Author Archives: Sebastián Duarte

  1. Un puzzle con infinitas piezas

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    La más reciente novela de Alberto Fuguet posee una energía literaria que lo muestra en su plena madurez, con toda la seguridad de un escritor que sigue manifestando profundidad en su mirada, un privilegiado manejo de la estructura del relato y una singular maestría en el difícil arte de sostener una historia a lo largo de las 446 páginas.

    Ciertos chicos es un artefacto complejo, pero que, escrito con habilidad excepcional, combina todos los elementos en dosis precisas para que cubran la extensión que va desde la lectura de mera entretención a la del relato con claves, referencias y mensajes que buscan descifrar, interpretar y mirar críticamente un país, una época, las semejanzas que habitan en todas las diferencias. Es un texto generacional, en el que los personajes habitan los años 80, es decir, los años de la dictadura y la represión. El narrador juega con inteligencia a contarnos lo que sabe desde ese futuro que es el hoy, con sus cambios liberadores y también sus nuevas represiones. Hay en el contar de Fuguet un efecto caleidoscópico, en el que el conjunto de personajes, referencias, deseos, anécdotas, puntos de vista, diálogos, reflexiones sobre nuestra historia e idiosincrasia, van articulando significados, imágenes, lecturas que iluminan la realidad con un imaginario de trinchera que, sin embargo, demuestra ser universal.

    Uno podría catalogar esta novela según las pulsiones sexuales de sus protagonistas masculinos, jóvenes, en espacios universitarios, en los intersticios de lo oficial, de la represión de la dictadura militar, pero también de esa otra, la de la izquierda oprimida con su sentido de cultura única y sovietizada, a su manera también militar y dogmática. Es la testosterona que busca testosterona, pero colocar sobre Ciertos chicos la etiqueta de “novela de la homosexualidad” sería limitarla, cercenar todo lo que está dentro de esta suerte de Caja de Pandora virtuosa en la que Tomás y Clemente, y todos esos chicos inciertos que deambulan por ella, son mucho más que una mera pulsión sexual. Los personajes de esta obra son el espejo de un país que se va gestando y que solo el narrador conoce cómo será años después. Asimismo, la novela es la demostración de cómo en las trizaduras de los muros nace algo nuevo.

    De alguna manera, Fuguet es una especie de extraño cruce entre Borges, David Leavitt, los beatnick, Almodóvar y esa mezcla de gustos que combina literatura, música y cine, el análisis culto de lo pop: Manuel Puig. Y con esta novela demuestra que es uno de los narradores con una identidad más consistente, creativa y lúcida de la literatura chilena posdictadura.

    De alguna manera, Fuguet es una especie de extraño cruce entre Borges, David Leavitt, los beatnick, Almodóvar y esa mezcla de gustos que combina literatura, música y cine, el análisis culto de lo pop: Manuel Puig. Y con esta novela demuestra que es uno de los narradores con una identidad más consistente, creativa y lúcida de la literatura chilena posdictadura. Aquí narra la historia de dos jóvenes de mundos distintos que no lo son tanto: la clase media inquieta culturalmente; la burguesía descontenta, que cuestiona la comodidad del privilegio. Ambos con un hambre similar, con una necesidad de descubrirse en la honestidad, enterándose de que no están solos, si bien son acorralados por los extremos polarizados de esos tiempos.

    Ciertos chicos tiene el mérito de no ser obvia —aunque acepte sus momentos de natural obviedad— ni cursi, aunque orgullosamente pop y alternativa. Es un libro que muestra que esos jóvenes de los que habla, en ese viaje hasta el encuentro/ desencuentro de todas las claves del amor y la cultura, de la represión y la revuelta, son mucho más que el eslogan de una marcha del orgullo gay. Son existencias que miran, entienden, exploran y construyen el colectivo imaginario total. No hay frivolidad, sino un pensarse en las diversidades como ese conjunto que es la inevitable realidad. Y la trama, que es romántica, sexual, política y cultural, no cae en la república del rencor, sino que opta por describir lo humano en toda su diversidad.

    Fuguet ha tenido, y seguirá teniendo, cada vez con más valor, como un Jack Kerouac chileno, el papel del roadtripper de una época clave de nuestra historia. Su culto a los 70, 80 y 90 no tiene un ápice de bótox, y eso permite que sus tramas se conviertan en segmentos de una película en movimiento incesante, que explora el pasado y juega con el futuro, como en esa miniserie de la BBC tan bien construida, Years and Years, escrita por Russell T. Davies. Simplemente, bravo.

     


    Ciertos chicos, Alberto Fuguet, Tusquets, 2024, 446 páginas, $23.900.

  2. Una hiena y un jaguar

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    Alas caídas (en Impresiones de la guerra del Chaco)

    Si hay algo que pueda impresionar a un corazón femenino es la apostura militar.

    Después del artista de cine, el príncipe azul se encarna en una arrogante figura de capa y espada.

    A la desesperanza de alcanzar lo primero, una se aferra a la pasión intangible y real… que nos ofrece el segundo.

    Al menos, no faltan comandantes de la guarnición del lugar…

    (Ay de cosas que debiese callar, pero también es imposible obligar discreción a la pluma que vuela.)

    La Plaza Central se encontraba repleta.

    Alarma.

    La declaratoria de guerra se nos venía encima, sin tener la cortesía de pedirnos permiso y opinión.

    Mis ojos inquietos abarcaban todos los puntos de la Plaza.

    ¡Qué desilusión! Todos los apuestos militarotes, don juanes uniformados se encontraban pálidos, intensamente pálidos, sosteniendo apenas el peso del paño cuartelero, o lo que es lo mismo, con las alas caídas.

     

    VI (en Pirotecnia)

    He aquí una indagación descubierta y desnuda:

    Las fuertes voluntades sobran aún en las sombras de ultratumba.

    Los grandes entusiasmos van más allá del fenómeno de la muerte.

    ¡Sobrenatural!

    Aquellos jugadores de golf, aquellos diestrísimos jugadores de golf, que habían “enraizado” su pasión al juego, persistieron en su deporte favorito aún después de su muerte…

    Luego de un tiempo prudencial (cuando las míseras fibras de la carne desaparecen para la higienización del esqueleto) organizaron en el simétrico espacio del cementerio, un gran campeonato nocturno…

    ¡Era de ver, junto a los cipreses recortados, a los jugadores-esqueletos!

    ¡Admirable el contagio del ímpetu, cuando los demás corrían al adiestramiento especial para aprendices!

    Aunque se sentía el despachurramiento de osarios infantiles para provisión de cráneos que hacían de pelotas y tibias de “clubs”.

    ¡El espectáculo, aunque macabro, era esencialmente deportivo!

     

    XXIX (en Pirotecnia)

    ¡Nadie puede preconizar de ingenioso!

    El enlace más elegante, más sedoso de vocablos, la conexión más firme de frases y conceptos, no es mérito propio del autor.

    Todos al escribir, volcamos restos informes de textos que leímos… palabras que se impresionaron en nuestra conciencia… reminiscencias… citaciones ilímites que al llamar inconscientemente nuestra atención, se estratificaron en la memoria.

    Dijéramos que las palabras están catalogadas en el estante cerebral, colocadas por los infinitos autores que nos obsequiaron su lenguaje, y que en nosotros reside solamente la labor de ordenación.

    Analizados con rigor somos algo así como “ropavejeros” de los demás, que utilizamos íntegramente —como usurpadores vulgares— sus palabras, sus frases, sus cláusulas de uso que recogimos al leer, con cierta modalidad idiomática propia…

    ¡Chiquillos que entonando o desentonando silbamos ajenas coplas!…

     

    Brandy Cocktail (fragmento de la columna homónima, publicada en el periódico La Mañana de Oruro, el 28 de junio de 1935, pocos días después del fin de la Guerra del Chaco)

    … Imagino que el Chaco (con los límites que nos asignen en las conferencias de paz) será un magnífico y manso Edén.
    La Panagra inaugurará un servicio para viajes de placer.
    Se irá a veranear allí de un modo chic.
    Será el punto de reunión de la élite social boliviancence.
    El lugar escogido por los novios para sorber la luna de miel
    Será todo una monada.
    Todo un primor.

    Yo inmigraré de aquí allá. En el confín mismo, quiero decir en la posición más avanzada, haré mi carpa,
    con un esposo que lo tengo en proyecto.
    Los nenes… jugarán pega-pega con las culebras y las iguanas.
    Yo poseeré una hiena.
    Él un jaguar.
    Ambos y todo el mundo mariguí en la sopa.
    Nos distraeremos con un circo de monitos tropicales, maravillosamente amaestrados.

    Seremos FELICES, inmensamente FELICES en el Chaco.

     

    ————
    Hilda Mundy (1912-1982) es el seudónimo que la poeta boliviana Laura Villanueva utilizó para escribir su breve pero potente obra, caracterizada por el humor, la ironía y la banalización de la violencia. En vida, solamente publicó Pirotecnia. Ensayo miedoso de literatura ultraísta (1936), a lo que se suman crónicas y poemas escritos sobre la Guerra del Chaco, en plena conformación del Estado boliviano. Mundy se rehusó a pensar la violencia desde la angustia y el lamento, y en Impresiones de la guerra del Chaco, indica que “se bebió los pasajes de una guerra como un helado cualquiera”. Esta pequeña muestra de poemas expresa su desprecio al lugar común relativo a las violencias política y de género. Selección de Yosa Vidal.

  3. Oro en polvo

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    El libro de la correspondencia entre José Donoso y Carlos Fuentes es fascinante. Fascinante incluso teniendo en cuenta que a lo menos un tercio de estas páginas, si no más, corresponden a la anecdótica de los viajes de dos sujetos que no se quedan nunca quietos, a la logística de las estrategias editoriales de uno y otro, a los chismes literarios del momento, a la inagotable agenda social de Carlos Fuentes y al no menos inagotable repertorio de achaques de Donoso. Sin embargo, como mirada a la literatura latinoamericana de esos años y en términos de rasgos de carácter de uno y otro, en términos de verdades explícitas, de verdades sugeridas y de verdades hundidas, estas cartas son simplemente oro en polvo.

    Es difícil imaginar dos caracteres más distintos que los de Donoso y Fuentes. Uno, extrovertido, seductor, exitoso como nadie, frívolo, mundano, un poco oportunista, socialité, macho alfa donde lo pusieran; el otro, depresivo, introvertido, inseguro, obsesivo, paranoico, un poco doble y resueltamente maniático. Fuentes florecía en salones, en los medios, ante las cámaras y en los congresos: una polilla. Donoso aborrecía las multitudes, “sobre todo cuando no son anónimas”. Fueron, eso sí, grandes amigos. Lo teníamos claro por lo que había escrito Donoso en su Historia personal del Boom y por las sinceras percepciones de su mujer, Pilar Serrano, que decía que Carlos Fuentes era quien ella más quiso de todo el grupo de escritores del Boom. No lo teníamos tan claro por el lado de Fuentes, entre otras cosas porque era muy diplomático y pertenecía a esa raza que dice tener un millón de amigos y de quererlos a todos por igual. Es decir, a nadie. Pero no. A Donoso lo quiso entrañablemente, y es posible que por eso se haya sentido en permanente deuda con él. Es un sentimiento que recorre todas sus cartas. Aunque lo ayudó muchísimo, se sentía siempre con las cuentas al debe. Lo veía menos de lo que quiso. Le escribía con más retraso del que toleraba su conciencia. Es curioso el caso suyo: siendo cuatro años menor que Donoso, se impuso a sí mismo la responsabilidad de apoyarlo, motivarlo, pastorearlo, solo porque lo veía más débil.

    Es misteriosa la amistad. Los editores Cecilia García-Huidobro Mac Auliffe y Augusto Wong Campos hicieron un trabajo espectacular, de un rigor ejemplar. No hay nota que no sea iluminadora. Muchas explican situaciones que los amigos comentan de pasada y que el lector jamás hubiera imaginado o entendido sin el aporte de los editores. La correlación epistolar hace que el libro por momentos se lea como una novela.

    Otro misterio de estos amigos: se escribieron mucho más de lo que llegaron a verse. Lo han hecho ver los editores. ¿Habrían tenido estos lazos de respeto y cariño si hubieran tenido que convivir más? ¿Si hubiesen pasado verano tras verano juntos, como ocurrió, por ejemplo, en el caso de los Donoso y los Vargas Llosa? ¿Habrían tenido punto de encuentro, al menos en la conversación, entre las noches, los días, las semanas y los meses salvajes de Fuentes (mujeres, tragos, bailes, fotógrafos, reflectores, cámaras, beautiful people, cruceros, fiestas de amanecida) y la vida más bien oscura, recoleta, de Donoso?

    Es misteriosa la amistad. Los editores Cecilia García-Huidobro Mac Auliffe y Augusto Wong Campos hicieron un trabajo espectacular, de un rigor ejemplar. No hay nota que no sea iluminadora. Muchas explican situaciones que los amigos comentan de pasada y que el lector jamás hubiera imaginado o entendido sin el aporte de los editores. La correlación epistolar hace que el libro por momentos se lea como una novela.

    Es verdad que en la adolescencia ambos pasaron por el Grange. Pero como Donoso era cuatro años mayor, nunca supo que más atrás estudiaba quien llegaría a ser uno de sus grandes amigos. Es más: cuando Fuentes viene a Chile en 1962, con ocasión del Congreso de Escritores que organizó Gonzalo Rojas, Donoso, que estaba en la fila de quienes aguardaban un autógrafo de Fuentes con su ejemplar de La región más transparente bajo el brazo, no tenía la menor idea que ese escritor había pasado por las misma aulas que él.

    Quizás el rasgo que más sorprende es que no se escribían solo para echarse flores. Se quisieron, pero no se adulaban. Por supuesto que hay momentos en que se elogian y en que incluso se sobregiran. Fuentes dice que en Coronación se puede reconocer en Donoso al Thomas Mann latinoamericano. En otro momento, le dice a su amigo Pepe cosas preciosas a raíz de Este domingo: “Nadie entre nosotros, como tú en los capítulos en bastardilla, ha logrado asimilar a ese grado de evocación y refinamiento las lecciones de Proust; nadie, en ese mundo de cuartos de criadas y celdas de prisión, la lección de Dickens, y nadie, sobre todísimo, en el conjunto, la lección de James, la lección del punto de vista y la distancia exacta frente a lo narrado”. Eso es bastante más que decirle, como se lo comenta en octubre de 1977, la siguiente frase de funcionario internacional: “No necesito decirte que considero nuestra amistad como de las relaciones más valiosas de mi vida”.

    No es muy efusivo. ¿Una de las muchas? ¿Valiosas, qué quiere decir con valiosas? Donoso, siendo en cambio más cauto, va lejos en materia de sentimientos. Al margen de considerar que La región más transparente es la grandiosa novela pionera del Boom y para la cual solo tiene palabras de admiración, el novelista chileno le cuenta a su amigo que le gustó La muerte de Artemio Cruz, pero no tanto. Le dice que Aura no está mal y, tiempo después, finge que le gustó mucho. Donoso advirtió posiblemente antes que nadie que el trabajo novelístico de Fuentes iba a envejecer mal, como de hecho ocurrió. La región más transparente, por la cual, por ejemplo, Juan Emilio Pacheco y con él un largo cortejo de escritores latinoamericanos se cortaba las venas en los años 60, 70 e incluso en los 80, ya no es lo que fue. Por eso Donoso es muy franco, demasiado franco quizás, cuando en 1992 se fascina con el poderoso ensayo de Fuentes El espejo enterrado, publicado ese mismo año: “En cama he leído El espejo enterrado, que me deslumbra quizás más que todos tus demás libros, desde Aura. Tiene un horizonte magnífico, con esa España entre dorada y monacal de los Austrias y esa América de llano y esmeraldas”. Es duro decirle a un amigo: me deslumbra más que “todos tus demás libros”, porque “tus demás” son por lo bajo unas 20 novelas, unos 12 libros de cuentos y no menos de 25 libros de ensayos. Vaya franqueza. Poco menos que se los tira a la basura. “¡Qué estupendamente manejas los contrastes, que no son jamás juicios maniqueos, y en cambio se prestan mutuamente sombras y blancos!”. Más adelante, en la misma carta y respecto del mismo ensayo, remata: “Estoy realmente emocionado. Quisiera abrazarte para sentir físicamente tu ser, tal como me has hecho sentir la variedad palpitante de los tiempos infinitos de que hablas. Estoy feliz”.

    Carta de Carlos Fuentes a José Donoso.

    Donde sí Fuentes fue muy importante para Donoso, incluso decisivo, fue en un acceso —precario, errático, no muy exitoso en realidad, a la larga frustrante— a las redes de la industria editorial internacional. Fuente se movía como pez en el agua. Tenía astucia y olfato. ¿Habría sido tan amigo de Juan Goytisolo de no haber sabido que era el lector de Gallimard para la literatura latinoamericana? ¿No será por eso que le dedicó no uno, sino tres ensayos a su obra? ¿Habría tomado Fuentes tan en serio a Severo Sarduy si no hubiese sabido que tenía la llave en Éditions du Seuil? Donoso algo logró en este plano gracias al apoyo incondicional de Fuentes. Al menos se pudo zafar de las cadenas que lo ataban a Nascimento y Zig-Zag. Al menos pudo tener un agente literario, Carl Brandt, que miraba más allá de los Andes y que consiguió traducciones y ediciones importantes en otros idiomas. Después lo canceló y se fue con Carmen Balcells. Pero antes de eso alcanzó a ilusionarse con la posibilidad de que Gallimard lo editara y de que nada menos que Buñuel —viejo de mierda, porque lo ilusionó una y otra vez— lo llevara al cine, primero con El obsceno pájaro de la noche, después con El lugar sin límites. Ambas expectativas dieron lugar a frustraciones, hospitalizaciones, cuentas médicas, decepciones, derrotas. Es decir, todo aquello que Donoso llevaba fatalmente, al parecer, inscrito en sus genes.

    ¿Cómo un escritor tan político como Fuentes —en realidad no lo era tanto, aunque sí tenía el olfato político de un mandarín— pudo entenderse tanto con un escritor para quien la política significaba menos que la jardinería? Bueno, esos son los misterios de la amistad. Fuentes fue de los primeros aduladores de la revolución cubana, fue en Nicaragua nada menos el décimo comandante de la revolución sandinista y fue uno de los últimos que firmaron la protesta contra el régimen cubano a raíz del vergonzoso caso Padilla. A pesar de la relevancia que tuvo este sórdido incidente en las letras latinoamericanas el año 1971, este no es tema en la correspondencia con Donoso. Obviamente, fue un asunto casi traumático para Fuentes, pero curiosamente de ese episodio aquí no hay rastros en este libro. Fuentes, además de escritor, era un hombre de poder. No es por escribir bien que se captura la amistad de Bill Clinton, Jacques Chirac, Felipe González, Ricardo Lagos o Carlos Slim.

    Con todo lo diferentes que pudieron haber sido, hubo, sin embargo, actitudes y fatalidades que compartieron y terminaron por atarlos.

    Fuentes se sentía tan asfixiado e incómodo en México como Donoso en Chile. Las sentían como sociedades retrógradas, pueblerinas, pacatas y endogámicas. “Fuera de México —escribe Fuentes— mis energías se triplican, encuentro las amistades, la libertad y el respeto que quiero y necesito. Vivir en México es un acto de masoquismo, nada más”. Donoso, a su vez, no solo detestaba Chile. También llegó a odiar a España y llegó el momento en que no pudo más con los catalanes y por eso decidió devolverse a su patria. Vivió un tiempo en México, pero a muy corto andar salió huyendo. Portugal también lo sintió como una pesadilla y nunca disfrutó realmente su vida en las universidades gringas. Donoso fue hombre de ninguna parte. Fuentes, en cambio, se desenvolvía como nadie donde lo pusieran: en Nueva York, París, Barcelona, Cannes, Cambridge, Roma, Beverly Hills…

    Odiaron la crítica literaria de sus respectivos países. Se sintieron despreciados, excluidos, incomprendidos. Alone admiró los primeros cuentos de Donoso, pero puso algunos reparos a Coronación. Ni Guillermo Blanco ni Ariel Dorfman ni Silva Castro quedaron satisfechos con Este domingo. E Ignacio Valente, a pesar de reconocerle varios méritos, ninguneó El obsceno pájaro de la noche, posiblemente la mejor novela chilena de todo el siglo XX.

    Fuentes dice que en Coronación se puede reconocer en Donoso al Thomas Mann latinoamericano. En otro momento, le dice a su amigo Pepe cosas preciosas a raíz de Este domingo: ‘Nadie entre nosotros, como tú en los capítulos en bastardilla, ha logrado asimilar a ese grado de evocación y refinamiento las lecciones de Proust; nadie, en ese mundo de cuartos de criadas y celdas de prisión, la lección de Dickens, y nadie, sobre todísimo, en el conjunto, la lección de James, la lección del punto de vista y la distancia exacta frente a lo narrado’.

    Fuentes también consideraba que la crítica mexicana era una manada extraviada de miopes e ignorantes. Lo fueran o no, puede ser discutible. Pero es imposible no recordar la exaltación que hace Christopher Domínguez Michael, uno de los críticos literarios más agudos de la región, de la obra de José Donoso, del cual dice que, sin ser un escritor especialmente dotado (“en él todo es trabajo y trabajo pesado”); sin tener el encanto y la frivolidad de Cortázar; sin ser tampoco el genio de la prosa como García Márquez ni ser “un geómetra de la novela como Vargas Llosa” —la observación es perversa, pero no deja de ser exacta—, “tampoco padeció de la grafomanía de Fuentes, incansable en su necedad de dejar, cada año, un libro peor que el anterior, un gran corresponsal a quien le faltó ese amigo verdadero que le dijera ‘este manuscrito no, querido Carlos’”.

    Hay momentos particularmente emotivos en este libro, y corren casi siempre por cuenta del autor de El obsceno pájaro, no obstante ser un sujeto de sentimientos complejos y encontrados, que a veces odiaba, lo amaba y no se entendía ni siquiera a sí mismo. El 10 de diciembre de 1967 Donoso le cuenta a su amigo: “Hemos adoptado una hija de tres meses, María del Pilar Donoso Serrano, que hace caca verde y tiene los ojos fijos y negros como dos botones recién cosidos”. Y cuatro años más tarde, en mayo del 71, a raíz de la muerte del padre de Carlos Fuentes, le larga la siguiente reflexión que prueba el gran escritor que fue y que sigue siendo: “Tu padre, según entiendo, era el gran afecto dado para ti, el que no tenías que cortejar ni rogar ni adornarte para merecer. Huérfano es una palabra dura y que nadie se merece, pero me imagino que, de alguna manera, a nuestra avanzadísima edad, es más dura y más definitiva. Le dije a Rita el otro día (Rita Macedo, actriz, primera esposa de Fuentes) que lo que tú necesitabas más era hundirte, deshacerte, tocar fondo. Es una crueldad decírtelo, pero quizás la muerte de tu padre, si eres el hombre que siempre he creído que eres, te hará tocar fondo. Perdóname si no puedo ser más efusivo y compadre. Te debo demasiado y eres de las pocas personas que quiero de veras, aun a pesar de nuestros frustrantes encuentros, para decirte lo siento mucho, Carlos, de veras. En cambio, sí, espero de veras que hayas tocado fondo y que vuelvas a salir. Un abrazo”.

    Los dos vivieron de modo muy distinto un momento irrepetible de la historia literaria latinoamericana. Hasta Donoso, que era un pesimista sin vuelta, creyó que se podía tocar el cielo con las manos. Para qué decir Fuentes, que creyó por un asunto de puro espejismo haberlo tocado. El nouveau roman estaba por entonces en el suelo, bien merecidamente, por lo demás. La novela como género parecía fatigada en medio mundo. Y de pronto Hispanoamérica irrumpe sorpresivamente con la fuerza de un huracán. Las placas subterráneas estaban chocando. Comenzaban a emerger autores de una región hasta ese momento casi invisible si no fuera porque Darío, Vallejo y Neruda habían salido de ahí. Versos de atardeceres rosa, de llanuras salvajes, de barriadas miserables y de bosques oscuros, lluviosos, impenetrables y de fin de mundo. Pero faltaba que este Nuevo Mundo entregara sus historias. Eso fue lo que trajo el Boom. Largas, notables, singulares historias. Fue como un torrente que arrastró consigo todo lo que encontró a su paso. En estas cartas se escuchan el ruido y el ímpetu generados por ese torrentoso caudal. Debe ser eso lo que las vuelve tan vibrantes e ineludibles.

     

    Imagen de portada: De izquierda a derecha: Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y José Donoso, en diciembre de 1972.

     


    Correspondencia, José Donoso y Carlos Fuentes, edición de Cecilia García-Huidobro Mac Auliffe y Augusto Wong Campos, Alfaguara, 2024, 368 páginas, $22.000.

  4. Nosotros los culpables

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    Qué sencillo habría sido si Mariana Callejas solo hubiera ejercido como agente de la DINA. Un camino claro y definido: criminal al servicio del primer aparato de represión del Estado, al igual que su marido, Michael Townley, o como otros que tuvieron ese rol: Armando Fernández Larios, Germán Barriga y Marcelo Moren Brito, entre tantos otros.

    Nuestra percepción sobre Mariana Callejas también sería sencilla si la hubiéramos conocido únicamente por su escritura. Tal vez simpatizante de la dictadura, con mayores o menores aciertos en sus textos, pero nada más. Una escritora de derecha, con libros publicados durante las dos décadas malditas. Como su mentor, Enrique Lafourcade, por ejemplo. O como sus niños: Gonzalo Contreras, Carlos Iturra y Carlos Franz. La recordaríamos poco; el escenario apócrifo más probable. Estaría habitando el sótano de la insignificancia, a un paso del olvido total. El mismo destino que parece estar experimentando el Maestro —como llama ella a Lafourcade en el prólogo de su libro Nuevos cuentos, y que Cristóbal Peña mantiene acertadamente en esta biografía para referirse a él—, cuyos varios libros publicados casi ni se leen, páginas y páginas de obras apagadas largo tiempo atrás.

    Dos escenarios vitales distintos, inconexos, que no tendrían que haber confluido. Pero los seres humanos toman decisiones inesperadas, contra la obviedad, la conveniencia y el sentido común. Mariana no tomó una o dos, sino muchas decisiones que la empujaron hacia proyectos de vida que parecían definitivos, y que en cosa de años cambiaban, en un giro absoluto. Mariana Callejas: judía conversa, pionera en la fundación de un kibutz en la naciente Israel, habitante de Nueva York, escritora, agente de la DINA, partícipe del atentado contra el general Carlos Prats y su esposa en Buenos Aires, cómplice de tantos crímenes más, bestia negra de la literatura chilena. Es el relato que construye el periodista y escritor Juan Cristóbal Peña, en un volumen contundente, lleno de tensión, donde se investigan los hechos relevantes de la vida de Callejas y, de paso, abre abismos de interpretación y sentido, no solo en cuanto a la Callejas como agente de represión, porque por todo el libro planea la incómoda relación entre la persona que escribe y la obra misma. Es una pregunta siempre abierta, tirante, que va y viene, con más o menos énfasis, en la contingencia de las literaturas nacionales. Pasados 51 años del golpe de Estado, los chilenos nos hemos planteado con insistencia esta interrogante, y me parece que este libro sostiene su complejo andamiaje moral sobre esto; el sustrato que fluye, espeso y ferviente, bajo la investigación de los acontecimientos vitales del personaje central.

    La arquitectura narrativa permite que sigamos el tránsito vital de Mariana Callejas cuando asoma como una jovencita deseosa de trascender lo que su entorno le deparaba. Nace en la Cuarta Región, en un pueblo caluroso y polvoriento. No es un lugar para ella. Anhela otras experiencias, otros roces, trascendencia que allí no tendrá. La familia se traslada a Santiago y ella entra en contacto con un grupo de jóvenes sionistas que tienen el propósito de ir a construir los pilares sobre los cuales se va a erigir la sociedad en la tierra prometida. Y allá parte Mariana, a vivir en pleno desierto israelí, en un kibutz cercano a la frontera con Gaza. En este punto es imposible no pensar en los acontecimientos crudos que ocurren hoy allí. La tensión, en aquella época, como se sabe, también era crítica, y los judíos que reclamaban tierras eran repelidos por los palestinos, quienes veían invadido su país por múltiples frentes. En ese lugar hostil, Callejas se casó y fue madre. Sus ideas, nos cuenta Peña, estaban cerca del socialismo, es decir, era una mujer de izquierda y estaba dispuesta al sacrificio que exigía procrear y multiplicarse para conquistar la futura Israel. De alguna manera, el destino la puso, una y otra vez, en aquellos espacios donde la ideología extrema era la fuerza primordial que perfilaba el presente. La violencia fue el eje de sus diversas militancias, y su temperamento o su ambición diletante la empujaban a moverse, a cambiar, a encontrar un distintivo que llenara esa aspiración indefinida. Como un vacío que hace sentir su gravidez incorpórea, su nada angustiante, un combustible vital que se quema de manera inútil.

    La primera encarnación de la grandeza a la cual sentía estar llamada fue la literatura. La segunda apareció, más menos, por el mismo período, y fue la militancia política activa. En Estados Unidos descubrió la literatura; en el Chile de la Unidad Popular, a la ultraderecha, a través de Patria y Libertad. Entonces odiaba a la izquierda y necesitaba actuar a toda costa contra el gobierno de Allende. Antes sintió la misma aversión hacia los exiliados cubanos que en Miami se organizaban contra Fidel Castro. Aunque la filiación ideológica los podía alinear, a ella no le gustaban esos hombres básicos y molestos. Se volverá a encontrar con ellos en años posteriores, cuando aloje en la casa-cuartel de Lo Curro a Virgilio Paz (famoso anticastrista que ayudó a Townley en el atentado que mató a Orlando Letelier y Ronni Moffitt), pero para eso falta aún. Primero incentiva a Michael Townley a poner sus talentos con los artefactos electromecánicos al servicio de la insurgencia. Poco a poco el matrimonio se hace imprescindible, y una vez ocurrido el 11 de septiembre del 73, pasa a formar parte de la plana de agentes de la DINA. Se les entrega el terreno y la casa de Lo Curro, pero ese lugar nunca será privado, jamás podrá ser de uso exclusivo de la familia. Allí hay hombres armados, una secretaria y el laboratorio en el cual Eugenio Berríos llega a las fórmulas del gas sarín y de la cocaína negra, todo esto en colaboración con el dueño de casa.

    Mientras ocurren estas cosas, Mariana se desdobla. Trabaja para la DINA y, al mismo tiempo, escribe. Se vuelve una pieza relevante del campo literario chileno. Es un mundo deprimido, gris, asfixiante, pero existe. Enrique Lafourcade —junto al cura Valente— se transforma en el faro literario del país. Es el momento para que pueda brillar sin contrapesos; el camino está despejado, los escritores que podrían opacarlo están en el exilio, o escondidos, o pronto abandonarán Chile para salvar sus vidas. Lafourcade realiza un taller en la Biblioteca Nacional y allí elige a su séquito, a sus favoritos, a los ungidos que vendrán a renovar las letras nacionales. Están los jóvenes eruditos antes mencionados: Franz, Contreras e Iturra; también, por supuesto, la mejor del grupo: Mariana Callejas. El espaldarazo del maestro le empieza a abrir puertas. Ejerce todos los roles posibles en el escenario cultural de la dictadura: escritora, tallerista, anfitriona de tertulias. Se conecta con las voces consagradas y emergentes. Gana premios, ofrece su casa para los carretes tras lanzamientos de libros e inauguraciones de exposiciones artísticas. Carlos Leppe, Nelly Richard, Nicanor Parra y Enrique Lihn, entre muchos más, pasaron por las noches y los asados de Lo Curro. Juan Cristóbal Peña, con justicia, se apura en señalar que estas personas no eran habituales, sino esporádicos visitantes, como tantos otros. No es extraño que, para capear el toque de queda, los trabajadores y gestores de las artes terminaran donde Callejas. Esto da una idea de la relevante participación que ella tenía en el ambiente cultural durante la dictadura. No solo empezaba a construir una obra, también tenía el chipe libre otorgado por los militares como parte de la represión. A quienes sí les cobra Peña su cercanía y amistad con la autora en cuestión es a los “niños” (así los apodaba Mariana, enternecida y obnubilada por la inteligencia y el talento de esos tres muchachos, más jóvenes que ella), los ya mencionados Gonzalo Contreras, Carlos Franz y Carlos Iturra. Conveniente a los tiempos que vinieron con la transición a la democracia y el éxito editorial, los dos primeros callaron o minimizaron su nexo con Callejas. Iturra, en cambio, nunca ha ocultado sus filiaciones ideológicas ni su amistad con la escritora.

    El ejercicio de leerla no es sencillo; pesan sobre nosotros los hechos de sangre en los cuales participó, la liviandad con la cual ejerció el mal. Germán Marín, editor de Sudamericana, barajó la posibilidad de publicarla y estuvo cerca de convencer al gerente general de la editorial, Arturo Infante. Sopesaron pros y contras. Pese a tener un nivel aceptable, los cuentos de Callejas no ameritaban la tormenta comunicacional y el oprobio que, sin duda, habría tenido su publicación. Relatos correctos, algunos aciertos interesantes, pero no mucho más. Para qué exponerse por tan poco, pensó Marín, a fin de cuentas.

    Nos cuenta Juan Cristóbal Peña sobre un breve encuentro con Iturra en un café del centro de Santiago. Furibundo, Carlos defiende la obra de Callejas y le enrostra a Peña que nadie tiene la valentía para valorar el trabajo de su difunta amiga. Ya no desea más comidillo y pide la oportunidad para que los cuentos y novelas de la autora sean reeditados. Le expresa al cronista que ambos están en antípodas políticas, y que no piensa prestarse para ahondar en la vida de ella. Ahí vuelve la pregunta que palpita en toda esta biografía: ¿Por qué tendríamos que juzgar el trabajo narrativo de Callejas con el lente ético de sus crímenes y adscripciones políticas?

    Contra ese juicio luchó hasta el final de sus días, con una obsesión incansable. Como anota el autor en una de las páginas iniciales de Letras torcidas, “la dueña de casa, una promesa de las letras chilenas, además de socialité de años sombríos, no se rindió después de que todo eso quedara al descubierto. Por qué habría que rendirse, se preguntaba. Por qué la obra no puede hablar por sí misma, con independencia del creador. Por qué su literatura tenía que ser juzgada por su papel en el terrorismo internacional, papel que, por lo demás, ella relativizaba si es que no desconocía”. ¿Qué la llevaba a buscar con tanta pasión validarse como narradora? Los hechos escritos por Peña dan la idea de una mujer que cree tener vocación de trascendencia. Algo grande la espera. Y esa inmensidad es la literatura.

    El ejercicio de leerla no es sencillo; pesan sobre nosotros los hechos de sangre en los cuales participó, la liviandad con la cual ejerció el mal. Germán Marín, editor de Sudamericana, barajó la posibilidad de publicarla y estuvo cerca de convencer al gerente general de la editorial, Arturo Infante. Sopesaron pros y contras. Pese a tener un nivel aceptable, los cuentos de Callejas no ameritaban la tormenta comunicacional y el oprobio que, sin duda, habría tenido su publicación. Relatos correctos, algunos aciertos interesantes, pero no mucho más. Para qué exponerse por tan poco, pensó Marín, a fin de cuentas.

    De manera inevitable, todo lo relacionado a la tensión obra-autor me lleva a pensar en algo más. Porque la decisión que tomaríamos con Mariana Callejas es concluyente: al igual que editorial Sudamericana, no estaríamos dispuestos a hacer la vista gorda a la criminalidad de la autora, por cuanto su trabajo no amerita ese riesgo. Pienso, entonces, en la escala ética con la cual se mide a los escritores. Con Carlos Iturra tampoco tenemos problemas. Cuentista discreto, ensayista nimio, nos hace fácil la tarea de desdeñarlo. Pesa más su cruel opinión y actitud a favor de la dictadura y su filiación leal con ella. ¿Qué pasa, entonces, cuando otros autores y otras autoras se permiten expresiones de identificación y solidaridad con dictaduras y criminales, pero de izquierda? ¿No deberíamos expresar nuestro repudio hacia quienes guardan silencio o derechamente apoyan a la dictadura chavista en Venezuela?

    Un caso interesante es el de Mauricio Hernández Norambuena, “comandante Ramiro”, exfrentista reorientado, una vez comenzada la transición, hacia toda clase de trabajo delictual en Chile y Latinoamérica. Una cuenta en Instagram realiza activismo y propaganda para exigir su libertad, e incluso organiza conciertos con la participación de importantes músicos. Actores, escritores, dramaturgos y toda clase de artistas, como Mauricio Redolés y Lalo Meneses, comparten sin empacho estas publicaciones, desde la comodidad de las redes sociales. ¿Por qué exigir la libertad de un hombre con un largo prontuario delictual, sentenciado por asesinato, secuestro y terrorismo, entre otros crímenes? Una parte significativa de la izquierda progresista sería la indicada para responder por qué la vara con la cual se mide a la derecha no es la misma.

    Nada en esta clase de vicisitudes es comparable, por supuesto. A la hora del horror, del asesinato, del secuestro, de la tortura, del crimen, son demasiados los factores que juegan en la evaluación moral de los individuos que matan y provocan terror. Más aún cuando la asesina sobre la cual versa el volumen en cuestión estuvo amparada por el Estado. Pero matar es matar, y el crimen como oficio no debería tener lecturas ambiguas. Cuánto pesa lo que hiciste, cuánto lo que estás dispuesto a sacrificar para convertirte en lo que deseas ser. Estas son justamente las incómodas interrogantes que abre Letras torcidas. Y no deberíamos hacerle el quite a preguntárnoslas, de todas las formas posibles, hacia donde sea que apunte el dardo.

     


    Letras torcidas. Un perfil de Mariana Callejas, Juan Cristóbal Peña, Ediciones UDP, 2024, 278 páginas, $17.900.

  5. En la nave nodriza del huayno

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    Hace 20 años vivía en calle Rosas, a exactas tres cuadras de la Plaza Brasil. El 2005 llegaba a su fin y se palpaba el fracaso del plan de convertir el barrio en una nueva Ñuñoa. En un paisaje dominado por cibercafés destinados a los videojuegos en línea y fuentes de soda de segunda y tercera fila, sobrevivía un puñado de bares y restoranes que a fines de los 90 elevaron la oferta gastronómica del sector. Fueron meses agitados en que vi a mis vecinos organizar más de una pollada para ayudarse y formar una brigada para responder a los ataques de un grupo racista. El negocio donde a diario compraba pan también era peruano y fue ahí donde por primera vez un huayno se robó mi atención. El Picaflor de los Andes cantaba “Yo soy huancaíno” y yo me rendí ante el primer atronar de los bronces. Ya en casa me volqué a Soulseek y descargué discos de Flor Pucarina, el Jilguero del Huascarán, Pastorita Huaracina, Flor Sinqueña y Los Campesinos.

    Una mañana, los muros de la calle Rosas amanecieron empapelados con un afiche de colores flúor rosado, amarillo y azul que anunciaba un concierto de “la diosa hermosa del amor”, Dina Páucar, en el Teatro Teletón, a tres cuadras de mi casa, cruzando la autopista central. Las señoras del negocio dijeron que no podía perdérmela, aunque también dijeron que Dina Páucar venía a Chile varias veces al año, revelando una circulación entre los dos países ajena a la prensa y a las políticas culturales. El día del evento no tardé en notar que mi novia y yo éramos los únicos chilenos en el público, los únicos que compraban una cerveza a la vez.

    La instrumentación de los huaynos de Dina Páucar estaba a años luz de los que yo había escuchado: piezas folclóricas donde predominaban la guitarra, el violín o los bronces. Indiscutiblemente, el núcleo de esta música era el arpa andina y en torno a ella orbitaban la batería electrónica, el bajo y el sintetizador. El sonido y lo inolvidable de cada melodía, me hicieron ver que los huaynos que conocía eran folclore y que la música de Dina Páucar era pop. Ese día percibí en su música algo que no sería nada audaz llamar psicodélico, algo que quizás se debía al tratamiento del arpa como un instrumento tan rítmico como melódico y a cómo el bajo eléctrico reforzaba los bajos del arpa destacando, por contraste, las notas más altas, generando un efecto hipnótico cuya insistencia me hizo pensar que volaba en una nave espacial. Esa sensación psicodélica chocaba con el plano en extremo concreto en que el animador rellenaba cada silencio de la cantante, en que se agitaban las polleras de las bailarinas y se acumulaban las cajas de cerveza frente al público. Salí del recital en trance, para siempre en deuda con Dina Páucar.

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    En los años 40 el huayno se abre a la influencia del jazz, algo visible en el uso privilegiado de bronces en las orquestas de Huancayo, influencia que según José María Arguedas se daba en ambas direcciones: ‘El jazz, el vals, la marinera… tienden, cada vez más, en la sierra, a tomar el ritmo y el tono del wayno’.

    El huayno es una forma musical precolombina que, por el nada despreciable mérito de contar con más de 500 años de inagotable mutación, ha querido ser vista por muchos como la principal forma de expresión de la cultura andina. Lo cierto es que en tiempos incaicos el huayno no tuvo la importancia de la que hoy goza y que coexistía con formas musicales de mayor prestigio, como el harawi, el haylli y la cachua, géneros que por ser inseparables de celebraciones comunitarias y por su conexión a la espiritualidad andina, fueron reprimidas, fusionadas con festividades cristianas o extinguidas. Por su parte, el huayno no estaba conectado a ninguna fiesta en especial, era cultivado en el ámbito íntimo y en cualquier fecha, lo que lo puso a resguardo de dictámenes eclesiásticos y determinó su supervivencia.

    Las primeras menciones del huayno revelan que se trataba de un género menor, un baile de carácter profano definido en el diccionario de González Holguín en 1608 como “Baylar de dos en dos pareados de las manos”. Es frustrante constatar que poco y nada se sabe del huayno antiguo y que los estudios comparados casi no arrojan luz sobre cuánto de este pervive en las formas actuales. Pero este vacío, paradójicamente, se debe al rasgo principal del huayno, su enorme capacidad de metabolizar influencias foráneas y adaptarse a las condiciones musicales y no musicales que se le imponen.

    La evolución del huayno, hasta fines del siglo XX, puede resumirse así. Hay una primera etapa, colonial, en que absorbe los instrumentos traídos a América, como el arpa, el violín, la guitarra y otros de cuerda pulsada. Es en este mismo período que el huayno abandona su carácter monódico e incorpora elementos polifónicos de la música modal religiosa, sumando la armonía europea a su estructura musical. Luego, el huayno adopta la lengua española como material del canto, sumándolo al quechua, creando una nueva métrica. José María Arguedas señala otro hito: la aparición a fines del siglo XIX de la figura del poeta y el músico popular, querido y famoso. Tiempo después, con la aparición de los estudios de grabación y los discos, el huayno modifica su estructura y estandariza su duración a un máximo de tres minutos para el disco de 78 rpm y la radio.

    En los años 40 el huayno se abre a la influencia del jazz, algo visible en el uso privilegiado de bronces en las orquestas de Huancayo, influencia que según José María Arguedas se daba en ambas direcciones: “El jazz, el vals, la marinera… tienden, cada vez más, en la sierra, a tomar el ritmo y el tono del wayno”. Es también la época de mayor actividad de Jacinto Palacios, “el trovador ancashino”, prolífico compositor y primera estrella de la música vernácula, predecesor de los cantautores de la década del 60 que se volverían héroes del pueblo migrante y campesino gracias a la radio y la industria discográfica.

    En paralelo, en la sierra de Lima, en localidades como Oyón, Cochamarca, y Huaral, arpistas como Rubén Cavello, Pelayo Vallejo y Ángel Damazo cultivaban una corriente del huayno con voz y arpa que transmitía una especial vulnerabilidad y cercanía, estilo que cristalizaría a fines de los 70 en las grabaciones de Rubén Cavello y Alicia Delgado, “la princesa del folclore”. Poco después, a comienzos de los 80, el éxito de la cumbia andina ahuaynada, llamada “chicha”, y la fundación de los sellos Discos del Puerto y Prodisar, crearon las condiciones para la aparición de un nuevo intérprete de huayno, una figura adolescente hecha a la medida de figuras como Leo Dan y Emmanuel.

    El primero de estos ídolos fue Sósimo Sacramento, “el rey de la jarana”, un artista sensible y único, que debutó en 1982 con el álbum No me amenaces, junto a Los Diamantes de Cochamarca, conjunto que abre sutilmente la puerta a la innovación al sumar el cajón y el huiro al paisaje sonoro del huayno. Luego, el arpista y cantautor Rómulo León Palomino, con su grupo Los Diamantes De Maní, empieza a grabar “parranditas” de tres o más temas para recrear el efecto de una presentación en vivo. En esa época aparecen también Los ídolos Chancayanos, formado por los hermanos Robert, Rosmel y Ronald Pacheco, pioneros en el uso del sintetizador desde su disco homónimo de 1986. Pero solo sería con el debut de Elmer de la Cruz, un muchacho de 17 años de la provincia de Huaral, que Sósimo Sacramento hallaría un par.

    Elmer de la Cruz nació en Huaycho el 9 de junio de 1965. Era el mayor de nueve hermanos, un niño que escribía poemas y veía los aviones sobre su pueblo diciéndose que un día vería el valle desde el cielo. Tras un par de años cantando en festivales y radios de provincia, decidió entregar cuerpo y alma a la música, y se trasladó a la capital, arrastrando en su aventura al arpista adolescente Duglas Buitrón. Junto a él formó el dúo Los Dinámicos de Huaral y en 1983 grabó su álbum debut, El consagrado y aclamado Elmer de la Cruz, disco donde combina balada latinoamericana y huayno, fusión que pareciera existir desde siempre y que brilla en “Tú y yo perdimos”, y su muy personal adaptación de “Vivir así es morir de amor”, de Camilo Sesto. Fieles a la idea expresada por el “amauta” Mariátegui en 1927 de que “la tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil” y siendo poco más que adolescentes, Elmer de la Cruz y Sósimo Sacramento integraron sin esfuerzo aparente los ámbitos del folclore y la música popular. En efecto, al incorporar percusiones e instrumentos eléctricos, llevaron el huayno al mundo de la chicha y más allá, haciéndolo universal, cubriéndolo de una pátina de dulzura, candidez y atrevimiento juvenil.

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    Fieles a la idea expresada por el ‘amauta’ Mariátegui en 1927 de que ‘la tradición es, contra lo que desean los tradicionalistas, viva y móvil’ y siendo poco más que adolescentes, Elmer de la Cruz y Sósimo Sacramento integraron sin esfuerzo aparente los ámbitos del folclore y la música popular. En efecto, al incorporar percusiones e instrumentos eléctricos, llevaron el huayno al mundo de la chicha y más allá, haciéndolo universal, cubriéndolo de una pátina de dulzura, candidez y atrevimiento juvenil.

    Durante el encierro pandémico escuché sin parar el disco Puro corazón, una avalancha de hits lanzada en 1989 donde Los Dinámicos de Huaral exhiben todo su poderío, y redescubrí el sonido que me hipnotizó en aquel concierto de Dina Páucar. Por eso no perdí la oportunidad de conocer a Elmer de la Cruz antes de su presentación del sábado 7 de diciembre del año pasado en La Fama, enclave vital para la comunidad peruana que funciona en el Teatro Chile, cerca del límite norte del Cementerio General.

    Elmer de la Cruz me recibió con calidez, incluso con cierta timidez, y me presentó a Duglas Buitrón, su compañero hace más de 40 años, un hombre silencioso y gentil. Entramos a La Fama mientras Marisol Cavero probaba sonido y nos sentamos a un costado del teatro. De la Cruz no pudo ocultar su emoción cuando me vio sacar sus dos primeros álbumes de mi bolso, dijo que llevaba décadas sin ver copias de ellos y me abrazó. Llamó al casi imperturbable Duglas y le mostró los discos, instante que aproveché para pedir sus autógrafos y tomar algunas fotos. Después de eso la entrevista fluyó sin esfuerzo. Hablamos de arpistas y el sonido de Oyón, de estudios de grabación de la época, de Samuel Dolores, fundador del sello Discos Prodisar, responsable de poner en el mapa a decenas de artistas.

    De la Cruz subió al escenario a las 10 de la noche, justo cuando tomaba el primer sorbo de una botella de Pilsen Callao y volví a notar que era el único chileno en medio de un público reducido pero fiel. La batería electrónica, el bajo y el sintetizador sonaban al mismo volumen del arpa, ocultando a veces la voz de Elmer de la Cruz, y las bailarinas iniciaban una jornada que las tendría agitando las polleras hasta las dos de la mañana. De pronto, terminada la tercera canción, el cantante dijo: “Hoy vivimos una sorpresa, se nos acercó un investigador chileno, un amigo conocedor de nuestra música. ¡Rodrigo! ¿Dónde estás? ¡Por favor! ¡Acompáñanos en el escenario!”. El público buscaba con la mirada al chileno en cuestión mientras yo avanzaba decidido. Elmer me presentó y me entregó el micrófono, pidiéndome unas palabras. Mi recuerdo es borroso, pero sé que dije, con el corazón en la mano, que peruanos y chilenos debemos luchar para unirnos mucho más y que el huayno es la música más hermosa del mundo.

     

    Fotografías: Rodrigo Olavarría.

  6. La humanidad y otros animales

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    La visión política de John Gray se ha ido oscureciendo de manera constante. Alguna vez un audaz defensor del libre mercado, en sus últimos estudios ha llegado a estar cada vez más abatido por el estado del mundo. Con este irritable y poco balanceado Perros de paja, emerge como un nihilista apocalíptico de la más pura estirpe. Ha pasado del entusiasmo thatcherista a la virulenta misantropía.

    No es que el nihilismo sea un término que él suscribiría. Su libro es tan despiadada y monótonamente negativo, que incluso el nihilismo implica demasiada esperanza. Para Gray, el nihilismo sugiere que el mundo necesita ser redimido de la falta de sentido, una afirmación que él considera carente de sentido. En cambio, debemos aceptar simplemente que el progreso es un mito; la libertad, una fantasía; la individualidad, un engaño; la moralidad, una especie de enfermedad; la justicia, una mera cuestión de costumbre, y la ilusión, nuestra condición natural. La tecnología no se puede controlar y los seres humanos están completamente indefensos. Las tiranías políticas serán la norma para el futuro, si es que tenemos algún futuro. No es esta la mejor motivación para levantarse de la cama.

    Como toda visión de túnel, el estrambótico pesimismo de Gray es lúgubremente divertido. Como en el caso de su gran mentor Arthur Schopenhauer, el filósofo más sombrío que jamás haya vivido, se necesita un grado de perversidad heroica para pasar por alto todo destello aparente de valor humano. Perros de paja se basa en una idea aguda y crucial: el hecho de que, si los hombres y las mujeres realmente se comportaran como animales salvajes, su existencia sería mucho menos sangrienta y precaria de lo que es. De hecho, se podría ir más allá y afirmar que la ética es un asunto animal, una cuestión de nuestros cuerpos de carne y compasivos, no de alguna elevada ley moral. Al creerse infinitamente superior a sus compañeros en la creación, la humanidad se excede y corre el riesgo de reducirse a la nada. Lo que los antiguos griegos conocían como hibris está tomando forma en este momento para mutilar al pueblo de Irak.

    Desprecia el posmodernismo, pero comparte una cantidad notable de sus creencias. Afirma que la moralidad es una ficción, pero logra muy bien denunciar moralmente todo, desde Sócrates hasta la ciencia. Al enfatizar correctamente las afinidades entre los humanos y otros animales, pasa por alto furtivamente algunas diferencias clave.

    Lo que ocurre es que Gray no puede resistirse a mezclar estas verdades vitales con medias verdades, falsedades evidentes, hipérboles escabrosas, quejas dispépticas de mediana edad y el tipo de retórica temeraria y unilateral que él seguramente calificaría mal en el ensayo de un estudiante. Desprecia el posmodernismo, pero comparte una cantidad notable de sus creencias. Afirma que la moralidad es una ficción, pero logra muy bien denunciar moralmente todo, desde Sócrates hasta la ciencia. Al enfatizar correctamente las afinidades entre los humanos y otros animales, pasa por alto furtivamente algunas diferencias clave. Una criatura como Gray puede estallar en contra el genocidio, pero aún no hemos conocido a la jirafa que pueda hacer eso.

    Pero Gray está en lo correcto al ver que son los humanos los que cometen genocidio, no las jirafas. Es solamente que no se da cuenta de que las capacidades que nos permiten aniquilarnos unos a otros están estrechamente vinculadas a las que nos permiten morir unos por otros, contar buenos chistes y componer sinfonías que superan en algo la capacidad de un caracol. La caída del Edén fue una caída hacia arriba, no hacia abajo: un giro creativo y catastrófico hacia arriba, hacia la cultura, la camaradería y los campos de concentración.

    Esta es una condición trágica, pero no nihilista. Sin embargo, Gray no quiere oír hablar del valor humano, que echaría por tierra su argumento sensacionalista. Él quiere oír que los seres humanos son basura, una plaga y un veneno, una especie rapaz que “no vale la pena preservar”. Perros de paja, como toda la horrible ecología de derecha para la cual la humanidad es solamente una excrecencia, está atravesada por una especie de equivalente intelectual del genocidio. Es un libro peligroso y desesperanzador, que en una crasa polaridad piensa que los humanos o bien son totalmente distintos de las bacterias (el pecado del humanismo) o bien son apenas del todo diferentes.

    Mezclando el nihilismo y la corriente New Age en igual medida, Gray se burla de la noción de progreso durante decenas de páginas, antes de admitir que hay algo que decir a favor de los anestésicos. El enemigo en su mira no es tanto un perro de paja como un hombre de paja: el tipo de racionalista soñador que murió con John Stuart Mill, pero que tiene que fingir que todavía gobierna el mundo.

    Mezclando el nihilismo y la corriente New Age en igual medida, Gray se burla de la noción de progreso durante decenas de páginas, antes de admitir que hay algo que decir a favor de los anestésicos. El enemigo en su mira no es tanto un perro de paja como un hombre de paja: el tipo de racionalista soñador que murió con John Stuart Mill, pero que tiene que fingir que todavía gobierna el mundo.

    El mundo es, en efecto, un lugar sombrío. Pero la excentricidad abrasadora de este libro polémico parece más un síntoma que una solución. Gray, el gurú sumido en la penumbra, es simplemente el partidario del libre mercado que ha pasado por tiempos difíciles. El determinismo férreo de este libro es la otra cara de la anterior historia de amor de su autor con la libertad. En su desesperación histriónica, Perros de paja es una versión actual del hombre unidimensional de Herbert Marcuse, y de igual forma unidimensional.

     

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    Artículo aparecido originalmente en The Guardian. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Perros de paja, John Gray, traducción de Albino Santos Mosquera, Sexto Piso, 2023, 240 páginas, $25.700.

  7. La historia de Aladino Pereira (o cómo se recicla la violencia)

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    Hay que humedecer el oxígeno, no puede entrar seco.

    Aladino Pereira mira el flujómetro que está adosado a la parte superior del tubo. Respira agitado, con jadeos cortos, mientras se acomoda la cánula nasal en la nariz.

    Respiré mucho vapor de soda cáustica, los nitratos para ennegrecer los metales. Esa fue la causa del problema respiratorio que tengo. Me descuidé —dice, con la voz rasposa, sin despegar la mirada de las burbujas dentro del frasco humidificador.

    Sobre el velador hay una taza vacía, una bolsa con manzanilla y tres inhaladores. Pereira está sentado sobre su cama. Tiene 68 años, viste un pijama y lleva la barba crecida, como una mota de canas que le cubre desde el cuello hasta su pecho. El pelo de su cabeza también es largo y gris, enredado como un nido. Los 1.168 días que pasó en la prisión de Santiago 1, antes de que lo mandaran con arresto domiciliario cuando empezó la pandemia, lo envejecieron.

    Llegó allí el 7 enero de 2017, cuando detectives de la Policía de Investigaciones (PDI) lo sacaron esposado de esta misma casa, ubicada en la población La Bandera, en la comuna de San Ramón. Lo acusaban de haber fabricado de manera artesanal una subametralladora similar al modelo MAC-10, luego de que agarraran al supuesto comprador saliendo de su casa-taller con el arma adentro de un bolso.

    Al día siguiente, mientras aguardaba en un calabozo para ser formalizado, en la Brigada del Crimen Organizado, los detectives pusieron lo requisado sobre unas mesas. Era todo lo que había en su taller: revólveres, pistolas, fusiles, cañones de distintos tamaños, más de dos mil balas de variado calibre, partes de armas y decenas de libros y revistas especializadas. Para anunciar su detención se reunió el subsecretario del Interior, Mahmud Aleuy; el fiscal regional Metropolitano Sur, Raúl Guzmán, y el entonces director de la PDI, Sergio Muñoz. La puesta en escena daba cuenta de que Pereira, al menos como lo presentaron ante los medios, era un capo. La investigación llevaba su nombre: “Operación Aladino”.

    Cuando lo llevaron ante el juez, se dijo que se dedicaba a la fabricación, modificación, distribución y al tráfico de armas. Como contexto, dijeron que había sido agente y armero de la Central Nacional de Informaciones (CNI), durante la dictadura de Pinochet, y que había sido la persona que había facilitado el silenciador con el que José Ruz, el sicario de María del Pilar Pérez, “La Quintrala de Seminario”, mató a su exmarido y a su pareja, antes de asesinar al joven Diego Schmidt-Hebbel, en noviembre de 2008.

    Aladino Pereira, además, había sido condenado dos veces por porte ilegal de armas, pero hasta ese día nunca había estado en una cárcel. Tenía 62 años y 47 de ellos los había pasado manipulando pistolas.

    A los 15 años, Aladino Pereira tomó por primera vez un arma.
    —Yo heredé un antiguo revólver de origen inglés que perteneció a mi abuelo materno, que me lo entregó mi abuelita. Venía con balas.
    Aunque era un extraño legado para un adolescente, la pistola despertó su curiosidad, pero antes que disparar, le llamó la atención desarmarla. Por eso jugaba con los fragmentos del arma como si fuesen bloques de un Lego, porque quería entender el mecanismo, ‘la inventiva del que lo fabricó’.

    La iniciación

    A los 15 años, Aladino Pereira tomó por primera vez un arma.

    Yo heredé un antiguo revólver de origen inglés que perteneció a mi abuelo materno, que me lo entregó mi abuelita. Venía con balas.

    Aunque era un extraño legado para un adolescente, la pistola despertó su curiosidad, pero antes que disparar, le llamó la atención desarmarla. Por eso jugaba con los fragmentos del arma como si fuesen bloques de un Lego, porque quería entender el mecanismo, “la inventiva del que lo fabricó”.

    Me fui aprendiendo las piezas de memoria —recuerda.

    Fue la época en que había iniciado sus estudios en la Escuela Experimental Artística, ubicada en La Reina, donde llegó gracias a un profesor que le consiguió una beca.

    Tengo esa sensibilidad muy propia de los artistas, pensando por supuesto que ese iba a ser mi horizonte. Me gustaba el dibujo y la música, pero poco a poco fui descubriendo que tenía otras habilidades manuales, como la forja metálica.

    A sus cuatro hijos, a William sobre todo, el segundo, a quien Pereira traspasaría todos sus conocimientos y lo formaría como armero, le contaría anécdotas de aquellos años.

    Decía que en su grado de tercero había hecho una armadura medieval forjada, con réplicas de escudos y sables —recuerda William, sentado en una mesa del Club de Tiro José Miguel Carrera, donde es instructor—. Sé que estando en el “experimental” fabricó su primera arma. No como las conocemos ahora, no una pistola, sino que el principio básico de un arma de fuego: el mecanismo que permite que un elemento salga disparado.

    La elección de ese camino fue reforzada por un tío que lo crio, también llamado Aladino, también armero, con quien compartía frecuentemente en su taller. En aquellos años, Pereira se perfeccionaba con libros, manuales y revistas especializadas. Desde entonces, las armas se convirtieron en su principal interés. No fue extraño que se enrolara en el Ejército. Primero como conscripto en el Servicio Militar y luego como civil en la CNI.

    Llegué ahí por compañeros del Servicio Militar. Me dijeron que era un grupo de élite y que los sueldos eran bastante buenos. Me fui a ojos cerrados.

    Estuvo un tiempo a prueba, hasta que en 1980 lo contrataron. Al principio, se desempeñó como una suerte de auxiliar al que le encargaban diversos trabajos de reparaciones en distintas unidades —soldar, pintar fachadas, arreglar autos—, pero al poco tiempo, lo destinaron como radioperador a uno de los cuarteles de la dictadura.

    Yo te hablo del cuartel Borgoño. Tenía una oficina llena de equipos de radio. Partía poniendo al día unos enormes mapas de Santiago, donde tenía que ubicar los vehículos que eran de la CNI. Si alguna autoridad del alto mando preguntaba por el estado de la situación, yo tenía que saber dónde estaban los equipos investigativos.

    De a poco fue adquiriendo más responsabilidades, como la de “hacer aseo” una vez al mes al armamento del cuartel, entre otras, a las pistolas oficiales y también a aquellas que se incautaban en los operativos. Recuerda con especial detalle las 80 toneladas de armas que, en agosto de 1986, fueron encontradas en Carrizal Bajo, en una operación fallida realizada por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, donde él, asegura, tuvo una participación como “aparato técnico”.

    Tuve que hacer una demostración ante la prensa sobre el funcionamiento de estas armas.

    Pereira se refiere a un simulacro que el Ejército realizó para demostrar el poder de fuego de los fusiles y del cual hay registros en videos y fotografías. Asegura ser uno de los agentes que, en aquella ocasión, vestidos con overoles azules y capuchas blancas, simularon ser una guerrilla. Salvo su palabra, no hay forma de comprobarlo.

    Tampoco se puede decir con certeza la fecha en que abandonó la CNI. Sin embargo, asegura que hay un hecho específico que detonó su salida. Habría ocurrido pocas semanas después de la “demostración”, a comienzos de septiembre de ese año, luego del asesinato del editor de la revista Análisis, José Carrasco Tapia, quien murió junto a otros tres opositores, en venganza por el atentado contra Pinochet en el Cajón del Maipo. A la tarde siguiente, dice Pereira, un agente llegó a su casa con un bolso con armas para que él las “limpiara”.

    Me cayó la teja de inmediato. Eran las armas que habían usado esa noche. Me dije: “Si no arranco de aquí, me van a involucrar”.

    Ya fuera de la CNI, se instaló con un taller de reparación de armas, en la calle Vicuña Mackenna 1887. Según la escritura notarial, había otros tres socios en el negocio y uno de ellos, amigo del armero, era Roberto Fuentes Morrison, “el Wally”, torturador del Comando Conjunto. La sociedad se terminó en junio de 1989, cuando Fuentes Morrison fue asesinado de 18 tiros por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez-Autónomo, en una emboscada.

    Una década después, Aladino Pereira decidió contar buena parte de los secretos que guardaba.

    Interior del taller de Aladino Pereira.

    El armero de la CNI

    Me dijo: “Estas armas fueron pajeadas”.

    Nelson Caucoto, abogado especialista en causas de derechos humanos, no entendió el concepto.

    ¿Qué significa “pajeadas”? —preguntó.

    Aquella conversación debe haber ocurrido a fines de la década del 90. Caucoto recuerda que el ex radioperador y armero de la CNI se presentó en su oficina, diciéndole que tenía información sobre el crimen de José Carrasco, una causa donde él representaba a la familia del periodista.

    Era un tipo que pretendía ser amistoso, de buen trato. Me entregó el dato de las armas, que las había recibido de unos tipos al día siguiente que matan a Carrasco. Me pareció que era verosímil.

    Había pasado más de una década de ocurrido el crimen y Aladino Pereira estaba listo para hablar. ¿Pero por qué quería delatar a sus excompañeros?

    Me intentaron involucrar y lo que hice fue defenderme. Me enteré de que un agente dijo que yo había modificado un arma con la que se había realizado una operación. A mí me traicionaron los mismos milicos —recuerda, para luego recitar un viejo dicho que aprendió en su paso por la Inteligencia—. El que traiciona espera recibir el vuelto de la misma forma —dice.

    Para eso ideó un plan.

    Yo aprendí con los años que las alianzas estratégicas para un bien común siempre son buenas. Me refiero a la alianza con el que uno cree que políticamente es su enemigo —explica.

    Es por eso, dice, que eligió a Caucoto, un abogado que por entonces lideraba la Oficina de Derechos Humanos de la Corporación de Asistencia Judicial. Luego de esa primera conversación, fue citado a declarar como testigo secreto ante la ministra en visita Dobra Lusic, que investigaba los asesinatos. A ella le dijo que el 8 de septiembre de 1986, dos agentes —Jorge Vargas Bories y Víctor Muñoz Orellana— llegaron hasta su casa en un automóvil Nissan Stanza, de color celeste, que pertenecía a la CNI.

    Al momento que procede a abrir el portamaletas del auto, al interior me mostró un saco de color verde de transporte de ropa del Ejército, que contenía varias armas”, le dijo a la jueza, según publicó en 2012 El Mostrador.

    Pereira, que tenía el ojo entrenado para identificar desde fuscas a fusiles, descifró los modelos que tenía enfrente sin dificultad. Más de 10 años después, los recitó con precisión: una metralleta HK SD2 con silenciador, una pistola CZ, una Llama, una Walther PPK, también con silenciador, y un fusil AK. “Negro, tú eres el único que puede ayudarnos”, recordó que le dijo Vargas Bories. “Anoche fileteamos a unos huevones y los fierros hay que pajearlos”, agregó.

    Pajearlos: el mismo concepto que ocupó con Caucoto. Una técnica que consistía en modificar la parte interna de los cañones de las armas, para que no coincidieran con las “estrías” marcadas en los proyectiles tras los disparos. Así, borraban la huella balística y evitaban que pudiesen vincular las pistolas con el crimen. “Esos fierros están calientes”, respondió Pereira, y se negó a hacerlo. “Me insultó tratándome de traidor”, agregó.

    Las armas nunca aparecieron. El valor de su declaración pudo ser dimensionado cuando un informe balístico reservado, de septiembre de 1999, también publicado por El Mostrador, estableció plena coincidencia entre las pistolas enumeradas y las balas que habían quedado incrustadas en los cuerpos de las víctimas. “Lo expuesto por el declarante es notable”, escribió Fernando Ilabaca, jefe del Laboratorio de Criminalística.

    Su declaración fue clave para que en 2006, la justicia condenara a Jorge Vargas Bories a 13 años de prisión, una sentencia que en 2009 fue revisada por la Corte Suprema y que redujo la pena a siete años. Otros 13 agentes fueron sentenciados en este caso, incluido Álvaro Corbalán, jefe operativo de la CNI.

    La relación entre Pereira y Caucoto tuvo otro episodio, cuando el armero decidió colaborar en otra investigación que llevaba el abogado: la del asesinato del pintor y militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) Hugo Riveros, de 29 años. La noche del 9 de julio de 1981, su cuerpo apareció apuñalado en un camino en San José de Maipo. Meses antes, había estado detenido en el cuartel Borgoño y tras eso había sido condenado a una pena de 541 días de relegación. El día anterior a su muerte, Riveros había ido a visitar a Caucoto.

    Yo fui su abogado y ese día estuvimos conversando como dos o tres horas. Me vino a contar que había sido relegado a Chiloé y estaba feliz. Imagínate, qué mejor regalo para un pintor que lo manden a Chiloé. Luego salió de mi oficina y al llegar a su casa lo detuvieron —recuerda el abogado, quien fue una de las últimas personas en verlo con vida.

    En noviembre de 2006, Aladino Pereira declaró. Habían pasado 25 años de la muerte de Riveros y, por entonces, solo se sabía que dos mecánicos lo habían visto cuando era subido a un auto marca Ford. El armero apuntó al responsable y dijo que su homicidio estaba vinculado con el asesinato de otro opositor, Óscar Polanco, y que ambos crímenes fueron una “respuesta” al asesinato de un agente de la CNI llamado Carlos Tapia Barraza. “A raíz de la muerte del señor Tapia Barraza, al día siguiente, en el cuartel Borgoño se realizó una reunión para conmemorarlo, y recuerdo muy bien que Álvaro Corbalán, en mitad del acto, se paró y señaló a sus más cercanos: ‘Vámonos que tenemos que hacer’. Y cuando van saliendo, comienza a hacer los siguientes comentarios: ‘Esto va a ser dos por uno, sácate los archivos’”.

    Sobre Polanco, Pereira sostuvo que le dispararon con un “arma de fuego que salió de un Honda Accord”, y que las balas correspondían a unas Berger, “que estaban a cargo de la Dirección de Inteligencia de la Fuerza Aérea” y que eran entregadas a Álvaro Corbalán por Roberto Fuentes Morrison, ambos miembros del Comando Conjunto. Y sobre Riveros dijo: “Ese mismo día había un detenido en los calabozos de Borgoño, de quien Corbalán había dado la orden de que no fuera visto por nadie; sin embargo, estoy seguro de que esa persona era Hugo Riveros”.

    El armero entregó el modelo del auto en el que se habrían llevado al pintor: un Ford Maverick. “Sin lugar a dudas era del grupo comandado por Corbalán y era el único vehículo de esas características en Borgoño”.

    A pesar de que su declaración fue fundamental, nadie aún ha sido condenado por estos homicidios. Nelson Caucoto cree que en Pereira hay una motivación muy natural para delatar, casi de supervivencia.

    Era una actitud normal y humana. Él insistía en que era simplemente un radioperador y que tenía conocimiento de armas, pero que él no salió a los operativos. Eso siempre me lo recalcó.

    Aladino Pereira no pisaría nunca una cárcel por causas de violaciones a los derechos humanos en dictadura. Él lo resume así:

    Me siento orgulloso de haberlos denunciado y que no me involucraran a mí.

    Pasarían pocos años antes de que Pereira volviese a declarar.

    La elección de ese camino fue reforzada por un tío que lo crio, también llamado Aladino, también armero, con quien compartía frecuentemente en su taller. En aquellos años, Pereira se perfeccionaba con libros, manuales y revistas especializadas. Desde entonces, las armas se convirtieron en su principal interés. No fue extraño que se enrolara en el Ejército. Primero como conscripto en el Servicio Militar y luego como civil en la CNI.

    Un silenciador para un sicario

    Frente a sus ojos, Aladino Pereira tenía un silenciador. “Es un tubo de aluminio con su respectiva rosca para atornillarse a cualquier arma. No alcanza a pesar 100 gramos y mide como 23 o 25 centímetros”, describió.

    Era octubre de 2010. Estaba sentado en el estrado de un tribunal. “Este aparato, al momento de producirse una explosión en su interior, va a reducir el sonido a mucho más allá de la mitad. La única finalidad es no ser escuchado”, continuó.

    La fiscalía lo había citado como testigo en el juicio contra María del Pilar Pérez, “La Quintrala de Seminario”, y José Ruz, un sicario a quien la mujer le encargó la muerte de tres personas: Francisco Zamorano, exmarido de Pérez; Héctor Arévalo, pareja del exmarido, y Diego Schmidt-Hebbel, pololo de una sobrina, quien murió cuando Ruz intentaba asesinar a la hermana y al cuñado de Pérez.

    Fue otra de las imputaciones absurdas que me hicieron —recuerda Pereira, conectado al tubo de oxígeno—. Mucha gente andaba diciendo que yo le había vendido el arma a la vieja loca. Era absurdo. El armero que hizo eso tenía nombre y apellido.

    Pereira se refería a Juan González, hasta ese entonces, un muy buen amigo suyo, también armero, “uno de los mejores restauradores de pistolas antiguas”. En marzo de 2008, González le había pedido que le fabricara un cañón para una pistola y que le vendiera un silenciador que tenía exhibido en un cuadro. Todo por 80 mil pesos. Con esas piezas completaría el arma con la que Ruz cometería los homicidios de Zamorano y Arévalo.

    Ese silenciador se lo vendí a un armero y quien le dio el uso fue ese armero, por lo tanto, yo me lavo las manos. Él armó esa pistola y se la vendió al autor de los homicidios. Me quisieron endosar la misma responsabilidad.

    Cuando lo citaron a declarar, Pereira llamó a González:

    Yo le dije que estaba claro lo que tenía que hacer: sentarse y hablar. Le dije: “Voh sabí que yo soy bandido, pero soy bandido de otra película”.

    Y González declaró. Reconoció que había entregado la pistola al sicario, que le había cobrado 350 mil pesos y habló muy bien de su amigo: “Es múltiple el hombre. Es muy bueno para fresar, tornear, pulir y reparar. Es conocido como un buen armero”, dijo. Luego fue el turno de Pereira: “El silenciador fue traído de Argentina. Llevaba mucho tiempo en mi poder y fue usado en una causa sobre derechos humanos y ahí quedó”, dijo, mirando la pieza que tenía al frente, que era una réplica del que había vendido.

    Aladino Pereira hablaba como si estuviese dando una clase. El fiscal que lo interrogaba lo escuchaba con atención, mientras los jueces, que parecían novatos en esto de las armas, le pedían que fuese más lento, para seguirlo en su explicación. Aseguró que nunca supo en qué serían ocupadas ambas piezas. “De los años en que nos conocemos (con González), no puedo probar mala intención, ya que ambos tenemos clientes que son coleccionistas de elementos raros. Dentro de este rubro es muy común intercambiar conocimientos y repuestos”.

    Esa tarde, Pereira contó que fabricar el cañón le tomó tres horas y que su amigo solo le llevó una parte del arma en la que sería montado, sin percutor ni disparador. Sin embargo, ese simple trozo de pistola le sirvió para reconocer qué modelo era.

    Yo tengo un recorrido, tengo mundo en esto. Son miles las armas que han pasado por mis manos y me las sé de memoria. Yo veo un perno y doy con el arma, como lo hice con la que utilizó el sicario. Hasta hice una reseña histórica del origen de esa pistola. Ese es el grado de conocimiento que tengo en esto: en las armas, no hay secretos para mí —relata.

    Ante los jueces, dijo que la pistola era del 1900 y que informalmente le llamaban la “mata duques”, porque fue el mismo modelo con el que asesinaron al archiduque Francisco Fernando, en 1914, en Sarajevo, hecho que dio inicio a la Primera Guerra Mundial. Tal como lo hizo con el silenciador, dio detalles precisos de aquella pistola. “Es de procedencia belga, marca Browning, de calibre 7.65, con una capacidad de 8 tiros. Una de las características principales es ser extremadamente plana, de fácil ocultamiento, y la ventaja más notable es que al montar cualquier dispositivo en su cañón, los aparatos de puntería quedan a la vista. A pesar de que es muy vieja, es un arma muy buena”.

    Pereira decía todo esto, mientras el fiscal proyectaba en una pantalla un dibujo de la pistola que el mismo armero había realizado para ilustrar su exposición. Algo que, a su juicio, fue insuficiente. “Si gustan, yo ando con un ejemplar de media pistola acá en el bolsillo, ¿la puedo mostrar?”, preguntó ante la mirada incrédula de la sala. No entendían cómo un testigo, con todas las medidas de seguridad, había logrado entrar con una pistola. “Me gusta ser didáctico, la traje para que la conozcan, ¿puedo exhibirla?”.

    El juez suspendió la audiencia. Al regreso, el fiscal le contó que en su declaración Juan González se había referido a él como “el mejor armero”. Y Pereira respondió: “Los títulos se los ponen los otros colegas a uno. Uno se esmera durante toda una vida para hacer los mejores trabajos, no cometer errores, perfección en las terminaciones, porque cada cual es un artista en su área”.

    Aladino Pereira no fue condenado por ningún delito durante ese juicio. Pero el caso le pegó de otra forma:

    Después de eso, mi papá quedó perdido por la vida: se levantaba, trabajaba un rato, se hacía el almuerzo, tomaba y se iba a dormir. Todos los días. Vivía pa’ parar la olla y tomar —recuerda su hijo William.

    Ocho años más tarde, volvería a sentarse en un estrado. Esta vez, para escuchar cómo un juez lo dejaba preso, acusado de tráfico de armas.

    Herramientas y partes de armas en el taller de Aladino Pereira.

    El fabricante de armas

    En su primera declaración, Aladino Pereira echó mano a aquella estrategia que le había evitado problemas en las causas de derechos humanos: la delación. “Debo señalar que mantengo conocimiento de un armero. (…) Esta persona se dedica a la confección de armas prohibidas, del tipo subametralladoras, las cuales son fabricadas en su domicilio y posteriormente vendidas a diversos sujetos”.

    Pereira dio un nombre y una dirección, no obstante la fiscalía tenía pruebas en su contra. Durante seis meses estuvieron escuchando sus conversaciones telefónicas y en ellas había indicios de que estaba en el negocio de la fabricación de armas. En algunos llamados se lo escuchaba decirle a una persona que iba a “pintar el cigarro grande” o le pedía que fuese a “buscar el tubo de escape”. Los policías interpretaron que Pereira se refería a la réplica artesanal de una subametralladora MAC-10, un arma de reducidas dimensiones pero de alta potencia, con la que atraparon al supuesto comprador saliendo de su casa.

    Al día siguiente, matizó la versión anterior: “Respecto de uno de los detenidos, al cual llamo ‘compita’, por desconocer su nombre (…), con quien me venía contactando hace dos semanas a la fecha, hasta que el día de hoy y cerca del mediodía, este concurrió a mi casa y me comentó su necesidad de tener un pasador para un arma que puedo describir como una pistola alargada, de origen artesanal, parecida a una UZI, entregándole el pasador que me solicitó y procedió a retirarse”.

    El “compita”, como le decía Pereira, se llamaba Álex Ortega. En su declaración exculpó al armero. Dijo que la pistola se la había encontrado dos años antes en una calle de Maipú y que ese día en que lo detuvieron, él llevó el arma a la casa de Pereira. “Una vez que llegué a su domicilio, este me señaló que me devolviera con ambas cosas sin decirme el motivo”.

    La explicación no convenció al juez. Aladino Pereira tenía 62 años cuando pisó por primera vez la celda de una prisión.

    Conocí a los que asaltaban camiones blindados, a los que tenían enfrentamientos con carabineros, algunos de bandas que se disfrazaban de detective, puro popurrí. Ahí estaban los buenos y yo llegué como el mero mero. Los dos pisos del módulo me decían: “Viejo, vente pa’ acá”. Todos querían tenerme de compañero de pieza. Me hice famoso de un día pa’ otro. Fíjate que mi nombre circuló hasta adentro, hasta el óvalo, que es la arena donde mueren los valientes. Es que la media ficha con la que caí.

    En las noticias lo presentaron así: “Exarmero de la CNI lideraba una banda de tráfico de armas artesanales”.

    Me tenían como el padre. Me decían: “Mi padre, queremos hacerle una consulta, usted ha vivido mucho más que todos nosotros”. Al final, fíjate que yo terminé parando las peleas.

    Pero Pereira no entró solo a la cárcel. También arrastró a su hijo William, que era el representante del taller de reparación de armas. Por entonces, William era un reconocido instructor acreditado de tiro, a quien su padre le había traspasado todo lo que sabía.

    El William tenía como 12 años y le enseñé a desarmar y armar una de las pistolas más complicadas: la Browning CZ 83, que tiene más de 54 piezas. Hoy lo hace a ojos cerrados.

    Con el tiempo, William se convirtió en un destacado competidor de tiro práctico, con participaciones en torneos nacionales e internacionales, entre estos en Bolivia, Argentina, Uruguay, Ecuador y en el Mundial de la especialidad en Sudáfrica, en el año 2002. Trabajó junto a su padre, hasta que, en 2016, poco antes de caer preso se alejó del taller.

    Cuando yo abandoné el taller, ahí mi papá ya no tuvo filtro y eso lo reconozco abiertamente. Le arreglaba la escopeta al vecino, el revólver al caballero de la feria, entonces llegaba un compadre por la referencia de otro y ahí ya la cosa se puso mala.

    William salió de la cárcel a las pocas semanas y la fiscalía no perseveró por falta de pruebas, pero su padre continuó. Pidió ser trasladado al módulo 12, donde estaban los detenidos de la comuna de San Ramón, donde vivía. “Más vale bandido conocido que uno por conocer”, decía.

    Aladino Pereira supuso que saldría pronto. Buena parte de las armas exhibidas como evidencia estaban inscritas y pertenecían a policías que las habían mandado a reparar. Respecto de las cientos de piezas, el armero tenía una explicación lógica.

    La capacidad resolutiva de las policías deja mucho que desear. Hay detectives que han estudiado durante cinco o seis años para entrar a una casa y reventar todo. Perdieron el foco: botaron la puerta, me esposaron y me sacaron a la calle y vamos dando vuelta la casa patas p’arriba. En un taller de reparación de armas no vas a encontrar zapatos, suelas o tapillas. Nosotros tenemos miles de piezas, que son partes de armas, para repuestos: tornillos, cañones, tambores y cargadores. Es normal, es un taller de armas —explica.

    Pero ninguna explicación logró desvirtuar lo que la policía había escuchado en sus llamadas —“Voy a pintar el cigarro grande”— ni el hecho de que una persona salió de su casa cargando un subametralladora artesanal. Pasó el tiempo, su abogado pidió en varias oportunidades que le cambiaran la prisión preventiva por arresto domiciliario, pero no se la dieron. Pereira pasaba los días en la cárcel tomando mate, dando consejos a presos más jóvenes, parando peleas y leyendo, en un celular que logró fondear, sobre los avances tecnológicos de las armas y las máquinas que permitían fabricarlas.

    Así cumplió 1.168 días, sin que ninguno de los cuatro fiscales que vieron la causa lograran cerrar la investigación para llevarlo a juicio. Un plazo que estaba fuera de toda norma: la prisión preventiva más larga de que se tenga registro. Solo la llegada de la pandemia logró que fuese enviado a su casa. Para entonces, el frío había acelerado las enfermedades respiratorias que padecía y envejeció con rapidez. Su cuerpo estaba conectado a una sonda que le sacaba la orina y a un tubo de oxígeno que le ayudaba a respirar. Nunca más volvió al taller.

    El 2 de octubre de 2023, Aladino Pereira murió sin ser condenado. Tras esto, la causa por tráfico de armas fue sobreseída y archivada.

    Imagen de portada: Aladino Pereira, poco antes de su muerte.

  8. La resurrección de la Monja Alférez: entre el alma barroca americana y la epistemología trans

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    Antes de que Paul B. Preciado anunciara su transición, en el año 2014. Antes de 1928, cuando Virginia Woolf publicara Orlando, novela donde el protagonista se transforma en mujer a la mitad del argumento. Mucho antes, durante el lejanísimo Siglo de Oro, los pueblos del mundo hispano ya conocían las aventuras de Catalina de Erauso, la mujer que rechazó la orden de las monjas dominicas para convertirse en soldado. A los 15 años se escapó del convento de San Sebastián el Antiguo, en Donostia, vestida de hombre. Más tarde, con esa identidad se embarcó hacia el Nuevo Mundo, donde realizó un periplo de dos décadas, durante las cuales vivió peligrosas aventuras entre Punta de Araya (ubicada en la actual Venezuela) y la ciudad de Concepción (en Chile). Sobrevivió a varios naufragios y fue pirata en las aguas del Mar Caribe; después fue soldado, comerciante y hasta arriero, en los territorio de los actuales Ecuador y Perú. Más tarde se hizo popular por su agresividad contra los mapuches y otros pueblos indígenas, en las campañas militares para la conquista de la Araucanía. En esos lugares, como antes en la península, se le conoció siempre por nombres masculinos: Francisco de Loyola, Juan Arriola, Alonso Díaz Ramírez de Guzmán o Antonio Erauso. Aunque con frecuencia era prófugo de la justicia y estuvo preso nueve veces por deudas de juego o por herir y matar a sus contrincantes en duelos, el rey Fernando IV le otorgó el título de la Monja Alférez, en noviembre de 1624, e incluso le concedió una pensión anual por sus servicios militares. Meses más tarde, el Papa Urbano VIII la autorizó a vestir de hombre hasta su muerte, acaecida casi 30 años después.

    Gabriela Cabezón Cámara convierte a semejante personaje de la vida real en la/el protagonista de su más reciente ficción, Las niñas del naranjel. Allí, Erauso —ya no Catalina, sino Antonio— huye del cuartel en donde casi lo/la ahorcan. Se adentra en la selva con dos famélicas niñas guaraníes, a quienes salva para cumplir una promesa hecha a la Virgen del naranjel que, según cree, en el último momento le salvó de la pena capital y, de paso, para conservar su honor. “Ser un hombre es guardar honor hasta matar o morir si es menester, sostener el honor que, déjame que te explique bien, es lo que lo sostiene a él”, escribe en una carta el/la protagonista creada por la autora argentina: “Es poder matar y que eso se sepa para poder vivir, aunque ese fin cueste la vida misma”.

    La novela se estructura desde tres hilos dramáticos, que se alternan en secciones o dentro de un mismo capítulo. El primero es el texto de una carta dirigida a su tía, la priora del convento de donde huyó, que se lee más bien como un fluir de la conciencia. El segundo hilo es la conversación, medio en castellano, medio en guaraní, que Erauso sostiene con las niñas durante su travesía selva adentro. La fórmula Mba’érepa es la pregunta (por qué, significan en nuestra lengua esas palabras), que aparece en todas las escenas de este diálogo prolongado a lo largo de la novela. Si bien llega a ser repetitiva la fórmula, el contrapunto permite apreciar la experiencia del entrecruzamiento de ambas culturas, a través de la capacidad de asombro de Mitãkuña y Michi, que son los nombres de la adolescente y la pequeña cuya curiosidad intenta dotar de sentido al mundo nuevo en el que viven, allí donde súbitamente aparecieron agresivos seres provenientes de un lejanísimo lugar llamado el Reino de Castilla, los cuales cambiaron para siempre la realidad a la que ellas pertenecían. El tercer y último hilo narrativo de la novela, cuenta desde múltiples puntos de vista lo que pasa en el cuartel donde Antonio Erauso casi muere. Las perspectivas del preso, del capitán general, del obispo y hasta de un jote —así se llama por esa zona a los zopilotes o zamuros— señalan a la Conquista como un momento fundacional de la depredación del Amazonas, que ha sido también la de sus pueblos originarios, y ahora llega a su grado máximo.

    Encontrar un árbol de naranjas en plena selva es imposible, pero eso no detiene a Catalina/Antonio Erauso en la empresa que se propone, que es tan delirante como formativa. Narrada en castellano peninsular y en porteño, con expresiones en guaraní, euskera y latín, esta obra conserva la experimentación con el lenguaje de la anterior novela de la autora argentina, Las aventuras de la China Iron (2017). El libro, finalista del Booker Internacional de 2020 y del Premio Médicis 2021, también cuestiona los rasgos identitarios, pero en este caso desde el personaje de la China, la mujer que se queda sola con dos hijos cuando el gaucho Martín Fierro es reclutado para servir en un fortín, en el extenso poema épico de José Hernández, pieza fundacional de la literatura argentina: El gaucho Martín Fierro (1872).

    En Hispanoamérica, la identidad barroca significó, al mismo tiempo que los discursos traídos por el imperio español, la herida hecha en los pueblos conquistados y el sentimiento de inferioridad de no encajar en el modelo de los relatos occidentales. Desde la teoría y la crítica literaria poscolonial se ha tratado ampliamente el tema; menos común ha sido la perspectiva sobre cómo el barroco hispanoamericano cambió al sujeto colonialista. En esta elipsis trabaja Cabezón Cámara.

    Lo barroco

    Leo la ficción propuesta en Las niñas del naranjel como un discurso contemporáneo sobre el alma barroca americana. Según investigaciones de la académica Mabel Moraña, en el tiempo de la Monja Alférez, hacia 1620, ya existía un sujeto social hispanoamericano. Si en la metrópoli la identidad barroca mezclaba los autores clásicos con la cosmovisión católica, en las colonias se le añadía la herida colonial. En Hispanoamérica, la identidad barroca significó, al mismo tiempo que los discursos traídos por el imperio español, la herida hecha en los pueblos conquistados y el sentimiento de inferioridad de no encajar en el modelo de los relatos occidentales. Desde la teoría y la crítica literaria poscolonial se ha tratado ampliamente el tema; menos común ha sido la perspectiva sobre cómo el barroco hispanoamericano cambió al sujeto colonialista. En esta elipsis trabaja Cabezón Cámara.

    La extensa carta que Catalina/Antonio escribe a su tía habla de las transformaciones que se operan en ella, menos en su identidad de género que en su personalidad, al contacto con las voluptuosas realidades híbridas sudamericanas: su paisaje y sus poblaciones aborígenes. “Debajo de la tierra los árboles tienen otra vida, una que no vemos, la de sus raíces entrelazadas”, escribe: “Yo misma estoy echando raíces, téjome a ellos que téjenme con ellos (…) estamos aquí, (…) somos en el sol y en el agua, un eslabón entre el cielo y la tierra, el aliento de Dios creándose y creándonos todo el tiempo”. También la conversación con las niñas da cuenta de la experiencia barroca del alma americana que comienza a formarse en aquellos años, y que en la novela se traduce en la emoción que marca al personaje protagónico: la ternura.

    A lo largo de los siglos se han dicho muchas cosas de este personaje, pero ninguna la caracteriza como alguien tierno. De hecho, se muestra sin pudor como una ladrona, ludópata y asesina en la Historia de la monja alférez, Catalina de Erauso, escrita por ella misma, la obra que escribió durante su viaje en barco entre América y España para la audiencia con Fernando IV. En la ciudad de Concepción mató a su propio hermano, sin saber de quién se trataba, y el único sentimiento que muestra por eso lo resume en estas pocas palabras: “Muerto el capitán Miguel de Erauso, lo enterraron en el dicho convento de San Francisco, viéndolo yo desde el coro, ¡sabe Dios con qué dolor!”. También cuenta en Historia sobre el exterminio de los mapuches en la batalla de Valdivia, que le mereció el rango de alférez. Fueron tantas las quejas sobre su crueldad contra los indígenas, planteadas por los demás representantes de la corona, que no le dejaron ascender más en las jerarquías castrenses; por eso en los países de América y especialmente en Chile no le tienen mucho aprecio a esta figura histórica.

    Pocas son las pruebas que ofrece Las niñas del naranjel de la intención de discutir sobre la condición transgénero de la Monja Alférez. Y, de hecho, esto es uno de los rasgos más vistosos de las decisiones narrativas tomadas aquí. En lugar de abordar la falta de correspondencia entre la identidad de género y el sexo de la protagonista, así como otros asuntos de diversidad sexual, como hizo en su primera novela, La virgen Cabeza (2009), la autora prefiere solapar ese discurso detrás de uno de tipo ecológico.

    Lo trans

    Evidentemente, la ternura es una licencia poética que se toma Cabezón Cámara. A partir de ese sentimiento parece que quiere ir más allá de la identidad individual transgénero de la Monja Alférez, con las limitaciones que tenía en el siglo XVII, para dar cuenta de una experiencia de identidad más general: la barroca americana. Quizá en el gesto de llenar con ternura la elipsis de los discursos poscoloniales, se proponga poner en práctica la hipótesis de Preciado en Dysphoria mundi (2022). En su libro más reciente, el filósofo y curador de arte propone anular la definición vigente de “disforia” y generalizar otra más interesada en los límites y las ausencias. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, la disforia es un estado de ánimo irritable y la “disforia de género”, que proviene de la psiquiatría, se define como el malestar causado en una persona por la falta de correspondencia entre su sexo biológico y su identidad de género. Lo que Preciado propone es tomar a la disforia por lo que es: un abismo epistémico, en donde no son válidas las estructuras mentales de la política tradicional. La ventaja de esto es que permite pensar en una sociedad más allá del esencialismo binario de los géneros y, por ende, más libre.

    ¿No se parece esa melancolía por la falta de correspondencia entre el sexo y la identidad de la disforia a la incapacidad del sujeto colonial de identificarse con los modelos propuestos desde el occidente imperialista?

    En ambos casos se trata de modelos impuestos sobre las personas que limitan su actuación en la sociedad. “Fui mozuela al revés durante un tramo de mi camino, hasta que conocí hombres suficientes como para hacer uno, yo mismo”, escribe Catalina/Antonio en la carta. Si se puede comparar la disforia de género con la herida colonial, la versión de la Monja Alférez construida por Cabezón Cámara es una imagen poderosa. Incluso su ternura es útil porque como sentimiento positivo es opuesto a los estados de tristeza, ansiedad e irritación asociados con la disforia.

    Reconozco que esta lectura surge de mi admiración por el trabajo de Preciado y el interés en el lenguaje literario de Cabezón Cámara. Pocas son las pruebas que ofrece Las niñas del naranjel de la intención de discutir sobre la condición transgénero de la Monja Alférez. Y, de hecho, esto es uno de los rasgos más vistosos de las decisiones narrativas tomadas aquí. En lugar de abordar la falta de correspondencia entre la identidad de género y el sexo de la protagonista, así como otros asuntos de diversidad sexual, como hizo en su primera novela, La virgen Cabeza (2009), la autora prefiere solapar ese discurso detrás de uno de tipo ecológico —uso esta palabra a falta de un mejor término. Como cuando dice: “Somos eso que hace vida entre las estrellas y las rocas”, o que “el mundo no se hizo en una semana, hácese y deshácese a cada instante”. Allí donde la selva se convierte en la gran democratizadora de la condición humana, han desaparecido ya no solo los binarismos sino cualquier categoría.

     


    Las niñas del naranjel, Gabriela Cabezón Cámara, Random House, 2023, 256 páginas, $18.000.

  9. Bajo ese sol tremendo: las enseñanzas de Óscar Ichazo en Arica… y más acá

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    Entre 1969 y 1973, decenas de chilenos y norteamericanos siguieron un exigente programa de ejercicios psicofísicos, que incluía arrojar piedras por las laderas del Valle de Azapa o meditar en pequeñas chozas en el desierto, junto a acantilados. Las enseñanzas de Óscar Ichazo —que fascinaron a Claudio Naranjo, a los músicos de Los Blops y a Jodorowsky— llevaron a toda una generación a saltar al vacío para experimentar, entre Arica y Santiago, un método tan potente como dinámico de “desarrollo interior” que, junto al siloísmo y el movimiento de Osho, marcó gran parte de la espiritualidad new age en Chile y otros países. Si bien para algunos, como Sergio Larraín, desde el momento mismo en que Ichazo entró al mercado espiritual su figura comenzó a decaer, para otros la fascinación hacia el maestro sigue intacta.

    El ascenso de Óscar Ichazo (Bolivia, 1931 – Hawái, 2020) dentro del mundo de la espiritualidad alternativa, prometía. Con poco más de 40 años, no era el típico gurú de la nueva era: de intensos ojos negros, bigote y calva incipiente, solía vestirse para no llamar la atención, a veces con trajes elegantes o con suéteres de cuello alto, y de colores siempre a tono con la energía del día. Nada de túnicas ni de aires orientales, al menos en su apariencia.

    Como muchos santones y maharishis de principios de los 70, iba camino a convertirse en ícono pop. Instalado en la recién inaugurada sede con escalera mecánica del Arica Institute Inc., en pleno corazón de Manhattan, el guía espiritual daba entrevistas en las que, junto con describir su filosofía integral, avizoraba una nueva revolución planetaria que salvaría a la cultura occidental.

    Esa revolución se produciría, según contó en abril de 1973 en una entrevista para Psychology Today, “en la medida en que el Arica pudiera entrenar suficientes nuevos maestros”.

    A Nueva York (la ciudad con “más personas preparadas para la realidad de las que el mundo ha visto jamás”, solía repetir), Ichazo llegó en 1971 para ofrecer, desde octubre de ese año, un entrenamiento intensivo de tres meses que, al finalizar, garantizaba la iluminación por tres mil dólares, según reportó la revista Time. Eso incluía comida y alojamiento en el Marriott Essex House, en Central Park South.

    No tengo ningún deseo de fortalecer el ego o hacerlos felices”, le dijo por aquellos días al filósofo Sam Keen, uno de los inscritos.

    Con una red de sucursales que se extendía ya por las principales ciudades de Estados Unidos, Sudamérica y Europa, la escuela, a esa altura convertida en corporación, era lo más parecido “a una universidad para lograr estados alterados de conciencia”, como la definió Keen.

    Pero en vez de despegar hacia la ampliación de la conciencia, en las siguientes décadas los sucesivos pleitos por los derechos sobre el eneagrama de la personalidad —que Ichazo había popularizado— y cursos cada vez más abstrusos e interminables, fueron aislando a la escuela, al punto de que, a comienzos de los 90, solo unos pocos seguidores llegaban cada año a Maui — donde se radicó y estableció su fundación, en 1981—, para escucharlo hablar sobre una revolución planetaria que nunca llegaba.

    Sin embargo, hubo un tiempo en que para muchos el Arica —como se conoció al instituto en Chile— ofreció lo que prometía: un método “empírico” de autoobservación que, a partir de técnicas taoístas, budistas, confucionistas, sufís y otras adaptadas a Occidente, aseguraba otorgar una claridad mental tan límpida como la arena del desierto.

    ***

    Portada de un ejemplar de junio de 1976 de la revista New Age en la que aparece Ichazo junto al titular “Este hombre garantiza la iluminación”.

    Sin estar demasiado interesada en temas esotéricos, pero harta de los mandatos de clase y la familia, en 1969, con 23 años y recién salida de la universidad, Carmen Balmaceda decidió partir, por un año, al norte. Iba a “cambiar de nivel”, según sus palabras.

    El enfoque experimental de ese primer entrenamiento (para el que Ichazo filtró a la mayoría, a excepción de quienes se mostraron “realmente comprometidos con seguirlo”, según dijo años después) le permitiría una cercanía única con quien, por entonces, era un casi desconocido maestro boliviano, mezcla de místico sufí y terapeuta zen, cuya novedosa filosofía comenzaba a circular, como un secreto a voces, entre los jóvenes hippies de la época. El rostro de Balmaceda lo refleja aún, cuando recuerda ese primer encuentro: “Apenas llegué, Óscar me dijo: ‘Te estábamos esperando, ¿tú quieres ser feliz?’. ‘Obvio’, le dije yo. ‘Entonces quédate’”.

    Si el plan era irse por un año, se terminó quedando tres. Fue la última en llegar, la que cerró el grupo de “los primeros 14”, la camada original del Arica que la periodista Malú Sierra describió así en un reportaje de abril de 1971 para revista Paula: “Su vestimenta nada de convencional —ellos con camisas de colores, blue jeans viejos y a pie pelado; ellas con faldas coloridas y pañuelos en la cabeza, también a pie pelado—, su simpatía desbordante, su forma de vivir y sus actividades en diferentes campos, les han granjeado la amistad de muchos… y la desconfianza de otros tantos. Porque aparte de uno que otro detalle, no saben realmente a qué se dedican. Y mucho menos saben de Ichazo. Fuera de que es boliviano y de que para sus discípulos es poco menos que un dios, nadie sabe nada”.

    Armar la mochila e irse al norte a “hacer el camino” no era cosa de snobs ni de “voladitos”, asegura Balmaceda, sino algo que iba “en serio”. Y no era para menos, pues junto a la tentadora idea de unirse a una “escuela de desarrollo humano”, como las que existían en la antigua Grecia, India o Medio Oriente, el método de Ichazo apuntaba a desarmar, como si de un mecanismo se tratara, los bloqueos neuróticos de la mente que impedían el desarrollo, para alcanzar un estado de “completo presente”: una suerte de satori permanente que, hasta ese momento, ni el psicoanálisis ni la terapia Gestalt ni los psicodélicos ofrecían.

    Bajo el sol tremendo de Arica los alumnos cohabitaban en casas comunitarias, sin muebles, durmiendo en colchones en el suelo, y seguían una dieta alta en proteínas que, mezclada con ejercicios de psicocalistenia, meditación, mantras, percusión y yoga, buscaba inducir un estado de “comprensión no conflictiva” que, cuando se daba, dice Balmaceda, “te llevaba a sentirte parte de un todo”.

    Además —continúa ella—, hacíamos un ejercicio físico que se llamaba La Pampa, en el que tirábamos toda la mala onda y nos dejaba agotados”.

    ¿Servía?

    Claro, porque te sacabas toda la semana. Pero en el estado en el que estábamos, olvídate, se necesitaban muchas piedras y muchas cuestiones para que lograras vaciar la cabeza, aunque fuera cinco minutos.

    ¿Y qué sentía al hacerlo?

    Que tu energía subía, que alcanzabas un estado sutil, más feliz, en el que estabas en el aquí y el ahora, sin pensar en nada.

    ***

    El ascenso de Óscar Ichazo dentro del mundo de la espiritualidad alternativa, prometía. Con poco más de 40 años, no era el típico gurú de la nueva era: de intensos ojos negros, bigote y calva incipiente, solía vestirse para no llamar la atención, a veces con trajes elegantes o con suéteres de cuello alto, y de colores siempre a tono con la energía del día. Nada de túnicas ni de aires orientales, al menos en su apariencia.

    Por su impacto en toda una generación, sobre Ichazo se ha dicho mucho, pero raramente que era un farsante. “La originalidad de lo que enseñaba era espectacular”, dice el psicólogo y pareja de Balmaceda, Gonzalo Pérez, quien en julio de 1971 empezó el Santiago Uno, un entrenamiento de 10 meses llamado así porque era la primera vez que las enseñanzas del Arica llegaban a la capital.

    A fines de los 50, Ichazo empezó a reunir en Santiago y otras ciudades de Sudamérica a grupos dedicados al estudio de su filosofía integral y, a partir de ahí, la popularidad de su método entre los jóvenes —desde hippies con ansias de ruptura hasta profesionales poco dados a lo espiritual— no hizo más que crecer.

    Tras asistir, en la primavera de 1969, a una serie de conferencias dictadas por él en el Instituto de Psicología Aplicada, su director, el terapeuta de Sergio Larraín, Héctor Fernández, salió convencido de que la psicología, como disciplina, había tocado techo y que solo Ichazo podía llevarla “más allá”.

    Elusivo y cauteloso con los cultos a la personalidad, algunos dicen que adaptaba sus gestos y hasta su entonación a las necesidades de cada discípulo. Incluso quienes se han vuelto escépticos de su método asumen que conocerlo dejaba huella.

    Sobre ese primer encuentro con él, Pérez recuerda: “Me dedicó una tarde entera. Puso música de los Beatles y hablamos tres horas. Fue fascinante. Es que enseñaba a no definir. No trabajaba con conceptos. Era un tremendo chamán, un ser que movía las energías donde fuera. Power”.

    Nooo, era impresionante”, exclamó en 2021 Eduardo Gatti, quien asistió junto a Los Blops a sus primeros entrenamientos en el Instituto de Psicología Aplicada en Bellavista. “A ver, cómo decirlo, tenía ese magnetismo especial que tienen algunas personas. Con Los Blops caímos altiro envueltos en llamas con esta cuestión”.

    Qué te puedo decir”, agrega Balmaceda, respirando hondo. “Me acogió de una manera maravillosa, me cambió la vida. Óscar trabajó conmigo el suicidio de mi papá hasta dejarme libre”.

    Experto en artes marciales mixtas, también podía ser severo y estimular a sus discípulos a decirse las verdades a la cara, para reducir las pretensiones del ego. La experiencia, a veces lúdica y a veces despiadada, de pasar por las máquinas de procesamiento del karma, llevó a varios a tener revelaciones aún perdurables sobre sí mismos.

    Lo que pasa es que el ego siempre trata de escaparse por aquí y por allá, ¿no?”, reflexiona el profesor de Tai Chi y exasistente de Ichazo, Sergio Huneeus. “Pero dentro de ese cuadro, y yo tuve experiencias muy brutales, digamos, en el sentido de verme, de repente, totalmente descolocado, hay un consenso, un piso que te sostiene, que es la escuela”.

    Su cercanía carente de solemnidad con algunos lo convertía, a juicio de Huneeus, en un “anti maestro”.

    Uno esperaba tener que saludarlo como con una venia, pero era igual a ti, no hacía diferencia. Por supuesto, él era el guía y uno el discípulo. Pero el trato era más bien de amigo”.

    ¿Y en qué eneagrama calzaba usted?

    El 7, el idealista.

    Por su alto precio (según Gatti, a principios de los 70 las capacitaciones costaban “como mil dólares, y en el Chile de ese tiempo, por esa plata te comprabai un auto”), sumado a la rigurosa selección que el propio Ichazo hacía de los candidatos, no era demasiado difícil sentirse parte de una élite, una vanguardia espiritual que iba a cambiar el mundo.

    ¿Tenía algo de secta el Arica?, le pregunto a Teresa Bogdan, una argentina que en 1972 hizo parte de las capacitaciones en Peñalolén Grande (suspendidas luego del golpe de Estado, con la prohibición de reuniones de más tres personas), una propiedad comunal adquirida por varios aricans en la precordillera santiaguina.

    No es que los ejercicios te lavaran el cerebro —dice pensativa—. ¿Sabés de qué te lo lavaba? De vos mismo, porque los chicharreos, el diálogo interior que impide el estado de vacío y todo lo que se te pasa por la cabeza en ese tipo de ejercicios, es impresionante. Te muestran realmente lo que sos mientras estás haciendo algo totalmente inútil. Pero ¿cómo decirte? Se daba en un contexto de mucho respeto y tranquilidad.

    ¿Y existía un culto hacia Óscar?

    Lo que pasa es que había una corriente bastante fanática, porque era el maestro. Y como junto con la espiritualidad y la cosa new age vienen las artes marciales y los sufís, el maestro ya no es solo el maestro. El maestro tiene una espada, es fuerte, te corta la cabeza. Óscar decía, “no me hagan altares”, pero vos entrabas a cualquier pieza de Peñalolén Grande y había un altar. La adoración por él, sí, estaba, estaba todo el tiempo, pero no era algo fomentado.

    Pese al clima de cordialidad que, a juicio de Bogdan, se respiraba, entre quienes conocieron a Ichazo no todos hicieron buenas migas con él: “Hablarle era como si el emperador te diera audiencia”, dijo Gatti en una entrevista para el Instituto de Expansión de la Conciencia. “Tenía su círculo íntimo, que eran los instructores generalmente, y la Jenny [esposa de Ichazo por esos años y cabeza comercial del grupo] tenía también su grupito que andaba siempre alrededor, los aduladores”.

    Es que hay un fenómeno —agrega Gonzalo Pérez— que tú tienes que tomar en cuenta, que es la idealización del maestro. Cuando éramos jóvenes y estábamos al comienzo de todo esto, creíamos que él era buda. Infalible, iluminado todo el rato. Eso es algo que tú encuentras en cualquier movimiento espiritual: la necesidad de creer que el maestro es dios”.

    Sobre el impacto de las tensiones políticas del período en el movimiento, Balmaceda reconoce: “Sabíamos lo que pasaba, pero estábamos totalmente metidos en nuestro cuento, como otros estaban en la militancia. Los ejercicios permitían abstraerse un poco. Había que hacerlo, ¿no?”. Tras volver a Chile, en 1972, dice, “encontré que la UP era demasiado fascinante, porque tenía que ver con el desarrollo humano. Ahí todos éramos iguales, nos saludábamos como compañeros, y la nana era mi amiga. Pero en esa época era muy poca la gente que podía estar en el presente. Había mucho maximalismo, mucha lucha interna, mucha tensión. Igual que ahora. Quizá la única salida a esa contradicción esencial que es la vida en sociedad, sea hacer lo que hizo el Queco [Sergio Larraín]: aislarse”.

    ***

    Fotografía de uno de los entrenamientos en un galpón en el Valle de Azapa. Cortesía de Gonzalo Pérez.

    En julio de 1970, 57 estadounidenses, entre terapeutas del Instituto Esalen y varios psiquiatras y neurocientíficos, aterrizaron en Arica para realizar un entrenamiento intensivo de 10 meses diseñado por Ichazo. Cada asistente pagó “entre cuatro mil y siete mil dólares”, informó en su momento la revista Time.

    Sobre el propósito de aquel viaje, en la web de The Arica School hoy se lee: “Los estadounidenses fueron [a Chile] a descubrir la Mente por medio del protoanálisis”.

    Llegaron cargados de drogas, venían de eso —dice Pérez—. El entrenamiento mismo era limpio, pero en el ámbito en el que todos vivíamos, era parte de la vida”. Entre los estadounidenses, por ejemplo, estaba John Lilly, un neurocientífico experto en delfines y comunicación entre especies, conocido por sus experimentos con LSD en tanques de aislamiento sensorial.

    Interesado en el viaje sin ácido que Ichazo proponía, el nexo entre el Arica y “los gringos” fue el psiquiatra Claudio Naranjo, exdiscípulo de Fritz Perls y por entonces cercano a la vanguardia psicológica del Esalen en Big Sur, California.

    Según cuenta Naranjo en sus memorias, Ascenso y descenso de la montaña sagrada, al poco tiempo de llegar tuvo una experiencia reveladora mientras meditaba en el desierto. Ese entusiasmo, sin embargo, se enfrió rápido cuando supo que, dentro del grupo, algunos rumoreaban que él se estaba convirtiendo en un “ego santo”, es decir, alguien cuyos logros en los trabajos fomentaban una sensación de superioridad profética.

    Creía que Ichazo, bien porque lo veía como una amenaza o bien para ponerlo a prueba, lo había 137 generado. “Él sabía que Óscar tenía algo, pero también que era un engaño, un tramposo”, dice Alejandro Celis, un psicólogo especializado en la enseñanza del eneagrama que, en 1976, comenzó a hacer, con Ichazo ya radicado en Estados Unidos, las capacitaciones del Arica en el Instituto de Psicología Aplicada.

    ¿Por qué cree que Naranjo e Ichazo se distanciaron?, le pregunto a Gonzalo Pérez. Y este responde con un ejemplo muy claro:

    Si los huevones no podían estar juntos. Se iban a hacer sombra, como Lennon y McCartney.

    Crecientemente aislado, Naranjo fue finalmente expulsado durante su estancia de 1970 en el desierto, junto a varios norteamericanos (aunque según Huneeus, se trató más bien de una “ruptura” del grupo con él). Regresó con ellos a California, donde fundó el programa SAT (Seekers After Truth), su propio sistema para la enseñanza del eneagrama.

    Toma un avión y ven”, le había escrito algunos meses antes Sergio Larraín, invitándolo a unirse a los entrenamientos de la escuela. “Aquí está lo que has buscado tanto. La cosa es real. Es aquí. Lo que has sabido hasta hoy o has leído no es más que una sombra de esto”.

    El Queco no estaba en muy buen estado”, reconoce Balmaceda. “Era mi hermano de la escuela, el que me enseñó fotografía, pero andaba muy rayadito, en una volada en que todo tenía que ser como mortificado. Decía que no quería ser importante, pero apenas le ofrecieron dirigir al grupo, lo hizo. Tenía una lucha con su ego feroz”.

    Fue viviendo como un ermitaño, luego de consagrarse en Magnum y trabajar para la revista Paris Match, y mientras dirigía parte de los entrenamientos de la escuela en el Valle de Azapa, que Larraín conoció y se enamoró de Paz Huneeus.

    ***

    Ichazo, por ejemplo, les prohibía a sus alumnos consumir alcohol (‘una sola gota en esa piscina y esto se acaba’, les advertía), pero él se lo permitía porque, según él, tenía una capacidad diferente para ‘metabolizar’ la bebida. Lo que sí autorizaba, señala [Catalina] Mena, eran ‘las relaciones sexuales con las mujeres que llegaban a la comunidad, con o sin pareja’, justificándose en la naturaleza supuestamente ‘energética’ del instinto sexual. ‘El principal beneficiario de su ley era él, considerando su situación de poder’, escribe Mena.

    En su libro, Sergio Larraín: la foto perdida, Catalina Mena sostiene que el “arsenal de saberes” que el Arica ofrecía se mezclaba con “hábitos de sospechosa naturaleza espiritual.

    Ichazo, por ejemplo, les prohibía a sus alumnos consumir alcohol (“una sola gota en esa piscina y esto se acaba”, les advertía), pero él se lo permitía porque, según él, tenía una capacidad diferente para “metabolizar” la bebida. Lo que sí autorizaba, señala Mena, eran “las relaciones sexuales con las mujeres que llegaban a la comunidad, con o sin pareja”, justificándose en la naturaleza supuestamente “energética” del instinto sexual. “El principal beneficiario de su ley era él, considerando su situación de poder”, escribe Mena.

    Era muy oculto, una cosa nada más que de mujeres”, contó en el documental El instante eterno Paz Huneeus, entonces pareja de Sergio Larraín, acerca de las prácticas tántricas que Ichazo realizaba con las alumnas. “Los hombres no lo podían saber porque, según Óscar, tenían el nivel bastante más bajo”.

    Dos días después de contar eso, ella murió”, dice su amigo Gonzalo Pérez, acomodándose en el respaldo de un sofá en su consulta de La Reina. “No estaba enferma ni nada. Dijo lo que tenía que decir y partió”.

    ¿Nunca trascendió lo que pasaba?

    Es que no tuvo nada que ver con la enseñanza pública del maestro y jamás interfirió en nada, en absoluto. Incluso hoy hay un montón de gente que no lo cree. Fue una experiencia que se vivió en forma secreta y privada, en el corazón del maestro.

    Alejandro Celis reflexiona: “Sergio Larraín era una persona muy tímida, inestable psicológicamente, incluso. Y yo no soy moralista, en el sentido de que el Queco y la Paz tendrían que haber tenido una única pareja. Lo que me hace ruido es que el Queco, siendo discípulo de Óscar, no estuviera enterado. Le dijeron a ella que no se lo dijera. Fue un daño de frentón”

    ***

    La mística de la escuela comenzó a perderse, a juicio de Balmaceda, con la progresiva llegada de los norteamericanos a Chile: “Los ejercicios funcionaban y todo, pero ya no estaba esta especie de familia que teníamos los 14”.

    ¿A qué lo atribuyes?

    Yo creo que, con los gringos, Óscar se fue poniendo bueno para la plata, porque cuando estábamos nosotros le pagábamos, qué sé yo, 20 lucas. Él era un ser humano con ego, y los gringos, que son lo más mercantiles que hay, lo elevaron, porque son muy beatos. Lo inflaron, y ahí él empezó a cobrar un montón [a fines de los 70, una rutina inicial diaria de 40 días, llamada “Los sistemas hipergnósticos”, costaba 600 dólares y otra, “Los dominios de la conciencia”, 400]. Con Gonzalo fuimos a varios de sus entrenamientos en Estados Unidos, pero ya no tenían la misma energía. Eran una lata.

    Tras su paso por el movimiento Osho, Celis admite que, por contraste, con los años se ha ido desencantando del Arica, cuyo método describe como demasiado mental, frío, “sin corazón”: “El discurso de Óscar era, ‘esto te va a transformar’, ¿entiendes?, y que con un entrenamiento te iba a pasar esto, esto y esto otro. Te garantizaba que cuando hicieras el corte del diamante, que era el nivel 7, me parece, te ibas a iluminar. Y no solo el satori, sino que el estado permanente, digamos. Por supuesto, que yo sepa, nadie se iluminó”.

    Yo creo que es un método válido”, apunta Sergio Huneeus, parte de la camada original que fue a los primeros retiros al norte y, hasta hace poco, también del comité de ética de The Arica School, con sede actual en Kent, Connecticut. “Pero hay que tener paciencia y, efectivamente, muchas veces a uno se le acaba”.

    ¿Era publicidad engañosa, entonces, lo que Ichazo prometía?

    Yo no sé hasta qué punto la gente se sugestionaba —confiesa Celis—. O sea, cuando tú pagas no sé cuanta cantidad de plata, es bien difícil decir después: “Oye, esto no me sirvió para nada”. Uno tiende a decir, “fue la raja, muy bueno”. Aunque entiendo que la gente que tuvo contacto directo con él, generalmente en los primeros grupos, se sintió muy impactada.

    ¿También se ha ido desencantando?, le pregunto a Gonzalo Pérez.

    Lo que yo he vivido con él, como maestro, es ir bajando mis expectativas como un ser infalible, completamente impoluto, hacia una comprensión de un ser humano al que le pasan cosas y que es susceptible al cambio y a las influencias.

    Cuadernos con los entrenamientos The Arica School en inglés. Cortesía de Alejandro Celis.

    ***

    Durante los dos primeros días tú sentías el ruido de la ciudad, pero después, la nada”, dice, entrecerrando los ojos, Balmaceda, sobre la última vez que le tocó “hacer el desierto”, el último ejercicio del Arica.

    Luego de tres años viviendo en comunidad, un día le dijo a Ichazo:

    Vuelvo a Santiago, pero voy a meterme de nuevo en la escuela.

    No, tú ya no lo necesitas —le respondió él—. Vive tu vida, tú tienes que estar en el mundo.

    Y de ahí —asegura ella—, ya no lo vi más. Pero lo que viví en el norte, queda para mí sola.

     

    Imagen de portada: Fotografía de una reunión de El Arica en la que se ve a Lola Hoffmann (abajo, con chaqueta). Cortesía de Gonzalo Pérez.

  10. Ottessa Moshfegh: “Este libro no existiría si McGlue no me hubiera encontrado a mí”

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    Una década atrás (2014), una extraña novelita sobre marineros borrachos y asesinos se publicó en Estados Unidos. Se titulaba McGlue y su autora no era marinera ni asesina, aunque sí —como reconoce en esta entrevista— alguien con un pasado etílico y algo amnésico. Desde entonces Ottessa Moshfegh (Boston, 1981) se ha vuelto una escritora caracterizada por una prosa precisa y un humor raro para estos tiempos de agendas políticas y literaturas identitarias y comprometidas. Lo suyo se asemeja más a John Waters (especialmente su volumen de cuentos Nostalgia de otro mundo) o a la escritora Daphne du Maurier, que inspiró el nombre de uno de los personajes de la novela Mi nombre era Eileen. Y también se la puede vincular con nombres como Shirley Jackson y Flannery O’Connor, quienes de seguro se habrían muerto de la risa con novelas como Mi año de descanso y relajación (donde un personaje decide dormir por un año entero) o Lapvona, que puede leerse como un divertidísimo y macabro cuento de hadas vuelto del revés, en medio de una Edad Media mísera y brutal.

    Lo que sigue es la primera entrevista que Moshfegh da a un medio en Chile, y una de las pocas que ha concedido, en el último tiempo, sobre alguno de sus libros. Tal vez ya que, como ella misma dice, Moshfegh ha seguido el mismo camino que muchos otros escritores estadounidenses; aquel que va desde el reconocimiento editorial y de lectores y de premios importantes y traducciones (“Posiblemente la autora estadounidense más interesante de su época”, dijo The New York Times), hasta llegar, caminando sobre la alfombra roja de la fama, a Hollywood. Para esta videollamada, la autora de Mi año de descanso y relajación, la novela que la consagró a escala global en 2018, se conecta desde California, donde vive hace cinco años con su esposo, el también escritor Luke Goebel, con quien escribe guiones. Porque, claro, Moshfegh escribe guiones de películas ajenas y de sus propias novelas, tal como Mi nombre era Eileen, que ella misma adaptó y que protagoniza Anne Hathaway, y que pasó sin pena ni gloria. Parte de esta conversación trata sobre la adaptación de McGlue, una novela de apenas 152 páginas, cargada con una prosa que la asemeja a otras literarias de marineros y masculinidades exacerbadas, tal como Moby Dick (1851) y Benito Cereno (1855), de Herman Melville.

    La trama de esta novelita es sencilla: McGlue, su protagonista, es un marinero que se despierta encadenado a su catre y acusado de homicidio. Lo único que sabe, lo único que los lectores podemos avistar en medio de sus pensamientos y lenguajes esperpénticos, es que va en un asqueroso camarote de camino a su Salem natal. Y que cuando la nube etílica se despeja, sus compañeros le informan que su amigo Johnson ha sido asesinado. El único sospechoso es, claro, McGlue. “Quería beber y echarme a perder la cabeza, pero desde luego no se me había ocurrido triunfar en la vida. No era nada que hubiese pretendido saber cómo hacer”, se lamenta el protagonista.

    Esta es la entrevista que la autora me prometió en un festival literario en Nashville, Tennessee, donde en un pasillo hablamos de las adaptaciones de Vladimir Nabokov (en especial, Risa en la oscuridad, por Tony Richardson). Eso fue en tiempos prepandémicos. Y algunas cosas han cambiado, como que McGlue ya haya sido adaptada a la pantalla, sin ser finalmente filmada, por lo menos un par de veces.

    La adaptación de McGlue —asegura— ha sido un proyecto muy largo, extraño y medio desvanecido, que ha tenido muchas iteraciones diferentes de existencia y con distinto potencial, y ahora estoy como… perdida, esperando. Pero eso sucede mucho en el cine, creo. Y es realmente agradable trabajar en dos medios diferentes, supongo. Es genial ver cómo el trabajo de escribir guiones está influyendo en mi escritura de novelas”.

    Sabía que McGlue y Johnson eran hombres que tenían que vivir en un mundo donde chocaban las diferentes clases sociales: McGlue era de clase media baja de Nueva Inglaterra, Salem, Massachusetts, y nació en la década de 1820 o algo así; Johnson es muy rico, hijo de alguien que ha heredado riqueza a lo largo de generaciones y ha creado empresas. Pensé en el tipo de presión diferente que tenía cada uno, así como en qué tipo de masculinidad necesitaban mostrar para encajar y sobrevivir en un mundo como ese.

    Cuando pienso en los escritores estadounidenses y cómo estos se van metiendo de a poco en Hollywood, inevitablemente se viene a la memoria Fitzgerald, quien, por supuesto, no acabó bien… ¿No te preocupa que el cine y los guiones terminen por acaparar tu imaginación y tu parte de escritora de ficción?
    Mira, cuando empecé a escribir guiones, hace unos siete u ocho años, no era ni el tipo de escritora ni guionista que soy ahora. Ha habido una enorme curva de aprendizaje. Y realmente he aprendido mucho colaborando con gente genial y creativa que trabaja en el cine. Mira, ya tengo 40 años y a veces siento que mi mayor terror es que voy a repetirme a mí misma por el resto de mi vida… y luego me voy a morir. ¡Ja! Tener que aprender algo nuevo es muy divertido. Y hablando de traducción, que no es muy distinto a una adaptación, esto es interesante: ¿Cómo se traduce algo, un algo que es un mundo y una historia y personajes que han estado viviendo en tu mente? Porque en un libro uno lee las palabras y de alguna manera eso se conjura en un espacio dentro de tu mente…, pero ¿cómo proyectas eso visualmente y en tu adaptación?

    Volvamos a ese momento en que escribes McGlue, más de 10 años atrás. ¿Puedes recordar dos momentos o dos escenas de la escritura de McGlue?
    Este libro no existiría si McGlue no me hubiera encontrado a mí. Y me encontró porque yo estaba abierta a algo. Estaba, no sé por qué, buscando obsesivamente en el archivo de publicaciones periódicas en línea de la biblioteca, mirando periódicos de Nueva Inglaterra de mediados de siglo. Y el lenguaje del periodismo impreso, en ese entonces en Estados Unidos, era divertidísimo. Los artículos y reportajes eran realmente ingeniosos y llenos de actitudes raras, y muy serios y cómicos al mismo tiempo. No sé, tal vez era algo específico de Nueva Inglaterra, porque somos gente muy sarcástica. Estaba hojeando un periódico de 1851 y me encuentro con este pequeño anuncio titulado “McGlue”, el cual básicamente era el resumen de la premisa de mi libro: “McGlue de Salem ha sido absuelto del asesinato del Sr. Johnson en el puerto de Zanzíbar, debido a que había estado loco, en el momento del crimen, porque estaba borracho y había sufrido una lesión en la cabeza al saltar de un tren en movimiento, varios meses antes”. Era como si fuera incuestionable que necesitaba hacerlo… era tan extraño leer eso. Esa fue realmente la inspiración.

    Primero se te aparece McGlue, ¿y luego?
    Mira, hoy ya no soy tan purista con mis métodos creativos. Hago lo que tenga que hacer para ir donde vaya el libro. Y sentí que mientras escribía McGlue… estaba como conjurando o canalizando una voz dentro de mí. Tal vez era su voz, tal vez la voz en mi cabeza era McGlue, no sé, lo que sí sé es que la música del proyecto estaba viniendo a través de mí y saliendo a la página de una manera muy específica. Y a veces era un poco insoportable. E incluso se sentía psíquicamente muy frustrante. Esto va a sonar muy loco, y no quiero arruinar la sorpresa para nadie que pueda leer esto, pero escribí la mayor parte del libro, como autor, sin entender por qué McGlue mató a Johnson. Realmente no lo entendía. McGlue es un personaje muy reprimido; la verdad de sí mismo, de sus deseos y miedos, están ocluidos por mucha negación. Por eso, mientras estaba en su, digamos, espacio mental, escribiendo la novela, hubo un momento en que ya me costaba ver hacia dónde iba la historia.

    Muchas veces los mismos escritores son ciegos a su propia obra.
    Exacto. Y lo que viene va a sonar también un poco loco…, pero en ese tiempo iba una vez al mes a esta maravillosa mujer que era como…, no quiero decir que era una sanadora psíquica, porque no es tanto una sanadora, pero era alguien que tenía la capacidad de tocarte y así captaba una imagen o momento de tu vida y la compartía contigo, y luego te ayudaba a superarla o procesarla. Fui a verla un día y le dije: “Me siento como si estuviera en un punto ciego, como si no supiera cómo terminar este libro”. Ella respondió: “A ver, ¿de qué trata tu libro?”. Y yo le contesté: “Se trata de un marinero”. Y ella me dijo: “Ah, por eso llevas esa chaqueta”. Y yo le dije: “¿De qué estás hablando?”. Y miré hacia abajo y llevaba una chaqueta de marinero, que ni siquiera había notado, como si la hubiera llevado puesta todo el invierno. Una azul marino con unos botones grandes. Y luego ella agrega algo como: “Veamos si McGlue va a hablarte a través de tu cuerpo, de alguna manera”. En ese entonces esta mujer no sabía nada sobre mi libro. Nunca se lo había comentado. Y me tocó las rodillas y dijo: “Oh”. Y después, sin rodeos: “Johnson lleva a cabo un acto, y ese acto es aterrador”. Yo le dije: “Por supuesto, ¿si no de qué otra manera podría suceder la trama?”.

    ¿Y qué hiciste justo después de llegar a tu casa?, ¿escribir?
    Creo que simplemente me fui a casa y comencé a escribir, sí. De todos modos, McGlue es una novela muy desgarradora. También oscura y triste. Quiero decir, es triste y hasta emocionante, una combinación extraña, lo sé, pero hay mucho de eso en el libro.

    Asimismo, es una novela muy masculina. Tiene un epígrafe del escritor Ralph Waldo Emerson que dice que “los jóvenes han nacido con cuchillos en el cerebro”. ¿Pensabas en la masculinidad cuando escribías esta novela?
    Sabía que McGlue y Johnson eran hombres que tenían que vivir en un mundo donde chocaban las diferentes clases sociales: McGlue era de clase media baja de Nueva Inglaterra, Salem, Massachusetts, y nació en la década de 1820 o algo así; Johnson es muy rico, hijo de alguien que ha heredado riqueza a lo largo de generaciones y ha creado empresas. Pensé en el tipo de presión diferente que tenía cada uno, así como en qué tipo de masculinidad necesitaban mostrar para encajar y sobrevivir en un mundo como ese. También pensé mucho en sus cuerpos, en su belleza, en cómo se veían el uno al otro, por qué eran interesantes el uno para el otro, por qué se hicieron amigos.

    Cuando abracé la sobriedad (porque realmente la volví un estilo de vida) tenía como 20 años, y ese proceso me abrió la puerta a una especie de apreciación de una espiritualidad que nunca había considerado. Me interesé por la idea de que el alcohol es como la ingestión de un espíritu que te hace sentir mejor y peor al mismo tiempo. Y en cómo eso puede distorsionar tu mente, tu forma de pensar, tu imaginación y tu sentido de ti mismo.

    También es un libro sobre el consumo de alcohol: McGlue parece estar siempre resacoso. ¿Estabas tomando alcohol mientras escribías o editabas o ninguna de las dos? Te lo pregunto porque en otras entrevistas has hablado sobre tu paso por rehabilitación a una temprana edad, de 20 y pocos.
    Cuando estaba escribiendo ese libro… digamos que ya estaba embarcada en una rigurosa recuperación, ya alejada del alcoholismo. Eso fue hace mucho tiempo, y cada uno tiene su camino, ya sabes, puedo hablar de eso ahora. Cuando abracé la sobriedad (porque realmente la volví un estilo de vida) tenía como 20 años, y ese proceso me abrió la puerta a una especie de apreciación de una espiritualidad que nunca había considerado. Me interesé por la idea de que el alcohol es como la ingestión de un espíritu que te hace sentir mejor y peor al mismo tiempo. Y en cómo eso puede distorsionar tu mente, tu forma de pensar, tu imaginación y tu sentido de ti mismo. Eso era algo que estaba muy presente en mi mente cuando escribía McGlue.

    Y se traspasó al personaje.
    Se traspasó, aunque digamos que lo exacerbé. Me interesaban esas experiencias extáticas o experiencias más allá de la conciencia cotidiana para acceder a Dios o a un sentimiento espiritual. Ahí aparece esta idea de que McGlue está desesperado por la abstinencia, en la bodega del barco, sufriendo. Y mientras se va recuperando, y su mente va encontrando un equilibrio de nuevo, le aparece una claridad y entiende lo que hizo, y por qué es tan devastador. Esto es algo muy personal. Por lo general, cuando evito reconocer algo es porque justamente hay algo ahí, algo que es difícil de procesar… Bueno, puedo hablar sobre esto eternamente, pero no, no bebí nada durante la escritura de este libro y…

    Recordar y olvidar son dos cosas que tus personajes tienen dificultades para hacer, ya sea en McGlue como en Mi año de descanso y relajación. Tus personajes quieren olvidar y luego quieren recordar, y a veces no quieren hacer ninguna de las dos cosas. ¿Por qué vuelves tan a menudo a esa dicotomía en tus libros?
    Porque me interesa que la memoria sea como una narración interior, una narración de nosotros mismos. Es un mecanismo que uno usa para decirse: bueno, esta es la historia de algo que me grabé para mí mismo, y que la recuerdo y experimento de una manera inactiva. De ahí salen todas esas preguntas, como qué es realmente la verdad. Algo que mis personajes sufren. Ya sabes, dos personas pueden experimentar una conversación, la misma conversación, con una tercera persona, y luego darse vuelta y decirse entre ellos: “Esto es lo que hemos estado hablando”. Y resulta que es totalmente diferente.

    Muchas veces tus personajes como que tienen una antiepifanía sobre eso: se dan cuenta de que la narrativa de la memoria no era fiel.
    Es que es algo que sucede cuando estás en una relación íntima, y realmente puedes verte a ti mismo desde el otro lado, desde la perspectiva de la otra persona. Y entonces comienzas a tener esas discusiones en plan de que eso no es lo que dije, no, quiero decir que eso no es lo que quise decir, no, no te estaba frunciendo el ceño… Los humanos somos muy vulnerables a la percepción errónea de nuestra memoria. Porque necesitamos sobrevivir en este momento, en el presente. Si nuestros recuerdos son tan perturbadores, y algunos recuerdos son legítimamente perturbadores, siempre vamos a procesarlos de una manera que respalde la actitud y el sistema de creencias que tenemos hoy, ahora. Todo es cuestión de perspectiva. Tus recuerdos de cierta manera te definen.

    Después de escribir McGlue, que se relaciona mucho con recordar y olvidar, ¿qué esperabas de la novela?
    Tuve mucha suerte. Lo escribí y dejé el libro a un lado y, dos años después, una revista literaria experimental, que publicaba libros de poesía, anunció que iban a tener un premio para una obra en prosa. “Les enviaré McGlue”, me dije. El premio era la publicación del libro. Y creo que no podría haber encontrado una mejor manera de presentar este libro al mundo. Se llama Fence, la editorial. Y, en realidad, mi editora, Rebecca Wolfe, que es poeta y escritora, tenía la sensibilidad de una… poeta, o sea, de alguien que se compromete con la innovación en la escritura. Por eso sentí que McGlue estaba siendo tratado con cuidado, con el humor y la reverencia que yo quería que tuviera.

     


    McGlue, Ottessa Moshfegh, traducción de Inmaculada C. Pérez Parra, Alfaguara, 2024, 152 páginas, $15.000.

  11. Notas sobre el caleidoscopio cumbiero

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    Hace unos años se viralizó la frase “la cumbia es el nuevo punk”, y una caldera en mi interior estalló: me pareció una trivialidad comparar un efímero subgénero del rock con un género musical con al menos 150 años de vigencia y polifórmica mutación. Pero con el tiempo concedí que la frase apuntaba a los nuevos espacios que la cumbia se había tomado, a las políticas de autogestión que la hacían posible en nuevos contextos y a quiénes la escuchaban y bailaban. Y otra cosa: si hay algo que puede decirse de la cumbia es que es siempre nueva.

    La cumbia y sus caleidoscópicas transformaciones es el tema que cruza Cumbia somos (2024), una compilación de textos breves de una treintena de plumas de toda Latinoamérica, coordinada por los periodistas Enrique Blanc y Humphrey Inzillo, un trabajo valiosísimo, surgido de la alianza de universidades de México, Argentina, Chile y Colombia. En este último lustro, el mexicano Enrique Blanc ha sabido aliarse a periodistas melómanos —como él— para desarrollar antologías similares a Cumbia somos, por ejemplo, Cantoras todas (2020), junto a la quiteña Gabriela Robles y el porteño Humphrey Inzillo, donde construyeron un mapa actual de la canción escrita e interpretada por mujeres; Canciones de lejos (2021), con el periodista y músico chileno Gonzalo Planet, con quien exploró las conexiones musicales entre Chile y México; y Sabor peruano (2022), junto a Luis Alexander Pacora, con quien trazó un recorrido por los últimos 100 años de música peruana, yendo de la canción criolla, al rock y a la cumbia amazónica.

    Cumbia somos ofrece reflexiones accesibles, aunque de valor desigual, en tres secciones, una sobre íconos claves, otra sobre escenas nacionales y otra sobre nuevas figuras del universo cumbiero. Lo abre un prólogo del bogotano Mario Galeano, fundador de Frente Cumbiero, Los Pirañas y Ondatrópica; solo tres de los proyectos con que ha abierto parajes al ritmo de la guacharaca. Luego, un texto de Luis Daniel Vega sobre la industria fonográfica colombiana entrega una mirada al incierto origen de la cumbia, casi una página de realismo mágico con la costa atlántica colombiana como telón de fondo, donde se encuentran la sonoridad indígena de la maraca y la flauta llamada kuisí o gaita con la de los tambores africanos, para luego recibir el aporte europeo del texto y la idea de canción. La misma conjunción que en otras latitudes hizo posibles frutos musicales tan nobles como el son, la samba, el carimbó y, por qué no decirlo, el tango.

    El libro reboza de accidentes comparables al descubrimiento de la penicilina, momentos en que el azar y la objetividad se aliaron para iluminar el futuro de la cumbia, como aquel día en que el desgaste de una tornamesa dio origen a las cumbias rebajadas, el viaje a Nueva York en que Polibio Mayorga escuchó por primera vez un sintetizador Minimoog, el accidente en moto que dejó postrado a Pablo Lescano y lo convirtió en un súper productor; o el quiebre entre Rossy War y Tito Mauri, que llevó a este a componer la inolvidable ‘Nunca pensé llorar’.

    En la primera sección del libro destacan los iluminadores perfiles de Polibio Mayorga, Los Ángeles Azules y Totó la Momposina, mientras que las siluetas de Gilda y Celso Piña parecen delineadas con cierta flojera. En la sección de panoramas nacionales no hay pérdida, todo son lecciones de musicología y canciones que buscar. La tercera sección, dedicada a figuras actuales, incluye un hermoso perfil de Rossy War, la reina de la tecnocumbia, la hagiografía de Pablo Lescano y la ruta psicodélica de la cumbia villera, para seguir con referentes inescapables como los bogotanos Eblis Álvares, Mario Galeano y Pedro Ojeda; y Yeison Landero, heredero del genial Andrés Landero, entre otros. Casi al final del libro, Cristóbal González aborda los últimos 20 años de la cumbia en Chile, relevando la importancia de la Fonda Permanente y situando bandas como Chico Trujillo, Banda Conmoción, Santaferia, Villa Cariño, Juana Fe y La mano ajena, entre otras.

    El libro reboza de accidentes comparables al descubrimiento de la penicilina, momentos en que el azar y la objetividad se aliaron para iluminar el futuro de la cumbia, como aquel día en que el desgaste de una tornamesa dio origen a las cumbias rebajadas, el viaje a Nueva York en que Polibio Mayorga escuchó por primera vez un sintetizador Minimoog, el accidente en moto que dejó postrado a Pablo Lescano y lo convirtió en un súper productor; o el quiebre entre Rossy War y Tito Mauri, que llevó a este a componer la inolvidable “Nunca pensé llorar”.

    Si bien el interés y la profundidad de cada texto varían, el barullo colectivo de estas voces susurra un puñado de verdades inobjetables sobre la cumbia, entre ellas su transversalidad, su capacidad de reinventarse en cualquier contexto y la plasticidad que le permite ser reformulada en manos de músicos tan diversos como Gilda, Enrique Delgado, Los Temerarios y Aldo “Macha” Asenjo. Quizás el disco de oro de la sonda espacial Voyager, la antología definitiva que representa a la humanidad, debió incluir al menos una cumbia.

     


    Cumbia somos, Enrique Blanc y Humphrey Inzillo (coordinadores), CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile, 2024 , 314 páginas, $22.000.

  12. Curzio Malaparte, maestro de la crueldad

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    Antes que Vida y destino (1980), de Vasili Grossman, antes que Europa Central (2005), de William T. Vollmann, y antes que Las benévolas (2006), de Jonathan Littell, las dos novelas monumentales de Curzio Malaparte fueron, durante décadas, los testimonios más ambiciosos y estremecedores de la Segunda Guerra Mundial. Convertidas en best sellers por la generación contemporánea del conflicto bélico, Kaputt (1944) y La piel (1949) eran títulos infaltables en las bibliotecas de nuestros padres y abuelos. Libros que se publicaban una y otra vez, corregidos por el autor y sus editores póstumos, una vez superadas las difíciles condiciones de producción de las primeras ediciones: ciudades bombardeadas, carestía de papel y aplicación de la censura.

    En España, producto del franquismo, hubo que esperar aún más tiempo. Hoy se consideran definitivas las traducciones que hizo David Paradela López para Galaxia Gutenberg, en 2009; tarea nada de fácil, teniendo en cuenta que sobre el idioma base, el italiano, el autor injerta muchísimas frases en otras lenguas europeas, sobre todo la francesa, que funciona como la lengua franca del narrador-protagonista, especialmente en sus diálogos con diplomáticos, personajes de la nobleza y altos mandos del Ejército a los que visita en su calidad de corresponsal de guerra y militar italiano. Un recurso lingüístico que ya había usado León Tolstói en Guerra y paz, la mayor novela bélica del siglo XIX.

    El cosmopolitismo le viene al escritor de familia. Curzio Malaparte es el seudónimo de Kurt Erich Suckert (1898-1957), nacido en Prato, Toscana, hijo de padre alemán y madre lombarda. Hombre de acción, díscolo, controvertido, sin pelos en la lengua, luchó como voluntario en la Primera Guerra y estuvo entre los ideólogos del movimiento fascista, al que ingresó en 1920, aunque sus críticas a Mussolini y su oposición a la entrada de Italia en la Segunda Guerra le costaron varias temporadas en la cárcel. En cierta forma, Kaputt y La piel son la crónica de su disidencia. Comienza a escribir la primera en el verano de 1941, en una aldea de Ucrania, al inicio de la campaña de Alemania contra la Unión Soviética.

    El título elegido para el libro es una palabra alemana que significa roto, estropeado, hecho añicos. Su origen más aceptado es un préstamo del francés: la expresión être capot (“ser sombrero” o “ser vencido”), pero Malaparte opta por remontar su etimología hasta la palabra hebrea koppâroth, que significa “víctima”. No son acepciones excluyentes. Así ve Malaparte a la Europa de su tiempo: como un continente sacrificado y “un montón de chatarra”, a la vez. Como los blindados destruidos que se oxidan por cientos en el frente oriental, donde las tropas del Tercer Reich ríen, comen y duermen a la sombra de los cadáveres colgados de los árboles. Cuando no están luchando contra los rusos, los soldados salen a cazar a las jóvenes judías que se esconden en los trigales o a los “perros rojos” anticarro, que los rusos adiestran para buscar la comida debajo de los Panzer y hacerlos estallar con una carga de explosivos y una antena de contacto atadas a sus lomos.

    La deshumanización llega al extremo de que los niños judíos que entran y salen clandestinamente por los túneles excavados junto a los muros son llamados ‘ratones’. En una visita, el propio gobernador general de Polonia, Hans Frank —pianista de exquisitos gustos musicales—, le pide el fusil a un soldado de guardia para dispararle a uno de ellos.

    Malaparte construye su estilo a partir de imágenes expresionistas, largos raccontos, sofisticadas referencias artísticas y un manejo de la intriga soberbio. A pesar de todas las novelas y películas a las que ha dado origen, el gueto de Varsovia, tal como lo pinta Malaparte, todavía es capaz de conmover. La minuciosidad con la que describe el aspecto de sus famélicos habitantes, el hacinamiento en el que viven y las basuras acumuladas junto a los cadáveres son, para las fuerzas de ocupación alemanas, detalles pintorescos dignos de excursiones de las autoridades junto a sus esposas. La deshumanización llega al extremo de que los niños judíos que entran y salen clandestinamente por los túneles excavados junto a los muros son llamados “ratones”. En una visita, el propio gobernador general de Polonia, Hans Frank —pianista de exquisitos gustos musicales—, le pide el fusil a un soldado de guardia para dispararle a uno de ellos.

    Steven Spielberg no inventó nada. La literatura lo hizo antes y Malaparte fue uno de los primeros en llegar. Hasta intentó dar una explicación a esta violencia sin límites: “Su crueldad está hecha de miedo, están enfermos de miedo. Son un pueblo enfermo”, le cuenta el escritor italiano al príncipe Eugenio de Suecia en su palacio de Estocolmo. Malaparte llega a esta convicción en Polonia: “En el transcurso de mi larga experiencia bélica, me había ido persuadiendo de que los alemanes no les tienen ningún miedo a los hombres fuertes, a los hombres armados que se les enfrentan con valor y les plantan cara. Los alemanes tienen miedo de los indefensos, de los débiles, de los enfermos”. Advierte en los nazis, en su arrogancia y brutalidad, un elemento morboso, “una honda necesidad de autodenigración”.

    Un tono mórbido, en consecuencia, atraviesa la novela. No es solo la enfermedad, sino también lo malsano en un sentido amplio y perturbador. Motivos como el recuerdo imborrable de un caballo muerto cuyo olor a carroña no deja dormir al protagonista en una casa abandonada, o la terrible impresión que le producen los soldados bávaros y tiroleses llevados a la campaña de Finlandia: jóvenes que, a los veintipocos años, ya han perdido el pelo, los dientes y las ganas de vivir, estragados por el frío y la falta de sueño en los días sin noche del Ártico.

    Mientras el mundo arde, militares, diplomáticos, aristócratas caídos en desgracia y periodistas exhaustos beben hasta emborracharse, pero sobre todo hablan. La mayoría de las historias que cuenta el narrador se van hilvanando a partir de conversaciones en torno a una mesa: ya sea un banquete pantagruélico en un palacio polaco, un sencillo café de Potsdam o un mundano club de golf en Italia. Cada capítulo, prácticamente, constituye un relato enmarcado, como sucede en el Decamerón, de Boccaccio: la peste llega a Florencia en 1348 y obliga a un grupo de amigos a encerrarse en una villa y pasar el tiempo contándose historias. Pero lejos de aquellos personajes del siglo XIV, que buscan olvidar el horror que los rodea, el narrador de Kaputt va contando a sus contertulios historias truculentas, con una delectación que raya en el sadismo. A diferencia de la novela El corazón de las tinieblas, que también se estructura como una narración enmarcada, Malaparte quiere decirlo todo, y si es necesario repetirlo, hasta provocar un shock en su interlocutor. Conrad, en cambio, deja espacio a lo inefable. Ambos intentan llegar, por caminos distintos, a entender la crueldad, la violencia, el mal.

    Mientras el mundo arde, militares, diplomáticos, aristócratas caídos en desgracia y periodistas exhaustos beben hasta emborracharse, pero sobre todo hablan. La mayoría de las historias que cuenta el narrador se van hilvanando a partir de conversaciones en torno a una mesa: ya sea un banquete pantagruélico en un palacio polaco, un sencillo café de Potsdam o un mundano club de golf en Italia.

    Cuando, en julio de 1943, el escritor recibe en Finlandia la noticia de la caída de Mussolini, regresa en avión a su país, después de cuatro años viajando a través de Europa. En Italia, sin embargo, lo espera nuevamente una temporada en la prisión romana de Regina Coeli. Liberado el 7 de agosto de ese año, toma un tren a Nápoles para volver a su casa de Capri. En la ciudad, reducida a escombros, lo sorprende un bombardeo aliado de tintes apocalípticos, tan feroz que hace salir de los miserables callejones en los que viven a todos los “monstruos” de la ciudad: una turba andrajosa de tullidos y deformes inimaginables. Entre todos ellos, sostenido por enanos de aspecto feroz, distingue al rey de aquella corte de los milagros: “Ignoro si la criatura era de naturaleza humana o animal, pero por lo que pude ver, pues iba oculta bajo un gran manto que la cubría hasta los pies, parecía delgada y de poca estatura”.

    Ubicado casi al final de la novela, este episodio es, literalmente, el clímax de lo grotesco. El narrador entra empujado por la horda de fenómenos a una enorme gruta excavada en la roca, que sirve de refugio para las bombas. Adentro, una multitud hormiguea sin pausa ocupada en las más diversas actividades: come, discute, reza, vende mercaderías e incluso una mujer da a luz atendida por comadronas.

    En la novela siguiente, La piel, hay un parto aún más esperpéntico, vinculado a un rito precristiano, además de escenas sexuales que Malaparte aborda con una desinhibición sorprendente para su época. Nápoles es una ciudad exhausta, sucia, miserable, de gente dispuesta a todo para comer. En una nueva referencia al Decamerón, se viven los días de la “peste”, como el narrador llama a la epidemia que se extiende a partir de la llegada de los ejércitos aliados, el 1 de octubre de 1943. Un mal que, a diferencia de las pandemias medievales, “no corrompía el cuerpo, sino el alma”. Se trata, por supuesto, de una enfermedad figurada: la prostitución. De hecho, Malaparte, en 1946, pensaba titular su novela “La peste”, pero debió cambiar de idea cuando, al año siguiente, Albert Camus publicó la novela homónima.

    Las primeras en contagiarse de esta “especie de peste moral” son las mujeres de Nápoles. Hay calles y escaleras llenas de prostitutas que se ofrecen al grito de “Five dollars! Five dollars!”. Pronto, sin embargo, la epidemia alcanza extremos nunca vistos, con la venta de niños a manos de sus propias madres. La narración de Curzio Malaparte se interna por un camino escabroso, que relaciona conspirativamente la pederastia con la homosexualidad, el marxismo y la “corrupción de las costumbres de la juventud europea”. Enrolado en el Cuerpo Italiano de Liberación, a las órdenes de los aliados con los que avanza hacia el norte, para ocupar Roma y Milán, el narrador es testigo de fechorías, atrocidades y depravaciones insólitas. “La libertad se paga cara. Mucho más cara que la esclavitud”, reflexiona Curzio Malaparte.

     


    Kaputt, Curzio Malaparte, traducción de David Paradela López, Galaxia Gutenberg, 2020, 544 páginas, $30.000.


    La piel, Curzio Malaparte, traducción de David Paradela López, Galaxia Gutenberg, 2020, 400 páginas, $30.000.

  13. Señales de ruta de Yanko González

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    ¿Qué provoca la escritura de Torpedos?
    Yo creo que el hartazgo con la educación formal y, especialmente, con la burocratización de los procesos educativos en las universidades. Esto me llevó a un cuestionamiento más amplio sobre cómo nos reproducimos culturalmente. Es decir, cómo, quién y qué transmitimos de nuestra cultura; cómo ocurren los procesos de criba, selección y priorización de los capitales culturales que se transmiten y qué fenómenos están involucrados en el proceso. Fui estudiante, fui educador popular a principios de los años 90, y soy académico universitario hace más de 25 años. No fue un misterio para mí que muchos de los mecanismos de reproducción del poder, de clase, género, etnia, incluso en términos territoriales, trabajen conscientemente en los sistemas de educación y, particularmente, en la propia sala de clases.

    ¿Cómo se vinculan los torpedos a estos procesos de reproducción del poder?
    Entendí el torpedo como el cachamal, el bullicio, el desorden en la clase, la apatía, la deserción y tantas otras prácticas perturbadoras que son resistencias tanto al sistema de transmisión cultural como a los contenidos. Quería que el libro metaforizara esa resistencia a través de la fuerza erosiva de estas miniaturas, trenzándolas con la poesía, porque, además, tienen mucho en común. Al igual que los torpedos, los poemas no son la respuesta, pero pueden transformar en absurdas las preguntas. Ahí está su fuerza, creo yo.

    Paradójicamente, por el proceso de síntesis y manufactura que implican, pareciera que estos artilugios nos permiten memorizar mucho más eficazmente los contenidos.
    Sí, sabemos que cuando uno los hace muchas veces retiene eficazmente la materia, pero, en rigor, cuando nos hemos decidido a hacer torpedos, es porque nos interesan muy poco esos contenidos y no haremos ningún esfuerzo para incorporarlos realmente a nuestros saberes. Es más, intentaremos que se nos vayan de la cabeza cuanto antes, pues algo de malestar subsiste en la obligatoriedad de demostrar que hemos memorizado algo que odiamos memorizar. Pasar la prueba y autorizarse a olvidarlo todo, a borrarlo todo, eso es lo que muchas veces un torpedo alberga. Y ahí entreveo otra conexión con la poesía, porque más que agregar, lo que hace la poesía es restar. No suma sentido común al mundo, sino que lo merma, disminuye los saberes establecidos, dejando en su lugar un forado de incertidumbre.

    ¿Cuándo empezaste a trabajar en el libro? ¿Cómo fue tu experiencia como autor (el placer, la tensión), qué emociones estuvieron involucradas a la hora de escribir y trabajar en Torpedos?
    Comencé en el año 2010 o principios de 2011 e implicó varias decisiones que se fueron intercalando con acciones bastante fatigosas, porque involucraban escribir el poema-torpedo, imaginar cómo esconderlo —y que funcionara en la realidad—, hacerlo manualmente y reproducirlo en serie. Y claro, junto a Ricardo Mendoza, amigo y editor, tuvimos que crear un libro muy difícil de producir. Un volumen que contiene poemas y torpedos reales incrustados en su interior, más todas las imágenes de los poemas-torpedos que hice para esconder los 130 poemas, además de otro libro más pequeño escondido en el volumen mayor, etcétera. Una insensatez que solo se explica por la obcecación.

    Uno puede ser un poeta de agua dulce o de agua salada, pero otra cosa muy distinta es ser un poeta de mantequilla. Porque una cosa es un poema malo y otra, un poema ridículo, algo que con Sergio Parra hemos conversado desde hace décadas.

    Algo desmedido.
    Probablemente. Además, se acompañó de exposiciones de todas las obras visuales en Valdivia y Santiago, una página web sobre el proceso de creación y elaboración hecha por el documentalista Arturo Figueroa, en fin, todo para consumar la idea de poema corpóreo. Y claro, se podría haber eternizado por razones estrictamente literarias, pues quise que junto con estar contenidos en torpedos reales, los poemas estuvieran salpicados por textos que iba recabando en una suerte de etnografía de aula, los que registraba en agendas y cuadernos de campo. Ese material era fundamental, pues esos registros me habían revelado no solo un mundo vaticano, hinchado y muy malogrado, sino también extraordinariamente absurdo, protagonizado por ese trampantojo del librepensador a sueldo que es, en el fondo, el homo academicus.

    En ciertos poemas percibo un guiño a los parlamentos delirantes de Raúl Ruiz, que son como textos discursivos.
    Para mí Ruiz es uno de los referentes más perspicaces en cuanto a la captura y recreación de la sintaxis y el fraseo de la oralidad, y no solo chilena. Ello se debe a que junto con los sonidos, lograba apresar de manera amplificada los sentidos, hondos, recónditos, de lo hablado. Aunque varios de los poemas discursivos están construidos sobre la base de mis propias observaciones etnográficas, hay tres o cuatro textos que encontraron el tono y el timbre final a partir de una escena de Palomita blanca, la del arrebatado soliloquio del profesor ante sus alumnas, interpretado por el delirante Rodrigo Maturana. Pero hay algo de Ruiz que creo que fue más crucial: la manera lacerante de dibujar al intelectual, o al “creador”, y que se cuela en estos poemas. Eso me ayudó también a contener la gesticulación, que los poemas sospecharan de su poeta. Uno puede ser un poeta de agua dulce o de agua salada, pero otra cosa muy distinta es ser un poeta de mantequilla. Porque una cosa es un poema malo y otra, un poema ridículo, algo que con Sergio Parra hemos conversado desde hace décadas.

    En otros poemas retuerces la sintaxis e incorporas palabras de distintos registros. Algunos textos son íntimos y otros reflexivos en torno al lenguaje. En general son más minimalistas que en tus libros anteriores. ¿Cómo describirías la poética de Torpedos?
    Es probable en tanto forma, pero creo que prosigue cierto soplo prospectivo en cuanto al poema con gente adentro y al enrarecimiento de la sintaxis, algo que ya está en mis otros libros, siempre domiciliado en la lengua materna, porque en este plano, como Lévi-Strauss, odio el turismo. Odio la poesía turística. En eso la antropología siempre me ha echado una mano, pues me ha obligado a otorgarle a lo cotidiano la dignidad de lo desconocido, a enfrentar la realidad con los ojos cerrados, como decía la argentina Sara Hebe.

    Al lector hay que envenenarlo. La cantidad y la cualidad de la pócima es fundamental para dejarlo vivo, y un lector que relee es la mitad del poema. Eso implica no solo huir de los adjetivos engordados, la voz aflautada y las fórmulas reiteradas, sino evitar ser un latifundista de la estrofa y pensar un poco más con los dedos. Tal vez por eso cuando mis amigos me veían durante estos 14 años con la cabeza gacha haciendo el libro, yo les decía que ya no escribía, tallaba, y algo hay de eso en la poética de Torpedos.

    Pero eso no te lleva necesariamente a la reflexividad o a la economía del lenguaje.
    Detrás de la forma abreviada y reflexiva hay algo que tiene que ver con mi convencimiento, de un tiempo a esta parte, de que al lector hay que envenenarlo. La cantidad y la cualidad de la pócima es fundamental para dejarlo vivo, y un lector que relee es la mitad del poema. Eso implica no solo huir de los adjetivos engordados, la voz aflautada y las fórmulas reiteradas, sino evitar ser un latifundista de la estrofa y pensar un poco más con los dedos. Tal vez por eso cuando mis amigos me veían durante estos 14 años con la cabeza gacha haciendo el libro, yo les decía que ya no escribía, tallaba, y algo hay de eso en la poética de Torpedos.

    ¿Qué referentes tuviste contemplados a la hora de realizar un libro que tiene una parte visual fundamental? ¿Juan Luis Martínez tuvo alguna presencia en tu imaginario?
    Es casi imposible haber escrito un libro como Torpedos y no pensar en Martínez o en Deisler, y más allá y más atrás Maples Arce, Oquendo de Amat o Marinetti, y más adelante Edward Ruscha o Johanna Drucker y cientos, es decir, creo que es inadmisible escribir y fabricar un libro como este sin una conciencia atenta de lo que ya había sido desbrozado, pues a uno le evita el ridículo de ser majadero. Parte de lo que incorporé de esta extensa tradición es que tanto la visualidad como la objetualidad son la honradez de la poesía, son los que te recuerdan que la poesía es una mentira sincera.

    ¿Pero hay algún libro en particular que vinculas a Torpedos?
    En términos específicos, más que con Martínez, el libro tuvo dentro de la constelación chilena a Ferreterías del cielo, de Arturo Alcayaga, como un punto más lumínico, debido a una razón que quizás no es tan evidente, como es el pie forzado de cierta materialidad para elaborar el poema textual, visual o tridimensional. En el caso de Alcayaga, fueron los escombros tipográficos de una imprenta carcelaria con los cuales tuvo que escribir y “dibujar” su libro, constricciones que Alcayaga profundiza para obtener la homología necesaria entre continente y contenido. En mi caso, la sujeción tenía relación con la literalidad del torpedo, como ingenio y materia, y aunque se exacerba el esfuerzo físico, corporal, en la construcción y reproducción diminuta de objetos y textos, el fenómeno es el mismo y coinciden ciertos resultados, como el aroma a juego, anomalía visual o sorpresa. Pero más allá, como decía, ambos libros cumplen el requisito de Nietzsche, aquello de que la poesía es bailar en cadenas.

    No está entre mis fetiches la originalidad, más bien le tengo ojeriza, porque le ha hecho mucho mal a la poesía chilena. Escribir para borrar al otro, no para homenajear su existencia. La visualidad, la objetualidad, la performatividad material de Torpedos no es una finalidad, es una sinceridad. Los poemas necesitaban ese soporte y tratamiento. O sea, rompemos una lanza por Pound y sus covers de la poesía grecolatina, porque nos enseñó que la genialidad no está en la originalidad, sino en la variación.

    No crees que hay cierta fijación por la originalidad en la poesía chilena, por apartarse del rebaño a como dé lugar. ¿No crees que esa pulsión pudiese empañar los méritos de Torpedos?
    Es probable. Aunque lo que inquieta de esa tesis es una hipótesis derivada, de que la poesía chilena siempre ha bailado más al sonido del eco que del tambor y cualquier gesto de singularización no es más que remedo.

    Es que hace más de un siglo que ser original ya no es original.
    Por cierto. Tal vez soy de la misma ganadería de la poesía chilena encaprichada con la originalidad y lo único que me cabe decir después de cada libro es “valga la rebusnancia”, pero la verdad, no está entre mis fetiches la originalidad, más bien le tengo ojeriza, porque le ha hecho mucho mal a la poesía chilena. Escribir para borrar al otro, no para homenajear su existencia. La visualidad, la objetualidad, la performatividad material de Torpedos no es una finalidad, es una sinceridad. Los poemas necesitaban ese soporte y tratamiento. O sea, rompemos una lanza por Pound y sus covers de la poesía grecolatina, porque nos enseñó que la genialidad no está en la originalidad, sino en la variación.

    ¿Cómo fue guardar silencio poético por años?
    No tenía nada que decir o no tenía nada que mostrar, al menos como yo lo quería mostrar, eso es todo. Lo que pasa es que la logorrea dejó de ser un defecto y se ha convertido en virtud. Si esto lo combinas con la economía de la atención, la hiperinflación del yo, el griterío de la industria editorial y las nuevas tecnologías, el resultado es ensordecedor y muchas veces desoladoramente vacío. Imagínate en España, la proliferación de poetas lowcost aupado por la editorial Espasa y varios miles de euros. Hay algo de eso, pero con mucho menos dinero, que comienza a asomarse en Latinoamérica. Una velocidad y un exceso que castiga a la literatura con cualquier presente. Digo, escriben para no andar dando gritos en la calle. No sé, yo creo que no hay que dejarse pastorear por las palabras. El gesto analógico de Torpedos, la demora, la manualidad alargada y cansina que hay en el libro se opone, más que en cualquiera de mis otros libros, a la logorrea, es decir, a escribir como se mea.

     

    Fotografía de portada: Jhon Uberuaga.

     


    Torpedos, Yanko González Cangas, Kultrún, 2024, 928 páginas, $100.000 (versión libro-objeto); 140 páginas, $20.000 (versión libro de poemas).

  14. Saborear las letras

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    En la entrada del 4 de mayo de 1940 en sus Diarios (Montacerdos, 2020), el escritor cubano José Lezama Lima (1910-1976) utilizó un par de definiciones esbozadas por otros —ciencia: “el conocimiento de la cantidad real de placer” (Victor Brochard); poeta: “el hombre que en su boca, sin hablar, siente el sabor de las palabras” (Paul Claudel)— para delinear su propia aspiración estética: “El sabor de las palabras, místico y mágico, aunado al conocimiento de la cantidad real de placer. Único misticismo, suprema magia”.

    Erudición y palabra poética, es en esa esquina donde se erige la imponente obra de Lezama Lima, el neobarroco cuya obra lírica se extiende incluso a sus novelas —Paradiso (1966) es, en todo sentido, un gran poema—; pero aun dejando fuera su narrativa e importantes ensayos, además de diarios, cartas y artículos dispersos compilados tras su muerte, sus poemarios suman un millar de páginas, de las que el editor y ensayista chileno Vicente Undurraga sacó la pequeña tajada que compone Oscura pradera.

    La presencia y la ausencia, el tacto y la distancia, de las personas, de los cuerpos, son algunos de los temas en los que insiste la voz poética de Lezama Lima en esta antología, la que también celebra los momentos en que se entrega a un placer mucho más lúdico, como “Cielos del Sabbat”, de Dador (1960). En este poema se deja llevar por la sonoridad y el ritmo de lengua, por una profusión de referencias a diversas tradiciones y épocas, y por una dosificada seguidilla de repeticiones: “Melodías de Broadway, taponcito, ratón, / de coral mordiendo la oreja, duro carrusel con punta, / de gusano de seda, dulcero con la escobilla / por la oreja. Suave oración / silenciosa envolviendo el cuerpo en benjuí”.

    La antología cierra con un poema sin fecha encontrado entre los papeles del autor, ‘Para mis dos hermanas, que me regalaron un par de zapatos’, una larga estrofa con el mismo tono de ardiente y contenida añoranza que atraviesa Fragmentos a su imán, el libro con su poesía más madura: la más cultivada, la más sabrosa. Porque aquí observamos en pleno aquella ‘suprema magia’ a la que el poeta aspiraba en sus diarios, que surge del cruce de dos formas del saber: el saber como erudición y el saber como sabor, como deleite.

    La mayor parte de la selección proviene del último poemario del autor, Fragmentos a su imán (1977), enviado a imprenta poco antes de su muerte y aparecido de manera póstuma. En este volumen encontramos entrañables poemas dedicados a su madre, su esposa y su hermana Eloísa —quien editó y anotó Paradiso—, y a los escritores Octavio Paz y María Zambrano: “María es ya para mí / como una sibila / a la cual tenuemente nos acercamos, / creyendo oír el centro de la tierra / y el cielo empíreo, / que está más allá del cielo visible. / Vivirla, sentirla llegar como una nube, / es como tomar una copa de vino / y hundirnos en su légamo”.

    Pero los momentos más exquisitos de ese libro y de Oscura pradera son aquellos que celebran lo que el poeta denomina, según el título de uno de sus poemas, “Universalidad del roce”. El mejor ejemplo de esto es “El abrazo”, en que nos encontramos con aquello deliciosamente explícito —si bien envuelto en un lenguaje gongorino— de los sonetos de su compatriota Severo Sarduy, pero también con el devenir orgásmico de la naturaleza toda, eso que más tarde alcanzó su apogeo en los Misales de Marosa di Giorgio: “Lo húmedo, lo blando, / la esponja infinitamente extensiva, / responden en la puerta, / abrillantada con ungüentos / de potros matinales / y luces de faisanes con los ojos apenas recordados”. Con esta combinación de elementos, el texto solo puede culminar en un éxtasis erótico y místico: “Los dos cuerpos desaparecen / y se unen en el borde de una nube. / La manta, la lechuza marina, / seca el sudor estrellado / que los cuerpos exhalan en la crucifixión”.

    La antología cierra con un poema sin fecha encontrado entre los papeles del autor, “Para mis dos hermanas, que me regalaron un par de zapatos”, una larga estrofa con el mismo tono de ardiente y contenida añoranza que atraviesa Fragmentos a su imán, el libro con su poesía más madura: la más cultivada, la más sabrosa. Porque aquí observamos en pleno aquella “suprema magia” a la que el poeta aspiraba en sus diarios, que surge del cruce de dos formas del saber: el saber como erudición y el saber como sabor, como deleite. Y es justamente en uno de estos poemas tardíos, “Discordias”, donde Lezama Lima nos entrega otra acertada y hermosa definición de lo poético: “De la contradicción de las contradicciones, / la contradicción de la poesía, / borra las letras y después respíralas / al amanecer cuando la luz te borra”.


    Oscura pradera: 37 poemas, José Lezama Lima, selección y prólogo de Vicente Undurraga, La Pollera, 2024, 100 páginas, $14.900.

  15. Maldigo

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    Pocas diatribas más feroces hay en la cultura chilena que “Maldigo del alto cielo”, uno de los temas que Violeta Parra incluyó en Últimas composiciones (1966), su disco final para RCA Victor y donde también vienen “Gracias a la vida”, “Volver a los 17” y el “Rin del Angelito”. Obra maestra y amarga, se trata de una canción que también podemos leer como una confesión, un lamento donde la artista hace que su dolor privado llegue a arrasar el universo completo, pues proviene de un lugar donde no hay sombra ni consuelo.

    Maldigo del bajo suelo / la piedra con su contorno, / maldigo el fuego el horno / porque mi alma está de luto”, dice. No es raro: el arte completo de Violeta Parra es un punto de no retorno, una frontera, acaso un abismo, pero también un lugar de encuentro para quienes se reconocen en medio del desamparo. “Maldigo lo perfumoso / porque mi anhelo está muerto, / maldigo todo lo cierto / y lo falso con lo dudoso, / cuánto será mi dolor”, se escucha en el disco y aquello vuelve a la canción un himno. De hecho, llama la atención que ninguna banda punk haya perpetrado una versión del tema, porque en él se puede reconocer una furia desesperada y absoluta, que nos recuerda que su arte jamás es dulce o consolador, pues ella misma nunca baja la guardia ni concede tregua alguna a los otros o a sí misma.

    Por eso es posible leer los trabajos de su hermano Nicanor como su reverso perfecto. Él se reserva para sí la ironía y usa las posibilidades del chiste como política, acuchilla la nada y hace del lenguaje una trampa, una paradoja. Violeta encarna lo contrario. Nunca deja de existir como algo concreto. Ella destruye el mundo que él se encargará de restaurar después. “Cuánto será mi dolor”, repite al cerrar cada estrofa donde no se concede descanso y por eso sus mejores canciones existen como amenazas concretas, como patadas. Ella es un cuerpo que se rompe; él, un hombre imaginario.

    Abandonar toda esperanza, quienes aquí entráis”, anota Dante en uno de sus versos más célebres y eso es aplicable a las mejores obras de Violeta Parra. No hay paz, no habrá paz, no habrá nada. La artista compone para quienes tienen la rabia como una única posesión, sobre los amantes que no pueden hacer otra cosa que extrañar a quienes los han abandonado, sobre la futilidad de lo real en medio de la pena y su avalancha. “Maldigo la solitaria / figura de la bandera, / maldigo cualquier emblema, / la Venus y la Araucaria, / el trino de la canaria, / el cosmos y sus planetas, / la tierra y todas sus grietas / porque me aqueja un pesar, / maldigo del ancho mar / sus puertos y sus caletas, / cuánto será mi dolor”, canta. Es lo opuesto a una plegaria; es un conjuro: un hechizo lanzado por alguien que ha sido despojado del amor y del deseo, y ha hecho carne viva de su lengua.

  16. Un hueso, una cámara, un arma

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    Está aquí, en cualquier parte, a la vuelta de la esquina. En nosotros, por supuesto. Nos compone y hemos construido y diseñado sistemas filosóficos, morales y de justicia para contenerla, para evadirla, para minimizarla, pero como si fuera un virus, la violencia sabe persistir, crecer, salir a flote, liberarse de sus ataduras hasta hacerse indispensable. En la naturaleza pareciera ser funcional a la sobrevivencia de las especies. Los más fuertes la usan para alimentarse de la carne de los débiles, para cuidar sus territorios, para proteger a los suyos. No se ejerce, suponemos, como un fin en sí misma, como deleite perverso. Es requerida como herramienta vital, necesaria.

    El arranque del largometraje 2001: Odisea del espacio utiliza este tópico para determinar concretamente el amanecer del hombre. Es decir, un momento específico en que la vida en el planeta cambia, un punto visible en la larga curva de la evolución. La secuencia narra cómo dos tribus de primates, ancestros de la raza humana, se disputan un sector de pozas de agua en medio de una inmensa y árida sabana. Es un sitio preciado, dada la sequedad y la ausencia del recurso natural en las inmediaciones, que además están amenazadas por la presencia de depredadores, como un leopardo que caza a los miembros de las tribus en disputa. Es un ambiente hostil, en el cual nuestros antepasados solo son capaces de reaccionar pasmados y con pasividad. Sin embargo, el uso de un hueso como arma rompe el equilibrio de la tensión. A través de la agresión se zanja el conflicto. No basta con amenazar, es necesaria una demostración de los efectos que puede provocar ese objeto inútil que, dotado de sentido gracias a la conciencia, se transforma en algo peligroso y letal. La violencia, en aquella secuencia de inicio, es una forma de superación, de crecimiento, donde la inteligencia (estimulada por la aparición del monolito —pero ese es otro tema) elucubra y concluye que la forma más eficaz y pronta para la solución del problema limítrofe es convertir el hueso en un arma. De ahí en más, la evolución de miles y miles de años, con la que es, quizás, la elipsis cinematográfica más popular que se ha montado jamás: el hueso lanzado por los aires que muta a una estación espacial flotando con calma y lentitud. El relato y su significado son claros: el ejercicio de la violencia es una pieza elemental en el avance del ser humano.

    La violencia y sus manifestaciones, tanto gráficas como subtextuales, no solo han estado presentes en los relatos míticos y religiosos de Occidente; digamos que la violencia ha sido una piedra fundacional en la manera en que los humanos hemos asentado nuestras bases narrativas. Entendemos los límites morales de nuestra condición gracias a la aparición de la violencia. Su uso manifiesta el cruce hacia otro estado existencial. Es lo que ocurre con el primer gran crimen del Antiguo Testamento: el asesinato que comete Caín contra su hermano Abel. Loco de celos, furibundo porque Dios ha elogiado la ofrenda de Abel (precisamente, el sacrificio de los primeros nacidos de su rebaño, acto de sangre que solo pudo realizarse recurriendo a la violencia), en detrimento de la propia (frutos de la tierra, ya que Caín era labrador). Luego, tras citarlo en el campo, Caín asesina a Abel. Este acto fratricida inaugura la errancia de los descendientes de Adán, condenados por el uso de la violencia. De allí en adelante, en los dos volúmenes que conforman la Biblia moderna (Antiguo y Nuevo Testamento), la violencia como forma legítima e ilegítima de mediación entre personas atraviesa sus páginas, definiendo no solo el carácter de los individuos, también sus formas de convivencia. El martirio de Jesús de Nazaret es parte de la formación espiritual de muchísimos de nosotros. Crecimos con la imagen de Cristo crucificado, vejado, herido, sangrante, agónico. El viacrucis, con sus 14 etapas de tormentos, humillaciones y profundo dolor, está vinculado no solo a la violencia como forma de sometimiento total y de abolición por medio del poder; también, desde el punto de vista del sufriente, es un sacrificio; en la religión católica, el sacrificio universal absoluto.

    Esta perspectiva (aunque ampliada y no únicamente analizada desde el catolicismo) es algo que el antropólogo, historiador y crítico literario René Girard estudió en profundidad, en particular en su obra La violencia y lo sagrado, hace poco reeditada por editorial Anagrama. Allí, Girard expone la idea de que el sacrificio como forma ritual ha sido una manera de contener o evadir el ejercicio de la violencia dentro de las comunidades. Para que el instinto de violencia no afecte a sus miembros, las sociedades primigenias dejan que se exprese a través del rito de asesinar a otro, en general animales o individuos marginales de la propia comunidad. “Cuando no es satisfecha, la violencia sigue almacenándose hasta el momento en que se desborda y se esparce por los alrededores con los efectos más desastrosos. El sacrificio intenta dominar y canalizar en la ‘buena’ dirección los desplazamientos y las sustituciones espontáneas que entonces se operan”, anota Girard. Esta fuerza de la naturaleza humana, la violencia, es un componente importante del constructo síquico, y no solo es prisionera del subconsciente. Más bien va y viene, latente, alerta a los estímulos del entorno.

    Esa función que tenía el sacrificio en las antiguas comunidades hoy lo posee la narración. En una charla magistral en la Universidad Diego Portales, en 2015, el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa respondía a un asistente con respecto al motivo de tanta violencia, promiscuidad y vejaciones en la novela La ciudad y los perros. Vargas Llosa argumentó que la construcción de historias imaginarias cargaba con el deber retórico de manifestar todo aquello que en nuestras sociedades modernas no tenía cabida. La violencia, por supuesto, sería uno de los elementos más complejos de contener y, por ende, la narrativa (en todas sus formas de expresión: literatura, cine, cómic, ficción audiovisual seriada) sería un vehículo imprescindible para expresarla, para que esta adquiera un sentido distinto a su manifestación cruda.

    La violencia ha sido una piedra fundacional en la manera en que los humanos hemos asentado nuestras bases narrativas. Entendemos los límites morales de nuestra condición gracias a la aparición de la violencia. Su uso manifiesta el cruce hacia otro estado existencial. Es lo que ocurre con el primer gran crimen del Antiguo Testamento: el asesinato que comete Caín contra su hermano Abel.

    Ejemplos de violencia en el cine o en los libros hay muchos, pero el problema del presente no pasa por las formas de representación, sino en la práctica de la violencia en las sociedades mismas. La contradicción radicaría en que la mímesis de la violencia (en el sentido aristotélico) es insuficiente, o ya no posee el carácter catártico (de nuevo en términos de Aristóteles) que tenía para los lectores y espectadores de ficción. El placer estético derivado de pasajes de la novela de Cormac McCarthy Meridiano de sangre; de escenas de Buenos muchachos, película de Martin Scorsese, o de los filmes de zombies de Lucio Fulci, no solo pareciera no cumplir su cometido como función estética y social, sino que los límites del espectáculo se tornan insuficientes, inútiles. Un estadio previo a la crisis de representación de la violencia se encuentra en las snuff movies, registros audiovisuales donde no media técnica artística ni interpretación alguna, sino la simple grabación de toda clase de crímenes reales: asesinatos, mutilaciones, torturas, necrofilia, suicidios, infanticidios, entre otros. Circulando de forma clandestina, en formato VHS, entre fines de la década del 70 y toda la del 80, estas sórdidas películas caseras pusieron en crisis el relato artístico de la violencia, al, en apariencia, eliminar la frontera entre la realidad y la interpretación a través de la técnica. Alguien podrá argumentar que la pornografía audiovisual cruzó antes este límite, toda vez que la filmación del coito real puede configurarse en violencia para un espectador determinado. Habría que responder que el período de auge y popularización de la pornografía corresponde al mismo de las snuff movies; y aunque hay diferencias notorias entre el registro audiovisual de un crimen y el de un encuentro sexual, en ambos está la voluntad de quebrar la delimitación del arte y de su ámbito técnico.

    El estadio actual de la representación de la violencia ya no depende de la mediación de aparatos de reproducción para instalarse en el cotidiano, en las calles, en el día a día de los ciudadanos. La piedra fundacional de este nuevo período de la violencia como forma de comunicación la instaló el narcoterrorismo. Son los grandes clanes de las mafias quienes implantan sus mensajes directo a todos sus posibles receptores: enemigos, subordinados, políticos, policías, simples vecinos. Los dispositivos de registro ya ni siquiera necesitan de la prensa o de medios tradicionales para hacerse públicos, basta con un teléfono para fotografiar o grabar y de inmediato poner a disposición de cualquier usuario, gracias a internet, todo tipo de imágenes. Más allá de la forma, el contenido es importantísimo en la manera en que el narco utiliza la violencia como herramienta narrativa y persuasiva. En el libro CeroCeroCero. Cómo la cocaína gobierna el mundo, el escritor italiano Roberto Saviano no solo presenta una robusta y pormenorizada investigación sobre el tráfico de cocaína y otros estupefacientes; también elabora una cronología vital de cómo los imperios de las “economías bastardas” entendieron prontamente que, para conquistar los mercados ilícitos, era imprescindible también construir una retórica propia, auténtica, sustentada por supuesto en la violencia y en la transmisión explícita de esta. Saviano narra un episodio importante en las relaciones establecidas entre el narco y el mundo común. Se trata del crimen del efectivo de la DEA Enrique “Kiki” Camarena Salazar, quien estuvo infiltrado en el clan del capo Félix Gallardo, precursor de las grandes estrategias del narcotráfico en México. El 7 de febrero de 1985, “Kiki” Camarena salió de su habitación en un hotel de Guadalajara para reunirse a comer con su mujer, con toda la discreción que su condición de infiltrado requería. En la calle, antes de que pudiera subirse a su camioneta, cinco hombres lo apuntaron con pistolas, lo encapucharon y lo subieron a un vehículo: había sido descubierto, su destino ahora era incierto y probablemente aciago. Nunca antes los narcos le habían caído a un agente de un cuerpo investigativo extranjero. “Encendieron una grabadora y lo grabaron todo”, escribe Saviano. Tras reventarle el rostro a golpes y darle puñetazos en la nuez de Adán para cortarle el aliento, la tortura solo siguió creciendo en intensidad y horror. Los verdugos tenían por objetivo averiguar la mayor cantidad de información posible con respecto a la infiltración de Camarena: quiénes más eran cómplices, hasta dónde llegaban los tentáculos de la DEA. El problema era que el agente había organizado su intrusión solo, justamente para protegerse y cuidar la delicada acción. Solo unos pocos policías mexicanos sabían quién era. Uno de ellos fue el que delató a “Kiki”. Continúa Saviano la gráfica descripción del suplicio: “Le ataron cables eléctricos en los testículos y empezaron a darle descargas… (…) Uno de los torturadores le apoyó un tornillo en el cráneo y empezó a atornillar… (…) Le habían perforado los pulmones y era como si tuviera hojas de cristal pinchándole la carne. Uno de ellos preparó unas brasas como si tuvieran que asar filetes. Calentaron un palo al rojo y se lo introdujeron a Kiki en el recto. Lo violaron con un palo candente”. Lo que viene a continuación es importante para los fines reflexivos de este texto: “Los gritos grabados son imposibles de escuchar, nadie ha aguantado sin apagar la grabadora. Nadie ha aguantado sin salir de la habitación donde se escuchaba la cinta”. Nueve horas dura la grabación completa. Nueve horas de tormentos inimaginables registrados, escuchados, transcritos. Desconozco si es el primero de los actos de violencia de narcotraficantes que cuenta con un registro (en audio, en este caso) tangible de los hechos delictivos. Pero intuyo que fue pionero —si cabe un término de esta naturaleza para semejante infamia— en su clase.

    A partir del crimen de “Kiki” Camarena, los clanes narcos no solo se han encargado de cuidar y perpetuar su poder y fortunas a través de la violencia más descarnada, también se les ha hecho imprescindible utilizarla como imagen. Cuerpos descabezados colgando desde un puente, camionetas con cadáveres, exhibición de miembros mutilados; solo hay que echar a volar la imaginación. La pregunta que queda flotando es cómo el arte y la literatura podrán volver a darle un sentido a lo que hoy está en manos de los imperios del crimen.

     

    Imágen: Captura de 2001: Odisea del espacio (1968), dirigida por Stanley Kubrick.

  17. Alfredo Jaar: responder al contexto

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    Soy un arquitecto que hace arte. (…) Y para un arquitecto, el contexto lo es todo, por lo tanto yo, que no estudié arte, empecé a responder al contexto en el que me tocaba actuar. (…) Me impido tener ideas, incluso, antes de entender el contexto”, dijo Alfredo Jaar al inicio de su charla magistral “Operaciones estéticas y pacesolíticas de arte”, la segunda conferencia del ciclo Res Publicae, organizado por la Facultad de Arquitectura, Arte y Diseño y el Programa Archivos UDP. Ante quienes llenaron auditorio de la Biblioteca Nicanor Parra el jueves pasado, el artista chileno presentó una especie de retrospectiva de su trabajo, recorriendo algunas de las numerosas obras que ha instalado a lo largo y ancho del mundo, siempre como respuesta a contextos específicos. Lo que sigue es un repaso de solo seis de ellas y algunas declaraciones de su autor en la ocasión.

    Tres anuncios para (no) decir

    Jaar partió su conferencia situando el inicio de su obra en torno al hecho que marcó a tantas generaciones de chilenos, el golpe de Estado de 1973. La fecha misma, ese número 11, cruzó sus primeras creaciones, pero el contexto de la dictadura también determinó la obra que luego lo posicionó como uno de los artistas chilenos más destacados del momento. Me refiero a Estudios sobre la felicidad (1979-1981), esa serie de carteles de diverso tamaño que instaló en las calles, rectángulos blancos que con la frase “¿ES USTED FELIZ?” en mayúsculas negras. El blanco que rodea las palabras parece recordarnos que aquí todo es contexto: en un momento en que no se podían decir las cosas, esa pregunta de apariencia ingenua demostró ser incisiva.

    El artista invitó al público a que respondiera en el Museo Nacional de Bellas Artes, frente a una cámara que registró más de mil horas de respuestas. En su presentación, Jaar expuso tres de aquellas grabaciones: en una, vemos el inquietante silencio de una mujer que se acomoda en la silla, titubea por un rato y luego se va sin abrir la boca; en otra, un joven Raúl Zurita responde el cuestionario inicial (nacionalidad, rut, edad, actividad) y luego recita una versión temprana de un poema de Anteparaíso: “Entonces, aplastando la mejilla quemada / contra los ásperos granos de este suelo pedregoso / —como un buen sudamericano— / alcé por un minuto más mi cara hacia el cielo / llorando, / porque yo que creí en la felicidad, / había vuelto a ver de nuevo las irredargüibles estrellas”.

    Con el tiempo, el artista donó esa obra al Museo de Arte Contemporáneo; uno de los carteles sigue expuesto al día de hoy en su fachada, desde donde interroga a quienes transitan por Matucana, y esta capacidad de seguir teniendo ecos es algo que ha caracterizado otras obras de Jaar en este formato, ya no estrictamente carteles, pero sí espacios publicitarios convertidos en arte. “Los Estudios sobre la felicidad fueron como una especie de aprendizaje, de cómo, como arquitecto, usar los espacios públicos para crear estos pequeños cracs en el sistema. Y empecé a usar esta fórmula textual, después con objetos, en el espacio público alrededor del mundo”, dijo en su charla.

    El ejemplo más famoso de esta fórmula es Un logo para América, aquella obra instalada por primera vez en 1987, en una de las pantallas luminosas de Times Square. La instalación consiste en una animación de 30 segundos que contradice una idea que los estadounidenses raramente se cuestionan: su uso del nombre America para referirse a su país y American como gentilicio de nadie más que ellos mismos. “Esto no es América”, escribe Jaar en medio de la silueta de EE.UU. “Esta no es la bandera de América”, surge entre sus estrellas y barras decoloradas. Y luego la palabra “América” aparece, se mueve y multiplica junto a la figura del continente, la que baila y se convierte en la erre en medio de su nombre.

    La obra volvió a Times Square a 30 años de su primera versión, ahora con 64 pantallas en medio de la vorágine de avisos publicitarios gigantes. Esto fue durante el primer gobierno de Trump, cuando la palabra tenía otro peso por el lema de su campaña, y como respuesta a las políticas migratorias de aquella administración, Jaar también expuso la obra en un barco que se desplazó por las costas de Miami. Pero esta no fue su última intervención lumínico-textual en espacios públicos y, en una más reciente, el artista volvió a enfrentarse a la misma clase de borramiento discursivo que enmarcaba sus primeros carteles.

    En noviembre de 2023 fue invitado a usar las pantallas gigantes de Picadilly Circus, en Londres, todos los días a las 20:30 horas. “Me censuraron como no me sucedía desde el Chile de Pinochet, jamás creí que me volvería a suceder”, explicó en una entrevista: “Primero quise pedir un alto al fuego en Gaza, pero no me dejaron. Luego, denunciar el genocidio… pero menos”. Al final, el artista optó por proyectar una frase que le permitiera decir lo que quería decir, pero evadiendo la censura: el verso “Esta noche no hay poesía que sirva”, que da título a un poemario de Adrienne Rich. La obra luego se expuso en otras ciudades y Jaar invitó a poetas jóvenes a escribir eso que no pudo decir.

    Como en la película Tres anuncios por un crimen, de Martin McDonagh, estas obras irrumpen en su contexto, responden a problemas de la realidad y hacen a la gente hablar, fuerzan a los transeúntes a detenerse y pensar en ellos —en los carteles y en sí mismos—, quieran o no.

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    Por el momento, y siempre ha sido así, el espacio del arte y la cultura es el último espacio de libertad que nos queda. Hasta ahora; no sé si lo vamos a perder, pero por el momento todavía se pueden hacer cosas. Entonces, aprovéchenlo. (…) Es allí donde se puede inventar, se puede soñar, un mundo mejor”.

    La fugacidad de la historia

    Jaar ha sido invitado a diversos lugares a llevar a cabo instalaciones, pero movido por su lema de no decir nada antes de conocer el contexto, primero suele visitar, recorrer y estudiar aquellos lugares en los que le proponen intervenir. En particular, el artista muestra un interés por la historia de estos sitios, como queda en claro en dos ejemplos que mostró en su conferencia.

    La alcaldía de Montreal le ofreció utilizar la cúpula del Mercado Monsecours, un edificio histórico marcado por una serie de incendios y reconstrucciones, y que alguna vez fue sede del Parlamento. Jaar visitó el lugar varias veces y recorrió los alrededores para analizar desde qué ángulos se observaba la cúpula, sin decidir aún qué hacer. Durante su séptima visita descubrió que en las cercanías había tres refugios para gente sin hogar. Entonces se dio cuenta de que Montreal, una de la ciudades más ricas del mundo, tenía 15 mil personas sin casa. Y al visitar los distintos refugios y hablar con quienes los usaban, notó una contradicción: todos alegaban que nadie quería ayudarlos, que eran invisibles, pero también le pedían que no los fotografiara, porque no querían ser vistos como personas sin hogar.

    Luego de acumular todos estos datos del contexto, Jaar regresó a los tres meses con una propuesta que sometió a votación de la gente de los refugios. Esto dio origen a la instalación Luces en la ciudad (1999). En cada refugio se puso un afiche con una foto de la cúpula, una explicación de la obra y un botón; al presionar el dispositivo, la cúpula se iluminaba roja por un momento, roja como en los tantos incendios de su historia, y las personas sin casa daban cuenta de su presencia en la ciudad: ponían a la vista el problema, sin tener que mostrarse ellas mismas. La instalación dio mucho que hablar y los demás refugios de la ciudad pidieron conectarse a la red, pero entonces el alcalde canceló el proyecto.

    En el año 2000 fue comisionado por Skoghall, un pueblo sueco fundado alrededor de una enorme papelera, que es la que produce el tetrapak. La localidad creció hasta convertirse en una ciudad cuya infraestructura pública ha sido financiada por la empresa. Cuando Jaar notó que de lo que carecía era de un museo, se dirigió a los directivos de la papelera y les propuso construir uno a partir del material que la fábrica produce. Esta, por cierto, no es la única ocasión en que Jaar ha creado un museo, pero La galería de arte en Skoghall, esta instalación en particular, consistía en más que eso.

    Jaar invitó a 15 artistas jóvenes suecos a exponer obras en torno al papel en el interior de la pequeña estructura. Una de ellas le consultó por teléfono a la gente de Skoghall por qué en tres décadas nunca habían tenido un museo y presentó las respuestas: la que más se repitió era que no lo necesitaban. Pero la novedad atrajo a toda la comunidad; la inauguración se llenó. A las 24 horas, y como Jaar había anunciado, los bomberos quemaron la edificación. Les dio ese espacio que nunca habían tenido, que nunca habían querido, y cuando lo tuvieron y quisieron conservarlo —una vez inaugurado, varios grupos le solicitaron que no lo quemara, pese a lo transitorio del material— se los quitó. Una lección de fugacidad, al estilo de los monjes tibetanos que deshacen sus elaborados mandalas de arena. (Cinco años después, la ciudad le pidió que diseñe un museo permanente, pero sigue inconcluso por falta de fondos).

    Pese a que estas dos obras comentan temas que también afectan a otras sociedades —el aumento de la gente sin hogar, la poca importancia que se le da al arte—, son creaciones totalmente situadas en sus contextos específicos, en las que el artista destila la historia y cultura de estos lugares en llamaradas que solo duran un instante.

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    El error que se comete mucho es que el artista trata de decir 37 cosas a la vez, y eso es imposible. (…) Hay que aprender a editar. Editar, editar, editar. Y editar, editar, editar. No hay nada más poderoso que una sola idea. Todos estos proyectos contienen, cada uno, una sola idea. Hay que limpiar, hay que editar. Hay que limpiar, hay que editar”.

    Si un árbol cae en el Bosco

    Jaar pasó años estudiando los llamados “sitios negros” de la CIA, prisiones secretas repartidas en diversos países, ninguno de los cuales es Estados Unidos, donde se practica la tortura. Solo hay dos fotos de aquellos lugares, que muestran las jaulas de un metro cuadrado —a veces de dos metros de alto, a veces de apenas uno— en que encierran y exponen a los prisioneros.

    Cuando fue invitado a crear una obra en el Parque de Esculturas de Yorkshire, un área verde idílica, a las orillas de un lago, el artista se inspiró en el tríptico El jardín de las delicias, del Bosco, en su combinación de belleza y horror. La instalación El jardín del bien y el mal (2017) consiste en una serie de pequeñas celdas vacías, reconstruidas a través de las escasas imágenes y documentos que se han filtrado, distribuidas entre los árboles, a excepción de una que se encuentra al interior del lago.

    En este caso, sin acceso a los lugares sobre los que quiere hablar, Jaar instaló su obra en otro espacio, tal como la CIA ha enviado estas operaciones ilegales a otras naciones. Ante la falta de registro de la realidad vivida por los prisioneros, sin sus voces, lo que expone es justamente ese silencio. En un ejercicio que recuerda al experimento filosófico del árbol que cae en el bosque sin que nadie pueda oírlo, pone aquellas jaulas a la vista de todos para recordarnos que existen aunque nadie las perciba.

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    Hay miles de definiciones del arte, y hay una que me interesa en particular. Es la de un escritor nigeriano que se llama Chinua Achebe, y él dice que el arte es el intento de cambiar el orden de realidad que se nos ha dado. (…) ¿Cómo se hace eso? No tengo la menor idea, y por eso soy un artista”.

  18. Los acertijos sociales de Sara Gallardo

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    Tenía 17 años cuando creí que el universo de Pantalones azules (1963) era el mío, incluso sin compartir el carácter de los personajes o la época, que se adelantaba con mucho a mi nacimiento. Lo que reconocía en común se arraigaba en unos pocos elementos: la avidez de la primera juventud, la angustia por el futuro, el presente como una trampa intraducible que nos espera a la vuelta de la esquina. Así expuesto resulta apenas original, si no fuera que 40 años después me reencontré con la novela y constaté que muchos detalles de esa lectura inicial permanecían en mi memoria con una intensidad inesperada. Recordaba el encuentro casual, e imprevisto, entre el joven de clase alta y la migrante polaca, el ataque a una sinagoga porteña perpetrado por una pandilla filofascista católica, la angustia existencial de la joven ante el descubrimiento de sus orígenes y del fin de su madre en los campos de exterminio. Pantalones azules rastrea la tensión sexual de la pareja y, acaso, la sublimada contradicción en la que el joven oligarca proyecta su vida repitiendo los pasos de sus antecesores, ciego de sí y, por eso mismo, banal. La novela desemboca en la huida de esa joven en un barco sionista hacia Israel, en una nota que hoy, a la luz del genocidio palestino, demuestra que Sara Gallardo (1931-1988) intuyó antecedentes que seguirían resonando, como una telépata del porvenir que en cada conflicto reconoce piezas imperecederas o intuye aquello que el paso del tiempo no permitirá procesar. ¿Qué irradia una narrativa capaz de permanecer en la memoria 40 años? Intento una respuesta: su intensidad extrema, que podríamos confundir con estilo o eficacia, y la honestidad de una escritura comprometida, cada vez, con la particularidad de su propia ejecución.

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    Cinco años antes, en 1958, mientras estaba esperando su primer hijo, Sara Gallardo se había lanzado al ruedo literario con Enero, una novela en la que una joven de campo embarazada tras una violación intenta inútilmente eludir el abismo en que su libertad se precipita. Los pensamientos de Nefer modulan una extensión de su cuerpo flaco, nos tocan al tiempo que recorren cada lugar al que la joven acude por una solución. Desestimando cualquier presupuesto, su voz omnipresente no se encierra ni nos encierra en los estrictos límites de su conciencia, al contrario, su angustia rebosa y tiñe el relato. Su familia, el movimiento de los animales, los vecinos y el entorno rural en su conjunto surgen bañados en esa clase de lucidez que solo la angustia suministra. La percepción alterada de Nefer se impone a una construcción de estereotipos de la ruralidad. En carne viva, desarma el relato costumbrista y expone lo que queda: las ansias de libertad, el falso amparo de los propietarios, la indiferencia al abuso y la violación, las violencias sociales que amputan la libertad de decidir sobre el propio cuerpo.

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    Sara Gallardo Drago Mitre llevó en sus apellidos la marca indeleble de esa oligarquía que con extrema perspicacia trató en numerosas novelas. Sin amedrentarse, o para curarse en salud, se atribuyó el antídoto de una genealogía de extravagantes que le auguraba otras posibilidades. Según contaba, su padre, historiador de profesión, había decidido la compra de un campo por sus muchas ciénagas y pájaros, y su tío había elegido otro con extensos médanos que prometían el descubrimiento de recuerdos indígenas. En esa aventura de estancieros —señaló Gallardo—, el padre y el tío ignoraron lo que tenía valor para la cría y el engorde de ganado. La anécdota toma partido por lógicas fabuladoras y define las alternativas de la propia Gallardo cuando se desvía de los mandatos de su clase en narraciones díscolas, con sujetos extravagantes y argumentos que muchas veces la llevan muy lejos de los horizontes de su propia vida.

    Aquella rancia estirpe tampoco le ahorró el yugo de las labores de este mundo: fue periodista profesional y conservó este trabajo toda su vida. Nació en Buenos Aires en 1931 y sus últimos años trazaron un rosario de exilios en Córdoba, luego en Barcelona, en Suiza y en Roma. Recordaba con intensidad los veraneos en La Chacra, una quinta del siglo XIX donde se crio junto a sus cinco hermanos. Aquel caserón y su parque la entrenarían en las artes de la observación y el disfrute del mundo sensible: “Aquiles tuvo un centauro por maestro, yo tuve un parque”, diría. El campo cenagoso que compró su padre cerca de Chascomús inspiraría el ambiente de Enero y de Los galgos, los galgos.

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    Publicada en 1968, Sara Gallardo describe Los galgos, los galgos como “Perros, caballos, árboles y una historia de amor”. Iba a ser un cuento sobre Chispa, la perra amarilla de su padre, pero se convirtió en una novela extensa que, enhebrada por las peripecias vitales de los galgos, narra las desventuras de un protagonista melancólico en su ruta del amor al desamor. Ajuste de cuentas con la narración de estancia, reaparece este prototipo masculino de Gallardo que sueña con ser patrón de fundo. Aunque es el primero en advertir el elemento ridículo de sus costumbres impostadas bajo un anacrónico nacionalismo, el protagonista se deja arrastrar por ese deseo imaginario que lo llevará al fracaso amoroso y a la pérdida. Al contrario, la materialidad del amor y de los perros, así como la del fundo mismo, con su subsistencia cotidiana de medio pelo, vibran en la prosa de Gallardo con la verdad intensa de lo significativo.

    Lo significativo suele hallarse en los lugares más impensados. En un hotel ubicado junto al río Bermejo, Sara Gallardo conoció al cacique wichí Lisandro Vega, modelo para su novela Eisejuaz (1971). Cuenta la leyenda que decide unir las historias de Vega con otra idea que le rondaba, sobre un profeta que cuida a un paralítico en el desierto. De un modo análogo, el protagonista de Eisejuaz obedecerá los mandatos divinos al proteger a un blanco enfermo y ruin que terminará por traicionarlo. La novela es un éxito y los comentarios cierran filas ensalzando la “creación de un lenguaje”. No es para menos, consumaba el precepto mayor de la literatura moderna: la escritura de un mundo reside en la invención de una lengua. Un ejemplo: “Ángeles mensajeros, busco la palabra del que es solo, no nació, no morirá. Aquí del tatu, cuero de hueso, aquí del suri, buen esquivador, aquí del rococo, escuchador con la garganta, aquí de los palos, mensajeros del Señor. Aquí de la lluvia fuerte y de la que es mansa, del viento grande y de los vientos, mensajeros, ángeles del señor. Díganme. Cómo es el cumplimiento, cómo será. Cómo vino, cómo vendrá”.

    Ese lenguaje fascinante, así como la insistencia en el discurso alucinado del mataco, durante mucho tiempo desviaron la recepción de Eisejuaz, enmascarando la verdadera catástrofe que la narración expone. Las inclinaciones místicas no eran ajenas a Gallardo, pero también fue una mujer profundamente involucrada en el mundo concreto (o real). Bajo ese entendido, la existencia espiritual del cacique nunca es ajena, en la novela, al pozo de miseria en que los indígenas se hunden. La traición pesa sobre Eisejuaz, quien resiente un doloroso conflicto debido al abandono que él mismo se impone de su rol en la comunidad. Se entrega a los mandatos divinos, en efecto, y reclama a la divinidad que condena a su pueblo a la indigencia. El fin del mundo ya sucedió, y Eisejuaz lo sabe. Su conciencia es desgarradora: “Comían, y fui detrás de la casa. Dije al Señor: ‘¿Por qué tienen que morir? ¿Se han cansado tus mensajeros, que quieren quitar así a esta gente el aire que respiran y los otros bienes? ¿No podías hacerlo de otro modo? ¿Por qué tienen que morir?’”.

    Se ha dicho de Gallardo que no tenía estilo preciso, porque lo puso al servicio de reelaborar y transgredir fórmulas literarias afianzadas, y cada vez adaptó su escritura a esos requerimientos. Lo cierto es que construye una prosa excepcional, y muy reconocible, por su capacidad de experimentación, la potencia del lenguaje y la originalidad de una perspectiva propia.

    En su doble condición de cristianizado y mataco, Eisejuaz habita un lenguaje en la misma medida en que habita un sistema de prácticas y de conocimientos que se revelan inútiles cuando el extractivismo y la colonización expulsan a las comunidades de sus territorios. Deambulando en la marginalidad, convertidos en individuos “desracinados”, son víctimas de un racismo que se expresa sin rodeos: tienen olor a bestia, sus palabras son un ladrido asqueroso, un ruido a vómito, lo que comen es asqueroso.

    En el desenlace, su protegido blanco arrebata a Eisejuaz lo último que le queda: su vínculo excepcional con la divinidad. Al apropiarse de los modos de hablar del cacique, de sus invocaciones y de la responsabilidad de sus milagros trueca los saberes místicos en espectáculo (tal como sucede en el memorable cuento “Anacleto Morones”, de Rulfo).

    Con su sumatoria de racismo y fiesta de lenguaje, extractivismo y fin de mundo, Eisejuaz parece haber sido escrita ayer. No hay en la novela, sin embargo, ninguna expresión romantizada de comunidades idílicas o de una vida virtuosa previa a la hecatombe. Si algo sabe Gallardo, y esa convicción nos acerca a una época en que la literatura esquivaba simplificaciones pueriles y no se sometía a exigencias biempensantes, es que los múltiples sinsabores y desastres de lo humano se expanden más allá de atributos de clase social, etnia o comunidad.

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    Pese a la seriedad de sus temas y de sus materiales, Gallardo jamás renuncia al tono jocoso. Todo contribuye a una comedida recomendación a no creérsela. Pasión le sobra, la pasión de los desesperados y de los que se atribuyen una misión, pero esa convicción la escuda de la inconsistencia y de los propósitos postizos. Por eso, mejor no creérselo, y entender la distancia que separa lo verdadero de lo postizo, que su ojo clínico reconoce en aquellos mandatos sociales que los sujetos interiorizan sin cuestionamientos.

    Deja correr ese tono chusco en las notas periodísticas, la columna “Macaneos” en Confirmado, otras que firmaba como periodista estrella en el diario La Nación y en la revista femenina Claudia. En su labor periodística insiste en su cruzada contra la actualidad; en la literatura, prefiere cronologías desplazadas de su propia época o personajes y geografías ajenas, aunque su punto de vista respira esa modernidad que en los años 60 revisó el lugar social de la mujer, reconoció el goce y la sexualidad, puso distancia con las narraciones fundadoras latinoamericanas e inició una reflexión oportuna sobre los choques culturales. Reivindica el rigor de las formas que asocia a lo masculino y, bajo las tutelas de Virginia Woolf y Clarice Lispector, la percepción femenina. Así expresadas, esas atribuciones de género pecan de caducas, solo que esa aparente antítesis entre la sensibilidad extrema y el vigor en la expresión constituyen la mejor descripción que conozco de la escritura de Sara Gallardo.

    ***

    Pocos pétalos podemos recoger de esta historia. Unos volaron, otros se perdieron, otros se alteran en el rincón de la memoria”. En La rosa en el viento (1979) demuestra una vez más su capacidad para elegir un material literariamente agotado e insuflarle vida. Con un armado polifónico, su última novela une los pétalos de historias independientes que transitan conventillos porteños, el Mediterráneo italiano y la Patagonia a principios de siglo. Los azares del destino reúnen y separan a los personajes, dos criadores de ovejas —un experiodista ruso que quiere hacerse rico y un gigante sueco que huye de su pasado—, una india comprada para servirlos y una joven que pretende disputarle el lugar.

    El fluido de la existencia habita los intersticios del acontecer. En cuanto al acontecer en sí…”: ese acontecer estaría habitado por las rutinas y procedimientos: desollar corderos, tratar las pieles, el arte de curar heridas, carreras en bacín; “botones, wiskis, una lima”, herramientas, comidas, tablas, actas. Su libro anterior, El país del humo (1977), reunía narraciones de géneros muy diversos —relato fantástico, prosa poética, fábula, narración histórica—, y en muchas de ellas ensayó un lenguaje llevado a la mínima expresión. Algunas narraciones del volumen giran en torno a personajes animales: caballos, ratas, hombre lobo, mujer oso o yeti.

    Se ha dicho de Gallardo que no tenía estilo preciso, porque lo puso al servicio de reelaborar y transgredir fórmulas literarias afianzadas, y cada vez adaptó su escritura a esos requerimientos. Lo cierto es que construye una prosa excepcional, y muy reconocible, por su capacidad de experimentación, la potencia del lenguaje y la originalidad de una perspectiva propia. Lo diverso adquiere en sus libros la consistencia del humo y la perennidad de los pétalos de una rosa, y nutre el río subterráneo de una historia repetida, un homenaje a los destinos inexorables, a quienes destilan una fidelidad absoluta a la propia decisión, para aquellos que descubren la intensidad de la belleza y de la existencia en los intersticios de lo imprevisto. Sara Gallardo murió en Buenos Aires debido a una crisis de asma, en 1988.

     

    Imagen de portada: Sin título (2024), de Cristóbal Correa, collage análogo, 21,5 x 28 cm.

     


    Eisejuaz, Sara Gallardo, Cuenco de Plata, 2013, 160 páginas, $29.000.


    Enero, Sara Gallardo, Fiordo, 2014, 112 páginas, $50.000.


    La rosa en el viento, Sara Gallardo, Fiordo, 2014, 144 páginas, $34.000.


    El país del humo, Sara Gallardo, Cuenco de Plata, 2013, 216 páginas, $40.000.


    Pantalones azules, Sara Gallardo, Fiordo, 2013, 136 páginas, $44.350.


    Los galgos, los galgos, Sara Gallardo, Fiordo, 2024, 512 páginas, $74.000.

  19. María Lionza: del mito de la diosa madre al culto de la violencia

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    Como tantas leyendas de tiempos precolombinos, la de María Lionza comienza con el oráculo de un piache: cuando la hija de un cacique nívar naciere con los ojos del color del agua, una inundación liquidará a la tribu. El pueblo se asentaba en las faldas de la montaña de Sorte, en un lugar que aún no se llamaba Venezuela, entre los ríos Aroa y Yaracuy, los más importantes de la cuenca del Caribe. Puesto que los recorridos de sus torrentes superan los 130 kilómetros cuadrados y reciben numerosas corrientes fluviales, el cacique se entristeció cuando su mujer parió una niña de iris azules: era imposible negar el agua a ningún nívar. Piache era como llamaban entonces al chamán de ahora, así que mejor tomar medidas, no fuera que por desobediente enfureciera a los ancestros. Decidió poner a su hija al cuidado de 21 guerreros, a quienes ordenó que jamás le permitieran acercarse a lagos ni ríos, más que lo necesario para el aseo y con estricta vigilancia.

    Los animales de las selvas americanas son seres míticos, atravesados por emociones humanas, así que Anaconda se sintió impelida a cumplir el augurio. Una noche que vio a la doncella cerca de la laguna de Cumaripa, quiso raptarla. Es sabido entre los pueblos indígenas que las superficies reflectantes de los lagos sirven de límite entre las dimensiones natural y sobrenatural. De allí emergió la serpiente, creció sobre el agua y espantó a cualquiera que se interpusiera en su propósito, incluidos los guerreros puestos por el cacique, y causó así la gran inundación presagiada. Luego se llevó a la joven hasta lo más hondo… y no se supo más de ella.

    El relato anterior es el que hacia 1939 dio a conocer Gilberto Antolínez, un folclorista del estado Yaracuy, a quien se le acreditan las primeras investigaciones sobre el tema. En una leyenda distinta, bastante difundida, no se trata de una princesa nívar —ni de la tribu Yara ni caquetía ni jirajara, como señalan otras tradiciones—, sino de una joven europea, María Alonso. Era la hija de un encomendero español que tenía bajo su potestad varios pueblos indígenas. Lo importante de ambas versiones es que forman parte del mito que promueve a María Lionza como la diosa madre al centro de un sincrético espiritismo autóctono, donde se tejen influencias de las tradiciones esotéricas amerindias, europeas y africanas. Los espíritus de la jerarquía más poderosa de esta devoción, conocidos como las Tres Potencias, son testimonio de tal mestizaje, al reunir con la versión española de la diosa al cacique Guaicaipuro y el esclavo conocido como el Negro Felipe.

    A pesar de sus evidentes vínculos con el pensamiento mágico premoderno, el culto marialioncero se encuentra en plena expansión. De hecho, la antropóloga y narradora Michaelle Ascencio, en el ensayo De que vuelan, vuelan, le otorga el estatuto de religión, pues comparte con las confesiones institucionalizadas la presencia de un panteón de dioses, así como un conjunto de dogmas, un cuerpo sacerdotal, ritos distintivos, lugares de culto y un calendario para celebrarlos. El panteón está en la Montaña de Sorte, un santuario un poco natural y otro poco Olimpo, ubicado a 300 kilómetros al oeste de Caracas. Lo conforman 21 cortes o grupos, entre ánimas de la naturaleza, santos católicos y afrodescendientes, igual que ciertos espíritus de personajes de la historia, como el libertador Simón Bolívar.

    El complejo sistema de doctrinas resultante muestra el barroco constitutivo de la identidad venezolana, al actualizar el animismo amerindio con la creencia africana de que los médiums entran en sintonía con los muertos para curar enfermedades y revelar secretos. Una finalidad alternativa de estas prácticas de posesión es sanar al paciente de daños impuestos desde afuera; que para los devotos significa proteger del mal de ojo.

    Ascencio describe esta dinámica como una “sociedad de la desconfianza”, donde prevalece la sensación de estar perseguido por fuerzas sobrenaturales que la mala voluntad del prójimo invoca. Los devotos de María Lionza proyectan sobre los espíritus y las personas el mal que perciben en sí mismos, igual que en otras religiones de herencia africana, como el vudú practicado en Haití o la santería cubana. Lo fundamental del espiritismo marialioncero para las clases populares venezolanas y, acaso, la razón de su longevidad, es su carácter terapéutico.

    En un país con desigualdades sociales manifiestas en el deterioro de los servicios públicos, en especial los médico-asistenciales, hasta los antepasados deben ayudar cuando la gente se enferma. La Corte Médica es un testimonio de esto: su patrón es el doctor José Gregorio Hernández, un santo popular apodado el Médico de los Pobres, cuya beatificación está muy adelantada (porque esta religión toma mucho del catolicismo vernáculo). Asociado a Hernández y su corte, se extiende en el barrio José Félix Rivas de la Parroquia de Petare, en Caracas, el llamado Callejón de los Brujos. Allí proliferan los dispensarios donde se practica la “sanación espiritual”, que implica la intervención de los espíritus en operaciones y en la cura de males como el cáncer, la apendicitis o el alzhéimer.

    Como alegoría social, lírica o urbana, el espiritismo asociado a María Lionza es uno de los aspectos más pintorescos de la cultura venezolana contemporánea, con todo y sus matices agresivos. Si el poema de Pantin apela al mito de la diosa en su manifestación urbana de estatua como imagen de la incipiente división política, la práctica religiosa marialioncera es alegoría de la violencia con que los venezolanos entraron al siglo XXI.

    El hueso pélvico como faro en la urbe

    La diosa de Sorte accedió a la categoría de mito latinoamericano de la cultura popular en 1978, con el trabajo Siembra, de los músicos Rubén Blades y Willie Colón —que tiene el récord de ser el más vendido en la historia de la salsa—. Junto a temas como “Pedro Navaja” y “Plástico”, “María Lionza” se encuentra entre los más célebres del disco, que suena como un extenso alegato sobre el alma americana, a partir de la idea marxista de conciencia de clases. Décadas antes de que la gente bailara con María Lionza, se instaló en la autopista Francisco Fajardo de Caracas una estatua de su manifestación indígena, desnuda y montada sobre una danta, que sostiene con los brazos extendidos sobre su cabeza un hueso pélvico de mujer. Su historia se entreteje con la política del país desde aquel lejano 1951, en que el general Marcos Pérez Jiménez la mandó a instalar en el estadio de la Universidad Central de Venezuela, para unos juegos preolímpicos regionales, como imagen del cruce racial venezolano. A través de tal exaltación de la idea del mestizaje, el dictador de turno encubría que su gobierno subvaloraba las herencias amerindia y africana a través de sus políticas destinadas a atraer la inmigración europea, con el objetivo de blanquear a la nación. La estética del escultor Alejandro Colina no calzaba con el diseño de Carlos Raúl Villanueva, cuya inspiración fue la Bauhaus —el arquitecto había comenzado a trabajar en la década de los 40, antes de la llegada de Pérez Jiménez al poder. En 1964, ya en tiempos del gobierno democrático de Rómulo Betancourt, después de finalizada la construcción de la universidad, la estatua se movió a su emplazamiento actual.

    Sin embargo, la que está ahora en la autopista no es la estatua de Colina, sino una copia. La mañana del 6 de junio de 2004 se partió por la mitad, mientras se hacían trabajos de mantenimiento ordenados por la Alcaldía de Caracas. Ese hecho fue el corolario a 36 meses de disputas entre el organismo gubernamental y asociaciones afines a la universidad que denunciaban el menoscabo de la estatua, después de 30 años a la intemperie, a merced del smog.

    En el ambiente de polarización política de la época, donde cualquier asunto enfrentaba el gobierno de Hugo Chávez con sus detractores, la alcaldía representaba al primero y la universidad, a los segundos. Después del quiebre, las asociaciones denunciaron que el mantenimiento se hizo sin las medidas de seguridad mínimas —en la época circularon fotos en la prensa donde los obreros aparecían sin guantes, sentados sobre los senos de la estatua— y lograron llevarse a María Lionza de vuelta a la universidad, en donde un equipo la reparó. Durante casi 20 años, la obra de arte se mantuvo allí. En ese tiempo, varias sociedades espiritistas pidieron que se llevara a Yaracuy la imagen de unos siete metros de altura, lo que finalmente se hizo. El traslado fue iniciativa del Instituto de Patrimonio Cultural y se llevó a cabo la madrugada del 3 de octubre de 2022, sin que participara nadie de la universidad. Desde esa institución lo denunciaron como un robo. Dos años después sigue la querella abierta con la Federación Venezolana de Espiritismo, que se encargó de escoger el lugar en las faldas de Sorte para depositar la obra.

    Innegable ícono de Caracas, la poeta Yolanda Pantin le dedica a esta estatua su libro Hueso pélvico. El panorama urbano, soez en su llanura de concreto, cuyo núcleo es María Lionza, está presente desde el primer canto del extenso poema. “Yo venía a través de la ciudad”, y en la siguiente estrofa continúa con el verso: “De ninguna parte me sobrevino una frase / Que llegaba con su imagen: el hueso pélvico, en alto, / Que carga una diosa”. Más adelante lo declara todo “malherido”, “como verdaderamente era”. Conforme avanza esa voz melancólica, la imagen móvil de una marcha hacia el centro de la ciudad va tomando forma —“Así el desfile, náufragos, / Como fantasmas que atosigan”—, acaso se refiera a la marcha real acaecida en abril de 2002, que terminó con un breve golpe de Estado contra Chávez. Ese desplazamiento furioso por la urbe que ya no siente suya es también metafórico: implica la nostalgia y alejamiento del hogar familiar perdido, tema recurrente en la obra de Pantin. Así identifica a la diosa de piedra, menos con la Madre Naturaleza del mito que con la patria perdida como consecuencia de la crisis política que, en 2004, año de la publicación de Hueso pélvico, apenas comenzaba.

    Como alegoría social, lírica o urbana, el espiritismo asociado a María Lionza es uno de los aspectos más pintorescos de la cultura venezolana contemporánea, con todo y sus matices agresivos. Si el poema de Pantin apela al mito de la diosa en su manifestación urbana de estatua como imagen de la incipiente división política, la práctica religiosa marialioncera es alegoría de la violencia con que los venezolanos entraron al siglo XXI. Para muestra de esto, basta con señalar que los espíritus más jóvenes en el panteón pertenecen a la llamada Corte Malandra, cuyo auge comenzó a finales del siglo pasado, conforme se hizo más pronunciada la criminalidad en las urbes, a consecuencia de la inequidad entre clases sociales.

    Conocida como Corte Calé entre sus seguidores, su figura más destacada es Ismael Sánchez, cuyo mausoleo en el Cementerio General del Sur de Caracas se considera un portal, o lugar de culto al aire libre donde se manifiestan los espíritus. En la década de los años 70, Sánchez fue un delincuente a quien consideraban el “Robin Hood” del Guarataro, porque compartía los frutos de sus robos con la gente del barrio. Después de su muerte, hombres y mujeres de las zonas marginales comenzaron a invocarlo para la protección de los seres queridos que estuvieran presos o vivieran fuera de la ley. Después, otras almas se sumaron a la corte, como Malandro Ratón, Petróleo Crudo, Tres Cuchillos, El Muelita o El Chamo Machera e Isabelita, la única malandra del grupo. En la actualidad, el sector del cementerio donde están sus tumbas es un lugar de culto regentado por una banda criminal.

    La llegada al Olimpo en Sorte de quienes en vida fueron delincuentes es testimonio de la permeabilidad del sistema de cultos asociado al mito de aquella princesa nívar que funciona como imagen del saber popular, a la vez que muestra rasgos íntimos, como la batalla entre el miedo y la agresividad que se libra en el alma de cada venezolano a merced de las circunstancias más precarias.

  20. Revisa los contenidos que trae revista Santiago 23

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    LOS CONTORNOS DEL AGUA
    David Abulafia, el gran historiador de los océanos y la humanidad, por Pedro Pablo Guerrero
    Qué hay tras el velo del paisaje, por Rosabetty Muñoz
    Circunstancias del agua, por Catalina Porzio
    Dolores: la batalla por el agua, por Guillermo Parvex
    Hazañas y aventuras del vital elemento, por Patricio Tapia
    Amazonía: de árboles y aguas, por Ana Pizarro
    Sobre la monstruosidad de las islas, por D. Graham Burnett
    No eres solo tu nombre de isla, por David Nash
    Postales de un paisaje perdido, por Álvaro Bisama
    Corre, corre, inúndalos a todos, por Andrés Arroyave Zapata
    Marcas de agua, por Milagros Abalo
    De explosiones estelares a gotas en la Tierra de la modernidad, por Gonzalo Argandoña Lazo
    Apuntes sobre la ballena y otros cetáceos, por Miguel Cáceres Murrie
    Philip Hoare: “El mar se ha vuelto mi único consuelo”, por Graham Huggan y Pippa Marland
    Imagina al Atlántico como un actor, por Vona Groarke

    LAGUNAS MENTALES
    Una geografía sumergida en las aguas,
    por Manuel Vicuña

    El “individualismo ingobernable” de los latinoamericanos, por Eugenio Tironi

    ¿A quién le está hablando la izquierda progresista hoy?, por Martín Hopenhayn

    Alberto Edwards, realista político, por Juan Carlos Vergara

    Leer signos, pensar signos, por Diamela Eltit

    Nosotros los culpables, por Simón Soto

    El príncipe ruso, por Daniel Mansuy

    Conciencias líquidas, dioses sólidos, por Constanza Michelson

    Señales de ruta de Yanko González, por Matías Rivas

    La violenta ternura de Alfredo Gómez Morel, por Sebastián Duarte Rojas

    Oro en polvo, por Héctor Soto

    Ribeyro: llegar a ser como el mar, tenaz e infinito, por Rodrigo Olavarría

    LIBROS USADOS
    Clásicos del fin,
    por Bruno Cuneo

    La mirada en Juan Rulfo, por Raimundo Frei

    La resurrección de la Monja Alférez: entre el alma barroca americana y la epistemología trans, por Michelle Roche Rodríguez

    PERSONAJES SECUNDARIOS
    Beatrice Cenci: un fantasma de culto,
    por María José Viera-Gallo

    Ottessa Moshfegh: “Este libro no existiría si McGlue no me hubiera encontrado a mí”, por Antonio Díaz Oliva

    Segunda oportunidad, por Paula Escobar Chavarría

    NARRATIVAS VISUALES
    El jardín psicológico de Siân Davey,
    por Emilia Edwards

    Por qué Max Brod no quemó la obra de Kafka, por Max Brod (léelo como anticipo)

    Olas de memoria, por Soledad Bianchi

    George Febres: arte, humor y migración, por Gabriela Alemán

    ARQUETIPOS DE SITUACIÓN
    El Ruido,
    por Milagros Abalo

    VIDAS PARALELAS
    Vidas tapadas: Anna Ajmátova y Coco Chanel,
    por Federico Galende

    CRÍTICAS DE LIBROS Y CINE
    Ciertos chicos, de Alberto Fuguet, por Javier Edwards Renard
    Diario de hospital, de Roberto Merino, por Vicente Undurraga
    Demasiado tarde para despertar. ¿Qué nos espera cuando no hay futuro?, de Slavoj Žižek, por Daniel Hopenhayn
    Wittgenstein y el sentido tácito de las cosas, de Mike Wilson, por Eduardo Fermandois
    Uno de los nuestros: David Chase y Los Soprano, de Alex Gibney, por Pablo Riquelme

    TURISMO ACCIDENTAL
    El Nevado,
    por Matías Celedón

     

    Imagen de portada: overflow 00o (2022), por Hypereikon, Sebastián Rojas y María Costanza Lobos.

  21. Lihn

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    Una lectura de la obra de Enrique Lihn (1929-1988) podría arriesgar una vista inesperada de su poesía como una sola gran obra, un solo gran proyecto, desarrollado por décadas en diversos soportes y formatos, acicateado por urgencias y coordenadas vitales y políticas, muchas de ellas complejísimas. Al fondo, su voz cambia pero a la vez permanece, como si fuese una imagen que nos persigue como uno de nuestros fantasmas predilectos. Sus poemas están construidos a partir de paradojas y en ellos la risa cruel que aparece no es otra cosa que una forma de rebelión íntima. Lihn es dueño de un estoicismo sardónico, que contiene una sabiduría mutante, muchas veces inútil, siempre incómoda. Del poema al cuento, del ensayo al cómic, del lirismo privado a los ecos bizarros de lo público; de las piezas de la infancia a las calles del centro, del Parque Forestal a La Habana y Nueva York, del yo quebrado a las máscaras delirantes del imposible Gerard de Pompier, de la novela desquiciada (La orquesta de cristal) a un cómic más extremo aún (Roma, la Loba), lo lihniano se presenta como una serie de escrituras situadas cuyas esquirlas permanecen como epigramas, fragmentos de algo que ha explotado en las cercanías (aunque no sabemos qué), al modo imágenes que tratamos de resolver y que quizás pueden componer un texto único donde no importan los nombres específicos de cada poema, que no puede sino estar roto para dudar de sí y con eso de las formas del lenguaje y el sentido del mundo.

    Acá, algunos de esos pedazos.

    Dice Lihn:

    Estos señores son mi espejo del tiempo esas señoras son mi memento mori. Todos seremos retóricos. La imaginación no es un buen guía para internarse en realidades que la sobrepasan. Ellas la obligan a volar en el vacío, lo que es igual que cortarle las alas y encerrarla en la jaula del loro. A la palabra que efectivamente presenta en sus vocales y diptongos como una carne, la ronda el silencio como la muerte a la carne. Las palabras que usamos para designar esas cosas están viciadas. No hay nombres en la zona muda. El estilo es el vómito. Todas, todas estas pobres historias diurnas no son sino desgarradoras. Palabras que se acoplan unas a otras hasta perder el sentido en esos excesos. En eso de mirar hay un peligro inútil fuera de que no hay nada que ver en la mirada. Nada se pierde con vivir, ensaya: aquí tienes un cuerpo a tu medida, lo hemos hecho en la sombra por amor a las artes de la carne pero también en serio, pensando en tu visita para ti o para nadie. Basta, cierre los ojos; no se agite, tranquilo, basta, basta. Basta, basta, tranquilo, aquí tiene la muerte. La mariposa no puede recordar que ha sido oruga así como la oruga no puede adivinar que será mariposa porque los extremos del mismo ser no se tocan. La vida es un mojón que te tiran a la cara. Nunca salí del habla que el Liceo Alemán me infligió en sus dos patios como en un regimiento. Si el paraíso terrenal fuera así igualmente ilegible el infierno sería preferible al ruidoso país que nunca rompe su silencio, en Babel. La irrisoria noche de paz, la ridícula noche de amor sigue endulzándose a medida que pasa pero yo estoy metido en esta guerra y si me apoyas no firmaré nunca la paz tampoco esta noche que nos separa de un tajo aunque parezca indolora, aunque parezca indolora. Pero escribí y me muero por mi cuenta, porque escribí porque escribí estoy vivo. Su basural es mi panteón mientras no se lleven los cadáveres. Nadie escribe desde el más allá. Las memorias de ultratumba son apócrifas. Nada es lo bastante real para un fantasma. La nada que está en todo como el sol en la noche y soy mi propia ausencia frente a un espejo roto. Que otros, por favor, vivan de la retórica. Nosotros estamos, simplemente, ligados a la historia pero no somos el trueno ni manejamos el relámpago.

  22. Mi ángel fotográfico es un ángel de la historia

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    En las Tesis de filosofía de la historia de 1940, Benjamin hizo explícita la referencia a un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus: “Se ve en él un ángel al parecer en movimiento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. El ángel de la historia debe tener ese aspecto. Su cara está vuelta hacia el pasado…”.

    Recuerdo con claridad el día que tomé la cámara fotográfica por primera vez. Estaba con Jaime Goycoolea, fotógrafo y mi pareja en aquel entonces. Mi hija Juli embarazada se sacaba una blusa extendiendo sus brazos hacia el cielo como una escultura primitiva, como una Venus. Ese día fue como volver a nacer al mundo de las imágenes análogas.

    Estar aquí hoy, es el resultado, la suma de la experiencia que el trabajo me ha venido otorgando: he hablado del estado fotográfico como una forma de explicar lo que siento cuando tomo la cámara —o incluso sin ella—, para observar la realidad que me rodea. El estado fotográfico activa la mirada. Esto que, confieso ahora, ha sido fruto de una forma de hacer que va más allá de la fotografía, también atraviesa la escritura, el dibujo y la pintura; es una forma de observar el mundo y de experimentar la vida. Tener un ángel fotográfico en la mirada pasa por una formación creativa, una atención. Pero voy a contarles primero un poco de mis orígenes. Me crié con mis abuelos y tuve la suerte de tener al Santiago College como el colegio más cerca de la casa. La entrada a este verdadero templo de la infancia fue una etapa de gloria, por fin había encontrado mi lugar. Fui muy feliz y una alumna destacada. También cantaba, bailaba en una niñez culta y protegida. En mi juventud fui profesora de inglés en el colegio San Ignacio de El Bosque. Ahí conocí a Adolfo Couve. Él, profesor de arte; yo, la miss de inglés. Nos hicimos amigos y con el tiempo me enseñó muchas cosas que hasta hoy atesoro. Hay maestros que dejan su huella definitiva. Tener ángel en la mirada es una de ellas. También tuve estupendos profesores como Carmen Silva y Thomas Daskam. De hecho, la primera vez que expuse fue en un encuentro de arte al costado del Museo de Bellas Artes. En un stand estaba Violeta Parra mostrando sus tapices guitarra en mano. Con posterioridad, la sorpresa de recibir una carta del Museo de Arte Contemporáneo invitándome a participar en un homenaje a Borges, año 1976, eran años difíciles a los que sobrevivimos no sin experimentar el miedo de los allanamientos. Recuerdo que en uno de estos desagradables momentos un milico me decía “ustedes son miristas” y no podía entender que yo le contestara “no, somos artistas”… Y otra vez tuvimos suerte, tuvimos ángel fotográfico. Cuando se terminó la dictadura hice una exposición a la que le tengo mucho cariño, Historia de un niño chileno, en el Centro Cultural de Las Condes, en donde se puede ver lo que va del 73 al 89 expresado en la historia de la vida cotidiana de Mateo, mi hijo menor, nacido el 12 de septiembre de 1973. Porque mi obra ha seguido este camino interior de los espacios cotidianos, los cuerpos y las narraciones fragmentarias de lo que nos va pasando como la vida y que se va formando, de obra en obra, y no termina porque una idea llama a la otra.

    Se ha escrito y esperado tanto de la fotografía. Yo, como fotógrafa, creo que es de los inventos más importantes del siglo XIX, cambió por completo la forma de mirar. El arte a través de la reproducción mecánica tuvo acceso universal. La fotografía educa, acerca el mundo y su geografía. Sus motivos son infinitos y nadie mira de igual manera. La vida está llena de fotos. Si uno aguza el ojo y pone atención, el ojo se convierte en rectángulo, encuadra y recorta lo que te rodea. La fotografía es también una pasión; es un ojo salvaje que sale a disparar a su presa.

    Quisiera aprovechar este momento para expresar también el agradecimiento a la Fundación Plagio y todos sus organizadores, porque al estar aquí con ustedes uno mira retrospectivamente y ve que es el resultado de toda una vida de perseverancia como lo exige el arte, una responsabilidad, de saber acompañarse con amigas y amigos que han hecho posible mis trabajos, desde los retratados hasta el corazón de mis exposiciones. Agradezco también a mis amigos, especialmente a Studio Digital y a todos sus integrantes con los que trabajamos activa e incansablemente, la larga lista de amigos y amigas que están aquí presentes esta tarde. Es verdaderamente un privilegio para mí recibir este premio y poder agradecerles una vez más, públicamente. Podría decir muchas cosas más.

    La fotografía clava la mirada en el presente y se vuelve pasado en el instante en que disparamos, en el acto fotográfico. A través del ángel fotográfico —el ángel de la historia— recuperamos parte de un pasado que se nos escapa.

    Se ha escrito y esperado tanto de la fotografía. Yo, como fotógrafa, creo que es de los inventos más importantes del siglo XIX, cambió por completo la forma de mirar. El arte a través de la reproducción mecánica tuvo acceso universal. La fotografía educa, acerca el mundo y su geografía. Sus motivos son infinitos y nadie mira de igual manera. La vida está llena de fotos. Si uno aguza el ojo y pone atención, el ojo se convierte en rectángulo, encuadra y recorta lo que te rodea. La fotografía es también una pasión; es un ojo salvaje que sale a disparar a su presa. Conocí la fotografía a los cuarenta años, antes no sabía nada de este arte, ni de sus grandes maestros, ni de su fascinante historia.

    Empecé a tomar fotos por intuición. Descubrí que el mundo que me rodeaba era bello y esa belleza la podía retener con un disparo. Conocí también la fascinación del cuarto oscuro. Todo ese proceso es lento, incierto y expectante. Es el tiempo fotográfico. Eso cambió con la era digital, tan rápida, ahora se dispara de otra manera. Creo que siempre habrá cultores de la fotografía análoga. Todavía existen fotógrafos que hacen daguerrotipos.

    Quisiera por último, enviarles un mensaje a los que dudan sobre iniciarse en el camino del arte: háganlo, atrévanse: aprendan creando, experimenten, déjense llevar y el ángel de la mirada vendrá.

    En mi caso, hoy, pasados los 90, el ángel todavía está conmigo. Mi curiosidad está intacta. Vivo en el presente, con la mirada puesta en el próximo disparo.

    Muchas gracias.

    Julia Toro

  23. Formas de habitar la narración

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    La literatura no me interesa”, dijo en una entrevista el escritor argentino Hernán Casciari, a fines del año pasado, y abrió la polémica. El planteo que hizo fue el siguiente: “La literatura era una cosa de épocas donde no teníamos pestañitas que minimizar. La literatura era buenísima cuando no había otra cosa (para entretenerse). Mi hija tiene seis años y obvio que no va a leer, para qué. Yo necesito que consuma historias. Consumir historias es lo mejor que te puede pasar en la vida. Por eso existen otras cosas (audiolibros, podcast, plataformas, redes) para que podamos seguir consumiendo las historias que necesitamos. No podemos tener tres horas los ojos en un papel”.

    Hay en este cuestionamiento a la lectura y a una forma de la narración la visualización de un síntoma de época que confunde dos dimensiones muy distintas. Por un lado, la literatura, y por otro, las diversas maneras de entretener. Más o menos en el mismo tiempo en que Casciari lanzaba estas declaraciones, aparecían publicados dos libros, La crisis de la narración, de Byung-Chul Han, y Formas de habitar, de Nicolás Cabral, que piensan con una claridad y una profundidad notables esta tensión que plantea Casciari en su intervención: la tensión entre narración y storytelling.

    Narración versus información

    El filósofo Byung-Chul Han viene trabajando sobre un camino abierto por la obra de Zygmunt Bauman. De algún modo, Han retoma esa tradición no solo por los temas que aborda (la tensión entre una modernidad sólida desplazada por una modernidad líquida), sino por el estilo de su pensamiento y de su escritura. Es una obra que, como la de Bauman, se vuelve accesible para el gran público, esquemática en su puesta en práctica y la escritura funciona como síntesis de una época. Lo que para Bauman era la modernidad líquida, Byung-Chul Han lo plantea como sociedad de la transparencia o régimen de la información. En el contexto teórico de ese esquema aparece La crisis de la narración.

    La crisis de la narración es un libro que se estructura sobre el notable texto de Walter Benjamin, El narrador. Allí, Benjamin plantea el progresivo empobrecimiento de la capacidad de narrar historias en la vida moderna. La narración oral va desapareciendo porque se va cosificando la vida en las metrópolis y porque la relación con la naturaleza y la aventura se enflaquecen ante la vida industrial. En esa línea, la crisis de la narración para Han sería el predominio de la información sobre la narración: “El espíritu de la narración se ahoga en la marea de las informaciones”. Ya no se cuentan historias, la experiencia en el mundo se ha empobrecido. Si Benjamin postula eso a principios del siglo XX, Han trae al presente ese artefacto teórico para analizar cómo se han complejizado esas tendencias en la sociedad de consumo.

    El modo en que se libra esa tensión, la forma en que se horada la narración, apunta fundamentalmente a perder una de sus capacidades centrales: la narración, para Han, produce comunidad. Entrelaza vínculos, refuerza una conciencia colectiva que supone un modo de habitar: la contemplación, la mirada larga puesta en el horizonte y una forma de atravesar el tiempo la caracterizan. Byung-Chul Han utiliza el concepto de comunidad narrativa para detallar esos efectos.

    Por el contrario, la emergencia y el predominio hegemónico de la información o del dato degradan progresivamente el efecto de la comunidad narrativa para imponer otra lógica. “El espíritu de la narración se pierde entre las informaciones que convierten a los individuos en consumidores”. La información cuando cuenta se organiza con una trama que apunta a vender, no a transmitir una experiencia en el mundo. Así es como irrumpe el modelo del storytelling.

    Byung-Chul Han plantea entonces que el storytelling es un modo de volver a contar historias, es un modelo que está en auge, pero es el modelo del marketing y la publicidad. “El storytelling no crea ninguna comunidad narrativa, sino que engendra una sociedad de consumo”. Las historias que cuenta un storytelling son historias que deben ser simples, con un mensaje relevante y que prioritariamente busquen conmover. El formato se organiza con la estructura clásica de la trama: comienzo, conflicto y desenlace. De este modo, el storytelling es la trama de los relatos publicitarios, de las storys en las redes sociales. Breves, simples y contundentes, para que terminen conmoviendo. Han plantea que esta lógica del storytelling es la forma de transmitir la información. Ambas “son incapaces de darle estabilidad a la vida”.

    En el comienzo de Formas de habitar, el nuevo libro de Nicolás Cabral, se lee la pregunta por la narración y por lo que distingue la narración del storytelling. Aparecido casi al mismo tiempo que La crisis de la narración, Formas de habitar es un libro que aborda la problemática planteada por Han, ahora particularizando en la literatura, en casos fundamentales de la literatura. Siguiendo una definición de Saer, por ejemplo, Cabral resalta la idea de que la narración es ‘un modo de relación del hombre con el mundo’, en cambio, el storytelling, un recurso de la mercadotecnia contemporánea.

    Figuras de lo inhumano

    En el comienzo de Formas de habitar, el nuevo libro de Nicolás Cabral, se lee la pregunta por la narración y por lo que distingue la narración del storytelling. Aparecido casi al mismo tiempo que La crisis de la narración, Formas de habitar es un libro que aborda la problemática planteada por Han, ahora particularizando en la literatura, en casos fundamentales de la literatura. Siguiendo una definición de Saer, por ejemplo, Cabral resalta la idea de que la narración es “un modo de relación del hombre con el mundo”, en cambio, el storytelling, un recurso de la mercadotecnia contemporánea.

    El arte de la narración para Cabral “disputa al poder, en el núcleo mismo de la lengua, el monopolio de la ficción”. En ese sentido, el oficio del escritor en el mundo contemporáneo debe ser el de “crear formas que no conviertan a las palabras en mercancías”. Formas de habitar va a explorar imaginarios literarios radicales, que serán juzgados no por el tema ni por la lógica comunicativa, sino por la transformación que producen en la lengua.

    El planteo teórico que despliega Nicolás Cabral (argentino, hijo de exiliados y residente en México) en este extraordinario ensayo se corresponde casi como un mapeo estético por donde se juega su propia narrativa. Con una novela, Catálogo de formas, y un volumen de relatos, Las moradas, ambos publicados por Periférica, Cabral condensa, en una escritura fragmentada y en una prosa concebida como una arquitectura diseñada para morar, una tradición que es la que analiza de manera exhaustiva en Formas de habitar.

    La cantidad de autores que aborda es enorme (Beckett, Herta Müller, Gibson, Bernhard, Sebald, etc.) y muestra claramente el tipo de literatura que le interesa estudiar. Una literatura con una fuerte impronta moderna, que explora la lengua y construye edificios estéticos complejos. Hay una cita de Herta Müller que Cabral toma para dar una definición de literatura: “Escribir siempre es para mí balancearse sobre la cuerda floja entre revelar y guardar un secreto”. La narración es un juego de seducción que, a diferencia del régimen de la información, bordea, insinúa, hecha sombras sobre un vidrio esmerilado, como en el cuento de Saer. Nunca agota lo narrado, más bien lo sobrevuela. “El embozo y el encubrimiento son esenciales para la narración”, sostiene también Han. La información, por el contrario, se constituye y acaba a su vez en la transmisión del dato. No hay velos. En el régimen de la información hay, como dice Han, una exposición pornográfica. Porque lo que se muestra es. En este sentido, ambos autores sostienen que la narración no debe explicar. Narrar es sugerir, indagar, provocar sensaciones, pero no develar ese secreto del que habla Müller.

    El ensayo de Cabral pone el foco así en la emergencia de una crisis que puede estar ligada con la crisis de la narración, aunque opera en otro plano. La pregunta que ronda es la pregunta por la posibilidad de habitar el mundo contemporáneo. Para Cabral hay una crisis de habitabilidad que no es otra cosa que una crisis de la intimidad. Por dar un buen ejemplo de los tantos que trabaja Cabral: en la novela Alguien, de Robert Pinget, lo que susurra es una voz, la voz de alguien que ha perdido un papelito y lo busca. Ese susurro se parece a la figura de la compañía que esboza Beckett en su texto Compañía. Una voz anónima habla, busca un texto, resuena. Hay un tono, busca un tono, necesita de la compañía de ese tono para que el texto y la búsqueda del papelito cobre sentido. Por lo tanto, a partir de esta gran novela de Pinget, Cabral sostiene que la narración como una forma de habitar necesita de un tono. “Habitar es encontrar un tono, dice”. El tono como “vibración del ser, nuestro modo de relacionarnos con el mundo”.

    El peso del tiempo

    Estaríamos, entonces, frente a una tensión entre una sociedad de la transparencia, en donde están en crisis tanto la narración como la intimidad ante el predominio hegemónico del storytelling, y, por otro lado, la literatura, esa experiencia con el lenguaje que no se reduce a ninguna fórmula, que interroga la realidad, que trama complejidades.

    Hay una cita de Paul Ricoeur que deja en claro la forma en que funciona el tiempo en la narración. Y cómo, a su vez, la narración constituye al tiempo. “El tiempo —dice Ricoeur— se hace humano cuando se articula de modo narrativo, a su vez, la narración es significativa en la medida en que describe los rasgos de la experiencia temporal”. En el storytelling la temporalidad ya no estaría modelada por la narración, el tiempo se cosifica al tener por objetivo el consumo. “No podemos tener tres horas los ojos en un papel”, dice Casciari. Por lo tanto, emerge en la literatura la importancia de la resistencia política. Como plantea Cabral, el arte de narrar “disputa al poder en el núcleo mismo de la lengua”, en su temporalidad. Allí se libra una batalla. Del otro lado está la postura de Casciari. “La literatura no me interesa”, dice. Lo que le interesa es el formato del storytelling, es decir, no dejar de consumir historias sencillas, que conmuevan, que nos distraigan del paso del tiempo.

     

    Imagen: Ocho figuras de sombras (1842), de Utagawa Hiroshige.

     


    La crisis de la narración, Byung-Chul Han, Herder, 2023, 112 páginas, $14.000.


    Formas de habitar, Nicolás Cabral, Sexto Piso, 2023, 266 páginas, $47.050.

  24. Doris Lessing: prisiones electivas

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    La guerra es el hecho central de nuestro tiempo”, anotó Doris Lessing en el quinto volumen de su pentalogía autobiográfica Hijos de la violencia (1952-1969), la novela La ciudad de las cuatro puertas. Esa intuición tenía un trasfondo personal. Su padre sufrió la amputación de una pierna durante la Primera Guerra Mundial; las secuelas psíquicas le penaron durante el resto de su vida. “Soy hija de la Primera Guerra Mundial (…) mis dos padres fueron gravemente dañados por la guerra. Mi padre, físicamente, y ambos mental y emocionalmente”.

    Lessing observó en su ensayo Prisiones en las que elegimos vivir (1987), un fenómeno recurrente, acaso cíclico: los hombres marchan a la guerra en un estado de exaltación, una “espantosa euforia pública”. La máquina de moler carne de la violencia no solo deja un reguero de muerte y destrucción, sino que inflige un trauma colectivo, un daño profundo e irreparable que, sin embargo, no impide que nuevas generaciones marchen exultantes a la guerra. El odio sería “un lugar”, una fuerza casi impersonal, una suerte de longitud de onda que cualquiera puede sintonizar. Nunca estamos demasiado lejos del “descenso a la barbarie”. Y agrega: “En tiempos de guerra, como saben quienes han experimentado una o hablado con soldados que se permiten recordar la verdad, y no los sentimentalismos con los que nos protegemos de los horrores de los que somos capaces (…) volvemos, como especie, al pasado, y se nos permite ser brutales y crueles. Es por esta razón (…) que mucha gente disfruta de la guerra. Pero de esto no se habla a menudo”.

    Puede no existir una distinción tajante entre la paz y la guerra, esta última a veces arriba de manera solapada (en tal sentido, hay quienes aseveran hoy que Estados Unidos se encontraría ya en una guerra civil): “Así comienza una guerra. En tiempos de paz, llega un anuncio, una amenaza. Una bomba cae en algún lugar, los posibles traidores son encarcelados sin mucho ruido. Y durante algún tiempo, días, meses, tal vez un año, la vida tiene un carácter pacífico en el que se entremezclan acontecimientos bélicos. Pero a medida que el conflicto se prolonga, toda la vida se convierte en guerra, cada acontecimiento tiene un carácter bélico, no queda nada de la paz”.

    La violencia puede tomar muchas maneras, sugiere la ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2007. Una de las más insidiosas es aquella que se ejerce sobre las mentes. Noam Chomsky afirmó recientemente que el Partido Republicano quizás sea la institución más dañina de la historia de la humanidad, por su actitud ante la crisis climática, ya que puede contribuir al fin de la civilización tal como la conocemos. Lessing apuntaba en Prisiones a la Iglesia Católica, un “régimen tiránico”, que duró dos mil años y “dominaba la sociedad en su totalidad como único árbitro de conducta y pensamiento”, antes de perder influencia a comienzos del siglo XX y transformarse en una especie de “institución caritativa”.

    Al mismo tiempo, la violencia parece cumplir en varias obras de Lessing una función, aunque nunca explicitada, tanto en el terreno social como personal: “Lo nuevo, la apertura, debía ocurrir a través de una región de caos, de conflicto”.

    Un ejemplo notable es La buena terrorista (1985), sobre un grupo de jóvenes que ocupan una casa abandonada en Londres y transitan hacia el radicalismo político. ‘Aún somos animales grupales’, sostiene. Si formas parte de una comunidad, agrega, es muy difícil sostener opiniones disidentes, manifestar desacuerdo con las ideas que imperan en ella es un riesgo.

    Animales grupales

    La preocupación por la violencia recorre toda la trayectoria de la autora. Los estudiosos han dividido su obra en períodos secuenciales. Resulta más productivo abordarla en términos de capas superpuestas; al igual que los de uno de sus precursores, Marcel Proust, sus textos operan en múltiples niveles: psicológico, de dinámica grupales, sociológico, político, histórico y un plano superior de integración que se puede describir, sin temor a la exageración, como visionario. Esas dimensiones no calzan perfectamente entre sí, no conforman un sistema. Leer a Lessing equivale a sumergirse en un río con corrientes y contracorrientes, en permanente transformación, en que la única constante es el cambio.

    En el plano psicológico, da vida a personajes móviles, en constante mutación, que evolucionan de maneras inesperadas, que se trenzan en vínculos misteriosos, que resultan inasibles incluso para sí mismos: “Hay que deducir los verdaderos sentimientos de una persona sobre algo por una sonrisa que no sabe que tiene en la cara, por la forma en que la amargura tensa los músculos de la comisura de los labios o el aire es expulsado de los pulmones”. Un motivo recurrente es el contraste entre personajes eficientes, competentes, capaces de valerse por sí mismos y de sostener a otros, y de sujetos que no pueden hacer frente a la realidad, que deben ser apuntalados financiera y emocionalmente. Otro tema reiterado es el de un personaje que se ve enfrentado a una cierta tarea y entra en una especie de túnel (uno de sus cuentos más memorables se llama “A través del túnel”), no es libre hasta haberla completado. Cada vez que se critica a otra persona, señala, interviene un componente de envidia. Es más, existe un mecanismo misterioso mediante el cual lo que criticamos en otros termina por pasarnos la cuenta. “Lo que uno condena, regresa para ser experimentado (…) uno debe sufrir lo que desprecia”. Bajo las numerosas facetas, máscaras e identidades que componen sus personajes y narradores, subyace un yo profundo que a veces llama un “observador silencioso”.

    En un nivel que puede describirse como de psicología social, Lessing insiste una y otra vez en retratar dinámicas grupales. Un ejemplo notable es La buena terrorista (1985), sobre un grupo de jóvenes que ocupan una casa abandonada en Londres y transitan hacia el radicalismo político. “Aún somos animales grupales”, sostiene. Si formas parte de una comunidad, agrega, es muy difícil sostener opiniones disidentes, manifestar desacuerdo con las ideas que imperan en ella es un riesgo. Solo una minoría se atreve a pensar por sí misma; “el futuro de todos depende de esa minoría”. Un grupo de pertenencia es como una droga, declara, al mismo tiempo reconfortante y “el enemigo”. La breve novela de terror El quinto hijo (1988) elabora el impacto en una familia del nacimiento de un niño extraño, acaso no del todo humano.

    Al igual que otros intelectuales, percibe una línea de continuidad entre religión e ideología, aunque admitiendo que se trata de un lugar común. De los dos mil años de régimen tiránico de la Iglesia heredamos no solo la idea de redención, el anhelo de un estado futuro de absoluta perfección y felicidad, sino también el sectarismo.

    En un plano más amplio, sociológico, sugiere que “nos gobiernan olas de emoción colectiva”. La educación no sería más que adoctrinamiento. “Idealmente, se debiera decir a cada niño, repetidamente, a lo largo de su vida escolar: ‘Estás siendo adoctrinado. Aún no hemos desarrollado un sistema educativo que no sea un sistema de adoctrinamiento. Lo sentimos, pero es lo mejor que podemos hacer. Lo que se les enseña aquí es una amalgama de los prejuicios actuales y de las opciones de esta cultura en particular’”. Lessing sugiere que nadamos en las corrientes de nuestro tiempo y que es extraordinariamente difícil, si no imposible, sustraerse a ellas. Se refiere, por ejemplo, a “la gente despreocupada, de modales relajados de hoy”, para acentuar hasta qué punto en el pasado reciente los hábitos e incluso la vestimenta imponían una rigidez física. Se refiere al sexo y la comida como prioridades culturales contemporáneas, cuya relevancia damos por sentada. Cita a George Bernard Shaw, quien sugirió que los seres humanos se habrían hipersexualizado (algo que, por lo demás, parece estar cambiando en el siglo XXI). Lessing relata que en su juventud en Rodesia del Sur —la actual Zimbabue— y luego en Londres, existía una obsesión generalizada con el alcohol, era tema obligado de conversación, una preocupación que se ha desplazado hacia la comida. La sociología como disciplina, junto a otras “ciencias blandas” y la misma literatura formarían parte de un fenómeno crucial: “La habilidad todavía en ciernes de la humanidad de considerarse a sí misma de manera objetiva”, que sería un contrapeso del atavismo de la violencia. El conocimiento reciente sobre la naturaleza humana debiera integrarse, sostiene, a las instituciones. Conjetura que los y las habitantes del futuro se van a extrañar de que no lo hayamos hecho mucho antes.

    En el ámbito político, la trayectoria de Doris Lessing estuvo marcada por la militancia comunista y por su posterior desencanto y renuncia al partido en los años 50. Tanto la serie Los hijos de la violencia como su novela más famosa, El cuaderno dorado (1962), dan cuenta de ese tránsito del fervor a la decepción, tema al que regresaría más tarde en El sueño más dulce (2001). Al igual que otros intelectuales, percibe una línea de continuidad entre religión e ideología, aunque admitiendo que se trata de un lugar común. De los dos mil años de régimen tiránico de la Iglesia heredamos no solo la idea de redención, el anhelo de un estado futuro de absoluta perfección y felicidad, sino también el sectarismo. “Es posible que el marxismo fuera el primer intento, en nuestra época, fuera de las religiones formales, de una mente global, de una ética global. No funcionó, no pudo evitar dividirse y subdividirse, como todas las demás religiones, en capillas, sectas y credos cada vez más pequeños. Pero fue un intento”.

    Observa que solo en los ámbitos de la política y la religión, personas completamente desquiciadas pasan por viables e incluso asumen papeles de liderazgo. “Si una gran cantidad de personas están locas de la misma manera, no se reconoce como locura”. Argumentó en Prisiones que nos encontramos en una fase primitiva de evolución cultural que llama la era de la creencia, basada en un anhelo de certeza: la noción de que nuestras convicciones son las correctas, que nos lleva a “formar parte de movimientos equipados con verdades”. “Nos domina algo muy poderoso y primitivo”, escribió, una forma de delirio grupal, una percepción de superioridad moral frente a quienes piensan distinto. Lessing asevera que debemos transitar deliberadamente hacia una forma de objetividad, basada en una observación precisa y desinteresada de nuestro comportamiento y capacidades, aunque los resultados sean incómodos. Por ejemplo, instó a reconocer que en todos los países del mundo, en todas las épocas, ha habido clases privilegiadas. Muchas revoluciones se llevaron a cabo para deshacerse de una élite, pero al poco tiempo, entre los revolucionarios se conforma una nueva élite. Los movimientos de masas generan una actitud violenta, emocional, partisana, que suprime los hechos que no le convienen, mintiendo, haciendo imposible el tono sensato, calmado, “que conduce a la verdad”. Los países dan por sentado que son democracias, advierte, pero esta es una idea nueva, frágil, precaria.

    “A menudo, las emociones colectivas parecen las más nobles y bellas. Y, sin embargo, dentro de un año, cinco años, una década, cinco décadas, la gente se preguntará: ‘¿Cómo pudiste creer eso?’, porque habrán ocurrido hechos que habrán desterrado esas emociones al basurero de la historia”.

    Aguas profundas

    En el terreno histórico, la autora retorna una y otra vez a la idea de zeitgeist, el entramado de convicciones que domina cada época: “Las ideas más poderosas son aquellas que se dan por sentadas”, declara. El zeitgeist es inescapable y al mismo tiempo transitorio, destinado a quedar atrás. “A menudo, las emociones colectivas parecen las más nobles y bellas. Y, sin embargo, dentro de un año, cinco años, una década, cinco décadas, la gente se preguntará: ‘¿Cómo pudiste creer eso?’, porque habrán ocurrido hechos que habrán desterrado esas emociones al basurero de la historia”. Este es un fenómeno al cual son particularmente proclives las generaciones jóvenes, que suelen situarse en una alborada, considerando que todo lo anterior fue un desatino y que su papel consiste en empezar de cero, construir una nueva realidad social, libre de los errores del pasado. Lessing advierte que “a la gente joven no le interesa la historia”. De esta es posible aprender “cómo vernos a nosotros y a la sociedad en que vivimos de esa manera calmada, fría, crítica, escéptica que es la única posible para un ser humano civilizado (…) así lo han afirmado filósofos y sabios”. El examen de la historia depararía, al igual que el envejecimiento personal, “los placeres de la ironía”.

    En el plano visionario, en el que traza líneas sobre el sentido y destino de la humanidad en una escala de tiempo más amplia, acusa la influencia de su interés por el sufismo y su amistad con el pensador y erudito Idries Shah. Lessing fue una de las figuras literarias que gravitaron hacia Shah, junto a Robert Graves, Ted Hughes y J. D. Salinger. Su ambiciosa pentalogía de ciencia-ficción Canopus en Argos (1979-1983) recorre la historia universal en función de la intervención secreta de civilizaciones extraterrestres, influencias tanto benignas como malignas. En ella destacan la primera entrega, Shikasta (1979), que en cierta medida reescribe el Antiguo Testamento, y The Making of the Representative for Planet 8 (1982), que contiene ecos del Libro de Job. Pero ese aspecto visionario, su capacidad de navegar en “aguas profundas”, va más allá de su incursión en la ciencia-ficción. “Enamorarse es comprender que somos exiliados”, estampó en una de sus novelas tardías, De nuevo el amor (1996), sobre una compañía de teatro que prepara el montaje de una obra sobre la vida de una trovadora. La protagonista, una mujer de 65 años, se enamora de un hombre al que dobla en edad; su historia aborda el amor de una manera proustiana (“la honda necesidad de un ser”, escribió este) y también en su dimensión mística, que los trovadores tomaron a partir del siglo XI de la poesía árabe y que se extendería a Occidente en el ciclo artúrico, la Comedia dantesca y el culto bajomedieval a la Virgen María. La idea del amor como una forma de exilio recuerda la lectura de Borges de la Odisea. Podemos leerla, sugirió este, como una serie de aventuras marítimas o como una alegoría en torno a la sospecha de que nunca estamos en casa.

    En esta época da miedo estar vivo, es difícil pensar en los seres humanos como criaturas racionales. Por todas partes vemos brutalidad, estupidez, parece no haber nada más: un descenso a la barbarie, que somos incapaces de frenar. Pero creo que, si bien es cierto hay un empeoramiento general, es precisamente porque las cosas son tan aterradoras que nos hipnotizamos y no notamos —o menospreciamos— fuerzas igualmente fuertes en el otro lado, las fuerzas, en resumen, de la razón, la cordura y la civilización”. En varias novelas de Lessing está presente, de manera más o menos evidente, una amenaza externa, el mundo acotado de la narración parece estar cercado por fuerzas poderosas, por un lento y sostenido proceso de destrucción cifrado en un bombardeo de malas noticias, desastres de diversa índole. De manera contraintuitiva, Lessing mantiene una postura que se podría considerar optimista. Ve en ese deterioro “una reacción, una resaca, un movimiento hacia delante de la evolución social que no podemos distinguir con facilidad”. Estaríamos avanzando hacia una mayor complejidad y flexibilidad. Los “filósofos y sabios” han recomendado “vivir nuestras vidas con mentes libres de compromisos violentos y apasionados, en una condición de duda inteligente sobre nosotros mismos, en un estado de curiosidad calmada, tentativa, desapasionada”.

  25. Tres paradojas del cine de David Lynch

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    La muerte a los 78 años de David Lynch fue un golpe artero, no tanto porque interrumpiera una obra que en lo básico estaba completamente saldada, sino porque fue inesperada. Sabíamos que estaba sufriendo una deficiencia respiratoria severa. Sin embargo, en una época que ha visto alargarse las expectativas de vida a extremos insospechados, todos contábamos con que Lynch cuando menos iba a seguir trabajando en su taller de Los Ángeles por largo tiempo en sus artesanías, manualidades y composiciones pictóricas.

    El enfisema pulmonar y los incendios californianos dispusieron otra cosa, y los sentimientos y expresiones de pesar a raíz de su deceso han sido transversales, mediáticamente muy destacados y también doloridos. No porque ya había hecho lo suyo, su partida es menos sentida. Ha desaparecido el autor de Terciopelo azul, de Corazón salvaje, de Carretera perdida y de esa verdadera summa teológica que fueron las tres temporadas de la serie Twin Peaks. ¿Cómo no evocar al momento de la despedida imágenes que nos quedaron grabadas para siempre, como la respiración depravada de Dennis Hopper con una máscara de oxígeno en Terciopelo azul, o los fósforos que encienden un cigarro tras otro en Corazón salvaje, o las frases musicales de Angelo Badalamenti en Twin Peaks, o las cortinas rojas con ese enano que se ríe frenéticamente en Carretera perdida?

    ¿Qué no se ha dicho? ¿Qué no se ha escrito? Aquí solo nos limitamos a identificar tres paradojas que están asociadas tanto a la vida como a la obra de David Lynch.

    ¿Cómo no evocar al momento de la despedida imágenes que nos quedaron grabadas para siempre, como la respiración depravada de Dennis Hopper con una máscara de oxígeno en Terciopelo azul, o los fósforos que encienden un cigarro tras otro en Corazón salvaje, o las frases musicales de Angelo Badalamenti en Twin Peaks, o las cortinas rojas con ese enano que se ríe frenéticamente en Carretera perdida?

    El diáfano artista de los mundos retorcidos. A lo mejor de nadie que cargue con cuatro matrimonios a cuestas se pueda decir que ha sido muy feliz. Cuatro, sin contar con la relación de varios años que tuvo con Isabella Rossellini. Sin embargo, a pesar de estos antecedentes, son muchos los testimonios que aseguran que David Lynch fue un hombre básicamente feliz. Desde luego lo fue en su infancia. Tuvo el privilegio de nacer en un hogar donde sus padres jamás discutieron, donde los hermanos se querían, donde los niños eran parte del grupo de amigos del barrio y donde el colegio estaba lejos de ser un disgusto o un problema. Más problemáticos fueron ciertamente sus años en la educación media. Odió los estudios, se anduvo aislando, empezó a llegar tarde a casa y dentro de ese hogar pasó a ser la oveja negra que, a pesar sus aptitudes, parecía empeñado en reprimirlas y contrariarlas. Pero fue un período relativamente corto, con algo de alcohol y bohemia. Incluso la hierba la vino a probar mucho más tarde. La etapa disociada, en todo caso, solo duró hasta el día que, a través de un compañero de curso, conoció el estudio donde trabajaba el padre de su amigo, que era un pintor reconocido. Ahí Lynch entendió que eso era lo que quería hacer en la vida y de ahí en adelante, con vacilaciones, con regresiones a veces, con conflictos no muy diferentes a los de cualquier chico de su edad, nunca dejó tener claros sus rumbos y de saber qué le interesaba y qué no. Bien puede ser que saber lo que se quiere y lo que se espera de la vida no equivalga exactamente a la conquista de la felicidad, pero nadie pondrá en duda que se trata de un peldaño importante en esa dirección.

    Por lo mismo, es paradojal que el cineasta que fue emblema de oscuridad y distorsión, de inspiración bizarra y aliento pervertido, haya sido una persona bastante reconciliada consigo mismo. Como dice Laurent Tirant en su colección de entrevistas a cineastas (Lecciones de cine, Paidós, 2005), David Lynch no era en absoluto lo que esperabas que fuera: “Sus películas suelen ser extrañas y retorcidas, repletas de personajes ambiguos y, a veces, aterradores. Pero el hombre que está detrás de la cámara es uno de los directores más sencillos, cálidos y afables que he conocido”.

    ¿Cuánto de ese hombre reconciliado correspondía a su madurez como artista y cuánto se lo debía a la meditación trascendental, escuela de espiritualidad a la que entró en 1973 y que abrazó con resuelto compromiso, al punto de establecer una fundación inspirada en sus preceptos y que presta ayuda a jóvenes y personas en situación de riesgo social? Imposible saberlo. Lo que sí está claro es que nunca sus equilibrios fueron simples, ingenuos o beatíficos. Su cine habla precisamente de lo contrario.

    Ese personaje por un lado afable y por otro extremadamente provocador manejó no solo con destreza, sino también con sabiduría, algunas verdades sencillas que fueron fundamentales para levantar una filmografía como la que construyó. Primero, no te desvíes de tu idea central, así sea que tengas pocos o tengas muchos recursos a tu disposición; las ideas no surgen de la nada y no surgen tampoco todos los días; cuando diste con una idea, por lo mismo, no la sueltes, no te engolosines con lo adjetivo, no le concedas a los actores más de lo necesario, no dejes que la idea se te escape. Segundo, sé fiel a tus obsesiones, acéptalas y trabaja a partir de ella, no en contra; las obsesiones siempre salen a flote y si lo hacen es porque se ganan ese derecho y no queda más que concedérselo. Tercero, nunca cedas el control de la cinta que estás haciendo; la experiencia que Lynch tuvo con De Laurentis en el rodaje de Dune (1984) fue traumática y le dejó una lección que jamás olvidaría: desoye los cantos de sirena de la industria, amárrate como Ulises al mástil de tu embarcación y no te dejes seducir por la seducción de la riqueza o el éxito. Cuarto, el cine es cabeza y emoción; una película no es solo cosa de saber contar una historia; puede llegar el momento incluso de que la historia sea lo de menos; puede ocurrir que las intuiciones pasen a ser más importantes que las razones y la autoridad de los sentidos —el color, el movimiento, la música, la capacidad de sugestión— termine desplazando a las lógicas narrativas; es más, no dejes que estas lógicas o estructuras del relato te priven de hacer una película visualmente potente y adictiva. Si de algo estaba convencido Lynch era de que el cine tenía la capacidad de describir cosas que son invisibles. Punto.

    Manejó no solo con destreza, sino también con sabiduría, algunas verdades sencillas que fueron fundamentales para levantar una filmografía como la que construyó. Primero, no te desvíes de tu idea central (…). Segundo, sé fiel a tus obsesiones (…). Tercero, nunca cedas el control de la cinta que estás haciendo (…). Cuarto, el cine es cabeza y emoción(…). Si de algo estaba convencido Lynch era de que el cine tenía la capacidad de describir cosas que son invisibles. Punto.

    Cineasta grande, pero más artista que cineasta. Lynch es probablemente uno de los primeros grandes realizadores que, en estricto rigor, no se formó en el cine. Su matriz original fue la pintura y en general las artes plásticas. Cuando se dio a conocer el año 77 con Eraserhead, su irrupción tuvo algo del impacto que tuvo en su época Luis Buñuel. Y, a pesar de ser un artista de registros tan múltiples, puesto que hizo películas, dirigió videoclips, hizo publicidad, grabó álbumes musicales y se metió fuerte en la producción de material para internet, nunca dejó de lado la que había sido primera vocación. Es a ella que terminó regresando, puesto que no filmaba un largometraje desde el 2006. El documental David Lynch: The Art Life (2016), dirigido por Rick Barnes, Jon Nguyen y Olivia Neergaard-Holm, es muy revelador a este respecto. Muestra a un artista completamente entregado a una suerte de fervor artesanal en la composición de sus obras, en una erótica de la textura y densidad, del empaste y color, de la mancha y la trasparencia, del tacto y el juego sobre la superficie del cuadro, que es algo que tiene y no tiene que ver con el impacto de las imágenes, algo tan propio del cine. Curiosamente, nunca fue lo que se llama un cineasta cinéfilo. Cuando le preguntaban de realizadores que lo habían influido, hablaba de Fellini, básicamente porque Ocho y medio le voló la cabeza; de Billy Wilder, básicamente por la majestad gótica de Sunset Boulevard; de Hitchcock, básicamente por La ventana indiscreta, porque le hizo ver que las películas ocurrían primero en la cabeza del espectador antes que en la pantalla; y de Jacques Tati, porque su cine es un despliegue de humanismo entre geométrico y coreográfico. No iba mucho más allá, aunque también respetara a Bergman, a Polanski y a Herzog. Es posible que un artista como Oscar Kokoschka, con quien en algún momento de su juventud quiso tomar clases, lo influyera mucho más que cualquier realizador. Por lo mismo, porque nunca fue un cineasta de trivia, fue una tremenda sorpresa reconocerlo en el cameo que hizo para una de las últimas películas de Spielberg, Los Fabelman, donde asumió nada menos que el rol de John Ford.

    Acaso sin proponérselo, David Lynch llegó lejos. Nunca fue un cineasta pop, del modo en que lo fueron, por ejemplo, Spielberg, George Lucas e incluso Kubrick y Polanski. Pero sí desde bien temprano se convirtió en eso que pasó a llamarse “cineasta de culto”. Alguna vez un estudioso tendrá que cuantificar qué tanto de este prestigio se debió a las películas que había dirigido hasta entonces y qué tanto correspondió a la serie de televisión Twin Peaks, que fue un fenómeno mundial de sintonía y, a su vez, el último ejemplo de conmoción moral impartido por la televisión abierta (en las dos primeras temporadas, la tercera ya fue al streaming), antes que el medio se hundiera en la completa irrelevancia y vulgaridad. Como quiera que sea, y dejando a un lado a fenómenos como Eastwood y Scorsese, que son en sí mismos verdaderos portentos, Lynch interpuso una distancia insuperable y una categoría irremontable frente al resto de los cineastas de su generación. Fue más, bastante más, que Michael Mann. Más también que Cronenberg, a quien dejó chapoteando en la frustración, o que Wenders, que sigue manoteando cualquier proyecto, sin darse cuenta que hace rato su nave está hundida.

    Curiosamente, nunca fue lo que se llama un cineasta cinéfilo. Cuando le preguntaban de realizadores que lo habían influido, hablaba de Fellini, básicamente porque Ocho y medio le voló la cabeza; de Billy Wilder, básicamente por la majestad gótica de Sunset Boulevard; de Hitchcock, básicamente por La ventana indiscreta, porque le hizo ver que las películas ocurrían primero en la cabeza del espectador antes que en la pantalla; y de Jacques Tati, porque su cine es un despliegue de humanismo entre geométrico y coreográfico.

    La prioridad es de la imagen, pero para ir más allá de la imagen. Aunque Lynch haya probado los alucinógenos y los psicotrópicos relativamente tarde, siempre entendió la potestad de las imágenes cinematográficas desde la ribera de la sugestión, la hipnosis, la ensoñación y la adicción alucinada. Y justo porque la entendió así, su cine se caracterizó por una intensidad visual —una gramática de formas, volúmenes, colores y sombras— que no solo fue muy jugada, sino que además era poco frecuente en el medio. Era la escuela de Hitchcock, de Cassavetes, de Brian de Palma. En general, de cineastas que anteponían el poder de la imagen a la experiencia de la vida.

    La paradoja radica en que en realidad no es que Lynch estuviera particularmente interesado en la perfección o autoridad lapidaria de las imágenes. Lo que en verdad le interesaba es lo que estaba detrás. ¿Qué estaba detrás? Difícil identificarlo. Al bulto, la respuesta sería lo siniestro, el miedo, la anomalía, la distorsión, la perplejidad, el blackout, lo que no tiene explicación a la primera y tampoco a la segunda ni a la tercera. Vuelta a La ventana indiscreta: la película no ocurre en la pantalla; ocurre en la cabeza del espectador. Es él quien la arma a partir de estímulos, conexiones, intuiciones, nexos, referencias, fugas, inmundicias, metáforas, alusiones que nadie puede controlar muy bien y, nadie, tampoco, explicar con entera claridad. Es fácil resumir en cinco líneas el argumento de las principales películas de Lynch. Es verdad que en las dos últimas, Mulholland Drive y Inland Empire, el asunto se complica más. Quizás la meditación trascendental lo había capturado hasta los límites de volverlo hermético. Pero es evidente que sus obras, las primeras, las siguientes y las finales, trascendían la trama y se instalaban en lugares muy poco accesibles de la conciencia, apelando a esas dosis indeterminadas de crueldad, de perversidad, de represión, de erotismo y delirio rampante que pudieran subsistir en cada uno de nosotros. Por eso caló tan hondo. Por eso generó tanto fanático, de buena y de mala ley, por buenas y malas razones. Por eso el suyo pasó a ser bandera de un cine de inspiración bizarra.

    Lo cierto es que esta paradoja —me interesan las imágenes porque precisamente lo que me interesa es trascender las imágenes— no solo es suya. Al final, es la de todos los grandes cineastas. Incluso la de los autores etiquetados como intransigentes maestros del realismo, llámese Rossellini, Rohmer o Abbas Kiarostami. El cine, la pantalla, no es solo una ventana abierta al mundo. Es una ventana que también está abierta para el otro lado, hacia el interior. Por decirlo así, el cineasta fotografía lo que existe, pero en realidad lo hace para capturar lo que no existe.

    Una paradoja que Lynch planteaba en otros términos: “El mundo en el que vivimos es un mundo de contrastes y polos opuestos: ruido y silencio, contemplación y activismo… Nuestra misión en este es la de combinar el poder de ambos polos. Eso es lo que trato de hacer con mi trabajo”.

  26. El cuerpo como lugar de batalla

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    La vegetariana, de la más reciente galardonada al Premio Nobel de Literatura Han Kang, es una novela perturbadora y visceral, que atrapa al lector de manera extraña a través de la transformación de su personaje principal, Yeong-hye. La novela conduce al lector, lentamente primero, pero después de manera cada vez más intensa, lírica y vertiginosa, hacia un camino oscuro y surrealista de transformación y rebeldía silenciosa. Publicada en el 2007, pero traducida al inglés en 2015, La vegetariana recibió el premio Man Booker International en 2016 y es considerada como pieza clave en la obra de Kang. Ciertamente, la novela plantea preguntas incómodas y reflexiones importantes en torno al cuerpo, la incomprensión y la libertad.

    La premisa de la historia es simple: Yeong-hye, una mujer coreana aparentemente común, decide, de la noche a la mañana, dejar de comer carne tras intuir la relación entre esta y los perturbadores sueños que padece. En primera instancia, convertirse en vegetariana parece un gesto insignificante, pero se convierte en la chispa que desencadena un proceso de enajenación, combate y rebelión silenciosa por parte de la protagonista, que la conduce a sufrir cambios irreversibles en su vida y en la de quienes la rodean. La decisión de ser vegetariana conduce a Yeong-hye a un camino de transformación radical hacia la búsqueda de una existencia “vegetal”, con el objetivo de trascender y liberarse de los límites del cuerpo, la sociedad y lo humano. Esta liberación desencadena miedo, asco, lujuria, rabia y envidia en las personas que la rodean, sacando a flote muchas partes oscuras del ser humano y cómo estos perciben o (no) comprenden las transformaciones que los demás experimentan. De esta forma, Yeong-hye vive una transformación parecida a la de Gregorio Samsa en La metamorfosis de Kafka.

    Hay dos grandes motivos por los cuales esta novela es un libro notable que todo lector apasionado debería leer: primero, las reflexiones de Han Kang sobre la libertad y el rol del cuerpo como mecanismo de resistencia y liberación; y, segundo, la reflexión respecto de los límites de la comprensión entre los seres humanos y cómo, finalmente, somos incapaces de entender lo que ocurre en la mente y en el espíritu de los otros. La decisión de Yeong-hye de dejar de comer carne, además de ser la punta de lanza de una forma de rebelión o de resistencia, en donde el cuerpo de Yeong-hye asume el rol de campo de batalla, y por lo tanto donde la sociedad y las personas que la rodean buscan domarla y controlarla, evidencia hasta qué punto aquellos que la rodean son incapaces de comprender y aceptar dicha transformación. De hecho, la mayoría actúa con violencia (de distinto tipo) contra ella.

    Han Kang utiliza la renuncia a la carne como una metáfora de algo mucho más importante: la necesidad de liberarse de las presiones y los roles que se imponen. Yeong-hye no tiene grandes discursos (de hecho, rara vez tiene diálogos en la novela), no intenta convencer a nadie de su decisión; simplemente realiza una elección personal de dejar de comer carne. Pero es a través de dicho silencio y decisión, que ella comunica algo mucho más potente que cualquier palabra: el deseo de emanciparse y de ser dueña de su propio cuerpo y de su propia vida, aceptando incluso los altos costos que esto puede traer. A lo largo del viaje, Yeong-hye transita desde el cuerpo como vía de resistencia hacia el cuerpo como vía de liberación final de toda norma física, social y humana. Un viaje sin vuelta atrás.

    La genialidad de La vegetariana es la manera en que aborda temáticas muy incómodas con lucidez y aliento poético. Su escritura es sencilla pero cargada de significados y colores, y hay algo casi hipnótico en la forma en que va desprendiendo (…) las capas de alienación y de obsesiones que afectan a los personajes. Este es un gran libro acerca de la existencia humana, sobre los límites del cuerpo y la mente, sobre el precio de la conformidad y lo que significa romper con las normas.

    La incomprensión está trabajada de forma brillante por la autora, quien le da voz a tres personajes que no son Yeong-hye, y que narran cómo perciben (aterrados o fascinados) la transformación de ella. La novela está dividida en tres partes, y cada una está contada desde el punto de vista de estos personajes que perciben la transformación de la protagonista. Yeong-hye no narra explícitamente ninguna de estas partes, por lo que no tiene una voz clara y concreta en el libro, o al menos no a través de la palabra, pero así y todo —y he aquí lo brillante del libro— la protagonista posee una presencia muy poderosa a través del cuerpo, de sus acciones y de las reacciones que desencadena en otros. En la primera parte, el marido relata cómo su decisión de vegetarianismo lo desconcierta y lo irrita. En la segunda parte, su cuñado, un artista con profundas obsesiones, ve en ella un objeto de deseo irrefrenable y un instrumento de liberación para su arte. Al final, su hermana In-hye relata cómo la transformación desata cierto nivel de envidia en ella.

    He aquí uno de los temas más importantes del libro: que somos incapaces de comprender verdadera y profundamente a los demás y de entender por completo lo que otras personas están experimentando en sus vidas, lo que se ve acentuado por el hecho de que a través de los tres personajes solo conseguimos vislumbrar fragmentos por lo que está pasando Yeong-hye. Al mismo tiempo, ella se convierte en un espejo en el que los otros tres personajes se ven a sí mismos.

    La vegetariana muestra cómo cada personaje que rodea a Yeong-hye proyecta sus propias frustraciones, deseos y obsesiones sobre ella. El cuerpo de Yeong-hye es una suerte de espejo distorsionado de las decisiones, obsesiones y remordimientos de los otros personajes, quienes tratarán de apoderarse del cuerpo de ella de una manera u otra. Al contar la transformación desde el punto de vista de los otros, el lector también se convierte en un “espectador” más que juzga (horrorizado o fascinado) el radical proceso de Yeong-hye, atribuyéndole sus propios significados, pero siendo incapaz de comprender finalmente el verdadero sentido de las decisiones de ella. El lector, como los demás personajes, asiste desconcertado a este proceso subversivo que fracturará la vida de la protagonista y transformará todas sus relaciones en un vórtice de violencia, alienación y deseo.

    La genialidad de La vegetariana es la manera en que aborda temáticas muy incómodas con lucidez y aliento poético. Su escritura es sencilla pero cargada de significados y colores, y hay algo casi hipnótico en la forma en que va desprendiendo —como si pelara una cebolla— las capas de alienación y de obsesiones que afectan a los personajes. Este es un gran libro acerca de la existencia humana, sobre los límites del cuerpo y la mente, sobre el precio de la conformidad y lo que significa romper con las normas. La forma en la cual Kang utiliza el cuerpo de Yeong-hye como medio de resistencia y de emancipación, aunque autodestructivo, es una metáfora de la constante lucha por la autonomía que llevamos todos a diario de forma infructuosa.

     


    La vegetariana, Han Kang, Random House, 2024, 168 páginas, $16.900.

  27. Kraftwerk y la resonancia de un futuro que ya se fue

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    Alguna vez se imaginó un futuro en la música, más allá de la distopía. En el contexto actual de clausura de la idea de progreso, resultan refrescantes las lecturas sobre hazañas del pasado de quienes instalaron nuevos lenguajes en lo que conocemos como “cultura popular”. En este sentido, lo de los alemanes Kraftwerk sigue siendo una entidad que merece atención, pues desencajó en su momento lo que se presentaba como un paradigma transgresor, el rock and roll, que al cabo de tres lustros desde su nacimiento a mediados de los 50, ya había perdido su rumbo fagocitado por el mercado.

    El libro de Uwe Schütte, Kraftwerk: música futurista alemana, rastrea las huellas de un grupo que, desde mediados de los años 70 se empeñó en subvertir este espectáculo justo en el momento en que la música de grandes estadios entraba en decadencia, para ver el surgimiento del punk y sus pretensiones de “tabla rasa”, trasladando el rock hacia los antros, sin cambiar mucho sus formas (aunque sí sus políticas de acceso y democratización de roles).

    En ese contexto, dos muchachos de la upper class de Düsseldorf, con estudios formales de música en el conservatorio de esa ciudad, Ralf Hütter y Florian Schneider, comenzaban su propia revolución, emancipándose del krautrock —el rock alemán de raíz progresiva, psicodélica y experimental—, para crear un universo retrofuturista con la utilización de instrumentos electrónicos. Con una visión clara y conceptual de lo que querían lograr, Kraftwerk diseñó un hermoso y minimalista imaginario al final de la Guerra Fría, que fue documentado en una serie de discos editados entre 1974 y 1983 (su época dorada, en la que también participaban Karl Bartos y Wolfgang Flür), que siguen resonando en una actualidad en la que ya prácticamente ningún género prescinde de las herramientas electrónicas y digitales para la creación (salvo majaderos puristas de lo vintage).

    El resultado: una banda que no solo contribuyó a configurar el ethos del nuevo pop alemán, a través de lo que ellos mismos definían como Industrielle volksmusik; también del de toda Europa. En un proyecto similar también estaban creadores coetáneos de otras disciplinas, como Rainer Werner Fassbinder, con quien tuvieron vinculación.

    Schütte, académico alemán afincado durante años en Inglaterra —país que abandonó después del Brexit—, se formó en la literatura y los estudios culturales. En el libro ahonda en la historia de Kraftwerk y demuestra que fueron un producto surgido en las ruinas de una sociedad humillada y sin reivindicación de referentes culturales, salvo que no fueran aquellos impuestos por los países vencedores de la Segunda Guerra Mundial. A cambio, los de Düsseldorf recogieron la herencia de la Alemania pre nazi, desde el romanticismo, pasando por las vanguardias estéticas, el expresionismo (especialmente del cine de los años 20), los principios de la Escuela de la Bauhaus y otros movimientos de la primera mitad del siglo XX, como el futurismo italiano. También hicieron eco de contemporáneos de las artes visuales, como Joseph Beuys, Gilbert & George y Andy Warhol —de quien asumen una mirada puesta en los objetos de consumo cotidiano y en una provocación contenida y pragmática. El resultado: una banda que no solo contribuyó a configurar el ethos del nuevo pop alemán, a través de lo que ellos mismos definían como Industrielle volksmusik; también del de toda Europa. En un proyecto similar también estaban creadores coetáneos de otras disciplinas, como Rainer Werner Fassbinder, con quien tuvieron vinculación.

    El autor no rehúye de las implicancias políticas de un grupo que surge en medio del asedio del fantasma del nazismo, por un lado, y de los grupos subversivos de extrema izquierda, como la RAF (Baader-Meinhof), por el otro. Sirviéndose siempre de una polémica sutil, la imagen que asumen cuando publican su clásico Die Mensch-Maschine (1978) es la de la máquina humana, concepto despersonalizado, sin liderazgos, anti rockero y anti macho (aunque se dice que no permitían la entrada a mujeres a su estudio Kling Klang). Su imagen, fría y uniformada de pelo corto, camisas rojas y corbatas negras —que hacían guiños a las rectitudes totalitarias—, se volvería icónica y sería la base que seguiría evolucionando hacia una estética cyborg que utilizan hasta la actualidad.

    Exhaustivo en la revisión de la obra de Kraftwerk, el libro repasa todos sus discos y, además, suma a este corpus la evolución de sus puestas en escena, que siempre fueron en paralelo a los cambios tecnológicos (incluso proponiéndolos), sus giras por todo el mundo, sus procesos creativos más allá de lo musical, relevando también sus aportes estéticos en el diseño gráfico, audiovisual y en la construcción de innovadores sistemas de sonido, todas cuestiones que fueron decantando en una puesta en escena más sofisticada e inmersiva para las grandes audiencias.

    Schütte entrega una visión amena, estudiada y documentada. Se aboca a la tarea de seguir y analizar la revisitación constante que los alemanes han realizado de su propio legado para siempre maximizarlo y revestirlo de nuevos andamiajes tecnológicos; además de hacerle justicia a la enorme influencia que tuvo en músicos posteriores.

    Sirviéndose siempre de una polémica sutil, la imagen que asumen cuando publican su clásico Die Mensch-Maschine (1978) es la de la máquina humana, concepto despersonalizado, sin liderazgos, anti rockero y anti macho (aunque se dice que no permitían la entrada a mujeres a su estudio Kling Klang). Su imagen, fría y uniformada de pelo corto, camisas rojas y corbatas negras —que hacían guiños a las rectitudes totalitarias—, se volvería icónica y sería la base que seguiría evolucionando hacia una estética cyborg que utilizan hasta la actualidad.

    Los únicos puntos que resultan sorprendentes, por la candidez de su acercamiento, tienen que ver con la etapa discográficamente más improductiva de la banda, a fines de los años 80. El autor justifica esta situación en un cambio de intereses que habría tenido la dupla Hütter y Schneider, quienes habrían consagrado su tiempo a la práctica del ciclismo de una manera semiprofesional —su disco Tour de France Soundtracks (2003) es resabio de aquello. Si bien es real esta dedicación, no puede obviarse la condición de empresarios de los líderes de la banda electrónica, cuestión que este libro no aborda por ningún lado o, al menos, nunca los desplaza de su condición de artistas conceptuales.

    Esto difiere, por ejemplo, de lo que aporta Félix Suárez en un artículo para Dancedelux de 1998 en el que cita al líder de Public Enemy, Chuck D, y su libro Fight The Power, Rap, Race & Reality (1997), donde dice de Kraftwerk: “Son auténticos fabricantes de ordenadores. Uno de ellos inventó el toggle (potenciómetro deslizante), el pit control curvo y cosas así. Están forrados de patentes. Tienen patentes sobre equipos, ordenadores, softwares, hardware, gadgets y mesas”. Haber consagrado algún capítulo a esta dimensión empresarial tecnológica, habría logrado completar mucho más el cuadro.

    Por otra parte, salvo cierto posicionamiento en discusiones bizantinas y de pretensión canónica, deleite de editores de suplementos culturales, estamos frente a un trabajo que brilla al combinar la rigurosidad académica con la apreciación, admirada pero no obsecuente, de un conocedor. Es muy probable que Kraftwerk siga existiendo hasta que termine de diluirse por completo en base a clonaciones de algo que ya sucedió en el siglo pasado, hace casi cinco décadas atrás. Hoy solo queda el septuagenario (pero aun en plena forma) Ralph Hütter como miembro fundador, pero como ellos mismos dijeran en 1975, “Kraftwerk no es una banda. Es un concepto (…) nosotros no somos la banda (…) Kraftwerk es un vehículo para nuestras ideas”. Bajo esa premisa, la máquina humana seguirá viviendo.

     


    Kraftwerk: música futurista alemana, Uwe Schütte, traducción de Rodrigo Olavarría, Club de Fans, 2024, 242 páginas, $26.000.

  28. Biografía

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    Una lista arbitraria de biografías y autobiografías en la literatura chilena debería considerar Recuerdos literarios, de José Victorino Lastarria, y Confieso que he vivido, las memorias de Pablo Neruda, como obras casi simétricas, hermanadas en su aspiración de ser leídas como las vidas ejemplares de sus autores, ambos héroes, fundadores y encarnaciones inverosímiles de los siglos que les correspondieron. En ambos textos el ego se impone sobre el recuerdo y la historia de la literatura —y toda la cultura, en realidad— pasa por la exhibición de la genialidad de Lastarria y Neruda, quienes aparecen ubicados al centro del escenario, única forma de poder explotar su propio racconto.

    Nada malo hay en ello, pero quizás son más interesantes o inquietantes otros relatos biográficos, capaces de confundir la experiencia y la ficción, y obras donde las contradicciones se ejercen como una forma del estilo y las distancias que hay entre sus líneas muchas veces resultan abisales. Pienso en El amigo Piedra, la autobiografía de Pablo de Rokha, cuyos fragmentos iniciales fueron publicados por primera vez como partes de una novela en la revista Multitud, en los primeros años del Frente Popular; o en Recuerdos del pasado, donde Vicente Pérez Rosales hace que el vértigo y la picaresca funcionen como puntos cardinales de la geografía sentimental que inventa respecto al territorio.

    En cualquier caso, ninguno de estos libros ofrece forma alguna de verdad. Por el contrario, muchos de ellos deben leerse a partir de lo que no son capaces de decir, pues usan el silencio como una tensión secreta, como bien sucede con Cárcel de mujeres de María Carolina Geel y El río de Alfredo Gómez Morel. Ahí, entre las pocas certezas que encontramos, están la belleza de lo parcial, la melancolía inevitable que entraña toda deriva; y la fuga alucinada de la memoria, tal y como sucede en “Materiales de construcción” de Carlos Droguett y “Carnet de baile” de Roberto Bolaño, o Los sicópatas de Viña del Mar: el club del crimen de la ciudad jardín, de Alfonso Alcalde, que comienza como una investigación criminal y termina desplegando una geografía del miedo sobre la ciudad completa.

    Quizás todo se remita al hecho de que cuando recorremos el territorio de lo perdido solo podemos ser fantasmas parecidos a la protagonista del Poema de Chile, de Gabriela Mistral, que vagabundea sobre el paisaje nacional encajando fragmentos y piezas de sí misma. El poema funciona como una autobiografía imposible, mientras la hablante amplifica la naturaleza espectral de todo recuerdo, acaso una ficción que no puede ser sino tardía y demoledora. Anota Mistral: “¿Qué año o qué día moriste / y por qué cruzas sonámbula / la casa, la huerta, el río, / sin saberte sepultada? / Ve más lejos, solo un poco / más, donde está tu morada, / al lugar adonde miras / y te retardas, quedada. / No respondas a los vivos / con voz rota y sin mirada. / Se murieron tus amigos, / te dejaron tus hermanas / y te mueres sin morir / de ti misma trascordada, / y sueles interrogarnos / sobre tu nombre y tu patria”.

  29. El lado salvaje de la Frida vieja: la performance final de Pedro Lemebel

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    Entre sus últimos proyectos, proyectos que no alcanzó a materializar, Pedro Lemebel tenía la opción de realizar una gira por España. Ignacio Echevarría le había conseguido varias presentaciones. El crítico español, quien estuvo a cargo de la selección de crónicas y el prólogo del libro Poco hombre (2013), sabía que la creatividad del autor chileno superaba el formato libro: sus actos eran verdaderas obras de teatro que causaban impacto entre los asistentes. Puestas en escena que incluía la lectura —con su voz seductora, incandescente e irónica—, además de música e imágenes. La idea era que Lemebel viajara a Europa junto a su asistente y sonidista Constanza Farías.

    Pero el cáncer de laringe, detectado el 2011, cambió los planes. Entonces el escritor al que le pedían autógrafos, fotos y besos en la calle (“Lo que pasa que mi personaje es más público que el que escribe”, aseguraba) comenzó a vivir contra el tiempo y cada vez más seguido regresaba a la Fundación Arturo López Pérez, donde en 2012 fue sometido a una laringectomía parcial.

    Quedé con voz de ultratumba”, señaló por esos días Lemebel, quien se convirtió en una de las figuras más rupturistas, agudas y relevantes de la literatura latinoamericana contemporánea, traducido al inglés, francés, polaco e italiano. “Los públicos a los que llega Lemebel son diversos al público-lector, y si bien pueden incluirlo, por lo general lo trascienden”, escribe Soledad Bianchi en el libro Lemebel (2018). Entre las traducciones recientes al inglés está la selección de sus crónicas A Last Supper of Queer Apostles (Penguin Random House).

    Al Pedro lo reconocían en la calle y él siempre tenía disposición: sabía que esas personas eran su público. A todos les daba una sonrisa, un gesto, una palabra. Cuando pierde su voz producto del cáncer, se convierte en una voz intelectual, creativa, política, en un símbolo para la sociedad, es una voz que no se puede acallar, y su rostro es replicado en un mural, estampado en una polera”, cuenta Constanza Farías, quien en los años 90 conoció a Lemebel en la radio Tierra. Al poco tiempo comenzaron a trabajar juntos. A las crónicas que el escritor musicalizaba con canciones, se sumaron imágenes y un trabajo que implicó ensayar cada semana.

    Labor que se tradujo en masivas presentaciones en la Feria del Libro de Santiago, en el Centro Cultural Estación Mapocho, y en países como Argentina, Cuba y México. Era un registro distinto, más personal, aunque siempre político, irreverente y popular. A fines de los 80, Lemebel había irrumpido en la escena cultural con Francisco Casas, cuando crearon Las Yeguas del Apocalipsis, cuestionando la impunidad heredada de la dictadura de Pinochet, la política de los acuerdos, junto a los Familiares de Detenidos Desaparecidos, que reclamaban —y aún reclaman— verdad, justicia y los cuerpos de sus seres queridos.

    Con algo de temor, Montes sacó su celular y capturó algunas fotografías que acompañan este artículo. Además, hizo dos breves videos, donde se ve a Lemebel maquillándose frente a un espejo de mano. ‘Mientras le tomábamos las fotos que nos pedía, él seguía maquillándose, pidiendo cosas, más elementos para su performance. Parecía que todo lo hubiese pensado antes. Hasta que, en un instante, Lemebel empezó a posar: levantaba los brazos, su cuello, el mentón, miraba de costado’, señala Montes.

    Por aquellos días, Lemebel y Casas realizaron una de sus obras más emblemáticas, Las dos Fridas, en la Galería Bucci, ubicada en calle Huérfanos. Con el torso desnudo, tomados de la mano, con pintura en el pecho, la dupla revivió por más de tres horas el cuadro homónimo de la artista mexicana Frida Kahlo, de 1939. “Es un cuadro que tiene varias lecturas, son dos homosexuales, dos amigas, dos lesbianas”, dijo Lemebel.

    El registro de Las dos Fridas lo hizo el fotógrafo Pedro Marinello, en 1989, y hoy forma parte de la colección de los museos MoMA (Nueva York), Reina Sofía (Madrid), Malba (Buenos Aires) y el Museo Nacional de Bellas Artes (Santiago de Chile).

    En sus últimos años, Lemebel se concentró en la ejecución de sus performances en solitario —creaciones donde trabajaba con el fuego y la memoria— realizando Abecedario, Desnudo bajando la escalera y Araña de rincón (o salmo del camello y la aguja). Ya había desarrollado los temas centrales de su producción en las crónicas reunidas en los títulos que van desde La esquina es mi corazón (1995) hasta Háblame de amores (2012). Incluso anotó y bosquejó en sus cuadernos las acciones de arte que haría en un futuro.

    Pedro sabía que su estado era muy frágil”, comenta Juan Pablo Sutherland, amigo de Lemebel, quien presenció la acción de arte final del cronista en la Fundación Arturo López Pérez. “Aunque la posibilidad de la muerte estaba en el aire, en el fondo estaba sintiendo que podría pasar algo que cambiara ese devenir”, agrega el narrador, quien acaba de publicar el libro Lemebel sin Lemebel. Postales amorosas de una ciudad sin ti.

    Sutherland apunta sobre el vínculo con Frida Kahlo: “Es curioso que Pedro volviera a ese gesto inicial de convocar a Frida, una Frida sin compañía”. Sutherland fue uno de los que fotografió el momento de la performance final. Desde el ángulo que él lo retrata, Lemebel aparece con un cartel de fondo, habitual en los centros médicos, que dice: “Exige tus derechos”.

    Fotografía: Pedro Montes.

    El futuro de un hombre nuevo

    Para su última acción de arte, un puñado de amigos llegó a visitarlo a la la Fundación Arturo López Pérez, en Providencia, entre los que estaban Juan Pablo Sutherland, el poeta y librero Sergio Parra; el dueño de la galería D21, Pedro Montes; Jaime Lepé, José Miguel Manríquez y el académico Fernando A. Blanco. Lemebel estaba en silla de ruedas, en un espacio común del recinto hospitalario. A un costado estaba su hermano, Jorge. Además de la actriz Irina Gallardo y Malala Ansieta (fallecida el 2020).

    No recuerdo si Lemebel ya estaba en esa sala un poco más amplia que su pieza de la clínica o lo trajeron en silla de ruedas. Éramos 10 o 12 personas”, señala Pedro Montes. “En un momento, empezó a pedirle a sus amigas maquillaje, un espejo, se empezó a maquillar las cejas, pidió brazaletes para sus brazos, se arremangó la polera blanca que llevaba, pidió un collar para taparse el orificio de la garganta. Pidió un pañuelo y lo usó de turbante sobre su cabeza”, añade Montes acerca de una escena que fue tan breve como intensa. Lemebel estaba descalzo. En un segundo encaró a sus amigos: “¿Ya po’ los huevones, no me van a filmar?”.

    Con algo de temor, Montes sacó su celular y capturó algunas fotografías que acompañan este artículo. Además, hizo dos breves videos, donde se ve a Lemebel maquillándose frente a un espejo de mano. “Mientras le tomábamos las fotos que nos pedía, él seguía maquillándose, pidiendo cosas, más elementos para su performance. Parecía que todo lo hubiese pensado antes. Hasta que, en un instante, Lemebel empezó a posar: levantaba los brazos, su cuello, el mentón, miraba de costado”, señala Montes, quien viajó con Lemebel y Sergio Parra, en 2014, a la Bienal de Sao Paulo, en Brasil.

    La performance en la clínica seguía. Sergio Parra le arregló, como ajustando una falda, la bandera del Partido Comunista. Lemebel se la subía como si fuera una prenda de ropa. El paño rojo e intenso de aquel partido donde encontró el amor incondicional y la amistad de Gladys Marín, a quien le dedicó su libro publicado de manera póstuma, Mi amiga Gladys (2016). Junto a su cama de enfermo, el narrador tenía una cajita musical donde se repetía la melodía de La Internacional.

    Pero el PC también fue sinónimo de rechazo: históricamente no aceptaban a los homosexuales en sus filas. Sin embargo, Lemebel a la dirigencia ya le había enrostrado su queja, en un acto público de septiembre de 1986, cuando leyó el texto “Manifiesto (Hablo por mi diferencia)”. Allí pregunta: “¿No habrá un maricón en alguna esquina desequilibrando el futuro de su hombre nuevo?”.

    ‘En Chile hay tres figuras que ha elegido el pueblo, no la institución ni el Estado. Me refiero a Violeta Parra, Víctor Jara y Pedro Lemebel’, afirma Sergio Parra. ‘De alguna manera, la sociedad eligió sus tres representantes culturales. En la clase de los que sobran, en el baile de los que sobran, Pedro Lemebel representa a mucha gente. Es la animita popular’.

    Por el lado salvaje

    En Loca fuerte (2022), Óscar Contardo sitúa la última acción de arte de Lemebel a fines de diciembre de 2014. Pedro Montes comenta que lo más seguro es que así haya ocurrido, aunque en el libro recién publicado, Tu voz existe, Jovana Skármeta y Marcelo Simonetti se reproduce parte de un texto de Fernando A. Blanco, quien estuvo ese día en la Fundación Arturo López Pérez, y sitúa el episodio “un sábado de enero” de 2015: “Nos había pedido que fotografiáramos su loco afán performático, el proceso de obra había comenzado. Frente a mí, a nosotros, en dos o tres minutos, la sombra luminosa de Frida había acontecido”, anota Blanco, quien luego comenta que Lemebel dijo: “La Frida no envejeció. Yo soy la Frida envejecida”.

    La pintora Frida Kahlo fue una figura citada en reiteradas ocasiones por Lemebel. Y, en esa referencia repetida, Frida se vuelve mapuche, una india latinoamericana como en la imagen de la portada de Adiós mariquita linda (2004). El escritor mexicano Carlos Monsiváis escribió sobre ella: “Aquí está la dueña o la habitante de una vida turbulenta marcada por el dolor, el genio artístico”, en el libro Pasión por Frida (1992). Y sobre Lemebel dijo Monsiváis: “Es una de las presencias más irreverentes y originales de la literatura latinoamericana. Continuador de la trayectoria barroca de Severo Sarduy y del melodrama a lo Manuel Puig y Pedro Almodóvar, Lemebel reivindica el asombro frente al cuerpo y el enigma de sí mismo”.

    Un genio artístico imposible de reducir a categorías. El mismo Lemebel escribe en “A modo de sinopsis” en el libro Poco hombre: “Podría guardarme la ira y la rabia emplumada de mis imágenes, la violencia devuelta a la violencia y dormir tranquilo con mi novelería cursi. Pero no me llamo así, me inventé un nombre con arrastre de tango maricueca, bolero rockerazo o vedette travestonga”.

    Jaime Lepé conoció a Lemebel en los 70. También estaba ese día de la performance del artista en la clínica. “La lectura que yo hago es que por esos días sucedería pronto la Fiesta de los Abrazos, del PC. El gesto de agradecer, estando él solo enfrentando un cierre, una enfermedad, pero en ese momento viviendo un instante colectivo”, reflexiona Lepé, quien organizó con Constanza Farías la Noche Macuca, el 7 de enero de 2015, en el Centro Cultural Gabriela Mistral. Fue la despedida de Lemebel con su público.

    Sobre la última performance, Sergio Parra, quien conoció a Lemebel a inicio de los 80, comenta: “Yo miraba la escena sorprendido. Quería que él sintiera que no le estábamos exigiendo algo. Pensaba, quizás, ¿no estará haciendo esta webada para agradarnos a nosotros? Ahora, con los años, con la distancia, se entiende todo. Fue su última acción de arte”, agrega Parra.

    Días antes de morir, la morfina en el cuerpo de Lemebel alteraba su realidad. Sergio Parra no lograba hablar mucho con él cuando lo visitaba en la clínica. Sin embargo, se acercaba a su oído y le tarareaba el estribillo de la famosa canción de Lou Reed, Walk on the wild side. (Canción que el escritor usó en una performance donde caminaba con diferentes zapatos de tacos por el centro de Santiago). Parra repitió la escena con Lemebel ya muerto, mientras le daba un beso en la frente, la madrugada del viernes 23 de enero de 2015.

    En Chile hay tres figuras que ha elegido el pueblo, no la institución ni el Estado. Me refiero a Violeta Parra, Víctor Jara y Pedro Lemebel”, afirma Sergio Parra. “De alguna manera, la sociedad eligió sus tres representantes culturales. En la clase de los que sobran, en el baile de los que sobran, Pedro Lemebel representa a mucha gente. Es la animita popular”, dice Parra hablando en Metales Pesados, librería en la que tantas veces estuvo Lemebel, y termina jugando con un verso de la canción de Lou Reed: “Hoy Pedro seguiría en las calles, siempre en el lado salvaje”.

    Fotografía de portada: cortesía de Pedro Montes.

  30. Sin fricción, sin tacto, sin roce

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    El miedo al otro conduce a la muerte de la ciudad. Según un estudio realizado en marzo de este año por la empresa de investigación de mercados Ipsos, sobre factores de inseguridad y violencia en Chile, seis de cada 10 mujeres han dejado de salir por la inseguridad en los espacios públicos. Para algunas, estos espacios representan una fuente de peligro, percepción de que solo ha crecido desde 2020. El informe revela que el 90% de las mujeres se siente insegura al caminar de noche hacia su casa, el 78% experimenta inseguridad en el transporte público, el 77% se siente insegura al salir de su casa hacia el trabajo o estudios y el 74% en eventos o lugares como bares, discotecas o conciertos. En cuanto a las posibles causas, la encuesta apunta a las bandas criminales organizadas, a la falta de control en las fronteras y al narcotráfico como las principales fuentes de los problemas de seguridad pública en la ciudad. Los resultados también revelan que la inseguridad en espacios públicos afectaría a todas las mujeres, “independientemente de su zona de residencia, edad o nivel socioeconómico”.

    Ante este miedo que no distingue clases ni barrios (pero sí género), los términos “espacio público” e “inseguridad” se vuelven peligrosamente homólogos. La ciudad se cubre de un manto amenazante que limita la vida, disminuye las condiciones de posibilidad de sus ciudadanos y estrecha los lugares de interacción con otros. Lógicamente, los medios de comunicación (y las encuestas) juegan un papel crucial en la construcción y amplificación de estas percepciones. Otro estudio —realizado por la USS y publicado por El Mercurio en junio— afirma que siete de cada 10 ciudadanos viven con permanente temor, mientras que Paz Ciudadana aumenta la cifra: nueve de cada 10 chilenos sienten miedo. Un temor que surge, según esta fundación, por un cambio morfológico en la criminalidad en Chile que ha vuelto los delitos más violentos y desproporcionados que en el pasado: “secuestros extorsivos, homicidios, descuartizamientos, sicariatos, encerronas, portonazos, narcotráfico” abundan en las notas de prensa de los medios impresos y digitales del país. La cobertura constante de hechos delictivos y la narrativa mediática en torno a la criminalidad contribuyen a la construcción de un ambiente de desconfianza: es difícil no sentirse atemorizado después de estar expuesto de forma constante, directa o indirectamente, a tales relatos.

    Independiente de si este temor se condice o no con los hechos concretos, su existencia tiene consecuencias inmediatas. La realidad mediática afecta las subjetividades y crea una barrera invisible, pero poderosa, que fragmenta y desmiembra lo común. En última instancia, la ciudad, que debería ser un espacio de encuentros, se convierte en un lugar de separación y aislamiento. La cultura del miedo impone límites físicos y simbólicos, muros tangibles e invisibles en la ciudad. Este fenómeno puede ser atribuido a circunstancias puntuales (como el aumento de bandas criminales del narcotráfico), pero también se explica en procesos sociales y urbanos más extendidos. Algunos recientes, otros históricos.

    El mismo miedo que selló la experiencia urbana en las revueltas sociales, impuso luego en la pandemia una forma de alarma vinculada a la enfermedad y la muerte. Esa alarma permitió administrar los cuerpos, pero limitó la promesa de libertad de sus ciudadanos. En ambos extremos el miedo tuvo como foco los cuerpos en el espacio: desde las agrupaciones multitudinarias en las calles, las aglomeraciones y las marchas masivas, la ciudad presenció, sin transición alguna, el alejamiento activo y la prohibición de contactos entre sujetos.

    Los últimos cinco años han sido un período particularmente agitado para Santiago. La secuencia de dos eventos indelebles, como el estallido social y la pandemia del covid, forzó a dos extremos de la experiencia urbana en apenas unos años. La ciudad agitada por las protestas y aglomeraciones dio paso (sin ninguna pausa mediante) a una ciudad suspendida, sitiada por la enfermedad y la muerte. Ambos polos ejemplifican cómo la ciudad es capaz de encapsular y catalizar el temor. En el primer caso, a pesar del empoderamiento colectivo presenciado en las calles, la ciudad fue el escenario del miedo y la violencia. Por un lado, estuvimos inundados de una violencia simbólica, alimentada por injusticias y desigualdades históricas manifestadas en las calles de la ciudad. Pero la ciudad también fue arena de violencia explícita expresada en los disturbios, daños materiales, abusos policiales y violencia a los derechos humanos. La ciudad se volvió un territorio en donde el derecho a movimiento y reunión de sus ciudadanos fue limitado, tanto por el aparato estatal como por los propios manifestantes. La propia violencia (simbólica y efectiva) trazó una división punzante entre quienes la aprobaron o rechazaron.

    El mismo miedo que selló la experiencia urbana en las revueltas sociales, impuso luego en la pandemia una forma de alarma vinculada a la enfermedad y la muerte. Esa alarma permitió administrar los cuerpos, pero limitó la promesa de libertad de sus ciudadanos. En ambos extremos el miedo tuvo como foco los cuerpos en el espacio: desde las agrupaciones multitudinarias en las calles, las aglomeraciones y las marchas masivas, la ciudad presenció, sin transición alguna, el alejamiento activo y la prohibición de contactos entre sujetos. El miedo permitió depositar en los cuerpos la amenaza latente del contagio. Así, cualquier intensidad urbana o fricción fue radicalmente interrumpida y prohibida con la fuerza de la ley. Recluidos al ámbito doméstico, la casa tuvo que absorber todas las funciones de la ciudad: el trabajo, la entretención, la educación, todo fue superpuesto en unos pocos metros cuadrados, menos la sociabilidad. El confinamiento desdibujó nuestras nociones de vida pública, y la ciudad abandonada devino en un potencial territorio de peligro, una vez más.

    Espacio público” e “inseguridad” ya no aparecen como sinónimos evidentes, propios del aumento criminal que describen encuestas y medios de prensa, sino también como resultado de estos dos procesos culturales superpuestos: el primero político y social, el otro sanitario y ambiental. La percepción de inseguridad ha aumentado no solo por los índices de criminalidad, sino también por cambios en la dinámica social y la gestión del espacio público. Que la seguridad sea la primera prioridad y el miedo su condición sine qua non es también consecuencia directa de la tradicional restauración conservadora, resaca de fenómenos políticos intensos que han polarizado a la sociedad.

    El proyecto moderno del siglo XX buscó el modelo contrario al contacto gregario de la matriz de habitaciones interconectadas. Alexander Klein, en 1929, dibujó la ‘Casa funcional para una vida sin roce’ como modelo para una vida ascética, contraria a los contactos sensuales que describió Evans: en diagramas de flujos separó circulaciones entre géneros, entre habitantes y visitantes, entre usos privados y usos públicos.

    Esta polarización ha llevado a una narrativa en la que la seguridad se convierte en panacea. Las políticas de seguridad basadas en el miedo tienden a militarizar las ciudades, incrementar la vigilancia y reducir la libertad individual en medio de autos blindados, condominios exclusivos y barrios cerrados con seguridad privada. La seguridad se alimenta de la idea de que la ciudad ha sido perdida y que hay que recuperarla (con efectos totalmente adversos). La experiencia urbana termina por desaparecer cuando lo que prima es la violencia, la inseguridad y el miedo. Al abrazar la seguridad individual, es la ciudad misma la que terminamos rechazando.

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    El miedo ha sido un motor histórico de la ciudad. La relación entre los cuerpos ha sido mediada y administrada por la arquitectura de la ciudad, mientras que las formas en que cada cultura concibe y conceptualiza los cuerpos y sus roles determinan la construcción y organización de las ciudades. Estas dinámicas son trazadas por Richard Sennett en su obra Carne y piedra: el cuerpo y la ciudad en la civilización occidental. El libro narra la historia de la ciudad a través de la experiencia corporal, y devela cómo las diferencias sociales y de género han sido moldeadas por el entorno urbano y cómo, a su vez, estas han dado forma a la urbe. Examina cómo la división tradicional de roles entre hombres y mujeres ha influido en la forma en que interactúan con la ciudad y cómo son percibidos en ella. Las ciudades separan y juntan, excluyen e incluyen, divisiones que influyen en la experiencia individual y colectiva de la vida urbana, así como en la formación de identidades y relaciones sociales. Cuando lo público está restringido para el género femenino (por ejemplo, a través del miedo), retrocedemos a la Antigua Roma, donde la “sangre fría” de las mujeres estaba relegada al ámbito de lo privado, y la “sangre caliente” de los hombres al espacio público. Sennett utiliza esta metáfora para describir dos formas opuestas de interacción humana en la ciudad. La “sangre fría” de las mujeres relegada al ámbito doméstico, representa una actitud distante y calculadora hacia los demás, mientras que la “sangre caliente” de los hombres en lo público implica una emocionalidad y conexión entre sujetos. La interacción entre los cuerpos en el entorno urbano, así como las desiguales relaciones sociales y culturales que se desarrollan en el contexto de la ciudad son una materia histórica aún persistente, todavía pendiente.

    Unos años antes de Carne y piedra, Robin Evans observó en el ensayo “Figuras, puertas y corredores” el surgimiento moderno de la idea de privacidad como un cambio radical en la relación con los otros, que se extendería desde la arquitectura a la ciudad misma. La invención de un elemento tan común como el corredor representó concretamente este nuevo paradigma de relación entre cuerpos: “Cuerpos dóciles”. Anteriormente, durante el alto Renacimiento italiano, los palacios tenían plantas de habitaciones interconectadas en enfilade, lo que obligaba a sus ocupantes a atravesar una habitación para llegar a otra. Este cambio arquitectónico que Evans retraza mirando las plantas de los edificios, sumado a las representaciones artísticas de la época, son evidencia de un cambio de sensibilidad hacia los otros: los encuentros casuales entre habitaciones y el roce entre los cuerpos eran considerados deseados en una sociedad que valoraba la presencia, el gregarismo y el contacto físico. La posterior eliminación de puertas entre salones, y el diseño de pasillos desde los cuales conectar y vigilar eficientemente todos los recintos, pusieron en marcha (y también son reflejo de) una transformación social y cultural que controló el contacto entre cuerpos e intentó eliminar —por incómoda— toda presencia de otredad.

    Galerías primero y malls después, primero condominios y luego suburbios completos, parques enrejados con accesos controlados y cámaras de vigilancia, espacios privados de uso público, autopistas pagadas que reducen los tiempos de traslado para alejarse lo más posible de la ciudad: tipologías de administración del miedo.

    El proyecto moderno del siglo XX buscó el modelo contrario al contacto gregario de la matriz de habitaciones interconectadas. Alexander Klein, en 1929, dibujó la “Casa funcional para una vida sin roce” como modelo para una vida ascética, contraria a los contactos sensuales que describió Evans: en diagramas de flujos separó circulaciones entre géneros, entre habitantes y visitantes, entre usos privados y usos públicos. Ya sin intercambios indeseados, la vida doméstica se transformó en la unidad mínima de construcción ideológica para la ciudad completa. Primero, mediante conceptos como la zonificación y la distribución eficiente de los flujos de circulación, pero luego a través de nuevas tipologías que avanzado el siglo XX propusieron una versión controlada y vigilada de lo público. Galerías primero y malls después, primero condominios y luego suburbios completos, parques enrejados con accesos controlados y cámaras de vigilancia, espacios privados de uso público, autopistas pagadas que reducen los tiempos de traslado para alejarse lo más posible de la ciudad: tipologías de administración del miedo. En su conjunto estas infraestructuras y tecnologías construyen la fantasía de una ciudad segura: una imitación pálida de lo urbano. Siguiendo a Orwell en 1984, la imagen de la “ciudad del miedo” es la distópica Airstrip 1, provincia sumida en la vigilancia. El deseo apagado de una vida sin roce es un rechazo a la ciudad, y eventualmente, una negación a cualquier forma de comunidad política. La vida urbana y la vida política son con fricción: con choques y conflictos, pero también tactos y roces.

    La cultura del miedo que aleja principalmente a mujeres, pero también a hombres, del espacio público, conlleva eventualmente la muerte de lo urbano. Si la ciudad debiera juntar lo que la sociedad divide, el temor y la inseguridad es la precondición para su opuesto radical: una ciudad archipiélago de islas amuralladas, vigiladas día y noche. Entre autos blindados y alambres de púas, el paisaje urbano de castas fragmentadas y barrios segregados seguirá compartiendo en común el miedo.

     

    Imagen de portada: “Casa funcional para una vida sin roce” (1928), de Alexander Klein.

  31. Jenny Erpenbeck, la posibilidad de volver a ver

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    Jenny Erpenbeck creció a unos pasos del Muro de Berlín, del lado socialista de la ciudad. Lo que para el resto del mundo era el símbolo más visible de la Guerra Fría, para ella significaba sobre todo el final abrupto de una calle en la que podía patinar a gusto con sus amigos, un callejón donde sucedieron los primeros hallazgos y secretos, las primeras alegrías. Luego, a sus 22 años, pasó lo impensable: se resquebrajó la Unión Soviética, el Muro fue demolido para dar inicio al proceso de reunificación alemana y, sin mayores anuncios, de un día para otro, todo lo que había constituido su vida hasta entonces se convirtió en material de museo.

    Sin la caída del Muro, sin la repentina extinción de su patria, Erpenbeck duda de que se hubiera vuelto escritora. El exilio involuntario que empezó entonces la enfrentó a las derivas caprichosas de la Historia, a sus consecuencias imprevistas y su caos, preocupaciones que más adelante impulsarían sus libros. Si hay algo que llama la atención en ellos es justamente la inusual mirada de largo alcance de la autora, su capacidad de poner en perspectiva el destino individual de los personajes, el lugar endeble que ocupan en el torbellino de los años y las décadas y los siglos.

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    Una casa en Brandenburgo, su primera novela, quizá sea la mejor puerta de entrada a su obra, la que delinea con más contundencia y claridad los contornos de su proyecto narrativo. Sin alejarse de una casa a orillas de un lago, Erpenbeck despliega en ese pequeño libro buena parte del siglo XX alemán. Al hacerlo escarba en sus heridas más hondas: dos guerras que duran más de lo que duran, el nazismo y la complicidad civil, la ocupación soviética y el agrietamiento del país.

    El libro está construido alrededor de las vidas de los sucesivos ocupantes del lugar. Así, desfilan por las páginas un viejo regidor y sus cuatro hijas solteras, una familia judía que debe deshacerse de sus bienes a precio de gallina (mientras intenta huir de la maquinaria nazi de la muerte) y el arquitecto que los adquiere y que más adelante cae en desgracia. También pasan por ahí una tropa de soldados rusos y una pareja de escritores que regresan a Alemania tras varios años fuera.

    Los capítulos de toda esa gente se intercalan con la historia del jardinero de la casa, un hombre sigiloso que va envejeciendo a lo largo del libro y que, entregado a sus labores de cuidado, interactúa poco o nada con los demás personajes, a los que no juzga ni justifica. Guardando una distancia similar, la autora tampoco lo hace. Esa distancia le permite atender sus dilemas y sufrimientos sin desentenderse del contexto que los propicia. En última instancia, todos parecerían retratados bajo un mismo desamparo, ocupando posiciones encontradas en un tablero en el que más tarde podrían tocarles posiciones opuestas.

    Para Erpenbeck, los límites entre víctimas y victimarios a veces son ambiguos y difíciles de cifrar. La escena de un abuso entre un soldado ruso inexperto y la esposa del arquitecto evidencia esa difuminación: “Él, que todavía no ha besado a nadie en la boca, besa esa boca que con toda probabilidad es una boca alemana, llena y quizá un poco marchita. (…) Ella dice una palabra o dos, pero tampoco sus palabras se pueden ver en el oscuro escondite. Quizá la guerra solo consista en la confusión de los frentes, porque ahora que ella le empuja la cabeza entre sus piernas, quizá tan solo lo haga porque ella sabe que el soldado tiene un arma y que es mejor no resistirse. Ella toma la iniciativa. Quizá la guerra consista en eso, en que uno, por miedo al otro, tome la iniciativa, y luego al revés, y siempre así. Y cuando ahora el joven soldado, quizá tan solo por miedo a la mujer, empuja su lengua a través de su vello rizado y le sabe a metal, se derrama, primero suavemente, luego más fuerte, un caliente chorro sobre su cara, la mujer le orina en la cara. Como sus hombres han orinado sobre la puerta pintada de la entrada de la casa, le orina ella a él”.

    Haciendo referencia a la escena, Erpenbeck diría años después: “Se me ocurrió que sería interesante narrarla de manera diferente a la habitual, para que no fuera claro quién detenta el poder y quién es la víctima. Eso cambia varias veces durante esa escena erótica. No puedes decir que se trata de un soldado del Ejército Rojo violando a una mujer alemana. También podría ser una mujer alemana violando a un soldado muy joven”. Y añadiría luego esto que se ve tan bien en Una casa en Brandenburgo, esto que se ve tan bien en la mejor literatura: “La verdad nunca es una sola cosa. Es un ente complejo, viviente, que se mueve y crece y no deja de oscilar”.

    Antes de empezar a publicar a sus 32, Erpenbeck tuvo una exitosa carrera como directora de ópera. Esa formación musical resuena en sus libros, que se construyen bajo los principios de la variación y el contrapunto, de la armonía y la disonancia, por sobre todo de la repetición. No sería desmedido señalar que este último recurso no solo define su estilo, sino también su sensibilidad y su mirada.

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    Antes de empezar a publicar a sus 32, Erpenbeck tuvo una exitosa carrera como directora de ópera. Esa formación musical resuena en sus libros, que se construyen bajo los principios de la variación y el contrapunto, de la armonía y la disonancia, por sobre todo de la repetición. No sería desmedido señalar que este último recurso no solo define su estilo, sino también su sensibilidad y su mirada.

    Una repetición ofrece la posibilidad de volver a ver, de evaluar hacia atrás lo que ya se vio. En sus libros atestiguamos una y otra vez algunos hechos, oímos una y otra vez algunas reflexiones o frases sueltas. Se constituyen como leitmotivs, alrededor de los cuales se despliega un tejido coral en el que a menudo conviven puntos de vista divergentes. Mientras tanto, nada permanece inmune a la repetición. Cada eco o reflejo produce una diferencia, una mayor hondura, un matiz.

    En El fin de los días, su segunda novela, las que se suceden son las ocupantes de una sola vida que termina siendo varias. La que podría pensarse como protagonista muere cinco veces, a distintas edades, en distintas épocas. Dependiendo de las circunstancias y el azar, en cada capítulo la encontramos bajo una nueva forma: una infanta en su Galitzia natal, una joven avergonzada y hambrienta en la Viena de la Gran Guerra, una mujer exiliada en Moscú que debe enfrentarse a las purgas estalinistas tras la detención de su marido, una autora celebrada en la República Democrática Alemana y una anciana nonagenaria que aguarda en un asilo las visitas de su hijo.

    Un hecho cualquiera incide en muchos otros en medio de esa maraña de vidas posibles. Cuando ella muere siendo una infanta, su padre se embarca de inmediato hacia Estados Unidos, sin despedirse de nadie y sin entender él mismo adónde lo lleva su dolor, mientras su madre termina prostituyéndose para sobrevivir. El destino de la bebé informa y deforma el de sus progenitores: lo que pudo haber sido una familia se vuelve su disgregación a partir de la muerte de la hija. Esa muerte revierte además algunos roles que parecían inamovibles: la madre deja de ser madre, la abuela deja de ser abuela y sigue siendo madre nada más.

    Por su originalidad y su riesgo, sus resonancias tan perturbadoras y su ambición, no es difícil poner a El fin de los días en el estante de las novelas más fascinantes que se hayan publicado este primer cuarto de siglo. Por razones similares, Una casa en Brandenburgo también podría ser parte de ese mismo estante.

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    Con Yo voy, tú vas, él va, su novela siguiente, Erpenbeck traslada el cuestionamiento histórico a la llamada crisis de refugiados africanos en Europa. En un significativo ejercicio de reinvención, no solo escarba por primera vez en una problemática actual, sino que además sus estrategias son muy distintas a las de sus libros anteriores. Aquí no hay grandes extensiones temporales, ni numerosos personajes innombrados que las atraviesan, ni tampoco un uso radical de la elipsis y la condensación.

    En el centro del libro aparece Richard, profesor retirado y viudo reciente, al que una huelga de hambre de refugiados africanos llama la atención. Al haber desarrollado su carrera y buena parte de su vida en la desaparecida República Democrática Alemana, él mismo se siente abandonado y un poco extranjero en su tierra. Al haber perdido a su esposa y su trabajo, una vida desconocida también empieza para él.

    Muy pronto entabla vínculo con los refugiados. La novela despliega en detalle esa relación crecientemente cercana. Las injusticias del pasado son más fáciles de denunciar, sugiere Erpenbeck, las del presente preferimos ignorarlas. Yo voy, tú vas, él va es una novela comprometida en su indignación y su denuncia. La transformación que atestiguamos esta vez es interior: lo que para Richard pasaba desapercibido se vuelve intolerable, lo que era un problema ajeno se vuelve propio, la distancia entre ellos y él se termina deshaciendo. Ali, Rashid, Awad y Osaboro, entre otros, le comparten sus historias y, por medio de ellas, se vuelven más reales para el anciano bienintencionado que intenta ayudarlos.

    Erpenbeck investiga a fondo antes de empezar cada libro. Para este, en lugar de recorrer archivos y bibliotecas, convivió y conversó largamente con el grupo de los refugiados a los que retrata. Al igual que su personaje Richard, tras la caída del Muro a ella le tocó reeducarse en sus prácticas cotidianas y sus habilidades financieras y afectivas. Lo que era evidente dejó de serlo, sensación que también comparten el profesor y los refugiados. Todos ellos despliegan una mirada dividida, anclada entre lo que ahora tienen alrededor y lo que tenían antes.

    Lo único que ese grupo de hombres solos demanda es que los dejen trabajar. Están hartos de esa espera abrumadora que la novela vuelve tan palpable. Haciendo eco del campesino kafkiano que se aposenta a las puertas de la ley, deben lidiar con una burocracia igualmente infranqueable. Hay algo exasperante y desolador en los vericuetos legales de un Estado anónimo y olvidadizo que se desentiende de ellos.

    Por su originalidad y su riesgo, sus resonancias tan perturbadoras y su ambición, no es difícil poner a El fin de los días en el estante de las novelas más fascinantes que se hayan publicado este primer cuarto de siglo. Por razones similares, Una casa en Brandenburgo también podría ser parte de ese mismo estante.

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    A sus 57 años, Erpenbeck solo tiene cuatro novelas en su haber, además de un par de nouvelles y un puñado de cuentos y ensayos. Bastan para que críticos tan influyentes como James Wood anticipen que más pronto que tarde recibirá el Nobel. Quienes la leen aún son pocos, pero eso quizá cambie ahora que el último de sus siete libros, Kairós, es finalista del prestigioso Booker Internacional.

    Podría decirse que se trata de su entrega más íntima, en cuanto explora los años previos y posteriores a la caída del Muro, que fue tan decisiva en su vida. En estas páginas, la disolución de su patria sucede en paralelo al desmoronamiento de un amorío malsano entre Katharina y Hans, que además de ser tres décadas mayor que ella, está casado. Al igual que los lugares, los objetos también llevan inscrita una historia. La novela reconstruye esos años confusos a partir de un par de cajas llenas de cartas y listas y facturas, de fotos y postales. La primera parte narra la época más luminosa de la pareja. La segunda, tras un desliz de ella que descubre él, narra su descenso al infierno. Los interrogatorios y las recriminaciones, la manipulación y la vigilancia, corroen entonces una relación cada vez más asfixiante, que en sus dinámicas termina fusionándose con el trasfondo político y social.

    En ambos niveles aparecen desdibujados los límites entre la esperanza y la desilusión, entre lo nuevo (que un día será viejo) y lo viejo (que fue nuevo alguna vez). No son dimensiones tajantes en Kairós ni en ningún otro libro de la autora: conviven en un presente sedimentado, al que la multitud de presentes anteriores dota de profundidad. Erpenbeck se mueve cómodamente en esa confluencia. Al hacerlo, su escritura nos enfrenta al misterio de lo que muta, al misterio de las posibilidades que se multiplican segundo a segundo, quizá, sobre todo, al misterio de nuestra enorme pequeñez.

     


    Kairós, Jenny Erpenbeck, Anagrama, 2023, 336 páginas, $24.000.


    Yo voy, tú vas, él va, Jenny Erpenbeck, Anagrama, 2018, 336 páginas, $23.000.


    El fin de los días, Jenny Erpenbeck, Edhasa, 2015, 312 páginas, $21.000.


    Una casa en Brandenburgo, Jenny Erpenbeck, Destino, 2011, 208 páginas.

  32. Un trabajador, un murciélago, un trabajador-murciélago

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    Vampyr es una creación teatral que investiga desde una óptica chilena lo que tenemos en común vampiros, humanos y murciélagos hematófagos. Este cruce revelador se sitúa alrededor de un parque eólico, un campo de explotación de recursos energéticos que nunca se detiene, donde se mueven máquinas, trabajadores y murciélagos.

    Sus vampiros no son aristócratas refinados —como fue representado en sus orígenes—, sino trabajadores part time de turno nocturno, pequeños mamíferos confundidos que no soportan tanta presión, criaturas vulnerables al borde del derrumbe o del grito. No está tampoco la seducción carnal del vampiro, pero sí la de los discursos del marketing, del informe manipulado, del impacto que se omite. De esta forma, va exhibiendo un sistema de burocracias y escenificaciones, de jerarquías que validan explotaciones, una búsqueda insaciable que prioriza los ingresos a las vidas, dando forma a una crítica que cuestiona tanto al sistema laboral como al greenwashing o neocolonialismo verde.

    Durante los últimos ocho años, Manuela Infante ha interrumpido su fecundo itinerario de producciones internacionales solo tres veces para crear montajes en Santiago. Así dio forma a una trilogía que cuestiona el discurso antropocéntrico y estrategias coloniales, investigando desde distintas perspectivas lo humano. Cuestiona las nociones de lo diferente, opuesto e inferior, para desenmascarar apropiaciones y violencias que se excusan en estos supuestos.

    Partió en 2017 con la muy premiada Estado vegetal, un montaje que exploraba puntos en común entre lo vegetal y lo humano en la ruta de filósofos de las plantas como Michael Marder y neurobiólogos vegetales como Stefano Mancuso. En 2021 vino Cómo convertirse en piedra, donde llevó su investigación a nuestra relación con el mundo mineral y lo no vivo. Y en agosto de 2024 cerró la trilogía con el estreno de Vampyr, que vuelve a tener funciones en Matucana 100 entre el 17 y el 21 de enero, para el Festival Internacional Santiago a Mil.

    Las tres obras cruzan en escena materia y discurso, naturaleza y cultura, ficción y realidad, para indagar qué hay de humanidad en lo que se supone que no lo es. Todas las obras nacen de una investigación teórica que luego utiliza con la ligereza de quien no tiene que sumar notas al pie ni someterse a revisión de pares. Un cruce virtuoso que une teoría, conocimiento científico, contingencia y creatividad. Los montajes comparten además estrategias narrativas, como una estructura no lineal y polifónica donde de a poco se va revelando un misterio.

    Vampyr toma también nuevos rumbos. Nunca antes Infante había trabajado el humor de forma tan explícita, con momentos similares a lo que se podría ver en el Festival de Viña. También es su obra más frontal en lo político, en la crítica directa al discurso verde y al mercado laboral. Y paradójicamente, cierra su trilogía no-humana con la que probablemente sea la más humana de todas sus obras.

    Es como si las obras de Manuela Infante fueran un rompecabezas, donde al principio solo se iluminan algunas piezas desordenadas, que a medida que se van moviendo permiten ir entendiendo donde calzan. Pero las piezas no son de cartón sino de plasticina, y durante la obra van cambiando de forma. El mismo cuerpo que es un murciélago en otro momento es un trabajador y también puede ser trabajador y murciélago al mismo tiempo. Un pendón que es el tótem del marketing presencial, en otro momento es una turbina que está haciendo lo que el marketing intenta ocultar.

    Esta plasticidad de los elementos que moldea Infante abarca todo lo que ocupa la escena, porque su trabajo no es dramaturgia en el sentido clásico (teatro de texto). No basta con leer su obra para entender de qué van sus montajes. Infante crea a partir de una idea que investiga desde todos los aspectos que abarca el teatro, en cuerpo, movimiento, sonido, palabra, luz, imágenes y objetos. Y lo hace junto a los profesionales más destacados de sus áreas. Todo en el escenario es una exploración de la idea, un cuestionamiento de supuestos instalados tanto del tema que desarrolla como del teatro en tanto disciplina.

    Pero Vampyr toma también nuevos rumbos. Nunca antes Infante había trabajado el humor de forma tan explícita, con momentos similares a lo que se podría ver en el Festival de Viña. También es su obra más frontal en lo político, en la crítica directa al discurso verde y al mercado laboral. Y paradójicamente, cierra su trilogía no-humana con la que probablemente sea la más humana de todas sus obras.

    En Vampyr los vampiros no tienen reflejo, pero es difícil no verse reflejado en Vampyr, en el cansancio y el agobio que late en la obra. ¿Quién no ha fantaseado con no ir al trabajo un día y ver cómo todo se derrumba? ¿Quién no ha sido presionado más allá de lo que puede resistir? ¿Quién no ha sentido que ya no puede más?

     


    Vampyr, dramaturgia y dirección de Manuela Infante, 95 minutos, Centro Cultural Matucana 100, del 17 al 21 de enero, en el marco del FITAM.

  33. ¿Quién te crees que eres?

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    De los escritores que han hecho del cuento su oficio y cuya obra acumulada ha constituido mundos ficticios enteros —William Trevor, Edna O’Brien, Peter Taylor, Eudora Welty y Flannery O’Connor son los que de manera más destacada me vienen a la mente—, Alice Munro es la más consistente en estilo, forma, contenido, visión. Desde el principio, en colecciones tan acertadamente tituladas como Danza de las sombras (1968) y Las vidas de las mujeres (1971), Munro exhibió un notable don para transformar lo aparentemente simple —“anecdótico”— en arte. Tal como los escritores de cuentos que he mencionado, Munro se concentró en las vidas provincianas, incluso campestres, en relatos de tragicomedia doméstica que parecían abrirse, como por un acto de magia, a dimensiones más amplias, más profundas y más vastas: “De modo que mi padre conduce y mi hermano mira la carretera en busca de conejos, y yo siento que la vida de mi padre se escapa de nuestro coche mientras cae la tarde, oscura y extraña, como un paisaje sobre el que pesara un hechizo, y que mientras lo miras parece amable, corriente y familiar, pero apenas te das la vuelta se transforma en algo que nunca conocerás, con toda clase de inclemencias y distancias que no alcanzas a imaginar”, leemos en el cuento “El vaquero de la Walker Brothers”, de Danza de las sombras.

    Aunque Munro ha ambientado historias en otros lugares —Toronto, Vancouver, Edimburgo y el valle de Ettrick en Escocia; incluso, en el volumen Demasiada felicidad, en Rusia y Escandinavia— su entorno favorito es el rural, de pueblo pequeño, el suroeste de Ontario. Esta región de Canadá, poblada por presbiterianos escoceses, congregacionalistas y metodistas del norte de Inglaterra, se ha caracterizado por la frugalidad, principios rígidamente “morales” y una piedad cristiana del tipo más severo y juzgador; un protestantismo estricto que ha inspirado lo que se ha llamado “gótico del sur de Ontario”, una categoría heterogénea de escritores que incluye a Robertson Davies, Marian Engel, Jane Urquhart, Margaret Atwood y Barbara Gowdy, además de Alice Munro.

    Como en el sur rural de Estados Unidos, donde el protestantismo ha florecido a partir de raíces muy diferentes, la puritana y xenófoba cultura anglocanadiense arroja todo tipo de “bichos raros” y “ataques” —lesiones en el caparazón de la uniformidad que proporcionan al escritor el más extraordinario material. “El bicho raro”, de Munro, describe las consecuencias de las extrañas cartas amenazadoras que una niña de 14 años escribió a su propia familia; “Ataques” relata lo ocurrido tras un asesinato y suicidio en el seno de la familia de la esposa y madre que descubrió los cadáveres. ¿Cómo explicar semejante tragedia doméstica, ocurrida en la casa de al lado?: “Mira… esto se parece a un terremoto o un volcán. Es como un ataque. A la gente puede darle un ataque, como a la tierra, pero pasa solo muy de vez en cuando. Es un fenómeno anormal” (“Ataques”, El progreso del amor).

    Posiblemente no, sugiere Munro. Posiblemente no sea un fenómeno “anormal” en absoluto.

    En su decimotercera colección de cuentos, Demasiada felicidad —un título a la vez cortantemente irónico y apasionadamente sincero, como descubrirá el lector—, Munro explora temas, escenarios y situaciones que han llegado a ser familiares en su obra, vistos ahora desde una sorprendente perspectiva del tiempo. Su uso del lenguaje apenas ha cambiado a lo largo de las décadas, ya que su concepto del cuento se mantiene sin cambios. Munro es una descendiente del realismo lírico de Chéjov y Joyce, para quienes la ficción tensa, cruda y basada en diálogos de Hemingway tiene poco interés y la ostentosa altivez literaria de Nabokov es completamente extraña, así como la “experimentación” de cualquier tipo. (Uno se inclina a sospechar que Munro estaría de acuerdo con el rechazo de Flannery O’Connor a la literatura experimental: “Si se ve gracioso en la página, no lo leo”).

    La voz de Munro puede parecer engañosamente directa, incluso sin adornos, pero expresa una especie de realismo vernáculo, elíptico y poético, en el que la incesantemente reflexiva, analítica y evaluadora voz parece completamente natural, como si fuera la propia voz del lector: “De lo que [Rose] se avergonzaba… era de haber podido enfatizar demasiado ciertos detalles, caricaturizarlos, cuando siempre había algo más allá, un tono, un matiz, una luz, que se le escapaba y no conseguía plasmar. Y esa sospecha no la rondaba solo al actuar. A veces todo lo que había hecho podía verse como una equivocación… Como buena hija de su tiempo se preguntaba si simplemente había sentido atracción, curiosidad sexual; no creía que fuese eso. Se diría que hay sentimientos que solo se pueden expresar traduciéndolos; que tal vez solo se pueden interpretar traduciéndolos; no hablar y no interpretar es el camino que se debe seguir, porque la traducción es sospechosa. Y peligrosa, también” (“¿Quién te crees que eres?”, del libro del mismo nombre).

    Los relatos de ¿Quién te crees que eres? (1979) tienen el tono íntimo y confidente de la ficción autobiográfica, lo que lleva al lector a suponer que la voz de Rose no es distinta de la de Munro. En “Juego de niños”, de Demasiada felicidad, esta voz reaparece apenas alterada, aunque la narradora es mucho mayor que Rose, y su recuerdo del pasado no se ve atenuado por esa suerte de anhelo irónico y melancólico por lo perdido que ha traído a Rose —una mujer “de carrera” viviendo ahora en una gran ciudad— de regreso a su pequeño y sombrío pueblo natal de Hanratty, Ontario. En “Juego de niños”, la narradora emprende una especie completamente diferente de autoexploración o autoincriminación: “Lo que yo intentaba investigar [en un estudio antropológico titulado Idiotas e ídolos] es la actitud de los pueblos de diversas culturas —no me atrevo a usar la palabra “primitivas” para describirlas—, la actitud hacia las personas mental o físicamente excepcionales. Palabras como ‘deficientes’, ‘discapacitadas’ o ‘retrasadas’ habían quedado, por supuesto, relegadas al cubo de la basura, probablemente por una buena razón: no solo porque tales palabras pueden denotar una postura cruel y de superioridad, sino porque no son realmente descriptivas. Esas palabras desdeñan en gran medida lo que estas personas tienen de extraordinario, incluso de imponente, o al menos, de particularmente poderoso. Y lo interesante fue descubrir cierto grado de veneración y persecución, y la atribución, no por completo errónea, de una serie de aptitudes consideradas sagradas, mágicas, peligrosas o valiosas”.

    La voz de Munro puede parecer engañosamente directa, incluso sin adornos, pero expresa una especie de realismo vernáculo, elíptico y poético, en el que la incesantemente reflexiva, analítica y evaluadora voz parece completamente natural, como si fuera la propia voz del lector.

    El miedo a —la repulsión por— lo que es “imponente” en una niña retrasada del vecindario, a quien la narradora conoció cuando eran niñas, es el tema del relato irónicamente titulado “Juego de niños”. Al comienzo de la historia, el lector está preparado para esperar una mirada nostálgica a la crianza de la narradora en la Iglesia Unida de Canadá en Guelph, Ontario, y sus alrededores, así como su amistad intensamente cercana con una niña llamada Charlene, pero esta expectativa se revela como ingenua: “Charlene y yo nos mirábamos fijamente, sin prestar atención a lo que hacían nuestras manos. Charlene tenía los ojos muy abiertos, jubilosos, y supongo que yo también. No creo que nos sintiéramos malas, triunfantes por nuestra maldad. Era más bien como si estuviéramos haciendo lo que se nos exigía, aunque parezca mentira, como si fuera el cénit, la culminación de nuestra vida, de nuestro ser”.

    En este caso, “nuestro ser” es la expresión de la herencia cultural de las niñas: una profunda sospecha hacia las personas que parecen desviarse de la norma, que amenazan el protocolo de la domesticidad estrecha. Las niñas “malvadas” crecen y se convierten, no en adultas “malvadas”, sino, simplemente, en mayores. Se buscará —de forma tardía— la absolución; la otra, la narradora autocondenadora pero parca, una de las inteligentes testigos de Munro, lo elude de manera decidida: “¿No me tentó tanta palabrería? ¿Ni una sola vez? Podría haberme abierto, tener la sensatez de abrirme, al vislumbrar el perdón, inmenso, aunque engañoso. Pero no. Esas cosas no son para mí. Lo hecho, hecho está. A pesar de los coros de ángeles y las lágrimas de sangre”.

    Como Flannery O’Connor, cuya ficción, a pesar de su disimilitud superficial, ha sido una poderosa influencia en la de Munro, esta última escudriña a sus personajes en su búsqueda del “perdón”, o la gracia. Mientras que la visión de O’Connor es de otro mundo y la “gracia” es un regalo de Dios, la visión de Munro es firmemente secular: sus personajes carecen de cualquier impulso hacia la trascendencia, por desesperadas que sean sus situaciones; sus vidas no son susceptibles de momentos penetrantes y definidos de redención, sino de actos más mundanos de amor, magnanimidad y caridad humanos.

    En “Madera”, por ejemplo, incluido también en Demasiada felicidad, Roy, un tapicero y restaurador de muebles independiente, algo excéntrico y malhumorado, se siente atraído por el bosque para cortar madera, un interés u obsesión que es “algo privado, pero no secreto”. Al sufrir una caída en el bosque, Roy apenas puede arrastrarse de regreso a su camioneta: “Siente un dolor increíble. No se puede creer que vaya a seguir así, que el dolor vaya a vencerlo”. Su situación es tan extrema que está siendo perseguido por un buitre, cuando, inesperadamente, su esposa, que ha quedado casi paralizada por una depresión crónica, acude en su ayuda: “Ha venido en el coche, dice —habla como si nunca hubiera dejado de conducir—, ha venido en el coche, pero lo ha dejado en la carretera”. En un momento, la terrible situación de Roy se alivia; no se ha perdido en un “bosque desierto”, como creía, sino que ha sido salvado (redimido) por su esposa. Su esposa también, al verse obligada a rescatar a su marido, ha salido de su depresión: “Que Roy sepa, Lea nunca había conducido el camión. Es extraordinario lo bien que se le da”. “Madera” llega a un aceptable final feliz, donde el lector ha sido preparado para esperar algo muy diferente, como en una de las pequeñas alegorías bellamente sombrías de Jack London sobre hombres que sucumben a la naturaleza.

    De igual modo, el primer cuento del volumen, “Dimensiones”, muestra el progreso de Doree, una mujer que ha permanecido casada, imprudentemente, con un marido mentalmente inestable y abusivo: “Pero de nada valía contradecirlo [a Lloyd]. Quizá los hombres necesitaban tener enemigos, como necesitan gastar sus bromitas”. Incluso después de que Lloyd asesinara a sus hijos, lo declararan criminalmente loco y lo hospitalizaran, Doree no logra separarse de él; al igual que Lloyd, quiere pensar que los niños están en una especie de “cielo”: “Era la idea de que los niños estaban en lo que él [Lloyd] llamaba su Dimensión lo que se adentraba furtivamente en ella y por primera vez le proporcionaba una sensación de tranquilidad, no de dolor”.

    En otra conclusión inesperada, Doree se libera abruptamente de su morbosa dependencia de su exmarido mediante un acto espontáneo suyo, cuando salva la vida de un chico que había chocado su camioneta, dándole respiración artificial:

    Entonces lo notó, sin lugar a dudas: de la boca del chico salía aliento. Extendió una mano sobre la piel del pecho y al principio no sabía si subía o bajaba porque ella estaba temblando.

    Sí, sí.

    Era aliento de verdad. La laringe estaba abierta. Respiraba él solo. Estaba respirando.

    En la igualmente conmovedora historia “Pozos profundos”, del mismo volumen, una mujer debe reconocer el doloroso hecho de que ha perdido a su hijo adulto, a pesar de todos sus esfuerzos por recuperarlo; ha desaparecido de su vida solamente para resurgir como una especie de gurú para personas desfiguradas y sin hogar en un barrio pobre de Toronto, y las relaciones “normales” con su familia le resultan repugnantes. Sin rodeos, él le dice: “No estoy diciendo que te quiera, no utilizo ese lenguaje absurdo… Normalmente no intento llegar a nada hablando con la gente. Normalmente intento evitar las relaciones personales. O sea, lo hago, las evito”.

    Mientras que la visión de O’Connor es de otro mundo y la ‘gracia’ es un regalo de Dios, la visión de Munro es firmemente secular: sus personajes carecen de cualquier impulso hacia la trascendencia, por desesperadas que sean sus situaciones; sus vidas no son susceptibles de momentos penetrantes y definidos de redención, sino de actos más mundanos de amor, magnanimidad y caridad humanos.

    Para el hijo de Sally no existe una dimensión espiritual: “No hay nada dentro… Lo único que hay es lo de fuera, lo que haces, todos y cada uno de los momentos de tu vida. Desde que me di cuenta de eso soy feliz”. Rechazada y apartada, la madre del gurú finalmente llega a sentir afinidad con otros como ella. Sus victorias serán pequeñas, pero alcanzables: “De todos modos, ya es algo haber acabado el día sin que haya sido un completo desastre. No lo fue, ¿verdad? Sally dijo quizá. Kent [su hijo] no la corrigió”.

    El cuento de Demasiada felicidad que más claramente deriva de Flannery O’Connor es el extrañamente titulado “Radicales libres”, en que un joven con una cara “alargada y como gomosa” —“una mirada jocosa”— se abre paso hasta la casa de Nita, una anciana viuda que vive sola, con el pretexto de ser de la compañía eléctrica. Entonces afirma ser diabético y que necesita comer algo rápidamente; al final, en un monólogo psicótico, revela que es un asesino —ha matado a su familia—: “Yo saco mi pistolita y pim, pam, pum, me los cargo”. La mujer aterrorizada en cuya casa ha entrado con la esperanza de robar su auto (ella está en remisión de un cáncer), se las ingenia para salvar su vida siguiéndole la corriente al joven y contándole una historia de cómo años antes había envenenado a una chica por la que su marido se sintió atraído. La historia no es cierta y no parece hacer mucha diferencia para el joven psicótico, pero parece revelar la propia culpa de Nita por haberle robado el marido a otra mujer cuando era joven. Después de que el joven se ha escapado con su auto, Nita se da cuenta tardíamente de que hasta ahora no ha llorado realmente a su marido: “Rich. Rich. Ahora se da cuenta de lo que es echarlo en falta de verdad. Como si al cielo le chuparan todo el aire”. Es un cuento curioso, una amalgama desgarbada de O’Connor y Munro, más intrigante que satisfactoria, que termina cuando un oficial de policía informa a Nita que el joven asesino murió al estrellar su auto: “Muerto. Instantáneamente. Merecido se lo tiene”.

    A menudo se dice que los cuentos de Munro, ricos en detalles y llenos de observaciones psicológicas, se leen como novelas compactas, pero “Radicales libres”, como uno o dos más de esta colección, más bien sugieren la delgadez de la anécdota.

    La joya de Demasiada felicidad es el cuento que da título al libro, una novela corta, exquisita en cuanto a imaginación y estructura, a la manera de los más largos e intrincadamente configurados cuentos de Munro, “El amor de una mujer generosa”, “Entusiasmo” y “La virgen albanesa”, así como de las historias vinculadas de La vista desde Castle Rock (2006).

    En la matemática y novelista rusa Sofía Kovalevski (1850-1891) —la primera mujer nombrada para un puesto docente universitario en el norte de Europa—, Munro ha descubierto a una de sus protagonistas jóvenes más convincentes y agradables, con un temperamento muy similar al de sus heroínas anteriores, como Rose de “¿Quién te crees que eres?”, de quien se dice, “[su] naturaleza estaba creciendo como una piña espinosa, pero se cubrió poco a poco, y en secreto, de una dura capa de orgullo y escepticismo que incluso a ella misma la desconcertaba”.

    Así como Sofía Kovalevski finalmente está condenada por su propia independencia, físicamente agotada y enferma por tener que emprender sola un arduo viaje en tren en invierno, Rose se siente miserablemente fuera de lugar en su pequeña ciudad provincial de Hanratty, en Ontario. Aunque Rose nunca corre ningún peligro físico, la amenaza a su autoestima es incesante durante la infancia y la adolescencia, un cuestionamiento continuo por parte de sus mayores acerca de la integridad de su propia naturaleza.

    La historia final de ¿Quién te crees que eres? tiene el mismo título: la terrible, burlona y corrosiva pregunta formulada a mujeres jóvenes de mentalidad independiente, a menudo por mujeres mayores que deberían ser sus mentoras y su apoyo, como la señorita Hattie, la profesora de inglés de secundaria de Rose, que insiste enloquecedoramente en exigir que Rose siga todas las insípidas reglas de su salón de clases. Con la autoridad de la represiva comunidad protestante detrás suyo, la señorita Hattie persigue a Rose como si Rose fuera una niña desobediente en lugar de una muchacha de secundaria intelectualmente dotada: “No puedes ir por ahí creyéndote mejor que el resto solo porque puedes aprender poemas de memoria. ¿Quién te crees que eres?”.

    Aunque interiormente furiosa, Rose reacciona de la misma manera que, el lector adivina, reaccionó la propia Alice Munro, cuando era una brillante estudiante de secundaria en la pequeña ciudad de Wingham, en Ontario, en la década de 1940: “No era la primera vez que a Rose le preguntaban quién se creía que era; es más, la pregunta a menudo le había parecido la típica cantinela, y no hacía caso. Con el tiempo, sin embargo, comprendió que la señorita Hattie no era una profesora sádica; habría podido decirle lo mismo delante de toda la clase. Y tampoco lo hizo por despecho, porque se hubiese equivocado al no creer a Rose. Intentaba inculcarle una lección que para ella era más importante que cualquier poema, y sinceramente creía que Rose necesitaba aprenderla. Por lo visto, mucha otra gente también creía lo mismo”.

    Así como Sofía Kovalevski finalmente está condenada por su propia independencia, físicamente agotada y enferma por tener que emprender sola un arduo viaje en tren en invierno, Rose se siente miserablemente fuera de lugar en su pequeña ciudad provincial de Hanratty, en Ontario.

    Por supuesto, Sofía Kovalevski vive en un mundo todavía más provinciano y restrictivo que el suroeste rural de Ontario, al menos cuando reside en su Rusia natal, donde a las mujeres solteras no se les permite viajar fuera del país sin el permiso de sus familias. Por la causa de la emancipación femenina, Sofía se casa con un joven de mentalidad radical sin amarlo, para abandonar el país y estudiar en el extranjero; tras la muerte de él, por suicidio, ella se queda con su pequeña hija y el desafío de lograr una carrera. En 1888, Sofía gana el primer premio en un concurso internacional de matemáticas en el que los participantes son anónimos. Durante la elegante recepción del premio Bordin en París, “al principio también ella [Sofía] se dejó seducir, fascinada por las luces y el champán. El vértigo de los halagos, el deslumbramiento y los besamanos recubrían con una gruesa capa ciertas realidades, realidades fastidiosas pero inmutables. La realidad de que jamás le ofrecerían un trabajo digno de su talento, de que tendría mucha suerte si le tocaba dar clase en una escuela femenina de provincias”.

    Los caballeros matemáticos que tanto honran a Sofía no le darían un puesto universitario, como tampoco emplearían a un “chimpancé amaestrado”. Al igual que las mujeres engreídas y moralistas de la provinciana Ontario, las esposas de los grandes científicos “preferían no conocerla y no la invitaban a sus casas”. Lo más doloroso de todo es que Sofía pierde, al menos provisionalmente, al hombre que es el gran amor de su vida, un profesor de sociología y derecho, un liberal al que se le prohíbe ocupar un puesto académico en Rusia, llamado Maksim Maksimovich Kovalevski. (Es una coincidencia que sus apellidos sean idénticos: el primer marido de Sofía era un primo lejano de Maksim).

    La adoración de Sofía por Maksim ilumina su vida como mujer y la pone en peligro. El lector intuye, más allá de las fantasías de la joven sobre la vida doméstica con este hombre tan inusual —“Pesa 125 kilos, repartidos por un cuerpo enorme; como es ruso a menudo lo llaman oso, y también cosaco”—, que él no está tan enamorado de Sofía como ella de él. Ambos tienen 40 años, pero Sofía es la más madura de los dos, ya que es la más vulnerable emocionalmente. Maksim parece no poder perdonar a Sofía por ser al menos tan brillante como él, tal vez incluso con su “chocante y fulgurante fama”, más bien un prodigio. Mientras Sofía escribe sobre Maksim con adoración juvenil:

    Es muy alegre, y al mismo tiempo muy sombrío,
    vecino desagradable, excelente camarada,
    sumamente gracioso y sin embargo tan afectado.
    Indignantemente ingenuo, mas muy displicente.
    Terriblemente sincero, y tan astuto al mismo tiempo.

    Maksim, en cambio, incluye en sus cartas de amor frases “terribles”: “Si te amara, habría escrito de otra manera”.

    Parecería que la suerte de Sofía mejora cuando le ofrecen un puesto para enseñar en Suecia, “los únicos en Europa dispuestos a contratar a una matemática para su nueva universidad”. Pero viajar sola de Berlín a Estocolmo en invierno, en un momento en el que Copenhague está en cuarentena debido a un brote de viruela, es una empresa peligrosa, si no temeraria: “Maksim, ¿tomará un tren como aquel alguna vez en su vida?”. Cuando Sofía finalmente llega a Estocolmo, está devastada por una neumonía y nunca recupera el conocimiento. Al hablar en su funeral, Maksim se refiere a ella “un poco como si hubiera sido una profesora a la que conocía” y no su amante. Es un final melancólico para esta mujer “emancipada”, vibrante y competente, que vivió antes de su tiempo, con valentía y sin la protección de los hombres.

    Demasiada felicidad” cobra un impulso narrativo considerable en sus páginas finales, que trazan el viaje fatal de la pobre Sofía al único país de Europa —si no del mundo— que la contratará como profesora universitaria. Al igual que esas historias largas, elaboradamente investigadas y documentadas de Andrea Barrett, que narran las vidas de los científicos del siglo XIX —ver La fiebre negra (1996) y Servants of the Map (2002)—, “Demasida felicidad” contiene suficiente material densamente recopilado como para varias novelas y a veces se ve agobiada por el material expositivo presentado en pasajes poco dramáticos y algo improbables, como si la autora estuviera ansiosa por establecer su tema como real, histórico y no simplemente imaginado: “Si la chica hubiera estado despierta, quizá Sofía le habría dicho: ‘Perdone, estaba soñando con 1871. Yo estaba allá, en París; mi hermana estaba enamorada de un comunero. Lo capturaron y podrían haberlo matado o enviado a Nueva Caledonia, pero conseguimos sacarlo. Lo hizo mi esposo. Mi esposo, Vladimir, que no era comunero y lo único que quería era ver los fósiles del Jardín des Plantes’”.

    En sus agradecimientos, Munro señala que partes de “Demasiada felicidad” se derivan de textos rusos traducidos, incluidos extractos de los diarios, cartas y otros escritos de Sofía, y que su fuente principal es la biografía escrita por Nina y Don H. Kennedy, Little Sparrow: A Portrait of Sophia Kovalevsky (1983), obra que la “cautivó”. Sofía Kovalevski es realmente una figura fascinante, la persona más interesante sobre la que Munro ha escrito hasta la fecha. Es apropiado que Munro comience “Demasiada felicidad” con un comentario de la propia Sofía Kovalevski histórica: “Muchas personas que no han estudiado matemáticas las confunden con la aritmética y las consideran una ciencia seca y árida. Lo cierto es que esta ciencia requiere mucha imaginación”.

     

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    Este artículo apareció en The New York Review of Books en diciembre de 2008 y se publica con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

  34. Notas sobre pertenencia: la puerta de no retorno

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    Un mapa a la puerta de no retorno, de Dionne Brand (Guayguayare, 1953), publicado en una muy fluida traducción de Lucía Stecher por editorial Banda Propia, constituye una excelente adición a una colección que ya incluye los ensayos literarios de Crear en peligro y la novela Claire de Luz Marina, de la haitiana estadounidense Edwidge Danticat (Puerto Príncipe, 1969), ambos traducidos por la misma Stecher en colaboración con Thomas Rothe. Este libro corre por los derroteros de Crear en peligro, es decir, la crisis que hasta hoy viven los descendientes de las personas secuestradas en África y vendidas luego a lo largo de todo el continente americano. La diferencia radica en que donde Danticat pone el foco en la experiencia del artista migrante, Brand opta por apuntar a una herida primordial y constitutiva de la experiencia de esta diáspora africana, un hito que trasciende los límites del hogar y las naciones, y que constituye tanto un momento histórico como una imagen grabada a fuego en sus consciencias: el día en que sus antepasados traspasaron “la puerta de no retorno”.

    El libro abre con un recuerdo fundacional. Cuando la autora tenía 13 años, su abuelo dijo saber de qué pueblo descendían. Ella pregunta de quiénes y recita los nombres que conoce: yoruba, ibo, ashanti, mandinga. El responde que no a cada pueblo que menciona y ella insiste, él pide que lo deje en paz, ella vuelve a preguntar y a veces él parece casi recordar la sílaba que abriría su memoria. Pero el anciano nunca recuerda. Al cabo de unas semanas ella dejó de preguntar y entre ambos surgió un sentimiento de decepción. Con el tiempo, el nombre del pueblo perdido dejó de importar y el silencio reveló algo más complejo, una fractura que ambos habían confundido con decepción: no pertenecían al lugar donde vivían y no recordaban de dónde venían ni quiénes eran.

    La puerta de no retorno” es el nombre que reciben lugares tanto reales como imaginarios de la costa oeste africana, desde donde se embarcó a esclavos con destino a puertos americanos, por ejemplo, los castillos de San Jorge de la Mina y de la Costa del Cabo, ambos ubicados en lo que hoy es Ghana. Lo que sigue es solo una de las formas en que Brand la define: “En un sentido desolador es el lugar de creación de los negros de la diáspora del Nuevo Mundo”. El caso es que zarpar desde estos puertos marcó el fin de la relación de las personas esclavizadas y su futura progenie con el continente africano, con su sentido de pertenencia y sus identidades, convertidos ya para siempre en bienes sin otra particularidad que su utilidad.

    Este libro es mucho más que una suma de relatos. Los fragmentos ensayísticos y poéticos que lo constituyen abordan temas que van desde la relación del sujeto diaspórico con el mar, entendido como puente que conecta con el origen; la eterna pregunta por la posibilidad del arraigo; el cuerpo de los basquetbolistas negros vistos como herramientas destinadas a conquistar el mundo; los cuerpos de mujeres y hombres negros entendidos como proyecciones del deseo y el miedo blancos.

    Dionne Brand, nacida en Trinidad y formada ideológicamente en el Toronto de los años 70, una ciudad que cada día era más cosmopolita, vinculada a una comunidad que pasaba sin esfuerzo de la discusión política a la reflexión poética, y donde leyó por primera vez a Malcolm X, Martin Luther King y James Baldwin, examina la metáfora de la puerta de no retorno agotando los ángulos desde donde puede ser considerada, acumulando trazas de la historia y memorias no escritas de los descendientes de quienes la atravesaron.

    Pero este libro es mucho más que una suma de relatos. Los fragmentos ensayísticos y poéticos que lo constituyen abordan temas que van desde la relación del sujeto diaspórico con el mar, entendido como puente que conecta con el origen; la eterna pregunta por la posibilidad del arraigo; el cuerpo de los basquetbolistas negros vistos como herramientas destinadas a conquistar el mundo; los cuerpos de mujeres y hombres negros entendidos como proyecciones del deseo y el miedo blancos; el ser habitados por un sujeto desconocido, un africano visto a través del lente de la cultura blanca, un ser inferior que deben eliminar de su interior; y el romance silencioso con el territorio y todo lo que está atrás de la puerta de no retorno, la tierra de sus orígenes y un majestuoso pasado imaginado.

    De este libro apasionado y quizás exhaustivo en demasía, salimos con la convicción de que todo acto de memoria importa, de que incluso los fragmentos rescatados de un sueño son materiales nobles con que construir nuestro rostro, más allá del sueño del arraigo, más allá de toda arbitrariedad geográfica y cultural, siempre conscientes de que cuando entramos a una habitación vacía, la historia ya está sentada ahí, esperándonos.

     


    Un mapa a la puerta de no retorno, Dionne Brand, traducción de Lucía Stecher, Banda Propia, 2024, 216 páginas, $18.500.

  35. El límite

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    1. Lamento el daño provocado por el texto “La violencia de Judith Butler” ante el sufrimiento cotidiano que presenciamos o vivimos de cerca desde hace más de un año. Ese artículo era parte de un dossier. No era una columna de opinión. Procuraré dar cuenta de su contexto y analizar algunas de las reacciones que suscitó.

    2. Este texto fue escrito en junio del 2024, luego de un semestre de movilización en distintas universidades del mundo. En algunos lugares se hizo un trabajo profundo para determinar de qué manera contribuimos a la destrucción sin límites que ocurre en Gaza. En otros, se organizaron bailes llamando a que se repitiera el 7 de octubre de 2023. Que se repita. Que nunca deje de repetirse. El escenario que ya no puede ser llamado guerra en Gaza, y no solo en Gaza, ha convocado no a la comunidad internacional (inerte), sino a la comunidad estudiantil a tomar acción. Algo que escribí en “La violencia de Judith Butler” puede invertirse: cuando la política gubernamental es inerte, complaciente o está paralizada, queda la acción civil. La acción civil y estudiantil ha mostrado de qué manera todos estamos implicados en lo que ocurre en lugares que podrían ser considerados ajenos. Esto es también la globalización: no hay guerras, masacres, genocidios y crímenes de lesa humanidad que estén restringidos a un límite territorial. En este contexto, las organizaciones estudiantiles han hecho un trabajo valioso y profundo. Debí haber reparado en ello. Pero me rehúso a que la universidad acoja bailes y eslóganes que apunten a celebrar una masacre, a llamar a una nueva o a dejarla posible o latente. He leído que “los eslóganes tienen una razón de ser”. Esto es insuficiente. Los eslóganes son parte de la guerra. Son un arma. Algunos lo saben y deciden utilizarlas.

    3. “La violencia de Judith Butler” fue escrito cuando accedía a la información de los llamados a que se repitiera el 7 de octubre, cuando circulaba también la información sobre la marginación de colegas provenientes de universidades en Israel (por ejemplo, información sobre revistas que decidieron no evaluar sus artículos; peticiones para expulsar profesores o profesoras de origen israelita; llamados a romper convenios con universidades provenientes de un “Estado genocida”, utilizando el adjetivo genocida para caracterizar la naturaleza de un Estado y no la política de un gobierno determinado). Estas acciones presuponen que no hay diferencias entre la política de un gobierno, las instituciones y los civiles. Asimismo, los llamados a actuar para, concretamente, dejar de contribuir al avance ilimitado de la guerra, borran un límite que para mí es fundamental: el que distingue a la población civil de la política de un gobierno. Sobre este límite se requiere un posicionamiento. Yo sostengo que este límite no hay que cruzarlo.

    4. “La violencia de Judith Butler” tiene varios contextos. El que acabo de mencionar, acerca de la necesidad imperiosa de actuar ante una situación de masacre que no termina, y las palabras que Judith Butler pronunció en una conferencia realizada en Pantin (Francia), el 3 de marzo de 2024. En esta conferencia no solo se habló de la masacre del 7 de octubre en términos de resistencia, sino que se puso en duda la posibilidad de que este día hayan ocurrido violaciones: “Esperaré por los informes [es decir las pruebas]. Si las violaciones han ocurrido, entonces lo deploro”. Cuando sabemos que negar o dudar de la violencia es ejercerla; que la negación de la violencia es parte de su proceso; que esto ha estructurado, entre otras, la violencia sexual (vuelta improbable, imposible de ser escuchada), esta decisión de Judith Butler de esperar las pruebas no denota solo una falta de sensibilidad respecto de quienes padecieron esta violencia horrorosa. Es violento en sí. Es violento de la misma manera en que lo es negar las atrocidades cometidas en Palestina, los crímenes impunes en Cisjordania, los llamados a matar “animales”.

    5. Las palabras de Judith Butler en esta conferencia fueron, en mi opinión, violentas, porque exceptuaron las violaciones cometidas el 7 de octubre de lo que habíamos empezado a entender: la violencia se produce negándose a sí misma; se produce volviéndose sospechosa de no ser más que una mentira. Decir esto, en ningún momento deja abierta la posibilidad de que las violaciones de las mujeres en Palestina, las muertes de sus hijos e hijas, padres, sea tolerable. Insinuar esto es perverso.

    6. Desde el 7 de octubre han circulado palabras que, al menos a mí, no me han permitido hablar, sino que me han encerrado en el silencio. Tras el 7 de octubre, circuló la palabra “pogrom”. El hecho de que las viviendas y habitantes de varios kibutz hayan sido calcinados, que no se haya podido identificar a los muertos porque sus rostros eran irreconocibles, ha despertado un trauma, ha tomado lugar al interior de un trauma, uno que encarna la palabra “pogrom” (pillaje, matanza, destrucción del hogar y de los lazos). Tras ese mismo día ha circulado la palabra “nakba”, la devastación radical, la expulsión de los palestinos de su territorio, el abandono a la condición de refugiado (esto además en un mundo que cierra todas las fronteras y se consolida construyendo muros). Hemos estado supeditados a la palabra “genocidio”, es decir, el acto intencional de erradicar a un grupo humano o de destruir sus condiciones de existencia. He escuchado hablar también de una “situación apocalíptica”, una en la que todo podría echarse a perder: el sentido de las reglas, los marcos que dan legitimidad y sentido a nuestras acciones. ¿Estamos en condiciones de usar estos términos, de sancionarlos, de obviarlos? ¿Se está repitiendo lo mismo y, en este sentido, las palabras nos sirven para comprender lo que ocurre? ¿O se está produciendo algo inaudito que nos obliga a otra forma de usar el lenguaje?

    Pienso que el trabajo más grande y, tal vez, más esperanzador que estamos llamados a hacer, consiste en abrir el espacio a cada palabra que circula para reconstruir su historia de múltiples maneras. No están una contra la otra. No creo que haya que elegir entre dos relatos que conllevan una borradura. Hay que encontrar otro espacio para las palabras. El espacio universitario sigue siendo uno en el cual estudiamos, nos desplazamos, encontramos los límites de nuestras posiciones discursivas (los límites, pero no la redención).

    7. La nominación de lo que ocurre es parte de la violencia de lo que vivimos. El problema de las narrativas es crucial, porque determina la posibilidad que tenemos de usarlas, de adherir a ellas o ser impactado por ellas. Debemos esforzarnos en profundizar en todos los nombres que hemos escuchado, su historia, su dolor, su dimensión traumática, es decir repetible al infinito: nakba, pogrom, genocidio, crímenes contra la humanidad, situación apocalíptica. Creo que no somos detentores de estas palabras y que si queremos hablarnos y escucharnos, es fundamental no privilegiar un relato por sobre otro.

    8. La necesidad de impulsar nuevos relatos es crucial en el momento que vivimos. Es aquí donde la cuestión del límite debe interpelarnos de forma clara y consciente. Es aquí donde tenemos probablemente diferencias cruciales los unos y los otros. Dentro de las críticas que he recibido, una tiene que ver con la incorporación, en mi texto, de la palabra “Israel” (el “distrito sur de Israel” donde ocurrió una “explosión de violencia”). Ante la violencia intrínseca de referirse a Israel, existe la posibilidad de borrar el nombre de Israel y de referirse a Palestina ocupada. Entiendo que este marco lingüístico quiere combatir de raíz la violencia implicada en la creación del Estado de Israel. Pero esta decisión de borrar el nombre de Israel significa ipso facto exponer a más violencia, una que se pretende redentora, pura, necesaria —una ilimitada, porque la violencia redentora aspira a redimir toda violencia. Este no es mi marco de enunciación: soy partidaria de la creación de dos Estados, de hacer historias, narrativas, que no obvien nuestras violencias, sino, al contrario, que nos permitan cuestionarlas. Me sitúo en este límite.

    9. En este momento, el lenguaje es nuestra mayor dificultad y un arma siempre a disposición. No me exceptúo de la violencia del lenguaje, de su uso o de su no uso. He visto por un tuit que me mandaron (he leído solo dos) que, además de ser violenta y conservadora, yo estudio a este gran sionista que es Emmanuel Levinas. Si las palabras nos sirven para clasificar tan fácilmente a los autores que estudiamos, entonces nosotras y nosotros, que estamos lejos de los bombardeos (pero no de los duelos y las pérdidas de amigos/as y familiares), alimentamos una guerra destinada a destruirnos como colegas, académicos, amigos y amigas. Se ha hablado de Judith Butler como de una autora cancelada. Una cosa es criticarla (justa o injustamente); otra cosa es invalidar un pensamiento por sionista o antisionista. Mi texto en ningún momento busca invalidar el pensamiento de Judith Butler. Ni siquiera critica a Butler por ser una filósofa con una actividad política (al contrario, rescato esta dimensión en el texto y lo desarrollo en una versión más larga). Lo que cuestiona es la relación entre crítica y política, y el momento en el cual la acción militante arriesga abandonarse a un uso acrítico de las palabras. El peligro de la cancelación no está en la posibilidad de criticar a un autor, sino en la imposición de palabras que buscan crear repudio. Hablar de “Emmanuel, el gran sionista” o de “Messina la sionista”, además de dejar impensada la palabra sionista, y de llegar a esta categorización por un mero juego retórico (Messina habla de Israel entonces Messina es sionista… o, peor aún: no habla de Palestina, entonces es sionista), es el inicio de una era de cancelación de autores y de marginación de académicos por los autores que estudian. Es muy triste y peligroso que esto ocurra. Aquí pienso que se debería poner un límite.

    10. En el conversatorio que tuvo lugar en marzo del 2024, Judith Butler escogió la palabra “resistencia” para dar cuenta del contexto en el cual se produjo la masacre del 7 de octubre del año anterior. Afirmó que “no le gustó este acto”, que le resultó “angustiante”, pero que hay que explicarlo. Reafirmo mi posición al respecto: la violencia no es un medio; es una producción de sentido. Debe ser leída en la singularidad de su proceso. Quemar vivas a las personas, hacer imposible reconocer los rostros y nombrar a los muertos, afecta nuestro uso del lenguaje, que consiste ante todo en nombrar, en reconocer, en poder conmemorar a los muertos. Esto vale para cada persona, de cada lugar. No subsumo la destrucción de un rostro, de un nombre, al concepto de resistencia. Tampoco lo inscribo en su horizonte.

    11. Me han señalado en los comentarios a mi texto que no pronuncio la palabra Palestina. De ahí se ha concluido que soy sionista y ejerzo una “nakba filósofica”, tal como lo haría el conjunto de la filosofía europea y occidental. Todo esto es dicho desde la misma tradición europea denunciada, y con algunos matices lingüísticos que esta misma tradición permitió pensar. “La violencia de Judith Butler” no tenía como propósito hablar de Palestina. Habla del límite entre academia y política, y de la tergiversación del concepto de resistencia, que pasó a significar lo contrario de lo que se teorizó. Es deshonesto clasificar como sionista a quien no pretende hablar de Palestina, pero siempre es posible abusar de las palabras, imponer su sentido, ganar audiencia con ellas, usarlas para crear repudio y hacerse pasar por puro. Aun así, pienso que la circulación en las redes sociales de un texto titulado “La violencia de Judith Butler”, ante la gravedad de lo que está ocurriendo en Medio Oriente conlleva violencia. Es algo que lamento profundamente. Pero sacar como conclusión de que soy una sionista que ejerce la borradura, para avalar la nakba, cruza el límite de la honestidad intelectual, lo mínimo esperable de parte de cualquier colega y académico. Hay algo más grave, sin embargo, en el texto al que me estoy refiriendo. Si bien este me acusa de borrar a los palestinos, hace del 7 de octubre una construcción sionista, una que no merece nombre, condena, duelo. Esta columna de opinión que me acusa de borrar al pueblo palestino encuentra como solución borrar el nombre de Israel y hacer del 7 de octubre un golpe de los sionistas contra ellos mismos. Este texto ejemplifica lo que pretende criticar: la lógica de la borradura.

    12. Al recibir estas críticas he aprendido que las organizaciones universitarias buscan ir en contra de la parálisis de las políticas de gobierno. He aprendido que la reflexión crítica sobre los marcos teóricos es necesariamente una acción. Me ha quedado más claro aún que cambiar de relato es una operación necesaria y peligrosa, si este cambio busca remplazar una borradura por otra. Pienso que el trabajo más grande y, tal vez, más esperanzador que estamos llamados a hacer, consiste en abrir el espacio a cada palabra que circula para reconstruir su historia de múltiples maneras. No están una contra la otra. No creo que haya que elegir entre dos relatos que conllevan una borradura. Hay que encontrar otro espacio para las palabras. El espacio universitario sigue siendo uno en el cual estudiamos, nos desplazamos, encontramos los límites de nuestras posiciones discursivas (los límites, pero no la redención). Lo que no dejo de pensar es que el espacio universitario no puede ser el que acoja llamados a la erradicación (de un pueblo o de otro) porque es con las palabras, su despliegue, la creencia en su inocencia, que se instala la violencia radical, total. La gravedad de lo que ocurre hoy en Palestina no crea en mí menos repudio que aquellos y aquellas que asumen un lugar de pureza (de clase, de ideología, de relato). No apaga la inquietud (el terror) que me provocan los discursos negacionistas, los relatos que aspiran a la pureza enunciativa.

  36. En los terrenos del desecho

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    La violencia es un tema universal de la literatura: así lo demuestran, en la tradición occidental, títulos seminales como la Ilíada y la Odisea, las tragedias griegas, El cantar de Mio Cid o el teatro de Shakespeare. En el caso de América Latina, se convirtió muy pronto en un leitmotiv a la hora de analizar su producción cultural. Ariel Dorfman, en el ya clásico Imaginación y violencia en América (1970), subrayó que había dado lugar a metanarrativas de enorme relevancia, como las novelas “de la Revolución mexicana”, “del dictador” o, directamente, “de la violencia” (en Colombia), hecho que con el paso de los años continuaría con “el testimonio” y la “narcoliteratura”.

    Dorfman señaló cuatro tipos fundamentales de violencia: la vertical y social, la horizontal e individual, la inespacial e interior y la narrativa. Esta taxonomía ha sido refutada por autores que, como Karl Kohut en Política, violencia y literatura (2002), rechazan la tercera categoría, según la cual existiría una identidad violenta inherente al ser latinoamericano. Esta idea, obviamente, se encontraba relacionada con el momento en que apareció el libro de Dorfman, signado por el compromiso político y la creencia de que aún era posible cambiar el mundo: un período donde no se discutía el empleo de la fuerza, sino cómo aplicarla en contextos autoritarios sin que el guerrillero —o el intelectual que lo defendía— perdiera humanidad.

    Pero el mayor logro de esta obra se encontró, sin duda, en la asunción de la cuarta categoría, según la cual la narrativa que “protesta contra un mundo” debía ser, al mismo tiempo, violenta en el plano de la expresión. Este hecho explica la pertinencia de la experimentación neovanguardista, que ha encontrado en Raúl Zurita uno de sus más insignes cultores: un autor capaz de desarrollar una escritura material —en el cuerpo, los cielos, el desierto y los acantilados— para acabar con la anestesia perceptiva ante el dolor de los demás. De ese modo se explica también el proyecto literario de Diamela Eltit, que denuncia a través de elipsis la parálisis melancólica característica de los textos de finales del siglo XX, donde el neoliberalismo, presentado como apolítico, dinamita el impulso de cambio propio del ejercicio intelectual. O la creación alucinada de Roberto Bolaño, portavoz de la generación nacida en los 50, que renunció a sus ideales revolucionarios tras sufrir el “encierro, destierro o entierro” por parte de diferentes Estados autoritarios.

    Todos estos autores han dado cuenta —como Slavoj Žižek, en Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales (2009), y Byung-Chul Han, en Topología de la violencia (2016)— de la necesidad de considerar la violencia no como un hecho físico, verificable mediante los sentidos, sino como un fenómeno del que deben desentrañarse los mecanismos estructurales —invisibles a los ojos— que la reproducen una y otra vez.

    Todos estos autores han dado cuenta —como Slavoj Žižek, en Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales (2009), y Byung-Chul Han, en Topología de la violencia (2016)— de la necesidad de considerar la violencia no como un hecho físico, verificable mediante los sentidos, sino como un fenómeno del que deben desentrañarse los mecanismos estructurales —invisibles a los ojos— que la reproducen una y otra vez.

    En esta línea se encuentran algunos de los más interesantes títulos recientes, herederos de un contexto que no está de más recordar. Tras la caída, hace ya más de tres lustros, de Lehman Brothers y el profundo colapso socioeconómico internacional que este hecho provocó, se abandonó el optimismo frente a los efectos de la globalización y se hicieron evidentes las consecuencias del triunfo del capitalismo sin freno: desmantelamiento del Estado de bienestar (sanidad y educación desabastecidas de sus recursos básicos, aumento exponencial del paro y los desahucios), destrucción del medioambiente (campos devastados por monocultivos tóxicos) e intervención en las economías más frágiles de los grandes consorcios multinacionales.

    La violencia que define nuestro tiempo es, pues, la provocada por un capitalismo extractivo de nefastas consecuencias a todos los niveles —social, económico, ecológico—, el que, como señala Jens Andermann en Tierras en trance: arte y naturaleza después del paisaje (1918), ha marcado la naturaleza americana desde el período colonial.

    Como respuesta a esta situación, han aparecido múltiples textos interesados en difundir los microrrelatos de los vencidos. Estos títulos asumen la vuelta a la rugosidad del mundo social, dedicándose a los espacios desatendidos por el orden simbólico, dando voz a los que no la tienen a través de una acción instalada voluntariamente en los terrenos del desecho. Rechazando pedagógicas articulaciones explicativas sobre lo que denuncian —de ahí su común alergia al realismo—, se alejan de los destinos singulares para preocuparse por la colectividad. Huyen, además, de la espectacularización de la violencia —que ha desembocado no pocas veces en la fascinación por los victimarios, característica de la narcoliteratura—, para obedecer a la recomendación que incluyera García Márquez en “Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia” (1992): narrar no las muertes, sino los dramas de los vivos.

    Para lograrlo, nada mejor que asumir una mirada descentrada y hostil a las jerarquías. De ahí que lo sublime, lo pequeño, lo irrelevante y lo grandioso confluyan, que en las tramas las épocas históricas se alternen y que se practique una escritura híbrida (ensayo/ficción/poesía) para plantear preguntas ajenas a maniqueísmos. Se ha pasado, en conclusión, de una mirada “post” a una “geo”, interesada por todo lo que ocurre en la Tierra, pero centrada en la tierra (esto es, localizada en las regiones sacrificadas a los intereses del capital).

    Lo revela, en el terreno cinematográfico, Eami (2022), película de la directora paraguaya Paz Encina, que denuncia la situación de una tribu obligada a abandonar el trozo de Chaco en que vive, debido a las prácticas invasivas de los extranjeros (definidos como “coñone”, palabra ayorea traducible como insensible o insensato). Eami (que significa “bosque”) se constituye en la narradora de la historia: una niña que cuenta lo ocurrido a su pueblo en forma de mito oral, fundiendo pasado, presente y futuro y, con ello, escapando a la linealidad racionalista. A ello contribuyen, asimismo, el sinestésico lirismo de lo enfocado por la cámara y el hecho de que esta adopte la altura de una protagonista que asume múltiples identidades: también es la Asojá, diosa ayorea, ave mitológica que fundamenta la historia de su pueblo y que, anteriormente, fue planta, tigre y jaguar.

    En la misma línea estilística se sitúa Peregrino transparente, crítica al mercantilismo y el racismo concebidos como estrategias de dominación global, a las representaciones coloniales del trópico y a la destrucción de la naturaleza. En este caso, se narra la experiencia de una comunidad de artesanos que produjo formas de vida igualitarias, pero que fue traicionada por los políticos de su tiempo, dispuestos a arrasar con lo propio para importar los modos de vida europeos.

    Esta apertura perceptiva se extiende a la literatura. Las constelaciones oscuras (2016), de la argentina Pola Oloixarac, y Peregrino transparente (2023), del colombiano Juan Cárdenas, enfocan su atención en el siglo XIX, época en que el paisaje romántico sentó las bases iconográficas de los Estados oligárquico-liberales y en la que científicos y exploradores realizaron una catalogación de la fauna, la flora y las culturas americanas con claros visos colonialistas. Dotadas de una mirada tan ambiciosa como plural, ambas novelas recrean las expediciones científicas que se internaron en el territorio americano con la obsesión de catalogarlo todo, mediante las que las naciones europeas expandieron su ansia de nuevos nichos comerciales e impusieron su visión del mundo.

    Frente a esta situación, Oloixarac opta, desde el título, por dar a conocer epistemologías alternativas: con “constelaciones oscuras” alude al sistema astronómico inca, diametralmente opuesto al occidental, porque estudia los intervalos de oscuridad entre las estrellas y considera los puntos brillantes como el “ruido” del cielo. Se anticipa con ello lo que le ocurre a Niklas Bruun, prometedor naturalista encargado de taxonomizar lo visto en un característico viaje de exploración decimonónico, que acaba desacreditado a los ojos de sus patrocinadores europeos por enamorarse de —y, posteriormente, fundirse con— la naturaleza que recorre; de ahí que realice dibujos signados por la mezcla y acabe, él mismo, convertido en un simbionte, figura hostil al mundo “perfecto” —esto es, “terminado en su fijeza”— característico de quien etiqueta todo lo que toca.

    La extrañeza de los acontecimientos narrados se corresponde con la complejidad estética de la obra, marcada por la distorsión en el plano de la sintaxis y por la alucinación perceptiva. En la misma línea estilística se sitúa Peregrino transparente, crítica al mercantilismo y el racismo concebidos como estrategias de dominación global, a las representaciones coloniales del trópico y a la destrucción de la naturaleza. En este caso, se narra la experiencia de una comunidad de artesanos que produjo formas de vida igualitarias, pero que fue traicionada por los políticos de su tiempo, dispuestos a arrasar con lo propio para importar los modos de vida europeos.

    Para formalizar la denuncia seguimos la andadura de Henry Price, pintor inglés al servicio de una expedición científica que recorre Colombia en 1850. Este, poco a poco, se obsesiona con la obra de un misterioso artista local (Pandiguando), un verdadero creador por mezclar en sus cuadros los distintos reinos de la naturaleza y no ser un “mero copista de la realidad, un notario de las costumbres y de los lugares”, como Price. Pero Pandiguando es fusilado en una revuelta contra el emergente gobierno liberal, enemigo de quienes, como el gremio de los artesanos, se muestran independientes de los intereses extranjeros.

    Si la recuperación del siglo XIX resulta fundamental para criticar la violencia extractivista, también lo es la asunción de un nuevo animismo, que da voz a los “más-que-humanos” (plantas, animales, minerales) para reivindicar una vida en armonía colectiva. Lo veremos en novelas como Manubiduyepe (2020), del boliviano Juan Pablo Piñeiro, o en El vasto territorio (2021), de Simón López Trujillo.

    Si la recuperación del siglo XIX resulta fundamental para criticar la violencia extractivista, también lo es la asunción de un nuevo animismo, que da voz a los ‘más-que-humanos’ (plantas, animales, minerales) para reivindicar una vida en armonía colectiva. Lo veremos en novelas como Manubiduyepe (2020), del boliviano Juan Pablo Piñeiro, o en El vasto territorio (2021), de Simón López Trujillo.

    En Manubiduyepe, alegato contra los negocios instalados en la región de la Amazonía, confluyen variopintos personajes —el escritor que ha viajado desde La Paz, un indio inmóvil, duendes, demonios, un oso verde, narcos— para narrar una historia abierta a lo sagrado y secreto. En una situación de claro expolio —“la culpa es de los mineros que están matando el río. La selva está furiosa”—, Manubiduyepe se descubre como el espíritu dentro del que narra la historia, en principio inseguro de sus palabras ante la posibilidad de falsear la realidad por provenir del exterior.

    Quiero cerrar esta meditación con un joven escritor chileno. Simón López Trujillo, siguiendo la línea de obras recientes, críticas con el sistema neoliberal —ahí están títulos dedicados a los “pueblos-fundo”, como Piel de gallina (2013), de Claudio Maldonado, y Paltarrealismo (2014), de Cristóbal Gaete; otras, contra las multinacionales, como Nancy (2015), de Bruno Lloret—, denuncia en El vasto territorio los monocultivos forestales alentados por el pinochetismo. No en vano la obra se encuentra dedicada a Rodrigo Cisterna, sindicalista asesinado por la policía en 2007, cuando protestaba frente a una fábrica de celulosa situada en el sur de Chile.

    La breve y lírica novela, definida por unas notas a pie de página que cobran importancia a medida que avanza el argumento, tematiza la violencia capitalisa, la precariedad laboral y la crisis ecológica a través de una trama que supera, una vez más, los presupuestos realistas. El argumento describe la propagación entre los humanos de una enfermedad producida por un hongo surgido del eucalipto. Este árbol, pernicioso, entre muchas otras cuestiones, porque reseca y empobrece la tierra en que echa raíces, es trabajado por Pedro, un hombre que, excepcionalmente, supera la enfermedad del hongo para adquirir, en contrapartida, una identidad micológica; con ella asume la visión de una naturaleza interconectada, que rechaza la individualidad para abogar por “lo vasto” como solución a nuestros problemas colectivos. Y aunque Pedro acabe estallando en esporas y se produzca un apocalipsis del mundo extractivista marcado por el fuego, descubrimos la posibilidad de futuro en una comunidad que, al final de la obra, se interna en el bosque y adopta una economía decrecentista como forma de vida.

    Concluyo esta reflexión acerca de las respuestas al violento Capitaloceno con una nota optimista: los personajes de las novelas comentadas, a pesar de las dificultades a las que se enfrentan, rechazan la melancolía; por el contrario, se abren progresivamente a distintas posibilidades de futuro. Frente a las utopías irrealizables que marcaron los años 60 y 70 de la pasada centuria, y las distopías nihilistas de fines de siglo, estas obras proponen estrategias para “intervenir” en nuestro tiempo, señalando la urgencia de olvidar el egoísmo para potenciar nuestra comunidad con los demás seres vivos. Solo de ese modo se logrará la necesaria hictopía o “utopía del aquí”.

     


    El vasto territorio, Simón López Trujillo, Alfaguara, 2021, 156 páginas, $14.000.


    Peregrino transparente, Juan Cárdenas, Montacerdos, 2023, 232 páginas, $16.900.


    Las constelaciones oscuras, Pola Oloixarac, Literatura Random House, 2016, 240 páginas, $20.789.

  37. Dinamitar el idioma, o casi

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    Los hechos relatados en esta novela no ocurrieron en la realidad. Y no ocurrieron, más precisamente, en la ciudad de Valparaíso, en algún momento entre 1860 y 1899”; con esta nota inicial nos encontramos al abrir El último neógrafo, una novela histórica que de inmediato anuncia su relación ambigua con la realidad y que es el primer libro de ficción de Ignacio Álvarez, académico de la Universidad de Chile y autor de El curso que hice al revés y otros apuntes de profesor (Laurel, 2022).

    Juan Marín, el protagonista, es un intérprete conocedor de varias lenguas (español, francés, alemán, inglés y “la lengua de la tierra, la que hablan los indios”) que, por razones que luego comprendemos, opta por abandonar el habla y llega a Valparaíso, donde su mutismo voluntario le trae problemas —no solo se vuelve invisible; llega a ser invisible incluso entre los invisibles, cuando su silencio despierta el rechazo de los mendigos del puerto—, aunque con el tiempo le consigue un trabajo haciendo aseo en el Banco Ossa & Compañía, donde su voto llama la atención de Contador, quien le pide que le enseñe a hablar alemán a los miembros de su “sociedad casi secreta”.

    Ellos son los neógrafos, un grupo de hombres que busca instalar la “ortografía rrasional”, una en que la relación entre escritura y fonética sea inconfundible, para dejar atrás la escritura basada en la etimología, con sus grafemas mudos y homófonos. Esta sociedad lleva mucho tiempo intentando difundir las enseñanzas de su Maestro ya fallecido, pero sin mayores resultados: “Publicaron varias de las mejores obras literarias de la humanidad en traducciones hechas por ellos y redactadas en la nueva ortografía racional. He visto con mis propios ojos —dice el narrador, que se asoma en primera persona solo de vez en cuando, antes de revelar su identidad y posición— su Dibina Komedia, su Rróbinson Krusó, su Lo rrojo i lo negro, su Ernaní, su Jámlet y el único volumen del Diksionario de kosas dichas en la lengua natural que alcanzó a ver la luz (desde ¡A! hasta aora). No vendieron ni un solo ejemplar de ellos. Ni uno solo”.

    Luego nos enteramos del pasado que Marín mantiene oculto, el recorrido vital que lo volvió un lenguaraz: nacido en Curín, hijo de un importante cacique mapuche y una mujer francesa llegada a Chile en un barco náufrago, fue criado por un fraile debido a un acuerdo entre su padre y el presidente de la República: “Clemente de Berk se encomendó a san Francisco y lo educó de la forma en que mejor pudo, es decir, lleno de ideas, libros y dudas. Cuando quiso crearle un espacio que se pareciera a un hogar decidió enseñarle alemán, porque el único hogar que conocía era el de su infancia en el pueblo mínimo de Berk, y probablemente no sabía cómo ser feliz en otro idioma”.

    A esa altura del libro, está más que claro que su tema es el lenguaje mismo: lo que hacemos con la lengua, lo que estas nos hacen a nosotros, y sobre todo su (im)posibilidad de comunicar la verdad y “lo impensable, lo incalificable, lo inédito, lo insólito”; de ahí la presencia de asuntos como el silencio voluntario, la interpretación y la traducción —asociada a la idea clásica del traduttore, traditore—, y la búsqueda de una nueva ortografía por parte de los neógrafos, un proyecto no solo lingüístico, sino también político, como lo fue en el caso de los neógrafos reales, quienes intentaron llevarlo a cabo en el Chile de fines del siglo XIX, si bien no del mismo modo como esto ocurre en el libro.

    Su tema es el lenguaje mismo: lo que hacemos con la lengua, lo que estas nos hacen a nosotros, y sobre todo su (im)posibilidad de comunicar la verdad y ‘lo impensable, lo incalificable, lo inédito, lo insólito’; de ahí la presencia de asuntos como el silencio voluntario, la interpretación y la traducción —asociada a la idea clásica del traduttore, traditore—, y la búsqueda de una nueva ortografía por parte de los neógrafos, un proyecto no solo lingüístico, sino también político.

    El cruce entre lenguaje y política ya aparecía en los intentos de reforma ortográfica anteriores al surgimiento de los neógrafos, como demuestran dos antecedentes bien conocidos: las ortografías de Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento, las que se relacionaban con la construcción de las naciones americanas tras salir de la Colonia. Pero el ideario político de los neógrafos (reales) era anarquista, y su discurso se manifestó en libros y periódicos de la época, los que, si bien no lograron su cometido último de cambiar la escritura, sí tuvieron resonancia en la discusión pública. Sin embargo, Álvarez los lleva más lejos: aunque nadie lee sus libros, estos neógrafos novelados buscan no solo poner “pequeñas bombas en el sistema de la lengua”, sino también detonar otras más tangibles y de mayores dimensiones en el banco en que trabaja el protagonista.

    La lógica del atentado se explica en la “Argumentación paralela”, un panfleto que no sale del grupo, pero que llega a manos de Marín, con una serie de razonamientos pareados que refuerzan la ligazón entre escritura y política: “Para derrotar a la ortografía irrasional debe eksistir una rrebeldía kotidiana en la eskritura personal i pribada, pero también una rrebeldía estruktural, basada en grandes aksiones: una nueba ortografía, la publikasión de nuestros libros”, dice al final de la primera columna, y la segunda remata: “Para derrotar al gran abuso sistemático debe eksistir una rebeldía (sic) kotidiana, en nuestros aktos personales i pribados, pero también una rrebeldía estruktural basada en grandes aksiones, golpes enérjikos kontra la eksplotasión”.

    El eje de reflexión lingüística es el pilar del libro, el que sostiene su estructura narrativa; de no ser por él, lo único que aglutinaría los distintos episodios sería la presencia del protagonista, porque esta es una novela episódica, un formato que tiene sus ventajas, como la posibilidad de incluir un gran abanico de referentes históricos llamativos, como cuando hace su entrada el famoso francés autoproclamado rey de la Araucanía, Orélie Antoine de Tounens —en la novela aparece escrito “Orelí Antuán de Tunén”, como harían los neógrafos—; pero también conlleva desventajas que el relato también posee, como la aceleración de ciertos acontecimientos y la presencia de personajes secundarios sin mayor desarrollo, casi intercambiables entre sí.

    Pero no tiene sentido exigirle otra clase de personajes a un libro como El último neógrafo, en el que, como en los cuentos de Borges, las ideas tienen más cuerpo que las personas. Esta es una novela inteligente, conocedora de sus referencias y con algunas agradables sorpresas escondidas entre sus páginas. Si hay algo que se echa de menos es que, siendo la historia de un grupo que intentó revolucionar el lenguaje, cumpliera su promesa implícita de dinamitar el idioma, es decir, que la narración misma llevara a cabo esa operación mágica de la buena literatura: crear una lengua nueva.

     


    El último neógrafo, Ignacio Álvarez, Laurel, 2024, 200 páginas $14.900.

  38. Fantasías de Roma

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    Gladiador II podría haber sido mucho peor. En la carrera por hacer una secuela de Gladiador (2000), de Ridley Scott, Russell Crowe, que interpretó al héroe, Máximo, en la película original, convenció a su amigo, el músico Nick Cave, para que escribiera un guion. La solicitud presumiblemente incluía un papel destacado para Crowe. El problema era que después de matar al tiránico emperador Cómodo en la arena, Máximo también había muerto a causa de sus heridas. Lo vimos tan innegablemente muerto que una de esas secuelas tipo “resultó haber sobrevivido después de todo” estaba fuera de cuestión.

    La solución de Cave fue abrir su proyectada película con Máximo en el inframundo, pero no por mucho tiempo. Después de un encuentro con un grupo de dioses paganos, es transportado nuevamente al mundo humano, a Roma, un par de décadas después de su muerte. Allí, el nuevo villano imperial es Lucio, el sobrino de Cómodo, hijo de su hermana Lucila, quien, siendo un inocente niño, tuvo un papel secundario en la película original. La oposición a la autocracia romana ahora está formada por los cristianos, con quienes Máximo se alinea antes de emprender un viaje relámpago por los conflictos armados a través de los siglos (no estoy bromeando). Visita las Cruzadas, la Primera y la Segunda Guerras Mundiales y Vietnam, terminando con una escena final en el Pentágono.

    Crowe probablemente se quedó tan desconcertado con esto como yo y su respuesta, como admite Cave, fue un rotundo: “No me gusta, amigo”. Nunca se avanzó más, aunque el guion todavía está disponible en línea (búsquese “guion de Nick Cave para Gladiador II”). Los propios guionistas de Scott, cuando se les encargó idear una continuación, se movieron en una dirección diferente, sin recurrir a la intervención divina ni a los viajes en el tiempo, y sin encontrar un papel para Crowe. Ellos también vieron el potencial de desarrollar al joven Lucio de la primera versión, pero lo eligieron como su héroe, no como su villano. De hecho, aproximadamente a la mitad de la secuela que se ha hecho ahora, se revela que Lucio no solamente es el sobrino de Cómodo, sino también el hijo de Máximo (quien, como los observadores cuidadosos del Gladiador original ya habrán adivinado, tuvo un romance con Lucila).

    Gladiador II es tanto un remake como una secuela, que sustituye a Lucio (Paul Mescal) por Máximo. La historia comienza 15 años después de que termina la primera película. Por su propia seguridad, el joven Lucio había sido enviado desde Roma al norte de África por Lucila (Connie Nielsen en ambas películas) y vivía de incógnito como un simple granjero. Al igual que Máximo, pierde a su esposa en un conflicto con los romanos y termina en una tropa de gladiadores, convirtiéndose en la estrella del Coliseo, donde se desarrolla gran parte de la acción. En esta versión, Próximo, el astuto dueño de la tropa, ha sido reemplazado por Macrino (interpretado brillantemente por Denzel Washington), quien no solamente es astuto, sino que también tiene la vista puesta en el trono imperial. El malvado, demente y loco por los gladiadores emperador Cómodo ha sido reemplazado por un par de malvados, dementes y locos por los gladiadores emperadores, los hermanos Caracalla y Geta (Fred Hechinger y Joseph Quinn), que gobiernan en conjunto; difícilmente es un espóiler decir que ambos terminan muertos. Y un grupo de aristócratas variados, entre ellos Lucio, ahora reunido con Lucila, y el senador Graco (Derek Jacobi, sobreviviente de la película original), todavía acarician el “sueño” de que Roma pueda volver a ser libre.

    Hay, por supuesto, diferencias entre las dos versiones. La más obvia es que el remake ha intensificado horriblemente la violencia contra los humanos y los animales. Junto a las suntuosas reconstrucciones, el extravagante espectáculo en la arena y los trajes casi operísticos que ya conocemos de la original, hay una dosis extra de heridas abiertas, sangre chorreando y una serie espantosa de decapitaciones. Espero que nadie que haya disfrutado de Gladiador II tenga el descaro de deplorar la sed de sangre de los antiguos romanos. Las atrocidades que presenciamos en la película pueden no ser “reales”, pero el placer que ofrecen se siente, de todos modos, como algo sádico. (El hecho de que todo sea, espero, imágenes generadas por computadora o CGI no exime por completo al espectador). Sin embargo, lo más importante para el futuro es que Lucio sigue de pie en las escenas finales, lo que hará que Gladiador III (que se rumorea que ya está en desarrollo) sea mucho más fácil de ensamblar.

    Algunas de las muestras de desaprobación ante los errores son inapropiadas. Parte del placer de consumir una novela o película histórica es detectar los errores. Y los autores y directores los mezclan por esa razón, y para dejar doblemente claro, en caso de que no nos hayamos dado cuenta, que están creando ficción y no registrando la historia.

    Entretejidos con la sangre y las tripas hay algunos fascinantes accesos clásicos. Hay algo placentero (aunque es fácil pasarlo por alto) en que Lucila finalmente reconozca a Lucio, traído de regreso a Roma desde África, gracias a unos versos de Virgilio. Después de ganar un combate en una exhibición privada de gladiadores en el palacio imperial, Lucio cita el libro VI de la Eneida: “Las puertas del infierno están abiertas día y noche”. “Eso no lo aprendiste en África”, observa Macrino. Eso resulta ser cierto, porque, como Lucila (también entre el público) se da cuenta, esos famosos versos habían sido escritos en la pared de las viviendas en las que ambos habían vivido en Roma cuando Lucio era un niño.

    También se plantean algunas cuestiones más importantes. La moraleja para mí (aunque no estoy segura de que esto sea lo que Scott o sus guionistas pretendían) fue que el “sueño de Roma” sostenido por Lucio y sus compañeros disidentes era una fantasía: una “ficción”, no un “sueño”, como dice otra de las agudas bromas de Macrino. Como vio Tácito, entre otros historiadores en la propia Roma, fue bastante fácil deshacerse de emperadores individuales (como sucede aquí con Caracalla y Geta, y también con Macrino, que brevemente hizo realidad su ambición por el trono). Fue mucho más difícil deshacerse del sistema de la autocracia. Hay un fugaz momento de optimismo al final de la película, pero en general los románticos, grandilocuentes e ineficientes rebeldes de Gladiador II (como en la vida real) no están a la altura de la tarea.

    Gran parte de las críticas a la película se han centrado en sus errores históricos y anacronismos, de los que hay muchos. Los que actuaban en la arena no montaban rinocerontes, aunque estos animales aparecían allí ocasionalmente (uno bajo el emperador Domiciano fue tan famoso que apareció en una moneda romana). Los hombres y las mujeres no se sentaban juntos en el Coliseo (aparte de las princesas imperiales y unas pocas sacerdotisas sentadas con el emperador en los mejores asientos, el público estaba rígidamente segregado) y los hombres tenían que usar sus togas formales, no las túnicas de colores brillantes que vemos en la película. Alguien llamado Macrino gobernó durante un corto tiempo después de que Caracalla fuera depuesto, pero no se dedicaba al negocio de los gladiadores: era abogado y jefe de la Guardia Pretoriana. Y así sucesivamente.

    Algunas de las muestras de desaprobación ante los errores son inapropiadas. Parte del placer de consumir una novela o película histórica es detectar los errores. Y los autores y directores los mezclan por esa razón, y para dejar doblemente claro, en caso de que no nos hayamos dado cuenta, que están creando ficción y no registrando la historia. (Estoy segura de que Ridley Scott sabe perfectamente que los antiguos romanos no se sentaban a desayunar con un periódico, como vemos que hace un senador). Pero cuando está bien hecho, el anacronismo añade sustancia a la historia, permitiendo argumentos y teorías sobre el pasado que serían imposibles basándose únicamente en la evidencia histórica. Las memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar o Espartaco de Stanley Kubrick son buenos ejemplos. No es el caso aquí, donde no añade casi nada sustancial. Incluso si se ha evitado el capricho de Nick Cave, el anacronismo merece algo mejor que Gladiador II.

     

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    Artículo aparecido en Times Literary Supplement en noviembre de 2024. Se traduce con autorización de su autora. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Gladiador II, dirigida por Ridley Scott, guion de David Scarpa, 148 minutos.

  39. Todo cojea

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    Los Cuentos completos, de Mauricio Wacquez, se instalan en un mundo lejano a las verdades inexpugnables sobre las que se edifica cierto tipo de literatura, aquella basada en complacer con respuestas, resolver muy rápido los conflictos y ser certeras a las demandas y juicios que ciertos lectores piden con pancartas y deseos de inmediata satisfacción.

    La escritura de Wacquez ignora la autocensura atada a la complacencia ajena y apuesta más por ideas y emociones subyacentes, esas que exigen adentrarse en capas de lectura, sumergirse y salir de las palabras con atención, cuidado y un tiempo aparentemente primitivo.

    Wacquez escribe desde la resta, y los lectores pueden sentirse perdidos, porque esta colección de pocos y breves relatos juega, de manera implacable, con la sensación de apertura, expansión y riesgo.

    Es allí —desde la vastedad detectada en gestos y detalles de personajes hastiados, voces nostálgicas e irónicas, actos impetuosos que de manera cauta se sostienen en una confusa claridad— donde surgen los vacíos, un espacio y tiempo de descubrimiento. Los relatos parecieran desmoronarse, difuminar su argumento, quedando incompletos y frágiles. Es justamente esa impresión e inquietud (¿de qué trata este cuento?) lo que los sostiene, como si la esencia de lo narrado fuese vislumbrar, desviar o revelar algo que aun así mantiene su velo, y entonces no es la trama ni el argumento lo que los conforma, no se tratan “de” algo sino que tratan “con” algo para diseccionarlo, desmantelarlo, volver a cubrirlo. Hay belleza en esta desorientación, como si no importara desafiar cierto tipo de comprensión para entrar en otra.

    Sería fácil quedarse solo ahí, Wacquez va más allá: mientras logra dar con una libertad que no se adhiere, devela las implicancias metafísicas de situaciones o escenas cotidianas, para mostrar en ellas la presencia de lo sutil y descarnado, el anhelo por “ver todo al desnudo y si es posible cuando recién viene naciendo”. En cada acción e idea hay algo que desentrañar, y luego otra cosa más, cavando hasta el fondo de los personajes y situaciones donde reside un deseo de hallar ¿una esencia? insospechada, que entra en pugna con la complejidad de lo subjetivo. Aquello que se revela otorga un sentido ulterior que parece acercarse a la idea de unión, pero simultáneamente, a su desarticulación.

    Es destacable que la complejidad, intensidad y densidad de la prosa se logre a través de la concisión: en las pocas páginas que conforman cada cuento da la sensación de haber leído un texto mucho más largo y sería quizás agobiante sumergirnos en esta prosa de múltiples fuentes y sentidos si fueran más extensos. La fuerza de ellos reside en esta condensación extrema, que logra dejar al lector suspendido o impávido, o saboreando algún párrafo donde narrativa y poesía confluyen.

    Esto muchas veces provoca que el momento de lectura invite a ser repetido y se muestre como algo nuevo; el lector también es instado a excavar y cavar más profundamente, sintonizando con la escritura y con los personajes de los relatos que reflexionan entre interacciones y quehaceres. En el cuento “Otra cosa”, por ejemplo, leemos lo siguiente: “La solución sería entregarme a las cosas simplemente, sin tocarlas ni elegirlas, esa capacidad de comprenderlo todo limita mi visión alrededor”; “Hay algo que no se integra, que no somos capaces de pensar”; “Todo me viene así, dislocadamente, todo cojea. No puedo contarle una historia hilada”.

    Junto a este exigente ejercicio de autoconciencia, por el que discurre lo reprimido como si quisiera abandonar su carácter intempestivo, irrumpen cuestionamientos a las instituciones y la religión, contradicciones entre el deseo expectante y la decepción del suceso o de la rutina, disquisiciones éticas que desmantelan el orden de una tradición o el concepto de destino. Tal vez, por sobre estas cuestiones sociales se realza más la delicada fusión, con sus sintonías y fricciones, del individuo en la naturaleza, en los objetos, en los demás: “Sentía que algo se había roto en él y en todas las cosas” (“El fondo tibio de dios en la arena”); “Era la hora en que las cosas dan esa sombra definida exacta y formada como el propio cuerpo” (“El fondo tibio de dios en la arena”); “y ella adentro, entre todas esas cosas ausentes” (“El momento extenuado”).

    La presencia y ausencia de lo otro determina el espacio psíquico desde donde se actúa y se es, un espacio que desconoce lo que es suyo, entonces puede hacer de todo algo propio, sin caer en lo nihilista sino más bien en el hondo movimiento humano que suscita la disgregación y su resistencia (lejana a la clásica romantización de la resistencia política).

    Es destacable que la complejidad, intensidad y densidad de la prosa se logre a través de la concisión: en las pocas páginas que conforman cada cuento da la sensación de haber leído un texto mucho más largo y sería quizás agobiante sumergirnos en esta prosa de múltiples fuentes y sentidos si fueran más extensos. La fuerza de ellos reside en esta condensación extrema, que logra dejar al lector suspendido o impávido, o saboreando algún párrafo donde narrativa y poesía confluyen, y aunque “avanzamos” hacia un final muchas veces abrupto, ese fin también es un comienzo, que a su vez nos insta a volver al principio, a la intimidad que de golpe nos entrega la primera oración, la primera página de algún relato.

    Pero lejos de la apariencia experimental o hermética de su escritura, los cuentos de Wacquez están perfectamente empapados bajo el habla específica de personajes y sus acontecimientos aparentemente extraños pero bastante reconocibles, de aquellos conceptos filosóficos fundamentales que cruzan ciencia y literatura, y que nos moldean a diario: desde el ethos, pathos y logos griegos en sus distintas épocas hacia adelante, sin desprenderse nunca de la idea de aprehender el mundo como pregunta, y que esta inclinación entregada a lo incierto resulte placentera, como aquella contemplación curiosa que niega lo impávido y lo llano.

     


    Cuentos completos, Mauricio Wacquez, Alfaguara, 2024, 169 páginas, $17.000.

  40. Asado

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    Una idea: entre las novelas y relatos de Germán Marín (1934-2019) bien se podría dibujar una versión deforme y chilena de la Odisea. Suya es una literatura que aborda una y otra vez la extranjería y el retorno, a los que describe muchas veces con una nostalgia rota, íntima y monstruosa a la vez, como si tratara de aferrarse a lugares, palabras, gestos o espíritus antes de que el olvido los devore. Definida desde ese deseo, aquella escritura compone una gesta determinada por un lenguaje cuya mejor virtud es una cadencia hecha con la deriva de frases largas que son quizás un murmullo de lo perdido. Se trata del estilo de un arte crepuscular que dialoga tanto con Proust y los modernistas en lengua inglesa como con las ficciones de Enrique Lihn, amigo y fantasma predilecto suyo, capaces de demostrar que hasta el lenguaje más vacío y la retórica más paródica son formas de huir de la nada. Siguiéndolo, el lector ingresa muchas veces en una forma atroz de lo chileno porque, como decía Raúl Ruiz, “aquel que se porta mal en este mundo, se reencarna en chileno”.

    Ese susurro posee la belleza feroz que determina la lectura de novelas como Ídola (2000), La ola muerta (2005), Carne de perro (2002) o El guarén, (2012), entre muchas, como también sus relatos breves. Entre ellos destaca “La roja de todos”, incluido en Basuras de Shanghai (2007), donde Marín narra cómo un chileno vuelve a casa desde el exilio y es asesinado por sus viejos amigos y vecinos del barrio, quienes lo esperan con un asado. Porque Kiko Sánchez, el personaje, ya no es el mismo; es un Ulises al que el exilio volvió un siútico insoportable. Kiko se fue y ellos se quedaron. “Proseguíamos iguales de rascas que antes, o sea, ni más ricos ni más pobres, como lo demostraban nuestras vidas sin alternativas, siendo los mismos muchachos del pasado que se juntaban en la esquina con Cueto”, dice el narrador. En la fiesta, alguien cuelga una bandera chilena y todo transcurre bajo un parrón iluminado por tubos fluorescentes. Lleva un reloj caro y regalos para todos. Los amigos le hablan en chileno, Kiko responde en francés. “Ustedes están perdiendo el tiempo en Chile, afuera, cabritos, está la ponme de terre”, les dice a sus viejos amigos. Luego, se acaba el trago y van a comprar más. Se produce una discusión. No hay compasión en el texto. “El Kiko trató de defenderse como pudo, nosotros los chilenos de corazón éramos más y, después del segundo golpe de cuchillo que esta vez lo rajó, humedeciendo de sangre la camisa deportiva, se fue de poquitito al suelo un tanto sorprendido”, leemos.

    Las imágenes finales del relato son devastadoras. El cuerpo de Kiko tirado sobre la mesa, tapado con la bandera, los brindis al lado del cadáver, el narrador que se queda con el reloj, el asado que sigue. Porque para Marín, la identidad chilena es un avatar del trauma, de una distancia que no trae olvido sino encono o más bien hastío, y donde cualquier fábula del retorno puede ser referida como un asunto sacrificial, no exento de sorna. Es posible vislumbrar un país en el asado del cuento: un lugar de cicatrices apenas expuestas, una lengua nacional. Por eso, ahora mismo, en momentos donde la transparencia aparece como una virtud encomiable (e insoportable) y muchas de las ficciones locales se solazan como alegorías políticas de baja intensidad, leer a Marín nos recuerda por qué su literatura es tan entrañable como peligrosa; por qué sigue siendo inevitable, cáustica y feroz. Ahí el palacio de la memoria es un basurero; la patria se revela desfigurada e irreconocible; y antes que cualquier epifanía o anagnorisis en su literatura las formas de la guerra o del viaje solo convocan a la violencia, a la extinción.

  41. El trabajo de una vida: 200 años de la Novena sinfonía

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    El arte une a todas las personas, y mucho más a los verdaderos artistas; y tal vez os dignéis también contarme entre ellos”.
    Bthvn (como firmaba él mismo)

    Aunque no seamos conscientes, reconocemos cada uno de sus movimientos por su abundante presencia en la cultura pop. En Japón la llaman daiku (“la grande”), fue interpretada cuando cayó el muro de Berlín, es el himno de la Unión Europea desde 1985, se declaró patrimonio de la humanidad en 2002, Oksana Lyniv la dirigió un día después de que Rusia declarara la guerra con un ataque sobre Kiev en 2022, Norman Lebrecht nombró su estreno como “el día que cambió la música”. La Sinfonía N° 9 en re menor (también llamada Sinfonía coral) de Ludwig van Beethoven fue compuesta, oficialmente, entre 1818 y 1824, por encargo de la Sociedad Filarmónica de Londres, y cambió para siempre el destino de la música occidental.

    Más allá de la sublimidad proyectada por su trabajo armónico, de su aparición en películas y comerciales, del enorme trabajo que supuso su composición por parte de un hombre absolutamente sordo, la Novena es una obra que, a 200 años de su estreno, dará para hablar, por lo menos, 200 años más. Es musicalmente tan rica, su interpretación extramusical tan pertinente, su unidad tan certera que, cabe preguntarse quién es el sujeto de rostro huraño detrás de las melodías más importantes de la música occidental y cómo logró gestar esta obra maestra. Corresponde responder: un simple hombre, con el trabajo de una vida.

    Contra el mito

    Se lo piensa siempre como “Beethoven”, “el genio del romanticismo”, “el que cambió la historia de la música” y nunca como el hombre que vivió como cualquier mortal. Algunos datos de su vida nos acercan su humanidad:

    Su comida favorita era el tordo.

    En la escuela fue discriminado por su apariencia física y apodado der spagnol (el español).

    Compró, en su adolescencia, un caballo para dedicarse a la hípica (no le resultó).

    No sabía multiplicar: Hasta el último de sus días, si le pedían, por ejemplo, pagar 70 florines a 50 músicos, su operación mental y gráfica era sumar 50 veces 70.

    Amaba el café: cada mañana seleccionaba 60 granos de café (el equivalente a ocho gramos) y los molía para preparar su brebaje. Decía que ese ritual activaba su pensamiento y lo situaba en camino hacia la composición.

    Luchó por la reivindicación de la dignidad artística: fue el primer compositor que vivió de su oficio y logró llevar relaciones comerciales estables con editores, directores, dueños de teatros, músicos, etcétera. Gracias a esa lucha, a la seguridad en su proyecto que le permitió afirmar frente a la nobleza “ser tan digno como ellos”, es que después de su muerte los artistas han podido dedicarse al trabajo artístico moderno como lo entendemos hoy.

    Probablemente fue el primer músico, fuera de la familia Bach, que se formó en los klavier tocando El clave bien temperado. Leyó la Teoría general de las bellas artes de Sulzer, a Shakespeare, Homero y La teoría del cielo de Immanuel Kant (de quien aprendió, sobre todo, que conocerse a sí mismo es la clave para relacionarse con los demás).

    Era cascarrabias y sucio, enamoradizo, le gustaba pasear por el campo. Siempre le costó relacionarse con la gente, de hecho, peleó con casi todos sus amigos.

    Lloró la pérdida de su madre, sustentó a su padre alcohólico y cuidó a sus hermanos hasta el día de su muerte.

    Siempre trabajó bajo la mirada de su abuelo (quien fue, en su minuto, el músico más destacado de Bonn, como lo sería tiempo después su nieto). De niño, se sintió especialmente acompañado por su fantasmática presencia. En cada cambio de casa, así como en cada composición, su retrato lo custodiaba desde las alturas.

    El trabajo de una vida

    Cuando Beethoven tenía 15 o 16 años, Schiller publicó An die Freude (Oda a la alegría), un poema que se encuadra en la tradición del geselliges Lied, “una canción social concebida literal o figurativamente para ser cantada entre camaradas alzando los vasos”. El pensamiento de Kant imbuido en el adolescente, los ideales ilustrados impresos en la canción, aquello en los versos que representaba sus sentimientos por la humanidad, provocarían en el joven músico el deseo de musicalizar la obra. Ese deseo viviría siempre en su mente, atravesando su labor como compositor desde la publicación de su primer opus oficial entre los 26 y 27 años, hasta su lanzamiento como op. 125, casi 30 años después.

    La obra beethoviniana podría empalmarse con la teoría homeomérica de Anaxágoras. En ella, todo forma parte de todo. Del mismo modo, podríamos aventurar que cada tema y motivo desarrollado por Beethoven a lo largo de su vida, formó parte de la que sería su apuesta final como artista.

    El germen de su obra maestra estuvo presente desde su lectura del poema de Schiller. En materia de composición, empezó a manifestarse en 1795, cuando Beethoven esbozó los primeros intentos de trabajo orquestal con coro en la canción Amor correspondido. Mientras componía su Sinfonía N°3 en mi bemol mayor (op.55), más conocida como Eroica, en mitad del desgaste que implicaba la composición y los años de aislamiento en Heiligenstadt y sus colinas, Beethoven recordó el sueño ilustrado de felicidad y hermandad que proclamaron los Illuminati (al que Schiller llamó Elíseo) y regresó a su vieja ambición adolescente: musicalizar An die freude, pero, esbozados algunos motivos temáticos, deshechó la idea. Aún no contaba con las herramientas para ello, pero las estaba aprendiendo a manejar.

    Si tuviésemos que postular un antecedente musical más directo que la Eroica, la Fantasía coral (op. 80) de 1808 presenta líneas que serán retomadas en la Sinfonía coral. Su trabajo sobre algunos poemas de Goethe, o su única ópera, Fidelio, también son muestras de la preparación centrada en la composición vocal que debió sortear Beethoven para cumplir su sueño.

    El proceso compositivo de Beethoven

    Si Mozart escribía como un copista, de un pulcro tirón y sin errar ninguna nota, Beethoven encarnaba todo lo contrario: era sucio, desprolijo y disperso. Es cierto que componía a gran velocidad, pero todo escrito era provisional hasta el final del proceso. Motivado por sus característicos raptus de inspiración (que podían ocurrir en cualquier momento: cualquier aspecto de la realidad podía inspirarlo), el bonense, rápidamente y abstraído de su entorno, bosquejaba notas y motivos en los cuadernos de apuntes que siempre cargaba. De ahí que sus claves no tuviesen siluetas definidas, que sus pautas estuviesen tachadas, salpicadas con café y vino, que sus cuadernos parecieran marañas de notas e indicaciones borroneadas.

    Para Beethoven, lo intelectivo del proceso de composición conllevaba un procedimiento físico, que comenzaba con la preparación de café. Una vez el brebaje hacía efecto en su ánimo, escribía sus apuntes, mecía sus cabellos reflexionando qué indicación era la ideal para la unidad de la obra, marcaba el ritmo con manos y pies, maldecía en voz alta contra las notas; en sus caminatas tradicionales en busca de inspiración, aullaba, gruñía y agitaba sus manos dirigiendo virtualmente la orquesta en su cabeza.

    Dijimos en un comienzo que Beethoven componía a gran velocidad, pero esta velocidad se veía imbricada en un proceso extenso. El motivo compuesto se sometía a revisión durante años. Su aprendizaje con Joseph Haydn aportó un elemento imprescindible a su proceso compositivo: el desarrollo temático mediante pequeños motivos hiperexprimidos hasta el cansancio. El mejor ejemplo pueden ser las cuatro notas que abren la Sinfonía N°5 en do menor (op. 67), que se repetirán durante toda la sinfonía en las más diversas variantes, constituyendo un principio constructivo que comienza en el dibujo de un par de notas para su posterior yuxtaposición en distintos niveles armónicos e instrumentos. Para llegar a motivos como ese, pasaba horas de improvisación frente al teclado, kilómetros de paseo, años leyendo el Gradus ad Parnassum y mucha, realmente mucha reescritura.

    A temprana edad, viéndose tosco e incomprendido, Beethoven llegó a una conclusión que dirigiría su vida social hasta la muerte: decidió amar a la humanidad. Optó por venerar una abstracción y no a las personas, a quienes nunca comprendió. Prefirió la soledad y el trabajo metódico a la parranda, porque tenía un objetivo claro que nunca descuidó: ser el sucesor de Mozart y Haydn, el mayor músico vivo de su época.

    Su declaración de amor por la humanidad

    De todas las leyendas en torno a Beethoven, el mito más injusto es su incriminación como misántropo. Si bien es cierto que no era una persona fácil de tratar, fue un hombre noble e intenso, con un amor y un compromiso con el arte y la humanidad que supera lo áspero de su personalidad.

    A temprana edad, viéndose tosco e incomprendido, Beethoven llegó a una conclusión que dirigiría su vida social hasta la muerte: decidió amar a la humanidad. Optó por venerar una abstracción y no a las personas, a quienes nunca comprendió. Prefirió la soledad y el trabajo metódico a la parranda, porque tenía un objetivo claro que nunca descuidó: ser el sucesor de Mozart y Haydn, el mayor músico vivo de su época.

    En 1802, aquejado, aislado y componiendo su tercera sinfonía, Beethoven escribió una carta que nunca envió, en la que expuso sus deseos y sentimientos. Hoy la conocemos como Testamento de Heiligenstadt. Fue dirigida a sus hermanos Kaspar Anton y Nikolaus Johann, y comienza así: “¡Oh vosotros, hombres que me miráis y me juzgáis huraño, loco y misántropo, cuán injustos habéis sido conmigo! Ignoráis la secreta razón de lo que así os parece”. Lo que quería confesar, le habría costado la vida: nadie sabía que el músico del que tanto se estaba hablando, había comenzado a quedarse sordo. ¿Quién confiaría en un compositor sordo? De ahí su aislamiento, su desgano en socializar: no escuchaba y no quería ser juzgado por ello. El testamento termina con una declaración de sus sentimientos: “Adiós, y no me olvidéis del todo en la muerte; tengo derecho a esto de vuestra parte, ya que durante mi vida he pensado frecuentemente en haceros felices, sedlo.” Aquello que durante su vida pensó para hacernos felices, desembocaría en su más grande obra: la mentada Sinfonía N°9 en re menor.

    A mediados del s. XVIII, la sinfonía, gracias al Idealismo, fue considerada el género horizontal y gregario en que sociedad e ideales se comunicaban. El público en estos años aprendió a escuchar activamente. La música era compartida y comunitaria. Beethoven componía en soledad, pero el acto musical per se se realizaba con una amplia red de colaboradores: el artista reunía a los músicos, buscaba el teatro, debía contar con el apoyo de copistas que hicieran tantas transcripciones como fueran posibles en un lapso breve de tiempo, etcétera. Así, en virtud de su carácter comunitario, se comprendía la sinfonía como un espacio de reunión en el que la masa se podía encontrar con un arte que reflejaba sus ideales, que fuese digerible y representativo. Es en este sentido, la tristeza del aislamiento, la reunión que suponía una sinfonía y su deseo de ser comprendido, que la Novena se encuadra como declaración de amor por la humanidad, glosando el coro del finale: “Todos los hombres serán hermanos [bajo los brazos de la Alegría]”.

    Innovaciones técnicas

    Lo primero que salta a la vista es la duración. En aquello años, lo común (y lo aceptado por oyentes y críticos) era que las sinfonías duraran alrededor de media hora. La Sinfonía N°9 en re menor dura aproximadamente 70 minutos. A propósito, el mito cuenta que Herbert von Karajan (el artista discográfico de música clásica con las mayores ventas de todos los tiempos), afamado director filonazi, quien tuvo un papel decisivo en el desarrollo del disco compacto (CD), extendió su duración de 60 minutos a 74 minutos para que cupiese la novena sinfonía.

    En cuanto a su estructura, si bien siguió el molde retórico formal de 4 movimientos, los subvirtió en pos de los motivos expresivos, de modo que en los movimientos de la Sinfonía coral, salvo el primero, abundan en cambios de tempo (alterando la velocidad de ejecución, por ejemplo, de un rápido presto a un tranquilo adagio), cuando lo común era que una sola indicación rigiese por movimiento. Con esto, sumado a los cambios de dinámica, consiguió que los modelos formales se acomodaran a sus intenciones expresivas.

    La obra cumplió con el mandamiento romántico sobre la poiesis: no fue una obra fija; se tocó más de diez veces en vida del compositor, en proceso de constante revisión. Aun así, desde su estreno, la obra supuso novedades. ¿Qué novedades podía tener la sinfonía después del trabajo de Haydn, “padre de las sinfonías”, con más de cien en su haber? Fue la primera vez que en una sinfonía participaba un coro (hasta entonces destinado a trabajos orquestales menores, exceptuando La creación de Haydn, y ligados a la música de iglesia) y que la percusión cumplía un papel indiscutible en una orquesta (antecediendo lo que haría Stravinsky con La consagración de la primavera).

    Algunos pasajes son más reveladores en cuanto a innovación técnica. Por ejemplo, gran parte de la obra, siguiendo con el método beethoviniano de los cambios bruscos de dinámica, está compuesta para un volumen nuevo (por lo estruendoso) para la época, en la que todos los instrumentos obran en forte, lo que genera una sensación violenta y apoteósica con más de 40 músicos trabajando simultáneamente (un número enorme considerando que las sinfonías de la época se realizaban con alrededor de una veintena de intérpretes).

    El estreno

    Era viernes al atardecer, la primavera estallaba en Viena. El Theater am Kärntnertor se erigía alto y vasto. Los dos mil asistentes (se encontraban, entre ellos, Franz Schubert y Carl Czerny) se abarrotaban en las puertas; se sentían afortunados de pertenecer al selecto grupo que presenciaría la vuelta a escena, tras doce años retirado en un raptus patológicamente creativo (compuso sinfonías, una misa, cuartetos de cuerda, conciertos, sus últimas sonatas para piano, para violonchelo, para violín, quintetos de cuerda, bagatelas, variaciones, tríos para piano), de Ludwig van Beethoven, el músico vivo más importante del continente.

    El programa contemplaba el estreno de tres obras: el Kyrie, la Gloria y el Credo de la Missa Solemnis (op. 123), la obertura de La consagración de la casa (op. 124) y la Sinfonía N° 9 en re menor (op. 125).

    La sinfonía fue dirigida por el propio Beethoven quien, de espaldas al público, se humilló intentando marcar los tiempos para una orquesta que había acordado seguir la batuta de Michael Umlauf, kapellmeister del teatro.

    Entre los movimientos, contrario a las costumbres de la época, según las que se tenía que aplaudir solo al final del concierto, el público gritaba embravecido: lo que estaban oyendo no tenía precedentes en la historia de la música occidental. Llegado el finale, cuando el coro cantó el verso que dice: “Abrazaos millones de hermanos, este beso es para el mundo entero”, los asistentes lanzaron sus gorras por los aires en un gesto de camaradería.

    Una vez terminada la ejecución (imperfecta y ovacionada, innovadora y conmovedora), mientras el pública gritaba y aplaudía de pie, Beethoven, de espaldas al público, seguía abstraído en la partitura. Caroline Unger, quien hizo de contralto en el finale coral, fue en su busca y lo tomó del brazo. Imaginemos la escena: 2.000 personas gritan y agitan sus pañuelos, los músicos sudan, los instrumentos brillan y todo tiembla por la emoción conjurada tras tres horas de música. Al fondo, escondido detrás de la orquesta, con una cincuentena de años y centenares de piezas compuestas, sin escuchar nada, Ludwig van Beethoven contempla el trabajo de su vida.

  42. Ajustando cuentas con su pasado

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    La primera pregunta que surge al leer Ajuste de cuentas, de Eugenio Tironi, es con quién es el ajuste de cuentas. En la introducción esboza una razón: volver a revisar la figura de Allende, una figura a la que el autor se había resistido a recordar. Su libro, entonces, busca dilucidar cómo Allende y el gobierno de la Unidad Popular influyeron en la trayectoria posterior de la izquierda, en la renovación socialista y en la Concertación. Plantea revisitar a Allende para reconocer su influencia, y de ahí el ajuste de cuentas con aquella figura ya mítica para la izquierda chilena.

    Sin embargo, este libro puede interpretarse también como un ajuste de cuentas con la propia trayectoria política e ideológica del autor. De hecho, en los capítulos que se van delineando hay mucho de autobiografía, de adjetivos calificativos sobre las posturas que asumió él y sus compañeros en momentos críticos de la historia de los últimos 50 años. Y esa es la parte más interesante (y entretenida a veces) de este texto.

    Ajuste de cuentas intenta convertirse en un espejo de la obra de Daniel Mansuy que ya comentamos con anterioridad (revista Santiago 19). Tironi lo reconoce de entrada. Fue la discusión de los 50 años del Golpe y aquel “provocativo libro” de Mansuy, lo que lo motivó a realizar un balance de las cosas vividas. Y lo dice en primera persona: “Me siento empujado a hacer un balance de las cosas que viví, de las opciones que tomé, y sobre todo, de aquello que reprimí y olvidé, o ante lo cual fui insensible o quizás injusto, obnubilado por la pasión”.

    Aunque Mansuy no fue un testigo de aquel tiempo como sí lo fue Tironi, ambas obras se parecen por cuanto más que escrudiñar en la figura de Allende, lo que hacen es preguntarse sobre el impacto que él y su gobierno tuvieron en el devenir del progresismo.

    El joven Tironi fue testigo, pero no protagonista de la Unidad Popular. La única vez que estuvo cerca de Allende fue el 4 de septiembre de 1973, a sus 21 años, cuando marchó frente a La Moneda en aquella célebre columna humana que lo respaldó pocos días antes del Golpe. Tironi recuerda haber tenido una juicio categórico y tajante sobre la figura presidencial: “Su estilo de vida me resultaba burgués, pomposo, frívolo, inconsecuente con su discurso revolucionario. No me gustaba su manera de gobernar, basada en su legendaria ‘muñeca’ política”. El Tironi de aquel entonces consideraba que Allende no estaba preparando al pueblo para el combate final. Para los jóvenes revolucionarios de esos días, Allende era lo que Ricardo Lagos representaba para la generación del Frente Amplio.

    El autor deposita en Allende la principal responsabilidad del trágico evento del 11 de septiembre de 1973: ‘Si ese martes 11 —escribe Tironi— él hubiese buscado una salida negociada, como era dable presumir por su trayectoria previa, el régimen que lo destituyó seguramente no habría actuado con la crueldad que lo definió’. Allende ese día habría apelado más a sus principios que a la astucia y muñeca política.

    El autor deposita en Allende la principal responsabilidad del trágico evento del 11 de septiembre de 1973: “Si ese martes 11 —escribe Tironi— él hubiese buscado una salida negociada, como era dable presumir por su trayectoria previa, el régimen que lo destituyó seguramente no habría actuado con la crueldad que lo definió”. Allende ese día habría apelado más a sus principios que a la astucia y muñeca política. Este párrafo es clave en el libro, pues define —de acuerdo con el autor—el dilema en que se ha encontrado Chile por los últimos 50 años, un dilema entre principios y pragmatismo, principios y astucia, principios y muñeca política.

    El juego de contra fácticos es un sendero difícil de recorrer: ¿era posible o imaginable negociar una salida política aquel martes 11? ¿Podrían los actores sentarse en una mesa y negociar los términos de una rendición, o de una salida lo suficientemente satisfactoria para ambos bandos? La cuestión de la inevitabilidad del golpe lo plantea Tironi en varios capítulos de un modo balanceado y correcto. Habla de los militares que venían preparando este momento por años; menciona las fuerzas internacionales que estaban operando en el país por años; expone con detención aquella polarización e insoportable división entre amigos y enemigos.

    Entonces, siempre queda la duda sobre el valor que podemos asignarle a un set múltiple de variables que ocasionaron el Golpe y Tironi tampoco lo termina por definir. En el capítulo 7 intenta dilucidar si Allende pudo o no evitar la tragedia del 11 de septiembre. La respuesta es taxativa: a principios de ese mes el Golpe era inevitable y “es posible aventurar que ningún gesto humano podía evitarlo, ni siquiera un último intento de Salvador Allende. Pero no es solo que Allende no pudiera torcer el destino: tampoco, en realidad, lo quería seguir intentando”. Basado en fuentes secundarias y algunas conjeturas, sostiene que Allende en esos últimos días habría entrado en un túnel pesimista y melancólico; eran días donde parecía ya estar escrito aquel destino trágico.

    Poco más de la mitad de Ajuste de cuentas se dedica a lo que vino después: la interpretación que los intelectuales hicieron sobre el Golpe, a la renovación socialista, al tránsito a la democracia, hasta llegar al presente. Allí comienza a aparecer el Tironi que deja de ser testigo y comienza a ser un poco más protagonista. Revisa con detención los intensos debates sobre cómo las fuerzas de izquierda comenzaron a interpretar a la Unidad Popular y el 11 de septiembre. Quizás, lo más interesante, es cuando aparece el autor en tanto protagonista de fragmentarios pero simbólicos episodios de debate político sobre el devenir de la izquierda.

    En su reflexión, el camino de Allende reformador y gradualista encuentra su mejor expresión en la convivencia entre socialistas y comunistas en los tiempos de Bachelet y Boric: ‘Estos viejos partidos son, de facto, los pilares del gobierno actual, que después de unos escarceos iniciales practica una política eminentemente reformista’.

    En la página 175 aparece el Tironi militante del MAPU: “En mi condición de joven e inexperto ‘interventor’ del MAPU en el exterior […] tuve la incómoda tarea de hacer valer estos postulados no solo ante las figuras de mi partido, sino ante los legendarios jerarcas de la UP como los llamaba la dictadura”. La ciudad era Berlín Oriental y el año, 1976. Los partidos de izquierda estaban delineando lo que sería el “frente antifascista” y Tironi, a sus 25 años, tenía la misión de oponerse a tal idea, porque sería más una imposición que venía desde el exilio, que una decisión de quienes estaban experimentando la dictadura en Chile. Luego viajó a México y allí se enfrentaría con Óscar Guillermo Garretón, Clodomiro Almeyda y Luis Maira —pesos pesados de la izquierda— y quienes buscaban reconstituir la Unidad Popular. Tironi llevaba el mandato del MAPU de oponerse a tal idea, pues estimaban que lo que se requería era una alianza mucho más amplia, que incluso abarcara al centro político, es decir, la Democracia Cristiana.

    La historia que nos cuenta es de un actor que ha actuado casi siempre a contrapelo de su tiempo. Radical y revolucionario cuando Allende buscaba una vía chilena al socialismo; bestia negra de los acuerdos y de coaliciones amplias cuando otros querían revivir la UP; defensor del Chile que quería más libertad y menos Estado cuando otros querían centrar la campaña del NO en el rechazo al dictador; y aquel que dio la transición por muerta, cuando otros la consideraban en desarrollo.

    La historia en tanto protagonista la termina poco después de la transición. Relata su paso por La Moneda (en la dirección de Comunicaciones) y entrega algunas impresiones de la figura de Patricio Aylwin y Ricardo Lagos. Mientras las cuatro primeras partes del libro están inundadas de referencias y citas a textos y documentos, los últimos capítulos se acercan más a un ensayo sobre cómo desde el presente se va reconfigurando la figura de Allende.

    En su reflexión, el camino de Allende reformador y gradualista encuentra su mejor expresión en la convivencia entre socialistas y comunistas en los tiempos de Bachelet y Boric: “Estos viejos partidos son, de facto, los pilares del gobierno actual, que después de unos escarceos iniciales practica una política eminentemente reformista”. En los capítulos 17 y 18 se produce una revaloración de la figura de Allende. Mirado en perspectiva, emerge una figura distinta, más humanista y libertario, un promotor de la cooperación y el aliancismo, un líder carismático que logró convertir a las masas en pueblo y al pueblo en sujeto histórico.

    Se extrañan en el relato mayores antecedentes sobre el momento crítico de la transición o respecto de los dilemas que tuvo que enfrentar el primer gobierno, una vez recuperada la democracia. Un tema fundamental que enuncia Tironi en algunos capítulos, pero que es poco desarrollado a lo largo del texto, se refiere a las condiciones de gobernabilidad en un sistema multipartidista, aspecto crucial en la hora presente.

    El epílogo diría que es otro libro. Acá busca interpretar el presente convulsionado de Chile por el estallido social. Su tesis es que ninguno de los gobernantes de la postransición buscó romper con “el modelo de cohesión social” impuesto por los Chicago Boy y el régimen militar. Este modelo lo define como el modo en que la sociedad democrática absorbe el conflicto y el cambio mediante una estructura legítima de distribución de recursos a nivel socioeconómico, sociopolítico y sociocultural. El modelo que lo define como “estadounidense”, “basó la cohesión social en cuatro motores: el mercado, la empresa privada friedmaniana, el sueño meritocrático y el Estado subsidiario”. Un modelo que además buscaba proteger a los más vulnerables y promover el crecimiento, con poca fiscalización para las empresas que se proponían incrementar las ganancias para sus accionistas. Lo que sucedería con el estallido es el resquebrajamiento de un modelo político, socioeconómico y cultural que no terminó por resolverse.

    En un ejercicio de suyo interesante, el autor compara el ciclo histórico 2013-2023 con la década 1964-1973, advirtiendo que se trata de dos momentos con síntomas parecidos de crisis orgánicas de los modelos de cohesión social que estructuraban a la sociedad: “Periodos en que las estructuras tradicionales del poder se debilitan y el consenso social se rompe, creando un estado de inestabilidad política y social del que surgen oportunidades para que nuevas ideas y liderazgos transformen la sociedad”. Estaríamos así en uno de esos momentos en que el viejo mundo no termina de morir y el nuevo tiempo no acaba de germinar. El acelerado cambio social y económico estaría detrás de esta sensación subjetiva de vacío y falta de regulación, y en donde se exacerban las individualidades.

    El texto de Tironi no clasifica en la disciplina de la sociología histórica y menos de la ciencia política. Su valor está en una crónica pulcramente narrada, donde otro de los actores de la generación de los 70 intenta batallar con sus propios demonios, el demonio del Golpe y sus responsables, el demonio de la renovación socialista y el excepcional retorno a la democracia bajo las condiciones y estructuras impuestas por la dictadura. Se extrañan en el relato mayores antecedentes sobre el momento crítico de la transición o respecto de los dilemas que tuvo que enfrentar el primer gobierno, una vez recuperada la democracia. Un tema fundamental que enuncia Tironi en algunos capítulos, pero que es poco desarrollado a lo largo del texto, se refiere a las condiciones de gobernabilidad en un sistema multipartidista, aspecto crucial en la hora presente.

    Si hay algo que enseña la historia recorrida en Chile es que una condición de éxito y progreso social reside en la capacidad de superar las fronteras partidistas, construir bloques más amplios e implementar cambios graduales y progresivos. Allende intuyó aquello, pero no lo concretó. Socialistas y democratacristianos lo aprendieron a punta de encuentros y desencuentros. Boric lo comprendió rápidamente, aunque su coalición mantiene resistencias evidentes a posibilitar un espíritu coalicional que supere las fronteras de la izquierda. Pero al final del libro, Tironi nos deja una conclusión algo sombría: en tiempos de crisis de un modelo de cohesión social como el que hoy se atraviesa, “el reacomodo toma tiempo, y hay que aprender a soportar el malestar y la impaciencia, el conflicto y la polarización que emergen en el intertanto”. Para Tironi, la única receta parece ser tener paciencia.


    Ajuste de cuentas, Eugenio Tironi, Taurus, 2024, 344 páginas, $18.000.

  43. Por qué Max Brod no quemó la obra de Kafka

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    Peculiar y profunda, como todas las expresiones vitales de Franz Kafka, fue también su toma de posición frente a su propia obra y frente a cada publicación. Los problemas que tuvo que resolver en el trato de este asunto, y que deben, por lo tanto, mantenerse como pauta de toda publicación de su legado, no pueden en su seriedad ser sobreestimados. Para su ponderación, siquiera de manera aproximativa, sirva lo siguiente:

    Casi todo lo que Kafka publicó le fue birlado por mí con astucia y arte persuasivo. Con esto no entra en contradicción que él con frecuencia, en largos períodos de su vida, haya sentido mucha felicidad a causa de su escritura (él mismo, naturalmente, hablaba siempre solo de un “garabateo”). El que pudo alguna vez escucharle en pequeños círculos, leer en voz alta su propia prosa con fuego arrebatador, con un ritmo cuya vitalidad ningún actor logrará jamás, sintió también de manera directa el auténtico e indomable deseo de creación y la pasión que estaba detrás de esta obra. Que a pesar de esto la rechazara, tuvo en principio su razón en ciertas tristes vivencias que lo condujeron al autosabotaje, y desde ahí también al nihilismo contra la propia obra; independientemente de esto, también en el hecho de que aplicaba a ese trabajo (a pesar de no declararlo jamás) la más alta vara religiosa, con la que no obstante, a raíz de múltiples confusiones, no podía cumplir. Que su obra pudiese haber sido un poderoso ayudante para muchos que aspiran a la fe, a la naturaleza, a la completa salud del alma, pudo no haber significado nada para él, que con la más implacable seriedad consigo mismo estaba en búsqueda del buen camino, y que en primer lugar tenía que dar consejo a sí mismo, y no a otros.

    Así interpreto yo la toma negativa de posición de Kafka ante su propia obra. Él hablaba a menudo de “las falsas manos que se extienden hacia uno al escribir” —también de que lo escrito y sobre todo lo publicado, lo turbaba en el trabajo posterior. Había muchas trabas que superar antes de que apareciera un volumen suyo. Sin embargo, se alegró francamente por los bellos libros acabados y, de vez en cuando, también por sus repercusiones, y hubo épocas en que se examinó tanto a sí mismo como a su obra con mirada más bondadosa, nunca del todo sin ironía, aunque ironía amistosa; con una ironía tras la cual se escondía el pathos gigantesco de quien aspira a lo máximo.

    En el legado de Franz Kafka no se encontró ningún testamento. En su escritorio yacía debajo de muchos otros papeles una nota con mi dirección, doblada y escrita con tinta. La nota dice textualmente:

    Queridísimo Max, mi última petición: quemar completamente y sin leer todo lo que de diarios, manuscritos, cartas, ajenas y propias, dibujos, etc. se encuentre en mi legado (vale decir en la caja de libros, el ropero, escritorio, en casa y en la oficina, o donde sea que algo haya sido llevado y que tú lo notes), igual que todo lo escrito o dibujado que tú u otro, a quien debes pedírselo en mi nombre, tengan. Las cartas que no te quieran entregar, deben comprometerse a quemarlas ellos mismos.

    Tu Franz Kafka

    Al buscar con más cuidado se encontró también una hoja escrita con lápiz grafito, amarillenta, evidentemente más antigua. Dice:

    Querido Max, quizás esta vez sí que ya no me levante más, la llegada de la neumonía es, después del mes con fiebre pulmonar, bastante probable, y ni siquiera el hecho de que lo escriba la va a detener, a pesar de que hacerlo tenga cierto poder. Para este caso, entonces, mi última voluntad concerniente a todo lo que he escrito:

    De todo lo que escribí, valen solo los libros: Condena, Fogonero, Metamorfosis, Colonia penitenciaria, Médico rural y la narración: Artista del hambre.1 (El par de ejemplares de “Contemplación” pueden quedarse, no quiero endilgarle a nadie el esfuerzo de apisonar papeles, pero nada de eso puede volver a ser impreso). Cuando digo que aquellos cinco libros y el relato valen, no quiero decir con ello que tengo el deseo de que pudiesen volver a ser impresos y entregados a tiempos futuros, por el contrario, si llegasen a perderse por completo, esto correspondería a mi verdadero deseo. Solamente no impido a nadie, ya que están ahí, que los conserve, en caso de que tenga ganas.

    Por el contrario, todo lo demás por mí escrito (impreso en periódicos, en manuscrito o en cartas) sin excepción, en tanto sea localizable o conseguible a través de peticiones a los destinatarios (conoces a la mayoría de los destinatarios, se trata principalmente de…, especialmente, no olvides [un/el]2 par de cuadernos que… tiene) —todo esto sin excepción, preferiblemente no leído (no te impido echar una mirada, sin embargo preferiría que no lo hicieras, y de todas maneras nadie más puede echar una mirada)—, todo esto sin excepción debe ser quemado, y te pido hacerlo lo más pronto posible.

    Franz

    Si, frente a estas disposiciones tan categóricamente expresadas, me niego no obstante a ejecutar el acto erostrático que mi amigo exige de mí, tengo para ello las más fundadas razones.

    Algunas de ellas se sustraen de ser discutidas públicamente. Sin embargo, también las que sí puedo comunicar son en mi opinión suficientes para la comprensión de mi decisión.

    La razón principal: cuando cambié mi profesión en 1921, le dije a mi amigo que había hecho mi testamento, en el que le pedía destruir esto y aquello, revisar lo otro, y así. A esto, dijo Kafka, y me mostró por afuera la nota escrita con tinta encontrada después en su escritorio: “Mi testamento será muy sencillo —la petición a ti de quemarlo todo”. Recuerdo aún con exactitud la respuesta que di aquella vez: “En caso de que de verdad me quisieras exigir algo así, entonces te digo desde ya que no voy a cumplir tu petición”. Toda la conversación fue llevada en aquel tono bromista que era habitual entre nosotros, no obstante, con la seriedad oculta que siempre asumimos el uno en el otro. Convencido de la seriedad de mi negativa, Franz debería haber decretado otro ejecutor de su testamento, si su propia disposición hubiera sido para él de una seriedad incondicional y final.

    No le estoy agradecido por haberme arrojado en este pesado conflicto de conciencia, que él tuvo que haber previsto, pues conocía la fanática veneración que yo mostraba ante cada una de sus palabras, y que (entre otras cosas) me motivó en los 22 años de nuestra nunca enturbiada amistad, no botar ni siquiera la más pequeña notita, ninguna tarjeta postal que de él proviniese. —¡Quiera el “no le estoy agradecido”, por lo demás, no ser malentendido! ¡Cuánto pesa un conflicto de conciencia tan fatigoso frente a la infinita bendición que le agradezco al amigo, quien era el verdadero puntal de toda mi existencia espiritual!

    No le estoy agradecido por haberme arrojado en este pesado conflicto de conciencia, que él tuvo que haber previsto, pues conocía la fanática veneración que yo mostraba ante cada una de sus palabras, y que (entre otras cosas) me motivó en los 22 años de nuestra nunca enturbiada amistad, no botar ni siquiera la más pequeña notita, ninguna tarjeta postal que de él proviniese. (…) ¡Cuánto pesa un conflicto de conciencia tan fatigoso frente a la infinita bendición que le agradezco al amigo, quien era el verdadero puntal de toda mi existencia espiritual!

    Otras razones: la orden de la hoja escrita con lápiz grafito no fue seguida por el mismo Franz, pues dio más tarde explícitamente la autorización de que partes de “Contemplación” fuesen reimpresas en un periódico y que otras tres novelas cortas3 fuesen publicadas, que él mismo reunió junto a “Un artista del hambre” y que entregó a la editorial Die Schmiede.4 Ambas disposiciones se remontan, además, a una época en que las tendencias autocríticas de mi amigo habían alcanzado el punto más alto. Pero en sus últimos años de vida toda su existencia tomó un giro imprevisto, nuevo, feliz y positivo, que derogó este autodesprecio y nihilismo. —Mi resolución de publicar el legado se hace más fácil, en todo caso, gracias al recuerdo de todas las abnegadas batallas en que forcé y, bastante a menudo, rogué por cada una de las publicaciones de Kafka, pues, a pesar de esto, después él estuvo reconciliado y relativamente contento con estas publicaciones. —Finalmente, con una publicación póstuma se suprime una serie de motivos, como por ejemplo, que la publicación podría molestar en próximos trabajos o que invoca la sombra de períodos personalmente vergonzosos de la vida. De cuánto estaba vinculada para Kafka la no publicación con el problema de su estilo de vida (un problema que, para nuestro inconmensurable dolor, ya no molesta) se deduce, como de muchas conversaciones, de la siguiente carta dirigida a mí: “… Las novelas no las concluyo. ¿Para qué reavivar las viejas fatigas? ¿Solo porque hasta ahora no las he quemado?… La próxima vez que venga, espero que suceda. ¿Dónde radica el sentido de conservar tales trabajos fracasados “incluso” artísticamente? En que se espera que de estos pedacitos se componga un todo, una instancia de apelación en cuyo pecho podré golpear cuando tenga una emergencia. Yo sé que eso no es posible, que de ahí no viene ninguna ayuda. ¿Qué hago, entonces, con las cosas? ¿Deben ellos, los que no me pueden ayudar, hacerme también daño, como, según este saber lo exige, debe ser?”.

    Siento, ciertamente, que un resto queda, que inhibiría la publicación a personas especialmente sensibles. Pero considero mi deber resistir esta muy halagadora seducción de la sensibilidad. Por supuesto que nada de lo hasta ahora expresado es decisivo para ello, sino que única y solamente el hecho de que el legado de Kafka contiene los más maravillosos tesoros, lo mejor que ha escrito, respecto de su propia obra. Honestamente, debo admitir que este solo hecho del valor literario y ético habría bastado (incluso cuando contra la fuerza de las disposiciones de la última voluntad de Kafka no tuviese objeción alguna) —para definir con claridad mi decisión, con una precisión a la que no habría tenido nada que oponerle.

    Lamentablemente, Franz Kafka se convirtió en el propio ejecutor de una parte de su legado. Encontré en su departamento 10 grandes cuadernos de cuartillas, —solo sus tapas, el contenido completamente destruido. Además (de acuerdo a reportes fidedignos), quemó varios blocs de notas. En el departamento se encontró solo un legajo (alrededor de 100 aforismos sobre preguntas religiosas), un ensayo autobiográfico, que por el momento permanece inédito, y un montón de papeles desorganizados que ahora estoy revisando. Espero que en estos papeles se encontrará algún relato terminado o casi terminado. Posteriormente, me fue entregada una novela de animales (no terminada) y un libro de dibujos.

    La parte más valiosa del legado consiste, luego, en las obras que fueron arrebatadas a tiempo a la furia del autor y puestas a salvo. Estas son tres novelas. “El fogonero”, el relato ya publicado, constituye el primer capítulo de una de las novelas, que transcurre en América y de la cual existe también el capítulo final, de manera que no debería mostrar ninguna laguna de importancia. Esta novela se encuentra donde una amiga del fallecido; las otras dos —“El Castillo” y “El Proceso”— me las traje en 1920 y 1923, lo que para mí hoy es un verdadero consuelo. Serán estas obras las que van a mostrar que el verdadero significado de Franz Kafka, a quien hasta ahora con algo de razón se le ha considerado un especialista, un maestro del relato breve, yace en la gran forma épica.

    No obstante, con estas obras, que podrían llenar unos cuatro tomos de edición de legado, no están para nada agotadas las irradiaciones de la encantadora personalidad de Kafka. Si por ahora no puede pensarse en una edición de las cartas, de las cuales cada una posee la misma naturalidad e intensidad que la obra literaria de Kafka, un pequeño círculo, sí, se abocará a reunir a tiempo todo lo que como expresión de este ser humano único haya quedado en el recuerdo. Solo por mencionar un ejemplo: ¡cuántas de las obras, que, para mi amarga decepción, ya no fueron encontradas en el departamento de Kafka, me leyó mi amigo o, al menos, me leyó en parte, en parte me contó su plan! ¡Cómo me compartió pensamientos inolvidables, tan originales, tan profundos! Hasta donde mi memoria, hasta donde mis fuerzas alcancen, nada debe perderse.

    El manuscrito de la novela “El Proceso” me lo traje en junio de 1920 y entonces lo ordené inmediatamente. El manuscrito no trae título alguno. Sin embargo, en conversaciones, Kafka le dio siempre el nombre “El Proceso”. La división en capítulos, así como los títulos de los capítulos, vienen de Kafka. Respecto del ordenamiento de los capítulos, me remití a mi intuición. Pero como mi amigo me había leído gran parte de la novela, pudo mi intuición afirmarse en recuerdos para la organización de los papeles. —Franz Kafka consideraba la novela incompleta. Antes del capítulo final que está disponible, debían haber sido narrados todavía algunos estadios del misterioso proceso. Pero como el proceso, según la opinión expresada oralmente por el poeta, jamás podía llegar hasta la instancia superior, la novela era en cierto sentido interminable, es decir, continuable hasta el infinito. Los capítulos terminados, tomados junto al capítulo final, que redondea la obra, permiten tanto al sentido como a la forma de la obra manifestarse con la más iluminadora claridad, y a quien no se le advierta que el poeta mismo pensaba seguir trabajando en la obra (lo dejó porque se volcó a otra atmósfera vital), percibirá apenas sus lagunas. Mi trabajo con el enorme atado de papeles que esta novela representaba en su momento se limitó a separar los capítulos completos de los incompletos. Los incompletos los dejo para el tomo final de la edición de legado, no contienen nada esencial para la marcha del argumento. Uno de estos fragmentos fue incluido por el poeta mismo bajo el título de “Un sueño” en el tomo “Un médico rural”. Los capítulos completos están aquí reunidos y ordenados. De los incompletos solo incluí uno, que claramente está casi completo, como capítulo 8 con un pequeño cambio de cuatro renglones. —En el texto, por supuesto, no cambié nada. Solo transcribí las numerosas abreviaturas (por ejemplo, en vez de S.B, escribí “Señorita Bürstner” — en vez de T., “Titorelli”) y rectifiqué algunos pequeños errores, que evidentemente solo se mantuvieron en el manuscrito porque el poeta no lo sometió a una revisión definitiva.

     

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    Notas:

    1. Respectivamente, los títulos originales en alemán son: Urteil, Heizer, Verwandlung, Strafkolonie, Landarzt, Hungerkünstler. Respetamos la notación del documento original donde no se les inscribe ni con comillas ni en cursiva ni por medio de ninguna marca distintiva. En el mismo párrafo, solo unas líneas después se menciona otra obra cuyo título en alemán es Betrachtung y que, curiosamente, sí viene esta vez entre comillas.

    2. Sin artículo en el original.

    3. Max Brod escribe en el original alemán “Novellen”. En este idioma, la diferenciación genérica entre “novela corta” y “novela” es simple, pues la segunda es designada por el vocablo “Roman”.

    4. Que fue la misma editorial que publicaría, luego, la primera edición de El proceso. Su nombre se deja traducir como “la forja” o “la herrería”.

     

    Traducción de Pablo Faúndez.

  44. Un corazón narco

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    Poseo la inútil habilidad de juzgar constantemente mi inteligencia. Me analizo todos los días para identificar cualquier retroceso que implique la propagación de la tontera en mi vida. Busco síntomas. En los peores días me saboteo. Desde los 15 años que mi peor miedo es volverme un imbécil, como Immanuel Kant en sus últimos años. Digo esto porque justo anoche me desvelé criticándome, lo que hoy en la mañana me llevó a concluir que tenía que volver a los clásicos: mucha lectura contemporánea me estaba poniendo tonto.

    Corrí a mi biblioteca y tomé los Tres cuentos, de Flaubert. El libro había acumulado polvo debido a mi indiferencia lectora, generada por la edición del texto que cuenta con una cantidad excesiva de notas al pie. El ejemplar me trae recuerdos de mi amigo Álvaro D. quien, en un acto de amistad incondicional, accedió a robar por mí el libro de una librería santiaguina de la cual prefiero guardar el nombre.

    Dejé la mañana para deleitarme con la desgraciada vida de la criada Félicité y su loro Loulou, descrita en “Un coeur simple”, el primero de los Tres cuentos. Estaba disfrutando las últimas páginas con la descripción de la muerte de Félicité cuando me di cuenta de que el tiempo, como siempre, me había aplastado. Ya no eran las 10 de la mañana y tenía que ir a buscar a mi hermana al colegio. Me calcé unas zapatillas roñosas, un buzo, una polera sucia y partí. En la calle Plaza de Armas los hoyos son cada vez más grandes. No se ve ningún angustiado rellenando los forados por unos cuantos pesos. Ahora la mayoría de los pasteros se hicieron cristianos y venden pan amasado en la esquina de Capitán Layseca. Me ofrecen uno y lo rechazo con el poco de amabilidad que me queda. Sigo derecho hasta llegar a Batallón Chacabuco, donde miro a la izquierda con la esperanza de que la micro aparezca y me salve de mi impuntualidad, pero no pasa. Al contrario de lo que necesito, veo como de uno de los pasajes sale una carroza fúnebre. Un escuálido vecino con los pantalones abajo de la línea del culo lo sigue y empuña en su mano derecha lo que creo que es una mini uzi. Veo el rafagazo que pega al aire. Me detengo. Espero el segundo. Cuando sucede me impresiona la rapidez con la que el arma escupe los casquillos de bala por uno de los costados. El periodista que llevo dentro me dura poco y mis pies comienzan a escapar solos. Los sigo sin mirar atrás y escucho una nueva serie de tiros, esta vez mucho más pausada. Llego al colegio de mi hermana y ella me cuenta que no hicieron mucho en clases. Que tenía que leer El niño con el pijama de rayas, pero prefirió estudiar un resumen en internet. Igual me saqué un siete, me dice. La felicito y evitamos volver por Batallón Chacabuco para no toparnos con el funeral. Al parecer, el cuerpo del finado recién venía llegando.

    En mi casa, mamá no sabe nada. Ni siquiera escuchó los balazos. Dejo que pasen las horas y me ofrezco a comprar el pan con el único fin de sapear lo que está pasando en el funeral narco. Me doy la vuelta del perro y logro ver lo que pasa en el pasaje del muerto. El féretro está en la calle. Globos blancos adornan todas las casas del pasaje. La música revienta por medio de unos parlantes gigantes. Fuegos artificiales estallan de vez en cuando y el olor a pólvora en el aire es repugnante. Un lienzo gigante y mal editado deja ver la silueta de un tipo de unos 30 años en lo que parecen ser las puertas del cielo. No logro ver las inscripciones. Una paloma pixelada se aloja en la esquina superior del lienzo. Miro a la pasada. Algunos se dan cuenta de mi presencia y puedo sentir un par de ojos mirándome fijamente. Vuelvo a mi casa. Me reclaman la demora. Respondo que había mucha fila.

    Quiero terminar el cuento: Félicité se ha enfermado, su loro, muerto páginas atrás, está embalsamado en un rincón. Un cura viene a darle la extremaunción y poco después sucede la muerte acompañada de una epifanía gloriosa. Desde el cielo, un loro gigante viene a buscar a su dueña para llevársela con él. Me pregunto qué habrá visto el tipo que se murió en el otro pasaje y al que ahora mismo están velando. Un cielo lleno de joyas, casas gigantes, autos y mujeres moviendo el culo a diestra y siniestra. Todos esos ideales ahora se vulgarizaron gracias a los videoclips de los cantantes de reggaeton, pero para ser sincero, no se alejan para nada de lo que deseábamos los niñitos de El Castillo mientras jugábamos a la pelota en canchas de cemento y nos peleábamos por ver quién era el mejor. No queríamos otra cosa que experimentar los placeres de la carne y no tener que mascar lauchas todos los días.

    Pienso en los mejores versos que escribió Raekwon en una de mis canciones favoritas, me refiero a “Heaven & Hell”, de 1995. Traduzco: “¿Qué es en lo que crees, en el cielo o en el infierno? Tú no crees en el cielo porque vivimos en el infierno”. Lo que me recuerda el dicho que mi abuelo Luis tiene para referirse al inevitable poderío de la muerte: “Así es la vida: unos p’arriba y otros p’abajo”.

    La Pintana, octubre 2024

     

    Imagen: El loro de la señorita Chichester, “Polly”, frente a un espejo (1906), de Rosalie Chichester.

  45. Mira y Anda: a la memoria del poeta Hernán Miranda (1941-2024)

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    La combinación de los verbos contenidos en su apellido, “mira” y “anda”, se puede pensar como una entrada, no la única, claro, por la diversidad de su obra, pero una posible para leer sus más de 10 libros de poesía, entre los cuales destacan Arte de vaticinar (1970), La Moneda y otros poemas (1976), por el que fue reconocido con el Premio Casa de Las Américas, De este anodino tiempo diurno (1990), Morado (2011) o Bar abierto (2019).

    De su andar y de la libre observación de sí, de la realidad ida o circundante, se nutrió gran parte de la escritura de Hernán Miranda Casanova (1941-2024): “Ahí estoy / a la orilla mirando pasar a estas sombras”. Y tuvo la virtud de congregar en su mano abierta y extendida a una gran multitud de personas y personajes que circulan y van ocupando un lugar irremplazable en sus poemas. La humanidad acude y se congrega, el Yo se desplaza sin alarde, y la ciudad se vuelve en sus versos sujeto principal; se habita y se establecen conexiones vitales.

    Miranda hace participar realidades simultáneas y algunas veces intercala las voces de dichas realidades. En ese correlato las vidas de su gente son descifradas a la luz de otras vidas de la historia o de episodios que quedaron marcados a fuego en el espacio y en el tiempo del mundo. Por ejemplo, la de su madre Berta, que busca en el patio de infancia las balas de una batalla, o la de su padre Manuel, desafortunado tocayo del afortunado Manuel I de Portugal; no son menos que las vidas oficiales, parece decirnos el poeta y les otorga una luminosa dignidad, igual de significativas son las victorias que se conquistan a diario, machacando la piedra de lo doméstico. Habría que agregar o rematar, parafraseando los versos finales de un poema titulado “El roble de Maroto”, “nadie escapa a la derrota final”. La presencia y el testimonio tanto personal como colectivo queda plasmado en sus poemas, y esos testimonios están conformados por las pequeñas grietas en la triunfante fachada de un país que, a ojos del poeta, todavía no termina de nacer.

    En otros poemas, Hernán Miranda suma, sigue y nombra también a los que conoció no por vía sanguínea, sino circunstancial —cada uno en su particularidad, ninguno igual al otro—, y que murieron en el oscuro vuelco de nuestra historia, como el joven y alegre Freddy Taberna, que de un golpe el Golpe lo asesinó, o sus amigos Sergio Contreras y Daniel Escobar, que fueron llevados arriba de un camión de fusilamiento, imagen que queda con especial tristeza en la retina del lector. Todos desaparecieron de la ciudad (ciudad deshabitada y devastada), mas no de sus páginas ni de su memoria, donde vuelven a estar presentes y a ser honrados.

    Todo lo que toca se amalgama con la bondad de alguien que conoció el desamparo de lo que nombra, y sus poemas se fundan y navegan como una tabla de salvación en esos mares: escribir para sí o para ‘alguna alma desventurada / en parecida situación’.

    Presentes y honrados también están sus amigos literarios, como en el poema dedicado a Stella Díaz Varín, u otro donde el poeta crea en su imaginario un encuentro con Jorge Teillier y Rolando Cárdenas en la Unión Chica, con caña de vino y pedazo de pan en mano, escena en la que hacen eco estos versos de otro poema: “Somos los mismos. Los que tuvimos un día / la capacidad de asombrarse”.

    Miranda vio y habitó con cariño los espacios de la humanidad, y en ellos advirtió lo que no todos; con lo simple construye, con absoluta distinción, lo complejo: la irrupción de una araña, un encendedor, una paloma pasando arriba de la cabeza, un Cristo entrando en Santiago, o el quebradizo Yo en sus poemas de amor. Todo lo que toca se amalgama con la bondad de alguien que conoció el desamparo de lo que nombra, y sus poemas se fundan y navegan como una tabla de salvación en esos mares: escribir para sí o para “alguna alma desventurada / en parecida situación”.

    Sus versos llanos se unen en las páginas con el aliento libre de la crónica, y se unen también las imágenes que a ellos acuden —poeta de imágenes nítidas. Algo religioso hay, no por la creencia de una doctrina que sea profesada, sino más bien por la raíz de la palabra. Miranda ofrece el espacio cotidiano de su escritura como un lugar que tiende puentes, que vuelve a unir distintas experiencias de lo humano, como iglesias de puertas abiertas donde entra un perro callejero. Su “mirada encaja en otras miradas”. Religión de la calle, del encuentro. Y la calle en sus poemas tiene nombre y tiene fecha y, por lo tanto, hechos (políticos y sociales), pues no es solo el escenario donde se instalan los seres de la historia y de su historia, sino también un protagonista mudo que ve pasar la vida ante sus ojos —un testigo que acompaña, igual que el poeta. Y su mirada es la de un testigo no tanto porque el azar lo haya depositado ahí cuando pasaba algo, sino porque permaneció al borde, alerta, callado, captando los detalles de la existencia: “Es tiempo de vivir / con el ojo atento a cada nuevo detalle”.

    Lo universal brota en las imágenes de sus poemas. Esta frase de Novalis: “La poesía eleva todo lo singular mediante una conexión peculiar con el todo restante”, podría leerse en sintonía con lo que escribió Miranda: “Al poema le es dado envolverlo todo, / evidenciar las relaciones que hacen posible / la armonía del caos”.

    Poesía silenciosa, retraída como la noticia de su muerte el primer día de este verano; pero nada se pierde de vista, y todo tiene su lugar, como la imagen de la Cordillera de los Andes en muchos de sus poemas, o la de su autor en el horizonte de la poesía chilena.

    El poeta se pone en movimiento junto al mundo, y con la licencia que el arte de la poesía otorga, se desplaza y transita como un viajero, con las manos libres para tomar nota. De hecho, “soy el que mira y toma nota”, escribió. De la Alameda, Buena Esperanza, Chacabuco, Quilpué, de su natal Quillota, de la Casa de Orates donde estuvo su padre, del paisaje, de Chile. La escritura es un viaje, en algún sentido, un regreso a los lugares comunes, los de siempre, “el modo más heroico de viajar / es quedarse quieto en su sitio”, sumergirse en la memoria de lo vivido: viaje por lo mismo inconcluso, igual a todo recuerdo, como el recuerdo despedazado en las líneas del tren —cerca del lugar donde creció Hernán Miranda—, de la pálida Doralisa en uno de sus poemas más conmovedores: “Yo sé que tú eres la misma de hace 20 años, Doralisa, / y que nada ha cambiado para ti, para nosotros / que habías de eternizar tu juventud y mi niñez / en ese día y esa hora —las 14”.

    Hernán Miranda supo tempranamente que nada volvía a repetirse, y ante esa certeza su escritura no fue solo un registro de imágenes diáfanas, directas, expansivas —como la observación de una mancha de sangre en el pavimento—, sino también un lugar sencillo, sólido, un ágora que convocó y posibilitó a través de la palabra el encuentro consigo y con los demás. Y lo felizmente oportuno no fue otra cosa que los breves instantes forjados.

    Poesía silenciosa, retraída como la noticia de su muerte el primer día de este verano; pero nada se pierde de vista, y todo tiene su lugar, como la imagen de la Cordillera de los Andes en muchos de sus poemas, o la de su autor en el horizonte de la poesía chilena.

  46. ¿Un exceso de genialidad?

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    La primera obligación al volcarse hacia la obra del electrizante escritor estadounidense Joshua Cohen es destacar que claramente es un genio. En sus ensayos (Attention!), en sus relatos (Cuatro mensajes nuevos) y en novelas como Witz, El libro de los números, Los reyes de la mudanza y ahora Los Netanyahus —una cómica fantasía histórica—, se da expresión, de manera abundante y plena de recursos, a una variedad vertiginosa de saberes librescos y de conocimientos mundanos. Cohen, que tiene poco más de 40 años, ha dado pie a que se le atribuyan todas las palabras que empiezan con “m” (maestro, mago, magnífico) y a comparaciones con Thomas Pynchon (justificadas) y David Foster Wallace (algo vagas). Mientras el crítico James Wood se conforma con llamarlo uno de los estilistas más prodigiosos funcionando en los Estados Unidos en la actualidad, Nicole Krauss ha declarado rotundamente que no hay nadie que escriba en inglés que sea más talentoso.

    La nueva novela de Cohen, un retrato oblicuo del padre del primer ministro israelí, tiene su origen en la admiración que generó su obra anterior. En mayo de 2018, recibió un correo electrónico de Harold Bloom, el célebre crítico y profesor durante años en la Universidad de Yale, convocándolo a Connecticut. El encuentro fue transcrito por Los Angeles Review of Books. Bloom incluyó más tarde El libro de los números en su recuento publicado de manera póstuma de 48 novelas “para leer y releer”.

    Los Netanyahu está dedicada a la memoria de Bloom y completa una historia que el crítico le contó a Cohen sobre su papel de acompañante de Benzion Netanyahu, un académico nacido en Polonia, radicado en Israel, más conocido por ser el padre de Benjamin Netanyahu, durante una visita a Cornell. Cohen llena vacíos y ficcionaliza desenfrenadamente: Harold Bloom, defensor del canon occidental, se convierte en Ruben Blum, un especialista en historia económica estadounidense en el Corbin College del estado de Nueva York. Es elegido, como único miembro judío del cuerpo docente, para recibir a un oscuro historiador de la España de finales de la Edad Media —la verdadera especialidad de Netanyahu— que viene a una entrevista.

    Es fuente de una ligera decepción que Cohen no se haya ceñido más estrechamente al registro de su conversación. Habría sido fascinante ver a un escritor de su erudición explicar por qué un judío del Bronx, criado hablando yiddish, dedicó su considerable talento y aún mayor energía a la promoción de la poesía y las obras de teatro de los protestantes ingleses. En las páginas finales, un autor que tiene muchas similitudes con Cohen, ofrece lo que parece un relato sincero de sus conversaciones con Bloom, explicando que cambió los detalles del incidente de Netanyahu para proteger a personas vivas, aunque resulta evidente que este pasaje, si bien se presenta como un epílogo, es, al menos en parte, inventado. (Sé que Bloom nunca conoció a W. G. Sebald y tengo algunas dudas de que Cormac McCarthy acostumbrara llamarlo por teléfono desde la bañera).

    Esta es una novela vivaz, descarada y absolutamente inmersiva, que también quiere responder preguntas sobre los judíos y la historia (el pasado sirve como distracción del dolor de las realidades presentes), los judíos y la política de la identidad (y la amnesia de la encarnación actual), el sionismo y los Estados Unidos (y las formas conflictivas de mutación judía después del Holocausto), la distinción entre inmigrantes renanos y rusos y las paradojas de la diáspora.

    La mayor parte de la novela se dedica al relato maravillosamente pedante que hace Blum de su existencia en la localidad de Corbindale y de la visita que le hizo en enero de 1960 la familia Netanyahu: Benzion, su esposa y sus tres hijos salvajes y concupiscentes (Benjamin desempeña un papel menor, aunque no poco memorable, en el desarrollo de la acción). Esa tarde fría y poco auspiciosa ofrece amplias oportunidades para las capacidades descriptivas de Cohen. La nieve cae “susurrando como si llegara estática de un mundo que había dejado de emitir”. Benzion es retratado como “un solitario sin brújula en las tundras nevadas”, con una suela de su zapato aleteando suelta, “que parecía un labio de caballo”. Con su marco temporal ajustado, su descabellado narrador, su retrato de la vida judía estadounidense en un contexto semirural y momentos de cruel sátira académica, Los Netanyahu se lee como un intento, tan delicioso como suena, de cruzar La visita al Maestro de Roth y Pálido fuego de Nabokov.

    Sin embargo, la novela también puede ayudar a explicar por qué Cohen no posee una fama equivalente a su talento. La efervescencia y la hiperfertilidad que explican los raros placeres de su obra pueden producir un exceso envolvente. Esta es una novela vivaz, descarada y absolutamente inmersiva, que también quiere responder preguntas sobre los judíos y la historia (el pasado sirve como distracción del dolor de las realidades presentes), los judíos y la política de la identidad (y la amnesia de la encarnación actual), el sionismo y los Estados Unidos (y las formas conflictivas de mutación judía después del Holocausto), la distinción entre inmigrantes renanos y rusos y las paradojas de la diáspora. De sus 12 capítulos, dos están dedicados a cartas que Blum recibe de académicos sobre la carrera de Benzion (una de 19 páginas), y otros dos toman la forma de conferencias que Benzion imparte en el campus, una especie de clase de la Biblia, la otra una disquisición sobre el campo de estudio que ha elegido. Incluso con Blum como afable fuerza mediadora, no comprendí todas las corrientes que la visita despertó.

    Hay un momento hacia el final que parece indicar un camino alternativo, un enfoque que podría servir mejor para llevar a cabo los asombrosos dones de Cohen y producir una sabiduría más serena. Tiene lugar cuando Blum camina con su esposa casi al término de lo que él llama “ese día Netanyahu”. “Estoy harta de oír hablar de judíos”, le dice ella. “Estoy hablando de nosotros dos”.

     

    Este artículo apareció en The Guardian. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Los Netanyahus, Joshua Cohen, traducción de Javier Calvo, Seix Barral / De Conatus, 2024, 276 páginas, $22.900.

  47. Unas palabras sobre Beatriz Sarlo (1942-2024)

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    Una vez, cuando era joven, vi una cosa increíble: Beatriz Sarlo enrolaba con la mano izquierda un tabaco mientras empuñaba, con la derecha, un trozo de tiza con el que escribía algo en el pizarrón. El cigarro le quedaba detrás, y al momento de encenderlo lo tenía ya calzado dentro de la boquilla. Entonces fumaba y lo hacía un poco como las hermanas Ocampo, con ese aire de distinción minimalista que la volvía y que era reconocible incluso proyectada como una sombra chinesca. Era una figura, en el sentido de que era un conjunto de líneas precisas y rasgos, y como en toda figura había un manejo hábil de las distancias.

    Pero esto era cuando fumaba, no cuando enrolaba el cigarro, un gesto que provenía de las rebeliones antivictorianas del obrerismo inglés. Y este obrerismo de Birmingham (de las universidades pobres que exhibían ladrillos rojos sin estucar) y de la mejor tradición culturalista, también en ella estaba asumido, también era una referencia. Lo citaba con su manera espontánea de armarse el cigarro, que hacía su maridaje con el tema que estaba tratando en ese mismo momento, La gran matanza de gatos, un libro imprescindible de Robert Darnton que nadie conocía y en el que se narra la historia de dos artesanos humildes de París que, años antes de que se desencadenara la Revolución, ajusticiaban en el techo de la imprenta en la que trabajaban a los gatos de los amos, a los que pasaban indiscriminadamente por la guillotina.

    Comprender estos procesos era para Sarlo tocar la carne social de la literatura, las admoniciones populares de la historia y el espíritu político de los hechos actuales de la cultura. Los leía bajo la lente de las grandes tradiciones del pensamiento nacional y popular, que conocía a la perfección y que de alguna manera la hacían tener su lado peronista. Pero a la vez esos hechos y esas tradiciones no las leía como David Viñas, como Horacio González o como Ricardo Piglia. Las leía como advertencias dramáticas que ovulaban en la actualidad de todo presente. Era lo que para ella venía traspapelado en la contemporaneidad, una milenaria rememoración a la que no se la podía abordar ya con la paciencia de los intelectuales ingleses; había que abordarla con los vestigios aristocráticos que habían prevalecido en la escuela de Frankfurt.

    Este recurso Sarlo lo empleaba también a la perfección, estaba pasado por el errar del intelectual judío de la Europa de principios del siglo XX y tenía su fuente en una distancia implacable con el pensar de las multitudes. El resultado era una especie de weberianismo de izquierda, con el que, si bien por un lado Beatriz ejercía de un modo intachable la parresia, por el otro exhibía un toque de auténtica provocación. Por ejemplo, podía decir que Silvina Ocampo era mejor escritora que tal o cual otra escritora simplemente porque era mejor escritora y ella así lo había zanjado. No importaba lo que le gustaba a la gente, lo que importaba era un modernismo poblado de detalles que había que interpretar como grandes panoramas del pensamiento. La actualidad la leía desde los sedimentos de una actualidad inmediatamente anterior, y esta siempre tenía algo de alarmante, era la advertencia dramática que en toda contemporaneidad habitaba.

    Con un sentimiento de esta naturaleza escribió a principios de los 80, en el regreso del infierno que habían sido la dictadura, la represión, los aterradores brujos de la época de Isabelita y la lucha armada, “Intelectuales: ¿escisión o mimesis?”, un texto que de alguna manera llamaba a tomar partido por un gramscismo muy moderado si no se quería perseverar en la tenacidad de una resistencia que había tapizado el país de muertos. En ese tiempo los artículos de revistas se leían más que los libros, y la mayoría de los que eran ineludibles se publicaban en Punto de Vista, la revista que ella dirigía. Por ejemplo “Gramsci y el sentido común”, de Pepe Nun, o “Borges y el enigma del cuarto”, de Emilio de Ipola, o el propio “¿Escisión o Mimesis?”, con el que ella había habilitado un debate abierto, y también tajante.

    Ese debate tenía su contraparte en la revista Unidos, formada por un grupo de peronistas inteligentes que se juntaban en el Varela Varelita y habían tenido, como ella, su pasadita por los incordios de la lucha armada. Nosotros podíamos espiar una clase de Sarlo (siempre era una experiencia saludable), pero éramos estudiantes de Horacio González, militábamos en un frente hecho con rejuntes de izquierdas y sectores de la juventud peronista. Sinceramente, éramos de la idea de que se podía ir más allá, que no había por qué cuadrarse tanto con este asunto de “lo posible” cuando lo posible era también una creación performática del poder. O sea, seguíamos leyendo a Gramsci desde Maquiavelo, y por lo tanto nos oponíamos a Punto de Vista, por más que la leyéramos todos los meses en calidad de Biblia y coqueteáramos con todo lo que allí se escribía. Bueno, escribían, además de Sarlo, Pancho Aricó, Portantiero, de Ipola, María Teresa Gramuglio, Pepe Nun, en fin, gente a la que no se tenía derecho a pasar tan sencillamente por alto. Eran los grandes intelectuales del país.

    Había que leerlos, y nosotros lo hacíamos con compromiso, con disconformidad, con respeto, incluso con disimulado encanto y pasión. Lo asombroso era que ellos, siendo quienes eran, se tomaban el trabajo de leer lo que nosotros escribíamos en revistas estudiantiles un poco infantiles, precarias, aunque también avezadas, incluso invitándonos a compartir un café en la Gandhi para aclarar las polémicas.

    La vi por última vez hace un par de años en una cena en el Liguria a la que me invitaron Pablo Oyarzun y Andrés Claro, y en un momento salimos los dos a fumar a una terracita y, mientas fumábamos, me contó que seguía jugando al tenis, que las películas las seguía viendo en el cine y que en el país no había prácticamente ninguna escritora ni ningún escritor cuyo primer manuscrito no pasara primero por su voluntariosa lectura.

    De hecho, el primer texto que publiqué en mi vida, cuando todavía no cumplía los 20 años y mi corazón palpitaba por verlo de una vez por todas impreso en una revista que hacíamos en la Facultad de Filosofía de la Universidad Nacional de Rosario, fue una reseña sobre Punto de Vista que me encargó Eduardo Rinesi y que yo escribí como pude, aunque sin desconocer el objetivo de fondo: había que disparar. Días más tarde conocí a Beatriz, que ¡se había leído esa reseña ridícula que yo había publicado en aquella revista marginal de los estudiantes! Así leía, con este grado de voracidad y de igualitarismo, con esta interminable curiosidad misteriosa. Y por supuesto que se valió de eso para increparme: que qué carajo había querido decir yo con una palabra que no recuerdo cuál era y que a ella le parecía totalmente descabellada, totalmente fuera de tono.

    De aquel encuentro no nació ninguna amistad ni volvimos después a vernos salvo de manera esporádica (una visita de ella a Chile, una tertulia en algún seminario norteamericano, un texto suyo sobre Borges que me pasó para unos cuadernos que yo editaba en el ARCIS), y una noche uno de mis hermanos, Luciano Galende, me llamó preocupado porque Beatriz iba a estar al día siguiente en un programa que él conducía en la televisión argentina. El programa se llamaba 678, porque salía al aire a las seis de la tarde, contaba con siete panelistas y terminaba a las ocho. Era un programa alevosamente kirchnerista, y nadie que no estuviera con Cristina se mostraba dispuesto a la encerrona.

    A excepción, por supuesto, de Beatriz Sarlo, quien no solo se presentó, sino que además barrió de un plumazo con las preguntitas previsibles y suspicaces que le lanzaban a quemarropa los periodistas. El broche de oro se lo permitió con Barone, un periodista particularmente fatal de las filas del peronismo al que le tenía sacado el prontuario y al que le lanzó en la cara el recordado “¡conmigo no, Barone!”. Fue una frase que la volvió más famosa de lo que ya era, y que le fue útil a la oposición para estampar camisetas que se vendían como las de Messi.

    La vi por última vez hace un par de años en una cena en el Liguria a la que me invitaron Pablo Oyarzun y Andrés Claro, y en un momento salimos los dos a fumar a una terracita y, mientas fumábamos, me contó que seguía jugando al tenis, que las películas las seguía viendo en el cine y que en el país no había prácticamente ninguna escritora ni ningún escritor cuyo primer manuscrito no pasara primero por su voluntariosa lectura. Después arriesgó una pequeña teoría: dijo que todo el mundo publicaba primero su segundo libro y que, si le iba bien, publicaba en segundo lugar el primero. En fin, era una teoría bastante buena.

    Después, mientras nos fumábamos un segundo cigarro, le conté el recuerdo que conservaba de aquella clase suya de hacía 40 años atrás en la que liaba el tabaco con una mano, ese ademán que me parecía tan propio del obrerismo culturalista inglés. Me imaginaba a Raymond Williams o Hall fumando de esa manera. Entonces ella me explicó que eso no era lo inglés, que lo inglés era el tabaco virginia que toda la vida se había hecho traer desde Londres porque estaba convencida de que ese tabaco (y a los 80 era ella de eso toda una prueba) no mataba a nadie. Mientras que el que estaba fumando yo era muy fuerte y un día ya no lo iba a soportar.

    Lo percibía como un tabaco peligroso, y me aconsejaba que lo cambiara por uno más suave porque el goce ciego del presente suele ser tonto si no está dosificado. Había que escuchar esas advertencias, había que tratar de ser un pensador de verdad si lo que se quería, como lo quería ella, era aprender a morir aprendiendo. Y así lo hizo y así se marchó, el martes pasado, la que debe haber sido, sin duda alguna, una de las intelectuales más honestas y consecuentes de la vida pública de la Argentina.

  48. Una fábula con arte

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    No es necesario abundar en la preeminencia que, desde su primera novela, Poste restante (2001), ha demostrado Cynthia Rimsky en la narrativa chilena de su tiempo, avanzando con cada nuevo libro un paso más en su camino hacia la visibilidad internacional que el Premio Herralde 2024 —otorgado ex aequo a Clara y confusa y a Los hechos de Key Biscayne, de Xita Rubert— ha dado un impulso decisivo.

    Rara” (Diego Gándara, La Razón); “ejercicio de extrañamiento” (Andrés Seoane, El Mundo); “una historia singular que busca la admiración del lector tras haberle hecho transitar por la perplejidad” (Ascensión Rivas, El Cultural). En estos términos se ha referido la crítica española a la novela de la autora chilena radicada en Argentina, haciéndose cargo de una escritura que escapa a etiquetas en boga durante los últimos años, tales como “narrativa de los hijos”, “autoficción” o “gótico latinoamericano”.

    Más difícil es explicar en qué reside la singularidad de la novela. Contar el argumento de Clara y confusa no ayuda mucho, pero hay que partir por algún lugar. El narrador es un plomero —o, como decimos en Chile, gásfiter— que se ha especializado en detectar filtraciones de agua. Vive en Parera, un pueblo de la pampa argentina como hay tantos. Más o menos ficcionalizados, muchos de ellos se han convertido en escenarios habituales de Hernán Ronsino, Federico Falco o la propia Cynthia Rimsky, en La vuelta al perro (2023).

    El protagonista conoce en Vallesta, la ciudad vecina, a Clara, una artista visual que lucha infructuosamente por alcanzar el reconocimiento. Inician una relación a la que ella no tarda en poner “restricciones” de toda índole, como las llama el narrador con involuntario humorismo. En paralelo, descubre que la Asociación Gremial de Plomeros, a la que pertenece junto a otros 20 socios (“contando jubilados y fallecidos”), está en manos de dirigentes corruptos. Hay un Porsche en el estacionamiento de la ruinosa sede del sindicato. Hay una casa en una urbanización desolada. Hay una crítica de arte malévola. Hay un juez. Hay una fiesta local del pastelito que da pie a una caótica apoteosis costumbrista.

    Lo que menos importa de Clara y confusa es el tema. El lector sospecha que detrás de la historia aparente hay otra, o varias, y se deja llevar por la cadencia de la narración y la enigmática promesa de la primera frase: “No es casual que esta historia llegue a sus vidas. Significa que están preparados para entender que ningún copo de nieve cae en el lugar equivocado”. Cita de un proverbio oriental, tal vez zen, para significar que nada sucede porque sí.

    Con un estilo contenido, sin efusiones, Cynthia Rimsky emplea un tono ligero en apariencia para escenificar el debate de ciertas ideas. Clave es, por ejemplo, el pasaje en el que el narrador dice: “Con Clara aprendí a mirar el arte contemporáneo. No a entender. Desde el primer día me prohibió comprender sus obras. Si llegaba a interpretar alguna, en mi siguiente visita a su taller esa parte de la obra había desaparecido”. Es una de las tantas restricciones a las que se debe resignar. Sin embargo, al escucharla quejarse de galeristas, críticos y curadores que la marginan “por el único motivo de tener una obra confusa”, el narrador se pregunta si el trabajo de la artista no necesita acaso una explicación, mostrar el proceso, armar un relato. “Todo lo que Clara odia”, en resumen.

    Con un estilo contenido, sin efusiones, Cynthia Rimsky emplea un tono ligero en apariencia para escenificar el debate de ciertas ideas. Clave es, por ejemplo, el pasaje en el que el narrador dice: ‘Con Clara aprendí a mirar el arte contemporáneo. No a entender. Desde el primer día me prohibió comprender sus obras. Si llegaba a interpretar alguna, en mi siguiente visita a su taller esa parte de la obra había desaparecido’.

    De pronto, el papel del crítico como mediador o relator se revela, justamente, crítico, en el sentido de imprescindible. ¿Qué pasa si la obra no se entiende? “Generalmente se trata de proyectos demasiado íntimos, que no dialogan con sus pares, con las instituciones, con la historia del arte; obras clausuradas”, como le dice al protagonista la malvada Renata Walas, una crítica que odia a Clara, convirtiéndose en su némesis, siempre rodeada de una corte de artistas jóvenes que la adulan para hacer carrera.

    Quienes hayan leído la novela El futuro es un lugar extraño (2016), escrita por Cynthia Rimsky cuando aún vivía en Chile, recordarán la escena en que ni siquiera el funeral de una artista da tregua a las guerras de poder y figuración que libran los asistentes. Todo es cancha. Hasta un cementerio. Las escenificaciones literarias de estas luchas por hegemonizar el campo cultural no son privativas de la narrativa de la autora. Marcelo Mellado lo hace, de manera brillante, en El objetor, pero asumiendo miméticamente las jergas conceptuales de los beligerantes, camino que Rimsky desecha en Clara y confusa, optando por un lenguaje al alcance de cualquier lector.

    Es ciertamente admirable que un libro con la diversidad de lecturas que ofrece Clara y confusa presente un estilo llano y una intriga lineal. El mayor riesgo asumido es, quizás, la forma en que se divide la trama. Hay tres partes o capítulos en los que el tiempo va contrayéndose: “Cinco años”, “Cinco días”, “Cinco horas”. En todos ellos hay un deambular constante del narrador, un desplazamiento que tiene, a ratos, un aire onírico, como en los textos de César Aira o Joao Gilberto Noll; dos excéntricos —sobre todo el primero— con los que la obra de Rimsky dialoga especialmente desde que se radicó en Argentina, hace más de 10 años, alcanzando una libertad que la ha beneficiado.

    La novela se caracteriza por el hacer, encadenando una acción tras otra, lo que no es obstáculo para que la investigación en torno a las corruptelas que envuelven al sindicato de plomeros vaya adquiriendo cierto aspecto alegórico: los pisos superiores de la enorme sede gremial están clausurados. Albergaron, alguna vez, oficinas que velaban integralmente por el trabajador, lo que se refleja en sus nombres: Educación Continua, Orientación Familiar, Beneficencia y Compromiso Social, Enfermería, Historia del Movimiento Obrero, Literatura Latinoamericana… Hoy todas están vacías tras el desmantelamiento del Estado.

    No es menos significativo que el protagonista de la novela, el personaje que asume la voz del relato (solo pasada la mitad del libro se revela su nombre), ejerza un trabajo manual, un oficio, aprendido de otro plomero que se lo transmitió por vía del ejemplo y la experiencia (praxis). Clara, la artista, también hace cosas, pero en su caso tienen un fin en sí mismas y suponen un mayor uso de la reflexión y el intelecto (poiesis). Ambas categorías se relacionan con la idea del hacer, es decir, de la producción, pero es sabido que, desde Aristóteles, el trabajo intelectual ocupa un lugar de mayor jerarquía que el físico.

    Cynthia Rimsky problematiza en Clara y confusa esta preeminencia a través de la relación dialéctica entre los dos personajes principales de la novela y muestra un camino de redención que tal vez permita “devolverle su dimensión original a la condición poética del ser humano”, como quería Giorgio Agamben. Incluso, como sugiere la novela, a costa de un sacrificio.

     


    Clara y confusa, Cynthia Rimsky, Anagrama, 2024, 168 páginas, $22.000.

  49. 42 kilómetros narrativos

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    Ana María del Río es, probablemente, una de las escritoras referentes de la nueva narrativa, esa generación de autores que irrumpió —de la mano del entusiasmo editorial— en medio de la celebración del proceso que implicaba el inicio de la recuperación de la democracia en nuestro país, por allá por el año 1989, cuando en un esperado plebiscito la ciudadanía decía No, con claridad, a la continuidad de la dictadura de Pinochet, decidiendo iniciar el camino del que fuera el himno de campaña más contagioso que haya ideado la historia política de los últimos 35 años: “Chile, la alegría ya viene”.

    Parte de esa alegría vendría de la mano de la literatura, en una especie de aluvión que generó —al mismo tiempo— esperanza y confusión, un mareo textual en el que resultaba difícil separar la paja del trigo. Como se sabe, la saturación de elementos suele generar distorsiones, celebraciones anticipadas e injustos vacíos.

    Del Río no es el caso. Desde sus primeros cuentos (Entreparéntesis) y novelas (Óxido de Carmen y Tiempo que ladra) llamó la atención de la crítica y lectores. Después vendrían premios y reconocimientos diversos, traducciones y novelas de largo aliento, como A tango abierto y La esfera media del aire, más una lista no menor de relatos de distinta extensión. A través de su itinerario narrativo, en el que explora la historia reciente del país desde la mirada crítica de una mujer, observadora aguda y de lenguaje fértil, la escritora indaga en los 50 años de un Chile que ha vivido los momentos más complejos de su historia contemporánea. Y lo hace con ímpetu literario más que ideológico, dejando claro que su compromiso es con la palabra que dice y no con la mirada atrincherada.

    Innecesariamente etiquetada como escritora de los 90, la verdad es que sus textos se publicaron con periodicidad en los años 2000. Recientemente publicó una colección de cuentos, Me he quedado con tu cadáver (2023), textos filudos, libres, muy bien escritos, en los que se echa de menos haber incluido más relatos. Y este año nos sorprende con una novela maratónica (830 páginas), en un libro de tapa dura y edición manual, libro construido por Editorial Liz de manera artesanal e impecable, con el aprecio evidente del editor por el texto que publica: Los años urgentes. Bravo por la valentía y decisión de la editorial. Curioso que las grandes (Mondadori, Seix Barral, Alfaguara, Planeta, Zigzag) se queden al margen y decidan pasar por alto la oportunidad de lanzarse con un texto de primer nivel.

    Los años urgentes es un libro especial para un tiempo en el que la velocidad de las cosas hace casi inimaginable un texto que se toma tantas páginas para contarnos la historia de una protagonista joven y sus circunstancias familiares, sociales, políticas, personales, en la voz de un personaje que se descubre de manera escueta y precisa solo hacia el final del texto, en un amarre generacional que nos hace un guiño a la inevitable forma en que los hechos del pasado sobreviven en las familias, en las sociedades, a través del testimonio directo, a través de la escucha de esa suerte de relato tribal que anida en la naturaleza de la humanidad, especie gregaria que articula su lenguaje como un antídoto contra el olvido.

    Los años urgentes es una valiente y gran novela, contada en clave folletinesca, pero sin renunciar a esa prosa distintiva, valiente que suele usar Del Río, ni a la inteligencia literaria que la destaca. El primer párrafo nos obliga a leer lo que viene después: ‘A veces imaginas cambiar tu origen, tu carne, tu sangre, tus datos. Borrar tu nombre, el color de tu piel, tu altura. Quedar solo con tus huesos, tu médula vibrante. ¿Sería más fácil así? ¿Dolería menos?’.

    La novela se lee rápido. Del Río decidió escribir un relato sin mayores dificultades textuales, queriendo que su historia —sin renunciar al detalle, a la mirada aguda sobre su objeto— resulte amena y amable al lector. Es una opción válida y Del Río tiene el oficio que le permite decidir el tono y la forma en que quiere narrar lo que se le venga en gana.

    Uno podría pensar que un texto de estas dimensiones abarca una multitud de temas o que decide explorar el quid de su relato con la profundidad analítica de un entomólogo que disecta cada elemento de su insecto. Pero no es el caso. Los años urgentes goza de cierta sana levedad que no es superficial sino una suerte de amabilidad de la autora con su historia y el lector. Y eso genera una tensión curiosa entre la extensión del texto y su intensidad, renunciando a escribir un relato enrevesado a lo Bolaño en Los detectives salvajes (1998), 2666 (2004, póstuma), con la forma desaforada que elige el argentino Rodrigo Fresán en su agotadora El estilo de los elementos (2024) y, curiosamente, siendo más convencional y pudiendo haberlo hecho, tampoco se fue por el camino de esas largas novelas rusas decimonónicas, a lo Tolstói o Dostoievski, donde la densidad de elementos construyen obras titánicamente filosóficas.

    Son los años 70, los tiempos de Allende y su después. Es la historia de una quinceañera saliendo del colegio y dando la P.A.A. para ver si podría ingresar a la universidad. Es un relato social, clásico en nuestro país aldea e isleño: la protagonista es la hija a medias de una familia de la aristocracia local que, usando el título de Gumucio, es la hija de “los parientes pobres”, una Díaz Larréin (recuerdo aquí que mi padre me decía que algunos “larraínes” se decían “larréin”, para darle un toque afrancesado al apellido de los llamados “ochocientos”), que no encaja en su medio y se siente incómoda con el peso e implicancias del apellido materno. Es una historia romántica en el tono “chica de alcurnia rebelde conoce liceano de clase media”, algo que hoy no tendría por qué sorprender, pero son los 70. Es la narración de los tumultuosos años de ese animal de dos cabezas, esa Anfisbena, que resultó siendo el intento revolucionario democrático marxista liderado por Salvador Allende y la reacción dictatorial de derecha en manos de Augusto Pinochet. Entrega una señal para repensar el octubrismo y es también, quizás, una catarsis personal en ese juego infinito e indefinible entre ficción y biografía, imaginación e historia.

    Los años urgentes es una valiente y gran novela, contada en clave folletinesca, pero sin renunciar a esa prosa distintiva, valiente que suele usar Del Río, ni a la inteligencia literaria que la destaca. El primer párrafo nos obliga a leer lo que viene después: “A veces imaginas cambiar tu origen, tu carne, tu sangre, tus datos. Borrar tu nombre, el color de tu piel, tu altura. Quedar solo con tus huesos, tu médula vibrante. ¿Sería más fácil así? ¿Dolería menos?”.

    Toda novela de largo aliento tiene sus baches, sus sargazos y esta no es la excepción. El texto podría haber tenido 200 páginas menos, sí. Pero quizás el exceso es una manera de exigir tiempo y paciencia, un decir al lector, quiero que te quedes aquí un tiempo para que entiendas mejor. Por alguna razón, en las manos de un buen guionista y director de cine, veo que esta novela tiene el material para una gran película o miniserie a lo Netflix, que —del modo que lo logró la serie Los 80— podría agregar una pieza más al puzzle que vamos construyendo para entender más y mejor este país cornisa. Un llamado de atención a los editores que, quizás, dijeron que no: están enfocados en la novela de 200 páginas, más comercial, olvidando que pueden haber textos como Tan poca vida, de Hanya Yanagihara, o este mismo, de Ana María del Río.

     


    Los años urgentes, Ana María del Río, Ediciones Liz, 2024, 830 páginas, $18.000.

  50. Horror

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    Una lectura de Letras torcidas, el perfil biográfico que Juan Cristóbal Peña publicó sobre Mariana Callejas (1932-2016), escritora y colaboradora de la Dina, quizás nos obliga a preguntarnos qué es el horror en la literatura chilena. Esto, a la luz de su obra, que incluye el volumen de cuentos La larga noche (1981), las memorias Siembra vientos (1995) y su participación en la antología El cuento chileno de terror (1986). Porque ¿qué es el horror? El horror es esto: una casa en Lo Curro. El horror es una familia: un hombre que pone bombas y una mujer que escribe. O los datos que hablan. Mariana Callejas estaba casada con Michael Townley. Michael Townley participó de la muerte de Carlos Prats y Orlando Letelier, entre varias. Vivían en una casa gigante en Lo Curro que era también un laboratorio y cuartel de la policía secreta de Pinochet. En esa casa fabricaban bombas. En esa casa hacían talleres literarios y fiestas, malones culturales que animaban las noches del toque de queda. En esa casa no había toque de queda. En esa casa mataron a Carmelo Soria. En un piso leían cuentos y en otro fabricaban gas sarín. Todos iban. Comida gratis. Conversación entretenida. Había canapés o tapaditos o pisco sour o vino. En realidad, daba lo mismo el menú. Había buena conversación y la literatura era un faro donde las almas sensibles se encontraban. Había que apostar por la cultura. Pagaba la DINA, el Mamo Contreras se rajaba. Al Mamo le gustaba la buena mesa y hablaba con Pinochet todas las mañanas. Ninguna hoja del país se movía sin que lo supieran. Para el Maestro, que fue su amigo y mentor literario, Callejas era una joven promesa de la narrativa chilena. El Maestro era Enrique Lafourcade. Una autoridad cultural de la dictadura. Si el cura Valente fue su crítico de cabecera, Lafourcade fue su novelista más visible. Lafourcade era fan de Callejas. Dato: Carlos Droguett nunca lo llamó Maestro: le decía Lafrustrade. ¿Qué es el horror? Palomita blanca y la literatura de Lafourcade, su pánico ante el mundo, su personalidad de artista excéntrico, de cronista simpático que escribe memorias literarias que son puros chismes de salón, de lector impune, de novelista docto, de Balzac tardío lleno de smog, devenido finalmente en jurado de varios programas de una tevé hecha con hambre. ¿Qué es el horror? Una literatura que se parece al espanto, a la muerte, a un salón de té donde todo está a oscuras, a una vernissage llena de cuerpos destrozados, de fantasmas sin rostros que flotan sobre las habitaciones donde alguna vez hubo una fiesta y sobre aparatos electrónicos destripados arriba de mesones y las habitaciones donde alguien se perdía en medio de la fiesta mientras hasta equivocar el camino y encontrarse con laboratorios, con agentes, con una galería patibularia de asesinos y traidores, de funcionarios militares, de científicos delirantes ¿Qué es el horror? Una biblioteca donde leemos la tradición que Callejas inventa y donde resulta una precursora inevitable, una escuela posible donde aparecen el Maestro y Carlos Iturra, algunas novelas de la Nueva Narrativa Chilena y los cuentos olvidados de esos talleres donde todos se encontraron, esa literatura chilena de la dictadura, esa mezcla entre mediocridad y alta cultura, entre cursilería y miedo, entre violencia y abandono.

  51. La violencia de Judith Butler

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    Desde que la filósofa estadounidense Judith Butler calificó el ataque realizado por Hamas el 7 de octubre, en el distrito sur de Israel, de acto de resistencia —y no de ataque terrorista—, su pensamiento ha dado lugar a una controversia. Hay quienes saludaron su valentía y la coherencia entre su pensamiento y su posicionamiento público. Hay quienes, por el contrario, vieron en sus palabras una forma de renegar de su propia teoría, lo que daría lugar a una división en la izquierda. Para la socióloga Eva Illouz, por ejemplo, la posición de Judith Butler ya no se alinea con las aspiraciones del feminismo y la lucha contra las distintas formas de dominación, pues termina valorizando a grupos sumamente autoritarios y “patriarcales” (en palabras de Eva Illouz), como sería Hamas. Leído bajo este prisma, el pensamiento de Judith Butler no solo fracasaría en sus aspiraciones de llevar a cabo una crítica de la dominación, sino que se entregaría —y nos entregaría— a sus peores formas.

    El posicionamiento de Judith Butler ante el ataque del 7 de octubre y las reacciones que suscitó son sintomáticos de, al menos, dos problemas. El primero concierne a la conversión del o de la filósofa en intelectual público, y el rol que asume ante una explosión de violencia. El segundo concierne, de forma general, a la relación entre el pensamiento y la violencia. Surgen dos preguntas correlativas: ¿Qué se espera de quien se dedica a la filosofía ante una masacre de la que solo pueden llegarnos relatos parciales, inacabados? ¿Es posible buscar comprender un acto de violencia sin abogar, de una forma u otra, por la violencia?

    De inmediato llamó mi atención que la postura de Butler en relación con la guerra en Medio Oriente irrumpiera en forma simultánea con la que algunos políticos tomaron —o no tomaron— tras el ataque del 7 de octubre. Butler reaccionó en forma casi instantánea, condenando de manera clara el ataque de Hamas, aunque luego lo calificó de acto de “resistencia”. El presidente Gabriel Boric, en cambio, no solo esperó varios días antes de reaccionar, sino que se limitó a retuitear las palabras de condena formuladas por una diputada del Partido Comunista, Carmen Hertz. Solo agregaba un comentario: “Comparto 100%”.

    Boric condenó el ataque, pero de forma indirecta, sin hablar en nombre propio, sin encontrar las palabras para formular un límite al uso de la violencia. Es como si la filósofa estuviera segura de sus marcos normativos, mientras que el político se mostró paralizado ante la necesidad imperiosa de una postura, que es lo que demanda su cargo.

    A diferencia de la política, la filosofía no es acción y razón —no por lo menos de forma inmediata—. Quien se dedica a la filosofía no ha sido elegido por un pueblo. Su palabra no despliega meramente una razón o racionalidad (la del Estado o la de una red de combatientes) de la que ha de responder siempre (para aplicarla o para contradecir sus reglas). Ante cualquier acontecimiento, la tarea de la filosofía es preguntarse por las formas que posibilitan o influyen en su comprensión.

    Esta confusión de roles no es casual. Remite a un marco más amplio de transformaciones, en el cual la labor académica muchas veces se justifica por su utilidad práctica, e incluso por sus fines morales, mientras los partidos políticos, y sobre todo los partidos de izquierda, movilizan más conceptos que fuerzas sociales. Con respecto al conflicto en Medio Oriente, es notable observar que las universidades se han constituido en un lugar de movilización política y de circulación totalmente acrítica de las fuerzas políticas en juego en este conflicto, los conceptos utilizados en el debate o la posibilidad de alcanzar un acuerdo de paz. En los últimos meses, las más prestigiosas universidades de Estados Unidos se han destacado por ser un lugar de movilización política y no de reflexión. Abundaron eslóganes que apuntaron a la destrucción del Estado de Israel (“From the river to the sea Palestine will be free”), sin que los que proferían aquellas demandas fueran necesariamente conscientes de sus significados. En paralelo, la comunidad internacional no convocó —al cierre de esta edición al menos— a ninguna instancia que permita determinar las condiciones de un cese del fuego. Mientras los países de la Comunidad Europea toman posiciones en función de ciertos principios —que quedarán sin efecto—, en la práctica quienes avanzan hacia una posible tregua (y no paz) son los países que financian la guerra: Qatar y Estados Unidos. En otras palabras, la guerra será concluida por quienes la financian, mientras quienes deberían dedicarse a reflexionar sobre los hechos, a saber, los y las universitarias, la perpetúan.

    La filosofía de Butler no es ajena a esta confusión entre lo académico y lo político. Su pensamiento se despliega en dos fases: la primera muestra que el ejercicio crítico es una forma de resistir al conjunto de los conocimientos y ethos sociales que subyugan a los individuos; la segunda, que toma forma después del ataque a las Torres Gemelas, busca determinar las praxis que permiten resistir ya no a la dominación, sino a la violencia (política, pero sobre todo epistémica, es decir, relativa al modo en el cual los conocimientos y ethos sociales nos construyen). En ambos casos, la filosofía tiene una dimensión práctica que puede plegarse al militantismo. Sin embargo, mientras en sus primeros escritos (sin duda los más interesantes), Butler pregunta qué rol juega la resistencia en la condición de posibilidad de la crítica, en los escritos posteriores al 2000 busca una solución política al problema de la violencia, definiendo conductas resistentes que aspiran a la “no-violencia”. El objetivo del pensamiento se vuelve entonces enteramente práctico, subordinándose a un fin que puede ser considerado político o moral, llegando incluso a una confusión entre las dos esferas. De esta forma, lejos de ser un pensamiento “a contracorriente”, el pensamiento de Butler me parece completamente en sintonía con su tiempo, uno que se propone ajustar conductas, mientras es cada vez más difícil pensar la política desde los lazos sociales.

    Las posiciones públicas de Butler desde el 7 de octubre han agregado violencia a la violencia. El problema no radica solo en las contradicciones de su pensamiento (un feminismo con pretensiones decoloniales, pero complaciente contra las violencias patriarcales) como lo estipuló Illouz, sino en esta confusión entre la filosofía y el activismo, es decir, en el deseo de volver la filosofía algo utilitario, algo que se equipara a la política y que aspira entonces al poder. Hacer una crítica al modo en que el conocimiento subyuga a los individuos y crea desigualdades y violencias sistémicas me parece necesario y propio del quehacer universitario. Constituirse, desde la academia, como una figura militante, y por ende emancipatoria, responde más a un ideal justiciero que a una preocupación por el saber. Conlleva el riesgo de instalar el fanatismo en el seno de la academia. En esto, Butler sigue inmanente al sistema que pretende criticar y termina renegando de las propias premisas de su pensamiento.

    ¿Qué se espera de quien se dedica a la filosofía ante una explosión de violencia?

    La violencia (…) es la destrucción de un límite, de una organización social, de un dispositivo vital o sensorial. Y, al mismo tiempo, es la construcción de las formas desde las cuales esta destrucción se produce, se reproduce, se disimula o se erige en sentido, crea nuevas formas de creer o no creer en un acontecimiento, se vuelve potente para así hacer posible la detención del poder. Filosofar ante un acto violento es, por lo menos, dar cuenta de la violencia en cuanto destrucción y producción; es dar cuenta de su ley.

    La política, al menos cuando se ejerce desde un cargo estatal, es acción y razón. El hombre o la mujer que asume una responsabilidad política actúa en función de límites que son aplicables al conjunto de la sociedad. Condenar un acto, nombrarlo, es hacerse cargo de la lógica desde la cual este acto es nombrado. Asimismo, condenar el ataque del 7 de octubre y nombrarlo “terrorismo” y no “resistencia” implica posicionarse desde el lado de los civiles expuestos a la violencia y no de quienes momentáneamente detentan la fuerza. Implica situarse dentro de una determinada configuración política. Implica, como consecuencia, la obligación de posicionarse ante la posibilidad de declarar o no una guerra, la cual, desde el punto de vista del Estado, es un derecho, a veces un deber, pero no una fatalidad. Para un jefe de Estado, declarar o no declarar una guerra es una decisión de la que hay que responder. Por esto, de un presidente de la República se espera un pronunciamiento, y se espera que hable en su nombre, con sus palabras.

    A diferencia de la política, la filosofía no es acción y razón —no por lo menos de forma inmediata—. Quien se dedica a la filosofía no ha sido elegido por un pueblo. Su palabra no despliega meramente una razón o racionalidad (la del Estado o la de una red de combatientes) de la que ha de responder siempre (para aplicarla o para contradecir sus reglas). Ante cualquier acontecimiento, la tarea de la filosofía es preguntarse por las formas que posibilitan o influyen en su comprensión. El ataque del 7 de octubre fue horroroso, no solo porque se produjeron matanzas de un tipo específico (quemar vivas a las personas, de forma intencional), sino también porque fueron grabadas, escenificadas, reproducidas por distintos medios de comunicación. Lo que ocurrió el 7 de octubre no puede ser separado del modo en el cual se transformó en un acontecimiento visible y comunicable, en un acontecimiento que tiene sus propias leyes. La violencia no es un hecho bruto, salvaje, “bárbaro” —como se dice muy a menudo—, es la destrucción de un límite, de una organización social, de un dispositivo vital o sensorial. Y, al mismo tiempo, es la construcción de las formas desde las cuales esta destrucción se produce, se reproduce, se disimula o se erige en sentido, crea nuevas formas de creer o no creer en un acontecimiento, se vuelve potente para así hacer posible la detención del poder. Filosofar ante un acto violento es, por lo menos, dar cuenta de la violencia en cuanto destrucción y producción; es dar cuenta de su ley. La palabra “resistencia”, tal como la usa Butler, no es producto de una reflexión. Se trata, más bien, de una sumisión a la ley de la violencia que permanece impensada.

    Butler condenó la masacre del 7 de octubre, pero al calificarla como un acto de “resistencia” no se enfrentó a la violencia en cuanto tal, como un fenómeno singular, uno que es un fin en sí mismo, uno que, en el momento de su ejercicio, puede producir formas de dominación absolutas. Abordó la violencia como un mero medio relativo a un fin. Esto hace que cada acto de violencia se vuelva relativo a otro o comparable con otro (como cuando se termina comparando el Holocausto con otras formas, cada una singular y absoluta, de destrucción). En vez de pensar la violencia, Butler se entregó completamente a los dos adversarios que buscaba criticar. Al condenar de forma categórica el ataque del 7 de octubre, remitió al Estado en cuanto principio racional, cuyo sentido es inseparable de la protección de los civiles —situación de civilidad y de protección (garantizada por las Fuerzas Armadas desde las cuales, de hecho, habla y piensa Judith Butler). Y al calificar el ataque con el término “resistencia” aboga solamente por el doblón de la guerra. Pues la resistencia armada no es más que una guerra emprendida fuera de un marco estatal. Tiene la ventaja de pasar por pura y de ejercitarse sin reglas, las que por lo menos debieran obligarnos a condenar los crímenes de guerra. Si violar, quemar y grabar la destrucción es resistir, entonces cualquier acto terrorista puede ser leído como un acto de resistencia y la resistencia puede usar como arma de guerra el terrorismo. Esto, vale la pena observarlo, nos aleja de lo que los primeros escritos de Butler permitían pensar, a saber, que resistir significa soportar lo que oprime; al modo en el cual se ejercita la dominación. La resistencia se produce como lo que, momentáneamente, interrumpe el poder en la violencia de su ejercicio, no como su doblón.

    El pensamiento de Butler no permite un cambio de enfoque, uno que cuestione nuestra forma de aprehender un fenómeno. En cambio, posicionalmente procede de un cambio de rol: en vez de cuestionar, enjuicia, valoriza y condena. En tal contexto y vista la influencia de Judith Butler en el mundo académico, la universidad arriesga transformarse en un bastión de guerra. Por mientras, ningún actor político está proponiendo una salida a una masacre que sigue su curso.

     

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    A partir de las reacciones suscitadas en redes sociales por la publicación de este artículo, su autora respondió aquí.

  52. Beatriz Sarlo, el punto de vista de los otros

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    Hoy puede dar un curso en las universidades de Columbia o Cambridge, ocupar tribuna en los diarios La Nación y Perfil, o discutir en televisión sobre política argentina. Pero no siempre fue así. En la década del 70, nada más comenzar la dictadura de Videla, Beatriz Sarlo tuvo que pasar a la clandestinidad. Había estudiado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y al momento del golpe de Estado de 1976 dirigía la revista Los Libros. Allí formaba equipo con Carlos Altamirano y Ricardo Piglia, los mismos con los que inició, dos años después, la influyente Punto de Vista.

    Si bien los primeros números tenían un tiraje de 100 ejemplares y los repartía la propia Sarlo, la revista se impuso por su tono, por el cruce de disciplinas y por su valentía a la hora de expresar posturas antipopulares. En términos políticos se opuso a la guerra de las Malvinas y en materia cultural Sarlo hizo lo que hacen todos los grandes críticos: jugársela por un autor hasta entonces desconocido —Juan José Saer— para colocarlo en el centro del canon. En el libro Zona Saer señala que es el narrador argentino más importante de la segunda mitad del siglo XX; la primera está dominada por Borges.

    Aunque el eje de su obra es la crítica literaria, Sarlo es una intelectual todoterreno. Sus análisis abarcan desde la crisis de la educación a la inseguridad laboral, pasando por la segregación urbana, los mundiales de fútbol y el lenguaje de los políticos. Leerla es una forma de mantenerse alerta, abierto a desentrañar el sentido profundo de los signos, gestos y discursos que se imponen desde el poder, desde el mercado.

    Aunque el eje de su obra es la crítica literaria, Sarlo es una intelectual todoterreno. Sus análisis abarcan desde la crisis de la educación a la inseguridad laboral, pasando por la segregación urbana, los mundiales de fútbol y el lenguaje de los políticos. Leerla es una forma de mantenerse alerta, abierto a desentrañar el sentido profundo de los signos, gestos y discursos que se imponen desde el poder, desde el mercado. Sarlo, que comparte con Benjamin y Barthes la mirada microscópica, asume entonces el punto de vista de los otros.

    En una época dominada por los especialistas, por aquellos que hablan en nombre de la técnica, Beatriz Sarlo apuesta por la discusión de ideas y principios. Sus intervenciones en la prensa y libros como Escenas de la vida posmoderna o Tiempo presente, dan una imagen nítida de su actitud: una intelectual independiente y anticonformista, que invita a pensar en la justicia, la igualdad, el pluralismo y todos aquellos valores indispensables para la construcción de una sociedad democrática. A los 74 años todavía utiliza el transporte colectivo para ir al estudio que tiene a unos 800 metros del Congreso, en pleno barrio cívico. Desde allí registra su tiempo, y se rebela ante el individualismo y al retroceso de la cultura letrada.

     

    Fotografía: Beatriz Sarlo en la Biblioteca Nicanor Parra de la UDP.

  53. Cristóbal Briceño entre animales

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    Difícil será el trabajo de quien deba situar la obra musical del cantante Cristóbal Briceño (Santiago, 1987) en el canon chileno. Alejado sin querer desde hace ya un tiempo de la circulación masiva, su nombre está posicionado en el extraño limbo de quienes, por un lado lo consideran el mejor compositor de su generación, y aquellos que, con vago desprecio, lo consideran una promesa incumplida.  

    Pese a sus profundas intenciones de abrazar lo popular (ha dicho en más de una ocasión que ha intentado participar en la competencia del Festival de Viña), su logro más reconocible —a pesar (o fruto) de las decenas de proyectos que ha iniciado— es Ases Falsos, y es esa la banda, que, en un ejercicio tan saboteador como clarividente, llega a su fin con la película Bremen, que acaba de estrenarse en cines y que estará circulando por estas semanas.

    Nacidos el 2011, quizás en el inicio del ocaso de las bandas de rock como fenómeno popular, su música trajo, como dijo en su momento Marisol García, “una precisa combinación de energía eléctrica y finura sentimental de un cancionero pop”. Juventud americana, el primer disco de Ases Falsos, parece querer retratar cuáles son los sinuosos caminos de aquella energía juvenil. En los años en que escribió ese disco, los años del movimiento estudiantil, despertaba en él y en los demás el deseo algo adormecido de enfrentar a la autoridad. Muchas de las canciones de Juventud americana hablan directamente de esas escenas, como sucede en “La sinceridad del cosmos”:

    Ládrale
    A la autoridad
    Ládrale a la institución
    Ládrale al conducto regular

    Los versos de “La sinceridad del cosmos” son una invitación a encontrar cierta animalidad perdida en los matorrales de la civilización, como pasa con los perros cuando se enfrentan a carabineros. “Estudiar y trabajar”, recuerda esa misma animalidad:

    En más de alguna ocasión
    Me acusaste de flojear
    Puede que tengas razón
    Pero cada vez que tú
    Te vas de acá
    Yo me pongo a correr como un perro aysenino.

    Los animales de Bremen están quebrados por el abandono, pero logran —a medida que se van haciendo amigos, y a través de la música— encontrar un lugar en el mundo. En el intertanto, viven más peripecias que los animales del cuento de los Hermanos Grimm, y que hacen que la historia se haga cuesta arriba para ellos: se encuentran con estafadores, asesinos, políticos ladrones.

    Lo animal y lo rural (“perro aysenino”) se encuentran en muchas ocasiones en las obras posteriores de Cristóbal Briceño, donde lo ciudadano, la civilización, en definitiva, termina siendo una desviación de la sabiduría instintiva del hombre. ¿Serán estos mejores valores que los adquiridos por la cultura? En algún sentido, la moral que anhela discutir Briceño (bien se podría decir que su obra es la de un moralista) es aquella donde lo instintivo posee un poder insustituible. En “Estudiar y trabajar” canta: “Yo no quiero estudiar, me aburre de verdad / Solo quiero trabajar / Ganar plata haciendo lo que a mí me sale bien”. En el bienintencionado deseo de educarse subyace una pérdida, diríase una derrota del hombre, sugiere la letra.

    Bremen, la película de Ases Falsos, es un nuevo esfuerzo de Cristóbal Briceño por articular aquella idea. El filme, dirigido y escrito por el cantautor, se inspira en el cuento “Los músicos de Bremen”, de los Hermanos Grimm, escrito en 1819, para construir una historia con un sentido moral algo distinto al de los autores alemanes. En el cuento original, cuatro animales (un burro, un perro, un gato y un gallo), cansados de ser maltratados por sus dueños, escapan e imaginan que llegarán a una ciudad, Bremen, donde dejarán atrás sus pesares y tendrán una banda musical. Tras vagar por algún tiempo, los animales se encuentran una casa llena de comida y a unos ladrones sentados a la mesa que, a diferencia de ellos “se dan la gran vida”. Entonces los animales se trepan uno encima del otro, entran a la habitación y hacen huir a los ladrones, haciéndoles creer que se trataba de unos fantasmas. Aunque los ladrones intentan volver, los animales les vuelven a hacer creer que la casa está habitada por monstruos y brujas hasta que, por fin, sin llegar a Bremen, los animales se toman (como verdaderos okupas) para siempre aquella casa. 

    Visto así, el cuento de los Hermanos Grimm parece una alegoría del poder de la amistad y la unidad. Sin embargo, es también una historia sobre la justicia. Los animales, que han sido maltratados por sus antiguos dueños, logran hacerse de una casa, recobrando así el equilibrio perdido. Es, al mismo tiempo, una historia sobre el miedo humano a lo animal, sobre todo a los animales domesticados. Quizás cierto miedo atávico nos hace creer que nuestras mascotas algún día se rebelarán en nuestra contra y devolverán cierto equilibrio en este mundo. El cuento de los Hermanos Grimm reafirma esa idea, porque a quienes atacan los animales son justamente a los ladrones: entre humanos y animales no hay solo una lucha de poder, sino también de justicia.

    Alejada de cualquier clase de éxito convencional, su obra es más bien el reflejo de que todo aquello que se hace se arregla sobre la marcha, y de que en el deseo de controlar el futuro hay también una derrota. Bremen, como película, es también un reflejo de aquello.

    Briceño es consciente de varios de estos tópicos y los hace presente en Bremen. En la película los animales también son maltratados y también poseen un talento natural, instintivo, para tocar y cantar. Dado que los animales son interpretados por otros miembros de la banda, la historia se va entrelazando con varias canciones originales y emotivas, como “De lejos”, que suena como una canción romántica, pero que bien podría estar dedicada por una mascota a su amo:

    De lejos
    Así te quiero yo
    Saber que estás ahí
    Sin tenernos que hablar
    Nada.

    De lejos
    ¿Por qué no funcionó?
    Soy como otra tú
    Tu eres igual que yo.

    Los animales de Bremen están quebrados por el abandono, pero logran —a medida que se van haciendo amigos, y a través de la música— encontrar un lugar en el mundo. En el intertanto, viven más peripecias que los animales del cuento de los Hermanos Grimm, y que hacen que la historia se haga cuesta arriba para ellos: se encuentran con estafadores, asesinos, políticos ladrones. No quisiera contar el final de la película, si es que hay alguno, pero Briceño trastoca en parte el sentido del cuento original para plantearnos otra pregunta: ¿qué hay en el deseo de llegar a Bremen? ¿Cuál es el empeño por lograr el éxito, por cumplir nuestros objetivos y alcanzar nuestras metas? ¿No es aquello más que vanidad, como dice el Eclesiastés? O quizás, como parece plantear Bremen, no existe un camino para lograr lo que anhelamos. “No hay un mapa para el éxito”, dice un personaje en la mitad de la película, y esa frase resume en gran parte la historia de estos animales y de las propias bandas formadas por Briceño.

    No es tan curioso que Briceño haya decidido terminar su aventura con Ases Falsos con una película. Su música siempre ha estado vinculada con el deseo de contarnos historias y en ese sentido es un alumno aventajado del narrador anhelado por Walter Benjamin. Briceño no parece escribir sentado solo en su gabinete, sino que quiere entretener y transmitir una experiencia, la que ha vivido como músico. Alejada de cualquier clase de éxito convencional, su obra es más bien el reflejo de que todo aquello que se hace se arregla sobre la marcha, y de que en el deseo de controlar el futuro hay también una derrota. Bremen, como película, es también un reflejo de aquello. Briceño debe ser consciente de las deficiencias técnicas y narrativas de su película (aunque no sea un experto en cine, es fácil darse cuenta de que Bremen posee varias, pero son compensadas con su humor, su caos y la ternura de los personajes), pero quizás ha preferido mostrarla así, no como un producto perfectamente logrado, sino como un intento de dar forma a los inconexos caminos de la creación artística y de la vida misma.

     


    Bremen (2024), escrita y dirigida por Cristóbal Briceño, 108 minutos.

  54. Infancias hacia el dos mil treinta

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    En los últimos años, en Chile se ha intensificado la discusión sobre la niñez, más bien sobre las niñeces, término que se acuña para enfatizar la diversidad de las experiencias de niños y niñas. La creación de la Defensoría de la Niñez en 2018, el escándalo que provocó el conocimiento de los abusos cometidos en algunas residencias del Sename al año siguiente, adolescentes y estudiantes universitarios saltando los torniquetes del Metro de Santiago para el estallido social son quizás la cara más política de este foco de atención. Otras temáticas, como el uso de celulares a temprana edad, la baja calidad de la educación escolar, la ausencia de hábitos de lectura en la infancia y espacios públicos inseguros, poco acogedores para el juego y limitantes para la movilidad independiente, también ocupan un espacio en la discusión pública. Pareciera ser que las vivencias de niños y niñas en el Chile de hoy distan mucho de las tardes de pichanga en la calle, la construcción de casas-club en los árboles de la plaza o de los paseos en la bicicleta llevando al amigo de pie en la parrilla. La nostalgia por una niñez más libre, sin miedos (aunque existiera el peligro) y con menos pantallas, se conecta también con la añoranza de un mundo pasado, aunque moderno, menos moderno, y si bien conectado —con imprenta, televisión e internet—, sin redes sociales, wifi ni teléfonos inteligentes.

    La lectura de Infancia berlinesa hacia mil novecientos, de Walter Benjamin, hoy resuena como un llamado de atención a los afectos que circulan cuando observamos la niñez contemporánea y pensamos en su futuro. La obra de Benjamin, en la que ofrece variadas imágenes de su niñez burguesa en el Berlín de fines del siglo XIX, es una reserva de experiencias que se conectan con el devenir del mundo moderno; son fragmentos de lo destruido y lo emergente, de antiguos espacios urbanos y nuevas tecnologías disruptivas, como el teléfono, de identidades territoriales y nuevos hallazgos. Los recuerdos de Benjamin se leen lentos, con el ritmo de la palabra hablada, del diálogo y el intercambio de detalles. Todo lo contrario al estrépito de las balas, balas disparadas en la calle contigua a una escuela, balas que asustan, balas rápidas, balas que te pueden matar.

    La imagen de un recreo con niñas y niños asustados por la balacera recién ocurrida, el helicóptero de Carabineros sobrevolando el patio y las profesoras intentando mantener la calma, se suma a los recuerdos que acompañarán a algunos niños y niñas de hoy. También los mensajes ofensivos enviados por el celular —breves, sin explicación, injustificados—, las tardes frente al videojuego, con prohibición de salir a la calle porque es peligrosa y porque hay que evitar las malas juntas, las plazas enrejadas, las calles repletas de autos, el aire contaminado. La multiplicidad de imágenes de la niñez en la ciudad que podríamos evocar nos habla de lo dinámica e infinita que es la experiencia de la infancia, y profundizar en ellas nos abre una ventana hacia la complejidad de nuestro país.

    La inequidad social es quizás uno de los factores que más distancia algunas experiencias de niñez de otras. La infancia acomodada de Benjamin se asemeja en ciertos aspectos a la de niños y niñas de familias chilenas de altos ingresos. Y a la vez, su relato está cargado de lo incierto, de la permanente extrañeza que

    le provoca su ciudad y la exploración y los hallazgos que esa condición motiva. Benjamin habita el carácter inesperado y sorpresivo de Berlín, un carácter esencial de lo urbano. Está atento a lo que sucede entre líneas, bajo la superficie, a las interacciones tácitas y a las palabras no dichas.

    Benjamin no pretende hablar de su experiencia personal de niño berlinés cuando nos cuenta sobre su pena de sentirse ignorado al llegar tarde a clases. Nos quiere hablar de su mundo, de su sociedad, de las formas que tienen las personas de entenderse, o no, en la modernidad. Sus memorias son parte de una constelación, de una forma de sentido, y no puede sino llevarnos a pensar en cómo se vinculan las vivencias de niños y niñas de hoy con el orden (o desorden) de nuestra sociedad contemporánea.

    Una de las angustias de algunos padres y madres es pensar cómo se las arreglarán sus hijos e hijas en un mundo arrasado por el cambio climático, los desastres medioambientales y las plagas. El confinamiento que tuvieron que vivir muchos niños y niñas por causa de la pandemia del covid-19 dominará sus memorias de infancia. Días aburridos sin ver a los amigos, clases por pantalla o ausencia de clases, falta de movimiento en espacios domésticos pequeños y hacinados. Estos recuerdos, ¿se conectarán en el futuro con nuevas energías para el medioambiente o con un camino descendente hacia el fin del mundo?

    Hay signos importantes para esperar lo primero, niños y niñas reconocen el mundo para transformarlo. Como dice Benjamin: “Allí, ante un fondo gris, la primavera enhestaba sus primeros retoños, y cuando, más adelante hacía surgir aquí los primeros brotes delante de la fachada posterior gris, y cuando, avanzando el año, un techo de hojas cubierto a lo largo del año, una polvorienta fronda rozaba la pared mil veces al día, la fricción de las ramas me iniciaba en un aprendizaje que aún me venía grande, ya que el patio se me antojaba una señal”.

    Los recuerdos de Benjamin se leen lentos, con el ritmo de la palabra hablada, del diálogo y el intercambio de detalles. Todo lo contrario al estrépito de las balas, balas disparadas en la calle contigua a una escuela, balas que asustan, balas rápidas, balas que te pueden matar.

    En el patio, Benjamin descubre y sueña múltiples posibilidades, ve transcurrir el tiempo y las estaciones, busca refugio y encuentra estabilidad. Se vincula con otras vidas, las de los adultos, sacudidores de alfombras, cocheros, y por sobre todo, practica la espera. Los recuerdos de Benjamin dan cuenta de un niño despierto, abierto al mundo, conectado con su ciudad y su época.

    El entendimiento de la infancia como un período de la vida humana no puede significar creer que niños y niñas son proyectos de persona, sujetos incompletos sin razón y voluntad. Por otra parte, la reflexión sobre las infancias como un fenómeno particular, aislado, con bordes claros, ha sido superada por una visión que las entiende como el resultado de relaciones con una diversidad de cuerpos, humanos y no humanos; personas y cosas, instituciones y temperaturas; un ensamblaje diverso de elementos posibilita las infancias. Spyros Spyrou, antropólogo que se ha especializado en los estudios de la infancia, explica cómo las niñeces existen en interdependencia, sin una esencia y autenticidad fija. En esta línea, los adultos somos parte de la constitución de las infancias, y la creciente atención en la niñez demanda una mirada hacia los adultos, quienes también se encuentran sumergidos en pantallas, redes sociales y muchas veces violencia. El giro hacia los cuidados que ha permeado los discursos de política pública, pone énfasis en las maneras de adultos para relacionarse con niños y niñas, y debiera ser parte de esta perspectiva, no como una forma utilitarista para favorecer la integración de las mujeres al trabajo, sino como un encuadre que releve la importancia de las relaciones entre adultos y niños en la constitución de la experiencia de la infancia.

    Experimentación e infancia

    Infancia berlinesa, al igual que el Libro de los pasajes, puede comprenderse como una colección de fragmentos. La experimentación como forma de adentrarse en el mundo y develar significados caracteriza la infancia. El antropólogo Tim Ingold se refiere a la experimentación en la vida cotidiana como una forma de integrar la actividad práctica en el proceso del pensamiento, es decir, pensar a la intemperie, no a puertas cerradas. De alguna manera, Benjamin nos ofrece esa forma de experimentación a través de sus fragmentos, que se vuelven experiencia en la narración a través del lenguaje. El niño berlinés explora el mundo, lo descubre e imagina y, sobre todo, lo reconstruye en su memoria, dotándolo de significado.

    Hacer espacio para la exploración infantil es esencial si queremos reconocer la niñez en su diversidad. Parte importante de los recuerdos de Benjamin refieren al espacio urbano, a la ciudad desordenada, en la que sucedían desastres e incendios, donde había parques frondosos y luces a gas: “Andar desorientado en una ciudad no significa gran cosa. Extraviarse en ella como quien se extravía en un bosque requiere, no obstante, preparación. Los nombres de las calles tienen que hablar al errabundo como el crujir de ramitas secas, y las callejuelas del centro reflejarle las horas del día con la nitidez de un claro en la montaña. Tardé yo en aprender este arte que, sin embargo, hizo realidad ese sueño cuyas primeras huellas habían sido laberintos en el papel secante de mis cuadernos”.

    La exploración de la ciudad requiere autonomía, y para ello, condiciones mínimas de seguridad e infraestructura. Uno de los desafíos para el mayor bienestar de niños y niñas en nuestro país es transformar las ciudades en espacios habitables para ellos y ellas. No se trata de convertir el espacio urbano en un parque de diversiones, sino de permitir la movilidad, el juego y el encuentro con lo no conocido. La niñez no existe por sí sola, como entidad abstracta y aislada, sino que emerge en relación con una diversidad de actores y materialidades que la hacen posible. ¿Cómo son las experiencias de niñez que se conforman en las relaciones con adultos en las familias, escuelas, comunidades y barrios, en las calles de nuestras ciudades? ¿De qué maneras acompañamos a niños y niñas en sus luchas y descubrimientos, en su tejido de constelaciones? Una de las imágenes más dichosas en las memorias de Benjamin es su exploración del lago congelado, con su propio cuerpo al patinar sobre el hielo: “El lago, sin embargo, sigue vivo dentro de mí en el ritmo de los pies entorpecidos por los patines que, tras una incursión en el hielo, volvían a sentir el entablado y entraban retumbantes en una caseta donde una estufa de hierro ardía al rojo vivo. Cerca estaba el banco en el que uno medía la carga que llevaba en los pies, antes de decidirse a desatarla. Luego, cuando el muslo descansaba inclinado sobre la rodilla y el patín se aflojaba, teníamos la sensación de que nos nacían alas en ambos pies y, con pasos que saludaban al suelo helado, salíamos al aire libre”.

    La experimentación se vive en el cuerpo y con el cuerpo, y esa vivencia corporeizada se hace parte de lo que somos. Niños y niñas de hoy, dominados por la virtualidad, parecieran menos expuestos al mundo concreto, táctil, sensorial. Las imágenes de la niñez de Benjamin huelen, se gustan y escuchan, casi se pueden tocar. Al leer los recuerdos de Benjamin se entra en un ritmo que acompaña su relato, su narración invita a afinar los sentidos para ser parte de sus vivencias, y en el lenguaje compartimos su experiencia. Para Benjamin, la experiencia empobrecida es aquella que no se comparte ni se comunica a través del lenguaje. La potencia de la experiencia es que se conecte con otros, se vuelva colectiva y parte del mundo social. Es la experiencia relatada, en la que profundiza Benjamin en su famoso ensayo sobre el narrador de historias (1936).

    El psicólogo Daniel Stern habla de “afecto sintonizado” (affect attunement) para referirse a comportamientos que realizamos junto a los demás, no para imitarlos exactamente, sino para compartir lo que se vive y los afectos que circulan en torno a ello. Sintonizar nuestros afectos para acompañar la niñez requiere de despojarnos de nuestras visiones adulto-céntricas, no para pretender volver a ser niños; sí para compartir sus exploraciones y ser parte de la necesaria reconquista por parte de niños y niñas del mundo sensorial. La vida cotidiana de las diversas infancias nos abre a un mundo diverso y siempre nuevo de lo que significa ser niño o niña hoy, fuera de esquemas rígidos y definiciones cerradas. La sintonía de los afectos adultos con esas experiencias debiera ser el punto de partida para el desarrollo de acciones que contribuyan a un mayor bienestar de la niñez. Las imágenes de Benjamin, múltiples y novedosas, nos sitúan en ese entramado de relaciones que es cada infancia y nos llaman la atención acerca de su conexión con la posterior experiencia histórica.

     

    Imagen de portada: Sin título (2023), de Antonieta Corvalán, ilustración dígital.

     


    Infancia berlinesa hacia mil novecientos, Walter Benjamin, Periférica, 2021, 136 páginas, $31.000.

  55. El Occidente redescubierto

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    En su libro, la arqueóloga y clasicista Naoíse Mac Sweeney se propone desafiar y reinterpretar la noción de “civilización occidental” durante los últimos 2.500 años, a través de las vidas y escritos de 14 mujeres y hombres, desde Heródoto, el gran historiador griego del siglo V a. C., hasta Carrie Lam, la directora ejecutiva de Hong Kong del siglo XXI, que presidió la reciente caída del país hacia un gobierno autoritario.

    ¿Parece interesante? Francamente, tenía mis dudas. Todos sabemos que a los editores les encanta este tipo de propuestas generales, pero es fácil imaginar cómo esta podría convertirse en una mezcla desgarbada de conocimiento de segunda mano y tibios lugares comunes.

    Es más, como reconoce inmediatamente Mac Sweeney, su premisa no es nada original. En la comprensión popular, la historia de la civilización occidental, desde Platón hasta la OTAN, es una historia de ideas y prácticas superiores (¡Libertad! ¡Democracia! ¡Libertad de expresión!), cuyos orígenes se encuentran en la antigua Grecia y desde entonces han sido refinados, ampliados y transmitidos a lo largo de las épocas (a través del Renacimiento, la Revolución científica y otros desarrollos que se suponen exclusivamente occidentales), de manera que hoy en Occidente somos los afortunados herederos de un ADN cultural superior.

    Es una noción poderosa que, como era de esperar, siempre ha sido particularmente popular en Estados Unidos, ya que es una narrativa más edificante con la que conectar la historia nacional que, digamos, una de genocidio, limpieza étnica, esclavitud racializada masiva y ruina ecológica. Pero en los círculos académicos el concepto de “civilización occidental” ya no se toma muy en serio. En cambio, ahora hay una enorme literatura que deconstruye cómo la idea de “Occidente” ha sido inventada, reutilizada y puesta en uso en diferentes épocas y lugares, a menudo de maneras que nosotros mismos encontraríamos profundamente desagradables.

    Mac Sweeney se propone explicar a los lectores comunes y corrientes por qué esto debería ser así y por qué, en primer lugar, la idea se afianzó. Debe ser una excelente profesora, además de una escritora talentosa, para que esta desafiante tarea se lleve a cabo con estilo. Uno por uno, aborda viejos mitos —sobre la condición del mundo antiguo, la naturaleza de las Cruzadas o la superioridad de las potencias europeas en las contiendas imperiales—, los explota con garbo y nos deja, en cambio, con una comprensión más rica y completa de las épocas, visiones del mundo e individuos fascinantes del pasado.

    ¿Qué debería significar ahora la identidad ‘occidental’? El libro termina reflexionando sobre esta cuestión desde diversos puntos de vista: el trabajo del crítico poscolonial Edward Said y las actuales diatribas antioccidentales del Estado Islámico, Putin y el Partido Comunista Chino. Por supuesto, no hay una respuesta única: como Heródoto —y este libro—, la civilización misma es una gran mezcla de delicadezas. Escogemos y elegimos cómo concebimos nuestra identidad; nuestros apetitos cambian; tus gustos son diferentes de los míos. Pero imagino que mucha gente disfrutará de este relato inteligente y estimulante.

    Como corresponde a una clasicista y experta en la historia de Troya, ella comienza con media docena de brillantes capítulos sobre los griegos, los romanos y cómo las culturas posteriores desdeñaron, manipularon o reclamaron su herencia, no solamente en lo que ahora consideramos países “de Occidente”, sino a través de Anatolia y Medio Oriente, y desde el África subsahariana hasta la India. En todos estos casos, las culturas helénica y romana fueron consideradas fundamentalmente distintivas; de hecho, incluso la idea de los helenos como una unidad etnopolítica, en lugar de un conjunto de diferentes Estados, fue evocada en gran medida por el emperador bizantino Teodoro II Láscaris en el siglo XIII. Antes de su invención en el Renacimiento, la noción de una “antigüedad clásica” grecorromana unificada, y sobre todo una cuya herencia se limitase a Europa, habría parecido aún más insondablemente extraña.

    En el camino, nos presenta a Heródoto no solo como el compositor de “una gran mezcla de delicias historiográficas”, sino también como un refugiado político bicultural cuyo texto socava sutilmente la xenofobia y el imperialismo atenienses, así como una serie de figuras menos conocidas, pero dignas de mención. Entre ellas se encuentran Livila, la bella y despiadada nieta favorita del emperador Augusto; Godofredo de Viterbo, cronista y capellán del emperador Federico I del Sacro Imperio Romano Germánico; la brillante cortesana, poeta y filósofa italiana del siglo XVI Tullia d’Aragona; y un irresistible noble de Basora,  Abu Yusuf Yaqub ibn Ishaq al-Kindi, quien como médico, erudito y amante de los textos griegos en la Bagdad del siglo IX, el deslumbrante epicentro del mundo islámico, escribió cientos de tratados filosóficos sobre todos los asuntos bajo el sol: perfumes, mareas, lentes ópticos, verdad teológica, el sentido del universo y la mejor manera de quitar las manchas de la ropa sucia.

    La segunda mitad del libro gira hacia la historia crecientemente oscura de cómo, a partir del siglo XVII, los pensadores y políticos europeos construyeron una visión del mundo cada vez más dicotómica. Catalizado por exploraciones y encuentros globales, por nuevas formas de entender el conocimiento y la conquista colonial, gradualmente se volvió común en el autodefinido “Occidente” pensar en la humanidad dividida entre los cristianos y los no cristianos, los europeos y los otros, el Occidente superior versus el resto inferior.

    Aunque este argumento vuelve a pisar un terreno conocido, el don de Mac Sweeney para la síntesis brillante y las apasionantes viñetas personales nunca decae. Está especialmente alerta a las numerosas reinterpretaciones de la antigüedad grecorromana que acompañaron cada nueva invención de la “civilización occidental”. Alrededor de 1700, un observador europeo podía decir de la temible reina guerrera angoleña Njinga que era tan sabia como una griega y tan casta como una romana (aunque solo después de convertirse al cristianismo). Por el contrario, el clasicismo ostentoso sobre el que se fundaron los Estados Unidos y que más tarde infundió al imperialismo británico, siempre estuvo altamente racializado, incluso si casos como el de la poeta afroamericana del siglo XVIII, Phillis Wheatley, formada en la literatura clásica, desafiaron sus premisas de supremacía blanca.

    ¿Qué debería significar ahora la identidad “occidental”? El libro termina reflexionando sobre esta cuestión desde diversos puntos de vista: el trabajo del crítico poscolonial Edward Said y las actuales diatribas antioccidentales del Estado Islámico, Putin y el Partido Comunista Chino. Por supuesto, no hay una respuesta única: como Heródoto —y este libro—, la civilización misma es una gran mezcla de delicadezas. Escogemos y elegimos cómo concebimos nuestra identidad; nuestros apetitos cambian; tus gustos son diferentes de los míos. Pero imagino que mucha gente disfrutará de este relato inteligente y estimulante.

     

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    Reseña aparecida en The Guardian; se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Occidente. Una nueva historia de una vieja idea, Naoíse Mac Sweeney, traducción de Fernando Borrajo, Paidós, 2024, 412 páginas, $29.900.

  56. Winétt

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    A pesar de construir un diálogo permanente con la poesía de su esposo Pablo, la literatura de Winétt de Rokha (1892-1951) resulta muchas veces más compleja y radical que la de él, pues muchas veces se presenta de modo más diverso y múltiple, tanto en lo formal como en lo temático, como si su escritura pudiese tomar la forma de poemas breves, de un lirismo concentrado y preciso, para pasar a textos más extensos, vanguardistas y complejos, expandiéndose sobre el paisaje, inventando nuevos territorios y posibilidades.

    Las revisiones de su obra completa (la compilación Suma y destino, de 1951; la edición de su poesía reunida que hizo Javier Bello el año 2008) resultan siempre provocadoras y sorprendentes e invitan a preguntar y responderse cuáles son los caminos que recorrió la escritura de Winétt en el contexto del siglo pasado, cómo fueron las relaciones que entabló con la política y los afectos, en qué consistió su forma de leer la tradición y cómo construyó un estilo que administró los silencios al lado de los estallidos, como si su lirismo fuese una constante mutación o una pregunta permanente; una evolución que quizás también se correspondió con la de la poesía en la primera mitad del siglo XX.

    Si bien su obra más relevante puede ser El valle pierde su atmósfera (1949), me parece que Oniromancia (1943) resume con mayor eficacia las coordenadas de su escritura. Entre los poemas de este último libro destaca “Domingo Sanderson”, que es una viñeta que funciona de memoria sobre la silueta de su abuelo, políglota y traductor. Se trata de un poema que habla de literatura y que se abre con una imagen casi fantástica, donde la hablante contempla para sí todos los tiempos y de ellos elige recordar a Sanderson. “Inútil añoranza, inútil afán de insecto laborioso y alas de agua, / vidas que se precipitan del cerebro al mar y del mar al cerebro, / allí estáis vosotros, aquí estamos, allí estaréis vosotras un largo año”, escribe.

    Lo que emerge ahí, antes que una celebración o una postal idílica de una vida familiar perdida, es básicamente una especie de retrato contrahecho, una suerte de maldición sobre la biblioteca y los libros. “Porque una vez, entre siglo y siglo, / vivió y murió entre libros y sueños, entre libros y espanto, / entre libros y brujería, y demonio y sacrilegio, / en el cual Voltaire, enfundado en una roja capa muerta, / miraba enjuto y pálido, lleno de ángulos y fosforescencia prohibida, / —libros y sueños, libros y libros— maldición y conjuro”, escribió.

    Hay una belleza frágil y feroz en este apunte de familia. También algo de ajuste de cuentas, como si un mito dibujado en la intimidad debiese ser escrito para ser resuelto, volviendo a la literatura una estación terminal, un punto de arribo —y de no retorno— que convoca los fragmentos de lo perdido y de lo silenciado, el alfabeto de lo que no debe ser recordado. En el poema, y quizás en Winétt, la memoria y la biblioteca existen casi como agujeros negros, como si habitase en ellos el vértigo y el peligro, la sensación terrible de que estamos ante un universo íntimo quebradizo, acaso una puerta que se abre a la soledad y la mudez, con la posibilidad del olvido. “LOS SUYOS, maldicen el cadáver; / los libros amontonados no hablan, / los libros deshojados como castaños, son quemados, / y el cuerpo solo, marmóreo, inmutable, desciende solo y sin libros, / solo, absolutamente solo, inútilmente solo, / con el abecedario entre los dientes”, escribe.

  57. ¿Es usted un pasaporte?

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    En la primavera de 2023, invitado por el Museo de Arquitectura de la Technische Universität, Alfredo Jaar intervino el atrio de la Pinakothek der Moderne en la ciudad de Múnich, Alemania. Encontrándome allá ese año —en medio de un engorroso lío de papeles y aguardando un permiso de residencia que nunca llegó—fui en mayo a ver la exposición un domingo cualquiera. Al ingreso del edificio, una inmensa caja de vidrio se imponía en el centro de la rotonda. En su interior, se levantaban ordenadas columnas de documentos contenidas por altos muros de cristal blindado que en parte reflejaban la sala. Desde un costado resultaba difícil comprender la escala de la obra. No era la falta de espacio lo que dificultaba su apreciación, sino la de perspectiva. Una estructura tan grande como esta solo se entiende por pedazos, como una serie de fragmentos, tal como se aprecia de cerca un cerro, un monumento cívico o una catedral.

    Vista desde un balcón en el segundo piso y a cierta distancia, sí se apreciaba un mar de libretas de tapa roja blasonadas con sellos de la Bundesrepublik. Copaban el interior de la caja de cristal, creando una superficie plástica, amplia y pareja. El espectador enmudece al ver lo que efectivamente parecen ser un millón de pasaportes alemanes, tal y como reza el título de la obra.

    La escena resultaba curiosa. Los visitantes a la Pinakothek no podían ignorar la intervención, que se emplazaba en el centro del atrio, en pleno ingreso, e impedía el paso de un lugar a otro. Una mayoría la circundaba con premura, como quien desea evitar un obstáculo en el camino. Otros tomaban fotos y se sacaban selfies antes de seguir rumbo. Unos pocos se detenían a contemplar la estructura. Absurdamente trataban de contar el inventario. Intercambiando en voces bajas, incrédulos, se preguntaban si se trataba de verdad de un millón de documentos: “Echte Reisepässe? For real?”.

    La intervención en la Pinakothek recreaba una de las obras más conocidas de Jaar —al menos, fuera de Chile—, realizada por primera vez en Helsinki, en 1995. En aquella ocasión se trataba de un millón de pasaportes fineses; esto es, previo al ingreso de Finlandia a la Unión Europea y a la estandarización del pasaporte europeo. Desde entonces, mucha historia ha pasado bajo el puente.

    Al menos según rezaba la didáctica impresa en el muro del atrio, para Jaar, en su nuevo contexto, la obra Un millón de pasaportes alemanes aludiría a la situación política actual de Alemania. Como alegoría, la intervención apuntaba al millón de refugiados acogidos por el gobierno de la ex-canciller Angela Merkel desde la guerra civil en Siria, y cuyo efecto parecía haber sido un millón menos de votos para su partido, la hegemónica CDU, en las elecciones federales que siguieron a su dimisión. Esta fuga electoral correspondería al aumento de votos para la formación de ultraderecha antiinmigrante Alternative für Deutschland. En otras palabras, la intervención subrayaba las consecuencias del gesto de acogida.

    Los visitantes a la Pinakothek no podían ignorar la intervención, que se emplazaba en el centro del atrio, en pleno ingreso, e impedía el paso de un lugar a otro. Una mayoría la circundaba con premura, como quien desea evitar un obstáculo en el camino. Otros tomaban fotos y se sacaban selfies antes de seguir rumbo. Unos pocos se detenían a contemplar la estructura. Absurdamente trataban de contar el inventario. Intercambiando en voces bajas, incrédulos, se preguntaban si se trataba de verdad de un millón de documentos.

    Ojo al charqui

    El procedimiento utilizado por Jaar en esta obra es el de presentar algo que literalmente se ve como un millón de pasaportes. Desde un punto de vista netamente formal, la obra se sirve de un lenguaje neo-objetivista, que entrega un mensaje (en apariencia) casi transparente, declarando de modo inequívoco: “Esto es lo que es”. El procedimiento en sí no es nuevo. En su amplia carrera, Jaar ha utilizado técnicas de presentación desarrolladas inicialmente en el contexto de la publicidad, del fotorreportaje y el documental, hasta la escenografía y la arquitectura, géneros y formatos de diseminación perfeccionados a través del siglo XX, el siglo de la comunicación de masas. El efecto que buscan estas técnicas es el de presentar un mensaje de tal modo que este mismo sustituye a la realidad.

    El trabajo de Jaar conecta con el legado temprano de formas de arte hoy abarcadas por el término “conceptualismo”, caracterizadas por la investigación de la información y su capacidad para dar forma a lo real. El monopolio sobre la información ha sido una preocupación constante, por ejemplo, en la obra de artistas como Hans Haacke, Allan Sekula y Victor Burgin, entre otros. En Latinoamérica, recuerda también las estrategias utilizadas por artistas ligados al histórico Centro de Arte y Comunicación de Buenos Aires, donde Jaar expuso a mediados de los 80.

    En el caso de Un millón de pasaportes alemanes, la obra se adapta a su entorno, ofrece lecturas divergentes, minando la ambigüedad de la imagen y su relación conflictiva con el texto. Joseph Kosuth, en su exploración de la polivalencia del significado, aparece como un horizonte; sin embargo, a diferencia de Kosuth, Jaar escapa a la visión (o tentación) del arte como discurso cerrado, regresando el gesto estético a la inmediatez política, tal como indicó alguna vez el curador Okwui Enwezor (a cuya memoria la instalación estaba dedicada).

    Adriana Valdés notaba en una temprana apreciación, en 1986, que la obra de Jaar genera polisemia, lo que ella asociaba entonces con una poética individual. Sin embargo, diría que en el caso de Un millón de pasaportes alemanes hay algo más que polisemia. Se trata de un exceso de significado, que nace en parte de la repetición, tanto de objetos como del gesto mismo de acumularlos y presentarlos en un nuevo contexto.

    A menudo la obra de Jaar es reducida a la lógica de la representación: la “imagen esquiva” su efecto de polisemia, la metáfora, etc. En el caso de Un millón de pasaportes alemanes, el golpe de imagen es innegable. Que los visitantes se tomaran fotos con ella subrayaba lo “instagramable” del evento: es decir, su dimensión espectacular. Pero la impresión generada por la intervención permanece más allá del mensaje y se relaciona con cómo ella surte efecto en el espectador.

    Contemplando de cerca la obra Un millón de pasaportes alemanes, de costado, aparece una sensación inquietante, casi angustiosa: la caja de cristal permite acceso visual a su contenido, pero no hay cercanía posible. Un aura ominosa se desprende de los documentos apilados, dispuestos tras un imponente e impenetrable muro de vidrio. La obra encarna una prohibición que interpela al espectador.

    El cuchicheo de los visitantes

    Para el visitante incrédulo, la explicación del texto didáctico en el muro de la Pinakothek resultaba un tanto fome, inverosímil. Había una mayor agudeza y densidad crítica en el cuchicheo de los visitantes. Más allá de la pregunta ingenua de si el presentar una pila de documentos es o no “arte”, la interrogante que asaltaba a quienes enfrentaban esta inmensa acumulación de pasaportes parecía ser invariablemente: ¿cómo se logró la obra? Parece simple, pero esta pregunta ilumina un aspecto clave de Un millón de pasaportes alemanes.

    Un millón de pasaportes alemanes se alimenta del medio institucional, al mismo tiempo que lo desnuda: mina sistemas abstractos que son a la vez profundamente concretos, a través de una inmensa acumulación de objetos en apariencia banales. La inmensidad de la acumulación impresiona; esto es, lo absurdo termina por afectarnos. Aún más allá de su operación como cosa mentale, la intervención permanece como memoria encarnada. Es un escalofrío.

    A fin de cuentas, un pasaporte es “real”. Un pasaporte condensa la relación de individuos con el Estado. No solo simboliza, sino que en efecto confiere privilegios de ciudadanía a su portador. El pasaporte correcto es movilidad sin límites; el pasaporte equivocado desemboca en preguntas hostiles en la frontera. Un pasaporte puede ser denegado, retenido o cancelado. Como fetiche, el pasaporte oculta una antinomia o secreto a voces: que la ciudadanía es contingencia pura, a la vez pertenencia y exclusión.

    Recuerdo otros pasaportes del pasado —son tantos en la historia del modernismo, que es después de todo historia de movimiento y migración. A comienzos de los 90 —antes de haber escenificado esa plenitud de pasaportes deseables—, Jaar produjo para la londinense Whitechapel Gallery un libro de artista en cuatro partes, que sirve de registro de exposición. Esta giraba en torno a un proyecto titulado La géographie, ça sert, d’abord, à faire la guerre (La geografía, ante todo, sirve para hacer la guerra). Su título es tomado del famoso tomo de Yves Lacoste, quien subrayaba entonces que esta vetusta disciplina obedece más a la geopolítica que a una simple descripción o morfología.

    La primera parte de la publicación de Jaar es una simulación de un pasaporte chileno. En su interior, junto a un texto crítico, uno encuentra fotografías tomadas por el artista e imágenes apropiadas: de alambres de púas, de rejas altas, los ojos de un soldado yuxtapuestos en estilo magazinesco con citas de Gramsci. Este “Pasaporte” es una prisión. Vista en su contexto inmediato, se ve algo así como un poema de Enrique Lihn. Uno se pregunta cómo escapar de una nacionalidad que se padece como condición psicológica. Por supuesto, me refiero no solo al ser chileno a la sombra del horror pinochetista, sino también a identificaciones difíciles de abandonar: el habla infligida por los dos patios del Liceo Alemán, como escribe Lihn. Pero también hay aquí una dimensión concreta y pragmática. Hoy, el moderno y absurdamente caro pasaporte biométrico chileno sigue ofreciendo ambivalencia. Abre puertas, hasta que las cierra.

    El artista conceptual Lawrence Weiner, amigo de Jaar, recibió como regalo una de las libretas vacías producidas para Un millón de pasaportes finlandeses. En ella dibuja varios monos: esquemas para proyectos, observaciones, bromas, que republicó a su vez como obra impresa con el título de Suomi Finnish Passi Passport. Un ejercicio que finalmente torna el pasaporte en desvío. Quizás hay ahí una ruta de escape: una línea de vuelo.

    Como Dimitri Kochenov escribe en Citizenship, las reglas a menudo irracionales y de aplicación arbitraria con que los Estados intentan controlar y delimitar el movimiento, demuestran que la mismísima idea de ciudadanía, que en el imaginario liberal aparece como un horizonte participativo e inclusivo, finalmente depende de su opuesto absoluto: la exclusión.

    Se mira, pero no se toca

    Contemplando de cerca la obra Un millón de pasaportes alemanes, de costado, aparece una sensación inquietante, casi angustiosa: la caja de cristal permite acceso visual a su contenido, pero no hay cercanía posible. Un aura ominosa se desprende de los documentos apilados, dispuestos tras un imponente e impenetrable muro de vidrio. La obra encarna una prohibición que interpela al espectador.

    Los pasaportes evocan inicialmente una imagen cosmopolita. Pero esa felicidad que impulsa a tantos a dejar su país de origen, en busca de paz, de libertad política, económica, social, y que aparece inicialmente al alcance de la mano, resulta tantas veces esquiva, imposible de tocar. Pese a que en el consenso liberal de posguerra por primera vez nació un reconocimiento a la movilidad como derecho, la realidad es que la migración hoy frecuentemente es sinónimo de precariedad, desesperación, pobreza y violencia. El Estado-nación determina aún en qué condiciones el movimiento de personas es permisible. Y, una vez migrantes, no todos logran obtener un pasaporte. Como Dimitri Kochenov escribe en Citizenship, las reglas a menudo irracionales y de aplicación arbitraria con que los Estados intentan controlar y delimitar el movimiento, demuestran que la mismísima idea de ciudadanía, que en el imaginario liberal aparece como un horizonte participativo e inclusivo, finalmente depende de su opuesto absoluto: la exclusión. Hablando el idioma de lo que se conoce hoy en el discurso del arte contemporáneo como “crítica institucional”, Jaar expone la ciudadanía como antinomia: un cerro de pasaportes inutilizables… e imposibles de tocar.

    Importa notar que la situación a la que Jaar alude en Un millón de pasaportes alemanes implica a la institución y el contexto cultural donde la obra es exhibida: los límites del paradigma liberal al que alude son los mismos que limitan hoy el espacio discursivo de la cultura en Alemania. Pienso aquí en la cantinela de moda en torno a la inclusión de artistas del llamado Global South (la versión anglo y descafeinada del “tercer mundo” de posguerra), que Jaar mismo criticaba en su obra temprana. Esta retórica opera netamente dentro de un paradigma excluyente, visto en la obvia incapacidad de entender que dar la palabra al otro implica tener que escuchar cosas sobre las que uno a veces preferiría no saber.

    Desde la primera versión de Un millón de pasaportes, creada por Jaar en 1995, han transcurrido casi 30 años. Una obra que en su contexto inicial apareció enmarcada por el optimismo exuberante del momento de la globalización y el triunfo del liberalismo, cuando ideas tales como el fin del Estado-nación o la pertenencia e identidad como categorías fluidas y cambiantes, surgían a la luz de la aceleración del movimiento de personas, objetos e información a través del mundo. Hoy esta obra reaparece en un momento tremendamente ambiguo, en que la actualidad y materialidad del borde, la firmeza de límites y fronteras se imponen nuevamente con fuerza.

    En su encarnación actual, la obra subraya un peligro que acecha.

     

    Imagen de portada: Instalación Un millón de pasaportes alemanes (2023), de Alfredo Jaar.

  58. María Moreno: “Mi muerte no me sorprende y tampoco sería ningún escándalo”

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    Es su primer libro tras sufrir, en julio de 2021, un accidente cerebrovascular (ACV). Se llama Pero aun así. Elogios y despedidas. La escritora argentina María Moreno, de 77 años, ha perdido la movilidad de parte de su cuerpo, pero no el humor, menos la ironía y la agudeza con que ha construido una obra que la mantiene como una de las cronistas más importantes de Latinoamérica.

    En este nuevo volumen de “microensayos”, María Moreno cuenta que ya no escribe con su mano derecha y que se traslada en una silla de ruedas eléctrica. “No pretendo inspirar conmiseración. Siempre estuve, en el pasado, acostada o sentada, o bien dirigiéndome a un taxi. (…) Fue muy difícil convencer a los líderes de la autosuperación de que no quería caminar a la edad de morir o de durar. Escribir fue otra cosa, dado que no era zurda”, señala quien ahora apunta sus creaciones en la computadora solo con el dedo índice de su mano izquierda. Su propia escritura, barroca, de largos párrafos y enumeraciones, cambió: ahora es más bien una síntesis de esa misma construcción.

    Feminista, escéptica, rabiosa y autora de una obra singular, que recoge el retrato social, político y marginal, la autobiografía y la ficción, María Moreno recibió a mediados de noviembre pasado, en Argentina, el Premio Konex de Brillante a las Letras 2024. Pero ella no asistió a la ceremonia de entrega. Se quedó en la casa donde ahora vive en Palermo, y que alguna vez habitó el escritor Ricardo Piglia. El premio lo recibió su hijo Manuel y su amiga, la actriz Cristina Banegas.

    En ese discurso a distancia, María Moreno, Premio Manuel Rojas 2019 en Chile, señaló que “la silla de ruedas es muy top: la usan las Madres de Plaza de Mayo, Charly García y el Papa”, y después dijo sobre los escritores: “Solemos inventar ingeniosas razones para explicar nuestra vocación o vicio. Pero sospecho que en todos hay una razón oculta, y es que solo requiere de una birome (lápiz) y un cuaderno; en el peor de los casos, servilletas robadas y un pedazo de carbón”.

    La autora de El affair Skeffington, Teoría de la noche, Oración y Black out tiene un estrecho vínculo con Chile. Recorrió parte del territorio antes de que asumiera la Unidad Popular. Luego, regresó cuando el país estaba viviendo la ebullición socialista y Moreno presenció la visita de Fidel Castro durante el gobierno de Salvador Allende. Más tarde, tras la dictadura, la narradora mantuvo una estrecha relación de amistad con Pedro Lemebel. “El pijoterismo timorato institucional le negó el Premio Nacional”, señala María Moreno.

    Su relación con Chile vuelve a estar presente en la segunda parte de su nuevo libro, Pero aun así. Elogios y despedidas. “Una de mis patrias del corazón”, apunta en este volumen en el que aparecen Lemebel, Gabriela Mistral, Raúl Zurita, Alejandro Zambra y Enrique Lihn. Moreno estará en Santiago para la inauguración de la Furia del Libro, el jueves 19 de diciembre en el GAM. Dos días después, el sábado 21, en el mismo lugar, presentará la edición chilena de su novela El affair Skeffington, editada por Banda Propia.

    Nos queda la palabra. Y esa palabra es entre compañeros y adversarios, no entre enemigos. No respondería al brutalismo libertario que no escucha ni quiere ser escuchado, y que se alegra del dolor que produce. Pienso que la palabra es indemne a la realidad, aunque hable de ella.

    En la recepción del Premio Konex señaló, en el discurso que envió, que “este premio nos ha juntado a tantes con quienes pensábamos juntes en momentos distintos de nuestras vidas, que podemos considerarlo uno de esos bolsones de resistencia de donde saldrá una palabra nueva”. ¿Es la literatura un lugar donde puede nacer la unión, la reflexión y el consuelo?
    O también puede nacer el odio y la rivalidad. Ja, ja, ja. Hablando en serio, existe el ánimo de que todas las categorías de pensamiento que conocíamos han caducado y que la mutación electrónica produce una excitación que impide diferenciar entre lo que está bien y lo que está mal. En Argentina podemos situar un mito de origen en el día en que el presidente dijo que la expresión “justicia social” era absurda. Esa es la versión de Franco “Bifo” Berardi, que propone desertar en todas las guerras actuales, la de Rusia y Ucrania, la de Israel contra el pueblo Palestino, un gran movimiento de abstención para los jóvenes que, por otra parte, están en peligro debido al cambio climático, nuevas pestes como la del Covid 19, de la que aún no hemos hecho el duelo… Pero hay otras visiones menos tanáticas, como las de la filósofa Luciana Cadahia, quien observa que en México, Chile, Colombia y Brasil hay procesos emancipadores y no debemos caer en nuestro complejo de excepción por la provisoria influencia de un presidente neoliberal obsesionado por la sodomía.

    ¿Vamos de mal en peor?
    Acaba de ganar, hace algunos días, el Frente Amplio en Uruguay, con José “Pepe” Mujica vivo. Sí, nos queda la palabra. Y esa palabra es entre compañeros y adversarios, no entre enemigos. No respondería al brutalismo libertario que no escucha ni quiere ser escuchado, y que se alegra del dolor que produce. Pienso que la palabra es indemne a la realidad, aunque hable de ella. Se puede censurar, entristecer, ocultar, pero siempre habrá fugas, como las clandestinas que se achicaban hasta el borde justo de la inteligibilidad en esos “caramelos” de los militantes. Se habla mucho de “imaginación política”. Pero digamos que se la desea.

    ¿Cómo ha sido el proceso de recuperación del ACV?
    En principio no lo vi como una merma, sino como una mutación y por fin como una integración a una diferencia, la de los “disca”. Que no me jodan por hablar en nombre de. Travestis, trans, no binaries… ¡Soy disca! ¿Humor? Yo siempre fui una humorista. No sé si se han dado cuenta. Antes me la pasaba sentada o acostada. Ahora también. Lo angustiante era al principio, no saber si podía volver a escribir. Ahora escribo con el dedo índice de la mano izquierda. Y muy lentamente, después del ACV retrasaba mis asociaciones que siempre fueron muy largas y barrocas, pero pronto volví a las andadas. También me costaba sostener un libro. Ahora los parto en dos o tres o directamente los desarmo, pero leo como nunca. Y poco a poco me negué a caminar y volví a pasar mi tiempo en la computadora.

    En principio no lo vi como una merma, sino como una mutación y por fin como una integración a una diferencia, la de los ‘disca’. Que no me jodan por hablar en nombre de. Travestis, trans, no binaries… ¡Soy disca! ¿Humor? Yo siempre fui una humorista. No sé si se han dado cuenta. Antes me la pasaba sentada o acostada. Ahora también.

    ¿Qué escribe por estos días, qué obsesiones la llevan a pensar en un nuevo libro?
    Estoy escribiendo sobre mi experiencia de mutación corporal en forma de microensayos. Sobre las prótesis, la condición de bípedos y una especie de relato a partir de los acontecimientos sobre la internación, los tratamientos y las tribus de la discapacidad, con un humor que no tendría que cancelarse porque es sobre mí misma o mediante testimonios que recogí.

    En su último libro, Pero aun así, cita el poema de Enrique Lihn, “Porque escribí”, donde el poeta anota en un verso “porque escribí porque escribí estoy vivo”. Finalmente, el que escribe y crea, apunta su contrato con la posteridad, más allá del cuerpo. ¿Cómo es su relación con el futuro y la muerte?
    Esa frase de Lihn que oculto es lo que realmente quería decir y vos me la recordás. Pero tengo 77 años. Mi muerte no me sorprende y tampoco sería ningún escándalo, como tampoco mi parálisis. Pienso militar por la eutanasia, por la muerte por mano propia. La mayor parte de mis amigos murieron. Suelo hacer la broma: Y de mi quedó solo la mitad.

    Hace pocos días hubo una lectura colectiva de más de 120 autoras en el Teatro Picadero, ante el intento de censura en las escuelas de libros de Dolores Reyes o Gabriela Cabezón Cámara. ¿Qué problemáticas identifica en estos intentos de acallar o es una provocación más contra la creación y el arte?
    Hay elementos de revolución por el absurdo. Prohibieron Cometierra y se vendió más que la última Premio Nobel de Literatura, Han Kang. Y se reunieron más de cien mujeres y varones para leerla. Lo que me preocupa es las acciones de un fascismo que influya en las conciencias bajo la forma de venias tácitas o, peor, de tácitos premios honorarios. La insistencia de la prensa en el crimen de Lucio (ocurrió el 2021; Lucio Dupuy, de cinco años, falleció debido a los golpes recibidos por su madre; ella fue condenada a prisión perpetua). Más allá de las irrefutables estadísticas que tienen a las madres como minoría en la violencia ejercida sobre los niños, se insiste en este caso. En fin. También me pregunto por el ataque y asesinato a tres lesbianas con fuego de molotov, en mayo pasado, en el barrio de Barracas, en Buenos Aires, arrojada por Justo Fernández Barrientos, quien asesinó a Pamela Cobbas, Andrea Amarante y Mercedes Figueroa… Sofía Castro Riglos fue la única mujer que sobrevivió…

    Cuando se cumple un año de Javier Milei en la presidencia de Argentina, los medios hablan de una baja en la inflación, la estabilización del dólar y otros logros. ¿Qué percepción tiene usted de lo que ocurre hoy en su país?
    Un pueblo amansado, doblado por la obediencia que, en vez de estallar, se adapta a la miseria a la que se lo ha sometido, que se endeuda, come una vez por día, traicionado por sus representantes. Y que se aleja cada vez más de la política. Pero, como dije, hay bolsones de resistencia, existen líderes sociales fuertes, unidos para defender la universidad pública, los derechos adquiridos, unas fuerzas estudiantiles organizadas. De ahí saldrá la mentada imaginación política.

     

    Fotografía de portada: María Aramburu.

     


    Pero aun así. Elogios y despedidas, María Moreno, Random House, 2023, 378 páginas, $8.900 (ebook).

  59. Ribeyro, el inmortal

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    El mismo año en que la editorial Sudamericana puso en circulación Cien años de soledad, esa novela que cambió para siempre el lugar que ocupa América Latina en las letras mundiales, un retraído e inseguro escritor peruano consignaba en su diario: “Me acerco a los 40 años sin gloria, sin dinero, sin salud, sin influencia, sin tranquilidad, sin perspectivas. (…) Yo, aún, en pleno combate, pero cada vez con menos resistencia y menos esperanzas”. Corría 1967 y Julio Ramón Ribeyro ya tenía a su haber cuatro volúmenes de cuentos y dos novelas, y era reconocido sobre todo por sus relatos breves. Esa visibilidad estaba bastante limitada a su país natal, a pesar de que Ribeyro hizo casi toda su vida adulta en Europa, principalmente en París. En sus cuentos, el autor limeño despliega un talento narrativo descollante, capaz de construir profundos dramas humanos con breves gestos de sus personajes, en los cuales suele haber un humor triste y un tono desencantado que tiñe el mundo que los rodea.

    A Ribeyro, como a Donoso, siempre le pesó ser menos conocido que sus contemporáneos del Boom. Nunca fue una celebridad, pero hoy, a 30 años de su muerte, parece más vivo que muchos escritores que sonaron bastante entre los 60 y los 80. En 2019 Seix Barral publicó con un diseño renovado gran parte de sus narraciones, diarios y aforismos —con distribución en todo el mundo hispanohablante—, y cartas y ensayos suyos han sido publicados en los últimos años en México y Chile. La reciente biografía de Ribeyro, escrita por Jorge Coaguila, es otra prueba elocuente.

    La aparición de Invitación al viaje y otros cuentos inéditos es también motivo de celebración. El volumen incluye cinco cuentos que, hasta ahora, eran desconocidos para el público: “Invitación al viaje”, “La celada”, “Monerías”, “Las laceraciones de Pierluca” y “Espíritus”. Escritos en distintas etapas y guardados en un cajón por medio siglo, estos relatos nos vuelven a sumergir en un universo reconocible para sus lectores y preparan el camino, según se ha anunciado, para la publicación de nuevos manuscritos inéditos del peruano, incluyendo nuevos tomos de su diario, La tentación del fracaso.

    ***

    En “Invitación al viaje” —el largo relato que da título al volumen y que comprende casi la mitad del libro—, nos encontramos con Lucho, un adolescente que descubre en la vida nocturna limeña un laberinto que, al tiempo que lo atrae, observa con cierta distancia, pues no sabe bien cuáles son sus salidas: “Lucho se dijo que él no podría comprender jamás esas cosas, que de noche una locura súbita descendía sobre los hombres y que, por eso, quizá, las madres ponían candados en las puertas y enseñaban a ver demonios en las sombras”.

    Luego de haber escapado de su casa —en lo que pretende ser una independencia definitiva—, recorre arrabales, ferias y cantinas, con la intención de conquistar ese mundo indómito que despierta cuando poco a poco las luces de la ciudad van apagándose.

    Acompañado al comienzo del relato por su amigo Teodoro, aunque abandonado tempranamente por él, el protagonista quiere encontrarse, en su larga caminata, con aquellas emociones de un mundo sensual que permanecían reservadas a los adultos. Al modo de un relato de aprendizaje, “Invitación al viaje” muestra el afán del protagonista por hacerse hombre, como le espeta a Teodoro cuando este último renuncia a seguir en su compañía:

    ¡Nunca serás un hombre! —gritó antes de que la silueta se esfumara—. ¡Óyelo bien, nunca podrás decir que eres un hombre!

    La provocación fue inútil. Teodoro desapareció tras el paradero del tranvía sin volver siquiera la cabeza. Lucho quedó solo.

    A Ribeyro, como a Donoso, siempre le pesó ser menos conocido que sus contemporáneos del Boom. Nunca fue una celebridad, pero hoy, a 30 años de su muerte, parece más vivo que muchos escritores que sonaron bastante entre los 60 y los 80. (…) La aparición de Invitación al viaje y otros cuentos inéditos es también motivo de celebración. (…) Escritos en distintas etapas y guardados en un cajón por medio siglo, estos relatos nos vuelven a sumergir en un universo reconocible para sus lectores.

    Como en “Las botellas y los hombres” o “Una aventura nocturna”, en Ribeyro la búsqueda de la adultez, del amor o de la verdad, van acompañados de la decepción de ver que el mundo frustra una y otra vez la satisfacción de nuestros deseos.

    Por otro lado, “La celada” y “Fantasmas” son dos cuentos sencillos, de factura familiarmente ribeyriana no solo por la voz llana en primera persona que nos recuerda muchas otras páginas de los cuentos del peruano, sino también por sus escenarios —Lima el primero; París el segundo— y por sus tópicos. En estos relatos, la realidad cotidiana se desdobla en una apariencia fantástica que obliga a observar la trama con atención. El primero refiere a los intentos del narrador por seducir a Gladys, una mujer que cambia radicalmente su actitud hacia él por motivos inexplicables; en el segundo, una sesión de espiritismo —fruto del tedio que llena las tardes en una buhardilla parisina— termina incidiendo más de lo presupuestado en la realidad posterior.

    En una anécdota que tiene ecos de la saga de El planeta de los simios —contemporánea a la escritura del cuento, fechado en 1976—, “Monerías” relata el descontrol de la iniciativa de Américo Diosdado por exportar monos a los Estados Unidos, pero que razones administrativas (por considerarse que “formaban parte del patrimonio nacional”) impiden que salgan del Perú. Así, encerrados y reproduciéndose, y siendo incapaz el protagonista de seguir costeando su manutención, los monos terminan por desbordar sus jaulas y amenazar el orden. En “Laceraciones de Pierluca”, Ribeyro vuelve a sus cuentos costeros, mostrando a un escultor que se sumerge en el mar y busca en el suelo marítimo inspiraciones para su arte, con tal ahínco que su vida se le va en ello. Estos dos cuentos están lejos de tener la fuerza o el ingenio de sus mejores piezas narrativas; sin embargo, no cabe duda de que en estos rescates la nostalgia de volver a los lugares familiares también tiene lugar, y en ese sentido cumplen con su cometido.

    ***

    Peter Elmore, autor de El perfil de la palabra, una importante obra acerca del narrador peruano, interpreta la obra de Ribeyro a partir de la figura del mosaico. A diferencia de los frescos que, durante los años 60 y 70, intentaron representar la realidad de América Latina como una totalidad —es decir, al modo de la pintura de frescos renacentistas que daban cuenta de la plenitud de un mundo, con sus personajes, clases sociales, historias, escenarios y conflictos—, el autor de Los gallinazos sin plumas construyó una obra a partir de retazos y piedrecillas que, en su conjunto, dan cuenta de un modo de ver el mundo.

    En esa línea, Invitación al viaje y otros cuentos inéditos contribuye sin grandes novedades ni joyas a la elaboración de ese gran fresco. Están, una vez más, los bares como lugares de socialización y aprendizaje, las calles de Lima en las que se cruza la búsqueda de sentido y la marginalidad, o las experiencias fallidas que no logran evitar la soledad o la amargura que embarga las vidas de sus personajes. El mosaico, sin duda, continúa en expansión.

     


    Invitación al viaje y otros cuentos inéditos, Julio Ramón Ribeyro, Alfaguara, 2024, 144 páginas, $15.000.

  60. Gana

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    En una escena del perfil que le escribe en Algunos (1959), José Santos Gónzález Vera relata cuando Federico Gana iba a visitar a Baldomero Lillo, que estaba muy enfermo. “Ya no tiene pulmones. Se podría decir que se ve a través de él. Baldomero es un espectro, es un cadáver. ¿Qué hacer?”, le dice Gana a su mujer sobre la visita, y ella le responde con sorna mientras él amenaza con incluirla en una novela, La palanca, que nunca terminó. Se trata de una imagen triste, otra más en la historia del autor de Días de campo (1916), que González Vera narra como un largo descenso a la pobreza y a la noche mientras va perdiendo fortunas familiares, propiedades, herencias y trabajos, como si fuese encogiéndose lentamente, escribiendo proyectos que no finaliza, padeciendo enfermedades y abandonos; y postergando la posibilidad de ejercer como abogado o, sencillamente, de trabajar.

    El escritor de Alhué es cariñoso con Gana, pero también implacable. Lee en él los contornos de una trayectoria trunca, acaso la vida de otro perdido de la literatura chilena, pero describe su drama con cierta ligereza, como si no se resignara nunca a exagerar las peripecias terribles de su biografía o a ceder a la picaresca del hambre que consignan las estampas finales de su vida, como cuando, acicateado por la urgencia, trata de vender un retrato pintado por Valenzuela Puelma por un precio casi simbólico. “En la calle está su consuelo. No necesita caminar mucho. A la vuelta de una esquina cae en manos de uno o más amigos que le llevan derecho a un bar. Y ahí, con rostro alegre, alzan la copa. Era natural. En donde estuviese mejoraba el ambiente. Su palabra cálida, tan afectuosa, atraía. En silencio también producía agrado. Buscábanle no solo sus compañeros de generación sino los muchachos, literatos o no. Sabía alentarlos. Al recibir libros primerizos, elegía un párrafo, una frase acertada, para congratular al autor”, escribe González Vera.

    Días de campo, el libro que le publicó el grupo Los Diez, es quizás su obra más conocida. Raúl Ruiz estrenó una película el 2004, adaptando sus relatos —y su lectura— a la luz de la distancia. Aún funciona. De hecho, ahora mismo, cuando algunos autores explotan un criollismo más bien turístico, vale la pena volver sobre algunas de las imágenes desplegadas por Gana en sus ficciones, buena parte de ellas publicadas a fines del siglo XIX en diarios y revistas.

    Es de la vieja casa de campo en que corrieron mis años de adolescencia, de donde me vienen estas impresiones. No sé por qué las evoco; será, tal vez, como un homenaje a ciertas imágenes lejanas”, dice al comienzo del primer relato —que se llama precisamente “La casa”—, en una sentencia que puede definir el libro completo, que se equilibra entre la descripción de la vida rural con el aura lírica de una memoria que quiere atraparlas. Así como de la narrativa de Lillo encontraría sus ecos la generación del 38, que contempla a Carlos Droguett, Nicomedes Guzmán o Juan Godoy, la de Gana bien puede disparar una línea donde dialogará con Pedro Prado o Guillermo Blanco.

    Es más complejo que eso, por supuesto. Entre los relatos de Días de campo está incluido “Un carácter”, originalmente publicado en 1894 como “Por un perro”. La historia de un trabajador que mata a un hacendado después de que este asesinara a su perro, puede leerse como un precursor de las formas del policial local. Ahí, Federico Gana describe todo como un proceso judicial o su recuerdo, más bien. En la explicación que da el personaje respecto del crimen que ha cometido, es posible percibir, más allá de la anécdota, una historia acerca de los lazos y los afectos que definen lo humano.

    Esto que hoy relato pasó en la lejana aldea de X, allende el Maule, vecina al pueblo donde yo vivía”, dice al comienzo y luego lo escuchamos relatar ante el juez que no tiene padre ni madre, que carece de toda posesión y que su único amigo o su único lazo es —fue— un perro que salvó de ser ahogado y que lo acompañó por 10 años, hasta que el dueño de las tierras lo mató. “¿Por qué vino y me buscó para matar al animal?… ¿Por qué él, que era tan rico, vino a quitarme mi única riqueza?”, se pregunta.

    Todo sucede rápido. Gana no se ahorra detalles, escucha con oído atento y eso eleva esta historia sobre el resto de las narraciones del libro, como si aquella viñeta criminal entendiese no solo la literatura del momento en que se publicó, sino un futuro en el que la literatura registra las modulaciones de las voces tejidas entre el silencio y la violencia. “Hice mal, lo sé, pero esa ha sido mi suerte; él mató al animal, yo debía matarlo a él. Porque yo siento aquí —continuó golpeándose con fuerza el pecho— algo que nadie puede comprender. Yo solo lo sé, y me lo guardo, y me callo. Y no diré más”, leemos. Desposeído hasta de la posibilidad de la memoria, antes ha dicho sobre el animal: “Sabía que una vez muerto él, nadie se acordaría ya más de mí, nadie jugaría conmigo, porque todos me odian y me desprecian”.

  61. Pensadores rebeldes: miradas a un libro fundamental

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    PRÓLOGO DE CARLOS PEÑA:

    Rebeldes con causa

    Hay personas cuya trayectoria intelectual —cuyas preocupaciones e intereses— acompañan el quehacer de la sociedad a la que pertenecieron, incluso si las circunstancias los han mantenido lejos.

    Es el caso de Cristóbal Kay, cuya peripecia vital e intelectual —a pesar de la modestia con que él se esmera en ocultarla— merecería que se la retratara alguna vez en estas vidas. El profesor Kay ha influido como pocos en la comprensión de los problemas de la estructura agraria, su historia y su economía, y ha sido parte del desarrollo de las ciencias sociales, en especial en la región de América Latina. Sus cientos de alumnos y discípulos esparcidos por el mundo siguen disfrutando de sus lúcidas intervenciones, envueltas en la modestia y continúan aprendiendo de su interés sin límite por los problemas sociales, en especial los del agro, que siguen aguijoneando su interés. Sencillo como es —como solo saben serlo quienes de veras merecen la admiración ajena— nos enseña en estas páginas algunos capítulos vitales e intelectuales con los que se entrelaza la historia de las ciencias sociales de la región.

    Como digo, él merecería —cuando se mira su peripecia, su obra y su ocupación— que se le retratara.

    Pero mientras ello ocurre, el profesor Kay se ocupa de aquellos cuya obra y vida se entrelazó con la suya. Es el material de que está hecho este conjunto de retratos de ideas que lleva por título Pensadores rebeldes. Por estas páginas desfilan un puñado de pensadores a quienes les desvelaron estas preguntas, que parecieran ser solo una: ¿cuál era la clave de la desigualdad y de la pobreza?, ¿a qué se debía que los países, en este caso los latinoamericanos, vivieran atados a la injusticia? Ellas, por supuesto, contaban con respuestas generalmente admitidas cuando los intelectuales a que este libro se refiere comenzaron a pensar y a escribir. Pero ellos —entre los que se cuenta el propio profesor Kay— no aceptaron esas ideas recibidas y prefirieron darse a la tarea de pensar las suyas.

    De ahí el título de este libro: Pensadores rebeldes.

    Su rebeldía consistió en innovar en la forma de concebir los problemas que acuciaban a la sociedad de su tiempo, al entorno en que desenvolvían sus vidas, y junto con ello en cómo, incluso hoy, comprendemos la vida social e identificamos lo que determina las condiciones materiales en medio de las que ella se desenvuelve.

    Un rápido vistazo lo pone de manifiesto.

    En la época en que Raúl Prebisch escribe estaba ya presente en la literatura una idea en la que el pensamiento neoclásico va a insistir una y otra vez. Este enseñaba que los países tienden a converger, que todos eran como líneas que, comenzando en sitios distantes, tendían a reunirse en un solo punto. Una muestra. Robert Solow, profesor del MIT, sugirió, hacia el año 1956, que el crecimiento económico dependía de la tecnología y, para mostrarlo, invitó a imaginar una economía cerrada, en que la renta era igual al producto y la población igual a la fuerza de trabajo; en una situación así, dijo, el crecimiento solo podía producirse por un aumento de la oferta lo que, por su parte, podía ser producto del avance tecnológico impulsado por la inversión de capital. Pero, si eso era así —pensó Raúl Prebisch, el primero de los rebeldes de que trata este libro— los países subdesarrollados estaban condenados, puesto que intercambiaban materias primas por productos elaborados con agregación de valor gracias a la tecnología. ¿Había forma de evitar ese, que parecía un destino? Esa pregunta y la respuesta que le dio resume su obra. Como los términos de ese intercambio se deterioraban y ese deterioro se acrecentaría (puesto que para lograr el equilibrio, advirtió Prebisch, debían exportar cada vez más materias a cambio de los mismos productos, lo que acentuaba la heterogeneidad estructural de los países subdesarrollados), el único camino posible para salir de ese atolladero era que los países subdesarrollados impulsaran su propia industria. Fue esta la estrategia del desarrollo hacia dentro cuyo objetivo era incentivar capacidades que suprimieran la heterogeneidad que estos países padecían.

    Otra de las ideas recibidas, en esos años notables de las ciencias sociales, era que la línea que va del subdesarrollo al desarrollo era continua y no discreta, de manera que era una suerte de guion que, como ocurría a los seres vivos, todas las sociedades debían transitar. Celso Furtado, entre las muchas ideas que expuso, dedicó las mejores de ellas a refutar esa imagen del subdesarrollo. En vez de considerar que los países en ese estadio experimentaban una fase evolutiva, él sugirió que quizá habían reproducido en su interior el dualismo que sostiene al capitalismo: el excedente de mano de obra permite mantener los salarios bajos lo que, sumado a la importación de tecnología, acrecentaría la concentración económica. Esta desigualdad —una vez concluida la fase sencilla de la sustitución de importaciones— consolidaría la dualidad estructural que sería expresión, a su vez, de un dualismo, por llamarlo así, externo en que algunos países concentran el progreso técnico e imponen los patrones de consumo a otros que pasan así a ser dependientes. La dependencia hacia fuera, por decirlo así, se replicaba al interior de los países dependientes, tal como la teoría de sistemas observa hoy, reproduce en sí misma la diferencia entre sistema y entorno.

    Por estas páginas desfilan un puñado de pensadores a quienes les desvelaron estas preguntas, que parecieran ser solo una: ¿cuál era la clave de la desigualdad y de la pobreza?, ¿a qué se debía que los países, en este caso los latinoamericanos, vivieran atados a la injusticia? Ellas, por supuesto, contaban con respuestas generalmente admitidas cuando los intelectuales a que este libro se refiere comenzaron a pensar y a escribir. Pero ellos —entre los que se cuenta el propio profesor Kay— no aceptaron esas ideas recibidas y prefirieron darse a la tarea de pensar las suyas.

    Similar a la idea evolucionista, fue el polémico manifiesto no comunista de Rostow, quien distinguía varias fases del crecimiento económico por el que las sociedades debían transitar. Esa idea estaba vinculada, además, a las teorías de la modernización, inspiradas en la obra de Talcott Parsons y su definición de variables-pautas para definir a la modernidad.

    Frente a ambas reaccionó como un resorte André Gunder Frank con su idea del desarrollo del subdesarrollo. Lo que ocurría, explicó, es que la Europa del siglo XV logró incorporar, como una fuerza centrípeta, a todos los países a un mismo sistema que era capaz de producir desarrollo y subdesarrollo. La tesis conducía a concluir que era el capitalismo y no el feudalismo premoderno (como creían los autores inspirados en Parsons o Weber) lo que era necesario abolir. Más tarde se dedicó a refutar esas mismas ideas al sostener que el sistema mundial actual poseía un origen mucho más atrás que el europeo del XV y al moverse de un paradigma a otro, como si fuera un rebelde no solo respecto de las ideas recibidas, sino respecto de sí mismo.

    Si Gunder Frank estuvo intelectualmente incómodo con lo que él mismo alguna vez había dicho, Theotônio dos Santos tuvo la particularidad, no solo de desarrollar la teoría de la dependencia (en polémica incluso con Furtado como lo muestra este libro), sino de ser un intelectual comprometido, alguien que a la vez se dedicaba a las ideas y la acción o concebía las ideas en estrecho contacto con esta última. Para él la dependencia no solo era una definición atingente a la estructura, sino a lo que la fenomenología llamaría un mundo: la dependencia crea un modo de estar en el mundo. Una manifestación de esa dependencia (que explicaría el estancamiento del desarrollo hacia dentro) sería la desnacionalización del sector industrial de los países dependientes.

    Aunque Solon L. Barraclough es menos conocido, su influencia es quizá una de las más perdurables en la vida de la región de América Latina: sin él es probable que la reforma agraria, que cambió la cultura hacendal de la región y en especial de Chile, habría quedado sin uno de sus principales intelectuales. Fue, además, a juzgar por el perfil que el profesor Kay traza de él, un maestro, alguien que prefería atender a los datos, alejarse de la ortodoxia y formar discípulos y equipos de trabajo para afrontar los problemas, como la tenencia de la tierra, que aguijoneaban su inteligencia y su voluntad. Fue en este sentido un innovador (si no lo es uno de quienes impulsó la reforma agraria, ¿quién podría serlo?); pero a la vez un rebelde frente al espíritu ortodoxo de la época.

    El caso de Willem Assies, intelectual holandés con formación de antropólogo, se percibe similar al anterior. Si bien la clase social parecía ser un factor a atender en los análisis sociales, algo de lo que él no pareció dudar, llamó, también, la atención sobre otras circunstancias y variables que hoy nadie se atrevería a desconocer, la etniticidad y la existencia de nacionalidades al interior de los propios estados nacionales decimonónicos. Cuestiones como ciudadanía multicultural o identidades étnicas, hoy pan de cada día en el debate, fueron subrayadas muy tempranamente por él sin temor a contrariar a las corrientes que eran principales cuando él escribía. A pesar de su preocupación intensa por los movimientos sociales e indigenistas, fue un intelectual que unía la sensibilidad antropológica con una cuidada preocupación por los datos, de manera que estuvo muy lejos de la utopía arcaica en la que el indigenismo tiende a veces a convertirse. Y esta sensibilidad le servía para polemizar, muestra de lo cual es la crítica que hace a la versión neoinstitucional de Hernando de Soto quien, con su propuesta de asignar property rights, advertía Assies, acabaría teniendo efectos adversos para las culturas comunitarias.

    ¿En qué consistió exactamente la rebeldía de los pensadores a que se refiere este libro del profesor Kay?

    Todos fueron, desde luego, rebeldes frente a la realidad que brotaba ante sus ojos y en vez de instalarse cómodamente en ella —algo para lo cual su origen de clase y su formación les permitía perfectamente— decidieron intentar cambiarla. Pero, al adoptar esa decisión, se rebelaron también contra el prejuicio de que la acción es la única que permite transformar la realidad y, en vez de eso, creyeron que el trabajo intelectual, o si se prefiere la vocación por pensar, también permite hacerlo, algo que prueba un libro que todos ellos leyeron: El capital, que, para bien o para mal, transformó el mundo con la simple suma de sus páginas. Las ideas que ellos pensaron y escribieron, armas incruentas con las cuales participaron en la vida pública, cambiaron, casi siempre para bien, la vida de millones y modificaron nuestra comprensión del mundo social.

    Al leer estas páginas —por cuya escritura hay que agradecer una y otra vez a Cristóbal Kay, en espera de que prontamente un perfil como el que él ha dedicado a estos autores, le sea a su vez dedicado a él— uno se asoma a un período fascinante de las ciencias sociales, pero, sobre todo, a un puñado de intelectuales que estuvieron persuadidos de que pensaban no para saber más, sino para hacer a la sociedad mejor, algo que es bueno recordar por estos días en que la tecnificación del saber, preocupado ante todo de contabilizar publicaciones indexadas, suele hacernos olvidar.

    ***

    PRESENTACIÓN DE CLAUDIO ROBLES ORTIZ (USACH):

    Agradezco la invitación a participar en esta actividad y celebro que la Universidad Diego Portales haya decidido publicar este libro extraordinario. Confío en que, por su calidad y la relevancia de los autores y asuntos de que trata, acercará a más personas, y ojalá a jóvenes estudiantes de diversas disciplinas, al complejo e influyente trabajo académico de Cristóbal Kay. Ese trabajo ha sido, inexplicablemente, poco difundido por instituciones chilenas, en contraste con su amplia circulación internacional, especialmente en forma de numerosos artículos publicados por las más prestigiosas revistas en sus áreas de especialización. Al respecto, me permito mencionar que, según me parece, la última vez que se había publicado un trabajo suyo en Chile fue el capítulo “La transición del sistema de hacienda al capitalismo agrario en Chile Central”, que escribimos para el tomo Problemas económicos, que Andrés Estefane y yo editamos como parte de la Historia política de Chile, 1810-2010, un proyecto editorial del Centro de Estudios de Historia Política de la Universidad Adolfo Ibáñez y publicado en 4 volúmenes por el Fondo de Cultura Económica en 2018.

    Mi presentación consistirá en explicar de manera concisa qué tipo de trabajos creo que son los capítulos de este libro, qué impresión me han producido y también señalar algunas razones por las cuales es de interés leerlos. Así, en lugar de una exposición centrada en los problemas y procesos tratados por los autores que estudia Cristóbal Kay, algo que excedería el propósito de esta actividad y sería un desafío formidable a mis capacidades, compartiré mis impresiones de la lectura del libro desde una perspectiva a la vez subjetiva y disciplinaria. Esta es, básicamente, la de mi experiencia como profesor e historiador, en este caso un historiador revisionista (en sentido historiográfico), dedicado al estudio de la sociedad rural chilena en un diálogo crítico con otros compañeros de tarea, entre ellos el propio Cristóbal Kay; pero también, como resultado de un inevitable ejercicio retrospectivo, una perspectiva en la que reclama participar el estudiante que hubiera tenido la oportunidad de leer en su momento trabajos como los que están reunidos en el libro.

    Los artículos originales, ahora capítulos del libro, pueden ser considerados unas extraordinarias historias intelectuales sintéticas de estos notables “pensadores rebeldes”. Uso la noción “historias intelectuales” sin ninguna pretensión conceptual y porque en estos trabajos Cristóbal Kay reconstruye analíticamente la trayectoria de investigación y de participación política o pública de los autores estudiados. Se trata de una reconstrucción selectiva, que identifica y explica los problemas principales de que se ocuparon a lo largo de sus carreras, los debates a los que dichos problemas dieron lugar y, por supuesto, los argumentos e interpretaciones que estos “pensadores rebeldes” propusieron. Más aun, Cristóbal sitúa esos problemas, debates e interpretaciones en sus contextos sociales, políticos y teóricos, así como en los grandes procesos y conflictos que informaron el trabajo de los autores estudiados. Desde luego, semejante tarea no es un ejercicio sencillo, como puede apreciarse en el detallado recuento organizado en torno de las publicaciones de cada “sujeto de estudio”, las que el autor analiza precisando las circunstancias que las originaron y los enfoques y premisas teóricas con las cuales fueron elaboradas, a menudo contrastándolas con las propuestas de otros autores partícipes de los debates y, para mayor complejidad, también con sus propias ideas.

    En efecto, en los debates respecto de los problemas tratados por los autores que estudia en estos capítulos, Cristóbal Kay ha sido un participante o un interlocutor. Así, puede presentar su opinión, de entonces o a posteriori, sobre el empleo de tal o cual enfoque por parte de alguno de los “pensadores rebeldes”, evaluar las contribuciones y debilidades de sus interpretaciones, señalar sus discrepancias y convergencias, así como explicarnos el impacto académico, intelectual o político que las obras estudiadas tuvieron en su momento o la suerte que corrieron posteriormente. Al mismo tiempo, Cristóbal aporta sus propias interpretaciones, reflexiones, críticas y, en ocasiones, incluso sus dudas y autocríticas. Naturalmente, para hacer todo eso se requiere un conocimiento de gran amplitud, profundidad y complejidad, sin el cual sería imposible pronunciarse sobre materias tan diversas como el intercambio desigual, la naturaleza del capitalismo periférico, la industrialización en economías subdesarrolladas, ese laberinto llamado ‘teoría de la dependencia’, la polémica —ahora casi de carácter arqueológico— sobre los “modos de producción”, la teoría del sistema mundial, la estructura agraria de América Latina, las transiciones al capitalismo agrario, la cuestión agraria, las reformas agrarias, la “cuestión indígena” o la cuestión ambiental, para mencionar algunos asuntos, ciertamente nada de sencillos.

    En definitiva, los estudios que reúne este libro son también ejemplos concretos del trabajo notable de un académico que, a lo largo de su carrera, ha sido capaz de enriquecer no solo el repertorio de sus asuntos de interés, sino también el de sus perspectivas analíticas, así como el de sus interlocutores y, en virtud de su amplia producción, sus audiencias, las pasadas, las contemporáneas y, con seguridad, las futuras. Desde luego, señalo esto no como un elogio, algo que no le hace falta a Cristóbal, sino como expresión de genuina admiración, que es la impresión que me han producido estas excelentes introducciones críticas a la obra y trayectoria de los “pensadores rebeldes” que estudia.

    No obstante, señalar algunas de sus muchas virtudes no debiera eximirnos de preguntarnos ¿para qué puede servir leer hoy los artículos reunidos como capítulos en el libro y por qué? Una primera respuesta es que, dada la familaridad del autor con los “pensadores rebeldes” que estudia, sus observaciones nos permiten aproximarnos a la naturaleza de las personas mismas, no por simple curiosidad, sino para conocer su forma de asumir lo que hace ya muchos años, en otro tiempo, diríamos, Paul Baran conceptualizó como “el compromiso del intelectual”, para citar el título de un trabajo que debió haber sido no solo inspirador, sino seguramente incitador. Indudablemente, esta es una dimensión fundamental para quienes trabajamos en las instituciones académicas, cuyas relaciones de poder, muy desiguales y cargadas de conflictividad, desafían cotidianamente nuestra integridad. Al respecto, hay varias “lecciones” en el libro, porque trata de grandes intelectuales cuyo compromiso político o público fue extraordinario. Sin embargo, me impresionó especialmente la figura de Willem Assies, quien, según la apreciación honesta y sin idealización que hace Kay, nos dejó una vara muy alta en materia de integridad. Pienso esto porque “era una persona extremadamente sincera, que nunca dejó de decir lo que pensaba, a quien le disgustaba la grandilocuencia y tenía poca paciencia para el protocolo y los rituales académicos. Su apariencia y comportamiento tampoco facilitaron su carrera, ni su genuina modestia o su renuencia a promocionarse ante quienes ostentaban cargos de poder en la academia”. Creo que muy pocos académicos se atreverían a ser así hoy y que, para ser franco, muchos se dedican a hacer todo lo contrario. De manera que, como decía Arnold J. Bauer, mi querido profesor en la Universidad de California en Davis, deberíamos decirle: ¡Chapeau, Willem!

    Los artículos originales, ahora capítulos del libro, pueden ser considerados unas extraordinarias historias intelectuales sintéticas de estos notables ‘pensadores rebeldes’. (…) Se trata de una reconstrucción selectiva, que identifica y explica los problemas principales de que se ocuparon a lo largo de sus carreras, los debates a los que dichos problemas dieron lugar y, por supuesto, los argumentos e interpretaciones que estos ‘pensadores rebeldes’ propusieron. Más aun, Cristóbal sitúa esos problemas, debates e interpretaciones en sus contextos sociales, políticos y teóricos, así como en los grandes procesos y conflictos que informaron el trabajo de los autores estudiados.

    Asimismo, en este libro podemos conocer, desde la perspectiva privilegiada que nos ofrece Cristóbal Kay, acerca de las prácticas de trabajo de estos intelectuales activistas, quizás también extraer lecciones útiles para nuestros propios “tiempos difíciles”. Aún hoy no es infrecuente encontrar profesores universitarios, incluso en casos de autodeclarados “progresistas”, cuyas prácticas docentes son autoritarias, sectarias y que, lejos de estimular el pensamiento crítico en las/los estudiantes, lo inhiben por medio de sus autoreferentes “clases magistrales” o fomentando cultos a supuestas “autoridades” a las que no se puede criticar, sino splo seguir obedientemente. En esta delicada materia, el libro nos ofrece una valiosa lección en la figura del eminente Solon Barraclough, un “agrarista y activista de la reforma agraria” y, sigue Kay, un intelectual “con una conciencia social que tenía los pies bien puestos en la tierra”. Era o, mejor dicho, tuvo que ser también un profesor, y me impresionó la forma como, después de muchos años, lo recuerda Cristóbal Kay en esa dimensión. Así, dice que se trataba de “una persona extraña” para sus estudiantes, recordando que “también lo era su método de enseñanza: informal e interactivo, similar a un tutorial o seminario de postgrado en el sistema universitario anglosajón, cuando lo acostumbrado eran las clases formales”. Seguramente, Barraclough era como siempre he pensado que tienen que ser los profesores: mientras más saben, más sencillos. Con profesores así, las clases participativas, basadas en la lectura rigurosa y la discusión crítica de textos con diferentes perspectivas e interpretaciones, ciertamente no solo pueden ser más democráticas y fructíferas para aprender, sino también pueden ser decisivas para prevenir tempranamente lo que podríamos llamar la “barbarie del sectarismo”.

    Al mismo tiempo, en el libro es, desde luego, posible aprender de los procesos que los “pensadores rebeldes” estudiaron y debatieron, porque en los trabajos que Cristóbal Kay examina en los distintos capítulos, nos informa de los argumentos de esos estudiosos y también de los suyos al respecto. En cierta forma, entonces, es posible establecer un diálogo crítico con esos autores y con el propio Cristóbal. Un diálogo que estudiantes como yo deberíamos haber tenido en nuestras carreras de pregrado, si hubiéramos tenido cursos con profesores que nos hubieran asignado este tipo de lecturas. No fue mi caso, lamento decir, porque cursé mi carrera pregrado en los últimos años de la dictadura. Felizmente, como resultado de mis búsquedas en espacios académicos alternativos, vine a conocer el trabajo de Cristóbal gracias a la generosidad de una bibliotecaria de un centro de estudios alternativo, quien, con una coloquialidad que revelaba su cercanía con el autor, me dijo: “A ti te serviría la tesis del Kay”. Este inolvidable incidente me permitió hacer una fotocopia de la tesis “Comparative Development of the European Manorial System and the Latin American Hacienda System: An Approach to a Theory of Agrarian Change for Chile” (University of Sussex, 1971), y estudiarla para formular, a lo largo de varios años y con otras lecturas igualmente sugerentes, preguntas e hipótesis para mis investigaciones, en particular mi tesis de doctorado. Ese ejercicio fue un fructífero diálogo crítico que continuó después de manera más directa, luego de conocer al autor de la tesis en una conferencia de la Latin American Studies Association (LASA).

    En el caso del capítulo sobre Solon Barraclough, uno de esos procesos de los que podemos aprender es la reforma agraria chilena, al que me referiré para explicar la idea del diálogo crítico como base de la formulación de preguntas o hipótesis. Era “un esfuerzo extraordinariamente modesto”, decía Barraclough en 1968, al tiempo que observaba que “lo que más molesta” a muchos de los terratenientes chilenos “y que estarían dispuestos a hacer todo lo posible para rectificar” no era la “pérdida de riquezas ni siquiera tierras, sino que los campesinos ya no son humildes ni deferentes”. Así, de manera directa, Barraclough nos indica que ese, nada menos, era el profundo impacto político que, a muy poco de ser implementada, o quizás desatada, ya tenía una reforma agraria diseñada al interior de un partido reformista y aliado subordinado del gobierno de Estados Unidos, para impulsar la modernización de la agricultura capitalista chilena. Esa sola observación es un punto de partida para formular más preguntas que podrían dar sentido a la investigación en historia, como, por ejemplo: ¿Qué otras consecuencias, sino unas profundamente disruptivas y desestabilizadoras de la limitada democracia chilena, podía llegar a tener un proceso con semejante impacto en la clase de grandes terratenientes que todavía era el núcleo de la oligarquía chilena? Para decirlo en términos disciplinarios, debería haberse producido una importante historiografía política de la reforma agraria y una historiografía política de Chile reciente en la que el estudio del impacto de la reforma agraria fuese un asunto central, lo que, sin embargo, no fue el caso sino hasta hace muy poco tiempo.

    Más aun, entrando en materias más concretas, Cristóbal Kay nos informa que, si bien “el gobierno de Allende contemplaba iniciar una transición al socialismo (…) desconozco si ICIRA [Instituto de Capacitación e Investigación en Reforma Agraria] lanzó una línea de investigación sobre las características de un sistema agrario socialista y cómo lograrlo en Chile”. Así, aunque “en el gobierno había personas que tenían experiencia sobre formas cooperativas y colectivas de organización porque habían visitado países comunistas de Europa Oriental, Cuba, Israel y otros”, en realidad “no había una visión sistemática sobre el tema y adaptada a las circunstancias de Chile”. Esto es relevante, porque en agosto de 1971 el gobierno anunció las “nuevas formas de organización en los latifundios que iba expropiando, que tenían un carácter más colectivista y estatista”, como fueron los Centros de Reforma Agraria (CERA) y los Centros de Producción (CEPRO). De este modo, podemos hacernos la idea de que el tránsito hacia la agricultura socialista, que la Unidad Popular inició desatando un intenso conflicto con el Partido Demócrata Cristiano (PDC) y otros actores de la oposición, aparentemente no se sustentó en una robusta elaboración teórica por parte de los dirigentes de la izquierda chilena, ni mayores conocimientos sobre experiencias en otros países. Esta es una observación que podría considerarse problemática, para no decir “reaccionaria”, pero podemos tomarla como una hipótesis para la investigación sobre un asunto muy importante en la implementación de la “vía chilena al socialismo” y articularla con la “literatura especializada”, porque es consistente con la apreciación de uno de los estudiosos más importantes del conflicto social y político rural en Chile, Brian Loveman, quien en su fundamental Struggle in the Countryside. Politics and Rural Labor in Chile, 1919-1973 (Indiana University Press, 1976), subrayó que:

    Desafortunadamente, el concepto de CERA se originó más en la conveniencia política inmediata y el compromiso entre los partidos políticos de la coalición de gobierno, que en esfuerzos analíticos críticos para evaluar la factibilidad económica, técnica y política de unidades de producción alternativas, junto con sus implicaciones para la justicia social en una sociedad socialista.

    Si he sido confuso, les recuerdo que todavía estamos en la sección “¿Para qué puede servir leer hoy los artículos reunidos como capítulos en el libro y por qué?”. Una respuesta más general y política a esas preguntas es la pretensión, tal vez una especie de interpelación amistosa, que nos plantea Cristóbal en el prefacio. Allí señala que “quizás la lectura de la vida y la obra de estos pensadores rebeldes también sea fuente de inspiración y compromiso, y logre aportar a los lectores herramientas teóricas y prácticas para lograr las necesarias transformaciones”. Puede que después de tanta historia que ha pasado bajo el puente, semejante intención resulte una atavismo utópico para algunas personas, o una ingenuidad, dados los tiempos difíciles que vivimos. Sin embargo, espero que para otras, especialmente para jóvenes de todas las edades, sea un amistoso recordatorio de que, tal como en la turbulenta década de 1960, y como nos recuerda el nefasto y preocupante acontecimiento ocurrido recientemente en “el país del norte”, vivimos en en un mundo y en un país que requiere pensadoras y pensadores rebeldes, capaces de entender problemas y proponer soluciones, informadas ante todo por el estudio riguroso y crítico. Pensadores y pensadoras que, como dice el rector Carlos Peña, en una idea que se aplica perfectamente a Cristóbal Kay, se rebelen “contra el prejuicio de que la acción es la única que permite transformar la realidad y, en vez de eso, creyeron que el trabajo intelectual, o si se prefiere la vocación por pensar, también permite hacerlo”.

    Muchas gracias, Cristóbal, por estos artículos, y a la Universidad Diego Portales por hacerlos ahora capítulos del libro. ¡Que sean inspiradores de nuevos esfuerzos por construir una sociedad mejor!

    ***

    PRESENTACIÓN DE IVETTE LOZOYA (UV):

    Antes de referirme al texto que nos convoca hoy, quiero decir algunas palabras sobre el autor, Cristóbal Kay, partiendo por señalar que por su trayectoria, su biografía podría estar perfectamente en esta compilación que nos entrega.

    He conocido a Cristóbal solo a partir de contactos por mail, los que comenzaron en el año 2013, por recomendación de Claudio Robles, cuando escribía mi tesis doctoral sobre los intelectuales latinoamericanos en el MIR chileno y me interesaban los espacios de producción política intelectual en Chile de los años 60. Claudio me dio dos datos claves para mi investigación: el primero, fue sobre la existencia de los estudios de Silvia Hernández, investigadora del CESO (Centro de Estudios Socioeconómicos de la Universidad de Chile) a fines de los años 60, que investigaba sobre la formación social chilena a partir del análisis de las relaciones de propiedad y producción en el campo, y que fue militante del MIR.

    Además, me habló de Cristóbal Kay, quien —me dijo— había sido un actor relevante en el proceso que yo estudiaba porque en esos años (los 60) era un joven investigador que también trabajaba en el CESO.

    Le escribí entonces y muy amablemente me respondió una extensa entrevista escrita que luego apareció publicada en la revista argentina Historia, Voces y Memorias en el año 2013.

    En su mail de respuesta me felicitaba por la investigación que estaba realizando, señalando: “Hay que recuperar la (verdadera) memoria del pensamiento y creatividad de los intelectuales durante la época de los gobiernos de Frei M. y de Allende”.

    A partir de ahí hemos quedado en contacto. El profesor tiene la deferencia de enviarme noticias de sus publicaciones y de otras que considera de interés. Me contó hace unos meses de la aparición del libro Pensadores rebeldes, el que compré y no dudé en aceptar cuando me pidió que lo presentara. Su invitación me honra.

    Entre el libro y la entrevista que le realicé en el año 2013, hay una relación, la aproximación de Kay a la época y a los sujetos es desde la experiencia, la convivencia en la época y en los espacios de pensamiento, por lo que en esta oportunidad me gustaría comentar algunos aspectos del libro basándome también en parte de la entrevista que me concedió en el año 2013.

    El libro Pensadores rebeldes presenta la trayectoria de intelectuales destacados a lo largo de su vida por su producción, pero también por su posición frente a la realidad. Los sujetos que Kay destaca son algunos que hicieron investigación, escritura académica, pero también política, no solo en los intensos años 60, sino en su trayectoria de vida.

    Respecto a las discusiones desarrolladas en Chile en los años 60 y los primeros 70, Cristóbal Kay señalaba en la entrevista del 2013:

    Había otras visiones fuera de la marxista, pero la mayoría de los cientistas sociales de renombre eran de izquierda (aunque no necesariamente marxistas, por ejemplo Osvaldo Sunkel), influenciados por el marxismo (por ejemplo Fernando Henrique Cardoso) o marxistas (por ejemplo Ruy Mauro Marini). Respecto a André Gunder Frank, muchas personas lo consideraban un marxista, pero él mismo nunca se declaró marxista. Otros autores se declaraban marxistas pero en realidad tenían poco conocimiento del marxismo o lo utilizaban muy superficialmente. Además había diferencias entre los marxistas.

    Estamos hablando, entonces, de una producción situada en un contexto de prestigio de la izquierda, pero también de prestigio del intelectual. En ese sentido, las trayectorias que Kay destaca en su libro son de sujetos que, si bien pudieron abandonar o discutir con algunos de sus postulados de los 60 y 70, no abandonaron su posición desde la izquierda (tal vez, pensando en las ideas de los años 60, con Prebisch es posible relativizar la afirmación sobre el posicionamiento de izquierda: hoy estaría más que integrado a ese sector).

    El libro Pensadores rebeldes permite la aproximación sincrónica y diacrónica al pensamiento social. La confluencia en Chile de estos intelectuales permite analizar la realidad del pensamiento sociopolítico en Chile entre fines de los años 50 y hasta el 73, pero también, siguiendo la trayectoria de los pensadores hasta los años 90, podemos observar cómo cambian los contextos de enunciación, los debates, las preocupaciones y las propuestas de los autores.

    A través del análisis de la trayectorias político-intelectuales de los pensadores, es posible identificar los debates de época, las preocupación de los pensadores en distintos tiempos. En este libro, por ejemplo, podemos observar cómo se clausura el debate sobre la revolución y cuáles son las nuevas preocupaciones que se incorporan al pensamiento social. Este cambio resulta más que evidente cuando vemos que muchos de estos pensadores al igual que Gunder Frank estaban ideando teoría sobre la dependencia en los 60 y luego pensando la economía mundial en los 80. Al igual que otros que, preocupados del agro y del análisis de las formas de propiedad de la tierra, pasaron a teorizar y analizar las demandas indígenas y su conformación como movimiento social.

    Este libro, pensado para resaltar las trayectoria de estos rebeldes intelectuales, también nos permite reconocer la importancia de los espacios de producción y cómo la función intelectual se traspasa a las instituciones que operan en la época. Con esto me refiero a que, si seguimos la definición de intelectual, diremos que son aquellos pensadores que se inmiscuyen en asuntos que parecen no ser propios: en los debates sociales, es decir, en la política. Asimismo, las instituciones no académicas por las que pasaron estos pensadores rebeldes no solo definían políticas o daban orientaciones “técnicas”, sino que también promovían el pensamiento y el debate. Estoy pensando en la CEPAL, ICIRA y otras destacadas en el libro y sobre las que Cristobal me contaba en la entrevista referida. En ella decía que “además de la CEPAL, Flacso, CESO, CEREN, funcionaban en Santiago una serie de otras instituciones internacionales como la FAO, ILPES, CEDEM, etc., o chilenas pero con apoyo internacional tales como ESCOLATINA, ICIRA, etc., que atraían profesionales de alta calidad de A. L. y de otras partes del mundo”.

    En relación al vínculo de los pensadores y las instituciones, me pareció muy atractiva la definición que Kay usa para referirse a la función en la época de Prebisch: me refiero al concepto de activista institucional; a través de esta definición es posible notar cómo las instituciones son pensadas y juegan un rol distinto para los diferentes tipos de intelectuales según su propuesta de transformación. Si para Prebisch las instituciones eran los espacios donde debían promoverse los cambios, para otros no eran suficientes. Pensaba, por ejemplo en el grupo de marxistas como Harnecker, Marini, Dos Santos, que perteneciendo al CESO y CEREN, donde publicaban y debatían, se decidieron a fundar la revista Chile Hoy en 1972, para establecer un vínculo más cercano y político con la ciudadanía de la época (Marini además funda la revista Marxismo y Revolución). Sin duda, esto es una actitud distinta al institucionalismo de Prebisch.

    Otros dos aspectos visibles en el análisis de las trayectorias que destaca Kay son los debates y las redes, ambos bastante ausentes en la realidad chilena actual. Respecto al primer punto, podemos observar en la descripción de la trayectoria de los pensadores que el debate fue intenso al interior de la misma izquierda en los años 60. Si bien uno puede observar que la teoría está pensada para interpelar al capitalismo y a los pensadores liberales o clásicos, es el debate dentro de la izquierda el que adquiere mayor intensidad y en el que se puede distinguir claramente los sujetos a quienes se interpela. Ejemplo de ello es la acusación de circulacionista a André Gunder Frank, en la que participan algunos destacados por Kay, y la crítica de Theotônio Dos Santo a Marta Harnecker, por su forma de leer el capital influido por Althusser.

    Sobre la contraparte, es decir los intelectuales conservadores, el alto grado de efervescencia social generó que en las universidades los espacios intelectuales se dividieran de acuerdo a las definiciones políticas.

    Cristóbal recuerda en la entrevista: “Por ejemplo, la Facultad de Economía y Administración de la U. de Chile se divide en dos, cada uno con distinto nombre; los de izquierda estaban en la Facultad de Economía Política, aunque no todos los miembros de dicha facultad eran necesariamente de izquierda, quizás había un pequeño grupo de democratacristianos en algunos de los centros e institutos adscritos a dicha facultad. Hubo un conflicto similar en el Instituto de Estudios Internacionales de la U. de Chile, donde hubo una toma de los grupos de izquierda que estaban en disputa con la directiva”. Al tener presentes estos elementos, la lectura del libro se hace mucho más dinámica y se pueden establecer muchas conexiones entre los sujetos y sus tiempos.

    Sobre las redes e intercambios, las biografías dan cuenta de cómo se conforma una comunidad, y en esto es posible profundizar.

    Kay dice en la entrevista:

    Sin duda que había un flujo de intelectuales entre dichos espacios. Por ejemplo, el CESO invitó a Fernando Henrique Cardoso, que en esa época trabajaba en ILPES, para que diera un ciclo de charlas sobre teoría sociológica (Marx, Durkheim y Weber) en el CESO. También se invitó a personas como Aníbal Quijano (creo que estaba adscrito al ILPES, pero pudo ser también la CEPAL) a dar charlas en el CESO sobre marginalidad y dependencia, y a FHC sobre dependencia, entre otros investigadores de la CEPAL e ILPES. Varios profesores de ESCOLATINA eran investigadores de la CEPAL (Aníbal Pinto, Osvaldo Sunkel, entre otros). Sunkel también fue profesor en la PUC por algunos años. Solon Barraclough de ICIRA dio un curso sobre cuestiones agrarias en ESCOLATINA y varios profesores de la U. de Chile y otras universidades también trabajaban para ICIRA.

    La reconstrucción de la vida intelectual de los pensadores permite reconocer esos vínculos y redes, comprender cómo el pensamiento nace en interrelación con otros sujetos, los tiempos y los espacios, y eso queda muy claro en el texto de Kay.

    El libro Pensadores rebeldes permite la aproximación sincrónica y diacrónica al pensamiento social. La confluencia en Chile de estos intelectuales permite analizar la realidad del pensamiento sociopolítico en Chile entre fines de los años 50 y hasta el 73, pero también, siguiendo la trayectoria de los pensadores hasta los años 90, podemos observar cómo cambian los contextos de enunciación, los debates, las preocupaciones y las propuestas de los autores.

    Como apreciación final, puedo decir que el libro tiene además el valor de presentar a los sujetos y su pensamiento en un texto ameno, que destaca experiencias y propuestas en un lenguaje comprensible para un lector no familiarizado con el lenguaje académico. En lo personal me di el gusto de leer, parar en algunas afirmaciones para pensar, hacer anotaciones, revisar otros textos, y seguir disfrutando de un libro genial en contenido y forma.

    ***

    PRESENTACIÓN DE MARTÍN ARBOLEDA (UDP):

    La rebeldía del desarrollo

    También quiero empezar mi presentación con una anécdota autobiográfica. Conocí a Cristóbal cerca del 2019 cuando fue el editor de un artículo que publiqué en la revista Journal of Agrarian Change y desde ese momento hemos seguido en contacto. El año pasado vino a Chile y salimos a caminar juntos por el barrio República. Tuvo la generosidad de regalarme El capitalismo dependiente latinoamericano de Vânia Bambirra, un libro de quien también fue una gran pensadora rebelde de la región, e investigadora del Centro de Estudios Socioeconómicos (CESO) de la Universidad de Chile. Caminamos por las antiguas instalaciones del CESO y con mucha generosidad empezó a hablarme de lo que había sido ese circuito intelectual del cual él había hecho parte. Tuvimos esta conversación mientras apreciábamos la cultura material y la riqueza arquitectónica de un barrio que en ese momento de la historia fue uno de los principales epicentros del pensamiento global sobre el desarrollo y el subdesarrollo.

    Este libro creo que es muy importante, y de hecho se inserta en un grupo de libros sobre esta misma temática, los cuales han sido publicados de manera reciente. Actualmente hay un revival sobre las teorías del desarrollo y la dependencia, y más en general sobre las teorías del desarrollo que surgieron desde el Tercer Mundo en el marco de la Guerra Fría global. Este revival se explica en gran medida por la crisis o desgaste de las teorías sociológicas de la globalización que estuvieron muy en auge en la década de los 90 y en adelante: ideas de modernidad líquida, sociedad de redes, sociedad del riesgo, cuyo lugar común consistía en que postulaban de alguna manera la erosión del poder estatal o de la soberanía estatal ante la fuerza avasalladora de flujos financieros, de las tecnologías de comunicación y la información, flujos migratorios, etc. Hace unos años, sin embargo, la naturaleza jerárquica y asimétrica del sistema interestatal ha quedado nuevamente en evidencia, mostrando que tiene una persistencia impresionante, evidenciada particularmente en el auge de guerras imperialistas, de alineamientos de nuevos bloques geopolíticos, de fronteras militarizadas y amuralladas, y de una creciente tendencia hacia el proteccionismo económico. Hace tan solo unas semanas, la nueva conferencia del BRICS tuvo una postura muy confrontacional con la supremacía del dólar en la economía mundial y con todo lo que significa esto en términos políticos. La elección misma de Trump avizora un mundo en donde nuevamente pasamos de esta suerte de sociedad de redes o de flujos, hacia un sistema más esclerótico, asimétrico y estructurado en torno a estrictas jerarquías internacionales. En consecuencia, las relecturas de teorías latinoamericanas del desarrollo no son un ejercicio arqueológico de recordar qué es lo que se escribió en un momento del tiempo; de hecho, se enmarcan en un esfuerzo para ofrecer claves que permitan entender este nuevo mundo que se abre frente a nuestros ojos, y que de hecho quizás no es tan nuevo. O más bien, es un mundo que pese a los avances tecnológicos y a sus dinámicas propias, pareciera guardar importantes patrones de continuidad con momentos previos.

    Además, años recientes también han dejado en evidencia la persistencia de una cuestión nacional. Las teorías de la globalización, por su parte, estuvieron fundamentadas en una suerte de cosmopolitismo en el que existían multitudes sin naciones, así como imperios sin estados. El auge de las extremas derechas, como lo hemos visto en estos tiempos, muestra que aún existe una adhesión muy fuerte de las clases trabajadoras por sus símbolos nacionales. Además de ser importante como contrapunto a los sentidos comunes que instalaron las teorías de la globalización, este libro también hace una contribución desde una perspectiva más técnica e historiográfica. Esto por cuanto se inserta en una nueva corriente de relectura de estas corrientes teóricas, pero desde las trayectorias biográficas y personales de sus protagonistas. El libro de Ivette Lozoya, Intelectuales y revolución, es uno de los importantes, pero también está el libro de Margarita Fajardo sobre la CEPAL, The World that Latin America Created; también el libro de Christy Thornton sobre el rol de economistas mexicanos en la conferencia Bretton Woods, Revolution in Development; los libros de Tanya Harmer sobre la guerra fría y, en especial, su biografía de Beatriz Allende. Y así varios otros, donde se ofrece una mirada a las teorías del desarrollo y la dependencia no desde arriba, como usualmente se había hecho en la literatura, sino desde abajo, y sobre todo desde los ojos de sus protagonistas.

    La particularidad de este libro, creo yo, es que no solamente articula la visión de los protagonistas, sino que lo hace reclamando y usando la primera persona. Esto es algo que por supuesto no está en los libros que acabo de mencionar porque son autoras que no hicieron parte de esa generación de intelectuales. Hay algo muy poderoso acerca de este registro de escritura en primera persona de alguien que fue también miembro y protagonista de esta tradición. Además, Kay escribe como alguien que jugó un rol muy fundamental en la difusión global de estos paradigmas de pensamiento. Al ser escrita en inglés, la obra de André Gunder Frank era la que más se conocía internacionalmente. Sin embargo, el libro de 1989 de Cristóbal Kay, Latin American Theories of Development and Underdevelopment, puso en el mapa global las contribuciones de autores latinoamericanos que no escribían en inglés, y es un libro que hasta el día de hoy sigue siendo citado y discutido como un gran clásico; un clásico que, creo yo, debería ser urgentemente traducido al español, porque llenaría un gran vacío intelectual.

    Otra de las cosas que yo creo que es importante de este libro es que de alguna manera plantea la centralidad que asumía el problema del desarrollo en el pensamiento de estos autores. Desde muy distintas ópticas, estos autores de alguna manera vienen a solventar un déficit de imaginación de futuro que existe hoy en día dentro del progresismo latinoamericano, donde el tropo maestro termina siendo siempre la desigualdad o la redistribución. Parece que en estas dos ideas se agota la discusión. Si bien la redistribución es sin duda alguna muy importante, es a su vez insuficiente si no se tematiza también la cuestión de la producción de la riqueza. Desde distintas ópticas, Prebisch, Furtado, Frank, Dos Santos, Assies y Barraclough, los personajes de este libro, se abocaron de lleno al problema del desarrollo; sobre todo, desarrollo no entendido en términos de crecimiento o de modernización. La interpretación neoestructuralista de desarrollo que hoy predomina, en general tiende a concebir este concepto como sinónimo de crecimiento o de modernización. En sus versiones más progresistas, el neoestructuralismo concibe el desarrollo exclusivamente en términos de “crecimiento con equidad”. Algo que es muy importante y que aparece como un hilo conductor que atraviesa todos los capítulos de este libro, es el hecho de que para estos pensadores rebeldes el desarrollo no es sinónimo de modernización o de crecimiento, sino que implica un cambio cualitativo en la estructura productiva y tecnológica de las economías nacionales. Es decir, no producir más, sino transformar la matriz productiva. Hoy en día se asume que las industrias del litio o del hidrogeno verde serían desarrollo. Sin embargo, estos autores dirían con vehemencia que no lo son, puesto que su operación no implica una transformación cualitativa de la economía. Los atributos y las características de la canasta exportadora del país no se verán transformados en lo más mínimo porque se venda litio, mientras el contenido científico-tecnológico de las exportaciones siga siendo bajo.

    De acuerdo con lo anterior, hay algo muy importante no solamente en el carácter de estos autores en tanto teóricos del desarrollo sino también del subdesarrollo como un fenómeno análogo y complementario al primero. Con esto, los autores cubiertos por Kay en este libro se establecen como un contrapunto fundamental a las teorías lineales y mecanicistas de la modernización que vienen de Rostow, pero también de Parsons. Celso Furtado es uno de los primeros en cuestionar las teorías de la modernización que entienden el subdesarrollo y el desarrollo como dos etapas sucesivas. Más que como una etapa, Furtado argumentaba, el subdesarrollo se debe entender como una forma específica de la subordinación internacional. En palabras de Kay: “Al igual que André Gunder Frank, pero bastante antes que él, Furtado argumentó que el desarrollo y el subdesarrollo son parte del mismo proceso histórico, solo diferentes caras del sistema capitalista global. Como el subdesarrollo es un fenómeno específico, requiere un esfuerzo de teorización autónoma”. En consecuencia, el subdesarrollo no es atraso sino más bien dominación.

    Parte de lo que hacía de estos intelectuales unos ‘rebeldes’, era el hecho de que no se veían a sí mismos como meros portavoces de movimientos sociales, como sucede hoy en día en cierta academia que supone que para ser radical hay que simplemente actuar como correa de transmisión de lo que dicen los movimientos sociales. Era una postura más compleja y más expansiva: (…) había una reivindicación de la ciencia como una herramienta que podía ayudar a solucionar y confrontar los grandes problemas que enfrentaban las sociedades latinoamericanas, y que hoy se hace particularmente relevante ante un giro decolonial que ha generado una tendencia hacia una creciente desconfianza de la universidad.

    La clásica pregunta de por qué las economías latinoamericanas mantienen un patrón de inserción periférica en la economía mundial, sin embargo, es una pregunta que el pensamiento latinoamericano ha abandonado. Por esta razón, es muy importante volver a estas tradiciones para tematizar el problema del subdesarrollo. Si bien el subdesarrollo pareciese ser un concepto anacrónico, hace poco un informe de la UNCTAD mostró que en la década de los 90 Chile parecía estar más cercano a economías como las de los Tigres Asiáticos, los cuales pasaban en ese momento por un proceso de impulso industrial y de modernización tecnológica, mientras que hoy en día el país exhibe características más propias de la de una economía clásica monoexportadora y de commodities. Entonces, el hecho de que la pregunta misma acerca una estrategia industrial haya desaparecido del imaginario colectivo, tanto de los tomadores de decisiones como de la intelectualidad de izquierda o progresista, es algo que debería ser preocupante.

    Otro aspecto que destacable de este libro, y que considero que traza una línea de continuidad con lo que ha sido la obra de Cristóbal, es el hecho de que evita el tipo de sectarismo con el que se tiende a caracterizar las distintas corrientes del pensamiento latinoamericano sobre desarrollo y subdesarrollo. A veces estas etiquetas pueden ser útiles como una heurística para poder entender la configuración del campo intelectual, pero a veces se reduce a una dinámica de trincheras donde están los revolucionarios y los marxistas por un lado, los estructuralistas y los reformistas por el otro. Una proeza de este libro es que supera esta visión de trincheras y logra ofrecer una visión panorámica que incluye pero que al mismo tiempo vas más allá de los matices, logrando presentar a toda esta tradición en términos de una corriente o una escuela en sí misma. De hecho, en su libro de 1989 él le llama a esta corriente “la escuela latinoamericana del desarrollo y el subdesarrollo”. Verlo en esos términos nos permite también posicionar la particularidad del pensamiento latinoamericano dentro de los términos más amplios del marco de discusión en el pensamiento global. Creo que esto no es nada menor, pues precisamente la visión impide poder apreciar la particularidad de esta contribución respecto del pensamiento de otras regiones del mundo.

    Otro aspecto destacable de Pensadores rebeldes es el hecho de que el libro evita una suerte de sesgo industrialista que es usual en las corrientes del pensamiento del desarrollo estructuralista y dependentista. Muchos de los autores de estas corrientes se enfocaron principalmente en políticas industriales, manufactura o producción, estrategias productivas fabril-manufactureras, mientras que la cuestión de las reformas agrarias, la cuestión campesina, indígena y de la ruralidad, quedó un poco en el trasfondo. Entonces, al incluir los capítulos de Solon Barraclough y de Wilhelm Assies, Kay muestra de qué manera este tipo de cuestiones también rondaron los debates sobre desarrollo y subdesarrollo. De hecho, gran parte de lo que caracteriza la propia contribución de Cristóbal a estas corrientes de pensamiento tiene que ver con los aportes que ha hecho en el ámbito de los estudios agrarios y de la economía política rural. Reconstruir la relevancia que tuvieron estos temas no es nada menor, pues la teoría de la dependencia en ninguna de sus vertientes se ocupó de manera sistemática del problema de la renta de la tierra, por ejemplo. A mi parecer, esto constituye una laguna muy importante, pues es particularmente grave que el problema de la renta de la tierra no haya suscitado tanto interés, particularmente en países cuya especificidad histórica consiste en la exportación de materias primas.

    Antes de cerrar, también quiero referirme al título de este libro. Esto por cuanto me pareció que el título es increíblemente sugerente. Hablar de Pensadores rebeldes, sobre todo en un momento en que la rebeldía parece haberse vuelto de derecha, es muy importante, e incluso urgente: ¿qué significa la rebeldía hoy?. En este sentido, es interesante el planteamiento que hace el rector en el prólogo, sugerentemente titulado “Rebeldes con causa”. En la década de 1960 había un debate muy grande en la sociología latinoamericana acerca de la idea de la causa y de una sociología comprometida —una que pudiera ser simultáneamente comprometida y científica. Orlando Fals-Borda, en particular, empleaba el concepto sartreano de engagement, entendido como compromiso, para argumentar que todos los intelectuales sirven a una causa. Así no lo declaren, e incluso así no lo sepan, cada una y uno de nosotros sirve los intereses de alguien o algo, y por ende es un deber moral y ético no solamente abrazar una causa sino también declararla. Toda la discusión en torno al espinoso tema del acto de toma de postura, muy discutido en la filosofía existencialista y en algunos humanismos del siglo XX, no solamente involucraba la adhesión orgánica a militancias, sino que se dio en un entorno muy efervescente de organización política dentro de las universidades.

    Por supuesto, la toma de postura no implicaba necesariamente una degradación del oficio o del quehacer de la producción intelectual. De hecho, parte de lo que hacía de estos intelectuales unos “rebeldes”, era el hecho de que no se veían a sí mismos como meros portavoces de movimientos sociales, como sucede hoy en día en cierta academia que supone que para ser radical hay que simplemente actuar como correa de transmisión de lo que dicen los movimientos sociales. Era una postura más compleja y más expansiva: esto por cuanto tomaba en serio la capacidad emancipatoria tanto del pensamiento como de la ciencia. De hecho, había una reivindicación directa del método científico, una vocación hacia la escucha de los grandes problemas ciudadanos. Esto es, no solamente de los problemas del movimiento que a me interesa particularmente a mí, sino de los problemas de las mayorías. Sobre todo, y como lo planteaba Eduardo Hamuy, fundador del CESO, el avance en las ciencias sociales requería un acto de humildad al tomar las intuiciones, demandas y aspiraciones del pueblo trabajador, para luego pasarlas a través del cedazo del rigor teórico-metodológico, y devolverle estas intuiciones en la forma de conocimiento científico. En fin, había una reivindicación de la ciencia como una herramienta que podía ayudar a solucionar y confrontar los grandes problemas que enfrentaban las sociedades latinoamericanas, y que hoy se hace particularmente relevante ante un giro decolonial que ha generado una tendencia hacia una creciente desconfianza de la universidad, y sobre todo de la universidad latinoamericana.

    Dentro de algunas tradiciones de pensamiento actuales existe la suposición de que la universidad es una institución irremediablemente colonial, blanca, patriarcal. Esto ha conllevado una suerte de deshistorización o de borradura histórica de momentos en los que la universidad latinoamericana estuvo puesta al servicio de los grandes problemas ciudadanos, y como consecuencia logró un amplio nivel de legitimación social. El pensamiento que caracteriza este libro, entonces, es rebelde porque adopta el enfoque de la crítica social interna o inmanente: esto es, no descartar el horizonte normativo de la modernidad sino más bien disputarlo y resignificarlo con el fin de realizar el potencial emancipatorio que hay en él. Hoy en día también está muy de moda decir que el desarrollo es una falacia, un invento europeo o una imposición neocolonial. En vez de rechazar la idea del desarrollo, esta intelectualidad rebelde se la apropió para construir un vocabulario que pudiera ser puesto al servicio de la emancipación de la clase trabajadora, ampliando y radicalizando su contenido hacia formas más democráticas e inclusivas. Esto les permitió hablar en una gramática que era inteligible para el pueblo trabajador, y con ello lograron conquistas sociales y políticas gigantes. En este sentido, el libro en sí mismo es una invitación a poder ponernos en contacto con el espíritu de esos tiempos y replantearnos la pregunta de por qué este tipo de modelo de producción de conocimiento desapareció, y qué significaría recuperarlo y reivindicarlo.

     


    Pensadores rebeldes, Cristóbal Kay, Ediciones UDP, 2023, 195 páginas, $26.000.

  62. Hannah Arendt: el poder y la violencia

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    Se escribe una cantidad increíble de basura pretenciosa sobre la violencia. El científico social estratégico de la Universidad de Princeton —Ted Robert Gurr en ¿Por qué los hombres se rebelan? (1970)— trabaja como un esclavo en lo que extrañamente considera un nuevo tema, lleno de modelos, datos y especulaciones, todo mezclado y reunido como lo peor de la economía: un nuevo campo para la investigación libre de valores, igualmente aceptable para los rebeldes y el establishment, pero largo y costoso. El teólogo francés —Jacques Ellul en Violencia (1969)— considera necesario escribir un ataque conciso y agonizante contra un específico e ingenioso culto de la violencia que existe, no entre los infieles o los escépticos, sino entre los hermanos cristianos: médicos tan tolerantes con el enfermo que con gusto han abrazado la enfermedad, en lugar de simplemente sufrirla cuando sea necesario.

    El estudiante revolucionario consentido y mimado grita que la violencia es liberadora (que es lo que ocurre al creer que la personalidad es Dios cuando muchos llegan a odiar las imágenes domésticas de sí mismos) y que la violencia es reveladora (“Mira, esa vitrina rota solamente estaba hecha de vidrio, y ese cráneo roto solamente estaba hecho de carne y hueso”). Por su parte, el socialmente conservador llega a deplorar la violencia en general, exponiéndose como un idiota o un hipócrita, alimentando las peores fantasías de sus enemigos, de modo que ambos —refutando de manera curiosa sus propios argumentos— exigen entonces más violencia contra sus oponentes: esa es violencia de la buena o la violencia legítima, no cualquier violencia. Porque esta última sí te puede golpear. Solamente unos pocos dicen que en realidad todo es violencia y que únicamente a través de una mayor violencia puede llegar el futuro mejor —pero, ¿por qué habría de llegar el futuro? (aquí se olvidan de la bomba que iba a destruir el mundo)—, y luego se prenden fuego a sí mismos. La mayor parte de los entusiastas de una mayor violencia, o una mayor contra-violencia, solamente quieren prender fuego a otras personas o instar a otros a iniciar el fuego. En la década de 1930 existía la Brigada Internacional; hoy tenemos el teatro callejero u ocasionales refriegas con la policía.

    Particularmente desequilibrados están aquellos en la derecha que vinculan la creciente tasa de crímenes violentos (aunque depende más bien de a partir de cuándo se empieza a contar) con una propensión al desorden civil. Y esta buena gente está de igual manera equiparada en la izquierda con el culto literario al criminal, el teatro de la crueldad y todas esas tonterías extrañas y (por fortuna) altamente elitistas.

    De manera que, tal vez, uno debería estar un poco nervioso ante el nuevo libro de Hannah Arendt. Pero no hay necesidad. Aquí está quizá lo más claro, lo más breve, lo más directo y profundo que ella haya escrito. Alguna pasión moral por ser entendida, o algún editor o amigo que le hable con firmeza, la ha hecho por fin ir al grano, ceñirse al asunto y evitar esas famosas y vastas digresiones filológicas que, en el pasado, han intimidado al profano y enfadado al estudioso.

    Es (…) muy abstracto y muy inmediato atacar el punto de vista de que la violencia puede justificarse como una necesidad del poder, o de que todo poder debería ser atacado como si implicara necesariamente violencia. Y cuán ingenuo es, también, considerar que la opresión depende siempre de la violencia. La más instantánea y perfecta obediencia, dice Arendt, puede surgir del cañón de un arma, pero nunca podrá brotar de ahí el poder. Los dos términos, poder y violencia, son en realidad opuestos: donde uno gobierna absolutamente, el otro está ausente.

    Su pasión es simplemente la claridad en nuestro uso de los conceptos, sobre todo para distinguir entre poder y violencia. El poder es la capacidad de actuar concertadamente, que para ella es la esencia de todo gobierno. La violencia “es, por naturaleza, instrumental; como todos los medios, siempre precisa de una guía y una justificación hasta lograr el fin que persigue”. El poder debe verse como un fin en sí mismo, no como algo que necesita justificación. Por supuesto, los gobiernos con frecuencia, en el mundo moderno casi invariablemente, aplican políticas públicas y estas necesitan justificación, pero “la estructura del poder en sí mismo precede y sobrevive a todos los objetos, de forma que el poder, lejos de constituir el medio para un fin, es realmente la verdadera condición que permite a un grupo de personas pensar y actuar en términos de categorías medios-fin”. Tal poder claramente depende de la opinión. Algo de antiguo terreno se vuelve a cubrir aquí, y de manera valiosa. El más fuerte nunca es lo suficientemente fuerte a menos que tenga seguidores. La violencia no puede explicar ningún ejercicio del poder (solamente algunos cambios en su ejercicio). Hannah Arendt también podría señalar que existen limitaciones físicas y políticas a toda “coerción pura”. Incluso en culturas cuya literatura nominalmente atribuía todo el poder a las proezas físicas de los héroes, estos hombres solían ser derrocados por las mujeres y el sueño. Dado que el poder se basa en el número y en la opinión (lejos de lo necesariamente democrático, sino simplemente el número más grande que un hombre durante las 24 horas del día pueda asustar), la tiranía es —Arendt cita a Montesquieu— la más violenta y menos poderosa de las formas de gobierno.

    Es, a la vez, muy abstracto y muy inmediato atacar el punto de vista de que la violencia puede justificarse como una necesidad del poder, o de que todo poder debería ser atacado como si implicara necesariamente violencia. Y cuán ingenuo es, también, considerar que la opresión depende siempre de la violencia. La más instantánea y perfecta obediencia, dice Arendt, puede surgir del cañón de un arma, pero nunca podrá brotar de ahí el poder. Los dos términos, poder y violencia, son en realidad opuestos: donde uno gobierna absolutamente, el otro está ausente.

    La violencia es simplemente un instrumento. Nadie niega que tenemos instrumentos de violencia más macabros que nunca antes. Pero los hombres los usan o abusan de ellos. Estos instrumentos no pueden generar por sí solos poder. No todos deben ser despreciados, pero ninguno de ellos debe ser glorificado. Arendt se ocupa de las bien conocidas y escabrosas opiniones de Sartre y de Fanon sobre la violencia, con lenta y cuidadosa seriedad, pero los revela como retórica o puro melodrama. Sería muy fácil si la injusticia y la explotación dependieran simplemente de la violencia. Tales ideologías de la simplificación pierden por completo la plausibilidad y el atractivo de las doctrinas de sus oponentes y, por tanto, son impotentes para entenderse con sus oponentes por cualquier medio que no sea la violencia, o más a menudo mediante fantasías de violencia, ya que para unos y otros la situación se invierte. La gente se siente impulsada a la violencia, sugiere Arendt, porque el poder parece haberse tornado impotente en el mundo moderno. Lejos de haber demasiado poder, hay muy poco. La capacidad clásica de acción política parece frustrada. “Cada reducción del poder —concluye— es una abierta invitación a la violencia, aunque solo sea por el hecho de que a quienes tienen el poder y sienten que se desliza de sus manos, sean el gobierno o los gobernados, siempre les ha sido difícil resistir a la tentación de sustituirlo por la violencia”.

    Arendt se ocupa de las bien conocidas y escabrosas opiniones de Sartre y de Fanon sobre la violencia, con lenta y cuidadosa seriedad, pero los revela como retórica o puro melodrama. Sería muy fácil si la injusticia y la explotación dependieran simplemente de la violencia.

    Sus muchas reflexiones sobre todos estos problemas merecen una lectura más seria. He aquí un libro, sin duda, muy raro. No es, de hecho, difícil. En todo caso, es demasiado simple, pero solamente simple en el sentido propio de esencial, abstracto e inespecífico, pero es más importante para comprender los dilemas de nuestro tiempo que una maraña de libros sobre protestas y descontentos particulares.

    Solo queda una inquietud importante. Su conclusión de que la violencia surge con mayor frecuencia de la falta de poder no se ve favorecida por su definición del poder como un fin en sí mismo. Arendt necesita distinguir entre el poder como condición previa de cualquier acción concertada; el gobierno como lo que es cuestionable en lo que sea que pueda concebirse como una sociedad, y el poder como la capacidad de lograr un efecto deseado y premeditado (para parafrasear a Bertrand Russell). El poder en el mundo moderno adopta necesariamente la segunda forma, y la forma altamente sistemática y específica de la política pública. El poder como fin en sí mismo es una condición suficiente pero no necesaria para mantener el poder. Es entonces extraño oponerse a pensar en términos de “fines del gobierno”, tales como “realizar una sociedad sin clases o cualquier otro ideal no político, que si se examinara seriamente se advertiría que solamente podía conducir a algún tipo de tiranía”. No puede sino terminar en tiranía, es decir, si la gente no ha aceptado primero que el gobierno debe basarse en la opinión y no en la mera coerción, o si la gente piensa que una sociedad sin clases vería el fin de todas las disputas y conflictos. Quizás algunos lo hagan. Sigo creyendo que una sociedad sin clases es el objetivo político más generalizado y verdadero, pero únicamente puede lograrse en términos políticos (lo que no excluye el uso deliberado de la violencia, pero no su maximización deliberada); y, sin embargo, aunque las limitaciones, los engreimientos, las opresiones y las hipocresías de clase son grandes males humanos, no son los únicos. Arendt debería oponerse a la creencia en una única solución, como si fuera en sí misma la totalidad del gobierno, no a las políticas públicas unidireccionales hacia una igualdad humana inimaginablemente mayor como si fueran parte del gobierno. A su vez, está bastante claro que el mundo, con su nueva pequeñez y sus nuevos instrumentos de violencia y su nuevo conocimiento mutuo y, por tanto, un mucho mayor sentimiento de injusticia y de celos, se destruirá a sí mismo o se reducirá a la barbarie cuando las tecnologías de la bomba de hidrógeno se extiendan a pequeños estados soberanos cada vez más inestables. Actualmente vivimos en una pausa o un respiro debido a que unas pocas potencias poseen tales armas. Pero no dan señales de querer o ser capaces, en términos del poder convencional, de imponer su monopolio. Se puede compartir la fe de Arendt en la acción política de tipo clásico, estar de acuerdo en que esa política es la condición previa de cualquier solución, pero si aquello se sugiere sin la búsqueda de soluciones (¿o incluso la creencia en soluciones?, no estoy seguro) ella no será leída por aquellos a quienes desea desesperadamente llegar. El poder debe producir políticas públicas para que cada vez más personas no pierdan todo cuidado y preocupación por la política, pérdida que debilita el poder y proporciona las condiciones para la violencia.

     

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    Artículo aparecido en The Political Quarterly 42-2 (1971) y recogido después en Stephen Ball (ed.): Defending Politics (2015). Se traduce con autorización de los herederos de Bernard Crick. Traducción de Patricio Tapia.

     


    Sobre la violencia, Hannah Arendt, traducción de Carmen Criado, Alianza, 2018, 144 páginas, $17.990.

  63. Una mujer contra su pueblo

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    En Los sonámbulos, la historia sobre la astronomía que escribió Arthur Koestler, la anécdota sobre la madre de Johannes Kepler cubre apenas seis páginas. Se dice que Katharina fue acusada en su vejez de tener tratos con el demonio, y que por poco escapó de la hoguera. El caso es que en 1615, en medio de una “histeria de la hechicería” en la ciudad de Leonberg, Alemania, (aunque, siendo justos, también sucedía en la Europa protestante y la contrarreformista, así como en Estados Unidos), la madre de Kepler fue acusada de haberle administrado a una antigua amiga una poción que le produjo una enfermedad crónica. Tras esa acusación, vino a la memoria de varios habitantes de Leonberg, que después de haber bebido los brebajes de Katharina habían caído enfermos, paralíticos o muertos. Koestler cuenta que el proceso de brujería en contra de la madre de Kepler, en ese entonces matemático oficial de Rodolfo II, fueron “largos, sórdidos y tediosos”, hasta que, allá por 1620, la madre de Kepler fue detenida y llevada a la cámara de tortura, donde le enseñaron los padecimientos que sufriría. Estuvo detenida 14 meses, sin confesar ni una palabra a sus acusadores, hasta que fue liberada. Seis meses después, falleció, sin poder volver a su Leonberg natal, debido a las amenazas a ser linchada por los habitantes del pueblo.

    Es esa historia la que la canadiense Rivka Galchen expande a 300 páginas en su última novela, Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja. Aunque Galchen se sirve de varios registros, estructura la narración en dos ejes: en el primero, atestigua las ideas y recuerdos de Katharina, una abuela que redacta su versión de los hechos a Simon, su vecino, que también oficia de tutor de la causa. Por otro, Galchen narra la suma de acusaciones en contra de Katharina a través de recreaciones de los interrogatorios a los testigos, víctimas y terceros, quienes creen en la versión de la madre de Kepler.

    Desde el inicio, el libro de Galchen está impregnado de este ánimo confrontacional: por un lado, Katharina; del otro, el mundo. La combinación de esos registros da la sensación de que poco a poco iremos adentrándonos a los intersticios más ominosos de la maquinaria inquisitoria. Sin embargo, poco de ello ocurre. Katharina resulta ser un personaje que se debate en la indiferencia ante las acusaciones, como si sintiera de antemano que saldrá libre, y en la picaresca de sus frases: “Oí en un sermón que a Martín Lutero no le gustaban los tenedores”, dice Katharina en una parte de libro. Y quizás esa indiferencia, sumada a su desfachatez, dan la receta de por qué Katharina es acusada, es rechazada por su pueblo y ha llegado a hacerse de tantos enemigos. Aunque los días pasan más o menos similares, cada cierto tiempo Galchen revoluciona la acción con alguna discusión entre Katharina y un habitante de Leonberg o con su familia. Por otro lado, en los interrogatorios, al interregno de espera de la historia va añadiéndose algún detalle morboso sobre el carácter de bruja de Katharina: “Le preguntó a Hildegard si no le gustaba la noche. Dijo que, de noche, las chicas pueden conocer amantes. El diablo puede arreglar esas cosas. ¿No le gustaría vivir una vida sin preocupaciones? ¿Una vida de emociones y placer?”. Pese a estos pequeños destellos, el libro es una lucha de fuerzas similares y tediosa, que desemboca en la liberación de la madre de Kepler al final del libro, sin que haya sucedido demasiado.

    ‘Nada existe ni ocurre en el cielo visible que no sea sentido de alguna manera oculta por las facultades de la Tierra y de la naturaleza: [de suerte que] estas facultades del espíritu que están aquí en la Tierra, se ven tan afectadas como el propio cielo’. (…) Como pocas, la advertencia de Kepler hace reflexionar sobre los límites de la ciencia y la influencia de aquello que no somos capaces de ver; y como pocas, la historia de Katharina nos hace pensar hasta qué punto uno puede sentirse a sus anchas con la naturaleza, pero irremediablemente enemistado con su pueblo, su sociedad. Habría sido interesante que Galchen colocara verdaderamente en disputa esas ideas, en vez de contentarse con coleccionar frases ingeniosas.

    Visto así, Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja parece una pérdida de oportunidad para desarrollar una historia que tenía muchos centros gravitacionales poderosos: el conflicto entre la ciencia y la hechicería, los debates sobre ser juzgado injustamente, la relación de la mujer con la brujería, la resignificación de la idea de la “caza de brujas” que nos asola, la vejez, la relación entre el uso de las fuerzas de la naturaleza y el cristianismo. Y todas ellas, pese a que aparecen en el libro, son apenas avizoradas, lo hacen de un modo tan superficial, que no alcanza a emocionar, a sabiendas de que hay un material que hubiera favorecido la emoción. En cambio Galchen prefiere recrear una historia picaresca y centrarse en el ingenio de sus diálogos, más que en utilizar todos los materiales que tenía a disposición.

    Y si eso fuera así, hay que preguntarse por qué una autora tan talentosa prefiere no generar esas emociones. Me aventuraría a decir que hay dos posibilidades. La primera es que, como Galchen esboza en una nota al final del libro, esta es una historia triste, contada desde el estado en que se encuentra una persona cuando verdaderamente pierde toda esperanza de ser comprendida por el mundo. Recordemos una de las frases iniciales del libro: “Desde mi más tierna infancia tuve enemigos”. Quizás uno puede sentir aquel dolor en la vida, pero concluirla con aquella sensación resulta algo más complejo y decepcionante: se asienta así la sensación de que el mundo y ella son opuestos. Enfrentar esa constatación con humor, dotar a Katharina del aura de una persona especial e ingeniosa, puede ser un consuelo (errado) ante un final tan aciago.

    Y la segunda razón es algo más deferente con la labor de la escritora. ¿Cree Galchen que la madre de Kepler es una bruja? Si bien la novela parece desarrollarse sobre la idea de que la acusación a Katharina es injusta, que la brujería es una creencia irracional y que la época de la caza de brujas fue un momento de escenas delirantes, lo cierto es que en varias escenas Galchen juega con la idea de que Katharina tiene una relación con las fuerzas de la naturaleza: “A medida que ese alce avanzaba, el bosque parecía transformarse a su alrededor. Era una prueba o una invitación que se me hacía”. “No tuve duda de que el diablo nos había ido a visitar”. “Una vez le pedí a una bandada de golondrinas ruidosas que se callara porque me dolía la cabeza, y las golondrinas se callaron”.

    Visto así, la labor de Galchen quizás consistió en un elogio del paganismo disfrazado de denuncia contra las injusticias de la caza de brujas. En eso tiende a parecerse a las ideas de su hijo, Johannes Kepler, quien, además de matemático, fue astrólogo de la corte del duque de Wallestein. Aunque Kepler consideraba la astrología como “horribles supersticiones”, según Arthur Koestler, también creía al propio tiempo “en la posibilidad de una nueva y verdadera astrología, concebida como una ciencia empírica exacta”. En unas notas dice: “Nada existe ni ocurre en el cielo visible que no sea sentido de alguna manera oculta por las facultades de la Tierra y de la naturaleza: [de suerte que] estas facultades del espíritu que están aquí en la Tierra, se ven tan afectadas como el propio cielo”. Y luego: “Es obvio que el cielo ejerce alguna influencia sobre el hombre; pero qué cosa sea esta es algo que permanece intrínsecamente oculto”. Como pocas, la advertencia de Kepler hace reflexionar sobre los límites de la ciencia y la influencia de aquello que no somos capaces de ver; y como pocas, la historia de Katharina nos hace pensar hasta qué punto uno puede sentirse a sus anchas con la naturaleza, pero irremediablemente enemistado con su pueblo, su sociedad. Habría sido interesante que Galchen colocara verdaderamente en disputa esas ideas, en vez de contentarse con coleccionar frases ingeniosas.

     


    Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja, Rivka Galchen, traducción de Daniela Bentancur, Fiordo, 2022, 304 páginas, $26.000.

  64. Abdulrazak Gurnah: “La migración siempre ha sido parte de la vida humana”

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    A tres años de haber recibido el Premio Nobel de Literatura, Abdulrazak Gurnah (Zanzíbar, 1948) fue invitado a Chile para participar del ciclo La Ciudad y las Palabras, organizado por la Facultad de Arquitectura de la Pontificia Universidad Católica de Chile. El escritor tanzano afincado en Inglaterra, que además ha sido crítico y académico, tiene nueve novelas publicadas a la fecha —cuatro de las cuales han sido editadas en español por Salamandra—, una obra que suele ser calificada de poscolonial.

    Pienso que estas descripciones no son muy útiles —afirma Gurnah—. No dicen nada sobre la escritura. Están ahí para que los libreros sepan en qué estantería poner los libros o porque los periodistas necesitan una etiqueta con que describirlos. Yo no leo autores porque sean de un país u otro, sino porque algo en su escritura me interesa. Un término como poscolonial debe ser entendido como provisional, no es ningún juicio definitivo. Como profesor, yo he enseñado literatura de sociedades previamente colonizadas, pero también literatura estadounidense y romanticismo inglés, entre otras cosas. Y entiendo que en el ámbito educativo esos términos nos permiten agrupar textos que comparten ciertas características, pero si enseño sobre una escritora como Anita Desai, por ejemplo, de origen indio, en un curso sobre literatura poscolonial, no puedo quedarme solo con eso: ella escribe como nadie más y tiene muchas otras características particulares, además de provenir de la India. Las etiquetas reducen una cosa compleja a una explicación simple.

    Se me hizo necesario escribir (…) con la verdad, de modo que tanto la fealdad como la virtud se dejaran ver, y apareciera el ser humano más allá de la simplificación y el estereotipo”, dijo Gurnah en su discurso del Nobel. Y al leer su literatura es claro que estamos frente a un autor que busca evitar los puntos de vista reductivos. Un ejemplo: en Paraíso (1994), que se ambienta poco antes de la Primera Guerra Mundial, Yusuf, el joven protagonista, le pregunta a Mzee Handani: “¿Por qué no aceptaste tu libertad cuando el ama te la ofreció?”. Ante lo que el anciano esclavo, que prefiere seguir trabajando en el esmerado jardín que construyó con sus manos, responde: “Me ofrecieron la libertad como un regalo. Ella. ¿Quién le dijo que era su dueña para dármela? (…) Pueden encerrarte, ponerte cadenas, denigrar todos tus pequeños anhelos, pero la libertad no es algo que puedan arrebatarte. (…) Este es el trabajo que me ha sido encomendado, qué puede ofrecerme esa de ahí que sea más libre que esto?”. Ese momento es revelador para Yusuf, que también se encuentra sometido, aunque de un modo que al principio él mismo no entiende.

    Aunque hay que hacer distinciones: el niño de Paraíso no es un esclavo propiamente tal, no es una posesión ni está en una condición de por vida, sino que se encuentra sometido a servidumbre hasta que se salde su deuda. Y respecto a tu pregunta sobre si la esclavitud es una herida aún abierta en África, la respuesta es sí; sin embargo, no estoy seguro de hasta qué punto en verdad se siente y hasta qué punto es una herida explotada por políticos y personas con una agenda. No es que la gente la sienta día a día, pero es una herida real, y es bastante fácil abrirla y pinchar en ella para decir “esas personas fueron esclavistas, vinieron aquí a esclavizarnos” y demás.

    Yo no leo autores porque sean de un país u otro, sino porque algo en su escritura me interesa. Un término como poscolonial debe ser entendido como provisional, no es ningún juicio definitivo. (…) Y entiendo que en el ámbito educativo esos términos nos permiten agrupar textos que comparten ciertas características, pero si enseño sobre una escritora como Anita Desai, por ejemplo, de origen indio, en un curso sobre literatura poscolonial, no puedo quedarme solo con eso: ella escribe como nadie más y tiene muchas otras características particulares, además de provenir de la India. Las etiquetas reducen una cosa compleja a una explicación simple.

    En su narrativa, Gurnah explora el África Oriental en distintos momentos de su historia. Su lengua materna es el suajili, pero su Zanzíbar natal (actualmente parte de Tanzania) era un territorio en que coexistían diversos idiomas —había migrantes árabes e indios, colonos ingleses y alemanes, entre otros grupos—, los que el autor ha procurado incluir en sus novelas, aunque estas hayan sido escritas en inglés. Y pese a que no todas las traducciones al español de sus libros respetan esta decisión, Gurnah no resalta esas expresiones con cursivas, sino que nos hace acostumbrarnos a ellas y comprender su significado a medida que leemos.

    Porque esos idiomas estaban ahí. Zanzíbar era una sociedad multilingüe, multicultural, multirreligiosa. No es que habláramos el idioma del otro, pero podíamos entender algunas palabras y lográbamos vivir juntos. Eso es lo que intento transmitir. Por eso evito marcar aquellas palabras como extranjeras, porque en esa clase de sociedad lo extranjero no significa extraño. El océano Índico no es abierto como el Pacífico, sino que hay mucho contacto entre sus costas y no es inusual que la gente vaya a distintos lugares. En otras palabras, es una cultura cosmopolita, pero distinta a las de Occidente. Estos países se han conocido entre sí durante siglos y han intercambiado lenguas, religiones, tradiciones culinarias, personas, etc. No son extraños. No son foráneos.

    En “Writing Place”, un ensayo publicado en 2004, Gurnah escribió: “Sé que me hice escritor en Inglaterra, en el desarraigo, y ahora me doy cuenta de que esta condición de ser de un lugar pero vivir en otro ha sido mi tema a lo largo de los años, no como una experiencia única que yo he vivido, sino como uno de los relatos de nuestros tiempos”.

    A lo que me refiero con eso es a que no escribo sobre mi experiencia en el sentido de decir que tal cosa me ocurrió a mí. Escribo sobre mi experiencia de un modo más complejo, considerando a la gente que tengo a la vista, o con quienes he hablado, o cuyas vivencias he leído o he podido imaginar a partir de lo que sé. Este es un tema importante porque le ha ocurrido a millones de personas, no solo a mí. La migración siempre ha sido parte de la vida humana; en este momento es además un tema de discusión pública, pero también es una realidad, y por lo tanto es un fenómeno sobre el cual es importante escribir.

    Yo llegué a Inglaterra a los 17 y medio, no tenía dinero, era un extraño, dificultades que se sumaban a la hostilidad subyacente que estaba y sigue estando presente, pero de otro modo. También había cosas buenas: la sensación de estar en un lugar nuevo, aprender cosas nuevas, el sentirme libre (no de mis padres, sino de un Estado autoritario donde vivía antes) y las nuevas lecturas a las que tuve acceso. Para mí fue difícil, pero formativo. Y la situación ha cambiado con el tiempo.

    Gurnah migró de Zanzíbar al Reino Unido a fines de los 60 para estudiar en la Universidad de Kent, una experiencia semejante a la de Rashid, el narrador de El desertor (2005), una ambiciosa y lograda novela que traza tres historias ambientadas en distintas épocas, durante alrededor de un siglo, todas interconectadas y cruzadas de algún modo por el encuentro entre África y Europa. En la segunda parte conocemos a Rashid de niño en Zanzíbar, pero en la tercera lo seguimos a la Universidad de Londres, donde llega a principios de los 60 y experimenta diversas formas de rechazo, desde sutiles e inconscientes hasta otras totalmente explícitas, que lo llevan a reflexionar sobre su situación:

    Pronto empecé a hablar de blancos y negros como todos los demás, comprobando que la mentira brotaba de mis labios con creciente facilidad, reconociendo lo idéntico de nuestras diferencias, aceptando una visión atenuada de un mundo racializado. Y es que, cuando aceptamos la distinción entre blancos y negros, también accedemos a limitar la complejidad de lo posible y alimentamos las falacias que durante siglos han estado y seguirán estando al servicio de insaciables ambiciones de poder y patológicas egolatrías. (…) En medio del tumulto provocado por los conflictos bélicos, la lucha por los derechos civiles y el apartheid, con la sensación de ser testigo de un momento en el que se dirimían las cuestiones más apremiantes de nuestro mundo, había tenido que mantenerme al margen de las atrocidades que se cometían en mi país. Estas no tenían cabida en ese debate de polaridades limitadas y certezas definidas. Lo único que podía hacer era sufrirlas en silencio y lidiar a solas con mi cargo de conciencia.

    La experiencia de Rashid no es autobiográfica, es deliberadamente distinta de la mía. Supongo que en cierto grado usé lo que me ocurrió a mí y se lo di, pero yo no dejé a un hermano atrás ni me enteré de la revolución en una carta donde mi familia dijera que no podía regresar. Sin embargo, experimentamos dificultades similares. Yo llegué a Inglaterra a los 17 y medio, no tenía dinero, era un extraño, dificultades que se sumaban a la hostilidad subyacente que estaba y sigue estando presente, pero de otro modo. También había cosas buenas: la sensación de estar en un lugar nuevo, aprender cosas nuevas, el sentirme libre (no de mis padres, sino de un Estado autoritario donde vivía antes) y las nuevas lecturas a las que tuve acceso. Para mí fue difícil, pero formativo. Y la situación ha cambiado con el tiempo: ahora la gente tiene más conciencia sobre cómo tratar a extraños como yo, y hay mucha más gente como yo. Las únicas personas negras o no europeas que uno veía en ese tiempo hacían trabajos rudimentarios, como conducir buses, y ni siquiera eso era común. Así que ha aumentado la visibilidad y ahora hay leyes contra la discriminación, es ilegal decir ciertas cosas que solían decirme a la cara. Aunque la administración se ha vuelto bastante repugnante: hay tensiones, expulsiones, artimañas como enviar a los solicitantes de asilo hacia Ruanda y otras cosas por el estilo. La razón es que la presencia de estos extraños se ha vuelto un asunto político, uno que la derecha ha explotado. Pero también hay cosas realmente buenas. Ahora tenemos una comunidad bien establecida de gente no europea en Gran Bretaña y el último primer ministro era hijo de migrantes de África Oriental, así que la situación ha cambiado.

     

    Fotografía: cortesía de Penguin Random House. Crédito: Asis G. Ayerbe.

     


    Paraíso, Abdulrazak Gurnah, traducción de Sofía Noguera Mendía, Salamandra, 2021, 304 páginas, $17.000.


    El desertor, Abdulrazak Gurnah, traducción de Rita da Costa García, Salamandra, 2023, 336 páginas, $19.000.

  65. Ovni

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    Habría que replantear el lugar que tiene en nuestro imaginario fantástico la literatura de ovnis que pobló el campo cultural chileno en la década del 80: esa biblioteca repartida en libros, folletos, suplementos dominicales, programas televisivos. Eran los años del Cometa Halley, de las operaciones mediáticas más elaboradas o delirantes. Buena parte de ese material estaba constituido por reportajes que en realidad eran especulaciones mezcladas con historias de terror. Se trata de un corpus hecho de versiones superpuestas de la verdad, de hechos condenados a la manera de Charles Fort. La condición borrosa de las imágenes de avistamientos se complementaba con la precisión de las ilustraciones de cosmologías espaciales completas; el archivo de documentos silenciados con la narración casi cotidiana de lo extraño; y los testimonios pavorosos sobre el secuestro y tortura de ciudadanos por parte de invasores extraterrestres. Una literatura de quiosco que funcionaba como otra crónica roja: cuerpos en peligro, pánico público y privado, persecuciones en la carretera que no podían tener otra cosa que un tono ominoso, mitologías privadas de los restos de la New Age; la sospecha de que era posible encontrar los ecos de una conspiración hecha de los hilos secretos del mundo o de la realidad.

    Los libros del español J. J. Benítez brillan en ese firmamento inverosímil como biblioteca popular en los años de la dictadura. Ahí están los relatos sobre su relación con Misión Rama y la familia del peruano Sixto Paz, un ensayo sobre la condición radiactiva de la Sábana Santa de Turín, que contiene además una entrevista imposible a Jesucristo (El enviado, de 1979) y, sobre todos ellos, la saga de 12 libros de Caballo de Troya, que comenzó a publicar en 1984. Best seller inmediato, acá la especulación ufológica se une al delirio milenarista: un astronauta viaja en una máquina del tiempo hasta los tiempos la crucifixión.

    En términos locales, todo se une o explota quizás en el caso del cabo Valdés, el que puede ser narrado como un cuento de fantasía o de terror. Va así: sucede en la pampa nortina, a unos kilómetros de Putre, en abril del 77. Unos militares prenden una fogata, matan el tiempo. Es una noche tranquila. Armando Valdés, 23 años, está a cargo del grupo. No sucede mucho hasta que ven una luz. La luz está a un kilómetro y medio, y sube y baja de un cerro cercano. Luego, llega otra luz ovalada y se acerca hasta llegar a 500 metros de ellos. Valdés les dice que apaguen el fuego. El fuego los vuelve un blanco fácil. Lo hacen. La luz se les acerca. Le piden al fenómeno que se identifique. Hace frío, la pampa de noche es dura, deben haber menos de 10 grados bajo cero. La luz ya está a más o menos a cuatro o cinco metros de los militares. Entonces el cabo Valdés se acerca a ella. Avanza hacia la luz y desaparece. Eso quizás lo definirá: un hombre que entra en alguna clase de luz. Sus compañeros lo llaman a gritos. Nadie responde. Se ha ido. Pasan cinco, 10, 15 minutos. No se ve nada. Entonces, vuelve. Valdés aparece. Le ha crecido la barba y su reloj está adelantado en cinco días. No recuerda lo que pasó, ni sabe dónde estuvo. Solo dice: “Ustedes no saben de dónde venimos ni quiénes somos”. Luego se desmaya. Minutos después de que Valdés se va a negro, uno de los militares se topa con algo que brilla cerca. No se lo cuenta a nadie. Hay más evidencias. Marcas en el suelo donde la tierra parece haber sido extraída, cañones de fusiles que una fuerza ha doblado y retorcido.

    Más tarde Valdés y sus hombres identifican las luces ovaladas como ovnis, a partir de unas fotografías de la NASA. Luego los separan, no dejan que se junten de nuevo. Un decreto les prohíbe hablar del caso. A Valdés lo amenazan, le dicen que si cuenta, lo matan. El caso se vuelve famoso. Pinochet se interesa, alguien compila un expediente secreto. J. J. Benítez se lo pregunta en 1988. Esta historia se la cuenta a Iker Jiménez. Pinochet le dice que Valdés estaba loco, que no había pasado nada. También le cuenta que los estadounidenses lo siguen y que graban sus conversaciones. Mientras está con Benítez, Pinochet habla por teléfono. Benítez quiere los papeles del caso. Pinochet sigue negando todo. El encuentro termina.

    Al día siguiente aparece un militar en el hotel de Benítez y le entrega un paquete con los documentos. Pinochet se lo manda. A esas alturas, Benítez ya ha hablado con Valdés y la patrulla. La documentación confirma que los militares han investigado el caso, que les interesa. Ya no importa la verdad. Benítez también dirá que una familia que vive cerca del lugar del encuentro recogió objetos que botó la luz que abdujo a Valdés. Algunos de sus miembros se murieron de cáncer, agregará. Valdés cambia su historia una y otra vez. Apila verdades. Miente. Dice la verdad. Miente. No podemos saberlo. Al final cuenta que nunca lo abdujeron, pero que sí vio un ovni cuando salía a orinar.

    No hay verdad, solo literatura, la de una anécdota que se deforma porque se le van agregando cosas, los detalles se inventan como una falsa memoria, como una ficción inesperada; acaso puros fragmentos perdidos de la trama de la realidad.

  66. Prehistoria para repensar la humanidad

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    El neandertal desnudo. Comprender a la criatura humana comienza con una narración sobre la llegada de Oumuamua (explorador que viene de la lejanía en lengua hawaiana), el primer objeto interestelar observado en nuestro sistema. Con este episodio nos sitúa inmediatamente en la problemática que atravesará sus más de 200 páginas: nuestra relación con la otredad. Para aproximarnos de forma justa al neandertal debemos entender que no somos la humanidad, sino una humanidad más, hija de la inmensa prehistoria. Hay que hacer el ejercicio de imaginar que hace poco más de 40 mil años convivimos con otra humanidad. ¿Qué ocurrió en esos encuentros cavernarios? ¿Cuánto sabemos de etología neandertal? ¿Cómo se extinguió? Estas son algunas de las preguntas que Ludovic Slimak ofrece a quienes nos internamos en la odisea de pensar lo Otro.

    El esfuerzo de este libro es el de la desmitologización, nos presenta a la humanidad neandertal en todas las dimensiones posibles. Para componer esa panorámica se vale de diversos campos del saber: historia sacrificial, narrativa de viajes para inmiscuirnos en sus territorios, gastronomía para develar si fueron caníbales o no, espeleología, estética, etnografía, semiología, etc. El neandertal desnudo es una maraña porque no hay una forma mejor de acercarnos a lo humano. La belleza del proyecto es aún más clara cuando vemos todas esas disciplinas atacando en armonía preguntas de las que no salen respuestas concluyentes; trabajar con el neandertal es trabajar a base de especulaciones que debemos acunar como preciosos destellos de certezas posibles.

    En cuanto a la narrativa del relato, hay dos conceptos que harán de hilo conductor: participación y enigma. Imbricados en una irresoluble tensión dialéctica, nos preguntamos: ¿cómo se extinguió la humanidad neandertal?, ¿qué hace nos hace sapiens? Al intentar responder, vemos todas las convicciones sobre nuestra humanidad desmentidas en el transcurrir del libro. Lo que descubrimos es que no hay respuestas satisfactorias ni suficientes: repensarnos repensando al neandertal es una tarea especulativa.

    Para aproximarnos de forma justa al neandertal debemos entender que no somos la humanidad, sino una humanidad más, hija de la inmensa prehistoria. Hay que hacer el ejercicio de imaginar que hace poco más de 40 mil años convivimos con otra humanidad. ¿Qué ocurrió en esos encuentros cavernarios? ¿Cuánto sabemos de etología neandertal? ¿Cómo se extinguió? Estas son algunas de las preguntas que Ludovic Slimak ofrece a quienes nos internamos en la odisea de pensar lo Otro.

    ¿Por qué causó tanto revuelo en la comunidad científica? Hasta este punto no había pruebas de la coexistencia de las dos humanidades, pero este libro las contiene. Su gran hallazgo es un capítulo titulado “La memoria del fuego”. A través del hollín presente en las paredes de la cueva de Mandrin (donde el autor lleva excavando más de 30 años), se logró datar quiénes fueron los responsables de las fogatas cavernarias. Para sorpresa de todos, fue producto de fuego neandertal y de fuego sapiens. Estos datos, cruzados con la etología sapiens (avasalladores desde su origen, constructores de armas e intercambiadores de mujeres) y una arqueología de los instrumentos neandertales (expertos artesanos de producciones únicas), nos dan pistas sobre la estructura mental de esa otra humanidad y nos permiten, de forma elíptica, esbozar teorías sobre su extinción. Porque, recordemos, no conocemos al neandertal y seguimos sin saber cómo murió.

    En vista de las preguntas y la escasez de respuestas, tenemos una enorme tarea por delante. Debemos teorizar sobre cómo se extinguió una humanidad entera. Si interpretamos las propuestas del libro, la respuesta es preocupante: seguimos sin saber qué nos hace humanos (quizá nuestra imposibilidad de escapar al concepto, quizá nuestro deseo innato de transgredir…) pero sabemos que esa incertidumbre está estrechamente vinculada a la extinción de la humanidad neandertal. Nos quedan preguntas y catástrofes por asumir, la invitación es volver sobre ellas. ¿Realmente somos incapaces de conocernos? ¿Somos culpables de la muerte del neandertal?

     


    El neandertal desnudo. Comprender a la criatura humana, Ludovic Slimak, traducción de Robert Juan-Cantavella, Debate, 2024, 240 páginas, $18.000.

  67. Afua Hirsch en su año del adorno

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    Hace unos años, la escritora, abogada y periodista Afua Hirsch (Stavanger, Noruega, 1981) fue a una boda en Accra, la capital de Ghana. La pareja, también abogados, eran jóvenes, profesionales, asertivos. La novia andaba de blanco, radiante, con una manicura francesa, un vestido sin tirantes, el pelo tomado y pocas joyas. La relativa simpleza de su atuendo había sido pensada para acentuar el foco principal de su tenida: una porción significativa y oscura de pelo negro en el centro de su pecho. Su apariencia no estaba planeada para atraer criticismo sino admiración, no como un acto feminista sino uno para lucir un atributo —una mujer con pelo en el cuerpo, en lugares obvios y en otros que no lo son tanto— que una tradición ghanesa considera deseable.

    Esta es una de las muchas historias que Afua Hirsch cuenta en Decolonising My Body: A Radical Exploration of Rituals and Beauty, donde los ritos y prácticas de la belleza y el cuerpo son el vehículo para interrogar ideas de raza, poder, supremacía y violencia colonial. Hirsch nos habla del costo menos evidente de los proyectos imperiales europeos en África, Asia y Latinoamérica, una dimensión menos obvia, pero más íntima de la imposición del modelo cristiano occidental en el resto del planeta: la forma como nos relacionamos con nuestra apariencia, valores que se atribuyen a ciertos ideales físicos, la relación que tenemos con nuestros cuerpos y la forma en que envejecen. En el caso del pelo en el cuerpo, las actitudes eran diversas (algunas comunidades indígenas lo consideraban hermoso, otras lo removían; los europeos, en general, no eran lampiños, dice Hirsch, hasta que Charles Darwin publicó su teoría sobre la evolución de las especies. Desde entonces, el pelo corporal empezó a entenderse en Europa como una resaca de nuestro pasado primitivo, nuestra cercanía, como simios, al mundo animal y, por lo tanto, en contradicción con los ideales de racionalidad, humanidad, ilustración y progreso. Al mismo tiempo, la producción industrial de carne comenzó a masificarse y se volvió imposible sacar a mano el pelo de los animales en el matadero, lo que llevó al desarrollo de nuevas combinaciones químicas de cal, sulfuros, cianuros y aminas para hacer todo el proceso más rápido y eficiente. De sacarle el pelo a los chanchos, se pasó a hacer lo mismo con la piel humana, especialmente con la de las mujeres.

    Hirsch inventa un concepto, “síndrome de deficiencia ancestral”, que suena complicado, pero que se refiere a la experiencia de sentir que el colonialismo, el capitalismo y la globalización interrumpieron prácticas y conocimientos antiguos que entregaban un cierto sentido de coherencia y pertenencia a un grupo. La fascinación por reencontrarlos se parece al término “progonoplexia” (obsesión por los antepasados) o “ancestoritis”, usado por los historiadores para explicar, por ejemplo, el negocio millonario de los exámenes de ADN o el éxito comercial de la asociación entre 23andMe, una empresa que se dedica a los perfiles genéticos, y Airbnb, para ofrecer vacaciones de “herencia”: la prueba de ADN y la reserva de viaje se hacen en un solo paquete.

    Decolonising My Body invita a despojarse y dejar de invertir en estándares europeos de belleza, edad y apariencia física, entendiendo que también reflejan sistemas imperiales de supremacía y poder. Es el lado interno de la capa exterior que Hirsch exploró en Britsh(ish): On Race, Identity, and Belonging, su premiado libro de 2018 que renovó la conversación sobre cómo la nación británica niega la violencia de su pasado imperial y la herencia de racismo tácito que permea su presente. El sufijo ish apunta a todo lo que hacemos a medias, una jerga callejera que se refiere a lo que no es completamente cierto o no exactamente correcto: podemos ser healthy ish si hacemos ejercicio, pero igual a veces comemos basura; old ish si somos viejos, pero no tanto.

    En el caso de Hirsch, su ish gira en torno a su pasado multicultural y multirracial. Hija de una madre de Ghana y de un padre blanco, quien, a su vez, es hijo de judíos alemanes que escaparon de la Alemania nazi. Su ish es haberse criado en el afluente barrio de Wimbledon, donde casi no hay gente negra. El ish implícito en los bien intencionados pero dolorosos comentarios de sus compañeras de colegio privado cuando le decían: “No te preocupes Afua, nosotros ni siquiera te vemos como una persona negra”. El ish del guardia de seguridad de la Universidad de Oxford, que siempre le pedía su tarjeta de identificación en la entrada, pero nunca hacía lo mismo con los estudiantes blancos, que eran casi todos. El ish de todas las combinaciones de palabras identitarias con guion: británico-musulmán, británico-negro o uno más nuevo: afro-sajón. Y el ish de la eterna pregunta sobre de dónde eres en verdad, que casi nunca se le hace a una persona blanca.

    Tanto en Brit(ish) como en Decolonising My Body el lector se topa con apariciones breves pero importantes de Sam, la pareja de Hirsch, que se presenta como el otro lado del espejo de las preguntas de la autora. Sam es un hombre negro, criado en la extrema pobreza de una familia con el ingreso mínimo, liderada por una madre soltera, en una comuna marginal de Londres. El Wimbledon de Hirsch tiene casas grandes con jardín, en las cercanías de las canchas de tenis que funcionan casi como un símil de una cierta idea de lo británico, servida con frutillas con crema (“Wimbledon strawberries”, de hecho, se usa como una expresión para indicar la frutilla más perfecta que solo se sirve en la época del campeonato, el mejor mes para una fruta cultivada en el tradicional campo inglés). El Tottenham de Sam (también famoso por el deporte, en este caso, el flamante estadio de fútbol del Tottenham Hotspur) está plagado de pandillas, es el epicentro de los riots del 2011, gatillados por la muerte de Mark Duggan, un hombre negro asesinado a tiros por la policía mientras escapaba en un auto. Las calles y edificios ficticios de la serie Top Boy, de Netflix, por ejemplo, reproducen este lugar en el norte de Londres. La casa de Sam olía a maíz fermentado, cebolla frita, aceite de palma; la de Afua, a almuerzos de domingo y velas aromáticas.

    Pero es Sam quien siente pena por Afua, educada en un sistema basado en logros, expectativas, cortesías y acentos de clase alta, incapaz de ver el valor de lo colectivo y donde todo le parece falso; Afua siente envidia de la seguridad en sí mismo que tiene Sam, de lo cómodo que se siente con su cultura negra, con la moda y música propias que ha creado su barrio, con su nulo deseo de complacer o caerle bien a alguien. Afua lee libros sobre África y sobre la experiencia negra, Sam vive en un universo africano en Londres. En un momento, mientras escribía su primer libro, Sam le pregunta: “¿Qué clase de persona negra siente la necesidad de escribir un libro sobre ser negro?”. Después de siete años juntos descubren que sus dos abuelas vienen de la misma región, pueblo y comuna de Ghana. Sus familias recorrieron el mundo, pero ellos terminaron emparejándose con el nieto del vecino.

    Lo que hace Hirsch en Decolonising My Body es explorar las mismas dinámicas y jerarquías raciales y de poder, nociones de herencia y pertenencia, escalas de valor de clases y cultura, pero no en su contexto social sino en la relación de nosotros mismos con nuestros cuerpos.

    Hirsch inventa un concepto, ‘síndrome de deficiencia ancestral’, que suena complicado, pero que se refiere a la experiencia de sentir que el colonialismo, el capitalismo y la globalización interrumpieron prácticas y conocimientos antiguos que entregaban un cierto sentido de coherencia y pertenencia a un grupo.

    Pelo, sangre, muerte, sexo, piel

    La estructura del libro de Hirsch se organiza como una exploración de distintas prácticas rituales de belleza e iniciación, lo que ella llama “mi año de adorno”. En su recorrido, literalmente se va llenando de adornos, por ejemplo, ella y su hija empiezan a usar las cuentas de cintura tradicionales de Ghana, una especie de cinturón o cuerda (como un rosario) que se amarra para destacar y celebrar la forma femenina, pero que también tiene el uso práctico de servir para acarrear productos sanitarios y como una forma temprana de detectar un embarazo cuando el cinturón se siente levemente más apretado. Al igual que Brit(ish), el libro mezcla comentarios, literatura, historias y memorias personales, estructuradas en cuatro partes —sangre, belleza, sexualidad y piel—, más un epílogo sobre la vejez y la muerte.

    Su capítulo sobre la sangre explora numerosos ritos de iniciación que coinciden con el comienzo de la menstruación en mujeres o con otras formas de celebrar la transición a la adolescencia: los tatuajes faciales de los Amazigh en África del norte, las ceremonias de la horquilla para el pelo en China (el momento, a los 15 años, en que las niñas dejan de usar trenzas), las fiestas de quinceañeras en México y los bar mitzvah de los judíos, entre muchos otros. Aunque muchos de ellos todavía existen, en África varios fueron reemplazados por ceremonias cristianas, como la primera comunión o la confirmación. Según Hirsch, algunos de estos ritos, y otros en distintos momentos de la vida, fueron interrumpidos por las ideas misionarias que veían estas costumbres paganas como incivilizadas y creían que la única forma de ser cultivado era suscribir ideas de emancipación europeas. También en muchos lugares del mundo, la Iglesia Católica ayudó a terminar con la práctica de tatuajes religiosos, que se habían usado incluso en comunidades cristianas; Hirsch dice que se transformaron literalmente en un “estigma”, una marca o impresión no deseable. Para las poblaciones locales, como la familia extendida de Hirsch, consentir con estas normas nuevas permitió acceder a trabajos, educación, buenos colegios y más, en el contexto de la administración colonial.

    Es difícil no pensar en prácticas menos positivas que han existido, y todavía existen, en lugares de África, como la mutilación genital femenina o el hecho de que algunas niñas son desterradas fuera de su casa durante los días del mes en que tienen su período. Hirsch solo aborda esto en forma general, rechazando la idea de que Europa de cierta forma llegó a salvar al continente de su incivilidad, mencionando la necesidad de distinguir entre lugares y tradiciones y explicando que el género no era un principio organizador en las sociedades precoloniales. De hecho, muchas de las ideas, leyes y prejuicios contra la homosexualidad, que existen en distintas partes del mundo, son consecuencia directa de las concepciones puritanas del sexo de cristianos y victorianos, no ideas que existían antes.

    Más allá de rituales específicos de belleza y adorno, Decolonising My Body también construye una idea del descanso como una práctica decolonial, el rechazo a las ideas aprendidas de que el único sistema de valor es la contribución económica o la acumulación de riqueza y capital. Aquí se nota la influencia de la poeta y activista Tricia Hersey, conocida por su libro Rest is Resistance y fundadora del proyecto The Nap Ministry, quien valora el descanso como un acto de reparación y justicia social, y no como algo que uno hace en un spa por el que hay que pagar. Hirsch ve el descanso y el sueño como un portal de la imaginación, y un desafío a la cultura híper productiva y al valor de la acumulación. Para Hirsch, aquí también reside el valor de los viejos, de los que dejaron de producir y acumular, de los que son venerados en su experiencia y, además, en su exuberante apariencia física. En sus palabras: “En mi herencia Akan, ser joven es no ser nadie. Las personas mayores son VIP y el estatus se acumula con la edad. No puedes asumir las posiciones más prestigiosas en la comunidad hasta que hayas superado ciertos hitos, no puedes mediar en las disputas hasta que hayas acumulado sabiduría, ni siquiera puedes alcanzar todo el potencial estilístico de la moda tradicional hasta que tu cuerpo se haya llenado, madurado e, idealmente, que también haya engordado”.

     

    Imagen de portada: Sin título (2024), de Cristóbal Correa, collage análogo, 21,5 x 28 cm.

     


    Decolonising My Body: A Radical Exploration of Rituals and Beauty, Afua Hirsch, Square Peg, 2023, 224 páginas, 16 euros.

  68. Pequeña historia del Chile decimonónico

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    El año 1918 fue uno de pérdidas y de términos para Abdón Cifuentes: muere su esposa, deja su cátedra de Derecho en la Universidad Católica y pone fin a las memorias personales que estaba escribiendo. Tenía 82 años y se había adentrado en el siglo XX como una de las “gloriosas reliquias” (según Ricardo Donoso) del siglo previo, en el que fue “cerebro y espada” (según Encina) del Partido Conservador.

    Persona de ideas y de acción, fue abogado, profesor, periodista y político —con todas las estaciones del camino de honores: diputado, senador, subsecretario, ministro, consejero de Estado—, protagonista de las principales controversias políticas y doctrinales chilenas, siempre guiado por sus convicciones religiosas y cívicas. Su catolicismo de trinchera lo impulsó a ser redactor o fundador de diarios y revistas, así como a crear instituciones educativas y sociales para construir una sociedad civil católica que interviniera en la esfera pública. Fue famoso por la retórica erudita y combativa de sus discursos en tribunales o en el Congreso. Decía que asumió participar en política para la defensa de su fe, pero en el gobierno y el Parlamento defendió muchas libertades o medidas liberales y republicanas.

    La familia de Cifuentes, destinataria de sus Memorias como lectura privada, decidió publicarlas. Aparecieron, en dos tomos, 18 años después de que las terminara y ocho después de su muerte. En ellas entregaba una visión panorámica de su vida y su actividad.

    El crítico Alone temía que su relato se viera refrenado por escrúpulos religiosos —“su doctrinarismo intransigente lo colocaba tan a la derecha que lindaba ya en el sacerdocio”— y otras aprensiones. Pero sus temores se disiparon luego y saludó a Cifuentes como uno de los grandes memorialistas chilenos.

    Efectivamente, las suyas son unas memorias vívidas y desenvueltas, espontáneas e indiscretas, francas y sesgadas. Escritas en el estilo distendido de una conversación, no hay vahos de la oratoria sacra que a veces infiltra sus discursos. Aparecen episodios y personajes cruciales del pasado nacional, vistos un poco al trasluz, no como se perciben sobre el escenario, interpretando sus roles distinguidos e iluminados por los reflectores de la Historia, sino como se comportaban entre bastidores, cuando han dejado atrás a sus personajes.

    A pesar de su valor documental, su riqueza de anécdotas y detalles, su perspectiva muchas veces desmitificadora, las Memorias de Cifuentes no contaban con otra edición que la de 1936. La editorial Fe de Ratas recupera ahora parte de la versión publicada como Páginas de memoria, con selección, prólogo y notas del escritor Rafael Gumucio. Tal vez por modestia —o quizá por falta de ella—, este no señala que antepasados suyos, anteriores Rafaeles Gumucios, participaron en la publicación de la obra de Cifuentes: su tatarabuelo en sus Discursos (1882) y su bisabuelo en sus Memorias (1936). El primero es mencionado un par de veces en ellas y el segundo, cuando las prologa, considera al autor “el más grande de los hombres que mis ojos han visto”. Nada de esto figura en esta edición.

    El más reciente Gumucio considera Páginas de memoria una “antihistoria” de Chile, denominación que quizá responde a su admiración por Parra. Pero más bien muestra la “pequeña historia” de un país igualmente pequeño, cuando el círculo de sujetos con poder era aún más reducido que el actual. Es también una pequeña historia porque muestra usualmente las pequeñeces (y a veces las grandezas) de las distintas personas que desfilan por ella.

    Luchó por la libertad electoral: se opuso al intervencionismo gubernamental y fue el primero en proponer (1865) la extensión del sufragio a la mujer. En la guerra contra España, aconsejó de forma tan tenaz como desatendida adquirir buques blindados. Defendió la libertad de asociación y la religiosa. Impulsó el fomento de conocimientos aplicados e industriales. El campo donde más destacó fue en la promoción de la libertad de enseñanza contra el monopolio estatal de la educación.

    En fragorosas batallas

    A mediados del siglo XIX, las luchas ideológicas fueron intensas. A consecuencia de la llamada “cuestión del sacristán”, se reconfiguró un sistema de partidos con una línea divisoria: la posición de la Iglesia en el Estado. La fusión entre liberales y conservadores ganaría la elección presidencial de 1861. Pero pronto empezaron a soltarse las costuras que los unían. En la confrontación entre ellos, Cifuentes fue central en la defensa del conservadurismo católico y el fomento de una serie de libertades, en especial la de enseñanza.

    Nacido en una familia de propietarios agrícolas sin mayor fortuna, estudió en el Instituto Nacional (tuvo maestros allí y afuera tan dispares como Miguel Luis Amunátegui, Joaquín Larraín Gandarillas o Ventura Marín). Desde entonces tuvo la convicción de que el Estado no era buen educador. Fue profesor en colegios desde los 17 años. Enseñaba y se interesaba por la Historia.

    A mediados de 1861 se tituló de abogado, luego de haber hecho su práctica, por curiosidad, con Antonio Varas, ministro de Montt. En 1863 comenzó a colaborar en el periódico El Bien Público y algunas de sus críticas llegaron a tribunales: demandado por el viajero alemán Paul Treutler, fue absuelto gracias a su propia defensa.

    El incendio de la iglesia de la Compañía, en 1863 (donde murieron muchas personas), con su posterior campaña antirreligiosa, llevó a la fundación de un diario católico del que fue redactor desde 1864, mismo año en que empieza a ser profesor del Instituto Nacional. Ante el avance del laicismo, para formar cuadros católicos en “las luchas de la palabra y de la pluma”, fundó la Sociedad de Amigos del País en 1865 y una revista en 1867.

    En el ámbito político, fue subsecretario de Relaciones Exteriores (1867), diputado por 12 años y senador por otros 12. En 1871, fue ministro de Justicia, Culto e Instrucción Pública de Errázuriz Zañartu.

    Durante todo ese tiempo destacó por sus ataques y defensas. Luchó por la libertad electoral: se opuso al intervencionismo gubernamental y fue el primero en proponer (1865) la extensión del sufragio a la mujer. En la guerra contra España, aconsejó de forma tan tenaz como desatendida adquirir buques blindados. Defendió la libertad de asociación y la religiosa. Impulsó el fomento de conocimientos aplicados e industriales. El campo donde más destacó fue en la promoción de la libertad de enseñanza contra el monopolio estatal de la educación.

    Fuera y dentro del país y del gobierno

    En 1869, dadas sus numerosas actividades, Cifuentes vio quebrantada su salud. Salió de Chile en un largo viaje, financiado por la generosidad de sus amigos. Contaba con una licencia y una comisión del gobierno, pero rechazó el sueldo. Aprovechó de ir a Europa con los obispos que asistirían al Concilio Vaticano I. Era un viaje de descanso, pero sus preocupaciones lo hacen parecer uno de estudios. Se afanó en obtener datos, entrevistarse con gente, estudiar y comparar, desde la mendicidad a las prisiones o las obras caritativas. Fue un viaje sumamente importante. Relata en sus Memorias sus impresiones e investigaciones en Francia, Italia, España, Inglaterra, Bélgica, Alemania. En Estados Unidos le llamó la atención la gran libertad de enseñanza y la iniciativa privada en las universidades.

    Regresó a Chile en 1871. Errázuriz Zañartu lo nombra ministro y como tal impulsó varias medidas, en especial, decretar la libertad de exámenes. Esto generó un enorme conflicto con Barros Arana, rector del Instituto Nacional. Hubo desórdenes en las calles e incluso un asalto (con un muerto) al hogar de Cifuentes. Renunció al ministerio, lo que influyó en la disputa con el sector liberal y la ruptura de la coalición. El Partido Conservador pasó a ser oposición y no apoyó al candidato Aníbal Pinto, en cuyo gobierno tuvo lugar la Guerra del Pacífico, suavizando la disputa partidaria. Bajo Pinto, en 1878, los conservadores convocaron su Primera Convención (con discurso inaugural de Cifuentes), que le dio consistencia programática sobre temas como la descentralización administrativa, las libertades electorales, de enseñanza, asociación y prensa.

    Las disputas recrudecieron. Un problema serio en las relaciones Iglesia-Estado fue la sucesión arzobispal de Santiago, tras la muerte de monseñor Valdivieso, en 1878: la Iglesia y el gobierno (por derecho de patronato) optaron por personas distintas. La disputa, detenida durante la guerra, se reactivó al asumir Santa María, por lo que vino un delegado apostólico para solucionar las diferencias. Santa María lo expulsó del país en 1883 y rompió relaciones con la Santa Sede. Entre 1883 y 1884, el gobierno promulgó las leyes de cementerios laicos, de matrimonio civil y de registro civil. Cifuentes se opuso a ellas.

    Elegido presidente Balmaceda, se calmó la pugna clericalismo-anticlericalismo. Pero en los años siguientes surgió una nueva disputa por la primacía entre el Poder Ejecutivo y el Congreso. La tensión se convirtió en conflicto (Cifuentes menciona en estas páginas un plan de autogolpe de Balmaceda no ejecutado). Una junta de partidos opositores planeó la revolución y Cifuentes redactó el acta de deposición presidencial. Cuando Balmaceda rompió el marco constitucional, en 1891, se inició la Guerra Civil, que duró nueve meses. Durante ese tiempo, Cifuentes fue encarcelado y luego permaneció escondido y siendo buscado por las fuerzas balmacedistas. Chillán, Concepción, Lota, Talca, Buin y Santiago fueron lugares en los que se ocultó.

    Tras el conflicto, el Partido Conservador pudo ver concretados algunos de sus propósitos, con la ley de la comuna autónoma y la modificación del régimen electoral. Antes, el mayor logro de las aspiraciones conservadoras de libertad de enseñanza fue la fundación de la Universidad Católica, en 1888, para lo cual Cifuentes fue una pieza fundamental.

    Cuando Balmaceda rompió el marco constitucional, en 1891, se inició la Guerra Civil, que duró nueve meses. Durante ese tiempo, Cifuentes fue encarcelado y luego permaneció escondido y siendo buscado por las fuerzas balmacedistas. Chillán, Concepción, Lota, Talca, Buin y Santiago fueron lugares en los que se ocultó.

    Episodios nacionales escogidos

    Páginas de memoria es una antología de las Memorias de Cifuentes, ya sometidas, al parecer, en su publicación original, a recortes para atenuar su contenido. El nuevo editor indica que respeta el orden de los hechos, pero fragmenta el relato en pequeños retratos.

    No es un mal criterio. Cifuentes, como señaló Alberto Edwards, presenta a los personajes de forma que sus actuaciones dibujen su personalidad. Pero su relato no es uno de retratos ni sigue estrictamente una secuencia cronológica. Por eso, Gumucio altera el orden de los párrafos o cambia ligeramente la ubicación de algunos episodios, para que cuadren mejor en su galería de retratos o capítulos. Usualmente ensambla bien las piezas del rompecabezas, pero no siempre, y quedan algunas desajustadas y sin contexto (por ejemplo, Mariano Casanova como el arzobispo elegido en 1886 que soluciona el problema de sucesión abierto en 1878).

    Las estampas de Cifuentes, aunque no pocas veces tendenciosas, son expresivas. Dice de Lastarria que “el incienso que acostumbraban echarle a la cara sus amigos le había inspirado una gran vanidad”. Describe a Bilbao como “un conjunto de soberbia, de audacia, de impiedad y de atrevida ignorancia”. Por sus páginas circulan José Zapiola, brindando en una reunión; Carlos Walker Martínez, dispuesto a ser corsario contra España, recalando en Chiloé; Manuel José Irarrázaval, mecenas e impulsor de la comuna autónoma, que no se atrevía a hablar en la Cámara; el general Baquedano, héroe de 1879, quien en la revolución de 1891 se negó a firmar el acta, porque “pueden pillarme”. Barros Arana, indiscreto y maledicente.

    Errázuriz Zañartu es figura central, aunque Cifuentes no lo estimaba, por su doblez: creyente de misa diaria en su vida privada, en la pública favoreció el laicismo. Pero Cifuentes mismo en ocasiones —su votación secreta en contra de la incorporación de Errázuriz a una sociedad católica o su ardid como ministro para confundir a la prensa liberal sobre su reforma educativa— muestra que a veces fue tan poco directo como Errázuriz.

    Queda la duda de quién o qué queda fuera. Si la selección responde a algún criterio, el editor no lo explicita. ¿Sus simpatías o intereses?: no figura aquí Portales, a quien Cifuentes llama “tal vez el más eminente de los estadistas de Sudamérica”, ni Manuel Egidio Ballesteros, prohombre de los estudios legales y protegido de Cifuentes, quien devolvió la consideración con malagradecida mezquindad.

    ¿Precisiones desconocidas? No aparece la importancia del arzobispo Valdivieso en el hermoseamiento del cerro Santa Lucía. Según Cifuentes, le habría dado la idea a Vicuña Mackenna.

    ¿Solamente lo relativo a Chile? Se saca todo el viaje de 1869-1871. Pero es entonces que aparece una de sus revelaciones más curiosas sobre un chileno: en Washington conoce a Eduarda Mansilla (la primera novelista argentina), quien afirma que Francisco Bilbao murió por culpa suya en Buenos Aires: ella se lanzó al río, él la rescató y murió de neumonía.

    Cuestión de palabras

    El editor también señala que en algunos pasajes ha modernizado el vocabulario y la sintaxis. Parece ir un poco más allá.

    Tal vez podría entenderse alterar los enclíticos (“refiérese”, “pidióme”, etc.), pero realiza una no tan esporádica labor de cambio de palabras. Ejemplos: transforma “fallecimiento” en “murió”; “casorio” en “matrimonio”; “menudencias” en “bagatelas”; un cargo “gratuito” en “ad honorem”. No parecen tanto palabras anticuadas como no del gusto del editor. ¿Pero no es el vocabulario de un autor parte de su personalidad?

    Su afán por limar el estilo del autor lo precipita en la errata: el encono de ciertas “figuras” se entiende mejor al ver el original “furias”. La frase: “Durante todo el día no se cortaba en el camino”, aquí adopta un giro vanguardista: “Nunca no se cortaba en el camino”. Y cambiar números por palabras juega sus trucos: en la guerra contra España, el bombardeo a Valparaíso en 1866 implicó pérdidas de unos 8 millones de pesos. Lo dice bien Cifuentes, pero aquí se habla de 8 mil pesos.

    Las estampas de Cifuentes, aunque no pocas veces tendenciosas, son expresivas. Dice de Lastarria que ‘el incienso que acostumbraban echarle a la cara sus amigos le había inspirado una gran vanidad’. Describe a Bilbao como ‘un conjunto de soberbia, de audacia, de impiedad y de atrevida ignorancia’.

    Conservadurismo

    Se ha dicho que un conservador es un liberal que ha sido asaltado, y un liberal es un conservador que ha sido arrestado. Cifuentes, quien fue asaltado y también arrestado, nunca dejó de ser un conservador.

    Sin embargo, era uno que defendió una serie de libertades y el voto femenino. Gumucio habla incluso de un conservadurismo “libertario”. En su aparente añoranza de ese conservadurismo, sostiene como “hecho innegable” que el primer parlamentario mapuche fue del Partido Conservador. Tal vez la antihistoria tenga algo que decir, pero según la simple historia, Francisco Melivilu militaba en el nada conservador Partido Democrático.

    Ahora, ¿era Cifuentes una aberración genética: el extraño caso del conservador liberal y feminista? No. En el siglo XIX, hubo un conservadurismo que aceptaba ciertos principios liberales y se aproximaba al ala conservadora del liberalismo, que hacía el mismo movimiento en sentido inverso. Esto, según ha estudiado José Luis Romero, pudo verse en toda Latinoamérica. Los “liberales conservadores” y los “conservadores liberales” podían encontrar puntos de coincidencia.

    Por otra parte, era una reacción conservadora a los cambios que se venían gestando y que les quitaban las ventajas de las que antes habían dispuesto. Los liberales pretendían la secularización de la vida social y política según principios que se proyectaban hacia cuestiones como las propiedades de la Iglesia, la intervención del clero en la vida política, la intolerancia religiosa, el monopolio de la educación, el registro de las personas y la administración de cementerios. En Chile, desde que los conservadores abandonaron el gobierno sabían su desventaja frente a los liberales, por lo que defendieron la libertad de asociación, la ampliación del derecho de sufragio y la libertad de educación, de manera de ganar espacios en la vida pública para su partido y para su idea de sociedad.

    Cifuentes hizo esto de manera particularmente coherente. Páginas de memoria es una buena aproximación a su figura, que despierta un interés renovado. La editorial Tanto Monta amenaza con un proyecto de sus Obras completas en seis tomos, que ojalá se concrete.

     


    Páginas de memoria, Abdón Cifuentes, Fe de Ratas, 2023, 373 páginas, $16.000.

  69. María Sonia Cristoff: “Charlotte Brontë tenía muy en cuenta la cuestión económica”

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    No puedo escribir libros que traten los temas del día, no sirve de nada intentarlo. Ni puedo escribir un libro por su moraleja”, es una de las reflexiones que encontramos en Caminar invisible, un conjunto de cartas de Charlotte Brontë hacia sus editores desde que estos aceptaron el manuscrito de Jane Eyre, que pronto se convirtió en un polémico best seller, hasta poco antes de la muerte de la última sobreviviente de las hermanas Brontë.

    El libro fue presentado en la Universidad Diego Portales, el pasado 11 de noviembre, por la escritora argentina María Sonia Cristoff, quien leyó parte de su prólogo para el volumen. Allí no solo elaboró un recorrido biográfico que contextualiza el epistolario, sino que también se adentró en temas como las resonancias contemporáneas del gesto de Charlotte Brontë, que rechazó varias de las obligaciones sociales de ser una escritora, en parte por el hecho de que las tres hermanas escribían desde un lugar muy apartado y con seudónimos (Charlotte, Emily y Anne Brontë firmaban como Currer, Ellis y Acton Bell).

    Leí Jane Eyre con furor a los 10 años —cuenta Cristoff—. Cuando me puse a trabajar en este prólogo, leí muchas cosas de Brontë y me pasé tres meses en otra dimensión, en la que estaba enteramente feliz. Creo que fue por retomar esa relación con la lectura, porque aunque sigo adorando leer, es inevitable que con los años, sobre todo para quienes leemos mucho profesionalmente, aparezca una cierta distancia, ironía, cansancio. Releer Jane Eyre me llevó a reconectar con mi experiencia de lectura, pero también fue inevitable que ciertas cosas ahora me hicieran ruido, como la gran cuota de melodrama o la relación de Jane con Rochester, que al día de hoy bordea lo intolerable desde una lectura feminista. Pero yo soy alguien que instiga este tipo de lecturas, y no para cancelar (porque me parece horrible hacer una crítica desde el presente, sin tener en cuenta el contexto), ni tampoco tratando de salvar la novela, sino buscando su multiplicidad de sentidos. Con esto pienso en Virginia Woolf, que en su perfil crítico a los 100 años del nacimiento de Charlotte dice que también ve cosas que le hacen ruido, pero en definitiva le perdona todo. Ese es el poder de la narración. Lo que tiene esta novela es una fuerza narrativa que te mete en ella: desde la escena inicial, en que Jane es pequeña y mira por la ventana, vos te trasladás. La narración contemporánea ha perdido en atmósferas y descripciones, y no estoy pidiendo que volvamos a eso, pero recuperar aquella experiencia mediante la lectura es muy lindo.

    Las verdaderas obras de arte comparten una peculiaridad —escribió Woolf en ese texto del centenario, incluido en Genio y tinta—. Con cada nueva lectura uno se percata de algún cambio, como si la savia de la vida corriera por sus hojas e, igual que los cielos y las plantas, tuviera el poder de modificar la forma y el color de estación en estación. (…) Las novelas de Charlotte Brontë deberían colocarse dentro de la misma clase de creaciones vivas y cambiantes, que, por lo que podemos intuir, servirán a una generación que aún está por nacer de espejo en el que medir su variable estatura. A su vez, esos nuevos lectores dirán cómo ha cambiado Brontë para ellos y qué les ha proporcionado”.

    Una cosa que a mí me parece extraordinaria de Jane Eyre es que Charlotte Brontë tenía muy en cuenta la cuestión económica y, por ende, las cuestiones de clase. Las condiciones materiales de existencia la obsesionaban, las tenía presentes todo el tiempo. En las cartas a sus editores saca cuentas y considera temas como la diferencia de acceso a ciertos bienes, lo que da mucho que pensar, en una lectura contemporánea, sobre la relación entre literatura y dinero. Y en Jane Eyre, cuando la protagonista está decidiendo si volver con el que había sido su jefe, se da cuenta de que va a quedar muy a expensas de él, entonces hace todo un movimiento para estar más nivelada económicamente. Esto me interesa porque se suelen tomar otros aspectos de la novela, como el romanticismo, o el gótico con la loca en el desván, pero se deja de lado cómo el personaje tiene una mirada de clase y es tremendamente crítica de la burguesía.

    En la actualidad la función de la crítica ha quedado un poco relegada, porque han cambiado las usinas generadoras de legitimidad. Antes estaban en los medios especializados y en la academia, que están en crisis o conviven con una atomización. Y tampoco es que esas instituciones hayan sido una maravilla, también tenían problemas, y que haya una proliferación, que algo salga de un lugar central de poder, a mí siempre me parece una buena noticia.

    Nueve meses después de haberse casado, en marzo de 1855, Charlotte murió —escribe Cristoff en el prólogo de Caminar invisible—. Se ha dicho que hay que buscar la causa de esa muerte en una complicación del embarazo que por entonces tenía, o en una enfermedad del tracto digestivo, o en la tuberculosis o en alguna infección que se puede haber contagiado. Yo diría más bien que no se puede encerrar a una leona sin esperar que no haya consecuencias”. Esta es una hipótesis que la autora sostuvo desde niña, cuando vivía en la Patagonia trasandina, en un aislamiento similar al de los páramos de Yorkshire de las Brontë, y se identificó en particular con Charlotte:

    Yo entiendo por qué la posteridad ha endiosado a Emily, porque tiene todo para hacerlo, con su gesto radical de rechazo a todo y esa novela descomunal que escribió. Pero a mí lo que me interesa mucho de Charlotte, y creo que por eso siempre la tuve más próxima, es que se banca negociar con el mundo. Sus hermanas son publicadas en gran medida gracias a ella, pese a que estaba muy apartada de todo y no conocía a nadie del universo literario, porque vivían en ese pueblo perdido. Entonces tuvo mucho que sobrepasar, interna y externamente, para tener una voz literaria y, luego, para tener la capacidad de negociar con el mundo, de tener palabra pública, que es lo que a mí me gusta mucho de este volumen. Ves a alguien que está ensayando sus primeras instancias de palabra pública, que todavía es algo interesante para cualquiera que escribe, sobre todo para las mujeres. A mí lo que me interesa remarcar es que, incluso al publicar su primera novela, ella no cae en la celebración banal; celebra, pero no se pone a los pies de cualquiera y discute las críticas que salen. Porque tiene con qué defenderse, porque ha leído mucho. Ya que en esa casa familiar, donde también podían pasar cosas horribles, como tener un padre párroco que pensaba que el único que podía escribir era el hijo, además de muertes y otras atrocidades, había mucha lectura.

    Con todo ese bagaje detrás, parte del cual se deja ver en estas cartas, Charlotte Brontë analiza una y otra vez los comentarios que se publican en torno a sus novelas —las notas del traductor del volumen, Angelo Narváez León, nos permiten revisar muchas de esas reseñas—, de manera que a lo largo del epistolario esboza toda una crítica de la crítica:

    Para valorar el elogio o admirar la culpa, debemos respetar la fuente de donde proceden, y no respeto a un crítico incoherente. (…)

    Me acuerdo de The Economist. El crítico literario de ese periódico elogió el libro si estaba escrito por un hombre, pero lo calificó de “odioso” si era obra de una mujer.

    A esos críticos les diría: “Para ustedes no soy ni hombre ni mujer. Me presento ante ustedes solo como un autor, es el único estándar por el cual tienen derecho a juzgarme, el único motivo por el cual acepto su juicio”.

    Esa es una de las líneas más interesantes de lectura, y no solo en estas cartas, sino también en otras, como las que reproduce Elizabeth Gaskell en su biografía, en que aparecen muchas de esas peleas con críticos, porque ella no tiene esa actitud más cholula que últimamente tienen los escritores con la crítica, cuando solo les importa salir bien en la foto. En la actualidad la función de la crítica ha quedado un poco relegada, porque han cambiado las usinas generadoras de legitimidad. Antes estaban en los medios especializados y en la academia, que están en crisis o conviven con una atomización. Y tampoco es que esas instituciones hayan sido una maravilla, también tenían problemas, y que haya una proliferación, que algo salga de un lugar central de poder, a mí siempre me parece una buena noticia. El problema es que, con esta multiplicidad y atomización, muchas veces lo que se dice tiene menos que ver con la crítica que con la promoción, y si promoción le gana a crítica, estamos en problemas. Al final volvemos al tema de la legitimación, la que también ha sido un peligro cuando ha quedado solo en manos de ciertos críticos hombres, blancos, aburridísimos. El otro día hablaba de esto con Jesús Cano Reyes, un académico, editor y crítico español, y él acuñó una idea que gustó mucho: quizás la verdadera legitimidad viene de cuánto tiempo de su vida alguien le ha dedicado a leer, porque hay opiniones más fundadas que otras, y si alguien leyó mucho, tiene más herramientas para hacer una crítica. Me parece que quienes hemos leído mucho reconocemos rápidamente a otros que también lo han hecho, así legitimás esas lecturas y no los momentos de promoción.

    A mí me preocupa que las escrituras se vuelvan demasiado apegadas a las doxas, porque no sé si todo el mundo es consciente de que estar conectado, participando y autopomocionándote, te pone en peligro de reproducir formas de pensar, o de reproducir activismos (desde el lugar más evidente). Para mí la literatura, la escritura, tiene que ver con ir a contrapelo de la marcha del mundo, para mirarlo críticamente.

    En una carta de inicios de 1848, Brontë relata que “Jane Eyre llegó a Yorkshire, una copia incluso ha penetrado en este vecindario: vi a un anciano clérigo leyéndolo el otro día”, y se alegra al descubrir que él logra reconocer a los personajes reales en que se inspiró, aunque también la alivia el hecho de que “no reconoció a ‘Currer Bell’. ¿Qué autor sería sin la ventaja de poder caminar invisible?”. Pero en un momento se volvió necesario aclarar sus verdaderas identidades, así que Charlotte y Anne viajaron seis horas a pie bajo una tormenta para recién llegar a una estación de tren desde donde poder dirigirse a Londres y presentarse ante los editores. Las tres hermanas, además, solían comentar sus obras mientras caminaban, una acción física que también es muy importante en la obra de Cristoff:

    Para mí, la caminata no está asociada a esta cosa del flâneur, de la observación. Es más bien una manera de tolerar lo intolerable de la época, el bombardeo constante sobre las sensibilidades y las mentes. Lo que busco es sustraerme de este bombardeo excesivo, aburrido, agotador, a la vez que adictivo. Sin embargo, la caminata ya estaba presente en mí y en mi escritura mucho antes de que esto fuera tan grave, tan acelerado, y yo creo que ahí hay algo de mi traza patagónica. El acto de caminar aparece tematizado en mis novelas Mal de época o Bajo influencia, además de Falsa calma, que es mi primer libro, donde hay un capítulo deliberadamente armado mediante caminatas que llamé “circulaciones”. Allí también aparece el tema de la locura, que es muy recurrente en todo lo que escribo: la narradora está circulando entre situaciones que para mí bordean la locura, en un gesto medio ambiguo, porque ella da vueltas y vueltas, como si estuviera por caer en ese mismo estado, a la vez que trata de resistirse con ese gesto. Y quizás el tema de estar todo el tiempo conectados también es una forma de locura.

    En ese sentido, no es sorprendente la identificación que Cristoff sentía desde pequeña con Charlotte Brontë, ni la manera en que en el prólogo la toma como modelo a seguir, en ciertos aspectos, para los escritores de la actualidad, ya que admira sus estrategias “para defender tanto su capacidad de trabajo como su percepción singular, intocada por el murmullo de las modas”.

    Siempre me ha parecido interesante plantear una perspectiva distinta, que se aparte un poco de la marcha general de las cosas, porque, si no, para qué leemos. A mí me preocupa que las escrituras se vuelvan demasiado apegadas a las doxas, porque no sé si todo el mundo es consciente de que estar conectado, participando y autopomocionándote, te pone en peligro de reproducir formas de pensar, o de reproducir activismos (desde el lugar más evidente). Para mí la literatura, la escritura, tiene que ver con ir a contrapelo de la marcha del mundo, para mirarlo críticamente. Y no con la necesidad de ser original, para nada, sino para ejercer el sentido crítico. Por lo tanto, no puedes estar subiéndote en todos los trenes de lo que hay o no hay que pensar o decir. Cada quién se buscará sus maneras de encontrar ese contrapelo. En mi caso la caminata contribuye a eso, al igual que el hecho de que le dedico las primeras cuatro horas del día, sí o sí, a leer o escribir, sin mirar el celular ni otras formas de recibir mensajes. Eso, abstenerme de la marcha del mundo, me hace la vida más feliz.

    Siendo una escritora que, como señala sobre Brontë, le da mucha importancia a la reflexión sobre lo económico y las condiciones materiales, en la presentación de Caminar invisible Cristoff habló sobre cómo exploró distintos trabajos antes de encontrar uno que realmente le permitiera escribir y no la hiciera infeliz. Este resultó ser el de dar clases, que es precisamente lo que vino a hacer a Chile en esta visita, en que llevó a cabo una clínica de 10 días con estudiantes del Magíster en Escritura Creativa de la UDP.

    Más que enseñar, lo que yo busco hacer en las clases es compartir y abrir el juego. Pero siempre les digo a mis alumnos que me parece que la mejor forma de la generosidad es una lectura honesta. Estos son espacios donde hay mucho lugar para la discusión, el desacuerdo, la transformación. Y los textos terminan muy transformados después de pasar por esos cursos, al igual que yo, porque son espacios donde realmente escucho a los otros y tengo una conexión con parte de lo que están pensando las nuevas generaciones, que a mí me interesa muchísimo. Allí no solo se discuten los textos puntuales, sino las ideas de la literatura, y más que si un texto está bien o mal, para mí lo importante es que cada quien piense hacia qué proyecto literario se dirige. Porque hay incluso escritoras y escritores publicados que me parece que no tienen muy claro su propio proyecto, sino que van bandeándose según las exigencias del mercado, y así se empobrece mucho la práctica literaria.

     

    Fotografía: María Sonia Cristoff en la UDP, en 2023.

     


    Caminar invisible. Cartas sobre Jane Eyre, 1847-1854, Charlotte Brontë, traducción de Angelo Narváez León, prólogo de María Sonia Cristoff, Banda Propia, 2024, 216 páginas, $19.000.

  70. Rostro

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    La artista catalana Roser Bru (1923-2021) se dedicó en la segunda mitad de los 70 a pintar, dibujar y grabar el rostro de Franz Kafka. Residente en Chile desde su llegada en el Winnipeg, en 1939, Bru tiene un trabajo continuado e imprescindible sobre él y más escritores: Virginia Woolf, Enrique Lihn, Ana Frank, César Vallejo, García Lorca, Miguel Hernández y José Hernández, el autor del Martín Fierro. En buena parte de esas imágenes vemos los rostros de los autores sobre un fondo blanco, cruzado por líneas diagonales, muchas de ellas cortadas, e intervenido con manchas de colores o tinta, cintas adhesivas, puros trazos que parecen esfumarse dentro del papel. Las caras son reliquias rescatadas, que parecen flotar para restaurar una memoria que está siendo borrada y, con eso, la artista subraya tal vez la necesidad de volver a una obra que debe ser releída.

    Muchas veces, también, esos rostros están abocetados, como si fueran apuntes que son salvados del olvido, de la nada. Que buena parte de esas obras hayan sido creadas en los primeros años de la dictadura solo aumenta la sensación de urgencia y desamparo que proponen. La suma de todas esas imágenes cristaliza en un diario de lecturas de Bru, una lista que se vuelve pública, dolorosa e inevitable. No es raro: los retratos o fotografías de los escritores poseen el atractivo de un misterio posible. “El rostro del escritor representa, la superficie de la obra. Nos proporciona una pista sobre el misterio que la obra encierra. ¿O es en el rostro donde está el misterio?”, decía una fotógrafa en Mao II, la novela de Don DeLillo.

    Bru, que recibió el Premio Nacional de Artes Plásticas en 2015, trabajaba con fotografías o, mejor dicho, con sus restos, en una nómina donde Kafka oficia como un centro posible, como obsesión que permanece a lo largo de los años. Hay algo perturbador con el modo en que Bru reproduce sus rasgos: la nariz y los ojos son lo único que permanece o sobrevive de su semblante y su mirada que inspecciona lo humano, como si fuese capaz de atisbar sus pesadillas para luego convertirlas en literatura. Para Bru, al fondo de estas imágenes está la posibilidad del exterminio, el campo de concentración donde terminó Ana Frank y Milena Jesenská, la periodista con quien Kafka sostuvo una relación epistolar intensa, apenas interrumpida por un par de encuentros en persona que pudieron —para ambos— ser tanto una colección de promesas como una cita con el desastre.

    Kafka: el campo de concentración en una mirada que no lo conoció”, anotó Adriana Valdés en el catálogo de esa muestra de 1977, en cuya portada aparecía una pequeña fotografía del checo arriba de una imagen de Auchtwitz. Y Nelly Richard también escribió en dicho catálogo: “Todos los retratados condensan, en su pose, la expresión definitiva de un destino no solo individual, sino colectivo, puesto que pasa por la Historia. La fatalidad de dicho destino está absorta sus ojos, en la dirección primera de sus ojos fotografiados, frente a la cámara, la dirección segunda de sus ojos ahora pintados, frente a nuestros ojos de espectadores de la pintura de Roser Bru”.

    Era tímido, medroso, dulce y bueno, pero los libros que escribió son crueles y dolorosos. Veía el mundo lleno de demonios invisibles que destrozan y exterminan al hombre desprotegido”, anotó Milena sobre Kafka, al que llamaba Frank, en un obituario que escribió sobre ese amor perdido y muerto. “Conocía el mundo de manera insólita y profunda, y él era también un mundo insólito y profundo”, agregó.

    Salvo este texto y unas cartas que le envió a Max Brod, no se conserva algo más de su relación con el autor de La metamorfosis. Esa ausencia es una obra completa. La mirada reemplaza la palabra, es la palabra, y Bru la entiende como el lugar donde podemos encontrar su voz en medio del vacío y la ausencia. De este modo, recupera sus rostros y traza líneas posibles entre ellos. Ese álbum de familia recupera sus rostros en medio de la dictadura de Pinochet para entenderlos como fantasmas que llaman a otros fantasmas, mientras adivinan la violencia y el olvido sobre los cuerpos y vidas, comprende la condición especular de los horrores del siglo XX al modo de una pesadilla recurrente. Como dijo Lihn en una frase tan citada como concluyente acerca de la obra visual de Bru: “Ha pintado tan abundante e insistentemente, que lo hace con una mano de ángel (pegado al ojo de la cerradura del infierno)”.

  71. Diálogo de sordos

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    Peter Turchin acaba de publicar un nuevo libro titulado End of Times, “El fin de los tiempos”, traducido al español como Final de partida. Partamos por explicar quién es Peter Turchin. Nació en la entonces Unión Soviética y se formó en la disciplina de biología en la Universidad del Estado de Moscú. Su padre, un físico y pionero en la inteligencia artificial, fue un disidente que se exilió junto a su familia en Estados Unidos, a comienzos de los 80. Allí, su hijo continuaría sus estudios, primero en la Universidad de Nueva York y luego en la Universidad de Duke, donde obtendría un doctorado en zoología.

    Por lo mismo, su trayectoria es curiosa. Él mismo reconoce en la introducción de este volumen que siempre estuvo interesado en la teoría de la complejidad, y que aprendió mucho en el campo de la biología sobre los factores que determinan la evolución de las especies. Provisto de estas herramientas científicas, comenzó a interesarse en la evolución de la humanidad, aplicando modelos matemáticos y análisis estadístico para intentar explicar por qué estamos donde estamos. Mejor, cuál sería el sentido de la vida, si es que lo tuviera. Turchin es fundador de un megacentro de datos históricos (Seshat) y es uno de los pioneros de la cliodinámica, el estudio transdisciplinario que busca explicar los ciclos históricos de larga duración incorporando dimensiones como la evolución cultural, la historia económica y las dimensiones macroestructurales de la sociología.

    Esta acumulación de datos procura interpretar y predecir el surgimiento, evolución y caída de los grandes imperios, grandes dinámicas demográficas, así como crisis significativas del mundo contemporáneo. Se busca así aplicar el método científico a la historia, tema de por sí polémico por las implicancias que tiene: ¿es posible identificar factores definitivos que explican los grandes eventos sociales que enfrentamos en nuestras sociedades? Y si es así, ¿podemos anticipar el devenir de un mundo cada vez más interrelacionado y, por lo mismo, complejo?

    Aquí se plantea una cuestión fundamental y que ha cruzado los debates en las ciencias sociales y humanidades. Me refiero al debate entre el determinismo social y las contingencias casuales que podrían definir a las sociedades. Para algunas personas, es posible identificar ciertas dimensiones, factores o variables que determinan el acontecer social, llámese conflicto de clases a nivel nacional o concentración de poder militar en la esfera internacional. Para otras personas, la evolución del acontecer social está más bien definida por el azaroso proceso de acontecimientos que no es posible predecir, eventos contingentes que provocan dinámicas impredecibles y que van llevando al mundo por insospechados caminos.

    Turchin se inscribe en la primera perspectiva. Entiende que es posible identificar ciertos patrones en la historia de la humanidad de los últimos 10 mil años y que permiten explicar, por ejemplo, por qué se integran o desintegran políticamente los Estados. En Final de partida intenta explicar por qué en sociedades complejas se dan oleadas recurrentes de inestabilidad política y hasta qué punto es factible predecir las condiciones de aquella inestabilidad.

    Para el autor, antes de que se produzca la inestabilidad política en las grandes potencias, es posible registrar un estancamiento o disminución en los salarios. Aquello produce una brecha cada vez mayor entre pobres y ricos, que a su vez produce descontento y desconfianza social. A lo anterior se suma una sobreproducción de jóvenes con titulaciones superiores, lo que implica un descontento intraélites. La brecha social impulsa un sobreendeudamiento del Estado para responder a tales demandas, lo que genera las condiciones de inestabilidad. Así, estancamiento de salarios, brecha ricos-pobres, incremento de la deuda pública y aumento de la desconfianza social son las cuatro condiciones que en todo momento histórico están presentes —de modo interrelacionado— previos a un período de inestabilidad política.

    Para documentar este ciclo anticipatorio a las crisis, Turchin pasa revista a casos históricos (China, Francia, Inglaterra) y a casos más contemporáneos, como Estados Unidos en el siglo XX y XXI.

    La segunda dinámica [señalada por Turchin] se refiere a la concentración de riqueza de aquellas élites y que afectan el bienestar en su conjunto. Aquello generaría un problema que el autor esboza así: ‘Cuando el peso de la cúspide de la pirámide social resulta excesivo, las consecuencias para la estabilidad social son nefastas’.

    En esta obra se pone especial énfasis en el rol de las élites, porque en la secuencia causal es clave comprender los conflictos intra-élites. Pero ¿qué es la élite?, se pregunta. La respuesta descriptiva es que pertenecen a la élite “quienes ostentan el poder”. Por poder se entiende un complejo set de atributos: quienes están en la cúspide de las decisiones políticas; quienes tienen riqueza y la utilizan para ejercer influencia; quienes participan del aparato burocrático-administrativo y que ejercen influencia para tomar decisiones, y quienes ejercen influencia a través de ideas o ideologías.

    Turchin observa que existirían dos dinámicas a las cuales hay que poner atención. La primera se refiere a la competencia de diversos grupos de estas élites por controlar el poder. Las élites tienden a especializarse de acuerdo con la función social que cumplen: empresarial, política, intelectual, burocrática. Se produciría una sobreproducción cuando la demanda por puestos de poder supera con creces a la oferta.

    La segunda dinámica se refiere a la concentración de riqueza de aquellas élites y que afectan el bienestar en su conjunto. Aquello generaría un problema que el autor esboza así: “Cuando el peso de la cúspide de la pirámide social resulta excesivo, las consecuencias para la estabilidad social son nefastas”.

    ¿Qué se puede hacer, entonces, para prevenir que todo esto ocurra?

    La respuesta se encuentra en aquellos momentos que han permitido estabilizar o equilibrar los sistemas políticos. Lo fundamental, plantea el autor, es la existencia de un contrato social o acuerdo entre el Estado, trabajadores y empresarios para equilibrar sus intereses. Aquello sucedió a comienzos del siglo XX en los países nórdicos o, por ejemplo, en Estados Unidos con el New Deal de mediados de los 40. En este último caso se trató de un acuerdo informal, no escrito, que permitió un crecimiento económico sostenido en dicho país, pero que, al mismo tiempo, mejoró las condiciones laborales y de bienestar general de los trabajadores. Dicho contrato comenzó a debilitarse e incluso romperse a fines de los años 70, lo que implicó una reducción de la calidad de vida de las grandes mayorías ciudadanas y una concentración de la riqueza de las minorías más acaudaladas de dicho país. Se estancaron los salarios, la expectativa media de vida cayó y se incrementó la brecha ricos-pobres.

    Se genera una sobreproducción de las élites, que se asocia con la generación de un segmento pequeño pero relevante de grupos sociales que aspiran a llegar a la cumbre de la pirámide de riqueza, pero que debido a las condiciones de crisis social y económica no pueden acceder. Se produce una competencia intraélites que termina debilitando la cohesión y confianza social, “la sobreproducción de las élites y los conflictos intraestatales que esta ha engendrado han socavado gradualmente la cohesión cívica y el sentido de cooperación nacional, sin el cual los Estados se pudren rápidamente por dentro”. El argumento desarrollado en este libro se basa en millares de cruces de variables. Turchin sostiene que los elementos que se repetían en forma constante en una y otra observación era la mecánica macro-histórica recién descrita.

    Como corolario de todo aquello, anticipa Turchin, se agrava la desconfianza en las instituciones y se produce una creciente fragilidad que culmina con el desmoronamiento de las normas sociales que rigen el discurso público y el funcionamiento de las instituciones democráticas. La crisis de desconfianza termina sellando una crisis más profunda de aceptación de las normas básicas de relacionamiento.

    Si el análisis de Turchin es correcto, entonces esta teoría podría trasladarse a otras realidades. Examinemos el caso de Chile por un momento y centrémonos en los últimos 40 años. Aunque las condiciones originales del crecimiento económico fueron establecidas en dictadura, al inicio del retorno a la democracia se instituyó un pacto —en mi opinión implícito— de las élites gobernantes, empresariales y burocráticas. Se comprendió que el único camino para el progreso era apostar por un modelo extractivista intenso en exportaciones y un marco acotado pero eficiente de políticas de reducción de los niveles de pobreza. Una de las características de este ciclo fue la expansión de la educación superior, acompañada de una fuerte diversificación de las élites. Surgieron nuevos emprendimientos empresariales, se amplió la base burocrática del Estado, se diversificaron las élites políticas e intelectuales.

    Desde 2010 comenzamos a observar disputas intra-élites; la más notoria y palpable fue la confrontación entre nuevos cuadros altamente educados y los grupos tradicionales de poder. En la alta dirección pública del Estado, el grupo más descollante es el de —hasta el día de hoy— los abogados que, producto de la propia reforma a la justicia, han adquirido un fuerte protagonismo en el Ministerio Público. Asimismo, este es un grupo que ha desafiado el statu quo de las élites tradicionales.

    Se genera una sobreproducción de las élites, que se asocia con la generación de un segmento pequeño pero relevante de grupos sociales que aspiran a llegar a la cumbre de la pirámide de riqueza, pero que debido a las condiciones de crisis social y económica no pueden acceder. Se produce una competencia intraélites que termina debilitando la cohesión y confianza social.

    Las demandas sociales impactaron en el gasto público, generando expansiones presupuestarias para responder a dichas necesidades en sectores como la educación, salud o pensiones. Mientras los patrones de acumulación de los más ricos no cedieron, las condiciones de los más pobres se estancaron o se mantuvieron intactas. Cundió la desconfianza social, se incrementó la protesta y, como corolario de todo aquello, se produjo un fuerte desmoronamiento de las normas sociales. ¿De qué vale respetar las normas si nadie las respeta?

    Lo descrito hasta aquí seguramente suena bastante conocido. Hoy vivimos una depreciación del valor de las normas sociales, políticas e institucionales. Se radicalizan los comportamientos (del 18-O en adelante). Es bastante simbólico que el estallido haya comenzado con el salto a un torniquete en el Metro: lo que antes había que hacer, dejó de ser respetado. Los congresistas, por su lado, comenzaron a buscar artificios y atajos para legislar incluso en aquello sobre lo que no podían legislar (los retiros de fondos de pensiones). Y se declaró, sin mucho aspaviento, que la Constitución de 1980 —aquella norma que nos rige— estaba muerta.

    Pero si lo indicado por Turchin es cierto, si existe un ciclo natural y predecible para la estabilidad e inestabilidad política, entonces lo que quedaría es definir un nuevo contrato social, un acuerdo implícito o explícito, que en el caso de Chile se intentó dos veces… con resultados por todos conocidos.

    ¿Cómo, entonces, puede sobrevivir una sociedad, un sistema político, sin un mínimo entendimiento? ¿Cómo podemos convivir si existen grupos que no están dispuestos a establecer un compromiso para fomentar el bienestar del conjunto si, de paso, ese acuerdo no los beneficia a ellos mismos?

    La tragedia del actual momento en Chile se asocia precisamente con una permisiva lógica de desmoronamiento de las normas sociales. La llamada “polarización” o “política del combate” alude precisamente a una lógica de amigos/enemigos, donde el objetivo es la total destrucción del adversario político. Se trata de un juego de suma cero, en el que los actores perciben que la ganancia de unos solo puede darse a partir de la derrota de los otros. En este ambiente no es posible un compromiso, un acuerdo, un entendimiento positivo en el que se asuma que si yo gano, todos ganamos.

    Los dos procesos constituyentes fallidos aluden precisamente a una lógica que ya está instalada en las élites, las cuales buscan imponer modelos de sociedad que son excluyentes de las minorías (cualesquiera sean ellas). Esta lógica se proyecta y amplifica en cuestiones centrales, asociadas al bienestar social. El referente más evidente es la discusión sobre las pensiones. Lo propio sucede con el debate sobre la reforma tributaria o respecto de la reforma al propio sistema político. Lógicas de suma cero capturadas por una aguda confrontación intraélites, sin avizorarse la posibilidad de un entendimiento de mediano o largo plazo.

    El trabajo de Turchin es sugerente, porque plantea una hipótesis muy plausible. Nos saca por un momento del pensamiento cortoplacista y nos lleva a reflexionar sobre fuerzas sociales que posibilitan la prosperidad o todo lo contrario: el fracaso de las naciones. Leído desde un pequeño país como Chile aparece como una abrumadora pero intuitiva reflexión: la única posibilidad de escapar de la trampa del subdesarrollo es estableciendo un nuevo contrato social. La tragedia para nuestra sociedad es que después de dos frustrados intentos, aquel nuevo contrato social se tornó en algo imposible (hoy hablar de un nuevo pacto o contrato social es una mala palabra). Siguiendo a Turchin, parece que estamos condenados a la desintegración política.

     


    Final de partida. Élites, contraélites y el camino a la desintegración política, Peter Turchin, Debate, 2024, 368 páginas, $20.000.

  72. Racismo y violencia: las raíces coloniales de la modernidad

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    La historia de los afrodescendientes en el continente americano está íntimamente ligada a la violencia. Desde la llegada de los primeros esclavos al continente hasta los más recientes episodios de racismo que gatillaron el movimiento Black Lives Matter, la violencia ha sido el hilo conductor de la trayectoria histórica de los afroamericanos. Por esta razón, ante la más reciente e intelectualmente pobre discusión sobre lo woke, parece más necesario que nunca hacer respetar la historia. En las reyertas de la actual guerra cultural, el concepto woke suele usarse en un sentido negativo e incluso peyorativo, como un adjetivo que permite descalificar cualquier planteamiento que ose desafiar —desde reivindicaciones históricas sobre pueblos originarios, población afrodescendiente o, más recientemente, del movimiento feminista— la arquitectura filosófica que arguyen los y las gendarmes del statu quo. Las siguientes líneas proponen aportar al debate de lo que realmente subyace en la discusión: las raíces coloniales de la modernidad.

    Desde los inicios de la llamada diáspora negra, es decir, la llegada forzada de africanos esclavizados a trabajar en las distintas economías coloniales establecidas en el territorio, la violencia ha sido un instrumento de opresión y control. Esto es un hecho histórico que no es debatible, interpretable ni omisible. Demasiadas veces se tiende a asumir la violencia como algo irracional, pero para el caso de la violencia racial en América, esta tiene una historia vinculada directamente con la historia global del capitalismo, desde la materialidad que la generó, hasta las distintas superestructuras ideológicas que la justificaron.

    Algunos consideran que hay que distinguir entre la violencia que preserva el orden social y la violencia que busca destruirlo. Otros toman la opresión estructural, y desde ahí abogan por reivindicaciones históricas. Este es el caso de la violencia racial ejercida contra los afrodescendientes. Durante siglos, millones de africanos fueron desarraigados de sus tierras, sometidos a condiciones inhumanas en los barcos negreros y vendidos como esclavos en América. Esta violencia inicial sentó las bases para una estructura social y económica que perpetuó la explotación y la discriminación racial, pero que, a su vez, generó mucha riqueza y las condiciones materiales necesarias para el desarrollo económico y la modernización. Existe una muy rica tradición intelectual negra que se ha hecho cargo de entender las distintas complejidades de la relación entre violencia racial y la construcción de la modernidad capitalista occidental. Y es justamente esa tradición la que generó literatura que se ha hecho cargo de las distintas dimensiones de las raíces coloniales de nuestra modernidad, desde lo económico a lo político o lo cultural. Y no todo, por supuesto, remite a Estados Unidos, puesto que, si retrocedemos en el tiempo, esta realidad implica a los imperios más gravitantes del siglo XVIII: Inglaterra, Francia, Holanda y Portugal. De ahí el carácter global que adquirió esta suerte de revisionismo histórico que ha informado la más reciente disputa por la monumentalidad de la memoria esclavista, con la remoción o destrucción de monumentos de figuras históricas ligadas de alguna manera al tráfico de esclavos.

    Uno de los primeros en entender la tensión entre la violencia estructural que implica la esclavitud y la modernidad, fue el sociólogo e historiador negro estadounidense W. E. B. Du Bois (1868-1963), quien acuñó el concepto de doble conciencia de la población afroamericana como estadounidense y, a la vez, negra (con las limitantes de historicidad que eso conlleva). El argumento central de Du Bois sobre la doble conciencia es la experiencia ontológica de formar parte de la diáspora africana y, al mismo tiempo, estar consciente de ser un eslabón más de la cultura dominante blanca. Por lo tanto, para entender la experiencia de violencia histórica contra el negro había que partir contextualizando la esclavitud como un sistema de opresión racial que no solo deshumanizó y explotó económicamente a africanos, sino que también conllevó un impacto psicológico y social perenne para su comunidad. Du Bois destacó el rol de la violencia como medio de control usado antes y después de la abolición de la esclavitud; desde los linchamientos y las leyes de segregación racial de Jim Crow, hasta las revueltas raciales urbanas.

    W. E. B. Du Bois, Eric Williams y Paul Gilroy coinciden en que el eterno sueño de la modernidad occidental, al que muchos siguen aspirando, se ha centrado en las nociones universalistas y ahistóricas de progreso, libertad e igualdad. Sin embargo, la realidad muestra que la pesadilla de la violencia racial tiene raigambres históricas insalvables, y que la discriminación y la injusticia siguen afectando desproporcionadamente a ciertas comunidades específicas.

    Desde una mirada más global y economicista, Eric Williams (1911-1981), historiador y político negro de Trinidad y Tobago, entregó una perspectiva crítica y fundamentada sobre la relación entre la explotación humana y el desarrollo del capitalismo. En Esclavitud y capitalismo, su obra seminal, argumenta que la violencia racial es una construcción económica más que étnica, y que la esclavitud y el racismo, primero bíblico, luego biológico y posteriormente cultural, surgen como justificaciones para la explotación económica en las colonias americanas. La necesidad de mano de obra barata para las plantaciones llevó a la subyugación y deshumanización de los africanos. La economía impulsó la institucionalización del racismo, creando una jerarquía racial que beneficiaba los intereses económicos europeos.

    El sociólogo e intelectual británico Paul Gilroy (1956) criticó el etnocentrismo y el nacionalismo, examinando la diáspora africana y su impacto en la cultura moderna a través del concepto de “Atlántico negro” (que es también el título de un libro suyo), entendido como espacio físico, pero también mental, de la diáspora negra que cruzó el océano Atlántico. Gilroy propone que el comercio transatlántico de esclavos creó una red intercultural que trascendió fronteras nacionales y étnicas, dando lugar a una identidad híbrida y transnacional. El autor analiza cómo esta experiencia compartida de opresión y resistencia ha influido en la música, la literatura y el pensamiento político de la población afrodescendiente, desde los tiempos de la esclavitud hasta los movimientos culturales del siglo XX. Gilroy desafía las concepciones tradicionales de la identidad étnica y nacional, poniendo especial énfasis en la importancia de la movilidad y el intercambio cultural en la formación de la modernidad occidental. En Gilroy también se observa lo que se ha denominado el afro pesimismo, pues manifiesta que toda la diáspora negra tiene algo en común: la terrorífica experiencia de la esclavitud que marcó a sus víctimas, pero también a sus descendientes, hasta el día de hoy.

    W. E. B. Du Bois, Eric Williams y Paul Gilroy coinciden en que el eterno sueño de la modernidad occidental, al que muchos siguen aspirando, se ha centrado en las nociones universalistas y ahistóricas de progreso, libertad e igualdad. Sin embargo, la realidad muestra que la pesadilla de la violencia racial tiene raigambres históricas insalvables, y que la discriminación y la injusticia siguen afectando desproporcionadamente a ciertas comunidades específicas. Por lo tanto, la brutalidad policial (fuimos testigos hace cuatro años de ella, cuando el oficial de policía Derek Chauvin mató a George Floyd, en Powderhorn, Minneapolis), la segregación y la falta de oportunidades son un testimonio contemporáneo de la larga duración de la violencia racial estructural.

    Es en esa perspectiva histórica donde hay que situar el origen y real sentido de lo woke. En concreto, existen registros históricos que demuestran que la idea de “waking up” fue utilizada por intelectuales negros durante los primeros años del siglo XX, como un llamado al despertar de conciencia de la comunidad negra frente a su violenta realidad material, política y social. Intelectuales como Du Bois, Williams o Gilroy han teorizado sobre las contradicciones inherentes a la modernidad occidental desde hace más de 100 años. Por lo tanto, la intentona de resignificar el concepto woke, en las actuales guerrillas culturales, con una agenda pro statu quo, y sin discutir las raíces coloniales de la modernidad, representa una doble tachadura: de la historicidad negra y de la tradición intelectual negra.

     

    Imagen: Obreros (1933), de Tarsila do Amaral.

  73. Realismo medioambiental

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    Cuesta encontrar argumentos serenos en la discusión sobre el medioambiente. Desde el negacionismo anticientífico hasta el tremendismo apocalíptico, las posiciones extremas no se dan cuartel en un debate sin matices. Por lo mismo, se agradece cuando voces informadas razonan en torno a cuestiones tan fundamentales, como el calentamiento global, la preservación de las especies, la generación de energía o la intervención humana del entorno físico. Es lo que hacen Michael Shellenberger en No hay apocalipsis y Elizabeth Kolbert en Bajo un cielo blanco. El primero es un activista que se ha especializado en temas energéticos y que fue nombrado “héroe del medioambiente” en 2008 por la revista Time. La segunda es una periodista dedicada a cubrir temas ecológicos, que ha publicado varios libros y ganó el premio Pulitzer por La sexta extinción (2014). Se trata, en ambos casos, de expertos cuyo compromiso con la preservación está fuera de duda, pero que comprenden que muchas veces la conversación se ha contaminado por la cacofonía vocinglera de los que prefieren gritar antes que argumentar. Shellenberger critica que “gran parte de lo que se les dice a las personas sobre el medioambiente, incluido el clima, es erróneo”, y apunta que decidió escribir su libro “después de hartarme de la exageración, el alarmismo y el extremismo, que son enemigos de un ecologismo positivo, humanista y racional”.

    El problema, afirma el físico Klaus Lackner en el libro de Kolbert, es que la discusión medioambiental se ha moralizado a tal punto, que hoy solo se puede afirmar aquello que ciertas élites consideran correcto: “Esa postura moral hace que prácticamente todos sean pecadores y convierte en hipócritas a muchos de los que se preocupan del cambio climático, pero gozan igualmente de los beneficios de la modernidad”. Es necesario, sugiere Lackner, “cambiar el paradigma”, aceptar que el daño infligido a la naturaleza es un dato de la causa y que resulta urgente aplicar el ingenio humano a la búsqueda de soluciones creativas.

    Para ello, a la causa medioambiental le serviría dejar de estar basada, según Shellenberger, en una apelación romántica a la naturaleza y lo natural, apelación que a menudo adquiere connotaciones cuasi religiosas, con dogmas incuestionables abrazados por una feligresía a ratos fundamentalista.

    En contraposición a lo que postulan algunos ambientalistas radicales, Kolbert descarta la posibilidad de volver a una época prístina y natural, porque ello ya no es factible en un mundo alterado, sin vuelta atrás, por la mano del hombre. “El nuevo esfuerzo comienza con un planeta que ha sido rehecho y que se revuelve sobre sí. No se trata del control de la naturaleza, sino más bien del control del control de la naturaleza”, indica esta autora que jamás pone en duda que la intervención humana se deja ver en la desertificación, la acidificación de los mares, el deshielo de los glaciares y en el alza de la temperatura atmosférica y oceánica, entre otros varios efectos de la “sexta extinción”, la primera en la historia causada por los seres humanos.

    El medioambiente está en un camino sin retorno y la mayoría de los proyectos hoy existentes buscan reparar o alterar un efecto ya producido. La periodista pone varios ejemplos ilustrativos de “control del control”. Uno de ellos es la electrificación del río Chicago en EE.UU., para evitar que las voraces carpas asiáticas —introducidas en la cuenca del Mississippi hace décadas, para que se comieran las algas que superpoblaban las aguas— terminen acabando con las especies autóctonas de la cuenca de los Grandes Lagos, posibilidad abierta luego de que se decidiera invertir el curso del Chicago, lo cual conectó dos grandes hoyas hidrográficas que hasta entonces estaban separadas. Otro proyecto llamativo es el que da nombre al libro: la idea de bombardear la estratósfera (la muy estable capa atmosférica por donde vuelan los aviones comerciales) con polvo blanco (idealmente, carbonato de calcio) que quede suspendido y refleje de vuelta al espacio parte de la energía solar que calienta nuestro planeta. Esto lograría disminuir la temperatura atmosférica y generar atardeceres espectaculares y cielos diurnos blancos. Según Dan Schrag, director del Centro para el Medioambiente de la Universidad de Harvard, esta solución es la “mejor oportunidad” para la supervivencia a largo plazo de los ecosistemas naturales de la Tierra, aunque difícilmente pueda llamarse a estos “sistemas ingenieriles” una solución “natural”.

    Shellenberger y Kolbert enfrentan el idealismo de los activistas medioambientales con un pragmatismo a toda prueba, sin resignarse a la existencia de condiciones irrevocables. El daño de la acción humana sobre el entorno no es algo que se pueda resarcir, lo cual obliga a trabajar dentro de él, no contra él. Al revés de lo que proponen muchos ecologistas, que sueñan con un retorno imposible a una era preindustrial, ambos señalan que la inventiva puede ayudar a la humanidad a salir del atolladero ambiental en el que se encuentra. Lo que se requiere es un desarrollo inteligente y sensato, que dé esperanza, deje de lado los tabúes y ayude a solucionar la crisis sin complejos ni ideologismos paralizantes.

    Su visión es la opuesta de quienes proponen el decrecimiento, concepto usado por primera vez en 1972, por el teórico francés André Gorz, para denotar la necesidad de recuperar el equilibrio del planeta, incluso si ello significaba desafiar la supervivencia del sistema capitalista. Desde entonces, la décroissance se transformó en un grito de batalla común entre intelectuales ecologistas y anticapitalistas. Uno de ellos es el antropólogo Jason Hickel, quien acusa al “crecimientismo” de ser una ideología que conduce a la locura. En su libro Menos es más (2021), aboga por reducir el uso de materiales y energía para devolver el “equilibrio al mundo viviente, al mismo tiempo que se redistribuye el ingreso, se libera a la gente del trabajo innecesario y se invierte en bienes públicos que la gente necesite para prosperar”. Otro es el japonés Kohei Saito, un filósofo marxista cuyo libro Slow down: The Degrowth Manifesto (2024) ha vendido medio millón de ejemplares. El llamado de Saito es a no contemporizar con el capitalismo, acabar con él y promover en su lugar un “comunismo de decrecimiento” que solo se aplicaría en el Norte desarrollado. Ni Hickel ni Saito parecen reparar en detalles importantes: ¿Quién decidiría cuáles son los “bienes y trabajos innecesarios” que ellos quieren que no se produzcan más? ¿Sería posible que Estados Unidos acepte congelar su crecimiento mientras China, su rival geopolítico en vías de desarrollo, continúa creciendo y amenaza su liderazgo? Saito dice que haber nacido en 1987 lo libera de la pesada carga totalitaria del experimento marxista soviético, una salida conveniente para sacudirse de una herencia incómoda que, sin embargo, no impide advertir el tufillo autoritario que despide su propuesta, al igual que la de Hickel. Una pequeña muestra de las complicaciones prácticas de propuestas que amenazan con disminuir la calidad de vida de la población se registró en 2018, cuando el gobierno de Emmanuel Macron anunció un alza del impuesto de las bencinas para desincentivar el uso de combustibles fósiles y cumplir con los compromisos internacionales adquiridos por Francia. Las violentas protestas de los “chalecos amarillos” sacudieron el país por semanas y obligaron a Macron a echar pie atrás.

    Por el contrario, el Nobel de Economía Paul Krugman y la científica de datos de la Universidad de Oxford Hannah Ritchie postulan que la idea de “crecimiento verde” es perfectamente viable. En su libro Not the End of the World (2024), Ritchie refuta la noción de que “el mundo está condenado” y escribe que, “si damos unos pasos para atrás, podemos ver algo verdaderamente radical, que cambia las reglas del juego y proporciona vida: la humanidad se encuentra en una posición única para construir un mundo sustentable”. Este optimismo se basa de manera principal en lo que Krugman denomina el “espectacular progreso tecnológico” en materia de generación energética que ha tenido lugar en los últimos 15 años.

    Aunque a los activistas les gusta creer que la supervivencia de estos enormes mamíferos acuáticos se debe a la prohibición de la caza en 1982, Shellenberger expone que, en realidad, las ballenas se salvaron del exterminio debido a que los aceites vegetales (más baratos) surgieron como eficientes sustitutos para el aceite de ballena, cuyo uso comenzó a decaer en la década de 1950, junto con la caza.

    Michael Shellenberger solo está parcialmente de acuerdo. Él no cree en el poder transformador de las energías renovables, en especial la eólica y la solar. Sostiene que no son confiables, debido a que dependen de las condiciones atmosféricas, por lo que requieren de un respaldo siempre disponible en caso de fallar, y les falta densidad energética, lo que obliga a dedicarles grandes extensiones de tierra y costosas líneas de transmisión. Afirma que los gobiernos malgastan dinero al subsidiar ese tipo de generación eléctrica, en especial debido a que la energía nuclear, la alternativa obvia, más segura y barata, ha sufrido una injusta campaña de desprestigio. El autor acusa que es una paradoja llamativa, incluso sospechosa, que “las personas que dicen que el cambio climático es lo que más les preocupa, aseguren que no necesitamos energía nuclear”. Y observa que numerosos grupos ambientalistas y ONG verdes reciben financiamiento de parte de la industria de las energías renovables no convencionales. La energía nuclear ha avanzado mucho para garantizar la seguridad y es la más eficiente de todas, pues, como ya hizo ver Einstein en su famosa fórmula E = mc2 (energía es igual a masa por velocidad de la luz al cuadrado), se necesita muy poca materia para generar enormes cantidades de energía.

    Tal como Krugman y Ritchie, Elizabeth Kolbert insiste en que la única manera posible de frenar el desastre ambiental ocasionado por el ser humano es usar las capacidades innovadoras para desarrollar soluciones. Menciona, por ejemplo, la aplicación de la tecnología de edición genética CRISPR (sigla en inglés de Repeticiones Palindrómicas Cortas Agrupadas y Regularmente Espaciadas), que permite manipular las moléculas de la vida. En Australia, los científicos buscan intervenir el genoma del gigantesco y venenoso sapo de caña. Originarios de América e introducidos en Oceanía en 1935 con el objetivo de que acabaran con unas larvas que afectaban los cultivos de caña de azúcar, los batracios se convirtieron en una insaciable plaga que acaba con todo lo que se les cruza por delante. La modificación genética busca evitar la reproducción de los sapos, para acabar con ellos. La misma técnica se quiere usar para reintroducir en Estados Unidos el castaño americano, que prácticamente se extinguió en ese país luego de que fuera insertado allí el castaño japonés, portador de una plaga mortal para sus primos locales. El propósito es realizar un “rescate genético” —concepto que genera controversia entre los científicos—, desarrollando un castaño que resista la plaga gracias a la introducción en su código de un gen importado desde el trigo.

    La intervención del ADN se logra a través de la identificación, aislamiento y sintetización de los llamados “genes conductores”, para permitir a los científicos manipular el proceso y afectar a los organismos vivos y su descendencia. “En un mundo de genes conductores sintéticos, la frontera entre lo humano y lo natural, entre el laboratorio y lo salvaje, que ya es bastante difusa, simplemente se disuelve. En ese mundo, la gente no solo fija las condiciones bajo las cuales tiene lugar la evolución, sino que puede, en principio, determinar su resultado”, dice Kolbert. La periodista se da cuenta de los riesgos que ello supone, pues implica “jugar a ser Dios” y amenaza con provocar nuevos efectos indeseados de los que todavía no somos conscientes. Ese nuevo rol entrega a la humanidad responsabilidades para las que difícilmente puede decirse que esté suficientemente preparada, pues implica una gestión plagada de dilemas morales y filosóficos.

    Shellenberger añade que, al revés de lo que piensan muchos ambientalistas, la persecución de la rentabilidad e incluso la codicia pueden ayudar a la recuperación ecológica. Es lo que ocurrió con las ballenas, apunta. Aunque a los activistas les gusta creer que la supervivencia de estos enormes mamíferos acuáticos se debe a la prohibición de la caza en 1982, Shellenberger expone que, en realidad, las ballenas se salvaron del exterminio debido a que los aceites vegetales (más baratos) surgieron como eficientes sustitutos para el aceite de ballena, cuyo uso comenzó a decaer en la década de 1950, junto con la caza. “Fue el aceite vegetal, no un tratado internacional, el que salvó a las ballenas”, postula.

    Ambos autores coinciden en mostrar que no son un insensato congelamiento del progreso humano y el improbable retorno a una sociedad pastoril los que ofrecen la posibilidad de enfrentar con éxito la crisis medioambiental que ha generado el desarrollo. El calentamiento global, concuerdan, difícilmente será detenido a través de la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero, como insisten la ONU y los firmantes de distintos protocolos ambientales. El objetivo, afirma Shellenberger, debería ser “reducir las emisiones y mantener las temperaturas lo más bajas posibles, sin socavar el desarrollo económico”.

    Más que medidas de difícil viabilidad política y ciudadana que amenazan con devolvernos a la edad de piedra, salir de la crisis exige usar el mismo ingenio científico y tecnológico que nos introdujo en ella, para revertirla o mitigarla. Solo la creatividad y los incentivos bien puestos podrán proveer las soluciones necesarias para enfrentar el problema. Kolbert menciona la posibilidad de recurrir a las “emisiones negativas” para capturar el CO2 lanzado a la atmósfera y fijarlo en piedras, retirándolo de circulación. Es un proceso que ha progresado desde que se inventó en 1990 y que, aunque todavía no logra resolver dónde ubicar las piedras resultantes, demuestra que es necesario experimentar e investigar para dar con soluciones que tengan probabilidades de hacerse viables.

    Se trata, coinciden Shellenberger y Kolbert, de un camino plagado de riesgos y problemas, pero que debe ser recorrido con realismo, sin prejuicios ideológicos ni sentimentalismos.

     


    No hay apocalipsis. Por qué el alarmismo medioambiental nos perjudica a todos, Michael Shellenberger, Deusto, 2021, 495 páginas, $32.000.


    Bajo un cielo blanco. Cómo los humanos estamos creando la naturaleza del futuro, Elizabeth Kolbert, Crítica, 2021, 213 páginas, $38.000.

  74. Correa

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    Creo que no digo nada nuevo si apunto que la literatura de Hugo Correa está sometida a un examen permanente, a pesar de que su posición está más que confirmada en el mapa de la ciencia ficción chilena y latinoamericana. Nacido en 1926, la vida y obra de Correa bien pudo haber dibujado una fábula biográfica poco estridente: original de Curepto, luego de estudiar Derecho un par de años se dedicó al periodismo, para publicar después una serie de obras donde su definición de lo fantástico estaba atada tanto a los tópicos de la ciencia ficción como a cierta óptica criollista, que incluía cierta necesidad por usar el imaginario chileno como decorado. Así, desde la publicación de Los altísimos en la década del 50, hasta su fallecimiento el año 2008, fue considerado la figura central de la ciencia ficción chilena, al modo de una celebridad sumergida que era, también, un precursor inevitable.

    No tiene sentido discutir si sus trabajos estuvieron a la altura de dicho prestigio. Correa no solo llegó a publicar en inglés en The Magazine of Fantasy & Science Fiction, sino que Nueva Dimensión, la revista española dirigida Domingo Santos, le dedicó un número especial en 1972. Aquello lo blindó, preservándolo de cualquier polémica, pues sus libros y su figura existían en una zona tan impoluta y anacrónica, en ese sótano de los aficionados a la ciencia ficción que inventó Bolaño en uno de sus poemas más célebres.

    En los años en que las novelas del Boom volvieron a dibujar los mapas de la identidad latinoamericana, los trabajos de Correa abordaron la ciencia ficción desde una narrativa candorosa y didáctica, empujada casi siempre por la buena fe de lectores que buscaban en ella imágenes del futuro, la carrera espacial o la paranoia anticomunista. Aquello tenía poco y nada que ver con la discusión sobre los límites del realismo; se trataba más bien de una lectura superficial de los códigos de la Edad de Oro de la sci/fi norteamericana, con Bradbury, Asimov y Heinlein a la cabeza, cuyos tropos eran actualizados a la luz de un decorado que tenía un apagado color local.

    En cualquier caso, lo más interesante de Correa existe a la luz de los tópicos recurrentes del formato: en Los altísimos su potencial lírico se despliega como una space opera; y en relatos como “Alter ego” el género opera como una advertencia de la deshumanización del presente ante los peligros de la tecnología. Esto deja a la deriva tanto el juego modernista y fallido de los narradores de El que merodea en la lluvia (algo refrendado tanto en los epígrafes de T. S. Eliot que ponía ahí y en Los títeres); como la voluntad de constituirse como novela río de La corriente sumergida, una obra realista, escrita en los 70 en el Writers Workshop de la Universidad Iowa, pero recién publicada en 1992. De hecho, el movimiento sincrético y el diálogo entre corrientes, lenguas y tradiciones que publicaciones como El Péndulo (que editó a Cordwainer Smith y Mario Levrero) o lectores críticos como Pablo Capanna y Elvio Gandolfo, hicieron en los 80, no llegó jamás para él, que quedó atrapado en la fortaleza de la soledad de la ciencia ficción chilena. Allí comparte lugar con Elena Aldunate y Miguel Arteche, por ejemplo. De este modo, leemos las obras de Correa en un contexto limitado por una militancia en un género que no se sacude o interroga mucho, porque es una autoridad devenida en ícono escolar, como si estuviese marcado por la mala suerte de nacer y escribir en Chile, pobrecito, tan lejos de todo.

    Anoto esto porque quizás sea necesario abrir la lectura de Correa y los suyos a otros campos, a otras tradiciones, pensarlo más allá y más acá de la ciencia ficción; preguntarse cuál fue la distancia que sus libros establecieron con otros formatos (la historieta, el cine) o cómo se mezcló con la política y la gestión cultural, pues fue director la Fundación Nacional de la Cultura, organización fundada en 1982, por Lucía Hiriart.

    Se trata sin duda de una pregunta literaria. Mal que mal, Correa publicó una primera versión Los altísimos en 1951, pero la edición que circuló fue la de 1959 y entre ambas hay casi una década que cambió sin posibilidad de retorno la literatura local y continental. Anoto, al pasar, algunos libros de esos años: Canto general de Pablo Neruda, Poemas y antipoemas de Nicanor Parra, Coronación de José Donoso e Hijo de ladrón de Manuel Rojas, entre los chilenos. Desde una vereda más amplia y continental: Bestiario, Final del juego y Las armas secretas de Julio Cortázar, los ensayos de Otras inquisiciones de Borges, La hojarasca de García Márquez, Los pasos perdidos de Carpentier y Pedro Páramo de Juan Rulfo.

    ¿Qué relación tiene la obra de Correa con ellos? Pareciera que ninguna, que no hay lazo ni encuentro posible, pues Correa parece escribir de espaldas a América Latina, en la medida de que la anécdota de Los altísimos (donde un hombre, confundido en Santiago con un alienígena, es llevado al centro de una civilización cósmica) establece su relación con un campo literario que lo rodea al modo de una extranjería involuntaria. De este modo, su novela puede ser leída como una fuga fantástica que explota para desarrollar una cosmogonía espacial que funciona de modo escatológico. Las ficciones posteriores del autor tratan de desandar este camino, pero quizás fracasan porque el uso del paisaje americano (o chileno) se desarrolla de modo casi mecánico, al modo de un gesto que tiñe de color local, acercándolo en cierto modo a los imaginarios campesinos de Mariano Latorre (Zurzulita) y Federico Gana (Días de campo), en una imposible sci/fi criollista.

    Termino con una imagen correspondiente al año 1991, cuando el novelista norteamericano Ray Bradbury participó de una conversación televisiva con Correa y la escritora Elena Aldunate en el programa Almorzando en el 13. Bradbury, vía satélite, dialoga con ellos desde una transmisión vía satélite que nunca acaba de convencer. El espectador puede reconocer algo extraño en la emisión, pues todo es quizás surreal; los comentarios de los panelistas, la conversación protocolar que no se suelta nunca, el acento extranjero del traductor. Esa distancia, ese abismo, define la literatura de Correa y la de la ciencia ficción local que él aspiró a encarnar, construyendo una colección de paradojas y coordenadas muchas veces tristes: el espacio exterior como una especie de claustro, la escritura como un sueño de fuga que solo devuelve al punto de origen; las visiones del futuro como criaturas excéntricas, al modo de aves desaparecidas atrapadas en la jaula de la lengua chilena.

  75. El banquete totémico

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    Guillermo Pérez Roldán: Confidencial es el correlato televisivo de la denuncia que el tenista Guillermo Pérez Roldán interpuso, en 2020, ante la justicia argentina contra su padre, por maltrato físico, psicológico y económico.

    Pérez Roldán fue la gran promesa del tenis argentino entre fines de los 80 y comienzos de los 90. Su éxito comenzó a los 10 años, cuando ganó su primer torneo nacional; a los 13, ya era el mejor tenista argentino de su categoría. Como júnior, se convirtió en el primer jugador de la historia en ganar Roland Garros dos veces seguidas. Y como profesional, llegó a ser 13 del mundo con solo 19 años. Algunos de sus partidos todavía se recuerdan, sobre todo aquellos en los que tuvo contra las cuerdas a McEnroe y Lendl.

    Guillermo fue el mayor talento salido del Club Independiente de Tandil, semillero de varias camadas de tenistas notables (Mariano Zabaleta, Juan Mónaco, Juan Martín del Potro), que fueron formados bajo la disciplina de hierro del entrenador del club: Raúl Pérez Roldán, padre de Guillermo.

    Este doble vínculo que mantuvieron Guillermo y Raúl, como padre-entrenador y como hijo-pupilo, es el eje del documental. Como entrenador, Raúl era un trabajador incansable y metódico, que exigía a sus alumnos sacrificios sobrehumanos. Su agresividad no conocía límites y su furia podía desencadenarse por cualquier cosa: una derrota, una lesión, una victoria. De todos los tenistas en formación, Guillermo era el más exigido. El padre también tenía la costumbre de golpearlo. En esta faceta podía ser metódico: después de los partidos, solía llamarlo a su habitación, abría el grifo del baño y le propinaba puñetazos o golpes con un palo, un cinturón o una toalla mojada.

    Las palizas no se limitaban a la relación deportiva, eran un ritual familiar. Muchas veces, Guillermo hacía algo para ganarse los golpes y evitar que estos fueran a parar a la cara de su madre o de su hermana. Más de alguna vez, Guillermo debió jugar con buzo para tapar los moretones de sus piernas o con algún diente roto que debió acomodarse antes de salir a la cancha. Según Mariano Zabaleta, el entrenador “era un psicópata”.

    Este doble vínculo que mantuvieron Guillermo y Raúl, como padre-entrenador y como hijo-pupilo, es el eje del documental. Como entrenador, Raúl era un trabajador incansable y metódico, que exigía a sus alumnos sacrificios sobrehumanos. Su agresividad no conocía límites y su furia podía desencadenarse por cualquier cosa: una derrota, una lesión, una victoria. De todos los tenistas en formación, Guillermo era el más exigido. El padre también tenía la costumbre de golpearlo.

    Este documental cumple con todos los requisitos de un entretenido programa envasado: tomas aéreas hechas por drones, música para conducir la emoción, entrevistas en primer plano y recreaciones animadas cuando no hay imágenes de archivo. Es televisión en estado puro. Entrega, por supuesto, esa adictiva dosis de escándalo mediático que la televisión sabe procesar tan bien: cuando los actos privados de los personajes públicos transgreden los valores de una comunidad y son desnudados en el foro.

    La premisa manifiesta es de índole moral: los abusos de ayer se denuncian ahora para que los deportistas jóvenes no se dejen avasallar por sus maestros. Premunido de una dudosa reflexión sobre el abuso de autoridad en el deporte, el documental funciona, en realidad, como un proceso. Un padre es acusado por el hijo ante el tribunal de la televisión, con los espectadores como jurado. La lógica es: si la justicia de la vida real tarda demasiado, la de la televisión es inmediata.

    Pero detrás de esta maniobra hay algo más. La acusación de Pérez Roldán contra su padre también incluye la estafa (Raúl le robó todo el dinero que ganó en la cancha), la responsabilidad por la lesión que lo obligó a retirarse del tenis, sus intentos de suicidio, el vacío existencial y la imposibilidad de poder ejercer como paterfamilias durante su primer matrimonio. Por eso, el tinglado televisivo tiene algo de operación exculpatoria. Para librar a sus hijas e hijos de la maldición familiar, el tenista ejecuta la representación televisiva del banquete totémico, en el que, según Freud, los hijos matan a sus padres para establecer una nueva legislación sobre la comunidad. Los ambivalentes sentimientos de odio y ternura que despierta el padre en su víctima quedan a la vista en una escena patética, registrada en la celebración del segundo matrimonio de Pérez Roldán. El padre está allí invitado por el novio, como gesto de reconciliación. El padre ha llevado un regalo: una canción que ha escrito de su puño y letra, en la que pide perdón. En el ambiente hay emoción. Incluso se escucha a una invitada alabar el gesto. A un costado, podemos ver a alguien, que parece un niño, llorando sin consuelo. Es Guillermo Pérez Roldán.

     


    Guillermo Pérez Roldán: Confidencial (2022), dirigida por Matías Gey, 3 capítulos, disponible en Disney+

  76. Como el cubo de Rubik

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    Haber leído y criticado el primer libro de Rafael Gumucio, Invierno en la torre (1995), reseñar después otros libros suyos en distintos géneros y tonos, y ahora, finalmente, sentarme a decir lo que pienso de su última novela, Los parientes pobres, es el trayecto que todo crítico literario espera hacer respecto de la obra de un autor.

    Gumucio, que tenía y tiene mucho que decir, hace rato que aprendió a decirlo: ya sea como ficción, crónica o ensayo. Ha descubierto que puede ser humorístico sin ser sarcástico, ha desarrollado una prosa amable y aguda que lo ha venido convirtiendo en un escritor de mirada precisa, sin ser densa ni amarga. Es un narrador capaz de hacerse cargo de los temas más complejos o duros, sin falsificar por un segundo su punto de vista, sin dejar de decir lo que no se debe callar y que, creo, decidió que la estridencia era innecesaria. También descubrió que bastaba con escribir bien, que la inteligencia no tiene que ver con el resentimiento. Y esto es algo no menor, que lo pone en algún lugar relevante entre narradores de la talla de Joaquín Edwards Bello, Guillermo Blanco y del algo olvidado Carlos Ruiz-Tagle. Como ellos, se ha hecho cargo de mirar nuestro país, su gente, las mañas de este Chile largo, flaco, montañoso, complicado y áspero, dejando a la vista virtudes y defectos, con una agudeza que tiene mucho de la incisiva mirada francesa y un toque propio de la literatura inglesa, sin dejar de ser, al mismo tiempo, muy chileno. Gumucio es quien es y viene de donde viene; todos arrastramos el sello de la memoria y la genética que nos tocó, lo que en este caso es algo que le cabe agradecer, porque es cosa del azar. No es metafísico, no es un angustiado ni existencialista, no es un enojado escritor del compromiso político, pero dice todo lo que hay que decir. Lo ha hecho con progresivo acierto y mostrando que su registro narrativo es amplio y efectivo.

    Los parientes pobres es el mejor ejemplo de lo dicho hasta ahora. Es el relato de una familia chilena de clase alta, los Del Río y los Barría, primos hermanos que deben enfrentar la incómoda situación en la que sus padres, los hermanos Del Río, ya ancianos, si no del todo seniles, comienzan una relación incestuosa que escandaliza al personal de la casa de reposo en que se encuentran. Olvidados de lo esencial o quizás aferrados a ello, el padre y su hermana se enredan en una relación complicada. Es el intento de relatar el significado y propósito del cubo de Rubik y, de algún modo, lograrlo.

    Los Del Río y los Barría, poco se han relacionado a lo largo de los años. Los primeros, hijos de un padre talentoso, díscolo y algo fracasado; los segundos, de su hermana, quien casada con un Barría, vivió la vida clásica del mundo social al que pertenecía, dinero y fundo incluidos. Unos son los parientes pobres, liberales, creativos y quizás hasta más inteligentes; los otros, ricos y campechanos, toscos y apegados a la tierra, al patrimonio. Aquí nace, y sirve de columna vertebral, la anécdota que permite desarrollar la trama de la novela.

    Si uno tuviera que pensar en un arco de la narrativa contemporánea chilena, desde la gravedad y enojo de Droguett, pasando por el torturado imaginario de Donoso, las irregularidades del sancionado Lafourcade, el savoir faire de Jorge Edwards y esa capacidad infinita de narrar para las masas globales de Isabel Allende, sin dejar de lado todas las personalidades de la Nueva Narrativa en el trayecto que va desde Gonzalo Contreras a Ana María del Río, con Fuguet en el medio y los que llegaron después, Gumucio es la intersección creativa de todos ellos.

    La historia está escrita con fluidez y usando diversas técnicas y puntos de vista. Se compone de dos series de capítulos intercalados, más un capítulo IV, de diálogo vertiginoso, y un capítulo V que, sin perder el norte ni desarmar el relato, da un salto e incluye los textos que escribe uno de los familiares para un “Taller de memorias y autobiografías”. En los restantes capítulos vemos a los hermanos Del Río tratando de resolver el problema que se les presenta en una suerte de chat grupal en WhatsApp, que es más bien una cadena de e-mails que incluye a los 11 hermanos. Y también hay partes en que habla una nieta, la generación que sigue, quien relata lo que ocurre alrededor y también recuerda, desde su perspectiva generacional, lo que le agrega textura a la trama.

    Los parientes pobres avanza a través de los enredos de esta familia, los Del Río en primera línea con sus primos Barría al costado, siempre presentes y distantes, siempre queridos y también un poco odiados. Es la historia de esas familias, de cualquier familia, en lo esencial. Y el relato se cuenta con humor y melancolía, con la nostalgia inevitable de lo que va quedando atrás y en el olvido, con el humor que vuelve anecdótico hasta lo más desesperante, sanándolo.

    Pero también es más que eso. Gumucio escribe una novela que se puede leer en distintos niveles: anecdótico, socio-psicológico, político, económico, existencial, y eso permite sentir que, a medida que se avanza en los dimes y diretes entre hermanos y primos, en la mirada de esa nieta y en el oportuno capítulo V (el que piense que es mero relleno que lo relea hasta descifrar su sentido), el lector va experimentando una gama de significados y emociones cada vez más profundos, singulares y universales. Todo a la vez. Lo que convierte a esta novela en un texto acertado, en un relato que refresca y conmueve, que cuenta los avatares de una familia ajena, pero que no resulta lejana, que nos muestra un sector social del país que está inevitablemente unido a cualquier otro, porque, al fin y al cabo, la materia prima es la misma. La locura, la alegría, la tragedia, lo divertido, lo absurdo, la belleza y el esperpento, lo “normal” y lo “distinto”, el amor y el abandono, nos tocan a todos por igual. Y Gumucio ha logrado contarlo con una mezcla casi perfecta de elementos que le da a Los parientes pobres ese tono que es leve y profundo al mismo tiempo.

    Si uno tuviera que pensar en un arco de la narrativa contemporánea chilena, desde la gravedad y enojo de Droguett, pasando por el torturado imaginario de Donoso, las irregularidades del sancionado Lafourcade, el savoir faire de Jorge Edwards y esa capacidad infinita de narrar para las masas globales de Isabel Allende, sin dejar de lado todas las personalidades de la Nueva Narrativa en el trayecto que va desde Gonzalo Contreras a Ana María del Río, con Fuguet en el medio y los que llegaron después, Gumucio es la intersección creativa de todos ellos. De algún modo los contiene, sin por ello carecer de una personalidad propia.

    Con esta novela, Gumucio se instala en un lugar exclusivo, honesto, sin complejos, y donde la mirada puertas adentro pareciera orientada, por paradójico que sea, a iluminar una sociedad, una época, un país.

     


    Los parientes pobres, Rafael Gumucio, Random House, 2024, 244 páginas, $18.000.

  77. Conmoción

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    Leila Guerriero, destacadísima figura de la crónica y del periodismo narrativo, ha logrado con La llamada una de las reflexiones más profundas sobre la memoria y el trauma, la lealtad y la traición, el dolor y la vida. Se trata de un retrato-ensayo-investigación sobre la argentina Silvia Labayru, una joven de clase acomodada y familia militar, que se convirtió en militante de la organización Montoneros. Tras el golpe de Estado en su país, en 1976, ella tenía 20 años y estaba embarazada, pero nada la protegió del horror: fue secuestrada por militares y trasladada a la ESMA, un centro de detención y tortura donde, se suponía, funcionaba la Escuela de Mecánica de la Armada.

    Allí, en la ESMA, dio a luz a su hija.

    Allí fue torturada, obligada a realizar trabajo esclavo, violada reiteradamente por un oficial, llevada a “eventos” en que debía representar a la pareja de esos oficiales. Fue también forzada a representar el papel de hermana de un miembro de la Armada que se había infiltrado en la organización Madres de Plaza de Mayo: la operación de ese infiltrado terminó con tres madres y dos monjas francesas desaparecidas. Recayó sobre ella entonces una enorme sospecha.

    A Sylvia la liberaron dos años más tarde y se fue, con su hija, a España.

    La llamada habla del infierno que vivió en la ESMA, pero también del infierno que persistió una vez que se fue de su país. Las acusaciones de traición, el aislamiento, la incomprensión total por parte de quienes ella esperaba alguna solidaridad, en un momento en que literalmente tenía que armarse de nuevo por completo: trabajo, pareja, hijos, vida.

    La llamada es una potente indagación sobre la memoria: sus límites, sus acomodos, su misterio, sus énfasis, sus olvidos. No solo respecto de la memoria individual de sucesos traumáticos, esos que pueden desgarrar la mente, como es el caso de lo vivido por Labayru. También, la dimensión colectiva de la memoria, la memoria de un país.

    ¿Cómo se lucha contra el repudio de quienes han sido de los tuyos, de tu mismo bando, y que ahora niegan tus dolores y heridas? ¿Cómo se sobrevive a la sobrevivencia?

    Esta no es una larga entrevista a Labayru —aunque habló cientos de horas con Guerriero, en pandemia—, sino una investigación profunda, con más de 90 entrevistas. Así fue acercándose a la vida, las dudas, las sombras, las luces también, de la protagonista y de su historia. Labayru tenía miedo de ser fría: se lo dijo a Leila una y otra vez, de seguro que así había sido catalogado antes su relato, acaso por quienes esperaban ciertas actitudes, ciertos gestos, cierto modo de ser una víctima. Leila Guerriero la escucha desde otro lugar, sin juicio ni condescendencia; tampoco apuro.

    El libro es de grises, de matices, de humanidad, de horror. También de amor y humor, de ganas de vivir. Y de contradicciones. La autora se hace cargo de aquello que no calza, que no cuaja, sabiendo que la memoria no es perfecta ni unidimensional ni una grabadora. Cuando las versiones son distintas o los recuerdos no tienen verificación, cuando Sylvia rememora de un modo divergente de las otras fuentes o testigos, Guerriero no lo evade: abraza la contradicción. Es un material más; y uno fundamental. ¿Qué y cómo se recuerda, especialmente de una situación traumática?

    La llamada es una potente indagación sobre la memoria: sus límites, sus acomodos, su misterio, sus énfasis, sus olvidos. No solo respecto de la memoria individual de sucesos traumáticos, esos que pueden desgarrar la mente, como es el caso de lo vivido por Labayru. También, la dimensión colectiva de la memoria, la memoria de un país.

    Me parece que hay testimonios, hay libros, hay historias sobre esto, pero bueno, a lo mejor no hubo una escucha atenta de todo eso que pasaba con los sobrevivientes en general. El caso de las mujeres tiene especificidades brutales por el género mismo”, dijo Guerriero a La Tercera.

    ¿Cuál es la naturaleza del consentimiento? ¿Cuál era el espacio de Labayru para decir no? La llamada evoca los amplios debates contemporáneos acerca de la búsqueda de ‘víctimas perfectas’, en una inversión evidente de los papeles: quienes han sido violentadas, deben mostrar su ‘impecabilidad’; son juzgadas en vez de recibir apoyo.

    La llamada indaga en esas especificidades. Abre ventanas únicas para acercarse a comprender el daño hacia las mujeres torturadas y violadas. Y luego, la violencia de no ser aceptada como una víctima, de ser juzgada como cómplice, como traidora, como quien no tiene derecho a estar del lado de los que sufrieron. Que, a pesar de dar a luz a su hija encarcelada, haya quienes la vean como una victimaria y no una víctima.

    ¿Cuál es la naturaleza del consentimiento? ¿Cuál era el espacio de Labayru para decir no? La llamada evoca los amplios debates contemporáneos acerca de la búsqueda de “víctimas perfectas”, en una inversión evidente de los papeles: quienes han sido violentadas, deben mostrar su “impecabilidad”; son juzgadas en vez de recibir apoyo.

    Leila Guerriero la acompaña en este laberinto, con todo el rigor y con toda la humanidad también. Hay una escena que se repite: cuando la autora se va de la casa de Sylvia, tras estas largas e intensas sesiones, se pregunta qué pasa con ella cuando queda sola, cómo queda.

    Cuando Sylvia Labayru leyó el libro —una vez que ya estaba listo y se había ido a imprenta—, dijo que la había conmocionado y que se había sentido “sumamente respetada”. “Me sacaste la ficha”, le dijo a Guerriero.

    Mirar esos abismos por los que deambuló Labayru causa también una verdadera conmoción en quienes leen La llamada. Este libro, sin duda, representa uno de los puntos más altos y necesarios del periodismo actual.

     


    La llamada, Leila Guerriero, Anagrama, 2024, 432 páginas, $24.000.

  78. Anticronología (personal) de Mario Santiago Papasquiaro

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    Aquí yace Vicente antipoeta y mago”.
    Vicente Huidobro

    Hoy / mañana & siempre.
    Antipoeta & vago insobornable”.
    Mario Santiago Papasquiaro

    2024. Es martes 13 de agosto y en una librería de Poble-Sec se abre un mezcal en nombre de Mario Santiago. El licor viajó desde México en la maleta de Virgilio Torres —filósofo y poeta amigo del autor— para celebrar un nuevo libro: La historia nos absorberá. La publicación no tiene como origen un manuscrito mecanografiado, ni hojas escritas a mano, sino un libro intervenido hace más de cuatro décadas por Mario Santiago Papasquiaro. Se trata de Poesía inédita (1970-1978), del poeta mexicano Orlando Guillén, a cuyas páginas, más tarde rayadas y subrayadas, Papasquiaro da vida de palimpsesto. No le importa rayar sobre los créditos o portadillas, cruzar flechas, machacar con asteriscos. Pareciera que su única preocupación ética y estética es mantener legibles los versos del otro: escribir en los extramuros del poema, convivir en el oxígeno infinito de la página. “Entérate / de qué están hechas / tus derrotas o tus Nudos”, anota.

    2023. Ediciones Sin Fin ya ha anunciado la aparición de La historia nos absorberá cuando Rubén Medina —infrarrealista fundamental en el tráfico crítico y bibliográfico del movimiento— llama desde Estados Unidos. Se ha enterado de la publicación y tiene algo que contar. Desde el otro lado del teléfono, asegura tener un ejemplar idéntico de Poesía inédita de Orlando Guillén, también intervenido por Papasquiaro. Aunque el ejemplar es el mismo, las intervenciones son diferentes. Otro libro dentro del mismo libro. Notas, números telefónicos, versos con cierta continuidad, pero también anotaciones enredadas unas sobre otras, sin dirección.

    ¿Dejarán de aparecer? ¿Quién podría asegurar que un día de estos no llegará otro con el mismo libro intervenido bajo el brazo?

    2012. Ahora el sello editorial, comandado por Ana María Chagra y Bruno Montané, publica Sueño sin fin. El poema también tiene un origen errante. Son versos desperdigados sobre otros libros durante el viaje de MSP a Barcelona, en los 70. Destaca un volumen de la colección Penguin Modern Poets, que la edición incluye a modo de anexo. “Antes de que terminara la década de los setenta, Roberto Bolaño propone que hagamos una recopilación de los versos que Mario dejó diseminados en los libros que no pudo cargar en su mochila”, cuenta Bruno Montané en el prólogo. Juntos se dan al trabajo de darle una interpretación y, finalmente, forma al poema. Envían una copia a México. Mario la recibe, pero esta se mantiene a la deriva entre sus papeles. “El ejemplo más visible de una verdad nómada”. Años después de su muerte, Bruno comprueba que el texto ha sido minuciosamente corregido por Mario, pocos versos han sido tachados, el poema, incluso, se ha extendido.

    2008. Aparece Jeta de santo (Antología poética 1974-1997). La selección está a cargo de Rebeca López (madre de sus hijos Mowgli y Nadjia) y Mario Raúl Guzmán que, tras una lectura de más de 1.500 poemas, fijan 171. En una entrevista, Pita Ochoa cuenta que la publicación fue resultado de una petición expresa de Bolaño a Juan Villoro. “Sabía que estaba muy enfermo y le dijo a Juan que Mario Santiago tenía una gran obra y le pidió que cuando él muriera apoyara para que salieran a la luz las cosas de Mario Santiago, quien ya había fallecido. Y Villoro cumplió su palabra”.

    1998. Se publica Los detectives salvajes, donde Mario recibe el nombre ficticio de Ulises Lima. Siguiendo a Tulio Mora, Lima por Lezama y Lima por la ciudad donde nació Hora Zero, pues MSP se declara: “Un poeta peruano nacido en México”. Tras la publicación, se vuelve un mito literario de los 70, pero él jamás se entera de aquello.

    Mario Santiago es atropellado en un barrio periférico del D. F. El conductor se da a la fuga. Su cuerpo tarda algunos días en ser reconocido. Es Rebeca López, quien, ante su desaparición, llama a morgues y hospitales, donde finalmente confirman que ha muerto. Habían quedado de verse.

    La publicación no tiene como origen un manuscrito mecanografiado, ni hojas escritas a mano, sino un libro intervenido hace más de cuatro décadas por Mario Santiago Papasquiaro. Se trata de Poesía inédita (1970-1978), del poeta mexicano Orlando Guillén, a cuyas páginas, más tarde rayadas y subrayadas, Papasquiaro da vida de palimpsesto. No le importa rayar sobre los créditos o portadillas, cruzar flechas, machacar con asteriscos. Pareciera que su única preocupación ética y estética es mantener legibles los versos del otro.

    1996. Publica Aullido de cisne, uno de los dos libros que editó en vida: “Aúllo invocando el chiflido de mi Dios”, escribe.

    1995. Junto a Marco Lara Klahr funda el sello editorial Al Este del Paraíso. En un año y medio, organizan más de sesenta recitales y presentaciones. Entre otros autores, publican plaquettes de los hermanos Méndez, Roberto Bolaño y Efraín Bartolomé. Tienen dos motivaciones: poner en circulación a quienes nadie quiere publicar y, en el caso de Marco, dejar registro de los poemas de Mario, hasta ese minuto dispersos en las superficies más insólitas. “Güey, es que tienes que ordenar esto [los poemas], sistematizarlo y sobre todo asegurarte de que se conserve. Si tú te quieres morir, muérete, pero esto tiene que quedar”. Durante ese tiempo MSP transcribe sus poemas en el computador de Marco. El resultado es una plaquette de diez poemas titulada Beso eterno.

    1994. “Estoy escribiendo una novela donde tú te llamas Ulises Lima. La novela se llama Los detectives salvajes. Un fuerte abrazo. R”.

    1984. Mario Santiago es postulado a la Beca Guggenheim por el pintor Rodolfo Zanabria, la cual, al igual que a su amigo Roberto Bolaño, le será negada.

    1983. Comparte la azotea de un palacio viejo con el poeta horazeriano Tulio Mora, a quien, recién separado, le confiere una habitación tan inhóspita como la suya, pero con un colchón. Por ese tiempo viven de lo que Mario gana como editor de textos escolares, por lo que casi no comen, sino que beben, fuman y corrigen mutuamente sus textos. Como no tienen luz eléctrica, muchas veces permanecen a la luz de un mechero y otras, decididamente, salen a colgarse refugiados en el anonimato de la noche. No siempre tienen éxito, lo que, por cierto, no les importa: su éxito es estar vivos.

    1981. Mario Santiago, que roba libros con la misma naturalidad con que se desprende de ellos, le entrega un ejemplar de Poesía reunida, de Orlando Guillén, a su amigo Virgilio Torres. Están en el departamento de Tulio Mora y Ana María Chagra. Torres conserva el libro intervenido por más de cuarenta años. Esperará hasta 2023 para mostrárselo a Ana. Llevará el título La historia nos absorberá.

    1980. Hace tiempo ha adoptado la costumbre de cruzar la calle sin ver y de leer y escribir mientras camina. Sabe: “Voy a morirme pero viviendo al máximo”. Una madrugada, junto a su amigo, el poeta Pedro Damián, es atropellado por primera vez (la segunda le quitó la vida). Un camión lo arrolla y le fractura la cadera. En el hospital dan el número de Ana María Chagra. Ella hasta el día de hoy ignora la razón, aunque dadas las circunstancias, es posible que haya inspirado mayor sensatez en los accidentados. Los días posteriores convalece en casa de su madre, hasta donde llegan sus cuates con todo tipo de libros y botellas que, por supuesto, bebe a escondidas. Desde entonces camina apoyado de un bastón.

    1979. Es incluido en la antología Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego. Once jóvenes poetas latinoamericanos, bajo la selección de Roberto Bolaño, presentación de Efraín Huerta y prólogo de Miguel Donoso Pareja.

    1978. Retorna a México tras dos años en Europa.

    1977. Con la partida de Bruno Montané a Barcelona a fines del 76, arranca la “diáspora infrarrealista”. Le siguen Mario Santiago, rumbo a París, y más tarde, Roberto Bolaño, también con destino a Barcelona. En realidad, el propósito de Papasquiaro es ir tras la huella de Claudia Kerik, poeta de la que está enamorado. Vagabundea por Francia, España, Austria e Israel. Habla en inglés, lee en francés, tiene pinta de vagabundo, es deportado en Vienna, donde le prohíben la entrada hasta 1984 (¡qué año eligen!). Mientras, en México, aparece Correspondecia infra. Revista menstrual del movimiento infrarrealista. En Barcelona, Roberto Bolaño y Bruno Montané publican la revista Rimbaud vuelve a casa.

    1976. En marzo, el infrarrealismo tiene su primera aparición pública como movimiento. Un recital en la librería Gandhi. Al evento le suceden otros y otros. Se hacen conocidos (y odiados) por interrumpir presentaciones y recitales del “oficialismo poético” mexicano, que en Paz descanse.

    Su sentido dinamitero de la poesía y de la propia vida —en este caso, maraña estética inseparable—, le vale el aprecio de su generación y magnetismo de líder. “Atrás de él había siempre un grupo, era como un liderazgo natural. Si él caminaba por un lado, los demás lo seguíamos”. Recuerda Virgilio Torres, desde el restaurante Paloma Blanca, “prefería caminar a tomar un taxi”.

    Con la partida de Bruno Montané a Barcelona a fines del 76, arranca la ‘diáspora infrarrealista’. Le siguen Mario Santiago, rumbo a París, y más tarde, Roberto Bolaño, también con destino a Barcelona. En realidad, el propósito de Papasquiaro es ir tras la huella de Claudia Kerik, poeta de la que está enamorado. Vagabundea por Francia, España, Austria e Israel. Habla en inglés, lee en francés, tiene pinta de vagabundo, es deportado en Vienna, donde le prohíben la entrada hasta 1984 (¡qué año eligen!).

    1975. A fines de este año firma el primer Manifiesto infrarrealista, donde postulan: “LA CULTURA NO ESTÁ EN LOS LIBROS NI EN LAS PINTURAS NI EN LAS ESTATUAS ESTÁ EN LOS NERVIOS”.

    Entre mediados de septiembre y octubre, escribe Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger, poema de 482 versos, considerada obra fundacional del infrarrealismo. “En cualquier momento acontece 1 poema”, dice.

    Con fecha 8 de agosto (natalicio de Emiliano Zapata), firma un poema dedicado al pantera negra, Eldridge Cleaver. Lo escribe con un plumón rojo sobre Los cantares de Pisa, de Ezra Pound, actualmente en manos de Rubén Medina, quien, desde los Estados Unidos, nos muestra el ejemplar, de momento inédito.

    Asiste al Taller de Poesía de la Casa del Lago, en Chapultepec. El tallerista original es Alejandro Aura, pero, como cuenta Pita Ocha en entrevista con Sofía Sánchez, terminan siendo él y Roberto los que dirigen el taller. Es en torno a esa mansión antigua, a los pies de un lago, que empiezan a reunirse poetas de entre 16 y 22 años. Crean el ciclo Joven poesía latinoamericana, anglosajona y francesa. La primera jornada está dedicada a la poesía chilena. Leen a Millán, Omar Lara, Waldo Rojas. Como es de esperar, la instancia está a cargo de los chilenos Bolaño y Montané. La siguiente jornada está dedicada a la poesía peruana. Se lee a Cisneros, Hinostroza, Pimentel. Como es de esperar, el encargado es Mario Santiago.

    1974. Continúa asistiendo al taller de poesía de Bañuelos en la UNAM, del que pronto, él y otros cuantos, empiezan a tomar distancia y a formar grupo aparte. Va cargado de papeles, usa el pelo largo, pantalones acampanados, inspira cierta formalidad. No descarta infiltrarse en otros talleres. “Solía aparecer en nuestro taller y sus opiniones eran fulminantes; estaban provistas de una crítica totalmente dinamitera, un humor negro y corrosivo”, cuenta Juan Villoro. Sabe reconocer cuando un texto afloja o decae. No se queda callado.

    El 3 de mayo se presenta con fragmentos de Consejos en un recital en el Museo Nacional de San Carlos. Él mismo forma parte de la organización, junto a Roberto Bolaño, Bruno Montané y Julián Gómez. Los poemas son repartidos previamente en hojas engrapadas. Virgilio Torres recuerda: “Tenía una voz muy gruesa y leía pausado. Eso hacía que tuviera un aire de ritualidad. Le gustaba hacer pausas, hacer gestos, también. Más que con las manos, con la cara. Como tenía boca grande, su risa era también como un eco”.

    En enero, junto a Jose Antonio Suárez, publican la revista Zarazo, una edición modesta de veinte hojas, la cual solo tuvo un número (n° 0), en el que, sin embargo, se pueden rastrear gran parte de las influencias del infrarrealismo, como América de Allen Ginsberg o poemas de Hora Zero. Corresponde, según Rubén Medina, al primer intento de configurar una neovanguardia.

    1973. Mario Santiago todavía no ha cumplido los veinte años. Sigue respondiendo al nombre de José Alfredo Zendejas. Lee sin descanso. Pule un conocimiento avasallador. De cabecera tiene a Ginsberg, Dalton, Vallejo, Huidobro, Lautréamont, Rilke, Pound, Eliot, Pessoa, Whitman. “Escribe como camina / a ritmo de chile frito”. En el Departamento de Difusión Cultural de la UNAM, comienza a asistir al taller de poesía que imparte Juan Bañuelos, en quien, según cuentan, también infunde un enorme respeto. “Era tal su contundencia que hasta Bañuelos tenía que tragar saliva antes de contestarle a la perorata”, narra Jose Antonio Suárez.

    1953. 24 de diciembre. Es de madrugada cuando en los cielos de Mixcoac se desata una tormenta eléctrica. En medio se escucha un aullido de cisne: nace José Alfredo Zendejas Pineda, más tarde conocido como Mario Santiago. Después como Mario Santiago Papasquiaro. Mucho después como Ulises Lima.

    “Otra vez la vida: este Rito del Gozo / & el escalofrío dasatados”.

     


    La historia nos absorberá, Mario Santiago Papasquiaro, Ediciones Sin Fin, 2023, 80 páginas, 13,00€.

  79. Extranjera

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    Entre la gigantesca donación de archivos de Gabriela Mistral legados por Doris Atkinson, la albacea de Doris Dana, a la Biblioteca Nacional el año 2007, es posible encontrar más de medio centenar de grabaciones de audio de la poeta, presumiblemente realizadas en 1954. Entre ellas se encuentra una lectura de “La extranjera”, poema perteneciente a Tala (1938). Ubicado en una sección llamada “Saudade” (donde también están“La ola muerta” y “Todas íbamos a ser reinas”), el texto es la búsqueda de la Mistral de su propia silueta, mezclando la lejanía y la intimidad como también sucede en “País de ausencia” o “Cosas”.

    Con sus versos presentados entre comillas, “La extranjera” luce como un autorretrato encubierto aunque exhibe una trampa: está dedicado a Francis de Miomandre (1880-1959). Original de Tours, autodefinido como “surrealista eventual”, Miomandre ganó el Goncourt, alabó a Proust y fue un corresponsal impenitente sobre asuntos literarios franceses para varios diarios americanos, además de convertirse en uno de los principales traductores de autores latinoamericanos en Francia. Así, entre muchos, tradujo a Alejo Carpentier, Salvador Reyes y Carlos Droguett, quien nunca lo conoció en persona, si bien atesoró su amistad epistolar.

    Lo mismo sucedió con Mistral, con quien conversaba por carta desde los años 20 y que acá parece apropiarse de su voz para simular un horizonte para ella misma: “Y va a morirse en medio de nosotros, / en una noche en la que más padezca, / con solo su destino por almohada, / de una muerte callada y extranjera”.

    En 1954, Mistral vuelve sobre el poema y hay algo conmovedor en la grabación, en el modo en que se reencuentra con sus versos sin demasiada pompa, determinada por la urgencia del registro. Escucharla resulta sorprendente. “¿Ya?”, se pregunta Mistral, y luego lee como si acomodara a su propia memoria, persiguiendo el sentido de sus versos mientras pronuncia las eses al modo de un susurro.

    Aquello replantea cómo debemos leerla. Si en Tala, “La extranjera” simula o parodia la mirada de Miomandre, en la grabación recupera su propia voz, encarnándose. “Habla con dejo de sus mares bárbaros, / con no sé qué algas y no sé qué arenas”, escuchamos mientras su habla se vuelve algo concreto y deja de ser una fantasma que flota insomne sobre la literatura chilena, haciendo que su palabra y su dicción acumulen y exhiban acentos como capas de piel, pues ahí está cifrada una autobiografía secreta, que es también la historia de un cuerpo y de una vida. Escuchamos: “Vivirá entre nosotros ochenta años, / pero siempre será como si llega, / hablando lengua que jadea y gime / y que le entienden solo bestezuelas”.

    Al escucharla es posible comprender qué podían ser la literatura o la poesía para ella. De este modo, como si realizara un apunte para sí misma, su voz es un espejo de su estilo, capaz de una melancolía desesperada y una felicidad a veces agria. Todo es a la vez íntimo y distante, pues ahí están los acentos como vidas pasadas, los arcaísmos como un tributo a la patria perdida y los escombros modernistas como la respiración artificial de una biblioteca. Transfigurada en el sonido, comprobamos por qué la obra de Mistral sigue siendo un eco que rebota una y otra vez contra sí misma y el paisaje: una literatura que solo puede existir desde la invención de sus variaciones, acaso un tatuaje en la lengua.

  80. Matías Rivas: “Me interesa más pensar, sentir y leer, que tener la razón”

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    Referencias personales, el último libro de Matías Rivas, iba a ser un libro de ensayos y terminó siendo una colección de fragmentos que concentran y son reflejo de una aguda observación sobre varios temas, entramados en lo literario y lo personal, pasando por fobias, obsesiones, placeres, contradicciones. El director de Ediciones Universidad Diego Portales despliega sus cavilaciones en un tono templado y en línea con sus autores de cabecera como Cyril Connolly o Martín Cerda. Columnista del diario La Tercera y de radio Duna, y autor de los libros de poemas Aniversario y otros poemas (1997), Un muerto equivocado (2011), Tragedias oportunas (2016) y Un poema de amor (2023), y del libro de ensayo Interrupciones. Un diario de lectura (2016), conversa con revista Santiago.

    Referencias personales es un libro armado a partir de fragmentos que sacas de diferentes textos. ¿Piensas que hay una parte de la escritura que es inútil pero que da pie a la que finalmente queda?
    Nunca he tenido en mi cabeza ese enchufe mental que habla de escritura útil. No creo en ella. Me parece exagerado que la gente publique todo lo que escribe. Tengo un diario guardado, largo, articulado, el hecho de que la literatura se relacione con la vida secreta y que a la vez uno saque cosas de ahí y las publique es algo que me interesa. Lo que acontece es que la gente va publicando todo lo que va guardando. Mi cabeza no funciona así, ni quiero que funcione así. Me gusta la sedimentación, porque uno escribe muchas tonteras. Haciendo periodismo me di cuenta de que había escrito como dos mil páginas, más que las obras completas de quizás quien, cuántos lugares comunes, barbaridades producto de llenar caracteres, lo propio del oficio periodístico, en el mejor sentido de la palabra. Después uno las revisa y dice, de todo este período rescato cuatro o cinco cosas, otras me pueden servir para desarrollarlas. También escribí cosas nuevas para este libro, cuando se fue armando había temas que debían aparecer.

    Imagino que la poesía fue una escuela para la precisión que aparece en la escritura de este libro.
    Sí, la poesía es algo que te pone nervioso cuando la publicas. La prosa tiene que ver con un oficio que hasta cierto punto uno puede controlar un poco más, la poesía tiene un grado de inconsciente muy alto puesto en ella. Por mucha técnica que alguien tenga, hay un riesgo. Este libro lo trabajé con otro grado de tranquilidad, esa es la diferencia.

    ¿Hay un tránsito en la manera en que aparece el yo entre un libro de poemas y uno de prosa como este?
    El yo de Referencias personales conversa con mis libros de poemas Tragedias oportunas y Un poema de amor. En los poemas puede haber ficción, pero la voz es la misma, tiene que ver con la voz hablada. El tipo que aparece en el libro de prosa es el que escribe los poemas. Los poemas tienen que ver con una intimidad que no aparece en esta prosa, una intimidad mayor y, por lo mismo, la poesía implica armar registros, voces. En este libro hay una sola voz que va articulando distintos temas. O más que la voz es la edad de un hombre maduro, con más de medio siglo a cuestas.

    Es una ciudad cifrada, y nos hemos vuelto poco amables, el mismo clima del país se ve en las calles, no solo por el tema de la delincuencia, sino porque la gente anda más enojada, irritada. Eso fue lo que me hizo dejar el auto, no quería vivir ese ánimo irritado. También hay una displicencia entre chilenos, como que nada importara mucho, total nadie gana nada.

    En ese sentido hay una mirada que observa con mayor distancia.
    Tengo ese gusto por andar observando y anotando las observaciones. Este libro en un principio iba a ser un libro de ensayos, la idea de los fragmentos aparece vinculada al registro poético. Esa idea que viene de Auden de poner pedacitos de lo que uno ha escrito.

    No dar la lata.
    Y también decir desde dónde uno está escribiendo. Ya tengo 53 años y en los medios he vertido una cantidad de opiniones, sería bueno entonces que la gente supiera qué opiniones tengo sobre mí. Hablar de mí, mostrar ese lugar desde donde uno habla. Te representa, te ubica respecto de los demás, y la gente puede comprender los libros de poesía, por ejemplo, aquí hay referencias para eso. Uno no puede ser tan patudo de emitir opiniones y camuflar su yo siempre.

    Dar la cara.
    Hay que dar la cara. En Chile dar la cara es mostrar tu pasado. No ocultar eso. Hay mucha gente que juega a ocultarse en un país muy chico, donde es muy difícil ocultar eso. Por razones demográficas y estructurales, todos nos conocemos o nos vamos conociendo, sabiendo uno del otro. No dar la cara a cierta edad es un acto de ocultamiento. Yo no quiero ocultar. Como la gente que no tiene amigos, no da confianza; lo mismo, alguien que da opiniones y no tiene cuerpo, se transforma solo en una voz parlante, no en un sujeto complejo que se puede contradecir.

    ¿Dar cuenta de tu pasado implica también romper con tu pasado?
    Sí, para contar hay que romper el trauma, el pudor. Deleuze decía que hay una sensación muy profunda que es la vergüenza a ser un sobreviviente en este mundo frente a mucha gente que está pasando situaciones mucho más complejas. Hay una vergüenza de ser alguien cultural, que vive en una élite dedicada a los libros. Y también hay algo contra uno mismo que uno debe criar para no ser un narciso tan loco. Trabajar con esos lugares que a uno lo complican y ponerlos en juego me parece fundamental. Que los libros tengan ese riesgo de poner tu cuerpo en juego, tu vida, tu experiencia, más que el juego de tener la razón. Borges dice por ahí que querer tener la razón es un acto de crueldad. Es una competencia. Hace rato que dejé de practicar ese juego, me interesa más pensar, sentir y leer, que tener la razón.

    ¿Qué notas que ha cambiado en la ciudad? Por ejemplo en la ciudad o la noche.
    La noche está muy perdida, ya no es una noche abierta, es una noche que se habita en lugares con datos, no es una noche pública, hay que tocar el timbre, saber dónde ir. Es una ciudad cifrada, y nos hemos vuelto poco amables, el mismo clima del país se ve en las calles, no solo por el tema de la delincuencia, sino porque la gente anda más enojada, irritada. Eso fue lo que me hizo dejar el auto, no quería vivir ese ánimo irritado. También hay una displicencia entre chilenos, como que nada importara mucho, total nadie gana nada.

    La sensación de lentitud y de vacío, las noches sin nadie, me hace pensar que desde la pandemia estamos en un domingo eterno. En algún momento se irá a salir, pero falta electricidad desde el punto de vista del deseo, ambición, libido.

    En el libro haces varios diagnósticos de la sociedad, entre ellos señalas que hay una violencia que se ha traspasado a las palabras.
    La violencia viene de querer tener la razón con palabras y eliminar el humor como elemento que puede sacarle una risa a tu contrario. Eliminar la seducción, verla como algo peligroso, si quitas el erotismo y el humor del lenguaje, este se vuelve violento, queda como de Twitter, de posteo. Si uno escucha la tele se percibe eso. Los programas más escuchados son aquellos en los que hay un mayor uso del lenguaje casi a piedrazos. La falta de articulación es lo que me llama la atención, demasiada frase corta. La gente anda peleando qué discurso tiene la razón, en distintos ámbitos. Parece que es internacional, uno escucha a Milei, a Trump, están todos en esa.

    Todo deriva en ladrido.
    La literatura no tiene que ir por ahí. Tiene que trabajar con el susurro y la precisión. Hoy día estamos llenos de mentiras, de fakes, de invenciones.

    ¿La lengua es lo primero que da cuenta de una época?
    Sí, hay que estar atentos a eso y sospecho que cada vez que hay esta forma estridente del habla, por abajo hay gente que está haciendo lo contrario. Sospecho que el arte es el momento para analizar esta estridencia, a ver si de ella se puede sacar algo estético y también para llevarle la contra. Antiguamente existía esa cosa que se llamaba “la crítica del lenguaje”. Joyce se dedicaba a leer libros de crítica del lenguaje. Eso hace falta en los medios de comunicación. Pero creo que va a aparecer la contraparte, quizás todavía no la vemos.

    ¿Crees que en los domingos se configura un ánimo de lo chileno?
    Sí, un ánimo identitario, los almuerzos no terminan, hay una forma común de aburrirse. Vivir angustias, melancolías, después de almuerzo particularmente empiezan a bajar emociones distintas, se pone crepuscular. Hay una ansiedad de los que tienen que ir al colegio, dar pruebas en la universidad, ir al trabajo, se empieza a arruinar tu día libre por el futuro. Esa situación la compartimos todos los chilenos, o una gran parte.

    ¿Son distintos los domingos de ahora a los de antes?
    Seguramente las cosas han cambiado, pero hay algo existencial en el domingo en Chile, es como un día latigudo. Da la sensación de que el país está viviendo una especie de domingo. Está todo cerrado, hay poco apuro, hay miedo, incertidumbre del mañana, viene el lunes y se te aprieta la guata, no sabes por qué. La sensación de lentitud y de vacío, las noches sin nadie, me hace pensar que desde la pandemia estamos en un domingo eterno. En algún momento se irá a salir, pero falta electricidad desde el punto de vista del deseo, ambición, libido.

    Escribir bien es algo que terminará haciéndolo, y ya lo hace, la Inteligencia Artificial. Hay que saber escribir muy bien mal, con alguna marca que venga de tu inconsciente, que tenga algo de vida, como en la sintaxis de María Moreno o Marguerite Duras. Aprovecharse de los defectos para convertirlos en un signo de elegancia, de intensión, de carácter, de singularidad.

    ¿Qué diferencia ves entre melancolía y nostalgia?
    La melancolía es un recuerdo de algo que tú no sabes si existió. La nostalgia es algo que sí conoces. Nostalgia de una época, de una relación, de una comida. La melancolía no tiene objeto, eso la hace mucho más perturbadora. Creo que la nostalgia es algo que se puede digerir mejor, psiquiátricamente, psicológicamente se puede trabajar con ella. La melancolía es más abstracta, es un estado.

    ¿En cuál te ubicas?
    En la melancolía. No me gusta pensar que el pasado fue mejor. Uno está incómodo con la vida más que con el pasado o con el futuro, en ese sentido, tiendo a pensar que soy más neurótico, más melancólico. Vivir con nostalgia me parece peligroso, y mucha gente está enfrascada en eso, porque es una nostalgia asociada al fanatismo, ser fan del pasado; eso no me gusta, me interesa recorrer el pasado, investigarlo, leerlo, pero de ahí a querer revivirlo, no. La nostalgia me parece digna de observarse y bonita y hay gente que puede trabajar con eso, yo en lo personal preferiría no hacerlo, es una forma de envejecer.

    ¿Relees tus libros?
    No, una vez que salieron viene el desapego. Sigo anotando cosas, pero no pienso en libros, eso es lo único que he aprendido, al final no sé pensar en libros, sé pensar en textos, cada vez más personales y menos públicos y eso me ayuda después a armar libros, formas de trabajar. Žižek cuenta que su forma de escribir, al igual que Roland Barthes, es hacer fichas, y después junta las fichas porque la idea de escribir un libro de principio a fin no le gusta, no le hace sentido.

    ¿Cómo lidias con la imperfección en la escritura?
    Paul Léautaud decía que la perfección mataba la vida. A veces hay unas escrituras muy estiradas, y esas escrituras no solo son estiradas, sino que son histéricas. Está detrás alguien que solo permite ver la belleza, pero no seguir una historia. No me interesan esas escrituras, por lo menos al ejercerla me interesa dónde hay rastros de imperfección que delatan el carácter de quien escribe. Escribir bien es algo que terminará haciéndolo, y ya lo hace, la Inteligencia Artificial. Hay que saber escribir muy bien mal, con alguna marca que venga de tu inconsciente, que tenga algo de vida, como en la sintaxis de María Moreno o Marguerite Duras. Aprovecharse de los defectos para convertirlos en un signo de elegancia, de intensión, de carácter, de singularidad. También ser perfecto o imperfecto es un juicio de valor que ha ido perdiendo importancia. Es un juicio demasiado contundente el de la belleza perfecta. Hay una belleza en todo, uno tiene que saber mirar.

     

    Fotografía: Archivo UDP.