos, pero también con una sensación de que todo lo movilizado había derivado en un sinsentido. Quizás por ello han canalizado su frustración no hacia el apoyo de quienes se movilizaron en octubre sino hacia los que no fueron capaces de canalizar los deseos de cambio.

    ¿Qué vimos desde octubre de 2019?

    Al momento de recorrer estas trayectorias me parece que las ciencias sociales y humanas sí veían algo venir. Ya muchas alarmas se habían prendido, y cabe preguntarle al mundo político por qué no existía (ni existe) la capacidad de escucha ni de reacción ante todas estas señales.

    Cabe observar además que estas trayectorias no hablan solo de la falta de crecimiento económico. Tampoco aluden exclusivamente a la desigualdad económica o al neoliberalismo. Tampoco se explican por una trayectoria lineal de movilizaciones que fueran in crescendo. La propia magnitud de los eventos que vivimos —y de todo lo que se estaba observando en aquellos años— creo que no permite reducir el estallido a todos estos factores ni al mal manejo del gobierno de turno (aunque todos sean factores que contribuyeron a lo vivido).

    Pero tampoco creo que sea correcto solo entender el estallido social desde sus causas. También algo abrió la propia revuelta, con toda su furia, destrucción, rabia, performatividad y algarabía. Con sus alegrías, miedos y polarizaciones. Con su irrefutable violencia policial. Con sus perdigones y las miradas dañadas para siempre. Al respecto, me gustaría enfatizar tres aspectos.

    1) El estallido fue un mar de demandas fragmentadas, múltiples, sin posibilidad a primera vista de reunirlas. Todos los temas ya observados aparecieron, pero en un coro heterogéneo, incapaz de encontrar un aglutinador. Habrá que recordar que las personas marchaban solas, o con amistades y familiares, más que junto a organizaciones de base. Ciertamente, la semántica de la dignidad fue un paraguas posible en la medida que abarcaba todo, toda una vida digna. Pero las vidas que llegaban a las calles también expresaban miedos muy disímiles. Si bien algunos lo quieren recordar como un momento de cohesión, incluso de confianza entre desconocidos, todo lo que vino después —desde cómo vivimos la pandemia (con las diferentes formas de encierro, con las diferentes necesidades por estar afuera) hasta los procesos constitucionales— nos recuerda que se unieron vidas con trayectorias divergentes. Es muy difícil en términos empíricos encontrar una supuesta unidad de todo lo vivido, antes y ahora.

    2) Es un error pensar que el estallido fue el momento exclusivo de los sectores populares. Por ejemplo, es muy difícil examinarlo sin lo que implica la demanda por restructurar las relaciones de género y finalizar con sus múltiples abusos. En esto hay líneas transversales que cruzan generaciones y diversas sensibilidades sociales, lo que hacía de los eventos de octubre un espacio múltiple, policlasista. Pero no se puede negar que, por un lado, gran parte de las clases altas experimentó con terror lo sucedido y allí vio solo barbarie (lo que se reflejó en el primer referéndum constitucional). Por otro lado, no hay que confundir transversalidad con la instalación de mayorías. Muchos temas de particular interés para ciertos grupos no encontraron luego una resonancia tan alta como esperaban, es decir, no siempre hubo un intercambio generalizado de expectativas.

    3) Antes del estallido la pregunta por la violencia era acuciante para muchos, porque se desplegaba en múltiples espacios: dentro de las familias, en escuelas, en hospitales, en el sur y en el norte, en las poblaciones invadidas por el narcotráfico. Creo que en muchos casos no sabíamos qué hacer o no había una respuesta común para enfrentarla. El estallido nos dejó igual. No supimos cómo afrontar el nivel de destrucción que implicó. No supimos qué hacer con la reemergencia de la violencia estatal. Todo lo que creíamos haber logrado con las políticas públicas de derechos humanos se puso en duda. Al igual que en el pasado, la sociedad se dividió y muchos legitimaron la represión policial, así como muchos legitimaron la destrucción de espacios cívicos. No supimos qué hacer con la violencia.

    Tras el entusiasmo y la legitimidad inicial del estallido, terminó predominando el sinsentido o la futilidad de la violencia. Y no es solo un efecto de los medios de comunicación o de la acción de la extrema derecha que el recuerdo del estallido haya mutado. En sectores populares se quedaron con menos supermercados y menos empleos, pero también con una sensación de que todo lo movilizado había derivado en un sinsentido. Quizás por ello han canalizado su frustración no hacia el apoyo de quienes se movilizaron en octubre sino hacia los que no fueron capaces de canalizar los deseos de cambio.

    Creo que volver a mirar el estallido implica expandir y no reducir las hebras que tejieron sus hilos, como desde un principio nos propusieron Kathya Araujo y su equipo. También implica pensar que no existe solo una separación que nos divide. Hoy estamos tensionados por múltiples problemas y muchas veces nos obnubilamos por grupos que representan únicamente a minorías. Hay que reconocer la pluralidad de miradas en juego. Pero también hay que reconocer que una forma de mirada hostil ha permeado nuestras interacciones, se expandió con violencia y nos tiene detenidos, sin capacidad de imaginar ni visualizar horizontes de futuro. La mirada se sigue retrotrayendo hacia uno mismo, al hogar, y lo que prima son posturas más bien pragmáticas, con poco horizonte. Afuera parece que no retrocede la mirada hostil.

    Habrá que preguntar en el campo cómo rehuir tanto mal de ojo.

     

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    El encuentro “Volver a mirar(nos): A cinco años de octubre 2019” fue organizado por el Centro de Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y el Instituto Milenio para la Investigación en Violencia y Democracia (VioDemos).

  169. Tras la paletada, nadie dijo nada

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    Para todos los que vivíamos en Chile en ese entonces, el 18 de octubre del 2019 marcó un antes y un después. Sin embargo, lo que hace difícil pensar en ese antes y en ese después es que, tanto en lo más concreto (el Metro, la desigualdad, la distribución de la ciudad, el costo de la vida) como en lo más abstracto (la Constitución de Pinochet, las canciones, las banderas), lo que vino después fue igual a lo que había antes. Lo mismo, en cierta manera, confirmado y degradado por el intento de otra cosa, que volvió a ser lo de siempre. Un siempre que llevaba 30 años y estaba en pleno proceso de desarrollo y reforma cuando fue desautorizado por la protesta; la que, al ser desautorizada ella misma, convirtió a ese siempre en inevitable, en trágico, en sagrado.

    ¿A quién que no haya estado ahí le podemos explicar lo que pasó? Desde el punto vista de la ciudad, la transformación más notable fue el derrumbe de la estatua de Baquedano. De ella solo queda ahora su plinto rodeado de muros de cholguán y aluminio.1 Luego no quedará ni eso. Las municipalidades de Providencia y Santiago, el gobierno regional y el nacional (en manos, respectivamente, de la derechista Evelyn Matthei, la comunista Irasí Hassler, el democratacristiano Claudio Orrego y el frenteamplista Gabriel Boric) llegaron al acuerdo de que la plaza ya no es necesaria, ni menos la rotonda que la rodea. El zócalo que fue alguna vez la entrada de la Línea 1 y que fue repintado con toda suerte de murales y cubierto también por plantas, escenario de casi todas las ceremonias chamánicas y actos de desagravio simbólico durante el estallido, fue rellenado de tierra y hormigón poco después de los eventos, de tal manera que ya no queda huella de ellos.

    El 18 de octubre es una revolución que ocurrió y ocurre en los que vivimos esos días interminables, adentro de nuestros miedos, nuestros entusiasmos, nuestros recuerdos, nuestra subjetividad más subjetiva. Quebró amistades de décadas, creó complicidades inesperadas, nos hizo sentir una fragilidad también nueva o nos devolvió a una más antigua. Así, el toque de queda me sorprendió poniendo a todo volumen “El derecho a vivir en paz”, de Víctor Jara, en la terraza de mi departamento, fumando al mismo tiempo un vistoso habano Cohiba, solo para asegurarme de que ya no era el adolescente que escuchaba esa misma canción en otro estado de sitio. Perplejidad, tristeza, desconsuelo incluso: el reverso de lo que sintieron muchos compañeros de generación, a quienes llamé por eso mismo “octubristas”,2 que vieron en la protesta una oportunidad de revivir una juventud que no terminaron de vivir. La oportunidad única de protestar sin el temor de que se los lleven los CNI en sus autos sin patentes, pero fingiendo que vivían ese riesgo y, en algunos casos, creando escenarios de ese riesgo, como el de la famosa comisaría en la estación Baquedano.

    La utopía del estallido era la de un pasado juzgado desde un perpetuo presente, la cancelación de todas las deudas, el fin de todos los plazos. El 18 de octubre no dejó ninguna canción nueva; solo su forma de escuchar las antiguas fue completamente nueva, tanto, que algunas de ellas ya no podrán volver a ser lo que eran antes: “El derecho de vivir en paz” cambió de letra, omitiendo cualquier referencia a Vietnam, eje de la canción en su versión original; “El baile de los que sobran”, de Los Prisioneros, fue cantada al mismo tiempo por las barras de Colo-Colo y la U, y por toda suerte de abogados de matinales y periodistas de farándula que efectivamente sobran, pero no porque les hayan faltado oportunidades, sino por lo contrario: les sobraron las oportunidades.

    El 18 de octubre no dejó ninguna canción nueva; solo su forma de escuchar las antiguas fue completamente nueva, tanto, que algunas de ellas ya no podrán volver a ser lo que eran antes: ‘El derecho de vivir en paz’ cambió de letra, omitiendo cualquier referencia a Vietnam, eje de la canción en su versión original; ‘El baile de los que sobran’, de Los Prisioneros, fue cantada al mismo tiempo por las barras de Colo-Colo y la U, y por toda suerte de abogados de matinales y periodistas de farándula que efectivamente sobran, pero no porque les hayan faltado oportunidades, sino por lo contrario: les sobraron las oportunidades.

    Tocqueville, que en sus Recuerdos contó su propio asombro y desconcierto ante la Revolución de 1948, muestra cómo, en medio de la confusión de una rebelión que nadie vio venir y nadie tampoco parecía saber cómo dirigir, un concepto, el de socialismo, “salvó” la revolución de ser una revuelta callejera más. Esos mismos recuerdos muestran cómo aquella Revolución fue la ocasión inesperada que una serie de aventureros populistas necesitaban para tomar el poder, el que terminó en manos del más descarado de todos ellos: Napoleón III. Esta aventura fue el motor de El 18 de brumario de Luis Bonaparte, de Karl Marx, libro del que sale la famosa frase de que los hechos aparecen dos veces, primero como tragedia y después como farsa (hoy sabemos, como vimos el 18 de octubre, que ambas fases son simultaneas).

    El estallido social careció de un concepto similar a socialismo (o democracia o república o nación), pero esa falta fue vista por sus entusiastas como una fortaleza. El hecho de que no hubiera tras la violencia inicial ningún ejército, ningún programa, ningún ideario, fue una manera de librar de culpa a los culpables, que tampoco lograron ser identificados del todo, quizás porque justamente carecían de identidad. La anomia no fue vivida como una tragedia o una falta, porque de tener rostro, de tener jefes, esta revuelta se hubiera convertido en un baño de sangre.

    Ese es, quizás, el motor mismo de la ambigüedad de esta revolución, el hecho de que las dos partes que componían su esencia, la élite intelectual de la nueva izquierda y la clase media “emergente”, de pronto empobrecida, no querían prolongar ninguna especie de gobierno. De ahí su repentina alianza. Al desprecio que siempre manifestaron la una por la otra, le ganó el entusiasmo de una primavera de asombro, rabia y amor, pero sabían que no podían llegar al invierno unidos. La pandemia les permitió un divorcio suave y sin recriminaciones, una separación que cristalizó en el proceso constituyente y el plebiscito del 4 de septiembre de 2021.

    ¿No fue, después de todo, la marcha pacífica del 25 de octubre una manera de apagar el incendio del 18 de octubre? ¿No fue una manera de decirle al mundo lo mismo que dijo el general Iturriaga cuando tomó el mando de un Ejército que, a su vez, tomaba el control del país en estado de sitio: que no estaba en guerra con nadie?

    Tocqueville, que en sus Recuerdos contó su propio asombro y desconcierto ante la Revolución de 1948, muestra cómo, en medio de la confusión de una rebelión que nadie vio venir y nadie tampoco parecía saber cómo dirigir, un concepto, el de socialismo, ‘salvó’ la revolución de ser una revuelta callejera más.

    Que el foco de las manifestaciones no se moviera de una plaza que queda solo a un par de kilómetros del Palacio de Gobierno y nunca tuvieran la intención de acercarse a él, o que los pocos que tuvieron esa intención, como Jadue y su sector del PC, fueran abucheados por el grueso de los manifestantes, demuestra que la primera intención del estallido fue dejar claro que no tenía ninguna vocación de poder, que era rabioso, vistoso, pero no revestía un peligro mayor.

    El único enemigo conocido, visible y unánime del estallido social fue la élite. Tomar el poder es convertirse en élite, que es justo lo que la protesta se prohibió a sí misma. El estallido llenó a Chile de performance, pero evitó tener una “vanguardia”. Sin embargo, muchos de los conceptos que la atravesaron y le dieron sentido eran elitistas, como quedó claro cuando esas ideas fueron sometidas al voto popular, cuando se plebiscitó el proyecto de Constitución que los recogía.

    Estas dos fuerzas contrarias, esa élite que quiere ser pueblo y el pueblo que quiere ser “alguien” (o sea, élite), habitan muchas veces los mismos cuerpos, los de los hijos de la clase media “emergente” que pagan su pasaporte a la élite aprendiendo los usos y costumbres de la élite anti-élite universitaria.

    Los chalecos amarillos en Francia escenificaron mejor que ningún otro movimiento el encuentro súbito y sorpresivo entre la contracultura anti-elitaria, heredera del mayo del 68, y su tradicional enemigo, la pequeña burguesía, con sus autitos, sus casas en la playa y sus pequeñas empresas familiares. En el estallido, esa alianza fue menos visible pero igual de eficaz. Es lo único que puede explicar el apoyo masivo y continuo que tuvieron, en todo tipo de encuestas, no solo las protestas y sus demandas, sino incluso la violencia que las acompañó desde el primer minuto. La violencia estuvo en la raíz del estallido, pero esa violencia convertida en rutina cada viernes se convirtió rápidamente en desgaste; y ese desgaste tuvo que ver con la imposibilidad de convertir en institución, en texto, ese pacto inédito entre el dueño de la Pyme y la experta en estudios de género, entre el artista conceptual trans y el pensionado que no quiere más AFP, entre el que no quiere más TAG para su auto y el que aspira a liberar a la naturaleza de la presencia humana.

    Que el foco de las manifestaciones no se moviera de una plaza que queda solo a un par de kilómetros del Palacio de Gobierno y nunca tuvieran la intención de acercarse a él, o que los pocos que tuvieron esa intención, como Jadue y su sector del PC, fueran abucheados por el grueso de los manifestantes, demuestra que la primera intención del estallido fue dejar claro que no tenía ninguna vocación de poder, que era rabioso, vistoso, pero no revestía un peligro mayor.

    El estallido social fue, sin duda, un movimiento popular, pero uno que se avergonzó siempre de su carácter como tal: “No son 30 pesos, son 30 años”, se apresuró a declarar la no dirigencia anónima de la revuelta, como si le resultara bochornoso luchar por pagar menos en un transporte público que celebraba haber quemado, quemando con él la única vía de acceso segura y barata entre la periferia y el centro y las demás zonas acomodadas de Santiago. El saqueo se limitó a los supermercados y tiendas de la periferia, lo que dejó a los malls y las grandes tiendas de la zona oriente extrañamente libres de peligro.3 Y entonces la Constitución, un tema que abiertamente preocupaba sobre todo a una élite política y a algunos profesores de Derecho, tomó la delantera sobre cualquier otra reivindicación social o económica.

    Para mitigar sus propias vergüenzas, la nueva clase media y la nueva élite intelectual, se pusieron de acuerdo en revindicar al otro: los niños del Sename, los mapuches, los abusados por los curas o por “el Estado opresor” que es “un macho violador”. Todos los desmanes y todos los carnavales fueron justificados y celebrados en nombre de ese dolor ajeno y propio, innegable e inevitable, que no puede esperar, que no puede calcular los daños, que no puede hacerse cargo más que de su herida.

    Nadie fue, fue otro. “Tras la paletada, nadie dijo nada”, porque en gran parte el héroe del estallido era el protagonista del poema “Nada”, de Carlos Pezoa Véliz. Esa fue, quizás, la razón por la que el estallido ocurrió en el interior de todos los que lo vimos pasar, una experiencia tan inolvidable como inexplicable. Porque habíamos olvidado (o había olvidado yo, al menos) la naturaleza extensa, profunda y sorda de ese dolor, de ese río subterráneo de abusos, de atropellos, de simple destrucción de cualquier posible libertad e imaginación, que corría bajo nuestros pies.4

    Es también el imbuchismo del que habló Joaquín Edwards Bello y sobre el que escribió José Donoso, una parte esencial de un país que se cree normal, pero cuya temible intensidad irrumpe cada tanto, a borbotones, desde todos sus escondites para mostrar no precisamente la pobreza, o al menos no el hambre, sino la paranoia, el delirio y las distintas variantes del sadomasoquismo cotidiano. Esa locura ordinaria pudo juntar en un solo lugar y al mismo tiempo sus demostraciones más extremas, antes de quemarse a sí misma con las iglesias5 que ya no podían bendecirlos ni perdonarlos en su borrachera bastarda, ruidosa y tristemente acompañada.

     

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    Notas:

    1. Nadie retrató mejor la destitución de la estatua y del punto de reunión de clases que Matías Correa en su proyecto multimedia La cosa de la plaza (Zuramérica, 2023).
    2. Adjetivo que, según las arqueologías tuiteras, fui el primero en usar de forma despectiva, y que tuvo un triste destino: se convirtió en una nueva forma despectiva de nombrar cualquier cosa de izquierda.
    3. Vivo cerca del Costanera Center. Ante la amenaza clara de que la “primera línea” lo incendiara, sus dueños, recuerdo, lo recubrieron de una barrera de aluminio y guardias armados. La masa incendiaria llegó hasta sus inmediaciones, pero inexplicablemente se desviaron y dispersaron en las calles aledañas, antes del primer enfrentamiento con la policía. Un grupo llegó hasta la esquina de mi casa. La barricada duró apenas unos segundos. Fue lo más lejos que llegó el estallido a la zona oriente.
    4. El alivio de ver cómo la protesta no pudo atravesar mi calle, cómo se quedó en mi esquina y volvió al centro, convivía en mí con la culpa de ser parte de ese gueto aterrado, protegido por la policía y los helicópteros, del que me había burlado toda la vida. La culpa de tenerle miedo al pueblo, de estar irremediablemente del otro lado de cualquier revolución.
    5. Iglesias como la de la Veracruz en la calle Lastarria, que acaba de ser reabierta y que, gracias al fuego que recorrió sus muros, adquirió una pátina histórica, cierta dignidad de dolor y recogimiento que le faltaba. Es quizás eso lo que no puedo escribir, y por eso anoto y denoto el pasaje de la juventud a la vejez (cumplí 50 años en pleno estallido), que siento que no fue solo un hecho personal e individual sino algo que nos sucedió a todos de muchas maneras: de maneras contrarias o parecidas, ese 18 de octubre todos perdimos lo que nos quedaba de inocencia, sin conseguir a cambio ni un poco de madurez.
  170. María Gabriela Huidobro Salazar: “Si la Historia avanza es porque todos los días se está fraguando a través del mundo doméstico”

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    Cuando alguien imagina las carabelas de Colón, ¿imagina solamente a hombres navegando?”, se pregunta la historiadora María Gabriela Huidobro Salazar al inicio de esta entrevista. Ella tiende a pensar que sí, a pesar de que los datos históricos indican que desde el segundo viaje también había mujeres dentro de las tripulaciones. “Yo no digo que lo que se nos ha enseñado hasta ahora sea falso, puede ser cierto, pero está incompleto. Falta la otra parte para imaginarnos una sociedad más cercana a la realidad”, dice. Y esa es la misión en la que se embarcó con la contundente investigación de Mujeres en la historia de Chile, publicada por Taurus. Un libro en el que la autora cuestiona el relato histórico del país para echar luz sobre una ausencia que grita: la participación de las mujeres en la construcción de la nación.

    Me parece que es una idea bastante poderosa y de la que no somos tan conscientes a medida que crecemos: cuestionar lo que nos han enseñado.
    Claro, cuando se enseña Historia se tiende a mostrar que esta, sin ser una ciencia exacta, intenta ser una disciplina lo más objetiva posible. La idea tampoco es poner en duda dicha premisa, pero sí se debe asumir que cuando se construye un relato histórico, este siempre está influido por una toma de decisiones y por ciertos objetos que son de interés del historiador y que, por lo tanto, la historiografía, es decir, el ejercicio de reconstruir y escribir acerca de lo que ocurrió en el pasado, siempre va a ser subjetivo. La idea con este libro no es plantear que nos trae la verdad, porque hay que partir de la base de que la historiografía siempre va a ser parcial, pero siempre ha estado marcada por ciertas tendencias tradicionales. Nos han hecho creer que, en el fondo, la historia escrita es la reproducción de los hechos o del pasado y en realidad, no es así, en la medida en que pasa por los filtros primero del escritor o historiador y luego del lector, siempre va a estar mediada por la subjetividad. Y esa subjetividad está muy marcada por lo masculino.

    Huidobro Salazar dice que últimamente ha estado leyendo a la doctora en Historia Antigua Emma Southon. “Ella dice que la historiografía tradicional tiende a pensar que la Historia tiene que abocarse a, y lo dice con mayúsculas, los hechos importantes. ¿Pero qué es lo importante? ¿Qué es lo que significa haber hecho historia en el pasado? Eso lo han definido mayoritariamente los hombres, desde los objetos que son de su interés, como la política y la guerra, en el fondo, las esferas de poder. Pero eso no significa que el resto no sea historia.

    ¿Y qué sería el resto? Todo lo que incluye este libro y más: las conquistadoras en Chile, aquellas que lucharon por la Independencia, heroínas, las mujeres que participaron en guerras, educadoras, intelectuales, científicas, el mundo femenino popular.

    Huidobro Salazar cree que los hechos importantes a los que se refiere Southon no se pueden comprender “sin ampliar la mirada y observar que aquellos sujetos que han sobresalido no lo han hecho todo solos. Al revisar toda esta historia de las mujeres en distintos períodos, uno se va convenciendo de que en realidad si la Historia avanza, cambia, es porque todos los días se está fraguando a través del mundo doméstico, el mundo cotidiano de lo que no quedó en la foto, pero que al final constituye la vida misma”.

    La idea con este libro no es plantear que nos trae la verdad, porque hay que partir de la base de que la historiografía siempre va a ser parcial, pero siempre ha estado marcada por ciertas tendencias tradicionales. Nos han hecho creer que, en el fondo, la historia escrita es la reproducción de los hechos o del pasado y en realidad, no es así, en la medida en que pasa por los filtros primero del escritor o historiador y luego del lector, siempre va a estar mediada por la subjetividad. Y esa subjetividad está muy marcada por lo masculino.

    Una niña que iba todos los días al colegio

    En el último capítulo, “A modo de cierre”, la historiadora habla de la “cantidad infinita de acciones microscópicas que componen la realidad”. Y ella misma, paulatinamente, a través de su propio estudio, fue uniendo unas con otras. Tejiendo. “A estas mujeres me las fui encontrando mientras estudiaba otras cosas y me sorprendía yo misma de no conocerlas o saber tan poco de ellas”. Un ejemplo son las mujeres del siglo XIX que participaron en el proceso educativo, que “no solo impactaron en lo educativo derechamente, sino también en la apertura de todas las puertas para las mujeres a los espacios públicos a partir del siglo XX”, dice.

    La historia de la educación de las mujeres en Chile se tiende a reducir a los grandes hitos, como el Decreto Amunátegui, por ejemplo, del año 77. Pero ese decreto no se entiende si una no se retrotrae incluso a comienzos de la República, cuando empiezan las primeras mujeres a participar de pequeños proyectos educativos, primero para una élite, pero planteando que las mujeres tienen las mismas habilidades intelectuales. Sin ese gesto de las familias que piensan en apostar por la educación de las hijas, sin Fanny Delaneaux, sin Madame Versin, que son de 1828, 1829, no se puede entender el decreto Amunátegui, que ocurre prácticamente 50 años después. Y el mismo Decreto no nace de la noche a la mañana, sino de esfuerzos de prácticamente una década de Isabel Le Brun y Antonia Tarragó, de golpear puertas, de que pensaran que a sus estudiantes valía la pena examinarlas de la misma manera que a los hombres, cuenta Huidobro Salazar.

    Y sigue tejiendo y tejiendo: “Yo creo que todo el trayecto educativo que lleva finalmente a la incorporación de las mujeres a la universidad no se puede entender sin los salones, sin todas estas mujeres como Carmen Arriagada, como Enriqueta Pinto, que se atreven a abrir sus casas. Como ellas no podían tener participación pública, deciden llevar la actividad pública a sus hogares y ahí se instituyen como líderes de esos espacios intelectuales y, al mismo tiempo, van mostrando a los principales líderes de pensamiento y también a políticos de la época, que ellas tienen opinión, una alta cultura y que son capaces, por lo tanto, de influir también en las tomas de decisiones”, relata con la pasión que las profesoras suelen tener cuando quieren enseñarte algo.

    El Decreto Amunátegui podría haber quedado en letra muerta si no fuera porque después hubo niñas como Eloísa Díaz, que se atrevió a ir al tribunal del Instituto Nacional a que la examinaran hombres con un público. Dicen que el salón estaba lleno y había gente afuera esperando poder escuchar el examen. Que ella haya tenido la confianza de rendirlo es porque hubo una trayectoria de mujeres anteriores que se la entregó”. Y remata: “Todos los grandes hitos son la punta del iceberg, pero la única manera de entender por qué ocurren, es porque detrás había una niña que iba todos los días al colegio”.

    Creo que es importante integrar más mujeres en el relato de la Historia, sobre todo en la enseñanza escolar, para que niñas y niños se puedan reconocer en ciertas emociones, actitudes, vivencias, experiencias y, al mismo tiempo, se puedan motivar más a participar, a tener un rol social, ciudadano, en el presente. (…) El verdadero aprendizaje también se genera mediante la emoción. Si las cosas no te emocionan, no se te graban y una se emociona cuando logra ponerse en el lugar de otro.

    “Siempre vamos a estar en todas partes”

    En internet se puede leer todo tipo de comentarios y uno recurrente es: “Si gobernaran solo las mujeres no habría guerras”. Creo que tu libro contribuye a exactamente lo contrario: acá nos encontramos con mujeres siendo reprochables e incluso moralmente cuestionables, lejanas a la fantasía de la madre, la protectora y la cuidadora.
    Justamente el libro trata, al menos, de poner en cuestión esos estereotipos. Cuando las mujeres han participado en la guerra, por ejemplo, se habla del “varonil arrojo” o “con varonil valentía”. En el fondo, la idea de que dejaron de ser mujeres y que por eso participaron. Pero si una revisa las fuentes, se da cuenta de que en realidad sí han estado ahí y con distintos roles y motivaciones. Muchas de las cantineras que se enrolaron lo hicieron acompañando a hijos, a hermanos, a padres. Pero hubo otras que después de perder a su familia, se quedaron ahí porque tenían motivaciones vinculadas con la causa patria.

    Para la investigadora también es muy importante evitar establecer juicios desde “la comodidad del presente”, lo que en su opinión corresponde a una anacronía: “Pienso en que muchas veces se les carga también a estas mujeres que desafiaron normas con ciertos ideales, incluso feministas, cuando a veces lo hicieron solo para sobrevivir. Javiera Carrera fue muy juzgada por la sociedad de su época y ella sufría con eso. En una carta le cuenta a [su marido] Pedro Díaz de Valdés que están diciendo que es una mala madre, que lo está engañando. Pero la realidad es que ella cruza la cordillera en 1814 y no sabe cuándo podrá volver. Lo hace porque cree que si se queda, los realistas se van a vengar, van a matar a sus hijos y van a quemar la hacienda. Ese es su tema. Al final, se queda afuera 10 años porque no se atreve a volver, no es que quiera ser una rebelde sin causa. Ella es una patriota comprometida, pero también es mamá”.

    El trabajo de la historiografía tradicional no solo ha tenido un sesgo de género sino también de clase. Las mujeres que a menudo son más conocidas pertenecen a la élite. ¿Qué se hace con los vacíos que genera la discriminación de clase? ¿Dónde es posible encontrar registros de quiénes no pertenecían a la clase alta?
    Ese es un desafío doble. Ya existe una dificultad porque son mujeres y luego la dificultad es doble o triple porque son de clases sociales más bajas, muchas veces analfabetas, y no cuentan con el reconocimiento del historiador que va a dejar registro de ellas. Para qué decir en el caso de las esclavas. Y ahí lo que se hace es ir buscando huellas, como en una labor de detective. Para la Conquista y la Colonia los archivos judiciales son fundamentales, porque ahí pueden aparecer mujeres participando, alegando una causa, interponiendo un recurso o como testigo. Ya más adelante se pueden encontrar en algunas cartas, pero nuevamente las cartas forman más bien parte de la sociedad letrada. Para el siglo XIX, uno las puede encontrar también en los periódicos, pero Micaela Cáceres nunca dejó nada por escrito, siendo que lideró el primer sindicato femenino en Sudamérica y hubo varios avisos económicos que hablaban del aporte que ella estaba haciendo y que pedían ayudarla en esta labor.

    La historiadora cree que esta disciplina debe “interpelar al presente a través del pasado. Desde una perspectiva muy personal, yo creo que es importante integrar más mujeres en el relato de la Historia, sobre todo en la enseñanza escolar, para que niñas y niños se puedan reconocer en ciertas emociones, actitudes, vivencias, experiencias y, al mismo tiempo, se puedan motivar más a participar, a tener un rol social, ciudadano, en el presente. Porque si ven que en realidad no tienen nada en común con el pasado, ¿cómo van a llegar a valorarlo? El verdadero aprendizaje también se genera mediante la emoción. Si las cosas no te emocionan, no se te graban y una se emociona cuando logra ponerse en el lugar de otro.

     

    Crédito de la fotografía: Lorena Palavecino/Penguin Random House.

     


    Mujeres en la historia de Chile, María Gabriela Huidobro Salazar, Taurus, 2024, 572 páginas, $25.000.

  171. Función doble

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    Pequeños mundos cerrados —aislado y privilegiado uno, miserables y claustrofóbicos los otros—, así son los espacios donde transcurren Señales de nosotros y Avidez, de Lina Meruane, dos libros que se publicaron justo antes y después de que la escritora chilena fuese anunciada como ganadora del Premio Iberoamericano de Letras José Donoso 2023, de la Universidad de Talca.

    Señales de nosotros es un ensayo narrativo en que la escritora reflexiona en torno a su paso por un exclusivo colegio inglés durante la dictadura, intentando hacer estallar la burbuja en que ella y sus compañeros vivían, incapaces de reconocer las señales que, a susurros o a gritos, les anunciaban lo que ocurría en el país. Los jóvenes de los que habla, todos nombrados por medio de una letra mayúscula, están separados del resto de los chilenos por varias barreras, incluyendo una lingüística —en esto, el libro recuerda a ciertos momentos de Vivir entre lenguas, de Sylvia Molloy—, pero sobre todo socioeconómicas, aunque la crisis pronto empieza a afectar a varias de sus familias.

    El padre de una de ellas se suicidó, dejando un seguro escolar para asegurar que su hija siguiera estudiando en ese colegio de élite. La madre de otra perdió su trabajo en que ganaba en dólares y la escuela “se negó a entregar otro año de ayudas a alumnas aplicadas como O: no eran ni una familia ni un fundo ni una fundación de caridad, eran una empresa empeñada en el fair play implacable con quienes no podían seguir con el juego”, y para seguir con ese juego la familia se mudó a un departamento pequeño y siguió enviando a la niña en micro y metro al colegio, viajes en que la joven “fue asomándose a la calle viéndolo todo sin ver nada”. Pero también hay otras historias familiares, otras señales más claras de lo que ocurría, como la de R, la mejor alumna del curso, cuyo padre comunista “la llamaba con monedas desde un teléfono público, él, que hacía meses andaba arrancado sin que ella supiera dónde”.

    Este es un colegio que difícilmente podría funcionar como microcosmos del resto de la sociedad —aquí no hay un amago de integración con otras clases, como en Machuca—, pero tiene la ventaja narrativa de permitir observar a los hijos de los poderosos. Meruane habla de que su madre, que también estudiaba en un colegio similar, fue compañera de una de las hijas de Allende (“Cuando lo recuerda dice que él llegaba de sus visitas a minas y campamentos, se cambiaba de ropa y se vestía de lord”), mientras que ella misma estudiaba con el nieto del dictador, protegido al interior del recinto por unos supuestos guardaespaldas: “No sabíamos por qué sabíamos que pertenecían a la Central Nacional de Inteligencia, pero lo sabíamos”.

    El tema del colegio inglés aparece también en uno de los cuentos de Avidez, “Varillazos”, sobre una escuela de mujeres que por orden gubernamental se vuelve mixta y recibe, además de los nuevos alumnos, a un rector extranjero. Él castiga a los estudiantes hombres a varillazos en las nalgas desnudas, lo que debe ser agradecido con un thank you al final de cada sesión, mientras que las alumnas siempre salen libres de represalias. Claro que ellas desean ser castigadas, por eso terminan convenciendo a sus compañeros de intercambiar uniformes, de travestirse mutuamente para ser ellas quienes se inmolen con los pantalones abajo.

    Avidez (…) se estructura ubicando de manera consecutiva historias que comparten algún elemento distintivo, por lo que queda la sensación de que pertenecen a un universo más o menos coherente, lo que se ve reforzado por los temas a los que vuelve una y otra vez: la infancia, la parentalidad, la perversión, el encierro, la violencia, la sexualidad, lo grotesco, el doble y el hambre, el hambre, el hambre.

    Avidez no es exactamente un libro nuevo. La gran mayoría de estos cuentos fueron publicados en diversos medios o antologías, y ya aparecieron compilados bajo ese título en 2020 por editorial Caja Negra, pero la edición de Páginas de Espuma tiene más relatos, incluyendo uno escrito en 2023. La compilación se estructura ubicando de manera consecutiva historias que comparten algún elemento distintivo, por lo que queda la sensación de que pertenecen a un universo más o menos coherente, lo que se ve reforzado por los temas a los que vuelve una y otra vez: la infancia, la parentalidad, la perversión, el encierro, la violencia, la sexualidad, lo grotesco, el doble y el hambre, el hambre, el hambre.

    Esto se puede ver en “Función triple”, sobre un grupo de trillizas recluidas y famélicas que se turnan haciendo el papel de la madre ausente, en un juego que saben fallido, una ilusión que siempre se desmorona y termina con furia. O en “Hambre perra” —basado en la crónica roja, como varios de estos cuentos—, acerca de una mujer pobre que deja a su perra sola para ir a tener a su guagua y luego deja a la criatura con la mascota hambrienta, lo que tiene consecuencias predecibles y fatales. O en “Tan preciosa su piel”, la historia de una separación que termina con que la madre le dice a sus hijos “que ya no éramos sus niños sucios, sangrientos, carnívoros, calcados a papá. Pero ella, dijo airada, ella no permitiría que saliéramos por esa puerta. (…) Juntó los labios y nos sonrió desnudando las encías. Y sonreímos también nosotros, (…) adorando su determinación y su belleza, comprendiendo que solo había una manera de salir de casa y era comiéndonos a mamá”.

    El cuento más largo de la selección se basa en la vida de la escritora María Carolina Geel, que ya ha sido tratada en clave de no ficción por Alejandra Costamagna y Alia Trabucco Zerán. Meruane ficcionaliza los hechos tan conocidos: el mediático asesinato en el hotel Crillón, la vida entre las rejas que inspiró su novela Cárcel de mujeres. Pero aquí todo se relaciona con el asco: “La paupérrima Juana vivía en el Patio de las Guaguas desde que había parido ese niño horrendo que se ponía colorado cuando berreaba, ese niño tan negro de pelo, tan olor a caca. También por criaturas como esa se endilgaba María Carolina el perrito en la nariz. Por sucias como la Juana Rojas o la Rosa Farías era que de noche la escritora se introducía bolitas de algodón en las orejas. Para no oír eso que hacían y deshacían las reas y que tanto asco le daba”. Es el mismo impulso con el que Geel justifica su crimen: “Se lo había explicado a los jueces pero ninguno aceptó su versión: que lo había fulminado por su olor. En medio de un arrebato aromático, dijo”.

    Pese a sus diferencias y a haber aparecido en un momento de consagración para la autora, estos dos libros comparten una falencia: ambos tratan de ser algo que no son. Avidez intenta provocar por medio de sus elementos grotescos, pero, aunque algunos cuentos se sostienen bien, en el conjunto hay algo que resulta demasiado explícito; si lo comparamos con otro libro de cuentos chileno que tiene muchas de las mismas temáticas, No aceptes caramelos de extraños, de Andrea Jeftanovic, es evidente que aquel volumen es más efectivo y siniestro, precisamente por la sutileza y opacidad de su escritura. Y Señales de nosotros se presenta como cargado de un mensaje político álgido en el marco de los 50 años del Golpe, pero su tesis autoevidente —nadie veía nada, pero estaba lleno de señales, tantas que eran imperdibles; una contradicción que hasta la autora reconoce en las primeras páginas, pero que nunca lleva mucho más allá— resulta bastante inofensiva; los pasajes de narración alcanzan algunos momentos de calidad literaria —si bien, nada a la altura de Sangre en el ojo, la mejor novela de Meruane—, pero al final es poco más que un manifiesto personal: “Y yo vislumbro demudada que ese es el país en el que he vivido sin vivirlo, en el que querré vivir viviendo. El país de Chile sobre el que voy a escribir”.

     


    Señales de nosotros, Lina Meruane, Alquimia, 2023, 76 páginas, $11.000.


    Avidez, Lina Meruane, Páginas de Espuma, 2023, 128 páginas, $14.000.

  172. La violencia y el ser humano: una conversación con Han Kang

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    Nacida en Corea del Sur en 1970, Han Kang hizo su debut literario como poeta en 1993. Desde entonces ha publicado novelas y relatos, y ha ganado el Premio Literario Yi Sang, el Premio al Artista Joven Actual y el Premio Literario Manhae. Actualmente trabaja como profesora en el Departamento de Escritura Creativa del Instituto de las Artes de Seúl. La vegetariana, la traducción de una de las novelas de Han Kang, fue el Premio Man Booker Internacional 2016. En La vegetariana, una mujer casada se rebela contra las estrictas costumbres sociales coreanas al convertirse en vegetariana, lo que lleva a su marido a reafirmarse a través de actos de sadismo sexual.

    En esta conversación, Krys Lee habla con Han Kang sobre su desarrollo como escritora y sobre el tema recurrente de la violencia en su obra.

    ¿Puede contarnos cómo se convirtió en escritora? ¿Era algo a lo que aspiraba desde muy joven?

    Siempre estuve rodeada de influencias literarias. Verá: mi padre también es escritor. Vivíamos en una casa humilde, no teníamos muchos muebles y nos mudábamos bastante. A él le encantaba coleccionar libros, así que, naturalmente, siempre estaba rodeada de ellos: en el suelo, en cada rincón y rendija. Todo, excepto la ventana y la puerta, estaba cubierto de libros. La biblioteca seguía creciendo. Recuerdo que los libros siempre me parecían “expansivos”, en el sentido de que estaban en constante abundancia, hasta el punto de que me sorprendí cuando visité la casa de un amigo y vi que carecía de libros.

    Leía con libertad y me empapaba del lenguaje, y mis padres me dejaban en paz para que pudiera leer a mi antojo novelas que eran desafiantes. Descubrí que amaba leer. Escribir también era algo natural. En mi adolescencia, sentí la típica angustia existencial ante preguntas como ¿quién soy?, ¿cuál es mi propósito?, ¿por qué la gente tiene que morir y adónde vamos después? Todas estas preguntas me resultaban gravosas, así que una vez más recurrí a los libros que creía que tenían las respuestas a muchas de las preguntas que me hice en mi juventud. No tenían respuesta alguna. Irónicamente, eso me animó. Me mostró que yo también podía ser escritora, que eso era para quienes tenían preguntas, no respuestas.

    Las artes visuales, o el sentido de lo visual, ocupan un lugar destacado en su obra. Me preguntaba de dónde surgió este interés y cómo terminó usando el punto de vista del artista en sus libros La vegetariana y Tus manos frías.

    Cuando era joven, mi tía, que estudiaba arte, vivió con nosotros durante un tiempo. Su habitación siempre estaba llena de sus obras, y yo también solía posar para ella.

    La verdad es que era difícil permanecer quieta. Esa experiencia probablemente me ayudó a entender el punto de vista de los artistas y sus temas en mi obra. Yo nunca me metí de lleno en el dibujo. Cuando estaba en el Programa Internacional de Escritura de Iowa, me dieron un estipendio que me permitía viajar, y cada vez que viajaba a nuevas ciudades de Estados Unidos estaba sola, así que, naturalmente, pasaba mucho tiempo en los museos. Supongo que se podría decir que de esa manera tomé conciencia verdadera del arte cuando era veinteañera. Creo que absorbí aquellas experiencias, y eso se refleja en mi escritura.

    También me gusta examinar y explorar los detalles. La nieve que cae sobre un abrigo negro, por ejemplo. Por una fracción de segundo, el copo de nieve parece casi hexagonal. Esto también va más allá de las artes visuales. Esta idea de mirar profundamente algo, creo que forma parte del reino de la literatura. Pero recientemente también he empezado a dibujar. Pienso que, en todos estos aspectos, siempre he tenido una relación íntima con el arte, de manera que considero que escribo sobre él de forma natural, sin ningún propósito consciente.

    La violencia es parte del ser humano, y ¿cómo puedo aceptar que soy uno de esos seres humanos? Ese tipo de sufrimiento siempre me persigue. Sí. También creo que mi preocupación se extiende a la violencia que prevalece en la vida diaria. Comer carne, cocinar carne, todas estas actividades diarias encarnan una violencia que se ha normalizado.

    Estoy parafraseando a Gabriel García Márquez, quien una vez comentó que la soledad siempre ha sido un tema que vuelve a aparecer en su obra, solamente que en formas distintas. ¿Hay algo que continúe explorando y a lo que continúe volviendo y la persiga?

    Por supuesto, escribí mi primera novela sin ser híper consciente de qué estaba exactamente escribiendo. Algo dentro de mí me impulsó, brotó dentro mío y escribí porque no podía dejar de escribir. Pero a medida que seguí escribiendo, en un cierto punto, me di cuenta de que hay temas que me perturbaban y, por eso, se convirtieron en temas a los que me aferré, otros que continúan. No creo que haya un solo tema al que regrese, pero una cuestión importante a la que a menudo vuelvo es la cuestión de la violencia humana. Por ejemplo, La vegetariana retrata a una mujer que rechaza una violencia omnipresente y precaria, incluso a costa de ella misma. En otra de mis novelas, la protagonista femenina también reconoce la violencia en el lenguaje y, por lo tanto, rechaza el lenguaje por completo. Y aunque no lo experimenté en primera persona, me influyó en gran medida la violencia a gran escala que se produjo durante mi juventud.

    ¿Se refiere a la Masacre de Gwangju [también conocida como el Levantamiento Democrático del 18 de Mayo, cuando muchos ciudadanos, incluidos estudiantes de la Universidad de Jeonnam, fueron golpeados y asesinados por tropas gubernamentales en protesta contra el régimen de Chun Doo Hwan, en 1980]?.

    La violencia es parte del ser humano, y ¿cómo puedo aceptar que soy uno de esos seres humanos? Ese tipo de sufrimiento siempre me persigue. Sí. También creo que mi preocupación se extiende a la violencia que prevalece en la vida diaria. Comer carne, cocinar carne, todas estas actividades diarias encarnan una violencia que se ha normalizado.

    Incluso pisar el suelo es una forma de violencia, ya que la hierba misma es una forma de vida.

    Es verdad, es verdad. Sin embargo, aunque los humanos han encarnado esta violencia, al verla a su alrededor y en sí mismos, también tienen un instinto natural de enfrentarla o moverse en una dirección diferente. Ahora me estoy orientando más hacia eso y quiero explorar la dignidad y la fuerza humanas más profundamente, desde que escribí Actos humanos, que trata de la masacre de Gwangju.

    ¿En qué medida influye Seúl o la propia Corea, el sentido de “lugar”, en su escritura?

    Para mí es crucial. Me mudé con frecuencia cuando era joven y asistí a cinco escuelas primarias distintas. Ahora, dondequiera que voy, tengo la confianza de que puedo adaptarme. Sin embargo, todas las ciudades en las que viví definitivamente han tenido un impacto en mi escritura. Por ejemplo, viví durante nueve años en Gwangju antes de mudarme a Seúl, y la impresión de esa pequeña ciudad se convirtió en una parte central de mí misma. A menudo aparece en mis novelas como una ciudad a la que llamo K. Cuando me mudé a Seúl en enero de 1980, sentí mucho frío, literalmente, en comparación con las temperaturas más cálidas del sur. ¿Cuándo se mudó usted desde Corea a Estados Unidos?

    Fui vegetariana a los veintitantos años y, en ese momento, todos a mi alrededor se impusieron una misión de alimentarme con carne. Ya sabe cómo es la sociedad coreana. Es una sociedad muy colectiva. Fue difícil para mí ser la única que comía de manera diferente; de todos modos, seguí haciéndolo hasta que el médico se preocupó por mi salud y me dijo que volviera a introducir un poco de carne en mi dieta.

    Cuando tenía tres años.

    No es realmente comparable, pero fue un gran cambio para mí. Gwangju era cálida y las flores florecían incluso en invierno. Nos mudamos a Seúl en enero y encontramos la ciudad tan fría; temblaba incluso cuando usaba un suéter grueso y calcetines en la cama. Fue entonces cuando pensé: la vida será muy fría para mí ahora. La gran escala de la ciudad y su gélida indiferencia me parecieron una premonición de cómo sería mi vida en Seúl. Aunque no me da miedo mudarme a nuevos lugares, soy el tipo de persona que lucha con cada lugar en el que vive y lo interroga, y absorbe y se deja influenciar por cada lugar.

    Un conocido crítico y admirador suyo alguna vez dijo que uno tiene que prepararse y estar en una configuración mental diferente antes de leer su obra. ¿Cómo interpreta esto?

    Creo que es porque mis novelas exploran directamente el sufrimiento humano. En lugar de evadirlo, trato de ahondar más profundamente. Esa es mi tendencia, ya que siempre estoy tratando de descubrir la verdad detrás de una persona. Así que cuando escribí sobre la masacre de Gwangju, una tragedia con tanto sufrimiento, creo que ese crítico quiso decir que ese material en mis manos significaba que los lectores tendrían que prepararse para experimentar —sentir— ellos mismos ese sufrimiento.

    Siento en su obra una manera de mirar las palabras, considerándolas como si fueran imágenes visuales. En su libro La clase de griego (2011) es evidente que hay una meticulosa sensibilidad en la elección de las palabras a lo largo de toda la novela. Tengo curiosidad por su relación precisa con el lenguaje, en los términos de su obra.

    Tengo un libro de poemas que escribí a lo largo de un período de 20 años que examina las palabras —las imágenes— de esta manera. Personalmente, creo que el lenguaje es una herramienta extremadamente difícil de manejar. A veces parece imposible. Otras veces logra transmitir lo que intento decir, pero decir que lo ha logrado no es exacto; además, es como si siguiera escribiendo, aunque sé que va a fallar, pero es la única herramienta que tengo. Es un dilema implacable, y creo que es algo que muchos poetas experimentan. Especialmente en La clase de griego, la protagonista no puede hablar y escribe, en cambio, poemas. Cada oración de un lenguaje tiene belleza y ruindad, pureza y mugre, verdad y mentira, y mi novela explora eso aún más directamente. Cuando el peso de las palabras toma el poder, a veces es un desafío incluso hablar. No obstante, tenemos que seguir hablando, escribiendo y leyendo. Cuando pierdo mi escritura, me tomo un descanso. Dije que había escrito durante 20 años, pero que a veces he hecho una pausa de un año o dos.

    Hablamos antes sobre las preguntas en las novelas, cuando se dio cuenta de que los escritores no tenían todas las respuestas. Chéjov dijo una vez que el papel de la literatura es plantear preguntas. Cuando escribe novelas, ¿escribe enfocada en una pregunta específica o le surge de manera orgánica en el proceso de escribir?

    Es difícil escribir continuamente durante un año o dos. Escribir Tus manos frías (2002) fue lo que me llevó menos tiempo, alrededor de un año, y lo máximo que me llevó terminar una novela fueron unos cuatro años. Siempre es diferente. Constantemente tengo preguntas candentes dentro mío, y la importancia puede cambiar a medida que la novela evoluciona. A menudo, la siguiente novela nace de las preguntas que el final de la novela anterior enciende. Las preguntas y las novelas interactúan constantemente. Por ejemplo, en La vegetariana, sometía a cuestionamiento la violencia humana y el potencial humano para la perfección. Sin embargo, no todos podemos simplemente convertirnos en plantas. Tenemos que vivir. Entonces, ¿cómo podemos vivir en un mundo tan violento? En La clase de griego, asumiendo que es posible vivir, ¿cuál debería ser el fundamento de la naturaleza humana? Cuando la protagonista escribe en la palma de la mano, tiene las uñas tan cortas que no deja ninguna huella, y en otra escena, cuando dos manos se unen, forman unas pocas palabras con significado. Quería dar la sensación de que estas pequeñas cosas podrían ser las que conforman la humanidad, un potencial para algo significativo.

    Nunca me he sentido discriminada como escritora por ser mujer. Creo que es algo muy normal y celebrado en Corea. Una de las razones es que hay muchas escritoras talentosas y sin ellas, el mundo literario se reduciría drásticamente. He pensado en este tema antes, ya que me doy cuenta de que el respeto y la igualdad de género en el mundo literario coreano es inusual en comparación con la mayoría de los países y lo considero una gran fortaleza de la literatura coreana.

    Sé que alguna vez fue vegetariana. ¿Cómo influyó esto en la escritura de esa novela?

    Fui vegetariana a los veintitantos años y, en ese momento, todos a mi alrededor se impusieron una misión de alimentarme con carne. Ya sabe cómo es la sociedad coreana. Es una sociedad muy colectiva. Fue difícil para mí ser la única que comía de manera diferente; de todos modos, seguí haciéndolo hasta que el médico se preocupó por mi salud y me dijo que volviera a introducir un poco de carne en mi dieta. Mi experiencia personal definitivamente influyó en La vegetariana y fue muy interesante cómo la gente a mi alrededor reaccionó involucrándose personalmente ante mi decisión. Fue un poco gracioso.

    Sin embargo, La vegetariana tiene raíces aún más directas en un cuento titulado “Los frutos de mi mujer” (2000), publicado cuando tenía 26 años. Los personajes principales son un hombre y una mujer, y un día, cuando el hombre regresa a casa del trabajo, ve que su esposa se ha convertido en una planta. Entonces la traslada a una maceta, la riega y la cuida. A medida que las estaciones van cambiando, la mujer escupe sus últimas semillas duras. Mientras él saca las semillas al balcón, se pregunta si su esposa podrá volver a florecer en primavera. En general, la historia no es tan oscura y es también mágica, pero después de escribirla, quise escribirla de nuevo desde una perspectiva diferente. Así que pensé durante años en cómo hacerlo. Desde la primera página, La vegetariana salió muy oscura y diferente.

    La vegetariana se publicó en Corea en 2007, y después publicó otras tres novelas. Creo que los autores y escritores en general sienten que aprenden algo nuevo en cada novela que escriben. Tal vez sea por estas lecciones que nos llegan que seguimos escribiendo. Me pregunto, ¿cómo su obra la cambia a usted?

    Cambié mientras escribía La vegetariana. Al principio tenía la intención de escribir más de tres partes y revelar más sobre el sobrino del personaje principal. Sin embargo, cuando llegué al final de la parte tercera con el personaje principal, Yeong-hye, supe que había terminado. Es difícil de explicar, pero de alguna manera sentí que me volví más fuerte en el proceso de escribir la novela.

    No estoy tan familiarizada con el mercado literario coreano, pero tengo la sensación de que los escritores en Corea son tratados más o menos como iguales, independientemente de su género, lo que es raro en muchos países. También hay una situación inversa en la de Corea actual. ¿Estoy leyendo la situación correctamente o tiene una perspectiva diferente sobre esto? 

    Es verdad y es bastante intrigante. Nunca me he sentido discriminada como escritora por ser mujer. Creo que es algo muy normal y celebrado en Corea. Una de las razones es que hay muchas escritoras talentosas y, sin ellas, el mundo literario se reduciría drásticamente. He pensado en este tema antes, ya que me doy cuenta de que el respeto y la igualdad de género en el mundo literario coreano es inusual en comparación con la mayoría de los países y lo considero una gran fortaleza de la literatura coreana. Sin embargo, en otros campos artísticos, es diferente; por ejemplo, la industria cinematográfica local es extremadamente conservadora. Los directores de cine masculinos siguen siendo la norma en la mayor parte de la industria cinematográfica coreana. Es algo sobre lo que hay que pensar.

     

    ————
    Esta entrevista apareció originalmente en la revista World Literature Today 90-3/4 (2016). Se traduce con autorización de su autora y de la revista. Traducción de Patricio Tapia.

     


    La vegetariana, Han Kang, traducción de Sunme Yoon, Random House, 2024, 208 páginas, $17.000.


    La clase de griego, Han Kang, traducción de Sunme Yoon, Random House, 2023, 176 páginas, $16.000.


    Actos humanos, Han Kang, traducción de Sunme Yoon, :Rata_, 2018, 272 páginas, €19,50.


    Blanco, Han Kang, traducción de Sunme Yoon, :Rata_, 2020, 160 páginas, €19.

  173. Revisa los contenidos que trae revista Santiago 22

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    APROXIMACIONES A LA VIOLENCIA
    Todos contra el otro,
    por Diego Milos
    Nostalgia de la barbarie, por Patricio Tapia
    Un hueso, una cámara, un arma, por Simón Soto
    En los terrenos del desecho, por Francisca Noguerol
    Una hiena y un jaguar, por Hilda Mundy
    Sin fricción, sin tacto, sin roce, por Alejandra Celedón
    Robert Muggah: “El crimen organizado está haciendo metástasis y América Latina está pagando el costo”, por Daniela Mohor W. (léelo como anticipo)
    La historia de Aladino Pereira (o cómo se recicla la violencia), por Jorge Rojas
    La violencia de Judith Butler, por Aïcha Liviana Messina
    Sombras y fantasmas del crimen organizado, por Marcelo Somarriva (léelo como anticipo)
    Racismo y violencia: las raíces coloniales de la modernidad, por Cristián Castro
    María Lionza: del mito de la diosa madre al culto de la violencia, por Michelle Roche Rodríguez
    Conmoción, por Paula Escobar Chavarría
    Afua Hirsch en su año del adorno, por Lucía Vodanovic
    Hannah Arendt: el poder y la violencia, por Bernard Crick
    Doris Lessing: prisiones electivas, por Sergio Missana
    Curzio Malaparte, maestro de la crueldad, por Pedro Pablo Guerrero
    ¿Es usted un pasaporte?, por Ignacio Adriasola

    LAGUNAS MENTALES
    La danza de la muerte,
    por Manuel Vicuña

    Realismo medioambiental, por Juan Ignacio Brito

    Diálogo de sordos, por Claudio Fuentes

    Infancias hacia el dos mil treinta, por Rosario Palacios Ruiz de Gamboa

    Pequeña historia del Chile decimonónico, por Patricio Tapia

    Etnografía, mitos y versos, por Rodrigo Pinto

    Formas de habitar la narración, por Hernán Ronsino

    ARQUETIPOS DE SITUACIÓN
    Un Cristo,
    por Milagros Abalo

    Como el cubo de Rubik, por Javier Edwards Renard

    Los acertijos sociales de Sara Gallardo, por Betina Keizman

    PERSONAJES SECUNDARIOS
    La lucha de Linda Boström Knausgård,
    por María José Viera-Gallo

    ¿Quién te crees que eres?, por Joyce Carol Oates

    LIBROS USADOS
    Libros desubicados,
    por Bruno Cuneo

    Jenny Erpenbeck, la posibilidad de volver a ver, por Rodrigo Hasbún

    Bajo ese sol tremendo: las enseñanzas de Óscar Ichazo en Arica… y más acá, por Juan Íñigo Ibáñez

    VIDAS PARALELAS
    El desaire de los hechos: Valeria Luiselli y Álvaro Enrigue,
    por Federico Galende

    CRÍTICAS DE LIBROS Y CINE
    El nacimiento del deseo, de Florencia Abadi, por Matías Bascuñán
    Los iluminados, de Héctor Hoyos, por Yosa Vidal
    Epístolas, de Horacio, por Manuel Boher
    Pequeño diccionario del Antropoceno. Humos / Humus, de Yuri Carvajal, por Daniel Hopenhayn
    Guillermo Pérez Roldán: Confidencial, de Matías Gey, por Pablo Riquelme

    TURISMO ACCIDENTAL
    Monumento al mapa,
    por Matías Celedón

  174. Silencio

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    A veces es imposible no recordar el silencio literario de Alberto Blest Gana, que murió en su cuarto del lujoso Hotel Majestic en París, a fines de 1920. Eso porque él, que era el más conocido o el más importante narrador del siglo XIX chileno, dejó de publicar ficción por tres décadas, desde 1867 a 1897. Antes había editado varios libros —entre ellos Martín Rivas, de 1862— que supusieron la idea de que en Chile la novela podía llegar a ser un arte mayor y una forma posible de una lengua nacional.

    Mal que mal, el escritor había publicado más de una decena de obras entre 1853 y 1863. Balzac lo había cambiado para siempre, luego de que lo leyese cuando era un joven militar que aprendía sobre cartografía en su primer viaje a Francia, en ese rol de soldado del que se desprendió apenas pudo cuando volvió a Chile. “Desde que un día en que leyendo a Balzac hice un auto de fe en mi chimenea, condenando a las llamas las impresiones rimadas de mi adolescencia, juré ser novelista o abandonar el campo literario si las fuerzas no me alcanzaban para hacer algo que no fuesen triviales y pasajeras composiciones”, le confesó a un amigo.

    En 1867, Blest Gana salió de nuevo del país para volverse embajador en París y Londres, y no volvió nunca más. Sus labores lo absorbieron a tal punto que dejó de publicar ficción, en una vida diplomática que ahora puede leerse como una mezcla de glamour decimonónico y circo pobre americano. O sea, le tocaron los días incendiarios de la Comuna de París (que siguió desde fuera de la ciudad); las conspiraciones inverosímiles de Orélie Antoine de Tounens, francés auto declarado Rey de la Araucanía; la vida social y el chisme diario de los rastacueros criollos; algún asunto espinoso con el Vaticano; los ajustes de cuentas de la cancillería chilena; y operaciones de inteligencia con astilleros y bancos y financistas en los años de la Guerra del Pacífico.

    Por supuesto, hay cierta belleza en esa paradoja de que sea cierta mudez lo que define al más clásico de nuestros novelistas. Pero Blest Gana siempre fue una trampa esperando ser descifrada. Jaime Concha, que escribió el ensayo definitivo sobre Martín Rivas (“Martín Rivas o la formación del burgués”, de 1972), supo alejarlo de las lecturas más bien hagiográficas de Alone y Silva Castro (además del didactismo veloz de Poblete Varas), que lo ungían como un padre fundador. Concha, en cambio, lo coloca en tensión con su época para, desde ahí, subrayar la complejidad de su mirada. En esos tiempos, Blest Gana ya no escribía —o no publicaba—, porque estaba lejos, pues no le alcanzaban el tiempo ni el dinero, y quizás miraba todo desde una lejanía que lo emparentaba con escritores como el jesuita Lacunza o, más tarde, Carlos Droguett. Se encontraba en una especie de limbo mudo, silencioso, que no podía pensarse sin las marcas de la distancia y el abandono, acaso con las imágenes del pasado desvaneciéndose, no sin dolor, al otro lado del océano y del recuerdo. Por supuesto, este resumen es mínimo y quizás terrible, porque en aquel silencio, hecho de recuerdo y desarraigo, Chile era una ficción que le llegaba a pedacitos, en cuentagotas, vía cables telegráficos o por medio de las cartas que le enviaban sus amigos o las conversaciones que mantenía con los chilenos que pasaban por la legación, con quienes evocaba memorias y detalles. De este modo, sus viejos libros crecían en su ausencia dentro el extraño páramo de la novela decimonónica chilena, donde eran populares las novelas históricas de Liborio Brieba, fracasaba la ficción de Lastarria y Pérez Rosales hacía de su picaresca vital una narrativa trepidante.

    Por eso, cuando dejó las labores de embajador y publicó en Francia Durante la Reconquista (1897) y El Loco Estero (1909), su escritura ya había cambiado irremediablemente. La novela, como género, era lo que lo unía a lo perdido, pues era la escritura de la ficción lo que permitía abrazar e hilar los jirones de todos esos recuerdos propios o ajenos, literarios o reales, familiares o públicos. Era como si esos libros le dieran permiso para volver a sí mismo y recuperar la palabra, que en su caso podía ser también algo parecido a recuperar la vida. Para él, quizás funcionaban como un cierre privado para su siglo, al modo de una invención terminal, como si la literatura volviera después de todo: de la vida diplomática y la picaresca de los trasplantados, de la Guerra del Salitre, de la Revolución del 91, de Andrés Bello y Lastarria, de las decenas de tomos de la historia de Chile de Barros Arana; y del derrumbe y la muerte de su hijo Alberto, que había retornado a Chile y que fue miembro de la pandilla de Orrego Luco, Pedro Balmaceda y Rubén Darío.

    Al momento de su muerte, uno de sus nietos ya era un aristócrata francés que había peleado en la Grand Guerre y a él, que recibía a los chilenos que los visitaban en el Majestic, no le quedaba ser otra cosa que ser un símbolo de un tiempo pasado, otro anacronismo de esa vida que los sudamericanos eran capaces de inventarse en Europa. Porque Blest Gana falleció después de la muerte de Rubén Darío y un par de años antes que la de Marcel Proust, en plena explosión de las vanguardias y acá, en Chile, después de la Pedro Antonio González (que pareció extinguirse en el delirium tremens), Carlos Pezoa Véliz (que terminó como un cuerpo quebrado en un hospital en el otoño de 1908) y José Domingo Gómez Rojas (encerrado de modo arbitrario en cárceles y manicomios, víctima de la violencia de jueces y médicos, mártir político, en 1920). En otras palabras, Blest Gana murió muy lejos del centenario de Chile, de esa misma república que ayudó a inventar y a la que retornó luego de su mudez de embajador, narrándola como una novela cuya cercanía solo existía como un sueño, como literatura.

  175. José Donoso y dónde el diablo perdió el poncho

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    Dicen que José Donoso es el narrador más importante de Chile; dicen que estableció un camino para todos los que vinieron después; incluso dicen que su literatura es mejor que un GPS para que uno se “ubique” en el sentido chileno del término. Dicen que leer El obsceno pájaro de la noche permite ver lo que esconden bajo la manta los hombres dueños de la tierra, del dinero y de los apellidos con fortuna; dicen que en sus páginas se lee cómo es que se relacionan tan íntimamente los que tienen con los que no tienen, dinero, también potencia sexual; los que son y no son, tan femeninos, en lo privado o tan masculinos, en lo público.

    Pero fíjate, que dicen que, incluso, el cahuín del WhatsApp de los ilegales podría leerse en clave donosiana. Dicen que los hombres mendigando raspados de olla y arrastrando el poncho para pedir favores, se parecen mucho, demasiado, a los de El lugar sin límites, que siempre están mezclando placer erótico con deudas. Se parecen, solo que ya no dicen “que venga la Manuela”, sino que piden la presencia de “cuatro ucranianas, yate y langosta”. Exhibir la masculinidad a través del dinero y del poder, como Don Alejo, taparía una homosociabilidad que deja a las Misias Blancas y no tan Blancas, convertidas en lavanderas en toga universitaria, cosiendo —felices y forradas— ropa rosada en la casa. Donoso canta en legua mayor lo que antes escuchamos en una canción popular: “Y no hablemos de pavadas, así son todos, traficantes / Y si no el sistema qué, y si no el sistema qué, qué / No me digan, se mantiene con la plata de los pobres / Eso solo sirve para mantener a algunos pocos / Transan, venden / Y es solo una figurita el que esté de presidente” (“Sr. Cobranza”, Bersuit Vergarabat).

    Dicen que la monstruosidad de Boy no tiene que ver tanto con la endogamia o con ciertas vacaciones en el campamento del colegio, sino con la experiencia de ser constantemente humillado desde la innecesaria severidad hasta la pedofilia institucionalizada, que esa es La cinta blanca (Haneke) chilena. Boy y todos los demás jóvenes de La Rinconada experimentan formas de filicidio; marchando en la nieve hasta morir o encerrados en Valle Nevado sin más compañía que otros que el privilegio convirtió en monstruos. Donoso muestra cómo pobres y ricos terminan siendo víctimas/victimarios de ese placer envilecido que afirma que poder es gozo.

    Si bien en el contexto internacional su nombre se asocia al de otros escritores —Juan Rulfo, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, renovadores de la novela latinoamericana—, su obra está íntimamente entretejida con la de narradoras chilenas como Marta Brunet, María Luisa Bombal y Diamela Eltit, que al igual que él, escribieron sobre la sociedad chilena a partir del latifundio como estructura económica, política y familiar, estableciendo una tradición que desde la más alta literatura denuncia las relaciones de poder cursadas por el erotismo.

    ¿Cuál es el lugar de Donoso en esta y otras historias de WhatsApp de donde el diablo perdió el poncho? Sabemos por su libro de ensayos Historia personal del Boom, por su narrativa, en especial por El jardín de al lado y una serie de anécdotas vinculadas a su fama, cómo su vida y su literatura se cruzan en una alianza no tan secreta de hombres que lo respaldan, censuran sus atrasos, le prestan dinero o comparten la dulzura de ser un escritor del Boom latinoamericano. Si bien en el contexto internacional su nombre se asocia al de otros escritores —Juan Rulfo, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, renovadores de la novela latinoamericana—, su obra está íntimamente entretejida con la de narradoras chilenas como Marta Brunet, María Luisa Bombal y Diamela Eltit, que al igual que él, escribieron sobre la sociedad chilena a partir del latifundio como estructura económica, política y familiar, estableciendo una tradición que desde la más alta literatura denuncia las relaciones de poder cursadas por el erotismo.

    Y es que dicen que dio valor de verdad a las experiencias y los saberes de pobres y de mujeres; que quien leyó sus novelas se fascinó con la belleza extrema surgida del espanto y no pudo nunca más ver Chile y sus distintos latifundios con inocencia. Dicen que como Juan Rulfo, desarma para siempre la llamada novela de la tierra y desarticula en la ficción las ideologías patriarcales que sustentan la hacienda latinoamericana (algunos son más hijos de Don Alejo que otros). Dicen que descorrió con arte el tupido velo que ocultaba los secretos familiares y nacionales, los de su clase social y los del Boom, y que decía que pagaba con su hígado este desacato al silencio. Dicen que puso a su personaje-escritor en una casa con las empleadas de la burguesía, también que fabuló en contra de una de las mujeres editoras más importantes de su tiempo, criticando y arriesgando, a su vez, su posición como artista e intelectual. Dicen que como el Mudito dejó un montón de papeles escondidos y que le pidió a su hija que entrara en ese laberinto para liberarlo, que ella tenía una lámpara, pero no un hilo. Hay unos que encontraron ese hilo a través de su propia literatura y el trabajo en los archivos, dando una sobrevida (Javier Guerrero) al padre y la hija (Cecilia García Huidobro).

    Dicen que más allá del despojo literario; de un poncho terrateniente que aprieta como corset; de la heterosexualidad como final feliz; su creatividad fue y es indestructible, y lo que es y ha sido suyo, su libertad de ser en su escritura, es inalienable y que por eso y por mucho más donosiano significa valiente.

     

    Imagen de portada: Álvaro Bisama, Lorena Amaro, Fernando Sáez, Rubí Carreño y Alberto Fuguet durante el panel de conversación “Monstruos y relatos”.

     


    Actividades del 9 de octubre:
    – Charla magistral con Álvaro Bisama, escritor y director de Literatura UDP. A las 11:30 hrs. Quinto piso, BNP.
    – Recorrido Donosiano, con la inauguración de una placa conmemorativa en la Biblioteca Nicanor Parra y su casa de infancia. A las 13:00 hrs. Barrio República, Av. Ejército 661.
    – Conversación “La otra escritura de José Donoso” con Cecilia García Huidobro y Álvaro Matus, académicos UDP. A las 16:00 hrs. Quinto piso, BNP.
    – Inauguración de la muestra “Retratos fotográficos inéditos de José Donoso” con Gabriel Pérez Mardones, fotógrafo. A las 17:15 hrs. Tercer piso, BNP.
    – Lectura dramatizada y conversación sobre El jardín de al lado. Con Verónica Díaz, directora; y Marco Antonio de la Parra, escritor y dramaturgo. A las 18:00 hrs. Auditorio, BNP.
    Las actividades se realizarán en la Biblioteca Nicanor Parra de la UDP, ubicada en Vergara 324, Santiago.

  176. Imaginar un nuevo realismo

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    En Tiempos y modos. Política, crítica y estética, Nelly Richard abre una penetrante disputa por la significación del presente, emplazando los mapas del realismo transicional y las multitudes insurrectas del 2019. La prosa de la autora implica modos enunciativos que, pese a las paradojas y disonancias con el presente, emplazan acontecimientos que han puesto en cuestión el concepto mismo de democracia. En virtud de un realismo reflexivo, Tiempos y modos impugna la circulación desenfrenada de identidades y dialectos que el 2019 se negaron a la traducción política —trazabilidad— por considerarse una traición a las consignas del desorden que hizo estallar la revuelta. Este deseo anarquizante —proveniente de la filosofía y la literatura— de renunciar a introducir algún orden articulatorio en el desorden salvaje de los ecos de la revuelta, no facilita ninguna estrategia política.

    Tras la disrupción de los torniquetes (18 de octubre) se agolparon multitudes que desplegaron performances, sin anudar ningún campo semántico (“realismo”) y votaron desprovistos de todo horizonte, cuestionando los mitos del milagro chileno. Pese a que la ensayista reconoce (y valora) las energías críticas de la revuelta (2019), como fue el caso de la multitudinaria marcha del 25 de octubre del 2019, circunda críticamente sobre los modos de traducibilidad, articulación, o bien, alguna trama destinal de “lo político”. En torno a lo mismo, se pregunta críticamente si fue suficiente con festejar el momento puramente destituyente de la revuelta que tuvo a la calle como escenario performativo de corporalidades en ruptura de orden, o bien, si ese nuevo cuerpo político hubiera podido efectuar cambios en las estructuras de poder a las que se enfrentaba. Si fuera esto último, la insumisión de los cuerpos es una condición necesaria, pero no suficiente para habilitar un nuevo régimen de subjetividad política.

    Tiempos y modos critica la aspiración novelística y anarco-barroca en las escrituras de la revuelta que, cándidamente, habrían derivado en “extravagancias verbales”, favoreciendo la arremetida del paradigma de la seguridad como una política de los acuerdos. Hay una pregunta en estado de latencia que atraviesa la contra-escritura de Richard, a saber: ¿cómo fue qué ingresamos en ese tiempo sin horizontes y cómo salimos de sus desarraigos? Tiempos y modos cree en un “después” de la crisis. Ergo, cultiva y abraza el arte de la espera —lo suspensivo— y la guerrilla de posiciones. Contra todo nihilismo post-político, el texto suscribe al humanismo crítico, y su contraescritura forcejea en una zona gris, contra la precipitación de sucesos y procesos fragmentados en su formación y devenires, articulando una textualidad sobresaltada en el que intervienen ensamblajes bajo el sello de la crítica cultural: signos, operaciones y tramas bajo intersecciones entre texto y contexto. El plural-discordante de los “tiempos de revuelta” —apelando a la propia nomenclatura richardiana— es un parpadeo de momentos y oscilaciones dialectales que obligan a escrutar las narrativas mediáticas que han consumado estéticas sin porvenir.

    En sus intensidades de escritura, Richard cultiva un interés declarado por abrir un tercer espacio en disputa que nos interesa seguir: evitar el conformismo con el presente, como asimismo tomar distancia de los discursos exultantes —líricos— del 2019, e invita a pensar en nuevo realismo. La aurora advierte de sus distancias respecto de las escenografías “napoleónicas de la revuelta” y la “imagen-fetiche” de la ruptura definitiva (el todo o la nada); también establece sus reservas ante las posiciones reaccionarias, poseedoras de “imaginarios anti octubristas”, aquellos que se limitan a la criminalización, perdiendo de vista la intensidad de los malestares que allí se dieron cita. En efecto, para Richard se trata de la necesidad de una izquierda con capacidad imaginativa para pensar instituciones como campos en disputa, puesto que deben ser inestables, agrietadas, excéntricas y fracturadas. Adicionalmente, conmina a admitir la plasticidad de las instituciones como factor de remodelación experimental de la política, que fue precisamente aquello que no hizo la izquierda que radicalizó la potencia de la revuelta en tanto afuera absoluto de todo entendimiento (sin negar los disensos).

    Tras la “revuelta”, se trataría de repensar un tercer espacio desde —y contra— el “humanismo crítico”, en un agrietamiento surcado de elaboraciones provisorias, que cuestionan la “facticidad neoliberal”. Pese a que la información que arroja el PNUD 2024, desde otro registro, no es muy distante de ciertas afirmaciones de la ensayista. En suma, los desvaríos barrocos hicieron de la calle un “desequilibrio de pasiones”.

    Cabe aclarar que la revuelta no surgió de un desencuentro de movimientos, minorías o colectivos, cuya materialidad se podría haber plasmado en articulaciones o vectores políticos. Si bien la “potencia afectiva” de la revuelta no surge ex nihilo, tampoco existía un “espacio político” que nos proveyera de “pistas de interpretación” frente a sus ambiciones críticas. La dislocación del 2019 fue tan intensa que los nudos entre movimientos sociales e institucionalización no fueron posibles. En suma, la propia revuelta estimuló formas de angustia existencial que fueron diagramadas —mediática de la demonización— provocando una disyunción entre movilidad política y una ciudadanía ensimismada (fragmentada-aislada) que requiere una solvencia analítica que trascienda la “portentosa factualidad” de las corporaciones.

    La paradoja de la revuelta fue su propia “furia” como creación igualitaria y un excedente “poético” que activó espíritus atormentados, que no eran gestionables por la vía de la Convención Constitucional. En suma, Tiempos y modos recuerda que la política es vocación de poder y posibilidad de sentido, donde la potencia destituyente y sus licencias poéticas fueron un abismo que no supo proveer ninguna solución institucional.

    Octubre de 2019 como potencia movilizadora —“revuelta nómada”— culminó en una institucionalidad dislocada, tras el triunfo del rechazo a la nueva propuesta constitucional.

    La ensayista no busca establecer una curatoría sobre los acontecimientos del 2019, que aún mantienen sus efectos expresivo-testimoniales, sino más bien gestos de recomposición que aún no han sido absorbidos por una política hegemónica. Tiempos y Modos participa de un vitalismo, está contra los “diagnósticos nihilistas”, aspira a disputar el sentido del presente y sus modos de producción.

    Octubre (sin el sufijo “ismo”) sería el paroxismo de acontecimientos sin relatos, desde una multiplicidad de subjetividades cuyo desborde trajo consigo “dialectos” que no alcanzaron a impulsar una “política afirmativa”. Tal vacío implica un realismo reflexivo, abre un debate en la contemporaneidad y entiende que la revuelta marca un punto de ruptura con las semánticas de la renovación socialista —que han marcado el debate— y nos invita a otro tipo de comunicación política. En su economía argumental, sanciona la anorexia imaginativa del clivaje socialdemócrata e interroga la soberanía de visualidades y lenguas del cambio que migraron sin diccionarios, cultivando “la zona festiva de los cuerpos”.

     


    Tiempos y modos, Nelly Richard, Paidós, 2024, 213 páginas, $18.900.

  177. Antídotos contra el aburrimiento

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    Cuánto me habría gustado escribir un libro con este título paradojal: Memorias de un amnésico. Pequeño inconveniente, llegué un siglo tarde: ya lo hizo el compositor francés Erik Satie. Amigo de los aficionados y enemigo de los pedagogos que pontifican y de los virtuosos que hacen malabares, ingenió esa parodia de retazos autobiográficos, de frases yuxtapuestas e irónicas para desinflar el ego, que vibran sobre la página como si fueran el piano de un music-hall o de un cabaré de la Belle Époque.

    Arribé a este libro movido por mi obsesión con esa dupla que coopera y también rivaliza: la memoria y el olvido. Para recordar no basta con vivir. Importa no andar enfrascados en nuestros pensamientos en el mismo momento en que la vida pasa de largo frente a los cinco sentidos. Por momentos, los fallos de la memoria son responsabilidad nuestra, somos cómplices involuntarios de sus tropiezos. Aunque sería bueno no dramatizar: es innecesario desacreditar por completo la espontaneidad del pensamiento, las ensoñaciones y las divagaciones de la conciencia rumiante de la cual somos reos y beneficiarios por partes iguales.

    Las ciencias cognitivas usan la expresión mind-wandering para referirse a esa errancia mental, a veces involuntaria, a veces deliberada, que acalla las solicitudes del mundo para entregarnos de lleno al soliloquio interior. Entiendo que no es el estado óptimo para los operarios de maquinaria pesada o los cirujanos, pero el mind-wandering tiene sus virtudes en otras circunstancias. En mi caso, prefiero no concebir las ubicuas distracciones en términos inequívocamente negativos. Eso le cede todo el poder a la lógica del rendimiento tan propia del capitalismo. Es preferible dejar de lado por un rato la valoración de la gestión del yo y la correspondiente exaltación del “empresario de sí mismo” como respuestas a las demandas extremas de productividad y a la concepción del capital humano como un recurso que baila al compás de los mercados.

    Extraviarse en los pensamientos es algo que no puede reducirse a mera falta de concentración, desorden psicológico o ausencia de control cognitivo. Esa actividad tiene costos, sí, pero también beneficios. Sus derroteros son sinuosos o abruptos, atraviesan paisajes solitarios, proyectan la autobiografía en fronteras tan imaginarias como verosímiles, anticipan el futuro, se adentran en el pasado, acarrean emociones melancólicas y alegres, recorren las obsesiones de un extremo al otro y, en ocasiones, producen chispazos creativos que interrumpen los caminos trillados del pensamiento en función ejecutiva. En su mejor versión, soñar despierto es un escape a la rendición de cuentas a los hechos del presente y un antídoto contra el aburrimiento. Dado que todos los humanos abundan en la práctica del mind-wandering, y este no ha puesto en riesgo nuestra sobrevivencia como especie, habría que preguntarse por el papel que ha cumplido en términos evolutivos.

    Como soy olvidadizo, me impresionan las proezas de la memoria y la invención de trucos para apuntalarla frente a los movimientos sísmicos de la vejez. La narradora escocesa Muriel Spark compuso una autobiografía titulada Curriculum vitae, en la que intenta sacarse de encima toda sospecha de inventiva o de falsificación de sus recuerdos. Cuenta sus primeros 39 años de vida desde la perspectiva de la vejez, y lo hace con una voluntad expresa de autoconocimiento, porque la respuesta a la pregunta quién soy es siempre tan provisoria como acuciante.

    Spark fue una celebridad, de modo que circulaban demasiadas historias sobre su vida, a menudo falsas por donde se las mire. “Las mentiras son como pulgas —señaló— que saltan de aquí para allá, chupando la sangre del intelecto”. Spark pasó décadas acumulando documentos, era una coleccionista de detalles que recrean atmósferas de otro tiempo, y conocía la magia de los nombres propios, que conjuran recuerdos. Todo lo que contó tiene respaldo en evidencia documental o descansa en los testimonios de testigos directos de sus andanzas. Cotejaba sus recuerdos con parientes, compañeras de colegio y amigas íntimas; e investigaba o pedía ayuda a instituciones: bibliotecas, museos, universidades. Rehuía la ficción como una novelista renegada. Persiguió la verdad de manera laboriosa.

    Para recordar no basta con vivir. Importa no andar enfrascados en nuestros pensamientos en el mismo momento en que la vida pasa de largo frente a los cinco sentidos. Por momentos, los fallos de la memoria son responsabilidad nuestra, somos cómplices involuntarios de sus tropiezos. Aunque sería bueno no dramatizar: es innecesario desacreditar por completo la espontaneidad del pensamiento, las ensoñaciones y las divagaciones de la conciencia rumiante de la cual somos reos y beneficiarios por partes iguales.

    En este punto no puedo obviar su novela Vagando con intención. Es 1949, nos encontramos en Londres, las carestías de la posguerra siguen apremiando, las tarjetas de racionamiento están a la orden del día, el caviar de arenque es un lujo asiático y el vino argelino, una joya del mercado negro. La protagonista y narradora del libro, que define como una autobiografía, se llama Fleur Talbot. No es una mujer convencional. Juzga el matrimonio como un obstáculo para la creación literaria. Es una escritora en ciernes, autora de poemas desabridos, que ahora trabaja en su primera novela, Warrender Chase, llena de entusiasmo, llevada en andas por las palabras, absorbida por una imaginación cómplice de sus personajes. Por completo ajena a cualquiera actitud moralizante, Fleur es dueña de una memoria auditiva fuera de lo común y está dotada, por consiguiente, con el don de la escucha. Lo concreto es que ella acepta un empleo mal remunerado, aunque interesante por lo extraño, bajo las órdenes de Sir Quentin Oliver, un esnob formado en Eton y en Trinity College, Cambridge.

    Esta es la cuestión: Fleur trabaja como secretaria de una estrafalaria Asociación Autobiográfica, integrada por personas de todos los rumbos que desean depositar sus vidas en papel para conocimiento de la posteridad, convencidas de haber sido señaladas con vidas extraordinarias. Sin ánimo de ofender a nadie, los manuscritos de las memorias están sometidos a una veda de 70 años. Sir Quentin guarda bajo llave esas memorias incipientes, que aún no pasan del primer capítulo y avanzan a paso lento. La tarea de Fleur es tomar notas en las reuniones y, más que nada, pasar a máquina e intervenir los textos para darles vida a narraciones insufribles.

    Fleur tilda a los memorialistas de analfabetos y a Sir Quentin, de conductor descarriado a la hora de traducir los recuerdos a una prosa decente. Para contrarrestar su ineptitud, Fleur incorpora elementos de ficción a esos relatos “patéticos”. Crea escenas, inventa anécdotas, quiebra la monotonía y, en definitiva, acelera la sangre que corre por las venas de sus protagonistas. Hace todo esto a conciencia. Y no actúa a espaldas de Sir Quentin, que le insiste sobre el carácter confidencial del trabajo y la índole distinguida de los miembros de la organización, mientras refrenda el dicho popular que asegura que la “verdad es más extraña que la ficción”, sin por eso censurar las licencias que se toma Fleur.

    Cuando los integrantes de la Asociación Autobiográfica conocen las memorias remendadas, reaccionan con una mezcla de incomodidad y aprobación. Las nuevas versiones pueden ser infieles a la realidad, pero más satisfactorias en términos literarios. Como le dice Sir Quentin a un memorialista aproblemado por la ligera modificación de los hechos de su vida, no hay para qué ser tan literales, hombre, existe algo llamado la “economía del arte”, cuyas leyes no proscriben el empleo de la ficción al momento de rememorar el pasado.

    No hace falta que avance demasiado la trama de Vagando con intención para descubrir un componente turbio en la historia. Tempranamente, Fleur empieza a sospechar de Sir Quentin. Se convence de que este planea chantajear a los asistentes a las reuniones de la asociación. Habla de Sir Quentin como una “versión psicológica de Jack el Destripador”, aunque sin poder anticipar cuál será la naturaleza específica del crimen. De pronto Sir Quentin toma en sus manos la redacción de los textos, les incluye detalles alarmantes y no deja de insistir en la necesidad de una franqueza total, como quien orquesta una siniestra música de cámara. Nada de secretos. Ahora aparece el sexo, las aventuras lesbianas, los escarceos homosexuales, la culpa y la vergüenza y la paranoia. Sir Quentin sabe demasiado y es nocivo.

    Hasta aquí llega mi novela. Es un volumen de Emecé Editores bastante roñoso. Le faltan las páginas finales, más que eso incluso. Lo noté demasiado tarde. Entonces pensé en esta posibilidad: la propia autobiografía como una lectura que ofrece compañía íntima a años de distancia de su escritura, notas sobre uno mismo que proponen un trato, en el sentido de contacto social y de acuerdo de paz, entre el yo del presente y el yo del pasado, entre dos figuraciones que se identifican y a la vez se diferencian.

  178. Ronda nocturna: los diarios finales de José Donoso

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    El segundo volumen de los diarios, publicado el año pasado, cierra con un Donoso recién aterrizado en Chile luego de un largo peregrinaje de algo menos de 20 años. Su partida del país, junto a su esposa, María Pilar, había sido el mismo día que tomó posesión de su cargo el presidente Eduardo Frei Montalva, democratacristiano que ganó las elecciones con un programa que proponía una “revolución en libertad”. Regresó a fines de 1980, cuando la dictadura de Pinochet llevaba siete años en el poder, tiempo suficiente como para haber pulverizado las distintas propuestas de revolución y haber restringido muchas libertades.

    Con prontitud, sus cuadernos registran el impacto que significó para él y su familia la radicalidad del regreso, la dificultad de reconocer y reconocerse en un país que distaba mucho del que conservaba en su memoria. Temores, decepciones y dificultades creativas se van sumando al deterioro físico y las enfermedades, obsesiones por el dinero e inseguridades de todo orden. Los diarios de este período son, acaso, sus diarios más existenciales, desesperados.

    No es que falte lo que ha sido considerado uno de los rasgos más destacados y relevantes de ellos, como es el minucioso y sufriente registro creativo de sus narraciones. En ellos es posible seguir la gestación de Cuatro para Delfina, por ejemplo, o el largo proceso escritural bajo distintos títulos de lo que fue su novela póstuma, El Mocho. También los malabares que ejercita para sortear la ficción y realidad en lo que se publicaría como Conjeturas sobre la memoria de mi tribu. Pero las dificultades tras experimentar cierto desarraigo en su propio país y los miedos asociados a la cercanía con la muerte hacen de estos cuadernos, más que un diario de un escritor enfrentado a la creación, una suerte de ronda nocturna existencial.

    Santiago, 20 de enero, 1981
    David Turkeltaub, ayer, se llevó mis poemas y no dijo nada, espero su llamado o más tarde o mañana. ¿Escribir más poemas? Sería lo más fácil. Me saldrían. Pero no tengo ganas. Tengo ganas de escribir cuentos, y no sé por qué, no sé enrielarme en ellos.
    Un problema, por ejemplo, es el lenguaje: no me interesa, ni siento como material literario —¿todavía?— el idioma chileno. Estos niños de que estoy escribiendo poseen un idioma [xxx], que es, a su vez, la metáfora de un mundo, y de una manera de ser de una clase, de una psicología: es allí donde no sé entrar, donde yo no tengo nada que ver, y que no me motiva para nada. Pero en este momento, al parecer, no hay nada que me motive realmente, no me enchufo en nada. Frente al mundo chileno, que ahora es el mío de nuevo, hay dos actitudes posibles: aceptarlo como es, es decir, ser de él, o, al contrario, criticarlo, transformarlo en una farsa. Ninguna de las caras me interesa, y en todo caso, me interesaría más la primera opción que la segunda. Pero estoy, claramente, perdido. ¿Por qué no puedo armar un cuento? ¿Quizás volver a leer cuentos? ¿Cortázar, que siempre es tan estimulante? Pero no, tiene que ser hoy, ahora. No puedo esperar más. ¿Relaciones humanas, Katherine Mansfield? ¿Relación suegra-nuera? Sí, todo es posible. ¿Pero cómo descubrir algo, la metáfora que lo ilumina todo desde dentro? Qué arco de perplejidad. ¿Una historia de amor? Pero el amor, ahora, no lo concibo más que en términos de El jardín de al lado, o de La muerte en Venecia, cualquiera que vea el sexo del objeto del amor. Y el amor maduro ya lo agoté tan realistamente en El jardín de al lado.

    Santiago, 5 de agosto, 1981
    Pese a los horrores que he encontrado a mi regreso, histeria general, agresividad de Pilarcita, dolor de María Pilar, negación rotunda de Pilarcita a ir al colegio y que se pasa el día acostada en cama fumando, mirando televisión y tomando Coca-Cola, y pese a Boswell, who looms on the horizon, me tomo esta tarde, a modo de medida de sanidad mental, para pensar en mi novela de Chiloé. Me cuesta, pero lo haré.

    Santiago, 19 de agosto, 1981
    Tengo 57 años, una carrera literaria más respetada fuera de Chile que adentro; veo, lejos aún, pero la veo, la vejez, y no tengo energía ni ganas para seguir vagando por el mundo. Pero con Santiago —con el mundo de Santiago tanto como con el pretencioso y horrible Santiago físico—, por ahora, no sé más tarde, me es muy difícil relacionarme, y sentir el flujo de electricidad que me motive y me llame/lleve a escribir algo libremente, desde afuera. Siento que todo lo que me rodea es falso, insuficiente y negativo. Y sin embargo, me reconozco que soy de aquí, que este aquí no querido me amarra y me determina. Posibilidad de otros paisajes, otros ambientes. ¿Pero no los veré solo como curiosidad turística, sin la posibilidad de “meterme” dentro y ser en ellos? Esta cosa de ser en las cosas que escribo es esencial. Viajar. Recorrer el país. Ver paisajes que me motiven, gente distinta a la habitual, que pueda transformarla, mediante un salto de la imaginación, en mías, o yo, más bien, transformarme en ellas. Mariano Latorre y la novela rural, tan despreciados por mí en mi juventud. ¿Releerla? Por lo menos echarles una mirada. Al fin y al cabo, la tradición esencial o radical (en cuanto a raíz) de la novela latinoamericana es la novela paisajística. ¿Pero qué paisaje, si el que me rodea no me motiva?
    Tengo que ser otro, para escribir una novela, sobre todo, ahora tan conscientemente: necesito ser “otro”. Trasvasijar mis sensibilidades en “otro”.

    Tengo 57 años, una carrera literaria más respetada fuera de Chile que adentro; veo, lejos aún, pero la veo, la vejez, y no tengo energía ni ganas para seguir vagando por el mundo. Pero con Santiago —con el mundo de Santiago tanto como con el pretencioso y horrible Santiago físico—, por ahora, no sé más tarde, me es muy difícil relacionarme, y sentir el flujo de electricidad que me motive y me llame/lleve a escribir algo libremente, desde afuera. Siento que todo lo que me rodea es falso, insuficiente y negativo. Y sin embargo, me reconozco que soy de aquí, que este aquí no querido me amarra y me determina.

    Santiago, 10 de octubre, 1981
    Estoy mal. No me interesa —en este momento— la novela chilota, que se presenta llena de dificultades y cero calor. ¿Cómo encontrar algo más simple? También estudié ayer la posibilidad de una novela sobre Lenin y Krúpskaya, y el caso Schmidt, pero requeriría demasiado, y no tengo tiempo ni ganas: quiero, sí, necesito, algo de que, como en el Jardín o en La marquesita, el original vaya montando y montando cada vez más, ver ese manuscrito creciendo sin problemas. Claro que no se le puede pedir lo mismo a todas las obras, y esta puede ser distinta. Pero no quiero.
    Por otro lado, cuentos. ¿Pero cómo diablos se escribe un cuento? ¿Qué es un cuento? Hace mil años que no escribo ninguno, y cien años que no leo cuentos.

    Santiago, 12 de diciembre, 1981
    Esta noche Pilarcita, que hace tiempo ya que está encantadora (aunque floja), salió a una fiesta en casa de una Montero Ward, hecha una belleza, feliz, y felices nosotros de verla tan feliz, sin breteles, una túnica a rayas dorado y negro, pantalones de seda negra y tostada negra. Iba hecha un sol.

    Santiago, 22 de diciembre, 1981
    He sido muy feliz escribiendo mis cuentos. Casi tan feliz como escribiendo El jardín de al lado. Curioso que escribir ahora sea tan “placer”, cuando anteriormente era, recuerdo, casi puro dolor. El infinito placer de en seis días escribir “Los habitantes de una ruina inconclusa”, la histeria, “frantic” es la palabra precisa, con que lo hice. (Debo hacer otra versión, pero es verdad que debo hacer otra versión para todos los cuentos, aunque este, para enfocarlo, más que ningún otro lo necesita, especialmente hacia el final). Y el placer que me está produciendo escribir y desarrollar FAMILIA ROBLES (que al final se llamará LOS ROBLES DE LA PLAZA) es absolutamente increíble.

    Cachagua, 5 de febrero, 1982
    Hoy tarde estoy instalado en mi ramada fragante de eucaliptus. María Pilar se fue a Zapallar a la misa por Eduardo Frei y yo no me la sentí de ir. Pilarcita llegó a hora intempestiva, cruel y de mal humor, con María José Harrison, su amiga alojada, y después salió a caminar sola por la playa, por primera vez en la vida. ¿Pensando qué? Al alejarse, miraba hacia atrás, esperando que yo, o que María José, la siguiéramos. ¡Qué horror, y qué poco sano para ella, tener tanto poder sobre sus padres! Va a querer desplegarlo, después —y lo estoy palpando con María José— con todas sus relaciones. ¡Qué destrozado me siento porque creo que we’re not doing right! .Pero cómo, do right? ¿Dejarla? ¿No preocuparse? ¿Everything will turn out as it has to, in the end? No sé. No sé, ¡le veo tan mal futuro! Y tengo terror de proyectar en ella ese terror mío, pero ¿cómo cambiar? Es imposible proyectando en mi pasión por ella algo que me ha faltado, y que me falta, a mí. Porque hoy por hoy mi amor por María Pilar es sobre todo ternura, compañerismo, historia, mucha protección, mucha compasión, pero ya no siento por ella la pasión que siento por mi hija. ¿Aunque, es verdad? No sé. Sé que son los únicos dos seres en el mundo que “me pueden”, a los que soy terriblemente vulnerable: ellos, y absolutamente nadie más. ¡Mi mundo afectivo es tan pobre! Y siento, sin embargo, que daría para tanto más. Ellas dos. ¿Por qué no alguien más, un amigo, una amiga, un muchacho…? Pero no se ha dado: un discípulo, por ejemplo. Pero no se da.

    Santiago, 29 de marzo, 1982
    Me compré un equipo de música, antes que llegue María Pilar para impedírmelo. Puse cortinas muy “importantes” en el living, y menos importantes en el baño, el estudio de María Pilar, el pasadizo de arriba y mi escala.

    Santiago, 23 de agosto, 1982
    Pilarcita a la nieve. Me levanté tarde. Hablé largo, largo, y con gran cariño, con la Delfina por teléfono en la mañana. Llamé a Crescente Donoso para hablar con él, y estuvo “Donoso”: aterrado, insultante, rechazante: lo mandé (doucement) a la mierda.

    Hoy por hoy mi amor por María Pilar es sobre todo ternura, compañerismo, historia, mucha protección, mucha compasión, pero ya no siento por ella la pasión que siento por mi hija. ¿Aunque, es verdad? No sé. Sé que son los únicos dos seres en el mundo que “me pueden”, a los que soy terriblemente vulnerable: ellos, y absolutamente nadie más. ¡Mi mundo afectivo es tan pobre! Y siento, sin embargo, que daría para tanto más. Ellas dos. ¿Por qué no alguien más, un amigo, una amiga, un muchacho…? Pero no se ha dado: un discípulo, por ejemplo. Pero no se da.

    Zapallar, 12 de septiembre, 1982
    ¡Qué martirio que toda mi paz, exterior e interior, dependa de los humores, generalmente malos, de la adolescencia de la Pilarcita! ¡Qué desesperación no poderme “desprender” de ella, como Jorge Edwards se desprende de todo lo que sea humanamente negativo o molesto y lo pasa por alto! Supongo que esto está íntimamente ligado a mi enfermedad al corazón, como el incidente del T.B. [turkish bath (baño turco)] que encendió la mecha que hizo estallar con hospitalización, presión en 13-18, y ahora una isquemia coronaria. Todo esto me hace pensar que he entrado, por fin, en la tercera edad: en el fin. La muerte me ronda. Lo siento, siento su eco, al leer en El Mercurio de hoy los relatos y lo funerario de las pompas pinochetistas del 11 de septiembre, “Día de la Liberación Nacional”, que son una celebración de la muerte. El mar, abajo, entre los árboles, parece elegíaco al romper en las rocas. Quisiera visitar la tumba de mi mamá y mi papá y mi nana. Siento a Pilarcita ligada a tanta muerte, al camino arrevesado, andado, incomprensible que ha sido mi vida, quizás sin otro amor que ella, desprovista de alegría, capaz de dureza y mal, carente de ternura (aunque no de verdad), sin caricia… quizás una caricia nacida de ella, espontánea: siempre la caricia tiene que venir del otro, de mí, en este caso. Tal vez todo no sea más que celos: está de malas porque su primo Toby, su gran amor, ella creía que había venido a pasar las fiestas en Zapallar por ella, y apareció ayer en la noche en la playa con la Lucía Ovalle. ¡Qué imbecilidad más enorme, que me ha estropeado la mañana y probablemente me estropeará un largo tiempo porque ella es incapaz de buscar la reconciliación! Tal vez no sea todo más que celos, porque es capaz de sufrir por Toby y no es capaz de sufrir por mí, o porque me está haciendo sufrir a mí por lo que Toby la hace sufrir a ella, y yo me siento incapaz (como antes ante María Pilar, como ante los “grandes” de la literatura, como ante mis iguales en intelecto o posición), impotente, en suma. ¡En fin! ¿Pero es verdad ese “en fin”?

    Zapallar, 14 de septiembre, 1982
    Tengo que conformarme con el hecho de que estoy pasando por —o he llegado a— una etapa de menos fuerza creativa que el año pasado, digamos, que estoy más lento y más viejo, ya que me resulta extremadamente difícil estar en mi trabajo a las 9 de la mañana y trabajar sin parar hasta las dos. Siento la modorra de los años: “When I am old and gray and full of sleep…” especialmente después de mi repentina subida de presión hace unos meses, mis dos hospitalizaciones en la Clínica Alemana y mi isquemia declarada hace dos semanas: lo que significa que soy inválido y que durante el resto de mi vida tengo que cuidarme, no comer sal, evitar el stress (¿cómo?), tomar propanolol todos los días, andar con Adelat en el bolsillo “por si acaso”, no agitarme, bajar sistemáticamente de peso, hacer ejercicio “pero no mucho”, y demás gabelas. También, en un 80% significa good bye to sex, lo que no me importa demasiado ya que esa parte de la vida, nunca rica, estaba tan lamentablemente erosionada. ¿Nunca rica? No sé. Ciertamente los últimos años han sido de una pobreza realmente lamentable, y aburrida. Pero queda la vida sexual de la fantasía, que es la más esclavizadora, y a esa la temo de veras: pero los años se aceleran en pendiente hacia la muerte y tal vez las cosas no sean tan dolorosas porque aún la fantasía, me imagino, se irá poniendo impotente y poco interesante. Espero que no haya una crepuscularización paralela de mi fantasía creadora, y espero, sobre todo, que la fuerza me acompañe aún algunos años.

    Santiago, 22 de enero, 1983
    Absolutamente desesperado con el caos económico y judicial en el país, con el terror que se ha apoderado de la calle y de todo el mundo en Chile: esto es el infierno, el caos. Lüders, los bancos, el ajusticiamiento de Sagredo, la huelga de Colbún-Machicura, las quiebras, y Pinochet firme. ¡Qué horror! La censura del libro de Jorge Edwards, con la absurda secuela de su propio endiosamiento, auto-endiosamiento.

    Santiago, 24 de mayo, 1983
    LISTA DE ESTUDIANTES DE MI TALLER
    1) S Montecino
    2) Patty Crispi
    3) C Iturra
    4) C Franz
    5) M A de la Parra
    6) D Oses
    7) M Maturana
    8) Niña Lobos
    9) G Contreras
    10) Ricardo Pérez
    11) Roberto Rivera
    1983 curso completo. Posibilidad de agregar a lo sumo tres más.

    Jorge [Edwards] (…) se está “poniendo en la fila” y ganándose a los exiliados para cuando estos regresen, para cuando estos ostenten parte del poder en la inminente caída de Pinochet. La prueba más grande es que va a asistir al sit-in en la Plaza de Armas el lunes, a la cual, por lo tanto, me veo obligado a ir ya que irán tanto él como Lafourcade y, cuando llegue el momento, por ningún motivo quedar afuera en el sentido de ser considerado un reaccionario. No es que aspire e formar parte en el gobierno que vendrá después de Pinochet, como Jorge Edwards, pero sin duda quiero estar en el lugar que quiero y debo estar.

    Santiago, 30 de mayo, 1983
    Estoy terminando el último de los cinco tomos de la biografía de James, de Leon Edel: The Master. James tiene 55 años cuando escribe su obra maestra, The Ambassadors. Yo tengo 58, casi 59, y no he escrito ninguna obra maestra. Creo que este clima de terror en que vivimos en Chile, esta sensación de que nos estamos agotando, secando, asilando más y más, no es propicio para las obras maestras, ni este momento en que parece que nosotros, los chilenos —y todo el mundo, al parecer— estuviéramos lanzándonos a toda carrera hacia un precipicio.

    Zapallar, 10 de junio, 1983
    Jorge [Edwards] no viene este fin de semana “porque tiene una comida”, y además después de sus largas conversaciones al respecto conmigo, va a ir a la reunión de París de escritores “en el exilio”, que es la izquierda chilena afuera, con toda la violencia, el sectarismo y la tontería que eso significa. Me extraña que vaya después de lo que hablamos. Pero pensándolo, se está “poniendo en la fila” y ganándose a los exiliados para cuando estos regresen, para cuando estos ostenten parte del poder en la inminente caída de Pinochet. La prueba más grande es que va a asistir al sit-in en la Plaza de Armas el lunes, a la cual, por lo tanto, me veo obligado a ir ya que irán tanto él como Lafourcade y, cuando llegue el momento, por ningún motivo quedar afuera en el sentido de ser considerado un reaccionario. No es que aspire e formar parte en el gobierno que vendrá después de Pinochet, como Jorge Edwards, pero sin duda quiero estar en el lugar que quiero y debo estar.

    Zapallar, 22 de junio, 1983
    La casa está bien: María Pilar y la niña, esplendidas y encantadoras. .Cuánto durará? Pero tiene cara de durar algo más que otras veces porque ayer hubo crisis (Julia que no obedeció y fue impertinente con Pilarcita: yo creo que se va a ir) y ambas, madre e hija la sobrellevaron bastante bien. Esto me da tranquilidad. Curiosamente, me gustaría viajar: solo, a sitios sin glamour, Mendoza, San Juan, San Luis, el norte argentino, en trenes de segunda, solo, leyendo.

    Santiago, 27 de julio, 1983
    Pasé mala noche. Pésima. Desperté y casi terminé Mme. Bovary, que no me gusta demasiado. Fría. Mejor Anna Karenina. Tiene poesía. La observación no es científica como en Flaubert, sino poética, siempre. El genio es Tolstói, no Flaubert, que no es más que un artesano. Además, estoy HARTO de leer novela del siglo pasado en que las mujeres urden su propia desgracia contrayendo deudas por vestidos y demases, La de Bringas, Pere Goriot (casi todo Balzac: es un tic de la época, significativo pero repetido). Anna, en cambio, funciona en otro nivel, totalmente distinto. Hay críticas —muy racionales, muy dialogadas, muy formuladas generalmente— pero siempre desde dentro de una clase. Me encanta Tolstói: la realidad, la observación de lo bello en la realidad, es la poesía. ¿Cómo será en ruso? Pocos libros me han gustado últimamente tanto como Anna.

    Zapallar, 20 de agosto, 1983
    El 11 próximo se anuncia sangriento. Debo quedarme. Pero quisiera huir con los míos, no sé, a Mendoza hasta que cesen las hostilidades, aquí por último. Soy cobarde físicamente. Me da terror pensar en una guerra civil que es lo que se desataría para el 11. ¿Qué hacer? ¿Cómo ponerse a salvo? No se puede. Hay que afrontarlo todo, supongo, siendo que no tengo pasta de héroe, ni ganas de serlo. Incluso el lanzamiento de Lonquén de Máximo Pacheco, en la librería Manantial de Plaza de Armas, es aterrador y se presta para toda clase de manifestaciones peligrosas. Mi impulso es no ir. Pero claro, no podría dejar de ir. No por el “qué dirán” sino… porque sí. Y no quiero ir, damn! Y quisiera no estar aquí, para la protesta del 11. Pero qué le vamos a hacer. El compromiso es demasiado grande.

    Santiago, 8 de septiembre, 1983
    Noche de espanto. Cocktail chez Lafourcade con el “tout Santiago”: ¡Pobre Lafourcade! ¡Espectáculo más penoso es imposible! Todo esto en la tarde de ayer, cuando la ciudad estaba enardecida: siete policías muertos por el MIR (dicen). Hoy no se puede salir de las casas en la tarde.

    José Donoso con Pilar Serrano, su esposa, y Pilar Donoso, hija de ambos. Fotografía: cortesía de la Biblioteca de la Universidad de Princeton.

    Zapallar, 13 de septiembre, 1983
    Pero decididamente estoy en el peor momento posible de mi producción literaria y en el momento más desesperanzado de mis relaciones familiares, María Pilar y la intimidad de la comprensión en el amor y con Pilarcita que día a día se pone más pesada y hostil con María Pilar, aunque conmigo un poco menos. Pero rebelde y desobediente. El terror de la duda si no estoy convirtiéndola en una Solange de George Sand. .Pero cómo hacerlo? Ya hemos avanzado demasiado por este camino, y la “independencia económica” que le da la mesada de mis suegros, una estupidez que María Pilar aceptó, la hace no respetarnos ni agradecernos ni necesitarnos.

    13 de diciembre, 1983
    Sonia Montecino me trae esta tarde (taller, damn it) un libro sobre la vida en las minas de carbón en Chile, lo que podría tal vez ayudarme. Pero nada puede ayudarme sobre yo mismo, eso lo sé muy bien y María Pilar todos los días me propone dispersiones nuevas, fiestas, cocktails, etc., a las que se muere por asistir, y yo me niego siquiera a considerar la posibilidad de darle gusto en ese sentido. Hace tiempo que la vida social terminó para mí.

    Santiago, 28 de diciembre, 1983
    Anoche fue la comida del taller, que se reunió por última vez. Estuvo presente De la Parra, la mujer de Fleaux, y la mujer divina de Marcelo Maturana. Pero la cosa no anduvo bien. Básicamente porque Oses y porque Maturana se portaron como niños. Porque no hubo más que en un momento —la discusión entre la Sonia y Carlos Iturra—, la posibilidad de una conversación interesante y entretenida y seria, lo demás fueron chistes bastante malos, “double entendres” de parte de Oses, algunos muy ocurrentes, y todo muy infantil. Lo cual me desagrada muchísimo. Entiendo que hay mucho resentimiento en el curso, de parte de Franz, de Maturana, de Oses, porque se premió a Carlos Iturra en el concurso Paula. Ya lo había notado en Carlos Franz, que es el único que siento mucho que se separe malamente de mí.

    Santiago, 26 de enero, 1984
    Pienso en Alone. Murió anoche. No fui al cementerio: preferí no ir, no “hacer papel público”, porque lo había querido demasiado. Me enfureció que le hayan hecho una misa, a él que era totalmente un descreído. Jorge Edwards fue, y me contó que había sido una ceremonia insulsa, fría y lastimosa, donde nadie de la gente que debía haber representado a las autoridades, como la Universidad de Chile, por ejemplo, estuvo, y El Mercurio mandó de representante al castrato repulsivo de Thomas MacHale, al que Alone despreciaba.

    Santiago, 29 de enero, 1984
    EN EL MERCURIO de hoy el hijo de puta de Lafourcade aprovecha una crónica sobre Alone para insinuar mis relaciones homosexuales con él, que nunca existieron, aunque Hernán estuvo enamorado de mí. Me importa terriblemente esta acusación pública celada y todo y no sé qué hacer, no porque me toque a mí, sino naturalmente en cuanto puede tocar a María Pilar y a Pilarcita. Hablaré claramente con Jorge Edwards. Él, de algún modo, me puede iluminar al respecto. Personalmente, creo que Lafourcade es el instrumento secreto que está utilizando el gobierno de Pinochet para hacerme la vida imposible: quizás no sea nada tan complicado como eso, sino que su vieja envidia que va creciendo con los años, la vejez y la frustración de Enrique frente a mi éxito. En todo caso es para preocuparse. Por lo pronto, lo único que se puede hacer es, lo único que yo puedo hacer, es escribir, escribir, escribir, mejor y mejor. Writing well is the best revenge, by living well, and being successful.

    Cachagua, 17 de febrero, 1984
    Anoche la Pilarcita dio una fiesta de 40 personas, que duró hasta las dos de la mañana, yo me dormí a las 3 ½.

    Santiago, 22 de marzo, 1984
    Nadie más ha llamado al asunto del taller de escritores, pero me resisto a advertise públicamente por miedo a la Mariana Callejas, que opte para entrar y no pueda decirle que no, y me encuentro de repente involucrado en el asunto Letelier, Townley, MIR o DINA y Contreras, que no tengo nada de ganas de tocar. También le tengo miedo a la gente du coté de chez Iturra, de Lastra, Lafourcade, que de algún modo tocar el sucio mundo de la DINA, CNI, etc., con el que no quiero tener nada que ver. ¿Qué se llevarían de esta casa, por ejemplo, si pasa la protesta del 27 (¡falta poco!) y debido a mis temerarias declaraciones en La Segunda a Rosario Guzmán esta mañana, se presentaran a confiscar cosas en esta casa? Estos cuadernos, por lo pronto. No sacarían nada de lo que a ellos les interesa, nombres, listas, etc., pero sí mucho material sobre mi vida privada, aunque no creo que esto pudiera interesarles en lo más mínimo.

    Casi terminé Mme. Bovary, que no me gusta demasiado. Fría. Mejor Anna Karenina. Tiene poesía. La observación no es científica como en Flaubert, sino poética, siempre. El genio es Tolstói, no Flaubert, que no es más que un artesano. Además, estoy HARTO de leer novela del siglo pasado en que las mujeres urden su propia desgracia contrayendo deudas por vestidos y demases (…). Anna, en cambio, funciona en otro nivel, totalmente distinto. Hay críticas —muy racionales, muy dialogadas, muy formuladas generalmente— pero siempre desde dentro de una clase. Me encanta Tolstói: la realidad, la observación de lo bello en la realidad, es la poesía.

    Santiago, 24 de marzo, 1984
    Ayer aparecieron mis declaraciones políticas en La Segunda, tibias, interesantes, y me desprecio a mí mismo por cobarde y poco cerebral, por no entender, en el fondo, lo que siento políticamente y si lo entiendo no me atrevo a darle una forma y hacer lo de todos sabido para participar en el quehacer político de este momento nacional verdaderamente terrible. Este miedo se debe, supongo, por lo menos en parte, al miedo de ser “descubierto” públicamente, expuesto, y la terrible repercusión que todo eso tendría para mi familia y, en consecuencia, para mí. Pero supongo que esto no será más que una vulgar racionalización, más cobarde y más despreciable aún, de una cobardía temperamental, cobardía probablemente que viene programada en mis genes. Habría maneras de luchar contra esa cobardía, sin duda, pero ya estoy viejo y es inútil tener actitudes heroicas a última hora. No es que no sienta la violencia, la degradación total de la situación de Chile hoy, ni es tampoco que no me importe. Me importan mucho ambas cosas. Pero claro, tampoco me puedo contar el cuento de que me importan tanto si no estoy dispuesto a arriesgar nada, a uno le importan las cosas en la medida en que está dispuesto a arriesgarse. Yo estoy poco dispuesto a arriesgarme, sobre todo —o así me cuento el cuento de que son las cosas— debido al miedo de ser “descubierto”, porque tengo “tejado de vidrio”, con, probablemente una larga ficha de prontuario en un sentido en Investigaciones, CNI y policía, o en uno de esos tres “cuerpos de orden”.

    Santiago, 24 de marzo, 1984
    Estar de parte de los que se debe estar de parte, eso sí, estar contra el gobierno, critico al gobierno, eso sí. Pero luchador, no. Por ningún motivo. Tengo mi lucha diaria en estos cuadernos y en mi máquina de escribir. Lucha cómoda, por cierto, más cómoda que la de Lavanderos, sin duda, pero es la única de que soy capaz, y, en último término, la lucha que me corresponde. Quisiera transformar esta novela en parte de esa lucha. Para eso, finalmente, en las subsiguientes versiones, tengo que acentuar las tintas, y hacerla más violenta.

    Santiago, 2 de mayo, 1984
    Vimos anoche, con Pilarcita y Martín, la película del Oscar. PÉSIMA. ¡Cómo me gustaría ser director de cine y hacer algo realmente bueno! ¿Cómo será lo de Caiozzi? Pilarcita discutió bien, y en forma adulta, la película, very aware, very intelligent, lo que me produjo placer. Ahora piensa estudiar leyes, which will probably ground her in Chile for good, lo que no me alegra. Parece que lo que le interesa realmente es la política, lo que me llena de complacencia porque significa que tiene miras trascendentes, más allá de su propia glandularidad. Creo que en parte es su miedo ante las tremendas exigencias para estudiar psicología, que es lo que inicialmente le interesaba. Pero, pese al miedo, creo que leyes está extremadamente bien para ella, con su facilidad de argumentación y su cabecita que le funciona tan bien.

    Santiago, 4 de mayo, 1984
    Aquí estoy, totalmente imposibilitado para escribir. Ayer salí, anduve por el centro, hablé con gente, tuve mi nuevo (y muy poco interesante) taller de escritores. Pero nada me mueve. Es curioso, y terrible esta sensación de que no estoy viviendo absolutamente nada. El amor, o más bien la facultad de enamorarme, ha desaparecido de mi vida y me siento duro, y ácido: no estoy dispuesto a arriesgar nada y me desprecio por ello: mi resistencia a toda tentación, mi tendencia a la pereza, mi negativa a viajar a Estados Unidos a hacer clases, bueno, todo esto no es más que parte de mi negativa ante la vida y la emoción. ¿Qué hacer? ¿Con quién hablar? Si ni siquiera tengo con quién hablar, a quién contarle mi terror. ¡Qué solo estoy, qué ácido y egoísta y temeroso! Terminaré de leer la vida de Isak Dinesen, y pienso hasta qué punto ella, ya muy anciana y erosionada y podrida por la sífilis, era capaz, completamente, de placer, de amor, de erotismo. De nada de esto soy capaz yo.

    Santiago, 28 de mayo, 1984
    ¿Cómo es posible que toda la casa se derrumbe porque un día —hoy— María Pilar amanece sumamente resfriada y se queda en cama? El caos, el perro que se caga, Pilarcita que no fue a comprar su buzo y hay que ir ahora, y el perrito nuevo que se caga en toda la casa y hay que acostumbrarlo afuera, la falta de parafina y yo que no sé manejar auto… En fin, Julia de pésimo humor y peor voluntad, mi suegra que amanece con los ojos inyectados en sangre y hay que llevarla al médico… ¿Qué hacer?

    Santiago, 9 de agosto, 1984
    Hoy son las Jornadas por la Vida, convocadas por el Cardenal. María Pilar y Pilarcita (está con su colegio) van a ir a la Catedral, a encender una vela. Yo no quiero ir. Racionalmente, porque no es un acto político. Emocionalmente, porque tengo miedo: el Partido Nacional está enloquecido llamando a una contramanifestación. Además, me van a reconocer, lo que es siempre aterrorizante en una multitud céntrica. No sé qué hacer.

    Santiago, 3 de diciembre, 1984
    Mario Vargas e Isabel Allende con dos libros nuevos. Mario, con un libro creo que sobre el Sendero Luminoso. Isabel Allende, una novela que es un romance que se desarrolla sobre el trasfondo de las tragedias de Lonquén. ¿Qué hacer? Lo mío es tan literario, tan pasado de moda en comparación con eso, que ambos están en la brecha y yo en la retaguardia. No saco nada con escribir mis memorias. No interesan.

    EN EL MERCURIO de hoy el hijo de puta de Lafourcade aprovecha una crónica sobre Alone para insinuar mis relaciones homosexuales con él, que nunca existieron, aunque Hernán estuvo enamorado de mí. Me importa terriblemente esta acusación pública celada y todo y no sé qué hacer, no porque me toque a mí, sino naturalmente en cuanto puede tocar a María Pilar y a Pilarcita. (…) Personalmente, creo que Lafourcade es el instrumento secreto que está utilizando el gobierno de Pinochet para hacerme la vida imposible: quizás no sea nada tan complicado como eso, sino que su vieja envidia que va creciendo con los años, la vejez y la frustración de Enrique frente a mi éxito.

    Santiago, 5 de junio, 1987
    Me pregunto si todos los escritores son tan locos como yo. Tan maniáticos, ¿O tan mágicos? En la vida normal soy la persona menos maniática del mundo, con mi ropa, con mis pertenencias, con las horas, con la comida, etc. Pero cuando se trata de escribir, todo cambia. Las cosas tienen que ser de cierta manera, de cierta manera que me produzca placer: estos cuadernos, por ejemplo, tienen que ser —han llegado a tener que ser— de cierta forma, los encabezamientos con cierto orden, la escritura con bolígrafo Bic de tinta negra y punta fina, la letra chica, y en las copias en limpio a máquina, las hojas tienen que ser del papel más pesado que encuentre, los márgenes así, los encabezamientos asá. Si no, no puedo seguir. Odio los borrones, las correcciones. Qué raro. Y me produce tanto placer esta tinta y estos bolígrafos con que escribo, las carpetas que uso, etc.

    Santiago, 1 de febrero, 1988
    Hablar con gente que conozca el idioma contemporáneo. ¿Leer a Bukowski? ¿Y a quién más? ¿Las pesadillas futuristas de Doris Lessing? No sé.

    New York, 8 de mayo, 1988
    Tengo que reconocer que el tema principal de mi vida, ahora, sin homosexualidad y sin problemas familiares, es el tema de los fármacos, de los antidepresivos. ¿Por qué entonces no escribir una novela sobre ellos? Tendría que hablar sobre ellos con Labarca, y leer sobre ellos, lo que me interesa. Y leer la diferencia entre el alma y el yo, y dónde está la identidad.

    17 de noviembre, 1988
    Casi no puedo escribir. Hoy es día mortal, me hicieron radiografías del estómago en la mañana, y a las tres al Dr. Silva: cirrosis hepática avanzada. Máximo cinco años más de vida. Posibilidad, dentro de dos años trasplante de hígado. “Varices” en el esófago causadas por la cirrosis. Mañana, a las siete de la mañana, me mirarán las varices con una lucecita por el esófago, y si acaso me sacarán algo para hacer una biopsia: mi abuelo Emilio murió de cáncer al esófago. No atino a pensar. María Pilar, igual que yo, atontada. Ni logro pensar, ni escribir ¿Y Pilarcita? ¿Cómo le vamos a decir todo esto, que le va a pasar, no se irá a destruir? ¡Qué horror!

    Davis, 25 de noviembre, 1988
    Enfermedades constantes: el hígado, el corazón, el esófago. ¡Este cuerpo mío que tan mal me ha servido, y al que no quiero nada! Por no quererlo, supongo, lo tengo en el estado en que está. Momento de terror en que se creyó necesario un trasplante de hígado, urgentemente. Después ya no. ¡La agresión, el castigo que le imponen al cuerpo, la indignidad! Esa cosa que era el último reducto privado que iba quedando, que era el interior del cuerpo, esa tiniebla interior que era yo, ese laberinto oscuro que eran mis vísceras y mi carne, invadida y humillada por cientos de instrumentos, colorantes, luces, catheters, ojos televisivos que escrutan el píloro, el esófago, el médico que mira en un aparato de televisión lo que sucede en el interior de tu corazón, ese mundo privado que era el cuerpo, ese universo finito pero secreto, se ha terminado: yo no soy yo, soy lo que los médicos dicen que soy.

    Santiago, 24 de agosto, 1991
    Vuelvo a la idea de las tres conjeturas. Leyendo a Kazuo Ishiguro (The Remains of the Day), que no es más que las meditaciones de un butler en 1922-1932, me doy cuenta de que la novela sobre una monja talquina puede tener un similar exotismo. Pero para esta novela tengo tantos comienzos posibles, que no sé muy bien cuál es cuál, ni cuál es el más atrayente y me abre mayores posibilidades. Leyendo a Ishiguro, que es un hombre joven (y la admiración de Fuguet y de Fontaine por él, también jóvenes), me hace sobrepasar la mayor dificultad, que creía que a nadie le interesa una monja talquina de fines del siglo XIX. Pero si les interesa un butler inglés de 1920, les puede interesar una monja talquina.

    Toronto, Canadá, 19 de diciembre, 1991
    Hablamos hoy con la Pilarcita. El ser que más he amado en toda mi vida. .Raro, no? Raro que me parezca raro. Y no me gusta nada el libro de Bruce Chatwin, In Patagonia. Latoso. Beige.

    NYC, 24 de noviembre, 1991
    Pienso en mi hija, en mi nieta. Toda mi vida es una tensión entre el deseo de verlos pronto de nuevo y mi voluntad de no volver nunca más a Chile, lo que es imposible.

    Nadie más ha llamado al asunto del taller de escritores, pero me resisto a advertise públicamente por miedo a la Mariana Callejas, que opte para entrar y no pueda decirle que no (…). También le tengo miedo a la gente du coté de chez Iturra, de Lastra, Lafourcade, que de algún modo tocar el sucio mundo de la DINA, CNI, etc., con el que no quiero tener nada que ver. ¿Qué se llevarían de esta casa, por ejemplo, si (…) debido a mis temerarias declaraciones en La Segunda (…) se presentaran a confiscar cosas en esta casa? Estos cuadernos, por lo pronto. No sacarían nada de lo que a ellos les interesa, nombres, listas, etc., pero sí mucho material sobre mi vida privada.

    Mexico City, 14 de diciembre, 1991
    Amanecí angustiadísimo con el regreso a Chile y con el cóctel a Carlos. Todo es confuso, tenebroso en lo que se refiere a Chile. Daría mi alma por no regresar. ¿Qué van a decir Lafourcade, Uribe, Schopf…? ¿Iré a poder salir a la calle sin que se rían de mí? ¿Qué peligro corro? No sé. Pero es todo muy inquietante. También he amanecido con inquietudes de salud, próstata, piel, hígado, ojos. En fin. Por lo menos va a ser Navidades y luego viene la dispersión del nuevo año. ¿En plan de qué estará conmigo Jorge Edwards? Eso va a ser algo realmente importante, va a pesar en la balanza de poderes. Jorge “se puede” a Lafourcade, por ejemplo, y también a Schopf. No creo que se meta a “defenderme”, pero one word in the right place, suya, puede querer decir mucho.

    Santiago, 26 de diciembre, 1991
    Hoy ha sido un día terrible. La Pilarcita llegó de la consulta de la doctora Vigil con la noticia de que tendrá que hacerse un tratamiento carísimo para tener niños. Además de los 1.500 dólares que acabo de darle, debo darle como 200 mil pesos mensuales para su tratamiento, que si no se lo hace, dice, la doctora le dijo que podría desarrollar su cáncer. Debo decir que me asusté con la perspectiva y se lo dije, lo que me dejó muy culpabilizado, y a ella llorando y desprotegida. Temo que esto no sea más que un modo de engañarme para sacarme plata, pero sé que no puede serlo y que su angustia por tener familia —otro, otros hijos— es real. La verdad es que yo mismo se lo decía a María Pilar cuando la niña se casó, que debería tener mucha familia propia, ya que como ella misma lo dice, no tiene lazos de “sangre” con nadie más que con la Natalia. Me siento culpable de hacerla sufrir, pero por otro lado, yo no puedo dejar de pensar que yo soy el que tengo que proveer por esta familia y que todo el peso cae sobre mis hombros. Me desespera verla llorar por algo tan real. Y me desespera tener las prevenciones y los temores que con respecto a ella suelo tener. Todo esto es una difícil mañana, que no sé cómo voy a solucionar, como tampoco sé cómo voy a solucionar lo que a mí, por lo pronto, me toca, que es to foot the hill. .Qué hacer, dios mío?

    Santiago, 26 de diciembre, 1991
    Vino Fuguet en la tarde cuando estábamos en pleno drama. Lo encuentro nervioso y neurótico. Menos mal que está con un psicoanalista. Sus perplejidades literarias me hacen comprenderlo. Y hay tantas cosas que en él y en mí son por lo menos paralelas. ¿Habrá más paralelismos además de los paralelismos literarios? Es probable, aunque en él todavía no están plenamente cocinados. Es un buen muchacho, inteligente y sensible y respetuoso, que me gusta mucho tener —haber tenido— como estudiante, aunque ahora no es más que un relativo vecino.

    Concepción, 17 de enero, 1992
    Cada día que pasa siento más temor a la Pilarcita. ¿Por qué? .Es pura obsesión mía, pura paranoia? Temo que nos vaya a desvalijar o dejarnos en la calle, que por mi terrible y oscuro principio de agresión nos vaya a hacer daño, su impulso por hacernos daño, que viene junto con el principio de desvalorizarnos para valorarse, para lograr valorizarse ella, que se odia a sí misma, que no logra verse como un ser humano valioso. Horror. Todo es terror y horror. Todo es desvalorizarme: ya me doy cuenta de que es neurosis mía y paranoia, pero el dolor es idéntico a que si yo pudiera estar seguro de que no nos odia, que nos ama. Este odio que siento de ella es nuevo. Sobre todo su odio por mí. Pero debido a sus orígenes —no genéticos necesariamente, sino más bien psicológicos— siento que tiene que ser una persona terriblemente confundida, con la identidad terriblemente deteriorada. Y no sé qué hacer. Quizás las cosas mejoren con el nacimiento de su nuevo hijo, pero también su propia inseguridad puede crecer, y con ella crezca su necesidad de depredarnos y de hacernos daño de cualquier manera que pueda o se le ocurra hacerlo, porque tiene causa, se diría a sí misma, de más para hacerlo, incluso para el crimen. Sí, sí, no puedo sufrir tanto, tengo que aceptar que todo puede no ser más que pura imaginación mía, pura paranoia, y nos ame y quiera nuestro bien.

    Santiago, 12 de febrero, 1992
    Mi hija no nos ha llamado por teléfono ni una sola vez desde que se fue al sur a comienzos del mes, lo que me duele mucho. Ha llamado a Pablo, o por lo menos desde Panguipulli han llamado, de modo que no es que estén malos los teléfonos, como pasa cuando llamo al Cuky a Salta. Me ha picado la cara y la cabeza todo el día, y ahora al escribir esto me lagrimean y me duelen los ojos, me imagino que por estar en la máquina de escribir todo el día.

    Hoy NO me saqué el premio Cervantes. Muy doloroso y muy confundido. ¿Quién diablos es esta cubana que se lo sacó y que nunca nadie oyó mencionar [Dulce María Loynaz]? Es absurdo a estas alturas, decidir “desengañarme” de los premios; ya sé desde hace años que son mentiras, y desde el punto de vista de valoración de mí mismo, no cuentan para nada. En dos sentidos sí cuentan: uno, en lo que significan como dinero, y dos, en lo que significan como publicidad, y en esos dos sentidos me duelen, y muchísimo.

    Santiago, 1 de marzo, 1992
    Le leí Alicia en el país de las maravillas a mi nieta, que es demasiado pequeña para ese libro, y sin embargo se tendió conmigo por lo menos media hora para oírme traducir. Agradable, la quiero.

    Washington DC, 2 de octubre, 1992
    Es muy probable que María Pilar llegue el lunes próximo, lo que por un lado me da mucho gusto (y me quita la preocupación de sus malas relaciones con la Pilarcita, que es constante espina clavada), pero por otro lado no deja de darme miedo, porque aquí se puede desmoronar fácilmente con el asunto de la soledad y de no tener nada que hacer, y entonces le puede comenzar de nuevo, en su mundo terrible, privado y oscuro, por volver a su sed alcohólica que la puede llegar a destrozar a ella y a mí.

    Brown (Providence), 5 de noviembre, 1992
    Hoy NO me saqué el premio Cervantes. Muy doloroso y muy confundido. ¿Quién diablos es esta cubana que se lo sacó y que nunca nadie oyó mencionar [Dulce María Loynaz]? Es absurdo a estas alturas, decidir “desengañarme” de los premios; ya sé desde hace años que son mentiras, y desde el punto de vista de valoración de mí mismo, no cuentan para nada. En dos sentidos sí cuentan: uno, en lo que significan como dinero, y dos, en lo que significan como publicidad, y en esos dos sentidos me duelen, y muchísimo. Julio Ortega, que me dio la noticia, es un terrible mediocre y resentido. No creo que me invite a hacer el curso de Spring 1994, como yo quisiera, es decir, seis meses después de haber regresado a Chile desde Washington.

    Washington, 11 de noviembre, 1992
    Hoy salí de compras con María Pilar, sin que ella me lo pidiera, y gasté una gran cantidad de dinero, compulsivamente, que no tengo, en comprarle cosas en Jaeger. Sick? De repente me parece que sí. ¿Por qué lo hago? Es algo que tiene más que ver con la ropa misma que con ella, lo que significa para mí, la simbología, la semiología de la ropa, no solo porque estoy leyendo The Fashion System de Roland Barthes —que entiendo solo muy por encima— ni porque voy a escribir sobre el problema en VIDAS PARALELAS [primer título de Donde van a morir los elefantes], sino que desde antes, desde los disfraces de la niñez y la adolescencia, y todos los problemas y las culpas que con relación a todo eso he tenido. Ahora, y quizás siempre, pero ahora estoy más consciente de ello, hay un gran elemento de placer, no ajeno a la culpa, que expío gastando lo que no puedo y no debo en ropa para MARÍA PILAR. (Para mí gasto lo justo y no compro jamás, fuera de las camisas, donde me doy un poco más de largona, más que lo que estrictamente necesito, sin problemas ni de sobregastar ni de mezquinarme, pero con María Pilar exagero porque encuentro un placer, no lejano a la expiación, en comprar para ella, como lo hacía con mi madre cuando podía). Son muchos los cables enredados y si bien comencé a hablar de ellos con Hugo Rojas, no agoté para nada el tema. En todo caso ya estoy demasiado viejo para agotarlo, y agotarme en el acto de agotarlo.

    Washington DC, 26 de diciembre, 1992
    Decepción y dolor al ver que mis libros no se venden ni se leen en Estados Unidos. ¿Me pregunto por qué los traducen y publican…? No entiendo. Pero me siento totalmente deprimido y me dan ganas de no volver a escribir nunca más en mi vida.

    Colorado, 26 de enero, 1993
    Leo con pasión Waiting for the Barbarians de Coetzee, que me parece realmente una obra de arte, después de tantas desilusiones.

    Washington DC, 31 de enero, 1993
    Estoy viejo. Lo noto en lo mucho que me demoro en acostarme, en tomar píldoras, en sacar las cosas de un pantalón para meterlas en otro, que no se olviden las llaves, la billetera, los kleenex, todo lo que antes hacía inconscientemente, ahora me cuesta una elaboración mental.

    Washington DC, 3 de marzo, 1993
    Ahora tengo que escribir y me da ese mismo terror. ¿Cómo es posible que después de tantos años de hacer lo mismo, todavía sienta tanto miedo, este vértigo, este vacío frente al vano de las escaleras? En fin, comenzar con una descripción.

     

    Fotografía de portada: cortesía de la Biblioteca de la Universidad de Princeton.

  179. Confesiones de un discípulo

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    Fueron tiempos tristes para un aprendiz de escritor los primeros años de la dictadura militar. Yo venía de haber ganado el Premio Paula a los 19 años, en 1971, y con la sensación de que la vida venía por delante llena de promesas. Participaba, en 1973, en los talleres de la Vicerrectoría de Comunicación de la Universidad Católica, tanto en el de narrativa, dirigido por Luis Domínguez, como en el de crítica, a cargo de Martín Cerda. Me sentía más narrador que dramaturgo y no sabía que venían años aciagos, difíciles, rudos.

    Doy por contado el Golpe Militar. El exilio y la persecución desorganizaron todo. Domínguez se fue a Estados Unidos, dejando a Miguel Arteche a cargo. La Alameda estaba destruida por la zanja de la línea uno del Metro y nos juntábamos en la Casa Central de la Universidad Católica, atravesando un Santiago que parecía arrasado, con toque de queda y sensación de peligro inminente.

    En los talleres de la UC había conocido a Darío Oses, de mi generación, abriendo una amistad en que se leía compulsivamente, de manera casi desesperada. Le debo un personaje de una de mis obras más citadas. El plagio o la inspiración nos habitan.

    La memoria ya no es lo mío y tengo más recuerdos visuales que datos fidedignos. Estaba Jorge Marchant Lazcano, que había publicado La Beatriz Ovalle, muy influenciado por Manuel Puig y la lectura de Scott Fitzgerald. También, Carlos Iturra.

    Buscaba talleres donde dialogar y mostrar mis cuentos. No quería meterme en los de Enrique Lafourcade en su librería en Lastarria, frente a La Pérgola. Viajaba largamente en micro hasta la Pila del Ganso, donde convocaba gente de la SECH. Incluso fui a una sesión del taller legendario —por su oscuridad— de Mariana Callejas, en Las Condes, donde Carlos Iturra leería un cuento muy a la Borges y aún recuerdo la sensación de no querer volver ahí.

    En esos años 70 alguna vez me enteré de la visita de José Donoso a Chile. Convocó a jóvenes escritores no sé ya dónde y nos preguntó, entre muchas otras cosas, qué poesía norteamericana estábamos leyendo. Silencio total. Yo recién aventuraba a William Carlos Williams y a E. E. Cummings, y quizás a los beatniks: Ferlinghetti, Ginsberg y Gregory Corso. Entonces, Donoso hizo esa mueca de desilusión tan suya ante la falta de actualidad de nuestras lecturas. Se habló de factura de novelas y yo era un confeso admirador de El obsceno pájaro de la noche, que había leído en primera edición a inicios de los 70; seguiría a Donoso libro a libro, hasta La desesperanza por lo menos, o sus Conjeturas.

    Lafourcade convocó al taller Altazor en la Biblioteca Nacional, un taller donde había una muy modesta beca y mezclaba profesores de castellano y escritores jóvenes. Conocí ahí a Gonzalo Contreras, a quien regalaría una edición repetida del Ulises de Joyce y hablaríamos del Gran Sertón: Veredas, contagiados por la novela total del Boom y las vanguardias históricas latinoamericanas. Además, estaba Carlos Franz, y a través de ellos conocí a Arturo Fontaine y Diego Maquieira, habitués de La Pérgola.

    No era gran cosa ese taller. Leí un cuento sobre un Santiago bombardeado y lo criticaron como de un pesimismo que no correspondía. Otra historia larga me llevó a la dramaturgia y conocí la censura cuando escribí Lo crudo, lo cocido, lo podrido.

    Lafourcade me incluyó en su Antología del cuento chileno de tres tomos, pero yo estaba resentido por el premio otorgado a Mariana Callejas en el concurso de El Mercurio, donde Lafourcade presidía el jurado. Un suplemento literario del mismo periódico publicó un par de cuentos de los finalistas, pero la tristeza no se iba. Se podía publicar o ser entrevistado en la revista La Bicicleta, y el resto era la amistad con Darío Oses en su casa de Las Condes, donde una enorme fotografía de Greta Garbo presidía su habitación en la que hablábamos de libros y nos mostrábamos los borradores. En la Escuela de Medicina teníamos un círculo literario, además de un grupo de teatro muy activo, otra historia larga.

    Así me encontré con el aviso en El Mercurio en el que José Donoso, regresando a Chile, a inicios de los 80, convocaba a un taller literario en la Academia de Humanismo Literario. Había que postular con currículum, escritos y proyecto. Nos reunió una tarde noche (la oscuridad está en casi todas las imágenes de esos tiempos) y salimos entusiasmados conversando, para variar, de libros. Yo estaba leyendo a Elías Canetti y Milan Kundera, y Pepe (le gustaba que lo trataran de tú, cosa difícil para mí que a mi padre lo traté siempre de usted) me habló de The White Hotel, de D. M. Thomas. Me contó de su psicoanálisis kleiniano cuando yo estaba iniciando el mío.

    El taller de Donoso tuvo para mí la historia de una educación sentimental que tuvo dos avenidas. La del grupo, que año a año iba cambiando su gente, y la de la relación personal con él. Me costó leer cómo me honraría con su amistad.

    Dice la leyenda que Carlos Iturra (a quien recuerdo tocando el piano mientras me habla de los escritores católicos) propuso el nombre de Mariana Callejas cuando el taller, ya en su segundo año, se había trasladado a la casa de Donoso en Providencia. Dice la leyenda que me opuse categóricamente, yo que nunca he sido muy categórico para nada. Dice la leyenda que a Fuguet lo envió a leer a Dostoievski si quería volver al taller. A mí me hizo leer Retorno a Brideshead, por razones que todavía ignoro. Sus recomendaciones eran muy personales y ciertamente buscaban mejorar nuestro perforado bagaje de lecturas.

    Era un día a la semana, en el altillo, que era donde Donoso había instalado su escritorio, y para mí se transformó en un sitio donde se respiraba una escritura cosmopolita. Pero las sesiones daban paso a visitas al azar en las que Gonzalo Contreras tomaba el té con Pilar, su mujer, Fernando Sáez y Ágata Gligo. En el taller militaban varios de los nombrados, más Sonia Montecino y Arturo Fontaine.

    Mi formación como psiquiatra y luego como psicoanalista, además del absorbente arte de la dramaturgia me sacaron de su entorno, pero Pepe (creo que ahí se produjo el punto de inflexión que puso el tú donde estaba el usted) me eligió como entrevistador para un suplemento de la revista Qué Pasa. Se trataba de que un joven se enfrentaba con alguna figura consagrada. A Enrique Lihn, por ejemplo, lo encaraba Claudia Donoso. La entrevista que le hice a Pepe fue larga, de varias horas, y me habló de todo, incluso de su vida sexual, no obstante, después pediría que esa parte no fuera en el texto final. Tres líneas, no más, que borré.

    Llegó su cumpleaños número 60 y me dijo que fuera a su casa. Por alguna razón me había desconectado del taller formal y asistí convencido de que sería una reunión más de los rostros conocidos, pero me sorprendió con una fiesta por todo lo alto, donde estaban consagrados como Diamela Eltit y Raúl Zurita, todo el Ictus, con quienes yo había estrenado, una serie de diplomáticos y amigos personales. Me había honrado con su amistad y yo no me había dado cuenta.

    Había que saltar al mundo. Y eso intentaba transmitirnos en cada sesión del taller. ¿Por qué volvió a Chile en plena dictadura? ¿Por qué ese acto de generosidad brutal que, tengo la sensación, hasta pudo haber dañado su escritura? Chile para él era una experiencia terminal que quería vencer y de alguna manera salvarnos de la ignominia, de la pequeñez, de las envidias, esa enfermedad nacional que carcome nuestras artes.

    De ahí en adelante, el taller se convirtió en una experiencia personal, una amistad real y cariñosa. Me leía y algunas cosas las encontraba espantosas y otras prometedoras. Terrible en sus críticas, era feroz también con sus exigencias a la hora de pensar en ser un escritor de altura. Por su casa pasaban de repente autores como Carlos Fuentes y lo entrevistaban en inglés de la CNN o la BBC.

    Lo cierto es que el taller era el puente al mundo y sus lecturas, apuntes para la formación de un novelista.

    Mi éxito en los 80 como dramaturgo le parecía algo ruidoso y fue directo en decirme que debía protegerme de convertirme en la coqueluche de moda, instándome a irme al extranjero para mejorar la sustancia de mi escritura.

    Yo tenía terror a cualquier tipo de exilio y envidiaba sus estadías en Estados Unidos, México o Calaceite, que sentía estimulantes, pero se me tornaban angustiosas. Tenía ya tres hijos y una carrera de psicoanalista en camino, y me puso en jaque. O te vas o te acabas. Pepe Donoso era así.

    Le pedí volver al taller y me lo negó. Me ofreció a cambio que trabajara —¿los martes?— en su altillo, revisando los diarios que registran el proceso de elaboración de La desesperanza, viendo cómo planificaba cada día de escritura, todo lo que él llamaba la carpintería literaria. Estuve meses en ello, viendo su brutal disciplina en una novela que partía de la relectura de Contrapunto de Huxley, para dominar el punto de vista, para luego contagiarse de otros autores en la construcción de un personaje o la utilización del diálogo.

    Torpe y disperso, no tomé notas ni llevé un diario de aquellas sesiones solitarias.

    Recibió la Orden de Caballero de las Artes de parte de Mitterrand y se negó a viajar a París, pues perdería la concentración.

    Ese dominio del oficio lo contemplé y pude palpar sin lograr aprehenderlo.

    Cada escritor tiene su maña”, me diría, ante mi dispersión entre el teatro, el diván, el ensayo político y la narrativa.

    Su empuje me llevó a maniobrar para conseguir la agregaduría cultural en Madrid (otra historia larga), a un tris de ser destinado en París con el pobre francés de mi infancia, de mi bisabuela belga.

    Tenía razón. Había que saltar al mundo. Y eso intentaba transmitirnos en cada sesión del taller.

    ¿Por qué volvió a Chile en plena dictadura?

    ¿Por qué ese acto de generosidad brutal que, tengo la sensación, hasta pudo haber dañado su escritura?

    Chile para él era una experiencia terminal que quería vencer y de alguna manera salvarnos de la ignominia, de la pequeñez, de las envidias, esa enfermedad nacional que carcome nuestras artes.

    No pude como agregado cultural mover las influencias para que le dieran el Premio Cervantes, que sin duda merecía más que la poeta cubana Dulce Loynaz.

    Nos cruzaríamos cuando le otorgaron el Premio Nacional y yo estaba ya de vuelta en Chile, contaminado por la experiencia española hasta el tuétano (otra historia larga), cuando se le hizo un gran homenaje para sus 70 años, y comentaríamos aquello sin resentimientos, pero con cierta sensación de que tenía mala suerte con los premios. El Premio Seix Barral que El obsceno pájaro de la noche merecía, no llegó por la desaparición de tal reconocimiento justo el año de su publicación.

    Recuerdo una noche en que me hizo subir al altillo para comentarme su amargura por La desesperanza: veía errores en la estructura, en los personajes, en su desenlace. Le conté que me parecía lograda la primera parte y muy donosiana la segunda, con la oscuridad y los cuchepos, pero quizás menos afinado el final.

    Sus últimos años tuvimos menos contacto.

    Una noche lo visitó José Saramago y lo rodeó lo más selecto del taller. Estábamos admirados por el encanto del portugués, que a la semana siguiente honrarían con el Nobel. Me di cuenta de que había desaparecido Pepe, escondido en su dormitorio, como sabiendo que en su casa sus discípulos rodeaban al candidato seguro al Nobel. Se lo comenté, bromeando; siempre hablábamos de lo salvaje de la envidia en Chile, la mía, la de él, el bloqueo en la escritura. En un homenaje que organicé en Madrid a su vida y obra, en Casa de las Américas, hablé del deseo envidioso de matar al maestro. Con humor y cierta sorna. La sensación de querer unas líneas de El obsceno o Casa de campo. Era, fue, para los que queríamos ser narradores marcados por el Boom y el arrasador post Boom, el más grande, su genio. En una sesión nos leyó un cuento suyo fresco, sacado de su máquina de escribir. Deslumbrante. Entusiasmado.

    Después, mucho después, vendría Bolaño a denostar a los donositos de La Pérgola y coronar a Lemebel (otra historia larga y que aquí ya no cabe). Otro grande. Se pelean los despojos entre ellos.

    Me dediqué al teatro y al psicoanálisis y escribí algunos cuentos que atesoro. Los menos.

    Escribo estas líneas rabiosamente agradecido. Donoso era de los grandes de verdad. Me lo advirtió: moriré y caeré en el Purgatorio y no se hablará de mí. Quizás alguien me rescate años después, el Paraíso es estrecho y efímero. El hígado se lo estaba comiendo. En su casa. Cerca, Fernando Sáez, quizás Carlos Cerda o estoy fabulando con otras agonías. Yo no estuve como debí haberlo hecho. Fui un discípulo envidioso. Hoy doy gracias por haberlo conocido. Como el amigo que él me ofreció ser. Y esa es mi herencia.

  180. Imbunche

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    Quizás habría que redactar/organizar/investigar un diccionario de imbunches tomando como excusa la manera en que El obsceno pájaro de la noche, la novela de José Donoso, terminó de definir el término como una especie de símbolo total, de metáfora extrema que permitía explicar la cultura y la identidad chilena. Con esto, me refiero a una colección de definiciones, citas y apariciones de este monstruo chilote (o más bien completamente chileno), cuyo cuerpo deformado se despliega como una de las pesadillas recurrentes de nuestro imaginario. Ya sabemos que, en tanto síntesis de una multitud de versiones, se trata de un bebé secuestrado al que se le han cosido los agujeros del cuerpo y se le ha descoyuntado una pierna o un brazo, para convertirlo en el sicario de los brujos de la Recta Provincia o La Mayoría, aquella organización que operó como una suerte de Estado paralelo en Chiloé durante el siglo XIX y que fue desmantelada por el gobierno chileno en 1880.

    No se trata es una mera referencia folclórica. El imbunche funciona como una trama que tiene sus puntos de inflexión, sus propios modales de tradición y ruptura. Vuelvo, entonces, a ese catálogo posible y arbitrario, acaso constituido de los merodeos de un signo cuyas versiones se superponen, son ruinas de sentido, fragmentos de espanto.

    Pienso en los imbunches de diccionario, en esa lexicografía del espanto que está en el Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez (1875), donde se ocupa del origen mapuche del término (ivunche), pero también le sirve para denominar una “enredo, madeja, tanto en el estilo propio como en el figurado” y fustigar a “los espiritistas, esos otros supersticiosos de levita i de sombrero de pelo”. O en el de Rodolfo Lenz (Diccionario etimológico de las voces chilenas derivadas de las lenguas indígenas americanas, de 1905-1910), que persigue el término hasta Pedro de Valdivia. O en los Estudios de la lengua veliche de Óscar Cañas Pinochet, de 1905 también, donde aparece consignado el Butamachu, “rey de los brujos, al que también llaman machucho por su extrema fealdad”, y más tarde, el Ivunche, que lo vincula con los Jounches, los cortesanos de Hueñaunca, “suprema divinidad infernal de los chilotes” que vive “retirado como rey del averno, en una caverna cercana a cuya entrada suele este Dios estar sentado en forma de corpulento macho cabrío”.

    En esa lista, se me aparece también la narración de Bruce Chatwin, En la Patagonia, de 1977, donde se refiere a una organización llamada La Brujería, “creada para hacer sufrir a la gente común”, y que tiene sedes (comités centrales) en Buenos Aires y Santiago; y que en Chiloé maneja un comité llamado el Consejo de la Cueva, que cede al imbunche al Comité Central “para ceremonias de naturaleza desconocida que se celebran en un lugar ignoto”. Dice Chatwin: “Nadie logra evocar el recuerdo de una época en que no existiera el Comité Central. Algunos sugieren que la secta se hallaba en estado embrionario aun antes de la aparición del hombre. Es igualmente plausible que el hombre mismo se convirtiera en hombre merced a su feroz oposición a la secta”. Y al lado de Chatwin está Alan Moore, que metió en La cosa del pantano n° 27 (1985) al Invunche como el asesino de la Brujería, un aquelarre que aspira a desatar el fin del mundo. Moore tomó las ideas de Chatwin y las usó para apuntalar el imaginario de terror de una franquicia donde, más allá de la violencia ominosa que despliega, también resulta perturbadora la forma en que lo dibujaron Rick Veitch y John Totleben, caracterizado con la piel rosada, calvo y con la mano derecha completa cosida en la espalda. En el cómic, el trazo achurado de los dibujantes hace que las sombras parezcan cicatrices sobre su piel desnuda, imágenes que regresarán en Nuestra parte de noche (2019), la novela de Mariana Enriquez: “Cuando terminan de quebrarlo todo, le dan vuelta la cabeza como en un torniquete hasta que queda mirando desde la espalda, como en El exorcista (…) Debe caminar como un bicho medio pisoteado”, dice un personaje acerca de él.

    Antes o entremedio, están todas esas polémicas o especulaciones que Joaquín Edwards Bello hizo sobre el monstruo en La Nación, donde debatió cómo debía escribirse (con NV o MB; de hecho, él se decidía por la primera forma); además lo usó para hablar del invuchismo de nuestra arquitectura (el puente Manuel Rodríguez le parecía el más feo de la “ciudad imbunche”) y para terminar confesando que su “archivo araucano” era “como la discusión, como el tema y como el resultado: un invunche”.

    Para cerrar este punto, se me ocurre otra caracterización, más cercana y dolorosa, que corresponde a la muestra Imbunches, que Catalina Parra realizó en la Galería La Época, de 1977, donde cortó y zurció pedazos de noticias de diarios como si fuesen pieles masacradas más allá de cualquier reconocimiento y que exhibían desde la violencia a la que habían sido sometidas, puros fragmentos deformados del presente. Anotó Eugenio Dittborn, a modo de poema, en el catálogo (que incluía las citas a los diccionarios de Rodríguez y Lenz, además de la novela de José Donoso), sobre estos imbunches: “Desgarrados a viva fuerza tejidos epitelios membranas y tegumentos de poca consistencia, unir con hilo de cualquier clase generalmente enhebrado en aguja”. Antes había indicado: “En el cruce de una lesión y su cicatriz, remodelada, imbunches de catalina parra son la memoria sismográfica de una perturbación sin término”.

    Las imágenes del trabajo de Parra son elocuentes y quizás contienen las otras definiciones del imbunche. En todas, la realidad es una cicatriz, la piel de un Chile roto y cosido de nuevo, irreconocible por la violencia. Por eso corta y cose de nuevo, zurce y apila imágenes de padres de trillizos recién nacidos, de noticias sobre empleo o cesantía, de hombres desfallecientes en camillas, de cuerpos apilados, durmiendo en un galpón o desplomados sobre el agua en retazos hilados de líneas rojas, de bolsas o sacos amarrados en sus puntas como si adentro estuviese un hombre del que queda una silueta desfigurada en la oscuridad interior, un cuerpo que solo puede existir dentro de la sombra.

     

    Fotografía: Carla McKay.

  181. Un pájaro todavía aletea en la literatura latinoamericana

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    Pocas mansiones en la ficción hispanoamericana ofrecen imágenes tan escabrosas como La Rinconada en El obsceno pájaro de la noche (1970), cuando don Jerónimo de Azcoitía decide reducirla a “una cáscara hueca y sellada” en donde aprisiona a Boy, su pequeño hijo monstruoso, para que nada le cree “la añoranza por lo que jamás iba a conocer”. Los árboles fueron talados, los patios cerrados y las murallas se rodearon con laberintos inexpugnables. Incluso las estatuas se diseñaron para un mundo con los cánones estéticos invertidos: Apolo tiene joraba; Venus, viruela, y la Diana Cazadora, una mandíbula acromegálica. También son contrahechos los criados que sirven a quien heredará una de las mayores fortunas chilenas de principios del siglo XX. El secretario de don Jerónimo los ha sacado de prostíbulos, ferias y circos de barrios pobres. La imagen remite al freak show, tan de moda en América y Europa durante la época en que está ambientada la novela de José Donoso.

    Pero los temas de El obsceno pájaro de la noche no se reducen al espectáculo de fenómenos. Su argumento rocambolesco es más desmesurado porque, en realidad, se trata de dos. El ambiente del primero es La Rinconada. Allí se refiere la historia de don Jerónimo y su hijo, a través de la cadena de situaciones más o menos absurdas en que participan la familia y sus empleados. El otro argumento transcurre en un lugar conocido como La Casa, un antiguo convento fundado por un antepasado de los Azcoitía para esconder a una hija sobre la que pesaban acusaciones de brujería. Un rasgo que permite interpretar a este lugar como el revés de La Rinconada es la descripción de su interior laberíntico, donde sobreviven en condiciones miserables tres monjas, un puñado de huérfanas y un grupo de ancianas que trabajaron como criadas. “Mientras esperan, las viejas barren un poco como lo han hecho toda la vida, o zurcen o lavan, (…) un día igual a otro, una mañana repitiendo la anterior, una tarde remedando la de siempre, tomando el sol sentadas en la cuneta de un claustro, espantando las moscas que se ceban en sus babas, en sus granos, los codos clavados en las rodillas y la cara cubierta con las manos, cansadas de esperar el momento que ninguna cree que espera”, dice el Mudito, que es como conocen en la casa al secretario de don Jerónimo, Humberto Peñaloza.

    Peñaloza se desempeña en La Casa como personal de mantenimiento después de huir de los Azcoitía y pasar un tiempo viviendo como indigente. El binomio Peñaloza/Mudito es el eje que conecta ambos argumentos. A lo largo de las casi 650 páginas de la novela, su voz narra en segunda persona o en tercera, desde donde alcanza las múltiples perspectivas, incluso la omnisciencia. Semejante prodigio verbal ha mantenido a los críticos ocupados la media centena de años que tiene publicada la obra. El objetivo de esta, más que plantear una tesis es mostrar cómo los seres nos perdemos en la fragmentación de nuestras personalidades y sus enmascaramientos. “Hay tan pocas máscaras —dice el Mudito—. No entiendo, Madre Benita, cómo usted puede seguir creyendo en un Dios tan mezquino que fabricó tan pocas máscaras, somos tantos los que nos quedamos recogiendo de aquí y de allá cualquier desperdicio con que disfrazarnos para tener la sensación de que somos alguien”.

    Es posible leer la novela como el relato de un extenso brote psicótico. Donoso contaba en entrevistas que resolvió la estructura después de que tuvo uno a causa de una alergia a la morfina que le suministraron para una operación de la úlcera. Dos semanas pasó delirando, con manía persecutoria, para emerger del infierno curado de la úlcera y con una solución al problema que lo había obsesionado durante ocho años: El obsceno pájaro de la noche. El resultado fue una narración fantasmagórica de una realidad vista a través de la perspectiva esquizofrénica de la conciencia aterrorizada del protagonista, cuyo personaje se construye como una sucesión fluida de seres en el constante proceso de determinar su verdadera personalidad. Dentro de La Casa, Peñaloza es el Mudito y es también (o se siente como) una de las viejas o uno de los hombres que tiene relaciones sexuales con la huérfana Iris Mateluna (mientras usan la máscara del Gigante). Afuera es mendigo, escritor, mano derecha de don Azcoitía y, alguna vez, Azcoitía mismo.

    La palabra ‘sórdido’ se vincula a sugerentes adjetivos, como impuro, indecente o mísero. Todos esos términos afines se aplican a los personajes en El obsceno pájaro de la noche, incluso la misma noción de seres que mutan los hace sórdidos. Rémoras humanas con derecho propio, ricos o no ricos, los fenómenos mutantes de Donoso volaron hasta novelas como El huésped (2006) y La hija única (2020), de Guadalupe Nettel, y los cuentos de Pelea de gallos y Sacrificios humanos (2021), de María Fernanda Ampuero. También es una freak donosiana la protagonista de mi Malasangre (2020).

    Rémoras humanas

    En el texto titulado “Claves de un delirio”, que cuenta la prolongada gestación de la novela y acompaña sus reediciones desde los 90, Donoso se refiere a los seres marginales que con frecuencia pueblan sus obras como las “rémoras humanas” del Chile de su infancia: personajes oscuros asociados a clase alta en decadencia. Como la familia Ábalos de su primera novela, Coronación (1957), los Azcoitía y el pesadillesco mundo que los rodea remite a una bien definida élite —“rica o no rica”, escribe— que regía autoritariamente los destinos del país. Reconoce el autor que la leyenda familiar —pues él mismo está emparentado, “sin pertenecer cabalmente”, a ese linaje— es el tercer núcleo originario del argumento, junto a los de La Casa y La Rinconada. La escritura de El obsceno pájaro de la noche supuso la “monstrificación” de las cosas que había vivido de niño, según sus propias declaraciones a periodistas. Los mitos familiares y sus personajes, mezclados con la historia y el folclore nacional, pasaron por el espejo deformante de su imaginación para configurar cuidadosamente los habitantes de esta ficción desmesurada.

    La idea de la clase alta como dictadora encuentra hoy un eco interesante en Nuestra parte de noche (2019), de Mariana Enriquez, donde miembros de las familias más ricas de Argentina forman la Orden, una sociedad secreta cuyo objetivo es encontrar la vida eterna y consolidar su hegemonía para siempre. “La Oscuridad había dictado cómo perpetuar la conciencia: debíamos trasladarla de un cuerpo a otro. Transmigrar, dirían en otras tradiciones. Yo lo llamaba ocupar porque de eso se trataba: de robar un cuerpo”, escribe Enriquez refiriéndose a los espantosos rituales de la Orden.

    El proceso de monstrificación practicado por Donoso —que hoy se asocia a la autora bonaerense— separa su novela del realismo mágico al estilo de Cien años de soledad (1967). Si la poética de Gabriel García Márquez va de lo íntimo a lo general, para señalar los desafíos de pueblos hasta ayer atados a la tierra y rápidamente convertidos en sociedades urbanas, el autor chileno hace el viaje inverso: de lo plural a lo singular. Lo psíquico se impone al ambiente transmutando las fantasías en imágenes pavorosas. Esto convierte a La Casa y La Rinconada en filtros sórdidos de los estímulos externos. Vistas desde adentro de esos hogares donde se enquistan obsesiones y taras, aquellas clases hegemónicas se perciben como esperpénticas almas en pena. Faltos de densidad, esos fantasmas entran cómodamente en el espacio que separa a Donoso del fabulador de Macondo.

    La palabra “sórdido” se vincula a sugerentes adjetivos, como impuro, indecente o mísero. Todos esos términos afines se aplican a los personajes en El obsceno pájaro de la noche, incluso la misma noción de seres que mutan los hace sórdidos. Rémoras humanas con derecho propio, ricos o no ricos, los fenómenos mutantes de Donoso volaron hasta novelas como El huésped (2006) y La hija única (2020), de Guadalupe Nettel, y los cuentos de Pelea de gallos y Sacrificios humanos (2021), de María Fernanda Ampuero. También es una freak donosiana la protagonista de mi Malasangre (2020), pero antes me gustaría reconocer que la razón por la cual hablo solo de obras escritas por mujeres es personal y, por ende, arbitraria.

    Estudio las ficciones de mis contemporáneas porque su indagación en lo impuro, mutante e indecente de la condición femenina me ayuda a establecer un diálogo con mis obras. La protagonista de mi novela es un resultado de ese interés. Diana es una adolescente que al buscar la libertad en la conservadora sociedad venezolana de hace un siglo, se ve obligada a sacar provecho de una enfermedad: la hematofagia, una variante del vampirismo que sirve de metáfora a la decadente sociedad venezolana atada al extractivismo petrolero. “Sin marido, familia ni religión, no existía como mujer; renacía en ese momento como monstruo”, piensa Diana, cuando lo ha perdido todo, después de plantearse que quizá esté muerta: “Era una vampira de hecho y derecho: disfrutaba de la sangre con toda la lujuria del sexo. La perversidad fue la simple anulación de la vergüenza”.

    Cuando nosotras soltamos a médiums, vampiras, contrahechos y hombres abusivos, entre otros monstruos, lo hacemos con la convicción de que el mal es algo más que una parte del engranaje de nuestras sociedades: es un mecanismo de sujeción más o menos sutil que perpetúa la hegemonía. Los freaks de Donoso se reconocen a simple vista, los nuestros llevarán para siempre máscaras.

    El huésped, de Nettel, es la inquietante narración de una conquista. Desde niña, la protagonista se siente habitada por La Cosa, que va haciéndose con su cuerpo desde adentro a medida que va creciendo: “Sabía que nada le resultaba tan hiriente como la luz y que, si alguna vez llegaba a dominarme, me condenaría a la oscuridad más absoluta”. Ella es y no es aquello que la habita. La situación hace pensar en el desdoblamiento de Peñaloza cuando tiene relaciones sexuales con Inés de Azcoitía. “Intenté besarla pero ella me hurtó su boca (…) mantuvo mis labios lejos de su cara como si fueran labios inmundos. A pesar de todo yo no era Jerónimo. Solo mi sexo enorme era Jerónimo”, escribe acerca del momento en que engendraron a Boy. Que el resultado de este accidentado encuentro sea un hijo freak remite a otra novela de Nettel, en donde una niña que estaba destinada a morir a los pocos días de nacer por una malformación congénita sobrevive, convirtiéndose en un problema aún mayor para su madre. “Tenía que enfrentar otra gran amenaza: la de que viviera muchos años y se viera obligada a ocuparse de ella, no como quien se ocupa de un niño sino como quien se ocupa de un enfermo terminal al que hay que alimentar, cambiarle los pañales, administrar medicamentos”, se lee en La hija única.

    Los relatos de María Fernanda Ampuero atraviesan la doble condición de la monstruosidad: la física y la espiritual. Al veterano de Vietnam, el teniente Mitchell Ward (padre de un personaje en el cuento “Nam”, de Pelea de gallos), lo describe como “una cosa informe, aterradora” que ataca a la protagonista: “Su rostro, dientes amarillos y rabiosos, está pegado al mío”. .Cómo no pensar en Boy? Donoso lo describe como un “repugnante cuerpo sarmentoso retorciéndose sobre su joroba”, un “rostro abierto en un surco brutal donde labios, paladar y nariz desnudaban la obscenidad de huesos y tejidos en una incoherencia de rasgos rojizos”.

    Un monstruo de otro tipo es el esposo maltratador en Sacrificios humanos. “Su cara de gringo hermoso se ha convertido en una cara trastornada de ojos verdes, una cara que si se te apareciera en un callejón te paralizaría de terror —piensa Lorena en el cuento que lleva su nombre—. El callejón es mi cocina y el atacante lleva un anillo con mi nombre grabado en él”.

    Las ficciones citadas aquí son solo algunos de los caminos pavimentados por los freaks de El obsceno pájaro de la noche. Pero no son los únicos, por supuesto. Tampoco creo que Enriquez, Nettel o Ampuero deban explicitar la influencia de Donoso. Yo misma volví a su novela después de terminada Malasangre y la releí interesada en comprender el brote psicótico de Peñaloza desde la experiencia del lenguaje en el contexto de la novela que escribo ahora. Creo que solo las autoras chilenas contemporáneas podrían vincularse con propiedad a Donoso porque, consciente o inconscientemente, han bebido de su literatura, como seguro hizo Nettel de Carlos Fuentes o yo de Arturo Uslar Pietri. Los cuentos en Avidez (2023), de Lina Meruane, presentan un universo digno de “La Encantada”, donde las obsesiones de la autora con los cuerpos enfermos y las sórdidas dinámicas familiares encuentran personajes como gemelas y trillizas que bailan o unas niñas unidas por “un pie plano, el hueso de una cadera, un antiguo accidente”.

    Existe, sin embargo, una diferencia crucial que nos separa a todas de El obsceno pájaro de la noche: el sentido moral de esa novela. Porque Don Jerónimo no encierra a Boy entre freaks como castigo, sino para evitarle el sufrimiento de comparar su monstruosidad con los demás. La medida de su amor paterno es la inversión del mundo que nos recuerda que la estética es una convención humana como cualquier otra y, por ende, se puede cambiar para evitar dolor. “Una cosa es la fealdad —escribe Donoso—. Pero otra cosa muy distinta, como un alcance semejante pero invertido al alcance de la belleza, es la monstruosidad, por lo tanto, merecía prerrogativas también semejantes”.

    Cuando nosotras soltamos a médiums, vampiras, contrahechos y hombres abusivos, entre otros monstruos, lo hacemos con la convicción de que el mal es algo más que una parte del engranaje de nuestras sociedades: es un mecanismo de sujeción más o menos sutil que perpetúa la hegemonía. Los freaks de Donoso se reconocen a simple vista, los nuestros llevarán para siempre máscaras.

  182. Los miedos de Pepe Donoso

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    De niño, cuando yo no quería hacer las tareas ni estudiar, mi mamá me decía que iba a ser un “bueno para nada”. Yo la miraba impasible, y no le hacía ningún caso. La mayoría de las veces ella no insistía. Se encogía de hombros, como diciendo “allá tú”, y partía a hacer sus cosas. Pero a veces se exasperaba con mi indolencia y arremetía con fuerza. Su mejor línea de ataque era decirme: “Si sigues así, vas a terminar como Pepe”. Yo no tenía idea quién era Pepe, y seguía jugando al futbol con mis amigos del barrio. Ya a oscuras, cuando era hora de acostarse, hacía las tareas a toda carrera, muchas veces metido en la cama, sin ponerles demasiada atención. Un día, en el que ella mencionó el asunto tres o cuatro veces, finalmente le pregunté quién era Pepe. Sonrió con ironía y dijo, “Pepe Donoso, pues, hijo de la tía Alicia Yáñez, prima hermana de mi mamá”. Después de una pausa prosiguió: “Es nieto del tío Fidel Yáñez, que era hermano de mi abuelo Eliodoro”. Yo no conocía a ninguna de esas personas y así se lo dije a mi mamá. Entonces ella puso la cara de drama y me explicó que Pepe había sido un pésimo estudiante, tan pero tan flojo que lo habían expulsado de mi colegio hacía ya muchos años. Lo matricularon en un liceo, en el que tampoco prosperó. Terminó trabajando de peón en la Patagonia, en la hacienda de algún conocido o pariente que se había apiadado de la tía Alicia y del calvario que significaba tener un hijo “bueno para nada”. La historia me entró por un oído y me salió por el otro. En otras palabras, seguí jugando al fútbol hasta ya no ver la pelota por las noches.

    Mi familia materna era enormemente competitiva. Recuerdo que se hacían listas de quién era la persona más inteligente o la más creativa, quién cantaba mejor o daba los mejores discursos; cuáles eran las mujeres más lindas y cuáles las más compasivas. En estas competencias estaba implícita una idea que nadie osaba contradecir: mi bisabuelo Eliodoro había sido el mejor para todo. No había llegado a ser presidente de Chile tan solo porque el maldito “Paco” Ibáñez le había arrebatado su periódico La Nación y lo había mandado al destierro. Pero todos sabíamos que de haberse quedado en Chile habría derrotado a Arturo Alessandri, su eterno rival en las filas del liberalismo, y hubiera gobernado el país con justicia.

    A veces, por pura maldad, “los grandes” de mi familia también hacían listas de las personas más torpes, de los más flojos y los más sucios, de los bobos y de los que daban lástima. Era en esas listas en las que siempre figuraba Pepe Donoso. Yo aún no lo conocía, y me daba entre risa y pena que hablaran así de un pariente bastante cercano. Mientras más escuchaba su nombre, más curiosidad sentía. Una vez pregunté por qué tanta crueldad y tantas burlas. Alguien, no recuerdo exactamente quién, me miró de arriba abajo, hizo una mueca de desprecio y dijo: “Imagínate, enseña inglés en un colegio que se llama Kent o algo así. ¡Un profesorcillo en un colegio con nombre de cigarrillos! No le dio ni para el Grange ni el Saint George, tampoco el Instituto Nacional. ¡Un fracaso! ¡Pobre tío Fidel!”. Traté de imaginar al tío Fidel, pero no pude. La imagen de su hermano Eliodoro se aparecía en mi mente, con su bigote bien cortado, su sombrero hongo en la mano y un bastón que, suponía, tenía la cacha de plata pura.

    Un tiempo después, hurgando entre los libros de mi padre, encontré un ejemplar de Coronación, la primera novela de Donoso, con su gran formato y portada verde-amarilla diseñada por Nemesio Antúnez. De inmediato la agregué a mi pequeña biblioteca. Creo que la empecé a leer para confirmar todo lo que había escuchado sobre Pepe: su torpeza y mediocridad, su falta de visión, los fracasos repetidos que lo habían hecho merecedor de tantas burlas. Pero nada de eso ocurrió. El primer párrafo me capturó de inmediato, especialmente cuando describe al repartidor del almacén del barrio como un “pequeño coleóptero oscuro y movedizo”. De inmediato pensé que alguien que escribía así no podía ser ni tan torpe ni tan perezoso como decían mis tías. Con el tiempo y después de libros sucesivos y fama incipiente, Pepe empezó a suscitar cierto respeto, incluso admiración, entre nuestra extendida parentela. A pesar de ello, no faltó la tía vieja que dijera que escribía cosas atroces, infidencias, chismes de mal gusto, cochinadas variadas y horribles. Y aunque dejó de ser blanco de burlas, Pepe nunca fue ungido ganador en las listas que hacían los Yáñez Bianchi; ni siquiera obtuvo una mención honrosa.

    ***

    A veces, por pura maldad, ‘los grandes’ de mi familia también hacían listas de las personas más torpes, de los más flojos y los más sucios, de los bobos y de los que daban lástima. Era en esas listas en las que siempre figuraba Pepe Donoso. Yo aún no lo conocía, y me daba entre risa y pena que hablaran así de un pariente bastante cercano. Mientras más escuchaba su nombre, más curiosidad sentía. Una vez pregunté por qué tanta crueldad y tantas burlas. Alguien, no recuerdo exactamente quién, me miró de arriba abajo, hizo una mueca de desprecio y dijo: ‘Imagínate, enseña inglés en un colegio que se llama Kent o algo así. ¡Un profesorcillo en un colegio con nombre de cigarrillos!’.

    José Donoso tuvo una relación difícil con Chile. Casi siempre se estaba yendo. Pero volvía. Por cuestiones médicas, para recuperar el lenguaje coloquial que empezó a perder en España, para estar cerca de amigos con quienes terminó peleándose aun después de su muerte, para derribar a los fantasmas que terminaron matándolo.

    Cuando volvió definitivamente, yo ya me había ido. Me lo encontraba a veces, eso sí, durante mis visitas, en casa de mi padre. Recuerdo su obsesión, al hablar conmigo, un joven al que apenas conocía y que estudiaba economía en una universidad estadounidense, por dejar en claro que era un escritor “serio”. Esa era la palabra que usaba, una y otra vez, desde distintos ángulos, a veces en español y otras en inglés. Su último libro era La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria, y sufría, me parece, por la posibilidad de ser considerado “frívolo”, un autor de novela erótica, un oportunista en busca de dinero, una versión masculina de Anais Nin. Incluso a mis ojos distraídos y obsesionados con temas tan lejanos como los modelos matemáticos y los sistemas de ecuaciones diferenciales estocásticas, era evidente que Donoso buscaba aprobación, alabanzas y felicitaciones de quien fuera, incluso de parte mía.

    Un día, al terminar una tertulia, me preguntó cuándo regresaría a los Estados Unidos. Cuando le dije que lo haría en un par de semanas, me invitó a su casa de Providencia, donde se había instalado hacía poco. Me sorprendí, pero me sentí halagado y lleno de curiosidad. Por fin tendría la oportunidad de desmentir los embustes que mis tías habían proferido sobre el novelista años atrás; ahora podría comprobar su genialidad y visión, y podría preguntarle sobre el Boom y su vida en España.

    Llevé mi ejemplar de Coronación que había atesorado desde los 13 años, para que me lo firmara. Hablamos de todo un poco mientras tomábamos el té: del colegio al que ambos habíamos ido en épocas muy distintas, de política, de libros. Mientras conversábamos, María Pilar, alta y elegante, entraba y salía del estudio, trayendo galletitas o simplemente para echarnos una mirada. En un momento se unió a la conversación, la que de inmediato se hizo más ágil y amena. Ambos se interesaron cuando les conté sobre mis intentos por tomar el seminario de Saul Bellow en la Universidad de Chicago, y hablamos largamente sobre Herzog y sobre los grandes novelistas judíos en EE.UU., incluyendo a Philip Roth. De ahí pasamos a hablar de los libros esotéricos de Alejandro Jodorowsky y de las películas de Raúl Ruiz. Los tres coincidimos en que la fama del cineasta estaba inflada por una crítica chilena sedienta por el éxito internacional de algún hijo de sus tierras. En un momento, María Pilar me preguntó si la familia Edwards era judía. Yo había escuchado la pregunta miles de veces, y para entonces ya tenía una respuesta preparada: “Sí, desde luego, a pesar de los intentos por parte de ciertas ramas por esconderlo, así era, y que yo estaba muy orgulloso de ello”. Cruzaron una rápida mirada entre sí, y María Pilar, en un tono ligeramente casual, dijo: “Ah, claro. Es gente de mucho talento”.

    Al poco rato entendí el porqué de su invitación. Pepe quería darme un consejo. Me dijo, con insistencia, que no volviera a Chile, que me quedara en el extranjero, donde pudiera, donde encontrara trabajo. Mejor en Estados Unidos, aclaró, en Texas o en Oklahoma, en un lugar apartado donde nadie te conozca y puedas hacer tus cosas con tranquilidad. Especialmente en un sitio donde nunca te visiten los familiares, donde no tengas obligaciones y donde nadie hable de ti por tus orígenes y parientes, sino que lo hagan por lo que has alcanzado, por tus méritos y logros. Pero si no consigues una cátedra americana, de esas pagadas en dólares, agregó, vete a México o Colombia, a Irlanda o Gales, pero no regreses. Sería el error de tu vida. Ven de visita, pasa unas semanas en la playa, aliméntate de los chismes, pero haz tu vida profesional fuera. Mira por la ventana; no te metas en esta casa de locos, claustrofóbica.

    Justo terminaba de decir su discurso, cuando María Pilar volvió a entrar en el estudio atiborrado de libros. “¿De qué hablan?”, preguntó con una sonrisa. Yo me quedé en silencio; me pareció que Pepe se sonrojaba. Luego de una pausa brevísima, imperceptible casi, dijo que no hablábamos de nada importante, de tonterías, de viajes y geografía, de gente que conocíamos. Una vez repuesto, carraspeó y dijo: “María Pilar, ¿por qué no le ofreces un drink a Sebastián?”. Usó el término en inglés; en vez de trago dijo drink. María Pilar salió sin decir palabra y a los pocos minutos regresó con dos gin and tonics. Uno para ella y uno para mí. A Pepe no le dio nada. Me sorprendí de que él no reclamara ni pidiera algo. Simplemente entrecruzó los dedos largos y huesudos, y esbozó otra sonrisa. Lo volví a ver muy poco. Casi siempre de paso, a veces en casa de amigos comunes, a veces en la playa donde quedaron sus cenizas. Yo le hice caso y no volví, y cuando viajaba a Chile, ir a saludarlo no caía dentro de mis obligaciones urgentes. En una ocasión, en 1993 o 1994, coincidimos en una comida. Al llegar al café me recordó sus consejos: “Ves, te ha ido bien y estás contento; yo tenía razón en decirte que no volvieras”. Sus palabras dejaban entrever una tristeza horrible. Miré a María Pilar, que intentaba explicarle algo a alguien, y luego lo miré a él. No supe qué decir, y volví a quedarme en silencio.

    ***

    Cuando en el año 2000, el cineasta Fernando Balmaceda habló de la homosexualidad de Pepe, se produjo un escándalo generalizado. Los amigos que sospechaban de esto hablaron de traición y envidia por parte de Balmaceda. Pero a muchos de nosotros, miembros de una generación más joven, la historia nos resultó bastante indiferente. Recuerdo que en un viaje a Chile, una tía mencionó el hecho con aires de escándalo, en una reunión familiar. Cuando terminó de hablar, le pregunté: “Pero ¿qué importa? Era su vida privada”. Me miró con desaprobación, tomó su taza de té y lo revolvió rápido con una cucharita minúscula, mientras mascullaba en voz baja.

    El primer tomo de los Diarios de Donoso fue publicado en el 2016, por Ediciones UDP. A pesar de sus más de 700 páginas, el libro solo incluye una fracción de los cuadernos que se encuentran en los archivos de la Universidad de Iowa. La selección de Cecilia García-Huidobro devela, poco a poco, el proceso creativo de Donoso, la manera compulsiva de revisar sus textos, los cambios profundos en las estructuras y diálogos, de locaciones y desenlaces. Participamos de sus miedos y rabias, de sus euforias y de sus envidias, pequeñas y grandes. En contraste con Julio Cortázar, para Donoso la literatura no era un “juego”; tampoco era “fuego”, como dijera Vargas Llosa en 1968, en su discurso de aceptación del Premio Rómulo Gallegos.

    En la introducción al capítulo titulado “La familia como abrevadero”, Cecilia García-Huidobro se refiere al libro de Donoso Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, un libro breve y autobiográfico. Antes de enviarlo a la imprenta, el autor compartió el manuscrito entre algunos amigos y parientes, para confirmar fechas y episodios, corroborar anécdotas y pequeñas historias. Para su sorpresa, uno de sus parientes se indignó, lo amenazó con llevarlo a los tribunales y pedirle a un juez que requisara la edición completa de esas memorias. Pepe trató de convencer a su primo de que el texto era inofensivo y humorístico, y habló de hacer modificaciones. Pero todas sus ofertas por corregir, alterar y cambiar o incluso disfrazar nombres y episodios, resultaron insuficientes. Lo que quería el pariente era que varios pasajes quedaran para siempre en algún cajón o caja fuerte, sin jamás ver la luz. Al final, como producto de esa censura, Conjeturas… se publicó trunca, como un librito delgado y sin mucha gracia, con decenas de páginas menos que el manuscrito original.

    La noticia —o el rumor— generó revuelo en el mundo literario. Volaron acusaciones, recriminaciones y bravatas. Incluso, dicen, uno de los miembros de su taller, posiblemente Gonzalo Contreras —que tenía fama de camorrista—, preguntó al más puro estilo de matón de colegio: “¿A quién hay que pegarle?”.

    Una pregunta que se repitió una y otra vez fue por qué Donoso había cedido ante las amenazas, sin siquiera haber dado la batalla. Algunos, con un enfoque utilitarista, recordaron el Ulises de Joyce y los Trópicos de Henry Miller, y argumentaron que no había nada mejor para un libro que la censura. Al final, aseguraron, cuando los Savonarola son derrotados y el texto se publica, las ventas son fenomenales. Es en ese momento cuando los chismosos corren a las librerías para decir que lo tienen y que leyeron un pasaje, que les pareció magnífico o mediocre, iluminado o vulgar.

    Pero el comentario que más se escuchó fue que Pepe era un cobarde, un miedoso que entraba fácilmente en pánico, un escritor pesimista que siempre temía lo peor, que pensaba que sus libros fracasarían, que le robarían las ideas y lo plagiarían. Los más críticos decían que le daba miedo volver a Chile. Y también quedarse en España. Que si no hubiera sido por María Pilar, se hubiera paralizado en medio de sus dudas y en medio del océano, sin estar ni aquí ni allá. La conclusión era que había cedido ante las presiones del primo censor, porque le aterraba la idea de ver su nombre arrastrado por la prensa, en las páginas judiciales, entre ladrones de poca monta y financistas de cuello y corbata que se habían aprovechado de viudas y huérfanos para acrecentar sus ya abultadas fortunas.

    ¿Qué decían las páginas escindidas? ¿Cuántas eran? ¿Era tan solo un capítulo breve o se trataba de una sección contundente de la historia?

    En su libro Correr el tupido velo, de 1999, Pilar Donoso, la hija de Pepe y María Pilar, escribe en detalle sobre el tema. Lo cortado, dice, era un segmento considerable, cerca de 100 páginas en las que Pepe escribe, dándose esas licencias que se toman todos los escritores, sobre la familia de su madre, los Yáñez. El primo censor —mi tío Gonzalo Figueroa Yáñez, hermano de mi madre— habría objetado que el novelista afirmara —o insinuara— que la madre de don Eliodoro Yáñez había regentado un prostíbulo para mantener a la familia a flote. Según la leyenda, esa mujer, de apellido Ponce de León, fue el modelo de la Peta Ponce, de El obsceno pájaro de la noche. En una carta de 1957, citada en los Diarios, Inés Figueroa, la mujer del pintor Nemesio Antúnez, le dice a Donoso que Neruda se murió de la risa con sus “descripciones maquiavélicas de la madre de don Eliodoro Yáñez, que era cabrona”.

    Unos años después de la muerte de Pepe y María Pilar, la revista Rocinante publicó el texto que, supuestamente, quedó fuera de las memorias. Las dos páginas confirman la historia de Pilar Donoso sobre la trifulca familiar y la censura. En el texto, Donoso cuenta que en una visita de cortesía a don Luis Arrieta Cañas, un viejísimo y fanático admirador de Wagner que vivía en una casa barroca en los faldeos de Peñalolén, este le había contado dos cuentos sabrosísimos. El primero era la consabida historia de la madre de los Yáñez Ponce de León, en cuya casa, al norte del río Mapocho —el “lado malo”—, había un lupanar para funcionarios públicos, oficiales del Ejército o hijos de familia que buscaban iniciarse en el sexo. La segunda historia era que su tío Eliodoro, ese político tan temido como detestado en las primeras décadas del siglo 20, no era hijo de su padre, sino de Patricio Lynch, el último virrey del Perú, con quien la Peta Ponce habría tenido amoríos tumultuosos y prolongados. Era, justamente, ese vínculo con los Lynch lo que explicaba que Eliodoro haya descollado por su inteligencia y su mente fría y calculadora, distinguiéndose por sobre sus hermanos, incluyendo a Fidel, el abuelo de Pepe. Era también Lynch quien le habría dotado de esos ojos verdes, luminosos y brillantes, que todo el mundo admiraba y que muchos envidiaban. El texto de Rocinante agrega algunos detalles deliciosos, incluyendo que la casa de la Peta era conocida como el “Club de la Unión Chico”, y que las muchachas, por lo general del sur, eran seleccionadas personalmente por la cabrona, en un viaje anual en carruaje o carreta.

    ¿Es esta la única razón de la mutilación de Conjeturas sobre la memoria de mi tribu?

    Es muy posible, aunque también escuché una versión diferente. La razón de la censura, me dijo el primo censor, nada tenía que ver con la Peta, ni con la verdadera ni con la de ficción. De hecho, toda la familia había escuchado la historia de su posible pasado “alegre”, incluyendo la regencia de un burdel elegantito. Muchos de los que veníamos de ese tronco nos enorgullecíamos de estos antecedentes un tanto exóticos. Nos gustaba saber que veníamos de la Chimba, y que varios miembros de la familia, durante generaciones sucesivas y con un tremendo olfato, se las habían arreglado para avanzar en una sociedad tan estratificada como la chilena, casándose “hacia arriba”, como dicen los sajones para referirse a los que trepan en las esferas sociales.

    Entonces, ¿qué otras razones hubo para la censura, por no decir el pánico del autor?

    Lo que supe en su momento es esto: en esas páginas cercenadas, José Donoso habría contado detalles sobre sus relaciones con una pariente. Se trataba de relaciones carnales, posiblemente de una iniciación sexual. Al primo inquisidor le pareció de pésimo gusto que se anduvieran contando intimidades en textos que circularían ampliamente. Después de todo, en su colegio —el mismo colegio inglés al que fue Pepe— le habían enseñado que los caballeros nunca hablaban mal de las damas. Eso, independiente de los perjuicios sufridos o de las prebendas obtenidas en encuentros arreglados o casuales. Los caballeros no tienen memoria… y si tienen alguna relación con una mujer, de inmediato archivan el recuerdo, sin nunca contar lo sucedido. Hay tan solo una excepción para esa norma, y esa es que la señora o señorita del caso quiera que la historia se divulgue. Y Pepe, al escribir sobre el tema, violaba esa regla elemental en todo gentleman.

    Yo no sé cuán cierta sea esta segunda historia. Lo que sí sé es que, en Correr el tupido velo, Pilar Donoso dice que debido al episodio su padre “cayó en una tristeza profunda, acompañada de un hermetismo que lo llevó a sacar ese conflictivo capítulo completo del libro, dejándolo medio trunco y reducido en cien páginas”.

    Cien son muchas páginas, mucho más, desde luego, que las dos carillas que publicó Rocinante en octubre del 2000. Esto me hace pensar que lo divulgado por la revista es solo parte de lo que Pepe extirpó de sus memorias.

    Cuando ese primer volumen de los Diarios (Donoso in progress) fue publicado, en el 2016, lo leí prestando especial atención a este asunto, con un ojo puesto en las razones de la censura y la claudicación del novelista ante las amenazas de su pariente. No sé si lo que encontré es lo que buscaba o si es tan solo una coincidencia, una casualidad, como las que suceden todos los días y que son difíciles de explicar. En la página 192, Donoso hace una larga lista sobre la importancia de los recuerdos de infancia en su literatura. A cada una de las remembranzas les asigna un número. En el 23 consigna el siguiente recuerdo:

    Pilo [Yáñez] en la calle del Dieciocho, Carmen Yáñez, Gabriela Rivadeneira [esposa de Pilo], iniciación sexual.

    El texto tiene 12 palabras. Si uno excluye las que denotan ubicación geográfica, quedan ocho; si además uno saca la referencia a Pilo y su esposa, quedan solo cuatro palabras: “Carmen Yáñez iniciación sexual”.

    ¿Es esta una prueba concluyente?

    Desde luego que no; es tan solo sugerente e insinuante, pero creo que es suficiente para no descartar la idea de que la censura de las memorias tenía más de un motivo.

    Cuando en el año 2000, el cineasta Fernando Balmaceda habló de la homosexualidad de Pepe, se produjo un escándalo generalizado. Los amigos que sospechaban de esto hablaron de traición y envidia por parte de Balmaceda. Pero a muchos de nosotros, miembros de una generación más joven, la historia nos resultó bastante indiferente. Recuerdo que en un viaje a Chile, una tía mencionó el hecho con aires de escándalo, en una reunión familiar. Cuando terminó de hablar, le pregunté: “Pero ¿qué importa? Era su vida privada”. Me miró con desaprobación, tomó su taza de té y lo revolvió rápido con una cucharita minúscula, mientras mascullaba en voz baja. Alcancé a escuchar una que otra palabra suelta. Decía que nada bueno se podía esperar de los colegios ingleses, famosos por estar llenos de pederastas, de profesores que tocaban a los adolescentes, los que, a su vez, repetían las tocaciones con niños más chicos, creando un círculo de perversión. Pensé en contarle la historia del joven Keynes, disputándose, con Lytton Strachey, los amores del pintor Duncan Grant, un chico rubio con aires angelicales.

    ***

    Se le iluminó la cara y señaló un libro sobre el escritorio, en la parte más alta de una pila, y me pidió que se lo pasara. Eran los poemas completos de Cavafis, en la versión de Oxford. ‘¿Lo lees en inglés?’, le pregunté mientras le acercaba el volumen. Me miró como si la pregunta fuera estúpida y no me respondió. Abrió el libro y empezó a hojearlo. ‘¡Qué maravilla!’, exclamó. Tan solo por decir algo le pregunté si leía el poema del regreso a Ítaca o el de la espera de los bárbaros. Volvió a sonreír y agregó que esos habían estado entre sus favoritos en alguna época, pero que ahora se inclinaba por poemas más simples e íntimos.

    Vi a Pepe por última vez algunos meses antes de su muerte. Yo había llegado a Chile por unos días y llamé a mi tía Techy Edwards para que nos viéramos. Me dijo que, como había quedado de visitar a Pepe, podía acompañarla.

    Pepe estaba en su estudio repleto de libros, sentado en una mecedora con un chal sobre las piernas. Se veía muy delgado, apesadumbrado y dolido. Me pareció que sus manos eran más huesudas de lo que yo recordaba. Nos saludó sin mayor entusiasmo. En mi caso, no era sorprendente, ya que nuestra relación era lejana, esporádica. Pero era rarísimo que no se alegrara de ver a Techy, amiga íntima desde la juventud, confidente temprana, con quien compartió miles de aventuras y a quien le había confiado las dudas que tenía de casarse con María Pilar. Al poco rato, Techy salió al patio para conversar con María Pilar y nos quedamos solos. Cada uno con su taza de té, frente a frente. Me habló de su padre y de la familia Donoso, de sus primos y tíos de ese lado, gente que yo no conocía, pero que él describía como admirables y distinguidos. “Pilarcita es mucho más Donoso que Serrano —comentó—, aunque a veces actúa como María Pilar”. Yo asentí, tomé un sorbo del té que ya se enfriaba y al cabo de un rato le pregunté qué estaba escribiendo. Esbozó una sonrisa lúgubre y me dijo que nada importante: “Reviso cosas viejas, textos en los que alguna tuve esperanza, pero que ahora me parecen horribles. Pero igual reviso”.

    Estas palabras fueron seguidas por un silencio incómodo, hasta que me di cuenta de que Pepe se había sumido en otro mundo. Después de lo que me pareció una eternidad, se ajustó los anteojos, se mesó la barba y preguntó: “¿De qué estábamos hablando?”. En vez de contestarle le dije que su taller literario había tenido un éxito enorme.

    Sí”, respondió, “esa es la manera como voy a ser recordado. Como un buen profesor, como alguien que combinó, en su justa medida, la paciencia y la firmeza. Nadie se acordará de mis libros, solo recordarán a mis alumnos”.

    Entonces le pregunté quién, en su opinión, era el más talentoso, el mejor escritor. Yo esperaba que dijera Arturo Fontaine o Carlos Franz o Alberto Fuguet, quizás Gonzalo Contreras. Pero no mencionó a ninguno de ellos. Sin vacilar dijo “Ágata”. Y luego de una pausa: “Ágata Gligo”. Yo había leído su libro Mi pobre tercer deseo y lo había encontrado sensacional, pero pocos compartían mi entusiasmo. Pepe apartó el chal de sus piernas y con dificultad se paró de la mecedora. Caminó hacia los estantes y rebuscó durante un buen rato, hasta que encontró la novela de Ágata. “¿La leíste?”, me preguntó. Antes de que pudiera contestar empezó a alabar el texto, su estructura y personajes, su dulzura sin sentimentalismos exagerados. Se volvió a sentar y hojeó el libro. Pensé que quizás me leería un pasaje, pero no lo hizo. Me preguntó si la conocía. Cuando respondí que no, dijo que debiera hacerlo, y se explayó sobre sus condiciones humanas, su belleza y la transparencia de sus ojos claros.

    Al cabo de un rato le pregunté qué estaba leyendo.

    Por primera vez, en toda la tarde, mostró cierto entusiasmo. Se le iluminó la cara y señaló un libro sobre el escritorio, en la parte más alta de una pila, y me pidió que se lo pasara. Eran los poemas completos de Cavafis, en la versión de Oxford. “¿Lo lees en inglés?”, le pregunté mientras le acercaba el volumen. Me miró como si la pregunta fuera estúpida y no me respondió. Abrió el libro y empezó a hojearlo. “¡Qué maravilla!”, exclamó. Tan solo por decir algo le pregunté si leía el poema del regreso a Ítaca o el de la espera de los bárbaros. Volvió a sonreír y agregó que esos habían estado entre sus favoritos en alguna época, pero que ahora se inclinaba por poemas más simples e íntimos. Entonces me leyó tres o cuatro. Yo nunca lo había escuchado hablar en inglés y quedé maravillado por su acento elegante, su dicción perfecta. He tratado de recordar qué poemas eran, pero no he podido hacerlo. Lo que sí recuerdo es que eran de un enorme erotismo y sensibilidad.

    Cada vez que leo este poema póstumo de Cavafis recuerdo a Pepe: lo veo como lo vi por última vez que nos encontramos, esa tarde de mayo, sentado en su mecedora con las piernas cubiertas por un chal escocés, con un libro en sus manos y los ojos tristes:

    Al mirar la fotografía de un amigo,
    y su bella cara adolescente
    (perdida para siempre; —la fotografía
    estaba fechada “noventa y dos”),
    la tristeza descendió sobre él.

     

    Fotografía: José Donoso en la Universidad de Princeton en 1949. Cortesía de la Biblioteca de la Universidad de Princeton.

  183. A recreo

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    Hay un abismo entre la vida que queremos y la que, con frecuencia, se nos da. Esto por cierto matizado por los empeños de la voluntad, propia y ajena, las decisiones y la suerte, buena o mala. Quizás cuando de manera más transparente se experimenta esa escisión entre vida deseada y vida adeudada es en la escolaridad, especialmente en aquella que se nos presenta bajo las formas de la exigencia desmedida, la severidad amenazante, el castigo y la pesadez de cargar mochilas llenas de atenciones que no quisiéramos ni remotamente prestar.

    De este quebradero ha sabido dar cuenta la poesía chilena. Ya Carlos Pezoa Véliz dibujaba la distancia en unos versos tempranos: “El profesor a Juan, en geometría, / defíname la curva, dijo un día, / y el pobre Juan le respondió sereno: / línea que la mujer tiene en el seno”. Las novelas de Alejandro Zambra han trazado de forma perspicaz y entrañable esta separación con personajes, escolares o debutantes universitarios, que deben ocuparse de materias fomes y asignaturas grises cuando lo que de verdad los concierne, apabulla y tienta es la materia vital y sus distracciones.

    Un gran hito de este abordaje literario es el largo poema “Los profesores”, de Nicanor Parra, publicado en los años 80. Arranca con dos endecasílabos orales de la más alta factura parriana: “Los profesores nos volvieron locos / a preguntas que no venían al caso”. El poema está construido como la larga perorata de un viejo exalumno que lamenta haber perdido tiempo y vitalidad atendiendo a ociosos requerimientos escolares. Del listado imposiblemente exhaustivo de estos está constituido en gran parte el poema: “Dentadura del tigre / nombre científico de la golondrina / de cuántas partes consta una misa solemne / cuál es la fórmula del anhidrido sulfúrico / cómo se suman fracciones de distinto denominador…”; enumeraciones de tedios (pero no tediosas enumeraciones) que cada tanto son intercaladas por reflexiones y lamentaciones del que habla: “no tenían para qué molestarse / en molestamos de esa manera / salvo por razones inconfesables: / a qué tanta manía pedagógica / ¡tanta crueldad en el vacío más negro!”.

    Ante esa crueldad, y pese a que toda persona en algún momento hizo suyo lo que dice el hombre del poema (“Hubiera preferido que me tragara la tierra / a contestar esas preguntas descabelladas”), tocaba finalmente zafar. Dar respuestas. Conseguir la nota azul, el cuatro, pasar el ramo.

    Como una peculiar respuesta a ese poema y, más en general, como un arrojado ingreso en esa tradición poética y sobrevivencial puede leerse Torpedos, la nueva obra de Yanko González. Un libro que no es únicamente un libro, sino un libro-caja (y aquí rima con otra tradición de la poesía chilena: la de los libros con forma de caja contenedora, como los Artefactos de Parra, La poesía chilena de Juan Luis Martínez, las Cartas al azar de Elvira Hernández y Verónica Zondek o el Bello Barrio de Mauricio Redolés). Una caja, Torpedos, con apariencia de libro que en su interior contiene páginas troqueladas en las cuales se ocultan objetos ­—unos anteojos, una huincha de medir, una regla, una goma de borrar, un lápiz— donde están a su vez escondidos textos que contienen respuestas o claves para responder preguntas.

    Torpedos incorpora un libro que en apariencia es una miniatura del mismo Torpedos —un tiro feliz en el ámbito del relato especular, del espejeo abismante—, pero que al abrirse deja ver un libro convencional, que reúne un centenar de poemas en algo así como una prosa agachada, acompañados de fotos donde se recrean torpedos escondidos en el reverso de una corbata, el puño de una camisa, la superficie dura de unos chicles de menta, la tapa interior de una calculadora y otros escondrijos donde el ingenio escolar parapeta sus refuerzos mnemotécnicos.

    Dispuestos con esmero y a la vez con una precariedad inquietante, con cualidad de precipicio, estos textos refieren a los clásicos “torpedos” escolares, ayudamemorias anotados en soportes mínimos e imprevisibles con el contenido básico para poder rendir las pruebas. Esa mecánica toma González, pero las preguntas a las que busca contestar parecen ser ya no curriculares sino existenciales, literarias, lingüísticas, vitales.

    Tal como El agua verde del idiota, su estudio sobre las erratas (escrito en conjunto con Pedro Araya), Torpedos instala campamento en zonas donde falla o se afecta el sistema de la lengua y del saber. Los torpedos, con su escritura contraída a fuerza de poco espacio y mucho nervio, dan a menudo una sintaxis nueva, útil en su momento de uso y resonante en esta época de apuros y constante conteo de caracteres.

    Sin ocultar lo que tiene de obra plástica, de esmerado trabajo de Técnico Manual —ramo en el que habría obtenido con seguridad un Aprobado—, este libro obtendría un Excelente en lo propiamente literario (pureza de una cuestión en la que probablemente una obra así descree): entre los troqueles de su interior, Torpedos incorpora un libro que en apariencia es una miniatura del mismo Torpedos —un tiro feliz en el ámbito del relato especular, del espejeo abismante—, pero que al abrirse deja ver un libro convencional, que reúne un centenar de poemas en algo así como una prosa agachada, acompañados de fotos donde se recrean torpedos escondidos en el reverso de una corbata, el puño de una camisa, la superficie dura de unos chicles de menta, la tapa interior de una calculadora y otros escondrijos donde el ingenio escolar parapeta sus refuerzos mnemotécnicos.

    En esos textos, en la poesía escrita, en la palabra misma, pudiera decirse, se usa un lenguaje comprimido que remeda aquel al que obligan justamente los espacios reducidos del torpedo colegial. Un redacción apretada, el hueso de cada asunto, la elipsis y la concisión cuchillera llevan a unir lo esencial y lo inesperado y omitir lo obvio, para darle curso a textos que simulan instructivos, historias, fórmulas y datos: “cuando chasqueas los dedos, el sonido lo produce el golpe con la palma de la mano. no es la fricción del pulgar con el dedo del corazón lo que resuena. es tu mano casi en puño la que hospeda el sonido”. Todo en definitiva pareciera ser llevado a cabo para “investigar sobre lenguaje, pensamiento y realidad”, pero con la conciencia férrea de que siempre las palabras quedan cortas, que “no hay tinta lo bastante negra para describir la irritación. ni bastante oxígeno para exhalar el hastío. ni sol ni lamparilla para detener la oscuridad”.

    Este centenar de torpedos están intercalados con un puñado de textos algo más extensos, escritos al modo de discursos de índole institucional, donde un expositor larga la labia, un académico desvaría o un alumno le escribe una memorable carta de excusa al profesor al que le incumplió un trabajo, ofreciéndole a cambio la glosa de un viaje global en busca de las maneras en que se le llama al torpedo en cada país donde se habla la lengua castellana, primero, y luego ya en todo el mundo. En estos textos, especialmente, González abre espacio a un humor cáustico, como ese en que parodia las hablas burocráticas o ese otro donde se dan instrucciones para escapar gateando por debajo de la mesa de una reunión directiva o académica para volver, liberado, a la realidad, tal como hace quien, tras valerse de unos cuantos torpedos, entrega la prueba y se va a recreo.

     


    Torpedos, Yanko González Cangas, Ediciones Kultrún, 2024, 928 páginas, $100.000.
    https://torpedos.online/

  184. José Donoso a través de los otros

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    Al correr el velo de los archivos y papeles que dejó José Donoso, tanto en la Universidad de Iowa (donde fue profesor) como en la Universidad de Princeton (donde fue estudiante), uno se encuentra, por momentos, no tanto con la voz del mismo Donoso, sino con múltiples voces. Porque son muchas las cartas con esas voces de otros y otras escritores latinoamericanos que lo veían como amigo, enemigo, discípulo, maestro y hasta confidente.

    En orden cronológico, los siguientes extractos de cartas, que se hallan en la Universidad de Princeton, dan cuenta de dos cosas: por un lado, informan sobre la carrera de José Donoso en el extranjero, especialmente cuando sus libros (Coronación y El obsceno pájaro) estaban siendo traducidos y editados en otras partes, lo cual creaba noticias que incluso alcanzaban a Chile; por otro lado, estas cartas permiten adentrarnos en la vida y obra de los mismos escritores que las enviaron. Es el caso de Enrique Lafourcade y Gabriel García Márquez; el primero, parte de los círculos literarios en el Chile de los 50 y 60, y el segundo, como integrante clave de sus amistades en Barcelona. O como Isabel Allende, quien era una periodista de la revista Paula y se presenta como su amiga: a lo que Donoso le responde y así comienzan una breve (e inspiradora) correspondencia. O un tal César Aira, que había autopublicado una novela y esperaba con ansias la visita del escritor chileno a la Feria del Libro de Buenos Aires.

    Enrique Lafourcade

    En los años 60, antes de largarse de Chile, José Donoso era un autor chileno y cercano a la llamada Generación del 50. Sin embargo, hacia fines de esa década, con la publicación de Coronación en inglés (gracias a su compañero del Grange School, Carlos Fuentes), Donoso sale a México primero y luego a Estados Unidos, donde termina como profesor de escritura creativa en la Universidad de Iowa. Ya convertido en ese exitoso escritor chileno que escribe fuera de Chile, Lafourcade (que tenía una librería en Plaza Mulato Gil y convivía con la escritora Marta Blanco) le manda varias cartas donde se aprecia una relación cercana y, al mismo tiempo, tensa.

    Verano. Diez de la noche. Librería el Caballo Azul. Hora para escribir. Felicitaciones Ercilla que informó sobre noticia del New York Times. Verdes de envidia. Jorge Edwards vino, vio y se fue. Está en París, escribiendo. Salió excepcional libro La Venus en el pudridero, Pacífico, de Eduardo Anguita. ¡Por fin algo! Publiqué Pronombres personales, una nouvelle, en Zig-Zag. En los próximos días aparece con Álvarez, Buenos Aires, en coedición.

    Por sobre aparte te envío capítulo novela Frecuencia modulada, con la solicitud de que lo ubiques en alguna revista literaria española, o donde se te ocurra. Va un currículum. El libro sale en abril de este año.

    Ediciones Acervo de Barcelona me ha encargado —secreto militar— que prepare una Antología del cuento chileno, con distribución en la hispanidad. Quisiera llevar algo tuyo. Uno o más cuentos. Acervo te reconocería un royalty. Hazme llegar tus observaciones a la idea.

    He vendido bien tu [El] Lugar sin límites. Piden Coronación, que no se encuentra. ¿Qué planes tienes para esta novela? Entiendo que Zig-Zag no te la publica más, a expresa petición tuya. Con todo, sigue siendo lo mejor para Chile. Deberías autorizar una edición nacional.

    La Librería va viento en popa. Es un lugar grato al cual acuden niñitas bonitas del barrio alto, señoras menos bonitas, está “in”. Doy café. Saco volantes de Lira popular. En el sobre te envío dos. Me dan duro, especialmente El Siglo. Tengo una página en Las Últimas Noticias, donde respondo.

    El Aleph —mi casa— está lleno de fruta y de pájaros que se la comen. Organizo vinos blancos helados, con gambas. Feliz de la vida, con Marta. Trabajamos. Nos reímos. El viaje a Europa, este año. A gastarnos las platas de la edición alemana de La fiesta del rey. Los checos me están traduciendo Novela de Navidad, todo con bastante misterio. ¿Pagan? Muevo a mi agente. La película sigue en veremos. Hollywood me entrega mil dólares cada año, por la opción. Me la acaban de renovar, lo que indicaría que el proyecto se mantiene. Carta de Isherwood invitándome a Inglaterra. ¿Qué es de Harry Brown? Voy a escribirle. ¿Cómo va Madrid? ¿Todavía existen esas viejas que sacan sus sillitas a la vereda y hablan sin tregua? Soria anduvo por aquí. Lo vas a topar cualquier noche en el Antiguo Café de Levante, en Alcalá, chorreado de chocolate.

    Escribe. Saludos. ¿Qué es de Peregrine? ¿Se ha reproducido?

    A vosotros dos, en el nombre del Che Guevara y de los nuevos dioses, las bendiciones del amigo.

    Gabriel García Márquez

    Su relación con el autor de Cien años de soledad siempre tuvo dos caras. Una semipública, que se puede constatar en cartas como esta, en la que Donoso lo felicita por el rápido éxito que está teniendo Cien años de soledad; y una cara privada, como se puede ver en el segundo volumen que compila sus diarios (Diarios centrales. A Season in Hell), en donde Donoso dice que GGM, al igual que Cortázar, es uno de esos “aprovechados de la política izquierdista”, y, asimismo, lo tilda como “el niño mimado, la vedette que rechaza o acepta lo que se le antoja en su vida, sin consultarlo con nadie”.

    Querido Pepe, gracias por todas las cosas bellas y aterradoras que me dices sobre Cien años. A mí me conmueve profundamente, por encima de todo, la generosidad con que los amigos del mismo oficio me hablan, y hablan y escriben sobre este libro, y tu juicio es de los más abrumadores.

    En realidad, la gran noticia es la llegada de tu primogénita, que nos ha llenado de alegría y de curiosidad por conocerla. Comprendemos el alborozo de ustedes, así como los compadecemos ya por los días futuros en que la niña, como ocurre ahora con nuestros hijos, tenga unas semanas de vacaciones en el colegio. ¡Habría que inventar la manera de matarlos a ratos!

    Estamos en Barcelona como si tuviéramos muchos años de vivir aquí. Los nietos progresan con su English Academy, y los amigos proliferan por todos lados, hasta el punto de que ya empiezan a ser demasiados. No sería raro que un día de estos apareciéramos por allá, aunque eso no figuraba en nuestros planes. Entre los inmediatos está un viaje mío a París, a fin de mes, para ver a Carlos Fuentes, que sigue siendo un invencible promotor de encuentros en los más insólitos lugares del mundo y a las horas menos apropiadas.

    Cualquier texto mío en inglés está sometido a la aprobación directa de Harper & Row. El conducto regular es Carmen Balcells, a quien ya puse al corriente de tu carta, pero creo que lo más eficaz sería que alguien de USA se pusiera en contacto con los mencionados editores. El libro no saldrá en inglés antes de enero de 1969.

    Es todo. Trato de escribir mucho, pero estoy un poco desconcertado, no sé en realidad por dónde empezar, y siento que todo se me desbarata entre las manos. ¿Vendrán mejores días?.

    Jorge Ibargüengoitia

    Pese a su cercanía con autores como Mario Vargas Llosa o el mismo García Márquez, con el paso de los años quedó la sensación de que Donoso, antes que ser un autor central del Boom, se convirtió en uno de esos escritores que se quedaron en los bordes, como Manuel Puig, Clarice Lispector y Jorge Ibargüengoitia. Con este último, Donoso tuvo una relación lejana, pero cálida. Parte de su admiración por el mexicano se debe a que en su obra había “chistes irreverentes acerca de la pesada carga de la historia y la literatura latinoamericana”, según lo que se lee en su Historia personal del Boom.

    Hoy recibí tu carta y te la contesto enseguida, aprovechando que tengo un trabajo que aborrezco y quiero interrumpirlo. Me alegra muchísimo que hayas visto la luz y que vengas a vivir en este paraíso de mierda. Sí, cuenta con mis brazos abiertos. Ya Carlos Fuentes me había platicado de todas sus enfermedades y pensaba escribirte desde hace tres meses, pero ya ves cómo es la vida y cómo se va pronto. Lo que no me explicas es si ya están bien. Espero que sí. Joy dejó San Miguel y está viviendo en México desde hace un año: mi mamá estuvo gravísima a fines del 67, pero afortunadamente se compuso y ahora está bastante bien; mi tía Emma se dio un ranazo en el jardín, se hizo un agujero en la frente y quedó con el ceño fruncido “para el resto de sus días”; ya no bebe y está ligeramente gagá; los demás, ahí van, capoteándola. El que te informó de tu aparición como personaje en un libro mío es un bromista bastante pendejo. Tengo un libro terminado, que aparece en estos días, y dos en preparación, pero en ninguno aparecen ni tú ni la Pilar. Si quieren, los pongo en el siguiente. A mí me ha ido bien; he escrito bastante y bastante bien, tengo grandes planes y espero llevarlos a cabo con la Guggenheim que me acaban de dar. No pienso moverme de aquí, porque quiero escribir una novela como Dios manda, así que nos veremos. Consigue una buena casa, con alberca, para ir a pasar fines de semana alcohólicos. Abrazos a ti, Pilar, la niña y Charlus.

    Isabel Allende

    La autora chilena es uno de esos nombres que aparecen varias (cinco veces) en las cartas que se guardan en los archivos de la Universidad de Princeton. Todas sus cartas son desde Chile, previo al golpe de Estado y su exilio en Caracas, donde escribiría la novela que la hizo mundialmente famosa, La casa de los espíritus.

    Estimado José: Primero que nada, perdón por el tuteo, pero me había imaginado que eras un caballero muy anciano y solemne. No pensé que fueras poco mayor que yo y capaz de contestarle a una loca entusiasmada que mandó una carta a la deriva rumbo a Barcelona. Siempre pensé que la gente célebre vivía rodeada de respetuosos admiradores, preparando conferencias o aislado en el silencio y la soledad de su escritorio. Tu carta, sin embargo, es la de un hombre tranquilo y sencillo, que mira mucho, habla poco, escucha y existe honestamente en un precioso lugar de España donde nadie habla de política y donde no hay smog. En resumen: algo muy cercano al Paraíso.

    No sospecho si conoces a mi mamá, como decía Jorge Alessandri. Mi mamá se llama Francisca Llona Barros y mi padrastro se llama Ramón Huidobro. Ambos tienen la ingrata tarea de representar a Chile, como embajadores, en Buenos Aires. Yo trabajo en la revista Paula, que no debes ni siquiera conocer, así es que te envío un ejemplar. También soy redactora de Mampato, una revista infantil de esta misma editorial y como estrené este año una obra de teatro, me subieron el sueldo y me miran con respeto. Tengo 29 años y antes trabajé en la FAO con Gaby Plate, esposa de Gonzalo Donoso, que probablemente sea pariente tuyo por algún lado legal si no bastardo. Por último, para dejar en claro a mi persona, voy a añadir que algunos me dan el título de “humorista”, porque en Paula y otras partes publico verdades que duelen. El diploma de “humorista” lo puede adquirir en Chile cualquier patudo, porque aquí la risa es tan escasa como el whisky escocés. Este es un país de gente trascendental.

    ¿Por qué vives en España?, ¿desde cuándo?, ¿con quién? Yo tengo una asquerosa deformación profesional y quisiera hacerte una entrevista por carta para publicar en Paula junto al comentario de El obsceno pájaro de la noche. Tu libro se vende como pan caliente, pero como no te has hecho propaganda, el autor poco figura. No creo que te interese mucho la celebridad en Chile, pero a mí sí me interesa muchísimo, así es que, si tienes tiempo y lo tomas como un sacrificio necesario, contesta las preguntas que te adjunto en hoja aparte, mándame una foto en que salgas realmente hermoso (pero no posada) y cuéntame de tu vida en esa aldea idílica, de lo que piensas, ambicionas, etc. Además, una biografía honrada. Puede salir algo bueno si me mandas abundante material.

    No creo que llegue a España tan pronto, así es que difícilmente nos veremos. Si vienes a Chile y la casa de tus padres ya está tan destruida como la Casa, te ofrezco cama, comida y ropa limpia en la mía, que no es un hotel Hilton, por supuesto, pero es gratis. Ya te escribiré más para contarte de Chile, de todo el extraño proceso que estamos viviendo, de tantas cosas que a ti ya no te importan mucho, pero que meten el dedo en la nostalgia. Un abrazo de tu amiga.

    Carlos Droguett

    En 1971, el autor de Eloy recibe el premio Alfaguara por su novela Todas esas muertes. Es en la previa de ese viaje a España, para recoger aquel premio y para luego recorrer gran parte de Europa, que le escribe a José Donoso. Ese mismo 1971, Donoso había publicado El obsceno pájaro de la noche y a partir de eso Droguett escribe un ensayo largo, donde cuenta que Donoso fue clave en la publicación de Patas de perro, ya que él convenció a la editorial (“sin su opinión, la novela no se habría publicado”).

    Querido Pepe: el accidente de que fui víctima al finalizar el año (y que otros llaman Premio Nacional de Literatura y que yo llamo premio nacional de arterioesclerosis) me impidió contestar de inmediato tu generosa carta. En efecto, los canales de TV de Santiago y Valparaíso, las universidades de Santiago, Concepción y Valparaíso me contrataron como mono de exposición de turno y me ha faltado boca para hablar (ya te contaré cuando nos veamos por allá, pues creo viajar muy luego; como anécdota, te contaré que yo no esperaba en absoluto el premio (líquido a pagar E°19.500.-), pues te descuentan el impuesto a la renta…), y de hecho no debían habérmelo dado, ya que he pasado la vida hablando contra los jurados, los académicos, etc., se me ha acusado de malagradecido, de soberbio, etc., se me ha dicho que por qué no lo renuncié entonces (con el criterio de aquel que le contesta a un pobre jubilado que se queja de la mala jubilación, “bueno, renúnciela, entonces”. No, nunca he sido simpático y ahora menos que nunca, tengo la lengua pelada al rape.

    Sí, recuerdo todas tus muestras de comprensión para mi difícil obra, Alberto Ostria, tus gestiones en Knopf, etc., eso se agradece y no se olvida, ya lo he dicho aquí siempre que se presenta la ocasión (ahora, por supuesto, tengo mucha tribuna… ahora…), y esto es tanto más reconfortante cuando tú traes un enorme equipaje en las venas literarias. Te lo he dicho a ti y lo he dicho en la prensa escrita y televisada, que tu cuento “Una señora”, por ejemplo, es una obra maestra y que me morí de envidia cuando leí “Santelices”. Qué bien, Pepe, y que bien que te hayas operado ya del Obsceno pájaro. Recuerdo que cuando te fui a ver a Vallvidrera me confesaste que ya tenía enfermo al autor y que no hallabas la hora de botarlo. Supongo que estarás teniendo gran éxito, me alegro de todo corazón y sé que lo mereces absolutamente. Solo las almas mal calafateadas y los espíritus resfriados y pusilánimes, poco seguros de sí, pueden sufrir con el éxito del colega (amargura y envidia que se da mucho en nuestro pobre gremio, como a ti y a mí nos consta). Actualmente desarrollo mucha actividad periodística (periodismo literario), tengo una columna exclusiva en la revista Desfile, que tú recordarás, es demo, pero yo tengo libertad absoluta, mi columna se llama, precisamente “Libertad bajo fianza”, y me gustaría escribir sobre ti (hasta unas cinco carillas oficio), no sé si pedirte que me mandes el libro por avión o esperar mi viaje (que debe ser muy pronto) para entrevistarte allá, tomarnos fotos, etc. Tú dirás, me gustaría de veras promoverte un poco aquí, porque ¿querrás creerme?, gente que no me miraba en la calle ahora me golpea la espalda y me golpea modo sanamente el teléfono para decirme que cree, aspira, no se atreve, sueña con ser Premio Nacional el año próximo… Va a sufrir nuestro amigo Lafourcade, pero me jugaría entero para que tú postularas seriamente, creo que en poesía será candidato peligroso Díaz Casanueva (aunque yo votaría por Gonzalo Rojas o por Alfonso Alcalde —una voz estupenda de poeta, radicado en Concepción, cosa seria, trágica, sin duda alguna, genial—), en prosa, solo hay pingos de segunda detrás de ti, ¿el envidioso Fernando Alegría? ¿Anuar Atías? ¿O Monsier No haytu tía? No, no, Alberto Romero (a quien respeto mucho por su viuda —su viuda literaria, la del conventillo) está muy enfermo, lo mismo Daniel Belmar, quien fue golpeado por la apoplejía. El extraordinario prosista Juan Godoy, más borracho que nunca, lo que me produce gran tristeza, pues lo estimo harto (fue además profesor de mi hijo menor). En fin, Pepe, la pasión de la literatura, más bien de la vida hecha literatura, o de la literatura hecha vida, me coge largo cuando me entrego a ella.

    Esta carta tenía solo por objeto noticiarte mi existencia y mi agradecimiento, mucho más valioso por venir de quien viene. Al viajar a España, tú lo sabrás por Carmen Balcells, aunque, de todos modos, te pondré unas líneas.

    César Aira

    Ya de vuelta en Chile, desde 1981, Donoso se topó con un Chile culturalmente muerto (o casi). Por eso cruzar la cordillera de los Andes y participar en la Feria del Libro de Buenos Aires era, sin duda, una forma de mantenerse cerca de un clima más cosmopolita. Y a propósito de una de estas visitas (la cual finalmente no sucedió debido a problemas de salud), un joven escritor argentino le manda su última novela (Los fantasmas), que él mismo se autopublicó, junto con esta carta de admiración que destila, al más puro estilo Aira, humor e ironía.

    Querido maestro: No sabe cómo lamenté enterarme de su enfermedad. Quiero decir, lamenté su enfermedad, no enterarme. Espero que sea psicosomática, como todo el mundo dice que hay hartos motivos de esperar, tratándose de usted. Aunque si es real, mejor, porque creo que es cierto lo que decía un amigo mío, que todos los escritores vamos a terminar muriéndonos de enfermedades imaginarias.

    ¡Qué bajón inmenso que no venga a la Feria del Libro! Me había hecho la ilusión de verlo, y como me tomo tan en serio mis ilusiones, realmente lo vi por anticipado, y estuvimos charlando… Cuando me dijeron que no vendría fue como si me expropiaran, y me hirvió la sangre. No me adapto a cosas así.

    Sea como sea, querido Pepe, por el momento no se me ocurre otra compensación que mandarle esta novelita, que además quizás lo distraiga un rato en sus ocios de convaleciente. No se la tome muy serio, por favor, y sobre todo no se le ocurra leerla si el médico le recomendó no fijar la vista o cosas así (en ese caso tómela como un objeto cualquiera, un souvenir, un origami). No tiene más mérito que el habérmela inspirado el amor por gente como usted (gente chilena).

    Del origami en sí, verá que es muy lindo, pero tampoco muy feo. Sucede que me he independizado, espero que para siempre, de los editores, y lo hago yo mismo. Es barato y entretenido, y uno se evita la mar de inconvenientes. El segundo salió mejor, y los próximos van a ser mejores todavía, sobre todo porque no va a ser necesario amontonar tanto los renglones, ya que estoy escribiendo cada vez más corto (es increíble cómo se simplifica todo cuando ya no hay que causar buena impresión).

    Por supuesto que me gustaría recibir noticias suyas, pero no se lo tome ni por un instante como una obligación. ¿Apareció algún buen novelista nuevo en Chile? Supongo que usted sería el último en enterarse, o el primero, que es lo mismo.

    En fin, ha sido un placer escribirle, y no sé por qué no lo hice antes (seguramente porque esperaba verlo). Le mando gran abrazo, trasandino, pasando por la parte alta, y saludos cariñosos a su Pilar, a quien incluyo en la nostalgia. Su amigo y agente secreto en la Argentina.

    Alberto Fuguet

    Con el regreso de la democracia, en la década de los 90, José Donoso siguió siendo un vínculo entre Chile y Estados Unidos, especialmente con las universidades de aquel país. En esta carta el autor de Mala onda, quien fue a su taller (y cuenta la leyenda, Donoso lo expulsó al saber que nunca había leído a Dostoievski), le manda saludos (“Estimado Don Pepe”) y noticias desde Iowa, la misma universidad que, en los años 60, le dio el primer empujón para convertirse en un escritor chileno que escribe fuera de Chile.

    Desde esta ciudad que usted tan bien conoce, le escribo para desearle el mejor de los cumpleaños. Lamento no poder estar en persona para el merecido homenaje, pero le prometo que desde acá haremos un brindis en su honor con Clark Blaise.

    Si bien el Mayflower no es el Hyatt (preferiría vivir en una de esas viejas casas de madera con porche que hay en el pueblo), lo estoy pasando muy bien. Más que el grupo en sí, me interesa mucho la onda universitaria y estoy aprovechando el campus y la onda universitaria al máximo. Estoy en un fiction seminar a cargo de Thom Jones, un escritor que antes fue boxeador y que tiene una notable colección de cuentos titulada The Pugilist at Rest que fue finalista del National Book Award. Tengo que leer para el miércoles The Dwarf, de Pär Lagerkvist, novela que no me tinca demasiado, le digo.

    También estoy dando vueltas por el Playwright’s Workshop y participo de un Translation Workshop, donde estoy colaborando con dos traductores que me están traduciendo algunos capítulos de Por favor, rebobinar, mi nuevo libro que sale a fines de noviembre y que ojalá lo pueda leer. También hago harto deporte (tengo una bici) y me junto harto con la gente del workshop que tiene más o menos mi edad y salgo con una intensa chica de Estonia que está terminando literatura comparada.

    Prairie Lights me parece total y ahora tiene un café en el segundo piso donde uno puede tomarse un espresso y leer hasta que a uno le dé puntada. Clark es un siete, lo mismo que Bharati, su esposa (que es absolutamente encantadora y brillante). Ella tiene los mejores recuerdos de Ud. Bueno, todos. En este sentido, solo decir que fui alumno suyo me sube el estatus. Lógicamente, me aprovecho de ello, aunque sé que no lo merezco.

    Paul Auster estuvo acá leyendo en Prairie Lights y Clark me llevó a tomar un trago con él, lo que fue toda una experiencia. Pronto viene Tobías Wolff. En octubre iré a St. Louis a dar una charla (¿qué diré?), ya que Skármeta está allá y enseña Mala onda y me envió por correo algunos papers sobre el libro, lo que fue más que extraño.

    Como a estas alturas ya soy un experto en Iowa City, espero con ansias leer su novela. Supongo que estará en librerías una vez que regrese. Ah, John Irving sacó su nueva novela, es sobre enanos, freaks, la India y acabo de comprarla. Tiene 600 páginas.

    Bueno, don Pepe, espero que realmente la pase bien y se deje querer. Se lo merece.

    Yo siempre estaré eternamente agradecido de su apoyo, enseñanza y amistad. Se pasó.

    Feliz cumpleaños y keep up the good work.

    Saludos a la señora Pilar que me cae muy bien.

     

    Fotografía de portada: cortesía de la Biblioteca de la Universidad de Princeton.

  185. Sombras y fantasmas del crimen organizado

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    Hace algunas décadas, la globalización económica venía con un relato utópico que prometía la liberalización de los mercados, el debilitamiento de los Estados nacionales y una mayor movilidad de la gente por el mundo. Se suponía que el hosco nacionalismo iba a dar pie a un cosmopolitismo amigable. Hoy vivimos entre las ruinas de esa utopía. El anti-globalismo es la consigna que une a los más duros de izquierda y derecha, y el nacionalismo ya no parece un artefacto del pasado; por el contrario, es un arma reluciente. El proteccionismo económico se asoma por todos lados y hasta las grandes empresas globales, aquellas que manejan el intercambio de información y bienes del mundo (Google, Amazon, Facebook, TikTok), ahora se miran con sospecha.

    Con todo, si se trata de destacar los lados sombríos de la globalización, no hay ninguno más turbio que las redes por donde opera el crimen organizado.

    El periodista británico Miles Johnson se ha especializado en estudiar estas zonas sombrías y publicó el año pasado el libro titulado precisamente Sombras del crimen. No es un estudio teórico, sino una crónica que cruza los destinos de diferentes personajes, en una red criminal que abarca desde las selvas de Colombia hasta los puertos de Europa y Medio Oriente. En esta investigación se supone que no hay nada ficticio, pero como suele pasar con los grandes reportajes y en los thrillers, hay “súper villanos”, operaciones policiales “turbo-recargadas” y organizaciones con tentáculos que parecen venir de la imaginación novelesca.

    En estas páginas hay cuatro personajes principales. El primero es Jack Kelly, un agente que luego de haber trabajado 15 años en la DEA, la organización gubernamental de Estados Unidos dedicada a perseguir el narcotráfico, fue reclutado para trabajar en una nueva división especial, conocida como SOD, un centro de operaciones para investigar el narcoterrorismo: esa zona donde el tráfico de drogas se junta con el financiamiento de actividades terroristas, como el tráfico de armas. La SOD se lanzó en 1994 para que la DEA pudiera procesar mejor toda la información proveniente de las distintas agencias que perseguían el crimen organizado. Hay que considerar que la DEA tiene, desde el 2006, facultades para perseguir el narcoterrorismo en casi cualquier lugar del mundo, sin que haga falta la internación de drogas a Estados Unidos (Bolivia, Venezuela y Medio Oriente están excluidos de su jurisdicción).

    Los que nunca duermen

    El trabajo de Jack Kelly era perseguir sombras o espectros, tipos cuya única huella son sus crímenes y que apenas tienen una foto tomada en algún momento de descuido, un documento de identificación verdadero, cuentas bancarias o registros de pagos. En cambio, acumulan “chapas” o tienen vidas paralelas en la clandestinidad. Dos de estos fantasmas son también protagonistas de esta historia: los primos libaneses Mustafá Badredinne e Imad Mughniyeh, cuya vida fue un misterioso torbellino de operaciones militares, explosiones, secuestros y asesinatos. Tratándose de espectros, dejaron un rastro bastante concreto de muerte y destrucción. A Imad Mughniyeh solo se le conoció por su leyenda criminal y algunos nombres fabulosos, como el “Fantasma”, el “Zorro”, el “maestro del humo” y “el que nunca duerme”. Los dos primos llegaron a estar entre los hombres más buscados de su tiempo. Antes de la aparición de Bin Laden y del atentado a las Torres Gemelas, Mughniyeh ostentó el macabro récord de ser el individuo que más ciudadanos estadounidenses había matado en el mundo.

    Badredinne y Mughniyeh se formaron juntos, leyendo a Trotsky y admirando a Yasser Arafat. A comienzos de los 80, los dos participaron en la fundación de Hezbollah, la organización militar chiita-libanesa, cuyo nombre quiere decir “el partido de Dios” y que está en el centro de la red descrita en este libro. Hezbollah sobresale entre las incontables facciones político-religiosas y sectas islámicas que operan en Medio Oriente. Irán, que tiene una mayoría chiita, es el principal promotor de este “partido de Dios”, que con su auspicio ha crecido hasta convertirse en el principal control político del Líbano, donde no solo es un partido con representantes en el parlamento y ministros en el gabinete, sino que virtualmente es un Estado paralelo. La popularidad de Hezbollah en este país, y seguramente más allá de sus fronteras, se debe a su habilidad para desarrollar campañas de apoyo popular, operando como una red de asistencia y protección similar a una mafia. A esto se suma que Hezbollah cuenta con armamento propio y una dotación militar que sería superior a la oficial; sus operaciones, desde luego, se hacen en medio de la mayor reserva. Lo que no es ningún secreto es que, en términos administrativos, económicos y militares, Hezbollah actúa bajo las órdenes directas de Irán, que la utiliza como una herramienta para hacer lo que se conoce como una “guerra proxy”.

    En estas páginas hay cuatro personajes principales. El primero es Jack Kelly, un agente que luego de haber trabajado 15 años en la DEA, la organización gubernamental de Estados Unidos dedicada a perseguir el narcotráfico, fue reclutado para trabajar en una nueva división especial, conocida como SOD, un centro de operaciones para investigar el narcoterrorismo: esa zona donde el tráfico de drogas se junta con el financiamiento de actividades terroristas, como el tráfico de armas.

    Para Miles Johnson, Hezbollah no solo sería una organización religiosa islámica, un grupo paramilitar y un partido político que actúa como brazo armado de Irán en el Líbano, Siria y Palestina, sino también una organización dedicada al lavado de activos, que participa en el narcotráfico a escala global. Este es un supuesto controversial, ya que una agrupación religiosa no debería involucrarse en esta clase de actividades. Desde Hezbollah han dicho que todo es falso, parte de una campaña de desprestigio montada por Israel. No obstante, todo indica que ha sido esta peculiar mezcla de factores lo que ha permitido a Hezbollah convertirse en la punta del llamado “eje de la resistencia” contra Israel y Estados Unidos.

    El cuarto protagonista de la trama es Salvatore Pititto, un mafioso de segunda línea de Calabria, en el sur de Italia, miembro de un clan familiar de narcotraficantes de Mileto. En el 2014, Pititto quiso dar un salto para evitarse a los intermediarios que mermaban sus ganancias y tratar directamente con los proveedores de cocaína de Medellín, Colombia. Para eso se contactó con el cartel del Golfo, entonces a cargo de Darío Antonio Úsuga, alias “Otoniel”. Dicha conexión fue posible porque estos narcos colombianos también dieron un salto para evitarse los carteles mexicanos, que controlan el tráfico de coca a Estados Unidos, y decidieron explorar los puertos europeos en un mercado que parecía menos vigilado y más rentable que el otro.

    Entre Siria y Colombia

    Un acontecimiento crucial en el desarrollo de la red criminal que unió los destinos de estos personajes fue la guerra civil de Siria. Este conflicto, que empezó en 2011 como un alzamiento popular en contra del régimen de la familia Assad —vinculada al alauismo islámico, cercano a los chiitas—, terminó en una brutal y siniestra guerra civil que consolidó la posición de Hezbollah como brazo armado de Irán (esta organización respaldó al líder autoritario Bashar al-Assad, entregándole apoyo militar y armas para atacar a la población local, llegando incluso a proveerle de armas químicas). Este respaldo, que en su momento se justificó invocando la “Santa defensa de Siria”, se explica porque la permanencia del régimen sirio en el poder resultaba vital para mantener la ruta de tránsito de los suministros de armas y otros productos entre Irán y el Líbano. Sin embargo, esta guerra civil puede considerarse como el detonante crucial que llevó a Hezbollah a abandonar su matriz original, que contemplaba la defensa de su tierra de los ataques de Israel, para transformarse en una organización criminal.

    Hacia mediados de la década del 2000, investigaciones de la DEA detectaron una operación de lavado de dinero, que consistía en comprar cientos de autos usados en Estados Unidos, para luego llevarlos a Benín en África occidental y desde ahí venderlos. La plata obtenida se depositaba en un banco de Beirut, desde donde se transfería al bolsillo de los narcos. Hacia fines de esa década, la DEA detectó otra operación de lavado de dinero en Medellín, a cargo de un libanés llamado Chekri Mahmoud Harb. Conocido como el “Talibán”, este les cobraba una comisión a los carteles de narcotráfico por llevarles su dinero a bancos libaneses. Para entonces, la DEA ya había notado que el contrabando colombiano había cambiado su ruta hacia Europa. Fue precisamente en ese momento cuando Salvatore Pititto hizo su contacto con los colombianos del cartel del Golfo.

    Pititto consiguió apoyo financiero de otros mafiosos de su tierra para pagar la operación. Luego designó a un administrador, es decir, al encargado de coordinar las comunicaciones con el cartel colombiano y supervisar el precio y la cantidad de la mercancía. Este administrador tenía, además, que organizar el envío de representantes a Colombia, para revisar la calidad del producto y las condiciones del embarque. Asimismo, ambas partes intercambiaron “garantías humanas” que debían quedarse viviendo con la contraparte respectiva mientras durara el negocio. Este canje de “invitados” es la forma establecida para sellar la confianza entre los bandos y darse una señal de seriedad y compromiso. Es también el último eslabón de la cadena: los italianos en Colombia saldrán a dar “un paseo a las montañas” del que jamás volverán y los colombianos, en Italia, podrían terminar devorados por los chanchos. Hay pocas cosas más deprimentes que la vida de estos garantes humanos, aunque en medio de esta miseria aparezcan personajes tragicómicos, como el Jota-Jota y Jhon Peludo (este último, de nombre magnífico, fue el enviado del cartel colombiano para supervisar la entrega de la plata en Italia).

    Por esta misma época, Jack Kelly observó cómo algunas de las líneas de aprovisionamiento criminal que hasta ese momento habían corrido bajo tierra, empezaban a salir a la superficie, a través de la compra y traslado de armas hacia Siria. La DEA sabía que después de la guerra entre Israel y el Líbano de 2006, Hezbollah se encontraba muy apurado de fondos y que Irán era su principal apoyo. Pero a consecuencia de su involucramiento en la guerra civil en Siria, esta situación se hizo crítica.

    Cada vez que la policía descubre uno de estos envíos es porque han tenido un día de suerte o han conseguido un dato. Como la información que necesitan es la misma que requieren los encargados de recibir la coca, este es un punto sensible de la cadena de contrabando: una sola filtración puede arruinar la operación. Y eso fue lo que ocurrió. La policía intervino las comunicaciones de Pititto y detectó la coca antes de que los traficantes pudieran recogerla. La operación del mafioso de Mileto se derrumbó de golpe, perdiendo la coca y el dinero.

    Operación Casandra

    El 2014, Jack Kelly formó parte de la “Operación Casandra”, nombre que homenajea a la princesa de Troya cuyas premoniciones —todas verdaderas— nadie creía. Por razones misteriosas, los agentes de la DEA tenían la costumbre de bautizar sus operaciones con nombres de la mitología clásica. El objetivo de “Casandra” era investigar la existencia de redes criminales que conectaban a Irán y Hezbollah con los carteles de la coca colombiana. La hipótesis era que Hezbollah tenía una división especial para desarrollar estas actividades financieras y montar redes de suministros para obtener dólares, armas y tecnología militar de manera ilícita a cargo de empresarios, los llamados “súper facilitadores”. Se suponía que esta rama de negocios la coordinaba Imad Mughniyeh, mientras su primo Mustafá Badreddine estaba en Siria a cargo de la coordinación de la operación militar de Hezbollah.

    Hacia mediados del 2015, la precaria situación del presidente Assad, en Siria, agudizó la necesidad de obtener armas y suministros para sostenerlo. Con dramatismo, Johnson describe a Kelly sentado en su escritorio, rodeado de movimientos delictuales: cada un segundo, alguien movía plata, droga o armas a través de las fronteras de algún lugar del mundo.

    Fue a mediados de ese año cuando la cocaína comprada por Pititto salió en un barco mercante desde el puerto de Turbo, Antioquia, dentro de un contenedor cargado con plátanos. Primero fueron 400 kilos. Si la ruta probaba ser segura y todo salía bien, después vendrían más. Había unas ocho toneladas de coca esperando, cantidad suficiente para llenar una piscina olímpica. La preparación del embarque en Colombia fue difícil. Para eludir los controles de aduana y los detectores de rayos equis, la coca se embaló en paquetes de papel de aluminio, donde se imprimieron fotos de plátanos. Sin embargo, la llegada del contrabando a Europa suponía un problema logístico mucho mayor, porque la plata obtenida por el tráfico no podía volver a Colombia sin encender las alarmas. Se necesitaba mucha habilidad financiera y contar con una red de conexiones internacionales en el mercado negro. Es aquí donde entran los “súper facilitadores” de Medio Oriente.

    La coca cruzó el Atlántico y llegó a Livorno, desde donde pasó al puerto de Génova. Allí, los hombres de Pititto tenían que entrar durante la noche para sacar los paquetes con coca, antes de la inspección policial. Para hacerlo, se requería saber en cuál de todos los miles de contenedores metálicos estaba escondida la droga y en qué cajas venía. En estos casos, las autoridades portuarias solo pueden hacer inspecciones al azar, eligiendo uno o dos contenedores. Por lo mismo, a menos que revisen cada caja con plátanos, es virtualmente imposible que puedan detectar cuáles son las comprometidas. Por eso, cada vez que la policía descubre uno de estos envíos es porque han tenido un día de suerte o han conseguido un dato. Como la información que necesitan es la misma que requieren los encargados de recibir la coca, este es un punto sensible de la cadena de contrabando: una sola filtración puede arruinar la operación. Y eso fue lo que ocurrió. La policía intervino las comunicaciones de Pititto y detectó la coca antes de que los traficantes pudieran recogerla. La operación del mafioso de Mileto se derrumbó de golpe, perdiendo la coca y el dinero.

    El caso del barco que llegó con este cargamento de cocaína a Europa, el TG NIKE, ilumina otra esquina sombría de la globalización. El caso de este mercante, construido en Corea del Sur y que viajaba bajo la bandera de Liberia, no es muy distinto del Dali, el barco que a principios de este año chocó y destruyó un puente en Baltimore. La historiadora Vanessa Ogle publicó a propósito de este incidente el artículo “Shipping’s shadows world”, donde observa que este no fue un incidente aislado ni fortuito. Recuerda que tres años atrás, otro barco, uno de los mayores cargueros del mundo, se atascó en el canal de Suez y provocó un gigantesco atochamiento que paralizó por seis días el tráfico marítimo, ocasionando millonarias pérdidas. Estos accidentes de alta connotación pública exponen un tipo de comercio global escasamente regulado. Más del 80% del comercio del mundo se hace por vía marítima, y a raíz del régimen de sanciones que bloquea el comercio en países como Venezuela, Irán y, en el último tiempo, Rusia, han proliferado los barcos “fantasmas”, usados para sortear los embargos de petróleo y otros productos lícitos e ilícitos de estos países, y que tienen un régimen de propiedad muy confuso, ningún seguro ni mantención y no siguen legislación alguna.

    El principal logro de Johnson en su libro fue armar un relato donde convergen las trayectorias de estos cuatro personajes. Si su libro tiene alguna lección sería la de que frente a una red global tan compleja y poderosa como esta, ninguna agencia gubernamental de Estados Unidos o de cualquier otro país podrá enfrentarla por sí sola.

    Un caso impresionante, y que nos devuelve a Hezbollah, fue el del carguero Rhosus, que llegó a Beirut el 2013 cargado con 2.754 toneladas de nitrato de amonio, un químico usado como fertilizante y también para elaborar explosivos. Este barco, que viajaba con bandera de Moldavia, había salido de Georgia rumbo a Mozambique, pero sin que se sepa por qué, hizo escala en Beirut. Una investigación de la BBC sostiene que un ciudadano ruso, que afirmaba ser el propietario de la carga, ordenó esta detención. Pero el barco venía en tan malas condiciones, que no pudo seguir viajando. Nadie pagó los derechos portuarios ni se hizo cargo de sus reparaciones. Según la BBC, el barco pertenecía a un consorcio en Panamá del que nunca se supo. Su carga de nitrato de amonio fue confiscada, pero la mayor parte fue robada. El barco se hundió. Lo que quedó de la carga de nitrato, alrededor de 500 toneladas, se guardó en una bodega hasta que siete años después explotó en la detonación no nuclear más grande de la que se tenga registro. Se presume que el destinatario de este nitrato de amonio, y el responsable del accidente, era Hezbollah. Al Jazeera observa que hasta ahora no existe ninguna indagación pública sobre los responsables de esta catástrofe que mató a centenares de civiles inocentes y destruyó buena parte del puerto, lo que sería un indicio de los tratos de Hezbollah con material bélico y una muestra de su nivel de implicación en el gobierno.

    A comienzos de 2015, mientras la DEA monitoreaba el teléfono de Chekri Mahmoud Harb, el “Talibán”, dio con el nombre de un tratante de autos de lujo libanés que operaba en Francia y, a través de este contacto, ubicó al empresario libanés Mohamad Nourredine, uno de los “súper facilitadores” que la “Operación Casandra” tenía en su mira como financista de Hezbollah. Nourredine dirigía una célula de lavado de dinero que operaba en Europa, mediante mensajeros o correos libaneses que eran despachados por el continente para contactar a narcotraficantes que traían cocaína desde Colombia. Estos intermediarios recogían su dinero y lo trasladaban a Beirut, donde era depositado. Nourredine movía decenas de millones de euros al mes, y para hacer este movimiento los correos viajaban con el efectivo escondido o bien compraban autos o relojes de lujo que luego vendían en Medio Oriente. En el momento en que la DEA hacía intentos por detener a Mohamad Nourredine, llegaba a Roma el colombiano Jhon Peludo para reunirse con Salvatore Pititto. Juntos llevaron el dinero a la oficina de un vendedor de autos usados libanés conocido como “Castro”, que estaba muy atento a lo que ocurría en Siria. Dos días después de esta transacción, “Castro” estaba en Beirut con la plata.

    Pititto y los demás miembros de su clan cayeron presos. En mayo del 2016, en medio de la selva colombiana, se descubrió una plantación de plátanos con un búnker subterráneo custodiado apenas por tres personas, y donde se guardaban nueve toneladas de coca, avaluadas en alrededor de 250 millones de dólares. Poco después fueron capturados los líderes del cartel del Golfo. Ese mismo año, Mustafá Bradedinne fue asesinado en Damasco. Meses antes había muerto su primo Amid, en un atentado explosivo en el Líbano. Hezbollah, la organización que ayudaron a fundar y que, paradójicamente, siempre negó tener vínculos con ellos, los elevó a la categoría de mártires.

    El principal logro de Johnson en su libro fue armar un relato donde convergen las trayectorias de estos cuatro personajes. Si su libro tiene alguna lección sería la de que frente a una red global tan compleja y poderosa como esta, ninguna agencia gubernamental de Estados Unidos o de cualquier otro país podrá enfrentarla por sí sola.

    Jack Kelly no terminó tan mal como estos otros personajes, pero tampoco tuvo un final feliz. La SOD fue desmantelada y Kelly, frustrado, renunció a la DEA. Este libro plantea que las otras agencias gubernamentales de Inteligencia y defensa siempre miraron con escepticismo y hostilidad el trabajo de la SOD, particularmente la “Operación Casandra”, cuestionando su competencia para enfrentar el terrorismo. El periodista Josh Meyer propuso una interpretación más extrema de estos problemas en una serie de artículos polémicos publicados en el medio Político, el 2017, donde por primera vez se reveló la existencia de la “Operación Casandra” y sus acusaciones sobre Hezbollah. Meyer acusó a la administración Obama de “congelar” estas investigaciones, para evitar que entorpecieran los esfuerzos que se hicieron el 2016 para alcanzar un acuerdo nuclear con Teherán. No solo denunció que Hezbollah mantenía una red global de negocios en el mercado negro, sino que intervenía en forma directa en el narcotráfico. Según este reportaje, la renuencia de las autoridades a perseguir estas actividades le habrían permitido consolidarse como una de las organizaciones criminales más grandes del mundo, estimulando y fomentando conflictos en algunas de sus zonas más inestables. Hoy Hezbollah no solo es un pilar del “eje de la resistencia”, que se extiende desde Irán a los rebeldes hutíes de Yemen, sino que, además, como lo advierte el especialista Emanuele Ottolenghi, estaría involucrada en algunos lugares de América del Sur, como Venezuela y la zona de la Triple Frontera, donde han desarrollado redes de narcotráfico, lavado de dinero y adoctrinamiento militar.

     


    Sombras del crimen, Miles Johnson, Planeta, 2023, 280 páginas, $6.500 (ebook).

  186. Desilusiones

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    Para quienes leímos Casa de campo cuando apareció, a fines de los años 70, no deja de ser una desilusión encontrarse ahora con el segundo volumen de los Diarios de José Donoso, donde cuenta en detalle cómo se fue forjando la novela.

    En el prólogo a la edición de Editorial Universitaria de 2018, el escritor Jorge Edwards, muy próximo al autor, afirma que la novela “es alegoría pura, declarada y, casi se podría decir, descarada” del golpe de Estado y de la dictadura en Chile. Señala que el propio Donoso le contó “que la primera idea de Casa de campo la había tenido esa misma noche”, la del 11 de septiembre de 1973. Y aludiendo a que “nunca terminamos de entender los resortes últimos de la creación”, que fue el Golpe de Estado el que, de manera brusca y sorpresiva, había “sacado a la luz toda clase de fantasmas no tan enterrados o esfumados, como parecía a primera vista”, de José Donoso.

    No tuvimos la necesidad de recurrir a la autoridad de Edwards. Cuando leímos Casa de campo lo hicimos exactamente bajo ese encuadre; esto es, como una gran fábula acerca de Chile.

    Recuerdo muy bien el impacto. Terminaban los años 70. Veníamos recuperándonos recién del desconcierto en el que nos sumió el Golpe. Habíamos asumido el horror e internalizado el miedo. Se había pulverizado la ilusión de una dictadura breve. Sus reformas se extendían implacablemente en todos los pliegues de la sociedad. En este contexto, la novela de Donoso nos pareció la primera interpretación que escapaba de la racionalidad política, con su sesgo maniqueo y paranoide. La primera aproximación que se alejaba del lenguaje que prevalecía en los oscuros cenáculos de la así llamada resistencia, y que nos tenía asfixiados. La primera lectura que situaba lo que estábamos viviendo en una perspectiva histórica, cultural y antropológica de más calado.

    El hecho de que todo esto proviniera de un escritor consagrado internacionalmente volvía más llevadera la desgracia y se tornaba una fuente de alivio. Lo ocurrido no había sido fruto de fallas, de errores, de conspiraciones, sino de una corriente telúrica que se remontaba a lo más profundo de Chile. Salir de la dictadura, por lo mismo, demandaría mucho más que gestos de coraje más o menos heroicos, que una acción más o menos valiente, que compromisos más o menos firmes, que alianzas más o menos amplias; iba a requerir de un movimiento cultural capaz de remover elementos que estaban enquistados en lo más turbio y profundo de la historia y la identidad chilena; eso que Allende había pasado por alto.

    Con esos ojos nos acercamos por primera vez a Casa de campo. Los niños que habían sido dejados solos, tras la partida de sus padres a un pícnic que sería breve, éramos nosotros, los revolucionarios de entonces. La familia Ventura, que abandona a los hijos a su suerte y termina vendiendo su oro y sus tierras a extranjeros que despreciaba, era la burguesía. Los nativos, que vivían en la periferia y trabajaban de sol a sol para los Ventura, eran el olvidado pueblo. Los sirvientes, que seguían a sus patrones en todas sus locuras sin hacerse preguntas, representaban a la clase media. Adriano, el doctor miembro de la familia que al descubrir el sustrato de horror en el que se sostiene su dominio fue encerrado y se volvió loco, era Allende. El Mayordomo, aquel “que no desea otro emolumento sino que le permitan sentirse héroe”, era por cierto Pinochet. Hermógenes y Casilda, que cuidaban celosamente el oro de la codicia de la propia familia, eran los Chicago Boys. Juan Pérez, el cruel y ambicioso sirviente, era Manuel Contreras. Los antropófagos y los salvajes, esa “fantasía creada por los grandes con el fin de ejercer la represión mediante el terror, fantasía en que ellos mismos terminaron por creer, aunque este convencimiento los obligara a tomar costosas medidas de defensa contra los hipotéticos salvajes”, eran el Plan Zeta y los comunistas. El llamado constante a “correr el tupido velo”, así como esa porfiada elegancia de no ver, era la censura. El culto al olvido —“hacerse mayor consiste en ser capaz de olvidar lo que se decide olvidar”— era la actitud de la derecha; lo mismo que esa frase estentórea que el Mayordomo repite una y otra vez: “Silencio. !Aquí no ha pasado nada!”. En fin, La Marquesa salió a las cinco, la obra de teatro bajo la cual la realidad se oculta y se presenta como la inocua fantasía de niños juguetones, era el poder judicial.

    No creo que me gustaría sentir esperanza si me hiciera tan vulnerable como a ti”, le dice Anabela a Wenceslao, a lo que este responde: “Si uno no tiene esperanza, Anabela, uno se queda frío y solo durante toda la vida, y cuando llega la hora de entregarse a alguien o a una causa, uno no puede hacerlo”.

    Cuando lo leíamos, era imposible no pensar que Donoso nos hablaba a nosotros. Y cuando el propio Wenceslao dice que “el castigo inherente a toda derrota no es tanto la humillación, que al fin y al cabo es soportable, sino el permanecer afuera de todo lo que importa”, no había manera de no darnos por interpelados.

    Pues bien, todo eso que creíamos en aquel momento, descubrimos ahora, con desilusión, que no es verdad; o no al menos como lo cuenta Edwards. No es cierto que a Donoso lo iluminara el Golpe para escribir su Casa de campo. Tampoco lo es —o no exactamente— que lo que tuviera en su mente al escribirla fuera la situación de Chile.

    Si se sigue este segundo tomo de sus Diarios, se verá que para el 11 de septiembre ya la tenía entera en su mente. Había bosquejado incluso cómo comenzaría: “Salieron todos temprano en la mañana y dejaron la puerta cerrada con llave. No solo la puerta de calle, sino también la del fondo del jardín, el portón, las ventanas y la verja. Nos dijeron que volverían tarde y que nos portáramos bien”. Finalmente, la novela no partió así, pero en ese comienzo original está el núcleo de la novela: los mayores parten de paseo con sus sirvientes, pero pasan los días y no regresan, lo que hace que entre los 50 primos dejados a su suerte se desaten sus rebeldías, sus venganzas y sus perversiones.

    ¿Era el Chile de la UP, donde los niños jugaban a la revolución rodeados de nativos y acompañados únicamente de un adulto algo deschavetado? Al menos en la íntima racionalización de Donoso a esa fecha, no es evidente.

    Donoso tiene éxito: su Casa de campo efectivamente tiene vida propia. Por esto, a pesar de la desilusión de saber que no se dirigía a nosotros, ella se sigue leyendo tan bien. Su clima delirante, sus ironías, su desenfreno, su humor, su crueldad, y por encima de todo, su insobornable fatalismo acerca de la condición humana, prueban que ella respondía a fantasmas más intemporales que saben envejecer bien.

    En Diarios centrales. A Season in Hell, el autor anuncia que buscaría darle a la novela un “aire legendario, fantástico, exótico”; es decir, “lo anti García Márquez”. Lo consiguió. En cuanto a la “simbología política”, escribe que ella debía estar en el forefront de la novela, lo que también logra. Pero cosa curiosa, lo que estaba en su mente no era una dictadura de derecha, como la de Pinochet, sino más bien de izquierda. Agrega que lo que realmente le interesa es la división y el conflicto entre los niños abandonados, los cuales se dividían en dos partidos que entraban en colisión, el del “orden” y el del “desorden”. El partido del orden “son los comunistas ortodoxos, los comisarios”, y el partido del desorden, “los MIR, los revolucionarios heroicos, locos, trotskistas”; pero ambos tienen un enemigo común, los “mayores”, y la misma misión, “sobrevivir”. Pero ojo: la novela no sería neutral: ella debía ser “anticomisario, anticensura, antiarte proletario, antitotalitarismo”, aunque siempre evitando la politización para “concentrarme en la poética brutalidad de los padres y los hijos”.

    El título, Casa de campo, Donoso también ya lo había definido antes de la noche del 11 de septiembre. Lo mismo su conflicto, su estilo, sus personajes, su narración y su estructura. Lo de Edwards, en suma, es pura fantasía.

    ¿Significa todo esto que Chile está ausente de Casa de Campo? No, en absoluto. Hay múltiples referencias históricas, como la de Benjamín Subercaseaux y el paseo por Champs Elysées como niño vestido de mujer que hacía pis en plena calle en una cantora de oro, mientras las criadas lo tapaban con un biombo. Esta, como muchas otras sabrosas historias de la aristocracia chilena, son recreadas en la novela. Hay también referencias más contingentes, que revelan que la realidad chilena se le filtraba. Es el caso del ya mencionado conflicto entre los partidos del orden y el desorden o la descripción de la desaparición de personas y de las torturas. Esto lo advierte con preocupación, por lo que escribe en sus Diarios que “tampoco tengo que simplificar la novela y reducirla a una visión metafórica del golpe de Estado chileno. Tiene que tener vida propia, autonomía”.

    Donoso tiene éxito: su Casa de campo efectivamente tiene vida propia. Por esto, a pesar de la desilusión de saber que no se dirigía a nosotros, ella se sigue leyendo tan bien. Su clima delirante, sus ironías, su desenfreno, su humor, su crueldad, y por encima de todo, su insobornable fatalismo acerca de la condición humana, prueban que ella respondía a fantasmas más intemporales que saben envejecer bien.

    Lo peor es haber tenido certezas y saber que ahora, de reconstruirse algo, será reconstruir cualquier cosa menos certezas, por saberlas peligrosas”, se lee en la novela. Wenceslao, ahora lo sabemos, no se dirigía a los lectores chilenos de la época, como suponíamos, pero igual nos interpretó hondamente.

    El segundo volumen de sus Diarios no llega hasta La desesperanza, novela publicada en 1986, pero da ciertas pistas. A Donoso le rondaba obsesivamente —en su caso no podía ser de otro modo— su distancia con Chile. En mayo de 1973 escribía acerca de su “deseo de estar comprometido con algo no por elección —la frivolidad de Cortázar— sino porque uno no puede dejar de estarlo, porque las cosas están sucediendo allí, y entonces hay que vivir”. Ese algo era “un Chile caótico y destrozado —con un propósito o sin él, con esperanza o sin ella—, y con el fin de mi mundo de la burguesía: sale de aquí una necesidad que dudo que yo sea capaz de cumplir y por eso el dolor de comprometerse políticamente”. En las semanas siguientes se queja de los críticos que lo acusan de escribir “desde lejos”, de estar aparte, remoto, alejado de sus raíces, de no identificarse con los problemas y las luchas del hombre común. Y se pregunta si acaso no debiera tomar “el tema ‘Chile Hoy’: la novela política, de compromiso…”.

    Pues bien, La desesperanza parece haber respondido, varios años después, a esa necesidad de Donoso de situarse en Chile y de escribir una “novela política”. La muerte de Matilde Urrutia, la viuda de Neruda, le sirve al autor para armar una confusa historia que intenta incluir casi todos los tópicos de ese momento: la vergüenza de los torturados, la crueldad de los verdugos, el cinismo de sus protectores, la ingenuidad de los partidos y de sus militantes, el esnobismo de los artistas comprometidos, la espiral autodestructiva de los viejos izquierdistas, las ambigüedades del exilio.

    El eje articulador de todo eso es “la desesperanza”. De cara a la leyenda que se había hecho de la UP, una época “sin multas ni límites, puro aceleramiento, impulso, velocidad”, todo lo que quedaba como saldo era “la derrota total”, ante la cual solo caben dos alternativas: o dejarse consumir por el odio y la violencia testimonial, o renunciar al empecinamiento y “perder la esperanza, que era la único que era necesario perder para comenzar otra vez desde cero”.

    Fue esto, seguro, la descripción del Chile de entonces, el reconocimiento abierto y sin atenuantes de la muerte de las viejas esperanzas, y la autorización que nos otorgaba un autor famoso de pensar todo de nuevo, “desde cero”, lo que nos atrajo en la primera lectura.

    Tal como la leímos por primera vez a fines de los años 80, La desesperanza se refiere directamente al Chile de la dictadura, con una tesis que ya había sido de sobra elaborada. Parece que al escribirla Donoso se hubiese empeñado en marcar un contraste con Casa de campo. Lo consiguió, pero esto mismo hizo que La desesperanza no resistiera el paso del tiempo. Esta sí es desilusión.

     

    Fotografía de portada: Emilia Edwards.

     


    Casa de campo, José Donoso, Debolsillo, 2015, 574 páginas, $14.000.


    La desesperanza, José Donoso, Debolsillo, 2017, 432 páginas, $13.000.


    Diarios centrales: A Season in Hell 1966-1980, José Donoso, edición de Cecilia García-Huidobro McA., Ediciones UDP, 2023, 760 páginas, $30.000.

  187. Ensayo general del escritor

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    Pasadas las tres de la tarde del domingo 22 de mayo de 1960, Valdivia fue el epicentro del mayor terremoto ocurrido en la historia de Chile y del mundo. El sábado 21, Concepción ya había registrado otro terremoto que produjo daños hasta Angol. José Donoso, entonces reciente colaborador de revista Ercilla, recorrió la zona devastada durante seis días y el 1 de junio apareció su crónica “A la búsqueda de los pueblos desaparecidos”, un trabajo en el que despliega los mayores atributos que puede tener un periodista: atención a los detalles, un oído privilegiado para dejar hablar a sus entrevistados (no usaba grabadora) y una capacidad narrativa donde se conjugan, por igual, la visualidad y la contención. Como dijo Juan Villoro —otro que ha escrito de terremotos—, a la realidad siempre le sobran fósforos. No hay para qué exagerar, basta con mostrar. Y más aún cuando se está ante una catástrofe.

    Donoso eso lo sabía bien. Se había educado en la literatura anglosajona y estaba al tanto, como pocos, de hacia dónde avanzaba la ficción y también el periodismo. Nada más aterrizar atestigua que no quedan registros de belleza y que el dolor afecta principalmente al hombre común: “Es el dueño de una tienda de pueblo, el propietario de un restaurante, de una paquetería, de una mínima industria lechera, levantada con inmenso sacrificio; el empleado, que por fin logró construir una casa o adquirir sus muebles; el que ahorró para comprar una vaca, una radio, una cama, una olla”.

    El texto informa del maremoto en Traiguén, donde las casas fueron arrastradas cinco cuadras por el mar, y entrega un panorama sobre la tragedia en Temuco, Puerto Saavedra, Toltén, Osorno, Puerto Montt, Ancud, Tranguil, Liquiñe y, por supuesto, Valdivia, que al sobrevolarla en un monomotor es percibida como “un infierno húmedo”. Pero lo que más impacta al autor es la pobreza de las monjas Sacramentinas de Concepción, que a raíz del terremoto se vieron obligadas a salir del claustro. Donoso describe la pobreza en que viven, “sin otra luz que la del alma”, trabajando con pala y picota entre los escombros, hasta que lo ven y “algunas se escabulleron como animales asustados entre pilas de mampostería arruinada”.

    Ex post, es inevitable leer esta crónica como un texto propio de quien después escribiría El lugar sin límites y El obsceno pájaro de la noche: la vejez, la pobreza, el abandono, la ruina… En el hospital de niños ve a la única monja que quedó herida, una mujer de 90 años que por primera vez dejó el claustro, no obstante haber vivido otros terremotos. Está inconsciente, así que no puede entrevistarla. “Entre las sábanas blancas —concluye—, su rostro rugoso era como un terrón, como un pedazo de escombro, de los que llenan las calles de Concepción”.

    Como todos los escritores que hacen crítica, de algún modo Donoso entrega aquí las claves para ser leído. Y vaya que era un autor poroso, enmarañado, en cuya obra patrones y empleados eran las dos caras de una misma moneda. En momentos en que la crítica académica (y también la periodística) se ha vuelto más militante que nunca, militante de ideologías y luchas identitarias, militante de las causas nobles sobre todo, las reseñas literarias de José Donoso adquieren estatuto de clase magistral.

    Donoso también exploraría la realidad de los enfermos psiquiátricos, de los artistas de circo, los niños recluidos en la Penitenciaría o de los ancianos descendientes de ingleses que pasan sus últimos días en el Commonwealth House, un asilo ubicado en la calle Macul. La conexión con el imaginario que poblaría su obra es evidente. Mauricio Wacquez, que fue su amigo, estableció la relación con claridad entre esa realidad que es puro despojo, decadencia, y su universo novelesco: “Veo en la descripción de estos temas una suerte de investigación personal, es decir, una búsqueda del yo a través de los mil vericuetos del paisaje que debe constituirse en sustrato de la obra. Paisaje que se interioriza y encarna, que desemboca en lenguaje y en cosmos”.

    Donoso escribió más de 80 artículos entre 1960 y 1965, que fue cuando partió a Iowa a dar clases. Pero siempre volvería cada tanto al periodismo, a revistas como Siempre y Sol en México, a la propia Ercilla y después, en los 80, a la agencia EFE, que armó un pool con grandes escritores latinoamericanos y vendía esos textos a distintos periódicos de habla hispana. De ahí proviene buena parte de los textos que conforman Artículos de incierta necesidad, editado por Cecilia García-Huidobro, un conjunto amplio y variado donde el viaje (a visitar a Ezra Pound o ir tras los vestigios de Lampedusa y Joyce, o a seguir literalmente los pasos de Borges) se entrecruza con la vida cotidiana y el acontecer nacional, todo pasado por el tamiz de la literatura.

    En esta veta, lo que más llama la atención es lo matizadas que eran sus lecturas. Mejor, lo libre que era como lector. Con todo lo que admiraba a Henry James, puede decir que es un autor sin paisaje, sin ciudad, en contraposición al Saramago de El año de la muerte de Ricardo Reis. ¿Significa eso que el portugués es mejor que el autor de Los papeles de Aspern, porque su Lisboa es más vívida que la Venecia que “no pasó de ser el más maravilloso de los decorados”? En ningún caso; solo es señal de que Donoso a veces lee en función del entorno, en otras de los personajes, en otras de los diálogos, en otras del montaje… Y así, suma y sigue. Sobre Contra toda esperanza, de la viuda de Mandelstam, reconoce su lucidez y el poder de evocación de esa escena literaria en la que Ósip Mandelstam y ella misma convivían con Anna Ajmátova, Pasternak, Marina Tsvetáyeva, en años del terror más duro del estalinismo. Pero subraya que estas memorias no alcanzan el rango de literatura: “La razón es una: están demasiado dirigidas por la comprensible rabia y odio de la Mandelstam, el blanco contra el que dispara es solo uno, de modo que nada de lo sucedido, ninguno de los personajes dejan de estar reñidos por el propósito de ese odio. Pese a la amplitud del escenario real y espiritual, el foco es demasiado obsesivo, y pese a la inteligencia y la cultura de la escritora, es un libro limitado. Sin embargo, es bello y conmovedor como pocos”.

    Como todos los escritores que hacen crítica, de algún modo Donoso entrega aquí las claves para ser leído. Y vaya que era un autor poroso, enmarañado, en cuya obra patrones y empleados eran las dos caras de una misma moneda. En momentos en que la crítica académica (y también la periodística) se ha vuelto más militante que nunca, militante de ideologías y luchas identitarias, militante de las causas nobles sobre todo, las reseñas literarias de José Donoso adquieren estatuto de clase magistral. No escatima elogios, responde a una curiosidad inagotable (llegó a comprarse 10 biografías de Lenin) y supo nutrir su oficio con el trabajo de autores tanto extranjeros como nacionales. Notables, en este sentido, son sus textos sobre Enrique Lihn, Marta Brunet, Nicanor Parra y Elias Canetti, pero también cuando emprende la crítica negativa de libros de Lafourcade o Mercedes Valdivieso. Es posible que por ello haya tenido que pagar ciertos costos, aunque queda la sensación de que el periodista que fue nunca se movió más seguro y libre que en las aguas de la literatura.

     

    Fotografía: Imagen de Valdivia, tras el terremoto de 1960.

  188. Robert Muggah: “El crimen organizado está haciendo metástasis y América Latina está pagando el costo”

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    En mayo, el reconocido especialista en materia de seguridad y desarrollo, el doctor Robert Muggah, fue invitado por el secretario general de Naciones Unidas a exponer sobre geopolítica y crimen organizado ante los directores de las agencias de la ONU en Santiago. Para el experto canadiense, radicado en Río de Janeiro, la invitación fue una señal de que el alza abrupta de violencia en países como Ecuador, Chile, Brasil, México, y del Caribe está enviando un mensaje claro a la comunidad internacional: ya no se puede ignorar el problema de la seguridad pública.

    América Latina y el Caribe lleva décadas lidiando con bandas criminales, pero la situación se ha degradado. En los últimos 10 años, la hiperglobalización, la transformación digital y la actual volatilidad de la geopolítica, han causado un cambio en los patrones y la tasa regional de homicidios aumentó, en promedio, un 3,7% anual. En 2023, 30 de las 50 ciudades con mayor cantidad de homicidios en el mundo se encontraban en la región, y la inseguridad domina la agenda de un número creciente de países.

    Desde el Instituto Igarapé, un think tank en Río de Janeiro del que es cofundador y director de innovación, el Dr. Muggah y sus colegas juntan información a través de plataformas de monitoreo, fomentan la colaboración y proponen soluciones frente a este desafío global.

    ¿Cuál es su mirada sobre la evolución del crimen organizado en América Latina en los últimos años?
    América Latina y el Caribe es de muchas maneras la zona cero del crimen organizado. Este se expresa de la manera más simple en altas tasas de homicidios, de violencia criminal y de tráfico de drogas, pero en realidad es mucho más profundo. Es una especie de ecosistema, que abarca actividades que van desde las drogas y el tráfico de armas y de personas, hasta la extorsión, pasando por los productos falsificados y el tráfico ilegal de minerales y vida silvestre. Ahora, además, el cibercrimen es masivo. Hay crimen organizado en todo el mundo, pero parece concentrarse en nuestro continente.

    ¿A qué se debe esto?
    Eso se debe, en cierta medida, a que los tres principales países productores de cocaína (Colombia, Perú y Bolivia), cuya producción alcanzó un récord en los últimos años, están en nuestra región. Además, hay factores estructurales que le permiten al crimen organizado prosperar, como la desigualdad: nuestro índice Gini es de los más altos del mundo, pese a ser heterogéneo. Las tasas de desempleo juvenil son sostenidas y los niveles de educación bajos. Por otro lado, hemos tenido una urbanización desregulada muy rápida. Y a todo esto hay que sumar la gran cantidad de gente que trabaja en el sector informal, las altas tasas de impunidad y la presencia de sistemas muy dinámicos de economías clandestinas, lavado de dinero y corrupción. El problema es que el crimen organizado evoluciona rápidamente, pero estamos respondiendo de manera muy lenta.

    El migrante representa el chivo expiatorio más a la mano. Pero las estadísticas muestran que la proporción de migrantes involucrados en el crimen organizado es inferior a la cifra para el promedio de los ciudadanos. ¿Por qué? Porque son los que menos quieren exponerse a correr el riesgo de ser excluidos (del país en el que están). Sin embargo, la percepción de mucha gente es la opuesta y se les sobre atribuye la criminalidad

    El tema de la seguridad está marcado por las distintas posiciones políticas. ¿Eso dificulta la búsqueda de soluciones?
    Es un tema tabú en muchos círculos. No solo porque ha sido ideologizado, sino porque el crimen organizado también involucra a actores políticos y económicos “legítimos”. La ironía es que mientras más entiendes cómo funciona, más riesgoso se vuelve hacer algo al respecto. Y claro, ha sido politizado. La izquierda tiende a ofrecer acercamientos de prevención, focalizados en el bienestar social y que se centran en las causas estructurales, pero no ha logrado establecer una narrativa exitosa sobre cómo enfrentar el crimen. La derecha, en tanto, capturó de alguna forma la agenda y suele ofrecer soluciones simples, como aumentar las sanciones, rebajar la edad de responsabilidad penal e incorporar más delitos a la categoría de crimen organizado, llegando al extremo de las políticas de mano dura. Aunque el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, sea ahora el político más popular en la región, no sabemos qué efectos tendrán sus políticas y tampoco se puede medir la presencia del crimen organizado solo según los homicidios. Estos son frecuentemente resultado del uso instrumental de la violencia, pero también ocurren cuando hay un desequilibrio en el mercado. La violencia que se ve en el norte de Chile o en Ecuador, que existía antes en América Central y que se da ahora en el Caribe, se debe a las disputas de los grupos por el control del mercado y el territorio. Recién habrá una reducción de la violencia cuando un grupo dominante emerja y se llegue a un nuevo equilibrio.

    ¿Cree que estos niveles de violencia están poniendo a las democracias en peligro?
    Los grupos criminales están saliendo de la sombra, poniendo a su gente de candidatos y no solo infiltrando el sistema de justicia criminal y la policía, sino también el sector financiero, las agencias de contratación, etcétera. Eso impide el escrutinio, aumenta la impunidad y genera un impresionante deterioro de la democracia y de su percepción pública. La gente deja de votar o surgen grupos parapoliciales, porque dicen: “¿Qué más voy a hacer si no hay ninguna autoridad democrática cuidando mi barrio?”. O se unen a las bandas. Todo esto afecta la existencia de la democracia porque genera, en el mejor caso, apatía, y en el peor, rechazo. Alimenta un espíritu antidemocrático. Y si eres un ciudadano de clase media que paga impuestos, te vas porque no quieres vivir en un lugar en que matones manejan el gobierno. Y por supuesto, quienes sufren son los pobres que no pueden irse y son extorsionados a diario.

    En Chile, de manera general, sentimos que nuestras instituciones funcionan. ¿Cómo lo ve usted?
    Creo que Chile puede estar orgulloso de su transformación y transición democráticas, pero está demasiado confiado en la integridad y capacidad de algunas de sus instituciones, ya sean las policías y el control fronterizo, el sistema judicial o las entidades penitenciarias. El país se ha convertido en uno de los destinos favoritos para el movimiento de drogas y, como nada atrae más que el dinero, es probable que veamos una mayor presencia del crimen organizado en las instituciones más débiles, como las aduanas, las autoridades portuarias, las que están a cargo del manejo de cargamentos. Es lo que ha pasado en Ecuador, Surinam, Guyana, Trinidad y Tobago, Jamaica y Haití, pero también en Alemania y Holanda. Si los grupos criminales pueden hacerlo en Róterdam o Hamburgo, solo queda imaginar todo lo que pueden lograr en puertos que no cuentan con el nivel de recursos financieros, tecnología y apoyo regional de esos países.

    ¿Más allá de los homicidios, cuáles son los principales efectos del alza del crimen organizado?
    La mayor parte del crimen organizado no implica violencia letal. Se ve mucha intimidación, acoso, gente desalojada a la que le quitan sus tierras, sus propiedades o sus negocios. Todo eso genera altos niveles de estrés y trauma psicológico, que se transmiten de manera intergeneracional. La exposición a elevados niveles de crimen organizado puede llevar a menor control de impulso y mayor agresión. Tenemos mucha violencia entre los jóvenes, violencia escolar, femicidios; se expresa de múltiples maneras. En consecuencia, los desplazados aumentan. Pero, además, hay un éxodo en América Latina de migrantes que salen de su país porque tienen miedo.

    Miembros de los maras detenidos en una prisión de El Salvador, en 2014.

    Y pareciera expandirse en territorios abandonados por el Estado.
    Sí, sería un gran error ver el crimen organizado solo como una especie de aberración social. Hay comunidades en las que, en ausencia de un Estado de calidad en términos de provisión de servicios, de gobernanza transparente y responsable, el crimen organizado entrega servicios de manera notable. Después de los desastres naturales, por ejemplo, en México y Brasil vimos al Cartel de Sinaloa, al Comando Vermelho (CV) y al Primero Comando da Capital (PCC) entregar ayuda, con productos que llevaban su insignia, como diciendo: “Esto viene de nosotros”. Entonces, sus líderes son percibidos como héroes y celebrados en canciones como los narcocorridos o en la música funk que se escucha en Brasil. En el Caribe, las pandillas más pequeñas tienen bandas y hacen giras para reclutar a jóvenes.

    ¿Cómo afecta esto la manera de enfrentar el problema?
    Si vemos el crimen organizado estrictamente como una amenaza, como una fuerza que siempre busca aprovecharse de la población; si no entendemos la naturaleza del contrato social y los modos en que los locales interactúan con esos grupos, voluntariamente o en contra de su voluntad, corremos el riesgo de proponer políticas totalmente erradas.

    Según sus investigaciones, ¿qué respuestas funcionan para enfrentar el crimen organizado?
    Muchas veces las políticas de mano dura permiten obtener resultados impresionantes en el corto plazo. Pero no sabemos, porque no hay trabajo empírico al respecto, si funcionan a mediano o largo plazo. Estas políticas afectan nuestros derechos cívicos, dañan los gobiernos y la democracia misma. Eso, sin hablar del encarcelamiento masivo, el exceso de fuerza policial y todos los otros atributos de esas políticas. A nivel transnacional existen estrategias que pueden ayudar, como el buen manejo de las investigaciones, una cadena de custodia de las pruebas adecuada, una mejor cooperación internacional y operaciones policiales conjuntas, idealmente respaldadas por tratados de extradición y cambios en la legislación que faciliten el intercambio de evidencia y la armonización de las respuestas. A nivel doméstico, funcionan el uso de inteligencia para ubicar a las policías en los focos de criminalidad en vez de hacerlas circular por varios lados; la focused deterrence (disuasión focalizada), es decir, estrategias que consisten en que la policía comunique claramente lo que ocurrirá si no se respeta la ley, y lo cumpla de manera firme, pero en combinación con programas de intervención social.

    ¿Hay formas de intervenir que estén más centradas en el trabajo con la comunidad?
    En el caso de las pandillas y del crimen organizado de menor nivel, existen los violence interrupters (interruptores de violencia): se trabaja con miembros de la comunidad que tienen vínculos con alguna banda, para que operen como mediadores entre los grupos y reduzcan el efecto de contagio de la violencia. Sabemos que eso funciona. Ayuda también trabajar con los jóvenes que buscan unirse a una pandilla, reforzando su autoestima e incentivándolos a expandir su horizonte; hacer intervenciones para entregar educación y reducir la desigualdad en ciertos sectores, así como desarrollar programas dirigidos específicamente a las mujeres, en particular los de transferencias de dinero condicionadas. Cuando ellas manejan las finanzas, suelen mantener a sus hijos en el colegio, y eso está correlacionado con una reducción de los homicidios. Pero todo esto exige un mayor compromiso de los líderes, y por más tiempo, y es difícil de lograr cuando se cambia de gobierno cada cuatro años. Falta paciencia. El crimen organizado es un problema sistémico que requiere soluciones sistémicas, pero no logramos establecer una cooperación global, y la falta de confianza, de asignación de recursos, así como la polarización creciente impiden llegar a respuestas complejas y sofisticadas. El crimen organizado está haciendo metástasis y América Latina está pagando el costo.

    A pesar de que muchos migren por miedo, en la región existe un aumento de la xenofobia y se asocia migrante con delincuencia. ¿Cómo lo explica?
    Hay una tendencia creciente hacia los extremos en la política y en nuestra discusión sobre la seguridad, y el migrante representa el chivo expiatorio más a la mano. Pero las estadísticas muestran que la proporción de migrantes involucrados en el crimen organizado es inferior a la cifra para el promedio de los ciudadanos. ¿Por qué? Porque son los que menos quieren exponerse a correr el riesgo de ser excluidos (del país en el que están). Sin embargo, la percepción de mucha gente es la opuesta y se les sobre atribuye la criminalidad. Lo vemos en Chile, donde sectores amplios de la población les adjudican el alza del crimen al Tren de Aragua y a las bandas venezolanas. No digo que no haya migrantes involucrados en la delincuencia, pero la sobre atribución ha sido aprovechada inteligentemente por un pequeño grupo de políticos que la ven como una clara ventaja en sus campañas y su búsqueda de popularidad.

  189. Manuel Puig, Mario Vargas Llosa y el chisme como materia prima

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    La anécdota es conocida. La recoge el español Manuel Guedán en su ensayo Literatura Max Factor (2018). El cinéfilo Manuel Puig le envía al cinéfilo Guillermo Cabrera Infante una postal de Navidad en la que identifica una lista de actrices de Hollywood con otra de escritores latinoamericanos. Norma Shearer es Borges: “¡Tan refinada!”; Elizabeth Taylor, García Márquez: “Bella, pero con las patas cortas”; Ava Gardner, Carlos Fuentes: “El glamour la rodea, pero ¿puede actuar?”; Hedy Lamarr, Julio Cortázar: “Bella pero fría y remota”. Y así sucesivamente. Son 18 estrellas en total, pero las protagonistas de esta historia son tres. Esther Williams es Vargas Llosa: “Tan disciplinada (y aburrida)”; Deborah Kerr, José Donoso: “Nunca consiguió un Oscar pero espera, espera”. El propio Manuel Puig se ve a sí mismo como Julie Christie: “Una gran actriz pero al encontrar al hombre de sus sueños (Warren Beatty) no actúa más. Su suerte en el amor ¡es la envidia de todas las estrellas de la Metro!”.

    Ya hubiera querido Puig correr la suerte de la diva británica en 1965, declarado “El año de Julie Christie” (Life) por el Oscar y el Bafta a la Mejor Actriz, que obtuvo gracias a Darling; por el papel de Lara en Doctor Zhivago, y su menos recordada aparición en El soñador rebelde, basada en la vida del dramaturgo irlandés Sean O’Casey. Para el escritor argentino, en cambio, 1965 fue un año fatal. Estuvo a punto de ganar el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral con La traición de Rita Hayworth, pero en la recta final se lo llevó Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé. El jurado estuvo integrado por Carlos Barral, Salvador Clotas, Josep María Castellet, Luis Goytisolo y Mario Vargas Llosa.

    Los entretelones del fallo causaron una polémica cuyos ecos tardarían décadas en extinguirse, lo que ya es mucho decir considerando los estándares de aquel certamen en materia de controversias. Guedán afirma en su libro que la novela de Puig empató en la última ronda de votaciones con la de Marsé. Luis Goytisolo defendió La traición de Rita Hayworth, mientras que Vargas Llosa se opuso tajantemente, al considerar que la obra era poco literaria y que su autor escribía “como Corín Tellado”. Frente a la intransigencia del novelista peruano, Goytisolo acabó por retirarse del jurado.

    En 1990, a pocos días de la muerte de Manuel Puig, el escritor Juan Goytisolo —hermano de Luis— desclasificó en una columna de El País lo que, según él, había pasado: “Por el testimonio escrito u oral de tres miembros del jurado, supe que la novela de Manuel Puig había resultado victoriosa en las votaciones, pero la oposición encarnizada de Barral y su amenaza de liquidar el premio lograron imponer a la fuerza a su candidato —un autor, por otra parte, muy estimable—, a quien por lo visto había otorgado el galardón previamente”.

    El “autor muy estimable”, es decir, Juan Marsé, contestó con una carta al director en la que desmintió rabiosamente a Goytisolo, acusándolo de ajustar cuentas personales con Carlos Barral. Marsé defendió la memoria del editor, ya fallecido, y preguntó a quién se le podía ocurrir que hubiera sido capaz de “imponer” a su candidato ante un jurado de cinco miembros cuya independencia de criterio y honestidad le constaban.

    Fuese Barral o Vargas Llosa quien decidió la suerte final de La traición de Rita Hayworth, lo cierto es que Puig no perdonó a ninguno de los dos. En una carta se quejó de cierta revista que “le hace el caldo gordo [adula] al asqueroso Vargas Llosa”, y les deseó la “muerte a todos los barralistas”. La tesis de Guedán es que Puig fue rechazado por razones extraliterarias: “Excitó el odio tanto del fascismo como del ‘machismo leninismo’ [expresión usada por Juan Goytisolo en su carta] y fue denostado igualmente en la academia y en los cenáculos literarios. La homofobia y el esnobismo se anudaron para hacer frente al golpe democratizador y sancionarlo como corrupto”.

    Tanto Puig como Vargas Llosa, por el contrario, intentarían diluir la presencia del yo en las múltiples voces de sus personajes, echando mano de expedientes de siglos anteriores, como el uso del sentimentalismo, las cartas y el folletín.

    Puig quedó así relegado a la periferia del Boom, o al “grueso del Boom”, como lo llama José Donoso en contraposición con el gratin, el cogollito, la mafia que, a los ojos de la gente, integraban Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, según la clasificación con la que juega el novelista chileno en su Historia personal del Boom. Ensayo en el que, por cierto, destaca al argentino como “el más brillante del grupo” en referencia a su vecindario, bueno pero alejado del centro de la ciudad letrada, para usar la expresión de Ángel Rama, otro ilustre detractor de Puig, al que tampoco incluyó en su canon. Lo inesperado es que, al mismo tiempo, Donoso compara, de pasada, a Puig con Vargas Llosa, por ser ambos menores de 40 años, escribir “brillantes y apetitosas novelas”, estar volcados al cine y compartir “visiones parecidas y novedosas”.

    Donoso no desarrolla en aquel libro de 1972 esta idea, provocativa y a contrapelo de la opinión general de la crítica, pero hoy sabemos que estaba trabajando sobre ella en un ensayo que dejó inédito, “La abolición del intermediario: Manuel Puig y Mario Vargas Llosa”, incluido por Cecilia García-Huidobro en Historia personal del Boom y otros escritos, de José Donoso, libro publicado en 2021 por Ediciones UDP. Descubierto por la investigadora en la División de Manuscritos de la Biblioteca de la Universidad de Princeton, es un texto inconcluso, sin fecha, aunque García-Huidobro conjetura que los primeros bocetos se remontan a 1971, mientras escribía, precisamente, Historia personal del Boom.

    Dispuesto a desmontar el mito en su ensayo, Donoso parte desde la base. Últimas tardes con Teresa, después de todo, no es tan diferente a La traición de Rita Hayworth. Ambas novelas llevan el “cromo” a la literatura, comparten una sensibilidad camp típica de los años 60, tal como define su esencia Susan Sontag: el amor a lo no natural, al artificio y la exageración. Las dos son, finalmente, “novelas de gusto popular en contraposición a la novela de élite”. El voto de rechazo de Vargas Llosa a Puig lo atribuye Donoso a una “repugnancia temperamental” que lo ciega al parentesco “sutil” pero “indudable” entre la novela del argentino y su Conversación en La Catedral.

    Estoy convencido de que por lo menos en el plano de sus intenciones estéticas, de lo puramente formal, Puig y Vargas Llosa, los dos novelistas más dispares imaginables, van de la mano, tienen intereses fraternos, preocupaciones y gustos afines y paralelos”, escribe Donoso.

    Si novelistas mayores (en edad), como Carlos Fuentes, García Márquez, Sabato, Cortázar y Cabrera Infante se enfocaron en experimentar con el lenguaje, permeándolo con sus emociones e idiosincrasias, estos dos novelistas más jóvenes intentan abolir o deshacerse del intermediario entre el lector y el escritor. El intermediario, en el esquema de Donoso, es el idioma cargado de yo, propio de la novela latinoamericana totalizadora de los años 60, que celebraban críticos como Emir Rodríguez Monegal. Tanto Puig como Vargas Llosa, por el contrario, intentarían diluir la presencia del yo en las múltiples voces de sus personajes, echando mano de expedientes de siglos anteriores, como el uso del sentimentalismo, las cartas y el folletín. Neutralizaban de esta forma el subjetivismo del narrador en busca de nuevos caminos para la novela, adhiriendo a la idea de que el lenguaje no es un fin, sino un medio.

    Entrevistado en 1990 por The Paris Review, Vargas Llosa diría algo que se acerca bastante a las hipótesis de Donoso: “Para mí es muy importante que el elemento intelectual, cuya presencia es inevitable en una novela, se disuelva en la acción, en las historias que deben seducir al lector no por sus ideas, sino por su color, por las emociones que inspiran, por su carácter sorprendente y por todo el suspense y el misterio que llegan a generar. En mi opinión, la técnica novelística existe esencialmente para producir ese efecto, para disminuir y, si es posible, anular la distancia entre la historia y el lector”.

    Volviendo al ensayo de Donoso, el chileno celebra en el autor de Boquitas pintadas y La traición de Rita Hayworth un irreverente aire de frescura poco usual en la “agónica seriedad generalizadora de las novelas argentinas, empeñadas en la búsqueda de un yo existencial o patrio”. Puig contrapone a las vacas sagradas de la narrativa trasandina —desde Eduardo Mallea hasta Ernesto Sabato y Julio Cortázar, pasando por Leopoldo Marechal y Manuel Mujica Láinez— una pretendida ingenuidad, de la que Donoso sospecha y considera una estrategia. La gran novela argentina, aquella que trasciende las fronteras nacionales, encarna según Donoso la tradición de una burguesía rica, industrial, bien alimentada y culta. Sobre todo culta, hasta el punto de que “toma la forma de un diálogo con la cultura”, y está formulada en esos términos, llena de alusiones librescas, eruditas, incluso esnobs.

    José Donoso nunca finalizó su ensayo sobre Puig y Vargas Llosa. Solo queda especular si, de haberlo terminado, hubiera mantenido todos los juicios que expresó en el manuscrito o su valoración de la obra de Vargas Llosa habría decaído junto con su opinión sobre el autor. En sus Diarios le reprocha su incomunicación, la arrogancia, la falta de necesidad de relación humana, la frialdad y la ‘certeza subyacente a mi admiración de que su obra es la más frágil de todas nuestras obras’.

    José Donoso cita al respecto la anécdota, tal vez apócrifa pero plausible, de un parroquiano de café que le preguntó a Borges si sabía sánscrito. “Bueno, che, solo el sánscrito que sabe todo el mundo”, respondió el autor de El Aleph. Las novelas de Manuel Puig, dice Donoso, son una rebelión a ese sánscrito que sabe todo el mundo: “Que Manuel Puig encarne su pasión rebelde contra todo esto en las monerías cursis de Boquitas pintadas y La traición de Rita Hayworth es su manera de rebelarse por medio de la parodia contra el buen gusto intelectual argentino”.

    Sin embargo, aunque Donoso admite que hay momentos en las novelas de Puig en que el resultado es prodigioso, el esfuerzo del autor por ocultar su presencia termina fracasando. Le resulta imposible sostener el propósito de presentar el acontecer desnudo, no comentado, pese al acopio de cartas, diálogos puros, monólogos interiores, diarios de vida, composiciones escolares, partes médicos y policiales, y otras técnicas de vanguardia. Es un experimentalismo que no termina de cuajar porque, al colocarse fuera de sus novelas, el lector no puede dejar de comparar al Manuel Puig persona con sus personajes. Así, por ejemplo, su fervor por el cine de las estrellas en La traición de Rita Hayworth no es un gusto directo, sino oblicuo. “Los personajes de Puig creen en sus mitos, pero Puig no”, dice José Donoso.

    En un juicio arriesgado, el ensayista dice que esta “insinceridad” estética de las novelas de Puig es la cualidad que más separa su producción novelesca de Conversación en La Catedral, cuyo autor sale en busca de sus demonios con “sinceridad estética”, dispuesto a devorarlos o ser devorado por ellos, lo que transforma su novela en “una aventura existencial y un compromiso, en lugar de ser un juego, o un ejercicio de la inteligencia”. De ahí, deduce, la ausencia total de ironía o de sentido del humor en Conversación en La Catedral y en las novelas del autor peruano. Hasta esa fecha, hay que aclarar, pues el propio Donoso admite que las cosas cambian en 1973, cuando Vargas Llosa publica Pantaleón y las visitadoras. Luego de confesar que siente “envidia” y “odio” por la importancia que se le está dando a esa novela y la poca atención que recibe Tres novelitas burguesas —publicada casi al mismo tiempo—, Donoso anota: “Con la publicación de Pantaleón y las visitadoras se hace imperioso terminar mi ensayo sobre Vargas-Puig, que con esto será facilísimo, mientras que con Conversación era dificilísimo. En el fondo me conviene” (Calaceite, 1 de junio de 1973).

    El último mes del año lo sorprende sin terminar su ensayo, aunque ya ha tomado la decisión de comparar a Puig no con Conversación, sino con Pantaleón. Es comprensible. El nuevo libro de Vargas Llosa tiene mucho más en común con La traición de Rita Hayworth. Hay en él parodia, toneladas de kitsch (“prácticamente cada línea de Pantaleón es puro kitsch”, dirá el crítico José Miguel Oviedo), un manejo desopilante de la jerga burocrática y una novela construida casi enteramente sobre la base de memorandos militares. Pero lo que convence a Donoso de usar esta novela es otro rasgo: “Pantaleón se inserta en la moda de la ‘nostalgia’ (como también, de modo y por razones diferentes, lo hace Puig), por medio de su intento de recuperación expresiva de lenguajes muertos o inertes: mira, así, hacia el pasado: es una resurrección” (Calaceite, 25 de febrero de 1974).

    Respecto del cine, el ensayo de Donoso contiene una serie de afirmaciones cuestionables, alguna de ellas posiblemente injusta: Puig adoptaría la ética del cine y Vargas Llosa, su estética. Conversación no adhiere a la mitología del star system ni a las fantasías compensatorias que a partir de ella generan sus admiradores, sino al uso de ciertas técnicas propias del lenguaje cinematográfico. “Lo divertido, lo verdaderamente irónico, es que la obra de Puig es crítica, fría y sin poesía; mientras que las estructuras de Vargas Llosa rebosan lirismo en su unidad formal”, opina Donoso. Ambos persiguen la inmediatez literaria, escribir la novela concreta. Pero mientras Vargas Llosa lo consigue reduciendo la presencia del autor al mínimo, usando la narración en forma apenas perceptible, Puig fracasa al buscar la inmediatez por medio de “posiciones extremas de experimentaciones literarias”, perdiendo la concreción literaria en una “selva de posturas”.

    Como hemos dicho, José Donoso nunca finalizó su ensayo sobre Puig y Vargas Llosa. Solo queda especular si, de haberlo terminado, hubiera mantenido todos los juicios que expresó en el manuscrito o su valoración de la obra de Vargas Llosa habría decaído junto con su opinión sobre el autor. En sus Diarios le reprocha su incomunicación, la arrogancia, la falta de necesidad de relación humana, la frialdad y la “certeza subyacente a mi admiración de que su obra es la más frágil de todas nuestras obras”. ¿Pura envidia?, se pregunta. “Puede ser: razones de sobra hay. Pero hay algo terriblemente falso en él, terriblemente circunstancial”. ¿Por qué sigue viéndolo, entonces? “Uno, para mantener la ‘mafia’, que me es útil, dos, mi ‘aime’, ya que no mi amor hacia su obra, tres, la amistad familiar, nuestras mujeres e hijos. Pero lo acepto. Su falta de humor, de ironía, de imaginación, me molesta: pero lo admiro, and I learn from him. Un día de estos escribiré un análisis de su personalidad que no publicaré, y uno de su obra, que sí publicaré”.

    El propio lugar de José Donoso en el Boom no estuvo en las cuatro sillas fijas que ocuparon García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa y Cortázar, sino en una quinta, móvil, que alternaba con Ernesto Sabato, al decir de Ángel Rama.

    No hizo ninguna de las dos cosas. El resto de la historia es conocido: mientras Vargas Llosa siguió su carrera ascendente cosechando los premios internacionales más prestigiosos, hasta alcanzar el Nobel de Literatura, Donoso se quedó esperando un “Oscar” hasta el final de sus días. En 1970 corrió la misma suerte que Puig cinco años antes en el Premio Biblioteca Breve: justo el año en que postuló con El obsceno pájaro de la noche, el jurado —donde nuevamente estaba Mario Vargas Llosa— decidió suspender el certamen por la crisis interna que enfrentaba Seix Barral.

    El propio lugar de José Donoso en el Boom no estuvo en las cuatro sillas fijas que ocuparon García Márquez, Fuentes, Vargas Llosa y Cortázar, sino en una quinta, móvil, que alternaba con Ernesto Sabato, al decir de Ángel Rama. Puig ni siquiera eso. Cuando finalmente logró publicar La traición de Rita Hayworth en 1968, recién tres años después del affaire Biblioteca Breve, lo tuvo que hacer en Argentina, no en España. Puig le envió un ejemplar a Donoso para que incluyese dos capítulos en el libro The TriQuarterly Anthology of Contemporary Latin American Literature, que editaría la Universidad Northwestern. Los editores eran José Donoso y William Henkin. No seleccionaron el texto del escritor argentino, pero Donoso leyó la novela y se interesó en ella tempranamente, citándola con frecuencia en sus Diarios (“La traición es increíble”, escribe en 1971), como luego haría con la segunda, Boquitas pintadas, a la que Juan Carlos Onetti le negó el premio de la revista Primera Plana, argumentando que sabía cómo hablaban los personajes de Puig, pero no sabía cómo escribía el autor.

    El ensayo “La abolición del intermediario: Manuel Puig y Mario Vargas Llosa”, inédito hasta 2021, constituye —al margen de su carácter inconcluso y algunas comparaciones discutibles— un trabajo crítico adelantado, que tomó en serio a Puig cuando todavía pocos escritores se atrevían a hacerlo. Cabrera Infante atribuye a Borges la expresión “un libro de Max Factor” (la conocida marca de cosméticos) para referirse a Boquitas pintadas. Si bien Manuel Guedán reconoce que es posiblemente apócrifa, “la etiqueta es igualmente certera para resumir el desagrado que sentía el establishment literario de la época frente a una literatura que se centraba en personajes femeninos, daba voz a las clases bajas y, aún más, abrazaba sus mismos referentes culturales”.

    No hay que olvidar que Donoso comienza a leer a Puig mientras escribe El obsceno pájaro de la noche, para muchos su obra maestra y una de las cumbres de la novelística hispanoamericana. Debió resultarle digna de interés la forma en que el autor de La traición de Rita Hayworth trabaja los monólogos interiores de Toto, el niño protagonista, y los diálogos de los personajes femeninos que lo rodean. En ambas novelas hay una alternancia de voces que evitan la hegemonía de la voz autoral. La polifonía resultante es rica, compleja y, como pedía Donoso en su ensayo, contribuye a la inmediatez, saltando al intermediario entre el lector y el autor. El imaginario popular, sobre todo el de las mujeres del asilo, queda plasmado vivamente en la novela donosiana, donde no faltan marcas de la oralidad y referencias explícitas a la cultura de masas. Si bien es cierto que ya Donoso había demostrado su ojo, y su oído, para indagar en el mundo de lo popular desde su primera novela, Coronación, con sus logrados personajes secundarios, es muy probable que la lectura de Puig y sus refinadas técnicas le diesen nuevas herramientas.

    En su prólogo a Literatura Max Factor, el escritor español Luisgé Martín hace notar el valor del chisme en la pionera novelística de Puig. Cita a Guedán, quien llega a decir que Fuguet —uno de sus cuatro herederos directos, junto con Pedro Lemebel, Alejandro López y Dani Umpi— “comparte con el narrador argentino la idea de que el chisme es la materia prima de la literatura”. Lo distintivo de todos estos autores es que, según Luisgé Martín, convierten ese chisme en herramienta política, desmontando las divisiones entre alta y baja cultura y las jerarquías sociales del corazón. “Todos son o han sido outsiders —dice el español—, todos han tenido vidas complicadas y en alguna medida marginales, todos han tratado, a través de su literatura, de quebrar los prejuicios de las sociedades en las que han vivido. Todos son o han sido gays o de género rebelde. Y una particularidad geográfica: todos nacieron en el Cono Sur americano”.

    La afinidad notoria que sintió Donoso por la literatura de Puig es comprensible desde todos los sentidos indicados por Luisgé Martín.

    Leer los Diarios de Donoso a la luz del chisme, como lo hacen cada vez más personas, sería un ejercicio válido incluso literariamente. Sobre todo, literariamente. Junto con un enorme bagaje de lecturas, propio de la alta cultura en la que se formó, Donoso cultivó en su producción autobiográfica un arte de la confidencia tan interesante como el de su obra de ficción y sus estimulantes incursiones en la crítica literaria. “No son los críticos que me interesan, son los escritores escribiendo crítica, escribiendo, sobre todo sobre sus obras y las de sus amigos y sobre sus amigos sin sus obras”, como anotó a bordo de un tren entre Madrid y Zaragoza, el 6 de agosto de 1971. Cruzar la lectura de los Diarios de José Donoso con la de sus ensayos permite apreciar la génesis y metamorfosis de sus ideas literarias: lúcidas, audaces y contradictorias al mismo tiempo.

     


    Historia personal del Boom y otros escritos, José Donoso, Ediciones UDP, 2021, 320 páginas, $16.000.

  190. En el borde externo de los géneros y límites

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    Nostalgia del desastre, de la escritora y psicoanalista Constanza Michelson, es de aquellos textos que generan desafíos al lector en varios niveles. Con una trayectoria breve e intensa, con un número limitado de libros, ninguno de los cuales ha pasado ni puede pasar desapercibido, la ensayista deja en evidencia que maneja una red de referencias culturales enriquecedora (la de su propia reflexión y la del lector que se decide aventurar en su escritura), que tiene una flexibilidad intelectual y libertad mental que le permiten proponer ideas y miradas que, afortunadamente, resultan difíciles de clasificar ideológicamente. Michelson, entonces, piensa como un tábano socrático que incomoda a unos y a otros, pero que, en definitiva, obliga a cualquier inteligencia honesta a cuestionar dogmas y sesgos.

    Lo anterior no es menor, en un país donde las inteligencias en el ámbito de las humanidades se han alineado con la izquierda, mientras que en la derecha, principalmente, con la aproximación economicista y tecnocrática. Claramente, ninguna realidad puede pensarse de manera adoquinada, rígida y bajo un maniqueo “blanco o negro”, pero incluso así ocurre y es quizás la causa de esta falta de imaginación y libertad que tiene a Chile en una zozobra simplificadora del conocimiento, en una confusión sobre el alcance de sus propios significados. Esto ha venido limitando el diálogo, convirtiéndolo en un monólogo tribal, empobrecedor a nivel intelectual y, consecuentemente, con graves efectos en los espacios sociales que se nutren del pensamiento. Es parte de un fenómeno de alcance global, sí; pero en países de estructura más precaria, el efecto de este deterioro es una tragedia. El marasmo cultural.

    Nostalgia del desastre es un libro que —como declara el subtítulo— aborda “variaciones sobre el odio, el aburrimiento y la ternura”, con una evidente formación de psicoanalista, bajo la forma de una escritura precisa y maleable que es tanto ensayo como narración (Freud, Jung y seguidores siempre fueron apasionados de la literatura), análisis y metáfora, alegoría representadora y pensamiento puro.

    ¿El propósito?

    Difícil pregunta.

    Constanza Michelson escribe como Penélope en la Odisea, tejiendo una trama de alcances infinitos: densa y sutil, dura y no exenta de optimismo, inclinada a la izquierda, pero no esclavizada a directriz alguna. Es cierto, ve con más nitidez la estética militarizada del fascismo y llega a decir que fascismo viene de fascinación (no de fascio en latín “hacer” o “empaquetar”, y que alude a un signo), piensa más en Hitler y sus criminales cómplices, pero se olvida de esa otra que corresponde a la Rusia Soviética, a Stalin, Castro, unos y otros enamorados del poder y de estéticas similares cuyos enemigos comunes eran el liberalismo, la socialdemocracia, los judíos o cualquier debilidad que despreciaran: esos otros que pensaban fuera del dogma respectivo. La asusta Trump (¿cómo no?), pero omite a Maduro y Putin o al coreano del norte. Y quizás falte esa rigurosidad de una Hannah Arendt al hablar de estos temas, pero ella todavía pensaba bajo los rigores de la modernidad (menos seducida que su maestro-amante Heidegger por las libertades filosóficas de la poesía). No es el caso: Nostalgia del desastre es, a su manera, un post ensayo que se abre a la libertad con el Talón de Aquiles del rechazo al modernismo del pensamiento cartesiano.

    Frente a un libro inteligente, el lector no necesita adherir a cada palabra y tampoco es lo que espera su autor o autora, a menos que predique eslóganes para mentes precarias. Pero no. Michelson analiza desde su esquina propia y abre un diálogo con el lector, dice lo que propone con un tono amable, nunca definitivo y casi siempre esclarecedor.

    En 1985 el padre quiso matar a su mamá. Ella tenía siete años. Vio la escena desde la cama con un ojo descubierto y el otro tapado con la sábana”, escribe Michelson, proponiendo al modo de la ficción de Diamela Eltit una mirada sobre Chile, sobre el patriarcado, sobre el crimen esencial, un intento de homicidio que hiere la médula de la identidad de todos, transgredidas las fronteras de géneros, orientaciones, autopercepciones, en un mundo globalizado, tecnológico, en el que la pasión parece muerta y el aburrimiento se instala como emoción motora (al igual que en otros tiempos, la historia no acaba y es viciosamente cíclica), desencadenando odios ciegos y violencias estúpidas.

    Al mismo tiempo, como parte de ese tejido, instala sus ensayos y nos obliga a pensar en una serie de cosas, signos, hechos, emociones que están diseñando la existencia de hoy: el referido aburrimiento, las revoluciones (“y otras puntuaciones soberbias”), diablos, ángeles y hombres solos, cosas que olvidan morir, los amores voraces, el proceso que va desde la satanización de algo al desengaño que deja la falsa promesa, saber oír o dejar de hacerlo (entre otros temas). ¡Y cómo lo logra! Su mirada sobre el estallido de octubre de 2019 y su saturación de signos, actos y discursos es ineludible: “Creo que algo quedó, la resaca de que fuimos autocomplacientes, cada uno con su imagen. Quizá el recordatorio de que hacerle trucos a la democracia, cuya imagen podría ser ese pedestal vacío [el de Baquedano], es una autodestrucción”.

    Michelson escribe de muchas cosas en este libro y el riesgo de una empresa así de ambiciosa es que, en medio de una y otra cosa, se pierda el hilo, se enrede la madeja y quede una sensación confusa. Sin embargo, la autora logra amarrar sus reflexiones (sin asfixiarlas en la necesidad de una estructura geométrica) en torno a la visualización de odio, aburrimiento y ternura en nuestro contexto individual y social. También, a través de una clara definición de la identidad intelectual de quien escribe, más allá de las ideologías, con las preguntas y los temas que pone sobre la mesa para abrir el diálogo.

    Frente a un libro inteligente, el lector no necesita adherir a cada palabra y tampoco es lo que espera su autor o autora, a menos que predique eslóganes para mentes precarias. Pero no. Michelson analiza desde su esquina propia y abre un diálogo con el lector, dice lo que propone con un tono amable, nunca definitivo y casi siempre esclarecedor. Es Chile en el mundo de hoy, somos nosotros avanzando en este tiempo “post moderno, post estallido, post pandemia”, en el que nos hemos quedado con la violencia y sin lo prometido, con las mentiras y el desencanto, con la aceptación y esa esperanza resiliente —quizás ahora más abierta y no monopolizada por predicadores vociferantes—, intentando repensarnos con una nueva lucidez, que nos instale más sanamente en nuestra identidad, que permita avanzar sin caer al precipicio, salvando la capacidad de reconocer lo que —y parafraseo al Italo Calvino de Las ciudades invisibles— en medio del infierno no es infierno, algo que debemos buscar para que una vez encontrado intentemos quedarnos un tiempo ahí y hacer que dure.

    Este libro juega con el lenguaje. Recurriendo a ensayo y ficción, nos habla de una emoción que apunta al pasado respecto de un hecho que está presente atrás, ahora y, salvo una rápida reacción, de una manera peligrosa hacia adelante: nostalgia / desastre. Salir de este statu quo es, creo, la invitación de Constanza Michelson. Y para saber su claro alcance recomiendo leer en conjunto y casi como un tercer relato, los estimulantes epígrafes con los que va guiando el camino de la lectura, como este, el primero, en la página 11, de Clarice Lispector: “Tendré que crear sobre la vida. Y sin mentir. Crear sí, mentir no”.

     


    Nostalgia del desastre. Variaciones sobre el odio, el aburrimiento y la ternura, Constanza Michelson, Seix Barral, 2024, 220 páginas, $18.500.

  191. José Donoso: o cómo preparar el terreno para una novela perfecta

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    El boom latinoamericano de los 60 y 70 se asocia con algunas de las figuras más imponentes de la literatura contemporánea en español, entre ellas, Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez. Pero de todos los gigantes que han sido traducidos, la comunidad de lectores estadounidenses en su mayoría ha olvidado al mejor escritor que salió del Boom: el novelista chileno José Donoso.

    El boom latinoamericano, por supuesto, fue construido un tanto artificialmente —un término de marketing de los editores de Estados Unidos para nombrar y encasillar las artes en lengua española, para las que los 60 y 70 fueron años especialmente fecundos. ¿De qué otro modo podrían escritores tan estilística y geográficamente diversos, como García Márquez, Silvina Ocampo y Guillermo Cabrera Infante, caber bajo el mismo paraguas, sino por los esfuerzos de editores y publicistas de editoriales estadounidenses altamente prestigiosas? Pero a poco andar, el Boom se volvió un esfuerzo a dos bandas: la razón por la que ahora conocemos y apreciamos tanta literatura latinoamericana no es solo gracias a editoras como Toni Morrison, Alice Quinn y Victoria Wilson —o traductores tan incansables como Suzanne Jill Levine, Hardie St. Martin, Leonard Mades y Edith Grossman—, sino también gracias al paladín de su generación que fue José Donoso. De hecho, Donoso no es solo el escritor más grande del Boom: ¡él escribió su biografía!

    Historia personal del Boom es la crónica de Donoso sobre esta revolución multigeneracional, multicultural del lenguaje por parte de uno de sus primeros partidarios y mentores. A través de esta delgada, cálida memoria, Donoso cumple dos grandes tareas: convencernos de que el Boom nunca existió para los escritores, pero que solo los escritores pudieron haberlo producido. Donoso delinea esta paradoja en las últimas páginas del libro:

    [L]a cuestión de la constitución del Boom, quién pertenece y quién no pertenece (…), eso es ingenuo, falso, como es falso el estaticismo en las relaciones humanas y políticas, como es falsa la unanimidad sempiterna de los dictámenes (…). [El Boom] visto desde fuera, y las razones para incluir o excluir, y las personas incluidas o excluidas, son más que nada espejismos que ven los ojos de los no incluidos que quisieran pertenecer.

    Para Donoso, tratar de pertenecer a una comunidad que no te acoge es malentender por completo el punto. Como profesor en Iowa y Princeton, durante varios años en cada una, sabía qué autores centro y sudamericanos habían logrado “instalarse” en nuestras bibliotecas, pero ¿qué pasaba con los muchos que no? A lo largo de su crónica y en entrevistas con otros, Donoso nombraba a autores que merecían ser incluidos en el Boom, como Clarice Lispector, e incluso creó a un novelista ecuatoriano ficticio, Marcelo Chiriboga, que apareció a lo largo de varias obras suyas y de Carlos Fuentes. Ya sea simplemente una parodia de la mitología que rodeaba a los autores del Boom en el extranjero, o posiblemente, un agudo gancho contra la exclusión de la escritora ecuatoriana Luz Argentina Chiriboga de las editoriales internacionales, Donoso hizo notoria la ausencia de Ecuador para los lectores extranjeros. Sus esfuerzos no pasaron desapercibidos. Acerca de la influencia de Donoso, la gran escritora mexicana Fernanda Melchor dijo esto:

    Hay otro escritor cuyo estilo está marcado por la oralidad: José Donoso, quien es mi favorito del boom latinoamericano (por encima de Gabriel García Márquez). En El lugar sin límites, El obsceno pájaro de la noche y Este domingo podemos detectar cómo sus personajes hablan dos lenguas: los aristócratas se comunican en un español muy correcto, mientras que los bandidos se ciñen a las fórmulas populares.

    En otra entrevista más, Melchor nuevamente identificó el impacto de Donoso en su obra:

    Mis nociones de belleza están muy empapadas de lo visual y musical… A veces ciertas características de verdad que hay en lo sórdido o lo grotesco se contraponen a la idea clásica de lo bello. Siguiendo los pasos de José Donoso, encuentro que en lo grotesco y laberíntico hay mucho de verdad en la condición humana.

    El estilo de El obsceno pájaro de la noche es totalmente único, una historia construida desde las habladurías de la alta y baja sociedad, que gira y se borronea en torno a una serie de pesadillas entrelazadas en que las personas pierden su memoria, su sexo o, incluso, literalmente sus órganos. Mientras la lees, te despiertas de un sueño solo para entrar en otro, las oraciones se mueven entre géneros, edades e historia con tal precisión que se sienten ambiguas. El efecto es surreal: las palabras se retuercen en la página, se cuelan en tu propia conciencia.

    Y la brillante novelista y periodista argentina Mariana Enriquez también ha hablado de cómo Donoso moldeó su escritura:

    Podría elegir varias novelas donde aparecen las clases dominantes latinoamericanas encaramadas en todo su poder feroz de dueñas de cuerpos, territorios e impunidad, pero quizá esta novela [El obsceno pájaro de la noche] y también Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sabato, donde asoma la monstruosidad y la decadencia, sean las que más me influyeron.

    Esta afirmación contradictoria y profundo entendimiento de la inclusión provenían de su experiencia personal. Donoso se desarrolló como artista durante un tiempo en que, como él escribe en su memoria, “el novelista de los países de Hispanoamérica escribía para su parroquia, sobre los problemas de su parroquia y con el idioma de su parroquia, dirigiéndose al número y a la calidad de lectores (…) que su parroquia podía procurarle, sin mucha esperanza de más”. La cultura literaria en la que creció Donoso enfatizaba una literatura pensada para la academia, moralmente rígida. Las novelas carecían de ambigüedad, tomaban partido enteramente por debajo o por encima de la moralidad de su tiempo, aprensivamente sumisas a las actitudes y preferencias de las generaciones anteriores. Citando a Ángel Rama, Donoso lo dice llanamente: “Las grandes figuras prolongan su magisterio durante larguísimos períodos, dando desde lejos la sensación de que en sus países han cortado a ras la hierba para que nada nuevo crezca…”. Es difícil imaginar a cualquier joven artista aprendiz desarrollándose de modo alguno en nuestra época comercialmente esencializada, pero la generación de Donoso se enfrentó a sus propios predecesores venenosos, quienes rechazaron todo menos la limpieza y seguridad de la trillada narrativa de salón. Pero Donoso sintió que en un mundo que experimentaba rápidos cambios —políticos, sociales, ambientales y demás— esta narrativa tenía el mismo impacto que un museo decrépito.

    Y en opinión de Donoso, ¿qué podría ser más esencial para la escritura que vivir dentro del mundo siempre cambiante a tu alrededor? En lugar de aspirar a una tradición perfecta, Donoso entendió que su obra creció de “un mestizaje, como un desconocimiento de la tradición hispanoamericana (…), [el que bebió] casi totalmente de otras fuentes literarias, ya que nuestra sensibilidad huérfana se dejó contagiar sin titubeos”. Tal como cada país latinoamericano se estaba cuestionando su propia identidad, también los autores del Boom escribieron para reflejar un mundo más allá de su parroquia. De aquellos gigantes, Donoso exploró la clase y el género; Carlos Fuentes, la historia y la cultura, y Mario Vargas Llosa, el sexo, la política y la corrupción de los ideales. (Este era el Vargas Llosa de una vida pasada, a quien Donoso apoyó desde la misma semana en que se publicó su primera novela; Vargas Llosa describió a Donoso como “el más literario de todos los escritores que he conocido, no solo porque había leído mucho y sabía todo lo que es posible saber sobre vidas, muertes y chismografías de la feria literaria, sino porque había modelado su vida como se modelan las ficciones”).

    En un paisaje así de estéril y servil, uno podría preguntarse cómo escritores tan inventivos y visionarios lograron hacer comunidad en los 60 y 70. De hecho, muchos de estos escritores han nombrado a Donoso como una fuerza organizadora, unificadora, central para el Boom. Fue Donoso quien planeó conferencias de escritores en lengua española, leyendo de manera tan amplia y haciendo las diligencias suficientes como para reunir los fondos para congregar a los escritores. Y cuando el mundo se oscureció y Donoso buscó la libertad literaria en el extranjero, él y Fuentes financiaron el escape de sus pares autores latinoamericanos a otros lugares. Y mientras los abundantes y complicados diarios de Donoso nos dejan ver cuánto detestaba su orfandad literaria, lo que le proveyó a otros fue un apoyo sin compromiso para que florecieran.

    En medio de esto, Donoso escribió su obra maestra —en mi opinión, una novela perfecta. El obsceno pájaro de la noche, publicada en abril por New Directions en una nueva traducción de Megan McDowell, es el logro cúlmine del género de horror gótico. El estilo de El obsceno pájaro de la noche es totalmente único, una historia construida desde las habladurías de la alta y baja sociedad, que gira y se borronea en torno a una serie de pesadillas entrelazadas en que las personas pierden su memoria, su sexo o, incluso, literalmente sus órganos. Mientras la lees, te despiertas de un sueño solo para entrar en otro, las oraciones se mueven entre géneros, edades e historia con tal precisión que se sienten ambiguas. El efecto es surreal: las palabras se retuercen en la página, se cuelan en tu propia conciencia. Si alguna vez has despertado de una cirugía invasiva, cuando el entumecimiento de la anestesia se desvanece mientras tu cuerpo expuesto se estremece lentamente en su lugar, has sentido el estilo de Donoso.

    A veces me pregunto: ¿Cómo hizo Donoso para escribir una novela perfecta y cómo podría alguien lograr hoy la misma hazaña? Bueno, supón que leas y escribas en una época de aburrida continuidad, inundada de bombo por culturas literarias que no son ni las tuyas ni mínimamente buenas. ¿Qué haría Donoso? Primero que todo: ¡ignorar el bombo! Nunca vas a crecer como autor si solo lees y discutes al conjunto de escritores generados por el mercado al que nunca vas a pertenecer. En cambio, enfócate en quien eres y acepta el hecho de que pasar tu vida escribiendo es lo menos cool que hay. Pero recuerda que ser cool no tiene nada que ver con la escritura, y que como todo gran arte, la escritura se puede volver el altar de una comunidad tan incómoda y extraña como tú. En lugar de emular la “perfección” de generaciones anteriores —emular una cultura cuyo lenguaje no podría imaginar el nuestro—, escribamos en un lenguaje que nos sea propio, y solo deseemos que un lenguaje así le parezca peludo e inhumano a cualquiera que no pueda entenderlo. Con esfuerzo y paciencia y genuino amor por los suyos, Donoso no solo escribió una novela perfecta: creó un espacio para que muchas otras novelas perfectas existan.

     

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    Ensayo publicado en The Millions, en noviembre de 2023, y actualizado por el autor para esta publicación. Se traduce con su autorización y la de Publishers Weekly. Traducción de Sebastián Duarte Rojas.

  192. Joven madre en el Cesfam

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    A las 8:30 de un lunes del mes de marzo, cuando en la Quinta costa cae tupida la garúa y la tercera edad espera con mascarilla y resignación su dosis de la vacuna contra la influenza, o influencia como le dice un pequeño vecino; de un día blanco, tan blanco, con la bruma pegada a la piel de los cerros y de los huesos, la joven madre de pelo largo espera sentada su turno para ser atendida en el Cesfam, esta vez no ha venido por leche en polvo, sino a buscar atención para ella. Marzo es un mes exigente para toda madre.

    Inquieta hace tiritar las rodillas, en su pecho se asoma el tatuaje de una mariposa con alas estrelladas, de pronto llega su amigo de infancia o del barrio, quizás se encontraron de casualidad. Se sienta al lado. Mirando hacia el frente ella comienza a llorar de manera contenida pero rotunda, como si algo la hubiese estado quemando adentro; no sé qué hacer, estoy desesperada, tengo algo aquí —y se toca un lugar entre el pecho y la garganta, cerca de las alas de la mariposa—, algo atorado que no me deja respirar, me duele, me duele tanto, y sigue llorando por goteo, para no llamar la atención ni estallar en un grito de pasillo; se limpia el rabillo del ojo con la manga del polerón y luego se acomoda el piercing de la nariz, sigue mirando hacia adelante, él también, con cara de preocupado, de no saber qué hacer ni qué decir, qué te puedo decir, le dice, tratando de consolarla ahí sentado medio nervioso frente a la emoción abierta como una llave de paso. Le habla, le da ánimos, ella le cuenta que su pareja llega a las cuatro de la mañana, que no la deja hacer esto ni lo otro, que dice que la quiere y al otro día se va, que se toma hasta el agua del florero, que la niña…

    El amigo la escucha mientras ella llora hablando; alguien una vez dijo que la angustia hay que hablarla, comunicarla para que su ácido se diluya. Le dice que aprenda a decir que no, que nadie le puede hacer daño, nadie, repite; ella llora y estira el papelito de su turno número 52 entre los dedos como si estirara las sábanas blancas de una cama en la que nunca podrá descansar. Ojalá ese papelito blanco fuera un pañuelo.

    En el Cesfam de cerro Esperanza la joven madre respira. Ahora su cara a la luz de la pantalla del teléfono se ve más armónica, como si las partes volvieran a encontrar su correspondencia, la voz de él es calma y silenciosa, segura, en su vida las cosas deben andar en orden o por lo menos sin novedad, ese bien tan preciado. La gente parece pasar de la novedad, eso reporta cambios, mete ruido en los días que cuesta tanto mantener en paz. Basta con que la normalidad se desarrolle de manera normal, porque tal como dijo una vez Michelle Bachelet, ‘cada día puede ser peor’.

    Y tú dónde vives, le pregunta ella como pasando a otro tema, quizás ya medio chata de seguir hablando de sí. En Villa Hermosa, le dice, le cuenta un poco su vida, lo que está haciendo, trabajo, familia. Su voz ahora es más expresiva. La joven madre escucha, un poco ida un poco no, mirando hacia el frente, tose y se limpia los ojos, revisa su celular, manda un mensaje, lo más probable coordinando algo doméstico, con su abuela a la que siempre le ha dicho mami. Retoman la conversación, ella parece más liviana, como si lo que le atoraba antes hubiese dado una tregua, un recreo, hasta que el paso del tiempo vuelva a sedimentar la espesa angustia que se instala en ese punto del cuerpo.

    En el Cesfam de cerro Esperanza la joven madre respira. Ahora su cara a la luz de la pantalla del teléfono se ve más armónica, como si las partes volvieran a encontrar su correspondencia, la voz de él es calma y silenciosa, segura, en su vida las cosas deben andar en orden o por lo menos sin novedad, ese bien tan preciado. La gente parece pasar de la novedad, eso reporta cambios, mete ruido en los días que cuesta tanto mantener en paz. Basta con que la normalidad se desarrolle de manera normal, porque tal como dijo una vez Michelle Bachelet, “cada día puede ser peor”.

    Ser la voz serena en la desesperación de alguien no es poco, es harto, suficiente. Para Pasolini, el amor y la amistad eran dos pasiones que estaban unidas. Miran memes, se ríen, pasan reels, escuchan un pedazo de la última canción de Jere Klein, como si por un momento volvieran a la infancia que los unió en su inocencia.

    Hubo un problema con la señorita que atiende, dice otra señorita de delantal burdeos que se asoma a la puerta, por eso la demora. Quizás también tuvo una mala mañana, anda a saber. La joven madre lanza una maldición sin mucho entusiasmo, como si lo hiciera sobre todo para dejar constancia, aunque sea al aire. Por último, le dice, siempre mirando al frente, podemos ir a tomarnos un tecito, hasta que la niña salga del jardín.

  193. “Oh, Valerie… no, no”

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    ¿Dónde vives? En ninguna parte. ¿De dónde eres? Del río. ¿A qué te dedicas? Soy escritora. ¿Por qué le disparaste a Andy Warhol?”.

    El interrogatorio ocurre en una comisaría de Manhattan, el 3 de junio de 1968. Unas horas antes de entregarse a la policía, Valerie Solanas tomó el ascensor hasta el sexto piso de un edificio, ubicado en el número 33 de Union Square West, y apareció en la puerta de The Factory con una pistola Beretta calibre 32 escondida en una bolsa de papel.

    Te maquillaste —le dijo Warhol con cierta suspicacia apenas la vio entrar. Valerie jamás se arreglaba. Su look era clásico tomboy; cara lavada, pelo corto, chaquetas oversize y una boina.

    La interpelada respondió al comentario con una mueca de desprecio y lo apuntó con su pistola.

    Oh, Valerie, no, no… —fue lo último que dijo Warhol antes de recibir una bala en el abdomen.

    Tenía demasiado control sobre mí”, “no creía que las mujeres pudieran ser artistas”, “quería robarme mis ideas”: son algunas de las razones que explicó Solanas durante el juicio. “La mujer que le disparó a Andy Warhol”, como se le conoció desde entonces, era una perfecta desconocida. No tenía amigos ni familia, tampoco un domicilio fijo, se ganaba la vida prostituyéndose ocasionalmente en la calle y vendiendo un fanzine de su autoría. Tras el proceso, fue derivada al Psiquiátrico de la cárcel durante tres años.

    La bala loca de Solanas le costó a Warhol varias cirugías, y a ella, algo parecido a 15 minutos de fama. “Estaba celosa de mi éxito”, fue lo único que dijo públicamente la mayor figura del Arte Pop, dejando a su agresora diluida en la mitología warholiana.

    Pero Valerie Solanas fue más que la bala que disparó. A sus 30 años, sufría de una esquizofrenia no tratada y, al igual que otros artistas secundarios que pululaban entre el Hotel Chelsea y la Factory en la Nueva York de los 60, intentaba hacerse visible como escritora. Mala para la fiesta, para los happenings, para saber who is who, nunca quiso formar parte de ningún círculo social. Era, a diferencia de otros hípsters de la escena neoyorquina, una genuina desadaptada. Tenía una máquina de escribir que arrastraba consigo de hotel en hotel, hasta que la echaban por escándalos o cuentas impagas. En 1965 ya había escrito una obra de teatro, pero es su manifiesto radical-feminista SCUM (Society for Cutting Up Men / Sociedad Exterminadora del Macho) el que perdura, fuera de toda ley y orden, como una obra de culto.

    Para el mundo del arte, sin embargo, Solanas siempre será la víbora (así la llamó Lou Reed) que intentó hacerse famosa a través de su performance. Y para el movimiento feminista biempensante, el tipo de figuras disruptivas, de vidas antihigiénicas que ensucian la causa de las mujeres.

    Separar al autor de la obra, en el caso de Solanas, se vuelve necesario si queremos expurgarla de la figura de Warhol. ¿Cómo una chica de clase media de New Jersey se convierte en la primera feminista abiertamente radical y hater de Nueva York? Es poco lo que se sabe. Valerie Solanas aprendió a golpes a odiar a los hombres; su padre la violaba (quedó embarazada de él a los 14 años y tuvo que “donar” en adopción a su hija), su abuelo le pegaba, su primer y único novio se arrancó de ella apenas supo que estaba embarazada. A los 17 años sabía de primera fuente lo que era el incesto, la violación, el embarazo no deseado, la violencia intrafamiliar y el abandono. A pesar de esto, nunca adoptó la postura de víctima. “Su voz es la de una criatura de nuestra época, perdida y herida. Una voz salvaje y glacial, cruel, una voz situada más allá de la razón y de la decencia burguesa”, se lee en el prólogo de SCUM, escrito por Vivian Gornick.

    Separar al autor de la obra, en el caso de Solanas, se vuelve necesario si queremos expurgarla de la figura de Warhol. ¿Cómo una chica de clase media de New Jersey se convierte en la primera feminista abiertamente radical y hater de Nueva York? Es poco lo que se sabe. Valerie Solanas aprendió a golpes a odiar a los hombres; su padre la violaba (quedó embarazada de él a los 14 años y tuvo que ‘donar’ en adopción a su hija), su abuelo le pegaba, su primer y único novio se arrancó de ella apenas supo que estaba embarazada.

    En su paso por la Universidad de Maryland, donde a mediados de los años 50 estudió Psicología, fue reconocida como una brillante polemista. La primera pelea la tuvo en 1957, con Max Shulman, un famoso estudiante conservador que llamaba a abolir el matriarcado. Ambos tuvieron un intercambio de cartas conocido como “la guerra de los bolígrafos”, donde Solanas cuestionaba el sexismo de Shulman y se cuestionaba si acaso ser mujer era una identidad cultural o una condición biológica. La academia estaba lejos de tener un Departamento de Estudios de Género y rápidamente Valerie se dio cuenta de que no había un lugar para ella.

    Según sus propias palabras, su Manifiesto SCUM era “un estado mental”, que imaginaba la distopía feminista de un mundo sin hombres. Satírica, provocadora, adelantada a su época, Solanas no se contentaba con dispararles a los machos. Odiaba a los hippies y la falsedad de su discurso sobre la liberación sexual (“Hay que haber follado mucho para odiar toda esa mierda del sexo”, escribe aludiendo a su propia experiencia), a ciertas mujeres a las que llama “hijas de papi” y que viven bajo el embrujo de Edipo, y a una sociedad conformista que describe como “aburrida, no apta para las mujeres amantes de las emociones”.

    Tras ser rechazada por las editoriales, Solanas hizo sus propias impresiones del manifiesto, que vendía en la calle, cobrándoles un dólar a las mujeres y dos y medio a los hombres. La paradoja de esta discriminación a la inversa fue solo una de las disrupciones que incomodaban a las feministas. A pesar de ser lesbiana, era sabido que se prostituía ofreciendo juegos sadomasoquistas. Jamás aceptó las invitaciones a reuniones de mujeres afines al radicalismo feminista, como las que organizaba Shulamith Firestone, quien también terminaría marginada. Cuando algunas de ellas solicitaron ir a verla al Psiquiátrico, se negó. Su vida outsider y su obra extremadamente disruptiva terminaron por ser una mancha de la causa. Pero Valerie era ambiciosa y sabía exigirles atención a ciertos hombres, a los que consideraba “auxiliares” de su propia batalla solitaria. Una noche, en un pasillo del Hotel Chelsea, conoció al editor de Olympia Press, Maurice Girodias. Girodias, quien había alcanzado la fama editando obras censuradas, como Lolita y El almuerzo desnudo, y a escritores como Anais Nin, D. H. Lawrence, Jean Genet o Georges Bataille. Su fama de “editor pornógrafo” en Francia lo había llevado a emigrar a Nueva York, buscando una second chance. A Girodias le interesó Solanas, y luego de invitarla a beber, le pidió que escribiera una novela a cambio de un adelanto de 500 dólares. Valerie no logró cumplir con su cometido y Girodias retuvo los derechos de autor de su manifiesto, prometiéndole publicarlo.

    Mientras esperaba esa publicación, Valerie intentó por otro lado.

    Una chica me llamó y me ofreció leerla”, cuenta Warhol en sus diarios. A Warhol le gustó más la obra de teatro, Up your ass, que el manifiesto. No así, Valerie. La encontró “rara”. Al verla por primera vez pensó que era un policía encubierto. “Claro, y esta es mi placa”, le respondió ella bajándose los pantalones. Solanas empezó a merodear la Factory, pero no encajaba entre las mujeres glamorosas que rondaban a Warhol. Con él, tampoco conectaba en lo superficial, pero sí en sus pasados. Ambos eran queer, católicos, de origen popular, con infancias desgarradas, solitarias. Compartían, además de cierto autismo, la misma visión distorsionada del sexo. Cenaron a solas un par de veces, en el boliche habitual de Warhol, el Max. Valerie quería que le produjera su obra. Warhol prometió hacerlo. Luego de esperar más de la cuenta, ella le pidió el guion de regreso. Era su única copia. Warhol le dijo que lo había perdido. No se sabe realmente si lo perdió o quiso sacársela de encima, pero en medio de un brote paranoico, Valerie creyó que Andy quería robarle su idea. No era el único ladrón. También estaba Girodias, quien retenía SCUM. Antes de ir a la Factory, Solanas se dirigió a las oficinas de Olympia Press. Su primera víctima no estaba. Una vez que salió en la portada de los diarios por intentar matar a Warhol, Girodias no dudó en publicar SCUM. El guion apareció en un baúl de Warhol, poco después de su muerte, en 1987. Para ese entonces, Valerie Solanas era una homeless que vagaba por el West Village, desconociendo el éxito que empezaba a tener su manifiesto entre las nuevas generaciones de feministas.

    Nadie supo nada de ella hasta 1988, cuando apareció muerta en una pieza del Hotel Bristol, en San Francisco. Tenía 52 años. Hay una placa en la entrada del hotel donde desfilan diversos nombres de residentes célebres. El de ella no está.

  194. Regreso al país de las sombras

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    José Donoso volvió a Chile en 1980, después de residir por más de 15 años en España. En ese momento ya había publicado las que, según muchas opiniones, eran sus novelas fundamentales: El lugar sin límites, que escribió mucho antes, en 1966, cuando estuvo viviendo entre Estados Unidos y México; El obsceno pájaro de la noche (1970) y Casa de campo (1978), ambas del período español. Después de eso, Donoso se concedió un cierto recreo, si se quiere, con relatos menos tortuosos: La misteriosa desaparición de la marquesita de Loria (1980), que es una notable novelita del género porno-sentimental, por llamarlo de alguna manera; El jardín de al lado, un relato en el cual vació parte de sus expectativas y desilusiones respecto del éxito editorial, y las nouvelles que componen Cuatro para Delfina.

    El novelista volvería a sus densidades después, y ese retorno se llamó La desesperanza. El libro fue acogido como una novela política, en estricto rigor la primera y quizás la única de su vasta producción literaria. Ahora sabemos, por el segundo tomo de sus Diarios, que para él Casa de campo era poco menos que “la” novela del golpe militar, pero vaya que sobredimensionó los alcances de su alegoría. De hecho, nadie o muy pocos la descifraron en esos términos. Lo concreto es que de todos los escritores del Boom, es un hecho que Donoso fue el menos político. No es que careciera por completo, como ciudadano, de conciencia a este respecto. Pero no cabe duda de que la política le interesaba poco. Lo que ocurría es que, en su caso, la literatura capturó no solo por completo su imaginario creativo, sino que, además de ser su escuela de sensibilidad, fue también el horno donde se disciplinó intelectualmente y quizás si el único lugar donde se preparó para la vida. “La literatura —le dijo una vez en una entrevista a Ana María Larraín— es lo que me ha dado mayor placer en la vida. Me ha servido para ver el mundo, para hacer trascender a la gente. Yo aprendí a relacionarme con la literatura y en la literatura con las personas; por ella supe lo que era una mujer, no tanto por el pololeo. El amor lo aprendí en Romeo y Julieta. Y la sicología femenina, en Madame Bovary. La vida, en síntesis, la veo por la literatura”.

    Siendo así, no es tan extraño que 38 años después de su publicación, el perfil político que en otro tiempo se le asignó a La desesperanza se haya atenuado un poco para jerarquizar otras dimensiones de la novela, que por supuesto siempre estuvieron ahí, pero que no se enfatizaron como debían y que llevan la inconfundible marca de su autor: un escritor complejo, intrincado, de prosa muy encarnada en sus dolores y traumas, y con frecuencia bastante oscura. No hay muchos escritores como Donoso. La literatura era lo único que le gustaba, pero difícilmente se podría decir que respondía al modelo del novelista que lo pasara bien escribiendo. Al revés, son muchas las evidencias que señalan que, en el ejercicio de su oficio, Donoso lo pasaba más bien mal.

    La desesperanza es un relato que tiene lugar el día en que su protagonista está volviendo a Chile. Se trata de un cantante de protesta que ha hecho toda su carrera en el exilio, que ha tenido en algún momento una fama mundial semejante a la de un rockero, y que llega a Santiago justo cuando ha muerto Matilde Urrutia, la tercera esposa de Neruda, musa inspiradora sobre todo de Los versos del capitán, y con quien el personaje tiene una enorme deuda de gratitud, porque tanto el poeta como ella lo apoyaron en los inicios de su exitosa carrera. Quizás esta sea la primera genialidad de la novela: situar la historia el día justo del fallecimiento de Matilde Urrutia, con toda la carga simbólica que tuvo en los años de la dictadura, puesto que a partir de ese momento comenzaría el lento declive del Chile del poeta y del peso no solo político que él había tenido en nuestra escena cultural. No está de más recordar que el momento en que fallece Matilde Urrutia —diciembre del 85—, el régimen está recién saliendo de una de sus fases más críticas (protestas generalizadas en las poblaciones, derrumbe de la economía, estado de sitio, alto desempleo, creciente rearticulación política de la oposición) y que posiblemente nunca después volvería a extremos tan críticos como los que marcó por esa época.

    Cuando el protagonista (Mañungo Vera) acude a La Chascona, la casa junto al cerro San Cristóbal donde están velando a Matilde Urrutia, La desesperanza pasa a desplegar el elenco de sus principales personajes. Por un lado está Judit Torre Fox, la chica guapa de familia tradicional y que abrazó la causa de la resistencia; Lisboa, un sujeto que opera como comisario del PC para los efectos de las exequias; dos o tres mujeres del entorno de doña Matilde y, también, Lopito, el patético poeta y estudiante de derecho de otra época, el hombre que nunca encontró su destino, que consumió su vida en bares y decepciones opositoras, que no tiene a esas alturas contención alguna y que ha paseado por décadas su fracaso, su alcoholismo y sus frustraciones en la melancólica bohemia santiaguina. Frente a ellos están doña Fausta y don Celedonio, ambos del ámbito de las letras, representantes ya mayores del viejo establishment cultural, amigos de Pablo y Matilde y garantes de su legado y de la Fundación Neruda, que está a punto de nacer. Roles menores cumplen otras figuras, como el hijo chico de Mañungo, Jean Paul, que no habla una palabra de español; Freddy Fox, un gordiflón enriquecido y desagradable, pariente de Judit, que pertenece al círculo de civiles cultos y pillos cercano a la dictadura, y, no en último lugar, don César, un cuchepo de sombrero calañés que se las sabe todas, que oficia de jefe de una red de cartoneros nocturnos que más parece una trenza omnipotente de resistencia, de control e información en esa ciudad sometida, lóbrega y desconectada, que es como el autor presenta a Santiago.

    Como Donoso no es del tipo de escritores que escribiera sobre un tema que se pueda despachar en dos líneas, y como tampoco sus libros se proponían mandar mensajes a quien fuere (a la patota, a la tribu, al país o a la posteridad), al menos en algún sentido se podría decir que La desesperanza es la historia del regreso a Chile de un cantante que ha perdido la fe ya no en la revolución, sino incluso en la política y que, en función de su experiencia al reencontrarse con Chile, bien o mal, la recupera. Sí, la recupera, porque queda claro que Mañungo se alineará con la oposición. Dicho así, el asunto parece redondo y edificante. Pero la verdad es que el libro va por varios otros lados.

    Donoso le tenía horror a la prosa fácil y de best-seller, que a fuerza de obviedades y verdades consabidas progresa rápido, directo, al hueso y todos felices. Aquí no hay nada de eso. Aquí está al mando un escritor trabajoso, de frases largas y recovequeadas, tironeado por distintos demonios o dioses, en pugna constante con las posibilidades del idioma y que a Dios gracias no ha sido tocado por el rayo de la elocuencia y tampoco por la inspiración súbita. Donoso fue un obrero de sus libros.

    Va por sus fugas oníricas. Va por su densidad fantasmal. Va por esa red cartonera completamente irreal, pero al mismo tiempo completamente fascinante y reveladora de la capacidad con que Donoso conectaba lo monstruoso con lo secreto y lo deforme con los infiernos y la abyección. El libro va también por los detalles. Muchos detalles. Para Donoso la novela se jugaba en esa pista, en el problema auditivo que tiene el protagonista, en Carlitos, el penoso león despelucado del zoológico del San Cristóbal, en los perros pulguientos que acompañan a los cartoneros, en la perra en celo que los tiene desesperados, en el ruido de las marejadas del sur que Mañungo escucha cuando no debe, en la mitología de los barcos funerarios y malditos de Chiloé, en la descripción de la dentadura de Lopito, calamitosa, hedionda y destruida tanto por el vino como por la derrota personal.

    A la inversa, donde la novela falla o no termina por convencer es donde se vuelve consabida. El personaje de Judit, por ejemplo, además de no tener mucha carne, parece hecho de oídas. En algún momento Ju estuvo detenida. No fue violada como sus otras compañeras provenientes de las poblaciones, pero sintió en sus muslos que una mano mofletuda y asquerosa la toqueteó. Y por eso anda buscando venganza. Sus pulsiones repiten la vieja historia de la niña bien, varias veces formateada por novelas chilenas de distinto espesor, niña bien y elegante que se interna en los pasillos del extremismo donde, bueno, sin quererlo, entre otras cosas porque nadie más que ella se avergüenza de su clase, hará siempre la diferencia frente a caras más morenas, modales más toscos, tejidos más ordinarios y prontuarios bastante menos aventajados que el suyo. Este arquetipo junta por de pronto muchas leseras. El problema es que son leseras engastadas en una retórica de la militancia que fue siempre poco interesante y que en rigor envejeció mal.

    No obstante que en su comentario de la novela el crítico argentino Luis Chitarroni habla de una “cuidada mansedumbre formal”, porque efectivamente el libro no tiene la radicalidad de otros trabajos suyos, en La desesperanza está más presente que nunca el escritor que renuncia por definición a cualquier facilismo. Nada de frases cortas. Donoso le tenía horror a la prosa fácil y de best-seller, que a fuerza de obviedades y verdades consabidas progresa rápido, directo, al hueso y todos felices. Aquí no hay nada de eso. Aquí está al mando un escritor trabajoso, de frases largas y recovequeadas, tironeado por distintos demonios o dioses, en pugna constante con las posibilidades del idioma y que a Dios gracias no ha sido tocado por el rayo de la elocuencia y tampoco por la inspiración súbita. Donoso fue un obrero de sus libros. Se los ganó palmo a palmo, con trabajo obsesivo, con revisiones maniáticas, con reescrituras transpiradas, con estándares que no eran tales si antes no le generaban una úlcera o una depresión. Es cierto que hay mucha neurosis, masoquismo y obsesiones maniáticas en todo esto. Vaya, sin embargo, que es respetable como rechazo al modelo del escritor happy. ¿Quedarán a estas alturas escritores así, se pregunta uno?

    Dice el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael en una página especialmente gloriosa: “En él todo es trabajo, y trabajo pesado: ir y venir por la piedra de Sísifo. No tuvo el encanto fácil y un tanto frívolo que arruinó a Cortázar, canchero e irresponsable como pocos por una facundia que sería muy fácil despachar, al estilo del conde Keyserling, como propia del rioplatense, peor aun cuando va y viene de París. No fue, obviamente, un genio de la prosa como García Márquez, que durante décadas todo lo que tocaba se transformaba en oro (literario y del otro), ni un geómetra de la novela como Vargas Llosa, quien da la impresión de trasladar al papel lo que su mente ya elaboró, generalmente de manera impecable. Tampoco padeció de la grafomanía de Fuentes, incansable en su necedad de dejar, cada año, un libro peor que el anterior, un gran corresponsal a quien le faltó ese amigo verdadero que le dijera ‘este manuscrito no, querido Carlos’”.

    Un aspecto no menor del libro es la evidencia que aporta en orden a que Donoso conocía mejor Chile y tenía más cables a tierra con la realidad de lo que la cátedra le concedía. Roberto Bolaño, que tenía de la literatura un concepto bélico, a partir del cual lo importante no era tanto enarbolar las banderas en que creías como identificar al enemigo contra el cual te quisieras definir, fue manifiestamente injusto al subestimar a Donoso como el autor de dos o tres libros importantes y después pare de contar. Lo vio como la vaca sagrada de una literatura inerte, anclada en el pasado y que seguía girando en banda mientras en Chile estaban ocurriendo cosas. Cosas como la emergencia de una nueva generación de escritores, ciertamente más salvajes. O como el prematuro desgaste creativo y editorial de los escritores agrupados bajo el paraguas de la Nueva Narrativa. La verdad es que más que disparar contra el autor de El obsceno pájaro de la noche, Bolaño disparaba sobre todo contra los alumnos de su taller, pero igual las esquirlas terminaron por herirlo, no obstante estar muerto.

    Siempre supimos que había sido un novelista que entendió al país y, porque lo entendía, llegó a aborrecerlo en distintos momentos. Sobre todo, a ese país inculto, pueblerino y silvestre, asfixiado por circuitos familiares tóxicos y cerrados, basado en las apariencias y sensible al qué dirán, decrépito y decadente. Aunque también al país que conoció al regresar a Chile en los 80, puesto que en La desesperanza hay anticipos casi proféticos de lo que fue la transición. Necesariamente tendría que venir un período de acomodos que iba a dejar descontentos a ambos lados del espectro político. Ese proceso iba a ser complicado y nadie diría que el escritor lo miraba con muchas expectativas. El título de la novela lo dice todo: Donoso vio al Chile de esos años secuestrado en las trampas de una lógica política demencial, porque la represión retroalimentaba el extremismo y el extremismo generaba todavía más represión. Sabemos que Chile fue capaz de romper ese círculo vicioso, pero para quien miraba el país básicamente desde la pura literatura, el optimismo fatalmente era un insumo vedado.

     

    Fotografía: José Donoso de vuelta en Santiago, en 1982.

     


    La desesperanza, José Donoso, Debolsillo, 2017, 432 páginas, $13.000.

  195. El Chile que muere con Allende

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    Hacia fines de la década de 1920, casi la totalidad de las corrientes políticas chilenas coincidieron en una estrategia de desarrollo que, según la clásica definición de Aníbal Pinto, se estructuraba en torno a tres pilares: 1) la industrialización apoyada por el Estado y orientada a la economía doméstica; 2) un sistema político en lenta pero sostenida expansión; y 3) la incorporación —no menos paulatina— de nuevos grupos sociales a los caminos del progreso, léase clases medias, trabajadores, campesinos y población marginal urbana, por cierto en ese orden.

    Este fue el horizonte o la fantasía que guio durante el periodo 1930-1973 a la clase dirigente chilena, tanto política como intelectual, empresarial como sindical, militar como religiosa, santiaguina como provinciana. El campo más progresista agregaba otros objetivos, como la modernización de la agricultura a través de la reforma agraria y la mayor participación del Estado en la renta minera mediante la nacionalización del cobre; pero, miradas a la distancia, las diferencias no apuntaban a distintos modelos de sociedad.

    Ese proyecto, asimismo, marcó el ideario y la trayectoria completa de Salvador Allende, quien a lo largo del mismo periodo fue una figura omnipresente: como dirigente del centro de alumnos de Medicina y luego vicepresidente de la FECH en 1930; como luchador social en el campo de la salud y más tarde presidente del Colegio Médico; como uno de los fundadores del Partido Socialista de Chile; como diputado del Frente Popular y ministro de Salubridad y Previsión Social de Aguirre Cerda; como senador desde 1945 a 1970, destacándose como impulsor de agendas sociales y eximio forjador de alianzas y coaliciones; y como candidato a la presidencia en cuatro oportunidades, hasta triunfar en 1970.

    Cabría decir entonces que fue, en toda regla, un hombre de su tiempo. No obstante, el desenlace de la historia obliga a decir algo más: Allende y su época no solo caminaron juntos, sino que dejaron de existir al unísono, en el preciso instante en que el primero se quitó la vida. Este doble final, a su vez, determinó en buena medida el curso refundacional de la dictadura y la consecuente revolución capitalista que inauguró un nuevo ciclo histórico en el país. Para decirlo de otro modo, no es posible comprender lo ocurrido en Chile desde 1973 en adelante sin vincular la historia desde la cual se asoma Allende con aquella que se construye sobre las ruinas que deja su muerte. De eso tratan este capítulo y los que completan la presente sección del libro.

    ***

    La estrategia de desarrollo recién descrita, hay que decirlo, fue bastante más exitosa de lo que reconocieran la izquierda antes del Golpe y la derecha después. Le permitió a Chile exhibir una serie de logros en el contexto latinoamericano, con su incipiente industrialización, un sistema democrático notablemente estable y la ausencia de crisis sociales de envergadura, por lo menos hasta la década de los sesenta.

    Inspirada en los Estados Unidos del New Deal y en la Europa de la segunda posguerra, la clase dirigente chilena utilizó al Estado para industrializar el país y puso estrictas barreras al comercio exterior para proteger ese esfuerzo productivo, mientras buscaba crear un mercado doméstico. Fue lo que se llamó la «industrialización por sustitución de importaciones».

    El Estado chileno, como señala Arturo Valenzuela, desempeñaba en los años sesenta ‘un rol más importante en la economía nacional que en cualquier otro país de América Latina, con la excepción de Cuba’, toda vez que ‘trazaba el curso del crecimiento económico e intervenía en la fijación de precios’. Un Estado robusto como ese requería un sector público también extenso.

    A partir de los años cincuenta, estas políticas fueron ganando consistencia doctrinaria en América Latina con la creación de la CEPAL y su instalación en Santiago bajo el liderazgo del argentino Raúl Prebisch, y en la década siguiente con el apogeo de la Teoría de la Dependencia, desarrollada entre otros por Celso Furtado, Fernando Henrique Cardoso y el chileno Enzo Faletto. La izquierda chilena no comunista, y el mismo Salvador Allende, fueron influidos por estas corrientes, en especial a través de su cercanía con Aníbal Pinto. Lo mismo la Democracia Cristiana y Eduardo Frei a través de Jorge Ahumada, otro de los grandes forjadores de la llamada «escuela estructuralista», cuyo libro clásico tuvo por título En vez de la miseria.

    De esta forma el Estado chileno, como señala Arturo Valenzuela, desempeñaba en los años sesenta «un rol más importante en la economía nacional que en cualquier otro país de América Latina, con la excepción de Cuba», toda vez que «trazaba el curso del crecimiento económico e intervenía en la fijación de precios». Un Estado robusto como ese requería un sector público también extenso. A la usanza europea, se creó un poderoso núcleo de altos funcionarios y ejecutivos que respondían a los intereses institucionales del Estado antes que a los gobiernos de turno, y que gozaba de gran estabilidad y continuidad. La clase empresarial, por su parte, mantenía estrechos vínculos con el gobierno, fuera para protegerse de la competencia foránea mediante aranceles, para obtener tarifas y precios convenientes o para conseguir subsidios. Sus gremios participaban en los directorios de las grandes empresas y de los entes estatales orientados a la promoción productiva, como la Corfo, y ejercían una gran influencia en el diseño de las políticas económicas.

    El esfuerzo industrializador, sin embargo, nunca tuvo la fuerza suficiente para ampliar las perspectivas de la economía chilena, que para 1970 seguía dependiendo de la exportación de materias primas. Esto explica su tan mentada inestabilidad —por su extrema sujeción a la evolución de los mercados externos—, que se tradujo en breves periodos de auge seguidos de otros de aguda depresión. A ello se sumaba el retraso de la agricultura, cuya estructura de propiedad conspiraba contra la productividad, y una minería en manos extranjeras que se las arreglaba para que el sistema político no aumentara sus impuestos. Así las cosas, el crecimiento económico fue mediocre, más si se tiene en cuenta que la población del país se duplicó entre 1930 y 1970, de tal suerte que el crecimiento no lograba compensar la transición demográfica y el ingreso per cápita solo crecía a tasas marginales. Al mismo tiempo, como sabemos, la inflación fue un karma constante que ningún gobierno pudo conjurar.

    Estas deficiencias no justifican, sin embargo, la leyenda negra sobre la incapacidad intrínseca de la economía chilena del siglo XX para sostener la integración social y la expansión democrática. Resulta curioso que esa leyenda fuera creada a dos manos —al alimón, como se dice en el toreo— tanto por una izquierda ganosa de achacar todos los males al capitalismo dependiente, para así promover su caída y sustitución por el socialismo, como por una derecha neoliberal interesada en tirar a la hoguera el capitalismo de corte europeo para abrazar una versión radicalizada del estadounidense. Lo que faltó en el Chile predictatorial, decretaron ambas corrientes, fue un desarrollo económico con el dinamismo necesario para evitar las tensiones sociales y políticas que acabaron con la democracia.

    Esta tesis peca de un cierto simplismo, común a la mirada economicista —de todos los colores— que prevaleció en décadas recientes. Un sesgo que desde la propia disciplina económica se ha procurado contrarrestar con los llamados enfoques institucionalistas, dada la evidencia acumulada de que la prosperidad y estabilidad de los países responde primordialmente a factores de orden normativo. El caso de Chile no fue una excepción: al discreto crecimiento económico hay que sumar, como factores clave del desgaste y colapso del modelo de desarrollo, los fenómenos sociales y políticos que acabaron por corroer sus cimientos.

    Entre los fenómenos sociales, habría que consignar especialmente dos: la enorme presión demográfica y la inflación de demandas por parte de los grupos históricamente excluidos.

    En el mismo periodo durante el cual la población del país se duplicó (1930-1970), la tasa de población urbana creció del 49 al 70 por ciento. Esta explosiva concentración de habitantes en las grandes urbes fue el fenómeno social por excelencia del Chile del siglo XX y tuvo profundas repercusiones en la estructura social. Entre ellas, la generación de mayores posibilidades de organización y de movilización. Se robusteció el sindicalismo, basado tradicionalmente en las clases medias urbanas (sobre todo funcionarios públicos) y en los trabajadores fabriles y mineros. Durante el gobierno de Frei también los campesinos se sindicalizaron masivamente, alterando las relaciones de poder en el campo. Las organizaciones territoriales, como juntas de vecinos, centros de madres, clubes juveniles o comités sin casa, tuvieron asimismo un crecimiento fulminante en los años sesenta, al amparo de la «promoción popular» ideada por el jesuita Roger Vekemans y llevada a la práctica por el gobierno democratacristiano.

    La organización y movilización de los grupos sociales emergentes no irrumpió en Chile a pesar del Estado, por más que los reclamos se dirigieran contra él. Fue un proceso concomitante con el proyecto de inclusión social que el propio Estado había puesto en marcha, y en cuya última etapa, bajo Frei y Allende, directamente se promovió desde el Estado.

    Así, la organización y movilización de los grupos sociales emergentes no irrumpió en Chile a pesar del Estado, por más que los reclamos se dirigieran contra él. Fue un proceso concomitante con el proyecto de inclusión social que el propio Estado había puesto en marcha, y en cuya última etapa, bajo Frei y Allende, directamente se promovió desde el Estado.

    De manera análoga, la población se involucró masivamente en la política formal. Hacia 1930 la participación electoral era escasa, pues se reducía a los varones alfabetizados mayores de veintiún años. El sistema de votación, además, facilitaba la práctica del cohecho. Pero, primero con la incorporación de la mujer (en virtud de la ley aprobada en 1949), luego con la introducción de la cédula única en 1958, la simplificación del registro y de las papeletas en 1962, y por último la incorporación de los analfabetos y mayores de dieciocho años en 1970, la participación electoral, equivalente al 7,3 por ciento de la población total en la presidencial de 1932, se elevó hasta el 36,1 por ciento en las parlamentarias de 1973, las últimas del periodo. En números absolutos, esto supuso multiplicar por más de diez veces el número de votantes (de 343 892 a 3 687 105) en apenas cuatro décadas.

    Así puede decirse que el rostro político de Chile, en lo que va de 1930 a 1973, adquirió una impronta semejante a la europea: instituciones democráticas relativamente estables, sistemas electorales proporcionales, alternancia en el poder, movimientos sindicales fuertes y una sociedad civil crecientemente organizada. A ello habría que agregar un vigoroso debate intelectual a través de una prensa libre y la existencia de un Poder Judicial independiente, aunque sin potestades para imponer su punto de vista al poder político e impedir que las mayorías electorales concretaran sus reformas.

    En el periodo en cuestión Chile mantuvo, además, un rasgo que lo caracteriza desde la Colonia y que lo diferenció de las otras naciones emancipadas de España: una estructura del Estado centralizada, que dejaba mínimos márgenes de autonomía a las provincias o regiones para desarrollar políticas propias. Tal como lo argumentara Mario Góngora, Chile fue una nación construida desde el Estado; un Estado centralista que, en pos de conservar la unidad de la nación, se entendió a sí mismo como un gran mediador de intereses y priorizó los objetivos políticos por sobre los económicos. Esto podría ayudar a explicar otra característica peculiar de Chile en el concierto latinoamericano: un sistema de partidos fuerte e institucionalizado, que condujo al «cuasi monopolio de la actividad política y de los puestos del sistema político por parte de una élite partidista dedicada a la política como profesión», como señala el sociólogo Ricardo Yocelevzky en Chile: partidos políticos, democracia y dictadura 1970-1990.

    En efecto, los partidos políticos estaban presentes en todos los intersticios de la sociedad: parlamento, gobiernos comunales, reparticiones públicas, sindicatos, organizaciones de industriales y terratenientes, prensa, instituciones de enseñanza, organizaciones vecinales, agrupaciones de artistas e intelectuales, etcétera. Federico Gil, en su célebre libro sobre el sistema político chileno, publicado en 1966, hacía notar la «sorprendente similitud» que este escenario mostraba con Europa y «particularmente con el sistema existente en Francia durante la Tercera y la Cuarta Repúblicas».

    Nada de esto es ajeno a la construcción del Chile mesocrático: un proyecto dirigido desde el Estado destinado a producir legitimidad política, pertenencia nacional y bienestar social. Y donde los partidos de centro y de izquierda, con el respaldo de los núcleos sindicales y las clases medias urbanas, ejercieron una enorme influencia en la definición de las políticas públicas. De este modo Chile, hacia mediados del siglo XX, había logrado levantar un remedo de Estado de bienestar a la europea. Precario e injusto, pues atendía sobre todo las demandas de las clases medias, pero sumamente exitoso en su capacidad de sostener expectativas y administrar el cambio social.

    Chile, hacia mediados del siglo XX, había logrado levantar un remedo de Estado de bienestar a la europea. Precario e injusto, pues atendía sobre todo las demandas de las clases medias, pero sumamente exitoso en su capacidad de sostener expectativas y administrar el cambio social.

    Revisemos escuetamente los pilares de ese modesto Estado benefactor. Pese a la cerrada oposición de grupos oligárquicos de derecha, se creó un sistema público de educación que se expandió de manera gradual siguiendo el modelo francés: vertical, formal, integrador, centrado en la instrucción. Se creó también —con el senador Allende como impulsor fundamental— un Servicio Nacional de Salud inspirado en el modelo británico, y un sistema de previsión social de tipo colectivo o solidario que, dicho sea, solo cubría a una parte del pequeño segmento de los asalariados. Se instauró un Código del Trabajo extremadamente rígido, con amplias prerrogativas para el Estado, entre ellas un rol clave en las negociaciones colectivas que involucraban a sindicatos y empleadores. El Estado también asumió un papel activo en materia de vivienda, para cubrir el déficit provocado por la migración campo-ciudad, y haciendo marcados esfuerzos para evitar la segregación urbana. A fines de los sesenta, el Estado incluso asumió como propia la creación de la televisión, tomando otra vez como ejemplo —aunque con variaciones, como fue la de incorporar a las universidades— el modelo público de la Europa de entonces.

    Todo lo anterior fue creando una burocracia pública numerosa y bien organizada que, amparada en la nobleza de su rol, hacía sentir su poder e influencia en la vida política. Aunque menos numeroso, surgió también un vibrante mundo académico, artístico e intelectual vinculado al ámbito público. El crecimiento de estos grupos fue de la mano con la diseminación de una cierta cultura popular de tinte igualitarista, a la luz de la cual el logro y el prestigio no se verificaban en la posición económica o en el poder de consumo, sino en la educación y la cultura, y, de manera significativa, en el ingreso a la burocracia estatal. Sus íconos fueron Gabriela Mistral y Pablo Neruda.

    Las Fuerzas Armadas y la Iglesia católica fueron instituciones de primera importancia en este proceso. Las primeras, ya en 1924 impusieron una serie de reformas sociales que fueron determinantes para la constitución del Estado de bienestar chileno. En cuanto a la Iglesia, desde el siglo XIX venía conjugando una posición doctrinal conservadora con un fuerte compromiso con la protección de los desvalidos y la promoción de la educación. A mediados del siglo XX, bajo el influjo de la doctrina social, dio abiertamente la espalda a las posiciones prooligárquicas y abrazó los proyectos de cambio impulsados por el centro y la izquierda. Para dar el ejemplo, realizó su propia reforma agraria en las vastas tierras que poseía.

    Esta fue otra singularidad del Chile mesocrático: los poderes religiosos y militares no se resistían, sino que se sumaban al modelo de desarrollo en lógica secular y republicana, aunque basado en el fondo —como señalara Góngora— en un ethos católico, centralista y comunitarista. Tal parecía ser el alma de Chile, o el sueño chileno; una construcción mental quizá tan abstracta como su bandera o su escudo, pero en la cual descansaba su cohesión social.

    En suma, hasta 1973 el sistema institucional chileno estaba orientado a promover crecientes grados de igualdad política y social, con un Estado al que se asignaba la responsabilidad de facilitar la integración de la población al sistema, tanto desde un punto de vista jurídico-institucional como laboral-económico. Ese mismo Estado proveía educación, salud y previsión, premiaba el mérito fundado en la cultura y regulaba el mercado en aras de un bien común. Bajo este esquema, el sistema de protección y movilidad social se basaba preferentemente en la acción colectiva dirigida a conseguir la atención del Estado. De ahí la importancia de la política y de los partidos, así como de la organización sindical y vecinal, entre otras. A juicio de la derecha más doctrinaria (lo que fue recogido más tarde por los Chicago Boys), aquí radicaba el huevo de la serpiente, pues daba origen a la demagogia y a la instrumentalización de las masas por parte de la izquierda marxista.

    ***

    La decadencia del proyecto mesocrático no fue fulminante, sino un proceso de erosión paulatino y, hasta cierto punto, subterráneo. «En Chile no pasan esas cosas», solía decirse o inventarse cuando llegaban las noticias de crisis en países vecinos, como la Cuba de Batista, la Argentina de Perón o el Brasil de Vargas. Pero la erosión fue avanzando.

    Amparados en sus recién adquiridos derechos democráticos y en el discurso integracionista de la clase dirigente, cada vez fueron más los grupos sociales que exigían participar de los beneficios del desarrollo. Sus quejas apuntaban al Estado, el gran garante y benefactor. Por lo mismo, al conflicto entre trabajadores y capitalistas se agregó uno mucho más transversal entre los grupos incorporados al sistema (que incluía a los trabajadores y las clases medias) y aquellos que seguían marginados, como los campesinos y los pobres urbanos. Fue así, como observa María Angélica Illanes en La batalla de la memoria, que se abrió un periodo donde «el pueblo pasó a ser el tema central de la sociedad chilena».

    Hasta 1973 el sistema institucional chileno estaba orientado a promover crecientes grados de igualdad política y social, con un Estado al que se asignaba la responsabilidad de facilitar la integración de la población al sistema, tanto desde un punto de vista jurídico-institucional como laboral-económico. Ese mismo Estado proveía educación, salud y previsión, premiaba el mérito fundado en la cultura y regulaba el mercado en aras de un bien común.

    Cabe insistir en el gran fenómeno que alimentó esta progresión: la masiva llegada a las ciudades, sobre todo a Santiago, de chilenos (muchos de ellos de origen mapuche) que vivían en el campo en condiciones semifeudales, aislados de las corrientes modernizadoras. Si la población del país, como decíamos, se duplicó entre los censos de 1930 y 1970, la de Santiago se cuadruplicó: de 696.231 habitantes pasó a tener 2.861.900.

    Este éxodo llevó a la formación de barrios marginales, conocidos como «callampas», sin vivienda adecuada ni servicios básicos. En 1957 se realizó una gran toma de terrenos en el sur de Santiago que derivó en la emblemática Población La Victoria. El ejemplo gatilló nuevas tomas, pero fue hacia fines de la década siguiente que estas se multiplicaron sin control, a pesar de los enormes esfuerzos del gobierno de Frei para dotar de sitio y vivienda a los indigentes (la recordada Operación Sitio). Este desborde de los límites urbanos, que daba lugar a verdaderas ciudades autónomas al margen de la ley, es esencial para comprender los ánimos del periodo previo a 1970. Para las clases medias y los grupos ilustrados, estas masas de recién llegados eran una fuente de delincuencia y miseria que trastornaba sus formas de vida, así como la prueba palpable de que el viejo Estado de compromiso y su modelo de desarrollo habían dejado de ser eficaces.

    Integrar a la marginalidad urbana (educarla, alimentarla, empoderarla) se transformó en una causa común para la Democracia Cristiana y la izquierda, como también para la Iglesia. Tal esfuerzo no fue inocuo. Dicha población hizo suyas con mucha rapidez las expectativas propias de la vida moderna y rompió con la pasividad política que le imponía su subordinación al orden hacendal (y por esta vía, a la derecha más conservadora). Esto la convirtió en una fuerza vital para impulsar proyectos de cambio. Desde el punto de vista electoral, la marginalidad urbana era una fuerza tanto o más importante que el reducido proletariado industrial y que las clases medias ilustradas. Lo mismo desde una perspectiva de movilización social. Conscientes de esto, los partidos, desde la DC hasta el MIR, se abocaron a crear redes políticas en las poblaciones.

    Lo cierto es que ni la estructura productiva ni las instituciones de bienestar daban abasto para satisfacer las expectativas que el propio sistema había sembrado. Como hemos visto, esto ha sido atribuido, no sin razones, a las insuficiencias del capitalismo industrial conducido desde el Estado. Otro tanto podría decirse, sin embargo, sobre dos aspectos antes mencionados: la anacrónica estructura social del latifundio y la ingente concentración de la renta agrícola y minera, asuntos sobre los cuales el Estado intervino recién en la segunda mitad de los años sesenta, cuando el descalce entre la inclusión política y la marginación social ya había desencadenado tensiones cada vez más inmanejables.

    No es justo, sin embargo, achacar el derrumbe del modelo de desarrollo a la movilización social provocada por el cuadro antes descrito. Como ha destacado Arturo Valenzuela, «la movilización en Chile, más que la causa de una crisis inminente, fue un síntoma de una crisis al interior de la política chilena». En otras palabras, hay que prestar atención a la capacidad de agencia.

    La crisis aludida por Valenzuela se expresó en un trabamiento progresivo de la capacidad de negociar y alcanzar acuerdos por parte de los partidos. Como revisamos en un capítulo anterior, el abandono de las prácticas aliancistas se hizo manifiesto en los años sesenta, en sintonía con la polarización ideológica que suscitaba la Guerra Fría. Ella no fue exclusiva de las cúpulas políticas: permeó a la sociedad completa, incluso en sus esferas más íntimas, como la familia, y por cierto a las iglesias, a las universidades y al movimiento sindical. Hacia 1970, el tácito acuerdo en torno a la estrategia de desarrollo podía darse por desahuciado. En su lugar se impuso la idea, compartida por cada uno de los tres tercios políticos, de que aquel modelo estaba agotado, que había que partir con algo nuevo.

    Cada tercio vio entonces la oportunidad de sacar a relucir su propia fórmula para ‘sacar al país adelante’. El mesianismo se diseminó como la peste, mientras la cultura de transacción y búsqueda de acuerdos se deslegitimó al extremo. Colapsó, en definitiva, el espacio para construir coaliciones capaces de sostener un gobierno de mayoría, con la fuerza necesaria para hacer frente a las tensiones sociales, económicas y políticas de la época. Así se llegó a la elección presidencial de 1970, con los resultados que conocemos.

    Cada tercio vio entonces la oportunidad de sacar a relucir su propia fórmula para «sacar al país adelante». El mesianismo se diseminó como la peste, mientras la cultura de transacción y búsqueda de acuerdos se deslegitimó al extremo. Colapsó, en definitiva, el espacio para construir coaliciones capaces de sostener un gobierno de mayoría, con la fuerza necesaria para hacer frente a las tensiones sociales, económicas y políticas de la época. Así se llegó a la elección presidencial de 1970, con los resultados que conocemos.

    Por último, es forzoso subrayar la gravitación del contexto internacional entre los factores que truncaron la democracia desarrollista. Como ya se ha dicho, la intensificación de la Guerra Fría hizo de Chile un escenario simbólico de la lucha entre Estados Unidos y la Unión Soviética por la hegemonía mundial, a la vez que inoculó en el país, por distintas vías, el desdén por la democracia y la legitimación de la violencia política.

    Sin embargo, cabe aquí un paréntesis para mirar, aunque sea superficialmente, la propagación del autoritarismo y de la violencia en el contexto latinoamericano, más allá de Estados Unidos y la URSS. No siempre se observa que el régimen cubano, que diseminó el virus revolucionario por toda la región, fue en su origen una revolución de tipo nacional-popular, en la línea de lo que venía ocurriendo desde los años treinta en casi toda Sudamérica, bajo formas mucho más radicales que en el Chile de Alessandri, de Ibáñez o del Frente Popular.

    Fue una época en la cual, como sostiene Carlos Granés, «toda América Latina odiaba a los yanquis, en todas partes burbujeaba el anhelo identitario; se buscaba una forma propia de gobierno». Esto convirtió a Perón, el militar que supo apropiarse de esas aspiraciones «haciendo guiños aquí y allá, a los nacionalistas que demandaban un Estado social, justiciero y protector, y a los nacionalistas que anhelaban un sentido de autoridad y de grandeza argentina», en el gran caudillo simbólico latinoamericano, al menos desde el centro hacia la izquierda. Con la Argentina de Perón, en 1945, «se inauguraba una nueva forma de hacer política que permitiría a líderes con rasgos autoritarios e iliberales llegar al poder sirviéndose de las instituciones de la democracia liberal».

    Tal fue el caso de Getúlio Vargas en Brasil; de Agustín Haya de la Torre y el APRA en Perú; del MNR de Víctor Paz Estenssoro en Bolivia; de Rómulo Betancourt en Venezuela; de Jacobo Árbenz en Guatemala; y ciertamente, de Carlos Ibáñez del Campo en Chile. Todos ellos, si bien bajo modalidades muy distintas, interpretaban un espíritu de época del cual Fidel Castro, tras derrocar a Batista en 1958 (y con sus tentativas de liberar luego Panamá y seguir con Nicaragua), se transformó en el referente más seductor para la izquierda. Como hace notar Granés, gran parte de la adhesión incondicional que provocó la Revolución cubana en la izquierda latinoamericana obedeció a que, en su primera etapa, fue la encarnación de los «viejos tópicos americanistas»: la revolución, el nacionalismo, el latinoamericanismo y el antiimperialismo. La cercanía afectiva de figuras como Allende, quien se mantuvo siempre fiel a Cuba, tuvo sin duda ese mismo origen.

    Con el avance de los años sesenta, y en parte como respuesta a la obtusa reacción de Washington, los barbudos revolucionarios se volvieron marxistas, se pusieron al alero de la URSS, el Movimiento 26 de Julio se transformó en partido, comenzó la razzia contra los disidentes, y así por delante. En las izquierdas latinoamericanas, que habían desplazado hacia Cuba su eje emocional y simbólico, este giro tuvo un impacto radical. Corrientes que hasta entonces se movían al interior de instituciones democráticas y movimientos sociales —como varios partidos comunistas— pasaron a organizar focos revolucionarios y asumir la lucha armada, o bien fueron relegadas por grupos que lo hacían en su lugar. Así ocurrió en Brasil, Perú, Colombia, Venezuela, Argentina y Uruguay, por citar los casos más cercanos.

    A pesar del discurso tradicional de la derecha, que la acusa de haber empleado la vía electoral como un sucedáneo táctico de la vía armada (esgrimiendo como prueba el Congreso del PS de Chillán de 1967, o el surgimiento del MIR), la verdad es que la izquierda chilena nunca apostó en serio por el camino de las armas. Lo que hubo, cuando mucho, fueron escarceos retóricos, como el ya mencionado Congreso de Chillán, o adhesiones afectivas como la de Allende en la Conferencia Tricontinental de La Habana en 1966, pero nada más. El MIR y algunos pequeños grupúsculos quisieron ir más allá; pero sus improvisadas acciones no llegaron a denotar una opción extendida por la violencia a la manera de los Tupamaros en Uruguay o de los Montoneros y el ERP en Argentina.

    En comparación, el contagio de la gesta cubana fue bastante mejor resistido por la izquierda chilena. A pesar del discurso tradicional de la derecha, que la acusa de haber empleado la vía electoral como un sucedáneo táctico de la vía armada (esgrimiendo como prueba el Congreso del PS de Chillán de 1967, o el surgimiento del MIR), la verdad es que la izquierda chilena nunca apostó en serio por el camino de las armas. Lo que hubo, cuando mucho, fueron escarceos retóricos, como el ya mencionado Congreso de Chillán, o adhesiones afectivas como la de Allende en la Conferencia Tricontinental de La Habana en 1966, pero nada más. El MIR y algunos pequeños grupúsculos quisieron ir más allá; pero sus improvisadas acciones no llegaron a denotar una opción extendida por la violencia a la manera de los Tupamaros en Uruguay o de los Montoneros y el ERP en Argentina. Dicho en breve, la ola revolucionaria continental alcanzó a Chile en la segunda mitad de los sesenta, pero no llegó a echar verdaderas raíces.

    ¿Qué explica esta conducta de la izquierda chilena, por lo menos anómala en el panorama regional? Con toda seguridad hay causas históricas, como el arraigo de las instituciones democráticas, la debilitada posición de las fuerzas oligárquicas, la postura relativamente progresista de la Iglesia católica y de los militares, y desde luego el gradual pero sostenido avance de la agenda social, acelerado por la «revolución en libertad» de Frei.

    Por encima de todo, sin embargo, hay que mencionar dos factores: el Partido Comunista y Salvador Allende. Los comunistas chilenos, en parte por su lealtad a la línea de los frentes nacional-populares fijada por la Internacional Comunista, y sobre todo por su profundo anclaje en el movimiento popular y en el electorado, fueron bastante inmunes a los cantos de sirena de La Habana, a diferencia de lo que sucedió con sus homólogos en Brasil, Perú, Colombia o Venezuela. Si esta línea cambió en el transcurso de la dictadura, cuando el PC chileno asumió la Política de la Rebelión Popular de Masas, ya es harina de otro costal.

    Allende, por su lado, supo congeniar sus calurosas simpatías con la Revolución cubana y con la figura de Fidel con un porfiado compromiso con la vía electoral y con las alianzas necesarias para triunfar en ella. Sin oponerse en absoluto a la revolución, se opuso de manera tenaz a las tentaciones militaristas. Mirado en perspectiva, el triunfo de la Unidad Popular en 1970, que se le debe por sobre todo a él, fue lo que salvó a la izquierda chilena de caer en los baños de sangre que condenaron a otras izquierdas latinoamericanas a una marginalidad casi perpetua.

    En cuanto a la derecha y los militares chilenos, su incursión en la violencia política suele ser vinculada a las instigaciones de Washington, pero lo cierto es que también fue influida por el contexto regional. Como bien recuerda Granés, a partir del golpe de Estado en Brasil de 1964 —respaldado por Estados Unidos— la «solución militar» comenzó a ganar crédito en las derechas latinoamericanas. El mariscal Humberto Castelo Branco fue el primero de cinco militares que gobernaron Brasil por los siguientes veintiún años, transformando profundamente a ese país y ejerciendo un gran ascendiente en toda América Latina, en especial en sus fuerzas armadas, que vieron en los militares brasileños (y en sus métodos represivos) un ejemplo a seguir. Poco después, en 1966, se produjo el golpe del general Onganía en Argentina, que inició un ciclo que se prolongaría hasta 1973, con diferentes generales relevándose en la Casa Rosada. En junio de 1973 vendría el turno de Uruguay, donde el golpe militar contó con la complicidad del presidente Bordaberry, quien colaboró con los militares para disolver el parlamento y establecer una dictadura cívico-militar.

    El 11 de septiembre de 1973, entonces, ni la derecha chilena ni los militares que dieron materialmente el Golpe se sentían tirando la primera piedra, ni lanzándose hacia lo desconocido.

    Allende, por su lado, supo congeniar sus calurosas simpatías con la Revolución cubana y con la figura de Fidel con un porfiado compromiso con la vía electoral y con las alianzas necesarias para triunfar en ella. Sin oponerse en absoluto a la revolución, se opuso de manera tenaz a las tentaciones militaristas. Mirado en perspectiva, el triunfo de la Unidad Popular en 1970, que se le debe por sobre todo a él, fue lo que salvó a la izquierda chilena de caer en los baños de sangre que condenaron a otras izquierdas latinoamericanas a una marginalidad casi perpetua.

    La izquierda chilena resistió la tentación de las armas, pero no fue inmune a la radicalización política de la izquierda latinoamericana. El programa de gobierno de la UP, por cierto, fue más radical que el de Allende en 1964. Y el PC chileno, como hemos destacado, ante la presión de sus aliados aceptó que los cambios propuestos significarían un «avance hacia el socialismo», consigna que hasta entonces había evitado escrupulosamente para concentrarse en la fase de reformas nacional-populares.

    Aun así, el programa de la UP no abandonaba la ruta histórica que seguía la sociedad chilena. La agudizaba y tensionaba, sí, al aumentar la injerencia del Estado en todos los aspectos de la vida nacional, desde la economía a la educación. Entre sus medidas estaban la nacionalización del cobre, la extensión de la reforma agraria, el fin de los monopolios privados, la estatización de las áreas estratégicas de la economía, la ampliación de las políticas de bienestar social (salud, nutrición, vivienda, educación) y una drástica redistribución del ingreso en beneficio de los grupos más pobres, suponiendo que esto serviría para pagar la deuda acumulada con ellos y a la vez expandir la demanda.

    Ese programa de reformas, hay que decirlo, no fue la obra de un grupo de marxistas doctrinarios encerrados en una pieza llena de humo: fue elaborado básicamente por los técnicos de la CEPAL, bajo la divisa de superar las desigualdades sociales y reimpulsar el crecimiento económico. Y aunque formulados en términos retóricos como un proceso de «construcción del socialismo», muchos de esos cambios ya estaban en el ambiente. Lo prueba el hecho de que varios de ellos habían sido iniciados por la DC a través de la «revolución en libertad» de Frei, con el activo respaldo de la Alianza para el Progreso promovida por Estados Unidos. Lo confirma que el programa de Radomiro Tomic en 1970 retomara esos cambios en forma aún más intensa. Y lo termina de certificar el hecho de que muchas de las reformas impulsadas por el gobierno de Allende fueran respaldadas, con matices, por la DC y hasta por grupos económicos, incluyendo la estatización de empresas. Otras, como la nacionalización del cobre, tuvieron el apoyo unánime del Congreso.

    Esto explica por qué, con el paso del tiempo, se ha terminado por aceptar que el 11 de septiembre de 1973 puso fin a un ciclo histórico que involucró a la nación chilena como un todo, mucho más allá de la Unidad Popular y su utopía. Por citar dos libros recientes, Daniel Mansuy señala que ese día «muere —o termina de morir— nuestra república mesocrática, el Estado de compromiso y la Constitución de 1925 que amparaba ese régimen». Alfredo Sepúlveda, a su vez, puntualiza que «no solo Allende y la Unidad Popular murieron el 11 de septiembre. También lo hizo la democracia desarrollista chilena, protectora del crecimiento interno, ajena a la globalización, amiga de los precios protegidos, socia de los empresarios: la democracia que pactó con los ricos para desarrollar un acuerdo social deficiente, pero que permitió avances a los pobres, al punto de que la Unidad Popular pudo conquistar el gobierno».

    No obstante, Sepúlveda también subraya la diferencia entre el momento allendista y las primeras décadas del periodo: «Si la clase media había llegado al poder de la mano de los gobiernos radicales, la Unidad Popular se proponía hacer lo mismo con la clase obrera». Como decíamos más atrás, el proceso igualador había transformado al pueblo en el nuevo protagonista de la cuestión social. Este fue el desafío que asumió Allende y guio su comportamiento hasta sus últimas horas de vida, como lo expresan sus palabras finales desde La Moneda.

    Así, mirada desde una perspectiva histórica amplia, la experiencia de la UP representa una continuidad de los intentos que, al menos desde 1958, se venían realizando con el fin de superar el desgaste que mostraba el modelo histórico chileno, primero con el ensayo derechista-empresarial de Alessandri y luego con la «vía no-capitalista» de Frei. La «vía chilena al socialismo» de Allende, en tal sentido, fue la tercera y última fórmula que fracasó en el intento, aunque de forma mucho más dramática y allanando el camino, ahora sí, para una revolución.

     


    Ajuste de cuentas. Salvador Allende y la renovación de las izquierdas, Eugenio Tironi, Taurus, 2024, 328 páginas, $18.000.

  196. Una semana con Sam Peckinpah

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    Por culpa de mi cumpleaños número 22 tomé la decisión de ir al cine todos los días. La intención final, creo, era respirar otros aires. Liberar un poco de presión intracraneal. Según lo que yo mismo me receté, esta actividad podría cambiar mi ánimo definitivamente. Siempre es abrumador enfrentarse al triste aniversario de cumplir años. Gracias a Dios, siempre hay formas de evadir. Para el alivio de mi bolsillo logré encontrar ciclos de cine gratuitos. De lunes a viernes con funciones dobles todos los días a las cuatro y a las seis de la tarde. Mi intención no era ir dos veces cada día, pero me causaba tranquilidad tener un par de opciones.

    Decidí ir a un ciclo dedicado al director Sam Peckinpah. Un completo desconocido para mí. Busqué entonces información al respecto y llegué fácilmente a muchas suyas: Sam Peckinpah es como un lobo solitario. Un águila vieja. La piel curtida por el sol lo asemeja a un vaquero viviendo para siempre el mismo destino. La pañoleta en la cabeza, los lentes, la barba prominente y el cigarrillo en la comisura de los labios hacen recordar el desierto. Cráneos de vacas pudriéndose bajo el sol inclemente. Yo nunca he estado en el desierto. No tengo idea cómo será. Me refiero con estas metáforas al desierto cinematográfico. Con ver ese rostro me bastó. No necesité buscar opiniones al respecto. Llegué a la conclusión de que alguien con esa cara tenía que ser un gran director.

    El ciclo comenzó un lunes. A las cuatro de la tarde ya estaba posicionado en una sala vacía, pequeña y muy silenciosa. Para ser una sala universitaria, tenían asientos bastante cómodos. A los pocos minutos comenzaron a llegar espectadores de la tercera edad y uno que otro cinéfilo, fáciles de reconocer por las libretas bajo del brazo y las gotas para los ojos en los bolsillos.

    Me llamó la atención que casi nadie fuera solo. Incluso los extraños, que suelen llegar solos y que de vez en cuando hacen comentarios al aire que nadie les pidió, se mezclaban con otros desconocidos y quedaban relativamente juntos a la hora de ver la película. La soledad siempre ha sido mal vista, sobre todo si uno la pasea en público. Algunos la rehúyen sin miedo a parecer patéticos. No me olvido de que ese mismo día vi a un padre con su hijo. El niño, de unos 10 años, tenía los dos brazos enyesados. Se sentaron a dos asientos del mío. En el transcurso de la película miré de reojo a la pareja para espiar sus expresiones: el niño con dificultad se hurgaba la nariz para después comerse los mocos y el papá se mataba de risa con las escenas pseudo eróticas.

    Para ser justo, mis recuerdos en los cines no me ponen orgulloso. Con respecto a la soledad, de adolescente recuerdo haber ido a ver películas de superhéroes siempre acompañado de mis padres o mi tía. En todos esos recuerdos me veo con alguien más. Nunca solo. Esquivando a toda costa el aislamiento necesario que reclama el arte. Al crecer seguí buscando compañía para la experiencia cinematográfica, lo que ahora me parece derechamente ridículo. Puedo decir que pasé más de una vergüenza en los cines debido a esto.

    Una vez invité a una periodista a ver 8 ½, la obra maestra de Federico Fellini, con la excusa de que era una película hermosa. Transcurridas las dos horas de filme, ella se paró del asiento y se fue caminando sola para su casa. Creo que esa fue la primera vez que estuve solo en una sala de cine. La susodicha no me habló por una semana. Meses después me confesó que la película era muy ruidosa. Eso fue un 26 de julio. Anoté en mi diario: “Al menos tuvo la decencia de ver toda la película”. Pasado el tiempo, un amigo mucho mayor que yo me aconsejó que esa no era una película idónea para pololear.

    Salí bastante conmovido por la película. Pude olvidarme de mí por unas cuantas horas y di por satisfecho mi plan inicial, cumplido a medias, cojo, pero con resultados, al fin y al cabo. La violencia en el arte tiene ese poder. Un poder infravalorado. De perogrullo está decir que la felicidad constantemente se encuentra aplazada para cualquier mortal. No se puede tener todo en la vida. Por lo mismo, un consuelo para vivir en el siglo XXI es la belleza. Siempre hay un poco.

    La primera película del ciclo de Peckinpah fue Convoy (1978), con Kris Kristofferson y Ali MacGraw. Unos camioneros escapan de la ley supuestamente para no ir a la cárcel, pero que al final van por la carretera fuerte y derecho porque sí. Entremedio hay una cosa medio política con un alcalde y un amorío entre el personaje de Kristtoferson y MacGraw. La verdad es que hablar de argumentos es una vanidad. Yo y todos los abuelos de aquella sala estábamos felices con las escenas de peleas y explosiones. No necesitábamos otra cosa. Todos estábamos ahí para olvidar algo.

    Convoy terminó a las seis. Me fui caminando por la Alameda hacia Providencia mientras fumaba observando lo oscuro que estaba todo por el cambio de hora —estos son recuerdos otoñales. En el transcurso llamé a un amigo. Me preguntó de qué se trataba la película. No supe qué responder. Terminamos hablando sobre esa vez en que vimos por el portal Lyon a la mujer gallina.

    El martes vi Junior Bonner (1972), con Steve McQueen. Una película sobre el rodeo. McQueen, que interpreta a Junior Bonner, ya no es tan buen domador y quiere redimirse volviendo a su antiguo pueblo para ganar un concurso. Me recordó todo el tiempo cuando con mi abuelo íbamos a Santa Cruz a ver rodeos. (Para los que desconocen de qué se trata el rodeo, en pocas palabras es un show bastante bruto y dura casi nada. El domador se sube al toro y trata de no caerse mientras este se retuerce como condenado. Pocos saben que para esto se ocupa un pretal que sirve para hacer presión en las verijas del animal. Aplicado en humanos es como que te aprieten los testículos y se monten encima tuyo. Con suma facilidad se pueden encontrar en internet variados videos porno donde esto ya es materia pasada). Un señor al lado mío se rio a carcajadas toda la película. Al final se secó las lágrimas y se fue muy apurado.

    El miércoles no fui al cine. Estaba de cumpleaños y no pude levantarme de la cama. Leí lo siguiente de Diógenes el cínico, también llamado Diógenes el perro: “Hemos complicado hasta el más simple regalo de los dioses”.

    El jueves tampoco fui al cine. No leí nada.

    El viernes llegué tarde, pero alcancé a ver Tráiganme la cabeza de Alfredo García (1974). Película más bella no he visto. Para hacer un resumen vulgar: un tipo busca a un muerto para cortarle la cabeza y poder cobrar una plata que le arreglará la vida. Diría otra cosa, pero no se puede sin caer en la estulticia. El poeta Diego Maquieira una vez me dijo que aplicaba la siguiente filosofía frente a la vida: “O quedarse callado o decir algo mejor que el silencio”.

    Salí bastante conmovido por la película. Pude olvidarme de mí por unas cuantas horas y di por satisfecho mi plan inicial, cumplido a medias, cojo, pero con resultados, al fin y al cabo. La violencia en el arte tiene ese poder. Un poder infravalorado. De perogrullo está decir que la felicidad constantemente se encuentra aplazada para cualquier mortal. No se puede tener todo en la vida. Por lo mismo, un consuelo para vivir en el siglo XXI es la belleza. Siempre hay un poco. Por lo mismo las películas persisten. Me imagino que Sam Peckinpah tenía esto muy claro.

  197. Conversión trans, música de Bach y un regalo de Dios

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    Nuestra época musical está, en buena parte, determinada por la invención de un instrumento que, por su novedad tímbrica y operativa, cambió radicalmente las reglas con las que se interpretaba e imaginaba la música hasta mediados del siglo XX. Se trata del sintetizador analógico Moog (1964), diseñado por el ingeniero neoyorkino Robert Arthur Moog (1934-2005). Este fascinante instrumento llegó a su esplendor después de varias pruebas, ajustes, fracasos y mejoras, tras el lanzamiento comercial de una grabación de la compositora e ingeniera de grabación (también estadounidense) Wendy Carlos (1939). El disco, titulado Switched-On Bach, apareció en 1968 bajo el sello Columbia Records y tuvo un éxito sin precedentes. Rápidamente alcanzó el número 10 en la lista Billboard y en 1970 ganó los premios Grammy al Mejor Álbum Clásico, Mejor Interpretación Clásica y Mejor Grabación Clásica. Ya para 1974, el disco había vendido más de un millón de copias. Este éxito lo ubicó —en 1986— como el segundo álbum (clásico) en obtener el estatus de disco de platino. Ni hablar del largo y fructífero camino que, a partir de su aparición, se abrió para la producción musical dedicada exclusivamente al registro de sintetizadores, cosa que no ha parado hasta el día de hoy. Switched-On Bach fue también la validación del sintetizador Moog como un instrumento hecho y derecho, a la par de un violín o un piano. Su estatus cambió para siempre, y también el de su creador.

    Aunque la idea que da vida al álbum parece muy simple, es sumamente original y bastante arriesgada. En poquísimas palabras, Switched-On Bach se trata de una selección de obras de J. S. Bach, recreadas e interpretadas en el sintetizador Moog por Wendy Carlos junto a Benjamin Folkman. Hasta ahí, las pocas versiones que se habían grabado en el piano (una de ellas de Claudio Arrau y la otra de Glenn Gould) eran la apuesta más aventurada de la industria musical a la hora de recrear obras de Bach que fueron compuestas (y ejecutadas) originalmente para clave u órgano. Switched-On Bach significaba un salto al vacío en cierto sentido. Hacer sonar a Bach como nunca, ni remotamente, nadie lo había hecho sonar.

    La infancia y adolescencia de Wendy Carlos estuvo marcada por la disforia de género. Fueron años de mucha soledad y exposición a burlas de todo tipo. En el período universitario, su intento por adaptarse al mundo convencional, teniendo citas con mujeres, no prosperó. Es lo que cuenta en una de las poquísimas entrevistas que ha dado.

    A contrapelo del nombre

    Tras un largo y dificultoso recorrido durante la década del 60, visitando distintas universidades en EE.UU., y después de varios intentos no muy exitosos por dar a conocer su instrumento (en parte por el tiempo que requería para funcionar, en parte por la incomodidad de su tamaño y sus casi dos toneladas de peso), Robert Moog finalmente conoció a Wendy Carlos, una joven transgénero que trabajaba en el Gotham Recording en Nueva York, y que por esos años aún conservaba su nombre de nacimiento, Walter Carlos. Carlos había estudiado física y composición musical, y dueña de una inteligencia poco común, entendía muy bien cada uno de los mundos que Robert Moog quería juntar en su instrumento: la electrónica y la música. Fue este afortunado encuentro entre ambos, el que los llevaría, entre otras cosas, a revolucionar por completo el sonido de la música pop de los 60 y 70 (la electrónica alemana de Kraftwerk y los últimos álbumes de los Beatles son solo dos ejemplos).

    La infancia y adolescencia de Wendy Carlos estuvo marcada por la disforia de género. Fueron años de mucha soledad y exposición a burlas de todo tipo. En el período universitario, su intento por adaptarse al mundo convencional, teniendo citas con mujeres, no prosperó. Es lo que cuenta en una de las poquísimas entrevistas que ha dado. En 1985, para la revista People, confesó haberse sentido una niña siempre y no haber entendido nunca por qué sus padres la trataban como niño. Una situación especialmente compleja en la Nueva Inglaterra de 1940.

    Pese a lo difícil y confuso de todo, su talento musical se caracterizó por una gran claridad. Escribió su primera composición a los 10 años (Trío para clarinete, acordeón y piano), al tiempo que cortaba madera y soldaba cables para construir un sistema de alta fidelidad para sus padres. Esto la llevó a que en 1953, cuando pocas personas habían oído hablar del computador, con solo 14 años, ganara una beca para construir uno. Así fue desarrollando su particular gusto por juntar la electrónica y la música, lo que terminó por florecer en la universidad. Su cercanía con dos pioneros de la música electrónica (Vladimir Ussachevsky, de quien fue alumna, y Otto Luening), y estudiar en profundidad un repertorio tradicional, fueron sin duda aspectos determinantes para cargar de originalidad su trabajo y mostrar una insólita madurez. El disco Switched-On Bach es precisamente una obra en la que se conjugan perfectamente estos dos mundos: adaptar en el Moog un repertorio antiguo (barroco en este caso), sin pretender hacer una fractura con la tradición, como era la norma de las experiencias que hasta ahí se conocían, sino más bien recrearla, traer el pasado al presente, con sus reglas, y revertir de paso los clichés de vanguardias súper abstractas.

    Este destiempo en acontecimientos fundamentales de su vida provocó en ella una fobia a ser vista en público y decidió recluirse en el estudio de su casa. A sus visitantes les decía que no estaba: ‘Yo los escuchaba desde arriba’, dijo a People, a lo que agregó: ‘Acepté la sentencia, pero era extraño tener la vida abierta por un lado y estar encerrada por el otro’. Cuando no tenía otra opción que exponerse en público, ya sea en apariciones televisivas o entrevistas (que se pueden ver en YouTube), tomó la decisión de disfrazarse de hombre.

    Reclusión y disfraz

    Rachel Elkind, cantante y productora que trabajaba para Columbia Records y con quien Wendy Carlos compartía un pequeño departamento en Manhattan, fue la pieza clave para que firmaran el contrato en 1968. El anticipo que le dieron a Carlos fue de solo 2.500 dólares (un número muy bajo en ese entonces), pero optaron por compensarla con un porcentaje de las regalías que la venta del disco trajera. Finalmente lanzaron el álbum en octubre de 1968 y Switched-On Bach se convirtió en un inesperado éxito comercial y de crítica. De la noche a la mañana, Wendy Carlos se transformó en una compositora de fama mundial, para bien y para mal.

    Hubo quienes consideraron que su disco era una insolencia con la tradición musical. “El radical de la música electrónica” lo llamaron otros. Pese al choque que el disco generó, comenzaron a llegarle ofertas para tocar en todo EE.UU. y parte de Europa. Músicos como Stevie Wonder y George Harrison querían conocerla a como diera lugar. El problema era, precisamente, que todos querían conocer a Walter Carlos (que era como había firmado el disco). Y aunque para ese entonces ya recibía asesoramiento del sexólogo y defensor de los derechos de las personas transgénero, el Dr. Harry Benjamin, y había comenzado a recibir tratamientos hormonales (requisito previo para una eventual operación de cambio de sexo), su fama le llegó como lo que estaba dejando atrás, como Walter. Su transformación a Wendy era algo que había estado considerando durante largo tiempo y el asesoramiento del Dr. Benjamin reafirmó su decisión. Los tratamientos hormonales empezaban a mostrar efectos visibles justo en el momento en que Switched-On Bach le trajo esa enorme atención mediática.

    Este destiempo en acontecimientos fundamentales de su vida provocó en ella una fobia a ser vista en público y decidió recluirse en el estudio de su casa. A sus visitantes les decía que no estaba: “Yo los escuchaba desde arriba”, dijo a People, a lo que agregó: “Acepté la sentencia, pero era extraño tener la vida abierta por un lado y estar encerrada por el otro”. Cuando no tenía otra opción que exponerse en público, ya sea en apariciones televisivas o entrevistas (que se pueden ver en YouTube), tomó la decisión de disfrazarse de hombre. Así la vemos en un programa de la BBC y en otro de The Dick Cavett Show.

    Especialmente dramático fue lo que ocurrió en 1969. Invitada a interpretar sus piezas electrónicas junto a la Orquesta Sinfónica de Saint Louis frente a una gran audiencia (en lo que se suponía sería su firmamento frente al público y la escena musical mundial), el episodio se transformó en su peor pesadilla. Llorando en su habitación del hotel, Carlos le dijo a su productora que la aterraba subir al escenario. Los tratamientos con estrógenos habían transformado su apariencia (ahora sí tenía aspecto de mujer) y le daba pánico la reacción de un público que esperaba a Walter Carlos y no a Wendy. Para salir de la angustiosa situación, antes de subir al escenario se puso una peluca de hombre, se pegó patillas postizas y pidió a un maquillador que le añadiera una incipiente barba en la cara. La actuación fue un éxito rotundo, pero para Carlos sería el fin de su carrera en vivo. Nunca más dio conciertos en público.

    El gran éxito de Switched-On Bach le permitió a Carlos trabajar, entre otras cosas, con el cineasta Stanley Kubrick. En 1979, Kubrick la contactó y se reunieron en varias ocasiones (reuniones a las que Carlos fue vestida de hombre, y aunque Kubrick sospechaba que algo no cuajaba, no logró descifrar qué era). Fue entonces que Kubrick le pidió que escribiera la partitura para La naranja mecánica. Carlos terminó por convertir varias piezas de Purcell, Beethoven y Rossini en el soundtrack de la controvertida película. En 1980, Carlos volvió a colaborar con Kubrick para El resplandor, y aunque creó una banda sonora completa, Kubrick terminó por usar solo dos piezas musicales.

    Pese a la exposición que podía tener con estos prestigiosos encargos, Carlos se las arreglaba para permanecer durante largos períodos en reclusión. Casi no tuvo contacto con otros músicos, ni tampoco con la industria de la música electrónica en la que ella había sido pionera. Inventó todo tipo de excusas para ocultarse y mantener la ficción de Walter Carlos. La transexualidad seguía siendo un gran tabú de la sociedad norteamericana.

    El gran éxito de Switched-On Bach le permitió a Carlos trabajar, entre otras cosas, con el cineasta Stanley Kubrick. En 1979, Kubrick la contactó y se reunieron en varias ocasiones (reuniones a las que Carlos fue vestida de hombre, y aunque Kubrick sospechaba que algo no cuajaba, no logró descifrar qué era). Fue entonces que Kubrick le pidió que escribiera la partitura para La naranja mecánica.

    Un regalo de Dios

    En una entrevista de 1979 (para la revista Playboy), en la que el periodista Arthur Bell se refiere a ella como un Fantasma de la Ópera de los últimos tiempos, Carlos apareció por primera vez hablando como Wendy. Pero para la compositora, nada bueno salió de una publicación que ya desde su título (Walter/Wendy Carlos), no ponía el foco en su obra musical. De 15 páginas, había solo unos pocos párrafos dedicados a su música, lo que resultaba especialmente desconsiderado si se toma en cuenta que ya había lanzado ocho álbumes, y dentro de ellos, estaba Sonic Seasonings, una extraordinaria incursión en la música ambiental en la que combinaba grabaciones con sonidos de animales y naturaleza junto a los sonidos creados en su sintetizador (un salto adelante en la música electrónica, pues se trata del primer álbum de música ambiental, aunque muchos piensen que Ambient 1: Music for Airports (1978) de Brian Eno, lo fuera).

    Así, su intento por regresar a la vida pública fracasó. Volvió a recluirse en su estudio. En 1982 le encargaron la banda sonora para la película de ciencia ficción Tron, sin duda uno de sus trabajos más conocidos. Entre bandas sonoras y discos propios, el aislamiento la llevó a desarrollar un particular pasatiempo: fotografiar eclipses solares en lugares remotos, como Siberia, Bali y Australia.

    La última vez que se tuvo noticias de Wendy Carlos fue en una breve nota que ella publicó en su sitio web el año 2020. En ella, prevenía sobre el libro no autorizado de la musicóloga Amanda Sewell: Wendy Carlos: A Biography (Oxford University Press), argumentando que se trataba de una publicación basada exclusivamente en reseñas de otras entrevistas realizadas. Nada nuevo. Por otra parte, escuchar la música de Wendy Carlos no es tarea fácil, porque sus grabaciones son difíciles de encontrar. Ella es dueña de casi la totalidad de su catálogo y se ha resistido a publicarlo en plataformas de streaming.

    En una entrevista que Robert Moog concedió a la revista People, se refiera a Carlos con especial cariño: “En toda mi vida, solo había visto a muy pocas personas que se adaptaran con tanta naturalidad a un instrumento como ella al sintetizador… Fue simplemente un regalo de Dios”.

  198. No haré cumbre

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    Si hace un siglo Gabriela Mistral hizo brotar desde la tierra y la gente una palabra inmensa, hace ya casi 50 años que Elvira Hernández lleva de vuelta —a la ciudad, al pueblo, al puerto, a los estadios, al cielo y al suelo— esa palabra reinventada, rehecha. En cada uno de sus libros parece haber deshecho la lengua para rearmarla, palabra a palabra cuando no, como en Santiago Waria, letra a letra; por eso quizás sus versos parecen a menudo destellos en la página: “Una luz cruza como una cuchillada”.

    Cuando la poesía chilena en los años 70 y 80 buscó alianzas con la visualidad, con el propio cuerpo de quienes la escribían, la plástica y los soportes no textuales como forma de sortear los aprietos en los que se ve la mera posibilidad de decir cuando se impone por todas partes el horror y el desgaste verbal, Elvira Hernández tomó posición y se replegó, se parapetó, según ha expresado, en un verbo acérrimo. Tras el impacto que le supuso conocer La nueva novela de Juan Luis Martínez, iba a ser el suyo un trabajo destinado a un intercambio de alto voltaje entre lo dicho y lo indecible. Para ese forcejeo de delicadezas, o el despliegue de esas fuerzas finas, la escritura de Elvira no desdeña nada. Frases hechas, aunque siempre desquiciadas de su sentido usual, palabras imprevistas y las de siempre refacturadas, aguzados giros de la gramática, ahogos y desates del aire entre las letras, diagnósticos de anonadante contingencia y verdad: “El tomate limachino ya no es tal. / Son puras cuentas rojas de un ábaco”.

    La ferocidad de las imágenes (de rastrillazos en el cerebro, hablará), la frontalidad inteligente de su exclamación política, la risa dura y suspicaz de su mirada movediza. “A todos nos quitaron la real palabra”, se lee en su Cuaderno de deportes, pero es justamente tras esa quitada, en la tarea de recuperación, donde renace la poesía. Vuelve rehecha la palabra. Filosofar a martillazos, quiso Nietzsche, y a veces la escritura de Elvira pareciera hacerlo también —de tan acerada, y por la sustancia autónoma de tantos de sus aforísticos versos—, a sabiendas eso sí de que “los clavos pasaron sin tétano por la carne amorosa eterna”.

    Lírica irritada”, dijo sobre esta poesía Jorge Guzmán hace ya un par de décadas. Es una definición que resiste el paso del tiempo y los matices, pues le achunta al entrecejo de esta poesía desestabilizante, lábil y tenaz a la vez: jovial. Describiendo aspectos así se podría perfilar esta escritura.

    ‘Lírica irritada’, dijo sobre esta poesía Jorge Guzmán hace ya un par de décadas. Es una definición que resiste el paso del tiempo y los matices, pues le achunta al entrecejo de esta poesía desestabilizante, lábil y tenaz a la vez: jovial. Describiendo aspectos así se podría perfilar esta escritura.

    En el comienzo de Lagar, Mistral escribe dos versos con los que se podría igualmente señalar el afán en el cual la poesía de Elvira Hernández no ha cejado: un escribir “deletreando lo no visto / nombrando lo adivinado”.

    ¿Y de qué se ocupa esta poesía?

    Notoriamente, en cada libro de algo distinto y astutamente delineado, bordeado, jamás clausurado: de Valparaíso en uno, de deportes e historia en otro, de pájaros de toda especie, de la bandera de Chile, de jardines, de un hombre que se fue, del cometa Halley y sus secuaces en la tierra. De eso y más, según cada libro, en primera capa. Pero en todos la poesía de Elvira Hernández trata en definitiva del transcurso del tiempo y del andar humano entre sus pliegues, del paso y el peso de los días. Nos lee a nosotros desde mucho antes que nosotros a ella. Con palabras de Marina Tsvietáieva, podría decirse que Elvira Hernández refleja nuestro tiempo “no como espejo sino como escudo”.

    Es una poeta de libros marcados, de unidades poéticas que en su diferencia dibujan un estilo, toda una voz, pero es también, casi secretamente, aunque con esa misma inconfundible voz de siempre, autora de muchos maravillosos poemas andariegos, nacidos y soltados al mundo sin libro que los recoja; la poeta los ha ido dejando caer en revistas y antologías y espacios varios a través de las décadas. Hay uno, publicado en una antología chilena de poemas sobre juegos y deportes en 2003, que se llama “No haré cumbre”: habla de quien, en vez de encumbrarse, siente el hielo de los pies ajenos “hundidos en la niebla”. Desde ese sentir, su palabra nos sostiene y nos devuelve.

     

    Fotografía: Archivo UDP.

     


    Primer corte, Elvira Hernández, FCE, 2024, 60 páginas, $4.500.


    Cuaderno de deportes, Elvira Hernández, Provincianos, 2022, 92 páginas, $10.000.


    No soy tan moderna, Elvira Hernández, Alquimia, 2021, 84 páginas, $8.900.


    Estado de sitio, Elvira Hernández, Ediciones UDP, 2020, 116 páginas, $16.000.


    Sobre la incomodidad, Elvira Hernández, Ediciones UDP, 2019, 76 páginas, $10.000.


    Los trabajos y los días, Elvira Hernández, Lumen, 2016, 300 páginas, $17.000.

  199. La habitación propia de Juana Ramírez

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    En el centro de la Ciudad de México, a 10 cuadras del Templo Mayor, está el que fuera hogar de Sor Juana Inés de la Cruz durante sus últimos 27 años de vida. Como al templo y sus dioses, también bajo tierra encontraron los huesos de la poeta —o al menos los que se cree que son sus huesos— entre los del resto de las monjas con que compartía su voto de clausura en el convento de San Jerónimo.

    La osamenta fue descubierta el 28 de noviembre de 1978, distinguida por su ubicación —sola debajo de otros entierros múltiples—, pero también por su vestimenta: un hábito de lana (considerado de lujo), restos de un medallón de carey y un rosario de los 10 misterios elaborado con semillas. No estaba amortajada, como las demás, ni tenía corona.

    Los restos se encuentran ahora en un ataúd, detrás de una ventana de vidrio doble, ubicados donde en vida de Sor Juana funcionaba el coro bajo del convento. Es un cajón modesto de madera, y sobre él están grabados los versos “triunfante quiero ver al que me mata / y mato a quien me quiere ver triunfante”. A sus pies hay una bolsita negra sujeta con una cuerda dorada que contiene tierra de Nepantla, el pueblo en el que nació, bastarda y testaruda, con el nombre de Juana Ramírez de Asbaje. Fue en 1648: dos siglos después que Leonardo da Vinci y dos siglos antes que Virginia Woolf.

    Frente al cajón, al otro lado del sotocoro en cuyo centro encontraron la fosa común, hay una reproducción del famoso retrato que pintara Miguel Cabrera en 1750. Sor Juana aparece sentada de espaldas a su biblioteca y ante un escritorio sobre el que descansa un libro abierto, su delicadísima mano derecha entretenida entre página y página, como si en vez de dedos tuviese agujas. Es la estampa de una lectora interrumpida. Pero no es la única Juana a la vista: hay un gran monumento en un callejón, a pocos pasos de ahí, que la muestra también sentada y con un libro sobre la falda, y también hay un busto en uno de los jardines al que las estudiantes han atado un pañuelo verde, símbolo de la lucha por el derecho al aborto, que en México se despenalizó en 2023.

    La Universidad del Claustro funciona en el exconvento donde estaba la habitación de Sor Juana, Décima Musa, Fénix de México, autora de la “Respuesta a Sor Filotea”. Es esa carta que escribió en marzo de 1691 lo que provoca la obsesión de querer conocer el espacio en que leyó y escribió durante tantos años.

    Sor Juana se había tomado la libertad de criticar un sermón del padre António Vieira, uno de los jesuitas más influyentes del siglo XVII, y al obispo no se le había ocurrido mejor regalo que publicarle la crítica, cambiándole el título y agregándole sus observaciones y advertencias a modo de prólogo. Entre ellas, una exhortación a que Sor Juana dedicara más atención a los libros sagrados y dejara de lado los estudios profanos, los versos de amor y las comedias que escribía.

    Plumas como las de Margo Glantz o Josefina Ludmer escarbaron ese texto maestro que cambió definitivamente su suerte. Como cualquier respuesta, la carta de Sor Juana es un texto provocado. La poeta contesta allí no solamente una misiva, sino también un reclamo público; el que le hace ni más ni menos que el obispo de Puebla, Manuel Fernández de Santa Cruz, y bajo el seudónimo de una mujer: Sor Filotea. La que ama a Dios. La que ama a Dios. Y es que Sor Juana se había tomado la libertad de criticar un sermón del padre António Vieira, uno de los jesuitas más influyentes del siglo XVII, y al obispo no se le había ocurrido mejor regalo que publicarle la crítica, cambiándole el título y agregándole sus observaciones y advertencias a modo de prólogo. Entre ellas, una exhortación a que Sor Juana dedicara más atención a los libros sagrados y dejara de lado los estudios profanos, los versos de amor y las comedias que escribía. La “Carta atenagórica”, así, quedó sellada y circuló durante unos tres meses por toda la comunidad teológica del virreinato, sin que la monja lograra secar sus “lágrimas de confusión” para redactar la “Respuesta”.

    Octavio Paz, en Las trampas de la fe, propone sin embargo otra historia: la “Carta atenagórica” podría haberse publicado, en realidad, con acuerdo de Sor Juana, aliada con Fernández de Santa Cruz por razones de amistad, quedando implicada así en una feroz antipatía entre prelados: el obispo y el arzobispo Aguiar y Seijas, gran admirador del jesuita Vieira.

    Chivo expiatorio con o sin consentimiento, el prólogo a la “Carta atenagórica” parece haberla sorprendido de cualquier modo. El obispo le reclama en esos párrafos no tanto que escriba y lea (aunque sí le deja dicho que la curiosidad es un “vicio”), sino que modifique sus asuntos: “Mucho tiempo ha gastado V. md. en el estudio de filósofos y poetas; ya será razón que se perfeccionen los empleos y que se mejoren los libros”, le advierte. “No pretendo, según este dictamen, que V. md. mude el genio renunciando a los libros, sino que le mejore, leyendo alguna vez el de Jesucristo”.

    La furia contenida de Juana en la “Respuesta a Sor Filotea” es un espectáculo intermitente y quizás lo primero que fascina es ese ir y venir entre el rugido y el arrodillamiento. “Tretas del débil”, llamará Ludmer a la operación con que levanta sus escudos. Y lo hace desde el arranque, al ubicarse en el estratégico lugar de simple y “pobre monja”, y al agradecer con zalamerías agotadoras “tan excesivo como no esperado favor, de dar a la prensa mis borrones”.

    Lejos de ser una cárcel, para Sor Juana el lenguaje es garantía de libertad. Leerla en total dominio de esas oraciones infinitas y serpentinas con las que avanza, obstinada, astuta y decidida, hacia la consagración de su derecho a leer y a escribir, con la inquisición en la ventana, provocan ganas de aplaudirla al final de cada párrafo.

    Lejos de ser una cárcel, para Sor Juana el lenguaje es garantía de libertad. Leerla en total dominio de esas oraciones infinitas y serpentinas con las que avanza, obstinada, astuta y decidida, hacia la consagración de su derecho a leer y a escribir, con la inquisición en la ventana, provocan ganas de aplaudirla al final de cada párrafo.

    La pluma en manos de Juana se convierte en un nunchaku que alternativamente libera y cierra su cadena para dar golpes precisos y garantizarle la defensa. Argumenta, por ejemplo, que como todo viene y va a Dios, también los libros con que ella se entretiene, e incluso su propia y “negra inclinación” de hacer versos. Para justificar que ha leído y escrito mucho o quizás demasiado de “asuntos humanos” y para nada sagrados (desde obras teatrales hasta poemas de amor, de locura y de muerte), Sor Juana dirá que lo suyo “no ha sido desafición, ni de aplicación falta, sino sobra de temor y reverencia debida a aquellas Sagradas Letras”. ¿Qué más esperan de mí si no me dejan aprender, si no dejan a las mujeres enseñar para que podamos aprender, ya que no nos dejan aprender de los varones?, parece decir. ¿Qué esperan de una pobre monja más que lecturas introductorias, y todas las que haya a la vista? “Ni tengo obligación para saber ni aptitud para acertar”, firma, y en ese trabajoso movimiento se posiciona para seguir tranquilamente con la nariz en sus tomos de física, aritmética, arquitectura, arte, música o astrología.

    Porque a Sor Juana le gustaban tanto los libros que descansaba de una lectura con otra. En su “Respuesta” nos enteramos, además, de que aprendió a leer a los tres años, colándose en las clases de su hermana y a espaldas de su madre: “Teniendo yo después como seis o siete años, y sabiendo ya leer y escribir, con todas las otras habilidades de labores que deprenden las mujeres, oí decir que había Universidad y Escuelas en que se estudiaban las ciencias, en Méjico; y apenas lo oí cuando empecé a matar a mi madre con instantes e importunos ruegos sobre que, mudándome el traje, me enviase a Méjico, en casa de unos deudos que tenía, para estudiar y cursar la Universidad; ella no lo quiso hacer, e hizo muy bien, pero yo despiqué el deseo en leer muchos libros varios que tenía mi abuelo, sin que bastasen castigos ni reprensiones a estorbarlo”.

    Una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir”, advirtió Woolf en su célebre ensayo Un cuarto propio, basado en una serie de conferencias que ofreció en una universidad como la que ahora ocupa el exclaustro, una universidad como la que le fuera negada a Juana Ramírez. “Entréme religiosa, porque aunque conocía que tenía el estado de cosas (…) muchas repugnantes a mi genio, con todo, para la total negación que tenía al matrimonio, era lo menos desproporcionado y más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación; a cuyo primer respeto (como al fin más importante) cedieron y sujetaron la cerviz todas las impertinencias de mi genio, que eran de querer vivir sola; de no querer tener ocupación obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”.

    Después de una experiencia fallida con las rigurosas carmelitas descalzas, Sor Juana logró ingresar a la orden de San Jerónimo. El convento había sido fundado en 1585 y originalmente abrió sus puertas para albergar a cuatro monjas. Ella ingresó en 1669 y se quedó hasta su muerte, en 1695, dejando expresa indicación de ser enterrada con sus hermanas. De ellas se habría contagiado, mientras las cuidaba, el tifus que la llevó a la tumba.

    Casi todo lo que se ve hoy día en la Universidad del Claustro debió ser restaurado, desde las columnas hasta las fuentes de los jardines. En uno de los patios se conservan las bases derruidas de celdas en las que algunas monjas vivían. Las vigas parecen antiguas, las baldosas parecen antiguas, hasta el aire parece antiguo, pero casi nada de eso estaba ahí cuando Sor Juana vivía en este lugar hace 350 años.

    Clausurado bajo la presidencia de Benito Juárez, en 1867, a partir de entonces el edificio del convento tuvo los más diversos destinos. Además de soportar inundaciones y terremotos, allí funcionó desde un hospital militar, un cuartel y una caballería, hasta un estacionamiento, locales comerciales, una vecindad y un salón de baile nocturno llamado primero El Pirata, después Smyrna Dancing Club, después El Esmeril. No fue hasta 1975, cuando un grupo de mujeres dedicadas al estudio de la autora de Amor es más laberinto solicitó al presidente la expropiación con miras a su conservación, la que fue otorgada por decreto en 1979.

    Casi todo lo que se ve hoy día en la Universidad del Claustro debió ser restaurado, desde las columnas hasta las fuentes de los jardines. En uno de los patios se conservan las bases derruidas de celdas en las que algunas monjas vivían. Las vigas parecen antiguas, las baldosas parecen antiguas, hasta el aire parece antiguo, pero casi nada de eso estaba ahí cuando Sor Juana vivía en este lugar hace 350 años. Hasta el suelo cambió de nivel. Sin embargo, in situ es imposible detener la fantasía de imaginarla por los pasillos con la cabeza repleta de villancicos, sonetos y redondillas, acariciando a alguno de los gatos que se reparten los rincones como si fueran sus dueños.

    Si hay un pecado, tiene que ser este: de la habitación de Sor Juana no quedan más que conjeturas. En el que se presume fue su lugar, ahora hay una cafetería donde los jóvenes conversan sobre sus exámenes, ajenos a la santidad de la tierra en que descargan su peso. Lo sepan o no, Sor Juana tenía en esas coordenadas una celda de dos pisos en la que cabían cómodamente instrumentos científicos y musicales, además de una biblioteca que algunos estiman de cuatro mil libros y otros de 400. En cualquier caso, nada mal, más aún para una época en la que casi ninguna mujer sabía leer. Mucho menos escribir.

    Desde que me rayó la primera luz de la razón, fue tan vehemente y poderosa la inclinación a las letras, que ni ajenas reprensiones —que he tenido muchas—, ni propias reflejas —que he hecho no pocas—, han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en mí”, se lee también en la Respuesta.

    Pasado y presente se superponen, un palimpsesto. Donde hace siglos habría, quizás, escaleras, han pintado el recorte de sus ojos y debajo las palabras “curiosidad”, “conciencia”, “libertad”. Fantasmal y poderosa como una luna nueva, la habitación de Sor Juana cuelga del cielo. Ahí abajo los gatos se reparten las palomas.

     

    Fotografía de portada: Valeria Tentoni.

  200. Las miniaturas y el agua: Juan L. Ortiz y José Lezama Lima

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    Al cuerpo de Lezama Lima se lo definió alguna vez, en un rapto de indiscreción, como una gran cascada de mantequilla repleta de luciérnagas titilantes. Se podría decir lo mismo de su obra, partiendo por Paradiso, donde las palabras forjan una catarata irrefrenable en la que destellan diminutos lunares incandescentes. Son miniaturas que, en medio del aluvión, se fijan como garrapatas casi invisibles a la memoria; por ejemplo, en el vaso danés que describe César Aira en la breve crónica que publicó sobre La Habana. Aira lo recordaba de la novela, donde se disolvía y volvía a aparecer cada tanto, y de pronto lo vio reposando, solo y trizado, en la casa-museo del poeta, una casa minúscula de techos bajos, ventanucos raquíticos y unas pocas decenas de metros cuadrados que no sobrepasaban el tamaño de una celda. El vaso danés estaba ahí, existía, y su forma cilíndrica era recorrida por el minucioso paisaje de una remota ciudad nórdica en la que se alcanzaban a percibir, si uno se acercaba mucho o empleaba una lupa, cada uno de los edificios y cada una de las puertas de cada departamento, con las montañas detrás, el mar por delante y un cielo pálido, trazado sobre el cristal como todo el paisaje, habitado por una multiplicidad de pájaros.

    Lezama pesaba casi 200 kilos y medía dos metros de alto, era una mole, y la desproporción que guardaban entre sí su cuerpo y su casa habría sido un misterio si no fuera porque ese misterio atravesó durante un siglo entero a toda la isla. En Cuba, el detallismo de las miniaturas comparte escenario con los excesos monumentales de la prosa neobarroca, desplegada por Lezama, pero también por Carpentier, por Sarduy, por Reinaldo Arenas, por Cabrera Infante y un largo etcétera con el que no acabaríamos nunca. Incluso la Revolución que la tornó célebre fue pequeña y gigante, como quedó probado con suficiencia en Playa Girón, donde la sorpresa que se llevó Kennedy tras la derrota no es improbable que se haya debido a este imprevisible arpegio entre miniatura y gigantografía.

    La miniatura no es una reducción, porque cuando una imagen se reproduce a pequeña escala el punto de impresión se revienta y queda una mancha; la miniatura pertenece a otra esfera, a otro procedimiento. Y, sin embargo, esto no significa que no sea el efecto de una interminable excursión de palabras. Esto sucede porque cada palabra trata de ser distinta a la otra (como en el Ulises de Joyce o Larva de Julián Ríos, por dar ejemplos más que evidentes), lo que las conduce a derramarse o proliferar, no a repetirse. Entonces huyen de la generalidad, a la que le quitan su centro, y en sus derivas se condensan en el proyectil que atraviesa el ojo del lector. Ese proyectil es una miniatura, un grano de arena suelto en el aire de las páginas que se mete bajo el párpado de la memoria. La miniatura, en resumen, no nace de la reducción, sino de la abundancia. Un embotellamiento por acá, otro por allá y se hace el milagro.

    De Lezama Lima, a quien leyó con respeto pero sin dejarse tentar por su estilo, Juan L. tomó la calma del observador que prolonga los días, tomó el sosiego y la dedicación y la serena belleza del agua, aunque resulta evidente que el paisaje trazado sobre aquel vaso danés, en el que quizá reparó mientras leía la novela con su cara flacuchenta sumergida en una nube de mosquitos, debió parecerle exagerado en tamaño y volumen a alguien que, como él, había aprendido a los 15 años el oficio del miniaturista para ganarse la vida pintando, con el pelo de un carpincho, complejísimas escenas en la cabeza de un alfiler.

    Lezama murió en 1976; dos años más tarde, le siguió en la marcha un poeta de culto de Argentina, con el que no se conocieron personalmente, pero que, al igual que él, vivía en una isla de la que casi nunca se movía. También prevalecía en él una afición por las miniaturas. No era un escritor neobarroco ni se parecía físicamente a Lezama; todo lo contrario, pesaba apenas 45 kilos, y su delgadez, por más que no fuera alto, lo estiraba como la “L” de su segundo nombre hacia arriba. Firmaba Juan L. Ortiz, y su silueta se elevaba como una espiga muy fina entre los remolinos de la vegetación enana crecida a orillas del Paraná. Su casa era tan exigua como la del escritor cubano, solo que él sí cabía, sentado en una sillita que daba hacia una ventana con vistas al río.

    Juan José Saer, su amigo y admirador, lo describe hacia el final de El río sin orillas pormenorizando sus plumas, sus lápices, sus boquillas y hasta sus cigarros, todos tan finos y largos como su cuerpo. Había modificado la máquina de escribir en la que trabajaba para que sus tipos fueran muy reducidos; su caligrafía era tan perfecta como microscópica y los formatos de sus libros, al igual que los perros galgos de los que se rodeaba, eran esqueléticos y longilíneos. De Lezama Lima, a quien leyó con respeto pero sin dejarse tentar por su estilo, Juan L. tomó la calma del observador que prolonga los días, tomó el sosiego y la dedicación y la serena belleza del agua, aunque resulta evidente que el paisaje trazado sobre aquel vaso danés, en el que quizá reparó mientras leía la novela con su cara flacuchenta sumergida en una nube de mosquitos, debió parecerle exagerado en tamaño y volumen a alguien que, como él, había aprendido a los 15 años el oficio del miniaturista para ganarse la vida pintando, con el pelo de un carpincho, complejísimas escenas en la cabeza de un alfiler.

    De tanto mirar el río, él mismo se había vuelto un río, un estilizado brazo de agua al anochecer, de un modo similar a como Lezama se convirtió, en cuerpo y obra, en un colosal mar celeste. Sus portes, tan contrastantes entre sí como las extensiones de lo que escribían, tenían la escala de la materia líquida que los cercaba, y para ninguno de los dos pasaban las horas, el tiempo, los años. En realidad, no pasaba nada, solo las palabras, que Juan L. recogía de los rumores que las corrientes suaves del Paraná dejaban flotando en el aire del atardecer, mientras Lezama, bajo otro cielo, las espigaba como piedras preciosas que el Caribe devolvía una y otra vez a la orilla.

  201. Quebrantahuesos: Nicanor Parra y la expansión de la poesía en el espacio público

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    Quebrantahuesos (1952) es un claro ejemplo de cómo Parra y sus colaboradores —entre ellos Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky— desafiaron las normas establecidas al asumir una actitud neovanguardista al trasladar la poesía del libro a las calles. Esta intervención consistió en una serie de collages que emulaban portadas de periódicos, exhibidos en vitrinas ubicadas en dos lugares estratégicos del centro de Santiago: la calle Ahumada, frente al restaurante El Naturista, y la calle Bandera, frente a los Tribunales de Justicia. Estas ubicaciones no fueron elegidas al azar. La calle Ahumada, y en particular El Naturista, tenía un profundo significado histórico, ya que había sido un sitio de protesta social durante los días previos a la caída de Carlos Ibáñez del Campo en 1931. Ismael Valdés Alfonso, dueño del restaurante, era conocido por su postura antiibañista, y su establecimiento se convirtió en un centro de reunión para estudiantes y manifestantes. Al elegir este lugar para la exhibición de Quebrantahuesos, Parra y sus colaboradores evocaban deliberadamente una tradición de disidencia política, vinculando su intervención artística con un espacio cargado de memoria social y resistencia.

    Los collages de Quebrantahuesos se construían a partir de fragmentos de titulares de periódicos que, al ser recombinados, producían frases nuevas cargadas de humor y crítica. Titulares como “TRUMAN acusó a Rusia de querer toda la camioneta” o “GORDO ESPECTACULAR ha sobrepasado todo límite de consideración y respeto” son ejemplos de cómo este proyecto jugaba con la lógica del lenguaje mediático para subvertir su función tradicional. A través de la sátira y la ironía, Quebrantahuesos no solo desafiaba el poder de los medios de comunicación, sino que también cuestionaba la relación entre letra y poder en un contexto político dominado por las tensiones de la Guerra Fría.

    El contexto histórico en el que Quebrantahuesos se desarrolló es crucial para comprender su impacto. En 1952, Chile vivía bajo un gobierno que imponía severas restricciones a la participación política y la censura era una realidad constante. En este ambiente represivo, Quebrantahuesos emergió como una intervención que no solo expandía los límites de la poesía, sino que también actuaba como un vehículo de resistencia política. La elección de la calle Ahumada, un lugar de tránsito masivo, permitía que la obra alcanzara a un público amplio y diverso, obligando a los transeúntes a detenerse y reflexionar sobre los mensajes que se les presentaban. Los collages, con su humor mordaz y su crítica incisiva, rompían con la rutina diaria, invitando a una participación del espectador en la construcción del significado de la obra.

    En 1975, durante la dictadura militar, Ronald Kay rescató Quebrantahuesos del olvido, publicando su archivo en la revista Manuscritos, un hecho que subrayó la relevancia política de la obra en un nuevo contexto de represión. La recuperación de Quebrantahuesos en este periodo no solo resalta su importancia como un antecedente del arte político en Chile, sino que también muestra cómo las prácticas artísticas pueden adquirir nuevas significaciones en diferentes contextos históricos. Bajo la dictadura, donde la censura y el control mediático eran omnipresentes, Quebrantahuesos ofrecía un modelo de intervención artística que desafiaba la autoridad y proponía un uso crítico del espacio público.

    Quebrantahuesos constituye un referente clave para entender las dinámicas entre arte y política en Chile, tanto en el contexto de la Guerra Fría como durante la dictadura. (…) En su 110º aniversario, recordar a Nicanor Parra y su contribución con Quebrantahuesos nos permite no solo celebrar su obra, sino también reflexionar sobre el papel del arte en la sociedad y su potencial para transformar el espacio público en un lugar de crítica, resistencia y emancipación.

    La capacidad de Quebrantahuesos para trascender su tiempo de origen y adquirir nuevas dimensiones bajo la dictadura se debe, en gran medida, a su carácter colectivo y colaborativo. A diferencia de la poesía de corte más tradicional, dominada por la figura del autor individual, Quebrantahuesos se construyó como una obra de múltiples voces, donde cada colaborador aportaba un fragmento que, al unirse con los demás, creaba un todo complejo y polifónico. Esta multiplicidad de voces no solo desafiaba las nociones tradicionales de autoría, sino que también reflejaba la diversidad de opiniones y perspectivas que coexistían en la sociedad chilena de la época. En un contexto de represión, donde la disidencia era silenciada, Quebrantahuesos ofrecía un espacio para la pluralidad y la diferencia, convirtiéndose en un modelo de resistencia colectiva.

    Además de su carácter político, Quebrantahuesos también representa un momento clave en la historia de la poesía expandida en Chile. Al trasladar la poesía del libro a las calles, Parra y sus colaboradores rompieron con las formas convencionales de la poesía impresa y abrieron nuevas posibilidades para la interacción entre el arte y el público. Esta expansión de la poesía hacia el espacio público no solo redefinió el papel del poeta y del lector, sino que también cuestionó las jerarquías entre texto e imagen, entre lo verbal y lo visual, proponiendo una nueva forma de experiencia poética que involucraba al espectador de manera activa y participativa.

    Quebrantahuesos también anticipó muchas de las prácticas artísticas que surgieron en Chile durante los años 70 y 80, especialmente en el ámbito del arte político y de intervención en el espacio público. Grupos como el Colectivo de Acciones de Arte (CADA) retomaron, de manera consciente o inconsciente, muchas de las estrategias de Quebrantahuesos, utilizando la intervención en el espacio público, la ironía y la apropiación de los medios como herramientas para criticar el régimen militar y movilizar a la sociedad. La recuperación de Quebrantahuesos por Ronald Kay en 1975 en la revista Manuscritos no fue solo un acto de rescate histórico, sino también un gesto político que buscaba inscribir esta obra en una genealogía de resistencia cultural que se proyectaba hacia el futuro.

    En este sentido, Quebrantahuesos constituye un referente clave para entender las dinámicas entre arte y política en Chile, tanto en el contexto de la Guerra Fría como durante la dictadura. Su capacidad para adaptarse y adquirir nuevas significaciones en diferentes contextos históricos demuestra la vigencia de sus propuestas y la relevancia de su legado en la historia del arte político en Chile. En su 110º aniversario, recordar a Nicanor Parra y su contribución con Quebrantahuesos nos permite no solo celebrar su obra, sino también reflexionar sobre el papel del arte en la sociedad y su potencial para transformar el espacio público en un lugar de crítica, resistencia y emancipación.

     


    Parra íntimo: Conmemoración de los 110 años de Nicanor Parra
    En homenaje a los 110 años del nacimiento de Nicanor Parra, se realizará una conversación entre los destacados intelectuales Rafael Gumucio, Matías Rivas, Rodrigo Rojas B., Zenaida Suárez y Patricio Fernández. Presenta Carlos Peña, rector de la Universidad Diego Portales, y modera Alejandro Martínez, director del Programa Archivos UDP.
    Fecha y hora: jueves 5 de septiembre 2024, 12:30 pm.
    Lugar: quinto piso de la Biblioteca Nicanor Parra, Vergara 324, Santiago.
    Inscripciones aquí.

    Exposición “Parra íntimo”
    Muestra de fotografías de Álvaro Hoppe, Julio Bustamante y Claudio Pérez, y de libros de Nicanor Parra.
    Abierta a todo público. Las personas interesadas podrán visitarla los días jueves, entre las 15:00 y las 17:00 horas, con previa inscripción al correo bibliotecasudp@mail.udp.cl.
    Lugar: quinto piso de la Biblioteca Nicanor Parra, Vergara 324, Santiago.

  202. Nada se pierde, todo se transforma

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    En el año 1976 filmé un documental sobre el escritor José Donoso. Han pasado 47 años desde ese rodaje. Este año Donoso cumpliría 100 años. Yo cumplo 79.

    Todo se desató más o menos así: me enteré por los diarios de que José Donoso había venido a Chile a los funerales de su madre. Mi amigo Carlos Olivárez, guionista del documental, fue invitado a una cena en la que tuvo la oportunidad de hablar con Donoso y proponerle hacer un documental sobre él, su vuelta a Chile y sus novelas.

    Donoso contestó que sí, que le interesaba la propuesta, pero que antes quería saber quiénes eran los que componían el equipo que filmaría la película. Eran tiempos de dictadura y no le pareció prudente confiar en un grupo de novatos que se interesaba por hacerle un documental.

    Después de que recibió antecedentes aceptables respecto de Carlos Olivárez, Guillermo Cahn y míos, visitó nuestra pequeña productora y nos encantó con su simpatía y entusiasmo. Miró con curiosidad la cámara y las luces, y me dijo que él no necesitaba equipos para escribir sus novelas, que le bastaban las 27 letras del alfabeto. Después me preguntó qué novelas suyas había leído. Estuve a punto de inventar un par de nombres, pero me arrepentí. Le confesé que solo había leído algunos cuentos.

    Tienes que leer El obsceno pájaro de la noche —me dijo.

    Nos subimos a mi citroneta y nos dirigimos a la casa de sus padres, que él llamaba la casa benigna de avenida Holanda. Era una casa grande, rodeada de un amplio jardín. Alguien tocaba el piano.

    En esta casa siempre hay música —me dijo—. Y mucha vegetación y olor a pasto mojado. Ahí está mi papá, deberíamos entrevistarlo.

    Pero hace un par de días que murió su esposa —dije yo—, no creo que tenga ánimo para contestar una entrevista.

    Hay que confiar en la vanidad de la gente —respondió.

    Cuatro días después filmé una secuencia en la que Donoso acusaba a su padre de haberlo considerado la oveja negra de la familia.

    Entramos a la biblioteca de la casa y Donoso buscó un ejemplar de El obsceno pájaro de la noche, me lo pasó y me dijo que nos juntáramos en un par de días para comentarlo.

    Han pasado 47 años desde que rodé el documental y cada vez que puedo visito el Santiago a medio hacer que Neruda le mostró a Donoso, y que Donoso me mostró a mí. Vuelvo a mirar esta ciudad pretenciosa que, a pesar de sus fracasos, insiste en intentar ser otra. Me gusta ver esos ensambles, esas adaptaciones que no funcionan, esas escaleras puestas sobre murallas a medio terminar.

    Me fui bastante preocupado a leer la novela y a preparar el rodaje que debería iniciar lo antes posible, porque Donoso se quedaría en Chile solo dos semanas.

    Empezamos filmando en el jardín de la casa de avenida Holanda y luego recorrimos barrios antiguos de Santiago: grandes casas en las que vivieron familias adineradas, transformadas ahora en conventillos, con sus patios centrales llenos de basura y las ventanas clausuradas; vestigios de una esperanza que nunca llegó a ser.

    La metáfora es el medio de expresión —me dijo bajando las escaleras de una de estas mansiones empobrecidas—. Estas casas se me transforman en metáfora y me crecen y crecen y se me escapan de las manos. Yo ni siquiera me había dado cuenta de que había visto esos techos rotos o la suciedad del patio, pero ciertamente quedaron grabados en mí y luego, al escribir, la máquina me sacó todo eso. Entonces se produjo la metáfora, al escribir.

    Los últimos días fuimos a filmar a la Chimba, al otro lado del río Mapocho. Buscamos la casa de reposo donde su madre y otras familias ricas iban a dejar a sus sirvientas cuando envejecían y ya no podían trabajar. Estos lugares y estas ancianas solitarias, que guardaban sus pertenencias en paquetes que ponían debajo de sus camas, están presentes en El obsceno pájaro de la noche.

    Fuimos a la calle Maruri, a buscar la pensión en la que vivió Neruda cuando era adolescente.

    Este Santiago que se desmorona me lo enseñó a ver Neruda —me dijo.

    Donoso recordaba con cariño que cuando estaba escribiendo Coronación, instalado en una cabaña en Isla Negra, Neruda lo dejaba ducharse en su casa.

    Fuimos a Isla Negra. Yo tenía planeado filmar en la casa de Neruda, pero no nos dejaron entrar con la cámara. Visitamos la casa, pero no pude filmar. Me perdí una muy buena secuencia de Donoso recorriendo la casa y haciendo comentarios sobre el gusto de Neruda por los objetos. Volví a Santiago, enojado y triste.

    No te compliques —me comentó Donoso—, nada se pierde, todo se transforma.

    Donoso lo sabía muy bien: transformaba todo en novela.

    Es un ser novelante —me dijo una vez María Pilar, su esposa—, transforma todo en Literatura.

    Cada noche escribía lo que había ocurrido y lo revisaba en la mañana, para ver si podía transformar en novela o cuento algo de lo vivido el día anterior. También anotaba frases de conversaciones o citas de libros en papeles que luego insertaba en un gran clavo soportado por una base de madera que tenía sobre el escritorio. La última nota que había clavado en el extraño artefacto que le servía de archivador, decía: “Escriba no más joven, en Chile no lee nadie”. Es un consejo que le dio Andrés Bello a Diego Barros Arana que a Donoso lo divertía mucho.

    Y yo lo único que hago es leer y escribir —decía.

    No le hice preguntas a Donoso mientras filmaba, no era necesario. Él hablaba mientras recorríamos los barrios por los que se desplazó en su juventud. Improvisaba y novelaba frente a la cámara.

    Aquí es donde yo me venía a esconder —dijo Donoso en la Quinta Normal—, porque me sentía completamente rechazado. A mí se me odiaba en la casa, a mí se me censuraba todo lo que hacía, todo el mundo social que yo conocía me rechazaba; entonces yo era un paria, en cierto sentido, y venía acá y estaba con otros que eran parias como yo.

    Terminado el documental, Guillermo Cahn, el productor, viajó a Barcelona a exhibirlo en una función especial y pequeña que Donoso organizó, invitando a un grupo de amigos.

    Pasó un par de meses y recibí carta de Donoso.

    La carta se iniciaba pidiendo disculpas por su silencio: “Te escribo un poco tarde, pero te escribo. Vi la película. Hasta ahora tres veces. Y creo que tengo muchas cosas que decirte. En general me gusta mucho, y creo que ha resultado, en muchos aspectos, harto mejor de lo que yo esperaba… Quizás lo más débil sean mis intervenciones; son siempre sentimentales (necesariamente, dadas las circunstancias); pero quizá no lo hubieran sido tanto si hubiéramos ironizado un poquito presentando otros aspectos de mi personalidad, ya que en la película aparezco como un rebelde sentimental, sin rebeldía real y con ribetes de bohemio. Estas cosas aisladas nunca fui; lo que fui fue un niño bien fracasado, a quien este fracaso le dio amargura y mala leche”.

    Y luego, más adelante se queja de su voz: “Para que te voy a decir que lo que me parece lo peor es la banda sonora; quizás porque odio tanto el sonido de mi propia voz y la manera como hablo. Pero, cosa curiosa, a Muñoz Suay, que aquí es autoridad, la banda sonora es lo que más le gustó de la película”.

    Todo personaje que protagoniza un documental sabe que no se entregará por completo, que no podrá entregarse por completo, que lo detendrá el miedo a que se deforme la imagen fantaseada que tiene de sí mismo, y se defenderá construyendo una pose, un gesto, un tono de voz. Donoso confiaba en la verdad que puede transparentar esa pose. Lo dice así en sus diarios: “.Pero no existe también otra sinceridad, más sutil tal vez, más aterrada, o por lo menos con otra verdad, en la pose, en la actitud premeditadamente falsa?”.

    Han pasado 47 años desde que rodé el documental y cada vez que puedo visito el Santiago a medio hacer que Neruda le mostró a Donoso, y que Donoso me mostró a mí. Vuelvo a mirar esta ciudad pretenciosa que, a pesar de sus fracasos, insiste en intentar ser otra. Me gusta ver esos ensambles, esas adaptaciones que no funcionan, esas escaleras puestas sobre murallas a medio terminar.

    Donoso me enseñó a observar con atención la pose y a desconfiar de la verdad del cine; aprendí que todo lo vivo se mueve y que para verlo y registrarlo es necesario moverse, incorporar inestabilidad en la mirada y en la escritura. Volver a ver todo de nuevo cada día.

     

    Imágenes: Filmación del documental Pepe Donoso. Crédito: cortesía de Carlos Flores Delpino.

  203. Hechizar al lector

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    Interrumpa todo lo que quiera. Estamos metidos en una historia complicada, y no todo es siempre lo que parece”.
    Paul Auster, Viajes por el Scriptorium

    1.

    Durante los últimos 25 años, Paul Auster ha establecido uno de los nichos más singulares en la literatura contemporánea. Como escribió alguna vez un crítico del Washington Post (yo):

    Desde Ciudad de cristal, el primer volumen de La trilogía de Nueva York, Auster ha perfeccionado un estilo diáfano, confesional, y lo ha usado para situar a protagonistas desorientados en un mundo de apariencia familiar, pero bañado poco a poco de una creciente inquietud, una vaga amenaza y posibles alucinaciones. Sus tramas —que toman elementos de la narrativa de suspenso, la metaficción existencial y la autobiografía— mantienen a los lectores pasando páginas, pero a veces terminan dejándolos con incertidumbres sobre lo que acaban de experimentar.

    En particular, como sus muchos admiradores saben, su voz narrativa es tan hipnótica como la del viejo marinero de Coleridge. Empiezas uno de sus libros y ya en la página dos no tienes más opción que escuchar. Aunque puede que Paul Auster no tenga el ojo reluciente del marinero, aun así sabe mantener a un lector hechizado.

    La última novela de Auster, Un hombre en la oscuridad, es su decimoquinta —contando Jugada de presión, su libro de misterio sobre béisbol escrito como Paul Benjamin— y la primera en aparecer desde Viajes por el Scriptorium (2007), que funcionaba en parte como una especie de retrospectiva estelar. Literalmente una pieza de cámara, la delgada y beckettiana Viajes por el Scriptorium registra un día en la vida de un anciano confinado a lo que podría ser una celda o una habitación de hospicio. Mr. Blank, que sufre de amnesia, es visitado por varios de sus antiguos “agentes”, quienes lo ayudan a vestirse (completamente de blanco), tomarse sus pastillas y llenar documentos oficiales.

    Por medio de estos cuidadores y consejeros extrañamente impersonales, él se entera de que algunos de los que en otro tiempo fueron sus agentes están exigiendo su muerte; de hecho, que él sea capturado y descuartizado. ¿Qué hizo el anciano? ¿Y quiénes son todas esas personas? Más adelante, el confundido Blank se sienta en un escritorio y estudia un montón de fotografías que encuentra allí. Uno por uno, fracasa en su intento de identificar los rostros de varios hombres y mujeres:

    Examina otras diez fotografías con el mismo decepcionante resultado. Un anciano en una silla de ruedas, tan flaco y delicado como un gorrión, que lleva unas gafas ahumadas de ciego. Una joven sonriente con una copa en una mano y un cigarrillo en la otra, vestida a la moda de los años 20 y tocada con un casquete. Un hombre tremendamente obeso con una calva inmensa y un puro encajado entre los dientes. Otra muchacha, china esta vez, que lleva leotardos de bailarina. Un hombre moreno de bigote encerado, ataviado con frac y sombrero de copa. Un chico durmiendo en el césped de lo que parece un parque público. Un hombre maduro, de unos 55 años, tumbado en un sofá con las piernas apoyadas en un montón de almohadones. Un vagabundo de aspecto esmirriado, con barba, sentado en la acera y abrazando a un enorme perro callejero. Un negro regordete de sesenta y tantos años con una guía telefónica de Varsovia de 1937-1938. Un joven delgado sentado a una mesa con cinco cartas en la mano y un montón de fichas de póquer frente a él.

    Todas estas figuras, como uno puede adivinar, son personajes importantes de la obra de Paul Auster. El inválido ciego, por ejemplo, es Mr. Effing, el enigmático recluso de El Palacio de la Luna; el joven alarmantemente obeso es su hijo, el historiador Solomon Barber. El vagabundo solo puede ser Willy de Tombuctú, una novela contada desde el punto de vista del perro de Willy, Mr. Bones. De manera similar, todos los “agentes” mencionados en Viajes por el Scriptorium son creaciones de Auster: la enfermera de mediana edad que cuida solícitamente al anciano es Anna Blume, la que alguna vez fue la joven protagonista de El país de las últimas cosas; se habla varias veces de un manuscrito de Fanshawe, quien aparece en La habitación cerrada; y por último, Blank incluso es convocado por Daniel Quinn, su primer “agente”, el escritor-detective de Ciudad de cristal.

    Tal deleite en la ficcionalidad e intertextualidad es un aspecto prominente de la escritura de Auster. Como cajas chinas, sus libros siempre contienen historias dentro de historias. Su última novela, Un hombre en la oscuridad, alberga en sus 180 páginas no solo la narración principal, sino también un importante contrarrelato, las tramas de cuatro películas, tres largas anécdotas sobre personas in extremis, y el recuento de varios matrimonios y amoríos. Esta exuberancia se extiende, también, a los personajes de Auster, quienes descubren que un solo libro no siempre basta para contenerlos. Ellos siguen merodeando en silencio. En El Palacio de la Luna, por ejemplo, David Zimmer le escribe a Anna Blume, quien al final le envía una carta de vuelta en su novela El país de las últimas cosas. Y Zimmer reaparece más tarde en El libro de las ilusiones. En Viajes por el Scriptorium descubrimos que Molly, la tía de Daniel Quinn, se casa con Walt Rawley, el protagonista flotante de Mr. Vértigo.

    ***

    Cuando Balzac les permitió a sus lectores vislumbrar a Eugène de Rastignac —el protagonista de Papá Goriot— en varias novelas siguientes de La comedia humana, quería capturar el gradual ascenso social y la creciente degradación moral del joven provinciano. Por el contrario, los reciclajes de Auster suelen parecer meros jugueteos. Consideren los nombres de sus personajes. Al novelista, que fue un lector apasionado en sus 20 y 30, le gusta homenajear a sus autores y artistas favoritos. El ya mencionado Fanshawe, por ejemplo, es el protagonista homónimo de la primera novela de Nathaniel Hawthorne —y Hawthorne es el escritor estadounidense con quien Auster más se identifica. Un expolicía en Ciudad de cristal se llama Michael Saavedra; Don Quijote, escrito por Miguel de Cervantes Saavedra, es la novela favorita de Auster. En La música del azar, los personajes principales son el apostador Pozzi y el desafortunado viajero Nashe: el primero recuerda a Pozo en Esperando a Godot de Beckett (y a las estafas piramidales Ponzi); el segundo de seguro está tomado de Thomas Nashe, el autor de The Unfortunate Traveller.

    Auster reconoce su afición por esta novela picaresca del siglo XVI, mientras que Samuel Beckett ha sido un referente habitual para él. Por ejemplo, el monólogo de Peter Stillman en Ciudad de cristal se parece al de Lucky en Esperando a Godot; una obra de teatro temprana de Auster, Laurel y Hardy van al cielo, es obviamente un pastiche de Beckett (y su elemento principal —la interminable construcción de un muro— es reutilizado en La música del azar); y toda la situación y el tono inexpresivo de Viajes por el Scriptorium sugieren una amalgama de La última cinta de Krapp y Malone muere.

    Auster ha negado que sus novelas sean autobiográficas; no obstante, hace guiños a su historia personal en virtualmente cada una de ellas. Es más, esa historia ya es bien conocida, debido a que ha escrito tantos textos de carácter memorialístico: El arte del hambre, La invención de la soledad, A salto de mata, El cuaderno rojo y numerosos ensayos. Con frecuencia, el esfuerzo en apariencia simbólico de esconder una alusión funciona como guía hacia esta. En La noche del oráculo, el escritor cincuentón John Trause sufre de flebitis. Al igual que Auster, de cuyo apellido Trause es un anagrama. En Leviatán, la primera esposa del protagonista es Delia y la segunda es Iris; la primera esposa de Auster se llamaba Lydia y la segunda Siri. Cuando el anciano Mr. Effing, de El Palacio de la Luna, decide regalarle 20.000 dólares a desconocidos aleatorios en la ciudad de Nueva York, los lectores de A salto mata recordarán cuando Auster contó cómo H. H. “Doc” Humes practicaba una filantropía similar (aunque con solo 15.000 dólares). En Un hombre en la oscuridad, el protagonista indica que “hasta que cumplí los 15, lo único que me importaba era el béisbol”. Como Auster dice en su entrevista en la Paris Review (y en otras partes): “Hasta que cumplí los 16, más o menos, el béisbol era lo más importante en mi vida”. En Ciudad de cristal, el protagonista, Quinn, incluso visita al Paul Auster “real” y conoce a la esposa del escritor, Siri Husvedt, y a su hijo Daniel.

    ¿Por qué hace estas cosas Auster? En algunos sentidos, uno podría comparar sus juegos narrativos con el “efecto de distanciamiento” de Bertolt Brecht. Brecht sostenía que un actor debía representar su papel desde una cierta lejanía, casi con ironía, como si comentara sobre el personaje en vez de perderse a sí mismo en él. Incluso creía que lo que pasaba entre bambalinas debía hacerse visible para el público. El punto del teatro, para Brecht, no era que los espectadores se perdieran a sí mismos en la obra, sino que analizaran los problemas que planteaba, reflexionaran sobre las interacciones de los personajes, pensaran en distintas posibilidades y desenlaces. Auster mismo ha enfatizado que siente fascinación por “ciertas preguntas filosóficas sobre el mundo”, en torno a aspectos particulares de la identidad y la psicología humana. Su arte, que es un jugueteo tomado en serio, apunta a elevar nuestra conciencia de la irrealidad general de la vida, a recrear en la página parte de su maravillosa serendipia y extrañeza.

    La pasión de Auster por el artificio, por patrones y propósitos entretejidos en lo que parece fruto del azar, se extiende incluso a la manera en que su narrativa se acopla con la historia y los eventos actuales. A un nivel simple, Auster puede insertar convincentemente a una estrella de películas mudas imaginaria en el desarrollo del cine temprano (Hector Mann, de El libro de las ilusiones). Pero lo más usual es que nos haga rascarnos la cabeza, preguntarnos cuánto peso debemos darle a una sugerencia fugaz, a una mera insinuación. En Un hombre en la oscuridad, el narrador se casa con una joven llamada Sonia Weil, que literalmente habla con Dios; su padre, el “prestigioso científico” Alexandre Weil, escapó de los nazis consiguiendo un trabajo en Princeton. ¿Debemos detectar aquí un ligero aire a la filósofa religiosa Simone Weil y una alusión a su hermano André Weil, matemático que enseñó en Princeton, o no? Más adelante en la novela, el personaje muere de un modo que obviamente remite a una conocida atrocidad contemporánea. ¿Debemos leer una muerte con el lente de la otra? ¿O es que Auster solo está explotando nuestros recuerdos de noticias vistas y leídas?

    Gran parte del dramatis personae de Auster está compuesto por actores que hacen de diversos bichos raros y personajes excéntricos, mientras que sus protagonistas masculinos se asemejan unos a otros, son clones de Paul Auster. No importa. Aquellas historias, situadas en el desierto del oeste, o en las viles calles de Nueva York, o durante la Depresión o la Segunda Guerra Mundial, o en varios otros Estados Unidos de ciencia ficción, son irresistibles.

    ***

    Sin importar cómo uno responda estas preguntas, todo ese engrosamiento textual se justifica por la enorme y duradera pasión de Auster por las historias. Como escribe en la introducción a Creía que mi padre era Dios: Relatos verídicos de la vida americana, siempre se ha sentido atraído por “las historias [que] rompieran nuestros esquemas, que fueran anécdotas que revelasen las fuerzas desconocidas y misteriosas que intervienen en nuestras vidas, en nuestras historias familiares, en nuestros cuerpos y mentes, en nuestras almas”. Lo que dice de su antología podría decirse de su propia obra completa: “Esperaba reunir (…) un museo de la realidad estadounidense”.

    En gran medida, las exhibiciones del propio Auster se podrían agrupar en la gran galería titulada “Misterio”: cada uno de sus libros ofrece enigmas, acertijos y problemas por resolver. Pero aunque las pistas sean evidentes, sus significados pueden resultar esquivos. Justo antes de iniciar su carrera como novelista, Auster —que entonces era poeta y traductor— pasó mucho tiempo leyendo historias de detectives (e incluso escribió una, la ya mencionada Jugada de presión), aprendiendo las virtudes de la forma y luego adoptándolas para sus propios objetivos más ambiciosos. Como dice Quinn, el creador del detective ficticio Max Work:

    Lo que le gustaba de esos libros era la sensación de plenitud y economía. La buena novela de misterio no tiene desperdicio, no hay ninguna frase, ninguna palabra que no sea significativa. E incluso cuando no es significativa, lo es en potencia, lo cual viene a ser lo mismo. El mundo del libro toma vida, bulle de posibilidades, de secretos y contradicciones. Dado que todo lo visto o dicho, incluso la cosa más vaga, más trivial, puede estar relacionada con el desenlace de la historia, es preciso no pasar nada por alto. Todo se convierte en esencia; el centro del libro se desplaza con cada suceso que lo impulsa hacia adelante. El centro, por lo tanto, está en todas partes, y no se puede trazar ninguna circunferencia hasta que el libro ha terminado.

    Debido a este modelo, casi no es sorpresa que Auster valore la claridad y precisión absolutas, ni que sus oraciones eviten cualquier grandiosidad obvia: no se puede permitir que nada estorbe en el desarrollo de la historia. De hecho, gran parte del dramatis personae de Auster está compuesto por actores que hacen de diversos bichos raros y personajes excéntricos, mientras que sus protagonistas masculinos se asemejan unos a otros, son clones de Paul Auster. No importa. Aquellas historias, situadas en el desierto del oeste, o en las viles calles de Nueva York, o durante la Depresión o la Segunda Guerra Mundial, o en varios otros Estados Unidos de ciencia ficción, son irresistibles.

    Hasta hace no mucho, solo unos pocos novelistas literarios innovadores podían compararse con Auster en su gusto por reformular historias de misterio, fantasía y aventura. Auster usa estos géneros una y otra vez para iluminar, usualmente con gran intensidad, las relaciones fundamentales de la vida: la parentalidad (en especial entre padres e hijos), las parejas casadas, los mentores y discípulos, los artistas y su obra, incluso los amos y sus mascotas. En general, todas estas afiliaciones se encuentran bajo una severa tensión: hay secretos entre amigos, infidelidades sospechadas o ciertas, erupciones de violencia callejera dentro de una vida ordinaria, revelaciones dolorosas. En El Palacio de la Luna, el agradable y joven protagonista causa sin querer las muertes de su abuelo, su padre y su hijo. Más recientemente, los libros de Auster —al menos la última media docena— se han enfocado con regularidad en hombres mayores, debilitados, con vocaciones literarias o intelectuales, como si el autor estuviera procesando con antelación sus años finales (Auster tiene poco más de 60).

    Algunas de las fijaciones y técnicas de Auster —las conexiones incestuosas entre libros, la autobiografía oblicua, el ambiguo desdibujamiento de la realidad y la ficción, la fatalidad omnipresente— podrían arruinar cualquier novela ordinaria de pura grandilocuencia. Y la grandilocuencia, al igual que el sentimentalismo, son dos críticas que se le suelen hacer a su obra. En sus mejores momentos, su tono es equilibrado, meditativo, inteligente, aunque a veces llegue a ser gravemente majestuoso, tanto rimbombante como sentencioso. Demasiado a menudo, sus personajes son simples juguetes de fuerzas invisibles; y la acción más trivial —contestar un teléfono, comprar una libreta azul— puede traer consigo las consecuencias más horrendas e improbables. Lo que podría parecer casualidad suele estar predestinado, y para Auster Nueva York en realidad es Bagdad en el Hudson, un mundo de mil y una noches de presagios, identidades cambiantes, ganancias inesperadas, encuentros improbables, tremendamente buena o mala suerte, y todas esas peripecias abruptas que parecen más de melodrama que de narrativa moderna.

    A veces pienso que Paul Auster es el ahijado del legendario periodista del New Yorker Joseph Mitchell: introspectivos y nostálgicos por naturaleza, ambos se sienten atraídos por los parias, bohemios e inadaptados más carismáticos de la sociedad, y se sienten en casa en los rincones extraños de la vida metropolitana. Y ambos sugieren que los estadounidenses son tan solitarios como los hombres y mujeres que se vislumbran en las pinturas de Edward Hopper.

    2.

    Un hombre en la oscuridad se enfoca en August Brill, un crítico de libros retirado de 72 años, y la acción, la poca que hay, toma lugar en una pieza durante el curso de una noche. (Nótese que Viajes por el Scriptorium describe un único día en la vida de Mr. Blank, también confinado en una sola habitación). El primer párrafo presenta a los tres personajes principales y el misterio que mueve la acción:

    Estoy solo en la oscuridad, dándole vueltas al mundo en la cabeza mientras paso otra noche de insomnio, otra noche en blanco en la gran desolación americana. Arriba, mi hija y mi nieta están cada una en su habitación, también solas: mi hija única, Miriam, de cuarenta y siete años, que se acuesta sola desde hace cinco, y Katya, de veintitrés, única hija de Miriam, que antes dormía con un joven llamado Titus Small, pero ahora Titus ha muerto, y mi nieta duerme sola con el corazón destrozado.

    Luego Brill dice que durante sus ataques de insomnio “me quedo tumbado en la cama y me cuento historias”. Estas historias, señala, “quizá no sean gran cosa, pero siempre y cuando no me salga de ellas, me evitan pensar en cosas que prefiero olvidar”. ¿Cuáles, nos preguntamos, son estas cosas ocultas sobre las que Brill no quiere pensar? ¿Qué le pasó, volvemos a preguntarnos, a Titus Small? En este punto, la novela de pronto se desvía hacia el relato más reciente de Brill.

    Owen Brick, quien trabaja como mago para niños en Nueva York, despierta de un sueño intranquilo para encontrarse a sí mismo vestido como soldado y atrapado en un agujero profundo. Eventualmente es rescatado por un tal sargento Tobak, quien insiste en llamarlo “cabo”. Todo esto es inexplicable para Brick, hasta que entiende que ha sido transportado a un universo alternativo, uno en que Estados Unidos está pasando por una sangrienta guerra civil. En este mundo no ocurrieron ni el 11 de septiembre ni la invasión de Irak. En cambio, la historia tomó un camino diferente en el 2000, justo luego de la peleada elección de George W. Bush. Brick poco a poco recolecta fragmentos de lo ocurrido:

    Las elecciones de 2000… justo después de la decisión del Tribunal Supremo… manifestaciones… tumultos en las principales ciudades… un movimiento para suprimir la Junta Electoral… derrota del proyecto de ley en el Congreso… otro movimiento… dirigido por el alcalde y los regidores de los distritos municipales de la ciudad de Nueva York… secesión… aprobada por la asamblea legislativa en 2003… ataque de las tropas federales… Albany, Buffalo, Siracusa, Rochester… la ciudad de Nueva York bombardeada, ochenta mil muertos… pero el movimiento crece…

    Mientras se encuentran bajo ataques constantes de “los federales”, los diversos Estados Independientes de América promulgan su propia agenda política y social de sentido común: “Política exterior: no injerencia… Política interior: seguridad social para todos, no más petróleo, no más coches ni aviones, un incremento del cuatrocientos por cien en el salario del profesorado (para atraer a la profesión a los estudiantes más dotados), estricto control de armamento, educación gratuita y formación profesional para los pobres”. Por desgracia, todo esto ocurre “en el reino de la fantasía por el momento, un sueño para el futuro, puesto que la guerra va para largo, y el estado de emergencia sigue en vigor”.

    El hecho es que el país se ha vuelto un campo de batalla, donde la ley marcial está en efecto, la muerte súbita es común, los servicios básicos escasean y un solo huevo cuesta cinco dólares. Y no hay desenlace a la vista, a menos que… ¿A menos que qué? Brick descubre por qué fue transportado a ese Estados Unidos alternativo: ha sido elegido para asesinar al hombre responsable de la guerra civil y ponerle fin al conflicto cada vez más sangriento. En este punto, el confundido Brick aprende lo que todos los lectores de ciencia ficción saben: “No hay una sola realidad, cabo. Existen múltiples realidades. No hay un único mundo. Sino muchos mundos, y todos discurren en paralelo, mundos y antimundos, mundos y sombras de mundos, y cada uno de ellos lo sueña, lo imagina o lo escribe alguien en otro mundo. Cada mundo es la creación mental de un individuo”.

    Solo unos pocos novelistas literarios innovadores podían compararse con Auster en su gusto por reformular historias de misterio, fantasía y aventura. Auster usa estos géneros una y otra vez para iluminar, usualmente con gran intensidad, las relaciones fundamentales de la vida: la parentalidad (en especial entre padres e hijos), las parejas casadas, los mentores y discípulos, los artistas y su obra, incluso los amos y sus mascotas.

    ***

    En un principio se piensa que el creador de aquel Estados Unidos resquebrajado, asolado por la guerra, se llama Blake, luego Blank (un guiño de vuelta al protagonista-escritor de Viajes por el Scriptorium), pero resulta ser, por supuesto, Brill. Al parecer —aunque aquí la lógica parece defectuosa— Brill no inventó la totalidad de este mundo, “solo ha urdido la guerra. Y también lo ha imaginado a usted. ¿Es que no lo entiende? Esta es su historia, Brick, no la nuestra. Ese anciano lo ha creado para que usted lo mate a él”.

    Naturalmente, nuestro mago para niños —un hombre tranquilo, respetuoso de la ley, recién casado— no tiene intención de matar a nadie. Sin embargo, si asesina a Brill, le traerá paz a ese Estados Unidos en ruinas; si no lo hace, la guerra continuará, con más y más víctimas. ¿Qué importa la vida de un hombre al ponerla en una balanza contra las vidas de miles, tal vez millones?

    Esta pregunta ética recuerda a un famoso cuento de Ursula K. Le Guin, “Los que se alejan de Omelas”. Aquí resulta que un mundo utópico, maravilloso y civilizado puede seguir existiendo, dándole felicidad y satisfacción a todos sus ciudadanos, siempre que, en la profundidad de un calabozo subterráneo, un niño pequeño sea torturado sin parar. La mayoría de la gente acepta este pacto con el diablo, pero como dice el título, no toda.

    A su debido tiempo, Brick intenta salir de este dilema ético con astucia, pero incluso tras escapar de vuelta a su propio tiempo, nuestro tiempo, descubre que está siendo perseguido por agentes de ese otro Estados Unidos. Su esposa Flora es amenazada. ¿Qué debe hacer? ¿Qué puede hacer? ¿En verdad es un soldado con una misión? ¿Debe volverse un asesino, un terrorista? Es atormentado por la incertidumbre. Más aún, también es tentado sexualmente por una hermosa mujer de su pasado, pero ¿ella es una aliada, una doble agente o algo más?

    Auster ya ha imaginado mundos devastados y apocalípticos antes —en especial en la desoladora El país de las últimas cosas, donde el feroz salvajismo recuerda a películas como 1997: escape de Nueva York y Mad Max 2—, pero aquí su giro hacia la política contemporánea es particularmente pronunciado. Como dice Brick: “Una pesadilla detrás de otra”. Las escenas en este Estados Unidos bombardeado claramente pretenden remitir a los noticiarios sobre Irak, traer a casa el horror visceral y el caos moral de la guerra implacable, total.

    Incapaz de dormir una noche, Brick deambula hacia la cocina de una casa en la que ha estado quedándose. Solo tiene “los ociosos pensamientos del insomne, mientras busca en los armarios un vaso y una botella de whisky”. Su mente no es más que una sucesión de ideas somnolientas, hasta que Auster escribe:

    Así nos ocurre a todos, jóvenes y viejos, ricos y pobres, hasta que un acontecimiento inesperado cae sobre nosotros para sacarnos de golpe de nuestra modorra.

    Brick oye a lo lejos unos aviones que vuelan bajo, luego el ruido del motor de un helicóptero, y un momento después, el estridente fragor de una explosión. Las ventanas de la cocina saltan en añicos, el suelo se estremece bajo la planta de sus pies descalzos y luego empieza a inclinarse, como si los cimientos de la casa estuvieran cambiando de lugar, y cuando Brick corre hacia el vestíbulo para subir la escalera y prevenir a Virginia, se encuentra con grandes y estremecidas llamaradas. Astillas y fragmentos de tejas llueven del techo. Brick dirige la mirada hacia arriba, y tras unos segundos de confusión comprende que está mirando al cielo nocturno a través de una espesa nube de humo. La mitad superior de la casa se ha esfumado, lo que significa que Virginia también ha desaparecido, y aunque sabe que no servirá de nada, siente unos desesperados deseos de subir la escalera y buscar su cuerpo. Pero los escalones están ardiendo, y morirá quemado si se acerca un poco más.

    Escapa corriendo al jardín, y por todos lados salen vecinos aullando de sus casas en plena noche. Un contingente de tropas federales se ha concentrado en medio de la calle, cincuenta o sesenta hombres con casco, todos ellos armados con metralletas. Brick levanta las manos en un gesto de rendición (…).

    ***

    Dado que gran parte de Un hombre en la oscuridad se ocupa en un inicio de las aventuras de Brick, sería bastante fácil tomar esta como la historia principal, excepto porque Auster en ocasiones interrumpe la narración para recordarnos sobre el viejo reseñista de libros y las dos mujeres dormidas en el piso de arriba. Brill nos cuenta que durante el día él y su nieta ven películas y las discuten, se supone que para pasar el tiempo, pero sobre todo para ayudar a Katya a superar su duelo. Brill nota que en las películas que arriendan —obras maestras internacionales como La gran ilusión, Ladrón de bicicletas, El mundo de Apu e Historias de Tokio— “son las mujeres quienes llevan el mundo. Se ocupan de lo que verdaderamente importa mientras que los desventurados hombres van dando tumbos por ahí haciendo chapuzas”.

    Los hombres de esta novela en general son soñadores, románticos, fanáticos, buscadores de paraísos imposibles. Pero las mujeres de Auster son fundamentalmente sensatas, con los pies en la tierra (y terrenales), del todo realistas, y ninguna lo es más que Flora, la esposa imaginaria del imaginario Brick. Ella es “una mujer (…) que sabe que solo existe la realidad presente de la que forman parte esencial la anestesiante rutina, las breves trifulcas y las preocupaciones económicas, que intuye que a pesar de los dolores, el tedio y las decepciones, nunca estaremos más cerca del paraíso de lo que estamos en este mundo”. Su filosofía de vida es una de moderación, de tranquilos placeres humanos:

    Empezamos a vivir otra vez. Tú te dedicas a tu trabajo, yo al mío. Comemos, dormimos y pagamos los recibos. Fregamos los cacharros y pasamos la aspiradora. Hacemos un niño juntos. Me metes en la bañera y me lavas el pelo. Yo te froto la espalda. Aprendes nuevos trucos. Vamos a ver a tus padres y escuchamos a tu madre mientras se queja de su salud. Seguimos adelante, cariño, viviendo nuestra modesta vida. Eso es lo que estoy diciendo.

    Los discursos de Flora, al igual que otros aspectos de Un hombre en la oscuridad, claramente van a dividir a los lectores: ¿Esas son palabras sabias, dichas en simple? ¿O son razonables lugares comunes? Es difícil saberlo. Para mi oído, suenan un poco trilladas, tal como la novela en su conjunto se me hace un poco descuidada en el diseño, pero demasiado esquemática en el final. Los dilemas éticos se plantean pero no se resuelven —la que puede ser la decisión estética correcta—, mientras que el aprendizaje es señalado por la expectativa de un desayuno contundente y saludable, lo que suena a la vez sensato y cursi. Pero pese a que estas advertencias obviamente importan, en otro nivel, no lo hacen: Un hombre en la oscuridad es sin duda una lectura placentera. Auster realmente posee lo que Nabókov llamaba la varita del hechicero.

    En mitad de la noche, Katya —incapaz de dormir— le pide a su abuelo que le cuente toda la historia de su matrimonio con su abuela Sonia. Brill describe un cortejo mágico y una vida matrimonial idílica, destruida por su propia inquietud romántica e infidelidad. También describe la alegría de acompañar el nacimiento de su hija Miriam, luego las sorpresivas consecuencias del nacimiento de la misma Katya y, por último, la relación de la joven con el aspirante a escritor Titus Small, cuyo espantoso destino solo descubrimos en las últimas páginas de la novela.

    A veces pienso que Paul Auster es el ahijado del legendario periodista del New Yorker Joseph Mitchell: introspectivos y nostálgicos por naturaleza, ambos se sienten atraídos por los parias, bohemios e inadaptados más carismáticos de la sociedad, y se sienten en casa en los rincones extraños de la vida metropolitana. Y ambos sugieren que los estadounidenses son tan solitarios como los hombres y mujeres que se vislumbran en las pinturas de Edward Hopper.

    3.

    Brill abre Un hombre en la oscuridad escribiendo: “Me quedo tumbado en la cama y me cuento historias”, una oración que repite cerca del final del libro. Para Paul Auster, esta es la principal consolación disponible para nuestra condición humana: vivimos en la oscuridad, con miedo, ignorancia, perplejidad moral. Para escapar de nuestras vidas y tribulaciones, para salvar nuestras almas aproblemadas, para librarnos de la muerte de la verdad (Nietzsche), como una manera de corregir la realidad (Freud), o tan solo porque “la humanidad no puede soportar mucha realidad” (Eliot), nos contamos historias a nosotros mismos, con la esperanza de atravesar la noche que nos rodea hacia otra mañana.

    Este escape hacia las historias —un tropo central de Un hombre en la oscuridad— se ha repetido a lo largo de la narrativa de Auster: “No puedo dejarlo. El libro es lo único que me mantiene en pie, me impide pensar en mí mismo y hundirme en mis propios problemas. Si dejara de trabajar en él, no creo que pudiera sobrevivir ni un día más” (El país de las últimas cosas); “La niña tiene la historia, y cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir” (Brooklyn Follies); “Míster Blank ya es uno de los nuestros (…). Míster Blank es viejo y le fallan las fuerzas, pero mientras permanezca en la habitación con la puerta cerrada y los postigos cerrados en la ventana, jamás morirá, no desaparecerá, nunca será otra cosa que las palabras que estoy escribiendo en su página” (Viajes por el Scriptorium).

    Auster dijo una vez en una entrevista: “A lo largo de los años, he estado profundamente interesado en la artificialidad de los libros (…). O sea, quién está engañando a quién, al final. Cuando abrimos un libro de ficción sabemos que estamos leyendo algo imaginario, y siempre nos ha interesado explotar ese hecho, utilizarlo, hacerlo parte de la obra misma”. Es cierto que Auster puede resultar artificial, incluso hasta el punto de la afectación y el camp. En Un hombre en la oscuridad, los personajes se llaman Blake, Black, Bloch, Blank, Blunt, Brand, Brandt, Blaine, Brick y Brill. Eso sin contar a Bush. ¿Quién está engañando a quién? Auster, como un buen comediante, jamás deja ver ni el asomo de una sonrisa cómplice. Pero a la luz de un artilugio tan obvio, nunca cabe duda alguna de que estamos dentro de un relato, un artefacto verbal, arte.

    Las novelas de Auster suelen explorar el umbral entre el Mundo Primario de la vida y lo que J. R. R. Tolkien llamaba el Mundo Secundario del arte; nos llevan dentro de ese reino liminal donde la fantasía reemplaza el desabrido cotidiano. “Aprendí que no soy el único —ha escrito Auster— en creer que cuanto más sabemos del mundo, más desconcertante y difícil de aprehender nos resulta”. Basta con ver los inquietantes títulos de sus libros: Ciudad de cristal, Fantasmas, La habitación cerrada, El país de las últimas cosas, El Palacio de la Luna, La música del azar, Leviatán, Mr. Vértigo, Tombuctú, El libro de las ilusiones, La noche del oráculo, Brooklyn Follies, Viajes por el Scriptorium, Un hombre en la oscuridad. Cada uno de ellos insinúa algo romántico o sobrenatural, sugiere que los sueños podrían ser reales y la realidad apenas un sueño. O una pesadilla.

    En definitiva, Auster nos recuerda que cada uno de nosotros observa la existencia a través de lentes teñidos de historias. El mundo que habitamos está literalmente moldeado por Historias. Todos tenemos nuestras “historias de vida”, y estas gobiernan cómo nos vemos a nosotros mismos y a otros, cómo interpretamos hechos y recuerdos y expectativas. Cuando nuestros salvadores y maestros nos hablan de las grandes verdades, ya sea de religión o filosofía, siempre nos hablan en parábolas. Cuando los artistas, o las personas comunes, hablan de lo que en verdad importa, empiezan y terminan contando historias, maravillosas, fascinantes historias, como aquellas en la obra de Paul Auster.

     

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    Publicado originalmente como “Spellbound” en The New York Review of Books, el 4 de diciembre de 2008. Copyright © 2008 Michael Dirda. Se traduce con autorización del autor y la revista. Traducción de Sebastián Duarte Rojas.

     


    Viajes por el Scriptorium, Paul Auster, traducción de Benito Gómez Ibáñez, Booket, 2019, 144 páginas, $8.900


    Un hombre en la oscuridad, Paul Auster, traducción de Benito Gómez Ibáñez, Booket, 2022, 192 páginas, $14.590.


    La trilogía de Nueva York, Paul Auster, traducción de Maribel de Juan Guyatt, Seix Barral, 2024, 360 páginas, $23.900.


    El Palacio de la Luna, Paul Auster, traducción de Maribel de Juan Guyatt, Booket, 2024, 368 páginas, $13.900.

  204. El otro Murakami, el malo

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    Hace algún tiempo escuché que alguien se refería a Ryū Murakami como el otro Murakami, el malo. Me imaginé que el bueno era Haruki, el eterno candidato al Nobel de Literatura y el culpable de esas kilométricas novelas que abultan las librerías de nuestro país. Al leer Piercing, el último título del autor publicado en Chile, no me cabe duda de que Ryū es el perverso: el motor de su narración se sirve de la abyección para entregarle al lector una dosis de violencia de la que pocos escritores podrían jactarse. Si queremos referirnos a lo retorcido, Ryū Murakami es el autor contemporáneo más sobrecalificado para dar cátedra al respecto.

    Piercing cuenta la historia de Masayuki Kawashima, un diseñador gráfico que goza de reconocimiento en su trabajo y que está obsesionado con dibujar carreteras desoladas bajo la luz de la luna. Kawashima está casado con Yoko, una dichosa panadera de 29 años que hace clases de repostería en su casa y con la cual tiene una hija llamada Rien. El problema del personaje principal es que padece de terrores nocturnos que no lo dejan dormir y cultivan en él pensamientos terribles. La novela parte cuando Kawashima, en uno de sus ataques tenebrosos, se para frente a la cuna de su hija con un picahielo empuñado preguntándose si será capaz de matarla.

    Este deseo de asesinar a su hija lleva a Kawashima a confesarle al lector una serie de eventos traumáticos vividos en su niñez. El maltrato que sufrió por parte de su madre, y que lo llevó a un hogar de menores, o su tortuosa relación con una mujer de treinta y muchos años, bailarina de un striptease, desentrañan la psicología de un personaje totalmente perturbado. Al ser víctima de estos pensamientos intrusivos que lo arrastran a desdoblarse en ciertos pasajes de la narración, Kawashima decide tomarse vacaciones en su trabajo para ir por 10 días a un hotel. En ese lugar planifica la idea, que según él, lo salvará de cometer el atroz infanticidio: apulañar a una completa desconocida con un punzón y luego matarla.

    En el Hotel Príncipe Akasaka, Kawashima anota en un cuaderno los pasos a seguir y previene cualquier inconveniente que pueda frustrar su plan. Es muy cuidadoso en todos los detalles. Nada se escapa de la ansiedad calculadora de Masayuki. Desde la inscripción en el hotel, hasta los utensilios necesarios para perpetrar el homicidio que aliviará sus males, todo está fríamente estructurado y listo para ejecutar.

    A ese hotel llegará Chiaki Sanada, una joven y sexy prostituta dedicada al sadomasoquismo. Este personaje femenino, igual o mucho más dañado que Kawashima, será el elegido para concretar el tan anhelado sacrificio. De ahí en adelante la novela logrará profundizar en estos dos personajes quebrados que, sumergidos cada vez más en malos entendidos y salvajismos sexuales, intentarán llegar hasta la última página del libro.

    Tanto como para alimentar la evasión y el placer por las novelas, como para retratar las postales de la calle, este título está hecho a la medida de un lector contemporáneo, y sobre todo, a la de un lector chileno. Prender la televisión y enfrentarse a las últimas noticias es ver el universo de Murakami pero con subtítulos latinoamericanos. En las calles de Santiago un personaje como Masayuki Kawashima queda chico.

    Sorprende cómo Murakami, a pesar suyo, es un autor completamente realista y contemporáneo. Piercing, publicada originalmente en 1994, no aspiraba a una posteridad. Situación que hoy se ha visto troquelada al enfrentarnos con la vitalidad de este libro, que tiene mucho más peso ahora que hace 30 años. La ansiedad, que podría ser el gran tema de la novela, no es tratada solamente como una condición terrible, sino que también horrorosa y sin salida: “Pedir ayuda no está bien. Porque tal cosa como la ayuda no existe en este mundo”. Asimismo, los traumas que se sufren en la niñez y que repercuten fatalmente en los adultos no son tratados en la novela con un tono llorón. “Todos van por ahí comparando sus heridas, como culturistas luciendo sus músculos. Y lo más increíble es que realmente piensan que pueden curarse las heridas así, poniéndolas al descubierto”. Indudablemente, estos tópicos apelan a una profundidad en aquellos lectores de la llamada Generación Z, que suele darle más cabida y comprensión a la sensibilidad y los sentimientos, quizás el tema más importante de los últimos años.

    Así Ryū Murakami dio en el clavo con una ficción que se parece demasiado a nuestra realidad. Hay que tener claro que la mirada del autor no es para nada agradable y tampoco quiere ofrecer respuestas o lecciones de moral. La lógica de estos personajes es la lógica del siglo XXI. Los lectores chilenos no deberían sorprenderse tanto a la hora de sumergirse en esta increíble novela que, con su ritmo y estructura, no da paso al aburrimiento.

    Ahora que Haruki Murakami ha vuelto a las vitrinas de las librerías chilenas con una esperada novela, creo que es mucho más prudente leer al otro Murakami, el malo, el perverso y vil. Mientras Haruki vuelve tras años de silencio a dar la lata con 500 páginas sobre un romance trillado y surrealista, el malo es un escritor que no está para argumentos de cuarto enjuague. Ryū Murakami nos pone al día, pero no se da el trabajo de advertirnos nada.

    Frente a una novela como Piercing se pueden dar dos lecturas bastante dignas del momento que vivimos. Primero, leer para evadir; segundo, caerse de bruces contra la realidad. Aunque la literatura de Murakami puede ser retorcida en extremo, no podemos olvidar aquella elegante reflexión que Charlotte Gainsbourg dijo hace algunos años respecto de las películas violentas: “Son momentos en que nos olvidamos de nosotros mismos”. Ya decía Roland Barthes que “el placer del texto es ese momento en que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas, pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo”. Pero también no se puede negar que frente a estas lecturas, el lector puede ir descifrando y comparando detalles de su existencia: el padre que le roba el auto a su propia hija o la supuesta monja que guarda el cadáver de su amiga, son hechos que solo responden a la deformada lógica de estos tiempos que para la literatura de este autor no resulta extraña.

    Tanto como para alimentar la evasión y el placer por las novelas, como para retratar las postales de la calle, este título está hecho a la medida de un lector contemporáneo, y sobre todo, a la de un lector chileno. Prender la televisión y enfrentarse a las últimas noticias es ver el universo de Murakami pero con subtítulos latinoamericanos. En las calles de Santiago un personaje como Masayuki Kawashima queda chico.

     


    Piercing, Ryū Murakami, Abducción, 2023, 216 páginas, $16.000.

  205. Marta Blanco, escritora de la palabra

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    En el teatro, escuchando a la Callas, he comprendido que, cuando escribimos, lo más difícil es sostener en el tiempo el registro agudo”.
    Giorgio Agamben

    Reeditar la obra de Marta Blanco (Viña del Mar, 1938 – Santiago, 2020), publicar sus textos conocidos y los que están a la espera de una edición póstuma, es cumplir con una deuda literaria, es rescatar —para ajustar el canon de la historia de nuestra literatura— la obra de una de las voces más potentes, diversas y originales de la segunda mitad del siglo XX y el primer quinto del XXI.

    Periodista de oficio, novelista, escritora de cuentos precisos y profundos, cronista social y política con mirada aguda, de humor irónico e implacable, mujer pionera y con opinión firme, figura de la televisión, conversadora erudita, profesora universitaria, lectora incansable, Marta Blanco se ha instalado en la literatura chilena con una obra de calidad indiscutible, reconocida y premiada por la crítica. No siempre ha tenido, sin embargo, ediciones que le hagan justicia y la adecuada presencia en librerías.

    Y es que no ha sido fácil para las mujeres ocupar un espacio en la literatura de nuestro país, menos cuando han sido de carácter firme, opinión segura y libre.

    Volver a leer la primera novela de Marta Blanco, La generación de las hojas, publicada el año 1965, por la editorial Zig-Zag, cuando solo tenía 27 años, y prologar esta segunda reedición a tres años desde su fallecimiento, ocurrido el 21 de abril de 2020, es un honor que, creo, permitirá al mundo literario sentir que, finalmente, toda obra que lo merece tiene su momento de reconocimiento e instalación definitiva. Este es el primer paso, el que antecede a futuras reediciones de sus novelas Maradentro (1997), La emperrada (2002), Memoria de ballenas (2009), El peso del corazón (2015); de sus cuentos, publicados en las colecciones Todo es mentira (1974), Para la mano izquierda (1995) y en distintas antologías a lo largo de los años; sus crónicas y artículos de opinión publicados en diversos medios periodísticos (El Mercurio, revista Paula, revista Caras, El Periodista, entre otros), y, por último, textos inéditos que están en proceso de revisión.

    Habiendo leído con atención crítica y decidida admiración el conjunto de la obra publicada de Marta Blanco, esta relectura de su primera novela que hoy prologo, solo viene a confirmar lo que he sostenido en distintas oportunidades y formas sobre el valor literario de su escritura, su originalidad, su capacidad de llevar a la palabra, dejando la vista y a un mismo tiempo, ese espacio íntimo de lo femenino —cuando decide abrirse paso en un mundo dominado por lo masculino— y la mirada del entorno desde una perspectiva propia que enriquece su comprensión, desde ese lugar en que el tiempo, condición social y económica, bagaje cultural e intelectual dejaban a la mujer un espacio reducido, abierto solo a temperamentos poderosos. En ese sentido, y claramente si bien no la primera, Marta Blanco es una de las pioneras que dejaron el campo abierto al saludable y vasto escenario de la narrativa de mujeres que, desde los años 90 hasta ahora, han mostrado una diversa fertilidad, capaz de retratar con nuevas perspectiva temas de siempre, aquellos que habían permanecido silenciados o solo se trataban de manera indirecta, críptica, alegórica para sortear dificultades.

    Marta Blanco es una de las pioneras que dejaron el campo abierto al saludable y vasto escenario de la narrativa de mujeres que, desde los años 90 hasta ahora, han mostrado una diversa fertilidad, capaz de retratar con nuevas perspectiva temas de siempre, aquellos que habían permanecido silenciados o solo se trataban de manera indirecta, críptica, alegórica para sortear dificultades.

    Marta Blanco decidió escribir, hablar, decir abriendo puertas, instalando nuevos significados, a su modo, con una voz propia, un estilo que con el pasar de los años se fue enriqueciendo y profundizando, mostrando una libertad en el uso del lenguaje narrativo que suele ser escasa entre nuestros prosistas. Así, desde La generación de las hojas hasta su última novela, El peso del corazón (2015) —incluyendo sus excelentes cuentos y crónicas—, lo que vemos en sus textos es una escritora que desarrolla todo un arco temático y de estilo, al servicio de los que fueron sus temas recurrentes, sus obsesiones intelectuales, el motor inevitable que la motivó, como artista, a decir lo que no podía callar. Ello, según queda reflejado en el epígrafe de este prólogo tomado de Giorgio Agamben, sosteniendo en el tiempo el más difícil de los registros vocales, el agudo, ese que rompe el silencio del aire, rasgándolo para dejar que en el intersticio de la nada que se anula aparezca el más sutil de los sonidos.

    La mujer; el amor y la falta de amor; la vida y su contracara, la muerte; el poder y lo femenino conviviendo con y combatiendo sus estructuras; las tradiciones y su ruptura para crear nuevos ritos y significados; el mundo de la burguesía, con sus mitos y verdades; el presente de cada día y la pasión por la historia, en una escritura que estuvo en el hoy hasta el último minuto, con lucidez y comprensión de los cambios, son todos elementos que de una u otra manera, con mayor o menor intensidad, van apareciendo a lo largo de sus textos con el objeto de atrapar e hipnotizar al lector que quiere leer una escritura con sentido y poder revelador. Si hubiese dos maneras de leer (hay muchas más, por supuesto): la del mero entretenimiento y la del descubrir, la propuesta de Marta Blanco es la de una escritura que lleva al lector al descubrimiento de espacios secretos, lo que siempre conlleva una aventura necesaria, y el juego infinito de la palabra con sus articulaciones creativas, sus imágenes impensadas, su sonido estimulante.

    Escritora de la palabra. Poseída y poseedora del lenguaje, ya en La generación de las hojas Marta Blanco debuta como escritora y novelista, aun a pesar de su juventud, con la asertividad de una inteligencia privilegiada y decidida. A sus veintisiete años, y contando la historia de su protagonista, una mujer de edad similar, en esta novela que conserva toda su vigencia, la escritora, con un dejo que recuerda a Françoise Sagan, la inolvidable autora de Bonjour Tristesse, publicada en 1954, explora esa sensación pasajera de las hojas que recoge en un epígrafe tomado de Homero, “…semejante a la generación de las hojas es la generación de los hombres…”, algo que de alguna manera es insulso, pasajero, arbitrario como de alguna manera siente que va navegando su vida la joven protagonista en ese matrimonio armado para cumplir con el deber ser social y que zarpa desde el primer día, como una odisea destinada al fracaso, cuando las inhibiciones inculcadas se desafían y lo que podría haber sido bueno, natural o necesario, se convierte en algo imposible, aburrido: “Inhibiciones. Es una palabra bonita. Bonita. Es una palabra insulsa. Insulsa. Es una palabra que proviene de nuestras inhibiciones. Algo es insulso, por lo tanto no tiene gusto a nada, por lo tanto debe haber algo con lo que lo podamos comparar, para llegar a la conclusión de que lo insulso es lo corriente y aquellas experiencias que se salen de lo corriente no son insulsas. Pero, entonces, cualquier cosa a la larga es insulsa”, reflexiona la protagonista de esta novela, en su juvenil toma de conciencia de que el aburrimiento de lo insulso no está hecho para ella.

    Aunque siempre existe la tentación de querer ver en una primera novela más de algún vestigio autobiográfico, me atrevo a decir que Marta Blanco logra transpolar cualquier elemento proveniente de la memoria de su propia existencia, convirtiéndolo en algo mucho más universal, generacional, una experiencia frecuente en las mujeres de su tiempo y que aún sobrevive bajo ropajes de una liberación que no termina por concretarse de manera definitiva, e incluso, también, en el retrato de algo que es simplemente existencial, sin referencia a géneros, al solo vivir humano, cuando ese mero estar ahí de alguien no logra anclarse en el espacio de un significado auténtico y propio. Pilar, la protagonista de La generación de las hojas, decide desde un primer momento que su reciente matrimonio no sería la cárcel que la instalaría en el centro de lo insulso, del aburrimiento, del relacionarse con pares entre los que se ha inventado un lenguaje lleno de ritos vacíos.

    Durante cuatro décadas, en una obra diversa, no tan breve —menos de lo que se cree— e intensa como el estruendo de la nota más extensa y perfectamente original de esa maravillosa e inigualable soprano que fue Maria Callas, Marta Blanco escribió desafiando lo insulso, el aburrimiento de lo obvio, la limitaciones de lo correcto, las exigencias de los hombres, los intereses del mercado.

    Como bien dijo alguna vez el gran Sánchez Ferlosio, “toda memoria es ficción y toda ficción proviene de la memoria”, y así, esta gran escritora que fue, que es, Marta Blanco (la escritura supone un sacrificio que amerita volver a sus escritores de algún modo inmortales), Pilar volverá a aparecer con su voz aguda, sostenidamente, a través de su obra. En esa maravillosa novela-memoria titulada Maradentro (Alfaguara, 1997) en la que una madre rompe el duelo por la muerte de un hijo a través de esa palabra que habla de la pena, de la memoria que no ceja, tejiendo una trenza de recuerdos en los que la madre y el hijo vuelven a ser uno: “Desde el palco del tiempo ve a la niña en la playa de Ocho Norte y a ese niño de la caleta nadando, riendo, jugando. Alguien detesta los enigmas. Dos niños juntos en la oruga de la memoria”; o en La emperrada (Alfaguara, 2002), texto en el que con verdadera maestría pone voz al silencio de la silenciada Constanza Nordenflycht, quien fuera la mujer nunca oficial de Diego Portales, y hace hablar a un coro de personajes históricos en una novela original que pone perspectiva de mujer a los orígenes de la “república portaliana”, del primer Chile en serio, del que mucho nos queda con la advertencia de un epígrafe de otro escritor que merece rescate y recuerdo, Carlos Cerda: “—Usted no ha observado el coro —me dijo. Usted comete el error de la gran mayoría. Solo tiene ojos para los protagonistas. Por eso no puede entender el mensaje. Observe las figuras del segundo plano” y, ahí, con su Constanza silenciada, secundaria y el coro de la historia, Marta Blanco nos pone patas arriba la mirada tradicional de una personaje clave de nuestra historia; o, como último ejemplo, la faraón Hatsheptsut, desde el imaginado Egipto del Siglo XIV a. de C., escribe, en su última novela, El peso del corazón (Ojo Literario Ediciones, 2015), las cartas que la mujer travestida en monarca para poder ejercer el poder faraónico, por decisión de su padre e incapacidad de su frágil hermano, le escribe a Senenmut, el visir encargado de entrenarla para tan difícil tarea, a quien secretamente ama, declarando desde un inicio: “Si algún día lees estas cartas será porque estoy muerta. Es la condición para escribirte con sentido, dejando a un lado el orgullo que según dices me posee a veces (y te agradezco el ‘a veces’), pero te advierto que el estruendo de mi corazón guiará la pluma sobre el papiro”; en todos estos textos y los otros, la escritura de Marta Blanco fue rompiendo el silencio para conjurar la nada y el olvido.

    Durante cuatro décadas, en una obra diversa, no tan breve —menos de lo que se cree— e intensa como el estruendo de la nota más extensa y perfectamente original de esa maravillosa e inigualable soprano que fue Maria Callas, Marta Blanco escribió desafiando lo insulso, el aburrimiento de lo obvio, la limitaciones de lo correcto, las exigencias de los hombres, los intereses del mercado para dejarnos una obra sincera, honesta, precisa, intensa que se irá reeditando para la lectura y la memoria, para desafiar el olvido injusto, para entregarle el lugar que le pertenece en las letras chilenas, la de una de nuestras grandes escritoras, una cuya obra solo adquirirá mayor valor y reconocimiento con el tiempo. Marta Blanco vivió siempre en el presente, con la memoria infinita y la palabra poderosa, para asegurarse un lugar en el futuro. Hoy tenemos en las manos su primera novela, ya vendrán las siguientes, sus cuentos, sus entrevistas y crónicas, quizás algún día una selección de sus cartas.

    Los baúles, los archivos ya se han abierto. Se ha iniciado la relectura, la selección, la decisión de lo que se reeditará, cómo y cuándo, lo que se editará de manera póstuma y por qué, lo que permanecerá en algún archivo universitario bajo un contrato que establezca términos y condiciones. Será un proceso que avanzará con el paso del tiempo, de la mando de la memoria y luchando contra el olvido. Su lectura, despertará el interés de biógrafos que descubrirán el interés por la vida de quien creó esta obra.

    Marta Blanco escribió con la perseverancia de las mareas, desafiando el destino, como su querida Mocha, la ballena blanca de nuestras leyendas que después Melville hiciera propia en Moby Dick y que ella recupera en su Memoria de ballenas (Uqbar Editores, 2009), donde quizá, como en un oráculo de Pitonisa, anticipaba, sobre sí misma: “Caminaba despacio por la senda trazada entre las rocas. Un pie, luego el otro. Llegaré pensaba. Voy a llegar al final del camino aunque se haga de noche”. Y ya intuimos lo que algo así puede significar para un artista de verdad.

     


    La generación de las hojas, Marta Blanco, Ediciones UC, 2024, 144 páginas, $14.000.

  206. Oído absoluto para el futuro

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    En 1989, la mexicana Selma Ancira, a quien los años dejarían ver como una de las mejores y más persistentes traductoras al castellano de la gran literatura rusa —desde Tolstói hasta Bulgákov—, se acercó, mediada por Sergio Pitol, a la oficina del editor Jorge Herralde en Barcelona. Hablaron de libros, de los rusos. “¿Qué te gustaría traducir para Anagrama?”, le preguntó Herralde. Y aunque no iba preparada, Ancira no vaciló en proponer una antología de ensayos de una poeta inigualable, Marina Tsvietáieva (1892-1941), cuya obra en castellano por entonces era casi inexistente, no así hoy en que contamos con múltiples traducciones de su prosa y su poesía (desde Severo Sarduy hasta Olvido García Valdés lo han hecho; en Chile, Carlos Henrickson tradujo y prologó sus grandes textos en Siete poemas, por Das Kapital, el 2016).

    Ese libro señero, que surgió del diálogo de traductora y editor se llamó El poeta y el tiempo, y al cabo de 35 años acaba de ser reeditado, reabriendo la fiesta de estilo, entendimiento, audacia y asombro que agencia su lectura. Reúne cuatro ensayos largos, antecedidos de un breve texto autobiográfico titulado “Respuesta a un cuestionario”, donde Tsvietáieva deja ver sus gustos, decisiones, influencias y posiciones básicas (“Con la derecha no publico nada, debido a su profunda falta de cultura”).

    Tsvietáieva tuvo una vida marcada por la ferocidad. Hostigada por la Revolución, vivió entre el exilio y el retorno, la pobreza, la amistad con Rilke y Pasternak, la lectura y la escritura como vida, la crianza, la prisión de su hijo, la ejecución de su marido, culminando todo en su suicidio en la localidad rusa de Elábuga. Su obra no es menos feroz ni voltaica. En sus ensayos salta a la vista: no son complementos a su poesía sino, como dijo Joseph Brodsky, parafraseando a Clausewitz, su continuación por otros medios, pues los escribe aplicando “una tecnología específicamente poética”, omitiendo lo evidente, generando encabalgamientos de sentido, nudos y desates visuales, llevando al extremo “el grado de expresividad lingüística de su prosa”, añade Brodsky, que luego despacha una notable lectura del singular uso del guion largo en la escritura, en verso y prosa, de Tsvietáieva, idea que en parte cabría quizás aplicar también al uso del mismo que antes hiciera Emily Dickinson: la rayita, aportando estilo telegráfico, “señala la proximidad de fenómenos y salta por sobre las evidencias”. Esa concisión, que sortea lo obvio mientras ase lo esencial, esa “colocación de palabras con la mayor gravedad específica en la sucesión más eficaz” opera en estos cuatro ensayos con potencia tan reveladora como guardiana de la dimensión misteriosa de cada fenómeno que aborda: el tiempo, la escritura, la amistad, la lectura, la muerte.

    Acerca del lugar de la poesía, de su relación con su época, dice: ‘Ser contemporáneo es crear el propio tiempo y no reflejarlo. Reflejarlo, sí, pero no como espejo sino como escudo’. Cierra el libro con ‘Algunas cartas de Rainer Maria Rilke’, otro texto de devoción literaria que le dedica a su gran amigo, a quien ya antes le ha dedicado uno de sus poemas más poderosos, ‘De año nuevo’, y de quien en páginas anteriores ha dicho: ‘Por Rilke nuestro tiempo le será perdonado a la tierra’.

    En “Un poeta a propósito de la crítica”, Tsvietáieva despliega de forma radical el lado desafiante y sarcástico de su pensar. Al perfilar al crítico, oficio al que indica de entrada como la posesión de un “oído absoluto para el futuro”, la autora lleva a cabo meditaciones en torno a su lugar y sus modos de desempeño, relacionándolo con otros saberes humanos, como la zapatería, y estableciendo distinciones afiladas entre crítica y opinión, movida esta última por una legítima “relación” directa, la cercanía: “A la relación todo le está permitido menos una cosa: proclamarse juicio”. Y al tiempo que piensa la forma de composición de la poesía, las malas prácticas de la mediocridad, la incidencia del dinero en la escritura, la vida privada más o menos escandalosa de todo autor y otros frentes del quehacer literario, despacha consideraciones así: “El crítico-prontuario, el que analiza la obra desde el punto de vista de la forma, que omite el qué y mira solo el cómo, el crítico que en un poema no ve ni al protagonista ni al autor (en vez de creado: ‘hecho’) y resuelve todo con la palabra ‘técnica’, es un fenómeno si no nocivo, sí inútil”. Y sigue: “Generar pequeños poetas es un pecado y un daño. Tras haber proclamado que la poesía es oficio, ustedes arrastran a sus círculos a personas que no han sido creadas para ella”.

    Tsvietáieva es una ensayista que abre zanjas y claros en zonas habitualmente espesas o azumagadas. Sus herramientas son una prosa afilada y vivaz, la luz cálida de su entendimiento, un humor que lo airea todo y la bravura ocasional, como cuando aboga en la poesía por un estado de posesión, en detrimento del “contenido de posesión”, algo así como la pura pose: “En un número infinitamente mayor al del poeta, existe el falso-poeta, el esteta que se atraganta de arte y no de los elementos, un ser muerto para Dios y para los hombres —pero muerto en vano”. Fulminante, posee a la vez una alta delicadeza para abrazar aquello en lo que cree o que encuentra.

    Una meditación especialmente honda se abre en “El poeta y el tiempo” y “El arte a la luz de la conciencia”, dos ensayos decisivos. Acerca del lugar de la poesía, de su relación con su época, dice: “Ser contemporáneo es crear el propio tiempo y no reflejarlo. Reflejarlo, sí, pero no como espejo sino como escudo”. Cierra el libro con “Algunas cartas de Rainer Maria Rilke”, otro texto de devoción literaria que le dedica a su gran amigo, a quien ya antes le ha dedicado uno de sus poemas más poderosos, “De año nuevo”, y de quien en páginas anteriores ha dicho: “Por Rilke nuestro tiempo le será perdonado a la tierra”.

     


    El poeta y el tiempo, Marina Tsvietáieva, Anagrama, 2024, 168 páginas, $13.000.

  207. Inés Bortagaray: “Gracioso, brillante, enigmático: Levrero era una persona extraordinaria”

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    Ella le pregunta: ¿Cuál es su característica más marcada?
    La respuesta: La escasez de pelo en el cráneo.

    La pregunta la planteaba una veinteañera Inés Bortagaray, en 1997, y la respuesta era del escritor Mario Levrero. En realidad, era un cuestionario de Proust: un formulario elaborado para conocer, de una manera distinta, al entrevistado. Por entonces, Inés creaba historias en silencio y aún no era conocida como guionista de cine y televisión, ni como autora de los libros Ahora tendré que matarte (2001) y Prontos, listos, ya (2006). Este último publicado en Chile por Laurel.

    ¿Qué es lo que más detesta de los demás? ¿De usted?
    De los demás detesto la falta de respeto por mi libertad, mi soledad y mi derecho al silencio, la manipulación, la crueldad, la insensibilidad, la ceguera ante el mundo espiritual. De mí, no hay nada que deteste realmente.

    La anterior era otra pregunta/respuesta del cuestionario de Proust. Publicado en el diario El Observador, de Uruguay, el 19 de octubre de 1997, el famoso formulario contestado por quien nació en 1940, como Jorge Mario Varlotta Levrero, fue también reproducido al final del libro Un hombre entre paréntesis. Retrato de Mario Levrero, de Mauro Libertella (Ediciones UDP). Al comienzo de esta obra leemos una especie de resumen sobre el escritor, librero y dibujante, fallecido a las 10 de la mañana del 30 de agosto de 2004, en Montevideo, hace 20 años: “Vivió 64 años, escribió 20 libros, tuvo dos hijos biológicos y un tercero de crianza. Pasó dos meses en Francia, tres años en Argentina, cuatro años en Colonia, unos pocos en Piriápolis, más de 50 en Montevideo. Vivió con cinco mujeres, escribió 126 columnas en diversos periódicos, dictó durante 20 años talleres literarios que se volvieron una leyenda”.

    A las pocas semanas de la entrevista para El Observador, Inés Bortagaray entró el taller de Levrero. Participó de sus actividades literarias y grupales por casi cinco años. Por esa época, en el 2000, Levrero obtuvo la beca Guggenheim. Recibió 33 mil dólares. Con el dinero compró unos sillones y puso aire acondicionado en el departamento. Entonces, se empeñó en escribir La novela luminosa, que comienza con El diario de la beca, donde desarrolla múltiples digresiones, apunta sus lecturas, insomnios, su adicción al cigarrillo y la computadora. “El mouse me ha arruinado por completo la mano”, anota en ese extenso prólogo: “Escribo lo que recuerdo, lo que pienso que recuerdo”. Y claro, también nombra a Inés Bortagaray: “Mientras dormía esta mañana, mi amiga Inés me dejó un mensaje en el contestador. Puedo nombrarla con su nombre real porque entiendo que lo que uno sueña no compromete a la persona con quien soñó. (…) El mensaje, que escuché luego, decía que no podría venir a visitarme esta tarde como habíamos convenido. En el sueño, ella venía de visita”.

    La escritora uruguaya comenta su aparición en La novela luminosa: “Al principio soy una inicial, pero luego sí, aparece el nombre”.

    Por esos años, de comienzos del siglo XXI, la editorial Cauce publicó una nueva colección llamada De los Flexes Terpines, dirigida por Mario Levrero. Los 15 títulos de la colección comenzaban con Interrupciones I, las columnas de Levrero publicadas en la revista Posdata. Entre otros, estaban los libros Cuaderno para un solo ojo de Fernanda Trías, Últimos días con la familia de Patricia Turnes, Una línea más o menos recta de Pablo Casacuberta y Ahora tendré que matarte, el debut literario de Inés Bortagaray. Los libros de formato bolsillo contaban con una tirada de 300 ejemplares.

    Sobre esa colección, el escritor Elvio Gandolfo apuntó un artículo en El País, el 10 de mayo de 2002: “En pleno reacomodamiento y achique de las novedades editoriales, un sello bastante nuevo difunde una colección de 15 títulos narrativos de autores uruguayos, en su mayoría inéditos. Justamente el sector más golpeado por las apreturas económicas del momento. La colección es dirigida por un escritor admirado y convertido a veces en gurú por los autores jóvenes: Mario Levrero”.

    De esos años, de la juventud, los consejos, las caminatas junto a Levrero por Montevideo, habla en esta entrevista Inés Bortagaray.

    Crees que Mario Levrero perteneció a un tipo de escritor ya en extinción, en el sentido que rehuía de los compromisos editoriales, del profesionalismo, de volverse alguien popular a través de la creación literaria…
    No estoy segura de que sea una especie en extinción, pero sí puedo decir que ya cuando lo conocí era una persona rarísima. Gracioso, brillante, enigmático: Levrero era una persona extraordinaria. También, alguien que dormía de día y se despabilaba en la noche, que tenía serias dificultades para afrontar los avatares de los días, alguien apegado a sus rutinas, con muchas mañas y rituales. También, una persona con un pensamiento muy independiente y alejado de varios mandatos que en general tomamos por buenos, o al menos por consabidos. Quiero decir: Levrero era distinto. Claro que ahora, en el imperio de las redes sociales y la autopromoción, esa reserva suya, esa manera tan diferente de ser y estar, parece todavía más insólita. Así que sí, ahora que escribo, es verdad: está en extinción. Igual, cada tanto algo que parece extinto se reproduce.

    ¿Recuerdas el contexto y cómo fue la primera vez que lo trataste?
    Sí. Fue en la primavera de 1997. Ya había leído El lugar, La ciudad, El portero y el otro, La máquina de pensar en Gladys, y estaba deslumbrada con el mundo que se me abrió con esas lecturas. Entré a trabajar como colaboradora del suplemento cultural de un diario uruguayo. La segunda página se llamaba “El oidor”: era un cuestionario Proust que cada semana se hacía a algún artista. Mi primera propuesta fue hacer ese cuestionario a Levrero. Conseguí el teléfono, lo llamé, me citó en su casa a las ocho de la noche. Fui. Vivía en el Cordón, junto a Alicia, su esposa, y Juan, el hijo de Alicia. Conversamos hasta la una de la mañana.

    [De su obra me interesa] lo incómodo, lo fuera de lugar, lo inapropiado, el extravío, el laberinto, el espejo, la gracia, lo soterrado, el encierro, las puertas, las travesías, la existencia y sus contradicciones, la escritura como problema, la observación, lo inesperado, la rabia, el humor, lo procaz, el ridículo, el miedo, el espíritu, el sinsentido. Una libertad. La memoria. La imaginación. Esas imágenes.

    ¿Con qué sensación quedaste?
    Volví a casa con las ideas revueltas y una emoción nueva: debía renunciar a mi trabajo (no lo hice), debía empezar terapia (lo hice) y ponerme a escribir (eso también). Me respondió el cuestionario un par de días después, por correo electrónico, y tras una nueva visita a la casa, esa vez con un fotógrafo, que retrató algunos espacios de la casa y sus manos, no quiso que fotografiaran su rostro, apareció el cuestionario en el diario. Un par de semanas después empecé el taller.

    ¿Cómo eran los talleres?
    Nos reuníamos en su casa una vez por semana. Levrero proponía una consigna. Escribíamos ahí mismo. Al cabo de un rato, leíamos lo que habíamos escrito. Levrero oía en silencio. Pegaba unas risotadas, opinaba, a veces también se enojaba. Había un énfasis en la escritura a partir de la imagen. La imagen como principio y como núcleo que imantaba la memoria y también la imaginación. La imagen, también, como un salvoconducto de una perspectiva profunda, que anidaba en el inconsciente. Algunos ejercicios parecían más sencillos. Otros eran bravos. En el fondo, siento que había un estímulo muy fuerte para que cada uno se conectara con su propia forma de ver y decir. Su estilo. Su voz.

    ¿Crees que era un “militante” de la literatura? Lo digo en el sentido de que todo se concentra en la escritura, luego el resto de la vida se arma en relación con esa actividad. ¿Recuerdas alguna anécdota al respecto?
    Esta es una impresión presente en muchas conversaciones con él, es un estado permanente. Fui intermitentemente a su taller, primero en aquel apartamento en el Cordón, después en la Ciudad Vieja, pero también lo quise mucho, nos hicimos amigos. Salíamos a caminar. Lo pasaba a buscar e íbamos desde la Ciudad Vieja, por 18 de Julio, la calle principal en el centro de Montevideo. En el trayecto parábamos en una librería de viejo. Él sacaba un papelito arrugado con algunos títulos anotados. Buscaba los que le faltaban, siempre novelas policiales. Mucho Raymond Chandler, mucho Dashiell Hammett, mucho Rex Stout. Llegábamos a La Pasiva, en la esquina de 18 y Ejido. Ahí nos sentábamos a tomar un café y hablábamos de la vida. La vida siempre tenía que ver con los sueños, con el ánimo, con la intuición, con algo suyo muy insobornable, guardado en la mirada, con mis desventuras, que lo hacían reír.

    ¿Qué es lo que más te interesa de su obra?
    Lo incómodo, lo fuera de lugar, lo inapropiado, el extravío, el laberinto, el espejo, la gracia, lo soterrado, el encierro, las puertas, las travesías, la existencia y sus contradicciones, la escritura como problema, la observación, lo inesperado, la rabia, el humor, lo procaz, el ridículo, el miedo, el espíritu, el sinsentido. Una libertad. La memoria. La imaginación. Esas imágenes.

    La rutina es una forma de muerte”, escribe en La novela luminosa. Es una frase que también podría definir su literatura, en el sentido de la rutina como sinónimo de lo establecido, de lo estructurado, del canon…
    Sí, definitivamente. Yo no creo que la rutina sea una forma de muerte. Me siento en desacuerdo con esa afirmación suya, pero la entiendo, y creo que a su manera Levrero defendía esa forma de muerte. La novela luminosa, y también El discurso vacío, tienen esa cadencia hecha de horas, hecha de un tiempo desmenuzado, de una mirada que se posa con parsimonia sobre el recorrido. Y lo minúsculo deja ver sus raíces profundas en otra cosa, mucho más honda y cimental.

    Su obra vuelve a leerse en España, pero entiendo que ha sido difícil. Más allá del impulso en su momento de editores como Claudio López Lamadrid o el entusiasmo de críticos como Ignacio Echevarría. ¿Levrero no es para las mayorías?
    Con los libros de Levrero hubo, sí, un gran impulso que permitió que su obra se conociera y se leyera mucho, y bien, acullá, pero luego la verdad está, yo creo, no tanto en la eclosión, sino en algo sostenido, ajeno a las vicisitudes de la moda, el encuentro con una mirada acaso periférica, excéntrica. Un encuentro que perdura, como perduran los clásicos.

     

    Fotografía: Inés Bortagaray en la Universidad Diego Portales, en noviembre de 2018. Crédito: Archivo UDP.

  208. El último pelucón

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    La historia es significativa para la humanidad cuando se esfuerza por buscar lo que considera la verdad”. Con esta frase rotunda arranca el último libro de Rafael Sagredo, Alberto Edwards, profeta de la dictadura en Chile. No se trata de una declaración cualquiera; reivindica para la historia un papel trascendental, válido en todas las sociedades, sin importar la época. Piensa la historia en relación con la democracia y, en particular, con la formación de una ciudadanía crítica, alerta a cualquier conato de autoritarismo, de cortapisa de las libertades, de restricción del pluralismo. Sagredo mira al pasado sin darle la espalda al presente. Diagnostica que en la actualidad la historia está teñida de ideología, es vulnerable a la manipulación política, y por lo mismo se ha visto ocasionalmente desvirtuada. Este ensayo tiene algo de antídoto.

    En vista de lo anterior, Sagredo está lejos de contentarse con hacer un despliegue de erudición, aunque la investigación en la base del libro sobrepasa en exhaustividad a todos los estudios anteriores que abordan la figura controvertida y compleja de Alberto Edwards. Es cierto: puesto a pesquisar la carrera del autor de La fronda aristocrática en Chile, Sagredo desempolva artículos de prensa y conferencias, y revisita libros con la lupa en la mano, mezclando citas como un DJ, citas muy expresivas del lenguaje literario y las obsesiones de Edwards, cuya interpretación conservadora de la historia republicana de Chile se mantiene prácticamente invariable a lo largo de toda su vida. Edwards es un gran escritor. Exagerando un poco, digamos que toca un piano de cola Steinway. Pero ese piano tiene pocas teclas. Por eso vuelve una y otra vez sobre lo mismo. Parece encerrado en un círculo de malestar con la sociedad de su tiempo.

    Pero lo fundamental de Alberto Edwards, profeta de la dictadura en Chile, o lo que me interesa resaltar aquí, más allá del rigor de la investigación, es que Sagredo se empeña en traer a colación el pasado, o la biografía político-intelectual de quien se definía a sí mismo como el “último pelucón”, para entrar en diálogo con el mundo contemporáneo, con autores de ahora, con ideas en circulación por estos días. Le interesa salir al paso de una lectura sanitizada del personaje. Una lectura que, a la luz de lo que Sagredo revela en este ensayo, parece tendenciosa, mañosamente selectiva, pues presenta a un Edwards con deslices, sí, pero también con estatura de estadista, de campeón del bien público, alguien casi sin mugre bajo la alfombra, menos aún con muertos en el clóset.

    Todo esto me lleva a pensar en una vieja idea sobre el significado de la historia. Desde la Antigüedad clásica, desde un autor latino como en adelante, la historia ha gozado de la reputación de ser magistra vitae, es decir, “maestra de la vida”. Del conocimiento del pasado se podrían extraer, asegura esta tradición, lecciones y ejemplos cuya validez seguiría vigente en el presente. La historia ofrecería un depósito de sabiduría que no caduca necesariamente con el paso del tiempo o el tránsito entre épocas distintas. Estudiar el pasado despejaría el horizonte de la vida, tanto individual como colectiva.

    Por supuesto, esta idea de la historia como “maestra de vida” ha tenido detractores de peso. En la primera mitad del siglo XIX, Hegel la descartó de plano en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. Lo cito: “Se remite a los soberanos, a los estadistas y sobre todo a los pueblos, a la enseñanza extraída de la experiencia de la historia. Pero lo que la experiencia y la historia enseñan es que ni los pueblos ni los gobiernos aprendieron jamás nada de la historia, ni se ajustaron a las lecciones que habría sido posible extraer de ella. Cada época y cada pueblo tienen circunstancias tan particulares, realizan una situación tan individual, que únicamente en ella y a partir de ella deben adoptar sus decisiones”. Sin ánimo de desautorizar a Hegel, la verdad es que sí se puede aprender algo de la historia, admitiendo, eso sí, que esta no entrega recetas detalladas para sortear problemas, no fija cursos de acción que podamos seguir con piloto automático.

    En el trasfondo de este nuevo libro, se percibe el esfuerzo por expresar por qué la historia importa. Cabe recordar que las humanidades, a contrapelo de un mundo donde impera una demanda estrechamente utilitaria del conocimiento y la enseñanza, llevan décadas intentando probar que sí tienen cosas relevantes que decir para el conjunto de las sociedades modernas y, en particular, para las democracias.

    Sospecho que Sagredo tiene algo de esto en mente. De seguro aprobaría a Alexis de Tocqueville cuando afirma que el conocimiento histórico nos ahorra convertirnos en “errantes en las tinieblas”. En el trasfondo de este nuevo libro, se percibe el esfuerzo por expresar por qué la historia importa. Cabe recordar que las humanidades, a contrapelo de un mundo donde impera una demanda estrechamente utilitaria del conocimiento y la enseñanza, llevan décadas intentando probar que sí tienen cosas relevantes que decir para el conjunto de las sociedades modernas y, en particular, para las democracias. Alberto Edwards, profeta de la dictadura en Chile se propone, por vías indirectas y otras veces sin rodeos, aportar herramientas de juicio al debate público-intelectual y sacarle filo a la conciencia crítica de los ciudadanos (o al menos a los lectores del libro, para no exagerar la nota).

    El libro de Sagredo termina con una selección de fuentes que ocupan la mitad del volumen. En esta segunda parte, Sagredo reúne conferencias de Edwards, junto con artículos suyos publicados en El Mercurio, artículos hasta ahora ignorados por los estudiosos del político y ensayista, no sabemos si debido a una investigación algo descuidada, o al deseo de lavar un poco la imagen póstuma de Edwards, bajando el tono de sus entusiasmos dictatoriales.

    En cualquier caso, es significativo que los textos del “último pelucón” que complementan el estudio de Sagredo, hayan sido reunidos bajo el título de “Evidencia documental”, como si se lo estuviera sometiendo a juicio. De modo convincente, Sagredo retrata a Edwards como la quintaesencia del conservador, como un autor y político de arrebatadoras inclinaciones autoritarias, idólatra de Diego Portales, sacerdote del culto al gran hombre como salvador providencial, partidario del orden a todo evento, amigo de una concepción elitista del poder, y alérgico a la soberanía popular y al debilitamiento de las jerarquías tradicionales. Constantemente amagado por el miedo a la anarquía, producto de una interpretación espeluznante del periodo pipiolo de nuestra historia, Edwards fue un enemigo público de los principios de la Revolución francesa y, por extensión, de los ideales y los logros del liberalismo, en cuyas doctrinas no ve más que un puñado de dogmas que actúan como metástasis en el cuerpo social.

    Antes —pensemos nada más en el clásico estudio del filósofo Renato Cristi sobre Edwards— se había señalado el pronunciado autoritarismo de su pensamiento. Pero nunca antes se había analizado esta cuestión con tanta contundencia, con tanta evidencia a la vista, de forma tan categórica y definitiva. Capítulo aparte merece el firme compromiso de Edwards con la dictadura de Ibáñez, en cuyo gabinete ocupó dos ministerios, y a quien sirvió como consejero de confianza y propagandista con arrastre entre el público lector. Tampoco dejaría pasar las loas de Edwards al duce, a Mussolini, un líder que le pareció casi una reencarnación de Julio César o Napoleón. Sagredo cubre muy bien los episodios ibañistas y la deriva fascista del pensamiento de Edwards, así como su fascinación —imbuida de pesimismo histórico y una noción organicista de las civilizaciones— por Oswald Spengler como autor de un libro que hizo época, La decadencia de Occidente. Rescato, entre las páginas del ensayo de Sagredo, esta cita de Edwards, extraída de un artículo de 1923, que lo retrata de cuerpo entero: “No soy republicano ni demócrata, teóricamente al menos, y si fuera permitido en política hablar de principios absolutos, diría que soy monarquista y aristocrático, esto es, que prefiero la unidad del poder a su dispersión, y la soberanía de los más aptos a la de los más numerosos”.

    El historiador francés Marc Bloch escribió: “Durante mucho tiempo el historiador pasó por ser una suerte de juez en los Infiernos, encargado de distribuir a los dioses muertos el elogio o la condena”. Por estos lados, Benjamín Vicuña Mackenna ejerció ese papel, sobre todo a través de la escritura de biografías sobre hombres públicos situados en la primera línea de la política republicana. Actuó como juez en el tribunal de la historia; sopesó cargos, aportó pruebas y reunió testimonios; condenó y exculpó, discriminando a los héroes de los villanos; a la larga, erigió un panteón republicano a la medida de sus visiones de grandeza nacional. No llegaría a tanto como proponer que Sagredo se inscribe en esta tradición, bastante apolillada si la tomamos al pie de la letra. Pero sí creo que somete a Edwards —ese intelectual tan anti intelectual— a un escrutinio que busca comprender sus ideas, y a la vez restarles validez contemporánea en un momento en que se produce su rescate y se escuchan ecos de autoritarismo provenientes del pasado.

    De modo convincente, Sagredo retrata a Edwards como la quintaesencia del conservador, como un autor y político de arrebatadoras inclinaciones autoritarias, idólatra de Diego Portales, sacerdote del culto al gran hombre como salvador providencial, partidario del orden a todo evento, amigo de una concepción elitista del poder, y alérgico a la soberanía popular y al debilitamiento de las jerarquías tradicionales.

    En este punto, creo importante mencionar, aunque sea a la pasada, el trabajo del filósofo y comentarista político Hugo Herrera. Herrera se ha propuesto recuperar el pensamiento de Edwards en un libro reciente, Pensadores peligrosos, un texto que Sagredo incluye en su bibliografía y que seguramente tuvo entre ceja y ceja al momento de sentarse a escribir. Herrera no pasa por alto la adhesión de Edwards a la dictadura de Ibáñez, un acto consistente con toda la trayectoria política e intelectual del autor de La fronda aristocrática en Chile. Pero Herrera no hace leña del árbol caído. Más bien junta las ramas dispersas por el viento. Minimiza el asunto, o tal vez no lo juzga tan importante a la hora de evaluar la vigencia del pensamiento de Edwards, descontados sus aspectos más idiosincráticos y, por lo tanto, caducos sin remedio.

    Herrera emplaza al personaje en el vértigo de su época, sin por eso subirlo a un pedestal de bronce o comprar su legado a fardo cerrado. Pero, insisto, le resta peso al carácter antidemocrático de Edwards, e incluso argumenta que sus planteamientos no se oponen necesariamente al “ideario democrático”. Admira del último pelucón una sensibilidad casi táctil para lo concreto, una capacidad para sopesar los hechos en su justo valor empírico, atendiendo solo a la realidad que se escondería detrás de la cortina de humo de las ideologías y las abstracciones filosóficas procedentes del extranjero. “Edwards muestra la importancia de asentar el sistema político en fuerzas sociales eficaces, en especial, una clase dirigente dotada de amplitud de mirada, más allá del utilitarismo individualista”, sostiene Herrera. “Dado el hecho de la crisis de su tiempo y el caos amenazante, indica los primeros pasos para la recomposición del orden, en lo más básico: una conducción gubernativa fuerte, capaz de captar legitimidad por la vía de su operación pacificadora y unánime”.

    El libro de Sagredo se sitúa en las antípodas de Pensadores peligrosos, o por lo menos a bastante distancia. Sagredo escribe con un afán polémico, aunque sin perder un tono mesurado. Alberto Edwards, profeta de la dictadura en Chile conversa con trabajos anteriores sobre el personaje, pero también discrepa de sus posiciones. En pocas palabras, Sagredo no se siente a gusto con la exaltación de La fronda aristocrática en Chile como ensayo historiográfico. Hay que recordar que Mario Góngora calificó ese libro —tantas veces editado y reimpreso, y que todavía, sin duda, vale la pena seguir leyendo— como la “mejor interpretación existente de nuestra historia nacional republicana”, además de estimarlo como un intento no perfecto, pero sí valioso de un acercamiento historicista al pasado, que ambiciona comprenderlo en sus propios términos, sin apabullarlo con las pautas valóricas del presente.

    Sagredo no está de acuerdo con esto. En contrapartida, ofrece una defensa de la historia como búsqueda de la verdad, como un saber con responsabilidades éticas, que hace de la investigación rigurosa un garante de imparcialidad. Sin restarle méritos a Edwards como escritor y polemista, ni importancia como figura histórica en el plano político, Sagredo considera ese ensayo cúlmine en la carrera del “último pelucón” y otros textos suyos como contraejemplos de lo que debiera ser la escritura de la historia. Sagredo está por una historia con filo, que no se sustraiga al presente, que signifique un aporte a la cultura democrática y que incomode, si es necesario.

     


    Alberto Edwards, profeta de la dictadura en Chile, Rafael Sagredo Baeza, FCE, 2024, 340 páginas, $17.900.

  209. Camino de servidumbre: el libro incomprendido de Friedrich Hayek

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    Este año se cumplen los 80 años de la publicación de uno de los ensayos más relevantes del siglo XX: Camino de servidumbre (1944), del pensador y premio Nobel de Economía Friedrich Hayek (1899-1992). Publicado en Inglaterra por primera vez con el título The Road to Serfdom, ha sido y sigue siendo fuente de gran controversia académica y política debido a las múltiples interpretaciones que surgieron sobre él. El libro es el más conocido y discutido del pensador liberal austriaco, a pesar de que fue escrito con la intención de ser un mero panfleto de época. También sus argumentos a menudo son malinterpretados y despreciados; su legado hoy es confuso y difícil de descifrar.

    Hayek: de la oscuridad a ícono pop

    Como colega y discípulo de Ludwig von Mises, Friedrich Hayek desarrolló un estilo directo, pedagógico y confrontacional. Aunque valoraba las grandes elucubraciones filosóficas, las consideraba fruto de un constructivismo estéril para las ciencias sociales. Se veía a sí mismo como un estudioso de la acción humana: su interés radicaba en explicar las bases filosóficas y epistemológicas del comportamiento individual (expresado en las elecciones) y colectivo (expresado en las instituciones), para luego analizar las implicancias de controlar o dirigir dicho comportamiento. Por lo mismo, la aparente sencillez en las formas de su mensaje fue fundamental en su labor como intelectual público. Hayek, al igual que Friedman, siempre tuvo claro que sus descubrimientos científicos serían inútiles si no podían ser comprendidos fácilmente por los demás en el discurso público y no en la torre de marfil.

    Si bien la habilidad de Hayek para conectar con el gran público parecía natural, no fue algo innato. Su destreza comunicativa se desarrolló con el tiempo, mediante estudios de diversas disciplinas, como el derecho, la economía, la filosofía, la sociología y la psicología, las cuales convergieron en una teoría filosófica y social que culminó en la defensa del estado de derecho y el libre mercado. Su célebre frase sobre la necesidad de incorporar diferentes perspectivas al estudio de los fenómenos sociales ha perdurado en el tiempo: “Nadie puede ser un buen economista si es solo un economista”.

    Sus primeros pasos como intelectual público y divulgador fueron un desafío. Al principio, parecía tener el mundo cuesta arriba: autoexiliado de la Austria nazi en 1931, se unió a la London School of Economics por sugerencia de Lionel Robbins, uno de sus grandes amigos. Este último era uno de los pocos ingleses que, por su dominio del alemán, leyó a los exponentes de la Escuela Austriaca y encontró en Hayek al rival natural —por el peso y por el vuelo de sus ideas, por la amplitud de sus conocimientos— para competir contra John Maynard Keynes y sus influyentes seguidores de Cambridge. Sin embargo, Hayek tenía grandes limitaciones: un inglés extravagante, marcado hasta sus últimos días por su fuerte acento austriaco, y su pobre desplante público. Se llegó a pensar que no sería un adversario digno ante la prosa elegante y el desplante fascinador que Keynes cultivaba entre los miembros del célebre grupo de Bloomsbury. A pesar de esto, Robbins estaba convencido de que su amigo se convertiría en una celebridad cuando revisó los primeros borradores de un nuevo texto (The Road to Serfdom). Solo era cuestión de tener paciencia, pensó.

    El esperado momento tuvo lugar en 1944, el 10 de marzo, día en que la trayectoria de Hayek cambiaría por completo. Según uno de sus biógrafos, Alan Ebenstein, Hayek “antes de su publicación era un profesor de economía desconocido. Un año después de su publicación, era famoso en todo el mundo”.

    Un libro malinterpretado

    El libro inmediatamente alcanzó una popularidad impensada en el Reino Unido y en Estados Unidos, luego de que la popular revista Reader’s Digest decidiera publicar una versión abreviada, en abril de 1945. Al mismo tiempo, John Maynard Keynes y George Orwell elogiaron su contenido. Keynes, que tenía una relación entre amistad y animadversión con Hayek, declaró: “En mi opinión, es un gran libro (…). Moral y filosóficamente estoy de acuerdo con prácticamente todo: y no solo de acuerdo con él, sino en un acuerdo profundamente conmovido”. Gracias a Reader’s Digest, Hayek se convertiría en un éxito en Estados Unidos, adonde llegó en 1945 para promocionar el libro. En su primera presentación en Nueva York, llenó un auditorio con capacidad para tres mil personas; nada mal para un desconocido profesor austriaco que enseñaba macroeconomía y oscuras teorías del capital en Londres. Ese sería el inicio de su faceta mediática, que alcanzaría una nueva cúspide 30 años después, al ganar el Premio Nobel de Economía, en 1974.

    Como el Ulises de Joyce o El origen de las especies de Darwin o La riqueza de las naciones de Smith, Camino a la servidumbre es uno de esos libros que todos declaran haber leído, pero que pocos conocen en detalle. Probablemente, muchos creen conocer su argumento central: una defensa a rajatabla del laissez-faire economicista, junto con la dudosa predicción de que cualquier desviación de aquel extremo camino libertario conducirá a una sociedad a la servidumbre. Sin embargo, basta incluso una leída rápida para darse cuenta de que dicha interpretación es errada.

    En realidad, este libro es una especie de remedio contra los anhelos de aquellos que insisten en diseñar un modelo de sociedad hasta en sus más mínimos detalles. Por eso, a pesar de ser catalogado como un texto de “Guerra Fría”, sus páginas conservan una increíble vigencia hoy, de cara a un sinfín de nuevas versiones de paternalismo y planificación estatal, como los nudges, los lockdowns masivos e indiscriminados y la planificación de grandilocuentes políticas industriales à la Mazzucato. En Camino a la servidumbre se entrelazan —y renacen— los principales argumentos de una tradición de pensamiento liberal cuya máxima fue reivindicar lo poco que conocemos del mundo que nos rodea y la importancia del estado de derecho para la libertad individual. De esta forma, se levanta un argumento que colisiona contra la planificación central por parte del Estado: las sociedades son complejas y, ante la cantidad de factores imposibles de predecir, es preferible proteger el libre despliegue de la acción humana mediante un estado de derecho, antes que intentar dirigirla por completo. Por otro lado, este es el primer libro que después de casi 200 años se conecta de forma directa con el famoso ataque que hace Adam Smith contra “el hombre de sistemas” en su Teoría de los sentimientos morales (1759; otro libro escasamente leído). Desde ese momento, la ilustración escocesa quedaría para siempre vinculada y sería fuente de inspiración del liberalismo de la Escuela Austriaca.

    La verdadera tesis del libro es que la democracia liberal solo es posible y viable en el largo plazo si es complementada con un sistema de libre competencia y libre mercado, respaldado por un Estado de derecho de forma tal que actúen de contrapeso y limiten el accionar de los políticos y gobiernos de turno. De dicha tesis podemos desprender una conclusión clave: pareciera ser que amplias formas de propiedad privada, de mercados y de algunos aspectos clave del capitalismo son inevitables para mantener una sociedad democrática robusta, que respete la alternancia del poder, la sociedad civil y a los individuos que la conforman.

    La tesis central de Hayek

    En Camino de servidumbre todo es polémico, pero en realidad todo está cuidadosamente pensado. Desde su título hasta su polémica dedicatoria: “A los socialistas de todos los partidos”. Desde sus premisas a sus conclusiones. A diferencia de sus trabajos anteriores, en este libro Hayek intentó adoptar un estilo menos académico y más divulgativo. El cambio de tono se refleja en la advertencia del prefacio: “Cuando un hombre dedicado por profesión al estudio de los problemas sociales escribe un libro político, su primer deber es decirlo abiertamente. Este es un libro político”.

    La intención de Hayek, al dar forma a Camino de servidumbre, no fue la elaboración de una nueva filosofía o la presentación de un descubrimiento. Más bien intentó derribar algunos peligros desde la teoría, para luego construir sobre los restos. Como explica Bruce Caldwell (principal recopilador de su obra), el pensador austriaco tenía en mente dos objetivos, uno inmediato y otro de largo plazo. El primero era persuadir a los británicos para que valoraran y defendieran su herencia de la democracia liberal bajo el estado de derecho, la que se veía amenazada por los totalitarismos de izquierda y derecha. Esta estructura institucional, preservada por las costumbres, la tradición y la ley, era fundamental para organizar una sociedad libre y próspera. Por otro lado, el objetivo de largo plazo era advertir sobre los peligros que acompañan los tiempos de guerra y la planificación central para la sociedad civil. En aquellos períodos de crisis —como bien sabemos en estos últimos años—, las libertades civiles pueden perderse fácilmente y con poca justificación. El temor era que el poder del Estado se expandiera y que, una vez superada la amenaza, mantuviera aquellas nuevas prerrogativas amenazando el estado de derecho.

    Debido al impacto que tuvo y sigue teniendo su lectura, circulan numerosas interpretaciones precipitadas, confusas, cuando no tergiversadas. Una de las más comunes y erradas, identificada por Caldwell como la “tesis inevitable”, sugiere que la premisa central de Camino de servidumbre es que cada vez que una sociedad adopta una intervención estatal, esta debe derivar ipso facto en un régimen totalitario. No obstante, el mismo Hayek desmintió esta interpretación: “Muchas veces se ha dicho que estoy de acuerdo con que cualquier movimiento en la dirección del socialismo puede acabar conduciendo al totalitarismo”, afirmó en 1976. “Si bien este peligro existe, no es lo que digo en Camino de servidumbre. Lo que sí hago es advertir de que a menos que reparemos los principios de nuestra política, habrá unas consecuencias muy desagradables que muchos de los que defienden estas políticas no desean”. Hayek jamás sostuvo que toda política estatal o socialdemócrata que buscara expandir el Estado de bienestar debería conducir inevitablemente a un camino de esclavitud.

    La verdadera tesis del libro es que la democracia liberal solo es posible y viable en el largo plazo si es complementada con un sistema de libre competencia y libre mercado, respaldado por un Estado de derecho de forma tal que actúen de contrapeso y limiten el accionar de los políticos y gobiernos de turno. De dicha tesis podemos desprender una conclusión clave: pareciera ser que amplias formas de propiedad privada, de mercados y de algunos aspectos clave del capitalismo son inevitables para mantener una sociedad democrática robusta, que respete la alternancia del poder, la sociedad civil y a los individuos que la conforman. De esta manera, mantener la igualdad ante la ley en una sociedad compleja requiere de una economía de mercado vigorosa, libre y competitiva, ya que evita la intromisión del poder político en las decisiones de los ciudadanos. Cuando el grupo gobernante intenta controlar y planificar la economía, la democracia y las reglas se convierten en un obstáculo que hay que desmontar. Así las cosas, el poder político termina por horadar el Estado de derecho y devorar a la libertad económica y, por añadidura, a la libertad política y a la sociedad civil, por la falta de contrapesos jurídicos, institucionales y de poder.

    Camino de servidumbre, entonces, no es un libro de economía, sino de teoría política y filosofía. En él, Hayek trata de reflejar el estrecho vínculo entre libertad económica y libertad política. Visto de esta manera, el libro es una de las piedras angulares del liberalismo del siglo XX, ayudándonos a develar la relación simbiótica entre libertad económica (bajo un sistema capitalista) y la libertad política. En esencia, para Hayek, las libertades deben protegerse mediante reglas claras, generales y estables. Sin el respeto a dichas normas, se le otorga al poder político el margen para justificar el control económico, lo que conlleva a la destrucción de la predictibilidad de nuestras acciones. Al intentar controlar ciertas actividades económicas —mediante expropiaciones injustificadas, la administración de industrias clave o el control de directorios de empresas—, el gobernante socaba el Estado de derecho y concentra el poder económico en la misma élite que controla el poder político, generando un vórtice de poder que bien podría tragarse el resto de nuestras libertades. Por lo tanto, un aspecto clave es anclar dicho tipo de acciones con límites constitucionales y legales que no puedan ser superados. Dicha tesis sigue vigente en Chile, sobre todo después de nuestras interminables discusiones constitucionales y la falta de probidad por parte de grandes grupos económicos.

    El economista como predicador

    Ochenta años después, intelectuales de peso han reconocido que Camino de servidumbre despertó su interés por la defensa de las ideas liberales tras una prolongada parálisis académica, fruto de la producción de artículos en revistas indexadas. Milton y Rose Friedman, por ejemplo, admiten que este libro marcó “probablemente la primera incursión real contra la opinión intelectual dominante”, motivando a varios profesionales a publicar libros de divulgación y bajar, así, de la torre de marfil. George Stigler, otro premio Nobel de Economía (1982), afirmó que su popularidad llevó al Fondo Volker a proporcionar el financiamiento para organizar las primeras reuniones de la influyente Sociedad Mont Pelerin. No por nada, Stigler, influenciado por Hayek y su amigo Friedman, publicó un libro titulado El economista como predicador y otros ensayos. Muchos de los grandes economistas y liberales del siglo XX despertaron de sus sueños dogmáticos para abandonar (parcialmente) sus elucubraciones de la alta academia y pasar a los libros de divulgación, apariciones en televisión y las columnas de opinión. Décadas después, durante 1980-1990, dichos esfuerzos dieron frutos políticos en lo que se conoce hoy como la década de la globalización, la liberalización y la expansión de los mercados.

    En definitiva, todos los argumentos planteados en este libro siguen más vigentes que nunca ante los desafíos contemporáneos impuestos por el paternalismo y la soberbia provocada por los logros del desarrollo tecnológico. Ochenta años después, Hayek —al igual que Orwell— continúa predicando a través de su texto, e intenta convencer y prevenirnos del posible futuro de sumisión advertido previamente por Alexis de Tocqueville. De hecho, Hayek no solo tomó el título (The Road to Serfdom) de una de las frases de La democracia en América, sino que también eligió una como epígrafe; una que marcará toda la trayectoria del propio autor: “Habría amado la libertad, creo yo, en cualquier época, pero en los tiempos en que vivimos me siento inclinado a adorarla”.

     


    Camino de servidumbre, Friedrich Hayek, Alianza, 2011, 368 páginas, $42.000.

  210. Desde la noche oscura

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    Leyó una pequeña nota en algún diario. Habían detenido a un hombre que fabricaba longanizas de perro y las vendía en el barrio sin que nadie supiera de qué estaban hechas. Afiló su instinto periodístico, tomó la enorme grabadora que usaba en esos días y salió a la calle. Fue al lugar de los hechos, la población San Gregorio, en La Granja. Habló con varios vecinos del acusado y se enteró de que por ahí no era tan raro cocinar perros, tampoco gatos o, llegada la ocasión, algún guarén de playa. “Se come apenas”, le dijo alguien; otro le contó que mantenía a sus hijos con lo que encontraba en la basura. Terminó sacándoles una confesión resbalosa a las mujeres con las que el detenido vivía en una mediagua. “No es pecado comer perro, y si al final lo hicimos fue por necesidad. Y cuando vinieron a registrarnos los de la Comisión Civil de Carabineros nos hicieron sacarnos la ropa interior (…) y a todas nos metieron la mano por debajo”, afirmó una de ellas.

    Con ese material, la periodista Claudia Donoso escribió un artículo que publicó en mayo de 1986 en la revista APSI, donde trabajó durante seis años, casi todo el tiempo bajo dictadura. “Población San Gregorio: perro mundo”, tituló ese texto, que no es exactamente periodismo policial, ni una denuncia de la pobreza a la sombra de Pinochet, ni mucho menos una defensa de los animales. Quizás cuando la crónica salió impresa no era fácil saberlo, pero era un recorte preciso y agudo de una ciudad marcada por el hambre y el miedo. Ahora es evidente: ubicada en este libro junto a otros veintinueve artículos y entrevistas, la nota es parte de un retrato más amplio, tal vez involuntario, que hizo Donoso recorriendo los márgenes de un país en que la escasez y el deseo reprimido se reflejaban hasta confundirse.

    Reconocida como una de las periodistas culturales chilenas más destacadas de esa época —apreciación que se incrementaría en los años posteriores—, a primera vista resulta inesperado leer a Claudia Donoso documentando cómo se comía perro en la San Gregorio. Pero lo hizo muchas veces: en 1985, al tiempo que le preguntaba al artista Carlos Leppe cómo era utilizar su cuerpo como soporte para sus performances, iba hasta el Paseo Ahumada para hablar con el Hombre de Goma, el nombre artístico de Remigio Ojeda —un inválido que montaba un show de variedades en la calle basado en las debilidades de su cuerpo—, retrataba a las cuidadoras de tumbas del Cementerio General, contaba la historia de la población La Victoria o le preguntaba a la gente cómo se las arreglaba para llegar a fin de mes. Mirando más allá de la contingencia, despachó desde las calles unas crónicas sociales en que la urgencia periodística era reemplazada por una profundidad decididamente literaria.

    Elegí pésimo”, ha repetido Donoso al recordar que entró a estudiar Periodismo en 1974, cuando ser reportera en Chile exigía manejar altas dosis de autocensura o bien lanzarse al activismo político. Y aunque durante la dictadura siempre trabajó en revistas de oposición, avanzó por una ruta personal, escribiendo como prácticamente nadie lo estaba haciendo sobre artistas visuales, ciudades, escritores, transexuales, cineastas, pobladores, diseñadores, matarifes, dramaturgos, pobres, psiquiatras, publicistas, sepultureros o periodistas. Es improbable que Claudia Donoso tuviera algún programa muy definido, pero lo que evidencia Perros mojados es su voluntad por levantar velos y mostrar lo que por entonces solía ignorarse. O despreciarse.

    Desperdigados en ediciones de APSI de entre 1985 y 1991, el rescate de los artículos de este volumen restituye la prehistoria de la escritura de Donoso: antes de ensamblar fragmentos para su novela Insectario amoroso (2004), en los 80 fue tejiendo escenas casi igual de inquietantes que las de ese libro, en artículos, por ejemplo, como el que relata las desdichas de una pareja que vive arrumada en un colchón en un sitio eriazo del centro de Santiago. Antes de que se publicaran sus libros de entrevistas Enrique Lihn en la cornisa (2019) y La palabra escondida: conversaciones con Stella Díaz Varín (2021), en los 80 pasó horas y hasta días entrevistando a escritores y artistas que, como estos, también ejercían su labor en el borde de lo posible.

    Mucho tiempo después, Donoso recordaría que en esos años el periodismo le demandaba un ‘desgaste terrible’. Grababa demasiado a sus entrevistados, escribía peleando contra la dispersión para llegar a la síntesis y al tono adecuados de las notas. La experiencia creativa tiene sus misterios, pero una de las gracias más evidentes de estos artículos y entrevistas es la seguridad que transmiten. Contundente y fluida, Claudia Donoso resuelve en un par de líneas a sus personajes con una retórica económica que utiliza como un trampolín para hundirse en la profundidad de sus obras.

    La primera parte de Perros mojados incluye dieciséis entrevistas, todas a creadores a los que la periodista acudió cuando sus lenguajes estaban por consolidarse. Todavía, eso sí, permanecían en el subterráneo. “Es poquísimo lo que sobre Eugenio Dittborn se ha escrito en la prensa”, anota Donoso al inicio de una entrevista con el artista, poniendo en práctica ese clásico tic del reportero que informa que está llegando primero. El punto es que ella efectivamente llegaba antes. La nota es de noviembre de 1985, cuando Dittborn tenía cuarenta y dos años, una trayectoria que despegaba en el extranjero y un espacio central en la vanguardia plástica que se conformó en Chile tras el golpe de 1973. Y, sin embargo, su figuración pública era escasísima. Veinte años después iba a ganar el Premio Nacional de Artes Plásticas, pero en ese entonces fue necesario que una periodista como Donoso convenciera a sus editores en APSI para que su voz emergiera desde el pantano.

    Fundada en 1976, APSI se convirtió en los 80 en una de las revistas protagónicas de la llamada prensa de oposición. Igual que publicaciones como Cauce, Hoy o Análisis, tenía una clara vocación política, pero entre sus páginas también había un vasto espacio para cubrir el acontecer cultural. Tanto que Claudia Donoso era una periodista de planta que, cuando no estaba tomando notas para sus crónicas sociales, entrevistaba a artistas como Leppe o Dittborn, quienes jamás aparecían en otras revistas y menos en los diarios oficialistas y ni pensarlo en la televisión. Con los años iban a consagrarse hasta convertirse en los referentes de la cultura chilena contemporánea. En esos días, claro, aún estaban sumergidos en los meandros de la noche más oscura.

    Esa noche era parte del hábitat natural de la periodista. Marcada por su tío José Donoso, en Claudia latía desde siempre una voluntad literaria, y hacia mediados de los 80 empezaba a trabajar paralelamente con la fotógrafa Paz Errázuriz en el libro La manzana de Adán (1990), que por primera vez en Chile sacaría a los travestis de las catacumbas. Emparejada con Lihn —a quien ha sindicado como “la madre de todos mis corderos”—, se movía por el submundo cultural santiaguino coincidiendo en exposiciones y bares con la vanguardia artística de la época. Era su generación. “Yo solo era una intérprete tal vez calificada de lo que me decían”, contaría años más tarde refiriéndose a sus entrevistados: Gonzalo Díaz, Diamela Eltit, Carlos Leppe, Gregory Cohen, Carlos Flores Delpino, Eugenio Téllez o Cecilia Vicuña. Eso no significaba que hiciera concesiones. “¿Qué te produce el hecho de ser un escritor minoritario?”, le preguntaba al novelista Mauricio Wacquez. Y a la crítica Nelly Richard le lanzaba el dardo más ácido: “Las obras de la ‘escena de avanzada’ incluyen textos teóricos que no han logrado comunicar su propuesta más que a un grupo de iniciados. ¿Para qué usar un lenguaje que parece haber hecho todavía más engorrosa su difusión?”.

    Mucho tiempo después, Donoso recordaría que en esos años el periodismo le demandaba un “desgaste terrible”. Grababa demasiado a sus entrevistados, escribía peleando contra la dispersión para llegar a la síntesis y al tono adecuados de las notas. La experiencia creativa tiene sus misterios, pero una de las gracias más evidentes de estos artículos y entrevistas es la seguridad que transmiten. Contundente y fluida, Claudia Donoso resuelve en un par de líneas a sus personajes con una retórica económica que utiliza como un trampolín para hundirse en la profundidad de sus obras: Leppe “acude a un barroco potencial de expresiones y medios para decir lo suyo”; Guillermo Tejeda “es un hombre de naturaleza modesta que dibuja y refunfuña”, y el magnetismo de Diamela Eltit radica en seguir escribiendo tozudamente “en el frigorizado páramo de un país donde lo frecuente es sucumbir a cuarto de camino entre la nada y la cosa ninguna”.

    Hoy día toda la literatura chilena es marginal y yo estaría en los bordes de esos bordes”, le dijo justamente Eltit a Donoso en enero de 1987, fijando la postura desafiante que la ha caracterizado desde entonces. Ahora el contexto es diferente, pero la declaración aún funciona como definición de la estética de la escritora y, sobre todo, como retrato de época. Escasez, deseo reprimido y, también, angustiosa decepción: “Creo que en este momento la tentación de ser lúcido es peligrosa, porque la lucidez está en bancarrota”, le aseguró a la periodista el filósofo Pablo Oyarzún en 1987. “Para salir del encierro de acá, de esto de no saber lo que pasa en ninguna parte y de comer siempre lo mismo, de hacer lo mismo: la cosa carcelaria del tiempo”, respondió Dittborn para explicar por qué sus pinturas postales eran obras de papel que mandaba fuera de Chile por correo. “Somos resultado de una disgregación, de una pulverización de mitos”, dijo Gregory Cohen, que se reconoció adicto al personal stereo.

    Pese a que Donoso esquiva la gravedad y los lamentos, la realidad impone su oscuridad. De regreso en Chile en 1987, el pintor Guillermo Núñez cuenta que ha regalado varias obras a la población La Victoria, con la que mantiene una conexión especial: la bala de Carabineros que mató ahí al sacerdote André Jarlan, en 1984, antes atravesó una serie de sus dibujos. Mencionarlo es ser majadero, pero la frontera entre el trabajo de los artistas que entrevista Donoso y las calles que recorre para retratar el país no existe. Cuando Carlos Leppe asegura que se siente protagonista “del baile, de la diferencia, de la indiferencia”, habla desde su lugar escurridizo y fiestero, pero también de un abandono que lo excede. Una precariedad que en la segunda parte de Perros mojados queda expuesta con crudeza.

    El tema de Perros mojados es lo otro. Lo que no está en ninguna parte: los deformes que montan espectáculos en el Paseo Ahumada, los artistas de la vanguardia que usan su cuerpo como soporte, los matarifes que hacen longanizas de perro, los vagabundos que prefieren el neoprén al alcohol, los escritores que huyen del best seller, los comerciantes ambulantes que venden todas las semanas parte de los muebles de su casa. (…) Otras voces, otros ámbitos, como diría Truman Capote.

    Un numeroso sector de la población chilena transita a diario en medio de la inestabilidad y la precariedad materiales, viviendo apenas y a penas”, anota Claudia Donoso como introducción a un artículo que recoge dos testimonios, el de un peoneta de la Vega y el de una cartonera. Son historias de pobreza que tienen su espejo en la historia de los indigentes Mario Rubio y Rosa Narváez. A su vez, ambas se conectan con otras crónicas en que la periodista documentó miserias en varias partes del país: su retrato de la población La Victoria está teñido de valentía, pero cuando visita la zona carbonífera, en la Región del Biobío, se encuentra con un colapso: no hay trabajo, no hay dinero, hay alcohol. “A las doce del día, en la Plaza del Tiuque, en Curanilahue, se juega al tejo. Nadie se fija en los hombres que duermen botados en el suelo por los cuatro costados de ese sector donde se concentran las bodegas de vino”, escribe.

    En la ruta de las penurias, Donoso también se da una vuelta por las calles del mercado de Franklin, recolectando voces de improvisados vendedores de parachoques, pósters de desnudos artísticos, zapatos dados de baja, cremas mágicas, planchas de dientes, bidets, lo que sea. “La cesantía disfrazada, como dicen los economistas, y la cesantía a secas se dan cita en Franklin, el gran escenario gran de la corte de los milagros”, apunta la periodista, descubriendo un agujero por el que se llega hasta la zona del carbón y también al Barrio Puerto, en Valparaíso, alguna vez el centro del esplendor bohemio porteño y ya en 1985 el escenario de unas ruinas: “Se acabaron los tiempos gloriosos de las casas de caramba y samba, de los cafiches con zapatos de charol, del American Bar (‘su casa’) y de un puerto con veinte barcos diarios a la gira esperando su turno para allegarse al muelle”.

    Todas esas calles son, en la mirada de Donoso, algo más: los contornos del margen de una sociedad. Lo excluido. No es necesario que la represión de la dictadura aparezca mencionada muchas veces —la palabra dictadura está muy poco en este libro— para entender que el mundo que documentó la periodista es el revés de un país que ponía todos sus huevos en el libre mercado, vivía enceguecido con las luces de la televisión y se esperanzaba con la democracia que se vislumbraba en el horizonte. La urgente discusión política ochentera para sacar a Pinochet de La Moneda está fuera del mapa de Donoso. No es el tema: el nombre de Pinochet solo aparece cuatro veces en estas páginas.

    El tema de Perros mojados es lo otro. Lo que no está en ninguna parte: los deformes que montan espectáculos en el Paseo Ahumada, los artistas de la vanguardia que usan su cuerpo como soporte, los matarifes que hacen longanizas de perro, los vagabundos que prefieren el neoprén al alcohol, los escritores que huyen del best seller, los comerciantes ambulantes que venden todas las semanas parte de los muebles de su casa. También una locutora de radio como Alodia Corral (“la novia del aire”), un sexólogo encandilado con el erotismo como Osvaldo Quijada, una psicoterapeuta que estudia el cuerpo de las mujeres maltratadas como Francesca Lombardo o una de las primeras transexuales del país como Leslie Santana. Otras voces, otros ámbitos, como diría Truman Capote.

    Alguna vez, ya lejos de los años de APSI, Claudia Donoso llegó a decir que lo que ella hacía era “periodismo artístico”. Se arrepintió rápido, quizás era pretencioso. Puede que también fuese impreciso, pero ahí latía la voluntad que movió la mayor parte de su escritura en la revista: convertir esa práctica tan descartable que suele ser el periodismo en materia oscura de la buena literatura.

    Junio de 2024


    Perros mojados: Textos periodísticos de los años 80 en Chile, Claudia Donoso, Ediciones UDP, 2024, 164 páginas, $21.500.

  211. La tristeza del chileno

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    En El fantasma de la sinrazón (2001) —un ensayo que habría que reeditar—, el poeta Armando Uribe sostenía que la “poesía de alta calidad” es la que mejor puede expresar la psicología profunda o el inconsciente del pueblo chileno, sometido a lo largo de su historia a innumerables tensiones físicas y psíquicas. No es raro, añadía, que de las obras de los más importantes poetas nacionales se desprenda en general una “visión violenta, desesperada y melancólica, una exaltación del duelo y el luto”, y aunque Uribe no aportaba muchas pruebas —su tema, en verdad, era Pinochet como “expresión del más nefasto inconsciente colectivo chileno”— existe un libro de otro autor que podría corroborar sus intuiciones.

    Se trata de La tristeza del chileno, de Franklin Quevedo, publicado por la Editorial Mosquito, el año 2001, en dos tomos de 400 páginas cada uno. Libro singular por donde se lo mire (extensión, tema, estrategia retórica); di con él gracias al cineasta Raúl Ruiz, que me lo regaló luego de una conversación que sostuviéramos sobre un asunto que por entonces me interesaba: la melancolía como afecto movilizador de la imaginación creadora. “Muy chileno el tema”, me dijo, antes de mostrarme el libro, que al parecer había estado entre sus lecturas mientras preparaba la película Cofralandes, su “Canto General de Chile en digital” como la llamaba y que transmite igualmente una visión melancólica del país, fraguada en buena medida por su experiencia del exilio.

    Franklin Quevedo (1919-2012) también era un exiliado. Militante comunista desde los 13 años, al momento del golpe militar de 1973 era director de la radio de la Universidad Técnica del Estado, por lo que fue detenido, pasó por varios campos de concentración y tortura, y en 1975 partió al exilio a Costa Rica. A su regreso, en 1988, notó que el país estaba profundamente entristecido, lo que motivó su sorprendente investigación, que arranca de la premisa de que “los chilenos se encuentran en la categoría de los pueblos en que la tristeza es una de sus características fundamentales”, y que intenta probar remontándose incluso a la prehistoria.

    El trecho es largo. Y también el índice del libro, que detalla factores naturales (terremotos, maremotos, erupciones, temporales, aludes) y sociales (rebeliones, batallas, guerras, dictaduras, masacres, pobreza), sugiriendo en todo momento que entre nosotros existiría algo así como una correspondencia estructural entre la naturaleza y la cultura, que muchas cosas, entre ellas nuestra violencia, se explicarían porque habitamos un paisaje convulso con un clima despiadado, sobre todo en los extremos. Haciendo un cruce similar, el filósofo Hipólito Taine hablaba del “clima moral” de los pueblos, lo que explicaría, entre otras cosas, que una poesía como la que se da en el Mediterráneo no podría darse entre los pueblos que rodean el Báltico. El medio físico, en otras palabras, sería una causa determinante de las creaciones espirituales.

    Aprovechemos la hebra y vamos de una vez al grano: el libro de Quevedo no es interesante solo por sus observaciones teóricas, que a veces son un poco gruesas, sino por su estrategia retórica, que es la del centón, es decir, un discurso compuesto en gran parte por frases y fragmentos ajenos que lo escanden, aunque a veces simplemente lo interrumpen. Para apuntalar sus observaciones, Quevedo recurre, de manera sobreabundante, a las citas de casi 300 poetas nacionales, porque los poetas, dice en el prólogo, “son el mejor barómetro, el más fino para mostrar hasta milésimas de sentimientos del alma humana”.

    La tristeza del chileno, de Franklin Quevedo, (…) [sugiere] que entre nosotros existiría algo así como una correspondencia estructural entre la naturaleza y la cultura, que muchas cosas, entre ellas nuestra violencia, se explicarían porque habitamos un paisaje convulso con un clima despiadado, sobre todo en los extremos.

    El libro, de este modo, funciona también como una antología, una antología de la tristeza, y es un hecho singular que la selección no discrimine entre poetas mayores y “menores”, quiero decir menos conocidos, desconocidísimos u olvidados, como el premio nacional Max Jara, autor de estos versos que recitaban nuestros abuelos: “Ojitos de pena / carita de luna, / lloraba la niña / sin causa ninguna. // La madre cantaba, / meciendo la cuna: / No llore sin pena, / carita de luna…”.

    El centón, valga decir, es una estrategia retórica característica de los autores melancólicos, cuyo príncipe sería Robert Burton, que para probar que la tristeza sería la condición emotiva, ya no de una nación en particular, como hace Quevedo, sino incluso de la humanidad en su conjunto, intercala en su Anatomía de la melancolía (1621) miles de citas y fragmentos, extraídos de todos los lugares imaginables. Raúl Ruiz también me habló de este libro y ahora caigo en la cuenta de que Cofralandes es otro tipo de centón, un collage audiovisual de vistas y fragmentos poéticos ensamblados para lidiar igualmente con la visión de un país entristecido. Es como si la experiencia del exilio, que engendra sin cesar la nostalgia (el dolor por no poder regresar), una de las principales modulaciones del afecto melancólico, le hubiese inspirado tanto a Ruiz como a Quevedo un discurso que tiene la apariencia de ser exhaustivo, enciclopédico incluso, pero que en el fondo es quebrado o interrumpido. El melancólico, en efecto, intenta siempre llenar un vacío, lidia con él, e inserta allí su monstruosa colección de citas, para taparlo o construir una totalidad donde solo ve fragmentos o ruinas.

    Queda mucho por hacer, pienso, en torno a las ficciones e investigaciones de quienes alguna vez se llamaron “retornados”, aunque en realidad nunca lograran regresar del todo. Uribe se dedicó a rabiar, Ruiz a recuperar el imaginario de su infancia, Quevedo a rastrear las razones y las imágenes de la tristeza chilena. Uno de sus rasgos más sobresalientes, decía, es que la disimulamos, signo de lo cual, se me ocurre, sería nuestra propensión al humor, la chirigota o la payasada, que suele estallar entre nosotros en los momentos más tensos y es como una válvula de escape, una llave para descomprimir la angustia. Así, pues, tendríamos, por una parte, el ingenio poético popular que festina la desgracia —hoy día sobre todo mediante esos signos agudos que se llaman “memes”— y, por otra, la “poesía de alta calidad”, que revela el substrato trágico, inconsciente, de lo que realmente nos pasa.

    Es probable que la antipoesía de Parra haya sido una síntesis de estos dos movimientos del alma colectiva, por lo que su rechazo de la melancolía como tono poético predominante, como exigía Neruda, no habría significado tanto su destierro como su transformación en otra cosa: en una melancolía humorística, no la de Heráclito, que lloraba por el absurdo de la vida, sino la de Demócrito, que se reía examinando sus causas. Después de todo, este también es un poema de Parra: “Un viejo verde como yo / que no le teme a la verdad / Sabe muy bien que en este mundo / Solo hay dolor & nada + / Solo dolor y nada + / Solo dolor y nada +”.

  212. Donoso en la mochila

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    José Donoso solía decir que para él las palabras casa y novela eran prácticamente sinónimas, y tal vez tenga sentido colgarse de esa metáfora, en apariencia tan sencilla, a la hora de abordar El obsceno pájaro de la noche, una novela-experiencia tan compleja como fascinante, que quizás cabría comparar con esas enormes casas abandonadas a las que alguna vez entramos con el corazón en la mano, temerariamente, conscientes de que era posible que nos perdiéramos para siempre en sus habitaciones.

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    Desde su publicación en 1970, la recepción de El obsceno pájaro de la noche ha combinado numerosos elogios apasionados con una que otra defenestración tajante —la más notoria en las últimas décadas se la debemos a Roberto Bolaño, quien calificó la novela como “ambiciosa e irregular”, que es más o menos lo que suele decirse de todas las novelas voluminosas, incluidas las indiscutibles obras cumbre del propio Bolaño. (Me acuerdo de la chistosa defensa de Pablo Neruda que hizo Nicanor Parra: “Para algunos lectores exigentes / el Canto general es una obra dispareja / La Cordillera de los Andes / Es también una obra dispareja / Señores lectores exigentes”).

    En cualquier caso, no parece que la breve pieza que el autor de 2666 le dedicó a Donoso tuviera otra intención que revolver el gallinero, molesto ante la unanimidad con que el medio literario local —al que Bolaño, que se fue de Chile en la adolescencia, no pertenecía— celebraba y consagraba a Donoso: “Desde los neoestalinistas hasta los opusdeístas, desde los matones de la derecha hasta los matones de la izquierda, desde las feministas hasta los tristes machitos de Santiago, en Chile todos, veladamente o no, se reclaman sus discípulos”, sentenció, y sus palabras consiguieron generar un escándalo al menos momentáneo.

    Por fortuna ya parece lejana esa sobresimplificación del espacio literario que transforma a los escritores en boxeadores eternamente dispuestos a agarrarse a combos o a hacer el amor. Más allá de las tensiones canónicas —zanjadas, de todas formas, para el caso de esta novela, por el mismísimo Harold Bloom—, efectivamente a lo largo de su trayectoria fue frecuente que Donoso fuera catalogado o erigido como un “escritor nacional” o un “clásico chileno” o un “escritor unánime”, categorías de por sí complejas, que generan malentendidos y suspicacias. Bolaño entendía que Donoso era, por así decirlo, un “profeta en su tierra”, y quizás tenía razón, aunque estos asuntos son tan resbalosos; es muy probable que el propio Donoso, ausente de Chile durante buena parte de su vida, hubiera discrepado, pues son muchos los indicios de que su relación con el medio local era difícil y de que consideraba que el reconocimiento de su obra había sido esquivo o tardío.

    Muy lejos de facturar la novela expedita y descomplicada que se proponía, Donoso emprendió su monstruosa novela sobre monstruos, cuya escritura lo acompañó o más bien lo arrastró a lo largo de siete u ocho años, durante los cuales parecía que la novela conseguiría poseerlo, aniquilarlo, como en teoría estuvo a punto de ocurrir hacia el final de la escritura.

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    En cuanto a mi generación, no teníamos edad ni credenciales para reclamarnos discípulos de Donoso y nos acercamos a sus libros con suma naturalidad: su figura parecía haber estado siempre en el canon y sus libros comparecían en las listas de lecturas escolares, lo que pudo habernos espantado pero el hecho es que sus novelas aguantaban nuestras preguntas, nuestros prejuicios, nuestras eventuales miopías y veleidades.

    Debo haber tenido 12 años cuando un pasajero despistado olvidó en el taxi de mi tío Fidel ejemplares de Poemas de un novelista y El jardín de al lado, dos libros de Donoso que no alteraron mi adolescencia pero que leí con interés. No eran, por cierto, las obras ideales para ingresar al universo donosiano, quizás por eso afronté luego con cierta desconfianza su novela Coronación. Recuerdo que la comentamos larga y minuciosamente, en clases que prometían ser tediosas pero fueron, en cambio, apasionantes. También leí para el colegio algunos relatos de Donoso y sus Tres novelitas burguesas (que nuestro profesor eligió para contrariar a sus colegas, que querían que leyéramos, justamente, El obsceno pájaro de la noche). Y en adelante lo seguí leyendo por mi cuenta, sin la perspectiva de controles de lectura ni jornadas de análisis. Mentiría si intentara precisar qué me atraía de sus libros entonces, simplemente me gustaban. Conjeturo que en ese mundo de la clase alta chilena, para mí tan distante, llegaba yo a reconocer conflictos y personajes dolorosamente cautivadores y próximos.

    Solo una vez vi a Donoso. Una tarde de 1993, a los 17 años, con un amigo un poco mayor, que ya estaba en la universidad, Enrique Saldaña, nos colamos en un homenaje no a Donoso sino a Antonio Skármeta, que se celebraba en la Biblioteca Nacional. Ni siquiera sabíamos que José Donoso participaría del homenaje, y verlo en el escenario de la Sala Ercilla fue emocionante por partida doble, porque justo estaba yo leyendo su novela Casa de campo, que tenía en la mochila.

    Ando con una novela de Donoso —le dije a mi amigo cuando ya pensábamos en irnos, pues llevábamos como media hora adheridos a la pequeña multitud que disfrutaba del cóctel posterior al evento.

    Aprovecha de pedirle una firma —me dijo Enrique.

    Parecía fácil, la verdad. A 10 o 20 pasos de nosotros, copa en mano, el escritor conversaba con unas señoras o más bien las escuchaba y asentía.

    No me atrevo —confesé.

    Pídesela, huevón, si a los escritores les encanta firmar sus libros, parecen tímidos, pero son todos súper egocéntricos.

    De verdad no me atrevo, me da pánico.

    Pásame el libro a mí y yo le digo que me llamo como tú —me propuso Saldaña.

    Así que eso hicimos. Saqué el libro de la mochila, se lo di a Enrique, y nos acercamos a Donoso con toda la escasa elegancia de que éramos capaces. Mi amigo, muy canchero, le pidió la firma sin preámbulos.

    Encantado —respondió Donoso, sacando un lápiz bic del bolsillo—. ¿Cómo te llamas? —le preguntó.

    Alejandro Zambra.

    No —dijo Donoso, con una semisonrisa, mirándome de reojo pero apuntándome con el índice de la mano derecha—. Él se llama Alejandro Zambra.

    Donoso firmó mi ejemplar de Casa de campo valiéndose de alguna fórmula rutinaria y no dijo nada más. Durante un tiempo convertí el recuerdo de esa escena en una especie de señal imprecisa. Pero no había nada extraño, por supuesto, en la reacción de Donoso: con solo entrever el momento en que yo le entregaba el libro a mi amigo, el escritor había descifrado nuestra precaria estrategia. De seguro le parecimos una dupla digna de interés: un chico uniformado de escolar y su amigo vestido de hippie, infiltrados en una fiesta más bien modesta y aburrida que solo para nosotros era extraordinaria.

    Recuerdo que terminé de leer Casa de campo con la sensación a la vez cálida e intimidante de que el autor estaba ahí presente. Aún hoy, 30 años después, cuando leo y releo sus libros, por momentos siento que Donoso sigue ahí, a 10 o 20 pasos de mí, mirándome de reojo.

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    Leí finalmente El obsceno pájaro de la noche a los 20 o 21 años, es decir, en los tiempos en que quería leerlo todo y leerlo bien, por amor a los libros pero también para ahuyentar de una vez y para siempre esa penosa sensación de ignorancia que nos echaban en cara nuestros profesores.

    Estudiar literatura es hermoso y peligroso. Decidimos ese destino porque fuimos simplemente incapaces de refrenar el entusiasmo, pero para algunos la Facultad funcionó más bien como un Sanatorio y dejaron de escribir y empezaron a leer de otra manera. Una obra como El obsceno pájaro de la noche era para mí, en este sentido, una prueba de fuego; conocía bien la obra de Donoso y sin embargo pensaba que no podía solamente limitarme a leer su presunta obra maestra sino que además debía estudiarla.

    Casi por osmosis, a esas alturas, sabía cosas de la novela; digo que “sabía cosas” porque, como suele suceder con las obras singularmente difíciles de resumir, mi idea previa de la novela se asemejaba, más bien, a la que tenemos de una persona acerca de la cual hemos escuchado cientos de rumores en los pasillos. Sabía, por ejemplo, de esas sirvientas ancianas que, después de criar a los hijos de la aristocracia chilena, viven amontonadas en una casa de reposo, dedicadas a custodiar celosamente sus cajones repletos de chucherías inservibles. Y sabía que esas viejas esperaban la llegada de un niño santo y que pasaban las horas distraídas en pelambres y en el discutible alivio de sus numerosos achaques. Y conocía también la historia del patriarca que, al conocer a su hijo deforme, piensa en matarlo, pero enseguida decide recluirlo y convertirlo en protagonista de un mundo a la medida, rodeado de gente deforme, con monstruos de primera, segunda y tercera clase, de manera que el niño crezca creyéndose normal.

    A pesar de estas informaciones previas (quiero decir: a pesar de que sabía en lo que me estaba metiendo), recuerdo mi impresión ambigua al emprender la lectura. A la altura quizás de la página 100 tuve que admitir que el prurito de detectar técnicas y trucos estaba estropeándolo todo. Y el pensamiento acerca de la presunta grandeza de la novela me distraía de la lectura. El problema, por supuesto, no era de la novela, sino mío: lo estaba pasando pésimo, así que retrocedí, diría que doblegado, y reemprendí la lectura con una especie de renovada humildad. Quizás este falso arranque me sirvió para resituarme en el lugar de quien presencia un sueño ajeno y por momentos, con el libro abierto, apoyado transitoriamente en el pecho, siente que experimenta un sueño propio. (Esto no tiene ninguna importancia, pero no puedo evitar consignar aquí que, durante estas últimas semanas, mientras releía y repasaba la novela, he soñado dos veces que estaba leyéndola, lo que en cierto modo me alivia, porque de haber soñado que estaba viviéndola, esos sueños habrían sido, casi con total seguridad, pesadillas).

    Al segundo intento sí logré entrar a ese mundo ya familiar del Donoso que conocía de otros libros, un mundo reconocible pero elevado a una potencia diferente, disidente, extrema; liberado, sobre todo, de esas señales amistosas que en sus otras novelas —y en la amplia mayoría de las novelas, por cierto— son como discretos carteles según los cuales orientamos nuestros pasos. En El obsceno pájaro de la noche Donoso no suaviza, no edulcora; más bien caricaturiza y descaricaturiza enseguida a sus personajes, como si en eso consistiera el bordado, de manera que más temprano que tarde aceptamos ese realismo consciente y consistentemente imperfecto, y esa extrañeza se proyecta a lo largo de una novela en que los mitos y brujerías y creencias son parte de una cosmovisión que incluye elementos proteicos plenamente incorporados a la experiencia del mundo.

    Anormalidad, esterilidad, enfermedad, deformidad, herencia, paternidad, identidad, subalternidad, monstruosidad, explotación, paternalismo, locura, paranoia, senectud, incomunicación… El listado de temas de esta novela demuestra tanto su riqueza como la inutilidad de reducir a contenidos una obra que aspira a describir la complejidad abigarrada de la experiencia humana. Aunque es posible clasificar El obsceno pájaro de la noche como “realismo mágico” —una categoría que Donoso detestaba, probablemente por reductiva y simplificadora— o cotejarla con la conceptualización de Alejo Carpentier acerca de “lo real maravilloso” o meterla en varios otros cajones, la novela se resiste de antemano a ser clasificada y hasta es refractaria a su mera condición de “novela”. Esta disidencia se vincula principalmente con la figura de Humberto Peñaloza, aka el Mudito, el personaje-narrador que también podemos entender como vacilante protagonista y que es quizás quien lo imagina todo en un solo delirio entrecortado que podemos llamar “monólogo interior”, aunque, de nuevo, los conceptos aquí ayudan poco; quizás, eventualmente, nos ahorran algunas palabras, que es para lo que sirven los conceptos, pero en ningún caso son suficientes para encauzar la lectura, que por largos pasajes fluye sin que distingamos los afluentes ni los emisarios de la corriente principal.

    Todas las grandes novelas, al fin y al cabo, son casas construidas por arquitectos caprichosos que, en lugar de habitar los plácidos edificios existentes, prefirieron empezar desde cero y proceder en soledad. En alguna página de El obsceno pájaro de la noche se habla de ‘un dios un poco inferior’, que se dedica a reemplazar y destruir incesantemente sus juguetes nuevos.

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    Naturalmente, El obsceno pájaro de la noche es la novela que más veces expuso al autor a la ingrata situación de tener que explicarse. Para un escritor explicar un libro propio es casi igual de incómodo que para un comediante explicar un chiste, pero Donoso afrontó el problema con hondura y decoro y sentido del mito. “Yo no escribí esta novela, esta novela me escribió a mí”, dijo en 1970, con el libro recién publicado, una frase que suena solemne y hasta melodramática y efectista (además de repetida, pues varios autores han apelado a la misma fórmula), pero a la postre parece pertinente. “En esta novela creo que me desbando completamente y lo que me interesa es darles caza a los fantasmas, o no darles caza a los fantasmas, sino que ver qué es fantasma y qué soy yo”, explicó, y remató: “Como lo diré… escribí esta novela un poco para saber quién soy”. Donoso solía hablar de este libro como un convaleciente o directamente como un sobreviviente, aunque por momentos también parecía un simple enamorado recordando los años dorados de un noviazgo difícil pero espectacular.

    Él mismo se encargó de difundir en entrevistas y en una larga crónica titulada “Claves de un delirio”, la versión oficial del proceso de escritura, que es una novela en sí misma, espectacular y casi insoportablemente burguesa. A grandes rasgos, la historia comienza en los años 60, cuando Donoso acababa de casarse y la pareja vivía provisoriamente en las afueras de Santiago, a la espera de que unos amigos arquitectos terminaran de edificar una espléndida casa en Los Dominicos, regalo de matrimonio de los padres de la novia. Los días de Donoso transcurrían entre su trabajo como periodista y su afición por dibujar a su mujer desnuda, y la lectura admirada de las novelas recientes de Alejo Carpentier, Julio Cortázar y Carlos Fuentes, que le parecían ambiciosas y originales y le despertaban y confirmaban la convicción de emprender en el futuro aventuras similares, aunque por lo pronto, cuando miraba su flamante máquina de escribir —otro regalo, esta vez de sus padres, tras un viaje reciente a Europa— se prometía más bien escribir una novela “muy sencilla y muy clara”, “algo no muy corto, que no me tome más de un mes”, que le permitiera volver a publicar pronto y no quedarse atrás.

    Sin embargo, cuando Donoso finalmente se sentó frente a la máquina de escribir, le salió este espléndido e impactante fragmento ominoso, que no es el primero de El obsceno pájaro de la noche, pero figura tres veces —con mínimas variantes— en la novela, y funciona como el comienzo de una de sus tramas: “Cuando Jerónimo de Azcoitía entreabrió por fin las cortinas de la cuna para contemplar a su vástago tan esperado, quiso matarlo ahí mismo: ese repugnante cuerpo sarmentoso retorciéndose sobre su joroba, ese rostro abierto en un surco brutal donde labios, paladar y nariz desnudaban la obscenidad de huesos y tejidos en una incoherencia de rasgos rojizos… era la confusión, el desorden, una forma distinta pero peor de la muerte”.

    Muy lejos de facturar la novela expedita y descomplicada que se proponía, Donoso emprendió su monstruosa novela sobre monstruos, cuya escritura lo acompañó o más bien lo arrastró a lo largo de siete u ocho años, durante los cuales parecía que la novela conseguiría poseerlo, aniquilarlo, como en teoría estuvo a punto de ocurrir hacia el final de la escritura. Obligado por la necesidad económica —es tan frecuente la opulencia en el mundo de Donoso que me cuesta tomar en serio la insistencia en la falta de dinero, pero bueno, aceptemos este dato; aceptemos que Donoso, como él dice, necesitaba ese trabajo “para sobrevivir”—, obligado por la (presunta) necesidad económica, digo, Donoso se va a Fort Collins, Colorado, a enseñar durante un trimestre, pero nada más llegar sufre una hemorragia de úlcera, la tercera de su vida, y debe ser intervenido de urgencia, y tras una operación complicada le dieron morfina, sin saber que era alérgico a ese medicamento.

    Tuve, relata Donoso, un increíble acceso de locura, con alucinaciones, paranoia y, sobre todo, un terror más ancho que la vida, cada dolor, cada humillación, cada agravio estalló en un algo enorme. Era la esquizofrenia. La política, el sexo, los prejuicios raciales enterrados, todos esos elementos adquirieron en esas alucinaciones otra vida… más grande”. De esa experiencia surgió, según el autor, la estructura final de la novela.

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    Hay evidencias de que las elaboraciones autobiográficas de Donoso estaban salpicadas de amables exageraciones y oportunos acomodos que no deberían sorprendernos, por supuesto, tratándose de un novelista. Gracias a la reciente edición de sus diarios, por ejemplo, realizada estupendamente por Cecilia García-Huidobro, encontramos que la idea original de El obsceno pájaro de la noche es anterior en dos o tres años a la fecha declarada por Donoso en las entrevistas, puntualmente de comienzos de 1959, cuando no estaba casado y vivía en Buenos Aires en una situación que le permitía menos proyecciones que la versión literaturizada que decidió propagar.

    La lectura de esos mismos Diarios y de Correr el tupido velo, el hermoso y devastador retrato de Donoso que realizó su hija Pilar, confirma que El obsceno pájaro de la noche copó la cabeza de Donoso al punto de volver insoportable su vida y la de su familia. Y en particular la insistencia odiosa e injusta del autor en los presuntos “defectos” de su hija, que más bien suspenden las ganas de leer a Donoso, es evidencia suficiente de que al menos la paranoia y la egolatría no eran rasgos ajenos a su carácter (por pura casualidad acabo de encontrar estas frases de García Márquez en una carta a Carlos Fuentes: “Carlos Barral leyó la novela de Pepe Donoso y me dijo con las barbas crispadas que es colosal. Lo creo: la neurastenia, cuando es de ese tamaño, tiene que servir para algo”).

    En su meticulosa edición de los Diarios, Cecilia García-Huidobro antologa 50 páginas que corresponden a las entradas en que Donoso registra, a lo largo de los años, sus inquietudes y frustraciones acerca de esta novela. Abundan los momentos en que Donoso realmente parece totalmente perdido; es una batalla de años para darle forma a esta novela, aunque el propósito de Donoso parece que hubiera sido, por así decirlo, quitarle forma: luchaba, en cierto modo, contra su propio talento, como si la amenaza real fuera sucumbir a las lecciones ya aprendidas, a las rutinarias y tentadoras destrezas de un escritor en pleno dominio de su oficio.

    Todas las grandes novelas, al fin y al cabo, son casas construidas por arquitectos caprichosos que, en lugar de habitar los plácidos edificios existentes, prefirieron empezar desde cero y proceder en soledad. En alguna página de El obsceno pájaro de la noche se habla de “un dios un poco inferior”, que se dedica a reemplazar y destruir incesantemente sus juguetes nuevos, “una deidad arteriosclerótica que cometió la estupidez, al crear el mundo, de no ponerse al resguardo de los peligros que podían gestarse en su propia creación…”. Escojo esa imagen, pues no son pocos los momentos en que sobreviene la impresión absurda y contradictoria de que la novela ha triunfado y el novelista ha perdido. Y digo que es absurdo porque la representación magistral y minuciosa y excesiva, personal y coral, delirante y razonada, del fracaso humano es, por supuesto, el triunfo más radical, el triunfo mayor de esta novela feroz.

     

    Fotografía: cortesía de la Biblioteca de la Universidad de Princeton.

  213. Locura del aburrimiento

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    ¿Novela negra? ¿Fantástica? ¿Filosófica? ¿De ciencia ficción? Es difícil enmarcar este relato en un género (o subgénero), esta primera novela que es a la vez el noveno libro del escritor y editor chileno Iván Quezada.

    El administrador de almas cuenta la historia de Reinaldo Novoa, un autor de 50 años que, pese a recordar su pasado común y corriente, está convencido de ser una especie de extraterrestre y dios, si es que no el único Dios, llegado en una nave espacial y encargado de proteger las 500 Almas, que “son como la tabla periódica: cada cual es un elemento, las combinaciones son infinitas, permitiendo que hoy existan ocho mil millones de personas”. Pero como tiene que sobrevivir pese a su estatus sobrehumano, y dado que no gana suficiente dinero como escritor, un amigo le propone la idea de hacerse detective privado (la literatura ya ha sugerido en demasiadas ocasiones la similitud entre ambos oficios como para que requiera mayor justificación a esta altura).

    La primera persona que contrata sus servicios es la femme fatale de rigor en esta historia, una joven rubia llamada Isabel, hija de un político millonario chileno, Ismael Iturralde. Su madre, su hermano y ella son golpeados casi a diario por Iturralde, pero la hija no le pide que detenga al padre abusador, sino que averigüe la razón de aquella violencia. Para eso, el escritor debe infiltrarse en su entorno fingiendo hacerle un taller literario particular a Isabel, pero al conocer al papá, este le dice que sabe de la existencia de las Almas y pretende robárselas, a la vez que ofrece contratarlo como doble agente.

    Iturralde, que es el dueño secreto del Banco Central de Chile ―y también del de Argentina―, quiere que investigue a Johnson, su enemigo, el dueño de la Reserva Federal de Estados Unidos, una posesión que, según afirma Iturralde, sería menos importante que las suyas. Este es un villano cuya única motivación parece ser el tedio, la abulia (“Arrebatarle las 500 Almas es un desafío que me apasiona. Es la única pieza que falta en mi colección”), algo similar a lo que ocurre con Johnson: “Le tengo envidia a Iturralde (como buen chileno que soy) y quiero saber qué lo hace especial, y entonces reemplazarlo. El aburrimiento es la piedra de tope de nuestro sistema, como usted ya debe saberlo. Y más para un resentido como yo. En Chile todos somos resentidos: ricos, pobres, inteligentes, tontos, morenos y amarillos. Lo tenemos en la sangre, somos bichos flotando en la nada”.

    En algunos puntos [de El administrador de almas] es imposible no recordar filmes clásicos como 2001: Odisea del espacio y Hombre mirando al sudeste, aunque con un color local que parece sacado de las novelas detectivescas de Ramón Díaz Eterovic. Es más, se podría decir que hay una lógica cinematográfica en la construcción de este relato lleno de cameos.

    Eso es solo parte de lo que ocurre en esta novela de trama casi absurdamente enrevesada, pero de estilo y personajes muy simples, si no de plano estereotípicos, aunque esto parece intencional, ya que es probable que el juego y la ironía que plantea no funcionarían con personajes de construcción más compleja. Quizá por eso el aburrimiento es en realidad el móvil de todos los personajes, como de Isabel, la niña rica que cuando se siente deprimida baja al mall Plaza Vespucio para “confundirse con los pobres” y se incorpora en la primera línea del estallido social por razones igual de anodinas que las que esgrime su padre para intentar apropiarse de todo: “Algo le dijo que en la batalla podría averiguar si estaba vacía por dentro o no”.

    El estallido es uno de los fenómenos que la novela explica por medio de la historia de las 500 Almas, al igual que la pandemia del covid o la guerra en Ucrania. Y no solo eso: cuando el protagonista-extraterrestre-Dios va un día al gimnasio, en paralelo se encuentra en el África prehistórica, donde se integra a un grupo de simios y, al encariñarse con una de las hembras, se atribuye la creación del ser humano: “Me arriesgo a sacar las 500 Almas desde el invernadero de la nave espacial y las esparzo por los genes de los primates. Siento un crujido dentro de mi propia alma, como cristal quebrándose. Mi ser se divide en millones de millones de partes. (…) Acúsenme de egoísta por mi deseo de amar y ser amado. Verla a ella convertida en una mujer justifica hasta las Guerras Mundiales del siglo XX”.

    En el prólogo, el crítico Javier Edwards Renard compara este libro con la película Todo en todas partes al mismo tiempo, pero las afinidades cinematográficas no acaban ahí: en algunos puntos es imposible no recordar filmes clásicos como 2001: Odisea del espacio y Hombre mirando al sudeste, aunque con un color local que parece sacado de las novelas detectivescas de Ramón Díaz Eterovic. Es más, se podría decir que hay una lógica cinematográfica en la construcción de este relato lleno de cameos, como las breves apariciones de personajes como Joaquín Edwards Bello, Oscar Wilde, Antón Chéjov y Milton Friedman, o las algo más cruciales de Freud (“En el otro mundo lo conversamos con Karl Marx y concluimos que el ser humano necesita otros mil años de barbarie antes de convertirse en otra cosa”) y Sócrates, que se manifiesta como un desaliñado obrero de la construcción chileno.

    Poco importa aquí si Reinaldo está loco o no, si esos saltos tan alocados en el argumento ―que en sus mejores momentos recuerdan a la narrativa del gran César Aira― ocurren o no, si las 500 Almas son o no son el ingrediente necesario para obtener la vida eterna y provocar la destrucción del mundo, si cada acción que lleva a cabo el protagonista altera el universo o él no hace más que justificar lo que ve con su imaginación. Es posible que Reinaldo solo esté harto de la misma abulia que consume al resto de los personajes, que su locura no sea más que la única cura que tiene a mano contra el aburrimiento. Después de todo, el libro subraya que es habitué de un bar de viejos llamado El Quijote.

     


    El administrador de almas, Iván Quezada, Mago Editores, 2023, 182 páginas, $17.000.

  214. Timothy Garton Ash: europeo consciente y crítico de la arrogancia

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    Europa. Una historia personal, el relato y la interpretación íntimos de Timothy Garton Ash sobre la Europa contemporánea, es un libro de historia ilustrado con recuerdos. Garton Ash, un “post-68” que es un autor igualmente consumado como historiador y como periodista, además de un miembro muy reputado de los establishments liberales británico y europeo, avanza de manera cronológica por las páginas del libro para cubrir “los marcos temporales superpuestos de la posguerra y el post-Muro”.

    Él construye su narración en torno a cinco temas clave: Europa destruida, dividida, en ascenso, triunfante y vacilante. La pregunta más desconcertante que surge de esta secuencia debería ser bastante fácil de intuir: ¿por qué el ascenso y el triunfo de Europa han sido seguidos por su reciente vacilación? De hecho, esta pregunta también es una cuestión personal crucial para el autor.

    Timothy Garton Ash comienza subrayando lo que ha significado la “posguerra” en la historia europea. En la medida que el horror del pasado reciente todavía ha estado al alcance de la mano, ha implicado la centralidad social y política del “motor del recuerdo”. Europa. Una historia personal compara acertadamente el mal con la radiación, con su larga vida media: lo que los europeos han intentado hacer desde 1945 solamente puede entenderse si se recuerda y se considera adecuadamente el infierno que crearon con anterioridad. Es cierto que gran parte de la “barbarie” del pasado reciente fue cometida por europeos en “continentes ajenos” y contra otros europeos, y gran parte de la violencia incluso se cometió “en nombre de Europa”, aclara Garton Ash. Como añade poco después, Europa también se convirtió en “el mejor lugar” por el que luchar después de 1945, una extraña ironía que nunca aborda del todo.

    En cambio, el narrador continúa recordando la absoluta lejanía de la Europa continental en sus días de colegial en el Reino Unido, lo que ilustra de manera memorable con lo extranjera que le pareció Francia en su primera visita, en 1969. Garton Ash deja así claro que él no nació un europeo, sino que gradualmente llegó a ser uno de manera consciente en las décadas de 1970 y 1980 (“entre aquel día de 1969 en que, por primera vez, siendo un colegial, inhalé humo de cigarrillos Gauloise y la firma de libros en el Budapest revolucionario de 1989”, como escribe con gran poder evocativo, pero menos precisión). Recuerda a sus lectores que cuando se dispuso a explorar un continente dividido a principios de la década de 1970, gran parte de él todavía era un continente gobernado por dictadores, y que el traumático pasado reciente no había comenzado a resolverse tampoco de manera adecuada en las partes democráticas liberales de él. Gran parte del entusiasmo juvenil del autor por descubrir este continente dividido aparentemente se debía a que no sabía hacia dónde se dirigía la historia.

    La experiencia personal de Garton Ash en Europa durante el último medio siglo ha girado esencialmente en torno a cómo llegó a sentirse cómodo en el extranjero y a desarrollar una afinidad electiva con, en particular, Europa Central. Si bien (demasiados) europeos occidentales estaban esencialmente contentos con la división de Europa durante la Guerra Fría, él sentía un fuerte —y marcadamente romántico— deseo de que las personas menos afortunadas que él obtuvieran más de la libertad que él disfrutaba. Polonia pronto surgiría como su España, con el movimiento Solidaridad, y especialmente aquellas partes del mismo que consideraban la oposición liberal al régimen, constituyéndose en sus fuerzas republicanas, y donde, como señala discretamente, “al romanticismo político se sumó una relación romántica personal”.

    Timothy Garton Ash escribe de manera cautivadora sobre cómo vio que “las estrellas fueron favorables a la libertad en Europa” en la segunda mitad de la década de 1980, cuando “un elenco de personas extraordinarias, un conjunto de procesos históricos y una pizca de casualidades felices se unieron para producir una transformación pacífica de nuestro continente”. Describe con ingenio, aunque con sorpresivas pocas palabras, la revolución pacífica y autolimitada de Polonia; la persona y las ideas de Václav Havel, ese extraordinario intelectual checo internado en la política y amigo cercano del autor, reciben casi la misma atención. Europa. Una historia personal ofrece un claro ejemplo de cómo los descontentos posteriores fueron “visibles, en perfecta miniatura, en el lugar de nacimiento de Solidaridad, ahora llamado simplemente el astillero de Gdańsk”, mostrando cómo el astillero donde los trabajadores polacos se organizaron y afirmaron para ser aclamados casi a nivel mundial en 1980 había llegado a la quiebra en 1996. Sin embargo, la información sobre esta irónica y trágica experiencia de decadencia no va seguida de elaboradas palabras de examen de conciencia sobre el significado y las consecuencias de 1980-81 y 1989. Para ser justos, la brevedad de estas viñetas se desprende de manera bastante lógica del principio básico de composición del libro: Europa. Una historia personal contiene numerosos capítulos breves sobre temas específicos, cuyas discusiones reflejan temas más generales.

    Europa. Una historia personal ofrece un claro ejemplo de cómo los descontentos posteriores fueron ‘visibles, en perfecta miniatura, en el lugar de nacimiento de Solidaridad, ahora llamado simplemente el astillero de Gdańsk’, mostrando cómo el astillero donde los trabajadores polacos se organizaron y afirmaron para ser aclamados casi a nivel mundial en 1980 había llegado a la quiebra en 1996.

    A medida que la narración avanza, queda abundantemente claro que las dos causas políticas a las que Timothy Garton Ash se ha dedicado a lo largo de su vida adulta son la libertad y Europa. “Allí donde la causa de Europa ha ido de la mano de la causa de la libertad, me he sentido feliz; allí donde Europa ha parecido chocar con la libertad, o cuando menos indiferente a ella, me he sentido abatido”, se lee en un pasaje. En este sentido, Garton Ash ha sido un británico bastante atípico y alguien mucho más cercano a la gente en varios rincones del continente, especialmente en países que han salido de dictaduras desde la década de 1970. Sin embargo, él carece de cualquier rastro de la “jactancia ligeramente insegura” que identifica de manera acertada como una característica de muchas de estas últimas personas. Es tristemente irónico entonces que, en el contexto del Brexit, de repente se viera obligado a asumir la posición de (lo que él apropiadamente llama) un “peticionario europeo de la periferia”.

    En términos más generales, la cautivadora disección de Garton Ash de la “desconcertante variedad de formas” en que los europeos usan la palabra Europa, pertenece a una de las partes más memorables de su historia ilustrada por la memoria. El autor describe con gran erudición nuestras confusas y controvertidas ideas sobre geografía; las poderosas y problemáticas creencias sobre una región central histórica (la idea “carolingia” en contraposición a la más inclusiva idea “otoniana” de Europa); la Europa de la cultura y los valores, “un personaje bien vestido, pero con dos caras”; la organización institucional de Europa que uno podría a menudo inclinarse —a partir de diversos sentimientos políticos— a llamar “eurodesorden”; sin mencionar —en quinto lugar— la cruda identificación de Europa con la civilización como tal (un modelo que el autor rechaza).

    Todas estas formas de concebir Europa en general no logran relacionarse con lo que “significa más para la mayoría de nosotros”, enfatiza Garton Ash: el continente de la experiencia personal. He aquí el tema principal de Europa. Una historia personal, que en el caso del autor ha estado estrechamente entrelazado con su fina apreciación del vocabulario compartido de símbolos, mitos, arquetipos y citas, un vocabulario compartido que podría decirse que equivale a una Gesamtkunstwerk europea. El libro acuña la expresión “caleidotapiz” para describir esta rica complejidad.

    Como señala perspicazmente Garton Ash, el significado de Europa se ha situado en algún lugar entre lo literal y lo metafórico; uno de los logros más impresionantes de Europa. Una historia personal es, de hecho, haber capturado bastante de ambas cosas a la vez. Lo que podría estar ligeramente ausente, sin embargo, son reflexiones más críticas sobre cómo, y en qué medida, el proporcionar análisis informados de los países de Europa Central —a los que Garton Ash se ha dedicado durante décadas— ha desafiado las visiones más bien estrechas y carolingias de Europa.

    Este caleidotapiz europeo se convirtió en una fuente de placeres especiales y enriquecimiento personal para su autor justo cuando —después de siglos de guerras, pobreza y hambre que generaron movimientos forzados y encuentros transnacionales en su mayoría negativos— repentinamente se estaba convirtiendo en una experiencia directa mucho más plácida para la mayoría de los otros europeos también. Si el descubrimiento de esta Europa alternativa de alta cultura y formas de vida placenteras fue novedoso y en gran medida asombroso hace medio siglo, hay poca sorpresa en que también haya generado una gran sensación de curiosidad y de posibilidades para la afortunada juventud de aquellos días.

    Habiendo esbozado lo anterior con pinceladas magistrales, Garton Ash también es consciente de las consecuencias con frecuencia irónicas y a menudo bastante decepcionantes de la integración europea. Como británico, es muy consciente de que dominar idiomas extranjeros es una cuestión que sigue dividiendo en dos a muchas sociedades europeas. No oculta que, a pesar de décadas de interconexiones cada vez más profundas, el enigma político central de Europa —el difícil equilibrio entre unidad y diversidad, entre “sueños de Roma” y “sueños de escapar de ella”— se ha reproducido en general en las décadas transcurridas desde los días de su juventud.

    También ofrece descripciones poco halagadoras del liberalismo tecnocrático de la Unión Europea, sus prioridades miopes y la actual erosión de la democracia bajo la supervisión de Bruselas. Afirma que el ‘fatídico compromiso’ de la OTAN de comunicar la promesa de una futura membresía a Ucrania, sin pasos concretos significativos hacia ella, equivalía a ‘lo peor de ambos mundos’: aumentó la sensación de amenaza de Putin sin garantizar la seguridad de Ucrania.

    Una unión económica y política podría ser deseable por otras razones, pero tales planes no pueden contar con el apoyo de la mayoría, lo que obviamente sería una condición previa fundamental para una unión democrática. Tampoco la política a nivel europeo —que, como acertadamente dice el libro, puede ser “al mismo tiempo aterradora y muy aburrida”— ha podido captar mucho de la atención popular. Las conclusiones de Peter H. Wilson sobre el Sacro Imperio Romano Germánico, que cita Garton Ash, de hecho, parecen casi directamente aplicables a la Unión Europea hoy: “El éxito generalmente dependía del compromiso y la manipulación. Aunque exteriormente enfatizaba la unidad y la armonía, el Imperio funcionaba de hecho aceptando el desacuerdo y el descontento como elementos permanentes de la política interior”.

    Más específicamente, la narrativa de Europa. Una historia personal sobre la Europa contemporánea gira en torno al concepto de arrogancia. Garton Ash sugiere que Occidente ganó la Guerra Fría porque temía estar perdiéndola. Considera, con razón, instructivo el contraste con los comienzos de la década del 2000. Esto lo lleva a resaltar una paradoja central del liberalismo: para que florezca, nunca debe haber solamente liberalismo. Liberados temporalmente de la feroz competencia ideológica de 1989-91, los países capitalistas democráticos liberales occidentales pronto se volvieron complacientes y autoindulgentes, sostiene. Los mejores días fueron, pues, también los peores, siendo el triunfo la fuente del titubeo.

    Europa. Una historia personal claramente ha sido un libro escrito por un crítico liberal de la forma que ha tomado el liberalismo en las últimas décadas. El sueño de difundir la libertad individual estaba demasiado estrechamente relacionado con un modelo de capitalismo y, por lo tanto, el liberalismo llegó a ser visto, de manera bastante dañina, como la ideología de los ricos y poderosos, enfatiza Garton Ash. También ofrece descripciones poco halagadoras del liberalismo tecnocrático de la Unión Europea, sus prioridades miopes y la actual erosión de la democracia bajo la supervisión de Bruselas. Afirma que el “fatídico compromiso” de la OTAN de comunicar la promesa de una futura membresía a Ucrania, sin pasos concretos significativos hacia ella, equivalía a “lo peor de ambos mundos”: aumentó la sensación de amenaza de Putin sin garantizar la seguridad de Ucrania.

    En términos más generales, Garton Ash advierte las a veces huecas pretensiones de un orden liberal basado en reglas. Esas pretensiones se han visto contradichas por la vergonzosa mala gestión de las consecuencias de la crisis financiera y, quizá incluso más notoriamente, por la nueva Cortina de Hierro que se está levantando en los bordes de Europa. Es una ironía profunda y trágica que, después de siglos de colonialismo europeo, sea ahora el atractivo de Europa lo que haya llevado a sus élites políticas y sociedades a lo que el autor llama acertadamente “territorio moral extremadamente dudoso”. Garton Ash articula su crítica en términos claros: no parece “tolerable moralmente ni factible desde el punto de vista político” convertir a Europa en una “fortaleza de los privilegiados”, escribe.

    Sin embargo, lo que también debe sorprender al lector es cuán modesto y defensivo suena su alegato a favor del proyecto europeo hacia el final del libro. Esto sugiere que la evolución de la perspectiva personal del autor se ha adaptado bastante estrechamente al arco de la historia que pretende reconstruir en estas páginas. En lugar de ofrecer una conmovedora defensa de la causa que daría lugar a demandas de una Europa más integrada, Garton Ash recuerda a sus lectores, de una manera bastante anticlimática, que gran parte de los logros europeos de posguerra y post-Muro aún perduran: el logro es nada menos que la “mayor área de relativa libertad, prosperidad y seguridad lograda en la historia europea”, subraya. “Si simplemente logramos defender y extender este logro por algunas décadas más, lo estaremos haciendo muy bien”, afirma. Añade algunas advertencias nefastas a esta declaración de liberalismo del statu quo: la desintegración sería traumática, equivaldría a una invitación permanente a potencias extranjeras y, como resultado, la democracia liberal y la paz probablemente estarían pronto en peligro.

    En otras palabras, la historia que cuenta el libro no trata tanto de la destrucción de un gran proyecto, sino más bien de las altas expectativas decepcionadas de un liberal conscientemente europeo del Reino Unido. Esta forma de escribir corre el riesgo de proyectar lo personal sobre lo general y, al mismo tiempo, subestimar los nuevos pasos que ha dado la integración europea en los últimos años. Europa. Una historia personal culmina en una manera de relacionarse con el presente que no es tanto incorrecta como poco ambiciosa —y sorprendente, sobre todo porque su última parte propaga explícitamente un “decidido desafío”, sin demasiados detalles sobre cómo ese desafío podría y debería expresarse.

    Garton Ash recuerda a sus lectores, de una manera bastante anticlimática, que gran parte de los logros europeos de posguerra y post-Muro aún perduran: el logro es nada menos que la ‘mayor área de relativa libertad, prosperidad y seguridad lograda en la historia europea’, subraya. ‘Si simplemente logramos defender y extender este logro por algunas décadas más, lo estaremos haciendo muy bien’, afirma.

    Europa. Una historia personal distingue bien las cohortes generacionales del autor (68 y post-68) de los “nacidos libres” de las cohortes post-89 (Garton Ash toma prestada la adecuada expresión de Sudáfrica). Es cierto que pinta con pincel amplio, pero con bastante precisión, cuando dice que él y los de su especie han logrado educar a la próxima generación con actitudes que fueron “antiimperialistas, antifascistas, pacifistas, internacionalistas, educacionistas, ambientalistas, agnósticas, si no ateas, sexualmente liberadas y socialmente liberales”. Como miembro de la cohorte “anterior al 89”, aprecio profundamente el logro y me considero un beneficiario.

    En el libro no queda tan claro cómo los nativos —no siempre tan afortunados— de la tierra prometida de Garton Ash podrían superar la complacencia liberal y desarrollar aún más el proyecto europeo. Las críticas al capitalismo ambientalmente irresponsable, al sexismo y al lenguaje y comportamiento ofensivos que los políticamente conscientes entre los “nacidos libres” han articulado en los últimos años, en realidad no se han acercado a un renacimiento liberal. Estas críticas, por muy justificadas que estén, tampoco han hecho que el compromiso político sea más proeuropeo, ni es probable que lo hagan.

    Como una especie de sobrio euroatlantista, Garton Ash reconoce que siempre fue probable que los intereses y prioridades de Europa y Estados Unidos divergieran después de la Guerra Fría. Sin embargo, suena más asertivo y con una mirada hacia adelante cuando enfatiza lo esencial que sigue siendo una asociación con Estados Unidos y todas las demás democracias liberales en un mundo cada vez más posoccidental, y cómo dicha asociación debería combinarse con la aceptación de las muchas personas que viven en países no libres, pero que “anhelan respirar libres”. En resumen, mientras que la discusión de Timothy Garton Ash sobre el proyecto europeo a veces se parece —y es comprensible— a la de un amante desilusionado, generando un extraño contraste entre la primera y la segunda mitad del libro, su juvenil idealismo liberal aún resuena en esta articulación de una visión más global.

    Hay algunas omisiones notables en estas páginas. Garton Ash señala desde el principio que los europeos tienen una fuerte tendencia a la autocomplacencia y que necesitarían aprender a verse también a sí mismos a través de los ojos de los no europeos. Un punto justo, sin duda. Sin embargo, también es un tema al que el libro no da seguimiento, lo cual es apropiado en el sentido de que Garton Ash es explícito sobre lo poco que le ha importado el pasado colonial de, por ejemplo, su propio abuelo materno y cómo le tocó a una nueva generación empezar a afrontar el pasado colonial de Europa. En otras palabras, se puede decir que esta omisión es apropiada como memoria, aunque sea menos convincente como forma de análisis histórico. En segundo lugar, teniendo en cuenta sus insaciables apetitos culturales (“hoy Micenas, mañana Florencia, la próxima semana París”) y, de hecho, escribiendo muchas páginas eruditas, el autor ofrece sorprendentemente pocas reflexiones sobre las influencias intelectuales que le han dado forma y los logros culturales que lo han acompañado a lo largo de las décadas, ni intenta analizar la recepción y el impacto de sus múltiples y significativas intervenciones públicas.

    Dejando a un lado esas objeciones, Timothy Garton Ash demuestra ser un observador cultivado, ingenioso y juicioso en las páginas de esta historia ilustrada con recuerdos. El resultado es un relato que tal vez no desarrolle demasiadas interpretaciones históricas innovadoras, pero que ofrece una serie de ideas brillantes y plantea preguntas que incomodan. Europa. Una historia personal constituye un relato complejo y crítico de la Europa contemporánea que describe el “optimismo intelectual infundado” como una de las principales causas de la reciente vacilación de Europa. Si se puede decir que su autor había compartido tal optimismo, aparentemente lo ha perdido.

     

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    Artículo aparecido en The Review of Democracy (https://revdem.ceu.edu/2023/03/01/conscious-european-critic-of-hubris-timothy-garton-ash/). Traducción de Patricio Tapia.

     


    Europa. Una historia personal, Timothy Garton Ash, traducción de A. Martín, Taurus, 2023, 496 páginas, $28.000.

  215. Nico: estrella distante

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    Alguna vez alguien la comparó con el qlifot, esas cáscaras humanas vacías de la mitología cabalística cuya frialdad y lejanía, tan diferente a la locuacidad americana de las chicas Factory de mediados de los 60, fascinó desde un primer momento a Andy Warhol: una modelo alta, rubia y glacial, que usaba chaqueta y pantalón blanco y que, con tan solo agitar la pandereta en medio de la mise en scène sónica de Velvet Underground, acaparaba, o más bien, absorbía, todas las miradas.

    Pero tras aquella belleza aparentemente decorativa en la que para algunos no había nada —ni amor ni intereses ni preocupaciones—, subyacía algo, como una intensidad dolida o transportada, y muchas máscaras, como si de ellas emanase lo profundo, al modo de esas muñecas rusas que se van desvelando poco a poco a medida que se descascaran, y que Nico mostraba, a veces, en conciertos semivacíos en los que parecía cantar para ella misma.

    You Are Beautiful and You Are Alone, de la historiadora cultural estadounidense Jennifer Otter Bickerdike, es la primera biografía que, desde una perspectiva de género, explora la inasible figura de Christa Paffgen, la compositora y actriz de origen alemán conocida como Nico, que alcanzó la fama como musa de Andy Warhol y Velvet Underground.

    El libro busca hacerle justicia a su poco conocida faceta de solista (que, según algunos, eclipsa su paso por el grupo neoyorkino), separando las mentiras de las medias verdades (era una asumida reina del equívoco) y el folclore del mito (como el de su racismo o el de su magnetismo vampírico).

    Y aunque tardía, la biografía logra un retrato honesto, convincente y alejado del estereotipo de la femme fatale (por fin) o del morbo de la ruina irredimible al que la prensa musical la ancló por años, mostrando, por momentos, destellos de una artista mucho más delicada, vulnerable y compleja que esa imagen germánica y austera a la que ha quedado fijada.

    Prácticamente ignorada en su momento por la prensa y el público general (famosa, pero no popular, fue siempre su karma), y deliberadamente omitida durante la inducción de Velvet Underground en el Rock and Roll Hall of Fame en 1996, o en el documental de Todd Haynes de 2021 sobre la banda, Nico desafió todas las convenciones de la música popular contemporánea y, para algunos, incluso, las abandonó por completo.

    Incorporando elementos del clasicismo europeo, la etno-instrumentación árabe o la notación no occidental, forjó un estilo único que, con su voz grave y una estética sombría, le abrió camino a toda una gama de géneros modernos, desde el art rock al new wave, pasando por el gótico.

    Si con el tiempo se ha ido convirtiendo en una suerte de música para músicos, sinónimo de vanguardia e inconformismo, probablemente no solo se deba a que rompió con las expectativas sociales acerca de qué, o cómo debía ser una mujer artista, sino porque lo hizo escapando prácticamente a toda convención genérica.

    Siempre al filo, abrazando las contradicciones, era una vegana que no salía a la calle sin sus botas de cuero; una drogadicta que podía ser puritana; una artista cuasi itinerante, pero hogareña; una pagana que se asumía también religiosa. Nico apostaba sin parar y, desde un comienzo, estuvo dispuesta a utilizar su aspecto, aunque detestara modelar, para penetrar en el universo Warhol.

    Convidada de piedra

    Siempre al filo, abrazando las contradicciones, era una vegana que no salía a la calle sin sus botas de cuero; una drogadicta que podía ser puritana; una artista cuasi itinerante, pero hogareña; una pagana que se asumía también religiosa. Nico apostaba sin parar y, desde un comienzo, estuvo dispuesta a utilizar su aspecto, aunque detestara modelar, para penetrar en el universo Warhol.

    Disciplinada como maniquí de talla mundial, al principio nadie en Velvet Underground entendió muy bien la idea de ponerla a tocar el pandero, una movida publicitaria de Warhol para hacerlos más atractivos comercialmente, suavizando su estética trash con la belleza inmaculada que ella proyectaba.

    La idea de incorporarla resultó tan ofensiva —la baterista ya era mujer, Moe Tucker—, que se creó la anexión Velvet Underground & Nico. Eso, sumado a fricciones irremontables de su relación con Lou Reed, la llevaron a ser la permanente convidada de piedra, lo cual no evitó que capitalizara su paso por el grupo —Reed luego escribió tres canciones para ella—, para aventurarse como solista.

    Cercana a los Rolling Stones, exnovia de Iggy Pop —entre los entrevistados de Bickerdike, quizá el más respetuoso hacia Nico—, y de dos miembros del fatídico club de los 27 (Jim Morrison, Brian Jones y se rumoreaba que también de Hendrix), era la quintaesencia del tipo de personas que Warhol utilizaba para convertir el arte en comercio, mezclando la publicidad y la creación de imagen.

    Aunque no faltaba quienes la tachaban de mercenaria, para la biógrafa fue una sobreviviente tan ambiciosa como desesperada, que supo surfear como nadie la circunstancial ola de fama de la Factory —esos 15 minutos que engullían a las estrellas femeninas para luego descartarlas—, llegando a convertirse en todo un emblema de ese mundo de frivolidad anfetamínica.

    Para muchos desapacible, para otros tocada con el “don de la indiferencia”, Warhol solía decir que, incluso vistiendo ropa andrajosa, todo lucía bien cuando ella lo hacía. Le daba un toque regio a lo prosaico —desde tomar una copa de coñac a ponerse unos lentes de sol—, y llegó a encarnar un nuevo tipo de superestrella femenina que, como Anita Pallenberg o Yoko Ono, parecían habitar otras esferas.

    Oscura, estoica, europea

    Si a la Factory llegó siendo una rubia folk que vestía de blanco, Nico se fue para convertirse en la sombra de la que había sido: una compositora pregótica, de ropa holgada y negra, muy poco femenina.

    Que la valorasen por su talento y no por su belleza —llegó a tener un cameo inmortal en la Dolce Vita que embelesó a Leonard Cohen—, esos 20 años posteriores a su paso por la escena under neoyorkina fueron, en parte, una extensa proclama contra aquel entorno plástico que la relegaba a roles meramente decorativos. Pese a ello, no se consideraba pionera ni víctima de nada. Los músicos de su banda solista eran hombres que, con frecuencia, la recuerdan como una “mujer alfa”, que bien podía ser egoísta —recurrentemente las giras se centraban en “pillar droga para ella”, dice uno— o ensimismada. “De lo único que me arrepiento es de no haber sido hombre”, solía decir.

    Medio mística en su etapa crepuscular, sus letras, siempre personalísimas, a menudo tienen algo turbulento, asociado, quizá, al recuerdo de haber presenciado los bombardeos sobre Berlín.

    De evocar aquella imagen, la del imperio caído, emergen esos temas catárticos, similares a salmos precristianos —la descripción es de Simon Reynolds—, que tiñen de un extraño dramatismo inexpresivo las películas del cineasta Philippe Garrel —en las que ella también actúa— y que no cuesta mucho imaginar en las secuencias oníricas de Herzog.

    A menudo calificada de naif y superficial durante su época de modelo, tenía un oído exquisito para un idioma que no era el suyo como el inglés —hablaba cinco más—, y aseguraba que “incidental o accidentalmente” extraía todas sus letras de otros poemas, como “El preludio”, de William Wordsworth, la fuente del título de su segundo álbum solista, The Marble Index.

    Nico era tan buena jugando con imágenes especulares de sí misma, que pocos vieron a la mujer frágil que había detrás. Callaba su pasado —una infancia atormentada, un hijo con Alain Delon que el actor jamás reconoció y al que ella habría iniciado en la heroína—, y parecía no tener afinidades. De esa disyuntiva entre exposición y secretismo, entre agradar e incomodar, surgían esas interpretaciones intensas, atormentadas, evocadoras.

    Sin domicilio conocido

    Nico era tan buena jugando con imágenes especulares de sí misma, que pocos vieron a la mujer frágil que había detrás. Callaba su pasado —una infancia atormentada, un hijo con Alain Delon que el actor jamás reconoció y al que ella habría iniciado en la heroína—, y parecía no tener afinidades. De esa disyuntiva entre exposición y secretismo, entre agradar e incomodar, surgían esas interpretaciones intensas, atormentadas, evocadoras.

    Pasados los 40 años, fue en el Manchester de los 80 donde pasó el período de tiempo más largo de su vida en un mismo lugar. El propio Morrisey ha dicho que, a menudo, la veía deambulando en bicicleta, con una larga capa negra, tarareando, yendo a jugar pool a bares donde nadie la reconocía.

    Ahí fue recibida por los miembros más jóvenes de grupos de new wave y post punk, quienes la recuerdan ya no tan guapa, pero majestuosa. Aquella belleza cincelada que ya empezaba a decaer, con sus canas, la piel que perdía firmeza y los brazos marcados por las agujas, tenía bastante de aquellos cantos litúrgicos que entonaba con solemnidad teutónica.

    Pero si cayó más bajo que todos, también le sobrevivió a todo. Y cuanto más oscuro se ponía el panorama, más brillaba. Desapareciendo y apareciendo (su pasaporte decía ohne festen Wohnsitz, “sin domicilio fijo”), desastrada, pero envuelta siempre en un microclima propio de glamour, lo único constante en su vida era el cambio.

    Acostumbrada a pasar semanas enteras en habitaciones de hotel semivacías frente a televisores en blanco, con las cortinas bajas —“No necesito estar afuera para sentirme fuera”, solía decir—, le gustaba componer en la bañera, en silencio, iluminada solo por velas.

    Tras su muerte a los 49 años por un aparente shock de calor en Ibiza, tópicos como la suntuosidad en la derrota o la mística de la desolación pasaron a ser recurrentes para referirse a su figura. “Todos sus hogares fueron países extranjeros; todos sus amantes, fantasmas”, escribió alguien sobre ella. Quienes la conocieron decían que no era una gótica trillada sino en un sentido profundo o, más bien, antiguo, y no tanto un ángel de la muerte como una mujer rota, que se solazaba en ese sentimiento agridulce que los portugueses llaman saudade.

     


    You Are Beautiful and You Are Alone: La biografía de Nico, Jennifer Otter Bickerdike, Contra, 2022, 480 páginas, $35.000.

  216. Los clic, clac, paf de Julia Toro

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    Desenfocado

    Con la edad empiezas a perder la vista. Empieza la presbicia. Al principio te desesperas, pero de repente era tanto el desenfoque, que me empezó a gustar y entonces dije: why not? Si esta es mi realidad, tengo un problema que no lo puedo solucionar. Asumí el desenfoque como parte de mi nueva mirada y me gustó. Lo acepté. Y el resto lo aceptó y pasó a ser parte de mi estilo. No fue pensado. Mi relación con la foto siempre ha sido muy libre. Mi hermana mayor, que era más severa conmigo, quiso que tomara un curso, y yo le dije por ningún motivo, me van a desviar mi forma de ver, yo quiero ver como yo veo, aunque ahora que lo pienso me habría gustado, porque en la parte técnica de laboratorio era regularcita nomás. Pero al final hay un sello mío. Cómo ser tan técnica si la cosa te emociona tanto. Una vez iba caminando en el Elqui y siento una gritadera, me asomo y hago clac, si yo trato de hacer foco a la foto de los detectives salvajes, ya pasaron, los pierdo, tienes un segundo y clac. Esa rapidez es la comunión del instante con la máquina. El tiempo de la fotografía como el momento de esa imagen. Eso es irrepetible. Las mejores fotos son fruto del azar.

    Primeras fotos

    Empecé por la infancia, por mis hijos y nietos, a disparar lo que tenía más cerca. Pero una de las primeras fotos que tomé fue cuando vi a mi hija sacándose la ropa, corrí donde Jaime y le dije ven a tomar esta foto, entonces me dijo, . Me ungió, y esa es una de mis primeras fotos consciente de que estoy mirando a través de un visor, de un mecanismo.

    La foto como retención de lo cotidiano

    Hay una foto en que mis hijas están en una casa antigua, y yo las veo de lejos: las dos hermanas, una está cociendo en una máquina de coser de pie y están conversando y no tienen la menor idea de que tienen mamá siquiera, y retuve esa imagen. Es de un silencio, de una intimidad irrepetible. Porque si yo les hubiera dicho les voy a tomar una foto, algo se habría movido de la imagen. Hay otras fotos en las que está mi hijo menor, Mateo, en el valle del Elqui, tendría unos 13 años, y estaba sonando una sinfonía de Mahler y él estaba arrobado por la música con los ojos cerrados, como dirigiendo una orquesta invisible. Lo pesqué en un arrobamiento que a un chico de 13 le daría vergüenza. Fue producto de un momento de audacia, un robo. Ya la segunda foto sale con los ojos abiertos, como si lo hubiese interrumpido.

    En la ducha

    Unos amigos jovencitos vivían a una cuadra, en las torres de Bilbao, y en la esquina había un almacén y estos amiguitos arrendaban el segundo piso. Una vez fui a su casa y me metí al baño, esos baños antiguos con tinas con patas de león, mosaicos, todo era adorable, y me acababan de regalar un rollo fotográfico de una película muy especial, de mil asas, entonces les pregunté si se bañarían y yo los fotografiaba. Claro, me dijeron, y en dos minutos estaban desnudos.

    Desnuda

    Esta foto la hice porque quería hacerle una broma a Bertoni. Él hizo una exposición maravillosa en el Museo de Bellas Artes, de desnudos femeninos. Bertoni es el fotógrafo que más me gusta. Mi idea era mandarle un desnudo mío diciendo “yo también”; una broma que se me había ocurrido y que nunca llegué a concretar. Y de ese apuro salió la mitad de la imagen velada, como si la cámara hubiera censurado la parte del poto.

    Fotos escritores

    La que primero se me viene a la cabeza es la foto de Rodrigo Lira. Eso fue en el año 80; Francisco Javier Court decide hacer un encuentro de arte joven, la segunda manifestación artística durante la dictadura. No sé cómo serían las cosas por dentro, el asunto es que todos los artistas que estaban con bastante sed llegaron. Fueron dos días en que hubo recital de música, poesía, entonces fui a un recital de Raúl Zurita, a quien no conocía, una voz impresionante. Estaban los poetas en un estrado y el público, yo con la cámara colgando, y de repente se para Rodrigo Lira a reclamarle a Zurita que él no había sido invitado, y se pone a leer una carta abierta a Zurita y yo, ¡paf! El cuadro que hay detrás en esa foto es de Jorge Tacla.

    Autorretrato

    Estaba en esa cosa íntima de la mañana, de mirarse, hacerse las uñas, el pelo, y siempre he tenido el complejo de tener las manos muy arrugadas, entonces dije voy a ver cómo está mi mano ahora, y paf… la foto es intensa, dramática. Lo que estaba pasando en Chile en los 80 se reflejaba en esa mirada y en ese gesto de censura, el espanto en los ojos.

    Monjas

    Me saqué la beca Andes, una beca muy importante, pensando en que son muy católicos se me ocurrió las monjas. Lo menos retratable que hay. No se ven. Fui como a 10 conventos, pero llegué a uno del siglo XIX, una joya. Cada piso tenía siete metros de altura, los pasillos largos. Estuve un día entero ahí, me costó tres meses convencer a la monja superiora que me diera permiso. Yo ya no era ninguna chiquilla, tenía como 70 años. A ella le tincó o yo le gusté, hasta que un día me dice, ya, las convencí, porque las novicias no querían, dijeron que por algo se metían a un claustro y cerraban la puerta al mundo, no van a venir a que les tomen fotos. Me dio permiso con la condición de que no tomara rostros. Sin retratos. Y me convidaban a almorzar, y en un almuerzo inolvidable, llegó una monja con un canastito y unos plátanos, fue una emoción tan grande verla, ver la pobreza del convento. Ella era una novicia, y yo paf, le saco una foto. Entonces, cuando terminé el trabajo les regalé las fotos y ahí me confesé con la superiora, porque había cometido un pecado, un abuso de confianza por haber fotografiado el rostro de la monja. Me contó después la superiora que esa chica se había metido a monja y hacía 15 años que no veía a sus padres y que le habían mandado la foto de la cara de su hija.

  217. Escenas de un mundo posliberal

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    John Gray es un filósofo político popular y controvertido. Se lo acusa de tener un comportamiento “mercurial”, debido a su trayectoria política zigzagueante, y de ser excesivamente pesimista sobre el destino de la especie humana. Sin embargo, Gray es de los pocos académicos que han logrado dar a sus obras un sentido de urgencia y actualidad que le han permitido alcanzar una popularidad global. Su último libro, The New Leviathans, publicado el año pasado, es un ejemplo de todo esto. Es un trabajo desordenado y extravagante, que merece leerse con atención, pero también con cautela.

    La idea central que Gray plantea en este libro es que en lo que va de nuestro siglo, muchos Estados del mundo se han convertido en nuevos leviatanes, aludiendo a la imagen del monstruo bíblico que usó Thomas Hobbes, el gran filósofo del siglo XVII, en su famosa obra homónima, para describir el poder soberano que podría traer paz a la humanidad permitiéndole salir de un estado de naturaleza en el cual vivían en guerra perpetua de todos contra todos. Hobbes propuso en su libro que este Leviatán era una especie de autómata, un animal humano artificial y que este estado de naturaleza no estaba necesariamente en el pasado remoto, sino que podía irrumpir cada vez que se rompía el orden social y las personas caían en un estado de anarquía destructiva.

    Los nuevos leviatanes que Gray presenta aquí, a diferencia del modelo propuesto por Hobbes, no son criaturas artificiales, pero serían capaces de producir estados de naturaleza que sí lo son. Es decir, estos leviatanes prometen seguridad, pero al mismo tiempo provocan situaciones de inestabilidad y conflicto que los justifican. Los Estados actuales no expanden la esfera de la libertad, sino que protegen a los humanos del peligro y les ofrecen un refugio contra el caos, pero serían ellos mismos quienes harían de la vida humana algo efectivamente sucio, brutal y breve.

    A nadie debiera sorprenderle que los primeros exponentes de estos nuevos leviatanes sean Rusia y China, dos monstruos descomunales que se ven desde lejos. Gray describe a la Rusia de Vladimir Putin como un “Leviatán destartalado”, que juega con fuego encima de un inmenso arsenal nuclear, mientras que la China de Xi Jinping es vista como un Estado panóptico que supervigila permanentemente a su población mediante tecnologías que aspiran a tener un alcance global.

    Además de estos dos Godzillas, que pretenden encarnar modelos de civilización presumiblemente opuestos al mundo occidental, Gray sugiere que han surgido otros monstruos en el mundo occidental donde todavía funciona la democracia, pero donde el Estado ha llegado a intervenir en la sociedad civil y en la vida de las personas como nunca lo había hecho.

    En las sociedades occidentales sería cada vez más habitual encontrar una lucha por el control del pensamiento y el lenguaje, y que grupos rivales, identidades colectivas en pugna, busquen capturar el poder del Estado, en una guerra de todos contra todos. Gray observa que estos Estados occidentales, al igual que los otros leviatanes más notorios, también prometerían dar seguridad a las personas, no obstante al final logran lo contrario.

    A juicio de Gray, todos estos nuevos leviatanes aspiran a entregar un sentido de vida a sus súbditos, tal como alguna vez lo hicieron los regímenes totalitarios del siglo XX. Serían, según él, “ingenieros de almas”, ya que le ofrecen a la gente una especie de salvación. No solo ofrecen progreso material, sino la seguridad de pertenecer a una comunidad imaginada y también —como este autor agrega— la satisfacción de perseguir a sus rivales o detractores que no son como ellos. Los nuevos Estados totalitarios buscarían liberar a sus súbditos de las cargas que supone el ejercicio de la libertad.

    ¿Es posible poner en el mismo nivel a los leviatanes grotescos y reconocibles de Rusia y China con otros escenarios políticos democráticos occidentales? Me parece que aquí la exposición de Gray se tropieza, porque es evidente que las dimensiones de unos y otros (su poderío e influencia, cuando no su hegemonía en ciertas zonas del globo) son muy distintas.

    Los llamados ‘hiperliberales’ o ‘liberales hiperbólicos’ habrían hecho del liberalismo tradicional un culto de ‘autocreación’, algo así como una forma de teología pasada por el cedazo de la originalidad romántica, promoviendo una utopía donde cada ser humano es soberano de decidir qué quiere ser, de manera unívoca, sin importar la tradición ni cómo lo vean o entiendan los demás.

    Identidades en disputa

    El análisis de Gray se apoya en algunos supuestos que podrían resultar controversiales. No solo asume que Hobbes es un pensador liberal —ya que tendría los cuatro pilares de esta forma de pensamiento: individualista, igualitario, universalista y meliorista—, sino que además sería quizás el único liberal que todavía valga la pena leer. Lo raro aquí es que el mismo Gray advierte que el Leviatán de Hobbes tiene poco o nada que ver con estas versiones del siglo XXI, que han asumido propósitos que este filósofo nunca asignó al suyo. Los nuevos leviatanes irían mucho más lejos que el monstruo original; tanto que, según admite el propio Gray, Hobbes jamás los reconocería como tales. Con todo, Gray insiste en que Hobbes sería el autor más indicado para comprender nuestro sombrío escenario posliberal, no porque su autómata monstruoso sea el modelo de los nuevos, sino principalmente porque él —aunque muchos no lo sepan— fue un gran teórico del absurdo. Esto naturalmente no parece ser una señal muy alentadora si se trata de entender el presente.

    John Gray lleva décadas proclamando el fin del liberalismo y describiendo el escenario posliberal en el que vivimos. Uno de sus principales logros intelectuales fue no haberse dejado impresionar por el escenario posterior a la Guerra Fría, donde muchos otros intelectuales auguraron que la humanidad había alcanzado una fase terminal en su desarrollo evolutivo, entronizando a la democracia liberal como la forma ideal de gobierno a nivel global. Según su interpretación, el colapso soviético significó el comienzo y el fin del liberalismo, ya que, con la caída del comunismo y la conversión de China a una economía de mercado, se inició un período que generó la ilusión de ser la transformación final. Esta fue una ilusión a la cual contribuyeron las teorías que celebraron la globalización, el establecimiento de una economía global y dos de los más grandes mitos ideológicos del siglo XX: el que promovió Friedrich Hayek, quien propuso la expansión evolutiva del capitalismo de libre mercado, y el de Francis Fukuyama, que presagió el fin de la Historia tras el triunfo de la democracia liberal. Sin embargo, como observa Gray, el triunfo del liberalismo no fue el desenlace de una tendencia evolutiva, sino un experimento político que tuvo su momento de esplendor, que no fue una estación de término ni un orden que duraría para siempre. Se trató más bien de un período transitorio bastante corto.

    Es paradójico que Gray postule entre sus leviatanes contemporáneos a lo que llama el “proyecto hiperliberal” o “el liberalismo hiperbólico”, y que lo ponga en la misma categoría de la Rusia de Putin y la China de Xi Jinping. Este proyecto liberal hipertrofiado estaría postulando la emancipación de los seres humanos de sus identidades heredadas, al proponerles que hagan lo que quieran de sí mismos, como si fuesen libres de construirse a partir de la nada.

    John Gray lleva años denostando a liberales como Steven Pinker y otros, burlándose de su entusiasmo panglosiano y de sus ganas de revivir un modelo ilustrado que ya no tendría destino. El liberalismo actual, según él, se ha convertido en lo que siempre renegó, una nueva religión cuyo ser supremo sería la humanidad. Los llamados “hiperliberales” o “liberales hiperbólicos” habrían hecho del liberalismo tradicional un culto de “autocreación”, algo así como una forma de teología pasada por el cedazo de la originalidad romántica, promoviendo una utopía donde cada ser humano es soberano de decidir qué quiere ser, de manera unívoca, sin importar la tradición ni cómo lo vean o entiendan los demás.

    A juicio de Gray, esto sería la base de otro experimento político que buscaría crear un estado de naturaleza artificial. En otras palabras, esta formación de nuevas colectividades sería el preludio de un estado de guerra crónica de identidades en disputa.

    Gray denuncia al wokismo como una revolución burguesa y advierte que el capitalismo moderno, junto con producir un lumpen proletario por debajo de la pirámide social, en su extremo superior ha engendrado lo que llama una ‘lumpen intelligentsia’, que al igual que su par de abajo carecería de funciones productivas reales.

    Anti woke

    Todo esto lleva a Gray a entrar con todo en la trifulca actual en torno al movimiento woke, que para él —al contrario de lo que comúnmente dice casi todo el mundo— no sería una variante del marxismo ni del posmodernismo, sino una expresión de la agonía y decadencia del liberalismo. Para él, este liberalismo hiperbólico que tanto detesta sería el culpable de haber engendrado este movimiento, ya que esta forma de liberalismo operaría como una forma de racionalidad que aspira a darle sentido a una variante fallida del capitalismo, una variante que hace más ricos a los ricos y más pobres a los pobres o que sirve como una herramienta de las élites para que puedan asegurar su posición de poder en la sociedad. Una de las funciones del movimiento woke, según él, sería distraer la atención del impacto destructivo del capitalismo de mercado sobre la sociedad, ya que cuando se ponen los problemas de identidad al centro de la política, se pueden pasar por alto los conflictos de intereses económicos.

    Así, no sería una coincidencia que el movimiento woke sea tan fuerte en los países anglosajones, donde el liberalismo alguna vez tuvo más presencia, y que en otros lados del mundo este movimiento sea objeto de burla o se vea como una señal o síntoma de la decadencia de Occidente. Duele, pero es difícil dejar de admitir que tiene razón cuando dice que las políticas identitarias de quienes protestan por las ofensas que se han hecho en contra de la imagen que ellos han cultivado de sí mismos, relegan al olvido y al oprobio a aquellos cuyas vidas están siendo dañadas por un sistema económico que los descarta como algo inútil.

    Matando dos pájaros con un solo piedrazo, Gray denuncia al wokismo como una revolución burguesa y advierte que el capitalismo moderno, junto con producir un lumpen proletario por debajo de la pirámide social, en su extremo superior ha engendrado lo que llama una “lumpen intelligentsia”, que al igual que su par de abajo carecería de funciones productivas reales.

    Llegados a este punto, Gray toma el diagnóstico del sociólogo Peter Turchin sobre la superproducción de las élites que habría en el mundo actual y las propuestas de Joel Kotkin sobre el surgimiento de un “neofeudalismo”, relacionado con este exceso de élites y la perpetuación de las desigualdades de riqueza y oportunidades. En un capítulo inquietante que llamó “Feudalismo y fentanilo”, que confirma todo lo caótico y urgente que puede llegar a ser The New Leviathans, Gray observa el devastador impacto que este opiáceo ha tenido en la población de Estados Unidos y plantea que uno de los principales dramas del capitalismo contemporáneo es que no solo condena a muchos a la pobreza, sino que también los despoja de cualquier esperanza.

    En torno a esta idea de la “lumpen intelligentsia” actual, John Gray elabora una comparación bastante tirada de las mechas con la situación de los intelectuales rusos de fines del siglo XIX —el ocaso de la era de los zares— y comienzos del XX, durante la era bolchevique. Según él, ambos grupos intelectuales socavaron por dentro la sociedad que los albergaba y les daba de comer, al extremo de que terminaron siendo destruidos. A partir de este pretexto, apenas esbozado en el libro, Gray expone una galería de retratos de personajes históricos de la cultura rusa de comienzos del siglo XX, todos afectados por sus propios delirios y la brutal represión bolchevique. Estas páginas son una lectura fascinante, pero que perfectamente podrían haberse eliminado sin afectar el argumento central de The New Leviathans.

    No obstante, la historia y el caso ruso son fundamentales en este libro, no solo por el “Leviatán destartalado” que encarna el despotismo cleptocrático de Putin, sino también porque Gray asume como premisa que la invasión a Ucrania a comienzos de 2022 llevó a las relaciones internacionales a una fase similar a la que regía antes de la Primera Guerra Mundial. Uno de los personajes extravagantes y trágicos que incluye en su galería de retratos rusos es el del escritor Yevgeny Zamyatin, autor de la novela Nosotros (1920), considerada como la primera distopía de la literatura y la inspiración de las novelas de Huxley y Orwell.

    Gray tiene una conocida inclinación por este tipo de representaciones literarias, donde el futuro de la humanidad se presenta como una completa pesadilla. Esta veta apocalíptica la exhibe por completo en la sección de su libro dedicada al Antropoceno. No queda muy clara cuál es la relación que tiene esto con el Leviatán. .Se trata de describir las condiciones que permitirían el surgimiento de uno o es que esta crisis global es un Leviatán en sí mismo? En cualquier caso, como es habitual, Gray advierte que el Antropoceno no es lo que creíamos —una era geológica donde el dominio humano sobre la naturaleza se ha hecho dramáticamente patente—, sino un período durante el cual la misma posición de las especies en el planeta ha terminado por cuestionarse. Es aquí donde este autor presenta sus predicciones más horribles, proponiendo un escenario escalofriante: la transición energética de la que tanto se habla sería una completa quimera, ya que las energías renovables son un derivado de los combustibles fósiles, de los que no podremos prescindir —ya que la transición energética supone desarrollar una minería en una escala prodigiosa que solo podrá impulsarse usando más de estos combustibles—, y tampoco querremos deshacernos de estos si consideramos que al hacerlo desataríamos una crisis enorme, considerando el impacto que esto tendrá en la economía y la situación política de los países que dependen totalmente de ellos, como Rusia o Irán. El escenario global de John Gray es una Catch-22, extrapolada a una dimensión planetaria.

    Cualquier predicción que Gray haga sobre el futuro supone un escenario de anarquía global. A su juicio, nada permite suponer que la sociedad democrática liberal vuelva a imponerse en el planeta. Por el contrario, augura que el futuro nos traerá de regreso los fantasmas del pasado, monarquías, repúblicas, imperios, tiranías o regímenes mixtos, y que estos van a coexistir en zonas donde no habrá Estado alguno. Entre todas las rarezas de este libro, la mayor de todas es que pese a su sombrío diagnóstico, Gray pretende que sus conclusiones sean optimistas. Nos aconseja que, en lugar de tratar de uncir a los nuevos leviatanes, tal como se hizo en la difunta era liberal, mejor intentemos acercarlos al modelo propuesto por Hobbes y los transformemos en recipientes donde podamos coexistir unos con otros, sin hacernos daño. Según él, para Hobbes el verdadero Leviatán éramos nosotros mismos, los animales humanos, impelidos a autopreservarnos hasta el fin de los tiempos, la única especie animal que cuenta con “el privilegio del absurdo”, esa inagotable capacidad de encontrar algún sentido donde no lo hay.

     

    Imagen: Cámara de vigilancia (2010), de Ai Weiwei.

     


    The New Leviathans, John Gray, Farrar, Straus and Giroux, 2023, 192 páginas, US$27.00.

  218. El costo de nuestra libertad

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    ¿Qué significa ser moderno? Como muestra el filósofo francés Pierre Manent en este importante libro, el solo hecho de hacer la pregunta revela que uno está en las garras de lo moderno, que se es consciente de que somos a la vez humanos (lo que implica una naturaleza humana universal) y modernos (lo que implica una aguda conciencia de la contingencia histórica y de la maleabilidad de la naturaleza humana). Manent persigue la fuente histórica de esta autoconciencia y reflexiona sobre su sentido y destino.

    Ser moderno es estar libre de las limitaciones de la naturaleza y de la gracia, huir de los dos modelos ejemplares de ordenación del alma de la tradición occidental: el hombre magnánimo de Atenas, orgulloso de sus responsabilidades cívicas, y el humilde monje, dedicado a Dios. La profunda tensión entre magnanimidad y humildad reside, en opinión de Manent, en el corazón del dinamismo cultural y político de Occidente. Pero debido a que ambos modelos entendían la virtud sustancialmente como algo real —lo que implicaba una gama de excelencias y bienes que los humanos descubrían en lugar de crear— y veían la naturaleza humana como orientada hacia el bien, las dos tradiciones podían comunicarse entre sí, de manera muy poderosa en el gran esfuerzo de santo Tomás de Aquino por sintetizar la filosofía griega y la revelación cristiana. Sin embargo, tanto la magnanimidad como la humildad se fueron desgastando con el tiempo debido a su crítica recíproca (cada una veía el bien de la otra como algo ilusorio) y sus contradicciones internas (la lucha política de las ciudades griegas y las guerras de religión cristianas). Y lo que finalmente las reemplazó, a partir del siglo XVIII, es la “ciudad del hombre” de la modernidad democrática liberal, una construcción artificial —un proyecto humano— basado en el individuo antes de cualquier exigencia sobre su lealtad.

    Ser moderno es estar libre de las limitaciones de la naturaleza y de la gracia, huir de los dos modelos ejemplares de ordenación del alma de la tradición occidental: el hombre magnánimo de Atenas, orgulloso de sus responsabilidades cívicas, y el humilde monje, dedicado a Dios. La profunda tensión entre magnanimidad y humildad reside, en opinión de Manent, en el corazón del dinamismo cultural y político de Occidente.

    En la primera mitad de La ciudad del hombre, Manent explora tres de las principales dimensiones de la comprensión moderna: la historia, la sociología y la economía. La autoridad de la historia relativiza la idea de fines humanos permanentes; el punto de vista sociológico reemplaza la perspectiva del actor humano situado dentro del mundo humano común por la del observador imparcial, un “científico” de los asuntos humanos; la idea del sistema económico reduce la motivación del ser humano al deseo de adquisición, truncando toda la gama de excelencias humanas. Manent reconstruye cuidadosamente el surgimiento de estas nuevas autoridades en los escritos de Montesquieu, Adam Smith, Rousseau, Nietzsche y otros grandes pensadores, señalando que a pesar de toda la atención que nos dedican las ciencias humanas, los modernos seguimos siendo un poco un misterio cifrado.

    Como subraya Manent en la segunda mitad de su libro, este hecho tiene consecuencias preocupantes. A partir de Montesquieu, la virtud, ya sea pagana o cristiana, ha sido reinterpretada como represiva. Los modernos consideran que las obligaciones del ciudadano o el cilicio del monje limitan la naturaleza humana en lugar de hacerla avanzar hacia su pleno potencial. La neutralidad de la ley respecto de las concepciones del bien se convierte en un mandato: uno debe ser libre de elegir su propio “estilo de vida”, libre de deshacerse del pasado como si fuera un bulto más. Sin embargo, ¿para qué sirve la libertad? El individuo moderno, nos dice Manent, corre y corre sin un destino. El costo de nuestra libertad ha sido una profunda desarticulación acerca de los fines de la vida.

    ¿Para qué sirve la libertad? El individuo moderno, nos dice Manent, corre y corre sin un destino. El costo de nuestra libertad ha sido una profunda desarticulación acerca de los fines de la vida.

    Manent no propone ninguna solución. La ciudad del hombre busca reflejar el mundo, no transformarlo. Pero de todos modos conlleva una lección: sin las ataduras del pasado, nos deslizamos hacia el nihilismo y es posible que ya no seamos capaces ni siquiera de mantener nuestras libertades modernas. Atenas, Jerusalén, Roma —las raíces de nuestra civilización, ricas en enseñanzas sobre la naturaleza y el destino humanos— todavía claman hacia nosotros, los modernos desencantados. Pero a nosotros nos resulta cada vez más difícil escuchar.

     

    ————
    Artículo aparecido originalmente en The Wilson Quarterly 22-3 (1998). Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    La ciudad del hombre, Pierre Manent, traducción de C. Jordana, IES, Santiago, 2022, 358 páginas, $23.000.

  219. Una larga lucha para el regreso a casa de un pueblo

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    Philippe Sands es un reconocido abogado de juicios internacionales, especializado en casos de derechos humanos. Es profesor de derecho y presidente del PEN Club inglés. También es autor de premiados y exitosos libros, entre ellos Calle Este-Oeste y Ruta de escape, relatos de la persecución de su propia familia por parte de los nazis y del nacimiento del Derecho Internacional de los derechos humanos después de la Segunda Guerra Mundial.

    El primer libro, traducido a 20 idiomas, fue la base de un documental, Mi legado nazi, que puso a Sands en el centro del escenario junto a los hijos de dos oficiales nazis directamente involucrados en su historia familiar.

    Sin embargo, él ha declarado públicamente: “Quiero ser tratado como el individuo Philippe Sands, no como Philippe Sands británico, londinense o judío”.

    La última colonia no es su primer trabajo para apoyar las investigaciones sobre las violaciones a la ley por parte de los gobiernos en el siglo XXI. Sigue a otros que involucran la prisión militar estadounidense en la Bahía de Guantánamo; la colusión secreta entre Bush y Blair acerca de la guerra de Irak, y el juicio al exgobernante chileno Augusto Pinochet.

    Aquí, él documenta otro caso de acuerdos privados y engaños internacionales. Cuando en 1965 Gran Bretaña estableció un “Territorio británico del océano Índico”, una extrañamente tardía colonia nueva que abarcaba el archipiélago de Chagos y separaba las islas Chagos de Mauricio, fue alquilada a los Estados Unidos por 50 años como base militar y requirió el traslado de toda la población local, esto es, 1.500 personas.

    En La última colonia el impacto personal se da a través del relato de Liseby Elysé. En 1973, casada y esperando su primer hijo, fue deportada de su natal isla Peros Banhos. Ella y Sands finalmente se reúnen en el Gran Salón de la Corte Internacional de Justicia de la ONU en La Haya, en 2018, donde Liseby encabeza la delegación que reclama el derecho de regresar a las islas Chagos.

    De manera conmovedora, ella abre la sesión dirigiéndose a la Corte: “Declaro acerca de lo que he sufrido desde que me sacaron de mi paradisíaca isla [donde] todo el mundo tenía un trabajo, su familia y su cultura… Un día el administrador nos dijo que teníamos que abandonar nuestra isla, dejar nuestras casas e irnos… Subimos al barco en la oscuridad, de modo que no podíamos ver nuestra isla… las condiciones en la cubierta del barco eran malas. En aquel barco éramos como animales y esclavos… La gente se moría de tristeza en aquel barco”.

    El gobierno de Mauricio ha batallado por las islas Chagos durante 40 años; Sands, los últimos 10.

    En La última colonia el impacto personal se da a través del relato de Liseby Elysé. En 1973, casada y esperando su primer hijo, fue deportada de su natal isla Peros Banhos. Ella y Sands finalmente se reúnen en el Gran Salón de la Corte Internacional de Justicia de la ONU en La Haya, en 2018, donde Liseby encabeza la delegación que reclama el derecho de regresar a las islas Chagos.

    El Tribunal de la ONU en La Haya, presidido por 14 jueces, escuchó en primer lugar el testimonio personal de Elysé, luego la denuncia detalladamente argumentada de Sands sobre la conducta “vergonzosa” del gobierno británico, incluido un recordatorio de que el exilio forzado ocupa el noveno lugar en la “lista de crímenes contra la humanidad” de la ONU.

    Sus palabras triunfaron cuando la innoble defensa británica se desmoronó. Desde entonces, Gran Bretaña simplemente se ha mantenido firme en su incumplimiento de la decisión de la Corte, que no es vinculante, pero tiene un peso considerable.

    Hasta la fecha, esa decisión es, a la vez, un fallo histórico para los chagosianos y otra mancha en el registro del respeto de los derechos humanos internacionales. Después de todo, en 2005 Sands publicó su libro (ahora actualizado) titulado Lawless World: America and the Making and Breaking of Global Rules, que traza un largo legado de desgracia.

    La última colonia está vívidamente ilustrado por Martin Rowson.

    A partir de 1945, con la Carta del Atlántico, la ONU y el Juicio de Nuremberg, mostrando a importantes jefes de Estado, jueces y acusados nazis, el elenco de los caricaturizados en el Tribunal Mundial cambia a lo largo de las décadas, mirando ceñudos al lector desde las galerías de las salas del tribunal. En cada imagen vemos la vista trasera de una diminuta figura vestida de negro, bolso en mano, en constante avance. En la ilustración final, ha sorteado las obstrucciones de los políticos y sus secuaces legales. Es Liseby Elysé y se dirige hacia la salida donde brilla la resplandeciente luz del sol de la libertad chagosiana. Porque en febrero de 2022, junto a cuatro compañeros exiliados, el embajador de Mauricio, el embajador Koonjul (también representante permanente de la República de Mauricio ante la ONU), científicos marinos, periodistas y abogados, incluido Sands, todos a bordo de un barreminas de la Marina Real británica reconvertido, Elysé finalmente ha regresado para volver a ver la tierra de su nacimiento.

    Sands ha escrito una historia rotunda, apasionante como una novela.

     

    ————
    Artículo publicado en The Jewish Chronicle. Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

     

    Imagen: Protesta frente al Parlamento británico en octubre de 2008, luego de un fallo que impidió el regreso de los expatriados a las islas Chagos.

     


    La última colonia, Philippe Sands, traducción de Francisco J. Ramos Mena, Anagrama, 2023, 304 páginas, $23.000.

  220. La asombrosa fertilidad de la devastación

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    Durante sus expediciones, Cal Flyn recorre diversos paisajes con “la sensación desconcertante de un peligro camuflado” y, al mismo tiempo, refuerza sus divagaciones con una pertinente precisión botánica y zoológica. Las especies, organismos y accidentes geográficos tienen nombre, color, aroma, textura, y el eco de los territorios se vincula hábilmente al concepto de “memoria ecológica”: la constatación de que, así como los humanos estamos constituidos de traumas y fracturas, los ecosistemas respiran considerando la mutilación de su pasado.

    Otro acierto de Flyn es acompañarse en sus paseos por hombres enigmáticos o mujeres vigilantes que han permanecido en sus espacios con una mezcla de orgullo y conformidad (“se entiende que existir aquí es renunciar, pero también reivindicar”). La voz de los anfitriones funciona para escenificar la agonía del cotidiano y, de paso, marcar la cautela de la voz narrativa: Flyn, más intrusa que turista, no parece dominada por los análisis ni lamentaciones, sino por una seguidilla de sospechas y revelaciones.

    Los 12 recorridos de Flyn se dividen en cuatro partes ordenadas según el tipo de destrucción y el grado de responsabilidad humana. El periplo arranca en su Escocia natal, específicamente en los restos de un antiguo polo petrolero de West Lothian. La última mina de lutita cerró en 1962 y dejó una tierra yerma: un vertedero de residuos estériles donde, sin embargo, nace una gama de valerianas, rosas mosquetas y otras especies arrastradas por el viento —o propagadas en el excremento de las aves.

    En la segunda visita, Flyn conoce la última casa grecochipriota: un disputado espacio entre la República de Chipre y la República Turca del Norte de Chipre, Estado cuya existencia solo reconoce Turquía. Un espacio geopolíticamente incomprensible, donde hoy se estudian las especies que se adueñaron de los prados y acantilados cuando las balas se apagaron: plantas infrecuentes como el tulipán carmesí y la asombrosa orquídea abeja.

    El tercer destino son los campos de Harju, en la Estonia rural, lugar donde la Unión Soviética desplegó inmensos invernaderos (llamados kolijos o granjas cooperativas), expropiados a los campesinos locales. Una vez desintegrado el gobierno central, el nuevo orden de Yeltsin —en un simbólico rechazo al comunismo— redistribuyó los kolijos entre los antiguos dueños y sus herederos, pero la tierra cayó en desuso, los almacenes quedaron como monumentos del régimen y se atiborraron de álamos, enebros y “la leve respiración de los cuerpos inmóviles pero llenos de vida”.

    Cuando Flyn pisa Chernóbil, (…) rápidamente se pregunta si la ciudad es un infierno radiactivo… o un refugio de la naturaleza. Sin relativizar el peligro de un viento cargado de yodo y cesio, se asombra al contemplar una deslumbrante flora radiactiva: abedules, líquenes, musgos y hongos nocivos para el ser humano, pero que hacen resplandecer las praderas. Una de las teorías científicas expuestas, a propósito, defiende que pequeñas dosis de agentes radiactivos pueden fortalecer el sistema inmunitario de los organismos y reforzar una nueva ‘memoria genética’.

    Cuando Flyn pisa Chernóbil, en tanto, rápidamente se pregunta si la ciudad es un infierno radiactivo… o un refugio de la naturaleza. Sin relativizar el peligro de un viento cargado de yodo y cesio, se asombra al contemplar una deslumbrante flora radiactiva: abedules, líquenes, musgos y hongos nocivos para el ser humano, pero que hacen resplandecer las praderas. Una de las teorías científicas expuestas, a propósito, defiende que pequeñas dosis de agentes radiactivos pueden fortalecer el sistema inmunitario de los organismos y reforzar una nueva “memoria genética”. El zinc, por ejemplo, produce flores amarillo-limón, las plantas alrededor del manganeso sufren gigantismo y el sulfato de cobre produce especies enanas pero firmes.

    En la segunda parte del libro, Flyn empieza contemplando el escalofriante deterioro urbano de Detroit, en Estados Unidos. La narradora sintetiza en el concepto de blight —término agrícola que representaba “la muerte repentina de todos los cultivos”— el destino de miles de propiedades vacías y la plaga de autos levantados por ladrillos (como el despojado vehículo del poema “Apocalipsis doméstico” de Gonzalo Millán). Después de medio siglo de bonanza, las automotoras cerraron —las industrias fueron centralizadas o derivadas al extranjero— y solo quedaron los galpones de armazones donde, en los intersticios de la chatarra, relucen brotes de diversos colores.

    Como destino obligado, Flyn llega a Paterson, Nueva Jersey, la célebre “belén del capitalismo” o la “zona cero de la América Moderna”. El relato abre con una imagen fascinante: en medio de la batalla de Monmouth, Alexander Hamilton (asistente de George Washington y uno de los padres de la república) quedó embelesado con la cascada del río Passaic y el arcoíris que surgía entre la niebla. Hamilton no se olvidó del lugar y, en 1791, lo escogió para que se convirtiera en la primera ciudad industrial estadounidense. En su esplendor, Paterson llegó a alimentar 350 fábricas, entre ellas la armería Colt, varias algodoneras y talleres de ferrocarriles. A mediados del siglo XX, la crisis oxidó todo y las bodegas se cubrieron de vegetación, pobreza, desempleo, pandillas y heroína. Por esas mismas fechas, Allen Ginsberg —hijo ilustre de la zona— le escribió a su coterráneo y mentor, Williams Carlos Williams, una carta donde se refería a Paterson como “un abuelo grande y triste que necesita compasión”.

    En la tercera parte, Flyn avanza unos kilómetros desde Paterson para contemplar la bahía de Newark, una antigua ciudadela de refinerías y curtiembres. Los químicos desprendidos a principios del siglo XX —entre ellos, el célebre insecticida DDT, denunciado por Rachel Carson en Primavera silenciosa (1962)— se calificaron como “prácticamente no biodegradables”, y hoy la bahía es un cementerio de remolcadoras y transportadoras en donde nadan cangrejos azules que lucen un aspecto formidable, pero que cargan suficientes dioxinas para provocar cáncer a cualquier organismo.

    Quizás el punto más fascinante del ensayo es cuando Flyn visita el bosque de Verdún (Francia), el mítico lugar donde en 1916 se vivió la batalla más extensa de la Primera Guerra Mundial. Se calcula que murieron 300 mil hombres, se dispararon 40 millones de proyectiles y el suelo padeció el equivalente a 10 mil años de erosión natural. Una región devastada o, en sus palabras, “una criatura desollada”. Años después de la masacre, sin embargo, una lluvia de amapolas escarlatas honra a los caídos, excepto en un perímetro donde se cavó una fosa y se acopiaron los restos de gases mortíferos. A esta zona baldía y envenenada se la bautizó como la Place a Gaz (“El lugar del gas”), una piscina semejante al alquitrán donde los musgos se aferran en los bordes.

    Abrumada por la experiencia en Verdún, Flyn aterriza en Tanzania donde conoce el sorprendente Instituto Biológico Agrícola de Amani, un laboratorio donde, a principios del siglo XX, se introdujo toda la flora y fauna que pudiese adaptarse al clima de la entonces África Oriental Alemana. Después de la Primera Guerra, los británicos tomaron el país y centraron los esfuerzos del Instituto en encontrar la cura para la malaria, hasta que en 1961 Tanzania logró su independencia, comenzó una guerra con Uganda y se detuvo el financiamiento. Alrededor de los laboratorios quedó un ecosistema único y forzado que, con los años, ha sustentado perspectivas ecológicas que se abren a reevaluar la prohibición de la introducción de especies nativas (propuesta que sus defensores, sin arrugarse, denominan “el nuevo orden ecológico mundial”).

    Quizás el punto más fascinante del ensayo es cuando Flyn visita el bosque de Verdún (Francia), el mítico lugar donde en 1916 se vivió la batalla más extensa de la Primera Guerra Mundial. Se calcula que murieron 300 mil hombres, se dispararon 40 millones de proyectiles y el suelo padeció el equivalente a 10 mil años de erosión natural. Una región devastada o, en sus palabras, ‘una criatura desollada’. Años después de la masacre, sin embargo, una lluvia de amapolas escarlatas honra a los caídos, excepto en un perímetro donde se cavó una fosa y se acopiaron los restos de gases mortíferos.

    De vuelta en Europa, la narradora retorna a Escocia para conocer los estudios zoológicos en la isla de Swona, un antiguo mercado pesquero deshabitado en 1974, hoy convertido en un observatorio de ganado crecido lejos de la supervisión de granjas y veterinarios. Una organización social que recuerda cómo la mansedumbre y domesticación humana no son otra cosa que “la cría selectiva de un animal que repercute en sus formas futuras”. O como sintetizó el mismo Darwin en El origen de las especies, algunos animales domésticos tienen las orejas caídas porque ya no utilizan sus músculos destinados a advertir el peligro.

    En la cuarta y última parte, Flyn visita la isla caribeña de Montserrat, donde en 1997 el volcán Soufriere Hills arrojó cinco millones de m2 de magma y sepultó el pueblo en cenizas. “La imagen sublime y terrorífica de la lava en una incandescencia líquida” se compara con el mayor evento de extinción que ha conocido el planeta: la erupción de un supervolcán que provocó la extinción del Permico-Triásico hace unos 252 millones de años. En la ocasión, más del 95 por ciento de las especies marinas y tres cuartas partes de la terrestre fueron erradicadas, la mayoría de ellas anápsidos: esas lagartijas con el cráneo horadado que dominaban el planeta antes de los dinosaurios.

    Cuando Flyn vuelve a EE.UU. y llega a su último destino, anota: “Mis titubeantes progresos adquieren cada más el vertiginoso significado de un sueño”. Esta vez camina absorta por la orilla del mar de Salton, en California, un balneario devastado por recibir canales agrícolas llenos de fertilizantes. En 1999, 10 millones de peces se encontraron flotando y los cadáveres de miles de aves se repartieron en la playa. Un ecosistema enfermo de arsénico y selenio que, para Flyn, es “una metáfora del tiempo profundo” que le permite detenerse en eso que latía desde el inicio y, por supuesto, no podía evadirse en un ensayo de estas intenciones… el calentamiento global.

    Cuando Flyn organizaba la información del libro, algunos colegas le preguntaron si no estaría socavando de algún modo el trabajo de activistas y legisladores medioambientales con “premisas optimistas”, pero ella respondía que no buscaba rebatir o relativizar evidencias científicas, sino testificar la inherente resiliencia de la naturaleza en la tempestad. En una de sus digresiones, como descubriendo algún hilo o bisagra del misterio, divaga: “Cada una de las grandes extinciones en el planeta se ha visto reemplazada por un estallido de creatividad evolutiva”.

    Islas del abandono no es un ensayo alarmista ni combativo ni, mucho menos, propone soluciones. La dimensión poética de las revelaciones de Flyn no edulcora las circunstancias; por el contrario, comunica esa inmensa sensación de pequeñez de los humanos ante las explosiones y respuestas de la naturaleza. En los bosques de Verdún, Flyn observa cómo una cierva huele la hierba que crece a la orilla de un arroyo envenenado con miedo o al menos cautela, como si supiera que en lo profundo yacen los huesos de soldados alemanes y franceses. Al terminar la lectura, podemos preguntarnos si acaso los humanos nos convertiremos en esa cierva que —conscientes de la devastación del entorno— pegaremos el hocico a la hierba y buscaremos alimento entre los escombros.

     


    Islas del abandono, Cal Flyn, Fiordo, 2023, 343 páginas, $18.000.

  221. Presencia en la ausencia

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    Resulta desolador presentar Naciste pintada, de Carmen Berenguer, sin ella, cuando han transcurrido solo meses desde su muerte. Ausente, viva en sus páginas, activa en sus libros. Lo digo porque no hablo únicamente de una amiga sino también de un recorrido cultural común que se interrumpe. Me refiero a un transcurso grupal donde su inicio puede ser definido como “ochenterismo” —lo pienso de manera positiva, quebrando la lógica desmanteladora del término octubrismo. Un “ochenterismo” que más allá e incluso más acá de la cercanía del fin generacional de las que fuimos sus integrantes, marcó un cierto desplazamiento literario, una búsqueda de inscripción en medio de una asombrosa y múltiple desigualdad en el acto de valorar, en la acción de incluir.

    El Congreso Internacional de Literatura de Mujeres, pensado y diseñado el año 1986 y realizado en 1987, marcó y demarcó una de las instancias literarias más importantes o la más importante bajo dictadura, no solo por la recepción internacional que alcanzó su convocatoria sino porque puso de relieve una problemática en Chile basada en un autoritarismo literario condensado en autores. La literatura fue desplegada como un territorio invadido y colonizado por la escritura de los hombres. De alguna manera, el 87 hubo un impulso descolonizador en los territorios de la letra.

    Así las escritoras ochenteras, pese a sus diferencias literarias, considerándolas, sin aplacarlas, más distantes o muy cercanas, pudimos coincidir y realizar, siempre antidictatoriales, un gran encuentro para pensar políticas, para emprender poéticas. Carmen Berenguer fue fundamental en ese recorrido, en las divergencias, en los acuerdos, en su inteligente mordacidad.

    Recuerdo aquí La noche de los proletarios, de Jacques Rancière, y esas uniones nocturnas para desplazar, pensar, urdir. El tiempo del Congreso produjo una emancipación en la medida —y tal como lo señala el mismo Rancière— movió los límites de lo posible y de lo pensable en los modos de representación y de autorrepresentación. No quiero afirmar aquí que ese gesto y esa gesta consiguieran romper la férrea conformación de la dominación. No fue así. Ahora mismo no es, la asimetría persiste y abruma, pero en plena dictadura, bajo la violencia de su ejercicio, contamos con elementos para comprender, con una claridad indesmentible, las operaciones para naturalizar la exclusión a partir de cánones que enmascaraban la omisión y quizás una forma de menosprecio. Pero, ese congreso re-unió cuerpos, mostró y demostró la diversidad. Carmen Berenguer fue una de las gestoras y desde luego una de sus protagonistas más destacadas. Y ese protagonismo debe ingresar en la que será su memoria literaria.

    ***

    La autora publicó en 1983 su primer libro, Bobby Sands desfallece en el muro. Inició su recorrido poético evadiendo el yo, la búsqueda simplificada de sí y la fantasía amorosa del tú. Bobby Sands, el irlandés, miembro del IRA, que se entregó a la muerte de inanición en su celda, a los 28 años, como protesta ante las condiciones carcelarias: “Quiero a mi amada / como quiero mi cuerpo / como no quiero al gusano / que ocupará muy luego este ojo”. Bobby Sands re-nace y muere en la letra, atraviesa las fronteras y vuelve a protagonizar la escena esta vez literaria. Y apelando a ciertas imágenes que se conectan de manera paradójica en los tiempos, recuerdo ahora mismo al IRA que en 1996 facilitó la fuga de la cárcel de alta seguridad de los presos chilenos del Frente Patriótico Manuel Rodríguez; sí, desde lejos y, a su vez, tan cerca. Fueron ellas, las mujeres del IRA, arriba de un helicóptero.

    Ese fue el brillante punto de partida literario de Carmen Berenguer, la prisión política, el hambre, la muerte.

    Y desde ese libro, a partir de Bobby Sands, el preso ya histórico, desde el IRA hasta llegar a la ira que sentimos a menudo, Carmen Berenguer, emprendió un libro centrado en nudos de mujeres habitantes de espacios sociales oprimidos por las normativas más convencionales. Un conjunto de voces que llegan al libro y lo habitan para conformar un sitio plural, inusual y necesario.

    Naciste pintada es un título polisémico, que apunta a un destino en el sentido de los designios del Oráculo, pero también apunta al arte del maquillaje. El libro mismo entonces despliegas vidas pintadas y a la vez opera como un deliberado maquillaje desde la letra que lo compone.

    Naciste pintada hace de la mujer su eje. Un eje que recorre diversos textos narrativos que transitan la autobiografía, testimonio, biografías, ficción, crónica y poesía. Se vuelca a escenarios nocturnos, diversos. Transita por los cuerpos en venta, circula por las noches de la poesía, se dedica a la letra carcelaria. Y en un espacio intermedio el puerto llega para quedarse. Me refiero a Valparaíso, donde Brenda y Carmen se unen, donde la poeta Berenguer baila la noche porteña con otras y otros sumidos en unas horas enclavadas en un puerto que es necesariamente riesgoso, laberíntico y poético.

    Es un libro poderoso, poblado, extremadamente corporal. Se vuelca a las voces más silenciadas o reducidas por la crónica roja, las prostitutas, la asesina protectora de mujeres. O silenciadas por la prensa oficial: las presas políticas de los 80. Recorre los detalles estéticos que pueblan los espacios, piensa a Brenda su protagonista o quizás su alter ego, y la dispone en un tiempo pormenorizado con una impecable descripción del flujo de los detalles que la rodean. Recoge testimonios de prostitutas; se establece así un coro griego otro, ausente de dioses, que en este libro porta el protagonismo escénico-social. O como lo señala Julieta Kirkwood en el libro Feminaria: “El coro está saliendo del lugar que le corresponde y plantea nuevas dimensiones. Y no solo se toma la palabra; también se toma la conciencia de sus propias versiones, se toma la acción”.

    Desde otra perspectiva, pienso que este libro opera como documento, como sede para pensar la relación poesía, cuerpos y territorios, y ensayar, desde estos textos, analíticas que apunten a esbozar identidades. Analíticas que consideren desde dentro, desde los cuerpos mismos y sus culturas, tránsitos e historias, los bordes y desbordes de los cuerpos periféricos. Analíticas que se parapeten en un puerto como lugar simbólico, sitio móvil y fijo a la vez, que recibe “cargas” pero también “descargas”, pues exportan tránsitos cruzados por la violencia y la resistencia.

    Carmen Berenguer nos propone cruzar las fronteras asignadas al género (femenino) que tanto cohíben y encarcelan, ensayar teorías, esta vez sudacas, escuchar las voces locales, examinar una y otra vez el fondo de los ojos, su vía al centro del cerebro para producir esa palabra que se incrustó en la poética de la mirada: “En la mañana húmeda se encontró un cadáver en la escalera del metro. El. cuerpo estaba desnudo con heridas cortopunzantes. Las gentes al pasar decían: Se parece a Cristo posmoderno, se parece a San Sebastián de la Legua”.

     


    Naciste pintada, Carmen Berenguer, FCE, 2024, 326 páginas, $13.180.

  222. Ricardo Strafacce: “Fogwill era un gran artista, pese a que se disfrazara de otras cosas”

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    Presentación de Rodolfo Fogwill, una monografía, de Ricardo Strafacce (Buenos Aires, 1958), cierra un proyecto de no ficción que se inició con Osvaldo Lamborghini, una biografía (2008) y continuó con César Aira, un catálogo (2018). Con estos tres libros, Strafacce ordena críticamente el campo literario argentino y despliega su lectura sobre tres autores que, para algunos, podrían ser incluso canónicos.

    En este nuevo ensayo, Strafacce aborda la presencia del último maldito de la literatura trasandina. Fogwill, desde que se da a conocer con su triunfo en el concurso de cuentos de Coca-Cola, donde termina peleándose con los organizadores, se erige como un autor —y una figura— que no duda en hacerse respetar, costara lo que le costara. Y es que, como señaló Ricardo Piglia en Las tres vanguardias, la literatura argentina es un campo de batalla en que los autores, incluso antes de empezar a publicar, eligen contra quién van a escribir. Fogwill parecía estar decidido a escribir contra todos.

    En más de 500 páginas, Ricardo Strafacce aborda muchos aspectos de la obra y de la vida de Fogwill y plantea ideas que van a contracorriente. El momento exacto, por ejemplo, en que se convierte en el escritor maduro lo fija hacia 1985, con Pájaros de la cabeza, que reunía tres nouvelles; defiende la primacía de la novela por sobre el género del cuento, cosa en la que discrepa de varias lecturas anteriores, que han manifestado que el gran valor de la obra de Fogwill eran las formas breves; las influencias o diálogos que establece, las afinidades electivas, en las que destacan Borges y Aira. El único ámbito que Strafacce no toca es el de la poesía. Pese a ello, Presentación de Rodolfo Fogwill es un texto indispensable para abordar a este singular escritor que murió hace 15 años, básicamente, por la rigurosidad con la que Strafacce establece sus asociaciones críticas. Si bien no estamos ante un afán totalizante, hay una clara intención por no dejar que las cuestiones importantes se le escapen.

    En el emblemático bar Varela-Varelita, donde algunas veces se encontró con Fogwill, Strafacce, ganador del Premio Konex y del Premio Municipal de Literatura de Buenos Aires, responde a las preguntas con la amabilidad de siempre. Acompaña la entrevista con una copita de coñac, y es que el invierno en Buenos Aires parece haberse superpuesto a un otoño prácticamente inexistente.

    Más que un ensayo, podría decirse que este libro es una biografía crítica, porque hay varios aspectos biográficos que se van entretejiendo con la lectura de la obra. Y además, el libro es cronológico en cuanto a las fechas de escritura de los libros.
    Sí, o biobibliografía, qué sé yo.

    Asimismo, hay un planteo que desarrolla, similar al que aparece en Las tres fechas, de Aira…
    Las fechas de la escritura, de publicación y la fecha a la que remite la peripecia.

    Tanto en las Jornadas Fogwill, que se hicieron en el Museo del Libro y la Lengua en 2013, como en Fogwill, una memoria coral, de Patricio Zunini, se ha dicho que fue esencialmente un cuentista y que iba a ser recordado así.
    Yo no comparto esa idea en absoluto, porque el Fogwill cuentista nunca se terminó de sacar de encima la influencia nefasta de Cortázar. Es difícil escribir cuentos en Argentina y, de hecho, Fogwill lo dice en el relato “Fuentes”: “Estoy entre dos fuegos”, es decir, sugiere que está entre Borges y Cortázar. Cuando él deja el género y se hace novelista, ya nadie le pisa el poncho. A su vez, sus mejores relatos, como “Memoria de paso” y “Muchacha punk”, tienen un aliento novelesco.

    Ahí se libera.
    Yo creo que sí. Él dice que dejó de escuchar esa voz o esas voces, que eran Borges y Cortázar. Y el cuento, además, es un género cerrado, codificado, con pretensiones de perfección. Yo creo que a la fluidez y velocidad de la escritura de Fogwill le convenía más la novela y la novela proliferante. E incluso me atrevo a decir que la personalidad de Fogwill es para proliferar, es para lo novelesco.

    También está el asunto de la firma: Rodolfo Enrique, Rodolfo E., hasta simplemente Fogwill.
    Bueno, el primero que salió con esa firma fue uno de sus mejores libros: Pájaros de la cabeza. Fíjate en el género: ya no son cuentos, pero tampoco es una novela; son nouvelles. Y además, ese libro tiene otra cosa: una contratapa firmada por Aira, pero escrita por Fogwill.

    ¿Podría hablar algo del vínculo entre ambos?
    La relación entre ellos viene por recomendación de Osvaldo Lamborghini, quien le dice a Fogwill que Aira era el único que valía la pena que leyera. Fogwill se puso entonces en contacto con César y a partir de ahí se hicieron muy amigos. Aira lo cuenta muy bien en el libro de Zunini, donde dice que soñó que Fogwill le hablaba de la liebre legiberiana, que aparece en La liebre, Embalse y en La guerra de los gimnasios. Pero también Aira influyó en Fogwill: en el prólogo de Nuestro modo de vida reconoce que es un plagio a La luz argentina, de Aira.

    Él dice que dejó de escuchar esa voz o esas voces, que eran Borges y Cortázar. Y el cuento, además, es un género cerrado, codificado, con pretensiones de perfección. Yo creo que a la fluidez y velocidad de la escritura de Fogwill le convenía más la novela y la novela proliferante. E incluso me atrevo a decir que la personalidad de Fogwill es para proliferar, es para lo novelesco.

    Beatriz Sarlo, en Plan de operaciones, señala que hay tres escritores que pudieron o podrían haber aspirado a la centralidad de la literatura argentina: Saer (su favorito), Aira y Fogwill.
    Concuerdo con ese planteamiento, aunque yo reemplazaría a Saer por Lamborghini, porque las literaturas de Osvaldo, César y Fogwill son imperfectas; Saer, en cambio, tiene esa vocación de perfección de pacotilla. Y a mí me gusta la imperfección, porque ahí el producto nunca está al alcance del proyecto. Entonces, como el deseo huye o se escapa, se puede seguir escribiendo. Saer llegó a lo máximo que podía aspirar con su proyecto, y en su novela La grande se percibe un agotamiento de su proyecto, sin negar que Saer es un gran escritor, sin duda de los más importantes… Aunque pensándolo mejor, Lamborghini nunca podría estar en el centro, porque sería un oxímoron.

    Y esta imperfección de la que hablas, ¿podría llevar también a lo incompleto, a la incapacidad de fijar una obra establecida a la manera de Borges?
    Es que el proyecto nunca se termina por realizar, siempre hay más, y por eso considero tan interesante cuando Fogwill deja de escribir cuentos y empieza con las novelas. Para mí incluso sus cuentos son una preparación para la novela.

    En el primer capítulo abordas la construcción de un autor y cómo Fogwill, en el concurso de cuentos de la Coca-Cola (1979), que tenía un premio importante en dinero y la publicación en Editorial Sudamericana, se pelea con Enrique Pezzoni, el respetado editor de Sudamericana, y con el CEO de Coca-Cola. Allí irrumpe el Fogwill como figura o personaje.
    Ahí, en esa pelea, Fogwill se construye como el agente literario de sí mismo. Ahora el proyecto de Fogwill no podría haber ocurrido en otra década que no fuera la del 80, porque esa década venía después de tanta prohibición, de tanto miedo; era la primavera alfonsinista, que era el momento justo para que apareciera alguien así. Era un momento en que todo lo nuevo valía doble, y Fogwill era una cosa muy nueva. Ahora, ese no fue el único incidente con Sudamericana: para la publicación de su novela Vivir afuera también hubo intercambio de cartas de documento, quilombos y juicios.

    Parece que no le gustaba mucho el trato con las editoriales.
    No, lo que pasa es que él no permitía que las editoriales maltrataran a los autores como suelen maltratarlos, sobre todo las editoriales grandes.

    También se peleó con Planeta.
    Sí, pero Fogwill obliga a Planeta, cuando publica Una pálida historia de amor (1991), a hacer una aclaración en el Diario de Poesía que no aclaraba nada, porque decía: “se hicieron correcciones sin la anuencia del autor”. ¿Pero qué quiere decir que se hicieron correcciones? Eso quiere decir que había cosas que estaban mal y lo único que reconoce la editorial es que no le avisaron al autor, y no le avisaron porque él se había equivocado. Aunque existe la posibilidad de que Fogwill y Planeta se hayan puesto de acuerdo para hacer ruido en torno al libro, en la última página le metieron unas españoladas que a Fogwill debieron haberlo enojado mucho. De hecho, en el primer libro que publica en España, Canto de los marineros en la pampa, se burla de los españoles.

    Si bien está la figura del escritor maldito o conflictivo, el diálogo que establece con los libros de otros autores es muy relevante. Pienso en Camus, Borges, Aira, etcétera.
    No, la verdad es que el mundo académico hace una lectura muy buena de Fogwill: es Graciela Speranza en el artículo “Magias parciales del realismo”, que yo parcialmente reproduzco, y también Sarlo cuando escribió de Los pichiciegos y La experiencia sensible. El gran odio fue con Piglia.

    ¿Qué pasó con Piglia?
    Fogwill lo aduló hasta la lisonja, o lo admiró, quería colgarse del éxito de Respiración artificial, sin saber que Piglia muy tempranamente lo odiaba a él y a Lamborghini, no se sabe bien por qué, pero se lee eso en Los diarios de Emilio Renzi.

    ¿Cuál era la relación que tenía Fogwill con el poder, el dinero y el lujo?
    Con el dinero, cuando lo tenía, era gastarlo a manos llenas. Con el lujo era un pobre con gusto de aristócrata. Y por el poder, nunca se interesó, porque en la década de los 80, si él hubiera querido, hubiera sido ministro. No, Fogwill era ante todo un gran artista, pese a que se disfrazara de otras cosas.

    En su literatura sí se ve el lujo y el dinero.
    Se ve desde la posición de alguien que es pobre. Y como tal, cuando va a la casa de ricos, está atento a las costumbres de ellos, y por eso en su obra él reconoce la calidad de las cosas que tienen los ricos y las conoce mejor que los propios ricos. Y ese conocimiento lo adquirió a través de su trabajo en publicidad. Podría decirse que entró en los jardines de la alta burguesía y sacó beneficio de eso.

    Fogwill iba mucho a Chile y es un autor bastante conocido y admirado en algunos círculos. ¿Pensó ir a Chile o contactar a la gente con la que Fogwill se vinculaba?
    No, porque el libro lo hice sin salir de mi casa. Sí les consulté a Josefina Delgado, Luis Tedesco, Damián Tabarovsky, pero fue todo por teléfono. Si investigaba Chile, me obligaba a investigar mucho más y el libro es un ensayo, no una biografía como la de Lamborghini, en donde entrevisté a más de 100 personas (en esa época tenía 15 años menos). Ahora, sí puedo decir que Lo cristalino fue algo que Fogwill escribió especialmente para Chile y quien hace la contratapa (un escritor chileno de apellido Labbé) no se dio cuenta de que “Help a él” era una reescritura de “El Aleph”, de Borges. Espero que no se ofenda por lo que estoy diciendo.

     


    Presentación de Rodolfo Fogwill, una monografía, Ricardo Strafacce, 2024, Blatt & Ríos, 2024, 536 páginas, $93.000.

  223. Cartonero a tus cartones

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    Recomiendo la lectura de este libro, más allá de mis desacuerdos teóricos y sus desprolijidades formales. Su asunto es el análisis, la denuncia y el lamento por la desvalorización de (las credenciales académicas que otorga) la actual educación superior chilena. También pondera su impacto en el Chile de hoy, que con cierto optimismo describe como “un país estancado”. Es un libro escrito por un chileno y para chilenos. Y para chilenas, por cierto. Su autor pertenece al pueblo chileno, más allá de las diversas naciones o formas de vivir que este contiene, se identifica con él y le importa su futuro. Nada más ni nada menos.

    Solo en Chile usamos el “ruido”, término o palabra “cartón” para referirnos a documentos impresos en dicho material y que certifican grados académicos o bien títulos, tanto profesionales como técnicos. Este es un ejemplo paradigmático del fenómeno mismo que examina este libro. .Cuándo comenzó el desmoronamiento de la educación chilena? Me temo que mucho antes de lo que cree el antropólogo y novel doctor oxoniense Pablo Ortúzar Madrid, quien es, hasta donde sé, el más reciente integrante de un exclusivo club cuyo primer integrante fue el Dr. Julio Retamal Favereau: gente chilena doctorada en Oxford, la más antigua universidad de habla inglesa. Ortúzar Madrid fue mi alumno durante su fugaz paso por la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile y le tengo aprecio, además, por otras fundadas razones. Aclaro este punto para evitar una lectura maniquea de mis críticas, la opción favorita entre los adictos a la pornografía moral maniquea que empapa nuestra convivencia en la era digital, gracias a las redes “anti-sociales”. Como dicen varios mafiosos en la película El Padrino para justificar sus ejecuciones: “No es nada personal, es solo un asunto de negocios”.

    De la argumentación de Ortúzar Madrid, aunque él no lo señala, se sigue que el origen estructural reciente de dicha desvalorización estaría en el sistema educativo forjado por la “revolución silenciosa”, según la bautizó Joaquín Lavín Infante en 1987, y, añado de mi cosecha, que hiede a terrorismo de Estado: el degüello de la educación pública, la que si bien cubría solo a parte de la juventud ofrecía a esos privilegiados una experiencia formativa de calidad internacional. Con la Constitución de 1980, la dictadura del autoproclamado “Capitán General” Augusto Pinochet Ugarte impuso la “liberación del mercado educacional” y de muchos otros, desde el de los seguros de salud hasta el de los servicios fúnebres. Esta desvalorización de la educación chilena se habría desplegado más tarde, bajo los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia (1990-2010). En este período, Chile ingresó al 20% más acaudalado de la humanidad. Y por primera vez en su historia fue legal amasar fortunas vendiendo productos y servicios educativos universitarios.

    Sin embargo, en rigor, la desvalorización de la educación chilena —y en especial la universitaria, que es a la que me referiré acá— es un fenómeno mucho más antiguo que la “revolución silenciosa”. Según la actual verdad oficial, a la que denomino “el mito Bellocéntrico”, don Andrés (de Jesús, María y José, tal fue su nombre de pila completo) habría fundado la Universidad de Chile en 1842 y habría sido su primer rector. Estas fake news las difundió el abogado y rector Juvenal Hernández Jaque recién en 1942. Pero la Universidad chilena nació en 1622, a petición del rey de España y su fundamento jurídico fue un breve papal.

    La institución universitaria chilena fue pontificia desde su origen, carácter que heredó la Universidad de Chile según lo estipulan las leyes que fijan sus estatutos hasta fines del siglo XIX. Su sede fue conventual y su primer apellido fue “Dive Thome de Santiago de Chile”. En sendas sedes estuvo a cargo de los dominicos y los jesuitas, y su espectro curricular solo cubría filosofía de la moral y teología. Formaba curas, los profesionales de la fe. Casi siglo y medio más tarde tuvo una sede real, fundada a raíz de una petición al monarca del Cabildo de Santiago.

    A partir de 1758, ya con su segundo apellido, “San Felipe de Santiago de Chile”, comenzó a dictar también lecciones de derecho. He aquí un ejemplo deslumbrante del impacto que, para bien y para mal, tiene la educación. Medio siglo después, el 18 de septiembre de 1810, comenzó el proceso que zanjaría la independencia política definitiva de España en 1818. Ese día los vecinos de Santiago eligieron por aclamación al primer criollo que ejerció la jefatura del Estado, don Mateo de Toro Zambrano y Ureta, conde de la Conquista. Dicho proceso culminó entre abril y octubre de 1818, con la victoria primero del general correntino José de San Martín en Maipú y luego, en Talcahuano, del entonces capitán de navío Manuel Blanco Encalada, hijo de un abogado gallego que se desempeñaba como oidor de la Real Audiencia de Buenos Aires y de una encumbrada madre chilena, hija del marqués de Villa-Palma.

    El desmoronamiento de la educación universitaria chilena comenzó un siglo más tarde, en 1942, cuando la institución cuya función es la preservación, la transmisión y el incremento del conocimiento, comenzó a olvidar su propia historia, se transformó en una señora mayor que padece de Alzheimer y que mendiga fondos del Estado que forjó.

    La emancipación de la corona española enfrentó a curas y abogados (entonces no había ni mujeres en el sacerdocio ni abogadas en el foro). De un lado estuvieron quienes se rebelaron contra España en nombre de la patria y, del otro, quienes se mantuvieron fieles a la corona. .Podría tal cosa haber ocurrido sin criollos habilitados para ejercer el derecho?

    La sede republicana temprana se llamó Universidad San Felipe de la República de Chile. Un decreto que firmó en 1839 el presidente Joaquín Prieto Vial junto con el abogado Mariano Egaña, su ministro de Justicia, Educación y Culto, la declaró “extinguida” y reorganizó por segunda vez la institución universitaria chilena, la que recibió su tercer apellido “de Chile”. La Universidad de Chile data de 1839 y Prieto Vial es su fundador. El decreto de marras dispuso además que quien era rector “de la antigua universidad” fuera su primer rector, es decir, el abogado, doctor en derecho y canónigo Juan Francisco Meneses Echanes.

    Entre 1839 y 1843, durante cuatro años, el Dr. Meneses Echanes se desempeñó como el primer rector de la Chile. Pero la Universidad prefiere esconder al cura en un clóset de factura masónica. El desmoronamiento de la educación universitaria chilena comenzó un siglo más tarde, en 1942, cuando la institución cuya función es la preservación, la transmisión y el incremento del conocimiento, comenzó a olvidar su propia historia, se transformó en una señora mayor que padece de Alzheimer y que mendiga fondos del Estado que forjó. Hasta la primera mitad del siglo XX, la media docena de instituciones universitarias chilenas que entonces existían entregaban a sus graduados “diplomas” y no “cartones”. .Se fija? El “apicantamiento” comenzó mucho antes de la “revolución silenciosa”.

    Según Ortúzar Madrid, la masificación de la educación superior habría sido un mecanismo político utilizado por los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia para procesar la aspiración por ascender de las clases sociales infradotadas en términos económicos: “La principal sombra del Chile de los treinta años es que la clase política trató de resolver en el sistema educativo casi todos los problemas y contradicciones del desarrollo capitalista, produciendo una inflación de certificados académicos… y creando las condiciones para una profunda erosión del pacto social”.

    Y, en un “país estancado”, esas masas de personas que recibieron credenciales académicas que, se suponía, garantizaban un ascenso social, pero que al egresar no encuentran empleos remunerados con generosidad suficiente para satisfacer sus aspiraciones, bien podrían convertirse mañana en un actor social revolucionario. Esta es una tesis digna de consideración entre personas a quienes importa el futuro de Chile. Por ese motivo, y hay otros relacionados con su documentación en libros recientes de autores tanto chilenos como extranjeros, vale la pena conocer la argumentación de Ortúzar Madrid.

    .Cuál es mi principal desacuerdo teórico con la propuesta de Sueños de cartón?

    Entender la masificación de la educación superior solo en términos del referido mecanismo gubernamental, sin decir una palabra respecto del papel jugado en ella por la legitimación legal de la codicia de personas individuales que buscan enriquecerse vendiendo productos y servicios universitarios. .Que la educación es un negocio? .Que su financiamiento supone recursos? .Y que el paso por ella supone beneficios para sus egresados? No lo dudo. Pero la peculiaridad del “negocio educacional” es que forja las condiciones necesarias para asegurar a largo plazo la cohesión social y la productividad tanto material como espiritual o intelectual de la sociedad. Por eso, dejar su orientación en las manos de quienes persiguen su enriquecimiento material en el corto plazo es un error fatal. La “liberalización” del mercado educacional por la dictadura de Pinochet Ugarte equiparó a la educación con la visión liberal de la prostitución. Si quien vende y quien compra están de acuerdo en el precio del servicio, nadie tiene nada que opinar. Es un asunto privado.

    La prosa académica del Dr. Ortúzar Madrid, aunque irregular, tiene momentos vívidos. Por ejemplo, un párrafo magistral que comienza con el “enardecido discurso” de un dirigente estudiantil de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile. Para expresar su oposición a una ley, ya aprobada en el Senado, a punto de ser promulgada por Ricardo Lagos el Grande y que ofrecía financiamiento de los estudios universitarios con aval del Estado (CAE), señala a gritos: “Esa ley no será promulgada, así tengamos que esconder todos los lápices de La Moneda”. Y el párrafo culmina cuando Felipe Melo Rivara, entonces presidente de la Federación de Estudiantes de Chile, más tarde mi colega como integrante del Senado Universitario elegido por el claustro estudiantil, firma el acta que pone fin a la ocupación del Palacio de la Universidad, ubicado en el número 1058 de la antigua Alameda de las Delicias. Un estudiante exaltado se abalanza sobre él y rompe el papel, buscando así impedir su devolución a las autoridades universitarias. Exudando prudencia, Melo Rivara saca una copia del acta y firma por segunda vez entre vítores de sus partidarios. La escena tiene lugar en el edificio que con el desmoronamiento de la educación chilena comenzó a ser denominado “Casa Central”.

    El texto de Ortúzar Madrid fue escrito a la rápida. Este método es inevitable cuando se redactan cartas al director y columnas de opinión, géneros literarios que nuestro autor también cultiva. Pero no sirve para ensayos con pretensiones académicas. Se sabe: ni en el examen de orina el primer chorro sirve.

    El texto de Ortúzar Madrid fue escrito a la rápida. Este método es inevitable cuando se redactan cartas al director y columnas de opinión, géneros literarios que nuestro autor también cultiva. Pero no sirve para ensayos con pretensiones académicas. Se sabe: ni en el examen de orina el primer chorro sirve. Pasar por una sucesión de borradores que introducen sucesivas rectificaciones y destilan el texto es un proceso indispensable, al menos en los autores que no tenemos la capacidad de “pensar en párrafos”, como habría sido el caso del tercer conde Russell, según alguna vez me comentó en Oxford sir Isaiah Berlin.

    Hay gran intensidad en la emoción, pero también múltiples infelicidades de estilo. Una de ellas es espolvorear el texto con notas a pie de página. Este defecto se expresa de dos maneras. Pegar los superíndices numéricos de las notas a pie de página a la palabra o al conjunto de palabras que motivan la nota y no al final de la oración. También en insertar más de una nota a pie de página en una y la misma oración, como si las distintas referencias no pudieran aglutinarse todas en una nota al final de la oración pertinente (pp. 13, 15, 21, 27, 28, etc.). Palabras y números compiten por la atención y hacen difícil la lectura.

    Para bien y para mal, la cultura occidental fue la primera en usar signos distintos para CONTAR en el sentido de relatar (“En el principio, Dios creó los cielos y la tierra…”) y en el sentido de enumerar (“Este libro tendrá centenares de lectores”). Ni en árabe ni en hebreo ni en griego ni en latín hay dos sistemas diferentes de símbolos para cada uno de dichos propósitos. Con una nota al final de cada oración, cuya extensión puede variar, es suficiente. Y el superíndice va después del punto, que cierra las palabras de una oración. El punto que buscan quienes ubican el superíndice antes del punto está al finalizar las palabras en la nota a pie de página. Así lo hace Ortúzar Madrid cuando ubica los suyos al final de la oración, y no in media res. Los lectores de ensayos tienen la capacidad de esperar al final para saber a qué componente sub-oracional se refiere cada nota.

    Otro defecto, por lo demás frecuente en múltiples autores que redactan en prosa académica, es comenzar una oración con el casi siempre superfluo y horroroso “Lo que”. .Será un mudo homenaje al gran filósofo liberal oxoniense John Locke? .Acaso en vez de “Lo que críticos y defensores de la política identitaria no destacan lo suficiente es…” no hubiera sido menos torpe decir “Críticos y defensores de la política identitaria no destacan lo suficiente…”?

    Ortúzar Madrid es una figura naciente en un mercado aún nuevo y que surgió en Chile en las últimas dos décadas, el de los “opinólogos”. .Por qué entrecomillo este término? Porque es lo que corresponde hacer en prosa académica con los chilenismos que no figuran en el Diccionario de la Lengua Española y tampoco en el Diccionario Panhispánico de Dudas, a pesar de los esfuerzos de la Academia Chilena de la Lengua. Más allá del tono sarcástico con el que este “ruido” fue incorporado al habla cotidiana, el “opinólogo” es un vocero y forjador de opinión en la sociedad.

    Entre quienes piensan con poca documentación y de manera veloz, está de moda presentar y tratar a tales personas como “investigadores”, que están asociados con diversos centros con determinadas orientaciones políticas. El “ruido”, palabra o término “investigación” adquirió incomparable prestigio durante la modernidad, gracias a los asombrosos logros de la ciencia experimental, que hizo a la cultura occidental la más poderosa que ha existido. De ahí que quienes se dedican a reflexionar e influir en los fenómenos normativos (entre otros, económicos, humorísticos, jurídicos, morales y políticos) quieran también vestirse con esas sedas. Y ser reconocidos como “investigadores”. Es un argumento de autoridad.

    La investigación sobre fenómenos naturales, sin embargo, produce discursos que versan sobre el mundo físico, cuyos procesos constan de etapas que se suceden de manera necesaria y con total independencia de cómo hablemos de ellos, de nuestras preferencias y de los intereses de los patronos que financian la “investigación”. Pero en el caso de los fenómenos normativos, se trata más bien de discursos sobre discursos y que afectan los intereses de distintos sectores de la sociedad. Por esta razón hay grupos de empresarios, filántropos individuales y partidos políticos que financian la promoción de sus particulares puntos de vista en la sociedad. Presentar a los voceros de opinión como “investigadores” es una señal definitiva de la decadencia tanto de la educación chilena como del debate público en nuestra sociedad: vestirse con ropa estupenda y elegante, pero ajena. En suma, Sueños de cartón es un texto audaz y documentado que, aunque fue escrito a la rápida, vale la pena leer.

     

    Sueños de cartón. Sobreoferta de credenciales académicas y sobreproducción de elites en un país estancado, Pablo Ortúzar Madrid, Ariel, 2024, 138 páginas, $17.900.

  224. La política en tiempos de nihilismo

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    En noviembre de 2019 —la fecha es significativa por lo que, por esos mismos días, estaba ocurriendo en Chile—, en el marco de las Tanner Lectures on Human Values, Wendy Brown dictó una serie de conferencias en la Universidad de Yale donde se preguntaba si había alguna forma de identificar valores, cosas que importen en sí mismas y orienten la acción, en un mundo desorganizado y a veces violento, habitado por espasmos y protestas y temores existenciales, un mundo que comenzó creyendo que la razón nos orientaría acerca de cómo debemos vivir, para luego desilusionarnos y concluir que ella era impotente para hacerlo. Esas lecciones son la base de este libro en el que Brown vuelve la mirada un siglo atrás, a las lecciones que dictó Max Weber, para dilucidar el papel que la ciencia y la política pueden desempeñar en un mundo nihilista, un mundo en el que nada parece importar en sí mismo o en el que todo es equivalente a todo.

    ¿Cuál ha de ser la actitud del político en un mundo como este? ¿Cuál la del científico?

    En Tiempos nihilistas, Wendy Brown retoma el problema de la disolución de los valores, del desaparecimiento de toda orientación normativa y explora el significado que todo ello posee para la política y también para la universidad contemporánea. En especial, Brown llama la atención acerca del hecho de que el nihilismo banaliza todo, incluso la tarea de la universidad y de la ciencia disolviendo los límites entre ambas. Y así, convertidos en banales los valores semejan simples elecciones individuales y pierden su fuerza inspiradora en un mundo que amenaza dejarse guiar por poderes impersonales.

    ¿Pero qué es exactamente el nihilismo? Sin dilucidarlo es difícil apreciar la importancia de la reflexión de Wendy Brown o la atmósfera intelectual en medio de la que Weber dictó sus famosas conferencias.

    El tema del nihilismo es indisoluble de la idea de que Dios creó el mundo desde la nada, que es una creatio ex nihilo (como se lee en Génesis 1.1. o Macabeos 7.28). El mundo existe desde la creación (creatio ex nihilo) y así será hasta su aniquilación (annihilatio). Nuestra realidad estaría así suspendida en la nada y la única manera de eludir esa conclusión desoladora es que pueda situarse al lado de otra realidad, esta sí eterna. Esta idea se funda en la omnipresencia de Dios, puesto que fue él quien nos empujó de la nada al ser.

    ¿Pero estaba Dios restringido por la razón al hacerlo?

    La respuesta a esta pregunta —si Dios es tal, la creación es un acto de pura voluntad— dio paso al nominalismo y a la concepción de Dios como una voluntad que no se ciñe a nada. Esto, como se sabe, contribuyó (como anota Weber en sus estudios de Sociología de la religión) a desacralizar la naturaleza, puesto que Dios está “escondido”. Impulsó la investigación de la naturaleza, pero amenazó con dejar solo al individuo.

    De esta forma, es posible distinguir al menos tres empleos o usos o concepciones de nihilismo: uno teológico; otro enraizado en la filosofía, que va del nominalismo al idealismo, y otro como diagnóstico cultural, que es el caso de Weber. El primero enfatiza la creación; el segundo, el yo; el tercero, la falta de sentido. En todos ellos, especialmente en el tercero, se usa el concepto de valor para aludir, es el caso de Weber, a una decisión acerca del destino o la realidad última.

    En una de las partes más vibrantes de estas lecciones, ella sitúa en los valores, en las convicciones finales acerca de cómo debemos vivir, la única salida a un mundo tecnificado que lo reduce todo al intercambio y que responde, como subraya, al modelo del hombre unidimensional que diagnosticaba Marcuse.

    Se suma a ello que a mediados del XIX, según recuerda Karl Löwith en su estudio sobre el fenómeno, el nihilismo encontró su expresión en la literatura, en Flaubert y Baudelaire. En Las tentaciones de San Antonio y en Bouvard y Pécuchet se retrata una glorificación de cualquier cosa que cuenta como verdad. En esas obras se augura el radicalismo político o el absolutismo teológico o un espasmo permanente, todos ellos causados por la ausencia de sentido. Y para no insistir, en Las flores del mal, citadas por Weber, Baudelaire describe en “Cohetes” (“Fusées”) un mundo en el que todo es equivalente a todo, sin honduras, un mundo “americanizado”, donde el único valor es el de cambio. Diagnósticos similares pueden encontrarse en Dostoievski, en Diario de un escritor. Y, desde luego, en Padres e hijos, de Turgueniev, que según se sabe fue leído con fruición por Nietzsche, quien en el famoso parágrafo 125 de La gaya ciencia describió el nihilismo como una orfandad que sería consecuencia de la muerte de Dios. (En un fragmento fechado entre noviembre de 1887 y marzo del 1888, Nietzsche describió el nihilismo como “un estado psicológico” que se manifiesta de tres formas: como la consecuencia de haber buscado un sentido que no se encuentra; como una frustración que es resultado de haber supuesto una totalidad, una organización o una sistematización en todo acontecer, y como una reacción de huida a la metafísica y, al mismo tiempo, el descreer de ella. La búsqueda de un propósito, de una unidad y del ser serían las manifestaciones del nihilismo. Es este último sentido en el que se detuvo Heidegger en su estudio sobre Nietzsche. Según Heidegger, la historia del nihilismo coincide con la historia de la metafísica. Nietzsche, que tanto influyó en Weber, sería simultáneamente el mayor crítico de la metafísica y su “último” practicante).

    Así, las conferencias de Weber fueron dictadas en momentos en que el nihilismo —“el más inquietante de todos los huéspedes”— tocaba a la puerta, y en ellas Weber diagnostica los peligros que supone y, a la vez, sugiere la forma de aminorarlos o eludirlos.

    Separadas apenas por dos años —en 1917 la primera y en 1919 la segunda—, Max Weber se sirvió apenas de unos apuntes que solo contenían los conceptos clave de su exposición para dictarlas y así dar origen a las páginas quizás más conocidas e influyentes de su obra. Cuando las pronunció —entró a la sala con aspecto de profeta, pálido y con gesto abatido, recordó Karl Löwith, quien asistió a la primera—, Alemania salía de la Primera Guerra Mundial, la revolución estaba en el aire y la democracia de masas comenzaba a expandirse en medio de un mundo que, como explica en su Sociología de la religión, se había ya desencantado, un mundo que comenzaba a poblarse por lo que Nietzsche llamó los “últimos hombres”, esos que no perciben ningún límite y que cuentan con la ventaja de sentir un inmenso espacio en derredor suyo, pero que a la vez experimentan un inmenso vacío.

    Al leer esos textos, el lector se asoma a lo que podría ser una muy vívida descripción de la política contemporánea. En ella, dice Weber, asoman dos defectos hasta cierto punto relacionados entre sí: la ausencia de finalidades objetivas y la falta de responsabilidad. Y el narcisismo, agrega, la subjetividad desbordada, lleva al político a cometer uno o ambos pecados a la vez. El resultado es que el político, además de parecerse a un comediante, busca el poder en sí mismo y no con miras a nada ulterior, se transforma en un “simple político de poder”, que actúa enérgicamente, “pero de hecho actúa en el vacío y sin sentido alguno”. Así, la política vive amenazada por el nihilismo, que en vez de la ausencia de valor acaba confiriendo valor a cualquier cosa, pero paradójicamente ella podría, en la opinión de Weber, ser el remedio del nihilismo inoculando una fe responsable en la esfera pública.

    Max Weber pensó que, al aventar la toma de posiciones frente a los valores desde el gabinete de la ciencia, entregando a esta última la tarea de esclarecerlos y mostrar las consecuencias que se siguen de este o de aquel, estaría ayudando al ejercicio de la libertad individual. Y pensó, también, que el político responsable y carismático podría insuflar sentido a la vida social y evitar, así, el relativismo superficial y que el ciudadano se convirtiera en la pesadilla del último hombre que imaginó —quizás sería mejor decir profetizó— Nietzsche.

    Quizá valga la pena recordar la frase de Kant al tratar la doctrina trascendental del juicio que está en la línea del argumento que subyace a este trabajo de Brown: ‘nunca regirá bien un Príncipe que no participe de las ideas’.

    ¿Cuál es el significado de esas tesis de Max Weber, en opinión de Wendy Brown, para la cultura y la política contemporánea?

    Wendy Brown sugiere que Weber habría drenado de la academia el heroísmo del sentido para insuflarlo a la política: “Las objeciones de Weber dejaron entrar a la bestia por otra puerta. Al someter lo que restaba de valor a los engranajes rectificadores del desencanto en el ámbito del conocimiento, cambió las perspectivas de transformación del mundo por la fuerza mágica del liderazgo carismático en el ámbito político”.

    Sin embargo, la concepción que Max Weber tenía de la política ignora las características que ha llegado a poseer el sujeto político. En sus palabras: “En la medida en que capturó un imaginario de lo político centrado en actores individuales cuyo escenario principal es el Estado, marginó e incluso desacreditó las insurgencias desde abajo: de los movimientos sociales, protestas y formas alternativas al orden existente”.

    De esa forma, las ideas que Weber proclamó hace un siglo, mal entendidas, arriesgarían el peligro de despojar a la academia de sentido crítico, transformando a las ciencias sociales en un quehacer puramente operacional, que culmina en “modelos y experimentos matematizados”, incapaces de comprender “las crisis existenciales de nuestra vida colectiva” o, al revés, arriesgan anegar de política superficial a la academia que, aferrada a una versión simplista de la neutralidad valorativa, transforma el aula o la enseñanza en un bazar de ideas, en un mesón de ofertas donde ellas se exhiben y se ensalzan, en cuya elección por parte de los estudiantes consistiría la libertad.

    Para eludir esos peligros, Wendy Brown aboga por una superación —en el sentido hegeliano de absorción— de los puntos de vista de Max Weber, una superación que confía en el potencial crítico, en el sentido kantiano, de la racionalidad.

    Wendy Brown recuerda que los valores no son una simple oferta de sentido abierta a una elección individual, no son un asunto de convicción personal, sino que, como anotó Nietzsche, se entrelazan con discursos y constelaciones de poder y enraízan en una genealogía cuyo origen la razón puede revelar y esclarecer. Por eso, sugiere, el trabajo académico en vez de describir los valores debe esforzarse por dilucidar la forma en que se constituyen y arraigan en los conflictos y las luchas contemporáneas, pero no con el propósito de promoverlos o tomar partido, sino para favorecer una conciencia lúcida ante las “crisis existenciales” de nuestra vida colectiva.

    Todo ello hace más compleja la separación por la que abogaba Weber; pero permite, a la vez, insistir en ella. En el medio teórico, explica Brown, analizamos los hechos, dilucidamos las narrativas y exploramos cómo se desliza el sentido hacia nuestras vidas. En el medio práctico o político intentamos establecer narrativas hegemónicas y detener ese deslizamiento del sentido. Así como no hay nada más corrosivo para el trabajo intelectual que estar regido u orientado por un programa político, no existe nada más inapropiado para una campaña política que la incesante reflexividad crítica. La enseñanza de Weber, pensando la política, es que la única opción posible respecto a los valores es convertirlos en una pasión responsable, sometida una y otra vez al implacable escrutinio intelectual, mostrando cómo se constituyen y su falta de fundamento último, escapando así de “los religiosos de derechas o los santurrones seculares de izquierdas”. Cito a Brown: “Mientras que exageró la oposición y la distancia entre las universidades y la política, (Weber) nos ayudó a ver cómo la promesa de cada una de ellas se ve amenazada en una época de ruptura nihilista de los límites”.

    Todo ello, plantea Wendy Brown, nos recuerda el lugar de las humanidades y las ciencias sociales: esclarecer el sentido de la propia posición vital y del discurso que surge de ella, ayudando de esa forma a evitar el fanatismo simplista o el relativismo, evitando al mismo tiempo que la institución universitaria se constituya en el lugar donde se matematiza la vida y se provea de simples habilidades para el mundo del trabajo, y cuidando, en cambio, que ella sea un espacio para “la reflexión profunda” sobre la forma en que se constituye el mundo. Como subraya Wolfgang Mommsen, en su estudio sobre Weber y la política alemana, la distinción entre la esfera política y la científica está muy lejos de favorecer el subjetivismo o una ligera elección de los valores finales, puesto que estos, en opinión de Weber, han de orientar la vida del político y su examen severo e imparcial —incluso tomando distancia de sí mismo— está en el centro de la ética del académico.

    Las ideas requieren orientación para no equivaler a un simple entusiasmo o a una simple ensoñación, y en esta tarea (…) la universidad, incluso en tiempos nihilistas, cumple un papel fundamental. Ella puede evitar el simple decisionismo, ese punto de vista que algunos miembros de la universidad a veces promueven.

    ¿Resuelve el texto de Wendy Brown el problema del nihilismo?

    Bien mirado, su texto es una puesta al día de las tesis de Max Weber; pero, al igual que él, deja la cuestión del nihilismo como un rasgo cultural del que no parece posible escapar, un destino frente al que la racionalidad sería finalmente impotente, una jaula en cuyo interior pueden refulgir los valores, pero sin que ellos permitan abrirla. La racionalidad podría ayudarnos a comprender mejor lo que el nihilismo significa como cuestión existencial, podría ayudar a evitar que el problema de los valores finales se trivialice y proveería argumentos para una ética del trabajo académico, en un mundo donde el panteón del que hablaba Max Weber se ha vuelto cada vez más enrevesado y frente al cual ya no es el individuo quien debe escoger, sino, a través de él, múltiples formaciones sociales y sujetos culturales; pero la cuestión final, la puerta que el nihilismo abrió: ¿para qué?, ¿hacia dónde?, ¿y después qué? (las preguntas que Heidegger puso en una de sus lecciones sobre la época moderna), seguiría abierta sin que sepamos cómo cerrarla.

    Si, como la lectura de Weber indicaría, la razón no descubre ni es capaz de poner valores, si, como el propio Weber insiste, ante el politeísmo moderno no cabe más que elegir, es decir, adoptar una decisión por este o aquel Dios, pudiendo la razón solo esclarecer las consecuencias de lo que decidamos, pero sin señalarnos la decisión final, todos aspectos esos que Brown siguiendo a Weber subraya, entonces: ¿Cómo conferir un papel a la razón y evitar el nihilismo, un papel, agreguemos, que pudiera desenvolverse en la universidad?

    Es verdad que Wendy Brown invita a las humanidades y las ciencias sociales a esclarecer la propia situación existencial y ve en los valores el antídoto contra un mundo tecnificado que hace inane a la ciudadanía, pero al hacerlo no resuelve la cuestión del nihilismo entendido como falta de orientación normativa. ¿Hay alguna forma posible de hacerlo?

    Sin decirlo, y sin tampoco abundar en la respuesta, Wendy Brown insinúa algunas líneas que conviene retener.

    En una de las partes más vibrantes de estas lecciones, ella sitúa en los valores, en las convicciones finales acerca de cómo debemos vivir, la única salida a un mundo tecnificado que lo reduce todo al intercambio y que responde, como subraya, al modelo del hombre unidimensional que diagnosticaba Marcuse: “Cultivar el valor, situar la lucha por los valores en el centro de la vida política, es la única alternativa al gobierno de estos regímenes de dominación no elegidos y a los poderosos irresponsables o a los tecnócratas”.

    En ese sentido, cuando Max Weber subraya que la vida moderna es una lucha de convicciones finales, en vez de invitarnos al pesimismo nos recordaría que la política no es una forma de seguir una escritura invisible (que es como Koestler definió alguna vez las leyes de la Historia en las que confiaba), sino una actividad creativa donde la voluntad importa y donde la pregunta que Platón llama la “más importante” —¿cómo debemos vivir?— sigue teniendo sentido. La apelación a los valores que Max Weber efectúa en esas conferencias, al compás de cuya lectura Wendy Brown elaboró las suyas, más que una forma de describir el nihilismo, quiso ser su antídoto, la única forma en que lo novedoso pudiera acontecer. Entonces, la palabra del profeta carismático (“Se os ha dicho; pero yo os digo”) sería para Brown, como lo fue para Weber, en el mundo del nihilismo, la única salida.

    Quizá valga la pena recordar la frase de Kant al tratar la doctrina trascendental del juicio que está en la línea del argumento que subyace a este trabajo de Brown: “nunca regirá bien un Príncipe que no participe de las ideas”, es decir, de líneas de pensamiento que no brotan de la experiencia y que en este sentido escapan a la ciencia, aunque son indispensables para la acción. Pero las ideas requieren orientación para no equivaler a un simple entusiasmo o a una simple ensoñación, y en esta tarea —la de orientarse en el pensamiento, Kant nuevamente— la universidad, incluso en tiempos nihilistas, cumple un papel fundamental. Ella puede evitar el simple decisionismo, ese punto de vista que algunos miembros de la universidad a veces promueven. El mismo que llevó a Habermas a decir que Carl Schmitt era un hijo natural (alguna vez Habermas prefirió usar la expresión “pupilo legítimo”) de Max Weber.

     

    Imagen de portada: Malinconia (1927), de Amedeo Bocchi.

     


    Tiempos nihilistas, Wendy Brown, Lengua de Trapo, 2023, 130 páginas, $25.000.

  225. Libros en los que perderse

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    Desde que se radicó en Chile hace casi dos décadas, el escritor argentino-estadounidense Mike Wilson (San Luis, 1974) ha construido una obra tan versátil como coherente, que nunca abandona su carácter experimental, pero siempre sale airosa, incluso de sus premisas más osadas.

    Wilson ha explorado, entre otros, géneros como la literatura ciberpunk (El púgil), posapocalíptica (Zombie) e infantil (El niño Gárgola); ha narrado con lenguajes desaforados y contenidos, desde formas como el párrafo único (Ciencias ocultas) y el listado vertical que roza el verso (Ártico); y aunque dos de sus libros tempranos aparecieron en una editorial internacional, ha optado por publicar sobre todo en casas independientes de Argentina y Chile, e incluso se ha autoeditado (Némesis).

    Su última novela, Dios duerme en la piedra, apareció casi al mismo tiempo que la reedición de su libro más reconocido, Leñador, el que, convertido en una obra de culto, volvió a circular a 10 años de su primera edición, tal como ya había ocurrido con su segunda novela, El púgil (2008; Lecturas Ediciones, 2018).

    Leídas en conjunto, El púgil y Leñador parecen recorrer la vida de un mismo hombre. En la primera, tras el trauma de su paso por las Malvinas y su carrera como boxeador, Roque Art se entrega por completo al mundo del lenguaje, de los signos y las citas, e interpreta toda la realidad desde el filtro de la música, la literatura, el cine y los cómics de ciencia ficción, por lo que vive una extraña aventura en que dialoga con su refrigerador y presencia la destrucción de Buenos Aires.

    Pero como dice al comienzo de Leñador, ahora como un narrador sin nombre: “Combatí en una guerra, hace décadas en un archipiélago, y combatí en el cuadrilátero, hace años en las noches de la ciudad. Fracasé en las islas y en el ring. Me fui del país, buscando alejarme de todo, de la oscuridad, del pasado, de la claustrofobia, necesitaba respirar. Veía cosas que me hacían mal, escuchaba voces, me estaba perdiendo, extraviando en mi cabeza”. Así es como decide viajar al Yukón y busca en la tala, en la conexión con la naturaleza, en el silencio y el frío del extremo norte del continente reemplazar “los espejismos del lenguaje” por la certeza, como anuncia el epígrafe de Ludwig Wittgenstein, filósofo al que Wilson dedicó una lúcida monografía.

    Leñador se compone de dos tipos de secuencias intercaladas: pequeños fragmentos de narración, usualmente de unos tres párrafos, por medio de los cuales el protagonista relata sus experiencias en el bosque, y extensas entradas enciclopédicas (“Hacha”, “Barba”, “Muerte”, “Inuit”, “Cartografía”…), las que suelen partir desde una descripción técnica del concepto hasta llegar a las anécdotas de los leñadores y las observaciones personales del narrador; eso hasta la segunda mitad del libro, cuando emprende un viaje hacia un volcán y ese orden se invierte, de modo que la experiencia toma cada vez más protagonismo.

    Este es un viejo oeste tan violento como el de Cormac McCarthy, pero narrado sin el barroquismo del estadounidense; con un estilo seco y telegráfico, de frases rápidas pero entrecortadas por la puntuación, Wilson nos hace sentir el galope del forastero por la llanura desierta, un trote que empieza desde la primera página, cuando mata a su caballo, suponemos que herido o enfermo, y de inmediato le dispara al primer hombre que encuentra para quitarle el suyo.

    La presencia de lo enciclopédico se justifica al interior de la historia cuando el narrador lee un almanaque agrícola, casi el único libro que hay en ese lugar. “Los hombres del campamento no son de preguntarse cosas. Ellos viven, no piensan en vivir”, y su verdadera forma de lectura es “la dendrocronología; después de derribar un árbol, se inclinan sobre los tocones y leen los aros concéntricos. Es la literatura del leñador. Leen los siglos, leen el pasado, el clima, el fuego, la sequía, los diluvios, el hielo, la ceniza y la peste. Lo leen todo hasta llegar al último aro, ahí se ven inscritos, hacha en mano, ahí leen la muerte”.

    Esa visión de la totalidad del tiempo contenida en la materia es un elemento que reaparece en Dios duerme en la piedra. Explorando un nuevo género, el wéstern, esta novela sigue la vida de un forastero taciturno y solitario, que se mueve en un mundo marcado por la indiferencia, la enfermedad y la muerte, y que solo en contadas ocasiones se acerca a otras personas con la pistola enfundada. El hombre está perdiendo una mano a causa de la lepra y lleva consigo una libreta en que anota siempre que mata a alguien, lo que ocurre muchas veces a lo largo del relato.

    Este es un viejo oeste tan violento como el de Cormac McCarthy, pero narrado sin el barroquismo del estadounidense; con un estilo seco y telegráfico, de frases rápidas pero entrecortadas por la puntuación, Wilson nos hace sentir el galope del forastero por la llanura desierta, un trote que empieza desde la primera página, cuando mata a su caballo, suponemos que herido o enfermo, y de inmediato le dispara al primer hombre que encuentra para quitarle el suyo: “Desenreda las riendas del cadáver, enfunda el rifle, ciñe la manta y el lazo, monta. Cabalga al norte, hacia los extremos del desierto donde la arena y la nieve se encuentran. El sol se hunde vertical, el cielo se apaga rápido, las estrellas arden”.

    Desde ese capítulo inicial, el forastero se cruza con sacerdotisas y miembros de una secta sanguinaria, que ha convertido o masacrado pueblos a lo largo del territorio que él atraviesa, o con sus huellas, como cuando encuentra “un pedazo de tela escarlata, huesos de cuervo en las brasas frías, dientes humanos extraídos de raíz y quemados. Son los rastros de la secta roja. (…) Han hecho algo en este lugar, han dejado algo atrás, algo que exigió sangre, bilis, artes oscuras y una ofrenda perversa, algo más negro que los dioses terrestres”.

    Esa figura a la que hacen ofrendas, entendemos después, es el “único dios que tiene validez en esos lugares; el dios del desierto, el dios cabrío del Levítico” ―en este libro, como en Némesis, Wilson se inspira en el Antiguo Testamento―, una cabra blanca, bípeda y parlante, igual de blanca que el que parece ser su principal emisario, un vaquero feroz, inmutable y de resistencia sobrehumana.

    Leñador y Dios duerme en la piedra comparten muchos aspectos. Son novelas protagonizadas por personajes innominados, silenciosos y esquivos, que llegan a zonas en que la muerte ronda en todo momento, pero la gente se la toma con absoluta naturalidad (en el primer libro) o con indiferencia (en el segundo). Estos dos hombres apenas dejan ver atisbos de su pasado, de los hechos que los llevaron al lugar en que se encuentran, y sus experiencias los hacen reflexionar sobre la certeza: el protagonista de Dios duerme en la piedra, nos enteramos por esos escasos recuerdos, tuvo una familia, tuvo hijos, pero los perdió, y probablemente por eso solo se acerca en son de paz a grupos en que hay niños; y cuando él mismo era chico vivía entre creyentes (“se acuerda de un dios, del Dios de sus padres, de ser niño y sentarse entre los devotos en una pequeña capilla rural, se acuerda de momentos de éxtasis entre los adultos que saltaban y pisoteaban las tablas”), a los que evoca mientras se sorprende de la convicción de los sectarios.

    Muchos lectores han notado las similitudes entre Leñador y un libro que es su claro ancestro, Moby Dick, aquella novela tan desenfrenada y monumental como la criatura que le da título. (…) Y si comparamos la novela de Melville con Dios duerme en la piedra, aparecen nuevos puntos de contacto, como los abundantes ecos bíblicos, la animalidad no del todo natural, la perversa blancura del enemigo incontenible y la persecución fatal en medio de un paisaje agreste.

    Pero como ya indicaba antes, uno de los elementos más importantes que conecta ambos libros tiene que ver con su visión del tiempo contenido en la materia. Leñador no solo alude a esto en relación con la madera, sino que incluso parece anunciar el tema de esta nueva novela cuando el protagonista, camino al volcán, se detiene a observar detenidamente una roca y luego nos cuenta: “Guardé la piedra en mi bolsillo y seguí por el sendero, pensando en la antigüedad del mundo”.

    Dios duerme en la piedra sugiere este tema desde su título, pero además aprovecha la ambientación del oeste norteamericano como una zona que resultó crucial para los descubrimientos paleontológicos del siglo XIX, un hecho que Wilson utiliza para explorar la aterradora coexistencia de tiempos arcaicos y apocalípticos, como en esta descripción tan lovecraftiana: “Hay algo maligno en la geología del estrecho. Fósiles parciales de criaturas que no se corresponden con el mundo; quimeras emplumadas con dientes; escamas y garras, bestias ciclópeas, crustáceos de un océano evaporado, cosas que se arrastran en el suelo del mar primigenio desplazadas por criaturas que pisaban tierras secas y hacían temblar el suelo; otros seres con alas draconianas que alguna vez se elevaron en el aire”.

    Muchos lectores han notado las similitudes entre Leñador y un libro que es su claro ancestro, Moby Dick, aquella novela tan desenfrenada y monumental como la criatura que le da título. Hay paralelismos evidentes: la narración que cede espacio a largos capítulos enciclopédicos (Leñador incluso tiene una entrada que se titula “Balleneros”), el solitario protagonista que siente la necesidad de abandonar su vida anterior y aprende un nuevo oficio entre un grupo de hombres con los que nunca termina de integrarse del todo, e incluso la construcción dual de sus títulos completos (Moby Dick o la ballena, Leñador o ruinas continentales). Y si comparamos la novela de Melville con Dios duerme en la piedra, aparecen nuevos puntos de contacto, como los abundantes ecos bíblicos, la animalidad no del todo natural, la perversa blancura del enemigo incontenible y la persecución fatal en medio de un paisaje agreste, pero este último punto se relaciona con algo mayor.

    Nos encontramos ante espacios cuya naturaleza indómita los hace profundamente arquetípicos, ya que con el mar y el desierto ocurre lo mismo que se dice en Leñador sobre el bosque, que “ha adoptado potencia como símbolo y metáfora en leyendas, parábolas, fábulas, mitos y cuentos de hadas. (…) [El] bosque como un lugar y espacio de misterio, de lo oculto; el bosque como una suerte de laberinto que oculta peligros, terrores, conocimiento, tesoros y redención”. Estos son ambientes riesgosos para los personajes que se internan en ellos, lugares en los que perderse; en esencia, son espacios de la más profunda soledad, lo que queda claro al momento de cerrar estos tres libros.

    Sin embargo, pese a ser lugares en los que perderse, también son espacios en los que encontrarse, y esto, a través de la unión con el todo, que es lo que subrayan las resonancias holísticas de estas dos novelas de Mike Wilson: “Se queda así un rato, descansando la mano en la piedra. Se siente conectado con algo, es consciente de su presencia reducida en el esquema mayor de las cosas, la roca pintada, el precipicio, el valle y la estepa, un continente y un planeta, el vacío eterno y los astros remotos con un fulgor fantasma. En semejante escala el tiempo desaparece, no tiene incidencia, y en esa pausa entre los segundos mientras sigue ahí con la palma contra la piedra, él también es eterno”.

     

    Fotografía: Carla McKay.

     


    Leñador, Mike Wilson, La Pollera, 2023, 483 páginas, $22.000.


    Dios duerme en la piedra, Mike Wilson, Fiordo, 2023, 120 páginas, $16.000.

  226. Manuel Rojas como intelectual

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    Durante los últimos 20 años hemos leído mucho a Manuel Rojas. Sus obras han sido reeditadas con especial cuidado y muchos hemos visto en sus cuentos y novelas, que se refieren a la crisis del sistema político chileno de inicios del siglo XX, descripciones particularmente pertinentes para el presente —y para las crisis del presente—. El Rojas que hemos sacado de allí, el Rojas con el que nos conectamos moral y emocionalmente, tiene dos rasgos fundamentales: es un anarquista radical y pensativo, identificado muy fuertemente con el mundo popular y sobre todo con los que resisten a los procesos modernizadores. Asimismo, es un sensible universalista, capaz de ver en cada persona a toda la humanidad.

    Un costado que se le escapa a esa imagen es su vida como intelectual, y la reciente edición de sus Ensayos completos es una excelente oportunidad para discutirla. Digo intelectual en, al menos, dos sentidos. Por oposición al letrado del siglo XIX, el diletante que dedica su tiempo libre al pensamiento: Rojas es un escritor profesional, un intelectual de oficio. Tal como apunta su nieto Daniel Muñoz, editor del volumen, la escritura de crónicas y ensayos fue la profesión más constante de su vida. También lo digo en un sentido muy concreto, tratando de indicar que Rojas fue, aunque nos sorprenda, un pensador de la literatura, un teórico reflexivo tanto como un narrador de oficio.

    Estos textos recientemente publicados son apenas el primer volumen de toda la obra ensayística de Rojas, que tendrá cuatro tomos cuando se complete. Se trata de sus artículos sobre literatura y, citando a Flaubert, llevan como subtítulo El árbol siempre verde. Los siguientes tomos recogerán sus textos políticos (De qué se nutre la esperanza), sobre sociedad y cultura (Chile, país vivido) y sobre la naturaleza y las ciencias (Mundos perdidos). La empresa editorial tiene una particularidad infrecuente en nuestro medio: el volumen publicado en papel representa una selección bastante modesta del total de textos que existen; ese total, que justifica el adjetivo “completos”, aparece paralelamente en una edición electrónica. El libro físico trae cerca de 70 piezas, pero la publicación electrónica, que puede comprarse en Libros Patagonia, trae más de 250 textos e incluye un índice onomástico, una bibliografía exhaustiva y una útil cronología.

    Rojas y la letra

    Como sabemos, en sus novelas y cuentos Manuel Rojas escribió básicamente una autobiografía, la del joven chileno y argentino que comparte su destino con el bajo pueblo, va conectando emocionalmente con amigos, compañeros y a veces, pocas veces, con algunas mujeres, y logra construir una comunidad. En esos relatos hay también un segundo cuento, la historia de Rojas como intelectual, el cuento de su amor por la letra. La fórmula que lo resume es la siguiente: antes que la experiencia está la palabra, antes que la sinceridad va la letra, antes que lo universal está el código que permite nombrar lo universal. Hay al menos tres momentos o tres versiones distintas del momento primigenio en Imágenes de infancia y adolescencia, algunas recogidas también en Hijo de ladrón.

    ¿Cuándo se dejó persuadir por la letra?

    Quizás a los 13 años, cuando encontró un libro de Salgari en una librería de Rosario que logró comprar después de unas semanas sin fumar y sin comprar golosinas. O de pronto a los 14 o 15 años, cuando leía en voz alta el largo folletín del diario a su casera, a cambio de unos pocos duraznos. O cuando Miguel Lauretti, obrero tipógrafo de Mendoza, le prestaba sus primeros libros de prestigio literario: algunos poetas modernistas, algunos novelistas franceses. Lo significativo es que a Rojas le interesa precisar que, antes de la vida vivida, hubo una novela de aventuras, un folletín, unos poemas que le permitieron darle sentido a la vida vivida.

    Por eso tiene sentido pensar en la biblioteca que el joven Rojas manejaba. Por poner una fecha arbitraria, en 1920 ya conoce las novelas de aventuras y los folletines; en el seno de los grupos anarquistas argentinos se ha empapado del modernismo rioplatense —Julio Herrera y Reissig, Leopoldo Lugones, Delmira Agustini— y de autores ineludibles como Victor Hugo y el colombiano José María Vargas Vila. Como ha propuesto Grínor Rojo, en esa época conoce también una buena cantidad de literatura política: los clásicos del anarquismo (Bakunin, Kropotkin, Malatesta, Reclus), “cierto noventayochismo” literario con sus filósofos asociados, Schopenhauer y quizá Nietzsche. Es indudable que ha leído el criollismo chileno de Santiván, Latorre, Durand, Horacio Quiroga. La literatura estadounidense de la frontera, Bret Harte, Jack London, Sherwood Anderson, Gorki, Maupassant y Knut Hamsun, algunas lecturas de Platón y probablemente, relatos de aventuras del tipo de H. Rider Haggard.

    Su cultura es vasta y variada, como se ve, y la pondrá en juego en los ensayos literarios.

    Cuando Rojas elabora sus ensayos teóricos está en una encrucijada. Todavía no ha escrito sus obras mayores y cada cuento que publica es una exploración poética y estilística. Las alternativas estéticas que se le ofrecen son todas insatisfactorias. El presente parece completamente permeado por el criollismo, con su amor por el campo y un realismo que está en el borde de la ramplonería.

    Una teoría literaria

    Cuando Rojas elabora sus ensayos teóricos está en una encrucijada. Todavía no ha escrito sus obras mayores y cada cuento que publica es una exploración poética y estilística. Las alternativas estéticas que se le ofrecen son todas insatisfactorias. El presente parece completamente permeado por el criollismo, con su amor por el campo y un realismo que está en el borde de la ramplonería. Tiene un punto que a Rojas le atrae, sin embargo, el foco que hace en los campesinos, la utopía del mundo popular, pero claramente ve su agotamiento. El pasado está desprendiéndose de la estética modernista, cosmopolita y orientalista (cuestiones que no le atraen particularmente) y, al mismo tiempo, defensora de la originalidad individual (algo que, como buen anarquista, valora mucho). Si mira dentro de sí debe resolver un problema fundamental, el de la relación que tienen el arte literario y la política, los dominios que más lo comprometen vitalmente.

    El largo y abstracto ensayo “Divagaciones alrededor de la poesía” (1930, solo en la publicación electrónica) es el texto más erudito de la colección y el que está más cerca de una escritura propiamente estética. Allí propone una teoría de la expresión poética que hasta podría dialogar con los ensayos de Huidobro: el poeta parte de una sensación que luego elabora interiormente, hasta construir una percepción que se expresa en el poema como imagen y concepto. La poesía es la empresa del individuo y de sus capacidades. Sin embargo, la voluntad y la imaginación tienen en este ensayo un límite, la inteligibilidad. Para Rojas, la poesía siempre es sentido que usa la palabra, es decir, la expresión individual no puede nunca perderse en el solipsismo. Aunque tiene un pie puesto en el horizonte de la vanguardia, no se deja seducir por las exploraciones puramente personales.

    En “Acerca de la literatura chilena” (1930) hace un reclamo propio del curioso intelectual que era. Los escritores chilenos tienen una vasta cultura literaria, dice, pero una pobre cultura general. Sin una verdadera formación intelectual, el escritor chileno se dedica a lo más fácil: el campo, las montañas, el mar, los hombres de Chile. Con una cultura más vasta la literatura chilena podría tratar temas también más vastos, por ejemplo, cercanos a la ciencia y a la metafísica. Rojas entiende que su literatura puede ser considerada criollista (¿acaso no habla también de rotos y campesinos, como Latorre?), pero distingue que su acercamiento es político y no estético. Una escena clave en ese ensayo es la de su encuentro con Pedro Prado. Rojas lleva en la mano un libro que se llama El amor que no osa decir su nombre, que trata sobre la homosexualidad. Prado lo mira, lo hojea y luego le dice: “¿Usted lee esto? Me sorprende que a usted le interesen estas cosas. A mí no me han interesado nunca”. Escandalizado por el escándalo de Prado, Rojas defiende que una literatura realmente ambiciosa no debería prohibir ningún tema. Parte del provincialismo de la cultura chilena, concluye, se debe a su falta de curiosidad, a sus prejuicios, a sus inhibiciones.

    Nadie podría dudar del compromiso político de Rojas, me parece, y por eso mismo es tan interesante “Lance sobre el escritor y la política” (1937), en el que despliega un criterio clásicamente moderno. La racionalidad artística debe desarrollarse, en el presente, con independencia de la racionalidad política. Sin renunciar nunca al compromiso del escritor como persona, debe distinguirse al escritor como trabajador de las ideas y al político como trabajador en la disputa del poder: “Si son verdaderamente escritor el uno y político el otro, son incompatibles. Mientras uno persigue el poder, el otro persigue las ideas, ideas que en ciertos casos solo sirven para que lo persigan a él”.

    Menciono un último ensayo fundamental, “El cuento y la narración” (1944). El Rojas que está comenzando a elaborar Hijo de ladrón, separa el cuento artístico (“una fórmula que está destinada a sorprender al lector”) de la narración tradicional (una “composición simple, sin trucos, constituida por elementos también simples y cuyo mayor o menor valor reside en la mayor o menor destreza con que sean aprovechados y en la mayor o menor fuerza con que se expresen los matices dramáticos o sentimentales que posee”). Es, ni más ni menos, que la oposición entre lo ingenuo y lo sentimental en Schiller, o entre la narración y el relato moderno en El narrador de Walter Benjamin.

    Los escritores chilenos tienen una vasta cultura literaria, dice, pero una pobre cultura general. Sin una verdadera formación intelectual, el escritor chileno se dedica a lo más fácil: el campo, las montañas, el mar, los hombres de Chile. Con una cultura más vasta la literatura chilena podría tratar temas también más vastos, por ejemplo, cercanos a la ciencia y a la metafísica.

    Un Rojas nuevo toma la palabra

    El libro tiene muchos más textos, además de los cuatro que he podido comentar con alguna detención. Por ejemplo, una valoración justa pero lapidaria de la obra de Mariano Latorre, que considera fiel a un afán de conocimiento pero humanamente superficial. Una entrada sobre las contradicciones de Marcel Proust, autor muy cercano al proyecto de Rojas, que seguramente les dirá algo a quienes quieran compararlos en el futuro. Una articulación muy bien pensada entre la creación literaria como trabajo y el trabajo obrero como creación, cuyo título es, lógicamente, “La creación en el trabajo”. Su defensa ante la acusación de haber plagiado “Un espíritu inquieto”, y textos ya muy conocidos para la descripción de su estilo maduro, como “Algo sobre mi experiencia literaria”.

    En todos ellos aparece una inteligencia bien distinta a la del contador de historias. Si el narrador elabora y reelabora un recuerdo hasta hacerlo vivir delante de nuestros ojos, el intelectual describe con precisión, separa con inteligencia, se enfrenta a los prejuicios de su campo cultural y a las limitaciones de su propio pensamiento en busca del siempre elusivo saber. Es probable que la cualidad autodidacta de Rojas explique la alta exigencia que se pone a sí mismo y que impone a los demás cuando habla como intelectual en el campo literario, esa inseguridad básica del que no tiene maestros o escuelas en las que apoyarse. Hay que agradecer a esa inseguridad, porque comprueba en un caso cercano y querido para los chilenos que la erudición y un pensamiento que busca la claridad no están reñidos con el arte literario y, es más, que se complementan y enriquecen mutuamente.

    No cabe sino alegrarse de esta edición, especialmente de la versión electrónica, cuyo material tiene tanto valor para el lector curioso. Un Rojas nuevo toma la palabra, y todavía hay oídos para escucharlo.

     


    Ensayos completos I. El árbol siempre verde. Escritos sobre literatura (1913-1972), Manuel Rojas, edición de Daniel Muñoz Rojas, Fondo de Cultura Económica, 2023, 376 páginas, $16.900 ($7.900 versión electrónica).

  227. Luz en la oscuridad

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    Para muchos, el nombre Arnold Schoenberg es sinónimo de complejidad, rechazo, ininteligibilidad, incluso asco (aunque, eufemísticamente, se camufle en “aversión”). ¿Son justos estos juicios sobre uno de los músicos más trascendentes del siglo XX? ¿Aquel que cambió para siempre la historia de la música clásica? Las respuestas cerradas (sí o no) son válidas y hay trabajos anteriores (como la monografía hecha por Charles Rosen o la monumental biografía de Hans Heinz Stuckenschmidt) para fundamentarlas. Pero Harvey Sachs no se contenta con la injusta adjudicación de adjetivos negativos a la obra del inventor del dodecafonismo, ni con la promulgación de respuestas insatisfactoriamente cerradas, y es por eso que, volviendo a las preguntas, propone una nueva lectura sobre el polémico músico en su último libro, Por qué Schoenberg.

    Estamos ante un trabajo que, sin necesidad del colosal peritaje ellmaniano, nos cuenta, de forma íntegra y amena, no solo la vida de Arnold Schoenberg, sino la situación de la sociedad europea y estadounidense de la primera mitad del siglo XX. Vinculada a las biografías que son también historias culturales, al modo de Fischerman con su Piazzolla. El mal entendido (2009) o del Mozart (2003) de Ramón Andrés, la biografía de Sachs sobre Schoenberg (originalmente Schönberg, que significa «montaña bella», antes de la ascensión nazi y su exilio a Estados Unidos) en palabras simples y un lenguaje directo, muestra a un ser humano en los derroteros de su vida. Existencia imbricada en el cambio de paradigma que supone para el sujeto moderno la disolución de la armonía y el genocidio del pueblo judío, la discriminación racial y la guerra. Sintetizando: propone un relato, doméstico y cultural, sobre la innovadora experiencia de una época convulsa en los zapatos de un músico odiado.

    En lo que respecta al estilo del autor, hay que destacar dos factores relevantes que dialogan durante todo el texto: la claridad y el espíritu. En primer lugar, es un libro diáfano. Sachs explica el contenido extra musical (los textos y argumentos de las obras) de manera clara y detallada. Algo sumamente necesario para una aproximación consciente al arte schoenbergiano, dado que en su música el carácter expresivo es fundamental y sin el soporte sobre el qué se está expresando, su abordaje se complejiza aún más. En cuanto al contenido estrictamente musical, las explicaciones son sucintas (no recalan en análisis musicológicos innecesarios) y solo profundiza si es absolutamente necesario para “entender” los alcances de la obra en cuestión. Del mismo modo, el autor es capaz de hacernos una clase de teoría (y lenguaje) musical para aficionados en apenas dos páginas, explicándonos el dodecafonismo (y qué es un tono, una escala, entre otros) y el serialismo de forma tal que, aquellos que somos legos, podamos entenderlo a la perfección.

    En segundo lugar, el valor educativo de esta obra es indiscutible. Fiel al espíritu del personaje trazado en su libro, Sachs es extremadamente pedagógico. Gracias al rol de Schoenberg como profesor es que contamos con músicos del calibre de Anton Weber, Alban Berg, John Cage o Egon Wellesz.

    El mayor logro de esta biografía no es tanto el retrato de una figura que nos deja fascinados, como la apología de su música y las ganas que inspira de degustar el dodecafonismo. De asomarnos al chillido disonante y perdernos entre series de 12 notas y las sprechgesang. Las ganas, en definitiva, de adentrarnos en esa preciosa oscuridad que supone la revolución más grande de la música de tradición escrita: renunciar a la armonía y revitalizar la expresividad.

    Hay una pregunta que sobrevuela todo el libro: ¿cómo hacer un retrato fiel del hombre de quien, según Stravinski, es “el plexo solar y la mente de la música de comienzos del siglo XX”? Sachs responde pintándonos un Arnold humano, atravesado por sus conflictos, siendo el más importante la manía persecutoria: tenía la sensación de que todo el mundo estaba contra él. Esto le llevó a tomar constantemente un comportamiento agresivo y de autosabotaje (con lo que confirmaría su pensamiento de tener el mundo en contra). Este Schoenberg combativo aparece concentrado en muchas citas del libro, escojo una al azar: “Cuando un director de orquesta decidió dirigir su Sinfonía de cámara diciéndole: ‘Sinceramente, no comprendo su música’, Schoenberg le espetó: ‘Yo no comprendo por qué tiene que ser franco solo en relación con mi música. Al fin y al cabo, usted interpreta a los clásicos y tampoco los comprende’”. Su hostilidad no era fortuita. Contadas con los dedos de una mano están las actuaciones en que tuvo éxito. Quizás no hay otro músico que haya tenido tantos conciertos escandalosos [Skandalkonzert] como Schoenberg.

    Schoenberg fue un músico sin formación acádemica, que fabricó juguetes para sus hijos (del segundo matrimonio), pintó innumerables autorretratos, construyó el vestuario y la escenografía de la mayoría de sus obras dramáticas, cambió la disposición de la orquesta, creó un nuevo sistema de notación dinámica (siguiendo a Mahler y más especializado que las genéricas indicaciones italianas heredadas de la ópera del siglo XVII), fue amigo y enemigo de Stravinski (quizá otra de las figuras más problemáticas y revolucionarias de la música clásica), creó sociedades siguiendo el sistema de suscripción creado por Beethoven (mejorándolo), ayudó a los judíos a huir, tuvo una especial fijación con los números (amaba el misticismo del 7 y padecía fobia al 13 [triscaidecafobia]) e inventó nuevas formas de recitativo. El libro también plasma el momento histórico de la música docta occidental, la presunta “muerte de la música”, con la defunción de Wagner en 1883. En tiempos de Schoenberg, ya se había escrito y teorizado todo lo posible sobre el trabajo armónico. Los mandatos de la tónica y la dominante, bases de la retórica musical en palabras de John Adams, fueron erradicadas en pos de un igualitarismo musical de los sonidos (en palabras de Sachs). Su respuesta ante la “muerte de la música” es esta democratización, que devendría en un sistema inédito y revolucionario: el dodecafonismo.

    Al tiempo que es una historia de Schoenberg y su mundo, el libro es desde luego una evaluación del impacto del dodecafonismo, que en buena medida fue una de las principales causas de la discriminación que padeció su creador. La novedad siempre asusta, y esta no fue la excepción. Se la tachó de sistema sin alma y destructor de la música, de complejo e inaplicable, aunque hay afirmaciones que lo desmienten. El propio Schoenberg decía: “Componer con 12 notas no es en absoluto tan desafiante y exclusivo como suele creerse. Es sobre todo un método que demanda orden lógico y organización, y su principal resultado debería ser la comprensibilidad”. Otro enunciado, esta vez parafraseando a uno de sus biógrafos, el estadounidense Mark Berry, reafirma que contra el dodecafonismo lo único que había eran prejuicios e ignorancia: “Lo que vuelve difícil [la música de Schoenberg] es su densidad de argumentación musical y la hiperexpresividad romántica, más que la innovación moderna del sistema dodecafónico”.

    Por qué Schoenberg transmite la sensación de haber asistido a una clase sobre cómo contar una vida, cómo ser claro en la oscuridad, cómo no tomar partido cuando es innecesario hacerlo, cómo hacer juicios certeros e incontaminados (aún bajo el supuesto de la imposibilidad de la objetividad), respetando la figura sobre la que se trabaja, siendo justos con el humano detrás. El mayor logro de esta biografía no es tanto el retrato de una figura que nos deja fascinados, como la apología de su música y las ganas que inspira de degustar el dodecafonismo. De asomarnos al chillido disonante y perdernos entre series de 12 notas y las sprechgesang. Las ganas, en definitiva, de adentrarnos en esa preciosa oscuridad que supone la revolución más grande de la música de tradición escrita: renunciar a la armonía y revitalizar la expresividad.


    Por qué Schoenberg, Harvey Sachs, traducción de Mariano Peyrou, Taurus, 2024, 276 páginas, $18.000.

  228. Jeroglíficos del futuro

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    1. En el video que se veía en una de las salas de la muestra, realizado por el cineasta Ignacio Agüero, en el que conversa con Eduardo Vilches en su casa en Chiloé, lo primero que salta a la vista es que el artista está vestido con los mismos colores de la mayoría de sus grabados, azul y negro, colores que también pueden verse en la fina portada que hizo del libro Los nómades del mar, de Joseph Emperaire, y que se exhibe en una vitrina como parte de la exposición. En el video aparece también su compañera, la cineasta Alicia Vega, con quien Ignacio Agüero filmó el documental 100 niños esperando un tren. El tono de la conversación es cercano, familiar, de años, y, por lo tanto, de permitidos silencios. Se puede ver todavía en YouTube.

    2. Agüero le pregunta a Vilches por la mirada, a lo que él responde: “Nunca dibujé mirando…, guardaba imágenes”. Se podría decir que una vez que miraba hacia afuera, el resto era un proceso y un tránsito hacia adentro. En el “pajareo”, como le llama Vilches, retenía algo y almacenaba, desde los primeros tiempos, la infancia. Arqueología de la mirada, una frase que sirve para entender el imaginario que el artista da forma en su obra, pues sus trabajos tienen esa reelaboración de lo visto en figuras aisladas, siluetas, no paisajes totales, o quizás paisajes reelaborados en su síntesis o en una de sus partes, las de una posible totalidad. Imágenes primitivas. Si pensamos en la naturaleza, por ejemplo, podríamos decir que las xilografías Sombras I, II y III evocan algo del murciélago. El color negro y profundo de sus ojos, el movimiento de las alas. La obra de Vilches obliga a mirar y guardar, y volver a mirar lo que ha sido guardado en el entrecejo, sus sombras entran aleteando de manera oblicua y luego permean desde adentro. En el trance de intenta descifrar esas imágenes, si acaso fuera posible. Retener la imagen de la imagen para decodificar el sentido de su aparición. Detenerse: mirar implica detenerse, aislarse del resto, en silencio, aislar las imágenes, como las de Vilches, y ver en ellas un origen. El blanco es fondo y silencio. Papel.

    Unos colores influyen sobre otros, uno es más luminoso que otro, y en el entremedio se arma y se despliega el movimiento de un arte. La repetición de los colores en la obra de Vilches responde precisamente a que no aparta la mirada una vez que estos se han presentado en su interacción y flujo.

    3. Desarrollar la vista para el color y sus interacciones es lo que proponía el artista alemán Josef Albers, quien estuvo vinculado a Chile y en el año 1953 envió a su ayudante Sewell Sillman a hacer clases de color en la escuela de Arquitectura de la Universidad Católica. “Nunca vemos un color aislado, desconectado y desligado de otros colores”, escribió Albers en su libro Interacción del color, “un mismo color evoca innumerables lecturas”. Los colores aparecen dentro de una corriente, de un sistema, algo parecido a lo que pasa con las palabras de un poema o con los planos de una película. Unos colores influyen sobre otros, uno es más luminoso que otro, y en el entremedio se arma y se despliega el movimiento de un arte. La repetición de los colores en la obra de Vilches responde precisamente a que no aparta la mirada una vez que estos se han presentado en su interacción y flujo.

    4. El ayudante de Josef Albers le enseñó a rajar papeles, y así evocaban ciertas cosas de la realidad conformando con esos restos una nueva versión. De contornos irregulares por cierto eran los cortes a mano, como toda nueva versión, pero ahí estaba su gracia. Estudio libre lo llamó Vilches. De papeles negros, blancos, azules, retocados con tinta china, surgen muchos de sus trabajos. Más que del color, lo que le interesó a Vilches fue la interacción de las formas que salían de ese corte espontáneo.

    Son las de Vilches figuras liberadas. Anteriores al cuerpo pero que lo sugieren. Figuras negras sobre blanco. Contundentes en su aparición, como la palabra Figura o como la sangre que corre en la hermandad de Fondo y Figura. En su conjunto se ven como jeroglíficos del futuro extraídos de un papel. Símbolos visibles que son parte de lo que podríamos llamar una escritura Vilches. Imágenes precisas, preciosas y sintéticas.

    5. Son las de Vilches figuras liberadas. Anteriores al cuerpo pero que lo sugieren. Figuras negras sobre blanco. Contundentes en su aparición, como la palabra Figura o como la sangre que corre en la hermandad de Fondo y Figura. En su conjunto se ven como jeroglíficos del futuro extraídos de un papel. Símbolos visibles que son parte de lo que podríamos llamar una escritura Vilches. Imágenes precisas, preciosas y sintéticas. A la vez enigmáticas. Sin adornos. Lo simple, se sabe, es difícil. Figuras que flotan o se toman lo blanco. Tomarse el espacio en blanco es desafío del color. Cómo hacer aparición y ocupar ese espacio. Formas suspendidas en el universo de lo blanco. Únicas en la síntesis de su mirada. Huellas de una imagen futura. Una marca, en todos los sentidos de la palabra, como sello, marca de fábrica, identificación sin identidad. En la muestra hay una fotografía de su cara, la composición es parecida a las siluetas de sus trabajos, algo geométrico dispone las partes, no solo en el sentido simétrico sino en el de piezas que conforman una totalidad. La serigrafía de la silueta de dos hombres puede verse como una especie de autorretrato duplicado, tachado, marcado. Se titula La constante amenaza y fue creado en 1973. Imagen al mismo tiempo anónima, sin identidad, de tantos otros, como un molde de lo humano amenazado. Hay algo al mirar que regresa a su estado original, a lo primero que se viene a la cabeza cuando pensamos en la palabra imagen, una síntesis de los tiempos, una especie de arqueología futura.

  229. El canon de la rabia

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    Álvaro Bisama es un escritor que ha ido construyendo una obra interesante, que abarca desde ficción (novelas y relatos) hasta ensayos y crónicas, géneros literarios en los que presenta su visión imaginaria o analítica sobre un Chile enclaustrado por su geografía y singular idiosincrasia social, política, económica y cultural. Bisama es también un profesor y doctor en literatura, es decir, navega las aguas de la libertad creativa y las propias del investigador riguroso y preparado. Así, la textura de su escritura tiene diversos relieves, alcances, registros que —paso a paso— lo han ido convirtiendo en un escritor versátil y con relato propio, con algo que contar y con un modo de decir que le otorga voz e identidad. Sin estas dos características, poco o nada aporta la escritura en un tiempo en el que la sobreproducción agobia en todos los ámbitos y en los que la tan manoseada inteligencia artificial comienza a mostrar sus primeras manifestaciones plagiarias.

    Como narrador de ficción, uno puede afirmar con convicción que Álvaro Bisama pertenece a ese tipo de animales literarios a los que también pertenecen sus biografiados: De Rokha primero y ahora Carlos Droguett. Esto significa ser de aquellos que son una especie en sí misma —como algún teólogo tomista habría dicho respecto de los ángeles—, una legión indomable que se apodera del lenguaje para contar sus relatos a contracorriente, rompiendo reglas y creando sus propias leyes. Un narrador críptico, enrevesado, simbólico, alucinado, desafiante, creativo, es lo que he ido viendo en sus textos desde los tiempos de Caja negra (2006). Realidad y ficción, en sus narraciones, amarradas en una trenza inevitable de significados posibles que se hacen cargo del tiempo y circunstancias del autor, sus contextos y antecedentes. Y desde el caos inicial a un manejo textual cada vez más sólido, en desarrollo, en avance de menos a más.

    En paralelo, Bisama el ensayista, el académico, el biógrafo, el intérprete, el ventrílocuo que, a través de sus textos articula el lenguaje de Pablo de Rokha en Mala lengua (2020) y en el libro que nos ocupa, La rabia y el augurio (2023), de Carlos Droguett. Aquí descubrimos a un escritor con una inteligencia distinta, respetuoso del rigor que requiere el ensayo y con la capacidad de dar a su escritura el tono justo, la plasticidad estética adecuada, el ritmo que lleva al lector a una suerte de surfeo sobre la ola que representa la vida, obra, tiempo y circunstancias de Droguett. Como James Boswell propuso en su momento, Bisama no oficia como un biógrafo del dato, de vieja escuela, sino que indaga, recopila, aprehende el objeto de su escritura para convertir la materia acumulada en artefacto literario en sí, reflexión, imaginación, indagación con vida propia.

    Un escritor de la talla y potencia de Carlos Droguett, des-conocido y ad-mirado, un narrador de una energía con el poder de una bomba nuclear, puede llevar a su biógrafo a sucumbir en el estilo, en el tono, a ceder en el punto de vista, a convertirse en su esclavo involuntario. Narradores como Droguett (o Brunet o Donoso o cierto Lafourcade o Marta Blanco o Eltit o Lemebel o tantos otros que, bajo sus propios registros, navegan en las márgenes del canon oficial o que lo intervienen por su fuerza de tromba marina) pueden devorar a quien los aborde, convirtiéndolos más en títeres que ventrílocuos.

    No es el caso. En La rabia y el augurio, Álvaro Bisama escribe un relato propio que resucita a la vida narrativa a “su” Carlos Droguett, entregándonos un retrato tridimensional, polisémico, en que el autor dialoga con el sujeto, sus textos, sus contemporáneos, sus luchas, su indignación, las anticipaciones que emanan de sus relatos. Y habiéndose o no leído a Droguett, la lectura de Bisama vuelve imperioso para el lector, terminada la biografía, salir al encuentro (o reencuentro) del biografiado.

    Sin recurrir a un relato interminable —potencialmente latoso— y en tan solo 225 páginas de un libro de formato pequeño, Álvaro Bisama construye su Carlos Droguett con el oficio de un sastre que no deja señas de su costura. Dejando en evidencia la fluidez de una prosa madura, la independencia intelectual que no desconoce la legítima admiración y el manejo de fuentes que permite seleccionar lo esencial, separando el trigo de la paja, La rabia y el augurio es esa biografía precisa sobre nuestro escritor que más habitó la insatisfacción, la incomodidad y la furia.

    Álvaro Bisama construye su Carlos Droguett con el oficio de un sastre que no deja señas de su costura. Dejando en evidencia la fluidez de una prosa madura, la independencia intelectual que no desconoce la legítima admiración y el manejo de fuentes que permite seleccionar lo esencial, separando el trigo de la paja, La rabia y el augurio es esa biografía precisa sobre nuestro escritor que más habitó la insatisfacción, la incomodidad y la furia.

    Droguett y la rabia: esa trampa virtuosa

    En La furia y el augurio queda claro que cruzarse con Carlos Droguett, en vivo —cuando era posible— o en texto, no puede sino ser una forma de enfrentamiento, un choque brutal, pero siempre fructífero. Un escritor en lucha consigo mismo, sus contemporáneos, con su medio social, su historia política, con el país; un prolífico narrador a su pinta, un escribidor incansable, un testigo denunciante con el dolor a cuestas; un augur casi nunca escuchado u oído a destiempo; el hijo indignado de Sísifo y Casandra; un sobreviviente, y ello se registra con sensibilidad sobria y convincente en la biografía de Bisama. Este Droguett no es una caricatura ni una estatua, es un hombre creíble en su tiempo y el nuestro, con su obra a cuestas. Es un hombre con sus conflictos y contradicciones, amigo de sus amigos hasta el final (el sacerdote Escudero, De Rokha, Rojas), enemigo enconado e indeseable (del crítico Alone, de Lafourcade) y capaz de separar aguas entre lo ideológico y el honesto reconocimiento del talento ajeno (Miguel Serrano).

    El que Edgar Allan Poe lo cambie temprana y definitivamente —como lo confiesa en Materiales de construcción (1980)— no es algo menor. Hablamos del escritor norteamericano que en el siglo XIX marca un hito definitivo en la literatura romántica y la ficción gótica. Ahí está el abismo del horror, la metáfora afilada de historias que dan cuenta de la sufriente y precaria condición de la vida, el antecedente literario del existencialismo que en el siglo XX se reformularía de una manera más directa. Droguett no imita ni copia, pero adquiere, transforma y lleva su fuente de inspiración a un lugar propio. Tanto en sus textos de corte histórico, como en los más personales y desbocados, la mirada del escritor recoge una realidad que lo horroriza, lo indigna y denuncia porque está convencido de que ella no debería dejar incólume a nadie. Desprecia a los acomodados, a los cínicos, a los galardonados que creen que el premio es una suerte de sacramento. En su larga lista negra estará Nicanor Parra; no le cree, lo ve como un oportunista. Diamela Eltit es, a su modo y sin rabia, una especie de alma gemela contemporánea: rompedora de los silencios del poder, con la palabra.

    Bisama recoge con habilidad este sentimiento, sin incurrir en excesos. Creo que lo demuestra con especial precisión cuando retrata la forma en que Droguett aborda la matanza del Seguro Obrero, ocurrida el 5 de septiembre de 1938, a pasos de La Moneda, en circunstancias que miembros del Movimiento Nacionalsocialista Chileno, el nazismo criollo, intentaba un golpe de Estado contra Arturo Alessandri Palma para favorecer a Carlos Ibáñez del Campo. Izquierdista, admirador de Fidel Castro, el Che Guevara, Salvador Allende, enemigo de lo que llamaba “el imperialismo norteamericano”, Droguett es capaz, sin embargo, de alzar su voz en contra de la matanza de esos adversarios políticos. No defiende, como es obvio, ni sus intenciones ni la ideología que los inspira, pero se rebela contra la violencia.

    Para mí, la literatura es un acto total que interesa al cuerpo y al espíritu del escritor: en términos teológicos, como un sacramento; en términos psiquiátricos, como un suicidio. Si el escritor no se satura de pasión por su tema y por su personaje, se queda en la superficie, transitoriamente y para siempre en la superficie. Yo soy un pasional y mi pasión es la literatura, pasión de vida y no de muerte (…). El escritor que no escribe por la justicia es un despojador de los pobres, un ladrón”, dice en una entrevista a El Mercurio de 1971, y es por eso que la muerte de los 58 o 59 jóvenes golpistas es denunciada por Droguett en Los asesinados del Seguro Obrero (publicado por primera vez en 1939) y en Sesenta muertos en la escalera (1953).

    En el prólogo de Los asesinados, titulado “Explicación de esta sangre”, dirá: “Temo —y no quisiera desmentirlo— que estas páginas que ahora escribo vayan a resultar una explicación de mí mismo. No importará. Lo que publico, después de todo, lo escribí porque lo sentí bien mío, íntimo de mi existencia, hace un año, cuando fue hecho. Por esto mismo no he querido cambiar nada, exhumar cosa para averiguar más carne, más sangre. Esta, se ha entregado al libro de la imprenta tal como se entregó a la página del diario el pasado invierno. Yo no podía meter mis manos en ella otra vez. Esa no fue mi labor verdadera. Yo solo recogí, a la manera mía de coger las cosas, esa sangre que corriera hace dos años por nuestra historia; no fue otra mi tarea, agacharme para recoger. Traté de trabajar entonces con las dos manos para no perder detalle ni hilo, para recoger toda la sangre, para construirla otra vez, y que corriera más abundante por los cauces de nuestra historia. Así, pues, verdaderamente, esto no es un libro, no es un relato, un pedazo de la imaginación, es la sangre, toda la sangre vertida entonces que entrego ahora, sin cambiarle nada; sin agregarle ninguna agua, la echo a correr por un lecho más duradero y más sonoro”.

    Con una ética perdida en 1973, quizás para siempre, Droguett se rebela contra la sangre derramada, una sangre que no tiene nombre ni ideología, que es sangre humana que se acumula, desperdiciada, en la historia de Chile y de la humanidad. Y el resultado es la transformación del horror gótico de Poe en la rabia visceral que lo convertirá en un Quijote destemplado y certero, implacable y alucinado, visionario pero también ciego. El retrato de ello queda establecido en la biografía de Bisama, quien escribe sin disimular sus simpatías políticas, pero con la honestidad necesaria para no ocultar o dejar de decir.

    Esa rabia sin límite se convierte en virtud en los potentes textos que escribió. Sin embargo, también se convirtió en una trampa que le impedirá ver más allá de sus enojos, explorar otras pasiones, ver la sangre en las manos de sus amigos. Quizás sin la tramposa pasión de esa rabia portentosa, sus denuncias habrían sido más amplias, su misma indignación más libre, quizás habría entendido mejor a un autor como Mario Vargas Llosa. Pero como los puritanismos nunca son acertados, nada de ello lo habría hecho un mejor escritor: desde su compromiso absoluto y discriminante, resulta imposible decir que haya habido en él un ápice de arbitrariedad dolosa o que su rebeldía impía no haya dejado un legado de verdades que ennoblecen la literatura chilena.

    Droguett se rebela contra la sangre derramada, una sangre que no tiene nombre ni ideología, que es sangre humana que se acumula, desperdiciada, en la historia de Chile y de la humanidad. Y el resultado es la transformación del horror gótico de Poe en la rabia visceral que lo convertirá en un Quijote destemplado y certero, implacable y alucinado, visionario pero también ciego. El retrato de ello queda establecido en la biografía de Bisama, quien escribe sin disimular sus simpatías políticas, pero con la honestidad necesaria para no ocultar o dejar de decir.

    Una arqueología de nuestro imaginario

    De alguna manera indiscutible, la lectura de La rabia y el augurio, segunda notable biografía de Álvaro Bisama, nos muestra una doble arqueología del imaginario chileno. Por una parte, la llevada a cabo por el propio Droguett a lo largo y ancho de toda su frenética obra y la que ejecuta el propio autor en este texto indagatorio que revitaliza, rescata e interpreta el universo narrativo droguettiano.

    Digo arqueología porque en todo trabajo de esta naturaleza el ensayista está más cerca del trabajo del arqueólogo que busca y reconstruye imaginando, que la del historiador que articula desde sus fuentes, con una pretensión más científica, establecer una verdad cerrando un círculo. Si bien ambas aproximaciones son válidas y necesarias, en el descubrimiento de significados el cuidado y cautela arqueológica resultan más en sintonía con la inestable naturaleza de lo literario. Sabiendo que en este campo, letra, palabra, obra, autor y contexto interactúan de maneras muchas veces misteriosas e insondables, mediante la escritura abierta, la insinuación por sobre la conclusión categórica, se fortalece lo relatado, dando al lector un abanico de posibilidades, generando la invitación a, finalmente, leer al autor explorado en la biografía.

    No se ha escrito poco sobre Droguett, pero tampoco lo suficiente. En este espacio, el ejercicio de Bisama aporta tanto desde la ductilidad con que articula el material que ha tenido a la vista, como desde el ejercicio de un estilo ensayístico que agrega valor. En La rabia y el augurio el ensayista usa la palabra para expresar sus ideas y, también, para dialogar con el sujeto de su reflexión y otras voces indispensables. El resultado es fluido y entretenido, riguroso y novelesco.

    Droguett y la Generación del 38, sus nexos con —o la desconexión con— el Boom, la historia de Chile con su rudeza de país cornisa e isleño, sus respuestas iracundas, la política y el compromiso como deber literario, el país querido y despreciado, la contienda con enemigos sobre y subestimados, el sentido de lo religioso y lo profano… Suma y sigue… Todo en este ensayo biográfico, cazuela proteica, en que Bisama continúa un trabajo de construcción de ese imaginario chileno que no es “el imaginario absoluto”, pero sí el de esos autores que recogen una fracción no menor del ADN cultural de este país complejo, al mismo tiempo viejo y adolescente, en sus esperanzas y dolores.

    Que Bisama siga escribiendo y descubriendo los posibles significados de nuestras escrituras es un imperativo, porque es solo en este trabajo infinito que los pueblos van logrando algún tipo de armonía consigo mismos. En este pensar sobre lo escrito queda abierta la puerta para que nuestros escritores se abran a la búsqueda —no necesariamente rabiosa— de autores visionarios, de lo que somos, hemos sido y tenemos por delante, de una manera en la que el compromiso sea una ética del decir, hacer y denunciar en libertad. Todo en Droguett conmueve: Eloy, Patas de perro, 110 gotas de sangre y 200 de sudor, todos esos cuentos, ensayos, crónicas, pero Los asesinados del Seguro Obrero y Sesenta muertos en la escalera hacen que su naturaleza narrativa lo convierta en un animal único. ¡Chapeau, M. Bisama!

     

    Fotografía: gentileza de la familia Droguett.

     


    La rabia y el augurio, Álvaro Bisama, Ediciones UDP, 2023, 225 páginas, $16.000.

  230. McGlue: Una rara gema

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    Es sorprendente que Ottessa Moshfegh, la autora de McGlue (2014), sea la misma persona que escribió Mi año de descanso y relajación (2018), el bestseller que la consagró a escala global. Una podría ser un relato de mediados del siglo XIX, hallado en una revista como Putnam’s Magazine, donde Herman Melville serializó originalmente obras como Bartleby, el escribiente (1853), y la otra una mirada revisionista a las vidas de la primera generación de hípsters, la que vio en primera fila la caída de las Torres Gemelas y es culpable de la ubicuidad de las tote bags. ¿Qué comparten estas novelas? Primero, ambas tienen por protagonista a personajes vagamente abyectos, sin objetivos ni deseos, y segundo, la embriaguez general de ambos, uno por alcohol y la otra por drogas de prescripción, consumos que los convierten en dos muy poco fiables narradores en primera persona.

    Si bien las similitudes entre estos dos libros de Moshfegh son interesantes, sus diferencias revelan no solo la habilidad sino el rango de esta escritora, nominada al Booker Award por su segunda novela, Mi nombre era Eileen (2015). McGlue es su primera publicación, una obra que con una diagramación menos generosa con el papel no debería superar las 70 páginas y que le valió a la autora un premio que trajo aparejadas la publicación y la atención de la industria. Tal como señaló la crítica tras su aparición, es un libro que no oculta sus deudas con el trabajo de Melville y Cormac McCarthy. Qué duda cabe. En primer lugar, así como Melville se inspiró en historias halladas en la prensa para la escritura de Moby Dick (1851) y Benito Cereno (1855), Ottessa Moshfegh basó el personaje de McGlue en un recorte de prensa de 1850 que contaba la historia de un hombre absuelto tras asesinar a un marinero en Zanzíbar.

    McGlue cuenta la historia de un joven alcohólico con severos traumatismos craneales, parte de la tripulación de un barco dedicado a un oficio indeterminado, que despierta de la más honda ebriedad para descubrirse encadenado y acusado de dar muerte a un compañero de embarcación, su mejor amigo, benefactor y casi amante, ni más ni menos. El acusado, por supuesto, no recuerda su supuesto crimen.

    McGlue cuenta la historia de un joven alcohólico con severos traumatismos craneales, parte de la tripulación de un barco dedicado a un oficio indeterminado, que despierta de la más honda ebriedad para descubrirse encadenado y acusado de dar muerte a un compañero de embarcación, su mejor amigo, benefactor y casi amante, ni más ni menos. El acusado, por supuesto, no recuerda su supuesto crimen y capítulo a capítulo lo vemos despertar en un puerto distinto, mientras el navío lo conduce a un inexorable juicio en la ciudad de Salem.

    Si solo el tema marino y la época en que está situada conectasen McGlue y la obra de los dos autores mencionados, estaríamos describiendo apenas una relación superficial entre ellas, pero sucede que el sobresaliente e imaginativo lenguaje de Moshfegh (cualidades difíciles de percibir en la traducción publicada por Alfaguara) recuerda en más de una ocasión los momentos más líricos y creativos de McCarthy, a sus personajes más difíciles de amar y, particularmente, a los libros que publicó antes de la década del 90, tan superiores en méritos literarios a los exitosos Sin lugar para los débiles (2005) y La carretera (2006). Me refiero a novelas como Hijo de Dios (1973) y Meridiano de sangre (1985), dos obras con protagonistas que, como McGlue, podrían ser descritos como inventarios de cualidades desagradables, y que cuentan las historias de un montañés con problemas cognitivos que roba el cadáver de una muchacha y de un huérfano analfabeto que se une a un grupo de asesinos pagados por el gobernador de Chihuahua para cazar indígenas. Es decir, nada muy distante de los eventos que Moshfegh elige narrar en este libro.

    Podríamos decir que este libro ocupa un espacio algo incómodo en la obra publicada hasta ahora por Ottessa Moshfegh. Es una pieza temprana, breve y experimental; el tipo de libro que se publica cuando una autora ha muerto o cuando desea capitalizar su éxito. Sin embargo, es precisamente esa incomodidad lo que hace de McGlue una rara gema en el mercado editorial: es un libro sin agenda política visible, una obra que flota por encima de las convenciones de la narrativa comercial, una novela donde destella un aire mediúmnico y la refrescante sospecha de haber sido puesta por escrito con el deseo de no complacer a nadie más que a su autora.

     


    McGlue, Ottessa Moshfegh, Alfaguara, 2024, 152 páginas, $15.000.

  231. Rob Riemen: invitación a la cultura

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    Grandes palabras y grandes nombres afloran en los labios de Rob Riemen. Entre las primeras, las hay amadas (cultura, arte) y odiadas (fascismo, estupidez); entre los segundos, generalmente alemanes, destacan Thomas Mann y Nietzsche.

    Nacido en los Países Bajos, en 1962, Riemen es el presidente del Instituto Nexus (y editor de su revista), instituto que él mismo fundó hace 30 años, conocido por sus prestigiosas conferencias con destacados intelectuales de todo el mundo. En su introducción a la más célebre de ellas, La idea de Europa, de George Steiner, recordaba la autobiografía de Goethe y la mención a un humanista del siglo XVI para quien “la verdadera nobleza es la nobleza del espíritu”.

    Esa idea recorre los escritos de Riemen, quien incluso tiene un libro de ensayos titulado Nobleza de espíritu (2008), pero también está presente en El arte de ser humanos. Aquí presenta algunos estudios —él los llama études, como piezas musicales, precedidas de un “preludio”— en que aborda la guerra como experiencia de aprendizaje, los educadores y los formadores, la estupidez y las mentiras, la valentía y la compasión.

    En el “preludio” del libro dice que ser humano es un “arte”, no una “ciencia”. ¿Qué consecuencias se derivan de esto?
    Si fuera una ciencia, podríamos fijar definiciones, determinar ciertas técnicas del arte de ser humanos. Cicerón, en Roma, decía que “cultura animi philosophia est”: el cultivo del alma es la búsqueda de la sabiduría. La cuestión de llegar a ser humano es una de las más profundas que cualquiera pueda plantearse, y no se necesita ser filósofo para hacerlo, basta preguntarse: ¿qué debo hacer con mi vida? Cuando esto se confronta con Unamuno y su sentido trágico de la vida, pueden surgir otras preguntas: ¿por qué?, ¿por qué a mí?, ¿por qué pierdo a alguien que amo? La vida en ciertos momentos pone pruebas y hay que estar preparado para ellas. El mundo de las artes, de la cultura, es el único espacio que tenemos para encontrar nuestra propia respuesta. Ni los científicos ni los economistas tienen una respuesta.

    ¿No tienen nada qué aportar?
    El valor de las universidades en la lista de Shanghái está centrado en la ciencia, la economía, la tecnología y la matemática (que se conocen como STEM, por sus siglas en inglés). Pero ninguna ciencia, ninguna economía, tecnología o matemática puede ayudar en el arte de ser humanos. Lo que sí podría ayudar sería0 que las universidades hagan lo que se supone que hacen, pero no hacen: entregar universitas, esta especie de conocimiento general, que está en el corazón de la educación liberal, que antes se llamó Bildung y antes Paideia, y que, como la filosofía, es la búsqueda de la sabiduría. Pero esa educación tampoco es una garantía, y hay muchos ejemplos de la gente más cultivada en el mundo que no busca esa sabiduría: es la traición de los intelectuales, la trahison des clercs. Una de las razones por las que escribí este libro fue para dar una especie de alarma de que, si continuamos enfocando todos los aspectos de nuestra sociedad en lo útil, lo utilitario, si continuamos en lo que Nietzsche predijo como la trasmutación de los valores, los principales de ellos ya no serán los espirituales y la calidad que ellos dan a la vida, sino que serán reemplazados definitivamente, como estamos viendo, por la obsesión por la cantidad.

    Hay un interés en mantener a la gente en la estupidez. Es por eso que, por definición, cuando se establece un poder demagógico los primeros en ser callados o fusilados, son los poetas, los pensadores, los artistas. Es lo que pasa en las dictaduras. Y es lo que pasa, de una manera más sofisticada, con el triunfo del mercado y los valores de mercado, con la preferencia por la cantidad antes que la calidad: si algo no puede probar su utilidad económica es desechado.

    Al criticar el mundo académico recuerda la noción de Musil de “alta estupidez”…
    Lo único que identifica a las universidades, decía, es proporcionar universitas. Es lo que deberían ofrecer a las generaciones más jóvenes, antes que la especialización en cualquier campo. Eso no está sucediendo. Algunas universidades son epicentros del fanatismo y del paradigma cientificista vacío. No hay que ser un genio para percibir que hay una crisis en nuestra civilización, que se combina con otras crisis: la política, la económica y social, la climática, la geopolítica. Todas ellas se juntan y hay que admitir que vivimos una crisis de la civilización que se relaciona fundamentalmente con una crisis en nuestros valores, que son reemplazados con sucedáneos espirituales. Por otra parte, la única salida es a través de la educación, no hay otra manera. Hay una responsabilidad especial de los intelectuales, que muchas veces forman parte de las universidades: la élite intelectual no está en crisis, porque es la crisis, y no le interesa salir de ella. Si la gente fuera menos estúpida, ¿se elegirían las mismas personas que están en el poder?, ¿se publicarían los mismos artículos sin sentido?,¿se transmitirían los mismos programas de televisión necios? Probablemente, no. Hay un interés en mantener a la gente en la estupidez. Es por eso que, por definición, cuando se establece un poder demagógico los primeros en ser callados o fusilados, son los poetas, los pensadores, los artistas. Es lo que pasa en las dictaduras. Y es lo que pasa, de una manera más sofisticada, con el triunfo del mercado y los valores de mercado, con la preferencia por la cantidad antes que la calidad: si algo no puede probar su utilidad económica es desechado. Todo es reducido a números y el mejor número es el más alto, como hacen los influencers con sus seguidores. Me gustaría que nuestras influencias estuvieran determinadas no por los influencers, sino por grandes autores: Kafka o García Márquez.

    Hablando de autores tutelares, en sus libros hay un diálogo constante con Thomas Mann ¿Qué ha significado para usted?
    Hay una hermosa palabra alemana: Bildungsergebnisse, que podría traducirse como una “experiencia transformadora”, que es lo que el arte puede hacer. Para mí, cuando era un adolescente, al leer La montaña mágica, de Thomas Mann, pensé: ese soy yo, el joven Hans Castorp, quien pasa siete años de su vida en ese sanatorio, donde conoce a personas muy distintas, algunas completamente en desacuerdo con él, procedentes de diversas partes del mundo, que discuten sus puntos de vista y sus lecturas. El libro es el proceso de su propio arte de ser humano, y también del mío. Hacia el final de la novela, estalla la Primera Guerra Mundial y el personaje abandona el sanatorio. La novela se publicó en 1924, hace 100 años, pero sigue estando viva y presente. De hecho, el instituto que fundé hace 30 años, en 1994 no es más que la repetición de La montaña mágica. Reunir a gente de todo el mundo, discutir sus distintos argumentos, responde a una idea de libertad y de liberalismo como lo opuesto a toda forma de fundamentalismo. Uno de los grandes errores en el mundo intelectual de hoy es que la gente cree conocer la verdad absoluta.

    ¿Es Mann un modelo?
    En las novelas sobre José y sus hermanos, Thomas Mann básicamente vuelve a contar la historia de José en el libro del Génesis. Este José bíblico está siguiendo los pasos de personas anteriores a él, desde Abraham. Mann hizo algo parecido consigo mismo, especialmente en relación a Goethe, como el punto de prueba de todo su pensamiento, sobre las obligaciones del artista, sobre las relaciones entre ética y estética. Esto es usual, no solamente entre los niños respecto de sus padres. Ya lo decía Aristóteles: uno aprende la mayor parte de las cosas por el ejemplo. La lección es: buscar cuál es tu pasión y cuando la encuentres, sea lo que sea, sigue esa pasión. Esa es la manera en que mi amigo George Steiner decía que podía vivirse una vida feliz, porque era una vida significativa.

    Al iniciar la revista Nexus, señalaba que pretendía “combatir la desolación de no saber nada y el fanatismo del conocimiento único”. ¿Cree que ambos peligros persisten?
    Sin duda. El fanatismo del conocimiento único se muestra en la cultura de la cancelación, desde ambos lados del espectro político. Es el fanatismo de un único paradigma que pretende cubrir todo lo que se puede saber. Para mencionar de nuevo a mi héroe, Thomas Mann, hay una hermosa fotografía de él, Toscanini y Einstein hacia 1945. Mann tocaba algo de violin. Einstein adoraba la obra de Mann. Toscanini pensaba que la sobreespecialización no debería existir. Hubo grandes científicos como, por ejemplo, Isaac Newton, que aspiraban al ideal del homo universalis. Una de la razones por las que las humanidades están en declive es porque se les compara siempre con las ciencias exactas, con el mismo paradigma (las teorías, las definiciones, etc.). Pero en las humanidades es fundamental el arte de leer y de hacer conexiones.

    ¿Y en cuanto al no saber nada?
    La desolación de no saber nada, por otra parte, es patente. Esta es la época de la estupidez organizada. Basta ver lo que pasa con los medios de comunicación en general: cómo muy pocos diarios mantienen secciones de reseñas de libros, pues se considera algo inútil; cuántos programas sobre libros hay en la televisión; o las mentiras en las redes sociales, que no se pueden combatir mediante la lectura de un libro. En mi país, que es una sociedad muy próspera, la cifra oficial es que un 25% de los jóvenes mayores de 15 años no puede leer un libro. Son analfabetos funcionales. Pueden leer en Facebook, pero no un libro. En Estados Unidos, el 47% de la población no ha tocado un libro. Cuando empecé a trabajar en un estudio sobre estupidez y mentiras, quedé impresionado de que esto era algo que ya había predicho Max Weber en 1927. En la academia hacer carrera significa números y números. La ciencia, por su parte, se supone que tiene que ver con hechos y no con valores, abriendo las puertas a un vacío espiritual.

    Una sociedad que deja de leer libros lamentablemente repite la historia, y las personas que dejan de leer libros lamentablemente desperdician sus vidas. Esos individuos constituirán el prototipo de la juventud frustrada, que no puede expresarse por sí misma, y que está en la raíz de una nueva generación de ansiedades, depresión, suicidios, porque no pueden comunicar ni comunicarse.

    La noción de “nobleza de espíritu” ha recorrido su obra. ¿Qué significa?
    La expresión no es mía, sino que viene de un libro de ensayos de Mann, Adel des Geistes. Creo que la respuesta breve para presentar la nobleza de espíritu es: el arte de ser humanos es la capacidad de vivir en la verdad, cualesquiera sean las consecuencias; la capacidad de hacer justicia; la de tener compasión con otros seres humanos; y la del sentido del perdón. Básicamente, los seres humanos tenemos una doble naturaleza. Por una parte, somos como animales: necesitamos el agua, los alimentos, tenemos instintos que a veces se manifiestan en violencia o guerras; es parte de nuestra naturaleza. Pero tenemos otras capacidades que nos permiten ser nuestros “mejores ángeles” y crear una forma de sociedad y de vida que nos lleve a un punto más alto. La nobleza de espíritu nos lleva a nuestros objetivos, pero, de nuevo, tienes que encontrar los tuyos propios. Hay que desconfiar, creo, de cualquiera que diga: esto es lo que tienes que hacer, porque debes descubrirlo por ti mismo, con tus propias experiencias, tu propio carácter, tus propios sufrimientos y valores.

    ¿Y cómo se relaciona eso con el “arte de ser humano”? En el libro recuerda la historia de su madre, cautiva en un campo de detención japonés, y concluye que ese “arte” comienza con la bendición del amor recibido…
    Creo que hay que tomar en cuenta a Nietzsche, respecto al camino a seguir: “¿Dónde conduce? No preguntes, solamente síguelo”. Esa es la clave de El arte de ser humanos, pero también pensar en las personas que han influido en tu vida. Por eso habría sido muy injusto no contar una historia tan personal. Me hizo ver lo afortunado que fui al tener esos padres. Mi padre era un dirigente sindical, que se casó con mi madre cuando ella volvió a los Países Bajos, ambos de clase baja, ambos con un fuerte sentido de la justicia social. Las personas que tienen padres amorosos que cuidan de ellas, están bendecidas. Hay millones que no son tan afortunados. Las emociones más profundas son las más difíciles de expresar. Una forma de comunicación de un alma a otra está en la música, en la poesía, en reconocerse en un personaje de novela.

    ¿Eso puede perderse?
    Joseph Brodsky, el poeta ruso que ganó el Premio Nobel y que se trasladó a Estados Unidos, decía: yo conozco lo que es la censura, incluso estuve en prisión por ella, pero viviendo en el mundo libre he visto algo peor que lo que ocurría en la Unión Soviética, porque estamos ahora en un mundo donde la gente ha dejado de leer libros. Y una sociedad que deja de leer libros lamentablemente repite la historia, y las personas que dejan de leer libros lamentablemente desperdician sus vidas. Esos individuos constituirán el prototipo de la juventud frustrada, que no puede expresarse por sí misma, y que está en la raíz de una nueva generación de ansiedades, depresión, suicidios, porque no pueden comunicar ni comunicarse. Hace 20 años conocí a un tipo joven de una familia judía extremadamente rica en Londres y me contó la historia de un amigo suyo que perdió a sus padres en un accidente, por lo que todas sus amistades fueron a verlo, pero nadie le dijo mucho porque nadie sabia qué decirle; él, tampoco y fue una de sus experiencias más tristes. Yo me temo que el mismo fenómeno se da ahora a un nivel más amplio. Si se quitan las artes, si se quita el lenguaje de la música y otras formas expresivas, se vuelve muda a la gente.

    En el libro utiliza recursos como imaginar lo que están pensando Husserl o la esposa de Bulgákov. ¿Cree que los procedimientos narrativos ayudan al ensayo como forma?
    Así lo espero. Hay quienes sostienen que las cuestiones religiosas y teológicas difícilmente encontrarán respuesta en la dogmática, y que ellas nos llevan al mundo de Dostoievski, Tolstói, Kafka o Bulgákov. Albert Camus pensaba que esos problemas debían presentarse en la forma de una novela, como lo hizo él mismo en La peste. Probablemente la mejor manera de escribir sobre esos temas, que le importan a todo ser humano, es tratar de lograr un lenguaje que resuene en las personas. Todo lo que escribí sobre Husserl son hechos (bueno, tal vez no la confesión a la enfermera), aunque contados como un relato. Y en el estudio final sobre Mijaíl y Elena Bulgákov —yo creo que El maestro y Margarita es una de las grandes novelas jamás escritas— lo que intento es escribir de una manera que no sea académica ni repetitiva, usando mi imaginación.

    Se muestra renuente ante lo que llama “cultura woke” y su obsesión con cuestiones de identidad, que toma por formas de colectivismo.
    Es que lo son. La cultura woke considera las personalidades de los individuos como una manifestación de sus identidades colectivas: ellos declaran lo mismo, piensan lo mismo. Es una identidad colectiva de una política fundamentalista. Ellos afirman saber la verdad, afirman saber lo que es la justicia, afirman saber lo que está mal. Y cualquiera que sea diferente o no sea obediente a su evangelio, inmediatamente debe ser fusilado. Esto es lo que sucedía en la Unión Soviética. Es como un nuevo estalinismo. Es agotador, es peligroso. Es lo opuesto a lo que las capacidades intelectuales deberían hacer. Sócrates decía en esencia de la educación es una forma de examen de sí mismo; no se puede tener una vida plena sin autoexaminarse, lo que significa: mírate al espejo y sométete a crítica: quién soy, qué estoy haciendo, cómo estoy pensando. Es lo que debemos hacer si queremos tener una vida, una sociedad, que no esté regida por la ley de jungla, la supervivencia del más fuerte, o del que grita más alto. La tradición del humanismo europeo, es decir, Thomas Mann, Albert Camus, Bulgákov, Spinoza, George Steiner, y muchos más, rechaza toda forma de fanatismo. Y es necesario un humanismo militante: no debemos estar en el lado suave, o viendo lo que ocurre desde una torre de marfil y decir “qué terrible lo que sucede”. Debemos salir al ruedo y comenzar la discusión. Mi libro pretende ser una pequeña contribución a eso.

    La cultura woke considera las personalidades de los individuos como una manifestación de sus identidades colectivas: ellos declaran lo mismo, piensan lo mismo. Es una identidad colectiva de una política fundamentalista. Ellos afirman saber la verdad, afirman saber lo que es la justicia, afirman saber lo que está mal. Y cualquiera que sea diferente o no sea obediente a su evangelio, inmediatamente debe ser fusilado. Esto es lo que sucedía en la Unión Soviética. Es como un nuevo estalinismo. Es agotador, es peligroso. Es lo opuesto a lo que las capacidades intelectuales deberían hacer

    ¿No es el elitismo también un peligro: considerase superior en otro sentido?
    En su origen el significado de la palabra elitismo es buscar lo mejor o a los mejores. De esa manera, Lionel Messi es parte de la élite dentro de los mejores equipos de fútbol. En un ejército se pone la confianza en el comandante porque es el mejor. Quienes participan en unos Juegos Olímpicos lo hacen porque son los mejores. Todos ellos son las élites. La cultura —no como un concepto antropológico, sino como un concepto moral— quiere presentar lo mejor del ser humano, quiere dar expresión a la “nobleza de espíritu”, incluyendo aspectos no siempre hermosos. Un cuadro de Goya podría decirse que no es “bonito”, pero es “verdad”. En ese sentido es también lo mejor. Por eso continuamos viendo esas pinturas, o leyendo la poesía de Shakespeare o la de Pablo Neruda. Es porque es lo mejor. Hay algo de un valor eterno en esas obras. Mi elitismo no es algo que se base en algo así como la elegancia o la exclusión, sino que creo que debe ser tan inclusivo como sea posible. Así también en el Instituto que dirijo: tengo la obligación de presentarle a la gente lo mejor, simplemente lo mejor, para todas las personas. Por eso, en los eventos que realizamos no se cobra o es algo ridículamente barato.

    Denunciar promesas engañosas de determinadas culturas, la economización y tecnificación de la vida, la presencia de redes sociales colonizando nuestra mente, ¿no suena un poco a pesimismo cultural, a la manera de Spengler?
    Creo que en esa caracterización de la cultura actual hay algunos hechos. Como Steiner, creo que vivimos en el mundo de la “poscultura” desde hace cuando menos medio siglo. En cuanto a Spengler y su pesimismo cultural, en realidad yo no soy muy admirador suyo, quizá porque lo que Spengler piensa es que no se puede escapar de eso. Mi idea no es pesimista: si creyera que todo se va al diablo, bueno, me haría banquero o trataría de hacerme rico. No me parece que sea tan difícil. Para mí el imperativo es no darse por vencido. Es cierto, no soy de los optimistas que dirían que todo está bien. Estamos en medio de una profunda, muy profunda, crisis de la civilización, pero creo que hay una manera de salir, es mi principal diferencia con Spengler y otros.

    Me refiero, más bien, a una visión conservadora.
    Spengler fue parte de lo que se llamó “revolución conservadora”. En Alemania esa “revolución” abrazó a la figura de Hitler, con figuras de la cultura, como poetas, escritores y músicos, a comienzos de los años 20 del siglo XX. Para mí, la revolución conservadora es la quintaesencia intelectual de todos los movimientos fascistas. Chamberlain, por ejemplo, qué increíble porquería intelectual era ese hombre y, sin embargo, su impacto fue enorme en el mundo letrado alemán: gente que había leído todos los libros y que amaba la alta cultura. Es algo realmente incomprensible. Ciertamente no comparto esa idea de la revolución conservadora. Pero no podemos negar los hechos: si se ve cómo está el mundo ahora y qué elecciones políticas se han hecho, la persona que quiera convencerme de que este es el mejor de los mundo posibles, es muy bienvenida.

    En el libro hay varios ejemplos de aquello que señalaba Steiner, que la educación o incluso la alta cultura no son antídotos contra la barbarie.
    Con George Steiner tuvimos esta discusión infinitas veces, en conversaciones en foros o en la mesa de su cocina en Cambridge. Lo que él decía es verdad, sin duda. Pero mi contrargumento era: “Tienes toda la razón; pero, además de la larga lista de artistas o intelectuales que fueron cómplices en los grandes horrores, hay una igualmente larga lista de artistas o intelectuales que no lo fueron”. Para mí, la cultura es como el amor: uno no puede imponer a otra persona que te ame; lo único que uno puede hacer es decir: “Te amo”. Es una invitación y, con suerte, esa invitación será aceptada. El mundo de la cultura es una invitación: debes cambiar tu vida. Si se quita la invitación al amor, resulta un mundo terrible. Si se quita la invitación a la cultura, es algo igualmente terrible. En algunos casos, como el de Primo Levi o el de Ósip Mandelstam, el arte o la poesía es lo que les permitió sobrellevar todos los horrores.

     

    Fografía de portada: Eveline van der Ham.

     


    El arte de ser humanos, Rob Riemen, traducción de J. Schuurman, Taurus, 2023, 248 páginas, $18.000.

  232. Diana Aurenque: “Uno siempre es un poco el otro”

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    Dicen que la filosofía nace del asombro, que surge de algo que pasa en el mundo, en nosotros, algún desajuste que nos saca de la inercia y lleva a hacernos preguntas. Entre su libro anterior, Animales enfermos, y el más reciente, Animal ancestral, pasaron hartas cosas, quizás demasiadas, como viene ocurriendo en Chile desde hace algún tiempo. Una de esas cosas fue la Convención Constitucional y el plebiscito del 4 de septiembre de 2022, en el que ganó por lejos el Rechazo a la propuesta de nueva Constitución. Eso removió a Diana Aurenque, quien fue una activa promotora del Apruebo y, al menos en parte, explica su nuevo ensayo.

    El libro se origina en un diagnóstico social que hace la filósofa: la consagración de una razón que llama “huérfana”, autorreferida, que ha redundado en una falta de sentido para el individuo, de arraigo, de comunicación, de algo que nos aúne más allá de nuestras individualidades. Y eso, a su vez, nos tiene sumidos en el nihilismo y, por ende, nuestras sociedades se han vuelto histéricas, solo emocionales, crispadas, y más encima están exprimiendo el planeta, volviéndolo inhabitable. Somos sociedades enfermas.

    En Animal enfermo, Aurenque dijo que los seres humanos somos seres incompletos, débiles, y que de esa falta proviene toda nuestra creatividad, la cultura, desde la ropa que usamos hasta la democracia. Esa es nuestra salud, podríamos decir. Ahora nos describe como animales ancestrales. ¿Qué animal es ese? “Lo entiendo de dos maneras”, explica. “Uno es el significado biológico, la ancestralidad como algo que tiene que ver con la genética, con nuestra relación y parentesco con otros animales. Y, por otro lado, la ancestralidad en el sentido más bien de la percepción histórica o del tiempo, de las comunidades. Entonces la ancestralidad remite al animal biológico, algo con lo que Darwin estaría de acuerdo, pero también intento tomarla desde lo que significa que el ser humano sea el único animal que no olvida a sus muertos, que mantiene un legado comunitario gracias a las historias que se cuentan, a los relatos que lo cohesionan. En resumen, yo diría que lo biológico y lo temporal están contenidos en esta idea de ancestralidad”.

    ¿Ese animal ancestral es el mismo que el animal enfermo? ¿Cómo conviven?
    Conviven en la medida en que, bueno, en los dos se apunta a la animalidad. Cuando uno dice “animal enfermo” o “animal ancestral” se suele poner más atención en el predicado que en esto de ser animales. Entonces, primero, en ambos casos está la idea de que somos, literalmente, mamíferos.

    Somos animales frágiles, necesitamos la cooperación de otros, ¿no? Somos el mamífero que más necesita de cuidados de terceros para poder sobrevivir, somos deficitarios, tan biológicamente vulnerables que, por lo mismo, no solo la técnica, la moral, sino la comunidad ha sido de una u otra forma la ortopedia necesaria para sobrevivir.

    ¿Cómo pasaste de un concepto a otro o de un adjetivo a otro?
    En Animal enfermo yo diría que siempre miré más al individuo, su existencia, cómo lleva su cuerpo, cómo cada uno de nosotros, en nuestra pluralidad y diversidad, tenemos que asumir el cuerpo que tenemos. Terminé el libro y sentí que no había dicho nada sobre política, nada de la comunidad en la que está este animal enfermo. De ahí surgió la necesidad de meterme con la comunidad y pensé cómo ampliar esto del animal enfermo, pero en el sentido, como digo, de lo colectivo. Ahí di con esto del animal ancestral.

    Tu libro se subtitula “Hacia una política del amparo”. ¿Podría entenderse que la ancestralidad es, en parte, la manera en la que el animal enfermo se hace cargo de su debilidad individual?
    Claramente está relacionado, porque en la medida en que nosotros somos animales frágiles, necesitamos la cooperación de otros, ¿no? Somos el mamífero que más necesita de cuidados de terceros para poder sobrevivir, somos deficitarios, tan biológicamente vulnerables que, por lo mismo, no solo la técnica, la moral, sino la comunidad ha sido de una u otra forma la ortopedia necesaria para sobrevivir. Ahí hay una relación entre debilidad y ancestralidad. La otra es la necesidad de sentido, la condición de lo trascendente, o sea, esto de separarte de ti, del hacer cotidiano propio de los animales; juntar alimento, la sobrevivencia, la reproducción, el ser humano puede trascender eso, y lo hace, se separa de ese mantener la vida por la mera vida. Y por eso, por ejemplo, estos animales raros que somos no soltamos a los muertos, no solo en cuanto los mantenemos en la memoria, sino porque nos los dejamos morir por ahí. Los neandertales ya tenían ritos de sepultura. Hay toda una cosa ahí, de darle un sentido trascendente a algo, desde la personas hasta un rayo o una zarzamora ardiente donde alguien vio un dios. Todas esas experiencias de trascendencia creo que tienen que ver con este animal enfermo que, probablemente por esta incapacidad de solo estar en lo cotidiano, porque si lo hacía se hubiera muerto, empieza a evolucionar al revés y encuentra en las plantas algo sagrado; o sea, se separa de sí, es un animal que se volvió loco.

    Con la palabra o concepto “ancestral” uno podría creer que estás proponiendo una vuelta al pasado, incluso a una suerte de paraíso perdido. Lo mismo cuando rescatas el mito o el pensamiento mitológico de nuestros ancestros.
    No es la idea, a mí me importaba mucho relevar el hecho de que, más allá del linaje biológico directo —mis abuelos, tus abuelos—, está el hecho de que, así como los neandertales, también los chimpancés, los bonobos o los orangutanes comparten una carga genética con nosotros. Esa es la ancestralidad, esos son los orígenes… los orígenes son los orígenes genuinamente animales. Mi idea era pensar cómo te anclas a algo en el pasado, cómo te anclas desde el pasado con una suerte de responsabilidad de futuro, cómo logras una comunidad, más allá del nacionalismo. Una de mis preocupaciones era reconocer la importancia del suelo, la importancia que tiene para los animales, al menos para los mamíferos, sin sacralizarlo. No quiero sacralizar el suelo o la tierra. Tampoco esa es la idea, porque eso es muy peligroso. Es lo que hicieron los nazis, ¿no?, con esta pseudoideología de “sangre y suelo”. No es por la sangre que el suelo tiene un sentido para nosotros, sino por el puro hecho de que hay ancestros. Hay un pasado y una responsabilidad, hay autoridades. Pero desde ahí mi idea era proyectar una suerte de futuro. Y si soy súper honesta, no creo que lo haya logrado. En el libro hay mucho de recuperar, de anclarse al pasado, de sentirte parte de algo grande, para poder así crear una comunidad de futuro, pero siento que no lo terminé. Y por eso ahora estoy escribiendo otro libro.

    ¿Qué has descubierto?
    A propósito de la muerte de mi papá y del amor, yo creo que al final… te lo pongo así: hay un poema de Horacio Castillo que se llama “Anquises sobre los hombros”. Eneas debe cargar a su padre, ya viejo, para huir de Troya. Lo carga sobre los hombros y lo salva. El hijo carga al padre, ese es el contexto. Y el poema de Castillo es impresionante, porque dice algo así como: todos somos Eneas, todos llevamos al padre en los hombros. Y pesa, y molesta, hasta que se empieza a poner más ligero, después ya ni se siente, hasta que muere y lo dejamos al lado del camino para subirnos nosotros a los hombros de nuestros hijos. Ese es el poema. Lo encontré increíble, porque eso es justamente lo que yo trataba de explicar, sin pensar, claramente, en la maternidad. Pero esa es la figura. Se trata de cómo tú te sientes parte de un linaje, de un pasado, que te permite ser una continuidad. Yo creo que al final eso es solo amor.

    Este animal enfermo que somos, este animal también ancestral que somos, no es algo que esté fijo, una esencia, sino algo que se construye. De una u otra forma somos muchos, permanentemente en conflicto, como diría Nietzsche, una guerra y una paz, y dependiendo de muchas circunstancias nos movemos. (…) Como dice Jung, busco el yo por todos lados y nunca lo veo, solo veo ciertas características.

    En Animal ancestral, dada la muerte de Dios, propones lo que llamas “nihilismo mágico”, para construir sentido y comunidad.
    Ese capítulo plantea o propone que si no hay dios, invéntatelo, porque es la única forma de más o menos encontrar un sentido. Creo que igual puede ser una propuesta interesante y medio terapéutica. De hecho, la tomé de la psicomagia de Jodorowsky, aunque no soy una fan suya. Pero más allá de eso, el concepto de la psicomagia me parece interesante, esto de que no solo tienes que tener la intención o proponerte cosas, sino que hay que materializarlas. Muchas veces, pensando por ejemplo en el psicoanálisis, solo conversar no ayuda. A veces necesitas realmente hacer ciertos ritos, tener ciertas prácticas que vinculen lo material para salir de un trauma, para tener algún tipo de sentido de pertenencia. Pero claro, hasta ahí llegué…

    ¿Ahí entra el amor, no sé si para completar, quizás para mostrarte otros caminos?
    Sobre todo un camino que tiene que ver no solo con el futuro, sino con la hermandad. Sé que esto puede sonar místico, pero es que en el fondo es un asunto epifánico. Eso sí lo creo, que cuando tienes experiencias brutalmente dolorosas y amorosas a la vez, como la muerte del padre amado o de la madre amada, o de esas figuras que son muy fuertes, después de haber sentido ese dolor-amor es imposible no conectar de una manera absolutamente… como mística, realmente, con todos aquellos que lo han sentido. A veces pienso que los católicos cacharon muy bien esa forma de hermandad. Lo que pasa es que luego se volvió una institución y quizás nunca lo vemos desde ese experimentar realmente al otro como un hermano, porque podemos ser o no ser madres o padres, pero hijos somos todos. La condición de hermandad es muy básica de cualquier ser humano. Somos todos hermanos o hijos de alguien. E, insisto, desde esos dolores-amores, aunque sean personalísimos e intransferibles, hay algo que se mantiene, que se repite a lo largo de la historia.

    ¿Hablas de compasión?
    Sin duda, uno puede decir compasión; simpatía, dicen algunos, o empatía. Es la conjunción del pathos, el padecer colectivo. Pero un padecer que es amoroso. Y creo que permite una sensación de comunidad básica, sobre todo en tiempos como los actuales, en los que hablamos tanto de que todo es política de la emoción, gestión de la emoción, pero tenemos muy poca política bien hecha en relación con eso. ¿Cómo pensar esa relación con los otros desde algo tan privado como esos dolores-amores? Porque yo lo veo así, disculpa lo autorreferente, pero realmente a mí me pasó, lo viví: tengo un par de amigos que son huérfanos hace muchos años, conocí a sus madres, a sus padres, y me dio mucha pena, por supuesto, cuando fallecieron, pero no sentí su dolor. Sin embargo, cuando mi papá fallece, o estaba a punto de fallecer, sentí el dolor de mis amigos. Y sentí el dolor de mi madre cuando murió mi abuelo. O sea, algo se abrió. Por eso te digo que es una epifanía. Y claro, el problema del libro que estoy escribiendo es cómo contar, es el típico problema de la filosofía, cómo uno habla de lo que no se puede hablar.

    A propósito, ¿qué lugar tiene la filosofía o el pensamiento para avanzar hacia una sociedad que al menos reconozca estos aspectos comunitarios y ancestrales y no esté tan cargada a lo individual o a esa razón huérfana? ¿Tiene un rol?
    Claro que sí. En un capítulo de Animales ancestrales desarrollé eso de la identidad experimental. La idea es que este animal enfermo que somos, este animal también ancestral que somos, no es algo que esté fijo, una esencia, sino algo que se construye. De una u otra forma somos muchos, permanentemente en conflicto, como diría Nietzsche, una guerra y una paz, y dependiendo de muchas circunstancias nos movemos. A veces somos más morales, a veces somos más deportistas, a veces somos más, qué sé yo, profesores, otras veces somos más esposas, lo que sea. Como dice Jung, busco el yo por todos lados y nunca lo veo, solo veo ciertas características. Creo que es súper importante, o súper maravilloso, comprendernos así. Y filosóficamente es atractivo, porque te permite, y esto es algo bueno para la sociedad, darte cuenta de que el otro nunca es tan otro, uno siempre es un poco el otro, uno siempre puede ser el otro. Eso es filosofía, ¿no?

     

    Fotografía de portada: Alfonso Yungue.

     


    Animal ancestral. Hacia una política del amparo, Diana Aurenque, Herder, 2023, 200 páginas, $19.500.

  233. A la cama con cualquiera

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    Cuando nos quejamos, como buenos humanistas, de las morbosas tecnologías que amenazan con abolir el valor de la privacidad, rara vez tenemos presente que ese valor fue engendrado por la propia tecnología. Y hace muy poco tiempo.

    Esto es, al menos, lo que se desprende del libro Lo que hicimos en la cama, una suerte de breviario o pequeña historia universal del susodicho mueble, al que hoy tenemos por ícono de la intimidad. “Hasta la Revolución Industrial la privacidad no era prioritaria en ninguna sociedad humana”, afirman los autores, los arqueólogos Brian Fagan y Nadia Durrani, ambos formados en Cambridge (el primero, además, una eminencia en su disciplina) y con una vasta obra conjunta dedicada a la divulgación.

    Con la amenidad propia del género, el libro discurre entre dos ejes: las camas de faraones, nobles y emperadores, por un lado, y las que ha utilizado el pueblo llano en distintos lugares y tiempos. Desde luego, lo que interesa no son tanto sus camas, sino lo que hacían en ellas, pues allí se esconde todo un repertorio de costumbres y creencias —nos informa un persuasivo prólogo— que hasta ahora la historiografía ha pasado por alto. La cama sería algo así como un testigo privilegiado de la historia social, un voyerista fortuito que por negligencia no ha sido interrogado y cuyo testimonio nos aprestamos a conocer.

    Lo que prosigue, sin embargo, muestra por qué se ha escrito poco sobre el asunto: es difícil llenar 200 páginas con la historia de la cama. Las descripciones sobre la hechura del artefacto aburren al poco andar (enchapados, doseles, bisagras) y las actividades sociales que se han realizado a sus expensas se alejan muy de vez en cuando de lo que ya sospecha un lector mundano.

    Esto fuerza a los autores a buscar caminos colaterales. Vale decir, a narrar la evolución cultural y material de prácticas vinculadas a la cama, pero en páginas que por largos trechos se olvidan de ese objeto. Es el caso de laboriosos capítulos dedicados a la vida sexual, a los trabajos de parto o a los rituales mortuorios. En todos ellos, el recorrido comienza en la prehistoria y culmina en la modernidad, alternando la gran historia y la trivia. Estos compendios no carecen de interés, pero tampoco se distinguen de otros tantos que atiborran la bibliografía de las costumbres. No siempre es claro, además, si las conductas atribuidas a ciertas épocas o culturas son un hecho establecido o la generalización de un dato azaroso que bien pudo ser excepcional.

    Con todo, hay pasajes que ilustran y sorprenden. Por ejemplo, los relativos a la prehistoria del sueño. Los ancestros del Homo sapiens dejaron de dormir en árboles cuando aprendieron a dominar el fuego, lo que les permitió no solo pernoctar en el suelo —ahora protegidos de las fieras—, sino también amontonarse en grupos y, según se presume, pasar del “sexo oportunista” a incipientes vínculos conyugales. Desde entonces y hasta tiempos muy recientes, casi toda la humanidad durmió en el suelo, primero sobre lechos de pasto y luego sobre colchones de paja o rellenos más sofisticados. Las camas elevadas sobre patas, de hecho, ya presentes en el Antiguo Egipto, no se inventaron por comodidad (son peores para la espalda) sino como indicador de rango. Y la consigna duró milenios: “Entre más cerca del suelo se duerma, más pobre se es”. Anotemos la notable contribución a esta historia de la América prehispánica: la hamaca, idea jamás concebida en el Viejo Mundo.

    Pero lo realmente interesante de este libro es su aproximación a la privacidad como “anomalía moderna”. Hasta la era medieval, la discreción, el aislamiento, la escena inaccesible concernían al ejercicio de la religión. “El cristianismo fue uno de los catalizadores más poderosos de la versión occidental de la privacidad”, constatan Fagan y Durrani. Otro fue la imprenta: “Lo que cada persona leía promovió un mayor individualismo en toda Europa”. Poco a poco, artistas, poetas y teólogos se erigieron en vanguardia de una “gobernanza moral” vuelta hacia el interior, cada vez más íntima y solitaria.

    Lo realmente interesante de este libro es su aproximación a la privacidad como ‘anomalía moderna’. Hasta la era medieval, la discreción, el aislamiento, la escena inaccesible concernían al ejercicio de la religión. ‘El cristianismo fue uno de los catalizadores más poderosos de la versión occidental de la privacidad’, constatan Fagan y Durrani. Otro fue la imprenta: ‘Lo que cada persona leía promovió un mayor individualismo en toda Europa’.

    La vida social, sin embargo, siguió estas evoluciones a paso lento. Antes del siglo XIX en Europa se consideraba inaudito que alguien durmiera solo, a menos que lo hiciera en un hospital. Entre otras razones, porque el calor humano seguía siendo una fuente inestimable de calefacción, en casas cuyas ventanas no tenían vidrios. Tampoco existía la alcoba como la entendemos hoy: un espacio reservado para quien allí descansa. Era común que la servidumbre durmiera a los pies de la cama de sus patrones, o que un invitado durmiera en ella con la propia familia, o que un jornalero pasara a cobrar su estipendio a la alcoba del señor. En posadas y pensiones se compartía lecho con desconocidos, y nadie consideraba sospechoso que un hombre de sociedad invitara a otro a dormir con él, simplemente para acompañarse y tener una buena conversación. En cambio, todos entendían de qué impertinencias huía una señora que se arrimaba al colchón de su sirvienta.

    Precisamente por su carácter público, durante el segundo milenio de nuestra era, la cama se convirtió en uno de los principales indicadores de estatus. Una familia bien posicionada ostentaba la suya ante las visitas y las más suntuosas podían tomarle años de trabajo a un maestro artesano. A la hora de testar, definir al heredero de la cama era uno de los puntos delicados.

    La expresión culminante de este fenómeno fue la “cama de Estado”: la majestuosa litera sobre la cual descansaba un monarca europeo y, con él, los destinos del reino. Como explican los autores, un “aura de divinidad” debía rodear a la cama real, pues en rigor no se ocupaba solamente de noche. Muchos reyes de Francia impartieron justicia desde su lit de parade, emplazada sobre altas tarimas que aseguraban la solemnidad del acto. Como cabe esperar, nadie llegó más lejos en estas artes que Luis XIV, quien dirigió campañas militares desde su cama y “estaba obsesionado” con las más de 400 que atesoraba el almacén real de Versalles. Cada mañana, miembros de la corte pagaban por presenciar el momento en que, con el Rey Sol ya vestido y peinado, se descorrían los cortinajes de su cama, separada del resto de la habitación por una balaustrada tras la cual se apostaba la concurrencia. Era el instante en que el sol salía sobre Francia. Luego se permitía el ingreso de otros notables con acceso a la alcoba real y “hasta 100 personas podían aglomerarse en el cuarto” (por cierto, de enormes dimensiones). A las 10 de la mañana, Luis salía de su pieza: ya había tenido suficiente privacidad por ese día.

    Dos cambios epocales, concentrados en Londres, encumbraron el valor de lo privado en la vida cotidiana occidental. Uno fue la moral victoriana, con su fijación por el recato y el pudor, sobre todo femeninos. Es con la reina Victoria, de hecho, que la puerta de la alcoba real se cierra para siempre. Pero lo más determinante, por lejos, fue la Revolución Industrial, que desencadenó no solo la división del trabajo, sino de todos los espacios sociales.

    Fue entonces que la casa, antes un lugar de reunión, mutó en refugio familiar, como “reacción al mundo cada vez más severo y despiadado del lugar de trabajo”. También las actividades de esparcimiento masculino migraron definitivamente del hogar. La separación de los espacios según su función se extendió por último a la vivienda común, antes habitada entre cuartos polivalentes. Hacia el 1900, reportan los autores, “por primera vez las alcobas se volvieron habituales” para las masas urbanas, así en Europa como en Estados Unidos.

    La sociedad industrial expulsó a los extraños de la cama, pero introdujo en su lugar a un desalmado: el insomnio. Fagan y Durrani apenas lo mencionan, prueba suficiente de que no lo padecen. Es saludable, sin embargo, su manifiesto desdén por la higiene del sueño. Despejan un importante mito: que hay que dormir ocho horas seguidas. La evidencia histórica es fragmentaria, pero todo indica que hasta el siglo XVIII lo usual era dormir en dos etapas: la primera hasta pasada la medianoche y la segunda hasta el amanecer. Durante la vigilia intermedia, que duraba una o dos horas, se conversaba, se intimaba, se rezaba, se fumaba o se comía. Y nadie se castigaba mirando el reloj.

     


    Lo que hicimos en la cama. Una historia horizontal, Brian Fagan y Nadia Durrani, FCE, 2023, 236 páginas, $15.900.

  234. El reaccionario señor Ripley

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    Hay excelentes razones para no perderse la última adaptación de El talento de Mr. Ripley. La novela que Patricia Highsmith publicó en 1955 cuenta con dos estupendas versiones cinematográficas: la de René Clément, de 1960, protagonizada por Alain Delon, y la de Anthony Minghella, de 1999, con Matt Damon en el rol protagónico. Sin embargo, el tiempo limitado que tienen esos filmes obligó a sus realizadores a condensar demasiado la historia, que tiene varios traslados, desde Nueva York a Nápoles, y luego a lo largo de Italia. Contar mucho con poco suele ser un buen consejo, pero el complejo Tom Ripley merecía una mirada más atenta. La miniserie de ocho episodios estrenada por Netflix se da el tiempo para estudiar al personaje en profundidad y, además, invirtió los recursos necesarios para recrear, de modo obsesivo, la Italia de mediados de siglo donde Ripley despliega sus primeros pasos como estafador y asesino.

    La serie entrega una versión cuidadosamente apegada a la novela, mucho más, digamos, que las versiones anteriores. Ese apego no solo tiene que ver con la trama; también con el ritmo narrativo, que la serie estira para potenciar el suspenso y las digresiones mentales de Ripley.

    Piglia decía que cada generación necesita volver a traducir a los clásicos, porque las nuevas traducciones modernizan la lengua de los originales. Ocurre lo mismo en el cine: cada época tiene su Ripley. El seductor Ripley de Alain Delon de los 60, más que el joven “medio homosexual” que describe Highsmith en sus diarios de 1954, era un heterosexual vibrante, más interesado en Marie Laforet que en el millonario Dickie Greenleaf, a quien le robará su identidad y su dinero después de asesinarlo a pleno sol. Con sus aires de James Dean, Delon anunciaba la agitación hormonal de los 60 y a esa juventud pagada de sí misma que desafiaría a la generación predecesora.

    Ese Ripley revolucionario era todo lo contrario al personaje trágico de Matt Damon, un homosexual con demasiada conciencia de sus desviaciones libidinales. Aquel Ripley inteligente y sagaz sufría en exceso su transformación. Era, sin saberlo, un precursor del moralismo millennial que pocos años después apuntaría el dedo contra todo, solo que él además apuntaba a sí mismo.

    El blanco y negro le sirve a Zaillian para neutralizar la saturación de picados y contrapicados, la miríada de símbolos, objetos y paisajes que conforman un policial gótico casi perfecto. La hermosa fotografía también refleja la amoral subjetividad de Ripley, carente de toda conciencia y hecha de manchones grises, pero no carente de gusto, aunque provenga de la impostura.

    Andrew Scott, el Ripley de esta serie, no tiene ni la sexualidad demoniaca de Delon ni la dulzura torcida de Damon, pero trae algo mucho más familiar e inquietante. Lo que lo moviliza no es el deseo sexual, sino el ascenso material: es un Ripley pragmático, que no disfruta asesinando y que mata solo cuando la realidad que él se ha creado no le ofrece otra alternativa. Y se mueve para obtener el tipo de vida que su pasado de basura blanca neoyorquina nunca le dará. Es un Ripley aspiracional, frívolo, hambriento por cultivarse en los santuarios estéticos de la élite. No es que sea nihilista: es que, tal como el Ripley al que dio vida Highsmith, es un hombre vacío, necesitado de vampirizar a su objeto del deseo para convertirse en algo.

    La serie recoge muy bien la “picaresca existencial” de Ripley, como la llamó Mark Fisher, y con un humor a veces dudoso, a veces desolador, especialmente cuando las cosas no le resultan como quiere, muestra que Ripley es, ante todo, un perdedor, pero un perdedor dispuesto a la violencia más descarnada con tal de reclamar su lugar en sociedad. Es un Ripley reaccionario, con el que los asaltantes del Capitolio, los lobos solitarios que disparan a desconocidos y los pirómanos que prenden iglesias y eucaliptos podrán sentirse cercanos.

    Steven Zaillian, el creador y guionista de la serie, fue guionista de Spielberg (ganó el Oscar por La lista de Schindler) y de Scorsese (le escribió esa gran película que es El irlandés), y también dirigió una de las mejores series de HBO: The Night Of. En Ripley tomó decisiones arriesgadas. La principal: rodarla en blanco y negro. No creo que, como se ha dicho, esto signifique un homenaje al cine neorrealista de la posguerra o al cine negro, pues tiene más de la atmósfera paranoica del cine de espías de la Guerra Fría (a ratos recuerda a El tercer hombre). De todos modos, el blanco y negro le sirve a Zaillian para neutralizar la saturación de picados y contrapicados, la miríada de símbolos, objetos y paisajes que conforman un policial gótico casi perfecto. La hermosa fotografía también refleja la amoral subjetividad de Ripley, carente de toda conciencia y hecha de manchones grises, pero no carente de gusto, aunque provenga de la impostura.

     


    Ripley (2024), dirigida y escrita por Steven Zaillian, 8 capítulos, disponible en Netflix.

  235. Carrère en el tribunal

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    Han pasado muchos años desde aquel viernes de noviembre de 2015 en que el Estado Islámico decidió atacar la ciudad de París. Aquel viernes, los atacantes mataron a 131 personas en tres centros de la parte norte de la ciudad: el Stade de France, en el que se disputaba un partido de fútbol a estadio lleno (con el presidente de Francia en las gradas), unos bares y terrazas del X Distrito de París, y la sala Bataclan —quizás la imagen más impactante de esa noche— en la que murieron 110 personas. Como se recordará, la mayoría de los atacantes murieron ya sea porque se encontraban provistos de bombas suicidas o porque fueron abatidos por la policía. En sus muertes, los miembros del Estado Islámico entonaron su declaración de principios: gritaban frases sobre la participación de Francia en las guerras de Irak y Siria, y que Francia se hubiera “atrevido a insultar a Mahoma”, en referencia a las caricaturas de Charlie Hebdo.

    Ha pasado mucho tiempo, decía, y la justicia tardó. El atentado, considerado la peor masacre sufrida en suelo francés después de la Segunda Guerra Mundial, celebró su juicio en el 2021 —tras seis años de investigación y 542 tomos de sumario—, y cabe preguntarse qué justicia se podía imponer cuando el mundo parecía haber olvidado la tragedia, la mayoría de los victimarios habían muerto y la amenaza del Estado Islámico se consideraba neutralizada.

    Pues bien, durante todos esos años la acusación francesa logró reconstituir los preparativos del atentado, y con ello, arrestar y acusar a varios participantes de los atentados, que se someterían al juicio sobre terrorismo más importante de la historia de Francia. Es por eso que, terminado el sumario, el novelista y cronista francés Emmanuel Carrère pidió al semanario Le Nouvel Observateur que lo dejaran reportear el proceso que se llevaría a cabo en Palacio de Justicia de la Île de la Cité. El director del semanario, Gregoire Lemenager, cuenta que a Carrère “se le había metido en la cabeza seguir el juicio del 13 de noviembre”, por lo que, durante el año que duró el juicio, se sentó en el banquillo del público junto con otros reporteros y los familiares de las víctimas, para entregar crónicas semanales del juicio al Nouvel Observateur, y que fueron recientemente recopiladas en V13. Crónica judicial.

    Aunque había estado alejado de la escritura contingente de las revistas y los periódicos, era evidente que el tema de los atentados de París podía hacerle cambiar de opinión. “Había escrito en El adversario la historia de un asesino poco común que ya practica una especie de taqiyya (el acto de disimular creencias religiosas ante el mundo) ocultando a sus familiares una parte considerable de su vida. Supo evocar el dolor del duelo en De vidas ajenas y examinó en El Reino algunos resortes de la radicalización religiosa”, apunta Lemenager. Habría que agregar, quizás, que 11 meses antes de esos atentados, entre los cronistas asesinados por el Estado Islámico en las oficinas de la revista Charlie Hebdo, se encontraba Bernard Maris, amigo de Emmanuel Carrère. En Yoga, su anterior libro, Carrère explica lacónicamente aquella tragedia, puesto que debió escribir el discurso fúnebre de Bernard Maris.

    El esfuerzo de Carrère por empatizar con las víctimas es, en un sentido, admirable: son tantas las víctimas olvidadas, tantas injusticias las que se relatan, que agradecemos que alguien se haya tomado el tiempo en contarlas, y de que con su relato no terminen en el olvido. Sin embargo, aunque Carrère haya elegido que el centro del libro sean las víctimas, pareciera sentir cierta inclinación hacia los acusados. No es algo que niegue, tampoco: ‘A la gente aficionada a los juicios, como yo, le fascinan los culpables. Compadecemos a las víctimas, pero tratamos de comprender la personalidad de los culpables’, dice.

    Un extraño silencio, algo impropio en el estilo de Carrère, experto como pocos en exhibir los momentos de dolor, envuelve la historia de su amigo muerto. Sin embargo, en V13, el autor se permite indagar con amplitud en la experiencia del dolor de las víctimas de los atentados. Sea por esa cercanía con las víctimas del islamismo radical, o sea porque la opinión pública francesa no le permite otra cosa, V13 es un libro que prefiere que su centro sean las víctimas antes que indagar sobre las causas más profundas de aquel atentado, como la responsabilidad del Estado francés en el origen del conflicto. V13, en ese sentido, es un libro que le hace honor al título: es un libro sobre el juicio.

    La primera parte del libro está dedicada a conocer la historia de aquellas víctimas o la de sus familiares: conocemos a Nadia Mondeguer, madre de una joven asesinada en un bar llamado La Belle Équipe. Después de los atentados, su hija no aparece, no contesta las llamadas ni tampoco aparece en las listas de víctimas, hasta que, casi dos días después, llaman a la madre: “No me han dicho ‘ella ha muerto’, sino ‘ella está en las listas(…) No lloré. Se produjo en mí una disociación. Era irreal y real”, dice la madre. Conocemos, además, la historia de varios de los sobrevivientes de Bataclan. Uno de ellos dice: “Pensé: ya está, es aquí, es ahora. Esta bocanada es la última que respiro”; “Eran muy jóvenes, serenos. Hubo un momento en que a uno de ellos debió de encasquillársele el cargador y otro le ayudó a desatascarlo bromeando, como un buen compañero en el campo de tiro”, dice otra sobreviviente sobre los atacantes; “Lo oí decir: ‘lo hacemos para vengar a nuestros hermanos de Siria, echad la culpa a vuestro presidente’ y yo no sé lo que pasa en Siria, yo estoy aquí para pasar un buen rato con Nick”. Esta clase de observaciones permiten a Carrère especular sobre la ruptura que ha significado el atentado para los ciudadanos franceses que la han vivido en carne propia: “La culpa que reconcome a quienes sobrevivieron es por haber sobrevivido”, anota en una parte. “Se habla demasiado, y con excesiva complacencia, del misterio del mal. Estar dispuesto a morir para matar, estar dispuesto a morir para salvar, ¿cuál de estos misterios es el más grande?”, se pregunta en otro pasaje.

    Aunque V13 sea un libro que enaltece a las víctimas, Carrère no rehúye de aquellas áreas grises de la historia. ¿No es acaso la respuesta que anota Carrère ante la catástrofe en Siria un síntoma de la ligereza con que los franceses toman el asunto del intervencionismo en Oriente? Carrère incluso narra el caso de Flo, una mujer que llegó a hablar en la Asamblea Nacional francesa sobre un proyecto de ley de reparación a las víctimas y a percibir una indemnización de miles de euros, sin haber estado siquiera en Bataclan y habiéndose inventado ser amiga de una víctima. En aquellas áreas grises se vislumbra que la noción de víctima sigue sin tener una resolución sencilla, más aún en el caso del terrorismo. “He leído, oído decir y a veces pensado que vivimos en una sociedad victimista, que mantiene una complaciente confusión entre el estatus de víctimas y el de héroes. Quizás, pero una gran parte de las víctimas a las que escuchamos día tras día me parecen héroes indudables: a estos jóvenes, porque casi todos lo son, se les transparenta el alma. Se lo agradecemos, nos horrorizan, nos engrandecen”, concluye.

    El esfuerzo de Carrère por empatizar con las víctimas es, en un sentido, admirable: son tantas las víctimas olvidadas, tantas injusticias las que se relatan, que agradecemos que alguien se haya tomado el tiempo en contarlas, y de que con su relato no terminen en el olvido. Sin embargo, aunque Carrère haya elegido que el centro del libro sean las víctimas, pareciera sentir cierta inclinación hacia los acusados. No es algo que niegue, tampoco: “A la gente aficionada a los juicios, como yo, le fascinan los culpables. Compadecemos a las víctimas, pero tratamos de comprender la personalidad de los culpables”, dice. Y recordemos que el juicio tiene múltiples acusados que se juegan la vida en el proceso: aunque la mayoría de los atacantes ha muerto, han sobrevivido algunos, como Salah Abdeslam, “la estrella del juicio”, quien participó en los asesinatos de la sala Bataclan, pero que a último minuto decidió no detonar el cinturón explosivo que lo mataría.

    Están también otros acusados, de participación intelectual o de rango menor, “meras comparsas”, dice Carrère, como Mohamed Abrini, quien manejaba uno de los automóviles del “convoy de la muerte”, aquel que trasladó hasta París a los atacantes tres días antes de los atentados, o Farid Kharkhach, quien es falsificador de oficio y que es acusado de haber confeccionado los documentos falsos a los asesinos.

    En algún sentido —macabro, quizás— los juicios son juegos donde hay ganadores y perdedores, donde los abogados se juegan sus honorarios y los jueces su reputación, pero también son lugares donde cierto sentido de comunidad puede empezar a instaurarse. Los tribunales son lugares donde, para bien o para mal, todos pueden contar su verdad, las víctimas y los acusados, y en esa instancia algo de entendimiento aparece entre las partes.

    Hay otro asunto, crucial, por lo demás, y que Carrère narra con acierto: para muchos de los acusados el juicio es también un momento para contar su verdad. Muchos de ellos también afirman ser víctimas, puesto que señalan no haber pertenecido jamás al Estado Islámico, sino que participaron de modo accidental o sin conocer el objetivo final de su trabajo. Por ello, sus abogados intentan construir un relato y reunir evidencia que permita la absolución o una sentencia menor. Es el quid de la crónica judicial, que Carrère conoce muy bien: encontrar la mezcla entre la historia personal y las aristas legales. En particular, Carrère se centra en la historia de Salah Abdeslam. Toma para ello la narrativa de la fiscalía, que ha reconstituido los años anteriores al atentado: Salah y sus amigos se reunían en un café de Molenbeek, en Bélgica, a ver los videos de ejecuciones del Estado Islámico. También escuchaban anashid, himnos yihadistas con versos como este: “Hay que golpear a Francia / es hora de humillarla / queremos su sufrimiento / y millares de muertos”.

    La fiscalía logró también reconstituir los meses anteriores al atentado: durante el año 2015 lo localizó en diversos pasos fronterizos en compañía de otros miembros de la yihad, como su hermano, Brahim Abdeslam, que se inmoló durante los ataques. Los abogados de Abdeslam, en un esfuerzo tan titánico como inútil, justifican sus actos durante el juicio con ideas que Carrère se esmera por dejar como irrisorias, incluso cobardes: “En resumen, Salah Abdeslman no vio nada, no oyó nada, no sospechó nada hasta que el 11 de noviembre (días antes de los atentados) su hermano Brahim lo lleva a Charleroi, donde le anuncian que lo han elegido para explosionarse en París dentro de dos días”. Carrère hace notar en muchas ocasiones los momentos en que Abdeslam se ríe con los otros acusados, o cuando lo acusan de querer “robarse el protagonismo del juicio”: a veces hablan, a veces no, sin un propósito claro. En estos momentos del libro, la inclinación de Carrère por los culpables parece tener un límite: los considera “ligeros”, como si para ellos el juicio se hubiera tratado de un juego.

    Y no dejan de tener razón. En algún sentido —macabro, quizás— los juicios son juegos donde hay ganadores y perdedores, donde los abogados se juegan sus honorarios y los jueces su reputación, pero también son lugares donde cierto sentido de comunidad puede empezar a instaurarse. Los tribunales son lugares donde, para bien o para mal, todos pueden contar su verdad, las víctimas y los acusados, y en esa instancia algo de entendimiento aparece entre las partes. “La mayoría de las víctimas con las que hablo aprecian a los defensores de los acusados. Consideran importante que sean competentes”, anota. Algo similar sucede al final del juicio. Después del veredicto, que ha condenado a la mayoría de los acusados, Carrère cuenta que muchos de los reporteros y abogados (entre ellos, el propio Carrère) se reunieron en una brasserie a beber algo. “Perdón si esto parece frívolo, no lo es. La velada ha sido la más extraordinaria que he vivido y que probablemente viviré en toda mi vida”. Para algunas víctimas, la velada ha sido “indecente” y es justo preguntarse si una tragedia como la que ha narrado Carrère, con heridas aún abiertas, puede terminar en una fiesta.

    Desde antiguo, el proceso penal ha sido visto como una victoria civilizatoria frente al impulso natural de la venganza. Esa victoria, por supuesto, trae consigo la sensación de que nunca habrá una justicia verdadera, incluso de que la justicia no existe. La condena no será una verdadera expiación, y las víctimas seguirán viviendo un duelo que jamás se podrá reparar y que hace que las escenas de compañerismo entre los involucrados parezcan obscenas. Sin embargo, Carrère ofrece una interpretación distinta: el tiempo que ha pasado (10 meses de audiencias, para ser exactos) ha construido una historia común, un material que, aunque no sea la justicia esperada, ofrece una especie de final.


    V13. Crónica judicial, Emmanuel Carrère, Anagrama, 2023, 272 páginas, $22.000.

  236. Ismail Kadaré: ¿Homero moderno o disidente albanés?

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    Ismail Kadaré ha tenido una vida controversial. En su propio país y a nivel internacional, fue elogiado como potencial premio Nobel y criticado como adulador de la dictadura albanesa. Al otorgarle el primer Premio Man-Booker Internacional de Literatura en 2005, el crítico John Carey lo elogió como “un escritor que realiza un mapa de toda una cultura, un escritor universal en una tradición de la narración que se remonta a Homero”. Esta valoración como guardián de la identidad albanesa ciertamente captura un aspecto importante de su obra. Kadaré aporta un poderoso sentido de identidad étnica a sus escritos, introduciendo por primera vez en el escenario internacional las costumbres de su tierra natal. Sin embargo, no se detiene en el color local por sí mismo. Este aspecto de su obra coexiste con algo mucho más moderno, importante e inquietante para un público contemporáneo. Es también el último gran cronista de la vida cotidiana bajo el estalinismo.

    Nacido en 1936 en la ciudad de Gjirokastra, en el sur de Albania, Kadaré tenía nueve años al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando Enver Hoxha, ex playboy convertido en partisano, formó el nuevo gobierno comunista. En Crónica de piedra (1970) documenta una infancia de guerra y ocupación mientras las fuerzas italianas, griegas y alemanas luchaban por el control de Gjirokastra, cerca de la frontera griega. Esta ciudad, con su población mixta musulmana y ortodoxa, fue también el lugar de nacimiento del futuro dictador y de muchos funcionarios de su gobierno. Crónica de piedra trata sobre el encuentro de dos mundos, visto a través de los ojos del niño y vuelto a contar por el adulto. En un episodio que presagia el fin de las estructuras de clase tradicionales albano-otomanas, el niño observa cómo las antiguas prácticas y tradiciones de su ciudad llegan a su fin en un apocalipsis de fuego y violencia.

    Demasiado joven para haber participado en la lucha o para compartir la responsabilidad del establecimiento del comunismo, y no lo suficientemente mayor para oponerse a los comunistas, Kadaré se benefició de los primeros años de la modernización de su país durante la posguerra. Talentoso y precoz, publicó sus primeros poemas a los 16 años y fue enviado a estudiar literatura universal al famoso Instituto Gorki de Moscú. Ahí fue testigo de primera mano del funcionamiento de un sofisticado régimen comunista en asuntos culturales, con sus ciclos de deshielo y congelamiento, donde los intelectuales disidentes serían silenciados. Fue la época en que Pasternak, el autor de Doctor Zhivago, fue censurado por las autoridades tras ganar el Premio Nobel de Literatura en 1958. Observando los intrincados vínculos entre política y literatura en el Estado comunista, el joven Kadaré sacó sus propias conclusiones. Estas experiencias están documentadas en su segunda obra autobiográfica, El ocaso de los dioses de la estepa (1976).

    En 1961 Hoxha rompió relaciones con la Unión Soviética, al oponerse al revisionismo ideológico de Jrushchov, y también para poner fin a las esperanzas soviéticas de acceder al mar Adriático a través de Albania. Junto con todos los otros estudiantes albaneses de Europa del Este, Kadaré fue repatriado cuando el régimen comenzó a aislar al país tanto del mundo comunista como del capitalista. A partir de ese momento, él vivió y escribió bajo el régimen de Hoxha, un inteligente y brutal dictador de Europa del Este, quien tuvo control total sobre su pequeño país desde 1945 hasta 1985.

    A principios de los 80, cuando en Kosovo reinaban los disturbios y el dictador se estaba volviendo frágil e impredecible, Kadaré escribió su obra maestra: El Palacio de los Sueños es una novela política en la tradición de Orwell y el Kafka de El castillo, una obra obsesionada por el tema de la identidad étnica albanesa en la forma de antiguas canciones de bardo. El palacio del título es un ministerio gubernamental responsable de la recopilación y análisis de los sueños del imperio y de la formulación de políticas sobre la base de la información recopilada.

    Durante las décadas de 1960 y 1970, Kadaré trabajó como periodista y escritor, y creó una obra maestra de la ambigüedad, El gran invierno, a la vez un himno socialista-realista al dictador y una visión tácitamente crítica de la modernización del régimen comunista. Como saben los estudiantes de la literatura socialista, la línea entre oposición y colaboración era muy fina durante la posguerra. La historia de Kadaré es paradigmática de la situación del intelectual bajo el socialismo, atrapado entre la supervivencia y el compromiso con los ideales humanistas, consciente de la urgencia de la modernización en un mundo atrasado y humillado, e inexperto en las seducciones del poder. El ablandamiento que tuvo lugar después de las reformas de Jrushchov no tuvo un correlato en Albania. Los castigos por cualquier signo de “actividad contrarrevolucionaria”, como escribir o publicar opiniones disidentes, eran extremadamente duros, incluidas largas sentencias de cárcel, tortura e incluso ejecución. Este no era un ambiente “postotalitario” en el que un Václav Havel o un Aleksandr Solzhenitsyn podían empezar a “decirle la verdad al poder”.

    El gran invierno protegió a Kadaré durante la década siguiente. Al haber idealizado al dictador y haberse convertido en un nombre conocido, ya no se podía simplemente prescindir de él. Ya había adquirido fama internacional tras la publicación en Francia, en 1967, de El general del ejército muerto (1963) y con la película protagonizada por Marcello Mastroianni (1983). El propio Hoxha albergaba además ambiciones intelectuales. Habiendo asistido a la universidad en Montpellier, visitado París y trabajado en Bruselas en la década de 1930, quedó impresionado con la cultura francesa. Si la consideración de Hoxha hacia los franceses fue el factor más destacado que protegió a Kadaré, si la fama internacional le brindaba una protección relativa, o si el dictador estaba jugando un sofisticado juego para dividir y gobernar a la intelectualidad de Tirana, es algo que sigue estando abierto a conjeturas.

    Durante las décadas siguientes, Kadaré produjo un flujo constante de obras que, aunque nunca abiertamente políticas, utilizaron modos “esópicos” para criticar todos los aspectos de la dictadura. El uso del disfraz histórico y el desplazamiento de temas políticos al ámbito de la vida cotidiana son las señas de identidad de estas obras. En El cerco, El nicho de la vergüenza y El puente de tres arcos, Kadaré se basó en las figuras históricas de Scanderberg, Ali Pachá y en la transición del imperio bizantino al dominio otomano para explorar la historia nacional albanesa y establecer comparaciones y contrastes con el presente. Las cuestiones de liderazgo, influencia cultural y patrones de dominación y control ocupan un lugar importante en estas historias.

    Uno de los temas clave de la literatura de Europa del Este en el siglo XX ha sido la tragedia de la modernización. En una de sus primeras obras, La boda (revisada y rebautizada como La piel del tambor), Kadaré escribió sobre el conflicto entre la tradición milenaria y la modernización rápida impuesta por el modelo soviético. En el contexto de las tradiciones profundamente arraigadas de su país natal, nacidas de siglos de ocupación por parte de los otomanos y otras potencias, Kadaré describe los procesos de modernización que impondrían la paz cívica, la liberación de las mujeres de la servidumbre extrema, y la disminución del analfabetismo y la superstición mediante la educación masiva. En Abril quebrado (1978) retoma el tema de la vendetta para contrastar el pasado trágico con los muertos del presente.

    Si bien no aprobaba la visión política del estalinismo, Kadaré, como muchos intelectuales de Europa del Este, reconocía la necesidad de modernización de su país. No se pueden ignorar temas como el trato dado a las mujeres, los niveles de educación y salud, las costumbres tradicionales, las supersticiones y las prácticas destructivas, como las enemistades de sangre. Al principio de su vida, esperaba asumir el rol de educador de la élite política. Imaginaba que la literatura podría funcionar como una “máscara correctiva”, educando al dictador y empujando al país en diferentes direcciones. Esta esperanza, sin embargo, se desvaneció y su visión política se volvió mucho más oscura en los años 70. Su experiencia en Moscú está documentada en la novela El ocaso de los dioses de la estepa (1976). La descripción del caso Pasternak en esta obra marca el punto en que se da cuenta de que la literatura y la dictadura no pueden coexistir. En su largo ensayo Esquilo, el gran perdedor (1988), Kadaré enfrenta la figura de Prometeo, el modernizador y creador, por un lado, contra Zeus, el administrador y representante del orden, por el otro. La figura del joven faraón en La pirámide (1992) es tal vez su retrato más sutil del dictador como modernizador y tirano al mismo tiempo.

    Si bien efectivamente hubo privilegios, es importante comprender que Kadaré no tenía la libertad de rechazarlos y que tenían un precio. Como todos los demás aspectos de su vida en Albania, estaban controlados desde arriba. Para sobrevivir, tuvo que aceptar el régimen y utilizar sus privilegios para seguir escribiendo.

    A principios de los 80, cuando en Kosovo reinaban los disturbios y el dictador se estaba volviendo frágil e impredecible, Kadaré escribió su obra maestra: El Palacio de los Sueños es una novela política en la tradición de Orwell y el Kafka de El castillo, una obra obsesionada por el tema de la identidad étnica albanesa en la forma de antiguas canciones de bardo. El palacio del título es un ministerio gubernamental responsable de la recopilación y análisis de los sueños del imperio y de la formulación de políticas sobre la base de la información recopilada. El protagonista, Mark-Alem, el empleado del Palacio de los Sueños, se debate entre el papel de su familia como una dinastía albanesa de visires y ministros en un Imperio Otomano modernizado a fines del siglo XIX y su propio, naciente, pero poderoso sentido de identidad étnica. En la novela, los sentimientos encontrados de la familia hacia sus identidades étnicas albanesa e imperial otomana se expresan cuando los tíos de Mark-Alem discuten las ventajas y desventajas de su situación. “En todo caso fueron los turcos quienes nos proporcionaron nuestras verdaderas dimensiones”, dice uno. Pero el punto se le escapa momentáneamente al joven que acaba de descubrir las canciones épicas de su herencia ancestral balcánica, interpretadas con la lahuta albanesa de una sola cuerda.

    Mark-Alem no apartaba los ojos de la delgada cuerda solitaria tensada sobre la boca de la oquedad. Era la cuerda la que daba origen al gemido, y la oquedad bajo ella la que lo devolvía, ampliándolo hasta proporciones aterradoras. Súbitamente, a Mark-Alem se le reveló que aquella cavidad era la caja torácica que alojaba el alma de la nación a la que él pertenecía. Desde allí se alzaba vibrante el gemido secular. Ya había conocido antes retazos de ella, pero solo ahora tenía la ocasión de escucharla completa. Sentía en su propio pecho la cavidad vacía de la lahuta”.

    La novela culmina con una espectacular confrontación entre el poder político y la consciencia étnica. Es una de las mejores obras de las dictaduras comunistas de Europa central y oriental.

    Después de El Palacio de los Sueños, la situación de Kadaré se volvió más difícil. Fue objeto de intensas críticas por parte del Partido Comunista y consideró seriamente exiliarse en Francia. Además, el dictador estaba agonizando y el sonido de los cuchillos afilándose se podía escuchar en todo el centro de Tirana, donde vivían los poderosos. La novela de la desesperación de Kadaré, La sombra (1986), fue sacada clandestinamente de Albania y depositada en la bóveda de un banco en París, para ser publicada si algo le sucedía a su autor.

    A fines de 1990, durante la “época de las fuerzas oscuras”, cuando la Sigurimi, la temida policía de seguridad, y varios grupos de oposición luchaban por el poder tras la caída del comunismo, Kadaré abandonó su destrozada patria para buscar la seguridad de Francia. En Primavera albanesa: la anatomía de una tiranía (1990), entrega sus razones y explica que las reformas políticas no fueron lo suficientemente lejos. Sin embargo, había buenas razones para sospechar que se sentía muy inseguro en un entorno en el que podían saldarse viejas cuentas en un contexto de agitación y cambio.

    Kadaré regresó a Albania en mayo de 1992. Mantuvo su residencia en París y continuó revisando sus libros para la publicación de su obra completa por la editorial Fayard, mientras continuó su prodigiosa producción de material nuevo. En los cuentos y novelas Spiritus (1996), Frías flores de marzo (2000), Vida, representación y muerte de Lul Mazrek (2002) y El sucesor (2004), continúa explorando y revelando los secretos y perversiones de la “mente cautiva” bajo la dictadura. En sus obras autobiográficas, Invitación al estudio del escritor (1990) y El peso de la cruz (1991), y en entrevistas con Eric Faye, Alain Bosquet y otros, Entretiens avec Eric Faye en lisant en écrivant (1991), trató de presentar un registro de sus acciones y responsabilidades bajo el régimen, aunque para algunos (como Noel Malcolm) estos relatos se caracterizan por “omisiones y mistificaciones”.

    La creatividad de Kadaré debe trazarse en términos de sus antinomias. Es a la vez un patriota albanés y un existencialista europeo, un depositario de las leyendas de su nación y un modernizador comunista, un dictador y un disidente, Zeus y Prometeo. Esto es lo que lo hace un gran escritor, más que un disidente político.

    Sería un error representar a Kadaré como una figura silenciada bajo la dictadura. Su obra se publicó de forma selectiva y era un miembro muy conocido de la Unión de Escritores de Albania y del PC. Fue nombrado diputado y pudo viajar al extranjero. Logró evitar la prisión, los campos de trabajo y otras formas de castigo impuestas a aquellos que se pasaron de la raya. Sin embargo, también sufrió enormemente por la tensión, las amenazas y el terror que surgían de los movimientos impredecibles de Hoxha. Si bien efectivamente hubo privilegios, es importante comprender que Kadaré no tenía la libertad de rechazarlos y que tenían un precio. Como todos los demás aspectos de su vida en Albania, estaban controlados desde arriba. Para sobrevivir, tuvo que aceptar el régimen y utilizar sus privilegios para seguir escribiendo. Nadie ha presentado todavía pruebas de que Kadaré se comprometiera o de que otros sufrieran como resultado de sus actividades. No es sorprendente que se viera obligado a cubrirse en su posición oficial como escritor. Hoxha mantuvo cierto nivel de respeto por Francia y fue lo suficientemente astuto como para reconocer que Kadaré era un grandioso escritor, valioso para exhibirlo en el ámbito internacional. Sin embargo, Kadaré no dio su visto bueno al régimen en su papel de embajador. Por el contrario, aprovechó todas las oportunidades que surgieron para difundir las obras literarias que hablaban elocuentemente de la difícil situación de su país. Si bien la vida que llevó en Albania puede ser criticada (en retrospectiva y desde fuera), su trayectoria literaria sigue siendo impecable.

    Como la voz de una Albania alternativa y mejor, Kadaré ofreció a sus compatriotas una de las pocas fuentes de esperanza de cambio. Explotó las técnicas del “lenguaje de Esopo” y experimentó con diversas formas de ficción, incluyendo el realismo socialista. Incluso El gran invierno, en el que parecía celebrar a Hoxha, no puede leerse como un himno de alabanza. Por el contrario, representa al país como si hubiera sido conducido a un “invierno del descontento”, aislado y empobrecido por el dogmatismo inflexible del líder.

    A medida que se desvanece el recuerdo de las dictaduras de Europa del Este, debemos intentar recrear en nuestras mentes el entorno de la voz disidente. Hasta cierto punto, la expectativa de que Kadaré fuera una figura comparable a Havel ha creado una imagen falsa. La oposición de Kadaré se expresó a través del lenguaje literario, no de la doctrina o la ideología. Expresó su desacuerdo mediante la representación de la imposibilidad de la vida cotidiana bajo el comunismo y mediante la evocación de una Albania eterna, que era más antigua y duradera que la nueva Albania de Hoxha. Su oposición fue una forma de praxis en la medida en que se negó rotundamente a renunciar a su lengua y a su identidad, o a verse obligado al exilio. Pero pagó cara su negativa. En obras como La sombra también cuestionó su propio papel y sus motivos.

    La creatividad de Kadaré debe trazarse en términos de sus antinomias. Es a la vez un patriota albanés y un existencialista europeo, un depositario de las leyendas de su nación y un modernizador comunista, un dictador y un disidente, Zeus y Prometeo. Esto es lo que lo hace un gran escritor, más que un disidente político. Kadaré es la voz de la modernidad de Albania y el que canta a su antigua identidad. Es el alter ego y la némesis del dictador, y en esta ambigüedad reside la clave de su rol, su reputación y el valor de sus obras.

     

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    Artículo aparecido en World Literature Today 80-5 (2006). Se traduce con autorización de la revista y de Peter Morgan, quien es autor de Ismail Kadare: The Writer and the Dictatorship (2010). Traducción de Patricio Tapia.

     


    El Palacio de los Sueños, Ismail Kadaré, Alianza, 2016, 248 páginas, $37.150.


    Tres cantos fúnebres por Kosovo, Ismail Kadaré, Alianza, 2004, 112 páginas, $19.420.


    El cerco, Ismail Kadaré, Alianza, 2012, 416 páginas, $22.850.


    El ocaso de los dioses de la estepa, Ismail Kadaré, Alianza, 2009, 240 páginas, $20.570.

  237. Los giros excepcionales

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    Carl Fischer se abocó de manera pormenorizada a establecer un mapa económico, político y cultural del escenario chileno a partir de los años 60, pero señaló, como punto de partida para configurar la excepcionalidad local, al ministro Diego Portales, líder conservador que instaló el autoritarismo presidencial fundado en una irrestricta obediencia civil. Su influencia fue muy visible en la redacción de la Constitución de 1833. Esta mención es importante, porque hasta hoy Portales habita, organiza y recorre el pensamiento y los valores autoritarios que organizan la trama conservadora.

    Considerando la mención a Diego Portales como un punto de partida o uno de los puntos de partida, el libro que hoy presentamos examina la Reforma Agraria del Presidente Frei Montalva, se detiene en el gobierno de Salvador Allende y la Unidad Popular, el exilio y sus producciones estéticas, y desde luego la dictadura y los años de posdictadura. El texto se plantea “mirar” la realidad desde la perspectiva económica, para iluminar las zonas que aborda en su discurso.

    El centro que genera la aparición de su libro, Locas excepciones: la vía chilena a la disidencia sexual, publicado por Universidad Alberto Hurtado Ediciones, radica justamente en el concepto de excepción. Un concepto contenido en el campo jurídico, como es el estado de excepción. Pero, desde otra perspectiva, se aborda lo excepcional como un atributo, que es una forma de autorrepresentación de Chile, hasta abordar la excepcionalidad sexual inscrita a lo largo del campo sociocultural.

    El término es cursado en un sentido no único ni lineal, sino más bien torciendo y retorciendo el término. Lo hace cuando se refiere al estado de excepción constitucional, es decir, cuando la excepción se pone sobre la ley y en esas circunstancias emerge lo que Giorgio Agamben denomina como poder soberano, un poder que fue ejercido a lo largo de toda la dictadura militar en Chile.

    Pero también Carl Fischer repara que Chile mismo ha sido concebido como un país excepcional, de manera sostenida pero especialmente a partir de la hegemonía neoliberal que produjo y generó, como diría Bourdieu, efectos de verdades que promovían y aún promueven la certeza de un país exitoso, que se autodesigna como blanco, homogéneo. El autor, acude a uno de sus hitos más visibles de su épica excepcional, como fue la recepción nacional e internacional del rescate de los 33 mineros y su mediática puesta en escena.

    Por otra parte, la concepción de nación, como lo demuestra el autor, dictaminó la heterosexualidad como norma, ser hombre —digamos— hombre o buen hombre portador y emisario de una implícita y explícita condición reproductiva.

    En este contexto ingresa el término cuir —un desmantelamiento escritural de la palabra queer inglesa— y con ese término, Carl Fischer se interna en esa zona teórica, literaria, discursiva o performática que horada el mandato heterosexual y extiende el tejido de una red para trazar la excepción. Ingresa a este escenario desde analíticas muy elaboradas, que abordan a José Donoso y El lugar sin límites, y se despliegan con igual elaboración en escritos de Alberto Fuguet, Pablo Simonetti, Pedro Lemebel —aunque este autor ocupa, como lo señala el crítico, un espacio teórico que va a desplegar en el libro—, los escritos de Constanza Álvarez y, desde la performance, Carlos Leppe, Las Yeguas del Apocalipsis, Lorenza Bottner y los tiempos chilenos del artista dominicano Johan Mijail. Organizaciones como Iguales y Movilh. Y entre los analistas, los chilenos Juan Pablo Sutherland o Fernando Blanco.

    Es importante leer el libro de Carl Fischer hoy mismo, en el marco de la proliferación de las extremas derechas locales e internacionales que, junto a la consolidación de la riqueza mediante la explotación de los cuerpos, ensueña la heterosexualidad como normativa y solo permite que el cuir liberal se sume a un proyecto que en realidad lo desprecia.

    El autor da cuenta de los debates conceptuales abiertos en el interior del universo que analiza, entre ellos el término mismo “cuir”, que ha sido examinado por algunos de sus teóricos como el portador del neocolonialismo a partir de la influencia y, más aún, dependencia que genera su origen metropolitano pero, desde otra óptica, Carl Fischer considera argumentos que señalan la evidente masificación de la globalización económica y tecnológica que permite la diseminación de sentidos en los cuerpos y la relocalización de los términos. Pone de manifiesto discursos que promueven la generación de un canon que aloje e historice, pero también dé cuenta de discursos analíticos que señalan las complejidades y riesgos de establecer un canon cuir por el riesgo de petrificar y especialmente discriminar. El libro abre así las zonas decisivas de solventes posiciones críticas que permiten ingresar a diferencias analíticas, debates, en último término, políticos que posibilitan pensar las disidencias sexuales desde los cuerpos y sus contextos, como también desde lo local a lo internacional.

    Mediante un examen, como diría Bourdieu, al “campo” o, en otro registro, a la textualización de los cuerpos y sus signos, Carl Fischer se detiene en uno de los factores más complejos del neoliberalismo: la desigualdad y los distintos costos sociales. Pero también se refiere a la conformación de un mercado de identidades. Y allí se produce en los cuerpos cuir la cooptación y domesticación superflua, a través de procedimientos comerciales que impiden precisamente la excepcionalidad. O bien una normalización rutinaria mediante la inmersión en las redes más transitadas por la burguesía liberal cuir. Señala —y eso forma parte del deseo de nación o de naciones— que históricamente las izquierdas y las derechas en el interior de sus estructuras han sido homofóbicas y que en ese interior lo cuir está impedido de un despliegue ante el imperativo de ceñirse a un escenario regulador de identidades políticas, digamos, tradicionales.

    Desde ese no lugar, la loca textualizada por Pedro Lemebel, formaría parte de un escenario otro, más bien irreductible, inasible, que no les pertenece a las izquierdas ni a las derechas, y es esa des-pertenencia la que marca su excepción y así se erige como un “entre” que exige otro lugar también excepcional.

    En ese sentido, la discusión más ardua radica en cómo y desde dónde pensar lo cuir. La propuesta analítica del autor, considerando la globalización y la internacionalización de los cuerpos cuir, radica en abrir un surco y establecer una propuesta de diálogo que ponga en jaque los colonialismos. Propone establecer diálogos de las localidades con aquellos discursos teóricos emanados desde la teoría negra decolonial, teorías críticas que consideran clase y raza para debatir y pensar lo cuir.

    Esta posición relacional que integra clase y raza reflexiona también en el hoy, con la creciente migración que en su viaje trae consigo clase y raza, y se detiene en la migración haitiana hacia Chile y la dificultad de insertarse en un horizonte, digamos, blanco. Recuerdo aquí a la pensadora feminista Nancy Fraser, citada por el autor a propósito de actos contra la dictadura chilena en Estados Unidos, una autora que pensó y repensó las condiciones sociales en el hoy; ella habló de post-socialismos, pero quizás lo más audaz de su propuesta fue pensar la construcción de una hegemonía “desde abajo”, como respuesta a un espacio en que el poder hegemónico local y global se construye en la relación yo-economía-clase. Señala Fraser que, considerando las diferencias, el abajo sería el espacio desestabilizador del orden pactado por el poder económico social. El pensamiento de Fraser no alude a la antigua dictadura del proletariado, en la medida en que integra identidad y redistribución, considerando las diferencias y complejidades que porta la conexión lineal entre ambas categorías. La lectura del libro me hizo pensar en la posición de Fraser, pese a los dilemas contenidos en la ecuación indiscriminada entre identidad y redistribución como condiciones emancipatorias.

    Carl Fischer abre una compuerta disciplinar otra, que horada la elitización y quizás la prolongada dependencia analítica al saber metropolitano, para resguardarse en las zonas críticas desplazadas por los centros. Me refiero a una condición política oprimida por la dominación del horizonte teórico blanco.

    Es importante leer el libro de Carl Fischer hoy mismo, en el marco de la proliferación de las extremas derechas locales e internacionales que, junto a la consolidación de la riqueza mediante la explotación de los cuerpos, ensueña la heterosexualidad como normativa y solo permite que el cuir liberal se sume a un proyecto que en realidad lo desprecia.

     


    Locas excepciones: la vía chilena a la disidencia sexual, Carl Fischer, Universidad Alberto Hurtado Ediciones, 2024, 360 páginas, $18.000.

  238. Luciano Lamberti: “Para mí la escritura es una religión”

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    Conspiraciones extraterrestres, mitología sumeria, discursos científicos, historia argentina, horror cósmico y poesía, mucha poesía, son algunos de los elementos que confluyen en La maestra rural, la fascinante primera novela de Luciano Lamberti (San Francisco, Córdoba, Argentina, 1978), publicada originalmente en 2016 y recién editada en Chile. El escritor argentino visitó Santiago la semana pasada para asistir al lanzamiento del libro, en que participaron los escritores Malu Furche y Simón Soto, y dictar su conferencia “Literatura fantástica argentina y realidad política” en la Cátedra Abierta en homenaje a Roberto Bolaño de la Universidad Diego Portales, donde fue presentado por el narrador y editor Luis López-Aliaga.

    La maestra rural es un relato coral compuesto por capítulos que se titulan como los personajes que narran cada una de esas partes, una serie de voces perfectamente distinguibles gracias al oído certero de Lamberti. Entre sus diversos narradores, los que más se repiten son los dos personajes principales del libro: Angélica, quien pasa de ser una profesora primaria de un pueblito de Córdoba, que lee poesía con el Pequeño Larousse Ilustrado en la mano, a escribir poemarios cuyo lenguaje alucinado tiene un efecto hipnótico en los lectores que los descubren y no pueden evitar asustarse u obsesionarse con ellos; y Santiago, un estudiante universitario con aspiraciones literarias que, movido por su admiración hacia la misteriosa poeta, le sigue la pista para entrevistarla y escribir su tesis sobre ella.

    Antes de la aparición de esta primera novela, Lamberti ya había pasado por otros géneros: debutó con el poemario San Francisco (2008) y luego sacó dos libros de cuentos, El asesino de chanchos (2010) y El loro que podía adivinar el futuro (2012), los que más tarde remezcló en la antología de relatos Grandes éxitos (Banda Propia, 2020), su primera publicación en nuestro país.

    Yo escribía poemas narrativos, en la tradición de poesía argentina de los 90, como Fabián Casas. Entonces el paso de un género a otro fue más o menos fácil, aunque tampoco automático; no es que agarrás un poema, lo ponés en prosa y pasa a ser un cuento. Un cuento es otra cosa, y fue un aprendizaje, en ese sentido ―dice Lamberti―. Yo lo hago para probar, me pongo metas para no aburrirme: la primera meta fue escribir cuentos, la segunda fue escribir novelas. No sé cuál será la próxima, quizá escribir novelas largas, novelones, sagas. Uno siempre está aprendiendo, está empezando. Pero aunque hay que tener cierta autocrítica, uno tampoco tiene que engolosinarse con ella; también está bueno cerrar etapas, publicar, pasar a otra cosa. Yo publico un libro, inmediatamente me arrepiento y después lo perdono. Lo perdono sobre todo a partir de algunas lecturas que hacen los lectores. Yo no vuelvo a leerlo, porque agarrás un libro tuyo, lo abrís, leés dos líneas y ves un defecto, ¿me entendés? La maestra rural ya es un libro que perdoné, porque pasó hace mucho tiempo.

    El fantástico nace luego del triunfo del racionalismo, cuando se deja atrás la visión mágica del mundo, y es un cuestionamiento a esa idea de que vamos hacia el progreso, de que el mundo puede ser explicado en términos racionales y no hay nada más, no hay Dios, no hay otredad. Esa es su base y su función filosófica. Porque puede hablar de fantasmas, vampiros u hombres lobo, pero en realidad habla de que nuestras certezas no son tan certeras.

    Durante su diálogo con López-Aliaga, al final de la conferencia del pasado jueves, Lamberti comentó que no ha vuelto a escribir poesía desde que se adentró en la narrativa, pero también afirmó: “Yo quisiera creer, como Bolaño, que en mis novelas está la poesía del comienzo. (…) Para mí la buena prosa tiene ritmo, tiene una finalidad poética”, por lo que en sus relatos aspira a “la música de la poesía, el estado de la poesía, que es estar en calzoncillos frente al abismo, el estado de indefensión total, de quitarte todas tus certezas”.

    Vallejo es un poeta al que puedo volver, siempre me sorprende. Es el equivalente a Borges en narrativa, que siempre tiene un costado que no habías visto. Además, su forma de trabajar el idioma es de otro planeta. Héctor Viel Temperley, el poeta del que escribí en mi tesis, también estaba alucinado, era completamente místico. Hay otro poeta argentino que se llama Juan Carlos Bustriazo Ortiz, del que solo se publicaron algunas cosas en vida; era de la Pampa, muy alcohólico, y mezclaba folclore con trabajo formal, una cosa tremenda, muy potente. Y Alejandro Schmidt, que era un poeta de Villa María, muy interesante. Esa clase de poetas me encanta, esos son los que vuelvo a leer. Me gusta Sharon Olds, también, que es una poeta muy narrativa, o la poesía de Carver. Y voy cambiando, además. Ayer me compré un libro de Óscar Hahn, que es una cosa de locos.

    Cuando se descubre que Angélica, en La maestra rural, les hace clases a sus alumnos sobre temas extraños ―biología enfocada en los anélidos, historia arcaica y conspiratoria, geografía inexistente, matemática duodecimal―, el narrador que nos cuenta sobre las madres espantadas al revisar los cuadernos de sus hijos dice que ella también enseñaba “mucha poesía clásica, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou. ¿Quién puede tener algo en contra de la poesía? Nadie. El problema era lo otro”. Pero Lamberti escogió a propósito a estas tres poetas de apariencia inofensiva como las favoritas de la maestra:

    A Juana de Ibarbourou, porque en mi casa no había muchos libros, pero había uno de ella, que yo había leído mucho cuando era chico, y después de grande, con una cierta distancia irónica. Ese mundo que crea, ese trabajo sobre lo femenino, está lleno de pliegues, es muy interesante: parece naíf, parece inocente, pero tiene un costado tremendo. Y las otras, porque formaban como un tándem de poetas que trabajaban lo femenino, que era algo que a mí me interesaba en Angélica: esa experiencia de lo femenino en los años 70, muy brava, muy distinta a la que se puede llegar a vivir ahora. Pensé en esa tríada un poco por eso, por una cuestión biográfica mía y porque esta clase de poeta medio naíf, pero a la vez muy autoconsciente, que tenía que escribir en condiciones muy adversas, me interesaba.

    En Argentina está el tema de jugar con esto, jugar con lo otro, de una literatura hiperintelectualizada y muy conceptual, muy de académico. Pero yo vengo del campo, ¿qué voy a andar con eso? Me parece, por momentos, una falta de respeto. Yo trato de contar una historia que esté buena, de pensar en el lector, soy muy tradicional en ese sentido.

    Lamberti escribe literatura fantástica y de terror, pero en su obra esos elementos siempre conviven con hechos, temas y contextos reales reconocibles: en La maestra rural, junto a los pasajes más fabulosos y paranoicos, nos encontramos también con el peronismo o la guerra de las Malvinas; el volumen Grandes éxitos fue compuesto intercalando cuentos de un libro realista con otro fantástico; y su novela más reciente, Para hechizar a un cazador (Alfaguara, 2024), que recibió el Premio Clarín de Novela 2023, también trabaja esos géneros, pero esta vez para abordar la dictadura argentina y la apropiación de niños de detenidos desaparecidos. En su cátedra, Lamberti afirmó que la literatura fantástica tiene una carga política subterránea, la que se relaciona con la otredad y la idea impuesta de lo real: “Hijo del gótico, que nace como contraposición al discurso iluminista, el fantástico nos recuerda que siempre hay algo que se escapa, algo inabarcable y salvaje”.

    Cuando aparece la otredad en el fantástico, eso que no puede ser explicado en términos lógicos, es una subversión política, porque cuestiona el relato oficial. Y eso es lo que está bueno. En vez de ser la oposición civilización-barbarie, es la oposición discurso oficial-discursos terroristas, por decirlo de alguna manera. Porque el fantástico nace luego del triunfo del racionalismo, cuando se deja atrás la visión mágica del mundo, y es un cuestionamiento a esa idea de que vamos hacia el progreso, de que el mundo puede ser explicado en términos racionales y no hay nada más, no hay Dios, no hay otredad. Esa es su base y su función filosófica. Porque puede hablar de fantasmas, vampiros u hombres lobo, pero en realidad habla de que nuestras certezas no son tan certeras.

    En La maestra rural, al responder un correo de Santiago, Angélica dice: “Creo que usted quiere ser escritor antes de escribir, y eso se nota. Se nota también que ha estudiado Letras y ha leído mucha poesía, porque ante cada opción, ante cada encrucijada, opta siempre por el camino seguro, el que ya ha sido trazado por otros, más valientes, más temerarios, más originales. Debería darse un baño. Debería purificarse. Debería olvidar todo lo que aprendió. Solo así podrá acercarse a la elaboración de una voz propia”. Aquí resuena aquella frase de Lamborghini luego citada por Aira: “Primero publicar, después escribir”, una noción que se contrapone al modo en que Lamberti entiende la escritura:

    Yo tengo mucho respeto por escribir, por publicar. Esa cosa canchera aireana no me va. O esa idea de no corregir, de creer que el texto está bien porque lo hiciste vos. Esos autores se dan demasiada importancia a ellos mismos y a la espontaneidad. A veces, cierta búsqueda de originalidad nos destroza; la originalidad puede ser una cagada también. En Argentina está el tema de jugar con esto, jugar con lo otro, de una literatura hiperintelectualizada y muy conceptual, muy de académico. Pero yo vengo del campo, ¿qué voy a andar con eso? Me parece, por momentos, una falta de respeto. Yo trato de contar una historia que esté buena, de pensar en el lector, soy muy tradicional en ese sentido. Solo publico aquello de lo que realmente estoy seguro (por más que después me arrepienta, en ese momento estoy seguro) y hay muchas cosas que no publiqué. Hay gente que cree que escribir es escribir un primer borrador, y todo lo que sigue, o le da fiaca o cree que no es escribir, pero eso es escribir, lo que sigue al primer borrador. Esas personas tienen una idea muy equivocada sobre la publicación: quieren ser escritores sin escribir, quieren tener todos los beneficios supuestos de ser escritor, porque tampoco es que vivamos de lo que escribimos, o ganemos mucha plata, o tengamos grandes vidas sociales. Para mí la escritura es una religión. No hay que faltarle el respeto.

     

    Fotografía: Luciano Lamberti durante su conferencia en la Cátedra Abierta UDP en homenaje a Roberto Bolaño.

     


    La maestra rural, Luciano Lamberti, Banda Propia, 2024, 264 páginas, $18.000.

  239. Hojas, alas, ojos

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    Galileo, escribe el poeta, ensayista y narrador cubano Severo Sarduy (1937-1993), fue maestro en dos cosas: en la anamnesis, es decir, la capacidad de introducir nuevas interpretaciones, disimuladas de forma que no se noten los cambios operados, y en la propaganda, procedimiento en el que Galileo hace pasar un descubrimiento general bajo la máscara de una verdad parcial. “La escritura es el arte de la elipsis”, escribe Sarduy en Cobra, novela publicada por primera vez en Francia, en 1972 (Premio Médicis), y reeditada en Chile el año recién pasado por Editorial Cuneta (la última edición más o menos accesible era la de Sudamericana, de 1986). La novela es barroca, intervenida, escrita en diversos soportes, y siguiendo el genio de Galileo, se proponen teorías generales de la identidad, del cuerpo, del verdadero color de su época; siempre en rechazo de las evidencias naturales y de lo comprobable. Disfrazadas y enmascaradas tras una capa violenta de cosméticos, palabra que, dice Sarduy en Ensayos generales sobre el Barroco, proviene del griego kósmos: el todo, el orden.

    El libro comienza con los intentos de Cobra, “la más hermosa travesti del Teatro Lírico de Muñecas”, por reducir el tamaño de sus pies: último bastión o fantasma de su identidad pasada. Pero la hipertelia de Cobra como travesti, es decir, la capacidad de ir más allá de sus fines, luego se vuelve la hipertelia del libro. Ambos puntos, barrocos, exceden el propósito de sus transformaciones. Queda pendiente el resultado de los intentos de Cobra por achicarse los pies, el libro ya ha cambiado de etapa. La creación accidental de una versión enana de Cobra; la venganza de una compañera; los siniestros de un metafísico doctor transfóbico, en una especie de interzona andaluza; el encuentro de Cobra con cuatro presencias; la peregrinación a oriente; el budismo chic de los años 60. Todas etapas aparentemente inconexas, que sin embargo reafirman la idea de que el libro está viajando, cada vez más profundo, hacia la verdadera identidad de Cobra. “Te asignaremos un animal. Repetirás su nombre”, le dice una de estas presencias a Cobra. “Para que veas que yo no soy yo, que el cuerpo no es de uno, que las cosas que nos componen y las fuerzas que nos unen son pasajeras”. Una cobra, deciden, para que envenene, para que ahogue y se enrosque a las víctimas.

    ‘La escritura es el arte de descomponer un orden y componer un desorden’, dice el narrador de Cobra en la primera mitad del libro. Así, el barroco de Sarduy comparte espacio con el de Lezama, el de Genet, a veces el de Burroughs, a veces se hace muy estrecho al de Claudia Donoso. Un barroco que piensa en cajas. En el que cada descripción desempaqueta, fuera de su objetivo, una atmósfera, un chorro de imágenes y vanidad. Y al mismo tiempo, cada personaje y evento asciende a la categoría de mito, según avatares y místicas antiguas.

    La escritura es el arte de descomponer un orden y componer un desorden”, dice el narrador de Cobra en la primera mitad del libro. Así, el barroco de Sarduy comparte espacio con el de Lezama, el de Genet, a veces el de Burroughs, a veces se hace muy estrecho al de Claudia Donoso. Un barroco que piensa en cajas. En el que cada descripción desempaqueta, fuera de su objetivo, una atmósfera, un chorro de imágenes y vanidad. Y al mismo tiempo, cada personaje y evento asciende a la categoría de mito, según avatares y místicas antiguas. Una contradicción en las importancias que se inclina en favor de la significancia. Al final, el aparato de esa vanidad —esa vanitas, o vanity, como la llama Sarduy— no es vanidoso. Es necesario, urge. Equipa al personaje de nuevas identidades, de imbricaciones y perfumes, de misterios orientales que también recuerdan al modernismo de Agustini o al de Darío. En la búsqueda de esa belleza ocurre la hipertelia. Cobra, travesti, no tiene como límite la feminidad, sino el kósmos, el absoluto de una imagen abstracta.

    Según Sarduy, la mariposa tibetana que se mimetiza, verde, con el arbusto, ya se ha travestido. Mejor, ha representado satisfactoriamente la invisibilidad. Pero sus ancestros llegaron a tal nivel de mímesis, que luego los insectos herbívoros mordían sus alas indigeribles, tomándolas por hojas. Entonces, en esas alas fueron dibujándose ojos de búho, de pavo real. Sustos, amenazas, agrandamientos: rompe el sentido de su camuflaje inicial. La mariposa tibetana sobrepasa los fines de su transformación, su defensa se desboca en una especie de parábola de la autosuperación, al igual que Cobra, protagonista de esta novela clave para entender los límites entre cuerpo e identidad, con igual vigencia y estilo que hace más de 50 años.

     


    Cobra, Severo Sarduy, Editorial Cuneta, 2023, 210 páginas, $20.000.

  240. Espectros en la ciudad

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    Es fascinante cómo los miedos atávicos no cesan de actualizarse y recobrar su potencia bajo diversas cubiertas formales. Precisamente ese es el principal valor de la novela Audición (1996), del japonés Ryū Murakami (Sasebo, 1952), un thriller con un desenlace bastante conocido gracias a la versión fílmica de 1999 rodada por Takashi Miike, un impecable dispositivo narrativo que despliega un terror ancestral masculino envuelto en un tono de leyenda urbana: el temor que inspira una mujer joven, una mujer de otra generación, una mujer de otra clase social. En definitiva, lo desconocido y lo nuevo bajo la forma de una mujer.

    En esta novela, situada en el agitado e híper consumista Japón de los 90, Murakami presenta como protagonista a Aoyama, un exitoso viudo que todavía no cumple 50 años y cuya única relación afectiva importante es la que tiene con su hijo adolescente, Shige. Desde la muerte de su esposa, Aoyama no ha tenido vínculos con mujeres fuera de lo transaccional y acaba de decidir volver a casarse. Para esto, junto a Yoshikawa, un amigo del mundo de la producción audiovisual, monta una serie de audiciones para una película que no planean rodar y en las que piensa encontrar a la esposa ideal. Antes de las audiciones, Aoyama se siente inseguro y duda sobre todo el asunto, pero esto cambia cuando conoce a Asami Yamasaki.

    Asami y Aoyama empiezan a frecuentarse y siguen haciéndolo cuando este le cuenta del fracaso de la producción. Asami tiene 24 años y parece ser un perfecto prospecto de esposa japonesa, atenta, hermosa y gentil. Ahora, gracias al aparato narrativo diseñado por Murakami, esa perfección femenina es tan ominosa como la calma de las aguas que bañan el pueblo costero donde ocurre Tiburón. Poco a poco, Asami revela perturbadores secretos de su pasado, pero Aoyama se engaña a sí mismo y, enamorado como está, ve todas estas señales de alerta como muestras de madurez, e incluso considera a Asami una mejor persona por haberlas confesado. Por supuesto, el lector de Audición sabe que en cualquier segundo Ryū Murakami, tal como Spielberg en su película, quebrará esa amenazadora paz y nos revelará el escualo oculto tras la belleza lánguida de Asami.

    Asami tiene 24 años y parece ser un perfecto prospecto de esposa japonesa, atenta, hermosa y gentil. Ahora, gracias al aparato narrativo diseñado por Murakami, esa perfección femenina es tan ominosa como la calma de las aguas que bañan el pueblo costero donde ocurre Tiburón. (…) Por supuesto, el lector de Audición sabe que en cualquier segundo Ryū Murakami, tal como Spielberg en su película, quebrará esa amenazadora paz y nos revelará el escualo oculto tras la belleza lánguida de Asami.

    Tal como en otras culturas, en el universo japonés existen figuras folclóricas imposibles de rastrear más allá de su primera aparición en un documento escrito o gráfico. Si la tradición oral del archipiélago de Chiloé tiene a la fiura, el cuchivilo, la pincoya y el camahueto, un repertorio de seres para nada espectrales que se cruzan en el camino de los isleños trayendo infortunios, el folclore japonés cuenta con los yokai, apariciones que tal como las chilotas tienen apariencia humana, animal o una espantosa combinación de ambas.

    En Audición, Murakami reactiva la leyenda de Yuki-onna, la mujer de las nieves, un mito rural mencionado por primera vez en un poema del poeta y monje budista Sōgi, durante el período muromachi, correspondiente a nuestro siglo XV. En la versión moderna de este relato, puesto por escrito en 1904 por el griego irlandés Lafcadio Hearn, un leñador encuentra a una mujer bella y fantasmal en una noche de intensa nevazón, luego ella reaparece en su pueblo, mezclándose con los seres humanos, casándose con él e incluso dándole hijos, hasta la noche en que revela su naturaleza demoniaca.

    Esta historia, tan común como el mito urbano santiaguino de “La rubia de Kennedy”, pasó del ámbito rural oral a la versión preindustrial recogida por Hearn y luego, gracias a Murakami, al Japón de los 90, donde el éxito económico ha tensado las relaciones generacionales. Esa tensión está presente en buena parte de la obra de Ryū Murakami, por ejemplo, en su novela satírica Popular Hits of the Showa Era (1994), donde seis hombres jóvenes luchan con seis mujeres maduras por el control de un barrio de Tokyo. Estamos ante el enfrentamiento de la generación que pudo lucrar durante el período del milagro económico japonés y los que quedaron fuera, sometidos a la ausencia de derechos laborales y a sueldos cada vez menores. A esa generación pertenece Asami Yamasaki, una joven yokai que busca vengarse de las falsas promesas de sus mayores, sinécdoque de una generación fantasmal.

     


    Audición, Ryū Murakami, Abducción, 2023, 240 páginas, $16.000, 148 páginas.

  241. Tachar y seguir: los relatos de Deborah Eisenberg

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    Ampliamente difundida y respetada en Estados Unidos, la obra de Deborah Eisenberg permanecía desconocida en nuestro idioma hasta que Editorial Chai comenzó a traducirla. Primero fue Taj Mahal, en 2020; luego Relatos, en 2021, y en noviembre del año pasado fue el turno de La venganza de los dinosaurios.

    Eisenberg vive en Nueva York y es profesora, durante un semestre, en la Universidad de Columbia. La otra mitad del año escribe o intenta escribir, a juzgar por su ritmo de publicación: cinco libros de cuentos en poco más de cinco décadas. Es una escritora lenta, comenzó tarde, según dice en una entrevista “para poder dejar de fumar”, y es justamente esa lentitud para “leer, caminar, pensar”, la que pareciera justificar su ritmo de escritura: un cuento por año.

    Sería fácil considerar a Eisenberg otra escritora minimalista, concentrada en los horrores cotidianos e incluso neoyorquina. Algunos de sus personajes podrían compartir elenco con los de Paul Auster, Lorrie Moore y Lucia Berlin, pero lo mejor de Eisenberg aparece cuando Nueva York se desdibuja, cuando sus personajes deben salir de la ciudad en la que parecieran estar atrapados. Son hombres y mujeres sumamente vulnerables y sensibles, a veces hasta el hartazgo, pero Eisenberg no juzga, sino que acompaña los derroteros de quienes desean escapar a toda costa de la dependencia, emocional y económica, de otras personas. “Atravieso el tiempo a toda velocidad, atada a esta bomba a punto de explotar que es mi vida —dice la protagonista del relato “Tu pato es mi pato”—. Y, además, pareciera que la meta está cada vez más cerca y que la gran intriga es quién llegará primero: el mundo o yo. Lo que no puedo descubrir es por qué todos los demás pueden dormir tranquilos”.

    Uno de sus grandes cuentos, incluido en Relatos, se titula “Bajo la 82 división aerotransportada”. Allí, una actriz busca rehacer el vínculo con su hija, siguiéndola hasta Honduras, donde el novio de la hija tiene algunos negocios —se trata de las intervenciones del gobierno estadounidense en Centroamérica, lo que implica desactivar la ola revolucionaria que comenzó con Cuba y siguió en El Salvador, Guatemala y Nicaragua. La narración de Eisenberg permite recorrer todo el tejido intervencionista desde el punto de vista de esta madre inquieta, sumamente perdida, a la que su hija no quiere ver por mucho tiempo. La mujer se ve envuelta en puestas en escena de guerra, en reuniones de contrabando, en conversaciones cruzadas entre periodistas y militares que develan todo el entramado político, y actúa como una especie de “representante del pueblo”, que nada puede hacer frente a lo que su gobierno realiza en otros países, pero a la que tampoco le importa mucho, porque el grado de beneficio que obtiene y el miedo que provoca cualquier tipo de represalia hacen que esta actriz no salga de una pasividad juguetona, complaciente y luego paralizante. Fue la misma Eisenberg quien hizo un recorrido parecido: dejó la metrópolis para recorrer Centroamérica y ver, efectivamente, la impotencia de un ciudadano estadounidense de buena conciencia frente a lo que hace y deshace la Casa Blanca.

    El drama intimista, por otro lado, está presente en la mayoría de sus cuentos. En “Un otro, mejor Otto”, Eisenberg hace un retrato familiar espeluznante, una relación entre hermanos que se pudre porque el rencor es más fuerte: “Habían nacido en medio del árido desorden de sus modos de comportamiento, buenos o malos, en medio de sus sarampiones, sus rodillas raspadas, sus boletines de calificaciones”. Otto debe volver con su pareja a la casa familiar que en su cabeza solo tiene parangón con el infierno, un lugar donde se le castiga por el pasado, donde no se acepta su homosexualidad, donde nunca lo vieron como el tipo que cree que es. El problema es que si hay algo que todos los miembros de la familia comparten, eso es el rencor. Y no hay mejor lugar para pasarle cuentas al pasado que una de aquellas cenas donde se reúne toda la familia.

    Sería fácil considerar a Eisenberg otra escritora minimalista, concentrada en los horrores cotidianos e incluso neoyorquina. Algunos de sus personajes podrían compartir elenco con los de Paul Auster, Lorrie Moore y Lucia Berlin, pero lo mejor de Eisenberg aparece cuando Nueva York se desdibuja, cuando sus personajes deben salir de la ciudad en la que parecieran estar atrapados. Son hombres y mujeres sumamente vulnerables y sensibles, a veces hasta el hartazgo, pero Eisenberg no juzga.

    En un gran cuento titulado “La capacidad de combinar”, que comienza con epígrafes de Donald Trump y Noam Chomsky, analiza las variaciones que ha registrado el lenguaje a partir de tres personajes que se turnan la narración y que a medida que se encuentran interpelan los discursos del otro, transformando el habla, demostrando cómo lo que para algunos es una cosa para otros será otra, ya sea por sus circunstancias o su inscripción generacional, logrando completar un retrato discursivo del vacío de significado de nuestro siglo. La fijación de Eisenberg por el lenguaje y sus transformaciones parece la razón por la que en muchos de sus cuentos se aprecian malentendidos, fallas de comunicación y conversaciones que terminan abruptamente. Eisenberg también escribe con el oído en la medida que entiende la incapacidad de la realidad para ajustarse a las palabras.

    Si se leen las críticas que Eisenberg realiza esporádicamente en The New York Review of Books, se aprecia el cambio de tono respecto a la ficción: no hay ninguno de sus personajes que pueda hablar de la manera en que la crítica escribe, con su precisión y justeza. Allí no solo tiene grandes ensayos sobre Natalia Ginzburg y los húngaros poco conocidos Péter Nádas o Magda Szabó, sino también un excelente artículo sobre Dawson City: Frozen Time, aquella película impresionante de Bill Morrison. Y la relación de Eisenberg con el cine va más allá: tiene una breve aparición en While We’re Young de Noah Baumbach, actúa en Marie and Bruce, dirigida por Tom Cairns, pero escrita por Wallace Shawn, su esposo, con quien también estuvo, por ejemplo, en la famosa My Dinner with Andre, dirigida por Louis Malle; además fue guionista de Steven Soderbergh en la notablemente soslayada Let Them All Talk.

    Su conocimiento y cercanía con el cine se traslucen en el cuento “Taj Mahal”, protagonizado por el hijo de un cineasta, ya muerto, que escribe un libro sobre quienes rodearon a su padre y cómo él vio todo desde su perspectiva de niño: “¡Un selecto grupo de dioses menores se ha encarnado frente a ellos! Las sonrisas se contagian de mesa en mesa y algunos sacan sus teléfonos. ¡Ahí está el narcotraficante disléxico de Toxins! ¡Y ahí está Phil, de todas esas temporadas de Flamingo Park! ¿Y no es esa Coral Whosis, que hace siempre de enfermera en esas películas de clase B y es la voz de la zanahoria en Vegetable Farm?”. Pero el suyo no es el único punto de vista, porque los actores responden: “¿Cuáles fueron las fuentes del autor? Los recuerdos escasos de un chico aburrido y apenas ingenioso, recuerdos distorsionados por fantasías autoindulgentes y en retrospectiva, mechados con entrevistas chapuceras, mentiras de revistas del corazón y, no cabe duda, cualquier biografía o memoria hollywoodense, hasta la última coma tan poco creíble como la suya propia”.

    Todo lo anterior lo logra proponiendo tres tiempos narrativos y extractos de este libro inventado, en lo que fácilmente podría ser una novela corta impresionante. Pero Eisenberg no escribe novelas, es “una cuentista de novela”, como señala Rodrigo Fresán en el blurb de contratapa de La venganza de los dinosaurios. Que Eisenberg no escriba novelas es simplemente una decisión y no una tara, queda claro en sus cuentos largos, sobre todo en “El crepúsculo de los superhéroes”, señalado como “el mejor cuento sobre el 11 de septiembre jamás escrito” en la contratapa. Aquella persona —editor, publicista, etc.— tuvo razón. En Nueva York, un dibujante no puede seguir su obra, la del superhéroe Pasividad-Man, cuyo obvio referente es Bartleby y el goce que proviene ante la decisión de no intervenir. El problema es que la parálisis creativa roza la del propio superhéroe, ¿es que acaso se puede hacer algo cuando tu ciudad o país es atacado de esa forma? Pasividad-Man, por supuesto, no habría hecho nada, ¿y si acaso es eso lo que produjo lo de las Torres Gemelas? “¿A cuánta distancia tiene que pasar algo para que uno tenga derecho a ignorarlo?”. Las descripciones de la sociedad neoyorquina lidiando con los días posteriores del atentado son apabullantes, quirúrgicas; es un cuento formidable que logra algo muy difícil: crear a partir de un síntoma personal previo al atentado —la incapacidad del dibujante de seguir creando la historia— el reflejo perfecto del síntoma social posterior. Es más que suficiente para alegrarnos del hecho de que Eisenberg haya dejado de ser una desconocida en nuestro idioma.

     


    La venganza de los dinosaurios, Deborah Eisenberg, Chai Editora, 2023, 224 páginas, $29.900.


    Relatos, Deborah Eisenberg, Chai Editora, 2022, 240 páginas, $19.900.

  242. Las formas de la pesadilla

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    Islas de calor es el primer libro de Malu Furche, directora audiovisual y guionista. Se trata de cuatro cuentos enmarcados en un momento distópico: cuando la temperatura de la ciudad capital se mantiene sobre los 40 grados, escasean el agua y la comida, hay cortes de energía eléctrica, la gente muere en las calles por deshidratación o insolación, y los sobrevivientes hacen poco más que resistir.

    Este es el escenario, transitado ya por numerosos autores, como lo comentó Sergio Missana en un reciente ensayo publicado en esta misma revista. Lo que hace singular a Islas de calor es que no se limita a las circunstancias de la distopía climática, sino que plantea historias situadas en ese entorno, pero que se emparentan con otras tradiciones, incluso con resonancias donosianas —el horror de los corredores de la casona patronal, como lo definió Rafael Gumucio— que proponen la casa, lo doméstico, como un espacio ominoso y de secreta violencia. En esto dialoga también con novelas como Carcoma, de Layla Martínez (Laurel, 2021), o Te di ojos y miraste las tinieblas, de Irene Solà (Anagrama, 2023); en ambas la casa no es simplemente el escenario de los acontecimientos, sino que se constituye en un personaje relevante, con sus propios rituales y apetitos.

    El primer cuento, “Vivir así”, alude a una canción de Camilo Sesto, el cantante favorito de una de las protagonistas. “Vivir así es morir de amor”, dice el verso completo: es una manera de entender la relación —tan sofocante como el ambiente— entre una patrona y su empleada, dos mujeres que se conocen desde niñas y que han transitado por diversas formas de dependencia y humillación mutua. Esquelética y mezquina una, gorda y generosa la otra, ambas se han degradado al mismo ritmo que la casona que habitan. El espacio doméstico está plagado de secretos, que son formas diversas de violencia. El engaño, el maltrato y su negación se incuban incluso en las nuevas generaciones de una familia cuya infelicidad adquiere ribetes siniestros.

    Lo que hace singular a Islas de calor es que no se limita a las circunstancias de la distopía climática, sino que plantea historias situadas en ese entorno, pero que se emparentan con otras tradiciones, incluso con resonancias donosianas —el horror de los corredores de la casona patronal, como lo definió Rafael Gumucio— que proponen la casa, lo doméstico, como un espacio ominoso y de secreta violencia.

    La violencia latente en las relaciones domésticas es el hilo que cruza estas historias. “La Atacama (o los que no vuelven)” es el relato en que esta tensión desborda hacia el territorio de lo paranormal. Ese giro desconcierta en una primera lectura, pero al mirar el libro completo se entiende como una extensión posible de ese protagonismo de la casa que se anunciaba ya en el primer cuento. Es interesante, además, cómo ese horror se vincula con la violencia política y se hace eco de episodios de la historia reciente de Chile, como la de las tertulias literarias de Mariana Callejas, realizado en las dependencias superiores de una casa en cuyo sótano se torturaba. La superficie y lo oculto estructuran esta narración entre gótica y punk.

    Animales de calor” tiene también un elemento sobrenatural que no alcanza las resonancias de los anteriores, aunque su protagonista es tan relevante en la propuesta del libro que vuelve a aparecer en el relato siguiente, el último del volumen. “La viuda y la virgen” ofrece una imagen poderosa: la de la Virgen del cerro San Cristóbal incendiada, que irrumpe nuevamente como una proyección distorsionada de la realidad, como ocurre en las pesadillas. El anclaje de este libro con escenarios que existen en la ciudad provoca la inquietud de lo que parece conocido y, al mismo tiempo, tiene algo distinto. La viuda del relato ha sido bendecida con un milagro sin sentido, protegida por alguna fuerza sobrenatural que, en cambio, no es capaz de detener el desastre climático global. Un dios, digamos, con extrañas prioridades. Los fieles agradecen a la viuda a la usanza tradicional: “gracias por favor concedido”, reza uno de los cartelitos clavados afuera de la casa.

    La distopía de este relato está en el entorno, pero los conflictos remiten, como en el resto del libro, a miedos y amenazas, a defectos y virtudes atemporales. Anclados a este fin de mundo, los personajes se aferran a sus miserables ganancias. Nada muy distinto de lo que ocurre hoy con la discusión sobre la crisis climática, la destrucción del Amazonas, el uso de combustibles fósiles o la contaminación de los océanos. Como en los espejos retrovisores, todo en este libro está más cerca de lo que aparenta.

     


    Islas de calor, Malu Furche, La Pollera, 2022, 137 páginas, $11.900.

  243. La desigualdad no es el precio de la civilización

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    La historia importa. Mientras debatimos sobre las estatuas y la esclavitud y discutimos el papel del imperio, nos hemos acostumbrado a las constantes disputas sobre el pasado. Pero hay una rama de la historia que, hasta ahora, se ha mantenido por encima de la refriega: la historia de nuestro pasado más temprano, el “amanecer” de la humanidad. Para el antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow, este consenso es un problema. Como argumentan en este libro iconoclasta e irreverente, gran parte de lo que creemos que sabemos de esta era lejana es en realidad un mito; de hecho, es nuestro mito de origen, un equivalente moderno de Adán y Eva y el Jardín del Edén. En esencia, es una historia del surgimiento de la civilización y, con ella, el surgimiento del Estado. Como todos los mitos de origen, esta narrativa tiene un poder enorme, y su alcance y resistencia nos impiden pensar con claridad sobre nuestras crisis actuales.

    Este mito, argumentan, se puede encontrar en los estantes de todas las librerías de las avenidas y los aeropuertos, en libros superventas como Sapiens: de animales a dioses, de Yuval Noah Harari; El mundo hasta ayer, de Jared Diamond; y Los orígenes del orden político, de Francis Fukuyama. Todos estos libros comparten una suposición común: a medida que las sociedades se vuelven más grandes, más complejas, ricas y “civilizadas”, inevitablemente se vuelven menos equitativas. Se dice que los primeros humanos vivían como los recolectores del desierto de Kalahari, en pequeñas bandas móviles que eran casualmente igualitarias y democráticas. Pero este idilio primitivo o infierno hobbesiano (las opiniones difieren) desapareció con los asentamientos y la agricultura, que requerían la gestión del trabajo y la tierra. El surgimiento de las primeras ciudades y, en última instancia, de los Estados, exigió jerarquías aún más pronunciadas y, con ellas, todo el paquete civilizatorio —líderes, administradores, la división del trabajo y las clases sociales. La lección, entonces, es clara: la igualdad humana y la libertad han de ser trocadas por el progreso.

    Graeber y Wengrow ven los orígenes de esta narrativa de “etapas” en el pensamiento de la Ilustración y muestran que ha sido persistentemente atractiva porque puede ser utilizada tanto por radicales como por liberales. Para los primeros liberales como Adam Smith, era una historia positiva que podía utilizarse para justificar el aumento de la desigualdad provocado por el comercio y la estructura del Estado moderno. Pero una variación de la historia, presentada por el filósofo Jean-Jacques Rousseau, resultó igualmente útil para la izquierda: en el “estado de naturaleza”, el hombre era originalmente libre, pero con la llegada de la agricultura, la propiedad, etc., terminó encadenado. Y Friedrich Engels fusionó la fábula del “buen salvaje” de Rousseau con ideas evolutivas darwinistas, para producir una narrativa marxista más optimista del progreso histórico: el comunismo primitivo es reemplazado por la propiedad privada y los Estados, y luego por un comunismo moderno y proletario.

    Es este relato —tanto en sus formas liberal como en la más radical— el que Graeber y Wengrow buscan desmantelar utilizando investigaciones antropológicas y arqueológicas recientes. Las excavaciones en Luisiana, por ejemplo, muestran que alrededor del año 1.600 a. C., los nativos americanos erigieron gigantescos movimientos de tierras para reuniones masivas, que atrajeron a personas de cientos de millas a la redonda —evidencia que destruye la noción de que todos los recolectores vivían vidas simples y aisladas.

    Mientras tanto, la llamada “revolución agrícola” —el pacto fáustico del Neolítico cuando la humanidad cambió la simplicidad igualitaria por la riqueza, el estatus y la jerarquía— simplemente no sucedió. El giro desde la recolección de alimentos a la agricultura fue lento y desigual; gran parte de lo que se ha considerado agricultura era en realidad horticultura a pequeña escala y perfectamente compatible con estructuras sociales planas. De manera similar, el surgimiento de las ciudades no necesitó reyes, sacerdotes y burócratas. Los asentamientos del valle del Indo como Harappa (c. 2600 A. C.) no muestran signos de palacios o templos y, en cambio, sugieren un poder disperso, no concentrado. Si bien Graeber y Wengrow son abiertos respecto de la evidencia muy limitada y las disputas sobre su interpretación, construyen un caso convincente.

    Graeber y Wengrow no idealizan una ‘edad de oro’ en particular; no se nos insta a adoptar un estilo de vida paleolítico. Destacan la gran variedad y la hibridez de las sociedades humanas primitivas —jerárquicas y no jerárquicas, iguales en algunos aspectos y no en otros. De hecho, pueblos como los Cherokee o los Inuit incluso alternaban entre el autoritarismo y la democracia según la temporada. No obstante, los autores dejan en claro sus simpatías: admiran la experimentación, la imaginación y la alegría, así como el dominio del arte de no ser gobernados.

    Sin embargo, ellos reservan un desprecio especial para otro mito: la suposición de que el “salvaje” era estúpido además de noble. En una era que adora a los dioses tecnológicos de Silicon Valley, es tentador creer que somos más sapiens que nuestros antepasados lejanos. Pero los misioneros jesuitas del siglo XVII se exasperaron al descubrir la agilidad intelectual del pueblo nativo americano wyandot para resistirse a la conversión; de hecho, se mostraron más elocuentes que los “más astutos de entre los ciudadanos y mercaderes de Francia”. Esta sofisticación se atribuyó a los consejos democráticos de los wyandot, que “que se celebran casi todos los días en las aldeas, y sobre casi todos los temas” y “mejoran su capacidad para la oratoria”. Estas habilidades y hábitos, sugieren Graeber y Wengrow, en realidad hicieron que los llamados pueblos primitivos fueran más “animales políticos” de lo que somos ahora, comprometidos ellos en el asunto diario de organizar sus comunidades en lugar de twittear ineficazmente al respecto.

    Graeber fue, hasta su muerte en el año 2020, a la edad de 59 años, uno de los anarquistas más famosos del mundo y un líder intelectual del movimiento Occupy Wall Street. El amanecer de todo ciertamente sigue una larga tradición de antropología antiestatista. Un ejemplo temprano fue El apoyo mutuo (1902) del geógrafo anarquista y príncipe Piotr Kropotkin, que proporcionó una alternativa a las historias evolutivas de moda de su época y defendió a los pueblos “salvajes” contra los duros juicios tanto de los imperialistas como de los marxistas. Y en su ensayo de 1972 “La sociedad opulenta primitiva” (recogido en su libro Economía de la Edad de Piedra, 1974), el antropólogo estadounidense Marshall Sahlins se preguntaba si los recolectores del Kalahari, con su jornada laboral de dos a cuatro horas, estaban realmente mucho peor que el trabajador de oficina o de fábrica que trabajaba de nueve a cinco.

    Es importante destacar que Graeber y Wengrow no idealizan una “edad de oro” en particular; no se nos insta a adoptar un estilo de vida paleolítico. Destacan la gran variedad y la hibridez de las sociedades humanas primitivas —jerárquicas y no jerárquicas, iguales en algunos aspectos y no en otros. De hecho, pueblos como los Cherokee o los Inuit incluso alternaban entre el autoritarismo y la democracia según la temporada. No obstante, los autores dejan en claro sus simpatías: admiran la experimentación, la imaginación y la alegría, así como el dominio del arte de no ser gobernados, para usar el término del historiador James C Scott.

    El amanecer de todo es una lectura estimulante, pero no está tan claro cuán efectivamente logra un argumento a favor del anarquismo. Los lectores escépticos se verán impulsados a preguntarse: si los Estados en su forma actual son realmente tan innecesarios, ¿por qué se han vuelto tan dominantes en todo el mundo? Para abordar esto, Graeber y Wengrow habrían tenido que ofrecer una descripción mucho más completa de por qué surgieron los Estados modernos, cómo podrían haberse evitado y cómo podríamos vivir sin ellos. Esto es lo que Kropotkin intentó hacer, y tales preguntas parecen particularmente apremiantes cuando la gran complejidad y la interconexión de los desafíos globales actuales llevan a muchos a concluir que necesitamos más capacidad estatal, no menos.

    Aun así, la destrucción de mitos es una tarea crucial en sí misma. A medida que buscamos formas nuevas y sostenibles de organizar nuestro mundo, necesitamos comprender el repertorio completo de las maneras en que nuestros antepasados pensaron y vivieron. Y ciertamente debemos cuestionar las versiones convencionales de nuestra historia que hemos aceptado, sin examinar, durante demasiado tiempo.

     

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    Artículo aparecido en The Guardian. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    El amanecer de todo, David Graeber y David Wengrow, traducción de J. Andreano, Ariel, 2022, 842 páginas, $30.900.

  244. Solo nuevas cosas

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    Cada cierto tiempo aparecen obras que, se dice, capturan “el espíritu de la época” o el zeitgeist. Es lo que quizás logró Georges Perec en los 60 al narrar los días de una pareja de jóvenes encuestadores parisina en su novela Las cosas. Un retrato donde quedaba expresado el ethos de una nueva generación de trabajadores urbanos, frente a los que se desplegaba todo un universo de opciones, de oportunidades de consumo. Perec estaba describiendo a su propia generación: la de los europeos nacidos entre el 30 y el 40, cuyos padres fueron a la guerra y que fundamentalmente crecieron en tiempos de paz y prosperidad económica. Europeos del bloque occidental que dieron forma a sus aspiraciones recorriendo tiendas y admirando las vitrinas abarrotadas de objetos preciosos; irresistibles ante sus promesas de confort y distinción.

    Jérôme y Sylvie tienen sus cabezas llenas de visiones opulentas y, en el fondo, lo que más lamentan es no ser ricos. Aunque se les presenta en una situación económica más o menos estrecha, tampoco son pobres. Viven en un departamento pequeño y cubren apenas sus necesidades básicas. Ambos deciden abandonar sus estudios de sociología seducidos por la oportunidad de hacer dinero y escalar posiciones en la pujante industria publicitaria. Sus fantasías de posesión material parecen lejanas pero no del todo imposibles. Esta es su desgracia. No pueden descartarlas por remotas; se permiten, entonces, la construcción mental de una vida futura llena de comodidad y riquezas.

    Pasados casi 60 años de la publicación de Las cosas, Jérôme y Sylvie lograron —y logran— encarnar hasta el espanto al sujeto propio de las sociedades de consumo. Pero con una revolución digital de por medio —que fue capaz de poner prácticamente todas las cosas del mundo por lo menos al alcance de los ojos— y con una Europa diferente a la de mediados del siglo XX, marcada entre otras cosas por la inmigración y el turismo, quizás no es del todo un despropósito preguntarse por la fisonomía que tendrían los Jérômes y Sylvies del tiempo presente. Es una de las cuestiones que se propuso el escritor italiano Vincenzo Latronico en su novela Las perfecciones, la cual es un homenaje declarado a la obra de Perec y que abre, de hecho, con un epígrafe tomado de esta.

    En el relato de Latronico nos situamos en el Berlín de mediados de la década pasada. Hasta aquí llegan Anna y Tom, una pareja de jóvenes diseñadores gráficos provenientes de Italia, quienes aprovechan la libertad de movimiento que brinda su profesión para instalarse en la ciudad. Ambos trabajan desde su departamento y llevan una vibrante vida social. Forjan lazos más o menos estables con otros inmigrantes europeos del ambiente del arte y el diseño, veinteañeros como ellos; gozan de su recién adquirido gusto por la cocina y las plantas, y asisten a fiestas clandestinas y a inauguraciones en galerías de arte. Si los personajes de Perec fantaseaban con divanes de cuero y caras ediciones para su biblioteca, Anna y Tom desean que su departamento luzca un poco más como las imágenes que tienen publicadas en Airbnb, donde en fotos cuidadosamente compuestas exhiben sus impecables muebles escandinavos, electrodomésticos de acero pulido y estanterías llenas de hiedra. Es decir, desean que su realidad sea fiel a la perfección de las imágenes. Y si Jérôme y Sylvie, en su intento por comprometerse con ideales progresistas, participan en algunas manifestaciones en el contexto de la Guerra de Argelia, Anna y Tom lo hacen como voluntarios en un centro de acogida para inmigrantes.

    Puede parecer que Latronico caricaturiza, pero si lo parece es porque nos hallamos frente a una parodia. Y el chiste tiene gracia. El autor italiano muestra inteligencia en sus finas descripciones y, pese al cinismo, no construye personajes unidimensionales. Anna y Tom son presuntuosos y superficiales, pero en ellos advertimos cierta sensibilidad que los salva del patetismo y la vacuidad total. Desean una vida a la altura de las imágenes que los rodean, porque desean la belleza en sus vidas.

    Ciertamente Latronico ofrece un retrato virulento y desencantado —al igual que Perec. Tanto uno como el otro narran con distancia e ironía, y no es difícil adivinar el rechazo que les producen las fantasías mundanas de sus personajes, aunque uno sospeche que, dadas las coincidencias biográficas con estos, en el fondo estén hablando de sí mismos (el autor de Las perfecciones comparte edades con sus protagonistas, emigró de Italia para instalarse en Berlín y, como ellos, se mueve también en círculos artísticos).

    En su propósito por generalizar, por pintar un retrato de época, incluso por inquina, puede parecer que Latronico caricaturiza, pero si lo parece es porque nos hallamos frente a una parodia. Y el chiste tiene gracia. El autor italiano muestra inteligencia en sus finas descripciones y, pese al cinismo, no construye personajes unidimensionales. Anna y Tom son presuntuosos y superficiales, pero en ellos advertimos cierta sensibilidad que los salva del patetismo y la vacuidad total. Desean una vida a la altura de las imágenes que los rodean, porque desean la belleza en sus vidas.

    Las perfecciones nos recuerda que, pese a los cambios, nuestra sociedad sigue dominada por impulsos no muy distintos a los que inspiraron Las cosas, y quizás hasta hayamos dado un paso más en nuestra relación patológica con la posesión y la proyección de estatus en el contexto de una cultura de la imagen. ¿Será porque, más allá de las diferencias materiales entre una época y otra, no ocurre lo mismo con las pulsiones? Leídas así, ambas obras no solo habrían tenido la capacidad de expresar las ansias de sus respectivos momentos históricos, sino también una situación humana más permanente, y es posible que la mejor prueba de esto sea la vigencia de la obra de Perec, a la que Latronico solo cambió el decorado.

     


    Las perfecciones, Vincenzo Latronico, traducción de Carmen García-Beamud, Anagrama, 2023, 168 páginas, $19.000.

  245. Revisa los contenidos que trae revista Santiago 21

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    CENTENARIO DE JOSÉ DONOSO: UNA OBRA SIN LÍMITES
    Ronda nocturna: los diarios finales de José Donoso,
    por Cecilia García-Huidobro Mac Auliffe
    Donoso en la mochila, por Alejandro Zambra
    José Donoso a través de los otros, por Antonio Díaz Oliva
    Un pájaro todavía aletea en la literatura latinoamericana, por Michelle Roche Rodríguez
    Desilusiones, por Eugenio Tironi
    Regreso al país de las sombras, por Héctor Soto
    Ensayo general del escritor, por Álvaro Matus
    Los miedos de Pepe Donoso, por Sebastián Edwards
    Manuel Puig, Mario Vargas Llosa y el chisme como materia prima, por Pedro Pablo Guerrero
    José Donoso: o cómo preparar el terreno para una novela perfecta, por Zachary Issenberg
    Nada se pierde, todo se transforma, por Carlos Flores Delpino
    Confesiones de un discípulo, por Marco Antonio de la Parra

    LAGUNAS MENTALES
    Antídotos contra el aburrimiento,
    por Manuel Vicuña

    La política en tiempos de nihilismo, por Carlos Peña

    Cartonero a tus cartones, por M. E. Orellana Benado

    Timothy Garton Ash: europeo consciente y crítico de la arrogancia, por Ferenc Laczó

    Escenas de un mundo posliberal, por Marcelo Somarriva

    La pierna de Luis XIV, por Rafael Gumucio

    Camino de servidumbre: el libro incomprendido de Friedrich Hayek, por Pablo Paniagua y Álvaro Vergara

    La asombrosa fertilidad de la devastación, por Daniel Campusano

    Una larga lucha para el regreso a casa de un pueblo, por Amanda Hopkinson

    Rebecca Solnit: “Vivimos de relatos, tal como vivimos del aire”, por Manuel Vicuña (léelo como anticipo)

    Paul Auster: el duelo y la memoria, por Paula Escobar Chavarría (léelo como anticipo)

    ARQUETIPOS DE SITUACIÓN
    Joven madre en el Cesfam,
    por Milagros Abalo

    El canon de la rabia, por Javier Edwards Renard

    Manuel Rojas como intelectual, por Ignacio Álvarez

    PERSONAJES SECUNDARIOS
    “Oh, Valerie… no, no”,
    por María José Viera-Gallo

    Una ventolera que no se deja escribir, por Vicente Undurraga

    Libros en los que perderse, por Sebastián Duarte Rojas

    LIBROS USADOS
    La tristeza del chileno,
    por Bruno Cuneo

    La habitación propia de Juana Ramírez, por Valeria Tentoni

    Los clic, clac, paf de Julia Toro, por Milagros Abalo

    VIDAS PARALELAS
    Las miniaturas y el agua: Juan L. Ortiz y José Lezama Lima,
    por Federico Galende

    CRÍTICAS DE LIBROS Y CINE
    Lo que hicimos en la cama. Una historia horizontal, de Brian Fagan y Nadia Durrani, por Daniel Hopenhayn
    Islas de calor, de Malu Furche, por Marcela Aguilar
    Cobra, de Severo Sarduy, por Manuel Boher
    Relatos y La venganza de los dinosaurios, de Deborah Eisenberg, por Miguel Ángel Gutiérrez
    Audición, de Ryu Murakami, por Rodrigo Olavarría
    Ripley, de Steven Zaillian, por Pablo Riquelme

    TURISMO ACCIDENTAL
    Tinta china,
    por Matías Celedón

     

    Encuéntrala en nuestros puntos de venta: http://revistasantiago.cl/puntos-de-venta/

  246. Rebecca Solnit: “Vivimos de relatos, tal como vivimos del aire”

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    Usted coeditó el libro Aún no es demasiado tarde: Cómo cambiar el relato de la crisis climática de la desesperación a la posibilidad, donde se enfatiza la importancia de los relatos, porque estos pueden abrir o cerrar posibilidades. ¿Cuáles son los que debiéramos contarnos para abordar el cambio climático?
    Uno es que tenemos las soluciones, sabemos qué hacer, y que los obstáculos son solo políticos. Otro es que ahora la gran mayoría de los seres humanos en la Tierra se preocupan por el cambio climático, quieren apoyar la acción climática y que los gobiernos gasten dinero en eso. El obstáculo no es la naturaleza humana ni la gente en general, es la minoría de personas con intereses financieros y políticos en los combustibles fósiles y el statu quo. Otro es que, aunque a menudo nos dicen que vivimos en una era de abundancia, si hacemos lo que el clima requiere tendremos que renunciar a cosas y vivir en escasez. Es posible darle la vuelta a ese relato y decir: ahora vivimos en escasez, escasez de aire limpio, agua limpia, confianza en la sociedad, esperanza en el futuro, tiempo para tener relaciones sólidas entre nosotros y con la naturaleza. Hay muchísimos relatos que la gente cuenta que los derrotan antes de comenzar, les impiden participar, y creo que mi colaboradora, Thelma Young Lutunatabua, y yo vemos que necesitamos construir un movimiento climático más fuerte que esa pequeña minoría de corporaciones, gobiernos e intereses poderosos. No estamos luchando contra nuestros enemigos, estamos tratando de motivar a nuestros amigos para que vean lo que ya hemos hecho (hay toda una lista de victorias climáticas en el libro), entiendan que hay un movimiento y miren los diferentes aspectos: la ciencia, la política, la tecnología, pero también las partes sociales y emocionales. Tenemos a la maestra budista Joan Halifax, tenemos pueblos indígenas de todo el mundo, en particular del Pacífico Sur, a los científicos del clima, etc., todos aportando perspectivas positivas y constructivas.

    Pensando en su trabajo como activista, ¿qué poder transformador les atribuye a las palabras?
    Vivimos de relatos tal como vivimos del aire. Hay relatos que funcionan como jaulas y prisiones, nos impiden ver nuestras propias posibilidades, movernos libremente por el mundo. Hay otros relatos que nos liberan y nos invitan a nuestro propio poder, a conectarnos con la esperanza y la posibilidad. Hubo un período en Estados Unidos en el que se decía: “Los relatos son maravillosos, nos encantan los relatos”; pero hay relatos sobre la inferioridad de las mujeres respecto de los hombres, relatos de derrota, relatos cínicos, relatos que justifican la desigualdad racial o la crueldad, relatos que niegan la historia. Acabo de visitar su Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, y me hizo pensar en la gente de mi propio país que niega la historia. Así es que hay relatos terribles y maravillosos, relatos aprisionadores y otros liberadores. A menudo, para cambiar el mundo se empieza por cambiar el relato: qué es posible, cómo podría ser el mundo, qué necesita la justicia, cómo sería la justicia. Eso está en cualquier movimiento de derechos humanos. Y todo movimiento activista se trata, en parte, de contar otro relato: quizás nunca hayas visto la selva tropical, pero es muy importante protegerla; no se puede ver la atmósfera superior, pero la cambiamos al quemar combustibles fósiles y liberar gas metano, y esto es lo que podemos hacer para salvarla. Entonces, sí, siempre hay relatos, pero no se trata solo de ellos. Comenzamos por los relatos, pero deben terminar siendo granjas solares, restricciones invernales, el cese de la extracción de combustibles fósiles, automóviles eléctricos y transporte público en lugar de automóviles a gasolina, una agricultura más saludable para el medioambiente. Al final, necesitamos cosas muy prácticas para el clima, pero se comienza por el relato.

    Durante décadas, en su país el pensamiento crítico de izquierda se ha centrado en la política identitaria. Pero varios intelectuales, incluso de izquierda, opinan que esta fragmentación debilita los movimientos sociales al disminuir su capacidad de proponer horizontes comunes a la ciudadanía. ¿Considera válida esta crítica? Y más importante que eso, ¿cree que el feminismo puede desempeñar un papel como articulador de todas estas causas progresistas?
    Sí. De algún modo, la política identitaria en la década de 1980 puso a la gente en pequeños espacios luchando por una cosa. Lo que necesitamos es interseccionalidad: comprender cómo todas estas cosas (la raza, el género, el medio ambiente, el clima, la democracia, etc.) están conectadas. Una mujer golpeada por su marido no puede ser una ciudadana de pleno derecho, está demasiado ocupada sobreviviendo; lo mismo una persona que está oprimida por el racismo o por la historia del genocidio contra los pueblos indígenas desde Tierra del Fuego hasta Alaska. Lo importante es ver la conexión, que estas cosas no están aisladas, que todo es una lucha por los derechos humanos y no se puede tener una izquierda sin un compromiso con los derechos humanos. A menudo veo estas críticas a las políticas identitarias provenientes de hombres blancos, que básicamente quieren que la política identitaria de los hombres blancos sea mejor, más importante, con más derechos, con derecho a oprimir a otras personas, a persistir. No es que estén en contra de las políticas identitarias, simplemente quieren su política identitaria.

    A menudo escribir es un proceso de descubrimiento, descubrir algo en el mundo, encontrar una nueva forma de pensar sobre ello. Me interesa la incertidumbre; la gente está muy apegada a la certeza, en muchas culturas la incertidumbre es aterradora o alarmante o simplemente fingen que no existe. Pero siento que ‘posibilidad’ es casi otra palabra para incertidumbre.

    En sus memorias, Recuerdos de mi inexistencia, define la mejor literatura de no ficción como el arte de distinguir constelaciones en el cielo nocturno. Este arte, afirma, es a la vez creativo y destructor. En cierto sentido, creo que en estas memorias está proponiendo su poética. ¿Podría contar más al respecto?
    Una vez dije que las estrellas son dadas y las constelaciones las hacemos; las estrellas son las estrellas, existen desde mucho antes que los seres humanos evolucionaran, pero cuando dibujamos un oso, una reina en su silla, un escorpión en el cielo, creamos relatos, creamos cultura humana. Para mí, la no ficción consiste en elegir una constelación: hay una relación entre este hecho histórico y esta idea y esta posibilidad, o entre esto que sucedió en el siglo XIX y dónde nos encontramos ahora. Se trata de construir relaciones, como dibujar líneas entre las estrellas, y en este libro quería hablar sobre las contradicciones de mi vida, todas las fuerzas que silencian a las mujeres jóvenes y mi propia y extraña vida como mujer joven, en la que experimenté una cantidad muy normal de silenciamiento, pero también intentaba convertirme en una escritora, es decir, una persona con voz pública. Ahora tengo 25 libros, tengo una voz, pero debido a tantas fuerzas que conspiraron para tratar de callarme, siento el compromiso de tratar de hablar, encontrar las historias que no se cuentan, escuchar a quienes se supone no tienen voz. Por eso tengo un libro que se llama ¿De quién es esta historia?, ya que analiza en quién centramos la historia. ¿Centramos la historia en el refugiado o en las personas que ya se encuentran en el país? ¿En la víctima o en el perpetrador, los ricos o los pobres, los conservadores o los radicales?

    Ha escrito con lucidez sobre la relación entre pensar y caminar, o las ventajas de la incertidumbre y el hecho de perderse en lo desconocido para encontrar algo valioso. ¿Esto también es relevante para usted como escritora?
    Sí, a menudo escribir es un proceso de descubrimiento, descubrir algo en el mundo, encontrar una nueva forma de pensar sobre ello. Me interesa la incertidumbre; la gente está muy apegada a la certeza, en muchas culturas la incertidumbre es aterradora o alarmante o simplemente fingen que no existe. Pero siento que “posibilidad” es casi otra palabra para incertidumbre. Hace poco decía que el futuro lo creamos en el presente, el futuro aún no está escrito. Y siento que en esa incertidumbre de no saber exactamente qué escribirás, a quién conocerás, cómo resultarán las cosas, también hay una sensación de libertad y posibilidad. Por supuesto, la posibilidad conlleva responsabilidad: si no sabemos qué va a pasar, pero reconocemos que el futuro se crea en el presente, también tenemos la obligación de ser buenos ciudadanos de la Tierra y participar en esas decisiones. Así es que la incertidumbre me ha interesado de diferentes maneras. Y el libro Wanderlust, que trata sobre caminar, me dejó con la sensación de que no había dicho lo suficiente sobre perderse, y eso produjo otro libro, Una guía sobre el arte de perderse, y luego otro libro casi al mismo tiempo, Esperanza en la oscuridad, que también trata sobre cómo aceptar la incertidumbre, reconociendo nuevamente que el futuro no está decidido. En cierto sentido, Esperanza en la oscuridad trataba sobre la incertidumbre en el tiempo, sobre las políticas del presente y cómo construyen el futuro; Una guía sobre el arte de perderse trataba en parte de perderse en lugares, de ir más allá de lo que sabes (imaginativa, geográfica, emocionalmente), sobre la necesidad de tomar riesgos, sobre la inevitabilidad de sufrir pérdidas.

    Usted quería ser escritora desde pequeña, casi desde el momento en que aprendió a leer. ¿Qué papel ha jugado la lectura en su vida como escritora? ¿Qué autores han sido significativos para usted y por qué?
    En realidad, antes quería ser bailarina, luego aprendí a leer. Por un tiempo quise ser bibliotecaria, porque viven con libros todo el día y nada puede ser más maravilloso, y luego me di cuenta de que alguien escribía esos libros. (…) Un gran hito para mí fue encontrar el libro Laberintos, de Jorge Luis Borges. Todavía tengo la edición de bolsillo de Penguin. Creo que estaba en Inglaterra, me costó 95 peniques, era muy barato y está deshecho, y Borges realmente me mostró por primera vez cómo en algo muy breve, algo que no era ficción en el sentido más convencional, eran posibles una creatividad y una exploración poética extraordinarias, y al mismo tiempo, una especie de contemplación filosófica de cómo son las cosas, cómo podrían ser y las figuras del pasado, etc. Así es que eso fue un gran hito para mí. Y luego hay muchos escritores: George Orwell, Virginia Woolf, James Baldwin, pero ya que estoy aquí diré que los escritores sudamericanos han sido muy importantes para mí. Antes de Borges, leí Cien años de soledad. Y creo que hay dos escritores que encarnan perfectamente el ser profundamente político y, al mismo tiempo, profundamente poético: el subcomandante Marcos de los Zapatistas y Eduardo Galeano. Llegaron más tarde en mi vida, pero también han influido mucho en cómo escribir sobre temas profundamente políticos sin utilizar el lenguaje seco del periodismo, el lenguaje rancio del marxismo, y cómo no separar lo poético, lo imaginativo, y lo profundamente político, que no es necesario tratarlos, como lo hacen muchos escritores en inglés, como dos ámbitos separados que ni siquiera se cruzan.

     

    Imagen de portada: Rebecca Solnit en la Universidad Diego Portales, en enero de 2024. Fotografía: Archivo UDP.

     

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    El video con la entrevista completa se encuentra en el sitio web del Centro para las Humanidades de la Universidad Diego Portales: https://www.centroparalashumanidadesudp.cl/

  247. Desnudos sin saberlo

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    No hay nada más parecido a una manada de renos salvajes que corre por las estepas mongolianas, que una manada de renos domesticados que corre por las estepas mongolianas”, dice el antropólogo Charles Stépanoff, causando risas entre el público, mientras proyecta la imagen de dos grupos de renos casi idénticos corriendo por las estepas del sur de Siberia. Las fotografías provienen de su trabajo de campo, donde aprendió que los pastores tozhu domestican a sus animales sin necesidad de encerrarlos en establos, marcarlos a hierro ni lacearlos, como se suele hacer en los países occidentales con el ganado bovino, equino u ovino. Por el contrario, los dejan moverse libres por las estepas y los bosques, y se reúnen con ellos cuando los animales deciden ir, en pequeños grupos, hacia los humanos. Solo entonces pueden ordeñarlos, montarlos y eventualmente matarlos para obtener su carne, no sin antes ofrecerles disculpas. Para atraerlos y ganarse su confianza, cultivan una relación personal entre individuos, por decirlo de algún modo, de tú a tú. Cada pastor tiene un vínculo con un reno en particular, al cual le pone nombre, le canta una canción y lo atrae dándole orina humana —una delicia para los renos— y sal con la mano, que dejan langüetear por el rumiante.

    Ejemplos como este de relaciones intensas entre animales y humanos (cazadores, pastores, criadores, chamanes, domadores de fieras…) desfilaron a fines de junio del 2011 en el Collège de France, en el coloquio internacional “Un giro animalista en antropología”, convocado por el prestigioso antropólogo Philippe Descola, autor del libro Más allá de naturaleza y cultura, publicado en 2005. En sus cerca de 500 páginas, Descola demuestra que la gran distinción entre naturaleza y cultura, que funda ni más ni menos que a las ciencias sociales como algo distinto de las ciencias naturales, en realidad no es una constante universal, sino que es una creación histórica que solo se encuentra en las culturas occidentales de raíz judeocristiana y grecolatina. Es lo que el autor comenzó a explorar años antes en una etnografía realizada con los achuar, una sociedad indígena de la Amazonía ecuatoriana, y que cristalizó en el libro La naturaleza doméstica. Simbolismo y praxis en la ecología achuar (1988). Allí, Descola expone que para ellos no hay un corte entre el espacio donde habitan los humanos, la aldea y el resto de la selva, sino que esta es concebida por esa cultura como un jardín, una extensión del hogar, y que sus habitantes pueden ser más humanos que los propios humanos, por ejemplo, de una tribu enemiga.

    El dualismo que ubica a los humanos en el compartimento superior y al resto de los seres naturales —plantas, animales, piedras— en una posición inferior, disponible para ser usada a beneficio de los primeros, no sería para las demás culturas algo dado. En el Génesis, sin embargo, se dice que Dios al crear al hombre a su imagen y semejanza determina: “Que tenga dominio sobre los peces del mar y sobre las aves del cielo; sobre los animales domésticos, sobre los animales salvajes y sobre todos los animales que se arrastran por el suelo”.

    Principios irritantes ya desde el siglo XVI, cuando las potencias coloniales amparadas por la Iglesia pusieron en entredicho la humanidad de las poblaciones no cristianas para justificar la ocupación territorial, la esclavitud y el asesinato, y también durante la Revolución Industrial del siglo XIX, cuando “las poblaciones colonizadas, relegadas al rango de recurso natural, tenían derecho al mismo trato que el carbón de las minas”, dijo Descola en una entrevista publicada, en 2016, por el periódico La Nación de Argentina.

    El coloquio contó con la presencia de eminentes investigadores que, como Stépanoff, plantean serios desafíos a las categorías del pensamiento contemporáneo, como la filósofa y etóloga belga Vinciane Despret y el antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro. Ambos se conocen y Despret ha declarado en numerosas ocasiones la influencia que Viveiros de Castro y su perspectivismo amazónico han tenido en su propia trayectoria intelectual.

    El perspectivismo, noción tomada del filósofo alemán del siglo XVII Gottfried Leibniz (inventor del cálculo infinitesimal, de la teoría de los mundos posibles), plantea que las almas no son unos huevos cerrados al interior de los cuerpos, como un divino tesoro que al llegar la muerte se iría al cielo, al hades o al infierno. Un alma sería más bien una perspectiva arrojada al mundo o un conjunto de proyecciones sobre el mundo desde el cuerpo hacia afuera, como una especie de linterna que sale de la percepción y que absorbe dentro suyo las imágenes que logra captar. Puede parecer una forma de subjetividad exacerbada, ya que acepta sin rodeos que nadie vería lo mismo que los demás, incluso (o sobre todo) cuando se está delante del mismo objeto o la misma situación, ya sea por una diferencia de ángulo, de distancia o porque los sujetos observadores no tienen nunca la misma experiencia acumulada, y eso condiciona la percepción. Así como existe la memoria selectiva, también está la percepción selectiva: un amante del rock al escuchar a Jimi Hendrix puede distinguir y hasta saborear cada nota de su guitarra eléctrica, allí donde otros no oyen más que un amasijo incomprensible de sonidos estridentes. O por poner otro ejemplo que suelen dar los antropólogos, allí donde uno ve nieve, los esquimales pueden distinguir innumerables tonalidades de blanco, y esas distinciones forman parte de su mundo y les permiten vivir allí.

    El perspectivismo amazónico de Viveiros de Castro plantea algo comparable, pero a nivel cosmogónico. Allí donde uno ve a un jaguar, un tucán o un caimán, los indígenas amazónicos, según las investigaciones realizadas por él y otros colegas brasileños, ven personas, solo que con otra apariencia, con otra piel, con otra ropa, debajo de la cual se esconde una forma humana.

    El perspectivismo amazónico de Viveiros de Castro plantea algo comparable, pero a nivel cosmogónico. Allí donde uno ve a un jaguar, un tucán o un caimán, los indígenas amazónicos, según las investigaciones realizadas por él y otros colegas brasileños, ven personas, solo que con otra apariencia, con otra piel, con otra ropa, debajo de la cual se esconde una forma humana. Y hay más: la frontera que diferencia a los humanos de los animales no sería, como para nosotros, el resultado de un proceso de evolución biológica ni un estatuto privilegiado conferido por Dios. La frontera es la muerte. Al terminar nuestras vidas, las almas no se van a un mundo donde viven exclusivamente con otras almas, separadas de sus antiguos cuerpos, sino que cambian de cuerpo: al morir nos convertimos en animales. Por eso hay que tener mucho respeto y cuidado al encontrarse con un animal cuando se anda por la selva, ya que podría ser nuestra hermana, nuestro tío o nuestra madre que todavía nos quiere y que podría llevarnos a su mundo. Para los amazónicos, la muerte llega cuando nos mata un muerto.

    ¿Pero cómo se ven los animales a sí mismos? ¿Y cómo nos ven a nosotros, los humanos humanos, por decirlo de algún modo, o humanos vivos?

    Pues de la misma manera que los vemos a ellos y nos vemos a nosotros. Cuando están entre ellos, se sacan la ropa de jaguar o de tucán y se ven y actúan como personas: celebran matrimonios, cuentan historias, cantan y bailan canciones, viven en aldeas y hacen expediciones por el bosque. Y a nosotros nos ven como animales: el jaguar, que es capaz de comernos, nos ve como a unos pecaríes (pequeños cerdos salvajes que viven en piaras y que son una fuente importante de alimento para los indígenas) y los pecaríes nos ven a nosotros como jaguares, los cazadores por excelencia de la selva amazónica.

    Estos elementos del perspectivismo amazónico, y otros más, le han servido a Vinciane Despret para profundizar una intuición genial de uno de los fundadores de la etología —ciencia que estudia el comportamiento animal—, el biólogo estonio Jakob von Uexküll (1864-1944) y su teoría del umwelt, o mundo circundante, que apela a conocer a los animales no tanto por sus características físicas ni por su comportamiento, sino por algo que se ubica entremedio: el mundo que cada especie es capaz de percibir (selectivamente) según sus capacidades fisiológicas o, por qué no, cognitivas.

    Hoy, uno de los enganches más convincentes de la defensa de los animales es el sufrimiento animal. Difícilmente podría negárseles a los animales, al menos a los vertebrados, su carácter de seres sintientes, acondicionados para sentir placer y dolor. Una consecuencia de eso es el malestar que nos invade cuando nos enteramos de que hay gallinas encerradas en jaulas sin poder moverse poniendo huevos día y noche bajo luz artificial, o de cómo funcionan los mataderos. La industria de los alimentos es una fuente inagotable de ejemplos terroríficos. Pero se puede llegar más lejos si aceptamos que los animales tienen un fuero interno donde pueden representarse el mundo en el que viven, que los afecta y al que afectan, que les provoca ya no solo placer y dolor, sino alegrías, tristezas y estados anímicos que pueden ser casi o tan complejos como los nuestros.

    En su libro ¿Qué dirían los animales si les hiciéramos buenas preguntas?, Despret expone decenas de ejemplos de animales que muestran actitudes y capacidades que pueden ser comparadas con las humanas: la vanidad, la mentira, la indecisión, la piedad, la capacidad de suponer intenciones o de gastar bromas con el único fin de divertirse. Uno de estos ejemplos es el de las vacas y de sus criadores que pasan tiempo con ellas, las conocen y afirman que tienen una personalidad, una voluntad, caprichos, gustos, intenciones, preferencias, reacciones singulares a las acciones de los humanos y del entorno, y que no son propias de la especie sino de cada vaca. Son animales que responden, y son esas respuestas la materia de su conocimiento.

    A propósito de las exhibiciones de bovinos que suele organizar el gremio ganadero, en que son premiadas las más hermosas, señala que los criterios humanos de valoración son de algún modo interiorizados por las concursantes. Los testimonios de sus criadores acerca de cómo “el animal sabe y participa activamente de su propia puesta en escena”, son varios y elocuentes. Aquí va uno incluido en el libro de Despret: “Esa vaca era una estrella y se comportaba como una estrella, como si fuera un ser humano participando en un desfile de moda. Sobre el podio, la vaca miraba, estaba en su posición, estaba la tribuna, ella estaba así, y allí estaban los fotógrafos. Miró a los fotógrafos, y lentamente, mientras las personas aplaudían, giró la cabeza y miró a las personas que aplaudían […]. Ahí, uno hubiera dicho que ella había entendido lo que tenía que hacer. Además era magnífica, porque era natural”.

    Y Despret señala la clave (las cursivas son suyas): “Los criadores ven a sus animales como capaces de verse como nosotros mismos nos veríamos si estuviéramos en su lugar”.

    Para el caso, ese lugar es un lugar de exhibición.

    Esto lleva a la filósofa a dar un paso más en el trabajo intelectual de concederle un alma a los animales: La cuestión de la conciencia animal ya no es solo un asunto de reconocerle capacidades cognitivas y una interioridad más compleja que la de un “ser sintiente”, es más bien un asunto que denomina “interrelacional”.

    ‘¿Vergüenza de qué y ante quién? Vergüenza de estar desnudo como un animal. (…) Lo propio de los animales, y lo que los distingue en última instancia del hombre, es estar desnudos sin saberlo. Por consiguiente, no estar desnudos, no tener conocimiento de su desnudez, ni la conciencia del bien y del mal, en definitiva’.

    No se trata de reaccionar a un estímulo, como lo ha trabajado de manera rigurosa y repetitiva la psicología conductista, basándose en la alternativa bastante pobre entre castigo y recompensa, sino de mostrarse, de exhibirse ante los otros, incluso más allá de las fronteras entre las especies, y desarrollar así una personalidad, una inteligencia y hasta un estilo. Mostrarse, para los animales —según Despret—, es una forma de pensarse, porque es ponerse en el lugar del otro para ver cómo ese otro nos ve, y eso necesariamente atañe a la capacidad de imaginación y de “definir cierta dimensión de la conciencia de uno mismo”.

    ¿Pero qué pasa con los animales que no son puestos o no quieren entrar en el juego de la exhibición? ¿Cómo verificar esa autoconciencia?

    La exhibición, según la etóloga, tiene un complemento exacto, tal vez menos sofisticado, pero que implica la misma capacidad de “saber verse como otros lo ven”: la capacidad de ocultarse, no es lo contrario, sino lo complementario, ya que también indica la posibilidad de adoptar la perspectiva del otro: “Desde el lugar en el que está, no puede verme”, diría el animal si pudiera usar palabras. “Un animal que se oculta sabiendo que se oculta es entonces un animal dotado de la capacidad para el perspectivismo”, concluye Despret.

    Llegados a este punto, quisiera invertir el orden de las preguntas y respuestas que pueden surgir entre las especies animales, no ya para encontrar la manera de comprender a los demás animales y sus perspectivas sobre el mundo, sino para explorar cómo ellos pueden echar luz sobre nosotros. Jacques Derrida, un filósofo críptico, pero que ofrece páginas muy bellas, tiene una en la que habla de su gata, en un libro póstumo dedicado a los animales, El animal que luego soy. Al preguntarse lo que tal vez todos nos hemos preguntado, ¿quién soy?, no le sirve mirarse desnudo delante del espejo, delante de sus propios ojos. La pregunta cobra vida ante la mirada del otro, y para él la mirada del otro por excelencia es la mirada del animal, de “un animal”. Al salir de la ducha, se enfrenta a la mirada de su gata, que también está desnuda, lo mira sin moverse, “solo para ver, sin privarse de hundir su vista en dirección al sexo”, y lo “inunda una profunda vergüenza”. No es la vergüenza que sentiría cualquiera, por ejemplo, al ir desnudo de una habitación a otra de nuestra casa y encontrarse con una visita inesperada, ni cuando soñamos que salimos a la calle, al trabajo, y se nos olvidó ponernos los pantalones (¿a quién no le ha ocurrido?). Podríamos llamar a esas situaciones una desnudez afirmativa, una desnudez que queda explícita.

    La vergüenza de nuestra desnudez ante un gato u otro animal es, por el contrario, la vergüenza de haber perdido nuestra desnudez, “una vergüenza de tener vergüenza”, de vernos en “el espejo de una vergüenza vergonzosa de sí misma”, y concluye en su estilo derrideano con un importante pero: “¿Vergüenza de qué y ante quién? Vergüenza de estar desnudo como un animal. (…) Lo propio de los animales, y lo que los distingue en última instancia del hombre, es estar desnudos sin saberlo. Por consiguiente, no estar desnudos, no tener conocimiento de su desnudez, ni la conciencia del bien y del mal, en definitiva”.

    Porque la respuesta a qué es “lo propio del ser humano” (pregunta que ha obsesionado a la filosofía, nos recuerda el autor), en nuestras culturas de tradición europea no sería, como lo ha propuesto la filosofía de esa tradición, la razón, el lenguaje, la capacidad de erguirnos sobre dos de nuestras cuatro extremidades, sino de vestirnos, es decir, de ocultar explícitamente lo que nos une con el resto de los animales, porque estamos conscientes de nuestra desnudez.

    Difícil no asociar la respuesta de Derrida con el mito del pecado original, después del cual el hombre y la mujer fuimos expulsados del paraíso, obligados a ponernos ropa y condenados a vivir una vida sufrida, marcada por el hambre, el frío y una deuda infinita con Dios. Pero en ella no hay rasgos de puritanismo, sino que insinúa lo contrario y ubica a los animales no en un plano de inferioridad, y tal vez tampoco de superioridad, pero sí de felicidad, de liviandad, y abre la puerta a un conocimiento a la altura de esa vida.

     

    Imagen de portada: Detalle de una ilustración de Miguel Vilca Vargas.

  248. Morder los tobillos

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    Hace un tiempo le escuché comentar a Hernán Ronsino algo que entonces tomé como una especie de arte poética. Es importante dónde dijo lo que ahora voy a citar. Ocurrió en una charla en su Chivilcoy natal, ese lugar del que se fue a sus 18 años para estudiar en la capital, pero del que nunca se fue del todo. Ese lugar, en cualquier caso, que nutrió tempranamente su mirada, lo que equivale a decir su escritura. No solo porque Chivilcoy figura transmutado en espacio literario en al menos tres de sus novelas (La descomposición, Glaxo y Lumbre), sino porque dibuja un mundo propio que crea a su vez una manera de plantarse en el mundo. Lo que decía Ronsino entonces era que le gustaba asemejar los bordes periféricos con el comportamiento de los perros de calles de tierra, en la provincia, que cuando ven pasar a alguien en bicicleta corren a morderle el tobillo. Pero cuando la bicicleta entra al asfalto disciplinan su comportamiento, no se atreven a embestir. “Hay algo de ese perro que sale a buscar el tobillo”, decía, “que constituye una estética periférica que para mí es fundamental a la hora de escribir, y que me lo dio no solo el paisaje, sino haber hecho de este lugar mi territorio de formación, mi infancia, mi espacio donde iba y venía permanentemente”.

    En la primera parte de Notas de campo aparecen algunas escenas que fueron modelando la formación de una mirada cotidiana y de vida, que se trenzan con la formación de una mirada literaria. Porque, como lo dice mejor el mismo Hernán en el primer ensayo (“Un escritor en bicicleta” se titula, ya que hablábamos de bicicletas), “un lector se construye como lector antes de tener un libro en las manos. Primero está la mirada. Para leer hay que tener una mirada voraz, una mirada que esté incómoda con la realidad”. De lo que se trata este libro es del alcance, de los contornos, de la materia de la que está hecha esa sensibilidad singular, que no le hace el quite a la deriva ni al aburrimiento y que pone el ojo en la periferia, en los detalles, en la arruguita, en los bordes.

    En lo que se sale de campo, en lo ligeramente desenfocado.

    Así como en las novelas de Ronsino leemos a través de los intersticios de unas historias que nos llegan fragmentadas y hay elementos que se repiten y van creando manchas de sentido, en estos ensayos la operación es semejante. Pero no solo vemos la recurrencia de asuntos que él mismo admite al inicio (“el pueblo, la experiencia, la memoria y un puñado de autores”), esas huellas que “ofrecen una posibilidad de habitar la literatura”, sino que aparece también una música. La música del que nunca aprendió a tocar violín; del que nunca escribió un poema. Pero del que, al modo de Juan José Saer, “incorpora la poesía en su prosa”. Un pulso, un sentido de la extrañeza, un modo de morder los tobillos de la palabra.

    Hernán Ronsino hace lecturas cruzadas, establece genealogías, encuentra conexiones y disonancias entre autores, dadas por sus procedimientos de escritura, sus pulsos narrativos, sus estrategias, sus búsquedas estéticas. Así lo vemos, por ejemplo, con Lugones y Donoso, cuyos secretos familiares traerán esquirlas genealógicas de distinto calibre pero de semejante impacto.

    El racimo de autores convocados en estas páginas (de Piglia a Canetti, de Rodolfo Walsh a Esther Kinsky, de Saer a Donoso, de Anna Seghers a Beckett, de Proust a la enigmática Eloísa Simón) irán trenzándose a partir de ejes que atraviesan asuntos como la lengua (la que se pierde, la que se adopta, la que se camufla, la que da cuenta del despojo, la que se construye), el arraigo y el desarraigo, el compromiso con la letra, el viaje en su sentido más amplio, la ruina, la interrupción, las vidas imaginarias, el concepto de aventura, el discreto encanto del desquicie o los deslindes entre la memoria voluntaria y la involuntaria.

    Hernán Ronsino hace lecturas cruzadas, establece genealogías, encuentra conexiones y disonancias entre autores, dadas por sus procedimientos de escritura, sus pulsos narrativos, sus estrategias, sus búsquedas estéticas. Así lo vemos, por ejemplo, con Lugones y Donoso, cuyos secretos familiares traerán esquirlas genealógicas de distinto calibre pero de semejante impacto. O así en el cruce entre Alfredo Gómez Morel y Osvaldo Lamborghini, quienes narran en la novela El río y el cuento “El niño proletario” la marginalidad cruda, pero lo hacen desde posiciones éticas que crean una relación diferente con la lengua: nostálgica en un caso, sucia en el otro. O así vemos también algunos cruces dentro de un mismo autor, como ocurre con Walsh y la conexión entre la carta del sobrino al tío en el relato “Un oscuro día de justicia”, en el que el chico pide la intervención del adulto para frenar las golpizas que le dan en el colegio donde está internado, y la “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, ese último escrito de Rodolfo Walsh, del 24 de marzo de 1977, un día antes de su desaparición, ya descolgado de la ficción: la carta como “palabra comprometida”, como último gesto de resistencia.

    O, en fin, así los contrapuntos también en los casos de Saer y Aira, cuyos registros —lento y viscoso en el primero, veloz y desopilante en el segundo— confluyen sin embargo en esquivar el mandato de un conflicto central como eje para situarse en el tiempo por fuera de la flecha del progreso, por fuera de esa escalera que asciende; como lo lleva a cabo, por otra parte, el protagonista de la más reciente novela de Ronsino, Una música, ese libro de ramaje frondoso, que se expande y al mismo tiempo concentra microuniversos que nos hacen entrar en la historia de a pedacitos… Pero me fui por las ramas, como acaso querría también Raúl Ruiz, quien se pasea campante en estas páginas, en las del ensayo acerca de Aira y Saer del que estaba hablando antes de salirme de campo y en las del libro completo a modo de un cuchicheo descentrado, un rumor de fondo. Ruiz, que en Días de campo, su adaptación libre de la obra de Federico Gana, parece volver de un lugar extraño para contarlo y para que nosotras, nosotros sigamos contando lo que nos han contado.

    Días de campo, Notas de campo.

    ¿Para qué se escribe? ¿Para qué se viaja? Y la respuesta será un discreto guiño a Benjamin, otra vez. Y a Ruiz, cómo no. ‘Para volver de lo extraño y contarlo’, dirá Ronsino, que viaja, lee, recuerda, escribe, imagina, deambula, conjetura, busca la orilla, se extravía, narra, ensaya, inventa una música, vuelve de lo extraño y articula este artefacto de piezas que dejan en el lector los destellos de un desplazamiento que nunca acaba.

    Pero vuelvo a la traza lectora que convoca Ronsino, al racimo de autores que en sus registros y estéticas tan diversos confluyen, sin embargo, decía, en un modo de abordar la experiencia artística que va a contrapelo de la flecha del progreso, las historias concluidas, zanjadas, redonditas. Y aunque no está convocada en el libro, una podría escuchar el eco de Lucrecia Martel apuntando al agotamiento del modelo hegemónico narrativo basado en el arco dramático y el conflicto central, al modo del mismo Ruiz, e interpelándonos: “¿Cuál es el conflicto? ¿Sinceramente en sus vidas esa es la palabra que mejor define lo que nos pasa o las cosas que nos preocupan?”. Lo que hace Ronsino, me parece, es dar escucha a esas preguntas, seguir el hilo de esa madeja y prestarnos su mirada singular para leer al elenco convocado y ponerlo en relación: para reunirlo en su campo propio.

    Lecturas que sedimentan una escritura. Una escritura que propicia ciertas lecturas.

    Un modo de acercarse, a campo traviesa, a la literatura. De morder los tobillos a la velocidad de los tiempos y a unas historias listas para ser deglutidas, que no dejan espacio al temible aburrimiento, al desvío de la ruta, al porque sí. Ronsino recoge el guante de lo que planteara Benjamin acerca de la crisis de una noción de la experiencia en el mundo moderno cada vez más mediado por la técnica y de la consecuente crisis del arte de narrar. ¿Cómo pensar esto ahora?, se pregunta. Y lo hace cuando las historias que su abuelo se contaba en voz alta, por ejemplo, mientras hacía turnos de noche en la fábrica Glaxo, son hoy un eco difuso. Escúchenlo: “¿Cómo contar una historia en un mundo dominado por las tramas utilitarias y los algoritmos? ¿Qué resquicio queda para los experimentos narrativos que se corren de esos mandatos y buscan transformarse en una experiencia artística que invente su propia forma?”.

    Son preguntas abiertas, estrechamente vinculadas con otras dos que parecen rondar todo el tiempo en este libro: ¿Para qué se escribe? ¿Para qué se viaja? Y la respuesta será un discreto guiño a Benjamin, otra vez. Y a Ruiz, cómo no. “Para volver de lo extraño y contarlo”, dirá Ronsino, que viaja, lee, recuerda, escribe, imagina, deambula, conjetura, busca la orilla, se extravía, narra, ensaya, inventa una música, vuelve de lo extraño y articula este artefacto de piezas que dejan en el lector los destellos de un desplazamiento que nunca acaba.

     


    Notas de campo, Hernán Ronsino, Editorial USACH, 2024, 110 páginas, $12.000.

  249. Raquel Robles: “La soledad de las infancias no es una cosa privativa de las catástrofes”

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    Las personas adultas tienen una tendencia a pensar que los niños son como los grandes, pero medio estúpidos. Siempre existe una cierta subestimación sobre lo que están pensando”, dice la escritora, docente y periodista argentina Raquel Robles. “Yo, que trabajo con infancias de toda la vida, puedo dar fe de que no existen los pelotudos en las infancias, o sí, pero como también entre los adultos. No es una característica de la infancia ser estúpido”.

    Es la voz de una niña de siete años la que está a cargo de narrar la historia en Pequeños combatientes. La protagonista y su hermano pequeño son hijos de desaparecidos durante la dictadura cívico-militar argentina y la historia brilla en la voz de quienes, generalmente, no son escuchados.

    Robles cree que las voces de las infancias, sus testimonios en primera persona, acostumbran a estar ausentes. También dice que, a la hora de narrar desde la voz de una niña de siete años, la historia cambia, en primer lugar, “desde el punto de vista de la herramienta más técnica. La voz de una niña me permitió desnaturalizar todo. Saber por primera vez. Yo creo que la escritura debiera siempre ir por ahí, o sea, ver por primera vez todo lo que estás describiendo, al menos. Y, por otro lado, me permitió contar cosas desde un mundo, no contar el mundo, sino narrar desde un estado de cosas que para esa niña componían su mundo. Un adulto hubiera utilizado categorías para juzgarlo y ella no tiene opinión. Su mundo es así”.

    Para la escritora, una premisa importante a la hora de construir esta voz era no estupidizarla. “Los niños son todo lo contrario a eso te diría, porque están con toda la energía puesta en comprender el mundo. Tienen hipótesis sobre todo lo que ven, lo que hacen. Están en una traducción permanente y, si además su mundo se rompe y tienen que ir y vivir en otro, están híper alertas. En la clandestinidad, eso se multiplica todavía más”, dice.

    Flora Celia Pasatir y Gastón Robles desaparecieron el 5 de abril de 1976, en una detención presenciada por sus dos hijos. Raquel Robles era la mayor, de cinco años. Su hermano tenía tres. Y aunque esta novela es de ficción, existen elementos autobiográficos desde la perspectiva de las sensaciones más que de los hechos, y sobre todo en la creación de la voz de la niña. “La construí con mi propia memoria. Digamos que me convertí en una niña muy silenciosa y de poco movimiento. Me volví una niña callada, quieta y observadora. De hecho, me decían ‘ay, no se nota que estás’. Desde ahí creo que comencé a construir una voz interior, muy narrativa. Tenía una conversación permanente conmigo misma”.

    Raquel cuenta que ha trabajado este libro con niños y niñas [la primera edición es de 2013], y algo que ve en esa mediación es mucha identificación. “Porque la soledad de las infancias no es una cosa privativa de las catástrofes. Esa sensación de que hay un río lleno de cocodrilos entre adultos y niños es una cosa que pasa. El no saber cómo armar un puente”.

    Flora Celia Pasatir y Gastón Robles desaparecieron el 5 de abril de 1976, en una detención presenciada por sus dos hijos. Raquel Robles era la mayor, de cinco años. Su hermano tenía tres. Y aunque esta novela es de ficción, existen elementos autobiográficos desde la perspectiva de las sensaciones más que de los hechos, y sobre todo en la creación de la voz de la niña.

    “Esa euforia duró años”

    Raquel tenía 24 años cuando entró a militar a Hijos e Hijas por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio (HIJOS), agrupación formada por descendientes de desaparecidos. “Estuve durante 10 años de una manera muy intensa, no hubo ni un solo día en que no estuviera militando”, dice. Allí, lo primero que aprendió, explica, es que no era la única. “Que no sos tan especial y que lo que te pasó a vos, le pasó a un montón de gente. Y eso, ya si tenés con qué, te ubica”.

    ¿Nunca antes tuviste esa conciencia?
    Me acuerdo de que a los nueve años una chica en la fila del colegio me dijo “mi papá o mi tío” —no me acuerdo— “dijo que lo que le pasó a tu papá y a tu mamá fue por razones políticas”. Y eso me partió la cabeza, no porque nadie me hubiera explicado lo contrario, pero que alguien más supiera algo así de mí me parecía muy raro. Esa experiencia solo la tuve después en HIJOS y me marcó a fuego también la experiencia de una fraternidad más allá de mi hermano. Eso fue tremendamente formativo, además de dimensionar la historia y de salir de la clandestinidad, porque no solamente me encontré con otros, sino que además saltamos a la escena política. Pasé de una cosa que se contaba en una intimidad a que lo supiera mucha gente.

    De esos momentos de militancia inicial, también recuerda que, colectivamente, hubo una recuperación de la infancia y la adolescencia que muchos y muchas habían perdido. “Estábamos de fiesta permanentemente. Yo nunca había ido a una fiesta, siempre había estado muy separada de mi medio, digamos. Recuerdo quizás haber ido a bailar, pero siempre por alguna razón, para juntar plata, no sé, nunca al pedo. Nuestra asamblea en capital era los jueves y había tantas cosas para compartir, tanta necesidad de estar, que volvía a mi casa el domingo y en medio iba al trabajo sin dormir. Esa euforia duró años”.

    Su propia relación con este libro ha cambiado desde su publicación en 2013. En ese entonces, dice, que tuvo “mucho miedo de escribirlo y publicarlo, porque no quería ser asociada a una literatura de hijos y quedar ahí trabada. Y bueno, pasó un montón, porque si vos googleás este libro tiene una infinidad de papers sobre infancia y dictadura, como una cosa más social que literaria. Como si desde él pudieras averiguar cómo se sentía una niña en la dictadura, como si fuera un libro de historia, que no lo es”.

    ¿Eso no confirma el hecho de la falta de testimonios de niños en este contexto?
    Claro que sí. Esto no es un testimonio. Yo era muy grande cuando lo escribí, tenía 41 años. Y con el tiempo dejé de temer. Pero además mi relación con él cambió porque en el camino me permitió conectar con un montón de gente por fuera de Argentina. Pasó de ser un libro que medio me molestaba, a ser un libro que quiero un montón.

    Además, Robles cuenta que trabajó en la versión de audiolibro en donde tuvo la oportunidad de dirigir a una actriz y esa oportunidad le permitió conectar con sus propios hijos. “En definitiva, me permitió construir una cierta narración posible acerca de mi infancia. No es mi infancia. Pero la infancia… ¿de quién es la infancia? Quiero decir ¿qué madre le cuenta la verdadera historia de su infancia a sus hijos? Siempre se construye una narración”.

    ‘En definitiva, me permitió construir una cierta narración posible acerca de mi infancia. No es mi infancia. Pero la infancia… ¿de quién es la infancia? Quiero decir ¿qué madre le cuenta la verdadera historia de su infancia a sus hijos? Siempre se construye una narración’.

    Recuperar una lengua

    Pequeños combatientes vuelve a circular en un contexto diferente al de 2013, en el que en “Argentina estamos viviendo un momento bastante particular”, dice Raquel. “Cosas que parecía que ya no se iban a escuchar, las estamos escuchando. Te diría que después de la dictadura, inclusive durante los primeros años de democracia y después del menemismo, el negacionismo no era tan explícito, más bien tomaba la forma de un silencio”.

    Once años atrás, dice ella que estaba en plena construcción lo que ahora se entiende por memoria. “Durante esos años se instaló mucho la memoria desde la perspectiva de voces que decían qué fue lo que nos hicieron, que los desaparecidos existieron, o sea, todo lo que la dictadura hizo de forma clandestina y se puso en valor, se puso en palabras”, recuerda. “A mí me parece que ahora tal vez sea un momento para pensar la memoria no solo como lo que ellos nos hicieron, sino también y, sobre todo, sobre las construcciones de nuestro lado, por decirlo de algún modo. Las construcciones del campo popular. No de una manera etérea, sino concretamente. Experiencias de comunidad, de organización, experiencias políticas. Eso aún no está dentro de la memoria con mayúscula y me parece que el libro puede aportar a recuperar esa lengua perdida. Recuperar una lengua te permite saber dónde podés encontrarte”.

     


    Pequeños combatientes, Raquel Robles, FCE, 2023, 149 páginas, $14.000.

  250. Umbrales

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    Ese día llovía y las puertas parecían cerradas. No recuerdo si habíamos discutido, pero me demoré a pesar del apuro porque quería verlas de cerca. Era en un parque grande y faltaba tiempo para recorrerlo. Sin contar los templos y santuarios históricos, solo entre el zoológico y el Museo Nacional, se puede pasar un día entero sin haber visto la laguna, el Museo de Arte Metropolitano o el Museo Nacional de Ciencias de Japón. Al bajar en la estación del Parque Ueno, éramos los únicos que habíamos salido sin paraguas. Cerca de la entrada principal, en una de las áreas más concurridas de Tokyo, el Museo Nacional de Arte Occidental es una parada que podría omitirse de no ser porque están las Puertas del Infierno, la “Capilla Sixtina” de Auguste Rodin.

    La posibilidad de acceder al inframundo es una fantasía primitiva. En diversas mitologías y religiones, la entrada a los intersticios del más allá supone embarcarse en un viaje sin regreso por una geografía sobrenatural. “Una fe popular en la inmortalidad no habría logrado mantenerse sin que se imaginaran lugares físicos en que las almas humanas pudieran permanecer después de haberse liberado de la prisión de sus cuerpos”, escribe Joaquín Barceló en Para leer la Divina Comedia. Los mapas medievales, que mezclaban conocimientos geográficos con información de los textos clásicos, la mitología tradicional y la Biblia, situaban la entrada y la salida del infierno en lugares concretos de la Tierra. En ellos, más que la geografía, el territorio era la historia.

    Cuando tenía 40 años y era solo un escultor prometedor, Rodin recibió el encargo de hacer unas puertas monumentales para el nuevo Museo de Artes Decorativas de París. Inspiradas en el Infierno de Dante, lo que parecía un proyecto acotado, terminó siendo un grupo de más de 200 esculturas, creadas en colaboración con Camille Claudel, en el transcurso de 37 años. Nunca llegaron a estar concluidas.

    La realización de la puerta definitiva consideraba trabajar en mármol y fundir en bronce, un proceso largo, que quedó interrumpido por la Primera Guerra Mundial y la muerte de Rodin. Años después, se terminó gracias a que dejó los moldes en yeso, algunos bocetos y estudios. Actualmente existen siete Puertas del Infierno, en distintas partes del mundo: un par en París y una en Tokyo, Zúrich, Philadelphia, California y Ciudad de México. La idea de que estén conectadas hace que adquieran una especie de magnetismo.

    Gobernada por una ley misteriosa, el motivo de la puerta es perfectamente ambivalente: abre el paso y lo clausura. En Lo que vemos, lo que nos mira, Georges Didi-Huberman reconoce que esa doble acepción (como “figura de apertura, pero de apertura condicional”) ha sido utilizada desde las construcciones míticas inmemoriales. “Ante la Ley se yergue el guardián de la puerta”, abre y sentencia Kafka en su famosa parábola.

    A principios de abril, cuando florecen los cerezos, las oficinistas bajan con sus compañeros de trabajo y aprovechan la hora del almuerzo para tender una manta y compartir bajo los árboles, con sus familias o entre amigos y amigas. La lluvia había cesado y el tumulto nos llevó por un sendero distinto, que nos dispuso a caminar tranquilamente por una feria larga, mirando los coloridos puestos, mientras la gente se fotografiaba contra las flores. El museo estaba por cerrar y no alcanzaríamos a ver mucho más que las puertas.

    Cuando tenía 40 años y era solo un escultor prometedor, Rodin recibió el encargo de hacer unas puertas monumentales para el nuevo Museo de Artes Decorativas de París. Inspiradas en el Infierno de Dante, lo que parecía un proyecto acotado, terminó siendo un grupo de más de 200 esculturas, creadas en colaboración con Camille Claudel, en el transcurso de 37 años. Nunca llegaron a estar concluidas.

    Pronto comenzó a llover de nuevo y nos escondimos en el Museo Nacional, que estaba más cerca. Pasó la tarde, pero no la lluvia, y decidimos correr bajo los paraguas hasta la salida. Frente a un parque de esculturas que brillaban mojadas, descubrimos que para ver las Puertas no hacía falta entrar, ya que observaba como un portal oscuro entre otras esculturas del jardín exterior del museo.

    Algo enigmático encierra una puerta cuando se alza en ausencia de un muro. Vistas al pie, imponentes, el efecto de profundidad transforma la verticalidad en caída. La puerta mide más de 5 metros de alto, casi 4 de ancho y se siente su peso de 6 toneladas. Las numerosas figuras que asoman y se confunden entre los bajorrelieves, forman de fondo una especie de hoguera incombustible, un fuego barroso de llamas humanas que varían su tamaño. Algunas más destacadas o prominentes, otras indistinguibles. Una placa ennegrecida por el tratamiento de la fundición. Cuerpos en aparente movimiento que evocan no solo a Dante, sino también a Miguel Ángel, a Baudelaire, a Camille Claudel, las influencias y fantasmas de Rodin.

    Tal vez, paralizado por la magnitud del encargo (detrás de una puerta se puede esconder un laberinto), se protegió en el marco de esa puerta y trabajó encerrado en una idea de generación y destrucción permanente. O como hacen los maestros en las construcciones: la puso sobre dos caballetes y la transformó en una mesa de trabajo donde ensayó formas y expresiones de la condición humana, de donde emerge El pensador, Las tres sombras o El beso, entre otras esculturas que son obras maestras en sí mismas.

    En su vida, Rodin unió dos mundos y dos formas de ver el arte: lo antiguo y lo moderno. Pero nunca habló mucho de la puerta ni vio su resultado en bronce.

    Las primeras dos puertas fundidas se deben a Matsukata Kôjirô, presidente de los astilleros Kawasaki, cuya colección de arte moderno sobrevivió a la destrucción del siglo XX y constituye lo que hoy exhibe en el Museo de Arte Occidental del Parque Ueno. Que haya una Puerta del Infierno en Tokyo, después de todo, no es tan extraño.

    Gran parte de la colección de Matsukata Kôjirô que se almacenó en Londres fue destruida por los incendios durante la Segunda Guerra Mundial, y mucho de lo que quedó en Japón también fue destruido por los bombardeos aliados durante la Guerra del Pacífico. El resto se preservó en Francia como parte del Tratado de Paz de San Francisco, donde se redujo y se mantuvo confiscado durante años, hasta que fue llevado a Japón, tras largas negociaciones y después de la muerte de Matsukata. Con sus horrendos pesares y tormentos, al final, la idea de un inframundo guarda al menos un consuelo: si los sueños son mundos privados, ¿dónde más podríamos estar juntos?

     

    Fotografía de portada: Matías Celedón.

  251. Bibliografía mínima

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    Giacomo Casanova, Benjamin Constant, ‘Abd al-Latīf, G. K. Chesterton, Joseph Roth, William Saroyan, Adolfo Bioy Casares, Jorge Luis Borges, Ovidio, James Boswell, Stefan Zweig, Sarah Kane, Sherwood Anderson, Roberto Bolaño, Leonardo Sciascia… Estos son algunos de los nombres sobre los que más vuelve Mínimas, de Francisco Díaz Klaassen, el autor de las novelas Antología del cuento nuevo chileno (2009), El hombre sin acción (2011), La hora más corta (2016) y En la colina (2019), además del libro de cuentos Cuando éramos jóvenes (2012).

    La diversidad de aquel listado inicial se debe a que en este nuevo libro, que recibió el premio Mejores Obras Literarias Inéditas, categoría ensayo, Díaz Klaassen mapea los que llama sus circuitos, el tipo de agrupaciones privadas de libros y autores cuyas conexiones “parecen caprichosas y anacrónicas”, pero que en realidad tenemos todos los lectores: “Un autor puede llevarnos a otro (porque lo menciona, porque su escritura tiene con la de él alguna conexión evidente); pero también pasa a menudo que somos nosotros quienes los llevamos a estar juntos (puede ser que nos hayamos hecho con los dos volúmenes al mismo tiempo) y el azar en la literatura no es menos válido, o fundamental, que cualquier patrón motivado”.

    La estructura de Mínimas es fragmentada, compuesta por pasajes de diversa extensión, pero siempre titulados. Algunos de estos títulos se reiteran con números para continuar las ideas o temáticas, a veces de corrido, a veces decenas de páginas después. Varios de los pasajes más extensos funcionan como ensayos casi independientes del resto del libro, incluyendo un par en los que aborda obras poco conocidas en la actualidad, como La llave de Oriente de al-Latīf o El libro de las maravillas del mundo de Mandeville. El libro con el que este más dialoga es Historia de mi vida, de Casanova, el famoso libertino italiano cuyo apellido se convirtió en un adjetivo común para los seductores. Pero la lectura del autor intenta ir más allá de esa fama que reduce al personaje.

    La autobiografía de Casanova también funciona, en cierta medida, como modelo para Mínimas, en la medida en que este libro tiene un poco de diario de vida/lectura tras el inicio de la pandemia del covid.

    La autobiografía de Casanova también funciona, en cierta medida, como modelo para Mínimas, en la medida en que este libro tiene un poco de diario de vida/lectura tras el inicio de la pandemia del covid. Quizá por eso, los ejes que lo atraviesan son la literatura, el tiempo y la vida. Sobre todo, trata acerca de la manera en que aquellos elementos se entrecruzan: “Releer es una afirmación forzosa de que todavía se existe, pero también de que se ha existido. Uno bien pudiese decir: leí este libro en este punto de mi vida, según indica mi cronología personal, y lo releo ahora, en este otro; entre esos dos momentos he vivido, y porque he vivido soy el mismo”.

    En general, cuando el libro se luce es en los momentos en que traza paralelismos y ecos entre obras de autores y contextos muy distintos, o cuando logra capturar ideas de manera clara y cuidada, como: “La realidad en la literatura es como el punto de fuga en el dibujo―una referencia en la que converge todo pero de la que ese mismo todo está siempre alejándose”. Pero estos se ven opacados por otros, como un alegato paradójicamente pueril contra la literatura infantil, o el ataque a los escritores contemporáneos desde una pose de modestia impostada, o las entradas en que el intento de sonar provocador lleva a afirmaciones cuestionables, como “Chile cambió”:

    Desde que el tiempo es tiempo la mala literatura la han escrito exclusivamente hombres.

    Afortunadamente, ya no es el caso.

    El título Mínimas intenta convencernos de que estas no serían máximas, al tiempo que alude a la naturaleza aforística de la obra. Este es un género en que la disparidad es difícil de evitar, eso es cierto, pero queda la impresión de que al libro le hizo falta una poda para que lo que nos llevemos tras leerlo sea más que un listado de sugerencias de lectura.

     


    Mínimas, Francisco Díaz Klaassen, Alfaguara, 2023, 236 páginas, $16.000.

  252. El hambre narrativa de Jorge Guzmán

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    Jorge Guzmán murió dos días antes que su amigo Guillermo Núñez, y a la misma edad. Ambos habían nacido en 1930 y estudiaron juntos en el Instituto Nacional, donde asistieron a la Academia de Letras que dirigía el escritor y profesor de castellano Juan Godoy, autor de Angurrientos, novela emblemática de la Generación del 38, que dio origen al angurrientismo: más que un movimiento, una voluntad de estilo caracterizada por su voracidad temática y el ansia de comerse todo: la realidad, la vida, el mundo, que caló hondo en la obra de los discípulos de Godoy.

    No es casual que en su primera novela, Job-Boj (1967), uno de los protagonistas se encuentre en la calle con otro institutano —trasunto del compositor Leon Schidlowsky (1931-2022)— y lo arrastre a comerse un sándwich de pollo doble en un portal de la Plaza de Armas. Tampoco es de extrañar que luego decidan ir a buscar a otro condiscípulo, el pintor Guillermo Góngora (Guillermo Núñez ficcionalizado), quien le prestará al narrador, tiempo después, su casa en la playa, desde donde, a su vez, se irán a almorzar un patache de mariscos en el hogar de una familia de pescadores.

    Esta hambre omnipresente en la novela de Guzmán se proyecta, primero, a los alimentos y las bebidas, y —en un grado de complejidad creciente— a la competitividad entre hombres: el póker, las discusiones, las grescas; la mujer deseada y, por sobre todo, a las ganas de escribir. Escribir pese a todo: los proyectos fallidos, los fracasos matrimoniales, las depresiones y los desengaños.

    Más allá de las páginas del libro, los discípulos de Godoy compartieron un apetito por conseguir un reconocimiento a su obra. A la larga, lo alcanzaron tanto Núñez como Schidlowsky, ganadores del Premio Nacional de Artes Plásticas (2007) y el de Artes Musicales (2014) respectivamente. Galardón que no alcanzó Guzmán, a pesar de recibir otras importantes distinciones, entre ellas los premios Municipal de Literatura, Academia Chilena de la Lengua, Consejo del Libro y Manuel Montt por su novela Ay mama Inés (1993). Otro de sus libros, Cuando florece la higuera, ganó el Premio Jaén de Novela 2003.

    Se pueden distinguir dos momentos en la obra narrativa de Jorge Guzmán. El primero se inicia con la publicación de “El Capanga”, texto ganador del concurso de cuentos de El Mercurio en 1956. Un relato ambientado en la selva boliviana que se inserta en esa corriente del proto-Boom latinoamericano en la que confluyen el relato de bandidos y el motivo del acoso, del que participan novelas como Eloy (1960), de Carlos Droguett. Una tradición narrativa que continuaría hasta el post-Boom en novelas como La danza inmóvil (1983), de Manuel Scorza. En el texto de Guzmán, la peripecia de un bandolero recorriendo, a la deriva, el río Mamoré, atado con alambres a una cruz de madera, a manera de cruel ordalía ideada por sus captores, recuerda la violencia de los relatos de Horacio Quiroga, pero también la angustia de Jesús en el Calvario, que en el texto de Guzmán adquiere reverberaciones existencialistas, como en las novelas de Pär Lagerkvist.

    Y entonces, por primera vez, morir le dio miedo, porque ya no era solo el fin de la vida, sino el fin del hacer, la imposibilidad eterna de actuar sobre las cosas odiadas, el aniquilamiento, la risa de los que le debían esa misma vida”, se dice el Capanga.

    Un segundo relato de esos años es «La felicidad», escrito en 1955 y reescrito en 1998, año de su aparición junto a «El Capanga», en LOM Ediciones, que ha publicado casi toda la obra ensayística y narrativa de Guzmán, quien integraba el comité editorial del sello desde 2008, pese a vivir retirado en las Rocas de Santo Domingo. «La felicidad» transcurre nuevamente en Bolivia, pero en una mina. Su protagonista es un ingeniero francés que trabaja en ella para una gran compañía. Desengañado de la civilización tras las dos guerras mundiales y la amenaza nuclear, es el habitual caso del europeo goes native (que se vuelve nativo): corta con su familia europea; se amanceba con una indígena a la que maltrata; se alcoholiza y pierde todo interés en vivir entre los hombres blancos. Casi un cliché después de Joseph Conrad y José Eustasio Rivera, tópico al que Guzmán se las arregla para dar una vuelta de tuerca que revela las contradicciones del protagonista, sin caer en ciertos maniqueísmos que campearon en los años 60.

    A esa primera fase de la narrativa de Guzmán pertenece también la novela Job-Boj que, ya desde su título palíndromo, anticipa tanto una alusión a la historia bíblica que intenta desentrañar el sentido del sufrimiento humano como el juego de espejos entre dos narraciones que se presentan en dos series de capítulos alternados. La primera cuestión la resume bien el personaje músico, cuando le cuenta a su amigo escritor que está trabajando en el Libro de Job: “Todavía no lo entiendo. Cada vez lo entiendo menos”. La estructura del libro, en tanto, forma parte de la introducción en la literatura latinoamericana de técnicas narrativas más complejas y exigentes para el lector, como las que utiliza por esos mismos años Mario Vargas Llosa en La casa verde (1966).

    En Chile, el libro fue bien recibido. Ignacio Valente afirmó que su novela primeriza lo situaba en la “cercanía de los mejores”: Jorge Edwards, Carlos Droguett y José Donoso. El crítico elogia el oficio de Guzmán, aunque le reprocha cierta construcción vacilante y no le gusta su título, porque no está de acuerdo con que la historia bíblica de Job sirva de clave interpretativa. Leída desde el presente, más de 50 años después, otras son las cosas que llaman la atención. La prodigalidad del autor en referencias cultas, no solo literarias, que abarcan desde alusiones eróticas del Cantar de los Cantares hasta citas apenas disimuladas de Luis de Góngora. La riqueza y precisión de su léxico es otro punto alto: tecnicismos, americanismos y palabras soeces en las situaciones que lo ameritan.

    Esta hambre omnipresente en la novela de Guzmán se proyecta, primero, a los alimentos y las bebidas, y —en un grado de complejidad creciente— a la competitividad entre hombres: el póker, las discusiones, las grescas; la mujer deseada y, por sobre todo, a las ganas de escribir. Escribir pese a todo: los proyectos fallidos, los fracasos matrimoniales, las depresiones y los desengaños.

    El golpe de 1973 supuso un largo paréntesis en la ficción de Jorge Guzmán. “Yo trataba de escribir, pero no podía. Se me arruinó el órgano escribitivo”, explicó en una entrevista que dio a Angélica Rivera, de LUN, en 1998. Capeó esos años de plomo haciendo clases en el Departamento de Estudios Humanísticos de la Universidad de Chile. Publica por entonces los ensayos Diferencias latinoamericanas: Mistral, Carpentier, García Márquez, Puig (1984) y Contra el secreto profesional: lectura mestiza de César Vallejo (1991), reeditado en 2000 con el nuevo título de Tahuashando: lectura mestiza de César Vallejo.

    Las lecturas latinoamericanistas de ese período se reflejarán en su retorno a la novela, después de 26 años, con Ay mama Inés (1993), subtitulada significativamente (Crónica testimonial). Por supuesto, no era una crónica al uso, sino una reinvención del género. La ficción se cuela en la recreación de sucesos históricos que va contando un narrador-cronista, asumiendo el punto de vista de los personajes: primero, de Pedro de Valdivia, pero luego predominantemente de Inés de Suárez. El lector asiste a la intimidad de su relación en Lima y, luego, los acompaña en el viaje hacia Chile. Se hace evidente, en los detalles, el fino trabajo de documentación que se tomó Guzmán para escribir el libro, sin que la veracidad histórica asfixie la verosimilitud literaria.

    Deslumbra la erudición y amenidad del narrador-cronista, quien no pretende ser contemporáneo de los hechos que narra y hasta se da el lujo de citar a Engels: “El hombre hace la historia, pero no sabe cuál es la historia que hace”. Propone a un Pedro de Valdivia cercano al humanismo de Erasmo e incluso, en su juventud, lector de Joaquín de Fiore. En su audaz expedición a Chile, el conquistador ve una vía de escape al “marasmo moral” del Virreinato. La oportunidad de partir de cero. A medida que pasan los años, sin embargo, sus expectativas se estrellarán contra la realidad, como el autor se encarga de recordarlo desde el primer capítulo.

    En su novela siguiente, La ley del gallinero (1999), Guzmán elige otro episodio fundacional de la historia de Chile. El relato parte con el asesinato de Diego Portales durante la sublevación de Vidaurre, pero en lugar de elegir el punto de vista de una celebridad, el narrador elige el del juez José Álvarez, llamado a presenciar la autopsia del todopoderoso ministro. La novela de Guzmán es, el fondo, una disección de su figura, proceso en el que se van incorporando, a medida que avanza la novela, personajes claves de su vida. Las ideas que manifiestan muchos de ellos revelan una lectura desmitificadora. “Ese asesino era repugnante, pero había librado al país de la tiranía de Portales, y al mismo Portales de convertirse en un dictador sangriento”, piensa el juez que investiga su homicidio. Contraponer perspectivas disímiles arroja nuevas luces sobre la historia, obliga al lector a replantearse creencias asentadas; dogmas y estereotipos construidos por el sistema educativo y la instrumentalización política.

    Jorge Guzmán tenía talento para la polifonía. Vuelve a utilizarla en Cuando florece la higuera, novela situada mucho más cerca del presente, pero también en Deus machi (2010), que transcurre en el siglo XVII, un periodo que le interesaba particularmente al autor por esos años, incluso más que el Siglo de las Luces.

    Antonia Viu, directora del Doctorado en Estudios Americanos de la Universidad Adolfo Ibáñez, es autora del ensayo Imaginar el pasado, decir el presente. La novela histórica chilena (1985-2003), donde analiza extensamente esta producción narrativa de Jorge Guzmán. En un texto, todavía inédito, que forma parte del IV volumen de la Historia crítica de la literatura chilena (LOM), coordinado por Grínor Rojo, Viu afirma lo siguiente: “La narrativa de Jorge Guzmán compone  una obra vasta y relevante en un arco temporal que va desde los años 50, con sus primeros cuentos, hasta entrada la segunda década de este milenio, y que ha dado forma a preguntas imprescindibles sobre el entramado público y privado de eso que llamamos Chile, una obra escrita desde un oficio que logra mostrar los matices y las contradicciones que han forjado nuestro país, desde memorias personales y también desde la monumentalidad/precariedad de un archivo histórico en permanente construcción: a veces en diálogo con muchas otras lecturas, a veces desde una proximidad que no admite mediación alguna”.

    Sobre los protagonistas de sus novelas, la investigadora observa: “Cada uno de sus personajes se instala desde una particular forma de ver el mundo en la que se cruzan cosmovisiones, circunstancias históricas y personales, afectos y carencias. La reflexión que proponen sus novelas, la que a nivel latinoamericano tiene contactos tanto con la literatura del boom como del postboom, es siempre interesante, sugerente, e irradia la generosidad de quien ha vivido una vida larga sin renunciar a imaginar otras”.

    Último novelista de la Generación del 50, a la que se le adscribe con cierto desfase, Jorge Guzmán es, a pesar de su creciente revalorización, uno de esos escritores que suele insertarse en el canon literario de manera incómoda. El clásico ejemplo del escritor y académico que miran con recelo sus colegas, a pesar de que demuestre, de sobra, su solvencia en ambos campos. La incursión relativamente tardía de Guzmán en la novela —el género literario más apetecido por las editoriales—, pasados ya los 30 años, puede haber influido también en su relativo desconocimiento para el llamado lector común, sea lo que signifique esa entelequia creada por los departamentos de marketing.

    Permítaseme, al respecto, contar una anécdota significativa de la que fui testigo. En 2003, al publicar Cuando florece la higuera, en un conocido suplemento literario de la prensa nacional decidieron asignarle la portada a su entrevista. Una diseñadora estaba diagramando su foto en la página cuando pasó su jefa y vio la pantalla del computador. “¿No puede ir otra foto?”, preguntó. Le parecía inconcebible que un “señor” de 73 años ocupara un lugar tan destacado en una página reservada habitualmente para escritores jóvenes y fotogénicos.

    No sabía lo que uno de los protagonistas de Job-Boj dice en la novela: “Sin duda que se puede ser eternamente joven”.

    Los buenos escritores no envejecen.

  253. Anatomía de una bestia

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    Es probable que toda performance vista fuera de su tiempo tenga algo ininterpretable, pues las performances nacen de un presente ante al cual se paran en la hilacha, como un acto subversivo dispuesto a desafiar lo que supone exponerse en esos términos. Si bien toda creación implica un desnudamiento, la performance, al ser in situ, exige asistir a algo que sacuda, que golpee, de lo contrario se vuelve un sketch inofensivo, casi publicitario. La diferencia entre una y otra estriba en los límites que corre y en la intensidad que despliega, cómo desarma en su gesto y se vuelve inesperada. En este sentido, Carlos Leppe no es novedad: fue un artista frente al cual nadie quedaba indiferente cuando entraba en acción; así —especulo— nadie queda ni quedará indiferente al ver la muestra El día más hermoso, en el Museo Bellas Artes.

    Notable es el montaje que Smiljan Radic hace con los videos que la curadora Amalia Cross seleccionó con tanta precisión, pues no solo logra que Leppe vuelva a sacudir al espectador, sino que además dota de un nuevo contexto a parte de su obra y le da unidad a lo que era bien difícil enlazar. Al interior de grandes cubos hechos de sacos blancos (sacos de harina) que Radic dispuso a lo largo y ancho de la sala Matta, proyectó los diferentes videos, poniéndolos en un sistema común, como en una blanca y gran membrana. Antes de entrar a la sala, es la transmisión de la madre de Leppe en un antiguo televisor lo que recibe, como si fuera la dueña de casa o la anfitriona de una fiesta interminable que transmite también de manera interminable la declaración de amor que se escucha en la ya mítica performance Los zapatos (2000).

    Al bajar las escaleras para ingresar a la sala y a los diferentes cubos dispuestos en ella, además de un video proyectado al interior de cada uno, hay dos sillas que en su imagen detenida hacen pensar que los únicos espectadores posibles de esos videos son la madre y el hijo. Al público le queda circular por afuera y por adentro, aunque por adentro viene el sofoco.

    Todo es blanco porque en lo blanco las marcas quedan y se ven, no se van, como las vendas, pañuelos, yeso y gasas que solía usar el artista en sus performances: materiales de un sudario traspasado. Los sonidos en la sala se mezclan, y al principio esto desorienta, pues nada se escucha muy claro y todo se interrumpe con el ruido del cubo vecino, pero luego se entiende que estamos al interior de un cuerpo, de una anatomía. Por lo mismo, no se puede permanecer mucho, como si ese sistema a la vez nos expulsara.

    Crédito: Archivo Carlos Leppe.

    En el video de la performance Los zapatos, incluido en esta muestra, el artista llega arrastrándose, jadeando, hecho un desastre, como una bestia a punto de morir, con un cartel colgado al cuello en el que dice “Yo soy mi padre”: una condena. Leppe no tuvo padre en un Chile que los llamaba huachos. Saca de una maleta opacos cachureos. Y sus patas, las de una bestia, están sucias y vendadas. Se pone a llorar, grita, aúlla en medio de la inmundicia en un lenguaje entre la infancia balbuceante y la enfermedad mental. Se cansa, se esparce la mierda en la cabeza y le chanta un pene, y así, toda derrotada la bestia se echa a los pies de una montaña de pelos con una blanca virgen en la cima. Lo religioso en Leppe se vive en los escombros de lo orgánico, de lo quiltro, en la miseria de los últimos materiales.

    Cuando una performance entra con fuerza y decisión en el delirio, remueve en su asco o en su belleza. Leppe arriesgaba, siempre estaba a punto de desfondarse. Cuántas obras puede aguantar un cuerpo, me dijo la otra vez Matías Rivas, a quien acompañé, hace más de 10 años, a dejarle unos libros a Leppe. Recuerdo que entramos al living de su casa en la calle Granada, un lugar ordenado, floreado, donde cada objeto estaba perfectamente dispuesto en su colección de relucientes cachureos. Casa tan silenciosa como un museo. Tan sofisticada como su pensamiento. Leppe andaba en otra parte, o quizás se fondeó en una pieza, el asunto es que nos recibió alguien a quien no recuerdo, salvo porque de su brazo colgaba un paño blanco, almidonado.

    Ese lugar era la versión exactamente inversa de su obra, como si en esta última se permitiera la salida de sí en gárgaras, babas, sudor, ruinas, en la densidad de un cuerpo desparramado en su anatomía de bestia; la descarga vital que requiere toda creación para que aparezca y muestre la perpetua incomodidad de existir, no en el discurso de una identidad que calce como anillo al dedo de las teorías, sino en la conciencia marginal que excede y desborda y obliga a plantearse la radicalidad de toda acción de arte.

     

    Imagen de portada: Archivo Carlos Leppe.

     


    El día más hermoso, Carlos Leppe, Museo Nacional de Bellas Artes, hasta el 14 de julio de 2024, de 10 a 18:30 horas.

  254. Vuelo de inducción

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    En un rudimentario ejercicio de tecnología inversa, es decir, partiendo por el colofón de este libro, detengámonos en la clase de solicitudes que configuraron el código que generó o transformó los textos que aquí se reúnen. En él, el autor explica que, a partir de una serie de puntos que puede recordar de un fragmento, “Dronbot” (un programa computacional creado colectivamente), “produce una matriz de cifras que contiene el patrón del texto, lo que posibilita recordar incluso lo que no está en él”. Esto, lo que genera, es “una predicción, una imaginación”.

    Sobrevolando las coordenadas de Dron, el resultado nunca deja de ser extraño y sorprendente. En la compleja operación del programa, o en esos códigos, Anwandter encuentra mensajes sobre un lenguaje que se avecina.

    Escribe en “en mapas lo que perdimos”:

    Lo que queda en la atmósfera es un muro que identifica enredaderas en el horizonte. En algún lugar un mapa en blanco señala su trayectoria. Atrapados en la identificación de lugares y personas, dependen de conciencias concentradas en la lejanía. No hay reacción en las nubes encajonándose entre los cerros de cordillera. El viento impulsa la nueva lluvia que desciende por las quebradas. Como un solo color en movimiento.

    O pasa… El dispositivo del dron a distancia sustituye la presencia humana. La anacrónica visión del experimentado piloto pierde sentido frente a un joven y avezado operador de drones. El libro, para él mismo, será una infraestructura, una unidad elemental donde transitan poemas y conciencias operadas en otro tiempo. Donde “se asume lugar deshabitado/ se asume objetos gastados/ se asume desconocidos callan/ no asume palabra/ se asume no hacer preguntas/ se asume río contaminado de descargas”, en “tiempo nuevo (dispositivo)”.

    Técnicamente, un dron permite visualizar todo lo que sobrepasa a su vuelo. En este libro, planea sobre Fuerabamba, una ciudad artificial relocalizada por una faena minera. Accede a túneles de extracción y excavación, mapea cavernas, lee códigos y enfoca fragmentos de textos ejecutados. Genera imágenes en torno al abandono y la memoria. Distingue frases que brillan: “(…) la vida en el problema de la inteligencia de la cueva”, tacha al inicio.

    La caverna mítica, matriz que también está implícita en los textos sobre la reproducción actual de la cueva de Chauvet, opera ensimismada en la réplica, en la recreación de sus pinturas y sus huellas prehistóricas, donde los trabajadores, como esas cavernícolas hace miles de años, pintaban a esos mismos animales para regular, en esta cueva, el espíritu del personal.

    El gran desafío fue construir con materiales modernos una cueva que el agua de infiltración tardó millones de años en formarse en la piedra caliza. Amegencia: tecnología en formación. La solución fue suspender la cueva, con un peso de mil toneladas, del techo del edificio principal. Miles de varillas de metal fueron retorcidas a lo largo del perfil de las paredes y bóvedas y luego soldadas para formar jaulas de volumen. [Chauvet 35]

    Hay un efecto interesante en la manera con que las palabras dan cuenta de su tecnología o los mecanismos que las generan. No se trata de una recursividad consciente. El lenguaje, a veces de erosionados neologismos, patentando pérdidas o transformaciones, glitchs o defectos del programa que configuran su estilo, por momentos llega al filo de cualquier sentido, ironizando y extremando la tensión entre lo bello y lo incomprensible. ¿Son palabras o son cifras? ¿Serán esas las cicatrices de su tiempo? ¿La materia de su obsolescencia? Como mensajes que vienen del futuro, los volúmenes de texto se dispersan, generando relaciones y transformaciones que resuenan temporalmente distantes (“si un movimiento político no produce imágenes no estará claro lo que está haciendo”, “la ansiedad de reflejar detiene el movimiento”). Pero no es el programa ni el operador, sino Anwandter, quien produce esas imágenes de perturbadora extrañeza, generando textos que nos observan inteligibles.

    Recuerdo que el poeta Diego Maquieira mencionaba que de los Sea Harriers, lo que le alucinaba era su capacidad de despegar verticalmente, sin necesidad de tomar impulso o carrera, y sobre todo, que podían quedar suspendidos en el aire, en apariencia inmóviles. No ahondaré en la relación entre la industria militar y la poesía chilena, solo quiero pensar que con el vuelo omnidireccional no tripulado, el Dron de Anwandter registrará nuevos recuerdos de futuros alucinados.

    Como los hombres y mujeres de la información, el autor integra los obstáculos y los utiliza a su favor. “Tienes un vocabulario nuevo por primera vez (…) la lengua contra la maniente, el conjunto completo, enfocado en algo que no vemos (…)”.

    Recuerdo que el poeta Diego Maquieira mencionaba que de los Sea Harriers, lo que le alucinaba era su capacidad de despegar verticalmente, sin necesidad de tomar impulso o carrera, y sobre todo, que podían quedar suspendidos en el aire, en apariencia inmóviles. No ahondaré en la relación entre la industria militar y la poesía chilena, solo quiero pensar que con el vuelo omnidireccional no tripulado, el Dron de Anwandter registrará nuevos recuerdos de futuros alucinados. Sobre ese mismo mar mareado, transitando hacia otras ruinas:

    De volar en el sentido de destrozar, eso sucedió con la otra cara que quedó para siempre mirando las figuras de los cirros. No dejaba de atraparlo, arrojándole de nuevo su cabeza a la pared, el temporal de que llegaran a agarrarlo, vendaval del calendario clavado en la pared.

    b. de volar en el sentido de destrozar.

    La posibilidad de un relanzamiento es una de las características de vuelo que define al dispositivo que da título a este extraño libro, mezcla de poesía y ciencia ficción. Para terminar, vuelvo al principio:

    La vida en el problema de la inteligencia de la cueva, radica, igualmente, en el problema del sentido. Hay algo que deslumbra en muchos de estos versos, una inconexión humana que, al final, es lo que permite percibir la necesaria ausencia de esa inteligencia programada.

     

    ————
    Este texto de Matías Celedón fue leído en el Goethe Institut, para el relanzamiento del libro, en diciembre de 2023.

     


    Dron, Christian Anwandter, Pez Espiral, 2021 (relanzado el 2023), 118 páginas, $10.000.

  255. ¿Y si la libertad no es libre?

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    Tal vez la libertad es siempre lo que no tenemos; o lo que es difícil de conseguir. Por ejemplo, una lata de Coca-Cola. “Un día de mediados de junio, mi madre le compró a otra profesora de su colegio una lata vacía por un precio equivalente a lo que podría costarte un cuadro de Skanderbeg, nuestro héroe nacional, en la tienda para turistas. Luego se pasó toda la tarde decidiendo con mi abuela dónde ponerla y, dado que estaba vacía, si adornarla con una rosa del jardín. Decidieron que, aunque la idea de la rosa era original, distraería la atención del valor estético de la lata, así que la colocaron, tal cual, sobre nuestro mejor tapete bordado”.

    Esa historia, ocurrida en 1985, en Albania, o más bien, en la República Popular Socialista de Albania, la cuenta Lea Ypi en Libre, sus memorias sobre el fin de la historia. El pequeño país, ubicado en la península de los Balcanes, fue el último socialismo real europeo: cayó en 1990. Ypi, hoy profesora de teoría política y de filosofía, especialista en marxismo y teoría crítica, radicada en Londres, recuerda su infancia, adolescencia y primera juventud durante los últimos años del régimen estalinista. Un tiempo y espacio en el que, claro, no había Coca-Cola ni esas cosas que produce el capitalismo: “En aquella época, esas latas eran extremadamente raras. Y más raro aún era entender su función. Constituían indicadores del estatus social: si alguien tenía una lata, la exponía en su salón, casi siempre encima de un tapete bordado, colocado sobre el televisor o la radio y, a menudo, junto a la foto de Enver Hoxha”.

    Hoxha era el padre de la patria socialista albanesa, dirigió el país desde 1944 hasta su muerte, en 1985. Como para calibrar la magnitud de una Coca-Cola en ese mundo que ordenaba la vida pública, privada e íntima de las personas.

    Ypi, sin embargo, no se dedica, como podría esperarse, a condenar los males del socialismo real para celebrar, luego, la llegada de la libertad. Eso además de fácil y reiterativo, no haría de Libre el gran libro que es. La autora cuenta su vida y la de su familia, los esfuerzos de ella para intentar encajar y ser reconocida (como la mayoría de los niños o en realidad como cualquier persona en cualquier sitio y época); en el caso de Ypi se trataba de llegar a ser una joven pionera, digna representante de los ideales de su mundo. Y eso a pesar de los secretos que parecía arrastrar su familia y que, de algún modo, limitaban las posibilidades de éxito.

    El 12 de diciembre de 1990, Albania fue declarado un Estado multipartidista, con elecciones libres. Solo en un mes la vida de Ypi cambió más que en toda su vida anterior. Se habían preparado por décadas para un ataque del enemigo burgués, para una guerra nuclear, habían construido búnkers, perseguido y castigado a los disidentes.

    Acababa de convertirme en pionera, un año por delante de mi curso”. Era 1990. El honor implicaba representar al colegio en actos oficiales y pronunciar el juramento de lealtad al Partido: “Me paraba delante de todos los alumnos del colegio antes de comenzar las clases y declaraba solemnemente: ‘¡Pioneros de Enver! En nombre de la causa del Partido, ¿estáis listos para luchar?’. ‘¡Siempre listos!’, rugían los pioneros. Mis padres estaban muy orgullosos y para recompensarme por mis logros fuimos de vacaciones a la playa”.

    Ese era el presente que definía un horizonte: el comunismo que sucedería al socialismo, gracias a la educación que todos estaban recibiendo; hasta que un día la niña se topa con el inentendible derrumbe de estatuas de Hoxha y Stalin. Y el descubrimiento de verdades sociales y familiares. El 12 de diciembre de 1990, Albania fue declarado un Estado multipartidista, con elecciones libres. Solo en un mes la vida de Ypi cambió más que en toda su vida anterior. Se habían preparado por décadas para un ataque del enemigo burgués, para una guerra nuclear, habían construido búnkers, perseguido y castigado a los disidentes.

    Nos habían advertido de que la dictadura del proletariado estaba siempre amenazada por la dictadura de la burguesía. Lo que no podíamos prever era que la primera víctima de ese conflicto, la señal más clara de victoria, sería la desaparición de esos mismos términos: dictadura, proletariado, burguesía. Dejaron de formar parte de nuestro vocabulario. Antes de que se desintegrara el Estado, se desintegró el propio lenguaje con el que se articulaba esa aspiración”.

    El socialismo y el comunismo caducaron no solo como forma de gobierno e ideal, dice Ypi, que en pasajes como estos revela la filósofa y teórica política que es, sino también como categoría de pensamiento. “Solo quedó una palabra: libertad”. ¿Y cómo era la libertad? Parecía comida congelada, que se mastica poco, se traga rápido y deja con hambre. Y, hemos de suponer, se acompaña con una Coca-Cola que ya no debe tener tanta gracia.

    En ese tránsito, Ypi cuenta de su paso como voluntaria por un hogar de niños, de cómo su madre se convierte en fiel de la libertad, escala políticamente en el Partido Democrático, y su padre, siempre más quitado de bulla, consigue un buen puesto directivo, en medio de privatizaciones y despidos masivos que lo deprimen. Con los consabidos robos y estafas de estos procesos de shock. Luego llegará a ser diputado. Comienza una emigración masiva, miles mueren en el intento de cruzar el mar Adriático. Y estalla una rebelión que casi devino guerra civil, en 1997, detonada por la crisis financiera que siguió al derrumbe de un gran esquema piramidal avalado por el nuevo orden. En este punto las memorias se convierten en un diario, el que la autora escribió durante esos meses que llevaron a que el país fuera intervenido por fuerzas internacionales para intentar estabilizarlo.

    El socialismo y el comunismo caducaron no solo como forma de gobierno e ideal, dice Ypi, que en pasajes como estos revela la filósofa y teórica política que es, sino también como categoría de pensamiento. ‘Solo quedó una palabra: libertad’. ¿Y cómo era la libertad? Parecía comida congelada, que se mastica poco, se traga rápido y deja con hambre.

    ¿Qué se había perdido y qué se había ganado? Es una pregunta que se hace la autora, sin llegar a responderla.

    Lea Ypi, con su país hecho escombros, decidió estudiar filosofía. Su padre no podía entenderlo, le dijo que eso no era una profesión, que a lo más se iba a convertir en profesora, que la gente iba a pensar que se habían vuelto locos, que nadie le iba a prestar plata para pagar esos estudios. Llegaron a un acuerdo: la dejaría estudiar filosofía si ella prometía mantenerse lejos de Marx. Aceptó. Dejó Albania y nunca ha vuelto.

    Así como estas memorias evitan tropezar con los entusiasmos del fin de la historia (el supuesto triunfo definitivo y sin alternativa posible del capitalismo y la democracia liberal), tampoco alimentan la nostalgia por el mundo perdido. Sí conducen a una reflexión que quizás explica que la niña criada en una dictadura socialista, de adulta siga reivindicando el socialismo y, contra la promesa que hizo, enseñe a Marx en la universidad: la libertad se pierde, nos la quitan no solo cuando otros nos dicen qué podemos hablar, dónde podemos ir y cómo tenemos que comportarnos, cree Ypi; también cuando una “sociedad que presume de permitir a sus ciudadanos desarrollar su potencial humano, (…) no cambia las estructuras que impiden que todos progresen”.

    ¿Fue el de Albania un socialismo real, verdadero? ¿Lo es el liberalismo que lo reemplazó? ¿Tienen sentido esas preguntas o son la excusa para sacarse los pillos o, peor, para perdonar tropelías?

    Hacia el final del libro Ypi cuenta, y el lector se sorprende, cómo sus compañeros de universidad, o al menos con los que se juntaba, todos de izquierda (“socialistas occidentales”), desdeñaban su experiencia socialista, había que olvidar esa historia y pensar en lo que sí será (o sería) el reino de la igualdad, realizado por las personas adecuadas. “Pero yo era reacia a olvidar”, escribe, porque del pasado de su familia y su país sacó una lección: nadie elige las circunstancias bajo las que se desarrolla la historia.

     


    Libre. El desafío de crecer en el fin de la historia, Lea Ypi, traducción de Cecilia Ceriani, Anagrama, 2023, 321 páginas, $22.000.

  256. Lo que les debemos a los animales

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    A presión de siglos, en un milenario sellado al vacío, las relaciones entre animales y humanos son de las pocas experiencias que podemos compartir con el mundo antiguo. Constatar la alegría de nuestro perro cuando llegamos u observar el vuelo de los pájaros, no se diferencian de lo que experimentaba un griego o un romano. No solamente había entonces camaradería o asombro ante otras especies, sino también salvajismo, por razones económicas (en tiempos de Homero, una ley chipriota permitía a los agricultores arrancar los dientes a los cerdos que invadieran sus cultivos) o por diversión (en el s. III a. C., Bión de Borístenes lamentaba que los niños apedrearan ranas por juego, pues ellas morían de verdad). Entre los jóvenes romanos adinerados, aparentemente, las codornices vivas eran accesorios usuales. Los animales servían para servirnos, sin escatimar distintas dosis de crueldad.

    La tradición de desprecio a los animales puede remontarse incluso hasta la creación. En el paraíso, la pareja primigenia vivía en completa armonía y rodeada de fieras (todas ellas, herbívoras antes de la caída), a las que nuestros primeros padres no consideraban sus iguales, sino seres a los cuales dominar o usar. Dios les había dicho que ejercieran su señorío “en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la Tierra” (Génesis 1:26).

    Pero de creerle a la teoría de la evolución, todos los animales, formidables o miserables, grandes o pequeños, no solamente nos acompañan en nuestra fugaz estadía en el planeta, sino que son —sin exageración ni hipocresía— nuestros semejantes, nuestros hermanos. Darwin planteó la idea de la compasión como un “círculo en expansión” de cada vez más grupos, naciones, razas y especies. No ha sido la regla en el trato entre los humanos ni con los animales.

    Pero preocuparse de ellos es menos un ejercicio compasivo que uno de autoconocimiento o cuidado de sí. No somos sino animales. Formamos parte de ese reino, aunque no necesariamente somos sus reyes.

    Razonar, hablar, sufrir

    De la misma forma que los horrores de la guerra del siglo XX probablemente se deben más a las posibilidades técnicas de destrucción que a una deficiencia moral —si aqueos y troyanos hubieran dispuesto de bombas atómicas nada indica que no las hubieran usado—, es en los dos últimos siglos que el alcance y magnitud de la brutalidad con los animales ha superado cualquier escala. En periodos previos, eran sacrificados para comida, pero tras una vida decente. No existía el actual sistema mundial de ganadería intensiva en que viven miles de millones de animales en continuo tormento. Además, por nuestro inmenso nivel de control sobre la naturaleza, ya no hace falta querer matarlos, nuestro modo de vida basta para hacerlo, especialmente por la contaminación y el cambio climático.

    Explicar los problemas que supone el uso humano de los animales, es lo que hizo Peter Singer en Liberación animal (1975), describiendo las formas macabras en que los criamos, usamos y matamos en granjas industriales, investigación científica o médica. Argumenta que la capacidad de sentir dolor o placer (o “sintiencia”) es el único criterio moralmente importante y que es injusto discriminar a los animales, popularizando el concepto de “especismo”, como un prejuicio contra ellos, en analogía con el racismo o el sexismo.

    Aparentemente, el libro de Singer lanzó el movimiento contemporáneo por los derechos de los animales, aunque no defiende un enfoque de derechos, sino uno utilitarista: el criterio de decisión moral es si las acciones aumentan o disminuyen la cantidad de felicidad en el mundo, incluyendo la de los animales, parte de ese equilibrio. Singer retoma y desarrolla la concepción de Bentham, quien, en el siglo XVIII, considerando la mayor felicidad del mayor número, señaló que respecto de los animales “la pregunta no es: ¿pueden razonar? o ¿pueden hablar?, sino, ¿pueden sufrir?”. Tales preguntas han recorrido, con distintas entonaciones, la reflexión sobre el tema.

    Tras la publicación de Liberación animal, los estudios han crecido en número y sofisticación, planteando nuevas preguntas. ¿Somos iguales, tenemos el mismo valor, animales y humanos? ¿Es correcto comer animales, y si es así, mantenerlos en condiciones terribles? ¿Podemos usarlos o confinarlos o tenerlos como mascotas? ¿Deberían otorgárseles derechos? ¿Tenemos que evitar su sufrimiento ante depredadores?

    Entre publicaciones recientes, tenemos un panorama sinóptico de los animales en aspectos biológicos, científicos, morales y éticos (Mosterín) o un intento de que la filosofía moral kantiana entregue bases para reconocer deberes directos hacia ellos, contra lo que Kant creía (Korsgaard), o una teoría política de trato justo para ellos con un enfoque de capacidades (Nussbaum), así como otros sobre el lenguaje, la jerarquía o la alimentación animal.

    Con la llegada del siglo XXI, sostiene Dominique Lestel, las culturas occidentales pasaron de la idea del animal-máquina a la del animal-peluche. Cree que este amor actual en una cultura que los ignoraba y parecía detestarlos, oculta tanto moralismo como desconocimiento.

    Filósofos y otras especies

    En Compañeros en la creación, Christine Korsgaard afirma que compartimos el mundo con otros seres vivos, pero nuestras prácticas con ellos plantean cuestiones morales sobre las cuales los filósofos no han dicho mucho. Los tratamientos filosóficos de lo que les debemos a los animales habrían sido pocos y distanciados.

    ¿Pueden razonar? Según Aristóteles, que escribió más sobre animales que sobre cualquier otro tema, no son capaces. Por supuesto, esto influyó en las teorías posteriores.

    ¿Y pueden hablar? Los estoicos sostuvieron que carecían de sintaxis. También afirmaron el carácter irracional y utilitario de los animales. Según Crisipo, los ratones sirven para obligarnos a guardar cuidadosamente nuestras cosas y los gallos, para despertarnos e inspirarnos ardor guerrero.

    Estas ideas arraigaron en el cristianismo —tomando una parte del más equilibrado debate antiguo— a través, especialmente, de san Agustín, para quien los animales “no comparten nuestra capacidad de raciocinio” y “su vida y su muerte se hallan sometidas a nuestra utilidad” (La ciudad de Dios 1.20).

    Descartes defendió que ellos son máquinas, incapaces de sufrir. Sus seguidores no tuvieron escrúpulos en maltratarlos (como las infames anécdotas dándoles palizas a perros).

    En el siglo XVIII, Hume y Bentham sostuvieron que tenían razonamiento y Bentham puso el foco en su sufrimiento (cinco siglos antes, Porfirio señaló lo mismo).

    En la filosofía del siglo XX surgen defensas animales, como las obras de Singer, quien desarrolla el utilitarismo de Bentham, y la de Tom Regan expuesta en En defensa de los derechos de los animales (1983): si se inflige daño a los animales para nuestro beneficio, eso viola sus derechos y no puede justificarse con ninguna consideración de costo-beneficio; al menos algunos animales (mamíferos adultos normales) son “sujetos de una vida”.

    Conocimiento y justicia

    Con la llegada del siglo XXI, sostiene Dominique Lestel, las culturas occidentales pasaron de la idea del animal-máquina a la del animal-peluche. Cree que este amor actual en una cultura que los ignoraba y parecía detestarlos, oculta tanto moralismo como desconocimiento.

    Para conocer a los animales, en una visión muy amplia, sobresale un par de libros de Jesús Mosterín. En El reino de los animales entrega información a la luz de los trabajos científicos más actuales: analiza diversos seres vivos, describe cómo están configurados y cómo funcionan, su aparición y clasificación, funciones vitales (reproducción, locomoción, percepción, nutrición), sus estados mentales, su cultura, su muerte. En El triunfo de la compasión aborda problemas éticos y políticos: qué trato merecen, qué obligaciones tenemos con ellos. Postula una ética basada en la empatía y el rechazo al dolor deliberado, propugnando una “moral de mínimos”: no trata de alcanzar un mundo ideal, sino de eliminar “los aspectos más sórdidos y atroces del mundo real”.

    Es también a lo que aspira, en principio, Martha Nussbaum en Justicia para los animales: evitar o prohibir las formas más crueles de abuso, aunque, a más largo plazo, quiere un marco legislativo global que reconozca y proteja los derechos animales. Ella cree que nuestro trato a los animales es un crimen moral gigantesco: ballenas, delfines y otras criaturas que se asfixian con plástico o son atrapadas en redes; elefantes cazados por su marfil o como “trofeos”; la tortura de animales en investigaciones y en la ganadería intensiva.

    Rechaza el enfoque que llama “tan parecidos a nosotros”, aquel que valora a especies más similares al humano en inteligencia y comportamiento. Impugna el utilitarismo, que considera la capacidad de sentir dolor o placer. Acepta el énfasis en la sensibilidad, pero no el cálculo dolor-placer, porque descuida las vidas individuales y es reductivo: una vida (animal o humana) tiene más dimensiones que evitar el dolor.

    Nussbaum rescata la sensibilidad utilitarista y la consideración kantiana de cada criatura como fin, y desarrolla una lista de capacidades que permitan el “florecimiento” humano o animal, una lista tentativa de “capacidades centrales” (vida, salud, integridad, etc.), comunes a humanos y animales, aunque se podrían lograr listas diferentes para cada especie. Requiere una solución política que proteja esas capacidades y comprenda a los animales como “ciudadanos”, considerados legislativamente y capaces de acudir a tribunales (a través de representantes).

    Establo de vacas lecheras Holstein en Michigan, Estados Unidos.

    Compañeros en la creación

    Señalaba Kant en “Probable inicio de la historia humana” (1786), que el humano comprendió su privilegio cuando le dijo a la oveja que su piel le había sido dada no para ella, sino para él. Entonces no consideró a los animales “como compañeros en la creación”, sino como instrumentos “para la consecución de sus propósitos arbitrarios”.

    De este pasaje toma Korsgaard el título para su libro, donde ella extiende un argumento previo: si se valora algo, se debe valorar a todos los seres racionales, pero también sintientes, como fines.

    Compañeros en la creación es una obra refinada y cuidadosamente argumentada, que toca muchas otras cuestiones: si podríamos intentar que los depredadores cambien su comportamiento (o eliminarlos gradualmente), cuándo y cómo deberíamos matar insectos (se refiere a los ácaros del polvo) y si deberíamos tener mascotas.

    Sostiene que los animales sintientes son fines en sí mismos. Concuerda con los utilitaristas en que esa condición sintiente les da estatus moral, pero, a diferencia del utilitarismo, considera que no podemos construir la moralidad sobre ningún valor absoluto, incluidos placer y dolor. Piensa, además, que los animales pertenecen a “la comunidad moral”, pero como no son racionales ni participan en la relación recíproca, serían “fines pasivos” a los que los humanos (“fines activos”) podrían otorgar derechos.

    Discrepa de las opiniones del propio Kant, quien creía que tenemos el deber de tratar bien a los animales, pero como “deber indirecto” hacia los humanos. Korsgaard considera que, si tratamos bien a los animales por nuestro bien y no el suyo, no los tratamos como fines.

    Nussbaum no está de acuerdo con todo lo que señala Korsgaard, como que los animales son “ciudadanos pasivos”. Tampoco con ciertas afirmaciones que califica de “metafísicas”. Pero reconoce: “Es el libro filosófico sobre los derechos de los animales más importante de los últimos años”.

    Comida, experimentos, compañía y depredación

    Comer animales es uno de los temas cruciales. Si el problema es el dolor, ¿es aceptable matar animales, de forma indolora, para alimentar humanos? Bentham pensaba que sí. Korsgaard lo rechaza, porque ignora el sufrimiento en las granjas industriales.

    Lestel apunta que toda cultura tiene prohibiciones: comer o no animales podría ser una. Le molesta en la “postura vegana” su dimensión moral militante en la dicotomía veganismo-carne, como bueno-malo. El problema no es el moral del consumo de carne, afirma, sino el político de los criaderos industriales.

    En ellos, la muerte es el mejor momento de animales que pasan toda su corta vida hacinados y aislados, bajo una mezcla de angustia, monotonía y dolor, en cantidades inimaginables. Según Singer (Liberación animal, edición 2008), cerca de 10 mil millones de aves y mamíferos son sacrificados anualmente en Estados Unidos (no incluye peces). Según Lestel, en términos mundiales, se mataron mil millones de vacas y más de eso de ovejas en 2018, y 19 mil millones de pollos en 2017. Los pollos sufren inmensamente: encerrados en lugares sin poder moverse, ciegos por los gases que producen, se pican a sí mismos de desesperación y los llenan de antibióticos para que no se infecten sus heridas.

    Experimentar con animales también supone someterlos a espantosas ordalías, que suelen ilustrar la diferencia entre utilitarismo y enfoques de derechos. Si 10 ratas pueden salvar a mil humanos de morir de cáncer, entonces, “el mayor bien para el mayor número”, haría que ese experimento sea aceptable para un utilitarista. Pero un enfoque de derechos —o de fines— argumentaría que esas ratas no deben ser usadas como medios para nuestros fines.

    Los “animales de compañía” Korsgaard los acepta, lo mismo que Nussbaum (cuando no se tratan como “mascotas”). Lestel los considera una “forma perniciosa de apropiación”.

    En cuanto a los animales salvajes, el conflicto es entre el cuidado del individuo y el cuidado de la especie. Korsgaard y Nussbaum piensan que importan los animales individuales, no las especies. Entonces importaría la extinción en la medida en que implica el sufrimiento de individuos. Ahora, el problema no es la extinción, sino la masacre deliberada de una especie, como las ballenas (actualmente en peligro de desaparecer). Señala Nussbaum que su caza no es una práctica del pasado, aunque algunos de sus productos ya no sean necesarios (como su aceite). Su carne sigue siendo codiciada y los métodos, crueles (el antiguo arpón era una muerte larga, lenta y dolorosa; ahora existen con explosivos). Ejemplifica su enfoque de capacidades con ellas: una sentencia estadounidense (2016) declaró ilegal un sonar de la Marina porque, aunque sin dolor, interrumpía su reproducción y migración.

    Hay que distinguir entre el amor y el respeto, dice Mosterín. El primero solamente se puede dar a unos pocos seres que conocemos bien. Pero la moral de mínimos promueve no el amor sino el respeto: no dañar ni torturar animales.

    Igualdad o jerarquía

    Todos los animales son iguales”, inicia Liberación animal, entendiendo la igualdad como una idea moral de igual consideración. Nussbaum podría concordar.

    Según Korsgaard, deberíamos rechazar que los humanos son más importantes que otros animales, porque tendríamos que serlo para todos (más que ellos para ellos mismos).

    Sin embargo, Shelly Kagan en Cómo contar a los animales defiende un enfoque jerárquico: los humanos tienen un estatus moral más alto que los animales (y algunos animales tienen uno más alto que otros). No justifica nuestro trato atroz a los animales, sino atacar lo que llama “unitarismo” (todos los seres tienen el mismo estatus moral).

    Enfrentados a salvar a un humano o a una rata, intuitivamente se salva al humano. El “unitarismo” lo justifica porque tenemos mayor capacidad de bienestar y perdemos más con la muerte (en lo que estarían de acuerdo Singer y Regan). Pero a Kagan no solamente le interesa el bienestar, sino también cómo se distribuye, y los enfoques distributivos que considera, combinados con el “unitarismo”, producen resultados contradictorios.

    Kagan es un filósofo brillante y, a través de una serie de movimientos, consideraciones terminológicas y cálculos, presenta argumentos muy convincentes. Pero distintos grados de estatus moral significa considerar que individuos puedan tener uno más alto o más bajo no solamente entre especies, sino también dentro de ellas, incluida la nuestra. ¿Qué significaría sostener que humanos y hormigas tienen el mismo estatus moral? ¿O que algunos humanos tienen uno más alto que otros (lo que Singer parece sostener en Ética práctica, 1979)? ¿Se podrían asumir las consecuencias?

    Si los humanos no somos más valiosos que los animales, a veces somos parciales con nuestros semejantes o familias. Mosterín señala que nos compadecemos más de los que sentimos más cercanos: humanos antes que animales o un perro antes que un pez. Korsgaard y Nussbaum consideran la posibilidad de que, en situaciones de emergencia, de vida o muerte (ratas propagando la peste), estaríamos justificados a anteponer nuestros intereses o los de nuestro grupo.

    Sintiencia, conciencia

    Hay un mundo objetivo, pero cada animal tiene su propio mundo subjetivo, según sus receptores sensoriales. Cómo es ser un murciélago (en la fórmula de Thomas Nagel) es una manera de preguntar por la conciencia. Las investigaciones de las últimas décadas han revelado complejidad e inteligencia no solamente en vertebrados como peces o aves, sino en invertebrados como el pulpo (y afirmaciones precavidas sobre los insectos). La conciencia sería un fenómeno mucho más extendido de lo supuesto.

    El gran error en el trato a los animales ha sido pensar que eran “bestias brutas”, carentes de “sintiencia”, ya sea una sensibilidad básica (percibir un color), ya sea sentir placer o dolor (como plantea el utilitarismo). Korsgaard y Nussbaum consideran tal tener un punto de vista subjetivo sobre el mundo. De ahí que para ellas deberíamos rechazar no únicamente las granjas intensivas, sino también las “felices”.

    Pero la ampliación de la conciencia podría llevar también a pensar en la dificultad (si la tienen) de comer peces o insectos. ¿Y qué pasaría si se muestra que vegetales y hongos tienen una complejidad cercana al animal? Una solución que avizoran varios autores es, en el futuro, la producción de carne sintética, que no implicaría matar en absoluto.

    Amor y respeto

    En las páginas que Montaigne dedica a asimilar humanos y animales (Ensayos II, 12, “Apología de Ramón Sibuida”), les atribuyó razón y muestra lo parecidos que somos, que logramos relaciones de afecto: “Lloramos a menudo la pérdida de los animales que amamos; también ellos lloran la nuestra”.

    Tal afecto a ratos se trasluce en estos libros que pretenden entregar razones y no emociones (las que, sin embargo, juegan un papel en nuestra vida moral). Al describir Mosterín los cambios físicos al morir un mamífero, anota: “Algunas veces he tenido que llevar en brazos el cadáver de un perro que ya había llevado en brazos estando vivo”; la devastación que calla la conoce quienquiera que haya sentido enfriarse el cuerpo de un cercano, humano o animal. Asimismo, Korsgaard, al tratar las mascotas, las justifica y acepta de una manera que no cuadra del todo con su argumento principal: nos informa que ama a sus gatos, a quienes está dedicado su libro.

    Hay que distinguir entre el amor y el respeto, dice Mosterín. El primero solamente se puede dar a unos pocos seres que conocemos bien. Pero la moral de mínimos promueve no el amor sino el respeto: no dañar ni torturar animales.

    El sufrimiento animal es enorme y somos responsables de una gran parte. Posiblemente sea apresurado pensar en la carne sintética y poco realista, en la abolición completa de la ganadería o la experimentación animal. Quizá no lo sea pensar en eliminar las formas más innecesarias o lacerantes de tratar a animales que sabemos que pueden sentir dolor. Es, tal vez, algo que les debemos.

     

    Imagen de portada: Algunas ballenas del Pacífico Sur (2020), de Antonia Reyes Montealegre.

     


    Justice for Animals, Martha Nussbaum, Simon & Schuster, 2022, 372 páginas, US$28.99.


    En defensa de los derechos de los animales, Tom Regan, traducción de A. Tamarit, FCE/UNAM, 2016, 502 páginas, $24.900.


    El triunfo de la compasión, Jesús Mosterín, Alianza, 2014, 354 páginas, €19.95.


    Animales habladores, Eva Meijer, traducción de P. Hermida, Taurus, 2022, 274 páginas, $18.000.


    El reino de los animales, Jesús Mosterín, Alianza, 2013, 408 páginas, €19.50.


    Nosotros somos los otros animales, Dominique Lestel, traducción de H. Pons, FCE, 2022, 122 páginas, $19.900.


    Liberación animal, Peter Singer, traducción de C. Sanz, Taurus, 2011, 384 páginas, €18.90.


    How to Count Animals, Shelly Kagan, Oxford University Press, 2019, 320 páginas, US$36.95.


    Fellow Creatures, Christine Korsgaard, Oxford University Press, 2018, 252 páginas, US$24.95.

  257. Carmen Berenguer (1942-2024): La escritura, el cuerpo, la urbe

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    La Emperatriz está hablando desde la lengua
    deslenguada y mal parida”.
    A media asta

    Nadie se imagina el privilegio que es escribir y pensar con la lengua hablada y escrita a la vez. Allí donde opto por contravenir el orden y la ley”, dijo en su discurso de recepción del Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2008 la escritora y artista chilena Carmen Berenguer, quien falleció ayer, a los 78 años.

    La autora, que inició su carrera en los 80, formó parte de una destacada generación de poetas y críticas chilenas, y fue una de las organizadoras del legendario Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana de 1987, en que se presentaron ponencias de Nelly Richard, Diamela Eltit y Lucía Guerra, por nombrar solo a algunas de las invitadas nacionales. También fue muy cercana a las Yeguas del Apocalipsis: Pedro Lemebel la incluyó en la dedicatoria de Loco afán “por la amistad de su pluma indomable”, y Francisco Casas la convirtió en uno de los personajes principales de su novela autobiográfica Yo, yegua. Desde esa época, además, viene ejerciendo una gran influencia entre poetas más jóvenes.

    Su obra literaria está compuesta por los poemarios Bobby Sands desfallece en el muro (1983), Huellas de siglo (1986), A media asta (1988), Sayal de pieles (1993), Naciste pintada (1999), mama Marx (2006), Maravillas pulgares (2009), Mi Lai (2016) y Plaza de la Dignidad (2020, texto híbrido con fotografías de Carlos Jerez y Jorge Cerezo), además de ensayos y crónicas. Durante los últimos años se hicieron varios rescates de su trabajo, como las antologías Chiiit, son las ventajas de la escritura (LOM, 2009), con textos escogidos por Raquel Olea; Lásbica (Fundación Pablo Neruda, 2018), una selección personal de la autora, con poemas inéditos; y Carmen Berenguer en breve (Editorial USACH, 2020), plaquette editada por Paula Ilabaca Núñez; además de recopilaciones que agrupan volúmenes completos de su poesía, como Obra poética (Cuarto Propio, 2018) y Un nuevo relieve (Ediciones UDP, 2020), y Crónicas en transición: Los amigos del barrio pueden desaparecer (Editorial Universidad de Talca, 2019), un libro que reúne sus crónicas.

    La poesía de Berenguer, barroca en su desborde verbal y la pluralidad de sus referencias —que van desde la filosofía hasta la cultura pop—, con un lenguaje en que abundan las repeticiones y aliteraciones, siempre tuvo una postura política, pero desde un estilo que jamás dejó de tensar la palabra hasta sus límites. Pese a tratar temas como la marginalidad, la pobreza, la prostitución, la tortura (específicamente del cuerpo de las mujeres), el consumismo, etc., la de Berenguer es una obra esencialmente textual. Trabaja con la materialidad del lenguaje, pero las fronteras entre esta y las otras materialidades omnipresentes en su obra —el cuerpo, la ciudad— son difusas.

    Esto se puede observar desde su primer libro, Bobby Sands desfallece en el muro, inspirado en la figura del joven líder del Ejército Republicano Irlandés que murió en 1981, tras 66 días de huelga de hambre en prisión; aquí, su interés por la textura material la lleva a experimentar con la reiteración y la disposición gráfica de su escritura, como en el par de poemas consecutivos “Vigésimo primer día”, formado solo por la pequeña estrofa “Duelen los labios del pan / las abiertas paredes del estómago / Duelen de risa fina”, que flota en medio del blanco de la página, y “Vigésimo primer día, noche”, en que los versos “Es el hambre de las calles / el absoluto rigor del hambre” se trizan y multiplican en todas direcciones, como trazando el mapa de una urbe famélica.

    Pese a tratar temas como la marginalidad, la pobreza, la prostitución, la tortura (específicamente del cuerpo de las mujeres), el consumismo, etc., la de Berenguer es una obra esencialmente textual. Trabaja con la materialidad del lenguaje, pero las fronteras entre esta y las otras materialidades omnipresentes en su obra —el cuerpo, la ciudad— son difusas.

    Su obra inicial era abiertamente contestataria contra la dictadura, pero no abandonó su compromiso tras esos primeros libros. Naciste pintada, de fines de los 90, denuncia que las heridas siguen abiertas (“Dos enes ocuparon mi ciudad sitiada. N.N. fue escrito en el patio México del Cementerio General. N.N. fueron las bolsas de plástico en el fondo del mar Pacífico. N.N. fue la mujer ensacada del norte”), aunque el país pretenda hacer borrón y cuenta nueva porque tiene una fachada diferente:

    tiene paredes, tiene paredes blancas, tiene rejas, tiene perros rabiosos tras las rejas, tiene mercados, tiene malls, tiene edificios de vidrios, tiene edificios nuevos con más vidrios donde se reflejan nubes grises, tiene todo nuevo, tiene comunicaciones, tiene celulares, tiene policía, tiene policía nueva, tiene autos nuevos, tiene camas nuevas, tiene puertas nuevas, tiene ventanas nuevas, tiene metro nuevo, tiene bancos nuevos,

    tiene rejas nuevas, tiene seguridad nueva,
    tiene miedo nuevo, tiene comida nueva,
    tiene hambre nueva.

    El hecho de que el lenguaje, el cuerpo y la ciudad sean los materiales con los que Berenguer construye su obra, explica la repetición de un poema que aparece primero en Naciste pintada y luego en mama Marx, casi una década más tarde, donde abre toda una secuencia dedicada a la figura del Divino Anticristo, en quien confluye esa tríada:

    La loca trágica desnuda la miseria pasajera de la calle,
    cuando cruza por Baquedano. —Allí va la Güipil de la Plaza Italia—
    Es una loca travesti fantasmal, que recuerda las uniones obreras
    de principios de siglo y que perfectamente podría,
    sin proponérselo, convocar a los nuevos humillados de este final.

    Esa sección de mama Marx dedicada al Divino Anticristo culmina con un poema en que la poeta directamente emula el lenguaje superlativo de los libros fotocopiados que este famoso personaje vendía en el centro de Santiago antes de su muerte, en esas mismas calles, en octubre de 2017: “Allí va la cristianísima rayando las paredes y cunetas, rayó y rayó y nunca más paró, luego llenó de hormiguísimas la ciudad, avizorando el porvenir de las tormentas”.

    Al final de este poemario, Berenguer le da nombre a esa evocación del habla ajena en sus propios labios, en el texto “Mi voz se pierde en referencias clásicas”, donde reconoce haber “doblado voces” de poetas que la influenciaron: Mistral, Neruda, Huidobro, De Rokha, Dante, Eliot. En este acto, la poeta se asemeja a una ventrílocua, o a una médium que trae de vuelta las voces de los muertos, pero esto también tiene que ver con algo que mencionó en el discurso ya citado: Berenguer entendía que la escritura poética implica “salir de sí”, un abandono que permite acceder a un yo literario capaz de ir y pensar más allá de los límites del yo consciente. Es por eso que lo que nos queda de ella, como de todos los poetas muertos, es su parte más viva.

  258. Pensar, comer, escribir, cocinar

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    En un libro puede caber todo. Aristóteles, Freud, un pisco sour (no se sabe si peruano o chileno), Platón, Derrida, Hegel, una pieza sashimi, una cazuela, un antiguo tratado culinario, Juan Pablo II o Gastón Acurio. pensar/comer de Valeria Campos Salvaterra es la prueba.

    Distribuido en tres capítulos, o servido en tres tiempos, el libro comienza con un pormenorizado catastro de las formas en las que la filosofía se ha referido (la mayoría de las veces para evitar hacerlo) a eso que todos necesariamente hacemos: comer. Aristóteles, Platón, Hegel, Kant o Foucault son convocados. La cuestión se desplaza luego hacia la formas en que la gastronomía —“la ley del estómago”, precisa Valeria Campos— ha sido considerada, valorada incluso, como un objeto del pensamiento. Es aquí donde vemos aparecer los nombres de Nietzsche, Feuerbach o Brillat-Savarin. El tercer capítulo, el más propositivo, el más audaz, explora la posibilidad de fundar una nueva relación entre comunidad y comensalidad. Encontramos allí el verdadero corazón, la tesis del libro entero: “Que la protoforma o las estructuras y dinámicas fundamentales de lo que nosotros llamamos comunidad son las mismas y probablemente provienen de aquellas estructuras y dinámicas de lo que llamamos comensalidad, es decir, de la práctica —estable y permanente— de comer juntos”.

    La tesis es fuerte, la tarea es ardua. Y es que es cierto que la filosofía ha mostrado siempre una cierta reticencia, un cierto pudor, al momento de hablar sobre comer. Un ejemplo banal, escogido casi al azar, puede bastar. Rápidamente asociamos la filosofía, o en todo caso a un cierto tipo de filosofía, la existencialista, con los cafés. Es fácil, e incluso un cliché, figurarse a Jean-Paul Sartre o a Simone de Beauvoir rumiando sus ideas en un café del París de posguerra. Juntos, o cada uno por separado, frente a una pequeña taza de café, en una mano el cigarro, en la otra la pluma, formulando las ideas más profundas sobre el lugar del ser humano en el universo.

    Cuesta más, hay que reconocerlo, imaginar a Simone de Beauvoir cortando un croque-monsieur mientras elabora un complejo argumento sobre qué puede querer decir ser mujer. O a Sartre pensando el compromiso político del escritor mientras se las ingenia para no manchar su cuaderno con la mantequilla de un croissant. Pero todo eso, ciertamente, tuvo que haber sucedido. Hay ideas que vienen comiendo un italiano en una fuente de soda, otras sofriendo cebolla en la casa de un amigo. Nada de eso le es indiferente al pensamiento y habría que pensar, a eso nos invita este libro, hasta qué punto nuestros hábitos alimenticios, nuestras formas de cocinar, de comer, de compartir la comida, juegan un rol fundamental en la manera en que concebimos el mundo y sus relaciones.

    Fuera de anécdotas (y hay tantas, desde las borracheras de la época clásica —El banquete no se llama así por nada— hasta el aparente amor de Žižek por los hot dogs […]), algo fundamental surge en este libro. ¿Qué pasa si descubrimos que lo fundamental de los lazos, los que une, nos acerca y nos distancia, no es la filialidad sino la comensalidad? ¿Qué pasa, qué nos pasa, si aceptamos que ‘comer juntos es la forma primitiva, básica o estructural de la comunidad’?

    Fuera de anécdotas (y hay tantas, desde las borracheras de la época clásica —El banquete no se llama así por nada— hasta el aparente amor de Žižek por los hot dogs, pasando por el desprecio de Rousseau hacia la comida inglesa), algo fundamental surge en este libro. ¿Qué pasa si descubrimos que lo fundamental de los lazos, los que une, nos acerca y nos distancia, no es la filialidad sino la comensalidad? ¿Qué pasa, qué nos pasa, si aceptamos que “comer juntos es la forma primitiva, básica o estructural de la comunidad”?

    Pasa al mismo tiempo mucho y no tanto. Mucho, porque el fundamento mismo de las relaciones cambia. No tanto, porque, como se señala de manera explícita en pensar/comer, la escena la conocemos: sustituir “la lógica de la filiación por la lógica de la comensalidad” es repetir en parte el gesto paulino de la Nueva Alianza con el pueblo cristiano. De ahí el misterioso lugar que ocupa la eucaristía en el libro. En efecto, la “lógica de la comensalidad” que se propone, y que consiste en pensar que esta es anterior a la filiación, es decir, que “la familia es un derivado, un efecto de la comensalidad”, no solo sería pensable sino “que ha sido pensada y es del todo fundante para Occidente”. La fórmula, la escena, dice Valeria Campos, “la encontramos ya en una de las escenas más importantes del cristianismo: la última cena, replicada como liturgia en el momento de la eucaristía”. No se trataría ya entonces de un pueblo elegido, vinculado por el linaje, sino una comunidad fundada en el gesto de compartir el pan y el vino (que es, y en esto insiste Campos, también comerse a Cristo).

    Pero no todo es tan grave, tan cristiano o tan crístico. El libro cierra con una reflexión sobre la relación entre la gastronomía, ahora en sentido moderno, y la nacionalidad. Puestos a decidir adónde ir a comer, si se da el caso, pensamos siempre en “nacionalidades”: peruana, india, thai, china o “tradicional chilena”. Hacemos, a pesar de nuestros esfuerzos críticos, como si la comida reflejara un cierto espíritu, una cierta identidad. Pero eso es, y Valeria Campos lo muestra bien, volver a poner la lógica de la filiación en el centro. No hay algo así como una alma nacional que se concretice en una comida en particular. Lo que cuenta es la comensalidad, que es ante todo una práctica y no una manera de ser ya dada, reproducida, heredada.

    Cabría preguntarse, de todos modos, por qué la dupla escogida es “pensar” y “comer”, y no, por ejemplo, “cocinar” y “escribir”. Emulando torpemente a Brecht, uno podría preguntarse quién hizo el pan, quién elaboró el vino que Cristo repartió. Quién cocina, no quién come, podría ser lo fundamental. Quién escribe, y no quién piensa, podría ser clave. Todo es cuestión, como siempre, de gusto, de énfasis, de afinidades. Lo cierto es que este libro, que invita a reflexionar no menos que a escribir, a comer no menos que a cocinar, se inscribe noblemente en la veta de una renovación de los estudios filosóficos. En una biblioteca, podría tranquilamente ubicarse junto a El armario de los filósofos, de Ángel Octavio Álvarez Solis, otro empeño por pensar eso que ha quedado siempre fuera del pensamiento: lo cotidiano, lo que nos permite pensar, escribir, seguir vivos.

     


    pensar/comer. Una aproximación filosófica a la alimentación, Valeria Campos Salvaterra, Herder, 2023, 228 páginas, $20.000.

  259. Temporada de caza

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    Cosas de la realeza, exquisiteces del poder cuando puede disponer de la vida ajena y explorar todas las posibilidades del ejercicio de la soberanía —en el caso de las monarquías— que brinda la teoría del origen divino de la autoridad. En el siglo XVI, Luis XI se dispuso a pasar un buen momento, a celebrar un día distinto. Me imagino a un séquito de aristócratas, todavía no domados por los rituales cortesanos de Versalles, montados en caballos soberbios, rodeando al rey francés, mientras la jauría se apronta para una nueva incursión en el parque de Amboise. En esta ocasión, el panorama consiste en dar caza a un hombre, al cual se recubre con la “piel de un ciervo recién cazado”. Largan al terreno al pobre tipo, aterrado por lo que anticipa una muerte atroz, y los perros no tardan en alcanzarlo y despedazarlo con la furia antes reservada a los jabalíes. Encuentro la anécdota y todo un tratado sobre el tema en un libro del filósofo francés Grégoire Chamayou, un libro donde la sed de sangre abunda, abundan también las citas espeluznantes, y el clamor de las víctimas se eleva entre líneas.

    La caza de hombres no fue una extravagancia renacentista. Tiene una larga historia. Platón y Aristóteles legitimaron la práctica, haciendo esfuerzos por pulir un criterio que distinguiera entre la humanidad de los cazadores y la animalidad de las presas. La guerra solía ser el escenario más idóneo para la captura de hombres y, de esta manera, reforzar la institución de la esclavitud, en la cual reposaba la vida material de la polis. Los esclavos por naturaleza carecían de razón y eran víctimas, supuestamente, del imperio de los caprichos del cuerpo. Tenían algo de bestias salvajes a las cuales había que domesticar, por su propio bien. Se les llamaba “bueyes bípedos”. Atraparlos con vida, decía Aristóteles, es un arte.

    Se comenta que el mismo Platón padeció la esclavitud durante un periodo de su vida, y que Sócrates, ya caído en desgracia en Atenas, prefirió permanecer en la ciudad, con todos los riesgos que eso implicaba para su vida, antes que aceptar la propuesta de exiliarse en Tesalia, una región repleta de andrapodistes, que es como les llamaban a los cazadores de hombres.

    Los espartanos practicaban este arte como medio de intimidación, rito de iniciación a la masculinidad guerrera, entrenamiento militar y goce sin reservas de la condición de amos. A diferencia de los atenienses, mataban a sus presas, sacadas de la población servil de los ilotas. Llegada la noche, los jóvenes espartanos se lanzaban a los caminos de Lacedemonia y degollaban a todos los ilotas que encontraban a su paso. Sentían preferencia por los hombres fuertes y con capacidad de liderazgo, cortando de raíz, por este medio tan expedito, la posibilidad de una revuelta de la población. Los ilotas se vestían con pieles de perro. Los espartanos, en el contexto de esta ceremonia sangrienta, se cubrían con pieles de lobo.

    La expresión caza de brujas es un clásico del lenguaje popular y se utiliza en distintos contextos, no solo para designar la compulsión cristiana por localizar y eliminar a los herejes, tal como aconsejaba Tomás de Aquino. Durante la conquista de América, los indígenas eran cazados con dogos, que les seguían el rastro por las selvas donde se habían refugiado. Otro tanto podría decirse de los esclavos fugitivos de las economías de plantación de Brasil o de Estados Unidos, y de las operaciones de captura emprendidas originalmente en África. En todos estos casos aparece la sombra de la animalización (la del sexo con el macho cabrío, la de la fiera o la del sujeto sin alma) y a la vez se encuentra un resquicio de humanidad, que hace de la caza un placer por partida doble: la presa es animal y hombre, dualidad que le otorga al poder una euforia más intensa.

    Añado: los deportados a Siberia por los zares a veces se fugaban, caminaban por la Taiga, hundiéndose en la nieve, temiendo lo más crudo del invierno y el ataque de los cazadores de hombres, que existían en cada pueblo de esas rutas señaladas por los huesos de los prófugos que no habían logrado salir con vida de la aventura.

    En el siglo XVI, Luis XI se dispuso a pasar un buen momento, a celebrar un día distinto. (…) En esta ocasión, el panorama consiste en dar caza a un hombre, al cual se recubre con la ‘piel de un ciervo recién cazado’. Largan al terreno al pobre tipo, aterrado por lo que anticipa una muerte atroz, y los perros no tardan en alcanzarlo y despedazarlo con la furia antes reservada a los jabalíes.

    Los antiguos agentes de policía que se infiltraban entre las multitudes, operaban sobre la base de este mismo imaginario: la caza de criminales emboscados en las grandes ciudades de la modernidad temprana. La introducción de los perros policiales, de los sabuesos, como se dice, inserta este tipo de caza en una larga tradición de complicidad entre humanos y animales domesticados, en procura de presas cuyos rastros se pierden en terrenos accidentados.

    Disgrego un poco, solo para volver a lo mismo, en circunstancias insospechadas: justo por estos días de primavera inestable pienso en los magnates rusos, fascinado por los testimonios que Svetlana Aleksiévich, en una orquestación coral de testimonios fuera de serie, reúne en su mejor obra: El fin del “Homo sovieticus”. Es sabido: esos potentados se enriquecieron hasta decir basta, apropiándose del gas, del petróleo, y haciendo negocios al amparo de la polvareda que levantó el colapso de la Unión Soviética, con su seguidilla de nostalgia por la grandeza del imperio rumiada en las cocinas, de esperanzas frustradas en la democracia, de proliferación de mafias, de tránsfugas, de intentos comunistas de golpe de Estado, de líderes grandilocuentes con debilidad por el vodka y de delirios nacionalistas y étnicos, de pogromos entre antiguos vecinos y de degüellos convertidos en rituales comunitarios para celebrar en familia.

    Aleksiévich entrevista a mucha gente que, pese a haber sufrido persecución en tiempos de Stalin, esposas e hijos de hombres enviados al Gulag, sienten orgullo por la Unión Soviética y, en particular, por la guerra victoriosa contra los nazis. Otras personas repudian el pasado comunista, totalitario, y abrazan el ideal de la libertad, sin percatarse de que sus promesas carecen de sustento hasta que ya es demasiado tarde, y todo se desmorona sobre sus cabezas llenas de desconcierto.

    Pero de pronto emerge un testimonio distinto. Lo da una joven que celebra la efervescencia de los 90, cuando los fuertes aprovecharon la oportunidad de comerse el mundo con una voracidad sin escrúpulos. Admiradora de esos mercaderes, de la seguridad que transmiten, ella quiere triunfar, ser rica, gozar de su independencia y usar a los hombres sin incurrir en los costos del amor ni en cualquier desliz de sentimentalismo. Trabaja en publicidad y se desplaza por las autopistas del capitalismo con el pelo al viento. Es ambiciosa en extremo y lo confiesa con orgullo. Aunque no solo habla de sí misma en párrafos torrenciales; también cuenta cosas sobre los nuevos ricos que, agotados de los placeres convencionales, hartos de hundir la cara en fuentes de caviar negro y de navegar en yates con grifería italiana de oro, de repente buscan nuevas experiencias en una industria de la entretención bastante imaginativa: los pobres ricos se aburren, nada los consuela, el tedio vital aplana sus días. La grisura de la vida se cuela en sus mansiones vigiladas por matones, y hasta enrarece el aire de sus jets privados rumbo a Londres.

    Qué hacer, se preguntaba Lenin pensando en la revolución. Qué hacer, se preguntan los magnates, y el mercado, con su plasticidad infinita, responde con ofertas insólitas.

    Las agencias de viajes diversifican sus servicios. Organizan estadías de dos días en cárceles siniestras, para sentir en carne propia las tribulaciones de los presos. Los guardias golpean a los clientes, les tiran a los perros, los tratan como reos comunes, sin miramientos, los encierran en celdas mugrientas, con raciones de porquería. Otros pagan hasta cinco mil dólares por llevar la vida de un indigente, por vestir ropas roñosas y pedir dinero en tono lastimero, si bien se hacen acompañar de guardaespaldas. Tampoco se excluye la posibilidad de jugar al Marqués de Sade, satisfaciendo cualquier fantasía perversa. Las propuestas no se quedan ahí, sin embargo. Para los matrimonios cansados de la rutina, se promueve esta experiencia en los folletos turísticos: la mujer se prostituye a destajo y el marido, para no perderse detalle, se transforma en su cafiche.

    Pero todo no queda ahí. Se dispone de ritos más atrevidos aún. Son clandestinos, eso es parte de su atractivo, y también explica lo elevado de los precios: los iniciados participan en la caza de un hombre, de un indigente desprevenido al cual se recluta para que actúe como un animal salvaje. Solo por unas horas, a cambio de un fajo de dólares… si sobrevive, claro. Porque la idea es matarlo, jugar a ser un semidiós cuando el poder del dinero ya no basta.

  260. Todo lo que hay en la Tierra morirá

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    La extinción también tiene una historia y se remonta a principios del 1800, cuando comenzó a tener un estatuto científico. Antes de eso, la idea de que muchas especies habían desaparecido —y de que otras tantas lo harían en el futuro— no pasaba de ser una especulación controversial. Si se sigue la opinión mayoritaria, es en el discurso preliminar a Investigación sobre las osamentas fósiles de cuadrúpedos, donde se reconstruyen los caracteres de diversas especies de animales que las revoluciones del globo parecen haber destruido, de Georges Cuvier, donde se encuentra por primera vez formulada, de manera más o menos rigurosa, la noción que hoy es simplemente una evidencia. El título es ya decisivo, pero lo fundamental es que allí se cruzan por primera vez la historia del planeta y la historia de los seres vivos. “Mi objetivo será mostrar cómo se liga la historia de los huesos fósiles de animales terrestres con la teoría de la Tierra, y por qué estos tienen una particular importancia para ella”, leemos apenas comenzado el discurso.

    Poco a poco, con el paciente tono de su época, Cuvier da a conocer que los estratos más superficiales del planeta contienen fósiles de animales similares a los que todavía la pueblan, pero a medida que se entra más y más, las especies se vuelven menos reconocibles. Se llega finalmente a un punto en el que ya no hay fósiles. La vida comenzó entonces en un momento determinado y fue diversificándose hasta llegar a nosotros. ¿Qué pasó con esas especies intermedias, de las que solo se conocen fósiles, pero no ejemplares vivos?

    Tuvieron que ser destruidas, deduce Cuvier, por grandes catástrofes.

    La tesis estaba lejos de ser aceptada por todo el mundo. Jugaba en contra la religión, por cierto, pero también el entusiasmo: Thomas Jefferson, al enterarse del descubrimiento de los huesos del mastodonte, les encargó a dos exploradores del Pacífico que estuvieran atentos, pues el animal podría estar todavía rondando por esos parajes. Lo había hecho, claro, pero hace unos 10 mil años. La idea de que una especie se extinguiera simplemente no le cabía en la cabeza.

    Suena increíble, pero es cierto: lo que hoy parece no solo evidente, sino inevitable, era hasta hace no tanto inconcebible.

    Sea como sea, mientras Cuvier identificaba los estratos de la Tierra gracias a los fósiles, más de una especie desaparecía para siempre. El antílope azul de El Cabo, por ejemplo, el primer gran mamífero africano en ser víctima del humano. Unos años después fue el turno del alca gigante, también conocido como gran pingüino. Su historia ejemplifica bastante bien la lógica que llevó a la desaparición de muchas especies durante el siglo XIX. Si bien había sido cazado y utilizado como alimento desde el paleolítico, la temprana sobreexplotación pesquera lo fue despojando de su alimento, hasta hacerlo desaparecer de Europa. Hacia el siglo XVI solo quedaban especímenes en Norteamérica. Desaparecido también allí, se refugió en Islandia, donde recibió cierta protección gracias a los altos impuestos a la caza implementados por las iglesias escandinavas. Las Guerras Napoleónicas terminaron con ese dominio eclesiástico, lo que no hizo más que acelerar su desaparición.

    Es posible que ya no tengamos ninguna relación con los animales ni con los extintos ni con los que todavía sobreviven. En ciudades como Santiago o Valparaíso todavía podemos acercarnos a un perro, acariciarlo, mirarlo a los ojos. Esa posibilidad se reduce drásticamente en otras metrópolis del mundo, y de todos modos, el perro es una especie ya modificada, domesticada. Si bien la situación mejora en las zonas rurales, poco queda de un contacto salvaje.

    Su rareza lo volvió codiciado, ya no para la alimentación sino para el confort. Como escribe Michael Blencowe: “Sus suaves y sedosas plumas eran el último grito de la moda en lo que a rellenos de cubrecamas, colchones y almohadas se refiere. Los hombres se trasladaban ahora cada verano a las islas Funk, donde instalaban campamentos para poder cazarlos a escala industrial”. Su inminente extinción lo puso en la mira de coleccionistas de todo el mundo, que queriendo hacerse de un ejemplar disecado, no hicieron más que aumentar su precio: “El alca era ahora buscado no por su carne o sus plumas, sino como objeto de museo”, sentencia Blencowe. El último par de alcas gigantes de las que tenemos noticia fue cazado en 1844: se comentaba que en Dinamarca ofrecían 100 coronas por su piel y un pescador estuvo dispuesto a un último esfuerzo por cobrarlas. En 1852, al parecer, se avistó un solitario alca en Terranova, tal vez el último.

    El alca gigante es apenas un ejemplo. Desde el 1900, el número de especies desaparecidas se ha multiplicado por 100, algo no registrado desde la extinción de los dinosaurios. Algunas estimaciones hablan de la completa extinción de la mitad de las especies hoy conocidas hacia el 2100; otras calculan que un 41% de los anfibios, un 26% de los pájaros y un 60% de los corales podrían desaparecer de aquí al 2050. Si no se hace algo pronto, solo el 25% de las especies hoy conocidas seguiría habitando el planeta el 2200. Estos números son preocupantes, pero siguen siendo abstractos. Cada especie tiene historias, modos de vida e interacción particular. Lo que desaparece es la singularidad de un canto, un modo de nadar, de volar, organizarse, desplegar colores e incluso de mirar. Nombrarlas, hacer su historia, es una manera de devolverles su singularidad, de no dejar que se diluyan en una estadística.

    Esa tarea se dio Michael Blencowe en Gone. Stories of Extinction, libro que repasa la historia de la desaparición de 11 especies, desde el alca gigante a la anémona de mar de Ivell, pasando por el dodo, la huia y la xerces azul, primera mariposa norteamericana en extinguirse debido a la pérdida de su hábitat. Son historias tristes, pero Blencowe se las arregla para hacer aparecer la ternura y hasta el humor. La pregunta que, tal vez sin quererlo, atraviesa todo su libro es cómo nos relacionamos con esas especies que ya no están. Lo que se dibuja es una historia personal, la de sus obsesiones, sus sueños, sus cariños particulares por tal o cual animal que nunca pudo conocer. En la primera historia, relata: “Los sábados de mi infancia los pasé con los binoculares colgados al cuello, buscando aves en los parajes salvajes de Devon. Tachaba con aire triunfal cada nuevo descubrimiento de la ‘Lista de las aves de Devon’, colgada en la pared de mi pieza junto al póster de La guerra de las galaxias. En esa lista, entre charranes y palomas, había un grupo de aves marinas aerodinámicas: los alcas. Y entre ellos, en esa lista de aves de Devon, había dos palabras que me dejaron boquiabierto: gran alca. No aparecía en mis guías de aves de Gran Bretaña, Europa o ningún otro lugar. Residía en mis libros sobre animales extintos: el último pájaro británico en extinguirse a escala global”.

    ¿Qué significa ese paso de las guías de campo a este otro libro, cada vez más voluminoso, de los animales extintos? Ciertamente una tragedia, pero también el fin de una posibilidad de contacto, de interacción con ellos. En el capítulo dedicado al cormorán brillante, escribe: “De pronto me doy cuenta de que estoy tocando por primera vez en mi vida a un animal extinto”. Y es que Blencowe no solo repasa la historia de la desaparición de esos 11 animales, también relata sus visitas a museos, colecciones y reservas, su búsqueda de un imposible contacto.

    Pero que se agreguen páginas al gran libro de los animales extintos encierra algo más. Lo que Cuvier describió son las grandes extinciones masivas ligadas a catástrofes o, en su vocabulario, a las “revoluciones de la Tierra”. La primera de la que se tiene registro es la del Cretácico-Paleógeno, ocurrida hace 66 millones de años. Se calcula que en solo 66 días desapareció el 76% de las especies. La última fue la del Ordovícico-Silúrico, en la que en aproximadamente mil millones de años desapareció el 85% de las especies. En ambos casos, las causas, aunque discutidas, son “naturales”: meteoritos, erupciones, glaciaciones, supernovas.

    Ilustración del siglo XVIII del antílope azul.

    Lo que Blencowe describe, en cambio, son extinciones “de fondo”, que se caracterizan por ser progresivas. Eso es lo que permite que cada extinción sea única y tenga una historia particular. A diferencia de las cinco extinciones masivas anteriores, esta vez podemos hacer algo para evitarlo. Ese algo ha sido, en la mayor parte de los casos, la implementación de programas de conservación.

    Esto encierra otra tragedia: esa pérdida de contacto que cruza el libro de Blencowe no la vivimos hoy solo con los animales extintos. La necesidad de proteger a las especies se ha vuelto, como en el caso del alca gigante o la huia, una sutil manera de hacerlos desaparecer. En El animal como pensamiento, reflexionando sobre las reservas y la desaparición de la vida salvaje, Jean-Christophe Bailly escribe: “Evocar un mundo como ese es evocar lo que fue durante milenios una regla no escrita, un reglamento espontáneo. Es evocar una forma que solo ha tambaleado hace algunos siglos en Europa y hace algunos decenios en el resto del mundo. Pero el movimiento parece irreversible, al punto de que al atravesar las reservas se tiene forzosamente la impresión de estar confrontado a los vestigios de un mundo que pronto desaparecerá. La posibilidad de que ya no haya animales salvajes, o de que solo existan subyugados o en parques, la vemos dibujarse día a día”.

    Es posible que ya no tengamos ninguna relación con los animales ni con los extintos ni con los que todavía sobreviven. En ciudades como Santiago o Valparaíso todavía podemos acercarnos a un perro, acariciarlo, mirarlo a los ojos. Esa posibilidad se reduce drásticamente en otras metrópolis del mundo, y de todos modos, el perro es una especie ya modificada, domesticada. Si bien la situación mejora en las zonas rurales, poco queda de un contacto salvaje. Como un arca de Noé sin diluvio, o un caldero si se toma en cuenta el aumento de las temperaturas, solo sobrevivirá lo que se decida preservar, o sea, aislar. Con la muerte de cada especie, o con su confinamiento en reservas o parques, lo que se pierde es una singularidad, es decir, una red de interacciones posibles que da pie a nuevos mundos, todavía no imaginados, con ellos y entre ellos.

    Tal vez no sea casual que Cuvier haya sido, al mismo tiempo, el precursor de la idea misma de extinción y quien clasificó el reino animal en especies. Algo fundamental de nuestra relación con ellos se juega allí, en la manera que aún tenemos de verlos como algo fijo, como un objeto susceptible de ser descrito de una vez y para siempre, engrosando una cuidadosa lista o una enorme estadística.

    Pero lo cierto es que si, como lo hizo Blencowe, se emprende la crónica de una extinción, lo que vemos desplegarse no es la trágica historia de una especie aislada, sino la red de interacciones que la llevaron a desaparecer. Lo mismo puede decirse de las especies que aún pueblan la Tierra: su historia es la historia de sus interacciones. Y eso es lo que la hace singular, pues la singularidad no es un atributo que se posea, es al mismo tiempo, el fruto de interacciones pasadas y la posibilidad de crear maneras nuevas de ser, formas inéditas de habitar y relacionarse con el mundo. Así, nada ni nadie es por sí mismo singular, lo que hay son procesos de singularización que dependen de la interacción con el medio, con otros individuos y otras especies. Lo que está en juego en la extinción no es entonces solo el destino de una especie en particular, sino la posibilidad misma del mundo, entendido como el horizonte de posibilidades abiertas por la interacción, posibilidades siempre inéditas, imposibles de anticipar. Jean-Christophe Bailly, en El animal como pensamiento, lo dice así: “Todo animal es un comienzo, una puesta en marcha, un punto de animación y de intensidad, una resistencia. Toda política que no tome en cuenta esto (es decir, la casi totalidad de las políticas) es una política criminal”.

     

    Imagen de portada: Ilustración del siglo XIX de dos alcas gigantes.

     


    Discours sur les révolutions de la surface du globe, Georges Cuvier, Christian Bourgois, 1985, 335 páginas, €10,67.


    Gone. Stories of Extinction, Michael Blencowe, Aurum Press, 2022, 208 páginas, US$15.


    El animal como pensamiento, Jean-Christophe Bailly, Metales Pesados, 2014, 100 páginas, $16.300.

  261. El otro imaginario

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    El año 2012, el artista Eugenio Dittborn expuso en la Trienal de Arte Contemporáneo de París una pintura aeropostal que debió intrigar a más de un visitante. Sobre una tela con manchas monocromas, aparecía la imagen de un avión-correo francés estrellado de cabeza en la cordillera de los Andes y, un poco más abajo, un soneto de Ronsard en su lengua de origen. Había, por supuesto, una sutil ironía en el asunto. El tema de la Trienal ese año eran los cruces entre arte y etnografía, con su fascinación por lo desconocido y lo lejano, y se esperaba por lo mismo que Dittborn enviara alguna imagen exótica. Muy por el contrario, lo que hizo fue devolverles a los franceses una imagen de su propio exotismo, como si tampoco nosotros pudiésemos verlos a ellos si no es a través de una imagen cliché o estereotipada de su cultura.

    Recordé esta anécdota leyendo un olvidado libro del escritor e historiador chileno Miguel Rojas Mix, que murió a fines del año pasado, sin que su partida tuviese demasiada prensa. Se llama Imagen artística de Chile (Ediciones Universitarias, 1970) y trata de las representaciones artísticas ideadas desde la Conquista por los europeos, para “vernos” y “comprendernos”, una sarta de estereotipos o representaciones coaguladas, fundadas casi siempre en una falsa superioridad intelectual, que impide reconocer al otro como semejante y en las que se mezclan elementos tanto reales como fantásticos. El despliegue de esa iconografía, que cubre los tipos humanos, el paisaje, la flora y la fauna nacional, es abundante y también fascinante. Pintores y grabadores, en efecto, no ven nunca lo que ven, sino que lo imaginan a su amaño, y con una imaginación que raya a veces en el delirio, aunque existen excepciones. “Es curioso −comenta al respecto Rojas Mix− que mientras se tejía todo tipo de mitos y leyendas en torno al hombre y los animales americanos y la imaginación se le volvía febril al conquistador frente a cualquier objeto que no pudiera clarificar bien dentro de su estructura habitual de comprensión, cuando se trataba de elaborar los medios que habrían de servir a la política colonialista, describía la realidad con una precisión y un espíritu práctico que espeluznan”. Ameno y riguroso, el libro está plagado de observaciones como estas, ya que por supuesto Rojas Mix no es complaciente con esa iconografía y, al contrario, es más bien iconoclasta. Su conocimiento, dice, debe servir ante todo para cesar de asumir los estereotipos que transmite como naturales; para emanciparse de los signos impuestos y comenzar a valorar los propios.

    Se percibe el espíritu de la época en que fue publicado el libro, los albores de la Unidad Popular, en cuya política cultural Rojas Mix participó, por lo que más tarde tuvo que partir al exilio. Se estableció en Francia, fue profesor en varias universidades, entre ellas la Sorbona, y entre muchas otras obras escribió otro libro notable: América imaginaria, aparecido en España el año 1992 (a 500 años del descubrimiento de América) y reeditado aquí el año 2015, en una edición cuidada y generosa: gran formato, tapas duras, papel cuché y cientos de imágenes a todo color que ilustran el texto, pero que funcionan asimismo como un álbum.

    Recordé esta anécdota leyendo un olvidado libro del escritor e historiador chileno Miguel Rojas Mix, que murió a fines del año pasado, sin que su partida tuviese demasiada prensa. Se llama Imagen artística de Chile (Ediciones Universitarias, 1970) y trata de las representaciones artísticas ideadas desde la Conquista por los europeos, para ‘vernos’ y ‘comprendernos’, una sarta de estereotipos o representaciones coaguladas, fundadas casi siempre en una falsa superioridad intelectual, que impide reconocer al otro como semejante y en las que se mezclan elementos tanto reales como fantásticos.

    América imaginaria debe ser, estoy seguro, una de las investigaciones históricas e iconográficas más exhaustivas que existen sobre un tema que podría resumirse de este modo: los decires, sueños, mitos y fabulaciones de los conquistadores de América sobre la realidad que descubrían e intentaban hacer calzar a machamartillo con sus propias visiones de mundo. El Otro americano, prueban esos decires e imaginaciones, es siempre algo exótico, alógeno, y ese exotismo tiene a su vez una historia, “pasa por distintas épocas en que toma formas diferentes, directamente relacionadas con el modo en que los europeos se veían a sí mismos y la manera en que utilizaban la experiencia de lo nunca antes visto para nutrir sus concepciones filosóficas, científicas, literarias, artísticas”. Rojas Mix distingue varias etapas y formas de ese exotismo, las más tardías de las cuales serían las visiones de América como campo de luchas sociales, como objeto de consumo turístico o como lugar de pobreza y subdesarrollo.

    Esto explica, por otra parte, que la legitimación de una obra de arte o literaria latinoamericana en Europa o Estados Unidos esté supeditada a menudo al hecho de que incorpore algunos de estos estereotipos y, lo más grave, es que algunos artistas o escritores lo hacen ingenuamente −o a sabiendas para congraciarse con el público. Sería enojoso citar ejemplos (en el cine y las artes visuales pueden encontrarse varios), y es siempre preferible destacar a los que hacen precisamente lo contrario. Cité al comienzo una obra de Dittborn y otra que se me viene a la mente es South of the Border (2002), la serie de dibujos del artista peruano Fernando Bryce.

    Empleando una técnica que llama “análisis mimético”, Bryce reproduce a mano y tinta china las páginas de un panfleto publicado por el Departamento de Defensa norteamericano en 1958, para instruir a los soldados acerca de cómo comportarse en Latinoamérica. El efecto es revelador: si somos descritos allí “en términos fantásticos e involuntariamente cómicos, como pertenecientes a una comunidad exótica, armoniosa y pintoresca” (Bryce), el dibujo opera por su parte como un mecanismo distanciador, que permite percibir esos estereotipos como tales. Los transforma, por así decir, en caricaturas o en las viñetas de un cómic, materia sobre la cual Rojas Mix, valga decir, también era experto.

    En Los héroes están fatigados (1997) −un completo ensayo suyo sobre el origen y las transformaciones de este género gráfico− postuló que el cómic había sido un vehículo eminente del American way of life y que había renovado los estereotipos de las iconografías tradicionales, obligándonos a repensar los sistemas de representación vigentes, tanto en Latinoamérica como en el resto del orbe, y también a descubrir que con él vinieron a formarse nuevos estereotipos de nuestra identidad vista desde fuera. Comprender, pero también discutir, la hegemonía simbólica de los imperios fue al parecer una de las líneas centrales de su pensamiento, que vale la pena conocer, comenzar a repatriarlo.

  262. Sobre convertirse en Lucy Sante

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    El 15 de febrero de 2021, descargué la aplicación llamada FaceApp en mi teléfono, solamente para reírme. Hacía unos meses que tenía un teléfono nuevo y tenía curiosidad. Aunque la aplicación permitía a los usuarios cambiar la edad, la figura o el peinado, yo estaba, específica y exclusivamente, interesada en la función de cambio de género. Guardé una selfie al estilo de una foto policial y, a cambio, obtuve algo que no me disgustó: una imagen de una mujer atractiva en cuyo rostro se distinguían mis rasgos. Cambiar de género era una idea extraña y eléctrica que había vivido en algún lugar recóndito de mi mente durante la mayor parte de mis 67 años. Pero rara vez me había permitido una representación tan gráfica de mí misma; a lo largo de los años, ocasionalmente había hecho dibujos y alterado fotografías para visualizarme como una mujer, pero siempre había destruido inmediatamente los resultados. Y, sin embargo, no borré esa imagen cibernética. En cambio, durante la semana siguiente busqué y guardé cada imagen mía que poseía, comenzando a los 12 años: instantáneas, fotos de tarjetas de identificación, retratos de estudio, fotos de portadas de libros, fotos de redes sociales. El efecto fue sísmico. Ahora podía ver, presentado ante mí en mi pantalla, el panorama de mi vida como una niña, desde la risueña preadolescente hasta la matrona del año pasado. Siempre había odiado ver fotos de mí misma, pero estas tenían toda clase de sentidos. Mi deseo de vivir como mujer, podía ver ahora, era un fenómeno coherente, constantemente debajo de la superficie de mi vida nominal durante todas esas décadas, a pesar de mis mejores esfuerzos para fingir que no estaba allí.

    Después de eso, algo tomó el control, una ola de puro impulso que persiste incluso ahora, en los días buenos superando mi autoconciencia siempre paralizante. Fuera lo que fuese esa fuerza —muy probablemente, el poder tectónico de algo confinado durante mucho tiempo que se libera repentinamente—, convirtió la percepción en un imperativo. Mi tapadera de mí misma había volado, y no tuve más remedio que tomar medidas. Las últimas dos semanas de febrero son borrosas en mi mente, porque estaban sucediendo tantas cosas dentro de mí que no podía seguir la pista. Estaba a punto de hacer un quiebre radical con mi existencia previa, pero no tengo forma de reconstruir cómo procedí a su ejecución. Todo lo que puedo recordar con certeza es conducir 300 millas desde mi casa, en el condado de Ulster, Nueva York, hasta Utica y de regreso para recibir mi primera vacuna contra el covid —las citas médicas eran difíciles de encontrar en esos primeros días—, todo el tiempo tratando de decidir si ir al centro comercial en Albany en busca de una tienda de pelucas. Cansada de conducir y un poco temerosa, me fui directamente a casa, pero salí a ver a mi terapeuta al día siguiente.

    Temblando, pero decidida, le dije a la Dra. G en nuestra sesión semanal de Zoom que siempre había querido ser mujer y ahora sentía que era urgente que siguiera los pasos necesarios. La Dra. G consistentemente había mantenido una ecuanimidad imperturbable de que nada-de-lo-humano-me-es-ajeno, pero me desconcertó, con todo, su rápida y nada sorprendida aprobación. “Tiene sentido”, me dijo. “Parece una buena idea”. En los cuatro o cinco años que la había estado viendo, yo nunca había hecho mención alguna sobre género. Mi omertà interior relegó todos esos pensamientos a los rincones más profundos y oscuros, custodiados por dragones. Para entonces había visto a terapeutas durante casi 40 años, pero solamente con un médico, antes, había estado cerca de romper el silencio. Alrededor de 1991, el Dr. P me hizo admitir que me había probado los vestidos y la ropa interior de mi madre en la primera adolescencia, aunque nunca tuvimos la oportunidad de explorar las ramificaciones. No mucho después de que admití eso, el Dr. P murió de un ataque cardíaco, 20 minutos después de que salí de su oficina. Mis relaciones con los terapeutas se habían visto alteradas antes y después —uno trató de convertirme a la espiritualidad New Age; otra pasó la mayor parte de las sesiones hablando de sí misma, y otra admitió que su pericia era en psicología infantil—, y nunca confié completamente en otro hasta que comencé a ver a la Dra. G.

    En los círculos trans, a una persona transgénero que aún no es plenamente consciente de su naturaleza se la llama “huevo”; cuando ocurre el momento de la revelación, se dice que el huevo se rompe. Lo que está sujeto a temperamentos individuales, presiones culturales y ambientales, y a un gran número de misteriosos factores X, que pueden ocurrir en cualquier momento. A menudo se dice que, si bien todas las historias trans son individuales, todas ellas son iguales: el orden de estas dos frases puede invertirse. Si bien la forma del arco es generalmente consistente, algunas personas son conscientes de que son trans desde la primera infancia, algunas se dan cuenta en la pubertad y otras solamente se percatan de la verdad mucho más tarde en la vida. Después de eso, el huevo puede romperse inmediatamente o puede llevar años o, como en mi caso, décadas.

    Temblando, pero decidida, le dije a la Dra. G en nuestra sesión semanal de Zoom que siempre había querido ser mujer y ahora sentía que era urgente que siguiera los pasos necesarios. La Dra. G consistentemente había mantenido una ecuanimidad imperturbable de que nada-de-lo-humano-me-es-ajeno, pero me desconcertó, con todo, su rápida y nada sorprendida aprobación. ‘Tiene sentido’, me dijo. ‘Parece una buena idea’.

    Un día en el otoño de 1965, cuando tenía 11 años, estaba sentada en la cocina de nuestra casa de urbanización en Nueva Jersey, esperando que el padre de un amigo me recogiera; nos habíamos mudado recientemente y mis amigos estaban ahora a cinco millas de distancia. Por alguna razón, había un espejo sobre la mesa, lo tomé y me miré. Usaba el pelo con un corte de tazón, que necesitaba un recorte justo en ese momento. Recogí los largos mechones sueltos sobre mis sienes y los doblé en rizos de caracol, humedeciéndolos para que mantuvieran su forma, y cepillé mi flequillo. Abrí mis ojos y suavicé mi boca. Lucía tal como una niña. Luego escuché unos pasos arriba y rápidamente volví a desordenar mi cabello. Esa fue la primera vez que jugué con mi apariencia de esa manera, aunque pensar en mí como una niña ya había sido una preocupación intermitente contra la que luché arduamente.

    En los años siguientes, los pensamientos se hicieron más constantes. En las raras ocasiones en que mis padres me dejaban sola en la casa —era hija única y sobreprotegida— experimentaba con la vestimenta y la ropa interior de mi madre. Sin embargo, no lo hice por mucho tiempo, porque pensé que mi madre sería capaz de detectar el olor de mi cuerpo una vez que llegara la pubertad. Ella estaba atenta a mantenerme en el buen camino y, a medida que avanzaba mi adolescencia, sometía mi habitación a barridos regulares, sin descuidar ningún cajón o cubículo y ningún texto, impreso o escrito a mano, sin recorrer con la mirada. Estaba buscando… ¿qué exactamente? ¿Pornografía? ¿Drogas? ¿Ateísmo? En cualquier caso, tuvo el efecto de hacerme hipervigilante. Aprendí a no escribir nunca nada que fuera privado —nunca he llevado un diario— y a someter todo material impreso que pudiera tener la tentación de llevarme a casa a una rigurosa inspección, dejando en los trenes o en los bancos de los parques la mayor parte de los periódicos clandestinos que consumía con avidez.

    Entonces comencé a interesarme por la investigación, y así empecé, con cautela, a investigar mi condición. Mis recursos eran escasos, pero la cultura era, a su vez, escasa. Las personas transgénero eran chistes, figuras de diversión; la imagen era de alguien con un vestido informe de lunares con una mala peluca y una barba incipiente. Yo seguía la música popular francesa lo suficiente como para conocer “Il est cinq heures, Paris s’éveille”, de Jacques Dutronc: las cinco de la mañana es cuando los travestidos (les travestis) van a casa a afeitarse. En mi escuela secundaria para varones jesuita, hojeé los anuarios de las décadas de 1920 y 1930 en busca de fotos de estudiantes interpretando papeles femeninos en el escenario, lo que había dejado de ser la costumbre. Sabía un poco sobre Christine Jorgensen, la pionera transgénero de la década de 1950, y ella al menos se veía y actuaba como una mujer, pero en mi opinión en ese momento casi nadie más lo hacía.

    ¿Qué significaba ser transexual (un término que era de uso popular en ese momento)? Parecía implicar viajar a Bangkok o Casablanca y extirpar el asunto de abajo. El pensamiento hería, y lo evité. (Unos años más tarde, cuando tenía 20 años, estaba caminando por Malmö, Suecia, a altas horas de la noche. Pasé por una tienda de pornografía donde, en medio de un denso collage en la puerta principal, vi una fotografía de una joven y hermosa muchacha con pene. ¿Cómo podría ser eso? ¿Qué podría significar? Estaba conmocionado). Saqueé la biblioteca en busca de materiales, que eran escasos. Leí las exánimes clasificaciones de Krafft-Ebing y los interminables tomos sexológicos que normalmente concedían media página al “travestismo”, con diagnósticos que iban desde la aflicción neurótica hasta lo permisible como una perversión ocasional en el dormitorio.

    ¿Pero era yo un travesti? Me encantaba la ropa de mujer y me encantaba ponérmela en las raras ocasiones en que caían en mi regazo —una blusa floreada roja dejada en un apartamento de East Village al que me mudé, una pila entera de ropa para la lavandería abandonada encima de una secadora en un alojamiento para estudiantes en la Universidad de Ginebra—, hasta que me deshice de ellas, rápidamente. Para mí, en ese entonces, había algo sórdido en el travestismo, algo que no era genuino. Tal como estaban las cosas, evité tomar cualquier otra acción. No podía comprar ni curiosear en ciertos lugares de Manhattan como la Mardi Gras Boutique de Lee, visitar Edelweiss o Club 82 o, más tarde, pasar tiempo en el Pyramid Club, aunque en un momento estaba a menos de media cuadra de mi departamento. De todos modos, por mucho que pudiera apreciar la cultura drag desde el exterior, no era lo mío. Yo quería ser una mujer, no una sátira. No me interesaba el pelo largo, las tetas grandes ni los tacones altos, y odiaba la idea de que los hombres me miraran boquiabiertos. Al menos esa era la razón número uno. La número dos era que estaba aterrorizada por el poder de mi deseo. Estaba mortalmente asustada por el mismo proceso por el que ahora estoy pasando, aunque también sabía muy poco sobre él como para poder juzgar. Cuando tenía una edad de un solo dígito, solía imaginarme transformada en una niña de la noche a la mañana. Algunas noches lo añoraría; en las otras temblaba de miedo ante esa perspectiva. Era demasiado deseable, pero demasiado inalcanzable. Nunca podría ser realmente una mujer, así que tuve que resignarme y evitar que los pensamientos de eso me abrumaran. No fue hasta que apareció internet, trayendo consigo una variedad de sitios transgénero, que supe más sobre las hormonas.

    Alrededor de 1991, el Dr. P me hizo admitir que me había probado los vestidos y la ropa interior de mi madre en la primera adolescencia, aunque nunca tuvimos la oportunidad de explorar las ramificaciones. No mucho después de que admití eso, el Dr. P murió de un ataque cardíaco, 20 minutos después de que salí de su oficina.

    De vez en cuando hablo con J, una amiga de más de 40 años que hizo la transición dos o tres años antes que yo. Comparamos notas, y aunque nuestros antecedentes y personalidades son muy diferentes, nuestras historias trans son hilarantemente similares. Nos reímos del hecho de que cuando éramos niñas, ambas pensábamos que éramos los únicos humanos en el planeta que alguna vez habían querido cambiar de género. Pero esa era nuestra época, tan diferente de la actual. Mis padres ya llevan 20 años muertos, pero no puedo soportar imaginar sus reacciones. Aunque era hija única, tuve una hermana mayor que nació muerta un año y un mes antes de mi nacimiento. Mis padres la llamaron Marie-Luce y le compraron una tumba de 10 años (en la Bélgica pobre en tierras, las tumbas se alquilaban). Deduje que mi madre había sufrido abortos espontáneos anteriormente; en cualquier caso, los médicos le dieron la cautelosa aprobación para intentar el embarazo una vez más, pero solamente una vez. Cuando fui bautizada, mis padres invirtieron el nombre de mi hermana y agregaron unos pocos santos más en agradecimiento.

    La depresión de mi madre duró todo el tiempo que la conocí, así que no sé con certeza cuándo comenzó. Su vida familiar fue infeliz, pero ciertamente se presentaba bastante alegre en las instantáneas de sus 20 años en la posguerra —su sonrisa nunca fue tan genuina después de esa época. Por un lado, el atormentado proceso del parto claramente le cobró un alto precio. Parece que nos confundió a Marie-Luce y a mí, o al menos me acostumbré a que me llamaran ma fifille o ma choute (porque mon chou es masculino, ella tuvo que inventar una forma femenina). Aunque en algunas zonas de Europa el color rosado había sido durante mucho tiempo para los niños y el azul para las niñas, mi madre desafió las convenciones vistiéndome de azul en honor a la Virgen María. Yo era efectivamente asexuada cuando era niña, dibujaba, leía y jugaba con mi gran familia de animales de peluche, a quienes asignaba posiciones en la familia. Mi madre y yo éramos muy unidas en ese entonces, viajamos dos veces de Nueva Jersey a Bélgica y vivimos durante meses sin mi padre, mientras ella arreglaba los asuntos y debatía si mudarse de regreso. Pero cuando la pubertad trajo consigo las características sexuales secundarias, todo cambió. Desde entonces, hasta que me fui de casa, a los 18 años, mi madre me pegaba todos los días, generalmente una bofetada con el dorso de la mano del otro lado de la mesa. También se sometió dos veces a terapia de electroshock, después de lo cual sufrió una pérdida temporal de la memoria y me confundía con su hermano.

    Nadie sabe las causas de la disforia de género. Solamente se ha realizado una investigación científica limitada sobre uno que otro asunto transgénero (lo que sabemos sobre los efectos inmediatos y a largo plazo de la terapia de reemplazo hormonal sigue siendo en gran parte folclórico), porque hay muy pocos fondos para ello. En muchas culturas, incluida la nuestra, las personas transgénero están situadas en lo más bajo de la humanidad, lo impensable. Somos leprosos y, si somos vulnerables, somos depredados y, a menudo, asesinados. Como era de esperar, la mentalidad de la mafia que impulsa tal superstición también está presente dentro de nosotros, las personas transgénero.

    Antes de que se rompiera mi huevo, mantuve mi interés subrepticio en los asuntos transgénero, viendo videos de YouTube y recorriendo interminables fotos de modelos japonesas otokonoko. Aun así, claramente me inquietó cuando me enfrenté a la realidad de la transición de género, especialmente cuando se trataba de personas que se parecían sociológicamente a mí, tales como Chelsea Manning o las hermanas Wachowski. Parecía que ellas habían ido demasiado lejos, que nunca podrían volver a la Tierra. Pero tal era la profundidad de mi negación.

    Por mucho que pudiera apreciar la cultura drag desde el exterior, no era lo mío. Yo quería ser una mujer, no una sátira. No me interesaba el pelo largo, las tetas grandes ni los tacones altos, y odiaba la idea de que los hombres me miraran boquiabiertos. Al menos esa era la razón número uno. La número dos era que estaba aterrorizada por el poder de mi deseo.

    Durante más de 55 años viví en un estado de negación que mantuvo en suspenso mi dilema de género, como si estuviera encurtido en un frasco. Pasé por periodos de indulgencia, cuando me entregaba y soñaba despierto. Tenía una variedad de fantasías almacenadas que rotaba y sobre las que bordaba: interpretar a una niña en la obra de teatro de la escuela, luego persuadida de salir a la ciudad disfrazada; ser contratada como ayudante por una rica mujer de la alta sociedad que se divierte vistiéndome de niña; un nuevo compañero de cuarto que me asignaron en la universidad lleva años vistiéndose como una muchacha y tiene un guardarropa completo. Pero eran fantasías travestis que, a mi modo de ver, eran en última instancia estériles. Luego tenía periodos de repudio, en los que desterraba cualquier pensamiento de ese tipo y diagnosticaba mi situación como un fetiche, una ideación enfermiza, una neurosis que imaginaba que podía curarse con una buena relación con una mujer fuerte que sacara a relucir plenamente al hombre en mí. En ambos estados, mantuve mis variadas preguntas y fijaciones de género esparcidas por diferentes regiones de mi conciencia, negándome a darles coherencia. Los pensamientos sobre la apariencia se fueron por aquí, mis diversos fracasos para cumplir con un papel masculino se fueron por allá, las preguntas más existenciales fueron arrojadas a un estante.

    Después de que mi huevo se rompió, monté lo que las personas trans y Alcohólicos Anónimos llaman “la nube rosa” durante tres meses completos. Esa masa rosada de gotas de agua suspendidas, en la que constantemente me advirtieron acerca de confiar demasiado, resultó ser en gran parte el impulso que todavía tengo, junto con una fe evangélica en el proceso. Para mí también implicó un curso intensivo en todo tipo de cosas, desde volver a aprender cómo moverse hasta la historia de la medicina transgénero o a desarrollar firmes opiniones sobre cuellos, largos de mangas y siluetas. Aunque de alguna manera me las arreglé para mantener mis deberes como educadora, enseñando un curso de escritura en la universidad durante este periodo, mi verdadera ocupación estaba en la transición. En poco más podía enfocarme.

    Muy rápidamente me uní a un grupo de apoyo trans y consulté a un endocrinólogo: comencé con hormonas el 10 de mayo y me hicieron caer de mi nube, aunque eso no duró mucho. Una vez me describí como una criatura hecha enteramente de dudas, muchas de ellas dudas sobre mí misma, pero tan pronto como me decidí a revelarme, en febrero pasado, dejé de dudar. Es decir, experimenté episodios regulares de disforia, lo que en este contexto significa intensos periodos recurrentes de dudas sobre una misma, odio hacia una misma y desesperación, que suceden de manera irregular durante periodos de tiempo variables, típicamente (para mí, por ahora) dos o tres días a la semana. Sin embargo, paradójicamente, nunca antes había experimentado una convicción tan sincera. Incluso en medio de esas agonías sentí un inexplicable cimiento de certeza.

    Mi momento caída-en-el-camino-de-Damasco fue cataclísmico en sus efectos. “Esto abre el mundo”, escribí en una ficha, rompiendo mi costumbre de no escribir tales cosas. “Estoy tan aliviada”. Desafortunadamente, sucedió 14 años después de la mejor y más plena relación que jamás haya disfrutado. Conocí a M justo cuando mi matrimonio estaba llegando a su punto de ruptura, y ella había sido mi ancla desde entonces: mi mejor amiga, mi copiloto, mi severa editora, mi corazón. Las cosas no siempre fueron del todo fáciles entre nosotras, pero acabábamos de pasar un año feliz encerradas juntas. ¿Por qué tenía que pasar entonces? ¿Por qué no pudo haber sucedido después del colapso de mi primera relación importante, alrededor de 1980, cuando estaba segura de que nunca volvería a encontrar a nadie más? ¿O 10 años más tarde, después de la caída de mi primer matrimonio, hecho en el rebote, que finalmente se reveló como inadecuado para ambas partes? ¿Tuvo algo que ver, como se preguntaron algunos de mis amigos, con el aislamiento forzado y la introspección de la era del covid? Eso no estaba tan lejos del aislamiento y la introspección en los que normalmente vivía, pero ¿tal vez fue que finalmente me sentí lo suficientemente segura?

    En aquellos días pasaba poco razonables cantidades de tiempo tomándome selfies y cambiándolas de género en la aplicación. Acababa de recibir una en que pensé que yo lucía lo suficientemente plausible como mujer, por lo que podía mostrársela a todo el mundo y lo entenderían de inmediato (nota: ya no puedo ver el parecido). Esa fue la táctica que decidí probar con M. ¡Ella pensaría que era lindo! Tal vez eso suavizaría el impacto. El día después de mi sesión con la Dra. G, la saqué después de la cena. Ella estaba confundida. ¿Qué le estaba mostrando? “Mmm, bueno, soy yo como mujer”. ¿Eh?

    No me di cuenta de cuán incómoda estaba en mi cuerpo hasta que comencé la transición y de repente me sentí cómoda, esto sin referencia a las características sexuales primarias o secundarias. Había estado constreñida, sin equilibrio, susceptible, sin nunca saber cómo pararme o qué hacer con mis manos, porque inconscientemente me protegía de posturas y expresiones que podrían leerse como demasiado femeninas.

    Yo expliqué. Ella no vio el parecido, pero escuchó. Le conté sobre mi oscuro secreto y cómo lo había mantenido oculto durante más de 55 años y cómo de repente salió de mi pecho como el extraterrestre en Alien. La tomó por sorpresa, pero se conmovió. Me ofreció apoyo y aliento, me elogió a través de todos mis primeros incómodos intentos de presentarme como mujer, me dio una llamativa falda cruzada a rayas de la década de 1970. Algún tiempo después, sin embargo, dijo: “Puedo pensar en ti como mi pareja romántica o como una mujer, y me parece más importante pensar en ti como una mujer”.

    Mi corazón se cayó a mis pies. Ya no éramos más una pareja. Una de las principales razones de mi larga represión fue mi miedo a perder mujeres, que desde el final de la adolescencia habían constituido las tres cuartas partes de mis amistades más cercanas, así como todos mis intereses románticos. Pensé que les repugnaría por mi presunción: tendía a poner a las mujeres en un pedestal. Eso no sucedió con M, pero había fallado como pareja romántica para alguien que significaba todo para mí, y eso era casi igual de malo. Pasé meses en la miseria en torno a M, volviéndome furtiva una vez más, escondiendo mi ropa nueva cuando llegaba por correo, presentándome solamente una o dos veces por semana a pesar del placer y la afirmación que eso me daba, tratando, de alguna obstinada manera, de tener ambas cosas. Mis episodios de disforia se vieron además teñidos por la idea de que era un hombre heterosexual fallido, y experimentaba una gran incomodidad en mi entorno social habitual, compuesto principalmente por parejas heterosexuales.

    Pero aún tenía que reconocer que la disforia de género, en su sentido más general, explicaba unos cientos de misterios sobre mi personalidad. No me di cuenta de cuán incómoda estaba en mi cuerpo hasta que comencé la transición y de repente me sentí cómoda, esto sin referencia a las características sexuales primarias o secundarias. Había estado constreñida, sin equilibrio, susceptible, sin nunca saber cómo pararme o qué hacer con mis manos, porque inconscientemente me protegía de posturas y expresiones que podrían leerse como demasiado femeninas. No sabía cómo actuar como un hombre. Odiaba los deportes y las bromas sobre penes y beber cerveza y la forma en que los hombres hablaban de las mujeres; mi idea del infierno era una velada con un grupo de tipos.

    A lo largo de los años, por la fuerza de la necesidad, creé una personalidad masculina que era taciturna, cerebral, un poco lejana, con algo de búho, posiblemente “peculiar”, acercándose mucho a lo asexual, a pesar de mis mejores intenciones. Estaba eternamente enferma de amor y solamente tuve un puñado de relaciones exitosas; tenía poco impulso priápico. Y siempre mantenía a la gente a distancia. Durante 14 años, M sirvió como mi escudo social. Le hice hacer todo lo relativo a ponerse en contacto con alguien, todo lo relativo a la elaboración de planes, porque en el fondo me aterrorizaba la gente, incluso los amigos cercanos de 40 o 50 años —confiar completamente en alguien era imposible, porque podría levantar mi cortina de hierro. Al final de la adolescencia, durante el periodo de mayor consumo de drogas de mi vida, tuve dos viajes intensamente malos con LSD. El primero, durante mi último año de secundaria, fue malo porque tenía miedo de ser transgénero, miedo de ser absorbida y de que nunca regresara. El segundo, durante mi primer año de universidad, se oscureció porque tenía miedo de que algo que dijera o hiciera revelara a las personas con las que viajaba que era transgénero.

    En la primera semana de marzo, me revelé ante mi círculo íntimo, unas 20 personas. Todo el mundo me apoyó, aunque algunos estaban claramente amohinados; algunos siempre habían pensado que había algo extraño en mí; algunos juraron que habían estado cerca de adivinar la verdad; tres amigas escribieron que tenían lágrimas de felicidad en los ojos. Empecé a planear mi revelación en anillos cada vez más amplios: un segundo grupo de amigos, en mayo; la facultad y la administración de la universidad donde enseño, en julio; Instagram y el resto del mundo, en septiembre. En el camino, comencé a escuchar a personas a las que no había visto en décadas, quienes tal vez aprendieron sobre mi transición de tercera mano. Nadie me soltó ninguna tontería, aunque yo estaba totalmente preparada para ello. De alguna manera me encontré recibiendo una afirmación inesperada desde lugares inesperados.

    Sí, soy binaria, pero eso se debe simplemente a la amalgama de culturas de la que vengo. Me he relajado mucho en un montón de cosas: he decidido no jugar con mi voz, que es mi instrumento; ya no uso sujetadores con relleno; uso poco maquillaje; no me interesa cómo me ven los transeúntes; no me preocupa que se equivoquen con mi género; no me importan especialmente los pronombres.

    Ahora, después de nueve meses de terapia de reemplazo hormonal, puedo ver cambios significativos en mi cara y cuerpo, aunque los avistamientos pueden ser fugaces y no ser visibles para nadie más. La hermosa imagen que a veces veo en el espejo se deshace inmediatamente si trato de tomar una foto. Pero estoy mucho más feliz de lo que recuerdo haber sido, más centrada, muchas veces más sociable. Unos años antes de mi transición, me comprometí a vender mis papeles a la Biblioteca Pública de Nueva York y me di cuenta, vagamente, de que me estaba preparando para la muerte. Ahora quiero posponer el telón final el mayor tiempo posible.

    No sé lo que significa ser mujer, por supuesto. Sí, soy binaria, pero eso se debe simplemente a la amalgama de culturas de la que vengo. Me he relajado mucho en un montón de cosas: he decidido no jugar con mi voz, que es mi instrumento; ya no uso sujetadores con relleno; uso poco maquillaje; no me interesa cómo me ven los transeúntes; no me preocupa que se equivoquen con mi género; no me importan especialmente los pronombres.

    Algo de esto se debe a la influencia de mi “madre trans”, L, con quien he pasado mucho tiempo de calidad caminando por las calles públicas y siendo visible en lugares públicos. L, de 24 años, de alguna manera ha adquirido una sabiduría mucho más allá de su edad. Está tan aburrida como yo con “el discurso” que aqueja a la comunidad trans, sus asfixiantes reglas del lenguaje, su micro-territorialidad, sus trivialidades insípidas. Nos damos cuenta de que estamos volando hacia lo desconocido, que cuanto más aprendemos más nos damos cuenta de que no sabemos, que el género es una concatenación de factores físicos, mentales, emocionales y culturales que nunca dominaremos, porque nadie lo hace.

    La mayor parte del tiempo me siento normal en mi nueva identidad. Paseo al perro, voy a la ferretería y al supermercado (las mascarillas del covid ayudan en las circunstancias más difíciles), doy clases, tomo el tren o el autobús, salgo a cenar con amigos, doy conferencias públicas, todo sin miedo. La crisis existencial que temía por mi dependencia de una peluca (la calvicie de patrón masculino ha diezmado mi cabeza desde que tenía 17 años, cuando pensaba que era un castigo divino para mis anhelos) no sucedió. No puedo dormir ni ducharme con la peluca, pero aparte de eso, simplemente se ha convertido en mi cabello. Por lo general estoy en paz, remendando mis penas y aterrándome con mis miedos, aunque de vez en cuando me paraliza la profunda extrañeza de todo esto. Aquí estoy a los 67 años, emprendiendo algo enorme que debería haberse hecho hace décadas. Ciertos cambios son superficiales, pero otros son metafísicos. Al principio de mi transición sentí agudamente este cambio de marea. Experimenté asombro y pavor; pasé días enteros literalmente temblando. Ahora soy consciente de que vivo, como todos, en una nube de desconocimiento, donde las certezas se desmoronan y las categorías se vuelven líquidas. Ninguno de nosotros sabe nada realmente, sino de manera provisional. Ahora, como dijo Lou Reed, “me he liberado / para encontrar una nueva ilusión”.

     

    Ilustración de portada: Paola Irazábal.

     

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    Artículo aparecido en la revista Vanity Fair, en enero de 2022. Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

  263. Archivos presidenciales

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    Los archivos presidenciales son custodios del legado histórico y político de un país, desempeñando un papel crucial no solo en la preservación de la memoria colectiva, sino también en el fortalecimiento de las bases democráticas y cívicas de la sociedad. En un tiempo donde las instituciones enfrentan desafíos complejos a nivel global, y los movimientos populistas y antidemocráticos ganan terreno, los archivos se convierten en un elemento cardinal para fomentar una ciudadanía informada y críticamente activa. Instituciones como la Fundación Felipe González han liderado el camino al organizar y hacer accesibles los archivos del presidente español, promoviendo la idea de que conocer el pasado es vital para aportar al futuro. Este enfoque resalta la importancia de los archivos presidenciales como herramientas de aprendizaje, reflexión y discusión política, capaces de nutrir el debate público y de fortalecer el tejido democrático de las naciones.

    Los archivos presidenciales actúan como salvaguardas contra la manipulación histórica y la desinformación. En una era caracterizada por una abrumadora transformación digital y una sobreabundancia de información visual, estos archivos se erigen como puntos de referencia críticos. La escritora Diamela Eltit, en su ensayo “La memoria pantalla”, describe nuestro presente como un bombardeo de imágenes que dificultan una clara comprensión y, más bien, aniquilan la mirada. Frente a esta saturada realidad, los archivos ofrecen más que datos, anécdotas o una verdad objetiva. Inspiran la imaginación política y promueven, incluso en detalles aparentemente nimios, la generación de preguntas en lugar de aceptar verdades aparentemente uniformes y narrativas vaciadas de sentido.

    Frente a esta saturada realidad, los archivos ofrecen más que datos, anécdotas o una verdad objetiva. Inspiran la imaginación política y promueven, incluso en detalles aparentemente nimios, la generación de preguntas en lugar de aceptar verdades aparentemente uniformes y narrativas vaciadas de sentido.

    Bajo este contexto, la apertura del Archivo Presidente Ricardo Lagos Escobar, tras un convenio entre la Universidad Diego Portales y la Fundación Democracia y Desarrollo, y gracias a la confianza del presidente Ricardo Lagos, tiene un significado vital para Chile y América Latina. Este archivo abarca más de 200.000 materiales entre documentos de texto, fotografías, videos, objetos y grabaciones sonoras y se encuentran disponibles para consulta pública en la Biblioteca Nicanor Parra y progresivamente de manera digital en el sitio web archivoricardolagos.udp.cl.

    El Archivo Ricardo Lagos está meticulosamente organizado en dos fondos principales: el Fondo Presidencia y el Fondo Documentos Personales. El Fondo Presidencia documenta detalladamente los seis años de su mandato, incluyendo interacciones con líderes mundiales, políticas públicas clave y eventos nacionales significativos. El segundo fondo ofrece una vista íntima de la vida personal y profesional de Lagos, desde su formación académica hasta su participación en la política y la administración pública antes y después de su presidencia. Esta estructura dual permite una comprensión holística de la interacción entre la vida privada y las responsabilidades públicas de un mandatario.

    Siguiendo a Jacques Derrida, los archivos son espacios donde se negocia la memoria y el olvido, pues dejan su huella en la construcción de narrativas históricas y nuestras formas de presentarnos en el mundo. Por lo tanto, al acceder a los archivos presidenciales, no solo exploramos el pasado, sino que también examinamos las estructuras de poder que dan forma a nuestra comprensión del mundo actual y avivamos nuestras formas de soñar con futuros posibles.

    El acceso público de este archivo no solo refleja un compromiso con la transparencia, sino que también impulsa un diálogo informado y constructivo acerca de las prácticas democráticas. Al hacer accesibles estos documentos, el Archivo Ricardo Lagos busca fomentar un mayor conocimiento de las decisiones políticas del expresidente y estimular una reflexión continua sobre los desafíos democráticos enfrentados por la nación. Asimismo, este archivo actúa como un recurso educativo fundamental para estudiantes, historiadores, políticos y ciudadanos, pues cuenta con materiales valiosos para el análisis de las decisiones que han impactado la dirección del país y de América Latina.

    Los archivos, en su más amplio espectro, son más que un depósito de documentos o un modo de aproximarse al pasado: constituyen un dispositivo crítico para reflexionar sobre el presente y garantizar que las generaciones futuras dispondrán de un compás para navegar las complejidades de nuestra vida social, cultural y política. Siguiendo a Jacques Derrida, los archivos son espacios donde se negocia la memoria y el olvido, pues dejan su huella en la construcción de narrativas históricas y nuestras formas de presentarnos en el mundo. Por lo tanto, al acceder a los archivos presidenciales, no solo exploramos el pasado, sino que también examinamos las estructuras de poder que dan forma a nuestra comprensión del mundo actual y avivamos nuestras formas de soñar con futuros posibles.

     





    Crédito de las fotografías: Guillermo Calderón.

  264. Historias verdaderas de perros

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    Ustedes seguramente creen que conocen a los perros. Pero yo creo que si ahora les leo la descripción más famosa del perro, les pasará lo mismo que a mí cuando la descubrí. Lo que me dije en ese momento fue que si en esa descripción no hubiese aparecido la palabra “perro” o “perra”, tal vez no hubiera adivinado a qué animal se refería. Así de nuevas y extrañas se ven las cosas cuando un gran científico pone en ellas su mirada tal como si nadie lo hubiera hecho antes. Ese científico es Carl Linneo. El mismo que conocemos de la botánica y según cuyo sistema se siguen clasificando las plantas aún hoy. Esto es lo que dice él sobre los perros:

    Come carne, carroña, harinas, pero hojas no; digiere huesos, vomita tras ingerir pasto; defeca sobre piedra: blanco griego, extremadamente ácido. Bebe a lengüetazos; orina de lado, en buena compañía a menudo cien veces; olfatea el ano ajeno; nariz húmeda, olfato excelente; corre en diagonal, anda en puntillas; transpira muy poco, deja colgando la lengua cuando hace calor; antes de dormir da vueltas alrededor del lugar; dormido escucha con bastante agudeza, sueña. La perra es cruel con los pretendientes celosos; durante el celo se aparea con muchos, a los que muerde; en el apareamiento es profundamente unida; está preñada nueve semanas, alumbra camadas de cuatro a ocho cachorros, los machitos se parecen al padre, las hembritas a la madre. Fiel por sobre todas las cosas; compañero del ser humano; menea la cola con la aproximación del amo, no deja que le peguen; si el amo se va, corre delante de él, en el cruce de caminos se da vuelta a mirar; aprende fácil, rastrea las cosas perdidas, patrulla por las noches, avisa si alguien se aproxima, cuida los bienes, aleja al ganado de los campos, mantiene juntos a los renos, resguarda al ganado y a las ovejas de los animales salvajes, mantiene a los leones a raya, encuentra venados, captura patos, avanza a hurtadillas antes de saltar sobre la red, trae lo que mató el cazador sin comérselo. En Francia le da vueltas al asador, en Siberia tira de los trineos. Mendiga junto a la mesa; si robó algo, mete temeroso la cola para adentro; come ávidamente. En casa es el rey entre los suyos. Enemigo de los mendigos, ataca a los desconocidos sin que lo provoquen. Lamiendo cura las heridas, la gota y los cánceres. Aúlla con la música, muerde la piedra que le tiran; cuando se aproxima una tormenta, se indispone y huele mal. Tiene sus problemas con la tenia. Propaga la rabia. Termina ciego, royéndose a sí mismo.

    Hasta ahí Linneo. Después de una descripción como esta, la mayoría de las historias que se cuentan cotidianamente sobre perros parecen un poco aburridas y comunes. En todo caso, no pueden competir con este relato ni en extravagancia ni en lo memorable, y mucho menos se compara con la mayoría de las historias con que la gente busca demostrar la inteligencia de los perros. ¿No es una ofensa para los perros que solo se cuenten de ellos historias que buscan demostrar algo? ¿Es que son interesantes únicamente como especie? ¿No será que cada uno de ellos es un ser único y especial?

    Ni un solo perro es igual a otro, ya sea corporal o espiritualmente. Cada uno tiene sus propias costumbres o malas costumbres. A menudo son lo exactamente opuesto el uno del otro, por lo que constituyen un tema inagotable de conversaciones sociales para sus dueños. ¡Cada dueño tiene el perro más listo! Pero si alguno cuenta de su perro alguna travesura perruna, entonces cada perro se convierte en tema para un estudio de carácter, y si ha vivido alguna experiencia curiosa, sirve para una historia de vida. Incluso en su muerte aparecen particularidades.

    De estas particularidades oiremos algunas ahora. También los otros animales tienen sin dudas muchas cosas curiosas, cada uno por separado, cosas que no se encuentran de esa misma manera en toda la especie. Pero el hombre no puede observarlas con tanta claridad y variedad como en los perros, porque con ningún animal se ha relacionado tan estrechamente (salvo tal vez con los caballos). Antes que nada, está eso: la gran victoria que consiguió el hombre hace miles de años frente el perro, o mejor dicho frente al lobo y el chacal. Pues a partir de que ellos se dejaron someter y domesticar se desarrollaron los primeros perros.

    Ustedes seguramente creen que conocen a los perros. Pero yo creo que si ahora les leo la descripción más famosa del perro, les pasará lo mismo que a mí cuando la descubrí. Lo que me dije en ese momento fue que si en esa descripción no hubiese aparecido la palabra ‘perro’ o ‘perra’, tal vez no hubiera adivinado a qué animal se refería. Así de nuevas y extrañas se ven las cosas cuando un gran científico pone en ellas su mirada tal como si nadie lo hubiera hecho antes. Ese científico es Carl Linneo.

    Claro que, al referirnos a estos perros antiquísimos, que aparecieron a fines de la Edad de Piedra, no podemos pensar en nuestros perros domésticos o de caza. Debemos pensar más bien en los perros semisalvajes de los esquimales, que durante meses se procuran la comida por sí mismos y se parecen en todo sentido al lobo ártico. O debemos pensar en los temibles perros siberianos de los kamchatkas, maliciosos y mordedores, que según la crónica de un viajero no le tienen el menor amor ni fidelidad a su amo, sino que todo el tiempo intentan matarlo. De este tipo debe haber sido el perro doméstico en sus inicios. Más tarde, por efecto de los castigos, los perros volvieron en algunos casos a su antiguo salvajismo, sobre todo los dogos, y su sed de sangre llegó a recrudecer respecto de la que tenían en su estado primitivo.

    Aquí la historia del más famoso entre los perros sanguinarios, el así llamado Becerrillo. Lo encontró el español Hernán Cortés en su conquista de México y lo adiestró de la forma más abominable.

    En el pasado se utilizaba al bulldog mexicano de manera atroz. Se lo adiestraba para atrapar hombres, derribarlos e incluso matarlos. Ya en la conquista de México los españoles utilizaron este tipo de perros, y uno de ellos, llamado Becerrillo, cobró fama, o mala fama. Si pertenecía a los auténticos dogos cubanos, a los que se consideraba un bastardo del bulldog y del perro de presa, es algo que ya no podemos determinar. Se lo describe como de tamaño mediano, de color rojo, pero negro alrededor del hocico negro y hasta los ojos. Su temeridad e inteligencia eran extraordinarias. Gozaba de un alto rango entre todos los perros y recibía el doble de comida que los demás.

    Durante los ataques solía precipitarse sobre la parte más densa de la masa de indios para tomarlos del brazo y llevárselos. Si le obedecían, el perro no les hacía nada, pero si se resistían a ir con él, al instante los tiraba al suelo y los estrangulaba. Sabía distinguir perfectamente a los indios enemigos de los que habían capitulado, a los que no tocaba nunca.

    Pero por muy cruel y furioso que fuera este perro, a veces se mostraba mucho más humano que sus amos. Una mañana, según se cuenta, el capitán Jago de Senadza quería darse el cruento gusto de hacer que Becerrillo destrozara a una vieja prisionera india. Le dio a ella una carta con el encargo de llevársela al gobernador de la isla. Presuponía que el perro, al que soltaría no bien la vieja se marchara, atraparía a la anciana mujer y la despedazaría. Cuando la pobre y débil india vio al furioso perro lanzándose sobre ella, se sentó sobre la tierra y, presa del miedo, le rogó con palabras conmovedoras que le perdonara la vida. Le mostró la carta, asegurándole que debía llevársela al comandante para cumplir con su encargo. El furioso perro quedó desconcertado ante estas palabras y, tras reflexionar brevemente, se acercó cariñoso a la vieja.

    Este suceso llenó de asombro a los españoles y les pareció sobrenatural y misterioso, lo cual explica probablemente por qué el comandante liberó a la vieja india. Becerrillo terminó su vida en combate contra los caribes, que lo mataron mediante una flecha envenenada. Es fácil entender por qué a los pobres indios esos perros les parecían los asistentes cuadrúpedos de los diablos de dos piernas.

    La mayoría de las historias que se cuentan cotidianamente sobre perros parecen un poco aburridas y comunes. (…) ¿No es una ofensa para los perros que solo se cuenten de ellos historias que buscan demostrar algo? ¿Es que son interesantes únicamente como especie? ¿No será que cada uno de ellos es un ser único y especial?

    De un tipo de dogo que vagabundea en manadas salvajes por Madagascar se cuenta la curiosa historia que sigue:

    En la isla de Madagascar vagan grandes manadas de perros salvajes. Su enemigo acérrimo es el caimán, por el que solían ser devorados muy a menudo cuando nadaban de orilla a orilla. En años de lucha contra la bestia, los perros inventaron un truco que les permite mantenerse a distancia de sus fauces. Antes de emprender sus excursiones a nado, se reúnen en grandes cantidades en la orilla y alzan un fuerte ladrido conjunto. Atraídos por ello, todos los aligátores que se encuentran en la proximidad emergen del agua con sus enormes cabezas en el sitio donde se encuentra la jauría. En ese instante, los perros galopan un trecho junto a la orilla y cruzan el agua sin peligro, pues los pesados aligátores no logran seguirlos con la misma velocidad. Es interesante observar que los perros foráneos, que llegaron a la isla con los colonos, cayeron presa de los caimanes, pero que más tarde también su descendencia se salvó de esa muerte segura mediante el truco de los perros vernáculos.

    Así es como los perros salen del paso. ¡Y cuántas veces han ayudado a salir del paso a las personas! Pienso en los antiquísimos quehaceres humanos, en la caza, las guardias nocturnas, las migraciones, la guerra. En todo eso el perro ha colaborado con el hombre en las más variadas épocas de la historia y en los países más apartados de la tierra. Tenemos, por ejemplo, algunos pueblos primitivos, como los habitantes de la ciudad griega de Colofón, que mantenían grandes manadas de perros debido a las guerras. En todas sus batallas, los perros eran los primeros en atacar.

    Pero pienso no solo en el papel heroico de los perros en la historia, sino también en su rol dentro de la sociedad o en la ayuda que le brindan al hombre en mil cosas de la vida cotidiana. Ahí las historias no tienen fin. Les contaré solo tres muy breves: la del perro con botas, la del caniche del coche y la del perro funerario.

    En el Point-Neuf de París había un pequeño lustrador de botas que le había enseñado a una perra caniche a hundir sus patas gordas y peludas en el agua para luego apoyarlas sobre los pies de los transeúntes. Si la gente gritaba, el lustrador de botas se presentaba y de esta forma conseguía aumentar sus ingresos. Mientras el taburete estaba ocupado por alguien, la perra se mantenía tranquila, pero cuando se liberaba, empezaba la historia desde el principio otra vez.

    Brehm cuenta que conoció un caniche cuya inteligencia daba verdadero gusto. Estaba adiestrado para todo lo posible y entendía cada palabra, por así decirlo. Su amo podía mandarlo a buscar diversas cosas, y él siempre se las traía. Si le decía: ‘Ve, busca un coche’, el perro corría a la parada de los carruajes de alquiler, saltaba dentro de uno de ellos y ladraba hasta que el cochero se dispusiera a partir. Si el cochero no iba en la dirección correcta, el perro empezaba de nuevo a ladrar y llegado el caso corría delante del coche hasta la puerta de su amo.

    Un periódico inglés cuenta lo siguiente: en Campbelltown, en la provincia de Argyllshire, todos los cortejos fúnebres que marchan desde la iglesia hasta el cementerio van acompañados, con muy pocas excepciones, por un silencioso deudo en forma de un enorme perro negro. Siempre ocupa su lugar junto a las personas que marchan directamente detrás del féretro y escolta el cortejo hasta la tumba. Una vez arribados, permanece allí hasta que se extinguen las últimas palabras de las oraciones fúnebres, luego da la vuelta solemnemente y abandona a paso lento el camposanto. Este curioso perro parece saber instintivamente cuándo y cómo tienen lugar las exequias, pues siempre se presenta en el momento justo. Como hace ya años que cumple con este deber, que él mismo se impuso, su presencia se considera algo de lo más normal; incluso llamaría la atención si no participara. Al principio siempre lo echaban de la tumba abierta junto a la que se apostaba, pero él igual aprovechaba la próxima oportunidad para juntarse otra vez con los que iban de luto. Al final desistieron de intentar ahuyentar al silencioso can que traía su pésame y desde entonces participa oficialmente de todo cortejo fúnebre. El caso más extraño fue la vez en que arribó al puerto un vapor con un cadáver y con los que asistían al funeral, y el perro funerario acudió al lugar correcto a esperar el desembarco para luego acompañar el cortejo hasta el cementerio.

    ‘¡Cada dueño tiene el perro más listo! Pero si alguno cuenta de su perro alguna travesura perruna, entonces cada perro se convierte en tema para un estudio de carácter, y si ha vivido alguna experiencia curiosa, sirve para una historia de vida. Incluso en su muerte aparecen particularidades’.

    ¿Sabían, dicho sea de paso, que existe un diccionario de perros famosos? Lo hizo un hombre que siempre se ocupa de las cosas más chifladas; por ejemplo, compuso un diccionario de zapateros famosos, un libro entero con el título La sopa y otros textos igual de estrafalarios. El libro de los perros es muy útil. Allí están todos los perros de los que se ha hablado en la historia, además de los que inventaron los poetas. En este libro encontré la bella y auténtica historia del perro Medoro, que participó de la revolución parisina de 1831 y la toma del museo del Louvre, donde perdió a su amo. La contaré ahora para finalizar, tal como la escribió el poeta Ludwig Börne:

    Pasé de la coronación de Napoleón a otro espectáculo, que le dio más satisfacciones a mi corazón. Visité al noble Medoro. Si en esta tierra se recompensara la virtud con títulos honoríficos, entonces Medoro sería el rey de los perros. Escuchen su historia.

    Tras la toma del Louvre, en julio, los ciudadanos que murieron en la batalla fueron enterrados en la plaza delante del palacio, del lado donde están las maravillosas columnas. Al colocar los cadáveres sobre carretas, con el fin de llevarlos hasta la tumba, un perro saltó sobre uno de los carros emitiendo lamentos que partían el alma. Siguió sobre el vehículo hasta la gran fosa donde se arrojaban los cadáveres. Solo con mucho esfuerzo lograron sacarlo, pues ahí dentro lo hubiera quemado la cal esparcida, antes aun de que lo tapara la tierra.

    Ese era el perro al que luego el pueblo le puso el nombre de Medoro. Durante la batalla permaneció siempre junto a su amo y sufrió heridas. Desde la muerte de su amo, no volvió a abandonar la tumba, gimiendo día y noche alrededor del tabique de madera que cercaba al estrecho cementerio, o lloriqueando de un lado al otro frente al Louvre. Nadie le prestaba atención a Medoro, pues no lo conocían ni adivinaban su dolor. Su amo era seguramente un forastero que había llegado a París por aquellos días, había luchado desapercibido por la libertad de su patria, había muerto desangrado y lo habían enterrado sin nombre.

    Solo después de algunas semanas se fijaron en Medoro. Había enflaquecido hasta lo esquelético y estaba cubierto de heridas supurantes. Le dieron alimento, pero por mucho tiempo no lo tomó. Finalmente, la insistente compasión de una buena ciudadana consiguió aliviar la aflicción de Medoro. Lo llevó consigo, lo vendó, curó sus heridas y le restableció sus fuerzas. Medoro se tranquilizó, pero su corazón yacía en la tumba junto a su amo. Allí lo llevó su enfermera tras su restablecimiento, y él no ha abandonado ese sitio desde hace siete meses.

    Varias veces personas codiciosas lo han vendido a gente adinerada y amiga de las curiosidades; una vez se lo llevaron a treinta horas de París; pero él siempre volvió. A Medoro se lo ve escarbar frecuentemente un pequeño pedazo de lienzo de la tierra, alegrarse al encontrarlo y volver a cubrirlo con tristeza. Es probable que sea un trozo de la camisa de su amo. Si se le da un pedazo de pan o torta, lo entierra, como queriendo alimentar a su amigo en la tumba, y luego lo vuelve a sacar, cosa que se lo ve repetir varias veces por día. En los primeros meses, los centinelas de la Guardia Nacional junto al Louvre se llevaban a Medoro a su garita todas las noches. Más tarde le hicieron construir una cucha propia sobre la tumba.

    Medoro ha encontrado ya a su Plutarco, sus rapsodas y sus pintores. Cuando yo llegué a la plaza del Louvre, me ofrecieron venderme la historia de vida de Medoro, canciones sobre sus proezas y retratos de su figura. Por diez centavos compré la inmortalidad entera de Medoro.

    El pequeño cementerio estaba rodeado por una gruesa pared de personas, toda gente pobre del pueblo. Aquí yace enterrado su orgullo y su alegría. Aquí está su ópera, su baile, su corte y su iglesia. Poder acercarse lo suficiente como para acariciar a Medoro ya los ponía felices.

    También yo logré finalmente abrirme camino. Medoro es un caniche grande y blanco; me agaché para acariciarlo; pero él no me prestó atención. Mi chaqueta era demasiado buena. En cambio, si se le acercaba un hombre con un chaleco o una mujer harapienta y lo acariciaba, entonces contestaba amistosamente. Medoro sabe muy bien dónde debe buscar a los verdaderos amigos de su amo.

    Se acercó a él una muchacha joven, completamente andrajosa. A ella le saltó encima, se aferró a su ropa, no la quería soltar. Estaba feliz, se sentía cómodo con la niña. Para pedirle algo no necesitaba antes echarse y tocarle el borde del vestido, como hubiera sido el caso ante una acicalada dama. No importa de qué parte del vestido tirase, siempre había un trapo que le cabía en la boca. La niña estaba muy orgullosa por la confianza que le tenía Medoro. Me escabullí a hurtadillas, avergonzado por mis lágrimas.

    Bueno, por hoy hemos terminado con los perros.

     

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    Este texto forma parte del libro Juicio a las brujas (Hueders, 2019), que reúne las crónicas que Walter Benjamin leyó para la radio alemana.

  265. Felipe González: “Estamos olvidando la línea central de la socialdemocracia, que es la lucha contra las desigualdades”

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    Felipe González, quien fue presidente del gobierno de España entre 1982 y 1996, presentó este martes 30 de abril en la Universidad Diego Portales la versión chilena del Proyecto Palancas. Este programa, que fue creado por la fundación que lleva el nombre del exmandatario y ya se ha aplicado en España, Ecuador, Colombia y República Dominicana, busca desarrollar políticas puntuales y concretas que mejoren la vida de las personas, pero que a la larga también puedan tener efectos de amplio alcance.

    Lo que nos puede permitir es tener un banco compartido de políticas públicas entre nuestros países”, afirmó en esta ocasión Rocío Martínez-Sampere, directora de la Fundación Felipe González, quien moderó el panel de conversación en que además participaron Christian Asinelli, vicepresidente corporativo de programación estratégica de CAF (Banco de Desarrollo de América Latina y El Caribe), y Patricio Fernández, director de Democracia UDP.

    Entre las políticas que Palancas está desarrollando se mencionaron la simplificación del lenguaje de las multas y otros documentos legales, para que la población común los comprenda adecuadamente; la mejora en la prevención de incendios, debido a que algunos simplemente no pueden ser apagados por la alta temperatura que alcanzan; o el aislamiento térmico de casas y edificios, lo que no solo implicaría un ahorro energético y tendría otras consecuencias en relación al cambio climático, sino que además podría generar gran cantidad de empleos.

    Yo he sido siempre reformista y moderado, y para colmo pragmático”, afirmó el político español durante el panel, “[pero] hay una cosa en la que no soy moderado: soy radical en la defensa de la democracia. Y eso es lo que me impresiona de Boric. Estará más alto o más bajo en las encuestas, da igual, pero es un demócrata y cree en la democracia, y no tolera lo que no es democrático”. En relación a nuestro país, también se refirió al tema de la seguridad: “Chile sigue siendo, con Uruguay, el país más seguro de América Latina, óiganme bien. Pero la percepción de los chilenos es que la inseguridad es enorme. ¿Se basan en algún dato? Si los datos no importan, es la percepción”.

    De izquierda a derecha: Carlos Peña, Felipe González, Rocío Martínez-Sampere y Christian Asinelli. Fotografía: Archivo UDP.

    El día anterior, el exsecretario general del Partido Socialista Obrero Español ya había participado de otra actividad en la UDP, el lanzamiento del “Archivo Presidente Ricardo Lagos”, una colaboración entre esta casa de estudios y la Fundación Democracia y Desarrollo, que se encontrará disponible próximamente de manera digital. Durante esa jornada, habló el rector de la UDP, Carlos Peña, sobre el legado del expresidente Lagos, su rol cuando hubo que recuperar la democracia y el importante impulso modernizador que le dio al país.

    El esfuerzo del presidente Lagos —señaló Peña— se encaminó a reconstruir las confianzas de los sectores políticos que más tarde hicieron posible el retorno a la democracia. Recuperada esta última, el presidente Lagos fue un actor fundamental para que la izquierda y el socialismo despertaran la confianza de la ciudadanía y volvieran al manejo del Estado. Y al lograrlo, lo sabemos ahora luego de años de malos entendidos y de tantas exageraciones, Lagos fue capaz de conducir un proceso que modernizó al país, consolidó la democracia y cambió las expectativas de millones de chilenos y chilenas que habían sido históricamente postergadas”.

    Mientras Carlos Peña subrayó la importancia de mirar atrás para avanzar hacia el futuro, González se refirió a la importancia de no perder de vista la lucha por la igualdad, un tema que volvió a tratar el martes durante el lanzamiento de Palancas: “Nos estamos metiendo en guerras identitarias y culturales (que algunas hay que darlas y ganarlas), pero estamos olvidando la línea central de la socialdemocracia, que es la lucha contra las desigualdades”, afirmó, además de referirse a que “hay que diferenciar entre diversidad y pluralismo democrático” y darle importancia la transversalidad: “Es mucho más fácil ponerse de acuerdo cuando uno estudia una realidad concreta, y busca una respuesta a la realidad concreta, que cuando uno se pone el ropaje de la ideología, que normalmente es una coraza que oculta la falta de ideas”.

    Quienes quieran participar y proponer sus ideas al proyecto Palancas Chile, pueden escribir al correo electrónico carolina.salas@udp.cl o contactar directamente la página web de la Fundación Felipe González.

     

    Imagen de portada: Felipe González en el auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra. Fotografía: Archivo UDP.

  266. Paul Auster: el duelo y la memoria

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    El protagonista se presenta en su escritorio, en el segundo piso de su casa. Es su lugar, el más propio. Dice que es su cogitorium: su receptáculo de pensamiento. Nos va adentrando así en su intimidad, en la capa más profunda de ella. Mientras escribe un texto, decide bajar y mientras lo hace, se acuerda de que quedó de llamar a su hermana. Distracción tras distracción, camino al teléfono, siente olor a quemado. Es la olla donde hirvió un par de huevos, tres horas atrás: dejó la llama encendida. Se quema la mano sacando la olla del fuego, siente un dolor fuertísimo, pero no será el único dolor fuerte del día: más tarde, yendo al sótano, se cae por las escaleras.

    Así empieza su día, el “primer día bueno de primavera”, el mejor día del año según él, que contrasta con la soledad, desorden y vulnerabilidad del mundo privado del protagonista, Sy Baumgartner, profesor de filosofía al borde del retiro, de 76 años.

    Este es un libro sobre pérdidas, sobre fragilidad, sobre memoria, sobre amor ganado y perdido. Sobre mirar la vida hacia atrás, las fases del dolor de la pérdida de quien se ama, y también de la pérdida de las propias capacidades.

    La última novela de Paul Auster —lanzada en diciembre del año pasado en Estados Unidos, cuatro meses antes de morir— se lee en muchas claves, como toda su obra, una de ellas es la personal; no solo porque parte de los recuerdos del protagonista coinciden o se conectan con los de Auster, sino porque fue publicada mientras recibía tratamiento contra el cáncer. Habitando Cancerland, como ha dicho Siri Hustvedt, la escritora norteamericana y esposa de Auster hace más de cuatro décadas. Un lugar donde se sabe el día de llegada, pero no el de salida.

    No es, sin embargo, una novela sobre la enfermedad. Es la historia de la vida del profesor Sy, en su casa, donde vivió los años felices con su esposa, Anna, muerta en un accidente acuático hace 10 años. Al adentrarnos en su casa —a su psique—, aparece el laberinto en el que se encuentra con la muerte. La tierra del duelo. Un laberinto difícil, que lo ha llevado a días y noches eternas, cercano a la locura. Como tan bien expresaba Joan Didion en el magnífico El año del pensamiento mágico, está la vivencia del shock de que de un momento a otro la vida —tal como era— se acaba. Un momento estás haciendo una ensalada en la cocina y al otro, tu marido está muerto en el comedor, como explica Didion.

    En el caso de Baumgartner, su mujer ha muerto dejando su pasado y su presente congelados; su futuro pulverizado. Los planes que tenían para su retiro dorado han quedado rotos. Ya no hay ni amor ni compañía, ni planes ni mañana. Deambulando solo por su casa, la recuerda mientras sus fragilidades emergen sin tregua.

    La novela sucede entre 2018 y 2020. Tras 34 años enseñando en la Universidad de Princeton y haber escrito nueve libros, el profesor de fenomenología pasará a la siguiente etapa, la de profesor emérito. No un exilio total, como dice, porque podrá seguir usando la biblioteca y también conectado con sus colegas en charlas y seminarios.

    La casa, el otro personaje principal, sigue igual (o peor): es un desordenado y descuidado monumento a la ausencia de Anna. Una casa que se viene abajo. Auster explicó que el personaje se le apareció así, sentado en su casa y mirando por la ventana.

    “Y desde entonces el tratamiento ha sido implacable y realmente no he trabajado. He pasado por los rigores que han producido milagros y también grandes dificultades… Hay, sin embargo, un guía que se pone en contacto justo al principio. Comprueba que el nombre es correcto y luego dice: ‘Soy de la policía del cáncer. Tienes que seguirme’. ¿Y qué haces? Le dices: ‘De acuerdo’. No tienes elección, porque si te niegas, te mata. Yo dije: ‘Prefiero vivir. Llévame donde quieras’. Y he estado siguiendo ese camino desde entonces”.

    Habitando Cancerland

    Auster se pasó la pandemia en la casa de Brooklyn que comparte con Siri Hustvedt, escribiendo y viendo a su hija y a su yerno. Publicó la novela sobre Stephen Crane, y cuando estaba terminando Baumgartner, hacia fines del 2022, los síntomas que atribuía a un long covid empeoraron. Era el cansancio y la fatiga, además de misteriosas fiebres en las tardes. Durante un tiempo se los atribuyó a las consecuencias del covid, pero luego, a una neumonía. Tras idas y venidas médicas, el diagnóstico fue cáncer.

    “Y desde entonces el tratamiento ha sido implacable y realmente no he trabajado. He pasado por los rigores que han producido milagros y también grandes dificultades… Hay, sin embargo, un guía que se pone en contacto justo al principio. Comprueba que el nombre es correcto y luego dice: ‘Soy de la policía del cáncer. Tienes que seguirme’. ¿Y qué haces? Le dices: ‘De acuerdo’. No tienes elección, porque si te niegas, te mata. Yo dije: ‘Prefiero vivir. Llévame donde quieras’. Y he estado siguiendo ese camino desde entonces”, dijo a The Guardian.

    Quien lo ha acompañado es Siri Hustvedt, quien comentó que Carceland era un territorio “confuso y traicionero”, donde muchas veces se sentía como dando vueltas en círculos en una carretera, en medio de ninguna parte.

    Una clave está en el título del libro y del protagonista, que en alemán significa ‘jardinero de árboles’. En una entrevista, Auster contó que la ‘brillante Siri’ tiene algo así como la mejor definición del amor: no es una máquina que queda fija e inmutable; más bien es como un árbol que va creciendo hacia lugares a veces inesperados. Algunas ramas se debilitan, salen otras. Incluso algunas hay que cortarlas. El árbol crece hacia donde hay luz, orgánicamente.

    Primavera otra vez

    Baumgartner es una búsqueda de elaboración y de sentido en la memoria, la común y la propia. Anna ha muerto, Sy trata de sanar recordándola a ella y su vínculo. También recuerda su propia vida, el ajuste de cuentas con la historia y la familia. Un ajuste de cuentas que puede resultar doloroso, pero que en la mirada de Sy tiene una dosis de ternura, de autocompasión, de amortiguación emocional.

    También esta novela es una oda al amor de largo alcance, amores que se desarrollan a lo largo de la vida —como el de los dos escritores—. Uno que produce que la ausencia se sienta como haber quedado sin un miembro del cuerpo. Le dedica, de hecho, una buena reflexión al “síndrome del miembro fantasma”, esto es, sentir dolor en un miembro que ya no está.

    “Es el tropo que Baumgartner ha estado buscando desde la repentina e inesperada muerte de Anna hace 10 años, la analogía más persuasiva y convincente para describir lo que le ha sucedido desde aquella calurosa y ventosa tarde de agosto de 2008, en la que los dioses tuvieron a bien arrebatarle a su esposa en todo el vigor de su aún juvenil ser, y sin más, sus miembros fueron arrancados de su cuerpo, los cuatro, brazos y piernas a la vez, y si su cabeza y su corazón se salvaron de la embestida fue solo porque los perversos y risueños dioses le habían concedido el dudoso derecho de seguir viviendo sin él. Ahora es un pisotón humano, un medio hombre que ha perdido la mitad de sí mismo que lo hacía completo”, se lee en la novela.

    Sy pasa por el shock, el entumecimiento, la disociación del mundo interno. La soledad y la desorganización, además del pensamiento mágico de despertar pensando que Anna está viva, en la pieza de abajo, escribiendo o tomando café. Luego, el dolor psíquico se hace físico: se quema, se cae, se pierde. Es imposible no pensar en su propio dolor físico y psíquico durante el tratamiento del cáncer.

    Pero mientras la novela avanza, empieza a salir de este lugar (sótano), y a pesar de todo, a buscar conexión. Y la va encontrando en entrañables personajes secundarios que aparecen en las páginas de esta novela. A pesar de que su amor romántico con Judith no prospera, no se le acaba el mundo de nuevo. En este camino de recuerdo y resignificación, halla una verdad emocional, “que a la larga es la única que importa”, escribió Auster. En la literatura de Anna, sus poemas y textos, halla una manera de reencontrarla y de reencontrarse. Esos pedazos de diarios, poemas y textos varios de Anna lo impulsan a un futuro posible. Hacia el final no hay “cierre”, pero sí hay esperanza, cariño, ternura y redención. Hay una mirada benigna del autor sobre la pérdida, una convicción muy profunda de que es posible procesar el trauma y salir del limbo al que arroja.

    Una clave está en el título del libro y del protagonista, que en alemán significa “jardinero de árboles”. En una entrevista, Auster contó que la “brillante Siri” tiene algo así como la mejor definición del amor: no es una máquina que queda fija e inmutable; más bien es como un árbol que va creciendo hacia lugares a veces inesperados. Algunas ramas se debilitan, salen otras. Incluso algunas hay que cortarlas. El árbol crece hacia donde hay luz, orgánicamente.

    Auster dijo que su salud era tan precaria, que quizás esta era la última novela que escribiría. “Y si este es el final —comentó en The Guardian—, entonces irme con este tipo de bondad humana que me rodea como escritor en mis círculos íntimos de amigos, bueno, ya valió la pena”.

     


    Baumgartner, Paul Auster, Seix Barral, 2024, 264 páginas, $18.900.

  267. Los desafíos de la inmigración

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    Una reflexión bien razonada sobre los desafíos que plantea la inmigración tiene una importancia práctica inmediata, dada la amplitud de los temas en juego, el alcance global de la inmigración, los discutidos debates de política pública que dominan el panorama político y las consecuencias que tales políticas públicas tienen para el bienestar y las identidades de grandes cantidades de personas. La filosofía política de la inmigración de David Miller proporciona una defensa accesible, informada y completa del control de la inmigración por parte de los Estados democráticos liberales, guiados por los valores del cosmopolitismo débil, la autodeterminación nacional, la equidad y la integración social. Los “extraños entre nosotros” son los inmigrantes y los refugiados que aún no se unen oficialmente al país, y que pueden o no conseguirlo, al permitirles ingresar a nuestra comunidad política y compartir nuestra identidad nacional.

    La parcialidad compatriota implica el compromiso con el carácter mitológico de la identidad nacional, que descansa en las obligaciones asociativas que tenemos con los conciudadanos a la luz de nuestra relación compartida. Miller sugiere que el profundo sentido de apego emocional, vínculo social y experiencia compartida que caracteriza a un Estado-nación fuerte tiende hacia formas más igualitarias de justicia social. El considerable valor que define la identidad que construyen los Estados modernos en general, y especialmente los Estados-nación, da lugar a obligaciones asociativas y a la parcialidad de los compatriotas para proteger ese valor. Como miembros de dichos Estados, tenemos deberes recíprocos de mantener un funcionamiento político justo a través de las instituciones estatales. Esta afirmación asume que, basados en el Estado-nación, existen narrativas, estructuras y procesos políticos que promueven la justicia, confieren identidad, generan valor, y deben ser fomentados. Como tales, estamos obligados a garantizar su eficacia mediante la aplicación de principios de justicia basados en los derechos a través de la lente de los Estados-nación. Sin embargo, si la igualdad entre los ciudadanos es el principio primario de justicia que rige las relaciones entre los ciudadanos domésticos y se reconoce que algo así como la ciudadanía global es, o se está convirtiendo, en un modo básico de asociación, cierto pluralismo metodológico se presta para la esperanza de unas fronteras abiertas y una justicia global, a medida que se desarrollan efectivamente formas de identidad y solidaridad cada vez más transnacionales y globales.

    Miller afirma que la autoridad política legítima es aquella que fomenta una forma de asociación intrínsecamente valiosa, al permitir que los compatriotas coexistan en términos de justicia y ejerzan cierto grado de control sobre la dirección de esta asociación. Los Estados reales también pueden exhibir una parcialidad compatriota, dados los deberes morales que surgen de la ciudadanía compartida que nos permiten a “nosotros” hacer menos por los no ciudadanos, junto con la mitología construida de la identidad nacional que garantiza el control de la inmigración. La identidad nacional debe suplir la justificación de la parcialidad compatriota. Sin embargo, la parcialidad compatriota es parte del modus operandi de un Estado moderno, no de un agente moral individual. Contra la visión más cosmopolita de que el valor de la identidad nacional es instrumental y contingente, que no es una parte necesaria de la propia identidad ni un requisito para la justicia, Miller une estrechamente los deberes de la justicia con las obligaciones políticas de los ciudadanos de comprometerse activamente y fortalecer las instituciones estatales.

    Aunque los Estados pueden cerrar sus fronteras a quienes deseen ingresar, se deben considerar seriamente las razones para solicitar la entrada, incluyendo tanto el fundamento como el alcance de la solicitud. Los Estados tienen obligaciones más estrictas —incluido el deber de cuidado que surge de la vulnerabilidad del solicitante— hacia los refugiados cuyos derechos humanos están siendo violados o que se encuentran bajo una amenaza lo suficientemente grave debido a la persecución estatal, la incapacidad del Estado o los desastres naturales prolongados, que no pueden evitar si no es migrando.

    Los Estados tienen obligaciones más estrictas —incluido el deber de cuidado que surge de la vulnerabilidad del solicitante— hacia los refugiados cuyos derechos humanos están siendo violados o que se encuentran bajo una amenaza lo suficientemente grave debido a la persecución estatal, la incapacidad del Estado o los desastres naturales prolongados, que no pueden evitar si no es migrando.

    Miller traza propuestas alternativas para que los Estados gestionen la distribución de refugiados. Los motivos para la selección incluyen la necesidad de un asentamiento permanente, cualquier rol causal desempeñado por el Estado anfitrión en la creación de la situación de la que se escapa, las contribuciones económicas potenciales y los grados de afinidad cultural significativos para la comunidad política anfitriona. Siempre que todos los solicitantes sean tratados por igual durante su evaluación, se respeten sus derechos humanos y se hagan intentos serios para supervisar los flujos de refugiados de manera justa con la comunidad internacional, Miller sostiene que los Estados pueden utilizar motivos públicamente justificables para establecer metas de inmigración, incluido el número de refugiados que admite. Si bien los Estados instituyen preferencias, como una cuestión práctica, basadas en identidades compartidas y semejanzas culturales, Miller argumenta que normalmente no pueden evitar que los refugiados lleguen o sean admitidos, mientras aceptan inmigrantes “deseables”, sin hipocresía. La selección cultural injustificada, combinada con la ausencia de un sistema justo de distribución de la carga, contribuye a crear una brecha entre los derechos de los refugiados y las obligaciones de los Estados de proteger a estos migrantes vulnerables.

    Miller establece una distinción excesivamente clara entre refugiados y migrantes económicos, considerando a estos últimos como motivados a mudarse para mejorar sus vidas, pero incapaces de referir una amenaza a sus derechos humanos como motivo de admisión. De acuerdo con los registros de admisión y la práctica común, la migración por motivos estrictamente económicos es la más común y generalizada. Filósofos como Elizabeth Ashford y Thomas Pogge han argumentado que la pobreza severa y la desventaja, que implican privaciones evitables impuestas institucionalmente, violan los derechos humanos a la subsistencia, generando deberes para rediseñar el orden internacional y compensar a los pobres por esas privaciones. Las democracias liberales y sus ciudadanos acomodados, muy favorecidos por el orden imperante, no suelen aceptar la responsabilidad de la pobreza mundial. La política de inmigración para los inmigrantes económicos está así informada por deberes humanitarios, que tenemos buenas razones para cumplir, en lugar de deberes de justicia basados en derechos. Insistir en que los inmigrantes económicos no pueden reclamar la admisión como una cuestión de justicia, incluso si eludimos asuntos muy complicados sobre cómo y por qué ha surgido la pobreza, refuerza la opinión de que la pobreza mundial es de alguna manera lamentable, pero natural, en lugar de una injusticia grave y sistémica. También significa que la política de inmigración no necesita reconocer, confrontar o tender directamente a mitigar la pobreza mundial al garantizar que los derechos sociales y económicos de los pobres del mundo estén protegidos, incluidos los derechos humanos a la libre circulación, subsistencia, atención médica adecuada, vivienda, apoyo en la vejez, condiciones de trabajo seguras, seguridad contra la explotación, y similares. Miller insiste en que la responsabilidad de salvaguardar tales derechos recae primero en las sociedades de las que son miembros los solicitantes, y luego en la sociedad receptora, en virtud de que —y solamente mientras ocurra— los migrantes mantengan presencia en el territorio de la sociedad receptora. Los críticos de los relatos nacionalistas Estado-céntricos, como el de Miller, sostienen que dicha política de inmigración corre el riesgo de neutralizar las fuerzas económicas globales que violan derechos.

    La selección cultural injustificada, combinada con la ausencia de un sistema justo de distribución de la carga, contribuye a crear una brecha entre los derechos de los refugiados y las obligaciones de los Estados de proteger a estos migrantes vulnerables.

    Las razones aceptables para la selección o el rechazo deben ser consistentes, respetuosas y no discriminar por motivos que sean irrelevantes para la admisión. Miller argumenta que la creación de deficiencias en derechos humanos generadas por seleccionar deliberadamente a profesionales educados para su aceptación, explotando sus habilidades adquiridas tan costosamente en otros lugares, son razones importantes para prohibir la entrada. Cuando las habilidades —como la formación médica— son escasas en su país de origen y no existe compensación por tal fuga de cerebros, los profesionales deben ser descalificados, ya que no existe un derecho general a emigrar.

    Cruzar fronteras ilegalmente es un delito, pero estar presente en un país sin autorización no es, en sí mismo, un delito. Sin embargo, la posición de quienes no tienen autorización se ve previsiblemente reducida, lo que hace que estos migrantes sean más vulnerables a la explotación y el abuso de sus derechos. Según Miller, la lógica de la jurisdicción territorial significa que los Estados deben proteger los derechos humanos de todos los presentes, ya sean miembros listados de la comunidad política o no. El tiempo de residencia, el grado de pertenencia social y las normas de reciprocidad informan hasta qué punto los miembros contribuyentes tienen derecho a ser beneficiarios de las prácticas de justicia social de una sociedad. Esto significa que los Estados democráticos deben garantizar que la protección de los derechos básicos se separe de la aplicación de la ley de inmigración, lo que permite que la ciudadanía pueda ser obtenida de manera que los inmigrantes puedan avanzar hacia la membresía plena, en lugar de mantener una división de castas permanente entre ciudadanos y extranjeros.

    La integración de los inmigrantes se conecta tanto con la justicia social, incluyendo el acceso equitativo a la educación, el empleo, la atención médica y similares, como con la convivencia pacífica, a través de la comprensión, la comunicación, la confianza y el respeto. Siempre que las políticas públicas deseen ayudar a apoyar la integración social, cívica y cultural, sin imponer exigencias a las personas para que violen sus preferencias razonables u ofendan la libre búsqueda de sus propias identidades, tradiciones y creencias, se pueden crear lazos sociales para permitir que un Estado inclusivo, multicultural y democrático funcione efectivamente.

    El modelo comunitario de Miller es insuficientemente crítico con nuestro orden internacional fundado en los Estados, incluidas las tensiones entre las demandas de justicia con base en los derechos y las instituciones políticas contingentes. Esta es una preocupación importante y una crítica general justa, dada la centralidad de los Estados en los temas de inmigración. Es una línea peligrosa y preocupante, parecida a jugar con fuego, y lo que Veit Bader (“Reasonable impartiality and priority for compatriots”, en Ethical Theory and Moral Practice, 8-1/2, 2005) llama, en la obra de Miller, “una receta tonta”.

    Los valores cosmopolitas de la compasión, los derechos humanos y la solidaridad entre individuos y pueblos culturalmente diversos aparecen a menudo en tensión con identidades nacionales Estado-céntricas uniformes y mitificadas. En la filosofía política de la inmigración de Miller, por lo demás muy informada, está ausente un enfoque crítico sobre estas dinámicas del orden internacional que parecen generar tantos asuntos polémicos de la inmigración.

    Miller tiene razón al evitar los enfoques idealizados que corren el riesgo de evadir decisiones difíciles sobre lo que realmente se debe hacer, pero su propia defensa del control de la inmigración basado en los derechos descansa y tiende a reforzar el orden internacional Estado-céntrico como ideal. No debemos ser ingenuos acerca de cómo podemos resolver los problemas prácticos actuales, pero tampoco debemos descartar o ignorar hasta qué punto los Estados existentes fallan groseramente en cumplir con el ideal que presenta Miller. Un peligro es que eludimos un análisis más sistémico del orden internacional (basado en los Estados) tan a menudo implicado en cuestiones de justicia global, incluida la inmigración. Otro peligro es que convertimos los derechos de membresía en instrumentos políticos contra las exigencias razonables de la justicia cosmopolita. Una perogrullada histórica conocida es que ha sido más fácil ignorar los derechos de los forasteros, incluidos los representados característicamente como los extraños y los otros, que los de los miembros de una comunidad, identidad y narrativa compartidas. La protección de la comunidad política de los Estados-nación regularmente se ofrece como una razón legítima para limitar los derechos y oportunidades de los otros. Los valores cosmopolitas de la compasión, los derechos humanos y la solidaridad entre individuos y pueblos culturalmente diversos aparecen a menudo en tensión con identidades nacionales Estado-céntricas uniformes y mitificadas. En la filosofía política de la inmigración de Miller, por lo demás muy informada, está ausente un enfoque crítico sobre estas dinámicas del orden internacional que parecen generar tantos asuntos polémicos de la inmigración.

    Miller proporciona una variedad de argumentos sensatos basados en derechos destinados a informar la política de inmigración de los Estados democráticos. Aunque trabajando dentro de —y consistentemente en su defensa— nuestro orden internacional basado en los Estados, Miller insiste en que se dé prioridad a las solicitudes de refugiados, lo que requiere un cambio significativo en la política pública. Una gran fortaleza de este oportuno libro es la significación práctica que tiene para tantas preguntas apremiantes. Es útil para tratar de comprender, comprometerse críticamente y mejorar las políticas de inmigración en las democracias liberales. También sirve como modelo de filosofía política reflexiva y bien escrita por un influyente pensador político en su mejor condición.

     

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    Artículo aparecido en Contemporary Political Theory 17-1 (2017). Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Extraños entre nosotros, David Miller, traducción de A. Torres, Editorial IES, 2023, 340 páginas, $23.000.

  268. Poner el cuerpo

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    Tras el éxito de Huaco retrato (2021), la escritora peruana Gabriela Wiener volvió con una reedición de uno de sus primeros libros, Sexografías, publicado originalmente en 2008. Como anuncia el título, las crónicas recopiladas en este tomo tratan sobre sexo, pero en términos más amplios, sobre el cuerpo. Sobre varios cuerpos y un cuerpo en particular, el de la autora, a través del que pasan las distintas experiencias que relata.

    El protagonismo de la corporalidad explica las tres secciones en que se organiza el libro: “Otros cuerpos”, “Sin cuerpo” y “Mi cuerpo”. La primera incluye crónicas sobre su estadía con un gurú sexual y su harem, su visita a una prostituta peruana trans en Francia, un taller sobre autoconocimiento vaginal, una entrevista con un famoso actor porno español y otra con una mujer sadomasoquista; la siguiente, sobre un local nocturno de espectáculos sexuales en Barcelona, los shows pornográficos por webcam, los tatuajes carcelarios, los problemas sexuales de una iguana, la reproducción artificial de los cerdos y el llanto al momento del orgasmo; y la última, sobre los experimentos de la escritora con la ayahuasca, su donación de óvulos en Europa, la remoción de su mamas supernumerarias, su excitación durante el embarazo, su búsqueda del squirt, su primer encuentro sexual con su esposo tras el covid y su paso por un club de swingers.

    Además de esa nueva estructura, en esta edición se incorporan algunas crónicas nuevas, hay otras que quedaron fuera y se agrega un prólogo de la escritora argentina Camila Sosa Villada. “Tengan a mano el lubricante”, remata aquel breve texto introductorio de manera algo engañosa, dado que entrar en este libro con la intención de excitarse sería como hacer lo mismo en una playa nudista. Por desgracia, esa incoherencia deja la impresión de que la elección de Sosa Villada puede deberse sobre todo a un intento por defenderse de las críticas que despertaría en la actualidad el uso políticamente incorrecto de pronombres en una de las crónicas (“Trans”).

    Varios de estos textos de Wiener fueron publicados con anterioridad en medios periodísticos, pero al incluirlos en el libro la escritora añadió notas al pie que actualizan y rectifican los relatos, mostrándonos aún más. Estas notas dejan ver que, pese a la intención declarada de contarlo todo sin tapujos, es difícil no reprimirse y esconderle uno que otro secreto a los lectores, como hizo en las crónicas “Gurú y familia” o “Nacho se lo monta con quince”. Pero también dejan ver una especie de método: “Sé que la única forma de ser fiel al espíritu y realidad de esta historia o de cualquier otra es dejarme llevar por el azar, fluir con las situaciones y las personas, de una manera que no podría si lo hiciera presentándome como periodista. Por eso es tan importante que (…) se viera mi desnudez, mi ridículo, mis miedos y complejos, mis celos, pero también mi curiosidad, mis fantasías y mi morbo”.

    Lo que hace Gabriela Wiener es una especie de antropología íntima del (y desde el) cuerpo, a través de la que pone a prueba ciertas tesis ―como el continuo uso pagado de cuerpos latinoamericanos en Europa, ya sea por medio de la prostitución o la donación de óvulos en España, con el temor de algunos padres de que su descendencia tenga rasgos amerindios―, pero también se cuestiona a sí misma en aquel proceso.

    En Huaco retrato, la escritora abordó los paralelos de su propia vida con la de su (posible) antepasado europeo, el explorador Charles Wiener, al que critica desde su perspectiva feminista y poscolonial, pero con quien no puede evitar sentir empatía, especialmente respecto a su escritura. Y en Sexografías, como una de las grandes representantes del periodismo gonzo, se adentra poniendo el cuerpo por delante en cada una de estas experiencias para narrarlas desde todos los sentidos, pero también para poder pensarlas desde adentro.

    De manera paradójicamente similar a su tatarabuelo cronista, arqueólogo y etnógrafo, lo que hace Gabriela Wiener es una especie de antropología íntima del (y desde el) cuerpo, a través de la que pone a prueba ciertas tesis ―como el continuo uso pagado de cuerpos latinoamericanos en Europa, ya sea por medio de la prostitución o la donación de óvulos en España, con el temor de algunos padres de que su descendencia tenga rasgos amerindios―, pero también se cuestiona a sí misma en aquel proceso, como en la crónica que cierra el libro, que la lleva a reflexionar sobre el temor a no ser tan liberal como se piensa o la ética detrás de la experiencia que está viviendo.

    Sus textos, escritos con una frescura e inteligencia que se agradecen, responden a una investigación empírica y profunda”, comentó la escritora mexicana Guadalupe Nettel respecto de la primera edición de este libro. Por suerte, la reedición de Sexografías conserva esa frescura e inteligencia, y permite acceder a varias de las mejores crónicas de Gabriela Wiener, una autora que sabe hablar de estos temas como nadie.

     


    Sexografías, Gabriela Wiener, Literatura Random House, 2023, 192 páginas, $15.000.

  269. Las malogradas vidas de Baby y Topsy

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    No se sabe mucho de Baby, en parte porque murió muy joven, después de que su amigo Durov lo dejara al cuidado del parque zoológico de Moscú para realizar un breve viaje que, a la larga, sería el único que haría fuera de las fronteras de su país, la Unión Soviética. La escasez de carbón que había seguido a los días de la revolución bolchevique motivó que Baby contrajera un resfrío, enfermara y muriera.

    En aquel momento era un pequeño que no pasaba de los dos o tres años, y, por lo tanto, su peso era cinco o seis veces inferior al de un elefante adulto. Sin embargo, acompañaba al payaso Durov a todas sus diligencias. Le gustaba caminar por las calles en compañía de su amigo, no le importaba que se vieran como una dupla extraña, y solía esperar pacientemente en la puerta de algún banco o de la panadería —lugares a los que le estaba estrictamente prohibido ingresar—, moviendo la trompa mientras contemplaba con un aire de distracción el paso de los peatones. Algunos se le acercaban, otros cambiaban de vereda.

    En el célebre estudio que dedicaron a la historia natural y mítica de los elefantes, José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowsky señalan que durante muchísimo tiempo se pensó que la continuidad geográfica entre las regiones próximas a los pilares de Hércules y las regiones vecinas a la India, contaba con una prueba irrefutable: los elefantes existían a uno y otro lado del océano. Esto condujo a muchos a considerar que esta continuidad se debía a la capacidad de los elefantes para comunicarse entre sí a través de insondables distancias.

    Cuando a mediados del siglo XVIII el avance de la ciencia hizo que mitos de esta naturaleza quedaran a un lado, se produjo una transformación sin precedentes; como observó Derrida, las formas tradicionales de tratamiento de los supuestos brutos (los animales de tiro o de transporte, los bueyes, los renos, los caballos o los elefantes) se vieron alteradas por desarrollos conjuntos de saberes zoológicos, etológicos, biológicos y genéticos, que condujeron a una crueldad feroz hacia los animales. El dominio sobre las bestias se convirtió en emblema del triunfo de la civilización, un axioma puesto a circular por el dominio británico que, en el caso de los elefantes, condujo a que su reducción en el continente africano pasara de 27 millones de ejemplares en el siglo XIX a los 400 mil que existen actualmente en reservas naturales y parques.

    Es una baja bastante considerable, a la que Orwell prestó una especie de alegoría en un relato situado en Moulmein, en la baja Birmania, donde se ve obligado, en calidad de colono, a matar a un paquidermo domesticado que había sufrido, como le ocurre a la mayoría de los elefantes domesticados, uno de esos ataques de locura pasajera a la que llaman must. Estos instantes de locura se desencadenan en ellos no porque estén enfermos o faltos de salud mental, sino porque son sensibles e inteligentes (Burucúa y Kwiatkowsky pormenorizan que se aparean en lugares donde nadie puede observarlos, aborrecen el adulterio, no pelean entre machos por una hembra y su incomparable memoria se aúna con un respeto irrestricto a la justicia) y se rebelan, como lo haría cualquiera, ante situaciones que sobrepasan todos los límites.

    Mientras en el zoológico de Moscú Baby hacía esfuerzos por respirar, en el Luna Park le servían a Topsy kilos de zanahorias con cianuro, al tiempo que le calzaban unas sandalias metálicas. Así, medio adormecida y cansada, ingresó al escenario, donde se resignó a que conectaran a sus sandalias gruesos cables con corriente eléctrica. Minutos más tarde, el verdugo hizo descender la palanca y, ante el aplauso bobo de un público que sería después el mismo que el de las películas de Hollywood, la elefanta cayó encogida, con su boca abierta y babeante y los ojos perdidos en el cielo. Edison, por su parte, había logrado por fin probar los beneficios de la corriente anti alterna.

    Dado que ninguna ciencia está en condiciones de sepultar un mito sin erigir otro, siempre se podrá regresar a esa cosmovisión antigua según la cual, la memoria particular de los elefantes traspasa a tal punto las leyes de la historia que está en condiciones de unir mentalmente lugares desencontrados, distantes, heterogéneos. La idea era que un elefante siempre sabía lo que le estaba pasando a otro elefante, sin importar que se conocieran y sin importar que compartieran un mismo tiempo o lugar.

    No sabemos si fue esto lo que sintió Baby respecto de las desdichas que en ese mismo momento estaba padeciendo la paquiderma Topsy, una joven adulta de 30 años que había sido trasladada desde la India para trabajar en un circo de Coney Island, Estados Unidos, poco antes de ser sometida a un espectáculo tan brutal como tenebroso: el evento tuvo lugar en el Luna Park.

    Todo parece indicar que Topsy había experimentado, a imagen y semejanza del elefante de Orwell sumido en hondos martirios, un ataque de must, claro que después de que su domador se hiciera el gracioso obligándola a beber whisky, mientras le quemaba la trompa con un puro encendido. El must la llevó a barrer de un saque con los tres abusadores que la rodeaban y a correr con desesperación y sin rumbo por las calles de la ciudad, una actitud incomprendida que se prestó suficientemente bien para que, sentenciada a muerte, Edison probara con ella la eficacia de lo que sería tiempo más tarde la silla eléctrica.

    Mientras en el zoológico de Moscú Baby hacía esfuerzos por respirar, en el Luna Park le servían a Topsy kilos de zanahorias con cianuro, al tiempo que le calzaban unas sandalias metálicas. Así, medio adormecida y cansada, ingresó al escenario, donde se resignó a que conectaran a sus sandalias gruesos cables con corriente eléctrica. Minutos más tarde, el verdugo hizo descender la palanca y, ante el aplauso bobo de un público que sería después el mismo que el de las películas de Hollywood, la elefanta cayó encogida, con su boca abierta y babeante y los ojos perdidos en el cielo. Edison, por su parte, había logrado por fin probar los beneficios de la corriente anti alterna.

    Meses después de que Durov muriera con los bolsillos de su chaqueta repletos de trozos de carne para sus animales, se hallaron entre sus papeles unas notas profundamente sentidas: “Murió el mejor de mis camaradas, mi honrado y fiel amigo Baby, esa criatura tan dulce y pequeña en la que había depositado yo la totalidad de mi alma”.

    Entonces, mientras el payaso comunista Durov, quien desertó de una dinastía zarista para abrazar el progreso de la Historia, lloraba como un niño recostado sobre la oreja enorme de su paquidermo, el inventor Edison electrocutaba en Estados Unidos a una elefanta para exhibir las cualidades de un hallazgo —el progreso científico— tan repugnante como la silla eléctrica.

     

    Imagen de portada: Ilustración de Topsy. No se registran imágenes de Baby.

  270. Siete pasos hacia el cielo

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    Hace cinco millones de años, en la costa más meridional de África, a unas 200 millas de Ciudad del Cabo, se formó una cueva, muy probablemente por las olas que golpeaban la piedra. En la actualidad, la boca de la cueva, llamada Blombos, se abre ampliamente, a 30 metros sobre el nivel del mar y a unos cientos de metros de lo que hoy es la playa. Los arqueólogos han determinado, a partir de restos excavados durante los últimos 30 años, que estuvo esporádicamente ocupada entre 70 mil y 100 mil años atrás.

    La cueva era un taller, y sus ocupantes hacían cosas más hermosas y complejas de lo que creíamos que era posible en esa época. Están los artefactos esperados —hojas de piedra, cuentas, herramientas de hueso— de una fineza incomparable. Entre los objetos únicos de Blombos se encuentran varias piezas de ocre. Seis de ellas miden una pulgada de largo, datan de más de 70 mil años y presentan conjuntos intencionales de marcas grabadas, la más hermosa de las cuales tiene formas de diamante inscritas en la piedra. Son el ejemplo más antiguo de representación abstracta que tenemos, y son anteriores a los objetos de sofisticación similar encontrados en otras partes del mundo hasta por 60 mil años.

    Luego hay otra pieza de piedra, una más pálida, de 1,5 pulgadas de largo y con forma de hoja de haya. En su superficie se encuentra el dibujo más antiguo realizado por una mano humana. Con 73 mil años de antigüedad, se habría hecho con un proto-crayón —Blombos rojo en la caja de lápices de cera de la prehistoria— y mejora nuestra comprensión de lo que nuestra especie ha estado haciendo con su tiempo, desde que apareció. No sabemos qué provocó las marcas dejadas con Blombos rojo en el pedacito de piedra. Solamente sabemos lo que vemos allí: nueve líneas rojas que se cruzan.

    Y me veo de pie, mirando el cuadro con las dos rayas, una morada y una marrón, que se cruzan en el medio”, comienza la novela Septología, del escritor noruego Jon Fosse. “Un cuadro alargado, y veo que he trazado las rayas despacio y con un óleo espeso, y se ha corrido, y donde se cruzan la línea marrón y la morada el color ha producido una bella mezcla que corre hacia abajo y pienso que esto no es un cuadro, pero que al mismo tiempo el cuadro es como debe ser, está terminado, no cabe hacer más, pienso, y tengo que apartarlo, no quiero tenerlo más en el caballete, no quiero seguir mirándolo”.

    Y mirarán al narrador, durante otras 81 mil palabras, tan solo en la primera parte, sin lugar para un punto. Septología es una novela muy extraña, hermosa y conmovedoramente extraña, que consta de siete partes que se publican en tres volúmenes, casi mil páginas en total, todas ellas englobadas en una única y larga frase. El primer volumen, El otro nombre, que contiene las partes uno y dos, apareció en Noruega en 2019; el segundo, Yo es otro, con las partes tres a cinco, y el tercero, Un nuevo nombre, con las partes sexta y séptima, han sido publicados con posterioridad.

    Septología muestra a un protagonista estático que mira fijamente una pintura, buscando su significado mientras reflexiona sobre su propio pasado. El libro suena, en resumen, terrible: pretencioso, solemne, insoportable. Esto hace aún más destacable lo maravilloso que es. El libro elude todos esos escollos para convertirse en algo bastante distinto de lo que podría parecer, algo que, como toda gran novela, de algún modo supera nuestra idea previa de lo que es una novela.

    Mientras la carrera de Fosse entra en su quinta década, Septología se une a un cuerpo de trabajo ya asombroso. Desde 1983 ha publicado 48 novelas y colecciones de ensayos, poesía y cuentos, así como, y quizá fundamentalmente, teatro, más de 30 obras. Se dice que es el dramaturgo vivo más escenificado en Europa, con más de mil representaciones hasta la fecha. Hagamos los cálculos y el promedio es alucinante: una de sus obras se ha estrenado en algún lugar cada 13 días, durante 35 años. Mientras que Karl Ove Knausgård se ha convertido en los últimos años en la cara arrugada de la escritura noruega en el mundo de habla inglesa, Fosse ha sido uno de los escritores más destacados de Noruega durante décadas, y ostenta la distinción (ironías aparte) de haber sido el profesor de escritura creativa de Knausgård hace unas tres décadas. Quizá aún más ennoblecedor es que recibió, en 2011, una residencia permanente en los terrenos del Palacio Real de Oslo.

    A menudo se describe a Fosse como el Beckett del siglo XXI, una acusación que parece injusta para ambos escritores. Sí, la primera obra teatral de Fosse, Alguien va a venir, fue una especie de respuesta a Esperando a Godot, y sí, tanto los dramas de Fosse como los de Beckett avanzan con una especie de sencillez depurada, poblada más de voces que de personajes en el sentido convencional. Y las novelas de Fosse, como las de Beckett, están impulsadas por un angostamiento del enfoque y una rigidez formal. Pero la metafísica de Beckett, al estilo irlandés, equilibra la gravedad con la ligereza, mientras que la obra de Fosse —al menos según mi recorrido a saltos por el corpus (cinco novelas, cinco obras de teatro, algunas memorias, cuentos y poesía)— no parece abrumadoramente interesada en el humor. Un estudio del teatro de Fosse menciona la palabra “comedia” una vez, “reír” una vez, “gracioso” y “diversión” ninguna.

    Esto hará que la obra de Fosse —que de hecho es taciturna, que está absolutamente atormentada por la muerte, que sin lugar a dudas está ambientada en una fría Escandinavia del alma— suene vagamente a una parodia de un sombrío mundo nórdico en el que Bergman sería el rey. Es más, Septología muestra a un protagonista estático que mira fijamente una pintura, buscando su significado mientras reflexiona sobre su propio pasado. El libro suena, en resumen, terrible: pretencioso, solemne, insoportable. Esto hace aún más destacable lo maravilloso que es. El libro elude todos esos escollos para convertirse en algo bastante distinto de lo que podría parecer, algo que, como toda gran novela, de algún modo supera nuestra idea previa de lo que es una novela. Naturalmente, los placeres de la trama y los personajes, el tema y el escenario nos atraen hacia las novelas en términos generales, pero una gran novela nos atrae hacia un relato en las sombras que está en su centro: la historia de su estilo. Con Septología, Fosse ha encontrado un nuevo enfoque para escribir ficción, diferente de lo que él ha escrito antes y —es extraño decirlo, ahora que la novela entra en su quinto siglo— diferente de todo lo que se ha escrito antes. Septología se siente como algo nuevo.

    La voz en primera persona de Septología —una voz cerebral, no un registro escrito— pertenece a un pintor llamado Asle. A lo largo de la novela, Asle volverá repetidamente a mirar la pintura de las dos líneas que se cruzan. Es una pintura que Asle siente que está hecha, hecha y perfecta, demasiado perfecta para venderla; o, en realidad, hecha pero no perfecta; o, tal vez, simplemente es una pintura fallida sobre la cual debería pintar algo nuevo. Asle pinta, se nos dice, en parte por autoconservación, porque “lo único que puedo hacer es pintar, pintar para tratar de borrar las imágenes que se han agarrado a mí, nada más, borrarlas una a una pintándolas”, incluso si no sabe cuándo la imagen que se me ha agarrado se disuelva y desaparezca”.

    La voz en primera persona de Septología —una voz cerebral, no un registro escrito— pertenece a un pintor llamado Asle. A lo largo de la novela, Asle volverá repetidamente a mirar la pintura de las dos líneas que se cruzan. Es una pintura que Asle siente que está hecha, hecha y perfecta, demasiado perfecta para venderla; o, en realidad, hecha pero no perfecta; o, tal vez, simplemente es una pintura fallida sobre la cual debería pintar algo nuevo.

    Gran parte del drama de la novela proviene del lento desarrollo de las fuentes del malestar de Asle. Al principio tenemos muy poco con qué continuar. Asle vive solo, en una vieja casa fría y con corrientes de aire, en la costa suroeste de Noruega, en un pequeño pueblo de pescadores llamado Dylgja. Aunque no es rico, Asle ha encontrado la manera de vivir de su arte. Trece cuadros de gran tamaño están listos para una próxima exposición. Y luego está el lienzo sobre el caballete, un decimocuarto, aquel en el que “la raya marrón y la raya morada se cruzan”, un cuadro que Asle y su vecino Åsleik, un pescador y el único amigo verdadero de Asle, miran juntos de vez en cuando a lo largo de la novela: “Veo a Åsleik acercarse al cuadro que tengo en el caballete, está en medio de la sala, y para ser mío es un lienzo bastante grande, y es alargado, y primero pinté una raya oblicua por casi toda la superficie del cuadro, una raya marrón, con un óleo bastante espeso, viscoso y chorreante, y luego pinté la raya correspondiente en morado, que cruzaba la primera más o menos por el medio, y así salió una especie de cruz, una cruz de San Andrés, creo que se llama, y veo a Åsleik mirar el cuadro y también yo me acerco al cuadro y lo miro y veo a Asle sentado en su sofá, y no deja de temblar, y piensa que ni siquiera es capaz de levantar la mano, y siente que solo decir una sola palabra es demasiado esfuerzo, piensa”.

    Sí, algo extraño está pasando aquí. Al principio parece que estamos firmemente instalados en la primera persona, el narrador de pie con Åsleik, mirando la pintura de las dos líneas que se cruzan. Y luego, sin previo aviso, el narrador mira a “Asle sentado en su sofá”, lo que sugiere que hay un segundo Asle en la habitación. Entonces parece que nos adentramos en la cabeza del nuevo Asle, colocándonos en la tercera persona, dentro de este otro Asle, que no parece estar en ningún caso en la habitación del narrador. Este ir y venir —¿una historia de dos Asles?, ¿el segundo Asle es una invención del primero?, ¿un relato en primera persona?, ¿uno en tercera persona?— continúa en los cientos de páginas que siguen. Vamos a la deriva, principalmente en la mente del Asle que mira fijamente su pintura de las dos líneas que se cruzan, a veces deslizándonos hacia la mente de un aparentemente otro Asle a quien ese Asle puede, o puede que no, estar imaginando. Inicialmente, este modo narrativo resulta desorientador. Y, sin embargo, después de unas pocas decenas de páginas el lector se instala como lo haría ante un cuadro abstracto que el ojo absorbe pacientemente, uno de dos líneas, dos Asles, que se cruzan. A medida que se construye la narración, Fosse evita proporcionar cualquier resolución, lo que nos permite vivir en ese terreno intermedio según la novela se va desenvolviendo. Pero más que simplemente dejarnos suspendidos allí, Fosse también empuja al lector a buscar pistas que puedan resolver el misterio de estos dobles y triples. En este sentido, la novela también, a pesar del método de arte elevado y sus preocupaciones, es una especie de novela negra.

    Cada una de las partes de Septología ha comenzado y concluido de la misma manera. En sus inicios, Asle mira el cuadro de las dos líneas que se cruzan y se pregunta qué ve allí, si es un cuadro bueno o malo, si está terminado o no. Al final, Asle reza: reza en latín, le reza a Jesús, a María, a Dios Padre, los ritmos y repeticiones de la plegaria se acumulan y se reiteran.

    Entre esos puntos fijos, pintar y rezar, Asle realiza viajes hacia y desde la lejana Bjørgvin. Estamos a finales de diciembre, el final del periodo de Adviento. Se supone que él llevará las 13 pinturas a su galería de tres décadas para lo que su galerista, Beyer —quien descubrió a Asle como un muchacho talentoso y lo ha representado durante toda su vida—, llama el espectáculo navideño de Asle. Pero Asle no trae los cuadros consigo en su primer viaje unos días antes de Nochebuena, sino que piensa en visitar al otro Asle, pero finalmente no lo hace. Una vez de regreso, por razones que se le escapan a él mismo, se da la vuelta y conduce de regreso a Bjørgvin para ver a Asle, y lo encuentra borracho y desmayado en la nieve, tan borracho que cuando Asle lo despierta e intenta llevarlo a un café, se desploma dos o más veces. Asle y algunos otros hombres lo ayudan a levantarse por tercera vez, Asle lo lleva a un hospital, donde lo ingresan, luego se dirige a casa para recoger sus lienzos y conduce nuevamente hasta Bjørgvin para dejarlos en su galería, lo que de hecho hace. Asle, entonces, intenta visitar a Asle en el hospital, solamente para descubrir que Asle se encuentra en una condición demasiado delicada para ser atendido. Fragmentos de estos acontecimientos se encuentran dispersos a lo largo de las partes de la novela: Asle piensa en lo ocurrido, regresa a esos momentos, los amplifica y los resuelve una vez más en un estado de plegaria.

    Las novelas han entrenado a los lectores durante mucho tiempo para esperar el desarrollo cronológico de las vidas de sus protagonistas —desde Moll Flanders hasta David Copperfield y Los Buddenbrook—, para que podamos comprender su sufrimiento y saber qué es lo que sucedió que los llevó a ser tales. Fosse juega con esta expectativa. Aunque nos cuenta estos eventos, ellos no son esenciales y solamente importan en la medida en que sugieren una necesidad que se instaló en Asle, desde muy joven, de encontrar una práctica para mantener a raya los recuerdos.

    Ahí está, sentado en casa mirando el cuadro; sentado en su mesa en casa mirando por la ventana al mar; mirando por el parabrisas mientras conduce sobre la nieve hacia y desde Bjørgvin; sentado frente a su galería esperando a Beyer. Asle entra y sale del pasado, entra y sale de la historia de su vida, su infancia, su rechazo a sus padres y su religión, su camino para convertirse en artista, convertirse en borracho, en marido, en católico converso, en un bebedor reformado y luego en un solitario. Las novelas han entrenado a los lectores durante mucho tiempo para esperar el desarrollo cronológico de las vidas de sus protagonistas —desde Moll Flanders hasta David Copperfield y Los Buddenbrook—, para que podamos comprender su sufrimiento y saber qué es lo que sucedió que los llevó a ser tales. Fosse juega con esta expectativa. Aunque nos cuenta estos eventos, ellos no son esenciales y solamente importan en la medida en que sugieren una necesidad que se instaló en Asle, desde muy joven, de encontrar una práctica para mantener a raya los recuerdos. La pintura es una de esas prácticas, y el cuadro que Asle mira fijamente es el primer cuadro que ha hecho y que, como lo ve el pescador Åsleik, “se parece a algo real, por una vez he pintado un cuadro que se parece a algo, porque se parece a una especie de cruz”, un cuadro que siente terminado, un cuadro que Asle ha bautizado como cruz de San Andrés, un cuadro que lo ha llevado, finalmente, a abandonar la pintura por completo.

    El lector toma la lupa y escudriña el lienzo en busca de pistas. La cruz de San Andrés es una X, que lleva el nombre del primer apóstol de Jesús, un pescador que Jesús dijo que sería un pescador de hombres y que, predicando a los griegos, encontró el martirio. La historia es que Andrés insistió humildemente en que no fuera crucificado como lo había hecho Jesús, cambiando la cruz de la T a la X. ¿Por qué la pintura de Asle es una cruz así? Fosse desdibuja a Asle y Asle; le da como amigo a Asle un pescador cuyo nombre es casi el suyo, Åsleik; hace que Asle se case con una mujer llamada Ales, las letras de sus letras, el nombre de su nombre. Todas estas A, estas aleph: aleph, la primera letra de los alfabetos hebreo y arameo; aleph, que en arameo parece una x y, en hebreo, si entrecierras los ojos, también se parece a una. Las exégesis talmúdicas nos dicen que la aleph representa los aspectos ocultos de Dios y su revelación en el mundo. Así leemos los signos: cómo Asle, a quien el narrador Asle encuentra tirado en la nieve, es levantado tres veces, como Jesús cuando iba camino a la crucifixión; cómo la pintura de Asle de dos líneas que se cruzan es su decimocuarto lienzo, que recuerda las 14 estaciones de la crucifixión, la última de las cuales es donde Jesús fue sepultado; cómo Septología es, en un sentido pictórico, un tríptico, tres libros con números alternos de partes —II, III, II—, dos paneles estrechos que flanquean a uno central, una pintura religiosa, con tres cruces en el centro como si estuvieran sobre una colina; y cómo, en las siete partes de la novela, al final de las cuales Asle ora, podemos escuchar las siete horas canónicas de la oración, o ver los siete signos en el Evangelio de Juan, o ver los siete sellos del Libro del Apocalipsis escritos en un pergamino, sin punto final a la vista.

    Afortunadamente, estas características no cuadran de manera perfecta. Asle no es Jesús ni Lázaro, Åsleik no es Andrés, no aparecen los illuminati. Aun así, Asle está en una especie de viaje, sus pequeños viajes inútiles hacia y desde una ciudad durante los cuales ve, en su mente, la vida que ha vivido, sus encrucijadas. Después de todo lo que ve, regresa a casa para orar, cada parte comienza con Asle sentado ante la cruz y cada parte termina mientras agarra su rosario; cada parte de la novela, sin ambigüedades, es un camino hacia la plegaria.

    Muchas novelas han intentado reconciliar, a través de experiencias en diversas tradiciones religiosas, las preguntas que surgen del sufrimiento humano en el mundo de Dios. Los hermanos Karamazov, Pedro el afortunado, La montaña de los siete círculos, Siddhartha, El guía, Los elegidos… Podría agotar el espacio que me queda enumerándolas todas. Cada una, a su manera, aborda cuestiones de teodicea. Como llegué al término a través de James Wood, proporcionaré su definición: “La justificación del buen gobierno del mundo por parte de Dios frente al mal y al dolor”. Esto está ligeramente en desacuerdo con el Oxford English Dictionary, que prefiere “vindicación” a “justificación”. Septología vive en algún lugar entre la justificación y la vindicación, mientras Asle intenta, a través de la reflexión y la plegaria, una reconciliación con la manera en que las cosas son, con lo que su vida le ha costado y perdido.

    Lo que Krasznahorkai ha dicho sobre su propio método se aplica a Fosse: ‘Cuando hablamos, pronunciamos oraciones fluidas e ininterrumpidas, y este tipo de discurso no necesita puntos. Solamente Dios necesita el punto, y al final Él usará uno, estoy seguro’.

    Gran parte del material que se desarrolla en Septología resulta familiar. La biografía de Asle se mezcla con los componentes de un bildungsroman —madres que no creen en las ambiciones de un niño, depredadores que contaminarían a la pequeña criatura mientras se acerca a la iniciación— y ciertamente, Septología es un retrato del artista, un género que durante mucho tiempo ha hecho de la forma novela un hogar. Septología es una novela sobre un pintor, pero es uno extraño, ya que en realidad no vemos a Asle pintando, y la práctica de la pintura en el libro está al servicio de algo bastante diferente de la pericia estética por ella misma.

    Pienso que esto de pintar no lo he hecho por mí”, piensa Asle, en algún momento.

    No lo he hecho porque yo quisiera pintar, sino para ponerme al servicio de un contexto más amplio, bueno, quizá, aunque a veces sí me atrevo a pensar eso, a pensar que mis cuadros están al servicio del reino de Dios, nada menos, y lo mismo pensaba antes de convertirme, y eso tiene que ser porque siempre he sentido como una cercanía de Dios, sea lo que sea eso, pienso, y lo llames como lo llames”.

    No hay nada formalmente nuevo en las narraciones que despliegan la frase larga. Thomas Bernhard, que heredó su sonido de Joyce y de Woolf, persiguió la larga línea con la rabia en el corazón. W. G. Sebald fue considerado en el testamento de Bernhard, gastando su herencia en fines más melancólicos, examinando ruinas en busca de signos de vidas destruidas por el fascismo y la necedad humana. Javier Marías presta su patrimonio a historias de fantasmas, historias de asesinatos o suicidios o desapariciones. László Krasznahorkai es el más maníaco de los beneficiarios, sus frases cómicas gritan tan fuerte que el efecto es un horror ante el cual solamente se puede reír. Lo que Krasznahorkai ha dicho sobre su propio método se aplica a Fosse: “Cuando hablamos, pronunciamos oraciones fluidas e ininterrumpidas, y este tipo de discurso no necesita puntos. Solamente Dios necesita el punto, y al final Él usará uno, estoy seguro”.

    Fosse parece ser al mismo tiempo el más evidentemente influido por Bernhard y el que más radicalmente ha seguido su propio camino. Pero lo que resulta más sorprendente del método de Fosse es algo que esta reseña solamente puede señalar. Puedo hacer afirmaciones sobre el efecto de una frase que se extiende a lo largo de 250 mil palabras sin un punto, pero no puedo citarla lo suficiente como para ofrecer una prueba. Puedo decir que la novela es una epopeya de lo pequeño, pero desde el Ulises ciertamente hemos comprendido que una cosa semejante es posible. Puedo decir que la novela de Fosse, su progreso vocal, es incantatorio o que la prosa se lee como una plegaria extendida, que suena bien como una nota encomiástica, y nunca mal, tan solo vacía y conocida. Al leer Septología, al observar a Asle progresar en la vida y, sospecho, en las partes sexta y séptima, hasta el final de ella, uno siente —yo sentí— el embrollo y el desperdicio de una sola vida solitaria, la necesidad, inexplicable, de orar.

    Sería demasiado sugerir que en Septología uno llega a sentir el amor de Dios, pero la manera en que Fosse maneja la forma de la novela produce algo estremecedor en nuestro corazón.
    La forma es difícil de describir, algo muy diferente de la trama. Es el sistema nervioso de una novela, algo eléctricamente vivo.

    Es como dices. Estamos aquí para orar”, escribe Frederick Seidel en el último pareado de su poema “Del diario de Nijinsky”, uno que resonó en mi cabeza a medida que cada una de las partes de Fosse atraía al lector de regreso al rosario. No se nos lleva a un pensamiento de la plegaria, sino al acto mismo. Que sea un rosario lo que sostiene Asle no creo que importe mucho. Dudo que la mayoría de las personas que leen las Confesiones de san Agustín se conviertan al catolicismo cuando las terminan. En ese libro, uno llega a conocer el amor de san Agustín por Dios, pero no necesariamente sentiría ese amor si uno no hubiera estado previamente dispuesto a él. Sería demasiado sugerir que en Septología uno llega a sentir el amor de Dios, pero la manera en que Fosse maneja la forma de la novela produce algo estremecedor en nuestro corazón.

    La forma es difícil de describir, algo muy diferente de la trama. Es el sistema nervioso de una novela, algo eléctricamente vivo. El uso que hace Fosse de la frase larga no parece en absoluto una técnica aplicada. Cada fuerza desarrolla una forma, en palabras de Guy Davenport, una fórmula de cómo una necesidad en un artista —intelectual, emocional, metafísica— produce un objeto cuyos contornos describen, ocultamente, la necesidad misma. La forma séptuple de Fosse hace esto: establecer una expectativa de que Asle orará, creando una resaca que se apodera del lector. Estamos aquí para orar, dice la forma. Y así nos movemos no hacia la oración, sino dentro de ella, cada uno contando las palabras del largo rosario de Fosse, cuenta por cuenta, palabra por palabra. Los Asles, Åsleik y Ales de Fosse se mezclan ortográficamente, llevando al lector a preguntas sobre su parecido, lo que en última instancia conduce a una difuminación de los límites, a una difusión, a una ausencia del ego.

    Uno de los resultados tradicionales de la novela ha sido la tachadura momentánea del yo. “El cráneo es el casco de un viajero espacial”, dice el narrador de Pnin de Nabokov. “Quédate dentro o mueres”. Si cambiamos la o por la y, la novela como una forma evita que nos ahoguemos en el yo. Septología es, en ese sentido, solamente otra novela. Y, sin embargo, también es algo adicional, algo diferente, algo más. Al leer Septología, es como si dejara de ser una novela. No quiero decir con esto en el sentido de que sea una reacción a las ideas recibidas de la novela. No hay ningún indicio de un autor que haga declaraciones altisonantes sobre “la muerte del personaje” o “el hambre de realidad”. Lo que pasa es que al leer Septología resulta difícil, maravillosamente difícil, pensar que una novela podría escribirse de otra manera.

    La práctica de la plegaria, la práctica de la pintura, los productos de la prosa: todos ellos nos mantienen a flote mientras vivimos y lo harán cuando aquellos a quienes amamos mueran —cuando lo hagan aquellos a quienes Asle ha amado—. Tal como todos los miembros de nuestra especie lo han hecho antes que él, Asle deja sus propias líneas inescrutables en el mundo, “ese cuadro interior”, dice, “esa imagen que intentan imitar todos los cuadros que he pintado, esa imagen interior que es como una especie de alma y una especie de cuerpo en uno, bueno, que es mi espíritu, bueno, lo que yo llamo espíritu”. Y con Asle, en esta notable novela, oramos: “Y sostengo la cruz marrón de madera entre el índice y el pulgar y luego digo una y otra vez en mi interior tomando aire profundamente Señor y soltando el aire despacio Jesús y tomando aire profundamente Cristo y soltando el aire despacio Apiádate y tomando el aire profundamente De mí”.

     

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    Artículo aparecido en Harper’s Magazine, en agosto de 2021. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Septología, Jon Fosse, traducción de C. Gómez Baggethun, Seix Barral/De Conatus, 2023, 792 páginas, $22.900.

  271. Arrogarse la posición de modelo

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    Hace exactamente un año, Fernando Pérez me propuso participar en un conversatorio sobre la obra Sueño como Señorita de Avignon, de Consuelo Rodríguez. Había visto la exposición en la galería Gabriela Mistral, en metro Moneda, el 2022. La muestra ocupaba las dos salas. En la primera, hay textos enmarcados colgados en los muros, y hay un dibujo arriba de un gran lienzo abstracto. Esta sala está conformada por la palabra y la línea. En la segunda sala, hay una serie de pinturas al óleo de gran formato. Ocupan todos los muros. Son las “Variaciones como Señorita de Avignon”.

    Dudé antes de aceptar la invitación, pues no conozco la “historia del arte” más que por la forma con la cual algunas imágenes circulan. Esto sí, he sido “modelo” en escuelas de arte o en talleres privados. Hice este trabajo durante muchos años mientras era estudiante. Fui modelo en talleres, pero también trabajé en el Museo del Louvre, en la mesa de orientación al público. Esto, además de hacer cualquier otro trabajo que me permitiera estudiar. Entonces, si bien no podía hablar desde la historia del arte, podía intentar hablar desde la forma en la cual estuve expuesta a su existencia (en el Museo), así como al proceso de creación de una obra o de un trabajo (en los talleres).

    Me incomodó al inicio este trabajo, el de modelo. Pero muy rápidamente me encantó. Posar no es mostrarse: es un estar en el medio de lo que se hace, sin mucha responsabilidad, pero con un cierto peso y cierta liviandad: el peso del cuerpo, la liviandad de la respiración, el peso de la existencia que ha de soportar el cuerpo, sobre todo en la situación incómoda de ser inmóvil, y la liviandad de ser un soporte de algo externo que se hace, un dibujo, un retrato. Posar es una mezcla de detenerse (de hacer algo), soportar (el tiempo), ser parte de lo que se hace y ser apartada, literalmente. A nadie le importa el o la modelo. Importa solo la obra. Pero la obra se hace con el modelo —con un modelo que, terminada la sesión, se viste, se va.

    La peculiaridad de Sueño como Señorita de Avignon es que Consuelo Rodríguez es recíprocamente pintora y modelo, modelo y pintora. Es a ella a quien vemos en estas obras gigantes. De alguna manera, “ella” es la materia de su obra. Pero es ella la que obra, que pinta, que mira. Y ella pinta una obra que la precede, pues Sueño como Señorita de Avignon tiene también por modelo el cuadro de Picasso Las señoritas de Avignon (1907). Es más, Rodríguez pinta las “señoritas de Avignon” a raíz de un sueño que tuvo, y que constituye el hilo de los escritos de la primera sala. Su trabajo tiene por modelo la obra de Picasso, pero también la forma con la cual esta obra hace soñar a Consuelo Rodríguez, que es modelo y pintora, pero también aquella que sueña, que “cae” en el sueño, en esta máquina de producción de imágenes que es la actividad onírica. En la actividad de soñar no somos nadie, somos actores de lo que el inconsciente va produciendo. El inconsciente obra. No sé si es un artista, pero es un lugar de producción.

    Sueño como Señorita de Avignon explicita esta relación con modelos que anteceden al modelo, con modelos que existen como fantasmas, tal como lo fue para mí el modelo de la Besthabée, de Rembrandt. Lo explicita, lo tuerce. Impone un modelo en lugar de otro. De hecho, antes de ser modelo de su obra, una que tiene también como modelo a Picasso, Consuelo Rodríguez trabajó con otro modelo, uno que realmente es un fantasma, pues de ella no hay huella en Sueño como Señorita de Avignon.

    Sueño como Señorita de Avignon entrelaza varios modelos, varios artistas y obrantes: Picasso, sus modelos, la obra de Picasso vuelta modelo, los sueños de uno o de Picasso o de sus modelos, Consuelo, que es modelo y también artista, es decir Consuelo Rodríguez, y un artista que sueña. Al modelo que posa no le pongo apellido porque no firma la obra, desaparece. Tomo aquí el apellido como garante jurídico de algo, como quien se constituye haciendo algo y responde de lo que ha hecho. Si soy artista, me constituyo como artista a través de la obra. La obra me da un nombre, me hace “famoso” (en francés se dice “renommée”: renombrado). En Sueño como Señorita de Avignon está Consuelo y está Consuelo Rodríguez. Podemos reconocer a Consuelo (la que conocemos, que es nuestra amiga), pero antes de reconocerla estamos ante una obra, un imaginario, uno que viene de afuera: de la propia obra de Picasso, pero también del mundo primitivo que impregna la obra de Picasso. Son entonces varios “afueras”.

    Yo no reconocí de inmediato a Consuelo cuando vi la exposición. Al contrario, cuando la “reconocí”, ya estaba en el espacio impersonal de la obra. No vi, justamente, a Consuelo. Vi una “mascara”, algo que viene de lejos —aunque, justamente, a diferencia de Las señoritas de Avignon, en Sueño como Señorita de Avignon la máscara tiene que ver con el modo en el que la pintura fija rastros, expone la desnudez. En Sueño como Señorita de Avignon la máscara no oculta. Pasa algo parecido al mito de Orfeo, cuando este último se da vuelta para mirar a Eurídice. En este momento Eurídice desaparece y Orfeo solo puede encarar su ausencia. Lo que ve de Eurídice es su vacío, algo impersonal, sin contornos.

    Cuando posaba en las escuelas de arte, me puse a escribir. Eran los “apuntes de la pose” (“les notes de pose”), que luego se trasformaron en un libro titulado Poser me va si bien. No habría podido posar sin escribir. Escribir era mi columna vertebral, lo que me animaba, me permitía estar tanto tiempo inmóvil, sin hacer nada, pero soportando el tiempo y el cuerpo. Con la escritura podía hacer emerger lo que pasa en la pose, que es todo menos un descanso (una pausa). Posando, me situaba en lo que escribía. Mientras estaba desvestida, tenía un secreto: mis apuntes; y estos apuntes hacían que en cada nueva sesión de pose pudiera poner en juego algo nuevo, una nueva forma de experimentar el tiempo, el espacio, el cuerpo, la historia del arte, las miradas, etc.

    Al final del libro menciono algo que, me parece, constituye el núcleo de la obra de Consuelo Rodríguez: la relación del modelo con otros modelos, los que hicieron posible la historia del arte tal como la conocemos. La última de mi nota sobre el posar alude al hecho de que a pesar de no conocer en particular la historia del arte, mi forma de posar está influenciada por las obras que he visto, por la forma en la cual han sido representadas las mujeres en algunas obras. En el Louvre, donde trabajaba cuando estaba también modelando, había visto Besthabée con su carta, de Rembrandt. La verdad no me identificaba con Besthabée. Su cuerpo es imponente, sin ser masivo. Mis apuntes decían que no me identificaba con “la mujer” en general. Pero por esto mismo, y por discutible que haya sido mi afirmación, posar es esto: tomar parte en una cadena de poses, de “formas de ser”, de darse, de sustraerse. Es interrumpir esta cadena asumiéndola, pues la llevamos adentro, nos guste o no.

    Sueño como Señorita de Avignon explicita esta relación con modelos que anteceden al modelo, con modelos que existen como fantasmas, tal como lo fue para mí el modelo de la Besthabée, de Rembrandt. Lo explicita, lo tuerce. Impone un modelo en lugar de otro. De hecho, antes de ser modelo de su obra, una que tiene también como modelo a Picasso, Consuelo Rodríguez trabajó con otro modelo, uno que realmente es un fantasma, pues de ella no hay huella en Sueño como Señorita de Avignon.

    Sueño como Señorita de Avignon (2022), de Consuelo Rodríguez. Fotografía: Galería Gabriela Mistral.

    Veo dos gestos en esta operación de imponer otro modelo, incluso de imponerse como modelo. Primero, mientras Picasso pinta a partir de modelos mujeres, Consuelo Rodríguez toma el cuadro de Picasso como modelo. No hay aquí un gesto de imitación, sino de creación. No hay creación ex-nihilo. Hay lo que a propósito de la escritura literaria se ha llamado una operación de “destrucción amorosa”. Escribimos con la historia de la literatura que de una manera u otra llevamos adentro. Un escritor es aquel que mueve, sacude, a veces violenta esto que lleva dentro de él. Pero no lo violenta sin hacerse cargo, sin volver a esta historia, este material, nuevamente sensible, nuevamente sintiente. Posando en lugar de los modelos que escogió Picasso, Consuelo Rodríguez hace una operación similar: destruye una cierta relación con el modelo, una forma de mirarlo, de tenerlo ahí en el taller. Pero se trata de una destrucción amorosa, pues en lugar de una destrucción hay una relación. La obra de Picasso pasa a ser modelo, y es entonces la forma de ver al modelo, de disponerlo en la sala, de concebir a un taller que se modifica con esta operación doble.

    Segundo, mientras Rodríguez saca los modelos de la obra de Picasso, ella es su modelo. Es el modelo de su operación de destrucción, de destrucción amorosa. Lo que me interesó en este gesto es que Rodríguez no se pinta a sí misma. El gesto de pintarse es una manera de darse un lugar de nacimiento. Algo así pasa en Así habló Zaratustra. Este no es un texto biográfico en el sentido de que Nietzsche haría el relato de algo que él habría sido antes de escribir, como pasa por ejemplo en las “memorias”. Al revés, a través de la escritura, Nietzsche se arriesga a ser, experimenta límites, los pone en juego. Eventualmente los supera. La escritura no toma la vida como objeto; la crea. Bio-grafía: de la grafe surge la vida. En el caso de Nietzsche, esta “vida” surge como un proceso de superación.

    El carácter “biopictórico” de Sueño… es diferente. Al ser su propio modelo, Consuelo Rodríguez se crea a sí misma como pintora. A diferencia de Zaratustra, no se trata de emerger como “súper hombre” (heroico), sino de emerger como artista. Es la obra, el proceso de su creación, en la relación con el modelo, que constituye su propia mirada, su forma de ver y de sentir la materia. La obra, el proceso de su creación, hace emerger a la artista, así como su propia posibilidad de acceder al modelo, a una imagen de ella. Es más, la obra hace emerger también a Consuelo, al modelo, pero tal como Eurídice vista por Orfeo, la hace emerger en el lugar donde Consuelo expresa algo anónimo, algo que no es de nadie y que interrumpe la persona. No se trata de la Consuelo que conocemos, sino de lo que en cada persona se nos escapa.

    Consuelo posa para Consuelo Rodríguez, pero Consuelo Rodríguez no hace un retrato de Consuelo. Entre Consuelo y Consuelo Rodríguez está Picasso, hay otros modelos, y hay también un sueño. Uno, o varios.

    Cuando yo posaba, la escritura me permitía hacer del posar un proceso. La exposición Sueño como Señorita de Avignon comprende también escritos, pero enmarcados. Estos textos no comentan la obra, sino su proceso. Es más, estos textos despliegan el hilo del sueño que hizo Consuelo acerca de Las señoritas de Avignon. Acerca de Las señoritas de Avignon o acerca de Sueño como Señorita de Avignon, pues nunca sabemos exactamente qué soñamos. Por ende, nunca podemos saber si es que hemos soñado. Despertamos con la huella de algo. No hay acceso al sueño en cuanto tal. Accedemos al sueño imaginándolo. Somos seres metafóricos, seres transportados por imágenes de imágenes. Asimismo, entre Consuelo Rodríguez y Consuelo, entre Consuelo y Consuelo Rodríguez, entre Las señoritas de Avignon y Sueño como Señorita de Avignon, están esas muñequitas rusas que constituyen nuestro imaginario. Soñamos, fabricamos imágenes, imaginamos nuestros sueños, este imaginario nos hace soñar, nos hace pintar. Este modelo intermediario, esta fábrica de imágenes que somos sin ser propiamente su sujeto, desenvuelven los escritos enmarcados en la exposición. Es como si los escritos retrataran un sueño que, sin embargo, no puede ser retratado, porque el sueño es el modelo que nunca podrá ser convertido en objeto.

    Si queremos seguir sintiendo, y naciendo a nuevos sentidos, no podemos eludir la violencia. No podemos querer ‘cancelarla’. Esta obra de Consuelo Rodríguez me parece interesante justamente porque en vez de ‘cancelar’ una violencia o ‘consentir’ a ella, manteniendo una relación de reverencia con la historia del arte, asume la violencia del arte, de todo gesto creativo. Hay así, en Sueño como Señorita de Avignon múltiples violencias.

    Quisiera situar brevemente esta obra dentro del contexto actual de recepción de la obra de Picasso. Últimamente, se ha hablado de si seguir exponiendo o no la obra Picasso, y cómo hacerlo, visto que Picasso (la persona), pero también su obra (por ejemplo, las imágenes de mujeres sufriendo o deformadas), así como el sistema que posibilitó su posición de artista, conlleva violencia. Una tesis al respecto es que, si hay violencia en una obra y si el autor de esta obra es violento, ver esta obra es participar de una violencia. Sueño como Señorita de Avignon desplaza este problema. Si volvemos a la idea de creación como un gesto de “destrucción amorosa”, pintar, escribir, crear en general, es violento. La creación no deja nada intacto, pero al violentar también crea los sentidos de la violencia, nos permite abrir los ojos, vernos dentro de ciertos límites —aquellos que estamos siempre tentados a sortear. La “destrucción amorosa” es esto: hace de cada uno un ser que nace a sus sentidos, a nuevas formas de sentir, de sentirse sintiendo, de sentirse al límite. Si queremos seguir sintiendo, y naciendo a nuevos sentidos, no podemos eludir la violencia. No podemos querer “cancelarla”. Esta obra de Consuelo Rodríguez me parece interesante justamente porque en vez de “cancelar” una violencia o “consentir” a ella, manteniendo una relación de reverencia con la historia del arte, asume la violencia del arte, de todo gesto creativo. Hay así, en Sueño como Señorita de Avignon múltiples violencias.

    Hay la violencia del formato. Son telas muy grandes y son varias telas. Todo formato de representación, grande o pequeño, es violento. Supongo que incluso la idea de “justa medida” es violenta, porque nos relaciona con el límite como algo que podría ser trasgredido a cada momento. Hay la violencia del tamaño, pero esta cruza la violencia de la multiplicación de la obra. Donde Picasso hace una obra con varias “señoritas” (deformes), Consuelo Rodríguez hace varias obras de una señorita. Deforma el formato de Picasso, y no a los modelos de Picasso. Hay, también, la violencia de arrogarse la posición de modelo, y del modelo posando para sí misma (no para otro), para una “sí misma” que emerge con el acto de pintar. Esta violencia no consiste en trasgredir límites, sino en reapropiarse de un escenario.

    Finalmente, y esta es en realidad la primera violencia que sentí, mientras en Las señoritas de Avignon la violencia tiene que ver con el carácter deforme de las señoritas retratadas, con la violencia de los trazos de Picasso que parecen fijos en la tela, en Sueño como Señorita de Avignon no hay deformidad aparente, hay solo formas, hay poses que ostentan sin velo un sexo, una mirada y un trazo que recoge esta ausencia de velo. Hay violencia en el trazo, en el límite, en las formas, no en el hecho de torcerlas, volverlas extrañas, “primitivas”. De hecho, en la obra de Rodríguez vemos una máscara, algo impersonal o monstruoso, donde justamente solo hay un rostro, el de ella, que es absorbido, inmovilizado, por la pintura. Donde Picasso tuerce, deforma, recurre a máscaras, Rodríguez solamente traza. Es como si no necesitara exagerar un trazo para encontrar un punto de impersonalidad, su propia monstruosidad, una que nos asemeja a nadie, a las máscaras —las que Picasso encuentra en el mundo primitivo y que Rodríguez encuentra en el momento en el que el trazo la confunde con la pintura.

    El modelaje en talleres de arte fue para mí una experiencia extraordinaria, porque estaba en medio del “hacer”, de su aprendizaje, del aprender a hacer algo inaudito o algo que tuviera que ver con lo inaudito que es ser, que es toda existencia. Quien dibuja no está meramente mirando un modelo, está tocando sus propios trazos, está buscando el peso y la liviandad de la existencia a través del trazo, y posar es estar en contacto con este entramado de peso y de liviandad, pero en el medio de este quehacer múltiple de los estudiantes que dibujan. Sueño como Señorita de Avignon me remitió a este punto, esta intensidad, la del trazo. Hay algo inaudito en el trazo que habla de uno, del arte, de los sueños que confunden. El trazo hace violencia cuando capta, como cuando Orfeo se da vuelta hacia Eurídice. Pero en el trazo está la violencia de ser, de todo ser, de todo estar aquí y esta violencia nos abre a múltiples formas de mirar, a múltiples dimensiones del presente y a múltiples formas de hacer emerger recuerdos o huellas, capas de historia de arte.

     

    Imagen de portada: Sueño como Señorita de Avignon (2022, 3 de 7 pinturas), de Consuelo Rodríguez. Fotografía: Galería Gabriela Mistral.

  272. Vianden, una araña

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    un hueco de aire o de luz, uno basta para comenzar a ver y a pintar una parte reducida del mundo, una pila mal amontonada, un marco confuso y provisorio sin borde ni bastidor trabajando continuamente abre al pleno día, el 13 agosto 1871 hacia el Luxemburgo, un modelo que tanto se complejiza cuando la forma en otra se va. Es el recuerdo de una ventana más ancha que alta que ha sido perforada al centro de una pared redoblada por su vidrio espejo espuma, rico en helechos o dúplex, una hoja de aire solidificada arrancada de un libro de viaje que ahora deja pasar los olores, los ladrones y los ruidos, arriesgado para los somnámbulos y los gatos, preciados por las arañas de todo tipo

    un solo hilo removido la hace salir y su naturaleza es tal que se esconde en un rincón su tela definida pero en la hoja colorida y raspada con arte se aloja en pleno centro expuesta como nunca al contraluz, silenciosa se agazapa, verdadera labor de un 13, hay ahí una araña común y corriente, podría estar en cualquier lugar salvo en los polos, no escucha nada no siente salvo los vibratos de su red, tiene ocho ojos pero no ve nada más que pálidas variaciones. En el umbral memoriza las cosas pensadas a medias, historias para morir de aburrimiento, sobre todo la de un hombre que llegó ahí y le da vida al fondo de un rectángulo invariable de 25 centímetros por 30

    el 13 de agosto del 1871 Victor Hugo dibuja a color en su libro de viaje “una gran tela de araña a través de la cual se divisa como un espectro la ruina de Vianden”, una silueta vaga, apenas un esquema, manchas de sombra y esa inquietante calma, es un fantasma de imagen figurando el lugar vacío de materia y de relieve, un no lugar después de su doble escapada donde permanece un poco todavía. Una tela sin fondo que forma un excelente puesto de vigilancia ahí ve el mundo y sus historias, su ciudad sobresaltada en continuo movimiento, un paisaje decolorado en ese recuerdo de ventana que contiene otra y otra más, su motivo exterior, la gran tela de un maestro

    la araña no aprende este arte, lo posee por derecho de naturaleza dice Séneca y la teje dependiendo, como tubo campana zigzag tela o luna creciente, temprano por la mañana flota entre la hierba, un hilo le sirve a veces de puente aéreo pero ahí está fijísima ante un hueco de aire y de luz, un poco agotada sin embargo un espectro gráfico tan sorprendente como la escena que la envuelve, vibran lentamente ahí las ondas y el silencio. El de la noche, los bosques, los templos, el de la pintura mostrándola en el centro de su red, negra carnosa y común, podría estar en cualquier lugar salvo en los polos, en Paris donde se insurge en Roma que se vuelve capital

    el 13 agosto 1871 Hugo dibuja a color, tira de los hilos, uno solo hace que venga la araña o bien un paisaje lunar, al menos tres siglos antes Durero hacía lo mismo en un marco de madera más un vidrio cuadriculado, inventa una ventana para poder reproducir lo que tiene ante los ojos, la vista es solo cuestión de ajuste y la geometría es la verdadera ciencia de los ciegos, o casi, la araña tiene ocho pero no ve nada fuera de las pálidas variaciones. Un bonito trabajo, el de un hombre afligido y en viaje forzado y de un pequeño animal tranquilo que ha trazado con finura los planos de la ciudad, París, Bruselas o Vianden, un famoso testigo, no muere, solo cambia de piel

    cuando de especie tarántula se asocia con un hombre por ejemplo infundiéndole su veneno melancólico camina y baila entonces a su manera varios días seguidos los pies cansados, un furor bello un bello descarrilamiento general, para figurarse cómo las cosas ausentes imponen su presencia y cómo una forma en otra se va, verdadera labor de un 13 que hace correr el mundo y lo pone de través, una experiencia única —la araña lo hizo araña— dando el color y el tono

     

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    Suzanne Doppelt es escritora, editora y fotógrafa, y este poema forma parte del libro inédito Un beau masque prend l’air, que publicará próximamente editorial POL. Entre sus libros destacan Quelque chose cloche (2004), Le pré est vénéneux (2007), Lazy Suzie (2009), Vak Spectra (2017) y Meta Donna (2020). En castellano está disponible Divertimentos mecánicos (Forastera, 2022). Sus fotografías han sido expuestas en el Centre Pompidou y el Museo del Louvre. Traducción de Aïcha Liviana Messina y Luis Felipe Alarcón.

  273. La otra hija

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    Para un escritor, los hijos son una vergüenza, como si los personajes de su novela hubieran cobrado vida”.
    W. H. Auden sobre la familia Mann

    Fue su hija mayor, Erika, quien, entre juego y juego, le inventó el sobrenombre del Mago.

    Además de ser un hábil cuentacuentos, su padre era un extraordinario escritor; publicó una obra maestra a los 25 años (Los Buddenbrook), escribía novelas con títulos enigmáticos (La montaña mágica) y a sus 44 años era el único alemán que había ganado el Premio Nobel de Literatura. Thomas Mann (1875- 1955) era Thomas Mann, porque entre otros dones tenía el poder de hacer desaparecer a quienes lo rodeaban, partiendo por su familia. Le sucedió a su hermano más cercano, Heinrich, con quien libró una larga competencia literaria. A su mujer, Katia Pringsheim, una judía aristocrática que abandonó su carrera científica para ser su asistente. A su hijo Klaus, editor y novelista que terminó suicidándose, no sin antes crear una serie de novelas (Mefisto, El volcán, Hijo de este tiempo) concebidas abiertamente en contra —y para— el padre.

    Aunque se sabía “hija de”, Erika Mann (1905-1969) nunca necesitó “matar al padre” para ser ella misma. Era la mayor de los seis hermanos y, a diferencia de Klaus, no aspiraba a ser escritora sino actriz. Como todos los Mann, terminaría por escribir (publicó varios libros sobre el nazismo, crónicas de guerra y de viajes), pero jamás puso un pie en la ficción ni soñó con disputarle territorio al padre. Su primera obra fue reinventarse frente al espejo: a los 19 años se cortó el pelo a lo garçon, se vistió con traje y corbata y colocó un cigarro entre los dedos. Al verla bajar las escaleras travestida de hombre, Thomas Mann levantó una ceja y le dijo: ¡si fueras un chico serías muy guapo! En ese entonces, Erika Mann vivía en un barrio distinguido de Múnich, con dos autos estacionados en la puerta, un chofer, una villa de veraneo en Baviera, una educación en una escuela libre y una generosa mesada. Había crecido en una familia intelectualmente privilegiada, pero afectivamente limitada. Su madre entraba y salía de sanatorios y su padre era una presencia fantasmal en la casa. Cuando bajaba de su estudio a comer, ella y sus hermanos se pasaban papelitos por debajo de la mesa, donde conjuraban de qué hablarle. Erika y Klaus, que tenían un año de diferencia y se comportaban como una sola entidad (públicamente se hacían pasar por gemelos), sabían cómo llamar la atención del Mago: bastaba contarle alguna pesadilla, recitarle de memoria un poema de Goethe, travestirse de personajes bizarros e improvisar piezas de teatro que la pareja de hermanos escribía a cuatro manos, en su habitación. Él era femenino y melancólico; ella, masculina y extravertida.

    Entre los Mann no existía eso del raro de la familia. El único deber que tenían niños y adultos era con el arte. La libertad individual, incluida la sexual, era un principio de la cultura germánica-liberal que defendían sin titubeos ante el auge de la moralina nacionalista. El mismo Thomas Mann era implícitamente homosexual (basta leer Muerte en Venecia o sus diarios) y cuando un día un periodista le preguntó qué pensaba de que sus hijos fueran gays, dijo una sola palabra: “Envidia”.

    Así y todo, nunca fue fácil ser una Mann. Tanto Erika como Klaus se sofocaban en el Reino del Padre. Thomas Mann llevaba 12 años encerrado escribiendo La montaña mágica, cuando decidieron partir a Berlín. Eran los locos años 20 y los hermanos Mann se hicieron célebres en la escena cultural de manera muy rápida. Conscientes de sus personajes, parodiaron su relación simbiótica, montando una adaptación de Les enfants terribles, de su amigo Jean Cocteau. La prensa sensacionalista los acusó de incestuosos. Perdidos en noches de cabaret, de bohemia y de morfina, Klaus logró escribir su primera novela, La danza piadosa.

    Erika estudió teatro con el célebre director Max Reinhardt y actuó en una de las primeras películas lesbianas de esos años, Mujeres en uniforme. Sin el resguardo identitario de un discurso de género, se convirtió en un ícono de la “Nueva Mujer” alemana: masculina, independiente y rupturista. Entre sus parejas figuran la escritora y fotógrafa de culto, Annemarie Schwarzenbach, y las actrices Pamela Wedekind y Therese Giehse, todas precursoras de la estética tomboy. De ellas, Erika era la menos glamorosa, la más intelectual. El mismo año en que Thomas Mann recibió el Nobel, 1929, ella publicó su primer libro junto a su hermano, la crónica de viajes Una vuelta al mundo.

    Erika Mann (1905-1969) nunca necesitó ‘matar al padre’ para ser ella misma. Era la mayor de los seis hermanos y, a diferencia de Klaus, no aspiraba a ser escritora sino actriz. Como todos los Mann, terminaría por escribir (publicó varios libros sobre el nazismo, crónicas de guerra y de viajes), pero jamás puso un pie en la ficción ni soñó con disputarle territorio al padre. Su primera obra fue reinventarse frente al espejo: a los 19 años se cortó el pelo a lo garçon, se vistió con traje y corbata y colocó un cigarro entre los dedos. Al verla bajar las escaleras travestida de hombre, Thomas Mann levantó una ceja y le dijo: ¡si fueras un chico serías muy guapo!

    Antes del ascenso definitivo del nacionalsocialismo, se permitió hacer un último viaje a Venecia junto a Annemarie Schwarzenbach. Hay una bella selfi de las dos abrazadas en un café. De regreso a Berlín, Erika se encontró con una ciudad trastocada. El fanatismo nacionalista intoxicaba el aire y las vanguardias se replegaban. Una noche, mientras leía un poema pacifista de Víctor Hugo en un encuentro de mujeres, fue interrumpida por la milicia nazi. La prensa, que estaba al tanto de cada paso que daban los hermanos Mann, la trató de “hiena”. Apoyada por su padre, Erika hizo una demanda por injurias y ganó el juicio. A partir de entonces, el partido nazi boicoteó su carrera teatral y calificó a la familia Mann de “parásitos”.

    En 1933, Erika se despidió de un Berlín rendido a Hitler y regresó a Múnich. Si bien los días para los cabarets estaban contados, abrió su propio espacio literario-político, El Molinillo de Pimienta (el nombre fue invento del papá). De noche, a escondidas de la censura nazi, Erika ponía en escena sketches satíricos antifascistas que escribía en el día. “Todos seguíamos bebiendo y bailando para olvidar la realidad siniestra”, se lee en sus memorias, Principalmente yo. El refugio no duró mucho. Las luces de la ciudad se fueron apagando, las insignias de las arañas negras se replicaron, las listas de escritores enemigos de la nación se hicieron públicas: Heinrich Mann, Bertolt Brecht, Hermann Hesse, Walter Benjamin, todos dejaron Alemania. Si bien el Mago no figuraba en la lista, Erika convenció a sus padres de irse a Suiza, y presionó a Thomas Mann, quien hasta entonces cuidaba su reputación con un calculado silencio, para que escribiera una declaración pública contra el régimen.

    En el exilio, el gobierno le quitó la nacionalidad alemana a toda la familia Mann. El poeta inglés W. H. Auden, en un gesto de noble solidaridad, le ofreció a Erika casarse para que así obtuviera la ciudadanía británica. Hay una foto de ambos, recién casados; Erika disfrazada de mujer y Auden como un gentleman heterosexual. Gracias a su nuevo pasaporte logró embarcarse hacia Nueva York, el año 36.

    Erika y Klaus volvieron a vivir juntos en el Hotel Bedford, de la calle 40 con Park Avenue. Su padre y Katia se encontraban becados al otro lado de Hudson River, en la Universidad de Princeton. A pesar de su apellido, de sus contactos, de sus privilegios económicos, la vida en América resultó más amarga de lo que los hermanos Mann pensaban. Los Literary Mann twins, como se los llamaba en broma, encontraron un mecenas, el editor Alfred Knopf, amigos (en los Bowles, en el mismo Auden, que dejó Londres) y un centro de tertulia (la casa de Carson McCullers, en Brooklyn Heights). Pero Erika no congeniaba con el espíritu light americano. Intentó sin éxito replicar su mítico cabaret literario y encerrada en su hotel en Manhattan escribió dos libros de crónicas: Escape to Life (Huida hacia la vida. La cultura alemana en el exilio) y Cuando las luces se apagan. Pero es otra publicación la que la volverá famosa en Estados Unidos: School of Barbarians (Escuela para bárbaros: educación bajo los nazis, 1938), un estudio de crítica cultural sobre la educación nacionalista en los colegios de Alemania. Vendió 40 mil copias en poco tiempo.

    A principios de los años 40, Erika se alejó de la élite intelectual neoyorquina y de Klaus, quien editaba la prestigiosa revista literaria Decision y sucumbió a la droga. Volvió a Europa como corresponsal de guerra y en el frente aliado conoció a su último amor, la periodista Betty Cox. Con ella ya no hubo viajes en auto a toda velocidad ni champaña en hoteles de lujo. Su romance lo pasaron cubriendo los Juicios de Nuremberg.

    Terminada la guerra, Erika Mann no encontró ninguna forma de volver a casa. Su antigua mansión en Múnich estaba bombardeada. Su hermano y Annemarie se habían suicidado. Instalados otra vez todos los Mann en Suiza, Erika le dedicó una biografía al padre, El último año de Thomas Mann (1958), editó sus ensayos y se convirtió en su última confidente literaria. Tras morir de un tumor cerebral, en 1969, le dejó parte de su herencia a su antiguo amigo y marido, W. H. Auden, quien le había dedicado su libro de poemas Look, Stranger! La nota que acompañaba el cheque decía una sola palabra: “Gracias”.

  274. Otra coraza: epistolario de Andrés Bello

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    Las obras completas de Bello han sido construidas en tres grandes etapas. La primera, hacia finales del siglo XIX, en concreto, entre 1881 y 1893; la segunda, desde mediados y hasta finales del XX, 1951 a 1984, para ser más exactos, y la tercera, en la actual década del siglo XXI. Y es preciso constatar cuáles han sido las instituciones y personalidades del llamado “bellismo” que han acometido estas empresas.

    A mediados del siglo XIX, Andrés Bello participó de la comisión evaluadora en un examen de latín en el Instituto Nacional. ¡Sorpresa! Dos hermanos, huérfanos de padre, que vivían “una pobreza más parecida a la miseria” (las palabras son de su contemporáneo y biógrafo Diego Barros Arana) llamaron en razón de su talento la atención de Bello que, como se sabe, fue un eximio latinista. Eran Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui, los hermanos que se convertirían en sus más cercanos discípulos. Bello comenzó a invitarlos a su casa y en largas conversaciones, los jóvenes lograron extraerle suficiente información como para hacer al menos dos cosas inestimables: escribir la primera biografía importante del maestro y dibujarse un mapa de la producción inédita de Bello. Con estos elementos mínimos, los hermanos Amunátegui lograron editar las primeras obras completas. Este trabajo, al que dio el vamos la Universidad de Chile en la sesión extraordinaria del 16 de octubre de 1865, significó importantes pesquisas. Fueron capaces de atribuir muchos textos publicados originalmente anónimos a la pluma de Bello. También, de reconstruir ciertas producciones que quedaron a medias, sirviéndose de manuscritos y apuntes que en 2017 fueron publicados en Editorial Universitaria por Iván Jaksić y Tania Avilés, al mando de un grupo de colaboradores de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile (los llamados Cuadernos de Londres). Un caso de esa reconstrucción es el “Origen de la sífilis”, que Miguel Luis Amunátegui compuso a partir de notas de Bello. Los Amunátegui dejaron inconclusa esta tarea de edición que fue continuada por sus respectivos hijos: Miguel Luis Amunátegui Reyes y Domingo Amunátegui Solar. Así, fueron terminadas en 15 volúmenes las primeras obras completas de Bello, en las imprentas chilenas.

    Pero con el paso de las décadas, se encendió en Venezuela la idea de actualizar la edición. Una comisión redactora, integrada por Rafael Caldera (dos veces presidente de Venezuela) y también por bellistas insignes, de la talla de Pedro Grases, se dio a la tarea de complementar y hasta corregir la edición de las dos generaciones de la familia Amunátegui. Este proyecto, en su versión más reciente, alcanzó los 24 volúmenes, más un epistolario que se agregó en 1984. Es muy interesante el Bello que de esta obra emerge, especialmente a partir de los textos atribuidos a su autoría, como la dictaminación de apócrifos, menos liberal que el de los Amunátegui. Como toda producción de esta envergadura, la edición caraqueña también tuvo errores, aunque es preciso reconocer que se trata de un trabajo monumental, fruto de una gigantesca red de contactos a nivel continental y mundial, que revisó a este lado y al otro del Atlántico muchos archivos e hizo aclaraciones muy meritorias.

    La nueva edición es la del presente siglo y está liderada por Iván Jaksić, a quien debe considerarse el bellista más dedicado en la actualidad. Esta edición, desde su primer volumen, destaca por opcio­nes novedosas.

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    Para los estrechos, la República corre peligro cuando se conoce el corazón de sus padres. El mármol hace las veces de coraza. Bello, en una de sus cartas dirigidas a fray Servando Teresa de Mier, dada a conocer con escándalo en 1908, sostenía que ‘la monarquía (limitada por supuesto) es el gobierno único que nos conviene’. Dicha carta fue interceptada en Filadelfia por un agente secreto. Pedro Gual la recibió en Bogotá y ahí se desató la intriga con la reactualización de la calumnia contra Bello que lo sindicaba como soplón al servicio del Imperio Español en su Caracas natal en vísperas de 1810.

    Los trabajos fundamentales de Bello son sus grandes poesías, como la Silva a la agricultura de la zona tórrida, que a pesar de su clasicismo añejo ha sido considerada lo mejor de la poesía hispanoamericana en la primera mitad del siglo XIX; luego, sus Principios de derecho de gentes, obra que sufrió honrosos plagios y a la cual dedicó cuatro décadas de su vida, considerando que corrigió las ediciones segunda y tercera de 1844 y 1864; la Gramática de la lengua castellana, destinada al uso de los americanos, sin duda la mejor del siglo XIX en toda la hispanoesfera; su Código Civil de la República de Chile, magnífica sistematización y adaptación imitada en varios países y presente en los catálogos jurídicos más selectos del mundo; además de sus póstumos Filosofía del entendimiento, su muy personal Crítica de la razón pura, cuyos modelos se encuentran en la escuela del sentido común y la obra de Victor Cousin, un continuador de Giambattista Vico, y su Estudio sobre el poema del Mío Cid, que ofreció a Bretón de los Herreros, entonces mandamás en la Real Academia de la Lengua Española, pero que fue aclamado mucho tiempo después.

    Principiar las obras completas de Bello con cualquiera de estos textos sería previsible, pero esta edición abre con el epistolario. Nótese que en la caraqueña es el último vagón de cola. Esta primera entrega incluye una muy bien resuelta introducción de Iván Jaksić, una novedosa lectura de Adriana Valdés a modo de prólogo, además del homónimo de la edición caraqueña a cargo de Óscar Sambrano Urdaneta, una historia de las fuentes del epistolario, y por supuesto las cartas, y varios índices muy útiles: el de corresponsales, alfabético, el de cartas a Bello y el de las misivas escritas por él mismo.

    Lo que quiero aquí, sin embargo, es referirme al papel que juega este epistolario en cualquier investigación sobre Bello que no se concentre en un aspecto muy particular de su producción. Se trata de cartas muy significativas por la cara oculta del personaje.

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    En 1931, Ortega y Gasset fue invitado por sus amigos alemanes a participar del centenario de la muerte de Goethe. Ortega, un poco malhumorado, contestó que había que “desmarmolizar” a Goethe, que era una criatura “lunar”, ajeno a la vida de su tiempo. Años más tarde, parece que después de haber leído a Ortega, Joaquín Edwards Bello, al pie de la estatua de Bello en la Alameda, reflexionó también que era preciso “desmarmolizar” a su bisabuelo. Esta conjura contra el mármol llama la atención, en especial porque Rebeca Matte Bello, la otra célebre bisnieta, había trabajado este difícil material, y porque Eugenio Orrego Vicuña y Ángel Rosenblat tuvieron la chispa de ver en Bello al Goethe americano. Pero mientras el cortesano de la “corte liliputiense de Weimar”, que fue como Ortega tildó a Goethe, se esmeró en dejar registro de sus subjetividades cotidianas, Bello parece haber hecho todo lo posible por ocultarlas. Y si Goethe, ya en su vejez, tuvo a Eckermann para que tomase nota de sus pensamientos en voz alta, Bello nada más dispuso de los Amunátegui, que con la información que lograron se dieron a reforzar los aspectos mínimos de nuestro Goethe: su vida y obra. Además, mientras Eckermann no escatimaba halagos a su interlocutor, los Amunátegui se quejaron de que Bello había descuidado su tardía producción poética, tal vez su bastión de subjetividad, abandonando esbozos de poesías a su suerte aquí y allá, sin mostrar cuidados por esta cara de sí mismo.

    Siguiendo la empresa de desmarmolización, Jaksić comienza por esta cara de Bello, en la que nos encontramos a un tierno padre y abuelo, a un nostálgico de su vieja Caracas, a un refinado humorista, incluso cuando rabea por las erratas que ha encontrado en un número de El Araucano, que había dejado momentáneamente a cargo del más revoltoso de sus hijos, Juan Bello Dunn. Pero también nos encontramos al Bello de siempre, al de los altos encargos y comunicaciones oficiales. La gracia del mármol es que resiste las ocurrencias de la carne, y la entrada en Bello por esta puerta no lo desmiente nunca. No estamos ante una correspondencia meramente privada, secreta, de esa que ni la voracidad de editores ni la curiosidad de lectores histéricos tienen el derecho a develar.

    Las cartas de Bello y las dirigidas a él permanecieron durante el siglo XIX muy dispersas, hasta que Miguel Luis Amunátegui en la biografía de su maestro, Vida de don Andrés Bello, dio a conocer 111 de ellas. La odisea de reunir las cartas continuó por décadas. La empresa no era fácil, había altos intereses en juego.

    ***

    Debe destacarse la carta que Bello escribió a Javiera Carrera, el 4 de marzo de 1834. En ella, además de los intercambios a propósito del cultivo de las dalias, se trasunta una amistad entre dos veteranos de la emancipación nacidos ambos en 1781. Otra carta, una a Manuel Ancízar, del 13 de febrero de 1854, nos muestra a un viejo Bello bien informado y preocupado acerca del posible deterioro laboral de la mano de obra femenina en el contexto de las transformaciones industriales.

    Para los estrechos, la República corre peligro cuando se conoce el corazón de sus padres. El mármol hace las veces de coraza. Bello, en una de sus cartas dirigidas a fray Servando Teresa de Mier, dada a conocer con escándalo en 1908, sostenía que “la monarquía (limitada por supuesto) es el gobierno único que nos conviene”. Dicha carta fue interceptada en Filadelfia por un agente secreto. Pedro Gual la recibió en Bogotá y ahí se desató la intriga con la reactualización de la calumnia contra Bello que lo sindicaba como soplón al servicio del Imperio Español en su Caracas natal en vísperas de 1810. Estos violadores de correspondencia, por supuesto, tuvieron la supuesta decencia que se estila en estos casos: mantuvieron el documento bajo llave y se dedicaron a fantasear sobre su contenido, suscitando una red de rumores contra Bello. Finalmente explotaron en Chile, con el gentil auspicio de los mediocres de turno. ¡Tenemos entre nosotros a un traidor, a un simulador!

    Como se ve, esta correspondencia tuvo desde temprano la fama de carta bomba. La posibilidad de que fuera ocupada para demoler el monumento llamaba a la precaución. De tal suerte que se prosiguió con cautela en esto de transparentar las meditaciones metafísicas de un puntal de la República.

    Con todo, en el epistolario de Bello se encuentran piezas preciosas, aquellas entre él y sus hijos Carlos y Juan, o las que le dirigió Francisco Bilbao, que son alta poesía. Debe destacarse la que Bello escribió a Javiera Carrera, el 4 de marzo de 1834. En ella, además de los intercambios a propósito del cultivo de las dalias, se trasunta una amistad entre dos veteranos de la emancipación nacidos ambos en 1781. Otra carta, una a Manuel Ancízar, del 13 de febrero de 1854, nos muestra a un viejo Bello bien informado y preocupado acerca del posible deterioro laboral de la mano de obra femenina en el contexto de las transformaciones industriales.

    Hay en este epistolario algunas cartas clásicas que siempre es divertido releer. Por ejemplo, la de Bello a Pedro Gual, desde Londres, en 1825, en la que le cuenta sobre la remoción de Irisarri, solicita ser llevado a Colombia y se muestra renuente a la idea de irse a Chile: “Por otra parte me es duro renunciar al país de mi nacimiento, y tener tarde o temprano que ir a morir en el polo antártico entre los toto divisos orbe chilenos, que sin duda me mirarían como un advenedizo”. O, luego, desde Santiago de Chile, el 20 de agosto de 1829, a Fernández Madrid, la carta en la que deja registro de sus primeras impresiones: “Echo de menos nuestra rica y pintoresca vegetación, nuestros variados cultivos, y aun algo de la civilización intelectual de Caracas en la época dichosa que precedió a la revolución; y quisiera echar de menos nuestros malos caminos y la falta de comodidades domésticas, mucho más necesarias aquí que en nuestros pueblos, porque el clima en el invierno es verdaderamente rigoroso. En recompensa se disfruta aquí por ahora de verdadera libertad; el país prospera; el pueblo, aunque inmoral, es dócil; la juventud de las primeras clases manifiesta muchos deseos de instruirse; las gentes son agradables; el trato es fácil; se ven pocos sacerdotes; los frailes disminuyen rápidamente (…)”.

    Más allá de todos los registros de ternura, frialdad oficial, legítimas frivolidades, es la carta del 7 de octubre de 1845, al argentino Juan María Gutiérrez, una de las que creo más reveladoras. En uno de sus pasajes se esboza una suerte de arte poética. Bello, ya viejo, que había sido un poeta famosísimo en lengua castellana, se autopercibe entregado a la prosa. Admite que la musa de la poesía exige exclusividad de parte del poeta, que no está dispuesta a compartirlo con otras ocupaciones. Bello ha asumido la responsabilidad de tener muchas otras. La entrega absoluta no es para él una opción. La musa, a la cual en Alocución a la poesía él había invitado a retirarse de la oscura Europa para exiliarse en la luminosa América, parece haberlo abandonado definitivamente. Esta sí que es una carta en la que se desnuda un problema. Goethe escribió que el mármol de ciertas esculturas romanas estaba todavía húmedo. El tema es que la de Bello ya no. Y el viejo ya estaba petrificado en vida. Eso es lo que tuvo que hacer de sí mismo para que la república tuviera en él a un modelo. He ahí lo que no entendieron, y aun no entienden hoy, todos los que celebran la estatua o la vapulean sin dar mayor espacio a las conjeturas, las indecisiones, los complejos que laten en el interior de una piedra angular.

    En esta tercera época del corpus bellista, es sabia decisión la de haber puesto por delante esta otra coraza, más persuasiva para nuestros tiempos.

     

    Ilustración: Paola Irazábal.

     


    Obras completas 1. Epistolario, Andrés Bello, edición de Iván Jaksić, Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, Ediciones Biblioteca Nacional y Universidad Adolfo Ibáñez, 2023, 787 páginas.

  275. Las metamorfosis de Nicomedes Guzmán

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    A través de una completa y acuciosa investigación que, sin duda, requirió infinitas horas de trabajo, Juan José Adriasola y Luis Valenzuela Prado lograron otorgarles a los futuros lectores de esta edición crítica no solo una semblanza de la trayectoria literaria de Nicomedes Guzmán sino también un valioso resumen de los aspectos más relevantes de su entorno generacional creador de un importante cambio artístico en la literatura chilena.

    El cotejo de las diferentes ediciones de Los hombres oscuros y La sangre y la esperanza les permitió descubrir que Guzmán fue un escritor en constante búsqueda de cambios estilísticos y estructurales que le dieran a estas dos novelas una mayor efectividad estética. Gracias a este difícil trabajo de cotejo, se destruye con creces el manido estereotipo de Guzmán muchas veces categorizado por la crítica como “un escritor proletario” —aquel que, a partir de sus experiencias en los sectores marginales de la pobreza, sencillamente ofrece un testimonio sin mayor elaboración estética. Por el contrario, los editores demuestran, de manera fehaciente, que Nicomedes Guzmán fue un escritor con sólidas metas estéticas y una convicción ideológica que nunca lo abandonó.

    Sus modificaciones enfocadas en la forma del texto, el fraseo y la sonoridad de la prosa poética obviamente responden a esa intencionalidad artística que en los buenos escritores guía hacia cambios precisos.

    Dentro de este contexto, resulta de gran valor el hecho de que Adriasola y Valenzuela Prado hayan trazado la progresiva eliminación de los recursos tipográficos para representar el lenguaje oral de los personajes. Recursos inventados por una élite letrada para indicar lo otro subalterno y subrayar “lo ajeno” a la cultura burguesa, lo incorrecto dentro del horizonte de “lo culto” como norma y modelo a seguir. Eliminar comillas y cursivas responde, sin duda, a un proceso de legitimación que borra los límites establecidos por una jerarquía cultural inserta y producto de la tajante estratificación social que aún perdura en nuestro país.

    Muy ardua debe haber sido la elaboración de las notas explicativas en esta edición crítica. En ambas novelas, abundan los chilenismos y expresiones lingüísticas que ya no se usan. Sin embargo, este es un aspecto esencial en las ediciones críticas, cuyo objetivo es rescatar y reactualizar textos escritos en el pasado. Son las notas explicativas las que nos permiten comprender y revalorar el contenido de estos textos. Además, nuestra lectura, con el auxilio de las notas explicativas, hace posible una regresión en el tiempo que nos conduce hacia un fragmento de la realidad de Chile a mediados del siglo XX. Sector eficientemente ilustrado por las fotografías incluidas en esta edición.

    Resulta de gran valor el hecho de que Adriasola y Valenzuela Prado hayan trazado la progresiva eliminación de los recursos tipográficos para representar el lenguaje oral de los personajes. Recursos inventados por una élite letrada para indicar lo otro subalterno y subrayar ‘lo ajeno’ a la cultura burguesa, lo incorrecto dentro del horizonte de ‘lo culto’ como norma y modelo a seguir. Eliminar comillas y cursivas responde, sin duda, a un proceso de legitimación que borra los límites establecidos por una jerarquía cultural inserta y producto de la tajante estratificación social que aún perdura en nuestro país.

    Por otra parte, la bibliografía completa realizada por Catalina González es una prueba fehaciente de la importancia de Nicomedes Guzmán como narrador de la Generación de 1938. Allí se dan los datos de 12 ediciones para Los hombres oscuros y 13 ediciones de La sangre y la esperanza. Esta bibliografía, además, demuestra que el interés de la crítica literaria por estos textos sigue vigente.

    Cabe entonces preguntarse por qué estas dos novelas suscitan tanto interés aún hoy día. Desde la perspectiva de los estudios culturales, los espacios subalternos de la pobreza en estas dos novelas no solo constituyen el imaginario de un sector urbano generalmente desconocido para los lectores en su mayoría de la clase media. Imaginario construido a través de una perspectiva interior muy distinta a, por ejemplo, la de El roto (1920) de Joaquín Edwards Bello, donde el narrador describe una realidad a la cual no pertenece y únicamente conoce desde la posición de un aristócrata en sus incursiones en los “bajos fondos”.

    Esta relación entre el sujeto escritor y el espacio de la pobreza se modifica radicalmente en el caso de las novelas de Nicomedes Guzmán. Rechazando lo que él denunció en 1941 como “la traición literaria y estética al suburbio”, descrito desde una perspectiva exterior y clasista que le daba énfasis a lo sucio y lo mórbido, Guzmán cuenta, describe y metaforiza los espacios de la pobreza. Aquellos elementos que, según las palabras de Ricardo Latcham, resultan de “mal gusto” son, en esta realidad vista desde la perspectiva de un otro subalterno, elementos de lo cotidiano, de un espacio vivido en el cual lo supuestamente sucio y mórbido para una perspectiva distanciada resulta ser lo familiar.

    Además, es muy interesante indagar en los significados y estereotipos creados por la nación de aquella época con respecto a estos espacios subalternos. Contradiciendo su falso lema de ser una comunidad homogénea regida por la libertad, la igualdad y la fraternidad, para la nación estos sectores constituyeron el desecho, la basura, aquel sector bárbaro, según Vicuña Mackenna, que debe estar fuera de la ciudad culta y civilizada.

    Numerosos son los ensayos y discursos parlamentarios acerca de esta otredad excluida descrita como el anti-modelo de lo que debe ser el ciudadano ideal en la nación chilena. Según esta perspectiva, en los conventillos y arrabales reina la inmoralidad, las infecciones, los vicios pecaminosos y la delincuencia. Prejuicios que tiñeron la crítica de las novelas de Nicomedes Guzmán. Al definir lo que él cataloga como “novela proletaria” en un artículo crítico publicado en 1965, Fernando Uriarte afirma que este tipo de novela representa “todo ese magma humano que acintura las ciudades y las prolonga en colgajos harapientos”.

    Los instrumentos de su escritura provienen de fuentes literarias diversas, que no respondieron a la jerarquización de ‘lo canónico’ establecido por la cultura oficial sino a asistemáticas casualidades: el libro que encontró en una librería, el libro que le prestó un amigo, el libro que le recomendó el dueño de un negocio donde se vendían libros viejos o se arrendaban los más actuales.

    Durante muchos años, la producción literaria de Guzmán se calificó como “la Voz del Pueblo”, definición basada en el mito de que lo testimonial corresponde a la transcripción fidedigna de una realidad o un hecho verdadero cuando, como se ha demostrado, el discurso testimonial es interferido por el filtro de la memoria y una subjetividad que elabora e incluso inventa lo supuestamente real.

    Sin embargo, la compleja escritura de Nicomedes Guzmán constituye un serio desafío para aquellos adictos a las nítidas clasificaciones. No se trata de la Voz del Pueblo sino de la Voz de Nicomedes Guzmán, escritor que modeliza sus historias imaginadas o remodelizadas a partir de un entorno conocido. Los instrumentos de su escritura provienen de fuentes literarias diversas, que no respondieron a la jerarquización de “lo canónico” establecido por la cultura oficial sino a asistemáticas casualidades: el libro que encontró en una librería, el libro que le prestó un amigo, el libro que le recomendó el dueño de un negocio donde se vendían libros viejos o se arrendaban los más actuales. Casualidades que constituyeron un amasijo cultural que creó un campo intertextual heterogéneo en el cual se mezcla el Realismo y el Naturalismo del siglo XIX, la vanguardia, el folletín sentimental y el cine que hacia la década de los 40 en el siglo XX inicia, junto con la radio, la llamada cultura de masas.

    A lo asistemático se agrega la posición ideológica de Guzmán como el soporte firme y explícito en toda su obra. Discurso marxista que tuvo como objetivo la denuncia social, la resistencia política y la utopía de la igualdad como contratexto de la nación hegemónica. Agenda política que nos transmite la esperanza de un cambio en la sociedad chilena.

    De manera significativa, Esmeraldo en El roto de Edwards Bello y Raúl en la película Tony Manero, dirigida por Pablo Larraín, tienen como horizonte al final de sus trayectorias lo incierto, la oscuridad, la nada. Implicando en ambos textos que no existe una salida para esas existencias marginales.

    De manera significativa, Esmeraldo en El roto de Edwards Bello y Raúl en la película Tony Manero, dirigida por Pablo Larraín, tienen como horizonte al final de sus trayectorias lo incierto, la oscuridad, la nada. Implicando en ambos textos que no existe una salida para esas existencias marginales.
    Muy diferentes son los desenlaces de Los hombres oscuros y La sangre y la esperanza.

    Muy diferentes son los desenlaces de Los hombres oscuros y La sangre y la esperanza. En ambas novelas, Pablo y Enrique logran una meta para el futuro, convirtiéndose en sujetos activos en el devenir histórico y esta transformación es subrayada por la naturaleza en un vínculo trascendental. El reflejo luminoso del sol en las lágrimas de emoción que derrama Enrique en La sangre y la esperanza, la tierna lluvia y el aroma de la tierra mojada y fértil en Los hombres oscuros, y el sonido de aquellas claras campanas de la esperanza simbolizan una vida nueva.

    Tomás Moro definió la utopía como aquello que podría ser, aunque nunca lo sería. Imposibilidad que, de manera paradójica, ofrece alternativas haciendo tomar conciencia de las fallas y defectos de la sociedad. Hecho que conduce a una praxis, a una acción que modifica parte de las injusticias de este mundo.

    En 2022, Chile poseía un índice de pobreza multidimensional de un 16,9%. Tres millones trescientos mil quinientas cuarenta y nueve compatriotas carecían de necesidades básicas tales como la salud, vivienda y educación.

    Dado este contexto, esta edición crítica realizada por Juan José Adriasola y Luis Valenzuela Prado resulta extraordinariamente vigente. Ellos dos y la Editorial de la Universidad Alberto Hurtado han hecho llegar a sus lectores esta valiosa contribución de Nicomedes Guzmán a la historia de la pobreza en Chile. Historia que, en su subalternidad periférica, continúa siendo invisibilizada por la cultura oficial de la nación chilena.

     


    Los hombres oscuros. La sangre y la esperanza, Nicomedes Guzmán, edición crítica de Juan José Adriasola y Luis Valenzuela Prado. Ediciones UAH, 2023, 678 páginas, $28.000.

  276. Yo entrevisté a 253 mascotas

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    En la escuela de periodismo, aunque con poca insistencia y mucha menos convicción, se promovía el cliché de que este es un oficio para “darles voz a los sin voz”. Nunca me lo creí e incluso llegué a olvidarlo, hasta que una mañana de noviembre, con la grabadora en la mano, me encontré sentado frente a un gato plomo.

    A fines de 2014, cuando apenas llevaba unas semanas en la desaparecida revista Viernes, que circulaba junto a La Segunda, me encargaron hacer algo que nunca antes se había hecho: entrevistar a una mascota. No me explicaron mucho más, solo que necesitaban el texto para el siguiente número y que debía conseguir que un animal, ojalá de alguien conocido o importante, dijera cosas.

    De los animales siempre me fascinó su silencio, ese misterio que, como decía Schopenhauer sobre su perro, es transparente como el cristal. Ahora, lamentablemente, mi misión era desactivarlo. El mecanismo no podía ser periodístico, puesto que no se sustentaba en la realidad —la realidad es que las mascotas no hablan—, pero tampoco ficcional, ya que estos animales tenían dueños y debían, de alguna retorcida manera, reflejar su verdad.

    El resultado, que se repitió casi sin interrupciones durante 253 semanas, fue una entrevista en la cual trataba a la mascota de usted, con preguntas que yo mismo respondía, haciéndome pasar por ella. Si bien me basaba en las anécdotas que contaba su dueño y en lo que podía averiguar sobre su raza o especie, principalmente me dediqué, quizá como desquite ante esta ridícula misión, a revelar el absurdo que significa tener un animal en casa.

    Por esta sección pasaron perros de ministros y rectores, gatos de escritores y actrices, el gallo de Lucho Jara y el caballo de Manuel José Ossandón, así como también cacatúas, serpientes, erizos y hurones. Todos ellos, unos más que otros, reflejaban en sus callados ojos una particular tensión: la contradicción, me parecía a mí, de vivir en esa cómoda reclusión, de tener que atrofiar sus instintos e inutilizar sus garras y colmillos, a cambio de calma, cariño y cuidado.

    No me gusta vivir encerrado, pero encerrado es como he podido vivir”, dije que dijo el perro de un músico pop, que había sido recogido de la calle tras sufrir un accidente. Incluso la mascota más doméstica y urbanizada, como el gato de Bélgica Castro y Alejandro Sieveking, proyectaba esa resignación, un precio que los humanos, sin preguntarles, les obligamos a pagar por su compañía.

    Contra mi intuición —y también la del periodismo ‘serio’, que las vio como una ofensa a la profesión—, estas entrevistas lograron funcionar, seguramente porque el vínculo de los dueños con sus animales, más allá de los sombríos argumentos que los explican, nunca dejó de ser genuino. La soledad aumenta, también el ensimismamiento, pero visitando a estos cientos de mascotas comprobé que estamos condenados al cariño. Y que hace falta dejarlo hablar.

    ¿Qué hace un conejo en un departamento estudio de Santiago Centro, un gran danés en Providencia o un cocodrilo viviendo en Renca? Por muy rescatado que sea, ¿es plena la vida de un galgo en un living ñuñoíno, la de una tortuga en el dormitorio de un niño o la de un persa que solo experimenta el mundo a través de una ventana?

    No es que estas entrevistas me convirtieran en animalista; más bien me confirmaron el estado afectivo de nuestra cultura: mientras la voluntad de querernos y comprometernos entre humanos, y más aún la de criar y responsabilizarnos por un hijo, va en caída libre, la necesidad de establecer un vínculo con las mascotas y llenar ese vacío con ellas no deja de crecer.

    En Chile la tasa de fecundidad es de 1,3 hijos por mujer, la más baja de la historia. En cambio, en promedio hay casi dos mascotas en cada hogar, solo contando perros y gatos (Subdere, 2022). Es cierto que el mundo, con sus inflaciones, algoritmos y cambios climáticos, no ofrece muchos incentivos para reproducirse, y que convivir con un animal, al menos, parece más sustentable.

    Un cálculo de los investigadores ingleses Brenda y Robert Vale, publicado en su libro Time to Eat the Dog (2009), demostró que no es así: para alimentar un año a un perro mediano se necesita el equivalente a 0,84 hectáreas, bastante más que la huella de carbono de un ciudadano vietnamita —0,76 ha—, y el doble de lo que gasta una camioneta que recorre 10 mil kilómetros al año.

    Contra mi intuición —y también la del periodismo “serio”, que las vio como una ofensa a la profesión—, estas entrevistas lograron funcionar, seguramente porque el vínculo de los dueños con sus animales, más allá de los sombríos argumentos que los explican, nunca dejó de ser genuino. La soledad aumenta, también el ensimismamiento, pero visitando a estos cientos de mascotas comprobé que estamos condenados al cariño. Y que hace falta dejarlo hablar.

  277. Cormac McCarthy (1933-2023): el tesoro del condado Comanche

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    Si Dios pretendiera interferir en la degeneración del género humano, ¿no lo habría hecho ya?”.
    Meridiano de sangre

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    La enigmática observación de Pascal en los Pensées, “la vida es un sueño un poco menos inconstante”, sería un epígrafe adecuado para las novelas de Cormac McCarthy, las que se desarrollan con la agotadora intensidad de los sueños afiebrados. Desde los densos paisajes faulknerianos de su inicial obra de ficción sobre el este de Tennessee hasta el monumental Grand Guignol de Meridiano de sangre, desde las baladas en prosa de la Trilogía de la frontera hasta la novela policial de apretada trama de No es país para viejos, la ficción de McCarthy se ha caracterizado por búsquedas compulsivas y condenadas, ritos sádicos de masculinidad, un frenesí de movimiento perpetuo —a pie, a caballo, en automóviles y camionetas—. Nadie malentendería los mundos de Cormac McCarthy como “reales”, salvo en la forma en que los sueños febriles son “reales”, un resplandor sublime y destilado sobre la condición humana.

    Nacido en Providence, Rhode Island, en 1933, Cormac McCarthy fue llevado a vivir al este de Tennessee a la edad de cuatro años y de allí se mudó a El Paso, Texas, en 1974. Según cuenta él mismo, asistió a la Universidad de Tennessee en 1952 y se le pidió que no regresara, porque sus calificaciones eran muy bajas. Posteriormente vagó por el país, trabajó en empleos ocasionales, se alistó en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos durante cuatro años, de los cuales dos los pasó en Alaska; después de su licenciamiento, regresó a la Universidad de Tennessee durante cuatro años, pero se fue sin recibir un título. Las primeras cuatro novelas de McCarthy, que ganaron para él un pequeño público de admiradores entre los lectores de inspiración literaria, son claramente gótico sureño en cuanto al tono, escenario, personajes y lenguaje; la quinta, la burlona epopeya Meridiano de sangre (1985), ambientada principalmente en México y California en los años 1849-1878, marca la dramática reinvención de sí mismo del autor como escritor del Oeste: un visionario de distancias vastas e inhumanas para quien la psicología intensamente personal de la novela realista tradicional tiene poco interés.

    Algo raro entre los escritores, especialmente los escritores estadounidenses contemporáneos: Cormac McCarthy parece no haber escrito cuentos ni ensayos autobiográficos o memorias. Suttree (1979), ambientada a lo largo de las orillas del río Tennessee en Knoxville, tiene la intimidad descontrolada, pesada y arenosa de la ficción autobiográfica al modo de Jack Kerouac, pero sin serlo. El protagonista más inteligente y sensible de McCarthy hasta ahora ha sido John Grady Cole, de Todos los hermosos caballos (1992) y Ciudades de la llanura (1998), un estoico solitario de 16 años que juega al ajedrez con una habilidad sorprendente, es un jinete instintivo y que, en otras circunstancias, habría estudiado para ser veterinario. Pero John Grady no es representativo de los personajes de McCarthy y no comparte antecedentes biográficos con el autor. En términos más generales, es probable que los sujetos de McCarthy sean hombres llevados por un impulso y una necesidad rudimentarios, fanatismo antes que idealismo, para quienes la educación formal habría terminado en la escuela primaria y, si tienen una Biblia, hacen como el muchacho sin nombre de Meridiano de sangre, quien “la llevaba encima a pesar de que no sabía leer”.

    La opacidad onírica de la prosa de Faulkner impregna El guardián del vergel (1965) y La oscuridad exterior (1968). Estas son novelas en cámara lenta, en las que los nativos del interior del país flotan como sonámbulos en dramas trágicos/absurdos más allá de su comprensión y mucho más allá de su control. El escenario es la región montañosa del este de Tennessee en las cercanías de Maryville, cerca del hogar de la infancia del autor. Al igual que sus predecesores en la ficción de Faulkner ambientada en el condado de Yoknapatawpha, Mississippi, los personajes sin educación, inarticulados y empobrecidos de McCarthy luchan por sobrevivir con un mínimo de dignidad; aunque pueden soportar destinos trágicos, no tienen capacidad de intuición.

    En El guardián del vergel, el anciano Ather Ownby, “guardián” de un huerto de duraznos en decadencia, es un hombre independiente y comprensivo que termina confinado en un hospital psiquiátrico después de disparar su escopeta a los oficiales de policía del condado. Su espíritu rebelde ha sido sofocado, no tiene más que banalidades para ofrecer a un vecino que ha venido a visitarlo: “Casi todos los hombres aman la paz, dijo, y nadie más que un viejo”. En La oscuridad exterior, la desventurada joven madre Rinthy busca en la campiña de los Apalaches a su bebé perdido, que su hermano, el padre del bebé, le arrebató y lo entregó a un hojalatero itinerante: una mezcla de la Dewey Dell de Faulkner, de Mientras agonizo, que busca en vano un aborto, y la Lena Grove de Luz de agosto, que busca en vano al hombre que la ha embarazado, Rinthy se abre paso a pie por un paisaje cada vez más espeluznante, pero nunca encuentra a su bebé.

    Más allá incluso de la oblicuidad faulkneriana, McCarthy ha eliminado todas las comillas de su prosa para que el discurso de sus personajes no se distinga de la voz narrativa, sugiriendo así la curiosa textura de nuestros sueños, en los que el lenguaje hablado no es tanto escuchado como sentido y en que el diálogo es absorbido por su entorno. Esta forma de narración persistirá a lo largo de su carrera:

    El hombre se había estirado frente al fuego y estaba acodado en el suelo. Dijo: Me gustaría saber dónde se pueden conseguir unas botas de becerro como esas que lleva usted.

    Holme tenía la boca seca como el polvo y el trozo de carne parecía haber aumentado de volumen. No lo sé, dijo.

    De las cuatro novelas de McCarthy ambientadas en Tennessee, Hijo de Dios (1973) es la más memorable, un tour de force de piezas en prosa magistralmente sostenidas, que narran la vida y la muerte abrupta de un hombre de montaña llamado Lester Ballard con una propensión a coleccionar y consagrar cadáveres, predominantemente los de mujeres jóvenes y atractivas, en una cueva que será descubierta por funcionarios del condado de Sevier, Tennessee, solamente después de su muerte.

    Según cuenta él mismo, asistió a la Universidad de Tennessee en 1952 y se le pidió que no regresara, porque sus calificaciones eran muy bajas. Posteriormente vagó por el país, trabajó en empleos ocasionales, se alistó en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos durante cuatro años, de los cuales dos los pasó en Alaska; después de su licenciamiento, regresó a la Universidad de Tennessee durante cuatro años, pero se fue sin recibir un título.

    La leyenda de Lester Ballard se presenta con brevedad dramática y una especie de simpatía oblicua en un coro de voces locales:

    No lo sé. Dicen que ya no volvió a ser el mismo desde que su padre se suicidó. Era hijo único. Su madre se fue de casa… Yo y Cecil Edwards fuimos los que lo bajamos. Llegó a la tienda y lo dijo como si nada. Subimos hasta allí y nos metimos en el granero y vi cómo le colgaban los pies. Lo bajamos, lo dejamos caer al suelo. Era como si se cortase un trozo de carne muerta. Él se quedó allí de pie, mirando sin decir nada. Por aquel entonces tenía 10 o 12 años.

    Farsa trágica, o tragedia farsesca, Hijo de Dios es muy probablemente la obra más perfectamente realizada de McCarthy, por su compresión dramática y su sostenido virtuosismo estilístico, sin los excesos de sus posteriores y más ambiciosas novelas.

    2.

    Meridiano de sangre, la quinta novela de McCarthy y la primera ambientada en las tierras fronterizas del suroeste de las que haría una apasionada vindicación literaria, es la obra de ficción más desafiante del autor. Una crónica de pesadilla de los merodeadores estadounidenses en México en la década de 1850, se presenta en voces grandilocuentes y coloquiales, extasiadas y degradadas, bíblicas y ampulosas. Al igual que Los reconocimientos, de William Gaddis, y El arco iris de gravedad, de Thomas Pynchon, Meridiano de sangre es una novela altamente singular, muy admirada por otros escritores, predominantemente escritores masculinos, pero de difícil acceso, si no es que repelente, para muchos otros lectores. A los admiradores de Meridiano de sangre invariablemente les disgusta y menosprecian la superventas y “accesible” Trilogía de la frontera, de McCarthy, como si esas novelas fueran una traición a los ritos solemnes del sadismo del macho y la furia impactante de Meridiano de sangre, “para la cual la portada ideal sería una interpretación de Hieronymus Bosch de algunas escenas de Zane Grey”.

    Sin embargo, Meridiano de sangre y la Trilogía de la frontera se contraponen: una es una furiosa desacreditación del legendario oeste, la otra una exploración tenue, humana y sutil de las raíces enredadas de tales leyendas del oeste tal como moran en el corazón humano. Mientras que Meridiano de sangre desprecia cualquier idealismo excepto la jeremiada —“La guerra es Dios”—, las novelas interrelacionadas de la Trilogía de la frontera dan testimonio del idealismo quijotesco que celebra la hermandad, la lealtad, la integridad del vaquero-trabajador como alguien cuya vida está ligada a los animales en un ambiente duro y peligroso.

    Las novelas del oeste de McCarthy conmemoran el paisaje del sudoeste, sus cielos y clima, obsesivamente. A menudo, ya sea en el México del siglo XIX o en la Texas del siglo XX, los hombres pueden acampar “en las ruinas de una cultura antigua, un pequeño valle donde había un cauce de agua clara y buena hierba de montaña”, tan inconscientes de su historia como lo están de lo que esas ruinas podrían sugerir sobre su propia mortalidad. En la más romántica de las novelas, Todos los hermosos caballos, John Grady Cole, de 16 años, cabalga en el rancho de su abuelo bajo un sol “rojo sangre y elíptico”, a lo largo de un viejo sendero comanche:

    En la hora que siempre elegiría cuando las sombras eran largas y el antiguo camino se perfilaba ante él a la luz rosa y oblicua como un sueño del pasado en el que los ponies pintos y los jinetes de aquella nación perdida descendían del norte con las caras enyesadas y los largos cabellos trenzados y cada uno armado para la guerra que era su vida…, hacían todos promesas con sangre redimibles solo con sangre.

    Mientras Hijo de Dios es una historia de terror escrita en pequeño, representada con magistral moderación, Meridiano de sangre es una épica acumulación de horrores, poderosa a la manera de la Ilíada, de Homero; su estrategia no es indirecta, sino un bombardeo de artillería a través de cientos de páginas de violencia caprichosa, impredecible y estúpida. La “degeneración del género humano” es el gran tema de McCarthy, tan actual en nuestra era como lo habría sido en la década posterior al final de la Guerra de Vietnam, cuando se publicó Meridiano de sangre. Al principio de la novela, un capitán del ejército de los Estados Unidos reflexiona sobre la “pérdida” del territorio mexicano en la guerra reciente (1846–1848):

    Nos enfrentamos, dijo, a una raza de degenerados. Una raza mestiza, poco mejor que los negros. Puede que ni eso. En México no hay gobierno. Qué diablos, en México no hay Dios… Nos enfrentamos a un pueblo manifiestamente incapacitado para gobernarse. ¿Y sabes lo que ocurre con el pueblo que no sabe gobernarse? Exacto: que vienen otros a gobernar por ellos…

    Nosotros seremos el instrumento de liberación de un país lóbrego y atribulado.

    La opacidad onírica de la prosa de Faulkner impregna El guardián del vergel (1965) y La oscuridad exterior (1968). Estas son novelas en cámara lenta, en las que los nativos del interior del país flotan como sonámbulos en dramas trágicos/absurdos más allá de su comprensión y mucho más allá de su control. El escenario es la región montañosa del este de Tennessee en las cercanías de Maryville, cerca del hogar de la infancia del autor.

    Pronto, un muchacho sin nombre de Tennessee se unió a una banda de renegados estadounidenses para embarcarse, en palabras de un profeta menonita, en “la guerra de un loco a un país extranjero”. Aunque “el muchacho” es lo más cercano a un personaje simpático en Meridiano de sangre, McCarthy no hace ningún esfuerzo por caracterizarlo de una manera que no sea rudimentaria. No se pretende que nos identifiquemos con él, solamente percibirlo, el más joven entre un grupo de asesinos-psicópatas, como un participante irreflexivo en una serie de episodios violentos, a menudo demoníacos y trastornados. Meridiano de sangre está fríamente distanciada de cualquiera de sus personajes, irónica a la manera de una obra de teatro brechtiana; ocurren cosas terribles, pero solamente como en los cuentos de hadas, resumidas sin rodeos y pronto olvidadas:

    Cuando Glanton y sus jefes cruzaron de vuelta el campamento [indio de Gileno], la gente huía bajo los cascos de los caballos y los caballos corcoveaban y algunos de los hombres iban a pie entre las chozas armados de antorchas y sacando a las víctimas por la fuerza, empapados de sangre, acuchillando a los moribundos y decapitando a quienes imploraban clemencia…

    Entre los mercenarios se encuentra un improbable vidente/profeta conocido como el juez. Inicialmente una figura de extraña elocuencia y completamente sin conciencia, el juez parecería ser el portavoz demente de McCarthy, interpretando lo que de otro modo sería violencia bruta. El juez es un hombre gigantesco de casi 2,1 metros de altura, calvo, sin barba, la “enorme cúpula de su cabeza cuando la enseñaba era de una blancura deslumbrante y tan perfectamente circunscrita que parecía como si la hubieran pintado”. Lleva un rifle con la inscripción “Et In Arcadia Ego”. Rescata a un niño apache de una masacre solamente para quitarle gratuitamente el cuero cabelludo en el camino como, más tarde, rescata a dos cachorros huérfanos solamente para arrojarlos a un río. Incluso en la senda de la guerra, se detiene como un caballero naturalista para “botanizar” y tomar notas para sus retorcidos sermones:

    La verdad sobre el mundo… es que todo es posible. Si no lo hubierais visto desde el momento de nacer y despojado por tanto de su extrañeza os habría parecido lo que es, un juego de manos barato, un sueño febril, un éxtasis poblado de quimeras sin analogía ni precedente, una feria ambulante, un circo migratorio cuyo destino final después de muchos montajes en otros tantos campos enfangados es más calamitoso y abominable de lo que podemos imaginar.

    El tema constante del juez es la “degeneración del género humano”, de la que él parecería ser un excelente ejemplo, predicando una ética sacada de Thomas Hobbes, en la que “la guerra es el juego definitivo porque a la postre la guerra es un forzar la unidad de la existencia. La guerra es Dios”. Es improbable que el juez obeso, a menudo desnudo, sobreviva mientras la mayoría de sus camaradas son asesinados; la última vez que lo vemos, a través de los ojos del muchacho, es en 1878, en una taberna en algún lugar de Texas, “rodeado de toda clase de hombres” como él como un ejemplo aparente. Donde Conrad presentó, en El corazón de las tinieblas, la “oscuridad impenetrable” del degradado Kurtz con moderación, McCarthy invoca al juez con tanta frecuencia que a lo largo de cientos de páginas se convierte cada vez más en una caricatura: “Dominándolos a todos [los bailarines] está el juez y el juez baila desnudo… titánico y pálido y pelado, como un infante enorme. Él no duerme nunca, dice. Dice que nunca morirá”.

    La obra menos conocida y seguramente más infravalorada de Cormac McCarthy es su obra de teatro en cinco actos The Stonemason (El albañil, 1994), una notable hazaña de ventriloquía en su descripción íntima de cuatro generaciones de una muy unida familia negra, descendientes de esclavos, en Louisville, Kentucky, en la década de 1970. Con su comercialmente poco práctico elenco de 13 personajes nombrados, además de muchos otros, y largos, elocuentes, pero poco dramáticos monólogos, es más probable que The Stonemason sea leída que representada.

    A diferencia de Meridiano de sangre, con su nihilismo inmutable y entumecido, The Stonemason celebra los lazos de la responsabilidad y el amor familiar. Al igual que la Trilogía de la frontera, celebra la integridad del trabajo y el vínculo a veces místico entre personas (exclusivamente hombres) unidas por un oficio o industria común. El narrador de la obra es un hombre negro de 32 años, Ben Telfair, que originalmente había planeado ser profesor, pero se convirtió en albañil para emular a su venerado abuelo Papaw, de 101 años; es una obra de la memoria, con elaboradas indicaciones escénicas destinadas a “poner distancia a los eventos y ubicarlos en un pasado terminado”.

    De las cuatro novelas de McCarthy ambientadas en Tennessee, Hijo de Dios (1973) es la más memorable, un tour de force de piezas en prosa magistralmente sostenidas, que narran la vida y la muerte abrupta de un hombre de montaña llamado Lester Ballard con una propensión a coleccionar y consagrar cadáveres, predominantemente los de mujeres jóvenes y atractivas, en una cueva que será descubierta por funcionarios del condado de Sevier, Tennessee, solamente después de su muerte.

    Su acontecimiento central es la muerte del patriarca, el albañil Papaw, que parece precipitar la repentina desintegración de la familia Telfair: el suicidio del padre de Ben, un albañil que no se contenta con vivir dentro de sus posibilidades económicas, y la muerte por sobredosis de heroína de Soldier, el sobrino de 19 años de Den. Inteligentemente compasiva y realista, el tema predominante de la obra es la idealización de un joven respecto de este abuelo albañil y de la vocación secreta de la albañilería. The Stonemason se parece más a una obra de teatro de August Wilson que a cualquier cosa de Cormac McCarthy.

    Así como The Stonemason es una especie de reproche al “Dios guerra” de Meridiano de sangre, las estrechamente vinculadas novelas de la Trilogía de la frontera son una descripción cálidamente comprensiva de las vidas de los jóvenes peones de rancho en Texas y Nuevo México en la década de 1950, quienes ejemplifican valores tradicionales como la amistad, la lealtad, la compasión, el valor, la resistencia física y el estoicismo. Aunque impregnadas de nostalgia por una forma de vida que llegaba rápidamente a su fin en el suroeste en la década posterior al final de la Segunda Guerra Mundial, en su mayor parte las novelas evitan el sentimentalismo. La atmósfera que prevalece en la Trilogía de la frontera es algo así como el sentido común de la madurez adulta (masculina) que choca con la pasión y el idealismo adolescente (masculinos). Lo que estalla como drama, a menudo como drama trágico, en los relatos tipo balada de John Grady Cole y su contemporáneo Billy Parham, es el anhelo adolescente, hermosamente interpretado por McCarthy:

    Había un viejo cráneo de caballo en los matorrales. [John Grady Cole] se agachó y lo cogió y le dio vueltas entre las manos. Frágil y quebradizo. Blanco como el papel. Se quedó en cuclillas bajo la luz alargada, con el cráneo…

    Lo que amaba en los caballos era lo que amaba en los hombres, la sangre y el calor de la sangre que los recorría. Toda su reverencia y todo su afecto y todas las tendencias de su vida se inclinaban hacia los ardientes de corazón, siempre sería así y nunca de otro modo.

    En Ciudades de la llanura, John Grady Cole en su camino a la ciudad con “el pelo engominado como una rata almizclera”, hace una pausa para conversar con un viejo mozo de rancho a quien le habla con una cortesía conmovedoramente filial. El anciano le cuenta a John Grady una historia de violencia en los bares de Juárez, México, en 1929:

    Historias del viejo Oeste, dijo.

    Sí, señor.

    Muchos tiros y muchos muertos.

    ¿Cuál era la razón?

    El señor Johnson se pasó las yemas de los dedos por la quijada. Bien, dijo. Creo que la mayoría de ellos era de Kentucky y de Tennessee. Del distrito de Edgefield, Carolina del Sur. Del sur de Missouri. Gente de las montañas. Hijos de montañeses del viejo país. Siempre tenían la pistola a punto. No solo pasaba aquí. Todo el mundo venía al Oeste y cuando llegaron aquí fue por la época en que Sam Colt inventó el revólver de seis tiros y era la primera vez que aquella gente podía permitirse comprar un arma para llevarla al cinto. Esa es la explicación. No tenía nada que ver con la región en sí. Con el Oeste.

    Algo que no tiene nada que ver, en otras palabras, con la “degeneración del género humano”, sino solamente con la predilección por la violencia en un contexto histórico y sociológico específico.

    Mientras Hijo de Dios es una historia de terror escrita en pequeño, representada con magistral moderación, Meridiano de sangre es una épica acumulación de horrores, poderosa a la manera de la Ilíada, de Homero; su estrategia no es indirecta, sino un bombardeo de artillería a través de cientos de páginas de violencia caprichosa, impredecible y estúpida.

    3.

    A lo largo de las más de mil páginas de la Trilogía de la frontera, el conflicto esencial se da entre dos formas de vida distintas: la forma del viajero a caballo y la forma de vida circunscrita y sedentaria. El anhelo de dejar el hogar y “salir al territorio” es quizá el más poderoso de los anhelos en las novelas de McCarthy, mucho más convincente, por ejemplo, que los enamoramientos románticos de John Grady Cole con las chicas mexicanas. Aunque para la mayoría de los estadounidenses los vastos espacios vacíos de las zonas rurales de Texas y Nuevo México parecerían lo suficientemente amplios, para los muchachos-héroes de McCarthy, México es la región de la aventura exótica y el misterio: “Allá donde el mundo antiguo se aferraba a las piedras y a las esporas de las cosas vivas y moraba en la sangre de los hombres”. Incluso cuando John Grady se convierte en amante, permanece tan castamente estoico como el héroe de una tradicional historia de aventuras para niños.

    Inicialmente, tanto John Grady como Billy se sienten atraídos por cruzar la frontera mexicana a caballo, como una forma de escapar de los hechos cada vez más sombríos de sus vidas (con la muerte del abuelo de John Grady, el rancho familiar será vendido y él deberá irse; ambos padres de Billy Parham fueron asesinados) y de probarse a sí mismos como hombres. Aunque minuciosamente fundamentada en la verosimilitud de la vida del rancho y la seriedad del mundo físico, cada novela intenta vincular a sus muchachos-héroes con elementos de baladas o de cuentos de hadas que algunos lectores pueden encontrar increíbles.

    La mejor manera de apreciar el logro de McCarthy en la Trilogía de la frontera es simplemente suspender la incredulidad cuando las novelas se desvían bruscamente hacia su modo mítico. La primera parte de En la frontera es una especie de tierna historia de amor entre el adolescente Billy Parham y una loba preñada que ha atrapado, y que lo lleva a través de la frontera con México con la intención de liberarla en las montañas. Tiene que matar al misterioso y hermoso depredador para acabar con su sufrimiento:

    Se acuclilló junto a la loba y le tocó el pelaje. Palpó sus dientes, fríos y perfectos. El ojo vuelto hacia la lumbre no reflejaba luz alguna y el chico se lo cerró con el pulgar. Luego se sentó a su lado, le puso la mano en la cabeza ensangrentada y cerró los ojos para poder verla correr por las montañas, correr bajo las estrellas… Ciervos y liebres y palomas y campañoles, todos abundantemente inscritos en el aire para su deleite, todas las naciones del mundo dispuestas por Dios y de las cuales ella era una más e inseparable… Levantó de la hojarasca la rígida cabeza de la loba y la sostuvo entre sus manos o hizo ademán de asir lo inasible, lo que corría ya entre las montañas, terrible y bellísimo a un tiempo, como las flores que se alimentan de carne.

    John Grady, uno de los “ardientes de corazón” por los caballos, es igualmente convincente, pero mucho menos convincente es la predilección del muchacho por enamorarse desastrosamente de muchachas mexicanas. Un romance condenado de este tipo en Todos los hermosos caballos ayudó a hacer de la novela el gran éxito de ventas de McCarthy, pero en la más hábilmente compuesta y más oscura Ciudades de la llanura, la segunda historia de amor de John Grady, con una prostituta adolescente, a la vez abusada y santa, a la manera de una dostoievskiana muchacha de las calles, conduce a la muerte de él en una brillantemente coreografiada escena de pelea a cuchilladas con un proxeneta. Ambos morirán. Antes de ser asesinado por el muchacho estadounidense al que no ha tomado del todo en serio, Eduardo, el proxeneta, pronuncia este juicio cultural:

    Los de tu ralea no soportan que el mundo sea vulgar. Que no contenga otra cosa que lo que tenemos delante. Pero el mundo mexicano es un mundo de adorno que esconde algo muy ordinario. Mientras que tu mundo —volvió a pasar la hoja de atrás adelante como una lanzadera por un telar—, tu mundo se bambolea sobre un no expresado laberinto de preguntas.

    A lo largo de las más de mil páginas de la Trilogía de la frontera, el conflicto esencial se da entre dos formas de vida distintas: la forma del viajero a caballo y la forma de vida circunscrita y sedentaria. El anhelo de dejar el hogar y “salir al territorio” es quizá el más poderoso de los anhelos en las novelas de McCarthy, mucho más convincente, por ejemplo, que los enamoramientos románticos de John Grady Cole con las chicas mexicanas.

    En la ficción posterior de McCarthy, estas figuras aparentemente alegóricas comienzan a entrometerse. El diálogo da paso a monólogos y homilías deambulantes en la segunda mitad de En la frontera, cuando Billy Parham se encuentra con extraños en su peregrinaje a México, cada uno con una historia que contarle. En un anticlimático epílogo de Ciudades de la llanura, un extraño gárrulo parece contarle a Billy Parham, que ahora tiene 78 años, de qué se trata la vida:

    Como todas las historias, esta tiene su inicio en una pregunta. Y las historias que con mayor resonancia nos hablan tienen un modo especial de volverse contra el narrador y borrarlo a él y a los motivos que lo mueven. Así que la pregunta de quién cuenta la historia es muy consecuente.

    Mientras McCarthy confíe en John Grady Cole y Billy Parham para encarnar verdades que tal vez ellos no puedan articular, las novelas de la frontera son obras de una belleza y un poder emocional incomparables; elegías a un mundo fronterizo que se desvanece, o desvanecido, en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Al final de la trilogía, Billy se ha convertido en un anciano sin hogar, hace mucho tiempo sin caballos y sin amigos, acogido por una familia por lástima, que le da “un alpende contiguo a la cocina muy parecido al cuarto donde había dormido de muchacho”. Una visión aleccionadora de un anciano Huckleberry Finn en sus últimos años, ahora un vagabundo sin hogar, roto en cuerpo y espíritu, para quien la aventura romántica de “salir al territorio” ha pasado hace mucho tiempo.

    4.

    Un inventario parcial de la artillería de macho empleada en la novena novela de Cormac McCarthy, No es país para viejos, incluye: una Uzi de cañón corto con un cargador de veinticinco balas; un AK-47 automático; una escopeta de cañón corto, provista de una culata de pistola y una recámara de tambor de 20 cartuchos; una Tec-9 con dos cargadores extra; un rifle calibre 270 de cañón grueso con una acción Mauser del 98, una caja laminada de arce y nogal y una mira telescópica Unertl; un revólver de acero inoxidable calibre 357; una Glock de nueve milímetros; una Remington automática del calibre 12 con culata militar de plástico y acabado parkerizado, provista de un silenciador industrial, “de un palmo de longitud y casi tan grueso como una lata de cerveza”.

    Llewelyn Moss, un exfrancotirador de la guerra de Vietnam, un tejano que huye de un psicópata, emplea algunas de las armas en este arsenal; sin embargo, “tenía mucha fe en la escopeta”. Los hombres son juzgados por su destreza con las armas de fuego, pero también por las botas que eligen usar: “Nocona” por Moss; unas “caras de cocodrilo tipo Lucchese” por un autodenominado asesino a sueldo llamado Wells, contratado por un rico hombre de negocios/traficante de drogas de Houston; botas de piel de avestruz por el psicópata Anton Chigurh.

    No es la Texas como frontera de leyenda, sino la Texas rural contemporánea en las cercanías de Sanderson, cerca de la frontera con México, el escenario de esta novela de trama rápida, sobre contrabandistas de heroína y el considerable daño colateral entre los inocentes y no tan inocentes a su paso. La novela toma su título del poema “Rumbo a Bizancio”, de William Butler Yeats: “Ese no es un país para viejos. Los jóvenes / se abrazan, hay pájaros en los árboles” evoca la Irlanda de Yeats, aparentemente impregnada de energía erótica; el país de McCarthy está impregnado del malvado Eros de la violencia masculina. No son caballos ni lobos, sino armas de fuego y su efecto sobre la carne humana, el objeto del deseo de la novela No es país para viejos, que se lee como un cine de prosa de Quentin Tarantino. Con la excepción del sheriff del condado Comanche, un hombre mayor llamado Bell, la conciencia moral de la novela, los personajes están dibujados de manera esquemática como sobre la marcha. En el centro de la acción hay un psicópata que se abre camino a tiros a través de las escenas como un instrumento invencible de destrucción, y es dado a declaraciones de vate: “Cuando yo entré en su vida su vida ya había acabado”.

    Desprovista del lirismo melancólico y los poéticos pasajes descriptivos que se han convertido en el estilo característico de McCarthy, No es país para viejos es una variante de uno de los cuentos de suspenso más antiguos: un hombre descubre un tesoro e imprudentemente decide tomarlo y huir, trayendo para sí mismo y para otros una serie de calamidades que terminan con su muerte. En No es país para viejos, el tesoro es el dinero de las drogas —“Dos coma cuatro millones. Todo en billetes usados”— descubierto por Moss después de un aparente tiroteo entre traficantes de drogas rivales en las tierras salvajes al norte de la frontera con México, donde Moss está cazando antílopes. Además del dinero, Moss toma algo de heroína mexicana de la marrón y varias armas de fuego que, en el curso de su aventura condenada al fracaso, utilizará con frecuencia.

    Desprovista del lirismo melancólico y los poéticos pasajes descriptivos que se han convertido en el estilo característico de McCarthy, No es país para viejos es una variante de uno de los cuentos de suspenso más antiguos: un hombre descubre un tesoro e imprudentemente decide tomarlo y huir, trayendo para sí mismo y para otros una serie de calamidades que terminan con su muerte.

    De 36 años, casado con una mujer mucho más joven, un ingenuo tomador de riesgos que se pone a sí mismo y a su mujer en peligro, Moss no existe más que en función de la trama, una especie de marioneta sacudida por el autor. Dado que el modo de narración predominante en No es país para viejos es fragmentado, una documentación de las acciones físicas como en un libreto, seguimos a Moss y su némesis, Chigurh, pasando de uno a otro como en una película de acción, sin estar al tanto de sus motivos. (Después de varias lecturas, todavía no puedo entender por qué, habiendo robado el dinero de las drogas y escapado a salvo, Moss decide volver a visitar la escena de la matanza para ayudar al único mexicano sobreviviente, gravemente herido, en lugar de pedir ayuda profesional para el hombre. Excepto para que los traficantes de drogas lo vieran y lo persiguieran, y precipitar la trama, esta no es una decisión muy sensata).

    En esencia, No es país para viejos es una vitrina para el asesino psicópata Anton Chigurh. Como su casi exacto contemporáneo John Updike ha escrito, con ternura extática, sobre el amor físico heterosexual, McCarthy escribe sobre la violencia física, con una atención que no se encuentra en ningún otro escritor serio que conozca, excepto en Sade:

    Chigurh le disparó [a Wells] a la cara. Todo cuanto Wells había sabido o pensado o amado en su vida se escurrió lentamente por la pared que tenía detrás. El rostro de su madre, su primera comunión, mujeres que había conocido. Los rostros de hombres en el momento de morir arrodillados ante él. El cuerpo de un niño muerto en un barranco junto al camino en otro país. Quedó tumbado en la cama sin media cabeza y con los brazos extendidos y la mano derecha prácticamente desaparecida.

    Chigurh está retratado de manera plana y no muy convincente: “Yo no tengo enemigos. No permito que los haya”. Cuando entrega la mayor parte del dinero de las drogas al empresario/traficante de drogas anónimo de Houston, en lugar de quedárselo él mismo, explica que su alboroto ha sido para “básicamente establecer mi autenticidad”.

    Todo lo que evita que No es país para viejos sea un thriller hábilmente ejecutado pero rimbombante, es la presencia, cada vez más confusa e ineficaz a medida que avanza la novela, del sheriff del condado Comanche, uno de los “viejos” a los que se alude en el título. Repudiado como “un sheriff ignorante de una ciudad zafia de un condado zafio en un estado zafio”, Bell es valiente y bien intencionado, pero ineficaz como representante de la ley, incapaz de detener el alboroto de Chigurh y apenas capaz de identificarlo. Cuando no había tenido un solo homicidio sin resolver en su jurisdicción en 41 años, ahora tiene nueve homicidios sin resolver en una sola semana.

    La nueva generación de traficantes de drogas/ asesinos está más allá del poder de control de Bell, ya que las nuevas Uzi y las ametralladoras están más allá de los antiguos Colts y Winchester. Es posible que Cormac McCarthy, descrito en una entrevista reciente como un “conservador sureño”, pretenda que las predilecciones social-conservadoras de Bell hablen por sí mismas, explicando la alta tasa de criminalidad en el condado Comanche de esta manera: “Todo se origina cuando se empiezan a descuidar las buenas maneras. En cuanto dejas de oír Señor y Señora el fin está a la vuelta de la esquina… Y ocurre en todos los estratos”.

    Bell evidentemente no está familiarizado con la historia empapada de sangre de su estado y sus guerras fronterizas prolongadas, tan vigorosamente documentadas en otras partes por Cormac McCarthy. Es un hombre dejado atrás por su época, confrontado con un vacío moral más allá incluso de Satanás: “¿Qué le dices a un hombre que reconoce no tener alma? ¿Qué sentido tiene decirle algo?”. Es una pregunta que McCarthy aún tiene que responder con certeza.

     

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    Artículo publicado en The New York Review of Books en 2005. Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

  278. El llamado de la selva

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    No está muy claro cómo y en qué momento el escritor inglés J. R. Ackerley, hasta entonces sin mayor experiencia en la tenencia y cuidado de mascotas, quedó a cargo de Tulip, una perra alsaciana particularmente inquieta, de apenas un año, que por espacio de década y media fue parte de las plenitudes, paranoias, obsesiones y desvelos de su amo. Lo que se sabe es que el animal perteneció a uno de los jóvenes con los cuales Ackerley se involucró afectivamente en esa época. Era un marinero con el cual se relacionó por años, aunque con largos intervalos de ausencia. Fue una relación, como todas las suyas, que terminaría diluyéndose con el tiempo, no sin antes —eso sí— quedar a cargo del animal. Cuando lo hizo, seguro que pensó que estaba salvando a una perra. No tardaría mucho en darse cuenta después de que en realidad se estaba salvando él. La relación que tuvo con Tulip —que a todo esto no se llamaba así en la vida real, sino Queenie— fue posiblemente, en términos afectivos, la más intensa, estable, gozosa y recompensada de todas cuantas tuvo en vida.

    Tulip, por su parte, tenía su carácter. Lo tenía por genética y lo tenía por las inestables circunstancias que encontró al nacer. La perrita salió particularmente inquieta. Un alsaciano, un ovejero alemán para nosotros, es un perro que, aparte de una gran inteligencia, tiene mucha energía. En el caso de Tulip, era tanta que no está de más recordar que los que saben de este tema suelen recomendar esta raza más para el campo que para la ciudad. Por tamaño, fuerza y corpulencia, el ovejero alemán se comporta mejor en espacios abiertos que en lugares estrechos y cerrados, y eso le quedó claro al escritor a los pocos días de tenerla a su cuidado. En su departamento londinense, por supuesto. El tema es que la perra desarrolló con él una relación francamente posesiva, que se traducía en ladridos y señales de agresividad respecto de todos quienes se acercaran o interfirieran en el nexo y espacio que el animal considerara privativo de ambos. Le costó civilizarla, por decirlo diplomáticamente. Poco a poco la perrita, no obstante, fue puliendo su agresividad, aunque nunca dejó de ser una bestia ingobernable, brava y muy nerviosa. Era una mala combinación. Por de pronto fue un dolor de cabeza para varios veterinarios que, incapaces de doblegarla y a menudo en estado de pánico, terminaron echándola (echándolos) de la consulta. Ni ellos ni el amo podían controlarla.

    Quien vino a introducir certeza y algo de serenidad a ese cuadro de crispación y caos fue Mrs. Blandish, una veterinaria harto más sabia que el promedio de su gremio y que dio en el clavo cuando sentenció que el problema era que la perra estaba enamorada de Ackerley, y que era este el factor que la convertía en un atado de celos, ansiedades y descontrol cuando el amo estaba a su lado. Sin él, curiosamente, la perra pasaba a ser otra.

    Ese diagnóstico no solo le hizo sentido al escritor; en realidad, fue la base de la relación —muy consentida, por un lado, y súper culposa, por el otro— que establecería en los 15 años siguientes con su incondicional compañera. La perra tuvo la suerte de morir antes que su amo.

    Aunque en el libro, al menos inicialmente, la mesa pareciera estar puesta para desplegar otra historia edificante más sobre el cariño, las travesuras y la inteligencia de las mascotas, Mi perra Tulip no tiene nada que ver con la retórica y sensiblería del género. El que llegue a este libro queriendo encontrar un antecedente más o menos remoto de Marley y yo, tendrá todo el derecho de aducir no solo frustración sino también escarnio. Tulip no trata de la luz que la perra introdujo en la vida de Ackeley, sino más bien de los sinsabores y oscuridades que el escritor se ganó intentando que su mascota cumpliera del mejor modo posible los dictados tanto de su naturaleza perruna como del irrestricto apego y cariño que siempre le profesó a su amo.

    Quien vino a introducir certeza y algo de serenidad a ese cuadro de crispación y caos fue Mrs. Blandish, una veterinaria harto más sabia que el promedio de su gremio y que dio en el clavo cuando sentenció que el problema era que la perra estaba enamorada de Ackerley, y que era este el factor que la convertía en un atado de celos, ansiedades y descontrol cuando el amo estaba a su lado. Sin él, curiosamente, la perra pasaba a ser otra.

    Mi perra Tulip no es el libro que espera el público acostumbrado a regalonear mascotas. Al revés, es la crónica obsesiva, recurrente, maniática e interminable de un sujeto que al comienzo se ve sobrepasado por la conducta de un animal que lo supera, que ignora la letra chica de lo que significa criar a una perrita, que nunca ha tenido la menor idea de lo que implican los ciclos y las regularidades de la fecundación (entre otras razones, porque a él siempre le interesaron los hombres y no las mujeres) y que pone lo mejor de sí para que la vida de Tulip no sea el infierno de frustración, fracaso y represión que es para el resto de las perras y perros de este mundo. O, mejor dicho, que Ackerley se imagina que es para la especie como un todo. Muy en particular, para los ejemplares, machos y hembras, que viven a la sombra de un amo.

    Si alguien piensa que la vida sexual de los perros es sencilla, porque ahí todo se resolvería rápido y bien según las leyes del instinto, lo primero que tendrá que hacer después de leer este libro es poner sus impresiones en remojo. Porque este es un terreno de muchas fatalidades. De hecho, tienen que darse tantas condiciones para que los perros se crucen, que la gran mayoría de los machos debieran darse por satisfechos si logran hacerlo una o dos veces en la vida. Tal cual: según Ackerley, la vida sexual de los perros y perras no guarda relación alguna con el imperio orgiástico de Calígula o, para no llevar las cosas tan lejos, con la imaginería cándida y millennial del poliamor.

    El corazón del libro está en los sinsabores y sobresaltos del amo para acompañar a su perra en los días de celo, en los resguardos que toma para protegerla de la gente y otros animales, en las mil hebras que toca para cruzarla con un perro de su categoría (y no con un quiltro, que es lo que finalmente Tulip quiso, en una conducta por lo demás muy congruente con el historial de su amo), en el desgaste anímico intolerable que le genera el fracaso de Tulip con los sucesivos pretendientes que le consigue y, en fin, en su obstinada pertinacia de convertir un problema que era de la perra, en un problema suyo.

    Es obvio que, en este proceso, por muy distorsionado que fuera, sus sentimientos respecto de la perra llegaron a la plenitud. Es cierto también que en el camino más de algo el amo fue aprendiendo, hasta encontrar la manera de tomarse las cosas más serenas y menos aprensivamente. Ya era un poco tarde, claro, porque en cada ciclo de fecundidad de Tulip, dos veces al año hasta que la edad de la perra dispuso otra cosa, Ackerley se dio un cabezazo tras otro contra los impenetrables dictados de la naturaleza animal. Sí, era el recurrente llamado de la selva. Fue siempre lo mismo y nunca supo muy bien cómo manejar las fases de ardor y celo de su mascota, los periodos de hinchazones y fiebres, de malestares, olores y goteos que eran incómodos para la mascota, para él y para todos los demás (dado que la idea pareciera haber sido complicarse la vida a como diera lugar, no hay una sola línea en el libro que tome en serio la opción de la esterilización).

    Si Mi perra Tulip es un libro que se deja leer con cierta incomodidad —aunque con indudable interés—, es porque detrás de este relato Ackerley comprobó por la vía de la experiencia algo que no es menor: que la línea de defensa final de la naturaleza no es otra que el sexo y que esta es una verdad ineludible, que vale tanto para los perros y el resto de los animales, como para todos los humanos.

    J. R. Ackerley fue un escritor que escribió poco. Siempre tenía “otras cosas que hacer”. Y vaya que las hizo en busca de lo que irónicamente él llamaba el Amigo Ideal que nunca encontró. Cuando publicó Mi perra Tulip, el año 56, solo había publicado una obra de teatro y una crónica del tiempo que vivió en la India, gracias al contacto con un maharajá que le facilitó E. M. Forster, su gran protector. Cuatro años después, publicó una novela y al año siguiente de su muerte, en 1968, apareció Mi padre y yo, considerada una de las mejores autobiografías del siglo XX. Es un libro sincero, inteligente, original, desinhibido. Trata de dos vidas dobles, la de su padre, que mantuvo dos casas y dos familias sin que ellas acusaran la menor sospecha al respecto, y la vida suya, que era luminosa y recatada de día y bastante menos contenida a partir del crepúsculo.

    Si Mi perra Tulip es un libro que se deja leer con cierta incomodidad —aunque con indudable interés—, es porque detrás de este relato Ackerley comprobó por la vía de la experiencia algo que no es menor: que la línea de defensa final de la naturaleza no es otra que el sexo y que esta es una verdad ineludible, que vale tanto para los perros y el resto de los animales, como para todos los humanos. Quién mejor que él para comprobarlo, teniendo presente que había asumido su homosexualidad desde muy temprano, en una época en que eran pocos los valientes que lo hacían, y atendido, además, que siendo en su juventud un muchacho talentoso, apuesto y decididamente viril, nunca consiguió estabilizarse en relaciones cariñosas y duraderas, tal vez porque rechazaba el afecto entre pares, tal vez porque prefería involucrarse con jóvenes proletarios, tal vez porque ni siquiera él mismo llegó a entenderse del todo.

    Como quiera que fuera, sin ser un reprimido y mucho menos un desdichado, en el plano emocional las cosas no se le dieron como hubiera querido. Terminó sus días solo, compartiendo el departamento con su hermana mayor, a quien siempre había detestado, recluido en su habitación con su perra y entretenido con la esporádica visita de algunos amigos, extrañando los 24 años en que se desempeñó como editor de The Listener. Fue una gran revista literaria semanal de la BBC, que estuvo a cargo suyo desde 1935 a 1959, que fue importante para consolidar el prestigio de escritores ya destacados, como E. M. Forster, Virginia Woolf, W. H. Auden o Leonard Woolf, pero que además fue decisiva para abrirles camino a valores literarios que por entonces recién comenzaban a emerger, como Christopher Isherwood, Stephen Spender o Philip Larkin, entre otros.

    No solo Tulip, entonces, generó con él una enorme deuda de gratitud.


    Mi perra Tulip, J. R. Ackerley, Anagrama, 2011, 192 páginas, $40.000.

  279. Leila Guerriero: “Para mí no es un problema exponer las contradicciones”

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    Cuenta la historia de una mujer argentina que militó en Montoneros, una guerrilla armada de extracción peronista de los años 70. Fue secuestrada por la dictadura militar en diciembre de 1976, cuando tenía 20 años y estaba embarazada de cinco meses. Permaneció en un centro clandestino, la ESMA, hasta junio de 1978. Durante su cautiverio, fue torturada, parió a su hija sobre una mesa, la obligaron a hacer trabajo esclavo, fue violada reiteradamente por un oficial. Cuando los militares la liberaron y la enviaron junto a su hija de un año y medio al exilio en Madrid, sus excompañeros de militancia la repudiaron por considerarla una traidora, sospechosa por el hecho de estar viva. El libro se ocupa, a lo largo de 400 páginas, de mostrar los pliegues de la experiencia de la protagonista hasta llegar al día de hoy, cuando se reencontró con un antiguo amor, del cual la militancia y el secuestro la habían separado”. Así fue como la escritora y periodista argentina describió su publicación más reciente, La llamada, en la charla magistral “Mirar, escribir, volver a mirar”, llevada a cabo el pasado 4 de abril en el Teatro Oriente.

    Leila Guerriero fue invitada por la edición XXIII del concurso de cuentos breves Santiago en 100 Palabras, presentado por Fundación Plagio y Escondida | BHP, cuya convocatoria 2024 cierra el 30 de abril. En apenas 10 minutos se agotaron las entradas para la conferencia, en la que, entre abundantes citas y anécdotas, reflexionó sobre la escritura, el entrenamiento de la mirada, el estilo y la importancia de estar abiertos a no entender, sobre todo en relación a la lectura: “Cuando era chica leía libros que estaban por encima de mis posibilidades, cosas que no entendía del todo. Leer sin entender insemina una idea sublime, la idea de sedimentación. No entendí qué cuernos le pasaba a Raskólnikov la primera vez que leí Crimen y castigo, ni el sentido de la inmovilidad enfermiza de la atmósfera que recubre Muerte en Venecia, pero esas lecturas fertilizaron una zona que no puede ser fertilizada con la razón”.

    Al día siguiente pude conversar con ella sobre La llamada, que se lanzó a principios de este año en España y ahora está llegando a librerías chilenas. El libro es un perfil de Silvia Labayru, a quien la autora conoció en 2021, tras leer un artículo de Página/12 en que se hablaba de los procesos abiertos para denunciar a los agentes de la dictadura argentina por violación; antes de eso, este crimen era considerado como parte de los tormentos, sin una categoría legal independiente. Labayru era una de las tres denunciantes de ese primer juicio, en que acusaba a Jorge Acosta y Alberto González, el hombre que la violó reiteradamente y el que ordenó esas violaciones, respectivamente, durante el periodo en que ella estuvo en la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), el mayor centro de detención durante la dictadura de Videla, convertido ahora en el Museo de la Memoria trasandino. La autora conoció a Silvia durante la pandemia, aún con restricciones y mascarillas, y siguió haciendo entrevistas con ella y sus conocidos durante un año, horas y horas de grabación que, junto a libros y archivos judiciales, fueron el material que utilizó para trazar este poliédrico retrato.

    Desde el principio, yo siempre quise hacer un perfil de ella que abarcara toda su vida —explica Guerriero—. Nunca fue mi intención contar solamente lo de la ESMA. Me parecía incorrecto enfocarme en ese momento de la vida de esta mujer, una cosa que transcurrió en un año y medio y con la que ella convive de una manera que no es, a lo mejor, la habitual que uno supone en una persona que pasó por eso. Ella tiene una vida buena, afortunada, llena de vitalidad. Por supuesto, también tiene sus problemas, no es una mujer sencilla, pero limitar un retrato a lo que pasó allí hubiera sido recortar solo la parte más impresionante, y recortarla con cierto morbo.

    Yo creo que hay un gran tema que recorre La llamada de principio a fin, un tema de mucho peso en la vida de Silvia, y tiene que ver con lo que se perdió, con la pregunta: ¿Qué hubiera pasado si…?. (…) Hay gran una cantidad de momentos en los cuales se mezclan cosas completamente fuera de control. Es un poco abismal, porque tiene que ver con esa mezcla de cosas que llamamos la vida y que es un azar, un destino, una suma de decisiones y de estar a veces en el lugar correcto en el momento indicado, y otras, en el lugar incorrecto en el momento menos pertinente del mundo.

    Dentro de Montoneros, uno de los mayores pecados era la traición, y quizás por eso hay una marcada dualidad que se aborda en varios puntos de La llamada, un binarismo maniqueo que divide a los detenidos por la dictadura entre desaparecidos-héroes y sobrevivientes-traidores. Silvia se vio afectada por esto al llegar al exilio, debido a que mientras estaba en manos de los militares tuvo que hacerse pasar por hermana de su violador, quien estaba infiltrado en las Madres de la Plaza de Mayo, un operativo que terminó con la vida de tres de las Madres y dos monjas francesas.

    Para mí fue una sorpresa. Si bien había visto documentales y leído libros sobre mujeres que habían pasado por el secuestro, para mí no era tan evidente esta situación de repudio con los sobrevivientes. Yo pensaba que el que había salido de esa maquinaria de destrucción de seres humanos debía, por un lado, sentir alivio y, por otro lado, debía ser cobijado de alguna manera. Sé que esto les pasó a casi todas las personas que sobrevivieron y están entrevistadas en el libro, en su mayoría mujeres, pero entrevisté solo a personas que hubieran conocido a Silvia, ya sea en el Colegio, en el cautiverio, en el exilio o ahora.

    Un retrato escrito, un perfil, no es una entrada de Wikipedia o un currículum extendido —dijo Guerriero durante su charla—. Detrás de todo perfil hay un tema que excede la vida de quien se narra y ese tema es tan universal como reductible a pocas palabras: la historia de una huida, la historia de un afán, la historia de un rencor”. Para ella, este tema es algo que se encuentra durante el proceso de escritura, un asunto que abordó en un ensayo reciente publicado en revista Dossier (“El discurso del método”) y en su conferencia: “Escribir es la única manera de averiguar qué se quiere escribir”.

    Es más difícil, por supuesto, encontrar el tema en un libro que en un perfil más corto. Yo creo que hay un gran tema que recorre La llamada de principio a fin, un tema de mucho peso en la vida de Silvia, y tiene que ver con lo que se perdió, con la pregunta: “¿Qué hubiera pasado si…?”. ¿Qué hubiera pasado si ella no hubiera entrado en la militancia? ¿Qué hubiera pasado si la relación con su pareja actual seguía? ¿Qué hubiera pasado si ella se hubiera ido de Montoneros antes de que la secuestraran? ¿Qué hubiera pasado si el Tigre Acosta no llamaba a su padre? ¿Qué hubiera pasado si el padre no hubiera levantado el teléfono y no hubiera dicho lo que dijo? Hay gran una cantidad de momentos en los cuales se mezclan cosas completamente fuera de control. Es un poco abismal, porque tiene que ver con esa mezcla de cosas que llamamos la vida y que es un azar, un destino, una suma de decisiones y de estar a veces en el lugar correcto en el momento indicado, y otras, en el lugar incorrecto en el momento menos pertinente del mundo.

    Leila Guerriero durante su charla magistral “Mirar, escribir, volver a mirar”. Crédito: Fundación Plagio.

    En el libro escribe: “Cada 14 de marzo, durante años, Silvia Labayru festejó con su padre, Jorge Labayru, mayor de la Fuerza Aérea y piloto civil de Aerolíneas Argentinas, el día en que se produjo la llamada que le salvó la vida”. Silvia se encontraba apresada en la ESMA, con ocho meses de embarazo, cuando el Tigre Acosta llamó a su padre, quien luego de meses sin saber de ella había asumido que estaba muerta, y al responder la llamada dio gritos contra los montoneros, a quienes culpaba por el destino de su hija. “‘¿Entonces tu padre es uno de los nuestros?’, preguntó Acosta. Ella no entendió, pero, aunque hubiera entendido, no habría dicho nada: cualquier gesto, cualquier reacción podía fulminarla”. Luego de eso, el militar volvió a llamar a Jorge Labayru para acordar la entrega de la Vera, la hija que Silvia tuvo en la ESMA, uno de los episodios en que Guerriero recurre a la yuxtaposición de relatos contradictorios y, en ocasiones, irreconciliables:

    Me acuerdo, por ejemplo, de lo de Cuqui Carazo, que comenta que fue ella la que entregó a la hija de Silvia a la madre, porque Silvia no podía ir de ninguna manera, cuando Silvia me había contado 70 veces el episodio con lujo de detalles. Claro, ahí ¿quiénes son los testigos de eso? Los militares que fueron, Silvia y Cuqui, nadie más. Para mí no es un problema exponer las contradicciones, son cosas que pasaron hace 40 años y me parece que el libro también tiene una capa de lectura que tiene que ver con la memoria, que funciona a veces como olvido, a veces como un mecanismo que suaviza las situaciones traumáticas, y otras veces, también, las cosas se empiezan a contar de determinada manera porque son más soportables de ese modo, pero después cristalizan y la gente pasa a recordarlas así aunque no hayan sucedido de esa forma. A mí no me da temor mostrar esas contradicciones, hasta me parece interesante. Y yo no sé si son siempre contradicciones; algunas sí, como lo de Cuqui y Silvia, pero otras veces son visiones conceptuales distintas sobre hechos iguales. O sea, para unos Silvia es determinada cosa y para otros, otra. Para unos Silvia es una tipa que demostró valentía y artilugio, que supo desplegar una estrategia que le costó muchísimo para salvar a su hija, etc., y para otros su visión es distinta, así que me parece que son eso: visiones.

    Algunos episodios especialmente fuertes y reveladores del libro aparecen precedidos de un párrafo que se repite como una especie de mantra —siempre incluye la frase “nos dedicamos a reconstruir las cosas que pasaron, y las cosas que tuvieron que pasar para que esas cosas pasaran, y las cosas que dejaron de pasar porque pasaron esas cosas”—, el que, junto a otras reiteraciones (se dice muchas veces que la protagonista es repetitiva) y la estructura circular de la narración, forma parte de la arquitectura literaria que sostiene este hermoso y brutal relato de no ficción. Sin embargo, un libro que aparece como una inspiración importante para Guerriero durante este proceso de escritura no es una obra literaria, sino que un ensayo de divulgación sobre teoría cuántica: Helgoland (Anagrama, 2020), de Carlo Rovelli.

    Me encantó volver a leer, después de mucho tiempo, algo que me costara muchísimo trabajo. Esa frase que cito en el libro —“No hay un relato unívoco de los hechos (…). Hechos relativos a un observador no son hechos relativos al otro. La relatividad de la realidad resplandece aquí totalmente. Las propiedades de un objeto son tales solo con respecto a otro objeto. Por tanto, las propiedades de dos objetos lo son solo con respecto a un tercero. Decir que dos objetos están correlacionados significa enunciar algo que se refiere a un tercer objeto: la correlación se manifiesta cuando los dos objetos correlacionados interactúan ambos con ese tercer objeto”— para mí fue un deslumbramiento, porque me di cuenta de que era lo que yo había estado haciendo. O sea, obviamente no es un experimento de laboratorio, pero cuando vos observás a una persona, ocurre lo mismo que con una partícula, que es lo loco de la física cuántica: un fotón se comporta de una manera si lo observás y de otra si no lo estás observando. Entonces, cuando encontré eso, no es que me deslumbró por descubrir algo que yo no supiera de mi oficio, sino que por la posibilidad de resumir en eso, que podía parecer una fórmula fría de una ciencia dura, lo que pasaba entre las personas.

    El libro también tiene una capa de lectura que tiene que ver con la memoria, que funciona a veces como olvido, a veces como un mecanismo que suaviza las situaciones traumáticas, y otras veces, también, las cosas se empiezan a contar de determinada manera porque son más soportables de ese modo, pero después cristalizan y la gente pasa a recordarlas así aunque no hayan sucedido de esa forma.

    Esa visión de la complejidad de la realidad se refleja claramente en su propio libro, que intenta mostrar la mayor cantidad de perspectivas posibles, no solo la de la protagonista, aunque obviamente esa es la que está en el centro del relato. Cuando Guerriero se acercó a Silvia Labayru con la propuesta de hacer este perfil, ella le preguntó si podía leer lo que escribiera antes de su publicación, pero la escritora se negó. Esta precaución era entendible, ya que, como se cuenta en el libro, Labayru había tenido muy malas experiencias con periodistas, pero el resultado final de La llamada es un retrato en que la perfilada se reconoció a sí misma:

    Lo leyó recién cuando estaba en la imprenta, ese era el pacto. Entregué el libro en marzo de 2023 (yo soy bastante libre para escribir, así que nunca firmo un contrato antes, cuando termino, termino) y en ese momento el año editorial estaba prácticamente programado, entonces se decidió publicarlo en enero de este año en España y en marzo en la Argentina. Silvia se bancó con mucho aplomo los meses hasta diciembre de 2023, cuando la editorial finalmente le mandó una copia del libro en papel. Ella siempre ha sido muy entrañable al hablar de mi trabajo; se sintió respetada, reflejada. Al final de una larga conversación que tuvimos después de su lectura del libro, me dijo: “Me pillaste”. Como que le había sacado la ficha, de alguna manera. Por supuesto, a medida que pasa el tiempo, se siente a veces más conmocionada, porque en el libro supo cosas que opinaban otros, las que para ella fueron un terremoto.

     

    Imagen de portada: Cortesía de Fundación Plagio.

     


    La llamada, Leila Guerriero, Anagrama, 2024, 432 páginas, $24.000.

  280. Celia Paul en su cuarto propio

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    Un chaleco desgastado y una falda que le llega a los tobillos van acumulando, día tras día, capas y capas y más capas de pintura. La tela se va coloreando al mismo tiempo que endureciendo, como una costra o quizás una segunda piel, más gruesa, protectora. Celia Paul (1959) parece una asceta, una pintora entregada a su trabajo (y al silencio y la fe) en su estudio de Londres, donde vive hace cuatro décadas y del que ni siquiera su esposo, Steven Kupfer, tiene llaves. No hay cortinas, tampoco plantas ni televisor ni cuadros colgados en las paredes. La calefacción central es el único “lujo” que se ha permitido la autora del celebrado Autorretrato, el libro en el que parece haberse sacado, más que un vestido, ese gran trapo para limpiar pinceles que la cubre y, así, narrar su vida lejos del “triunfalismo habitual de las memorias”, como dijo Zadie Smith, pero lejos también de la autocompasión de la mujer que pasó 10 años en una relación amorosa muy compleja y desigual, a todas luces angustiante.

    En su segundo año en Slade, la prestigiosa escuela de arte del University College de Londres, entró a la sala donde estaba dibujando Lucian Freud. No era profesor regular, sino tutor invitado. Paul le mostró los retratos que había hecho de su madre y Freud, a quien también le gustaba pintar a su mamá, quedó sorprendido. La invitó a salir, una o dos o tres veces, caminaron por un parque, le regaló un libro, se besaron, tomaron té, hablaron de pintura, fueron a su departamento, prendieron la chimenea, leyeron en voz alta un poema de Yeats, se hicieron amantes. Celia Paul tenía 18 años y Lucian Freud, 55.

    Dejé de cepillarme el pelo y de lavarme la ropa. Sentía que había pecado y que algo se había perdido irremediablemente. Me sentía culpable y poderosa. Sentía que había entrado en un mundo ilimitado y peligroso”, escribe Paul con una prosa abierta a las emociones y a las imágenes ambivalentes, mostrando la enorme variedad de grises que componen cualquier amor.

    El padre de Paul era sacerdote de la Iglesia Anglicana. Por eso ella nació en Trivandrum, India, y buena parte de su infancia la pasó en hogares comunitarios, donde se compartía el comedor y la gente entraba y salía a voluntad. Más tarde, ya en Inglaterra, estuvo en un internado. Paul ha dicho que la necesidad de soledad y silencio, de preservar su mundo interior, la convirtieron en artista. Lo que más le gustaba pintar era la naturaleza, los paisajes, el mar, pero en la Slade le daban mucha importancia al ejercicio con modelos. Eso, sumado al vínculo con Freud, la hicieron concentrarse en la figura humana, especialmente en su madre, quien pasaba horas posando ante su hija, aprovechando el silencio, rezando. “Qué regalo para una cristiana”, escribe Paul. “Su cara asumía una expresión de trance. Mi cuadro llegaba más alto porque ella se había elevado. El aire se cargaba de plegarias”.

    Las narraciones de Paul son ejercicios de autoobservación admirables. Sin estridencia alguna, es capaz de dar cuenta de las dificultades y prejuicios a los que se veían enfrentadas las mujeres que deseaban ser artistas, al menos hasta hace un par de décadas. En vez de entregar certezas, plantea interrogantes acerca del cuerpo y el deseo, las asimetrías de poder, la vulnerabilidad y el egoísmo, el interés por ascender y los costos diferentes que tiene, para las mujeres y los hombres, entregarse a la vocación artística.

    Con Lucian Freud estuvo 10 años, no obstante los conflictos comenzaron rápido, debido a que las andanzas de Freud con otras mujeres eran parte del ruido de fondo de la Slade (en un momento ella se conformaba con ser no la única, pero sí la más “especial”). Celia Paul debía estar siempre disponible, a la espera, en una época en que el teléfono era fijo. En otras palabras, la habitación de su pensión era para ella una celda. En forma sutil, sugiere que para Freud “una corriente subterránea de celos” potenciaba su trabajo, era su mayor estímulo.

    Como él trabajaba hasta muy tarde, le pedía que lo fuera a ver a la una o dos de la mañana. Ella iba al cine, hacía hora en un café o bar, en fin, se dirigía al departamento de Freud “como una idiota”. Tampoco se sentía bien cuando modelaba para él, porque la desnudez la incomodaba y se daba cuenta de que Lucian la observaba no con deseo (y ella quería ser deseable para él), sino como objeto de estudio.

    Celia Paul sufrió depresión y tuvo un intento de suicidio que narra con frialdad, sin complacencia, para luego contar de qué manera el arte le permitió encontrar el equilibrio. Cuando tenía 24 años, Lucian Freud le compró un departamento, donde vive y trabaja hasta hoy, y después tuvo un hijo suyo, Frank, quien fue criado por la madre de Paul. La decisión de visitarlo los fines de semana y constatar que el vínculo nieto-abuela era más fuerte que el de hijo-madre no estuvo exento de dolor, pero fue la única manera que encontró para continuar con el arte.

    La culpa y la ansiedad se entremezclan con la libertad y la realización, como lo deja claro en Cartas a Gwen John, el excelente libro que le dedica a la artista británica que fue amante de Rodin, quien la doblaba en edad. Allí describe las enormes similitudes entre su obra y la de John, en pasajes donde el perfil biográfico y las memorias dan paso al ensayo crítico. Asimismo, establece paralelos entre ambas trayectorias vitales (desarrollar una obra en el aislamiento, privilegiar el arte por sobre la familia) y reconoce que ambas no son consideradas artistas autónomas: “Cada vez soy más consciente de que se refieren a nosotras en relación a los hombres”, escribe Paul en una de las cartas imaginarias a Gwen John.

    Las narraciones de Paul son ejercicios de autoobservación admirables. Sin estridencia alguna, es capaz de dar cuenta de las dificultades y prejuicios a los que se veían enfrentadas las mujeres que deseaban ser artistas, al menos hasta hace un par de décadas. En vez de entregar certezas, plantea interrogantes acerca del cuerpo y el deseo, las asimetrías de poder, la vulnerabilidad y el egoísmo, el interés por ascender y los costos diferentes que tiene, para las mujeres y los hombres, entregarse a la vocación artística.

     

    Ilustración: Daniela Gaule.

     


    Autorretrato, Celia Paul, traducción de Esther Cross, Chai Editora, 2021, 240 páginas, $19.900.


    Cartas a Gwen John, Celia Paul, traducción de Esther Cross, Chai Editora, 2023, 308 páginas, $26.900.

  281. Insomnios con Flora

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    Tuve, hace mucho, una época de insomnios autoinducidos. Fue cuando conseguí mi primer trabajo estable: era tal el pánico escénico que me daba entrar a ese curso en el que me esperaban adolescentes furiosos a los que yo tendría que dar clases de literatura, que deliberadamente me restaba horas de sueño para así poder enfrentarlos luego, en las mañanas, medio ausente, como ida, en medio de esa bruma mental que provoca la falta de sueño. El insomnio me generaba una especie de capa protectora, de escafandra que me ponía a salvo. Supongo que algo en mi inconsciente almacenó la estrategia como una forma posible de sobrevivir a ciertas cosas y entonces, frente a algunas situaciones —precisamente frente a situaciones como en la que estoy ahora, una serie de viajes concatenados por un libro mío que acaba de traducirse—, activa esos insomnios en forma automática. Pero ocurre que esta vez, en este viaje, algo se desbandó, se fue de cauce y entonces los insomnios, que suelen ser funcionales, que duran lo suficiente como para generar esa capa protectora pero también para dejarme con las habilidades intactas para, por ejemplo, contestar al día siguiente la misma pregunta mil veces sin perder la imaginación ni el humor, esta vez en cambio, decía, están tomando casi toda mi atención, están distrayéndome por completo de lo que acá me trajo, están concentrándome únicamente en las derivas de la noche.

    Al principio de esta escalada hubo una película. En el desvelo de la primera noche que pasé acá, en Lyon, quise asomarme a la ventana para mirar el río Saona que pasa justo frente a mi cuarto, pero una ráfaga helada me disuadió rápidamente. Me puse entonces a buscar películas en mi laptop y, guiada solamente por un criterio que aborrezco, una estrategia burdamente explotada por las series, aun por las que me gustan, que es el de mirar películas para conocer la ciudad en la que las cosas transcurren, elegí una que se llama Regreso a Lyon. Esa es una de las cosas que también me atrae de estos insomnios: la facilidad con la que, en ese tiempo suspendido, contradigo mis convicciones más férreas. Así fue que di con esta película de Claudia von Alemann en la cual una historiadora alemana, en medio de una crisis con su profesión y con su pareja, decide viajar a Lyon tras los pasos de Flora Tristán, la escritora y activista que, durante todo el año 1844, convencida de que había que ir más allá del gran centro aglutinador que ya por entonces era París, viaja por las ciudades del sur de Francia difundiendo las ideas socialistas y feministas que ha venido articulando toda su vida y que acaba de sintetizar, apenas un año antes, en su libro Unión obrera, cuya primera edición fue financiada, entre otros, por Eugene Sue, Victor Considerant y George Sand.

    Me había comprado Peregrinaciones de una paria, el libro de Flora más conocido, en una librería de usados de Lima, precisamente en otro de estos viajes de promoción. Un ejemplar curioso: el dueño anterior se había esmerado en conseguir un buen marcador negro, de trazo grueso, para escribir la palabra AMOR, así enorme, desorbitada, atravesando el borde de las páginas. Me acuerdo de haber buscado alguna otra pista de esa línea amorosa entre los subrayados, en algún papel suelto que estuviera dentro del libro, pero nada. Deduje entonces que ese mensaje no estaba destinado a alguien por fuera del libro, alguien a quien esa persona se lo hubiese regalado o a quien se lo estuviera agradeciendo, sino a la propia Flora. Y deduje bien. Es uno de los efectos posibles. Voy por mi quinta noche leyendo a Flora, en este libro y en los otros también, que están todos en algún lugar de la web, leyendo incluso a otros que escribieron sobre Flora, voy quedándome despierta muchas horas más de las que aconseja la táctica del insomnio como escafandra, voy trazando en un mapa caminatas tras los pasos de Flora y, en vez de revisar los textos que escribí para algunas de las mesas de este viaje concatenado, voy pasando de la capa protectora a la obnubilación. Voy comportándome, en fin, como una enamorada.

    Proponía (…) generar la unión de todos los obreros y obreras del mundo (…), un punto central de su propuesta que muy pronto sería retomado por Karl Marx y Friedrich Engels, con quienes compartió varios encuentros en París, en las páginas del Manifiesto comunista. La famosa frase ‘¡Proletarios del mundo, uníos!’, viene de Flora, entonces, y en ella la invocación implicaba, al contrario de lo que después pasó con tantos marxistas, la participación activa de las mujeres.

    La historiadora alemana, como yo misma quisiera hacer si no fuera que una charla se empalma con otra, un encuentro con otro, sigue los rastros de Flora en esta ciudad que, por su pasado de luchas obreras trascendentales, le supo generar tantas expectativas. Y no se equivocaba, en parte: con una colecta que los obreros hicieron en una sola reunión imprimió acá una tercera edición de cuatro mil ejemplares de Unión obrera. Esta ciudad debería ser la sede, dice ahí Flora, del primer Palacio de los Proletarios, un proyecto suyo que, inspirado en las ideas cooperativistas de Charles Fourier y de Robert Owen, proponía crear colectivos urbanos donde funcionaran centros de trabajo industrial y agrícola, escuelas para niños y adultos —con especial énfasis en las mujeres—, además de plazas para juegos, hospitales y hospicios; un centro urbano que, en paralelo, fuera también uno de los puntales para generar la unión de todos los obreros y obreras del mundo por la que venía batallando Flora Tristán desde sus escritos, un punto central de su propuesta que muy pronto sería retomado por Karl Marx y Friedrich Engels, con quienes compartió varios encuentros en París, en las páginas del Manifiesto comunista. La famosa frase “¡Proletarios del mundo, uníos!”, viene de Flora, entonces, y en ella la invocación implicaba, al contrario de lo que después pasó con tantos marxistas, la participación activa de las mujeres.

    Antes de estas Peregrinaciones que lamento tanto estar leyendo en versión digital, lejos de aquel amor subrayado en el borde de las páginas, Flora publicó dos textos breves: “De la necesidad de dar buena acogida a las mujeres extranjeras” y “Petición para el restablecimiento del divorcio”. En el primero, de 1835, se propone fundar una asociación para ayudar a mujeres abandonadas y perseguidas, todas parias “frente al sacerdote, el legislador, el filósofo”, que en ella nunca se trata de la idea romantizada de la paria, del personaje que circula por el mundo sin encontrar su lugar, sino más bien de la víctima de una desigualdad frente a la ley y, por ende, frente a la sociedad. El otro texto previo, de 1837, es brevísimo, tan breve como bombástico, y se trata de una Carta pública en la que exige a los diputados de la Asamblea Nacional de Francia que vuelvan a restablecer el derecho al divorcio que Napoléon había derogado. “Deseo que no vean mi solicitud solo como un hecho individual”, empieza Flora, consecuente con su activismo. Con lo de “hecho individual” se refería a la persecución que sobre ella ejercía su marido y padre de sus tres hijos, André Chazal, un artista mediocre y dueño de un taller de grabado con quien la madre de Flora, acosada por las deudas, la había obligado a casarse antes de cumplir los 20 años. Lo de persecución no es una figura retórica: en su Peregrinaciones, Flora detalla la cantidad de veces que tuvo que huir de París para evitar que Chazal la matara, como de hecho intentó hacerlo más adelante, con un disparo por la espalda en plena calle, lo que significó para él la cárcel y para ella una convalecencia de tres meses bien complicada. Cuando se repuso, Flora hizo una serie de reclamos legales, hasta que logró que sus hijos no llevaran más legalmente el apellido de su padre.

    ¿Será esa vehemencia para ir al fondo de lo que tenga para decir, sin medir las consecuencias, lo que me fascina de Flora?, me pregunto; ¿será ese contraste con una época como esta, en la cual los mundillos literarios están tan saturados de autocensura y remilgos, de tanta estrategia de posicionamiento autoral, de falsas polémicas?

    En Peregrinaciones de una paria, Flora cuenta experiencias que vivió durante el año largo, entre abril de 1833 y julio de 1834, que pasó en Perú reclamando a su tío la herencia que le correspondía por parte de su padre, que había muerto súbitamente cuando ella era una niña y cuando, dicen, estaba justo por legalizar en Francia el matrimonio que, por coerciones del contexto histórico, había contraído solo por la iglesia con la madre de Flora, cuando los dos vivían circunstancialmente en España. Si así lo hubiese hecho, Flora no habría tenido que padecer durante tantos años la pobreza extrema, porque su familia peruana era riquísima y, como suele suceder en todas las épocas y lugares, por eso mismo también poderosísima. Su tío Juan Pío Camilo de Tristán y Moscoso, más conocido como Pío Tristán, hermano de su padre y verdadera bestia negra de estas Peregrinaciones, se formó militarmente en Francia y en España, para después volver a Perú con el grado de coronel. Cuando Flora escribe este libro, a su vuelta a Francia, ya ha aprendido varias cosas, entre ellas el poder que puede tener una estrategia narrativa bien usada, así es que, sin tener que llenarse la boca de epítetos, se limita a citar un artículo aparecido en uno de los diarios más leídos de Arequipa, donde su tío tenía sus cuarteles, que dice así: “Si deseáis un hombre de honor, pero que falte continuamente a sus juramentos, ya sea como magistrado o como particular y cuya mala fe sea conocida en todas las naciones europeas, como se puede ver en el Atlas histórico escrito en París por el Conde de Las Casas, elegid al señor Tristán. Si queréis un hombre de espíritu y de raro talento para engañar a todo el mundo, como lo hizo con Manuel Belgrano, con quien falseó todos los convenios, nombrad al señor Tristán. Si queréis un hombre poseedor de un olfato particular para descubrir a los verdaderos patriotas y perseguirlos hasta la tumba, tomad al señor Tristán”. Y así sucesivamente. Cómo extraño el tono polemista de la prensa del XIX, pienso, mientras sigo leyendo.

    No es de extrañar, entonces, que ese mismo tío se agarre, para negarle la herencia, de un párrafo que la propia Flora escribe en la carta de 1829 dirigida a él, donde sintetiza cómo habían sido exactamente los vericuetos legales de la unión de sus padres y cómo es que por eso su madre, una vez viuda, quedó en la ruina total. Hija natural, resume el tío en la respuesta que le escribe al año siguiente. Te recibiré en Perú, le asegura, te querré como a una sobrina, incluso como a una hija, pero no podré acceder a tu reclamo de herencia porque, como tú misma has dicho, eres hija natural. En sus Peregrinaciones, Flora apunta que uno de los tantos abogados y miembros de tribunales con los que conversó tratando de batallar contra su tío, más precisamente el presidente de la Corte en Arequipa, le dice, sin vueltas, que ella misma se cortó la cabeza en cuatro con esa carta. Cuando su tío logró hacerse de un ejemplar de Peregrinaciones de una paria, no solo se enfureció sino que le quitó la magra pensión que había consentido en darle en compensación por la herencia que le negaba y, además, seguramente instigó para que el arzobispo Goyeneche, tildado de amarrete en esas páginas, quemara los ejemplares en la plaza pública. Literal. ¿Será esa vehemencia para ir al fondo de lo que tenga para decir, sin medir las consecuencias, lo que me fascina de Flora?, me pregunto; ¿será ese contraste con una época como esta, en la cual los mundillos literarios están tan saturados de autocensura y remilgos, de tanta estrategia de posicionamiento autoral, de falsas polémicas?

    Sí, había leído bien, comprobé al volver a mi cama ya a esta altura convertida en un escritorio desbordado, la ciudad monstruo, exactamente el nombre con el que, siguiendo mi aversión a incluir topónimos explícitos en mis novelas, llamé infinidad de veces a la ciudad de Buenos Aires en una novela que publiqué en 2017, mucho antes de haber leído algo de Flora Tristán. El hallazgo me confirmó lo que muchas veces creo, y fundamentalmente siento, que es esa especie de conexión telepática, de diálogo activo que se da con nuestros interlocutores literarios, no importa de qué época y lugar.

    La historiadora alemana va registrando en un grabadorcito ochentero el sonido de sus propios pasos mientras busca el hotel en el que Flora se hospedaba, la plaza que desde ahí se veía y el punto exacto de la costa del río en el que trabajaba a diario, con el agua hasta la cintura, Éléonore Blanc, la lavandera que se hizo íntima de Flora. Y Éléonore fue también quien rescató los manuscritos del Diario de esa gira por el sur de Francia que después pasó a ser El tour de Francia, libro que estuvo años en la sombra, más de un siglo, antes de ser publicado por primera vez en 1973, un diario de viaje en el que se siente la necesidad de propagar un ideario tanto como se siente la muerte que le pisa a Flora los talones y que, por no haberse detenido ni un segundo, la encontrará en este mismo viaje por las ciudades francesas del sur, en noviembre de 1844, a los 41 años. El estilo de El tour de Francia es vehemente, la necesidad de decir acuciante, la convicción de que lo dicho tendrá efectos contundentes sobre la marcha del mundo es total. ¿Será eso también, esa confianza en la capacidad performática de la escritura que también tuvieron las vanguardias, lo que añoro?

    Fue en una de estas noches, no me acuerdo en cuál precisamente, que me puse a leer Paseos en Londres. Bajo este título que, al igual que Peregrinaciones, sugiere una liviandad que se desvanece ya en las primeras páginas, Flora reunió las observaciones críticas que escribió —viajando por Londres pero también por Manchester y Birmingham, auténticas usinas para el desarrollo capitalista— acerca del así llamado progreso, de las injusticias que venían con él, de los desplazados que dejaba boyando por las calles o haciendo cola para conseguir empleos que los tendrían trabajando a la sombra, sin derecho alguno, durante 12 horas por día mínimo. Fue en una de estas noches, venía diciendo, que leí que, antes que llamarlo con ese título de levedad aparente, Flora decidió llamar a este libro La ciudad monstruo. Me acuerdo del zumbido que escuché al leer esa frase, una especie de alarma que se activa en mí cuando algo me afecta demasiado. Me levanté a lavarme la cara con agua fría, como para recobrar alguna pizca de lucidez. Sí, había leído bien, comprobé al volver a mi cama ya a esta altura convertida en un escritorio desbordado, la ciudad monstruo, exactamente el nombre con el que, siguiendo mi aversión a incluir topónimos explícitos en mis novelas, llamé infinidad de veces a la ciudad de Buenos Aires en una novela que publiqué en 2017, mucho antes de haber leído algo de Flora Tristán. El hallazgo me confirmó lo que muchas veces creo, y fundamentalmente siento, que es esa especie de conexión telepática, de diálogo activo que se da con nuestros interlocutores literarios, no importa de qué época y lugar.

    Después de agotarse con esas caminatas, la historiadora alemana vuelve al hotel que también, como el mío, mira al río. También ella toma notas en un teclado y tiene insomnio. En un momento va a ver a una librera y anticuaria, en busca de reproducciones de grabados del año en el que Flora anduvo por acá; en otro momento va a ver a un historiador a quien le hace escuchar sus pasos grabados. Sí, pero qué tiene que ver eso con la Historia, le pregunta él, y ella, que está tratando de pensar desde otro ángulo lo que hasta ahora había sido su profesión, le habla de la importancia de recorrer ciertos escenarios para imaginar los colores que un personaje vio, los sonidos que escuchó, los aromas que olió. Se pregunta si no será esa la manera de pasar a la acción, en vez de quedarse en una contemplación pasiva. Sus caminatas tras los pasos de Flora, entonces, no como una mera conmemoración sino como una forma de repensar un abordaje, una práctica de la narración. Me pregunto si no será eso, la necesidad de repensar algunas prácticas, más que el amor o además del amor, lo que me tiene desbordadamente insomne en este viaje. Me pregunto si lo que Flora no estará recordándome en esta larga noche, en este viaje concatenado que no es más que una de las tantas demandas que hoy en día impone la salida de un libro, es la necesidad de practicar una paradójica anacronía, un poco eso que plantea Agamben cuando se pregunta por lo contemporáneo, esa necesidad de no plegarnos plenamente a una época, esa necesidad de no dejarnos enceguecer por las luces del siglo para, en cambio, ser capaces de vislumbrar en ellas “la parte de la sombra, su íntima oscuridad”.

     

    Ilustración: Paola Irazábal.

  282. Francisca Noguerol: “La de Zurita es una obra total”

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    Raúl Zurita (1950), sin duda el poeta vivo más importante de la literatura chilena, ha recibido reconocimientos como el Premio Nacional de Literatura 2000, el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2016, y el Premio Reina Sofía de Literatura Iberoamericana 2020. Sus libros, entre los que destacan poemarios como Purgatorio, Anteparaíso, La vida nueva y Zurita, constituyen una unidad inseparable, un solo gran poema que cruza vida y literatura, historia y política. Esta es una voz poética polifónica, una escritura material que se traza en el cuerpo y en la naturaleza, como recalca aquel verso del Canto a su amor desaparecido tallado en el Memorial del Detenido Desaparecido y del Ejecutado Político: “Todo mi amor está aquí y se ha quedado pegado a las rocas, al mar, a las montañas”.

    Zurita, creo, en la totalidad de su obra, identifica la pérdida y la muerte como las fuentes del sentido”, dijo el rector Carlos Peña durante su discurso de inauguración: “El Golpe aparece en Purgatorio, en Anteparaíso, desde luego, y en Zurita, como un acontecimiento terrible, dramático, depredador de la existencia, pero al mismo tiempo, como una fuerte muy notable de sentido. Por todo eso creo yo que sobran las razones para celebrar a Zurita”. Luego habló el escritor y director de la Escuela de Literatura Creativa UDP, Álvaro Bisama, quien se refirió a esta obra como “una literatura que aspira a transfigurar lo real para entenderlo, para sanarlo, para recuperarlo, para ser una única utopía posible, una casa donde está la esperanza de derrotar a la muerte”. La jornada de ayer continuó con la conferencia de Francisca Noguerol, catedrática de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Salamanca (España), dos mesas críticas sobre la obra de Zurita desde el punto de vista de la literatura y las artes visuales, y la proyección del documental Zurita y los asistentes, de Jael Valdivia.

    Esta actividad abierta a todo público continuará hoy en el auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra. Partirá a las 10 horas con otra conferencia, esta vez a cargo de Adela Busquet, de la Universidad Nacional de las Artes (Argentina), seguida de la inauguración de la exposición “Zurita Expandido”, una lectura que empezará al mediodía y contará con la participación del propio Raúl Zurita, teloneado por los poetas Héctor Hernández Montecinos, Paula Ilabaca Núñez y Soledad Fariña, además de estudiantes y alumni de la Escuela de Literatura Creativa. Por último, a las 15 horas se exhibirá el documental Zurita, verás no ver, de Alejandra Carmona Cannobio.

    Francisca Noguerol durante su ponencia en el auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra.

    Ética y estética

    Raúl Zurita: una poética de la orfandad” se tituló la conferencia de la académica sevillana Francisca Noguerol, quien no solo se ha dedicado al estudio de la obra de Zurita, sino que también estuvo a cargo de la edición de la antología Verás auroras como sangre (Ediciones Universidad de Salamanca, 2021). Luego de esta ponencia, en que analizó su escritura como una que adopta “personas poéticas (…) encaminadas a dar cuenta de los anulados de la historia”, tuve la oportunidad de conversar con ella y hacerle algunas preguntas en torno a Zurita.

    ¿Desde cuándo te interesaste en su poesía?
    Desde muy joven. Me fascinó la literatura escrita en español que no era de la Península Ibérica, porque la veía mucho más apasionada, intensa y ética, pero con una estética y unos registros del español que eran muy diversos a los de la Península. Leí a Raúl Zurita con 17 años y me conmocionó. Recuerdo perfectamente: estaba al lado del Guadalquivir, comiendo pescado frito con unos cuantos amigos (nos llevábamos en ese momento nuestros poemarios, nuestra cervecita, claro) y de pronto un chico sacó un texto de Zurita. Fue algo tan absolutamente apabullante que yo sentí que tenía que irme de la reunión y conseguir aquel libro. Por supuesto que estaba fotocopiado, estamos hablando del año 1987. Fue apasionante. Y me pasó como a toda la legión de sus admiradores. Descubrimos, como ha dicho muy bien el rector de la universidad, que él construye mundo, porque la suya es una ética y una estética al mismo tiempo.

    ¿Cómo describirías la obra de Zurita?
    El adjetivo “total” no se puede repetir para muchas obras, solamente es apto para T. S. Eliot, para Joyce, para Kafka. La de Zurita es una obra total, sin duda. Espero que le den el Cervantes, muy pronto, y es nuestro más firme candidato en español al Nobel; en eso tenéis suerte los chilenos con tan grandísimos poetas en vuestro haber. Pero le den o no cualquier otro premio, que estoy segura de que sí los conseguirá, lo importante de Zurita es que va a trascender en el tiempo. Es un clásico en el sentido etimológico de la palabra: cada generación ha sabido leerlo y extraer interpretaciones nuevas de su obra, cada generación lo aplica con ojos nuevos a su época. En su momento, por ejemplo, durante la dictadura pinochetista, muchos lo vieron por el compromiso, pero después de La vida nueva es sobre todo el autor de la ética, de los pobres, de los desfavorecidos, y eso me importa mucho destacarlo. Zurita siempre será clásico porque se harán lecturas nuevas de su obra, en el siglo XXII, en el siglo XXIII, y siempre llegará a aquel que lo esté buscando. Por eso se trata de una obra total.

    ¿Cómo fue editar la antología Verás auroras como sangre?
    Fue cuando ganó el Premio Reina Sofía. Siempre se encarga la edición y el estudio introductorio a un profesor al que se considera afín, y yo llevaba aproximadamente unos 18 años enseñando a Raúl en mis programas de estudio. Entonces tuve la enorme oportunidad de trabajar mano a mano con él, de ver su enorme generosidad: está siempre presente, a mano, ayudando, entregando textos. A partir de ahí aumentó todavía más mi admiración por él.

    Es un clásico en el sentido etimológico de la palabra: cada generación ha sabido leerlo y extraer interpretaciones nuevas de su obra, cada generación lo aplica con ojos nuevos a su época. En su momento, por ejemplo, durante la dictadura pinochetista, muchos lo vieron por el compromiso, pero después de La vida nueva es sobre todo el autor de la ética, de los pobres, de los desfavorecidos, y eso me importa mucho destacarlo. Zurita siempre será clásico.

    El desamparo

    La antología editada por Noguerol parte ―al igual que Tu vida rompiéndose (Lumen, 2021), la compilación seleccionada por el propio autor― con “Del Mein Kampf de Raúl Zurita”, una especie de manifiesto que anunciaba tempranamente el recorrido de su poesía, un plan que proyecta su “propio trabajo entendido como una práctica para el Paraíso, no para el cielo vacío. (…) Yo sé (y mis amigos también) que cuando podamos rediseñar nuestros trabajos y por ende romper con cualquier obligación al servilismo físico o mental, todos ―muertos y vivos― podremos por fin, con el producto de nuestra práctica aquí ―no con nuestro desvarío― revertir nuestras carencias y por ende corregir el cielo. Ese es el camino de mi vida”.

    ¿Por qué escogiste este texto para dar inicio al libro?
    Yo consulté toda la antología con Raúl y me di cuenta de la importancia de ese texto ensayístico, porque en él habla de que no quiere seguir la falacia autobiográfica, o sea, no quiere ser un tipo individualista que hable continuamente y de forma onanista de su yo, sino que quiere hablar para todos, desindividuar su voz. Y en “Del Mein Kampf” (con lo jovencito que era, porque te estoy hablando de un texto de 1979, pero que ya tenía pensado en 1974, con 24 años) él ironiza con el título Mi lucha, precisamente para contestar el título horrible de uno de los tipos más megalómanos del siglo XX, Adolf Hitler, para decir que su lucha era precisamente la contraria: no la de llevar al pueblo, gracias a su narcisismo, a un nuevo Reich o imperio, sino para mostrarse con los de abajo, y de ahí su trabajo con las comunidades y otros colectivos desfavorecidos.

    Esto se vincula a la orfandad de la que hablaste en la conferencia, un asunto que has tratado ya en otros textos y que lees como un tema central en la obra de Zurita.
    Esta vez lo revisé y lo amplié a la hora de preparar la ponencia. Quería circunscribirme más a una idea que estoy investigando en estos momentos: la divinidad otra. Porque como ha dicho el señor rector en el inicio, es cierto que Zurita profesa un cristianismo en ruinas, que busca la trascendencia en un mundo sin trascendencia. Creo que esta es una clave de su escritura.

    Porque al final todo su trabajo cabe dentro de ese tema: el desamparo en que quedó la humanidad.
    El desamparo total, el desamparo colectivo, y sin obviar nunca que uno también puede realizar o cometer actos culposos con los otros, que es lo que lo hace tan honesto. No ha sido nunca una persona que oculte absolutamente nada, porque se muestra en carne viva. No tiene una pose de autor, precisamente porque su voz es la de los que hablan para ser portavoces de toda una sociedad. Por eso lo admiro tanto.

     

    Fotografía de portada: El poeta Raúl Zurita sentado entre el público de “Zurita Expandido”.

  283. ¿Qué hacemos?

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    En el fondo del terreno dejamos que crezca lo que quiera, ahí tenemos el compost, el cordel para secar la ropa, un invernadero pequeño, troncos pudriéndose. Un amigo de mi pareja que nos visita les toma fotos. Me intriga lo que ve y yo no. Antes de jubilarse trabajó en diarios y montó un par de exposiciones. Me pregunto qué hace ahora con las que toma: ¿las deja en la cámara?, ¿las archiva?, ¿sabe la brizna de pasto que no será vista por otros ojos? ¿Modifica su mirada este cambio de estatus de las cosas? Desde la pandemia que pienso en la interrupción. ¿Recuerdan el silencio en la ciudad?, ¿la sensación de que sí es posible parar y hacerse a un lado?

    No sé quién lo ve primero. Es muy pequeño, aunque ya tiene plumas. Se aleja de nosotros a pasitos. Miramos hacia arriba a ver si damos con el nido. Tampoco. Vivimos con dos gatos. Cuando vengan para atrás, adiós pajarito. Acerco mi mano para cogerlo, me da resquemor tocar un cuerpo tan distinto, palpo los huesitos, mi dedo se hunde, busco una postura para retenerlo sin hacerle daño. A simple vista no se entiende por qué no vuela.

    ¿Qué hacemos?, pregunto. Los amigos de mi pareja mantienen silencio, como si por estar en nuestra propiedad, nos correspondiera a nosotras decidir. Lo coloco dentro del invernaderito, se esconde entre los plantines de tomates. Le llevo un gusano californiano. Nada. Agua, nada. Nos distraen los chillidos de una pareja de benteveos que sobrevuelan nuestras cabezas. Deben ser sus padres, opina mi pareja. Ella también está jubilada. Los tres comparten un tiempo que no sé describir.

    Los benteveos vinieron a buscar a su pichón perdido, les digo. Y lo dejo en el suelo. ¿Imaginé que iban a cogerlo por el pico, subirlo al árbol, obligarlo a volar? Nadie viene por él. ¿Qué hacemos?, pregunto. Los amigos de mi pareja mantienen silencio. Me resulta extraño que él tome fotografías de tantas cosas y ni una del pichón. Lo alzo hasta una rama de la morera. Es un blanco tan visible como en el pasto. Vamos a la casa. Los jubilados, a conversar. Me alejo irritada de ese tiempo que comparten. El pichón no está en la morera, lo encuentro detrás de las briznas de pasto que el amigo de mi pareja estuvo fotografiando. Apenas lo tomo, los benteveos se ponen a chillar. Recuerdo la jaula que le compramos al cachurero de Vagues. Mi pareja se niega a encerrarlo. Solo hasta que se recupere, sugiero sin saber de qué tendría que recuperarse. Pobrecito, está muy asustado, dice por única vez la compañera del fotógrafo, cuando lo dejo nuevamente en el invernaderito. Ella jubiló de sicóloga.

    Las buenas personas que rescatan animales en los videos de las redes no se preguntan como yo qué hacer. Los llevan a su casa, les dan de comer y de beber en jeringuillas o pinzas, duermen con ellos, les dan nombres, los arropan.

    No sé quién lo ve primero. Es muy pequeño, aunque ya tiene plumas. Se aleja de nosotros a pasitos. Miramos hacia arriba a ver si damos con el nido. Tampoco. Vivimos con dos gatos. Cuando vengan para atrás, adiós pajarito. Acerco mi mano para cogerlo, me da resquemor tocar un cuerpo tan distinto, palpo los huesitos, mi dedo se hunde, busco una postura para retenerlo sin hacerle daño.

    Para protegerlo de los gatos tendría que bajar la tapa del invernaderito. En ese caso, la pareja de benteveos y su pichón dejarían de tener contacto visual y él quedaría encerrado en el bosque de tomates. No puedo hacerlo. Al mismo tiempo tengo la sensación culposa de haberme apresurado. Debí dejarlo en el invernadero, acercarle el gusano con una pinza, esperar a que pudiera volar y solo entonces devolverlo a la corriente de la naturaleza.

    Hay un ensayo, el autor es francés, no recuerdo su nombre; dice que a ciertas personas que pierden su puesto o que les va mal o toman decisiones que no resultan o se detienen a pensar si quieren seguir en la fila, se les hace dificilísimo volver a la circulación; como en una pesadilla, la fila los repele. Si dejara de producir y me hiciera a un lado… pienso en el pichón, en los tres jubilados, en la brizna de paja, en el limbo en el que podríamos quedar.

    Mi pareja trae la noticia de que el pichón está vivo bajo los troncos. Es difícil que los gatos lo saquen de allí, advierte feliz. De camino hacia el fondo escuchamos unos gritos desgarradores que vienen del cielo. Uno de los gatos se aleja corriendo. Alrededor de los troncos podridos quedan dispersas las plumas.

    Casi un mes después encuentro un video donde un rescatador de aves explica que, al final de su ciclo natural, algunos pichones que ya desarrollaron plumaje, aunque todavía no vuelan, se tiran al piso. Durante ese periodo los padres los siguen y alimentan. Se le llama volantón. El rescatador pide a las personas que no los levanten. En su mayoría, sobreviven. Otra parte serán comidos por zorros, comadrejas, serpientes, gatos, como parte de la cadena alimentaria. Sepamos no interferir, estamos atochados de llamados, déjenlos donde los encontraron, ruega.

     

    Fotografía de portada: María Aramburú.

  284. Esther Kinsky: una mirada errante

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    Esther Kinsky es una de las escritoras alemanas contemporáneas más destacadas y reconocidas. Su escritura no se teje sobre el espectáculo de sí misma, ni narra la inmediatez del presente, sino que elabora un tiempo y una poética que toma distancia de la urgencia del instante. Kinsky construye en sus novelas tramas complejas, morosas, que traen ecos de Sebald, por ejemplo, de una tradición que pone el trabajo con la lengua en una centralidad conmovedora.

    En la lectura de Arboleda, River y Rombo, esta última su más reciente novela, se van trazando las continuidades de una obra; es decir, se puede contemplar el mapa de un recorrido. La idea de recorrido en la escritura de Kinsky no es casual. Diría que incluso la atraviesa. Un recorrido por paisajes marginales, desconocidos o visitados en otra época. Una narradora vuelve o descubre un lugar y comienza a habitarlo desplegando una sensibilidad que se concentra en el detalle, en los pequeños movimientos del día, en la luz o en el recuerdo. La idea que puede condensar esta búsqueda es, como dice la misma autora, la de zona fronteriza. Una escritura que habita la frontera.

    En la frontera

    River es la historia de una mujer que comienza una nueva vida en un suburbio de Londres. Elige un lugar que no remite a nada de su pasado, que desconoce por completo y reconstruye, desde allí, la relación que ha tenido con los ríos de su infancia y con los ríos de su vida. Traduzco un fragmento: “¿Cuáles eran mis recuerdos de los ríos, ahora que vivía en una isla cuyos pensamientos se dirigían hacia el mar, donde los ríos parecían poco profundos y bonitos, perceptibles solo cuando se deshilachaban en llanuras, o cortaban profundos canales mientras fluían hacia el mar?”.

    En cada capítulo de la novela se evoca un río. Y, a modo de síntesis, irrumpe también la técnica de la fotografía. Un paisaje capturado que no necesariamente refleja lo que se narra. Es otra cosa. Es probable que de allí, y no solo por las fotos, venga la conexión con la búsqueda de Sebald. Pero también podría pensarse una relación con la escritura del argentino Sergio Chejfec. Hay un capítulo de River que es una larga caminata junto al río Lea (las caminatas son centrales en esa idea de recorrido del paisaje en Kinsky: caminata, evocación y captura del paisaje a través de la foto), la narradora documenta, retrata, por momentos se quiebra la distancia con los otros; todo eso trae el recuerdo de Mis dos mundos, por ejemplo, esa caminata que despliega Chejfec por un parque en Brasil y a partir de la caminata se disparan percepción y memoria, formas de la narración que construyen un ida y vuelta entre quien camina y el territorio caminado.

    Lo mismo pasa en la escritura de Kinsky. Una contemplación reflexiva que se prolonga como modo narrativo de libro en libro. En la siguiente novela, Arboleda, el escenario es Italia. La idea de un recorrido por un territorio nuevo es parecida a la de River. Salirse de uno para encontrar en ese intervalo del viaje un destello novedoso.

    Rombo, por su parte, mantiene el escenario, Italia, pero ahora la narración es construida de un modo distinto a las anteriores. Porque son las voces y los testimonios de otros los que articulan el relato a partir del terremoto ocurrido en Friuli, en mayo y septiembre de 1976. Un terremoto devastador, que se ensañó dos veces en el mismo año con una zona del norte de Italia, dejando más de mil muertos y enormes daños materiales. Siete voces que Kinsky reconstruye van tejiendo la historia que pone en el centro la pérdida, la destrucción de un lugar y la imposibilidad de volver a afianzar una identidad en un territorio que ya no será como era.

    El mecanismo narrativo de Kinsky se constituye al estar en la frontera; estar en la frontera a partir de un cimbronazo: el exilio en River, el duelo en Arboleda o un terremoto en Rombo. Así se dispara la búsqueda. Dice Kinsky: “Me vino a la memoria el concepto de zona fronteriza, pues en aquella zona el tiempo transcurría de otro modo y regían otras leyes”.

    La escritura de Kinsky (…) se esmera en capturar el paisaje y las cosas más que los sentimientos. O mejor, es a través del paisaje, las cosas y los desplazamientos que emergen como onda expansiva los sentimientos. En este sentido, si bien el material que trabaja en sus tres novelas es un material evidentemente autobiográfico (Kinsky nació en Renania, a orillas del Rin, en 1956; es también traductora y vivió en Londres; su vida está muy cerca de la vida de sus narradoras), no hace de esa intimidad una exhibición explícita, sin mediaciones. Al contrario, capa sobre capa, monta, en un juego de desplazamientos, un artefacto estético que trasciende lo meramente coyuntural y biográfico.

    Los vivos y los muertos

    En las iglesias rumanas hay dos lugares para las velas. En uno están las velas para los vivos, en otro para los muertos. En uno está la esperanza, en otro el recuerdo. Kinsky comienza Arboleda a partir de esa evocación y así traza una línea fronteriza entre la tierra de los vii y la isla de los morti. Lo que le interesa es pensar en ese pasaje.

    La narradora entonces hace un viaje, sola, por Italia. Había planeado y fantaseado hacer ese viaje con su pareja, pero M. muere y la narradora de todos modos decide dos meses después llevarlo a cabo. Es el mismo recorrido que habían pensado juntos. Ahora es un viaje solitario para enfrentar un duelo habitando pequeños pueblos interiores de Italia.

    Arboleda está compuesta como un tríptico. Cada una de las partes lleva el nombre del pequeño pueblo en Italia que se explora: Olevano, Chiavenna y Comacchio. Pueblos que ocupan zonas distintas. Cuando la narradora llega a Olevano Romano, en el centro de la península, convive también en esa frontera que traza entre los vii y los morti. Entre la colina donde está el pueblo y la colina donde se ve, permanentemente, el cementerio, allí sucede el deambular del duelo. La mirada en esta parte inicial roza el objetivismo: hay una narradora atravesada por el dolor, que apenas nombra la pérdida y que se detiene en el afuera: muros, caminos, vegetación. Dice Kinsky: “La ausencia es impensable mientras haya presencia”. En Chiavenna, ubicada en la Lombardía, en cambio, la narración opera como evocación y la centralidad la tiene el padre de la narradora. Reconstruye así los viajes que hacía en su infancia por Italia. En Comacchio, un pueblo a orillas del Adriático, regresa al presente y es aquí donde la figura de M. sale de ese silencio largo y comienza a ocupar un poco más de espacio. Comienza a ser nombrado desde esa misteriosa inicial. Solamente como letra M. Y es también donde la reflexión sobre el duelo y la muerte sale de la frialdad y la quietud que prevalece en Olevano.

    La escritura de Kinsky, de todos modos, se esmera en capturar el paisaje y las cosas más que los sentimientos. O mejor, es a través del paisaje, las cosas y los desplazamientos que emergen como onda expansiva los sentimientos. En este sentido, si bien el material que trabaja en sus tres novelas es un material evidentemente autobiográfico (Kinsky nació en Renania, a orillas del Rin, en 1956; es también traductora y vivió en Londres; su vida está muy cerca de la vida de sus narradoras), no hace de esa intimidad una exhibición explícita, sin mediaciones. Al contrario, capa sobre capa, monta, en un juego de desplazamientos, un artefacto estético que trasciende lo meramente coyuntural y biográfico. Comprender, en ese viaje, el lenguaje cifrado de una arboleda, tal como dice Wittgenstein en la cita que abre el libro, es uno de los desafíos: “¿Tiene sentido señalar una arboleda y preguntar si se comprende lo que dice un grupo de árboles? En general, no. Pero ¿no podríamos expresar un sentido ordenándolos de determinada manera? ¿No podría ese orden ser un lenguaje cifrado?”.

    Y casi al final de Arboleda leemos: “Había aprendido a marcharme, a borrar huellas, a guardar lo acumulado y recolectado, a establecer en la memoria una imagen de espacios interiores que nunca llegaría a imprimirse. Lo que acabará asentándose en el recuerdo es algo que nunca se sabe por adelantado, algo que se sustrae a todo propósito”. En este fragmento se puede leer también la famosa tensión planteada por Proust entre memoria voluntaria y memoria involuntaria. La memoria voluntaria operaría en forma mecánica, burocrática, como un álbum de fotos que muestra una y otra vez, insistente, el mismo recuerdo. En cambio, como se sabe, la memoria involuntaria irrumpe inesperadamente, sustrayéndose a todo propósito. Esa es la forma que despliega Kinsky en su escritura. Recoge para dejar sedimentar y que brote, así, lo inesperado. Pero para que eso suceda debe existir un paisaje a recorrer, un camino a transitar, y una mirada dispuesta a dejarse llevar. Como dice el verso de Charles Olson: “Tu ojo, el errante, ve más”. Kinsky utiliza ese verso para abrir su novela River. Pero podría ser también una buena condensación estética de toda su obra.

     


    Arboleda, Esther Kinsky, Periférica, 2021, 336 páginas, $32.410.


    Rombo, Esther Kinsky, Periférica, 2023, 256 páginas, 31.920.

  285. Zzz

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    Escribo Zzz con mi teléfono y se marca una carita de sueño. Se apagó el lenguaje, o se duerme. La escritura ya mutó. O bien se está borrando la escritura en favor de un lenguaje simple, que no requiere la articulación en un discurso. Ya no es necesario decir: me voy a dormir o estoy cansada. Basta con escribir Zzz. O bien se está introduciendo algo parecido a los jeroglíficos, es decir, imágenes que son signos, escritura. Estaríamos entonces leyendo de otra forma, leyendo imágenes. O bien, serían imágenes de escritura: en la carita de sueño, vemos la palabra sueño o dormir o aburrido o quedarse dormido. En este último caso, en la carita de sueño, en el emoji en general, vemos el sueño de la escritura: la vemos descansar, pero con las imágenes que fabrica, con las imágenes que son producto de las letras, tal como la carita de sueño aparece con la sucesión de tres Z.

    Entonces cuando escribo Zzz estoy en este momento liminar: o bien es la extinción del lenguaje; o bien es el inicio de un nuevo lenguaje.

    Lo más probable es que no es nada tan grave o nada tan prometedor, aunque no deja de ser insólito. El lenguaje ya no es una mera híper estructura que nos determina: tiene un inconsciente, produce imágenes y los seres humanos que lo usamos estamos ahora viendo y manipulando el inconsciente del lenguaje.

    Así con la letra Z: hay que investigar en qué era de la escritura estamos.

  286. Un homenaje enredoso

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    Hace ya muchos años le preguntaron al historiador Mario Góngora, en una entrevista, por la influencia que había tenido entre sus estudiantes. Respondió que había sido escasa, lo que atribuyó a su carácter reservado.

    Suponiendo que su juicio haya sido correcto, su influencia aumentó mucho tras su muerte, cuando ya no hacía clases y la reserva de su carácter ya no era un impedimento para conseguirle seguidores. Hoy muchos mantienen vivo su legado y lo consideran no solo un gran historiador, sino también uno de los principales intelectuales chilenos de la segunda mitad del siglo XX. Varios todavía lo recuerdan como un profesor fundamental, y en este sentido es revelador que los tres historiadores chilenos más importantes de los últimos 20 años, Alfredo Jocelyn-Holt, Gabriel Salazar y Joaquín Fermandois —entre sí muy distintos en todos los sentidos imaginables— fueran discípulos suyos. En los últimos años se han estado reeditando sus libros y se le han hecho homenajes públicos, algo totalmente inusual entre los historiadores chilenos, a quienes con suerte recuerdan los especialistas. El caso de Góngora tiene, además, el rasgo especial de que se haya revalorizado también su dimensión humana o que su figura intelectual se haya percibido de manera póstuma como un modelo de integridad moral. La publicación del libro El último romántico. El pensamiento de Mario Góngora, de Hugo Herrera, es una confirmación de este fenómeno y de algunos de los inconvenientes que esto puede implicar.

    En este libro, Hugo Herrera —filósofo, académico, columnista y asesor político— explica bien cuáles fueron las principales facetas de la vida intelectual de Góngora, asumiendo como una premisa, al parecer correcta, que el historiador sostuvo a lo largo de toda su vida una unidad o continuidad en sus ideas. Herrera separa las fases de la vida intelectual de Góngora por capítulos, desde sus años de estudiante, que él registró en su diario de vida, hasta sus principales trabajos como historiador y ensayista, y al mismo tiempo mantiene esa unidad de sus ideas que se podría sintetizar en la noción de romanticismo. Herrera explica de manera precisa y acabada cuáles fueron los aportes de Góngora en la historia del derecho chileno, estableciendo la relación que existe entre sus ideas sobre el Estado indiano y las que expuso más tarde en su libro Ensayo histórico sobre la noción de Estado en Chile en los siglos XIX y XX.

    El análisis de Herrera sobre las obras fundamentales de Góngora es un acierto, pero en la caracterización que hace de las ideas políticas y filosóficas del historiador, su libro se enreda demasiado, al parecer innecesariamente. Herrera llama a Góngora como el último romántico, y esto supone algunos inconvenientes, no solo porque el lector podrá, como a mí me pasó, escuchar dentro de su cabeza la voz pastosa de Nicola di Bari, rodeada de violines llorones cantando que él era el último romántico del mundo, sino porque existen pocos términos históricos más difíciles de definir y aplicar que este. Cuando hablamos de romanticismo podemos referirnos no solo a un movimiento artístico o literario —generalmente con un carácter nacional—, a una actitud vital o a una visión del mundo que podrá o no tener un marco cronológico acotado y a otro montón de acepciones, más o menos borrosas y muchas veces peyorativas, tal como lo describió hace muchos años Jacques Barzun en un trabajo dedicado a este mismo asunto. Es un lugar común asumir que romántico significa solo emocionalidad, espiritualidad, misterio o asociar el término a lo gótico o irracional, porque la verdad es muy distinta e incluso opuesta.

    El análisis de Herrera sobre las obras fundamentales de Góngora es un acierto, pero en la caracterización que hace de las ideas políticas y filosóficas del historiador, su libro se enreda demasiado, al parecer innecesariamente. Herrera llama a Góngora como el último romántico, y esto supone algunos inconvenientes, no solo porque el lector podrá, como a mí me pasó, escuchar dentro de su cabeza la voz pastosa de Nicola di Bari, rodeada de violines llorones cantando que él era el último romántico del mundo, sino porque existen pocos términos históricos más difíciles de definir y aplicar que este.

    Góngora propuso en uno de sus ensayos una definición de romanticismo como una visión de la vida y el mundo, como “una profunda tentativa de rescate de la libertad interior al afirmar el cosmos como vida y la infinidad de la vida en el interior del alma individual”. Para él, el romanticismo era eminentemente alemán y no tenía época. Herrera observa también que Góngora vio en el romanticismo una manera de hacerle frente al avance de la “desacralización” que, según él, venía arrasando con el mundo desde el siglo XVIII. Sin embargo, la ambigüedad de este concepto le hizo a Herrera una zancadilla en otra parte de su libro, cuando sostiene que “Góngora tiene, ciertamente, innegable inclinación de cuño romántico, pero es también, ya en los años 30, un incipiente erudito y sus textos acusan los rasgos propios de un pensador en forma, provisto del vigor mental idóneo para producir rigurosas referencias y encadenamientos argumentales”. Lo que permitiría suponer que la erudición, el vigor mental o el pensamiento serían ajenos al romanticismo, que vendría a ser sinónimo de misterio y espiritualidad. Creo que una clave para explicar este enredo está en que, tal como sugiere Herrera, el romanticismo de Góngora fue una reacción al espíritu ilustrado, y no creo estar faltándole el respeto al maestro ni a su discípulo si propongo que a los dos se les nota un marcado sesgo “anti-ilustrado”.

    Herrera sugiere que después de la Ilustración hubo una “reivindicación” de la comprensión de la vida como fenómeno y experiencia, que tuvo importantes consecuencias políticas.

    Si entiendo bien, esto quiere decir que hubo una reacción a una concepción mecanicista o materialista de la vida que sería propia de la Ilustración, la cual había propuesto “un entendimiento del mundo en analogía con una gran máquina de partes agregadas”. Herrera sostiene que el romanticismo habría socavado estos esfuerzos “unidireccionales”, planteando que en lo vivo “parecía haber un todo de partes que gozan de autonomía, a la vez que su operación y su existencia están definidas por el todo que las traspasa, informándoles completamente y posibilitando sus relaciones recíprocas”. Sin embargo, esta visión romántica de la vida es más o menos igual a la propuesta por Buffon en 1749, en su famosa Historia natural, uno de los más grandes emblemas de la Ilustración: “El verdadero manantial de nuestra existencia, no está en esos músculos, venas y arterias y nervios, que han sido descritos con tanta minuciosidad; debe de encontrarse en las fuerzas más ocultas que no se encuentran limitadas por las toscas leyes mecánicas que quisiéramos poner sobre ellos”. No puede generalizarse sosteniendo que la Ilustración fue materialista ni mecanicista, ya que el vitalismo o lo que se ha llamado el “empirismo sentimental” fueron tendencias ilustradas cruciales que animaron no solo las ideas de Buffon, sino de varios más, como Hume y Diderot.

    Alguna vez cometí la imprudencia de decir en público que Mario Góngora había sido un conservador y alguien no se demoró en corregirme, diciéndome que en realidad había sido un tradicionalista. Y tenía razón. La mejor caracterización que he encontrado sobre el tradicionalismo de Góngora la hizo hace años el historiador Adolfo Ibáñez, en un ensayo donde superpuso los términos tradicionalismo y romanticismo, asumiendo que para Góngora estas eran nociones coincidentes e intercambiables. Según Ibáñez, un tradicionalista es alguien que ve el presente como un momento decadente y que no espera nada de él ni del futuro, mientras no se restableciera la tradición cuya pérdida era la causa de todos los males actuales y por venir. El tradicionalismo podía tener una vertiente revolucionaria y, tal como decía Góngora, suponía haber vivido intensamente esta experiencia revolucionaria, y así después asumir una actitud contraria. Para entender esta paradoja es necesario revisar la particular interpretación de la historia de Chile que Góngora pergeñó prematuramente y que es más o menos la siguiente: en Chile, la Revolución francesa o el proceso de la Independencia —dos experiencias herederas del espíritu ilustrado— no tuvieron gran impacto o trascendencia porque no lograron modificar la estructura del Estado colonial, que mantuvo su vigencia como director de la vida nacional durante gran parte del siglo XIX. La verdadera revolución, según Góngora, ocurrió en Chile mucho después, a partir de finales del siglo XIX y principios del XX, cuando la oligarquía transformó al Estado, haciéndolo abandonar su función anterior para subordinarse a sus propios intereses económicos.

    Fue en medio de este gran cambio, en el que se consolidaron el poder de la oligarquía y de las fuerzas económicas dominantes del capitalismo extranjero y nacional, que surgió la vocación revolucionaria de Góngora en sus años de estudiante, primero de Derecho, en la década del 30, y luego de Historia, en la primera mitad de la década siguiente. Es esta revolución la que explica su fuerte vocación política durante esos años y el tenor de ese discurso que dictó en octubre de 1937, cuando un tímido recién egresado de Derecho de poco más de 20 años, muy flaco y de bigotito, proclamó “el llamado de la revolución”, afirmando que “la vida, la bondad, la belleza, todo lo que es divino y humano en el hombre, están hoy en lucha contra el poderío de la burguesía capitalista, y ni el dinero, ni la propaganda, ni la violencia triunfarán contra los deseos más profundos de la humanidad”.

    Góngora enarboló el estandarte de esta revolución antiliberal hasta más o menos 1945, cuando tuvo que asumir su derrota, ya que el nuevo escenario de la posguerra permitió que en el mundo se impusiera el modelo del capitalismo internacional y el predominio indisputado de la forma de vida norteamericana, uniforme, homogénea y tecnocrática. A partir de esa derrota, su posición revolucionaria se volvió una reacción tradicionalista y romántica, pero entonces Góngora decidió abandonar sus afanes políticos y militantes, y se replegó en su trabajo de historiador.

    Herrera parece haber seleccionado algunas referencias intelectuales de Góngora y descartado otras, siguiendo un criterio misterioso. ¿Por qué, por ejemplo, prefirió al filósofo Husserl sobre el historiador Burckhardt? O a ¿Carl Schmitt en lugar de Edmund Burke? Sospecho que estos nombres están más cerca suyo que del homenajeado.

    Una nueva etapa en la vida ideológica de Góngora sobrevino a comienzos de los 60, cuando el historiador constató que el Estado chileno había cometido el error de seguir la dirección de lo que llamó las grandes planificaciones globales, es decir, propuestas políticas, económicas y sociales importadas e impuestas desde arriba, ignorando la historia chilena y sus particularidades. Góngora expuso estas ideas en su ensayo más famoso, describiendo una secuencia de planificaciones que comenzó con el proyecto desarrollista de Frei Montalva de los años 60, siguió con el proyecto del socialismo marxista de la UP y culminó con el proyecto neoliberal de los Chicago Boys y del gremialismo. Hay una anécdota curiosa contada por Armando Uribe que puede explicar el tenor de al menos una de las fases de estas planificaciones y, de paso, demostrar la influencia de Góngora. Uribe, que cuando chico había sido alumno de Góngora en el colegio, le preguntó en 1971 a Jacques Chonchol, quien fue uno de los encargados de dirigir la Reforma Agraria, si había leído los trabajos de Mario Góngora sobre la historia social del campo chileno, donde se explicaban las complejidades del mundo que él pensaba intervenir. Chonchol le dijo que no tenía tiempo para esa clase de cosas. Uribe terminó el asunto con una reflexión sobre la flojera. Lo mejor del libro de Hugo Herrera es su análisis sobre estas planificaciones globales y sus limitaciones en sus intentos de manipular la realidad nacional, pasando por encima de las tradiciones y de la cultura popular (y esto no significa que yo coincida con sus ideas sobre el espíritu o el alma nacional).

    El ensayo o lo que Góngora llamó sus “estudios históricos” fueron los géneros en los que pudo expresarse mejor. Esto, naturalmente, no implica desmerecer sus monografías históricas relativas a la propiedad rural y el trabajo en el periodo colonial, obras que Herrera califica como muestras de “historia telúrica”. Pero a través de estos ensayos y estudios —que poco o nada tienen de telúricos—, Góngora mostró la amplitud de sus capacidades intelectuales, su habilidad para desarrollar interpretaciones creativas, sintéticas e inteligentes, a partir de su gran erudición. En algunos de estos ensayos finales Góngora también pudo adoptar la posición de “diagnosticador”, un observador de la situación de su tiempo, que tanto había admirado en autores como Nietzsche y Burckhardt.

    Como dije antes, pienso que Hugo Herrera se ha enredado de manera innecesaria al caracterizar las ideas de Góngora o en la presentación de sus fundamentos filosóficos. Pareció olvidar que Góngora, antes que ninguna otra cosa, fue un historiador, y que la historia de Chile, América y Europa fue el principal punto de partida de sus cavilaciones y principal foco de sus lecturas. Herrera parece haber seleccionado algunas referencias intelectuales de Góngora y descartado otras, siguiendo un criterio misterioso. ¿Por qué, por ejemplo, prefirió al filósofo Husserl sobre el historiador Burckhardt? O a ¿Carl Schmitt en lugar de Edmund Burke? Sospecho que estos nombres están más cerca suyo que del homenajeado. Me parece que las abstrusas disquisiciones metafísicas de Herrera no siempre reflejan el tono de las reflexiones del mismo Góngora, que normalmente fue claro y sencillo en sus argumentaciones. Tampoco entiendo bien por qué si Herrera basó en buena parte su interpretación filosófica de las ideas de Góngora usando como referencia algunos de sus trabajos incluidos en el libro Civilización de masas y esperanza y otros ensayos, publicado como un homenaje poco tiempo después de su muerte, no presentó directamente este libro. Esto es importante, porque fue en estos ensayos, generalmente excelentes, donde el público pudo conocer una dimensión de las ideas de Góngora que hasta entonces conocían sus interlocutores y alumnos.

    En su libro, Herrera hace, por un lado, una abalanza monumental de Góngora, donde casi no hay crítica o reparo, presentándolo como alguien que siempre fue más lejos que el resto de los mortales, una especie de guerrero místico. Me refiero a expresiones como esta: “Nunca dejó de existir el Góngora que busca más allá; en las articulaciones institucionales y en el estudio de los documentos y testimonios, hacia los mundos perdidos del pasado. Y allende las premuras del ruido, hacia los misterios del alma y la vida. Mundos perdidos y el misterio existencial: esos son rumbos de su vocación”. Mientras que, por otro lado, Herrera termina por traducir en difícil a un autor que siempre privilegió la claridad, cultivando un estilo seco, pero comprensible. Podríamos estar frente a esa experiencia conocida tradicionalmente como el abrazo del oso, que, de puro entusiasmo, afecto y con las mejores intenciones, aprieta hasta triturar y entonces crujen los huesos.

     


    El último romántico. El pensamiento de Mario Góngora, Hugo Herrera, Crítica, 2023, 230 páginas, $19.900.

  287. Peligrosos fallos formales

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    Seis años después de publicar el libro de cuentos La velocidad del agua (Ojo Literario, 2017), con el cual debutó en la escena literaria, Nicolás Bernales publica su segundo y esperado libro, la novela Geografía de un exilio, siguiendo el que suele ser el tránsito inevitable de la mayoría de los narradores chilenos. Pareciera que, salvo contadas excepciones, nuestra narrativa no quiere ajustarse a la idea de que el cuento, en tanto género, es suficientemente poderoso como para cimentar el lugar de un escritor en el canon escritural de un país o la historia literaria en general. Los escritores chilenos parecen inquietos si no son novelistas —pocos se ven como un Borges, una Mansfield, un Chejov, un Carver— y no siempre, cuando dan el paso al formato largo, lo hacen con éxito.

    La velocidad del agua, fue un texto debut sólido, con cuentos diversos, potentes, inquietantes, de lenguaje preciso, temas solventes, arriesgados, que llevan al lector a reflexiones de esas que la literatura buscar generar, agitando las aguas de los significados. Por el contrario, Geografía de un exilio deja una sensación de dulce y agraz.

    Nadie tiene por qué pedir que una primera novela sea una obra maestra. Pero tampoco es razón para que la crítica deba guardar silencio y esperar un nuevo intento. Con Bernales el crítico se enfrenta a este dilema, sobre todo porque él debutó con unos cuentos que mostraron su talento como escritor; en este segundo texto, sin embargo, se queda corto y precisamente por la fe que cabe tenerle como tal, es que el silencio sería la peor reacción frente a esta nueva publicación.

    Cabe decir que escribir no es fácil y que Bernales logra estructurar una novela que cumple con los mínimos del género y que aborda su tema, incluidas las derivantes del mismo, de manera adecuada. Esto es, se confirma que es un escritor y su relato exige leerlo de cabo a rabo, tanto por la inevitable necesidad de saber hacia donde avanza la historia de Nicolás Sánchez (el protagonista), como por descifrar si los fallos del relato finalmente se resuelven y se convierten en una virtud que fortalece el texto, o no.

    Geografía de un exilio vuelve a abordar la que pareciera ser una temática ineludible en nuestro país: la historia política reciente desde Allende en adelante, con su inevitable impacto en las generaciones vivas el 73 y los hijos de las mismas, incluidos los nacidos después de la recuperación de la democracia. Nada nuevo en esto, salvo la legítima mirada que el escritor quiere darles a sus personajes, instalando en ellos los conflictos existenciales y sociales del caso, los que como bien sabemos son de amplia gama. Resulta interesante, aunque no necesariamente novedosa, la perspectiva que observa una burguesía acomodada y en conflicto, su evolución y acomodo político, el deterioro de los discursos que se atrinchera a ambos costados de ese eje histórico que representa el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, la irrupción de la codicia, el arribismo, el imperio global del mercado con su principal divisa de cambio, el dinero: tanto tienes, tanto vales.

    Comparto que el texto resulte en muchos aspectos abierto, ambivalente, sin mensajes, pero no sé si ello lo convierte en universal, ni me queda claro que haya sido algo intencional. No parece que sea un relato que lleve al realismo a un estadio superior y creo que decirlo puede confundir negativamente al autor. En Geografía de un exilio veo, más bien, un texto que suspende decir lo que podría decir por un no saber cómo decirlo (lo que no debiera ser la causa) o porque no ha querido entrar en la arena del decir ciertas cosas en un tiempo en el que hacerlo puede dar lugar a injustas y destempladas acusaciones.

    Con todo, Bernales sorprende negativamente con la falta de proligidad de su relato, algo que se mantiene a lo largo de las 342 páginas de la historia.

    Escribir sobre lo que un país viene experimentando desde poco más de 50 años exige del narrador un nivel de sutileza y detalle, un lenguaje que sea capaz de indagar en los significados de su texto, aportando aristas que obliguen a revisar ideas y conceptos instalados, ya sea para confirmar o ajustar el imaginario colectivo. No hacerlo o no intentarlo deja a la novela a mitad de camino, y esto es lo que ocurre con Geografía de un exilio.

    Por otra parte, hay que decir que la prosa que muestra el relato es tosca, y es evidente que faltó más revisión, edición, la selección de un lenguaje más preciso y eficiente. El texto está lleno de ejemplos en los que Bernales adjetiva o describe usando palabras que no parecen las más apropiadas para referir lo que parece buscan expresar; por ejemplo, en algún momento, queriendo describir la superficialidad social de una clase, el protagonista cuestiona la decisión de sus padres al momento de elegir dónde él debe estudiar, diciendo que la elección había recaído en un “colegio cursi”. El uso de este adjetivo, como en muchos otros casos, detiene la lectura y da la sensación de un error o falta de ductibilidad en el uso del lenguaje, haciendo dudar de lo que puede haber querido decir: ¿se trata de un colegio elegido con sentido arribista, aspiracional, convencional? Queda claro que “cursi” no es el mejor adjetivo para calificar a una institución. Este tipo de fallos se repiten casi como si se tratara de un estilo, pero sabemos que no es así, porque hemos leído ya sus cuentos y este tipo de confusiones no estaban ahí.

    Asimismo, cuando el escritor quiere darle autenticidad a su narración, buscando que los diálogos tengan el tono coloquial de los modos de habla locales, nuevamente parece quedarse a mitad de camino y el uso de los modismos paraliza los diálogos, su fraseo, con una suerte de sequedad que hace que lo que debería parecer natural resulte forzado, desviando la atención sobre el fondo —el conflicto de los personajes y su entorno— y dificultando que la historia fluya con soltura. Es sabido aquello de que para retratar una realidad es fundamental evitar la literalidad, lo obvio, la replica directa.

    Por último, y esto no necesariamente es una falla, en Geografía de un exilio el trabajo de los personajes y su contexto está abordado más en la línea del bosquejo que en la del detalle. En alguna parte he leído que el escritor Santiago Elordi, dice que en este texto, “Nicolás Bernales elevó el realismo latinoamericano a su más alto nivel de representación. Abierto, ambivalente, ciertamente sin mensajes: universal. Un verdadero caso literario”. Comparto que el texto resulte en muchos aspectos abierto, ambivalente, sin mensajes, pero no sé si ello lo convierte en universal, ni me queda claro que haya sido algo intencional. No parece que sea un relato que lleve al realismo a un estadio superior y creo que decirlo puede confundir negativamente al autor. En Geografía de un exilio veo, más bien, un texto que suspende decir lo que podría decir por un no saber cómo decirlo (lo que no debiera ser la causa) o porque no ha querido entrar en la arena del decir ciertas cosas en un tiempo en el que hacerlo puede dar lugar a injustas y destempladas acusaciones.

    Aun así, porque no hay perfección en literatura ni en nada, debe decirse que Geografía de un exilio es una novela legible y, en especial, revisable. Bernales, siguiendo esa obsesión por la reescritura que tenía Marguerite Yourcernar o González Vera, podría reeditar esta novela, sacando el lastre formal que la afecta, de modo que la reflexión de fondo encuentre su texto definitivo y, en él, toda la potencia de lo que ha querido contar. Especialmente sugerente resulta la idea de un exilio voluntario, que tiene que ver con la necesidad de huir de un estado de cosas que lleva lo humano, en general y particular, a una situación de deterioro y extravío esencial, que no viene de la falta de libertad sino de un cambio de valores en el marco de la democracia. En esa crisis transversal, el protagonista apuesta por salvar aquello que no va de la mano de lo material. Y en esa reflexión, Bernales esboza algo que no es menor y que reitera la señal de que estamos frente a un escritor que puede más.

     


    Geografía de un exilio, Nicolás Bernales, Zuramérica, 2023, 342 páginas, $18.500.

  288. Sobre el poder y la belleza en los chimpancés

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    Una frase evolutivamente proselitista, que anima el espíritu de todo primatólogo amateur, inaugura la narración de la miniserie El imperio de los chimpancés: “Si conocemos mejor a los chimpancés, nos conoceremos mejor a nosotros mismos”. No hace falta ver el documental entero para que el proselitismo haya surtido efecto. Más que conocernos mejor, el documental obliga a dejar de ver ciertos comportamientos como específicamente humanos; incluso también algunos que se pueden considerar patológicos, como la mentira, el disimulo, la obsesión por el poder y el ascenso social. Adolescentes que se comportan de modo exageradamente violento porque no saben cuál es su lugar en el grupo, jóvenes que juegan a ser mamás con las crías de otras hembras —quizá un poco anticuadas para las últimas generaciones humanas—, manos ajadas por las lianas como si fueran las de jugadores de balonmano o de estibadores, antes de que los puertos mecanizaran la descarga, largas travesías por el bosque en fila de a uno, como si estos chimpancés fueran socios de un club de montaña que los domingos organiza paseos por el bosque. El parecido resulta a veces cómico. Cuando se preparan para la guerra, los chimpancés se yerguen, sus pelos se erizan y el espectador sospecha de un humano de carnaval, disfrazado con un vestido barato de pelo sintético.

    Otras veces, las similitudes son inquietantes: un gesto idéntico acompaña situaciones para las que los humanos jamás lo habrían empleado. El rostro del chimpancé puede adquirir el aire parsimonioso y resignado de quien espera el autobús, cuando, en cambio, este experto en enmascararse se prepara para el ataque de un vecino temible.

    La serie documental está estructurada sobre una guerra entre dos grupos de chimpancés de las selvas de Ngogo, en Uganda, al este de África. A pesar de que en lengua castellana la palabra imperio —la traducción de Chimp Empire es literal— hace referencia a comunidades políticas muy habitadas y sobre todo muy extensas, las sociedades de chimpancés son numéricamente escasas. El documental sigue principalmente al primer grupo: el central, el más numeroso conocido de toda la Tierra, de 120 miembros, liderado por el macho alfa Jackson, a quien oficiosamente se le puede considerar el protagonista de la película. El segundo grupo, el occidental, es más pequeño, compuesto por unos 60 ejemplares, surgido como una segregación del primero y su macho alfa se llama Hutcherson. Ambos grupos conocen la misma y casi única división del trabajo: la que existe entre los guerreros y los patrulleros, encargados de saber que en el propio territorio no se han introducido chimpancés del grupo rival. Posiblemente, el objetivo bélico de la narración hace que otros “oficios” o labores apenas aparezcan, aunque se escurran en el relato, como el que practica un chimpancé adulto que parece conocer qué árboles de la selva son los más útiles y alimenticios.

    El narrador asegura que el segundo grupo está más cohesionado que el central, porque machos y hembras colaboran en la guerra, lo que le permite sobrevivir frente a un grupo muchísimo más numeroso (y sobre todo, con muchos más machos adultos). La causa de esta mayor cohesión residiría en el carácter comprensivo y auxiliador de su líder, Hutcherson.

    Respecto de esta afirmación, como de tantas otras, el espectador debe hacer un acto de fe, pues las imágenes no permiten extraer esta conclusión: ambos grupos parecen comportarse de modo muy similar y la unión parece inestable, más cercana a la de los grupos humanos que a otros animales sociales, como las hormigas. En ningún caso la autoridad es tan grande como para determinar el comportamiento de los individuos. De hecho, a Jackson —el líder desconsiderado para el narrador— sus chimpancés van a rescatarlo cuando se encuentra a merced del otro grupo. A partir de estas cuatro horas, la reconstrucción del comportamiento de los chimpancés no resulta sencilla. El mismo dimorfismo de los chimpancés —la diferencia de constitución física entre los sexos— es menos evidente que en los humanos, de tal manera que la mayoría de las veces solo se podrá distinguir un macho de una hembra cuando esta lleva colgada una cría.

    Pero el documental —y este es un logro— suministra la cantidad de información suficiente como para no creer todos los juicios morales y sociales de los guionistas. Después de que uno de los machos del primer grupo (Pork Pie) haya sido asesinado por el grupo rival, la voz apologética del narrador admite que esta violencia intergrupal es el principal defecto de los chimpancés. Se lamenta de que sean territoriales, tan buenos amigos de sus amigos, como fieros enemigos de quienes invaden su espacio. El chimpancé sería un doctor Jekill con su grupo, un animal juguetón y dócil, hasta que, fuera de sus fronteras, estallara como un temible míster Hyde.

    El documental —y este es un logro— suministra la cantidad de información suficiente como para no creer todos los juicios morales y sociales de los guionistas. Después de que uno de los machos del primer grupo (Pork Pie) haya sido asesinado por el grupo rival, la voz apologética del narrador admite que esta violencia intergrupal es el principal defecto de los chimpancés. Se lamenta de que sean territoriales, tan buenos amigos de sus amigos, como fieros enemigos de quienes invaden su espacio. El chimpancé sería un doctor Jekill con su grupo, un animal juguetón y dócil, hasta que, fuera de sus fronteras, estallara como un temible míster Hyde.

    Sin embargo, a lo largo de estas cuatro horas, los chimpancés no solo son incómodos y peligrosos en el extranjero, sino también en su propia casa. Es cierto que los chimpancés se están preparando continuamente para la guerra, para hacerse con la propiedad exclusiva de un árbol especialmente nutritivo que crece en la frontera entre ambos territorios. Pero esta no pasa de escaramuzas, de peleas y empujones, parecidos a los de los conciertos de grupos punks. Los conflictos intergrupales solo causarán una muerte más, precisamente la de Jackson.

    Y los empellones y saltos sobre los rivales se producen no solo en las peleas entre diferentes grupos, sino también dentro del propio grupo. La única diferencia entre ambas violencias estriba en que, dentro del grupo, resulta mucho más frecuente.

    Sobre todo cuando no se enfrenta a sus enemigos, la sociedad de los chimpancés es obsesivamente violenta. La violencia ya no se dirige contra quien amenaza su supervivencia —territorio, comida—, sino por el poder dentro del grupo, por un poder que es un fin en sí mismo.

    Los chimpancés no quieren ser poderosos para conseguir algo, simplemente quieren ser poderosos.

    El ansia por el poder es capaz de generar comportamientos bellos, extraordinariamente barrocos, en ningún caso directamente conectados con el incremento del éxito sexual, reproductivo o alimenticio. Cuando llueve y el resto de los chimpancés se protege de la humedad en la copa de los árboles, algunos jóvenes ambiciosos realizan una impresionante danza de liana en liana, de rama en rama, de árbol en árbol. Se trata del baile de la lluvia. Este poder como fin en sí mismo se reproduce en los comportamientos sociales más prototípicos y repetitivos de los chimpancés. El poderoso quiere ser acicalado, pero no acicalar de vuelta, incluso si se trata de un comportamiento que sirve para la higiene y la salud. Por la misma consideración jerárquica, el jefe podrá determinar que unos miembros del grupo no coman de la caza conseguida. Por último, el poderoso intentará evitar la conversación entre los miembros masculinos del grupo, sobre todo entre aquellos cuya alianza podría desbancarlo de la posición máxima de la jerarquía.

    Esta preocupación no se traduce necesariamente en la obtención de ventajas asociadas a los poderes sólidos. Que el grupo se organice jerárquicamente no implica que sea estable, ya que todos los miembros disputan continuamente por ascender en la jerarquía. A los primatólogos profesionales les gusta afirmar que el poder en esta sociedad está estructurado de manera muy sofisticada. Si la sofisticación se define por la continua agresión al poder establecido, entonces los chimpancés viven en la más refinada de las comunidades. En mi opinión, más que sofisticación, se trata de miles de variantes de un mismo comportamiento repetitivo. Todos los jóvenes fuertes quieren ser machos alfa y, de modo bastante descarado, intentan serlo. Por este motivo, la jerarquía es mucho más inestable que las fronteras: los chimpancés son mucho más arribistas que imperialistas, en su vida cotidiana están más interesados por ascender que por defenderse; más preocupados por ocupar un puesto superior en la escala, independiente de que estén preparados para organizar la defensa contra el grupo rival.

    Al igual que el sexo, el poder es poco evidente. No podemos estar seguros de quién es el macho alfa. En ningún caso corresponde al chimpancé más vigoroso, así que ni siquiera las sociedades de chimpancés cumplen el tópico de “el poder del más fuerte”, como posiblemente tampoco se aplica de modo correcto a los subgrupos humanos que suelen ser descritos con esta frase hecha: seguramente el líder mafioso o el narco no son los individuos más fuertes. Este tipo de poder, sin duda, requiere de habilidades lingüísticas o técnicas, de acuerdos, de consensos, de simpatías. En cualquier caso, el hecho de que la jerarquía, ni en su punto más elevado ni en sus escalones inferiores, sea determinada por las diferencias físicas, hace aumentar la inestabilidad de la sociedad. Muchos pelearán por llegar al puesto más alto.

    El ansia por el poder es capaz de generar comportamientos bellos, extraordinariamente barrocos, en ningún caso directamente conectados con el incremento del éxito sexual, reproductivo o alimenticio. Cuando llueve y el resto de los chimpancés se protege de la humedad en la copa de los árboles, algunos jóvenes ambiciosos realizan una impresionante danza de liana en liana, de rama en rama, de árbol en árbol. Se trata del baile de la lluvia.

    Durante los cuatro capítulos, al macho alfa lo retan competidores: primero Abrams, luego Wilson. La rivalidad para el macho alfa parece potencialmente total. Más insoportables que las agresiones del grupo rival, en cualquier caso más frecuentes, son los ataques de sus compatriotas. Los chimpancés aparecen retratados como grandes disimuladores. El macho alfa Jackson ejerce sus habilidades para el despiste y la insinuación, sobre todo frente a sus rivales internos. Es verdad que el carácter opaco de la selva permite que el grupo grite —y en cierto sentido mienta— para que los enemigos se los imaginen como más numerosos. Pero si grita una vez para ahuyentar a los enemigos, Jackson disimula mil veces para desincentivar las ansias de sus rivales más próximos, de los mismos chimpancés a los que ha protegido. Esconde sus heridas y su debilidad, también después de que haya hecho una defensa victoriosa y solitaria contra los occidentales. El heroico alfa Jackson se retira por varios días a lo profundo de la selva después de haber sido herido en la primera batalla. La sociedad de los chimpancés no respeta a sus héroes ni a sus protectores.

    Pero la inestabilidad se multiplica por otro factor: un alfa puede seguir siendo alfa, incluso después de haber perdido algún reto contra los inquietos competidores. En este reinado al borde del abismo, en el que el rey lucha por su jerarquía las 24 horas del día, solo él decidirá dejar el reinado, en el momento en que rehúya el combate con los jóvenes en ascenso y se incline ante ellos. Si da la pelea, seguirá siendo el alfa.

    En esta historia de cuatro horas, el alfa protagonista se esconderá, resistirá, pero finalmente morirá como alfa, solo como consecuencia de las heridas causadas por el grupo occidental, no por las muchas molestias y empujones de los dos arribistas principales. Hasta en esta sociedad, si no revolucionaria, por lo menos rebelde, el poder es conservador. Aparece como una constante que, si permite el atentado y la insumisión, solo acepta que el poder cambie de manos cuando el dueño de la casta se inclina y renuncia. A pesar del carácter contestario y maquinalmente burlón de los jóvenes chimpancés, esta sociedad también conoce peculiares consensos intergeneracionales.

    El pensamiento político moderno —por lo menos la línea que nace de Rousseau en El discurso sobre los orígenes y los fundamentos de la desigualdad— se imagina una sociedad natural plácida, unos orígenes satisfechos, un animal social traicionado y engañado por las máquinas, el dinero, el lujo, la corrupción. Es un mito que nos sigue enganchando. Somos puros, podremos ser puros, porque alguna vez lo fuimos. Existe una gran caída, posiblemente un gran culpable de esa gran caída: capitalismo, neoliberalismo, comunismo… hay para todos los gustos ideológicos. En ningún caso la convivencia grupal de este primate superior confiere historicidad y concreción a esta ensoñación acerca de los orígenes. Por el contrario, la hace más abstracta y lejana, más presuntuosa, la convierte en una nostalgia fingida. Al menos en este sentido, los primates nos ayudan a conocernos mejor: si existió la caída humana, esta no la compartimos con nuestros familiares que no necesitaron ni dinero ni contrato para comportarse de modo egoísta. No hace falta industrialismo, no hace falta una compleja división del trabajo, no son necesarias sociedades multitudinarias y anónimas, no hace falta modernización ni consumismo, ni siquiera hace falta el pecado original para que un grupo genere parias y semiparias, poderosos que solo reparten la comida entre sus amigos, que matan especialmente a seres más débiles cuando menos hambre tienen, que escogen la guerra en vez de la paz.

     


    El imperio de los chimpancés (2023), dirigida por James Reed, 4 capítulos, disponible en Netflix.

  289. Nuestras caras y cuerpos en las artes mayores y menores

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    En La matanza de los inocentes, de Guido Reni, apenas notamos el puñal que, desde el centro, ordena y resume la obra. Nuestros ojos se van más bien hacia la izquierda, hacia el rostro de la mujer de cuyos pelos tira el inminente asesino de su bebé. Es tan llamativo que casi arruina el cuadro; un elemento que distrae y se distingue de los demás. Cierto que esa desesperación también sintetiza la escena: es el primer grito de un coro que busca expresar una violencia casi audible, pero los alaridos de Guido no convencen: lo que vemos no son gritos sino bocas abiertas, gestos huecos en rostros demasiado tranquilos o malogrados como para visibilizar convincentemente el suplicio de las madres. El suyo es un horror sordo. Podríamos excusarlo diciendo que el pincel de Reni siempre fue demasiado elegante, demasiado clásico para el alboroto, pero sospechamos algo más: es la pintura misma la que nunca tuvo predilección por nuestras contorsiones indignas, por el desborde facial de nuestras pasiones o, en sentido opuesto, por nuestros gestos más feos, fugaces y banales. “Los griegos —escribió G. H. Calvert en su Vida de Rubens— tenían una percepción estética mucho más elevada cuando velaban, valiéndose de algún medio oportuno, el rictus distorsionado por el sufrimiento físico o moral”.

    Durante siglos, ese mismo reparo garantizó la mesura de nuestros rostros. No ignoramos los numerosos ejemplos de lo contrario, las logradas representaciones de la cólera o la congoja; no ignoramos que la una y la otra tengan un lugar destacado en la iconografía occidental, pero, incluso ahí, las Bellas Artes siempre dieron a nuestras facciones una plasticidad más bien infrecuente y a menudo difícil.

    La soltura vino por otro lado. Así como en el siglo XX los verdaderos herederos de Miguel Ángel y Rubens, de Tiepolo o Bouguereau, no son lo que llamamos “artistas contemporáneos”, sino los ilustradores de fantasía y ciencia ficción (Frank Frazetta, Jeffrey Catherine Jones, el horrendo Boris Vallejo, etc.), son las artes “menores” las que terminan de desplegar toda la expresividad de la que es capaz el rostro humano. Sumemos también el cuerpo. Y digamos, además, que por menores nos referimos aquí a las artes visuales destinadas más bien al entretenimiento y la decoración, desde las gárgolas a los dibujos animados, pasando por la caricatura y sobre todo la historieta.

    Sobre el primer punto no hay mayor controversia. La comparación de Frazetta y los suyos con los maestros de la pintura no solo es muy común; es algo que salta a los ojos. Basta ver el San Jorge de Rubens junto a cualquier Conan en armas; contar las veces que el Caminante de Friedrich ha servido de modelo compositivo y espiritual a guerreros y cosmonautas. Las islas, las criaturas de Böcklin, todo el conjunto de ensoñaciones simbolistas se confunde casi sin distancia con los mundos que entintan Jones y compañía. Más que casi cualquier artista contemporáneo, esta es gente que entiende de pinceles y colores, de líneas y sombras, pintores que todavía celan las proporciones doradas, las leyes de la anatomía y que conocen de memoria la tensión y el descanso de cada uno de nuestros músculos, porque el sentido de su arte sigue estando —como para el arte clásico— en la gracia, la fuerza, en la gloria del cuerpo humano.

    En el siglo XX los verdaderos herederos de Miguel Ángel y Rubens, de Tiepolo o Bouguereau, no son lo que llamamos ‘artistas contemporáneos’, sino los ilustradores de fantasía y ciencia ficción (Frank Frazetta, Jeffrey Catherine Jones, el horrendo Boris Vallejo, etc.), son las artes ‘menores’ las que terminan de desplegar toda la expresividad de la que es capaz el rostro humano. Sumemos también el cuerpo.

    Dentro de ese lenguaje, la historieta de superhéroes ofrece ya una primera modulación —digámosle así— respecto de las artes mayores. Por mucho que, desde el Renacimiento en adelante, la pintura buscara agotar toda posible postura de manos y miembros, no hay periodo artístico que haya podido imaginar a Spider-Man. El superhéroe pide nuevos movimientos, nuevos ángulos y, también, nuevos cuerpos: la enormidad inelegante de Hulk o la esbeltez de cualquier heroína, que finalmente da a la mujer la perfección atlética que la tradición había reservado a los hombres. Un cruce entre la Gibson Girl y el Hombre de Vitruvio. Esa continuidad estilística con el clasicismo es, quizás, la continuidad del héroe que se bate a puño limpio: la del atleta, el luchador o el dios, que la historieta convierte en mutante, extraterrestre, en ciudadano común, y que, llegado el siglo XX, había perdido casi toda vigencia, menguado por la maquinización de la guerra y reemplazado por la gente de a pie. Un enroque: mientras la pintura termina retratando cuerpos quietos y civiles, la historieta retoma ese universo cuyo destino sigue en manos de cuerpos ágiles, musculosos y desnudos. El universo con que todavía sueña Cristiano Ronaldo.

    Por otro lado, sabemos bien que, en las artes “mayores”, la representación siempre ha tendido a la idealidad y la compostura. Es el caso de casi cualquier figura estilizada, pero también el naturalismo nos acostumbró a ver figuras mayormente serenas, mayormente bellas; a procurar decoro aun en la ruina. No hay mártir que, bajo el pincel, haya perdido la entereza. Hasta los desgarbados santos de Ribera logran anteponer una suerte de invencible dignidad del cuerpo, sin siquiera apretar los dientes. Aun ahí, en la abyección de la tortura, las deformaciones más crueles a las que pueden someternos la fuerza y el dolor son corregidas por las dignidades de la belleza y el símbolo; son transformadas por un orden superior. Lo mismo vale para cualquier fiesta, cualquier batalla: ninguna puede permitirse la torpeza de gestos que encontraríamos, por ejemplo, en una fotografía, porque “en el arte anterior al siglo XIX, el tiempo nunca era un instante completamente aislado, sino que implicaba lo que lo había precedido y lo que habría de seguir”, como dice la historiadora del arte Linda Nochlin en Realism. Por mucho que el Barroco pusiera las cosas en movimiento, los líos de Rubens no eran más que “un paradigma generalizado, eterno, de la violencia física”, el “movimiento como una entidad ideal y permanente”.

    Frente a esto, toda mueca es terrenal: una expresión pasajera e inferior que, acordemente, suele quedar relegada a las figuras secundarias. Volviendo a Ribera, es el sátiro Marsias —un ser del inframundo— quien da al martirio su verdadera cara. También encontramos grosería en los rústicos rostros que ríen de Jesús en los cuadros de Grünewald, de Massys y del resto de la pintura flamenca.

    El norte siempre tuvo menos escrúpulos para lo bajo y lo feo. De hecho, fueron los Países Bajos los que en el siglo XVII ampliaron su vocabulario con todas las picardías que siempre escasearon en el sur. Las muchedumbres de Brueghel, las tabernas de Jan Steen, los radiantes retratos de Hals y Judith Leyster; todos ellos abren un repertorio de nuevos ademanes; pintan las poses y miradas de la plebe y de una burguesía libre de báculo y blasón. A la diferencia de rango corresponde una diferencia de gestos. Ese cambio (pictórico, social) permite que, en el siglo siguiente, Joseph Ducreux pueda retratar sus monerías frente al espejo, que en el XIX los alemanes de Adolph Menzel se explayen con semejante naturalidad y que en, en el XX, por culpa de gente como el ilustrador Norman Rockwell, ya no quede movimiento corporal o facial que la pintura no pueda reproducir con una perfección casi asfixiante, con una soltura impensable en cualquier época anterior.

    Con todo, lo de Rockwell es ya una cosa “menor”, y es justamente el virtuosismo de su gestualidad lo que parece dejarlo fuera del arte “serio”, que a esa altura —años 20 y 30 en adelante— ya poco y nada tenía que ver con nuestros cuerpos. El histrionismo ofende a la pintura. Sus caprichos contradicen el trabajo contemplativo del óleo, lento de capas y tradición. Por esto lo siguen evitando los pintores que aún insisten en volcar nuestras expresiones sobre la tela. Las carnes de Lucien Freud entonces y de Jenny Saville ahora, los retratos hiperrealistas que hacía Chuck Close y hoy realiza Craig Wylie: groseros, prosaicos, pero nunca efusivos. Permanecen quietos en una suerte de tiempo propio.

    Ajena a la sincronía del símbolo, la historieta descarga sobre la representación visual todo el peso del rigor diacrónico. La palabra no releva a la imagen de su tarea explicativa; al contrario, la obliga a ilustrar cada uno de sus pormenores con una exactitud que la pintura y la escultura jamás conocieron; a modular ojos, labios, manos, cuerpos para dar sentido a cada frase de cada diálogo, a cada momento de cada una de esas situaciones de las que, por su naturaleza, las artes mayores nunca se ocuparon.

    Si nuestros gestos cotidianos terminaron incorporándose a nuestro régimen visual fue gracias al lápiz, a la pluma, al buril quizás, pero no al pincel. Fue gracias a las ilustraciones en los libros y periódicos de la era moderna; es decir, de medios discursivos y no solamente visuales. Fue gracias a la caricatura, del italiano “caricare”, “cargar”, “cargadura”, por así decir. Ese juego permitió que nuestros rostros eludieran el control del gremio y que se deformaran para ganar elasticidad, para amigarse con lo trivial y para hacer regla de esas caras y comportamientos que en las artes mayores eran solo excepción. Desprendidas de la tela, impresas sobre el papel, las figuras fueron ganando en amplitud expresiva lo que perdían en densidad simbólica, adecuándose a un panorama gráfico (hecho de publicaciones, publicidades, películas, pósters, afiches, etc.) cada vez más atravesado por la palabra.

    En esto la historieta es ejemplo cabal. Si “la pintura es la escuela del silencio”, como dicen que dijo Paul Claudel, la historieta es el dibujo de la palabra hablada y, desde este punto de vista, es a la pintura lo que la burguesía era al clero y la nobleza: un arte “menor” que no solo aterriza la iconografía, sino que la ignora; y que ni siquiera es capaz de contentarse con el “fragmento temporal desgajado” (Nochlin) de la pintura realista, porque ninguno de sus instantes se sostiene ya por sí mismo: cada viñeta debe hilvanarse con la siguiente para construir el sentido que solo puede darles el relato.

    Ajena a la sincronía del símbolo, la historieta descarga sobre la representación visual todo el peso del rigor diacrónico. La palabra no releva a la imagen de su tarea explicativa; al contrario, la obliga a ilustrar cada uno de sus pormenores con una exactitud que la pintura y la escultura jamás conocieron; a modular ojos, labios, manos, cuerpos para dar sentido a cada frase de cada diálogo, a cada momento de cada una de esas situaciones de las que, por su naturaleza, las artes mayores nunca se ocuparon. La historieta es, como explicaba Will Eisner en Comics and Sequential Art, un “arte secuencial”, y se la debe comparar más bien con el cine, “del que en realidad es un antecesor”. Y si bien el naturalismo la emparenta decididamente con las bellas artes, su autonomía narrativa y su herencia caricaturesca la abren también a una infinidad de estilos; le permite fundar un reino inagotablemente plástico donde, ya sin constricciones de usanza ni método, es posible representar cualquier cosa de cualquier modo.

    Es más: parecería que el dibujo logra ensanchar la representación de nuestra vida interior justamente cuando abandona el naturalismo. Falseando nuestras facciones, logra a veces retratar realidades psíquicas que, paradójicamente, son inaccesibles a cualquier dibujo realista. No a otra cosa deben su éxito los Rage Comics, una cultura digital basada en un elenco gráfico tan sencillo como eficaz y cuyo engendro más perfecto es, también, el más esquivo: Trollface, la personificación de un incordio a la vez siniestro e inocuo, la cara de una pesadilla en chiste.

    Son este tipo de catálogos los que hoy pueblan nuestro régimen visual: memes, gifs, emoticones y stickers que consuman la textualización de la imagen. Desde el diseño gráfico, desde el reciclaje del patrimonio televisivo, cinematográfico, pictórico-artístico, en una palabra, cada formato elabora un elenco de figuras hiperexactas que permiten abreviar, absorber o acompañar la palabra, pero que, por eso mismo, solo funcionan al interior de la comunicación escrita. Aprendemos a ver pensando epígrafes. O a hablar con dibujitos. La nuestra es una imagen puramente incidental cuyo formato fragmentario y reducido resume el sentido del intercambio telemático. Es difícil imaginar una representación que hoy supere esa lógica. El derrotero de nuestras caras y cuerpos, que va de la solemnidad al desparpajo, es también el de un mundo cada vez más dinámico, más horizontal, que ya no puede sustraer sus figuras a la coyuntura porque no cifra en ellas ninguna verdad de fondo.

  290. Yo

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    Se dice que el lenguaje se aprende por imitación. Esto significa que el aprendizaje del lenguaje nos sitúa ante otros, más que ante un sistema lingüístico. Al imitar a las otras personas, las reinventamos, las re-hablamos. El “yo” emerge de esta apropiación de los modismos de otros.

    El proceso de aprendizaje del lenguaje parte con la imitación, pero no se agota con ella. Digo “mamá” o “papá” o “zapato” y se abre un mundo de respuestas posibles, mímicas, exclamaciones, aclamaciones, sonrisas o risas, repeticiones (“zapatos”, dice la guagua; “¡bravo!”, exclama la abuela). Hablar es dar la palabra. Siempre esperamos una respuesta, un eco, un retorno. Aprendo a hablar reinventando a otras personas, imitándolas, y estas personas, a su vez, se reinventan a sí mismas con el lenguaje que surge de mí. Asimismo, el aprendizaje del lenguaje no es unívoco. La niña o el niño que aprende a hablar, lo hace a condición de que otras personas aprendan. El yo que surge de su aprendizaje del lenguaje, es un yo que espera una respuesta, un eco, un aplauso.

    Del mismo modo que aprendo a hablar imitando, los sentimientos también vienen desde afuera. Se forjan con el aprendizaje del lenguaje, con los procesos de imitación, repetición, con la repetición de los gestos corporales que asociamos a las palabras. Siento y vivo el amor en función del modo en el cual escucho las palabras de amor, las repito, soy receptivo a la gestualidad del afecto, la hago mía. Una niña o un niño aprende, de a poco, a decir “te amo”. Repite lo que ha escuchado. Aprende a dar besos. Se los damos, le damos afecto, y con el tiempo, lo restituye.

    El sentimiento de amor es indisociable del lenguaje que lo hace posible, incluso del sistema gramatical que lo estructura. Amo en la medida en la cual me contaron el cuento del amor. Aquí, hago más y menos que imitar un significante; hago más y menos que una mímica para incorporar una palabra. En los cuentos que nos trasmitieron, el amor se presenta como un absoluto. Entonces, más que reproducir una palabra, buscamos elevarnos a ese significado. Tal vez en el caso del amor buscamos más bien copiar algo que no es del todo visible. Lo que inicialmente era lúdico, como la imitación de la palabra “zapato”, se vuelve, en algún momento, abismante. Si digo “zapato”, la mamá o el papá se va a reír; si digo “te amo”, la mamá se va a quedar un segundo en silencio. Quizás sonría o me abrace. Lo que yo repito produce emociones, conmociones. Paradójicamente, mientras aprendo a hablar se forjan afectos y se instalan silencios. De cierta manera, aprendemos a hablar para experimentar los límites del lenguaje: la conmoción (y entremedio, sonrisas, abrazos fuertes, intercambio de miradas, contenciones). En este momento, hablar es nutrirse del silencio de las emociones, de la felicidad y de la inseguridad que suscitan. Ya no sabemos del todo qué decimos, pero nos volvemos más sensibles. En ese momento, “yo” no soy un mero efecto del lenguaje a la espera de una respuesta: soy parte de un drama, una historia, con intensidades.

    El hecho de que aprendamos a sentir porque aprendemos a hablar hace que seamos también seres empáticos. Como hablar es ante todo imitar a otra persona, me vuelvo capaz de sentir la tristeza de otra persona. No soy una persona empática porque tengo buenos sentimientos. Soy una persona empática porque dependo completamente de las otras personas para constituirme y para sentir y porque esta co-constitución de mí y del otro, eso que se produce a través de la imitación, produce además conmoción: silencios. Siento lo que siente otro y que se expresa en silencio, porque la conmoción produce, entre nosotros, silencio. Por lo mismo, a medida que aprendo a hablar, cargo con la tristeza de otro (de otro que me habló primero y, luego, de los demás otros). Mi tristeza nunca es pura, solamente mía. Mi tristeza es también la tristeza de otro. Aprender a hablar es incorporar la tristeza de otro, de quien nos habló primero. Es imitarla, pero esta vez, al imitar no hago mío algo que es otro, soy el otro, repito su historia. La repito para que esta tristeza tenga una historia, no quede inmóvil en otro que la guarda en su silencio.

    Para ser “yo” tengo que hablar, imitar, dar lugar a una escena entre otra persona y yo. Imito a otro hablando —¡zapato!—, me burlo un poco de este otro, pero así incorporo también su silencio, su tristeza, y le doy la palabra, le pido, sin saberlo, salir de la tristeza o moverse dentro de ella. Otro me habla y así me exige existir, así como yo le exijo existir. Ser “yo” tiene muchas aristas. Me constituyo en la medida en que repito lo que otros dicen, espero su eco, incorporo su tristeza. Soy así esperanza y compasión.

    El “yo” es un efecto, pero el efecto de una fuerza que nos anuda a otros y nos empuja a todos. Estamos, desde el nacimiento, en medio de un entramado de fuerzas. El “yo” se constituye anudando estas fuerzas unas a otras, modulando su tensión.

  291. García Márquez: otra novelita burguesa

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    Quizás no haya una forma elegante de salir de esto. Antes que la ficción, lo más interesante de En agosto nos vemos, la última novela de Gabriel García Márquez, es la historia de su escritura, que quiere contener la tristeza del duelo y la ternura de una despedida familiar. Lo básico: el colombiano trató por mucho tiempo de contar esta historia acerca de una mujer que cada año visita la tumba de su madre en una isla, para luego sostener una relación de una noche con un desconocido, determinada por la promesa de una vida que nunca tendrá, pues está atrapada en un matrimonio tan burgués como predecible.

    García Márquez o Gabo, como le dicen amigos, conocidos y fans, se refirió a ella en alguna nota de prensa en 1999 y publicó uno de sus capítulos como cuento en la prensa (Cambio, El País), mientras se abocaba a trabajar en varias versiones que tuvieron como contrapunto la internación del autor por un cáncer en Los Ángeles y, luego, un cierre triste, cuando la demencia senil se tomó su cuerpo y diluyó su memoria. “Este libro no sirve. Hay que destruirlo”, dijo sobre el manuscrito, que ya contaba con varias versiones. Décadas después y con la bendición póstuma de sus hijos, que lo releyeron y no lo encontraron tan espantoso (“Mucho mejor de cómo lo recordábamos”, escribieron Rodrigo y Gonzalo García) o simplemente rentable, el texto (la versión n°5) fue rescatado del archivo de Harry Ransom Center de la Universidad de Texas, en Austin, corregido por el editor Cristóbal Pera (que había trabajado en Vivir para contarla) y presentado al público como la enésima resurrección de un santo varón de la literatura del siglo pasado. Todo lo anterior está explicado tanto en el prólogo de los hijos como en el epílogo (a cargo de Pera), además de un apéndice con algunas fotografías del manuscrito, donde es posible ver las correcciones que el colombiano hizo a mano sobre una de las versiones preservadas.

    En la novela vemos como Ana Magdalena Bach, la heroína, toma un transbordador que la lleva a una isla cada 16 de agosto, visita el cementerio donde está enterrada su madre y tiene un affaire con un desconocido que puede lucir conmovedor, alocado, frustrante o melancólico, dependiendo del año. Luego, vuelve a su rutina cotidiana y a ‘un matrimonio bien avenido con un hombre que amaba y que la amaba, y con el cual se casó sin terminar la carrera de Artes y ras, todavía virgen y sin noviazgos anteriores’.

    La ficción es bastante más sencilla. En la novela vemos como Ana Magdalena Bach, la heroína, toma un transbordador que la lleva a una isla cada 16 de agosto, visita el cementerio donde está enterrada su madre y tiene un affaire con un desconocido que puede lucir conmovedor, alocado, frustrante o melancólico, dependiendo del año. Luego, vuelve a su rutina cotidiana y a “un matrimonio bien avenido con un hombre que amaba y que la amaba, y con el cual se casó sin terminar la carrera de Artes y ras, todavía virgen y sin noviazgos anteriores”.

    Su tragedia, entonces, tiene que ver con cómo Ana Magdalena trata de navegar por una serie de tormentas interiores. De este modo, extraña a alguno de sus amantes pasajeros, sospecha de la fidelidad del esposo, le inquieta la voluntad de su hija de volverse monja; y, lo que es más terrible, cada viaje la somete a la incertidumbre de pensar que su vida se ha convertido en un equívoco. Ana, como el Gurov de “La dama del perrito” entiende que lo otro (el deseo secreto, su libertad pasajera, los ajustes de cuentas con su madre y consigo misma) es lo único relevante, pues la define de modo íntimo.

    Por supuesto, García Márquez narra todo con cierta eficacia, por medio de un lenguaje casi siempre contenido, concentrado en la efectividad de pensar en cada capítulo casi como un relato independiente y cada frase como una sentencia rotunda. Esa eficacia menor quizás define al libro, que carece de todo vértigo y que exhibe un realismo lánguido, ubicado en las antípodas de lo que siempre fue la obra de su autor; o sea, lejísimo del vértigo de aquella imaginación que, más allá de ese color local que era experto en imprimirle, resultaba un modo de entender cómo narrar el paisaje y las vidas americanas.

    No le podemos exigir calidad literaria a un fantasma. Sí podemos preguntarnos cuánto de lo que recordamos o atesoramos de su mejor obra realmente sobrevive en esta reliquia encontrada, y si su estilo y su imaginación pueden ser reconocidos como algo más que ecos o murmullos en esta prosa final, donde tal vez la mejor opción es hacer la vista gorda y leer con esa fe ciega que aún parecen exigirle al mundo los viejos coroneles de la literatura latinoamericana.

    Por supuesto, hay destellos o resplandores en el volumen. El viejo estilo del Premio Nobel puede atisbarse un poco ahí en dosis frustrantes donde cierta ligereza suya, quizás misteriosa, sirve para narrar las tribulaciones de una burguesía donde parece no transcurrir el tiempo. Además, se puede reconocer cierta belleza cansada en este paisaje que solo sabe ser triste, como sucede en los momentos muertos o los tiempos perdidos de los viajes de la protagonista, en las que se dedica a leer “novelas sobrenaturales” (Drácula, El día de los trífidos, Crónicas marcianas, Defoe) casi como una tradición secreta que planea sobre la trama.

    Por lo mismo, salir a buscar lo fallido es acá un ejercicio inútil. Este es un libro que está a varios continentes de distancia de las obras más conocidas del novelista, lejos de cualquier arte mayor, y hace descansar su valor literario en su condición de reliquia. Por lo mismo, vale la pena quizás como anécdota, en tanto búsqueda final de ese talento perdido. Y sí, quizás lo más interesante es aquel gesto de unos hijos, que aspiran a reconocer en el volumen la silueta de su padre en una escritura que los permite abrazar sus recuerdos y hacer más llevadera su ausencia. En cualquier caso, nada de lo anterior es inesperado, pero está sepultado por una movida editorial, ya clásica a estas alturas, donde se rescata un manuscrito perdido para revivir, gracias a una respiración artificial que descansa en el prestigio y la fama del autor, por un rato a una obra canónica cuyas mejores virtudes conviven en el presente con las poses ridículas, el lugar común y la posibilidad del meme.

    Pero de literatura hay poco, quizás nada. De hecho, si Memoria de mis putas tristes era una reescritura más bien impresentable de Kawabata, En agosto nos vemos luce como una de las muchas novelas intercambiables de Haruki Murakami; una de las olvidables. A años luz de la prosa desaforada de El otoño del patriarca, este es un relato muy menor, que tiene conciencia de esa condición y que opera explotando la nostalgia de las sombras chinescas del Boom, una zona sagrada llena de rituales, que hasta el día de hoy exige ser abordada con reverencia y no poco cuidado, aunque desde hace medio siglo que pelea con su propia caricatura. De hecho ahora mismo, la publicación más o menos reciente de volúmenes como Dos soledades. Un diálogo sobre la novela en América Latina (2021) o Las cartas del boom (2023), sigue delimitando los contornos de esas biografías literarias para insistir en ellas como una cosmogonía fundacional de nuestra literatura.

    El truco más inquietante de los escritores del Boom fue quizás hacernos olvidar que sus autores (con García Márquez y Vargas Llosa a la cabeza) escribieron novelas fabulosas o totales para terminar convertidos en sus mejores personajes, haciendo de sí mismos la forma final de su propia literatura y del culto a la personalidad su novela más poderosa, acaso un texto coral que nunca termina de escribirse: la cacofonía de una ficción acerca de las amistades hechas y deshechas, de la vida política como una peripecia trágica y de la celebridad como una trampa antes que una fiesta.

    Pero no le podemos exigir calidad literaria a un fantasma. Sí podemos preguntarnos cuánto de lo que recordamos o atesoramos de su mejor obra realmente sobrevive en esta reliquia encontrada, y si su estilo y su imaginación pueden ser reconocidos como algo más que ecos o murmullos en esta prosa final, donde tal vez la mejor opción es hacer la vista gorda y leer con esa fe ciega que aún parecen exigirle al mundo los viejos coroneles de la literatura latinoamericana, por más que estén muertos.

    Ahí, al lado de sus novelas inolvidables y sus biografías que aspiran a ser recordadas como fabulosas, campea una fascinación insaciable que ha terminado convertida en un nicho comercial. Por lo mismo, esta novela es a la vez innecesaria y reveladora. Innecesaria, porque En agosto nos vemos no aporta nada al universo narrativo del autor, salvo como otro testimonio melancólico de sus últimos años, donde el fracaso de su estilo tardío es tan solo un merodeo otoñal, una despedida triste antes que un descubrimiento o una novedad fulgurante.

    Y reveladora, porque nos recuerda la costumbre de la literatura latinoamericana de saquear sus propios mitos hasta dejarlos vacíos. No es raro; el truco más inquietante de los escritores del Boom fue quizás hacernos olvidar que sus autores (con García Márquez y Vargas Llosa a la cabeza) escribieron novelas fabulosas o totales para terminar convertidos en sus mejores personajes, haciendo de sí mismos la forma final de su propia literatura y del culto a la personalidad su novela más poderosa, acaso un texto coral que nunca termina de escribirse: la cacofonía de una ficción acerca de las amistades hechas y deshechas, de la vida política como una peripecia trágica y de la celebridad como una trampa antes que una fiesta.

     


    En agosto nos vemos, Gabriel García Márquez, Literatura Random House, 2024, 144 páginas, $17.000.

  292. Nora Ephron: vivir para contarlo

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    Estaba embarazada de siete meses y tenía un hijito pequeño. Vivía en Washington, en el glamour de ser parte de una power couple de la capital estadounidense. Casada con Carl Bernstein —uno de los dos icónicos reporteros del Washington Post que destaparon el caso Watergate—, la vida parecía sonreírle a la periodista Nora Ephron. Sus problemas tenían que ver con la renovación de su casa, cuándo devolverle la invitación a comer a tal o cual pareja, de qué color pintar la pieza de la guagua en camino.

    Hasta que se dio cuenta de que las repetidas salidas de su marido —a comprar calcetines o cualquier cosa— escondían una amante, que además era parte de ese círculo de amistades, y que había huellas de esa infidelidad por todas partes.

    Entonces Ephron partió a Nueva York, con su pequeño hijo y el otro en camino, al departamento de su padre, mientras pensaba qué hacer.

    Y luego, decidió lo que casi siempre: Escribirlo.

    Everything is copy”, su madre le dijo una vez. Todo es material para una escritora.

    Nació su hijo y nació su primera novela: Heartburn, publicada en 1983 y traducida al español como Se acabó el pastel. Ya había publicado, en 1975, su primer libro de ensayos, Ensalada loca, que fue aclamado por la crítica. Ambos libros acaban de llegar a Chile, reeditados por Anagrama. Es la quinta reedición de una novela, que fue un hit y que el director Mike Nichols transformó en la entrañable película El difícil arte de amar (1986).

    A Ephron la interpretó nada menos que Meryl Streep, a su exmarido, Jack Nicholson. Y el guion lo hizo la misma Ephron, su primero en solitario.

    Así fue su camino desde el periodismo a la novela y al cine, una carrera prolífica que incluyó éxitos de dirección, como Tienes un e-mail, o de guiones, como el de Cuando Harry conoció a Sally.

    Con el episodio de la infidelidad de Bernstein, en todo caso, Ephron hizo carne su lema: “Sobre todo sé la heroína de tu vida, no la víctima”.

    ***

    Fue periodista, bloguera, ensayista, novelista, dramaturga, guionista nominada al Oscar y directora de cine. Ephron fue una figura extraordinaria, especialmente en la industria cinematográfica. Hija mayor de los guionistas de Hollywood Henry y Phoebe Ephron, estudió en el célebre Wellesley College de Massachusetts. Regresó a Nueva York para empezar su vida de reportera en Newsweek, y se instaló en un departamento en el West Village, barrio aún no gentrificado (Ephron dice que en ese entonces anunciaban que sería un barrio así, pero que solo pasó 20 años después).

    La contrataron como una ayudante de correo, una mail girl. En Newsweek no había mail boys. Si eras hombre, en ese entonces, te contrataban como reportero, no así a las mujeres. “Esto es injusto, pero era 1962, y eran así las cosas”, contó Ephron en Journalism, a Love Story. Luego la promovieron a investigadora, que en realidad era fact checker. Estuvo cinco años ahí. “Puedo ver ahora lo brillantemente institucionalizado que estaba el sexismo en Newsweek”, contó.

    Pese a eso, se hizo famosa. Durante una huelga del New York Post escribió una parodia del diario, con la gracia y el humor que se transformaron en su marca registrada. La directora del Post vio el talento en bruto y la contrató. Su pluma brillante, su mirada un tanto desapegada, y siempre el humor, fueron mostrándose. Así llegó al periodismo de revistas, en donde se estaba desarrollando a fines de los 60 el llamado “nuevo periodismo”. Liderado por figuras como Tom Wolfe y Gay Talese, se trató de un grupo heterogéneo de reporteros que querían contar la realidad tal como si fuera ficción y revelar las historias que la prensa tradicional no contaba. Contar los cambios sociales, los nuevos modos y modas de vivir, la efervescente sociedad norteamericana de fines de los 60 y 70. Ephron escribió en las célebres revistas Esquire y New York, en una época de gloria. Escribió sobre sus pechos pequeños, sobre la rivalidad entre las icónicas feministas Gloria Steinem y Betty Friedan, sobre qué pasaba con el sexo después de la “liberación femenina”.

    Por muchos años estuve enamorada del periodismo. Amaba la sala de redacción. Amaba el grupo. Amaba fumar y tomar whisky, y jugar póker de dólar. No sabía mucho de nada y estaba en una profesión donde no tenías que saberlo. Amaba la velocidad. Amaba los cierres. Amaba que los diarios luego (servían para) envolver pescado”, escribió.

    Una Tom Wolfe con faldas”, la catalogaron. Ella, sin embargo, no se reconoció como “nueva periodista” (quizás Tom Wolfe era un “Nora Ephron con pantalones”). “Solo me siento ante la máquina de escribir y la machaco”, dijo.

    ***

    Tuvo éxito, qué duda cabe. Una de las pocas mujeres dirigiendo y, además, con películas muy vistas y comentadas. Como dijo Jessie Wright-Mendoza, ‘Nora Ephron, la reina de la comedia romántica moderna, fue también una feminista de toda la vida. Estos puntos de vista se trasladaron a los personajes femeninos que Ephron puso en pantalla. En una industria a menudo dominada por hombres que hacían películas para hombres, Ephron creó protagonistas femeninas inteligentes, divertidas y complejas’.

    Su salto al cine vino con el guion de la película Silkwood, que escribió en 1983 junto a Alice Arlen, y que fue dirigida por Mike Nichols. La cinta fue protagonizada por una muy joven Meryl Streep, interpretando la historia real de Karen Silkwood, una activista que murió mientras investigaba problemas de seguridad en una central nuclear.

    Fue la primera nominación al Oscar para Ephron. Luego de Heartburn, que se estrenó en 1986 como El difícil arte de amar, debutó como directora de cine con This is My Life (1992), a la que siguieron las comedias románticas Sleepless in Seattle (1993), Michael (1996), Tienes un e-mail (1998), Embrujada (2005) y Julie & Julia (2009), sobre Julia Child, graciosa y entrañable gourmet, como ella misma, famosa por su show de cocina en la televisión. Premios, a Ephron no le faltaron: entre ellos un British Academy Film Award, así como nominaciones a tres Oscar, un Globo de Oro, un Tony y tres Writers Guild of America Awards.

    Mientras hacía sus películas, siguió publicando ensayos y blogs: fue de las primeras blogueras que Arianna Huffington reclutó para el Huffington Post.

    I Feel Bad About My Neck, su primera colección de artículos en 30 años, fue publicada en 2006, y estuvo en el ranking de los libros más vendidos del New York Times. Luego vino I Remember Nothing (2010).

    Tuvo éxito, qué duda cabe. Una de las pocas mujeres dirigiendo y, además, con películas muy vistas y comentadas. Como dijo Jessie Wright-Mendoza, “Nora Ephron, la reina de la comedia romántica moderna, fue también una feminista de toda la vida. Estos puntos de vista se trasladaron a los personajes femeninos que Ephron puso en pantalla. En una industria a menudo dominada por hombres que hacían películas para hombres, Ephron creó protagonistas femeninas inteligentes, divertidas y complejas”.

    Como era ella misma.

    ***

    Un humor seco, que sería lapidario si no fuera tan hilarante, está en sus columnas y blogs para Huffington Post, en sus ensayos, sus libros.

    Es la risa en medio de la tempestad. La mirada sobre sí, la capacidad de dar la vuelta y esperar que suba la marea. Reírse y escribir todo. “Porque si cuento la historia, controlo la versión. Porque si cuento la historia, puedo hacerte reír, y prefiero que te rías de mí a que sientas lástima por mí. Porque si cuento la historia, no duele tanto”, escribió en Se acabó el pastel.

    En I Feel Bad About My Neck escribe una lista de lo que le habría gustado saber antes. Algunas cosas: “Los cuatro últimos años del psicoanálisis son una pérdida de dinero. Escribe todo. El nido vacío está subestimado. El zapato que no te calza en la tienda nunca lo hará. Cuando tus hijos sean adolescentes, es importante tener un perro, para que alguien se alegre cuando llegues a casa. No existen los secretos”.

    El humor está en su cine; por ejemplo, la muy famosa escena de Meg Ryan y Billy Crystal en Katz’s Deli, en Cuando Harry conoció a Sally, esa que termina con: “Tomaré lo mismo que ella”, tras el orgasmo fingido de Meg Ryan.

    ***

    Sea lo que sea que elijas, recorras los caminos que recorras, espero que elijas no ser una dama. Espero que encuentres la manera de romper las reglas y causar problemas. Y también espero que elijas causar algunos de esos problemas en nombre de las mujeres”, les dijo a las alumnas de su alma mater, Wellesley College, en 1996.

    Nora se transformó en un emblema feminista no solo en los 70. Lena Dunham, por ejemplo, la adoraba, se declaraba su fan número uno. Y Ephron fue una mentora para ella.

    Fue la misma Nora la que la contactó, y para muchos, se proyectaba en Ephron. Se dice que la serie Girls apareció cuando ella ya luchaba silenciosamente contra la leucemia, algo que nadie supo. O solo sus muy cercanos.

    Su último trabajo fue una obra de teatro que se llamó Lucky Guy, y que marcó el debut de Tom Hanks en Broadway. Se trata de la historia de un periodista, Mike McAlary, desde 1985 hasta su muerte a los 41 años, en 1998. Es una historia sobre periodismo, tabloides, Nueva York… y la enfermedad y la muerte precoz. “He vivido la vida que soñaba, pero hay tanto más que quiero hacer. Quiero bailar en la boda de mi hija. Quiero ver a mi hijo Ryan graduarse de la universidad. Quiero caminar viejo y canoso por la playa con mi esposa”, dice al final.

    Nora Ephron murió a los 71 años.

    Sus amigos quedaron en shock: nadie sabía de su enfermedad. No quería que la vieran de otro modo. No quería explicar. La sobrevivió su marido, el guionista Nicholas Pileggi, y sus dos hijos. Uno de ellos, Jacob Bernstein, hizo luego un documental sobre su madre, llamado, cómo no: Everything is Copy.

    Narra el obituario del New York Times que el productor Scott Rudin contó que, dos semanas antes de la muerte de Ephron, él había tenido una larga conversación telefónica con ella, repasando notas para un piloto que estaba escribiendo para una serie de televisión. Según el diario, desde el New York-Presbyterian Hospital ella le dijo: “Si pudiera traer a un peluquero acá, podríamos tener una reunión”.

    ***

    Un humor seco, que sería lapidario si no fuera tan hilarante, está en sus columnas y blogs para Huffington Post, en sus ensayos, sus libros.
    Es la risa en medio de la tempestad. La mirada sobre sí, la capacidad de dar la vuelta y esperar que suba la marea. Reírse y escribir todo. ‘Porque si cuento la historia, controlo la versión. Porque si cuento la historia, puedo hacerte reír, y prefiero que te rías de mí a que sientas lástima por mí. Porque si cuento la historia, no duele tanto’, escribió en Se acabó el pastel.

    En su libro No recuerdo nada, publicado dos años antes de morir, escribió dos de sus famosas listas. Lo que extrañaré y lo que no. Un modo, quizás, de hablar de la muerte sin nombrarla.

    Lo que NO: la piel seca, las malas cenas, el correo electrónico, la tecnología, su clóset, los sostenes, los funerales, las encuestas, las mamografías, lavarse el pelo, paneles sobre las mujeres en el cine y sacarse el maquillaje cada noche, entre otros.

    Termina el libro con “lo que extrañaré”:

    Mis hijos
    Nick
    La primavera
    El otoño
    Waffles
    El concepto del waffle
    Tocino
    Un paseo en el parque
    La idea de un paseo en el parque
    El parque (Central Park)
    Montajes de Shakespeare en el parque
    La cama
    Leer en la cama
    Fuegos artificiales
    Risas
    La vista desde la ventana
    Luces brillantes
    Mantequilla
    Cena con amigos
    Cena con amigos en una ciudad donde ninguno de nosotros vive
    París
    El próximo año en Estambul
    Orgullo y prejuicio
    El árbol de Navidad
    Cena de Acción de Gracias
    Una botella para la mesa
    Flor del cornejo
    Tomar un baño
    Cruzar por el puente hacia Manhattan
    Pies (tartas).

    ***

    La mejor venganza es tener una gran vida, dijo una vez Ephron. Vaya que la tuvo.

     


    Ensalada loca, Nora Ephron, Anagrama, 2023, 176 páginas, $20.000.


    Se acabó el pastel, Nora Ephron, Anagrama, 2023, 208 páginas, $20.000.

  293. El resplandor de la basura

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    Hay una palabra algo gastada a la que, sin embargo, valdría la pena echar mano para referirse a Rewind, las memorias de Clemente Riedemann: entrañable. El libro lo es en el sentido literal y primero del término, es decir, de aquello que se nos presenta en su condición de bien trabajada intimidad, con el afecto a la vista. O los afectos, más bien, porque en estas páginas el poeta presenta una serie de relaciones afectivas (literarias, musicales, laborales) decisivas.

    Con una prosa diáfana y acogedora que recuerda su escritura poética —poemas memorables como “Chamaco Valdés”, “Gente desaparecida” o Coronación de Enrique Brouwer—, Riedemann acomete una revisión autobiográfica que incluye desde su temprana admiración por el profesor y escritor Luis Oyarzún (cuyo encanto en la conversación es descrito como “el equivalente a fumarse un porro”, destacándose su lucidez a toda prueba y su trabajo pionero en el pensamiento ecológico), hasta el largo retrato de su relación con Nicanor Parra. En un curioso análisis de la antipoesía, Riedemann formula generosamente su deuda con Parra, sin miramientos ni acomodos. En cuanto a la persona Parra, el relato que hace Riedemann es inolvidable porque lo retrata en distintos momentos, desde una regada comilona en su casa de La Reina hasta unos encuentros de final de vida, siendo central la reseña que hace de un largo viaje de ambos por Chiloé acompañados de Braulio Arenas. Es glosando unos versos de Parra que Riedemann se refiere a los recuerdos como “esa suerte de basura que se va acumulando en la conciencia y que suele resplandecer en cuanto se la anota en un cuaderno”. Ese resplandor anima y alumbra las mejores páginas de este volumen.

    Con nostalgia y humor se suceden semblanzas de autores como Jorge Teillier, Jorge Torres y Enrique Lafourcade, de quien hace un lindo y justo encomio. Entre medio, describe Riedemann su amor total por la música de Miles Davis (“Cada vez que me siento existencialmente desafinado vuelvo a oírlo para poner las cosas en su lugar”) o su estrecha colaboración con Nelson Schwenke, del dúo Schwenke & Nilo; el sentido relato que hace de la muerte abrupta del músico y del duelo que lo embargó es otro de los puntos altos de estas memorias. Siempre en Valdivia, al final de Rewind Riedemann ofrece un detallado recuento de la vida en común y de la obra de dos figuras sobresalientes de la vida cultural de dicha ciudad: Maha Vial y Pedro Guillermo Jara, revisando sus escrituras, la historia de un amor duradero y sostenido y, también, sus propios años universitarios y de formación literaria en la cercanía de ambos.

    En cuanto a la persona Parra, el relato que hace Riedemann es inolvidable porque lo retrata en distintos momentos, desde una regada comilona en su casa de La Reina hasta unos encuentros de final de vida, siendo central la reseña que hace de un largo viaje de ambos por Chiloé acompañados de Braulio Arenas. Es glosando unos versos de Parra que Riedemann se refiere a los recuerdos como ‘esa suerte de basura que se va acumulando en la conciencia y que suele resplandecer en cuanto se la anota en un cuaderno’. Ese resplandor anima y alumbra las mejores páginas de este volumen.

    Otros dos momentos merecen mención especial. El primero es el retrato que hace de Víctor Jara. Como en su poesía, Riedemann muestra gran destreza para, en pocas líneas, dibujar escenas resonantes. Al repasar su pasión por Víctor Jara, el poeta cuenta que una vez, lleno de admiración, fue a oírlo en vivo a la SAVAL de Valdivia. Esa vez, Víctor Jara mostró la complejidad que lo constituía, lejana a la pureza beatífica, molestándose por no obtener la atención que merecía, por lo que Riedemann, dice, le oyó “proferir varias groserías por lo bajo”. En un momento, Jara clavó la mirada en el joven aspirante a poeta, que a diferencia de la muchedumbre sí lo oía con interés, pero el cantautor se mostró despreciativo por el color de su pelo: “‘Ah, un rubiecito —exclamó— ¡seguro eres uno de estos’ y, estirando los labios, apuntó hacia la gente que continuaba comiendo y bebiendo… Había en su mirada un sesgo burlón que me decepcionó. Me había pegado la caminata desde el barrio Collico solo para verle y oírle y su observación me pareció arbitraria y resentida”. Pese a haberse ido triste, Riedemann, sin ostentación, deja ver luego su altura de miras al narrar cómo, sobreponiéndose a una justificada disposición en contra, volvió a oír sus nuevas canciones y dejó entrar la belleza suprema de “Te recuerdo Amanda”.

    El otro punto sobresaliente es el capítulo “Tantos chicos sentados junto al fuego”, donde se hace una vívida y emocionante descripción de la noche bajo toque de queda en Valdivia, las reuniones escondidas, la tensión por los amigos caídos, las siniestras rondas de la DINA. Sin embargo, siempre hubo espacio para la creación e, incluso, para la alegría: “Lo mejor para el relato consistiría en hacer irrumpir a la policía en una de esas reuniones y hacer que nos llevaran a todos detenidos… Por el contrario, a veces, mientras bailábamos una cumbia, una salsa, un son cubano, como puestos allí por una nave extraterrestre, veíamos una pareja de carabineros súbitamente parados en la puerta de la casa. En más de una ocasión aceptaron un café o un vaso de pisco. Luego continuaban su ronda. En cierto modo también eran prisioneros”. Ahí, en la imagen de esos carabineros recibiendo un poco de pisco, se deja ver la humanidad que circula por estas cálidas, entrañables páginas.

     


    Rewind. Memorias literarias, Clemente Riedemann, Ediciones Universidad Austral de Chile, 2023, 168 páginas, $ 12.900.

  294. Confucio: despejes del camino

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    En cuanto maestro de la humanidad, Confucio (551-479 a. C.) figura como par de Sócrates, y estos dos figuran a su vez como pares laicos del Buda y Jesucristo. Este último es con mucho el sujeto más influyente entre los occidentales. El influjo de Sócrates quizá se extienda tanto, aunque revuelto con el de Jesús: entre ambos forman el grueso de la ortodoxia occidental, lo que llamamos el racionalismo cristiano. Eso sí, Jesús, además de humano es Dios —el hijo único del único Dios—, hace milagros y es capaz de resucitar, con lo que quizá sobrecalifique para este grupo. Si el Buda no es más que humano, la verdad es que sus logros lo elevan por sobre dioses y espíritus, quienes se muestran humildes ante él. Sócrates se permitía, es cierto, apenas unos pocos deslices sobrenaturales, pero también es cierto que no existen eventos sobrenaturales menores. Al simple lector de sus dichos, Confucio le parece un tipo exclusivamente humano y natural, y le resulta escandaloso enterarse de que incluso a él lo hayan divinizado un poco.

    Intriga también que tanto la pareja oriental —Buda y Confucio— como la pareja occidental —Jesús y Sócrates— expresen tan claramente las necesidades específicas y constantes de la vida humana: la de vivir en permanente aprendizaje, en un descubrimiento permanente de la razón y la moral, con Sócrates y Confucio; la de una comprensión total del mundo, que para Jesús es revelación divina y para el Buda iluminación humana. Más todavía me intriga que la pareja oriental sea esencialmente razonable y bastante comprensible; mientras que Sócrates resulta una paradoja exasperante y a Jesús, dice Bloom, los demonios nomás lo reconocen.

    Ninguno de los cuatro escribió nada que se haya conservado: son, en la práctica, creaciones colectivas de sus discípulos, no siempre directos. En el caso de Confucio, los recuerdos de sus enseñanzas fueron recopilados y editados en numerosos libros que, unos 300 años después, alcanzaron la forma reunida en que los conocemos: las Analectas. Para la dinastía Han se volvió un texto clásico, incluso por encima de aquellos en que el propio Confucio basó su enseñanza. Gardner cuenta que los literatos de este periodo centraban cada vez más sus estudios en el I Ching, el Tao Te Ching y las Analectas, “leyendo estos tres textos uno contra el otro” —un programa de estudios fabuloso, realmente.

    Y la verdad es que para el lector ajeno conviene adoptar un programa así de económico, porque la erudición aquí descorazona: se conocen en China más de ocho mil comentarios y la bibliografía occidental —se puede partir con Wolff, Leibniz y Hegel— supera también las posibilidades de un individuo. Uno puede acabar fácilmente atrapado en la cuestión planteada por Ivanhoe: “¿El Confucio de quién?” —pero no debería, se pueden hacer despejes provisorios en el camino.

    Hay sin duda oportunidades para distinguir a la persona histórica de su leyenda, pero con personajes como Confucio la leyenda misma tendrá siempre un peso histórico y una significación incomparablemente mayor que el sujeto que se logre identificar —pero también una significación que seguramente no interesa para una lectura corriente de las Analectas.

    Sobre la biografía, por ejemplo, ¿qué puede sacar en limpio un principiante de las investigaciones biográficas acerca de personajes antiguos y legendarios? Según mi experiencia, muy poco, y menos cuando son chinos. Hay sin duda oportunidades para distinguir a la persona histórica de su leyenda, pero con personajes como Confucio la leyenda misma tendrá siempre un peso histórico y una significación incomparablemente mayor que el sujeto que se logre identificar —pero también una significación que seguramente no interesa para una lectura corriente de las Analectas. Así es que prefiero sugerir al lector que en este punto crea lo que lea por ahí y no quiera saber más si no está dispuesto a iniciar una investigación mayor.

    Las discusiones filológicas y lingüísticas son otro manglar que se extiende más allá del horizonte. Para avanzar aquí no basta la mera curiosidad, se requiere un completo fanatismo o una cierta indiferencia. Si no se tiene intención de estudiar chino clásico, lo recomendable es sin duda esa cierta indiferencia. Porque se trata, además, de los registros de la enseñanza oral de un maestro, lo que ya implica cierto relajo en la expresión, y escritos encima en una lengua que no es representación del habla. En líneas gruesas, respecto de las muchas incoherencias y hasta contradicciones en el texto de las Analectas, unos arman complicadas interpretaciones para deshacerlas, otros atribuyen cada diferencia a una u otra línea sucesoria. Con sabiduría, Yuri Pines —un estudioso de la revolución confuciana— propone no preocuparse demasiado por estas inconsistencias y considerarlas más bien naturales de este tipo de literatura.

    Otro tema que conviene despejar es la idea tan extendida de que comprender a Confucio es comprender la verdadera China, la China profunda. Ya desde los jesuitas, una imagen muy ordenada y reverente de la antigua China, y hasta del carácter chino en general, se extrajo de las enseñanzas de Confucio. Pero de igual manera se podría deducir de la enseñanza de Sócrates que los atenienses eran en general éticos y racionales. Si esas enseñanzas fueron necesarias, en primer lugar, no debe haber sido así. De igual modo se supone que en la India la gente es muy espiritual; pero tal vez ahí exista más bien mucha gente particularmente materialista y mezquina, si tanta enseñanza en contrario ha provocado. Como sea, Confucio figura por toda la cultura china, durante dos milenios y de mil maneras, pero toda esa figuración icónica es un puro estorbo a la hora de comprender sus ideas principales.

    Por el lado filosófico, en tanto, las interpretaciones más importantes del texto, a lo largo de los siglos, añadieron mezclas. Por ejemplo, en teoría el movimiento neoconfuciano se oponía al budismo; en la práctica, la discusión de los temas budistas incorporó esos temas y modos de tratarlos. El resultado fue un Confucio bastante más complejo filosóficamente, bastante más difícil de interpretar también, pero en cuestiones que seguramente no eran tema para él. Por fascinantes que sean esas y otras discusiones —25 siglos de ellas—, un interés sencillo en las ideas de Confucio se las puede saltar alegremente.

    Hay que dejar atrás la idea de Confucio como un moralista esquemático, porque hasta en las cuestiones más formales busca respuesta en la actitud y el carácter; no en las reglas. Si sus seguidores son tan diversos y mezclados es porque el propio influjo de sus dichos es abierto e impredecible: los buenos confucianos son todos libre-confucianos.

    Otro tema que se puede despejar: muchos seguidores han supuesto que el maestro entregó también una enseñanza esotérica. Creen que un mandato del cielo, por el cual Confucio debía gobernar y restablecer el camino en el mundo, no se cumplió: un unicornio muerto en una cacería le habría entregado ese augurio desgraciado. El maestro, entonces, dio forma a su enseñanza para que esta cumpliera el destino que su persona no. En una tesis espectacular, se afirma que esta enseñanza secreta se encuentra en los comentarios al I Ching, legendariamente atribuidos al sabio, y que esa sería precisamente su enseñanza más elevada, aquella en que revela los principios inherentes del camino, y que todo lo demás debería leerse bajo esta clave.

    No quiero seguir esta interpretación, porque obliga a involucrarse en asuntos esotéricos chinos; prefiero la del maestro Zhang, que sencillamente reafirma la primera impresión de cualquiera que lea las Analectas: Confucio no hablaba de ese tipo de cosas, sino que hablaba solo de los asuntos humanos. Y, además, porque esta interpretación más sencilla, exenta de ocultismo, supone en realidad un misticismo prístino y marcado: “El maestro habló tan solo de aquellas cosas que podían ser substanciadas en fenómenos efectivos. Él nunca usó vanamente una charla vacía para explicar el camino”.

    ***

    Ahora bien, ¿de qué camino se habla?

    En Occidente asociamos el camino con Laozi y sus seguidores, y vemos a confucianos y taoístas como facciones bien definidas y enfrentadas. Pero ya en los textos la línea de frontera se pierde en el tejido: me ha sorprendido mucho que algunas interpretaciones chinas, muy autorizadas, den un Confucio incluso más taoísta que Laozi. Sin ahondar, al menos hay que dejar atrás la idea de Confucio como un moralista esquemático, porque hasta en las cuestiones más formales busca respuesta en la actitud y el carácter; no en las reglas. Si sus seguidores son tan diversos y mezclados es porque el propio influjo de sus dichos es abierto e impredecible: los buenos confucianos son todos libre-confucianos.

    Para no esquivar el dragón más grande, y desde un punto de vista apenas periodístico, estimo que se habla aquí del camino como un símbolo realmente mayor: nada menos que el símbolo que identifica la ortodoxia de una cultura; un símbolo que para entenderlo debe ocupar un lugar tan eminente y decisivo como el que ocupa el símbolo de la cruz en el imaginario occidental.

    En los temas más importantes, la visión bajo el solo símbolo del camino o el solo símbolo de la cruz, cuando se los conoce a ambos, parece bizca. (…) Si desde la cruz tendemos a observar la vida ética punto por punto, registrando algunas grandes ocasiones de altísima exigencia moral, bajo el signo del camino abruma en cambio una presión ética sobre cada momento de la vida.

    Desde el punto de vista del camino, no emociona mucho la búsqueda de lo que no cambia, del sustrato único, simple y eterno de la realidad; se considera que el ser propio de algo es justamente el ciclo de los cambios en su existencia, más que aquello que pueda permanecer inmutable a lo largo de esos cambios. Compárese, por ejemplo, el arrojo romántico con que Keats exclama “Oh, pájaro inmortal”, con la simple constatación e íntima celebración que anota Onitsura ante esa misma avecita: “El ruiseñor / posado en el ciruelo / desde tan antiguo”. En su aspecto humano el camino es la cultura; y este aspecto del camino requiere no ser sencillamente atendido, como los ciclos naturales, sino mantenido y cuidado con toda constancia: aunque sepamos que su imbricación con el camino natural debe ser bastante completa, puesto que donde sea que los sapiens desarrollan una cultura de manera automática y con mucha eficacia, sabemos también que los ciclos culturales —sociales, familiares, personales— se corrompen si se descuidan y desatienden —de manera tantas veces catastrófica.

    Las repercusiones de pensar bajo uno u otro símbolo son masivas. Para ir a lo más general: muta la noción misma de verdad. Los puntos simples, marcados por la cruz de la ordenada y la abscisa, pueden ser comprobados y las nociones de verdadero y falso aplicarse con sentido; bajo el símbolo del camino estas nociones no llegan a formarse completamente y, en lugar de verdadero y falso, se hablará más bien de “apropiado” o “inapropiado”. Así, las demostraciones de Gödel respecto de un fondo incoherente, incompleto e indecidible en las matemáticas, y los descubrimientos de la física que muestran que en definitiva la realidad tiene esas mismas características fantasmales, espantan y torturan a las gentes de la cruz, mientras que las gentes del camino más bien se ufanan en la noticia —a veces livianamente.

    Hace mucho tiempo en Occidente, y hasta en Chile, está de moda suponer que esta interpretación de la vida como camino es moralmente superior, pero los orientales no parecen ser en general mejores personas que los occidentales, ni más justos ni más pacíficos, y sea en la moral, en la política o en la ecología, cometen barbaridades iguales o peores. Ahora, si una visión no me parece mejor que la otra, sí me parece mucho mejor no quedarse con una sola: la consideración de los fenómenos bajo esta paralaje que nunca será síntesis ha sido muy propia de los sabios en todo tiempo y lugar, e incluso de muchos pícaros. En los temas más importantes, la visión bajo el solo símbolo del camino o el solo símbolo de la cruz, cuando se los conoce a ambos, parece bizca. Si en Oriente la libertad no llega a ser un tema definido —en la lengua de Confucio ni siquiera existe la palabra—, en Occidente es un tema tan obsesivo que deviene abstracto y se vive más bien como una ansiedad vacía. Si desde la cruz tendemos a observar la vida ética punto por punto, registrando algunas grandes ocasiones de altísima exigencia moral, bajo el signo del camino abruma en cambio una presión ética sobre cada momento de la vida.

    Como maestro del camino, Confucio personifica, al menos, un carácter precioso que sí me parece más alcanzable desde esta visión de las cosas, el camino, y en cambio más lejano para la gente de la cruz: la armonía entre naturaleza y cultura. Los humanos son sencillamente culturales por naturaleza, y esquivar los ciclos culturales —sociales, estéticos, morales, políticos— resulta igual de insensato que ignorar los ciclos naturales, porque el desgaste de esquivarlos puede ser tanto o más peligroso que no abrigarse en invierno o no hidratarse en verano. Quien ignora el camino en materia social y cultural se arriesga de hecho a lo que para Confucio —y para cualquiera— son los peores males: cosas como el desprecio y la vergüenza, para no hablar de otras como la prisión y la ejecución —el misterioso destino de Jesús y Sócrates.

  295. Un aperitivo metafísico

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    Los eventos del inicio y el fin de una vida; entre ellos, la rutina y el sueño fugaz de la existencia. Así se podría resumir Mañana y tarde, la novela corta de Jon Fosse publicada originalmente en 2003, pero editada en castellano por De Conatus ―editorial española que lleva años apostado por su narrativa― y Nórdica el año pasado, apenas una semana antes del anuncio del Premio Nobel de Literatura, tras el cual otras editoriales han empezado a difundir las novelas del escritor noruego en todo el ámbito hispanohablante.

    El libro se divide en dos partes de extensión desigual. El breve primer capítulo relata el nacimiento de Johannes: mientras su esposa tiene al bebé con ayuda de la vieja matrona del pueblo, Olai, el papá, un pescador que decide bautizar al niño con el nombre de su propio padre, piensa en la vida, en Dios y en el futuro del pequeño recién llegado al mundo. Nada fuera de lo común ocurre en este parto: es el segundo que ha vivido la pareja y solo uno de los cientos que ha acompañado la partera. La segunda parte aborda el último día en la vida de Johannes, si es que es vida aún aquello que está experimentando. La narración se enfoca en la rutina de este anciano que heredó el oficio de su padre, en lo que parece ser un día más de su monótona vejez, aunque asoman momentos extraños, únicos, señales que Johannes no comprende del todo en un principio, pero que poco a poco le revelan la naturaleza de esa jornada.

    El título alude, por una parte, al nacimiento y la muerte del protagonista, pero también, en un sentido más literal, al hecho de que el día final de Johannes es narrado en dos momentos: la mañana, cuando se levanta creyendo que es un día cualquiera, solo sintiéndose más fuerte de lo normal, para luego salir con su amigo Peter a pescar cangrejos; y la tarde, que comienza con ellos intentando vender los cangrejos en un puerto vacío, donde luego aparece gente de su pasado. Esto se debe a que Johannes solo se encuentra con personas (que él no recuerda que están) muertas, hasta que se cruza con su hija que va camino a visitarlo, preocupada porque su padre no ha contestado el teléfono en todo el día.

    Este estilo repetitivo (…) da cuenta de la influencia que han tenido en Fosse otros autores que utilizan la repetición como recurso estético, como Samuel Beckett y Thomas Bernhard. A su vez, el argumento tiene elementos que a los lectores hispanoamericanos nos remiten a novelas cortas de nuestra propia tradición, como La amortajada o Pedro Páramo. Pero en la obra de Fosse estos elementos están al servicio de una búsqueda que no solo es literaria, sino también religiosa.

    Un elemento que puede llamar la atención de los nuevos lectores de Fosse es una forma de narración que Mañana y tarde comparte con Trilogía y Septología, consideradas las novelas más importantes de su obra: no hay ningún punto aparte, los nombre de ciertas zonas geográficas empiezan con mayúscula, no aparece puntuación alguna antes o después de las preguntas, solo los párrafos de diálogo inician con mayúsculas, los de narración e introspección siempre parten con el conector “y” en minúscula, y las palabras “dice” y “piensa” se repiten hasta el hartazgo: “podría salir con la barca, tratar de pescar algo, pues sí, eso debería hacer, piensa Johannes, y al momento piensa que eso mismo es lo que piensa todas las mañanas, todas las santas mañanas piensa exactamente lo mismo, piensa Johannes ¿y qué iba pensar si no? ¿qué podría hacer sino ir al oeste de la Ensenada? piensa Johannes”.

    Este estilo repetitivo, que alcanza un ritmo casi hipnótico por momentos, recalca lo rutinario de la vida de Johannes, al tiempo que da cuenta de la influencia que han tenido en Fosse otros autores que utilizan la repetición como recurso estético, como Samuel Beckett y Thomas Bernhard. A su vez, el argumento tiene elementos que a los lectores hispanoamericanos nos remiten a novelas cortas de nuestra propia tradición, como La amortajada o Pedro Páramo. Pero en la obra de Fosse estos elementos están al servicio de una búsqueda que no solo es literaria, sino también religiosa; al igual que Flannery O’Connor, otra gran escritora católica, Fosse se atreve a explorar los bordes de su fe: “no puede responder del credo, no puede, no está en sus manos, porque tampoco puede fingir no saber lo que sabe, y no haber visto lo que ha visto, y no haber entendido lo que ha entendido, (…) y si le aprietas diría que su Dios es más bien de afuera de este mundo, es un Dios que solo se intuye al negar el mundo, solo entonces se muestra, curiosamente, tanto en el individuo como en el mundo, piensa Olai”.

    Lo metafísico está en el centro de gran parte de su trabajo, especialmente Septología, que tal como esta es una historia sobre la soledad y el doble ―la repetición de nombres es frecuente en Fosse―, sobre la vida de hombres mayores junto al mar, y que reflexiona en torno a la existencia y la divinidad entre experiencias cotidianas y místicas. Además comparten el estilo ya descrito, que da la impresión de que estos libros nunca empiezan ni terminan, pese (y tal vez, debido) a que las nociones mismas de inicio y fin son claves en ellos. Pero en contraste, Mañana y tarde es una novela mucho más minimalista y breve ―la diferencia es de casi 700 páginas―, por lo que funciona como un perfecto aperitivo para degustar la narrativa de Jon Fosse.

     


    Mañana y tarde, Jon Fosse, traducción de Cristina Gómez-Baggethun y Kirsti Baggethun, Nórdica Libros/De Conatus, 112 páginas, $19.000.

  296. Lucha cuerpo a cuerpo

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    A mi madre, mis abuelas, mis amigas y las estudiantes”, reza el epígrafe de Bisagras (2023), primer volumen de cuentos de Florencia Rabuco (1996), joven escritora chilena, dando cuenta de la estirpe femenina que se despliega en 10 relatos escritos con una prosa ajustada y precisa: colegialas, trabajadoras, madres, cuidadoras, un universo femenino volcado a la incertidumbre y expuesto a una violencia cotidiana soterrada, a la que también están invitados algunos personajes masculinos.

    Me gusta el conjunto, hay una hebra interna que da sentido de continuidad al volumen, aun cuando los textos fueran escritos en distintos momentos. Las historias ocurren en dos niveles: la superficie del relato es de mesurado equilibrio, con una gran detención en el detalle, focalizada en las descripciones del cuerpo, en los espacios habitados, aunque se intuye un fondo de rebeldía en el que los personajes van expresando en sordina deseos, opresiones e injusticias, como si en principio no pasara nada, aunque pasa demasiado.

    El universo de Rabuco está impregnado de infancia, es capaz de transmitir a través de la morosidad del discurso una mirada sobre el mundo basada en la perplejidad de sus personajes, que aparecen inmovilizados. Por ejemplo, en el cuento “Violentas” la narradora recuerda un episodio de bullying ocurrido en su infancia: “Simón es un niño, oí decir tantas veces después de que sucediera, lo oí en boca de los profesores, en la tía encargada de Convivencia Escolar y también en la de mi mamá. Yo entendía perfectamente que era un niño, pero no sabía qué tenía que ver eso con lo que había pasado”, se lee en este relato que da cuenta indirectamente de una perspectiva patriarcal para interpretar las relaciones humanas. O en el texto final —que da nombre al conjunto—, en el que uno de los protagonistas describe las visitas del padre: “Tras la puerta había un hombre que yo en ese entonces habría llamado un extraño. La golpeaba como una bestia, como si se le fuera la vida en cada patada y en cada grito ronco que decía mi apellido. Yo tenía catorce años y estaba sentado al comedor”. Se trata de personajes detenidos al borde, atisbando un mundo que los sobrepasa.

    El afuera es percibido como una amenaza o ligado a experiencias de muerte, y por ello no es casual que la mayoría de las y los protagonistas estén volcados hacia el interior de departamentos, gimnasios, salas de clase, supermercados. Lo exterior, la calle, aparece como espacio atemorizante y violento. (…) Los personajes habitan un espacio urbano que los desplaza y los empuja hacia adentro, generando un efecto de enclaustramiento en el lector.

    El trabajo cobra especial dimensión en estos relatos. Expertas en artes marciales, traductoras, repartidoras, estudiantes, secretarias, cuidadoras, ninguno de los personajes femeninos vive sino de la fuerza de su trabajo, en la mayoría de las ocasiones ocasional e invisibilizado. Dos cuentos están especialmente enlazados, en tanto muestran escenas de la explotación de los cuerpos, asociando la productividad animal, en “Gloria”, ambientado en una empresa avícola, con la de una trabajadora humana que vive del ranking de sus clientes, en el caso de “Delivery”. El subtexto de clase y género se figura en estos cuerpos feminizados en momentos de trabajo precarizado.

    El afuera es percibido como una amenaza o ligado a experiencias de muerte, y por ello no es casual que la mayoría de las y los protagonistas estén volcados hacia el interior de departamentos, gimnasios, salas de clase, supermercados. Lo exterior, la calle, aparece como espacio atemorizante y violento. Adentro estamos más seguras y plenas, parece decir Lina, la protagonista del cuento “Take care (of me)”, que no ha salido de su departamento hace 32 días y que ha sustituido la relación familiar presencial por videollamadas. O la protagonista de “Delivery”, que trabaja en una zona liminal: “Me dirijo al epicentro. La torre más alta de la ciudad que alberga en su primer subterráneo al supermercado más grande de la ciudad”. Los personajes habitan un espacio urbano que los desplaza y los empuja hacia adentro, generando un efecto de enclaustramiento en el lector.

    Bisagras da cuenta de tragedias soterradas en las que las y los personajes viven en una dimensión claustrofóbica y precaria, pero nunca como víctimas, sino buscando respuestas en los intersticios y bordes, en las luchas cuerpo a cuerpo de cada heroína y héroe de estos diez cuentos de Florencia Rabuco.

     


    Bisagras, Florencia Rabuco Quiroga, Montacerdos, 2023, 162 páginas, $15.900.

  297. Xilófono

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    El otro día vi el xilófono que usaron mis niños cuando eran bebés. Lo agarré, lo puse en una bolsa de basura. No pensé si botarlo o no, como puedo hacerlo con otros objetos. Claramente el xilófono no tenía más utilidad.

    Luego, el xilófono empezó, no a obsesionarme —sería una exageración— sino a aparecer en mi cabeza, de vez en cuando, pero de forma precisa. Me puse a pensar en el xilófono. Se trata de un objeto que uno conoce solamente por su utilidad. Los niños lo utilizan para, supuestamente, iniciarse en la música. Lo usan: lo golpean. Así, se emiten sonidos. De momento, también me golpeaba el oído. Xilófono no es realmente un objeto amable, que uno trata y recuerda con cariño.

    Bueno, sin pensarlo mucho, un día boté el xilófono, y desde ese momento el xilófono empezó a aparecer en mi cabeza, cada tanto. Es el único objeto cuya utilidad se acaba de forma tan nítida, que no tuve ninguna hesitación al momento de botarlo. Un martillo es nada más que útil, pero no deja nunca de ser útil. Nunca he botado un martillo. Salvo si ha sido usado para un crimen, no hay razones de deshacerse de un martillo. Un encendedor es útil, pero un encendedor desaparece solo. No hay que agarrarlo, con un impulso parecido a una decisión, y botarlo. Un felpudo es nada más que útil y se echa a perder, pero demora antes de deteriorarse, y aun así uno sigue usando su felpudo desarmado. Cuando finalmente decidimos botar el choapino es porque ya no nos gusta o porque está tan deteriorado que se vuelve molesto. Entonces compramos otro, con otra estética; el hogar adquiere otra personalidad. El xilófono no se deshace ni se apaga ni tiene gas ni no se rompe. Tampoco personifica una casa. Simplemente deja de ser un objeto que uno golpea. Por ende, uno lo bota o lo dona sin remordimiento.

    Por un buen tiempo, no supe que el objeto que golpeaban mis niños se llamaba xilófono, y no me pregunté tampoco cuál era el nombre de este objeto. Descubrí este nombre, xilófono, por unos juegos “inteligentes” que tenían mis hijos y en el que tenía que corresponder una letra con un objeto. En el juego, la letra x se correspondía a la imagen del xilófono. Cuando vi está relación me acordé del paquete de plástico en el que venía el instrumento que golpearon un tiempo mis hijos. Este decía en efecto “xilófono”. Pensé entonces que cada objeto tiene un nombre, pero que a veces los ignoramos y esta ignorancia no nos perturba. Nunca había asociado a un nombre esta cosa ruidosa, que hay que golpear para que revele su sentido: crear sonidos. Para mí justamente era una cosa, algo que no tiene nombre. La cosa, a diferencia del objeto, es lo que no cabe bajo una nomenclatura y que queda en un estado de indeterminación.

    Pero en realidad esta cosa era un metalófono, no un xilófono. El xilófono se refiere a un objeto completamente diferente.

    Xilófono es una palabra hermosa, asocia xilo (madera) a sonido (fono). El xilófono consiste en láminas de madera que emiten un sonido cuando son golpeadas. Su sonido es calmado, sobrio, cálido. Xilófono habla del espíritu (el sonido) contenido en la materia (la madera). Xilófono podría ser la palabra para dar cuenta de la esencia del lenguaje: de una palabra, similar a la lámina, tenemos la expectativa de que nos diga algo. Pronunciar una palabra es como golpear, suavemente, la lámina de madera del xilófono: algo surge, inesperado, que no está en nuestras manos, que no tocamos. Las palabras las usamos una y otra vez porque su sentido nunca está fijado y nosotros nunca acabamos de entenderlo, interiorizarlo. Pasa lo mismo con el xilófono. Golpeo la lámina de madera y el sonido es una experiencia única. Así puedo golpearlo de nuevo, de forma indefinida.

    No botamos un xilófono, uno verdadero. No botamos el lenguaje. Por esto lo usamos: porque no sabemos qué nos promete, qué experiencia vamos a hacer con él. Esto es un xilófono: la materia vivida, como lo que nos permite espiritualizarnos, producir un eco, escucharnos; la metáfora del lenguaje como algo que crea ruido, sonido, algo que no acaba su sentido.

  298. El más allá de las mascotas

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    La píldora, probablemente, es en gran medida la responsable de la explosión de las mascotas, más que cualquier otro factor. Es muy simple. El viejo estilo era que el marido se ganaba la vida y la madre se quedaba en casa. Hoy, el marido y la mujer trabajan, quieren tener un hogar y comprar todas las cosas que les gustan antes de formar una familia. Esto está bien desde el punto de vista de la planificación, pero la naturaleza no se puede dejar de lado, así que cuando la joven mujer llega a casa tiene que tener algo que acariciar, algo para ser madre, algo que amar, entonces tendrá una mascota”. Estas palabras corresponden a uno de los entrevistados principales del documental Gates of Heaven (1978), Cat Harberts, pastor y dueño del parque memorial para mascotas Bubbling Well, ubicado en el Valle de Napa, Estados Unidos.

    Errol Morris vio hace ya 45 años la humanización de las mascotas y el mercado inherente a ese sitial. Pero también indagó en el sentido de la vida, las relaciones familiares, qué hacemos y cómo reaccionamos cuando se muere un ser querido —porque los temas que subyacen son el duelo y la muerte—. El cineasta, antes detective privado, comenzó así su carrera, con la dirección de este curioso documental, tan extravagante como visionario. Tenía 19 años y su amigo Werner Herzog le apostó que si lograba filmar esta película se comería uno de sus zapatos en público (y eso quedó registrado en el cortometraje Werner Herzog: Eats His Shoe (1980), donde, entre mordiscos, Herzog alaba la obra de Morris).

    Ganador del Oscar en la categoría mejor largometraje documental con The Fog of War (2004), una elocuente entrevista a Robert McNamara sobre la guerra de Vietnam, Morris ha dicho que el chispazo de Gates of Heaven provino de una noticia que leyó en mayo de 1977 en el San Francisco Chronicle: “450 mascotas muertas se van al Valle de Napa”, decía el titular, y luego: “Desalojan a mascotas muertas de los Altos Graves”.

    Morris reclutó de inmediato a un pequeño equipo y se internó en California.

    Floyd McClure, un agricultor amante de los animales, había encontrado su razón de vida dándoles una digna sepultura a las mascotas, las que consideraba enviadas por Dios para dar compañía y aliento a los seres humanos. A su cementerio llegaban serpientes, ratas, pollos, monos, roedores, pero lo que más había eran gatos. El escaso personal y problemas administrativos lo obligaron a declararse en quiebra, quedando más de 450 tumbas de mascotas a la deriva. Como dice McClure, “no solo estoy en la bancarrota, también se me rompió el corazón”. Una de sus épicas, y uno de los paralelos notables de la película, era evitar que las mascotas fueran a parar al camión de la empresa de reciclaje de animales, con quienes en un momento llega a disputar el cadáver de un cordero. Como explica displicentemente el dueño de esta empresa, su negocio era el sebo, por lo tanto, procesaban a los animales completos. Cuenta además cómo llegó un elefante a sus hervideros y se jacta, incluso, de haber hecho un pacto secreto con el zoológico local para aprovechar cada kilo de jirafas, osos y leones.

    En este documental la narración está solo cimentada en decenas de testimonios, sin una voz en off. En los análisis actuales de su cinematografía se lo describe como un epistemólogo del testimonio. Desde ese momento entonces, Morris instaura la entrevista como su dispositivo central, donde las personas están en medio del plano y hablan directamente a la cámara. A esas personas que toman un rol protagónico, a las que deja profundizar en sus cosmovisiones, deja sus silencios y las deja ser. En Gates of Heaven aparece una mujer en su cocina cantando, por varios minutos, al unísono con su perro. Y una pareja reflexiona:

    Tu perro está muerto.

    ¿Pero dónde está lo que lo hizo moverse?

    Tenía que ser algo, ¿no? Ahí está su espíritu, ahí está.

    Este cine testimonial de Morris no tiene una cámara improvisada. Tanto en los grandes planos generales como en los planos medios de las entrevistas, manda la simetría, una cuidada dirección de arte donde se les hace tributo a las escenografías de la vida cotidiana: vitrinas atiborradas de recuerdos, platos pintados en las paredes, cuadros de fondo con una pintura de un difunto poodle

    Las mascotas exhumadas del cementerio de McClure fueron a parar al exitoso Parque Conmemorativo de mascotas Bubbling Well. Morris se queda en este micromundo por el resto de la película. A este lo presenta como una pyme o emprendimiento familiar. El padre, una mezcla de empresario y guía espiritual, oficia como pastor en estos entierros no humanos, mientras sus dos hijos aprenden, cada uno a su estilo, el oficio familiar. El mayor, que viene del mercado de la venta de seguros, tiene el impulso de incorporar sus estrategias en el cementerio, y el segundo, con más experiencia en este mundo necrológico, pero más tímido, intenta buscar su destino entre los pequeños ataúdes, componiendo canciones, las que toca con su guitarra eléctrica en una colina con vistas a este particular camposanto donde flamea una bandera norteamericana.

    Bubbling Well, como explica su dueño, está basado en una sólida estrategia comercial. Un cementerio parque, con cuidadas praderas, donde las mascotas son sepultadas por orden alfabético. Ofrecen variados diseños de lápidas y los servicios fúnebres son con un toldo, prédica y los recuerdos de sus dueños o amos. “Este cementerio estará en funcionamiento dentro de 50, 60, 70 o 100 años, seguramente más allá de la vida de cualquiera que haya enterrado una mascota aquí”, sentencia Cat Harberts, el padre en el documental. Actualmente, diciembre de 2023, su nieto está a cargo de esta necrópolis que ya cuenta con los restos de más de 20.000 mascotas. También existe una capilla, servicios de cremación, grupos de apoyo para la pérdida de mascotas y una línea de atención telefónica: Pet Compassion.

    La Agrupación Pro Defensa del Cementerio de Animales San Francisco de Asís de Magallanes se constituyó legalmente el 9 de enero de este año, con unos 30 socios y hoy son más de 100. Su misión es lograr que este cementerio, ubicado literalmente a las orillas del estrecho de Magallanes, en el sector de agua fresca, sea legal, según cuenta su presidenta Elizabeth González Vivar. En 2020, cinco animales yacían en este lugar. La agrupación reconoce que a noviembre de este año habían superado las 200 pequeñas tumbas de perros, gatos, tortugas, hámsteres y hasta un ternero.

    Al sur del mundo

    Con la vuelta a la democracia, en marzo de 1989, un perro siberiano fue el primer animal en ser enterrado en Chile en un cementerio de mascotas, el Parque de Asís, creado como una manera de obtener fondos para la Fundación Zoológica Buin Zoo.

    En palabras de su fundador, Ignacio Idalsoaga: “Es un lugar sencillo, en el que está prohibido todo tipo de sofisticaciones, nada que haga pensar en la humanización de la muerte de un animal”. De todas maneras, existe un lugar de recepción para las mascotas en su último adiós, en el que están distribuidas en forma de velatorio antiguas bancas del teatro municipal, para crear un espacio de recogimiento. Con los años, el Parque de Asís amplió la posibilidad de la sepultura en tierra incorporando la cremación, cuyas ánforas pueden además quedar depositadas en el llamado columbario, bastante parecido a los nichos de un cementerio cualquiera. Más de tres mil mascotas alberga este lugar, desde pequeños roedores hasta perros San Bernardo, la mascota más grande que se admite.

    El Parque de Asís, junto al Cementerio y Crematorio de Mascotas Del Pilar, en la zona de Rungue, son de los escasos cementerios de mascotas que hay en nuestro país y que cumplen con las normativas (es la misma legislación para el de los seres humanos). Y este es un tema en crisis también: la Ley de Tenencia Responsable de Mascotas y Animales de Compañía (Ley Cholito) no señala qué hay que hacer tras la muerte de una mascota. Y con la explosión de perros, gatos, tortugas, pájaros, hurones, ardillas y un cuanto hay, la proliferación de cementerios ilegales, en tomas de terreno, se ha incrementado considerablemente. Un tema que divide a las comunidades. Enfrenta a las municipalidades con sus vecinos o a estos con las autoridades. Para algunos, es el Ministerio de Salud el que tendría que afrontar el tema; para otros, la Subdere. Por lo general, estos repositorios se ubican a unos pocos kilómetros de las ciudades y a los costados de la carretera o caminos interiores. Los lugares más emblemáticos por su masividad son Arica, Calama y Copiapó, con dos cementerios, y con uno están Alto Hospicio, Calbuco, San Pedro de la Paz, en Concepción; Colina, Puerto Montt y Punta Arenas.

    La Agrupación Pro Defensa del Cementerio de Animales San Francisco de Asís de Magallanes se constituyó legalmente el 9 de enero de este año, con unos 30 socios y hoy son más de 100. Su misión es lograr que este cementerio, ubicado literalmente a las orillas del estrecho de Magallanes, en el sector de agua fresca, sea legal, según cuenta su presidenta Elizabeth González Vivar. En 2020, cinco animales yacían en este lugar. La agrupación reconoce que a noviembre de este año habían superado las 200 pequeñas tumbas de perros, gatos, tortugas, hámsteres y hasta un ternero.

    Mónica Canto (66), tesorera de la Agrupación y asistente educacional de un colegio, es madre —así se define ella— de cuatro perros: Pilila, Princesa, Chispa, Mayra, y de dos gatos: Mini y Perla. Cuando conversamos, Mónica estaba de luto hace pocas horas. A las siete de la mañana del 30 de noviembre falleció Kissi en Punta Arenas, una poodle negra de 15 años, aproximadamente. Estaba ciega, no veía ni su comida, y tampoco escuchaba. Su última noche comió pollo con arroz. “La fui a ver en la mañana y agonizaba. Nos tendimos en el piso, al lado de su camita, mi marido, mi hijo y yo, él le pasaba un algodoncito con agua por sus labios. A mí me pasan a buscar antes de las ocho para ir al trabajo. Yo no quería moverme de su lado. Le pedía al Señor: ‘Señor, por favor, llévatela’”.

    Cuando el furgón tocó la bocina, ella dio su último suspiro. Después la prepararon rápido para llevarla al cementerio. Primero le pusieron su parka de polar para que no pasara frío. Luego, pusieron cal en su cuerpo, después una frazada y cal nuevamente. “Mi hijo —relata Mónica— partió rápido al cementerio porque ahora nos tienen prohibido enterrar a nuestros hijitos ahí. Pero nosotros ya le habíamos reservado su terreno al lado de Copito, que falleció el año pasado”.

    Este cementerio, que tiene unos 700 metros de costa, es de propiedad de la Marina, que al igual que las autoridades locales y parte de la comunidad están en contra de esta toma. Héctor Díaz, presidente de la Junta de Vecinos del sector de Agua Fresca, cuenta que en tres años ha sido una explosión, que hay cruces de un metro y medio, capillas, emprendimientos de lápidas hechas en mármol y se ha creado un negocio a su alrededor: “Los globos y decoraciones de las tumbas se las comen las gaviotas, los caranchos se van en picada sobre los cuerpos mal enterrados, y otras aves marinas se comen los peluches que son arrastrados por los fuertes vientos propios de la zona. Los líquidos percolados caen al mar, afectando a los peces. Habiendo tantos terrenos en Punta Arenas, tienen que buscar otro lugar”. Héctor espera que Bienes Nacionales y el departamento de medio ambiente trasladen el cementerio.

    Para otros la solución es la cremación, más aún ahora que se instaló el primer crematorio en la ciudad. Pero como advierte la Agrupación, los precios parten en los 90 mil pesos, sin contar las ánforas. “Imagínate yo que tengo tantas mascotitas, no puedo pagar eso. Últimamente me he dado cuenta de que este mundo está girando alrededor del monopolio de la plata. Todo es plata”, advierte Mónica.

    La tumba de Copito en dos momentos distintos, con el Estrecho de Magallanes de fondo. Las piedras de colores se extienden en todos los cementerios de Chile. Fotografía: archivo personal de Mónica Canto.

    Polvo eres y polvo serás

    Los crematorios para mascotas en el mundo son un negocio asentado y bullente, aunque también deben cumplir con normas sanitarias, por ejemplo, estar alejados de las zonas urbanas. Cada vez son más sofisticados sus servicios anexos. Retiro del cuerpo en la casa. Posibilidad de asistir a las cremaciones o envío de un video para corroborar que sea solo esa mascota la que ingresa al horno. Los diseños de ánforas desafían la creatividad, con patitas, con la forma del animal, distintos materiales, con fotos y la última inclinación va por las joyas que contienen las cenizas. Hasta colgantes y anillos de oro y plata. Las plataformas de ventas online, de China sobre todo, ofrecen catálogos interminables.

    Considerando que en Chile existen 12 millones de mascotas solo entre perros y gatos, de acuerdo con un estudio realizado por la Subsecretaría General de Gobierno en 17.458 hogares, de 35 comunas del país, el año 2022, no es de extrañar que el mercado relacionado con todo el proceso vital de los animales se haya más que duplicado en la última década. Hoy no es extraño escuchar hablar de ecografías, partos, yoga, pilates, música, ropa, zapatos y, por cierto, de los trámites vinculados con la muerte. Hoy incluso existen terapias orientadas a veterinarios, consejeros, dueños de cementerios y de crematorios, para que puedan manejar el estrés y los estados angustiosos después de contener a los deudos. Y el lenguaje, que sabemos que es el espejo de cómo miramos el mundo, viene registrando cambios significativos: a las mascotas ahora se les debería llamar compañeros(as), porque no son un amuleto ni un fetiche. Es la propuesta de quienes ven a los animales como individuos con sentimientos e intereses, agrupaciones como Personas por el Trato Ético de los Animales (People for the Ethical Treatment of Animals, PETA), más los colectivos antiespecistas y veganos. Tutor o amigo reemplazarían los posesivos conceptos de dueño o amo.

     

    Fotografía de portada: Vista general del cementerio de mascotas en el sector de Agua Clara en Punta Arenas, a las orillas del Estrecho de Magallanes. Crédito: La Prensa Austral.

  299. Repensar Chicago chico

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    Vivimos, luego de la conmemoración de los 50 años del golpe de Estado, tiempos complejos y hasta cierto punto asfixiantes. La hegemonía neoliberal reaccionaria ha recuperado su dominio sobre parte importante del horizonte social, a través de la administración de cada uno de sus medios que día a día producen “efectos de verdad”, como lo señala Pierre Bourdieu. El paso del siglo XX al XXI está marcado por la importante e impactante revolución tecnológica y por la devastación industrial derivada a China o a India o a Guatemala. De esa manera, el trabajador industrial y el peso de sus sindicatos se han diluido y abundan hoy en Chile, como los define Nancy Fraser, los McEmpleos desprotegidos, débiles, muchas veces infrapagados.

    Marx pensó en el proletariado industrial como la gran fuerza revolucionaria; Antonio Gramsci se detuvo en la cuestión cultural para definir la hegemonía en toda su plenitud. Pero Rosa Luxemburgo, la gran pensadora, a diferencia de Marx, consideró la inclusión del subproletariado, abriendo así un espacio social mucho más amplio.

    Hoy mismo, este Chile siglo XXI, recorrido por la desigualdad, abandonado en gran medida por el Estado, ha segregado las periferias. La mitad de los niños derivados al Sename van a la cárcel. Las cárceles están sobrecargadas y solo funcionan como sedes pedagógicas. Precisamente, una amplia franja social, sin soporte, ajena a formación política, sometida a la esperanza de una falsa seguridad, coexistente con la violencia, se inclina hoy por el populismo que encarna el Partido Republicano.

    Aunque la ultraderecha ha ganado un espacio considerable en diversos países, fundamentalmente debido a la migración y a la inoculación de nacionalismos, Chile vive un proceso particular, en donde se resignificaron el estallido y sus víctimas en cierta forma de delincuencia, la Convención fue asolada por los cuatro costados y definida como un error social conformado por un conjunto de representantes sin mérito alguno. Y, hoy, en definitiva, el gobierno del Frente Amplio tiene severas limitaciones, pues está condicionado por la oposición.

    El neoliberalismo que nos rige, sumado a la mayoría parlamentaria conformada por las derechas y la ultraderecha, se funda en asociaciones con el gran capital, promueve acumulaciones, reducción de derechos, liberación de impuestos, somete a la población a una deuda que hipoteca la vida misma, en el interior de una sociedad donde cuerpo y objeto valen lo mismo. Una derecha que, después de 50 años del bombardeo a La Moneda, sigue prendada y prendida a Pinochet.

    La figura de la prostituta es central. Si bien tiene un oficio que puebla la literatura chilena —Juana Lucero y El lugar sin límites, entre otras—, en este texto carece de la dramática moralizante que rodea a estos personajes. Para Méndez Carrasco, forma parte del grupo en igualdad de condiciones, baila, y su tragedia consiste en contraer enfermedades de transmisión sexual contagiadas por los clientes anónimos, lo que marca su decadencia y su caída.

    ¿Dónde está la novela Chicago chico hoy? ¿Quién la escribe?

    Hay que volver atrás, a examinar este texto y su estructura. Méndez Carrasco transformó la novela en un dispositivo político del habla, como dice el filósofo francés Jacques Rancière, “para la parte de los que no tienen parte”, abriendo así un surco en la narrativa chilena, al diseñar un espacio social centrado en la noche, que reúne mayoritariamente pequeños maleantes junto a cafiches y prostitutas. Un escenario donde las vidas se certifican a ellas mismas en el transcurso nocturno con otras y con otros. Su protagonista, experto en jazz, vive el baile o transforma la noche en baile. Se entrega a esa noche compartida para establecer una comunidad otra, desde abajo, que ejerce diversas formas de ilegalismo.

    El Chicoco, narrador y protagonista, es el que cuenta con mayor formación cultural y política, aunque enmascarada al interior de esa comunidad, porque él tiene estudios en un periodo histórico donde la educación secundaria completa era un atributo, pero el baile, la noche lo conducen hasta un espacio diverso, adictivo, donde cursa sus deseos. Su madre lo lee como una prolongación del padre, y lo acepta.

    El universo de Chicago chico se cierra sobre un conjunto de personajes pícaros, la cáfila hampona (aunque en otro registro, podrían ser considerados sobrevivientes como el Lazarillo de Tormes), que llevan de una manera igualmente pícara sus apodos.

    La figura de la prostituta es central. Si bien tiene un oficio que puebla la literatura chilena —Juana Lucero y El lugar sin límites, entre otras—, en este texto carece de la dramática moralizante que rodea a estos personajes. Para Méndez Carrasco, forma parte del grupo en igualdad de condiciones, baila, y su tragedia consiste en contraer enfermedades de transmisión sexual contagiadas por los clientes anónimos, lo que marca su decadencia y su caída. El cafiche, figura también central de múltiples cinematografías, es uno más y marca la cara de sus protegidas como signo de propiedad económica. Ladronzuelos, semejantes a los niños de la novela El río, son miembros de esta comunidad nocturna donde transcurre la noche que los deleita y los desafía, una suma de personajes que Marx habría calificado como lumpen proletariado.

    El cafiche, figura también central de múltiples cinematografías, es uno más y marca la cara de sus protegidas como signo de propiedad económica. Ladronzuelos, semejantes a los niños de la novela El río, son miembros de esta comunidad nocturna donde transcurre la noche que los deleita y los desafía, una suma de personajes que Marx habría calificado como lumpen proletariado.

    La novela es múltiple, con muchas zonas analizables, pero quiero detenerme en tres espacios de sentido que me parecen muy significativos. Por una parte, el viaje de retorno del Chicoco desde Valparaíso y la deconstrucción de los acompañantes del auto. Durante el viaje, con tres personajes de la alta burguesía, se pone en evidencia, a través del Chicoco, de qué manera se reproducen riqueza y estatus de clase. Las conversaciones que mantienen los personajes liderados por misiá Juanita Pereira se detienen en el matrimonio como sede de reproducción de capitales, no solo económicos sino especialmente simbólicos. La familia es la portadora de la historia de los apellidos “propietarios del país” que van citando los viajeros. Así, Amunátegui, Errázuriz, Vial, Munizaga, Mackenna y Morandé, entre otros, se constituyen en poder, en seguros de vida, en el interior de la clase que los garantiza. El narrador devela la construcción estructural de la hegemonía y de lo que denomina una catástrofe social, como es la alianza con subordinados: “Vicentito, el hijo de Susanita Echeverría, fue sorprendido en horrorosos amoríos con la empleada de mano”. O el error matrimonial: “Figúrese usted a Renato Valdés Ortúzar casado con María Arellano Zapata… y los pobres hijos… Patricio Valdés Arellano. Qué abominable”. Y, desde luego, la oposición política más tradicional e invariable: “A mí me desagradan los anarquistas, a los comunistas no los puedo ver”.

    Desde otra perspectiva —y en otro registro—, se podría pensar políticamente la novela como una aproximación posible a los planteamientos gramscianos que Nancy Fraser promueve como “contrahegemonía”, para producir así una hegemonía desde “abajo”, un espacio donde los sujetos se unan más allá de sus diferencias, para formar parte de un escenario cuando no idéntico, al menos común. Este escenario social está presente en el cumpleaños de la madre del Chicoco, mujer de clase media. Reunidos por el afecto, comparecen en la casa de la madre del Chicoco, los amigos, las prostitutas, la cáfila hampona toda, para celebrar a la madre y organizan para ella una sede protagónica: “Cachetón Pelota abrazó a mi madre. Todos hicieron lo mismo. Algunos aplaudían, otros bebían. Mi madre devolvía las atenciones con maternal cariño; como si esa gente le perteneciese”.

    Y en un tercer aspecto, el de la recepción, habría que pensar en las numerosas ediciones de la obra en su tiempo, una tras otra, generando una marea de lectores, que ingresaron en los sucesos narrativos de manera intensa, como si con esta novela se hubiese abierto un surco lector intempestivo. O como lo señala Nietzsche: “Obrar en este tiempo intempestivamente, esto es contra el tiempo y, esto es de esperar, a favor del tiempo del porvenir”. Pero lo importante son esos lectores y esa novela que habla desde otro lugar, desde un lugar también intempestivo, fuera del canon de su tiempo, atravesando el control del sentido común de las convenciones dominantes.

    Sin duda, la novela detona preguntas estratégicas acerca del abuso en torno a las figuras de la madre por parte del Chicoco, de las prostitutas por los cafiches, esas zonas de ultra explotación de las mujeres. Pero más allá de los agudos problemas que se generan desde el ilegalismo, hay que considerar la existencia de esas figuras en el presente. Se puede pensar, por qué no, que la novela se adelantó a su tiempo y es hoy, 62 años después, cuando tenemos que leer la palabra desde abajo, “de la parte de los que no tienen parte”, y romper la abismante desigualdad que nos habita para politizar esos espacios que están vacíos o vaciados, recorridos por el machismo y altas cuotas de violencia, segregados, entregados a un abandono que solo puede conducirnos al fascismo popular y a una penosa y constante tragedia social.

     

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    Este texto fue leído en la presentación del libro, realizada en la Librería Gonzalo Rojas, en agosto de 2023.

     


    Chicago chico, Armando Méndez Carrasco, FCE, 2023, 205 páginas, $12.900.

  300. Veraneante

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    El Veraneante había logrado arrendar una económica cabaña llena de promesas turísticas para llevar, en las vacaciones de un verano post separación, a sus cuatro hijos con muda expresión adolescente. En el Toyota del Veraneante viajaron a Calbuco, pueblo sureño de ventanas cerradas y cortinas a crochet, donde dejaron el auto para cruzar a la isla del frente.

    El Veraneante y sus hijos, de entre 10 y 22 años, cruzaron el agua oscura y fría en una barcaza y cuando llegaron de noche a la orilla saltaron; el mal cálculo hizo que el agua salpicara ropa, zapatos, calcetines, bolsos. Los recibió el Cuñado del dueño de la cabaña, un hombre joven de envejecidos ojos verdes que se había venido de la capital hace años por amor y que, al poco tiempo de tener a su primera hija, su mujer lo había dejado. El hombre parecía estar sumido en un mutismo parecido al del Veraneante, aunque ya irreversible, instalado con gravedad hace años. Caminaron hasta la cabaña enclavada en la playa de piedras negras, el Veraneante tropezó y si no fuera por el bolso que amortiguó su caída se habría roto la nariz. Los hijos estallaron en carcajadas. El Veraneante no.

    El dueño de la cabaña había llegado a un acuerdo con su Cuñado para que hiciera de guía turístico, y para inaugurar dicha aventura tendría preparado un curanto al hoyo, aunque en lo concreto una población de choritos era lo que flotaba en la olla. Comenzaron a tomar el caldo sentados a la mesa, la cara del Cuñado iba enrojeciendo con el vino mientras contaba cosas de la isla, como que abundaban las relaciones incestuosas, y recordó la historia de un hombre que había echado a su mujer para quedarse con la hija. El viento arrasaba y silbaba afuera, y antes de despedirse les dijo que vendría temprano para llevarlos a pasear a caballo. El Veraneante y sus cuatro hijos se fueron a dormir, con la cabeza cargada de imágenes, como si hubieran visto mucha televisión, pero aquí no había televisión ni señal alguna, y una rama golpeó la ventana toda la noche.

    Al otro día llegó a la puerta un niño de 11 años, su cuerpo parecía el de un hombre. Con voz aflautada se presentó como el guía y dijo que había sido enviado por el Cuñado, quien había tenido un percance. Agregó que la cuota de arriendo debía quedar cancelada.

    A la primera despejada salimos, decía el hijo mayor con cierta irritación, pero pasaron casi dos días y las maletas seguían como piedras amontonadas en la entrada. El clima parecía una conspiración y la paciencia comenzaba a acalambrarse, se notaba en el desenlace de los juegos de mesa, con el metrópoli, el bachillerato o el colgado terminaban reflotando viejas rencillas familiares rematadas en portazos. El Veraneante a esas alturas ya había perdido el habla, solo abría la boca para fumar y tomar un resto de Ballantines que le quedaba cuando nadie veía.

    El paseo del Veraneante se enredó en dos sentidos, primero porque no había suficientes caballos, por lo que a la hija y al hijo menor les tocó compartir el burro. Segundo, porque la isla estaba cercada y solo podían andar por los pocos y estrechos caminos establecidos en la ruta. Miraban como desde una vitrina de alambres las praderas verdes y llenas de margaritas. Al poco rato ya estaban de vuelta en la cabaña.

    Al día siguiente, al llegar a la playa, el Veraneante y sus cuatro hijos se subieron a un bote inflable que estaba en la cabaña; el bote no hizo otra cosa que dar vueltas en el mismo eje, parecía anclado a no sé qué fuerza de gravedad que le impedía avanzar, estuvieron así un rato bajo el sol, hasta que el hijo mayor se bajó de un salto y cayeron al agua. Esa noche, el hijo del medio despertó con una pesadilla en la que gritaba ¡Paseo, Paseo, Paseo!, como si pronunciara las palabras de una condena, y transpirado cayó del camarote. Dos caídas en menos de 24 horas, diría la exsuegra.

    El Veraneante no supo del Cuñado del dueño de la cabaña sino hasta el penúltimo día de vacaciones, cuando llegó a tocar la puerta para avisar que, dadas las condiciones climáticas, no salía ni entraba barcaza de la isla. El Veraneante y sus hijos tenían los bolsos listos, los habían dejado armados la noche anterior con la secreta esperanza de que amainara la lluvia. La ansiedad de la noticia y del encierro hizo que se comieran todas las pelotitas de unos cereales de chocolate, muchas de las cuales caían y rodaban por el suelo hasta que alguien las pisaba con indiferencia. A la primera despejada salimos, decía el hijo mayor con cierta irritación, pero pasaron casi dos días y las maletas seguían como piedras amontonadas en la entrada. El clima parecía una conspiración y la paciencia comenzaba a acalambrarse, se notaba en el desenlace de los juegos de mesa, con el metrópoli, el bachillerato o el colgado terminaban reflotando viejas rencillas familiares rematadas en portazos. El Veraneante a esas alturas ya había perdido el habla, solo abría la boca para fumar y tomar un resto de Ballantines que le quedaba cuando nadie veía.

    Pensaban que el clima mejoraría al día siguiente y que vendría la barcaza y podrían subir. Y así fue, en un movimiento tan rápido como exagerado estaban todos afuera. ¡Vamos, vamos rápido, vamos, vamos!, decía el hijo mayor con la respiración discontinua al cruzar la playa de las piedras. El capitán de la barcaza miró desconcertado. Avanzaron por el mar lentamente, mareados, en completo silencio, aunque sin bajar la guardia. No alcanzaron a poner un pie en el suelo cuando el Veraneante y sus hijos en zancadas llegaron al auto y desaparecieron por la carretera.

  301. ¿Qué saben los animales de Kafka?

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    Aunque es imposible reconducir a una única idea el uso que Kafka hizo del animal a lo largo de su obra, existe una verdadera saga de interpretaciones acerca de la función literaria, filosófica, incluso teológico-política que cumple el animal en varias de sus narraciones. Cual sea la interpretación, estas harían bien en partir de un hecho simple, recordado por Reiner Stach en un breve ensayo que se adjunta a una compilación reciente sobre el asunto: Kafka se aferra a una tradición, para continuarla, reanimarla y a su modo subvertirla, al conferirle voz narrativa a un animal.

    El interés de Kafka por los animales es puramente literario: solo en algunas ocasiones respeta mínimas reglas zoomórficas, mientras en otras se aparta decididamente de ellas para ofrecer alimañas anfibias (“Una cruza”) o directamente “cósicas” (Odradek en “La preocupación del padre de familia” o las bolas que perturban la tranquilidad del solterón “Blumfeld”). El carácter literario de este interés proviene, en lo fundamental, del hecho de que —salvo el caballo, y ni siquiera siempre— las alimañas kafkianas pronuncian discursos, cuentan su historia y, por sobre todo, dan testimonio de su existencia en la medida de sus modestas posibilidades: En “Informe para una academia”, el simio puede recordar apenas su vida anterior de simio, porque es el olvido el que media entre su anterior existencia simiesca y su presente, cuando pronuncia su discurso. A su modo, la posición del simio en el “Informe” es la posición del animal humano en cuanto tal: ingresar en la lengua es adquirir la posibilidad de una historia, pero con ello un pasado irrecuperable queda a nuestras espaldas. Las alimañas kafkianas están transidas por esta paradoja: pronuncian el discurso imposible que narra la historia de aquello que nunca se puede contar, y lo hacen recusando toda floritura, toda tentativa que haga pensar que hay algo del orden de la invención o de “literatura” (en el peor sentido de la palabra). Muy sobriamente, el discurso toma la forma de un reporte, un informe. “Señores míos —dice el simio—, en la medida en que ustedes puedan tener algo semejante en su pasado, no les puede resultar más lejano que a mí el mío”. El animal, digo, se sitúa en la imposible posición de ofrecer testimonio sobre aquello que no puede ser recordado. En otras ocasiones (“La transformación”), el animal inquiere reflexivamente acerca de su propia condición (¿humana?, ¿animal?), lo que tiene algo de paródico y risible (“¿Era realmente un animal puesto que la música lo emocionaba tanto?”).

    El conjunto de los efectos literarios que desatan las narraciones de Kafka protagonizadas por animales tiene, no obstante, un antecedente insoslayable en la tradición. Stach remite a E. T. A. Hoffmann y a Marie von Ebner-Eschenbach, pero es probable que estos apelaran a un trasfondo todavía anterior: la literatura infantil, la fábula, y la variante única de estos que en alemán se denomina Märchen (traducido a menudo como “cuento maravilloso”). Todos nos hemos acercado de alguna manera a esta tradición, y a ella apelan en buena medida las narraciones de Kafka. Varios de estos relatos portan los rasgos fundamentales de los viejos cuentos infantiles. Antes que “literatura” —una palabra que Kafka siempre administra con extraordinaria reticencia, como si su pronunciamiento lidiara con lo sagrado, lo prohibido o lo imposible–, estas formas narrativas tienen por rasgo distintivo hacer reposar la expectativa del oyente o del lector en la obtención de consejo o enseñanza. La imaginación de quien la recibe se tensa para ponerse en disposición de obtener de esa historia un mínimo botín de sabiduría, incluso cuando la enseñanza es velada o debe terminar de ser elaborada por el que la escucha. Varias de las narraciones de Kafka protagonizadas por animales, especialmente las tempranas y a las que les llamamos —no sin cierta incomodidad— “cuentos”, adoptan deliberadamente el tono de la fábula. Más tarde, cuando las historias de animales tiendan a disminuir, Kafka se valdrá de las parábolas bíblicas, por regla general muy breves, con idéntico propósito.

    ‘Kafkología’ llamó Kundera a la dudosa ciencia destinada a traer a la superficie motivos latentes que subyacen a una prosa límpida, clara, a veces resplandeciente. Kafka dejó tendida una trampa mortal a sus lectores: hacerles creer que sus narraciones funcionan como metáfora de la sociedad contemporánea. Con la metáfora, interpretan, pero es justamente contra la interpretación que esta obra ha sido cuidadosamente diseñada. La ironía, no obstante, es que cada nueva interpretación confirma negativamente ese proyecto: su infinitud, su persistencia y su indestructibilidad.

    Desde tiempos inmemoriales, se diría, un repertorio de fábulas y narraciones más o menos anónimas y protagonizadas por animales ofician de transmisores de la cultura de un pueblo y abonan, así, a su patrimonio y su linaje.

    Esto tiene, además, rasgos únicos en Kafka, que apenas cabe comentar acá: escritor judío en Praga, en lengua alemana (por vía materna) en una Bohemia en la que el checo es la lengua mayoritaria, y el catolicismo y el protestantismo prevalecen con un marcado antisemitismo. Viejas historias se transmiten de manera más o menos clandestina, ajena a la cultura oficial y son preservadas en la memoria de quienes más tarde vuelven a contarlas.

    Kafka adopta deliberadamente estas formas mínimas de transmisión, pero no ya para acentuar su “costado épico” (la sabiduría) —es acá donde tantas cabezas brillantes del siglo XX se dejaron caer en tentación—, sino para, apelando al trasfondo inmemorial de las historias anónimas, desproveerlas de toda forma de sabiduría, enseñanza o consejo. En una palabra, Kafka se vale de esa tradición, pero para subvertirla: la función psicopedagógica y sociopolítica que por regla general define a la fábula es vaciada de todo contenido en la apropiación que Kafka hace de ella. La sabiduría que es dable esperar de su forma se desplaza y se sustrae con la misma intensidad con la que se la busca, y con mayor razón ahí donde se cree haberla encontrado. No pocas cabezas sesudas creyeron hallar un sentido oculto en las narraciones kafkianas (la burocracia, el judaísmo, la alienación en la gran ciudad). “Kafkología” llamó Kundera a la dudosa ciencia destinada a traer a la superficie motivos latentes que subyacen a una prosa límpida, clara, a veces resplandeciente. Kafka dejó tendida una trampa mortal a sus lectores: hacerles creer que sus narraciones funcionan como metáfora de la sociedad contemporánea. Con la metáfora, interpretan, pero es justamente contra la interpretación que esta obra ha sido cuidadosamente diseñada. La ironía, no obstante, es que cada nueva interpretación confirma negativamente ese proyecto: su infinitud, su persistencia y su indestructibilidad. La “radiante serenidad” de Kafka —como Benjamin la llamó— emana de esta constatación: que no hay consuelo, o que la literatura al menos no está en posición de ofrecerlo, y consecuentemente, que el consuelo rara vez es otra cosa que “interpretación”. Y por eso “literatura” e “interpretación” a su modo se oponen.

    Este mismo gesto se reproduce en la apelación kafkiana a la fábula, como un cierto repertorio de escucha o de legibilidad de sus narraciones. Si en la fábula el animal es un recurso destinado a abstraer ciertos rasgos morales (astucia, egoísmo, vanidad), en Kafka el mismo recurso es subvertido para expulsarnos fuera de la esfera de la moralidad. La “literatura” —esa palabra acaso impronunciable para Kafka— expresa por regla general una pura vocación de salida. A diferencia de los animales de la fábula, las alimañas kafkianas nunca tramitan una resolución moral (como sí es el caso del hijo en “La condena”), ni interpelan algún rasgo específico de la comunidad política. Por esto, en su vocación de “salida” la literatura contiene algo anárquico. Así, la voz del simio en el “Informe para una academia”: “No, no quería la libertad. [Quería] solamente una salida; a la derecha, a la izquierda, a cualquier lado; no planteaba otras exigencias; aunque la salida solo fuera una ilusión”.

    La ‘literatura’ —esa palabra acaso impronunciable para Kafka— expresa por regla general una pura vocación de salida. A diferencia de los animales de la fábula, las alimañas kafkianas nunca tramitan una resolución moral (como sí es el caso del hijo en ‘La condena’), ni interpelan algún rasgo específico de la comunidad política. Por esto, en su vocación de ‘salida’ la literatura contiene algo anárquico.

    En “La partida”, el señor que luego de haber ordenado ensillar su caballo responde a la interpelación de su criado acerca del destino de su viaje:

    ¿Adónde se dirige el señor?

    No lo sé, dije, solo fuera de aquí, solo fuera de aquí. Siempre y decididamente fuera de aquí.

    Aunque Stanley Corngold propuso dos momentos de la obra de Kafka —uno temprano, caracterizado por las “historias oníricas” (dream stories), y uno tardío, caracterizado por las “historias que piensan” (thought stories)—, toda su narrativa converge en una dimensión irrenunciable a la idea que este se hiciera, entonces, de lo literario y de la “literatura”: la experiencia de un radical extrañamiento, es decir, una “salida” (de sí, de la familiaridad y de la comunidad política); una salida que jamás se dejaría confundir con la chapucera idea de libertad.

    La libertad, vieja cuestión kafkiana, porta en cambio los rasgos del pecado original. Aunque imposible, la “salida” en cambio es lo único por lo cual se podría acaso luchar: es lo que sabe el simio y que a su modo nos delega como testimonio en su “informe”.

    El extrañamiento, la enajenación (Deleuze se valió de un término más enrevesado: “desterritorialización”), es así el hecho literario eminente. “Toda la obra de Kafka es un ejercicio sobre las numerosas gamas de la extrañeza”, sentenció Calasso.

    Bajo un gesto similar observó Benjamin las narraciones kafkianas en torno al animal. Planteó que esa forma ancestral de narración (los Märchen o “cuentos maravillosos”), de la que Kafka es acaso el último exponente, reanimaba unas fuerzas capaces de contrarrestar el poder del “mito”. Y el mito no es otra cosa que el poder que se ejercita como domesticación de la vida: “Los poderes del mito —escribió Benjamin— han dejado de ser invencibles, y el cuento maravilloso (Märchen) es la transmisión del triunfo sobre esos poderes”. El animal kafkiano es portavoz de esa fuerza mínima procedente de un tiempo inmemorial, capaz de disolver el poder corrupto que liga a una comunidad política: “Casi cinco años me separan de mi existencia simiesca, un periodo quizá breve si se mide por el calendario, pero infinitamente largo para recorrerlo al galope”.

    No hay manera de remontar el origen, porque este no tiene nada que ver con el tiempo cronológico. De ese origen solo queda la mácula, la cicatriz o la espuma, y por supuesto, la palabra del animal para aquel que pueda escucharla.

  302. Conciencia, culpa, absolución

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    Por su ambición narrativa, por su densidad psicológica, por su ambigüedad moral, Los asesinos de la luna, la última película de Martin Scorsese, califica como el estreno más importante del año. Con esta producción, el director neoyorquino añade a su obra los imaginarios del wéstern y le da una vuelta de tuerca a la sombría reflexión sobre la muerte y las posibilidades de redención que había realizado hace unos años en El irlandés (2019).

    Basada en la investigación homónima del periodista David Grann, Los asesinos de la luna está ambientada en la década de 1920, en la entonces fronteriza Oklahoma, en una tierra que le pertenece al pueblo nativo osage. Allí han encontrado grandes reservas de petróleo y su explotación —cuyos derechos se heredan familiarmente— ha convertido a los osage en “los más ricos per cápita del mundo”, con inclinaciones a la opulencia y a los cachivaches de la modernidad. La agudeza e ironía de Scorsese se palpa en los primeros minutos: este no es un mundo cualquiera, sino uno donde la pirámide social de la conquista europea está invertida. Aquí no son los indios haciendo de sirvientes para los blancos, sino al revés.

    Hay una excepción: un poder fáctico llamado William Hale (Robert De Niro). Es un magnate ganadero que domina la lengua nativa, hace negocios en el pueblo y que, al igual que el Tentador del Antiguo Testamento, es un lobo vestido de oveja. Hale tiene un sobrino: Ernest Burkhart (Leonardo DiCaprio), un exsoldado recién desmovilizado en Europa, bueno para el trago y el juego, muy atractivo. Y le hace un encargo: que se arrime a una osage de sangre pura, Mollie Kyle (Lily Gladstone), y se case con ella para tener acceso a los derechos de explotación del petróleo de su familia.

    De este encargo emana toda la tragedia que desatará el guion, pues el matrimonio por interés termina en amor y en hijos. También surge un par de preguntas fundamentales: ¿hasta qué punto Ernest es consciente de que el plan se inserta en las decenas de asesinatos cometidos contra hombres y mujeres de la comunidad osage, para quedarse con su dinero? ¿Entiende Ernest que la encomienda implica eliminar a las hermanas y a la madre de su esposa y, eventualmente, también a su mujer?

    La ambigüedad de Ernest es uno de los aspectos más notables del filme. En él conviven la estupidez y la frialdad, el amor y la indiferencia, el cálculo y la ceguera. Ernest lleva adentro el rasgo más desdichado con que, desde Jake La Motta en Toro salvaje hasta Henry Hill en Los buenos muchachos, cargan los antihéroes scorseseanos: la toma de conciencia, donde el peso de la culpa por lo irreparable cae como un piano sobre ellos.

    La ambigüedad de Ernest es uno de los aspectos más notables del filme. En él conviven la estupidez y la frialdad, el amor y la indiferencia, el cálculo y la ceguera. Ernest lleva adentro el rasgo más desdichado con que, desde Jake La Motta en Toro salvaje hasta Henry Hill en Los buenos muchachos, cargan los antihéroes scorseseanos: la toma de conciencia, donde el peso de la culpa por lo irreparable cae como un piano sobre ellos.

    ¿Es Los asesinos de la luna una película culposa? Lo es. Parafraseando al personaje de DiCaprio hacia el final de la película, está llena de remordimiento. Pero ¿remordimiento de qué?

    No respecto de los crímenes contra la nación osage de parte de los pioneros blancos, ni de la desidia del FBI ni del gobierno central. Scorsese no usa la historia para dar lecciones morales, sino para ilustrar, una vez más, que Estados Unidos fue forjado por el dinero y la ambición, al margen de las instituciones. Una ambición de la cual no están libres los osage. Por eso la madre de Mollie Kyle, el eje moral de esta historia, recrimina a sus hijas por casarse con puros hombres blancos. La ambición puede incluir el dinero y el poder, pero ¿por qué no el amor?

    Hace muchos años, el gran crítico Héctor Soto hizo notar que las películas de Scorsese tenían su contrapartida en el cine del propio realizador. Si estaba en lo cierto, el reverso de este filme es El irlandés. Allí la toma de conciencia del protagonista, asesino de su gran amigo Jimmy Hoffa, llegaba tarde, y la verdad sobre los acontecimientos, que hubiera entregado paz a los deudos y al asesino, no llegaba. En Los asesinos de la luna, la verdad se ajusta para que el protagonista salde deudas con su propia conciencia y con la justicia, y la confesión final con su esposa (la que importa) llega a medias. Hay verdades que no estamos dispuestos a reconocernos a nosotros mismos porque nuestra conciencia no puede con ellas, dice Scorsese. Y en ese trance ni siquiera la muerte puede redimirnos.

     


    Los asesinos de la luna (2023), dirigida por Martin Scorsese, 206 minutos.

  303. Chile, fértil provincia erosionada

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    Este libro quiere ser el rescate de una obra olvidada, cuyo valor ha de enmarcarse en parámetros objetivos: nos asoma a la génesis del pensamiento ecologista en Chile. Permite completar hacia atrás, entonces, un cuerpo de conocimiento cada vez más relevante en el presente. A eso está invitado el lector y la lectura no lo defraudará. Pero también se verá sumergido en una experiencia inquietante, no estipulada en el programa, pues irá reconociendo, poco a poco, el espíritu de un autor singular, de modales discretos, contenidos y, sin embargo, intensamente luminoso y transido de piedades y angustias.

    La sobrevivencia de Chile es un informe que Rafael Elizalde Mac-Clure publicó en 1958, por encargo del Ministerio de Agricultura. En 1970, el Servicio Agrícola y Ganadero imprimió una versión aumentada y corregida por el autor, que había muerto en abril de ese año. En casi 500 páginas, Elizalde diagnosticaba el estado de conservación de cada uno de nuestros recursos naturales renovables (“renarres”), así clasificados: agua, suelos, bosques, praderas, flora, fauna, belleza escénica y hombre. Una obra técnica, a primera vista, en la cual había que adentrarse para descubrir un incipiente modo de pensar y sufrir el mundo.

    El volumen aquí reseñado nos ahorra ese camino: selecciona directamente “los pasajes más ensayísticos o de prosa histórica”, en los cuales reflexiona en propiedad “un previsor de la crisis global que entonces se iniciaba”, según las palabras de Pablo Chiuminatto en el prólogo. Un previsor de cuya existencia recién venimos a enterarnos, pero no aparentemos asombro: la cuestión ambiental aún no mueve pasiones en la vida intelectual del país. Se celebra al precursor Luis Oyarzún, por su admirable Defensa de la Tierra (1973). “Lo curioso es que si vamos al libro de Oyarzún, se entiende prontamente que su principal referente local es Elizalde”, anota Chiuminatto.

    De ese carácter pionero e ignoto deriva el único reproche que puede hacerse a este libro: hay poca información biográfica sobre el autor. La indagación aclara algunas cosas, aunque no disipa la intriga. De padre ecuatoriano y madre chilena (el primero, diplomático, fue embajador en Santiago), Elizalde se educó en distintos países y luego estudió Ciencias Políticas en Lovaina. Tras algunos periplos por Europa, volvió a Chile, fue analista financiero en el Banco Central y partió a California a estudiar Economía, donde mal no se movió: adaptó al castellano la película Blancanieves, cuyo doblaje supervisó él mismo en los estudios de Walt Disney. De eso y más dejó registro en Los ángeles de Hollywood (1938), un libro de crónicas. “En nuestra lengua no existe libro alguno tan completo sobre Hollywood y sus misterios”, sentenció Carlos Silva Vildósola.

    Vivir en armonía con la naturaleza es una causa política sinuosa, capaz de acortar distancias entre sabios y fanáticos. El estilo de Elizalde, sin embargo, consonante con sus ideas, no admite las derivas implacables: fluye en sus palabras un apego natural a las formas deferentes, el impulso genuino del cuidado, sustentado en este caso por una vasta cultura y por sus dotes de investigador obsesivo.

    Ya establecido en Santiago, Elizalde ejerció el periodismo en diarios y revistas (La Nación, El Mercurio, Zig-Zag, En Viaje) y mantuvo su oficio de traductor, con Nelson Rockefeller y la embajada estadounidense en su cartera de clientes. Creó una agencia de publicidad en Buenos Aires, fue jefe de Turismo de la Corfo y cofundó, en 1968, el Comité Pro Defensa de la Flora y Fauna. No es mucho más lo que puede pesquisarse en línea. Pero basta para apreciar el talante cosmopolita y las inquietudes heterodoxas que explican su amplio dominio, ya en los años 50, de los estudios ambientales que tomaban forma entre Estados Unidos y Europa. También cabe inferir que Elizalde era objeto de suspicacias en el Chile desarrollista: un hombre de privilegiados vínculos con el imperio y que anteponía el interés de los árboles al interés social.

    La preocupación central de Elizalde, en línea con su época, es la erosión. Fenómeno cuyos enormes alcances —subestimados hasta la crisis del Dust Bowl, tormentas de polvo que azotaron a Norteamérica en los años 30— permiten al autor conciliar tres motivaciones en apariencia contrapuestas: la rentabilidad económica (agricultura, turismo, transporte), la supervivencia humana y la pura devoción por la naturaleza. Enfrentados a la misma amenaza, cualquiera de estos fines reclama el mismo medio: la conservación de los suelos, bosques y cuencas hidrográficas cuyo ultraje desencadenó la erosión. Otrosí: Chile es “el país más erosionable del mundo”, según decreta el autor tras pasar revista a nuestra geografía física.

    La primera parte del libro, “El paraíso que fue”, nos enfrenta a la naturaleza que vieron los cronistas de la Conquista y la Colonia. Historiador y esteta, Elizalde cita sugestivos pasajes de Ercilla, González de Nájera, Alonso Ovalle o el Abate Molina, entre otros, componiendo una pequeña antología visual. La majestad de un paisaje único, por su belleza o fertilidad, alterna en esos fragmentos con las primeras advertencias sobre el descriterio de sus habitantes. El padre Vidaurre, en 1748, denuncia “la malísima práctica que se tiene de incendiar los bosques con el fin de ahorrar fatigas”, augurando que “al cabo de unos años habrán acabado con ellos”.

    Pero no será hasta entrado el siglo XIX que comience el verdadero descalabro. Al grito de “¡A hacernos ricos, muchachos!”, la minería en el Norte Chico, la colonización en el sur y la explotación agropecuaria en todo el territorio (cuyos bárbaros métodos deploraba incluso la Sociedad Nacional de Agricultura) abonaron la famosa profecía de Vicuña Mackenna: “Chile en un siglo será un desierto”. Este pronóstico, que data de 1855 y “no se ha cumplido totalmente, pero sí en gran parte”, persigue a Elizalde y enmarca sus observaciones empíricas sobre lo ocurrido desde entonces en distintas regiones del país. ¿La conclusión? “Ni siquiera hemos empezado a reaccionar”. Quemamos los bosques, se desbocan las aguas, los ríos se embancan, la tierra se empacha, los rebaños arrasan y, por todos lados, “el desierto avanza”.

    Defender la naturaleza es cuidar lo que queda de ella; vale decir, insertarse en una historia general de la pérdida, donde ya todo prodigio es un pálido reflejo de lo que fue. Millones de años de creación dilapidados en décadas, por los más groseros motivos: un desconsuelo cósmico se apodera de Elizalde cuando extrema su conciencia al respecto, sin descuidar por ello el rigor de su tarea. Esto lo lleva a escribir líneas de repentina belleza.

    Vivir en armonía con la naturaleza es una causa política sinuosa, capaz de acortar distancias entre sabios y fanáticos. El estilo de Elizalde, sin embargo, consonante con sus ideas, no admite las derivas implacables: fluye en sus palabras un apego natural a las formas deferentes, el impulso genuino del cuidado, sustentado en este caso por una vasta cultura y por sus dotes de investigador obsesivo.

    Pero fluye, también, la fatalidad de la melancolía, el desencuentro radical con el mundo. Defender la naturaleza es cuidar lo que queda de ella; vale decir, insertarse en una historia general de la pérdida, donde ya todo prodigio es un pálido reflejo de lo que fue. Millones de años de creación dilapidados en décadas, por los más groseros motivos: un desconsuelo cósmico se apodera de Elizalde cuando extrema su conciencia al respecto, sin descuidar por ello el rigor de su tarea. Esto lo lleva a escribir líneas de repentina belleza, si esta se conserva, por ejemplo, en la desembocadura del río Baker. Pero también le permite ver en la Araucanía, por la ventanilla del tren, “cementerio tras cementerio de árboles carbonizados, algunos atrozmente retorcidos, momificados con un postrer gesto de dolor; sus negras ramas, cual brazos amputados clamando al cielo”. O la tierra de las laderas, apuñalada por el arado y las lluvias, hundidas sus entrañas “en impresionantes cráteres, rojos, sangrantes, que se alargan, socavan y ensanchan al infinito, haciéndola abortar toda su fecundidad”.

    Sobre este cuadro gravita, ininteligible, la trágica muerte del autor. Elizalde se quemó a lo bonzo o eso concluyó la policía. Su cuerpo fue hallado en un potrero adyacente al aeródromo de Tobalaba, con una esponja en la boca y una mordaza, atribuidas a su voluntad de soportar las llamas sin clamar por auxilio. Tenía 62 años y vivía solo en la calle Rosal, junto al Santa Lucía. Carlos Rodríguez, jefe de la Brigada de Homicidios, declaró a la prensa que “indudablemente fue una forma de protestar contra la sociedad actual”, sin más indicios que el perfil de la víctima. Sobre el terreno había huellas de una sola persona. Pero el presunto suicida, si acaso se inmoló, no dejó otro testimonio que su cuerpo.

    El hombre, por un lado y otro, se suicida”, escribió Alone meses después, en un elogioso comentario de La sobrevivencia de Chile. Elizalde cifraba su esperanza en “la muchachada sana” a la cual dedica su libro, aún a tiempo de ser educada sobre bases ecológicas. Su desesperanza, en que no sabemos vivir para después de nosotros. La ciencia se anticipa, pero un presente sin dioses se ovilla en su propia fe: “El mañana se encargará de sí mismo”.

     


    La sobrevivencia de Chile, Rafael Elizalde Mac-Clure, Saposcat, 2023, 94 páginas, $10.000.

  304. Mircea Cărtărescu: “No soy un maestro en mi escritura, soy esclavo de ella”

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    Mircea Cărtărescu es un escritor rumano de voz suave y gestos contenidos, que en la última década ha gozado de una admiración global. The London Review of Books subrayó su capacidad para navegar tanto en la tradición americana como en la europea, así como en todas las épocas históricas. Y Die Zeit lo compara con Kafka y Borges. Nacido en Bucarest, en 1956, pertenece a la generación de los blue jeans, que es como se conoce al grupo de autores que absorbió con apetito la influencia de Occidente. Ha escrito cuentos, novelas, ensayos y poemas, y lleva un diario desde muy joven que, según sus palabras, es algo así como la cantera desde la cual surge toda su obra. Esta conversación, que se encuentra íntegra en el sitio web del Centro para las Humanidades de la UDP, se llevó a cabo después de la conferencia que el autor dio en la misma universidad.

    Antes de que colapsara la Unión Soviética y cambiara por completo el panorama político de Europa, ya habías publicado algunos libros de poesía y recibido el reconocimiento de la Unión de Escritores de Rumanía en 1984. ¿Qué le pasó a tu escritura después de que cambiara ese panorama político?
    Bueno, a veces bromeaba diciendo que una simple revolución no puede cambiar mi estilo. Pero hay algo de verdad en ello. Mis libros anteriores son exactamente iguales a los siguientes libros. La revolución no cambió mi forma de escribir, mi manera de entender la literatura. Los libros que publiqué durante la dictadura, en los años 80, son absolutamente igual de duros y llenos de coraje. El precio que tuve que pagar fue altísimo. Todos mis libros fueron intervenidos fuertemente por la censura. De hecho, fueron mutilados por la censura. En cada uno de mis libros recortaron al menos 50 páginas de mis poemas y de mis cuentos. Por ejemplo, de mi Nostalgia, mi primer libro de cuentos, uno de los cinco cuentos está absolutamente ausente, fue sacado, y otros cuatro fueron mutilados por la censura. Ni siquiera el título les bastaba. Cambiaron el título de Nostalgia a El sueño. Así que la primera tirada se tituló El sueño porque el gran director de cine ruso Andrei Tarkovsky acababa de desertar a Italia en ese periodo y había hecho una película llamada Nostalgia. Así que incluso esa palabra estaba prohibida en Rumanía. En ese momento, todos y cada uno de los libros estaban censurados. Por ejemplo, Umberto Eco vino a Rumanía en los años 80 y la Unión de Escritores lo recibió como una estrella pop, como corresponde, pero cuando estaba en la Unión, uno de mis colegas, un autor muy joven, se dirigió a él en público y dijo: “¿Sabe usted, Sr. Eco, que a su libro El nombre de la rosa le quitaron 30 páginas?”, y Eco se sorprendió mucho y dijo: “Pero ¿por qué? Mi libro trata sobre la época medieval, ¿por qué deberían haberlas eliminado?”. Y mi colega le explicó que en Rumanía incluso los libros de cocina están sujetos a censura.

    Parece que los censores tienen una imaginación muy desarrollada, incluso más que la de los lectores normales.
    Los censores fueron parte del problema. En cierto modo, la mayoría de ellos eran escritores que querían formar parte del mundo literario. Entonces invitaban a otros escritores a tomar un café y a negociar. Algunos lo hacían con la esperanza de salvar el libro, porque no todos los censores eran malos. Hacían concesiones y fueron muchos los libros que se publicaron gracias a esos compromisos. Por ejemplo, había censores que te pedían añadir unas 20 o 30 páginas, lo que después les permitía sacarlas como un acto de censura y demostrar con ello que estaban haciendo su trabajo. A veces las cosas son más complicadas de lo que la gente piensa.

    Todos mis libros fueron intervenidos fuertemente por la censura. De hecho, fueron mutilados por la censura. En cada uno de mis libros recortaron al menos 50 páginas de mis poemas y de mis cuentos. Por ejemplo, de mi Nostalgia, mi primer libro de cuentos, uno de los cinco cuentos está absolutamente ausente, fue sacado, y otros cuatro fueron mutilados por la censura.

    Leyendo Nostalgia me parece que Bucarest no es solo una ciudad, sino también un personaje. Tiene personalidad, está llena de añoranza. Me gustaría saber cuánta distancia existe entre la ciudad que has creado en tu literatura y la ciudad real en la que vives.
    Bucarest evolucionó a lo largo de mis libros. Al principio, en mi poesía, la presentaba espléndida, una ciudad de milagros, llena de luz y de chispas como un champán, solo porque pensaba que realmente era así. Nunca viajé al extranjero, creí que nunca viajaría, así que no tenía comparación con otras ciudades del mundo. Por eso, durante mucho tiempo pensé que Bucarest era realmente esa ciudad maravillosa. Por eso aparece de esa manera en mis poemas. En los versos que escribí hasta los 30 años, Bucarest es la ciudad donde me encantaba vivir. Pero después esta imagen se fue erosionando. (…) En Cegador, Bucarest ya no es Bucarest, es más bien una creación mía. Antes he dicho que Bucarest no respira bajo el cielo, sino bajo mi cráneo. Para entonces ya se había convertido en un núcleo, una ciudad imaginaria. Y su involución, como yo la describí en Solenoide, es una Bucarest completamente despojada de su aura. Se convierte en una ciudad de tristeza inconmensurable. La describo como la más triste del mundo. Está completamente reconstruida, hecha de hierro y yeso, arquitectura industrial y decoración absurda de yeso con ángeles y otros personajes mitológicos. Intenté crear una especie de ciudad steampunk alejada de la verdadera Bucarest. Su desintegración termina en uno de mis libros aún no traducido al español, Melancolía, donde Bucarest simplemente desaparece.

    Hay algo sobre Cegador, en el hecho de que sean tres volúmenes. Con un proyecto así ahora estás en minoría. ¿Quién más está haciendo esto? Me refiero a proyectos de escritura con tanta amplitud. Pensé en Karl Ove Knausgård, por ejemplo, y más allá de él hay otros nombres, pero no muchos. Estamos ahora en una era de inmediatez, todo debe ser breve, si no la audiencia se pone ansiosa.
    Yo diría que hay algunas personas que comparten el mismo proyecto maximalista que es visible en Cegador. Cuando comencé a escribirlo, no me comparé con nadie, solo quería escribir un libro a mi imagen y semejanza. Entonces simplemente escribí sin pensar demasiado, sin planificarlo, sin borrador, sin documentación y cosas así. Con mi imaginación y memoria de forma natural. Entonces un día comencé a escribir y nunca dejé de hacerlo, hasta después de 14 años. Así que escribí los tres volúmenes de este libro a modo de tríptico. Un tríptico como los que se suelen usar en pintura, como el Retablo de Gante o los de Brueghel y otros. Quería hacer una verdadera obra de arte, quizás sea el más estético de mis libros, describiendo todo lo que sé sobre este mundo que comienza con mi historia personal y termina en la historia del universo, conteniendo todos los registros desde, como he dicho, la escatología de lo obsceno hasta la escatología de la muerte. Un gran arco que unifica los rasgos más profundos y repugnantes de la humanidad, el infierno de la humanidad hasta el paraíso. (…) Cegador, aunque tiene 1.500 páginas, no cuenta con ninguna arrancada ni palabras tachadas con tinta. Lo escribí a mano en tres cuadernos grandes. Yo los tengo en casa y tal vez tendrías que verlos para creerme, pero muy pocos están dispuestos a creer.

    Hay escritores como Kafka, que no estuvo directamente involucrado en su mundo, y hay escritores como Solzhenitsyn, que fue un gran luchador por la dignidad humana. Creo que esto es lo que hace que el arte sea tan maravilloso: la diversidad, la diversidad de las artes. No condenaría ningún tipo de arte en la medida en que siga siendo arte.

    Antes de comenzar esta entrevista contabas que gracias a tu trabajo como periodista político tienes una gran colección de enemigos. ¿Qué parte de la vida política es evidente en tus escritos y qué parte de la experiencia política palpita, aunque no es realmente evidente en tu literatura?
    Sí, publiqué varios libros que son colecciones de artículos, de artículos políticos, contra personas importantes y poderosas de la vida política y económica de mi país. Pero también tengo una tendencia política en mis libros de ficción. Un libro que nunca se ha escrito después de la Revolución rumana, creo que es la tercera parte de mi trilogía de Cegador, que es extremadamente política, una especie de escáner de la Revolución. Debido a que allí había una visión política tan poderosa, es mi único libro escrito como una sátira. Es una sátira rápida, donde usé imágenes y palabras duras, usé lo grotesco, usé la parodia para castigar a las personas que me robaron la juventud.

    En Solenoide es muy divertido leer sobre el taller literario. Y doloroso, porque se puede ver allí la imaginación joven moldeada también por otros clichés, así que lo pensé como un arte poética de la mente del joven escritor. Me preguntaba si ese concepto de pureza, de cómo debe ser el escritor sin más obligaciones que la de escribir y seguir adelante con un libro, es una visión utópica, una figura arquetípica o es un modelo al que cualquier escritor joven puede o debe aspirar.
    Es una larga discusión, un extenso debate. ¿Una obra de arte debería estar dominada únicamente por las leyes internas de ese arte? Entonces, ¿una obra de arte debería simplemente continuar la historia de ese arte o debería reflejar algo de los problemas del mundo? Hay argumentos a favor del arte puro y hay argumentos a favor del arte comprometido. Y creo que todos y cada uno de los periodos de la historia de las artes tuvieron este debate. ¿Qué debe hacer un escritor? ¿Debería abrazar la belleza y la pureza de las líneas de su literatura? Por ejemplo, en nuestro caso, o en el caso de la poesía y demás, ¿o deberían protestar de alguna manera contra las injusticias que ocurren en todas partes? No hay respuesta. (…) Hay escritores como Kafka, que no estuvo directamente involucrado en su mundo, y hay escritores como Solzhenitsyn, que fue un gran luchador por la dignidad humana. Creo que esto es lo que hace que el arte sea tan maravilloso: la diversidad, la diversidad de las artes. No condenaría ningún tipo de arte en la medida en que siga siendo arte.

    El purista y el luchador son modelos válidos de artistas que comparten una cosa: la certeza. Ambos están seguros de lo que están haciendo. ¿Cómo te consideras como escritor? ¿Te defines como alguien lleno de certezas? ¿O tu composición está hecha más de dudas?
    Qué bueno tener certezas, decía Kafka, que estaba condenado a no tener ninguna. No creo, realmente no pienso en estas cosas. Solo escribo. No soy un maestro en mi escritura, soy esclavo de ella. Es mi mente quien la hace. Solo pongo énfasis aquí o allá, pero normalmente confío en mi mente. Es una cuestión de fe, tener fe en tu aptitud interior para escribir. (…) Alguien más dicta, algún poder interior, lo cual para mí es muy importante. No creo que ahora haya muchos escritores o artistas que todavía crean en la inspiración y yo no sería nada sin sentirme inspirado. Es como algo religioso.

     

    Imagen de portada: Mircea Cărtărescu en la Biblioteca Nicanor Parra. Fotografía: Archivo UDP.

  305. Fascinación

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    Esta canción tan triste me ayudó a salir de la melancolía de haber intuido esa vida que podría ser pero jamás será, que en general se oculta detrás de las canciones y los pasos delicados de un joven hermoso que podría ser un fantasma de paseo durante alguna tarde gris. Tumbas de cemento, piedras que se convierten en óxido, el milagro del color en las autopistas”, anota la escritora argentina Mariana Enriquez en su libro Porque demasiado no es suficiente. Mi historia de amor con Suede, sobre “Flytipping”, la última canción de Blue Hour, su disco de 2018. La autora de Nuestra parte de noche (2019) escucha el tema en Londres, el día después de un recital de la banda en Cambridge y luego de visitar la tumba de Marx. Así encuentra los puntos de unión entre la balada y la vida (la suya y la de los otros), reconociendo en ella un paisaje secreto, intransferible. “Afuera llovía y el bus pasó porque ahí se estrecha, casas de ladrillo, parques, campos de golf, estadios y dejé de prestar atención a ubicar la parada donde debía bajarme”, dice antes Enriquez y es revelador el modo en que hace de la fascinación otro nombre para la pena.

    En el libro, la autora sigue hasta el presente el trayecto de la banda inglesa formada en 1989 y compuesta por Brett Anderson, Mat Osman, Simon Gilbert, Richard Oakes y Neil Codling (con la salida de su guitarrista Bernard Butler, en 1994, como hito dramático), pero también habla de sí, de la ficción y las noches en vela de los 90 (con su disco debut homónimo, y luego Dog Man Star y Coming Up), del periodismo cultural y musical como las vigas de una poética privada y pública, y del modo en que se entrelaza el pop con la tradición romántica, como si compartieran los mismos espectros.

    Enriquez escribe de sí misma y de los otros como un espejo y una obsesión. En su trayecto están descritas las formas de una educación sentimental que no solo conecta con los textos incluidos en ese monumental atlas pop que es El otro lado. Retratos, fetichismos, confesiones (2020). Autora de hagiografías de criaturas hermosas y malditas, como Anita Pallenberg, Tupac Shakur y River Phoenix, entre muchos; los ensayos, columnas y textos biográficos de ese libro la acercaban a sus objetos (y a ella misma) desde una proximidad arrebatadora, como si consignara los fragmentos de una biblioteca sagrada y casi siempre oculta, haciendo de ese acto crítico (referir el funcionamiento de una novela, describir las formas en que desaparece o estalla una celebridad, obsesionarse con una obra hasta perseguir sus significados más escondidos) un gesto íntimo, tan personal como irrepetible. “Los fans también pueden ser seres temibles y terribles, claro, pero eso sucede porque los de nuestra especie nos degeneramos rápidamente. El estado del fan, sin embargo, es muy grato. El fan ha encontrado una manera de aliviar las desdichas de este mundo. Está menos solo que los demás, vive más intensamente. Parece un poco triste desde afuera, ¿no? Esos chicos esperando en la calle frente al hotel en el que está Madonna. Las señoras llorando de amor por Sandro. Pero desde adentro no es así: desde adentro se siente euforia y fiebre y una alegría extraña, obsesiva”, dice en un ensayo llamado “Las devociones”, del 2012, donde comenzaba hablando de los Manic Street Preachers para terminar su deriva con la muerte de Spinetta.

    Es imposible no leer Porque demasiado no es suficiente desde ese ángulo: aquel que narra cómo Suede coloniza los días y las noches de la autora, quien acumula detalles y experiencias mientras va uniendo las pistas donde percibe una ficción cifrada en sus letras (las fantasías subterráneas del deseo entre Anderson, el vocalista, y el guitarrista Butler, y luego con Codling, tecladista del grupo) y relatando el modo en que ella y la banda cambian una y otra vez a lo largo de 30 años.

    Aquello cobraba un espacio relevante también en sus ficciones, como lo que sucedía en la novela fantástica Este es el mar (2017), donde una serie de divinidades femeninas perseguían y acosaban a músicos de rock que luego se suicidarían para ser devorados de modo sacrificial. “Ellos se alimentan comiendo, nosotras nos alimentamos de ellos, de sus devociones. Vivimos de ese amor, de esa devoción, de ese zumbido. Y tenemos que alimentar ese fuego con cuerpos, de vez en cuando, para mantenerlo vivo y mantenernos vivas”, anotaba en la ficción una de esas criaturas tan bellas como terribles, tan frágiles como poderosas.

    Por lo mismo, es imposible no leer Porque demasiado no es suficiente desde ese ángulo: aquel que narra cómo Suede coloniza los días y las noches de la autora, quien acumula detalles y experiencias mientras va uniendo las pistas donde percibe una ficción cifrada en sus letras (las fantasías subterráneas del deseo entre Anderson, el vocalista, y el guitarrista Butler, y luego con Codling, tecladista del grupo) y relatando el modo en que ella y la banda cambian una y otra vez a lo largo de 30 años. En este trayecto vital caben también confesiones, elegías y una entrevista que la novelista le hace a Brett Anderson (cuyo secreto no revelaremos acá); y va del no future gótico de La Plata a Buenos Aires, y de ahí a Londres y París, abordando la distancia y la lejanía de las copias pirateadas, el gossip alucinado de la prensa musical inglesa y la cercanía paulatina que le permite el periodismo de rock (cuya rutina está muchas veces definida desde una intensidad que se vuelve hastío, un entusiasmo por lo nuevo que luego se entumece) hasta, sobre el final, conocer en persona a la banda.

    Al lado de este relato corre otro, intercalado y revelador, sobre el modo en que el público se relaciona con los artistas al modo de una historia oculta de la cultura, que la autora rastrea hasta su origen mítico (Dionisio, las bacantes, el éxtasis y la fiesta) para seguir con Cortázar y “Las Ménades”, la Lisztomanía, las lecturas en clave de películas como Performance y Velvet Goldmine, y la descripción laberíntica y casi demencial de un universo de foros, páginas webs y fan fictions sobre la banda.

    De este modo, el libro sugiere que la interpretación o apropiación que un fanático hace de una obra nunca deja de extenderse, para volverse un relámpago o una revelación capaz de unir el presente con el pasado, la tradición con lo olvidado o lo nimio, y los viejos detalles invisibles con el sentido pleno y arrebatador que el arte puede llegar a provocar. “No creo que cualquiera tenga la predisposición para ser fan. Sí admirador, incluso coleccionista. Pero el fan tiene algo roto y melancólico, es alguien en busca de trascendencia o eternidad o esa otra vida que debería estar en esta, esa otra vida que tiene más colores, que se parece más a lo soñado” escribe.

    Enriquez lee como fanática, pues entiende que no puede haber para ella sino vértigo y goce, decepción y deseo y, por lo tanto, aborda el éxtasis y la decepción, pero también los anhelos de las habitaciones de los adolescentes que vuelven en la adultez como espectros hechos del tiempo perdido, abordando la soledad de las imágenes resquebrajadas y el modo en que la música (y también la literatura y el cine) permite comprender la vida, soportar el presente y encontrarse en la voz o la mirada de los otros. Acá todo se vuelve, entonces, una pista; todo es una clave que acerca Suede a la escritora, una clase de verdad o de conocimiento que es también un retrato de ella misma y lo que entiende por belleza.

    Porque demasiado no es suficiente exhibe las coordenadas de ese sueño: Enriquez lee como fanática, pues entiende que no puede haber para ella sino vértigo y goce, decepción y deseo y, por lo tanto, aborda el éxtasis y la decepción, pero también los anhelos de las habitaciones de los adolescentes que vuelven en la adultez como espectros hechos del tiempo perdido, abordando la soledad de las imágenes resquebrajadas y el modo en que la música (y también la literatura y el cine) permite comprender la vida, soportar el presente y encontrarse en la voz o la mirada de los otros. Acá todo se vuelve, entonces, una pista; todo es una clave que acerca Suede a la escritora, una clase de verdad o de conocimiento que es también un retrato de ella misma y lo que entiende por belleza, a través del recorrido de las canciones y la iconografía compuesta por Brett, Bernard, Neil, Mat y sus múltiples variaciones, especulaciones, ensoñaciones, encuentros y desencuentros.

    Más: Porque demasiado no es suficiente deja una serie de preguntas. La más importante tiene que ver con los límites de la ficción. El año 2022, cuando aparece Autofiction, calificado el disco más punk de Suede, escribe Enriquez: “Es lo que hace todo artista, por eso es tan aburrido que se la aplique [la etiqueta] solo a los trabajos semiautobiográficos. Todos lo son de alguna manera”.

    Tiene razón, y el volumen puede leerse completo desde ese lugar, desde esa autobiografía que dispara relámpagos de asociaciones inauditas, para desplegar la propia vida con una sucesión de escenas breves y viñetas que funcionan en tanto suma o más bien un álbum de recuerdos. De hecho, a lo largo del libro se menciona una y otra vez cómo los viejos tesoros de los fans desaparecen y los recortes, fotos, grabaciones, fanzines, páginas webs, papeles de todo tipo, se pierden en cajones y, quizás, vuelven a la nada.

    Enriquez lee y escribe contra ese olvido. El libro es su respuesta en la medida de que es tanto una arqueología del sentido como una forma de preservar lo desaparecido. Su escritura consiste en un acto de fascinación que el tiempo no va a poder borrar y, por lo tanto, hace de la trivia un conocimiento mágico que vuelve una reliquia a toda imagen coleccionada; a toda canción, un relato en clave, y a toda conversación entre fanáticos, un debate sobre las formas de la iluminación. Acá, la obsesión es también una forma del recuerdo, y la música pop y la literatura se convierten en una persecución de lo sublime (“la noche es sublime”, anotó alguna vez Kant), de una belleza capaz de arrasar todo. De este modo, comparte el estremecimiento íntimo de quien, al escuchar las canciones que siguen explotando en su cabeza, es capaz de percibir la verdad de las cosas del mundo.

     


    Porque demasiado no es suficiente. Mi historia de amor con Suede, Mariana Enriquez, Montacerdos, 2023, 222 páginas, $18.900.

  306. Vladimir Putin: en busca de la grandeza perdida

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    Sin Putin no hay Rusia”. Pese a que fue pronunciada en 2014, la frase del estratega político del Kremlin, Vyacheslav Volodin, no ha perdido vigencia. Porque Vladimir Vladimirovich Putin es hoy mucho más que el presidente de Rusia: gracias a apreciables dosis de maña y fuerza, el exagente del KGB ha llegado a encarnar como nadie al país que dirige desde el 1 de enero de 2000. La simbiosis entre Putin y Rusia hace que, para bien y para mal, él sea “el nuevo zar”, como tituló Steven Lee Myers, reportero de The New York Times, la biografía del líder ruso que publicó en 2015. “Putin se ha convertido en el símbolo de una Rusia resurgente” y su figura es “inseparable de la del Estado”, que controla con mano de hierro, señala el periodista en su libro. Aun cuando la invasión a Ucrania ha mellado su prestigio y golpeado severamente su aura de invencibilidad, Putin continúa “representando las esperanzas y los miedos, las aspiraciones y las angustias, la arrogancia y los resentimientos de una parte sustancial de la población de Rusia”, sentencia a su vez el historiador Philip Short, autor de otra biografía del mandatario publicada en 2022.

    Myers, más crítico, y Short, más indulgente, recorren la vida del político nacido en 1952 en una Leningrado (hoy San Petersburgo) todavía bajo los efectos de la devastación que provocó el asedio alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Hijo de un comunista convencido y de una madre que, según él, lo bautizó en secreto, Putin creció en un departamento compartido por varias familias, como un niño rebelde que tardó en entrar a los Pioneros (el paso previo al ingreso al Komsomol, la juventud comunista), aprendió a controlar sus sentimientos y canalizó sus inquietudes hacia las artes marciales. A los 16 años, luego de ver una serie de espías en la televisión, el joven Vladimir decidió que quería ser parte del KGB y servir en el extranjero. Tras estudiar derecho en la prestigiosa Universidad de Leningrado, cumplió su sueño, en 1975. Tendría en el aparato de seguridad una carrera poco destacada y la caída del Muro lo sorprendería en Dresde, un destino de segundo orden en las prioridades del KGB.

    Aunque más tarde catalogaría el fin de la Unión Soviética como un “desastre geopolítico”, el derrumbe de la URSS permitió que la vida de Putin diera un vuelco decisivo: pasó de ser un oscuro espía, a trabajar para Anatoly Sobchak, el carismático alcalde de San Petersburgo cuya confianza fue clave para su ascenso político.

    Después de la caída en desgracia de Sobchak, a mediados de los 90, Putin encontró trabajo en el gobierno en Moscú. Su eficiencia y fama de incorruptible captaron la atención del presidente Boris Yeltsin, quien fue promoviéndolo hasta nombrarlo, sorpresivamente, primer ministro, en agosto de 1999. Nadie creía que fuera a durar en esa posición. Según Myers, Putin estaba dispuesto a aferrarse a la oportunidad, pues se sentía a cargo de una “misión histórica”: rescatar a una Rusia decadente, absorbida por problemas económicos, debilitada por la división y la corrupción, amenazada por el terrorismo separatista checheno, ninguneada por Occidente y confundida por un caótico paso desde el socialismo totalitario al capitalismo democrático. La responsabilidad creció más cuando, al poco tiempo, Yeltsin lo escogió como su heredero. El enfermo y debilitado presidente renunció a última hora del 31 de diciembre de 1999. Rusia amaneció al nuevo milenio con un nuevo jefe de Estado. A los 48 años, Putin enfrentaba una tarea urgente: “evitar que Rusia dejara de existir”, como diría más tarde en sus memorias.

    Pese a su relativa inexperiencia y lo repentino de su nombramiento, Putin sabía bien lo que debía hacer. Myers subraya que el rápido ascenso de Putin le había permitido conocer en primera fila los males que aquejaban a Rusia. Tres días antes de asumir, publicó un artículo en la prensa en el que presentó las ideas que inspirarían su gestión: un Estado firme, que sirviera como “fuente de orden y la principal fuerza para cualquier cambio”, el regreso a los valores tradicionales y el patriotismo para recobrar la grandeza perdida, la renovación del orgullo nacional y del estatus de potencia respetada que tiene derecho a definir su propio camino (y, de paso, el de otros). Short advierte que toda la gestión de Putin puede verse resumida en esta declaración previa a acceder a la presidencia. Lo que ha variado son los medios con los que pretende alcanzarlos.

    Según Putin, “Rusia necesita un Estado fuerte”. Eso equivale a un gobierno con atribuciones potentes y al cual nadie le haga sombra. Metódicamente, a cualquier costo, el Kremlin fue sacando del camino a todo aquel que amenazara al Estado y el poder de Putin, cada vez menos distinguibles el uno del otro. Los rebeldes chechenos que perpetraron crueles atentados terroristas fueron aplastados y Grozny, su capital, arrasada, instalando allí a un gobierno títere y corrupto; los “oligarcas” que se habían quedado con las empresas privatizadas y se habían hecho multimillonarios, fueron doblegados uno a uno, incluso los más renuentes, como Boris Berezovsky (exiliado en Londres) y Mijaíl Jodorkovsky (condenado a la cárcel en Siberia); las estaciones de televisión independientes fueron estatizadas, retirándoles o no renovándoles sus licencias; a la oposición de comunistas y nacionalistas se la domesticó y transformó en un ente funcional al autoritarismo en alza; los gobiernos regionales perdieron atribuciones a manos de Moscú y la presidencia; los enemigos políticos fueron envenenados o asesinados (mientras Myers responsabiliza a Putin por estos crímenes, Short le da el beneficio de la duda y señala que en la mayoría de los casos fue encubridor, no autor de la orden de matar).

    Según Short, inicialmente Putin buscó un acercamiento con Occidente y Estados Unidos, pero sus señales no fueron atendidas. A medida que su gobierno adquiría tintes cada vez más autoritarios, las relaciones con las democracias occidentales se fueron tensionando. El líder ruso creía que EE.UU. actuaba como un imperio, sin preocuparle demasiado cómo afectaba los intereses de los demás. Rusia, entendía, era constantemente humillada por una superpotencia única que todavía utilizaba el enfoque de la Guerra Fría para lidiar con Moscú.

    Las acciones de Putin tenían una razón: él cree en la fuerza y aborrece la debilidad. “Nos atacan porque somos débiles”, dijo en 2004, luego de que un comando checheno tomara rehenes en Beslán, localidad ubicada en Osetia del Norte.

    Si Rusia quería ser respetada, debía dejar atrás la actitud sumisa y reactiva que adoptó en la década de 1990, cuando dependía de los organismos financieros internacionales para conseguir divisas y la OTAN se expandió hacia el este, hasta tocar la puerta de la antigua Unión Soviética. Según Short, inicialmente Putin buscó un acercamiento con Occidente y Estados Unidos, pero sus señales no fueron atendidas. A medida que su gobierno adquiría tintes cada vez más autoritarios, las relaciones con las democracias occidentales se fueron tensionando. El líder ruso creía que EE.UU. actuaba como un imperio, sin preocuparle demasiado cómo afectaba los intereses de los demás. Rusia, entendía, era constantemente humillada por una superpotencia única que todavía utilizaba el enfoque de la Guerra Fría para lidiar con Moscú. Lenta e inexorablemente, las diferencias fueron ensanchándose.

    La primera evidencia irrefutable de la frustración rusa tuvo lugar en la Conferencia de Múnich de 2007, cuando, frente a los dignatarios occidentales, Putin expresó sin ambigüedad ni diplomacia que no le gustaba “un mundo donde solo hay un amo”, que hacía “híper uso de la fuerza militar” y que había “sobrepasado sus fronteras en todos los órdenes”. Myers estima que “el discurso de Múnich fue un hito en las relaciones de Rusia con Occidente, tanto como el de Winston Churchill de 1946 sobre la Cortina de Hierro”. Después de las palabras, vinieron los hechos: en 2008, Rusia invadió Georgia, cuando el presidente de la pequeña república del Cáucaso se acercó demasiado a la OTAN; en 2014, fuerzas rusas ocuparon la península de Crimea y apoyaron a los rebeldes prorrusos en el este de Ucrania, y en 2022, el ejército ruso invadió ese país, en una ofensiva que se prolonga hasta hoy de forma peligrosa para Putin.

    El obvio distanciamiento geopolítico entre Rusia y Occidente ha ido acompañado (¿o ha sido causado?) por una creciente brecha ideológica. Putin, que llegó al Kremlin como un liberal pragmático dispuesto a integrar a su país con Occidente, se ha alejado de su posición inicial y ha abrazado una postura nacionalista y conservadora.

    Short señala que el cambio de actitud definitivo se concretó a fines de 2011. Entonces se produjeron masivas protestas como consecuencia del fraude en las elecciones parlamentarias que antecedieron al retorno de Putin a la presidencia al año siguiente, tras deshacer el enroque que protagonizó como primer ministro del presidente Dmitri Medvedev (2008-2012). Myers afirma que el mandatario vio la mano de Estados Unidos tras las manifestaciones. Short añade que quienes protestaron contra Putin eran justamente los que se habían beneficiado por la bonanza económica que vivió Rusia a principios de este siglo, gracias al boom en el precio del gas y el petróleo, principales exportaciones rusas. “En política interna como exterior, Putin concluyó que no había nada que ganar tratando de apaciguar y complacer a sus oponentes”, sostiene. El camino era claro: confrontación con Occidente e imposición del orden interior, incluso por la fuerza si resultaba necesario. Su gobierno, añade Short, descansaría de ahí en adelante solo en el respaldo de los “rusos auténticos”.

    Esta determinación no solo reafirmó la deriva iliberal de Putin, sino que también lo impulsó a una búsqueda por la identidad nacional, la tradición rusa y su propio rol como líder o guía (Vozhd, una denominación que antes usó Stalin), a cargo de un país al que creía encarnar de manera cada vez más profunda: “Rusia es mi vida. No es solo amor lo que siento… me siento parte de nuestro pueblo”, dijo con lágrimas en los ojos —en una de las contadas muestras públicas de emoción— tras la victoria electoral de 2012.

    En 2008, Rusia invadió Georgia, cuando el presidente de la pequeña república del Cáucaso se acercó demasiado a la OTAN; en 2014, fuerzas rusas ocuparon la península de Crimea y apoyaron a los rebeldes prorrusos en el este de Ucrania, y en 2022, el ejército ruso invadió ese país, en una ofensiva que se prolonga hasta hoy de forma peligrosa para Putin.

    Desde ese momento, indican tanto Myers como Short, Putin se presenta como el líder que rescata la esencia rusa frente a la amenaza de un Occidente en descomposición. La nueva “narrativa estaba basada no en la nostalgia por los tiempos soviéticos, sino por el más distante pasado zarista”, escribe el primero.

    Ambos biógrafos destacan el papel que jugó para Putin la lectura del exiliado ruso blanco Ivan Ilyin, muerto en Suiza después del término de la Segunda Guerra Mundial y cuyos restos Putin repatrió para sepultarlos en el monasterio Donskoi en Moscú. Ilyin desconfiaba de la importación directa del modelo democrático y en su lugar proponía la búsqueda de una solución propiamente rusa que debía corresponderse con la tradición e historia nacionales. Fue el cineasta Nikita Mijalkov quien introdujo a Putin en la obra de Ilyin. De inmediato, el presidente comenzó a citarlo en sus discursos. Lo que más le atrajo fueron dos puntos clave desarrollados por el intelectual. Primero, su visión sobre el rol heroico del líder que “toma sobre sí el peso de su nación, sus infortunios, su lucha, y, habiendo asumido esa carga, gana (…) y muestra a todos el camino a la salvación”. En segundo lugar, su idea de que Occidente “no puede soportar la originalidad de Rusia” y que, por lo mismo, “necesita desmembrarla para destruirla desde el odio y la codicia por el poder”. También le atrajeron al gobernante otros intelectuales postergados, como el filósofo cristiano Nikolai Berdyaev, expulsado del país por Lenin en 1920, quien subrayó el carácter único y euroasiático del alma rusa, eternamente en disputa entre las sensibilidades occidental y oriental, y el historiador decimonónico Vasily Klyuchevsky, cuya obra destacaba la necesidad de un cambio gradual y la existencia de un pacto unitario no escrito entre las autoridades y las diversas clases sociales rusas.

    Putin encontró respuestas en una revisión histórica que Short califica de optimista: reconociendo los episodios oscuros del pasado, el presidente patrocinó una versión edulcorada que destaca más los logros y los puntos altos de la trayectoria política y cultural del país. Al mismo tiempo, rescató el papel de la Iglesia Ortodoxa e incluso dio muestras públicas de una conversión religiosa en la que Myers no cree, pero que Short plantea como posible.

    La versión más difundida por estos días acerca de Putin recalca su inagotable sed de poder y lo presenta como un villano poco sofisticado, ambicioso y “asesino” (como lo llamó el presidente de EE.UU., Joe Biden, en 2021). Esa descripción puede ayudar a explicar las acciones del presidente ruso, pero es obviamente insuficiente. A no ser que se aspire a volver a una mentalidad de Guerra Fría, resulta prudente tomarse en serio la crítica de Putin a Occidente y sus prácticas, así como el reclamo ruso por su seguridad amenazada. No solo porque quien las pronuncia es líder de un país con un enorme arsenal nuclear, sino porque ella es compartida en parte o en su totalidad por otras potencias emergentes en un mundo crecientemente multipolar. Es llamativo, por ejemplo, que la invasión contra Ucrania haya sido condenada sin ambages en las democracias occidentales, pero no por los gobiernos de India, China, Sudáfrica o Brasil, entre otros integrantes del denominado “sur global”.

    Una recomendación útil en este sentido puede ser leer más sobre Putin, para descubrir o intuir cuáles son las motivaciones que inspiran sus decisiones. Los contrastantes libros de Myers y Short son un buen punto de partida para comenzar a conocer al hombre que podría gobernar Rusia hasta 2036 y que ha llegado a considerarse a sí mismo como la encarnación política del alma de su país.

     


    Putin, Philip Short, Henry Holt & Co., 2022, 864 páginas.


    El nuevo zar. Ascenso y dominio de Vladimir Putin, Steven Lee Myers, Ariel, 2014, 580 páginas, $31.000.

  307. Una oscuridad gótica, cósmica, apocalíptica

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    Tras su absorbente primera novela, Matadero Franklin, los libros de cuentos Cielo negro, La pesadilla del mundo y La sangre y los cuchillos, y su diario Todo es personal, Simón Soto publica Aguafuerte, una narración que transcurre durante la Guerra del Pacífico. Sin embargo, las batallas, al menos aquellas registradas por la historia, abarcan apenas una fracción del relato: al comienzo vemos el Desembarco en Pisagua, de modo épico y casi cinematográfico; hacia el final nos enteramos del Desastre de Tarapacá, pero solo de oídas.

    Luego de un breve preludio, una prédica que anuncia el fin de la era de Cristo y la llegada de un nuevo hijo de Dios, pero uno sediento de sangre, la primera parte de la novela sigue la historia de Manuel Romero, desde su llegada a la guerra. Al final de cada capítulo, esta narración en tercera persona se ve interrumpida por una segunda voz, que se dirige a Manuel y le recuerda su propio pasado: su infancia con sus hermanos en el campo y un episodio de cruenta violencia que los hace huir; su paso por la capital, con un corto periodo de felicidad matrimonial precedido y cerrado por otras muertes, y, cuando los hermanos asesinan a un terrateniente en la Araucanía por encargo de un lonco, su descubrimiento del aguafuerte, el líquido de cualidades extraordinarias en cuya búsqueda partirá a la guerra.

    En la segunda parte, Sanhueza, uno de los compañeros de Romero, cuenta su experiencia muchos años después, en un local nocturno del barrio Franklin, rodeado de matarifes. Así, la novela confirma lo que uno presiente desde el inicio: seguimos en el mundo de Matadero Franklin. Más bien, de Soto, ya que aquí no solo vuelve a temas como la violencia, la venganza y los espacios masculinos, sino que además deja caer los títulos de sus otros libros —como pequeños Easter eggs— en pasajes especialmente decidores de Aguafuerte, los que dan cuenta de la cosmovisión de Espanto.

    Como el autor reconoce desde el epígrafe, el gran referente de esta novela es Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy. Por eso Espanto tiene mucho del juez Holden, partiendo por su inhumana apariencia y su siniestra religiosidad: “Sin palabras ni muestras de agotamiento tras haberle quitado la vida a ese cristiano, muchachos, así estaba Espanto, tranquilo como el cura que termina la misa y camina entre los fieles con satisfacción”.

    La novela confirma lo que uno presiente desde el inicio: seguimos en el mundo de Matadero Franklin. Más bien, de Soto, ya que aquí no solo vuelve a temas como la violencia, la venganza y los espacios masculinos, sino que además deja caer los títulos de sus otros libros —como pequeños Easter eggs— en pasajes especialmente decidores de Aguafuerte, los que dan cuenta de la cosmovisión de Espanto.

    Y los paralelismos siguen: Romero y Sanhueza (sobre todo este último) tienen rasgos que recuerdan al chico sin nombre que protagoniza Meridiano de sangre; ambas narraciones son wésterns que, si bien parten en contextos de guerra, muestran que la violencia y la crueldad gratuitas abundan en todo momento y lugar; y aunque los miembros del grupo de Espanto no escalpan apaches ni hacen collares de orejas humanas, la narración del Tajo Martínez, intercalada en la primera parte, incluye elementos similares: “Tengo sangre de charrúas y diaguitas y tehuelches y pehuenches y selknam y dedos de cada una de las razas que aniquilé, porque para mí es una cábala cortar dedos meñiques y guardarlos, secos, como quien lleva escapularios y crucifijos”.

    Dicho todo lo anterior, Aguafuerte es una novela muy chilena. Además de que el relato transcurre en varias zonas del país (o que pasarían a formar parte de él) y se enfoca en un momento determinante de nuestra historia, la figura de Espanto recuerda al diablo de las leyendas locales, y una tradición como el ñachi aparece en varias ocasiones, especialmente el “endiablao”, en que a la sangre fresca y aliños se añade aguardiente, lo que potencia su efecto: “Corazón agitado en desenfrenadas pulsaciones, sudor excesivo, luces y formas grotescas, colores y sonidos deformes, incluso la sensación de pisar la tierra árida, todo había crecido, amplificada la experiencia en cada uno de sus sentidos”.

    El ñachi resalta, además del deseo de sangre y la idea de canibalismo que resuena en la novela, un eje central de los relatos de Soto: los hombres, envalentonados por el trago, las drogas, la adrenalina de la batalla misma, llegan a la violencia extrema y, usualmente, fatal. Esto ya aparecía en Matadero Franklin, pero Aguafuerte no es un calco de su predecesora: es una novela más compleja, más ambiciosa, más desaforada y aún más oscura, de una oscuridad gótica, cósmica, apocalíptica.

     


    Aguafuerte, Simón Soto, Planeta, 2023, 360 páginas, $18.900.

  308. Un fantasma recorre el continente

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    La irrupción de Javier Milei en la política argentina y, de paso, en la latinoamericana, ha despertado el más alborozado entusiasmo entre ciertos grupos políticos de derechas. La razón es pública y notoria: Milei ha puesto en el foco de la atención pública un conjunto de ideas y teorías políticas cuyo interés, fuera de Estados Unidos, era hasta la fecha muy marginal. En Latinoamérica en general —y en Argentina en particular—, tales ideas malvivían en la academia, donde generalmente se las conoce de oídas y se las despacha sumariamente bajo el mote de “neoliberalismo”. Fuera de la academia, podían ser cultivadas con tanto ahínco como futilidad política: los devotos lectores de Ayn Rand, Robert Nozick o Murray Rothbard difuminados por aquí y por allá, podían preservar la preciosa verdad libertaria, pero con muy escasas —por no decir inexistentes— posibilidades de conseguir algún tipo de repercusión en la discusión política cotidiana. El privilegio de dicha repercusión lo tenían otros neoliberales, los arquitectos del modelo chileno o de la revolución neoliberal de Reagan o Thatcher: Hayek, Friedman, Becker, los monetaristas… es decir, el neoliberalismo mainstream, bienintencionado, pero, en último término, solo parcialmente correcto.

    Sin embargo, gracias a Milei, el libertarianismo, esa teoría académicamente marginal y políticamente irrelevante, cobró vida y, además, lo hizo con una fuerza arrolladora: por medio de su adalid, proclamaba su superioridad moral, económica y estética. De pronto, las ideas de que los impuestos son un robo, de que la justicia social es un “verso empobrecedor” y que favorece a los “parásitos”, desafiaban abierta y desenfadadamente las verdades oficiales del establishment político, social y económico. En una demostración de fuerza hercúlea, Milei movió el eje de la discusión política de la arruinada Argentina. Y las ondas del sismo ya se sienten también en otras partes de Latinoamérica. El terremoto Milei sacude el continente. Sus admiradores están exultantes.

    ¿Qué es el libertarianismo?

    El libertarianismo es una de las tantas teorías políticas que conforman el liberalismo. Como eso no nos dice mucho, dada la amplitud del mismo liberalismo, que comprende autores tan disímiles como Hayek, Rawls, Berlin o Popper, lo mejor para caracterizarlo es recurrir a su principal exponente: Robert Nozick.

    Es un lugar común decir que la filosofía política anglosajona estaba muerta hasta que John Rawls la resucitó con la publicación, en 1971, de Teoría de la justicia. Ese lugar común se funda, por cierto, en la calidad de la obra del propio Rawls, pero también en las respuestas que motivó. La obra de Nozick, Anarquía, Estado y utopía, publicada tres años más tarde, es la respuesta libertaria a Teoría de la justicia, que se orienta más bien por el modelo de una socialdemocracia.

    Nozick defiende, a partir de una teoría de los derechos naturales, un Estado mínimo, es decir, un Estado que se ocupa únicamente de la defensa de los derechos de propiedad, del cumplimiento de los contratos y de la defensa contra la agresión externa. En términos concretos, el Estado defendido por Nozick tendría un poder judicial, un ejército, un ministerio del Interior y poco más. Tendría un gobernante cuyas funciones Nozick no se encarga nunca de aclarar. Esto, que podría parecer un defecto del libro, es intencional: Nozick es lo suficientemente inteligente como para dejar asuntos sin definir: aquellos cuya descripción podrían hacerle perder encanto a su propia utopía. De cara al éxito de la teoría es mejor no adentrarse en detalles. O dar solo los indispensables.

    ¿Pero cuál es el encanto de las ideas de Nozick? ¿Cómo puede ofrecer una utopía una teoría política que dice que el único Estado legítimo es el Estado mínimo y que cualquier otro Estado mayor (¡incluyendo el subsidiario!) es inmoral?

    La respuesta es mucho más sencilla de lo que parece: el Estado mínimo puede ser una utopía porque es el único que asegura a todos y cada uno de sus ciudadanos vivir según las elecciones que han hecho. Dicho de otro modo, el Estado mínimo promete que su vida va a ser el reflejo perfecto, sin residuos ni distorsiones, de sus opciones de vida. En consecuencia, no hay detallados programas educativos, ni excesivas regulaciones sobre las relaciones entre los sexos, ni sobre las drogas, ni sobre la religión, ni nada de eso. En ese sentido, no se parece a Utopía, de Moro, ni a Viaje a Icaria, de Cabet, ni a ninguna de las abundantes utopías socialistas, tan dadas a regular todos los aspectos de la vida, hasta en sus detalles más exasperantes.

    Pero… ¿y si escojo mal? ¿Qué pasa con los yerros en la utopía libertaria?

    Cada uno carga con ellos, como es justo. La ventaja de la utopía libertaria es que nadie les impone costos a otros y nadie asume más costos de los que quiere asumir. Tal vez haya gente como el Padre Hurtado o la Madre Teresa, que dediquen sus vidas a otros (a los desamparados, los marginados, los criminales, etcétera), pero nadie los obliga a ello. Las otras teorías políticas pueden distinguirse del libertarianismo porque imponen arbitrariamente sobre unas personas los costos de las decisiones de otras. Así, la máxima libertaria de Nozick queda resumida en el siguiente aserto: “A cada quien como escoja, de cada quien como es escogido”.

    La aspiración de resolver —o diluir— los problemas políticos mediante su privatización refleja el poco aprecio que los libertarios tienen por los derechos y libertades políticas. Después de todo, si todo fuera privado, ¿para qué querríamos tales derechos y libertades? En tal caso no serían necesarios. Y es este engañoso cálculo el que lleva a los libertarios a subestimar las libertades políticas que son propias de la democracia.

    I love Singapur

    Milei suele repetir la siguiente definición de liberalismo, que atribuye a Alberto Benegas Lynch: “El liberalismo es el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo”. ¿Incluye esta definición la democracia? O, más aún, ¿es posible en ella? ¿Qué sistema de gobierno debemos entender que se sigue de ella? ¿Supone alguna concepción de ciudadanía?

    Los defectos de esta definición ponen de manifiesto uno de los problemas más generales del libertarianismo, que es su ambigüedad frente a la democracia.

    El liberalismo ha adoptado la causa de la democracia porque, como ha explicado Giovanni Sartori, la democracia representativa es una garantía de la libertad política, al punto de que, como dice el mismo autor, liberalismo y democracia representativa han llegado a ser una y la misma cosa: la democracia liberal.

    El libertarianismo es una excepción a esta síntesis. Ello tiene que ver, fundamentalmente, con el hecho de que es un intento de solucionar los problemas políticos por medio de su privatización. Pero la democracia presupone que hay cosas y problemas comunes (lo que los romanos llamaban res publica) que no pueden reducirse a asuntos y problemas privados. Tales cosas y problemas no pueden ser tratados más que de modo conjunto. Esta incongruencia entre los propósitos libertarios y los presupuestos de la democracia explican tanto la incomodidad que los libertarios tienen a la hora de discurrir acerca de la democracia como la afinidad que tienen con el mercado. La razón es que mientras el mercado permite desagregar las preferencias, posibilitando que cada uno satisfaga la suya, la democracia obliga a tratarlas de modo conjunto, evitando que todos puedan satisfacerlas simultáneamente. Las discrepancias en un grupo acerca de qué comer pueden resolverse permitiendo que cada uno vaya por su cuenta a comer donde quiera. Sin embargo, esa solución no es posible si los miembros del grupo no pueden separarse. Como este ejemplo pone de manifiesto, en la democracia las minorías siempre pierden. Y a ello todavía hay que añadir que las decisiones de las mayorías no tienen por qué ser las mejores ni las más racionales.

    Dificultades como estas explican que autores libertarios —como Jason Brennan (Contra la democracia) o Bryan Caplan (El mito del votante racional)— sean sumamente críticos de la democracia. Pero, además, la aspiración de resolver —o diluir— los problemas políticos mediante su privatización refleja el poco aprecio que los libertarios tienen por los derechos y libertades políticas. Después de todo, si todo fuera privado, ¿para qué querríamos tales derechos y libertades? En tal caso no serían necesarios. Y es este engañoso cálculo el que lleva a los libertarios a subestimar las libertades políticas que son propias de la democracia.

    Todo lo anterior explica que los libertarios (al menos los latinoamericanos) toleren de buena gana gobiernos autoritarios económicamente exitosos o los prefieran a democracias caóticas y con un mal desempeño económico: los primeros están más cerca de la privatización total, mientras que los segundos se enredan en las complejidades del sistema de decisión conjunta que es la democracia. Singapur, entonces, es preferible a Brasil o a Ecuador.

    Las derivas distópicas del libertarianismo

    Nozick es un hereje de la misma doctrina que ayudó a perfeccionar: aunque Anarquía, Estado y utopía contiene la forma más sofisticada de libertarianismo, años después, Nozick declaró en más de una oportunidad la insatisfacción con su propia doctrina. La razón estriba en que, al orientarnos por el concepto de propiedad para definir los derechos y la justicia, no hay nadie ni nada que escape a una posible instrumentalización: la ciudadanía, la libertad y hasta los niños son bienes potencialmente transables según las premisas libertarias. Varios autores libertarios y anarcocapitalistas (libertarios “de derechas”) dan ejemplo de esto.

    En su libro Ética de la libertad, Murray Rothbard, por ejemplo, no solo defiende el aborto libre hasta los nueve meses de gestación en virtud del derecho de propiedad que la mujer tiene sobre el propio cuerpo, sino también la compraventa de niños en virtud del presunto derecho de propiedad que los padres tienen sobre sus hijos. Por lo demás, dice, un “floreciente mercado de niños” permitiría resolver difíciles conflictos paternofiliales.

    Por su parte, Walter Block —otro ícono del libertarianismo— sostiene en una serie de libros convenientemente titulados Defendiendo lo indefendible, que el chantaje, el tráfico de favores, el tráfico de órganos, el proxenetismo, el trabajo infantil y el soborno policial, entre otras prácticas similares, son (o deberían ser) acuerdos legítimos en una sociedad libre.

    Como cualquier otra utopía, la libertaria alberga las semillas de su propia distopía. La interpretación de todas las categorías e instituciones políticas a partir de la propiedad obliga a adherir a tesis absurdas o chocantes: que los niños son propiedad de los padres, que los contratos de esclavitud son jurídicamente posibles, que la libertad de expresión —en tanto prolongación de la propiedad sobre mis propias cuerdas vocales— contempla el derecho a ofender o la libertad contractual, el derecho a discriminar.

    Es difícil subestimar la influencia de Rothbard y Rockwell, ambos cofundadores del think tank norteamericano Mises Institute. El ‘derecho a discriminar’, el ‘derecho a ofender’, la visión decadentista de la Historia, la reivindicación instrumental del cristianismo, la definición ad hoc de ‘Occidente’ y ‘cultura occidental’ (con la exclusión a priori de Marx, Foucault, Butler u otras figuras igualmente importantes), el peligro de las minorías para la integridad cultural occidental (el constructo de la “ideología de género” juega aquí un papel muy importante) o, en fin, la construcción de los diversos enemigos políticos de Occidente responden al credo paleolibertario formulado por ellos.

    El tránsito hacia la derecha radical

    ¿En qué momento y cómo pasa el libertarianismo a engrosar las filas de esa nueva derecha que mezcla nacionalismo, liberalismo económico, conservadurismo y populismo, conocida como derecha radical? ¿En qué momento los libertarios comienzan a simpatizar con candidatos como Trump o Bolsonaro, cuyo respeto por el Estado de derecho y la separación de poderes parece ser, en el mejor de los casos, instrumental?

    En la versión de Nozick, la utopía libertaria es meramente formal, es decir, es una utopía que no promueve ninguna forma de vida en particular, porque las acepta todas, con tal de que puedan coexistir las demás. Por eso es una utopía inspirada en la tolerancia, de la que cabría esperar la mayor diversidad. Además, es una utopía cosmopolita y de “fronteras abiertas”, proclive a la más amplia recepción de inmigrantes. Sin embargo, los defectos de su formulación teórica —la explicación e interpretación de todos los derechos e instituciones sociales a partir de la propiedad— explican el tránsito del libertarianismo hacia la derecha radical.

    Podemos, entonces, responder las preguntas anteriores diciendo que el libertarianismo se integra a los movimientos de la derecha radical cuando abandona totalmente su matriz liberal y muta en “paleolibertarianismo”.

    En 1990, un discípulo de Rothbard, Llewellyn Rockwell Jr., publicó el texto fundacional del paleolibertarianismo, The Case for Paleo-libertarianism, traducido al español como Defensa del paleolibertarianismo. El prefijo “paleo” apunta a la necesidad de “volver a las raíces” y, con ello, de “corregir” las pretendidas ambigüedades teóricas del libertarianismo. Rockwell no explica la factibilidad teórica del tránsito del libertarianismo al paleolibertarianismo en los términos en que hemos hecho aquí. Se limita a afirmar que no existe contradicción entre conservadurismo y libertarianismo, y constata las escasísimas posibilidades electorales del libertarianismo mientras siga siendo un movimiento “contracultural”, tenga un “aspecto Woodstock”, sea “modernista”, “moralmente relativista e igualitario”.

    En consonancia con la adición del prefijo “paleo”, Rockwell propuso ciertas innovaciones —él diría

    rescate”— doctrinarias: la asunción de que la ética igualitaria es reprensible moralmente, destructora de la propiedad privada y de la autoridad social; la reivindicación de la cultura occidental “como digna esencialmente de conservación y defensa”; la reivindicación de la importancia de la autoridad social de la familia, las iglesias, la comunidad y otras “instituciones mediadoras”; la defensa de “los patrones objetivos de moralidad, especialmente los que se encuentran en la tradición judeocristiana, como esenciales para el orden social libre y civilizado”.

    Tal vez la mera enunciación de los principios no hace justicia a los alcances del propósito de Rockwell, que puede quedar descrito como el intento por sacar adelante una agenda conservadora e identitaria por medios libertarios. En este sentido es, junto con su maestro Rothbard, uno de los pioneros de esta operación de instrumentalización del libertarianismo, la cual funciona más o menos así: si usted quiere defender el “derecho a discriminar” no necesita decir que tal o cual grupo es inferior; basta con que reivindique la libertad contractual para justificar el hecho de que no quiere tener trato con ellos; si usted quiere difamar u ofender a un grupo, basta con que diga que la libertad de expresión contiene o supone forzosamente el derecho a ofender (elevando a rasgo esencial una consecuencia accidental del ejercicio de tal libertad), etcétera.

    Rothbard, por su parte, saludó con entusiasmo el texto de Rockwell y profundizó su programa, promoviendo como estrategia paleolibertaria, en un texto de 1992, el “populismo libertario”. En dicho populismo encontramos anticipadas varias de las advertencias contra el “globalismo” que tan frecuentemente repiten hoy grupos de derecha radical: la denuncia de poderosas élites internacionales que imponen unilateralmente un programa político a la ciudadanía, la corrupción de los políticos (la “casta”), la connivencia de la academia con dicha élite, etcétera. Este diagnóstico es seguido por un programa que recoge y expande los puntos de Rockwell. Curiosamente, su séptimo punto se titula “Primero América”.

    Es difícil subestimar la influencia de Rothbard y Rockwell, ambos cofundadores del think tank norteamericano Mises Institute. El “derecho a discriminar”, el “derecho a ofender”, la visión decadentista de la Historia, la reivindicación instrumental del cristianismo, la definición ad hoc de “Occidente” y “cultura occidental” (con la exclusión a priori de Marx, Foucault, Butler u otras figuras igualmente importantes), el peligro de las minorías para la integridad cultural occidental (el constructo de la “ideología de género” juega aquí un papel muy importante) o, en fin, la construcción de los diversos enemigos políticos de Occidente responden al credo paleolibertario formulado por ellos. El lector puede hacerse una idea de esos enemigos por dos citas de uno de los más importantes exponentes del paleolibertarianismo en la actualidad, Hans-Hermann Hoppe:

    Los libertarios deben distinguirse de los demás practicando y defendiendo las formas más radicales de intolerancia y discriminación contra los igualitaristas, demócratas, socialistas, comunistas, multiculturalistas y ecologistas, contra las costumbres pervertidas, los comportamientos antisociales, la incompetencia, la indecencia, la vulgaridad y la obscenidad.

    Y en la otra, a propósito de los indeseables en la sociedad libertaria, dice:

    Un orden social libertario no puede tolerar ni a los demócratas ni a los comunistas. Será necesario apartarlos físicamente de los demás y extrañarlos. Del mismo modo, en un pacto instituido con la finalidad de proteger a la familia, no puede tolerarse a quienes promueven formas de vida alternativas, no basadas en la familia ni en el parentesco, incompatibles con aquella meta. También estas formas de vida alternativa —hedonismo individualista, parasitismo social, culto al medio ambiente, homosexualidad o comunismo— tendrán que ser erradicadas de la sociedad si se quiere mantener un orden libertario.

    El peso de la utilidad simbólica

    Pese a la altísima inflación y a la crisis global por la que atraviesa Argentina, Milei —que suele citar a los autores aquí mencionados— debió esperar hasta la segunda vuelta para asegurar su triunfo, que en un momento pareció dudoso. Seguramente, influyó que fuera un candidato cuya filosofía admite la venta de niños o la diversificación de los derechos ciudadanos según su capacidad adquisitiva. Tales posibilidades, aunque solo sean teóricas y no estén plasmadas en el programa, hacen que una elección sea sumamente costosa. Y a eso se refería Nozick cuando afirmaba que el libertarianismo que había defendido en su juventud pasaba por alto el problema de la utilidad simbólica: hay elecciones que nos resultan inadmisibles —o mucho más difíciles— por lo que entrañan. En este sentido, Nozick fue, una vez más, mucho más lúcido que todos sus epígonos.

  309. El testigo, entre el miedo y la muerte

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    El idiota de la objetividad es el periodista que tiene fama, que todo el mundo, cuando habla de él, cambia de expresión facial. Yo encuentro que el idiota de la objetividad es un fracaso”, dice el cronista brasileño Nelson Rodrigues, en una cita que Francisco Mouat (1962) apunta dos veces en el libro Un puñado de cerezas.

    El acento que hace Mouat en la frase es coherente con el relato biográfico que desarrolla en las 88 secciones que conforman este libro. El autor, acaso uno de los mejores cronistas nacionales, narra sus vivencias, amores, sus años de formación y labor periodística —no necesariamente en la primera línea—, con las imágenes de fondo de lo que ha acontecido en el último medio siglo en Chile.

    Mouat es el testigo mientras el miedo y la muerte fueron protagonistas de su infancia y juventud. El cronista —y testigo— intenta, de algún modo, tomar distancia de los hechos para observarlos, detenerse en los detalles, y así juzgar cuando hay que juzgar, dimensionar el escándalo, el crimen o una anécdota, y luego narrar lo que hay que narrar. Pero nunca con la pasión del fanático ciego en las tinieblas. Aunque el miedo, el amedrentamiento y la muerte fueron parte del ambiente de su vida cotidiana durante años. Quizás su único sentimiento más visceral es el fútbol y hacia el club al que le dedicó un libro.

    En Un puñado de cerezas, el título más íntimo de Mouat —autor de obras como El empampado Riquelme y Chilenos de raza—, no hay espacio para la nostalgia, el resentimiento ni la épica militante. “Lejos de mi casa y mi familia nuclear, había otro mundo, diverso, hermoso y feroz”, escribe en el libro que no pretende ser una memoria convencional: más bien, la evocación de una memoria fragmentada, entre citas literarias y la realidad, que puede entregar recuerdos más sustanciales y verídicos.

    En Un puñado de cerezas, el título más íntimo de Mouat —autor de obras como El empampado Riquelme y Chilenos de raza—, no hay espacio para la nostalgia, el resentimiento ni la épica militante. ‘Lejos de mi casa y mi familia nuclear, había otro mundo, diverso, hermoso y feroz’, escribe en el libro que no pretende ser una memoria convencional: más bien, la evocación de una memoria fragmentada, entre citas literarias y la realidad, que puede entregar recuerdos más sustanciales y verídicos.

    Allende es una tragedia”, le dijo su abuela siendo él un niño, de quien toma distancia con los años y la ve por última vez, a lo lejos, dentro de un supermercado. Mouat se ha ido de casa y de las comodidades. Entró a estudiar periodismo en la Universidad Católica en 1980. “De un total de cuarenta que ingresamos a la carrera, en dos semanas nuestro grupo de opositores a Pinochet ya tenía a trece miembros en sus filas”, escribe. “Una de las primeras tareas del Grupo de los Trece fue identificar en las salas de clases a aquellos estudiantes sospechosos de ser sapos, soplones, informantes de la CNI”, agrega en el ejemplar que incluye imágenes y recortes de prensa. Estos archivos van desde una fotografía escolar del autor o su credencial universitaria, hasta portadas de diarios.

    Con una escritura amena y reflexiva, Mouat recorre su pasado y narra con destreza y humor anécdotas de formación —locutor en radio Carrera—, su práctica en revista Hoy y luego su ingreso a la Apsi, donde, desde la sala de redacción o la calle, presencia los acontecimientos más brutales de la dictadura (“Yo estoy invicto. No tengo un miserable moretón ni una peladura de rodilla que achacarle a Pinochet”, apunta). Vinculado habitualmente a los temas culturales, el cronista no se escapó —no pudo ni quiso— de desarrollar también crónicas y notas sobre el crimen de Tucapel Jiménez, el músico Jorge Peña Hen, asesinado por la Caravana de la Muerte, y un texto tras el fallecimiento de Pinochet.

    Entremedio, entre fragmentos de la memoria y la subjetividad del tiempo transcurrido, el autor cuenta su labor durante una década en el diario El Mercurio. Narra el tras bambalinas de columnas (la suya se llamaba Tiro libre) o reportajes memorables, los viajes y en dos ocasiones la censura. Desfilan varios nombres por el libro. Está su vínculo con el periodista “Gato” Gamboa —director del diario Clarín—, aparecen Julio Martínez, Sebastián Piñera, Agustín Edwards, Fidel Castro, Nicanor Parra, Osvaldo Soriano y Rodrigo Rojas De Negri. Y aunque hayamos leído y sepamos cómo sucedió el caso Quemados, Mouat vuelve sobre los hechos y describe lo que sabemos en un par de páginas: pero con su estilo, a su manera, con calma y sin estridencias. El retrato de un joven fotógrafo regresa a la memoria del autor y lo eterniza en el presente, entre una y otra oscuridad.

     


    Un puñado de cerezas, Francisco Mouat, Overol, 2023, 224 páginas, $15.900.

  310. Isabel Behncke: “Los humanos vivimos como monos y, al mismo tiempo, como hormigas”

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    Cuando era niña, Isabel Behncke adoptó a una singular mascota que le enseñó cómo actúan y sienten los animales sociales. Su loro Tuk se le paraba en el hombro y la acompañaba al colegio, a la casa de sus amigas e incluso al viajar en avión. “A través de esas experiencias tempranas se aprenden cosas fundamentales. Esa interacción tan cercana me mostró que los animales poseen personalidad, inteligencia y distintas preferencias. A mí hasta me parecía que Tuk tenía un incipiente sentido del humor”, cuenta con entusiasmo esta primatóloga y etóloga chilena, el mismo que transmite cuando habla de la naturaleza y los animales.

    Esa pasión fue la que la impulsó a recorrer más de tres mil kilómetros caminando por la selva del Congo estudiando el juego en los bonobos, uno de los cuatro tipos de “grandes simios” que existen. Estos primates comparten el 98% del genoma con los humanos.

    Antes, Behncke había recorrido Asia y África del Este observando el comportamiento de los animales en su hábitat natural e investigando el origen del ser humano. Esa experiencia en terreno, además de sus estudios en las universidades College of London, Cambridge y Oxford —donde obtuvo su doctorado—, su trabajo en los más prestigiosos centros académicos del mundo y sus diálogos con los principales pensadores del momento, la llevaron a formular una conclusión intrigante: “Somos monos y hormigas”.

    A simple vista, esa idea parece contradictoria…
    Somos animales complejos: tenemos lenguaje, dominamos el fuego, caminamos erguidos, crecemos lentamente, formamos vínculos y transmitimos conocimiento de una generación a otra. Pero a pesar de esto, aún nos cuestionamos cómo funciona nuestra cognición. Esta complejidad se puede ilustrar con la metáfora de ser como “monos y hormigas”. ¿Qué quiere decir esto? El ser “como monos” hace referencia a que indudablemente somos un primate social. Existe una herencia tanto biológica como psicológica en donde las interacciones cara a cara y el contacto con el otro son fundamentales. Al igual que primates como los chimpancés y los bonobos, evolucionamos en grupos pequeños viviendo en “tribus”. Pero estas agrupaciones hoy están insertas en una sociedad gigantesca y en permanente expansión. Se podría decir que existe un paralelo entre las colonias de insectos como las hormigas y los humanos, por el gran número de individuos que componen la población.

    Estos insectos —al igual que los primates— cooperan y compiten, tienen guerras, pero no funcionan con relaciones individuales como las que se encuentran en los grandes mamíferos. Las hormigas utilizan distintos mecanismos para identificar quiénes pertenecen a su grupo social; en cambio los primates usan símbolos tanto geográficos como culturales. Entonces es verdad que somos monos, ya que tenemos una historia evolutiva de nuestros orígenes, pero es una paradoja que, pese a ser tantos, actuemos como las hormigas. Esto no es algo que se pueda cambiar, no hay vuelta atrás, ya que somos multitudes. La paradoja es inherente a nosotros.

    ¿Qué luces da esto sobre nuestro comportamiento?
    Al estudiar la paradoja de vivir en tribus “como monos” y, al mismo tiempo, ser multitudes “como las hormigas”, se logra entender varios fenómenos. Si bien se interactúa con muchas personas, más de las que nos imaginamos, se están utilizando emociones sociales que son propias de grupos pequeños. La complejidad inherente de ser un ente social radica en que, aunque seamos individuos, nuestra existencia se entrelaza con un entorno social, a su vez enraizado en un contexto natural mucho más amplio. Esta interconexión revela la importancia de los sistemas complejos y las relaciones entre sus componentes. La naturaleza misma se organiza en sistemas complejos, un aspecto que resulta valioso al considerar sistemas sociales, económicos o ambientales.

    Al habitar en ciudades gigantescas, por ejemplo, no hay tiempo ni capacidad para interactuar con tantos individuos. Para resolver el no tener mecanismos de apego directo, al crecer la población, las hormigas aumentan la especialización dentro del grupo de individuos. Un animal social que tiene un cerebro grande, que vive largo tiempo y que se organiza en grupos, se encuentra con patrones en los que se ilustra un problema similar. En este contexto, existen mecanismos de compensación conocidos como trade-off, lo cual implica que existe una pérdida para obtener un beneficio. En grandes ciudades se forman barrios con tipos de personas distintivas, donde para interactuar articulamos categorías.

    Pensemos en el caso de un profesor. Si vive con más personas, en la mañana se relaciona con los miembros de su familia, pero no permanece con ellos durante todo el día. Luego debe ir a enseñar a la universidad y utiliza el transporte público. Ahí se encuentra con el conductor del transporte y con personas distintas. Al llegar al destino donde realiza clases, interactúa con sus colegas y alumnos. Dentro de un día, esta persona no está en cada momento con todos los que se va cruzando. Ocurre una separación y también un encuentro con diversa gente. Paralelamente, el tamaño y la composición de los círculos con los que se relaciona varían. Cuando estos se subdividen en subgrupos se habla de fisión y cuando estos se unen se denomina fusión.

    El ser ‘como monos’ hace referencia a que indudablemente somos un primate social. Existe una herencia tanto biológica como psicológica en donde las interacciones cara a cara y el contacto con el otro son fundamentales. Al igual que primates como los chimpancés y los bonobos, evolucionamos en grupos pequeños viviendo en ‘tribus’. Pero estas agrupaciones hoy están insertas en una sociedad gigantesca y en permanente expansión. Se podría decir que existe un paralelo entre las colonias de insectos como las hormigas y los humanos, por el gran número de individuos que componen la población.

    ¿Al estudiar a los bonobos observaste esta fisión y fusión?
    Diariamente. Este término fue aplicado por primera vez para describir los cambios en el tamaño de subgrupos en primates no humanos, los cuales se rigen respondiendo a las actividades y disponibilidad de recursos. Hoy se utiliza el concepto de fisión-fusión para hacer alusión al grado de variación en la cohesión especial y al sentido de pertenencia individual dentro de un grupo a lo largo del tiempo.

    En el caso de los chimpancés, una comunidad puede alcanzar un total de 200 individuos. Uno no está junto a los 199 en cada momento, sino que anda con otros dos o tres. Al cabo de dos horas se encuentran algunos miembros en un árbol junto a otros 15 individuos. Luego, los chimpancés se vuelven a repartir en grupos y, dependiendo de la cantidad de comida, se vuelven a juntar en uno más grande. Hay veces que incluso distintas comunidades se encuentran. Pero prevalece la dinámica de pequeños grupos que se juntan y se separan. Así es también nuestra manera de socializar con los círculos familiares, de amistades o profesionales a los que pertenecemos.

    La gran diferencia entre nosotros y otros animales es que, al ser una población tan grande, somos “insectos sociales”. Sin conocer a quienes trabajan en PayPal, confiamos en la institución y realizamos transacciones de dinero. Sin embargo, tenemos una cabeza que está forjada por haber evolucionado en comunidades pequeñas, es decir, grupos de personas que se conocen cara a cara. Estos se caracterizan por funcionar sobre la base de la confianza, la reputación y la proyección de una interacción a futuro.

    En contextos donde se producen juegos sucede algo interesante, ya que estos surgen cuando existe un nivel de confianza básico entre los animales. En un comienzo, se pensaba que el juego se producía solo en cautiverio y en condiciones protegidas, donde no existía un gran riesgo. Esta noción motivó que se realizaran observaciones de comportamientos en el hábitat natural de los animales, lo que demostró que también existen instancias lúdicas en la naturaleza.

    ¿Cuál es la importancia del juego y la cooperación en el desarrollo de los primates?
    Los bonobos presentan rasgos inusuales de conducta, como ser relativamente pacíficos. No obstante, el conflicto existe en todas las especies y en múltiples niveles de organización biológica, tanto entre individuos e incluso dentro de los mismos, como en su expresión genética. Este fenómeno, entre conflicto y cooperación, es fundamental en la naturaleza. No solo coexisten, sino que también interactúan, y se evidencia en la naturaleza humana, ya que cooperamos para competir, lo que permite lograr grandes avances. Por ejemplo, la colaboración en la investigación científica para el desarrollo de vacunas, donde diferentes laboratorios compiten, pero también cooperan en un contexto más amplio.

    Estos patrones fundamentales se observan en diferentes juegos presentes en el reino animal, donde la relación entre riesgo, confianza y la voluntad de participar son claves. Asimismo, el juego en sí contribuye a la construcción y fortalecimiento de los lazos de confianza. Es un proceso que parte de la seguridad relativa y desemboca en una mayor confianza a medida que se juega y se cumplen las reglas acordadas. Los juegos, al igual que compartir una comida, se convierten en actividades que generan vínculos y confianza, siempre que se mantengan las reglas y exista un mínimo de confianza entre los participantes.

    De este modo, pese a que jugar implique correr riesgos y gastar tiempo y energía, se logra un nivel básico de confianza donde existe un nivel relativo de seguridad. Cuando un primate está colgando de otro a 15 metros de altura, confía en que este no lo soltará. De igual manera, cuando uno va a comer con un colega, se forman vínculos, pero se requiere de un grado mínimo de confianza, una seguridad de que no me van a atacar.

    El animalismo es una proyección de las buenas intenciones de cierta gente, pero está muy mal pensada, ya que incluso ha causado grandes daños a la naturaleza, como cuando se prohíbe controlar a los perros y gatos ferales que cazan la fauna nativa. No hay duda de que hay que hacerlo porque significan una amenaza directa a la biodiversidad. Es muy ridículo y perjudicial —y esto lo dice alguien que es muy ‘perruna’— que solo proyectemos el amor hacia nuestras mascotas, sin ver el resto de la naturaleza.

    ¿Qué pasó con estos “monos y hormigas” durante la pandemia?
    Ahí se vio claramente la paradoja de nuestra complejidad. Por un lado, fuimos como insectos, ya que en un tiempo récord nueve billones de individuos se movilizaron y organizaron. En tan solo un par de días, el Homo sapiens se confinó por un bien mayor, que era evitar que el virus se continuara propagando. Pero esto tuvo un costo. Estar en cautiverio implicó un quiebre en esta dinámica tan arraigada en nuestra historia evolutiva como es la fusión-fisión. Pasamos de interactuar con diversos tipos de gente en un mismo día, a estar meses con las mismas personas, teniendo una sobre simplificación del ambiente. Disminuyó la complejidad al no interactuar —intercambiar información— con diferentes grupos. La información que recibimos fue principalmente a través de las redes sociales y de las noticias.

    Lo que se observa en la complejidad del ambiente físico tiene un correlato en la complejidad de la cognición, ya que los cerebros son plásticos. Pero eso varía en el tiempo. Los primates adultos e infantes tienen cerebros plásticos, que responden a variaciones en la complejidad de su ambiente. Si complejizas o simplificas el ambiente de un mono, eso tiene correlato en su sistema nervioso. Mientras estudiaba tuve oportunidad de encontrarme con animales enjaulados en solitario, que tenían comida, un ambiente seguro sin depredadores, y los pude comparar con la misma especie de animal enjaulado con otros animales y objetos. Es decir, en un ambiente más complejo se encuentran diferencias en el desarrollo.

    ¿Qué opinas respecto del avance de los derechos de los animales? ¿Cuáles son los límites?
    Frente a este tema se nos desordenó la cabeza. Es obvio que los animales son seres sintientes, pero ¿tenemos que tratarlos como nuestros hijos?, obviamente que no. Debido al cambio climático, más que darles toda la atención y recursos a los centros de rescate de perros, por ejemplo, debemos preocuparnos de la pérdida de biodiversidad. De ella depende la vida en el planeta y de todos los animales, por eso hay que mirar la big picture.

    El animalismo es una proyección de las buenas intenciones de cierta gente, pero está muy mal pensada, ya que incluso ha causado grandes daños a la naturaleza, como cuando se prohíbe controlar a los perros y gatos ferales que cazan la fauna nativa. No hay duda de que hay que hacerlo porque significan una amenaza directa a la biodiversidad. Es muy ridículo y perjudicial —y esto lo dice alguien que es muy “perruna”— que solo proyectemos el amor hacia nuestras mascotas, sin ver el resto de la naturaleza.

    Hoy existe mucha especulación —y temor— sobre los efectos de la inteligencia artificial y de la robótica en el ser humano. ¿Compartes esa preocupación?
    Vivimos en un periodo emocionante de transformación tecnológica y coevolución con la tecnología, y obviamente, surge la inquietud ante los cambios. Sin embargo, es crucial organizar las ideas sobre qué aspectos cambiarán y cuáles permanecerán constantes. Me parece arriesgado y poco efectivo hacer predicciones sobre el futuro, ya que la futurología frecuentemente incurre en errores. Es importante recordar que frente a un futuro tan incierto hay algunas cosas que permanecerán. No va a cambiar el que somos primates sociales y como tales, creamos coaliciones, modificamos tecnologías, formamos amistades, narramos historias, tenemos capacidad para imaginar y compartimos música. Nuestra mente, cognición y nuestras emociones son sociales. La mejor opción que tenemos es aceptar esa complejidad, enfrentarla y tratar de entenderla lo mejor posible. Como diría Nicanor Parra: “Tarea para la casa, aprender a vivir la contradicción sin conflicto”.

  311. Wawa

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    La palabra wawa (o guagua) es quecha y se escribe wa-wa.

    Wawa parece una onomatopeya pura, un significante forjado únicamente en una relación de imitación con su objeto, con el significado. Waaaa, waaaa. La wawa llora. Wawa sería lo que es anterior a la palabra, lo que expresa las necesidades del ser vivo solamente, con llantos, gritos.

    Cuando una wawa llora, llora aullando; algo en nuestra comodidad gramatical deja de funcionar. Hablar del “llanto de una wawa” correlaciona demasiado fácilmente el llanto a la wawa. Cuando una wawa llora, llora a gritos, está casi transformada en un grito, en el llanto, en el llanto como aullido. Por lo tanto, el hogar de la familia que lo cuida está invadido. No hay paz cuando una wawa llora así. Casi no hay hogar.

    Hay un llanto que traspasa las paredes, que traspasa el tiempo. Una wawa puede llorar, aullar, horas, a veces toda la noche. Todos escuchan el aullido de una wawa. A veces se aparecen las vecinas, para expresar preocupación o en realidad molestia. El aullido de una wawa provoca un cierto desquicio interior. La wawa dice algo que nos excede: parece la expresión pura de la vida, indomable, fuera de las paredes que buscan contener lo que pasa adentro, que se mantiene silencioso, tranquilo, reservado o secreto.

    Wawa es la ruptura del secreto, de la interioridad del hogar, de la distancia o reserva hecha posible por el lenguaje. Cuando la wawa es vuelta aullido, tratamos de hablarle, invocar su nombre; pero el aullido continúa. “Wawa” nos desarma dentro de nuestra capacidad de hablar. Nos lleva al límite del habla, de la paciencia. Esta onomatopeya expresa más que la condición del ser que no habla: dice también nuestra condición de desarme dentro del habla.

    Hace un par de noches que despierto con la sensación de ser un poco wawa. Siento la muerte muy cercana. Mis sueños anticipan la muerte de quienes estuvieron cuando yo era wawa. Varios ya murieron, obviamente. Estos sueños me hacen sentir vulnerable. Me hacen sentir wawa, pero no porque no hablo o porque vuelvo al estado de necesidad, sino porque anticipo el silencio de la muerte, su carácter irrevocable. Anticipo, en mis sueños, el desamparo en el cual me encontraré, el hecho de que este silencio me desquiciará de una forma distinta a la del desquicio provocado por el aullido de la wawa.

    Aunque wawa es la vulnerabilidad en su estado puro, uno nunca deja esta condición. Avanzamos hacia esta condición, nos habita en los lugares en los cuales el lenguaje ya deja de conectarnos, de abrir canales para posibles relaciones, mundos. Pero, si bien me siento wawa a veces, no lloro como wawa. Me quedo con el silencio, el de los sueños que quedan como en una nebulosa, o el de la muerte que anticipan mis sueños. Si no lloro como wawa aunque puedo sentirme vulnerable cuasi como una wawa, no es porque hablo sino porque empiezo a descubrir el silencio, el de la muerte que ya empieza a desnudarnos.

    El llanto entonces se desplaza. Está en el silencio. En esto que no es de uno. El silencio no traspasa las paredes: está en ellas. Es una capa fina que nos rodea y no es ajena al lenguaje que hablamos. El silencio que nos hace wawa nos prohíbe gritar, aullar. No se escucha, pero nos envuelve de una forma que justamente es contingente, como lo son los hogares, las paredes. Está en su cierre, en su porosidad, en el desarme que necesariamente experimentarán.

  312. Rebecca Solnit y el caminar urbano

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    Recuerdo nítidamente cuando mi querido profesor David Frisby se levantó de su silla en su oficina de London School of Economics y buscó en su librero Wanderlust: Una historia del caminar. Fue uno más de sus invaluables regalos. La reflexión de Rebecca Solnit sobre este acto tácito para la mayoría de los humanos, nos abre la puerta para pensar en un caminar específico, el caminar en la ciudad, tema central de los pensadores modernos tan admirados por Frisby. Más de 100 años después del ensayo de Simmel sobre la vida metropolitana (1903), continuamos caminando hoy por paisajes urbanos de la modernidad, como se titula una de las obras más leídas del sociólogo David Frisby. Seguimos experimentando la alienación del espacio temporal en el que estamos sumergidos, la fragmentación de la vida cotidiana y la constante reinvención de lo nuevo. Ante ello, Solnit, con su tono luminoso y firme, nos invita a detenernos, disfrutar y vivir materialmente, con sentido de finitud.

    Caminar nos sitúa en el suelo. Estamos donde estamos, no en otro lugar, es un cable a tierra para volver sobre lo que somos, materia limitada. Releyendo a Solnit me acuerdo de uno de los cuentos preferidos de mis hijos para ir a dormir años atrás: el del búho que quería estar arriba y abajo simultáneamente y corría escaleras arriba, escaleras abajo, muy rápido, sin poder lograrlo. Algo parecido a lo que intentamos hacer tercos, obstinados, sin pensarlo, cruzando la ciudad por las autopistas urbanas, a toda velocidad, para estar en más de un lugar a la vez, y también sin más resultados que cansancio y una cuenta de tag impagable.

    A Rebecca Solnit también le gusta la lentitud. Ayer, en su charla en la Universidad Diego Portales, habló de su escribir lento, que se detiene en las consecuencias no lineales y ofrece un relato distinto al de la lógica racional.

    Walter Benjamin registró que ante la vorágine de la época moderna, a mediados del siglo XIX, una de las formas de protesta de aquellos que gustaban de caminar por la ciudad sin apuro, fue caminar con tortugas. Su ritmo lento marcaba el paso de los caminantes y se diferenciaba de la rapidez con el que se abrían camino a pasos agigantados los hombres modernos. A Rebecca Solnit también le gusta la lentitud. Ayer, en su charla en la Universidad Diego Portales, habló de su escribir lento, que se detiene en las consecuencias no lineales y ofrece un relato distinto al de la lógica racional.

    En las ciudades de hoy, aunque sin tortugas, caminar por las calles sin un destino claro se percibe como una acción sin sentido. Pero caminar en el espacio público es estar con otro y compartir la vereda con personas que no conocemos, pero con las que compartimos la existencia humana. Ese caminar nos devuelve el sentido de que somos con los demás y con ellos debemos buscar formas de convivir y ser felices. El caminar urbano —como muy bien lo recuerda Solnit en Wanderlust— puede significarse como acción política y pública, y de ahí los movimientos sociales por rescatar la práctica de caminar por sobre la movilidad automotriz y privada. La ciudad como espacio para caminar, significado como espacio político, es un espacio democrático, y por eso es urgente promover un diseño urbano menos segregado socialmente y con perspectiva de género, para una ciudad inclusiva en que todos y todas nos sintamos seguras y reconocidas al caminar, en el que nadie quede fuera de ser parte del andar colectivo. Los lugares no se constituyen solo de una geografía específica, sino de las historias que en ellos sucedieron. Momentos cotidianos, pasajeros, vividos en un cruce de calles o en un paradero de micro, y ningún personaje puede quedar excluido del relato.

    La ciudad como espacio para caminar, significado como espacio político, es un espacio democrático, y por eso es urgente promover un diseño urbano menos segregado socialmente y con perspectiva de género, para una ciudad inclusiva en que todos y todas nos sintamos seguras y reconocidas al caminar, en el que nadie quede fuera de ser parte del andar colectivo. Los lugares no se constituyen solo de una geografía específica, sino de las historias que en ellos sucedieron.

    Rebecca Solnit, invitada a la Cátedra Abierta en homenaje a Roberto Bolaño, reflexionó en la Biblioteca Nicanor Parra de la UDP sobre las posibilidades de observar el mundo desde fuera, sin pertenecer, con la libertad y la agudeza del extranjero, como lo remarca también Simmel. “Yo he sido una outsider”, afirmó, y es esa mirada afectiva sin ataduras, parte de su talento para orientar nuestra atención a las historias de la calle, las historias de las vidas humanas.

    Caminar en el espacio público entrega experiencias privilegiadas para el relato común de lo que somos y, parafraseando a Simmel, para intentar comprender.

  313. El exilio que habitamos

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    En el transcurso de la disputada conmemoración de los 50 años del golpe de Estado civil y militar, que derrocó el gobierno de la Unidad Popular en Chile, se ha discutido sobre mucho: las causas de la destrucción de nuestra democracia, las responsabilidades de unos y otros, la tragedia posterior, incluyendo las violaciones a los derechos humanos, la necesidad de vincular el pasado con el futuro, la disputa sobre la importancia y oportunidad de la memoria. A pesar del llamado al olvido, a dar vuelta la página, la memoria se impuso. Sin embargo, la vivencia del exilio pareciera haber desaparecido de nuestros debates y preocupaciones. Más allá de menciones marginales, uno de los mecanismos persistentes de persecución y amedrentamiento utilizado por la dictadura, el extrañamiento, pareció habitar un lugar de silencio en nuestra discusión pública, tornándose invisible a pesar de los cientos de conmemoraciones que se han organizado a lo largo del mundo para rememorar ese fatídico 11 de septiembre de 1973.

    Pero a pesar de los silencios, para miles de nosotros el exilio sigue siendo parte constitutiva de quienes somos. No solo de nuestro pasado, también de nuestro presente y de la manera en que construimos nuestro futuro.

    En mi caso, mi familia tuvo un exilio tardío. No fue hasta 1980, siete años después del Golpe, que mis padres tomaron la decisión de partir. Con la ayuda de religiosas canadienses, obtuvimos el estatus de refugiados y nos trasladamos a Canadá. Para entonces ya habíamos experimentado de primera mano la persecución de la dictadura; nuestra casa había sido allanada varias veces, mi padre fue detenido y despedido de su trabajo, nuestra familia se mudó de casa en casa, perdiendo la mayoría de nuestras pertenencias en el proceso.

    Llegamos a Saskatchewan, en pleno invierno, recibidos por un solitario trabajador social, en contraste con la despedida de familiares, vecinos y amigos que nos acompañaron al aeropuerto en Santiago. Al llegar, arribamos a un hotel que parecía estar en medio de la nada. En ese momento, Canadá había establecido un programa especial de refugiados para ayudar a los chilenos. En nuestro caso, esto significaba que el gobierno pagaba nuestros boletos de avión y se encargaba de nuestra subsistencia inicial, hasta que mis padres pudieran comenzar a trabajar. Una generosidad que cambió nuestras vidas y por la cual estaremos eternamente agradecidos.

    Para entonces yo acababa de cumplir 14 años, mi hermano 11 y mi hermana pequeña tenía solo dos años y medio. Recuerdo que estábamos sentados frente al televisor, sin entender nada de lo que veíamos y comiendo lo que se podía comprar en una tienda cercana, porque no era fácil cocinar. Mis padres trataban de aparentar que todo estaba bien, pero probablemente estaban más asustados que nosotros. Ninguno de los cinco hablaba inglés. Mi padre era el único que intentaba hacerse entender y ofició de traductor durante las primeras semanas. Como la hija mayor, muy pronto tuve que reemplazarlo en ese rol.

    Afortunadamente, comenzamos a conocer a otros chilenos poco después de llegar. Para entonces ya había una comunidad establecida y siempre alguien sabía cuando una nueva familia chilena llegaba a la ciudad. A principios de los años 80, los chilenos habían establecido una impresionante variedad de organizaciones que ayudaban a conectarse y apoyarse mutuamente: un club de fútbol, una asociación de residentes, que tenía su propio salón para organizar actividades; la escuela Salvador Allende, donde niñas y niños de todas las edades acudían los sábados por la mañana a aprender español, y, por supuesto, grupos de todos los partidos políticos de izquierda.

    Personas yendo y viniendo, recibiendo cartas y cintas de casete de familiares y amigos como principal forma de comunicación. A menudo recibiendo noticias dolorosas. Alguien había sido encarcelado. El pariente de algún amigo había muerto. Los adultos siempre hablaban de regresar, trabajar para volver, discutían sobre si retornar o no. Recuerdo que una familia de amigos casi no tenía muebles ni decoraciones: estaban tan preocupados por regresar a Chile que su casa estaba vacía; vivían literalmente con las maletas listas para marcharse.

    Mi familia fue bienvenida en la comunidad y recibió la solidaridad de otros chilenos y canadienses. En menos de un mes, mi hermano y yo comenzamos a estudiar: él en la primaria, yo en la secundaria. En pocos meses tuve que empezar todas mis clases regulares, con mi inglés rudimentario leía a Chaucer y Shakespeare, y batallaba con álgebra y cálculo. Pero la tarea educativa más difícil fue, sin duda, sobrevivir a clases de educación física. Después de nunca haber practicado un solo deporte, se esperaba que los jugara todos en un semestre. Así que ahí estaba, intentando sobrevivir a jockey en suelo y esquiando con 20 grados bajo cero.

    Los años de secundaria pueden ser particularmente difíciles en sí mismos. Más aún si eres exiliada. Y es que partir al exilio no es lo mismo que elegir migrar, buscando descubrir el mundo o mejores oportunidades de vida. Esto, a pesar de que todos, refugiados, exiliados, migrantes, al final del día, sean tratados de la misma forma y enfrenten desafíos similares. Escapar de tu país o ser expulsado de él marca quién eres de una manera distinta. Mi experiencia me mostró que la adolescencia no es el mejor momento para enfrentar cambios de tal magnitud. Como adulto tomas decisiones por ti mismo, cuando eres menor tus padres deciden por ti. Pero como adolescente estás en el medio: ni completamente autónomo para decidir por ti mismo, ni suficientemente dependiente de tus padres para que ellos resuelvan todo. Es una etapa en que la mayoría de nosotros estamos preocupados por la vida social, descubrir el amor, entender quiénes somos. Ser arrancada de tu entorno para aterrizar en un mundo ajeno implicó vivir y ser tratada como una extraterrestre en esa secundaria en medio de las praderas canadienses.

    Vivir la experiencia del exilio durante mi adolescencia, haber vivido el Golpe y la dictadura sin entender completamente lo que estaba sucediendo, porque mis padres querían protegerme, significó que no podía desconectarme de lo que había quedado atrás. Por ello, fue en Canadá donde pude entender completamente lo que había sucedido, por qué teníamos que huir, por qué teníamos tanto miedo de la policía y los militares. Lo que le había ocurrido al presidente Salvador Allende y su gobierno. Cómo la gente había sido asesinada, torturada, desaparecida. Fue en Canadá donde encontré los libros, donde vi documentales, escuché los testimonios de otros exiliados y de todas(os) quienes pasaron por esa lejana ciudad. Fue en las universidades canadienses donde continuamos aprendiendo sobre nuestra historia. En Canadá, cientos de nosotros participamos de un amplio movimiento de solidaridad y resistencia.

    La comunidad chilena se convirtió en mi familia extendida, en momentos en que los tíos, tías y primos habían quedado lejos. Participaba como profesora en la escuela chilena, enseñando español a niños más pequeños, incluida mi propia hermana, y me uní al grupo folklórico donde se reunían muchos de mi edad. También participaba en la organización de las múltiples actividades de recaudación de fondos para enviar dinero a Chile. Reunirse para el Dieciocho, Navidad, esperar el Año Nuevo escuchando el himno nacional.

    Mi hermana recuerda que mientras todos los adultos estaban permanentemente ocupados, la mayoría con más de un trabajo, al igual que nuestros propios padres, reuniéndose en fiestas y reuniones, fumando en todas partes, las niñas y los niños corrían libremente, a menudo sin supervisión. Divirtiéndonos y tomando riesgos como si viviéramos en un campamento, como si las reglas formales de crianza no aplicaran en esa situación. Viviendo tiempos excepcionales. Así es como se sintieron esos años. Excepcionales en todos los sentidos. Personas yendo y viniendo, recibiendo cartas y cintas de casete de familiares y amigos como principal forma de comunicación. A menudo recibiendo noticias dolorosas. Alguien había sido encarcelado. El pariente de algún amigo había muerto. Los adultos siempre hablaban de regresar, trabajar para volver, discutían sobre si retornar o no. Recuerdo que una familia de amigos casi no tenía muebles ni decoraciones: estaban tan preocupados por regresar a Chile que su casa estaba vacía; vivían literalmente con las maletas listas para marcharse.

    Casi al fin de la dictadura nosotros seguíamos lejos. En 1989 mis padres decidieron mudarse al otro extremo del país. Mi hermano y yo ya habíamos comenzado la universidad, pero decidimos quedarnos juntos; todos trabajábamos para poder llegar a fin de mes. Así partimos nuevamente, cruzando Canadá para empezar de nuevo. Aunque llegamos a Toronto, una gran ciudad metropolitana, nuevamente nos conectamos con otros chilenos.

    Marcela Ríos leyendo un discurso en representación de la asociación de chilenos, por las violaciones a derechos humanos en la dictadura de Pinochet.

    El ir y venir entre dos países, ser chilena y canadiense, ha definido mi vida, incluso a pesar de que decidí retornar apenas pude. Mi familia, como cientos de otras familias exiliadas, ha vivido lo que parece ser un eterno flujo de idas y venidas. Cada uno de nosotros tomó decisiones diferentes. Mis estudios me llevaron a México, regresar a Chile, partir a Estados Unidos y de vuelta a casa. Mi hermano volvió primero; luego de deambular por el país y armar familia regresó a Canadá y allá está. Mi hermana se fue y volvió, pero nunca deja de planificar su retorno a su otro país. Mi madre retornó, viajó por el mundo, volvió a Canadá, luego a Chile, va y viene. Mi padre tardó 40 años en regresar. Y no termina de decidir dónde quisiera estar. Y si bien yo nunca dudé respecto de dónde quedarme, aferrándome a la tierra de mis abuelas y memorias, criando a mis hijos para que tuvieran raíces, ¿quién lo hubiera imaginado? Mi sobrina y sobrino, después de todas esas mudanzas, se están quedando en Canadá y mis propios hijos, que pasaron toda su vida en el mismo barrio, decidieron emigrar. Las vivencias se repiten. Quién sabe dónde terminará cada uno.

    No hay caminos correctos e incorrectos en estas trayectorias. Cada uno de nosotros ha tenido que construir su propio camino, su propia identidad. Como la mayoría de los exiliados chilenos, en algún momento tuvimos que decidir, quedarnos para siempre fuera, construir una vida con raíces, amigos, familias en nuestro segundo, y para muchos, su primer país, o intentar recuperar o reinventar lo que dejamos atrás. Algunos, como mi propia familia, siguen yendo y viniendo. Cuesta juntarse para celebrar cumpleaños o almorzar el domingo. Los aeropuertos y las despedidas son constitutivas de nuestras vidas. Pero ahora no es una experiencia traumática. Al menos no para todos. Es lo que somos. Llevamos nuestro exilio a cuestas.

    La vivencia del exilio implica que la mayoría nunca logra asumir y ser considerada como una más en su país de adopción: una canadiense, sueca, francesa, inglesa más. Pero por más que lo intentes, tampoco es sencillo ser aceptada y sentirse simplemente chilena. Muchos de quienes intentaron retornar no lograron integrarse y volvieron a partir. Especialmente quienes, como yo, partieron de niños. Nuestra diáspora sigue creciendo. Los que se quedaron siempre fuera, sus hijas e hijos, sus nietas y nietos que siguen naciendo y aportando a esa amalgama de identidades, mezclados millones de otros nuevos migrantes.

    La vida me ha enseñado que el exilio no es solo una experiencia del pasado. Se reproduce en el presente. Se reproduce y transmite a las nuevas generaciones. Transforma el modo en que pensamos y cómo vemos el mundo. Cómo los otros nos ven. Después de todas las idas y venidas, he terminado por entender que las pertenencias plurales son parte de quien soy, de quienes somos.

    Muchos han cuestionado la necesidad de conmemorar este año, de recordar juntos ese fatídico y traumático quiebre de la institucionalidad política. La instalación de una dictadura que derrocó un gobierno democrático y, además, clausuró el Congreso, proscribió partidos, intervino universidades y medios de comunicación, exilió, encarceló, torturó, ejecutó, hizo desaparecer a miles. Dicen que necesitamos dar vuelta la página, pensar en el futuro. Que la memoria profundiza los conflictos y causa polarización. Que solo el olvido nos puede permitir convivir en paz.

    Pero la memoria no es solo una opción, es un imperativo ético de justicia: la necesidad de honrar y buscar justicia para las víctimas, reafirmando nuestro compromiso con la democracia y la defensa de los derechos humanos. Memoria es también presente. Nuestras vivencias y trayectorias de vida no son únicamente historia, son también nuestra identidad actual y el camino que nos hizo llegar hasta aquí. El futuro no se construye en el vacío; y el nuestro, el colectivo como país, requiere también reconocer y conmemorar nuestros exilios, nuestra diáspora. La existencia de este nosotros plural.

     

    Imagen de portada: Encuentro folclórico y de solidaridad en la provincia de Saskatchewan, Canadá.

  314. Gazapos, pifias, motes, lapsus

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    Eunice Odio consignó alguna vez, sin ocultar la risa, el caso de un amigo poeta que escribió los versos “Tengo hambre de infinito, oh nubes que pasáis, / dadme consejo”, pero que en la versión impresa obtuvo un matiz inesperado, para el autor muy tortuoso: “Tengo hambre de infinito, oh nubes que pasáis, / dadme conejo”. No es claro que el verso empeore. Como sea, el caso —literalmente, un gazapo en toda ley— podría formar parte de El agua verde del idiota. La errata: cultura e historia, libro donde los escritores y antropólogos Yanko González Cangas y Pedro Araya Riquelme salen a lacear gazapos de todo tipo para llevar a cabo una sagaz e inaudita exploración en el ámbito del lapsus escrito, esa zona donde el diablo de los errores, Tutivillus, ha sabido meter la cola con perseverancia a través de los siglos.

    Las erratas dan en ocasiones frutos mucho más dulces que el fracaso o la humillación”; en libros impresos y electrónicos, en tablillas y códices, en carteles y jeroglíficos, en manuscritos y rayados callejeros, la pifia siempre ha tenido lugar. Y no necesariamente el del convidado de piedra. A veces, al contrario, ha ocupado un lugar liberador. O mejorador. El rastreo que hacen los autores es un obsesivo seguimiento a las erratas que distintas formas de escritura han albergado desde siempre. Pero no al modo de un catálogo de errores ajenos, ni de una enojosa fe de erratas, sino como una pesquisa de las implicancias, apreturas y aperturas y hasta maravillas que tales errores han propiciado. Esta erudita búsqueda se despliega bajo la premisa de Wallace Stevens que hace las veces de epígrafe del libro: “Lo imperfecto es nuestro paraíso”.

    El agua verde del idiota consta de un prólogo escrito a cuatro manos, luego de dos grandes secciones, la primera firmada por González y la segunda por Araya, y al final un largo y temerario epílogo firmado nuevamente a dúo. El conjunto resulta fascinante por dos cuestiones. Primero, por las notables historias que trae a escena, como la que da título al volumen, la de la errata que en una edición argentina de Editorial Losada llevó el verso de Neruda “el agua verde del idioma” a convertirse en “el agua verde del idiota”, traspié que le dolió en el alma al poeta, igual que su conejo al amigo de Eunice Odio; para colmo, la errata nerudiana se ha perpetuado en muchas ediciones. Es que, como ciertas marcas en la piel, hay erratas que reaparecen más allá de cualquier empeño de corrección (por algo Flaubert las llamaba “piojos de las palabras”), ya se deban al autor, al editor, al linotipista, al impresor, a las máquinas que intervienen en el tránsito de un texto a un libro o bien, como supo exponer Freud, al inconsciente y sus elocuentes arremetidas en el primer plano vital.

    La falla escrita ha sido desde parte de una estrategia para romper los límites de la lengua, como en la escritura vanguardista de Trilce (…), hasta espacio para rebeldías simbólicas, como la B dada vuelta que dejaron los prisioneros polacos que fueron obligados a forjar en fierro el cartel con la frase que iría en el pórtico de Auschwitz (…), pequeña sublevación que deja ver, ‘en el sitio donde se despojaba de toda humanidad, la humana belleza de la imperfección’.

    Otros casos notables son los errores indagados en obras clásicas como las de Cervantes y Shakespeare, o en la mismísima Biblia, así como las correcciones indeseadas introducidas en escritos de Raymond Chandler, por ejemplo, o los errores y ajustes felices, como ese que llevó a Auden a mejorar notablemente un verso o el paso de la escritura manuscrita a la mecánica que cambió el estilo de Nietzsche, volviéndolo aforístico y de pies ligeros. También en constituciones políticas, documentos astronómicos o escenas de películas se rastrea el efecto liberador o esclavizante, según, que puede tener una errata.

    Mención aparte merecería la indagación, verdadero tratado de crítica antropológica, que hacen los autores al retomar en las páginas finales la escritura conjunta para aventurarse en las posibilidades de encontrar equivocaciones en otras formas de escritura “fuera de la cárcel del alfabeto”, como los yerros calendáricos en los códices mayas o la errancia en los vestigios de las tablillas rongorongo de los rapanui.

    Independiente de los casos —que le dan una necesaria contraparte narrativa al peso informativo de un volumen que trenza teorías, informaciones históricas, glosas librescas, humor e hipótesis críticas—, el centro de este libro está en el otear en el horizonte de significados y aperturas que pueden propiciar las pifias, motes, lapsus, es decir, en asediar “el poblado campo semántico de la errata”. La falla escrita ha sido desde parte de una estrategia para romper los límites de la lengua, como en la escritura vanguardista de Trilce (“Vallejo encontró en la ruleta rusa del gazapo su guarida virtuosa e hizo de la duda un arte y del equívoco, una estética”), hasta espacio para rebeldías simbólicas, como la B dada vuelta que dejaron los prisioneros polacos que fueron obligados a forjar en fierro el cartel con la frase que iría en el pórtico de Auschwitz, y que el tiempo convirtió en emblema del horror nazi: “Arbeit Macht Frei” (“El trabajo os hará libres”), donde la B larga quedó puesta al revés, con la parte más ancha arriba, pequeña sublevación que deja ver, “en el sitio donde se despojaba de toda humanidad, la humana belleza de la imperfección”.

    En algún momento, comentando la obra de Mary Ruefle, González expone cómo en ocasiones “escuchar mal o leer mal son errores felices para todo artista”, lo que me recordó cuando Augusto Monterroso contaba la vez que, de niño, escuchó a la profesora recitando la primera égloga de Garcilaso, pero en vez de oír “el dulce lamentar de dos pastores”, escuchó o imaginó el corte de sílabas en otro sitio, “el dulce lamen tarde dos pastores”, con lo cual la lectura y la imaginación se desvían, cobrando la égloga otra dimensión, desde ya más jocosa o erótica que bucólica.

     


    El agua verde del idiota. La errata: cultura e historia, Yanko González Cangas y Pedro Araya Riquelme, FCE, 2023, 301 páginas, $17.900.

  315. Todos los caballos salvajes

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    La reciente nominación al Oscar de dos películas chilenas (La memoria infinita como mejor documental y El Conde por su fotografía) ha llevado a que algunos estén cuestionando el hecho de que la Academia de Cine chilena haya elegido a Los colonos como representante del cine nacional a la categoría de mejor película extranjera. Como se sabe, la ópera prima de Felipe Gálvez no llegó a estar ni siquiera entre las 15 finalistas. Uno de los que levantó el debate fue Juan de Dios Larraín, el productor de Fábula, la empresa que produjo los dos filmes nominados. “Lo que tiene que entender la Academia chilena”, dijo, “es que no se vota por la película que más les gustó”, sino por la que “mejor puede representar al país”. En su opinión, esta debe reunir “por un lado, calidad, y por el otro, la musculatura de la distribución”.

    ¿Tiene razón, más allá de ser parte interesada en el asunto? ¿Hay que dejar de elegir a las mejores películas para cederles el paso a aquellas cuyos representantes se manejen mejor en los engranajes de la industria? ¿Podrá ser que si Los colonos fue elegida para representar a Chile ante los premios es porque, pese a sus defectos, es mejor película que las dos nominadas?

    Los colonos es un buen filme y, para ser la primera película de su director, se puede afirmar que es una muy buena primera película. Entretiene, tiene ritmo, tiene música y tiene silencios. Tal vez uno de sus grandes problemas es que, con lo que tenía, pudo ser mejor.

    En clave wéstern, en Los colonos vemos el viaje que en 1901 emprenden por Tierra del Fuego un duro mercenario escocés, un impetuoso pistolero estadounidense y un impenetrable mestizo chilote. Es una expedición marcada por la antiépica: la misión que deben cumplir es limpiar de indios la ruta hacia el Atlántico. Limpiar, en este caso, significa matar. El encargo lo hace el terrateniente español José Menéndez, porque en el lado chileno de sus tierras los indígenas le están matando el rebaño.

    La disímil personalidad de los viajeros es uno de los aspectos fuertes de la película. El escocés es el líder, el gringo desafía su liderazgo y el mestizo solo observa. Son personajes a la intemperie, tanto en el sentido literal como en el metafórico: ni la patria, ni la raza, ni la clase social les sirven de refugio; solo los sostiene su condición de supervivientes y su capacidad para ejercer la violencia.

    La disímil personalidad de los viajeros es uno de los aspectos fuertes de la película. El escocés es el líder, el gringo desafía su liderazgo y el mestizo solo observa. Son personajes a la intemperie, tanto en el sentido literal como en el metafórico: ni la patria, ni la raza, ni la clase social les sirven de refugio; solo los sostiene su condición de supervivientes y su capacidad para ejercer la violencia. La violencia también es el punto de fuga y el acicate para la tensión dramática, pues desde muy temprano se intuye que entre ellos habrá un desenlace fatal. El guion y la cámara los despojan, capa por capa, de su humanidad hasta convertirlos en animales y mimetizarlos con el paisaje. En vez de hacerlos crecer, los empequeñece. Finalmente, la naturaleza los devora. El encuentro con otros hombres que sobreviven mejor que ellos, en una secuencia hermosa y espeluznante que sucede en una playa frente al Atlántico, sellará el destino del viaje. Allí aparece un coronel inglés que recuerda al juez Holden, el temible personaje de Cormac McCarthy.

    La matanza del pueblo selk’nam ha sido el gancho con que la película ha encontrado a un público nacional e internacional ávido de revisionismos históricos. A riesgo de caer en los prejuicios, imagino que algo de esto explica que en Francia la película ya haya llevado a las salas a 60 mil espectadores (se espera que pronto llegue a los 100 mil), una cifra espectacular por donde se le mire: para los franceses debe ser fascinante constatar que no fueron los únicos que arrasaron con las comunidades autóctonas de los sitios que colonizaron. Sin embargo, este es de los aspectos menos interesantes del filme. No es que la película eluda la violencia, todo lo contrario: hay imágenes de una crudeza brutal. No obstante, el pesado tono de denuncia con que el filme insiste en señalar que no hubo colonizador bueno ni tampoco indio malo en estos alejados pagos de Dios, tiene algo de sabor a moralina. Lamentablemente, el guion no logra darle un sentido más profundo a la violencia ejercida sobre los autóctonos. No me refiero a las razones sociológicas, sino dramáticas: cuesta mucho empatizar con los personajes. A final de cuentas, el que más empatía genera es el mestizo. Pero a la hora de evaluar sus acciones, por acción u omisión este resulta igual de sanguinario que sus compañeros de viaje. Él es parte de la patota. Y cuando tiene la oportunidad de redimirse, no es capaz. A la hora de distribuir responsabilidades, la película no se hace cargo de esto.

    El pesado tono de denuncia con que el filme insiste en señalar que no hubo colonizador bueno ni tampoco indio malo en estos alejados pagos de Dios, tiene algo de sabor a moralina. Lamentablemente, el guion no logra darle un sentido más profundo a la violencia ejercida sobre los autóctonos. No me refiero a las razones sociológicas, sino dramáticas: cuesta mucho empatizar con los personajes.

    Algo similar ocurre con la crítica que el final de la película hace al Estado chileno y a la construcción de la identidad nacional. En el epílogo de la historia, que transcurre seis años después del fatídico viaje por Tierra del Fuego, llega hasta Punta Arenas un emisario del Estado chileno que le pide cuentas a Menéndez por los indígenas asesinados. El burócrata busca aclarar el exterminio, pero no con fines altruistas, sino para usarlo como propaganda en el relato que busca elaborar el gobierno de cara a las celebraciones del Centenario. ¿Tiene algo de novedoso el hecho de que las élites de la metrópoli pactaron con los señores feudales de las provincias y subieron a la población restante al vagón de cola de la nación? ¿Debería esto escandalizarnos? Sí, así se construyó el país, y esto sucedió en todas partes. La historia ha sido brutal y lo seguirá siendo siempre. Con menos sociología y con mayor disección al tajo abierto del corazón humano, a esta película no se le estarían pidiendo explicaciones por no haber logrado una nominación a un premio en Hollywood.

    De todos modos, Los colonos no necesita nominaciones, pues tiene algo que dejará huella en la memoria del espectador. Con el tiempo, de las películas uno olvidará casi todo: la trama, las actuaciones, las premisas, pero no las atmósferas. Este filme tiene atmósfera. Tiene imágenes inolvidables, como la del fantasmal selk’nam pintado que recorta la noche. Y tiene un pulso envidiable para captar la magnificencia del horizonte fueguino, el ominoso misterio de los bosques, la urgente huida de los pájaros y el inasible terror del guanaco y el caballo.

     


    Los colonos (2023), dirigida por Felipe Gálvez, escrita por Felipe Gálvez y Antonia Girardi, 97 minutos.

  316. El arte de archivarlo todo

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    Innumerables dimensiones analíticas contiene el libro Pinochet desclasificado: los archivos secretos de Estados Unidos sobre Chile. Partamos por la tradición de registrarlo todo. Se trata de una tradición burocrática-estatal de anotar en un papel —un memorándum— las cosas que ocurren en el ejercicio del poder. El registro es en muchas ocasiones frío y calculado. Uno de los documentos desclasificados tiene fecha 15 de septiembre de 1970 y resume la agenda de reuniones que tendrá el presidente de Estados Unidos, Richard Nixon. El texto es formal y no tiene anotaciones mayores en los costados. Dice:

    9:15 Mr. Agustine (sic) Edwards
    The President Office
    9:30 Mr. Henry A. Kissinger – The President Office
    9:45 Gerhard Schroeder, CDU Deputy Chairman
    The President Office
    10:00 Signing Ceremony – Foreign Assistance Message.
    The Cabinet Room.

    Otro documento hace referencia a esa misma reunión con Agustín Edwards, entonces dueño de El Mercurio, pero en esta ocasión se dejan entrever los intereses de los actores. Se trata de una conversación entre Henry Kissinger y su asistente especial Stephen Bull, quienes discuten sobre la agenda de reuniones del presidente Nixon aquel 15 de septiembre.

    Bull: Does Edwards need more than 15 minutes?
    Kissinger: Absolutely not.

    Resuena en las paredes la respuesta categórica de Kissinger. En varias ocasiones, el registro permite al lector imaginar la tensión y hasta el estado de humor de los actores. Minutas preparadas por algún asistente, conversaciones telefónicas, memos escritos a mano. Todo, absolutamente todo, se registra. Como la reproducción de la conversación telefónica entre el secretario de Estado Henry Kissinger y el presidente Nixon, el 16 de septiembre de 1973, cuando se refieren al derrocamiento de Allende:

    K: Hello
    P: Hi, Henry
    K: Mr. President.
    P: Where are you. In New York?
    K: No, I am in Washington. I am working. I may go to the football game this afternoon if I get through.
    P: Good. Good. Well it is the opener. It is better than Television. Nothing new of any importance or is there?
    K: Nothing of very great consequence. The Chilean thing is getting consolidated and of course the newspapers and bleeding because a pro-communist government has been overthrown.
    P: Isn’t that something, Isn’t that something.
    K: I mean instead of celebrating —in the Eisenhower period we would be heros.
    P: Well we didn’t —as you know— our hand doesn’t show on this one though.
    K: Well we didn’t do it. I mean we help them. ______ created the conditions as great as possible (??) (sic).
    (El texto continúa)

    Kissinger en Washington DC preparándose para asistir a una partida de fútbol. El presidente Nixon indicándole la buena idea que era tener aquella distracción en vez de mirar televisión. Kissinger informándole del golpe de Estado en Chile. El presidente respondiéndole con cierta ironía y complacencia. Kissinger lamentándose porque en otros tiempos serían tratados como héroes por derrocar a un gobierno procomunista y luego destacando que al menos ayudaron a crear las condiciones para el fin del gobierno de Allende.

    Los intereses y juicios de los tomadores de decisión quedan registrados como un testimonio de lo acontecido, pero también como una verdad que suele darse a conocer algunas décadas después. La primera potencia del mundo desnudando sus secretos de palacio y abriendo sus conversaciones íntimas. ¿Debemos considerar esta práctica como una fragilidad de la democracia o debe ser concebida como una de sus fortalezas? Son pocos los gobiernos democráticos que organizan un sistema de archivo tan prolijo y en donde cada conversación, cada reunión, cada decisión queda registrada para la historia. Son menos los gobiernos democráticos que establecen políticas para la desclasificación de tales documentos. ¿Se imagina usted teniendo acceso a las conversaciones telefónicas entre un presidente y sus ministros? Estos papeles son tan relevantes que los dos últimos presidentes de Estados Unidos —Trump y Biden— han enfrentado sendos escándalos por llevarse a casa parte de aquella memoria gubernamental.

    Una vez que se toma la decisión de registrarlo todo, el próximo paso es cuándo desclasificarlo. El proyecto The National Security Archive, en la que ha participado Peter Kornbluh, ha batallado con la burocracia estadounidense para ir desclasificando papeles. Incluso hasta ahora —50 años después del Golpe—, todavía se ven documentos que están tachados con tintura para ocultar detalles que para alguna administración parece vital no dar a conocer. Un memorando, fechado el 23 de agosto de 1975, informa de los arreglos que la CIA estaba realizando para recibir a Manuel Contreras, director de la DINA en ese momento. Se informa que el coronel chileno tendría un almuerzo con el subdirector de la CIA y luego se sostendría una reunión privada para debatir sobre las recientes medidas que había tomado el gobierno de Chile para mejorar su imagen sobre el tema del respeto de los derechos civiles en su país. El resto de los temas que se discutirían se encuentran tachados con un marcador negro. Otras informaciones aparecen censuradas, como el nombre y firma de quien redactó el documento.

    La obra de Kornbluh, entonces, va mostrando el modo en que se va desenvolviendo la relación entre Estados Unidos y Chile en la era de Pinochet, pero a partir de unos particulares ojos —documentos oficiales— y siempre con la posibilidad de una parcial o total ceguera al leer esos documentos.

    El libro Pinochet desclasificado muestra con particular detención una secuencia histórica que parte antes del golpe de Estado y que culmina con los escándalos de corrupción del Banco Riggs y la posterior muerte de Pinochet. Se trata de un texto confirmatorio de muchas aseveraciones y rumores que han circulado en la política chilena. Con lujo de detalles se muestran las acciones del gobierno de Estados Unidos para impedir el ascenso de Allende al poder. Luego, se van explicando las acciones emprendidas para —como nos indica Kissinger— ayudar a crear las condiciones para su derrocamiento. Una vez establecida la dictadura, nos informa sobre la creación de la DINA, el vínculo que se establece entre la CIA y la DINA, y la operación Cóndor, entre otras. A continuación muestra el cambio de giro de la administración estadounidense y su apoyo al proceso de transición a la democracia. Especial mención debe hacerse al manejo de la administración norteamericana respecto de las víctimas de su propio país que fueran ejecutadas por el régimen militar.

    Kissinger en Washington DC preparándose para asistir a una partida de fútbol. El presidente Nixon indicándole la buena idea que era tener aquella distracción en vez de mirar televisión. Kissinger informándole del golpe de Estado en Chile. El presidente respondiéndole con cierta ironía y complacencia. Kissinger lamentándose porque en otros tiempos serían tratados como héroes por derrocar a un gobierno procomunista y luego destacando que al menos ayudaron a crear las condiciones para el fin del gobierno de Allende.

    Los archivos desclasificados muestran a “desalmados funcionarios estadounidenses” dando rodeos y evitando informar a los familiares el destino de las víctimas. Todavía más, el régimen militar había informado que dos ciudadanos estadounidenses (Charles Horman y Frank Teruggi) fueron asesinados por sectores extremistas de izquierda que se hicieron pasar por militares. La embajada de Estados Unidos en Chile hizo suya aquella interpretación, pese a que disponía de pruebas que comprobaban la falsedad de aquella versión. En 1976, reporteros de CBS News y The Washington Post daban a conocer una entrevista a un oficial chileno, Rafael González, quien indicó que Horman había sido ejecutado por soldados chilenos y que en los interrogatorios participó también un estadounidense.

    Existe otra dimensión de la obra y que se refiere al modo de entender el vínculo entre la primera potencia del orbe y un país pequeño, subdesarrollado, ubicado en el extremo sur de América Latina.

    ¿Por qué esta particular preocupación de las distintas administraciones por un país que, la verdad, nunca podría llegar a afectar sus intereses?

    Obviamente, desde la primera página de este volumen deben considerarse los factores más globales —geopolíticos— que siempre ha tenido Estados Unidos. Inmersos en una confrontación a gran escala con la Unión Soviética, la preocupación central era que otro gobierno marxista se instalase en las Américas, pues ya lo había hecho Cuba.

    Ante una amenaza como la descrita, un cable secreto de la CIA del 7 de octubre de 1970 instruye al aparato operativo de Chile establecer contactos para buscar una “solución militar” y que el gobierno estadounidense la apoyaría ahora o más tarde. “En suma —termina el memo— queremos apoyar una solución militar que puede tomar lugar, en la medida de lo posible, en un clima de incertidumbre económica y política”.

    La decisión de apoyar una “solución militar” no era ni novedosa ni extraña a la historia diplomática estadounidense. El intervencionismo diplomático —formal e informal— ha sido parte de la historia de las grandes potencias y en el caso de la relación de Estados Unidos con América Latina, fue recurrente desde principios del siglo XIX.

    La estrategia de iniciar operaciones encubiertas era familiar en los pasillos de la Casa Blanca. El 25 de noviembre de 1970, Kissinger firmaba un memorándum titulado “Covert Action Program-Chile”, que incluía cinco medidas: “acciones políticas para dividir la coalición gobernante de Allende; mantener e incrementar los lazos con los militares chilenos; proveer apoyo para los grupos antimarxistas de oposición; apoyar a periódicos y utilizar otros medios de comunicación para hablar en contra del gobierno de Allende; utilizar algunos medios de comunicación para mostrar el intento de Allende de subvertir el proceso democrático, involucrando en ese proceso a Cuba y la Unión Soviética”.

    ¿Constituía Chile un país de vital interés para Estados Unidos? Claramente, no. Un memorándum del año 1970, emitido por la Casa Blanca, indicaba que, con el triunfo de Allende, “EE.UU. no tiene interés vital alguno en Chile. Sin embargo, habría pérdidas económicas tangibles. El equilibrio de poder militar en el mundo no se vería alterado de modo significativo en caso que Allende formara gobierno”. Agregaba el mismo documento que la victoria de Allende tendría costos políticos y psicológicos considerables, dado que se vería afectada la cohesión del hemisferio e implicaría un revés psicológico apreciable, en la medida en que sería percibido como un avance de las ideas marxistas. Chile importaba no tanto por su estatura política o económica, sino por el ejemplo que estaba dando a otros países del continente.

    Existe una última dimensión, menos trabajada en la exposición de estos documentos, pero que resulta relevante a la hora de leer el texto. Me refiero al tipo de interacciones entre los burócratas y funcionarios de las distintas administraciones estadounidenses con los líderes políticos, empresarios, militares y diplomáticos chilenos. Lars Schoultz, en su libro Beneath the United States (Harvard University Press, 1998), argumenta que los tomadores de decisiones de EE.UU., desde muy temprano, consideraron a los países latinoamericanos como inferiores, incapaces de manejar sus asuntos domésticos y testarudos en sus acciones. Se estableció así una relación de patronazgo, en la que domina un sentimiento de superioridad.

    En los distintos documentos que Peter Kornbluh expone en su libro, se observa precisamente aquella particular forma de relacionarse entre una potencia que busca defender sus intereses y acciones que a la luz de sistemas democráticos más consolidados parecieran sacadas de una película de ficción. Pero allí están, bien documentados, un sinnúmero de juicios, intrigas palaciegas, juegos de roles y operaciones encubiertas que han ido construyendo una extensa y muy contradictoria historia de relaciones bilaterales entre dos naciones que están geográficamente tan distantes, pero que en determinadas coyunturas estuvieron tan cerca. Quizás, demasiado cerca.

    Lo curioso es que esta potencia, que tiene tanto por lo que sentirse avergonzada de su historia de política exterior, exponga tan abierta y descaradamente el modo en que ha actuado. Es el arte de archivarlo todo.

     

    Imagen de portada: Augusto Pinochet y Henry Kissinger reunidos en Chile, durante la visita del político estadounidense en 1976. Fotografía: Fondo Diario La Nación, Cenfoto-UDP. Cortesía del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.

     


    Pinochet desclasificado: los archivos secretos de Estados Unidos sobre Chile, Peter Kornbluh, Catalonia, 2023, 540 páginas, $25.900.

  317. Vacaciones

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    Cuando niña tuve la suerte de pasar todos los meses de julio, en verano, con mis abuelos, en un balneario de Italia, frente al mar. Era parecida a una aldea: había condominios, casas, pero también zarzas, algo que aún no estaba definido, y una pista de aterrizaje de aviones de la armada. Recuerdo que despertaba temprano, antes que mis abuelos, para ver el mar desde la ventana del baño. Cuando el mar estaba quieto y reflejaba además la luz del sol, se lo veía brillar y de ese brillo emanaba silencio, algo que me iba a acompañar todo el día. Sentía entonces que el día era mío, que iba a hundirme en el mar por largas horas, tal vez más lejos y por más tiempo que lo permitido.

    Aquellos días de sol radiante iba a la playa con mi abuelo. Él se sentaba en una silla pequeña, de madera, adornada con un tejido colorado. Se ponía en el borde izquierdo de la playa. Yo nadaba lejos o jugaba con los compañeros del condominio. Muchas veces me pasaba a otras playas con ellos, a las privadas, las que significaban un cambio social —sus dueños gozaban del derecho a no ser invadidos por niños molestosos, paletas y pelotas, o vendedores ambulantes. Recuerdo que mi abuelo estaba ahí, sentado en esa silla colorada, que pasarme a otras playas era un desafío, un cambio de mundo, una posible discusión con él. Recuerdo que me pasaba a otra playa justamente porque él estaba sentado, mirando el mar, el horizonte, tal vez su horizonte, el mar de su infancia, su inmensidad. Recuerdo que su silencio me protegía, que su mirar el mar de una forma tan constante me ponía limites —para que yo los pasara, pero bajo su supervisión. Ahora sé que así se generaba un secreto, entre él y yo: abuelo, me voy a otras playas, tú no sabes lo que hay ahí, no hay nada de hecho, sillas y quitasoles monocromos, veraneantes sin ocupación, sin alteración, pero tú sabes que mi mundo se extiende, que retornaré a la silla y a la ventana del baño: son los lugares desde donde fijar lo inmenso.

    Otros días mi abuelo se iba a trabajar. Creo que lo hacía en una fábrica de acero, cerca de Roma. Con mi abuela lo esperábamos en el balcón. Nos poníamos de cara al horizonte, esperábamos ver pasar su auto amarillo en la carretera que se podía vislumbrar lejos, muy lejos. Por este lado del balcón se veía la pista de aterrizaje de los aviones. Nunca supe qué utilidad tenía ese minúsculo aeropuerto. El ruido de los aviones aterrizando podía ser desgarrador. De noche yo salía con mis amigas del condominio. Nos reuníamos en las escaleras que estaban en el patio, al centro de los cuatro edificios a los que pertenecíamos. Estas escaleras eran como el corazón neurálgico de un reinado, pero con varias reinas y varias pandillas que formaban una amplia corte hablando constantemente de lo que pasaba en los edificios, sus reglas no respetadas, sus nuevos habitantes.

    La noche, en las escaleras del patio, se juntaba la población de todo el condominio: niños y niñas de distintas generaciones, a veces guaguas acompañadas de sus padres o abuelas y abuelos, o adolescentes apartadas, producidas, chicas que se sabían dueñas de sus movimientos, sus noches, probablemente no de sus deseos. Los de mi edad podíamos quedarnos en las escaleras hasta la medianoche. Las escaleras eran tal como la ventana del baño: un lugar para fijar la lejanía, la ciudad, sus luces, sus parques de atracciones, su plaza principal en la orilla del mar. Algunas veces, cuando por fin tuvimos permiso, nos encaminábamos hacia la plaza principal, con el objetivo de comprarnos un helado o ver las ferias nocturnas. Nos hemos atrevido a ir más lejos, en las playas vacías, oscuras, por ejemplo. No sé si en ese momento se agrandaba el mundo —o se volvían más esenciales las escaleras. Volvíamos siempre ahí, a sentarnos un rato más, sin necesariamente tener algo más que conversar. Las escaleras fueron nuestro lugar de encuentro, de retorno, el lugar donde nos vimos crecer.

    V de vacaciones habla de esta apertura del espacio, ese traspaso de los límites, esa espera del auto amarillo junto con mi abuela que me invita a mirar en la misma dirección que lo hacen sus ojos, ese ir lejos porque la silla colorada está en su lugar, a la izquierda de la playa, porque la mirada de mi abuelo se pierde, pero nunca me pierde, a mí.

    V de vacaciones es la ubicación de un centro focal desde donde nos ampliamos, para ser guardianes de los recuerdos, de sus latidos, los que ahora son mi territorio, mis vacaciones.

  318. Robert Lepage: “Hiroshima fue algo horrible, pero siempre surge la belleza”

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    En Hiroshima hay más de mil mujeres con la cara desfigurada que siguen recluidas sin poder recibir ni atención, ni protección adecuada”, escribió Kenzaburo Oé tras su segunda visita a la ciudad, en 1964. El escritor japonés, fallecido en 2023, decía haber descubierto la verdadera dignidad humana en los hibakusha (“persona bombardeada”), sobre quienes vuelve una y otra vez en sus Cuadernos de Hiroshima: el doctor que dirigió el hospital durante años, aunque él mismo estaba afectado; el hombre mayor que intentó cometer seppuku para conservar su honra; todas las demás víctimas que también optaron por el suicidio o por vivir pese a todo, y esas mujeres cuyos rostros dañados las llevaron al encierro, voluntario o no.

    A principios de los 90, Robert Lepage (Quebec, 1957), director y dramaturgo reconocido como una de las figuras más importantes del teatro canadiense, visitó Hiroshima, y se sorprendió al encontrar una ciudad viva y efervescente. Su guía, un hibakusha, le contó la historia de una mujer que, como las que menciona Oé, resultó con el rostro visiblemente afectado. Su familia ocultó todos los espejos de la casa para que no pudiera verse, pero ella guardaba bajo su almohada un lápiz labial y un pequeño espejo. A escondidas, la mujer se pintaba y contemplaba su rostro, luego se desmaquillaba y lo escondía todo. Esta imagen se convirtió en el punto de partida de una de las obras más reconocidas de Lepage y su compañía Ex Machina, Los siete arroyos del río Ōta (1994), que se presentó en el Teatro Municipal de Las Condes en el marco del Festival Internacional Teatro a Mil.

    Esta obra de dimensiones épicas está compuesta por siete historias interconectadas, puestas en escena a lo largo de siete horas. Este número que se repite viene del río Ōta, cuyo delta se despliega en siete brazos en Hiroshima. Los siete actos de la obra se ambientan en diversos lugares (además de Hiroshima, Nueva York, Osaka, Amsterdam y Terezín), van desde 1945 hasta 1999, y los diálogos utilizan diferentes lenguas, pero los personajes que reaparecen y los abundantes paralelismos visuales y argumentales le dan unidad al relato, que no solo aborda las consecuencias de la bomba atómica, sino también otras catástrofes del siglo XX, como el Holocausto nazi y la crisis del sida. Desde que se reestrenó en 2020, el montaje se encuentra en un tour internacional y es la segunda obra del director que se ha presentado en nuestro país, tras La cara oculta de la luna, que fue traída por Teatro a Mil en 2013.

    Tuve la oportunidad de reunirme con Robert Lepage antes de la segunda función de la obra. Conversamos en las butacas del teatro mientras en el escenario algunos actores ensayaban o preparaban sus cuerpos para la exigencia física del extenso montaje, y parte del equipo intentaba resolver un problema técnico ocurrido el día anterior.

    La gente quiere conservar esta idea de Shakespeare como un autor inspirado, pero en verdad era un hombre del escenario. La dramaturgia no es una escritura dictada por la musa, no es el autor encerrado en su torre. En el teatro lo primero es considerar cuánto cuesta esto, cuánto duran las velas.

    Aunque esta obra se ambienta en diversos lugares, el eje es lo ocurrido en Hiroshima. ¿Cómo reaccionó el público japonés cuando llevaron Los siete arroyos en 1995, para el 50° aniversario de la bomba?
    Al público le gustó, pero algunas personas me dijeron que en Japón hablar de Hiroshima es extraño. Porque al final de la Segunda Guerra Mundial Alemania fue muy castigada, por generaciones los alemanes tuvieron que pagar por el nazismo, y Japón también hizo cosas horribles durante la guerra, algunas peores que los alemanes, pero Hiroshima lo borró todo. Así que los japoneses me decían: “Es delicado presentarnos como víctimas”. El diseñador de moda Issey Miyake vio la obra y después me dijo: “Yo soy un hibakusha, pero nunca hablo de eso porque no quiero que la gente me vea como una víctima”. Miyake vivía en Hiroshima, tenía siete años al momento de la bomba y quedó con una cojera. Él vio a la gente arrastrando su propia piel quemada, a la gente con el kimono impreso en la espalda, pero en vez de expresar el horror, decidió transformar aquello en belleza. Y si observas el plisado y las arrugas de sus diseños, eso fue exactamente lo que hizo. Hiroshima fue algo horrible, pero siempre surge la belleza.

    Esto se vincula al concepto de “grito controlado” que ha usado en otras ocasiones, una idea que viene de la ópera, y del que ha dicho: “El grito controlado para mí es una metáfora de lo que el arte en general debe ser”.
    Claro, es lo mismo que hace Miyake. Cuando quieres expresar el dolor en el escenario, si lo muestras tal como es, no logras llegar al público. Si lo transformas en algo armonioso, esto pone a la audiencia en una posición en que puede recibirlo y analizarlo de manera metafórica.

    Muchos personajes de Los siete arroyos son artistas, gente que se dedica a la fotografía, la música, la actuación, el baile, el canto lírico. ¿Tiene especial interés por utilizar diversos lenguajes artísticos para contar una historia?
    Sí. Todo el teatro tiene escenografía, vestuario y todo eso, pero lo que cambia en mi caso es la jerarquía y el orden en que aparecen estos elementos. Normalmente el escritor es “el gran genio inspirado”, y luego viene el director, y después llegan los diseñadores y actores. En nuestro caso, todos estamos presentes desde el día uno. Aún no hay obra, no hay personajes, pero hay una idea de ambientación, de vestuario, de música: todo es creado al mismo tiempo. Y a partir de eso, de la improvisación de los actores y con los técnicos presentes, nace el texto. No quiero condenar la dramaturgia tradicional, es un gran arte, pero yo no sé hacerlo, así que tuve que encontrar otra manera de escribir. El problema es que la industria no permite esto, no funciona así.

    El problema con la escritura, de una obra de teatro, una novela o lo que sea, es que cuando eres un escritor joven tiendes a ser muy redundante, dices lo mismo tres veces. Cuando tienes más experiencia entiendes que no es necesario. Y cuando vuelves a hacer una obra décadas después, lo más probable es que ya no seas la misma persona.

    ¿En qué sentido choca este tipo de escritura con la industria del teatro más institucional?
    No sé cómo será aquí en Chile, pero en Canadá hay un programa que beca a dramaturgos jóvenes para que escriban, hacen lecturas dramatizadas y luego publican, así que publican obras que nunca han pasado por una verdadera puesta en escena, no dejan que la realidad de los problemas técnicos y la reacción del público corrijan el texto. Olvidan que Shakespeare era un productor. Hamlet, su obra maestra, es la que tiene más soliloquios, algunos de los mejores de la historia del teatro, pero si la lees con cuidado e intentas ponerla en escena, te das cuenta de que los soliloquios están ahí para cambiar la escenografía o porque los actores necesitan unos minutos para cambiarse de ropa. Es un tema práctico. La gente quiere conservar esta idea de Shakespeare como un autor inspirado, pero en verdad era un hombre del escenario. La dramaturgia no es una escritura dictada por la musa, no es el autor encerrado en su torre. En el teatro lo primero es considerar cuánto cuesta esto, cuánto duran las velas. Eso empuja al buen escritor a crear material fantástico, pero hay una gran negación al respecto. En nuestro caso, las obras las escribimos entre todos, van surgiendo en el proceso de improvisación y se van puliendo de a poco, por lo que es un problema cuando nos piden el guion antes del montaje. Incluso en el caso de esta obra, en que existe un texto publicado, ese guion es muy distinto al actual. Porque solo al final del proceso, cuando decidimos dejar de hacer una obra, tomamos el texto al que llegamos y eso es lo que se publica.

    Si el proceso creativo de la compañía está tan marcado por la improvisación y la colaboración con el elenco original, ¿cómo fue volver a montar la obra con un equipo nuevo?
    En este caso hay dos actores que sí estaban en el elenco original, pero todo el resto son actores y colaboradores nuevos, que reinventaron el material. Partimos donde habíamos quedado, del texto anterior, pero fue reescrito porque el equipo traía nuevas ideas, y también porque los tiempos han cambiado. Y yo he cambiado. El problema con la escritura, de una obra de teatro, una novela o lo que sea, es que cuando eres un escritor joven tiendes a ser muy redundante, dices lo mismo tres veces. Cuando tienes más experiencia entiendes que no es necesario. Y cuando vuelves a hacer una obra décadas después, lo más probable es que ya no seas la misma persona. En este caso hay un equilibrio delicado entre ser fiel a la obra original y mantenerla actual, porque en el teatro la performance es algo vivo. Aunque he hecho algunas películas, lo que encuentro decepcionante del cine es que mis películas siguen siendo las mismas, son quien yo era cuando las hice, no quien soy ahora.

    Crédito: Elias Djemil.

    En el primer acto de Los siete arroyos, la historia de Luke, el soldado y fotógrafo estadounidense, y Nozomi, la hibakusha japonesa a la que su familia no le permite ver su propio rostro, al principio Luke se impresiona por el efecto de la bomba en Nozomi, pero después logra ver su belleza y esto echa a andar toda la obra. ¿Hubo una búsqueda intencional de mostrarnos que Hiroshima no es solo un lugar de terror, sino también de belleza y humanidad?
    Sí. Cuando vas a Hiroshima te esperas los monumentos, los museos de la bomba y todo eso, que sí, están presentes, pero son solo un detalle de la ciudad. Algo que me llamó la atención fue que, como Hiroshima tiene muchos ríos, tuvieron que reconstruir varios puentes tras la bomba y los primeros dos puentes que levantaron son uno masculino y uno femenino, uno termina con una punta algo fálica y el otro es un receptor, porque pensaron que si querían nueva vida necesitaban darle órganos sexuales a la ciudad. En Occidente jamás harían eso, es algo tan japonés. Para nosotros esto fue importante, porque las grandes historias de guerra siempre tratan sobre la reconciliación. Necesitábamos una manera de reconciliar Japón y Estados Unidos, Oriente y Occidente. Como hace Shakespeare en Enrique V: cuando el ejército inglés derrota al francés, tienen que hacer las paces y casan a la hija del rey de Francia con el rey de Inglaterra, porque al hacer familia ya no van a seguir atacándose. Obviamente no es que lo pensáramos así desde antes, pero eventualmente teníamos dos o tres opciones y escogimos la que tenía más potencial. Lo único que logras con el tiempo es que, mientras más escribes, diriges y ves obras, tienes más conocimiento de los sistemas narrativos y eso te permite tomar decisiones. Pero siempre tienes que partir desde la más completa ingenuidad, no de una receta. Yo prefiero partir desde el caos: desde el desorden, nace el orden. En griego, cosmos significa “orden”, pero también se relaciona con la belleza, como en cosmética. Cosmos es lo opuesto al caos, pero para que el sistema de la obra funcione, para que sea un cosmos perfecto con los personajes, las relaciones y los eventos adecuados, tiene que haber habido antes un completo caos. Si no es así, no estás escribiendo nada nuevo, no estás dejando que la obra te diga qué hacer. No es superstición, simplemente así es como funciona.

    Uno de los temas que explora la obra tiene que ver justamente con la armonía que nace del caos a partir de la unión de opuestos. Esto se ve sobre todo en el séptimo acto, en que Pierre, un joven bailarín canadiense, va a Japón a estudiar danza butō y de alguna manera termina encarnando tanto a Nozomi como a Luke, lo femenino y lo masculino, Oriente y Occidente.
    Tal como lo anterior, no es que fuera una idea preconcebida, sino que más bien nos dimos cuenta de que era la opción correcta. Y en verdad es algo que nació de las personas que teníamos en el elenco. Como decías antes, hay muchos artistas en la obra; de hecho, siempre hay artistas en mis obras, pero eso es porque las personas que participan de la escritura son todos artistas, y cada uno trae sus propias habilidades. Al empezar a crear la obra no hubo un casting buscando habilidades específicas, porque no había personajes aún. Y el actor que ahora interpreta a Pierre fue bailarín por mucho tiempo, después empezó a actuar, así que tiene una aproximación muy física a la actuación.

    En la conferencia de ayer se habló de que muchos performers canadienses en los 90 iban a Japón a estudiar danza butō, pero ¿fue solo por eso que escogieron incorporarla en la obra o hubo algo más?
    La razón es que se inventó después de la bomba. En Japón hubo un importante accidente de bus tras la guerra y alguien hizo una obra sobre los espíritus de esas personas que murieron. La danza butō nació de ahí. Después la gente observó esto y se dio cuenta de que es el baile ideal para expresar Hiroshima.

     

    Crédito fotografía de portada: Elias Djemil.

     


    Los siete arroyos del río Ōta, de Robert Lepage y la compañía Ex Machina, 420 minutos.

    Esta edición del Festival Internacional Teatro a Mil continúa hasta el 28 de enero. Revisa la cartelera en https://teatroamil.cl/

  319. Augusto D’Halmar: el arte de cruzar las fronteras

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    A casi 100 años de su publicación, la novela Pasión y muerte del cura Deusto de Augusto D’Halmar vuelve a presentarse, esta vez, con una estupenda edición crítica a cargo del dúo D/B, es decir, de Daniel Balderston y Daniela Buksdorf. La coincidencia en las iniciales tanto de los nombres de pila como de sus respectivos apellidos pareciera recalcar la cohesión de este equipo cuyo trabajo celebro.

    En primer lugar, celebro la materialidad del libro. El elegante color negro, que ya distingue la colección de la Biblioteca Chilena de Ediciones Universidad Alberto Hurtado, también está a tono con el título de la obra y con la tristeza que la caracteriza. Así, el libro se ha vestido de luto para cargar una novela con tintes trágicos o, como diría Alejandro Mejías-López, una novela al “modo trágico”, es decir, “el modo dominante de expresión de la homosexualidad en la literatura occidental de la época”. No en vano, el texto refiere más de una vez al destino cuyo oráculo está en boca de una gitana que el cura ha hecho pasar al interior de la casa parroquial. Junto al color, es destacable todo el material fotográfico que acompaña no solo los textos del dossier, sino también la misma introducción de los editores. Cabe destacar que la fotografía no es aquí un mero ornamento: Daniel Balderston y Daniela Buksdorf realizan una comparación de las portadas de las ediciones de 1924 y 1938, para luego relacionarlas con el art nouveau y art decó, respectivamente. Las fotos de las celebraciones religiosas sevillanas nos ayudan también a contextualizar epocal y espacialmente la acción narrativa. Por su lado, la reproducción del material de archivo custodiado por la Biblioteca Nacional permite visualizar procesos de composición de la obra y del mismo Augusto D’Halmar, quien se forja como una leyenda o un mito. Otro aporte desde lo visual está constituido por el mapa de Sevilla. El equipo ha cartografiado la ciudad desde las unidades de acción y espacio de la novela, destacando la referencialidad urbanística del texto e identificando además aquellos elementos puramente ficcionales que se presentan en menor medida.

    Esta edición crítica trabaja respetuosamente con cuatro ediciones previas de la novela (1924, 1838, 1985 y 2014), llevando a cabo un exhaustivo y cuidadoso cotejo. De ello, quisiera destacar tres aciertos. El primero tiene que ver con el trabajo en torno al léxico. La novela es compleja por cuanto presenta expresiones en diferentes lenguas y diversos registros del castellano que dependen de variables tales como la etnia, la clase social y la región. Creo que la novela no podría llegar ser leída de manera tan expedita si no fuera por las definiciones y explicaciones de algunos términos en las muchas notas a pie de página. En segundo lugar, esta edición crítica explicita, también con el recurso de las notas a pie de página, el gran correlato, desde mi punto de vista, proyectado por la novela: a saber, el discurso litúrgico preconciliar que a su vez es reproducción o cita de pasajes bíblicos, himnos, oraciones, partes canónicas de la celebración eucarística, etc. Daniel y Daniela han sido acuciosos en la identificación de las fuentes (puesto que no siempre se trata de la Vulgata) y en las traducciones del latín. Este trabajo rendirá sus frutos, ya que permitirá a futuros investigadores proyectar relaciones intertextuales entre el relato de D’Halmar y el discurso ritual que la novela dispone a modo de performance o escenas. Por último, destaco del trabajo de los editores la explicación histórica y cultural de las múltiples referencias culturales del texto. Se trata, en efecto, de una novela alta y complejamente erudita. Las notas a pie de página facilitan la lectura sin dejar detalle suelto. Desde el origen y el significado de la expresión “por anga o por manga” hasta las referencias a la comedia del arte presentes en el espectáculo circense, la edición dará cuenta pacientemente de las referencias culturales, permitiendo una mayor comprensión y decodificación de un texto cuyos alcances cubren múltiples horizontes culturales.

    El texto de Alone, único artículo del dossier al cual no me atrevería a darle el calificativo de crítico en un sentido diciplinar, tiene el valor de realizar biográficamente una semblanza de Augusto D’Halmar y de llevar a cabo un recorrido por sus títulos. Es bello e interesante el espejeo entre ambos hombres que tienen, por lo demás, mucho en común. Alone proyecta el secreto del deseo no solo en D’Halmar, sino también en la misma novela que nos concierne.

    Con respecto a la interpretación crítica del texto de Augusto D’Halmar, Balderston y Buksdorf lúcidamente destacan la des-nacionalización de la novela —si se me permite la expresión— y, en segundo lugar, su marcado carácter anticlerical. El primer rasgo indicado explicaría no solo la menor o nula presencia de un castellano de Chile, sino también el contexto espacial de gran parte de su narrativa. Por ello, términos tales como exotismo, orientalismo y cosmopolitismo son abundantes en los textos críticos sobre D’Halmar. Sin ir más lejos, la misma Sylvia Molloy advierte en Pasión y muerte del cura Deusto un “orientalismo desplazado y fluctuante” como un “intento del autor de reclamar lo hispano para Hispanoamérica y, a la vez, subvertirlo”. Esta des-chilenización explica también cómo el autor produce su propia imagen dentro del campo cultural. En una carta dirigida al director de la editorial Nascimento y reproducida parcialmente en esta edición, D’Halmar se presenta como un escritor hispanoamericano en lugar de chileno. Según los editores, el novelista “opta por una suerte de cosmopolitismo por sobre el rótulo acotado y provinciano que le ofrece su país natal”. Pero también la orfandad de la novela con respecto a la nación tiene que ver con el desarraigo, rasgo que los editores atribuyen al autor junto con el de ser un flâneur. La metáfora vegetal de arrancar las raíces del suelo patrio supone desde luego interminables andanzas por el mundo, un globetrotter tal como se indica en la Introducción, pero también supone un camuflaje o, diría yo, un desvío en términos de género. Para la época, el ser nacional iba de la mano con el ser heterosexual dado los discursos de raza y los discursos médicos, cartografiados por Óscar Contardo en Raro y aquí por Juan Pablo Sutherland, discursos médicos, digo, que desajustaban al sujeto no heteronormado para situarlo finalmente en los márgenes de la identidad y del orden. Negar el constituyente orden nacional equivale también a la ampliación de las libertades sexuales. Al respecto, los editores indican lo siguiente: “Se podría pensar que el autor aleja sus narraciones del espacio nacional también como una estrategia, la que podía ser de utilidad para evitar o librarse de asociaciones que lo vinculen con su personaje”. Un sentido similar le otorga Alejandro Mejías-López a la expresión “errancia nómada” para explicar el fin de, al menos, un tipo de vínculo entre novela y nación: “Entrelazando la trama queer con la trama etnonacionalista, D’Halmar, quien construyó su propia persona pública sobre la base de la errancia nómada, propone con el final de su novela la muerte de las ficciones nacionalistas heteronormativas y la vida eterna de lo que hoy podríamos llamar una cosmopolita diversidad sexual”.

    De los seis documentos que conforman el dossier, los cinco últimos son textos críticos que tienen la gracia de dialogar entre sí, sin repetir necesariamente una misma lectura. Mejías-López, Sutherland, Blanco y Traverso dialogan, porque todos ellos remiten o parten desde los aportes de Sylvia Molloy. En este sentido, el dossier es una bellísima manifestación del diálogo entre maestra y discípulos. El texto de Alone, único artículo del dossier al cual no me atrevería a darle el calificativo de crítico en un sentido diciplinar, tiene el valor de realizar biográficamente una semblanza de Augusto D’Halmar y de llevar a cabo un recorrido por sus títulos. Es bello e interesante el espejeo entre ambos hombres que tienen, por lo demás, mucho en común. Alone proyecta el secreto del deseo no solo en D’Halmar, sino también en la misma novela que nos concierne. Al mismo tiempo, el silencio del deseo secreto de la novela repercute en el mismo estudio de Alone, ya que en su texto la homosexualidad no es referida como tal. El uso del término “uranismo”, palabra usada en el siglo XIX para indicar la homosexualidad, supone no solo una mediación médica y filosófica —el término podría tener su origen en los diálogos platónicos—, sino también cierto pudor, algo así como si la palabra usada para calificar a otro pudiera actuar también en mi contra, despojándome de máscaras.

    A través del concepto de ‘identidades líquidas’, Sylvia Molloy comprende el nomadismo y orientalismo del autor, quien reinventa los orígenes hispanos a través de una Andalucía exótica y cursi, con el objetivo de decir lo que no se puede decir. Es ahí, en esa Andalucía, donde se manifiesta el deseo homoerótico.

    Quisiera destacar algunas de las ideas expuestas en el dossier que son fundamentales para la breve lectura que quiero compartir de esta edición de Pasión y muerte del cura Deusto. A través del concepto de “identidades líquidas”, Sylvia Molloy comprende el nomadismo y orientalismo del autor, quien reinventa los orígenes hispanos a través de una Andalucía exótica y cursi, con el objetivo de decir lo que no se puede decir. Es ahí, en esa Andalucía, donde se manifiesta el deseo homoerótico. Por su parte, Alejandro Mejías-López desarrolla la inversión de la lectura cristológica de Deusto para dar cuenta de un Pedro Miguel redentor y positivo que trasciende, en términos de Fernando Blanco, “la condición del homosexual y su destino trágico, marcado por su deseo por la pulsión de muerte”. Una segunda idea desarrollada por Mejías-López y que para mí es clave es la de Sevilla como espectáculo barroco. Retomando las ideas de Molloy acerca del modernismo, de la España como objeto del modernismo y el efecto de este mismo en el campo cultural transatlántico, Juan Pablo Sutherland hablará de la pose decadentista con la cual es posible identificar al dandy y al nómade queer, dos figuras que pudieron garantizar a D’Halmar “una ficción de sí mismo más productiva que otras nociones del escritor a inicios del siglo XX”. Fernando Blanco establece lúcidamente puentes intertextuales entre la novela de D’Halmar, Muerte en Venecia de Thomas Mann y The Priest and the Acolyte de Francis Bloxam, pieza breve que figuró de manera gravitante y anónima durante el juicio contra Wilde. A su vez, lee la novela desde los modelos de la picaresca, del Bildungsroman y del naturalismo, los que finalmente dan lugar al “registro realista de la novela psicológica” y a la figura del pícaro queer. Finalmente, Ana Traverso, a la luz del relato biográfico que narra la ruptura entre D’Halmar y Santiván, configurará intertextualmente un magnífico cuarteto compuesto por Memorias de un tolstoiano, Ansia (primera novela de Santiván) y dos novelas de D’Hamar, Lámpara en el molino y Pasión y muerte del cursa Deusto.

    Si se me permite el anacronismo, lo anterior posibilita conectar la novela de Augusto D’Halmar con el neobarroco. La sintaxis no siempre fácil de su escritura, la alta densidad de referencias culturales, el amplísimo y poco familiar léxico, las descripciones con efectos tan visualizantes de montajes, espectáculos y altares, la retratística caravaggiana que el texto simula, algo recuerdan, por ejemplo, a un Paradiso de Lezama Lema. No me interesa relevar a D’Halmar como un precursor del neobarroco hispanoamericano, tarea por lo demás que me obliga a acatar una cronología pronta a fracasar. Más bien lo que intento decir es que aquello que no se dice adquiere al interior de la novela una modulación metafórica e incluso transmedial. La cadera del torero y su chaqueta bordada con lentejuelas, lo estilizado del bailaor, el discurso de una lengua muerta (me refiero a los pasajes en latín), el abanico, las casullas, encajes y bordados de las vestimentas eclesiales, todo ese mundo tremendamente material, visual y sensualmente recargado es, diría yo, muy gusto de loca —si se me permite el uso del estereotipo tan preferible, por lo demás, al de gay o al de homosexual. Hay mucho de mariconería en ese amaneramiento incesante, ritual, sofisticadamente producido, en ese manierismo que podría decir junto con la cantante española María Isabel “antes muerta que sencilla”. No niego lo popular ni tampoco lo cursi en ello. No es casual, por ejemplo, que el kitsch almodovariano se apropie de la postal andaluza, así como tampoco es casualidad que, en otro sentido, tránsito o dirección, Gades y su compañía halla dialogado con la Carmen de Bizet o con Bodas de sangre de Lorca. De igual modo, Rocío Jurado fue una diva estupenda, porque María Callas la antecedió. Se trata, por lo tanto, de un barroco que pasa a ser neobarroco al incorporar lo popular, la cultura de masas y el kitsch. La novela de D’Halmar es muchas cosas, pero también es eso, una novela del corazón, de un corazón —como dirá Rocío—, uno de los personajes más lúcidos de la novela, para describir la relación entre Deusto y el Aceitunita. Lo interesante es que con D’Halmar podríamos decir que la novela de corazón no solo puede ser rosa, sino también negra.

     


    Pasión y muerte del cura Deusto, Augusto D’Halmar, edición crítica a cargo de Daniel Balderston y Daniela Buksdorf, Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2023, 490 páginas, $20.000.

  320. Guía de lecturas para entender el conflicto de Medio Oriente

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    En 1917, durante la Primera Guerra Mundial, el entonces secretario de exteriores británico, Arthur Balfour, escribió una carta al líder de la comunidad judía, Lord Rothschild, expresándole el apoyo de Reino Unido al establecimiento de “un hogar judío en Palestina”. Para algunos, el documento, hecho público en noviembre de ese año y conocido como la Declaración de Balfour, es el punto de partida del conflicto actual en la región. Otros sitúan el año cero en 1897, cuando nace el movimiento sionista en Europa, de la mano de Theodor Herzl. Hay también aquellos que retroceden en el tiempo y se remontan al imperio romano y los que fijan la fecha decisiva en 1948, cuando se crea el Estado de Israel, o en 1967, cuando estalla la Guerra de los Seis Días.

    El conflicto palestino-israelí ha sido fuente infinita de análisis, reflexiones y estudios. Su atención se reactiva regularmente y la lista de libros sobre el tema es larga y, probablemente, nadie sea capaz de abarcarlos todos. El actual enfrentamiento entre Hamas e Israel es el último episodio de una larga trama de violencia, que revivió el interés y los intentos por identificar eventuales caminos de solución. Pero para hacerlo, no basta centrarse solo en la historia del conflicto, sino en todos los factores aledaños que han hecho de Medio Oriente una de las zonas más conflictivas de los últimos 100 años y escenario de algunas de las guerras más cruentas de las que ha sido testigo la humanidad. En ello se cruzan intereses económicos, energéticos, geopolíticos y religiosos.

    La siguiente es una lista acotada que intenta abordar las distintas variables que confluyen en la tensa realidad de la región. Es apenas una pincelada para introducirse en un conflicto que parece infinito y cuya solución ha sido esquiva durante décadas, pese a algunos tibios esfuerzos.


    Palestina
    Rashid Khalidi (Capitán Swing, 2023)

    La obra del historiador estadounidense de origen palestino y actual titular de la cátedra Edward Said en la Universidad de Columbia, resulta indispensable para adentrarse en la complejidad del conflicto. Khalidi parte recordando la carta que su tío tatarabuelo y entonces alcalde de Jerusalén, le envío al padre del sionismo Theodor Herzl, a fines del siglo XIX, tras enterarse del interés de este por aumentar la presencia judía en Palestina e instaurar ahí un Estado judío. “En nombre de Dios, dejemos a Palestina en paz”, culmina el texto. Y entrega una serie de factores, como el riesgo de que el sionismo siembre disensión entre los cristianos, musulmanes y judíos palestinos, y el hecho de que ese territorio ya estaba habitado por otros que, a la luz de los acontecimientos posteriores, pocos acogieron. Para Khalidi, en el origen del problema de Palestina está la colonización, primero de los otomanos, luego de los británicos y finalmente de los judíos. No duda, sin embargo, en atribuirle a los británicos una cuota mayor de responsabilidad. Por ello, el título original del libro es The Hundred Years’ War on Palestine (La guerra de los 100 años en Palestina), en referencia al inicio del mandato británico en ese territorio. Palestina no es solo un libro de historia, sino también una reflexión sobre los caminos de solución para el conflicto, que según Khalidi —quien tuvo un rol activo a inicios de los 90, en las primeras conversaciones de paz entre palestinos e israelíes— pasa primero por la aceptación mutua. “Solo una vía basada en la igualdad y la justicia podrá concluir la guerra de los 100 años contra Palestina con una paz duradera”, escribe en las últimas líneas del texto, abordando, además, el efecto que los cambios geopolíticos en el mundo, como el mayor peso de China e India y la eventual reducción de influencia de Estados Unidos, tendrán en el conflicto.


    Cicatrices de guerra, heridas de paz
    Shlomo Ben-Ami (Ediciones B, 2006)

    En el prefacio de Cicatrices de guerra, heridas de paz, el excanciller israelí Shlomo Ben-Ami recuerda una conversación entre él y el expresidente de Estados Unidos Bill Clinton, durante los esfuerzos por salvar los acuerdos de Oslo a fines de 2000, tras el estallido de la segunda intifada. “¿Cree que todavía lo podemos lograr?”, le preguntó el entonces mandatario estadounidense. “No lo sé”, respondió Ben-Ami, antes de agregar: “Pero de lo que sí estoy seguro es que si fracasamos, tendremos mucho tiempo para escribir libros sobre ello”. Bueno, este es uno de esos libros. El trabajo, sin embargo, va más allá del simple recuento personal de un proceso fallido de negociación. Es un honesto intento por desenredar la madeja del conflicto, remontándose al nacimiento del movimiento sionista en la Europa del siglo XIX, para identificar las claves que puedan ayudar a encontrar una salida. El excanciller israelí, actor central de las negociaciones palestino-israelí en los años 90, aborda las causas que llevaron a los judíos a abandonar Europa desde el siglo XIX y la visión que tenían entonces del mundo árabe, para luego adentrarse en los episodios que marcaron la relación entre ambos pueblos, desde la creación del Estado de Israel hasta inicios del siglo XXI, cuando el libro se publicó. La obra de Ben-Ami es un excelente complemento del trabajo de historiadores o intelectuales palestinos como Rashid Khalidi o Edward Said.


    From Beirut to Jerusalem
    Thomas Friedman (Farrar, Straus & Giroux, 1989)

    El actual columnista de The New York Times Thomas Friedman, ganador del Premio Pulitzer, fue corresponsal en Beirut y luego en Jerusalén durante casi 10 años. Llegó a la capital libanesa en 1979, pocos años después del inicio de la guerra civil en ese país, y se fue de la región en 1988, un año después del estallido de la primera intifada palestina y meses antes de que se firmaran los acuerdos de Taif, que pusieron fin al conflicto libanés. Una experiencia que terminó relatando en De Beirut a Jerusalén, ganador en 1989 del National Book Award en la categoría no ficción. Si bien no hubo unanimidad sobre el libro —Edward Said lo consideró ingenuo y con una mirada demasiado occidental del conflicto, mientras que The Washington Post aseguró que era un libro de lectura obligada para todo aquel que esté preocupado del presente y futuro de esa región del mundo—, el trabajo del periodista estadounidense es un fascinante recuento en primera persona de algunos de los eventos que han marcado no solo el conflicto palestino-israelí sino todo Medio Oriente. Sus años en Beirut le permitieron ser testigo de la primera guerra entre Israel y el Líbano, en los albores del nacimiento de Hizbulá y de la matanza de Sabra y Shatila, uno de los episodios más dramáticos de la historia palestina. Su cobertura sobre el hecho le valió incluso su primer Premio Pulitzer. Luego, a fines de los 80, estando destinado en Jerusalén, fue testigo privilegiado de la primera intifada palestina, durante la cual se fundó Hamas y que llevaría a la mesa de negociaciones a Israel y la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Todo eso hace de este libro un texto indispensable para entender el actual momento del conflicto.


    La gran guerra por la civilización
    Robert Fisk (Planeta, 2006)

    En 2005, el año en que se publicó la primera edición de este libro en Reino Unido, el mundo estaba sumido en dos guerras, que más allá de sus particularidades, estaban atravesadas por un factor común: la tensión entre Occidente y el Oriente musulmán. En Afganistán, EE.UU. y sus aliados intentaban derrotar a los talibanes y erradicar a Al Qaeda, mientras en Irak buscaban instaurar un régimen democrático tras el derrocamiento de Saddam Hussein, pero los esfuerzos habían derivado en una cruenta guerra de guerrillas contra las fuerzas de ocupación. Parte de eso es lo que Fisk, considerado uno de los más famosos e influyentes corresponsales extranjeros de la segunda mitad del siglo XX, aborda en esta obra monumental, que recoge en sus más de mil páginas la tensión en Medio Oriente, desde fines de la Primera Guerra Mundial hasta la actualidad. No es una obra centrada exclusivamente en el conflicto entre israelíes y palestinos —aunque le dedica tres de los más interesantes capítulos del libro—, sino que intenta cubrir las distintas aristas de la violenta historia de esa región. La obra aborda desde el derrumbe del imperio otomano hasta el surgimiento del extremismo islámico, pasando por la revolución iraní de 1979 y la guerra de Irak. El primer capítulo parte con el inolvidable recorrido de Fisk en 1997 por el agreste paisaje afgano para reunirse con Osama bin Laden, a quien entrevistó en tres ocasiones. De las decenas de recuerdos personales que recoge la obra, el libro es un intento por dilucidar las razones que han hecho de esa zona una de las más convulsionadas del mundo. Y para Fisk la respuesta es clara: detrás de la caótica realidad de Medio Oriente está Occidente. Por ello, al terminar el libro recuerda la batalla de Somme, durante la Primera Guerra Mundial, en la que luchó su padre, Bill Fisk.


    La cuestión palestina
    Edward Said (Debate, 1992)

    No es el libro más famoso de Edward Said. Ese título lo tiene sin discusión Orientalismo, su aguda reflexión sobre la mirada condescendiente que Occidente y sus intelectuales han tenido del mundo que surge más allá de esa “imaginaria línea trazada en algún sitio entre Grecia y Turquía”. Esa obra data de 1978, época en que Said se consolidaba como el más reconocido intelectual palestino del siglo XX y uno de los mayores expertos en Medio Oriente. Solo un año después, sin embargo, publicó La cuestión palestina, una suerte de spin off de su obra principal, pero también su trabajo más personal. El libro es un esfuerzo para ayudar a entender al mundo las claves de un tema que, para alguien como él, nacido en Jerusalén durante los años del mandato británico en Palestina y emigrado luego a EE.UU., no era solo un asunto académico. Si bien fue escrito hace más de 40 años, es un libro de referencia para entender la guerra actual en Gaza. Said aborda desde el origen de la identidad palestina hasta el rol del sionismo, y el auge de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en un intento por fijar el marco desde el cual miran el mundo los palestinos. En 1992, además, publicó una edición revisada que recoge los cambios experimentados en los poco más de 10 años transcurridos desde su primera edición. “Los libros como el de Said —escribió The New York Review of Books—, deben escribirse y leerse con la esperanza de que comprender el problema ofrezca más posibilidades de sobrevivir”.


    ¿Qué ha fallado?
    Bernard Lewis (Siglo XXI, 2002)

    Durante años, el historiador británico-estadounidense Bernard Lewis fue la contracara de Edward Said y protagonizó airados debates con el intelectual palestino, quien lo acusó de encarnar todo lo que él criticaba en Orientalismo. El exprofesor emérito de Princeton, muerto en 2018, es considerado uno de los más destacados expertos sobre Medio Oriente de la segunda mitad del siglo XX. Destacado intelectual público, fue un ferviente defensor de Israel (la primera ministra Golda Meir obligó a su gabinete a leer los trabajos de Lewis). Entre sus más de 30 libros destacan El Islam y Occidente, Medio Oriente: una breve historia de los últimos 2000 años y La creación de Medio Oriente moderno. ¿Qué ha fallado?, aparecido solo días después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, es la mejor síntesis del pensamiento de Lewis y un libro obligado para entender la compleja relación entre el Islam y Occidente. No es un texto centrado en palestinos e israelíes, pero ofrece claves indispensables para analizar la situación actual de la región. Duro crítico del mundo islámico, para Lewis detrás de su tensión con Occidente está su incapacidad para adaptarse a los tiempos. Mientras la cultura judeocristiana se modernizó a lo largo de los siglos, en parte de la mano del pensamiento liberal, el mundo musulmán siguió atrapado en el pasado. “Lo que subyace en los problemas del mundo musulmán es una falta de libertad”, escribió en un artículo en la revista The Atlantic que resume la tesis del libro. Los avances logrados por el Islam durante siglos y que fueron la principal fuente de progreso para Europa en la Edad Media, comenzaron a quedar relegados durante el Renacimiento, ampliando a partir de allí, según Lewis, las distancias entre ambos mundos.


    El muro de hierro
    Avi Shlaim (Almed Ediciones, 2015)

    Desde fines de los años 70 comenzó a emerger en Israel un grupo de historiadores que desafiaba el relato tradicional de la historia de Israel. Entre estos “nuevos historiadores”, como se conocen hoy, destacan Benny Morris, Ilan Pappé y Avi Shlaim, cuyo libro El muro de hierro es una pieza fundamental para entender la lógica detrás de la relación de una parte importante del establishment político y militar israelí con el mundo árabe. El término “muro de hierro” dice relación con un concepto acuñado por los sectores más duros del sionismo en la primera mitad del siglo pasado, quienes consideraban que la única manera para que pudiera sobrevivir un Estado judío en Medio Oriente era desde una posición de fuerza. Por ello, era fundamental reforzar la capacidad militar de Israel y demostrar a sus vecinos árabes la fortaleza del nuevo Estado. Según Shlaim, esa tesis, surgida de un grupo minoritario del sionismo, se fue instalando en el centro del pensamiento del liderazgo sionista y es en parte, según él, la causa de las dificultades de los últimos 75 años. El libro del actual académico de Oxford adquiere especial actualidad tras el estallido de la guerra entre Hamas e Israel. Shlaim ha sido un duro crítico del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, a quien considera “un impulsor de la doctrina del conflicto permanente”.


    Una historia de amor y oscuridad
    Amos Oz (Siruela, 2015)

    Una historia de amor y oscuridad es un libro de memorias, las memorias del escritor israelí Amos Oz. Pero es también un recorrido por la historia de Israel. En 700 páginas se cruzan figuras clave de los últimos 75 años, como David Ben Gurión o el escritor y premio Nobel de Literatura Shmuel Yosef Agnon, pero también los dramas y desafíos de una familia en un Estado que recién estaba naciendo. El fin del mandato británico en Palestina; la votación del plan de partición del territorio en la Asamblea General de Naciones Unidas; el estallido de la guerra tras la declaración del nacimiento del Estado de Israel; las consecuencias de la violencia, y la repercusión en su familia, son parte del íntimo relato de Oz. Una historia, además, marcada por el suicidio de su madre, en 1952, tras caer en depresión luego de la guerra de 1948. Para muchos, el libro del escritor israelí es más que una historia autobiográfica; es el relato de miles de judíos durante la segunda mitad del siglo XX. Por eso, Oz le regaló en 2011 una copia del libro traducida al árabe al dirigente palestino detenido en Israel, Marwan Barghouti, con la leyenda: “Esta historia es nuestra historia, espero que la lea y nos entienda como nosotros lo entendemos, espero verlo afuera y en paz”. El encuentro nunca se produjo: Barghouti sigue encarcelado y Oz murió en 2018.


    El parisino
    Isabella Hammad (Anagrama, 2021)

    Si Una historia de amor y oscuridad es un libro para entender el peregrinaje de los judíos a lo largo del siglo XX, hasta la consolidación del Estado de Israel, El parisino de Isabella Hammad es en cierto sentido su complemento. Hammad es una escritora palestino-británica, incluida este año por la revista Granta entre los mejores novelistas británicos jóvenes, y El parisino es su primera novela. Es, como el libro de Oz, un relato biográfico, pero no de su autora, sino de Midhat Kamal, el protagonista de la novela, que como comentó Hammad en una entrevista, está inspirado en la historia familiar de muchos palestinos que entrevistó durante la preparación del libro. Situado entre los albores de la Primera Guerra Mundial y comienzos de la década de 1920, el libro no es solo la historia de amor de su protagonista que viaja a estudiar medicina a Francia y regresa luego a su tierra añorando esos años en Europa, sino también el relato sobre los cambios en Palestina tras el derrumbe del imperio otomano y los primeros años del mandato británico. A través de los ojos de Kamal, Hammad muestra las transformaciones y los temores que despierta en el protagonista y en los habitantes de su ciudad, Naplusa, el creciente avance del movimiento sionista, las revueltas árabes y el temor a la ocupación británica. El parisino da claves para entender, desde la óptica palestina, el impacto que tuvo la creación del Estado de Israel.


    The Balfour Declaration
    Jonathan Shneer (Random House, 2010)

    Para el historiador británico Simon Sebag Montefiore —cuya monumental obra Jerusalén también debería ser lectura obligada para quienes quieran entender lo que sucede en Medio Oriente—, el libro de Shneer es “un excelente y acabado retrato de las intrigas, los personajes y la diplomacia que creó el Medio Oriente moderno”. Y razones tiene para decirlo, porque el trabajo del historiador del Georgia Institute of Technology es el más acabado relato sobre los factores que llevaron a la elaboración de la declaración de Balfour y las relaciones y traiciones que marcaron la diplomacia británica tras el fin de la Primera Guerra Mundial. Para muchos, ese documento, elaborado en 1917 y que expresó el apoyo británico al establecimiento de un Estado judío en Palestina, es el punto de partida de las tensiones y conflictos posteriores. Shneer se preocupa de dejarlo claro desde la primera línea del libro: “Esa tierra no entregaba ninguna señal, a comienzos del siglo XX, de que se convertiría en el centro de operaciones del mundo”. Sin embargo, todo cambió tras el derrumbe del imperio otomano. Y la red de intrigas, negociaciones e intereses que lo explican está magistralmente relatada en las páginas escritas por el historiador estadounidense. Para Avi Shlaim, la declaración de Balfour es “el pecado original” que dio nacimiento al conflicto y este libro ayuda a entender por qué.


    The Shia Revival
    Vali Nasr (W. W. Norton & Company, 2006)

    No solo las tensiones entre Israel y el mundo árabe o entre el Islam y Occidente atraviesan las actuales lógicas políticas de Medio Oriente. También las tensiones dentro del Islam han definido en parte la política de la región, especialmente en los últimos 40 años, desde el triunfo de la revolución de los ayatolas en Irán. De eso trata The Shia Revival (El renacer del chiismo), de Vali Nasr, profesor de asuntos internacionales y Medio Oriente en la Universidad John Hopkins. El libro es una excelente guía para entender los elementos que diferencian a la vertiente chiita de la sunita en el Islam y la histórica rivalidad que los separa. Y también arroja luces sobre cómo esa división está marcando la geopolítica de la región. Con Arabia Saudita como líder del mundo musulmán sunita, Irán se ha alzado desde 1979 como el impulsor del renacer chiita en Medio Oriente. El avance de Hizbulá en Líbano es el principal ejemplo de ello. Pero también está detrás de los hutíes en Yemen, cuya guerra civil no ha sido otra cosa que el principal campo de batalla entre Teherán y Riad. Irán hoy es un actor decisivo en Siria y también en el conflicto palestino-israelí, porque si bien Hamas profesa la vertiente sunita del Islam, ha estrechado sus lazos con Irán e Hizbulá para reforzar su lucha contra Israel. Como en los 60 y 70 el factor nacionalista fue el que guio la discusión política y las reivindicaciones territoriales en la región, en este siglo es la variable religiosa la que ocupa ese lugar.

     

    Imagen de portada: Ataque aéreo israelí en las cercanías de la Torre Palestina, en el centro de Gaza, el 10 de octubre de 2023.

  321. Quiero aprenderme esta tierra

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    Voy a aprenderme esta tierra adonde me trajo el viento, una marea y un leño.

    Aprenderme quiero, uno por uno, Dios mío, sus árboles que veía en sueño, aprenderme como palabra cada fruta. Desde el fondo de las quebradas, aprenderme los mugidos nuevos de los animales. El extraño sabor del aire, aprendérmelo, lleno de sal, de polen, de caña de azúcar.

    Esta rojez de la tierra parecida a Bartolomé, con mi espalda sobre ella, aprendérmela.

    El fervor de los colibríes en los cafetos floridos, parecido al fervor del cielo, aprendérmelo, antes del cielo.

    Quiero moler todas las resinas y los bálsamos con mis dientes y mis manos, hasta que mi cuerpo tenga tus colores y tus sabores y en mí no quede cosa extranjera.

    Cura mi cuerpo, salva mi alma, con tanta hierba ferviente, tanta agua bautista y dulce y columpio lento de orquídeas.

    Aprenderme quiero, uno por uno, Dios mío, sus árboles que veía en sueño, aprenderme como palabra cada fruta. Desde el fondo de las quebradas, aprenderme los mugidos nuevos de los animales. El extraño sabor del aire, aprendérmelo, lleno de sal, de polen, de caña de azúcar.

    Aprender el habla tuya quiero, aunque deba quemar la mía, el cuchicheo y el dejo y hasta que el sabiá1 me entienda, los pastos me hagan señales y se me alleguen las serpientes.

    Quiero, quiero, quiero, desesperadamente y obedezco, mirarme a los ojos, oírme los pulsos, silbarme bien tu secreto.

    Échame en tierra, revuélveme con tus santas motas de tierra, tus matorrales locos de insectos y tu champaña de mariposas.

    Me olvidaré del olivar, de los pinos y los encinares. Me sé el recuerdo como el olvido.

    Tómame que te tomo, no llego tarde por más que tenga la cabeza blanca que me he quemado en el horno de Daniel, en donde estuve quince años, del lado rojo del infierno, al que llamaban Babilonia.

     

    ————
    1 En Argentina y Uruguay es el nombre que se da a diversas aves paseriformes.

     


    Elogio de la naturaleza, Gabriela Mistral, Lumen, 2024, 232 páginas, $17.000.

  322. Revisa los contenidos que trae revista Santiago 20

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    PERSONAJE
    Celia Paul en su cuarto propio, por Álvaro Matus

    LA MIRADA DE LOS ANIMALES
    Desnudos sin saberlo, por Diego Milos Sotomayor
    Lo que les debemos a los animales, por Patricio Tapia
    Isabel Behncke: “Los humanos vivimos como monos y, al mismo tiempo, como hormigas”, por Juan Cristóbal Villalobos
    Sobre el poder y la belleza en los chimpancés, por Miguel Saralegui
    Todo lo que hay en la Tierra morirá, por Luis Felipe Alarcón
    La prueba del espejo, por Sebastián Duarte Rojas (léelo como anticipo)
    ¿Qué saben los animales de Kafka?, por Diego Fernández H.
    ¿Qué hacemos?, por Cynthia Rimsky
    Historias verdaderas de perros, por Walter Benjamin
    Vianden, una araña, por Suzanne Doppelt
    Yo entrevisté a 253 mascotas, por Cristóbal Bley
    El llamado de la selva, por Héctor Soto
    El más allá de las mascotas, por Viviana Flores Marín

    LAGUNAS MENTALES
    Temporada de caza, por Manuel Vicuña

    Un fantasma recorre el continente, por Felipe Schwember

    Vladimir Putin: en busca de la grandeza perdida, por Juan Ignacio Brito

    Guía de lecturas para entender el conflicto de Medio Oriente, por Juan Paulo Iglesias

    El arte de archivarlo todo, por Claudio Fuentes

    El exilio que habitamos, por Marcela Ríos Tobar

    Otra coraza: epistolario de Andrés Bello, por Joaquín Trujillo Silva

    Un homenaje enredoso, por Marcelo Somarriva

    Sobre convertirse en Lucy Sante, por Lucy Sante

    Todo lo sólido se desvanece en el aire: narrativas del desastre medioambiental, por Sergio Missana (léelo como anticipo)

    Repensar Chicago chico, por Diamela Eltit

    Insomnios con Flora, por María Sonia Cristoff

    Confucio: despejes del camino, por Adán Méndez

    LIBROS USADOS
    El otro imaginario, por Bruno Cuneo

    Siete pasos hacia el cielo, por Wyatt Mason

    PERSONAJES SECUNDARIOS
    La otra hija, por María José Viera-Gallo

    Cormac McCarthy (1933-2023): el tesoro del condado Comanche, por Joyce Carol Oates

    Nora Ephron: vivir para contarlo, por Paula Escobar Chavarría

    Mircea Cărtărescu: “No soy un maestro en mi escritura, soy esclavo de ella”, por Rodrigo Rojas

    Esther Kinsky: una mirada errante, por Hernán Ronsino

    ARQUETIPOS DE SITUACIÓN
    Veraneante, por Milagros Abalo

    Nuestras caras y cuerpos en las artes mayores y menores, por Alejandro Grimoldi

    VIDAS PARALELAS
    Las malogradas vidas de Baby y Topsy, por Federico Galende

    CRÍTICAS DE LIBROS Y CINE
    La sobrevivencia de Chile, de Rafael Elizalde Mac-Clure, por Daniel Hopenhayn
    Porque demasiado no es suficiente. Mi historia de amor con Suede, de Mariana Enriquez, por Álvaro Bisama
    Aguafuerte, de Simón Soto, por Sebastián Duarte Rojas
    Un puñado de cerezas, de Francisco Mouat, por Javier García Bustos
    Los asesinos de la luna, de Martin Scorsese, por Pablo Riquelme

    TURISMO ACCIDENTAL
    Umbrales, por Matías Celedón

     

    Imagen de portada: Algunas ballenas del Pacífico Sur (2020), de Antonia Reyes Montealegre.

     

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  323. El discreto encanto del marqués de Cuevas

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    Un chileno que llegó a Europa sin un peso y terminó convertido en millonario, que dirigió una importante compañía de ballet internacional, que organizó fiestas de disfraces estrambóticas y con miles de invitados, que fue retratado por Dalí, de quien fue mecenas y amigo, y que fue tema recurrente en las crónicas de Joaquín Edwards Bello; eso, entre muchas otras cosas, fue Jorge Cuevas Bartholin (1885-1961), el cautivador protagonista de la última novela de Jorge Marchant Lazcano, que obtuvo el premio del Círculo de Críticos de Arte 2022.

    El favorito de las viejas es un breve relato escrito con una prosa impecable y un sólido manejo de los saltos de tiempo, rasgos que no son nada nuevo en la obra de Marchant Lazcano. Tampoco lo son su exploración de las clases altas chilenas y el arribismo, que abordó desde su primera novela, La Beatriz Ovalle (1977), un best seller local, o su trabajo con personajes reales, como hizo con Augusto D’Halmar, E. M. Forster y Edward Carpenter en De ahí venía el miedo (2020).

    ¿Qué es lo nuevo, entonces?

    El marqués de Cuevas, el personaje casi legendario que cuenta su vida en este libro.

    Más de alguien supondrá que comencé siendo una especie de pícaro”, dice en las primeras páginas, pero “los pícaros fracasan siempre. Yo no quería fracasar”. Marchant Lazcano tiene plena conciencia de que esta es una novela picaresca, pero a diferencia de los clásicos del género, este es un pícaro refinado y encantador que, precisamente por esos rasgos, se las arregla para no solo desplazarse por distintas ciudades y clases sociales, sino para ascender hasta la cúspide.

    Aunque cuenta su infancia y sus primeros merodeos entre las viejas aristócratas santiaguinas, la historia realmente empieza en París, donde se hace llamar George de Cuevas y trabaja en un famoso atelier: “Cómo aprendí de historia, moda y decoración en Maison Irfé. (…) Ni en cuatro generaciones educándome en Chile habría logrado conseguir ni un ápice de esa sabiduría”. Allí se relaciona con los aristócratas de capa caída, pero cultos y elegantes, que huyeron de la Revolución rusa, entre quienes se encuentran sus jefes, la princesa Irina Alexandrovna y su esposo Félix Yusúpov. Cuevas se acerca especialmente a este último, el asesino de Rasputín, un personaje fascinante —y no del todo fiable— que le relata sus ménages à trois con soldados a los 12 años, sus días de vida cortesana en el Palacio de Invierno y sus escapadas nocturnas a la avenida Nevski, travestido como una más de las prostitutas de San Petersburgo.

    El marqués de Cuevas de Marchant Lazcano, como el Mr. Ripley de Patricia Highsmith, es un personaje de sexualidad ambigua, cuya vida cambia por un viaje a Europa y que va alterando su identidad para moverse por los círculos en los que logra colarse pese a su origen, y como el emperador Adriano de Marguerite Yourcenar, relata su improbable ascenso gracias a una mujer para terminar dirigiéndose a su heredero en un mundo decadente en todos los sentidos de la palabra.

    Su obsesión por la nobleza se ve interrumpida con la llegada a la Maison Irfé de Maggie Rockefeller, la heredera del líder de la industria estadounidense. La atención que ella le presta despierta la envidia de Yusúpov, que quiere seducirla por su dinero, al tiempo que Cuevas se da cuenta de que ella es la clave para continuar su trayectoria: “Había que hacer un sacrificio, sin duda. Inmolarse. Ya no se trataba de salir de juerga para que una señora le comprara a uno las fichas del casino o, en el mejor de lo casos, cierta dama se permitiera regalarte unos gemelos de oro con zafiros. Esto era más complejo, más brutal, más aterrorizador”. Entonces deja atrás a sus amos rusos, Maggie le compra a la corona española su título de marqués perdido en alguna rama dudosa de su árbol genealógico, y luego se casan y se mudan a Estados Unidos.

    Pero tras decepcionarse de la aristocracia europea, no tarda en ocurrirle lo mismo con la alta burguesía capitalista norteamericana, cuando conoce al patriarca de los Rockefeller en Nueva York: “En aquella lejana comida de bienvenida, pude observar que estos multimillonarios tenían hábitos de clase media sin sofisticación alguna, o es que nunca se habían distanciado de los pozos de petróleo donde se embarraron las patas desde los inicios de la hazaña. Ahorrativo hasta lo increíble, usaba siempre la misma ropa áspera de las pulperías o como fuera que se llamaran sus tiendas del Lejano Oeste. En Chile habría parecido campesino de fundo o buscador de salitre en el norte”. Y algo similar ocurre en otro momento central de la novela, el regreso del marqués a Santiago años más tarde, ya famoso, millonario y a cargo de su renombrada compañía de danza, una visita que lo pone nervioso, pero en la que pronto desenvaina su lengua filosa para reírse de las pretensiones de la patética clase alta chilena.

    La apariencia, costumbres y amaneramiento general del marqués han hecho que se asuma su sexualidad como algo obvio; en ese sentido, llama la atención el giro que le da Marchant Lazcano, autor que ha dedicado toda una trilogía de novelas a explorar las experiencias de hombres homosexuales chilenos en el extranjero —la emotiva Sangre como la mía (2008), la prometedora pero decepcionante Cuartos oscuros (2015) y la ya mencionada De ahí venía el miedo—, un giro que complejiza la imagen de Cuevas: “Lo cierto es que a estas alturas debo declararlo: me enamoré de ella (…). Aunque muchos no lo crean treinta años después y sigan pensando que me casé por interés (…). Maggie Strong Rockefeller fue la mejor guía femenina del mundo y, de paso, me hizo sentir que sí me gustaban las mujeres”. Como en el caso de Yusúpov, lo que importa no es tanto la veracidad de sus dichos, sino el relato que el marqués construye de sí.

    Esta “novelita”, como la describe el subtítulo, parece tomar aquella clasificación diminutiva de las Tres novelitas burguesas que José Donoso publicó tras salir del abismo de El obsceno pájaro de la noche. El marqués de Cuevas de Marchant Lazcano, como el Mr. Ripley de Patricia Highsmith, es un personaje de sexualidad ambigua, cuya vida cambia por un viaje a Europa y que va alterando su identidad para moverse por los círculos en los que logra colarse pese a su origen, y como el emperador Adriano de Marguerite Yourcenar, relata su improbable ascenso gracias a una mujer para terminar dirigiéndose a su heredero en un mundo decadente en todos los sentidos de la palabra. La diferencia más notoria es, por supuesto, su tono, la comicidad y liviandad gracias a las que El favorito de las viejas logra ser exactamente lo que promete: un divertimento encantador.

     


    El favorito de las viejas. Una novelita sobre el Marqués de Cuevas, Jorge Marchant Lazcano, Cuarto Propio, 2022, 108 páginas, $14.500.

  324. Deja que los muertos entierren a sus muertos

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    Hubo una vez un hombre que perdió a su padre, este hombre debía emprender un viaje por el mar de Galilea o el mar Muerto, era uno de esos mares, estoy casi segura. Con el duelo pesándole en los tobillos se acercó al hombre que lideraba la embarcación y le dijo: temo que no puedo emprender este viaje contigo, mi padre acaba de morir, debo quedarme.

    El hombre lo miró, no a la cara —este hombre sabía—, lo miró a los tobillos, entendió el peso, la dimensión de su duelo y supo qué decir.

    Deja que los muertos entierren a sus muertos.

    ***

    Deja que los muertos entierren a sus muertos, fueron sus palabras. El hombre que las pronunció —cuentan otras historias— multiplicó el vino, el pan y cómo no, sus propias palabras. Primero fueron San Mateo y San Lucas, luego cientos de miles de fieles, o mejor: lectores —llamémoslos así.

    La lectura es el arte de la réplica”, decía Ezra Pound. Dos mil años después, este relato que acabo de reescribir o replicar, me encontró cuando trabajaba en las primeras páginas de Mientras dormías, cantabas (2021), una novela que, sabía entonces, se trataba de la pérdida. Yo sin otra religión que la lengua, caí rendida. Sentencia tan radical, sugerente y finita, no he escuchado o esa es mi apuesta.

    Me cuesta creer en la magia de los versos”, escribió Jorge Teillier. Y claro, en ese universo pronunciado por el poeta condenado a la cruz, no hay magia. La cruz es madera y esa frase: pan y barro.

    Caprichosamente, intenté sopesar la materialidad de ese enunciado. Encontré luego esa frase en Borges, en Tolstói, en Enrique Lihn, dónde más, ayúdenme, ustedes. Ricardo Piglia, en El último lector, señalaba: “Para entender hay que narrar otra historia. O narrar de nuevo una historia, pero desde otro lugar. Y en otro tiempo. Ese es el secreto”.

    Leonor, la protagonista de Mientras dormías, cantabas, muere al inicio y al final de la novela. No son sus alas las que arden, como en el final de Prado, sino su aliento consumido por un corazón maltrecho. Leonor se pregunta, también, durante todo el libro y en su muerte: ¿qué hay antes? Antes de todo esto. De esa vida cruzada por la enfermedad, de esa vida miserable que le tocó vivir. Y escribiendo esta historia comprendí: antes de la vida solo hay muerte y esta no es una sentencia de la que tengamos que huir.

    Y ahí estaba. Mientras dormías, cantabas quería comprender la muerte de una mujer enferma, curcuncha, blanca y azul. Una mujer como lo fue Alsino, el niño alado de la novela de Pedro Prado, o como me gusta llamarlo a mí: Pedrito Prado.

    Mi novela sería un homenaje, un espejo a Alsino (1920) y a su niño jorobado, linchado, enfermo, en el pináculo del delirio, Jesucristo: la muerte que cargo por arte de ficción. La primera vez que lloré leyendo fue con La granja de los animales, no me pregunten por qué. La segunda, fue mientras veía a Alsino caer, un mes de mayo, contó Prado, hecho cenizas: “Deshechas hasta lo insoportable… fundidas en el aire invisible y vagabundo”.

    Leonor, la protagonista de Mientras dormías, cantabas, muere al inicio y al final de la novela. No son sus alas las que arden, como en el final de Prado, sino su aliento consumido por un corazón maltrecho. Leonor se pregunta, también, durante todo el libro y en su muerte: ¿qué hay antes? Antes de todo esto. De esa vida cruzada por la enfermedad, de esa vida miserable que le tocó vivir. Y escribiendo esta historia comprendí: antes de la vida solo hay muerte y esta no es una sentencia de la que tengamos que huir.

    Hace unos días, mientras viajaba por Magallanes, vino a mí una verdad tan radical, sugerente y finita como el verso del poeta multiplicador. Los árboles que vemos conviven día a día con la muerte. Solo la fina corteza que los recubre está viva. Dentro de ellos, dentro de sus troncos, albergan la muerte.

    Qué son las palabras, me pregunto, entonces.

    Muertes entredichas.

    Fórmulas para enterrar a nuestros muertos. Para mantener viva la corteza que esconde la muerte.

    Teillier lo dijo mejor: “Palabras, palabras —un poco de aire / movido por los labios— palabras / para ocultar, quizá lo único verdadero: / que respiramos y dejamos de respirar”.

     


    Mientras dormías, cantabas, Nayareth Pino Luna, Los Libros de la Mujer Rota, 2021, 204 páginas, $13.000.

  325. Todo lo sólido se desvanece en el aire: narrativas del desastre medioambiental

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    En su notable ensayo The Great Derangement: Climate Change and the Unthinkable (2016), el novelista indio Amitav Ghosh llamó la atención sobre la escasa relevancia que la crisis climática —el gran riesgo existencial de nuestro tiempo— ha tenido en la narrativa “literaria” más prestigiosa, siendo relegada a obras de género, en particular a la ciencia ficción. Esa tendencia, más marcada en el contexto anglosajón que en el latinoamericano, se ha visto revertida en parte en los últimos años. La novela El emisario, de Yoko Tawada, publicada en japonés en 2014 y recientemente traducida al castellano, es un ejemplo de ello.

    Tras una catástrofe ecológica no especificada, Japón ha decidido aislarse del resto del mundo. Está prohibido viajar al extranjero e incluso emplear palabras de origen foráneo. La agricultura ha colapsado, excepto en la sureña y lejana isla de Okinawa, y la comida es escasa. Algunos productos, como la fruta, se han transformado en bienes suntuarios. La mayoría de los animales ya se extinguieron. Las ciudades están casi completamente deshabitadas debido a la contaminación. Los niños y niñas nacen débiles, enfermizos, muchos fallecen a una edad temprana, mientras que las ancianas y los ancianos son robustos, están llenos de energía y superan ampliamente los 100 años de vida. Las personas cambian de sexo de manera espontánea. Los hombres experimentan la menopausia. Las relaciones sexuales son casi inexistentes. El lenguaje se ha llenado de eufemismos oficiales. El Gobierno fue privatizado.

    Tawada imagina este mundo posible con prolijidad de detalles y lo hace a partir de un espacio ínfimo, centrándose en la relación entre un anciano, Yoshiro, y su bisnieto Mumei. Yoshiro tiene más de 100 años y está pletórico de fuerzas. Vive obsesionado por el bienestar de su bisnieto, a quien adora. La salud del niño es precaria, lo aqueja una fiebre constante, apenas puede caminar, casi toda la comida le cae mal, pero se resigna a ello con una alegría y optimismo que conmueven a su abnegado bisabuelo. Tawada se enfoca en esta relación para ir construyendo una cotidianidad cercada por el derrumbe exterior. Quizás el gran mérito de esta novela —considerada una obra menor dentro de la producción de su autora, que también incluye El novio fue un perro (1993) y Memorias de una osa polar (2011)— es su tono satírico.

    La autora se burla con agudeza de rasgos y tendencias de la sociedad japonesa actual, comenzando por la inacción ante la crisis climática y la devastación medioambiental, sin duda inspirada por el desastre nuclear de Fukushima, ocurrido en 2011. La novela alude también al envejecimiento de la población. Es particularmente aguda su mirada sobre la evolución reciente del lenguaje, cada vez más cauteloso y políticamente correcto, parte de la cual sin duda se pierde en la traducción. El empleo de eufemismos oficiales remite al doublespeak orwelliano: “Los nombres del Día del Respeto a los Ancianos y del Día de los Niños se modificaron por el Día del Ánimo a los Ancianos y el Día de Disculpa a los Niños; el Día de la Educación Física pasó a llamarse el Día del Cuerpo para que los niños que no crecían físicamente no se pusieran tristes, y el Día del Agradecimiento del Trabajo se convirtió en el Día de Basta con Vivir para no herir a los jóvenes que no podían trabajar”.

    Además de Orwell, El emisario contiene elementos de Kafka —la principal influencia declarada de su autora, quien reside en Alemania desde 1982, y escribe en japonés y alemán—, sobre todo en el tono apacible con que se relatan situaciones levemente absurdas, y se emparenta con el surrealismo light de Murakami. También pueden trazarse líneas de conexión con dos obras clave de la literatura japonesa del siglo XX, ambas publicadas en la década de 1960. El emisario puede leerse como una vuelta de tuerca a la novela Una cuestión personal (1964), de Kenzaburo Oé. En ese relato semiautobiográfico, el narrador se veía confrontado al dilema del nacimiento de un hijo con severa discapacidad intelectual, torturado por la repulsión y la culpa, entregándose al escapismo a través del alcohol y el sexo, llegando a planear el asesinato de la criatura. En la novela de Tawada, un hombre anciano queda a cargo de un niño aquejado por severos trastornos físicos, al que ama casi con desesperación, esmerándose en su crianza, preocupándose de mimarlo y atenderlo en los más mínimos detalles.

    Asimismo, el libro de Tawada puede situarse en la cuerda de Lluvia negra (1965), la novela de Masuji Ibuse sobre la devastación causada por la bomba de Hiroshima (Ibuse publicó “Carpa” en 1926, uno de los grandes cuentos de la literatura japonesa, cuando no de la literatura a secas). Asimismo, el tema de la contaminación radiactiva iba a permear la cultura popular japonesa, desde películas como Godzilla (1954) y la serie Ultraman (1966) y sus secuelas, hasta los mangas y animés que irrumpieron en Occidente a partir de la década de 1980.

    El arte del siglo XX, sostiene Ghosh, supuso un giro de la naturaleza a lo humano, situando la conciencia, agencia e identidad humanas en el centro de la experiencia estética. Pero resulta imposible confrontar la crisis climática de manera individual: esta plantea un desafío colectivo a una cultura que ha eliminado lo colectivo de la economía, la política y la literatura.

    El gran delirio

    El emisario es una novela literaria que se hace cargo de la devastación medioambiental. Su tono satírico parece hacer referencia a la causa de fondo de la crisis climática: la ineficacia de nuestras instituciones, la ineptitud de las élites y los intereses económicos que controlan la política. Aunque las soluciones técnicas están a la mano, nos dirigimos como lemmings al abismo. El humor sirve para marcar contrastes y remarcar lo que Bruno Latour apuntó en su ensayo “Esperando a Gaia”: existe una radical “desconexión entre la magnitud de los problemas que enfrentamos y lo limitado de nuestra comprensión y rango de atención”.

    The Overstory (2018), de Richard Powers, es otro ejemplo de obra literaria prestigiosa centrada en el medio ambiente. Pero Amitav Ghosh tiene razón: el tema climático se concentra particularmente en la ficción especulativa, la ciencia ficción y en el subgénero de la ficción climática, que tiene ilustres antecedentes en El mundo sumergido (1962), de J. G. Ballard, y La nueva Atlántida (1975), de Ursula K. Le Guin, y que hoy prolifera a manos de autoras y autores como Paolo Bacigalupi, Tobias Buckwell, Octavia E. Butler, Omar El Akkad, N. K. Jemisin, Sam J. Miller, Nnedi Okorafor, Rebecca Roanhorse, Kim Stanley Robinson, Lauren Teffeau y Alexis Wright. Aunque la distinción trazada por Ghosh es más relevante en el ámbito anglosajón, donde el mercado busca segmentar los libros en una multiplicidad de géneros y subgéneros, no deja de ser sintomática de un problema mayor: lo que llama “el gran delirio”, nuestra incapacidad colectiva de asumir la crisis como una crisis y no un problema más entre muchos.

    Ghosh asimila a la narrativa el debate clásico que contrapuso a dos teorías geológicas antagónicas: el catastrofismo, surgido en el siglo XVII, que postulaba que la Tierra había sido moldeada por eventos violentos y discontinuos, y el gradualismo, la visión de una naturaleza moderada y ordenada, formada por procesos lentos y predecibles, como la erosión, que emergió en el siglo XVIII y terminó por ganar la partida en el XIX. No es casualidad, sugiere Ghosh, que el gradualismo se impusiera al mismo tiempo que lo hacía la novela realista, que desplegaba la regularidad como rasgo crucial de la vida burguesa: ambas reflejaban un grado de complacencia y confianza en la estabilidad del emergente orden burgués. La novela realista muchas veces describía conflictos transcurridos en espacios cerrados, mientras que la realidad exterior se daba por sentada. La arrogancia depredatoria de la Ilustración europea hacia la naturaleza, sostiene Ghosh, se basa en el hábito de crear discontinuidades, desglosar cada problema y fenómeno en componentes pequeños, un modo de pensar que hace inconcebible la “interconectividad de Gaia”. También la literatura ha sido construida sobre la base de discontinuidades, mundos acotados.

    La canonización de la novela realista conllevó el exilio de la ciencia ficción del mainstream literario. Ghosh ejemplifica esa transición mediante una novela emblemática, Frankenstein o el moderno Prometeo, de Mary Shelley, que al momento de su publicación fue acogida como una obra de valor literario y con el paso de las décadas sería desplazada a un estatus inferior, reservado a la literatura de género. La relegación de género ocurrió en un doble sentido, al tratarse de una escritora, quien además era la hija de una de las pioneras del feminismo, Mary Wollstonecraft.

    Ghosh teje una sutil conexión entre Frankenstein y el proceso de ocultamiento que hoy se tiende sobre la crisis climática. Es célebre la historia de la concepción de la novela a orillas del lago Ginebra durante el verano de 1816. Debido al sorprendente mal tiempo —frío y lluvia incesante—, Lord Byron, John Polidori, Mary Godwin y su futuro esposo, Percy B. Shelley, pasaron tres días encerrados en una villa creando historias de terror, las que darían origen a dos clásicos de la literatura gótica: El vampiro, de Polidori, y Frankenstein. Ghosh destaca que el mal tiempo que asoló a Suiza durante el verano de 1816 no fue un hecho aislado. En abril de 1815, el Monte Tambora en Indonesia había hecho erupción. Durante los meses siguientes, el volcán arrojó a la atmósfera millones de toneladas de material particulado, oscureciendo el sol y causando un descenso global de la temperatura; 1816 fue llamado “el año sin verano”.

    El arte del siglo XX, sostiene Ghosh, supuso un giro de la naturaleza a lo humano, situando la conciencia, agencia e identidad humanas en el centro de la experiencia estética. Pero resulta imposible confrontar la crisis climática de manera individual: esta plantea un desafío colectivo a una cultura que ha eliminado lo colectivo de la economía, la política y la literatura (John Updike, por ejemplo, definió la novela como una “aventura moral individual”). Ghosh reconoce, eso sí, que algunos autores y autoras contemporáneos han ido a contracorriente de esa tendencia, tales como Margaret Atwood, Doris Lessing, Cormac McCarthy y Kurt Vonnegut.

    La opción de Yoko Tawada por elaborar un microrrelato casi claustrofóbico, una obra de cámara, centrada en la relación entre un niño y su bisabuelo, se queda en el tono menor, no alcanza a tomar vuelo, pero constituye un esfuerzo original y contraintuitivo por hacerse cargo de la vastedad de la crisis climática, que equivale a lo que el filósofo Timothy Morton ha llamado ‘hiperobjetos’, entidades de dimensiones temporales y espaciales tan vastas que desbordan nuestra capacidad de concebirlas y pensarlas.

    Giro hacia el futuro

    En América Latina no es posible trazar fronteras tan tajantes, la producción cultural está menos segmentada por los mercados y predomina la hibridación entre géneros literarios. El tránsito desde las llamadas “novelas de la Tierra”, obras realistas instaladas en el paisaje latinoamericano que predominaron hasta las primeras décadas del siglo XX, hacia contextos urbanos fue de ida y vuelta. La ciudad fue ocupada literariamente a partir de las vanguardias de los años 20, pero el entorno natural persistió en autores y autoras como Borges, Carpentier, Asturias, Rulfo o Castellanos, hasta los “macrorrelatos” del boom.

    En un ensayo publicado en el New York Times en 2021, “La literatura latinoamericana da un giro hacia el futuro”, Jorge Carrión destacó la proliferación de la ficción especulativa en la región, una mezcolanza heterodoxa que combina narrativa y ensayo, cosmovisiones indígenas y feminismo, tecnología y humor. Menciona a Gabriela Alemán (Ecuador), Verónica Gerber Bicecci (México), Juan Cárdenas (Colombia), Martín Felipe Castagnet (Argentina), Alberto Chimal (México), Marcelo Cohen (Argentina), Liliana Colanzi (Bolivia), Rita Indiana (República Dominicana), Giovanna Rivero (Bolivia), Edmundo Paz Soldán (Bolivia), Samanta Schweblin (Argentina), Fernanda Trías (Uruguay) y J. P. Zooey (Argentina). El canon latinoamericano siempre se ha preocupado del presente y el pasado, sostiene Carrión. Ahora estamos viendo un desplazamiento de la mirada hacia el porvenir. De momento, predomina la distopía, pero no es inconcebible que también encuentre un lugar la utopía: “La región está encontrando en su literatura los futuros que sus políticos son incapaces de imaginar… La literatura ocupa ese lugar vacío —el de los proyectos colectivos del mañana— y lo convierte en un poderoso generador estético y filosófico”.

    Micro y macro

    La opción de Yoko Tawada por elaborar un microrrelato casi claustrofóbico, una obra de cámara, centrada en la relación entre un niño y su bisabuelo, se queda en el tono menor, no alcanza a tomar vuelo, pero constituye un esfuerzo original y contraintuitivo por hacerse cargo de la vastedad de la crisis climática, que equivale a lo que el filósofo Timothy Morton ha llamado “hiperobjetos”, entidades de dimensiones temporales y espaciales tan vastas que desbordan nuestra capacidad de concebirlas y pensarlas.

    Es posible que el macrorrelato esté más allá de nuestro alcance, que no sea posible en parte por lo que Bruno Latour describe como una radical “indiferencia de Gaia”. La hipótesis científica de Gaia, formulada en la década de 1970 por James Lovelock y Lynn Margulis, postulaba que el planeta y los seres vivos que lo habitan formarían un solo sistema complejo, un entramado de sinergias que ayuda a mantener las condiciones para la vida. Ello ha dado pie al empleo del término en un sentido New Age, a considerar el planeta como un solo ser vivo, análogo a la Pachamama o a la Pandora de James Cameron.

    Latour enfatiza que el planeta es extremadamente sensible a la acción humana, hasta tal punto que hemos entrado en una nueva era geológica, el Antropoceno, marcada por los efectos de nuestra presencia en la Tierra. Afirma Latour que Gaia “es extraordinariamente sensible a nuestra acción, pero al mismo tiempo, persigue objetivos que no apuntan en absoluto a nuestro bienestar”, al contrario de lo que dicta nuestro antropocentrismo. Ficciones como la de Tawada parecen apuntar en esa dirección: imaginar un planeta en el que los seres humanos van rumbo a la puerta de salida, es decir, que se atisba su salida de escena. En un sentido cabalístico, podemos concebir el mundo —o el universo— como un texto que los seres humanos nos empeñamos en descifrar, pero que no requiere de ojos humanos. Una narrativa que seguirá su curso cuando ya no estemos.

     


    El emisario, Yoko Tawada, traducción de Marta Morros Serret, Anagrama, 2023, 176 páginas, $20.000.

  326. Voces vacías

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    Anunciada por Anagrama como “lanzamiento mundial”, escrita originalmente en inglés y traducida a más de 30 idiomas, la novela Maniac aspira a consolidar el éxito de Benjamín Labatut en el campo literario contemporáneo después del aclamado Un verdor terrible, libro que abordaba un aspecto desconocido, aparentemente tangencial y, finalmente, central en el genocidio judío en manos de los nazis: la invención del gas venenoso usado en las cámaras de exterminio masivo. Ya el título conjugaba las ideas de belleza y horror, de creación y monstruosidad que Labatut planteaba como una paradoja del avance científico y del funcionamiento de la mente humana.

    En Maniac, en cambio, no hay espacio para la metáfora: todo es legible y claro, como definió Bolaño la condición sine qua non de una obra que aspira al aplauso de la crítica y del público, hecha a la medida de los tiempos, en ese ensayo donde la ironía es una forma de lucha: “Los mitos de Cthulhu”.

    El libro se estructura en tres partes. La primera se llama “Paul o el descubrimiento de lo irracional” y aborda el caso de Paul Ehrenfest, un físico matemático judío alemán que mata a su hijo Down y se suicida en medio del avance incontenible del nazismo y de la mecánica cuántica. Poco importa que el científico sufriera de una depresión no tratada; no vale tanto Ehrenfest como personaje sino como ilustración de una idea: la riesgosa dirección que han tomado la ciencia y la sociedad a comienzos del siglo 20. “Su desorden interno —dice el narrador— reflejaba la turbulencia política y económica que estaba empezando a desgarrar Europa”.

    Este afán de hacer calzar la figura con la horma lleva al narrador a proponer que Ehrenfest mató a su hijo porque no podía protegerlo “de una nueva y perversa racionalidad que estaba empezando a echar raíces a su alrededor, una forma de inteligencia profundamente inhumana y totalmente indiferente a las necesidades y los deseos más fundamentales de la sociedad”. Y es así como la primera parte del libro ajusta una tragedia particular al plan general de la obra, que es demostrar que la mente humana se ha empeñado en crear la inteligencia que la destruirá.

    Lo de Ehrenfest es solo la introducción a la historia central del libro: una semblanza de John von Neumann que se despliega a lo largo de 253 páginas, titulada “John o los delirios de la razón”. Dividida en tres partes, cada una con un título (“Los límites de la lógica”, “El delicado equilibrio del terror”, “Fantasmas en la máquina”), se trata de un relato construido a partir de 15 voces. Es evidente el esfuerzo del autor por complejizar la estructura de este libro, tal vez para distanciarlo del narrador omnisciente que dominaba en Un verdor terrible y para desplegar una habilidad narrativa que pudiera ser considerada más “literaria”.

    Es en esta ambición donde Maniac flaquea. Las voces que cuentan la historia no son tales, no se escuchan como individualidades, sino que son más bien bosquejos, maquetas, estereotipos. No parece haber detrás de ellas personajes completos, no suenan a personas reales. No son verosímiles. Las estrategias para diferenciarlas son más bien técnicas, no de tono: algunas voces hablan con muchos puntos aparte y otras, solo con puntos seguidos, por ejemplo. También hay énfasis en diversas dimensiones del personaje, como las descripciones íntimas de Klára Dan, la segunda mujer de Von Neumann. Pero el lenguaje, la forma de hablar, es una sola, y se parece a las traducciones al español que aparecen en los documentales televisivos y que suelen ser parodiadas en redes sociales como TikTok:

    “Uno podía oír perfectamente cuando estaban… haciendo fiestita…, así que nadie se sorprendió cuando nacieron ocho bebés después del primer año” (p. 133).

    “Pero ¿qué más iba a hacer? ¡Estaba aburrido! ¡Cansado! Mi mujer estaba enferma y muriendo de tuberculosis en un sanatorio de Albuquerque, mientras yo ayudaba a construir una bomba atómica en el desierto. Estaba podrido, ¿entiendes? Frustrado, furioso y reventado de cansancio” (p. 136).

    “Yo la vi, ¿sabías? En Trinity. La primera explosión” (p. 142).

    Estos ejemplos son de un mismo testimonio, el de Richard Feynman, que lleva el epígrafe “No podía ver nada más que luz” (todos los testimonios tienen esa especie de títulos, que finalmente son intercambiables con los títulos de las secciones y con los de las partes de la novela).

    Ya al tercer testimonio está claro que Von Neumann era extremadamente inteligente y amoral, por lo que todo el resto de las afirmaciones sobre esos dos aspectos de su personalidad se vuelven reiterativas e innecesarias. (…) En Maniac todos los narradores se extienden en sus opiniones, como si no hubiese un interlocutor con suficiente visión de conjunto para conservar lo que aporta y descartar lo demás. Esto, que es un pecado de edición en obras testimoniales, resulta inexplicable en un libro donde los testimonios son ficticios y, por tanto, la libertad para ajustarlos es total.

    Como se observa, se trata de una voz que le habla a un tú, como si hubiese alguien de este lado recibiendo el testimonio (un investigador o un periodista). El texto pretende ser un relato oral, pero —al menos en la versión en español— no logra la naturalidad en el lenguaje que se requiere para hacer verosímil ese esfuerzo.

    No se trata solo de la forma, sino también del contenido: lo que dicen esas voces sobre Von Neumann también es intercambiable. Reiteran, por ejemplo, la idea del “genio único en su especie” (p.148), el semidios. Al mismo tiempo, lo describen como una mente siniestra:

    “América gatilló un cambio en su interior, una reorganización química o eléctrica en su cerebro, y como yo me había casado con él principalmente debido a la cualidad excepcional de ese órgano —incluso podría decir «exclusivamente», si casi no tenía otros encantos— fue una verdadera tragedia” (p. 147).

    “La frialdad de su razonamiento me parecía salida de una pesadilla” (p. 164).

    Ya al tercer testimonio está claro que Von Neumann era extremadamente inteligente y amoral, por lo que todo el resto de las afirmaciones sobre esos dos aspectos de su personalidad se vuelven reiterativas e innecesarias. Es justo lo contrario a lo que han logrado narradores como Virginia Woolf o José Donoso, quienes usan la diversidad de voces y de puntos de vista para complejizar la realidad o la versión oficial de un acontecimiento, de una vida. En Maniac todos los narradores se extienden en sus opiniones, como si no hubiese un interlocutor con suficiente visión de conjunto para conservar lo que aporta y descartar lo demás. Esto, que es un pecado de edición en obras testimoniales, resulta inexplicable en un libro donde los testimonios son ficticios y, por tanto, la libertad para ajustarlos es total.

    Otra debilidad es el manejo de información de los personajes: resulta poco creíble que la mujer de Von Neumann, después de haberse referido a la primera esposa del científico como “esa flaca histérica”, afirme en tono de analista político que Einstein “era una paloma, la cabeza no oficial del movimiento de desarme, mientras que Johnny era un halcón”. Hay también voces que citan párrafos completos de publicaciones o de discursos, como si un testigo común y corriente pudiese, en un relato oral, referir esas otras voces con exactitud, como ocurre en los textos periodísticos.

    Y están, además, las reiteraciones de referencias a Dios, los dioses y los demonios, en boca de narradores de orígenes y creencias, supuestamente, muy disímiles:

    “El mundo real —cuyas verdaderas reglas y propósitos solo Dios conoce” (p. 157).

    “¿Cómo pudimos traer esos demonios al mundo? ¿Cómo nos atrevimos a jugar con fuerzas tan terribles que podían borrarnos de la faz de la Tierra, o enviarnos de vuelta a un tiempo previo a la razón, cuando el único fuego que conocíamos brotaba de los rayos que dioses iracundos nos lanzaban desde el cielo mientras nosotros temblábamos en las cavernas?” (p. 168).

    “Aquel Dios de la Muerte Destructor de Mundos, la bomba de hidrógeno” (p. 170).

    Transitar por el segmento central de Maniac exige paciencia y buena voluntad. Finalmente se llega a la tercera parte, afortunadamente narrada por una sola voz que simula no ser un personaje histórico. Esa tercera parte, sobre el torneo de Go entre el campeón mundial y un software, recupera la tensión de Un verdor terrible, que radicaba en gran medida en la manera delicada en que engarzaba acontecimientos en apariencia distantes y establecía relaciones insospechadas.

    A la hora de construir Maniac, Labatut ha tenido la inteligencia de escoger tópicos actuales, presentes en seminarios académicos y gerenciales: la neurodivergencia, las oportunidades y amenazas de la inteligencia artificial y de la energía atómica. Abordarlos a partir de personajes vinculados a estos temas es una estrategia clásica de la divulgación científica, utilizada exitosamente en biografías y ensayos. Labatut toma esos recursos nacidos en la época en que se creía en la objetividad de los datos y los envuelve en una reflexión pesimista muy contemporánea. Sin embargo, se extraña en Maniac una mayor comprensión de esos personajes secundarios que podrían dar una mayor porosidad al carácter del protagonista. Tal vez por ser ellos comunes y corrientes no lograron suficiente atención de su creador, pero son esas voces, su autenticidad y profundidad, lo que puede hacer la diferencia entre una obra que aspira a ser grande y la verdadera grandeza.

     


    Maniac, Benjamín Labatut, Anagrama, 2023, 400 páginas, $25.000.

  327. Variaciones sobre la violencia

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    El Festival Internacional Teatro a Mil, cuya trigésima primera edición empezó el pasado 3 de enero, trae más de 100 espectáculos: teatro, danza y música, nacionales e internacionales, en salas, en la calle y de manera digital, gratuitos y pagados. Entre los montajes nacionales que regresan a las tablas se encuentran Girls and Boys y Encuentros breves con hombres repulsivos, dos obras que tienen muchos puntos de contacto, que dialogan entre sí.

    Girls and Boys, un monólogo estrenado originalmente en Londres a principios del 2018, fue escrito por Dennis Kelly, autor británico de una veintena de obras de teatro, series, películas y la adaptación musical de Matilda. El montaje chileno es una versión que trae la historia a nuestro contexto local, lo que no solo es obra de los traductores Andrés Kalawski y Milena Grass, sino también de la dirección de Alfredo Castro, que añadió un elemento que determina esta puesta en escena protagonizada por Antonia Zegers: el stand up comedy.

    Debido a eso, la actriz se deja ver en el escenario, preparándose para el show, y empieza a hablar incluso antes de que se oigan los anuncios para apagar los celulares y que la sala se oscurezca. Luego empieza la obra propiamente tal, en que se alternan dos planos. En uno de ellos, la protagonista sin nombre nos narra momentos como cuando conoció a su esposo, cuando quedó embarazada, cuando empezó a hacer carrera desde abajo hasta llegar a ser productora de documentales o cuando su relación amorosa empezó a colapsar; todo esto en el formato stand up: histriónica, garabatera, tomándose una piscola y siempre lista para responder a las reacciones del público. En el otro plano, la mujer habla con su hija y su hijo, la oímos dirigirse a ellos pero no sus respuestas: solo su parte del diálogo nos da a entender lo que ocurre.

    La transición entre el primero y el segundo plano es acompañada por el ascenso del telón, la aparición de la música y otros efectos, pero en la medida en que la obra avanza las transiciones van cambiando, se vuelven más lentas o dolorosamente abruptas, hasta que finalmente la frontera se borra y la máscara de la comedia se deja caer junto al telón que colapsa, dejándonos frente a la tragedia que atraviesa la obra. En ese sentido, la opción de reforzar lo cómico en el inicio solo hace más brutal la llegada del desenlace, en que todo lo que vimos anteriormente adquiere un nuevo sentido.

    En cuanto al título, que en este caso se optó por mantener en inglés (en otros países de habla hispana se ha traducido), anuncia que un tema central de Girls and Boys tiene que ver con el género. Sobre todo, en relación con la violencia, un aspecto que para la protagonista define la condición humana. El montaje explora el hecho de que aunque tratemos de contar las excepciones, por lejos la violencia suele estar en manos de los hombres, desde sus formas sutiles hasta las más devastadoras, como la que marca la historia de esta mujer. Lo vemos en la crianza de sus hijos ―las ligeras diferencias que hace entre ambos, los juegos que prefiere cada uno―, pero también en el relato sobre su esposo, una historia que evita en cada giro caer en lo estereotípico. Lo vemos, en definitiva, desde su punto de vista, porque como ella misma comenta en un momento, solo está contando su lado de la historia, porque eso pasa cuando hay una sola persona hablando.

    Montaje de Encuentros breves con hombres repulsivos en 2021. Crédito: FITAM.

    A partir del libro de cuentos Entrevistas breves con hombres repulsivos (1999), de David Foster Wallace, en que hay una serie de transcripciones de diálogos que solo incluyen las respuestas de los hombres, pero no las preguntas de las mujeres, el director argentino Daniel Veronese dio forma a la obra Encuentros breves con hombres repulsivos, que es la segunda parte de su trilogía Experiencia. Otra obra de ese conjunto, La persona deprimida, que se basa en un relato del mismo libro, también está en cartelera en FITAM.

    De las transcripciones del libro, el director seleccionó solo ocho y optó por incluir a algunos de los personajes más provocadores: el hombre que tiene un brazo con una malformación (él lo llama su aleta) y lo utiliza para seducir mujeres fingiendo que es muy sensible al respecto, pero que confía tanto en ellas que les va a mostrar eso que nunca le ha mostrado a otra; el que parte hablando de la determinación intuitiva del sexo de los pollos en Australia para describir de manera similar su elección de mujeres, para encontrar a aquellas que aceptarían que él las amarre; o el que intenta que su interlocutora acepte que una agresión sexual puede tener consecuencias positivas, lo que compara con la necesidad de un holocausto para que exista El hombre en busca de sentido.

    Veronese montó esta obra en paralelo en Argentina y Chile, con un elenco local en cada caso, y trajo los relatos a un contexto más cercano. A nivel dramatúrgico, un cambio respecto al libro de Foster Wallace es que aquí las escenas suelen tener remates más intensos. Estos remates son cruciales porque al final de cada escena ocurre un cambio de papeles y el actor que interpreta a uno de los “hombres repulsivos” en una escena, toma el papel femenino en la siguiente.

    Poner ambas voces en escena fue claramente una decisión, ya que montar los diálogos desde un solo lado, tal como en el libro, hubiera sido una opción perfectamente plausible en el teatro, como ocurre en las escenas de Girls and Boys de la madre con sus dos hijos. La inclusión de ambas partes en Encuentros breves no solo le da voz al lado femenino de las historias, sino que además (y sobre todo) recalca el hecho de que estos hombres suelen interrumpir a las mujeres, lo que en el libro se subentiende, pero aquí se hace explícito. Estas historias exploran varias caras del machismo: son escenas de hombres que les dicen a las mujeres qué pensar y siempre dominan la conversación.

    Si bien ver a ambos papeles representados por actores masculinos, dada la particular suspensión de la incredulidad que se da en el teatro, no es algo extraño, aquí tiene un cierto efecto alienante, el que se vuelve notorio en la medida en que los personajes hombres dejan salir sus costados más perversos, como el que le dice “Te amo” a su pareja a cada rato, pero con esa misma intensidad huye siempre del compromiso, y aunque afirma que ella es la excepción, también le dice: “Me sentí culpable. A pesar de lo increíblemente mágico y bien que estuvo, que estuviste tú, sobre todo cuando pudiste relajarte un poco. Porque al principio estabas un poco incómoda, ¿no? Pero yo me sentía tan increíblemente atraído por ti. Por eso te presioné. Te forcé un poquito”.

    Encuentros breves escenifica los diálogos para resaltar el ensimismamiento y falta de empatía —o un cierto narcisismo— de estos hombres, que solo se oyen a sí mismos. Quizá por eso es que siempre hablan desde la distancia y/o con un mueble de por medio, excepto hacia el final. Por el contrario, Girls and Boys no solo es un monólogo, sino que además refuerza ese aspecto por medio de la puesta en escena que adopta la forma del stand up comedy, pero esto mismo también lleva a la protagonista a interactuar directamente con el público desde antes de que la obra empiece, lo que nos convierte a nosotros en el otro personaje con el que ella dialoga. Aquí no hay distanciamiento, sino todo lo contrario: la protagonista rompe la cuarta pared para llevarnos hasta su espacio más íntimo, y como en una reunión de amigos, nos hace conocerla entre risas para solo luego, al final de la noche, ser capaz de confesarnos su dolor más profundo.

     

    Imagen de portada: Antonia Zegers en Girls and Boys. Crédito: Pablo Larraín.

     


    Girls and Boys, de Dennis Kelly, dirección de Alfredo Castro, traducción de Andrés Kalawski y Milena Grass, 95 minutos.


    Encuentros breves con hombres repulsivos, basada en el libro de David Foster Wallace, adaptación y dirección de Daniel Veronese, 60 minutos.

    Esta edición del Festival Internacional Teatro a Mil continúa hasta el 28 de enero. Revisa la cartelera en https://teatroamil.cl/

  328. Mirar con ojos de búha

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    La nueva novela de Diamela Eltit tiene la fuerza y poder de su escritura hipnótica, de la palabra que dice desde esa “mirada búha” o “pájara” a que alude ya en el primer capítulo. Es sabido que la escritora ha venido entregando textos de ficción, desde Lumpérica (1983), en los que el lenguaje y el decir desafían al lector común, obligando a repasar las frases, identificar los símbolos, masticar las metáforas. Y es que Eltit escribe para decir y denunciar, para revelar, lo que no cabe en el formato propio de los relatos de ficción cuya intención principal es entretener, informar, evadir. Su escritura entonces —que ha ido evolucionando y descubriendo formas más flexibles y cercanas— es de aquellas que usan el lenguaje, la frase, la imagen, como herramientas de construcción de significados que salen a la superficie para hacernos pensar y revisar si nuestra comprensión de la realidad soporta los desafíos interpretativos que propone la autora.

    De alguna manera, todos los textos de Eltit recurren a técnicas narrativas que vienen de la literatura oral griega, relatos primero contados y luego escritos y traducidos, en una suerte de reconstrucción arqueológica. A partir del modo de decir de la tragedia griega clásica, de la forma en que personajes, el coro colectivo y los arquetipos operan, Eltit renueva y moderniza esa escritura con la finalidad de recuperar su función educativa, esa paideia que investiga de manera acuciosa Werner Jaeger en su libro homónimo, y que hizo de la literatura griega clásica un poderoso instrumento en la creación de una narración civilizatoria.

    Así, en Falla humana, con los recursos de la literatura de ficción, Eltit articula un relato que desnuda las estructuras del poder económico y del poder a secas, en su enfrentamiento con las necesidades y fragilidades de individuos y colectividades. Todo ello girando en una suerte espiral viciosa, en la que, desde la parte al todo, los engranajes van construyendo siempre, inevitablemente, alguna manera de abuso de poder de unos sobre otros, como consecuencia de un hacer esencial. Los arquetipos quedan al descubierto para ver cómo funciona el mecanismo de una especie de matriz inexorable, defectuosa ab initio.

    Con una prosa impecable e implacable, y como una manera de contrastar la enfermedad contemporánea denunciada, la falsificación exponencial de los motivos que movilizan nuestro tiempo, la escritora recurre al símbolo clásico del pájaro sabio que tiene la capacidad de ver por la noche y girar su cabeza para captar con sus ojos lo que ocurre a sus espaldas. Y lo convierte en una voz denunciante, la de la búha.

    En estas páginas, un vecindario, una corporación, la institución religiosa, la familia, el proyecto inmobiliario que genera la dialéctica de los intereses, son usados para denunciar problemas tratados por la filosofía más reciente en un arco tan amplio como el que va del pensamiento de Žižek al de Byung-Chul Han; todos ellos denunciando los excesos del mercado, la globalización, la pérdida de narrativas auténticas que permitan a las sociedades aferrarse a algo que detenga la vorágine tecnocrática, tecnológica, mercantilista, digital, el imperio líquido de internet y sus profundas confusiones. Y si bien en la voz de Eltit esta denuncia puede tener el matiz de una mirada de izquierda, ello no la hace sacrificar su honestidad intelectual, de modo que, en el entrevero de su preciso relato, queda en evidencia cómo, a fin de cuentas, en los tiempos que vivimos —cualquiera sea el color de la ideología que soporta nuestros comportamientos— todos estamos cruzados, dominados o sometidos por la misma falla: la Corporación. Es esta entidad la que coloniza al Estado, al individuo, al ciudadano, al político y al empresario, es decir, todos se ven atrapados en la tela de araña del sistema vigente. Podrá decirse que es una novela que critica el “sistema”, en un tiempo post Guerra Fría en el que el sistema siempre se entiende como el capitalismo. Pero Falla humana, también puede leerse en una clave más amplia, más “búha”, para entender que el poder genera sus imposiciones, sus abusos, desde todas las formas que puede adoptar la “Compañía”, incluido el propio Estado, y no solo como la estructuración jurídica de los intereses del poder privado.

    Con una prosa impecable e implacable, y como una manera de contrastar la enfermedad contemporánea denunciada, la falsificación exponencial de los motivos que movilizan nuestro tiempo, la escritora recurre al símbolo clásico del pájaro sabio que tiene la capacidad de ver por la noche y girar su cabeza para captar con sus ojos lo que ocurre a sus espaldas. Y lo convierte en una voz denunciante, la de la búha (no el búho, porque quizás hoy la capacidad de ver y denunciar y mirar esté más presente en los ojos femeninos. Quizás).

    Una vez más, Diamela Eltit escribe en un registro de complejidad simbólica que la convierte en una de las narradoras más inteligentes de nuestro tiempo. Denuncia en sus textos lo que le duele, pero su denuncia, leal a sus sensibilidades, tiene la capacidad de dejar en evidencia la falla ahí donde está, incluso en la “cuadra”, en el “bloque” que le es más familiar. Falla humana debe leerse como se lee la literatura del más alto nivel, como un mensaje que abarca todos los escenarios posibles. Eltit no escribe para los políticos simplones o los ciudadanos que han comprado una ideología banalizada, escribe para registrar lo esencial y ella misma, creo, lo confiesa en su primera frase: “Soy la búha guardiana de la cuadra. La búha que relatará las partículas de la noche”. Y lo hace, como siempre, con precisión aterradora, tal como lo deja ver el título de la tercera sección de la novela: “La nueva caminata. ¿Hacia dónde?”.


    Falla humana, Diamela Eltit, Seix Barral, 2023, 202 páginas, $17.900.

  329. El ritmo de Harlem: desvíos y torsiones en tres actos

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    El ritmo de Harlem (2021) es una novela de crímenes dividida en tres actos que podríamos considerar como tesis, antítesis y síntesis; en ella, Whitehead nos presenta tres episodios en la vida de Ray Carney, situados en 1959, 1961 y 1964. Carney es un personaje complejo y memorable que ingresa al mundo del crimen como por acto reflejo, casi afirmando que es inevitable para un hombre negro tomar ciertos desvíos y pasos bajo nivel en una trayectoria moral hasta entonces intachable; ese es el primer acto, una trepidante serie de eventos y retratos de personajes del hampa.

    En el segundo acto, Carney se rebela contra una de las verdades del racismo estructural, los límites que la sociedad impone a la ambición, y hace suya la inescapable herencia criminal de su padre.

    En el último acto encuentra una “tercera vía”, una metáfora tan poderosa como el tren que permite a los esclavos huir de los estados del sur en El ferrocarril subterráneo o la escuela reformatoria para adolescentes negros de Los chicos de la Nickel, aunque esta solución parece más predecible y de menor alcance que las anteriores.

    Uno de los grandes logros de la novela es cómo, episodio tras episodio, vemos caer los muros entre las identidades de Carney, hasta que en las últimas páginas lo vemos compartiendo la mesa con su esposa, sus hijos y Pepper, un compinche de su padre en pretéritos atracos.

    Podríamos decir que, al aligerar el estilo de sus dos novelas anteriores y escribir El ritmo de Harlem, Whitehead realizó una operación parecida a la que Cormac McCarthy llevó a cabo al abandonar la complejidad de libros como Suttree (1979) y Meridiano de sangre (1985) por el estilo más digerible de No es país para viejos (2005) y La carretera (2006). Al mismo tiempo, si bien El ritmo de Harlem comparte una cantidad importante de ADN con los libros de bolsillo que solían venderse en quioscos, es innegable que tanto Whitehead como McCarthy expanden los límites de los géneros populares, colmándolos de humanidad, al tiempo que reformulan las expectativas de la convención genérica y las parodian sin sorna.

    El retrato humano del que hablo es inseparable de la creación de Ray Carney, un sujeto que subdivide su identidad y transforma su lenguaje y performance social según la ocasión, mostrándose como un yo fracturado por imposiciones sociales de tipo afectivo, familiar, laboral, criminal o de funcionamiento ante el “mundo blanco”. De hecho, uno de los grandes logros de la novela es cómo, episodio tras episodio, vemos caer los muros entre las identidades de Carney, hasta que en las últimas páginas lo vemos compartiendo la mesa con su esposa, sus hijos y Pepper, un compinche de su padre en pretéritos atracos. Esa fractura y serie de subdivisiones se aplica también para el elocuente e informado retrato histórico que Whitehead hace de Harlem y su compleja estratificación racial y social. Quizás es precisamente al plantear ese paralelo entre las identidades fracturadas de Carney y la sociedad en que se desenvuelve donde Whitehead consigue, como Herman Melville con la tripulación del Pequod, hacer un retrato de su nación y, por extensión, de la humanidad.

    Una de las cosas que se celebra a Toni Morrison, como si fuese un logro y no algo natural, es que escribió sobre personas negras con la atención y empatía que la literatura estadounidense hasta entonces reservaba a personajes blancos. Colson Whitehead no solo pertenece a su escuela, además nos hace habitar la piel de alguien expuesto a diversos matices de racismo, desde los más insultantes a otros casi imperceptibles para quienes no los sufren.

    Una de las cosas que se celebra a Toni Morrison, como si fuese un logro y no algo natural, es que escribió sobre personas negras con la atención y empatía que la literatura estadounidense hasta entonces reservaba a personajes blancos. Colson Whitehead no solo pertenece a su escuela, además nos hace habitar la piel de alguien expuesto a diversos matices de racismo, desde los más insultantes a otros casi imperceptibles para quienes no los sufren, y a experimentar la extrañeza de ver la cultura blanca desde el mundo negro, un poco como en la serie Atlanta o en el arte afro-surrealista.

    El traductor Luis Murillo Fort ofrece una versión de la lengua que no hace concesiones al lector latinoamericano y que incluso puede pesar al lector peninsular, forzándonos a detenernos y repasar oraciones vibrantes que parecen interrumpidas por “lomos de toro” o, como dirían en España, badenes. Pese a esto, El ritmo de Harlem es una novela que encanta desde su primer acto, que baja la velocidad en el segundo y en el tercero avanza a toda máquina, para estrellarse con la última página.

    Una última observación. El título original de esta novela, Harlem Shuffle, admite significados que incluyen: arrastrar los pies, un tipo de baile y actuar de forma engañosamente servil. En cualquier caso, to shuffle es una forma de moverse, de adaptarse, de permitirse desvíos y torsiones para sobrevivir en una sociedad donde ser derecho o rígido equivale a una condena.

     


    El ritmo de Harlem
    , Colson Whitehead, Random House, 2023, 288 páginas, $17.000.

  330. Diego Maquieira: “Yo ya me retiré, ya pasé por el siglo XX”

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    Están los viejos amigos, personajes y escenarios que han protagonizado su poesía e imaginario en los últimos 40 años: Marlon Brando, Albert Einstein, Bob Dylan, Stanley Kubrick, Arthur Rimbaud, fotografías de la NASA, portaaviones, faros, telescopios y una serie de poemas ajenos que Diego Maquieira (72 años) recorta, pega y reproduce con pasión en Gramercy Park. Es un tributo a sus lecturas y referentes, un montaje con ecos al pasado y al presente, un diálogo con la tradición y sus pares, un ejercicio notable de lo que Burroughs denominó el cut-up. “Es un homenaje a la poesía, es volver a la poesía. Es un libro para la poesía, es una entrega contemplativa”, dice Maquieira, autor de dos obras clave de la poesía chilena: La Tirana (1983) y Los Sea Harrier (1993). En 2003, una edición de Tajamar Editores reunió ambos volúmenes.

    Publicado por D21 Editores, como ocurrió con el libro álbum El Annapurna (2013), esta vez el formato de Gramercy Park es más pequeño. Un libro de bolsillo, de tapa dura, donde nuevamente aparece la relación entre imagen y la letra manuscrita del poeta. Está dedicado a sus hijos, Samuel, Sebastián y Lucas, “al Ministerio de la Soledad del Reino Unido” y a Rumi (“¿Le has tirado alguna vez piedras a un espejo? / Yo soy tu espejo y aquí están las piedras”). En el ejemplar incluye una fotografía de su padre cuando niño con una raqueta de tenis, el exdiplomático Fernando Maquieira —su madre fue la exsocialité Julita Astaburuaga—, como también hay guiños a la contingencia, desde el estallido social de 2019 hasta una imagen del líder de Corea del Norte, Kim Jong-un, observando el horizonte con binoculares.

    Gramercy Park es una libreta privada, un diario, todo escritor debería tener uno. Son páginas que no tienen relación entre sí. No hay relato, no como El Annapurna, donde se buscan conexiones inesperadas”, señala Maquieira, quien presentó decenas de imágenes de El Annapurna, un año antes de publicarlo, en la XXX Bienal de Sao Paulo, en 2012. En esa combinación de imágenes —un homenaje a la fotografía— Maquieira narra las ruinas de la cultura de Occidente. En sánscrito, Annapurna significa “diosa de la abundancia”, acaso una referencia al exceso de imágenes con las que convivimos a diario en el espacio infinito de las redes sociales.

    Es a través de fotos, de recortes de diarios y revistas, imágenes de enciclopedias y de retratos tomados por Sebastião Salgado y Henri Cartier-Bresson, y guiños al Infierno, de la Divida comedia, de Dante Alighieri, y de la piedra de los Doce ángulos, ubicada en Cusco, que Maquieira establece su discurso visual. Raya una y otra vez esa piedra milenaria, cuya imagen repite. Todo esto junto a frases de su puño y letra. El poeta reinterpreta el mundo de las convenciones y lo establecido.

    Pero el interés por la relación imagen-palabra en Maquieira tiene antecedentes. En 1977 publicó Bombardo, un libro de láminas rectangulares, hechas con recortes de diarios junto a poemas y frases dispuestos en distinto orden dentro de la hoja. Luego, con La Tirana y Los Sea Harrier, utilizó citas barrocas a textos ajenos, variadas voces, donde aparece el cine y la ciencia ficción, mezcló el lenguaje culto y popular. Enrique Lihn lo llamó un “compositor” con “cierta pasta de erudito; cualidades compatibles con las del humorista sangriento”. Si por esos años Maquieira dijo acercarse a la poética musical de Ígor Stravinski (“los arrebatos revolucionarios nunca son enteramente espontáneos”), en Gramercy Park la sintonía de su obra, señala, está en órbita con el compositor Claude Debussy (“un total de fuerzas dispersas expresadas en un proceso sonoro”).

    Contra mi voluntad

    Yo ya me retiré. No soy una figura pública. No estoy haciendo carrera. Yo ya pasé por el siglo XX. No me interesan las memorias, los anales, ni la posteridad”, asegura Diego Maquieira, quien rehuye las entrevistas y recomienda leer Gramercy Park con lupa. Hace casi 20 años ingresó a una clínica para rehabilitarse por un alcoholismo que casi lo deja ciego. Ahí comenzó a utilizar grandes lupas para leer. En una parte de su nuevo libro reproduce un poema sobre el vino y una breve reseña biográfica sobre el poeta chino Li Po.

    Maquieira pega en Gramercy Park algunas páginas del Eclesiastés, libro del Antiguo testamento atribuido a Salomón. El poeta destaca con lápiz grafito versos como “No quieras ser honrado en demasía / ni te vuelvas demasiado sabio. / ¿A qué destruirte?”; “Mira, solo esto descubrí: Dios hizo / sencillo al hombre, pero él se complicó / con tantos razonamientos”, y apunta un verso clásico del libro citado como un mantra: “Basta de palabras”.

    Salomón es mi rey favorito. Era muy sabio y extendió fronteras y fue pareja de la reina de Saba”, señala Maquieira, y dice que el nombre del libro es un homenaje a Nueva York, ciudad en la que vivió junto a sus padres de niño. “El Gramercy Park es un vecindario de Manhattan, y había un parque donde se entraba con llave. No era el Central Park, que es un centro abierto. Este libro es una metáfora de un parque de diversiones”, comenta Maquieira, e insiste que este es un libro “donde no hay relato, solo fuerzas dispersas”, finalmente “un homenaje a la poesía”.

    Y es cierto, en las páginas de Gramercy Park hay variados poemas. Lo más seguro es que algunos Maquieira los recite de memoria. Muchos son homenajes a otros poetas y a su vez a una dimensión contemplativa. Hay un poema de E. E. Cummings (“Creo que la muerte es un paréntesis”); William Butler Yeats (“Los mejores carecen de convicción, mientras los peores / Rebosan intensidad apasionada”); Lao-Tse (“Mantente al margen de todo”); La ciudad, de Cavafis; Tiempos modernos, de Nicanor Parra; Louis XIV y el parque de Chantilly, de Paulo de Jolly, donde Maquieira anota bajo el título “In Memoria” y coloca luego la fecha nacimiento y muerte del poeta chileno: 1952-2020. Mientras, de Giuseppe Ungaretti selecciona tres poemas; uno de ellos es San Martino del Carso, que habitualmente suele citar en sus conversaciones:

    De estas casas
    no ha quedado
    más que algún
    fragmento de muro

    De tantos
    que me amaban
    no ha quedado
    ni eso

    Pero en el corazón
    ninguna cruz falta

    Mi corazón
    es el país más devastado.

    Sobre el compositor, poeta y Premio Nobel de Literatura 2016, Bob Dylan, Maquieira reproduce la letra de la canción “Not Dark Yet”, donde el protagonista rememora el pasado y observa el presente. “Ni si siquiera hay espacio para estar en ningún lado”. Luego reflexiona: “Ya no busco nada en los ojos de nadie”. La estrofa final es una especie de epitafio: “Aquí nací y aquí moriré contra mi voluntad / Sé que parezco moverme, pero sigo quieto / Tengo los nervios embotados y ausentes / Ni siquiera recuerdo de que venía huyendo / Ni si quiera oigo el murmullo de un rezo / Aún no ha oscurecido, pero ya falta menos”.

    Gramercy Park contiene recortes de prensa sobre el estallido social en 2019, donde fueron quemadas algunas iglesias en Santiago. Una imagen es la puerta incendiada de la iglesia San Francisco. Tal vez haciendo un guiño al libro de Enrique Lihn, el poeta coloca sobre la imagen en letra manuscrita “Aparición de la Virgen en llamas”. Otra página: una imagen con fuego de la parroquia de la Veracruz, ubicada en el barrio Lastarria. Ese recorte es enfrentado con el poema “¡Cuídate, España, de tu propia España!”, de César Vallejo, pero le cambia el título a “Cuídate Chile”. Los últimos cuatro versos dicen: “¡Cuídate de tus héroes! / ¡Cuídate de tus muertos! / ¡Cuídate de la República! / ¡Cuídate del futuro!”, y Maquieira le agrega el verso “¡Cuídate de la revolución!”.

     

    Fotografías: Cortesía D21 Editores.

     


    Gramercy Park, Diego Maquieira, D21 Editores, 150 páginas.

  331. ¿Más Homero, menos Ercilla?

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    Ningún problema es tan consustancial con las letras y con su modesto misterio como el que propone una traducción”, dice Borges en su ensayo “Las versiones homéricas”. Por supuesto, el misterio de las letras no tiene nada de modesto; Borges tiene la costumbre de mitigar o enmascarar la radicalidad de sus ideas, pero no es modesto al afirmar que las diversas versiones traducidas de La Ilíada son principalmente “un largo sorteo experimental de omisiones y de énfasis”.

    Borges hace detonar la granítica idea de la primacía del original sobre las versiones traducidas. No se inhibe para sostener que ninguna obra literaria se puede anclar a su presunto autor original ni tampoco a su lenguaje. “De Homero […] ignoramos infinitamente los énfasis”, dice, y además observa que ciertos aspectos del griego, como los conocidos epítetos, pueden funcionar de manera tan arbitraria (y tan vacua de sentido) como las preposiciones del castellano.

    Para Borges, traducir con la libertad que todo buen texto exige no es una operación distinta a la de escribirlo. Escribir es traducir, traducir es escribir. No se trata de un juego de espejos sino de un principio fundamental de toda escritura. La traducción, libre del sometimiento al original, adquiere vida propia; no hay originales sino versiones, formas de escribir y reescribir, de leer y releer, de traducir y retraducir, y estas se vuelven indistinguibles entre sí, y por lo tanto imposibles de ordenar jerárquicamente en el largo acontecer del tiempo. Los clásicos son nuestros y los estamos reinventando constantemente. Parafraseando a un prócer: la literatura es nuestra y la hacen los que leen, los que traducen, los que escriben. Es la “obra invisible” a la que se refiere magistralmente el crítico peruano Efraín Kristal en su estudio sobre Borges y la traducción.

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    En El curso que hice al revés, Ignacio Álvarez cuenta que existe una traducción de Moby Dick al macedonio, el lenguaje de un país que no tiene mar ni ballenas ni balleneros. Esto no fue obstáculo para que un profesor universitario llamado Ognen Čemenski sacara una versión de la novela de Melville en su “lengua de rulo”.

    ¿Cómo lo hizo?

    Para representar la jerga náutica norteamericana del siglo XIX, Čemenski recurrió al léxico de los pescadores lacustres de su país. Para representar el habla de los tripulantes del ballenero Pequod, recicló antiguas versiones de Shakespeare en macedonio. A Borges no le hubiera extrañado este sampleo literario; más aún, hubiera celebrado la audacia de Čemenski al demostrar que para traducir a Melville no se requiere haber visto ni de lejos una ballena ni replicar el inglés de los isleños de Nantucket. Impostar la lengua también es una forma legítima de escritura; las lenguas impostadas también son literatura, siempre lo han sido.

    Para Borges, traducir con la libertad que todo buen texto exige no es una operación distinta a la de escribirlo. Escribir es traducir, traducir es escribir. No se trata de un juego de espejos sino de un principio fundamental de toda escritura. La traducción, libre del sometimiento al original, adquiere vida propia; no hay originales sino versiones, formas de escribir y reescribir, de leer y releer.

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    Chile tiene una épica impostada, La Araucana, un poema de calidad irregular —con perdón— que muy poca gente lee más allá de las primeras estrofas o de los momentos estelares copy-pasteados a los libros de texto u otras formas de la farándula educacional. Tiene una anomalía: parece ser un poema épico sin héroe, lo que ha dado pie a interpretaciones enclenques pero efectivas, como la que dice que La Araucana tiene un héroe colectivo y que “araucanos” y españoles se van turnando el protagonismo. A partir de la carencia o la ausencia, se inventa una virtud: este gesto de fantasía es un dispositivo recurrente en el discurso de la nación chilena. Alquimistas de los símbolos, para disfrazar cualquier derrota, le cambiamos el signo y la convertimos en victoria.

    Épica impostada, épica impostora: La Araucana, inscrita en un contexto de colonización y formación imperial, es una especie de Eneida sin Roma, enmarcada en una geografía inhóspita y terremoteada. La Araucana también puede ser leída como una Ilíada sin Aquiles, situada en una Troya movediza en la que piños de contrincantes combaten en como en un círculo vicioso, propinándose golpes alevosos, igualados en contumacia, alternándose en derrotas y victorias ad infinitum, como en las sagas de superhéroes y sus inalterables némesis.

    El esfuerzo sostenido por convertir La Araucana en un documento cuasi-testimonial e instalarlo en el grado cero de la identidad nacional sugeriría que Chile es un país poco dado o francamente inepto para comprender su propia historia. ¿Qué hubiera pasado si en vez de un Virgilio/Ercilla preocupado de glorificar el imperio romano/español hubiéramos tenido de figura tutelar al fantasmagórico Homero, capaz de ir más allá del tedioso angst colonizador y pechoño del señorito poeta-soldado? ¿Qué hubiera pasado si tuviéramos como referente fundacional a un autor capaz de meterse en temas como el fracaso repetido, el batallar inútil contra el destino, el anhelo imposible, la indiferencia sempiterna de la naturaleza, la burla veleidosa de los dioses? ¿Qué pasaría si nos leyéramos o imagináramos en clave de Odiseo y no de Eneas? ¿Cómo sería un Lautaro homérico? ¿Un Allende homérico, un Allende sin la sombra de Caupolicán, sin la impronta del acorralado manco Galvarino? ¿Qué pasaría con Fresia y con Guacolda ante los hologramas de Penélope o de Circe? ¿Ante Calipso? ¿Qué haríamos de Telémaco, de su furia y su impotencia de hijo abandonado en aras del proyecto paterno? ¿O de Argos, estragado por los años, con su fidelidad perruna?

    La Odisea es una historia de navegaciones y retornos imposibles, de rebeldía tenaz frente a los pesares infranqueables y los dilemas insolubles de la vida. Es una historia sobre el deseo, sobre la curiosidad irreprimible, sobre el inútil empecinamiento humano, sobre el fracaso y la pérdida.

    En literatura, nada nunca es demasiado tarde. Imaginémonos que Homero nos interpela como individuos y como ciudadanos en estos momentos de quiebre e incertidumbre: ¿cómo será su voz traducida de ese modo? Podría decirse que trasladar La Odisea al idioma de un país reseco y obnubilado como el nuestro, se asemeja a traducir Moby Dick al macedonio. A pesar de tanta costa y tanto mar, Chile no es tan distinto a Macedonia: nuestra literatura, con pocas excepciones, está escrita de espaldas al mar, nuestros combates se dan en tierra, terra tremens. Nuestros grandes naufragios son de rulo. ¿Cómo será imaginarnos a nado, náufragos que añoran poner pie en tierra desde la altura de una ola? ¿Cómo se vería la isla Chile pensada como Ítaca?

    4

    En abril de 2023, The New York Review of Books publicó un fragmento de la reciente traducción de La Odisea hecha por Daniel Mendelsohn: Odysseus Saved from the Sea, donde se narra un episodio del Libro V del poema homérico. A partir de un fragmento, Mendelsohn logra crear un poema completo en sí mismo, aspiración que me impongo como deber al momento de traducirlo. Mi versión homérica no es fiel al original-original, porque ignoro el griego clásico; la de Mendelsohn seguramente lo sigue más de cerca, pero mi intento solo aspira a emular la claridad de esta reciente versión en inglés. Las omisiones y los énfasis son responsabilidad mía y de la larga cadena de traductores anteriores. And so it goes, como diría Kurt Vonnegut.

    ¿Qué hubiera pasado si tuviéramos como referente fundacional a un autor capaz de meterse en temas como el fracaso repetido, el batallar inútil contra el destino, el anhelo imposible, la indiferencia sempiterna de la naturaleza, la burla veleidosa de los dioses? ¿Qué pasaría si nos leyéramos o imagináramos en clave de Odiseo y no de Eneas?

    ***

    Odiseo rescatado de la mar

    Y pasó dos noches y dos días en las olas,
    y de frente su corazón miró el desastre,
    pero cuando la aurora de las hermosas trenzas
    trajo al mundo el tercer día, amainó el viento,
    dejando tras de sí la más clara y suave calma;
    y entonces, desde lo más alto de una ola,
    Odiseo avistó tierra y unos bosques a lo lejos.
    Como el hijo de un padre muy enfermo
    se alegra al ver una leve señal de mejoría
    (y luego —dicha inmensa— entiende
    que por fin los dioses lo liberan de su mal),
    así se alegró Odiseo al divisar
    esa costa lejana y esos árboles.

    Se echó a nadar con fuerza, ansioso de pisar terreno firme.

    Pero cuando estuvo a un grito de distancia de la orilla,
    sintió el estruendo de la mar golpeando el arrecife.
    Las grandes olas se estrellaban en las rocas,
    tronando con un ruido aterrador,
    todo espumaba en el hervor agitado de esas aguas,
    no había ensenadas, no había abrigo alguno,
    no había nada más que salientes y arrecifes,
    roqueríos y escarpas cubiertas de alba espuma.

    Entonces, las rodillas de Odiseo se aflojaron
    y dentro de él tembló su corazón.

    ¡Ah! Cuando ya perdía la esperanza,
    dios me dejó vislumbrar de nuevo tierra,
    y así avancé desde lo hondo, brazada tras brazada,
    pero veo que no hay modo de eludir
    estas aguas grises y salobres
    que golpean la dura roca del acantilado:
    en su entorno todo el oleaje brama, su faz agreste
    surge vertical desde las profundas aguas de su orilla,
    y no veo dónde afirmar el pie para escaparme del desastre.
    Si me acerco, vendrá un gran tumbo a lanzarme
    contra las rocas afiladas, sin que de nada valgan mis esfuerzos.
    Y si sigo nadando en busca de un espacio,
    de una apertura en que las olas no rompan tan de frente
    o de algún otro resguardo de la mar, me da terror imaginar
    que la resaca me arrastrará otra vez,
    lanzándome de vuelta a la mar llena de peces.
    ¿Y si entonces, más encima, a algún dios se le ocurre azuzar
    sobre mí un monstruo, uno de los tantos
    que se engendran en las profundidades?
    (Porque ya sé cuánto me odia
    el que hace estremecer la Tierra con las olas)”.

    Mientras todo esto pesaba en su corazón,
    una corriente enorme lo aventó contra las rocas.

    La piel se le hubiera rasgado en jirones,
    sus huesos se hubieran destrozado
    si la diosa de los ojos de lechuza
    no hubiera puesto esta idea en su cabeza:
    dejarse llevar hacia el rostro de la roca,
    y aferrarse a ella para aguantar así el embate.
    Por un momento, Odiseo logró asirse, pero la ola volvió con un rugido,
    volcándose sobre él,
    lo aplastó con todo el peso de sus aguas
    y lo arrojó de nuevo mar adentro.

    Si se descuaja un pulpo de su cueva
    se verá la densa masa de guijarros
    que agarra desesperadamente en sus ventosas:
    así, arrancada de las duras manos de Odiseo,
    quedó su piel, jirones en el cuchillo de esas rocas.

    La gran ola lo envolvió de nuevo por completo.

    Hubiera muerto entonces, desdichado, (ese no era su destino)
    si la diosa de los ojos luminosos no le hubiera sugerido otra salida:
    se abrió paso entre las aguas, nadando de costado frente al risco, y avanzó,
    orillando las rompientes, a la espera de encontrar alguna entrada
    en que los tumbos golpearan de costado, algún refugio de la mar y su oleaje.

    Así siguió nadando hasta llegar a la boca de un manso y bello río.

    El lugar le pareció perfecto: no había roqueríos y estaba a resguardo de los vientos.
    Al verlo fluir, se preguntó qué río era y, desde el fondo de su alma, Odiseo así le habló:

    No sé quién eres, pero como a tantos otros inmortales
    te ruego que me escuches: vengo del mar, huyendo de su dios y sus maltratos.
    Hasta los dioses como tú debieran respetar la súplica
    de un hombre errante y desvalido (así llego ahora a tu corriente)
    que se presenta ante ti después de soportar tantos trabajos.
    Apiádate de mí, yo te lo imploro”.

  332. Visiones de Kerouac, un universo en expansión

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    Hace poco vi un meme que, bajo un conocido retrato de Roberto Bolaño, sentencia: “Al menos no soy un personaje femenino escrito por Bolaño”. Ese meme, a la vez digno de atención e injusto para cualquier lector del cuento “Vida de Anne Moore”, me recordó la frase de Truman Capote sobre Jack Kerouac (“Eso no es escribir, es mecanografiar”) y en el daño que su aguzada pulla hizo a la reputación del autor de En el camino y al método creativo que bautizó como “prosa espontánea”. Pero claro, Kerouac prácticamente pidió esa burla cuando dijo haber escrito esa novela en 20 días, a un ritmo de 100 palabras por minuto, en un rollo de papel de teletipo. Hoy sabemos que llevaba 10 años dando forma a los bocetos que transcribió durante ese estallido creativo de tres semanas y que, una vez terminado, hizo varias revisiones antes de entregarlo a su editor.

    Puede que una frase memorable baste para derrumbar una reputación, pero el ingenio de Capote no es la única dificultad que enfrenta la lectura de Kerouac. Hoy lo perjudican, por ejemplo, la inexcusable misoginia en el tratamiento literario de sus personajes mujeres, la falta de voluntad entre los críticos por abordar una obra que tiende a ser reducida a la ecuación arte-vida y la negativa a leer más allá de En el camino y Los vagabundos del dharma, los dos buques insignia de la marca Kerouac. En este punto vale también culpar a editores que optaron por no reeditar sus libros más interesantes (Ángeles de desolación fue publicado en 1968 por Luis De Caralt, Visiones de Gerard en 1970 por Zig-Zag, Visiones de Cody en 1975 por Grijalbo y El libro de los sueños en 1978 por Producciones Audiovisuales), limitando la recepción de un autor cuyo trabajo funciona como bisagra entre estéticas modernistas y posmodernas y, una vez más, facilitando la reducción de su legado a una caricatura.

    Si esos libros hubiesen estado disponibles, habríamos conocido a un autor contrariado por un estatus de celebridad literaria que no creía merecer, alguien que luchó con su alcoholismo retirándose a cabañas en valles y montañas para ahondar en la meditación y la escritura de cuadernos llenos de poemas, haikús, registros de su sueños y sutras, como consta en los póstumos Some of the Dharma y Books of Sketches. Si el lector en lengua hispana hubiese tenido a la mano Visiones de Cody, escrita entre 1951-52 y publicada en 1972, quizás veríamos esa romántica búsqueda del padre alcohólico de un amigo, llena de melancólicas descripciones de un país que se desvanece y la transcripción de conversaciones grabadas, como una obra arriesgada y a Kerouac como un innovador de la forma.

    De haber accedido a esos libros, quizás sabríamos que Kerouac pensaba en sus novelas como partes de La leyenda Duluoz, un universo literario similar al de La comedia humana de Balzac, un proyecto que comparó con En busca del tiempo perdido de Proust, señalando ‘solo que mis recuerdos son escritos en el momento y no en mi cama de enfermo’. De haber leído este Kerouac más oculto no sería tan fácil certificar la obsolescencia de su ideario estético y la caducidad de su revuelta individualista.

    De haber accedido a esos libros, quizás sabríamos que Kerouac pensaba en sus novelas como partes de La leyenda Duluoz, un universo literario similar al de La comedia humana de Balzac, un proyecto que comparó con En busca del tiempo perdido de Proust, señalando “solo que mis recuerdos son escritos en el momento y no en mi cama de enfermo”. De haber leído este Kerouac más oculto no sería tan fácil certificar la obsolescencia de su ideario estético y la caducidad de su revuelta individualista.

    Recién en enero del 2023 Editorial Anagrama expandió el universo de Kerouac más allá de sus más emblemáticos long sellers, publicando cuatro novelas, todas en híper ibérica traducción de Antonio-Prometeo Moya. Esto, pese a la tardanza, se agradece. Maggie Cassidy, la primera de estas, escrita en 1953 y publicada en medio del éxito de En el camino, narra un romance adolescente modelado en Las penas del joven Werther y en pasajes de Poesía y verdad de Goethe. Por su parte, Tristeza (que ya había sido traducida en 1997 por el mexicano Jorge García-Robles) es la historia de un Kerouac avecindando en Ciudad de México y dividido entre el budismo, la heroína y su relación con una hermosa junkie, una combinación de motivos esbozados en Los subterráneos y cierto misticismo católico. Big Sur, escrita en 1961, aborda los retiros con que un Kerouac ya famoso buscó alejarse del alcohol y el delirium tremens. Respecto a esta novela, Anagrama pudo haber contactado al argentino Pablo Gianera y reeditar su estupenda traducción, publicada por Adriana Hidalgo el 2001.

    La cuarta, Ángeles de desolación, es quizás la mejor novela de Jack Kerouac. Escrita entre 1956-57 en una combinación de poesía y prosa espontánea, cuenta la historia de un escritor dividido entre la búsqueda espiritual budista en una montaña al norte de EE.UU. y las escenas literarias de San Francisco, Nueva York, con cameos de miembros de la generación beat y breves pasos por Tánger y París. Un triunfo extraído cara a cara con la amarga derrota del éxito. Si nos preguntamos qué puede ofrecer la lectura de Jack Kerouac en nuestra época, este libro contiene la respuesta.

     


    Maggie Cassidy, Jack Kerouac, Anagrama, 2023, 206 páginas, $14.000.


    Tristeza, Jack Kerouac, Anagrama, 2023, 120 páginas, $12.000.


    Big Sur, Jack Kerouac, Anagrama, 2023, 271 páginas, $15.000.


    Ángeles de desolación, Jack Kerouac, Anagrama, 2023, 446 páginas, $16.000.

  333. La prueba del espejo

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    En cada nueva ocasión, Sultán se ve obligado a formular el pensamiento menos interesante (…), ya que sobre sus hombros descansa la responsabilidad de representar a la simiedad”.
    J. M. Coetzee

    Los animales siempre han estado presentes en la literatura y, en más de un sentido, se vinculan con sus comienzos: aparecen en los primeros relatos míticos de casi todas las civilizaciones, en que fueron nuestros dioses, mensajeros, guías; pero también están en los cuentos, películas y juegos infantiles y, dado que sus onomatopeyas son algunas de las primeras palabras que aprenden los niños, con ellos descubrimos la magia de la sonoridad verbal. Pero ciertamente hay épocas —y esta parece ser una de ellas— que llaman a la reflexión sobre la animalidad.

    En el ensayo “Por qué miramos a los animales” (1977), incluido en la antología homónima recién editada en español, John Berger recorre la historia de nuestra relación con otras especies, desde las primeras pinturas, de tema animal y hechas con su sangre, o incluso desde antes, pues “no es irrazonable suponer que la primera metáfora fue animal”. Aunque ese sería también el inicio de nuestro distanciamiento: “Lo que apartó al hombre de los animales fue una capacidad humana inseparable de la evolución del lenguaje, la capacidad para el pensamiento simbólico”.

    Con todo, la separación no fue abrupta. El autor analiza, por ejemplo, cómo en la Ilíada la muerte de un guerrero y de un caballo son descritas en un mismo nivel, lo que da cuenta de una cercanía que aún era visible en los primeros textos literarios. Pero en el siglo XIX inició “un proceso, hoy prácticamente consumado por el capitalismo del XX, que llevaría a la ruptura con todas aquellas tradiciones que habían mediado entre el hombre y la naturaleza”. Así, con el zoológico como la señal más clara para Berger, los animales fueron eliminados de la esfera cotidiana y reducidos a imágenes.

    Antiguamente, la humanidad tenía cerca a los animales que utilizaba para movilizarse, trabajar o alimentarse —lo que ahora solo ocurre en zonas rurales—, pero los que hoy en día son criados para su uso en la industria (cárnica, peletera, farmacológica, cosmética) quedan fuera de la vista de quienes, en todo sentido, los consumen. Al mismo tiempo se ha masificado la tenencia de animales sin utilidad, las mascotas, un fenómeno que para Berger también es parte del problema, ya que, como en el zoológico, el animal es sacado de su ambiente para ser observado “como un espejo en el que se reflejara una parte, nunca reflejada, de su dueño”, una relación en que “ambas partes han perdido su autonomía (el dueño se ha convertido en aquella-persona-especial-que-solo-es-para-su-animal y este ha pasado a depender del amo para todas sus necesidades físicas)”.

    En Animalia, un conjunto de breves relatos autobiográficos publicados de manera póstuma, Sylvia Molloy toma una posición muy diferente, ya que su foco está puesto en la intensidad del vínculo con las mascotas. Luego de “una infancia desprovista de animales, salvo los que aparecían en los libros”, y tras años de vivir sola y en distintos países, la escritora argentina cuenta cómo empezó a tener cada vez más mascotas, especialmente gatos.

    Incluso sus relaciones con otras personas están marcadas por los animales, como su amistad con un escritor que compartía su afición por los felinos, por lo que ambos siempre falseaban la cantidad que tenían. Pero su relación más cruzada por las mascotas es la que tuvo con su pareja: cuenta, por ejemplo, cómo su gato se impuso elegantemente sobre el perro de Geiger cuando empezaron a vivir juntas, y en la medida en que ambas adoptaron más y más animales, aparece reiteradamente el tema de la elección de los nombres, inspirados en primeras damas, cantantes, una paciente de Freud, etc.

    Pese a los momentos en que asoman ciertas diferencias entre los animales y nosotros, Molloy les atribuye una conciencia (y una voz) similar a la humana: “Me impaciento, la reto, le digo que no se distraiga, mirá quién habla, parece decirme. Después pienso que no importa que no mee, no fue esa la razón del paseo, salimos porque estábamos aburridas las dos y no queríamos pensar”. Mientras Berger podría decir que aquí solo está confirmando y reflejando en su mascota su propio pensamiento, Molloy confía en sus interpretaciones: “Quedó para siempre agradecida (esas cosas con los animales se saben)”.

    Según Berger, si bien el zoológico está hecho para que observemos a los animales, al estar enjaulados, ellos no nos ven, no de verdad, así que la “mirada entre el hombre y el animal, que probablemente desempeñó un papel fundamental en el desarrollo de la sociedad humana (…), esa mirada se ha extinguido”. Pero aunque él entiende a las mascotas de manera similar, en el libro de Molloy la mirada animal es algo que el ser humano solo se gana bajo ciertas condiciones: “Por primera vez me pareció que estaba contenta. Por primera vez me pareció que me miraba”. La compañía y la felicidad mutua que esta provee, eso era lo más importante para ella, que creía que “para ser uno mismo es siempre mejor estar con otro, sobre todo si el otro pertenece a una especie distinta, es decir, si es totalmente no uno”.

    En el ensayo ‘Por qué miramos a los animales’ (1977), incluido en la antología homónima recién editada en español, John Berger recorre la historia de nuestra relación con otras especies, desde las primeras pinturas, de tema animal y hechas con su sangre, o incluso desde antes, pues ‘no es irrazonable suponer que la primera metáfora fue animal’.

    Los otros animales I

    Para Berger, la otredad de los animales está garantizada “por la falta de un lenguaje común, su silencio”. Pero en la misma época en que se aceleró nuestra separación, apareció una idea paradójica: “La teoría de la evolución de Darwin, indeleblemente marcada como está por las concepciones del siglo XIX europeo, pertenece, sin embargo, a una tradición casi tan antigua como el propio hombre. Los animales mediaban entre el hombre y su origen porque eran al mismo tiempo parecidos y diferentes de él”. Esta teoría, que en un sentido recalcó nuestra diferencia, también nos recordó que somos animales. De este modo, frente al animal humano, se encontrarían los otros animales, la frase que da título al ensayo “The Other Animals” (1908), de Jack London.

    El autor de El llamado de la selva y Colmillo blanco decía haber escrito estos relatos como “una protesta contra la ‘humanización’ de los animales, de la que me parece que muchos ‘escritores de animales’ han sido profundamente culpables. Una y otra vez (…) escribí: ‘Él no pensó estas cosas; solo las hizo’, etc. Y lo hice (…) de manera de instalar en el entendimiento humano promedio que mis héroes-perros no eran dirigidos por un razonamiento abstracto, sino por instinto, sensación y emoción, y por un razonamiento simple”. Pero todo este ensayo es una respuesta contra quienes reducen a los animales al instinto, negándoles cualquier forma de raciocinio y, en el fondo, negando la evolución, por lo que London les advierte: “No debes negar a tus parientes, los otros animales. Su historia es tu historia (…). Junto a ellos te alzas o caes. Lo que repudias en ellos, lo repudias en ti mismo”.

    Casi dos décadas después, el escritor inglés E. M. Forster usó esta expresión en su libro Aspects of the Novel (1927), al explicar por qué en el capítulo dedicado a los personajes novelísticos se enfocaría solo en los seres humanos: “Otros animales han sido introducidos, pero con éxito limitado, dado que hasta ahora sabemos demasiado poco sobre su psicología”. No obstante, predecía que, en unos 200 años, posiblemente “tendremos animales que no sean ni simbólicos, ni hombrecillos disfrazados, ni mesas de cuatro patas andantes, ni trozos de papel pintado que vuelen. Es una de las maneras en que la ciencia podría ampliar la novela”.

    El antropomorfismo y la ciencia siguen presentes en la discusión contemporánea sobre el tema, como ocurre en el libro El otro radical: la voz animal en la literatura hispanoamericana (2015), del académico mexicano Alejandro Lámbarry, que identifica tres voces animales: satírica, política y posmoderna. Pese a los problemas que puede presentar esta nomenclatura y algunas de las premisas que la sostienen —como que cuando se da voz a un animal es necesariamente para hacer una crítica unidireccional, ya sea hacia algún aspecto de la sociedad humana (el animal satírico) o a nuestra relación con los animales (el animal político)—, su división tripartita es de cierta utilidad.

    Los primeros dos tipos que distingue Lámbarry se vinculan con los aspectos mencionados anteriormente: el primero es un animal antropomorfo, un humano enmascarado de animal, que solo utiliza el disfraz de otra especie por lo que esta simboliza para nosotros —uno de sus ejemplos es el cuento “El policía de las ratas”, de Roberto Bolaño, aunque históricamente el grueso de las narraciones animales entraría aquí—; el segundo, en cambio, sí se basa en lo que sabemos (o creemos saber) sobre los animales, su conciencia y su mundo, como Lámbarry ejemplifica con la novela El portero, de Reinaldo Arenas, donde cada animal habla desde el modo en que su especie percibe la realidad.

    El autor bautiza al tercer tipo como posmoderno, aunque quizás sería más apropiado llamarlo poético, ya que, como planteó Derrida en El animal que luego estoy si(gui)endo, “el pensamiento del animal, si lo hay, depende de la poesía”, y en esta categoría propuesta por Lámbarry “existe una intención autoral que imagina al animal como un dispositivo de pensamiento poético”. Este es el tipo de animal que aparece en varias novelas latinoamericanas recientes, uno que “no sustenta su animalidad con base en la ciencia, pero tampoco se trata de un animal antropomórfico. Se trata (…) de un animal humanizado. (…) El animal puede ser todo lo que desee, en tanto que su selección se justifique dentro de la trama y no tanto en relación con su supuesta naturaleza animal o su estereotipo histórico”.

    Este es el tipo de animal que aparece en varias novelas latinoamericanas recientes, uno que ‘no sustenta su animalidad con base en la ciencia, pero tampoco se trata de un animal antropomórfico. Se trata (…) de un animal humanizado. (…) El animal puede ser todo lo que desee, en tanto que su selección se justifique dentro de la trama y no tanto en relación con su supuesta naturaleza animal o su estereotipo histórico’.

    Bestiario

    La novela Derroche, de María Sonia Cristoff, gira en torno a Vita, la hija de una pareja de anarquistas que logra lo que sus padres nunca pudieron, una especie de microrrevolución en que extorsiona a los ricos de su pueblo. O eso dice, al menos. Por medio de su habla barroca e incontenible, Vita influye en su sobrina Lucre, quien al recibir sus cartas y herencia deja de creer ciegamente en el trabajo y el éxito, y en Bardo, el jabalí cuya crónica de viaje cierra el libro.

    Bardo se sabe distinto: “Yo no soy un chancho salvaje más (…), sino que, en una de las tropelías de la vida, aprendí a decodificar la lengua de los humanos. A escribirla también, como consta en esta crónica, como consta en mis canciones”. Mientras recorre la pampa argentina, compone temas inspirados en las lecturas que Lucre compartía con él. Su lenguaje proviene de distintas influencias humanas: de Vita, de su sobrina, de los libros y, a causa de una amiga que conoce en su travesía, de los linyeras (anarquistas que se movían por la pampa propagando sus ideas) y sus refranes.

    Y como respondiendo a las expectativas sobre su animalidad, Bardo dice: “Creyeron que un chancho salvaje solo puede reaccionar frente a la sangre, frente a la carne, frente a algo tan básico como la reproducción, frente a lo que corre por sus entrañas y nada más. Un gesto de superioridad que ya les conocemos a los pobres bípedos. Una muestra más de su ignorancia, de su estrechez de miras. Una incapacidad para ver que a un chancho salvaje lo mueve lo que corre por sus entrañas, sí, pero también lo que sus lecturas y sus andanzas lo llevan a imaginar, a desear, a pergeñar, a componer”.

    Yo maté a un perro en Rumanía, de Claudia Ulloa Donoso, cuenta la historia de una mujer latinoamericana que reside en Noruega, donde enseña la lengua local a inmigrantes, pero vive aletargada por el clonazepam. Cuando Mihai, un exalumno rumano, la invita a su país, este viaje la lleva a perderse entre las distintas lenguas y a descubrir una cercanía cada vez mayor con los animales, sobre todo con el perro que adopta.

    El primer capítulo de la novela es narrado por ese cachorro, con una explicación del habla animal que alcanza dimensiones míticas: “Todos los animales, absolutamente todos recuperamos el lenguaje en el momento de la muerte”. El perro afirma: “Si en vida nos la hemos pasado graznando, chillando o ladrando no es porque no hayamos podido entender las palabras de los hombres y las mujeres, sino porque es así como nos mandaron a la Tierra; con una inteligencia superior para entender, pero con aparatos fonadores que limitaban nuestra posibilidad de expresarnos”.

    Con esa capacidad de comprender todo en vida, pero solo expresarse verbalmente tras la muerte, este perro se atribuye la autoría de la novela, pese a ser el narrador explícito de solo una parte. “Te preguntarás cómo yo he podido escribir todo esto y, sobre todo, cómo he logrado que mi relato llegue a la Tierra, se escriba y se lea”, dice, y lo explica de manera bastante metaliteraria, ya que el primer capítulo termina con un diálogo entre una escritora (que el libro sugiere que es la autora) y su terapeuta, una escena en que ella comenta que quiere escribir esta historia de un perro que va a terminar muerto.

    En Falla humana, la narradora animal de Diamela Eltit funciona, en un estilo muy propio de la autora, como un dispositivo de vigilancia panóptico, pero que en vez de servir al poder tiene un objetivo antisistémico. “Soy la búha guardiana de la cuadra. La búha que relatará las partículas de la noche”, parte diciendo esta ave, que de su especie solo tiene la morfología (como las vértebras adicionales que le permiten mirar en todas direcciones), el carácter nocturno (la noche contra la iluminación totalizadora, un elemento central en las novelas de Eltit desde Lumpérica) y la sabiduría que le hemos atribuido.

    Este relato sin localización ni época definida, pero con guiños que aluden a la Villa San Luis y la Unidad Popular, gira en torno a los vecinos de una cuadra de casas pobres emplazada en un territorio más rico, por lo que la Compañía que domina el mundo da la orden de expulsarlos y levantar un edificio en la zona. Frente a aquello, la búha es una especie de Sherezade que cuenta esta historia, arquetípica en su falta de especificidad, para “retardar o desplazar el final definitivo de la (última) cuadra”.

    Más que representar a un animal verdadero, la búha de Eltit parece una deidad milenaria que busca traer justicia social. Junto al jabalí de Cristoff y el perro de Ulloa son tres animales extraordinarios y, en el fondo, puramente literarios. Son constructos narrativos que, si bien toman algunos elementos de las especies a las que aluden, funcionan sobre todo como el punto de observación desde donde las autoras desarrollan la poética particular de estas novelas.

    Más que representar a un animal verdadero, la búha de Eltit parece una deidad milenaria que busca traer justicia social. Junto al jabalí de Cristoff y el perro de Ulloa son tres animales extraordinarios y, en el fondo, puramente literarios. Son constructos narrativos que, si bien toman algunos elementos de las especies a las que aluden, funcionan sobre todo como el punto de observación desde donde las autoras desarrollan la poética particular de estas novelas.

    Los otros animales II

    No solo para Kafka aparecen los animales como recipientes de olvido”, escribió Walter Benjamin. Y quizás por ese vínculo con nuestro origen olvidado, en todos estos libros hay un punto en que la frontera entre los animales y nosotros se disuelve, lo que siempre está ligado a la mortalidad. Incluso Berger afirmaba algo en esta línea al decir que la vida de los animales corre en paralelo a la nuestra, pero “en la muerte convergen las dos líneas paralelas, y, tal vez, después de la muerte se cruzan para volver a hacerse paralelas: de ahí la extendida creencia en la transmigración de las almas”.

    Uno de los temas que explora Derroche es la similitud entre la explotación de la naturaleza y de las personas, enjauladas por el trabajo. Vita logra encontrar una alternativa y su habla es tan poderosa que trasciende la muerte: no solo lleva a su sobrina a cuestionarse su cautiverio laboral, sino que también resurge en otros personajes (como en un joven que ayuda a Bardo cuando es capturado), y se sugiere en más de una ocasión que fueron sus susurros los que permitieron que Bardo accediera a nuestro lenguaje, la herramienta que luego él usó en sus canciones para llamar a la liberación.

    En Falla humana, otra novela marcadamente política, la búha busca postergar, detener, retroceder el tiempo para salvar a los vecinos de la Compañía, que “decía que parecían animales, o que vivían como animales”. Sus personajes humanos suelen compararse mutuamente o a sí mismos con otras especies, y algunos se vuelven animales, una metamorfosis que casi siempre conlleva su muerte. Incluso aparece una mujer que se sabe destinada a convertirse “en la búha de este siglo nuevo” durante unas barricadas multitudinarias: “Piensas que quizás vas a morir esta noche (…). Pero de inmediato te dices que no vas a morir, que eso no va a suceder pues esta noche te entregarás a la experiencia de una fusión orgánica extraordinaria”.

    En la novela de Ulloa, aún más repleta de comparaciones animales, el narrador canino explica que al morir, las personas pierden el habla “y se reúnen con nosotros aquí, solo les queda recrearse en la cháchara de todas las especies animales”. Y los dos personajes humanos centrales, al tener experiencias que los acercan a la muerte, empiezan a entender lenguas desconocidas y, después, a las demás especies. El libro insiste en que podemos recordar lo que supieron nuestros antepasados, incluso los animales que alguna vez fuimos, porque la palabra, esa que probablemente surgió de la metáfora animal según Berger, viene de nuestro pasado arcaico: “El aire que salía de nosotros, y vibraba entre nuestras pieles y cartílagos, era (…) el mismo aire que abría las branquias de los peces e hinchaba el pecho de los pájaros, el de la oscuridad del principio, el aire que se volvió palabra y fue luz”.

    Y “Réquiem”, el último relato de Animalia, que fue a su vez el último libro que Molloy escribió antes de morir, habla sobre la mecenas Peggy Guggenheim, que está enterrada en su jardín, en el cementerio de sus perros. Molloy cuenta que ella y su pareja no dejaron instrucciones de ser enterradas junto a sus mascotas, aunque más que nada por lo difícil que se había vuelto ubicar todas esas tumbas. “Pero igual estaremos con ellos”, concluye esta autora que se buscaba a sí misma en compañía de otras especies.

    Sus ojos eran dos espejos negros y esféricos donde me veía a mí misma”, dice la protagonista de Yo maté a un perro en Rumanía. En todos estos libros, al mirar a los animales e intentar descifrar lo que ven en nosotros, lo que hacemos es mirarnos. La prueba del espejo, un test que venimos aplicando hace medio siglo para determinar si los animales tienen autoconciencia —la clase de experimento que Coetzee critica en Las vidas de los animales, porque dice más sobre nosotros que sobre ellos—, intenta evaluar si el sujeto de prueba se reconoce a sí mismo en el reflejo o cree ver a otro. En estos espejos literarios, al osar la traducción imposible de la voz animal (aunque queda un siglo para que se cumpla el plazo que predijo Forster), vemos en los animales la mortalidad que compartimos, el pasado remoto en que fuimos iguales, y nos damos cuenta de que los otros animales somos nosotros.

     

    Imagen: Cabeza de venado, de Diego Velázquez.

     


    Animalia, Sylvia Molloy, Eterna Cadencia, 2022, 80 páginas, $13.000.


    Derroche, María Sonia Cristoff, Literatura Random House, 2023, 256 páginas, $14.000.


    Falla humana, Diamela Eltit, Seix Barral, 2023, 204 páginas, $17.900.


    Por qué miramos a los animales, John Berger, traducción de Pilar Vázquez y Abraham Gragera, Alfaguara, 2023, 168 páginas, $15.000.


    Yo maté a un perro en Rumanía, Claudia Ulloa Donoso, Almadía, 2022, 368 páginas, €21.

  334. El teatro que llegó del frío

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    En los últimos días se ha escrito bastante sobre el autor noruego Jon Fosse (1959). Como siempre, todos tienen una opinión: desde la más elemental —si merecía o no el Nobel de Literatura— hasta sus influencias literarias: Bernhard, Beckett, Bergman. Fosse llevaba más de 10 años sonando entre los candidatos al Nobel y hace 10 años estuvo entre los cinco favoritos de las apuestas. Fue precisamente en 2013 que compré una recopilación de las obras de teatro de Fosse en Buenos Aires, titulada La noche canta sus canciones y otras obras teatrales (Colihue, 2011), traducida por Clelia Chamatrópulos y con un estudio crítico del académico español Pablo Moro Rodríguez. Y si bien la selección estuvo a cargo del propio Moro Rodríguez, fue un encargo de Jorge Dubatti, quien veía cómo dos obras de Fosse se representaban en 2008 en Buenos Aires: La noche canta sus canciones y El hijo —esta última también representada en Chile.

    A primera vista, lo que predomina en sus obras es la incomunicación y, por eso mismo, los diálogos y las situaciones (pese a ser cotidianas) carecen muchas veces de sentido e incluso parece que los personajes no dialogaran entre sí, sino que hablaran solos o al público, en una suerte de delirante soliloquio que, sin embargo, no nos conduce a la comedia, sino todo lo contrario: a la tragedia personal de cada uno de ellos.

    Los personajes son centrales en la propuesta del autor noruego. En Y nunca nos separarán están Ella, Él y La Joven, dichas denominaciones son una constante en Fosse (en La noche canta sus canciones, que le da nombre al volumen que reúne las obras, los personajes son La Joven, El Joven, El Padre, La Madre, Baste) y recuerdan por supuesto a Kafka, porque no se sabe mucho de ellos y en repetidas ocasiones son solo esa denominación, por lo que refieren a la definición que hizo William Gass acerca de los personajes, que a su juicio son: “1) un ruido, 2) un nombre en sí mismo, 3) un sistema de ideas complejo, 4) una percepción controladora, 5) un instrumento de organización verbal, 6) un modo referencial fingido…”. Gass plantea una alternativa más a los personajes redondos (construidos con mucha psicología e historia personal, como los de Dostoievski) y los planos (no construidos y que tienden más a la comedia, como en el Quijote). Para Gass, los personajes son gaseosos, etéreos (un ruido, un nombre en sí mismo) y los de Jon Fosse calzan muy bien en esta categorización. Porque carecen de psicología y de historia personal.

    Ver cómo se despliegan estos personajes es otro cuento. En Y nunca nos separarán, la acción arranca con una mujer (Ella) hablando sola, esperando a su pareja, y va pasando por todos los estados de ánimo que se pueden imaginar: ira, tristeza, amor, ternura, autocompasión, alegría. Parece una demente, alguien fuera de sí, porque también —y esto es otra constante en Fosse— va repitiendo los parlamentos. Después de varias páginas queda claro que está esperando a su amado, que este se pudo haber ido a trabajar tras una discusión o que todo sea una ilusión de la mujer, porque Él, como dice Ella, nunca llama, entonces cómo puede saber que llegará. Eso y los preparativos de la cena (poner la mesa, el vino, etcétera) van creando la sensación de que eso nunca pasará. Sin embargo, sucede: el hombre regresa a casa, pero acompañado por una mujer joven (La Joven).

    Aquí se abre otro aspecto interesante a analizar, porque por unos instantes no se sabe si el tiempo de la acción lo comparten los tres personajes. Podrían ser dos tiempos: uno, el de la mujer que espera, y otro, el de la pareja que llega a la casa. No hay conflicto o al menos no el típico conflicto: mujer enfrentando a la muchacha. Y esto sucede porque estos dos mundos no se topan: son mundos paralelos, pese a que comparten un mismo espacio (la casa). Otras veces, como en Variaciones sobre la muerte, los mundos son uno solo, pero en dos tiempos diferentes; de este modo, La Joven Mujer y La Mujer Mayor son la misma persona, solo que separadas por el tiempo, y el punto de quiebre es la maternidad (aunque la obra no trata de la maternidad, sino de la partida de la hija, que obviamente es su muerte).

    Fosse reflexiona sobre situaciones cotidianas, para luego indagar teatralmente en cómo abordar esas situaciones. De este modo, lo cotidiano es tratado no desde un lugar común o desde el realismo, sino desde la fisura del lugar común y del realismo. Por eso hay ocasiones en que las escenas recuerdan los cuentos de Raymond Carver, aunque la fisura de Carver es de menor intensidad. Fosse va por todo. Intenta cuestionar no solo los hechos cotidianos del discreto encanto de lo cotidiano, sino la sociedad entera, sumergida en ritos sinsentido, vacíos, ritos que, en todo caso, son fundamentales para el funcionamiento. La sintaxis de sus diálogos, carentes de puntuación y con muchas pausas, potencian el sinsentido.

    Otro aspecto fundamental en su propuesta es el movimiento. Los personajes llegan, se van y entre medio se ubica la espera. No por nada, el mismo Fosse ha dicho en una entrevista que “todo es movimiento”. La espera, que es como una bisagra entre el ir y venir, tiene un papel fundamental, como se aprecia en las palabras de Ella al final de Y nunca nos separarán: “Pero la vida es esperar no es cierto / La gente se sienta en sus habitaciones / se sientan en sus casas / en sus habitaciones / se sientan a esperar / entre sus cosas / en la seguridad que le dan las cosas / se sientan a esperar / en sus casas bajo el cielo / se sientan allí esperando / en las habitaciones / en las casas /entre las cosas suyas / viven esperando / y después no esperan más”. Pero si la vida es espera, la espera no es vida: es angustia, una angustia que remite a la muerte.

    Fosse reflexiona sobre situaciones cotidianas, para luego indagar teatralmente en cómo abordar esas situaciones. De este modo, lo cotidiano es tratado no desde un lugar común o desde el realismo, sino desde la fisura del lugar común y del realismo. Por eso hay ocasiones en que las escenas recuerdan los cuentos de Raymond Carver, aunque la fisura de Carver es de menor intensidad. Fosse va por todo.

    En Mientras las luces se atenúan y todo se oscurece también los personajes se llaman por una denominación genérica (El Hombre, La Muchacha, La Mujer, El Muchacho) y también la acción arranca con un personaje esperando, en este caso El Hombre. En esta obra está más condensado el movimiento y es, por decirlo así, un poco más obvio, porque los personajes insisten en anunciarlo. Es más, la obra arranca así: “Qué suerte que viniste”. Luego aparece la espera en boca del Hombre: “Pero por qué no viniste / Yo te estuve esperando y esperando”. Y páginas más adelante, el mismo Hombre agrega otra versión: “Sabes / tenía tanto miedo de que no vinieras”. Parece que el personaje no supiera exactamente qué sucede: ¿La Muchacha va o viene? Él lo desconoce. Y es que a lo mejor va y viene.

    Otro punto interesante son los espacios, que también están desnudos: una mesa y sillas en Y nunca nos separarán, una banca en Mientras las luces se atenúan. Quizá una de las obras que más elementos tiene es La noche canta sus canciones: sofá, sillón, mesa, ventana, reloj, mueble de gran tamaño, puerta. Pablo Moro Rodríguez, en el estudio crítico de La noche canta sus canciones y otras obras teatrales, explica la función de los espacios: “Los espacios en Fosse son siempre asfixiantes, acompañan y metaforizan los encierros a los que están sometidos los personajes. Sus dramas transcurren en espacios fijos, pero estos espacios van mutando en función de la relación que los personajes van estableciendo con ellos”. Y agrega que la poética de este autor remite a una tragedia de la cual no hay escapatoria, para concluir que estos espacios “apuntan al sentido posmoderno de la destrucción de la modernidad”. Y sí, buena parte de estos espacios son el interior de un departamento.

    Además de la incomunicación y la lejanía, queda muy patente que los personajes están desquiciados. No se sabe por qué viven, cuál es su vocación (o profesión), tampoco se sabe de sus pensamientos políticos o sus problemas existenciales (si es que los tienen). Están vaciados de todo, incluso de intereses básicos, como algún pasatiempo, salvo de un deseo, que se manifiesta al comienzo y que a medida que la obra avanza se ve como un imposible, una utopía o, por qué no, un sueño. Precisamente eso hace que su teatro sea atractivo: el nudo de la acción, que es casi existencial, se presenta sin adornos. Y este nudo está expresado con un lenguaje poético, tal como hacían los autores del teatro isabelino (Shakespeare o Marlowe, por ejemplo, que usaban el verso blanco).

    Para Moro Rodríguez, es la imposibilidad de los personajes de hacer diálogos que comuniquen o den información lo que obliga a Fosse al lirismo: “Se podría decir que el dramaturgo es poeta en todas sus obras, independientemente del género en el que estén escritas. Fosse sugiere, muestra solamente un ápice de lo que suponemos hay detrás”. Algunos aquí han estado tentados a usar la figura del iceberg de Hemingway para retratar las obras de este autor, pero esto no es posible porque, a diferencia de Hemingway, debajo de las historias no hay nada, o más bien, existe un vacío, el vacío, es que ahí precisamente es donde radica su poesía y nihilismo.

    Moro Rodríguez explica, además, que la relación con el lenguaje poético viene por dos vías: por la influencia del poeta austriaco Georg Trakl (la muerte de la hija en la obra El niño puede estar influenciada por el poema “Grodek”) y por la temprana vinculación con la música (de donde aprendió ritmo y repetición). Y agrega: “Creo que Fosse es poeta siempre, también cuando escribe para la escena”.

    En el programa de la obra El nombre, el propio autor explica lo que él denomina “voz sin palabras”, que podría ser este lenguaje poético o expresión lingüística, como quieran llamarlo: “Muy pronto observé en la literatura esta voz que existía, pero que, paradójicamente, no decía nada. Lo que es extraño es que, de la buena literatura escrita, ascendía una voz que no era oral, que no decía nada en concreto, que solamente estaba allí como algo que se podía oír, como una palabra que venía de lejos”.

    Pese a que Jon Fosse publica novelas y poesía, tiene una visión bastante crítica del campo literario y del escritor. En la obra La noche canta sus canciones, La Joven le dice al Joven lo siguiente: “Pero cuánto tiempo vas a seguir / con esto tuyo de escribir / No puedes estar sentado allí escribiendo / año tras año / No puedes / No es seguro que estés hecho para escritor / Sí quiero decir que / O consigues que te publiquen algo / o / tienes que encontrar otra cosa / que hacer”. Páginas más adelante, La Joven vuelve a repetir esto casi de la misma manera, pero agregándole cosas. Los personajes parecen ser, como decía Borges, extensiones de la personalidad e inquietudes del propio autor.

    Se ha dicho que su principal influencia teatral ha sido su compatriota Henrik Ibsen y que luego estaría el teatro de Samuel Beckett, pero vale la pena preguntarse con qué directores de teatro se ha sentido más cercano cuando sus obras han sido montadas. La respuesta: el francés Claude Régy y el alemán Thomas Ostermeier. El primero ha puesto el acento en los aspectos metafísicos o filosóficos y el segundo, en los políticos. Para Régy, lo que hace Jon Fosse es hacer “coincidir contradicciones irreductibles, y nos las muestra, existiendo unidas en el mismo movimiento, en el mismo ser vivo. Sin duda, esto es posible solamente en el modo de vida tan particular de lo inconsciente”.

     

    Fotografía: La noche canta sus canciones (2015), en Nueva York, EE.UU., dirigida por Rodrigo Calderón.

     


    La noche canta sus canciones y otras obras teatrales, Jon Fosse, traducción de C. Chamatrópulos, Colihue, 2011, 320 páginas.

  335. Los fósiles que esperamos ser

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    En 1788, el geólogo escocés James Hutton publicó un libro titulado Theory of the Earth (“Teoría de la Tierra”) y el tiempo se hizo más largo. El cuidadoso escrutinio de Hutton de las montañas de Cairngorm en las Tierras Altas de Escocia, y más tarde de los riscos de Salisbury en Edimburgo, lo convenció de que los procesos geológicos que dieron forma a la Tierra no comenzaron en la noche del 22 de octubre de 4004 a. C., como sostenía la ampliamente aceptada cronología bíblica del arzobispo James Ussher, sino que más bien se habían desarrollado durante millones de años. Al contar el tiempo a través de las estrías en el granito rugoso, Hutton escribió memorablemente que “no encontramos ningún vestigio de un comienzo, ninguna perspectiva de un final”. Hutton había abierto las bóvedas del tiempo geológico que luego permitirían a Charles Darwin formular su teoría de la evolución por selección natural.

    James Hutton descubrió el “tiempo profundo”, pero fue el crítico literario Thomas Carlyle quien acuñó el término en un ensayo sobre la biografía escrita por James Boswell sobre Samuel Johnson. Hablando del trabajo de Johnson como si fuera una fuerza de la naturaleza, Carlyle preguntaba: “¿Quién calculará qué efectos se han producido y se siguen produciendo en el tiempo profundo?”. Los poetas y críticos siempre han estado interesados en la longue durée de la historia, desde la eterna fama del monumento poético de Horacio, más eterna que el bronce, hasta el Xenotexto en curso de Christian Bök, un poema codificado en el ADN de células vivas. Pero mientras que los poetas buscan lograr una especie de inmortalidad, hacer que los muertos hablen y hablen después de la muerte, los geólogos nos ven a todos como los fósiles que esperamos ser: todos ya muertos.

    Huellas, de David Farrier, intenta armonizar el tiempo poético y el geológico, y lo hace en un momento en el que el ritmo asombrosamente rápido del cambio climático nos ha obligado a renegociar nuestra relación con el futuro natural y político. Pensamos en horas y días, no en siglos o milenios, pero Farrier se propone ayudarnos a superar esta limitación a través de vívidas evocaciones de lo que nuestros descendientes lejanos podrían descubrir miles e incluso millones de años más adelante. Él se afana en el antiguo ideal retórico griego de la enargeia, lo que Alice Oswald ha traducido como “brillante realidad insoportable”, con la que los poetas o retóricos “mirarían más allá del momento presente” y pondrían el futuro ante la audiencia como si estuviera sucediendo aquí y ahora. Utilizando las herramientas del poeta, Farrier quiere que pensemos más como científicos, que miremos directamente nuestra relativa insignificancia y fragilidad.

    El itinerario de Farrier no es tanto una misión política como una búsqueda privada. Maravillado por la delicada complejidad del mundo, preñado de un significado que está más allá de nuestro alcance, Farrier habla el asombroso lenguaje de la observación atenta que ha definido la escritura de la naturaleza al menos desde Thoreau, y posiblemente desde su temprano predecesor moderno, Sir Thomas Browne.

    Identificar los fósiles futuros —escribe Farrier— implica ver qué revela la brillante e insoportable realidad del Antropoceno; observar una ciudad tal como lo haría un geólogo y afrontar el problema que plantea la seguridad de los residuos nucleares desde la perspectiva de un ingeniero; comprender las historias químicas escritas en un fragmento de residuo plástico y escuchar los silencios que retumban en los ecosistemas destruidos”.

    Mirar el presente como una invención del pasado de otra persona pronta a ser fosilizada te aleja de la realidad de la manera en que lo hace una pintura renacentista de la vanitas: uno de esos bodegones espeluznantes en los que la radiante floración de las flores o la sobre maduración de las uvas está socavada por una calavera boquiabierta o un siniestro reloj de arena. Toda belleza existe en tensión con la mortalidad, nos dicen estas pinturas, y uno tiene la sensación de que una convicción similar impulsa la búsqueda de Farrier de los fósiles futuros. Sin reconocerlo, el autor entrega un relato secular de una temporalidad que en última instancia pertenece a la fe, en la que cada acción es juzgada sub specie aeternitatis, desde la perspectiva de la eternidad.

    Farrier enseña literatura en la Universidad de Edimburgo, cerca de los riscos de Salisbury, y para él los fósiles del futuro son realmente signos que, entretejidos en un estrato geológico, cuentan historias. Cada acto humano es un acto de comunicación con alguien, en algún lugar; cada huella envía un mensaje. Al contemplar un gran puente nuevo que atraviesa el estuario del río Forth, cerca de Edimburgo, Farrier observa que, incluso cuando “las finas torres del puente, su coro de brillantes cables y la plataforma elegantemente curva” hayan desaparecido, tal vez dentro de un millón de años, “los cimientos de hormigón y el desmonte hecho en la roca todavía serán legibles, escritos en la tierra como las marcas que indican la alusión a una cita en un discurso, siendo testigos de que aquí, hace mucho tiempo, una carretera cruzaba un río que también hará mucho tiempo que desapareció”. Levanta un hacha de mano paleolítica de 200.000 años fabricada por los primeros residentes de las Islas Británicas, sintiendo cómo “una suave depresión encajó exactamente donde presionaba el pulgar”, y se pregunta: “¿Habrá alguien del futuro lejano que extraiga un trozo de plástico del siglo XXI, algo moldeado para que encaje en la mano de su usuario como una botella o un cepillo de dientes, y se sobresalte al sentir la misma conexión?”.

    Todo viaje en el tiempo profundo será pausado, y en Huellas acompañamos a Farrier en un itinerario sin prisas (y presumiblemente intensivo en su huella de carbono) desde su sala de clases en Edimburgo hasta la expansión de Shanghái; desde la Gran Barrera de Coral que está enferma hasta un puesto de perforación de núcleos de hielo en la Antártida, y desde una instalación de almacenamiento de desechos nucleares en Finlandia hasta una estación de investigación marina en el Mar Báltico. Su recorrido, facilitado por becas académicas, notoriamente no incluye edificios gubernamentales, protestas climáticas o sedes corporativas, y nos damos cuenta de que el itinerario de Farrier no es tanto una misión política como una búsqueda privada. Maravillado por la delicada complejidad del mundo, preñado de un significado que está más allá de nuestro alcance, Farrier habla el asombroso lenguaje de la observación atenta que ha definido la escritura de la naturaleza al menos desde Thoreau, y posiblemente desde su temprano predecesor moderno, Sir Thomas Browne. Él nos muestra un mundo rico en sentido, codificado en todas partes por la actividad natural y humana. “El hielo es el lugar donde se guarda la memoria del planeta”, escribe, lo que él llama “un archivo global que abarca cientos de miles de años”, el equivalente natural de la Biblioteca de Babel de Borges. E incluso mientras derretimos y quemamos lo que la naturaleza ha escrito en el mundo, nuestra contaminación bombea un nuevo tipo de información a la nube en un acto de traducción diabólica. Cuando nuestros libros hayan sido compostados y reintegrados en la tierra y la internet se oscurezca, “nuestros datos persistirán durante miles de años como moléculas de carbono circulando en la atmósfera”.

    Reconocer que al final todos seremos fósiles algún día puede ayudarnos a volver a la política incluso cuando sabemos que bien podemos fracasar: el estoicismo geológico de Farrier no es tanto un rechazo de la acción pública como su necesario complemento privado. Debemos mirar larga y detenidamente la brillante realidad insoportable del futuro profundo, y luego ponernos nuestras mascarillas y volver al trabajo.

    Farrier recurre a una rica biblioteca de futuros imaginados y pasados míticos —al bricolaje urbano de Walter Benjamin en su Libro de los pasajes, a historias de origen indígena australiano y escandinavo, a las visiones distópicas de J. G. Ballard y, en todo momento, a los relatos cambiantes de las Metamorfosis de Ovidio— para comunicar con una particular riqueza lo que con exactitud perderemos y cómo lo perderemos. Pero a pesar de todo su bordado literario, Huellas no intenta encantar al mundo o, como la escritura conservacionista, hacernos amar lo que nuestra inacción está destruyendo. El libro no es ni un toque de clarín ni una elegía. Más bien, Huellas es lo que viene después de la elegía: una meditación vigorizante pero a fin de cuentas terapéutica, sobre la verdad de que, en el gran esquema de las cosas, la naturaleza siempre nos abrumará. La brillante realidad insoportable del Antropoceno no es solo que el poder destemplado de la humanidad ha tocado todos los rincones del mundo: también es que tú y yo nunca, como individuos, hemos sido menos capaces de enfrentar los desafíos que encaramos. Ahora que hemos matado a la naturaleza, la humanidad se ha convertido en todo y los humanos en nada. Por lo tanto, puede haber un cierto tranquilo consuelo en comprender que, no importa cuán poderosos seamos, a la larga el universo tiende a la entropía.

    Farrier nos ha dado enargeia, entonces, pero ha cambiado sutilmente sus objetivos: enargeia, que el retórico romano Quintiliano tradujo como evidentia, se teorizó primero como una herramienta de persuasión, evidencia utilizada para defender la acción. Sin embargo, la expresividad de Farrier no nos convence tanto de actuar como de poner nuestra acción e inacción en perspectiva. El futuro profundo, suavizando los bordes temporales y los surcos que usamos para enmarcar nuestra política, no mejora nuestro sentido de obligación moral hacia las generaciones no nacidas, como afirma sin entusiasmo Farrier en las últimas páginas del libro. En cambio, visualizar fósiles futuros nos ayuda con la tarea privada de hacer frente a la verdad subyacente de la cual la conciencia ecológica es solo la manifestación más reciente: vivimos en un mundo frágil, contingente, y todo lo que nos importa desaparecerá algún día. El pensamiento geológico es el estoicismo del Antropoceno, un recurso para aprender a morir en el mundo que hemos hecho para nosotros.

    Pero ¿qué hay de cómo vivir?, ¿qué de cómo actuar? El novelista y crítico Amitav Ghosh observó en 2016 que “la crisis climática es también una crisis de la cultura y, por tanto, de la imaginación”. Ghosh identifica una necesidad por la literatura que nos ayude a pensar lo impensable de la crisis climática o que nos enfrente al sufrimiento que nos rodea, un arte al servicio de la política. Pero también existe la necesidad de un arte privado que nos ayude a manejar las demandas del vivir, y del vivir juntos, en un mundo que se siente, al mismo tiempo, pequeño y enorme, plagado de problemas que ni siquiera un héroe podría resolver. Particularmente en estos días de confinamiento y frustración, existe la necesidad por una literatura de dolor que, como la tragedia griega, nos ayude a enfrentar los límites de lo que un individuo y una comunidad pueden conseguir. Huellas no da los recursos para trazar tanto las victorias políticas como los fracasos en un relato que dura mucho más que un ciclo electoral, una pandemia o incluso la breve historia de la misma humanidad. Paradójicamente, reconocer que al final todos seremos fósiles algún día puede ayudarnos a volver a la política incluso cuando sabemos que bien podemos fracasar: el estoicismo geológico de Farrier no es tanto un rechazo de la acción pública como su necesario complemento privado. Debemos mirar larga y detenidamente la brillante realidad insoportable del futuro profundo, y luego ponernos nuestras mascarillas y volver al trabajo.

     

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    Artículo aparecido en Los Angeles Review of Books en noviembre de 2020. Se traduce con autorización de su autor y de la revista. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Huellas, David Farrier, traducción de Pedro Pacheco González, Crítica, 2021, 288 páginas, $18.900.

  336. Golpe a la ventana

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    De un tiempo a esta parte, diría uno, tal vez dos años, escucho con cierta frecuencia el retumbar de fuegos artificiales más o menos lejanos a través de mi ventana. Como vivo en una ciudad, doy por sentado que aquello que escucho desde mi ventana lo escuchan también otros desde la suya. Podría, de cualquier forma, vivir en la ciudad en la que vivo o en muchas otras, y la impresión que ese no demasiado lejano retumbar me causaba en un inicio se habría disipado igual: corre la voz, el dato, la información de que lanzar fuegos artificiales en algún momento de la noche es una práctica recurrente en las comunidades narcos, ya sea por funerales o por ingreso de la droga, entre otras razones que no nos inquieta desconocer precisamente porque nos basta con ese saber.

    A menudo las ventanas convierten lo que ocurre afuera, en el exterior de nuestras casas o de cualquiera sea el interior que habitamos, en una página por leer. La recurrencia de algunos estímulos, sonoros en este caso, sumado a cierta información contextual, nos brinda la posibilidad de comprender un suceso determinado, encuadrándolo en un marco de sentido, por precario que este sea. Si nuestras ventanas no funcionaran cotidianamente como un marco de sentido en el que se dejan caber y, con ello, leer ciertos acontecimientos, nuestra situación en el mundo se vería a lo menos alterada. De alguna manera, la idea que nos hemos hecho de una casa, de un hogar, depende de la estabilidad que un espacio logra mantener respecto del tiempo que transcurre afuera. Y digo tiempo pensando en el clima, ciertamente, pero también, y acaso sobre todo, en un modo de transcurrir de las cosas: hay un tiempo del afuera que nuestra ventana desea enmarcar, expresándose la distancia que respecto de él necesitamos tomar en un medio tan transparente y frágil como un cristal.

    El hecho es que ocurren, han ocurrido —y nada indica que dejen de hacerlo—acontecimientos que desbaratan por completo esas circunstancias ventaneras que deseamos o suponemos la mayor parte del tiempo estables, como si se tratara de un cuadro. Sucesos que no son historias, aún, que puedan leerse o contarse. Acontecimientos como pudo ser la mañana que un día 11 de septiembre encontró, hace ya increíbles 50 años, a muchas y muchos relegados, devueltos, asombrados o aterrorizados, apostándose en el marco de sus ventanas. Mirando, escuchando, ocultándose, asomándose. Intentando leer, comprender lo que estaba ocurriendo afuera bajo la forma de una cantidad ingente de signos diversos que invadieron, de pronto, la ciudad. La vida. Las historias. La Historia de un país.

    Según pasan los años se organiza en función de un acontecimiento que está ausente, aunque en el centro: el bombardeo a La Moneda y la muerte de Allende. Solo están los medios, la ventana y la radio y los recuerdos que ese fuera de campo despierta en quien narra, para construir un posible relato de lo que está ocurriendo. Y lo que hace Droguett es detenerse, tres años después, únicamente en ellos, reconstruyendo las huellas materiales que cada uno de esos medios imprimió en la experiencia y el imaginario de un día que, en sus palabras, no ha cesado de repetirse.

    ***

    Con ocasión de esta negra conmemoración se publicó hace algunos meses una novela de Carlos Droguett que lleva un título doble y singularmente emotivo: Según pasan los años. Allende, compañero Allende. La novela fue escrita el año 1976, un día 7 de diciembre de 1976 a las 11:30 de la mañana, exiliado Droguett en la ciudad suiza de Berna hacía algo más de un año. En ella, con una voz continua, tan melancólica como exasperada y enardecida, Droguett da curso al relato de lo que fue ese día 11 de septiembre, de la mañana a la noche. Ese día que vio morir a Allende y con él tanto y a tantos más: “Casi no necesito recordarlo, es la pura verdad, porque lo he estado reviviendo todo el tiempo, todos los días desde aquel 11 de septiembre fatal”. La mañana lo encontró temprano visitando a Hugo, un amigo librero de cuyo departamento ya no podrá salir en dos o más días y desde cuya ventana comenzarán a ver pasar los aviones mientras una voz en la radio vociferaba “que dentro de 30 minutos si el señor Allende no abandona La Moneda este será bombardeado, aló, aló”. La jornada transcurre entre balazos y explosiones y humaredas y sirenas de incendio parcialmente vistas y oídas, intercalándose con las noticias interrumpidas que logran escuchar por la radio. Entre mirarse las caras, tomar café, fumar, lavar las tazas, hablar un poco, recordar y tomar vino, mirar inmóviles por la ventana, pensar en salir y no hacerlo: quedarse paralizados ante un espectáculo de muerte frente al cual se sienten tomando palco, un palco ciego, recortado el presente por el presente. Recortado el tiempo por un marco que deja la historia fuera de campo.

    En rigor, la novela entera es una elipsis. Todo el relato se organiza en función de un acontecimiento que está ausente, aunque en el centro: el bombardeo a La Moneda y la muerte de Allende. Solo están los medios, la ventana y la radio y los recuerdos que ese fuera de campo despierta en quien narra, para construir un posible relato de lo que está ocurriendo. Y lo que hace Droguett es detenerse, tres años después, únicamente en ellos, reconstruyendo las huellas materiales que cada uno de esos medios imprimió en la experiencia y el imaginario de un día que, en sus palabras, no ha cesado de repetirse.

    En otro relato publicado recientemente, el cronista Juan Pablo Meneses ha hecho también de la repetición y la ventana el medio a partir del cual se configura el imaginario de algo, una historia, un acontecimiento que se sustrajo. El libro se titula Una historia perdida y arranca de la imagen de un niño desprevenido que ese 11 de septiembre de 1973, siendo las 11 en punto de la mañana, comienza a oír los bombardeos desde su ventana y se acerca a mirar lo que está ocurriendo cuando, desobedeciendo los llamados de su mamá, la ventana estalla en su cara, dejando las esquirlas del cristal incrustadas en su cuerpo y su memoria, una memoria colectiva que será también de orden psíquico, personal. El libro entero es un precario intento por recomponer, en las palabras, ese vidrio que estalló en la cara de Pablo, contracara del autor, dejándolo sin posibilidad de ver ni comprender un evento que muchos años después se convertiría en el núcleo velado y sintomático de sus recuerdos. Su lectura me devolvió a la imagen del lente quebrado de Allende que un día Carlos Altamirano instaló ampliado a escala inusitada en La Moneda, así como también a un ensayo escrito hace un par de años por Lina Meruane, movido y conmovido por las múltiples cegueras que dejó el estallido social de 2019. Al leerlo, recuerdo muy bien, fue creciendo en mí la sensación de comprender cómo, ante la falta de justicia y verdad, la historia, nuestra historia, se ha escrito en la ceguera y la oscuridad.

    Volver ahora a estas ventanas redobla esa sensación. A estas ventanas que son los ojos de las casas, que al mismo tiempo que nos brindan la ilusión de dominio de un campo visual, son su parte más frágil, su agujero acuático, visceral. En estos modos de ofrecerse como medio para aquello no era posible representar, imagino agazapado un pedazo de la política de la ceguera que a contar de ese día 11 de septiembre se impondría, bajo muchas formas de violencia —entre otras, la censura—, en todo el país.

    Una ventana será imagen del silencio y la muerte que enlutó los días, los meses, los años que siguieron a ese inolvidable y repetido 11 de septiembre: la imagen de la ventana, o el balcón, de la oficina de Allende en La Moneda, que solo días después del Golpe pudo ser vista por los transeúntes, autorizados a pasar frente al palacio una vez depuesto el estado de sitio. Entre esos transeúntes, paseantes, espectadores, hubo uno que registró esa ventana bombardeada, desolada. Radicalmente abierta, es decir impedida la mediación, y por lo tanto ciega, como la ventana de un mausoleo, esa imagen puso, a través del lente de Luis Poirot, un velo posible que hiciera frente al desgarro total de los imaginarios que esa misma ventana inauguró.

    ***

    Raúl Zurita escribió un libro inmenso volcado únicamente, en sus casi 800 páginas, a repetir en sus distintas capas y profundidades los afectos e imágenes que produjo un solo día, aquel 11 de septiembre de 1973. Lo tituló Zurita. La segunda parte, “Tu rota noche”, se cierra con el poema “Y emergimos del mar”, compuesto de ocho partes que arrancan con una imagen del nacimiento: entre los paredones de la cordillera abriéndose sobre las playas, alguien abre sus piernas y pare a un hombre y con él a la entera humanidad. A la cabeza de cada uno de los textos se repiten las palabras CIELO ABAJO, que es en verdad una suerte de mantra a lo largo de todo el libro. Bajo el último CIELO ABAJO, este poema:

    Ya es 11 de septiembre. Como si fuera otro mar, el
    inacabable pedrerío se estrella contra la reja de
    una casa de dos pisos que se ha mantenido intacta,
    incólume, en medio de la tierra infinitamente
    arrasada. Te acercas. Miras por una de sus
    ventanas y ves que todo sigue igual; el cuadro con
    un puerto de noche colgado en el living, la
    pequeña mesa de centro, el sofá y los dos sillones
    de un verde muy claro. Tu madre se levanta de
    uno de los sillones con un niño de días en sus
    brazos y alza los ojos. Le haces gestos desde el
    otro lado de la ventana, le mueves las manos, le
    golpeas los vidrios, mientras el sonido del mar se
    hace uno con el estruendo de la muchedumbre
    cruzando las aguas. Son infinidades de niños,
    mujeres y hombres que se abrazan con los ojos
    enrojecidos, hijos cargando a sus padres en las
    espaldas, pueblos, generaciones enteras que
    avanzan fundiéndose con el río de la barrosa
    humanidad que emerge gritando. Tú también
    gritas, tú también chillas pegado a la ventana de
    una casa en medio de la tierra devastada.
    Empapado, con desesperación golpeas los vidrios
    y los gritos se oyen cada vez más fuertes. Tu
    madre se acerca a la ventana con el niño de días
    en los brazos y mira el amanecer. Sus ojos se
    cruzan con los tuyos. No te ve. No puede mirarte. 

    ¿Quién es ese niño que naciendo se asoma junto a su madre a la ventana? ¿Quién es aquel que al crecer le hace gestos desde el otro lado del cristal? ¿Cuál es esa muchedumbre que, como generaciones enteras de la humanidad, atraviesa con sus padres a cuestas el marco de la ventana, o de la historia? Hay un hombre, la humanidad, que marcha en medio de la tierra devastada y a la vez chilla como un niño contra el cristal de la ventana. Uno y otro no se ven, no pueden verse. Cielo abajo algo cayó, interrumpiendo acaso, de una vez y para siempre, el encuentro entre la imagen que se ve a través del cristal y la realidad que, desesperada, lo golpea.

    Jaar somete en ese ejercicio aquella imagen inmensamente política del fin de un relato, es decir de un modo de contarnos la historia, a un régimen de representación visual tan antiguo como la pintura enmarcada. En ese gesto, a primera vista paradojal, un poco a la manera de un ready-made de Duchamp, lo que sentimos, sin embargo, es también la amargura de presenciar la repetición del horror.

    ***

    Una imagen falta. Lo sucedido no logra ser representado, solo queda el signo de una imagen posible. Como escribe Pascal Quignard, la imagen que está por verse es lo que falta en la imagen. Como faltan, por ejemplo, en estas pocas imágenes ventaneras una gran ventana que hubo y persiste en el fuera de campo de cada una, que se sustrajo a las demás, que se calló. Una ventana que será imagen del silencio y la muerte que enlutó los días, los meses, los años que siguieron a ese inolvidable y repetido 11 de septiembre: la imagen de la ventana, o el balcón, de la oficina de Allende en La Moneda, que solo días después del Golpe pudo ser vista por los transeúntes, autorizados a pasar frente al palacio una vez depuesto el estado de sitio. Entre esos transeúntes, paseantes, espectadores, hubo uno que registró esa ventana bombardeada, desolada. Radicalmente abierta, es decir impedida la mediación, y por lo tanto ciega, como la ventana de un mausoleo, esa imagen puso, a través del lente de Luis Poirot, un velo posible que hiciera frente al desgarro total de los imaginarios que esa misma ventana inauguró.

    Azuzados por el deseo de pensar y recordar e imaginar nuevos relatos y relaciones posibles, vi la muestra que inauguró este año Alfredo Jaar en el Bellas Artes de Santiago. Me encontré con un trabajo que no conocía: una reinterpretación de esa fotografía de Luis Poirot en manos de distintos estudiantes de escuelas de arte norteamericanas, quienes habrían recibido de parte del artista el encargo de dibujar un fragmento de la imagen fotografiada, diseccionada mediante una cuadrícula. Jaar somete en ese ejercicio aquella imagen inmensamente política del fin de un relato, es decir de un modo de contarnos la historia, a un régimen de representación visual tan antiguo como la pintura enmarcada. En ese gesto, a primera vista paradojal, un poco a la manera de un ready-made de Duchamp, lo que sentimos, sin embargo, es también la amargura de presenciar la repetición del horror: por un lado el intento de copiar, de representar cada una de las ventanas que conforman la fachada del bombardeo acudiendo, para ello, a un velo, que es también el velo que resulta de todo trabajo de elaboración —poner frente a lo real el velo de algún lenguaje—; por otro lado, sin embargo, la repetición del desgarro, de la imagen ausente —la muerte de Allende— que sin embargo insiste en el tiempo y en el espacio del presente.

    Hoy día, de hecho, a esta misma hora, hay ventanas estallando en una parte del mundo. Si aún es posible esperar de nuestras ventanas el ingreso del viento y la luz, es porque seguimos pidiéndoles un pedazo de cielo. Ese pedazo de cielo es el mismo cielo que las ventanas de La Moneda bombardeada dejaron traslucir en su derruido interior, y es el mismo cielo abajo que compartimos con quienes están viendo destruirse las suyas, despedazándose con ellas el marco posible de lo real.

  337. Uva

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    Las viñas requieren cuidado a lo largo del año para que los viñedos se mantengan sanos y que la uva madure. Es lento. Me acuerdo de días calurosos podando. Esto, dependiendo del tamaño del campo, demora. El campo es silencioso. Al momento de podar se escucha el ruido del motor del tractor que permite llevar a cabo el proceso. Estamos solos ahí, cuidando, de alguna manera, cada uva. En estos periodos cuidamos lo que se viene, lo que aún no está. Creamos las condiciones para que venga algo. En este periodo, trabajar es similar a lo que dice Simone Weil de la mujer que teje mientras está embarazada: hay un cariño hacia el trabajo; no porque seamos seres cariñosos, sino porque trabajar, en algunos casos (y en algunas condiciones), es crear el futuro, es cuidarlo ―cuidar algo que esperamos.

    La uva se cosecha una vez al año, hacia el final del verano. Cuando los viñedos son destinados a una producción masiva, se busca cada año mano de obra para la temporada de cosecha. Circula entonces la voz de que se puede ganar dinero y se apuntan trabajadores que vienen de distintos lugares, a veces de zonas urbanas, lejanas, o bien de otras zonas rurales, donde se realizaron otros tipos de tareas. Los que íbamos al colegio cosechábamos durante los fines de semana. Nos venían a recoger en un punto de la ciudad, nos llevaban a zonas que en general descocíamos, llegábamos a los viñedos y nos asignaban por dónde empezar. En este momento, las personas que habíamos conocido en el bus desaparecían en las filas de plantaciones. En este contexto se ve el espacio, el recorrido hecho, el recorrido faltante, que habrá que repetir hasta la hora de la colación. No recuerdo la uva en estos campos, tampoco a mis compañeros de cosecha. Solo recuerdo el breve tiempo de la colación.

    El tiempo de la naturaleza tiene que ver con el cultivo de la tierra. El trabajo es natural. La naturaleza trabaja, es decir, se produce a sí misma. La semilla en la tierra se nutre y produce nutrientes; absorbe agua y desarrolla raíces. Mientras este trabajo se hace, quien lo observa busca producir su repetición, la de su proceso, de su vitalidad, de su temporalidad. Por otro lado, observar la naturaleza es natural. El órgano ocular se desarrolla mirando y se nutre de lo que mira. Ningún ojo ve antes de mirar y mirar es relacionarse con algo más grande que uno. La observación de la naturaleza es la incorporación de sus temporalidades. El tiempo de la mirada es afectado, forjado, impactado, por la vitalidad de su objeto. Asimismo, el sujeto que busca instruirse no es externo a lo que conoce. Quien observa y cuida plantas se conoce a través de ellas, porque se produce con ellas.

    Recuerdo un año de anarquía en el que, mientras buscábamos agarrar los racimos de uva, se entrelazaban las manos de quienes cosechábamos y la cosecha se volvió un juego. La uva ya no era un fin sino un pretexto. Creo que este año la cosecha fue buena. Recuerdo que el carrito detrás del tractor estaba lleno de cestas con la fruta. Recuerdo muy bien esta cosecha, porque era la primera vez que estábamos juntos, cosechando juntos, tocando nuestras manos. El momento crea la memoria. La uva jugó un rol de tercero entre nosotros quienes nos pusimos a jugar y no solo a cosechar. Recuerdo que fue un día alegre. El sol tal vez era alegre. Mientras volvíamos de la faena con las canastas llenas, el carrito detrás del tractor se dio vuelta y la uva quedó enteramente aplastada. Todo el trabajo del año quedó ahí, en el piso, desgastado. Recuerdo que se apagó el sonido del tractor y no dijimos una sola palabra. Recuerdo las miradas. Entonces empujamos el carro para fijarlo de nuevo al tractor, buscamos recuperar los racimos buenos, la uva todavía jugosa. Fue un instante de confusión dolorosa entre el trabajo y el juego, la alegría y algo que solo fue una pequeña tragedia. Fue también un instante en el que sin decir nada, estuvimos todos juntos, reparando el desastre. La uva ya no era objeto de cosecha o de juego: era nuestra aliada en ese instante de reconstrucción del tiempo, de la vida.

  338. Todo comenzó por aburrimiento

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    Aburre esperar, aburre el apuro, aburre el sinsentido, aburre el exceso de sentido, aburre trabajar, aburre el ocio, aburre hablar, aburre el silencio, aburre el hambre, aburre comer, aburre la gente, aburre no poder estar a solas, aburre la incapacidad de sentir, aburren los otros, me aburro de mí, aburre el matrimonio, aburre el amante, aburre la soltería, aburre lo viejo, aburre lo cotidiano, aburre la guerra, pero también —secretamente— aburre la paz.

    El hastío es una especie de enfermedad de las cosas, incluso puede atacar a aquellas que alguna vez nos dieron alegría. Por eso, prácticamente todo puede derivar en una lata. Tal como describe Flaubert, el tedio de Emma Bobary es como una telaraña tejida en la sombra, una telaraña que alcanza todos los rincones del corazón.

    Este particular fastidio ha tomado tantos nombres como épocas hemos atravesado: el taedium vitae de los romanos duró hasta el siglo I. La acedia de los monjes cristianos apareció en el siglo III. Reapareció bajo el nombre de melancolía en el siglo XV. Regresó en el XIX con el spleen del llamado “mal de siglo”. En el siglo XX vuelve como depresión. A esta lista de términos reunidos por Pascal Quignard, habría que agregarle en el siglo XXI varios otros: anhedonia —o fatiga crónica—, trastorno ansioso, déficit atencional, apatía.

    Pese a sus diferencias, lo que en todas estas palabras habita es un “secreto doloroso”. La espantosa constatación de que la satisfacción, tan anhelada por el ser humano, es seguida por un dolor: más allá del placer ocurre la estafa del hastío.

    Basculamos en un péndulo que oscila entre el anhelo doloroso y el hastío de la satisfacción; entre la pesadilla y la broma. A esta condición Sigmund Freud la llamó neurosis, cuyas consecuencias no solo urdirían la historia personal, sino también la gran Historia. De ello escribió en tiempos de guerras, y propuso una de sus tesis más provocadoras como inadmisibles: el ser humano no siempre busca el placer, tampoco su bien.

    Ya nadie habla de neurosis. Tampoco el aburrimiento es un diagnóstico, pese a su presencia masiva. Si en el medievo tuvo estatus de pecado y los románticos le dieron un carácter de elegancia, hoy no es más que un estado indigno, propio de un tonto que no sabe cómo entretenerse: “Los burros se aburren”. Quizá porque el entretenimiento es más que el tiempo que queda al final del día; es el sostén de la economía anímica. Una economía, por cierto, millonaria.

    La explicación fisiológica del aburrimiento es que los niveles de excitación cortical disminuyen en situaciones poco interesantes. Es una explicación aburrida. Pero el cerebro también responde al aburrimiento activando otras redes neuronales que activan la ensoñación. Ese añadido es más interesante. De todas maneras, el aburrimiento no alcanza a ser un diagnóstico psicológico ni social, seguramente porque los diagnósticos hablan de problemas, y los problemas buscan solución. Mientras que los males existenciales no se curan. No hay fármacos para el aburrimiento. En realidad, sí, pero no los recetan los médicos y tienen efecto rebote.

    El aburrimiento es una condición vital, algo que se enfrenta cada vez, sin superarse jamás. Como el mal tiempo. No es casual que, de aburridas, las personas se pongan a hablar del clima. Fernando Pessoa lo intuía: “Concibo que seamos climas sobre los que gravitan amenazas de tormenta, realizadas en otro sitio”.

    La década de los 90 fue el tiempo de conmemorar el pasado, inventar futuros afines al presente, y por supuesto divertirse. Jubilados antes de la primera batalla, una generación inventó intensidades de otro tipo: el deporte aventura y otras expresiones sospechosamente sintomáticas. El lenguaje de la guerra se desplazó al mundo de la empresa; un tipo de frase corta, en inglés. Esa lengua fue la de estandarización de la vida, las variaciones comenzaron a ser de tamaño, color y cuotas de la tarjeta de crédito. ¿Un desierto?

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    Todo comenzó por el aburrimiento, dice el narrador de Memorias del subsuelo, de Dostoievski. Se refiere al comienzo de su historia, pero en realidad tal observación es un buen comienzo para cualquier historia. Primero los dioses se aburrían, y un dios aburrido, escribió Nietzsche, solo podía crear a un hombre aburrido. A su Adán le dio a Eva, pero ambos se aburrieron, como se aburre cualquier pareja. Kierkegaard imaginó que en ese punto el tedio del mundo comenzó a multiplicarse, luego Adán y Eva, Caín y Abel se aburrían en familia, tras ellos aumentó la población y el aburrimiento se hizo masivo. Para entretenerse concibieron construir una torre tan alta que fuera capaz de alcanzar el cielo: la Torre de Babel es la medida de su aburrimiento.

    El tedio puede ser un comienzo en varios sentidos. De una creación, “calma chicha” le llamó Nietzsche a ese momento desagradable que antecede a la felicidad de la creatividad. Pero también puede ser el comienzo de un encierro sin salida. Puede ser tanto el inicio de una revolución, como de una contrarrevolución.

    De todos los términos, en mi opinión la mejor denominación es Ab-horrore: separado del horror. Baudelaire hizo una advertencia al respecto en su poema “El viaje”: en el desierto del aburrimiento, el horror es un oasis. El horror como respuesta al aburrimiento es una clase de perversión que busca alcanzar una verdad de un modo inhumano, niega lo que la verdad le debe a la metáfora, a la ficción, incluso, a la mentira. El horror busca una verdad sin política, sin negociación. Una hiperrealidad.

    Entonces nos debería preocupar el desierto, tanto como nos ocupa el horror.

    Existe un cuento de Alphonse Allais sobre un Rajá hastiado de la danza de las bailarinas y de la desnudez repetida. Pide que a una niña le quiten el último velo, la piel. Solo el sadismo y la carne cruda lo despertaron del sopor. Lo que el cuento dice es que el placer sexual no es la última estación, es posible ir más allá, y más allá del principio del placer está la muerte. Es lo que enseña Saló de Pasolini. También Crash de Cronenberg, cuyos protagonistas, anestesiados sexualmente, buscan en el dolor volver a sentir. Más acá de la ficción: las imágenes de los prisioneros de Abu Ghraib, torturados y fotografiados por los soldados norteamericanos. Una imagen sutil, pero no menos siniestra del horror: Lucía Hiriart pedía en La Moneda que cortaran el quesillo en forma de corazón (J. C. Romero dixit).

    Para George Steiner, el ennui podría ser una teoría de la cultura, una evidencia de las fuerzas que pulsan en la psicología colectiva. El gran ennui europeo se sitúa en las décadas de prosperidad económica y cultural que ocurren después de las guerras napoleónicas hasta la Primera Guerra Mundial. Mito de una pequeña edad de oro, bajo el supuesto de haber alcanzado una madurez y una coherencia sustentadas en la racionalidad. Pero lo que nota Steiner es que, proporcional a cada entusiasta publicación científica, aparecía otra que expresaba una desazón, incluso una nostalgia del desastre.

    Un estado de ánimo feroz crecía y se colaba en las fantasías de ruina y destrucción. El mito de progreso encubría graves tensiones de clase y generacionales, además de una represión sexual imposible de contener. Las energías vitales estaban estancadas, la vida se volvió repetición y somnolencia. Creció una generación rumiante, con recuerdos que no le pertenecían. Padecía del recuerdo de otro tiempo que corría más rápido, un tiempo de inaugurarlo todo, donde el paisaje se erotizó. Se llenó de sangre también. Y el paso de un tiempo a otro no fue pacífico en el alma de una generación. ¿Cómo podía un joven escuchar sobre el Terror o Napoleón y luego ir a la oficina?

    Antes la barbarie que el tedio”, escribió Théophile Gautier en el siglo XIX. La frase reapareció en mayo del 68.

    Para Steiner, junto con las razones políticas, fueron las tendencias psicológicas, cuyo deseo era el de un fuego purificador, las que llevaron a Europa a abrir con la Primera Guerra Mundial una catástrofe que no paró hasta después de la bomba atómica. Es probable que esas generaciones, aquellas que perdieron el mundo más de una vez, hayan sufrido de una nostalgia del aburrimiento. Pese a ello, el siglo XX no cerró con una arcada, sino con un gran bostezo. Francis Fukuyama le puso nombre al nuevo ciclo: el fin de la Historia. Pero dijo también que la historia se reanudaría por aburrimiento.

    Entrados a este siglo, en Chile los informes mostraban que la gente estaba más feliz, pero más disconforme; las cifras de cosas importantes para una sociedad crecían, pero también el descontento y la desconfianza. Tal como en el mito de la edad de oro europea, se negaron las tensiones, la desigualdad, la crisis migratoria y la ruptura generacional que trajo la tecnología digital. En Chile el mito en disputa se llama ‘los 30 años’.

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    ¿Qué significa nacer en la era “post”? ¿Es un comienzo o un tiempo póstumo? El fin de la Historia dice que todo ha sido realizado. La década de los 90 fue el tiempo de conmemorar el pasado, inventar futuros afines al presente, y por supuesto divertirse. Jubilados antes de la primera batalla, una generación inventó intensidades de otro tipo: el deporte aventura y otras expresiones sospechosamente sintomáticas. El lenguaje de la guerra se desplazó al mundo de la empresa; un tipo de frase corta, en inglés. Esa lengua fue la de estandarización de la vida, las variaciones comenzaron a ser de tamaño, color y cuotas de la tarjeta de crédito. ¿Un desierto?

    El lenguaje de la empresa se extendió a todo, a la psicología, la educación, el amor. Pese a ese arreglo lingüístico que suponía efectividad, crecía una opacidad no calculada por las estadísticas. Entrados a este siglo, en Chile los informes mostraban que la gente estaba más feliz, pero más disconforme; las cifras de cosas importantes para una sociedad crecían, pero también el descontento y la desconfianza. Tal como en el mito de la edad de oro europea, se negaron las tensiones, la desigualdad, la crisis migratoria y la ruptura generacional que trajo la tecnología digital. En Chile el mito en disputa se llama “los 30 años”. Para algunos, crecimiento; para otros, la desigualdad al margen del crecimiento. Hay quienes ven modernización, otros, posfascismo. Desde luego, en esa discusión se juegan trayectorias vitales, posiciones sociales, intereses corporativos, verdades, mentiras y neurosis. No hay duda de que los estallidos en el mundo hablan de la crisis de un ciclo político y de fracturas sociales, pero aspectos psicológicos —como el aburrimiento— son poco explorados. Quizá por pudor, por poco noble. Pero el aburrimiento puede ser un serio síntoma de época. Se debe considerar el hastío de quienes viven en barrios desesperanzadores, lugares que crecen como un caracol, hacia dentro, sin horizonte; tanto, como el —no menos peligroso— aburrimiento burgués.

    La política extrainstitucional fue la que empezó a erotizarse casi a fines de la primera década del 2000 en el mundo. Y en el caso de Chile, el estallido llegó en 2019. Se pueden decir muchas cosas sobre el estallido social que superan la intención de lo que acá escribo, pero lo que es innegable es que fue un acontecimiento erótico.

    También una tempestad de excesos, hasta el asco. Como notó Pasolini a fines de los 60, en momentos de revuelta llega un punto donde ya no es posible distinguir a fascistas de antifascistas. La reacción no tardó demasiado; también la exaltación aburre. La pandemia, la crisis de seguridad, el fracaso en la traducción de ese ánimo a la vida institucional hicieron lo suyo.

    El recuerdo del estallido en el discurso público se volvió una especie de pesadilla vergonzante. Como el día después de la orgía. Pero eso existió, una fuerza dionisiaca, una exaltación sexual y violenta, que cada cierto tiempo, bajo diversas circunstancias, retorna de lo reprimido.

    Hay razones psicológicas que precipitan las políticas.

    Leí que Fukuyama dijo que la guerra en Ucrania era un evento que, ahora sí, podría ser capaz de echar a andar la Historia de vuelta. Por supuesto, no era ese el regreso esperado.

    No hay duda de que los estallidos en el mundo hablan de la crisis de un ciclo político y de fracturas sociales, pero aspectos psicológicos —como el aburrimiento— son poco explorados. Quizá por pudor, por poco noble. Pero el aburrimiento puede ser un serio síntoma de época. Se debe considerar el hastío de quienes viven en barrios desesperanzadores, lugares que crecen como un caracol, hacia dentro, sin horizonte; tanto, como el —no menos peligroso— aburrimiento burgués.

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    Occidente ha hecho de la noche el lugar del miedo. Pero los antiguos, en cambio, temían al día, pensaban que el alma podía ser asaltada por el demonio de mediodía. Tal como lo expresó Meursault, el protagonista de El extranjero de Camus, cuando el juez le preguntó por qué mató al árabe, respondió que a causa del sol.

    Hace más de un siglo, la filosofía advierte que el desierto avanza. Advertencia que a algunos les aburre. No así su versión literal, la que llaman eco-ansiedad. Como sea, lo que avanza es un sol sin sombra, un sol que es metáfora de la ruina del lenguaje para reparar el mundo. Un sol que es sumisión total al destino.

    Frente a ello, siempre es posible distraerse. Pero lo que hace que las cosas no sean aburridas, en realidad, es prestar atención. A veces el absurdo impone su verdad y, como en el mito de Sísifo, nunca llegaremos a destino. Pero aun así, conviene comenzar. Pese a que no veremos finalizados nuestros proyectos, en una de esas, bajando por la roca una vez más, puede que se nos ocurra algo lindo y hagamos algo por ello. Esa es la auténtica libertad, que, como escribió Simone Weil, no es la satisfacción de los deseos, sino la relación entre el pensamiento y la acción.

     

    Fotografía: Sergio Bravo (2019).

  339. Ruinas de mi ciudad

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    Mirando a través de la ventana de un altillo en una vieja casona en el barrio La Chimba, en Santiago, descubrí el vasto tejado de zinc y óxido que cubría las precarias viviendas del lado norte del río Mapocho. En el horizonte del cielo gris se dibujaba un mosaico de latas, clavos y alambres. En cada una de esas fonolitas de zinc, pizarreño y asbesto cemento, se abría un sinfín de posibilidades: trizaduras, perforaciones, amarres, grietas, fragmentos, musgo, moho. Durante los años que recorrí las calles de La Chimba, no dejé de tropezar con esas materialidades derruidas, mil veces reutilizadas y siempre desvencijadas. Eran los escombros y fragmentos del otro lado de la ciudad. Sin embargo, fue una fotografía de la fachada del Palacio de La Moneda, quemado y cubierto por andamios de madera, lo que me hizo sospechar que a veces lo derruido puede ser más que un cúmulo de escombros. Esa fotografía tenía la potencia de retrotraerme a la imagen de La Moneda en llamas. No eran escombros, era una ruina que —a pesar de los rastros carbonizados de sus muros y los fragmentos de ventanas, rejas y concreto a punto de caer— operaba como dispositivo de la memoria violentada, remitiéndome a ese instante traumático de la historia nacional: el bombardeo y el fin de un proyecto revolucionario.

    Más tarde, comprendí que las ruinas existen por doquier y que, en nuestras derivas por la ciudad, siempre es posible tropezar con ellas. El descubrimiento de otras ruinas en Santiago me sedujo ya no como la evidencia de un estorbo o escombro al que se mira con distancia y temor, sino como ese cuerpo-artefacto misterioso y extraño en sus formas y envolventes. Imponentes cuerpos fisurados, sostenidos a menudo por andamios, que me llevaron a sospechar que, en cada una de esas grietas y estructuras derruidas debían existir, agazapadas y escondidas, un sinfín de memorias, emociones y quehaceres. El término fisura, según el diccionario de la Real Academia Española, es una “abertura alargada y con muy poca separación entre sus bordes, que se hace en un cuerpo sólido, especialmente un hueso o un mineral”. Pero también alude a la “dificultad o desacuerdo que amenaza la solidez o la resolución de una cosa”. Sinónimos de fisura son la grieta, raja, hendidura, hiato.

    Entonces emprendí la tarea de recorrer estas fisuras y grietas para pronto comprender que, además de desestabilizar las formas arquitectónicas, ellas operan también como dispositivos de memoria, identidades y afectos. Efectivamente, en torno a las ruinas de nuestra ciudad se anudan prácticas y narrativas que, con resultados diferenciados, moldean nuestras vidas y sus horizontes: la Basílica del Salvador como cuerpo sin esqueleto y en perpetuo movimiento; el Palacio Pereira como cuerpo del desamarre y bello final; la Villa San Luis como el cuerpo doliente del despojo brutal.

    ***

    Tarjeta postal del Templo del Salvador editada entre 1911 y 1916, décadas antes de que fuera declarado basílica en 1938. Crédito: Archivo fotográfico de la Biblioteca Nacional.

    En la Basílica del Salvador, la profundidad de las grietas y fisuras que acompañan su fachada, sus esculturas y relieves atrapan la imaginación hacia el derrumbe. No es difícil imaginar que si no fuese por las estacas que sostienen el muro y las rejas que impiden circular por la vereda contigua, eso no sería más que un cúmulo de escombros derramados sobre el pavimento. No obstante, la Basílica está allí, de pie como baluarte patrimonial. “La iglesia de oro”, como la llaman por su delicada filigrana dorada, conserva aún la magnificencia y belleza de su porte. Pero las imágenes de su deterioro se magnifican al recorrer las tres naves, sentir el frío y observar el altar vacío, los arcos en deteriorada albañilería, los pilares desgastados, los vitrales que ya no están, las pinturas y revestimientos de yeso que escurrieron con las lluvias; polvo, peñascos y excrementos de paloma por doquier. Al levantar la vista hacia el bello cielo decorado y perforado, un edificio se inscribe en el horizonte, los balcones del vecindario entran como parte del templo abandonado. Sobre la cúpula destrozada, un delicado árbol crece y una pelusa de maleza completa la escenografía del recorte dorado sobre el cielo gris de Santiago. Como toda ruina, la Basílica del Salvador también tiene piel, muchas pieles, costras y cortezas que se adhieren a su cuerpo, envolventes que hablan de un tiempo en que el ejército celebraba y oraba sus victorias; las élites bautizaban a sus hijos; las muchedumbres clamaban por justicia ante el asesinato de Rodrigo Rojas Denegri; las devotas oraban frente al Cristo del Salvador; vagos y tránsfugas se cobijarán bajo sus altares y gárgolas en las noches de la dictadura, y hoy, restauradores, arquitectos y patrimonialistas se afanan en su conservación, impidiendo que ella siga su natural y vital derrumbe.

    La historia del Palacio Pereira, en pleno centro de Santiago, da cuenta de las riquezas acumuladas en tiempos del salitre; imponente presencia donde el juego de órdenes jónico y corintio se superponen a balcones, rejas y archivoltas de fierro fundido, importados y adaptados de catálogos franceses. En su interior, los salones y patios comunicados por un amplio eje de circulación, y algunas reminiscencias de arquitectura colonial, permiten imaginar la vida que transcurría en él. Delicada ornamentación basada en los principios de composición clásicos que inspiraba a arquitectos y familias de la oligarquía de fines del siglo XIX, pero donde el mármol y las maderas exóticas contrastaban con el suelo de tierra y los escombros. Desde los años sesenta el palacio se mantuvo como una escenografía derruida. Antes de su restauración, iniciada 40 años después, la fachada chorreada de excrementos de paloma operaba como pizarrón del tiempo: por allí pasaron vagabundos, grafiteros y una fauna diversa que necesitó de algún refugio. Podría decirse que el edificio había sido absorbido por la ciudad y se encontraba, cada día más, a merced de los intereses inmobiliarios que pugnaban por deshuesarlo y engullirlo por completo. Nada de eso ocurrió, finalmente, porque la ruina ha desaparecido para volver a transmutarse en el palacio inmaculado —demasiado inmaculado, quizás— que alguna vez fue. Es la magia de la política urbana y el fetiche patrimonial.

    En uno de los terrenos más caros de Santiago, en la comuna de Las Condes, entre grandes edificios espejados, dos amasijos de betón y fierros retorcidos se muestran impúdicos tras las rejas que los resguardan. Son los escombros —hoy transformados en ruinas por una declaratoria del Consejo de Monumentos— de Villa San Luis, conjunto habitacional modernista que encarnó el sueño de justicia social de la revolución socialista de los años 70. Era, o sería, una ciudadela para familias obreras en una ciudad segregada y desigual. Con el golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, esta ciudadela de la revolución socialista llegó a su fin y los vecinos fueron desalojados violentamente. Transformada en un amasijo de escombros y varillas retorcidas, en una mixtura de materiales polvorientos, poco queda de aquella utopía. Más de 40 años demoraron los pobladores en reorganizarse para demandar lo suyo y gestionar la Declaratoria Patrimonial, instancia administrativa fuertemente contestada por la inmobiliaria que hoy es propietaria, arguyendo la condición de ruina en la que estaba la Villa al momento de adquirir el terreno. Es el lenguaje de la “dislocación”, de la torsión del argumento que aboga por la renta del suelo y niega la posibilidad de su valor como lugar de memoria. Aunque tarde, la declaratoria ha detenido hasta ahora —escribo esto a comienzos de abril— el derrumbe, para desplazar la mirada desde el escombro a la ruina patrimonial, fijando así su sitial en la historia urbana y social del país.

    ***

    Cuentan que la Basílica del Salvador siempre ha caído, porque nunca tuvo huesos apropiados para un país sísmico como el nuestro; que el Palacio Pereira fue lenta y progresivamente desamarrado por un dueño que solo quería verlo caer para construir allí su torre espejada, y que la Villa San Luis, tan firmemente construida, en realidad nunca debió caer, pero que su cuerpo fue tan ferozmente golpeado, una y otra vez, que finalmente no pudo resistir.

    La vida de las ruinas en nuestra ciudad es larga y compleja. Sus cuerpos desordenan e interrogan nuestra historia urbana de progreso y modernidad. Si en la historia de los imaginarios dominantes de la planificación urbana y la tabula rasa, las ruinas son ignoradas y despreciadas, estas tres obras arquitectónicas arruinadas —o cuerpos, como prefiero llamarlos— permanecen aún vivas. Se rebelan y sacuden. Son incómodas, pero dejarlas y olvidar resulta difícil. Porque las ruinas siempre chirrían y perturban el orden de lo dado. A pesar de su aparente fealdad e incompletitud, la ruina posee, a diferencia del escombro, el poder de mostrarnos la grandeza de un proyecto, de un sueño, de una vida. En los términos de Cornelius Castoriadis, diremos que en este proceso de derrumbe, el significante de cada edificio a menudo transgrede y amplía los horizontes de la imaginación para conducirnos a significados insospechados.

    Comprender el paso del edificio al escombro, del escombro a la ruina y de la ruina al edificio patrimonial y las memorias vivas es el propósito de este texto. La ruina no nace, se hace, se va haciendo desde las prácticas, decisiones y gestos de actores y colectivos en determinados tiempos y espacios de un mundo sometido siempre al cambio. La ruina es lugar, figura, construcción, artefacto, movimiento y desplazamiento.

    El cuerpo de la ruina hace evidente las leyes de la gravedad, el peso del cuerpo, del nuestro y el de ella. Cuerpos sintientes en su pesadez, en su caída, en sus fracturas, en su modo de estar en el mundo, humano y no humano, material e inmaterial.

    Frágiles y siempre cercanos a la muerte, nuestros cuerpos, así como el de la ruina, esquivan la rigidez de la inmovilidad desde la plasticidad de sus formas y movimientos. La ruina, que siempre amenaza con caer, incluso desde el pequeño escombro que rueda cuesta abajo —“No olviden sus cascos”, dice el guía a los turistas que la recorren— nos alecciona desde el trabajo transformador e incesante de su forma.

    En su capacidad de transmutación, la ruina indefectiblemente remite a la naturaleza, a la tierra, a la materia prima, a un lugar común. En toda ruina se encuentra la idea de que en un instante esa forma y esa naturaleza se confundieron, aunque pueda ser para dar paso a una renovación de lo viejo. En un país habituado a los temblores de la tierra, la ruina y sus escombros pasan a ser parte del paisaje que anuncia y recuerda la catástrofe, junto a la necesidad de movilizarse para hacerle frente.

    ¿Cómo caen las ruinas? ¿Y cómo resisten? ¿Qué cae primero? ¿Y qué no cae jamás? Cuentan que la Basílica del Salvador siempre ha caído, porque nunca tuvo huesos apropiados para un país sísmico como el nuestro; que el Palacio Pereira fue lenta y progresivamente desamarrado por un dueño que solo quería verlo caer para construir allí su torre espejada, y que la Villa San Luis, tan firmemente construida, en realidad nunca debió caer, pero que su cuerpo fue tan ferozmente golpeado, una y otra vez, que finalmente no pudo resistir. Edificios que cayeron y se derrumbaron, pero aun así no murieron porque siempre hay alguien que los recuerda, que los observa, que los cuida, que les habla, los venera y los ama en su potencia siempre plástica. Edificios que del escombro transitaron a la ruina, asegurando así la permanencia de su fluctuante legibilidad. Fluctuante porque no todas las ruinas se trizan, erosionan, envejecen y caen de la misma manera. Pero todas ellas tienen en común su capacidad de torcer y dificultar el guion de los tiempos y espacios dominantes. Las ruinas son ruinas, justamente porque en ellas los contornos de su genealogía son aún legibles, solo que, en su movimiento esos contornos se desprenden, se desplazan para reubicarse de otro modo. Obras que rehúyen las formas fijas, rígidas, para abrirnos al movimiento, a la poética y a la potencia de una praxis política lo suficientemente inestable para que dé paso a la creación crítica y transformadora.

    En tanto movimiento, espíritu y aura, la ruina posibilita rehabitar lugares compartidos, locales, encantados y tópicos —como diría Donna Haraway. Pero sobre todo, la ruina como cuerpo doliente en nuestras ciudades de la vertiginosidad y el progreso interroga nuestras certezas. Ellas nos abren a formas de pensar y estar en el mundo, a maneras de ser que sorprenden e inquietan la experiencia corporal de quienes las observan, las sienten, las ocupan, las destruyen, las trabajan, restaurándolas y patrimonializándolas.

     

    Imagen de portada: La Villa San Luis en junio de 2017. Crédito: Andrés Pérez.

  340. Para una estética de la derrota

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    Una multitud aparece en el horizonte. Extiende grandes lienzos, que a su vez convergen y se transforman en una bandera chilena. Tres rostros superpuestos en el cuadrante inferior izquierdo sugieren un espacio intermedio, anterior a la masa. Junto a la silueta con sombrero que aparece más atrás, dan nombre a quienes la componen: mujer, obrero, campesino. Aunque nos encontramos con las figuras de manera frontal, el espectador también está involucrado. La perspectiva y composición nos sitúan en un mismo plano con la masa que apresta a manifestarse. Estamos nosotros también en la calle: somos parte de la multitud.

    Multitud III (1972) es quizás la obra que mejor condensa la tensión entre modos abstracto y figurativo que Gracia Barrios buscó resolver en su trabajo. También es su obra más monumental. Por eso sorprende que el material que utiliza no sea uno en el que previamente se haya involucrado, al menos de forma directa. En sentido estricto, Multitud III no es una obra textil. Lo que hoy llamamos arte textil se caracteriza por concebir la tela o el tejido como idea de medio y soporte, a través de la materialidad de la obra o la relación que establece (e imagina) como su tradición. Pero, al menos inicialmente, en esta obra la preocupación principal parece ser exclusivamente pictórica: Multitud III explora elementos de composición, color y línea, y cómo estos convergen en una sola idea visual. Lo textil simplemente facilita esta investigación.

    Dicho esto, son precisamente las cualidades específicas del material textil las que determinaron la creación y devenir de la obra. Por una parte, le permitieron a Barrios transponer la composición a un formato monumental. El patchwork también facilitó el desarrollo de aspectos formales clave, por ejemplo, el contraste de bloques estandarizados de color, que genera un efecto rítmico, rompiendo la linealidad de la composición. Los retazos, al enfatizar el contorno, otorgan una calidad casi estática a la figura individual, pero chocan entre sí generando vibración y movimiento: bermellón choca con verde estridente, púrpura con aguamarina, marrón con amarillo. A través de esta yuxtaposición de retazos de color, Barrios produce una imagen casi abstracta en tensión con su aspecto narrativo.

    Lo textil también facilitó su rápida ejecución. Barrios creó Multitud III junto a Graciela Córdova para el edificio que albergó a la conferencia UNCTAD en 1972 —el que, completado en 100 días, se convirtió en un verdadero manifiesto de la ambición modernizadora del gobierno de Salvador Allende. Rompiendo con la visión del artista como alguien cuya labor se distingue de la del proletariado, Barrios y Córdova solicitaron ser compensadas por hora, tal y como todos los obreros que participaron en su construcción, utilizando además un material creado de modo industrial. Con ese gesto, las autoras desmitificaron la idea del artista, posicionándolo simplemente como otro productor más.

    Multitud III quizás sería mejor descrita como una obra heredera de la llamada pintura de historia y su continuación en el corpus realista. Desde Gustave Courbet en el Entierro en Ornans hasta el pintor divisionista Giuseppe Pellizza y su Il quarto stato (El cuarto Estado), muchos han intentado capturar y hacer de la masa su sujeto. A través del subterfugio de la alegoría histórica, Courbet introdujo nuevos actores de la sociedad de clases decimonónica en un idioma visual y formato que no les pertenecía. La referencia a este nuevo sujeto histórico aparece de modo más explícito en la masa prerrevolucionaria de Pellizza, quien muestra a tres figuras desprendiéndose serenamente desde una multitud que se manifiesta —marchando hacia el espectador, uno imaginaría, para negociar el fin de una huelga. Si bien comparte con Courbet y Pellizza el escenificar una demostración, posicionando frontalmente a la masa, Barrios no lo hace desde afuera. Extiende una invitación al espectador, buscando generar una identificación con la masa. Le dice, tú también eres parte de la multitud que exige cambios. En ese sentido, es una obra que no refleja, sino que produce la historia. Esta, sin embargo, resultó ser una historia truncada.

    Lo textil también marcó la posteridad de Multitud III. La obra desapareció en los días posteriores al golpe de Estado de 1973. En el caos que siguió al Golpe y la apropiación del edificio de la UNCTAD como sede administrativa de la dictadura, alguien descolgó, enrolló y se robó la obra. Esta fue ubicada y restituida a la artista a comienzos de la década del 2000, luego de ser identificada entre las pertenencias de un connotado político de la Concertación. Lo textil, en otras palabras, determinó su futuro como obra literalmente desaparecida tras el Golpe y apropiada en el consenso posdictadura.

    Pienso en la bandera desplegada por los manifestantes en Multitud III, y recuerdo también otras banderas que se levantaron durante el debate sobre una nueva Constitución —tanto entre quienes trataron de endosar a la bandera nacional características inmutables de pertenencia o cohesión, como también otros quienes buscaron subvertirla. Pienso, al mismo tiempo, en las banderas de la dictadura y sus descendientes: las de Leppe, Rivadeneira, Voluspa Jarpa… Banderas irónicas donde el mito-país se encuentra con la realidad abyecta, y que sin embargo nuevamente reinscriben pertenencia en un colectivo que disiente y se disgrega.

    Si bien comparte con Courbet y Pellizza el escenificar una demostración, posicionando frontalmente a la masa, Barrios no lo hace desde afuera. Extiende una invitación al espectador, buscando generar una identificación con la masa. Le dice, tú también eres parte de la multitud que exige cambios. En ese sentido, es una obra que no refleja, sino que produce la historia.

    La leche derramada

    Cruzando el atrio del pabellón central en la Bienal de Venecia 2022, un pórtico se abría hacia la izquierda. El espectador encontraba allí una sala completa dedicada a la obra de Cecilia Vicuña. En sus muros colgaban óleos, algunos de ellos recreaciones de obras que se perdieron en el tiempo, producidas nuevamente para la exhibición. En esta obra temprana, Vicuña se servía del estilo ingenuo de la pintura popular y un imaginario onírico para dar forma a su mitología personal: su madre, Karl Marx, la propia artista, Violeta Parra, el Ángel Menstruante, Fidel y Allende. Contrastando con esta obra figurativa, al centro de la galería se hallaba una inmensa instalación, titulada NAUfraga. Desde el techo colgaban 161 objetos: basuritas atrapadas como peces en redes o en anzuelos.

    Dentro de la discusión mayoritariamente anglófona sobre la historia del arte contemporáneo, la obra de Vicuña —interpretada como instalación y performance— aparece inscrita dentro del giro conceptual de los años 70. Su trabajo también suele ser interpretado desde cierta idea de lo textil: una valorización del trabajo manual como forma de trabajo femenino. Al subrayar la exposición la importancia de su obra temprana —pintura y escultura—, Vicuña aparecía más explícitamente ligada al continuo surrealista y a una exploración de la palabra. Y también presentaba inmediatamente una conexión con discusiones que se expandían mucho más allá de los confines de la Bienal.

    En su contexto temporal, la obra subrayaba el legado histórico de ideas y debates desarrollados en la Convención Constitucional —que aún sesionaba por aquellos días y cuyas posiciones sobre género, medioambiente y pueblos originarios capturaban la atención de la prensa internacional. Aunque superficial, en esta lectura el trabajo de Vicuña aparecía de sobremanera actual y vigente.

    Pese a que el uso de un formato monumental —por ejemplo, en sus quipus o en la misma NAUfraga— determina de modo implícito algunas apreciaciones de su trabajo, otra Vicuña emerge al considerar la dimensión material de la obra. Tal como lo indican las referencias a su trabajo como “basuritas” o “precarios”, la obra de Vicuña es singularmente frágil y efímera. Su potencia deriva, precisamente, de su precariedad —una inestabilidad fundamental que solo se comprende a partir del hecho de que esta obra emerge desde el movimiento y la acción. Comenzando ya en 1971 una itinerancia temprana, Vicuña desarrolló una serie de acciones con las que abordó diversos problemas —dolores a la vez personales y políticos, ligados al Golpe y al exilio. A partir de entonces, Vicuña posicionó su obra al margen, desarrollando una práctica individual, vinculada a la poesía y difícil de reconciliar con los paradigmas críticos que han dominado la escena internacional en artes visuales desde los 70. Ante todo, su obra emerge como una práctica migrante: acaballada entre soportes, idiomas, identidades, y surgida en condiciones de un extrañamiento afectivo, fruto de la migrancia.

    Su obra visual es forma poética en su fragilidad, aún más allá de los trozos de realidad que recoge y enhebra con aguja e hilo. Tempranamente reconoció en pinturas, acciones y objetos, algo como un mandala: lo que llama “universos para pensar”. Los Precarios —forma que desarrolló intuitivamente a fines de los 60, mientras aún residía en Chile— cobraron un significado mayor a partir de su trashumancia. La artista reflexionaba a comienzos de esa década que debido a su condición apátrida, su pequeño tamaño era necesario para poder viajar con ellos —y que su pobreza era “socialista” en el sentido de ser algo replicable por cualquiera. Lo precario, insiste Vicuña, comparte raíz etimológica con “plegaria”: en otras palabras, su promesa es la momentánea suspensión y modificación del mundo. Como plegaria, sus Precarios son verbo encarnado: encontrar, escoger, desplazar, modificar, urdir, tejer, coser, reparar.

    Sirviéndose de la precariedad como estrategia en una de sus acciones más conocidas, Vicuña abordó el opresivo contexto político en Latinoamérica en los años 70, a partir de la sinécdoque de la leche contaminada. La acción El vaso de leche se realizó en Bogotá, en septiembre de 1979, frente a la antigua casa de Simón Bolívar. Amarrando un hilo rojo en torno a un vaso de leche, Vicuña tironea y vierte el vaso, derramando su contenido en el pavimento. Un poema inscrito en la vereda interroga: “La vaca es el continente / cuya leche (sangre) está siendo derramada / ¿qué estamos haciendo con la vida?”. Es una acción simple, que contrasta con la solemne monumentalidad de Inversión de escena del grupo CADA y su caravana de camiones Soprole, realizada ese mismo año en Santiago.

    Al discutir la obra de Vicuña, no es mi intención sugerir una lectura cerrada, ni menos indicar pérdidas en la manera en que ha sido absorbida en la escena del arte internacional. Tampoco es mi deseo decir que todo arte debiera ser o verse así, sino simplemente a través de su obra evocar procedimientos y formas que abren modos distintos de ver y hacer.

    Tal como lo indican las referencias a su trabajo como ‘basuritas’ o ‘precarios’, la obra de Vicuña es singularmente frágil y efímera. Su potencia deriva, precisamente, de su precariedad —una inestabilidad fundamental que solo se comprende a partir del hecho de que esta obra emerge desde el movimiento y la acción.

    Para otro realismo

    Pensar la derrota como categoría estética ilumina esa otra capacidad del arte: lo que Bataille llama su miseria, que es a la vez su verdadero poder. A través de dos obras casi antitéticas, puede apreciarse cómo la derrota hace obra.

    Pienso en la necesidad de un nuevo realismo, más allá de la idea de representación desde la cual equivocadamente intentamos articular el cambio. Hay modelos para esto, tanto en la historia local como internacional de la vanguardia. En su momento histórico, la vanguardia empujó dos ejes programáticos: el poder de la mímesis como agente desestabilizador del cotidiano y la fragmentación de la coherencia del campo visual; ambas eran maneras de romper el manto de conformismo con que el poder vela su acción. Quizás ahí hay una estética que permita pensar las condiciones que son nuestra derrota, repararnos y encontrar otras luces. Una estética construida a partir de memoria y acción.

    Una estética de la derrota requiere fragmentos que empujen a preguntarnos si de verdad conocemos lo que conocemos, si estamos de hecho todos y si acaso es posible un futuro juntos. Una estética de la derrota sabe de ausencias. Una estética de la derrota invita a pequeños gestos, cuidados y rituales que permitan recomponernos, reparar confianzas, reconocernos en nuestra diferencia. Una estética de la derrota buscará interrogar la imagen: su atracción, su poder tiránico y sus mecanismos. Una estética de la derrota reconoce la fortaleza de la creación en sus límites: la pobreza del arte.

     

    Imagen de portada: NAUfraga (2022), de Cecilia Vicuña.

  341. “Te amo”

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    En una entrevista en la radio, Bruno Latour evoca esta solicitud que surge a veces entre dos amantes, cuando uno de los dos pregunta: “¿Me amas?”. Explica que esta pregunta surge por el hecho de que no somos substancias, sino subsistencia. Si fuéramos substancias, amaríamos una vez y para siempre. Bastaría decir “Te amo” una pura vez, a modo de información, para que el amor se consagre y permanezca. Por el contrario, ser subsistencia implica que las condiciones cambian. La vida no está asegurada, el amor tampoco. Esto no significa que sea contingente, sino que ha de ser reiniciado, cada tanto. El amor no es para siempre, lo que es para siempre es la posibilidad de su reinicio. “¿Me amas?” sería, de este modo, solicitar un nuevo comienzo. O sería una intuición, un miedo. Después de todo, no sabemos si este nuevo comienzo ocurrirá.

    Lo que dice Latour es correcto, pero es ya una visión de la vida, un hablar de ella, sin situarse dentro de ella. Es correcto, el amor no es para siempre. El lenguaje no puede fijar el amor, solo puede hacer performativa la potencia de su inicio —o su término.

    Pero el terreno del amor no es solo verbal. “Te amo” lo decimos a veces cuando el amor ya se dio, cuando dos cuerpos ya no logran separarse, cuando dos vidas se ven gesticulando juntas, agarrando el café, buscando una nueva taza, componiendo un espacio. En este caso, “Te amo” no es un performativo, es más parecido a la vociferación de algo que ya aconteció, pero, por sorpresa, cuando cuerpos, manos, limpieza (a veces), objetos, espacio y tiempo ya están en un proceso de metamorfosis, ya son un tejido, un olor, una atmósfera, un ritmo, un hogar. “Te amo”, en este caso, es como un eco de lo que ya existe, pero que se hace constatación y promesa. Al momento en el que digo “Te amo”, digo que todo esto acontece y está en exceso, que todo esto me excede, ocurrió un poco a pesar nuestro, pero te lo prometo, te prometo que te amo, que esto que nos excede yo lo pongo delante de nosotros como una antorcha, una palabra que alumbra la oscuridad de la vida, y que nos libera de la necesidad de ver siempre todo claro.

    En el amor no somos dueños ni del comienzo ni del final. Eso sí, nos adueñamos de algo que es también dueño de nosotros: de la realidad del amor. Duplicamos esta realidad. “Te amo”: el café, lo estamos haciendo juntos. El café, las compras, la cama, el tiempo. Decir “Te amo” es una forma de recibir lo bondadoso de todo esto. ¿Quién hubiese imaginado este ritmo hecho entre los dos, esos objetos que ahora hablan de nuestro anclaje, nuestra forma de configurar mundos y deseos? Las manos y los cuerpos juntos hacen algo que antecede a la imaginación, aunque hay obviamente patrones sociales, literarios o cinematográficos que nos guían. “Te amo” es gratitud, sorpresa, promesa. Es también pregunta: ¿Tú me amas? ¿Esto es de nosotros dos, todavía? ¿Todavía nos es familiar, todavía late, o ya está siendo extraño, mortífero? Es miedo, claro. ¿Cómo no tener miedo de que algo tan inesperado y a la vez sedimentado, se desvanezca?

    Pero es, sobre todo, lenguaje. Es el lenguaje de las cosas y es el lenguaje de nosotros. Es un momento de divinidad, donde lo que se dice es lo que hay y no algo que se impone de afuera. Y es un momento humano, de fragilidad y promesa reunida, de soledad a veces cuando solo una persona dice “Te amo” y maneja el bote, heroicamente y sin esperar contraparte. O bien es un momento de silenciosa comunión.

    Nota bene

    Está mal hecha la entrada de esta letra, que corresponde a la letra T. Tal como presento el grupo de palabras, pareciera que no importa el pronombre “te” en “Te amo”. Además, si es que quisiera hablar del pronombre personal, del “te”, su lugar en la frase es relativo, depende de la estructura gramatical de cada idioma. En inglés, el “te” está al final: “I love you”. Pareciera envuelto por el amor. En francés, está en segundo lugar respecto del locutor, el “yo” que se afirma soberano: “Je t’aime”. Por cierto, en una película de Godard (no recuerdo cual), el “yo” (“je”) está silenciado y queda solo el “te” (t’): “t’aime”. Dicho así, escuchamos que algo falta —algo o alguien.

    Pero de esto se trata. “Te” en “Te amo” es vago. No hace falta silenciar al “yo” o al “te”. “Te amo” hace cuasi inconsistentes a los sujetos de enunciación, a los pronombres. “Te amo” es un murmullo: lo dice el deseo, lo dice el cansancio, lo dice la rutina, lo dice el miedo (a que te vayas). A veces no lo digo. Es cuando te has vuelto inalcanzable o frágil como el cristal. En estos momentos, sé que si hablara todo podría quebrarse. Tú también lo sabes. Tú nunca hablas. Es que el amor se hace. Riegas mis plantas. Sirves té a los invitados. Conoces mi casa. Mi habitar ya está en tus manos. He vuelto entonces a la condición de creatura y habito tu silencio. No debería hacer falta hablar. Y, sin embargo, hace falta hablar. “Te amo” es lo que tú me dices a mí, solamente a mí. Son las palabras que me salvan de la asfixia, del silencio del habitar. Te creo cuando me dices “Te amo”. Me vuelvo creyente e incrédula a la vez. Todo vuelve a vacilar. Nada es certero, pero me das tu palabra y te doy la mía.

    Entonces “Te amo” cabe en la letra T a condición de querer dar un lugar a esta inconsistencia del lenguaje que, sin embargo, es su respiración, su ansia, su espera, su descanso.

  342. Los contornos del fracaso

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    Cuando ocurre, el fracaso se siente como algo inaudito, como la horrible anomalía en un mundo presidido, si no por el logro, cuando menos por la tranquilidad. La tormenta es lo raro, no la calma. Sin embargo, en nuestro universo que —según las leyes físicas— tiende al desorden y en que cualquier organismo vivo es una excepción cósmica, respirar es lo extraño. Para los antiguos griegos la vida era preciosa, justamente, porque era precaria.

    Si la propia vida humana es improbable, ¿cuán remota puede ser una vida exitosa, una que escape al fracaso? Ciertamente depende de lo que se entienda por lo uno y lo otro. Pero el triunfo, por definición, es escaso: por cada campeón, existen miles de perdedores; por cada multimillonario, hay multimillones de pobres; por cada mente brillante, ejércitos de mentes opacas. Estadísticamente al menos, tenemos más posibilidades de conocer el fracaso que el éxito: fiascos románticos, pruebas malogradas, caídas, juegos perdidos, errores, anhelos sin realizar, carencias materiales y un generoso etcétera. Para algunos, todos estos fracasos serían anticipos de uno mayor: morir. No es cuestión de atizar el tremendismo, pero si se ha afirmado que somos un ser hacia la muerte, también podría decirse que lo somos hacia el fracaso.

    En una cultura crecientemente fascinada con la bendición del éxito, el fracaso es la gran maldición. No siempre fue así. Se ha buscado determinar cuándo la mala suerte se convirtió en motivo de oprobio y de culpa, y cuándo la condición fallida dejó de tener un sentido puramente comercial, desprendida de la personalidad, para adherirse a ella. Desde entonces ya no se tenía un fracaso, sino que se era un fracasado.

    Entendido como la cifra de todo lo adverso, parece un ejercicio de “negación de la negación” que haya quienes, desde hace algún tiempo, lo consideren como una etapa en la senda hacia el éxito. La industria del crecimiento personal, la autoayuda y las homilías sobre el espíritu empresarial nos anuncian que no es más que un traspié del que nos levantamos de inmediato para intentarlo de nuevo, ansiosos por sacar lo mejor de nosotros y desafiar nuestros límites.

    Pero hay límites infranqueables. En Elogio del fracaso, el filósofo Costica Bradatan propone un viaje a través de círculos concéntricos de sus manifestaciones física, política, social y biológica (esta, la propensión a enfermar, envejecer y morir, sería “el último fracaso”).

    Cuesta entender cómo se puede fracasar por algo que escapa a nuestro control, como la muerte. Si un artesano tiene un accidente y pierde sus manos, ¿ha fracasado? Pareciera que no. El mito fundacional del fracaso es que hay una culpa, en algo erramos y, por tanto, merecemos lo que nos ocurre. En su trasfondo está la necesidad (o ilusión) de creer que determinamos al menos en parte el curso de nuestras vidas. Aunque, en realidad, todo cuanto nos sucede depende tanto de lo que hacemos como de las circunstancias o la suerte.

    Cuando Bradatan elogia el fracaso, es porque propone la humildad para una visión más certera de nosotros mismos. Detecta cuatro tipos de fracaso, encarnados en cuatro figuras principales. Simone Weil, la filósofa francesa, representa el fracaso físico: niña y mujer frágil, llena de empatía por el sufrimiento, fue obrera, anarquista, intelectual y una mística que se dejó morir de hambre.

    La trama del revés

    Nos sentimos fracasados cuando caemos en la enorme brecha entre nuestras aspiraciones y nuestros logros”, dice el historiador de lo cotidiano Joe Moran en su singular ensayo Si fracasas. Bradatan, por su parte, considera fracaso “cualquier cosa que experimentamos como una desconexión, interrupción o incomodidad en el curso de nuestra interacción pautada con el mundo y los demás, cuando algo deja de ser, funciona o sucede como se esperaba”.

    Son definiciones bastante amplias, aunque captan la idea de que el fracaso es algo más enmarañado y sutil que la pura falta de éxito. Lo cierto es que casi ninguna vida termina resultando según lo planeado e incluso las personas más afortunadas experimentan más de alguna vez la decepción y el sufrimiento.

    La meditación de Moran sobre el fracaso parece motivada porque un año de su trabajo (no nos dice por qué) quedó en nada. A sus experiencias personales agrega reflexiones que van desde lo económico a lo deportivo y lo onírico. Cuenta que suele tener “el sueño del examen”: volver a rendir, adulto, uno que no ha preparado; ahí aprovecha de referir la historia de los exámenes: desde la China de principios del siglo VII hasta convertirse, en el XIX, en la norma en Europa. Cuando habla del sentido de los premios, se puede desviar a contar la historia de las medallas —desde el Imperio Romano hasta el siglo XIX— o a lo que significa no recibir una: menciona así la serie fotográfica de Tracey Moffatt retratando atletas en las Olimpíadas de Sydney 2000, justo en el momento en que terminaban de competir y se percataban de que llegaron en cuarto lugar, sin medalla, lejos de todo encanto, incluso del glamour de llegar último.

    A los que han fallado —señala Moran—, no les ofrezco ningún consejo, solamente consuelo”. Esta consolación toma fundamentalmente la forma de relatos de casos: el del sociólogo Max Weber, cuya brillante y precoz carrera académica se vio truncada por una crisis nerviosa; o los de las escritoras Natalia Ginzburg o Virginia Woolf, quienes se consideraron siempre unas impostoras o unas fracasadas; o el futbolista Johan Cruyff, creador de un “giro” espectacular, aunque no ganó el Mundial de 1974; o Leonardo da Vinci, quien terminó muy pocas pinturas. A ellos se suma la mitología de escritores bohemios como Paul Potts o el autor de musicales Lionel Bart (más Jeffrey Bernard, Joe Gould o Joseph Mitchell), cuyos genios naufragaron en la melancolía o el perfeccionismo.

    Cuando Bradatan elogia el fracaso, es porque propone la humildad para una visión más certera de nosotros mismos. Detecta cuatro tipos de fracaso, encarnados en cuatro figuras principales. Simone Weil, la filósofa francesa, representa el fracaso físico: niña y mujer frágil, llena de empatía por el sufrimiento, fue obrera, anarquista, intelectual y una mística que se dejó morir de hambre. El fracaso político lo enfoca en Gandhi, el adalid pacifista indio, quien se esforzó por demostrar que renunciaba a todo éxito material (cita a un ayudante suyo que se lamentaba de lo caro que era mantenerlo pobre) y los peligros de la búsqueda de la pureza política: Gandhi murió asesinado.

    Luego considera el fracaso social, centrado en E. M. Cioran, el filósofo rumano que marchó a Francia, para quien era un principio ético jamás trabajar y que se identificó con muchas ideas fallidas (incluido el fascismo). El cuarto fracaso es el biológico o “final”. Su protagonista es el escritor japonés Yukio Mishima, quien decidido a ser un “fracaso noble”, ejecutó su propia muerte por seppuku; allí también menciona a Séneca, quien deseaba asimismo tener una buena muerte (ambos estropearon sus suicidios de manera sangrienta). Es curiosa la centralidad que entrega al suicidio considerando que, a diferencia de la muerte, no es algo universal.

    Glosario del fracaso, editado por Valerio Rocco —libro que recoge algunos resultados de un proyecto académico europeo sobre las genealogías del fracaso—, aborda, a través de entradas escritas por distintos autores, sus dimensiones económicas, psicológicas, epistemológicas, políticas e incluso metafísicas. Sus aproximaciones suelen partir desde la etimología, pero se abren a sus diversas manifestaciones históricas, artísticas o filosóficas para cubrir toda su riqueza conceptual y su aplicación a personas, grupos, clases sociales, instituciones o Estados.

    Las voces del fracaso

    Sócrates, el filósofo griego, en sus últimas y enigmáticas palabras, reconocía deber un gallo a Asclepio. Veinticinco siglos después, Sócrates, el futbolista brasileño, afirmaba que no jugaba para ganar, sino para ser recordado. Que formen parte de un mismo diccionario las voces “deuda” y “derrota” —en esta se cita al segundo Sócrates— es demostración de la amplitud multiforme del concepto.

    Glosario del fracaso, editado por Valerio Rocco —libro que recoge algunos resultados de un proyecto académico europeo sobre las genealogías del fracaso—, aborda, a través de entradas escritas por distintos autores, sus dimensiones económicas, psicológicas, epistemológicas, políticas e incluso metafísicas. Sus aproximaciones suelen partir desde la etimología, pero se abren a sus diversas manifestaciones históricas, artísticas o filosóficas para cubrir toda su riqueza conceptual y su aplicación a personas, grupos, clases sociales, instituciones o Estados. Los autores constatan que la atribución del fracaso se puede deber a distintas razones, aunque su carga negativa suele generar relaciones de dominación y discriminación. Se apunta, además, que en la Antigüedad no existía una noción tan abarcadora como “fracaso”, por lo que su uso es moderno, en particular desde el siglo XVI, como demuestran sus incursiones etimológicas en varios idiomas, lo cual seguramente se vincula al surgimiento y consolidación, por la misma época, de la noción de individuo autónomo, que se autodefine, elige sus acciones y asume sus consecuencias (entre ellas, fallar).

    De esta forma, en la voz “pobreza” se señala la constante extensión moderna del término, que corre en paralelo al ascenso de la sociedad comercial, las asociaciones cada vez más firmes riqueza-éxito y pobreza-fracaso, así como el aumento del control gubernamental sobre la población. En la voz “error” como vertiente epistemológica del fracaso que se manifiesta en una tradición moderna de escritos introductorios para eliminar del entendimiento humano sus inclinaciones erróneas. Otras voces aparecen como figuras del fracaso: el “olvido” como fracaso de la memoria, el “monstruo” como fracaso de la naturaleza, el “naufragio” colectivo como fracaso en la gestión del Estado. Hay vinculaciones entre las entradas: “caída” y su relación etimológica con “decadencia” y “declive”, y con los esquemas cíclicos de las edades del hombre; la “ruina” como declive o corrupción de lo inorgánico; las relaciones entre “culpa” y “deuda”: la primera se transformaba en la segunda, pagándose de diferentes formas, desde la compra de indulgencias al suplicio físico.

    Como en las mencionadas, en cada una de las voces restantes —bancarrota, culpa, desastre, desengaño, exilio, mancha, ocaso, pérdida, suicidio, tropiezo— se realiza una amplia excursión por el desarrollo conceptual e histórico de ellas. Así, en “bancarrota” se aborda desde su origen en los intercambios mercantiles (quebrar el banco del arruinado), que también podía (y solía) ser un fracaso fingido, y que llega a los Estados con las crisis de deuda externa.

    La expulsión de Adán y Eva del paraíso (1791), de Benjamin West.

    De la vergüenza a la celebración

    El Glosario del fracaso no se agota en sus voces (el proyecto prosigue, al parecer, en otras figuras, como el aburrimiento). Por otra parte, en su introducción se manifiesta la curiosidad por el “doble discurso” sobre el fracaso en las sociedades actuales: su repudio, por una parte, y su ensalzamiento, por otra, como la vía adecuada para alcanzar la victoria. Ejemplos distintos de apología a través de la “superación personal” son los libros Las virtudes del fracaso, del filósofo Charles Pépin, y Rebotar sobre el fracaso, del conferencista Fred Colantonio.

    En el primero, Pépin explica que el fracaso contribuye al conocimiento y al aprendizaje, a la comprensión y el sentido de humanidad, porque equivocarnos es una muestra de que no somos animales ni máquinas ni dioses. “Podemos fallar porque somos hombres y porque somos libres”. Para exponer sus bondades relata las derrotas fructíferas de personajes ilustres en el deporte (Rafael Nadal, Roger Federer, Michael Jordan), en la empresa (Steve Jobs, Richard Branson), cantantes (Ray Charles, Serge Gainsbourg), escritores (J. K. Rowling) o políticos (De Gaulle).

    En sentido parecido, Colantonio diserta sobre el arte de convertir los contratiempos en oportunidades, a través de personas que han tenido grandes logros —entrevista a deportistas, empresarios, científicos y artistas, ninguno muy conocido, con la posible excepción del exvocalista del grupo de heavy metal Iron Maiden, Blaze Bayley— y también refiere las historias de personajes más célebres: Nelson Mandela o Elon Musk. Señala que enfrentando la adversidad medimos de lo que somos capaces, que el fracaso sirve como un “trampolín” para el éxito y que puede ser cómplice tanto de las caídas como de la recuperación: “Si nos hunde la cara en el lodo cuando tropezamos —señala en su particular estilo lírico-motivacional— es también la fuerza que nos levanta la cabeza hacia las estrellas”.

    Aunque el libro de Bradatan ofrece una “terapia” y, por tanto, un tratamiento y eventualmente una cura, está lejos de los tópicos de la autoayuda y la superación, al alentar la humildad dolorosa ante el fracaso, pero el verdadero. ¿Y cómo se distingue este del falso, pregonado por los gurús de la superación de sí mismo? Es simple, responde: el fracaso humilla, si no, es engaño.

    Por su lado, Moran cree que efectivamente podemos aprender del fracaso. Pero eso ocurre a veces. Y, en todo caso, él no tiene ningún deseo de convertir el suyo en lección de vida ni quiere escuchar que el fracaso hunde a los perdedores e inspira a los ganadores, o que es el trampolín en el que rebotar para saltar hacia el éxito.

    Citas citables: “No pierdas el tiempo golpeando una pared con la esperanza de convertirla en una puerta” (Coco Chanel); “La verdad no es más que un error rectificado” (Bachelard); “El éxito es ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo” (Churchill). Estas y otras agudezas salpimientan generosamente los libros de Pépin y Colantonio. Inevitablemente, también aparece lo de “fracasar mejor” de Samuel Beckett.

    El autor de Esperando a Godot, en su obra tardía Rumbo a peor escribió: “Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor”, frase que ha terminado citándose y repitiéndose por todo tipo de emprendedores y especuladores del éxito, para inspirar a seguir adelante y triunfar como ellos lo hicieron. Bradatan recuerda que ahí no termina Beckett, quien continúa: “Vuelve a fracasar peor. Todavía peor otra vez. Hasta enfermarse para siempre. Vomitar para siempre”. La referencia es entonces menos inspiradora.

    En realidad, las palabras de Beckett no tratan de superar la derrota, sino de aceptarla como algo inevitable. El fracaso no es un bache en el camino: es el camino y es el destino final. Algo en lo que podría concordar Moran: “Ser humano significa ser un fracaso”, apunta hacia el final de su libro. “Significa comprometernos con planes que sabemos que se derrumbarán o se desvanecerán en la nada”.

    En realidad, las palabras de Beckett no tratan de superar la derrota, sino de aceptarla como algo inevitable. El fracaso no es un bache en el camino: es el camino y es el destino final. Algo en lo que podría concordar Moran: ‘Ser humano significa ser un fracaso’, apunta hacia el final de su libro. ‘Significa comprometernos con planes que sabemos que se derrumbarán o se desvanecerán en la nada’.

    Los negocios y el alma

    En el Glosario del fracaso se afirma que su noción amplia es totalmente moderna, posterior al siglo XVI. Sin embargo, el fracaso para referirse a una persona que se arruina, es de acuñación aún más reciente. Antes del siglo XIX, señala el historiador Scott Sandage en Nacidos perdedores, la palabra era un “incidente”, que un negocio había fallado. Se convirtió por primera vez en una identidad, en los Estados Unidos, durante la expansión del capitalismo como actividad económica y artículo de fe, entre 1819 y 1893, cuando una serie de auges especulativos colapsaron en pánicos financieros y crisis económicas.

    Consultando libros contables, informes de agencias de crédito, diarios, memorias, correspondencia, panfletos, manuales de ayuda, notas de suicidio y cartas, Sandage muestra el auge de dos culturas centrales: la del “esfuerzo incesante” y la de la “vigilancia”, configuradas mientras el futuro se construía expandiendo el vocabulario capitalista, cuando los individuos eran “motores”, “hombres hechos a sí mismos”, “ganadores”. En la década de 1840 surge la vigilancia: las agencias de calificación crediticia clasificaron a las personas según su solvencia. Sus informes hicieron que las vidas estuvieran disponibles para la inspección y además expusieron secretos familiares, transformando chismes en “verdades”. Hacia la década de 1890, muchos “perdedores” confesaban sus fracasos a desconocidos millonarios (como Rockefeller) en “cartas de mendicidad”.

    En el siglo XX, según Sandage, la definición de fracaso se amplió: ya no se necesitaba ser insolvente o indigente; bastaba una vida vivida en la “oscuridad rutinaria” y la grave tara de “falta de ambición”: podría incluir al trabajador laborioso nunca ascendido o al vendedor que simplemente sobrevive. Sentirse un “fracasado”, señala, es tan común que se olvida que es una manera de hablar, un “lenguaje de los negocios aplicado al alma”.

    Fallos persistenentes

    Que los negocios, las empresas y los planes fallen, es algo probable. No tanto que eso salpique toda la personalidad de quien ha sufrido ese traspié. Ahora bien, en las empresas y negocios tecnológicos, en teoría tan vertiginosamente exitosos, el ensayo y error, los pasos en falso, han sido la norma. En Invención e innovación, el ingeniero Vaclav Smil entrega una “breve historia” de ellos. Su enfoque general acerca de los fracasos inventivos se centra en que el flujo de inventos exitosos en los últimos 150 años corre junto a una frustrante falta de progreso en muchas áreas cruciales. Lo importante es reconocer que el “éxito” o el “fracaso” es una consecuencia de la elección social, pues los avances técnicos no son autónomos y las sociedades no pueden decidir de manera simple qué innovación adoptar o rechazar.

    Examina tres categorías de fracasos de la innovación: las “promesas incumplidas”, que llegaron con grandes expectativas, pero terminaron siendo dañinas o peligrosas, al punto de ser prohibidas: la gasolina con plomo, el insecticida DDT y los clorofluorocarbonos, usados como refrigerantes, pero que dañaban la capa de ozono. Luego, las “decepciones”; productos que inicialmente parecían dominar sus mercados para después desaparecer, superados por alternativas más económicas y menos peligrosas: los aviones supersónicos o la fisión nuclear. Y, por último, las innovaciones altamente deseables cuyo éxito ha sido prometido por generaciones, pero que no han logrado convertirse en tecnología útil: la fusión nuclear para la generación de electricidad; los viajes de alta velocidad en el vacío (renovados como hyperloop); la mejora de los cultivos de cereales por bacterias fijadoras de nitrógeno.

    Smil entiende y explica los problemas técnicos involucrados y se pregunta por qué las tecnologías que son fracasos comprobados vuelven a tener con cierta regularidad brotes renovados de entusiasmo. La culpa está, según él, en los medios de comunicación: un invento novedoso y que será trascendental es el titular soñado, aunque, en realidad, falten décadas o siglos para que se haga realidad, o simplemente no tenga verdadera trascendencia. Las tecnologías más importantes en la actualidad, señala, tienen que ver con mejorar los métodos de tratamiento del agua, el rendimiento agrícola y la distribución de la electricidad. Esto podría traer más beneficios a más personas en un período de tiempo más breve que otros avances milagrosos menos útiles. Su conclusión es que el futuro probablemente lucirá similar al pasado: lleno de fracasos.

    Antes del siglo XIX, señala el historiador Scott Sandage en Nacidos perdedores, la palabra era un ‘incidente’, que un negocio había fallado. Se convirtió por primera vez en una identidad, en los Estados Unidos, durante la expansión del capitalismo como actividad económica y artículo de fe, entre 1819 y 1893, cuando una serie de auges especulativos colapsaron en pánicos financieros y crisis económicas.

    Variables políticas

    Si el fracaso se entiende como un compendio de todo lo negativo, desde la bancarrota y la pobreza hasta los desastres y la muerte, ¿tiene una dimensión política?

    En Política y negación, el filósofo Roberto Esposito postula que la falta de confrontación no con el fracaso sino con lo negativo en general, y con el intento de eliminarlo, ha provocado un retorno violento de este, que en el siglo XX alcanzó una “semántica de la aniquilación”. Así, analiza cómo las principales categorías políticas modernas se desarrollan a partir de la negación: la soberanía del Estado civil surge en Hobbes como el fin de un conflicto o del estado de naturaleza; la propiedad, negando “el fantasma de lo común”; la libertad negativa, transformando lo que no está prohibido en necesidad; el pueblo, modelándose a través de sus contrapuntos: la plebe, la multitud y la muchedumbre.

    Esposito cree que lo negativo se ha convertido en la configuración del mundo contemporáneo: terrorismo, desastres ambientales, pandemias, violencia, políticas xenófobas; el capitalismo global (según él) también se niega a sí mismo, porque el bienestar se ha convertido en carencia y privación para la mayoría de los habitantes del planeta. Para escapar de esto debería producirse una “desarticulación” entre negación y política.

    Si la pobreza puede ser una figura del fracasar (como la voz respectiva atestigua en el Glosario del fracaso), eso demostraría cuán extendida es esta falla: alrededor de un 10% de la población mundial vive en la extrema pobreza y alrededor del 50% tiene dificultades para satisfacer sus necesidades básicas, según el Banco Mundial. El pobre como “fracasado” o “perdedor” es un recurso extremadamente útil como patrón social contra el cual los ganadores y exitosos pueden contrastar sus logros y riquezas, que generalmente asumen como recompensas merecidas por su trabajo y esfuerzo.

    Del libro de Bradatan surge un argumento: que elfracaso induce a la humildad y esta es necesaria para lademocracia como “ejercicio social y político de la modestia”, que puede reducir “la cantidad de sufrimientoinnecesario en el mundo”. Pero las razones para sufrir son tantas como las posibles figuras del fracaso. En ese sentido, ciertamente el fracaso es más “democrático” que el éxito.

    Esposito cree que lo negativo se ha convertido en la configuración del mundo contemporáneo: terrorismo, desastres ambientales, pandemias, violencia, políticas xenófobas; el capitalismo global (según él) también se niega a sí mismo, porque el bienestar se ha convertido en carencia y privación para la mayoría de los habitantes del planeta.

    Consolación

    Fallamos cuando no conseguimos lo que queremos, cuando las cosas salen mal o contra nuestro plan (en teoría) perfecto. Tal vez “fracasar mejor” signifique reducir expectativas. El origen del sufrimiento, según Epicteto, está en “querer algo y que no suceda”.

    Probablemente, fracasar no sea motivo de vergüenza, pero tampoco de celebración. Sin embargo, la industria de la superación personal y la retórica de la autoayuda —con su léxico particular poblado de desafíos, resiliencia, individuos proactivos o ganadores, así como la búsqueda de la excelencia— han llevado a encomiar sus dudosos efectos tonificantes. Pero para atenuar su huella no basta con repetirse que el fracaso es un moretón y no un tatuaje o que cuando se cierra una puerta se abre una ventana. El consuelo que, por ejemplo, propone Joe Moran, no espera que aprenda-mos de nuestros fallos o que sean una oportunidad para “crecer” o un trampolín al triunfo. Simplemente significa encajar sus golpes y aceptarlos como lo que son, un costo más de la vida.

     

    Imagen de portada: Llueve luz clara (2022), de Nicole Tijoux.

     


    In Praise of Failure, Costica Bradatan, Harvard University Press, 2023, 273 páginas, US$29.95.


    Invention and Innovation, Vaclav Smil, MIT Press, 2023, 229 páginas, US$24.95.


    Política y negación, Roberto Esposito, traducción de M. T. D’Meza y R. Molina, Amorrortu, 2022, 272 páginas, $34.900.


    Glosario del fracaso, edición de Valerio Rocco, Círculo de Bellas Artes, 2021, 328 páginas, €14.


    If You Should Fail, Joe Moran, Viking, 2020, 176 páginas, £14.99,


    Rebondir sur l’échec, Fred Colantonio, L’attitude des Héros, 2018. 179 páginas, €16.


    Las virtudes del fracaso, Charles Pépin, traducción de A. Torrego, Ariel, 2017, 192 páginas, €17.90.


    Born Losers, Scott Sandage, Harvard University Press, 2005, 362 páginas, US$35.

  343. Contra la decadencia y caída

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    Tomado de un ensayo escrito por Theodor Adorno en 1937 sobre las últimas obras de Beethoven, el concepto de lo tardío ha servido para interpretar las etapas y producciones finales de algunos artistas. Acostumbrados como estamos a celebrar las óperas primas, las novelas de iniciación, en definitiva, a la juventud y el esplendor iniciático, Adorno y luego Edward Said en Sobre el estilo tardío, se esmeraron en resolver las contradicciones de aquellos que enfrentan las “cadencias definitivas de la muerte”: algunos, dice Said, lo hacen con cierto espíritu de resolución y sabiduría, mientras que otros lo toman con “intransigencia, dificultad y contradicción no resuelta”.

    En la historiografía, por su parte, lo tardío ha resultado útil para erosionar las rígidas categorías de Antigüedad, Edad Media y Modernidad. El otoño de la Edad Media, escrito por Johan Huizinga (1919), es un precursor genial de lo tardío: su investigación fue uno de los primeros eslabones para desmitificar el oscurantismo medieval. El otoño de la Edad Media es un canto a lo contradictorio, un retrato del inestable equilibrio entre amor caballeresco, cisma religioso y la llegada del Renacimiento en el siglo XV. “Un contraste directo de crueldad y misericordia”, anotaba Huizinga sobre esa época. Un objetivo similar se propone Peter Brown en El mundo de la Antigüedad tardía. Su obra no solo pretende instaurar un nuevo periodo histórico, situado entre el 200 y el 700 d. C., sino también quiere matizar, darle el brillo dorado de un mosaico ortodoxo, al mito de la “decadencia y caída” del Imperio Romano, erigido por Edward Gibbon en cuatro tomos. Para Peter Brown, la obra de Gibbon (escrita entre 1737 y 1794) tenía una “triste claridad de visión” de lo que había sucedido en esa etapa y merecía ser desentrañada.

    Y en gran medida, el esfuerzo de Brown en El mundo de la Antigüedad tardía consiste en ampliar la visión de esa época. En sus primeras páginas recalca: “El Mediterráneo en el periodo clásico había sido siempre un mundo que rozaba los límites de la inanición”. Así como Walter Benjamin apuntaba a que habíamos perdido la experiencia del hambre, Brown nos retrotrae directamente a una era donde los habitantes de las grandes ciudades sobrevivían gracias al pillaje y al robo de alimentos. Es la época donde “un 10 por ciento de la población, que vivía en las ciudades y había dejado su marca en el curso de la civilización, se alimentaba gracias al trabajo del restante 90 por ciento”. No es extraño, entonces, imaginar que aquel mundo comenzaría a fisurarse. Las invasiones, las protestas en las ciudades, o la crisis del siglo III, que tuvo reinados, como el de Gordiano, de apenas 22 días, son la muestra más palpable de un mundo en serias dificultades.

    Sin embargo, Brown subraya que era, al mismo tiempo, un mundo floreciente. Se dedica a observar el ascenso de hombres que no provenían de la aristocracia y que terminaron modelando, gracias a su intelecto, el devenir del imperio. “De entre los padres de la Iglesia, por ejemplo, solamente uno procedía de una familia senatorial”. Venían también de “oscuras ciudades”, como Plotino desde el Alto Egipto y San Agustín, que había nacido en África.

    Es quizás el de San Agustín un buen ejemplo para mostrar el mayor cambio de la época, según Brown: la vida espiritual. “El historiador corre el peligro de olvidar que las personas de las que se ocupan sus obras emplean mucho tiempo en dormir, y que cuando se hallan en ese estado suelen tener sueños”, dice Brown con lucidez. Nació así “una nueva preocupación por la vida interior y por lo sobrenatural”. La proliferación de manuales de astrología, de tratados de magia, y el ascenso inesperado del cristianismo que dio pie a la conversión de Constantino en el 312, prefiguraron un mundo que ya no vivía sus tribulaciones como en la Grecia Antigua y que se alejaba paulatinamente de lo que daría en llamarse “paganismo”. Brown ejemplifica este cambio en dos hechos: la “violenta aparición de los ‘demonios’ como fuerzas activas del mal, contra las que los hombres debían pelear”. Pecar, dice Brown, “no era ya simplemente errar: consistía en permitir ser derrotado por fuerzas invisibles. Equivocarse no era encontrarse en el error, sino ser inconscientemente manipulado por algún poder maligno invisible”.

    Sin embargo, Brown subraya que era (…) un mundo floreciente. Se dedica a observar el ascenso de hombres que no provenían de la aristocracia y que terminaron modelando, gracias a su intelecto, el devenir del imperio. ‘De entre los padres de la Iglesia, por ejemplo, solamente uno procedía de una familia senatorial’. Venían también de ‘oscuras ciudades’, como Plotino desde el Alto Egipto y San Agustín, que había nacido en África.

    Como consecuencia de esa sensación nació el movimiento ascético y el ascenso del espíritu monástico. “Al ‘hombre santo’ se le enseñaba que había conseguido la libertad y un poder misterioso gracias a haber traspasado muchas barreras visibles de una sociedad no tanto oprimida cuanto rígidamente organizada para la supervivencia. En las aldeas, dedicadas durante milenios a preservar sus intereses contra la naturaleza, el hombre santo había escogido deliberadamente la ‘anticultura’: el desierto cercano, los farallones montañosos de las proximidades”. Alejarse del mundo era ahora virtud. Por ello, los cristianos, que habían dejado atrás la época de persecuciones intermitentes, se convirtieron en una fuerza amplia, no de esclavos, sino de “gente humilde pero acomodada”, que avanzaba mientras se nutría de las debilidades del imperio: “En una época en la que tantísimas barreras locales se iban oscura y dolorosamente erosionando, los cristianos se habían adelantado llamándose a sí mismos una no-nación”, apunta.

    Finalmente, Brown recuerda que la “decadencia y caída” del Imperio Romano afectó solamente a la estructura política de las provincias occidentales, “mas dejó incólume la central energética cultural de la Antigüedad tardía, el Mediterráneo Oriental y el Próximo Oriente”.

    En El mundo de la Antigüedad tardía, Brown a menudo señala que Bizancio y Persia, como el ascenso del islam en el siglo VII, lograron gobernar con astucia sus imperios personales. Incluso el paganismo sobrevivió de mejor manera en Oriente: “muchos ‘helenos’”, escribe Brown, “ampliamente respetados, mantuvieron la vida universitaria de Atenas, de Alejandría y de otros innumerables centros más pequeños hasta la conquista árabe”.

    La cubierta de El mundo de la Antigüedad tardía dice que la investigación de Brown “explica como pocas el mundo de hoy”, pero realmente no lo hace. La época que esboza Brown se acerca más al espíritu de “resolución y sabiduría” que mencionaba Edward Said sobre lo tardío, que al opaco y desesperanzado presente donde creemos vivir en el “capitalismo tardío”.

    ¿O será que, como Gibbon, tenemos una triste claridad de nuestros días?

    Casi al final del libro, Brown apunta: “Es momento de que también nosotros veamos el mundo del siglo VI a través de ojos más orientales”. Es un hábito que, como sabemos, también ejercitó Edward Said en Orientalismo, y que quizás también debiera invitarnos a mirar el mundo desde otras ópticas.

     


    El mundo de la Antigüedad tardía, Peter Brown, Taurus, 2021, 280 páginas, $ 13.500.

  344. Marguerite Duras: perderse es encontrarse

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    Para Marguerite Duras (1914-1996) la pasión y la obsesión son una misma cosa: una inmersión en el conocimiento, una forma de vivir. Este y otro tipo de ideas se dejan entrever en Los ojos verdes, un libro recopilatorio de las críticas, ensayos, entrevistas y conversaciones que publicó en la revista francesa Cahiers du cinéma. Para Duras, esta revista era una carta en blanco, un repositorio de sus pensamientos en torno al cine, la política, la literatura y cómo todos estos temas convergen y terminan formando una sola pasión/obsesión que la inunda.

    Duras nació en Saigón (actual Ho Chi Minh, Vietnam) y pasó gran parte de su niñez y adolescencia en Indochina con su madre, lo cual fue fundamental para su vida y obra. A los 18 emigró a Francia, donde estudió Derecho, matemáticas y ciencias políticas. Entre sus libros destacan Un dique contra el Pacífico (1950), El amante (1984), El dolor (1985), El amante de la China del norte (1991) —una versión ampliada de El amante, a medio camino entre novela y guion— y Escribir (1993). Además de su extenso repertorio literario, tuvo renombre en la industria del cine con películas como Hiroshima, mon amour (1959), a cargo del director francés Alain Resnais.

    Los ojos verdes reúne sus reflexiones en torno al trabajo cinematográfico, las que conservan la espontaneidad y elegancia que definen su escritura. La conversación que mantiene con Elia Kazan es especialmente iluminadora; más que una entrevista, parece un diálogo espontáneo en que se dispersan, se centran y vuelven a dispersar, pero nunca pierden el eje: el cine como una pasión. En otros textos habla de los cineastas de la Nouvelle vague: “Bresson me llega hasta el dolor. Tati hasta la alegría. Pero seguramente Tati drena menos cosas en mí que Bresson, desgarra menos”. Y de Godard afirma: “Es uno de los más grandes. El mejor catalizador del cine mundial”. Duras se enfoca en un solo cine, el que provoca, el que hace vibrar, no el comercial, que le parece demasiado explicativo, ya que en él “la palabra adelanta la imagen”.

    Hay una idea que atraviesa cada una de estas entrevistas, reseñas y ensayos: el oficio de escribir. Es por eso que resalta el guion como elemento esencial: “El escrito de la película, para mí, es el cine”. Para Duras, el cine implica perderse, pero en sus propias películas se encuentra. “Escribir, es ir a buscar fuera de uno mismo lo que está ya dentro”, dice, y esa búsqueda es la que emprendió a través de sus libros, de sus guiones, de su escritura en general.

    Hay una idea que atraviesa cada una de estas entrevistas, reseñas y ensayos: el oficio de escribir. Es por eso que resalta el guion como elemento esencial: ‘El escrito de la película, para mí, es el cine’. Para Duras, el cine implica perderse, pero en sus propias películas se encuentra. ‘Escribir, es ir a buscar fuera de uno mismo lo que está ya dentro’, dice.

    Los ojos verdes permite comprender sus tópicos recurrentes, sus silencios, sus divagaciones, sus ideas políticas no partidistas y su obsesión con el amor y la guerra. Hace muchas observaciones en torno a la Segunda Guerra Mundial —algo que está absolutamente presente en Hiroshima, mon amour— y dice que el primer título de su novela, El dolor, iba a ser La guerra, pero optó por el que sintetizaba su relación con lo bélico y con su propia vida. Hay una afirmación que cala hondo cuando habla de los judíos y los campos de exterminio: “No es un genodicio. No es una expedición de escarmiento, una llamada de violencia. Es un decreto, una decisión pensada, una organización lógica, una previsión minuciosa, maníaca de la supresión de una raza de hombres. Recuerdo por enésima vez la existencia de esos estranguladores, de esas corporaciones de mujeres, de las encargadas de la estrangulación de los niños judíos. Existían del mismo modo que la corporación de la enseñanza o de la medicina”.

    Para Duras el mal radica en el ser humano y muchas veces lo domina. Tanto en sus escritos literarios, como en los que fueron llevados al cine, deja esto en claro, y no como una defensa sino como una manera de mostrarlo. Reflexiona mucho en torno a esto al hablar de Aurélia Steiner (1979), documental escrito y dirigido por ella, donde aborda los estragos de una vida condenada por el sufrimiento y la memoria de la guerra. En él, muestra imágenes del mar, de una casa, de la naturaleza, de la vida en sí, pero sin nadie a alrededor. Lo único que llena la imagen es la voz de una mujer de dieciocho años, Aurélia Steiner, quien lee una carta dirigida a nadie, pero al mismo tiempo a todos: a sus antepasados judíos, a sus padres muertos, a los exterminadores y, también, al espectador.

    El dolor es un tema presente en cada una de sus obras, en forma de rechazo o de aceptación, y también se manifiesta en estas reseñas y entrevistas. Es tajante al afirmar que el cine ya no existe, porque ya no existe emoción. “Ver una película, hoy en día, es decidir pasar el tiempo con la ayuda de una película”, escribió durante el siglo pasado, aunque esas palabras expresan un sentimiento muy actual. Los ojos verdes nos pone frente a Marguerite Duras, a su perspectiva amplia, compleja, diversa y absolutamente contemporánea.

     


    Los ojos verdes, Marguerite Duras, Ediciones UDP, 2022, 175 páginas, $15.000.

  345. Sonreír

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    Hay un sonreír maligno y hay un sonreír amoroso. Entre los dos hay muchos matices. Por ejemplo, la sonrisa irónica, la sonrisa incómoda, la sonrisa hipócrita, la sonrisa que busca dar ánimo… La sonrisa es polisémica, pero la pregunta es si lo es por naturaleza o por imitación. ¿Es la sonrisa maligna un robo, una forma de apropiarse de la sonrisa amorosa para pervertir el amor, reducirlo a nada? Y si es así, si hay robo y extorsión, ¿qué viene primero? ¿Cuál sentido de la sonrisa es el original, el auténtico? ¿Hay de hecho algo tal, una sonrisa pura, primera, verdadera, o todo sonreír está definido por los múltiples sentidos de cada sonrisa?

    No me resulta tan fácil responder la pregunta. Por mi “escuela de pensamiento” debería decir que no hay nada puro, originario. Que donde hay bondad hay también maldad, que todo está siempre contaminado. Pero en la sonrisa siento pureza. Por ejemplo, el otro día estaba en una comida, vi a un muchacho y le sonreí. Esto ocurrió totalmente a pesar mío. Estábamos todos hablando, comiendo, haciendo chistes y algo en la atmósfera se distendió e hizo que sonriera. Ahí sentí que sonreír tenía que ver con fuerzas y no solo con significados, con condiciones atmosféricas y no solo con intenciones. Hay un sonreír que ocurre por sorpresa. Sonreímos a veces a la vista de un recién nacido, de una flor, cuando a pesar de sentir pena sentimos amor por lo que está pasando. Me ha pasado de sonreír diciendo “adiós”. En este último caso, es verdad que los dispositivos sociales se mezclan con las fuerzas y los sentimientos, y que sonreímos también para dar una forma aceptable a todo lo que pasa. De hecho, fuerzas y sentimientos existen también en virtud de estos dispositivos. Nada es puro. Toda facticidad está compenetrada de sentido. Esto es la condición de su aparición.

    Pero dentro de estas estructuras de sentido dentro de las cuales sonreímos o lloramos, pasa algo, una fuerza, por ejemplo, sentir felicidad y sonreír. Hay un instante en el que el rostro es la fotografía de una fuerza. No es un síntoma, algo que hay que leer y explicar. Es captación. Mi sonrisa al muchacho fue la captación de algo que estaba ocurriendo. No sé lo que era. Nos hicimos buenos amigos. Sonreímos porque somos máquinas fotográficas. Mientras hablamos, y tomamos, y nos reímos en voz alta, somos también un dispositivo en el espacio que capta por un instante la felicidad (que no puede ser más que instantánea o, digamos, muy breve).

  346. El mito de Henry Kissinger

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    En 1952, a la edad de veintiocho años, Henry Kissinger hizo lo que hacen los estudiantes de posgrado con iniciativa cuando quieren proteger su futuro académico: fundó una revista. Escogió un nombre imponente —Confluence—, y reclutó a ilustres colaboradores: Hannah Arendt, Raymond Aron, Lillian Smith, Arthur Schlesinger Jr., Reinhold Niebuhr. El editor James Laughlin, que patrocinaba la revista, describió al joven Kissinger como “una persona completamente sincera (terriblemente seria, del tipo germánico) que se esfuerza al máximo por realizar un trabajo idealista”. Al igual que su otra producción temprana, el Seminario Internacional de Harvard, un programa de verano que convocaba a participantes de todo el mundo —Kissinger, de manera intrépida, se ofreció a espiar a los asistentes para el FBI—, la revista le abrió canales no solamente con los responsables políticos de Washington sino también con una generación de pensadores judíos alemanes cuya experiencia política se había formado a principios de los años treinta, cuando la República de Weimar fue suplantada por el régimen nazi.

    Para los liberales de la Guerra Fría, que veían los indicios del fascismo en todo, desde el macartismo hasta el surgimiento de la cultura de masas, Weimar era una advertencia que confería cierta autoridad a quienes habían sobrevivido. Kissinger cultivó el trato con los intelectuales de Weimar, pero no le impresionaron sus perspectivas de influencia. Aunque más tarde invocó la memoria del nazismo para justificar todo tipo de juegos de poder, en esta etapa se estaba construyendo una reputación como un inconformista totalmente estadounidense. Horrorizó a los emigrados al publicar en Confluence un artículo escrito por Ernst von Salomon, un ultraderechista que había contratado a un conductor para la fuga de los hombres que asesinaron al ministro de Asuntos Exteriores de la República de Weimar. “Ahora me he unido a ustedes como un villano principal en la demonología liberal”, le dijo Kissinger a un amigo después, bromeando porque el artículo estaba siendo tomado como “un síntoma de mis simpatías totalitarias e incluso nazis”.

    Durante más de sesenta años, el nombre de Henry Kissinger ha sido sinónimo de la doctrina de política exterior llamada “realismo”. En su época como asesor de seguridad nacional y secretario de Estado del presidente Richard Nixon, su disposición a hablar con franqueza sobre la búsqueda de poder de Estados Unidos en un mundo caótico le valió tanto aclamación como notoriedad. Posteriormente, el caso en su contra se desarrolló, reforzado por una serie de documentos desclasificados que relatan acciones en todo el mundo. Seymour Hersh, en El precio del poder (1983), retrató a Kissinger como un paranoico desquiciado; Christopher Hitchens, en Juicio a Kissinger (2001), describió su propio ataque como una hoja de cargos para procesarlo como criminal de guerra.

    Pero Kissinger, que ahora se acerca a su cumpleaños número noventa y siete, ya no inspira un odio tan generalizado. A medida que los antiguos críticos se acercaron sigilosamente al centro político y ascendieron ellos mismos al poder, las pasiones se enfriaron. Hillary Clinton, quien, cuando era estudiante de Derecho en Yale, se opuso abiertamente al bombardeo de Camboya por parte de Kissinger, ha descrito las “astutas observaciones” que compartió con ella cuando fue secretaria de Estado, escribiendo en una efusiva reseña de su libro más reciente que “Kissinger es un amigo”. Durante uno de los debates presidenciales de 2008, John McCain y Barack Obama citaron cada uno a Kissinger como apoyo a sus posturas (opuestas) hacia Irán. Samantha Power, la crítica más célebre del fracaso de Estados Unidos a la hora de detener los genocidios, no estuvo lejos de recibir de manos de él mismo el Premio Henry A. Kissinger.

    Kissinger ha demostrado ser terreno fértil para historiadores y editores. Hay estudios psicoanalíticos, relatos de exnovias, compendios de sus citas y libros de negocios sobre su manera de hacer tratos. Dos de las valoraciones recientes más significativas aparecieron en 2015: el primer volumen de la biografía autorizada escrita por Niall Ferguson, que valoraba a Kissinger con simpatía desde la derecha, y La sombra de Kissinger de Greg Grandin, que se acercaba a él críticamente desde la izquierda. Desde perspectivas opuestas, convergieron en cuestionar la profundidad del realismo de Kissinger. En el relato de Ferguson, Kissinger entra como un joven idealista que sigue todas las modas de la política exterior de la posguerra y se vincula repetidamente con los candidatos presidenciales equivocados, hasta que finalmente tiene suerte con Nixon. El Kissinger de Grandin, a pesar de hablar el lenguaje de los realistas —“credibilidad”, “vínculo”, “equilibrio de poder”— tiene una visión de la realidad tan arrogante que resulta radicalmente relativista.

    El nuevo libro de Barry Gewen, La inevitabilidad de la tragedia, pertenece a la escuela de kissingerología que ni lo vilipendia ni lo reverencia. “Nadie ha pensado más profundamente en los asuntos internacionales”, escribe Gewen, y añade: “El pensamiento de Kissinger va tan en contra de lo que los estadounidenses creen o desean creer”. Gewen, editor de The New York Times Book Review, atribuye las decisiones de política exterior más trascendentales de Kissinger a su experiencia como “un hijo de Weimar”. Aunque Gewen es consciente de los peligros de atribuir demasiado a un régimen que colapsó antes de que su personaje cumpliera diez años, está fascinado por las conexiones entre Kissinger y los emigrados de más edad, cuyas experiencias de democracia liberal les hicieron temer la capacidad de la democracia para socavar el liberalismo.

    Hillary Clinton, quien, cuando era estudiante de Derecho en Yale, se opuso abiertamente al bombardeo de Camboya por parte de Kissinger, ha descrito las ‘astutas observaciones’ que compartió con ella cuando fue secretaria de Estado, escribiendo en una efusiva reseña de su libro más reciente que ‘Kissinger es un amigo’. Durante uno de los debates presidenciales de 2008, John McCain y Barack Obama citaron cada uno a Kissinger como apoyo a sus posturas (opuestas) hacia Irán.

    Heinz Kissinger nació en 1923 en Fürth, una ciudad de Baviera. Su familia huyó a Nueva York poco antes de la Kristallnacht o noche de los cristales rotos y se instaló en Washington Heights, un barrio con tantos inmigrantes alemanes que a veces se lo conoció como el Cuarto Reich. Hablaban inglés en casa y Heinz se convirtió en Henry. En su juventud, mostró pocas cualidades notables más allá del entusiasmo por las tácticas defensivas del fútbol italiano y una habilidad especial para aconsejar a sus amigos sobre sus hazañas amorosas. Cuando era adolescente, trabajaba en una fábrica de hisopos para afeitar antes de ir a la escuela; y aspiraba a convertirse en contador.

    En 1942, Kissinger fue reclutado por el ejército estadounidense. En Camp Claiborne, Luisiana, se hizo amigo de Fritz Kraemer, un soldado alemán-estadounidense quince años mayor que él, a quien Kissinger llamaría “la mayor influencia en mis años de formación”. Un agitador nietzscheano hasta el punto de la autoparodia —usaba un monóculo en el ojo bueno para que su ojo débil trabajara más arduamente—, Kraemer afirmó haber pasado los últimos años de Weimar luchando en las calles tanto contra los comunistas como contra los camisas pardas nazis. Tenía doctorados en ciencias políticas y derecho internacional, y siguió una prometedora carrera en la Liga de las Naciones antes de huir a Estados Unidos en 1939. Advirtió a Kissinger que no emulara a los intelectuales “listos” y sus incruentos análisis de costos y beneficios. Creyendo que Kissinger estaba “musicalmente en sintonía con la historia”, le dijo: “Solamente si no ‘calculas’ tendrás realmente la libertad que te distingue de la gente pequeña”.

    A pesar de todas las imputaciones de germanidad de Kissinger, la experiencia indeleble de su juventud fue servir en la 84ª División de Infantería mientras recorría Europa. “Era más estadounidense de lo que jamás había visto a ningún estadounidense”, recordó un camarada. El trabajo de la ocupación estadounidense, con sus oportunidades para asumir rápidamente puestos de autoridad, lo entusiasmaba. En 1945, Kissinger participó en la liberación del campo de concentración de Ahlem, en las afueras de Hannover, y obtuvo una Estrella de Bronce por su papel en la disolución de una célula durmiente de la Gestapo.

    En 1947, Kissinger se matriculó en Harvard con la ley de beneficios a los soldados veteranos, con la intención de estudiar ciencias políticas y literatura inglesa. Encontró un segundo mentor, William Yandell Elliott, un profesor de historia bien conectado de la élite blanca y protestante, que asesoró a una serie de presidentes de Estados Unidos en asuntos internacionales. El joven Kissinger se sintió menos atraído por los exponentes clásicos de la Realpolitik, como Clausewitz y Bismarck, que por los “filósofos de la historia” como Kant y los anatomistas de la decadencia de la civilización como Arnold Toynbee y Oswald Spengler. A partir de estos pensadores, Kissinger improvisó su propia visión de cómo operaba la historia. No era una historia de progreso liberal, ni de conciencia de clase, ni de ciclos de nacimiento, madurez y decadencia; más bien era “una serie de incidentes sin sentido”, a los que la aplicación de la voluntad humana daba, de manera fugaz, forma. Cuando era un joven soldado de infantería, Kissinger había aprendido que los vencedores saqueaban la historia en busca de analogías para cubrir de oro sus triunfos, mientras que los vencidos buscaban las causas históricas de su desgracia.

    Ferguson y Grandin aprovechan una frase de la tesis universitaria de Kissinger, titulada “El significado de la historia”: “El reino de la libertad y la necesidad no pueden reconciliarse excepto mediante una experiencia interior”. Una visión del mundo tan profundamente subjetiva podría parecer sorprendente en Kissinger, pero el existencialismo francés había llegado a Harvard y la tesis citaba a Jean-Paul Sartre. Tanto Sartre como Kissinger creían que la moralidad estaba determinada por la acción. Pero para Sartre la acción creaba la posibilidad de la responsabilidad individual y colectiva, mientras que para Kissinger la indeterminación moral era una condición de la libertad humana.

    En 1951, mientras realizaba estudios de posgrado, Kissinger trabajó como consultor en la Oficina de Investigación de Operaciones del Ejército, donde se familiarizó con la inclinación del Departamento de Defensa por la guerra psicológica. Para los colegas de Kissinger en Harvard, que adaptaban sus currículums a las necesidades del Estado de seguridad estadounidense, su trabajo doctoral —sobre el Congreso de Viena y sus consecuencias— parecía caprichosamente de anticuario. Pero su tesis publicada invocó las armas termonucleares en su primera frase y presentó a los lectores en Washington una analogía histórica inequívoca: los esfuerzos de los imperios británico y austríaco por contener a la Francia de Napoleón ofrecían lecciones para tratar con la Unión Soviética.

    Kissinger ha demostrado ser terreno fértil para historiadores y editores. Hay estudios psicoanalíticos, relatos de exnovias, compendios de sus citas y libros de negocios sobre su manera de hacer tratos. Dos de las valoraciones recientes más significativas aparecieron en 2015: el primer volumen de la biografía autorizada escrita por Niall Ferguson, que valoraba a Kissinger con simpatía desde la derecha, y La sombra de Kissinger de Greg Grandin, que se acercaba a él críticamente desde la izquierda. Desde perspectivas opuestas, convergieron en cuestionar la profundidad del realismo de Kissinger.

    Kissinger es a veces llamado el Metternich estadounidense, en referencia al estadista austríaco que forjó la paz posnapoleónica. Pero en su tesis, sopesando las carreras de los hombres sobre los que escribió, destacaba las limitaciones de Metternich como modelo:

    A Metternich le falta el atributo que ha permitido al espíritu trascender un callejón sin salida en tantas crisis de la historia: la capacidad de contemplar un abismo, no con el desapego de un científico, sino como un desafío que hay que superar, o perecer en el proceso… Porque los hombres se convierten en mitos, no por lo que saben, ni siquiera por lo que logran, sino por las tareas que se proponen.

    Kissinger estaba atacando a los científicos sociales de ojos brillantes que lo rodeaban, quienes pensaban que la confrontación mortal de la Guerra Fría podría resolverse con modelos empíricos y conductuales, en lugar de con altanería existencial.

    En 1954, Harvard no le ofreció a Kissinger la cátedra inicial que él esperaba, pero el decano de la facultad, McGeorge Bundy, lo recomendó al Consejo de Relaciones Exteriores, donde Kissinger comenzó a dirigir un grupo de estudios sobre armas nucleares. En el Washington de la era Eisenhower, una nueva visión de las armas nucleares podría hacerle un nombre. En 1957, Kissinger publicó el libro que lo consagró como figura pública, Armas nucleares y política exterior. Argumentaba que la administración Eisenhower necesitaba prepararse para utilizar armas nucleares tácticas en guerras convencionales. Reservar armas nucleares solamente para escenarios apocalípticos dejaba a Estados Unidos incapaz de responder de manera decisiva a las crecientes incursiones soviéticas. Kissinger pretendía que su tesis fuera provocativa, y no podía saber que el Estado Mayor Conjunto de Eisenhower le había estado diciendo al presidente lo mismo durante años.

    A finales de los años 50, Kissinger no necesitaba elegir entre ser académico, intelectual público, burócrata o político. Cada esfera de actividad realzaba su valor en las otras. Fue un consultor muy solicitado por los candidatos presidenciales; asumiendo que la aristocracia blanca y protestante de Estados Unidos ofrecía el camino más probable hacia el poder, pasó años dando clases particulares a Nelson Rockefeller en política exterior. En 1961, Bundy, que se había convertido en asesor de seguridad nacional del presidente John F. Kennedy, contrató a Kissinger como consultor. Kissinger también consiguió finalmente un puesto en Harvard. Los miembros de la facultad objetaron que su libro sobre armas nucleares no era académico, pero Bundy impulsó el nombramiento y convenció a la Fundación Ford para que aportara dinero para su cátedra.

    Es difícil ubicar a Kissinger entre los pensadores de política exterior de su época. ¿Pertenece al grupo de los estrategas más idiosincráticos y brillantes de Estados Unidos, como George Kennan y Nicholas Spykman? Por lo general, se le clasifica junto con “intelectuales de la defensa” menores, como Hans Speier y Albert Wohlstetter. Estos hombres se movían con fluidez entre las salas de conferencias y los laboratorios de la Corporación Rand, donde se quejaban de los estudiantes que protestaban y hacían alarmantes presentaciones de diapositivas sobre el apocalipsis nuclear.

    Gewen prefiere ubicar a Kissinger entre los emigrados de Weimar más altruistas, aunque los “parecidos de familia” que encuentra son difíciles de precisar. Arendt nunca simpatizó con él, pero compartieron su decepción por el desempeño inicial de Estados Unidos en la Guerra Fría. En su libro Sobre la revolución, a Arendt le preocupaba que las naciones poscoloniales, en lugar de optar por copiar las instituciones políticas estadounidenses, estuvieran siguiendo el guion comunista de liberación económica a través de la revolución. Kissinger argumentó que Estados Unidos necesitaba difundir mejor su ideología, y lo hizo con un fervor evangélico que iba más allá de cualquier cosa que haya intentado Arendt. “Una sociedad capitalista o, lo que es más interesante para mí, una sociedad libre, es un fenómeno más revolucionario que el socialismo del siglo XIX”, dijo Kissinger en una entrevista con Mike Wallace en 1958. “Creo que deberíamos continuar la ofensiva espiritual”. Este era el impulso no de un intelectual crítico sino de alguien que no cuestionaba la misión global estadounidense.

    Kissinger improvisó su propia visión de cómo operaba la historia. No era una historia de progreso liberal, ni de conciencia de clase, ni de ciclos de nacimiento, madurez y decadencia; más bien era ‘una serie de incidentes sin sentido’, a los que la aplicación de la voluntad humana daba, de manera fugaz, forma. Cuando era un joven soldado de infantería, Kissinger había aprendido que los vencedores saqueaban la historia en busca de analogías para cubrir de oro sus triunfos, mientras que los vencidos buscaban las causas históricas de su desgracia.

    El emigrado más cercano a Kissinger fue Hans Morgenthau, el padre del realismo moderno en política exterior. Ambos se conocieron en Harvard y mantuvieron una amistad profesional que tuvo altibajos a lo largo de las décadas. “No hubo ningún pensador que significara más para Kissinger que Morgenthau”, escribe Gewen. Al igual que Kissinger, Morgenthau se había hecho muy conocido con un popular libro sobre política exterior, Política entre las naciones (1948). Y compartía la creencia de Kissinger de que la política exterior no podía dejarse en manos de tecnócratas con diagramas de flujo y estadísticas. Pero, a diferencia de Kissinger, Morgenthau no estaba dispuesto a sacrificar sus principios realistas en aras de la influencia política. A mediados de los años sesenta, mientras trabajaba como consultor para la administración Johnson, él criticó públicamente la guerra de Vietnam, que en su opinión ponía en peligro el estatus de Estados Unidos como gran potencia, y Johnson hizo que lo despidieran.

    Tanto Morgenthau como Kissinger se resistieron a describirse a sí mismos como practicantes de la Realpolitik —Kissinger retrocedió ante el término—, pero la Realpolitik ha demostrado ser un concepto notablemente flexible desde que surgió, en la Prusia del siglo XIX. Los pensadores políticos que se enfrentaban al ascenso de Prusia en un continente repleto de potencias en competencia propusieron varias corrientes de pensamiento estratégico. En una sociedad cada vez más burguesa, la diplomacia ya no podía adaptarse a los caprichos y rivalidades de una corte regia; una política exterior prudente requería reunir todo lo que estaba a disposición de un Estado (apoyo público, comercio, derecho) para proyectar una imagen de poder hacia sus rivales. La ironía es que estas doctrinas eran en el fondo un intento de codificar algo que sus seguidores creían que los estadistas angloamericanos ya hacían instintivamente. “Nosotros, los alemanes, escribimos grandes volúmenes sobre la Realpolitik, pero no la entendemos mejor que los bebés en una guardería”, recordó que le dijo al editor de New Republic, Walter Weyl, un profesor alemán durante la Primera Guerra Mundial. “Ustedes, los estadounidenses, lo entienden demasiado bien como para hablar de eso”.

    A Estados Unidos nunca le han faltado estadistas capaces de comunicar al público su visión del interés nacional. Si Kissinger era realista, lo era en este sentido: hacer del aspecto de gestión de la imagen de la política exterior una prioridad. Morgenthau, aunque también estaba obsesionado con la reputación del poder de un Estado, creía que esa reputación no podía diferir demasiado de la capacidad de un Estado para ejercer su poder. Si Estados Unidos alteraba este delicado equilibrio, como creía que estaba haciendo en Vietnam, otros Estados, más realistas en su evaluación, se aprovecharían. Lo mejor que podía hacer un realista era adaptarse a las situaciones, trabajando por un interés nacional estrechamente definido, mientras otras naciones trabajaban por los suyos. Las nociones idealistas sobre el avance de la humanidad no tenían cabida en su plan. Para Morgenthau, escribe Gewen, “la guerra no era inevitable en los asuntos internacionales”, pero “la preparación para la guerra sí lo era”. Las guerras libradas por los realistas serían menos destructivas que las libradas por los idealistas que creían estar luchando por la paz universal.

    Morgenthau se decepcionó cuando Kissinger defendió la guerra de Vietnam en público, a pesar de haber admitido en privado ante él que Estados Unidos no podía ganar. Fue necesario un contemporáneo cercano de Kissinger, el teórico político Sheldon Wolin —otro hijo de emigrados judíos que luchó en la guerra y estudió en Harvard con William Yandell Elliott— para diseccionar completamente los instintos de hacer carrera de Kissinger. A primera vista, observó Wolin, Kissinger habría parecido no coincidir con el antielitista Nixon. Pero la pareja era perfecta: Nixon necesitaba a alguien que pudiera elevar su oportunismo a un plano de propósito más elevado y hacerlo sentir como una gran figura en el drama de la historia. Como escribió Wolin: “¿Qué podría haber sido más reconfortante para esa alma estéril e inarticulada que escuchar la voz autoritaria del doctor Kissinger, quien hablaba tan a menudo y con conocimiento sobre el ‘significado de la historia’?”. Más tarde, a Kissinger le gustaba mencionar sus escrúpulos a la hora de aceptar el puesto con Nixon: había tenido tanto éxito en movilizar su pedigrí académico en Washington que bien podría haber sido designado para el mismo puesto incluso si el candidato demócrata, Hubert Humphrey, hubiera llegado a ser presidente.

    Tan temprano como en 1965, en su primera visita a Vietnam, Kissinger había llegado a la conclusión de que la guerra allí era una causa perdida, y Nixon creía lo mismo. Sin embargo, ellos conspiraron para prolongarla incluso antes de llegar a la Casa Blanca. Durante las conversaciones de paz de París, en 1968, Kissinger, que estaba allí como consultor, pasó información sobre las negociaciones a la campaña de Nixon, que comenzó a temer que el progreso de Johnson hacia un acuerdo traería la victoria electoral a los demócratas. Luego, la campaña de Nixon usó esta información en charlas privadas con los survietnamitas para disuadirlos de participar en las conversaciones.

    Después de haber ganado las elecciones prometiendo “un final honorable a la guerra”, Nixon quería dar la impresión de que buscaba la paz y al mismo tiempo infligir suficiente daño a Vietnam del Norte como para lograr concesiones. En marzo de 1969, él y Kissinger iniciaron una campaña secreta de bombardeos en Camboya, que era una base de operaciones para el Vietcong y los norvietnamitas. En cuatro años, el ejército estadounidense arrojó más bombas sobre Camboya que en todo el teatro de operaciones del Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. La campaña mató a unos cien mil civiles, aceleró el ascenso de Pol Pot y devastó irrevocablemente grandes extensiones de campo. También estuvo tan lejos de sus objetivos estratégicos que más de un historiador se ha preguntado si Kissinger, —quien personalmente modificó los cronogramas de los bombardeos y la asignación de aviones— tenía algún otro motivo. Pero, como escribe Grandin, “había construido su propia máquina de movimiento perpetuo; el propósito del poder estadounidense era crear una conciencia del propósito estadounidense”.

    Si Allende realmente representaba una amenaza, era casi seguro que tenía menos que ver con las ambiciones soviéticas que con sus propios y poderosos argumentos a favor de una distribución global de recursos mucho más allá de lo que Washington estaba dispuesto a tolerar. (…) Él y Nixon asumieron, correctamente, que podían respaldar un golpe contra Allende con el mínimo alboroto (…). Aun así, el espectáculo de la remoción de Allende tuvo una consecuencia no deseada: encendió la mecha de una de las molestias más duraderas de Kissinger: el movimiento global de los derechos humanos.

    En ocasiones, Gewen defiende el historial de Kissinger con más energía que lo que ha hecho el propio Kissinger. Sostiene que las afirmaciones sobre la necesidad de mantener la “credibilidad” tenían sus raíces en preocupaciones legítimas sobre asegurar un orden global liderado por Estados Unidos. Pero, como vio Morgenthau, el argumento de Kissinger se basaba en un desastroso error de cálculo de las capacidades de Estados Unidos. ¿Cómo se mejoraría la credibilidad de Estados Unidos prolongando una guerra contra una potencia de cuarta categoría? ¿Cómo, parafraseando a John Kerry, se pide que mueran treinta mil soldados estadounidenses para que los treinta mil soldados que les precedieron no hayan muerto en vano?

    Como estaban las cosas, cada sucesiva iniciativa estadounidense erosionó la credibilidad en lugar de reforzarla. Ni siquiera el bombardeo navideño de Vietnam del Norte, en 1972, el mayor de la guerra, pudo convencer a los norvietnamitas de renegociar. El joven funcionario del Servicio Exterior John Negroponte ofreció una irónica autopsia, que Kissinger nunca perdonó: “Bombardeamos a los norvietnamitas para que aceptaran nuestras concesiones”.

    Gewen también defiende la idea de Kissinger de que todo acontecimiento político en cualquier parte del mundo exige una respuesta en otro lugar, un punto de vista que, en la práctica, hacía que cada peón pareciera una reina amenazada. Cuando Nixon y Kissinger respaldaron la campaña genocida del presidente paquistaní Yahya Khan contra Pakistán Oriental, en 1971, lo hicieron para mostrar a los soviéticos que Estados Unidos era “duro”. Cuatro años después, la aprobación de Kissinger de la campaña genocida del presidente indonesio Suharto en Timor Oriental pretendía indicar que Estados Unidos recompensaría sin cuestionar a quienes habían diezmado a los comunistas que estuvieran a su alcance. En retrospectiva, la noción de que todo lo que Estados Unidos hiciera sería debidamente registrado y respondido por sus oponentes y amigos parece una expresión de narcisismo geopolítico. En ese momento, el senador Joe Biden, de 33 años, acusó a Kissinger, en una audiencia en el Senado, de intentar promulgar “una doctrina Monroe global”.

    Dada la insistencia de Gewen sobre el realismo de Kissinger, resulta extraño que no se detenga más en los episodios más pragmáticos de su carrera —la búsqueda de la distensión con la Unión Soviética, la apertura de relaciones con China y el desarrollo de una “diplomacia de lanzadera” para contener la guerra árabe-israelí de 1973— que todavía se celebran ampliamente como logros diplomáticos importantes. La distensión requirió que Kissinger prevaleciera sobre las opiniones de línea dura sobre los líderes soviéticos como ideólogos empeñados en dominar el mundo y que se viera el Kremlin de Leonid Brézhnev como habitado por actores racionales. En cambio, Gewen a menudo parece inclinado a defender a Kissinger en los momentos de su carrera donde la defensa es más difícil. Abre el libro con un largo capítulo sobre la participación de Estados Unidos en Chile, que culminó en un golpe de Estado en 1973. Cuando Chile eligió al socialista Salvador Allende como presidente, en 1970, Nixon y Kissinger resolvieron destituirlo. El hecho de que Allende fuera elegido popularmente lo hacía aún más peligroso a sus ojos. “No veo por qué tenemos que quedarnos impasibles y ver cómo un país se vuelve comunista debido a la irresponsabilidad de su propio pueblo”, observó Kissinger. Gewen piensa que esta broma captura el trágico dilema de la relación de Kissinger con la democracia y el poder. “La afirmación parece muy diferente si uno tiene en mente el ascenso de Adolf Hitler”, escribe Gewen, y sugiere que el Chile socialista debería reunirse con la República de Weimar como ejemplos de un pueblo que se expulsa a sí mismo de una democracia mediante el voto. Gewen enumera los pecados y debilidades de Allende —incluidos los aumentos salariales “perniciosos” para los trabajadores y el adoctrinamiento de los jóvenes en los “valores del humanismo socialista” —, pero escamotea tal escrutinio a su sucesor, el dictador de derecha, general Augusto Pinochet, cuyo poder Estados Unidos ayudó a consolidar y que, si se tiene en mente el ascenso de Hitler, parece bastante más pertinente.

    De manera similar es cuestionable la afirmación de Gewen de que “lo que no se puede descartar es la preocupación de Nixon y Kissinger de que Chile bajo Allende fuera un adoquín en el camino hacia la hegemonía soviética”. De hecho, la Unión Soviética había reducido su rivalidad con Estados Unidos en el mundo en desarrollo, donde contrarrestar a China ahora diluía sus recursos. La crisis de los misiles cubanos, en 1962, y un intento fallido de establecer una base de submarinos en Cuba, ocho años después, habían agriado cualquier esperanza de desarrollar un Estado verdaderamente cercano en América Latina. Los dirigentes del Kremlin se mostraron reacios a aumentar la miseria que enviaban a Chile, sabiendo que Allende la gastaría en importaciones estadounidenses que tanto necesitaba.

    Si Allende realmente representaba una amenaza, era casi seguro que tenía menos que ver con las ambiciones soviéticas que con sus propios y poderosos argumentos a favor de una distribución global de recursos mucho más allá de lo que Washington estaba dispuesto a tolerar. A diferencia de Morgenthau y Kennan, que veían el mundo no industrializado como un remanso que no merecía la atención de Estados Unidos, Kissinger consideraba al socialismo del Tercer Mundo un enemigo serio, capaz de perturbar el delicado enfrentamiento de Estados Unidos con la Unión Soviética. Él y Nixon asumieron, correctamente, que podían respaldar un golpe contra Allende con el mínimo alboroto, tal como Eisenhower, dos décadas antes, había librado a Guatemala de su presidente democráticamente elegido, Jacobo Árbenz. Aun así, el espectáculo de la remoción de Allende tuvo una consecuencia no deseada: encendió la mecha de una de las molestias más duraderas de Kissinger: el movimiento global de los derechos humanos.

    A veces puede parecer como si hubiera habido un pacto inconsciente entre Kissinger y muchos de sus detractores. Si todos los pecados del Estado de seguridad estadounidense pueden cargarse sobre un solo hombre, todas las partes obtendrán lo que necesitan: el estatus de Kissinger como figura histórica mundial está asegurado, y sus críticos pueden considerar su política exterior como la excepción y no la regla.

    En 1972, cuando la periodista italiana Oriana Fallaci le pidió a Kissinger que explicara su popularidad, él dijo: “El punto principal surge del hecho de que siempre he actuado solo”. Tanto los críticos como los defensores tienden a aceptar esta autoevaluación, pero su historial muestra una figura más mundana que asimiló los supuestos prevalecientes en política exterior. Sus movimientos más controvertidos tienen claros precursores. El presidente Johnson también había bombardeado en secreto Camboya y, en 1965, condonó el genocidio de Suharto en Indonesia, que superó en escala al que Kissinger aprobó en Timor Oriental. Las intervenciones respaldadas por Estados Unidos que prefiguran la remoción de Allende incluyen docenas solamente en América Latina y el Caribe.

    Desde que dejó el cargo, Kissinger también rara vez ha desafiado el consenso, y mucho menos ha ofrecido el tipo de evaluaciones incómodas que caracterizaron la carrera posterior de George Kennan, quien advirtió al presidente Clinton contra la expansión de la OTAN después del colapso de la Unión Soviética. Es instructivo comparar los instintos de Kissinger con los de un verdadero realista, como el politólogo de la Universidad de Chicago, John Mearsheimer. Cuando terminó la Guerra Fría, Mearsheimer estaba tan comprometido con el principio del “equilibrio de poder” que hizo la sorprendente sugerencia de permitir la proliferación nuclear en una Alemania unificada y en toda Europa del Este. Kissinger, incapaz de ver más allá del horizonte de la Guerra Fría, no podía imaginar ningún otro propósito para el poder estadounidense que la búsqueda de la supremacía global.

    Aunque ha criticado el intervencionismo de los neoconservadores, apenas hay una aventura militar estadounidense, desde Panamá hasta Irak, que no haya contado con su aprobación. En todas sus meditaciones sobre el orden mundial, no ha pensado en cuán contingente e imprevisto fue, en realidad, el ascenso de Estados Unidos como superpotencia global. Nada en la tradición republicana del país, antes de la Segunda Guerra Mundial, lo exigía.

    Aunque puede que Kissinger no haya originado los preceptos por los que es más conocido, es difícil encontrar discusiones sobre ellos que no se refieran a su carrera. Como ha señalado Grandin, la doctrina del uno por ciento del vicepresidente Dick Cheney —la idea de que un Estado tiene que actuar contra los enemigos si existe la más mínima posibilidad de que puedan dañarlo— es completamente kissingeriana, y cuando se dice que Karl Rove dijo: “Creamos nuestra propia realidad”, se hacía eco de las palabras de Kissinger de cuarenta años antes. En 2010, los abogados de la administración Obama utilizaron el precedente de las incursiones de Nixon y Kissinger en Camboya como parte de su argumento para establecer la base legal para los asesinatos con aviones no tripulados de sospechosos estadounidenses de terrorismo que se encontraban fuera del campo de batalla de Afganistán. Un memorando del Departamento de Justicia argumentaba que la acción militar en lugares como Yemen estaba justificada cuando las amenazas reconocidas ya se habían extendido allí. El reciente asesinato del comandante iraní Qassem Suleimani por parte de la Administración Trump, aparentemente con la intención de aterrorizar a los iraníes para que cesen las operaciones en Medio Oriente, se ajusta a la obsesión de Kissinger por la “credibilidad”.

    Los historiadores podrían aprender mucho sobre los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial simplemente estudiando las vicisitudes de la celebridad de Kissinger”, aventura Gewen hacia el final de su libro. Se podría ir más lejos: la principal muestra del “realismo” de Kissinger fue la gestión de su propia fama, su transformación de un desempeño convencional en un símbolo de virtuosismo diplomático. A veces puede parecer como si hubiera habido un pacto inconsciente entre Kissinger y muchos de sus detractores. Si todos los pecados del Estado de seguridad estadounidense pueden cargarse sobre un solo hombre, todas las partes obtendrán lo que necesitan: el estatus de Kissinger como figura histórica mundial está asegurado, y sus críticos pueden considerar su política exterior como la excepción y no la regla. Sería reconfortante creer que los liberales estadounidenses son capaces de ver que la política es más que una cuestión de estilo personal y que la historia prevalecerá, pero el culto duradero a Kissinger apunta a una posibilidad menos grata: Kissinger es nosotros.

     

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    Artículo aparecido en The New Yorker, en mayo de 2020. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

  347. Excéntricos, radicales y performáticos: Glenn Gould y Keith Jarrett

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    Glenn Gould y Keith Jarrett, para una buena cantidad de oídos los dos pianistas más radicales del siglo XX, no llegaron a conocerse ni hicieron mayores esfuerzos por enviarse elogios cruzados. Ni de la pormenorizada biografía que Kevin Bazzana dedicó al primero, ni de la que 10 años más tarde Wolfgang Sandner escribió sobre el segundo, se desprende algo así, a pesar de que eran contemporáneos y tenían un modo muy parecido de abordar sus ejecuciones. Lo hacían como si formaran con el instrumento una especie de centauro, mitad persona y mitad piano, mostrándose como poseídos y dejándose llevar, junto con los característicos carraspeos que los dos solfeaban al aire, por una serie de gestos que habrían resultado ridículos si no fuera porque se emparentaban con los de los personajes del expresionismo alemán: las órbitas de los ojos desencajadas, las manos cayendo en punta sobre el teclado, como si este fuera una yugular.

    Es cierto que en otros aspectos habían tomado caminos opuestos, dado que Gould optó por alejarse de los conciertos en público para encerrarse en los estudios de grabación, donde su delicadeza para pulsar las teclas se conjugaba con una destreza poco habitual para manipular las perillas de los ecualizadores, justo en el momento en el que Jarrett, después de tocar con Miles y de participar junto a él en ese trip majestuoso y sonoro que fue el concierto eléctrico en la isla de Wight, había decidido pasar de los estudios de grabación a las improvisaciones en vivo, donde se permitía intercalar algunos motivos kitsch para brindar un toque de familiaridad a sus complejísimas ejecuciones de avanzada. Sin embargo, se trataba de opuestos que se citaban.

    El propio Keith Jarrett explicó en más de una ocasión que Glenn Gould era un intérprete demasiado puro y que él, a diferencia de los intérpretes demasiado puros, era de los que tocan siempre condicionados por el material que deben ejecutar. En otras palabras, contaba con canales muchísimos más abiertos para expresarse. Con esto no estaba aludiendo solo a los diferendos entre el piano clásico y el piano de jazz, sino también al arte de la improvisación, que en 1975 lo había impulsado a una aventura que Gould jamás se habría permitido, mucho menos en público: dar un concierto de punta a punta en un piano totalmente impresentable. Al parecer, los operarios del Teatro de Colonia habían cometido un error, y en lugar de poner sobre el escenario el Bösendorfer para concierto que se hallaba en el sótano, subieron un piano de un cuarto de cola que se utilizaba para los ensayos del coro y que estaba sin afinar, con varias teclas que no sonaban y un pedal derecho inservible. Como cancelar el concierto a esas alturas era imposible, Keith hizo lo que pudo —se limitó a las alturas del piano y eludió sobre la marcha, con maniobras similares a las del piloto que esquiva baches a 200 kilómetros por hora, las teclas mal templadas—, y “lo que pudo” fue nada menos que el Köln Concert, una pieza hermosísima en do mayor (Keith escogió la escala a propósito para mostrar que la temprana ironía de Schönberg sobre las armonías tritónicas era más que discutible) que terminó convirtiéndose en el disco más vendido de la historia del jazz.

    Keith Jarrett explicó en más de una ocasión que Glenn Gould era un intérprete demasiado puro y que él, a diferencia de los intérpretes demasiado puros, era de los que tocan siempre condicionados por el material que deben ejecutar. En otras palabras, contaba con canales muchísimos más abiertos para expresarse. Con esto no estaba aludiendo solo a los diferendos entre el piano clásico y el piano de jazz, sino también al arte de la improvisación.

    Ese mismo año, Glenn Gould grabó dos bagatelas de Beethoven, sin saber muy bien quién era ese pianista excéntrico del que se había empezado a hablar en todas partes, una actitud propia de alguien que, como Gould, difícilmente salía de su casa, donde el insomnio que padecía lo habilitaba para ensayar hasta altas horas de la madrugada, o solo lo hacía conduciendo su auto con unas anteojeras como las de los caballos, para no tener que cruzarse con nadie. Si la diligencia era a pie, recorría las calles de Toronto cubierto con un gorro y unos guantes de lana, incluso en verano, cargando como único equipaje la silla plegable que su padre le había confeccionado cuando era niño y que, a causa de que era cuatro o cinco centímetros más baja de lo recomendado, lo hacía verse sobre el piano como si se estuviera trepando a un balcón.

    Lo cierto es que a Gould sus contemporáneos no le interesaban, a excepción de Petula Clark (algo así como nuestra Myriam Hernández) o Barbra Streisand, su regalona, sobre quien escribió una crónica formidable acerca del día en que tuvo el privilegio de conocerla. Jarrett, en cambio, sí daba la impresión de seguirlo, tanto en el modo performático de tocar el piano como en un manojo de misteriosísimas coincidencias: los mismos dolores de espalda, que ambos pianistas cargaron como una cruz a lo largo de toda la vida; el mismo boxeo contra las teclas, que ambos pulsaban con delicadeza pero también con una reserva de malestar, de inconformismo con “vista exclusiva”, y sobre todo el final, el mismo final, un súbito derrame cerebral que dejó a Jarrett sin poder tocar más el piano y a Gould desparramado para la eternidad sobre su Steinway de cola.

    En El malogrado, la exquisita y desenfrenada novela que Thomas Bernhard destinó a Gould, pero con la que apuntó más que nada a probar que el mundo no vale la pena y que la vida es un accidente largo y desesperado, se atribuye a la fragilidad que habita en el alma de los inconformistas esta clase de finales tan súbitos y desconsoladores. Asimismo, resulta evidente que Keith Jarrett estaba hablando de sí mismo cuando señaló, en la misma línea que Bernhard, que la conducta de Gould, a ratos incomprensible y sumida en un sufrimiento infinito, no era sino el efecto de la frustración artística. De pronto —pienso ahora— fue esa frustración la que los unió y en la que mutuamente se disolvieron.

  348. Albricia brava (Mistral póstuma)

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    Profesionalmente chilena, profesionalmente sudamericana, por eso gustó en Suecia”, dijo Borges de Mistral, señalando que su obra era “bastante floja”, pero que ella representaba la figura requerida de la escritora sudamericana en cuanto a “tener sangre india, escribir de un modo sentimental, ser morena”.

    Difícil que hoy se pronunciara algo así, no tanto por la incorrección política sino por el extravío literario que el tiempo ha sabido remarcar. Pero interesa el punto de la vocación chilena y latinoamericana de Mistral. Ella misma lo refrendaría. ¿Qué podía significar hacerse la chilena, la latinoamericana? En la idea de Borges, algo así como rentabilizar una postura pagadora en el ámbito internacional. Pero Mistral tenía en materia política y cultural objetivos más complejos que calzar con la demanda y solazarse en los beneficios asociados. Operaba, incidía, se procuraba esferas, voz y ecos, influencia. Reconfiguraba sigilosamente un mapa futuro y abría espacios en su escritura al color local, del que Borges desconfiaba.

    Solo atendiendo a una parte muy acotada de su obra podría decirse que era una autora sentimental. Predominantemente, en sus versos, como los de “El amor que calla”, de Desolación, no hay sensiblería ni cantos de galería; más bien una seca sospecha en la palabra, la potencia de un decir descreído pero tenaz:

    Si yo te odiara, mi odio te daría
    en las palabras, rotundo y seguro;
    ¡pero te amo y mi amor no se confía
    a este hablar de los hombres, tan oscuro!

    Tú lo quisieras vuelto un alarido,
    y viene de tan hondo que ha deshecho
    su quemante raudal, desfallecido,
    antes de la garganta, antes del pecho.

    Estoy lo mismo que estanque colmado
    y te parezco un surtidor inerte.
    ¡Todo por mi callar atribulado
    que es más atroz que el entrar en la muerte!

    Han de haber sido poemas así los que llevaron a otro argentino, Ricardo Piglia, a ver en cambio en Mistral a alguien que “se hacía la maestra caritativa para esconder su aridez despótica y su percepción beckettiana de la muerte”, llegando incluso a sugerir que más bien “Beckett parece tener una percepción a lo Mistral del vacío y del límite”.

    La impronta de la escritura mistraliana es abismante en ese sentido, señera: señala vacíos y también nuevos espacios. A menudo suena extraña, pero nunca ajena ni remota. Abrió posibilidades literarias que se proyectarían. En Mistral abrevan escrituras tan distintas como las de Enrique Lihn y Cecilia Vicuña. Lihn, que tomó de ella esa palabra siempre poniéndose contra las propias cuerdas, explicitó esa proveniencia en uno de sus poemas mayores, “Elegía a Gabriela Mistral”, incluido en La pieza oscura, donde dice: “El canto, cuando es bello, cura el dolor que mienta / y le sobra belleza para el dolor más ancho. / Creo verla poner a su desgracia / el rostro grave y dulce que espejea en su verbo. / Escuchémosla hablar, roto el silencio / no atinaremos a llamarla ausente”.

    No atinaremos a llamarla ausente. Hoy menos que nunca. La Mistral póstuma es infinita: esa que arrancó con la publicación de Poema de Chile a 10 años de su muerte. Y que sobre todo ha crecido alucinantemente en el ámbito de la prosa, ya sean epistolarios, relatos (como los recopilados por Gladys González en Cuentos inéditos y autobiografías), textos sobre cultura y naturaleza, escritos místicos y religiosos, artículos políticos, reseñas literarias, diarios y páginas autobiográficas, la mayoría con una escritura cargada de una gramática nueva, sagacidades y poderosos designios.

    En Recados completos, el investigador Diego del Pozo reunió 700 páginas de lo que Mistral llamaba sus recados, textos que escribió desde el extranjero (“Así llamaba yo esa especie de ‘conversación’ con los míos a través del mar”) y que son en el fondo ensayos que se refieren a todos los asuntos que hay entre el cielo y la tierra, desde las piedras y madame Curie hasta Cristo y los queltehues. Sus recados tienen siempre una forma diversa (a veces los mandó para ser leídos en la radio, otras eran cartas, crónicas, reseñas o poemas) y un estilo la mayor parte de las veces alucinante. Es un acontecimiento, este libro, que deja ver el trato tan particular que Mistral tenía con la lengua castellana y la inteligencia audaz con que decía lo que quería decir. Por ejemplo, cuando comenta un libro de Juvencio Valle, junto con celebrar sus virtudes, repara en cierta sobrecarga de alusiones literarias, recadeándole al autor con elegancia que en su libro “falta el olvido de lo que leyó”.

    Todos esos escritos abren una dimensión que el ensayo chileno y latinoamericano harían bien en procesar para estar a la altura de sus raíces. Ese sería el gran recado: la prosa crece hacia atrás con Mistral.

    Es un acontecimiento, este libro, que deja ver el trato tan particular que Mistral tenía con la lengua castellana y la inteligencia audaz con que decía lo que quería decir. Por ejemplo, cuando comenta un libro de Juvencio Valle, junto con celebrar sus virtudes, repara en cierta sobrecarga de alusiones literarias, recadeándole al autor con elegancia que en su libro ‘falta el olvido de lo que leyó’.

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    En cuanto a su poesía póstuma, la cuestión es diferente. Ya en los libros que publicó en vida, especialmente en Desolación, Tala y Lagar, hay suficientes poemas donde, como dijera Grínor Rojo, “cuando uno menos se lo espera saltan liebres extrañas”, y hay, sobre todo, un sonido y un modo propios que le aseguran un lugar en cualquier panorama de la poesía persistente del siglo XX (no es llegar y escribir versos así: “Todo me sobra y yo me sobro / como traje de fiesta para fiesta no habida”), mientras que los poemas que han aparecido entre sus manuscritos no han modificado sustancialmente los contornos de una obra irreductible, aunque sí la han reiterado, ampliando y consolidando, más que una voz, los estados de una voz que en ella conviven.

    Si primero fueron el Poema de Chile, Lagar II y antologías, más recientemente fue Almácigo, amplísimo compilado de poemas y versiones preparado por Luis Vargas Saavedra (hay dos ediciones, de 2008 y 2015, publicadas por Ediciones UC). Después Manuscritos (2017, Garceta Ediciones), 24 poemas inéditos recopilados por Lorena Garrido Donoso entre los cuales hay piezas más o menos acabadas, algunas notables, como “Regreso de hermano”. Y ahora aparece Matriarca, una selección de inéditos que reunió y prologó el poeta Gustavo Barrera Calderón. Se repiten poemas entre Almácigo y Matriarca, a veces con variaciones relevantes que se deben al modo de transcribir y otras consideraciones que cada volumen a su manera expone.

    Barrera plantea que “en algunos de los poemas del legado, recogidos con anterioridad en antologías, surgieron interpretaciones erradas o alteraciones que se arrastraron de una publicación a otra”. No especifica cuáles antologías, cuáles poemas, pero sí añade una consideración inquietante: “Algunas versiones publicadas parecieran escritas por la estatua de Gabriela Mistral y distan bastante del espíritu original de los textos”. Queda abierta esa discusión y, por lo pronto, consignada la magia de una obra futura. Futura en sentido literal, pues más allá de la vigencia y la feracidad de lo ya habido, seguirán saliendo “nuevos libros” de Mistral que articulen y recompongan de distintas maneras el legado inmenso que dejó la poeta elquina.

    Matriarca reúne 62 poemas como una nueva muestra y, más concretamente, como una invitación, en palabras de Barrera, “a explorar y regresar a la fuente original de estos textos, la herencia poética de Mistral que se encuentra en la Biblioteca Nacional”. Se reconoce en el conjunto el carácter del verbo mistraliano, su tranco fuerte. No excluye poemas inconclusos o menores, pero hay algunos sobresalientes, como “La palabra”, que es una vuelta de tuerca a un asunto que siempre inquietó a la poeta: el sentido, o la posibilidad más bien, del decir y del callar, de esa palabra que muere en la garganta, como escribiera en su célebre poema “Una palabra”, de Lagar. Acá, en el poema de Matriarca, se lee: “No tiembla como tiembla tu boca con jadeo / y no entrega la rima tu entrechocar de dientes / Se muere el canto como la salamandra ardiente / saliendo de tu entraña torcida de deseo”.

    Entre personajes, coloquios y duelos (“Caen los gestos de los amigos / en la soledad de mi falda”), hay un poema, “Para Doris”, entre cuyos versos sorprende la cercanía con la poética extraordinaria del propio antologador, Gustavo Barrera, recordando a la vez al Gonzalo Millán de Vida; ¡pero es Mistral hace casi un siglo!: “… ocurre que entre losas / y muñecas destripadas / queda un bultito que se parece / a cosa viva y no mentada”.

    ***

    El misterio Mistral crece a medida que se le acercan. Comentando Doris, vida mía, la correspondencia de Mistral con Doris Dana, Alia Trabucco Zerán indica el carácter complejo y múltiple de la poeta, “escurridiza ante las etiquetas, polifónica en su escritura, recelosa de su intimidad, habilísima en la política y capaz de construir para sí misma un rinconcito de felicidad en un mundo que proscribía o silenciaba incluso el nombre de sus afectos”. Ha devenido una clásica en llamas, proveedora volcánica de un magma que sigue marcando el presente.

    Cabe en un redondel de luz la América / que un corazón contuvo en un gesto de amor”, escribe Lihn en otro momento de su elegía, y Mistral es eso: un gran gesto de amor que abraza las formas duras y dulces, los arqueos y las quebradas de una lengua, de un paisaje y de un modo de estar que ciertamente no es el europeo. Ante tanto criollismo, Borges rehuía y defenestraba la presencia del “color local”. Otras escrituras, como las de Mistral y Cecilia Vicuña, se hundieron en ese colorido y proyectaron un arcoíris que incluye desde el dorado hasta lo más oscuro. Así lo vio Alfonsina Storni, que ya en 1920 dijo que lo publicado por Mistral era “lo suficiente para hacer comprender que el infinito puede reflejarse en una pequeña gota”.

    La palabra “albricia”, tan viva en Mistral, alude a la manifestación que se hace al recibir una noticia importante y feliz y al regalo que se da en gratitud por ella. En uno de los poemas incluidos en Matriarca hay unas líneas que con esa palabra informan mejor que nadie la gran noticia de esta obra nunca vieja: “Novedad verdadera / y albricia brava. / Hay una niña viva / que ayer no estaba”.

     


    Matriarca
    , Gabriela Mistral, Ediciones Biblioteca Nacional de Chile, 2023, $12.000.


    Recados completos, Gabriela Mistral, La Pollera Ediciones, 2023, $25.000.

  349. Cazadores crepusculares

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    No recuerdo bien cómo llegamos a los bosquimanos. Tal vez fue la sed, el calor de ese otoño, la sensación febril de un marzo interminable como los meses secos en el desierto de Kalahari. A la espera de una botella que caiga del cielo como en la película Los dioses deben estar locos. Una botella vacía, inexplicablemente.

    Cruzamos la frontera en lancha por Kazungula, después de visitar las cataratas Victoria. En ese cuatrifinio entre Zambia, Botsuana, Namibia y Zimbabue, anudado sobre el curso del Zambezi, los bordes son líneas imaginarias que arrastra el caudal y corroboran la existencia de una tercera orilla. Del otro lado tomamos una avioneta para llegar al campamento donde estaba la doctora Evans. Du Matau quedaba en medio de un pantano cerca de la frontera con Namibia, en Botsuana. Desde el aire se veían los primeros elefantes y algunos cuellos de jirafas rodeando las acacias.

    El Okavango es un delta que no desemboca en el mar. Sus aguas se absorben y se evaporan durante nueve meses, hasta la estación de las lluvias. Después hay muchas pozas e incluso ríos, pero en una semana toda el agua se escurre en las profundas arenas del Kalahari. Las primeras en secarse son las aguas abiertas, transformándose en zonas pantanosas y barrosas que acaban resquebrajadas. En el verano hay vestigios de humedad solo en algunos ojos de agua muy escondidos entre los altos pastos. La hierba crece de un hermoso color dorado y aporta forraje, pero no hay ni habrá agua por meses. Así es que la mayoría de los animales se van y los humanos también, excepto los bosquimanos.

    El pensamiento africano ha llegado al consenso de que después de la séptima generación ya no es posible distinguir entre historia y mito”, escribe J. M. Coetzee, en Diario de un mal año. Si hubiera que remontarse al primer ancestro común, los bosquimanos son el pueblo vivo más antiguo del mundo. Su impronta es el arquetipo del cazador nómade primitivo en cuyas huellas nuestra civilización ha rastreado su propio origen.

    Son los únicos que pueden vivir en las condiciones que ofrece este territorio”, me comentaba esa noche Nick Galpine, el administrador del campamento, un inglés que se jactaba de llevar 10 años viviendo en Linyanti. Cada mañana, a las 11.30, se detenía a mirar el cielo para ver pasar el vuelo diario que salía de Johannesburgo a Londres. “Desde las servilletas hasta el vodka que te estás tomando —repetía— lo traemos, lo traemos todo, aquí no hay nada”. La doctora Kate Elizabeth Evans, por su parte, llevaba meses instalada en los pantanos de este margen del Okavango, conviviendo con elefantes y nativos. Al menos en esos años, en Botsuana vivía un tercio de la población de elefantes de toda África. Y en los pantanos del Linyanti era donde se daba la mayor concentración en la zona.

    Salí temprano, guiado por Obonye, en busca de la manada que había madrugado. Obonye manejaba un Land Rover, uniformado y armado con un rifle de caza. Trabajaba empleado para la compañía que arrendaba sus tierras, como casi toda su familia. Contra la imagen obsoleta del bosquimano primitivo, resumía en un vistazo los 50 años de registro de Una familia en el Kalahari, el documental donde el antropólogo estadounidense John Marshall registra los cambios en la vida de un clan en Namibia desde los años 50 hasta el 2000.

    Obonye era un bosquimano de río. Los bosquimanos de río sobreviven en los densos pantanos de papiro del río Okavango, plagados de mosquitos, serpientes y fiebres. Son los únicos bosquimanos con abundante agua, aunque por la mayoría de los lugares que pasamos predominaba el monte seco, y sobre todo una especie de arbusto, el combretum mossambicense. Con su paso arrasador, los elefantes son una amenaza para la diversidad del bosque. Aunque había sido beneficioso para la reserva, porque contribuyeron al aumento de jirafas y kudús.

    ‘El pensamiento africano ha llegado al consenso de que después de la séptima generación ya no es posible distinguir entre historia y mito’, escribe J. M. Coetzee, en Diario de un mal año. Si hubiera que remontarse al primer ancestro común, los bosquimanos son el pueblo vivo más antiguo del mundo. Su impronta es el arquetipo del cazador nómade primitivo en cuyas huellas nuestra civilización ha rastreado su propio origen.

    Cuando el kudú escucha peligro, hace un sonido que alerta a los babuinos a subir a los árboles para mirar en la dirección donde le indican las jirafas. En las leyendas bosquimanas se perciben otra clase de señales: “Niños, niñas, creo que el abuelo se acerca, pues siento el lugar de esa antigua herida en su cuerpo”.

    La doctora Evans había investigado desde los insectos de Namibia hasta los hipopótamos y leones del Okavango. Ahora se encontraba ocupada de los elefantes de Botsuana y estudiaba apasionadamente las complejas relaciones de competencia por los recursos. Para los bosquimanos los elefantes eran un problema. El año que estuve allí, hubo más de 200 campos y cultivos arrasados, y al año siguiente la cifra aumentó al doble. Aunque la relación de muertes entre elefantes y personas era de 8 a 1, el régimen de lluvias muchas veces determinaba la frecuencia y gravedad de los ataques. En época seca, los elefantes se acercaban al río a comer papiros. Al haber agua, no se iban. Cuando las autoridades decidieron ampliar el territorio protegido por la reserva, el poblado de Obonye fue relocalizado a cinco horas del campamento por el aumento de muertes y ataques.

    Vi que el accidentado camino conducía directamente a un espejo de agua. Repetí un estúpido comentario de Nick sobre los hipopótamos (“A veces se exagera sobre su ferocidad, la culpa es de la gente que se acerca a lavar y a pescar al río”) y me acuerdo de que Obonye detuvo el Land Rover y me invitó a bajar.

    Las hierbas están muy altas para hacer caminatas —dijo.

    Solo se veían árboles secos, víctimas de la voracidad de los elefantes, y algunos termiteros que según él tenían más de 50 años. Los había visto aparecer antes de que brotaran los troncos donde parecían encaramarse. Si una reina vive alrededor de 20 años, era posible hablar de dinastías de termitas que habitaron esas galerías, refrescándose bajo la tierra con sus sofisticados sistemas de ventilación. Como la doctora Evans, supongo, en su privilegiada torre de observaciones.

    Los bosquimanos de este siglo viven como inquilinos en su propia tierra. Los safaris sobreviven sobre sus premisas coloniales ofreciendo trabajo, capacitación y desarrollo de sus comunidades. En Du Matau, Obonye trabajaba como guía y su mujer era lavandera. Ranolang, la prima del balsero Baleseng, hacía las camas, mientras él llevaba a los turistas de paseo. Tres meses residían en el campamento y al cuarto mes volvían a su pueblo. Nadie conocía mejor ese territorio.

    El cuerpo de un mismo bosquimano se convierte en el cuerpo de su padre, de su mujer, de un avestruz, de una gacela —escribe Elias Canetti en Presentimiento y metamorfosis de los bosquimanos—. Que los pueda ser todos en distintos momentos, y luego ser otra vez él mismo, es de tremenda importancia”.

    Los bosquimanos, como los Indios Pueblo, constituyen una reliquia que ha generado una particular fascinación en quienes los conocen. Pero el deseo de ir a su encuentro les ha traído cambios que ahora los muestran irreconocibles. Hay razones históricas que explican su carácter esquivo. Fueron explotados por los granjeros bantú y luego por los europeos que acabaron con el que fuera el último territorio autónomo del sur de África. “Puede que tengan motivo para seguir creyendo en sus presentimientos, a pesar de que a veces hayan sido engañados por ellos”, dice Canetti. Mientras tanto, el elefante arrasa con su entorno para preservarlo.

     

    Fotografía: Matías Celedón.

  350. Rostro

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    Por lo general, nos preocupamos de ver o de mirar de forma correcta. Lo que veo de forma correcta lo comprendo. I see, I see. Esto se dice para decir: entiendo. Ya veo de qué me hablas. Entender es hacerse una idea de lo que otra persona está diciendo. Y para entender lo que otra persona dice, tengo que entrar en su mundo de representaciones. Pero entrar en su mundo de representaciones es, en realidad, importar su mundo de representaciones en el mío. Ya veo de qué me hablas. Me familiaricé con el objeto de la conversación. Ahora es parte de mis representaciones. Levinas diría: Nada nuevo bajo el sol. Entender es ver y ver es estar en terreno familiar (algo ya conocido). Lo familiar es lo de siempre. Entender es volver a lo de siempre.

    Veo lo que siempre he visto. No puedo ver algo nuevo; algo nuevo me sorprende. Me desorienta. Lo nuevo justamente no es lo familiar. ¿Es posible entonces saber que algo nuevo ha ocurrido? En una situación de sorpresa, el cuerpo reacciona antes de que sea posible saber algo, agarrarse de algo. Algo me ha sorprendido, algo que ha pasado, algo que ha sido dicho (o un modo de decirlo). Mis ojos se abren, la posición de mi cuerpo cambia. Esto no ocurre porque yo veo, porque yo vuelvo a lo de siempre. Levinas habla de una “ignorancia de ojos abiertos”.

    Cuando veo, no hay nada nuevo bajo el sol. Este edificio, esta panadería, incluso esta persona, encaja en mis expectativas. “Rostro” es el concepto de lo que no encaja, es lo que me viene a sorprender. Un cuadro puede sorprenderme. Este color, esta forma, se rehúsan a lo que estoy acostumbrado a ver. Ocurre un desajuste. Lo que me permite ver y entender deja de funcionar. Empiezo a mirar el cuadro porque no sé verlo. Este cuadro hace que experimente la mirada como un cierto nacimiento. No es dado ver este color. No es fácil mirar un cuadro. No sé si en realidad lo miramos o si solo buscamos nacer a la mirada.

    Hay “rostro” cuando algo se sale de mi expectativa. El edificio puede salirse de mi expectativa. Algo puede hacer que me sorprenda y lo mire por primera vez. “Rostro” no es algo. Es más bien una molestia, un disturbio que no me permite más ser como antes, tranquilo como antes, acomodado a la familiaridad de siempre. Rostro es una extrañeza en el aire que suspende hasta mi forma de respirar.

    Levinas asocia el rostro a lo invisible. No significa que algo se esconde detrás de lo visible. Se trata de otra cosa, de una situación. “Rostro”: la familiaridad se interrumpe y no estoy en situación de dominio en la que ver es comprender, disponer del sentido de lo que me rodea. Rostro es ser mirado: el color, este color, no lo veo, no lo entiendo, pero de alguna forma me reclama. Reclama que nazca a la mirada. Rostro dice que no soy ante las cosas, sino que soy también por ellas, gracias a ellas. He de nacer a un color, una llamada, a un llanto o a una respiración.

    El rostro me mira. En francés que algo me mire (que quelque chose me regarde) significa también que me concierne, me inquieta o me moviliza. Es porque algo me mira que no puedo quedarme quieto en mi silla, leyendo el diario y volviendo cotidianas (rutinaria, lo de siempre) las noticias que vienen de afuera. Me acomodo a lo que se vuelve familiar, a las tragedias del mundo. Me quedo sentado. En cambio, lo que me mira me saca de mi lugar: el color rojo en la tela es extraño, me desubica un rato. El rojo, este rojo, hace que no sepa dónde estoy o quién soy. Me inquieta o me pierdo en él y me obliga a hacer un recorrido del que nace una mirada. El rojo nadie lo ve; solo puede atestiguarse en el renacimiento de mi mirada, en el recorrido que produce en ella.

    Cuando todo es funcional, cuando todo corresponde a una expectativa, no hay nada nuevo bajo el sol. El sol ilumina lo de siempre, el sol es el mismo de siempre. Veo lo de siempre. Conocer es ver lo de siempre, pero no este edificio o aquella panadería en su particularidad, sino la luz que hace posible que estén en el paisaje y me sean familiares. Platón habla de reminiscencia: algo que siempre estuvo, vuelve. La luz siempre estuvo, pero nunca pensé en ella. Yo veo la panadería, no la luz que le da lugar. Conocer es conocer la luz. El rojo en la tela, en cambio, viene a sorprenderme. El rojo desafía la luz, la desarma o la provoca. Ante el rojo, este rojo, no funciona la luz de siempre y mis ojos han de abrirse, vaciarse de lo que ya saben ver. Han de nacer.

    Levinas repite muy a menudo que el rostro no es la cara. La cara es objeto de la mirada. La cara tiene particularidades que yo identifico, que se vuelven familiares. En cambio, el rostro me mira. Es una provocación. El rojo, este rojo, provoca mi mirar al mismo tiempo que suspende mi capacidad de ver (de reconocer, de estar en lo de siempre). Otra persona me provoca tan solo porque me habla. Su habla es siempre un momento de incomprensión. No solo porque no sé de qué me habla sino porque nadie sabe realmente de qué habla. El objeto del habla se constituye hablando. Hablar es una irrupción, una trasgresión. Hablando se interrumpe el silencio, la tranquilidad de nuestro acomodamiento. Hablar, dice Levinas, es “ruptura y comienzo”. Hablar desgarra y moviliza. Anima incluso (fuera del sillón donde me acomodo a la tragedia del mundo). Hablando me encamino. No sé completamente de qué hablo, lo voy descubriendo, parcialmente, y por esto nazco también a mi habla. Hablar es una aventura, un atrevimiento fuera de lo ya dicho, lo familiar. El “rostro habla”, dice Levinas.

    El rostro es el acontecimiento de una desubicación que me saca de mi silla —o me desacomoda. Quizás para que vuelva a acomodarme. Quizás nunca me levanté del sillón. Pero un corazón latió. La provocación dio lugar a una inquietud. El rostro no es nada que pueda tocar, comprender, hacer mío, hacer familiar. Se atestigua en esta inquietud, en este saber que la silla no es el sentido de mi existencia. Rostro es esta provocación que traspasa lo familiar, lo de siempre, sin cambiar la luz o el lugar, pero cambiándome a mí, exigiéndome a mí, dejando en mí la inquietud de nacer de nuevo a mi mirada, a mis gestos, a mi palabra —al mundo también.

  351. Charlotte Delbo y la marcha de los pingüinos

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    Hay lugares de los que nunca se regresa. La casa de la infancia, el patio del colegio, la muerte de un hijo, un viaje de juventud.

    Existe una estación donde quienes llegan son precisamente los que se van / una estación donde quienes llegan nunca llegaron, donde quienes se fueron nunca volvieron. / Es la estación más grande del mundo”. Con este preludio, Charlotte Delbo (Francia, 1913-1985) inicia las memorias de un “viaje extraordinario” que hizo en enero de 1943 y del cual regresará para escribir su libro Ninguno de nosotros volverá.

    Charlotte Delbo llegó a Auschwitz “por error”, junto a 230 presas francesas de la Resistencia. El lugar oficial donde iban a parar los presos políticos del régimen nazi era el campo de Ravensbrück. Su convoy, el 24, es el único que siguió de largo. Cuando se bajó del tren, se vio rodeada de “mujeres con pañuelos de Zagreb, banqueros de frac de Montecarlo, griegos que comparten potes de aceitunas, recién casados vestidos de novios, adolescentes de un internado con sus faldas plegadas, niños abrazados a sus peluches”; todos personajes anónimos de una inminente tragedia que ni ella ni nosotros volveremos a ver. Desde el otro lado de la vía, Charlotte Delbo cree comprender dónde se encuentra y grita: “Ayuda, somos francesas”.

    Nadie la escucha.

    Una vez hecho el check in al barracón de la sección de mujeres del campo, en su mayoría habitada por polacas, esta joven secretaria parisina de pelo negro y ojos verdes mira a lo lejos la chimenea humear y de nuevo comprende. “Ignoraban que al infierno se pudiera llegar en tren”.

    A sus 30 años había conocido muchas cosas —la estrechez económica, el amor, la clandestinidad, la cárcel—, pero no el mal. Francesa de origen obrero e italiano, militante de las juventudes comunistas, miembro anónimo de la Resistencia Francesa, tenía la contextura de una mujer fuerte, capaz de soportar una guerra. Los dedos rígidos, azulados, sin uñas, que rápidamente sus manos adoptaron durante su primer invierno en Auschwitz, eran los de una dotada dactilógrafa, que solía transcribir a gran velocidad las lecciones del actor Louis Jouvet durante sus cátedras en el conservatorio del Ateneo en París. Delbo era su secretaria, aunque sería más justo decir, su asistente. Se habían conocido durante una entrevista que ella le había hecho para la revista Cahiers de la Jeunesse. Eran los años 30, los años de entre guerras, de las vanguardias surrealistas y dadaístas, de los grandes bulevares y la bohemia en los cafés parisinos. Charlotte, que era ajena a la escena artística y burguesa de la capital, viajaba a París desde la periferia, donde vivía con sus padres obreros metalúrgicos, para asistir a los cursos de marxismo y filosofía que Henri Lefebvre dictaba en la Université Populaire. Fue ahí donde conoció al dirigente comunista Georges Dudarch, con quien se casó en 1936.

    Cuando los nazis entraron a París, en junio de 1940, Delbo, que se enorgullecía de ganarse la vida con su oficio, se encontraba de gira con Jouvet en Argentina. Mientras la compañía teatral siguió con su montaje de Molière en Buenos Aires, ella decidió regresar en barco y enrolarse en la Resistencia con su marido. Durante los meses de clandestinidad se dedicó a lo que sabía hacer mejor: mecanografiar día y noche fanzines antifascistas. Al poco andar fue arrestada junto a su marido, y tras un año encarcelados en las prisiones de La Santé y en el fuerte Romainville, Dudarch fue fusilado. Charlotte, quien le dedicó varios poemas desgarradores, fue enviada a Auschwitz. No alcanzó a llorar.

    Su ambición literaria trascendía el testimonio y flirteaba pudorosamente con la auto-ficción. Es poco, de hecho, lo que sabemos de Delbo leyéndola. Como Annie Ernaux, ella prefiere desaparecer para dar lugar a una voz impersonal, colectiva, y reconstruir estampas de escenas donde el mal es el protagonista silencioso.

    Ni víctima ni heroína de su suerte, una vez atrapada en ese inframundo de vivos y muertos que era el campo de exterminio de judíos, se sorprendió “dotada de facultades muy agudas para captarlo todo, hacer frente a todo”. Ninguna de las ensoñaciones de la literatura francesa que había leído (era gran lectora de Stendhal) se asemejaba a las escenas que presenciaba a diario: “espectros que hablan”, “maniquíes con uniformes de rayas”, “silencios y gritos que estriban las horas”. Sabía que a quienes le flaqueaban las rodillas, tosían escandalosamente o ardían de fiebre, se las encerraba en el bloque 25, último anillo del infierno y antesala de la cámara de gas. Con sus compañeras francesas ideó estrategias de encubrimiento, mutua protección y sororidad express. En la temida hora del recuento —“Caminar en la fila crea una especie de obsesión. Siempre miramos los pies que tenemos adelante”—, excavaba en su memoria literaria y recordaba poemas aprendidos en el colegio. Llegó a memorizar 57. Al final de la guerra, una vez trasladada al campo de prisioneros políticos de Ravensbrück, montó una obra de Molière, se fumó su primer cigarro y esbozó una primera idea sobre el porqué se había salvado de Auschwitz: “Nunca dejé de hablar con las demás, para permanecer humana era necesario no renunciar al lenguaje”.

    Escribió Ninguno de nosotros volverá en 1946, internada en un sanatorio suizo. El libro, el primero de una trilogía llamada “Auschwitz y después” (seguido por Un conocimiento inútil y La medida de nuestros días), le debe el título a un verso de Apollinaire que se le vino a la mente una noche, parada en medio de una llanura nevada junto a un grupo de prisioneras, y que dice: “Seremos tan felices juntos. / El agua se cerrará sobre nosotros. / Pero llora y sus manos tiemblan. / Ninguno de nosotros volverá” (del poema “La casa de los muertos”). Ella y un millar de prisioneras habían sido sacadas de sus barracones en plena noche para ser llevadas a la intemperie. Nevaba. “Transportadas de otro mundo, de pronto nos vemos sometidas a la respiración de otra vida, a la muerte viva, en el hielo, en la luz, en el silencio”. Ordenadas en filas simétricas, sin haber dormido ni comido, Delbo pasará 12 horas abandonada en esa performance sin sentido, esperando que las guardias SS, “envueltas en capas, pasamontañas y botas de cuero”, y sus perros, “con abrigos de perro”, den la orden de silbato.

    Estas memorias íntimas, que prefirió guardar en secreto hasta estar segura de su valor literario, fueron publicadas 20 años más tarde, en 1965, por la prestigiosa Les Éditions de Minuit. Al lado de Primo Levi y su clásico Si esto es un hombre, Viktor Frankl y El hombre en busca de sentido, Imre Kertész y su novela Sin destino, el libro de Charlotte Delbo no parecía encajar en la Literatura del Holocausto (no era judía) ni en los relatos heroicos de la Resistencia (terminar deportado en Alemania era un pésimo final). A diferencia de otras autoras judías, Ruth Klüger y Seguir viviendo o Helga Weiss y El diario de Helga, que serían rescatadas de la amnesia años después, su ambición literaria trascendía el testimonio y flirteaba pudorosamente con la auto-ficción. Es poco, de hecho, lo que sabemos de Delbo leyéndola. Como Annie Ernaux, ella prefiere desaparecer para dar lugar a una voz impersonal, colectiva, y reconstruir estampas de escenas donde el mal es el protagonista silencioso. A veces, adopta la carcajada siniestra de una SS de apellido Drexeler burlándose de un grupo de jóvenes judías, que gritan de pánico en un camión que las lleva a la cámara de gas, o se funde en paisaje atmosféricos, casi góticos, como cuando Delbo, una mañana de primavera, ve una flor al otro lado de la alambrada. “Soñamos con el tulipán todo el día”. El cuerpo habla desde todos los rincones, desde las narices tapadas por la humareda de las chimeneas, desde la sed que mata y la falta de saliva que no deja hablar, desde los piojos que saltan en el escote, pero también desde lo banal; el deseo de que el pelo crezca de nuevo en la nuca, de cambiarse los calzones sucios que no se despegan de la carne, de tomar un baño en el riachuelo, de mirar a los hombres, al otro lado, y querer abrazarlos, consolarlos.

    De una feminidad cruel y compasiva, el de Delbo es un viaje meditativo y transfigurado de una psiquis rota. Auschwitz, “ese conocimiento inútil”, no la hizo mejor persona; la arrojó al fondo de sí misma. “¿Cuándo llegará el día en que acabará esta solidaridad obligatoria del cerebro, de los nervios, de los huesos y de todos los órganos? ¿Cuándo llegará el día en que mi corazón y yo dejaremos de conocernos?”, escribe al final.

    A su regreso a la realidad, Charlotte Delbo se encuentra con un nuevo horror: la indiferencia del mundo. Su madre, a cuyo recuerdo se aferraba en el campo como a una figura protectora, ha muerto. Su padre se casó con otra mujer; ya no hay una habitación para ella en la casa. El único abrazo que recibe una noche en el teatro es el de Jouvet. Delbo emigra a Suiza, donde encuentra un trabajo en Naciones Unidas y saca la voz para apoyar la independencia de Argelia. De vuelta a París, en 1959, se convierte en la asistente de Lefebvre, su antiguo profesor, ahora convertido en un célebre sociólogo. Nunca volvió a casarse ni tuvo hijos.

    Antes de morir de cáncer a los 72 años, una tarde nevada en que daba un paseo con su sobrino tiene una ocurrencia: “¿Y si mejor vamos a ver los pingüinos de Bois de Vincennes?”. El sobrino se sorprende. Charlotte Delbo ríe y le confiesa que anda nostálgica, que el andar lento, torpe y en fila de los pingüinos sobre la nieve le recuerda cuando en las noches hacían el recuento de prisioneras en Auschwitz.

  352. Tres hebras de los diarios de Cecilia Vicuña

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    Los diarios de vida, diarios de creación en este caso, nos ofrecen la ilusión de que es posible de ordenar el tiempo en una línea. Están los pensamientos divergentes, los acontecimientos que irrumpen con su propio caos o capricho, el mundo de la imaginación que convive con el de los hechos, pero aun así, al presentar una publicación con fechas y su orden cronológico, nos quedamos con la impresión de que el tiempo es así, una línea, un solo trazo que avanza o retrocede. En el caso de Diario estúpido de Cecilia Vicuña, que acaba de publicar Ediciones UDP, se trata de una compilación de entradas entre los años 1966 y 1971. En este libro se propone una conversación sobre el momento anterior, antes de que la autora iniciara sus viajes definitivos como el paso por Londres, su viaje a Bogotá y luego su asentamiento en Nueva York. Es un diario antes de los libros que publicaría, antes de las exposiciones o en el momento en que estas estaban cuajando. No es que no haya producción artística, no. Este diario es un retrato de la joven artista en plena eclosión, es más, este diario es la eclosión, pero el valor de ellos en el análisis crítico de Cecilia Vicuña como artista visual, autora, como activista y performer; es ofrecer una ventana al momento inicial, a la historia previa. Proponen muchas conversaciones, pero su premisa inmediata es un racconto, una visita al primer gesto, al inicio de una vida creativa, una ventana que retrata a la artista en ciernes. Estos diarios, los fragmentos de una escritura testimonial, y como veremos, desbocada a veces, es un testimonio, el registro de cotidianeidad y de poesía que antecede a todo.

    Este diario está fechado, comienza un día domingo 4 de diciembre de 1966, está oscuro, faltaba entonces una sola noche para la luna nueva, ocho meses para que estudiantes colgaran el lienzo con la leyenda “Chilenos: el Mercurio miente” sobre el frontis de la Universidad Católica, faltan tan solo sesenta días para que Violeta Parra se quite la vida. Entonces Violeta había terminado de grabar su último disco con canciones como “Maldigo al alto cielo” donde dice: “Maldigo lo perfumoso / Porque mi anhelo está muerto / Maldigo todo lo cierto / Y lo falso con lo dudoso”. Pronto necesitaré retornar brevemente a la palabra “anhelo” cuando explique que este libro comienza con tres hebras: una de ellas estará vinculada a ese anhelo.

    El texto que abre este diario comienza en Bagdad. Digo que comienza porque se sitúa en un lugar que se llama así. Lleva por título la fecha, 4 de diciembre del año 66, y al iniciar con Bagdad por unos minutos imaginamos a la autora en Iraq, pero pronto queda claro que esa Bagdad está en otra parte, en una Persia de la mente, no en la ribera del río Tigris, sino que asediada por helicópteros, perfumada por limones, coloreada por ciruelos que se transformarán en frutillas, habitada por personas que cantan, luego esa Bagdad cede su espacio a Siracusa y a Tánger, el Tánger de almendras y beatniks, una precipitación de cartas del norte y ríos selváticos que permiten el amor subacuático y transformarse en sirena. Este vertiginoso paseo, este mapa que tiene la miel del manicomio, lo dibuja la autora del diario en solo veinte versos. Podría decir veinte líneas, pero la intención poética es tan turgente que es más sincero llamarlos versos. A medida que traza ese mapa, un mapa que no es de la razón, sino uno de la experiencia y del trance, hay un pequeño comentario que da cuenta de desde dónde está hablando ese 4 de diciembre de 1966. Dice así: “En mis sueños soy libre, no necesito caer a tierra”. Pero claro, estos no son sueños de una persona dormida, no es el recuento de las imágenes de la noche previa. Estos son sueños de un despertar.

    Si el arte poética de un autor fuera un telar, este texto podría considerarse el anverso con sus nudos e hilos sueltos, porque no tiene ninguna pretensión de dar lecciones, de dictaminar precepto alguno para las artes. Es una muchacha de 19 años autoexaminándose como artista, sincerando el calado de su deseo.

    Ya anuncié que este libro comienza con tres hebras, esta es la primera hebra, el trance, las visiones. Ella despierta y se sienta al borde de la cama a recibir algo, uno de esos algos que vienen en palabras e imágenes, de esos algos con suficiente trueno que terminan por apoderarse del cuerpo. Cecilia Vicuña lo describe en su prefacio al libro como “una fuerza invisible, como un aire caliente me despertó, agarrándome de la nuca, como las leonas agarran a sus cachorros. Me puso al borde de la cama y empezó a dictar. Había una Underwood al lado mío, y empecé a tipear: Bagdad y los helicópteros, Bagdad y las personas que cantan”.

    Entonces esa es la primera hebra de este libro: el trance, la fuerza invisible, que trae palabras tronantes y que termina por transformar a quien decide prestar el cuerpo para que esa fuerza llamada poema, llamada diario, llegue a la página. Se manifiesta como un rapto, algo que la habita en veinte líneas y nos lleva desde Bagdad a Juan Fernández, desde la lengua árabe que antecede al Mío Cid Campeador, hasta el Incahuasi desplazado a la Isla de Más Adentro.

    La segunda hebra de este diario es un texto que se reproduce en el libro de manera facsimilar. En la página 20 vemos una imagen de una hoja mecanografiada y fechada el 22 de septiembre de 1967. Este es un aporte documental dentro de un libro que juega entre su propia fiebre de archivo y su delirio poético. La autora tiene 19 años y expresa cierta inquietud sobre el lugar de la creación artística en su vida y la forma en que desea que esta se despliegue. Si el arte poética de un autor fuera un telar, este texto podría considerarse el anverso con sus nudos e hilos sueltos, porque no tiene ninguna pretensión de dar lecciones, de dictaminar precepto alguno para las artes. Es una muchacha de 19 años autoexaminándose como artista, sincerando el calado de su deseo. Ahora, como es una imagen facsimilar, es decir una imagen detallada del documento, donde se aprecian una serie de detalles físicos del papel, es posible sentir también la presencia del cuerpo de la autora. Si fuéramos arqueólogos este sería el huaco del poema. Aquí están las letras impresas por la fuerza que cada dedo imprimió sobre las teclas de la máquina Remington, están los ojos que repasan las líneas que se van completando a medida que el carril corre hacia la izquierda, están incluso las manos que sostienen el papel, que luego incluso tirarán la hoja del rodillo, están las campanillas que anuncian la llegada al margen derecho y, por supuesto, el repiqueteo constante y rápido del lenguaje, esa fuerza invisible, que desciende desde quizás dónde hasta las manos de la autora. Aquí esa Cecilia Vicuña de diecinueve años, que escribe esto un mes después de la muerte de Violeta Parra, se observa a si misma y anota: “Mi afán creador va más allá de lo que es natural”. Lo primero que uno puede pensar al leer esa línea es que eso de un afán creador que supera el límite de la naturaleza puede ser algo que dialoga con el creacionismo de Huidobro. El movimiento creacionista quiere situarse más allá de la imitación de la naturaleza, esa viejita que ya no da más frutos si el poeta solo se limita a imitarla. Pero eso sería un error, porque Cecilia Vicuña ya lo dijo claro, está raptada por el trueno, hay una fuerza invisible que le llegó y la tiene al borde de la cama repiqueteando las teclas de la Remington. Ahora es cuando quiero recordar la canción de Violeta Parra. Para la fecha de este documento ella ha muerto hace un mes y el ímpetu destructor de su canción “Maldigo…” aún resuena; recordemos que ella maldice lo perfumoso: “Porque mi anhelo está muerto / Maldigo todo lo cierto / Y lo falso con lo dudoso”. Mientras Violeta Parra habla de la muerte de su anhelo, la enfebrecida Vicuña teclea sobre su afán creador. Anhelo y afán, ansia y ansia, deseo y deseo. Uno derrotado y muerto y el otro se manifiesta desde más allá de lo que es natural, es decir, desde lo sobrenatural. Así como Chuquicamata y el Guggenheim son el anverso del otro, aquí el espacio negativo del anhelo de Parra es el afán positivo de Vicuña, es la fuerza invisible que de una se transmuta a la otra.

    Mientras Violeta Parra habla de la muerte de su anhelo, la enfebrecida Vicuña teclea sobre su afán creador. Anhelo y afán, ansia y ansia, deseo y deseo. Uno derrotado y muerto y el otro se manifiesta desde más allá de lo que es natural, es decir, desde lo sobrenatural.

    Esto me lleva a la tercera hebra con la que comienza el diario. Es una imagen en la página 8, una fotografía de Claudio Bertoni titulada Gillete Budha. En esta se ven unas manos en posición de meditación apoyadas sobre unos muslos y entre estos una hoja de afeitar. El filo está en la antesala del sexo, con su promesa del doble filo de la sangre, la herida y la vida, como la semilla que se abre paso rajando la vaina que la contiene. Aquí no hay sangre, solo una promesa. Esa sangre ya vendrá a raudales de lana, en hebras gruesas de un quipu que solo podrían colgar de caderas portentosas. Pero si bien en esta hebra de entrada al diario no hay sangre, lo que sí hay es algo táctil. Lo táctil del texto textura, pero lo táctil también de la forma que tiene la autora de interactuar con el espacio. Este diario es un diario estúpido solo porque la autora decide construirlo a partir de un ejercicio que no debe tener una idea preconcebida. Un ejercicio estúpido porque no tiene un fin racional más que el ensayo físico de la escritura. Pero ya sabemos, al menos eso es mi propuesta, que esa falta de propósito racional es necesario para dejarse habitar, para permitir que una fuerza invisible la rapte, para dar espacio a que su afán supere los límites de lo natural, entre otros límites el de la razón natural y, por último, para permitir esa doble promesa de la sangre, la de la herida y la de la vida. Es un diario que se deja habitar por voces. Es estúpido porque la autora no es responsable del mapa de la imaginación que se construye o de cómo se inicia y cuándo se termina este rapto al que se somete. Es estúpido porque la decisión artística es no controlar, es privilegiar el flujo caótico, torrencial y pleno.

    Recuerdo que no hace mucho, en Santiago, en el mismo salón en que se presenta este Diario estúpido, fruto de un ejercicio estúpido como lo explica Vicuña, escuchamos a la poeta Anne Carson leer fragmentos de su libro The Albertine Workout, que es una rutina de ejercicios de Albertine, el personaje de Proust. Sucede que Cecilia Vicuña propone con su diario un ejercicio inverso, sin rutina, que consiste en dejarse habitar, entregarse a la fuerza invisible. Ya vendrán otros proyectos. Ya vendrá la Cordillera como sistema nervioso central de América, ya vendrán esas basuritas luminosas que conoceremos como precario. Pero todo eso se sitúa más adelante en la línea del tiempo. En el diario es el peso del ahora y nada más que el ahora es lo que importa, como la entrada del 24 de enero de 1968: “De inmediato podríamos hacernos unos cigarros mientras espero / la visita del demonio o de algún santo más peregrino”.

     

    Fotografía: Cecilia Vicuña durante la presentación del libro, en la Biblioteca Nicanor Parra de la UDP, el 21 de noviembre de 2023.

     


    Diario estúpido, Cecilia Vicuña, Ediciones UDP, 2023, 268 páginas.

  353. Dos libros para navegar en el mundo de la IA

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    Me hago preguntas sobre la condición humana que a veces se convierten en libros, neurociencia, charlas, documentales, arte o música”, es la presentación que hace de sí mismo el neurocientífico argentino Mariano Sigman, doctorado en Nueva York y posdoctorado en el College de France en París.

    Mariano terminaba de preparar un libro sobre las palabras y la conversación, cuando recibió la sugerencia de agregar un capítulo sobre cómo conversar con una inteligencia artificial. Esa fue la semilla de una idea que creció de manera explosiva y vertiginosa: “¿Por qué no mejor un libro nuevo?”. Mariano levantó su teléfono (o más bien el celular) y se comunicó con el también divulgador, emprendedor y experto tecnológico Santiago Bilinkis, para invitarlo a la aventura de escribir una obra en conjunto. Debía hacerse en tiempo récord, dada la rapidez de los acontecimientos relacionados con la inteligencia artificial. Comenzaron entonces frenéticas conversaciones e intercambios de dos personas que vivían en distintas partes del mundo, con cinco horas de diferencia horaria. El resultado es Artificial. La nueva inteligencia y el contorno humano, que plantea un viaje por la historia, el presente y las posibles proyecciones de este campo.

    Escrito a cuatro manos, el libro se viene a sumar a obras anteriores de Sigman, como La vida secreta de la mente —una suerte de bitácora de viaje recorriendo la neurociencia, el sueño, la memoria, el aprendizaje— o El poder de las palabras, que arrancaba de preguntas cotidianas, como por qué a veces nos enfadamos más de lo que queremos.

    Es una obra que continúa en esa senda de ciencia y tecnología aterrizadas a la vida cotidiana, en un relato plagado de ejemplos sabrosos e ilustrativos, lleno de analogías, comparaciones y metáforas (a ratos, cayendo en un exceso de metáforas, como si se buscara llevar el formato de una charla TED a un libro de divulgación).

    Agassi descubrió que Becker —sin darse cuenta— hacía un movimiento con la lengua que delataba el tipo de saque que estaba a punto de ejecutar: ‘Agassi tenía, en el mundo del tenis, una superinteligencia que le permitía detectar rasgos casi imperceptibles para predecir la dirección de un saque. Una red neuronal funciona de la misma manera: detecta atributos que le permiten identificar si una imagen es o no la de un gato, si hay un tumor en la imagen de un pulmón o qué emoción expresa la voz de una persona’.

    La génesis de la inteligencia

    El recorrido histórico de Mariano Sigman y Santiago Bilinkins comienza poco antes de la Segunda Guerra Mundial. En 1938, el Servicio de Inteligencia Británico compró una mansión conocida como Bletchley Park y recorrió las universidades más importantes de Reino Unido, para reclutar a un selecto grupo de investigadores para que trabajaran en una importante misión: ayudar a salvar el mundo occidental, descifrando los códigos de la máquina Enigma con que los alemanes encriptaban sus mensajes. No era una tarea sencilla, ya que Enigma encriptaba sus mensajes a través de un complejo sistema de engranajes, basado en tres rotores que transformaban cada letra en otra; y los nazis cambiaban a diario la posición inicial de los rotores, resultando en 159 trillones de combinaciones posibles. El equipo ultrasecreto era liderado por Alan Turing —uno de los trágicos padres de la IA— y Dillwyn Knox, a quienes se sumó Joan Clarke, quien era muy hábil resolviendo crucigramas.

    Ya en pleno conflicto bélico, el equipo creó una máquina de cálculo a la que denominaron Bombe. Con su ayuda, fue posible determinar el contenido de los mensajes encriptados por Enigma, entregando una importante ventaja táctica.

    Bombe no hubiese pasado una prueba de inteligencia. Ejecutaba apenas un cálculo demandante y sofisticado para descifrar un enigma. Pero este esbozo de pensamiento humano depositado en un dispositivo electrónico mostraba ya algunos rasgos de lo que identificamos como inteligencia. Podía hacer operaciones y tomar decisiones que hasta ese momento solo realizaban personas ‘inteligentes’. El programa que ideó Turing (…) fue una versión muy rudimentaria de una inteligencia artificial (IA)”, señalan los autores.

    Hasta ahora las creaciones tecnológicas han alcanzado niveles sobrehumanos, pero para tareas específicas, como jugar ajedrez, traducir textos o escribir ensayos completos en cuatro segundos. A juicio de Sigman y Bilinkins, ninguno de estos programas presenta un peligro real. Pero distintas empresas de alcance global se han propuesto un objetivo mucho más ambicioso: construir una Inteligencia Artificial General (IAG), es decir, una máquina con una superinteligencia que albergue distintas capacidades humanas.

    La lengua de Boris Becker

    Décadas después de la Segunda Guerra Mundial, Sigman y Bilinkins acuden a la legendaria rivalidad tenística entre André Agassi y Boris Becker para acercarnos al mundo de las redes neuronales del presente.

    Ambos jugadores tenían estilos muy distintos. El alemán se caracterizaba por su saque potente y habilidad en la red. Sin embargo, el famoso saque de Becker no era muy efectivo contra el norteamericano. El secreto: Agassi descubrió que Becker —sin darse cuenta— hacía un movimiento con la lengua que delataba el tipo de saque que estaba a punto de ejecutar: “Agassi tenía, en el mundo del tenis, una superinteligencia que le permitía detectar rasgos casi imperceptibles para predecir la dirección de un saque. Una red neuronal funciona de la misma manera: detecta atributos que le permiten identificar si una imagen es o no la de un gato, si hay un tumor en la imagen de un pulmón o qué emoción expresa la voz de una persona. Estos atributos permiten sacar conclusiones y tomar buenas decisiones en dominios muy específicos. Como a Agassi, nadie le enseña a una red neuronal cuál es el mejor atributo para poder predecir algo. Tiene que descubrirlo a partir de una pila abismal de datos”.

    El libro no se queda solo en anécdotas y se sumerge también en aspectos más técnicos, como la arquitectura transformer de las redes neuronales artificiales, que están basadas en un mecanismo matemático llamado atención, que permite distinguir qué fragmentos de los datos evaluados son más importantes, así como identificar relaciones y dependencias más complejas entre ellos.

    Ese mecanismo es el que está detrás de los hoy célebres modelos masivos de lenguaje (o LLM, Large Language Model), como ChatGPT, que son el resultado de entrenar una inteligencia artificial con miles de millones de textos y audios bajo dicha arquitectura transformer. Su tarea es leer o escuchar un mensaje y predecir cuáles deberían ser las siguientes palabras para que tengan el máximo sentido posible. No más ni menos que eso.

    En los siguientes capítulos, los autores esbozan el impacto de estas herramientas en la educación, la creación artística y cultural, la economía y el mundo del trabajo, combinando ejemplos reales, recomendaciones y guías prácticas de uso, con reflexiones más generales acerca de la huella más profunda que estos desarrollos pueden tener en el porvenir de la humanidad.

    Hasta ahora las creaciones tecnológicas han alcanzado niveles sobrehumanos, pero para tareas específicas, como jugar ajedrez, traducir textos o escribir ensayos completos en cuatro segundos. A juicio de Sigman y Bilinkins, ninguno de estos programas presenta un peligro real. Pero distintas empresas de alcance global se han propuesto un objetivo mucho más ambicioso: construir una Inteligencia Artificial General (IAG), es decir, una máquina con una superinteligencia que albergue distintas capacidades humanas, haciéndonos de esta manera caminar al borde del abismo.

    De acuerdo con los autores, a los viejos temores de nuestra extinción por una guerra nuclear, después sumamos la crisis climática y ahora, más recientemente, hemos incorporado a la IAG como otro camino posible al despeñadero.

    En 2018 fue autora del proyecto Anatomía de un Sistema de Inteligencia Artificial, que rastreó ese parlante inteligente desde la extracción de los minerales necesarios para construirlo, pasando por lo que sucede con las voces que recopila, hasta el final de su vida en vertederos de desechos electrónicos en Ghana o Pakistán. El proyecto forma parte hoy de las colecciones permanentes del Museo de Arte Moderno de Nueva York y del Museo Victoria and Albert de Londres.

    El costo sobre el planeta

    Una visión aún más oscura y preocupante es la que presenta Kate Crawford en su libro Atlas de inteligencia artificial, publicado también este año en español.

    Crawford es una académica experta en las implicaciones sociales y políticas de la inteligencia artificial. Su trabajo se ha centrado en comprender los sistemas de datos a gran escala, el aprendizaje automático y la inteligencia artificial en contextos más amplios, como la historia, la política, el trabajo y el medio ambiente.

    Kate Crawford llevaba 15 años investigando inteligencia artificial y sabía de los costos humanos y ambientales ocultos, pero no se dio cuenta de la magnitud real de esos costos hasta que se propuso rastrear el ciclo de vida completo de un solo producto de inteligencia artificial destinado al consumidor: un parlante “inteligente” de Amazon.

    En 2018 fue autora del proyecto Anatomía de un Sistema de Inteligencia Artificial, que rastreó ese parlante inteligente desde la extracción de los minerales necesarios para construirlo, pasando por lo que sucede con las voces que recopila, hasta el final de su vida en vertederos de desechos electrónicos en Ghana o Pakistán. El proyecto forma parte hoy de las colecciones permanentes del Museo de Arte Moderno de Nueva York y del Museo Victoria and Albert de Londres.

    Ese proceso, para mí, fue realmente abrir mis propios ojos para ver cuántas de estas elecciones que hacemos están alimentando realmente estos sistemas mucho más grandes de extracción”, ha contado Crawford. “Ese fue el momento en que me di cuenta de que quería ver eso a una escala más grande, verlo en toda la industria de la inteligencia artificial”.

    Esta perspectiva a nivel global sobre cómo la inteligencia artificial extrae materias primas, tanto literales (litio para las baterías en dispositivos impulsados por IA, incluyendo automóviles eléctricos) como virtuales (los datos personales de miles de millones de personas), se convirtió en el tema de su último libro.

    Atlas de la IA: poder, política y costos planetarios de la inteligencia artificial fue catalogado como “incisivo” por el New York Review of Books; “una fascinante historia de datos”, por el New Yorker; una “contribución oportuna y urgente”, por Science, y nombrado uno de los mejores libros sobre tecnología por el Financial Times.

    Crawford profundiza en la intrincada red de asociaciones público-privadas que sustentan el desarrollo de la IA. Plantea cómo los gobiernos, incluido el de Estados Unidos, colaboran estratégicamente con el sector tecnológico privado para avanzar en sus agendas de seguridad nacional. Presenta ejemplos como In-Q-Tel, entidad de capital de riesgo que invierte en tecnologías de vanguardia que puedan servir a los intereses de la CIA, y la colaboración entre la Agencia de Seguridad Nacional y empresas tecnológicas privadas.

    Ni artificial ni inteligente

    A diferencia de la obra de la dupla de divulgadores latinoamericanos presentada en primer lugar en este artículo, aquí no hay consejos prácticos ni recomendaciones de cómo conversar con ChatGPT o crear un prompt (comando) más potente y útil. Es un viaje muy diferente.

    Uno de los argumentos centrales gira en torno al poder e influencia. Crawford sostiene que la IA está inherentemente incrustada en ámbitos sociales, políticos, culturales y económicos, todos los cuales son moldeados por instituciones humanas. Partiendo de esta premisa, afirma que la búsqueda de capacidades de IA es esencialmente una búsqueda de poder e influencia. Crawford subraya repetidamente la noción de que la IA sirve principalmente a los intereses de aquellos que poseen el poder.

    En este libro, sostengo que la IA no es artificial ni inteligente. Más bien existe de forma corpórea, como algo material, hecho de recursos naturales, combustible, mano de obra, infraestructura, logística, historias y clasificaciones. Los sistemas de IA no son autónomos, racionales ni capaces de discernir algo sin un entrenamiento extenso y computacionalmente intensivo, con enormes conjuntos de datos o reglas y recompensas predefinidas”, escribe la autora. “Debido al capital que se necesita para construir IA a gran escala y a las maneras de ver que optimiza, los sistemas de IA son, al fin y al cabo, diseñados para servir a intereses dominantes ya existentes. En ese sentido, la IA es un certificado de poder”.

    Crawford profundiza en la intrincada red de asociaciones público-privadas que sustentan el desarrollo de la IA. Plantea cómo los gobiernos, incluido el de Estados Unidos, colaboran estratégicamente con el sector tecnológico privado para avanzar en sus agendas de seguridad nacional. Presenta ejemplos como In-Q-Tel, entidad de capital de riesgo que invierte en tecnologías de vanguardia que puedan servir a los intereses de la CIA, y la colaboración entre la Agencia de Seguridad Nacional y empresas tecnológicas privadas. Este examen revela hasta qué punto las entidades públicas y privadas se entrelazan para dar forma a la trayectoria de la IA.

    En el primer capítulo, la autora viaja a oscuros lugares del planeta donde tiene lugar la “extracción computacional”, es decir, la obtención de materia prima que posibilita las técnicas y dispositivos del presente. Así es como llega hasta Silver Peak en Nevada, Estados Unidos, donde hay un enorme lago de litio, describiendo el peligro de daños ambientales, enfermedades de los mineros y comunidades desplazadas. Una advertencia para tener en cuenta para el triángulo del litio que conforman los salares del norte de Chile, Argentina y Bolivia.

    En los siguientes capítulos, Crawford continúa confeccionando de manera exhaustiva y llena de ejemplos contundentes su atlas de la huella ecológica y humana detrás de la IA. Viajando a distintos lugares del mundo, explora el impacto sobre los trabajadores, los datos personales, los procesos de clasificación de información (y los sesgos ocultos bajo dichas etiquetas), los esfuerzos por interpretación automática de las emociones y el uso de la IA como herramienta militar de vigilancia y control, tanto por los Estados como en entornos civiles o comerciales.

    El resultado global es un libro muy bien investigado, que aporta una necesaria mirada crítica sobre el fenómeno. Pero más que una obra sobre inteligencia artificial en sí, que explique el funcionamiento de los sistemas de IA, es un recuento desolador de su impacto sobre el planeta y sus habitantes.

     


    Artificial. La nueva inteligencia y el contorno humano, Mariano Sigman y Santiago Bilinkins, Debate, 2023, 232 páginas, $16.000.


    Atlas de inteligencia artificial, Kate Crawford, FCE, 2023, 444 páginas, $18.900.

  354. Quemar

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    Quemar y prender fuego pueden referir a acciones completamente distintas, aunque inseparables.

    Prendo fuego, en la noche, para ver un rostro, o para generar calor. Mi acción habla del fuego como de un intermediario. El fuego puede abrirme a un otro. Lo veo, quedo un instante en silencio. Le pregunto que hace aquí. Le propongo hacer el aquí, conmigo. Y entonces, entre los dos, decidimos en qué lugar este fuego que he prendido nos servirá de iluminación, de qué modo lo podemos usar para que nos caliente. Decidiremos un lugar —o un espacio— donde el fuego quedará contenido.

    Prendo el fuego y surge un mundo, abierto para ser construido. El fuego sirve de intermediario y de momento originario. No habría otro si no divisara un rostro en la noche. No habría mundo si con este otro no buscara un lugar contenido para el fuego. El mundo no es consecuente de la apropiación de un territorio. Hay mundo cuando veo más allá de mí, cuando veo a otro aparecer, cuando juntos tenemos la idea de crear calor y quedarnos un rato.

    Es cierto, apenas prendo fuego quemo algo. Quemo el fósforo, la leña, las hojas del diario. La creación de energía implica un consumo. Supongo que pasa lo mismo con el sol (lo ignoro, en realidad, lo dejo como pregunta).

    Hay otro uso del fuego, uno que es exclusivamente para quemar. En tal caso, no está quemando algo porque necesito hacer fuego; necesito el fuego para quemar algo. Quemar territorios: volverlos infértiles. En algunos incendios se destruyen cultivos, labor humana, tiempo, arraigo, la fertilidad de la tierra, por ende, la posibilidad de un recomienzo. Quemar libros: aniquilar el pensamiento; instalar la autoridad absoluta, una que no requiere palabras, contradicción, forma de experimentar los límites, nuestros límites.

    El uso político del fuego no suele iluminar ni crear calor. Con un incendio, brilla la verdad del “hombre nuevo”, el “hombre del comienzo”. Se instituye sin demostración, solamente mediante la acción, la reducción a nada, a ceniza, de todo lo que lo antecedió, de todo lo que lo podría contradecir. Imagino así el incendio del Reichstag. Lo que pretendió iniciar este incendio, la “raza pura”, no tendría relación con el pasado, con la historia, con el hecho de que provenimos de algo otro, algo anterior. El “hombre nuevo”, nuevo porque es puro de todo pasado y de toda alteridad, no necesita iluminar un rostro en la noche y construir así un mundo, una temporalidad futura: es (pretende ser) él mismo la luz, una luz cuyo brillo y poder requiere las cenizas de todo lo que la antecedió. Quemar para brillar: el ser humano vuelto sol en la Tierra.

    Quemar como acción política: destruir la raíz de algo, buscar la aniquilación. Se usa el fuego para quemar edificios, lugares de poder, tierra, libros, pero también objetos de pertenencias. Se busca así quemar lo que nos constituye, el modo en que estos objetos eran parte de nuestras historias, nuestros relatos, nuestras esperanzas.

    Recuerdo cuando en un incendio (no sé si fue intencional o no) en un sitio de migrantes en el sur de Italia, se quemaron hasta sus fotos: lo único que poseían de su lugar de proveniencia y que constituía un lazo afectivo: la parte humana, esperanzada, de cada uno de ellos y ellas.

    Se prende el fuego y se podría quemar el tiempo, el aspecto fértil del tiempo: el recuerdo, la paciencia, la esperanza (lo que nos hace humanos).

    Quemar vivo a alguien es una táctica de guerra que no busca —exclusivamente— la desaparición de la persona, ni siquiera solamente la desaparición de la identidad, de sus rastros, de su cuerpo, como ocurre cuando se quieren borrar las pruebas de una matanza. Quemar a alguien es convertir el hecho de vivir en la brutalidad de la desaparición, del estar desapareciendo. Se busca quemar el verbo vivir, la inmensidad que despliega: el acto de hacerse cargo de la vida propia y de la de otros seres.

    El fuego es, entre otros, la herramienta o el elemento del Apocalipsis (el día del juicio, del juicio último). ¿Significa esto que ver la luz es ver nuestra propia desaparición?

    No seríamos nunca, entonces, los héroes de ningún comienzo.

  355. Dama del olvido

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    Pierde sus cosas, la orientación en el tiempo y en el espacio, se demora, repite detalles, deambula, se vuelve a perder, no encuentra el camino a casa. En la muñeca de la dama del olvido pusieron una pulsera con un número de contacto, parecida a la de los recién nacidos. Ha dejado de entender lo que ve. Se mira al espejo y no se reconoce. Llora. Se ríe. El principio es lo más difícil, la dama del olvido quiere seguir haciendo sus cosas, pero las capacidades comienzan a desaparecer y, por lo mismo, aparece el mal humor y cierta irritación. La conciencia ya no es sinónimo de bienestar.

    Las etapas por las que pasa son diversas, pero todas van en la misma dirección, la pérdida de los verbos vestirse, limpiarse, aguantarse, decir, andar, sentarse, sonreír, sostener la cabeza. Un yo en desarticulación, como los fragmentos finales de nuestro país en el mapa.

    No retiene cosas nuevas. No hay cura. Tiene una estampa muda, de ciervo asustado, anterior a la palabra. Perdió parte del oído también. La voz de la dama del olvido es un capítulo aparte. Al perder los nombres pierde la realidad de esos nombres, aquello a lo que aluden, ¿a dónde va todo eso que se fuga? Sigue flotando en su nebulosa de estrellas la dama del olvido: esta bien podría ser la neuroimagen del arquetipo.

    Mira el horizonte, cuenta pájaros, cuenta barcos, pregunta quién, cuándo, dónde, si vas. Olvida la conversación que acaba de tener o pregunta por personas que ya no están. La dama del olvido se levanta y parte. Sin rumbo, otra vez. Pierde la firmeza que la mantiene erguida. El olvido se traduce en un encogimiento del cuerpo, una mengua, un recogimiento. Se caen las extremidades, se rinden hasta paralizarse en su peso. El deterioro de la masa muscular trae la inmovilidad; al final, la cama.

    Si la memoria es lo que nos permite reconocernos como lo que somos, lo que fuimos y lo que llegaremos a ser, la dama del olvido rebobina y nada. La memoria es física y se va cerrando junto con el cuerpo. El puño de la dama siempre está apretado, como si quisiera sujetar algo, recuerdos.

    Si se observa se pueden advertir en su cara los rasgos de un recién nacido, en la postura que toma su cuerpo también; la mano firmemente empuñada y aferrada a otra mano, la diferencia es que el recién nacido proyecta una intención en su cuerpo, en su mirada (aunque todavía no la fije), una intención que se traduce como futuro, un ir hacia. La dama del olvido ya no va. Todo en ella es declive.

    Ha quedado desanclada de sí, del resto, como si poco a poco se hubieran soltado los hilos que la mantenían vinculada a la realidad. Entró en el terreno de lo incierto y no hay vuelta, o mil vueltas sobre sí, como la pieza rodada de una vieja máquina. Si la memoria es lo que nos permite reconocernos como lo que somos, lo que fuimos y lo que llegaremos a ser, la dama del olvido rebobina y nada. La memoria es física y se va cerrando junto con el cuerpo. El puño de la dama siempre está apretado, como si quisiera sujetar algo, recuerdos. La pérdida de la memoria es el comienzo de lo Nadie, de la Nada (suponiendo que la Nada tiene un comienzo y no ha estado siempre ahí). La voluntad ya está afuera. Todo va empeorando con el tiempo: la llave de paso del gas en la cocina, la estufa prendida… Necesita que la cuiden, todo el día, todos los días. Ida. Cinco, seis, siete años así. Los que la quieren aprenden a cuidarla, a llevar ese peso nada liviano en los hombros. Al principio se exasperan, con el tiempo la acompañan con paciencia y cariño, pasan de ser hija a ser madre, de ser hijo a ser padre.

    Rodeada por un gran silencio en el que apenas balbucea, la dama del olvido comienza a disolverse en un limbo donde los tiempos se han hecho polvo, como Prion, la proteína de su cerebro. Nadie quiere morir de olvido ni ser olvidado. Vivir para terminar olvidando lo vivido subraya en la existencia la palabra absurdo. ¿Antes de irse recordará, un fragmento, un destello, algo que le permita decir Yo soy la que muere?

  356. Contra Chile y Chile en contra

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    Hace poco apareció un librito cuyo título es el revés de otro que proyectamos alguna vez con un amigo y que incluiría todas las diatribas de Raúl Ruiz contra Chile. Se llama Contra Chile —el nuestro se llamaba “Chile en contra”— y es una selección realizada por Felipe Reyes de un centenar de discursos contra el país que pueden encontrarse, asimismo, en los escritos de Joaquín Edwards Bello, a quien Ruiz, valga decir, leía con entusiasmo y le dedicó incluso Tres tristes tigres. No es raro, ya que esa película era el manifiesto de su primera propuesta estética, el “cine de indagación”, que buscaba registrar los comportamientos gestuales y lingüísticos más inconscientes de los chilenos, para provocar una afirmación de la personalidad nacional, incluso si esos rasgos eran negativos, y casi siempre lo eran.

    ¿Por qué hacer algo así?

    En primer lugar, porque visibilizar nuestros defectos puede servir para corregirlos o incluso para afirmarlos como tácticas de resistencia: hablar mal castellano, por ejemplo, puede ser un defecto, pero también una manera de resistir el habla imperial o hispana. En segundo lugar, porque las idealizaciones no sirven para nada, y aplicadas a una nación conducen rápido a la autocomplacencia o, peor aún, al chovinismo, que es una patología social de las peores. Tres tristes tigres, de hecho, fue concebida también para contestar al éxito de la película Ayúdeme usted compadre, de Germán Becker, que pretendía mostrarle al mundo que Chile era un país moderno y ponía en escena para ello a una pareja de andariegos (el dúo Los Perlas) que recorrían el país estupefactos, como si se tratara del mejor de los mundos posibles.

    A Chile, por el contrario, Ruiz y Edwards Bello no le perdonan nada, y son tan intransigentes como Ezra Pound con Estados Unidos, Castellanos Moya con El Salvador o Thomas Bernhard con Austria. Pero hablan desde lugares sociales distintos y eso determina en buena medida el color de lo que observan y el humor de lo que dicen.

    Ruiz, en efecto, era un tipo de clase media que se movía sin complejos entre la alta cultura y la cultura popular, y por eso pudo molestarle tanto que el país se convirtiera de pronto a la ideología del neoliberalismo y la globalización, que borra las diferencias culturales e impone como válida una única forma de cultura: la del consumo y el entretenimiento. Edwards Bello, por su parte, era un renegado de una clase alta que, según él, carece de mundo e imaginación y que además se ha empeñado siempre por mantener la inferioridad del pueblo. De ahí la intolerancia que demuestra con los aspavientos culturales de esa clase, que es esencialmente arribista e imitadora de los estereotipos europeos, y de ahí también su interés en la figura del “roto”, que no designa únicamente en sus escritos al plebeyo ultrajado por la clase dominante, sino también una fractura en el núcleo mismo de lo social, que provendría en último término de nuestra constante exposición a los terremotos. Es como si la tembladera nos impidiera tener confianza en el Ser y en el Otro, por lo que seríamos propensos a tratarnos mal, a alcoholizarnos, a escribir versos desesperados y a rebajar a cualquiera que se atreva a sobresalir de la media. En la misma línea, Ruiz decía que los chilenos tenemos el “síndrome del perro chico”: les ladramos a los perros grandes.

    A Chile, (…) Ruiz y Edwards Bello no le perdonan nada, y son tan intransigentes como Ezra Pound con Estados Unidos, Castellanos Moya con El Salvador o Thomas Bernhard con Austria. Pero hablan desde lugares sociales distintos y eso determina en buena medida el color de lo que observan y el humor de lo que dicen.

    Esta columna es sobre libros usados y hasta ahora he estado rondando uno reciente. Lo que sucede es que su lectura me recordó otro de Edwards Bello, editado esta vez por Alfonso Calderón y publicado el año 1977 en la editorial Aconcagua, una de las pocas independientes del periodo de dictadura. Se llama La deschilenización de Chile —el título, convengamos, es divertidoy es una recopilación de 30 crónicas en las que siempre puede encontrarse una aguda observación sobre la idiosincrasia chilena o sobre lo que el cronista llamaba “el problema de lo chileno”.

    El chileno, dice por ejemplo Edwards Bello, se caracteriza por su “espíritu autocensor”: se inclina mansamente ante el europeo y “desacredita sutilmente a sus compatriotas y a su género de vida, echando a broma y juego su actualidad nacional en un alarde de fantasía deletérea”. Tiene también un “concepto deportista de la vida”: le gusta triunfar desplazando o hundiendo al otro o bien, le gusta molestarlo simplemente para ver qué cara pone. Peor aún, siente repulsión por el arte, la imaginación y el sentido artístico de la vida, lo que se explicaría en último término por la ascendencia vasca de la clase acomodada, ya que el vasco es un tipo práctico, comercial y tolera únicamente la imaginación si está al servicio de los negocios. Esto, valga decir, sigue siendo válido tanto para los “patricios” del siglo XIX como para los “nuevos ricos” de fines del siglo XX que, como diría Aristóteles, tienen los mismos vicios de los primeros pero redoblados.

    Con el pueblo llano, en tanto, Edwards Bello suele ser igual de crudo, pero es indudable que su mundo le fascina. Él mismo dice no ser un oligarca sino un “roto cuajado” o un “neorroto”, y como tal le atraen los rituales, no del gentleman, sino del hombre popular que desprecia el trabajo, la posesión y prefiere la molicie de las chinganas y los burdeles, esos espacios de sociabilidad en que cuajó durante décadas la identidad cultural del bajo pueblo. En el prefacio a la última edición de su novela El roto decía que si esta perduraría sería por haber reconstruido con pasión el mundo de la vida popular, que ahora se estaba extinguiendo. Ese prefacio, valga decir, era del año 1968, el mismo en que se mató y Raúl Ruiz le dedicó Tres tristes tigres, que también estaba dedicada a Nicanor Parra y al club deportivo Colo Colo, es decir, al “genio del pueblo”.

    Confieso que lo siguiente no lo advertí sino hasta ahora, pero creo que el sentido de la dedicatoria es esta: lo que para Edwards Bello eran los burdeles, para Ruiz eran los bares, y Tres tristes tigres era un retrato de la vida íntima de estos lugares, como la novela El roto lo era de los primeros. En los bares, comentó una vez Ruiz, un pueblo carnavalesco podía pasarse la vida como si no existiera el tiempo y complacerse en un comportamiento que era una mezcla muy particular de “ingenio barroco” y “negación cultural a todos los niveles”. Es precisamente lo que nos hace reír en ese filme, y reconocernos en algo que, quizás, era lo mejor que teníamos antes de que Chile se convirtiera, gracias a la ideología neoliberal, en un país sin atributos o transparente.

  357. Recuerdos prestados

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    Me asombran los taxistas del sistema público de transporte de Londres. Me asombran con la intensidad que solo pueden despertar en un desmemoriado. Esos conductores son prodigios de la memoria, sometidos a un entrenamiento de atletas olímpicos. Se preparan durante años. La prueba para obtener la licencia, llamada el “Conocimiento”, supone haber memorizado 25 mil calles. No contentas con eso, las autoridades les piden conocer los patrones del tráfico según las horas y los días, más 14 mil hitos o puntos de referencia. Quien supera el examen puede conducir entre dos puntos del área metropolitana por la ruta más corta y mencionar los lugares de interés a lo largo del camino, como si se tratara de eruditos guías turísticos. Me encantaría visualizar la arborización de esas dendritas, la plena vibración neuronal de esos cerebros bendecidos por la naturaleza.

    Palacio de la Memoria”: antiguamente, así se le llamaba al dispositivo mental empleado para recordar abundantes cantidades de información. La técnica consistía en imaginar entornos, espacios, lugares diferentes entre sí, para no confundirlos, hasta construir arquitecturas mentales, incluso urbanizaciones. Casas, habitaciones, recodos del camino, rincones domésticos, senderos en el bosque, los vitrales de una galería renacentista, los paraderos de un recorrido en micro, todo servía, sin importar si se correspondían con la realidad o eran meros productos de la imaginación. En esos sectores del Palacio de la Memoria se sitúan imágenes mentales que representan lo que deseamos recordar. Esas imágenes deben ser vívidas, extraordinarias, mejor insólitas, ridículas u horripilantes que corrientes u ordinarias.

    En el siglo XV, un profesor de derecho canónico en la Universidad de Padua, Pedro de Rávena, quiso hacer escuela en el arte de la memoria. Aconsejó un método propio, no sin autobombo y que sin duda hoy tendría altas probabilidades de cancelación. “Normalmente coloco en los lugares jóvenes hermosísimas las cuales excitan mucho mi memoria… Y créanme: si me sirvo de jóvenes bellísimas como imágenes, me ocurre que repito esos conceptos que había fijado en la memoria con mayor facilidad y regularidad. Te revelaré ahora un secreto muy útil para la memoria artificial, un secreto que por pudor me callé durante mucho tiempo. Si deseas recordar rápido, coloca vírgenes bellísimas en los lugares; de hecho, la memoria se excita de forma maravillosa con la utilización de las jóvenes… Perdónenme los hombres castos y religiosos”.

    Haciendo uso de estos preceptos, el humanista italiano se jactaba de retener 10 mil lugares de memoria, una verdadera metrópolis mnemotécnica poblada de cuerpos sugerentes.

    No es menos interesante el arte de la memoria de los aborígenes de Australia y de los apaches de Norteamérica, afinados generación tras generación según sus necesidades. Entre esas gentes llevadas a la desgracia, no hay edificaciones mentales. La base de las narrativas que conservaban su cultura oral eran los accidentes de la topografía local. En el propio territorio se inscribía todo. El mito y el mapa coincidían. De ahí la doble tragedia que les cayó encima cuando los gobiernos blancos les arrebataron sus tierras. Entonces, perdieron sus hogares y el arraigo de sus mitologías.

    Mientras escribo estas anotaciones tengo a la vista dos libros sobre la vida de Henry Gustav Molaison, el caso más renombrado de la historia de la neurociencia. Se trata de la crónica del derrumbe del Palacio de la Memoria como posibilidad. La identidad de Henry solo se reveló tras su muerte. Antes, durante décadas, para todos fue H. M., el joven a quien le habían practicado una lobotomía experimental en 1953, con el objetivo de poner fin a una epilepsia invalidante, solo que al extraerle ambos lados del hipocampo quitaron también la posibilidad de formar nuevos recuerdos. Desde entonces, su vida fue amnesia total. Conservó recuerdos de su vida anterior a la cirugía, y por eso reconocía a su familia, pero a nadie más. Instalado en un presente puro, al parecer no le perturbaba el pasado ni demostraba ansiedad por el futuro. Según una de las doctoras que lo trató, vivía como un budista, sosegado en el aquí y el ahora.

    A Primo Levi, en el infierno de Auschwitz, la memoria le salvó la vida, le aseguró una llamarada de humanidad en medio de la noche más oscura. Los nazis le robaron todo, salvo lo que retenía en la cabeza. Por las noches, a sus compañeros de desgracia les recitaba la Divina comedia de Dante. La monotonía de cualquier confinamiento solitario debe hacerse más llevadera con un cerebro colmado de recuerdos.

    Aceptaba su condición sin hacer drama. Era amable. Se prestaba a las pruebas y a las entrevistas sin problemas, con algo así como una conciencia altruista, asociada a su condición de caso de estudio científico. Confiaba en que los aprendizajes obtenidos a partir de sus peculiaridades aportaran al bienestar de otras personas. Poseía un buen vocabulario. Tenía una inteligencia superior al promedio y capacidad de razonamiento abstracto. Quizá lo más curioso de todo es que luego de haber sufrido una lobotomía de consecuencias trágicas, repetía que su sueño era haber sido neurocirujano.

    Se dice que sin memoria no hay identidad, que sin ella somos solo carne a la deriva en un presente perpetuo. Somos contadores de historias, de las propias y de las ajenas, historias que varían cada vez que las relatamos, influidas por las experiencias nuevas que se les han adherido, retocadas por el contexto y los desplazamientos de los puntos de vista. La memoria es fiel e inventiva a la vez. Es tan caprichosa como prodigiosa. Está a nuestro servicio, y nosotros al suyo. Edita a su pinta, es la reina de las omisiones y también es trabajadora: se afana durante el día y la noche, alternando turnos de acuerdo a las funciones que cumple.

    ¿Qué queda del yo cuando perdemos la memoria?

    Henry conservaba a lo menos una sombra de identidad. Manifestaba creencias, expresaba deseos. Les rendía cuentas a determinados valores y no le faltaba el sentido del humor. Podía sostener una conversación agradable, escribir y leer, aunque no retuviera nada en la cabeza. La comunidad científica lo valoró en vida, lo mismo que muerto. Cuando falleció, para preservar intacto el cerebro de Henry, cubrieron su cabeza con hielo. Trasladaron el cuerpo al lugar donde estaba previsto hacer el escáner cerebral. Luego llevaron el cadáver a la sala de autopsias —esto era en Boston— y procedieron a extraerlo con sumo cuidado, conteniendo la respiración para no arruinar sus tejidos adheridos al cráneo.

    No había espacio para el error en una maniobra planificada segundo a segundo, durante siete años, por un equipo de neurólogos, neuropatólogos, radiólogos y neurocientíficos. Los investigadores, arrebatados por una experiencia que calificaron de sublime, por fin contemplaron, depositado en un cuenco metálico, el cerebro más codiciado por la comunidad científica ocupada en descifrar los secretos de la amnesia. Más tarde, lo rebanaron por completo, verticalmente, en cortes finísimos, del grosor de un pelo. A continuación digitalizaron cada lonja, 2.401 en total, y después recompusieron el cerebro respetando su arquitectura original.

    Las lobotomías, que hoy nos resultan aberrantes, alguna vez causaron sensación.

    ¿Dónde leí que la técnica de la trepanación se remonta al Antiguo Egipto?

    Por ahora sé, sin asomo de duda, de la existencia del neurocirujano Walter Freeman, el número uno de la lobotomía a mediados del siglo XX. Durante su carrera realizó más de tres mil, a lo largo y ancho de Estados Unidos. Operó a pacientes psiquiátricos adultos, criminales, niños esquizofrénicos. Le interesaba mantenerse en contacto con ellos después de su paso por el quirófano. En los años 60, Freeman recorrió el país para visitarlos y promover su método, en una casa rodante que bautizó como el “Lobotomobile”.

    A Primo Levi, en el infierno de Auschwitz, la memoria le salvó la vida, le aseguró una llamarada de humanidad en medio de la noche más oscura. Los nazis le robaron todo, salvo lo que retenía en la cabeza. Por las noches, a sus compañeros de desgracia les recitaba la Divina comedia de Dante. La monotonía de cualquier confinamiento solitario debe hacerse más llevadera con un cerebro colmado de recuerdos. Todo el tema de la precarización de la memoria me lleva a pensar en la posibilidad de esta distopía. De repente, sin previo aviso, colapsa toda la infraestructura de nuestra memoria externa: los libros arden, las bibliotecas quedan reducidas a cenizas, la información digital desaparece, las imágenes de las fotografías se desvanecen… y entonces subsistimos a la intemperie, apenas cubiertos con unos recuerdos raídos, sin literatura, sin tantas otras cosas.

  358. Ottessa Moshfegh: escribir contra la moda

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    La mayoría de los libros confirma los valores de su época. Son lo que Roland Barthes llamó textos confortables, bien hechos, que no ponen en entredicho lo que consideramos bueno y deseable, que no hacen vacilar los fundamentos morales, culturales o sicológicos del lector. Eso ha sido siempre así, pero hoy se da una situación límite. La corrección política ha llegado a tal nivel, que las novelas se colman de buenas personas. Narraciones que se ubican en el lado correcto de la historia, que solidarizan con las víctimas y están contra todo tipo de abuso. Los protagonistas más inteligentes dudan de sí mismos o se arrepienten de alguna bajeza, pero siempre, siempre, salen ilesos. Páginas y páginas repletas de falsa vulnerabilidad y pretendido misterio, porque quién es el bueno y quién el malo está claro desde la primera página. Hay una ausencia total de opacidad; dicho de otro modo, asistimos al triunfo de la transparencia. Y quizás por eso, Ottessa Moshfegh (Boston, 1981) ha sido comparada con Nabokov, Henry James y Flannery O’Connor, tres escritores que indagaron con valentía en el dolor, las perversiones, el desencanto y la degradación.

    Moshfegh, que ha ganado premios y cosechado muchas reseñas positivas, también ha irritado a un buen número de críticos y lectores que la cuestionan por solazarse en la decrepitud de los cuerpos, por salpicar su obra con imágenes escatológicas y, sobre todo, por crear personajes poco compasivos. Andrea Long Chu, por ejemplo, reparó en la revista Vulture en su fijación con las heces, en que usara palabras como “maricón” y “retrasado”, en que describiera a las mujeres gordas como “vacas” o “sacos de manzana”, con los “muslos hinchados” que “parecen a punto de romperse”.

    Una novela no es BuzzFeed, NPR, Instagram o incluso Hollywood”, argumenta Moshfegh. “Aclaremos eso. Una novela es una obra de arte literaria destinada a expandir la conciencia. Necesitamos novelas que vivan en un universo amoral, más allá de la agenda política descrita en las redes sociales. Tenemos imaginación por una razón. Novelas como American Psycho y Lolita no envenenaron la cultura. (…) Necesitamos que los personajes de las novelas tengan la libertad de adentrarse en la oscuridad y el mal. ¿De qué otra manera nos entenderemos a nosotros mismos?”.

    El padre de Moshfegh, Farhoud, perteneció a una rica familia de judíos iraníes. En Europa estudió violín y conoció a Dubravka, quien había nacido en Yugoslavia. La pareja quiso instalarse en Teherán, pero solo vivieron allí unos meses, porque en 1978 llegó la revolución islámica y los bienes de la familia de Farhoud fueron incautados. En Estados Unidos, donde se exiliaron, ambos trabajaron como profesores de música y criaron a sus tres hijos. Ottessa aprendió a leer las notas musicales antes que palabras y a los cuatro años ya tocaba el piano. También estudió clarinete. Sin embargo, en la adolescencia su inclinación por la música empezó a ceder ante la literatura.

    Su libro más famoso es Mi año de descanso y relajación, (…) una novela estática brillante, sobre alguien que piensa que después de pasarse un año en cama, durmiendo un sueño inerte, se convertirá en otra persona. La prosa de Moshfegh, seca y apegada al realismo, tiene a su vez algo de esos sueños pegajosos de los que no se logra despertar. Por momentos, incluso se siente que el aire es distinto. Y eso ocurre cada vez menos en la literatura contemporánea.

    La disciplina necesaria en la música fue trasladada a la literatura como si de una plantilla se tratara. En un estupendo perfil que le hizo The New Yorker, la manera de trabajar de esta mujer (que vive con su pareja y cinco perros, que padece una escoliosis severa que la obligó a usar un corsé durante tres años, que tuvo problemas de alimentación desde muy joven y pasó por Alcohólicos Anónimos, que tras estudiar en Barnard College vivió dos años en China, donde enseñó inglés y trabajó en un bar punk) fue calificada como monacal. Y sí, el régimen de abstinencia y aislamiento se ha traducido en cinco novelas y un volumen de cuentos extraordinario. Se llama Nostalgia de otro mundo y está poblado de individuos ligeramente desesperados y solitarios, muchos de ellos entrañables.

    El señor Wu” es la historia de un hombre en extremo pudoroso, que en sus visitas a un prostíbulo se desviste debajo de las sábanas. Está enamorado de la mujer que atiende en el cibercafé al que acude a diario, y buena parte del relato consiste en los devaneos de un hombre extremadamente tímido, incapaz de escribirle un mensaje para invitarla a salir. Pero cuando tiene la opción de conocerla, el asco y el placer se mezclan en sus fantasías, y Moshfegh, con iguales dosis de descaro y ambigüedad, combina un último encuentro de sexo pagado con la noche en que finalmente se cita con la mujer del cibercafé. “Me estoy cultivando” narra el encuentro de una profesora con su exmarido, entregando pistas de lo alejada que está la autora de cierta comprensión (militante) del feminismo. Y en “Una carretera oscura y sinuosa”, Moshfegh adopta la voz de un abogado que quiere disfrutar de un último fin de semana solo antes de que nazca su hijo. Va a la casa de veraneo familiar, conoce a la amante de su hermano y, junto con seducirla, se hace pasar por homosexual.

    Su libro más famoso es Mi año de descanso y relajación, que también rompe el molde: una mujer que ha perdido a sus dos padres y recibido una herencia, decide tomarse un año sabático. No es una “nueva rural” que aspira al contacto con la naturaleza, ni una devota del turismo ni un alma caritativa. Su pausa consistirá, literalmente, en borrarse por completo, ingiriendo dosis cada vez más fuertes de pastillas que la hagan dormir durante la mayor parte del día. Fenobarbital, Zolpidem, Seroquel, Trazodona, Risperdal, Valium, Orfidal, Lunesta… son parte del cóctel que le receta una de las doctoras más delirantes de la historia de la literatura. Es una novela estática brillante, sobre alguien que piensa que después de pasarse un año en cama, durmiendo un sueño inerte, se convertirá en otra persona. La prosa de Moshfegh, seca y apegada al realismo, tiene a su vez algo de esos sueños pegajosos de los que no se logra despertar. Por momentos, incluso se siente que el aire es distinto. Y eso ocurre cada vez menos en la literatura contemporánea.

     

    Ilustración: Daniela Gaule.

  359. Un eslabón fundamental

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    Después de publicar Persona non grata, la carrera de Edwards entró a una etapa difícil. Abandonado por la izquierda, resistido por la derecha y despedido del servicio exterior, el escritor nunca había estado tan a la intemperie como en sus primeros años de exilio. Como dice Julio Ortega, destacado crítico y académico peruano, si Donoso hizo de la pesadilla el lugar de la identidad nacional, Edwards prefirió hacer de Ulises el héroe que disputa su vuelta a casa. Vuelta que en su caso nunca fue definitiva y nunca, tampoco, total. El tiempo demostraría que el desarraigo es una experiencia a la vez muy presente e irrenunciable, tanto en su vida como en su obra.

    Los convidados de piedra, publicada cinco años después de Persona non grata, es un eslabón fundamental en la obra de Edwards. Corresponde a un momento en que el escritor retorna a la ficción y se independiza de la diplomacia (después volvería). Junto con haber sido escrita en el exilio, es asimismo la novela que comienza a traer a Edwards de vuelta al país.

    El libro trata de una fiesta de cumpleaños en las afueras de Santiago de un grupo de amigos pertenecientes a la alta burguesía. Durante esa celebración exorciza, un mes después del golpe de Estado de Pinochet, los fantasmas, la plenitud y los temores que los han rondado desde el triunfo de Allende en adelante, tanto a ellos como a los que no están, porque la vida, la represión, el fracaso, el exilio o las quimeras ideológicas o esotéricas los sacaron antes del camino, por un tiempo o para siempre. Son los “convidados de piedra”, los que están y no están.

    Es una novela potente, muy elaborada, de corte clásico, de estructura coral, donde se escuchan muchas voces y donde la de Edwards se hace oír a través de un narrador que, en tiempos de enorme polarización, pertenece de alguna manera, como anota Christopher Domínguez Michael, al partido de los que no tienen partido. Aunque toda la acción está desarrollada en un mismo tiempo y lugar, la dinámica de los amigos convoca desde personajes reales hasta ficticios, para dar cuenta de un trauma que no solo es de una clase social, sino que alcanza a la sociedad chilena toda, hasta llegar a los días en que otro conflicto político parecido al del 73 —el de la revolución del 91, que culmina con el suicidio de Balmaceda y la derrota de las fuerzas militares que lo apoyaban— selló el inmovilismo como fatalidad nacional.

    Los convidados de piedra fue un libro acogido con interés, con respeto, como no podía ser menos, aunque también con un cierto temor. Al menos en Chile no generó mayor entusiasmo, sea porque era un relato incómodo, sea porque era un tanto incorrecto exaltarlo. En España, sin embargo, la primera edición agotó 16 mil ejemplares en pocas semanas.

    ¿Es lo bastante convincente esta explicación, un tanto mítica, de todo lo ocurrido?

    Quizás no, ¿pero hay otra que convenza más? Quizás tampoco.

    Cuesta creer que la primera versión de este libro estaba prácticamente lista en 1969, un poco antes del triunfo de Allende. Se titulaba El culto de los héroes y solo en las sucesivas versiones el relato fue quedando capturado tanto por el triunfo como por el fracaso político del gobierno de la Unidad Popular.

    Los convidados de piedra fue un libro acogido con interés, con respeto, como no podía ser menos, aunque también con un cierto temor. Al menos en Chile no generó mayor entusiasmo, sea porque era un relato incómodo, sea porque era un tanto incorrecto exaltarlo. En España, sin embargo, la primera edición agotó 16 mil ejemplares en pocas semanas. Al margen de una mirada lapidaria sobre la clase alta, la verdad es que la novela defraudó mucho en Chile a quienes esperaban una lectura más monolítica del 11 de septiembre, como representación de todos los males y como base de sustentación de héroes positivos, mensajes edificantes y todo eso. Desde un escepticismo que está en su ADN más profundo, Edwards jamás se compró ni se compraría tales simplificaciones.

    Curioso destino el de este libro. No obstante que apelaba en su inspiración a ese concepto que Vargas Llosa acuñó con la expresión de “novela total”, que fue el cielo bajo el cual se instaló el boom latinoamericano, nadie en su momento sintió que Los convidados de piedra fuese la gran novela chilena de la tragedia del Golpe. Es posible que ni siquiera Edwards lo haya pretendido. Dice mucho de los vacíos de nuestra literatura, sin embargo, que este mismo libro haya terminado encumbrado en ese sitial, entre otras cosas porque hay muy pocas obras que puedan disputárselo.

     

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    Este texto sobre la novela Los convidados de piedra fue añadido como un recuadro en la versión impresa del ensayo “Jorge Edwards (1931-2023): Memoria, clase y época”, aparecido al momento del fallecimiento del escritor chlileno.

  360. Escenas de escritura

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    En un pueblito inglés llamado Great Missenden se esconde la casa museo de Roald Dahl; al fondo, se halla el pequeño cobertizo en el que se encerraba a escribir. Son unos cinco o seis metros cuadrados que guardan un gran escritorio de madera en el que solo hay piedritas, caracoles y recuerdos polvorientos, como si el escritorio fuese demasiado para él y se lo hubiese cedido a los adornos. A su lado hay un fichero de metal y un sillón de una plaza que finalmente preside la coreografía mobiliaria. Sobre ese sillón —que alguna vez habrá sido rosa, pero con el tiempo se opacó de modo indescriptible— se ve un tablón largo que va de brazo a brazo, y bajo el tablón una especie de tubo de cartón, forrado con papel de bobina, el tipo de papel industrial que usan en las panaderías. Es un adminículo casero que el autor de Matilda aprovechaba para elevar un poco las hojas limpias sobre las que escribía a mano. Hay fotos que lo muestran en acción, rodeado de sus paredes amarilleadas por la nicotina, y traen todavía una intimidad mayor: la de una manta de plumas cubriéndole las piernas mientras trabaja. Dahl sonríe.

    No era el único que se encerraba así. George Bernard Shaw también construyó su propia choza en los jardines de su casa en Hertfordshire y Henry David Thoreau, por ejemplo, se escondía en un bosque. Al parecer, durante un periodo de su vida Emily Dickinson “atendía” a las visitas con la puerta entreabierta. Sus ojos deben haber aparecido primero, recortados e inquirientes a través de la hendija, para recibir cartas o entregarlas. A sus espaldas quedaban todos los misterios de un mundo, el mundo en el que Emily Dickinson escribía a mano sus poemas pequeñísimos en sobres y cuadernos.

    ¿Qué fue de ese celo? Los años dos mil trajeron eventos de escritura en vivo con computadoras inalámbricas, y a medida que el tiempo pasó las redes sociales trajeron, además, una nueva versión del mismo concepto. Durante los años de aislamiento, allí estaban todas las bibliotecas de quienes escribían, firmes en el encuadre que el Zoom regalaba, e incluso se conseguían fondos simulados de bibliotecas de cartón en internet y a domicilio.

    Escritoras y escritores de todas las latitudes participaron de festivales, ferias, clases y conferencias mirando a la cámara con sus hogares de fondo, la intimidad de su orden o su caos, su vida doméstica de repente expuesta de modo impiadoso e irreversible. Fue abrupto, como abrir por error la puerta de un baño ocupado, pero ocurrió en medio de hechos todavía más extraordinarios, y pasó desapercibido.

    Así, vimos el gran salón en el que Jamaica Kincaid guarda libros, macetas y esculturas, a sabiendas de que detrás de la puerta la esperaba su jardín. Vimos las estanterías blancas ocupando todas las paredes del cuarto desde el que nos hablaba Joyce Carol Oates, una luz lateral y nublada bañando un tomo indiscernible en el ángulo izquierdo de la imagen. Vimos el cuarto en el que Lydia Davis tiene su escritorio —dos cuadros grandes y uno pequeño sobre un sillón—, la cama matrimonial donde duerme Vivian Gornick y el espacio que comparten Siri Hustvedt y Paul Auster, sentados como colegiales, uno al lado del otro, para responder a una pantalla.

    Escritoras y escritores de todas las latitudes participaron de festivales, ferias, clases y conferencias mirando a la cámara con sus hogares de fondo, la intimidad de su orden o su caos, su vida doméstica de repente expuesta de modo impiadoso e irreversible. Fue abrupto, como abrir por error la puerta de un baño ocupado, pero ocurrió en medio de hechos todavía más extraordinarios, y pasó desapercibido.

    Intimidades a las que antes accedíamos de modo accidental son hoy día, además, material y tema de escritura. Pero para conocer cosas como esas, aunque nunca tan abundantes, hasta hace muy poco no quedaba más que deducirlas o inventarlas partiendo de fotografías aisladas, casi accidentales, o leyendo las entrevistas de la Paris Review. Por sus introducciones nos enterábamos de que Ernest Hemingway escribía de pie sobre una alfombra de piel de kudú mientras el sol del este cruzaba su espalda, o que Simone de Beauvoir tenía su estudio a cinco cuadras del de Jean Paul Sartre, pero solo lo utilizaba por la mañana: después del mediodía caminaba tranquilamente hasta ahí y seguía trabajando junto a él.

    En la Firestone Library de la Universidad de Princeton se guardan manuscritos y cartas de escritores latinoamericanos: ahí están, por ejemplo, los archivos de Ricardo Piglia o de Juan José Saer. En la Biblioteca Nacional Argentina se exhibieron hasta fines de abril los manuscritos de Alejandra Pizarnik y también sus libros, marcados con su letra inconfundible. En la Biblioteca Pública de Nueva York se reservan, además de papeles, objetos personales: es posible consultar la agenda de Joan Didion y hasta los cajones privados de autores del siglo pasado, cápsulas museísticas destinadas a reponer una atmósfera que quizás exista únicamente a condición de imaginarla.

    Sobreexpuestos al mundo digital, los escenarios donde las escritoras y los escritores de nuestra era diseñan sus comienzos y traman sus finales parecen perder, con su materialidad, también su sentido. ¿Habrá universidades y bibliotecas en el futuro que estudien y acumulen los correos electrónicos donde se cartean dos colegas? ¿Habrá que separar en esos correos los “interesantes” de los “superfluos”, las cartas del spam, los textos que digan cosas como las que se escribían Chéjov y Gorki: “mi alma está irremediablemente enferma, como es necesario que esté el alma del hombre que piensa”? ¿A dónde van a ir a parar los mensajes de WhatsApp en los que se compromete una edición o se informa una lectura en positivo, como cuando Roberto Bazlen le recomendó a Eugenio Montale que se lance a traducir el Ferdydurke apenas provisto de un papel, una máquina de escribir e incontables signos de exclamación? ¿Será Google el dueño futuro de los inéditos de los autores que mueran dejando sus drives repletos de bytes?

    ¿De qué está hecho el misterio de la escritura ahora? ¿Por qué pensar que ya no existe? ¿Por qué creer que existía en un manuscrito empeñado por un escritor empobrecido, en un cuarto cerrado con olor a biblioteca y alcanfor? ¿Visitar ese misterio no ha sido siempre una escenificación profana, una máscara que coincide con la cara, como decía Calvino?

    En un poema de Wisława Szymborska, traducido por Gerardo Beltrán con el título “Miedo escénico”, encontramos: “Allá en el escenario acecha una mesita / un tanto espiritista y de patas doradas, / y sobre la mesita humea un candelabro. // De eso se desprende / que tendré que leer a la luz de las velas / lo que escribí a la luz de una simple bombilla / tac tac tac/ a máquina”.

  361. La politización platónica de la economía

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    ¿Qué nos pueden enseñar los antiguos sobre la economía? Confinados en un mundo donde la ciudad veía artificialmente los beneficios de la esclavitud, ¿no estaban los pensadores de la antigua Grecia muy lejos de poder imaginar la autonomía y el rigor de la economía política? Si, al leerlos, uno se encuentra con la opinión de que los mecanismos de la economía no pueden ser objeto de una ciencia autónoma, porque no constituyen una realidad propia cuyas razones puedan separarse de las que rigen otros campos de la práctica humana, pronto veríamos esto como el síntoma de un desconocimiento de las leyes que gobiernan la esfera de las necesidades y las actividades de las comunidades humanas. Uno de los méritos de la obra de Étienne Helmer es afirmar que tal visión de la economía no es el resultado, en Platón, de aquel prejuicio, sino que más bien se basa en el reconocimiento de la especificidad de los fenómenos económicos generales; esto, por tanto, permite al autor guiar a su lector, con gran claridad, a través de la exploración de un pensamiento de la economía quizás más sutil de lo que el lector contemporáneo podría esperar encontrar en un pensador del siglo IV a. C. Platón reconoce, en efecto, la especificidad de las interacciones económicas, sea que se trate de la actividad, la producción, el intercambio, afirmando que esta especificidad solo aparece una vez subordinada, tanto por la antropología que le ofrece su material como por la forma política que distribuye de antemano los bienes, los hombres y las actividades de las que expresa su circulación.

    La economía existe y puede revelar su propia inteligibilidad: es, sin embargo, solo un efecto, el de un cierto estado del hombre y de una cierta configuración previa de la distribución de las cosas, los tiempos, los espacios y las prerrogativas. He aquí, procedente de un pasado lejano, una aproximación intempestiva, en un momento en el que quizá nunca hemos alimentado la representación —que tal vez es solo una representación— de un orden económico total, que trabaja para producir al hombre y para prescribir a la política sus razones.

    Tales son las preguntas a las que la lectura de Platón, en la actualidad, somete nuestro conocimiento económico: el reconocimiento de leyes propias de la economía, ¿conlleva la autonomía de este campo de práctica, alejado de cualquier otro principio que no sea el propio? El despliegue de los mecanismos económicos, ¿puede influir en otras dimensiones de la existencia humana, y moldear su forma y sus valores? Un pensador de otro tiempo nos invita a preguntarnos si no podríamos haber sido víctimas de una tendencia a dar demasiada realidad a lo que nos asegura solamente la inteligibilidad. Reconocer la racionalidad de la economía: ¿y si eso significara devolverle el lugar que le corresponde en un orden de cosas en el que ella no necesariamente está solitaria ni en primer lugar?

    Étienne Helmer propone presentar al lector la hipótesis de que Platón fue el inventor de la economía política en el sentido clásico, que el autor toma del ejemplo de Rousseau, es decir, en el sentido de “gobierno sabio y legítimo”, no “de la casa para el bien común de toda la familia”, sino “extendido al gobierno de la gran familia, que es el Estado” (artículo “Economía política” de la Enciclopedia). Es entre los griegos, de hecho, donde se encuentra el pasaje, por analogía, entre el objeto de la oikonomia, a saber, la gestión de los bienes, las rentas y los recursos de la casa —el oikos griego se concibe como una unidad ampliada, pudiendo incluir un dominio, esclavos, filiales—, con la preocupación paralela, en el marco de la ciudad, de la gestión de sus recursos, sus bienes, su comercio.

    Afirmar que la economía necesita el relevo de la (buena) política es, en este esquema platónico, afirmar también que es el instrumento necesario de la política. La política debe abrazar la economía —debe ser el arte del usar. Así, hacia el final, Helmer, bajo el título de ‘politizar la economía’, detalla las medidas propuestas en la República y en las Leyes para devolver la economía a su función de fiel servidora de la ciudad.

    En estos términos, la propuesta del autor de convertir a Platón en el inventor de tal extensión es quizá generosa: podría ser que Platón no fuera el primero de los griegos en considerar la administración de la ciudad por analogía con la de la casa. Desde este punto de vista, el apéndice donde el autor presenta síntesis muy útiles sobre las consideraciones relativas a la administración de bienes y riquezas de la ciudad que se pueden encontrar en ciertos contemporáneos, como Tucídides, Jenofonte y Aristóteles, no es suficiente para establecer esta primacía: un estudio de los pasajes, de Homero a Heródoto, que muestran la preocupación política por recaudar los recursos (si se piensa, por ejemplo, en los gravámenes a la producción del pueblo, de los poemas homéricos, ver Od. XIX 194-198 ; II. IX 141-156; XII 312-328), para asegurar la producción, la cosecha o el comercio, sería entonces necesario y ciertamente fructífero.

    No ha sido, por supuesto, el objeto de la obra evaluar el lugar de Platón en tal historia: como resultado de una tesis sobre la historia de la filosofía y que consiste en una monografía dedicada al pensamiento platónico, la obra es esencialmente una exposición de la reflexión sobre la economía que se puede extraer de la lectura de los diálogos de Platón. Lo cierto es —si se permite una sugerencia aquí— que se leería con gran interés el fruto de una ampliación de este trabajo en la dirección de una contextualización del pensamiento platónico en una historia más amplia de la representación antigua de la economía.

    Si Platón no fue el primero, Étienne Helmer ciertamente puede defender la idea de que el ateniense fue particularmente capaz de reconocer la especificidad de los mecanismos económicos. El autor lo hace con sutileza, comenzando por esbozar los contornos en el hueco de su ausencia, dentro del mito de la Política, antes de apoderarse de ellos en el Libro II de la República. En ambos casos, se trata en realidad de la misma cuestión de necesidades, las cuales, suprimidas por la hipótesis de que los hombres, ellos mismos frutos de la tierra, viven de la abundancia de lo que crece espontáneamente, o puestas en evidencia por la imposibilidad de que un individuo humano pueda satisfacerlas él solo en su diversidad, hace desaparecer o aparecer una dimensión específica de la existencia humana: la necesidad de una organización colectiva de la producción. El relato de los orígenes de la ciudad, en el Libro II de la República, es considerado con razón por el autor como un experimento mental completamente excepcional: tomando el curso opuesto a las historias tradicionales sobre el origen de las ciudades, que invocan a menudo a sus héroes fundadores, Platón hace nacer la ciudad de la pura y simple multiplicidad de necesidades humanas, conjuntamente con el principio de especialización individual: es debido a que los hombres naturalmente tienen múltiples necesidades y no son naturalmente buenos para realizar todas las tareas, sino más bien para aprender a realizarlas de una manera satisfactoria —una en lugar de otra, además—, que la asociación es necesaria. El autor se preocupa de distinguir este principio antropológico de especialización funcional del de la división económica del trabajo en la economía moderna: no se trata de optimizar las capacidades de producción, sino de limitar las capacidades del hombre. El principio en sí no es económico: uno podría imaginar que la distribución de las disposiciones naturales no cubre todas las necesidades (que ninguna persona en una comunidad dada es buena para tejer) o, por el contrario, que el florecimiento de talentos sobrepasa las funciones útiles (si, por ejemplo, nacen muchos ciudadanos dotados para montar a caballo en una ciudad marítima). Si un individuo no puede ser dotado en todas las áreas, ¿se sigue por tanto que cada uno no puede realizar más que una tarea? Y eso vale de la misma forma para todas las tareas: ¿no hay tareas que son más factibles de ser realizadas, y otras que solamente son accesibles para unas pocas personas, después de un aprendizaje largo y difícil? Étienne Helmer destaca acertadamente que este principio abre el horizonte de una distinción entre conocimientos absolutamente imposibles de ser intercambiables (por tanto, conocimientos propios del gobernar la ciudad, que solo pueden ser adquiridos por muy pocos), y aquellos que podrían ser intercambiables: Sócrates precisa en efecto que el carpintero y el zapatero bien podrían intercambiar sus herramientas sin causar gran daño a la ciudad. En última instancia, son menos los oficios que las principales clases de funciones de la ciudad que no son intercambiables: se es naturalmente más dotado en el ejercicio de una actividad “económica” (artesanos, agricultores, comerciantes y hombres de negocios), o una actividad guerrera, o una actividad deliberativa, es decir, política. Aquí encontramos la matriz que el propio orden económico presupone: la ciudad crece bajo el efecto mecánico de la diversidad de necesidades solo porque primero es elaborada por un orden de repartición de funciones que la precede. Solo hay intercambio económico porque hay una distribución previa de lugares en el intercambio. Allí aprenderemos a reconocer la huella de lo político. La tripartición funcional es fundamental y es lo que Sócrates considera necesario santificar con una noble mentira sobre el origen ctónico de los hombres, formados a partir de tierra mezclada con oro, plata o bronce, y así destinados a dirigir, custodiar o producir (República III 414d-415b). Es esta parte de bronce en la ciudad, la de los comerciantes y productores, la que define el lugar de la economía y que da título al libro.

    La obra termina con una profundización de la paradoja que, de hecho, se encuentra en el corazón de la politización platónica de la economía. Se supone que el principio de especialización funcional, que consiste en ocuparse de los propios asuntos, preserva la posibilidad de algo común. ¿Cómo es que una forma de individualización de ciertas cosas (las actividades) garantiza la persistencia del bien común, en lugar de que también resulte ser una tendencia a la búsqueda del interés personal?

    Al reconocer esta doble dimensión antropológica y política del principio de especialización, ¿no debilita Étienne Helmer la idea de que Platón, en el Libro II, defiende la dimensión autónoma del desarrollo económico? Además, si Sócrates admite el hecho de que todos los oficios económicos son relativamente intercambiables, ¿no cuestiona el hecho de que es necesario que haya varios para satisfacer las necesidades? En primer lugar, no exageremos la importancia de la intercambiabilidad de los oficios. El hecho de que la naturaleza no nos destine más a la reparación de zapatos que a la carpintería no evita que tome tiempo para aprender estos oficios y que realizar los trabajos requiera una especialización. Como ha subrayado Jacques Rancière en El filósofo y sus pobres (1983), el tiempo, al igual que la capacidad, impone la distribución de las tareas —es lo que todavía impone la distribución de las actividades, incluso cuando la hipótesis de una capacidad natural específica parece ser un problema. El tiempo revela un orden antropológico de distribuciones que precede y permite la liberación de una capa económica propia. Esta relativa indeterminación natural de las capacidades abre ciertamente la posibilidad, como señala Helmer, de que los individuos puedan realizar un cierto número de tareas por sí mismos en una economía rudimentaria donde las necesidades son limitadas en número, recurriendo a una división mínima, por ejemplo, sexual, de las tareas. Pero el refinamiento y diversificación de las necesidades a las que los hombres parecen espontáneamente ser llevados acaba por reducir esta posibilidad de autarquía. El tiempo necesario para hacer las cosas bien impone la diversidad de oficios y la multiplicación de la comunidad. Sin embargo, ¿es esto suficiente para afirmar la autonomía de una dimensión económica? Aquí llegamos a una especie de paradoja.

    Como subraya el autor, “al situar la necesidad en el origen de los vínculos sociales, Platón funda la política sobre relaciones previamente establecidas a las que esta tendrá que hacer frente y que parecen dotar de legitimidad la idea de que las actividades y los agentes económicos son el fundamento de la ciudad”. Aparece así de manera innegable una dimensión específicamente económica. Sin embargo, este plan perteneciente a la economía general, el de las dinámicas propias de la esfera de las necesidades en el contexto de la necesaria especialización, es “heterónomo”, y esto de acuerdo a sus “dos aristas”: por un lado, el desarrollo de actividades y el intercambio es efecto del desarrollo de necesidades que se enmarcan en una esfera puramente antropológica de pasiones y deseos; por otro lado, la economía está sujeta a la política donde encarna los valores de regular y dirigir la actividad de la ciudad. Este doble límite corresponde a “las dos tesis fundamentales de Platón sobre la economía”: la institución política de la economía y el fundamento antropológico y cosmológico de toda concepción de la economía. El final del primer capítulo explica esta segunda tesis: la esfera de las necesidades no es autónoma en la medida en que no concierne a la necesidad en general sino a la de una criatura en particular, una parte de la naturaleza donde el cuerpo y el espíritu deben estar situados en su lugar en el universo. Ahora, tanto desde el punto de vista corporal como del punto de vista psíquico, el hombre es frágil: su cuerpo, a diferencia del cuerpo del mundo, no es autosuficiente; su espíritu, a su vez, es vulnerable a la obsesión de tener más, la pleonexia, un término que floreció en Tucídides y en la generación de Platón. En suma, la esfera de las necesidades, antes de ser un campo cuya lógica es autónoma, es ante todo efecto de un determinado estado de disposiciones humanas. Sin embargo, este estado también se expresa en el tipo de valores que una comunidad de hombres quiere ver reinar en su seno. La primera de estas dos tesis, la de la institución política de la economía, se desarrolla, por tanto, a lo largo del segundo capítulo. Los dos lados de la economía parecen apoyarse: las ciudades descritas por Platón, tanto en los Libros VIII y IX de la República como en el Critias, muestran la inclinación a llevar al poder las tendencias antropológicas más extremas de la apropiación individual. El hecho de que tales ciudades parezcan hacer de la economía una política no debe alimentar ninguna ilusión sobre una supuesta autonomía de la economía —esta última está sujeta entonces a la liberación de ciertas tendencias antropológicas hacia la apropiación que se han vuelto políticamente dominantes. La absolutización de la economía, de sus leyes y de su juego, no son más que rehenes secuestrados por formas antropológicas y políticas corruptas. La economía solo aparece autónoma en la medida en que las formas políticas la instituyen en esta postura, sometiéndola a un orden cuya finalidad ya no es la satisfacción de necesidades sino la apropiación infinita.

    La segunda parte de este capítulo proporciona información importante sobre el momento en que la búsqueda de la apropiación individual llegó a amenazar la existencia misma de la ciudad. La economía, abandonada a sus propios recursos por determinadas formas de política, llega a afectar la matriz de distribución de los lugares y los tiempos de tal manera que cuestiona la posibilidad misma de una ciudad. Es, por un lado, la tendencia social a “entrometerse en los asuntos de todos”, la famosa polupragmosunê, que se opone al ideal de “tranquilidad” del ciudadano, examinado en particular por L. B. Carter en The Quiet Athenian (1986) y Paul Demont en La Cité grecque archaïque et classique et l’idéal de tranquillité (1990) —tal vez Étienne Helmer debería, en su obra que vendrá, permitirse una discusión de estos importantes estudios— y, por otro lado, de la privatización del espacio público, sobre la cual el autor relata de manera completamente convincente el ideal de cerrar, de levantar muros alrededor la casa, de lo que dan testimonio las ciudades donde se produce el enriquecimiento personal, la bóveda homérica, el thalamos, a la vez lugar de riqueza y de poder, sustraído de la mirada de todos. Merece la pena subrayar la paradoja: el hecho de que, a la manera de los sofistas, la actividad y los bienes circulen libremente, el que todo el mundo toque todo, cuando quiera, donde quiera, parece, lejos de entorpecer, apoyar y favorecer, por el contrario, el hecho de que la riqueza se acumule entre los individuos, al abrigo de los muros de su propiedad, y que, a medida que se deshace el bien común, los lugares de poder no se prestan más a la mirada preocupada de cada uno. Se podría sugerir que, por el contrario, la buena gestión de las necesidades humanas, es decir la buena economía, como aparece en la primera cita del Libro II, individualiza la actividad con el fin de mejor poner en común sus frutos.

    La oikeiopragia es un principio de adecuación del individuo y la tarea y no el horizonte de apropiación individual de estos frutos. Es por este principio que la economía se convierte en un elemento de construcción de la ciudad. De modo que esta puede ser la verdadera originalidad de Platón: no la invención de la economía general, cuya perspectiva quizás no se les escapó a sus predecesores, sino la de una politización de la economía que pueda devolverla a ella misma.

    Vuelve así en la tercera parte de la obra a explorar la forma en que Platón pretende devolver la economía a ella misma, dándole el fundamento político que le permita alimentar una ciudad estable. Debemos tomar la ecuación de intercambio regulada desde el inicio del Libro II de la República: la distinción de funciones y el intercambio de sus frutos, en oposición al intercambio de actividades relacionado con la privatización de los frutos. Así, productores y guardianes hacen cada uno lo que tienen que hacer, intercambiando los frutos de su trabajo, la alimentación y la protección, de una manera que excluye la posibilidad de apropiación por parte de los gobernantes. La política aparece nuevamente como la instancia que organiza la distribución de tareas y los términos de intercambio. De una manera muy fina, la relación entre la política y la economía en Platón, debe calificarse, por así decirlo, como una relación de dependencia orientada: la economía necesita una cierta distribución para no estar sujeta a las fuerzas que la vuelvan corrupta para la ciudad, pero la política que debe darle la forma adecuada no podría llevarse a cabo sin esta organización de la esfera de las necesidades. La economía no es política, pero la política no está exenta de aquella. En la filosofía platónica, este tipo de relación puede definirse como la de la “causa auxiliar” con la verdadera “causa”. Étienne Helmer encuentra en la lectura de la Política la oportunidad de establecer este estatuto epistemológico de la economía dentro de la filosofía platónica, a través de una breve pero juiciosa comparación con la física del Timeo. La esfera de las necesidades pertenece a ese tipo de cosas que Platón describe a la vez como necesarias y necesariamente sujetas a otro principio —uno material, el material del arte político. Se podría empujar la comparación entre los mecanismos económicos y otros cuya pretensión de autonomía describió Platón: así los procesos fisiológicos y mecánicos, examinados en el Fedón, el Timeo o las Leyes, mediante los cuales quienes practican la investigación sobre la naturaleza buscaban explicar todas las cosas. Ahora bien, ¿no tiene Platón en todos estos casos métodos similares para probar la pretensión de fundar el análisis sobre este único nivel de explicación? La estrategia, en efecto, muy a menudo consiste en abrir un espacio teórico donde dejamos toda latitud a la expresión de este mecanismo, para dejar que se rinda por sí solo a las consecuencias que no deja de producir en esas condiciones: revela así su déficit de causalidad y, por tanto, indica que debe encontrar su lugar, subordinado, de causalidad auxiliar al servicio de otro principio. Exactamente como los procesos de división o de composición, en la física, producen indiferentemente tanto la unidad como la dualidad (Fedón 96e-97b), el desarrollo llevado por la esfera de las necesidades humanas, entregado a sí mismo, es decir, al desbordamiento político de ciertas tendencias antropológicas, produce indiferentemente el orden o el desorden político. No nos equivoquemos, sin embargo: subordinar es también elegir —los mecanismos fisiológicos, si deben estar subordinados a una causalidad formal para que puedan explicar lo que nace bajo su efecto, no son menos, pues sin ellos nada nacería. Afirmar que la economía necesita el relevo de la (buena) política es, en este esquema platónico, afirmar también que es el instrumento necesario de la política. La política debe abrazar la economía —debe ser el arte del usar. Así, hacia el final, Helmer, bajo el título de “politizar la economía”, detalla las medidas propuestas en la República y en las Leyes para devolver la economía a su función de fiel servidora de la ciudad. Ya sabemos que para que esto suceda debe ser establecida de manera que evite el desencadenamiento de la apropiación privada. La determinación y la limitación de la riqueza de cada uno por atribución de lotes de tierra, la salida de las mujeres fuera de la esfera privada de la casa son algunas de tales medidas.

    La obra termina con una profundización de la paradoja que, de hecho, se encuentra en el corazón de la politización platónica de la economía. Se supone que el principio de especialización funcional, que consiste en ocuparse de los propios asuntos, preserva la posibilidad de algo común. ¿Cómo es que una forma de individualización de ciertas cosas (las actividades) garantiza la persistencia del bien común, en lugar de que también resulte ser una tendencia a la búsqueda del interés personal? El límite parece delgado, efectivamente, entre la oikeiopragia (hacer lo que nos es propio) promocionada en la República y la idiopragia (servir al interés personal) condenada en las Leyes. Étienne Helmer repasa las distintas expresiones de este principio (ta hautou prattein), a través del Alcibíades, el Cármide y la República para seguir la manera cómo, poco a poco, surge la posibilidad de una finalidad no individual sino colectiva. Es en la República donde se produce esta transformación, una vez que la tarea ha vuelto a lo natural del individuo: cada uno debe cuidar aquello para lo que tiene un talento natural —hacer sus cosas propias ya no es hacerlas por sí mismo, sino hacer lo que uno mismo puede hacer mejor. La oikeiopragia es un principio de adecuación del individuo y la tarea y no el horizonte de apropiación individual de estos frutos. Es por este principio que la economía se convierte en un elemento de construcción de la ciudad. De modo que esta puede ser la verdadera originalidad de Platón: no la invención de la economía general, cuya perspectiva quizás no se les escapó a sus predecesores, sino la de una politización de la economía que pueda devolverla a ella misma. De hecho, solo está sujeta a la distribución adecuada de bienes, tareas y espacios, es decir, a la política ilustrada, que puede reconocerse en su especificidad, en la pureza de las reglas de intercambio cuyo libre juego une a los hombres por la satisfacción de sus necesidades, sin ser parasitada por la oleada de apetitos que la estimulan y de las políticas que la pervierten. Esto también supone, a cambio, identificar la política como el orden de las distribuciones de los tiempos y los espacios, de los bienes y los actos, es decir, identificar la gramática sensible que rige la distribución de los diferentes aspectos de la vida humana en sociedad. Ésta es la gramática en la que la economía debe apoyarse para encontrar su lugar. Étienne Helmer extiende así la intuición de Jacques Rancière al explorar los fundamentos sensibles de la economía platónica. Este es, en efecto, un campo prometedor, sobre el que el pensador ateniense no ha terminado de nutrir nuestra reflexión. Hay que pensarlo: ¿si, lejos de imaginar que los mecanismos del mercado son hoy la matriz de las leyes, las costumbres y los hombres, nos preguntamos si solo adoptaron la configuración que les impone una multiplicidad de elecciones previas en cuanto a qué se comparte y qué no se comparte, de nuestras acciones, de nuestros bienes, de nuestros tiempos y de nuestros lugares?

     

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    Artículo aparecido en Revue de philosophie économique 12 (2011). Traducción de Patricio Tapia.

     

    La parte de bronce. Platón y la economía, Étienne Helmer, traducción de María del Pilar Montoya, LOM, 2019, 314 páginas, $16.600.

  362. Iván Jaksić: “Bello no es meramente un educador, sino un educador para algo concreto: la ciudadanía”

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    ¿Cómo surgió el interés por Andrés Bello?
    El interés por Bello empezó muy temprano, porque en Santiago, y en Chile en general, Bello está muy presente. La Universidad de Chile se conoce como La Casa de Bello. Pero cuando llegué a Estados Unidos me di cuenta que nadie tenía idea de quién era Andrés Bello. Al comienzo me interesé principalmente por sus ideas sobre educación superior. Eso me llevó eventualmente a tratar de conocerlo con más profundidad. No tenía en mente hacer una biografía, pero me interesaba mucho como pensador y sobre todo en los aspectos filosóficos de su obra. Fui a Venezuela, consulté los manuscritos, y comencé a venir a Chile a fines de los 80 y principios de los 90. Aquí me encontré con los cuadernos manuscritos de Londres. Gracias a un querido colega, que ya falleció, consideré lo que me resultaba impensable hasta ese momento: ¿por qué no hacer una biografía de Bello?

    ¿Quién fue Andrés Bello? ¿Cuál era su relación con la política nacional? ¿Cómo se formó intelectualmente? ¿Qué autores tomaba como referencia?
    Para mí, lo más importante es que se trata de un intelecto de primer nivel, pero incluso los talentos de primer nivel requieren formación. La formación universitaria del periodo tardío-colonial en Caracas, como en toda América Latina, era excelente, porque estaba muy basada en las humanidades. Las humanidades en el fondo se concentran en el estudio del lenguaje y en el conocimiento de diferentes lenguas. Desde muy temprano Bello tuvo contacto directo con el latín, pero también con otras lenguas. Por vivir en Venezuela tenía contacto con las islas británicas del Caribe. También aprendió francés muy rápidamente y todo esto tenía que ver con su formación humanista y la calidad de la educación colonial. Él era un hombre de la colonia y por lo tanto tenía una sensibilidad muy desarrollada para entender lo que significaba la caída del imperio español. Él se hace la pregunta sobre qué lo reemplazará. Bello es un hombre que padece mucho durante ese periodo de caos, de quiebre. Vive el exilio en Londres por 19 años; allí estudia los orígenes del castellano, como una forma de mantener su lengua, y además como una forma de entender la dinámica de la caída de los imperios desde una perspectiva lingüística. Realiza una investigación que para mí es fundacional. Al mismo tiempo tiene mucho contacto con la poesía clásica. También estudia el Cantar de Mío Cid y redacta sus propios poemas. Aunque ya había compuesto algunos en Caracas, su poesía florece en Londres con la “Alocución a la poesía” y la “Silva a la agricultura de la zona tórrida”. Tiene también una importante experiencia diplomática. De modo que la experiencia de Londres es muy importante, muy rica. Él políticamente es una persona moderada. Se lo trata de conservador, pero yo creo que él es más bien un liberal al estilo de los Whigs ingleses. Es un hombre que rechaza la violencia, sobre todo la violencia ideológica y jacobina de la Revolución francesa. Cuando llega a Chile, trae un bagaje de estudios, de investigación, de experiencia diplomática y aquí es muy bien recibido. Tanto el régimen liberal de Francisco Antonio Pinto, como también el régimen conservador de Joaquín Prieto y Diego Portales, reconocen sus talentos y entienden claramente lo que Bello puede aportar a Chile. Quizás por este último apoyo es que hay mucha confusión a propósito de lo que ideológicamente representa la obra de Bello. Yo creo que […] sobre todo es alguien muy sensato, muy sensible, es un hombre que tiene una visión de cómo se construyen las naciones y que tiene éxito en Chile, porque Chile en muchos sentidos es una república apropiada por lo pequeña y manejable. Es una isla.

    La lengua, la educación y las leyes fueron temas centrales para Bello. De ellos se ocupó de distintos modos. ¿Puede hablarnos un poco sobre eso?
    El gran tema en América Latina es crear repúblicas que ya no se rigen por monarcas, sino por un sistema de leyes. Para entender las leyes es fundamental la alfabetización. Es importantísimo el lenguaje escrito. […] Lengua, literatura, ley, educación son parte del proyecto de Bello, quien las aplicó al sistema de educación pública en Chile. La creación de la Universidad de Chile como academia, pero sobre todo como superintendencia de educación, es parte de un amplio proyecto de alfabetización y educación cívica. Pero va incluso más allá, puesto que concibe un vínculo con el sistema político: el sufragio, en particular, está directamente relacionado con la alfabetización. De modo que, para ejercer los derechos de un ciudadano, es necesario que el individuo comprenda el lenguaje escrito, que razone sobre sus deberes, y que tenga como guía al Código Civil. El Código está escrito con un cuidado tal que permite la memorización. Ese era su objetivo, que el ciudadano tuviera un conocimiento de la ley a través del lenguaje. Todo esto está muy relacionado. Bello no es meramente un educador, sino que un educador para algo concreto: la ciudadanía.

    La virtud republicana es algo que se cultiva a nivel del pensamiento, es decir, los derechos de los otros, las conductas éticas. Eso le importa mucho porque sin esa base nada se sostiene. La persona tiene que llegar a la convicción de que debe hacer un aporte al bien nacional, al bien público.

    ¿Por qué Bello escribió una gramática de la lengua castellana?
    Yo creo que en parte por una cuestión institucional, que es el promover el pensamiento gramatical o la necesidad de una gramática en la educación pública. Antes de la creación de la Universidad de Chile, es decir de una institución encargada de la difusión del conocimiento, él escribía sobre todo en la prensa. Con la creación de la Universidad de Chile en 1842, y su funcionamiento a partir de 1843, el Estado asume la responsabilidad de promover la alfabetización. Entonces no es coincidencia que entre la fundación de la Universidad de Chile y la publicación de la Gramática (1847) haya un afán de proporcionar los recursos pedagógicos que van a utilizarse de allí en adelante en las aulas.

    ¿Así que las otras gramáticas que había, las de la Academia y de otros, no servían para esa situación específica de alfabetización y de educación en Chile?
    No las considera particularmente apropiadas para ese objeto. La gran crítica que él hace a la gramática y a la ortografía de la Real Academia Española es que se basa mucho en la etimología. Influye también su conocimiento de los clásicos, como Quintiliano. Para él las palabras deben escribirse como se pronuncian. Él piensa que las gramáticas que critica pertenecen a otro clima cultural, más alfabetizado y apegado al latín. Lo que se necesita en Chile es simplificar, empezando por el abecedario, simplificar la ortografía. Además, hace un argumento incluso más fuerte en contra del criterio etimológico para definir la ortografía castellana. El uso le parece más importante, y considera que el criterio etimológico carece de consistencia y resulta innecesario en palabras como “cristiano,” que de acuerdo con el criterio etimológico debe escribirse con “ch.” Eso, para Bello, simplemente obstaculiza la comprensión de las palabras y la adquisición del lenguaje escrito. Tal como está, Bello tenía otras críticas muy importantes. Pero no busca la simplificación como un mero instrumento pedagógico, sino que desarrolla una verdadera teoría gramatical. Por eso su gramática no es fácil. En verdad, está dirigida a sus pares y a los profesores del ramo.

    Algunos dicen que el gran logro de Bello fue “deslatinizar” la gramática castellana. Ese es un punto interesante que él defiende.
    Exacto. El pone, como ejemplo, que la Academia hace que los nombres castellanos sean declinables por la simple razón de que así se hace con los latinos, cosa que él considera absurda. Y si puedo decir una cosa más, creo que hay algo muy importante relacionado con la ley y los tiempos verbales. Él pensaba que había muchos vicios en el uso de los tiempos verbales, mucha distorsión. La comprensión de la ley dependía de una buena organización de los tiempos verbales. Entonces, la Gramática no es meramente un instrumento pedagógico, sino que además tiene dimensiones filosóficas y jurídicas muy importantes.

    En algún momento, yo leí que había la idea en la época de que, si uno lee y escribe bien, piensa bien, o mejor. Entonces, la lectura y la escritura están relacionadas con el pensamiento. Bello pensaba de esa manera.
    Correcto. Por eso creo que hay un sustrato filosófico muy importante en Bello. En su época, era de eso de lo que se hablaba: la relación entre lenguaje y pensamiento. Están las teorías de Condillac, están los ideólogos de la escuela francesa, pero Bello siguió más bien la corriente de los escoceses. Ese era el gran tema: la relación entre ideas, pensamiento, lenguaje. Mientras más claridad exista en el pensamiento, mayor es la claridad del lenguaje. Y viceversa. Se encuentran en una relación de mutua dependencia.

    Nación es una comunidad y esa comunidad se rige por una idea de orden y este orden es fundamentalmente un orden propio de la realidad del continente. O sea, es un continente que ha roto con un imperio, que está en construcción y que tiene necesidad de seguir una ruta, una ruta republicana, una ruta nacional. Yo creo que ese es el gran aporte. Todas las disciplinas de las que se ocupó contribuyen a eso.

    ¿Cree usted que Andrés Bello logró sus objetivos con la gramática?
    Bueno, si lo consideramos en términos del éxito que tuvo la gramática, yo he contado 90 ediciones. Él alcanzó a hacer cinco ediciones, pero después de su muerte el colombiano Rufino José Cuervo la tomó y con sus anotaciones pasó a ser una gramática difundida a un nivel hispanoamericano, tal como lo quería Bello desde el remoto Chile. Entonces, yo creo que fue un gran éxito. Y los especialistas han dado cuenta de cómo sus criterios fueron al fin aceptados incluso por la Real Academia Española.

    ¿Cuál era su concepción de lengua?
    Yo creo que él está transitando desde una concepción humanista a una concepción más científica de la lengua, es decir, que él en primerísimo lugar da cuenta del uso. La gramática no es algo abstracto, sino que refleja el uso. Eso implica una observación de la conducta real de la lengua. Ahora, él tiene una visión del lenguaje correcto y es por eso que en la Ortología y en la Gramática hay tantas citas del Siglo de Oro. Claro, uno esperaría que la Gramática se refiriera a otros gramáticos, pero él cita sobre todo fuentes literarias, porque en la literatura él descubre el buen uso.

    Estaba analizando los contenidos de los ejemplos en la Gramática de Bello. Hay la idea de lengua correcta, basada en el buen uso, y hay valores morales, religiosos […] que reflejan los valores que deseaba cultivar en los ciudadanos.
    Exacto. Ese es un argumento que yo hice hace mucho tiempo. Hay una idea de orden que pasa precisamente por el orden del pensamiento. La virtud republicana es algo que se cultiva a nivel del pensamiento, es decir, los derechos de los otros, las conductas éticas. Eso le importa mucho porque sin esa base nada se sostiene. La persona tiene que llegar a la convicción de que debe hacer un aporte al bien nacional, al bien público. Eso es lo que yo denomino la dimensión nacional del orden, y después hay una dimensión internacional del mismo, porque un país no vive aislado, existe en una comunidad de naciones. Por ello, él también se dedica al derecho internacional. Uno de los aspectos más influyentes de la obra de Bello es el derecho internacional.

    Sabemos que Andrés Bello hizo muchísimas cosas en su vida. Para usted, ¿cuál fue la contribución más grande de Bello para Chile y para Hispanoamérica?
    Habría que desarrollar como 10 puntos para poder contestar, pero yo creo que todo se remite a uno principal y ese es la construcción de las naciones independientes. Y enfatizo lo de nación, porque hay un concepto de orden que late bajo el concepto de nación, no es algo frío, que se remite a la mera división de poderes o a la Constitución. Nación es una comunidad y esa comunidad se rige por una idea de orden y este orden es fundamentalmente un orden propio de la realidad del continente. O sea, es un continente que ha roto con un imperio, que está en construcción y que tiene necesidad de seguir una ruta, una ruta republicana, una ruta nacional. Yo creo que ese es el gran aporte. Todas las disciplinas de las que se ocupó contribuyen a eso.

  363. Lee Child en el camino

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    Quizás, para partir, debería anotar algunas cosas. Primero, una confesión personal: a comienzos del año pasado pasé varias semanas absorto y perdido en la lectura de las novelas del inglés Lee Child, todas protagonizadas por un policía militar dado de baja llamado Jack Reacher, quien es, a la vez, un héroe y un asesino, un caballero andante y un ronin. Debería decir también que en la escritura de dichos volúmenes se esconde quizás un mito y una catarsis. Mal que mal, Child (1954) es el seudónimo de James Dover Grant, un productor de Granada TV que abandonó el medio y se puso a escribir ficción, a razón de una novela por año, casi sagradamente desde 1997. Debería recordar también que las adaptaciones al cine que protagonizó Tom Cruise (2012, 2016) y Reacher (2022), la serie que estrenó Amazon Prime, no le hacen justicia alguna y que, al verlas, el lector se va a sentir decepcionado y estafado, porque este es un caso donde la distancia entre la literatura y las imágenes resulta insalvable. No queda otra opción: la mejor vía para seguir las aventuras de Reacher son los libros de Child.

    A esto habría que sumar el hecho de que sus novelas son capaces de desplegar un rango de estilos tan amplio que aborda con eficacia el thriller más comercial, el relato de espías, el policial de cuarto cerrado y las historias de guerra (y sus traumas), amén de una especial dedicación a la heráldica militar y una apabullante acumulación de trivia y datos respecto a todo tipo de armamento. Aunque puede que acá, en esa multitud de estilos y géneros citados, se esconda una ilusión: las novelas de Reacher son, antes que nada, novelas de Reacher y, por lo tanto, sus méritos descansan tanto en el atractivo de su universo privado como en la construcción de su propio género, de una idea propia acerca de lo que deben ser la literatura y el arte popular.

    Basta leer el comienzo de Mañana no estás (2009), cuyos primeros capítulos relatan cómo Reacher mira y sospecha de una mujer que viaja en el metro de Manhattan a las dos de la mañana. Puede que cargue una bomba. Reacher la observa con cuidado en el vagón casi vacío mientras recuerda varias lecciones de contraterrorismo israelí. La tensión se despliega a partir del examen visual. Pasan los capítulos, pasan las estaciones. Reacher lee las actitudes y señales de la mujer (lo que quiere decir que reconoce tanto el miedo como el secreto) al modo de un detective decimonónico; trata de reconstruir una vida a partir de los gestos, de los detalles de la ropa y del pánico concentrado en la mirada de la pasajera. “Miré a la mujer. No había manera de acercarse a ella. Yo estaba a diez metros de distancia. Su pulgar estaba ya listo en el botón. Los contactos de lata baratos estaban quizás separados por tres milímetros, y esa separación diminuta quizás se angostaba y se ensanchaba fraccional y rítmicamente con los latidos de su corazón y los temblores de su brazo. Ella estaba lista para partir, y yo no”, escribe Child en la voz de Reacher. Por supuesto, todo se va al diablo momentos después (la trama incluirá a políticos, terroristas, espías y asesinos en la Nueva York posterior al 9/11), pero el vértigo de la amenaza elabora y define un tono y, sobre todo, nos permite recordar quién es el narrador y cómo es capaz de lanzarse a la aventura.

    Protagonista de más de una veintena de novelas (todas escritas por Child, salvo las últimas, redactadas a cuatro manos con su hermano Andrew Grant), además de un puñado de relatos breves, Jack Reacher mide dos metros, bordea los 120 kilos y tiene una memoria casi fotográfica. Hijo de militar, creció en el extranjero y estudió en West Point. Luego fue soldado y policía militar. Después renunció a todo. Carece de domicilio fijo o de trabajo estable. Huye del invierno. No tiene posesiones materiales de ningún tipo. Sus únicas pertenencias son un cepillo de dientes, algunos billetes sueltos y la ropa que lleva puesta, que cambia y renueva sobre la marcha en supermercados, tiendas de saldos o de excedentes del Ejército. De hecho, desde hace décadas se ha convertido en un vagabundo o más bien en un detective vagabundo —Sherlock Hobbo, lo llaman por ahí— que cruza Norteamérica con lo puesto, mientras resuelve crímenes, acaba con conspiraciones, caza asesinos, descubre espías y se reencuentra con viejos amigos y enemigos. En ocasiones, tan solo persigue una canción o los detalles de la vida de un músico negro olvidado. En ocasiones, recuerda a su hermano y a su madre francesa (quien alguna vez peleó en la resistencia), ambos muertos, y se felicita —no sin cierta melancolía— por la vida de libertad que ha escogido, atado tan solo a sí mismo y a la deriva de los caminos. A veces, también vuelve a las grandes ciudades y escucha el murmullo de un mundo vivo que lo atrae, llamándolo a la acción una y otra vez.

    No sería raro pensar que las novelas de Child puedan completar, a su modo, las de John Le Carré. Ambos autores describen las señas de un mundo perdido y un cambio de orden global; ambos están invadidos por la melancolía y la ausencia, lo que hace que sus héroes puedan ser comprendidos como mecanismos rotos de un engranaje defectuoso y vencido, apenas resignados a ser piezas de un museo de la violencia.

    Aquella libertad se refleja en sus historias. Child narra todo esto con un estilo propio, “seco, corto, y a la vez chisporroteante”, según el uruguayo Elvio Gandolfo, algo que quizás encarne “el recurso perfecto para devolverles el gusto por la lectura a quienes nunca lo perdieron”, como dijo César Aira. “El secreto es narrar lo lento, muy rápido; y lo rápido muy lento”, ha dicho el mismo Child. A lo anterior hay que sumar la condición episódica de los libros de Reacher, donde no hay una gran trama que los una a todos, salvo la biografía del protagonista, que va ganando espesor y complejidad en la medida en que pasan los años y se suceden las novelas, que intercalan relatos policiales más bien clásicos (Zona peligrosa, Luna azul), thrillers militares (El enemigo, Escuela nocturna) y relatos de espías (Guerras pequeñas, Nada que perder). A veces se ejecuta alguna venganza o se cobran ciertas cuentas; casi siempre lo que pasa es que Reacher simplemente reacciona al entorno, estrellándose con el caso y ofreciendo soluciones o respuestas en medio de la violencia.

    De este modo, en sus novelas puede aparecer de todo: conspiraciones terroristas, asuntos de Estado, policías corruptos, francotiradores, jefes mafiosos de pueblos pequeños, militares, policías honestos y corruptos, agentes dobles o triples, políticos acosados por los muertos del pasado, los sonidos del jazz como la música del mundo, moteles, estaciones de servicio, buses Greyhound, pasajeros y pasajeras en tránsito, recuerdos de la resistencia parisina a los nazis, asesinatos por encargo, jihadistas en búsqueda de venganza en pleno territorio yanqui, el Hijo de Sam, viejos maestros perdidos y encontrados, mansiones vacías, funerales militares y las medallas militares como un laberinto o una biografía. En ese tránsito de libro a libro, vemos a Reacher envejecer y acumular cicatrices, muertos y enemigos, cruzarse con atentados al Presidente de Francia o enfrentarse a asesinos en serie, resolver enigmas policiales (si Reacher es Sherlock, su hermano Joe es la versión de Child de Mycroft Holmes). De este modo, vuelven los enigmas familiares o las vidas de los viejos compañeros de armas como el general Leon Garber o la compleja Frances Neagley, quienes trabajaron con él en la policía militar. Al seguirlo, peripecia tras peripecia, aquel paso del tiempo se hace más evidente: su cuerpo envejece y su condición heroica adquiere cierto hálito trágico.

    Publicadas ahora mismo por la editorial argentina Blatt & Ríos y la española RBA, las novelas de Child presentan a un escritor obsesionado con la cultura norteamericana, del mismo modo en que lo están Martin Amis, Sadie Smith (en El cazador de autógrafos), Peter Milligan o John Connolly, rememorando así aquel deseo británico de poder describir las coordenadas de la vida americana con fantasía y no poca fascinación, dibujando el atlas personal de un territorio que se explora mientras se lo imagina. La suma es una panorámica que describe un arco histórico que aborda la caída del Muro de Berlín, el ataque a las Torres Gemelas, las guerras del Golfo y las crisis económicas norteamericanas, un verdadero paseo por las últimas décadas de Occidente, que también podemos leer como la resaca de las novelas de espías de la segunda mitad del siglo pasado.

    Una idea: no sería raro pensar que las novelas de Child puedan completar, a su modo, las de John Le Carré. Ambos autores describen las señas de un mundo perdido y un cambio de orden global; ambos están invadidos por la melancolía y la ausencia, lo que hace que sus héroes puedan ser comprendidos como mecanismos rotos de un engranaje defectuoso y vencido, apenas resignados a ser piezas de un museo de la violencia. Para Le Carré, ese mundo perdido late en el fondo de todos los espejos de la Guerra Fría; George Smiley, su héroe, es un hombre triste, enamorado de su esposa esquiva, que representa a una Inglaterra que apenas comprende y de la que solo puede aspirar a una iluminación secreta, siempre tardía. Para Child, en cambio, no hay orden alguno. Reacher vaga por Norteamérica, un país que quiere habitar y entender. Caído el Muro de Berlín, él mismo se comporta como un fantasma que envejece mientras vaga por el territorio. Es otra clase de culpa o de nostalgia, otra clase de violencia, otra clase de abandono. Esa geografía es política, pero también sentimental, pues los músicos de jazz y de blues de Reacher son el equivalente de los poetas alemanes que estudia el Smiley de Le Carré. Su lamento está definido por un romanticismo inherente y casi disimulado, definido por la búsqueda de un paisaje que tratan de atrapar porque nadie más puede hacerlo, porque es su deber o lo que les quedó de su deber. Ambos envejecen en el intertanto, convirtiéndose en espectros o leyendas, para luego volverse fósiles o memoriales de aquello que se perdió, oscilando entre el deseo de atrapar ese presente hecho de un tiempo nuevo y los ecos de un pasado que se presenta como una serie de interrupciones en el camino.

    Mientras, habitan en el claroscuro del cambio de siglo; mientras, hacen de la literatura un mapa de monstruos o héroes o asesinos. “Son historias de ruta, pero sin alucinógenos”, sostuvo Child en una entrevista. Lo que queda es una narrativa, la de las aventuras de Reacher, que piensa la aventura como un modo de percibir las cosas y estar en el mundo. Con eso, abraza las palabras con las que alguna vez Jack Kerouac definió el tono de En el camino: “Sabía que durante el camino habría chicas, visiones, de todo; sí, en algún lugar del camino me entregarían la perla”.

     


    Nunca vuelvas atrás, Lee Child, RBA, 2016, 480 páginas, $18.600.


    Mala suerte, Lee Child, RBA, 2017, 464 páginas, $23.000.


    Noche caliente, Lee Child, Blatt & Ríos, 2017, 198 páginas, $17.900.


    Sin segundo nombre, Lee Child, Blatt & Ríos, 2018, 392 páginas, $17.900.


    Mañana no estás, Lee Child, Blatt & Ríos/Eterna Cadencia, 2020, 488 páginas, $24.000.

  364. Retrato de un inadaptado: insumos para entender a Gombrowicz

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    A lo mejor nunca se sabrá con exactitud qué fue lo que llevó al escritor polaco Witold Gombrowicz a quedarse en Buenos Aires cuando no se presentó a la embarcación que debía llevarlo de vuelta a su patria ante la perspectiva inminente de la Segunda Guerra Mundial. Gombrowicz, en lo que parece un cuento de realismo mágico, era parte de una delegación de diplomáticos, empresarios, literatos y periodistas que había llegado al Río de La Plata en el crucero inaugural de una nueva naviera que cubriría el tráfico entre Polonia y Argentina. El asunto es que el escritor decidió en agosto del 39 quedarse en Buenos Aires. La nave recibió la orden de anticipar su regreso, puesto que la situación mundial estaba al rojo. A último momento, él, con dos miserables maletas, 200 dólares en el bolsillo y sin saber una palabra de castellano, se baja. Es cierto que ya era un hombre de 35 años, que había estudiado Derecho y se había destacado en Polonia por una novela más bien experimental, titulada Ferdydurke, que hablaba con tanto humor como sentido del absurdo de una regresión de su protagonista, un treintañero, a la etapa de inmadurez. Pero en Argentina Gombrowicz era nadie. ¿Se quedó por miedo a la guerra, que estallaría una semana o 10 días más tarde? ¿Fue porque una mujer le arrebató su corazón en el puerto, como en el tango? ¿Fue por un joven? ¿Quería comenzar otra vida?

    Nunca se supo y tampoco pudo establecerlo la escritora Mercedes Halfon en el excelente perfil que traza del escritor en su libro Extranjero en todas partes. Los días argentinos de Witold Gombrowicz. Conocíamos algunas de las obras del polaco. Algo sabíamos de su vida. Algo también de planteamientos corrosivos suyos, como su prolija invectiva “Contra la poesía”. Pero era una información muy segmentada, inconexa y descontextualizada. El gran mérito de este libro es que disipa varias incógnitas y permite entender mejor los ejes rectores de su obra.

    Sí sigue siendo un misterio el factor que lo retuvo en Buenos Aires, también hay mucha conjetura en torno a qué diablos lo llevó a quedarse en Argentina nada menos que 24 años, siendo que la guerra terminó el año 45, que siempre se sintió allá como un desarraigado, que nunca estableció relaciones muy robustas con el mundo literario argentino y que tampoco hizo muchos esfuerzos por generar vínculos —cualquiera sea el alcance que se atribuya a este concepto— con el medio local.

    No obstante vivir durante años a salto de mata, herido a más no poder por el aguijón de la pobreza, alojando de pensión en pensión, Gombrowicz jamás se vendió por un plato de lentejas y nunca tuvo problemas de eso que ahora llaman autoestima. Por algún tiempo fue un empleado menor de un banco de capitales polacos. Debe haber sido un pedante de colección. No había nacido para caer bien y demostrarse obsequioso con los demás.

    No obstante vivir durante años a salto de mata, herido a más no poder por el aguijón de la pobreza, alojando de pensión en pensión, Gombrowicz jamás se vendió por un plato de lentejas y nunca tuvo problemas de eso que ahora llaman autoestima. Por algún tiempo fue un empleado menor de un banco de capitales polacos. Debe haber sido un pedante de colección. No había nacido para caer bien y demostrarse obsequioso con los demás. Por la inversa, tenía algo de tábano o de alacrán. Le gustaba llevar la contra, disentir, ir por la libre, nadar contra la corriente y romper los consensos. Lo suyo no era la condescendencia ni el empate.

    Ferdydurke, la novela que había publicado en Polonia y por la cual la crítica lo saludó como una promesa de las letras polacas, era un trabajo de vocación rupturista que conversaba bien con la modernidad literaria europea. Pero no, desde luego, con la argentina, capturada en ese momento por el circuito de la revista Sur que, con Victoria Ocampo y Borges a la cabeza, imponía aún sin proponérselo un modelo literario absolutamente elitista y europeizante.

    Un momento especialmente revelador del libro de Mercedes Halfon es cuando Gombrowicz acude a una cena en casa de Silvina Ocampo y su marido, Adolfo Bioy Casares. También está Borges, por cierto. La conversación discurre por carriles que no son los suyos. No solo eso: son carriles por los cuales siente franca aversión. Su castellano es torpe. El de Borges, para su gusto, es tan rápido que le resulta incomprensible, lo mismo que su francés, porque su pronunciación le parece desastrosa. Como escribe en su diario: “¿Cuáles eran las posibilidades de entendimiento entre yo y aquella Argentina intelectual, estetizante y filosofante? A mí me fascinaba, en este país, lo bajo y eso (lo de ellos) eran las alturas. A mí me encantaba la oscuridad de Retiro, a ellos las luces de París. Para mí, esa silenciosa, no confesada juventud del país constituía una vibrante confirmación de mis propios estados de ánimo, y esa fue la razón de que Argentina me sedujera como una melodía o como el anuncio de una melodía. Ellos no veían ahí ninguna belleza”.

    La otra escena crucial de este libro es el momento en que el escritor se obstina con la traducción al castellano de Ferdydurke, su novela hasta ese momento más famosa. La lleva a cabo con sus amigos y conocidos de la confitería Rex de Av. Corrientes. Es un lugar que comenzó a frecuentar poco tiempo después de llegar y donde se hizo de un nombre sobre todo por sus habilidades con el ajedrez. Él apenas está empezando a chapucear algo de nuestro idioma. Sus nuevos amigos, partiendo por el escritor cubano Virgilio Piñera, ignoran todo del polaco. Pero él se obstina en sacar adelante esta traducción con lógicas de asamblea. Es un modelo que no tiene precedentes y que posiblemente nunca más se volvió a utilizar.

    La otra escena crucial de este libro es el momento en que el escritor se obstina con la traducción al castellano de Ferdydurke, su novela hasta ese momento más famosa. La lleva a cabo con sus amigos y conocidos de la confitería Rex de Av. Corrientes. Es un lugar que comenzó a frecuentar poco tiempo después de llegar y donde se hizo de un nombre sobre todo por sus habilidades con el ajedrez. Él apenas está empezando a chapucear algo de nuestro idioma. Sus nuevos amigos, partiendo por el escritor cubano Virgilio Piñera, ignoran todo del polaco. Pero él se obstina en sacar adelante esta traducción con lógicas de asamblea. Es un modelo que no tiene precedentes y que posiblemente nunca más se volvió a utilizar. Como en el chiste, el caballo terminó en camello. Tiempo después, Sabato, entre otros, lamentaría las desprolijidades y los disparates del trasvasije. Piglia, en cambio, los celebraría. Pero el hecho marcó un hito no solo editorial; de alguna manera fue un tributo a un migrante que, a su modo, estaba pidiendo a gritos identidad y auxilio.

    Desde luego, el alienígena que fue en sus primeros años bonaerenses con el tiempo fue dando paso al excéntrico y, más hacia final, al escritor literalmente de excepción que nombres como Piglia, Aira, Lamborghini o Martin Kohan, y otros más, reivindicarían con sentimiento y doctrina. Entre otras cosas, porque fue un escritor extremadamente coherente, siempre abierto a la experimentación, siempre anclado a un imaginario en sus orígenes más bien popular, siempre comprometido con la juventud, siempre en pugna con la cultura de salones, siempre en guerra con el gusto académico y siempre receptivo a las oscuridades y ambigüedades de barrios un tanto impresentables. Asimismo, porque de algún modo también fue un gran inspirador, como cuando en 1957, a raíz de un viaje para tratar una rebelde gripe, se traslada al pueblo de Tandil, ontológicamente perdido en la inmensidad de la pampa aunque cercano a la capital, y conoce en esas latitudes a un grupo de adolescentes hambrientos de literatura que no solo lo ubican sino que —increíble— además lo han leído. Halfon los llama “lectores salvajes”. Llegó a ser un maestro para ellos. De ahí saldrían varios poetas, escritores y figuras asociadas al mundo cultural.

    Desde luego, el alienígena que fue en sus primeros años bonaerenses con el tiempo fue dando paso al excéntrico y, más hacia final, al escritor literalmente de excepción que nombres como Piglia, Aira, Lamborghini o Martin Kohan, y otros más, reivindicarían con sentimiento y doctrina.

    Aunque se demoró en darle continuidad a su producción, puesto que hay un bache de 14 años en su bibliografía, Gombrowicz publicó en 1953 Trasatlántico, libro que da cuenta de su experiencia como migrante y, siete años después, en 1960, Pornografía, que Seix Barral tradujo como La seducción para no herir susceptibilidades. Fue un relato no siempre bien logrado, que reivindica tanto las verdades de la juventud y la inmadurez como del eros en un contexto de aristócratas aburridos y decadentes. En 1967 publicó otra novela más, Cosmos, un relato vanguardista y complejo que hablaba de lo que su autor llamaba “la formación de la realidad” bajo el camuflaje de una intriga policial. La traducción fue nada menos que de Sergio Pitol. Mientras tanto, escribía su Diario, que es fascinante, entrañable, irregular y no siempre de buena leche, y que se fue conociendo de a poco: primero la parte argentina, después la totalidad, y al final, tras su muerte el 69, Kronos, que ilumina su sexualidad. También escribió ensayos y algo de teatro, aunque nunca mostró gran interés por verlo representado.

    Para cuando Gombrowicz volvió a Europa, el año 63, su prestigio ya había trascendido a los círculos de la modernidad literaria europea e, instalado en París, a la sombra tutelar de Wittgenstein y en la huella de figuras como Kafka, Beckett o Bruno Schultz, fue postulado en cuatro ocasiones consecutivas al Nobel de Literatura. No lo ganó, desde luego. Nunca fue un escritor masivo ni fácil. Pero terminó convertido sin duda en algo que podría ser mejor: un escritor de culto.

     


    Extranjero en todas partes. Los días argentinos de Witold Gombrowicz, Mercedes Halfon, Ediciones UDP, 2023, 164 páginas, $14.500.

  365. Las aves del templo

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    Colgaron los pájaros entre las plantas tropicales del salón. «Son un regalo para la vista», comentó él. Era lo que siempre decía cuando algo le parecía de buen gusto. «Son muy bonitos», reconoció la mujer. Aunque los pájaros no le entusiasmaban demasiado, aquellos eran preciosos, negros y grises y con un pico rosa caracola.

    Y después el marido se olvidó de los pájaros, a pesar de que había puesto mucho empeño en arreglarles la jaula. Andaba muy ajetreado.

    Y la mujer se olvidó de los pájaros. No por falta de tiempo; ella nunca iba ajetreada, ni mucho menos.

    Era porque los pájaros no cantaban. No hacían el menor ruido, ni siquiera el batir susurrante de las alas. La mujer no reparaba en su presencia y no se acordaba de darles de comer.

    Una noche estaba con su marido sentada en el salón. «¡Los pájaros!», exclamó.

    Fue corriendo y les llenó el platito de alpiste y les puso un cuenco con agua. Un poco más tarde volvió a la jaula. Los pájaros seguían posados frente a frente y al principio creyó que no habían comido nada de alpiste, pero sí, faltaba un poco. «Apenas lo han tocado —dijo—, prácticamente nada. —Y se sentó al lado de su marido—. A esos pájaros locos no les gusta comer, así que da lo mismo».

    Pero se sentía culpable por el descuido, y al día siguiente les compró alpiste, un alpiste especial, con sésamo, cilantro, pipas de girasol y anís. Abrió la bolsa y olió las semillas. «Ah, sí, estas les gustarán», se dijo.

    Qué va: los pájaros, ni caso. Fue a comprobar el platito varias veces, pero ni se habían acercado. Esparció un poco de alpiste por el suelo de la jaula. «Mirad, bobos, regaliz». Ni se movieron. «Maldita sea», farfulló, y esparció el resto.

    Aquella noche se lo contó a su marido, y él le dijo que debería haber llevado el alpiste a la tienda para devolverlo.

    Tardó casi una semana en dar de comer a los pájaros. Una noche se despertó de madrugada y zarandeó a su marido. «Qué pasa», preguntó él. «Creo que los pájaros están muertos». «Dios», dijo el marido, y se dio la vuelta. Ella se levantó y se puso un albornoz, aunque no hacía frío. Entró en el salón. No, por supuesto que los pájaros no estaban muertos. Les llenó el plato de alpiste y les puso agua y se quedó un rato junto a la jaula, pero nunca comían mientras estaba cerca, así que volvió a la cama.

    Cuando fue de nuevo a echarles comida, no quedaba alpiste. Les puso un trozo de pan de centeno en el plato. Volvió al cabo de poco y los pájaros estaban acurrucados delante del comedero, picoteando el pan en silencio. «Oh», exclamó, y se asustaron, así que se apartó hacia un lado.

    Se sentó en una silla y sonrió. Cuando llegó su marido, se lo contó. «Les ha gustado —dijo—, lo sé porque estaban los dos comiendo a la vez. ¿A que es una buena señal? Es la primera vez que han reaccionado, ¿verdad?». «Sí, supongo», contestó el marido, y le dijo que tenía que volver al trabajo y no le daba tiempo a cenar.

    Ella se despertó cuando él llegó a casa y le preguntó cómo le había ido. «Bien», contestó él, y se desvistió rápido y se hundió en la cama. «Estoy cansado —dijo—. Buenas noches», y le pasó el brazo a su mujer por encima del hombro.

    Al cabo de un rato ella se echó a reír y se puso a hablar con él. «Pensaba conseguir un espejo, ¿sabes? Dicen que los pájaros cantan si tienen un espejo, pero se me acaba de ocurrir que a los pájaros que no están solos les daría igual». Él estaba dormido.

    Durante un tiempo los dos se olvidaron de los pájaros.

    Hasta que un día uno de los pájaros se cayó de la percha y no podía volver a posarse encima. Se quedó en el suelo de la jaula aleteando desesperadamente hasta que al final consiguió volver a subir. Al pájaro le pasaba algo en las patas, en las garras.

    Las garras del pájaro habían crecido por debajo de la pata y se retorcían hacia arriba otra vez, formando una ese escamada de color beis. «Es que les han crecido las uñas —dijo el marido—, porque no andan ni escarban para buscar comida. Córtaselas, da grima».

    «¿Es cierto que a la gente le siguen creciendo las uñas después de morir?», preguntó ella. Pero no la oyó. Le preguntó si podía ayudarla a cortarles las uñas. «No», contestó él.

    Las uñas se pusieron mucho peor. Se enganchaban y se enredaban unas con otras, y los pájaros estaban grotescos y torpes, y pronto apenas pudieron moverse en la percha para alcanzar la comida. La mujer fue a ver a la señora Dawson, la anciana que vivía al otro lado de la calle. La señora Dawson sujetó a los pájaros mientras ella les cortaba las uñas. Intentaba no tocarlos, le daba asco, porque tenían las patas descamadas, secas y frías. A la señora Dawson se le saltaban las lágrimas. «¿Cómo has podido, querida? ¿Cómo has podido dejar que llegaran a este punto estas pobres criaturas?». La mujer se sintió avergonzada, y se excusó diciendo que creía que era natural, como la muda.

    Fue un alivio. Veía a los pájaros más contentos, aunque siguieran sin moverse salvo para comer. A medida que los días eran más cálidos también se pusieron más bonitos, con los ojos brillantes y el plumaje suave y lustroso.

    Quería ser su amiga: cada día les silbaba, llamaba su atención, los arrullaba y metía el dedo en la jaula…

     

    ————
    El segundo relato de Lucia Berlin, escrito en 1957 para un curso de escritura creativa, se inspira en sucesos vividos durante su primer matrimonio. Escribió este cuento con la esperanza de que su marido comprendiera sus sentimientos encontrados, pero él nunca llegó a leerlo, y, aunque no sabemos cómo acababa la historia en un princi­pio, probablemente tuviese un final feliz. En la vida real, contaba que lo primero que hizo el día que Paul se marchó a la escuela de posgrado (para nunca volver) fue soltar a los pájaros. Años después, en sus memorias Bienvenida a casa, menciona que regaló los pájaros a una anciana que vivía al otro lado de la calle. Este cuento permaneció inédito.

     


    Una vida nueva, Lucia Berlin, edición de Jeff Berlin, traducción de Eugenia Vázquez Nacarino, Alfaguara, 2023, 366 páginas, $18.000.

  366. David Hockney: un viejo loco por el dibujo

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    Durante casi 50 años, David Hockney ha indagado sobre la perspectiva y las ambigüedades que implica la representación visual de la realidad, llegando muy lejos en la exploración de las distintas posibilidades técnicas que existen para producir las imágenes. Es uno de los artistas más populares del mundo, pero su obra no tiene la espectacularidad o grandilocuencia de la de otras celebridades del arte. Hace mucho que dejó de ser un provocador insolente y hoy, a sus 85 años, se ve a sí mismo tal como le gustaba hacerlo a Hokusai, el gran artista japonés de los siglos XVIII y XIX, autoproclamado “un viejo loco por el dibujo”. Su éxito y popularidad tienen algo de enigma, porque no se trata de un artista que busque la belleza por sí misma y su obra no puede considerarse “fácil”. Pero al mismo tiempo, es un artista que nunca ha tenido inconvenientes con la popularidad y el principio del placer siempre ha estado presente en sus obras, que se caracterizan además por ser inteligibles. Sus exploraciones sobre la perspectiva podrán parecer abstractas y difícilmente urgentes, pero igual nos conciernen a todos.

    Hockney mantiene una actitud bastante democrática frente a los medios artísticos y está permanentemente ensayando tecnologías nuevas como la fotografía, el video, las fotocopiadoras, las máquinas de fax y “pintó” con iPhones o iPads. Todo esto puede acercar su trabajo al público, algo que también podría atribuirse a que se haya convertido en una figura de artista inmediatamente reconocible por su aspecto de un Wally dandy —lo digo por ese hombrecito perdido en esos libros llenos de gente.

    Hockney ostenta también el récord de ser el autor del cuadro más caro que se haya subastado de un artista vivo, pero esto no parece ser algo que buscara con mucho afán. El tamaño de su fama es algo que le sorprende hasta a él mismo. Un amigo suyo —medio en broma, medio en serio— dijo una vez que este artista era famoso desde que nació, y Andy Warhol —la esfinge sin secreto— dijo que Hockney tenía algo mágico.

    Sus libros no son mágicos, pero son inusuales entre lo que comúnmente se conoce como un “libro de artista” —esos que traen muchas imágenes y que nadie lee—, ya que no solo iluminan su propia obra, sino que también abren nuevas perspectivas para comprender la historia del arte. Los libros que escribió en el último tiempo en colaboración con el historiador y crítico de arte Martin Gayford, Una historia de las imágenes y La primavera no puede detenerse, son una muestra de esto y sirven como testimonios de las inquietudes intelectuales de este artista y de su vida creativa pasados los 80. Estos textos comparten también esa condición de inteligibilidad o transparencia que caracteriza a su obra visual, porque son directos y sencillos. Tienen además el mérito que el mismo Hockney le asigna al conocimiento del trabajo de los grandes artistas: nos enseñan a ver el mundo de una manera nueva.

    Hockney lleva tiempo pintando el curso de las estaciones del año, pero justo antes del comienzo de la pandemia se trasladó a una casa en Normandía, donde se pasó el año registrando en imágenes el transcurso del año esperando la llegada de la primavera.

    Una historia de las imágenes es una indagación histórica sobre las distintas formas de representación del mundo, desde las cavernas hasta nuestros días. El libro está escrito en forma de diálogo entre el artista y Gayford, y aunque no se cuente cómo se arreglaron estas conversaciones, claramente no fueron improvisadas o espontáneas, ya que son muy documentadas y hasta eruditas, si bien transmiten la impresión de un diálogo fluido. Se trata, en todo caso, de un formato muy inteligente para explorar asuntos que, abordados desde una posición académica, habrían sido increíblemente latosos. No se puede detener la primavera es más bien un libro de Gayford sobre Hockney, pero también se apoya mucho en las conversaciones entre ambos. El tema central es la observación de la naturaleza y los desafíos que implica su representación. Hockney lleva tiempo pintando el curso de las estaciones del año, pero justo antes del comienzo de la pandemia se trasladó a una casa en Normandía, donde se pasó el año registrando en imágenes el transcurso del año esperando la llegada de la primavera. Por esto el libro está basado en observaciones sobre la naturaleza: los árboles, la luna, las nubes y el agua, entre otras cosas, que se cruzan con reflexiones sobre la vejez y la vida creativa, haciendo constantes alusiones a los artistas veteranos a los que Hockney sigue de muy cerca, como Monet, Picasso, Rembrandt, Hokusai, Hiroshige y otros con quienes comparte la obsesión por el dibujo y la urgencia de seguir trabajando hasta el final.

    En muchos aspectos, Una historia de las imágenes es la continuación o segunda parte del libro que Hockney publicó el 2002, El conocimiento secreto, cuya tesis central, que causó bastante polémica, sostenía que “el espíritu de la fotografía” había estado presente en la pintura europea siglos antes de su invención en 1839, ya que los pintores venían trabajando con imágenes proyectadas en lentes, espejos y cámaras oscuras desde por lo menos el siglo XV. Esto implica que las imágenes fotográficas determinaron la producción artística desde mucho antes del desarrollo de la tecnología que permitió fijar las fotos en daguerrotipos o papel. Una historia de las imágenes confirma esta reconsideración histórica del trabajo de los llamados old masters, aportando más datos y nuevas evidencias, y la expande hacia adelante, proponiendo que esta relación entre la fotografía y la producción de las imágenes artísticas es un continuum en los siglos siguientes.

    Tal como ocurre en El conocimiento secreto, muchas de las hipótesis planteadas por Hockney y Gayford tienen como fuente o evidencia las propias obras de los artistas y en sus conversaciones los autores comentan y analizan imágenes mostrando señales o indicios reveladores que confirman sus propuestas. Así, por ejemplo, sugieren que la presencia de sombras muy marcadas en la pintura del Renacimiento delataría el uso de algún tipo de instrumento óptico, como lentes o espejos. Las sombras de Masaccio, por ejemplo, difícilmente podrían haber sido tomadas del natural. Otro caso emblemático serían las pinturas de Caravaggio y Vermeer que representan grupos de personas. Hockney sugiere que en estas pinturas las figuras no se ajustan bien dentro de un espacio coherente, están muy apretadas, no calzan entre sí, tienen algunas desproporciones o deformaciones, y el fondo se viene muy encima. Según él, esto pasa porque se trataría de composiciones ensambladas o montadas por partes, como collages hechos con una especie de photoshop análogo a partir de imágenes formadas con una cámara oscura. Es lo contrario, dice, de lo que ocurre con la pintura Los jugadores de cartas, de Cézanne, considerada como el primer intento completamente honesto de reunir a un grupo de personas en una pintura. La clave de esto estaría en que Cézanne, a diferencia de Caravaggio y Vermeer, compuso sus cuadros mirando con sus dos ojos y adaptando distintas formas de perspectiva en un mismo espacio. Esta sería una tendencia constante en la historia de la pintura europea, donde algunos exploran las posibilidades de la óptica y otros las descartan.

    Retrato de un artista (piscina con dos figuras) (1972), de David Hockney.

    Hace ya 20 años, cuando Hockney publicó estas ideas sobre la influencia de la óptica en la historia del arte, mucha gente recibió esto como si el artista estuviera revelando que los viejos maestros habían hecho trampa. Susan Sontag dijo, por ejemplo, que suponer algo semejante equivalía a proponer que los grandes amantes de la historia hubieran tomado viagra. Sin embargo, entonces y ahora, Hockney sostiene que el uso de estas tecnologías no desmerece para nada a un artista ni su talento y que aprender a manejar estas técnicas, algo nada fácil por lo demás, nunca podrá reemplazar la mano del artista ni hacer magia.

    En Una historia de las imágenes hay varios datos sorprendentes, algunas provocaciones polémicas y bastantes relaciones curiosas entre la pintura y otras artes como el cine. Entre estas últimas, Hockney dice, un poco en talla, que Caravaggio inventó la iluminación de Hollywood, es decir, una forma dramática de iluminar sus escenas que no existe en la naturaleza; o que el taller de Van Eyck debió de haber sido como el estudio de la MGM. Asimismo, Hockney cuenta que en el cine mudo había mucho movimiento de los ojos, que actores y actrices resaltaban con mucho delineador negro porque “hablaban” con ellos. La aparición del cine hablado disminuyó estos movimientos oculares, pero acentuó la acción —que nunca más abandonó a las películas. La llegada del color al cine hizo necesaria una iluminación muchísimo más brillante y cuenta que un técnico veterano de Hollywood alguna vez le contó que en los estudios las luces eran tan fuertes que se podía encender un cigarro con las ampolletas. La aparición del tecnicolor, hacia 1938, favoreció el amarillo, y de ahí vino el camino amarillo del mago de Oz. La producción de películas se hizo cada vez más cara y por eso los estudios se instalaron en California, donde llegaron técnicos de todo el mundo, muchos de los cuales tenían formación artística. Hockney y Gayford destacan el papel de la tecnología en la producción de imágenes, algo que al artista le toca bien de cerca, y cuando se habla de esto no solo se alude a la fotografía, el cine y las innovaciones digitales más recientes, sino también a otros inventos más discretos, pero no menos cruciales, como el óleo aplicado sobre una tela y la invención de las técnicas de grabado. Hacia fines del siglo XIX, la aparición del tubo de pintura colapsable permitió el desarrollo del impresionismo, porque sin ellos los pintores no habrían podido salir a pintar al aire libre.

    Las afirmaciones polémicas en este libro desafían algunas visiones predominantes en la historia del arte y acusan algunas omisiones en el estudio de ciertos procesos que no parecen estar bien explicados. Hockney y Gayford observan que el arquitecto Filippo Brunelleschi descubrió la perspectiva con la ayuda de instrumentos ópticos, lo que supone que el uso de estos artefactos y el establecimiento de la perspectiva lineal habrían sido fenómenos concomitantes. Esto inició un diálogo entre pintura y óptica que continuó durante por lo menos 500 años. Esta hipótesis, según sugieren, obligaría a revisar la historia de la perspectiva. Gayford advierte que entre Las ricas horas del duque de Berry, pintadas entre 1412-1416 por los hermanos Limbourg, y el altar de Gent, de Jan van Eyck, dos obras separadas por una década y media, hay un enorme salto, “probablemente el más extraordinario desarrollo que ha ocurrido en la historia de las imágenes”, para el que los historiadores no tienen una explicación convincente.

    Hace ya 20 años, cuando Hockney publicó estas ideas sobre la influencia de la óptica en la historia del arte, mucha gente recibió esto como si el artista estuviera revelando que los viejos maestros habían hecho trampa. Susan Sontag dijo, por ejemplo, que suponer algo semejante equivalía a proponer que los grandes amantes de la historia hubieran tomado viagra.

    Otro asunto que estaría pendiente es estudiar las relaciones entre la pintura y la fotografía entre fines del siglo XVIII, cuando muchos artistas pintaron usando cámaras oscuras u otros implementos ópticos, y la primera mitad del siglo XIX, cuando se inventó y difundió la fotografía. La mayoría de los primeros fotógrafos fueron artistas y sus primeras fotos estaban inspiradas en las pinturas del periodo inmediatamente anterior, las que habían sido creadas por artistas que trabajaron con instrumentos ópticos que antecedían a la fijación de la imagen por la fotografía, de tal manera que pintores y fotógrafos habían trabajado con equipos similares, bajo condiciones comparables y esta relación se ha pasado por alto.

    Hacia el final del libro, Hockney afirma que “el arte del siglo XX no ha sido verdaderamente comprendido”, y lamentablemente esta aseveración queda suspendida en el aire. Si entendí bien, creo que con esto Hockney apunta a reivindicar la importancia del cubismo como la primera reacción contundente a la primacía de la perspectiva lineal del Renacimiento y la visión bidimensional de la fotografía, considerando también que la abstracción, surgida a partir de la obra de Van Gogh, Gauguin, Matisse, Picasso y de los cubistas, fue también una respuesta de la pintura occidental para deshacerse de la influencia de la fotografía y de la perspectiva tradicional.

    En sus inicios, en 1962, Hockney fue definido como un artista pop, algo así como la respuesta del swinging London a lo que entonces hacía en Estados Unidos gente como Warhol o Rauschenberg. Sin embargo, esta faceta fue muy corta, ya que, según un crítico de entonces, para ser un artista pop Hockney parecía más interesado en el museo que en el grafiti. En la década siguiente, este artista tomó un desvío respecto de sus contemporáneos, que siguiendo el modelo de Duchamp abandonaron lo que este llamaba el “arte retiniano” para dedicarse al arte conceptual. Hockney permaneció dentro de los márgenes del arte figurativo. Con todo, si se miran las cosas desde otro ángulo podría decirse que él también inició —a su manera— un camino conceptual, empezando en 1975 sus exploraciones con la perspectiva invertida e isométrica y sus trabajos con fotografías y videos, planteando disquisiciones filosóficas en torno al tema de la perspectiva y las imágenes.

    Una frase que Hockney repite bastante en estos libros es que la fotografía no es la realidad y que este es un concepto muy resbaladizo. Advierte que el uso de la perspectiva renacentista y de la fotografía tiene muchas limitaciones, porque supone una representación bidimensional de un mundo que cuenta por lo menos con cuatro dimensiones. Tanto la perspectiva lineal como la fotografía nos entregan, además, una impresión de la realidad que está separada de nosotros. La perspectiva renacentista se ha presentado como una ventana hacia al mundo, pero Hockney se pregunta: ¿Dónde estoy yo ahí? Y responde que nadie ve el mundo de esa manera, como si uno estuviera sentado adentro de una casa y el mundo quedara en el exterior. Nuestros ojos siempre están moviéndose —con menos dramatismo que en las películas mudas— y cada vez que esto ocurre la perspectiva se va con ellos. El problema de la perspectiva lineal es que está en los objetos y no en nosotros. Los ojos, dice, son una extensión de la mente y cuando vemos algo, lo hacemos usando los demás sentidos y nuestra memoria. Nuestra percepción real del espacio es psicológica y esto es algo que ni la perspectiva lineal ni la foto pueden reproducir. Con estas ideas en mente, Hockney se define como un productor de imágenes y cita a Degas para definir su vocación: “Solo soy un hombre al que le gusta dibujar”. Observa que las innovaciones tecnológicas recientes han estado fundamentalmente dirigidas a la imagen, pero que a pesar de los cambios el dibujo a mano sigue siendo muy importante en el mundo digital, ya sea en los juegos como en la realidad virtual, y que lo seguirá siendo por mucho tiempo: “Ahora si quieres puedes vivir en un mundo virtual, y quizás sea ahí donde termine viviendo la mayoría de la gente: en un mundo de imágenes”.

     


    Una historia de las imágenes, David Hockney y Martin Gayford Siruela, 2022, 360 páginas, $56.000.


    No se puede detener la primavera: David Hockney en Normandía, David Hockney y Martin Gayford, Siruela, 2021, 280 páginas, $37.780.

  367. Tres siglos de Adam Smith

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    Hace 300 años, frente a las gélidas aguas del Mar del Norte, en Kirkcaldy (Escocia), nació Adam Smith, uno de los pensadores más influyentes en todo el pensamiento político y económico posterior. Este año, en todo el mundo, se celebra este acontecimiento con sendos eventos, por lo que es pertinente que en Chile tengamos una reflexión más profunda sobre su pensamiento.

    De forma muy reduccionista se define hoy a Smith como “el padre de la economía moderna”. Se suele además citar La riqueza de las naciones para destacar la importancia de la libertad económica y, al mismo tiempo, se utiliza La teoría de los sentimientos morales para demostrar que el liberalismo da forma a una sofisticada doctrina moral. Desde esta perspectiva, se argumenta que el liberalismo conforma una doctrina integral, que se preocupa tanto por nuestras necesidades materiales (homo economicus) como por nuestras altas pretensiones morales (homo moralis). Esto es lo que el Premio Nobel de Economía Vernon Smith llama hoy Humanomics —que es justamente el título de su último libro y que podríamos traducir como “una economía liberal humanista”. De esta forma, Smith demostraría, en la práctica, que la acción humana no sería puro egoísmo y que dichas acciones de forma indirecta —y quizás sin siquiera saberlo— contribuyen además al bienestar de la comunidad.

    En Chile, salvo contadas excepciones, pocos han leído y reflexionado sobre los postulados que Smith desarrolló en sus diferentes obras. Podríamos decir que su fama precede por lejos a su estudio. Smith, en efecto, desarrolló una teoría sobre la naturaleza y el comportamiento humanos en general. Y si algo alimentó sus inquietudes intelectuales, fue la necesidad de descubrir qué motivaba a las personas a actuar y cómo dichas motivaciones eran alteradas por las instituciones. ¿Por qué un peatón tomó un determinado camino y no otro? ¿Por qué sentimos mayor simpatía por algunas personas que por otras? ¿Por qué nos causa más empatía el sufrimiento de un niño que el de un asesino? ¿Cómo sostenemos relaciones pacíficas con quienes no conocemos? El puzle de la naturaleza y las pasiones humanas, y cómo estas interactúan con las instituciones, fue el desafío de toda su carrera intelectual. En dicha búsqueda, este pensador sistematizó diversas conclusiones clave que podrían orientar la manera en la cual vemos nuestra sociedad comercial actual.

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    A diferencia de lo que se suele difundir en las universidades y en la discusión pública, Smith no sostiene jamás que el humano sea un sujeto calculador que busca maximizar su utilidad a cada momento. El comportamiento humano, comúnmente, excede al pensamiento racional calculador, ya que son otros los motivos y sentimientos que también influyen en nuestras acciones. Como ha quedado confirmado en el campo de la economía del comportamiento, nuestros sentimientos están lejos de ser meros ejercicios calculadores, puesto que estos se ven influenciados constantemente por diversas dimensiones de lo humano, como la moral, la política, la sociedad en que nos desenvolvemos o nuestra propia psicología y nuestras emociones. En ese sentido, a diferencia de Bernard Mandeville, Smith no cree que la vida en sociedad se basa solo en la satisfacción de vicios privados que generen beneficios públicos. Esto lo afirma expresamente en la Teoría de los sentimientos morales, en una crítica contundente a Mandeville, que fue el autor de la Fábula de las abejas.

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    A pesar de ser criticado por un supuesto “economicismo”, Smith es un pensador con una profunda formación en las fuentes de los autores clásicos, sobre todo en el pensamiento estoico de Séneca y Marco Aurelio. Pero a diferencia de estos últimos, Smith decidió incorporar como parte fundamental de su reflexión otras dimensiones de la vida social a través de sus estudios multidisciplinarios y empíricos. De ahí su interés por la economía o, más certeramente, por la economía política y por la “mano invisible” que coordina el mercado. En relación con el mercado, Smith reconoce que somos animales que buscan el progreso en todas las dimensiones de la vida, tanto a nivel individual como colectivo o familiar. Smith nota que la necesidad de colaborar no proviene de “ninguna sabiduría humana”, sino que es la consecuencia de una propensión de la propia naturaleza: dependemos de los demás a través del intercambio. En el pensamiento de Smith, el hombre “está casi permanentemente necesitado de la ayuda de sus semejantes, y le resultará inútil esperarla exclusivamente de su benevolencia”.

    A diferencia de lo que se suele difundir en las universidades y en la discusión pública, Smith no sostiene jamás que el humano sea un sujeto calculador que busca maximizar su utilidad a cada momento. El comportamiento humano, comúnmente, excede al pensamiento racional calculador, ya que son otros los motivos y sentimientos que también influyen en nuestras acciones.

    Smith reconoce que poseemos un instinto que nos hace ayudar a los demás, pero que lamentablemente es insuficiente para sobrevivir en un mundo amplio en donde no conocemos a todos, y la benevolencia, entonces, posee límites naturales. Por tanto, la conclusión es evidente: una sociedad compleja y productiva no puede sostenerse ni nosotros tampoco podemos vivir de la caridad de otros. El trabajo requiere esfuerzo, y aquellos que pueden colaborar y no decidan hacerlo pueden terminar agotando la simpatía que los demás sienten hacia ellos. Esa constatación, por cruda que sea, da paso a una conducta clave y que tiene lugar de la mano de la formación de otros fenómenos sociales, como el lenguaje y la cultura: el intercambio.

    Según Smith, el hombre es el único animal capaz de realizar acciones de compra, venta, permuta o donación bajo ciertos rangos de reciprocidad. El autor de La riqueza de las naciones afirma lo siguiente: “Todo trato es: dame esto que deseo y obtendrás esto otro que deseas tú; y de esta manera conseguimos mutuamente la mayor parte de los bienes que necesitamos”. Es decir, en una sociedad moderna, para poder alcanzar nuestros objetivos, debemos sobre todo apelar y satisfacer los objetivos de los demás de forma pacífica y, en consecuencia, promover el bienestar ajeno en situaciones donde la benevolencia tiene límites.

    A nivel moral, Smith era un empírico y un realista, que consideraba la simpatía y la benevolencia como características humanas fundamentales, pero que, en sí mismas, escasean en las personas y, por ende, son difíciles de extender fuera de la familia y los vínculos sanguíneos. Una sociedad moderna, compleja e impersonal no puede ser sostenida a través de la benevolencia ni a través del pillaje y los vicios. Es aquí donde entra una de las ideas más trascendentales de Smith: el poder coordinador e impersonal de la mano invisible del mercado.

    Para Adam Smith, es el mercado —con un buen marco de reglas que promuevan la competencia y respeten la propiedad privada— el orden espontáneo que ayuda a sostener una forma de coordinación y de cooperación pacífica a través de la división del trabajo y el intercambio, precisamente ahí donde la benevolencia y la caridad no llegan. De esta forma, ayudando a aumentar nuestra productividad (alcanzando rendimientos crecientes de escala) y, al mismo tiempo, empujándonos a que dependamos cada vez más de otros seres humanos para vivir; extendiendo nuestra cooperación hacia personas que ni siquiera conocemos y, más importante aún, apelando al interés de estas en vez de apelar al pillaje, a la violencia o al interés propio.

    Este profundo análisis económico, que surge de observaciones antropológicas y morales, dista mucho de aquella visión ingenua y superficial de muchos libertarios que creen que el egoísmo es siempre bueno y conducente al bienestar. Como reconociera Hayek, “es un error que Adam Smith haya predicado el egoísmo: su tesis central nada dijo con respecto a cómo debían usar los individuos el aumento de sus entradas… Le preocupaba cómo facilitar a la gente contribuir al producto social en la forma más amplia posible”.

    Así, la cooperación a través de la compleja división del trabajo es uno de los principios de organización social trascendentales en una sociedad moderna. Nuestras limitaciones individuales, por un lado, y la escasez de cara a las infinitas necesidades, por el otro, nos obligan a cooperar a través de la mano invisible y la división del trabajo para superar la tensión entre nuestras capacidades limitadas y recursos insuficientes y las abundantes necesidades de la sociedad. Como lo evidencia el sociólogo Fernando Uricoechea, “una vez que la división del trabajo esté establecida por completo, solo una pequeña parte de las necesidades materiales de los individuos acaba siendo satisfecha por el producto del trabajo personal”.

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    Smith reconoce que poseemos un instinto que nos hace ayudar a los demás, pero que lamentablemente es insuficiente para sobrevivir en un mundo amplio en donde no conocemos a todos, y la benevolencia, entonces, posee límites naturales. Por tanto, la conclusión es evidente: una sociedad compleja y productiva no puede sostenerse ni nosotros tampoco podemos vivir de la caridad de otros.

    Smith además se aleja de la idealización de la vida en común. Para él, la búsqueda de riquezas, gloria o reconocimiento es una “superchería” que “despierta y mantiene en continuo movimiento la laboriosidad de los humanos”, y es, por ende, útil. Lo que de alguna manera logra transmitir cierto sentido: si no lográramos superarnos a cada momento, mejor sería quedarnos de brazos cruzados. Por supuesto, no todos los humanos cuentan con esta disposición vital, pero al menos la mayoría sí la tiene, como se puede constatar en el funcionamiento de las ciudades: si la mayoría dejara de trabajar para convertirse en monjes que viven de la caridad ajena, la sociedad se desintegraría en poco tiempo. La paradoja de la benevolencia en sociedad es esta: si todos abandonáramos los intercambios y nos convirtiéramos en ángeles de la caridad que salen a las calles a ayudar directamente al prójimo, probablemente moriríamos todos de hambre y la civilización dejaría de existir. Es por este motivo que el mercado es una buena extensión social que complementa a la benevolencia y, de forma indirecta, ayuda a generar más bienestar que la caridad directa.

    Según Hayek, “la gran realización de Adam Smith es el reconocimiento de que los esfuerzos de un hombre podrán beneficiar a más gente y, en general, satisfacer mayores necesidades, cuando este hombre se deja guiar por las señales abstractas de los precios más que por las necesidades perceptibles, y que por este método podemos superar mejor nuestra ignorancia sistémica acerca de la mayoría de los hechos particulares, y podemos también usar mejor el conocimiento de las circunstancias concretas, tan ampliamente dispersas entre millones de seres individuales”.

    En otras palabras, la paradoja —y al mismo tiempo la virtud— de la sociedad comercial es que podemos producir más bienestar general y más riqueza cuando no satisfacemos directamente nuestras necesidades, ni tampoco las necesidades visibles de nuestros amigos o prójimos, sino que generamos más bienestar cuando buscamos satisfacer nuestras necesidades de manera indirecta, al saciar primero las necesidades de personas que ni siquiera conocemos y al cooperar con toda la sociedad en su conjunto, a través de las señales abstractas del mercado. Gracias a Adam Smith, entonces, comprendemos que una de las ventajas de la impersonal mano invisible de los mercados es que minimiza o baipasea la necesidad de tener que resolver directamente problemas de asignación de recursos y coordinación de actividades productivas a través de mecanismos explícitos de elección social (por ejemplo, a través de mecanismos políticos o de acción colectiva) que bien podrían generar grandes conflictos entre las visiones disímiles de las personas.

    Lamentablemente, debido a las intensas pasiones que despiertan estos sentimientos, las personas caen en comportamientos como el engaño, la colusión, el abuso y otros, los cuales Adam Smith condena categóricamente. Por ello, él considera fundamental el papel que desempeñan las instituciones formales e informales dentro de la sociedad, en particular el rol del Estado en promover la libre competencia y generar un marco legal propicio para que la mano invisible genere prosperidad. De hecho, algunos economistas argumentan que Smith inició la “economía institucional”, corriente predominante durante las últimas décadas con premios Nobel como Douglas North, Elinor Ostrom y Ronald Coase, entre otros. Son finalmente las buenas instituciones y las virtudes, las normas morales —no los vicios y el egoísmo rampante— las que permiten la coexistencia pacífica y deseable entre los grupos humanos, extendiendo la división del trabajo y la productividad más allá de la familia, los vínculos sanguíneos y las tribus.

    Sin duda, la obra de Smith es todavía uno de los puntos más altos del pensamiento de Occidente y trasciende el ámbito económico. Más que el “padre de la economía moderna”, el filósofo escocés fue más bien un pensador multidisciplinario en la intersección entre la filosofía, la política y la economía, dejando así un legado y patrimonio intelectual de valor incalculable. A tres siglos de su nacimiento, hoy seguimos sobre los hombros de un gigante, descubriendo nuevos horizontes intelectuales y sentimientos morales.

  368. En la dirección opuesta

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    Durante todos estos años nos hemos preguntado qué aspecto tendría lo Nuevo… Aquí está lo Nuevo”, dijo en 1969 la poeta y ensayista Ingeborg Bachmann, que no solía exagerar, para referirse a la obra de Thomas Bernhard, que sí solía exagerar, y medio siglo después no solo parecen haber sido palabras acertadas, sino que siguen acertando, en presente y medio a medio porque, hoy como ayer, la prosa de Bernhard resulta inaudita: su inventiva y su invectiva, provocadoras y enérgicas entonces, en este tiempo de comedimiento y precauciones lo son tanto o más.

    Bernhard es autor de algunas novelas perfectas, como Corrección o Extinción (la última y la más larga y espesa de las que escribió y que tiene la curiosidad de terminar señalando a la dictadura de Pinochet, “la más atroz de todas”); de algunas sátiras inolvidables, como Maestros antiguos o Tala; de ensayos y discursos corrosivos y desarticuladores de cualquier acomodo cultural, como los recogidos en Mis premios y En busca de la verdad —donde se puede leer por ejemplo la negativa que envía en 1986 para recibir un reconocimiento: “Desde hace más de diez años no acepto premios ni títulos y, como es natural, tampoco aceptaré su ridículo título de catedrático. La asamblea de escritores de Granz es una reunión de imbéciles sin talento. Saludos cordiales”.

    También fue autor de El imitador de voces, un conjunto de cuentos brevísimos que, aun en seis o siete líneas, logran misteriosamente mantener ese estilo obsesivo y caudaloso que lo caracteriza. Por toda esa obra, por la radicalidad de su prosa y del desapego que su mirada supone de toda ilusión, suele ser comparado con Samuel Beckett y con Robert Musil, al lado de los cuales se alza con fuego propio. Y con el paso de los años la furia de su prosa resiste y persiste, pues encuentra nuevo material de combustión en la siempre renovada pequeñez, abyección y ridiculez humana.

    Nacido accidentalmente en Holanda, Bernhard (1931-1989) creció en Salzburgo, Austria, país al que odió con rigor y al que maldijo, con ese talento incomparable que tenía para el denuesto, en todos y cada uno de sus libros. Hijo de un campesino austríaco que no lo reconoció y al que nunca pudo conocer, fue criado por su madre, pero no fue un hijo agradecido (“No hay padres en absoluto, solo hay criminales como procreadores de nuevos seres”) y su gran referente, su formador intelectual y moral y literario fue su abuelo materno, que entre otras cosas le enseñó la felicidad de leer a Laurence Sterne.

    A punto de cumplirse 35 años de su muerte, acaban de ser reeditados sus Relatos autobiográficos, libro que agrupa cinco novelas escritas entre 1975 y 1982: El origen. Una indicación; El sótano. Un alejamiento; El aliento. Una decisión; El frío. Un aislamiento y Un niño. Juntas constituyen “la mejor introducción posible para conocer a Thomas Bernhard”, según dice Miguel Sáenz, su excelente traductor al español (y biógrafo), en el prólogo, donde con total conocimiento de causa advierte que “leer a Bernhard, aunque no tiene nada de deprimente (al contrario, toda su obra es una exaltación de la supervivencia), puede cambiar la vida de una persona”.

    En estos cinco relatos, cada uno de poco más de 100 páginas, Bernhard, con su prosa musical, barroca, vertiginosa, desquiciada y sin embargo perfectamente sólida, carente siquiera de un mero punto aparte y llena en cambio de repeticiones y vueltas reflexivas, de espirales de palabras que a veces son verdaderos tornados, reconstruye su vida entre sus ocho y sus 18 años, y lo hace centrándose en hitos que son para él puntos de inflexión en la historia de su carácter —no se ahorra al hacerlo los detalles incómodos porque, dice, “tengo sed de darme a conocer”.

    Quizás los Relatos autobiográficos puedan oponer cierta resistencia a la primera lectura, porque Bernhard rehúye las pausas y los remansos y se vale de incontables pensamientos intercalados y duplicaciones de palabras y de frases, pero una vez que se entra en su música, en su endemoniado ritmo y en su energía arrasadora, su voz se vuelve hipnótica, imparable, completamente alucinante.

    En El origen describe su nefasta educación en un instituto nacionalsocialista destruido al final de la Segunda Guerra Mundial y transformado en un instituto católico (“régimen del terror católico”): ambas cosas —nazismo y catolicismo— para Bernhard vienen a ser prácticamente lo mismo, una absoluta opresión: lo único que cambia tras la guerra es, sobre la pizarra en la sala de clases, una esvástica por una cruz. Esa es una época de espanto, de soledad, de permanente pensamiento en el suicidio y de una marcada conciencia de su vocación de aguafiestas de la vida familiar y nacional.

    El sótano, como bien lo dice su subtítulo, es la historia de “una decisión”, tomada no con demasiada premeditación pero sí con tenacidad: la de enmendar una mañana el rumbo y, en vez de ir al instituto, partir “en la dirección opuesta”, hacia los bajos fondos de la ciudad a trabajar como aprendiz del almacenero Podlaha, para posteriormente retomar sus estudios musicales. Ahí, mientras por una parte su suspicacia irónica y su carácter refractario a toda blandura se consolidan, el autor es capaz de mostrar la alegría contagiosa que lo arrebata por haberse decidido a ir en la dirección opuesta, alegría que no le quita peso a su despiadada mirada sino al contrario, le da relieve y mayor calado. Es la alegría del quiebre, ese al que aludió en una entrevista en 1975: “Creo que todo el mundo debe recibir en la vida alguna patada, y concretamente una muy decisiva. O una bofetada que lo saque a uno de casa y lo lance al otro lado de la calle”. Su propia obra literaria, de tan intensa y desafiante y hasta exasperante, puede ser para muchos esa patada.

    En la secuencia siguen El aliento y El frío, donde Bernhard describe la enfermedad respiratoria que contrae trabajando precisamente en el sótano de Podlaha, enfermedad que lo obliga a pasarse largas e infernales temporadas en hospitales y que, al convertirse en una afección pulmonar, lo tiene de casero en sanatorios desmoralizadores, periodo en el que, pese a su desencanto y al escepticismo que ha desarrollado como defensa, decide vivir: cuando las monjas enfermeras lo tienen casi desahuciado, él decide respirar: “Entre dos caminos posibles, me había decidido esa noche, en el instante decisivo, por el camino de la vida”.

    Bernhard establece una diferencia que es la misma que establece Enrique Lihn en su Diario de muerte: ambos vienen a decir, con parecidas palabras incluso, que solo existen dos países, el de los sanos y el de los enfermos, los que para Bernhard tienen siempre algo de clarividentes. Habitante recurrente de hospitales, Bernhard los define como “círculos de conciencia”, diciendo que son, o debieran ser, lugares recurrentes para los intelectuales, pues allí el hombre se plantea las cuestiones más profundas y quien no los frecuenta se vuelve irremediablemente superficial.

    Un niño rompe la cadena cronológica que muestran los primeros cuatro relatos para retrotraernos hacia la primera infancia de Bernhard, cuando tenía ocho años y la Segunda Guerra Mundial y el nazismo eran el telón de fondo de una infancia en ningún caso idílica.

    Quizás los Relatos autobiográficos puedan oponer cierta resistencia a la primera lectura, porque Bernhard rehúye las pausas y los remansos y se vale de incontables pensamientos intercalados y duplicaciones de palabras y de frases, pero una vez que se entra en su música, en su endemoniado ritmo y en su energía arrasadora, su voz se vuelve hipnótica, imparable, completamente alucinante. Además de su lucidez casi perversa, de la densidad filosófica de sus observaciones, impresiona su sentido del humor, su malicia, su capacidad “para perforar la niebla humana”, su talento para el denuesto, cuyos blancos recurrentes son Austria (específicamente Salzburgo) y la iglesia católica (con particular énfasis en el Papa), pero también la maternidad, la seriedad y ciertos autores para él beatos, como Heidegger, al que ha definido en otro libro como “una vaca filosófica constantemente preñada que pastaba en la filosofía alemana”.

    Furibundo, impío, mordaz y magnéticamente exagerado, Bernhard desconfía de la verdad, pero cree en la posibilidad de ser verídico, de sostener una voz y una mirada que no sean nunca una forma de la satisfacción sino siempre de la indagación y la exploración. Por eso en estas páginas deja tan de lado los miramientos, a tal punto que llega a contar sin ambages cómo, en el entierro de su madre, le vino un ataque de risa que no pudo y tal vez ni quiso controlar. Esa risa nerviosa y feroz atraviesa toda su literatura.

     


    Relatos autobiográficos, Thomas Bernhard, Anagrama, 2023, 432 páginas, $24.300.

  369. Hablar bien

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    Hace algunos días recibí las pruebas de un artículo escrito en inglés. En el texto figuraban dos comentarios. Uno observaba que el artículo estaba escrito en masculino y me invitaba a reflexionar sobre la supremacía de dicha forma de adjetivación y eventualmente a cambiarla. El otro sugería cambiar la palabra “explotación” en el contexto de la utilización de recursos naturales. Ambas observaciones venían acompañadas de explicaciones. En cuanto al uso del masculino, la observación decía que es reflejo de normas patriarcales y que usarlo de forma unívoca tiene como consecuencia la negación de la muerte de mujeres y también de la posibilidad de los seres humanos de tener otras identidades sexuales. Si entendí bien el comentario, el uso del masculino no me sitúa solo en un no-reconocimiento de otros, Fotras y otres (por ejemplo, las mujeres o las personas transexuales), sino también en la ignorancia de este no-reconocimiento. Ejercito así en total “inocencia” la violencia de todo lo que este no-reconocimiento implica y que conduce a las personas o seres excluidos a padecer estructuras de dominación, discriminación, vidas marginales, sufrimiento y muerte. En cuanto al uso de la palabra “explotación”, el comentario aludía al activismo ecológico y a su búsqueda de una relación distinta con la naturaleza, una que no fuera de mero uso, como implica la palabra “explotación”. Se me sugería entonces cambiar la palabra “explotación” por una que no fuera violenta.

    No desprecio estos comentarios. Al contrario, considero crucial su importancia (al menos la del primero; el segundo me dejó escéptica). Debo decir que me he resistido por muchos años a aceptar estas normas de escritura “inclusiva”. Me parecían del orden de la corrección política. Es más, encontraba que cambiar el masculino por formas gramaticales neutrales o derechamente por el femenino era violento en esto que se pretendía corregir una violencia del lenguaje por medio del borramiento del modo en el que la violencia está inscrita en el lenguaje. En suma, mi razonamiento era el siguiente: si borramos siglos y siglos de usos del masculino, de un masculino que es ocupado para significar lo universal, borramos al mismo tiempo la historia de esta homologación de lo universal con lo masculino, borramos el hecho de que la violencia se instala en el tiempo en virtud de nuestras estructuras lingüísticas; borramos, por último, nuestra historia y, por ende, nuestra violencia. Para mí entonces el problema de la corrección política consistía en que esta es una solución fácil y a la vez violenta. Todos, todas, todes hablando bien, sin que nadie vea su violencia, sin que nadie la vea como algo mucho más profundo, estructural, constitutivo, que lo que un cambio de palabra o de artículo o adjetivo permite ver.

    De alguna forma, los argumentos de la correctora me brutalizan. Es como si al pedirme cambiar mi forma de escribir me pidiera ponerme otro traje, uno que aún no sé usar y que tal vez no calza con mi forma de ser. Además, también debo reconocer que usar el femenino no me resulta natural y me da un poco de pudor. Es como si se sexualizara el lenguaje, como si empezara a tener colores, cuando yo siempre lo consideré algo neutral, transparente, una suerte de fantasma inmaterial que me persigue y me manda, pero que, al fin y al cabo, yo termino utilizando y dominando. Incluir el femenino le da otro tono al lenguaje: le da un color. De hecho —y he aquí mi problema—, si me he resistido por mucho tiempo a usar el lenguaje inclusivo es porque asumía que el masculino era lo universal y que la violencia no estaba del lado de lo universal sino de lo particular. “Él”, pensaba yo, designa al hombre, es decir al ser humano. “Ella” o “elle”, son particulares. Nos encierran en la particularidad del género.

    Me he dado cuenta de que el lenguaje acoge, da un lugar, hace circular la luz de distinta manera. Es parecido en esto a un dispositivo cinematográfico. Si digo bienvenidos y bienvenidas, la luz empieza a circular. El foco luminoso que antes estaba fijo, empieza a moverse. No es que empecemos a mirarnos en función de nuestros géneros; es más bien que el modo en el que creíamos estar tranquilamente abstraídos del género, porque lo universal nos ampara, se modifica.

    Sin embargo, algo cambió con el tiempo y, sobre todo, con la práctica. Tuve que usar el lenguaje inclusivo. Lo tuve que hacer porque así lo sugiere la institución, y lo empecé a hacer porque al escuchar a otros, otras, otres, terminé incómoda también con mi uso del masculino universal. De alguna manera, mi idea de lenguaje trasparente, neutral, inmaculado, se manchó. Lo que me pidió hacer la correctora (y que no hice), en realidad yo lo hago. Yo casi siempre cuido de dar cabida al femenino, sobre todo (pero no solamente) en el lenguaje oral, por ejemplo, en instancias de bienvenidas institucionales o en correos. Y a fuerza de usar el femenino —“bienvenidas y bienvenidos, estimadas y estimados estudiantes”— me he dado cuenta de dos cosas.

    La primera es que usar los dos géneros (y observo a modo de autocrítica que por lo general no incluyo formas que no refieren a un binarismo: no digo “bienvenides”), hacer esta pequeña gimnasia cada vez que hablo, es reparar en que se ha pensado lo universal en función de una cierta primacía de lo masculino. Si “él” tiene lugar de universal, es en cuanto lo universal remite a una historia, una construcción. La historia de lo universal es particular: depende de estructuras sociales. En este caso, la idea de universalidad se fundamenta sobre la diferencia entre lo público y lo privado, la cual es inseparable de lo que llamamos patriarcado. Lo masculino es lo público, el lugar de la formación de la razón; lo femenino habría sido lo doméstico, lo privado, incluso lo silencioso, lo cuasianimal. A fuerza de decir bienvenidas y bienvenidos, estimadas y estimados, amigas y amigos, me he dado cuenta de que lo universal tiene una historia bien particular y bien compleja. Es una construcción, lo que no quiere decir

    que no sea nada (al contrario, ¡es todo!). Si hablo de otra forma, muevo este constructo. Abro una brecha para que esto que parecía ahistórico (lo universal) se reinvente. Lo universal remite a estructuras económicas, sociales, políticas. Esto no significa que haya que encerrarse en el particularismo. Este encierro es un infierno. Más bien, hay que sacudir un poco estas estructuras para salir o desviarlas de la particularidad de su construcción. Hablar de otra forma nos relaciona de otra manera con lo que hasta ahora se daba como universal y, ojalá, abra el piso a su reinvención.

    Segundo, me he dado cuenta de que el lenguaje acoge, da un lugar, hace circular la luz de distinta manera. Es parecido en esto a un dispositivo cinematográfico. Si digo bienvenidos y bienvenidas, la luz empieza a circular. El foco luminoso que antes estaba fijo, empieza a moverse. No es que empecemos a mirarnos en función de nuestros géneros; es más bien que el modo en el que creíamos estar tranquilamente abstraídos del género, porque lo universal nos ampara, se modifica. Si digo “bienvenidos, bienvenidas, bienvenides”, lo que pasa es que se desmitifica lo universal, la idea de que somos nada más que seres humanos, y explicito la idea de que en realidad los seres humanos existen en virtud del lenguaje que los reconoce, y que por ende les da lugar. “Bienvenidos” nos saluda de forma ahistórica, y fuera de un espacio determinado. Bienvenidos se refiere a una abstracción. “Bienvenidas, bienvenidos, bienvenides” nos sitúa en un tiempo en el cual algo está cambiando.

    Escribir siempre es aplicar una regla, pero también es entrar en tensión con la regla. La obra de Sade sin duda es violenta, pero es una relación con la violencia de la ley. Si corregimos a Sade perdemos este momento de tensión desde el cual es posible hacer cualquier reflexión sobre la violencia. Lo que me pide la correctora es aceptar un nuevo código gramatical, uno que busca desactivar sistemas de dominación silenciados. Lo que hace que aún no pueda asomarme a estas nuevas reglas es que al hacerlo tan rápidamente, asumo la ley sin tensión. Entonces ahí no escribo. Aplico reglas de escritura.

    Por cierto, es engorroso. Es engorroso además agregar un tercer término. ¿Qué es esto de decir “bienvenides”? Ni siquiera existe aún en los manuales de gramática. Pero por esto: si no existe en un manual, en un diccionario, entonces queda fuera del ámbito del derecho, no está protegido, no está reconocido. Si ninguna autoridad, institución, me nombra, entonces no me queda otra que sobrevivir de forma clandestina (por ejemplo, a través de la prostitución). Si me matan, habrán matado una cosa exótica: alguien que quiso ser así. Mi muerte no habrá sido tan grave, quizás incluso no habrá sido un asesinato, es decir, algo no autorizado por la ley, la muerte de un ser humano. Porque lo que el lenguaje nombra es lo legítimo —es lo que cabe en nuestro espacio de vida y de trabajo—, y por el momento lo que el lenguaje nombra es binario. Entonces cuando nombro, reconozco, acojo, entrego cierta protección. Esto, antes que se normalice, es una luz nueva. La luz circula entre nosotres de una forma nueva. Lo que ocurre, entre nosotres, es nuevo.

    Hay realmente buenas razones para cambiar de lenguaje, razones cruciales, que van más allá de la corrección política. El lenguaje inclusivo cambia nuestras formas de razonar, de disponernos en el espacio, de podernos encontrar, de constituirnos como sujetos políticos. Cambia la forma con la cual la razón se hace

    pública. Constituye un punto de vista crítico sobre lo universal y su historia, tan particular. Sin embargo, yo decidí no modificar mi texto. Lo dejé en masculino y justifiqué mi decisión con una nota a pie de página. Tampoco cambié la palabra “explotación” por una no-violenta. Ahí no fui capaz de pensar que no había cierta hipocresía en pretender que puedo elevarme a una situación de no-explotación, cuando mi propio uso del computador, internet y wifi implica consumo. Aquí van las razones por las cuales decidí dejar mi texto en masculino, manteniendo entonces en mi texto una violencia que ahora reconozco y que, por lo mismo, practico de forma consciente.

    Para empezar, considero que el lenguaje no es un mero instrumento para decir las cosas, es un lugar de nacimiento. Expresarse no es solo reconocer o no reconocer a otro ser, es también constituirse a sí mismo. Con el lenguaje pienso, me desplazo, me vuelvo más o menos sensible. Puedo, con el lenguaje, decir lo que diría cualquier otra persona, participar de un debate, algo ya predefinido. O puedo buscar un punto de fuga respecto a lo ya dicho, dar a oír otra cosa, algo inaudito. En tal caso, ya no soy un agente neutro de la comunicación. Llamo a ser a alguien que aún no existe. Por esto el lenguaje es también un lugar de nacimiento. Emergemos de nuestros textos, de forma fugaz, sin sustento. Acoger los comentarios de la editora conlleva una apuesta política, pero en el lenguaje hay también una apuesta existencial. Puedo sumarme de a poco a estas reglas, pero si me subsumo a ellas rápido, entonces subsumo lo existencial a lo político, y esto es políticamente peligroso. Me sumo a una batalla importante, pero dejo de ser yo la que piensa —y un yo que necesita nacer para pensar—, un yo que necesita nacer siempre. De alguna forma, el lenguaje nos hace únicos más allá de nuestras identidades sociales (ellas, ellos, elles). Antes de identificarme con algún género, mi sexo, mi vientre, la sensibilidad de mis manos, la ceguera o la permeabilidad de mis ojos, han de constituirse en lo que los hace vivos. De hecho, sin esta necesidad de nacer una y otra vez, en cuanto ser único, no habría ninguna deconstrucción posible del género.

    Es violento el masculino, pero es violento también el inglés, el hecho de que me hayan pedido escribir el texto en mi idioma y también en inglés. Hay muchas capas de violencia. Corregimos una, pero ahondamos en otra…

    Esta primera razón se expresa de otra forma: escribir siempre es aplicar una regla, pero también es entrar en tensión con la regla. La obra de Sade sin duda es violenta, pero es una relación con la violencia de la ley. Si corregimos a Sade perdemos este momento de tensión desde el cual es posible hacer cualquier reflexión sobre la violencia. Lo que me pide la correctora es aceptar un nuevo código gramatical, uno que busca desactivar sistemas de dominación silenciados. Lo que hace que aún no pueda asomarme a estas nuevas reglas es que al hacerlo tan rápidamente, asumo la ley sin tensión. Entonces ahí no escribo. Aplico reglas de escritura.

    La otra razón, y es la que señalé en mi nota al pie, es que los cambios toman tiempo y no ocurren de la misma manera en todos los idiomas. Este texto que corrigió la editora fue la traducción al inglés de un texto que había escrito en francés. En inglés, hay algunos trucos para evitar el uso del masculino. En francés, como en castellano, hay que empezar a hacer proliferar letras. En inglés a veces se usa solo el femenino, y ya está. Esto, en francés, creo que empobrecería el idioma. Además, mi texto aludía a la palabra Dios y si bien Dios, justamente, no tiene género, corregir el uso del masculino con una forma gramatical neutra o femenina borra toda una historia de la recepción de este “innombrable” que terminó siendo representado con figuras masculinas.

    Por último y esto, para no ser polémica, decidí no incluirlo en la nota: es violento el masculino, pero es violento también el inglés, el hecho de que me hayan pedido escribir el texto en mi idioma y también en inglés. Hay muchas capas de violencia. Corregimos una, pero ahondamos en otra…

    Todas estas razones tienen un peso y vuelven interesante este momento. No se trata de estar en pro o en contra del lenguaje inclusivo. Se trata de estar en un entre-dos, de habitarlo. Si todo se resuelve con un cambio de letra, entonces nada cambia. Si el lenguaje permanece intacto, nada cambia tampoco. Si la escritura inclusiva nos tensiona, nos cuestiona, entonces quizás volvemos a escribir, porque volvemos a concebir la escritura como una relación de tensión con la regla y en última instancia con la ley. Nos damos cuenta de que escribir es crear mundos, ejercer violencia, crearse a sí mismo, desaparecer, oír, o bien volverse sordo. Reconocemos que escribir no es cualquier cosa, es más que mandar un paper y aceptar su revisión. Por cierto, cuando recibí los comentarios, por varios días me sentí incómoda: me cargó el tono moral de los comentarios, sentí que mientras, por un lado, hay policías que interpelan a quienes piropean, hay procuradores moralizando la escritura, por otro. Sentí una confusión entre la apuesta política de este cambio y su lado moral o policial. Pero por lo mismo, por esta confusión siempre posible entre la moral y la política, creo que podemos tomar estas reglas como espacios de experimentación de la escritura y defender nuestro derecho a aceptar o no los cambios sugeridos.

     

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    Este ensayo es parte del proyecto Fondecyt 1210921.

  370. El ensayo, una forma de sobrevivencia

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    El ensayo es la combinación precisa y múltiple de exactitud y de evasión, de lo crucial y lo vulnerable, del conocimiento del mundo y del balbuceo de un sí mismo tan cambiante como ineludible. El ensayo, el género literario que supone la unión de lo narrativo con lo real, del punto de vista crítico férreo con el enorme tamaño de nuestro desconocimiento, sigue definiéndose una y otra vez. Parece, incluso, haber tantos ensayos sobre qué es un ensayo, que ensayos en sí mismos. Se desperdiga hacia la crónica, hacia la opinión, hacia lo biográfico o lo político, hacia el arte o hacia la estupidez, pero sus cualidades siguen siendo evidentes y necesarias, por muy poco actuales que puedan parecer en una época de expertos, especificidades e ignorancia.

    El escritor Brian Dillon (Dublín, 1969) se ha dedicado a él prolíficamente; profesor universitario y periodista (escribe para The Guardian o el Irish Times, es editor de la revista Cabinet), ganador de premios con una memoria sobre la muerte temprana de sus padres, es autor de libros como Imaginemos una frase (2020), en el cual, a partir de 27 sentencias de sus escritores fundamentales, de Shakespeare a Joan Didion, genera otros tantos ensayos tan eruditos como imaginativos. Ensayismo aparece entonces como su obra cumbre, por lo sintética y concisa, aunque las resonancias que abre en el lector puedan ser casi infinitas.

    El libro se estructura en capítulos breves, cada uno con inicios en capitulares, a la manera clásica, que indican los temas del amplio y circunscrito recorrido: sobre el ensayo y los ensayistas, sobre los orígenes, sobre los aforismos, sobre divergir, sobre la extravagancia. Sin temor a volver a los caminos conocidos, va rápido al quid del asunto: si el origen de la palabra indica que un ensayo es “una prueba o comentario textual ingenioso sin pretensión de ser definitivo ni ambición de agotar su tema”, puede agregar varias puntualizaciones. Viene del siglo XII y del verbo francés essayer, que a su vez se origina en la palabra latina exagium, balanza, pero también se relaciona con un enjambre de abejas. Entonces el ensayo valora, sopesa, es trabajoso, abunda en sus temas y los pone a prueba, con el ancla clásica dada por Montaigne: el yo que es materia de la escritura. Pero ese yo es también disperso, casi deshecho, como quedó el escritor francés cuando se cayó de un caballo, al borde de disiparse fuera de la propia conciencia.

    Esa es su apuesta sobre el “ensayismo”: más que un ejercicio formal, es una actitud hacia la escritura, hacia sí mismo y el mundo. Cita a El hombre sin atributos de Musil: “Este orden no es tan firme como aparenta; ningún objeto, ningún yo, ninguna forma, ningún principio es seguro, todo sufre una invisible pero incesante transformación; en lo inestable tiene el futuro más posibilidades que en lo estable, y el presente no es más que una hipótesis, todavía sin superar”. Estar desasido, pegado al azar, se supera entonces en una forma literaria que busca siempre integridad estética y dar placer al lector (un ensayo aburrido, sin color personal, es más bien un texto de especialista). Si es fragmentario, no exhaustivo, poco metódico, como dijo Adorno, es porque muestra un pensamiento en curso, liberado, para encontrar siempre lo parcial frente a lo total; no quiere mostrar lo eterno en lo fugaz, “sino eternizar lo pasajero”.

    Este es un libro tan entretenido como conmovedor, del que se desprende que la literatura, aunque sea como consuelo, no es una cuestión solo profesional o de goce privado, sino una actividad incesante que otorga a algunos un modo de sobrevivencia material y psíquica a la vez, un modo de ser.

    Dillon detalla desde aquí su fascinación con diversas escrituras y autores que conforman su gabinete personal de formas e ideas estéticas: las listas (de Joan Didion y Georges Perec); la dispersión (para reforzar la integridad de una forma hecha de hilachas); el gusto y las frases (los efectos extraordinarios de una coma o de un adjetivo en los textos de su amada Elizabeth Hardwick, una de las fundadoras de The New York Review of Books y esposa de Robert Lowell); la melancolía (la complejidad de la obra de Cyril Conolly, en especial La tumba sin sosiego, donde muestra su espanto e incapacidad con la vida); el fragmento (“puente ambiguo entre la identidad y la dispersión, entre la integridad formal, casi física, y la acción pulverizadora” del ensayo); el detalle (que culmina con la irlandesa Maeve Brennan comiéndose un brócoli malísimo en un triste restaurante neoyorkino); o hablar con uno mismo (donde se explaya sobre los diarios de Susan Sontag y por qué le parecen tanto más cautivadores que sus ensayos: en ellos duda y se odia). Sus fuentes son infinitas: de Virginia Woolf a la crítica de arte Lynne Tillman, del escritor experimental William Gass al clásico inglés sir Thomas Browne, del filósofo Schlegel a Oscar Wilde, de William Carlos William a Jacques Derrida. Y si bien hay erudición, no se trata de una obra para eruditos o iniciados, porque este es un ensayo literario que reúne y muestra sus materiales nítidamente, sin la pedantería de una teoría ni los corsés canónicos de lo pedagógico.

    En esta variedad de capítulos y temas, empieza a repetirse, cada vez con más insistencia, la misma apertura: “Sobre el consuelo”. En estas secciones Dillon nos cuenta que tras una ruptura amorosa y las dificultades económicas, se fue a vivir a un pueblo costero melancólico o que su casa de infancia estaba llena de libros, pero antes que literato él quería ser crítico de discos en el New Musical Express. Porque no está hablando de una afición, ni de una pasión intelectual, sino de una vida: no prefiere cierto escritor, sino que lo ama; escribir no es una ocupación, es su camino existencial. Dillon logra elaborar sus propias experiencias y equivocaciones, sus miedos y afectos, entender que la depresión que sufre es superable, aunque terrible.

    Y en esa comprensión se cruzan la fragilidad que encuentra en La cámara lúcida de Roland Barthes y la claridad de Las cimas de la desesperación de Emil Cioran. “Creía que si escribía desde el horror con alguna distancia o si lo describía como de reojo, se quedaría en su lugar, pero que diría lo suficiente sobre él como para poder decirme a mí mismo que no iba a huir (…). Y siempre la pregunta, ligada al ser, de a quién leer, qué libros y, sobre todo, qué ensayos podrían cambiar las cosas, cambiarme a mí”.

    Este es un libro tan entretenido como conmovedor, del que se desprende que la literatura, aunque sea como consuelo, no es una cuestión solo profesional o de goce privado, sino una actividad incesante que otorga a algunos un modo de sobrevivencia material y psíquica a la vez, un modo de ser. Por cierto, sus referencias son anglosajonas y europeas, por lo cual los lectores querrán imaginar cómo sería este periplo en nuestra lengua, de Borges a Martín Cerda, de Mistral a María Moreno. Porque él indaga en el pasado, conoce sensibilidades y experiencias presentes, calibra los lenguajes y libertades, y esto moldea y da coraje al lector, permite seguir adelante, aunque sea apenas con lo puesto.

     


    Ensayismo, Brian Dillon, traducción de Inmaculada C. Pérez Parra, Anagrama, 2023, 162 páginas, $20.000.

  371. Isabelle Eberhardt: nómada en la arena blanca

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    En su vida, Isabelle Eberhardt (1877-1904) apostó todo al nomadismo y a la literatura. Vestida de hombre, con sus manuscritos como único equipaje, recorrió el desierto con la voracidad de los errantes. Desposeída de todo, incluso de fortuna, se internó en el Sahara y en los bajos fondos del norte de África con el nombre masculino de Si Mahmoud Saadi. Aunque murió a los 27 años, dejó una obra ecléctica, que en su gran mayoría se conoció de manera póstuma: artículos, novelas, cartas, cuadernos y memorias. “Me he vestido con la librea, bien pesada a veces, del vagabundo y del apátrida”, escribe en Los diarios de una nómada apasionada.

    Su origen no ha estado exento de mitos. Se llegó incluso a decir que fue hija de Arthur Rimbaud. Sin embargo, una de sus tantas biógrafas, la egipcia Eglal Errera, refiere a esta tesis como “aberrante”. En realidad, fue hija natural de Nathalie Eberhardt e hija ilegítima de Alexander Trophimowsky, tutor de Nicolas, Olga y Wladimir, los niños que Nathalie tuvo con Paul Carlowitch de Moerder, un general de la Rusia zarista, a quien abandonó para huir con sus hijos y Trophimowsky. Las razones de su fuga no están claras, pero se especula que la posible vinculación de este último con los movimientos revolucionarios hizo del exilio una necesidad inminente. La deriva inició en Estambul, luego en Nápoles, hasta llegar a Ginebra, donde nació Augustin y cinco años después Isabelle Eberhardt.

    No asistió al colegio. La niña creció en un hogar políglota y libertario, al calor de las discusiones de los visitantes que continuamente estaban de paso por Villa Neuve. Fue formada por Trophimowsky —anarquista, amigo de Bakunin y discípulo de Tolstói—, al que nunca nombró papá sino Vava (viejo), y quien le dio una educación que abarcó desde idiomas (griego, latín, árabe, alemán, turco, italiano y, sobre todo, ruso) hasta botánica. En definitiva, una juventud ausente de cualquier atadura impuesta a las de su género, lo que propició en ella una libertad excéntrica para cambiar continuamente de nombre y travestirse. Según testimonio del editor y crítico francés René-Louis Doyon, “en el patio había un muchacho cortando leña. Alto, bien configurado, aparentaba unos 16 años. La cara redonda, casi en forma de luna llena, imberbe, con el pelo negro. Era Isabelle Eberhardt, pero yo no lo adiviné de buenas a primeras. —¿Has visto a mi hija? —me dijo Trophimowsky—. Se viste de hombre, es más cómodo para bajar a la ciudad”.

    Así, formada con las mismas libertades que un varón y rodeada de libros y plantas que parecían devorar la casa, Isabelle Eberhardt desarrolla una hambrienta pulsión por los estudios y la escritura: “Escribo porque me gusta el processus de creación literaria, escribo como amo, porque probablemente es mi destino. Y es mi único verdadero consuelo”. Este será el tono latente en todo lo que escriba. Sus reiteradas decepciones forjaron un carácter esquivo, con tendencia al misticismo; primero la partida de su hermana Olga, quien se rebeló a la autoridad de Vava y huyó con la excusa del matrimonio. Más tarde, en 1895, la de su hermano y mayor cómplice, Augustin, tras hacerse soldado de la Legión Extranjera. Esta despedida, quizás, fue el motor para que junto a su madre decidan viajar a Argelia. Desconsoladas, madre e hija desembarcan en el puerto de Annaba en mayo de 1897, dejando a Trophimowsky junto a Wladimir y Nicolas.

    Entonces Isabelle tiene 20 años. Cambia su aspecto europeo por una chilaba blanca, mantiene el cabello corto, afeitado, fuma kif, habla en árabe. Pero hay dos cosas aún más decisivas: se convierte al islam y comienza a escribir la novela Trimardeur. Al mismo tiempo corrige otra más breve titulada Yasmina. Un tunecino le pide matrimonio; lo rechaza, pues carece de cualquier sentido de posesión, es feliz viajando con su madre. Pero lamentablemente, las quimeras del viaje caen de golpe en una zona ciega: Nathalie enferma del corazón y muere en Bône el 28 de noviembre de 1897, producto de una crisis cardíaca.

    En la soledad del país de arena, Isabelle bebe en exceso, escribe poco, se refugia en la muda contemplación de la naturaleza. Según una epístola enviada a un amigo: “Me analizo con todas mis fuerzas, utilizo mi energía para poner en práctica el aforismo estoico: Conócete a ti mismo”. Bajo ese estado de orfandad abandona Bône y se marcha a Argel. Allí recibe la desgarradora noticia del suicidio de su hermano Wladimir, ahogado con gas. La familia muta en una constelación lejana a la que acude únicamente en el recuerdo. Se ignora el trayecto de Eberhardt durante ese periodo, solo se sabe que reside en Túnez y que frecuenta las mezquitas con la misma intensidad con que recorre los bajos fondos, donde se rodea de trabajadoras sexuales, bandidos y expresos: “Solo me siento atraída por las almas que padecen de ese alto y fecundo sufrimiento que recibe el nombre de insatisfacción consigo mismo”, escribió en uno de sus diarios.

    Formada con las mismas libertades que un varón y rodeada de libros y plantas que parecían devorar la casa, Isabelle Eberhardt desarrolla una hambrienta pulsión por los estudios y la escritura: ‘Escribo porque me gusta el processus de creación literaria, escribo como amo, porque probablemente es mi destino. Y es mi único verdadero consuelo’. Este será el tono latente en todo lo que escriba.

    A comienzos de 1899 retorna a Ginebra. La casa está bajo un desmoralizante estado de abandono. Por ella camina Vava como un espectro, desconsolado por la muerte de Nathalie, y ahora enfermo de cáncer. En ese tiempo Isabelle sostiene un amorío con Archivir, un joven turco opositor al sultán Abdul Hamid, al que también renuncia porque África no la ha dejado indiferente. El desierto es una misión personal todavía incompleta. Necesita volver: “Ser libre y sin trabas —dice—, plantada en el centro de la vida, en ese gran desierto en el que sin embargo siempre seré una extraña”. El 15 de mayo Isabelle y Augustin entierran a Vava en el cementerio de Vernier.

    Pasados seis meses, regresa a África vestida con su atavío árabe. En sus cuadernos titulados Sahara y Vagabondages, relata su paso por Túnez y Constantina, trabajo por encargo de La Revue Blanche. Sin duda estos viajes serán su experiencia más reveladora. Allí se hará pasar por varón, adoptando el nombre definitivo de Si Mahmoud Saadi. “Se supone que soy un joven tunecino ilustrado que viaja para instruirse visitando las zaouias del Sur”. Anda a camello. Duerme sobre dunas, rodeada de moscas. En ese océano de arcilla escribe sus diarios, se trata de un proyecto espiritual y literario al que dedica horas enteras. Tiene una convicción: “Vivir una existencia doble, la del desierto, siempre aventurera, y la tranquila y dulce del pensamiento, alejada de cuanto pueda turbarla”.

    Durante los siguientes cuatro años regresa a Villa Neuve para encontrarse con Augustin, ahora ambos herederos de todo lo que allí va quedando. Recorre Gènes, Livorno, Cerdeña y París. Sin embargo, aburrida de los círculos intelectuales parisinos, decide volver a Ginebra. Isabelle ha tenido una formación anarquista, desdeña todo atisbo de autoridad, aun cuando esta sea de carácter intelectual. Ese tiempo lo dedica a terminar la versión definitiva de Rakhil.

    En 1900 vuelve al África, allí reanuda su vida de cafés moros, suburbios y andanzas a caballo, lugar donde al poco tiempo se casará con Ehuni Slimène, compañero hasta el final de sus días. En 1901 cae hospitalizada y, como en un presagio, escribe: “Esta noche todo parece tomar ese aspecto particular de las cosas en los días en que se deciden nuestros efímeros destinos”.

    El suyo, su destino, no será morir allí. Tampoco en el intento de homicidio que sufrió en Behima, cuando un tipo ligado a los tidjaniya, la atacó con un sable. Su destino tendrá naturaleza de catástrofe.

    El 21 de octubre de 1904, en la Ain-Sefra del sur oranés, el desborde de un río inunda la ciudad baja, que queda hecha un magma de agua y arena. Veintiséis personas mueren. Los militares emprenden excavaciones. Días más tarde, descubren el cadáver de Isabelle Eberhardt. Está bajo los escombros de una choza, con sus manuscritos desperdigados alrededor. “Nómada fui cuando pequeña soñaba contemplando las carreteras, nómada seguiré siendo toda mi vida”, dice en sus diarios. A eso podría añadirse: y nómada partí, con rostro de luna llena, esta vez para iluminar los horizontes inexplorados de la muerte.

     


    Los diarios de una nómada apasionada, Isabelle Eberhardt, BlackList, 2008, 292 páginas, $3.500 (eBook).

  372. El reverso de la colonización

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    El escritor y fotógrafo Johny Pitts nació en el norte de Inglaterra, durante el gobierno de Margaret Thatcher. Creció en Sheffield, en el área de Firth Park, que fue construida, como muchos lugares en el país, por un industrial próspero (el empresario del acero Mark Firth) que quería proveer, de forma paternalista, un distrito con casas decentes y lugares de recreación para sus trabajadores. También, como muchos lugares urbanos del país, con el tiempo Firth Park se convirtió en un espacio donde se mezclan los idiomas de Yemen, Jamaica, India y Pakistán, donde convive gente de Siria, Kosovo, Albania y Somalia, y donde se celebra el festival Diwali al mismo tiempo que una fiesta de reggae.

    Desde esa infancia y educación, Pitts pasó a ser lo que él describe como una creatura rarísima: un mochilero negro. Como un paseante o flâneur, otro personaje históricamente blanco (además de masculino), parte a recorrer Europa en un tour que destila una serie de ensayos e imágenes en su libro Afropean: Notes from Black Europe (editado recientemente en español como Afropean: notas sobre la Europa negra). El texto es un diálogo sobre las dinámicas entre Europa y África, exploradas desde el formato de un viaje por algunas de las ciudades grandes del continente: París, Bruselas, Moscú, Estocolmo, Berlín, Marsella, con paradas e interludios en lugares más pequeños o donde Pitts se queda menos rato.

    El término afropea fue usado por primera vez por David Byrne (vocalista de los Talking Heads) y Marie Daulne, la artista belga-congolesa fundadora del grupo Zap Mama, en 1991. Cuando se topó con Zap Mama por primera vez, Byrne vio un nuevo continente emergiendo, una especie de colonización en reversa, no una relación histórica sino una desplegándose en el ahora, sin exotismos. Para Pitts, afropean se convierte en un objeto de contemplación durante su viaje, el alejarse de una idea coherente e inmóvil de la experiencia negra en Europa y una oportunidad para conectar historias y personas sin absolutismos.

    El libro de Pitts teje historias de africanos en narrativas de identidad europea, ignorando las discusiones académicas y privilegiando la vista desde la calle. Casi siempre se aleja del circuito turístico, pero a veces coincide con él para revelar una historia olvidada: la abuela negra de Alexandre Dumas, autor del clásico francés Los tres mosqueteros; el hecho de que otro Alexandre, Pushkin —caracterizado a veces como el Shakespeare de Rusia— era de origen mixto y recibió mucha influencia de sus ancestros africanos. En Estocolmo, Pitts se lamenta de las formas limitadas de integración, bajo un aparente laminado de convivencia social, comentarios que resuenan fuerte en 2022, cuando la extrema derecha ha tomado el gobierno. En Marsella, se encandila con una de las entradas más dramáticas del continente: la maravillosa estación de trenes inundada de palomas, el contraste entre el tono ocre de la ciudad y el azul cielo de su ubicuo equipo de fútbol, que sirve como trasfondo de una urbe gigante y complicada, pero más cómoda que otras en su perfil racial. La “llegada fallida” de los habitantes de Cova de Moura en las afueras de Lisboa, un barrio satelital poblado por inmigrantes de Cabo Verde que emigraron para construir la capital portuguesa que no les dejó tener una casa y, por eso, armaron otra con basura y los materiales que fueron sobrando.

    Varios proyectos paralelos circulan en la misma órbita de Afropean, unos iniciados por Pitts, otros con vínculos más tenues con el concepto. El sitio web Afropean: Adventures in Black Europe, por ejemplo, es una revista multimedia y multidisciplinaria que explora las dinámicas sociales, culturales y estéticas entre las culturas europeas y de raza negra, a través de relatos de viaje, reseñas y ensayos. Un artículo reciente explora la relación entre la diáspora africana y prácticas socio culturales en Turquía, a través del concepto de lo cool que, precisamente, tiene una historia relacionada con la estética de la diáspora africana, que se mantuvo durante y después de la esclavitud y que denota aspectos de autocontrol y relajo, una forma moderada pero subversiva de ser desafiante (un texto clásico sobre esto es An Aesthetic of the Cool, de Robert Farris Thompson, publicado en 1973). Otro ejemplo es una edición especial de la revista bilingüe francesa / inglesa The Eyes, dedicada a una serie de fotografías históricas y contemporáneas que exploran temas relacionados con la identidad africana.

    Ni el Reino Unido ni Europa han tenido un movimiento político articulado de forma similar al de los derechos civiles en Estados Unidos, por lo tanto, la conversación sobre la posición de la cultura negra en la historia europea ha sido, al menos hasta ahora, más dispersa, menos definida, más cercana a la periferia.

    De viaje

    Afropean tiene un antecedente directo: el libro The European Tribe, del escritor, ensayista y dramaturgo Caryl Phillips, publicado en 1987. Phillips también usa el formato de un libro de viaje para recorrer, en su caso, una Europa donde en ese tiempo los negros eran menos visibles que hoy. El tono comparte la misma mirada en apariencia despegada y casi naïve de la guía turística, jugando con la postura externa que escritores blancos usaron, por mucho tiempo, para narrar sus viajes por África, como un observador mirando a una tribu que practica ciertos ritos novedosos. Pitts, de hecho, se encuentra, casi por coincidencia, con Phillips en el viaje de Afropean: en su pasada por Bélgica, se da cuenta de que Phillips también está ahí y se ponen de acuerdo para encontrarse en un hotel en Liège, una ciudad en el lado francés del país. Phillips ya no vive en Europa, hace años armó su vida en Estados Unidos para sacudirse del título totémico de “escritor de raza negra exitoso”, el eterno convocado a comentar los problemas raciales del momento. Es el mismo recorrido, pero en reversa, del héroe de ambos: el escritor norteamericano James Baldwin, quien terminó viviendo y muriendo como celebridad local en el pueblo costero francés Saint-Paul-de-Vence, otro lugar de peregrinación para fanáticos que Pitts visita en su paseo europeo.

    Este formato de documental de viaje también le sirve a Pitts para explorar una idea implícita pero fundamental en su libro: ni el Reino Unido ni Europa han tenido un movimiento político articulado de forma similar al de los derechos civiles en Estados Unidos, por lo tanto, la conversación sobre la posición de la cultura negra en la historia europea ha sido, al menos hasta ahora, más dispersa, menos definida, más cercana a la periferia. Pitts tampoco se siente cómodo con los pocos pasajes monolíticos de esta historia, que en su Inglaterra natal casi siempre se inscriben en la llamada generación Windrush: personas afro-caribeñas que llegaron a bordo de ese barco entre los años 1948 y 1973 a reconstruir un país que estaba de rodillas (como si en Chile usáramos el término la generación Winnipeg para referirnos al grupo de inmigrantes que, en nuestro caso, llegó a Valparaíso como refugiados de la Guerra Civil Española).

    Como miembros del antiguo imperio británico, los pasajeros del Windrush llegaron a una Inglaterra que muchos veían como propia. Existe un vínculo directo entre esas enfermeras del servicio de salud pública, conductores de buses y porteros de hospitales —que habían aprendido a actuar y hablar como británicos en las colonias—, y el Reino Unido contemporáneo, pero delimitar su viaje en un singular evento de inmigración masiva es precisamente lo que Afropean quiere evitar: la dinámica entre África y Europa no empieza ni termina en este mito fundacional de la nación multicultural. Más aún, como expone el trabajo del académico Hakim Adi, especializado en historia política africana, Windrush no fue ni la primera ni la más masiva inmigración de gente negra. Había africanos en las islas de Gran Bretaña antes de la llegada de los anglosajones, incluso antes de la presencia de los romanos. Se cree que el llamado Cheddar Man, el esqueleto más antiguo encontrado en Gran Bretaña, vivió hace unos 10 mil años, cuando las islas todavía estaban pegadas al continente europeo. Tiene el perfil genético de un hombre de piel negra.

    La versión popular de esta conversación acerca de la presencia o no de gente de etnia negra en Europa, de cuándo llegaron y quién estaba dónde, también ocurre a veces a través de series de televisión de época. Por ejemplo, Bridgerton, de Netflix, que trata de ocho hermanos de una prominente familia y sus relaciones durante el periodo de la regencia (en las primeras décadas del siglo XIX) en un Londres multicultural, multirracial y preocupado sobre la igualdad de géneros. O Sanditon, basada en la novela inconclusa de Jane Austen, donde aparece Georgiana Lambe —hija de una madre esclava y un padre que es dueño de una plantación de azúcar en Antigua—, el único personaje negro en toda la obra de Austen, a pesar de que se sitúa en el mismo periodo de la regencia. Según la escritora y periodista Charlotte Higgins, la ausencia de gente de color en otros libros de Austen solo demuestra dónde ponía su atención la escritora y no quién había llegado o no a Hampshire en esos años. Mientras el vecino de Austen, el político y panfletista William Cobbett, escribía sobre los desposeídos y los inmigrantes africanos, a ella le preocupaba la nobleza terrateniente y los jardines perfectamente podados.

    Afropean permite pensar cómo la etnia negra ha formado la cultura europea y sugiere la posibilidad de vivir en y con más de una idea: África y Europa, los mundos del hemisferio sur y la Europa Occidental, pero sin usar los recursos más conocidos de razas mixtas, identidades a medias, o descripciones raciales con apellido. Permite que la historia de alguien negro en Europa no solo sea exclusivamente una crónica de ser inmigrante, aunque la experiencia específica de esa persona muchas veces tiene que ver con traslados, movimientos, cruzar fronteras. En y de Europa. Y también reformulando su historia.

     


    Afropean: Notas sobre la Europa negra, Johny Pitts, Capitán Swing, 2022, 440 páginas, $44.000.

  373. Insectario de bichos raros

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    “‘Está vacante el cargo de juez en una ciudad de diez mil habitantes’, escucho a través del hilo telefónico (…). ‘Y eso, ¿qué tiene que ver conmigo?’, pienso, al escuchar su voz como una letanía. Siempre detesté a esos individuos que en mi imaginación recreaba bajitos y rechonchos, (…) mientras miran al acusado con el frío desprecio de un entomólogo”, dice en la primera página de “La propuesta”, uno de los 38 relatos que forman parte de la antología Teoría del espanto, del cuentista, poeta, novelista y exjuez Juan Mihovilovich (Punta Arenas, 1951). Y recalco esto último, porque las labores literarias y judiciales del autor están entrelazadas, y pese a que su mirada está lejos del “frío desprecio”, sí es bastante entomológica.

    Insectos y burocracia legal. Quizás ni siquiera hace falta agregar que sus protagonistas suelen estar atrapados en bucles sin salida —excepto, quizás, la muerte— para hacer evidente que la influencia más notoria, no solo en este recorrido que abarca cinco libros de cuentos publicados entre 1989 y 2018, sino también en una novela como El contagio de la locura (2005, semifinalista del Premio Herralde), es Kafka, aunque también hay varias marcas que dejan ver influencias latinoamericanas como Cortázar y, en menor medida, Rulfo.

    En los cuentos de Mihovilovich, cuya extensión varía de media página a casi una decena, predomina el párrafo largo y muchos discurren sin un solo punto aparte, una forma que el autor domina y usa a su favor, sobre todo cuando la narración tiende hacia la verborrea y lo demencial. Teoría del espanto reorganiza estos relatos en ocho secciones dedicadas a distintas temáticas y elementos recurrentes, como la infancia, la burocracia y la ley, la paranoia y la muerte, los animales, etc.; una división que resulta práctica, aunque quizá algo simplista por lo difuso de sus fronteras, dado que estos aspectos suelen mezclarse al interior de los cuentos.

    La segunda sección, por ejemplo, se denomina “Bichos raros”, pero esta noción es un descriptor bastante apto para muchos de los personajes de otras partes del libro, en particular de algunos de los cuentos más potentes, como “El mejor amigo del hombre”, en que sale a relucir la mirada del escritor-juez: “La codicia, la explotación, los abusos sexuales de niños y de adultos, el maltrato familiar, y ahora la ingestión de un perro, toda esa miseria humana que se viste de deprimente etiqueta al concurrir frente al estrado, está allí. La singulariza ese individuo esperpéntico que ahora estira su mano derecha y atrapa a la abeja encima de la Biblia contrahecha”.

    Hay algo en este mundo masculino que por momentos recuerda a otro escritor sureño, Francisco Coloane, en cuyas historias de hombres solos de vez en cuando se produce una breve pero intensa comunión (…). En este insectario de Mihovilovich, los bichos raros a veces también logran mirarse a los ojos, aunque sea por un instante, mientras son atravesados por el frío alfiler de su soledad radical.

    Entre los problemas del libro, el primero y más notorio se debe a la edición: el uso de tildes es espantoso. Pero en cuanto a los relatos mismos, más allá de que todos con la excepción de uno tengan protagonistas y puntos de vista masculinos, sus personajes femeninos suelen ser más planos y, es más, se evidencia una ligazón entre la femineidad y lo negativo. Un cuento que parece condensar lo anterior es “El sacristán”, una mezcla de crónica roja, psicología barata y las tramas de Psicosis y Vestida para matar que, sin el soporte estético de aquellas películas, resulta embarazosa incluso si ignoramos por completo su incorrección política. Reproduzco un fragmento con ligeros cortes, pero con sus tres errores ortográficos:

    El tono de su voz se agudizó tanto que se tornó evidentemente femenino. (…) Hablo (sic) de su niñez y de un padre autoritario que lo martirizaba. Que para evitarlo se escudaba en las faldas de su madre. Que sin saber cómo empezó a vestirse con ropas de su hermana (…) hasta que terminó delineándose las cejas y los labios. Contó cómo el infaltable tío lo invitó a su casa y lo violó. Si, (sic) violado a los diez años. Pero, en estricto sentido no fue violación, sino la consumación de un acto inevitable. Y comenzó a sentir que también ansiaba poseer. (…) ¿Y por qué con los niños? No lo sabía. ¿Cómo (sic) una forma de borrar la paternidad castrando la suya? Al final se puso histérico.

    Sin embargo, hay algo en este mundo masculino que por momentos recuerda a otro escritor sureño, Francisco Coloane, en cuyas historias de hombres solos de vez en cuando se produce una breve pero intensa comunión, como ocurre entre el narrador y el joven con síndrome de Down en “Bucear en su alma”. En este insectario de Mihovilovich, los bichos raros a veces también logran mirarse a los ojos, aunque sea por un instante, mientras son atravesados por el frío alfiler de su soledad radical.

     


    Teoría del espanto: Narrativa breve reunida, Juan Mihovilovich, edición de Claudio Maldonado, Ediciones UCM, 2021, 190 páginas, $12.000.

  374. La materia de la que están hechos los líderes

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    Las ciencias sociales llevan largo tiempo discutiendo acerca del dilema entre agencia y estructura. La duda es si son las personas o el sistema lo que determina los resultados sociales. Martin Wight lo describe a través de una pregunta: “¿La sociedad es la gente o las circunstancias dentro de las cuales la gente se forma?”. Un debate sin resolución posible que un par de libros actuales trae de vuelta, para dar un giro de tuerca más a esta discusión de siglos. En Personalidad y poder, el historiador Ian Kershaw aborda a los “constructores y destructores de la Europa moderna”, mientras que, en Liderazgo, el longevo exsecretario de Estado Henry Kissinger da cuenta de las estrategias que despliegan los estadistas capaces de dejar huella. Kershaw, biógrafo de Hitler y autor de una historia en dos volúmenes del Viejo Continente entre 1914 y 2017, repasa las trayectorias de 12 líderes que ayudaron a definir a Europa a lo largo del siglo XX. Kissinger, por su lado, escoge a seis estadistas notables, de casi todos los rincones del mundo, a los que le tocó conocer durante su carrera. En la disputa eterna entre agentes y estructura, el norteamericano se inclina por los primeros, mientras que el inglés opta por la segunda.

    La fascinación con los grandes personajes es antigua. Ya Plutarco advertía al comienzo de su obra sobre Alejandro Magno que “no escribimos historias, sino vidas”. También es duradera la idea de que son impulsos superiores y ajenos al individuo los que modelan el curso de los hechos. En Guerra y paz, Tolstói asimilaba la confrontación entre las potencias durante las guerras napoleónicas al choque entre bolas de billar empujadas por fuerzas irresistibles. Para estudiar estas últimas, escribía el autor ruso, hay que “cambiar por completo el objeto de la observación” y “dejar tranquilos a los reyes, a los ministros y a los generales”. Según Tolstói, el destino —y no los grandes hombres— pilotea el devenir histórico. Marx, por su parte, entendió que el ser humano solo hace historia de acuerdo con el marco estructural de su época, pues su espacio de maniobra está limitado por el modo de producción prevaleciente.

    Kershaw tiene reparos con la idea de los “grandes hombres”. Su listado incluye a personajes polémicos y sanguinarios, como Lenin, Stalin, Mussolini, Hitler, Franco y Tito (los “destructores”), y a Churchill, De Gaulle, Adenauer, Gorbachov, Thatcher y Kohl (los “constructores”). Considera que la grandeza es un criterio subjetivo, temporalmente variable, poco clarificador y moralista, del cual prefiere rehuir en favor de uno más neutro, menos problemático y más “científico”: el impacto y legado histórico de los personajes que examina. Aunque otorga un papel a la personalidad, entrega gran importancia a las condiciones en las que se desarrolló la trayectoria de cada uno de los personajes que revisa, en especial el sistema político en el cual operó.

    Kissinger también aprecia que “la combinación entre carácter y circunstancias es lo que crea la historia”, pero advierte que el énfasis en “los movimientos, las estructuras y las distribuciones de poder” conduce a la creencia errónea de que el ser humano carece de elección y está plenamente condicionado. Él no lo ve así. Estima que lo que hace crecer a un líder es su capacidad para vencer las circunstancias adversas, sin dejarse dominar por ellas. Tal como Kershaw, analiza a Adenauer, De Gaulle y Thatcher, pero añade otros tres personajes: el padre-fundador de Singapur, Lee Kuan Yew, el líder egipcio Anwar Sadat y el presidente estadounidense Richard Nixon, bajo el cual él sirvió como asesor de seguridad nacional y secretario de Estado, y a quien siguió viendo con regularidad después de su forzada renuncia a raíz del caso Watergate, en 1974. Al revés de Kershaw, Kissinger es capaz de distinguir grandeza en todo tipo de regímenes, pues para él lo que importa no es el escenario, sino las virtudes que cada cual despliega en él.

    El británico escoge una serie de villanos frecuentes. A Lenin, cuyo cuerpo embalsamado sigue descansando en un mausoleo en la Plaza Roja, lo identifica como una rara mezcla de ideólogo y revolucionario inflexible, con una enorme determinación para fundar la URSS, instaurar la política del terror que caracterizaría al régimen soviético y dejar como heredero (aunque se arrepintió a último momento) a Stalin. Este es descrito como “una personalidad horrible que bañó a su país en sangre y asesinatos y que dejó una marca más profunda en la Europa del siglo XX que cualquier otro líder, quizás con la excepción de Hitler”. El Führer, por su parte, era un fanático resentido que no solo arrasó con la vieja Alemania, sino que también provocó el mayor colapso civilizacional de la era moderna a través de un incalculable costo material y una “mancha moral” que hasta hoy resulta imposible lavar. Otros “bandidos” reseñados son el dictador fascista Benito Mussolini, el “caudillo” español Francisco Franco y el heterodoxo comunista yugoslavo Josip Broz, conocido como el mariscal Tito. Todos ellos usaron la violencia y, en mayor o menor grado, el terror, para llegar al poder y mantenerse en él hasta la muerte.

    Kissinger también aprecia que ‘la combinación entre carácter y circunstancias es lo que crea la historia’, pero advierte que el énfasis en ‘los movimientos, las estructuras y las distribuciones de poder’ conduce a la creencia errónea de que el ser humano carece de elección y está plenamente condicionado. Él no lo ve así. Estima que lo que hace crecer a un líder es su capacidad para vencer las circunstancias adversas, sin dejarse dominar por ellas.

    En el elenco de “constructores” que presenta Kershaw destaca Winston Churchill, poseedor de un enorme coraje y una convicción a toda prueba para denunciar el nazismo alemán y para poner de pie a sus compatriotas cuando pocos parecían dispuestos a hacerlo, aunque también indica que su inclinación imperial quedó superada por el desarrollo de los eventos. Algo parecido ocurre con De Gaulle, que fue capaz de vencer la resistencia de casi todos para convertirse en el líder de la Francia Libre durante la Segunda Guerra Mundial, luego rescató a su país del marasmo argelino, aunque a costa de faltar a su palabra, y diseñó a su medida el sistema político semipresidencial que hasta hoy rige en el país. A Konrad Adenauer lo ve como el reconstructor de una nación en ruinas, mientras que en Helmut Kohl identifica a un líder que superó un desempeño inicialmente mediocre para convertirse en el “canciller de la unidad”, aprovechando su momento con oportunismo y sentido histórico. Aunque no puede ocultar su antipatía ideológica respecto de Margaret Thatcher, reconoce en la primera ministra una determinación y una valentía poco frecuentes.

    Según Kershaw, hay algunos rasgos comunes en los personajes que examina: un carácter de hierro para alcanzar sus metas, un comportamiento autoritario que no aceptaba críticas, un profundo egocentrismo, un acendrado sentido de misión y el aprovechamiento de las situaciones críticas que les tocó enfrentar. No es raro que buena parte de los gobernantes mencionados estén relacionados de manera directa o indirecta con la Segunda Guerra Mundial, que para el autor fue “el gran motor de un cambio de época”. El historiador británico considera que las crisis son grandes moldeadores de líderes. Presta mucha atención al entorno político en el que estos se despliegan. Para Kershaw, la personalidad es un predictor significativo del comportamiento de los estadistas, pero más lo son el régimen de gobierno y el grado de concentración del poder que ponen en sus manos.

    Al contrario del británico, Kissinger solo escoge en Liderazgo a los que Thomas Carlyle llamaría “héroes”. A mediados del siglo XIX, Carlyle aseguraba que la historia universal “es, en el fondo, la historia de los grandes hombres que habitaron entre nosotros”. Kissinger parece adherir a esa idea e incluso ir tan lejos como el alemán Jacob Burckhardt, quien a principios del siglo pasado indicaba que existe “necesidad de hombres extraordinarios”, pues estos “encierran un alto valor para el mundo”. Kissinger concibe a sus seis reseñados como ejemplos a seguir en tiempos en que afloran la laxitud moral, el individualismo, la falta de espíritu de servicio y la escasez de confianza de Occidente en sí mismo. Males provocados, según él, por el largo período de calma geopolítica que siguió al fin de la Guerra Fría. “La época actual se encuentra desorientada porque carece de una visión moral y estratégica”, sostiene el diplomático.

    Estas carencias no se manifiestan en los estadistas que Kissinger presenta en Liderazgo. No se trata solo de políticos duchos y hábiles, sino también de personajes virtuosos, empapados del sentido del deber, agudos observadores de la realidad, líderes que no ocultaron las dificultades a sus pueblos, capaces de remontar problemas para desarrollar una estrategia y llevarla a cabo con éxito. A cada uno de ellos el autor lo asocia a una virtud que le facilitó cumplir con el diseño que se había fijado.

    Adenauer es el líder humilde, que reconoce y acepta los errores que condujeron a Alemania a la rendición incondicional y posee a la vez la fortaleza de carácter para conseguir que su país retome su posición internacional, sin renunciar a la idea de recuperar en el futuro la unidad entre las dos repúblicas germanas de posguerra e impulsando, al mismo tiempo, la inserción de su país en un proyecto europeo que garantice la paz en un continente desangrado por las guerras. De Gaulle es descrito como el militar con una voluntad férrea, que derrotó las adversidades para convertirse en el líder de la Francia Libre y soñar con “volver a convertir a su país en una nación grande e independiente”, como arengó en un discurso pronunciado en 1940. No solo eso. Merced a su visión y oportunismo, el general fue el personaje clave de la Francia de posguerra, impulsor de la V República y su régimen semipresidencial consular. Llegó a verse a sí mismo, de igual manera que lo hicieron millones de sus compatriotas, como el salvador de su país cuando este se consumía por la crisis de Argelia, a fines de la década de 1950 y comienzos de la siguiente. En el controversial Nixon, Kissinger aprecia a un presidente que tuvo una infancia de precariedad económica y una personalidad —insegura y compleja— cuya constante búsqueda de reafirmación lo llevó a su perdición. Pero también observa en él a un estratega fino, especialmente en asuntos de política exterior. Un líder que puso fin a la presencia norteamericana en Vietnam, diseñó e implementó la geopolítica del equilibrio con la Unión Soviética y dio un zarpazo histórico al acercar a Estados Unidos a la China de Mao Zedong.

    Sin proponérselo, Kershaw y Kissinger actualizan, cada uno desde su posición, un debate antiguo. (…) Quizás influido por su propia trayectoria y lo que le tocó ver y vivir en ella, el exsecretario de Estado estima que, si bien las condiciones ambientales juegan un rol relevante, ‘es la agencia humana la que convierte en inevitable aquello que parece serlo’. Por el contrario, el historiador británico admite que la ‘personalidad sigue siendo un factor de central importancia para el ejercicio del poder’, pero advierte que ‘cualquiera sea su personalidad, incluso el más experto operador político debe luchar para remontar los enormes asuntos estructurales que lo confrontan’.

    El mandatario egipcio Anwar Sadat es considerado por Kissinger como un adelantado, creador de una “audaz visión de la paz cuya concepción no tenía precedentes y cuya ejecución fue osada”. El autor destaca en él la virtud de la trascendencia, porque Sadat promovió una estrategia que pretendía alterar para siempre el conflicto perenne del Medio Oriente. Aunque solo lo logró a medias, dio un corajudo y gigantesco paso al firmar con Israel los Acuerdos de Camp David (1978). Esta decisión lo enfrentó a la incomprensión de sus vecinos (muchos de los cuales terminarían más tarde siguiendo la ruta pionera que él trazó) y en 1981 le costó la vida, al caer asesinado por extremistas islámicos que lo acusaban de traición a la causa árabe.

    Lee Kuan Yew es para Kissinger el político de la excelencia. La increíble historia de éxito de Singapur, un mini Estado situado en la boca oriental del estrecho de Malaca, no puede ser relatada sin hacer referencia a Lee, forjador de una nación con identidad propia, próspera y plenamente integrada al mundo, donde todo funciona como un reloj. La exigente y pragmática visión de Lee, que entendía la política como “una vocación no muy diferente del sacerdocio”, ayudó a formar un país en el cual la excelencia y la competencia técnica y administrativa son reglas inexcusables.

    Por último, según Kissinger, Thatcher es la prueba viviente de que actuar guiado por la convicción y una fortaleza personal a toda prueba siempre da réditos. Valora el hecho de que fuera capaz de dar vuelta una situación muy adversa cuando llegó al poder, en 1979. Lo hizo reformando la economía de acuerdo con su credo monetarista, restituyendo el orgullo nacional cuando la Junta Militar argentina invadió las islas Malvinas, en 1982, y oponiéndose a la radicalización burocrática del proyecto de integración europeo. Cuando le tocó dimitir en 1990, lo hizo con la bandera al tope, dejando un legado que influiría por décadas en la política británica.

    Kissinger subraya que los personajes reseñados en Liderazgo vivieron en una época marcada por el cambio social y cultural, transitando desde órdenes jerarquizados y aristocráticos a sistemas democráticos o, al menos, meritocráticos, donde la cuna ya no definía la suerte vital de las personas. Todos ellos, afirma, fueron criados en la clase media, en un mundo en transición donde prevalecían virtudes como la formación del carácter, la disciplina, la superación personal, la caridad, el patriotismo, la fe y la igualdad ante la ley.

    Sin proponérselo, Kershaw y Kissinger actualizan, cada uno desde su posición, un debate antiguo. Es una cuestión aparentemente de matices, pero que expresa una distancia amplia en la manera de entender los procesos sociales, sus resultados y las razones que explican la conducta humana. Quizás influido por su propia trayectoria y lo que le tocó ver y vivir en ella, el exsecretario de Estado estima que, si bien las condiciones ambientales juegan un rol relevante, “es la agencia humana la que convierte en inevitable aquello que parece serlo”. Por el contrario, el historiador británico admite que la “personalidad sigue siendo un factor de central importancia para el ejercicio del poder”, pero advierte que “cualquiera sea su personalidad, incluso el más experto operador político debe luchar para remontar los enormes asuntos estructurales que lo confrontan”. El debate continúa.

     

    Imagen de portada: Margaret Thatcher (Gran Bretaña), Charles de Gaulle (Francia), Konrad Adenauer (Alemania) y Lee Kuan Yew (Singapur).

     


    Liderazgo, Henry Kissinger, Debate, 2023, 648 páginas, $24.000.


    Personalidad y poder, Ian Kershaw, Crítica, 2022, 576 páginas, $23.000.

  375. La autoironía y referencialidad en las crónicas de Marcelo Maturana/Vicente Montañés

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    La crónica condensa, en una línea fronteriza entre ficción y realidad, uno de los paisajes más fecundos que exploran las plumas latinoamericanas actuales. Una muestra de tal versatilidad es el chileno Marcelo Maturana Montañés (Londres, 1955 – Santiago, 2023). Durante casi dos décadas de exploración del género, indagó sobre la memoria y la identidad en la clave de la identificación e incluso desindentificación y ruptura de estereotipos a través del humor.

    Marcelo Maturana fue un editor reconocido y solicitado por muchos escritores chilenos —durante algunos años trabajó en Alfaguara, luego de manera independiente— y, sin duda, con su destreza en el manejo de nuestra lengua mejoró muchos de los manuscritos de la narrativa chilena contemporánea. Además de sus piezas que están a medio camino entre la literatura y el periodismo, escribió ficción. “Las estaciones de la noche” fue el cuento con el que ganó el Concurso Paula en su edición de 2012. Sin embargo, otra serie de relatos, poemas e incluso una novela permanecen inéditos.

    Maturana, que a veces firmó sus textos como Vicente Montañés —dos nombres “reales” para un solo escritor—, fue el autor de las columnas Corto de Vista y Nervio Óptico, difundidas en los periódicos chilenos La Nación y Las Últimas Noticias, respectivamente. Nunca publicó en vida un libro que reuniera un corpus significativo de sus piezas; esto es extraño hoy en día, cuando muchos compilan sus escritos que aparecen en la prensa. Actualmente, hay un proyecto de antología bastante adelantado que ojalá vea la luz más temprano que tarde.

    En Corto de Vista y Nervio Óptico solía echar mano tanto a las remembranzas biográficas como a las referencias intertextuales para recrear, en lo que tal vez podríamos llamar “realismo alucinado”, ese territorio casi indiscernible en que se transmutan las sensibilidades estéticas, las vivencias personales, la observación sociológica, e incluso los planos urbanos o topográficos de la experiencia, por medio de una voz que mira. Es la suya, a menudo, una mirada anclada en la autorreferencialidad y la autoironía.

    Maturana/Montañés es un ejemplo de una poética periodística dentro de la tradición literaria de la narrativa contemporánea. La prosa poética original e inconfundible del escritor chileno se caracteriza por su tonalidad humorística; con su expresividad evidencia la riqueza y la elasticidad del género en América Latina. En los textos de Corto de Vista y Nervio Óptico se activan mecanismos de identificación y desidentificación y en ellos el humor en el lenguaje ejerce como mecanismo que potencia los diversos engranajes creados en el texto. El humor en la escritura funciona como el recurso al cual se echa mano para expresar en otro tono las referencias a la realidad, y que se palpa en la reproducción de las voces cotidianas, en las exageraciones o caricaturas, en la fina ironía, por solo mencionar algunos ejemplos. En MM/VM, el humor es un guiño constante en las palabras, siempre presente entre líneas, a menudo obligando a una doble lectura por las alusiones que a primera vista son, valga la paradoja, invisibles.

    El humor en la escritura funciona como el recurso al cual se echa mano para expresar en otro tono las referencias a la realidad, y que se palpa en la reproducción de las voces cotidianas, en las exageraciones o caricaturas, en la fina ironía, por solo mencionar algunos ejemplos.

    Como títulos de sus columnas, Corto de Vista y Nervio Óptico aluden a la mirada. Una mirada autoirónica y aguda, insólita a ratos, con la que Marcelo Maturana (o Vicente Montañés) elaboró, entre los años 2005 y 2023, crónicas que condensan su expresividad sobre el contrasentido frecuente de las vivencias cotidianas. Asistimos a sus sensaciones de estar y no del todo en el tránsito por una existencia que a veces parece conmovedora y a veces absurda. Esta gama variada de textos configura un otero especialmente útil para explorar esa frontera siempre movediza entre el periodismo y la literatura.

    El referente común en estos materiales diversos, publicados en La Nación de Santiago de Chile y en Las Últimas Noticias, LUN, en las columnas señaladas, es la experiencia personal y mental de la realidad cotidiana. Es, a menudo, una experiencia de la “derrota”, una suerte de pesimismo sonriente y escéptico que imprime una perspectiva particular de omnipresente melancolía a las columnas de MM/VM. Aparece la ciudad como territorio perdido y hoy degradado, la memoria, el paso del tiempo por los cuerpos, los habitantes de diversos espacios reales y alucinados, la inasible e inabarcable identidad mutante, la emocionalidad, el eros y la sensualidad.

    Sus columnas están, quizás, mal caracterizadas como “de opinión” —aunque son escritos que cumplen todos los requisitos de estas: los textos de Maturana/Montañés van más allá de este formato, pues, en lo formal, conforman una poética que responde a una constante exploración estilística y a una afinación de la escritura. Podríamos decir que son más bien crónicas en el sentido laxo del término: lo externo pero también lo interno, lo verificable y también una suerte de asociación libre disparada hacia la invención. No se trata aquí de un “periodismo” que hace uso de técnicas literarias de composición narrativa para contar un suceso real o una noticia; más bien, estos textos están siempre (por estilo, por imágenes, por la elección del punto de vista y de los tópicos) estirando los límites de una columna de periódico convencional (si es que existe tal cosa, por otra parte), aun cuando eventualmente se refieran a sucesos reales. Aparece una innegable densidad poética que resulta de la creación de imágenes tejidas con filigranas entre palabras inimaginadas, de la unión de campos semánticos disímiles que luego casan de manera inusitada, o más bien mandan al lector en un vuelo hacia otros parajes de las palabras de nuevas metáforas o metonimias o figuras para atrapar sensaciones.

    Así, MM/VM recurre, incluso al referirse a asuntos que suceden en la realidad, a diálogos insólitos, personajes convocados para la interlocución, atmósferas expresionistas, e incluso lo que el lector puede intuir como elementos ficticios que se amalgaman al referente real y facilitan su narración. Esos elementos se funden en los actos mismos que no sabemos a ciencia cierta si sucedieron efectivamente en la biografía de este escritor. Sería una suerte de trenza híbrida, un correlato real investido de cierta sutil irrealidad, pues ésta parece ser una escritura autorreferencial y experiencial.

    La intertextualidad con la obra de otros escritores, o con narraciones ficcionales como películas u obras de teatro, casi siempre aparece en los textos de Corto de Vista o en los de Nervio Óptico. En este cronista chileno es posible encontrar expresiones que, sin explicitarlo, funcionan como “frases hechas” provenientes de la tradición de otras letras, o bien dichos de personajes políticos: por ejemplo, de Ciro Alegría, el propio Homero o Fidel Castro, fusionadas con un verso de un poema que, intuimos, ha sido escrito por el propio autor. Los referentes reales son aquí (en los párrafos citados) un incendio en Valparaíso hace años y una famosa visita del líder cubano a Chile en 1971. La conexión hacia ese pasado está dada por el grito de los queltehues (pájaros) y por las ensoñaciones de la madrugada: se unen así los años 2014 y 1971 en la experiencia mental simultánea del narrador insomne que añora, por otra parte, el antiguo ferrocarril que unía el norte y el sur del país.

    En la crónica “Malos durmientes”, por ejemplo, se lee: “El verano me parece ancho y ajeno, y el mundo, ya está claro, es largo y ardiente como Valparaíso, cuyos viejos edificios ahora quemados deberían reconstruirse a la pata del ladrillo, y por dentro con fuentes y flores… En fin, quién dijo ‘aquí viene la aurora de rosados dedos’, si acá, en este pedazo de Santiago, la luz que se cuela por el ventanal es verdosa, anterior al sol. Oigo a unos queltehues que son tataranietos, o más, de aquellos que oí en la adolescencia segunda, cuando esta casa era nueva y un señor Allende recibía a otro que decía que alguna cosa debía hacerse ‘por la moral, por la moral, por la moral, por la razón, por la razón, por la razón’, mientras el que esto iba a escribir se dormía en unos pastos creo que de la Universidad Técnica de entonces, a media tarde de esa primavera del año 71, sin sacarse el uniforme secundario, incapaz de comprender nada, ni grande ni pequeño, aturdido de antemano por un sopor apolítico, insensible también a los aspavientos del amor, sentimiento revelado como ‘esa mentira / de la que juré ser cómplice un día’, según está escrito”.

    En este cronista chileno es posible encontrar expresiones que, sin explicitarlo, funcionan como ‘frases hechas’ provenientes de la tradición de otras letras, o bien dichos de personajes políticos: por ejemplo, de Ciro Alegría, el propio Homero o Fidel Castro, fusionadas con un verso de un poema que, intuimos, ha sido escrito por el propio autor.

    El humor como artificio expresivo casi siempre está ligado a las más audaces búsquedas literarias —Bajtín habla de la bivocalidad—, por el doble registro que implica. En Maturana/Montañés se da como una autoironía que, a la vez que cuestiona el entorno, aparece como mecanismo que pone al “narrador” a dudar de sí mismo, a relativizar su propia mirada. Está, también, asociado a la ficción y al timbre de voces que recrean la oralidad. Así ocurre —en relación con los conflictos de pareja y a la ambivalente demonización de la sexualidad en el habla coloquial— en estas líneas, donde se oponen con sarcasmo la ficción de una novela “utópica” aún inacabada y el recuerdo de una anécdota de hace cuarenta años. Todo condensado en la célebre frase del “crimen que nos hace felices” del Marqués de Sade:

    Los matrimonios eran (o serán) de a tres: dos mujeres y un hombre, o dos hombres y una mujer. Esto, según las autoridades, estimularía los celos: los ‘crímenes’ serían, mayoritariamente, pasionales y aplicados a alguien del mismo sexo. Y ocurrirían dentro del matrimonio, célula social primaria que, así las cosas, sobreviviría como núcleo procreativo pese a la muerte de uno de sus miembros… ¿Qué son, si no, los celos quemantes? Pero vamos a ello. Una distinguida profesional de la salud psíquica contaba que, cuando era adolescente, un año antes del golpe del 73 (que a tanto crimen institucional daría lugar), se divertía escuchando desde un segundo aparato los diálogos telefónicos de la asesora del hogar —la llamaremos Malva— con un cabo de la comisaría del barrio. ‘¿A qué hora sale hoy, Malvita?’, inquiría el funcionario de verde. ‘A las seeeis…’, decía la fámula. ‘Ya, a las seis nos juntamos… Y dígame una cosa, mijita, ¿cómo andamos pal crimen?’ ‘¿Pal qué?’, musitaba ella, como en la luna. El uniformado reía por lo bajo: ‘Usted sabe, Malvita, aquí en la comisaría somos muy maliciosos… Le llamamos el crimen a eso que…, usted me entiende’. Bueno, a eso que realmente nos hace felices. (“El crimen que nos hace felices”, 22-10-2008)

    Hay textos que adoptan la fisonomía de un cuento que en este caso no es lineal. Maturana entrega una historia con duplicidad, como sucede en las narraciones cortas que siempre contienen un recuento oculto: el que suele ser, a ojos del lector, el más interesante, el que es necesario desentrañar, el que nos manda a otros mundos y abre otras miradas ocultas (Piglia). Es palpable esta cara que no es evidente en “Lisboa disuelta”, un texto donde la evocación pasa por la historia de la capital portuguesa, sus habitantes navegantes, y que de repente aterriza en un lugar clandestino de Santiago, donde dos amantes furtivos que se dan cita en un espacio que también llaman “Lisboa” para sus amores inconfesados y aparentemente condenados a una ficción:

    Tengo un amigo que llamaba con ese nombre, ‘Lisboa’, a los aposentos secretos donde se reunía con una señora casada para obtener, a cambio de una historia ni triste ni alegre, la ilusión de tenderse en su camarote sentimental… Tomamos esa tarde muchas tazas de té, y me explicó, poniéndose cubitos de azúcar sobre la lengua, que aquella señora de ‘Lisboa’ le había ‘enseñado’ (es la palabra que usó) que el amor no existe, y que sus espejismos dulces son amargos entre los dedos, como azúcar disuelta. ‘Por lo menos, no existe en Lisboa’, agregó al ver mis cejas levantadas por el asombro… Hace años vi a la Lisboa real, calurosa y empinada, borroneada por el relumbre del sol en el agua, una ciudad-puerto donde se dice que desembarcó Ulises cuando se acercaba a las orillas del mundo conocido. Hoy Lisboa puede ser una frontera interior, cada uno sabe qué significa, y cada uno la construye sin darse cuenta, a su manera, quizás una ciudad que para sus habitantes de carne y hueso, si la vieran dentro de la cabeza del viajero que la busca, sería irreal o incomprensible.

    En los textos de Nervio Óptico algunas veces el escritor deviene personaje que dialoga con una misteriosa prima llamada Raquel. Aunque los tópicos son variados, Vicente Montañés asume la postura de desmontar los lugares comunes en los que incurre la prima y para ello se pone él mismo en los márgenes, en la situación de no encajar en la ciudad, en las conversaciones con los amigos, en la familia y en la propia sociedad santiaguina. Expone sus dudas, sus debilidades, sus falencias y, en un juego autoirónico cuestiona las supuestas identidades que convocan a los diversos colectivos, como se lee en “Párpados a media asta”: “‘Qué te importa’, dijo [Raquel], ‘preocúpate mejor del país en que vives hoy en día’. O sea: oye, imbécil, ya estamos viejos para jugar a las escondidas. ‘Ok’, murmuré, ‘pero es que soñé que este país…’. Iba a contarle, también, que un experto chileno en educación confesó en la tele que detestaba la manera de ser de los chilenos. Pero me abstuve. A la siguiente noche apagué la lámpara, masticando un chicle conceptual. Este país en que vivo. Nicanor Parra dijo que Chile no era un país, sino apenas un paisaje. No sé adónde quería llegar con ese verso”.

    Fabulaciones, soliloquios, recreaciones de escenas en espacios públicos y privados son los elementos de la ficción de los que echa mano para plantear preguntas sobre la “realidad” que lo interpela o situarse en un lugar del no lugar. En algunos recurre a la memoria de la infancia y la adolescencia de una época en la que aún el futuro se vislumbraba como una página en blanco, pero que al revisarla desde el presente le deja y nos deja a sus lectores la sensación de un tiempo vacío y nunca cumplido a cabalidad. Aunque a veces el referente sea, como en “Un manotazo en el pecho”, político y del todo real, suscitado por la inédita y catártica profusión de testimonios y debates sobre los crímenes de la dictadura, expuestos en la televisión chilena en 2013, al cumplirse 40 años del golpe de Estado:

    Escuché testimonios espeluznantes de mujeres y hombres torturados en Tejas Verdes o en Villa Grimaldi, e inevitablemente me pregunté si mi persona hubiese resistido (probablemente no) sin enloquecer o degradarse un trance semejante. No sé si otros se preguntarán lo mismo. Es una maldita curiosidad y un extraño, injustificado sentimiento de ‘culpa’ por haber atravesado la dictadura prácticamente intocado. La única medallita en mi pecho es un fuerte manotazo ahí mismo, asestado durante una especie de allanamiento y acompañado de una pregunta bilingüe: ‘¡Anda diciendo dónde está my father!’. El padre buscado era el mío, por supuesto, no el de aquel advenedizo antropomorfo, agente-rata no sé si de la Dina o del Servicio de Inteligencia de la Fach, institución que interceptó y detuvo en otro lugar al autor de mis días.

    Este escritor logró crear atmósferas particulares en dos líneas, registró voces cotidianas, modismos, tonos que se oyen en la calle (demostrando un buen oído), en un muy corto espacio, se inventó pequeños relatos a veces coherentes o a veces inconexos pero que dan la sensación de que tocan los materiales profundos de la vida con gracia, humor lúdico y, al mismo tiempo, derrotismo y desesperanza.

    Una obsesión recurrente en los textos de Nervio Óptico firmados por Vicente Montañés es la muerte. Esta aparece referida a sí mismo o a seres cercanos. Revive un encuentro pasado con su padre muerto —empático con otros más que con el hijo— en un café de una calle santiaguina pero que bien podría ser una ciudad francesa, en esos juegos infinitos como la cinta de Moebius a los que acude este cronista invitándonos a imaginar. Ese diálogo lo refiere, a su vez, a la novela Réquiem de Antonio Tabucchi, cuyos personajes gravitan en un estado entre la consciencia y la inconsciencia, lo onírico y lo real como la febrilidad de su propia escritura.

    Recuerdo —escribe en “En un café de Lyon”— el episodio sobre ‘el padre joven’ del narrador en la novela Réquiem de Antonio Tabucchi. El padre soñado pregunta al hijo cómo fue su muerte. Puesto en los zapatos del narrador, yo diría: ‘No lo sé. Eso lo sabes tú, que —intuyo— la tenías pensada (…) Mi padre murió el año pasado, unas horas después de mi cumpleaños’.

    Y, en el último Nervio Óptico que escribió Montañés —“Virar en U”— y que fue publicado el día de su propia muerte, el 19 de agosto de 2023, anuncia en forma profética: “Las docentes de la enseñanza básica o preparatoria no enseñaban lo básico: prepararse para morir. Este reproche solo tiene sentido ahora, medio siglo más tarde”.

    Confluyen, entonces, en Marcelo Maturana/Vicente Montañés varios atributos propios de la crónica latinoamericana: una poética de la brevedad, el registro estilizado y elaborado de contextos locales y universales, y sin duda el cultivo cuidadoso de los diversos rasgos de este género textual. Este escritor logró crear atmósferas particulares en dos líneas, registró voces cotidianas, modismos, tonos que se oyen en la calle (demostrando un buen oído), en un muy corto espacio, se inventó pequeños relatos a veces coherentes o a veces inconexos pero que dan la sensación de que tocan los materiales profundos de la vida con gracia, humor lúdico y, al mismo tiempo, derrotismo y desesperanza. Hay, en suma, desde la lectura que propongo, dos voces que aparecen en las crónicas de Corto de Vista y los Nervio Óptico: el escritor que “fabula” como una voz irónica que recrea la vida, pero que parece saber que la sola estilización no es suficiente por sí misma, y la del cronista que sí conoce detalles “reales” del espacio que habita y que cuestiona esa ciudad que es insuficiente a todas luces por los desenlaces fatales de una modernización destructora del entorno y de la cual pareciera querer escaparse siempre. Entre las dos voces está el papel de los lectores activos que somos los responsables de reconstruir esa poética del espacio.

    Memoria, ficción, realidad, narrativa… todas palabras que convocan el género textual de la crónica. Maturana/Montañés fue uno de los exponentes de las diversas perspectivas que se pueden explorar en América del Sur dentro del género. El columnista y narrador chileno se paró desde la orilla más próxima a la ficción, la perspectiva personal y la autoironía que se nutría de múltiples referencias a otros escritores, de las frases hechas a las que daba una vuelta insólita, de la sensorialidad de una conciencia escéptica puesta en el mundo.

  376. Peter Orner: “Leer es una experiencia física”

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    Los grandes lectores son, por naturaleza, desconocidos. Porque esos lectores —los pocos que existen o han existido— pasan página tras página bajo un silencio clandestino, y rara vez comparten sus pensamientos por escrito o emiten sus opiniones en voz alta”, leemos en un ensayo sobre el béisbol, la muerte y la lectura que hizo Kafka —“un lector insuperable”— sobre el Quijote —la gran novela sobre un lector—, escrito por Peter Orner (Chicago, 1968), un gran lector que nos ha entregado ya dos volúmenes de textos sobre sus lecturas.

    Orner es autor de los libros de cuentos Esther Stories (2001), Last Car Over the Sagamore Bridge (2013) y Maggie Brown & Others (2019), además de las novelas The Second Coming of Mavala Shikongo (2006) y Love and Shame and Love (2011), pero las colecciones de ensayos ¿Hay alguien ahí? (2016; Chai Editora, 2020) y Sigo sin saber de ti (2022; Chai Editora, 2023) son sus primeras obras traducidas a nuestra lengua.

    Al adentrarse en cualquiera de estos dos libros, es claro que nos encontramos ante uno de esos lectores a los que da gusto leer: culto, sensible, profundo e inteligente, pero jamás académico o programático. Porque Orner se presenta, incluso antes que como escritor, como un lector incansable en cuyas afirmaciones se suele mezclar la agudeza analítica con el cariño por los autores a quienes admira: “La obra de Rulfo, en su esencia, se ocupa de estudiar las formas en que la gente se deshace del dolor que les producen las historias que no pueden dejar de contar”. Entre los escritores a quienes dedica ensayos se encuentran, además de Rulfo y Kafka, Virginia Woolf, Isaac Babel, Anton Chéjov, John Cheever y otras voces menos conocidas en el ámbito hispánico, como Gina Berriault, Andre Dubus o Wright Morris.

    Sigo sin saber de ti, su libro más reciente, compuesto por 107 textos cortos organizados en secciones tituladas como las partes de un día, comparte con ¿Hay alguien ahí? el cruce de memoria, crónica y ensayo que marca sus reflexiones desde y sobre la literatura, pero en las que también la vida, la muerte, las relaciones interpersonales y los recuerdos juegan un papel fundamental, ya sea que giren en torno a escritores, a su familia —como su padre, el gran fantasma que habita ambos libros y cuya muerte detonó la escritura del primero— o a otras personas a quienes conoció brevemente.

    ¿El proceso de escritura de Sigo sin saber de ti fue distinto al de tu colección de ensayos anterior?
    Sí lo fue, por alguna razón. En verdad no puedo explicarlo, solo sentí más libertad escribiendo este libro. Pienso que en el pasado me habría preguntado: ¿es este un ensayo? En Sigo sin saber de ti, me dije: da lo mismo, cualquier cosa puede ser un ensayo. Los pensamientos mismos son ensayos. El libro simplemente empezó a tomar forma de esa manera. Con algunos pensamientos. Siempre temprano en la mañana; este libro fue escrito usualmente antes del amanecer, que es cuando puedo pensar.

    Una diferencia sutil entre ambos libros tiene que ver con los géneros de los que hablan: mientras ¿Hay alguien ahí? se enfoca principalmente en el cuento, en Sigo sin saber de ti hay mucha poesía, algunas novelas y biografías, e incluso un par de diarios de vida y obras de teatro. ¿A qué se debe este cambio?
    Pasa algo parecido con lo anterior. No tenía una agenda particular, el libro solo creció a partir de la práctica diaria de pensar sobre lo que he estado leyendo, y pese a que me encanta el cuento por todo lo que puede hacer que otra prosa no puede, en este libro yo estaba muy disperso en términos de género, porque así es como leo, de manera dispersa…

    ¿Y abordas la escritura de manera distinta según el género de cada libro?
    No estoy seguro de haber pensado en esto. Mi acercamiento a la escritura sobre cualquier texto, ya sea que pretenda dedicarme a él o no, es como lector, no como escritor. Y nunca como alguna clase de experto académico. Pienso que está bien equivocarse sobre la literatura, pienso que está bien recordar mal. Muchas de mis lecturas son inexactas, ¿sabes? Son esas sensaciones que no podemos terminar de describir en papel con autoridad alguna. Leer es una cosa fluida para mí. Cambia constantemente. Lo único que no quiero sugerirle a nadie es una lectura fija sobre un texto en particular. Pienso en los ensayos de Sigo sin saber como si fueran unas especies de instantáneas. Mis impresiones de esa mañana…

    En Sigo sin saber de ti, me dije: da lo mismo, cualquier cosa puede ser un ensayo. Los pensamientos mismos son ensayos. El libro simplemente empezó a tomar forma de esa manera. Con algunos pensamientos. Siempre temprano en la mañana; este libro fue escrito usualmente antes del amanecer, que es cuando puedo pensar.

    ¿Tienes un interés particular por la literatura en lenguas extranjeras?
    Sí, yo hago un esfuerzo por leer traducciones. Recuerdo algo que dijo Milan Kundera, algo en la línea de, si no hubiera descubierto a ciertos autores en traducción, jamás hubiera encontrado el valor para intentar escribir yo mismo. Creo que restringirte a ti mismo a leer en tu lengua materna es muy limitante. Yo he encontrado a los míos por medio de la traducción. Rulfo. Levi. Babel. Szymborska. Más recientemente: Tove Ditlevsen, Silvina Ocampo y tantos otros. ¿Cómo podría empezar a agradecer a los traductores que me han traído las voces de estas personas a quienes no hubiese podido leer de otra manera?

    ¿Cómo lidias con las traducciones de tu propia obra? ¿Y cómo fue en el caso de la traducción al español de estos ensayos por parte de Damián Tullio?
    Me he involucrado en las traducciones de mi obra y he desarrollado relaciones cercanas con mis traductores al francés y al italiano. ¡Y Damián! Él es maravilloso y trabajamos muy bien juntos. Damián es un lector excelente y minucioso. Y dado que él mismo es un gran escritor, no tengo duda de que mejora mi trabajo. Lo veo como una colaboración.

    La literatura y la vida

    Como sugiere el subtítulo de ¿Hay alguien ahí? —“Apuntes sobre vivir para leer y leer para vivir”—, la literatura y la vida, y los diferentes modos en que se conectan, son los elementos principales de tus ensayos. Aquí no son opuestos, sino esferas que parecen coexistir en el mismo plano y con la misma importancia.
    Que coexisten en el mismo plano, sí, me gusta mucho esa idea. Pienso en la lectura no como un escape, sino como una extraña especie de experiencia vital simultánea. Así que puedo estar en el metro de Nueva York y caminando por las calles de Buenos Aires al mismo tiempo, ¿entiendes? Leer es una inmersión total en otra realidad igualmente poderosa.

    Sueles hablar no solo de cuándo, sino también de dónde lees (o relees) un libro y el modo en que eso afecta tu experiencia lectora, en especial cuando se trata de lugares públicos, donde puedes ser interrumpido por otras personas. ¿Por qué te importa tanto establecer la escena del momento en que lees algo?
    Pienso que el lugar donde leemos es importante porque leer es una experiencia física. Como el sexo, de alguna manera; usualmente mejor. Lo puedes hacer donde sea, y no sé por qué, pero siempre he disfrutado leer en público, de nuevo, como una manera de estar y no estar ahí al mismo tiempo. Además, sostener un libro te vuelve un poco invisible. ¿Y has notado alguna vez que vuelve incómoda a cierta gente? Todos los demás están cliqueando sin parar en su teléfono pero nunca se ven felices, ¿sabes? Siempre hay una mirada de consternación en el rostro de las personas que tienen la vista fija en sus celulares. Compara eso con la sensación de paz que alguien tiene en su rostro cuando lee un libro. Me desvié un poco, pero esto tiene que ver con el hecho de que leer no es una acción pasiva, es algo que haces con tus ojos, tu cerebro, todo tu cuerpo en realidad…

    Otros dos elementos centrales en tus ensayos son la paternidad y la muerte, no solo en relación a tus propias experiencias, sino también en las historias que cuentas sobre otros escritores.
    Es verdad que suelo saltar hasta el final de las biografías porque me interesa cómo concluyen esas vidas interesantes. No sé por qué, pero por alguna razón con esto recuerdo a Borges, quien dijo que lo atraían los principios y los finales, pero no lo que hay en medio. Quizás eso lo dice todo. Me pregunto dónde lo dijo, y si lo estoy recordando bien. Pero bueno, ese es más o menos mi punto, siempre me pregunto por qué ciertas cosas se presentan en mi mente cuando otras no. Y supongo que diría que para la mayor parte de la gente la infancia es lo que permanece. Y también las muertes de las personas que amamos.

    La manera en que cruzas constantemente vida y literatura parece entrar en crisis hacia el final de Sigo sin saber de ti, en un capítulo en que un amigo te cuenta que presenció una muerte, y cuando le respondes algo acerca de un cuento de Isaac Babel, él dice: “¿Nunca vas a parar? ¿No te cansas de hablar siempre de lo mismo?”, un exabrupto que culmina con: “Que ni se te ocurra, no digas una puta palabra más”. ¿Ese momento fue revelador o importante para ti?
    Sí, me hizo entender que hay un límite, ¿sabes?, para todo esto de la literatura y la vida. En ese momento mi amigo estaba describiéndome cómo vio a alguien siendo golpeado hasta morir en la calle y yo llegué y lo comparé con un cuento… Fue un poco atontado de mi parte. Debí haber estado escuchando su historia, no buscando una conexión literaria. Así que sí, hay un punto en que demasiada lectura (o más bien, demasiado hablar de la lectura) te puede volver un poco tonto.

     


    Sigo sin saber de ti, Peter Orner, traducción de Damián Tullio, Chai Editora, 2023, 256 páginas, $15.900.

  377. Las aventuras de Andrea Wulf por la ciencia y la filosofía

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    Imaginar un libro para el público general de más de 500 páginas, donde sus protagonistas sean figuras como Goethe, los filósofos Hegel y Fichte, el poeta Novalis, el explorador Alexander von Humboldt y otros intelectuales de fines del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII, con apellidos tan germánicos como Schelling, Schiller y Schlegel, puede parecer una misión cuesta arriba. Más aún si prácticamente toda la acción transcurre casi exclusivamente en una pequeña localidad del Sacro Imperio Románico Germánico.

    Pero esa es la invitación que realiza la escritora Andrea Wulf en su último libro, Magníficos rebeldes: viajar en el tiempo hasta una época en que Europa seguía gobernada por monarcas que determinaban gran parte de la vida de sus súbditos. En medio de ese ambiente opresivo, donde en muchas partes se censuraba a los filósofos por sus ideas, Wulf centra la mirada en un pequeño rincón de la actual Alemania: Jena, una ciudad de apenas 4.500 habitantes, que conservaba un aire medieval y donde un antiguo convento de dominicos alojaba a una universidad que constituía el centro de gravedad de la urbe.

    Por una serie de afortunadas circunstancias, como estar ubicada en la encrucijada de muchas rutas postales y el hecho de que la universidad estuviera en manos de cuatro duques al mismo tiempo (lo que en la práctica significaba que no había nadie efectivamente al mando), la ciudad de Jena gozó en ese entonces de un ambiente de libertad intelectual y efervescencia creativa, filosófica y científica.

    Una de las características de la escritura de Andrea Wulf es su maravillosa capacidad de construir atmósferas, que transportan al lector a escenas cotidianas, donde los personajes históricos se transforman en personas de carne y hueso. Así, podemos imaginarnos caminando por las empedradas calles de Jena, siendo testigos de animadas conversaciones sobre filosofía, ciencia y poesía, o bien escuchando el entrechocar de las jarras de cerveza en alguna de las numerosas tabernas de la ciudad.

    Todo lo anterior lo realiza basada en una exhaustiva investigación que da fundamento y validez —o al menos verosimilitud— a las situaciones descritas. Por algo la autora dedica más de 150 páginas al final del libro a una sección completa de notas y fuentes bibliográficas (que cualquier lector promedio puede saltarse sin ningún complejo).

    Más allá de sabrosos episodios de encuentros, diálogos y disputas que emergen tempranamente en el llamado Círculo de Jena, Magníficos rebeldes rescata un momento crucial en la historia, donde el yo se instaló en el centro del pensamiento, gracias al trabajo de un revoltoso grupo de novelistas, poetas, críticos literarios, filósofos y ensayistas que transformaron la experiencia individual en la estrella guía de la vida: “Hoy en día, pocos fuera de Alemania han oído hablar de Jena, pero lo que ocurrió allí en esos pocos años aún se encuentra entre nosotros. Aquellos pensadores visionarios aún están junto a nosotros. Todavía pensamos con las mentes de aquellos pensadores revolucionarios, vemos con su imaginación y sentimos con sus emociones. Puede que no seamos conscientes, pero aquella forma de entender el mundo todavía vertebra nuestras vidas y nuestro ser”, escribe Wulf.

    Independiente del profundo impacto intelectual de este grupo de pensadores, uno de los ingredientes que más sabor y aliño da al relato es lo poco magnífico de los personajes, con sus continuas disputas y traiciones. Es la constatación de cómo la búsqueda apasionada de ideales elevados puede desembocar en la obstinada persistencia del egoísmo y la rivalidad desatada.

    Hacia el final del libro y ya habiéndose dispersado el Círculo de Jena, luego de transformarse en un verdadero nido de víboras, la autora rastrea la influencia de estos pensadores en las generaciones posteriores: desde los poetas románticos ingleses hasta el presente, pasando por el pensamiento de Sigmund Freud y James Joyce: “Sus ideas arraigaron tan profundamente y con una rapidez tan inusitada en nuestra cultura y nuestro comportamiento, que hemos olvidado de dónde proceden. Ya no hablamos del Ich (Yo) autónomo de Fichte porque lo hemos interiorizado. Nosotros somos ese Ich. Dicho de otro modo, hoy damos por sentado que juzgamos el mundo que nos rodea a través del prisma de nuestro yo: esa es la única manera en que podemos actualmente dotar de sentido nuestro lugar en el mundo”.

    Una de las características de la escritura de Andrea Wulf es su maravillosa capacidad de construir atmósferas, que transportan al lector a escenas cotidianas, donde los personajes históricos se transforman en personas de carne y hueso. Así, podemos imaginarnos caminando por las empedradas calles de Jena, siendo testigos de animadas conversaciones sobre filosofía, ciencia y poesía, o bien escuchando el entrechocar de las jarras de cerveza en alguna de las numerosas tabernas de la ciudad.

    El nuevo mundo de Humboldt

    Magníficos rebeldes ha tenido una recepción favorable tanto del público como de la crítica especializada, siendo incluido en las listas de mejores publicaciones del 2022. En este sentido, sigue la senda de su anterior libro, La invención de la naturaleza, publicado hace siete años en más de 25 países y que recibió numerosas condecoraciones, incluyendo el Premio al Mejor Libro Científico de la Royal Society (un honor que con anterioridad recibieron destacados divulgadores, como Stephen Hawking y Bill Bryson).

    Hay varios puntos en común entre ambos libros. Tal como se lo propone Wulf en Magníficos rebeldes, en La invención de la naturaleza busca conectar desconocidos y olvidados pasajes ocurridos siglos atrás, con un legado que perdura hasta hoy, esta vez en el campo de la ciencia, la ecología y el medio ambiente. Un legado tan transversal e incorporado dentro del imaginario colectivo, que habitualmente lo pasamos por alto.

    Un segundo punto de conexión está relacionado con el personaje de Alexander von Humboldt, quien cumple un rol más bien secundario en la historia del Círculo de Jena, pero que en La invención de la naturaleza se despliega con toda majestad en sus más de 400 páginas.

    A lo largo del mundo nos encontraremos con ciudades, ríos y cordilleras que llevan su nombre. La corriente oceánica que baña la costa sudamericana, una especie de pingüino, un calamar gigante e incluso uno de los “mares” o planicies de la Luna están bautizados en honor al explorador, geógrafo y naturalista Alexander von Humboldt (1769-1859). Toda esta multitud de nombres refleja el impacto de su obra en la curiosidad e imaginación de las personas del siglo XIX. De hecho, el centenario del nacimiento de Humboldt, en 1869, se celebró a nivel global, con grandes eventos en Europa, África, Australia y todo el continente americano, con miles de asistentes festejando al gran naturalista.

    Las aventuras de Humboldt parecen sacadas de un cuento infantil: exploró las profundidades de la selva tropical, escaló los volcanes más altos del mundo e inspiró a príncipes y presidentes, científicos y poetas. La revolución de Simón Bolívar se alimentó en parte de sus ideas; Darwin se embarcó en el “Beagle” gracias a Humboldt, y el Capitán Nemo de Julio Verne poseía todos sus libros. En palabras de un contemporáneo, fue “el hombre más grande desde el Diluvio”.

    Pero con el paso del tiempo y el devenir político, este entusiasmo fue apagándose y restringiéndose al mundo académico. Tal como con el Círculo de Jena, Andrea Wulf muestra a través de un relato apasionante y cotidiano por qué la vida y las ideas de Humboldt siguen siendo tan importantes en el presente. Dos de sus innumerables contribuciones fueron, por ejemplo, haber detectado ya en 1800 la amenaza del cambio global inducido por el ser humano y la concepción de la naturaleza como un todo complejo e interconectado.

    En su retrato del naturalista, Wulf le da un aire de Tintín a las aventuras de Humboldt por selvas, desiertos y montañas. Dentro de las escenas, se incluyen momentos que hoy escandalizarían a cualquier grupo animalista. Por ejemplo, para estudiar las anguilas eléctricas que se escondían en los fondos de charcas poco profundas en Venezuela, envió caballos a las aguas. Los animales sufrieron una dolorosa y espantosa muerte, todo para comprobar los efectos de la electricidad de las anguilas.

    Una de las críticas que se podrían hacer al libro es su visión extremadamente eurocentrista. No se trata de reinterpretar hechos de hace dos siglos con ojos contemporáneos, aplicando otros estándares éticos o morales. Sin embargo, Andrea Wulf tiende de manera involuntaria a consolidar viejas visiones respecto del aporte de europeos y latinoamericanos al desarrollo de la ciencia. América Latina es descrita básicamente como un territorio salvaje, del cual Humboldt extrae detalladas muestras y minuciosos datos, que son analizados tiempo después en despachos europeos. Extrañamente, la autora pasa casi por alto la larga estadía de Humboldt en México, que en ese entonces conformaba el Virreinato de la Nueva España. En Ciudad de México visitó instituciones como el Colegio de Minería y la Academia de Bellas Artes, pero no hay menciones al intercambio de Humboldt con académicos y eruditos locales, muchos de ellos con un conocimiento acabado de las especies que el naturalista recolectaba.

    Dejando de lado esta limitación, La invención de la naturaleza constituye un relato fascinante de viajes, aventura y exploración.

    Ese espíritu aventurero en el relato de Andrea Wulf quizás está relacionado con la propia biografía de la autora. Ella nació y pasó sus primeros cinco años en India, debido al trabajo de sus padres en ayuda internacional para el desarrollo. Creció en Alemania, donde realizó sus primeros estudios universitarios y después, sin un plan muy definido, se trasladó a Londres. Allí terminó completando su formación en historia del diseño, ciudad donde actualmente reside. Además de su obra literaria y la contribución regular en importantes diarios y revistas internacionales, ha aparecido de manera regular en radio y televisión del Reino Unido, Estados Unidos y Alemania, incluyendo el documental Nuestro Humboldt, coproducido por las cadenas ZDF (Alemania) y Smithsonian Channel (Estados Unidos).

    En su retrato del naturalista, Wulf le da un aire de Tintín a las aventuras de Humboldt por selvas, desiertos y montañas. Dentro de las escenas, se incluyen momentos que hoy escandalizarían a cualquier grupo animalista. Por ejemplo, para estudiar las anguilas eléctricas que se escondían en los fondos de charcas poco profundas en Venezuela, envió caballos a las aguas. Los animales sufrieron una dolorosa y espantosa muerte, todo para comprobar los efectos de la electricidad de las anguilas.

    A la caza de Venus

    El tercer libro disponible en español de Andrea Wulf rescata otra hazaña intelectual del polvo de la historia: narra los pormenores de la primera colaboración científica mundial, en medio de ejércitos en guerra, huracanes y tragedias personales.

    En la actualidad estamos acostumbrados a ver colaboraciones científicas de carácter global. Chile acoge importantes observatorios astronómicos que son el resultado de grandes consorcios, con participación de investigadores de diferentes continentes. Por ejemplo, las primeras imágenes directas obtenidas de un agujero negro fueron el resultado del trabajo conjunto de observatorios repartidos por todo el planeta que conformaron una suerte de telescopio virtual del tamaño de la Tierra.

    Este espíritu de colaboración que ahora parece tan natural en muchos campos de la ciencia, no era una práctica extendida siglos atrás. Una de las primeras oportunidades en que equipos se repartieron por diferentes partes del mundo para hacer mediciones de manera simultánea en busca de un premio mayor fue para el tránsito de Venus de la década de 1760.

    Los tránsitos se producen cuando un objeto (como el planeta Venus) pasa delante de otra estrella (en este caso, nuestro Sol). Los tránsitos de Venus son muy poco frecuentes: ocurren de a pares, separados por más de un siglo. El siguiente tránsito de Venus que podremos ver recién ocurrirá en el año 2117, es decir, las personas que nazcan el 11 de diciembre de este año podrán celebrar su cumpleaños número 94 para el siguiente tránsito de Venus.

    Viajando hacia el pasado junto a Wolf, a mediados del siglo XVIII, uno de los grandes misterios de la ciencia era el tamaño preciso del sistema solar. Ya se conocía el espaciamiento relativo entre los planetas, pero no sus distancias absolutas. ¿Cuántos kilómetros deberíamos viajar para alcanzar otro mundo?

    Venus tenía la clave para responder esta pregunta, según el astrónomo Edmund Halley. Este concluyó que, si se observan tránsitos de Venus desde lugares muy distantes en la Tierra, se podría triangular la distancia a Venus usando una técnica conocida como paralaje. Esta misión cautivó a cientos de científicos que emprendieron expediciones por todo el mundo, incluyendo al gran explorador James Cook. En un momento en que la guerra desgarraba a Europa y a gran parte del resto del mundo, debieron superar fronteras políticas, geográficas e intelectuales, en un intenso relato de aventuras y luchas personales que Andrea Wulf construye con gran nivel de precisión y basada en abundante documentación.

    A diferencia de otros libros de divulgación científica que constituyen magníficos y hermosos libros de mesa, pero que son de muy difícil lectura, En busca de Venus no requiere de conocimientos avanzados de matemáticas para comprender la aventura que Wulf nos propone. De hecho, se agradece que la trigonometría quede relegada a una nota al pie.

    El contenido científico se introduce con amabilidad en la primera parte del libro, tras lo cual nos arrojamos a la aventura, con piratas, plagas, astrónomos y científicos como Benjamín Franklin, en una época donde los investigadores debían sincronizar sus observaciones a lo largo del planeta, sin internet ni sistemas de posicionamiento global. El resultado final es un elogio a la curiosidad, al espíritu de exploración y a la importancia de la colaboración global, en busca del conocimiento, superando enormes obstáculos y adversidades.

     


    Magníficos rebeldes. Los primeros románticos y la invención del yo, Taurus, 2022, 592 páginas, $22.000.


    En busca de Venus. El arte de medir el cielo, Taurus, 2020, 396 páginas, $16.000.


    La invención de la naturaleza. El nuevo mundo de Alexander von Humboldt, Taurus, 2016, 578 páginas, $19.000.

  378. La crisis de la crítica (literaria, local)

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    Coincidiendo con los planteamientos esenciales Roberto Careaga y también con los de Joaquín Castillo respecto del diagnóstico de la crítica literaria local, me parece que hay otros temas de la realidad crítica que se pueden sumar. Creo que es fundamental poner a la crítica literaria como parte de lo que hoy se reconoce como el “ecosistema del libro”, el que no solo está determinado por las variantes tradicionales de creación, edición, publicación y recepción, sino que debiéramos considerar otro factor fundamental, que remite al hecho de que en Chile existe hace ya algunas décadas un copartícipe fundamental de la escena literaria, el Estado. Un participante que a través de lo que se reconoce como las políticas culturales asociadas al contexto del libro y la lectura también tiene implicancias en la crítica, porque, se quiera o no, las líneas concursables y los fondos ministeriales específicos —incluyendo la gestión de los principales premios relacionados con el impulso a los creadores, los gremios y la industria— allí se alojan.

    Así, tal como recuerda Roberto Careaga, si Enrique Lihn se quejaba de que había un solo crítico y un solo diario hace 40 años atrás, la pregunta que podemos hacernos es qué pasó que no han surgido otros medios y otros críticos. Por otra parte, a la hora de los recuentos parece que tampoco todo el apoyo económico estatal logra que ese “ecosistema” del libro asegure sustentabilidad para las editoriales, las librerías y los autores, porque finalmente la subsidiaridad tiene aquí también sus restos. Un sistema público privado que da señales contradictorias ya que, cuando visitamos ferias como la Primavera del Libro, organizada este fin de semana, se aprecia un número importante de editoriales con nutridas novedades. Alguien dirá que nada comparable con la capacidad de las editoriales transnacionales, de ahí el curioso complemento de “independientes” que utilizan los sellos más pequeños. Por lo anterior, me parece que lo que refieren tanto Careaga como Castillo, remite más bien a cierta crítica que está asociada a los medios más tradicionales, lo que antiguamente se llamaba la prensa escrita y, en ese caso, sin duda, qué decir, sino que todo ha cambiado; y eso que el mundo intelectual valoraba, o designaba como meritorio a la luz de la guía crítica, se ha diseminado en diversas iniciativas y formas.

    Me parece importante sumar otro factor derivado de este principio que podemos identificar con —recordando el título de la novela de Milan Kundera publicada en 1973— que parece que “la vida está en otra parte”, en el sentido de que la crítica no logra alcanzar todo el espectro de la literatura que se estaría moviendo o desplegando en modos imposibles de rastrear para los radares tradicionales. Lo señalo porque creo importante reconocer que no solo existe la asimetría entre lo mucho que se publica y lo poco que se critica, por falta de medios, sino que además esto nos recuerda algo que comenzó a denominarse, desde fines del siglo pasado, como “el paréntesis de Gutenberg”. Noción que identificaba el complejo escenario que vivía la cultura del libro y la lectura, cinco siglos después de que el notable invento del orfebre de Núremberg cambiara la historia del libro. Cinco siglos que las nuevas tecnologías ponen en crisis en tanto otra mutación derivada de la escritura.

    Guillory también resalta la retirada del principio estético relacionado con el pensamiento crítico y lo que se entiende por juicio estético (me gusta / no me gusta), transformado hoy en un derecho de subjetividad.

    No es posible dar un solo nombre para la noción del “paréntesis de Gutenberg” cuando ya otros autores nos habían advertido de la crisis de la escritura y la lectura a fines del siglo XX, como el francés Jean-Pierre Bénichou en 1985 o el danés Lars Ole Sauerberg en 1990, para no remitir siempre a voces como las de Marshall McLuhan (Galaxia Gutenberg, 1962), Walter Ong (Oralidad y literacidad, 1982) y John Miles Foley (Tradición oral e Internet, 2012); hasta llegar a quien quizás es el que le dio el acabado final al concepto, el académico danés Thomas Pettitt en 2012. En Chile, Adriana Valdés lo mencionó tempranamente en su libro de 2017 Redefinir lo humano: las humanidades en el siglo XXI.

    Como se aprecia en estos autores, no es solo la crítica lo que está en crisis, o más bien en mutación, lo que ocurre es que cuando hablamos de crítica no estamos asumiendo las nuevas formas que pueden identificarse en medios no impresos, es decir más allá de lo que queda de la prensa tradicional. Por lo que, si nos parece una tragedia el que la crítica verdadera se dé en espacios íntimos, conversaciones, cafés y bares, definida por grupos de amigos y pasillos, me parece importante sugerir que existen otros medios en los que también se hace crítica literaria. Instancias que hoy quizás no podamos reconocer como tales, pero que sin duda serán reconocidas como “la crítica” cuando las generaciones futuras vuelvan la vista atrás y miren el segundo cuarto del siglo XXI.

    Esta nueva dimensión digital y social es aquella que encontramos en plataformas de Internet, en formatos que por cierto no siempre son escritos —en la versión de la pluma y el ojo crítico— sino que pueden adquirir la forma de posteos de Instagram y Facebook, pódcasts en plataformas de audio y streaming, booktubers en YouTube o tiktokers que tienen miles de miles de lectores, auditores y seguidores. Sin contar, por cierto, con la enorme red de recomendaciones que solemos identificar con Goodreads u otras. Las que además abarcan el universo de recomendación de audiolibros, entre otros productos de la cultura, donde por cierto convergen también el mundo de los cómics, los juegos de mesa y los videojuegos. Lo que ocurre quizás es que el “paréntesis de Gutenberg”, es decir el nuevo contexto de la lectura y el libro (+ Internet + oralidad + audiovisualidad), incluye hoy también a la crítica literaria. No solo a nivel de los medios, sino también respecto de su rol en ese otro ámbito donde la crítica encontró un espacio cómodo: la academia.

    Los focos de emisión son presa de los propios algoritmos y hacen circular flujos predefinidos sin criterio más que el comercial. Esto, sin siquiera considerar lo que aportará el universo creativo asociado a las plataformas de escritura asistida con Inteligencia Artificial, que prefiero dejar para otro momento.

    Me permito un desliz autorreferencial, porque acabo de publicar en la nueva revista chilena, Archipiélago, una reseña del libro del profesor John Guillory, Professing Criticism (2023), que da cuenta de la historia de la crítica literaria anglosajona, su crisis actual, y de cómo, en sus últimos giros, es parte de la devaluación de las humanidades en las universidades del hemisferio norte angloparlante. Allí señalo también otro aspecto que me parece relevante para pensar la situación que describen Careaga y Castillo en sus respectivas columnas, y se trata de la nueva situación derivada de dos aspectos que influyen, como decía, el “ecosistema” general de la cultura letrada, y que remiten a una serie de señales que se anuncian, hace un buen tiempo ya, y que el estudioso estadounidense releva: primero, la crisis ante el abandono del foco lingüístico y cognitivo que permite la práctica intelectual y su relación con la conciencia de la propia materialidad del lenguaje, base del desarrollo del pensamiento. Luego, la pérdida del potencial moral relacionado con la estimulación de virtudes públicas o éticas, que son fundamentales, permitiendo la comprensión de los valores culturales que las obras literarias en sí mismas guardan. Guillory también resalta la retirada del principio estético relacionado con el pensamiento crítico y lo que se entiende por juicio estético (me gusta / no me gusta), transformado hoy en un derecho de subjetividad. Y, por último, destaca el principio epistémico, fundado en que la disciplina literaria y también la crítica misma pone en escena el valor y las formas de conocer, cuestión que, por cierto, también está en una fase compleja.

    Me parece importante sumar a estos aspectos que mencioné, y que espero se entienda que son más bien descriptivos, no preferencias personales, el central para la crítica misma que implica comprender que si estamos siendo testigos de sendos discursos para llamar la atención acerca de la pérdida de certeza y de medios fidedignos y certificados de información, desde el propio periodismo, es evidente que algo similar ocurre con aspectos de la cultura que se ven transformados en nichos y tendencias. Los focos de emisión son presa de los propios algoritmos y hacen circular flujos predefinidos sin criterio más que el comercial. Esto, sin siquiera considerar lo que aportará el universo creativo asociado a las plataformas de escritura asistida con Inteligencia Artificial, que prefiero dejar para otro momento. Por lo mismo, ya son pocas la señas que remiten a valores estético generales, nacionales o universales a la antigua, sino más bien todo está bajo el modelo del cosmopolitismo digital e interconectado que impera, a pesar del amor que podamos tener por los libros o por lo noble que nos pueda parecer el que la crítica sea ejercida por críticos o desde la academia. Mientras, autores que venden mucho deben su popularidad a un grupo ingente de lectores no representados por la crítica, puesto que sus obras no serían “literatura”.

    Esto ya lo han señalado en el contexto hispanoamericano, donde es patente que los libros más vendidos poco tienen que ver con la crítica especializada y los principales medios de comunicación. Un caso claro es el éxito de la escritora estadounidense Colleen Hoover (1979), con más de 20 millones de copias vendidas y casi nula presencia en la crítica tradicional, allá y acá. Parecido sucede en España, tal como llamó la atención Begoña Gómez Urzaiz en el diario El País en 2022, con figuras superventas como Elísabet Benavent (1984), Luz Gabás (1968), Alice Kellen (1989) y Megan Maxwell (1965), quienes simplemente no aparecen en los diarios. Aquí en Chile tampoco hay espacio, por ejemplo, para sagas románticas como las de Denise Hunter (1968) o las históricas de Ken Follett (1949), las fantásticas de Brandon Sanderson (1975), las que, insisto, son leídas por millones de personas, y representan entradas millonarias para las editoriales, aunque no sean parte de ningún tipo de canon. Sin embargo, cuando se les nombra ante la academia y la crítica, reconozcámoslo, fruncimos un poco el seño porque no son elegidos como “la literatura” que la propia literatura quiere reconocer y celebrar. Aquí es donde surge el último aspecto que me parece importante mencionar, y es el desencuentro que marca la escena de la crítica cuando no se abre a un equilibrio mínimo respecto de lo que realmente los públicos leen, o es más, cuando creemos que ese publico puede ser identificado con un solo segmento de audiencia. Lo complejo es que lo mismo ocurre con las políticas culturales de parte del Estado, que también intenta ejercer su propia influencia en lo que los más jóvenes deben leer, suponiendo que ese segmento es igualmente unitario y cohesionado. Cuando sabemos que ya no es así. Ni mencionar que el audiolibro gana adeptos día a día y que tal como señala Pettitt, es inevitable una vuelta a lo oral y, hoy, audiovisual, para reconfigurar el futuro de la lectura. En fin, como se aprecia, más allá de si en Chile la crítica literaria ha pedido su rol y fuerza, su espacio y medios, creo importante reconocer que el “ecosistema” mismo está en una metamorfosis radical. Nos guste o no.

  379. Jon Fosse, variaciones sobre el vacío

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    En principio, casi se podría decir que el teatro de Fosse pone en duda el término drama. Si la etimología del término se refiere a la acción, incluido el sentido de “decisión puesta bajo la mirada de los demás” que le atribuye Denis Guénoun, en realidad solamente podemos constatar su desaparición en las obras y la pasividad esencial de los personajes. La única “acción” que marca el desarrollo de algunas obras de Fosse es la muerte de uno de los protagonistas: ocurre en El niño, La noche canta sus canciones, Un día en el verano, El hijo y Variaciones sobre la muerte. Pero incluso en este caso, la muerte no es el tema de la obra, no constituye ni un punto crucial ni un desenlace. Además, el acontecimiento como tal siempre está silenciado, atenuado, ya sea porque no lo presenciamos, teniendo lugar la muerte fuera del escenario (en El niño, La noche canta sus canciones, Un día en el verano) y a veces también fuera del tiempo escénico (en Variaciones sobre la muerte, nos enteramos de la noticia tras la muerte de la joven); ya sea porque está en cierto modo desdramatizada: no comprendemos la causa (es el caso de Un día en el verano y Variaciones sobre la muerte), o bien esta causa es irrisoria (en El hijo, La noche canta sus canciones). Por otra parte, como veremos, la escritura de Fosse provoca una retención de la emoción que juega un papel importante en esta impresión de desdramatización. Ampliando un poco el trazo, y salvo excepciones, la muerte como acción no altera el tenor del diálogo de la obra ni le da ningún movimiento particular.

    Este aspecto, la desaparición de la “acción”, nos permite subrayar un segundo punto que explica el funcionamiento en el vacío del diálogo del teatro de Fosse. Mencioné la pasividad de los personajes. Se traduce concretamente en su actitud: los personajes de Fosse suelen estar sentados, tumbados o de pie, inmóviles, congelados en posiciones de contemplación frente a una ventana. Es más, esta pasividad resulta en la ausencia de causalidad en las obras: los personajes no parecen estar en el origen de lo que les sucede, o al menos ese origen es tan lejano que lo han olvidado; en cualquier caso, muy raramente aluden a ello, y siempre parcialmente. Por eso podemos dudar, con razón, de atribuirles la decisión de los hechos ocurridos. Es por esta razón, entre otras, que las situaciones en las que se encuentran los personajes están aisladas tanto del pasado como del futuro, y parecen no tener principio ni fin.

    Vemos, por tanto, que las obras de Fosse no trazan la curva de una trama que evoluciona hacia su desenlace. Allí nada está atado, nada se desanuda. Las discordancias que se escuchan en las parejas se mantienen en estado germinal y no conducen ni a una crisis ni a una armonía reencontrada. Fosse, a veces, tiende señuelos, trampantojos que hacen creer al espectador, por un momento, que ahí está la causa del drama (de ahí la sospecha de encarcelamiento que pesa sobre el hijo en El nombre o los posibles tocamientos a la muchacha por el hombre en Visitas). No solamente son estas meras ilusiones dramáticas (no sabemos si estos hechos realmente sucedieron), sino que rápidamente comprendemos que en nada modifican ni explican una situación ya establecida desde el inicio de la obra.

    El carácter de impersonalidad que afecta a los personajes surge del vacío de información que los rodea. Las piezas únicamente mencionan los vínculos familiares o sentimentales que los unen, aunque de manera muy sumaria. De 11 piezas, solamente cinco dan los nombres de personajes, pero no de todos: tres de estas piezas indican el nombre de un solo personaje. Sin embargo, se trata del personaje aparentemente más secundario (Bjarne en El nombre, Baste en La noche canta sus canciones) o del personaje desaparecido (Asle en Un día en el verano). Tampoco se da información sobre el mundo exterior. Los personajes no tienen un “propósito” o “carácter” definido.

    Los personajes de Fosse suelen estar sentados, tumbados o de pie, inmóviles, congelados en posiciones de contemplación frente a una ventana. Es más, esta pasividad resulta en la ausencia de causalidad en las obras: los personajes no parecen estar en el origen de lo que les sucede, o al menos ese origen es tan lejano que lo han olvidado; en cualquier caso, muy raramente aluden a ello, y siempre parcialmente. Por eso podemos dudar, con razón, de atribuirles la decisión de los hechos ocurridos.

    Un teatro de “estado”

    El diálogo se constituye así en torno a un vacío, todo lo que no se dice y que el espectador no sabrá. Predomina la parte de lo no dicho y el silencio. El contenido de las respuestas se limita a palabras muy banales, a lugares comunes, a frases inacabadas. El vocabulario es a menudo pobre y la sintaxis elemental. Los intercambios se centran en frases repetidas sin cesar, en preguntas cuyas respuestas ya se conocen. El diálogo vuelve circularmente a los mismos temas sin desarrollar ninguno. En varias ocasiones, Fosse pone en escena a personajes incapaces de comunicarse, escucharse o entenderse, o incluso seres caracterizados por su mutismo. Parecen, así, seguir siendo extraños los unos para los otros.

    El diálogo en Fosse, por tanto, no da como resultado la construcción de ninguna visión, el establecimiento de ningún valor o la formulación de ninguna conclusión. Por el contrario, se convierte en el medio para establecer en el tiempo la suspensión del sentido y del juicio. De hecho, esta dramaturgia provoca una forma de suspenso en la mente del lector-espectador, cuyo reflejo sigue siendo el de esperar algo parecido a una resolución. Sin embargo, por lo general, en el teatro de Fosse no hay nada resuelto. También provoca una retención de las emociones. El lector-espectador permanece en suspenso, a la espera de una posible identificación, es decir, un esquema de sentido reconocible y legible, un tema, una moraleja o una visión del mundo. Al no darse este esquema, se retiene la lectura (tanto la dicción como la interpretación) de la escena. La escritura de Fosse parece así centrarse en impedir que el lector-espectador nombre lo que sucede en escena, en mantenerlo en este estado de espera, suspendiendo su flujo mental que es un flujo verbal. Esto explica el efecto hipnótico de estos textos, proveniente de una forma de ralentizar, casi anestesiar, las funciones de reconocimiento y denominación de la mente. De esta manera, no hay una salida rápida, ni una posible ingesta sumaria de la representación o la lectura. Tenemos la impresión de que Fosse trabaja para impedir algo, para mantener un estado.

    ¿De qué estado se trata? Podemos intentar aclarar esto observando más de cerca el funcionamiento de la escritura tan singular del autor. El texto gira en torno a algunos motivos, que se presentan incansablemente. Estos motivos son segmentos de frases, sintagmas que serán sometidos a un finísimo tratamiento de repetición-variación, obedeciendo a un principio de composición casi musical. El propio Fosse declaró en una entrevista que trabaja “como un músico que toca su partitura, con temas y variaciones, repeticiones, da capo”. Los motivos dan lugar a un entrelazamiento, un trenzado compacto, aunque horadado por el silencio, cuya única función parece ser la de asegurar una especie de continuum lingüístico. Este continuo tiene la característica de que nunca es interrumpido por las áreas de silencio que lo escanden, sino que es uno con ellos. El silencio, de esa forma, se siente como el sustrato de la lengua, el suelo del que ella proviene, y el lenguaje como la extensión del silencio, incluso su profundización o su cuestionamiento. Este silencio omnipresente se evidencia en la tipografía adoptada, que corta las respuestas en versos libres y va aislando las palabras hasta que solamente queda una en la línea.

    El uso del lenguaje por parte de Fosse no pretende, por tanto, transmitir un sentido, sino establecer, a través de una reconfiguración, lo que podría denominarse un bajo continuo, un flujo cuyas recurrencias léxicas y sintácticas aseguran la gran homogeneidad rítmica y sonora de los textos. La homogeneidad temática y estilística es tal, que une las obras hasta el punto de que Fosse dijo que estaba escribiendo “una especie de texto sin fin”.

    Llegamos, por tanto, a invertir el punto de vista habitual sobre el lenguaje: es el silencio el que se vuelve primario, el silencio que el lenguaje tendrá la función de resaltar. El vacío de los intercambios entre los personajes tendría como objetivo hacer emerger ese ‘algo más’ que algunos de ellos escuchan y que explica su actitud inmóvil. Los personajes de Fosse parecen estar siempre en un estado de espera, luchando por algo.

    Llegamos, por tanto, a invertir el punto de vista habitual sobre el lenguaje: es el silencio el que se vuelve primario, el silencio que el lenguaje tendrá la función de resaltar. El vacío de los intercambios entre los personajes tendría como objetivo hacer emerger ese “algo más” que algunos de ellos escuchan y que explica su actitud inmóvil. Los personajes de Fosse parecen estar siempre en un estado de espera, luchando por algo.

    Debemos entonces referirnos a dos piezas en particular. Se trata de Un día en el verano y una pieza separada del corpus de Fosse, debido a su brevedad: Duerme, mi pequeña niña.

    En Un día en el verano, una mujer pierde a su amigo que se hizo a la mar. Ella pasa el día esperándolo y acaba teniendo la certeza de que nunca volverá. Luego intenta describir el estado al que ha llegado en los siguientes términos:

    LA MUJER VIEJA
    y yo estaba allí
    […]
    y sentí que cada vez estaba más vacía
    […]
    que me estaba quedando vacía
    como la lluvia y la oscuridad
    como el viento y los árboles
    como el mar allí
    De ahora en adelante ya no estaba preocupada
    De ahora en adelante fui una gran paz vacía
    Ahora yo era una oscuridad
    una oscuridad negra
    De ahora en adelante no fui nada
    Y al mismo tiempo sentí que
    de alguna manera estaba brillando
    Muy al fondo de mí
    en esta oscuridad vacía
    sentí que la oscuridad vacía brillaba
    suavemente
    sin significar nada
    sin querer decir nada
    la oscuridad brillaba en mi interior
    […]
    y pude escuchar las olas
    escuchar las olas golpear
    las olas golpean y golpean
    y me sentí como las olas
    golpeando a través de la lluvia y la oscuridad
    quien era yo ahora
    quien iba a ser yo
    quién sería yo para siempre
    (…)

    La mujer ha llegado a estar ausente de sí misma y al mismo tiempo ha experimentado una presencia a la que no puede dar nombre. Desde el punto de vista del tiempo, ella no sabe cuándo se produjo en ella esta experiencia, en qué momento dio ese salto a este nuevo estado que nunca la abandonará; pero sabe que está allí ahora. Y esta nueva temporalidad es un tiempo suspendido, como lo indican tanto las escenografías que muestran a la mujer envejecida en la misma posición que la joven, de pie frente a su ventana contemplando el mar, como las respuestas de un antiguo amigo que vino a visitarla, quien señala que nunca la ha visto en otra posición desde aquel famoso día.

    La mujer da la impresión de hundirse en sí misma y el espectador con ella. Al hacerlo, el espectador no obtiene ningún conocimiento mejor o una comprensión mayor del personaje. Al contrario, el misterio se vuelve más espeso.

    En esta pieza, el diálogo tiene un estatuto ambiguo en la medida en que también podemos leer el texto como un largo monólogo interior de la mujer consigo misma, recordando momentos y personas del pasado para intentar comprender lo sucedido. Sin desarrollar este punto, podemos ver que el diálogo no sirve para avanzar en el sentido tradicional del término, sino para descender: pasamos de un plano horizontal a un plano vertical. La mujer da la impresión de hundirse en sí misma y el espectador con ella. Al hacerlo, el espectador no obtiene ningún conocimiento mejor o una comprensión mayor del personaje. Al contrario, el misterio se vuelve más espeso. Esta inmersión en el discurso a la vez recurrente y silencioso de la mujer permite al lector-espectador compartir el estado que siente, acercarse con ella a este borde literalmente indescriptible, a esto desconocido. El propio Fosse atribuye a la escritura este poder de acercarnos a lo desconocido, incluso lo convierte en el desafío de escribir: “La escritura, la buena escritura, se convierte así en el lugar donde algo desconocido, algo que antes no existía, comienza a existir […] buscamos acercarnos a un lugar donde no comprendemos”.

    Por otro lado, en Duerme, mi pequeña niña, la obra más beckettiana de Fosse, donde la impersonalidad de los personajes alcanza su cúspide, encontramos tres personajes escenificados, designados como Personajes 1, 2 y 3, en lo que bien podemos llamar un no-lugar. Es la única pieza de Fosse cuyo marco no se puede situar. Los tres personajes se esfuerzan en describir este lugar indescriptible, en enseñarnos que no saben dónde están, ni cuánto tiempo llevan allí, y luego se dan cuenta de que siempre han estado allí, que este lugar “les parece familiar / y al mismo tiempo no me resulta familiar del todo”, y que no tiene ni puertas ni ventanas. Ahora, en este no-lugar es también donde cesan toda comprensión y toda palabra. Aquí hay algunas líneas finales:

    PERSONAJE 3
    Todo el mundo entiende todo
    y nada

    PERSONAJE 1
    No queda nada por entender

    PERSONAJE 2
    Todo se acabó

    PERSONAJE 3
    ahora somos amor
    ahora estamos donde está el amor
    y el gran descanso
    Ahora ninguno de ustedes
    debe decir nada más
    ahora nos callaremos todos
    no pensar
    no decir nada
    Ahora los pensamientos han terminado
    Ahora se acabaron las palabras

    Esto desconocido a lo que los personajes de Fosse buscan llegar, ¿lo llamaremos un “estado”? ¿Un “estado de conciencia”? ¿Una “era” del pensamiento o una “zona” geográfica? ¿Una nueva temporalidad? ¿Un “no-lugar”? Sea lo que sea, se sitúa en el cruce de las categorías de pensamiento y lenguaje.

    Este efecto de cámara lenta va de la mano de lo que podríamos llamar los ‘primeros planos’ en la escritura de Fosse, que aíslan, como hemos dicho, las palabras sobre la línea, o que fijan la atención en una imagen que agrandan y profundizan a través de la reconfiguración. Esta técnica es particularmente notable en las novelas de Fosse, Melancolía I y II. Estos dos fenómenos producen una dilatación del instante: Fosse consigue dar un espesor extraordinario, un volumen, a un punto en el tiempo, para hacer durar el instante.

    Una escritura continua que no revela nada

    Queda por definir los procesos de escritura que permiten acceder a este estado a través del lenguaje y que están en el centro de la obra de Fosse. Entre estos medios estilísticos, hay que mencionar en primer lugar el efecto de ralentización generado por los procesos de repetición-variación: el texto avanza no linealmente sino en pequeños movimientos de avance-retroceso, que no dejan de evocar los de las olas y crean un texto a la Imagen del mar: siempre en movimiento, pero cuya visión de conjunto sugiere inmovilidad. No es casualidad que la imagen de las olas chocando reaparezca constantemente en sus textos. Este efecto de cámara lenta va de la mano de lo que podríamos llamar los “primeros planos” en la escritura de Fosse, que aíslan, como hemos dicho, las palabras sobre la línea, o que fijan la atención en una imagen que agrandan y profundizan a través de la reconfiguración. Esta técnica es particularmente notable en las novelas de Fosse, Melancolía I y II. Estos dos fenómenos producen una dilatación del instante: Fosse consigue dar un espesor extraordinario, un volumen, a un punto en el tiempo, para hacer durar el instante.

    Es también a través de repeticiones-variaciones que Fosse logra vaciar el diálogo hasta el grado de dar una extrañeza al lenguaje más familiar, a las palabras de todos los días. La atonía dada a los diálogos por la ausencia de puntuación, que hace vacilar las inflexiones y entonaciones esperadas, también contribuye a esta extrañeza del lenguaje, y produce un efecto de voz en blanco que Claude Régy subrayó en L’Ordre des morts (1999). Estamos pues ante una escritura a tal punto vaciada de su contenido informativo que se vuelve casi abstracta, y que, en lugar de delimitar los personajes o el sentido, los abre al extremo, manteniéndolos en un estado de apertura o de máxima disponibilidad. Finalmente, la extrema continuidad que vemos en la escritura de Fosse, no solamente al interior de cada pieza, sino desde una pieza a otra, produce esta escritura llena de suspenso que parece no tener fin. No hay cierre del diálogo en Fosse.

    En términos generales, los personajes de Fosse parecen más bien hablar no en el vacío, sino al vacío creado a su alrededor. Por lo tanto, muy a menudo nos encontramos ante un hablar descentrado. Este hablar descentrado me parece estar en la base de la dramaturgia fossiana. De hecho, presenta a aquellos que hablan como una persona medio vacía, medio presente, como ausente de sí misma y volcada a su reflexión interior. Las respuestas de los personajes nunca sacan a la luz lo que está en el corazón de los intercambios. Como las olas, llegan al borde (Fosse escribió un cuento para niños con este nombre), en un movimiento de ida y vuelta que las mantiene en el mismo punto. Si el intercambio pretende progresar, una respuesta lo devuelve al punto de partida. Este proceso da al lector la impresión de que el texto profundiza gradualmente su incapacidad de decir y, sin embargo, se acerca a una zona ardiente cuya presencia se vuelve casi perceptible en la especie de vacío o receso creado por la “vacuidad” repetida de los intercambios. De esta manera, el texto consigue descentrar el interés del lector-espectador, trasladándolo del plano informativo a uno distinto, el de esa profundidad y de esa opacidad sin nombre ante la cual la escritura de Fosse sitúa a sus personajes, y a nosotros con ella.

    Es este descentramiento en obra que actúa en la escritura fossiana lo que da al lenguaje esta extraña resonancia, lo desvía de su objetivo inmediato y lo hace oír tal vez no tanto por sí mismo como por los límites a los que nos permite acercarnos. Por tanto, sería inexacto hablar de una “frontalización” del hablar en el teatro de Jon Fosse. Sería más exacto decir que Fosse nos invita a cerrar los ojos juntos, a sondear la oscuridad que el lenguaje hace brillar.

    Estamos pues ante una escritura a tal punto vaciada de su contenido informativo que se vuelve casi abstracta, y que, en lugar de delimitar los personajes o el sentido, los abre al extremo, manteniéndolos en un estado de apertura o de máxima disponibilidad.

    Cuatro preguntas a modo de conclusión:

    ¿Qué queda del diálogo cuando el hablar está (casi) siempre descentrado?

    ¿Qué queda del drama cuando la pasividad de los personajes socava la noción de acción dramática, tan estrechamente ligada al diálogo?

    ¿Cómo puede afectar la primacía dada al silencio, al rechazo del alivio, al descentramiento, la estructura y la naturaleza del drama, o incluso del género teatral?

    ¿Es justo hablar, para identificar eso indecible o eso desconocido sobre lo cual se abren los textos de Fosse, de un “más allá de lo humano”?

    No me parece que esta incógnita esté fuera del hombre, sino que, al contrario, es una de sus dimensiones. Por otro lado, esta incógnita ciertamente está más allá del lenguaje tal como lo consumimos actualmente. Si debemos dirigir el diálogo hacia otros horizontes, ¿no sería más bien hacia ese más allá del lenguaje, y entonces podríamos pensar que en este punto el trabajo de Fosse sobre el lenguaje no constituye una apuesta tan distinta de la de Valère Novarina?

     

    ————
    Artículo aparecido en Études théâtrales 33 (2005). Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

     


    La noche canta sus canciones y otras obras teatrales, Jon Fosse, traducción de C. Chamatrópulos, Colihue, 2011, 320 páginas.

  380. Texto compro, texto vendo, texto arriendo, texto texto texto

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    Esta semana fui a ver la exposición sobre Enrique Lihn en la Galería Gabriela Mistral y viendo al poeta actuar, erigiendo una pieza audiovisual ilegible y libre, pensé justamente en eso. Cada pieza, cada texto, dibujo, incluso cada retrato, se traducía en una libertad sin ambages. Hace poco también veía una charla de Martín Kohan sobre Borges en la que se burlaba de “Instantes”, ese poema falso que se le atribuye, ese en que un Borges añora esa vida que no vivió, los helados que no se tomó, las montañas que no subió. Kohan decía muy lúcidamente —cómo no— que muchos han cuestionado el modelo de vida que eligió don Jorge Luis, como si leer no fuera vivir. Para Borges, para Kohan, leer como un desquiciado es también una forma de vivir a concho. Por supuesto que Kohan no dice “a concho”. Este texto, como lo son todos, es una lectura de otros. Este ensayo será una lectura del texto de Roberto Careaga, no me aventuraría a decir: una respuesta.

    ***

    En Chile hay un miedo atávico a ser uno mismo”, dijo hace poquito Cecilia Vicuña en una entrevista en la Radio Universidad de Chile. Narra cómo cambia todo después del Golpe, cómo esa maldita fuerza de la naturaleza —la creatividad— se ve silenciada o desafiada, diré más adelante. También lo dice Lihn y Careaga lo rememora, lo dice Ruiz y tantos otros. Lihn, Vicuña, Ruiz son inmensamente libres —escribo en el presente que merecen. Borges también. Es cosa de ver cómo juega con lo verosímil, cómo se ríe de nosotros a través de sus sofisticadas estructuras. Me atrevería a decir, en este texto enrevesado, que hoy el campo literario chileno carece de esa libertad.

    Este será un texto reposado. Porque, la verdad de las cosas, tengo ganas de mandar todo a la cresta. Porque, la verdad de las cosas y por fortuna, esto no es tuiter. No hay un sociópata descontándome la vida, descontándome los caracteres. En este texto mi intención es tomarme el tiempo y la palabra.

    ***

    Han pasado dos años desde que publiqué mi novela Mientras dormías, cantabas, dos años viendo de cerca —pero no tanto— este mundo literario que tan bien perfila Roberto Careaga en su texto del 3 de octubre. Poco antes de publicar mi novela me tocó presenciar como lectora la discusión que se dio a partir del texto de Lorena Amaro en Palabra Pública y ahora, que harta agua ha pasado bajo el puente, mi pregunta es solo una: ¿qué esperamos?

    Amaro y Careaga representan dos tesis de distinto cariz, deciden usar la palabra para desafiar al campo literario que tanto les importa, su intención no es generar murmullo ni conventilleo. Puedo señalar, patudamente, que lo que buscan —y esta es mi lectura— son más textos y menos cahuín, más textos y menos reseñas mediocres y serviles a las distribuidoras y al mercado, más textos y menos tuits llenos de indirectas para hacerse los choros.

    Esta semana también salía con el novio polaco de una de mis mejores amigas. Ella también estaba presente —qué se creen. Él nos comentaba que lo que lo sorprendió de Chile fue ese murmullo. Una forma de entretenimiento curiosa y nociva a la larga. También sumaría a ese diagnóstico que en Chile nos encanta hacernos los choritos del puerto. Chile es un extenso puerto a las orillas del Pacífico y está bien. A mí también me gusta pelearme en las micros, sacar mis cuchillas, hacerle honor a mi nombre poblacional y defenderme. Sin embargo, me pregunto, por ejemplo, si acaso no es una pose cool criticar la narrativa de Zambra, si acaso no es cómodo leer una obra —ya bastante extensa— solo desde dos claves de lectura: la paternidad y la literatura de los hijos, cuando Zambra también habla —desde sus inicios— de la escritura, de la lengua. He visto también estos días ciertos tuits cuestionando su premio Manuel Rojas. Caraderrajismo. Y acá va mi segunda piedra: la palabra opuesta a libertad es cobardía.

    Toda tesis es una piedra.
    Todo tuit es un flato.
    Todo cahuín es carraspeo.
    Argumenten.
    Citen.
    Escriban.
    Piedras y palos.

    ***

    El mercado de la novedad es el cáncer. Escritores y escritoras —o aspirantes— que solo se alimentan de la novedad están destinados a la mediocridad. La libertad no reside solo en la capacidad de articular una verdad, o en expresar con valentía un discurso, sino también en la posibilidad manifiesta de leer más allá de los bordes que dibuja el mercado. Leer la tradición, leer lo clásico, volver atrás con lápiz en mano, intentar descifrar las operaciones de escritura detrás de obras que sobrevivieron el paso apresurado de la historia es una forma de ejercer la libertad.

    El golpe de Estado no logró silenciar la creatividad, la desafió y los artistas tomaron con valentía esa posta. Esta es una historia conocida y fértil. Careaga postulaba que hemos vivido cuatro años intensos —y claro que sí— como una forma de intentar comprender lo tullido que se encuentra el campo. Un acto de suma generosidad del autor. No hay excusas para justificar este cuerpo adormecido. La historia, la política nos debe movilizar, no tullir. ¿Somos artistas o no somos artistas? ¿Somos amigos o no somos amigos? ¿Qué somos?

    Soma.
    Novedad.
    Texto vendo, texto arriendo.
    Influencer.
    Filtro.
    Like.
    Emoji mercado retuit, amiga.
    MERCADO.
    Llegó la merca.

    Mi otra piedra: aunque quisiéramos —bienaventurados los que quieren— que la reflexión sobre la literatura versara solo sobre lo político-estético, no se puede. Como Amaro decía, estamos fagocitados —autoras y autores, mediadores, editoras, críticos— por el neoliberalismo. Ese maldito hijo de puta. Ese soma que insertó Pinocho y que hace que todos los monos bailen a su ritmo. Y nadie se salva. Ni tú, ni yo.

    El mercado de la novedad es el cáncer. Escritores y escritoras —o aspirantes— que solo se alimentan de la novedad están destinados a la mediocridad. La libertad no reside solo en la capacidad de articular una verdad, o en expresar con valentía un discurso, sino también en la posibilidad manifiesta de leer más allá de los bordes que dibuja el mercado. Leer la tradición, leer lo clásico, volver atrás con lápiz en mano, intentar descifrar las operaciones de escritura detrás de obras que sobrevivieron el paso apresurado de la historia es una forma de ejercer la libertad. Tal como Borges lo hacía. Encerrarse y leer, quebrarse la cabeza cosechando estructuras, gestos retóricos, éticas, estéticas, fórmulas, es moverse con libertad en este y los campos literarios que nos antecedieron. Borges fue libre por eso mismo. No necesitamos otra cosa que los textos. Esa es mi propuesta.

    Me podrán decir estructuralista —y sonreiré—, pero hay que volver a los textos, a su materialidad, a desmenuzar esos dispositivos que nos colman hasta el placer. No hablo de intelectualizar el panorama. ¡No! Hablo de detenerse en las gramáticas de hoy y de la tradición. En los personajes y sus derivas. En el lexicón —dícese del vocabulario— de cada autor. Cuál es esa palabra que tanto repite Teillier, digo manos. Cuál es esa palabra que tanto repite Mistral: aupar. Cuál quieres que sea tu palabra. Escribamos, salgamos de la autoficción ramplona y no me digan “ay y cómo Annie Ernaux”, porque cualquier lector medianamente inteligente entiende que su operación es retratar una época y a sus protagonistas, porque cada libro se trata justamente de contarnos sobre los otros.

    Inventemos. Mintamos. Juguemos. Que la lengua sea el artificio que aprendimos de los Parra, de Vicuña, de Ruiz, de Lira, de Eltit, de Lihn, de Brunet. Poiesis. Ficción. Libertad. “La palabra es irreversible, esa es su fatalidad”, dice Barthes. Esa es la urgencia. ¿Qué esperamos, entonces?

    Y para terminar, a todas las muchachas y muchachos que están en sus casas, quisiera cantarles una canción. Cualquier colaboración, se agradece:

    Las rotativas de imprenta
    Ya están empezando a editar escritores incautos
    Y tú tienes una cara de cliente fácil
    Tú compras por una promesa de texto
    Abres el libro y te meten el dedo
    Y les sigues el juego
    Y les das tu dinero
    Y te sientes muy hipster
    Y me río en tu cara de tu estupidez.

    Texto compro, texto vendo, texto arriendo, texto texto texto texto.

  381. La crítica literaria: una conversación inexistente

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    El martes pasado, Roberto Careaga publicó en Santiago un ensayo en que lamenta la escasa (o nula) discusión que suscita, al día de hoy, la literatura. La tesis principal, que comparto, es que se publican muchos libros, pero se discute poco sobre ellos: “Ya no hay crítica literaria: desapareció entre los recortes de páginas que sufrió la prensa y cierres definitivos de suplementos culturales y revistas”. Y sí: hay poca crítica en los medios, especialmente en los de circulación masiva. Donde antes había comentarios semanales no solo de libros, sino también de teatro, música y artes visuales, hoy parece haber simplemente vacío. Matías Rivas lo dijo con algo de provocación hace un par de años, y fueron muchos los que se indignaron con sus frases, sin entrar mucho al fondo del asunto. El tema, sin embargo, parece ser más complejo: si uno escarba y busca en otros sitios, fuera de los medios tradicionales, algo de crítica hay, aunque sí mucho más dispersa y, a ratos, especializada.

    Pero lo importante del diagnóstico de Careaga no tiene que ver solo con los pocos espacios para ponderar y comentar, sino también con la profundidad con que hoy se lee. Abundan, para el periodista de El Mercurio, los comentarios livianos, dichos al pasar en el pasillo o en un café. Mientras tanto, “la discusión literaria está congelada. No es solo que no tengamos suficiente crítica, sino que los libros caen en el vacío. No hay eco, no hay debate. No hay un espacio para que un libro como el de Zambra (Literatura infantil) encuentre un diálogo que lo discuta y lo sitúe en algún contexto”. Algo busca hacer la academia, pero sus ritmos más lentos y su tendencia a la hiperespecialización atentan contra esa conversación más general que Careaga echa de menos.

    Con respecto a los sucesos políticos de los últimos años, a propósito del interés que suscitó una obra como Limpia: ¿cuánto influyen las posiciones políticas a la hora de dar visibilidad a ciertas obras o autores? ¿Qué ha dicho la crítica académica —de cuya erudición y agudeza hay sobrados ejemplos— acerca del estado catastrófico de nuestra crítica y acerca del modo en que la literatura puede iluminar nuestro presente? Son preguntas que, complementando las que proponía Careaga, nos obligan a mirar la dimensión pública de la literatura.

    Esto sucede, además, en un escenario paradójico, pues la vitalidad del mundo editorial local no se detiene: además de los dos grandes grupos editoriales, que publican a muchos autores locales, traducen e importan libros, hay una densa red de editoriales independientes y universitarias con un trabajo abundante y de primer nivel que atiborra de novedades las librerías a una velocidad imposible de seguir. El problema, sin embargo, es mucho más pedestre que la dificultad para seguirle el ritmo a los libros que no dejan de aparecer: es que ellos, en su gran mayoría, pasan de largo sin pena ni gloria.

    ¿Qué se pierde cuando la crítica literaria desaparece? Al enunciar esta pregunta emergen dos dimensiones distintas de la crítica, una más académica o especializada, y otra más periodística o de difusión. Sobre la primera, cabe recordar una reflexión de Octavio Paz a propósito de este tipo de ejercicio intelectual. En uno de los ensayos de Corriente alterna, el Nobel mexicano aseveró: “Carecemos de un ‘cuerpo de doctrina’ o doctrinas, es decir, de ese mundo de ideas que, al desplegarse, crea un espacio intelectual, el ámbito de una obra, la resonancia que la prolonga o la contradice. Ese espacio es el lugar de encuentro con las otras obras, la posibilidad de diálogo entre ellas. La crítica es lo que constituye lo que llamamos una literatura y que no es tanto la suma de las obras como el sistema de sus relaciones: un campo de afinidades y oposiciones”. En cierta medida, la academia sí mantiene viva una parte de ese “sistema de relaciones”: libros como los de Grínor Rojo sobre la novela chilena, de Lorena Amaro o Rodrigo Cánovas sobre los escritos autobiográficos, las ediciones críticas sobre la narrativa de Marta Brunet, Manuel Rojas o Mariano Latorre contribuyen, con sus versiones anotadas y dossiers críticos, a situar ciertas obras en un espacio literario académico que, mal que nos pese, parece estar más amoblado que el descampado que lo rodea. En cierta medida, lo logra también el trabajo editorial que hacen La Pollera, Tácitas o Ediciones UDP al rescatar y compilar textos como los de Gabriela Mistral, Teófilo Cid, José Miguel Ibáñez o Jenaro Prieto, entre muchos otros. Se echa de menos, no cabe duda, un diálogo más fluido entre la universidad, las editoriales y los lectores, pero hay que comenzar por constatar y celebrar un corpus importante de libros que rescatan el canon e interpretan la historia y el campo de la literatura chilena.

    Sin embargo, hay otra dimensión que subyace a la crisis de la crítica que es algo más difícil de abordar: hoy parece no haber espacio para el juicio estético ni para la defensa del gusto; nadie (o casi nadie) parece estar dispuesto a decir que tal o cual libro no vale la pena; las desavenencias en torno al arte o la belleza quedaron, aparentemente, en el pasado. La pérdida de legitimidad de los juicios estéticos es de larga data y atraviesa complejas discusiones filosóficas, pero tiene un correlato importante en el modo en que experimentamos y compartimos aquellas aproximaciones generales a toda obra de arte. Despreciamos la “crítica impresionista” que se daba en el siglo XX en los medios masivos y ahora nos quejamos de que la crítica literaria no entusiasma a nadie. Desterramos la posibilidad de celebrar o lanzar diatribas, y circunscribimos las lecturas a los claustros de especialistas, en que toda interpretación debe estar precedida de análisis científicos y metodológicos que interesan solo a un corro de convencidos.

    A ratos, los escasos espacios culturales parecen una vitrina de relaciones públicas que los medios destinan a ciertos autores o editoriales. Todo fotogénico, bien diseñado y buena onda, donde toda novedad vale la pena. El modo de salir del marasmo quizás comience por la posibilidad de decir que hay obras o autores que no la valen. Quizás alguien, de paso, se enoje por ello, por estar en desacuerdo, porque le tocaron una fibra sensible o le criticaron a su autor favorito. Y quizás alguien, en el mejor de los casos, responda. Eso ya sería, sin duda, una buena noticia.

    No cabe duda de que la escasez de espacios para la literatura en medios masivos impide la conversación que, con cierta nostalgia, extraña Careaga. Él mismo apuntaba varias preguntas muy agudas acerca del campo literario actual. Hay muchas otras que se pueden plantear, e intentar responderlas es necesario para hacer un diagnóstico acucioso del estado de nuestra crítica: ¿cuánto pesan las amistades y camarillas a la hora de ocupar o atacar ciertas posiciones dentro del campo cultural? ¿Por qué ponemos tanta atención a las novedades editoriales —cayendo, de paso, en las más burdas lógicas del consumo— dejando pasar oportunidades para volver sobre cierto canon, aunque sea para ponerlo en cuestión? Como dijo el mismo Matías Rivas hace unos días, ¿por qué pasó el 50 aniversario de la muerte de Pablo Neruda en el más absoluto silencio mediático? O con respecto a los sucesos políticos de los últimos años, a propósito del interés que suscitó una obra como Limpia: ¿cuánto influyen las posiciones políticas a la hora de dar visibilidad a ciertas obras o autores? ¿Qué ha dicho la crítica académica —de cuya erudición y agudeza hay sobrados ejemplos— acerca del estado catastrófico de nuestra crítica y acerca del modo en que la literatura puede iluminar nuestro presente? Son preguntas que, complementando las que proponía Careaga, nos obligan a mirar la dimensión pública de la literatura, esa que hoy parece palidecer ante nuestras omnipresentes discusiones constitucionales y, sobre todo, ante la primacía de las redes sociales y la cultura audiovisual.

    En medio de este páramo, ya no tenemos los atisbos de espectáculo que la crítica tuvo alguna vez: ya no queda ni la virulencia legendaria de Pablo de Rokha, las diatribas de Enrique Lafourcade ni los elegantes desmembramientos de Juan Manuel Vial. Quedan, como un testimonio de un tiempo pretérito, los ácidos y categóricos juicios de Patricia Espinosa, sindicada alguna vez como la crítica más temida de Chile. A ratos, los escasos espacios culturales parecen una vitrina de relaciones públicas que los medios destinan a ciertos autores o editoriales. Todo fotogénico, bien diseñado y buena onda, donde toda novedad vale la pena. El modo de salir del marasmo quizás comience por la posibilidad de decir que hay obras o autores que no la valen. Quizás alguien, de paso, se enoje por ello, por estar en desacuerdo, porque le tocaron una fibra sensible o le criticaron a su autor favorito. Y quizás alguien, en el mejor de los casos, responda. Eso ya sería, sin duda, una buena noticia.

  382. El diente de oro de Pinochet

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    Hace unos años circuló la noticia de que una productora estadounidense estaba preparando una serie sobre Pinochet. Iba a recrear el bombardeo a La Moneda con estándares hollywoodenses, para contar la tragedia del general que traicionó a Allende y se enquistó en el poder. Aun cuando el casting contemplaba a un actor de calidad —Edward James Olmos, alguien que habría dotado de matices al personaje—, la serie finalmente no se hizo. ¿Por qué? Vaya uno a saber, pero en una industria plagada de villanos resulta pertinente preguntarse por qué la ficción audiovisual, chilena o internacional, ha sido tan esquiva con Pinochet. A 50 años del Golpe sorprende constatar que ni el cine ni la televisión han podido abordarlo. La razón puede ser simple. Para mover los hilos del regicida Macbeth, Shakespeare tuvo que quererlo, tal como David Chase quiso al asesino Tony Soprano. Para poner a Pinochet en la pantalla, primero habría que hacerlo querible o al menos entregarle buenas dosis de ambigüedad, es decir, sacarlo de la caricatura.

    ¿Quién tendría el valor para algo así?

    Los alemanes necesitaron seis décadas para tragarse una película como El hundimiento, en la que un Hitler de carne y hueso (interpretado por Bruno Ganz) arrastra a Alemania a la debacle total. Y claro, humanizar dictadores tiene costos. La escena en que el furioso Hitler increpa a sus generales por los avances del Ejército Rojo lleva 15 años siendo materia prima de videos parodia. Para muchos jóvenes que no conocen la historia alemana del siglo pasado, la primera referencia que reciben del Führer proviene de esos divertidos memes titulados “Hitler se entera”. Es decir, el genocida provoca risas antes que horror.

    La única película dedicada al dictador chileno es Pinochet’s Last Stand, un telefilme producido por la BBC en la que Derek Jacobi lo interpreta durante la detención en Londres. Pero el guion no deposita el conflicto dramático sobre él, sino en los políticos laboristas que deben decidir si lo devuelven a Chile, para no provocar un conflicto diplomático con el gobierno concertacionista, o si gestionan su extradición a España, para que sea juzgado por alguno de sus crímenes. En otras palabras, la película no se trata de él.

    Para este año, Netflix ha anunciado el estreno de una comedia negra llamada El conde, producida por Fábula y dirigida por Pablo Larraín, en la que un Pinochet vampiro, a la edad de 250 años, decide morir “de una vez por todas, debido a las dolencias que le acarrearon su deshonra y sus conflictos familiares”. La película, según el director, pretende “analizar los hechos ocurridos en Chile y el mundo en los últimos 50 años”. Más allá del arrojo en la elección del género y de que uno de los guionistas sea el gran dramaturgo Guillermo Calderón, permítasenos ser escépticos: cada vez que Pablo Larraín usó la historia de la dictadura para sus películas, eludió el asunto central. Dicho sea de paso: qué distintas habrían sido algunas de sus películas si en vez de nihilismo les hubiera inyectado algo de convicción y de verdadero compromiso ya no político, sino con los protagonistas. Él, por su historia familiar, estaba pintado para eso. Con una comedia de vampiros el director podrá ganar visionados en el streaming y aplausos en muchas partes, pero no conseguirá matar al padre.

    ¿Dónde encontramos a Pinochet entonces?

    Un buen lugar es Pinochet y sus tres generales, del español José María Berzosa. Es un documental antiguo, que circuló hace una década, gracias al rescate que hizo el antropólogo Matías Wolff. Hacia 2011, entre la celebración del bicentenario y la conmemoración de los 40 años del Golpe, Wolff, que se encontraba estudiando en París, comenzó a recopilar documentales europeos que estaban siendo digitalizados y subidos a diversas plataformas de internet. Con paciencia, Wolff los subtituló y colgó en una página a la que bautizó “Chile desde afuera”. Fue un trabajo admirable. En conjunto, el material reunido por el antropólogo ilustra la fascinación que generó entre los europeos el proceso de la Unidad Popular y cómo los horrorizó la dictadura. Si se observa con atención, puede notarse el cambio político-cultural que se dio entre, digamos, 1971 y 1986. Solo como ejemplo, en el Chile de 1971 la clase media se maneja con destreza en francés; 15 años después, aquel atributo, presente durante más de un siglo en la cultura chilena, desaparece.

    Aquí puede verse a un Pinochet relajado y feliz, durante el viaje que hizo a la Antártica (…). El general recibe honores de una banda de la Armada aterida por la nieve, pasa revista a las tropas, es ayudado a saltar de un bote a un muelle (casi se cae) y observa pingüinos desde el Aquiles, el barco presidencial, junto a su fascinada esposa. Toda esta secuencia (…) es un inusual acceso a la intimidad de Pinochet.

    Pinochet y sus tres generales corresponde al remontaje de una serie de cuatro documentales hechos para la televisión francesa, rodados en una visita de varios meses que Berzosa realizó al país entre 1976 y parte de 1977, es decir, cuando el régimen ya había puesto en marcha las primeras reformas estructurales de la economía y Pinochet se encontraba firme en el poder. En 2001, aprovechando el interés global que produjo su detención en Londres, Berzosa le dio nueva vida al material recopilado. Se trata del más acabado perfil que se haya hecho sobre la Junta Militar.

    A través de la vieja técnica de la adulación, el director se gana la confianza de los generales, para luego ridiculizarlos y poner en evidencia el nacionalismo exaltado que sirvió de sustento ideológico para el régimen en sus primeros años. Berzosa tiene el mal gusto de alternar la pomposa comedia de marchas castrenses y frases para el bronce de los generales con los testimonios de las madres y esposas de los desaparecidos, un recurso que sirve como denuncia y contrapropaganda de la dictadura, pero que tiene severos problemas éticos. ¿Es lícito usar el dolor de las víctimas de una dictadura tercermundista para que en Europa se entienda que cuando los militares niegan los asesinatos están mintiendo? Algunos dirán que sí; lo cierto es que un cineasta que se ubica a sí mismo en el lado correcto de la historia también puede ser un carroñero. Para que esto funcionara habría que jugarse el pellejo, y Berzosa tiene astucia y mucha gracia, pero no corrió peligro alguno. Todo lo contrario: las puertas se le abrieron como a nadie.

    Pero el documental es valiosísimo por las imágenes y los testimonios que tiene de los integrantes de la Junta. Aquí puede verse a un Pinochet relajado y feliz, durante el viaje que hizo a la Antártica, en enero de 1977, para resguardar la soberanía. El general recibe honores de una banda de la Armada aterida por la nieve, pasa revista a las tropas, es ayudado a saltar de un bote a un muelle (casi se cae) y observa pingüinos desde el Aquiles, el barco presidencial, junto a su fascinada esposa. Toda esta secuencia en la Antártica es un inusual acceso a la intimidad de Pinochet y uno de los escasos registros en que lo pillamos con la guardia baja.

    Berzosa también logra grandes momentos con los otros tres integrantes de la Junta. Aquí, la carne fresca es la vanidad de unos hombres que saben que sus apellidos serán una nota al pie en la historia del jefe supremo. Con uniforme o sin él, el director les sonsaca opiniones sobre variados temas, algunos ridículos, que sirven de todos modos para saber quiénes son y entender cómo operaba la dinámica interna de la Junta.

    Mendoza, el general director de Carabineros, es amante de los caballos y es capaz de enumerar la relación entre ellos y los seres humanos desde la época de los sumerios, pero no de articular una visión política propia para el gobierno militar; su función decorativa es manifiesta. Leigh, en cambio, es rotundo y no muestra fisuras, aunque la neurosis le brota por los poros. Su referente político es el general De Gaulle, quien según él terminó con el caos en Francia, y sus pasiones son la ópera y los pájaros que tiene enjaulados en un aviario de su jardín. Merino, por su parte, es un histriónico golfista (el primer plano de sus pies cuando le pega a la pelota es glorioso), incondicional de Francisco Franco, aunque más identificado con el almirante Nelson (“El hombre que derrotó a todas las flotas del mundo”), tiene talento para la pintura y demasiados argumentos para refutar a Marx (“No es un filósofo, es un seudoeconomista”). No obstante que la intención es dejarlos mal (lo logra), también los muestra en su dimensión más casera, de viejos cansados y casi seniles, de abuelos cariñosos que levantan en brazos y ven correr a sus nietos, como lo haría cualquier chileno.

    La excepción es Pinochet. Cuando se le pide que se abra, se vuelve impenetrable y, estresado seguramente por conflictos de la coyuntura, se suelta solo para lanzar una furiosa perorata contra la Democracia Cristiana. De los cuatro, es el que más se defiende, el que más desconfía. Ante este enigma, la cámara caza detalles: los inquietos ojos verdes, el bigote cano, la pesada argolla matrimonial. El lente se acerca hasta los dientes inferiores del general, hasta las coronas de oro que sostienen los incisivos central y lateral.

     

    ————
    Este texto fue escrito mucho antes del estreno de la película El conde, que se encuentra disponible en Netflix desde el mes pasado.

     


    Pinochet y sus tres generales (2001), dirigido por José María Berzosa, disponible en YouTube.

  383. Las dificultades del yo

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    El último libro de Juan Pablo Meneses, periodista viajero y de alcance latinoamericano, creador de formas de la crónica como el periodismo portátil y el periodismo cash, se titula Una historia perdida, y se vende como una revelación del 11 de septiembre de 1973: además de bombardear con precisión La Moneda y la casa de Allende en Las Condes, uno de los pilotos de los seis aviones Hawker Hunter se desvió y apuntó a un blanco errático, el hospital de la Fuerza Aérea. Cuenta esa historia, muy poco conocida e intrigante, y sobrevuela las políticas del horror, pero más bien, se trata de una novela sobre sí mismo y su vida de desarraigo, una autobiografía que arranca a partir del bombardeo equivocado. Meneses sabe investigar y contar, y cuenta así su historia personal y también algo de la historia de la dictadura, además de varios pormenores del boom de la no ficción en español del que forma parte, y el común odio al horroroso Chile y no poder salir de él, del verso de Enrique Lihn que ama.

    Digo que el libro “se vende” —o se promociona— porque Meneses, que se ha ganado la vida escribiendo y dictando talleres en varios países, tiene claro que la crónica es un producto más en un mundo donde todo es mercancía y transacción. Ha dicho que la crónica puede ser como una start-up o como una incubadora de negocios. Por eso creó primero el periodismo portátil —escribir desde cualquier parte para cualquier parte— y luego el cash, con tres libros que investigan cómo es comprar y ser dueno de algo: una vaca y hablar de la explotación animal; un niño futbolista y ver el deseo grotesco de éxito; un dios portátil, y tratar de la desmesura humana. Sobre Chile por supuesto también ha reporteado: en 2004 publicó el libro Sexo y poder, sobre el caso Spiniak y el extraño destape chileno comparado con otros lugares del mundo; ha entrevistado a cientos de chilenos en el extranjero —como el protagonista de esta novela, llamado Pablo—, a quienes vendía, o le compraban, por ser “exitosos” según la pauta del exitista Chile de las últimas décadas.

    El hecho inicial aquí es el hombre, Pablo, o Juan Pablo, que recuerda el ruido y las esquirlas de esa bomba equivocada que cayó cerca de su casa de infancia; él, niño en el bombardeo, a su madre metiéndolo para adentro y él queriendo salir, los vidrios rotos y llorar abrazado y aterrado. Los militares invaden el barrio y el padre instala un vidrio nuevo que no queda bien. Ese estallido, se da cuenta, le dejó un trauma psíquico y físico: se descompone cuando escucha un fuego artificial o un estruendo.

    Años después, cuando está instalado como investigador en Nueva York, su madre muere y él vuelve a Chile una vez más. Y se queda para escribir la novela que leemos: se propone saber quién tiró la bomba errada que le dejó prendida la necesidad de saber y de contar (su padre, relata, era contador, y su gran desilusión infantil fue saber que en sus enormes libros no había historias, sino números). La investigación es entretenida y se muestra simplemente: hay cuatro posibilidades que se han dado casi en secreto a lo largo de los años, y que él va buscando obsesivamente: a) que el piloto fuera un extranjero, b) un novato, c) el hijo del general Gustavo Leigh (comandante de la Fuerza Aérea y miembro de la Junta Militar gobernante) y d) un desertor. Estas opciones conforman la estructura del libro, pero, al desplegarla, tiene que contar también su historia de ser chileno, su experiencia de bombardeado y de periodista, y por eso también su vida extranjera y lejana del horroroso Chile.

    Aparece entonces la difícil cuestión de la escritura en general y del periodismo narrativo en particular: el lugar del yo. Cuando alguien cuenta sobre la realidad, ¿importa la del cronista o más bien él se interpone entre los hechos y el lector?

    Importa lo que pueda decir, su punto de vista —que viene de lo que sabe, lo que investiga, de su inteligencia y persistencia ante una cosa—, pero quizá no interesan sus devaneos íntimos, paralelos a la historia. A veces la escritura y el yo son la misma cosa, como dice Montaigne, pero a veces no. Por supuesto, toda escritura es subjetiva y viene de un punto de vista, de un yo, de lo contrario no sería escritura —es elaboración tipo Chat GPT—, pero cuando se habla de un hecho ajeno y concreto, no es pura subjetividad, como muy bien va revelando Meneses en el libro: lo que él crea y lo real no son lo mismo, y en ese espacio de diferencia se toma libertades, por supuesto, que pueden también alejar al lector de las pasiones que movilizan la historia.

    Hacer calzar los datos consigo mismo para lograr lo real es de una dificultad insuperable. La escritura del trauma intenta ajustar la historia general y fatídica con la personal y, por cierto, menos fatídica: la no ficción de sí mismo. “Pasé del periodismo literario a la literatura periodística”, declaró Meneses en una entrevista. Está muy bien borrar las fronteras supuestas entre ficción y no ficción, pasar esa frontera, como lo hizo Eloy Martínez, uno de sus ídolos, y tantos cronistas del nuevo boom latinoamericano. Pero también es un juego que se vuelve peligroso.

    Hacer calzar los datos consigo mismo para lograr lo real es de una dificultad insuperable. (…) Está muy bien borrar las fronteras supuestas entre ficción y no ficción, pasar esa frontera, como lo hizo Eloy Martínez, uno de sus ídolos, y tantos cronistas del nuevo boom latinoamericano. Pero también es un juego que se vuelve peligroso.

    Este juego entre la ficción y lo real, algo que se estudia en las universidades, es más divertido en las fiestas, como dice Meneses en el libro. En el más apoteósico de estos eventos internacionales, en un taquillero hotel de la Ciudad de México, el protagonista especula irónicamente sobre cómo explicarle a la mujer que lo acompaña —su futura novia— una tipología o quién es quién de los avezados periodistas presentes: el cronista miseria, que vive de fondos y premios ONG y ejecuta la pornomiseria; el cronista tecnócrata, frío tratante de datos; el cronista traductor, que lee lo último del inglés y copia; el cronista invisible, que siempre está en los eventos y es amigo de todos, pero no se le conoce obra; el cronista activista, sin punto de vista propio sino redactor de causas bienpensantes. Entre estas caricaturas, él sería el cronista herido, que descree de todo y debe ir solo por el mundo para purgar un dolor difícil de comprender, que es de algún modo lo que intenta en esta novela donde a veces el lector no sabe dónde ubicarse: leemos, por ejemplo, de su crianza durante la dictadura, que incluye lecturas de periodismo casi heroico, activismo juvenil y un amigo muerto, pero al final no sabemos si es cierto.

    Esto porque hay varios, demasiados cabos sueltos. Por ejemplo, un poco más adelante, cuando habla de la famosa frivolidad noventera y de las posibilidades del periodismo de investigación en el Chile de la Transición, denosta a la revista Nervio (claramente, un nombre supuesto para la revista Fibra) por ejercer “la crónica como maquillaje: tenían todos los recursos a disposición para no tocar ningún tema relevante”. Inventa entonces un personaje que dirige esta revista, para reírse y odiarlo, lidiando con una cuenta que no sabemos bien cuál es. En lo que respecta a su trabajo, en todo caso, las cosas están claras: él no ejercerá el heroísmo político ni develará las grandes oscuridades económicas del poder, sino simplemente podrá “publicar mensajes entre líneas en una revista de viajes”.

    En la investigación, unas páginas más adelante, cuenta que Pablo entrevista a Patricio Manns para obtener información, porque es el único autor que publicó en un libro la tesis de que los pilotos de los aviones eran gringos con gran experiencia previa, quizá en la guerra de Vietnam —pues ningún chileno tenía esos niveles de puntería—, cuestión que le habría corroborado un historiador mexicano. ¿Podemos creerle o es un invento? ¿Son las palabras de Manns o es una recreación?

    Está bien, seguimos leyendo, como leemos una novela que habla de la historia, como tantas otras, pero aparecen cada tanto los puntos extraños en que la convención y acuerdo tácito entre autor y lector parecen desarmarse.

    Lo más interesante de la novela, precisamente, es cómo reconstruye el hecho perdido: la búsqueda de materiales, el contacto con las fuentes (en la supuesta entrevista con Patricio Manns, por ejemplo, el escritor le explica fehacientemente que la bomba fue un error: ningún piloto bombardearía un hospital, ni en la peor guerra), las formas en que la disciplina de investigación se cruza con el azar. En este sentido, es fascinante cómo un encuentro aparentemente trivial con alguien que debe entrevistar en sus viajes por el mundo, un expiloto de la Fuerza Aérea, ahora comandante comercial en el sudeste asiático, se transforma en la fuente clave para resolver el enigma del bombardeo (pero, de nuevo, ¿es verdad o invento?). La relación con ese entrevistado, además, señala las grietas posibles en la construcción de una historia periodística, la posibilidad de creer, cómo valorar la información. Es un tipo que a cada palabra se vuelve más oscuro e intrincado, y no sabemos —con suspenso, más allá de la duda por la verosimilitud— si es un torturador, un traidor o un pobre tipejo sin ética (o las tres cosas). Hasta que llega el punto en que la única manera de resolver quién bombardeó el hospital es inventar una escena a partir de unos datos inciertos, pero posibles. Imagina, supone, que el piloto “se bajó del avión con los brazos en alto. No hubo ninguna broma, como dice la mayoría de los libros de investigación que han registrado el hecho. No fue un error, fue una causa”.

    Paralelamente a ese logro —hacer real su punto de vista, investigación y análisis, pasándolo por las formas de la novela—, nos deja saber las experiencias infructuosas de su asistente en el periodismo chileno, las violencias machistas sufridas por su elegante agente colombiana, su odio a la ciudad de Barcelona por ser demasiado Gaudí, su trabajo psicoanalítico abandonado en Buenos Aires o los devaneos existenciales de su expolola mexicana. Su propio proceso, la pérdida de la madre, y de la patria, están cerca, pero permanecen en la zona más oscura del yo (a la que se llega vía inconsciente o psicoanálisis, mediante la poesía o la creación). Fuera de ahí, la historia común, que es difícil y oscura, se puede perder. Y ese es el riesgo ante el cual hay que estar en guardia.

     


    Una historia perdida, Juan Pablo Meneses, Tusquets, 2022, 260 páginas, $18.500.

  384. La insistencia de la memoria

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    La historia de un país bien puede ser narrada como la historia de una mansión que deviene lugar de fiestas y luego recinto de torturas, o como la historia de un cuerpo torturado y vaciado de voluntad que se busca en cualquiera que reconozca su existencia. Esa es una forma de leer lo que hacen Germán Marín en El Palacio de la Risa (1995) y Fátima Sime en Carne de perra. Es decir, como dos novelas que, al relatar la visita de un hombre a las ruinas del sitio donde los aparatos del Estado ejercieron toda su violencia y la otra, el reencuentro de una víctima de tortura con su victimario, se plantean cómo convivir con el recuerdo de la violencia política. Una violencia que no solo es demasiado reciente, sino parte inextricable del légamo que nos constituye como sociedad, aunque haya quienes insistan tercamente en negarlo.

    Carne de perra apareció originalmente en agosto del 2009 y fue recibida con entusiasmo por la crítica. Merecidamente. Esta novela de Fátima Sime se ganó su sitio junto al documental La flaca Alejandra (1994), de Carmen Castillo, como obra ineludible, que trata la abyección de la tortura. Carne de perra lleva un título doloroso y afortunado que apunta tanto a la dureza que permite sobrevivir a la protagonista como a la “domesticación” del cuerpo de una mujer mediante el alternado uso de vejaciones e incentivos amorosos. Es importante no confundir esta reprogramación con el “síndrome de Estocolmo”, pues este no describe la relación de la protagonista y su torturador, más ajustada al “vínculo afectivo traumático”, descrito por la psicóloga Shirley Spitz, en The Psychology of Torture (1989).

    Para Spitz, la tortura es el máximo acto de intimidad pervertida, una forma de posesión donde la víctima desarrolla un vínculo con el victimario usando primitivos métodos de defensa, como la disociación, la identificación proyectiva, la introyección y la disonancia cognitiva. Es notorio que Fátima Sime conoce el suelo que pisa al narrar cómo la personalidad de su protagonista es reestructurada, cómo la intimidad y el afecto que busca en los torcidos escarceos sexuales y amorosos a los que la somete el Príncipe, pasan a convertirse en el relleno de su voluntad vaciada.

    La novela presenta dos episodios en la vida de María Rosa Santiago López, una enfermera que un día descubre a su extorturador, Krank, el Príncipe, agonizando en una cama de la UCI. (…) Sime da forma a su libro echando mano a esta estructura aparentemente sencilla, un tinglado que al ser considerado con atención revela un modo sutil e inteligente de hablar del pasado.

    La novela presenta dos episodios en la vida de María Rosa Santiago López, una enfermera que un día descubre a su extorturador, Krank, el Príncipe, agonizando en una cama de la UCI. Alternadamente leemos capítulos breves situados en dos tiempos: unos en los años 70, que narran la prisión política, la tortura y la colaboración de María Rosa, y otros, unos 20 años más tarde, cuando está trabajando en la Posta Central, es alcohólica, no tiene amigos, se entrega al sexo mecánicamente, casi no se alimenta y evita el contacto con su familia tras volver del exilio. Sime da forma a su libro echando mano a esta estructura aparentemente sencilla, un tinglado que al ser considerado con atención revela un modo sutil e inteligente de hablar del pasado.

    La autora elige narrar los episodios de los años 70 en tercera persona, de forma tal que parecen estar ocurriendo momento a momento en el presente, casi como en un guion, y nos sitúan vívidamente en la casa cercana a la iglesia San Francisco, donde María Rosa está siendo torturada: “Nuevas costras que le pican empiezan a cubrir las heridas donde el hombre escarbó. Al menos no duelen. Excepto por las personas que le traen las comidas, no ha visto a nadie. No sabe qué le pasa. No sabe qué pretenden”.

    A su vez, los episodios que creemos situados en el presente son narrados en primera persona y en un pasado perfecto que parece insistir en la transitoriedad de cada instante: “No me importó. El pisco con Martini me raspó la garganta y el esófago. No había tomado desayuno. Fue como un sedante a la vena que agradecí con una sonrisa, una sonrisa idiota, pero que al cantinero le gustó”.

    Esta delicada elección estilística de Sime sugiere que el presente es un caudal de instantes al que es inútil aferrarse, mientras que el pasado es un bloque omnipresente que nunca deja de ocurrir, un bloque ante el cual la única respuesta moral es la insistencia en la memoria.

     


    Carne de perra, Fátima Sime, Cuneta, 2022, 154 páginas, $14.900.

  385. Nadie dijo nada (o el murmullo privado que acalla toda discusión)

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    No se puede escribir una novela así. Es pésima”, me dice un escritor en un pasillo en un encuentro al azar y uno o dos días después alguien declara sobre el mismo libro: “No pude parar de leerlo. Es genial”. Me pasa varias veces a lo largo de varias semanas y no siempre son conversaciones pasajeras. Lo aliento. Pido opiniones, colecciono elogios y reprobaciones, busco posiciones sobre Limpia, de Alia Trabucco. Podría haber sido otro libro, pero ese en particular desata el deseo de situarse: sí o no. O sí, pero no. O un rotundo sí. O por supuesto no. Es un murmullo detrás del ruido general que provoca la novela, más allá de las posibles menciones públicas que se registran en la prensa, que prolifera en las bambalinas del sistema literario y tiene la honestidad de lo extraoficial. Lo disfruto, pero sé que solo vive ahí y desaparecerá.

    Sucede mucho. Sucede demasiado. No sé hace cuánto tiempo, pero por lo menos hace unos 10 años. O más. El dato que todos manejamos es que ya no hay crítica literaria: desapareció entre los recortes de páginas que sufrió la prensa y cierres definitivos de suplementos culturales y revistas. Ya nadie habla de libros salvo quienes los escriben. Y, por cierto, quienes los editan. O los venden. Escritores, editores, unos pocos libreros, algunos académicos y un par de periodistas que se encuentran en lanzamientos, mesas redondas, bares, fiestas, y se preguntan unos a otros si leyeron tal o cual novela que acaba de salir. A veces todo queda en un gesto, otras el diálogo se prende junto a una cerveza. Como sea, poco importa: desaparece. Me refiero a la narrativa, claro, porque la poesía está en un planeta diferente, con sus propias reglas.

    Un solo crítico literario, ninguna revista, dos salas de conferencia, un lugar de reunión, nada”, escribió a mediados de los 80 Enrique Lihn describiendo el ambiente cultural de esos días. La queja tenía el marco del apagón cultural de la dictadura, pero a veces me parece que también retrata lo que sucede hoy. O no, estoy exagerando. La escena se mueve: cada semana, al menos en Santiago, se lanzan dos libros en librerías y diferentes espacios, y con una regularidad asombrosa escritores extranjeros dictan charlas en el país —aunque son muy pocos los escritores que asisten a ellas. En este mes —septiembre de 2023— pasaron por acá la argentina Albertina Carri, la española Irene Solá, el rumano Mircea Cărtărescu, el cubano Leonardo Padura, el estadounidense David Rieff, el mexicano Christopher Domínguez Michael y la colombiana Margarita García Robayo. Pero como una vez Raúl Ruiz tituló una película: Nadie dijo nada.

    O sí, pasan algunas cosas: los invitados dan un par de entrevistas, se encuentran con el público en las charlas, firman libros y luego se van a una cena. Ahí pasa otra vez: me gusta este libro, ese autor, este no tanto, ese es un imbécil, risas, otra copa de vino, a veces un intercambio de correos y buenas noches, hasta la próxima feria en Guadalajara o Buenos Aires. Más allá, el descampado: el eco de las palabras de Rieff sobre la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado queda entre los asistentes a su conferencia, la visión mágica de la literatura de Cărtărescu llega a quienes han ido a verlo, la rarísima posición de Carri ante la ficción flota entre los curiosos. Al final se evaporan. Quizás nunca van a parar el tráfico, está bien, ¿pero por qué ese tejido de voces potencialmente tan provechoso se aprovecha tan poco?

    ¿Qué nos está diciendo María José Ferrada en sus libros en que las barreras de infancia y adultez se disuelven? ¿Por qué un autor como Simón Soto escribe novelas históricas? ¿Es histórica Aguafuerte? ¿La ciudad migrante de Daniela Catrileo refleja el país? ¿Acaso la imagen de Pedro Lemebel que presenta Óscar Contardo en Loca fuerte es con la que nos quedaremos? ¿Álvaro D. Campos de verdad contiene el descontento urbano post estallido?

    En Chile llevamos cuatro años en una crisis política que absorbe todas las conversaciones y tiene al debate público atragantado. Ante el trance constitucional, la literatura parece una frivolidad. Yo creo que no lo es y basta leer la última novela de Diamela Eltit, Falla humana, para saber que un texto literario puede ser un retrato del ánimo político del país más afilado y duradero que cualquier columna dominical en los diarios que coleccionan corazones en redes sociales. Sabemos que el problema es leerla. A Eltit, pero a casi cualquier autor que no tenga la seducción masiva de la frase corta y el párrafo transparente. Eso lo sabemos hace mucho. De lo que me estoy dando cuenta ahora (tardísimo, lo sé) es que no es solo el “público general” quien no la lee, sino que tampoco es leída por quienes habitan ese espacio —inestable— conocido como campo literario. O, mejor dicho, su lectura queda solo en ese ámbito privado de los círculos culturales en que las opiniones se mueven a la velocidad de un café expreso o la primera cerveza.

    Después de Limpia, detecté lo mismo con Literatura infantil, de Alejandro Zambra. Se publicaron muchas entrevistas al autor —yo le hice una en El Mercurio— y él mismo la presentó en Santiago ante una cantidad de público enorme, pero cuento poquísimas críticas a su libro. No la reseñó ni Patricia Espinosa ni Pedro Gandolfo, los dos críticos semanales que van quedando en la prensa y llevan el “pulso” de la literatura local. Pero en conversaciones de pasillo, mensajes por teléfono, lanzamientos, se multiplicaron los comentarios. Quizás yo los buscaba, pero fue facilísimo hallarlos: “genial”, “emocionante”, “fabulosa”, “innecesaria”, “no podría encontrar una frase mal escrita por Zambra”.

    No hay ni qué decirlo, pero lo digo para remarcar un contraste posible: esas opiniones privadas sobre Literatura infantil no son solo ligeras y pasajeras, sino que se imponen a la posibilidad de una lectura profunda. ¿Acaso hemos dicho ya demasiado sobre las formas de la paternidad que no queremos seguir pensando en ella? ¿Acaso la masculinidad ejercida en los textos del aquel libro ya la dimos por sentada? No lo creo. Creo que estamos en un problema mayor: la discusión literaria está congelada. No es solo que no tengamos suficiente crítica, sino que los libros caen en el vacío. No hay eco, no hay debate. No hay un espacio para un libro como el de Zambra encuentre un diálogo que lo discuta y lo sitúe en algún contexto. Y si un autor de su importancia no lo encuentra, no sé cuál podría. Sobre todo pensando en la enorme cantidad de libros que producen mensualmente las editoriales independientes.

    Quizás la conversación sobre la “literatura de los hijos” fue la última que efectivamente encontró un espacio y a la distancia tiene sentido: estuvo enmarcada en los 40 años del golpe de 1973, donde hubo todo tipo de conversaciones culturales, debates sobre la historia del país y diálogos políticos. Tantos que nuestros narradores produjeron un hito que, a su vez, fue detectado por la crítica. Leer esas novelas sobre niños que soportaron a sus padres en la dictadura reveló un sentimiento que manteníamos muchos. Diez años después, la conversación sobre el país está marcada por el revisionismo conservador y ya no sabemos qué podría estar diciéndonos la literatura. Porque algo nos está diciendo. Puede que sea borroso y se multiplique sin formar una visión general, pero algo dice. Algo pide. Creo.

    Entre la enorme cantidad de libros que se publican en Chile irán aparecieron joyas que descubriremos en el futuro, pues hoy nadie habló de ellas. No sé cuál es el peor escenario, pero sospecho que lo tenemos más o menos identificado y no sabemos cómo enfrentarlo: que la literatura llegue a ser tan irrelevante que se vuelva apenas la fuente de conversaciones azarosas en pasillos y bares.

    ¿Qué nos está diciendo María José Ferrada en sus libros en que las barreras de infancia y adultez se disuelven? ¿Por qué un autor como Simón Soto escribe novelas históricas? ¿Es histórica Aguafuerte? ¿La ciudad migrante de Daniela Catrileo refleja el país? ¿Acaso la imagen de Pedro Lemebel que presenta Óscar Contardo en Loca fuerte es con la que nos quedaremos? ¿Álvaro D. Campos de verdad contiene el descontento urbano post estallido? ¿Nona Fernández puede seguir hallando más pliegues en la memoria? ¿Dónde ubicamos el humor dislocado de Cynthia Rimsky? ¿Por qué Andrés Montero se gana todos los premios con una narrativa anclada en una tradición que supuestamente habíamos olvidado? ¿Acaso Benjamín Labatut es el futuro? ¿O lo es un realismo tan dramáticamente luminoso como el de Nayareth Pino? ¿Y si Álvaro Bisama encontró la clave al buscar en Pablo de Rokha? ¿De qué pueblo habla Marcelo Mellado? ¿Qué es la escritura de Matías Celedón? ¿Desde dónde leer a Mike Wilson?

    Por supuesto, ninguna de esas preguntas tiene una respuesta muy clara, pero lo relevante es que no estamos intentando responder ninguna de ellas. Leemos esos libros, los pelamos, a veces los premiamos. Los desaprovechamos. Están ahí, acumulando polvo en los libreros. Supongo que el hecho mismo de intentar leerlos con profundidad sería provechoso, pero lo que de verdad echo de menos (¿existió alguna vez?) es un ambiente en que esas lecturas saquen alguna chispa. Alguna disputa. Un poco de sangre. Un texto contra otro. En cambio, lo que hay es una planicie de supuestas verdades, poquísimas revelaciones y, por debajo, viejas y nuevas amistades operando.

    Fue durante los primeros meses de la pandemia que, en las páginas de Palabra Pública, surgió el debate sobre la autorías y el feminismo. “Cómo se construye una autora”, se titula el texto de Lorena Amaro que dio la partida a una discusión en que intervinieron Nona Fernández, Lina Meruane, Claudia Apablaza, Alia Trabucco, Andrea Kottow, Alejandra Costamagna, Julieta Marchant y otras. No fue tanto un debate sobre textos, sino que sobre ubicaciones y poses en el campo literario desde el lugar de la mujer. Hubo chispas, quizás alguna autora quedó afectada, sobre todo hubo conversación que superó los circuitos privados. Se generó un cuerpo reflexivo sobre situaciones locales muy precisas que, sin embargo, ilumina los mecanismos de entrada y posicionamiento de una mujer en un espacio machista como el de la literatura chilena.

    Acaso la parálisis del debate político actual es un virus que infecta toda conversación hasta acallarla. Sí, pero también es una resaca de años sin medios culturales, la desaparición de la crítica literaria en la prensa, el ensimismamiento de la crítica en la academia y la desatada devoción por la opinión emocional dictada por las redes sociales. En el mejor de los casos, entre la enorme cantidad de libros que se publican en Chile irán aparecieron joyas que descubriremos en el futuro, pues hoy nadie habló de ellas. No sé cuál es el peor escenario, pero sospecho que lo tenemos más o menos identificado y no sabemos cómo enfrentarlo: que la literatura llegue a ser tan irrelevante que se vuelva apenas la fuente de conversaciones azarosas en pasillos y bares. “Genial”, diremos sobre esos libros que miraremos de reojo solo para decir algo. A veces diremos incluso antes de abrirlos: “No me interesa”.

  386. Una confesión inconsciente

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    Fue en 1996 cuando el exagente de la Central Nacional de Informaciones, Carlos Herrera Jiménez, grabó su primer audiolibro en prisión. Su voz se guarda en decenas de casetes que hizo llegar a la Biblioteca Central para Ciegos, condenada a perpetuidad por sus crímenes”. Este párrafo abre la quinta novela de Matías Celedón, que surge de la escucha de aquellas grabaciones de quien cumple cadena perpetua en el Penal de Punta Peuco, por el asesinato del líder sindical Tucapel Jiménez y del carpintero Juan Alegría.

    La primera sección de Autor material, “Identidad operativa”, ficcionaliza las respuestas de Herrera durante un juicio que culmina con la narración de un sueño en que él mismo es torturado: “El voltaje me desangra por dentro, han conseguido quebrarme y mi lengua desbocada alcanza a huir, como un pájaro, cantando lo que he callado hasta ahora”. Luego viene “Frases grabadas”, el eje central de este libro, un relato construido por medio del montaje de fragmentos de cinco libros leídos por el exagente: un texto catequístico acerca del dolor, un estudio sobre derecho constitucional, un clásico de la literatura latinoamericana y dos novelas de espías. Y la última parte es “Retrato hablado”, un ensayo acompañado de abundantes citas que reflexiona en torno a la memoria, la ceguera y las diferencias entre la palabra escrita y hablada, al tiempo que cuenta la historia de Herrera y la experiencia del propio autor del libro escuchando sus cintas: “Pensaba que podía haber algún mensaje cifrado (…). En su voz, las frases de determinadas historias, los diálogos e inflexiones de ciertas escenas cobraban un sentido distinto”.

    La escritura por medio del montaje y el trabajo con la materialidad no son nada nuevo para Celedón, cuya obra es muy coherente y sofisticada. Sus primeras tres novelas se caracterizan por su brevedad, su forma experimental, su localización difusa y un cierto hermetismo: además de Trama y urdimbre (2007) y Buscanidos (2014), a esta etapa pertenece su publicación más celebrada, La filial (2012), una narración inquietante construida por medio de frases estampadas con timbres y otros elementos visuales. Luego vino El Clan Braniff (2018), su novela más larga y convencional que, al igual que su nuevo libro, remite a fuentes de archivo —fotografías, diapositivas, documentos— para abordar un caso real sobre agentes de la dictadura, una operación de tráfico de cocaína autorizada por Pinochet y dirigida por su hijo mayor.

    Celedón, como los espías de las novelas grabadas por Herrera, se infiltró en la biblioteca para ciegos en que se hallaba la voz —perpetuada en cintas de grabación— de uno de los pocos condenados por aquellos crímenes, para descifrar atentamente sus palabras —que son de otros, pero pasaron por él— y re-cifrar con ellas un relato.

    En Autor material aparecen varios temas recurrentes de la obra de Celedón, como el abuso, la maldad, las organizaciones secretas y las discapacidades físicas. Pero si en otros libros el texto dialogaba con la visualidad, en esta nueva novela se privilegia la dimensión auditiva. Por eso la sección “Frases grabadas” incluye un código QR para acceder a la pista compuesta con la voz del agente, aunque esta no es exactamente igual al texto impreso. Los elementos adicionales del libro son los títulos de los capítulos, mientras que los del audio son, además de los aspectos no verbales propios de una grabación, los efectos de sonido —estática, cambios de cintas, música y otros detalles por el estilo— y algunas palabras o frases omitidas en el texto.

    El capítulo más extenso, logrado e intenso de esta parte es “La bella durmiente”, un episodio cuya temática es previsible desde el título: “Cerró los ojos. Penetró de modo irresistible, como un cerdo viejo en la mugre. De pronto experimentó un sentimiento de soledad más intenso que nunca”. Pero otros momentos de la narración son débiles, sobre todo cuando las voces se vuelven indistinguibles o hasta inverosímiles, y se sostienen más en el carácter espectacular del montaje que en la calidad literaria. Sin embargo, el gesto de la novela parece especialmente apto en este año conmemorativo: mientras las víctimas de la dictadura perdieron la voz y solo dejaron imágenes que terminaron conformando una sola en los afiches con la frase “¿Dónde están?”, en las conmemoraciones y monumentos o en las paredes del Museo de la Memoria, Celedón, como los espías de las novelas grabadas por Herrera, se infiltró en la biblioteca para ciegos en que se hallaba la voz —perpetuada en cintas de grabación— de uno de los pocos condenados por aquellos crímenes, para descifrar atentamente sus palabras —que son de otros, pero pasaron por él— y re-cifrar con ellas un relato, para extraer de ellas una confesión inconsciente.

     


    Autor material, Matías Celedón, Banda Propia, 2023, 120 páginas, $13.000.

  387. Coproducir la violencia

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    Muy rara vez o casi nunca, la violencia que sigue a un colapso institucional adquiere expresiones razonables. Se trate de una guerra civil o de un golpe de fuerza unilateral, lo usual es que víctimas y testigos se sientan enfrentados a una brutalidad imprevisible, sin poder comprender de dónde ha emergido el odio visceral que parece inspirar a los perpetradores y sus cómplices. El objetivo estratégico de infundir terror no termina de explicar esas conductas: se manifiesta en ellas algo más, una perversidad gratuita que la reflexión posterior necesita dilucidar.

    En su ensayo Sociología de la masacre, Manuel Guerrero Antequera (hijo de Manuel Guerrero Ceballos, una de las tres víctimas del Caso Degollados) toma distancia de la intuición hobbesiana que atribuye este fenómeno a una liberación de nuestros impulsos atávicos, roto el orden que los inhibía. Tampoco cree que la polarización previa a esa ruptura permita dar cuenta de la barbarie que le sobreviene. Ambas explicaciones, aunque parcialmente certeras, dejan en sombras un hecho esencial: la violencia no se desenvuelve en función de las condiciones que la desatan, sino de las que ella misma crea una vez que se instala. Citando al politólogo Stathis Kalyvas, su fuente más recurrida, el autor fija su premisa: “La violencia en paz y la violencia en guerra son de una especie diferente”. Y entonces, sus preguntas: “¿Cómo se llega a ser delator o torturador? ¿Bajo qué condiciones y de qué modo la población civil colabora con la violencia?”.

    Sociólogo asentado en la filosofía política y en la bioética aplicada a la investigación científica (su campo académico principal), Guerrero rehúye la descripción del represor como una bestia psicótica. Esto no lo lleva, sin embargo, a recluir su análisis en el diseño impersonal del aparato represivo. Su propósito es percibir las dinámicas sociales que activa un régimen de violencia, y así reconocer la racionalidad de los distintos actores que deciden, con arreglo a sus propios fines, hacer uso de ella o colaborar con sus agentes. Seguir la pista del “carácter fundacional” de la violencia, en ese sentido, es advertir el modo en que su despliegue genera nuevas identidades, reconfigura lealtades grupales y adscripciones ideológicas, motiva comportamientos ambiguos en las mayorías expectantes, estimula el temor y la venganza; en resumen, el modo en que la violencia “cambia el marco de referencia de la acción, estableciendo su propio orden”.

    El libro no ofrece un panorama exhaustivo de esas dinámicas ni profundiza en experiencias históricas distintas a la chilena. La ambición del autor, si se quiere más modesta, es modelar posibles taxonomías que orienten su disciplina —la sociología— en la investigación empírica de la “producción social de la violencia”. En esa línea, parte por definir masacre como “aquella violencia que puede llevar a la aniquilación de una población civil sin que esta tenga la posibilidad de defenderse”. Distingue entre sus formas el genocidio, la guerra civil y el terrorismo de Estado, que a su vez se relacionan con otras tantas variables: la violencia unilateral y la que enfrenta a dos grupos o más, la que persigue eliminar a un colectivo y la que solo busca someterlo, su aplicación indiscriminada o bien selectiva; escenarios que, en cada caso, impactan de un modo distinto a la población “no combatiente”.

    El lector menos comprometido con los marcos conceptuales, sin embargo, podrá seguir con interés el examen de ciertos fenómenos en particular. Por ejemplo, las conductas de soplonaje y delación, en general poco exploradas si consideramos que toda policía política, desde la Gestapo a la Dina, ha hecho de ellas su insumo primordial. En el caso de Guerrero, la inquietud es también biográfica. El primer capítulo del libro, el único testimonial, relata su experiencia familiar, donde la figura del traidor ocupa un lugar relevante. Miguel Estay Reyno, el Fanta, no solo participó en el Caso Degollados; ya en 1976, Manuel Guerrero Ceballos lo identificó en su declaración judicial como uno de los hombres que lo había torturado durante el secuestro que sufrió ese año. Desde entonces, escribe Guerrero Antequera, “había un odio particular hacia él” que incidió en su escabroso asesinato.

    En el capítulo final se aborda la pregunta ineludible: qué hacer, cómo prevenir una masacre. Por cierto que a este ensayo, dado su arco temático, no le toca responder cómo se cuida la paz, sino cómo se mitiga la violencia cuando ya se desató. Y la evidencia disponible, apunta Guerrero, es concluyente: no hay contrapeso más efectivo que la ‘monitorización externa’ por parte de la población civil.

    Como se sabe, el Fanta era un exmilitante comunista que devino delator tras ser detenido en 1975. “Estuvo varias veces con mi familia, jugó conmigo cuando yo era pequeno”, constata Guerrero, como si aún no saliera del asombro. De ahí su pertinente obsesión por este tema, que también lo lleva a interrogarse por la pulsión delatora de la población civil más extendida. Los periodos de violencia, concluye al respecto, abren espacios de anonimato e impunidad para perjudicar a terceros, pero no solo eso: inhiben además la autosanción moral de las personas, empujándolas a realizar acciones que no se permitirían en circunstancias normales. A modo de ejemplo radical, cita la experiencia de Ángela Jeria, quien, mientras su marido era torturado en prisión por sus compañeros de armas, recibía en su casa permanentes llamados de denuncias contra adherentes de la Unidad Popular, pues su número telefónico figuraba en la guía como contacto de la FACH.

    Quizás menos novedosa, pero igualmente oportuna, es la reflexión del autor sobre “los procesos de expulsión de la comunidad moral de iguales”. Vale decir, la construcción de estigmas deshumanizadores (“perros”, “ratas”, “humanoides”) que permiten clasificar a un colectivo como alteridad negativa a eliminar, y que constituyen “uno de los mecanismos base de la desconexión moral de los perpetradores”. Degradación paradójica, en todo caso, pues al mismo tiempo se exageran el poder y la astucia de ese grupo, para así justificar su erradicación —a nombre de la sociedad— en defensa propia. El sociólogo anota con agudeza que “la racionalización [del prejuicio sobre la víctima] no es un mecanismo intelectual sino, y aquí su complejidad, una estrategia afectiva”. No asistimos, entonces, a un problema racional y otro emocional: es una simbiosis entre ambos planos lo que permite consumar “la desaparición de la responsabilidad moral individual”.

    Ahora bien, Guerrero nos sorprende en este punto con un salto analítico arriesgado. Asegura que la animalización de la víctima revela una “violencia de doble fondo”, toda vez que se sostiene en un prejuicio especista que “ya ha expulsado previamente a las otras especies de nuestra comunidad moral”, negando que somos “parte de una misma comunidad interespecie”.

    ¿Propone el autor una equivalencia moral entre el humano y los demás animales? Al menos plantea que el especismo, en tanto discrimina a ciertos individuos solo por el grupo al que pertenecen, “tal como ocurre en las masacres intraespecie (…), viola en forma equivalente el principio de igualdad y el derecho a igual consideración moral”. Estas afirmaciones son apoyadas por una serie de estadísticas relativas a la explotación animal y la industria alimentaria, seguidas de la impugnación a prácticas como los zoológicos o el rodeo. El lector juzgará si esta es otra conversación o si ya ha dejado de serlo.

    En el capítulo final se aborda la pregunta ineludible: qué hacer, cómo prevenir una masacre. Por cierto que a este ensayo, dado su arco temático, no le toca responder cómo se cuida la paz, sino cómo se mitiga la violencia cuando ya se desató. Y la evidencia disponible, apunta Guerrero, es concluyente: no hay contrapeso más efectivo que la “monitorización externa” por parte de la población civil. Allí donde un cierto número de ciudadanos —agrupaciones de víctimas, periodistas y abogados, entre otros— no se resigna a la condición de testigo, sino que asume el rol de observador activo, “los agentes, al saberse observados, tienden a aplicar la coerción de manera controlada”. Los propios gobernantes, de hecho, suelen reformar el modelo de coerción para adecuarse a la vigilancia externa, que a su vez cohíbe a los potenciales delatores —temerosos de ser descubiertos— y ofrece una “ventana de escucha” a quienes repudian los crímenes, pero no son afines al bando atacado (agentes dispuestos a filtrar información, por ejemplo). Llenar ese espacio, “el espacio para el coraje cívico”, no alcanzará para restaurar la paz, pero sí podría impedir que la violencia “derive en una dinámica aniquilatoria creciente”, lo que llegado el caso ya es bastante decir.

     


    Sociología de la masacre. La producción social de la violencia. Manuel Guerrero Antequera, Paidós, 2023, 177 páginas, $17.900.

  388. Por una memoria no heroica

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    El sentimiento de fracaso que muchos de nosotros vivimos a 50 años del Golpe encuentra en la derrota de los proyectos revolucionarios un lenguaje común. Este sentimiento se produce, en parte, porque en la misma democracia hay una fuerza renovada de grupos ultraconservadores que han logrado triunfar en las elecciones, al mismo tiempo en que la izquierda se ve signada por populismos cuya autocomplacencia les ha hecho completar su propia caricatura del caudillo totalitario. La escritora Ana María Devaud habla de un “desaliento marcado por una inexplicable decisión popular, en contra de sus propios intereses”. Raúl Zurita dice que ve “ondear en el fondo las banderas negras del fascismo”.

    El problema es que la disociación bipolar y vertical entre traidores y héroes en el contexto de la violencia política se vuelve hoy tan obtusa como la que esencializa a dominadores y dominados, hegemonía y subalternidad, lo culto y lo popular. El triunfo de los grupos neoconservadores, como bien indica Néstor García Canclini, “se facilita por haber captado mejor el sentido sociocultural de las nuevas estructuras de poder”. Esta es, en buena medida, la razón por la que hoy, en el contexto de las democracias neoliberales, la derrota se ve como una consecuencia inescapable, como una herencia que no se puede impugnar. Lo que propone Idelber Avelar como una “incorporación reflexiva” de la derrota en nuestro sistema de determinaciones, parece un buen punto de partida para pensar en el complejo panorama político que vivimos. En particular, para desafiar una tendencia mistificadora y reduccionista de los modelos identitarios que utilizamos para entender los procesos políticos que nos exceden, que no somos capaces de leer, porque hay un lenguaje de la política que pareciera no dar cuenta de la singularidad de los eventos del presente.

    ***

    Hemos visto que el rechazo al proceso constitucional en Chile ha renovado las narrativas de la derrota. El movimiento de octubre de 2019 instaló en el espacio público una serie de demandas sociales, principalmente al Estado chileno, en una sociedad en donde el problema de la distribución de la riqueza difícilmente puede ser peor. Chile es uno de los países más desiguales de Latinoamérica, según el World Inequality Report de 2022. Estos versos quizás debiéramos memorizarlos: el 10 por ciento del país posee el 80 por ciento del patrimonio total; el uno por ciento es dueño de la mitad del país; este uno por ciento, durante los últimos 25 años, ha duplicado su patrimonio; la mitad del país posee un patrimonio negativo.

    La desigualdad refiere a la distribución de la riqueza, a las inequidades de género y etnia, junto con la destrucción medioambiental: a mayor acumulación de capital, mayor producción de contaminación y de basura que se apila lejos, invisible a los ojos de quien la produce, en poblaciones callampas a orillas de los esteros o en islas flotantes al medio del Pacífico. Aquí no hay disenso: el fin de la dictadura fortaleció las políticas económicas neoliberales que ampliaron estas desigualdades.

    El mapa político que dibujó el rechazo es, como el Buenos Aires de Borges, un “plano de humillaciones y fracasos”. Al día siguiente del triunfo del rechazo, un meme con una cita de Roberto Bolaño se viralizó en las redes sociales: “La extraña voluntad de este país por hundirse en vez de volar”. Las razones del rechazo son complejas y aún estamos en el proceso de entenderlas y nombrarlas. En el frontis de una casa de Valparaíso vi un lienzo con una pregunta: “¿Qué rechazaste?”.

    Si bien el diálogo entre dos voces en contradicción es un medio para encontrar una verdad (según la dialéctica platónica) o una síntesis (según la dialéctica hegeliana), el diálogo sirve en la obra de Lihn como procedimiento para reconocer que el mundo está constituido por elementos que se resisten a ser reducidos a identidades fijas.

    El sentimiento de derrota después del triunfo del rechazo a la nueva Constitución afectó a la generación que vivió su juventud en la dictadura militar, y también a los que nacimos durante y los que vinieron después, quienes heredamos la desesperanza. Muchas lecturas que vinieron luego indicaban que la gente es tonta por defecto, que cómo iban a aprobar una Constitución que no eran capaces de leer, o que la gente es naturalmente fascista. La figura del “pueblo” revivida en la revuelta de octubre se transforma ahora en el “lumpenfascismo” o la “masa logrera” a la que se analiza con asco. El responsable del epíteto de “masa logrera” fue el académico Grínor Rojo, quien en su artículo “La derrota” la sindica como una masa “racista, antifeminista y furiosamente homofóbica”, movida por un deseo “de poseer un cierto estatus y de poseer ciertas cosas, así como también del miedo de no poseerlas”. La filósofa Lucy Oporto habla con una aversión aún mayor sobre esa horda “lumpenfascista”, que destruyó las ciudades no por demandas legítimas, sino porque su “única pertenencia y validación social es su repugnante posicionamiento en el reino indiferenciado de la psicopatía estructural que retroalimenta la peste negra del neoliberalismo”.

    Otras lecturas culparon a esa misma intelectualidad de izquierda “obsesionada con la jerigonza de género”, “que entiende poco desde su posición de vanguardia, muy de élite universitaria”, “que cambió a Marx por Foucault, la misma que en la Convención Constitucional representó a los indígenas sin que estos se lo pidieran, y que prefirió derrochar todo su apasionamiento en discusiones sobre la sintiencia animal” (las citas son del profesor de filosofía Mario Sobarzo). Yo misma reenvié un meme en donde un niño sostiene un lienzo en el que se lee “país culiao penca”.

    La derrota ante la posibilidad de una nueva Constitución dejó a muchos de nosotros enrabiados, tristes, y también en silencio, mientras seguimos masticando las posibles razones y significados de la decisión de más de un 62% de las y los ciudadanos. Esa tristeza, sin embargo, requiere y está en busca de un cambio de modo de ser narrada, una narración de lo político que, como dice el escritor del fantástico apodo Aniceto Hevia, sea “crítica de su propia soberbia intelectual”.

    La derrota, desde hace 50 años, requiere de un lenguaje escéptico de los binarismos en el que los hablantes parecemos a ratos habernos hecho una prueba de la blancura, mientras los otros o son una masa ignorante que se deja llevar por sus pequenas y fútiles ambiciones, o son un grupo de burgueses que nada saben del hambre. Recordemos que la “masa logrera” está conformada por individuos con historias marcadas por una tremenda pobreza económica y una constante negación de derechos básicos, como la salud, la educación y la seguridad. Y también que “la obsesionada jerigonza de género”, o la necesidad de la representación de los pueblos originarios “sin que ellos lo pidan”, responde no a la mera autocomplacencia teórica de un grupo al que “le falta calle”, sino que apela a desigualdades estructurales reales, materiales, que necesitan ser abordadas de manera urgente.

    El semiólogo Héctor Schmucler, en un hermoso ensayo sobre la traición, indica que “la impiadosa historia del siglo ha repetido hasta el hartazgo la imagen del traidor como causa de los fracasos colectivos y las decepciones individuales”. Pensar que el pueblo se “traicionó” a sí mismo, o que me traicionó a mí al rechazar la nueva Constitución, me devuelve 50 o 60 años atrás, a esa narrativa cuya frontera delimita claramente dos lados, confirmando mi inocencia. “La traición senalada en el otro nos protege”, concluye Schmucler. En la misma derrota, en el mismo fracaso, hay espacios donde aparece un lenguaje y un ojo distinto al de la repetición impiadosa del siglo XX, un lenguaje que actúa sin sacralizar ni convertir en emblema.

    Para que un modo alternativo de lo político sea verdaderamente distinto, debiera partir de una duda de los sistemas identitarios puros, partiendo por el propio. En Respiración artificial, de Piglia, el joven filósofo se debate entre ser fracasado o cómplice. Creo que ahora no nos queda más que asumir las dos condiciones. Como sujetos políticos, como los protagonistas de las memorias de la derrota, debemos partir de la premisa de que no somos autónomos o externos a la violencia, sino que estamos constituidos por ella.

    ***

    ¿Qué recordar o qué conmemorar a los 50 años del Golpe? Diálogos de desaparecidos es una obra escrita en 1978 por Enrique Lihn y publicada en 2018 de manera póstuma por Ediciones Overol. La obra, imposible de publicar en la vida del autor por razones obvias, consta de cuatro diálogos cuyos personajes son fantasmas de desaparecidos que regresan para cuestionar y perturbar el orden de los vivos y la memoria de los muertos. Juan Guillermo Alcalde, el desaparecido del primer diálogo, se aparece para convencer a un cura de que lo saque de la lista de los detenidos desaparecidos, pues en sus palabras, “la causa de los desaparecidos va a perder conmigo ese airecito que ustedes le han dado, de cosa edificante”. Como puesta en escena del discurso, el diálogo en esta obra es el lugar para expresar la contradicción, así como el lugar para experimentar la crisis. Y si bien el diálogo entre dos voces en contradicción es un medio para encontrar una verdad (según la dialéctica platónica) o una síntesis (según la dialéctica hegeliana), el diálogo sirve en la obra de Lihn como procedimiento para reconocer que el mundo está constituido por elementos que se resisten a ser reducidos a identidades fijas. Los personajes, al narrar la complejidad de sus experiencias, movilizan su identidad hacia otros roles, particularmente en el caso de las víctimas de la violencia, como son las y los desaparecidos, y las esposas y madres de los desaparecidos. Como la obra de Lihn, hay muchas narrativas de la derrota del proyecto revolucionario, de horizontes utópicos caídos, de desesperanza, que poseen una búsqueda deliberada por encontrar un lenguaje y un sentido distinto a la política. Las historias sobre gente que no resistió poseen una particular fuerza poética y política.

    Juan Guillermo Alcalde, el cínico que interfiere en el sistema de pensamiento del cura, dirige también su mirada hacia los lectores/espectadores de su obra. Esta mirada me interroga sobre quién es el beneficiario del sistema de identidades fijas, de los traidores, colaboradores y débiles, de hordas malogradas de lumpenfascistas que están allá, lejos de mí. ¿Acaso nosotros, que nos sentimos traicionados, no olvidamos también a voluntad, a conveniencia?

    Para que un modo alternativo de lo político sea verdaderamente distinto, debiera partir de una duda de los sistemas identitarios puros, partiendo por el propio. En Respiración artificial, de Piglia, el joven filósofo se debate entre ser fracasado o cómplice. Creo que ahora no nos queda más que asumir las dos condiciones. Como sujetos políticos, como los protagonistas de las memorias de la derrota, debemos partir de la premisa de que no somos autónomos o externos a la violencia, sino que estamos constituidos por ella.

    Existen memorias no heroicas de la dictadura, como los Diálogos de Lihn, que más que ser una herramienta de utilidad o presentar figuras “concientizadoras”, operan como explosiones semánticas, sin juego de sustituciones, con la rebeldía de un amasijo de alambres, fuera de los lineamientos prescriptivos de las narrativas del héroe que precedieron el Golpe. Un trabajo hecho desde la literatura, con las movilizaciones que produce la literatura —el placer entre ellas—, entiende que el trabajo de la memoria es una pelea que se da en el terreno de las palabras.

    En la aventura que nos queda por vivir hay un lugar para los vencidos, para la cobardía y para la pérdida, como fracaso de la empresa y como lo que desaparece y no queda. Como se rompe todo en Chile, podemos romper el lenguaje para devolverle su encanto, o su poder como encanto, como conjura.

    La revuelta de octubre y el proceso constituyente no fueron solo pérdida y derrota, y no solo despiertan la desesperanza. Como dice Aïcha Liviana Messina, el proceso constituyente no trajo únicamente “nuevas palabras políticas”; también contribuyó a “nuevas formas de ponerlas en circulación”. Elisa Loncon, por ejemplo, desde la presidencia de la asamblea, hizo circular de otro modo las palabras, incluyendo la lengua de los pueblos originarios, desafiando el automatismo del lenguaje. Dice Loncon: “Para los pueblos sus lenguas, las palabras, son parte del aliento de la Tierra, la Tierra respira a través de ellas, dicen los mapuche, las palabras son los cantos, los sonidos y voces que existen en la naturaleza, porque no solo hablamos nosotras/os. Desde esta mirada, cuidar la lengua, revitalizarla, salvarla del exterminio es también salvar la Tierra y sus voces”.

    Las palabras de Loncon entraron en el panorama político para conmover la relación entre el poder y la palabra. Entender la revuelta solo a la luz del rechazo restituye una visión teleológica de la historia en donde el pasado queda atrás, como ejemplo de algo perdido. Superar el lamento por la pérdida de sentido, por la derrota, por la falla, debe ser parte de una búsqueda de un sentido distinto, que reflexione sobre los modos en que se construye el conocimiento y las representaciones del mundo, construcciones y representaciones que no son paralelas al mundo, sino que son constitutivas del mundo. Tenemos un enigma por resolver, pero no sabemos cuál es. El trabajo literario consiste en buscar pistas, resolver acertijos, encontrar simetrías, y entiende que la realidad, la historia y la literatura son parte de un mismo entramado. No son lo mismo, pero componen un juego de reflejos, en el que escritura y política se determinan la una a la otra.

    El mundo como pesadilla, como un “plano de humillaciones y fracasos” es, en definitiva, nuestro mundo. No se puede restituir la aventura política en los mismos términos de antes, porque los actores han cambiado y el horizonte de expectativas es otro. Carmen Castillo, al pensar sobre la derrota de 1973, dice: “Me pregunto cómo mantener la fidelidad a nuestra historia sin caer en la nostalgia mortífera ni en la caricatura de lo que fuimos”. Y agrega: “Habitada por la energía de la memoria de los vencidos, poco a poco voy aprendiendo que de la derrota surgen derroteros”. Los derroteros de la derrota, un acierto literario de la cineasta, que conversa directamente con el meme de Bolaño cuya cita, he comprobado más tarde, es mucho más larga y compleja de la que leímos ese día triste. Dice Bolaño: “Como se rompe todo en Chile, y en esto quizás resida el encanto del país, su fuerza: en la voluntad de hundirse cuando puede volar y de volar cuando está irremisiblemente hundido”.

    En la aventura que nos queda por vivir hay un lugar para los vencidos, para la cobardía y para la pérdida, como fracaso de la empresa y como lo que desaparece y no queda. Como se rompe todo en Chile, podemos romper el lenguaje para devolverle su encanto, o su poder como encanto, como conjura.

  389. Los dos Carlos

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    El golpe de Estado de 1973, cuyos 50 años conmemoramos, puso una lápida definitiva sobre el doble papel que habían tenido hasta ese momento los cuerpos: el de ser, por un lado, el gozoso leno vital que cada quien sumaba a una multitud encendida y el de aspirar, por el otro, a una cierta contención del estilo o la forma que encontró en el gesto final de Allende algo así como su consumación. Allende, como se sabe, era un hombre de gran estilo, y este estilo, que también fue en su momento el de Chile, provenía de una figura que no conocieron los griegos, pero sí los romanos: la dignidad.

    La dignidad atane al cuerpo que se vive incompleto y que, por esto mismo, aspira a representarse. Es el motivo por el que, en la época de las utopías, la representación no estaba anudada solo a las prácticas artísticas o culturales que incidían en el diseño del imaginario colectivo del país, sino también a la imagen exterior de un mandato a cuya altura debía ponerse el cuerpo al que le había sido encomendada la conducción de la República. Esto proviene de las antiguas arcas del derecho público romano, donde el cuerpo del soberano no es un cuerpo real o encarnado, un cuerpo que saliva, suda o secreta, sino una imagen, una investidura en cuyo hueco el soberano se impersonaliza.

    Este cruce particular entre el cuerpo infantil y gozoso de la multitud encendida y el cuerpo honorífico y digno de quien debía representarla llegó a su fin el 11 de septiembre de 1973, cuando Chile extravió para siempre su estilo más hondo. Aunque quizá no del todo, en el sentido de que ese estilo tuvo reelaboraciones en el mundo del arte y también en el de los espectáculos de masas. Un ejemplo contundente lo aportan Carlos Caszely y Carlos Leppe, quienes tenían en común no solo el nombre de pila, sino también un modo performático de citar el pasado y las dignidades que se habían perdido.

    En ambos casos, lo que estaba en juego era lo que podía un cuerpo bajo los nubarrones de la represión. Era una forma de oponerlos a los dictámenes ásperos de las filosofías de la existencia —donde el cuerpo es el peso muerto al que el ser permanece engrillado—, para recuperarlos como insumos del oficio. En Leppe, era el insumo de una degradación, de un material repleto de excesos servido como un pan mórbido en las ceremonias frías del arte. Un cuerpo humillado, que daba vuelta —como si fuera un guante— el cuerpo de Allende, para forjar una teoría visual en la que la obscenidad y la deshonra cifraban un detalle alegórico sobre el fin de la República. Su metro cuadrado, como sabemos, eran las salas de espera, las galerías invisibles, los tocadores arruinados o cualquier lugar en el que pudiera la carne llorar, no sin un resto de intrigante comicidad, sobre las cenizas de Chile. En Caszely, en cambio, el cuerpo era una armadura ligera que resplandecía en el área chica y compensaba las ilusiones marchitas, dejando a una línea entera de zagueros rascándose la cabeza.

    Guillermo Machuca, aficionado a pensar el arte y la cultura local apelando a un método que era el de los contrastes electrificados, comparó con un dejo de malicia a los dos Carlos. Lo hizo en un fragmento de El traje del emperador, donde recordó que el mismo año en el que el artista presentó una obra difícil de descifrar en la Bienal de París, de 1982, el delantero le dirigió un gesto a Pinochet que todos rememoramos.

    Caszely se despidió del fútbol jugando un partido ante 90 mil espectadores en el Estadio Nacional, entre cuyas rejas fueron segadas y masacradas en medio del silencio tantas vidas y donde, poco a poco, se empezó a escuchar a todo volumen el emotivo “¡Y va a caer…! ¡Y va a caer…! ¡Y va a caer…!”. Era una frase a lo mejor tatuada en la exuberante protesta del cuerpo de Leppe.

    Vamos primero a Leppe: en la Bienal de París, su cuerpo es la pista de una gran afrenta contra sí mismo; primero está enfrascado en un traje de esmoquin, después pasa a ser una grotesca mole desnuda, al final vomita en cuatro patas una torta en el baño. Todo esto es muy raro, arduo de interpretar incluso para las conspicuas membresías de un arte internacional, que ya había cambiado la jerga de las prácticas conceptuales por las de la pintura vaciada en los moldes del neo-expresionismo. Se podría decir que performances como las de Leppe llegaban tarde, pero Machuca había tenido el decoro de salvarlas al percibir en las acciones de nuestra bestia más lúcida la traición del tercermundista que, fuera de casa, se comporta desnudando la pobreza y la suciedad de los recursos representacionales del arte.

    Lo de Leppe admitía ser analizado bajo el ángulo de una protesta desesperanzada, con aterrizajes similares al del payaso que exhibe en el suelo las penitencias de la encarnación. En cambio, en Caszely el protagonismo lo tenía la ingravidez, su capacidad para devolverle al desconsolado pueblo de Chile una pequeña alegría, volando al interior de un metro cuadrado. De hecho, lo llamaban así, el “rey del metro cuadrado”.

    Perfectamente se los podría reunir a ambos en la dialéctica que Starobinski exhumó de las comedias del arte y aplicó, como lo hizo también Simone Weil, a la vida moderna: la dialéctica entre la ingravidez de la bailarina que se eleva como una pluma en el aire y la pesantez del payaso que se desploma en el suelo. Pero Machuca, menos por atacar a Leppe que por exponer a una clase intelectual fundada en prejuicios contra las industrias del espectáculo, optó por una escena que tomó de Chomsky y Guarello en el libro Anecdotario del fútbol chileno e ideó de inmediato la comparación. Ese año de 1982, después de que la selección chilena clasificara para el Mundial de Espana, Pinochet invitó al Palacio de la Moneda al director técnico junto con los jugadores. Carlos Caszely, apodado el “chino comunista” por su antigua proximidad con Allende y la Unidad Popular, daba vueltas por ahí cuando, de pronto, el dictador se le vino encima para estrecharle la mano y confesarle su admiración. Entonces “el rey del metro cuadrado” lo miró a los ojos y, tocándose la pierna izquierda, le dijo: “Mire, general, que yo pateo con esta”.

    Tres años más tarde, Caszely se despidió del fútbol jugando un partido ante 90 mil espectadores en el Estadio Nacional, entre cuyas rejas fueron segadas y masacradas en medio del silencio tantas vidas y donde, poco a poco, se empezó a escuchar a todo volumen el emotivo “¡Y va a caer…! ¡Y va a caer…! ¡Y va a caer…!”. Era una frase a lo mejor tatuada en la exuberante protesta del cuerpo de Leppe, arrodillado a solas en ese baño como un palimpsesto mudo, rodeado por copas de champana que se entrechocaban a muchos kilómetros de las verdaderas penas del arte.

  390. Gianni Vattimo: contra la nostalgia de lo absoluto

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    Después de ciertos ataques de los que fue objeto en la comunidad cristiana de Corinto, San Pablo les escribió una carta para defender su apostolado y señalar cuán próximo se sentía de ellos. Se preguntaba sobre quién era débil sin que él lo compartiera y sobre quién podía caerse sin que él se indignase. Y entonces afirmaba: “Si es necesario gloriarse, me gloriaré en lo que es de mi debilidad” (2 Cor. 11: 30).

    Diecinueve siglos después, el filósofo Gianni Vattimo, más que jactarse de su debilidad, proponía un pensamiento que llamó “débil”, al interior de la corriente filosófica, y quizá una concepción de época, que se dio en llamar “posmoderna”, la cual se basaba en la disolución de las ideas de “objetividad” o “verdades últimas”. Hubo quienes consideraron la noción como un producto refinado del capitalismo tardío, pero su creador se encargó de desmentirlo.

    Nacido en 1936, Vattimo, profesor emérito de la Universidad de Turín, fue heredero de la filosofía de Nietzsche y Heidegger (de los que llegó a ser un erudito prestigiado y también traductor). Se formó en la tradición hermenéutica como discípulo de intelectuales destacados: Luigi Pareyson en Italia y Hans-Georg Gadamer en Alemania. También fue alumno de Karl Löwith y cercano de Umberto Eco. Publicó una cantidad importante de libros y artículos, y fue una presencia constante en el debate público europeo, habiéndose, además, dedicado a la política propiamente tal. Fue miembro del Parlamento Europeo (1999-2004) y cumplió un segundo período como eurodiputado (2009- 2014).

    Su pensamiento supone tanto la determinación histórica como la crisis de una visión unitaria de la realidad y de los “grandes relatos”. Sin embargo, logró incorporar o dar un vuelco para volver a relatos tan imponentes como el cristianismo y el comunismo. En parte por su educación, en parte por la pérdida de seres queridos —que de manera conmovedora relató en su autobiografía No ser Dios— Vattimo declaró su retorno al cristianismo y también un desplazamiento político hacia un comunismo que él llamó “ideal” o “hermenéutico”, según puede seguirse en libros como Ecce comu y Comunismo hermenéutico.

    En su conferencia en Santiago demostró no solo agudeza y claridad, sino también buen humor (del Producto Interno Bruto dijo: “El PIB es tan bruto que no sabe repartirse razonablemente”). Explicó su giro religioso y político: del paso del pensamiento débil al de los débiles. Y cómo estos giros están, de cierta forma, vinculados: “Ciertamente, yo no creo que se vaya a instaurar en parte alguna un comunismo ni siquiera hermenéutico, pero la esperanza política, aunque sea solo una esperanza, se sitúa en el ideal de una sociedad más justa”.

    Creo que la única definición filosófica posible de la violencia es el silenciamiento de las preguntas en nombre de supuestos primeros principios absolutos. Ni siquiera matar a otro es siempre un acto de violencia, por ejemplo, en los casos en que se ayuda a alguien que desea interrumpir un sufrimiento físico sin remedio.

    Usted ha hecho casi su emblema, la afirmación de Nietzsche de que “no existen hechos, sino solo interpretaciones”.
    Esto solo quiere decir que la realidad para llegar a ser verdad debe ser enunciada en una proposición de alguien. Los hechos por sí solos no hablan, y cuando hablamos, hablamos siempre desde un punto de vista históricamente definido y no absoluto, sino precisamente interpretativo. Esto ya lo sabía Kant.

    Pero rechaza el relativismo del “todo vale”. ¿Cómo determinar que algunas interpretaciones son mejores que otras?
    Solo mediante la confrontación con otras interpretaciones y respondiendo a las preguntas que las otras interpretaciones nos plantean. La única interpretación seguramente falsa es aquella que no sabe que es interpretación y cree ser el puro reflejo de la realidad.

    ¿Cree entonces que el conflicto de las interpretaciones es una parte esencial de la democracia?
    Ciertamente. Si hubiera una verdad objetiva, científicamente verificable en las cuestiones políticas, la democracia no tendría sentido.

    En Ecce comu habla de un comunismo “ideal”, de “evolución, no revolución”. ¿Es una política débil?
    A decir verdad, quizá ahora ya no hablaría de evolución. Pero mantendría la idea de una revolución no violenta, solo por razones prácticas: una revolución violenta hoy no tiene ninguna posibilidad de triunfar dada la fuerza militar de que disponen las grandes potencias mundiales.

    ¿Es posible ser comunista después del socialismo real?
    Sí, claro. Y se lo debe ser justamente ahora que el socialismo real no nos impide aspirar a una sociedad sin clases.

    Usted ha señalado su apoyo tanto a Cuba como a Venezuela.
    Cuba (la revolución de Castro) y Venezuela (la realidad actual del chavismo) me parecen las verdaderas novedades políticas de las últimas décadas. Cuba y Castro fueron un ejemplo de una resistencia posible y vencedora contra la superpotencia de Estados Unidos. Chávez ha recogido esta herencia y ha realizado una política social con éxito: analfabetismo eliminado; hospitales y asistencia social; también participación política popular con las misiones. Es solo la vanguardia de la difusión de gobiernos progresistas en toda América Latina, un fenómeno decisivo para la promoción de políticas socialistas en todo el mundo.

    ¿Pudo hablar alguna vez con Castro o Chávez? En ese caso, ¿quién de ellos hablaba más?
    Con Castro tuve una entrevista personal de tres horas y media; yo he hablado en total 20 minutos, pero he aprendido muchas cosas y le estoy profundamente agradecido. A Chávez lo he visto en Caracas solo brevemente; lo estimo y admiro desde lejos.

    Como buen posmoderno, pienso que el multiculturalismo, el pluralismo ético y cultural son nuestros máximos valores. Pero la mayor amenaza a todo ello es la nostalgia de lo absoluto, es decir, del poder dominante y tranquilizador con el cual a menudo se reacciona ante tal pluralidad.

    Se ha dicho que usted es un antisemita heideggeriano. ¿Qué opina de esto?
    Esta historia de mi antisemitismo es una leyenda negra inventada por los sionistas más reaccionarios. He llegado a ser antisionista, no antisemita, como muchos intelectuales judíos (Chomsky, Morin, Finkelstein, Ilan Pappé) viendo lo que hace el Estado de Israel (racista, antidemocrático, colonialista) en Palestina. Yo no quiero el fin del Estado de Israel, solo quisiera que llegase a ser un Estado laico moderno y respetuoso de los derechos humanos y no un Estado superarmado que amenaza la paz mundial.

    ¿Qué prefiere: la realidad o el deseo?
    ¡Me gustaría la realización de muchos deseos!

    En su libro De la realidad reflexiona sobre la disolución de la realidad misma. También dice: “El Ser está apolillado”. ¿No estará exagerando?
    Era una broma nacida en un debate con Umberto Eco. El sentido que me parece todavía válido es que el Ser no es la perentoriedad del objeto, sino que está, más bien, marcado, carcomido, por los proyectos humanos que hacen que los eventos sucedan.

    ¿Qué entiende usted por violencia?
    Creo que la única definición filosófica posible de la violencia es el silenciamiento de las preguntas en nombre de supuestos primeros principios absolutos. Ni siquiera matar a otro es siempre un acto de violencia, por ejemplo, en los casos en que se ayuda a alguien que desea interrumpir un sufrimiento físico sin remedio.

    Conoció bien a Luigi Pareyson. ¿Qué significó para usted?
    De todas las cosas que aprendí de Pareyson, que son muchísimas, la que me resulta más definitivamente decisiva es su idea de que para que tenga sentido la experiencia de la libertad es necesario pensar que en el origen de ella solo existe un acto de libertad; esto es un poco el sentido del creacionismo cristiano. No podría imaginar mi libertad como algo que deriva de una estructura lógico-deductiva de lo real.

    ¿Cuál es el aspecto del mundo actual que más aprecia y cuál el que no puede tolerar?
    Los dos elementos están estrechamente vinculados: como buen posmoderno, pienso que el multiculturalismo, el pluralismo ético y cultural son nuestros máximos valores. Pero la mayor amenaza a todo ello es la nostalgia de lo absoluto, es decir, del poder dominante y tranquilizador con el cual a menudo se reacciona ante tal pluralidad. Es este el sentido de la lucha actual entre realistas (es decir, absolutistas, metafísicos, autoritarios) y “debilistas” o hermenéuticos.

    ¿Cómo ve el futuro?
    No tan claro ni agradable. Los poderes que quieren afirmar su autoridad van a reaccionar cada vez más duramente ante la posibilidad de la libertad que también la tecnología nos ofrece. Tengo miedo de un futuro en el que unos pocos privilegiados se impondrán cada vez con un control completo de tipo fundamentalmente fascista.

  391. Supervivencia de las mariposas: Lumpérica 40 años después

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    Ven acá, estoy confundiendo los haces de luz, los avisos, el grito salvaje de ella decadencia, no sé cuál será mi suerte”.
    Malú Urriola

    El 10 de marzo de 1983, hace ya 40 años, Diamela Eltit recibió una correspondencia sorpresiva. El Ministerio del Interior de Chile, por orden del ilegítimo presidente de la República, Augusto Pinochet, autorizaba la edición, publicación y distribución de su primera novela, Lumpérica. La apuesta literaria de la escritora traspasaba la censura para dar cuenta de la máquina censora de la dictadura. En una entrevista, la autora argumentó haber escrito la novela con un censor a un lado, lo cual no implicaba alineación alguna con la tecnología de la censura. Por el contrario, la opera prima de Eltit era capaz de burlar el estricto control establecido por la oficina estatal, a partir de la exposición de la máquina totalitaria que pretendía modelar el sentido.

    Lumpérica apela a la luz artificial como alegoría del poder dictatorial. Su propia circulación a través de la burocracia censora expone los comprometidos modos de producción del texto, dado el enseñoramiento de la lógica totalitaria en Chile. Asimismo, la novela hace de la luz una alegoría que, además, tensiona las relaciones entre autoritarismo, iluminismo y poder. La luz que bana el lumperío, que define a los pálidos en la novela, constituye la única garantía de sujeción que posee el Luminoso, figura que ha sido ampliamente entendida como referente metafórico de la dictadura. Según ha señalado Sara Castro-Klarén, L. Iluminada es “la suma o posiblemente la resta de un cuerpo desgarrado que intenta encontrar una voz en el límite con la muerte. Paradójicamente, es la luz enceguecedora del Luminoso sobre la plaza, la que, al torturar el cuerpo, lo rescata del silencio total”.

    Recordemos, L. Iluminada es una mujer a quien torturan toda una noche: cuerpo quizá violado en un espacio que ocupa la electricidad, vigilado y filmado para ser reducido, troceado. Pero este mismo cuerpo, radicalmente iluminado por el Luminoso, podría ser inscrito a partir de otras interrogantes que incluso cuestionen las operaciones alegóricas o metacríticas que han organizado la recepción de la novela. La luz también debe ser concebida como figura propia de los dispositivos audiovisuales; y, asimismo, como crítica al bio y psicopoder de la imagen que Diamela Eltit decide desplegar desde su primera novela.

    Justamente, el complejo andamiaje que erige Lumpérica solicita entender cómo ambas figuras visuales, el cartel lumínico y la cámara, son capaces de alterar el cuerpo de L. Iluminada: “El luminoso no se detiene. Sigue tirando la suma de nombres que los va a confirmar como existencia”. De esta manera, la novela da cuenta sistemáticamente de la capacidad seductora del Luminoso, la fuerza orgásmica, en el sentido que le adjudica Paul B. Preciado, que imprime y requiere la mirada totalitaria inscrita en el ojo mecánico de Dios. Entonces, el dispositivo cinematográfico que se basa en el corte es también capaz de perpetrar sus cortes en el cuerpo de L. Iluminada.

    En 1980, las compañías Osram, Philips y Siemens, líderes internacionales en luminotecnia, finalizaron un proyecto de iluminación en Santiago y Valparaíso. El proyecto se proponía reiluminar los edificios y espacios icónicos de las ciudades chilenas. Entre ellos, el metro de Santiago, la Plaza de Armas, la Universidad de Chile, el Estadio Nacional: precisamente, los espacios más comprometidos en los primeros años de la dictadura.

    De acuerdo con Lumpérica, las mecánicas del cine echan mano del halo de luz y del corte para cercenar a los cuerpos lumpen. La oscuridad, basada en ese fuera de campo y en las zonas no iluminadas de la plaza, se convertirá en un espacio de posibilidades múltiples que, aún ambiguo, no transita por la disciplina bio, psico o necropolítica y el martirio del Luminoso. El laboratorio chileno del neoliberalismo ha enseñoreado el dispositivo audiovisual como figura que remarcará las nuevas retóricas imaginarias del totalitarismo.

    En este sentido, la novela Fuerzas especiales, publicada 30 años después que Lumpérica, se instala en el desajuste que constituye el mismo espacio del cíber —lugar pornificado, de constante tecnología en falla, precarización máxima del trabajo y el cuerpo—, para comprender su capacidad de succión. Ya las ráfagas de luz eléctrica no deben solo ser instigadas por la fuerza orgásmica del cuerpo feminizado, sino que esta nueva temporalidad parapetada en los confines del cuerpo permite que la violencia visual sea ejercida por nuestros propios dedos, digitalmente. Por ello, la cíber-Lumpérica de Fuerzas especiales es capaz de autocapturarse. El Luminoso se ha escurrido al interior de su propio cuerpo.

    Fuerzas especiales da cuenta de cuerpos encapsulados en los cubículos del cíber, atrapados en las prácticas telefotográficas, obligados a producir su propio exterminio: “Yo fotografiaba el abrazo que sellaba el amor desesperado que se tenían o la frente de mi hermana contra la pared o sencillamente la registraba tapándose la cara ante el espejo… Después yo me iba porque cuando descubrieran el enmarque en el celular se volvían en mi contra de una manera que me aterraba”.

    Encapsuladas, las nuevas lógicas de la visualidad fuerzan el encerramiento voluntario: “Tengo que olvidarme de mí misma para entregarme en cuerpo y alma a la transparencia que irradia la pantalla”. Por esta razón, por esta consentida entrega a la transparencia lumínica, la falla del cíber, a media marcha entre prostíbulo, café con piernas y maquila tecnológica, constituye una catástrofe para muchas vidas.

    La mujer de Fuerzas especiales afirma: “Me bajo mis calzones en el cíber, me los bajo atravesada por el resplandor magnético de las computadoras… Después abandono corriendo el cíber y me voy a consumir todo lo que puedo”. Las titilantes ráfagas lumínicas de la computadora doblan el cuerpo, lo atraviesan e instalan el dolor —encarnado en las células digitales— para, entonces, consumirse y, paradójicamente, poder consumir. Porque el cuerpo ha sido iluminado, devorado irreversiblemente. Fuerzas especiales reactiva y complejiza la teoría de los dispositivos audiovisuales que ya instalaba Lumpérica.

    Pero quiero ir más allá.

    Al igual que la imagen de portada, estas fotografías pertenecen al archivo de Diamela Eltit en la Universidad de Princeton.

    En Supervivencia de las luciérnagas, Georges Didi-Huberman produce una sofisticada lectura ya no de la efímera danza de las luciérnagas a la que a comienzos de los años 40 hacía referencia Pier Paolo Pasolini, sino, por el contrario, de la desaparición de ellas que el cineasta italiano denunciaba en un artículo de 1975, donde afirmaba que se trataba de un error pensar que el fascismo había sido vencido. En su ensayo, Didi-Huberman cita un pasaje clave del artículo de Pasolini: “A comienzos de los años 60, a causa de la polución atmosférica y, sobre todo, en el campo, a causa de la polución del agua (ríos azules y canales límpidos), las luciérnagas comenzaron a desaparecer. Ha sido un fenómeno fulminante y fulgurante. Pasados algunos años, no había ya luciérnagas”. La desaparición de las luciérnagas, para Didi-Huberman, estaría ya no en la oscuridad nocturna como metáfora de tiempos difíciles, sino, por el contrario, en la cegadora claridad de los “reflectores de los miradores y torres de observación, de los shows políticos, de los estadios de fútbol, de los platós de televisión”. La hiperexposición lumínica se opondría a la “luz pulsante, pasajera, frágil” de las luciérnagas. La intermitencia de la luz y su carácter amatorio propondrían una metáfora capaz de denunciar el fascismo luminoso y plastificado que ocupa cuerpos y habita plazas en la segunda mitad del siglo. No obstante, Didi-Huberman demuestra que incluso luego de la muerte de Pasolini, entre 1984 y 1986, en Roma, existían robustas comunidades de luciérnagas. Para el teórico francés, se trataría más bien de comunidades anacrónicas y atópicas que necesitarían de condiciones especiales para ser experimentadas: “Para conocer a las luciérnagas hay que verlas en el presente de la supervivencia: hay que verlas danzar vivas en el corazón de la noche, aunque se trate de una noche barrida por feroces reflectores”.

    Didi-Huberman finaliza su libro haciendo referencia a un mundo polarizado, a una parte del globo inundada de luz en contra de otra surcada por los resplandores diminutos de las luciérnagas: “Por un territorio infinitamente más extenso, caminan innumerables pueblos sobre los cuales sabemos demasiado poco y para los cuales, por tanto, parece cada vez más necesaria una contrainformación”. Y esta contrainformación cristaliza en lo que a fin de cuentas Didi-Huberman entiende como imágenes-luciérnagas, caracterizadas como “imágenes al borde de la desaparición, siempre cercanas a quienes… se ocultaban en la noche e intentaban lo imposible a riesgo de su propia vida”. Estas punciones contrainformativas, entonces, rechazarían “la gloria del reino y sus haces de dura luz” y, también, la desaparición de lo popular ante el avance del fascismo.

    Ahora bien, a la luz de Lumpérica, es oportuno reconocer los límites de la teoría de las luciérnagas de Georges Didi-Huberman. Porque, pese a su sofisticación, termina proponiendo una metáfora que reproduce la oposición binaria oscuridad-claridad, ceguera-visión. La luz fascista pareciera cegar por su luz omnipotente, mientras que la orgiástica e intermitente bioluminiscencia de las luciérnagas permitiría contemplar la impredecible oscuridad. Allí los dos reinos permanecerían casi intactos, pese a haberse intercambiado sus ontologías. Sin embargo, aun si ignoramos este aspecto y condenamos los reflectores del fascismo, al igual que Pasolini y Didi-Huberman, la interpretación alegórica del teórico francés constituye uno de sus mayores límites y, sin duda, el más relevante inconveniente del ensayo y su imaginación crítica.

    Como decía al principio, 40 años después Lumpérica reclama otras posibles lecturas. Mejor, resulta fundamental una revisión ya no de los modos de producción que la hicieron posible como anomalía —rara avis de las letras chilenas—, sino de los alcances materiales que inscribieron la luz 40 años atrás. Es decir, ¿puede Lumpérica alejarse de la postura de Didi-Huberman? ¿De qué luz habla la novela de Diamela Eltit? ¿Adónde irradiaría la gloria del reino y sus haces de dura luz? ¿Cuál es la fuente de la feroz luz del poder? Porque esta novela no solo instala la continuidad entre poder y luz, fascismo e iluminación, sino que los conecta materialmente. Entonces, es necesario indagar en la relación entre electricidad y totalitarismo, y comprender que la luz estaría mediada tanto por su electrificación como por su borramiento.

    Lumpérica parece entender que el pacto entre Estado y mercado pasa por la electrificación, y que la luz en la novela no es meramente un recurso alegórico. Iluminar es materialmente ver más para desconocer aquello que fue aniquilado. Ver la luz del día constituye un proyecto que expulsa a aquellos cuerpos contralumínicos cuya opacidad debe, entonces, exterminarse.

    En 1980, las compañías Osram, Philips y Siemens, líderes internacionales en luminotecnia, finalizaron un proyecto de iluminación en Santiago y Valparaíso. El proyecto se proponía reiluminar los edificios y espacios icónicos de las ciudades chilenas. Entre ellos, el metro de Santiago, la Plaza de Armas, la Universidad de Chile, el Estadio Nacional: precisamente, los espacios más comprometidos en los primeros años de la dictadura, a partir del golpe de Estado de 1973. Sobre el principal centro deportivo de Chile, por ejemplo, un aviso publicado en El Mercurio afirmaba: “El trabajo ya ha terminado y nuestro Estadio Nacional ya posee Luz de Día, el asombroso avance tecnológico logrado y aplicado en el mundo entero por Siemens y Osram… La intensidad de la luz que provee el nuevo sistema de iluminación incorporado al Estadio Nacional es de 2.000 lux, siendo la anterior de solo 460 lux”. Otro texto de El Mercurio insistía en que se trataba del mismo sistema de iluminación instalado en Moscú para los Juegos Olímpicos, siendo los centros deportivos de Santiago y Moscú los más recientemente iluminados por la corporación alemana Siemens.

    Lumpérica parece entender que el pacto entre Estado y mercado pasa por la electrificación, y que la luz en la novela no es meramente un recurso alegórico. Iluminar es materialmente ver más para desconocer aquello que fue aniquilado. Ver la luz del día constituye un proyecto que expulsa a aquellos cuerpos contralumínicos cuya opacidad debe, entonces, exterminarse. La luz aniquila y esto no sucede por su condición cegadora, sino por su imperativo visual profundamente excluyente que sigue la lógica del dispositivo fílmico.

    En su análisis de las luciérnagas, Didi-Huberman se engolosina con la prosa de Pasolini y no se percata de las razones que el cineasta italiano argumentaba para afirmar que las luciérnagas estaban siendo aniquiladas. El fascismo está instalado en la destrucción del mundo, en la extinción de sus ecosistemas, en la catástrofe ecológica. En Chile, durante el tiempo en que Eltit escribía Lumpérica, se publicó un artículo titulado “El ocaso de las mariposas”, que abordaba la progresiva extinción de los lepidópteros en el país: “Las mariposas tienden a extinguirse de la faz de nuestro territorio… atentan contra la supervivencia de estos hermosos animalitos los roces descontrolados que se realizan en los campos: la eliminación de la flora de la cual se alimentan; la competencia con otras especies que han sido introducidas al país; la acción de predadores e insectos entomófagos; la comercialización abusiva de los ejemplares y el uso bárbaro y generalizado de insecticidas residuales”.

    El ocaso de las mariposas resulta similar a la extinción de las luciérnagas de Pasolini. Lo que no pudo ver Didi-Huberman era la magnitud destructiva que el totalitarismo dejó, ya no encarnada en la cegadora luz, sino en el pacto entre mercado y Estado a propósito de la electrificación de la memoria. Lumpérica escribe simultáneamente el pacto alegórico entre dispositivo y luz eléctrica, pero a la vez activa su materia electrónica. La escritora esperará 30 años para revisitar lo que Pasolini denunció en los 70 y que ya preveía en Lumpérica. No solo la electrificación del poder, sino las consecuencias ambientales que el enseñoramiento del fascismo tendría en la aniquilación de las luciérnagas. Vuelvo a Fuerzas especiales: “La mariposa fue solo una técnica que quise poner en práctica. La saqué de un sitio de sanación que aseguraba que el dolor no era exactamente real. Decía que el dolor no existía en sí mismo, sino que formaba parte de la imaginación humana y que requería de un esfuerzo mental para ahuyentarlo… Pensé que si me hacía una con sus alas podría evitarme a mí misma, huir, salirme de mí y dejarme afuera con todo el dolor por las clavadas del lulo. Pero la mariposa me falló porque lo que nunca pensé fue que la mariposa incentivaría mi dolor con sus alas que se movían amarillas tal como yo me muevo amarilla encima del lulo. No me imaginé que la mariposa iba a estimular mi dolor y la técnica resultaría un tremendo fracaso”.

    La mariposa fosilizada en la pantalla de la computadora, la luminosa constatación de su aniquilación y su supervivencia como fósil electrónico se vuelve más que resistencia, una materia conductora de dolor. La falla humana de la trabajadora del cíber da cuenta de la asociación entre dispositivos electrónicos y deriva totalitaria, de la plastificación del pacto entre cuerpo, fascismo y electricidad. Lo que Didi-Huberman no vio, pero vieron sí Pier Paolo Pasolini y Diamela Eltit, fue que las consecuencias alegóricas de la incandescencia se hicieron materia, materia de la electricidad capaz de contaminar, aniquilar, fosilizar, electrocutar la bioluminiscencia de las luciérnagas italianas, pero también el aleteo de las sedosas mariposas chilenas.

  392. Periodismo undercover en dictadura

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    La cárcel por dentro se llama el conjunto de reportajes sobre la vida de la Cárcel Pública de Santiago que el periodista Rubén Adrián Valenzuela publicó entre diciembre de 1980 y enero de 1981, en La Tercera de la Hora. El reportaje sacó de quicio a Pinochet, produjo un remezón en Gendarmería y despertó un apetito voraz en los lectores. Las ediciones del diario se agotaban en cuestión de horas e incluso en algunas localidades los reportajes eran fotocopiados para venderlos.

    Valenzuela se infiltró en la cárcel adoptando la identidad de un estafador prófugo de la justicia y estuvo adentro una semana, totalmente librado a su suerte. Además de observar, escuchar y conversar, padece en carne propia las atenciones del régimen penitenciario, que le dejan lesiones físicas de por vida. El cabo Juan Rego, el villano de la historia, lo machaca a palos para dejarlo mansito de entrada. Le meten miedo con la posibilidad de encerrarlo en “El Metro”, un lugar de reciente construcción, pero ya legendario, que no figura en los planos del penal y que los gendarmes destinan a bajarles los humos a los presos, que no siempre ingresan ahí con “pasaje de retorno”.

    Para aceitar el mecanismo y superar la etapa del rodaje, a Valenzuela le toca coimear, una práctica casi reglamentaria, que nadie denuncia. Se salva, eso sí, de que lo “pasen por las armas”. Enfermos mentales, tratantes de blancas, homicidas, narcotraficantes, cafiches, ladrones de todas las calañas, estafadores, “lanzas a chorro”, detenidos por ebriedad y homosexuales componen la población del penal, donde el mercado negro opera mediante la colusión de reos y gendarmes que hacen circular marihuana y Desbutal, unas cápsulas compuestas de metanfetamina y pentobarbital, que en el ambiente carcelario reciben el nombre de “la rubia de los ojos celestes”.

    Ahora me pregunto qué cuestión habrá indignado más a Pinochet, siempre tan cuidadoso a la hora de escenificar el poder. ¿La revelación sobre las patadas en el culo que recibía de su instructor? De todas maneras. Pero también esta otra causa, de seguro: La cárcel por dentro no pasó desapercibida fuera de Chile.

    A Valenzuela no lo mandan a la cárcel por iniciativa del diario. Él propone hacerlo con una insistencia obsesiva, pero por un buen rato se topa con las negativas de los editores. A nadie le interesan los temas carcelarios ni las pellejerías que pasan los delincuentes, le repiten en las reuniones de pauta. “Tú lo que quieres de verdad —le dice un jefe directo— es que te den por el culo”. Valenzuela sospecha que al interior de la cárcel existe una mafia que organizaba fugas masivas “a fecha fija”, y que Gendarmería es un antro. Al final, logra convencer al director del diario, que le pone una condición: antes de encanarte, tienes que tener clases con un experto en artes marciales como mínima medida de seguridad contra las violaciones y otras amenidades presidiarias.

    Resultó que el profesor contratado, Arturo Petit, era el instructor personal de Pinochet. “Soy el único chileno”, bromeaba, “que le ha pegado patadas en el culo al general”. Para protegerlo de la furia de los presos, que tienen a los periodistas por cómplices de los detectives, y salvarlo de las represalias del personal de Gendarmería y de sus “guardias blancas” compuestas por reos propensos al ajuste de cuentas, la misión de Valenzuela se mantuvo en estricta reserva, algo más que necesario en el caso de un reportero de izquierda, contratado en un diario cuya planilla incluía agentes de la CIA, informantes de los servicios de seguridad y fachos furibundos.

    En el medio carcelario existe una figura arquetípica, el “pillo canero”. Ese hombre investido de autoridad, ese choro de rango superior, sabe que al salir en libertad con los “papeles sucios” será un don nadie, un bulto arrojado a la calle, cuestión que lo perturba. “El Parafina” era uno de esos. Homicida y rey del chanchullo, tenía reputación de maletero, siempre andaba armado y trabajaba de sapo y de sirviente para los “tombos” (gendarmes). Hacía un tiempo, no tanto, “El Parafina” había pasado un periodo en libertad, sin buscarla ni celebrarla, puteando por su mala suerte. Se había dedicado a vagar por el sector de la Vega Central, a la espera de ser repatriado a la cárcel, su hábitat natural. Con ese propósito, a un viejo le vació las tripas de una sola cuchillada.

    Ahora me pregunto qué cuestión habrá indignado más a Pinochet, siempre tan cuidadoso a la hora de escenificar el poder. ¿La revelación sobre las patadas en el culo que recibía de su instructor? De todas maneras. Pero también esta otra causa, de seguro: La cárcel por dentro no pasó desapercibida fuera de Chile. Tras conocerse el reportaje en el exterior, la agencia internacional de noticias de España, EFE, catalogó a Valenzuela como un “verdadero héroe nacional chileno” que había burlado a los secuaces del régimen, con la elegancia de un impostor consumado.

  393. Las dimensiones internacionales del golpe de Estado chileno

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    Es inusual comenzar con una reflexión personal un artículo académico, pero en este caso se justifica. Me encontraba en Inglaterra al momento del Golpe de 1973 y ayudé a crear una organización para traer a académicos refugiados chilenos al Reino Unido (también existieron organizaciones de derechos humanos y solidaridad paralelas). Muchas campañas de este tipo deben trabajar arduamente para conseguir apoyo. Nuestra experiencia fue la opuesta: fuimos avasallados por ofertas de apoyo, becas, ayuda con alojamiento, universidades que ofrecieron matrículas gratuitas.

    No se había respondido de la misma manera en el Reino Unido ante la violencia represiva en un país extranjero desde el levantamiento en Hungría, de 1956, y la invasión de Checoslovaquia, de 1968, por la Unión Soviética. Pero esos eran países europeos, enfrentando a un enemigo —la URSS— que se encontraba a la vanguardia de las preocupaciones de la política internacional. Chile era un país muy distante y poco familiar. Entonces, ¿cómo podemos explicar el extraordinario estallido de apoyo de variados sectores de la sociedad británica, los intensos debates en el parlamento sobre quién era el responsable del Golpe, y la interminable cobertura en la prensa y la televisión? Este apoyo vino no solo desde la izquierda, también se originó desde el centro del espectro político y, en algunos casos, desde la derecha. En otras palabras, el apoyo provino de aquellos comprometidos con la democracia más que desde los simpatizantes de una ideología específica. La respuesta al Golpe evocada en Gran Bretaña tuvo paralelos en muchos países alrededor del mundo.

    (…)

    No era esperable que, en Chile, un país que ostentaba un envidiable récord de gobiernos constitucionales, la democracia fuese atacada. Esta es una de las razones del impacto duradero del Golpe en Chile: el ataque no era a una dictadura, sino contra la democracia. Los gobiernos autoritarios en España, Grecia o Portugal, por ejemplo, siguiendo el colapso de regímenes civiles frágiles, no fueron considerados como alejamientos fundamentales de las prácticas políticas de dichos países. Pero Chile era diferente, al menos eso era lo que muchos observadores creían, y con razón. Chile tenía una tradición constitucional mucho más extendida y fuerte que muchos países europeos. La reacción, especialmente en Europa, fue que, si un golpe de Estado de este tipo pudiese ocurrir en Chile, entonces podía ocurrir casi en cualquier lugar.

    (…)

    La Revolución cubana se había transformado en un símbolo de resistencia a la opresión imperialista. El Golpe chileno se transformó en el símbolo internacional para el brutal derrocamiento militar de los regímenes progresistas. Los símbolos no son historia fidedigna. La cara represiva de la Revolución cubana fue ignorada y hubo golpes de Estado, por mucho, más brutales en América Latina que en Chile. El conocimiento de la complicada política chilena desde 1970 a 1973 era muy superficial. Sin embargo, a nivel de la percepción internacional, la Revolución cubana ahora tenía su reflejo en el golpe de Estado chileno.

    (…)

    Otra razón para el profundo impacto del Golpe fue que, probablemente, este fuese el primero televisado. Imágenes de los días posteriores al 11 de septiembre inundaron las pantallas y periódicos del mundo. Cuatro en particular circularon ampliamente y produjeron una oleada de simpatía por aquellos que sufrieron la persecución. Estas fueron la imagen del bombardeo al Palacio de La Moneda por jets Hawker Hunter; la quema de libros en la calle por parte de soldados, evocando recuerdos de escenas similares durante la Alemania nazi; una imagen siniestra de Pinochet usando lentes oscuros, sentado al frente de los demás miembros de la Junta Militar que permanecían de pie, y los prisioneros esperando, atemorizados, en el Estadio Nacional. Aun en países geográficamente más remotos que Chile, social y culturalmente, dichas imágenes llevaron directamente a los hogares una visión de lo que estaba ocurriendo en Chile el 11 de septiembre y después de este. Y dichas imágenes de 1973 fueron luego acompañadas por otra: el vehículo destrozado en el que Orlando Letelier halló su muerte en 1976, en Washington.

    (…)

    Es difícil exagerar el impacto del golpe de Estado chileno en la conciencia política de una amplia variedad de países. En el Parlamento Europeo, el país extranjero más debatido (y condenado) por muchos años luego de 1973 fue Chile. En Gran Bretaña, el embajador de Allende en dicho país, Álvaro Bunster, fue el primer extranjero en dirigirse a la Conferencia del Partido Laborista desde que lo hiciese la líder comunista La Pasionaria, en tiempos de la Guerra Civil Española. En Italia, los análisis que hizo del Golpe el Partido Comunista y su líder intelectual, Enrico Berlinguer, llevaron al “compromiso histórico” mediante el cual el PC italiano se incorporó al gobierno por primera vez luego de muchos años. En Francia, el Partido Socialista debatió larga y arduamente sobre cómo modificar sus tácticas luego del golpe de Estado chileno. Aun cuando existía menos debate sobre el significado del Golpe para la política internacional, países como Canadá, Australia y Nueva Zelandia recibieron a miles de refugiados chilenos.

    El ataque no era a una dictadura, sino contra la democracia. Los gobiernos autoritarios en España, Grecia o Portugal, por ejemplo, siguiendo el colapso de regímenes civiles frágiles, no fueron considerados como alejamientos fundamentales de las prácticas políticas de dichos países. Pero Chile era diferente, al menos eso era lo que muchos observadores creían, y con razón. Chile tenía una tradición constitucional mucho más extendida y fuerte que muchos países europeos. La reacción, especialmente en Europa, fue que, si un golpe de Estado de este tipo pudiese ocurrir en Chile, entonces podía ocurrir casi en cualquier lugar.

    (…)

    Para la izquierda en Francia, Italia, España y Alemania, por ejemplo, entregar ayuda era una manera de demostrar apego a los ideales de la solidaridad internacional con los pueblos reprimidos del Tercer Mundo, y para mostrar que cualquiera fueran sus cambios en sus políticas o tácticas, los partidos socialistas de Europa se mantenían a la izquierda. Brindar ayuda a la oposición chilena era una manera de apoyar públicamente la causa por la democracia en el Tercer Mundo. En Holanda, como en muchos otros países, Chile se vinculó simbólicamente al debate político entre izquierdas y derechas. Para un país como Holanda, el apoyo a la oposición chilena era una manera de proyectar una imagen de tolerancia y visiones progresistas —¿y quizás revivió memorias de la oposición holandesa al poder Nazi?

    En contraste con la respuesta inicial del gobierno de EE.UU., los gobiernos y partidos europeos sintieron una afinidad especial con Chile. La oposición chilena poseía un concepto de democracia que era evidentemente similar al de la mayoría de los movimientos políticos europeos, basado en una combinación de elecciones justas, justicia social y la observancia de los derechos humanos básicos. Apoyar a la oposición chilena era una manera de reafirmar la creencia en los cánones básicos de la democracia. Más aún, sin negar los sentimientos de solidaridad genuinos por Chile y la genuina aversión por una dictadura brutal, el apoyo a la oposición no era susceptible de incurrir en ninguna sanción.

    (…)

    Un importante factor que mantuvo al Golpe vivo en la comunidad internacional fueron las actividades de la comunidad de exiliados chilenos. Muchos exiliados eran políticos con vínculos en partidos de Europa, otras partes de Latinoamérica y en otros lugares. Los socialistas, comunistas, democratacristianos y radicales chilenos encontraron comunidades receptivas fuera de su país. La comunidad exiliada buscaba la condena al gobierno de Pinochet en organizaciones internacionales, tales como las Naciones Unidas, y persuadir a gobiernos nacionales para boicotear el comercio con Chile y cortar vínculos con el gobierno chileno.

    (…)

    En Francia e Italia, el debate sobre “la lección de Chile” llevó a repensar las estrategias políticas de la izquierda, y los exiliados chilenos eran, a su vez, profundamente conmocionados por la discusión alrededor de ellos. La izquierda europea desarrolló ideas sobre el atractivo de la economía mixta y la necesidad de cooperación entre capital, trabajo y el gobierno, las cuales afectaron fuertemente a los exiliados chilenos, en especial a aquellos de los partidos socialistas. Los chilenos exiliados en Venezuela también parecieron ser persuadidos por las virtudes de la transigencia política como medio para consolidar una democracia estable. Los exiliados en países que recalcaban las virtudes de la revolución por sobre la democracia —como México, Cuba o Nicaragua— parecían haber mantenido más firmemente sus convicciones sobre lo correcto de los objetivos del gobierno de la UP.

    (…)

    A fin de cuentas, el apoyo externo para la democracia chilena fue importante y positivo, no fue una simple imposición de objetivos de los países donantes sobre sus beneficiarios. Fue más una asociación. Una oposición en aprietos tenía pocas alternativas más que buscar apoyo desde fuerzas democráticas en el extranjero, a modo de ayudar con el proceso democrático interno. La ayuda foránea puede provocar en ciertos países más problemas que lo que pueden contribuir a solventarlos. Pero en el caso de Chile, la similitud básica de los objetivos de las fuerzas domésticas e internacionales se combinaron para crear una oposición lo suficientemente fuerte para derrotar a una de las más poderosas dictaduras de Latinoamérica, e igual de importante, para comenzar el proceso de construcción de una democracia viable en Chile.

     

    Imagen: Archivo Cenfoto-UDP.

     

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    Alan Angell es profesor emérito del Latin American Center, Oxford School of Global and Area Studies, Universidad de Oxford. Entre sus libros más destacados se cuentan Democracy After Pinochet y Politics and the Labour Movement in Chile. Este texto, que se reproduce con autorización del autor, es un extracto de su trabajo titulado “Las dimensiones internacionales del Golpe de Estado chileno”.

  394. Mircea Cărtărescu: “Toda la literatura es fantasía”

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    El público que ayer al mediodía llenó el auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra de la Universidad Diego Portales, en el marco de una nueva Cátedra Abierta en homenaje a Roberto Bolaño, tuvo la oportunidad de oír y dialogar con Mircea Cărtărescu (Bucarest, 1956) durante su primera visita a nuestro país. Además de ser la figura más importante de la literatura rumana desde hace varias décadas, el autor ha recibido importantes reconocimientos internacionales, como el Premio Austriaco de Literatura Europea (2015), el Premio Leteo (2017), el Premio Thomas Mann de Literatura (2018), el Premio Formentor de las Letras (2018) y el Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances (2022), un listado al que muchos esperan que se sume el Nobel.

    Si bien han circulado otras ediciones en castellano de sus libros —sobre todo traducciones indirectas desde el alemán o el francés—, la iniciativa más consistente por darnos acceso a la obra de Cărtărescu ha sido el trabajo de Marian Ochoa de Eribe, cuyas cuidadas traducciones son publicadas casi anualmente por la editorial española Impedimenta. Y ya en el prólogo al primer tomo de esa colección, una nouvelle inolvidable llamada El ruletista (2011), la traductora explicaba que este autor “entronca en una tradición propia y original de la literatura rumana: el onirismo. (…) Para ellos, el sueño no es un simple proveedor de imágenes sino todo un modelo compositivo”, una caracterización habitual de su obra que el escritor, si bien no negó, sí acotó durante la charla de ayer: “Yo no hago diferencia entre literatura realista y literatura fantástica u onírica. Creo que toda la literatura es fantasía. Cualquier clase de literatura es onírica. Nuestra vida es onírica (…). Tenemos sueños nocturnos y diurnos. Nuestros sueños diurnos los llamamos realidad”.

    Cărtărescu es poeta y sus libros deben leerse como poemas”, afirmó Kurt Folch, el poeta, traductor y director del Magíster en Escritura Creativa de la UDP, quien presentó al escritor rumano con un texto en que, pese a lo lejano que nos podría resultar ese país del sureste europeo, resaltó la cercanía de su registro barroco y tensionador del lenguaje con ciertas voces más familiares para nosotros: “Desde Góngora hasta Lezama Lima o Macedonio Fernández, o pasajes completos de José Donoso, o parrafadas de Pablo de Rokha, o pasajes de Allen Ginsberg y de Pound, de Saint-John Perse, Baudelaire, en fin, el vidente de Rimbaud, incluso el galope muerto de Neruda está en perfecta sincronía con Cărtărescu”.

    Lo que más aprecio al hablar de la literatura es su fantástica diversidad”, declaró el autor al comienzo de esta cátedra, y aunque a nuestra lengua se ha traducido apenas una parte de la treintena de libros que componen su obra, basta con mirar los ya editados en español para sorprenderse de su variedad: el mundo onírico, metaliterario y cruelmente infantil de Nostalgia (1993; Impedimenta, 2012), entre cuyos cinco relatos entrelazados se encuentra El ruletista; la novela Lulu (1994; Impedimenta, 2011), que amplía un episodio narrado brevemente en Nostalgia y que lleva el ambiente confuso y tenebroso de esa primera incursión del autor en la narrativa a niveles pesadillescos; los tres relatos mucho más livianos y hasta humorísticos de Las bellas extranjeras (2010; Impedimenta, 2013); los ensayos y crónicas autobiográficas de El ojo castaño de nuestro amor (2012; Impedimenta, 2016), un mapa muy útil para adentrarse en el universo de Cărtărescu; la novela Solenoide (2015; Impedimenta, 2017), el diario de un escritor frustrado y profesor de rumano en la Bucarest comunista de los 70 y 80 que mezcla autobiografía y fantasía, que retoma varios elementos de sus libros anteriores y que muchos consideran su obra maestra —aunque él mismo en esta ocasión dijo ser incapaz de elegir una favorita entre sus publicaciones—; la aún más extensa trilogía Cegador (1996-2007; Impedimenta, 2018-2022), cuyas partes conforman la totalidad del cuerpo de una mariposa; y su obra poética, de la que se han traducido El Levante (1990; Impedimenta, 2015), un poema épico posmoderno en 12 cantos que mezclan verso y prosa, y la antología bilingüe Poesía esencial (Impedimenta, 2021), que abarca cuatro poemarios y tres décadas desde Faros, escaparates, fotografías (1980), su celebrado debut, muy inspirado en la generación beat.

    Imagino la literatura como un edificio. Este edificio podría ser una ciudadela, podría ser un palacio, podría ser un monasterio. (…) Este edificio puede ser visto a gran distancia porque está en la cima de una montaña: es la montaña de los millones y millones de libros dudosos, de los libros malos, (…) los libros que no acceden a la ciudadela; ellos la hacen visible sobre sí.

    La edificación de la literatura

    Dada la importancia que tienen en su producción imágenes como la telaraña, la ciudad y la ruina, no es sorpresa que el eje de su charla haya sido la descripción de la literatura —su tema favorito, recalcó— por medio de una alegoría relacionada con la construcción: “Imagino la literatura como un edificio. Este edificio podría ser una ciudadela, podría ser un palacio, podría ser un monasterio. (…) Este edificio puede ser visto a gran distancia porque está en la cima de una montaña: es la montaña de los millones y millones de libros dudosos, de los libros malos, (…) los libros que no acceden a la ciudadela; ellos la hacen visible sobre sí”.

    Este edificio —siguió Cărtărescu— está compuesto por cuatro pisos o niveles, cada uno de los cuales “corresponde a una definición de la literatura”. En el primer piso se la puede entender como una profesión: en este nivel están los carpinteros y albañiles, “las personas que levantan los muros de la literatura”. Estos son los escritores que tienen el manejo de la técnica —aquello que se puede aprender o enseñar de la escritura—, entre quienes el autor mencionó a Balzac y Tolstói.

    Una catedral, luego de que construiste los muros, necesita algo más, necesita ser decorada”, por lo que el segundo piso es de los pintores y escultores de este edificio, “los grandes artistas de la palabra”, entre quienes se encontrarían figuras como Góngora o Nabókov, de quien nombró Lolita como ejemplo de un libro del que uno no se puede saltar una palabra, ya que cada una de ellas es tan esencial como los átomos de una molécula.

    Continuando con la imagen de la catedral, Cărtărescu dijo que luego de ser levantada y decorada, la literatura debía ser consagrada, y esos escritores que la hacen acceder a lo sagrado “son los que llamamos genios”, como Dostoievstki, García Márquez o Thomas Mann. Por sobre ese tercer nivel de los profetas, aquellos que dan cuenta de la condición humana, Cărtărescu dijo posicionar a un solo autor, quien se encontraría en lo más alto del edificio: “Para mí, Kafka es el escritor absoluto, precisamente porque no era un escritor, porque la escritura es una habitación demasiado pequeña para encasillarlo. Kafka es la voz del dios”.

    Tras su acabada descripción de “esta ciudadela maravillosa, este maravilloso castillo en que todos los amantes de la literatura vivimos”, Cărtărescu concluyó vinculando la literatura con la belleza, la gracia y, en definitiva, el conocimiento, ya que “las matemáticas, la física, las ciencias, la metafísica, la filosofía, la poesía, el arte, la música, la literatura, el vino, el sexo, cualquier cosa que puedas imaginar: toda nuestra vida es conocimiento, pero la cima del conocimiento es la poesía, en mi opinión”.

     

    Fotografía: Mircea Cărtărescu en el auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra.

  395. Pausa

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    En francés, pausa suena como pose. Posar es a la vez colocar en un lugar y una forma de mostrarse. En situaciones en las que un artista trabaja con un modelo, la pose implica menos mostrar una imagen de sí que dar una presencia. La pose del modelo implica inmovilidad, tensión, paciencia. Es una retención (del movimiento) que produce presencia. Pintar un modelo posando es, por ejemplo, pintar la mano en cuanto tiene una presencia específica: es dar cuenta del tocar de la mano y de la mesa misma como un acontecimiento. Para esto hay que posar, colocarse en un lugar, retener este estar en un lugar.

    Posar, estar ahí inmóvil un rato corto o largo (parece siempre eterno) es hacer posible que se haga de la presencia una obra (una escultura, una pintura, un dibujo). Posar es un trabajo.

    Pausar en cambio es descansar. Salirse de este lugar. La pausa es imprescindible y es acotada en el tiempo. No es un término. Al contrario, es un tiempo, una modalidad del tiempo. Hay tiempos de pausas obligatorios en sesiones de pose, en clase, para toda persona que está haciendo un trabajo que requiere vigilancia, concentración. Durante una pausa nos fumamos un cigarro, nos ponemos a conversar, a veces nos ponemos a dormir. La pausa es el momento de la porosidad. Dejo entrar en mí los sueños. Hablo con otro: salgo de mí. De hecho, la pausa es también un momento de utopía: me autorizo a soñar, a salirme, a divagar. Habito otro lugar aun permaneciendo aquí, sentada en el escritorio.

    Posar y pausar son cuasi simétricamente opuestos, pero en realidad son solamente formas distintas de habitar el espacio y de relacionarse con el tiempo. Ahora mismo, es tiempo de hacer una pausa…

  396. Cabos sueltos

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    Hasta hace un mes pasaba todos los días por la entrada del Museo Histórico de Carabineros. Recortando camino por calle Vasconia, caminaba cada mañana por la vereda del Parque Inés de Suárez preguntándome qué clase de historia encontraría adentro.

    Desde afuera es poco lo que se intuye. La fachada solo muestra una gran casa antigua que pareciera siempre recién pintada. Las cortinas hacia el poniente están cerradas. Lo único que se ve desde la calle es una serie de vehículos de carabineros, donde entre carros blindados y aviones, destaca Juan Pablo II en el Papa Móvil.

    Desde niño me han gustado los museos. Más allá de la temática, me divierte la manera en que una historia es comprendida. Cada detalle de la presentación y su lógica, la selección de los objetos y sus textos informativos, pero sobre todo, por la narrativa implícita del recorrido, es decir, el sentido de la visita que propone la museografía.

    Si hubiera un curador, podríamos encontrar algunas de sus claves en el texto curatorial, pero en el caso del museo de Carabineros, el curador, o más bien la curadora, es la propia institución, y los textos museográficos que nos permiten leer y entender la exposición están basados en su historia. En este sentido, la lectura que sugiere el recorrido es un trabajo de edición institucional, con textos referidos a temporalidades de objetos, emblemas, próceres, herramientas, armas y uniformes.

    La función policial es antigua como el garrote. La palabra proviene del vocablo griego politeia, con el que se entendía el ordenamiento y el buen gobierno de la ciudad. El concepto moderno se instituyó en Francia, cuando el rey Luis XIV separa totalmente la función policial de la judicial, y luego, en la Revolución francesa, cuando se asignó a la policía la misión que ha desempeñado hasta hoy: garantizar los derechos de los ciudadanos y ciudadanas reconocidos constitucionalmente.

    La muestra del Museo Histórico de Carabineros narra la historia de esa función y su arraigo en Chile desde la llegada de los españoles. “Plantea una exhibición museográfica moderna, didáctica y educativa, mediante un recorrido cronológico y secuencial que abarca desde 1541 a 2012”, se lee en la entrada.

    La primera actuación policial que consigna corresponde al capitán Juan Gómez de Almagro, alguacil mayor, quien desbarató un complot contra Pedro de Valdivia y le salvó la vida, al interceptar una hogaza de pan enviada a uno de los conspiradores con un mensaje en su interior: “No confeséis, porque no se sabe nada”.

    En dos plantas se cuentan las formas que adoptó la función policial y la historia moderna de la institución, que comienza con los gendarmes de la Colonia, liderada por el capitán Hernán Trizano, en el segundo piso. Una hermosa y plácida maqueta de la vida en La Araucanía, entonces, abre a la historia de la primera mitad del siglo XX, donde destaca el nacimiento de la Policía Fiscal y sus labores de alfabetización de niños pobres, la creación del Cuerpo de Carabineros (“El desarrollo agrícola e industrial que había alcanzado el país, hacía sentir en forma imperiosa la necesidad de crear un organismo que diera garantías al libre ejercicio de la industria naciente, y prestara protección a la vida y la propiedad de los ciudadanos en las zonas rurales y centro del país”, dice la museografía); también, los logros del Club Atlético Brigada Central y el Stadium Policial, la unificación de las policías fiscales y la creación de la Escuela Policial de Chile, más unas palabras enmarcadas de Gabriela Mistral.

    Cabe preguntarse qué clase de historia se cuenta a sí misma la propia institución acerca de, por ejemplo, la dictadura de Pinochet. Sobre qué relatos se articula su identidad actual. Cómo preserva y actualiza su historia. No se trata de imponer una revisión, sino de intentar una reflexión institucional que contribuya a integrar los hechos sin omisiones ni victimizaciones.

    En los hechos, Carabineros se funda sobre la historia de muchos otros cuerpos y estamentos policiales que han surgido en respuesta a las necesidades de determinadas coyunturas. Es su capacidad de adaptación o reacción a nuevas demandas, reorganizándose y conformando nuevos cuerpos frente a las nuevas necesidades, lo que destaca este museo; son estos precisamente los hitos que recoge la museografía, que habla de una institución que, al menos hasta Ibáñez, reconoce con claridad y orgullo sus progresos.

    En la última sala del segundo piso está recreado el despacho de Carlos Ibáñez del Campo, se exhibe su uniforme y otras pertenencias personales, se destaca su vida y obra, marcando el cierre de los textos con una cronología gráfica de la institución hasta 1958.

    Un túnel del tiempo con placas de los retenes y cuarteles de distintas épocas y estilos me devuelve al presente. Durante el recorrido hay zonas ambiguas, espacios donde la visita no es clara sobre la dirección que se debe seguir. Los textos se diluyen en los últimos días de Ibáñez y da la sensación de que la historia de Carabineros termina justamente cuando comienza, omitiendo (o aceptando) cualquier interpretación posterior.

    Pero una colección de radiopatrullas y vehículos policiales en miniatura evidencian que la cronología avanza y la muestra sigue. Una serie de uniformes de las especialidades actuales escoltan al visitante hasta la escalera que conecta el museo con el sofisticado teatro del Centro Cultural. Una vitrina sobre el pasamanos también da cuenta del paso del tiempo en la evolución de sus armas. Hasta allí, el recorrido es neutro, no deliberante. Sin embargo, en el foyer del teatro, junto a los retratos de todos los generales directores de carabineros hasta la fecha, persisten en su sitio los de César Mendoza y Rodolfo Stange.

    Para Eric Hobsbawm, la tarea de los historiadores es recordar la historia que otros olvidan: “La destrucción del pasado, o más bien de los mecanismos sociales que vinculan la experiencia contemporánea del individuo con la de generaciones anteriores, es uno de los fenómenos más característicos y extraños de las postrimerías del siglo XX. En su mayor parte, los jóvenes, hombres y mujeres, de este final de siglo crecen en una suerte de presente permanente sin relación orgánica alguna con el pasado del tiempo en el que viven”, escribe en Historia del siglo XX.

    Hay una serie de vacíos que surgen a partir de lo que se exhibe. Y esto abre espacio para cualquier interpretación. Sobre el final, al no haber más que objetos fechados, desprovistos de cualquier relato o contexto, cabe preguntarse qué clase de historia se cuenta a sí misma la propia institución acerca de, por ejemplo, la dictadura de Pinochet. Sobre qué relatos se articula su identidad actual. Cómo preserva y actualiza su historia. No se trata de imponer una revisión, sino de intentar una reflexión institucional que contribuya a integrar los hechos sin omisiones ni victimizaciones.

    La narrativa no es la historia. Es la historia que nos contamos.

    A la salida del museo, la figura de cera a escala real de Juan Pablo II convive con dos Mowag antidisturbios, usados en los 70 y 80; más atrás, se exhibe una barrera de hormigón grafiteada presumiblemente en el estallido. La última pieza de la muestra es un parabrisas baleado en 2021, en la macrozona sur. ¿Qué valor histórico dan a esos elementos? ¿Por qué están ahí?

     

    Imagen: César Mendoza (debajo al centro) y Rodolfo Stange (debajo a la derecha) entre los directores generales retratados en el Museo Histórico de Carabineros.

  397. Chile, 11 de septiembre de 1973: un giro del siglo XX latinoamericano, un acontecimiento mundial

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    El año 1973 en América Latina no puede reducirse al golpe de Estado del 11 de septiembre que, en Chile, derrocó al gobierno de Unidad Popular (UP) encabezado por el socialista Salvador Allende Gossens y que sentó las bases de un régimen militar, autoritario y represivo, hecho para durar más de dieciséis años. Dos meses y medio antes, la disolución del Congreso uruguayo por el ejército había puesto fin a un proceso autoritario iniciado en 1968 al formalizar el establecimiento de una dictadura que hasta entonces no se había atrevido a decir su nombre. Del otro lado del Río de la Plata, el mes de junio también estuvo marcado por el regreso a Argentina del general Juan Domingo Perón luego de casi dieciocho años de exilio y por la masacre en el aeropuerto de Ezeiza, en el sur de Buenos Aires, donde peronistas de derecha y de izquierda se enfrentaron violentamente a la hora de recibir al exiliado de 1955. En julio, las elecciones legislativas mexicanas confirmaron una vez más la hegemonía del Partido Revolucionario Institucional, en un régimen político donde la apertura democrática prometida por el presidente Luis Echeverría todavía se esperaba. En Venezuela, donde el oro negro representaba más del 90% de las exportaciones y había sido el pilar de una economía decididamente rentista desde la década de 1920, el shock petrolero de octubre allanó el camino para un crecimiento espectacular de los ingresos fiscales del Estado, reforzó la tendencia estructural a la monoexportación y afianzó aún más la ilusión de una prosperidad perpetua.

    Sin embargo, fue principalmente hacia Santiago de Chile donde se dirigieron todas las miradas, en la medida en que el golpe liderado por las fuerzas armadas en el final del invierno austral, incubado con la bendición de Washington, parecía encarnar una serie de desarrollos políticos en marcha en la región a fines de las décadas de 1960 y 1970. Décadas después, el 11 de septiembre de 1973 no ha perdido nada de este valor paradigmático a los ojos de los historiadores y merece plenamente ser considerado como una gran ruptura en el siglo XX latinoamericano, incluso como un verdadero acontecimiento mundial, al igual que el otro 11 de septiembre, el de 2001, en Nueva York.

    El crepúsculo de una ilusión

    Un día le bastó a las fuerzas armadas chilenas, aunque reputadas de legalistas a diferencia de la mayoría de sus homólogas latinoamericanas, para derrocar al gobierno de la UP que había llegado al poder en noviembre de 1970 según la más estricta legalidad democrática, dos meses después de las elecciones que vieron a Salvador Allende obtener poco más del 36% de los votos emitidos por delante del candidato conservador, Jorge Alessandri, y el representante de la Democracia Cristiana (DC), Radomiro Tomić. Desde el levantamiento de la armada en la madrugada del 11 de septiembre de 1973, en el puerto de Valparaíso, hasta el bombardeo del palacio presidencial de La Moneda en pleno mediodía en Santiago, la “vía chilena al socialismo” que estuvo funcionando durante casi tres años —cuyo programa económico y social apuntaba principalmente a reducir la dependencia chilena del exterior y los fuertes contrastes sociales que caracterizan al país— terminó brutal y repentinamente, y provocó una inmensa conmoción en la izquierda internacional.

    La victoria de la UP, tres años antes, había despertado un verdadero entusiasmo incluso más allá de las fronteras chilenas, en el sentido de que una transformación política y social radical, como proponía el programa electoral de la coalición, ya no parecía incompatible con la democracia, al contrario de lo que se había podido observar lo largo de la historia de la Unión Soviética desde la década de 1920 o en Cuba en la primera mitad de la década de 1960, a medida que avanzaba la sovietización del régimen castrista. “Al fin y al cabo Allende es presidente con todos los requisitos de la democracia representativa que el país del norte [Estados Unidos] formalmente predica”, señalaba Eduardo Galeano, y es en eso que logró reunir a grandes sectores de la opinión mundial, igualmente desilusionada por la revelación de los crímenes del comunismo en el 20º Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1956 como por las rebeliones abortadas de 1968, que, sin embargo, fue repentinamente reencantada por el viento fresco de la reforma agraria y la nacionalización del cobre sobre una base de constitucionalidad.

    En esto, el 11 de septiembre de 1973 representó por primera vez un choque emocional planetario y debe ser pensado como un momento que es tanto más importante en la historia de las sensibilidades políticas contemporáneas cuanto que el suicidio de Allende sumó al martirio de la democracia la tragedia de un destino personal. Más allá de los innumerables homenajes internacionales rendidos en los últimos meses del año al hombre que había intentado conciliar una cultura humanista de la masonería y la ortodoxia del marxismo-leninismo, el escritor colombiano Gabriel García Márquez, Premio Nobel de Literatura en 1982, restauró de manera ejemplar la importancia de este hito generacional en un texto titulado “La verdadera muerte de un presidente”: “el drama ocurrió en Chile, para mal de los chilenos, pero ha de pasar a la historia como algo que nos sucedió sin remedio a todos los hombres de este tiempo, que se quedó en nuestras vidas para siempre”.

    En términos más estrictamente políticos, el golpe de Estado chileno también podría ser visto como una confirmación de que transformar las sociedades latinoamericanas dentro de un marco legal y sin recurrir a la violencia era definitivamente imposible, no solamente por el conservadurismo de las élites nacionales, dispuestas a todo para preservar su privilegios, como lo demuestra, por ejemplo, la odiosa campaña de prensa protagonizada por el diario chileno El Mercurio durante todo el periodo de la UP, sino, sobre todo, por parte de Estados Unidos, que nunca ocultó su hostilidad hacia la UP desde 1970 y participó activamente en la desestabilización del gobierno de Allende financiando a las oposiciones más radicales. Es sobre la base de esta observación que muchas de las guerrillas, que habían florecido en toda la región latinoamericana después de la revolución cubana de enero de 1959, radicalizaron sus acciones: este fue particularmente el caso de los Montoneros en Argentina que, según un testimonio a posteriori de uno de sus principales dirigentes, Roberto Perdía, se sintió definitivamente rodeado tras el final de la UP entre el Uruguay de Juan María Bordaberry, el Paraguay de Alfredo Stroessner, la Bolivia de Hugo Banzer y el Chile de Augusto Pinochet (entrevista mayo 2012). A esta representación sitiada de la historia argentina en la década de 1970 se sumó el hecho de que muchos actores políticos chilenos cercanos a la UP encontraron refugio temporal en Argentina, donde el peronismo acababa de regresar al poder, y ayudaron a difundir del otro lado de los Andes las lecciones a menudo amargas que habían aprendido de los años de Allende.

    También es necesario subrayar las múltiples consecuencias políticas que tuvo el golpe de Estado chileno fuera de las fronteras latinoamericanas y que invitan a pensar el 11 de septiembre de 1973 como un acontecimiento mundial. Independientemente de los muchos movimientos de solidaridad que se desplegaron por todo el mundo a favor de las víctimas de la dictadura o del exilio, el caso del comunismo italiano es notable desde este punto de vista ya que es precisamente a la luz de la tragedia chilena que Enrico Berlinguer concibió la lógica de un acercamiento a la Democracia Cristiana. Los tres artículos publicados en la revista Rinascita por el Secretario General del Partido Comunista Italiano (PCI) en las semanas posteriores al golpe de Estado, en efecto, ofrecían una riquísima reflexión táctica sobre la forma en que la UP había conquistado el poder —Berlinguer llamó especialmente la atención sobre la presencia decisiva del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), el ala disidente de la DC, en la coalición—, pero también un análisis de las causas del golpe destacando la ofensiva llevada a cabo en los últimos meses del gobierno de Allende por la DC. Desde el momento en que se enfrentó el PCI, como Allende a fines de la década de 1960 cuando el presidente Eduardo Frei Montalva estaba en el poder, con una DC poderosa, la lección a aprender del caso chileno parecía clara: las fuerzas políticas de transformación social no podían sacudir en profundidad el sistema capitalista sin una mayoría estable y un relativo consenso político, que debía incluir en su seno a los elementos más progresistas de la DC, o incluso a toda la DC si eso era posible. Tales fueron las bases del “compromiso histórico” que, como sabemos, marcó un punto de inflexión decisivo en la historia del comunismo y de la vida política en Italia en los años setenta. En España y Grecia, donde la cuestión de las alianzas políticas era crucial en la perspectiva de un posible final del franquismo y del régimen de los coroneles, en Francia, donde el programa común del 27 de junio de 1972 se había inspirado en gran medida en el programa electoral de la UP, el 11 de septiembre de 1973 también tuvo un impacto mayor que atestigua el alcance transnacional del acontecimiento.

    El 11 de septiembre de 1973 marca un hito en la historia contemporánea de América Latina tanto como en la del mundo entero, ya que los medios de comunicación internacionales —especialmente la prensa (la revista Time publicó en la portada de su edición del 24 de septiembre de 1973 una foto de Allende manchada con un charco de sangre y un artículo titulado ‘El final sangriento de un sueño marxista’), pero también la televisión— difundieron ampliamente imágenes de rostros ensangrentados y cuerpos postrados en las calles de Santiago o en los bancos del Estadio Nacional. El 11 de septiembre de 1973 fue también un golpe mediático.

    El terrorismo de Estado

    Además, el golpe de Estado chileno representó un punto nodal en la militarización de las sociedades que caracterizó a América Latina entre mediados de la década de 1960 y fines de la década de 1980. Por un lado, constituyó un poderoso eco del episodio guatemalteco de junio de 1954, durante el cual el gobierno democráticamente electo del coronel Jacobo Árbenz, que había iniciado una reforma agraria destinada a crear pequeños campesinos independientes en detrimento de los inmensos intereses de los la empresa estadounidense United Fruit, fue derrocado por un ejército de mercenarios controlados desde Langley por la CIA; o del golpe de Estado brasileño de marzo-abril de 1964, que puso fin a la presidencia reformista de João Goulart e inauguró casi dos décadas de dictadura. Con la salvedad de que la junta militar instalada la noche del 11 de septiembre de 1973 en Santiago también marcó una ruptura en materia de política represiva.

    En nombre de la erradicación del “cáncer marxista” y la restauración de los intereses superiores de la nación, que constituían los únicos objetivos de los militares golpistas si se cree en sus primeras alocuciones radiales, el confinamiento inmediato de todos los individuos sospechosos de simpatías con la UP dentro del Estadio Nacional, la ejecución sumaria de miles de activistas —entre ellos el cantante y guitarrista Víctor Jara el 16 de septiembre y el líder del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), Miguel Enríquez, el 5 de octubre del año siguiente—, la persecución de los opositores incluso en sus lejanos exilios (como el atentado en Roma contra Bernardo Leighton en 1975 o el asesinato de Orlando Letelier en Washington en 1976), así como la sistematización de la tortura como método de gobierno, instauraron un terrorismo de Estado hasta entonces inédito en su alcance, aunque el Brasil habría experimentado los primeros esbozos desde fines de 1968 y principios de 1969. En total, la violencia perpetrada desde la cúpula del Estado chileno cobró al menos 40.000 víctimas (muertos, desaparecidos y torturados incluidos) y que luego encontraría funestas prolongaciones en la experiencia exacerbada de la dictadura argentina entre 1976 y 1983 (30.000 muertos o desaparecidos), en el plan Cóndor —que pretendía unir los esfuerzos de las dictaduras militares de los años 70 (Chile, Argentina, Uruguay, Paraguay, Bolivia, Brasil) en la represión de movimientos y activistas considerados subversivos y antinacionales— o incluso en el contexto de las guerras civiles que desgarraron a casi todos los Estados centroamericanos en la década de 1980.

    Si la doctrina de la seguridad nacional que nutrió los regímenes militares de este periodo tuvo sus raíces en reflexiones estratégicas realizadas en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, pero también en el seno de la Escuela Superior de Guerra fundada en Río de Janeiro en 1949 y en la teorización de la guerra contrarrevolucionaria propuesta por el ejército francés en el marco de sus guerras coloniales, ella encontró en el régimen instaurado bajo la dirección del general Augusto Pinochet una sistematización de sus prácticas represivas que tuvo muchos emuladores en los quince años que siguieron. En esto, el 11 de septiembre de 1973 marca un hito en la historia contemporánea de América Latina tanto como en la del mundo entero, ya que los medios de comunicación internacionales —especialmente la prensa (la revista Time publicó en la portada de su edición del 24 de septiembre de 1973 una foto de Allende manchada con un charco de sangre y un artículo titulado “El final sangriento de un sueño marxista”), pero también la televisión— difundieron ampliamente imágenes de rostros ensangrentados y cuerpos postrados en las calles de Santiago o en los bancos del Estadio Nacional. El 11 de septiembre de 1973 fue también un golpe mediático.

    Más allá del ejercicio de una violencia masiva por parte del Estado y de la ruptura constitucional que supuso en un país notablemente estable dadas las incertidumbres políticas que ha vivido la región desde la independencia, el 11 de septiembre de 1973 estuvo, finalmente, en el origen de una revolución económica que dotó al gobierno militar con una identidad ideológica que no podía proporcionarle un proyecto político desvalido y que, sobre todo, se difundió ampliamente, hasta el punto de convertirse una década después en el patrón de la buena gobernanza mundial y que, con algunos matices, dura hasta nuestros días.

    La agonía del keynesianismo

    Más allá del ejercicio de una violencia masiva por parte del Estado y de la ruptura constitucional que supuso en un país notablemente estable dadas las incertidumbres políticas que ha vivido la región desde la independencia, el 11 de septiembre de 1973 estuvo, finalmente, en el origen de una revolución económica que dotó al gobierno militar con una identidad ideológica que no podía proporcionarle un proyecto político desvalido y que, sobre todo, se difundió ampliamente, hasta el punto de convertirse una década después en el patrón de la buena gobernanza mundial y que, con algunos matices, dura hasta nuestros días.

    En la primera mitad del siglo XX, las consecuencias económicas de la Primera Guerra Mundial y la crisis de 1929 habían convencido a algunas de las élites políticas latinoamericanas de los peligros de una dependencia demasiado grande de la exportación de materias primas y la necesidad de desarrollo endógeno. En octubre de 1938, la llegada al poder de un Frente Popular en Chile marcó el verdadero inicio de la intromisión estatal en los asuntos económicos y sociales. Bajo la presidencia del radical Pedro Aguirre Cerda, una serie de iniciativas rompieron con el liberalismo hasta entonces dominante y marcaron el nacimiento de una política pública de desarrollo cuyos resultados fueron palpables en la década siguiente —por ejemplo, en materia de electrificación del país o mecanización de la agricultura. Numerosas medidas en el campo de la educación tendieron también a hacer del Estado un agente de promoción social y democratización, tanto que el Frente Popular sentó las bases, si no de un Estado de Bienestar, al menos de un innegable intervencionismo desarrollista e igualitarista. Los años 1970-1973 en Chile pueden entonces considerarse como el punto culminante de esta secuencia iniciada en la década de 1930: tan pronto como Salvador Allende llegó al poder, el gobierno anuló un aumento reciente en las tarifas eléctricas, lanzó un plan de emergencia que preveía la construcción de 120.000 viviendas, decidió el pago inmediato de los jubilados y otorgó 3.000 becas a niños mapuches para mejorar la integración educativa de la minoría indígena. Más allá de las medidas de emergencia destinadas a satisfacer las expectativas de los más pobres, surgieron algunas áreas importantes con miras a las reformas estructurales. La primera de ellas se asentaba en una suerte de “New Deal” chileno, basado en una redistribución de la riqueza (aumento de salarios, aumento de prestaciones sociales) acompañada de una congelación parcial de precios, que permitía aumentar los ingresos de los sectores desfavorecidos. La fiebre del consumo provocó entonces un reinicio de la producción industrial, una reactivación del comercio y una importante caída del número de desempleados. La profundización de la reforma agraria constituyó el segundo eje importante de la política económica y social de Allende: en base a una ley promulgada por Eduardo Frei en 1967, la UP expropió y redistribuyó en seis meses casi tantas propiedades como había hecho el gobierno democratacristiano. Última parte de esta política de ruptura: un ambicioso programa de nacionalizaciones, en línea con el programa de la UP que pretendía erradicar el capitalismo monopolista, tanto nacional como extranjero. El proceso se inició en diciembre de 1970 en la industria textil y continuó al año siguiente en los sectores bancario, químico, siderúrgico o del carbón —en ocasiones bajo la presión de trabajadores en huelga que ocupaban los locales de sus empresas— para culminar en julio de 1971 con una reforma constitucional aprobada por la unanimidad del Congreso que permitió la completa nacionalización de las minas de cobre.

    Más que una ruptura con los tres años de la UP, el golpe de Estado del 11 de septiembre marcó entonces el final de un ciclo de inspiración keynesiana de medio siglo o casi, que había buscado promover una determinada idea de democracia social. Las estrategias intervencionistas fueron reemplazadas por la influencia de las teorías neoliberales desarrolladas en la Escuela de Economía de la Universidad de Chicago en torno a Milton Friedman. El proceso de importación del monetarismo se inició en la década de 1950 por convenios de colaboración entre la Universidad de Chicago y la Universidad Católica de Santiago, que permitieron a jóvenes estudiantes como Sergio de Castro —ministro de Economía de abril de 1975 a diciembre de 1976, luego ministro de Hacienda hasta abril de 1982— formarse en Estados Unidos en un rechazo radical a los preceptos keynesianos que habían alimentado gran parte de la economía política latinoamericana desde la década de 1930. La acción de los Chicago Boys comenzó con una fase conocida como “ajuste recesivo” (control de la inflación y estabilización monetaria, reducción drástica del gasto público y lucha contra el déficit presupuestario, privatizaciones y reducción considerable de las asignaciones del Estado) que pronto dio sus frutos, ya que la economía chilena vio aumentar considerablemente sus exportaciones, atrajo más que nunca a inversores extranjeros y recuperó tasas de crecimiento espectaculares (9,9% en 1977, 8,3% en 1979). Al confiar los destinos económicos del país a una nueva generación de economistas, el general Pinochet ofreció a los defensores del neoliberalismo un laboratorio de tamaño natural que, a los ojos de instituciones financieras como el Fondo Monetario Internacional o de élites políticas necesitadas de soluciones concretas a la crisis, fue la cura milagrosa. A partir de entonces, el “modelo chileno” se difundió rápidamente en Europa —desde los años de Thatcher en Gran Bretaña a partir de 1979 hasta el giro en el rigor de los socialistas franceses en 1983— y en Estados Unidos durante los dos mandatos de Ronald Reagan, hasta el punto de erigirse en una norma internacional de gobernabilidad a finales de los años 80 y 90, en el marco del “Consenso de Washington”.

    Aunque ofrecían perspectivas improbables de recuperación económica en el contexto internacional de la época, estas políticas acarrearon, sin embargo, un costo social muy importante, que incluía la destrucción de los servicios públicos, el empobrecimiento de grandes sectores de la población, la erosión de las clases medias y el crecimiento de las desigualdades en la distribución de la riqueza, que constituyeron los aspectos más visibles. En 1990, el 48,3% de la población latinoamericana —es decir, 200 millones de individuos— vivía por debajo del umbral de la pobreza frente al 40,5% diez años antes: a las múltiples desigualdades heredadas del largo tiempo de la historia, la mutación neoliberal había añadido nuevas formas de exclusión social en el espacio de algunos años. Es precisamente en el Chile de Augusto Pinochet, a raíz del 11 de septiembre de 1973, que ella dio sus primeros pasos.

     

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    Artículo aparecido en la Revue internationale et stratégique 91 (2013). Se traduce con autorización de su autor y la revista. Traducción de Patricio Tapia.